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Revista Iberoamericana, Vol. LXXIV, Núm. 225, Octubre-Diciembre 2008, 1083-1098 UNA CONVERSACIÓN PARA NO PERDER EL TIEMPO: EL CASO DE EL DIABLO EN EL PELO DE ROBERTO ECHAVARREN POR EDUARDO ESPINA Texas A&M University En una primera lectura que también son las siguientes, El diablo en el pelo, novela de Roberto Echavarren (Montevideo, 1944), funciona como estrategia de retrospección y recuenta, desde un presente fi gurado, una acción ocurrida varios meses antes de la escritura de la misma.1 No obstante, siguiendo las irrupciones del deseo a la caza de un porvenir indefi nible (y el deseo casi siempre hace lo mismo) la articulación anecdótica presenta las peripecias del cuerpo interpretadas en pretérito mientras son observadas, interrogadas de cerca, no en el espejo retrovisor (porque los hechos del goce siguen sin ser consumados), sino en tanto privilegia una meta de itinerancia hacia delante, hacia donde ya nada puede verse sino apenas decirse. De esta manera, el objeto del deseo –dador del título del libro– existe en el recuerdo como posibilidad aún alcanzable: como deseo, no como añoranza. Mediante este uso idiosincrático, permanente y acechante del tiempo narrativo (y del tiempo de la actualidad amorosa), la novela –referente aparte en el contexto hispanoamericano– encuentra puntos de contacto directos con las dos novelas del londinense Paul Holding, The Abomination y Senseless (por cierto, la portada de este libro se parece mucho a la de la edición argentina de El diablo en el pelo), y con la obra del estadounidense Dennis Cooper, quien en libros como Closer, Try, Guide y Period exhibe una similar actitud transgresora de los mecanismos de presentación y motivación de la sexualidad homoerótica a partir de un plan destemporalizante de la realidad, el cual constata las diferencias y el furor oblicuo que une a la vida con lo que se hace de ella, una vez que el tiempo ha sido atomizado, pervertido. En la sexualidad el tiempo no desaparece, pero sus apariencias en estado difuminado son muchas. En todo caso (para que le hagan caso) desaparece para volver aparecer. Su ser transita un sitio dudoso de ya, pero mejor ya no. 1 La primera edición de la novela (2003) se llama Julián, el diablo en el pelo. La segunda edición (2005) tiene varias correcciones introducidas por el autor y se llama El diablo en el pelo. Todas las citas pertenecen a esta última edición y aparecen entre paréntesis. 1084 EDUARDO ESPINA Hay obras hispanoamericanas de alternativa homoerótica, con trama o episodios confi gurantes de un deseo en estado de promesa y dependiente de identidades móviles: Juan Carlos Onetti (El pozo, La vida breve, Dejemos hablar al viento, El astillero), Severo Sarduy (Cobra), Manuel Puig (El beso de la mujer araña, La traición de Rita Hayworth), Reinaldo Arenas (El Central, Arturo, la estrella más brillante, Antes que anochezca), César Aira (El bautismo), Fernando Vallejo (La virgen de los sicarios), José Joaquín Blanco (Las púberes canéforas), Luis Zapata (Las aventuras, desventuras y sueños de Adonis García: el vampiro de la colonia Roma), Pedro Lemebel (sus crónicas urbanas y la novela Tengo miedo torero) y Roberto Echavarren (Ave Roc). Es un resumen somero, hay otras. El diablo está intencionalmente minada de evidencias somáticas sexuales, en tanto el deseo homoerótico asoma en constante plan de exhumación, dejando en la superfi cie los registros de su trabajo, esto es, exponiendo la autoridad de una visión que confronta promesas y obsesiones de un goce misterioso en busca de representación. Ese goce contiene una asimétrica traza andrógina puesta al servicio de sus expectativas. Para hacerlas cumplir, el escenario social gana preponderancia porque los personajes están bien elegidos. Disponen del dato seductor. Los partenaires son Julián, un taxi boy, un “Lolito”, y Tomás, trotaconventos de bares gay. El diablo en el pelo, estado documental de una pasión con resultados, inventa en el espacio de su trama una temporalidad que le conviene. La quimera de la perfecta inexactitud temporal –la que otorga cuando tiene ganas el deseo somático– queda redondeada, mejor dicho completada, y haciendo todo lo posible para ser de la manera como es y quisiera ser (para eso es protagonista de un acto en estado de anhelo). Las formas del deseo deseando ser las del amor (y ser éste) cifran una obra que, expuesta en el estado de sus peculiaridades (la lección viene desde los indicios mismos), genera un orden escritural nuevo, con un sesgo de estilo y osadía sin parangón en la narrativa hispanoamericana: No soy muy enamoradizo, pero ahora estoy solo. Sabés cómo es la onda gay: salgo dos o tres veces contigo y me aburriste. Ahora no me interesas, me interesa otra bragueta y otra cola. Cuando me voy, creyendo que estamos bien, ¡chac! Una sola vez en veintiséis años rompí yo la relación y he tenido cantidad de relaciones de este tipo. En el cine no sabés el nombre del loco con quien cogiste, porque no se habla. Hablan las manos. La boca chupa. Uno me preguntó: “¿Qué te parece si vamos a casa?” “¿Vivís lejos?” “No: acá por El Gaucho”. “Bueno, vamos”. Eso me pasó una vez sola en el cine. He tenido otras propuestas de salir a la calle pero como la “pieza” no me interesaba, no salí. No son los mismos que van a los bares. El que va al cine es aquel que tiene novia pero se hace coger; entonces precisa algo rápido y poco visible. Vas al baño a penetrar a otro o a hacer la vuelta y media; el masturbarse es en las butacas. Besitos y cariñitos no corren mucho. (136-37) UNA CONVERSACIÓN PARA NO PERDER EL TIEMPO 1085 Desde un tiempo a todas luces expansivo, actuando críticamente en la traza situada entre el deseo y su objeto, blanco móvil con el pie en el acelerador, y hacia esa genealogía andrógina y representable, se desplaza la narración, sustraída a un punto de vista común verosímil y destacando todo el tiempo sus marcas genealógicas, como diciendo “están allí, esto es lo que pasó”. La obra, como le tocó ser en frases características, sale de su clandestinidad sin tener ninguna, narrando una excepción homoerótica sin convenciones ni subordinaciones, y por ello mismo alcanza pronto sus recompensas. La satisfacción culmina en la fuerza de un contenido, sublime y criminal, haciendo de la obra amoldada a sus ganancias una operación disonante, puesto que el plan de la escritura sólo acata la insistencia de ciertas intensidades sexuales que no se cortan (como tampoco Julián su pelo) ni siquiera ante el asomarse inoportuno de la muerte. El autor sintetiza la trama de la historia: El personaje Julián es una nueva leyenda hecha carne, tanto como Lolita lo fue en su tiempo. Pero a diferencia de Lolita, el personaje no es sólo narrado, no es sólo objeto de los celos del narrador o del protagonista (como la propia Lolita o la Albertine de Proust) sino que deviene también narrador. Un adulto interesado en Julián, Tomás, recorre Montevideo y sus barrios marginales investigando cómo los adolescentes y jóvenes se relacionan entre sí y con otros. Tal el Príncipe Feliz de Oscar Wilde, aprende sólo poniendo en riesgo su integridad física. (contratapa) A través de varios incidentes que culminan en una temporada veraniega en las Sierras de Córdoba, Argentina, Tomás descubre la naturaleza volátil de Julián. Cuando la aventura amorosa alcanza un impasse que parece inevitable, ocurre un giro: el deseo insatisfecho de Tomás, su curiosidad, deviene voluntad de saber acerca de la vida secreta de su ex amante y del mundo en que se desenvuelve. Convence a Julián para que le conceda entrevistas a cambio de dinero. Los encuentros entre esta nueva Sherazade y el periodista gonzo en quien Tomás se ha convertido desencadenan un informe sardónico y duro acerca de las supuestas proezas eróticas y criminales de Julián. A pesar de que el informe suena auténtico en su conjunto podría no ser exacto en los detalles, al fi n y al cabo al menos en parte es una invención, considerando que el astuto y ambivalente Julián alimenta a Tomás con lo que éste quiere oír, y por lo que él paga. Una vez obtenido el testimonio que cree necesitar, Tomás persuade al muchacho para que retome los amoríos. Pronto Julián se enferma de hepatitis. Entonces Tomás empieza a salir con otro, que trabaja en un club nocturno como bailarín e imitador de Michael Jackson. Julián se cura y se reencuentran. Sin embargo, Tomás ya no es inocente. Obseso por las confesiones de Julián, no puede confi ar en él, tiene miedo de ser atacado y robado. Además, sigue viendo a “Michael Jackson” como un plan B, un contrapeso para equilibrar las emociones en caso de que el mercurial Julián 1086 EDUARDO ESPINA desaparezca de nuevo. Pero en vez de ser asaltado por él, como teme, Tomás es agredido con un cuchillo por quien menos espera: “Michael Jackson”, que pretende robar su coche. Malherido, desangrado, logra a último momento escapar del agresor huyendo hacia la calle. Después de una intervención quirúrgica delicada se recupera en el hospital, vuelve a casa y ajusta una nueva cita con Julián. Mas ahora, al haber atravesado la muerte propia, advierte que la relación con el malandro carece de toda esperanza. Entonces empieza a ver a Ariel, otro andrógino que, igual que su eventual asesino, es admirador e imitador de Michael Jackson. No parece mal muchacho. Sin embargo, cierto reloj interno decide a Tomás a renunciar también a este recién venido. Termina solo y libre. A través de los personajes principales y de una multitud de personajes secundarios, a través de los múltiples relatos de Julián, la novela entreteje un universo de relaciones gays, delictivas y de prostitución entre las capas pobres del pueblo.