Los Nuevos Liderazgos Y Sus Estilos” En: La Revolución Mexicana: Una Nueva Interpretación
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Ávila E., F. y Salmerón, P. (2015). “Los nuevos liderazgos y sus estilos” en: La Revolución Mexicana: Una nueva interpretación. México: Siglo XXI/INEHRM. Págs. 147-158. Los nuevos liderazgos y sus estilos Antes de contar la ofensiva final contra el huertismo, conviene que analicemos los orígenes y las razones de los actores individuales y colectivos que hemos puesto en escena, así como la legitimidad y el estilo de los liderazgos constitucionalistas, empezando por los del noreste, la base inicial de Venustiano Carranza, y que veamos también la trayectoria del propio Primer Jefe. Al comprender que la guerra tenía objetivos políticos y que debía ser total, Venustiano Carranza asimilaba los “errores” conciliadores del maderismo pero, sobre todo, se mostraba como un hombre que entendía cabalmente el paradigma dominante en su época del pensamiento militar. Hijo de un coronel de las guerras de Reforma e Intervención, se había convertido en el hombre fuerte de la región de Cuatro Ciénegas (donde nació en 1859), vinculado por lazos familiares y de clientelismo a la élite regional, con estudios de preparatoria y superiores de medicina (truncos) en la ciudad de México, partícipe en una revuelta regional contra un gobernador al que consideraba impuesto, próspero propietario de tierras y, sobre todo, político local con 18 años de actividad ininterrumpida para 1910, cinco de ellos en el Senado de la República (antes había sido diputado federal y local). Además, Carranza había estudiado la historia de México y la política práctica, así como algo de teoría política y teoría de la guerra. Vinculado durante casi dos decenios al gobernador de Coahuila, Miguel Cárdenas, e indirectamente a Bernardo Reyes, de quien era partidario, y apoyado por ambos como candidato al gobierno de ese estado en 1909, Carranza estaba, como ellos, convencido de la urgencia de modernizar económicamente al país y de la necesidad de la dictadura que, garantizando la paz y el orden, permitiera esa modernización. La vinculación entre los gobernantes y la oligarquía, los privilegios al capital extranjero y la supresión de las libertades públicas, características esenciales del proyecto y la práctica porfiristas, encontraron en el noreste dominado por Reyes, su mejor laboratorio y su más señalado campo de acción. Quienes se organizaron en 1903 y 1908-1909 para promover la candidatura de Bernardo Reyes a la vicepresidencia de la República no eran enemigos ni críticos del régimen porfirista, sino integrantes y beneficiarios del mismo, que sentían que estaba retrasándose excesivamente el relevo generacional del grupo gobernante, lo que ponía en riesgo la estabilidad del régimen y sus propias posibilidades de ascenso personal. 1 Quizá algunos reyistas pensaran que el tránsito generacional podría o debería implicar también un tránsito gradual hacia formas políticas más modernas, quizá no estrictamente democráticas en el sentido del voto universal y de la libertad y respeto al sufragio y con- tiendas electorales equitativas, pero sí que permitieran la discusión política y la incorporación de las clases medias ilustradas y los modernos empresarios urbanos y rurales a la vida pública. Seguramente no pocos reyistas (sobre todo en 1908-1909, cuando la crisis económica mostró la fragilidad del desarrollo subordinado de México) se daban cuenta de que el modelo que se había seguido, fundado en los privilegios y concesiones dadas a las compañías extranjeras no sólo ponía en riesgo la soberanía nacional y vinculaba desventajosamente a México con el mercado mundial, sino que se había convertido en un freno para un progreso menos desigual, menos contradictorio. Pero de ningún reyista de 1908-1909 puede decirse, seriamente, que fuera un demócrata. De aquí los nortes del Venustiano Carranza convertido en caudillo nacional: eficacia y disciplina políticas basadas en el autoritarismo personalista y el acotamiento o destrucción de los cacicazgos; continuación del modelo de desarrollo capitalista deteniendo la oleada popular que –desde su punto de vista– lo amenazaba, y amenazaba también con sumir a México en la anarquía; y nacionalismo político y económico que pusiera límites precisos a los intereses extranjeros en México. De ahí también que cuando fue Primer Jefe, rechazara a los maderistas de 1909-1910 y a los que acompañaron a Madero en su gobierno, para apoyarse en el mayor número posible de reyistas reciclados y en hombres del noreste, elección hecha no sólo por paisanaje sino por compartir la ideología y el modelo de administración de don Bernardo. Este hombre, al que es difícil imaginar como jefe de una revolución, eligió personalmente a casi todos los cuadros dirigentes en el estado de Coahuila –salvo la Comarca Lagunera, región que se vincularía mucho más al maderismo, primero, y al villismo, después–. En efecto, en ese estado, quienes desfilaron en triunfo en las principales ciudades del estado en mayo de 1911, eran los jefes designados por Venustiano Carranza para dirigirla. A su vez, Venustiano Carranza había sido nombrado por Madero jefe de la revolución en Coahuila. En el resto del noreste sólo hubo una revuelta local de raigambre popular, encabezada por Alberto Carrera Torres en Tula, Tamaulipas. Cuando se levantó contra Huerta, Carranza lo hizo al frente de los regimientos irregulares cuyos jefes le seguían debiendo el mando a él y que, junto con los rebeldes tamaulipecos de Luis Caballero y Alberto Carrera Torres, los laguneros de Jesús Agustín Castro y los veracruzanos de Cándido Aguilar, constituyeron la base del Ejército del Noreste. Al salir a Sonora, en julio de 1913, Carranza expidió un decreto que organizaba al movimiento constitucionalista en seis cuerpos de ejército. Por ese decreto, intentaba 2 subordinar a los guerrilleros de Chihuahua a las autoridades sonorenses, a la vez que constituía el Cuerpo de Ejército del Noreste con los rebeldes de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, dando poco después el mando de dicho Cuerpo al general Pablo González Garza. Una vez más, de Carranza dependió el nombramiento militar decisivo en el noreste. A su vez, González reorganizó las fuerzas concentradas en Coahuila en tres brigadas de caballería y un batallón de infantería, dando el mando de las brigadas 150 la revolución política a los jefes en los que él confiaba (su primo Antonio I. Villarreal, don Jesús Carranza, hermano de Venustiano, y Francisco Murguía, que acababa de regresar a Coahuila desde el centro del país), sobre otros jefes de regimiento con mayor tiempo o prestigio en esa entidad. Cuando las fuerzas coahuilenses rompieron el cerco de los federales, en el otoño de 1913, apoyándose en la retaguardia estratégica que en torno a Matamoros había construido Lucio Blanco, para conquistar el resto de Tamaulipas (salvo Nuevo Laredo y Tampico), Pablo González reorganizó otra vez a las fuerzas del noreste, confirmando a los mandos por él elegidos y añadiendo otros nuevos. En esta reorganización, en la que el Ejército nororiental quedó constituido por ocho divisiones y cinco brigadas sueltas, se confirmaron algunos mandos regionales previos, como el de Alberto Carrera Torres, pero sobre todo, se reafirmaron las designaciones hechas por Carranza en 1910-1912, y por González en 1913. El único jefe con prestigio propio que intentó oponerse a las disposiciones y al liderazgo de Pablo González, el general Lucio Blanco, como ya se dijo, fue enviado a Sonora. A pesar de las derrotas, que al menos en 1913 fueron más numerosas y llamativas que las victorias, el del Noreste era un ejército notable por el espíritu de sus hombres. Durante la revolución contra Huerta, las fuerzas del noreste estaban formadas por voluntarios que luchaban por principios políticos y lealtad a sus jefes, y también, por un salario y la posibilidad de promoción social. Era un ejército popular en el sentido de que se creó a partir de una situación de ascenso de la lucha popular contra la dictadura huertista y de que se vio obligado a improvisar: la voluntad común, la disciplina gustosamente aceptada, una gran proporción de voluntarios y la audacia del mando, características de un ejército popular, las tenía en mayor o menor grado ese conglomerado militar que giraba alrededor de González. No había una disciplina muy rigurosa, pero funcionaba, y si bien Pablo González no destacaba por esa cualidad ni por su talento militar, nadie puede dudar de la audacia de jefes como Francisco Murguía o Lucio Blanco. Al menos, sus hombres no dudaban. Sin embargo, era un ejército cuyos líderes se fueron desligando cada vez más evidentemente de sus bases: al concebirse la revolución como una lucha 3 institucional del gobierno legítimo de Coahuila contra la usurpación huertista; al fincar la revolución en argumentos legales y legitimistas y no en el propósito de resolver demandas sociales, las fuerzas revolucionarias de Coahuila –como las de Sonora– tenían como última razón cohesiva, aparte del entusiasmo regional y la lealtad y admiración a un jefe, el haber, la paga. Y a pesar de la moderación y aun del conservadurismo de varios de sus jefes, y notoriamente de Carranza, era un ejército cuya práctica, al igual que la de los villistas y zapatistas, estaba derruyendo las estructuras políticas y sociales prevalecientes, poniendo también la economía regional al servicio de la guerra y, en ese sentido, puede también, como el sonorense, considerarse un ejército revolucionario. Tanto en Coahuila como en Sonora surgió un ejército profesionalizado que aisló a los combatientes de su contexto social y a los jefes de las demandas específicas de sus soldados. Un ejército de hombres que, si bien luchaban por la victoria, la camaradería, la lealtad al jefe inmediato, lo hacían en última instancia por el salario, lo que permitió a los jefes dirimir sus ambiciones y medrar sin voltear atrás, manejando el capital político que representaba la lealtad de sus hombres. Este tipo de ejército requería la preservación de las estructuras sociales y económicas vigentes, no su transformación revolucionaria.