Tomo 2: El Relámpago De La Rabia
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Tomo 2: El relámpago de la rabia Ciclo de Shaedra Marina Fernández de Retana alias “Kaoseto” Versión del 17/03/18 https://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es Obra artística bajo licencia creative commons by 4.0, https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/. Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr). Proyecto iniciado en el 2012. Tomos del Ciclo de Shaedra 1. La llama de Ató 2. El relámpago de la rabia 3. La música del fuego 4. La puerta de los demonios 5. La historia de la dragona huérfana 6. Como el viento 7. El alma Sin Nombre 8. Nubes de hielo 9. Oscuridades 10. La perdición de las hadas Prólogo Suminaria se agachó para acariciar la hierba carbonizada con una mano suave y melancólica. Después de la desaparición del monolito, habían enviado algunos celmistas para recomponer el equilibrio de las energías y no sabía cómo se las habían arreglado pero habían calcinado toda la hierba en un diámetro de tres metros. Todavía se hablaba en Ató de lo acontecido. La opinión variaba entre los que hablaban de impostores y confabuladores y los que hablaban de inconscientes valientes capaces de ir a salvar a tres snorís temerarios. Suminaria sabía que Lénisu y Dolgy Vranc habían forzado la entrada con un engaño vergonzoso para los Guardias que habían intentando sofocar el asunto con lo que había más gente que decía que el ternian y el identificador lo tenían todo planeado desde hacía días. El semi-orco, desde hacía unos días, había ido vendiendo algunos artículos valiosos, y no había comprado su habitual reserva de comida. Algunos ciudadanos de Ató estaban convencidos de que sabía que aquel monolito aparecería, si no lo había creado él, y que era difícil pensar que fuese inocente. Pero Suminaria sabía que no tenían nada previsto. 5 Cuando había ido a avisar a Lénisu, éste se había sobresaltado por el pánico. Pero la coincidencia era tal, que era difícil pensar que aquel monolito había sido un simple defecto del equilibrio energético. No, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos, Suminaria no conseguía entender lo que había pasado. A veces, como en aquel instante, lamentaba no haber intervenido. Podría haber detenido a Akín. Ni siquiera estaba segura de que la Aleria que había aparecido por el monolito blanco era realmente la verdadera Aleria. Tenía semejanzas, pero con tanta sangre negra en la cara, era difícil reconocerla y no dudar de que era realmente ella. Entendía perfectamente el choc emocional de Akín y de Shaedra, pero no entendía que hubiesen podido cruzar un monolito. Y su partida la hacía sentirse desgraciada. Y sentía envidia, también. Quién sabía si no se trataba de la misma envidia que había llevado a Agriashi Ashar a asesinar a su hermana, pensó, estremeciéndose de horror. A Suminaria no le gustaba sentirse una Ashar. Ella no era como sus padres, fríos con los demás, codiciosos y casi fúnebres con sus espíritus calculadores en los que sólo contaba el poder de la familia. No quería ser como Agriashi, aunque ella fuese muy célebre en la región por haber permitido la fundación de Ató siglos atrás. Suminaria no tenía la intención de ser célebre, ni grande, ni poderosa, ni adinerada. Ella sólo quería amistad. Y con la desaparición de Shaedra, Akín y Aleria, tenía la impresión de haber perdido las esperanzas. Un ruido la sacó de su ensimismamiento. Suminaria miró hacia atrás, asustada, y se relajó al ver a Ávend a unos metros, sentado sobre un tronco caído. 6 —Es difícil pensar que probablemente no los volvamos a ver, ¿verdad? Suminaria sintió un escalofrío recorrerla toda entera. —¿Crees que no los volveremos a ver? —No lo sé. Es terrible perder a un amigo —murmuró. Suminaria recordó lo que sabía de Ávend. Huérfano, vivía bajo la tutela de su tío, un mercante adinerado y huraño según había oído. Se las arreglaba bastante mal en lo que se refería a las energías, pero era increíblemente minucioso. Recordaba que no solía estar lejos de Aryes ni de Ozwil. —Echas de menos a Aryes —soltó Suminaria observándolo con atención. Ávend se mordió el labio inferior y se encogió de hombros. —Claro. Como todos nosotros. Sé que tú no lo conocías casi nada, pero era un buen tipo —asintió como para sí con tristeza. —Es un buen tipo —lo corrigió Suminaria—. No tenemos ninguna prueba de que no estén vivos. Un susurro entre los árboles la devolvió de pronto a la realidad y miró a su alrededor, nerviosa. Sabía que en algún sitio escondido estaría Nandros, el agente del tío Garvel, protegiéndola y siguiéndola sin dejarle casi intimidad. Aquello duraba desde hacía días y Suminaria empezaba a sentirse más como una prisionera que como una protegida. Y aun así, todavía no había superado el temor de ser atacada de pronto por algún ser desconocido que odiaba tanto a los Ashar como para abalanzarse sobre una niña de trece años. Cuando pensaba que Shaedra le 7 había salvado la vida y ahora se había marchado los dioses sabían adónde… Ávend se levantó con ligereza y se acercó, posando una mano sobre su hombro con decisión. En su rostro brillaba un destello intenso que la turbó. —Tienes razón, Suminaria. No tenemos ninguna prueba de que no estén vivos —afirmó. Le sonrió con aire tranquilizador. Las comisuras de los labios de Suminaria se levantaron ligeramente mientras le empezaba a latir el corazón aceleradamente. Súbitamente, le gustó aquella nueva impresión de no sentirse tan sola. 8 Capítulo 1 Olor a engaño Sentada en una roca, junto al arroyo, iba dando vueltas al vendaje para quitármelo definitivamente. Contemplé mi mano con el ceño fruncido. Mis dedos se habían quedado pálidos y todavía más finos que antes, y en la punta, ahí donde había tenido unas garras de unos tres centímetros de largo, duras como el hierro, sólo quedaba un centímetro escaso de restos decapitados. Era lamentable. Ahora que estaba tan lejos de los que me habían hecho eso, me daba cuenta de que me hubiera gustado vengarme. En cambio, Jaixel no me había hecho ningún daño físico, ¿para qué vengarme de él, como lo sugería Murri? Lénisu pensaba que era una locura disparatada. Y, después de todo, Murri se había equivocado del todo con nuestros padres: ni siquiera eran nakrús. A partir de ahí, todas las historias que se podían contar sobre ellos y el lich podían ser perfectamente falsas. Acaricié la punta de una garra, tan llana que me dio ganas de vomitar. Se suponía que Ató era una ciudad 9 civilizada. Se suponía que no maltrataban a sus habitantes. Suspiré recordando que yo misma había atacado a Suminaria y que para la mayoría quitarme las garras sólo había constituido una medida de seguridad. Era todavía más frustrante entender cómo pensaba un habitante de Ató. Y era irritante saber que no era del todo insensato ni del todo infundado el castigo que había recibido por haber «desfigurado» con tres malditos pequeños rasguños el rostro de una Ashar. Y qué importaba todo aquello ahora. Estiré las dos manos y las metí en la corriente de agua. Me estremecí por el contacto frío pero sentí que el dolor se atenuaba. El arroyuelo bajaba hacia el oeste por un sendero sinuoso y límpido que desaparecía entre el terreno montañoso lleno de raíces. Sentí de pronto que algo me mordía las manos y las retiré del agua soltando un grito. Contemplé mis manos, boquiabierta. Dos dedos se habían quedado sin garra. No, espera… Ahí, en el fondo había una pequeña punta que salía. Creí ver el tiempo detenerse en aquel instante. ¿Volverían a crecer?, me pregunté, contemplando mis manos temblorosas. Esa simple esperanza me llenó de alegría. Recordé los días pasados, cogiendo las cosas torpemente, incapaz de subir a un árbol sin ser horriblemente lenta, esconder mis garras mutiladas por vergüenza, sentir que ya no estaba entera… —¿Shaedra? ¿Estás bien? Levanté la cabeza bruscamente y vi a Aleria correr hacia mí. Akín la seguía de cerca. El elfo oscuro no la perdía de vista desde que habíamos cruzado el monolito, dos días antes. —Sí —dije enseñando mis manos muy animada—. 10 ¡Creo que vuelven a crecer! Aleria y Akín examinaron mis manos con curiosidad y excitación, maravillándose de que mis garras pudiesen volver a crecer en tan poco tiempo. Los observé con una mezcla de curiosidad y de cariño. Aleria había adelgazado desde la última vez que la había visto en Ató, pero tenía mejor aspecto que dos días antes, cuando había abierto los ojos en el bosque, cubierta de sangre negra de orco y con la piel tan pálida que me había hecho compararla con la de Aryes, también pálida por la parte humana que llevaba en su sangre. —¿Cuándo crees que se van a caer las demás? —me preguntó. —No lo sé, pero creo que les viene bien estar sumergidas en el agua —contesté, volviendo al presente—. Voy a probar volver a ponerlas. Diciendo esto, me incliné hacia el riachuelo y sumergí las manos. Inmediatamente sentí esa sensación acuciante de que un bicharraco me estaba mordiendo los dedos. Hice una mueca de asco. —¡Se te están cayendo todas! —exclamó Akín al de un momento. Contemplé mis manos y las saqué con un sobresalto. Tan sólo quedaba un trozo de garra en el meñique de la mano derecha. Con el movimiento, este también se cayó y lo recogí con un gesto cauteloso. —Guárdalo, como recuerdo —propuso Aleria. Un trozo de garra muerta para recordar la peor etapa que había pasado en Ató.