Hijos De Dune Dune - 3

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Hijos De Dune Dune - 3 Leto Atreides, el hijo de Paul —el mesías de una religión que arrasó el universo, el mártir que, ciego, se adentró en el desierto para morir—, tiene ahora nueve años. Pero es mucho más que un niño, porque dentro de él laten miles de vidas que lo arrastran a un implacable destino. Él y su hermana gemela, bajo la regencia de su tía Alia, gobiernan un planeta que se ha convertido en el eje de todo el universo: Arrakis, más conocido como Dune. Y en este planeta, centro de las intrigas de una corrupta clase política y sometido a una sofocante burocracia religiosa, aparece de pronto un predicador ciego, procedente del desierto. ¿Es realmente Paul Atreides, que regresa de entre los muertos para advertir a la humanidad del peligro más abominable? Frank Herbert Hijos de Dune Dune - 3 ePub r2.0 Titivillus 16.11.2020 Título original: Children of Dune Frank Herbert, 1976 Traducción: Domingo Santos Diseño de portada: Lightniir Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Índice de contenido Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20 Capítulo 21 Capítulo 22 Capítulo 23 Capítulo 24 Capítulo 25 Capítulo 26 Capítulo 27 Capítulo 28 Capítulo 29 Capítulo 30 Capítulo 31 Capítulo 32 Capítulo 33 Capítulo 34 Capítulo 35 Capítulo 36 Capítulo 37 Capítulo 38 Capítulo 39 Capítulo 40 Capítulo 41 Capítulo 42 Capítulo 43 Capítulo 44 Capítulo 45 Capítulo 46 Capítulo 47 Capítulo 48 Capítulo 49 Capítulo 50 Capítulo 51 Capítulo 52 Capítulo 53 Capítulo 54 Capítulo 55 Capítulo 56 Capítulo 57 Capítulo 58 Capítulo 59 Capítulo 60 Capítulo 61 Capítulo 62 Capítulo 63 Capítulo 64 Sobre el autor PARA BEV: Por el maravilloso lazo de nuestro amor, y por aportar su belleza y su sabiduría hasta el punto de ser realmente ella quien inspiró este libro. 1 Las enseñanzas de Muad’Dib se han convertido en campo de juegos de los pedantes, los supersticiosos y los corruptos. Él enseñó una forma de vida equilibrada, una filosofía a través de la cual un hombre puede afrontar los problemas que surgen de un universo en constante cambio. Dijo que la humanidad está aún evolucionando, en un proceso que nunca tendrá fin. Dijo que esta evolución se produce según cambiantes principios que son conocidos tan sólo por la eternidad. ¿Cómo puede un razonamiento corrupto jugar con una tal esencia? Palabras del Mentat DUNCAN IDAHO Una mancha de luz apareció en la alfombra rojo oscuro que cubría el suelo de la caverna. La luz ardía sin una fuente aparente, parecía existir tan sólo en la superficie del rojo tejido de fibras de especia entrelazadas. Un pequeño círculo inquisitivo de unos dos centímetros de diámetro moviéndose erráticamente, estirándose, adoptando una figura ovalada. Tropezó con el verde oscuro del borde de un lecho, ascendió, se deformó a través de la irregular superficie. Bajo el cobertor verde yacía un chiquillo de pelo rojizo, rostro redondeado con la gordura de un niño, boca generosa… una figura a la que le faltaba la enjuta cualidad de la tradición Fremen, aunque no presentara tampoco la hinchazón del agua de un habitante de otros mundos. Cuando la luz cruzó sus cerrados ojos, la pequeña figura se agitó. La luz se apagó inmediatamente. Ahora tan sólo se oía el sonido de su respiración y, al fondo tras él, el tranquilizador drip-drip-drip del agua colectándose en un depósito desde la trampa de viento situada muy arriba sobre la caverna. La luz apareció otra vez en la estancia, de nuevo inquieta, un poco más brillante. Esta vez sugería la existencia de una fuente y un movimiento tras ella: una figura encapuchada había surgido del arco de la puerta y había penetrado en la estancia, y la luz surgía de allí. Una vez más la luz revoloteó por toda la estancia, investigando, buscando. Había un sentimiento de amenaza en ella, una inquieta insatisfacción. Evitó al muchacho dormido, hizo una pausa en la rejilla de aireación allá en lo alto, exploró una protuberancia en los pliegues de los cortinajes verdes y dorados que cubrían y ablandaban las asperezas de las paredes de roca desnuda. Luego la luz volvió a apagarse. La figura encapuchada se movió, traicionándose con un roce de sus ropas, y se situó a un lado del arco de la entrada. Cualquiera que estuviese al corriente de la rutina del Sietch Tabr habría sospechado inmediatamente que se trataba de Stilgar, Naib del Sietch, guardián de los gemelos huérfanos que un día investirían el manto de su padre, Paul Muad’Dib. Stilgar realizaba a menudo estas inspecciones nocturnas en los apartamentos de los gemelos, iniciando siempre su ronda por la estancia donde dormía Ghanima y terminándola allí en la habitación contigua, donde se aseguraba a sí mismo de que Leto no corría ningún peligro. Soy un viejo estúpido, pensó Stilgar. Rozó la fría superficie del proyector lumínico antes de devolverlo a su cinto. Aquel proyector lo irritaba, aunque reconocía que dependía de él. Se trataba de un sutil artilugio del Imperio, un instrumento que detectaba la presencia de cuerpos vivos a partir de un determinado tamaño. Sólo había revelado la presencia de los dos niños durmiendo en las reales estancias. Stilgar sabía que sus pensamientos y emociones eran como la luz. Jamás había podido dominar su inquietud interior. Algún poder más grande que él controlaba aquel movimiento. Lo proyectaba fuera de sí mismo en el preciso instante en que captaba la acumulación del peligro. Allí yacía el imán de los sueños de grandeza de todo el universo conocido. Allí yacía la riqueza temporal, la autoridad secular, y el más poderoso de todos los talismanes místicos: la divina autoridad del legado religioso de Muad’Dib. En aquellos gemelos —Leto y su hermana Ghanima— se concentraba un pavoroso poder. Mientras ellos vivieran, Muad’Dib, aun muerto, viviría en ellos. No eran simplemente niños de nueve años; eran una fuerza natural, objetos de veneración y temor. Eran los hijos de Paul Atreides, que se había convertido en Muad’Dib, el Mahdi de todos los Fremen. Muad’Dib había prendido una explosión de humanidad; los Fremen se habían desparramado desde aquel planeta en una incontenible jihad, arrastrando su fervor a través de todo el universo humano en una ola de dominio religioso cuya intensidad y omnipresente autoridad habían dejado su huella en todos los planetas. Y sin embargo, estos hijos de Muad’Dib son carne y sangre, pensó Stilgar. Dos simples golpes de mi cuchillo bastarían para detener sus corazones. Su agua volvería a la tribu. Su mente indócil se rebeló ante aquel pensamiento. ¡Matar a los hijos de Muad’Dib! Pero los años lo habían hecho sabio en introspección. Stilgar sabía el origen de tal terrible pensamiento. Surgía de la mano izquierda de los condenados, no de la mano derecha de los bendecidos. El ayat y burhan de la Vida guardaba misterios para él. Durante un tiempo se había sentido orgulloso de pensar en sí mismo como en un Fremen, de pensar en el desierto como en un amigo, de llamar al planeta en sus pensamientos Dune en lugar de Arrakis, que era como estaba señalado en todos los mapas estelares Imperiales. Qué sencillas eran las cosas cuando nuestro Mesías era tan sólo un sueño, pensó. Hallando a nuestro Mahdi, hemos desencadenado sobre el universo incontables sueños mesiánicos. Cada pueblo subyugado por la jihad sueña ahora con la venida de su propio líder. Stilgar miró al oscuro dormitorio. Si mi cuchillo liberara a todos esos pueblos, ¿harían de mí un Mesías? Leto se agitó inquieto en su lecho. Stilgar suspiró. Nunca había conocido al abuelo de los Atreides cuyo nombre llevaba aquel niño. Pero muchos decían que la fuerza moral de Muad’Dib había surgido de aquella fuente. ¿Habría saltado otra generación aquella terrible cualidad de rectitud? Stilgar se vio incapaz de responder a aquella pregunta. Pensó: El Sietch Tabr es mío. Yo gobierno aquí. Soy Naib de los Fremen. Sin mí no hubiera existido Muad’Dib. Y ahora estos gemelos… a través de Chani, su madre y mi consanguínea, llevan mi propia sangre en sus venas. Yo estoy en ellos, con Muad’Dib y Chani y todos los demás. ¿Qué es lo que le hemos hecho a nuestro universo? Stilgar no conseguía explicarse por qué tales pensamientos acudían a él por la noche y por qué le hacían sentirse tan culpable. Se encogió bajo su capucha. La realidad no era en absoluto parecida al sueño. El Amistoso Desierto, que en un tiempo se había extendido de polo a polo, había quedado reducido a la mitad de su tamaño original. El mítico paraíso de expansivo verdor lo llenaba de desánimo. No era como el sueño. Y, al igual que el planeta había cambiado, se daba cuenta de que él también había cambiado. Se había convertido en una persona mucho más sutil de lo que era antes un jefe de sietch. Ahora era consciente de muchas cosas… del arte de gobernar y de las profundas consecuencias de incluso las más pequeñas decisiones. Sin embargo, sentía que este conocimiento y esta sutileza eran un barniz que recubría un núcleo de acero de una consciencia más simple, más determinista. Y aquel antiguo núcleo lo llamaba, le imploraba que regresara a valores más límpidos. Los rumores matutinos del sietch empezaron a introducirse en sus pensamientos. La gente empezaba a moverse en la caverna. Sintió una brisa en sus mejillas: estaba saliendo a través de los sellos de las puertas a la oscuridad que precede al alba.
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