El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación de los autores.

©2018, Kaidan. Cuando vienen del otro lado ©2018, Varios autores ©2018, Ilustraciones: Claudia Tarabella

Colección Krypta, nº 7 Ediciones Babylon Calle Martínez Valls, 56 46870 Ontinyent (Valencia-España) e-mail: [email protected] http://www.EdicionesBabylon.es/

ISBN: 978-84-16703-35-7

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El sueño de la emperatriz, Miriam Álvarez Elvira

El y la doncella, Saya Flourite

Incienso y cascajo, Antonio Míguez Santa Cruz

La dama Kiyo, Almudena Carrasco Pazos

La sombra del kitsune, Miriam Isern

El shamisen del yūrei, Rocío Moreno García

Diecisiete días de lluvia, Óscar Navas

El estratega del chan Shimazu, Clara Bonillo

Madre, Miriam Álvarez Elvira

O cómo el kamikaze no fue más que una invención…, Ismael Montero Díaz

La mujer de las nieves, Javier Pavía

Chanoyu, Daniel Garrido

Aikawa, Antonio Míguez Santa Cruz

La guardia, Juan A. Oliva

La invitada, Saya Flourite

Mabushii, John Saga

Kokeshi, Rodrigo Larrubia Salado

Onna Benshi, John Saga La cuerda sagrada, Àngels Gimeno

Nieve, Marta Sebastián Valverde

Canción de madera, Laura CR

Santuario, Hernán Ruíz- Lopera

Demasu, Francisco Tamaral

Comparecencia, Ciudadano Kane KAIDAN. CUANDO VIENEN DEL OTRO LADO

Probablemente en Japón exista uno de los bestiarios más ricos de entre todas las mitologías conocidas. Sin embargo, esa circuns- tancia no es una anécdota, pues los nipones conviven mezclando la tecnología más puntera con costumbres milenarias fruto de la creencia en el más allá. Naturalmente, la tendencia se ha visto refle- jada en el mundo de las artes y la literatura: paradigma de ello son los preciosos grabados de Sekien Toriyama o la gran inclinación hacia lo sobrenatural en los diversos tipos de teatro de aquel país. Como era de esperar, también multitud de literatos han revisado el relato corto de temática fantástica hasta convertirlo en un formato elevado y de gran éxito; ahí están Akinari Ueda con su Luna de las lluvias; Koizumi Yakumo con su Kwaidan; o Ango Sakaguchi con su Bosque bajo los cerezos en flor como ejemplos para demostrarlo. Más que género, el kaidan es una temática narrativa cuyo origen se incrusta en los albores culturales de Japón. Al contrario de lo que muchos pudieran suponer, el concepto no se refiere exclusivamente a los cuentos de fantasmas, sino que atañe a cualquier suceso ex- traño del mundo fantástico; es decir, duendes, demonios, animales místicos, espíritus o budas podrían ser tan eventuales protagonistas de este tipo de historias como un yūrei. Por tanto, un kaidan no tendría por qué provocar miedo de forma necesaria, o mejor expre- sado, su función primordial no sería obligatoriamente esa. Lo esen- cial en este caso sería aportar un poso moral de trasfondo religioso o ético, en el que lo grotesco actuaría como simple advertencia para explicar lo que les ocurriría a los hipotéticos transgresores. Pero la mejor forma de aprehender el significado literal del término será analizando el par de kanjis que lo conforman. El primero es kai (怪), que significa raro, extraño o misterioso. Como sucede con rei (霊), este símbolo es recurrente en la cultura nipona, y si recordamos también aparece en el término yōkai. Por su parte, dan (談) quiere decir hablar, relato, o más concretamente narrativa para ser escuchada, y aquí nos vemos en la obligación de subrayar la connotación oral del kanji, observable en otras palabras japonesas como zatsudan (雑 談), que vendría a decir coloquio distendido. Luego si atendemos a todos los datos anteriores, la definición más precisa de kaidan sería historias raras para ser escuchadas. Somos muy conscientes de las dificultades para traducir esto fielmente al castellano, aunque pensamos que la expresión inglesa weird tale se asemeja más en términos absolutos. Asimismo, existe cierta controversia en torno a si la correcta vo- calización de la palabra corresponde a kaidan o kwaidan. El origen del problema se explica porque la romanización del término en la conocidísima obra de Kwaidan se realizó mediante un sistema distinto al Hepburn, hoy día el único vigente y diseñado para hacer de la japonesa una lengua más fácilmente pronunciable para personas angloparlantes. Las traslaciones de finales de siglo XIX y principios de XX podían utilizar, sin embargo, procedimien- tos alternativos de romanización, que quizá pudieran optar por el sonido kw en lugar de una k limpia. La universalización de la obra de Hearn por Europa y EE.UU asentó la creencia de que la correcta pronunciación se ejecutaba usando kw, pero, como decimos, el mé- todo Hepburn se ha asentado como el único, y por ende actualmente solo se utiliza kaidan. En consecuencia, la vocalización de kwaidan se reduce a un exclusivo referente directo al conocido libro reco- pilatorio, o bien a su adaptación fílmica llevada a cabo por Masaki Kobayasahi. Sin duda alguna, el cénit del kaidan llegaría con el juego lla- mado Hyakumonogatari kaidankai, consistente en reunirse por la noche a la luz de cien velas para contar otras tantas historias cortas de fantasmas o duendes. Era común que los participantes narra- sen vivencias personales, quizá rescatando cuentos de su pueblo de origen, o justificándolas mediante alguna experiencia propia. Al fin de cada relato una vela se apagaba con el fin de ir creando una atmósfera cada vez más tensa e inquietante, pues como sucede con la ouija se suponía que al extinguir los cien cirios algún espíritu descarriado acudiría invocado por la energía de los participantes. Por este motivo pocos se arriesgaban a contar las cien fábulas, pero el morbo consistía en aproximarse lo máximo posible. Por su parte, el protocapitalismo del periodo Edo pronto vio en el auge de este entretenimiento una pingue oportunidad de mercado. He aquí el origen de los llamados kaidan-shu, libritos de temática sobrenatural colmados de historias impresas para aderezar y com- pletar las sesiones nocturnas del hyaku . Precisamente serían la relevancia social y el índice de veracidad dado a la leyenda urbana las claves para que ulteriormente fueran plasmadas en papel o representadas en teatro, por lo que a pesar de su origen oral el gé- nero llegó a ser aplicable a todo tipo de narrativa o soporte. Incluso hubo multitud de cuentos concebidos ad hoc para ser leídos y que seguían siendo considerados kaidan. Aquí habríamos de encuadrar la obra excelsa de Ueda Akinari, autor de La luna de las lluvias, uno de los compendios de terror más conocidos de Japón. A pesar de que el gusto por este «pasatiempo» se extendiese a lo largo de todo el año, también es cierta su mayor divulgación du- rante los meses estivales. Además de por la consabida celebración del O-bon durante estas fechas —finales de julio, agosto, septiem- bre—, Hideo Nakata apunta otra causa para relacionar los relatos terroríficos con las noches de verano: Tenemos una tradición consistente en contar e interpretar histo- rias de fantasmas en medio del verano. Los veranos en Japón son cálidos y húmedos, y para refrescarnos necesitamos historias que nos hielen la sangre. Así no pensamos en el calor. No estoy bro- meando. Hoy día el kabuki todavía estrena las historias de fantas- mas en agosto. Una tradición que luego heredó el cine e hizo que las películas se estrenaran también durante este mes… El compendio que tienes entre tus manos nace con el interés de ser un homenaje a todas aquellas historias que hielan la sangre. Está formado por dieciséis relatos cortos y ocho microrrelatos, to- dos ellos seleccionados a partir de un certamen literario organiza- do al alimón por Ediciones Babylon y CoolJapan.es en verano de 2017. Ahora, apenas un año después, fantasmas, zorros, damas de las nieves, sirenas antropófagas, mujeres serpiente, , brujas o muñecas poseídas harán acto de aparición en las siguientes pá- ginas. Además, una vez acabadas las lecturas podrás encontrar un catálogo de conceptos al final del libro que esclarece su trasfondo cultural, histórico y narrativo. Así que ya sabéis; tal vez os fascine Sadako y los fantasmas japoneses, quizá os sintáis atraídos por aquella mitología y sus bestiarios, o puede que simplemente queráis experimentar con una temática exótica y poco explorada por el lector español. Sea de la forma que fuere, no seáis tímidos y probad suerte con esta aventura que, ya os aseguro, nos reserva una colección casi digna del mismo Lafcadio Hearn. Mientras tanto, sigan teniendo pesadillas.

Antonio Míguez Santa Cruz, redactor de CoolJapan.es Córdoba, 25 de junio de 2018 El sueño de la emperatriz Miriam Álvarez

Yasuo siguió obediente al siervo que le indicaba el camino. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre la tarima de madera que conformaba el suelo de los pasillos del palacio. Al fin, el siervo lo invitó a pasar a una sala tras correr un panel de papel. La emperatriz se encontraba sentada en su trono con su ostentoso atuendo que la hacía parecer mucho más grande. De un gesto con su aba- nico, ordenó a los consejeros que abandonasen la sala. Yasuo hizo una pronunciada reverencia con la espalda recta y los bra- zos pegados al cuerpo mientras los funcionarios realizaban sus propias inclinaciones antes de abandonar la sala. Hasta que el último panel de papel de arroz no se cerró, la emperatriz no abrió la boca. —Mi querido Yasuo —dijo sonriendo—. Es un placer tenerte aquí de nuevo. —Lo mismo digo, alteza —respondió Yasuo alzándose de la reveren- cia y mirando directamente a la emperatriz—. ¿Por qué me ha hecho lla- mar? La reina desvió la mirada un segundo. Parecía dudosa. Yasuo tenía la sensación de que los funcionarios no se habían marchado del todo, sino que seguían pegados a los paneles de papel, escuchando la conversación. Tal vez por eso la emperatriz tampoco quería arriesgarse. —Esta noche me ha sucedido algo extraño, Yasuo —dijo al fin—. Algo que me recordó a esas historias del Buda que me contaste. —¿Ha tenido un sueño misterioso? —preguntó Yasuo, impresionado. La propia reina Maha Maya quedó encinta del Buda cuando soñó que un elefante blanco se posaba en su vientre. Se le aceleró el corazón al pensar que tal vez la emperatriz Suiko había sido elegida para llevar en su vientre a otro hombre santo. —No sé si ha sido un sueño…, ha sido más bien una visión. Una vi- sión en la que mi espíritu parecía salir de mi cuerpo. Me contemplaba a mí misma desde arriba, como si hubiese muerto y mi espíritu se hubiese quedado observando mi cuerpo inerte. Pero no, solamente era un sueño. —Yasuo observó cómo los dedos de la emperatriz temblaban levemen- te—. ¿Será un augurio de muerte? —No creo, alteza —dijo Yasuo negando con la cabeza—. Debido a vuestra naturaleza divina como descendiente de la diosa Amaterasu, pue- de ser normal ese tipo de visiones. O incluso puede que no haya sido una visión, sino una realidad, una capacidad que solo los seres elevados como la familia real poseen. —¿Y qué significa? —preguntó la emperatriz aún agitada, pero mu- cho más tranquila. —El Buda también tuvo visiones de ese tipo —continuó Yasuo—. Gracias a sus meditaciones, podía lograr que su alma abandonase su cuer- po. De hecho, cada meditación es un intento de trascender lo físico, como ya sabe. En su caso, si se provoca por la noche mientras se duerme, recibe el nombre de viaje astral. Es un fantasma que puede atravesar paredes y volar. Según las enseñanzas, puede recorrer todo el mundo en ese estado. —Pero si mi espíritu se encuentra en ese estado…, ¿quiere decir que mi cuerpo está muerto? —Su espíritu sigue ligado a él, señora. No hay nada que temer. Suiko dio un respingo, algo más calmada. Negó con la cabeza. —Aun así, no quiero pasar más por esos sueños. Supongo que el Buda los realizaba mientras meditaba, estando consiente. Que me suceda por la noche me da que pensar que posiblemente sea a causa de algún tipo de yokai o espíritu malvado. —No se preocupe —dijo Yasuo inclinando la espalda hacia la empe- ratriz—. Solo ha ocurrido una vez, es posible que no vuelva a repetirse.

Cuando al día siguiente otro mensajero acudió a Yasuo para acompa- ñarle al palacio, él supo que la reina había sufrido otro de sus viajes as- trales. Esta vez el mensajero parecía nervioso, agitado, como si algo raro le hubiese ocurrido a la emperatriz. Transmitió ese estado a Yasuo, quien rezó en silencio, rogando que tanto ella como su sobrino se encontraran perfectamente. Un funcionario de palacio se encargó de guiarle a través de los pasillos y los paneles de papel de arroz decorados. Esta vez no se dirigían al salón del trono. —¡Yasuo! —chilló Suiko cuando entró en una pequeña sala, algo os- cura, donde había bastantes funcionarios y consejeros parloteando en un ambiente algo tenso—. Oh, Yasuo, ha sido horroroso —comentó mientras este realizaba su reverencia—. Ha ocurrido algo terrible. Yasuo rezó un mantra cuando al asomarse tras la emperatriz observó un cuerpo ensangrentado. Retiró inmediatamente la vista. Vio que entre la amalgama de funcionarios, también se encontraba el príncipe Shotoku, sobrino de la emperatriz. —Alteza, es peligroso estar aquí —dijo Yasuo rápidamente—. El prín- cipe y su alteza no deberían estar en la misma sala después de esto. Quien quiera que lo haya hecho podría volver a aparecer, y… —El monje tiene razón, tía —dijo Shotoku con una leve reverencia—. Deberíais regresar a vuestros aposentos y dejar estos asuntos a los hom- bres. Yasuo respondió al príncipe con otra reverencia. Aunque la emperatriz era Suiko, su sobrino era quien de verdad gobernaba el país. La comuni- dad budista le debía mucho. Posiblemente sin él, Yasuo no se encontraría en el palacio como consultor espiritual de la emperatriz. Suiko frunció el ceño, pero Shotoku ya había pedido a unos guardias que acompañasen a su tía hacia sus aposentos. Al despejarse la zona, Yasuo pudo ver mejor aquello que ocultaba el tumulto de funcionarios: un cuerpo de un consejero abierto en canal, y sus tripas rodeando su vientre, enroscadas como serpientes pálidas. En su rostro todavía se advertía la cara de pánico, congelada para siempre en el momento de su muerte. El monje siguió obediente a la comitiva de la emperatriz. Una vez en los aposentos, ordenó a sus doncellas que abandonasen la sala y la deja- sen sola con Yasuo. Ellas obedecieron con una reverencia. —Lo he visto, Yasuo —dijo ella una vez se quedaron solos. —¿Cómo que lo ha visto? ¿Presenció el asesinato? —En parte… sí. Quiero decir… —la emperatriz pareció dubitativa—. Tuve otro de mis viajes astrales esta noche. Traté de probar lo que me contaste e intenté viajar. No quería arriesgarme mucho la primera vez, solo pasear por el palacio… Entonces, lo vi. —¿Vio el asesinato desde el aire? Suiko bajó la mirada y sus ojos se llenaron de lágrimas. —¿Quién fue? —preguntó el monje. —Eso no lo vi… Yo solo pensé que era una mala pesadilla, no creía que fuese real… Simplemente traté de evitar pasar por esa sala. Pero uno de mis consejeros lo encontró. —¿Qué vio entonces? ¿El cuerpo del funcionario ya muerto? —No. Presencié el asesinato con mis propios ojos, pero la vista en ese estado no es como nuestra vista ahora. Es más… extraño. Posiblemente ya sepas algo si el Buda se encargó de trasmitirlo. Yasuo entrecerró los ojos. La verdad es que no sabía demasiado de los viajes astrales. —Mi vista se enfocaba solo en el cuerpo del funcionario… —comen- zó a explicar la emperatriz—. Primero iba andando por el palacio oscuro, de noche. Le seguí. De pronto se dio la vuelta muy asustado. Aceleró el paso hasta que llegó a esa sala. Entonces dio un grito de terror. Era como si algo le hubiese alcanzado. Después… —Su voz se quebró. Yasuo se inclinó hacia ella, sin tocarla, para indicar que podía parar ahí si no se sentía con ánimos, pero ella continuó—: Algo le mordió el brazo y salpi- có mucha sangre. No lo vi porque a mi vista era como… invisible. Solo vi las heridas abriéndose mientras el hombre gritaba. Después se le abrió el pecho y el vientre. Seguía vivo y retorciéndose en el suelo mientras esa cosa seguía atacándole. Yasuo guardó silencio. No fue instruido para enfrentarse a monstruos o demonios. Solo estaba educado para predicar. —¿Está segura su alteza de que fue un monstruo? ¿No pudo ser un asesino? —A menos que un asesino pueda devorar a su víctima con los dien- tes… No creo que ningún humano normal posea tanta fuerza. —La empe- ratriz sollozó—. Yasuo, tengo miedo… ¿Y si ese ser venía buscándome a mí pero confundió mi presencia espiritual con ese funcionario? ¿Vive en el palacio? ¿Y si es uno de mis más fieles consejeros? —No se preocupe, mi señora. Nos ocuparemos de que no sufra ningún daño… —¿De verdad? ¿Vigilarás mi sueño para que ese ser no venga a de- vorarme? —Me refería a rodear su habitación de guardias, pero… Si eso es lo que desea… Yasuo tuvo miedo de la efusividad que tomó la emperatriz. Comenzó a esparcir rumores por el palacio sobre que no había nada que temer de ese yokai, puesto que el monje budista sabría repeler a los malos espíritus. Yasuo se ocupó de desmentirlo, evitando que en la corte estallase una ola de pánico, afirmando que posiblemente solo se tratase de un asesino a sueldo, contratado por algún rival político, con el que nadie osaría atacar a la emperatriz. Por si acaso, pidió a los guardias reales que patrullaran con más frecuencia y efectivos los aposentos reales. Pero los rumores que la emperatriz esparció no sentaron bien a todo el mundo. Muchas de sus doncellas, así como algunos consejeros, se pre- guntaban por qué un hombre, por muy monje que fuese, tendría que pa- sar la noche en los aposentos de la emperatriz. Yasuo trató de evitarlo afirmando que solo patrullaría junto a los guardias reales y que habían malinterpretado las palabras de la reina. O así se defendió hasta que el príncipe Shotoku acudió a él. —Si mi tía requiere de sus servicios, así se hará. El monje velará por ella. De pronto, todos los rumores se acallaron y la corte aceptó la procla- mación del príncipe como una orden. Yasuo se sorprendió al comprobar cómo él parecía tener más poder sobre sus súbditos que la emperatriz misma. Al fin llegó la noche, y mientras los funcionarios se ocupaban de los ritos funerarios de su compañero caído, Suiko fue a refugiarse a su habita- ción. Yasuo entró cuando las últimas doncellas salieron de los aposentos, examinándole con mirada severa. En cuanto entró y quedó a solas con la emperatriz, notó cómo los guardias cerraban las puertas tras él, impidiendo que nada pudiese entrar desde fuera. Suiko estaba ya tendida en su lecho, preparada para dormir. —No quiero desdoblarme esta noche, Yasuo. No quiero ver nada ho- rrible. ¿Tú no puedes impedirlo? —Eso depende de su propio poder, alteza —dijo Yasuo tratando de calmarla. Él no tenía mucha idea de esos acontecimientos sobrenaturales, tampoco sabía cómo calmar a la emperatriz—. Pero esperemos que ese suceso haya sido algo aislado y jamás vuelva a repetirse. —Eso espero —dijo ella con un suspiro. Suiko cayó profundamente dormida a los pocos minutos. Yasuo per- maneció despierto, sosteniendo un rosario de meditación entre sus ma- nos, mientras murmuraba algunos mantras. La noche se hizo más oscura y el silencio ocupó el palacio. Cuando Yasuo se encontraba en trance, un viento frío se adueñó de la estancia. De un soplo, apagó la mecha de la lámpara de aceite, la única iluminación que tenía Yasuo. Salió de su trance con un sobresalto y miró a su alrededor. La luz de la luna se colaba a través de las cortinas. Yasuo observó a su alrededor buscando algún método para volver a encender la lámpara. Pero se quedó paralizado cuando se acercó al lecho de la emperatriz para comprobar si ella se encontraba bien. Bajo sus mantas se removía algo. El monje pensó que la emperatriz solo estaba cambiando de postura en ese momento, pero los movimientos eran sinuosos, como los de una serpiente. Las mantas se retiraron, dejan- do ver un grueso cuerpo. La cabeza de Suiko, con los ojos plácidamente cerrados en mitad de su sueño, se elevó hacia el techo de la habitación, flotando como un globo. Todavía estaba unida a su cuerpo por ese cuello largo y grueso que Yasuo había confundido con una serpiente. Era tan largo que se enroscaba sobre sí mismo, muy flexible y agitándose como una culebra nerviosa. Yasuo sostuvo el rosario en su puño. Salió corriendo hacia la puerta, recordando que los guardias la habían cerrado por fuera. En ese momen- to, la emperatriz abrió los ojos. Eran totalmente blancos y emitían una luz tenue, como la de la propia Luna. La cabeza flotó hasta situarse sobre él, llevando tras ella su cuello inquieto. El monje trató de gritar, pero aquella masa sinuosa se enroscó bajo su mandíbula, impidiendo que el aire pasase a sus pulmones. El cuello de la emperatriz formó anillos en torno a su cuerpo, que después apretó, atra- pándole. Ejerció tanta fuerza que los huesos de sus piernas se partieron, sus vértebras se separaron y sus costillas fueron empujadas hacia fuera desde la espalda, rajando su pecho. El cuello de Yasuo se quebró y la ca- beza salió rodando. La piel de la emperatriz parecía estar cubierta de un misterioso aceite, pues aunque quedó empapada de la sangre del monje, resbaló hacia el suelo con facilidad. Su cabeza seguía observando desde el techo con ojos brillantes. En su sueño, ella se mostraba aterrorizada de aquel monstruo y lo que acababa de hacer con Yasuo. Pero cuando despertó tenía una extraña sensación de bienestar y ali- vio. Al menos, ella seguía viva. Y con el cuello bien limpio.

El tengu y la doncella Saya Flourite

El viejo tengu dejó cuidadosamente el pincel en el tintero. Mientras revisaba lo que acababa de escribir podía oír de fondo el golpeteo de los shôji, agitados violentamente por el tifón que asolaba la isla en esos momentos. Era una noche más que desapacible para salir y no digamos ya para volar, pero tenía algo que hacer y unas pocas gotas de lluvia no iban a impedírselo. Con un suspiro, guardó el documento en las mangas de su hakama, se calzó los getas altos y, tras ponerse la máscara de vibrante color rojo y larga nariz, salió de la casa.

***

Corría el año 2 de la Era Tengen bajo el reinado del emperador En’yū. Aburrido del aislado pueblo en las montañas que le había visto nacer, Hane decidió expandir sus alas lejos de los entrenamientos y las aburridas charlas de los maestros. Cautivado como estaba por el resplandeciente cielo y los ríos que brillaban como joyas, acabó sobrevolando un bosque demasiado denso. Puede que fuera eso lo que le salvó, ya que su precipitada caída se vio amortiguada de alguna manera por el ramaje de la zona. Habría sido una total desgracia para un tengu morir por haberse caído del cielo, pensó malhumorado. Hane se levantó con dificultad, agradecido por el último arbusto que había suavizado su caída… Y ahora que se fijaba, ¿era su imaginación o el arbusto se acababa de quejar? Hane se asomó sobre la susodicha planta y entonces pudo ver a una niña sentada delante de él. Parecía tener unos siete años, alrededor de su edad, con brillante pelo negro, vivaces ojos marrones y una cara que podría considerarse bella si no fuera por el enfurruñado entrecejo que la decoraba. Pero más importante que todo eso, la chica era humana. Hane decidió salir volando de allí lo más rápido posible, ya que los cuentos de los tengus mayores sobre la crueldad de los humanos eran de las pocas cosas a las que sí había prestado atención.

Sin embargo, un dolor agudo le atenazó una de las alas y le obligó a quedarse parado agarrándose con fuerza el brazo herido, en un intento de hacer que esa desagradable sensación se pasara más rápido. Demasiado preocupado por el dolor, Hane no se fijó en lo mucho que se había acercado la chica hasta que sintió que algo frío le tocaba la zona dolorida. En un acto reflejo, extendió de golpe las alas para apartar a la humana. Estaba pensando en cómo salir de allí, cuando se dio cuenta de lo que acababa de hacer: podía extender las alas sin problemas. De hecho, ya no sentía ningún dolor. Se volvió sorprendido hacia la chica, que a pesar de haberse caído en el suelo le miraba con aire de superioridad, al parecer muy orgullosa de que su medicina hubiera funcionado. El joven tengu desconfiaba de los humanos, así se lo habían enseñado, pero de la misma manera le habían enseñado a ser agradecido. —Soy Hane. ¿Cómo te llamas, niña? —le espetó enfurruñado. —Michiko. A la vez que respondía, la niña le sonrió de oreja a oreja. Esa sonrisa pareció iluminar el corazón de Hane, que se sonrojó ligeramente. Los siguientes años pasaron en un parpadeo. Hane visitaba diariamente a Michiko y le traía todo tipo de regalos: flores de temporada, piedras bellamente pulidas, adornos de su tierra… Michiko, que solía pasar las horas en su habitación escribiendo poesía y leyendo los clásicos del continente, agradecía estas interrupciones en su rutina y siempre salía apresuradamente al engawa para recibir a su amigo. El hecho de que él fuera un tengu y ella humana no era ningún obstáculo para su amistad. Acabaron por convertirse en confidente el uno del otro, Michiko hablándole de los rumores de la corte y Hane de los eventos que pasaban en el Monte Minako, donde vivía. Llegaron hasta a hablar del futuro, de cómo incluso cuando fueran ya adultos, seguirían siendo amigos. En una de estas conversaciones, Hane comentó distraídamente que, dado que los tengu viven mucho tiempo, a lo mejor llegaría a ver a los nietos de Michiko. Si bien el comentario lo hizo con toda su inocencia infantil, la cara de Michiko se ensombreció al oírlo y, por un momento, tomó una expresión mucho más madura de lo que correspondía a una niña de apenas ocho años. Hane no acabó de entender el porqué de este cambio en su amiga, pero decidió no volver a mencionar el tema.

Durante sus visitas a lo largo de los años, Hane se fue dando cuenta de que Michiko no era una chica cualquiera. Sus padres, y ella por extensión, parecían ostentar muy buena posición dentro de la corte imperial de los humanos, a lo que se sumaba que su amiga fue creciendo hasta convertirse en una mujer muy hermosa, además de ser una poetisa reconocida en la capital, Heian-kyū. Tampoco los años habían pasado en vano por Hane, convertido ahora en un apuesto joven de lacio pelo negro recogido en una coleta alta, penetrantes ojos azules y nariz aguileña. Sin embargo, lo que más había cambiado en Hane era su corazón: los sentimientos de cariño que desde poco después de su encuentro había sentido hacia Michiko habían ido tomando un cariz más romántico, hasta el punto de que ya no podía negar lo que sentía por la muchacha. Las sonrisas de soslayo y las caricias disimuladas de Michiko daban esperanza al tengu, que quería ver en ellas sus sentimientos correspondidos. Sin embargo, Hane no quería arriesgarse a acabar con su amistad, por lo que durante años guardó esos sentimientos en su corazón. Por desgracia, su relación no estaba destinada a ser fácil. En la primavera del año 987, Michiko recibió la proposición de matrimonio de Fujiwara no Michinaga. Conforme había ido creciendo, Michiko recibió varias peticiones de matrimonio, y aunque nunca habían sido una fuente de preocupación para el tengu, este caso era distinto: Michinaga era parte de la noble familia de los Fujiwara, que tenía lazos hasta con el mismísimo emperador. La presión que afrontaría Michiko para que cumpliera con sus obligaciones como única hija de la familia y se estableciera en la corte serían de una escala completamente distinta a lo que había experimentado hasta ahora, donde el rechazo de sus matrimonios se había tomado como otra de sus jugarretas infantiles. Por su parte, Hane estaba siendo presionado para unirse a la Guardia por el consejo de ancianos, lo que implicaría un duro entrenamiento lejos de Michiko. Si las cosas seguían así, la separación de la pareja era inevitable. Hane no podía soportar la idea, así que decidió tomar cartas en el asunto. Se declararía a Michiko y, si todo iba bien, se fugarían los dos. No tenía demasiado definido adónde irían, pero mientras estuvieran juntos imaginaba que todo saldría bien. Seguramente serían perseguidos y ninguno de los dos podría volver a sus respectivos hogares, pero el tengu estaba dispuesto a sacrificarlo todo con tal de estar con su amada. Confiado en su plan, envió una misiva a Michiko junto con su último regalo, un exuberante ramo de flores de tsubaki, cuyo vibrante color rojo hacía juego adecuadamente con los apasionados sentimientos de Hane. La cita era en un claro escondido dentro del jardín panorámico de la casa de Michiko, ya que la chica no podía permitirse salir del recinto como aquella vez hace siete años. Hane esperó con impaciencia, desplegando y plegando sus alas nerviosamente, hasta que vio aparecer la figura de la joven. Envuelta en las numerosas capas de su jûnihitoe de colores morados, granates y rosas, con la cara del blanco más puro y la larga melena negra cayendo como una cascada elegantemente por su espalda hasta casi alcanzar el suelo, la belleza de Michiko eclipsaba la del jardín que la enmarcaba. Como siempre que veía al apuesto tengu, los ojos de la chica se iluminaron. Incapaz de contenerse por más tiempo, Hane corrió a abrazarla, rodeándola protectoramente con sus alas, creando la ilusión de que en el mundo solo estaban ellos dos. Michiko se tensó ante el inesperado contacto de su amigo, pero no hizo ningún ademán de apartarse. En susurros apresurados, pues no tenían demasiado tiempo, Hane le contó todo: le habló de sus sentimientos, tan fuertes que ya no podía contenerlos, y de su plan de fugarse para huir de las responsabilidades que la sociedad les imponía sin tener ningún derecho a ello. El tengu no paraba de hablar, ya que el silencio de la muchacha, que no había pronunciado ni una palabra desde el principio de su discurso, le atenazaba el corazón. Sin nada más que decir, Hane acabó por guardar también silencio. Michiko aprovechó el momento para empujarle ligeramente, dejando un espacio entre los dos. Su pelo negro le ocultaba el rostro como si fuera un velo. Antes de que Hane pudiera acercarse otra vez para ver su expresión, Michiko levantó la cabeza y le sonrió, la misma sonrisa amplia que tantas veces le había mostrado siendo niña. —Lo siento, Hane-san, pero estoy enamorada de Michinaga- dono. Acto seguido, se dio la vuelta y salió apresuradamente del claro. Hane se quedó petrificado, con un brazo extendido hacia la figura cada vez más pequeña de su enamorada. Si hubiera prestado menos atención a la ensayada sonrisa y más a sus ojos, los habría visto humedecidos por las lágrimas. El tiempo pasó rápidamente a partir de ese momento. Durante las primeras semanas desde el rechazo, a Hane le parecía estar fuera del mundo. Aceptó la petición de los ancianos de hacerse guardián, retomó con redoblado esfuerzo sus entrenamientos y, en general, se dedicó en cuerpo y alma a sus labores en un intento de llenar el vacío de su corazón. Oyó hablar de la boda de Michiko, que según los rumores fue magnífica, pero a Hane cualquier comentario al respecto le causaba dolor. Más años pasaron y Hane vio muchas cosas: la caída de los Fujiwara, las sangrientas peleas entre los clanes Minamoto y Taira, la decadencia en general de la sociedad humana... Vio muchas vidas y muchas muertes, y conforme fue creciendo, fue tomando conciencia de cuán efímera era la existencia de los humanos. Por contra, él tuvo una vida larga llena de batallas, fiestas y también tardes tranquilas; en general, una vida feliz. Crecer también le dio perspectiva y pudo volver a visitar los recuerdos de su juventud sin que la tristeza le oprimiera el pecho. Ahora bien, no hay ninguna vida que sea eterna. Hane había vivido como había querido, por lo que cuando sintió que se le acercaba la hora, no se entristeció. Sin embargo, había una cosa, solo una, de la que se arrepentía. Decidido a subsanarla, se sentó frente a la mesa baja de su estudio, tomó el pincel y, con pulso firme, empezó a escribir una carta…

***

Con la llegada de la mañana el cielo se había esclarecido, y lo único que delataba el tifón que había azotado la isla durante la noche eran algunas ramas rotas a la entrada del bosque. El viejo tengu descendió bruscamente entre el montón de rocas dispersas en el llano y miró a su alrededor. No quedaba nada de lo que recordaba de aquella tierra, pero no era de extrañar: trescientos años era mucho tiempo para el mundo humano. Se acercó pesadamente a una de las pocas losas que se mantenían en pie de ese desatendido cementerio, sonriendo ligeramente al reconocer los caracteres grabados que empezaban a desvanecerse: Michiko, rezaban. Sacó la carta de entre los pliegues de su hakama, arrugada por el largo viaje, y la dejó sobre la lápida junto con su máscara carmesí. Tras hacer una profunda reverencia en dirección a la lápida, dio un fuerte impulso y desapareció entre las nubes. La última ráfaga de viento abrió la carta, dejando ver las pocas líneas escritas.

«Gracias, Michiko, porque este necio tengu por fin entiende tus acciones de ese día. Pensaste que mi futuro era un precio demasiado alto a pagar para lo que sería un momento efímero de felicidad dentro de mi centenaria vida. ¿No es así, Michiko? Ni siquiera puedo empezar a imaginar por lo que pasaste cuando… Pero no, esta carta no es una de remordimientos, sino una de agradecimiento. Gracias, Michiko, por ponerme delante de todo. Seguramente no tardaremos en vernos. Y esta vez, el mundo de los hombres no tendría por qué ser un problema. Hasta pronto. Hane» Incienso y cascajo Antonio Míguez Santa Cruz

Ya era la hora del buey, y un grito de dolor quebró el silencio en el palacio de Uji. El príncipe se despertó bruscamente, desubicado, y con el grí- seo palpitar de un mal inconcreto pero tan flotante en el ambiente como la tórrida humedad propia del estío-agosto. Sin dilación pero tembloroso el pulso, atravesó un estrecho pasillo que dejaba entre- ver en su lateral un jardín negro donde solo destacaba el vacilante reflejo de la luna en un estanque... Y de pronto, al abrir el panel que conducía a la sala central, el olor a una mezcla de incienso y cascajo carbonizado fue el vaticinio del espanto. En medio de la amplia estancia flanqueada por dosdevas gigan- tes, vertebrando una disposición simétrica de bonzos clamando el sutra del loto y piras ardientes, se elevaba consumada en esencia espectral y materia la forma poseída de su esposa encinta, horror del incoagulado acto dador de vida, próxima emanación de la muer- te. ¿Quizá era un sueño? ¿O quizá estuviese bajo la ofuscación de un zorro? Mas fijó su mirada en los pávidos rostros del servicio, de los monjes y las matronas allí presentes, y creyó que aquel suceso transfería los límites del mundo de los hombres. La figura flotante comenzó a contorsionarse adoptando posturas caprichosas y forzando hasta el extremo su naturaleza física. De entre la multitud que presenciaba el grotesco espectáculo una voz emergió gritando: —¡Deja vivir al niño! La luz se apagó. El caos posterior acarreado por los que gritaban y huían acabó en un lapso. Turbado y ya consumido por la soledad nocturna, sin- tió la tenaza en forma de antinatura reptante. Lenguas de maraña negra que parecían querer engullirlo infectaban su piel mientras se le petrificaba el valor. Cuando no pudo porfiar más, fue arrastrado varios metros hasta quedar suspendido cara a cara con su «esposa». —¿Por qué me hiciste esto? En este vacío… solo existe el do- lor… Aquella voz evocadora de algún momento en un pasado disoluto no le era conocida. Las palabras laceraban su conocimiento honda- mente, tragedia inefable de inmersión a lo ilusorio rayana con la locura, cuando de súbito cayó al suelo. Su compañera tornó a la normalidad, pero yacía muerta. Luego de quedarse en silencio, asimilando lo ocurrido, descubrió entre los dobleces del kimono y embadurnada en sangre una niña recién na- cida. La recogió con gesto torpe y la miró a los ojos. Ella sonrió. La dama Kiyo Almudena Carrasco Pazos

IX

La criatura irrumpió en el templo. Cuando los monjes la vieron arrastrarse hundiendo las garras en la tierra, se quedaron paralizados. Al menos hasta que barrió con su poderosa cola a un anciano y lo aplastó contra un árbol. Entonces comenzaron los alaridos, seguidos de los vanos intentos por detener su avance. Un temerario joven le clavó una lanza en el costado y fue atrapado entre sus poderosas mandíbulas. Se debatió con aullidos agónicos antes de que lo despedazara como quien desmenuza arroz. La bestia escupió el cuerpo y sus viciosos ojos resplandecieron, lámparas en medio de la noche, mientras recorrían el templo. Buscaba al traidor y no se iba a detener hasta encontrarlo. Entonces, recuperó el rastro. Lo siguió hasta la construcción que protegía de la intemperie a la gigantesca campana de bronce. Era tan pesada y robusta que necesitaba de varios monjes para arrancarle un sonido. Comprendió que el traidor se ocultaba en su interior. Ya no tenía escapatoria. La complacencia de la criatura se tornó en frustración cuando comprobó que no era lo suficiente fuerte para levantarla. Emitió un rugido reverberante e intentó meter las zarpas por el escaso espacio que quedaba hasta el suelo. Arañó una pierna y se contempló las garras ensangrentadas. Volvió a la carga, pero el traidor la rehuía. Iracunda y cada vez más y más rabiosa, trazó innumerables surcos sobre la superficie. Al final enroscó su cola alrededor de la estructura para luego alzarse en toda su altura. El fuego brotó de sus fauces y devoró la madera y el suelo. Le llegó el olor a carne quemada. Pronto la superficie burbujeó bajo sus garras y se derrumbó hacia el interior, entre burbujas doradas. Cuando todo terminó, no quedaba nada reconocible bajo lo que una vez había sido una orgullosa campana. Nada.

VIII

Poco antes, una triste e insistente llamada había despertado al monje Anchin. Se quedó paralizado, cubierto de sudor frío, y aguzó el oído mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra. El canto se interrumpió y un silencio extraño cayó sobre el templo. Haciendo un indescriptible esfuerzo de voluntad, se levantó con cuidado y buscó algo con lo que defenderse. Muy despacio, avanzó hacia la puerta corredera. Nada más tocarla, retiró la mano con un suspiro ahogado. Estaba helada. Escuchó unos pasos rápidos sobre el entablado y retrocedió justo cuando las puertas se abrieron. Vio unos ojos dorados, con las pupilas rajadas, bordeados de escamas verdes. El terrible deleite con el que lo contemplaban lo aterrorizó más que cualquier otra cosa. —¿Kiyo…? «Oh, Amida Buda, sí que es ella. ¿Cómo ha cruzado el río?» —¿Por qué? —dijo, y su voz sonó lejana a pesar de que no estaba ni a dos pasos de él. Entró en la habitación acompañada de una vaharada de olor a barro y podredumbre. Anchin trató de retroceder y resbaló—. ¿Todo era mentira? Se sentó sobre él. La muchacha, cubierta con varias capas de ropa empapada, pesaba tanto que Anchin se quedó sin respiración. El largo cabello de Kiyo, húmedo y viscoso, se le enredó entre los dedos. Anchin se echó hacia atrás cuando Kiyo se inclinó, como si quisiera besarlo. Unos colmillos asomaban entre los pálidos labios. —¿Por qué no volviste a por mí? A pesar de estar mojada, ardía. Lo sentía en sus delgadas piernas y en la cercanía de su rostro, que casi quemaba como el fuego. Entonces se escuchó un golpe seco. La cabeza de la muchacha se torció hacia un lado y ella cayó pesadamente sobre un costado. Detrás estaba uno de los monjes de Dodo-ji, armado con un pebetero. Cogió impulso. —¡Largo de aquí, bestia inmunda! La muchacha interpuso sus delicadas manos y el monje se quedó paralizado cuando los dedos partieron en dos su arma. Anchin no se quedó a mirar, abrió las puertas que daban al jardín y corrió. Kiyo gritó su nombre. Otra vez. Anchin tropezó con su túnica y estuvo a punto de caerse al suelo. Eso le permitió un instante para mirar atrás. Lo que salía del templo no era una dama empapada, sino un monstruo. Uno con una larga cola de serpiente de un rojo atardecer y un kimono que se le escurría entre los hombros a medida que su cuerpo crecía hasta casi parecer el de un dragón. Huyó despavorido con la luna como único testigo de su desesperada carrera. No tardaron en comenzar los gritos.

VII

Un día antes, uno de los mozos dio con un nuevo rastro de agua. En esta ocasión se dirigía hacia los aposentos monásticos. Los monjes decidieron realizar una purificación ritual y, entretanto, Anchin siguió el recorrido del espíritu, si es que lo era. Se detuvo en el punto donde se suponía que había estado la noche anterior. Un escalofrío le subió por la espalda y sintió una caricia inmaterial en el cuello. Se apartó, rápido, antes de que fuera tarde, y decidió ir en busca del novicio que la había visto por primera vez. —Dijiste que era una mujer. ¿Todavía la ves? Tenía una vaga sospecha, pero se deshizo de ella casi sin pensar. Era imposible. El chiquillo levantó la cabeza de la postura de postración. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Asintió con lentitud. Una vena se marcó en la sien de Anchin. —¿Por qué no dijiste nada? —Me… Me miró. Me miró y supe que me mataría —respondió entre hipidos. —Llévame hasta donde está. Cogió al chico por la túnica y lo obligó a caminar a pesar de sus gimoteos. Como pareció que iba a gritar, le pidió que lo describiera todo. El chico confesó, retorciéndose los dedos, que nunca la había visto moverse, solo aparecer más y más adentro del templo. —¿Sabes hacia dónde va? ¿O a dónde mira? ¿Cuál es su objetivo? Si lo supieran podrían exorcizarla mejor o, al menos, prepararle una trampa. Pero el chico negó una y otra vez con la cabeza. Al final, Anchin no consiguió llevarlo hasta el pasillo de los dormitorios y tuvo que dejarlo ir. Se purificó el lugar y se realizaron los rituales obligatorios, pero notaban cierto peso en el aire y hasta caminaban despacio, intentando no arrastrar las suelas. Todos a la espera de escuchar la respiración del yokai. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué buscaba? Solo se le ocurrían las reliquias que guardaban, pero la criatura no se dirigía hacia ellas. ¿Quizá alguno de los monjes había ofendido a un espíritu? Era lo único que parecía plausible. Anchin decidió que a la mañana siguiente partiría a Mutsu para continuar con su peregrinaje antes de que volvieran a darse interrupciones. Aquella noche se acostó pronto, dispuesto a tener un sueño reparador.

VI

Una figura consiguió arrastrarse penosamente hacia la orilla del caudaloso Hidaka. Sus manos blancas, cuya piel se endurecía hasta tomar forma de escamas, se hundieron en el barro como garfios. Se escuchó un resoplido de esfuerzo, seguido de un gemido cargado de dolor. Luego se alejó unos centímetros más del agua. Las ropas pesaban tanto que sentía que se iba a ahogar aún más que estando bajo la corriente. Pero, poco a poco, logró sacar los pies ensangrentados. Solo entonces la fuerza de sus brazos la traicionó y se derrumbó. El cuerpo le dolía, temblaba de frío y ardía con una fiebre que la torturaba hasta los huesos. Parecían derretirse bajo su piel. Aspiró entre los afilados dientecillos y gritó. Se arrastró de nuevo a pulso colina arriba. A cada empujón, el dolor aumentaba, pero también sentía que en su interior palpitaba una nueva fuerza. Logró levantarse sobre los codos. De entre las cortinas de su cabello negro apareció un rostro blanco y de labios azulados, abotargado por el agua. Exhaló una gutural palabra: —Anchin. La repitió una y otra vez, más fuerte, hasta que logró coronar la colina. Siguió adelante, todavía demasiado débil para erguirse, pero consciente de que pronto podría hacerlo. Iba a alcanzarlo. Iba a matarlo. A despedazarlo, a hacerlo sufrir, a consumir su sangre para que nunca más pudiera huir de ella. Continuó arrastrándose con tenacidad, despacio pero sin detenerse, y dejó a su paso un largo rastro de agua.

V

Trató de cruzar el río, pero no había esperado que la corriente fuera tan violenta. Cuando las prendas la hundieron en las frías aguas, fue incapaz de creer lo que estaba sucediendo. Intentó manotear, pero las largas y numerosas capas de las mangas se enredaban en sus brazos y tiraban de ella hacia abajo. Vio la sombra del barquero y pensó que la ayudaría, que no la ignoraría, no hasta ese punto. Nadie podía ser tan desalmado, por mucho que se hubiera reído de ella. «Solo quería cruzar.» Estaba tan cerca de alcanzarlo, de suplicarle que se explicara, que la mirara, que le dijera qué había hecho mal esa vez. Decidió que si la barca no la llevaba, lo intentaría por su cuenta. «¿Por qué no te has vuelto ni una sola vez?» No, debía haber sido una equivocación. En cuanto se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, estaba segura de que volvería a por ella y la salvaría. Sí, iba a regresar. Siempre lo hacía. Tragó agua. Tosió y el frío puñal se adentró al tiempo que la luz se alejaba. Algo, quizás la pértiga, la golpeó en un hombro, y se desesperó por intentar aferrarse a ella. Las manos, sin embargo, no le respondían. Ni siquiera se sorprendió cuando sus pies desnudos y despellejados dieron con el fondo del río. Se vio arrastrada entre las rocas, vapuleada como una muñeca. Las lágrimas se perdieron entre las heladas cuchilladas del río. Cegada, arañó el suelo, las algas, cualquier cosa que pudiera sostenerla. El pecho le iba a estallar. ¿Cómo podía doler tanto? ¿Cómo había podido huir así? Cada vez le costaba más pensar, y su cuerpo se retorció en un desesperado espasmo. Lo vio corriendo como un cobarde, sin escuchar sus gritos, sin dignarse a una explicación, tras tantas, tantas promesas. Abrió los ojos y sus labios se torcieron en un grito mudo mientras su figura se perdía en las profundidades del río.

IV

—Oh, Amida Buda, todavía me sigue... —¿Esa muchacha? —preguntó el barquero con sorpresa, y luego miró a Anchin con cierta suspicacia. Este masculló: —Haga el favor de no dejarla pasar. Se ha escapado y su padre tendrá que ocuparse de ella. El barquero parecía vagamente divertido, pero ante una mirada del joven monje, asintió con la cabeza. ¿Cómo iba a dejar que una niña loca de amor persiguiera a un hombre? Era la total falta del decoro. Incluso a esa distancia solo había que escuchar los gritos, ver cómo se le abría el pelo como unas alas oscuras y el bello kimono estaba hecho un desastre. Era vergonzoso. Ninguna mujer de buena cuna debería salir de su casa sin cortinajes que la protegieran. ¡Y ni se cubría el rostro con las mangas o un abanico! No le extrañaba que el monje quisiera huir. También tenía un orgullo que proteger y a las mujeres no se les podía imponer el sentido común. Empujó la barca y el monje suspiró por primera vez de alivio. El barquero sonrió para sus adentros. Era una estampa, desde luego, penosa, pero al menos ya se habría librado de la muchacha para siempre. Sin la embarcación, no había forma de cruzar.

III

Las nubes cubrían el sol de la tarde cuando Anchin, en su camino a Mutsu, se levantó el borde del sombrero de paja. Entornó los ojos para mirar a través de la temblorosa capa que flotaba sobre las resecas hierbas. La casa de Masago no Shoji estaba cerca. Le había servido de refugio en sus numerosos viajes entre Mutsu, su hogar, y Kumano. Aquella ocasión no debería haber sido diferente. Le dolían los pies y ni siquiera el báculo que le servía de apoyo le ayudaba a aliviar la presión del camino. Levantó la vista más allá del sendero y contempló la ardiente campiña. Apenas había árboles bajo los que resguardarse del cruel beso de la diosa Amatesaru. Cuánto habría deseado refugiarse en aquel hogar, donde le darían buena comida y a la noche encontraría un agradable placer entre los brazos de la niña. Pero no podía ser. Apretó el paso con decisión, decidido a llegar al río cuanto antes, dejar atrás aquel lugar y no volver jamás. Se había acabado el juego y Kiyo tendría que crecer de una vez por todas. Al menos podía consolarse con que nunca tendría que enfrentarse a sus súplicas. Al fin y al cabo, una dama no abandonaba sus aposentos.

II

Un año antes, Anchin esperaba con impaciencia bajo las primeras estrellas de la noche, que titilaban al ritmo de las cigarras. El jardín era magnífico, más de lo que recordaba, y el pequeño estanque creaba una temperatura agradable. Sin embargo, lo que más lo deleitaba era imaginar el encuentro. Sonrió cuando escuchó el frufrú de la ropa y después lo alcanzó una delicada fragancia a lavanda. Se dirigió hacia la cortina tras la cual se percibía una sombra y la apartó. Frente a él, con una sonrisa ilusionada y traviesa, había una joven doncella. Su hermosa y densa melena rozaba el suelo, enmarcando un kimono rosa pálido. —Sabía que regresarías, Anchin. «Qué arrogante», pensó con diversión, pero la damita siempre había sido mimada, así que no le sorprendió. La atrajo hacia sí y la envolvió en sus brazos. Poco más tarde, Kiyo le acariciaba el rostro con deleite. Él jugueteó con sus sedosos mechones. Estaba pensando algún verso apropiado para alabarlos cuando ella murmuró: —¿Se lo dirás pronto a mi padre? —¿El qué? —Que me llevarás contigo a Mutsu. El dedo de Anchin se congeló mientras se enrollaba el cabello en el índice. Se las apañó para mantener una sonrisa. Se le había olvidado por completo. —¿No eres aún muy joven? Kiyo frunció el ceño. Catorce años le parecían más que suficientes y más después de comprobar que su cuerpo… Bien. Estaba preparado. Abrió la boca para intentar hacérselo entender, pero Anchin le puso un dedo en los labios. —Un año. La próxima vez que regrese, será para llevarte conmigo. ¿Podrás tener algo de paciencia? —¿De verdad? —farfulló ella, con el corazón desbocado. —¿Alguna vez rompo mis promesas? Kiyo rio, ruborizada, y Anchin se apresuró a hablarle de Mutsu. Ella escuchó con una sonrisa de ilusión. Una vez cayó dormida, Anchin se apartó con frustración y apretó un puño. Supo que se había acabado porque nunca antes había deseado tanto levantarse y dejar atrás las dulces comodidades de Kiyo. Emprendería el camino lo más pronto posible.

Cuando Anchin partió y su figura se perdió en la distancia, Kiyo se acarició el vientre. Seguramente se habría enfadado de haber sabido que había perdido al niño, su niño. Sin embargo, si su padre se hubiera enterado la habría casado de inmediato. Y no con un monje, desde luego. «Solo un año.» Entonces todos los sacrificios habrían valido la pena, se dijo mientras rezaba delante de las pequeñas piedras que marcaban la diminuta tumba. Después corrió a sus aposentos y sacó de su pequeña caja de enebro el último abanico de Anchin, donde se habían escrito mensajes. Acarició su perfecta letra e imaginó cómo sería su vida cuando le diera otro hijo en Mutsu. Se prometió que le enseñaría a escribir igual de bien. Miró hacia el horizonte y lo imaginó regresar por ese mismo camino. Solo que esa vez, sería la última. Besó el abanico.

I

—Anchin… —¿Sí? —respondió él, prendado de la vista del jardín. Era tan hermoso que a Kiyo le aleteaba el corazón de solo contemplar su rostro, y más ahora que les quedaba tan poco. Transcurrirían meses antes de volver a verlo y ella vagaría entre sus aposentos, detrás de las cortinas, contando los días hasta su regreso. —¿En Mutsu hay amaneceres así? Debería haber recitado unos versos para expresar lo que experimentaba en ese momento. Ojalá supiera improvisar mejor. Ojalá pudiera hacerle saber lo feliz que la hacía sentir cada caricia, cada suspiro, cada mirada. El cariño con el que guardaba sus poemas, los abría por las noches e imaginaba su voz susurrándole al oído. —Y todavía más bellos, con la bruma aislándonos del resto del mundo —le aseguró Anchin, que la acercó por el talle. Kiyo bajó los ojos y se cubrió la cara con una de sus largas mangas. —Deseo tanto verlo… No es suficiente con las descripciones. Él rio y le acarició el mentón. —No olvides la promesa. Antes debes convertirte en toda una dama. Kiyo le atrajo la mano para poder reposar la mejilla contra su palma. Jamás olvidaría el día en que, apenas una niña, se atrevió a salir de detrás de los cortinajes y se acercó al elegante joven que leía a la lumbre de una vela. Debió considerarla vulgar y maleducada. Sin duda su oferta no fue más que una broma. ¿Quién se comprometería con una niña malcriada y egoísta como era ella? —¿No lo estoy haciendo bien? Todavía llevaba sus palabras en su corazón y las recordaba cada vez que cometía un error. Debía ser una dama, la dama que él necesitaba. Solo entonces él lo sacrificaría todo y se la llevaría consigo. Solo si ella era lo suficiente digna. —Eres casi perfecta. Y sigue siendo nuestro secreto, ¿verdad? —No hablaría ni aunque me amenazaran con arrancarme la lengua. Anchin la besó, divertido, y luego la tumbó con delicadeza, abriendo sus ropajes. Lo hicieron en silencio, con rapidez. Anchin debía estar preparado para retirarse si, por un casual, los descubrían. Pero un día podrían disfrutar de la noche entera sin miedo, solo el uno junto al otro. Al acabar, Anchin le pasó un brazo por los hombros para atraerla hacia su pecho. —Te amo —murmuró Kiyo. Él sonrió. —Lo sé. Esperó, pero Anchin no añadió nada más. Se sintió un poquito miserable, pero verlo dormir aplacó su irritación. Le besó la punta de la nariz. Quizás la próxima vez se lo diría. La próxima vez lo conseguiría. La sombra del kitsune Miriam Isern

Kei emprendió un viaje, el primero de su vida, y probablemente el úl- timo. Acababa de cumplir cincuenta años y, tras haber perdido a su padre hacía unas semanas, decidió marcharse de la aldea en la que había pasado toda su vida. Aquel pequeño pueblo de la prefectura de Nara, rodeado de un bosque atravesado por un estrecho sendero, había sido realmente un lugar hostil, pues sus vecinos siempre le dedicaron miradas recelosas. Y nunca entendió muy bien por qué. Se crio con su padre, un artesano fabricante de sombrillas y abanicos; de él aprendió el oficio, siguiendo sus pasos durante décadas. A pesar de que apenas se relacionaban con el resto de aldeanos, sus trabajos eran dignos de elogio y nunca pasaron hambre. —Padre, ¿por qué no nos vamos de aquí? Viajemos por el país, bus- quemos una ciudad por la que pasen más mercaderes, cortejos de nobles a los que vender nuestras sombrillas o nuestros abanicos. ¿Por qué seguir aquí? —preguntó Kei cuando cumplió los veinte años. —No puedo marcharme, algo me ata a este lugar, al bosque… Pero si decides irte, lo entenderé —respondió el artesano con una sonrisa triste. —No te dejaré. Kei ni siquiera se había casado. Su padre había intentado en vano ce- rrar algún acuerdo matrimonial, pero no había ningún padre dispuesto a entregar a su hija a Kei. Así que, finalmente, cuando la muerte le arrebató a su padre, su única familia, Kei decidió viajar a Heian-kyo, la hermosa capital que estaba tan cerca y, a la vez, parecía tan lejos. Tenía intención de entrar a formar parte de la vida monástica, seguir la senda de Buda e iniciar después una vida sencilla en las montañas. No obstante, le apenaba abandonar su casa; después de todo, había sido su hogar y le afligía pensar en lo que sus vecinos harían con ella en su ausencia. Pero no tenía impor- tancia, después de todo, no quería regresar. Puso un pie en el bosque, miró atrás, las pequeñas viviendas y sus habitantes parecían ignorarlo, como siempre. No se había despedido de nadie. Caminó durante horas bosque a través cuando comenzó a hacerse de noche. Era pleno verano y durante el día hacía un calor asfixiante; la noche solía dar tregua y traía una brisa fresca, pero aquella prometía ser bochornosa. Había confiado en su sentido de la orientación, pero era evi- dente que no tenía ninguna experiencia como viajero. Se oyó un trueno rugir en el cielo y la lluvia comenzó a caer con tal intensidad que Kei pensó que su sombrero de paja se desharía. «Susano-wo maldice mi via- je», se lamentó. Corrió desorientado, buscando algún árbol robusto que pudiera pro- tegerlo, cuando vio un tímido fulgor parpadear a lo lejos. Esperanzado, corrió hacia la luz hasta encontrar una pequeña y vieja cabaña. Recordó los cuentos que había leído de niño sobre brujas y yokai que se escondían en casas como aquella para atrapar a los viajeros perdidos. Respiró hondo intentando alejar sus miedos y al fin golpeó la puerta con los nudillos. —¡Hola! ¡Soy un viajero perdido en la tormenta! ¡Por favor! ¡Nece- sito refugio! Esperó unos instantes, nervioso y con un nudo en el estómago. Cuan- do la puerta se abrió descorriéndose hacia un lado, tuvo el impulso de huir; pero entonces se halló ante una mujer joven y hermosa, de rostro dulce y mirada serena que lo observaba con curiosidad. —Buenas noches, viajero. Sé bienvenido, el bosque no es un lugar seguro en noches así. Mi hogar es humilde, pero hay fuego y comida caliente. Kei entró, fascinado por la belleza de la mujer, que se mostró tan ama- ble que sus temores se disiparon y pensó que era imposible que alguien tan dulce pudiera hacerle algún mal. A decir verdad, salvo su padre, nun- ca nadie había sido tan generoso y simpático con él. Le sorprendía que pudiera haber alguien cortés, diferente a la gente de la que siempre había estado rodeado. —Gracias por tu hospitalidad. Mi nombre es Kei. —Yo me llamo Shima, no suelen pasar muchos viajeros por aquí. ¿Adónde te diriges? —A la capital. Dime, ¿vives sola? ¿Cuánto llevas aquí? —Sí, estoy sola. Vivo en el bosque desde hace cincuenta años. —¿Cincuenta años? Es curioso, yo tengo esos mismos años. —¿De veras? Shima ayudó a Kei a desprenderse de la capa y el haori empapados y los extendió cerca de la estufa. Después puso a calentar una vieja tetera y preparó tofu en unos humildes platillos de madera. —Lamento que mi comida sea tan sencilla, yo no necesito mucho más —dijo Shima. —Lo poco o mucho que me ofreces es más de lo esperado, gracias. Pero, si me lo permites, debes de llevar aquí toda tu vida, llegarías siendo muy pequeña... No parece que tengas más de treinta años. Shima esbozó una sonrisa melancólica, pero no respondió. —¿Siempre has estado sola? —preguntó Kai. —Sí, y no acostumbro a recibir visitas. No me malinterpretes, aprecio mucho la compañía de un sabio viajero. —Por favor, disto mucho de ser sabio. ¿Cuándo recibiste la última visita? —Kei se sentía animado y lleno de curiosidad ante la expectativa de una agradable conversación. —No lo recuerdo… —respondió Shima, pensativa, mientras servía el té—. Es difícil calcular el paso del tiempo con precisión. —Shima habla- ba con voz cadenciosa, como si meditara cada palabra antes de pronun- ciarla—. Me gustaría que viniera más gente, es agradable oír las historias que los pocos viajeros que pasen puedan contar. —Bueno —carraspeó Kei tomando la taza de té en sus manos—, he vivido toda mi vida con mi padre en una pequeña aldea cercana. Hace poco él murió y hoy mismo he iniciado este viaje. Así que no he visto mucho mundo ni he presenciado nada extraordinario, así que me temo que no tengo muchas historias que contar, lo lamento. —¿Tu padre te crio solo? —Sí —dijo él con tristeza—, nunca conocí a mi madre. Mi padre, que se llamaba Genzanburo, jamás quiso hablarme de ella. Siempre ha sido como si estuviera muerta... Algunas veces descubrí a mi padre mirando con tristeza hacia este bosque. Por las noches le oía llorar y suspirar sin apartar de la vista la arboleda. Una vez le pregunté qué le ocurría, qué buscaba incesantemente con la mirada. Me respondió: «La sombra del kitsune». Jamás quiso volver a hablar de aquello. —¿Tuvo una buena muerte? —preguntó Shima con tristeza. —Sí —respondió Kei sorprendido por la pregunta—. Enfermó y el médico del pueblo, aunque no pudo salvarlo, alivió su dolor con pociones y ungüentos. Shima lo miró en silencio y una lágrima rodó por su mejilla, pero Kei no percibió el gesto, pues estaba inmerso en el recuerdo de su padre. —Antes de morir, me dijo: «Busca la sombra del kitsune». Supuse que deliraba. —Kei se encogió de hombros forzando una sonrisa y cogiendo un trozo de tofu con los palillos—. ¡Vaya, está delicioso! —Es una historia fascinante —dijo ella, que lo miraba con los ojos brillantes y una sonrisa triste. —No tiene nada de especial —respondió él—. ¿Y tú? ¿Recuerdas al- guna historia para esta noche de lluvia? —Sí, conozco una. —Shima suspiró y, tras vaciar con lentitud su taza de té y mordisquear el tofu, colocó las manos en su regazo y miró a Kei con una mezcla de añoranza y alegría—. Ocurrió hace mucho tiempo, algo más de medio siglo. Había un artesano muy apuesto que vivía en una pequeña aldea. Era todo un maestro en su oficio, trataba cada material con suma delicadeza: el bambú, la tinta, el papel… Paso a paso, hacía de cada trabajo una obra de arte. El joven artesano no tenía esposa. Varios vecinos quisieron casar a sus hijas con un hombre tan prometedor; pero él no se decidió por ninguna. Hasta que un día, en el Festival del Verano, llegó una joven a la ciudad. Era una humilde cocinera que tenía un puesto de tofu y pasteles de arroz y judías. Viajaba por todo el país, de festividad en festividad, para vender sus delicias. »Era una mujer muy hermosa, como nunca habían visto en la aldea. Muchos se sintieron fascinados por su belleza y su candor e intentaron cortejarla y tomarla por esposa. Pero ella los rechazó a todos, salvo a uno. Cuando el artesano se presentó en su puesto de tofu, ella se enamoró. Él le había llevado un regalo, aunque no había sido necesario; se trataba de un precioso abanico con un zorro dibujado con suaves trazos y colores brillantes. Ella se enamoró de su sonrisa, de su talento, de la delicadeza y el esfuerzo con el que realizaba cada uno de sus trabajos. Aquella fue la última aldea a la que viajó la cocinera, pues se casó con el artesano y ambos fueron muy felices. »Pero la gente es perversa y envidiosa. Muchos hombres deseaban haberse casado con la cocinera, y otros tantos querían haber casado a sus hijas con el artesano. Y desde luego, muchas mujeres, envidiosas de la belleza de la cocinera, la dejaron de lado y extendieron rumores malinten- cionados sobre ella: supuestos amantes, historias falsas sobre su pasado… Incluso afirmaron que la cocinera era una bruja. Mandaron un aviso a un monasterio cercano solicitando a los monjes que acudieran para realizar un exorcismo y, si era necesario, ejecutar a la hechicera. Para entonces, ella acababa de dar a luz a un bebé precioso. »Al regresar la primavera, un monje llegó a la aldea. No viajaba solo, sino que iba acompañado de un perro. Era un perro con las orejas pun- tiagudas, el pelaje rojizo y la espesa cola rizada hacia arriba. A todo el mundo le pareció un animal muy gracioso y los niños no dejaban de acari- ciarlo. Pero no le gustó a la cocinera… En cuanto la vio, el perro comenzó a ladrar nervioso, y la mujer, asustada, se encerró en la casa sin dejar entrar a nadie. »Toda la aldea se congregó en torno a la casa del artesano, que no en- tendía lo que estaba ocurriendo, y, en vano, llamaba a gritos a su esposa. Al fin, el artesano y varios hombres lograron abrir la puerta y entraron. Hallaron en el centro de la sala el kimono y el obi con los que se había vestido la cocinera aquel día. El artesano se acercó y, cuando fue a levan- tar el kimono, un hermoso zorro blanco de tres colas saltó esquivando a los aldeanos adentrándose en el bosque para no regresar. »La gente del pueblo decidió no perseguir al kitsune, pues lo conside- ran una criatura sagrada. Después de todo, aquel kitsune no había hecho ningún mal, tan solo se había enamorado. »Durante décadas, el kitsune vagó en soledad por este bosque, evi- tando todo contacto con los humanos, intentando olvidar… ¡Pero es tan difícil olvidar a los seres que amamos! Shima guardó silencio, dando por concluido su relato. El té y el tofu se habían terminado y fuera había dejado de llover. —Es una triste historia —dijo Kei. —Lo es. Durante décadas me he preguntado qué fue de mi amado Genzanburo. Ahora sé que nunca me llegó a olvidar. Lamento haberle causado tanta infelicidad. Kei la miró desconcertado, preguntándose qué clase de broma le esta- ba intentado gastar aquella mujer. —¿Qué quieres decir? —preguntó él. —No sabes cuánto me alegra haberte vuelto a ver. Buscabas sin saber- lo la sombra del kitsune, la misma que tu padre ha buscado durante años. Ahora la has hallado. —¡Deja de decir estupideces! ¿Cómo te atreves a utilizar la memoria de mi padre para engañarme? ¡Se acabó! ¡Me marcho de aquí! —Tenías razón, Kei… Distas mucho de ser sabio. Kei soltó un gruñido, se levantó, cogió su ropa, su sombrero y salió de la humilde choza. Shima lo siguió, mirándolo con tristeza. —Me creas o no, vas a odiarme de todos modos, o bien por mentirte, o bien por haberte abandonado. No importa. No me arrepiento de haber amado a tu padre y de haberte traído a este mundo. Tuve que huir, no me quedó más remedio, pues una vez me transformo en zorro, no puedo vol- ver a mi forma humana hasta que pasan cincuenta años. Kei no respondió, enfadado, mientras se calzaba sus sandalias de paja. —Acepta un consejo —prosiguió Shima—. No busques la sombra del kitsune, pues es evidente que te vuelves ciego cuando encuentras lo que buscas. —Yo no te buscaba. —¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que tu verdadero deseo no era el de perderte en este bosque con la esperanza de encontrarme? Kei la miró, furioso, irritado ante el hecho de que Shima hubiera podi- do ver dentro de su persona con más claridad que él mismo. —¡Dame una prueba de que lo que dices es verdad! —exigió Kei. De pronto, Shima se esfumó dejando en el suelo su sencillo kimono y el obi. Kei se acercó y cuando levantó el kimono, un zorro blanco de tres colas saltó y corrió desapareciendo entre los árboles. Aturdido, buscó desesperado entre las ropas de Shima, sin poder dar crédito a lo ocurrido. Entonces encontró, escondido bajo el obi, un abanico. Lo abrió con len- titud; en él había un zorro dibujado y, en un lado, pudo leer la firma del artesano que lo había hecho, la firma de su padre.

Kei jamás llegó a Heian-kyo y tampoco abandonó el bosque. Lloró amargas lágrimas de arrepentimiento, llamó a su madre pidiéndole per- dón sin obtener respuesta. Vagó por el bosque sin rumbo y sin descanso, buscando entre los árboles la esquiva y misteriosa sombra del kitsune. El shamisen del yūrei Rocío Moreno

Vivía hace muchos años en la antigua región de Tōhoku, en Aomori, una joven con la piel tan blanca como la nieve de las montañas de Hons- hū y los labios tan rojos como las hojas del otoño en Kyōto. Cuando la luna era tan clara que iluminaba el bosque, le gustaba salir a caminar y se sentaba cerca del río para entonar el shakuhachi hasta que se quedaba sin aliento. Cerca de ella pasó un joven músico que al escuchar la melodía dulce del shakuhachi no pudo resistirse y la acompañó con su shamisen. Algo extraño sucedía, pues los jóvenes, por más que querían, no podían hablarse y solo podían escuchar del otro la música que salía de sus ins- trumentos. Así, todas las noches de luna llena se volvían a encontrar en el bosque y cualquiera que pasara cerca de ellos escuchaba una hermosa canción que se repetía una y otra vez. La joven se quedaba toda la madrugada con él, en ocasiones mirándo- se en silencio y otras tocando en armonía. Pero por más que se besaban, por más que se tocaran o hicieran el amor, las palabras no salían: ella se dejaba vencer por el sueño y al amanecer el joven desaparecía. La noche del séptimo mes fue la más fría de todas. Ella llevaba un kimono aguamarina grueso tejido por su abuela y sobre los hombros un manto de lana. Se acurrucó junto al hombre en un fuego improvisado y comenzó a nevar. El kimono de la joven se volvió blanco y su piel se puso cada vez más fría. A pesar de tener las manos congeladas, ella cogió su shakuhachi y comenzó a tocar, mientras su compañero siguió su dulce melodía con el shamisen hasta el amanecer. Cuando las primeras luces del alba aparecieron, la joven miró al misterioso músico sintiendo que, como era habitual, desaparecería. Ella recordó las palabras de una antigua profecía: cuando raye el alba y sea la hora de los difuntos, antes de los primeros rayos que despunten por la colina, cierra el trato con un beso. Y así lo hizo. Cada vez que un viajero pasaba por el bosque en noches de luna llena podía jurar que, desde sus entrañas, se escuchaba la melodía de un shaku- hachi y un shamisen. Y que, a lo lejos, veía la silueta de una mujer con un kimono blanco junto a un hombre que no podía dejar de mirarla. Diecisiete días de lluvia Óscar Navas

Me pidió que le ayudara a morir. Que fuera su kaishaku. El maestro Yoshio vino aquella mañana al mercado donde yo trabajaba y me clavó una mirada esperanzadora mientras pronunciaba aquellas palabras. Tuve que aceptar, aunque no era más que un muchacho y no había tenido nunca un arma en mis manos. Mis padres habían muerto durante las Guerras Genpei, siendo mi hermana y yo solo unos niños. Desde el día en que faltaron, Yoshio se había convertido en nuestro protector. Había sido la tierra sobre la que empezaba a enraizar nuestra nueva vida. Estábamos en deuda con él. —¿Por qué? —La sola idea de que el maestro quisiera morir me pro- vocaba vértigo. —Haku, no intentes comprender mis razones —respondió con voz calmada. —Pero, ¿qué será de nosotros? ¿¡Qué será de Kaori!? ¿¡De mí!? —No puedo acompañarte siempre. Deberás emprender tu propio ca- mino. Yoshio había sido un guerrero sabio. Al finalizar las contiendas, había dedicado sus días a la contemplación, intentando olvidar toda la sangre que había derramado como demonio exterminador del emperador. Las crónicas contaban que él solo había sido capaz de acabar con un destaca- mento completo de los Taira cerca de Kobe. Los que le habían visto en combate le evocaban con la furia de un dragón y una mirada de fuego, y se sorprendían de que aquel que había sembrado el terror entre las tropas enemigas hubiera abandonado la katana y se hubiera armado de un bas- tón de roble y palabras prudentes. La gente del pueblo le tenía como una persona respetable y todos acudían a él en busca de consejo. El anuncio de sus deseos corrió en las calles como agua de río. Heló el aliento de los que se quedaron sin palabras al oírlo y prendió de asombro los ánimos de aquellos que se reunían en las plazas y las tabernas. —¿El maestro Yoshio quiere hacerse el harakiri? —se preguntaban algunos, incrédulos ante la noticia. —¿Qué puede llevarle a eso? —debatían otros, incapaces de obtener una respuesta. Aquella noche no pude dormir. En mi mente solo aparecían imágenes de cómo serían nuestras vidas sin el maestro, y de cómo iba a recibir la noticia Kaori cuando volviera del viaje que había emprendido hacía unos días en la carreta de unos mercaderes del pueblo para comprar algunas sedas en Kioto. Esa noche, una llovizna empezó a caer sobre el pueblo. La lluvia no dejó de caer a la mañana siguiente, cubriendo el cielo de una fina cortina de agua. Aquel inoportuno chaparrón hacía imposible que se celebrara la ceremonia, ya que debía realizarse al aire libre y en presencia de unos testigos que bastante tenían con tener que contemplar la muerte de un hombre noble como para, además, acabar empapados por el aguacero. Fui en busca del maestro para saber qué instrucciones debía seguir en esas circunstancias. Yoshio ya aguardaba en un pequeño reservado del patio de la casa. Parecía que llevaba mucho tiempo despierto. —Hoy no podré partir —me dijo con un tono que denotaba cierta frustración. Yoshio se acercó al límite que cubría el tejado y dejó que las pequeñas gotas mojaran su cara. Inspiró con fuerza el aire. —Echaré de menos el beso de la lluvia en verano. El suave rumor de la tierra mojada al ser pisada. Y la bendición del sol tras la tormenta. —Y tras un silencio, se dirigió a mí—: Dispón todo lo necesario para el seppuku. Quizás mañana pueda irme. Yoshio se retiró y estuvo encerrado en su habitación el resto del día, manteniendo ayuno. Yo consulté a la vieja Masako, que había asistido a alguna de esas ceremonias anteriormente, acerca de lo que debía preparar. Lavé las bandejas y el servicio de sake, compré un kimono blanco para el maestro y conseguí un cesto para los restos. Caí rendido bien entrada la noche y soñé con mi hermana vestida con un kimono de nubes. Corría en medio de un bosque y, de repente, tropezaba y caía al suelo. Se quedaba inmóvil, mirando el rasguño que se había hecho en el vestido, y empeza- ba a llorar desconsoladamente por el estropicio. Kaori era una chiquilla que destilaba pura dulzura, y verla llorar, aun en sueños, me rompía el corazón... Al día siguiente, la lluvia siguió cayendo sin descanso. —Si hay algo de lo que me arrepiento, es de haberte hecho partícipe de mi decisión y no poder enmendar luego el daño que te ocasionaré — me dijo el maestro—. Pero debes entender que debe ser así. No pondría mi vida en manos de otro que no fueras tú. Engullí mis temores y le hice una reverencia con la cabeza en señal de aprobación. Yoshio se retiró un día más a realizar sus ejercicios de medi- tación sin cruzar más palabras con nadie. Y la lluvia siguió remojándolo todo... —¿No teméis a la muerte? —le pregunté la mañana del quinto día de lluvia, sentado junto él. —He vivido inmerso en destrucción. He sido el dragón que lo ha arra- sado todo. Herido un millar de veces y revivido otras tantas —respondió dibujando con su bastón en la arena húmeda—. La muerte no me asusta, la conozco de cerca. Me inquieta lo que venga después... El buen aspecto que siempre había mantenido el maestro se había de- teriorado. Daba señales evidentes de cansancio y mala alimentación. Sus ojos mostraban una maraña sanguinolenta en su mirada y las sienes se le empezaban a marcar de forma preocupante. Algunos de los vecinos cuchicheaban que, si las lluvias seguían, Yoshio conseguiría su propósito sin necesidad de practicar el seppuku. Y la lluvia siguió la mañana siguiente. Y la que vino a continuación. —Debemos estar preparados. Aun vendrán más días de lluvia, pero como todo en esta vida, llegarán a su fin. Entonces podré acompañar a los grandes guerreros. Yo miré al maestro sorprendido. Estábamos en pleno mes de agos- to, y ya habíamos sufrido un junio muy lluvioso. Días atrás, las cigarras marcaban el rigor del verano con su canto y el calor había sido asfixiante. Parecía extraño que la lluvia fuera tan insistente. Y más todavía que el maestro supiera que aún no había acabado. —¿Cómo sabéis que será así? Nadie puede predecir lo que va a pasar. —Es cierto. Nadie en este mundo puede hacerlo. Solo si escuchas las voces al otro lado de la muerte... Ellas pueden contarte los misterios de esta vida... Un escalofrío recorrió mi cuerpo. —¿Habláis con los muertos, maestro? Él no respondió. Se limitó a recolocarse el kataginu. —Recoge la katana y el tantō de mi habitación y llévalos a afilar. Ne- cesito que me ayuden a irme con un suspiro suave. Obedecí al maestro. Su habitación mantenía una sencillez y un orden impecables. Sus ropas estaban en un rincón, bien dobladas. Junto a ellas, una mesita con una cantimplora de cerámica y una vela que permanecía encendida. Al otro lado de la habitación estaban las espadas, colocadas en su katanakake. Las envolví en un trozo de tela para llevarlas al herrero más tarde. Justo al salir vi, a la entrada del tatami, una flor de iris blanca en el suelo. Supuse que el maestro la habría cogido durante alguno de sus paseos. Por un instante Kaori acudió a mi mente, pues aquella era su flor preferida. En muchas ocasiones las habíamos recogido junto al maestro. Era un infierno no poder compartir con ella el miedo que me asaltaba cuando pensaba en lo que debía acometer. Pasaron tres días más con una lluvia que parecía que no iba a tener fin. Los caminos se habían convertido en un auténtico lodazal que impedía el avance de los carros. Muchos tenderos habían dejado de acudir al merca- do, contrariados porque el aguacero estaba minando su clientela. Yo ya me había acostumbrado al murmullo de las gotas cayendo sobre los teja- dos o el rumor de los riachuelos recorriendo los canales. En cierta forma, lo único que deseaba ya era que todo terminara y que pudiera acabar la tortura que suponía tener que dar muerte a quien nos había dado cobijo. Cuando cayó la noche, unos gritos atravesaron el estruendo de la tor- menta en la que se había convertido aquella lluvia eterna. Me incorporé y me mantuve un instante quieto, intentando descubrir de dónde procedían. Aun con los truenos resonando con fuerza, pude distinguir la voz deses- perada del maestro pidiendo auxilio. Corrí hacia su cuarto con el estallido del fin del mundo sobre mi cabeza. Abrí la puerta y encontré a Yoshio en un rincón, temblando como un niño y con la mirada del que había visto a su salvador después de haber contemplado a la mismísima muerte. —¡Llévatela de aquí! ¡Llévatela! —gritaba una y otra vez. Eché un vistazo rápido a su habitación, pero allí no había nadie. Pensé que los relámpagos de la tormenta le habrían jugado una mala pasada e intenté tranquilizarle. —Maestro, aquí no hay nadie. Solo nosotros y esta lluvia. No tiene nada que temer. Yoshio intentó recuperar el aliento mientras continuaba con su mano en el pecho y los ojos desorbitados. —No he temido nunca a nada ni a nadie —dijo con la respiración entrecortada por el pánico—. Y, sin embargo, ahora que pretendo dejar esta vida, estoy descubriendo mi fragilidad. Soy una hoja que se ondea al viento, prendida de la rama de la que quiere soltarse. La visión del gran guerrero arrinconado como un ratón asustado me dejó turbado. Le propuse hacer guardia en la entrada para comprobar que nadie acudiera a su habitación para importunarle. Él aceptó aliviado e intento conciliar el sueño de nuevo. Me senté en el escalón que conducía a su habitación, resguardado por el tejadillo de la casa. Los relámpagos dibujaban figuras horripilantes en la oscuridad. Pero en una sucesión de destellos que iluminó el cielo unos segundos más de lo normal, reconocí algo sobre uno de los peldaños. Me acerqué con la sensación de que el frío de la lluvia no era lo único que me estaba calando hasta los huesos. Y recogí una flor de iris blanca olvidada. Por un momento, pensé que sería aquella que había encontrado en la habitación del maestro días atrás, pero esta parecía recién cortada. Me volví a sentar en el escalón con la flor entre las manos. Y la mantuve en mis pensamientos durante toda la noche, hasta que la luz del amanecer aclaró el cielo encapotado. El maestro se sentó junto a mí y puso su mano sobre mi hombro. —Siento el incidente de anoche. Un hombre se define por sus accio- nes, no por los recuerdos que deja. Yo espero que ni mis actos más recien- tes ni el recuerdo que dejaré con ellos empañe lo que soy para ti. Yo no pude impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos. —Maestro, habéis sido un padre para nosotros. No puedo entender que queráis dejarnos así. Pero debéis saber que vuestro recuerdo perdura- rá para siempre en nuestros corazones. Nada podrá enturbiarlo. Me eché entre sus brazos, y él me acogió con el alma abierta de par en par. Solo quería sentir a Yoshio mientras pudiera. Únicamente sentir su calor. La pesadilla de aquella lluvia sin fin siguió cinco días más. Días en los que el pueblo dirigió sus plegarias a los dioses para que mediaran y detuvieran aquel diluvio que a veces era un goteo incesante y a veces se convertía en una temible tormenta. Pocos eran ya los que se atrevían a salir de sus casas para correr por aquellas calles enfangadas. El pueblo se había convertido en una villa fantasmagórica que conservaba poca de la alegría que se había respirado en sus calles tiempo atrás y que tanto se valoraba tras la guerra. El maestro Yoshio, por su parte, era un espejismo de lo que fue. El gran tigre era ahora un hombre casi esquelético de piel blanquecina y aspecto vidrioso. Había perdido mucho peso y la falta de luz del sol le había dejado una piel pálida que dejaba entrever las venas azuladas de su cuerpo. Por más que insistí en que debía comer algo, pues no sabíamos cuántos días nos seguiría acompañando la lluvia, él mantuvo su determi- nación. —Debo mantenerme puro en mis últimos días. Todo acabará pronto y mis huesos podrán descansar en paz. Aunque el maestro repetía que su fin estaba cerca, yo era incapaz de acostumbrarme a esas palabras. El miedo se apoderaba de mí cuando pensaba en si sería capaz de ayudarle a morir. ¿Y si mis manos perdían las fuerzas al tomar su espada? La sola idea de que se despidiera con el sufrimiento impregnando su rostro me martirizaba. No lo merecía. Y en- tonces volvía a mis pensamientos Kaori. Cuánto iba a dolerle la noticia al regreso de su viaje... Cuánto la echaba de menos... Transcurrieron dos días más en que la lluvia se cebó especialmente con el pueblo. Los que llegaban de paso comentaban que no habían vis- to una tormenta parecida en mucho tiempo y que parecía que el pueblo hubiera caído bajo el influjo de alguna maldición, pues más allá el sol relucía con el calor propio de agosto. Por las noches soplaba un viento que enviaba la lluvia en tromba con- tra las puertas de la casa, provocando que se formaran charcos en el inte- rior. Con el estruendo del repiqueteo de la lluvia me era imposible dormir, así que me puse a recoger el agua con un paño y un cubo. Y fue cuando estaba intentando secar la entrada principal, cuando la puerta se abrió pre- cipitadamente. El maestro Yoshio apareció empapado, pero con un rostro de euforia, como poseído por la locura. —¡Será mañana, muchacho! ¡Al fin ha llegado el día! Prepara todo para que esté listo al amanecer. Yo estaré esperando en el patio. Y sin darme tiempo a asimilar su visita, el maestro desapareció co- rriendo la puerta. Solo escuché sus pasos precipitados, huyendo de aque- lla lluvia torrencial. Lo cierto fue que, a medida que avanzaba la noche, el vendaval perdió fuerza y se convirtió en soplos de aire dispersos. También la llu- via pasó de ser una tromba de enormes goterones de agua a un aguacero intenso, para transformarse luego en una llovizna ligera que apenas apo- rreaba el tejado. Y, en los albores del nuevo día, la lluvia cesó. Parecía que los pajarillos, que habían estado mudos durante semanas, celebraban la retirada de las nubes con su canto. Un adormilado pueblo se desperezaba finalmente con la luz de un sol que había estado demasiado tiempo oculto. A pesar de amanecer una mañana algo fría y no haber podido pegar ojo en toda la noche, me dispuse a cumplir con lo comprometido con el maestro. Yoshio ya esperaba en el patio de la casa, vestido de blanco y meditando. Los rayos del sol bañaban un cuerpo que una vez fue el de un hombre fuerte. No quise romper el silencio y fui instalando en el centro del patio una esterilla de caña sobre la que dispuse una tarima, la mesita del servicio de sake, un quemador de incienso y el katanakake con las espadas. Los primeros testigos empezaron a llegar poco después, cuando el maestro se situó al lado de sus espadas. Parecía que las fuerzas le fa- llaban, pues vi temblar sus manos al beber el primer vaso de sake. Por un momento, pensé que el miedo le llevaría a acabar con aquel espectáculo en el que la hoja de un cuchillo debía cortar el pellejo de un buen hombre que parecía haber perdido la cordura. Pero el maestro siguió adelante con la ceremonia. Hizo una reverencia a los testigos y se abrió el kimono lentamente. Entonces supe que debía atesorarme del valor de aquel a quien iba a ayudar a morir y me situé detrás de él, con su katana desenvainada. El maestro cogió el tantō que esperaba frente a él. Yo levanté la katana por encima de mi cabeza, pre- parado para atestar un golpe que se llevara la cabeza del que había sido mi segundo padre. Yoshio observó con detenimiento la hoja que tenía en sus manos y un destello bailó por el filo hasta la punta. Entonces la dejó descansar en el lado izquierdo de su bajo vientre. Apretó el tantō contra él, con fuerza. Y gritó... —¡No! ¡No! ¡Dejadme ir! ¡Dejadme! Salí de mi trance y aparté la vista de la nuca del maestro. Yoshio tenía su mirada puesta más allá de los testigos, mientras un hilo de sangre em- pezaba a manchar su hakama. Una multitud silenciosa había surgido de un haz de luz; hombres, mujeres y niños que avanzaban hacia la tarima lentamente y que desprendían un fulgor blanquecino. La extraña comitiva impregnó el aire con el olor a incienso de sándalo y cerezo y el sonido de campanillas. Al llegar frente a nosotros se detuvieron y exhibieron una mirada tranquila y una sonrisa relajada. Un gesto que no transmitía mie- do, a pesar de lo sorprendente de su aparición. —¡Marchaos! ¡Marchaos todos! —gritaba el maestro mientras se re- torcía entre la rabia y el dolor. Pero aquellos seres no obedecieron. Se mantuvieron en pie, ante el asombro de todos los que estábamos presenciando la escena. Entonces, de aquel portal de luz emergió una figura menuda. Reconocí de inmediato su flequillo revoltoso y dejé caer la katana al suelo. La chiquilla avanzó ha- cia donde estábamos. Al llegar a la tarima, me sonrió con esa sonrisa que solo Kaori era capaz de mostrar. Yo di un salto para poder abrazarla pero, justo en ese momento, la vieja Masako me cogió del brazo y me indicó con un gesto que mirara el pasillo por el que habían caminado los nuevos asistentes. Ninguno de ellos había dejado huellas embarradas a su paso. El maestro rompió a llorar y dejó el tantō reposando sobre sus piernas. Se llevó las manos ensangrentadas al rostro, conquistado por la desespe- ración. —Fui un demonio que lo arrasó todo. Fui esa bestia a la que todos temían. Estas manos dieron muerte a miles de guerreros e inocentes. Y me arrepentí de ello. Pero por mucho que lo intenté, aunque lo vistiera de calma, no pude domesticar al tigre. El monstruo que hay en mí necesitaba saquear, pedía sangre. Y el peor de mis males llegó cuando, sin saberlo, asalté a los mercaderes del pueblo y trunqué la vida de Kaori, mi pequeña nube. Sus diecisiete años cercenados fueron llanto para mi alma... Y se convirtieron en diecisiete días de lluvia que ella misma invocó cada no- che al visitarme... La furia me consumía y hubiera deseado darle muerte yo mismo en ese instante. Pero comprendí que eso solo liberaría a aquel hombre que- bradizo de la peor condena. Miré a Kaori y ella me sonrió. Con la veloci- dad del rayo, tomé el tantō del maestro. —Una vez quisisteis permanecer en mis recuerdos para siempre — dije al maestro—. Debo deciros que no lo habéis conseguido. Pero tengo la certeza de que seré yo de quien os acordaréis toda vuestra vida... Y entonces, me rebané la garganta. Y todo se volvió oscuridad... Desde ese y hasta el fin de sus días, el maestro fue repudiado allí don- de le llevó su vagar. Pero, cada noche, dos flores de iris recién cortadas aparecieron a su lado mientras dormía. El estratega del clan Shimazu Clara Bonillo

Toshiaki se frotó los ojos con cansancio antes de repasar por últi- ma vez el plan de ataque. El general Yoshihiro Shimazu en persona le había encomendado esta tarea, y a pesar de que secretamente preferiría no estar invirtiendo su tiempo en idear estrategias que provocarían la muerte de centenares de personas, Toshiaki también era consciente de que desde la invasión a Corea quedarse al margen no era una opción. Con un suspiro, Toshiaki apartó la vista de su mesa plagada de papeles y anotaciones para fijarse en el viejo biwa de su difunta madre, que descansaba apoyado en un rincón de la habitación. Toshiaki se levantó brevemente para recoger el instrumento, y tras sentarse de nuevo en el tatami con las piernas cruzadas empezó a tocarlo. Al instante sintió cómo toda la tensión acumulada en su cuerpo desaparecía por completo. Tal vez el resto de soldados no iban muy desencaminados al tratarlo de raro, pero Toshiaki no podía evitarlo: los gastados libros que prácticamente ya no cabían en su habitación o la música que hacía nacer de su biwa eran los únicos que lo aisla- ban momentáneamente del mundo de muerte que lo rodeaba. —¡Ajá! Así que todavía estás despierto... En ese momento el fusuma de la habitación de Toshiaki se deslizó con violencia, y un joven de largo pelo castaño, recogido en una coleta alta, entró sin molestarse en llamar. —¿No deberías descansar? Me han dicho que llevas horas encerrado aquí. A este paso te va a explotar la cabeza de tanto pensar. Toshiaki reprimió una sonrisa mientras Isamu, su amigo de in- fancia y compañero de batalla, se sentaba frente a él y empezaba a curiosear sus papeles sin ni siquiera pedirle permiso. De acuerdo, quizás sus libros y su música no eran los únicos que conseguían ponerle de buen humor. —Tranquilo, Isamu: que a ti te duela la cabeza cuando piensas mucho no significa que al resto de personas también les pase. Isamu soltó una breve risotada. —Tan gracioso como siempre —dijo Isamu antes de adoptar una expresión más seria—. ¿Qué tal llevas la estrategia? Toshiaki se encogió ligeramente de hombros antes de retomar la melodía que Isamu había interrumpido con su nada sutil entrada. —Bien, casi he terminado de trazar el plan, pero aun así mañana por la mañana intentaré mejorarlo antes de presentárselo al general. Isamu le sonrió con confianza. —Tranquilo. Conociéndote, no habrá plan mejor que el que con- cibas. Toshiaki sintió cómo se le aceleraba el corazón por un breve instante cuando oyó las palabras de Isamu. Afortunadamente, el hecho de haber estado enamorado de su mejor amigo desde prácti- camente el principio lo había convertido en un experto en ocultar sus verdaderas emociones. —Sí, y conociéndote, seguro que te las arreglas para arriesgarte más de la cuenta ahí fuera. Así que más te vale no estropear mi estrategia perfecta. Isamu se echó a reír al oír el reproche en la voz de Toshiaki. Ambos siguieron hablando durante casi una hora más hasta que finalmente el cansancio venció al joven estratega e Isamu decidió retirarse para dejarle descansar. Toshiaki tocó una última canción y se metió en su futón para dormir, sabiendo que esa noche, de nuevo, no dejaría de repasar el plan que había trazado. El plan que, él esperaba de corazón, ayuda- ra a poner fin de una vez por todas a esa guerra.

A pesar de los deseos de Toshiaki, las batallas continuaron inin- terrumpidamente durante otro año más, hasta que en mayo de 1594 se iniciaron las negociaciones de paz. Al principio, Toshiaki creyó que esa decisión podría significar el fin del conflicto. Sin embargo, cuando un año pasó y la situación no parecía ir a mejor, Toshiaki empezó a sospechar que había vuelto a creer en una falsa promesa de paz, y su miedo se tornó en realidad cuando las invasiones se retomaron tan solo otro año después. Un día tuvo lugar una batalla especialmente cruenta. En ella las tropas de Shimazu sufrieron bajas considerables, pero estas no fueron nada comparado con las que sufrió el bando contrario. Esa misma noche, Toshiaki se escabulló del campamento im- provisado que el ejército había establecido al pie de la montaña. Debido a que su valor como estratega era mucho más apreciado que su valor como soldado, Toshiaki solía quedarse siempre en la retaguardia, así que esa noche el joven decidió visitar de primera mano la explanada en la que había tenido lugar la lucha, llevándose simplemente una antorcha que le iluminara el camino. Toshiaki tragó saliva al ver el espeluznante número de cuerpos que todavía cubrían el suelo, y no pudo evitar darse cuenta de que era incapaz de diferenciar amigo de enemigo de entre los caídos. Desde donde él estaba todos le parecían iguales: personas que habían perdido la vida en una batalla que, en ese momento, carecía de sentido alguno. Tan absorto estaba Toshiaki en sus pensamientos que su brazo fue fácilmente inmovilizado por detrás de su espalda a la vez que una mano cubrió su boca, impidiéndole gritar para pedir auxilio. —¿Buscas que alguien te mate o qué? Los ojos de Toshiaki se abrieron con sorpresa en la oscuridad al reconocer aquella voz. —¿Isamu? —consiguió articular contra la mano que todavía es- taba contra su boca. —Sí, tienes suerte, soy yo. —Isamu liberó con brusquedad a Toshiaki y este se dio cuenta de que su amigo lucía realmente enfadado—. ¿Pero y si hubiera sido un enemigo? Para cuando te hubieras dado cuenta, ya sería demasiado tarde y estarías muerto. ¿En qué demonios estabas pensando para venir aquí tú solo? Toshiaki no pudo evitar sentirse un poco feliz al comprobar cómo su amigo se preocupaba por él, pero Isamu tenía razón. Lo que había hecho era bastante estúpido. —Lo siento —Toshiaki se disculpó sinceramente antes de fijar su vista de nuevo en el desolado paisaje. Isamu observó a su amigo y se puso a su lado. —Déjame adivinar: estás volviendo a plantearte dejar el ejército. Toshiaki tragó saliva antes de asentir suavemente. Isamu sus- piró. —Toshiaki, ya hemos hablado de esto antes. Mira, sé que si por ti fuera, pasarías la vida enterrado en esos libros tuyos, igual que yo me la pasaría peleando solo por el placer de blandir una espada, pero estamos aquí por un motivo. —Isamu, cuando nos metimos en esto éramos unos críos estúpi- dos que pensaban que podían cambiar algo luchando con mis ideas y con tu espada. —¿Y ya no lo crees? Toshiaki se rio con tristeza y señaló mediante un amplio gesto el panorama frente a ellos. —¿Lo crees tú? Isamu se rascó la parte de atrás de la cabeza, pensativo, y final- mente habló: —Lo que creo es que esta guerra hubiera estallado de una mane- ra u otra, con o sin nosotros. Pero al estar en ella, nosotros podemos marcar la diferencia. Toshiaki intentó protestar, pero Isamu no se lo permitió y siguió hablando: —Por ejemplo, el otro día conseguí impedir que un soldado fuera torturado sin motivo por los nuestros. Si yo no hubiera estado allí, ese pobre diablo hubiera tenido una muerte lenta y dolorosa. Y tú siempre te esfuerzas por idear la solución más pacífica, aquella que provoque el menor número de bajas posible y no solo en nues- tro bando, sino también en el contrario. Así que, lo siento, pero de verdad sigo pensando que lo que hacemos sirve de algo. Llámame estúpido si quieres…, como otras tantas veces. Al oír el último comentario, Toshiaki no pudo evitar reírse. Miró a Isamu y vio que este le estaba sonriendo, claramente satisfecho por haberle levantado el ánimo. En ese momento se planteó seriamente arriesgarlo todo y de- cirle a Isamu la verdad sobre sus sentimientos. Sin embargo, justo cuando estaba reuniendo el coraje para hacerlo, algo ocurrió en la explanada. De cada uno de los cuerpos que había desperdigados por el sue- lo, empezaron a nacer llamas luminosas que se elevaron hasta estar a unos metros del suelo antes de empezar a flotar sobre el cam- po de batalla. Algunas de ellas eran de un vibrante color rojo y se movían con un ritmo frenético, como intentando chocar con el resto de llamas que ahora cubrían el paisaje. Otras, en cambio, eran de un brillante color azulado, y aunque también se movían en el aire lo hacían con calma, como si simplemente estuvieran observando aquello que las rodeaba. Ambos jóvenes observaron dicho fenómeno boquiabiertos e in- capaces de hacer otra cosa que no fuera admirar el baile de luces que tenían delante. —No me lo puedo creer —Isamu murmuró tras unos segun- dos—. Así que era cierto... Los realmente existen. —¿Los qué? —Toshiaki susurró en el mismo tono. —Cuentan las leyendas que, a veces, las almas de las personas que han fallecido se manifiestan de vuelta en nuestro mundo, for- mando los onibi. Si la persona ha muerto sin remordimientos, el color del onibi es de un tono azulado casi blanco. En cambio, si dicha persona murió con un fuerte deseo de vengarse, su color se torna tan rojo como la sangre que derramó. También dicen que si te acercas lo suficiente a la llama, puedes llegar a ver el rostro de la persona cuya alma ha despertado. Sin embargo, hacer esto último es muy arriesgado, ya que el onibi puede acabar consumiéndote. —¿Y se puede saber cómo sabes tú todo esto? —Toshiaki pre- guntó, impresionado por que Isamu conociera más que él de algún tema. —Mi abuelo me lo contó cuando era niño —Isamu sonrió a Toshiaki con suficiencia—, te dije que algún día aprenderías algo que no estuviera en esos libros tuyos. —Que no esté escrito en mis libros no significa que no esté es- crito en algún libro. —Bueno, pero no tienes manera de probar eso. El estratega y el soldado siguieron contemplando en un confortable silencio las llamas danzantes hasta que estas decidieron seguir su camino y abandonar la explanada, fundiéndose de nuevo en la oscuridad de la noche. Ambos amigos decidieron que era el momento de volver al campamento y se adentraron en el pequeño bosque de nuevo, caminando hombro con hombro. —Es curioso —Toshiaki comentó con una sonrisa—, tras haber muerto en batalla, lo lógico sería pensar que hubiera más almas vengativas. Pero no es así. —Eso es porque han muerto como quieren. —Isamu se quedó pensativo—. La verdad es que cuando muera, no me importaría volver de esa manera. Como seguramente me vaya antes que tú, así podría molestarte el resto de tus días. —No digas eso. —¿Por qué? —Isamu preguntó, sorprendido por la vehemente respuesta de su amigo—. Me parece una manera bastante buena de seguir vivo después de la muerte. Además, así podrás contarle a tus hijos que tu mejor amigo se convirtió en el mejor onibi de todos. —Ya, pues es una lástima que no piense casarme nunca. Se produjo un breve silencio antes de que Isamu hablara de - vo, con un tono que sonaba de pronto bastante interesado. —¿En serio? Pues yo te imagino perfectamente como un abuelo cascarrabias y estricto que no da otoshidama en año nuevo a sus nietos. —Isamu, el que va a casarse cuando todo esto acabe, eres tú. Cada vez que paramos en un sitio todas las mujeres se fijan en ti y además te encantan los niños. Siempre has dicho lo mucho que te gustaría ser padre. Isamu soltó una risotada. —Sí, no me importaría para nada ser padre cuando esto acabe. Pero como tú, no creo que me case nunca. Mis gustos son muy concretos. Para empezar, la persona en cuestión tendría que ser algo más baja que yo. —Eso no es difícil. —Estaría bien que tuviera la piel tirando a paliducha. —Casi todas las mujeres del país cumplen esa descripción. —Además, su pelo debería ser completamente liso, con algo de flequillo para que tape parcialmente uno de sus ojos. Concreta- mente, el ojo izquierdo. En esta ocasión, en vez de hablar Toshiaki tragó saliva, porque Isamu acababa de describir a la perfección su corte de pelo. Bueno, podía tratarse de una coincidencia. —Por supuesto, tendría que amar los libros y la música, tener la suficiente paciencia para aguantarme cuando me pongo pesado y usar la ironía como su segunda lengua. Lentamente, Toshiaki se giró para mirar a Isamu aguantando la respiración y lo descubrió mirándole con intensidad. —Y, por si no te ha quedado claro… —Isamu se paró de golpe y se acercó a Toshiaki, hasta que sus caras estaban a milímetros de distancia— esa persona no puede ser otra que el estratega del clan Shimazu. Súbitamente, Isamu cogió la cara de Toshiaki entre sus manos y lo besó con intensidad, haciéndole perder la respiración por com- pleto. Cuando se separaron, Toshiaki tenía tal expresión de estupor en la cara que Isamu se echó a reír. —¿Ves? Te dije que mis gustos eran muy concretos. Y no sé por qué tengo la sensación que los tuyos también deben de serlo. Toshiaki exhaló una risa nerviosa antes de apoyar su frente con- tra la de Isamu, sintiendo su corazón latir a un ritmo frenético. —¿Desde hace cuánto que lo sabes? —Oh, hasta esta noche no lo sabía. Pero cuando casi me ma- tas por decir que volvería transformado en onibi he empezado a sospechar. Toshiaki puso los ojos en blanco con resignación cuando Isamu se rio claramente de él. —No me importa que vuelvas transformado en onibi, simplemente prométeme que harás todo lo que esté en tu mano por retrasar ese momento lo máximo posible. A cambio, te prometo que si eso llega a pasar, yo seré el primero al que veas cuando tu llama aparezca en este mundo. Isamu sonrió satisfecho y asintió con la cabeza antes de fundirse con Toshiaki en otro beso. Aquella noche, los suaves acordes que solían inundar la tienda de Toshiaki fueron remplazados por el sonido de dos cuerpos moviéndose en perfecta sincronía, las melodías que Toshiaki entonaba antes de ir a dormir sustituidas por otras más entrecortadas, obligadas a mantenerse apagadas por miedo a ser escuchadas por oídos ajenos.

Durante los tres años que siguieron, Toshiaki e Isamu se vieron envueltos en batallas que, gradualmente, eran más difíciles de ga- nar. Toshiaki nunca olvidaría el ataque a Sacheon en 1598, donde tuvo que pensar una estrategia para atacar con solamente siete mil soldados cuando las tropas chinas y coreanas contaban con treinta y cuatro mil. Sin embargo, contra todo pronóstico, consiguieron la victoria, ganándose las tropas del clan el nombre de «Los demonios de Shimazu». Tras salir ambos vivos de tremenda contienda, Toshiaki empezó a pensar que tal vez Isamu y él podían lograrlo, que quizás ambos podían sobrevivir a esa guerra y compartir una vida lejos de todos los conflictos. Sin embargo, los sueños de Toshiaki nunca llegaron a cumplirse. La noche del 20 de octubre de 1600, Toshiaki acababa de repasar la estrategia del próximo enfrentamiento cuando Isamu se acercó a él y lo abrazó con fuerza antes de recordarle la promesa que este le había hecho. Durante muchos años, Toshiaki recordaría con dolor la batalla de Sekigahara que tuvo lugar al día siguiente, no solo porque el resultado de la contienda acabara en derrota, sino porque ese fue el día en el que Isamu, su mejor amigo y el amor de su vida, murió. Esa misma noche, tal y como ocurrió tres años atrás, Toshiaki acudió solo al que había sido el campo de batalla. El joven perma- neció casi toda la noche en vela, con sus ojos enrojecidos de llorar escudriñando la oscuridad, atentos al menor atisbo de luz. Por fin, tras varias horas de desvelo, los onibi hicieron su aparición. Teniendo especial cuidado en esquivar las llamas rojizas, Toshia- ki empezó a caminar entre las luces, esperando ser capaz de recon- ocer al onibi que estaba buscando. Por suerte, Toshiaki inmediata- mente supo cuándo lo había encontrado, ya que en medio de todos los onibis que revoloteaban por el lugar, había uno que claramente llamaba la atención: un onibi cuya enorme llama azul casi blanca hacía palidecer el resto de luces que conformaban la escena. Con el corazón latiéndole con fuerza, Toshiaki empezó a cami- nar hacia el imponente onibi. Cuando estaba a solamente un metro de la poderosa llama, Toshiaki tragó saliva antes de acercarse, pues sabía que en caso de haberse equivocado, era probable que su pro- pia alma fuera engullida por ese espíritu. Haciendo acopio de todo su valor, Toshiaki dio los últimos pasos que le separaban del onibi hasta quedar justo en frente de él. En ese momento el estratega sintió cómo lágrimas de alivio y alegría rodaban por sus mejillas al reconocer la cara de Isamu, sonriéndole con familiar desenfado e infinito cariño desde el interior de la llama. Los años pasaron y Toshiaki continuó ejerciendo como estratega del clan hasta que Yoshihiro Shimazu se retiró definitivamente. Fue entonces cuando Toshiaki volvió a su aldea natal y se volcó exclu- sivamente en sus libros, convirtiéndose en profesor para así poder compartir sus conocimientos con las nuevas generaciones. Por supuesto, su música y sus canciones no dejaron de acom- pañarlo y poco a poco empezó a correr la leyenda de que el ahora anciano estratega del clan Shimazu gozaba de protección divina. Después de todo, era la única manera de explicar la presencia de esa impresionante luz blanca que aparecía cada vez que Toshiaki salía a la entrada de su casa a tocar su vieja biwa, envolviéndolo en un cálido abrazo como si de un amante se tratara. Madre Miriam Álvarez

La sombra visitaba a Ichiro todas las noches. Era su pequeño secreto. Nunca la vio, pero se la imaginó como un pequeño cuervo curioso. Le dejaba pequeños regalos brillantes, piedras pulidas, pequeños trozos de cristal. A veces tenía más suerte y aparecía alguna moneda o un pendiente de oro, incluso algún dulce con su envoltorio. A Ichiro le daba igual, se comía los dulces y guardaba todos los demás regalos en una pequeña caja de madera que colocaba muy cerca de su cabeza cuando dormía, como si fuesen sus más preciados tesoros. Ya cometió una vez el error de hablarle a sus padres sobre la sombra. Ellos se asustaron y no tardaron en mudarse a otro barrio. Ichiro temía que la sombra no volviese, pero al cabo de unos días volvió a encontrar los objetos brillantes en su escritorio. La distancia no era un impedimento para una madre. Había sido asesinada: le arrancaron a su hijo de sus entrañas para entregárselo a una pareja rica pero incapaz de tener descendencia. Su figura había sido sustituida por otra mujer extraña, a la que su propio hijo consideraba madre. No buscaba venganza. Solo cuidar a su hijo como una madre más. Sería su guardiana para siempre. De la venganza ya se encargaría Ichiro cuando lo descubriera. O cómo el kamikaze no fue más que una invención Ismael C. Montero Díaz

Para: Cristina Asunto: Documentos Gregorio do Gramados De: Ismael C. Montero

Roma, 1 de julio de 2017

Hola, prima. Te pido disculpas por no haber escrito en las últimas semanas. He estado bastante liado con mi investigación en el Archivo de la Compañía, y, si te digo la verdad, encontré un documento que necesito compartir con alguien de confianza. Como sabes, no me considero supersticioso ni creo en historias de folclore, aunque esto es... muy raro, desconcertante. No he podido pensar en otra cosa desde que leí la última carta del padre Gregorio do Gramados, una epístola inédita. Aún desconozco los motivos que le llevaron a escribir tales cosas. ¿Qué pretendía un jesuita como él al contar algo así? Seguramente no le creerían. Debieron de pensar que estaba turbado, delirando, como alguien que ha contemplado las miserias de la guerra. También yo creí eso..., pero me cuesta aceptar que mintiera con tal grado de fantasía. No es momento de hablar sobre mí. Lee la carta y juzga por ti misma. Te prometo que las siguientes palabras son una trascripción fiel aunque adaptada a nuestro idioma. No hay nada de mi invención:

ARSI (Archivum Historicum Societatis Iesu), Sección Jappão, Manuscrito 49-IV-57, folios 279-284.

[El comienzo del documento apenas es legible. De hecho, algunas partes parecen haber sido cortadas con un cúter. He podido entender algo sobre cuatro cartas que escribió Gregorio y un viaje de regreso desde Ungcheon (Corea) hasta Japón. La fecha está borrosa, pero diría que fue en 1594. El texto prosigue así:]

Agustín Yukinagadono me asignó como escolta para la travesía a don Andrés Omura, uno de sus más fieles vasallos. Este Andrés es hombre callado, respetuoso, obediente para con su señor, lleva los cabellos grises sueltos y una tímida barba jalona su cara, maltratada por el tiempo y la guerra. Nació en una familia humilde de pescadores. Durante su juventud, Agustín se fijó en él cuando descubrió que podía comunicarse enun tosco portugués y español, además de japonés. Mis hermanos jesuitas le enseñaron mucho, pues era un chico bastante curioso. Además de Andrés, me acompañaba un niño coreano que vio morir a sus padres presas del fuego. He decidido llevarlo lejos de esta guerra y ofrecerle una vida mejor, tal vez en Manila o Macao. Junto a nosotros, en el atakebune, viajaban unos cincuenta marinos encargados de conducirnos hasta Hirado.

Al llegar la hora acordada, antes del anochecer, embarcamos. En ese momento llegaron varios jinetes desde Ungcheon con un mensaje de Agustín. Debido a los ataques coreanos, nos asignaba dos kobayas, barcos pequeños, con veinte hombres cada una como escolta. Desearía haber preguntado el motivo, pero don Andrés insistió en que debíamos marcharnos. Era noche de luna llena y, aunque el cielo estaba nublado, corríamos el riesgo de quedar al descubierto si las nubes se confabulaban para delatarnos. Tras el rostro impasible de Andrés percibí una sombra de inquietud, una inquietud mezclada con superstición. En aquel instante recordé que procedía de una familia de pescadores, ambiente perfecto para historias oscuras y miedos infundados hacia el mar, así que no le presté demasiada atención. La marinería entonó una canción sombría y triste al mismo tiempo y así fue como partimos. Corea quedaba a nuestras espaldas.

Todo parecía tranquilo. La Luna proporcionaba visibilidad cuando las nubes permitían que sus rayos las atravesaran. Los remeros trabajaban en silencio pero con diligencia. Me despedí de don Andrés, que asintió con la cabeza mientras miraba fijamente en dirección a nuestro destino, Japón. La noche era fría, así que bajé a mi camarote buscando refugio y descanso. Consistía en un habitáculo humilde cuyo mobiliario estaba compuesto por un lecho pobre y desaliñado, y unos sacos donde guardar mis escasas pertenencias. El cansancio y agotamiento que acumulaba mi cuerpo eran tan grandes que todo me pareció digno de un rey. Las últimas jornadas en Corea las había pasado viajando de una fortaleza a otra, atendiendo las peticiones de don Agustín, don Juan de Amakusa y otros daimyo cristianos. No podía más. Me senté en el lecho, recé y me recosté. No sé cuánto tiempo pude permanecer así. Caminaba entre el sueño y la realidad cuando comenzó a escucharse un gran alboroto que provenía de cubierta. Recordaba que don Agustín me habló una vez sobre el almirante coreano Llisunsin. Temí que nos atacara, así que salí de mi camarote y subí para ver qué sucedía. Todo seguía igual salvo la tripulación. No eran los marineros japoneses que habían partido de Uncheon, ni vestían como ellos, sino más bien como tártaros. De hecho, hablaban entre sí una lengua que desconozco. Muchos estaban con sus arcos dispuestos en un costado del bune. Me dirigí hacia ellos y vi decenas de pequeñas embarcaciones navegando en nuestra dirección. Sobre cada una de ellas había diez hombres con extrañas armaduras que tenían algo de familiar. Nos miraban con cara de odio al tiempo que proferían gritos a viva voz, capaces de helarle a uno la sangre. Pude distinguir dos palabras que había escuchado antes, genco y banzai. Desconozco su significado, aunque doy fe de que parecía japonés. Los atacantes comenzaron a disparar flechas contra nosotros. El hombre de mi derecha cayó de rodillas con la garganta atravesada. Aún soy capaz de ver su rostro de espanto. Retrocedí de manera apresurada. Entonces debí de tropezar con algo y caí. No recuerdo nada más. Un instante después estaba tumbado en el suelo de mi camarote con un saco atrapando mis piernas. Don Andrés trataba de liberarlas y, tras un duro esfuerzo, lo consiguió. ¿Qué había pasado? ¿Qué fue aquello? Puedo afirmar ante Dios que hoy, varios años después, sigo sin saberlo. No sé si era real o un sueño. La línea que separa a ambos se había difuminado.

En cambio, lo que ocurrió a continuación fue tan real como las palabras que escribo. Me encontraba desconcertado, turbado. Andrés me miraba con su rostro sereno, grave y firme. Pero había algo en él que no me gustaba, parecía nervioso. En alguien como don Andrés eso no significaba nada bueno. Ese momento quedó interrumpido por un gran estruendo y nuestro barco empezó a balancearse. El samurai me cogió por los hombros y me puso de pie. Sus únicas palabras fueron «tormenta, no bueno». Seguidamente se dirigió hacia cubierta y me hizo una señal para que le siguiera. Dudé. ¿Qué iba a encontrar esta vez allá arriba? Subí la escalera al tiempo que me santiguaba, con los ojos cerrados. Una vez reunido el valor suficiente, los abrí. ¡Eran los mismos hombres con los que había partido de Ungcheon! Corrí a la borda y sólo vi las dos kobayas que permanecían a nuestros costados. La única diferencia era la tormenta. El cielo estaba muy cubierto y el mar cada vez más agitado. En ocasiones un rayo iluminaba ese desierto de agua que nos rodeaba. Me giré y miré a don Andrés. Él, inmutable, señaló a lo lejos. Escudriñé el horizonte en esa dirección y vi lo que parecían unas luces entre turquesa y blanquecinas. ¿Amigos? Pregunté. Permaneció impasible.

Las luces cada vez se acercaban más, acompañadas de unos gritos lastimeros que se asemejaban a los de mi ¿sueño? Andrés comenzó a dar órdenes a los marineros. Su voz cada vez sobresalía menos, ahogada por los truenos y los lamentos procedentes de las luces. Me dirigí al samurai, preocupado, pero antes de llegar a él se produjo una fuerte sacudida y caí a cubierta. El bune paró en seco. Los gritos eran cada vez más insoportables. Un marinero tomó mi brazo y me levantó. Entonces, vi algo inaudito: el rostro de Andrés estaba pálido. Señaló a mi espalda y gritó. Pude distinguir algo como funayurei, hishaku ie, hishaku ie. No sabía lo que significaba aquello, y tampoco lo que contemplé al girarme. Era un hombre, ¡no! Una sombra. Despedía una tenue luz blanquecina y turquesa, ahora mucho más intensa. Su aspecto se asemejaba al de los marineros tártaros que había visto en lo que dudaba fuera un sueño. Otras sombras comenzaron a subir al barco. Nuestros hombres corrían asustados. Andrés y un grupo de marinos intentaban poner orden entre el griterío. Entonces reparé en el niño coreano. Cuando bajé al camarote se quedó junto al samurái, al que parecía tener cierto aprecio. ¿Dónde estaba? La cubierta era un caos. De repente una voz destacó sobre todo lo demás, ¡Ie! Era Andrés. Se dirigía al chico, que estaba en la proa con una cuchara de madera en su mano. Ante él, la sombra extendió su brazo y la tomó. Un relámpago seguido de un trueno. Corrí para agarrar al niño y retroceder. En un estallido de luz la cuchara se multiplicó y todas las sombras estuvieron armadas con una. Los lamentos cesaron para dar paso a las carcajadas. Frías y secas.

Segundos más tarde comenzaron a verter agua sobre el bune. ¿Eran siervos de Satanás? Sólo Dios lo sabe. Las criaturas querían que pereciéramos ahogados. Nuestros marineros luchaban por achicar agua, pero era imposible. ¡El barco se hundía! Andrés y un grupo de siete hombres corrieron hacia donde nos encontrábamos el chico y yo. El samurai sólo dijo «tarde» y señaló a las dos kobayas que nos acompañaban. En medio del desorden generalizado, los diez saltamos por la borda y nos repartimos entre las dos pequeñas embarcaciones, cuya tripulación no dudó en alejarse a todo remo de aquella horrible escena. No pude mirar atrás, no quise. Lo último que escuché fueron los gritos de socorro proferidos desde las gargantas de aquellos marineros cuya tumba sería el fondo del oscuro mar. Estaba absorto, sólo el sonido de la bofetada que Andrés dio al chico coreano me hizo volver a la realidad. Me interpuse entre ambos. El japonés estaba colérico, así que hice cuanto pude para intentar tranquilizarlo. Me explicó que bajo ningún concepto debe darse una cuchara hishaku a los espectros funayurei, a no ser que esta haya sido previamente agujereada. De lo contrario, la usarán para hundir el barco que estén acechando. Le rogué piedad para el niño, pues era coreano y no habría entendido sus palabras. Conseguí que Andrés se tranquilizara poco a poco.

La tormenta fue amainando y eso contribuyó a calmar los ánimos del samurái. Yo no podía esperar más. Necesitaba contarle mi sueño y preguntarle por esos hombres que tanto se asemejaban a los funayurei. Andrés tragó saliva y, sin alterarse lo más mínimo, comenzó a narrar la siguiente historia que transcribo literalmente: «Hace muchos años, antes de las dos cortes imperiales, hubo en Japón un shogunato parecido al de los Ashikaga. Lo fundó el poderoso clan Minamoto, aunque por aquel entonces el poder lo ostentaban los Hojo. »Agustín Konishi me contó que los genco, bárbaros que habían conquistado China, deseaban también tomar nuestra sagrada tierra. Por eso construyeron una gran flota con ayuda de los chinos y coreanos. Cuando la finalizaron, se lanzaron al ataque por dos veces. Las islas de Tsushima e Iki cayeron rápidamente, a pesar de que nuestros antepasados derramaron su sangre por defenderlas. Pero los genco eran más y tenían armas poderosas, armas que causaban gran estruendo y herían a hombres y caballos por igual. Tras sus primeros éxitos, decidieron dar el salto a la isla más grande de las que conforman Japón. El propio emperador rogó al kami Amaterasu para que le prestara su ayuda en esa situación terrible. Según cuentan, Amaterasu escuchó sus plegarias y envió el kamikaze sobre la armada enemiga. Gracias a esos vientos muchos barcos fueron hundidos y sus tripulaciones perecieron ahogadas. Al poco tiempo los genco marcharon para no volver jamás. Esa fue la versión oficial que se dio desde la corte imperial y el bakufu. Pero hay otra historia… »Muchos dicen que es sólo un cuento de pescadores, aunque yo creo en ella tanto como en Deusu. Me la contó mi padre y a él su padre. Es parte de nuestra familia. Según el relato, uno de mis ancestros salió a pescar por la mañana, antes del alba, cerca de un lugar llamado Hakata. Al bordear un saliente de tierra vio la inmensa flota de los genco. El mar estaba en calma y el cielo despejado. No había ni rastro de kamikazes, no, era algo peor. A lo lejos, en el horizonte, el pescador vio cómo una gran figura se alzaba desde las profundidades marinas. Era calvo, similar a un monje, no tenía boca ni nariz, tan sólo dos ojos enormes que miraban fijamente a los genco. Su piel, negra, igual que los cabellos de Susanoo. De los lados le colgaban dos extremidades largas con forma de brazos. El monje del mar, pues así lo llamaron, se dirigió con lentitud hacia nuestros enemigos. En medio de un terrible estruendo aparecieron otros monjes tras el primero. Mi antepasado, aterrado, se dirigió a toda prisa hacia la costa. Allí pudo esconderse tras unas rocas y contemplar lo que pasó a continuación. En total, cuatro enormes criaturas emergieron desde las profundas aguas. ¡Cuatro! ¿Comprendes? ‘Shi’ ¡La muerte! Avanzaban lentos hacia los genco. Diez chō, veinte, treinta. Parecía que nada les podría detener, pero en ese instante desaparecieron bajo el agua. Todo quedó en calma. Tras un momento, los barcos de nuestros enemigos empezaron a dirigirse lentamente hacia tierra. ¿Crees que la historia terminó ahí? No, padre Gramados, solo había comenzado. De repente, los cuatro monjes, los umibōzu, como los denominó mi antepasado, emergieron nuevamente en medio de la flota genco. Cuatro columnas de agua y tras ellas esos seres negros otra vez. Lo que pasó a continuación habría aterrado al propio Hachiman: las criaturas profirieron una suerte de gritos guturales al unísono, un sonido que no era de este mundo. Entonces comenzaron a moverse a una velocidad impropia para su tamaño. Con los brazos cortaban los mástiles como Kusanagi la hierba, golpearon los cascos, hicieron que los navíos estallaran en diez mil pedazos. Cuando tan solo quedaban unas decenas a flote, los monjes del mar desaparecieron uno a uno por donde habían venido. Mi antepasado estuvo a punto de perder la conciencia, algo que su curiosidad le impidió. Subió a su barca y se dirigió a Hakata. Lo que vio allí fue el mismísimo naraka. El agua se había teñido de rojo, color únicamente interrumpido por los restos de madera que antaño habían conformado barcos. Donde debían haber reinado alaridos de terror, ahora dominaba el silencio. Pero, ¿dónde estaban las gargantas que profirieron aquellos gritos? ¡No había ni rastro! Ni cabezas, ni brazos… ¡Nada! ¡No quedó nada! Cuando mi ancestro regresó al poblado y contó lo que había visto al delegado del señor, ordenaron darle muerte por contradecir la versión imperial. Nadie protestó. Sus palabras fueron olvidadas, aunque otros pescadores mostraron respeto por lo que dijo el difunto y nunca se burlaron. Tampoco se atrevieron a volver a Hakata, donde afirmaban ver luces turquesa algunas noches». «Entonces, ¿hay alguna relación entre los funayurei y los genco?», pregunté. Andrés se limitó a encogerse de hombros y guardar silencio. Volvía a ser el mismo de siempre.

Sin darme cuenta, había comenzado a amanecer. A lo lejos se veían las costas de Tsushima, donde hicimos un alto en el camino para retomar fuerzas. Cuando la kobaya se acercó lo suficiente a la costa, dos japoneses y yo saltamos al agua. Iba a coger al chico coreano para ayudarle a bajar. En ese preciso instante, Andrés desenvainó su katana y antes de que nadie pudiera reaccionar, descargó un tajo sobre la cabeza de mi pequeño acompañante, abriéndola en dos. Recuerdo perfectamente el grito que proferí, no por la violencia del acto, ¡sino por el agua que manó de su cráneo! «¡!», gritó Andrés. «Huele pescado». Me acerqué a su cuerpo inerte y lo olí. Efectivamente, era olor a pescado. Miré desconcertado al samurai. No entendía nada. «Demonio kappa dio hishaku a funayurei. Niño coreano es kappa. ¡Demonio!», explicó el samurái. Aquello fue demasiado para mí.

Tras una breve estancia en Tsushima, regresamos a Kyushu. Allí continué mi labor de sacerdote hasta el día de hoy, en 1611. Diecisiete largos años de tormento y malos sueños. Lo que pasó aquella noche aún me persigue. Sé que debería alejarme del mar y sus peligros, pero al mismo tiempo siento una llamada. Debo ir.

Nagasaki, 15 de marzo de 1611. Al general Claudio Acquaviva.

Eso es todo lo que cuenta el documento, Cristina. Como verás, parece sacado de un cuento, leyendas imbuidas de folclore japonés. Sin embargo, hay algo que no encaja. ¿Por qué iba a mentir un misionero de esta manera? ¿Qué ganaba o buscaba con ello? Y lo que es más inquietante, ¿qué significaba eso de la llamada, a dónde debía ir? Mañana regresaré al archivo. Debo seguir investigando. Espero tu respuesta.

Un fuerte abrazo. Ismael C. Montero. La mujer de las nieves Javier Pavía

I

Llegamos a Nanashi Mura la noche anterior a la boda del hijo mayor de Doji-sama. La nieve nos había obligado a detenernos por el camino y a punto estuvimos de tener que hacer noche al raso. No era nada habitual ver el blanco en las llanuras centrales de las provincias Doji. Rara vez caían algunos copos escuálidos y medio deshechos en los días más fríos del invierno. Los niños apenas podían reunir suficiente para lanzársela unos a otros y terminaban resbalando con el agua sucia en que se convertía apenas tocaba el suelo. Expresé mi sorpresa nada más alcanzar Nanashi Mura y cambiarme el kimono de viaje por un atuendo más digno de nuestro honorable anfitrión. Hiruma Doji, como siempre, se mostró amigable y franco, tal vez en exceso. —Este hijo mío, ¡menuda pieza! —dijo—. No sabe reconocer un mal presagio cuando lo ve. ¡Nieve en primavera! Pero ha decidido seguir adelante con la boda pese a todo, aunque los monjes de Kiyomizu le hayan pronosticado una suerte nefasta. Hemos visto bandadas de cuervos negros, ahora este tiempo… No sé qué pensar. Doji-sama no iba a pedirme ayuda directamente, no podía rebajarse a tanto ni siquiera para proteger a su propio hijo, pero supe leer entre líneas. Ya en la caligrafía de la carta en la que me invitaba a la celebración había podido entrever unos nervios que no correspondían siquiera a un padre orgulloso y atareado. Las delgadas líneas que formaban los caracteres de aquella misiva no eran los vigorosos trazos con los que presumía de sus hazañas en el campo de batalla y en otros menesteres menos honorables. Por eso decidí salir en su ayuda sin necesidad de palabras. ¿No es esa la misión verdadera de un vasallo? Nuestra amistad no solo me permitía inmiscuirme en sus asuntos: prácticamente lo convertía en una obligación. Ni siquiera me detuve a tomar un baño nocturno en las célebres aguas termales de Hachimizu, cosa que sí hicieron los hombres de mi séquito y con lo que facilitaron, sin saberlo, mi trabajo. Habrían querido acompañarme o me habrían detenido. Sin ellos, logré escabullirme de la ciudad con el sigilo de un gato callejero. Acudí al lugar en el que sabía que hallaría al joven Doji Shuuichi, el hijo de mi señor. La casa de geishas de Nanashi Mura era todavía un lugar de relajación y arte, no el lupanar soez en el que acabaría convirtiéndose con los años. Aun así, no era honorable que el hijo del daimio pasara allí la noche bebiendo sake en lugar de salir a recibir a sus invitados. Pero, ¿qué íbamos a hacer? Para un samurái, perdonar estas pequeñas faltas, hacer como que nunca se han producido, es tan natural como espantar moscas con la cola para un caballo. Doji Shuuichi estaba borracho como una cuba, por supuesto. Era el día anterior a su boda y allí estaba, con el kimono abierto casi hasta el ombligo, el obi medio desatado y las mejillas sonrosadas del que ha bebido demasiado alcohol. No sirvió de nada dialogar con él: respondió con evasivas, medias palabras, balbuceos de un mal actor beodo. Solo saqué una cosa de aquella conversación: la nieve y el viento se hacían aún peores hacia el norte, donde la llanura se elevaba en terrazas cubiertas de arrozales, y más allá, donde las montañas ascendían hasta alturas nunca pisadas por el hombre. Así que partí sin demora. Puede que solamente fuera un mal tiempo inusual o puede que hubiera otras fuerzas en juego en aquella región. Cabalgué hasta que mi montura no pudo continuar más. De alguna manera, el invierno profundo y gélido se había adueñado de la región de Doji. El viento era feroz, como si tuviera los dientes de un lobo, y la nieve ya no era una bailarina juguetona, sino un depredador hambriento. Los campos estaban cubiertos de una escarcha blanca y pertinaz; muchas plantas habían muerto y unos pocos campesinos paseaban entre las ruinas de lo que debería haber sido su comida para el año entrante. Comencé el ascenso de la montaña. Lo que hacía ya era más arrastrarme que caminar. Apenas podía ver el camino frente a mí y trastabillaba como un ciego por una senda desconocida pese a que conocía la zona tan bien como mi propio hogar. No había luna sobre mi cabeza ni estrellas por las que orientarme, solo una oscuridad teñida de blanco y el aullido incesante de la tormenta. Pero seguí avanzando. Un paso más y otro, sin descanso, pese a que mis músculos apenas podían luchar ya contra la fuerza del clima y mis ojos se cubrían de una nube blanca y opaca. El hielo me quemaba el rostro y había puñales ardientes clavados en mis muslos, pero continué hasta que todo el mundo a mi alrededor fue una prisión gélida. Entonces, cuando me daba por muerto, escuché las palabras. —¿Shuuichi? —preguntó. Era una voz femenina tan dulce como la fruta del verano. Busqué a esa mujer a mi alrededor y lo que vi me maravilló. Una sombra nació del mismo hielo. Sus contornos curvos se materializaron en medio de la neblina espesa de aire helado y nieve. Era menuda, tan pálida que parecía transparente, y sus cabellos blancos ondeaban alrededor de su cabeza como un halo fantasmal. Era incapaz de moverme, atenazado por el miedo, pero aquella dama no parecía la malvada bruja de las nieves de los relatos de mi infancia. No era una yuki-onna sedienta de sangre; era una niña perdida que había resultado tener un terrible poder que no era capaz de controlar. —No soy Shuuichi —respondí—. Está en el pueblo, en Nanashi Mura. ¿Le conoces? ¿Quieres… Quieres que le lleve un mensaje? No pareció gustarle la idea. —¡Shuiichi me mató! ¡Shuuichi me mató! —repitió—. ¡Shuuichi me mató! ¡Me mató! ¡Me mató! Repentinas ráfagas de nieve remarcaban sus palabras como terribles signos de puntuación. Su voz fue pasando por todos los grados de la furia y el desdén hasta la agonía y la amargura. Era una actriz que iba desgranando ante mí todo el abanico posible de sus sentimientos. —Mi nombre es Isawa Tonbo —dije. Trataba de aparentar una seguridad que no sentía—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? El aura nívea que le cubría pareció vibrar y cambiar de color momentáneamente. Su ira era de blanco prístino, casi doloroso; le envolvía como un manto de furia serena. No había rencor en sus manos, calmadas como las de una artista, ni en sus dientes blancos e iguales. Estaba en sus ojos negros y en el manto gélido que llevaba por todo atuendo. —¡Han de saber la verdad! —gritó—. ¡Pero si me acerco a ellos...! Se llevó las manos al rostro y tembló como una flor al viento. Su llanto se convirtió en agujas de hielo que se derramaron a su alrededor. —No puedes bajar hasta el pueblo, ¿es eso? —pregunté—. Como un erizo: hieres a los demás al acercarte a ellos. Sus ojos negros se clavaron en mí con un fuego afilado. —Como un erizo —dijo—. Los campos se hielan, los campesinos mueren de hambre y de frío. Las mujeres mueren en el parto o tienen hijos escuálidos y débiles. Pero ya ni siquiera puedo quedarme aquí, lejos de los demás. Cada vez hace más frío y cada vez puedo controlarlo menos. Yo también tengo frío, ¿usted lo sabe? Un frío que no puede matarme ni romperme los huesos. Está dentro de mí. Ni siquiera puedo dormir. No puedo hacer nada más que seguir los caminos más apartados y sembrar la ruina a mi paso. —Yo contaré la verdad —propuse—. Conocerán su historia por mis labios, tan fiel como pueda relatarla. ¿Le traerá eso descanso? —No lo sé, pero es lo único que me queda. Que conozcan la verdad. Que Shuiichi pague lo que hizo y que esa pobre joven no tenga que casarse con un monstruo. Isawa Midori, la pobre chica, era mi sobrina, pero no le dije a aquella aparición que yo también saldría ganando si revelaba el crimen de Doji- san. —Cuénteme su historia, entonces, y partiré sin más demora.

II

No recuerdo mi regreso a Nanashi Mura. El resto de aquella noche es una mancha en mi memoria, un borrón que no llegaré a descifrar jamás. Recordaba bien las palabras de la yuki-onna, tan bien como si su relato no fuera más que parte de mis propios recuerdos. Pero ignoro qué camino seguí o cómo hallé a mi caballo. Si reconoció enseguida a su jinete o si temió que aquel ser desarrapado y entumecido por el frío no fuese más que un espectro hambriento. Pero llegué. Tiritando de frío, con los dedos tan helados que temí que me los tuvieran que cortar, y con la mente nublada por la experiencia en la montaña. Apenas podía hacer más que repetir retazos inconexos de mi escapada y no recuperé algo parecido a la cordura hasta que mis vasallos me obligaron a sumergirme en las cálidas aguas termales de Hachimizu y pude poner orden en mis agitados pensamientos. Cuando recuperé la compostura, me vestí con mis ropas de gala y rogué a los sirvientes de Doji-san que me permitieran verlo. Se vislumbraban las primeras luces en el Este y yo no había dormido un solo segundo de aquella noche helada, pero me serené cuanto pude. Sabía que Hiruma Doji me recibiría incluso a aquella hora intempestiva, y así lo hizo. Sus puertas se abrieron y en sus habitaciones privadas había una taza de té humeante aguardándome. Mi anfitrión apareció ante mí ataviado con un kimono azul liso, una prenda de andar por casa que indicaba el aprecio que me tenía. Más me valía que no tomara a mal las noticias o sería la última vez que me mostraría su lado amable. Temeroso y somnoliento, hablé. Esta es la historia de la yuki-onna tal como la recuerdo; tal como quedó grabada en mi interior, más bien, la primera y única vez que nuestros caminos se cruzaron en el mundo.

III

Dos años antes de cerrarse el compromiso entre Doji Shuuichi e Isawa Midori, el joven hijo de mi buen amigo estuvo prometido a otra dama. Mirumoto Yoko era la hija menor de Mirumoto Yukihiro, un daimio del norte notable por su extensa erudición y su calidad como artista. Sus poesías eran conocidas en los cuatro rincones del imperio y su hija no le iba a la zaga en sus inquietudes artísticas. Ya fuera poesía, pintura o canto, la joven Mirumoto Yoko deslumbraba a cuantos la conocían. La joven dama recorrió con su séquito el largo camino hasta Nanashi Mura en pleno invierno. Una fuerte nevada la sorprendió en lo alto de las montañas, pero la pasión inflamaba su corazón y no hizo caso de las advertencias. Envió un mensaje urgente a Doji Shuuichi para encontrarse con él a mitad de camino, en el templo de Kiyomizu, y verse así las caras por primera vez. Convencida de que su amado acudiría a la cita con la misma presteza que ella, recorrió el camino a la carrera, presa de un ardor juvenil irrefrenable. Pero el joven Doji era muy diferente. No era un artista ni un poeta. Pensó que ya habría tiempo de conocer a su futura esposa al día siguiente. Que ya iba a ver su rostro pálido y a mirarse en sus ojos de esmeralda noche tras noche durante años. ¿Qué prisa había? Así que pasó la noche en la casa de geishas sin hacer el menor caso a la misiva de Mirumoto Yoko. A la mañana siguiente, un guardabosques halló el cadáver de la joven a unos escasos cien pasos del camino secundario que lleva al templo de Kiyomizu. Las lágrimas congeladas sobre sus mejillas refulgían como diamantes y su expresión pesarosa helaba el corazón de quien tenía la desdicha de contemplarla. Pero era extraño: el hielo y la nieve, más que abotargar el cuerpo y amoratarlo, parecían haber preservado su belleza inquietante para siempre. IV

La justicia es dura en el reino de los hombres. Aunque, a decir verdad, aun hoy, recluido en este templo en Takayama, ignoro si hubo justicia en los hechos de aquella noche. La reparación del honor de los mortales, ¿realmente concierne a alguien más allá de este mundo? ¿Tiene algún significado más allá de nuestra infinita irrelevancia? Doji Shuuichi confesó lo que era más una estúpida necedad que un crimen. Lloró ante su padre como solo un hijo arrepentido puede hacerlo y siguió llorando hasta el mismo momento en el que, arrodillado frente a un cerezo del jardín familiar, recuperó el honor perdido de la forma más drástica. El seppuku de un hombre siempre es pesado y definitivo, como una lápida, y él lo afrontó con dignidad. Sus manos no temblaron cuando el acero penetró en su carne convertido en mucho más que un arma; su expresión no se tiñó de dolor físico cuando la sangre brotó de aquella herida. Yo mismo completé la tarea como su kaishaku y juré no volver a manchar jamás mis manos con la sangre de otra persona. Sigo meditando cada día sobre lo sucedido y no sé más de lo que sabía antes de retirarme aquí. ¿Será cierto que la rueda del destino no cesa jamás su movimiento? ¿Que ahora Doji Shuuichi disfruta de una nueva vida en la que habrá de pagar los pecados de la anterior y disfrutar las recompensas por sus buenas acciones? No sé si hay una balanza que pueda pesar nuestras obras y devolvernos una cifra exacta. No lo sabré nunca. En las noches más oscuras y frías del invierno, cuando el cielo está cubierto de un manto perenne de nubes grises y la nieve cubre los caminos, salgo al jardín que rodea este templo y escucho con atención el gemido del viento que llega hasta estas alturas solitarias. Puede que ese silbido, a la vez tranquilizante y aterrador, sea la ventisca azotando rítmicamente las ramas de los árboles. O puede que sea mucho más que eso: la voz agradecida de la yuki-onna acompañándome en mis últimos días. Chanoyu Daniel Garrido

El hombre cruza el jardín para llegar junto al recipiente de piedra. Una abeja pasa a su lado con un zumbido que incita a la modorra. Se lava la boca y las manos; aprovecha para refrescarse la nuca. Continúa por el sendero hasta la cabaña. Se descalza y se pone los tabi. Entra arrodillado. Dentro hace fresco. Agradece el contraste con el exterior. Ella está al fondo. Antes de acercarse, observa un mural y sonríe ante la frase caligrafiada. Al pasar junto a la capilla arruga la nariz por el fuerte olor. Cuando llega a su lado, la maiko enciende el fogón. Sus movimientos son delicados; sin embargo, aprieta con demasiada fuerza los objetos que coge. Ahí está el nerviosismo, la muestra de fragilidad. Sirve el té ligero y se lo ofrece. En cuanto termina de beberlo, ella le acerca el té espeso. Él lo toma a pequeños sorbos, deja el cuenco en la mesa y hace una reverencia con la cabeza. —¿Eres feliz, maiko? Ella responde con una sonrisa tensa. Tiene la mirada baja, como si leyera los posos del té en el cuenco. —Es agradable servir a los demás. El hombre saca un cuchillo de su pantalón. Observa extrañado cómo su propia mano tiembla al depositarlo sobre la mesa. —¿También es agradable saber que tu familia te vendió? ¿Que perdiste tu infancia? Aprieta los labios, dolida. —Eso no es agradable. Pero cada río lleva sus piedras, así debe ser. —¿Merece la pena? ¿La merecerá cuando debas cumplir el mizuage? La futura geisha tiembla de rabia. Él nota un calor repentino. —¿Por qué me haces esto, demonio? —pregunta. —Solo te ofrezco la liberación —responde mientras mira con intención el cuchillo. Ella sigue su mirada. Suspira. Sería tan fácil cogerlo y acabar con todo... Se fija entonces en el mural caligrafiado. —Los que se aferran a la vida, mueren; los que desafían a la muerte, sobreviven —lee. —Sabes lo que soy. Sabes entonces que no pararé... —tose— hasta llevarte conmigo. —, el té que has bebido estaba envenenado. Él abre los ojos, impresionado. —Aunque mates este cuerpo —se encoge por el ardor en el estómago— poseeré otro. —El incienso que respiras está purificado en el templo. Tu espíritu está igualmente condenado. El demonio se retuerce. Ella coge un shamisen y toca una melodía triste. Cuando él muere, la maiko escupe al cuchillo y sale de la casa de té. Aikawa Antonio Míguez Santa Cruz

1643, último año de la era Kan´ei. En algún lugar de los arrabales de Edo.

Shotaro: Muchachos traviesos… ¡No acorraléis a ese pobre animal! Niño: Pero el gato le ha robado su pescado a Kenji… ¡Le tenemos que dar su merecido! Shotaro: Ya lo habéis asustado bastante, ¡soltad esos pa- los! ¿No veis que ya casi se ha comido todo el pez? ¡Si apenas quedan las raspas! Además…, yo no maltrataría a ningún gato… Quizá viva hasta los cien años y se convierta en . Y si así fuera, ay de quien lo haya maltratado cuando aún era un ser indefenso. Niño 2: ¡A mí no me da miedo ningún monstruo! Ahora verá… ¡Toma! Ggggh… Mierda, qué rápido… ¡Se me ha escapado! Shotaro: De acuerdo… ¿Cuántos sois? Uno, dos… Por lo que veo, sois cinco. Anda, tomad esta bolsita. Aquí hay su- ficiente dinero como para que os infléis denikuman . A cam- bio, debéis prometerme que ya no molestaréis a ningún ser indefenso. ¿Qué contestáis a esto? Niño 3: Jopé…, pues sí que pesa la bolsa… Mmm… Por ahora lo dejaremos pasar, pero si vemos otra vez a ese bi- cho, lo apalearemos y se lo daré de cenar a mi perro, ja, ja. Shotaro: Ya veo, ya veo… Con el dinero que os he dado podéis comprar panecillos y dulces. Conozco un tenderete donde los venden muy sabrosos al otro lado del río Kanda. ¿Qué os parece si mientras vamos hacia allí os cuento una historia que viví hace muchos años? Niño 2: ¿Una historia? ¿Qué tipo de historia? Shotaro: Un traumático suceso que he recordado al ver la mirada de ese gato.

**** Pero antes de nada, lo decoroso sería presentarse. Soy Shotaro Shinomori, bugyô del distrito sur de Edo, aunque en mi juventud, antes de asentarme en esta ciudad, mi trabajo consistía en visitar los distintos feudos asegurándome de que se cumplían las normas de casamientos y castillos. La mayoría de estos viajes han ido desapa- reciendo de mi memoria porque eran muy aburridos: documentos, chapas de aptitud, agasajos, comidas fastuosas y muchos intentos de soborno. Eran… cosas corrientes. Ahora bien, tampoco penséis que he dejado de experimentar momentos en los que la sangre se hiela, temes por la propia integridad e incluso te cuestionas si lo vi- vido es un caprichoso desvarío de la mente o algún tipo de realidad insólita.

Niño 4: Ehhhh…, ¿qué pasa? ¿Por qué hablas tan raro? No me estoy enterando de nada… Niño 5: Pfff… No lo entiendes porque eres un zote, Shinji. ¡Está hablando un alto funcionario! Tú solo sabes rebuscar entre la basura de la calle y quejarte de que no conociste a tus padres. ¡Espabila y aprende a hablar! Niño 2: Por favor, Shotaro-sama, cuéntanos algunas de esas experiencias que son capaces de helar la sangre…

La que os voy a narrar tuvo lugar en el quinto año de la era Gen- na. Ocurrió en ese entonces que fui enviado a supervisar el casa- miento de Makoto Akaiwa, hijo del gran samurái Saikaku Akaiwa, un conocido héroe de la batalla de Sekigahara. El primer shogun le concedió por sus méritos una renta de treinta mil kokus y, por tan- to, suponía una gran presión estar a la altura de las circunstancias. El viaje me llevó por tierra y mar desde Osaka hasta Awa, señorío donde los Aikawa establecieron su fortaleza principal. En un anticipo de lo que estaba por venir, recuerdo cómo tras desembarcar sentí una fuerte opresión en el pecho. Algo parecía no ir bien. La temporada de lluvias había pasado pero el cielo oscure- cía amenazante, a la vez que el viento silbaba en un tono tan afilado que llegaba a erizar la piel. Ese malestar creció al observar, a través de las esterillas del palanquín que me llevaba a palacio, el terror en las caras de algunos granjeros. ¿Por qué alguien querría adentrarse en Awa en vez de salir huyendo?, parecían preguntarse al otro lado de sus frágiles ventanas. Mi prioridad fue no perder la calma; el viaje había sido duro y me encontraba al punto del desfallecimiento físico y mental. Al fin y al cabo, el estado de ánimo podía jugar malas pasadas, sobre todo en una isla de tradiciones antiguas y mo- radores con comportamientos tan extravagantes. Ya casi había conseguido desterrar de mi cabeza cualquier rastro de pesadumbre cuando, a medio camino entre el puerto y el castillo, en un páramo de hierba gris y macilentas coníferas, atisbé un grupo de monjes murmurando algún tipo de rezo en torno a siete u ocho bueyes muertos.

En realidad, la sede de los Aikawa aparentaba ser más bien un palacio de recreo que una fortaleza militar. Rodeado por un par de murallas con entrespacios ajardinados, poseía un pequeño lago situado estratégicamente para aliviar las vistas desde el salón prin- cipal. Pero lo más llamativo era que, salvo por la torre tenshu kaku, ningún edificio intramuros superaba los dos pisos de altura. Tan solo el gran número de soldados apostados alrededor de la ciuda- dela, o el trasiego de jinetes en el interior, ahuyentaban el presenti- miento de indefensión que hasta entonces planeaba sobre mi mente. La bienvenida se produjo en una estancia de elegantes paneles dorados y motivos arbóreos. Al fondo, sentado en postura seiza, aguardaba Saikaku. A su derecha, en una disposición ligeramen- te oblicua, lo acompañaban su hijo Makoto y su inminente nuera, Aoi Satomi. De pie, a su izquierda, se situaba lo que parecía ser un mayordomo, a buen seguro el principal de todo un ejército de sirvientes expectantes junto a las paredes del habitáculo. Según iba avanzando hacia mis anfitriones pude discernir tras ellos un altar donde reposaba la negra armadura del samurái, cuya imponente presencia, vigilante, recordaba a un enorme insecto con filigranas de oro grabadas en su caparazón y de espeluznante mirada hueca. En cuanto supe de mi viaje a Awa, me interesé por conocer la historia del pequeño clan que me acogería al menos durante una semana. Emparentados con los Satomi, en las venas de los Aikawa fluía por ende sangre imperial, aunque el porvenir de la familia pen- dió de un hilo hasta el nacimiento de Makoto. Y es que Saikaku no tuvo hermanos porque la matriz de su madre, Akiko, quedó yerma después del parto. Solo Shaka conoce los designios que imposibili- taron volver a concebir a una mujer tan joven y saludable, pero ella misma escribió un conocido waka al respecto:

Las raíces de un árbol enorme han secado el bosque. ¿Es cruel Ame no Uzume por abreviar la primavera?

Yo pienso que la fuerza que habría nutrido a muchos hijos se ago- tó toda en Saikaku. Al parecer, el muchacho creció deprisa, como si un fuego oculto lo alentase desde dentro. A los quince años ya protagonizó un papel destacado en la batalla de Tennōzan y pocos años después sobrevivió al ataque de un tigre en tierra de los Jo- seon. Tras muchas otras heroicidades, alcanzó al rango de capitán del ejército Tokugawa, momento en que su nombre quedó estampa- do por siempre en la posteridad. Se dice que en Sekigahara venció a decenas de ashigaru e incluso salió victorioso en dos combates singulares contra samuráis de linaje. Yo estaba acostumbrado a re- lacionarme con ese tipo de personalidades, si bien entonces notaba que me hallaba ante alguien desigual entre sus iguales, dotado con el don de la excepcionalidad. Era alto, barbado y proporcionado de rostro. De ojos de brillo penetrante y cabellos negros, como plu- mas de cuervo, recogidos en un moño. Su hijo era más menudo y afeminado, aunque al parecer disponía de una gran maestría y sen- sibilidad para las letras. ¿Y no era aquella la disciplina más noble a practicar en un periodo de paz como el actual? Casi al tiempo de agotar las fórmulas de cortesía que exigía el protocolo, irrumpió bruscamente en el salón un soldado luciendo el kamon del clan en su sode. «Ha vuelto a atacar y esta vez no han sido solo animales. Los Ito y los Hasegawa… afirman que sus hijos neonatos han desaparecido», dijo sudoroso y jadeante. Saikaku se alzó de un brinco para ver el distorsionado reflejo de la luna en el estanque exterior. A continuación, vociferó órdenes que convirtie- ron el palacio en un hormiguero gigante con idas y venidas doquie- ra que se mirase. De entre la totalidad de palabras pronunciadas únicamente fui capaz de atender a las últimas: «Preparen mi caballo y convoquen a los nueve cazadores más diestros de la región.» En ese mismo instante reparé en la prominente curvatura que, una vez erguida, desveló la delicada figura de Aoi. No cabía ningún género de duda: la nuera de Saikaku estaba a punto de dar a luz. **** Personalmente, nunca había admitido la existencia de fantas- mas, duendes o demonios. Hasta aquel momento me parecían bur- dos recursos utilizados para dar explicación a incógnitas de difícil respuesta, pudiendo ser incluso reacciones inconscientes generadas por nuestros propios miedos y remordimientos. Tampoco creía de- masiado en los kamis o los hotokes, pese a que me curase en salud pronunciando el nembutsu de vez en cuando y, dada mi posición, respetara las liturgias. En una cruel paradoja del karma, de nada sirvieron los pensamientos aglutinados a lo largo de mis cuarenta años de entonces. No les di valor alguno cuando Makoto Aikawa, transido por el espanto, me confirmó lo que por desgracia intuí al pisar la isla de Shikoku. Algún tipo de entidad funesta atormentaba la región desde principios de año, pero sus ataques se estrechaban ahora en el tiempo y cada vez se tornaban más virulentos. Sin saber muy bien qué decir, intenté verbalizar torpemente el primer pensa- miento amable que se cruzó por mi cabeza: «Estoy seguro de que esos asaltos son obra de los wakô. Además, pronto traerás al mundo un hijo inteligente y carismático, pues según la disposición del cie- lo, nacerá bajo el auspicio astral del ratón.» Como era de esperar, mis palabras no surtieron el efecto desea- do. Pensándolo fríamente, ¿por qué unos piratas desearían asesinar a los animales de los granjeros o robarles sus hijos recién nacidos? Y peor aún, ¿a quién le importa el horóscopo taoísta de su futuro hijo? En todo caso, las horas fueron arrastrándose, plúmbeas, por la madrugada. Creía presenciar la visita de un temible yokai en cada sombra de la noche vista de soslayo y tras cada zumbido del vien- to cuando conseguía filtrarse entre las oquedades de la gran casa. Pocos minutos antes de la hora del Dragón, el sonido de las con- chas colocadas en el puesto de vigía nos previno de la llegada de alguien… o algo. Sin apenas tiempo de ajustarme el yukata, me apresuré hacia el portón principal. Allí, en las almenas, se dispo- nían gran cantidad de arqueros ajustando sus cuerdas; en el patio se reunieron unos cincuenta lanceros distribuidos en un par de unida- des; y en el exterior, un oficial a caballo mandaba a otros dos grupos de arcabuceros en línea de a dos, con la primera clavando su rodilla en el suelo, bajo orden de flanquear la puerta de entrada a palacio. La espesa niebla, al amparo de un silencio que sobrecogía el alma, no hizo sino acrecentar la angustia que a todos nos inoculó ese momento. Pasados unos segundos, cuando me empecé a cues- tionar si aquello se trataba de una falsa alarma, se pudo atisbar una sombra aproximándose lentamente desde el horizonte. Entonces, el rumor generado por los arcos tensándose y el amartillamiento de los arcabuces se disolvió tras el grito de un centinela, que dijo: «¡No abráis fuego, es nuestro señor…!»

Saikaku Aikawa ni siquiera desmontó del caballo y ya estaba ro- deado por una llamativa concurrencia. Desde luego, me era difícil imaginar otro contexto en el que pudieran cohabitar de igual a igual individuos de naturaleza tan variada. Sirvientes, granjeros, funcio- narios, nobles o incluso la mayor parte de samuráis, se equiparaban ante sentimientos como el miedo, la incertidumbre y el afán de su- pervivencia. Ahora bien, a juzgar por la tranquilizadora estampa que pronto tendríamos enfrente, muchos serían capaces de dormir sin sentirse amenazados al llegar la noche. El señor de Awa desenvolvió un hato sanguinolento y extrajo de él la cabeza decapitada del monstruo. Sosteniéndola cerrando su puño sobre la tupida cabellera, alzó el brazo para que toda la mul- titud pudiera apreciarla. Se trataba de una especie de híbrido entre hombre y felino, con colmillos pronunciados, pelaje índigo y ojos bermejos de enormes dimensiones. A continuación, el guerrero se dirigió a los habitantes del castillo en los siguientes términos: «Yo, Saikaku Aikawa, líder del clan Aikawa, he dado caza a la criatura que llevaba meses desolando mi territorio. El precio ha sido alto, ya que mis nueve acompañantes, los mejores batidores de la comarca, cayeron a manos de la bestia antes de que pudiera darle muerte. Pero ahora descansad, os digo, pues las cosas desdichadas que estén por venir ya no serán acaudilladas por monstruo alguno.» Al concluir el pequeño discurso, el tumulto estalló en vítores. Saikaku dio círculos al trote de su caballo, encabritándolo sobre sus dos cuartos traseros y agitando su siniestro trofeo para deli- rio de las masas. Extraña demostración de frenesí, me pareció, en particular para un reconocido practicante del budismo zenna que acababa de superar una experiencia del todo traumática. ¿O quizás su exaltación se debía precisamente a eso? No pude dejar de darle vueltas al mismo asunto durante todo el día. Asimismo, tampoco terminaba de entender cómo pudieron morir nueve guerreros ex- perimentados y que Saikaku volviera sin un solo rasguño en la ar- madura. A la noche del día siguiente se celebró un gran banquete con el que se buscaba solemnizar la gesta del señor de Awa. Importantes personalidades de los alrededores se dieron cita en el castillo, lle- gando incluso a contar con la ilustre presencia del daimyō Satomi Tadayoshi, progenitor de Aoi. También recuerdo que se sirvió un sabroso plato namban a base de carne de ave macerada en jengi- bre azucarado. Las suaves melodías de las geishas entonando el shamisen y la embriaguez del sake hubieran acabado de edificar una velada deliciosa, de no ser, claro está, por mi obsesión hacia la insólita coyuntura que estaba viviendo. Aparte de cerciorarme de la existencia de criaturas más allá de la razón, ¿estaba dándole importancia a detalles insignificantes? En la cena me situé muy cerca de Aoi, Makoto y su padre. Apro- vechando las cortas treguas que me obsequiaba el monje beodo de mi derecha, examinaba a Saikaku de la manera más discreta en que podía hacerlo. No tocó la comida ni bebió una gota. Su interés solo era acaparado por la futura nuera, a quien escrutaba sin rubor delan- te de todos los comensales, clavándole una mirada insidiosa, opaca y obscena.

Era la hora del buey. Aquella madrugada me costó conciliar el sueño porque al día siguiente debía ser testigo de la boda en- tre Makoto y Aoi. De pronto, el sonido de lo que parecía un ani- mal bebiendo de un pebetero en el exterior de mi estancia me sacó bruscamente de la duermevela. Tras encender la linterna y abrir silenciosamente el panel que daba al pasillo, avancé unos metros y caí al suelo. Comprendí que me había escurrido por los restos de combustible de una lámpara rota. ¿Sería ese aceite de pescado lo que alguien estaba lamiendo hasta hacía solo un momento? Caí en la cuenta de que la linterna podía hacer combustión y la recogí lo más rápido que pude. Entonces, iluminando el entablado de madera, descubrí unas pisadas que fueron haciéndose impercep- tibles a medida que avanzaban por la galería. Cuando desaparecie- ron del todo había llegado prácticamente al aposento de Aoi. Sentí una corazonada y quise apagar la linterna. Avancé sigilosamente hasta situarme a la altura del panel corredor de la joven dama, tras el cual se escuchaban unos tenues gemidos. Decidido a descubrir por fin qué ocurría en esa casa, me dispuse a deslizar la puerta lo necesario para poder mirar. En el interior, dándome la espalda, un hombre corpulento acomodaba su cabeza en la entrepierna de Aoi. Ella se contorsionaba sin oponer ningún tipo de resistencia. Dejé de respirar. El estupor entorpecía mi inhalación. Y el miedo a ser descubierto la hacía casi imposible. De súbito, el varón dejó de mo- verse bajo las capas de seda que vestían a su compañera. Se retiró de ella desencorvándose al tiempo que fue girando su rostro hasta insinuarlo de perfil. La tenue y plateada luz del plenilunio no dejó lugar a dudas: ¡era Saikaku Aikawa! Estrangulando un grito en mi garganta, deshice el camino que llevaba a mi alcoba como si me hubiera perseguido el mismo rey de los infiernos. Una vez allí, llegué a la conclusión de que todas las extrañezas vividas en los días posteriores a la muerte del monstruo eran sugestiones. El shock que me supuso conocer la existencia de criaturas que negué por vanidad intelectual toda la vida, me hizo mirar con ojos suspicaces una simple relación ilegítima como otras tantas que habría a lo largo y ancho del mundo. Mi labor no era cen- surar ese tipo de comportamientos. Mi labor consistía en registrar el casamiento y asegurarme de que las cosas estuvieran en orden desde un punto de vista legal. Y así sería.

El enlace se celebró según el rito sintoísta. Todo se desarrolló con normalidad y sin riesgo de que el matrimonio llegara a ser pe- ligroso para los intereses del shogunato. Aoi Satomi tan solo era la tercera hija de Tadayoshi, un daimyō venido a menos que a la postre fue el último de su linaje. Por su parte, los Aikawa eran una familia joven y advenediza, sin recorrido fáctico más allá de la evidente grandeza de su líder. La hora de abandonar Awa había llegado. En la medida de lo posible, procuré ser cordial en las despedidas pese al incómodo estorbo que supusieron. Con los recién consu- mados contrayentes fue más sencillo, porque les obsequié con un poema improvisado que amortiguó la tensión del trámite. Distinto fue el caso de Saikaku Aikawa, a quien no pude mantener la mirada ni un segundo sin que se incrustase en el suelo poco después. «Estimado señor, mi estancia en Awa ha sido intensa pero inol- vidable. Espero que el matrimonio entre su hijo y la dama Aoi sea el inicio de una etapa próspera para su casa. También… deseo… que algún día nuestros caminos se entrecrucen de nuevo…», titubeé con poca credibilidad. «Querido Shotaro Shinomori, su presencia aquí me ha sido muy cara. En reflejo de mi gratitud, le he dejado un regalo que espero sea de su agrado…», pronunció impasible, sin dejar de hundir sobre mí sus grandes ojos de color mate. En respuesta, sonreí simulada- mente, di dos pasos hacia atrás mientras ejecutaba una reverencia y, por fin, me giré para emprender mi tan anhelada vuelta a casa. Al subir al palanquín localicé un paquete anudado con un retal de algodón de primera calidad. No negaré que estuve tentado de de- jarlo abandonado a lo largo del camino, juzgando que ahí dentro no podía haber nada bueno. Pero empecé a desenvolverlo. En aquella soledad encontré un motivo para sentirme vulnerable. Qué inválido resultó mi valor a la hora de la verdad, pues me convencí a mí mis- mo de una calumnia que hizo mucho daño. La tarde se cerraba al crepúsculo y los jirones de niebla comenzaban a inundar el páramo. Los sirvientes, porteadores recios, trotaban al son de los truenos que empezaron a rugir. Y yo recordaría la visión de la cabeza des- trozada de Saikaku Aikawa para el resto de mis días.

Niño 1: ¡No puede ser! ¿Y todo eso lo hizo un gato? Venga ya… Shotaro: Os lo juro por Buda y Kannon. Niño 4: … Niño 3: Glups… Niño 5: Me ha dado miedo. No sé vosotros, pero yo no vol- veré a jorobar a ningún animal. No vaya a ser que… Niño 2: Pues yo no me lo creo. Niño 4: ¡Cuidado, Kenji, un gato a tu espalda! Niño 2: AHHHHHH. ¡Noooo! Niños 1,3,4,5: Ja, ja, ja. Niño 3: Shotaro-sama, ¿y por qué no volvió a la villa de los Aikawa para desenmascarar al bakeneko? Shotaro: Querido y joven amigo…, ¿tú lo habrías hecho? Ehh…, mirad. Allí está el tenderete que os dije. Preparaos para probar los mejores dulces de Edo… La guardia Juan A. Oliva

El atardecer cae sobre imperfectos mares de trigo con miles de espigas mecidas por el viento. Postes de madera, taladrados por la carcoma y los cuervos, se pierden entre campos y laberínticos sen- deros. Sobre el tendido eléctrico, con su inquietante zumbido, un viejo halcón observa, resignado, el cielo; solo quedan los rescoldos del día. En la distancia, la tormenta que ha bombardeado durante la mañana los cultivos se aleja; la humedad y el trigo, en un agrada- ble juego de olores, se entremezclan. Mientras, el halcón preferiría volar entre las alturas o estar en cualquier otra parte, como en los bosques de bambú donde aprendió casi todo lo que sabe. Apenas se aprecia la luna llena, difusa entre cortinas de nubes desperdiga- das y traviesas. Al halcón le mortifica la empalagosa estampa, así que fija su atención hacia el lago iridiscente que custodia; entre las aguas, coloridos koi danzan. Serían un gran manjar en otro lugar y circunstancias. Sin embargo, hoy para el halcón no es día de caza. Además, ese lago le repugna. Jamás probaría nada de sus aguas aunque la vida le fuera en ello. Atento, el ave estudia al hombre y a las tres niñas que, en la ori- lla, permanecen a la espera protegidos por la sombra de un cerezo milenario en flor. El amo Yûki, fiel a los años, se ha hecho anciano. El halcón es el único que sabe a un ritmo más lento que el resto de los mortales; él ha acompañado al amo en ese largo y gris peregri- naje. El amo Yûki, a su pesar, lleva el kimono ceremonial con orgu- llo sumiso; solo lo usa en esa jornada tan especial. Contempla, en ritual silencio, el lago. El halcón es conocedor de que la tristeza colorea cada segundo de su vida. Luego, están las crías. Dos de las pequeñas, inocencia dichosa, dan de comer a los peces desde la ribera con suaves palabras mu- sicales. La tercera permanece junto al amo Yûki. Hace demasiado que el halcón no llora ante lo que se avecina. Tampoco olvida, a pe- sar de las estaciones transcurridas, que le debe la vida al amo Yûki, quien de niño le curó un ala y lo entrenó para pescar salmones en los ríos. Lo que van a hacer es horrible. Tanto para el amo como para el halcón, hace demasiado que se echaron esa carga sobre los hombros. Toda penitencia es amarga. —Sensei, ¿por qué estamos aquí? —pregunta, junto al amo, Mi- zuki. Mirada aventurera, la niña apenas ha comenzado a descubrir el mundo desde que el amo Yûki y el halcón la liberasen de las fan- gosas calles de Yokohama y sus bandas de ladronzuelos. Los desa- rraigados son los que se dejan captar con mayor facilidad, se dice el halcón, que sabe que las vanas esperanzas son un credo de esencial adopción. Con sumo esfuerzo, el amo logra apartar sus ojos del lago para atender a la niña, que insiste en su pregunta. —Escuchamos el silencio, Mizuki —le explica él con meditada serenidad. Su entrecejo y la fingida paciencia que muestra contradicen sus palabras. Pese a todo, el halcón sonríe para sí al ver fruncir el ceño a Mizuki e inclinar hacia un lado, levemente, su cabecita. La con- centración de la pequeña es deliciosa mientras se muerde el labio inferior. Impaciente, Mizuki da tironcitos al lazo del kimono que ha estrenado esa misma mañana, antes de abandonar la minka del amo en un último paseo que ella desconoce. Lástima que en breve el precioso traje se tenga que estampar de ríos de sangre, se dice el halcón. Lástima. —Deja ir lo que te aflige, Mizuki —la alienta el amo Yûki. —Pues puedo oír a las cigarras, sensei… —expresa al pronto Mizuki. —Hasta el instante en que has hablado, podíamos escuchar el trigo meciéndose y en el agua calmada del lago los glops de los koi, incluso el gañir de mi halcón o algún cuervo —le recrimina el amo con suavidad—. Mizuki, debes aprender a controlar tus palabras para que no fluyan alocadas y poder así sentir cuanto nos ofrece la naturaleza. De este modo podemos llegar a ser uno con ella. Si te concentras lo suficiente, podrás oír a los espíritus de los bosques, las montañas, de ríos y lagos como este, el cual nos ofrece sus ma- ravillas. El amo Yûki logra que Mizuki redirija su curiosidad hacia las aguas. Haría bien en escucharlas atentamente, piensa el halcón, y huir. Cada vez, el amo Yûki y él tienen que viajar más lejos para dar con pequeñas como esas y no levantar sospechas. Siempre que la fortuna les es favorable, prefieren que sean huérfanas. Indistinta- mente, deben regresar para el hanami. Si se retrasan y no dan con niñas desamparadas, es cuando se ven obligados a actuar de modo precipitado y poco ortodoxo. Y el halcón da fe de que han enviado a más de una madre a un desgarrador mar de lágrimas. Tanto el amo Yûki como él tienen un lazo invisible que los une de forma maca- bra al lago, el cual los reclama de año en año. Y a bien sabe que el peso de la edad se suma inmisericorde al de la carga espiritual; insoportable. El halcón se tensa al escuchar el ínfimo quebrar del pétalo de una de las flores del cerezo; cae inexorable como el tiempo sobre la tierra; un heraldo del infortunio. Rendido, el halcón maldice al llegarle los cánticos de la criatura que emerge del lago… Continua- mente tiene un hueco para la esperanza, un sueño hipócrita que se desvanece con los funestos murmullos de la ningyo, que convierten el silencio del lugar en una tenebrosa pantomima. El amo también se muestra incómodo ante la llegada del mons- truo. Los cuervos, morbosos y mudos, se han ido posando a lo largo del tendido eléctrico y en las ramas del cerezo. Dejan cierta dis- tancia entre ellos y el halcón, que, como de costumbre, los ignora. Tiene un cometido y los pajarracos lo respetan o, quizás, simple- mente aguardan a que un día fracase. Él levanta la cola, estira el cuello y separa levemente las alas; en guardia. Se remueve inquie- to, pues sabe qué va a suceder y le asquea no ser más que un mero observador. Maldice el terremoto que siglos atrás obstruyese los túneles subterráneos que daban acceso al mar y atrapara, eterna- mente, a la criatura en aquellas aguas iridiscentes. Ve deslizarse el miedo a través de la música del inframundo, que paraliza a las niñas sin remedio. Es entonces cuando el halcón ve cómo el amo Yûki, indiferente a los cánticos y al grotesco ser que los produce, se cierne sobre las pequeñas sigiloso como un gato montés. Los años le han curtido. Con todo, en más de una ocasión le recuerda al halcón la dolorosa vez en la que tuvo que rematar el trabajo con una piedra. Difícil- mente olvidaría cómo aplastó el amo Yûki el cráneo de aquella cría. Subía y bajaba el brazo con tal rabia y frenesí. El crujir de huesos aún le perturba las plumas… O cuando tuvo que perseguir entre los campos a otra niña, histérica y aterrada; donde la degolló nunca volvió a crecer el trigo. Hubo una pequeña, más avispada, que obli- gó al halcón a intervenir. Le arrancó los ojos. Aquella noche obtuvo doble ración de ratones. «Es fácil cometer errores —le recuerda el amo Yûki en los días en que se siente especialmente locuaz—. Es así como la miserable vida te enseña: a golpes». La ningyo, excitada al olfatear las presas, se desliza sobre la ge- latinosa superficie del lago como un reptil. Y llega la hora… Una vez más, el amo Yûki extrae su tanto ceremonial con con- descendencia. Sin mediar palabras, el halcón lo ve degollar a Mi- zuki, cuyos ojitos se preguntan qué sucede. La niña se ahoga en su propia sangre. El amo, veloz para su edad, corta a las otras dos niñas sin herirlas mortalmente. Frío, metódico, arroja a la agoni- zante Mizuki a las aguas a la vez que las otras chiquillas avanzan hipnotizadas hacia la criatura abisal. La ningyo, con espeluznantes sierras en su mandíbula de tiburón, exclama de satisfacción. Cómo adora la sangre virginal y cómo la odia el halcón. Un incómodo graznido se alza debido a la excitación de los cuer- vos. Impasibles, el halcón y el amo Yûki presencian la carnicería sin apartar la mirada. No pueden permitirse cometer errores en esos instantes. Al halcón, no obstante, le preocupa que la ningyo se esté haciendo más fuerte según transcurre el tiempo. Antaño no necesi- taban de tanto alimento para ella. Espera que el amo Yûki lo tenga en cuenta. Pero cuando llegan los días del ritual y sus consabidas noches, el amo se embriaga de sake en su minka hasta la extenua- ción. Durante una de sus últimas borracheras, le relató que creía que el monstruo obtenía placer durante sus banquetes. El halcón no comprende esas teorías. No comprende la vulgaridad humana, pero conoce a la perfección los instintos básicos. A él le apena ver de- gradarse a su amo y agradece tener que cometer aquella atrocidad solamente una vez al año. Aceptado el presente y saciada, la ningyo, despacio, se vuelve a erguir sobre su cola, que se transmuta, misteriosa, en dos esbeltas piernas que dejan de ser escamosas… Una mujer joven y elegante comienza a caminar desnuda sobre las aguas. El halcón observa con dolor el trozo de carne que le falta en el muslo izquierdo y haber probado de él para quedar unido a la perversidad infernal de la nin- gyo... «Bruja, hechicera», piensa. La criatura, seductora, se dirige hacia el amo Yûki, hacia la tierra. Sé que lo deseas, Yûki… Vuelve a yacer conmigo como anta- ño… Te dejaré probar mi carne de nuevo y rejuvenecerás… Po- drás traerme más vírgenes y los campos brillarán… Ven a mí, Yûki, ven… Te deseo… Yace conmigo… Me deseas… El halcón extiende sus alas, de repente. Jamás volverá a engatu- sar al amo Yûki mientras viva. Alza el vuelo y cae en picado para cortar el paso de la ningyo una y otra vez. Sin descanso, embiste con sus garras contra la malnacida criatura, como hiciera en el pa- sado hasta devolverla al lago. Con un alarido rabioso, la ningyo se retira hacia las aguas y recupera la cola. Lo último que presencia son volcanes en los ojos de la ningyo al desaparecer esta. El halcón se posa sobre un brazo del amo Yûki. Con una caricia, se gana su aprobación. —Bien hecho, viejo amigo, bien hecho —le susurra—. Ya co- metí ese error una vez, ¿cierto? Y míranos… Sobre el lago, el viento se levanta. Y, al fin, termina por caer la noche. El halcón alza la mirada y observa cómo se han retirado las nu- bes. Le entristece comprobar cómo la Luna, teñida de rojo, brilla intensa. Está convencido de que se ríe de sus destinos. —Será una gran cosecha, mi fiel amigo —le dice el amo Yûki a la vez que se retira los tapones de cera de los oídos. Pero están cansados y viejos. —Hay que empezar a pensar en sustitutos que prueben su carne para cuando no estemos. ¿Quién evitará si no que ella camine sobre la tierra? En cierta ocasión, en Nagasaki, unos extranjeros me con- taron que algo así sucedió en el norte de la tierra namban. Acabó mal, pero disfrazaron la historia de cuento —divaga el amo Yûki—. Por supuesto, nadie debe saber nunca en las poblaciones cercanas lo que hacemos. Mira que si llega a oídos de las autoridades… No quisiera verme como en aquella ocasión con el shogun. Fue una maldita locura y nos libramos de las acusaciones al no hallar cuer- pos. —El halcón emite un único chillido agudo—. Tienes razón, alejemos los malos augurios. Ahora hay que pensar en el año que tenemos por delante. ¡Ah! Pero antes, esta noche en casa, toca sake. Las palabras del amo Yûki, plagadas de melancolía, son puñala- das en sus almas; engaños para mantener las conciencias a salvo de la locura. El halcón, taciturno, contempla el lago, hasta que ambos se pierden entre los intrincados caminos ocultos en los imperfectos mares de trigo. La invitada Saya Flourite

El periodo Meiji que vivían era una etapa de cambios, pero en un sitio tan apartado como Kanazawa, Mayumi no lo notaba. La mujer regentaba el ryokan que había heredado de sus padres y, aunque no era un negocio próspero, los pocos clientes regulares junto a algún curioso eran suficientes para mantenerlo a flote. Cierto día llegó a la posada una mujer a la que Mayumi nunca había visto antes. Era bastante alta y, a pesar de que la moda occidental era cada vez más común en Japón, vestía kimono. Llevaba el pelo recogido en un moño estilo ichôgaeshi, popular entre las jóvenes, si bien no se podía distinguir su edad por el rostro, dando la extraña sensación de no saber si era demasiado joven o demasiado madura para llevarlo. Saliendo de su ensimismamiento, Mayumi llevó a Ai (así dijo que se llamaba) a su habitación, y se vio sorprendida cuando recibió un generoso pago por adelantado. Pero Mayumi era una mujer práctica y, sin preguntar nada, se retiró. La vida siguió sin incidentes desde la llegada de la nueva huésped. Un día, Taro, el viejo gato de Mayumi, desapareció. Sin embargo, era un animal bastante independiente, así que no le dio más importancia. Poco después, le sorprendió que Takumi, uno de sus clientes regulares, se marchase sin avisar. Normalmente era un hombre muy formal pero Mayumi no tenía ninguna forma de contactarlo, por lo que dejó el asunto estar. La joven mesera que había contratado hacía poco dejó de venir, pero lo achacó a que a los jóvenes les faltaba formalidad. Cavilando sobre estos temas, Mayumi subió a la habitación fuji, donde se hospedaba Ai, que en ese momento estaba arreglándose el cabello de espaldas a la puerta. Iba a saludarla, cuando de entre la maraña de pelo negro surgió una boca muy abierta, babeante y llena de colmillos afilados. Los propios mechones de pelo se acercaron amenazadores a la posadera, como intentando agarrarla…

Ai acabó de ponerse el kanzashi en el moño y suspiró. Ahora tendría que volver a cambiar de lugar. La verdad es que tener como compañero a un yôkai tan problemático y, sobre todo, tan hambriento, no eran todo ventajas. Se dio unos golpecitos en la parte de atrás de la cabeza, como para reprochar a su compañero, y, tras coger su maleta, salió hacia su siguiente destino.

Mabushii John Saga

—Desde que vivo aquí no he podido despertar de un sueño, doc- tor. Es una historia en la que aparezco tendida sobre el césped de una colina que está a las afueras del barrio de Shimizu, en Shi- zuoka. Ahí se pueden ver las luces del puerto y la ciudad, pero también resplandece un oscuro espejo de agua en el que no solo las construcciones del puerto se deforman, sino también el cielo y su estela. La noche abanica unas flores de colores entre las nu- bes y, aunque breves, se deforman resplandecientes sobre el mar, alumbrando y coronando los bosques de la montaña con fugaces ramilletes de fuego creados por el estruendo de sus pétalos. Todo es una lenta rotoscopia que despliega sombras temibles de los árboles, cada proyección más fúnebre y profunda que la anterior. Pero entre la apertura y clausura del obturador veo un templo, de esos de los que el tiempo sobre la montaña se hace cargo, lleno de hermosos arreglos florales donde brota poesía a través de la orientación per- fecta y detallada de sus hojas. Las innumerables tablillas ema del templo, que chocan entre sí rítmicamente, aparecen junto al sonido del tranvía golpeando las vías a la distancia en medio de los restos de aquel mundo flotante, formando entre los dos un metrónomo para las voces de la gente que desaparecen como ecos carentes de color, como crisantemos marchitos cuyos rostros lucen más bien un arcoíris monocromático. El olor del incienso se remolina como un dragón hasta repicar entre las campanas y las palmadas. En el cielo, enrojecido conforme amanece, las nubes parecen un ápice de cerezos florecientes sobre una ciudad desperdigada y marchita. Las imágenes entonces se vuelven impresiones, salvo una. —¿Cuál? —Yo, de pie, viéndome a mí misma, mirándome las manos man- chadas de color rojo, sentada entre la hierba. En ese momento mi sueño se vuelve un mero tratado sobre el Yo. Mi figura se desvanece yendo tras de sí, como si persiguiera una sombra que desaparece a la media noche y que, sabiéndose perdida, pregunta por sí misma. Entonces, todas las sombras se ven justo como yo, como la mía, y la misma voz parece repetir incansablemente: «Yo soy yo, yo soy yo, yo soy…» ¿Es este mi verdadero aspecto o una mera impresión? —¿Usted qué opina, señorita Nadeshiko? —No estoy segura de que tengamos control sobre ello, pero sí creo que somos incapaces de ver nuestra forma verdadera, doctor. Es decir, yo no soy yo, así como usted no es usted.

El sofá estaba frente a los ventanales que formaban una pared entera, desde ahí podían verse los rayos del atardecer abriéndose paso entre la espesura del follaje. Las cortinas estaban desgastadas, pero su consumido color amarillo daba la calidez de la que a veces prescinden las palabras. Frente al sillón que él solía ocupar todos los martes por la tarde, había otro exactamente igual, con las mis- mas costuras y los mismos pliegues sobre la piel del color del cas- taño, idénticas manchas e idénticos desgastes impregnados con el aroma de la anticuada madera olorosa. Libros se apilaban sobre las estanterías, distribuidos proporcionalmente a lo largo de la pared en donde el polvo se mezclaba con las hojas para darles un olor y aspecto capaz de autentificar la existencia del pasado. Sobre una de las repisas del librero, el inalterable compás del metrónomo com- ponía una línea recta en donde el tiempo y el espacio aparecían con la misma cordura que el sonido y el silencio. Ambos espectros esta- ban delineados por su ininterrumpido tic–tic–tic que no tenía sobre su métrica partícula alguna de suciedad. La puerta del despacho era un puente cristalino en el que la opacidad del vidrio desplegaba con letras amarillas el nombre: Dr. K. Masaji. Los cuadros colgados al fondo del cuarto mostraban fotografías grises y ruidosas sobre gente desconocida, gente que se volvía parte de una anécdota arbitraría y ajena en todas aquellas calles del anti- guo Edo, populares por sus urbes de ansiedad y fugacidad. Un viejo tapete en mitad de ambos sofás era lo único que los se- paraba cada sesión, pero a veces daba la impresión de ser un biombo elaboradamente decorado con trazos de tinta china que componen un paisaje de pinos y desdoblan un bello poema en su caligrafía; otras tantas, solo parecen ser manchas negras puestas sobre un viejo papel japonés a través del cual puede verse la silueta del lenguaje conforme se desnuda. —Lo que quiero decir es que no sé si lo que sueño está pasando realmente o si solo es la marca del pasado, un recuerdo, por ejem- plo. A veces siento que todo es la impresión de un jardín asolado y sin sombras, en el que no corre ni un soplo de aire. ¿No es así, doctor?

Aunque parecía una sesión rutinaria, Mirai Nadeshiko no era una chica cualquiera de catorce años; ella era un caso diferente. Su postura era elegante y sus movimientos delicados, también lo era su rostro, tan pálido que recordaba al tono puro y límpido con el que Bashō hablaba sobre la Luna. La línea de sus cejas perma- necía siempre impávida sobre sus ojos almendrados, en los cuales había un formidable destello tan cálido como frío. En ellos se re- flejaba una playa cerca de Shizuoka, en la que los rayos del Sol resultan calcinantes sobre la piel, como si estuviera recubierta de acero, pero a la vez, también persiste una sensación contradictoria cuando el viento atraviesa las olas turquesa que revientan sobre la oscuridad refrescante de la arena. Ella jamás conoció a su padre, un donante anónimo. Ni a su madre, quien en una aparente depresión, se suicidó al poco tiempo de darle a luz. —Vamos a intentar algo, señorita Nadeshiko. ¿Reconoce esa pintura? —Mmmh, Haboku Sansui. —¿Qué piensa cuando la ve? —Pienso que no hay futuro.

El pergamino se desdoblaba hasta el borde de las hortensias púr- puras que florecían sobre la mesita pegada a la pared más extensa del cuarto. La tinta china daba distintas profundidades a la pintura, por encima del techo de algunas casas bien delineadas, los arbustos salpicaban algunas ramas más oscuras y tensas que otras. El mar se expandía con brochazos ligeros hasta el borde del papel, de donde aparecía una pequeña balsa de hombres arremolinados por la co- rriente de pinceladas independientes. El acantilado estaba cercado por una cortina de espacios que descubría un gran peñasco en las profundidades, un fantasma de tinta salpicada que alineaba el vacío en el que se encontraba. A un costado del jarrón que conservaba las hortensias, un trozo seco de cedro se humeaba lentamente, entre- mezclándose con el esplendor de los pétalos y produciéndose un aroma evocador como el del pasado. Había llegado hacía casi un año a vivir sola en los modernos departamentos de la calle Friedrich, pequeños pisos rectangulares y genéricos desde donde podía verse la corriente del Meno. En el de ella, umbrío y descuidado, la persiana permanecía cerrada siempre. Dormía sobre un viejo futón, y además de una veintena de libros en japonés apilados sobre el suelo, una pequeña mesa de madera con medicamentos y cajas amontonadas de comida para llevar llenaba el resto de la habitación. El mismo tiempo tenía tomando un tren hasta el consultorio del Dr. K. Masaji cada martes. Él había sido compañero del famoso microbiólogo japonés Ishii Shiro en la facultad de medicina de la Universidad de Kyoto. Ambos fueron becados para continuar sus investigaciones en occidente tras graduarse, y aunque los dos tra- bajaban bajo el mando del Rikugunshō, el Dr. I. Shiro, al concluir su investigación, fue instalado en Manchuria para continuar con sus estudios sobre la guerra química al frente del Departamento Bacteriológico de la Academia Médica del Ejército, para así afinar el desarrollo de ambiciosas armas biológicas. El Dr. K. Masaji se especializó en los estudios antropológicos, pero permaneció investigando en la oscuridad de WILLE, el De- partamento Experimental de Guerra del Acuerdo Germano-Japonés que se enfrascó en la voluntad de pretender naturalizar la ciencia hasta el grado de construir leyes y estructuras sobre la naturaleza humana que camina sobre las calles. Este era un tiempo en el que los florecientes templos del Japón parecían haber sido fuertemente seducidos por el canto de las valquirias, que hilan el destino de los hombres en las raíces del gran árbol sumergido en la fuente de los bosques germanos. Un tiempo en el que incluso la Constitución del Imperio del Japón permanecía como un eco de la extinta monarquía prusiana, como un grifo que goteaba continuamente las palabras de Rudolf von Gneist en el parlamento berlinés, unas palabras que Japón absorbía como esponja, pero que precisamente como una preservaba su forma y no se quedaba en realidad con nada de esa líquida moral occidental. Por su educación médica, el Dr. K. Masaji conocía perfectamen- te el idioma alemán, tal era así que continuó lo que el Dr. Ō. Mori había comenzado años antes cuando tradujo los clásicos de Wei- mar. Sin embargo, el Dr. K. Masaji decidió encaminarse por los decadentes románticos y filósofos científicos de principios del si- glo, y aunque los discursos a la nación aludían un espejismo común entre el Santuario de Yasukuni y el Valhalla, eso no fue lo que lo volcó repentinamente a la filología. Él aseguraba que todo estaba construido sobre el lenguaje, si este mundo es como es, simple- mente es porque pensamos que es así, y para reconstruirlo habría que destruirlo, comenzando por el lenguaje, aunque eso significara destruir primero a las personas. Después de todo, ¿qué son los re- cuerdos y las emociones, sino simples palabras? Llevaba mucho tiempo investigando las dimensiones de ese poder, por eso ella es- taba ahí sentada frente a él, y es que Mirai había demostrado ser ca- paz de reconocer en las palabras un vacío, ¿o simplemente carecía de emociones? No había en el rostro de ella un verdadero retrato de tristeza o alegría, no parecía reconocer emoción alguna, nunca había llorado y nunca había sonreído. Para ella, la música parecía sostenerse como una imagen, como una corriente fija y estática. Durante todo este tiempo él no había podido descifrar por qué ella no podía escuchar la música, pero lo disfrutaba, le emocionaba es- carbar profundamente hasta el remoto lugar donde se producen los sentimientos humanos. —¿A qué se refiere con que no hay futuro, señorita Nadeshiko? —Mire el pergamino, doctor. ¿No le da esa sensación de que está mirando todo desde el vacío? —¿Por qué lo dice? —Es como ver el mar a la distancia, primero parece una línea brillante en el horizonte, una barra bañada en plata por el sol. Lue- go, al acercarte, la intensidad de su color se vuelve más extensa y deja de ser una línea, se vuelve un gran cristal azul en el que podría ver mi reflejo y asumir que soy real. Pero, si le hablara a esa imagen, mi voz se volvería solo un espasmo entre la sal, y el mar recuperaría su carácter de infinito. Si siguiera adentrándome, el agua subiría por mis piernas y el mar no se vería más claro; al contrario, se volvería oscuro, profundo y temible. Comenzaría a sesgarse mi reflejo para convertirse en lo que la corriente decida. Entonces, realmente nunca llegaría al mar, solo a una parte de él, mínima, cambiante, una sucesión interminable de impresiones que sí podría ver, oler y sentir, pero que no podría comprender porque no hay futuro ni pasado en ello, doctor, simplemente impresiones. La montaña y los árboles son una pequeña impresión dentro de ese mar que Sesshu dejó en blanco. Esa fue su representación del vacío que limita y crea las formas y es desde donde lo estamos viendo todo, ¿no? —Y volviendo a su sueño, Mirai, mencionó el color rojo. ¿Por qué? —Ese es el color de la sangre. —¿A qué se refiere con eso? —Hace tiempo, en una noche de septiembre, vi a la Luna en- rojecerse y ensancharse al final de su ciclo. No es común y no ha vuelto a suceder desde entonces, pero verlo una vez me bastó para pensar en ella siempre de la misma manera. Aquella noche lucía radiante, como en el brote de su juventud inmaculada, una belleza pura, pensé, como la de los claveles en pleno florecimiento. Sin em- bargo, el color rojo comenzó a separarse de su cuerpo, a disiparse entre la noche tras dejar una fragancia delirante que se desvaneció muy pronto. Al final, cuando desapareció esa Luna que me había conmovido hasta lo más profundo, el mar resplandeció destellante en su propia lobreguez. Su último reflejo bermejo sobre el agua me recordó que no teníamos nada en común; yo soy una mujer que no podría comprender su transformación porque soy una mujer que no puede sangrar. Entonces, ¿por qué sigo queriendo imitarla? ¿Qué significa eso? Esas ideas vienen a mi mente cuando surge esa voz que me repite que yo soy yo. —¿Y qué piensa al respecto, señorita Nadeshiko? ¿Qué signifi- ca? —Un nombre, doctor. —¿Un nombre? —Sí, soy un nombre. La imitación de un símbolo cargado de significantes, una creación humana, como todos, como todo. »Pero creo que esa es una sombra que puede desaparecer.

La luz del crepúsculo que atravesaba suavemente las cortinas de los ventanales había enrojecido, parecía una herida abierta dejando correr la sangre por las paredes del despacho, esparciéndose por el suelo hasta impregnar los hilos de la alfombra que los separaba. La tarde ensombreció la figura y rostro del doctor. No importaba cuántas sesiones hubieran tenido o cómo el Dr. K. Masaji las guia- ra, siempre terminaban igual, con las mismas palabras. Aunque en esta ocasión había algo diferente en ellas, y, pese a haber llegado al mismo precipicio, el metrónomo marcaba un ritmo distinto. —Hasta aquí llegaremos hoy, señorita Nadeshiko. No olvide se- guir con el tratamiento, por favor. La veré la siguiente semana. —El doctor extendió su abanico y la miró muy brevemente; luego, dán- dole la espalda, se encaminó hacia el tocadiscos que tenía junto al librero—. Cierre la puerta al salir, por favor. Cuando el doctor se quitó de en medio, el sol tocó por un instan- te el rostro pálido de Mirai, y fue como ver el destello de la nieve recién cristalizada al atardecer. Como un gran mar de árboles som- bríos hace ver el bosque nevado más blanco, su cabello acentuaba la brillantez en su cuello y el profundo cristal oscuro de sus ojos lo hacía con su semblante. Caminó hasta la puerta sin mirar al Dr. K. Masaji, que aún rebuscaba entre los acetatos; sus pasos parecían seguir el sonido del metrónomo de manera casi automática. En la habitación, la rama del cedro estaba cerca de consumirse totalmen- te, pero el viento de verano que se colaba por una de las rendijas ya había dejado su aroma en todas las paredes, como si el cuarto fuera una criatura con fragancia propia. Siempre que salía de ahí, el uniforme escolar con el que asistía cada vez se impregnaba de ese olor y quizá esa fue la primera cosa que los otros niños del colegio notaron de ella: un aroma particular que recordaba al bosque y al excitante perfume de las flores. Un retal de pétalos y frutos desco- nocidos que llama la atención por su misteriosa belleza, pero que nadie se atreve a tocar por el temor a ser intoxicado por algún vene- no intencionadamente creado. Al cerrar la puerta, una cortina de tubas se abrió al interior. El Dr. K. Masaji tenía una gran afición por Wagner, y sobre todo por la serie trágica del anillo nibelungo que comenzó a repicar ascen- dentemente en el largo pasillo del séptimo piso. Mirai se detuvo a la mitad, ¿es que había comprendido algo? Quizá fue algo más lo que la hizo detenerse en el corredor, era como ese sueño del que no podía distinguirse, en el que se veía a sí misma viéndose a sí misma. Decidió volver. Las líneas negras que delineaban el nombre del doctor en letras amarillas resaltaban por la luz restante que atra- vesaba el cristal desde el interior. Tocó la puerta, pero la música le impidió escuchar cualquier respuesta, así que giró la perilla y abrió. La oscuridad ya se alzaba en el interior, el último destello de sol se había difuminado y era la Luna la que comenzaba su ascenso. Mirai se paralizó en la puerta. Él estaba ahí, de frente a los vitrales que formaban un gran espejo en la penetrante asunción de la noche. En el reflejo del cristal, su cabello oscuro y vigoroso se veía estropeado, como un retazo de mechones delgados y sin brillo, ro- deándole la coronilla de su cabeza, entretejiendo el color corrupto de su piel consumida por un tiempo distinto. La figura de sus ojos, fina y alargada por detrás de sus elegantes gafas, se había vuelto ovalada y perversa, un caudal profundo sobre el que no podía reve- larse nada más. En su rostro monstruoso, las líneas se entrelazaban con la reflexión cálida de la oscuridad y la risa que resoplaba por encima del aire de su abanico, dejando entrever sus dientes roídos y teñidos. El contorno de la sombra que se expandía sobre el piso, aunque desprendida de su cuerpo, no parecía la de él. Estaba lige- ramente encorvada y decaída, contrario a su postura recta y vigori- zante que se erigía frente a ella cada sesión, cada tratamiento, cada vez que él la visitaba en su cuarto al anochecer. Ella lo miró hundi- da en el reflejo, que cobraba nitidez conforme la oscuridad del pa- tio boscoso sobresaltaba en la penumbra. El alucinante estremeci- miento de las cuerdas en la música funcionaba perfectamente como señuelo de la conciencia, atrayendo la refracción del crepúsculo a sus largos ventanales y rompiéndola como un puente de colores que se desfragmenta hacia la luz, pero en el rasguño agonizante de la aguja, el destello era más bien de un solo color. En ese momento, el Dr. Kappa Masaji la vio parada en la puerta, con el dedo sobre el péndulo del metrónomo, silenciándolo sin expresión alguna en el rostro más que un puntilloso destello en sus ojos, pues al parecer, la oscuridad también posee un brillo resplandeciente y radiante cuan- do por fin aparece, cuando la luz del sol debe ceder ante la noche que le susurra lentamente mientras asciende, como el ciruelo que pierde sus flores susurra al mejiro que se sostiene sobre sus ramas: «Emigra o muere.» Kokeshi Rodrigo Larrubia Salado

—El tatami está mojado —pensó desconcertada Umi Natsukawa al entrar en la habitación oscura del antiguo ryokan abandonado de Yamagata. La habitación estaba sucia aunque ordenada, con el papel del shoji desgastado y rasgado por algunas zonas. Además, olía mal, ya que el establecimiento permanecía cerrado desde hacía décadas. No era un lugar al que querría ir una estudiante de bachillerato tras la puesta de sol, pero no tenía más remedio. Había perdido una apuesta con su compañera de clase y rival, Mika Watanabe, por lo que debía buscar y entregarle una muñeca kokeshi que se hallaba, según contaban las historias de la zona, en el piso superior de aque- lla aterradora casa. Umi quería salir de allí de inmediato, estaba aterrada, pero le im- portaba más su honor. Si no conseguía aquella condenada muñeca, Mika se encargaría de humillarla ante todos.

En aquella región se decía que la kokeshi que debía encontrar se fabricó por mandato del dueño del ryokan tras haber desaparecido su hija menor, Makoto Himura. Su madre había perecido en el parto y, a consecuencia de ello, su hermana mayor fue enviada a vivir con unos parientes lejanos, pues su padre no podía asumir la crianza de las dos niñas y regentar el negocio. Antiguamente era costumbre el construir una muñeca kokeshi tras la pérdida de una hija para mitigar el dolor, ya que de alguna manera llegaba a sustituirla. Sin embargo, en el caso de Makoto, se decía que el espíritu de la niña había poseído a la muñeca. Tras la tragedia, el negocio comenzó a decaer, como si Zashiki Warashi hubiera abandonado a la familia Himura en busca de un nuevo ho- gar al que otorgar prosperidad. La historia terminaba con un fatal desenlace: el suicidio de Ichiro Himura, el padre de Makoto. Umi, en cuanto se secó la planta del pie empapado con la mano tras haber pisado el tatami descalza, echó un rápido vistazo a la deprimente habitación en busca de la escalera que la llevara al se- gundo piso, donde se hallaba el dormitorio de la pequeña Makoto y donde probablemente estaría la figura. —¿Por qué estará mojado el suelo? —se preguntó. Quiso atravesar la habitación para abrir el shoji del fondo, cuan- do escuchó un crujir proveniente del piso superior que la dejó pa- ralizada. —¿Quién anda ahí? —profirió con voz entrecortada. De pronto, de nuevo el silencio. Cuando pudo recobrar la cordura se debatió entre seguir o aban- donar su cometido. Había escuchado historias aterradoras de aquel lugar: desde sonidos incomprensibles hasta apariciones de yūrei. Pero Umi nunca había creído en aquellas historias. Sin embargo, después del inexplicable sonido no le parecían tan descabelladas. Armada de valor, e intentando convencerse de que el ruido ha- bría sido provocado por algún animal que se hubiese colado en la casa, continuó con su misión. Se adentró aún más en la habitación, casi a tientas debido a la escasa luz que había en ella, y alcanzó a abrir el shoji con un poco de esfuerzo. Al fin dio con la escalera. Estaba formada por tres tramos de seis escalones cada uno. Cuando empezó a subir se percató de que le temblaba la mano con la que se apoyaba en la pared..., y no solo la mano... Su pierna también temblaba. —No hay nadie en la casa, Umi —se dijo a sí misma en voz baja—. Voy a encontrar esa maldita muñeca para poder salir de aquí. Comenzó, pues, a subir la escalera, decidida a terminar cuanto antes. Cuando Umi hubo avanzado lo suficiente como para poder al- canzar a ver la superficie del piso superior, un siniestro alarido en forma de susurro atragantado distorsionó la calma: —Omae… No supo quién podía emitir aquel espeluznante grito ni de qué parte de la casa podía provenir, pero sí estaba segura de algo: ese sonido no era de este mundo. Inmediatamente se giró aterrorizada y comenzó a correr para poder escapar del edificio por donde ha- bía entrado. Al irrumpir en la habitación por la que había accedido a aquella maldita casa se paró en seco al pisar el tatami. Algo no andaba bien. Notó un frío antinatural en los pies. Con una expresión de horror en su rostro y habiendo comenzado a llorar del miedo intenso que sentía, bajó la vista lentamente para descubrir qué sucedía en el suelo. Inexplicablemente ya no se trataba solo de un tatami húme- do, sino que había agua estancada y maloliente que le alcanzaba los tobillos. Levantó lentamente la cabeza al notar que también caía líquido sobre ella, y descubrió que en el techo de toda la habitación había enormes goteras que, como si de una lluvia de verano se tra- tase, caían sin cesar.

—AYÚDENME —consiguió gritar Umi a pesar del nudo que se alojaba en su garganta. Ante aquella desesperada petición de auxilio no hubo respuesta alguna. Intentó seguir avanzando hasta el otro extremo de la habi- tación que le conduciría a la salida, pero sus temblorosas piernas no respondían. Era como si sus pies estuvieran adheridos al tatami. Esto le puso más nerviosa y le provocó aún más llanto. —Omae… —se volvió a escuchar el alarido de ultratumba, pero esta vez más alto, más cerca. Umi emitió un chillido de pánico e intentó correr de nuevo. Para su sorpresa, pudo mover una pierna, la otra a continuación, y así reanudó una complicada marcha debido al agua estancada en la habitación. Cuando se hallaba a no más de dos metros del shoji que daba al jardín exterior, resbaló y cayó de bruces contra el piso. Intentó levantarse inmediatamente, pero le fallaron las fuerzas. Era como si una energía la atrajese hacia el suelo. Había comenzado a tragar un poco del agua pútrida que había anegado la habitación. Tampoco cesaba el goteo desde el techo. Lo más que consiguió tras mucho esfuerzo fue girarse de lado, de modo que solo media parte de su cuerpo quedaba bajo el agua. —Omae… —el alarido se volvió a repetir. Ante tal situación, Umi abrió los ojos y alcanzó a ver que junto a ella había una mesita baja. Con el brazo que quedaba fuera del agua agarró con decisión una pata del mueble. Siguió subiendo la mano hasta colocarla violentamente sobre la superficie, con idea de sujetarse a ella para conseguir erguirse, pero sobre la mesita se hallaba una caja lacada, y en vez de obtener un punto de apoyo, lo que consiguió fue arrojar dicha caja al suelo. Con ello se quedó sin energías y su brazo volvió sobre el tatami, como si estuviese iman- tado. Ahora estaba preparada para lo peor sin oponer ya resistencia alguna. Al abrir los ojos nuevamente descubrió sorprendida que del in- terior de la caja que había tirado accidentalmente flotaba un objeto frente a ella. No distinguía muy bien de qué se trataba, ya que cada vez era mayor la oscuridad que reinaba en la habitación. En un nue- vo impulso, consiguió agarrar el objeto de manera temblorosa para asegurarse de que se trataba de lo que se había imaginado al verlo. —Es la muñeca kokeshi… Desde el momento en que entró en el ryokan, ese fue el único instante en que de alguna forma se sintió reconfortada, y esto le ayudó a recuperar algo de fortaleza. Aunó todos sus esfuerzos en decidir que debía escapar del edifi- cio, pero ¿cómo?

Umi repitió la acción con la que había encontrado accidental- mente la kokeshi: se valió de la mesita como punto de apoyo para intentar incorporarse. Esta vez sí pudo agarrarse con fuerza al filo de la mesa, y lentamente consiguió que su tronco se irguiera has- ta permanecer completamente sentada sobre el suelo anegado. Sin embargo, sus piernas seguían sin responder. La muñeca que seguía en poder de Umi comenzó a emitir un ca- lor insoportable sin motivo aparente. Ella la miró, aterrada, y tuvo que soltarla debido a la quemazón que le había producido. Inexplicablemente, la muñeca no llegó a caer, sino que levitó hasta situarse lentamente frente a Umi, quien la miró aterrada y comenzó a gritar y a sollozar. Aquello no podía estar sucediendo. Era imposible. —Omae… —se escuchó de nuevo, esta vez con un matiz de melancolía. Umi quedó desconcertada a la vez que aterrada al descubrir que aquellos alaridos habían estado siendo emitidos por la propia kokeshi. —Qué… ¿Qué quieres de mí? —consiguió pronunciar. —Omae… karada… «Tu cuerpo», había respondido la muñeca. —Umi es una cobarde —dijo Mika Watanabe mientras se giraba en su asiento para hablar con sus compañeras al finalizar la clase de shodō. —Seguro que ni siquiera se ha acercado al ryokan Himura, y encima ha faltado hoy para no dar la cara. —Si hubiera perdido yo la apuesta, estaría aquí con la muñeca sin lugar a dudas. Sin llegar a terminar esa frase notó que por el pasillo de la iz- quierda una figura avanzaba. Quiso ver de quién se trataba, y se sorprendió al ver a Umi tomando asiento en su pupitre. —Umi, has... Has venido —afirmó sorprendida Mika, que sos- pechaba que había tenido que oír toda la conversación—. Y bien, ¿dónde está la muñeca? Umi se limitó a dejar su mochila y mirar al frente, sin demostrar ningún signo de haber escuchado absolutamente nada. —Umi, te estoy hablando. Contéstame, ¿dónde está la muñeca? Siguió sin contestar. Haciendo una mueca de altivez y con voz de superioridad, se giró otra vez hacia sus amigas dando la espalda a Umi. —Os dije que era una cobarde. No iba a ser capaz de... Mika se percató de que las compañeras con las que estaba hablando no le estaban prestando atención. En lugar de eso, tenían los ojos totalmente abiertos, con un gesto de terror en sus rostros. Mika, completamente sorprendida por la expresión que mostra- ban, quiso dirigir la vista hacia donde sus amigas estaban mirando: en dirección a la compañera recién llegada. Umi exhumaba agua por doquier; su cara, sus manos, sus ojos, cabello..., todo expulsaba agua como si se encontrara debajo de una cascada. Su mirada se- guía fija hacia el frente, pero de repente esbozó una leve sonrisa y dirigió violentamente la mirada hacia Mika. Una alumna del aula que se encontraba al otro extremo de Umi gritó de miedo al ver cómo se iba inundando la clase y al compro- bar de dónde estaba saliendo el agua. El grito captó la atención del resto de compañeros, y a continuación surgió una estampida. Todos abandonaron el aula de forma caótica y atropellada. Solo quedaron ellas dos. —Así que has vuelto —dijo Mika con voz solemne—. Umi cumplió con su cometido y te encontró —continuó—. Me ha sido muy útil. Una perfecta marioneta. —No te perdonaré por lo que me hiciste, hermana —contestó Umi con una voz que no parecía la suya—. Por tu culpa he estado encerrada en esa muñeca, he tenido que presenciar la decadencia de mi hogar, asistir a la muerte de padre..., y eso jamás te lo perdonaré. Umi se levantó del asiento con la mirada fija en Mika, y con tal expresión de rabia que comenzó a levantar los brazos mientras aumentaba la cantidad de agua que emanaba de ella. Su apariencia empezó a tornarse en la de alguien distinto. Ya no era Umi en su aspecto físico, sino la desaparecida Makoto Himura, que la había poseído para escapar de la muñeca kokeshi y así poder vengarse de su hermana. —Sí, te encerré en aquella muñeca —dijo Mika mientras se le- vantaba y se posicionaba frente a Makoto. Su aspecto también se empezó a modificar por el que le correspondía en realidad: el es- píritu de la hermana fallecida de Makoto Himura—. Tú trajiste la desgracia a la familia —continuó alzando la voz, cargada de ira—. Asesinaste a madre al nacer y me separaron de padre por tu culpa. Escapé para volver a casa, pero no lo conseguí. Solo quería que su- frieras, que pagaras por lo que me has hecho. Llevo años vagando e intentando destruirte, pero no puedo entrar en mi antiguo hogar porque me expulsaron de allí. Pero por fin te tengo. Mientras terminaba de pronunciar estas palabras, Mika sonrió y a continuación abrió la boca de una forma macabra, imposible de imitar por cualquier ser humano, pues se le rompería la mandíbula. Comenzó a exhalar por su boca humo negro y denso que rápida- mente invadió la estancia. De repente, humo y agua se mezclaron en un torbellino de ren- cor e ira, hasta que todo cesó y culminó con la destrucción del mo- biliario del aula donde se había originado el fenómeno. Los compañeros de Umi y Mika veían aterrados desde la entra- da del instituto lo que estaba sucediendo. Algunos lloraban, otros hacían llamadas desde sus teléfonos a los servicios urgencias y a familiares. —¿Qué es esto de aquí? —Al jefe de bomberos que había en- trado en el edificio para localizar si había heridos le había llamado la atención algo que se encontraba entre los escombros del aula. Se trataba de una bonita muñeca kokeshi. Onna Benshi John Saga

«Con la introducción del racionalismo occidental, todos los fantasmas y los aparecidos de las historias antiguas del Japón han muerto.» Sanyūtei Enchō I en su monólogo Tōkaidō

—Dicen que el olvido es aún misterioso y que el recuerdo esca- pa más allá de los límites del poder y el mundo de los espíritus. Es así como funcionan estos nuevos puentes largos y estrechos, como una cuerda colgada entre dos construcciones, la del pensamiento y la memoria, que van y vuelven como ruiseñores entonando el primer canto primaveral sobre la inmensidad del bosque de Aogi- kahara, siempre en busca de las historias que puedan conformarnos o confirmarnos como sujetos. »Sujetos al recuerdo y a la frustrante reconstrucción bárbara del malentendido almacenista de memorias: el cerebro. Por eso, algún occidental nos creía una cuerda tendida sobre un abismo mons- truoso al que no habría que mirar, porque estamos parados siempre sobre un trecho frágil, un puente que en Tōkaidō se ha despojado de sus fantasmas, pues ya no es destino ni estación, sino solo una cuerda tensa y dispuesta a ceder con el más mínimo temblor de las estructuras. Por eso son tan emocionantes las ficciones, ¿no lo cree? Las hacemos embonar perfectamente con los recuerdos y nos pasamos así la vida entera, confundidos e ilusionados con ello. Pen- sando de manera idéntica sobre lo que leímos un día y lo que pasó un día. La cuerda sagrada (Shimenawal) Àngels Gimeno

Arrodillada frente al kami, Miko renovó sus diarias ofrendas en el pequeño altar: arroz, agua, sal, un poco de sake… Pero en aquel altar no había ninguna alegoría a sus antepasados, su altar era mu- cho más vital. Allí, desecados y curtidos, colgaban los cordones umbilicales que sus manos hábiles habían anudado y cortado a lo largo de su vida ejerciendo como comadrona en la pequeña aldea nipona, tan alejada de ese mundo urbanita que llamaban civilizado. Miko era una chamán. Desde la infancia, su madre y su abuela la habían adiestrado haciéndola partícipe de seculares conocimien- tos basados más en la experiencia que en magia alguna, aunque no pocos en la aldea le atribuían poderes mágicos. ¿Cómo explicar, si no, que a Miko le bastara con sostener la muñeca de un enfermo para captar su pulso y casi de inmediato determinar qué órgano de su cuerpo fallaba? Mientras en un almirez molturaba hierbas, algas y setas que solo ella conocía, canturreaba extrañas salmodias que la ponían en contacto con los espíritus de sus antepasadas para que la guiaran, porque la suya era una magia absolutamente femenina. En aquella familia los hombres habían tenido el mero papel de ser elegidos para la procreación. No había constancia de que hubieran parido ningún hijo varón, parecían seleccionar el momento justo en que la fecundación daría origen a una mujer, se rumoreaba que así debían hacerlo para mantener la sabiduría de la estirpe chamánica. Pero el imparable avance de los tiempos se imponía, y la última descendiente de la familia, la dulce Ayami, había estudiado biolo- gía marina. Viajaba por todo el archipiélago ejerciendo su profesión sin querer adentrarse ni mucho menos participar del enigmático mundo de sus antepasadas, donde todo tenía un valor simbólico y trascendente. Para ella, si una especie marina desaparecía, era por contaminación de las aguas, por falta de su alimento natural o por la maldita radiación de Fukushima. No compartía la creencia de que un dragón abisal, enfurecido por la falta de respeto mostrada por los humanos, hubiera emergido para engullir su alimento tratando de condenarlos al hambre, a la extinción. Abuela y nieta habían vivido muy unidas. La madre de Ayami murió muy joven, engullida por el mar que de vez en cuando re- clamaba un tributo, una víctima. La abuela sabía que sus propios óvulos eran el origen de su nieta y eso quedaba patente hasta en el gran parecido físico que existía entre ambas, pero la educación es- colar recibida por la joven la colocaba en las antípodas de ella, sin menoscabar el profundo cariño y respeto mutuo que ambas sentían. Miko, la anciana, controlaba su intensa preocupación. Había re- cibido una llamada telefónica de Ayami y su simple tono de voz le advertía que algo no iba bien, que la joven estaba triste, y eso era inconcebible. Dentro de un par de meses iba a contraer matrimonio con Kuro, un ingeniero que trabajaba en Tokio, atractivo y talen- toso, con la particularidad de haber nacido en la misma aldea que Ayami. La abuela recordaba bien haber asistido a la madre de Kuro en el parto, lo difícil que este había sido. El bebé venía de nalgas y Miko tuvo que emplear todos sus conocimientos para conseguir cambiar la postura del bebé dentro del propio útero, sin dañarle en absoluto y que naciera de cabeza, algo que muy pocos ginecólogos conseguían. Pero como todo el mundo repetía, las manos de Miko eran mágicas y obraban prodigios. Miko sintió siempre una predilección especial por Kuro, el niño difícil, que frecuentaba su casa y compartía juegos con su nieta. Con el paso de los años los estudios en distintas facultades separa- ron a los jóvenes, pero les bastó tropezarse un día en una fiesta en la ciudad para que los viejos sentimientos adormecidos revivieran de golpe con tal fuerza que se hicieron novios y, ansiosos, iniciaron los preparativos para casarse cuanto antes. Ayami estaba radiante, la felicidad escapaba por sus bellos ojos, su piel resplandecía. Cuando hablaba con su abuela reía a carcajadas pese a la severa educación impartida a las muchachas, quienes debían contener y disimular siempre sus emociones, especialmente si estas eran tristes, para no hacer sufrir ni incomodar a sus interlocutores. Generosidad en gra- do sumo, contener el propio dolor para no contagiarlo a otros. La abuela oyó el ronroneo de un motor, se acercó a la ventana de la casa de madera y vio a su nieta descender de un coche peque- ño. Aquella niña no había tenido problema en sacarse un carnet de conducir, como tampoco lo había tenido para conseguir un título universitario y trabajar codo a codo con hombres. Era decidida y competitiva, pero no había perdido su encanto natural de mujer, sus modales sutiles y delicados que de golpe borraban la época en la que se movía para convertirla en una joven ansiosa de agradar a la persona que tuviera delante, como pudiera hacerlo una geisha en el ritual del té o tañendo las cuerdas de un koto. Ayami se acercó a la casa cubierta con un grueso abrigo; hacía frío, soplaba un viento helado que anunciaba la llegada del invier- no. Ambas mujeres se fundieron en un apretado abrazo con el que se transmitieron mucho más que con multitud de palabras. Pocas ex- plicaciones necesitaba la intuitiva abuela, pero Ayami no regateó el relato de su frustración, de su ruptura. Quizás necesitaba exorcizar su dolor y nadie mejor que su abuela para comprenderla. —Kuro me ha dejado —explicó con sencillez—. La hija del dueño de su empresa se ha fijado en él y el padre ve con buenos ojos esa relación. Sabe que Kuro es un magnífico ingeniero y que será fiel al espíritu de su corporación y la engrandecerá. Kuro se deja querer, me ha confesado que no está enamorado de esa mujer, pero es la gran oportunidad de su vida. He aceptado su explicación, la cosa no tiene remedio y prefiero mantener mi dignidad intacta, no rebajarme. No he aceptado seguir viéndonos como él me proponía, le amo demasiado para aceptar ser solo una concubina. —¿Cuándo es la boda de Kuro? —preguntó Miko con una voz exenta de matices, tan fría como el viento que soplaba en el exte- rior. —Ya debe de haberse celebrado, esta es su noche de bodas, la noche que debía compartir conmigo, pero estará en brazos de otra mujer. No soportaba seguir en la ciudad, he venido a refugiarme aquí, contigo. En estos momentos deseo morir, y a mí misma me digo que Kuro no es digno de mi dolor, él ha escogido su camino olvidando todos los lazos que tantos años nos han unido… Hemos compartido juegos, ilusiones, un gran amor, al menos por mi parte. Ayami hablaba atropelladamente mientras las lágrimas caían sin freno alguno, sus mejillas brillaban por gotas que se encharcaban sobre la mesa cuadrada, las dos mujeres acuclilladas sobre los al- mohadones que, poco después, extendidos, serían los tatamis que acogerían su sueño, aquel día plagado de pesadillas. Todo en la casa era simple, de una belleza sin artificios, tan austera que serenaba el alma. La abuela escuchaba en silencio, como si meditara. Su rostro impasible no revelaba enojo, ella también era capaz de disimular la profunda ira que agarrotaba sus entrañas. —Voy a prepararte una sopa que te confortará —dijo con natu- ralidad, levantándose para acercarse al pequeño hogar. Ayami asintió con la cabeza. No tenía hambre, pero no quería molestar a la abuela despreciando el alimento que sin duda iba a prepararle con todo el amor. Niko se acercó a su pequeño altar y tomó algo de él. Ayami, absorta en su tristeza, no se percató de ello. Tampoco dio importan- cia al canturreo de la abuela mientras majaba algo en un almirez. Transcurrió un tiempo y Ayami no tardó en tener ante sí un cuenco conteniendo sopa. —Come, Ayami, esto te relajará, confortará tu estómago y tu alma. —Itadakimasu. —La joven no olvidó el obligado «recibo con gratitud» que merecía el cuenco ofrecido por su abuela. Introdujo la cuchara en el caldo y agitó algo oscuro; parecía una raíz, quizás un alga desecada—. ¿De qué es esta sopa? No reconozco el sabor. —Le he puesto un trozo de raíz especial, mastícala despacio, desmenúzala con tus dientes. La muchacha se encogió de hombros, le daba igual comer que ayunar, pero tenía frío y la sopa estaba caliente, un calor que se transmitía a la mano que sostenía el cuenco. Le fue fácil masticar aquella raíz y la tragó sin problemas. Si la había cocinado su abue- la, seguro que era perfecta para aliviar la tensión de su estómago, vacío desde hacía un montón de horas. Una dulce somnolencia la invadió. La abuela la acunó como cuando era una niña. Seguía siendo huérfana, y confortada por aquel contacto, envuelta por el aroma familiar que exhalaban las maderas de la casa, no tardó en dormirse sobre el tatami de paja de arroz. Estaba exhausta, demasiadas emociones negativas acumu- ladas en los últimos tiempos. La abuela seguía canturreando algo que no era una nana, quizás fuese la llamada para contactar con el universo ancestral y mágico en el que ella sí creía. A muchos kilómetros de la cabaña, Kuro permanecía con los ojos muy abiertos en la suite nupcial del lujoso hotel donde se había celebrado la cena y la fiesta de esponsales. A su lado, la flamante esposa dormía y dormía plácidamente. Si estaba cansada, no era por ajetreo sexual alguno. Habían iniciado el juego amoroso con una activa participación de la novia, pero sus esfuerzos resultaron inútiles a la vista del falo arrugado de su pareja, que no parecía el de un hombre con menos de treinta años. Decepcionada, pero aceptando que Kuro estuviera agotado (demasiada tensión en aquella jornada donde se pretendía que todo saliera perfecto), le besó y se tendió a su lado. El sueño no tardó en invadirla, ella también estaba muy cansada. A la tensión de los últimos días se añadía aquella jornada sobre unos zapatos con tacón de aguja, altísimos, un vestido blanco con corsé apretado al estilo occidental y un peinado tan elaborado que las horquillas le torturaron. No importaba que aquella noche las cosas no discurrie- ran como ambos deseaban, al día siguiente se resarcirían y todo el tiempo del mundo sería suyo. Kuro, profundamente molesto y humillado, comenzó a sentir un intenso dolor en el abdomen. Se inició justo detrás del ombligo, como si le hubieran clavado un tanto, la pequeña daga de apenas treinta centímetros que en tantas películas había visto utilizar a los samuráis que recurrían al suicidio ritual para lavar su honor, algo que los jóvenes japoneses solo conocían ya por la literatura o el cine. Temió tener las tripas henchidas de gases, algo del fastuoso menú pagado por su suegro debía de haberle sentado fatal. Temeroso de no poder contener una explosión de ventosidades apestosas que po- drían estropear aún más una noche de bodas en la que había hecho el ridículo, se levantó tambaleante para dirigirse al cuarto de baño. Cerró la puerta tratando de no hacer ruido. La luz muy brillante se encendió sin necesidad de pulsar ningún interruptor, era una luz fría que reverberaba sobre las baldosas blancas y hería los ojos. El dolor se agudizaba, ansiaba sentarse en la taza del sanitario para intentar liberar sus doloridos intestinos, no sabía de qué, mientras violentas arcadas subían de su estómago a la garganta. No consi- guió llegar junto al sanitario, cayó al suelo carente de fuerzas, su espalda desnuda apoyada contra la pared. El frío más intenso se apoderó de su cuerpo, lo sintió subir por los pies reptando como una culebra hasta el pecho mientras sus manos oprimían el abdomen. Intentó gritar, quizás para pedir soco- rro, pero ningún sonido logró traspasar las paredes del baño, bien diseñado para no transmitir incómodos ruidos al dormitorio donde su pareja dormía plácidamente. El dolor se agudizaba, no cedía, le atenazaba como un garfio de matarife. Gimió y notó que sus manos comenzaban a mojarse. Las miró horrorizado, estaban manchadas de sangre… Sin poder dar crédito a lo que sus ojos apenas alcanzaban a ver, como inmerso en el pánico de una niebla densa, sintió que su vientre se abría como hendido por la daga ritual y las tripas escapaban incontenibles, li- beradas del duro cinturón muscular. ¿Qué droga le habían administrado, qué veneno había tomado? En el menú nupcial no se había servido pez fugu, era un manjar tan caro como de difícil elaboración y su suegro no iba a correr seme- jante riesgo. Con la espalda semiapoyada contra el muro, su cuerpo se con- vulsionó como si estuviera pariendo sus propios intestinos, que es- caparon de la cavidad abdominal para rodear sus piernas como una cuerda maldita, irrompible. La sangre era como una isla roja sobre las baldosas blancas en la que Kuro era el centro. Muy lejos de allí, Miko acarició los cabellos negros de su nieta la científica, para quien la magia solo era real en los cuentos que le explicaba la abuela antes de dormir. Dirigió una última mirada a su pequeño y singular altar donde faltaba un cordón umbilical: el de un niño cuyo parto de nalgas ella asistió con exquisito cuidado. Nadie se daría cuenta de ello, nadie sabría nada y la vieja chamán se mostraría hermética e impasible en aquel tiempo donde ya nadie creía en poderes sobrenaturales, porque imperaba la más avanzada tecnología. Nieve Marta Sebastián Valverde

Empezó a nevar a principios de diciembre. Primero fue una nevada suave que apenas cuajó. Luego se formó una pequeña capa, suficiente para que los niños jugaran a tirarse bolas de nieve de camino a la escuela. Después, las carreteras se empezaron a volver peligrosas. Daba igual las veces que pasara la quitanieves, en seguida se volvían a llenar. A lo largo de los días la capa que cubría el suelo se fue haciendo más gruesa. En al- gunos puntos casi llegaba a la cadera de un hombre adulto. Incluso andar se hizo peligroso. Las escuelas cerraron. Se lanzaron recomendaciones para que la gente se mantuviera en casa. Primero se creó un servicio de comida a domicilio por parte de los supermercados para que la gente no tuviera que exponerse para comprar comida. Después, incluso eso dejó de funcionar. Hiroto tenía juegos para entretenerse. Su ordenador, su Nintendo, el tangram de madera de su madre, Kaiya, pinturas, libros y mangas. Su ma- dre le leía historias por la noche y a veces jugaban juntos. Los primeros días no se aburrió. Quería volver a la escuela, quería volver a ver a sus amigos, pero en casa no se estaba tan mal. Lo único malo era que no podía salir. La capa de nieve era más alta que él y su madre insistía en que hacía demasiado frío. Le habría gustado hacer muñecos o tirarse bolas de nieve. Estar encerrado en casa empe- zó a aburrirle. No le interesaban los videojuegos, jugar con su madre le cansaba porque parecía que ella nunca se enteraba de las reglas. Le dolía la cabeza y apenas podía concentrarse leyendo. Echaba de menos a sus amigos, echaba de menos estar con otros niños. Se descubrió a sí mismo mirando por la ventana deseando que apareciera alguien con quien jugar por el horizonte. Aunque estuviera hecho de nieve. Aunque fuera tan frío como los carámbanos que colgaban de su tejado. Pasaron las semanas. La ola de frío empezaba a ser demasiado larga. Hiroto se aburría, preguntaba continuamente cuánto quedaba para volver a clase, pero su madre no sabía responder. A veces la luz se cortaba du- rante días y con ella la calefacción. La comida se acababa poco a poco. Habría muchas otras familias en una situación similar, pero resultaba im- posible abrirse un camino entre la nieve para rescatarlas. Parecía que cada vez que se apartaba venía más a ocupar su lugar. Parecía que se iban a quedar congelados allí o muertos de hambre. Habían pasado cerca de dos semanas cuando se oyeron golpes en la puerta. En ese momento madre e hijo estaban viendo la tele. Se miraron por un momento, intentando discernir si el golpe venía del aparato o de algún lugar de la casa. Tras un rato de desconcierto volvieron a centrar sus ojos en la pantalla. Hiroto se arrebujó en su manta. ¿Quién podría estar llamando a su puerta con esa capa de nieve, de todas formas? Era imposible. Pasado un rato se oyeron los golpes otra vez. Esta vez no cabía duda. Su madre se levantó y fue a comprobar qué había hecho ese ruido. Miró por la ventana y no parecía haber nadie. Sería una rama o una piedra que se hubiera chocado por… ¿qué viento? Se quedó allí un buen rato, pensando qué hacer. Cuando se volvieron a escuchar los golpes, abrió la puerta. Se abrió con sorprendente facilidad. Kaiya estaba segura de que se tenía que haber atascado por la cantidad de nieve que había fuera. En ese momento se apagó la tele. Se había vuelto a ir la luz. Entró una niña de la misma edad de Hiroto. Se quitó los zapatos y los dejó a la entrada. Kaiya cerró con rapidez para evitar que se saliera el poco calor que quedaba dentro de casa, pero no pudo evitar quedarse helada de repente. La chica era muy pequeña y delgada. Tenía la piel muy pálida y el pelo muy negro. Sus ojos eran muy grandes y su cara, alargada. No vestía de forma adecuada a la temperatura, desde luego. Su chaqueta parecía más adecuada para las noches de verano que para el invierno y ni siquiera llevaba un jersey debajo. Llevaba pantalones largos, pero el calzado que había dejado a la puerta eran sandalias. —¿Estás bien? ¿Te has perdido? La niña asintió. Miraba a todas partes como perdida en un sueño. Hi- roto se acercó a la puerta, curioso. —¿Cómo te llamas? ¿Quiénes son tus padres? —Me llamo Tsurara —dijo la niña con un hilo de voz—. Mis padres están lejos. Kaiya sacó el móvil, esperando que al menos hubiera cobertura. —¿Cuál es tu apellido? —Yokimori. —¿De dónde vienes? —De… Kaneyama. —¿Cómo has llegado aquí? —Me perdí… —y se miró los pies. Kaiya llamó a la policía, pero nadie respondió. Probó varias veces, pero ni siquiera parecía llegar señal. —¿Te quieres quedar con nosotros mientras vienen? —preguntó Hi- roto. Aquello sí que eran malas noticias. A saber cuánto tiempo duraría aquella maldita ola de frío. Como tuvieran que estar mucho tiempo sin comida se morirían de hambre los tres. Y era muy raro que hubiera apa- recido allí, sin sus padres ni nadie. Y encima desde Kaneyama… Pronto tendrían que empezar a buscar a sus padres. Tendría que poner mensajes en las redes sociales, contactar con la prensa… No tenía demasiadas es- peranzas en que estuvieran vivos. Mientras ella se mordía los labios pensando qué hacer, Hiroto y la niña empezaron a hablar de forma muy animada. Kaiya sonrió. Al menos su hijo ya tenía alguien con quien jugar. No podía quedar tanto tiempo para que la ola de frío cesara, ¿verdad? Aquella noche no tuvieron demasiada comida para cenar. El tiempo sin ir a la compra se notaba. Y su invitada tenía un apetito voraz. ¿Habría pasado algún día sin comer la pobre criatura? La comida estaba fría, pero Tsurara no se quejó y agradeció mucho el recibimiento. Le dejaron para dormir el saco que había sido del padre de Hiroto. Él ya no lo iba a usar, de todas formas. A la mañana siguiente, Tsurara se ofreció a ir a la compra. Kaiya se lo prohibió varias veces, pero la niña no paraba de insistir. Estaría bien, decía, se sabía el camino. Kaiya estaba convencida de que no podría salir y de que, si lo hiciera, no podría volver a entrar. Aunque tanta fue la insis- tencia de la niña que al final tuvo que ceder y le dio dinero para comprar fideos y algo más. La vio salir, segura de que no podría encontrar el cami- no de vuelta, pero dos horas después volvieron a llamar a la puerta. Había regresado con comida. Aquello parecía cosa de espíritus. La ola de frío se prolongó algo más de un mes. Hiroto se pasaba el tiempo jugando con su nueva amiga. A veces hablaban casi en susurros, se contaban historias de miedo o competían para ver quién era mejor a los videojuegos. Parecía una niña normal si no fuera por el frío que hacía siempre a su lado, junto al hecho de que esperara a que su comida se en- friara en el plato. Kaiya también estaba segura de que no se bañaba con agua caliente, si bien ese no era asunto suyo. La nieve siguió fuera durante unas semanas más. En las noticias vie- ron cómo había familias enteras que tenían que haber sido rescatadas de su propia casa. Los niños vivían ajenos a ello, pero a Kaiya le preocupaba. No era normal que aquello durara tanto. La escuela permaneció cerrada más de un mes. Por mucho que preguntaba a la policía, no era capaz de averiguar el paradero de los padres de la niña que se había alojado en su casa. Su nombre no figuraba entre los alumnos de ninguna escuela de Ka- neyama, ni siquiera el apellido Yokimori figuraba en ninguna parte. Podía ser que la niña mintiera, pero ¿para qué? ¿Qué sentido tendría quedarse en casa de gente a la que no conocía de nada? ¿Acaso quería huir de sus padres? Cuando llegara la primavera investigaría más a fondo. A veces se sentía mal por ver a esa niña como alguien tan sospechoso. Con lo bien que se lo pasaba con su hijo… Pero todo, desde su origen hasta su apari- ción, pasando por sus modales, estaba sumido en el misterio. Cuando al fin se volvió a abrir la escuela, Hiroto fue con lástima. Des- de que conoció a Tsurara dejó de echar de menos a sus amigos, y la pers- pectiva de volver a verlos no le hacía ninguna ilusión. Él quería quedarse en casa con su nueva amiga. Cuando terminaban las clases y las activida- des extraescolares volvía ansioso. A veces incluso se olvidaba de estudiar, con lo que se ganaba severas reprimendas por parte de su madre. El tiempo pasó. Poco a poco fue haciendo menos frío. La nieve se descongeló por completo, los cerezos florecieron, empezaron a llevar chaquetas cada vez más finas. Kaiya seguía siendo incapaz de encontrar el origen de Tsurara e hizo lo posible por apuntarla a la escuela de Aga, al menos, lo que quedaba de curso. Cierto día, cuando de la nieve no quedaba ni el recuerdo, Tsurara se volvió a ofrecer para hacer la compra. Hiroto quiso acompañarla, pero su madre le hizo quedarse en casa haciendo los deberes. Pasaron las horas y la niña no volvía. Dos horas, tres, cuatro. La llamaron al móvil, pero estaba sin cobertura. Kaiya salió a buscarla pese a que no se encontrase ni rastro de ella en el supermercado ni en el camino. Parecía haber desapa- recido. Denunció la desaparición, llamó a la policía. Pasaron los días, las semanas, los meses. No había noticias de ella. Había aparecido de la nada y allí parecía haberse ido. Hiroto se pasó días enteros llorando, mas se fue recuperando poco a poco. Volvió a hablar con sus amigos, se concentró en la escuela, empezó a hacer actividades por la tarde. En verano ya parecía haberla olvidado por completo. Pero Kaiya no lo había hecho. Y ella tenía miedo. Cuando volvió el invierno, volvieron las nieves, pero no llegaron a ser tan altas como el año anterior. Kaiya estaba segura de que ocurriría algo terrible, se pasó el invierno esperándolo, aunque no pasó nada. La niña no apareció de nuevo como si fuera algún yōkai sediento de venganza. Tampoco apareció al año siguiente, ni al que vino después. Poco a poco, los dos se fueron olvidando de ella. Pasaron los años. Hiroto creció y fue a estudiar a la Universidad de To- kio. Consiguió trabajo como ingeniero y se mudó lejos del pueblo. Solo pasaba por allí algunos días en invierno visitando a su madre. El nombre de Tsurara solo le provocaba recuerdos vagos, de alguien que había juga- do con él de pequeño, alguien que de repente había aparecido y de repente se había marchado. Un incidente, una anécdota que contar. Cuando fue a casa de su madre con su pareja para presentársela, volvió a caer una nevada como la de cuando tenía diez años. Volvieron a cerrar las escuelas, volvieron a quedarse atrapados en casa. El pronóstico me- teorológico anunciaba que solo duraría un par de días, a lo sumo tres, y que pronto podrían volver a su vida normal. En todas partes había com- parativas con la anterior, en Internet circulaban rumores de que aquello era un signo de que se acercaba el fin del mundo, o que era cosa deyōkai y mil estupideces más. La primera noche se fue la luz. Hiroto fue incapaz de dormir y fue a hacerse una infusión para relajarse. La nieve le traía muchos recuerdos. De su amiga Tsurara, a la que había olvidado. ¿Dónde estaría ahora? ¿Ha- bría encontrado a sus padres? Miraba por la ventana al paisaje helado y solo podía pensar en ella. El frío que hacía siempre a su lado, que le obligaba a estar siempre envuelto en mantas, su pelo negro, aquellos ojos azules tan particulares. No podía creer que hubiera estado tanto tiempo sin pensar en ella. La echaba tanto de menos… Pegó un brinco al escuchar golpes en la puerta. Pensó que serían ilu- siones suyas, pero no tardaron en repetirse. Abrió. Allí estaba. Había crecido, igual que él. Era tan hermosa como la nieve que se acumulaba fuera. E igual de fría. Se dieron la mano. Estaba helada, pero eso ya se lo esperaba. —¡Tsurara! —exclamó—. ¿Dónde has estado? ¿Cómo has vuelto? Te he echado de menos… —Has tardado mucho en volver a llamarme —respondió ella en voz baja—. Pero ya no importa. No volverás a necesitarlo. Poco a poco, paso a paso, ella le guio fuera, hacia la nieve. La ventisca se hizo más fuerte. Si alguien hubiera mirado desde dentro de casa, habría visto cómo el joven desaparecía nada más cruzar el umbral. Pero no había nadie. Al día siguiente, Kaiya se despertó pronto. Se había quedado helada. Encontró la puerta abierta y ante ella los zapatos de su hijo. Canción de madera Laura Cr.

Hacía semanas que me aterraba dormir, pues al despertar no veía otra cosa que una imagen de mí misma colgada del techo. Cada noche, al poco de meterme en el futón, las sotoba más antiguas del cementerio de enfrente empezaban a sacudirse con fuerza por el viento de otoño. Era el sonido de la muerte, madera vieja tintineante, llamándome incesante…, y a la mañana siguiente, de nuevo esa imagen borrosa de mi irrefrena- ble y próximo destino. Por fin, hoy domingo, he decidido hacer algo. He cogido el tren hasta Shinjuku; en el Donki más grande y bullicioso he comprado una cuerda gruesa. De vuelta a casa he leído los tutoriales más fiables de nudos de horca. Con los pies al borde delkotatsu y la cuerda al cuello, espero que comience mi particular canción de llamada a la muer- te; cuando oigo los primeros choques de madera me lanzo al vacío en mi comedor, aliviada, tranquila…, hasta que la veo. Me mira fijamente, casi burlona, tal y como me la imaginaba en los cuentos de terror del colegio: una mujer prehumana, de cuello antinatural y serpenteante. Me sacudo con rabia, comprendiendo que ella era la imagen que me atormentaba y no una visión de mí misma, pero ya es tarde. No veo, solamente oigo la madera chocar. Ahora, más que a música, suena a la burla de esa maldita de cuello largo y deforme, el único ser testigo de mi absurdo final. Santuario Hernán Ruiz

«¡Joder, qué calor!», fueron las palabras más repetidas por Julián en la mañana del 6 de junio de 2016. Aquel calvario climático no era soportado tan solo por él, sino que a esta agonía se sumaban Mateo, su mejor amigo; Félix y la pareja de este, Ainhoa, de quien no se libraba ni para ir al baño. Los cuatro se encontraban en Kioto, la ciudad con más encanto de Japón para aquellos que prefieren lo tradicional e histórico a lo urbanita y futurista. Julián, Mateo y Félix se resguardaban del incesante calor del mediodía en el interior de una de las tiendas de souvenirs localizadas en las cerca- nías de Kiyomizu-dera, una de las visitas imprescindibles de la región. Mientras Ainhoa buscaba un regalo para su madre, su tía, sus amigas, su perrita y a saber para quién más, los tres amigos debatían sobre qué exó- tico lugar sería el siguiente al que acudirían. —Yo digo de hacer un tour por el Kinkaku-ji y el Ginkaku-ji —pro- puso Félix. —Si hubieses estado los días que quedamos para organizar el viaje en lugar de hacer caso a todas las peticiones de tu insufrible «esposita», qui- zá te hubieses enterado de que visitar el Pabellón de Oro y el de Plata más allá de las doce es una idea nefasta. Más que nada porque ambos cierran sus accesos al público a primera hora de la tarde —le reprochó Julián. —Tampoco hace falta que te pongas así, solo intentaba contribuir. La tensión entre Julián y Félix era más que evidente después de pasar siete días en Tokio, ciudad donde Ainhoa había restado más que aportado a las vacaciones por culpa de sus continuas quejas, faltas de respeto diri- gidas al calzonazos de su novio y la pérdida de trenes a consecuencia de sus tardíos amaneceres. Mateo no tardó en romper la tensión aportando una de sus ideas: —Dicen que lo más increíble de Kioto es la visita al santuario Fushimi Inari. Yo ya estuve hace cuatro años y me pareció fascinante. Propongo que vayamos después de comer para hacer la primera parte del recorrido de día y la segunda de noche, así podremos disfrutarlo de ambas formas. Como a Julián lo único que le apetecía era intentar olvidar las estupi- deces de la pareja y seguir con su viaje, este asintió a Mateo y se encami- naron hacia la estación central, no sin antes parar para comer un suculento okonomiyaki en uno de los restaurantes que pillaban de paso. Después de que Félix acudiese al baño debido a su intolerancia a la gastronomía japonesa, los tres amigos y la cuarta viajera en cuestión co- gieron el tren que los ponía rumbo a Fushimi Inari. Durante el trayecto, Mateo, nombrado guía y traductor durante las vacaciones, amenizó el recorrido explicándoles a sus acompañantes que el santuario que estaban a punto de visitar fue uno de los aspirantes a convertirse en maravilla del mundo. Esta candidatura se debió a que su itinerario, diferente a cualquier otro, se caracteriza por el asentamiento de numerosos torii, arcos tradi- cionales japoneses que forman un largo y rojizo pasadizo que tarda en recorrerse unas dos o tres horas a pie. Tras bajarse del tren, Mateo hizo gala de su dominio del japonés al tra- ducir a sus colegas uno de los carteles luminosos colocados en el andén: «El distrito de Fushimi-ku puede sufrir apagones eléctricos en las próxi- mas horas a causa de los daños que dejó tras de sí el temporal del pasado 4 y 5 de junio. Disculpen las molestias». —Con nuestra suerte, fijo que se apagan las luces del Gimari o como se llame cuando sea de noche —satirizó Ainhoa. —¿Y si te callas? Gracias… —replicó Julián, sin esperar respuesta por parte de la acoplada del viaje. Tras una hora de caminata por el santuario de Inari, los nervios de Julián volvieron a ponerse a prueba gracias a Ainhoa, quien retuvo a Félix durante más de media hora para que le hiciese todo un book de fotos a cada paso que daban. —Piensa en positivo, tío. Por lo menos se ve que la muchacha disfru- ta —comentó Mateo—. Además, el santuario está prácticamente vacío y podemos pasear a nuestro antojo sin la molestia de otros turistas. —En eso tienes razón, pero te juro que me saca de mis casillas —es- petó Julián—. Por su culpa vamos a ver casi todo el camino de noche y encima los putos mosquitos me están comiendo vivo. ¡Vamos, coño, que nos van a dar las uvas aquí y todavía nos falta más de una hora para dar la vuelta! —¡Que sí, cansino!—exclamó Ainhoa—. ¿No ves que tu amigo es un inútil y no sabe sacarme bien en ninguna foto? —Esta es una maltratadora psicológica, y nuestro amigo, gilipollas — susurró Julián a Mateo—. Vamos tirando tú y yo, y si quieren seguirnos, que nos sigan. Una hora después, los cuatro llegaron al punto más alto del santuario, donde varias lápidas, estatuillas de diferentes tamaños que rendían culto al dios Inari y toda una retahíla de pequeños torii de madera mostraban una imagen imborrable, la de un rincón del mundo donde reinaba la paz total, una paz que estaba acompañada por los sonidos de los grillos y de algunas cigarras que insistían en recordar el calor que hacía incluso a esas horas de la tarde. —Ahora lo que debemos hacer es subir estas escalerillas para lanzar una moneda al interior del templete y pedir un deseo. El que yo realicé hace cuatro años se cumplió, que era volver a Japón, así que ahora que sabéis que se hacen realidad, será mejor que os penséis muy bien qué pedir —explicó un entusiasmado Mateo entre jadeos. Julián subió el primero, seguido por Félix y Mateo. Los dos novatos realizaron el ritual religioso acorde a las instrucciones de Mateo, mientras que Ainhoa decidía que era el mejor momento para hacerse un selfie. Antes de descender, Mateo se fijó en un papel rugoso que recogía un breve mensaje: «Lo siento, lo siento y lo siento… No podía hacerme car- go de ti. Soy una deshonra. Lo siento». Pese a no entender muy bien lo que ocurría, Mateo quiso compartir aquellas palabras con Julián para ver si este daba con una reflexión que le pudiese resolver su inquietud acerca del mensaje encontrado. —No sé, quizá se trate de un pobre hombre que intenta redimir su culpa tras haber abandonado a su mascota, ¿no? Es lo único que se me ocurre. —Puede ser, tendría sentido... Este lugar está repleto de gatos —res- pondía Mateo a la vez que encontraba en Julián un movimiento de asenti- miento con la cabeza—. Aun así, me mosquea el hecho de que el mensaje parece muy viejo y deteriorado. No tiene sentido que un papel así no se retire de un templete que sirve solo para recibir plegarias y monedas. —No me comas la cabeza, tío, y pongámonos en marcha, que la noche ya ha caído y quién sabe lo que vamos a tardar en bajar por culpa de la «penumbra» —comentó Julián mientras clavaba su inquisidora mirada en Ainhoa, dando a entender que el ritmo del descenso no lo marcaría la falta de luz, sino ella, ya fuese por sus continuas paradas o a causa del inapropiado calzado que había elegido para la ocasión. Quince minutos después de haber reanudado la marcha, Mateo resbaló y cayó al suelo arrastrando a Julián consigo unos cuatro o cinco peldaños hacia abajo. —¡Joder, vaya hostia os habéis dado! ¿Estáis bien? —preguntó Félix mientras ayudaba a Mateo a levantarse. Las carcajadas de Ainhoa enfurecían más a Julián de lo que era en sí la propia caída. —¿Qué haces, tío? ¿Es que no sabes mirar al suelo? —Perdóname, es que me pareció ver a alguien entre los árboles de allí. —El dedo índice de Mateo apuntaba a una zona boscosa donde lo único que se podía vislumbrar era la espesura de la vegetación. —¡Dejaos de chorradas! ¡Quiero irme de aquí! Creo que ya hemos pa- sado suficiente tiempo en esta supuesta «maravilla del mundo». —El tono de Ainhoa dejaba entrever que ni le gustaba ese santuario ni la compañía, ni el factor de nocturnidad que agitaba cada vez más su estado de ánimo. Pocos minutos después de aquel «avistamiento», las luces que se re- flectaban contra las rojizas columnas de los torii se apagaron en un abrir y cerrar de ojos, dejando a los cuatro amigos a oscuras. —Me cago en su… —Julián levantó el puño y lo apretó con gesto de aguantar la rabia que estaba conteniendo en su interior—. A ver, ¿a alguien le queda batería en el móvil para encender la linterna? —Estaba claro que iba a ocurrir en el peor momento —lamentó Félix, presintiendo el berenjenal que estaba a punto de montarle Ainhoa en me- dio de un bosque laberíntico—. Qué va, tío, yo no pude cargar el móvil, le dejé el adaptador a Ainhoa anoche. —Ya veo… Bien, Ainhoa, ¿te queda batería? —El 2 %, así que va ser que no —contestó la joven. —Gracias, «bonita». Sabía que servirías de mucha ayuda... —No os preocupéis, yo lo tengo al 50 %. Como ya me conozco la mayor parte de los sitios que estamos recorriendo, no estoy gastando de- masiada batería con las fotos. Mateo tomó el liderazgo de la expedición. Los cuatro bajaron en fila india con algún que otro tropiezo. Félix aconsejó que cada uno fuese aga- rrado al hombro del compañero que tenía delante para evitar otro traspié como el ocurrido hacía unos minutos. Fushimi Inari había pasado de ser un paraje de ensueño a convertirse en una aventura inesperada y de muy mal gusto. La razón se debía a los obstinados mosquitos y a las numero- sas calzadas que se cruzaban entre sí, haciendo imposible averiguar cuál era la ruta más rápida y directa. —Nos hemos perdido. Si es que lo sabía, ¡no sé para qué coño vengo! —protestó Ainhoa. —Di que sí, que esto es lo que nos hace falta ahora mismo —gruñó Julián —. Que la niña se ponga a tocar los cojones. —Bueno, tienes que entenderla… Esta no es una situación fácil —ob- jetó Félix. —No es fácil ni para ella ni para nadie, Félix. Así que dejémoslo estar y continuemos —contestó Mateo, siempre con su tono conciliador y sin perder los nervios. Al cabo de tres horas de marcha sin parar, Félix propuso que la mejor opción que les quedaba era buscar un lugar donde pasar la noche y es- perar a que el día trajese a nuevos turistas que evidenciasen cuál era el camino a seguir para salir de allí. En vista de que esa era la única opción que parecía aplacar los insoportables lamentos de Ainhoa, Mateo y Julián aprobaron la idea de Félix y se dirigieron hasta un conjunto de lápidas que se extendían por la ladera que nacía tras una fuente de agua natural de la que todos, inesperadamente, bebieron sin rechistar. Para suerte de Félix, Ainhoa consiguió dormirse al cabo de una hora. Usó su chubasquero a modo de almohada sobre el hombro de su novio y dejó de participar en la conversación que mantenía con los chicos acerca de lo mucho que echaban de menos la comida española. Después de que los tres decidieran que era el momento de intentar dormir y dejar de casti- garse a sí mismos y a sus estómagos, Julián inició una pelea a golpes con su mochila con el fin de encontrar la forma más cómoda para reposar su cabeza sobre ella. —Estoy hasta la polla. No consigo dormirme. Me voy a mear —se quejó resignado Julián—. A ver si este paseíllo me relaja un poco. —¿Quieres que te deje el móvil? Me queda el 5 % de batería —señaló Mateo. —Qué va, prefiero acostumbrarme a esta oscuridad. Vuelvo en segui- da. Julián se internó unos pasos en el bosque hasta tener seguro que nadie iba a molestarlo mientras hacía algo más que bajarse la bragueta y mear. Llevaba aguantándose desde que inició el ascenso y, como era de costum- bre, nunca salía de casa sin su paquete de clínex. Una vez terminó y ente- rró sus desechos bajo tierra, Julián regresó al campamento improvisado. —Oye, tío —llamó Julián a Félix chistando antes un par de veces—. ¿Dónde narices está Mateo? —¡Ostras! Ni me había fijado. Me he debido de quedar sobado. —Fé- lix se levantó lo más cuidadosamente posible con el fin de no despertar a la bestia que dormía en el interior de su novia—. Será mejor que vayas a buscarlo. Yo me quedaré aquí atento por si vuelve. Si le veo te pego un silbido, ¿ok? Julián recorrió durante varios minutos el camino que estaba escoltado por los torii. Ya fuese en una u otra dirección, su amigo Mateo no apa- recía, por lo que no le quedó otro remedio que adentrarse en el bosque. Sin haberse alejado demasiado, Julián llegó hasta un estrecho afluente donde se reflejaba la poca luz de la noche que dejaban entrar las hojas de los árboles. Para su suerte, esa luminosidad era suficiente para entrever el cuerpo de una persona que se encontraba erguida. —Mateo, ¿eres tú? Tío, llevo un rato buscándote, podrías haber avi- sado de que te ibas a mear también —protestó Julián a medida que se acercaba a su amigo—. ¿Mateo? No, no, no, no, no… ¡Dios mío, NO! Julián se echó las manos a la cabeza. El miedo inundó su cuerpo, su estómago se cerró de inmediato y sentía como si un nudo le estuviese ahogando a la altura de la nuez. El joven no daba crédito a lo que estaba viendo; se quedó inmóvil durante unos largos segundos, intentando des- pertar de aquella terrorífica pesadilla. El cuerpo de Mateo estaba mirando en dirección opuesta a donde se encontraba Julián, pero su cabeza estaba colgando hacia atrás, a la altura de su espalda, clavando sus ojos blancos y sin vida en los de su amigo. —¡JULIÁN! ¡VEN, JODER! —gritó Félix a pocos metros de donde se encontraba Julián. Este volvió a su ser y salió corriendo al auxilio de su colega sin poder quitarse de la mente la imagen de Mateo. Cuando Julián llegó al campa- mento, entre la pareja y él se encontraba la figura de un ser que no llegaba al metro de altura. Se trataba de un niño. —¡Chicos, Mateo está muerto! —exclamó Julián, haciendo caso omi- so al crío que estaba frente a él. —¿Cómo? ¿Que Mateo ha muerto? —preguntó titubeante Félix mien- tras Ainhoa escondía su cara en el pecho de su novio y agarraba con fuer- za su brazo—. No sé qué está pasando aquí, pero tenemos que irnos, ese niño no es normal. —¿Eres tú, papá? No quiero quedarme más tiempo aquí solo. Por favor, papá, te juro que me portaré bien. La voz de aquel niño sonaba tan dulce como tétrica. Sus palabras esta- ban cargadas de pesar, y antes de que ninguno de los tres pudiera reaccio- nar, el crío se giró y agarró la mano de Julián con una fuerza inexplicable para un niño de su estatura. —No me vas a abandonar, ¿verdad? Tú también vas a hacerme compañía. Julián se sorprendió no solo de la presión que estaba ejerciendo el niño en su mano, sino de que aquellas palabras que oía no salían de su boca, pues esta no se había abierto en ningún momento. El crío era claramente japonés y vestía con un uniforme de colegio descuidado. Tenía una piel tan blanca como la de un payaso maquillado y su estado era famélico, como si llevase sin comer días e incluso semanas. Las cuencas de sus ojos estaban vacías y allí donde debían estar los labios solo se veían pequeños dientes pútridos. —¡Suéltame, joder! —Julián tiraba de su mano y golpeaba al niño con todas sus fuerzas. Parecía uno de esos sueños en los que sabes que los golpes no hacen daño, como si el objetivo fuera invulnerable. Julián consiguió librarse de la presa en el momento en que el niño recibió el golpe del móvil de Félix en la cabeza, captado su atención por completo. Aquel ser se puso a cuatro patas, gruñó y se abalanzó sobre Félix a una velocidad casi imperceptible para el ojo humano. —¡Salid de aquí, rápido! —gritó Félix mientras intentaba aguantar la embestida del niño. —Nadie se irá de aquí, esperaréis conmigo hasta que vuelva mi pa- dre —ordenó con un tono grave y aterrador, muy distinto al que usó hace unos instantes. Ainhoa salió corriendo con lágrimas en los ojos y Julián le siguió, vacilante, contemplando antes cómo el ser diminuto metía su brazo blan- cuzco en la boca de Félix, deformándola hasta dislocarla. Pese a la inmensidad de aquel santuario, Julián supo encontrar a Ainhoa por los chillidos que delataban su situación. Una vez se puso a su altura, la agarró de la mano y la sacó del camino de los torii tirándola al suelo y tumbándose a su lado. —Será mejor que cierres la boca o ese hijo de puta nos va a encontrar —susurró Julián a su desconsolada compañera. —No me lo puedo creer… ¿Qué es esa cosa y por qué nos está asesi- nando? —A mí también me gustaría saberlo, pero lo único que podemos hacer ahora es salir de aquí, vivos y juntos. —¿Crees que lo conseguiremos? —preguntó ella con ojos lacrimosos. —No lo sé, pero haré lo posible por que así sea —garantizó Julián, consiguiendo que Ainhoa esbozase una leve sonrisa de confianza. Los dos permanecieron durante más de una hora allí, con las manos ta- pándose la boca para evitar cualquier tipo de ruido que pudiese revelar su posición. La luz del sol naciente comenzó a emerger, convirtiendo el cielo negro en un azul esperanzador. Tras debatirlo durante unos minutos, los dos decidieron que era el momento de correr e intentar encontrar la salida. Al ponerse en pie, ambos pudieron ver al niño a un par de metros sen- tado sobre la calzada, entre dos torii, mirándolos fijamente. —Papá vendrá pronto. Os quedaréis aquí hasta que vuelva. Julián fijó sus ojos en Ainhoa, asintió con intención de indicar que era el momento de correr, pero antes de iniciar la carrera, colocó su mano iz- quierda en la espalda de su amiga y la empujó violentamente hacia donde estaba el niño. Fue entonces cuando Julián corrió y corrió cuesta abajo, siguiendo la ruta marcada por los torii mientras escuchaba los desgarra- dores gritos de Ainhoa. Una vez de día, Julián salió de allí en dirección a la estación de tren, siendo observado por todos los lugareños y turistas que estaban comen- zando a llegar a Inari a primera hora de la mañana. Cogió el tren que llegó con destino a Kioto y consiguió hacerse un hueco entre la multitud de niños, adolescentes y adultos que viajaban hasta la ciudad para acudir a sus respectivas escuelas y trabajos. Al llegar a Kioto, Julián, sudado y exhausto, se movió arrastrado por los pasajeros hacia el andén, pero antes de poder poner un pie fuera del vagón, notó cómo una pequeña manita agarró la suya. Su mirada descen- dió varios centímetros hasta cruzarse con unas cuencas vacías, una sonri- sa que mostraba unos dientes putrefactos y unas palabras que se clavaron en su mente: «¿Está aquí mi papá?».

Demasu Francisco Tamaral

Boqueo, aún en los límites del sueño, arrastrando el aire a mis pulmo- nes. Aire que hasta hace un momento me negaban unas figuras que me se- ñalaban y se reían de mí, emitiendo carcajadas inarticuladas, fantasmales, como surgidas tras sendas sonrisas de anuncio de dentífrico. Un latigazo en la espalda, desde la nuca hasta el lumbago, termina por devolverme a la vigilia. Los músculos del torso me arden. Debería hacer caso a madre y aceptar la visita de un médico. «No. No es para tanto. Mejor no avergonzarlos. Ya pasará». El zumbido perenne del frigorífico y el parpadeo incesante del portátil se suman a mi realidad diurna. Cuando me levanto del suelo, siento como si aún cargara la mochila que dejé a la entrada de la cocina dos años atrás. La luz plomiza de la mañana se filtra bajo la persiana, pegándose a los azulejos y la encimera, plasmando una suerte de tentáculos grises en el rincón en el que decidí que iría la cama: un conjunto de mantas, sábanas y una vieja esterilla. La ventana vibra con el arranque de un nuevo día en el exterior. El sonido embotado del tráfico se vuelve estridencia cuando abro y dejo que la polución diurna de Osaka se mezcle con el olor del ramen estancado y el del cubo de los excrementos. Tras una primera ráfaga que agita el aire viciado de la cocina, los olores terminan por equilibrarse en una amalga- ma repulsiva, pero soportable para mí. Divago un rato; enhiesto, con la mirada perdida en el pasillo, pensan- do en lo que haría de ser alguien digno, de ser normal. Debería llevar el cubo al cuarto de baño y vaciarlo, más allá del pasillo. Aliviar esa carga, ese trabajo deshonroso, a madre. «No. Madre podría verme. Iré de noche». Cojo uno de los vasos que coronan la pila del fregadero, raspo los restos de cereales del día anterior, y lo enjuago. Repito el proceso y me repito que no deben verme así. «No. Así no». Un poco de zumo después doy por terminado mi desayuno. Enciendo el monitor del PC y restauro sesión. La última búsqueda aparece aún reflejada en Google: «Historia de Kamagasaki, de la reivin- dicación al ostracismo». Me pregunto si estará ya despierto. Vuelvo a acercarme a la ventana y miro hacia abajo, con cuidado, pa- rapetándome tras las cortinas. Su tienda de campaña sigue ahí abajo: pe- queña, tipo iglú y de un verde oscuro; el único punto disconforme en toda la línea homogénea de tiendas de campaña canadienses o estructurales, todas azules, que definen la calle. Lo atisbo cerca, tomando café, hablan- do con otros en su situación. Haciendo frente a las miradas, soportando el acoso de las innumerables cámaras que el gobierno dispusiera hace años para controlar la vergüenza de Kamagasaki. Me aparto de la ventana y cojo mi pequeño bloc, dispuesto a repasar mi única conversación real en estos últimos dos años, puede que más.

***

—Hola. Me llamo Shun, tengo dieciséis años. Vivo enfrente de usted, en el tercero. Si no quiere responderme…, lo entendería. Puede quedarse la libreta y el bolígrafo. De lo contrario, puede devolvérmelo con su res- puesta. Si mira arriba, verá mi mano. —Ya la vi. Me costó varios intentos acertar, no es nada fácil, está muy alto. Me llamo Hideaki, soy algo mayor que tú, chico, cuarenta y uno. ¿Por qué no te muestras? Espero que no estés intentando reírte de mí. —No, no. Mis disculpas, señor. Fue una estupidez por mi parte. —No importa. Me alegra saber que eres un chico educado y no quieres reírte de mi situación. Simplemente me resultó poco habitual tu proposi- ción, pero dime, entonces…, ¿por qué no te muestras? —Soy una vergüenza para mí y mi familia. Solo me aburría, perdone, señor. —No son necesarias más disculpas. Todos los de aquí abajo también somos, de alguna forma, una vergüenza para los nuestros. Yo no puedo mantener a mi familia, no consigo un trabajo adecuado. ¿Qué has hecho tú para creer avergonzarlos? —Dejé el bachillerato. No soy lo que ellos querían. —¿Y tú? ¿Qué quieres ser tú? Tu caligrafía es buena. Yo era maestro. —No lo sé. Nunca lo he pensado, pero no quiero volver al instituto. Mis compañeros cometían ijime contra mí y los maestros me ignoraban. Nunca hicieron nada. Por favor, no diga nada, señor. —Tranquilo, chico. Piensa en qué quieres hacer. ¿No sales de ahí? ¿Eres uno de esos chicos que se ocultan? Donde trabajaba había alguno que nunca volvió. —Sí, llevo casi dos años. Soy una vergüenza. Perdone la molestia, puede quedarse la libreta. —De eso nada. La libreta es tuya. Si quieres, de hecho, es nuestra. —Sí, gracias… —No hay de qué. Hasta otro día, Shun.

***

—¡Shun! —Es la voz de madre. Dejo la libreta y me acerco hasta el pasillo para responder y asegurar- me de que no ha entrado más allá de la puerta que delimita mi zona. —¿Sí, madre? —Voy a salir, ¿quieres algo? La puerta sigue cerrada; a su lado, el aparador en el que amontono la ropa hasta tapar un espejo de cuerpo entero que llega casi hasta el techo. —No, gracias. —¿Y tu espalda? ¿Estás mejor? —Mejor, madre. No te preocupes. «Deja de preocuparte. Por favor». —Vale. Cuando vuelvo, Hideaki ya no está. El cielo de Osaka es como una capota que apenas deja pasar el sol. Cierro la ventana y vuelvo al ordenador. Justo antes de aplastarme en la esquina del ordenador vuelvo a sentir un enorme peso sobre mis hombros, como si algo tirara de mí hacia abajo. Quizá sí debiera aceptar que entrara un médico. «No. Padre y madre ya tienen suficiente conmigo. Comeré más y haré ejercicio». Dejo pasar los minutos en grandes paquetes que se hacen horas, zig- zagueando de manera compulsiva entre juegos, páginas y aplicaciones diversas: WOW, LOL, Youtube, etc… Reviso mi Instagram: saturado de fotos de mi habitación, de mi comida, mi ropa y algunas instantáneas puntuales de Kamagasaki. Soy el usuario Kamagasaki1234. Tengo seis «me gusta», uno de ellos en una foto desenfocada de un par de calcetines usados; alguien comentó hace seis meses que era reveladora. Pregunté el porqué, nunca me contestó. Como fideos fríos y algo de atún y vuelvo al ordenador. Cinco minutos después, vuelvo a levantarme y a dirigirme a la ventana. La tarde en Ka- magasaki parece hoy algo más luminosa. Los rayos, a pesar de entrar casi con vergüenza, desentrañan las sombras de la cocina como si se trataran de telarañas. Vuelvo a mirar. Hideaki no está. Cojo la libreta y la abro al azar.

***

—Hola, Hideaki. ¿Qué tal tu día? No te vi hoy. —Fui a las oficinas de empleo. He encontrado algo temporal, no lo suficientemente bueno. ¿Y tú, Shun, qué tal tu día? —Es admirable su saber estar. Yo poco, como siempre. Últimamente me siento cansado, como si nunca durmiera. He intentado hacer algo de ejercicio, pero no sirve. —¿Has pensado qué te gustaría hacer? Hay algo que te deba gustar. —He estado mirando vídeos sobre otros países. Quizá algún día me sienta capaz de viajar. —¿Qué te lo impide ahora? —Sería un lastre todavía mayor para mis padres. Además, no puedo hablar con toda la gente mediante una libreta. —Tendrás que intentarlo en algún momento. —No sé si seré capaz. Ni siquiera estoy seguro de haber podido alguna vez. Voy a cenar. Buenas noches, Hideaki. Gracias. —De nada, Shun. Que aproveche.

***

—Te he visto esta mañana haciendo señales. ¿Cómo estás? —Quería saber cómo estabas, chico. Hace días que no hablas y tenien- do tú la libreta no tenía otra forma que intentar llamar tu atención. —He estado peor. Cada día me despierto más cansado. Mi madre quiere que deje entrar a un médico, pero no quiero avergonzarla. —Cuida de la preocupación de tu madre, no de su vergüenza. Sano podrás viajar, enfermo no. —No he vuelto a mirar páginas sobre otros países. —Acepta el médico, Shun. Por cierto, creo que te he visto. Eres más alto de lo que imaginaba, un japonés alto y fuerte que debería mostrarse orgulloso de serlo. —No lo creo. Solo me he levantado para lanzar la libreta, y lo hago poniéndome a un lado, tras las cortinas. Solo mido 1,70 m. Me pensaré lo del médico. Voy a echarme de nuevo un rato, me siento mal. —Me habré confundido. No postergues lo del médico. Descansa, Shun.

***

Dejo de leer. Hideaki sigue sin aparecer. Me vuelvo a sentir pesado, como un joven con obesidad mórbida de un documental que vi días atrás. No paraba de repetir que se sentía como un matorral. No tengo piernas, tengo raíces, repetía. Como un árbol en- tonces, le decían. No, como un matorral, solo como un matorral, respon- día él. Se llamaba Dustin y era de Waco, Texas. Me gustaría ir allí. El sol cae y la danza de grises vuelve a mis paredes. Los límites de la estancia, ahora indefinidos, parecen exceder la realidad, como si fuera mayor, más ignota. Hay abismos en los puntos muertos de la cocina. El blanco cegador de la pantalla penetra mis ojos como agujas, con mayor inquina que con la que penetra la oscuridad circundante. Estoy cansado. Me acerco al monitor para apagarlo y observo como los números se invirtieron desde que esta mañana empezara mi atracón de mundo a dis- tancia: de las 12:12h a las 21:21h. El aire nocturno me hace girarme y volver sobre mis pasos. Subo algo más la persiana y vuelvo a asomarme a Kamagasaki. No hay mucho trá- fico ahora; hasta el susurro avergonzado de los parias llega transportado por el viento hasta el tercero. Ahí está Hideaki, fuera de su tienda, calentando algo en su hornillo. Siento náuseas al pensar en el ramen. Agarro la libreta, escribo un par de líneas y realizo un buen lanzamien- to a pesar de la falta de iluminación. Parece que se percata. Enciendo la luz para facilitar su lanzamiento. Me agacho y agito la mano en alto. Al rato, la libreta entra por la ventana, y, como una enorme mariposa desma- dejada, impacta contra la encimera.

*** —Hola, Hideaki. No te vi ayer. ¿Mucho trabajo? —Sí. De hecho, he conseguido un contrato serio. Ayer llamé a mi mu- jer. Estoy nervioso, quiere que vuelva a casa y creo que merezco volver. Soy de nuevo digno de ellas.

***

Paro unos minutos, respirando pesadamente. La espalda me arde como si hubieran posado dos teas ardiendo sobre ella. Vuelvo a escribir.

***

—Me alegro, Hideaki, te lo mereces —Gracias, Shun. Ahora te toca a ti. Debes darte una oportunidad. ¡Oye, ahora sí que te he visto! Me engañaste, chico. Sí que eres alto. De hecho, creo que nunca he tenido un alumno de tu edad, tan robusto. —No me levanté en ningún momento. No has podido verme. Ni si- quiera me levanté esta última vez para lanzar la libreta. —¿Cómo que no? Pero si incluso me has saludado…

***

Me quedo unos segundos observando el cuadriculado de la libreta, pero la voz aséptica de madre rompe mi ensimismamiento. —¿Shun, quieres cenar? —Sí, madre, ahora me acerco. —Ven a la puerta —insiste. Recorro el pasillo hasta la puerta, y espero al lado del aparador. Madre debió de llevarse buena parte de la ropa sin que me diera cuenta. Mi figu- ra se refleja en el espejo, por encima del último pijama que queda ahora como cima de una pequeña colina de ropa. Estoy aún más delgado. Mi cuerpo es el propio de un chico que dejó su mochila dos años atrás a la entrada de la cocina, ni más ni menos. Mi madre parece hablar con alguien. Mi espalda arde, mis hombros pesan. No es padre. «Déjame que hable con él», le oigo decir. —¿Qué has traído, madre, un médico? ¿Has traído al médico? «No, madre. Por favor». —¡Hijo, por favor! Déjalo pasar y que te mire. —Huele fuerte —oigo susurrar al médico. Me veo las costillas. Mis pulmones se convierten en dos de esas pe- queñas bolsas para hacer hielo, incapaces de retener apenas dos suspiros. Doy un paso atrás y tropiezo, y tiro al suelo el pequeño montón de ropa que quedaba en el aparador. Me veo de cuerpo entero. «No, madre». El pomo se mueve. —Déjame, Shun —dice el médico, como si me conociera—. Tardaré poco, es por tu bien. Debes salir de aquí, te hará bien. El aire decide no entrar en mis pulmones. Aprieto el pomo y me resisto. Empujo el aparador para bloquear la entrada. Mi madre solloza. «No, yo no quería esto. No, madre». —¡Déjame, chico! Aguanto, haciendo fuerza con mis escuálidos brazos. Miro atrás y veo mi mochila, en la entrada de la cocina; sigue pegada a la puerta. Intento respirar, pero no puedo. Lloro. Llora. «No llores, madre. No llores». Observo en el espejo como de la oscuridad surgen, a mi espalda, ten- táculos oscuros, cómo abismos, lazos nudosos rematados por ojos: con párpados y pestañas, inquisidores, ladinos, prejuiciosos. Me estrangulan sin matar, hasta perder su longitud en torno a mi cuello, dejando sus orbes escrutadores pegados a mi rostro. —¡Déjame, chico, déjame entrar! Madre llora. «No llores, madre. No llores». —¡No, no! ¡Para, déjalo! —grita madre. Nunca la había oído gritar antes. Dos enormes brazos, oscuros como madera calcinada, penetran bajo mis músculos, a la altura de los hombros. La espalda me arde. —¡Chico, sal! ¡Debes salir! ¡Déjame que te vea! —¡No, no! ¡Déjalo! —vuelve a gritar madre—. ¡Váyase, váyase! «No llores, madre. No llores más por mí». Vuelvo a verme reflejado en el espejo. Esa enorme criatura de casi dos metros adherida a mi espalda. Sus ojos acosándome. Un ojo mayor surgiendo tras mi cuello, dejando caer su bulboso peso sobre mi cráneo. —¡Chico, sal! ¡Debes salir! Mi espalda arde. Mis hombros pesan. Decido que lleva razón. Me doy la vuelta y enfilo la cocina. Lleva razón, debo salir. Dejo atrás los gritos del médico, las lágrimas de madre, el pasillo, la mochila y la cocina. La noche en Kamagasaki es oscura a pesar de los carteles luminosos; un conjunto de aire viciado, ruido y cemento. «No llores, madre. No llores más por mí».

Comparecencia Ciudadano Kane

La noche era pobre en luces; las figuras, largas y más altivas que de costumbre. Los sirvientes caminaban recios y las armaduras crujían y ha- cían crujir la masa ósea. Una barbarie. Sentí miedo y supe, al momento, que iba a morir. Una alargada mano tomó mi brazo casi por sorpresa, aniquilando toda posibilidad de defensa. Mi plan había fracasado, y los fantasmas, hipócri- tas, lloraban desesperados... Empiezo desde el principio y los testigos comprenderán mejor mi ale- gato. Me llamo Jiro, hijo de Joji. El segundo de la camada; fui más fuerte que el primogénito. Sudé las gripes y calmé el hambre con raíces. Las extraje de la tierra yerma, como hacen los animales cuando el desayuno cuesta la mitad del día. Aunque no fui abandonado, como la mayoría de los granjeros estuve sometido al yugo del capataz hasta que llegaron las voces. Al principio, tenues; al principio, amables. ¡Cómo se hicieron de mí las huestes del más allá! Confundido, vagué entre bambú y cuerpos defor- mes, adentrándome en su mundo y soñando su inmortalidad. Qué necio resultaba mi comportamiento ante los ojos que escrutaban. Fui reprobado por todos. En la soledad encontré un motivo de venganza, un enemigo natural: los hombres somos estiércol y hay más dignidad en las bestias que en el propio varón. Mi desapego se consumaba a cada paso, a cada trampa esquivada. Los precipicios imposibles fueron obstáculos salvables gracias a los kami, pues su poder menguante era aún notable en la antigüedad de mi memoria. Me hicieron de barro los golpes y el desprecio, y en las aguas conocí a mi diosa, eternamente joven, al principio dulce y servil. Nadie esperó esta traición, toda vez que el ánima insuflaba en mí esa gota de sangre o ese horrible «despertar». Nadie parecía tenerle miedo a la muerte porque la esperanza se había evaporado. Cuando las bombas cayeron sobre la población, supieron al instante que Uno los traicionó. Era cuestión de tiempo que los agentes uniesen los puntos y confis- caran la información que ahora los conduce aquí. Al pantano. Al lugar donde los horrores cobran forma y niñas teñidas, con ojos grandes e inex- presivos, otrora amigas, claman al ver los sables y disfrutan en silencio de mi rapto. Comparezco ante el sensei; comparto la inverosímil historia de mi captura y escucho aliviado la sentencia fruto de mis actos. GLOSARIO DE CONCEPTOS

El sueño de la emperatriz

Emperador de Japón: también llamado mikado o dairi. Sobre el papel, máximo representante político y religioso del país. Durante casi toda la historia de Japón —concretamente hasta el discurso de rendición pronunciado por Hirohito en agosto de 1945— se ha creído que los emperadores descendían de Amaterasu, diosa del Sol. El hecho de ser considerados como divinidades es crucial para entender su rol dentro del Estado y justificar su papel legitimador, incluso en épocas donde su poder político era inexistente. Ejemplos son el periodo Heian, en el que los Ministros de la Izquierda o la Derecha eran quienes regentaban de facto, o cuando la figura del shogun opacó a la del mikado en cualquier asunto relevante.

En el relato, el título de emperatriz es de índole reinante porque la autora la llama suiko. En ese caso el cuento estaría desarrollado en pleno periodo Asuka (552-794), época marcada por la llegada del budismo y otras religiones extranjeras al archipiélago japonés. Sin embargo, Suiko no es el único caso de mujer que imperó en solitario, pues también podemos nombrar a Shotoku, Saimei, Mei- sho o Go-Sakuramachi como ejemplos. En la actualidad prevalece una débil ley sálica en las islas del Sol naciente, que probablemente desaparezca a mediato debido a la escasez de sucesores varones.

Mantra: término procedente del sánscrito y que se refiere a las entonaciones vocales similares a rezos propias del hinduismo y el budismo. Al contrario de lo comúnmente establecido los mantras no tienen por qué albergar un trasfondo literal o sintáctico, sino que más bien responden a un orden superior en función de las sílabas y los sonidos que lo conforman. Yasuo, el personaje del relato, entona un mantra budista con el objetivo de permanecer con la mente fría y el espíritu en equilibrio en respuesta a la difícil situación que debía afrontar.

Yōkai: literalmente, aparición extraña. Existe una tendencia generalizada a usar este término como un totum revolutum donde cualquier criatura fantástica cabe, pero nosotros entendemos que la acotación debería estar mucho mejor definida. Podríamos extender- nos mucho, pero baste con apuntar que yōkai es cualquier tipo de criatura sobrenatural emparentada con el shintô. Así pues, el espí- ritu de un fallecido nunca podría ser considerado un yōkai, en tanto en cuanto se aleja del componente vitalista y regenerador propio de aquella religión. Tampoco lo sería un por pertenecer al bestiario de una religión extranjera (budismo). Algunos de los yōkai más famosos serían el kappa, el tengu, el karakasa o el , el ser que aparece en la presente historia.

Rokurokubi: el rokurokubi es una persona aparentemente co- mún durante el día —preferiblemente mujer— que por la noche adopta una apariencia monstruosa al estirar su cuello antinatural- mente. Como otros tantos monstruos japoneses, gusta de lamer el aceite de las lámparas, pero otras versiones más viscerales afirman que se alimenta únicamente de sangre humana.

Existe otra variante del rokurokubi llamada nukekubi, cuya ca- beza, en vez de mantenerse unida al cuerpo mediante el cuello, se separa directamente. Las confusiones entre una criatura y otra se deben en gran parte a un error cometido por Lafcadio Hearn en su obra Kwaidan, ya que el noveno episodio fue titulado Rokuro-Khu- bi cuando en realidad narra el encuentro de un sacerdote con cinco nukekubi en una choza perdida de montaña.

El tengu y la doncella

Periodos históricos en Japón: se dice al principio de este relato que la acción comienza en el segundo año de la Era Tengen (978- 983). A diferencia de como ocurre con la periodización occiden- tal, en la que existen amplios segmentos para dividir los hechos históricos del pasado según el calendario gregoriano —Prehistoria, Edad Antigua, Medievo, Edad Moderna y Edad Contemporánea—, en Japón existen al menos cuatro métodos alternativos. El primero de ellos consiste en nombrar como eras los periodos de regencia de cada emperador (periodo En’yū). El segundo método desig- na las etapas en función de hechos relevantes que acaecieron en ellas (periodo Tengen, por las reformas confucionistas del mismo nombre). El tercero se determina a partir de cuál fue la capital del país en aquel entonces (periodo Heian). El cuarto y último toma- ría el nombre del clan hegemónico de Japón (periodo Tokugawa).

Tengu: se trata de uno de los yōkai más poderosos y complejos que existen. Se conoce muy poco de su origen pero en función de su aspecto híbrido entre hombre y pájaro algunos estudiosos lo han emparentado con la deidad budista Garuda. Por ejemplo, en el cuento Historia de un Tengu recogido por Lafcadio Hearn en su Japón Fantasmal se nos narra una oda a la contención espiritual de evidente moral budista. Otros defienden su relación con Sarutahi- ko, kami de la fuerza, la orientación y de las artes marciales, preci- samente una de las grandes cualidades atribuidas a los tengu. Por nuestra parte, pensamos más bien en una solución mixta, aquella que presente al duende como un producto más de la profunda im- bricación religiosa reconocible en la cultura de las islas, y no como un elemento formalmente hermético.

Respecto al hábitat, las grandes montañas y picos de Japón se- rían sus territorios y quizá por ello se los represente en la iconogra- fía vestidos como monjes ascetas o yamabushi. Según la tradición el trato de los tengu hacia los hombres siempre fue condescendien- te, no dudando en aniquilar a quien no fuese respetuoso con ellos, aunque también se conocen relatos donde altruistamente ayudan a niños perdidos a volver a su hogar. También se les atribuye la capacidad de alterar la percepción mental de los humanos, bien lle- vándola hasta un plano de consciencia más elevado, bien trastor- nándola hasta la locura.

Si el centauro es tradicionalmente maestro de héroes como Aquiles, Teseo o Heracles en la tradición clásica, el tengu lo es a su vez en la mitografía japonesa con guerreros sobresalientes como Minamoto no Yoshitsune, básico para entender el surgimiento de las dictaduras militares en el Japón medieval. Es decir, su principal papel en la narrativa japonesa es el de instructor o maestro, pero nunca como protagonista hegemónico. De hecho, según el camino del héroe establecido por el mitólogo Joseph Campbell, este yōkai sería icónico en la etapa Encuentro con el mentor o ayuda sobrena- tural, en gran parte por sus ya conocidas virtudes en el desempeño de la magia y la lucha cuerpo a cuerpo.

Como vemos, el tengu de nuestro relato sería una rara avis den- tro de su raza, ya que su sensibilidad, romanticismo y empatía hacia los humanos lo alejarían del canon que acabamos de desarrollar.

Fujiwara no Michinaga: en El tengu y la doncella se cuenta cómo a Michiko le fue imposible rechazar por imposición familiar la propuesta de matrimonio de Fujiwara no Michinaga. Noble del más alto grado, este personaje histórico representó la cúspide en el poderío de la familia Fujiwara, considerada uno de los cuatro clanes históricos del país junto a los Taira, los Minamoto y la fa- milia Imperial. Los Fujiwara ejercieron de validos —primeros mi- nistros— del emperador hasta la llegada de los shogunatos, siendo los que manejaban de facto los poderes políticos de Japón y entre- mezclando su sangre con la del mismo mikado. Ejemplo perfecto es Michinaga, quien fue tío de dos emperadores, abuelo de otros tres y padre de cuatro emperatrices no reinantes. Ahora entendemos del todo por qué el amor entre el tengu Hane y Michiko no pudo llegar a consumarse.

Ciclo Rinne: también llamado Samsara. En algunas ramas del budismo se piensa que al morir el alma transmigra a otro ser supe- rior o inferior en función del karma acumulado en vida. La frase de Hane escrita en su carta «…y esta vez el mundo de los hombres no tendría por qué ser un problema…» alude a la posibilidad de que los enamorados puedan encontrarse en futuras existencias.

Incienso y cascajo

Posesión fantasmal: según el folclore japonés, la posesión fantasmal requiere de cierto grado de vulnerabilidad por parte de la víctima. Podríamos sacar a colación aquí el sueño, instantes en los que la cognición, el tiempo o el espacio no existen. Asimismo, otra coyuntura peligrosa la constituía la misma gestación de un individuo. Cuando un niño se aproximaba al momento de su nacimiento, diversos espíritus pululaban alrededor de él y su madre con el propósito de ocuparlos como recipientes. Queda claro que un estado de conciencia menor facilitaba la posesión, pues una criatura recién nacida apenas tendría noción sobre sí misma. Ante tal eventualidad las familias solían contratar el servicio de exorcistas o genza. El procedimiento a seguir era más bien sencillo; los sacerdotes rezaban —kaiji— en voz alta fragmentos del sutra del loto hasta que doblegaban a los espíritus causándoles dolor o quemazón. En ese preciso momento la entidad huye del cuerpo huésped y se adentra en una médium especialmente preparada para recibirlo —yorimashi—. Una vez confinado, el ente se veía en la obligación de responder a ciertas preguntas con el objeto de esclarecer su identidad.

Yūrei/ Onryō: los caracteres que componen la palabra yūrei sig- nifican conjuntamente fantasma, aunque quizá nos ayude en mayor medida la asimilación de sus kanjis por separado. Yū (幽) simboliza lo turbio, tenebroso o empañado, mientras que rei (霊) representa el alma o espíritu de alguien. En general hablamos de un fantasma lóbrego y de cariz negativo, alejado del talante romántico que al- gunos de sus homólogos presentan en la literatura europea. Existen multitud de categorías fantasmales en Japón, pero entre ellas desta- caremos aquí al onryō por ser el tipo de espectro que aparece en el microrrelato Incienso y cascajo.

Sin ningún género de dudas nos hallamos ante el fantasma japo- nés más popular y con mayor presencia en las artes escénicas. Se trata de una esencia espiritual eminentemente maligna y corroída por la venganza, en condiciones normales focalizada hacia su pa- reja masculina. El grado de ira y peligrosidad en esta tipología es variable, pues en ocasiones la maldición remite con la muerte de la víctima en cuestión, en otras afecta también a los familiares del desgraciado, o incluso como sucede con Sadako —el ente de la película Ringu (Hideo Nakata, 1998)— el mal puede extenderse indiscriminadamente impregnando a personas inocentes. La dama Kiyo

Mujer serpiente: la criatura que aparece en este relato responde a una mezcla entre las diversas mujeres serpiente que existen en el bestiario japonés. Desde la Nure onna o mujer húmeda de las pla- yas o lagos, pasando por la Hannya del teatro noh hasta llegar a la fantasmal Hebi-Onna, todas representan la analogía que el budismo establece entre la mujer y la sierpe, animal libidinoso y lúbrico, ve- nenoso e impredecible. Aquí hemos de recordar que muchas ramas budistas defienden que el hombre se encuentra por encima de la mujer en el ciclo de reencarnaciones. Es decir, para llegar a trans- migrar en un varón debías haber sido una mujer notable en vidas pretéritas.

Female Avenger: estereotipo común de la narrativa japonesa a partir de 1185 pero particularmente explotado en el teatro kabuki y el cine de posguerra. Grosso modo, el concepto responde a una joven mujer agredida por hombres que acaba consumando su ven- ganza ya convertida en ser sobrenatural. Este fenómeno se debe a la enorme desproporción de género que ha existido en Japón, lo cual fue generando ficciones y fantasías donde las mujeres conseguían restituir, aunque fuera post mortem, las penurias que habían pade- cido en vida.

Periodo Heian: a lo largo del relato La dama Kiyo se facilitan algunos datos para pensar que la acción se desarrolla durante el periodo Heian. Por ejemplo, la importancia de improvisar un buen verso para expresar expresar emociones o el recurso estético de cubrirse el rostro con las mangas del kimono con el fin de ocultar algún sentimiento, son muestras de ello. Este momento (794-1185) corresponde al cenit de la época clásica de Japón, cuando la tras- cendencia de la corte, la liturgia y las artes confirieron de identidad al país antes de que irrumpiese en el poder la casta samurái. La sombra del Kitsune

Budismo en Heian: el protagonista de este relato es un mon- je budista con el periodo Heian como telón de fondo. Pese a que los pensamientos dhármicos penetraron en Japón en pleno s.VI no arraigaron en la corte hasta esta época, intervalo en que comenza- ron a imponerse a la religión autóctona, el shinto. Alcanzaron espe- cial relevancia dos sectas esotéricas llamadas Tendai y Shingon. La primera se adoptó de la rama china Tiantai y en ella prevalecía el Sutra del loto, muy utilizado como hemos visto en exorcismos. La segunda, sin embargo, guardaba más relación con el shamanismo hindú y tibetano.

Susanoo: recién salido de la inmunda lobreguez del Yomi (In- framundo), Izanagi, kami fundador de las islas japonesas, decidió limpiar la suciedad de su cuerpo en un lago con corriente de agua. En ese instante, entre otra gran cantidad de dioses nacieron tres principales: del ojo izquierdo Amaterasu, diosa del sol; del derecho, Tsukuyo, dios de la luna; y de la nariz, Susanoo, el díscolo, deidad de guerra, el mar y la tormenta — aquí hemos de encuadrar el co- mentario del protagonista Kei, quien achacaba a Susanoo el mal tiempo que condicionaba su viaje—.

Cierto día, Izanagi desterró a su hijo por mal comportamiento, y en venganza este decidió ofuscar de distintas formas a su hermana Amaterasu. La más cruel se produjo al arrojar los restos de su caba- llo favorito por el suelo de la hilandería celestial, motivo por el que Amaterasu se escondió asustada en las profundidades de la tierra privando al mundo de la luz del sol. Pasado el tiempo, Susanoo consiguió redimirse derrotando a Orochi, la serpiente primordial, y regalando la espada Kusanagi a su hermana en gesto de disculpa por los agravios pasados.

Kitsune: junto al tanuki, uno de los principales bakemono — cambiaformas— de la mitología nipona. Su aspecto puede ser el de un zorro común, pero dependiendo de sus intereses es capaz de adoptar la figura antropomorfa parcial o totalmente. Los motivos de las transformaciones pueden oscilar entre banalidades tan ingenuas como intercambiar orina por té o comer tofu gratis, hasta mantener relaciones sexuales con humanos o incluso asesinarlos.

En cuanto a los matrimonios entre zorros y personas, el desenla- ce suele variar según la impregnación religiosa del relato. Por ejem- plo, en el Kobatagitsune perteneciente a la colección de cuentos de Otogi-Zoshi, la narración está desprovista de moral y por con- siguiente es de sesgo eminentemente nativo. Por el contrario, hay cuentos donde el hombre finalmente descubre la naturaleza sobre- natural de su «esposa», ante lo cual el matrimonio, probablemente con hijos de por medio, se rompe de facto. De este modo la zorra puede volver al bosque o incluso hacerse monja y así rezar por el futuro de su familia.

Debemos destacar que la gran diferencia existente entre el zorro y el mapache —tanuki— es la capacidad de los primeros para em- brujar lugares y poseer cuerpos de personas. He aquí una de las ra- zones del mayor componente avieso de los zorros, algo discernible por ejemplo cuando el príncipe Hikaru achaca a estos seres el mal de su joven amante Yugao en el episodio Flor de luna perteneciente al Genji Monogatari.

El Shamisen del Yūrei

Relaciones con seres sobrenaturales: en la mitología y tradi- ción occidentales son muchos los casos de criaturas que adoptan la figura de mujeres hermosas con la intención de engatusar a los hombres. Ahí tenemos a las sirenas que, a su hermoso canto de la Grecia arcaica, incorporaron la apariencia ninfea a partir de los cuentos de Christian Andersen; también a las lahmias o succubos, demonios fornicadores; y por supuesto, al vampiro, de arrebatadora impostura independientemente de su género y arriesgada aspira- ción erótica de las incautas víctimas de en rededor.

El bestiario japonés dispone de monstruos análogos a los ante- riores, pero incorpora al yūrei a esa lista de entes sobrenaturales que, eventualmente, pudieran tener sexo con los vivos. Este tipo de contacto carnal causará sorpresa porque los fantasmas occidentales carecen de cuerpo, matiz este mucho más subjetivo en el caso de las islas del sol naciente. Sin ir más lejos, en La Luna de las lluvias, de Ueda Akinari, se explota esa tradición de imbricar los mundos de los vivos y los muertos hasta tal punto que se mezclan, en un sentido literal.

La naturalización de lo sobrenatural en el seno de la sociedad japonesa origina que a algunos retornados se les confiera posibili- dades en teoría inservibles para un fallecido. Dicho de otro modo, los nipones han creído tanto en el más allá que en cierto modo se imaginan a sus muertos como si estuvieran vivos. Por ejemplo, si dejamos a un lado la racionalidad, a los espíritus se les prepara suculentas viandas durante el obon, ergo es coherente que «dispon- gan» de un cuerpo físico que alimentar.

Diecisiete días de lluvia

Seppuku/Kaishaku: suicidio ritual, voluntario o no, que bus- ca restituir algún punto moral del individuo o conservar el honor. Más conocido en occidente como harakiri, forma parte esencial del código ético de los samuráis o bushido; consistía en una liturgia muy compleja donde el seppukunin bebía sake, componía un poe- ma y finalmente se suicidaba en un acto público desentrañándose el vientre mediante un tantô, arma blanca de menor tamaño que la katana o el wakizashi. La ceremonia requería de un asistente de gran relevancia llamado kaishakunin encargado de decapitar al in- dividuo para evitar sufrimiento o un espectáculo escabroso. Como ocurre en Diecisiete días de lluvia, el kaishaku lo llevaba a cabo una persona de confianza para el reo siempre que fuera posible. Su papel era tan crucial que de fallar el golpe y restarle solemnidad a la ceremonia caería en un deshonor tal que él mismo se vería abocado a acometer seppuku.

Guerras Genpei: en el cuento se afirma que los padres del pro- tagonista murieron durante las Guerras Genpei. Este hecho fue vital para la Historia de Japón porque supuso el fin del periodo clásico y el ascenso definitivo al poder de los samuráis. Se produjo por las diferencias irreconciliables que dos familias buke, los Taira y los Minamoto, tuvieron a la hora de proponer un candidato para el trono del Crisantemo. El conflicto civil se prolongó de 1180 a 1185, fecha en la que los Minamoto infligieron una derrota total a sus rivales en la batalla naval de Dan-no-Ura. El Heike monogata- ri, tal vez la segunda obra más importante de la literatura japone- sa, aborda desde la epopeya y la elegía hasta los hechos históricos acaecidos en Genpei.

Moral del samurái: la figura del samurái llegó a occidente en gran parte idealizada por el romanticismo decimonónico. Aparte, la ficción literaria y cinematográfica, conLos siete samuráis de Akira Kurosawa a la cabeza, no hizo sino dulcificar la esencia del gue- rrero nipón, hasta el punto de ser considerados como un dechado de virtudes solo al alcance de los héroes. Ahora bien, lo cierto es que históricamente los samuráis fueron personajes crueles, lo cual queda claro con la resolución del cuento Diecisiete días de lluvia. A nuestro entender la grandeza del samurái fue otra, aquella que mediante el entrenamiento y la meditación los convertía en el resul- tado de una complejísima amalgama filosófica y religiosa. Dicho de otro modo, los bushis son únicos en el panorama histórico porque ningún guerrero en otra sociedad cargó con tal metafísica existen- cial sobre los hombros. Pero como decíamos, esto no implicaba que fuesen modelos de buen comportamiento, y he ahí que existieron los maltratos sistemáticos a la mujer, purgas masivas en castillos ya rendidos, crueles torturas a los cristianos o asesinatos por razones tan fútiles como probar la hoja de una espada. La totalidad de crue- les prácticas anteriores fueron casi cotidianas en los shogunatos.

El estratega del clan Shimazu

Guerras Imjin: invasiones de Japón a la península coreana que se prolongaron desde 1592 hasta 1598. Una vez Hideyoshi Toyo- tomi — el segundo de los unificadores de Japón— sometió al clan Hōjō tardío, se vio en la necesidad de buscar nuevos empeños béli- cos con el fin de mantener ocupado su ejército de 200.000 hombres. La megalomanía de Toyotomi lo llevó a soñar con la conquista de la China Ming, para lo cual era indispensable arrogarse la colabora- ción de la Corea Joseon. Ante la negativa por parte de los coreanos, el taico decidió intentar el sometimiento de la península por medio de la fuerza. No obstante, tanto la participación en la contienda del ejército chino como el genio militar del almirante Yi Sun Sin frus- traron el expansionismo japonés, que cesó definitivamente con la muerte de Hideyoshi en 1598.

Homosexualidad samurái: los japoneses siempre han disfru- tado de una sexualidad más abierta que los occidentales principal- mente por la ausencia del cristianismo. Este tipo de interacción se percibía como una parte más de la naturaleza humana, y hoy aún existen festivales donde se venera la fertilidad mediante enormes falos que se pasean en procesión. Por tanto, las relaciones homoe- róticas nunca supusieron un tabú en Japón, algo que se puede apre- ciar hasta en los textos literarios esenciales del país, como pueden ser El , El nihon shoki o El Genji Monogatari. Además, al- gunas ramas budistas como Shingon de Kukai abanderaron el amor masculino por considerarlo menos peligroso que el heterosexual, en tanto en cuanto se eludían los peligros inherentes a la mujer, ser dudoso y en entredicho como vimos en el caso de la hebi-onna.

A partir de los siglos XVI y sobre todo XVII podemos hablar del asentamiento del wakashudô, que vendría a significarla vía del hombre joven. En este caso, un bushi adoptaba un paje (escudero) al que también empleaba como compañero sexual. Yendo más allá, podemos encontrar referencias a la homosexualidad en el Hagaku- re u otros ensayos filosóficos. Así pues, hemos de descartar que el sexo entre varones fuese perseguido o mal visto en lo más míni- mo, ya que solo se limitaba a ser una opción más entre las muchas disponibles. Incluso en ocasiones fue alentado, relacionado con la virtud del guerrero y en suma una alegoría del amor sublime entre iguales.

Clan Shimazu: los Shimazu de Satsuma (Kyushu) fueron una de las familias más relevantes en la historia de Japón. El hecho de pertenecer a una isla al sur de Honshu —la principal que confor- ma el archipiélago—, junto a su gran tradición comercial, los hizo adoptar un aire díscolo y casi independentista respecto al resto del país. Con el tiempo su poder llegó a crecer de tal forma que en el shogunato de Tokugawa (1600-1868) llegaron gestionar 800.000 kokus, los volúmenes de arroz que medían la riqueza en aquel en- tonces.

Tras duros combates contra el ejército conquistador de Hide- yoshi Toyotomi, el clan fue derrotado y obligado a combatir en las Guerras Imjin. Pocos años después fueron sometidos en Sekigahara por el ejército de Ieyasu Tokugawa, quien les concedió el grado de Tozama, o clan potencialmente peligroso para los intereses del Shôgun. Algo de razón hubo de tener Ieyasu, pues esta familia fue durante el bakumatsu (1853-1868) principal responsable de la caí- da de su dinastía.

Onibi: flama flotante de color azul o rojo asociada en la cultura japonesa con las almas de las personas recién fallecidas. Nosotros pensamos en el onibi como un orbe fantasmal sin consumar, una especie de embrión de yūrei; si la luz que desprende es azul puede llegar a trascender y seguir el ciclo de reencarnaciones, pero si la tonalidad es cálida probablemente acabe siendo un espectro ven- gativo. El fenómeno alberga una base real y se explicaría por la inflamación de ciertas materias procedentes de cadáveres en putre- facción que forman pequeñas llamas azules elevadas sobre el suelo. Obviamente, quien presenciase el orbe en un contexto adecuado como un cementerio o un pantano podría atribuirlo a un espíritu o cualquier otro fenómeno sobrenatural.

Madre

Ubume: yūrei de una mujer fallecida durante el parto o alguna situación traumática junto a su recién nacido. Por norma general carecen de la pulsión vengativa de otras tipologías, puesto que per- manecen ancladas en el mundo debido a la pena de no haber amado a su hijo en vida, y no a raíz de emociones aún más perjudiciales como la ira o el odio. Se puede dar la circunstancia de que el bebé sobreviva a la madre, en cuyo caso recibiría su espectral visita en forma de sombra para agasajarlo con pequeños regalos —como ocurre en el microrrelato—. Es interesante destacar la posible im- bricación de la con otros tipos de espectro. Por ejemplo, y a pesar de ser definida como un onryō, Oiwa, el fantasma más famoso de Japón, alberga varias características de ubume, hasta el punto de aparecer como tal en el ukiyo-e de Utagawa Kuniyoshi, El Fantasma de Oiwa (1836).

O cómo el kamikaze no fue más que una invención…

Literatura de avisos: el relato comienza a partir del descubri- miento que cierto investigador realiza en un archivo. El género epistolar de la misiva que el protagonista estudia se llama «litera- tura de avisos» y fue muy común durante la evangelización asiáti- ca (s. XVI y XVII). En aquellas cartas los religiosos —sobre todo jesuitas— solían informar a sus superiores de todo aquello que suscitase interés en los países que visitaban, describiéndolos, pre- sentando sus características o particularismos, además de inmorta- lizar hechos poco comunes y de interés. He aquí unos de esos casos extraordinarios.

Japón, el agua y lo espectral: las grandes masas de agua evo- can sensaciones de sobrenaturalidad, atavismo o misterio en casi todas las culturas del mundo. Después de todo, lo marítimo es un medio común a las criaturas fantásticas de la mitología que encar- naban el miedo a lo desconocido; imagínese el lector, pues, este fenómeno aplicado a un archipiélago. Es frecuente hallar piezas de teatro noh o kabuki de temática sobrenatural inspiradas en el mar y sus misterios, como puede ser la célebre Funa Benkei. Creada por Kanze Kojiro Nobumitsu, en ella el guerrero Minamoto no Yoshit- sune se enfrenta a varios espectros Taira durante una tormenta en mar abierto. Por consiguiente, el líquido elemento constituye una constante simbólica en el mundo de las mentalidades nipón, y no es casualidad que muchas ficciones partan desde el mar o acaben en él. Bien visto nos hallaríamos ante un estereotipo más de los cuen- tos de terror en aquel país, pero enorme, subjetivo y más profundo que el resto. Sensaciones tales como la insignificancia y la zozobra las padecen los personajes que se relacionan con el medio acuoso, en lo que sería un juego con ciertos paralelismos lovecraftianos. Y es que el océano ejercería aquí el mismo rol que el espacio sideral dentro del horror cósmico; es decir, una esfera desconocida y pro- bablemente colmada de terrores arcanos, que inciden en la insigni- ficancia del hombre y todo su entorno.

Invasión Mongol: una vez el Kublai Khan —nieto de Gengis Khan— llegó a ser emperador de China, ocupó la península de Corea y se dispuso a conquistar Japón. El bakufu —shogunato— de Kamakura nunca se plegó ante las peticiones del bárbaro, posicio- nando varias fuerzas militares en Kyushu con el fin de contener la inminente invasión marítima. Si bien los samuráis demostraron ser guerreros técnicamente mejor preparados, la superioridad numérica de sus enemigos hacía inviable una victoria japonesa. Por tanto, solo un giro inesperado en los acontecimientos podría salvaguardar el archipiélago y eso es precisamente lo que ocurrió en 1274 y 1281, fechas en las que cerca de ciento cincuenta mil soldados mongoles, distribuidos en unas cinco mil embarcaciones, partieron desde el continente hasta la tierra de Amaterasu. Quiso el destino que el cli- ma destruyera por dos veces las tropas de conquista extranjeras, un milagro en forma de tifón y tsunami que los japoneses achacaron al designio divino. Fue entonces cuando surgió el término kamikaze, o viento de los dioses, ya que según los autóctonos fue creado por los kami Raijin y Fujin, en aras de proteger la integridad de su nación.

La fábula que nos ocupa trata de desmontar ese mito asentado al proponer otra razón por la que los mongoles no pudieron conseguir su objetivo. La existencia de un mar embrujado, que besa las costas de Japón colmado de fantasmas, odio y venganza.

Funayûrei: se trata de los fantasmas de aquellas personas aho- gadas en el mar. Los sentimientos de angustia y pánico previos a sus muertes resultan fundamentales para entender la concepción de esta tipología. Ello les genera un carácter avieso y maligno, estando siempre deseosos de arrastrar a los vivos junto a ellos con el fin de compartir su desazón. Para conseguirlo pueden agarrar de los bra- zos a los pescadores o bien intentar llenar la embarcación de agua por medio de grandes cubos de madera. No obstante de ese leve índice de venganza, su poder e influencia son netamente inferiores a los del onryō o el goryō.

La mujer de las nieves

Yuki-onna: literalmente, mujer de las nieves. Es complejo dis- cernir si nos hallamos ante un tipo específico de yūrei o quizás una especie de fuerza de la naturaleza. Si nos atenemos a su aspecto podría considerarse un fantasma perfectamente, aunque ciertos de- talles inducen a pensar que no estamos ante un espectro convencio- nal. Por ejemplo, la yuki onna se caracteriza por la esbeltez de su cuerpo y la antinatural belleza de su rostro, rasgos que la alejan de la deformidad inherente a la corrupción propia de los yūrei. No obs- tante, replicar lo anterior se nos antoja muy sencillo; si el cuerpo de un fallecido en el hielo no se pudre gracias al frío, ¿por qué habría de hacerlo su proyección espiritual?

Por otra parte, la alineación moral de esta entidad nunca deja de ser caótica. Son famosos los relatos donde actuando como entidad benefactora ayuda a los peregrinos perdidos en la montaña, aunque quizá sean más numerosos aquellos que le atribuyen inclinaciones vampíricas, como es alimentarse de la sangre o energía vital de los humanos. Pero ya sea el vengativo espectro de una fallecida por congelación o un yōkai de las nieves, no podemos acabar sin men- cionar que este personaje inspiró uno de los cuentos más populares del terror japonés. Así lo creyó también Lafcadio Hearn, que feliz- mente lo incluyó en su ya para nosotros archiconocida obra. Mucho tiempo después serían nada menos que Masaki Kobayashi y Akira Kurosawa quienes pusieran su objetivo cinematográfico sobre el pálido rostro de la yuki onna; sin duda alguna, y como ya se ha dejado claro en este compendio, uno de los fetiches visuales más potentes del Japón fantasmal.

Daimio: salvando las distancias respecto a sus homólogos euro- peos, señor feudal japonés. Representaban el tercer escalón dentro de la pirámide social del bakufu, tras el emperador y el shôgun. Dentro de sus daimiatos disponían de poder absoluto y sobre el papel legislaban independientemente del resto de territorios. El dai- mio solía ser el patriarca de un clan de samuráis con su correspon- diente onomástica familiar o kamon. Pese a la presunta homogenei- dad del título, la diferencia entre daimios podía ser abismal, hasta el punto de que algunos podían generar poco más de 10.000 kokus y otros casi un millón, dependiendo de la riqueza de su familia o la amplitud y situación del entorno que dominaran.

Karma: el narrador de La mujer de las nieves se cuestiona en cierto punto de la historia si el despiadado Doji Shuuichi pagaría sus pecados en una vida ulterior. Según el jainismo, el hinduismo y sobre todo el budismo, el karma es una fuerza trascendental que se genera en función del comportamiento del individuo. Dependiendo de la secta o rama dhármica, esa energía puede influir en nuestro futuro vital o tal vez determinar próximas transmigraciones como se sugiere en el relato. Teniendo en cuenta el abyecto comporta- miento de Shuuichi, es de suponer que este reencarnaría en alguien peor posicionado socialmente o inclusive en algún animal.

Chanoyu

Maiko: aprendiz de geisha. Su apariencia llamativa ha hecho que en occidente llegue a representar el estereotipo de geisha por encima de las propias geishas. En realidad, cuanta más experien- cia tenga la dama menos espectaculares suelen ser su maquillaje y kimono. Pese a que en el microrrelato no se den demasiados datos para determinar si la protagonista es una geisha o una maiko más allá de que el shinigami se dirija a ella como tal, hay un detalle esencial al respecto. En cierto punto el espíritu la interpela pregun- tando: ¿Merece la pena? ¿La merecerá cuando debas cumplir el mizuage?

El mizuage es el desfloramiento ritual que conlleva el paso de maiko a geisha. Solía ser realizado por algún hombre poderoso ca- paz de pagar una gran suma por ese honor. Este momento era esen- cial para la futura geisha, ya que gran parte de su popularidad irá en relación a lo que se pagó por su virginidad en la ceremonia del mizuage.

Shinigami: nos hallamos quizá ante una de las criaturas más populares del bestiario japonés gracias al popular anime Death Note. Sin embargo, Ryuk y compañía guardan poca relación con el shinigami del folclore tradicional, ya que los atributos elegidos para estos dioses de la muerte se asemejan en mayor medida a los vala —demonios— aparecidos en el Yogacarabhumi-sastra, una compleja enciclopedia sobre el budismo Yogacara.

El shinigami «real» se trata paradójicamente de una tipología espiritual muy nueva cuyo fin era el de inducir a los humanos a suicidarse. Surge a mediados del siglo XVII como producto de la mezcla entre espectros budistas como el mara —un mara tentó a Siddharta para impedir su iluminación— y agregaciones occiden- tales que se fueron filtrando clandestinamente a través del puerto de Dejima —moiras de la mitología griega, demonios bíblicos, etc.—. Según lo visto, el shinigami que coprotagoniza Chanoyu se ciñe de manera inmejorable al canon clásico.

Aikawa

Normas de casamientos y castillos: durante el periodo Toku- gawa (1600-1868), el gobierno decidió emprender ciertas medidas de prevención para evitar revueltas o golpes de Estado. Una de las más importantes se ocupaba de impedir que los daimio pudieran construir más de un castillo en su feudo, controlar y aprobar sus sistemas defensivos y supervisar los casamientos entre grandes señores con el fin de evitar hipotéticas alianzas peligrosas para el shogunato. Shotaro Shinomori, el narrador de la historia Aikawa, era uno de los funcionarios dedicados a controlar estos menesteres.

Historias que escuché: el cuento Aikawa es un relato dentro de un relato. Aquí el personaje principal desarrolla una extraña histo- ria que vivió en juventud, trasladándose la acción a ese entonces por medio de un flashback. El formato no es desconocido para la literatura fantástica japonesa y fue explotado por escritores como Lafcadio Hearn o Negishi Yasumori, popular funcionario del perio- do Tokugawa culpable de compilar Mimibukuro (Relatos que escu- ché), una selección de vivencias sobrenaturales experimentadas a lo largo de su carrera profesional. Naturalmente, Shotaro Shinomori, el protagonista de Aikawa, está basado en este personaje histórico.

Año del ratón: desde el periodo Nara (710-794) Japón adoptó el calendario chino de cinco ciclos de doce años auspiciados por animales distintivos: ratón, toro, tigre, liebre, dragón, serpiente, ca- ballo, oveja, mono, gallo, perro y cerdo. Durante el relato Aikawa se nos informa de que el hijo de Makoto y Aoi Satomi nacerá en el año del ratón. Huelga decir que los neonatos de familias relevantes nacidos bajo este signo eran poco menos que manjares para los monstruos gato.

Aceite de lámpara: en un punto de la historia el protagonista escucha desde su habitación cómo Aikawa bebe el aceite de una lámpara en el pasillo exterior. El combustible se conseguía a partir del pescado, por lo que no era extraño que el monstruo gato se ali- mentase de él.

Bakeneko: según la tradición popular, un gato común puede llegar a adquirir propiedades sobrenaturales si ha vivido muchos años. En este caso le crecerá la cola, signo inequívoco de su nueva naturaleza, pues el típico gato japonés o bobtail carece de ella. Si el ahora bakeneko llega hasta el siglo de vida su cola se le bifurcará en dos, adquiriendo un mayor poder y pasando a ser un . El poder de penetración de este mito es tal en la cultura nipona que derivaría en un género de terror específico llamado kaibyo. La ten- dencia narrativa anterior viene a quebrar un tópico pseudo-impues- to por la estética kawaii, y es que, a pesar del legado simpático y amable de Hello Kitty! o figuras de buena suerte como el conocido Maneki-Neko, el gato japonés tradicionalmente ha sido símbolo de mal agüero. Por ejemplo, existía la creencia de que los cadáveres debían ser protegidos de un posible contacto con los gatos, ya que supuestamente podían apoderarse del alma del difunto o bien co- rromperla. Entre las capacidades del yōkai se encuentra la de cam- biar de aspecto como el resto de bakemono, la de controlar a los muertos merced a su dominio de artes nigrománticas y, de forma similar al kitsune, poseer cuerpos humanos.

La guardia

Ningyo: criatura marina del folclore japonés. Desde antiguo se solían describir como un híbrido entre simio y pez, pero a partir del shogunato de Ashikaga (1336- 1573) su figura se dulcificó median- te brillantes escamas doradas, una voz que emitía sonidos parecidos a la flauta, y atributos femeninos. Por tanto, la ningyo sufrió un cambio similar al acaecido con la sirena en occidente, que pasó de ser en la práctica una arpía a una atractiva criatura tamizaba por el romanticismo. Volviendo a su homóloga nipona, se dice de la ning- yo que su carne era un bien muy preciado porque quien la comiera tendría una vida larga y próspera. Por su parte, se creía que sacarla del mar conllevaba cuatro años de infortunio, así que los pescado- res que supuestamente capturaban a estas criaturas las devolvían de inmediato al mar. La ningyo del relato asume unas características más vampíricas que el canon, en la línea de otros yōkai femeninos relacionados con espacios acuosos.

Namban: literalmente bárbaros del sur. Los japoneses del pe- riodo Edo llamaban así a los portugueses y españoles porque, en efecto, venían del sur de China o Filipinas. Pronto fue aplicado también a los ingleses u holandeses que llegaron a Japón enrolados en la Compañía de las Indias Orientales, por lo que el término aca- bó significando occidental. En La Guardia, uno de los personajes afirmaba que en Nagasaki escuchó la historia de una criatura simi- lar al ningyo «que vivía en el norte de la tierra namban». Esta re- lación con la sirena nórdica se justifica porque en Nagasaki existió Dejima, un islote artificial en el que los comerciantes extranjeros residían y donde las leyendas de uno y otro continente facturaban viajes de ida y vuelta. Este lugar estuvo en funcionamiento desde 1641 a 1853, debido al decreto de expulsión de extranjeros promul- gado por parte del tercer shogun, Iemitsu. La invitada

Futakuchi onna: las familias que notan cómo sus despensas se reducen a un ritmo vertiginoso es probable que, sin saberlo, al- berguen entre sus miembros a una futakuchi onna —literalmente, mujer de dos bocas—. Este yôkai presenta el aspecto de una dama común salvo por el matiz de que posee una segunda cavidad bucal en la nuca. Dicho rasgo físico se suele ocultar fácilmente tras el recogido del cabello, por lo que la sobrenaturalidad de la criatura pasa inadvertida incluso en la intimidad doméstica.

Casi la totalidad de atributos visibles en los espíritus japoneses responden a una razón cultural, o bien a un mecanismo antropológi- co que explica el porqué de su naturaleza. En el caso de la futakuchi onna no podemos desentrañarlos con rotundidad porque el relatario japonés presenta múltiples ambigüedades a la hora de abordarla. Sirvan como ejemplo las corrientes que defienden cómo el yôkai despierta debido a la inanición o falta de alimento del individuo/ huésped. Pero en tal caso ¿por qué crear una segunda boca que exi- ge aún más comida cuando de natura no la hay? Por consiguiente nosotros pensamos que la segunda boca puede estar relacionada precisamente con lo contrario: un castigo del karma por alimentarse demasiado en circunstancias poco apropiadas.

Mabushii

Yugen: en Mabushii existe un componente oscuro, pesimista y profundo que condiciona el tenor del texto. Su personaje femenino, Nadeshiko, nombre que encarna los ideales femeninos en Japón, es paradójicamente alguien capaz de percibir el abismo que se cierne sobre el mundo. Su desazón es, sin embargo, sofisticada y atra- yente, tanto como para Junichiro Tanizaki lo fue la sombra en su afamado Elogio. El juego de contraluces está servido, por medio de una mujer joven y hermosa sensible al espanto de la realidad, sumergida en el horror de ser psicoanalizada por alguien que no es lo que parece. Fascismo japonés: desde la proliferación del neoconfucionismo y la instauración del sonno-joi a partir el s. XIX, Japón distorsio- nó su tradicional militarismo expansivo añadiéndole grandes dosis de xenofobia. Ese germen explotó al comienzo de la era Showa (1926) en forma de fascismo supremacista, un ideario político que rápidamente puso en contacto diplomático a los nipones con los alemanes del Tercer Reich. A la coordinación y colaboración inte- restatal se unieron experimentos de naturaleza militar con el fin de crear armas químicas y bacteriológicas que pudieran ser utilizadas tanto por los japoneses como por sus aliados. Para tal efecto se creó el Departamento Experimental de Guerra del Acuerdo Germa- no-Japonés, con unidades de científicos aberrantes que probaban sus armas experimentales en personas vivas. La más destacada de ellas fue el Escuadrón 731 instaurado en Manchuria, un complejo camuflado de módulo de purificación de agua que en realidad era el mismo infierno para los chinos de los alrededores. El Dr. Masaji perteneció a estas monstruosas unidades de ciencia experimental.

Kappa: literalmente, niño de río. Se trata de tortugas antropo- morfas con una cavidad en el cráneo destinada a contener agua. Si por alguna razón el líquido se vierte, estos duendes fluviales per- derían sus poderes mágicos. Tradicionalmente pueden llegar a ser problemáticos para el hombre, ya sea por travesuras o por actos más violentos como el asesinato de niños o violaciones a mujeres. En cuanto a su procedencia, algunos académicos sostienen que las kappas eran originalmente kami-gami de agua, pero debido al con- trol de los ríos por medio de presas y otros sistemas de contención perdieron su culto y encarnaron en forma de duendes grotescos. Además, nosotros también pensamos que estos seres serían una fi- guración maliciosa de los religiosos portugueses y españoles, en ocasiones con un corte de pelo muy similar.

El kappa que aparece en Mabushii está despojado del aire cán- dido de los típicos duendecillos de río que aparecen en el relatario japonés. Aparte de ese componente más siniestro, también puede cambiar de forma como hacen los tanukis, itachis o kitsunes. No hemos de pensar que estas aptitudes no sean canónicas, pues nos hallamos ante un ser tan complejo y prolífico en el folclore nipón que su rol puede adaptarse a casi cualquier tipo de narración.

Kokeshi

Muñecas poseídas: existe una larga tradición de muñecas po- seídas por espíritus en la mitología japonesa. Quizá la más famosa de todas ellas sea Okiku, una kokeshi creativa de apariencia tradi- cional a la que le crece el cabello sin cesar. Actualmente se guarda en el templo Mannenji, en la ciudad de Iwamizawa, donde los mon- jes se «ocupan» cada mes de cortarle su melena.

Agua estancada: Saikaku Ihara, una de las figuras más brillan- tes de la literatura japonesa, ya aseveró que los pozos destapados siempre le habían creado desasosiego porque dentro de ellos se po- día encontrar prácticamente cualquier cosa. La asimilación de los espectros japoneses y los pozos se debe a su vez a la relación exis- tente entre el agua estancada y la enfermedad. Recordemos el va- lor de los ritos de limpieza y regeneración en la religión shintoísta como el misogi, siempre practicados en cascadas donde el agua flu- ye y por ende es incorruptible. Hemos aquí de recordar la analogía entre la corrupción y lo sobrenatural maligno en el mundo de las mentalidades japonés, y por todos es sabido que el agua estática es germen de infección y podredumbre. Recapitulando, si en la época de Heian las enfermedades se justificaban mediante la influencia de los espectros o bien actuaban de reclamo para estas entidades, un pozo, coronado además con un cadáver en su interior, sería un con- texto perfecto para originar un yūrei. Y dado el protagonismo del agua alcanzado en este relato deducimos que el espíritu de Himura murió en alguna fatal circunstancia relacionada con el agua.

Onna benshi

Benshi: en el primer cine japonés, figura ocupada de doblar en directo las películas de cine mudo. Era común la dramatización y siempre se procuraba ir cambiando la textura vocal en función del personaje y la escena. Tokaido Yotsuya Kaidan: pieza de kabuki escrita por Tsuruya Namboku IV en 1825. Trata la historia de Tamiya Iemon, un samu- rái menor que asesina a su esposa con el objetivo de casarse con la hija de unos farmacéuticos. Oiwa, el espectro de su mujer, ofusca a Iemon hasta que consuma la venganza. Estamos sin duda alguna ante la historia de venganza fantasmal más famosa del país, aparte de que constituyera un canon ineludible a la hora de concebir el yūrei cinematográfico del siglo XX.

Identidad japonesa: desde la Revolución Meiji, y sobre todo la derrota militar en la II Guerra Mundial, la sociedad japonesa ha prosperado basculando entre lo antiguo y lo nuevo. Se tiende a pensar que el binomio tradición/modernidad funciona en aquel país a la perfección, pero creemos que este formato no va a poder mantenerse durante muchas generaciones más. Los japoneses de menos de 35 años cada vez conocen peor el folclore de su país y sin embargo participan más de la globalización o las redes sociales. Dicha evolución acabará por arrinconar los rasgos típicos del ya- mato condenándolos a su desaparición, incluyendo la enorme red de fantasmagorías y creencias que aún resisten en la superstición de algunas personas. El extraordinario microrrelato Onna benshi no deja de ser un canto cargado de romanticismo a ese mundo que desaparece.

La cuerda sagrada

Isla en Japón: refiriéndonos a la dualidad tradición/modernidad que acabamos de ver en el anterior relato, se considera que las islas más allá de Honshū​ son un reducto del Japón ancestral. Un ejem- plo claro es Shikoku, ínsula meridional famosa por el peregrinaje de los 88 templos y espacio donde las viejas costumbres o la rela- ción con el entorno aún se mantienen casi como antaño. Así, la isla como concepto, rodeada de agua con el componente sobrenatural que ello conlleva, es también lugar de creencias ancestrales que, como se decía en Onna benshi, cada vez quedan más arrinconadas. Es común que muchos cuentos o ficciones de sesgo fantasmal co- miencen con los protagonistas yendo de la ciudad al ámbito rústico que representan las islas, en un viaje que va más allá de lo físico, del espacio y del tiempo.

En La Cuerda Sagrada este fenómeno es muy evidente, pues se nos narra cómo una bruja maldice desde su isla a un salaryman, contrapunto del Japón moderno, racional y capitalista.

Mujer shaman: el shintoísmo, la religión autóctona japonesa, alberga un claro componente chamánico como no podía ser de otra forma dado su politeísmo radical. Por otro lado, se piensa que antes de la llegada del budismo la mujer era trascendental en la liturgia religiosa, de lo cual son vestigios indelebles tanto Amaterasu, la diosa principal de todo el panteón japonés, como las antiguas le- yendas de la emperatriz/bruja Himiko.

Empresa japonesa: la naturaleza de la empresa japonesa se ha- lla más cercana a la de una gran familia con objetivos en común que a la típica corporación europea. Quizá por legado del confu- cionismo existe un respeto reverencial hacia los compañeros ma- yores y el jefe de la compañía, y no son extraños los casos en que los miembros anteponen el interés del grupo al personal. Tampoco lo es que el Shachou de la corporación deseara casar a su hija con alguno de sus trabajadores más notables —como es el caso de Kuro en el cuento— para así conferir de una continuidad casi genética al proyecto empresarial.

Nieve

Clima y elementos: el archipiélago de Japón se encuentra ma- yormente sacudido por un clima áspero y sin apenas transición en- tre el calor húmedo de los meses estivales y la severidad del gélido invierno. A ello debemos sumar su comprometida situación tectó- nica, pues las islas se hallan cerquísima de las Grandes Placas Fi- lipina y Pacífica. Como es público y notorio, la coyuntura genera múltiples terremotos y tsunamis en la zona, por no hablar de la gran inestabilidad energética del manto superior, causa principal de la ingente cantidad de volcanes existentes en la tierra del Fujiyama. Por consiguiente, lo natural ha formado parte de la vida cotidiana en Japón desde su esencia más telúrica, aunque las interpretaciones dadas a estos fenómenos siempre fueran numinosas, relacionadas con los genios y los espíritus. Es ahí donde hemos de ubicar el ori- gen de la proclividad fantasmática en las islas del sol naciente, de la que el cuento Nieve no deja de ser sino una emanación más.

Canción de madera

Suicidio en Japón: la cultura japonesa ha dialogado con la muerte durante toda su historia. Religiones como el budismo, que en gran medida gira en torno a ese momento, o el marcado milita- rismo que ha existido en el país, son algunos de los motivos que desglosan la naturalización de un concepto tabú en la mayoría de culturas. En relación con lo anterior se entiende el suicidio ritual de los samuráis o la inmolación del kamikaze durante la II Gran Guerra.

Desde la década de 1990, fatalmente marcada por una gran crisis económica, hemos asistido a un rápido aumento de los suicidios. La reacción del gobierno japonés consistió en incrementar el financia- miento destinado a la prevención y a los supervivientes de suicidios frustrados. A pesar de que se ha conseguido reducir la tasa en los últimos años, Japón aún se halla entre los diez países del mundo con más muertes voluntarias, algo especialmente reseñable cuando hablamos de la tercera potencia económica mundial.

Santuario

Inari: kami de la fertilidad, el arroz y los zorros. La veneración a Inari existe al menos desde comienzos del s. VIII, ya que en aque- llas fechas se construyó el santuario Fushimi Inari-taisha, en Kioto. No obstante suponemos que el culto ha de ser preexistente al san- tuario, puesto que el Clan Hata veneraba figuras de zorros parecidas a Inari a finales del s. V. Si bien el nombre de Inari no aparece en la mitología clásica nipona, es irrefutable que la deidad surgió a partir del shinto. Aho- ra bien, la imbricación religiosa existente en aquel país ha hecho que además se relacione con el budismo, algo observable con la veneración a Inari en el templo Tō-ji, principal de la secta budista Shingon.

Torii: arco tradicional japonés que suele encontrarse a la entrada de los santuarios shintoístas. Su función es representar la frontera entre el espacio profano y el sagrado. Consiste en dos columnas delgadas sobre las que se sustentan dos travesaños paralelos, fre- cuentemente de tonalidades rojizas o bermejas. Durante casi toda su historia los torii han sido de madera, piedra o excepcionalmente de costillas de ballena, pero en la actualidad se ha apostado por los metales inoxidables. Por su parte, los templos de la diosa Inari suelen poseer, además del torii de acceso, otros muchos erigidos consecutivamente para crear un efecto pasillo. El templo de Fushi- mi Inari en Kioto, donde se desarrolla este relato, dispone de miles de estos arcos.

Lugares de aparición: los ámbitos donde se aparece el fantas- ma japonés se explican en gran medida según la tipología del yūrei. Normalmente se manifiestan en las inmediaciones del lugar de su muerte o quizá cerca de algún objeto relevante para ellos —vivien- da, utensilios personales, recuerdos de alguien querido, etc.— co- rroborando que el último sentimiento en vida es esencial a la hora de resolver esta disyuntiva.

Demasu

Hikikomori: individuo que ha escogido abandonar la vida so- cial confinándose en su habitación. Afecta sobre todo a jóvenes ya de por sí sensibles, retraídos, sin apenas amistades y con una per- cepción del mundo exterior violenta o agresiva. Cualquier persona independientemente de la raza o el sexo suele sentir presión en su vida diaria, pero la mayoría se enfrenta a ella y pueden sobreponer- se. Sin embargo, un hikikomori reacciona mediante un completo aislamiento físico con el fin de evitar toda presión exterior. En ori- gen suelen ser adolescentes poco agraciados físicamente o bien con nulas habilidades sociales, lo cual supone que sean vistos como una especie de réprobos por gran parte de su entorno. Incapaces de ven- cer un complejo que va creciendo como un monstruo, son absorbi- dos por internet, dejan de interaccionar con sus escasos amigos y descuidan sus estudios. A partir de entonces comienza una suerte de suicidio social, donde el ser alienado, consumido por el miedo y la frustración, puede llegar a dejar de ser una persona y convertirse en una cosa distinta.

Gaki: asimilación japonesa del preta hinduista. Los gaki, muy conocidos en la literatura desde mediados del siglo XIII, son es- píritus cuya vida terrenal se corrompió a base de perseverar en un pecado. Existen varias clases de gaki según la tipología de trans- gresión cometida cuando eran humanos. Al provenir del budismo su desaforada pasión en vida se deformaba hasta convertirse en un castigo durante su estado de gaki, aunque en el caso de Demasu deberíamos hablar más bien de inacción y abandono, del arrojo sin miramientos a un estilo de vida tóxico y fútil, que tematiza las pa- radojas e incoherencias del mundo hiperconectado.

Comparecencia

Trauma Derrota Militar: Japón, en un intento de autodetermi- narse después de la modernización, pretendió adoptar una postu- ra de preeminencia en el panorama global. Ahora bien, el proceso acabaría de facto cuando lo real, es decir, la todavía inferioridad militar y técnica respecto a Occidente, ocupó el lugar de lo falso: Japón es el país de los dioses y como tal debía interactuar con su en- torno. La creencia folclórica de que todo japonés alberga un conato de divinidad deriva, como decíamos, del origen mismo de la Casa Imperial, hecho mítico negado a la fuerza por el mismo emperador Hirohito durante su discurso radiado de 1945. Así, no solo la expansión militarista de entreguerras veía cómo su dialéctica se diluía rápidamente, sino que su karma —las bom- bas de Hiroshima y Nagasaki— originó traumas nacionales tan acuciantes que supusieron el suicidio masivo de muchos integran- tes del ejército por medio del seppuku. Se podría decir que el miedo histórico hacia los occidentales, elemento a veces olvidado, actuó como distorsión en el natural desarrollo nacional japonés. Por con- siguiente, ¿el Japón después de Meiji fue una nación con un carác- ter definido, fuerte e independiente? ¿Pensaban esto sus habitantes aunque fuese falso? O yendo más allá, ¿se practicó una propaganda política para que los japoneses pensaran que eran racialmente su- periores al resto? De la misma manera que un monje alcanza el satori mediante años de introspección, el pueblo nipón presenció cómo, en un proceso comparable, su verdadera realidad se reveló implacable y severa.

Muchos de esos miedos y traumas ahogados se palpan entre las abstractas y bellas líneas de Comparecencia, que quizá no hable sobre yūrei de mujeres vengativas, pero sí de otro tipo de fantasmas más reales.