Leer 1Er Capítulo
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Introducción Recuerdo que cuando tenía catorce años empecé a sentir la necesidad de viajar para conocer nuevas culturas y pueblos completamente diferentes al mío. Sabía que tenía una vida por delante y todo un universo por descubrir. No quería ni deseaba desaprovechar la ocasión. Sin embargo, no puedo olvidar que fueron unos hombres vestidos con pieles de animales, que vivían en casas de nieve y que se frotaban las narices, los que me hicieron desviar la mirada hacia el lejano norte. Hubo un tiempo en que empecé a ver esquimales por todas partes: en los libros, la televisión e incluso en el cine. Aquellos fascinantes hombres hicieron volar mi imaginación y estoy convencido de que muchos de los que ahora leen estas líneas, comprenderán mis palabras. La aparición de este pueblo en mi vida fue determinante en aquel entonces y, en cierta forma, marcó mi camino a seguir… El conocimiento cultural de los pueblos se puede adquirir encerrado en cuatro paredes, rodeado de libros y eligiendo la seguridad como e l camino más fácil y sencillo. A pesar de ello, la inquietud heredada de mi infancia me llevaba a un tipo de comprensión que iba más allá de lo que podían alcanzar mis propios ojos. Necesitaba ver otros lugares y aprender de lo que podía ver en ellos. En a quellos momentos, pensé que la mejor manera para conocer el mundo e intentar encontrar las bases explicativas, a través de las cuales pudiera interpretar las diferencias culturales existentes entre los pueblos de la Tierra, era estudiar antropología. Es un o de los caminos, aunque no el único. La antropología me podía proporcionar los elementos esenciales para inferir los aspectos más determinantes de una cultura. Pero no supe, hasta unos años después, que lo realmente importante empezaba al terminar la carr era, cuando se le da un sentido práctico a todo lo que has aprendido durante los años de estudiante universitario. Pienso que el ser humano al viajar tiene la capacidad de amoldarse a situaciones diferentes a las habituales, pero además también es capaz de reflexionar sobre ellas. La suma de las experiencias vividas potencia su capacidad de adaptación, fortalece el espíritu de supervivencia y desarrolla su facultad interpretativa de lo que acontece en la vida. No obstante, esto es un arma de doble filo. Sin duda alguna el mundo está lleno de sitios maravillosos, y los paisajes de extrema belleza emocionan hasta el punto de convertir esos momentos que dilatan el alma en recuerdos inolvidables. Pero cuando visitamos un país también debemos tener en cuenta el f actor humano y muchas de las relaciones que podemos establecer con la población pueden enriquecernos culturalmente. Sin embargo, estos mismos lugares pueden ir acompañados de una amarga y triste realidad, determinada por ejemplo, por la situación política que vive un pueblo. Personalmente creo que no es bueno ignorar lo que es evidente y que al igual que uno disfruta conociendo las maravillas naturales y culturales de un territorio, también puede sufrir cuando observa las desgracias y miserias que se puedan encontrar en él. Y creo que solo siendo consciente de ambas dimensiones, el viajero puede llegar a experimentar en cierto grado la auténtica realidad de un país. Para mí, conocer una cultura implica observar el paisaje humano en el medio natural en el que subsiste. Algunos viajes, por motivos de diferente índole, pueden suponer sufrimientos, incomodidades y por supuesto, situaciones de riesgo. En muchos de los viajes que he realizado he estado abonado a este tipo de situaciones y de todas ellas he aprendid o algo. Si la antropología era el camino que debía seguir y viajar su complemento ideal, quedaba solo una cosa por definir y que probablemente era la más difícil: la dirección. Con el tiempo, he comprendido el significado de las palabras del escritor y nav egante norteamericano Alvah Simon. Según él, en el paisaje de todo ser humano hay un lugar especial en su imaginación y cada uno de nosotros tiene una brújula interior que no cesa de orientarnos hacia ese punto enigmático, atrayente y magnético. Sin embarg o, muchos no se atreven a dirigirse a ese lugar puesto que está limitado por la frontera de nuestros temores y miedos más ocultos. Aun así, debemos dirigirnos hacia ese sitio porque es allí donde no solo nos encontraremos a nosotros mismos, sino que veremo s colmadas nuestras vidas al hacerlo. A pesar de todo esto, pienso que no siempre somos capaces de ir hacia ese punto imaginario en nuestras mentes y muchas veces, incluso sabiendo qué dirección tomar, preferimos hacer caso omiso de nuestros impulsos y opt amos por quedarnos en el mismo sitio donde creemos que nos sentimos más seguros. Yo conocía ese lugar, sabía cuál era desde niño, pero no quise reconocerlo hasta mucho tiempo después, y, ¿por qué?; simplemente, por miedo y respeto. Así pues, durante un tie mpo viajé sin una dirección concreta, guiado por mis deseos más profundos o por mis impulsos más espontáneos. No existía ninguna lógica predeterminada y alternaba los continentes según la permisividad económica, escogiendo los países por mi instinto o por lo que podía haber leído de ellos. Dicen que las cosas viven en nuestro interior mientras las recordamos y yo sabía que, por encima de todo, había un lugar que, sin haber estado allí, lo convertía en un recuerdo intenso. Solo unos años después, cuando reco nocí mi paisaje imaginario, me dirigí hacia él con mis miedos y temores más ocultos. Desde un principio, concebí la carrera de Antropología Cultural como un hobby y también como una necesidad personal. Era como una forma de autosugestión para disfrutar al máximo de la carrera universitaria. Gracias sobre todo a los sabios consejos de la profesora Dolores Juliano, de la Universitat de Barcelona, logré licenciarme, disfrutando además de mi tiempo como estudiante universitario. Recuerdo que durante los dos pri meros años académicos una de las cosas que más me fascinó fue leer los libros monográficos escritos por antropólogos que habían convivido con gentes a las que todavía muchos consideraban como «primitivas». Lo que me hechizaba de aquellas lecturas no era so lo la información que aportaban al conocimiento de sociedades, en muchos casos desconocidas hasta aquel momento, sino también lo que los antropólogos podían haber aprendido conviviendo con estos «pueblos primitivos». Cuando leía esas obras, mi imaginación se desbordaba y me apasionaba pensar en lo que habían realmente vivido aquellos aventureros; detalles que, en la mayoría de los casos, hasta la aparición del libro de Nigel Barley El antropólogo inocente , habían «olvidado» escribir o lo estaban omitiendo v oluntariamente en sus trabajos de campo. Al tercer año de carrera se produjo un acontecimiento trascendental en mi vida académica, del cual no he sido consciente hasta un tiempo después. En la asignatura de Antropología Política debíamos realizar un trabaj o sobre el concepto que tendría una sociedad «primitiva» de la economía occidental y sobre nuestras relaciones, costumbres y pautas sociales encaminadas hacia un mismo fin: la obtención de alimentos. Por aquel entonces, había leído muchas obras de Bronisla w Malinowski (1884 - 1942) y no estaba dispuesto a realizar otro trabajo sobre los indígenas de las Islas Trobriand en la Melanesia como nos pedía el profesor. Sin duda, Malinowski fue un gran antropólogo de campo y una de las figuras más importantes en el desarrollo de la antropología moderna. Pero su impresionante trabajo no iba hacerme cambiar de opinión. De nuevo apareció el espíritu inquieto de mi infancia y en un acto de rebel día, propuse realizar otra investigación. Conscientemente estaba recuperando uno de mis viejos sueños de infancia que había dejado aparcado: los esquimales. Así pues, planteé realizar un trabajo sobre los nativos de la isla de Baffin (Ártico canadiense). A demás, coincidió que acababa de comprarme un libro de Kaj Birket - Smith, titulado Los esquimales . Sin duda, se trataba de un buen punto de partida para empezar a familiarizarme con esta cultura. No era la opción más cómoda, pero sí la que más me motivaba. L a jugada me salió bien y aprobé la asignatura. Pero además de ampliar mis conocimientos sobre este pueblo, durante mi investigación descubrí que la obra de Birket - Smith contenía algo novedoso que no había encontrado en otros escritos. Este libro fue public ado por primera vez en danés durante el año 1927. El autor afirmaba que desde el estrecho de Bering hasta el océano Atlántico, los esquimales se autodenominaban a sí mismos inuit (plural de inuk ). Explicaba, además, que en el sur de Alaska y Siberia por om isión de la letra «n» se llamaban Juit (singular Juk ) y los aleutianos, emparentados con los esquimales, se identificaban con el término Unangan. Finalmente decía que los esquimales, al igual que otros pueblos primitivos, se consideraban los auténticos ser es humanos por excelencia en oposición al resto y que este era el motivo por el cual inuk significa «persona», «poseedor» o «habitante». Más adelante, acabaría descubriendo otros matices respecto a este término y algunos errores propios de la traducción de l danés al castellano. Sin embargo, la pregunta más inmediata que rondó por mi cabeza fue ¿por qué la mayoría de la gente, en España, seguía utilizando la palabra «esquimal» cuando este pueblo se designa a sí mismo con el término genérico inuit ? En 1993 fi nalicé la carrera de Antropología Cultural. Empezaba realmente el momento de la verdad. Ante mí se abría la posibilidad de un conjunto de experiencias y sensaciones desconocidas hasta entonces. Comencé a viajar y con ello, a leer ese libro abierto que es o bservar el mundo, buscando encontrar respuestas a todas mis inquietudes.