Antología Líneas de Vida

Los tesoros del alma © SAN PABLO Avda. L. B. O’Higgins 1626, Santiago de Chile E-mail: [email protected] 1ª edición - 1.500 ejemplares Octubre de 2016 Inscripción N°: 258.889

Impresor: Disa Impresores Santa Rosa 1592 Stgo. Fono - Fax: 225561788 Impreso en Chile - Printed in Chile Presentación

Abrir un espacio de participación como el concurso Literario Nacional de adultos mayores, “Líneas de Vida”, implicaba asumir un enorme desafío: Hacer de este espacio un punto de encuentro, en donde los adultos mayores podían volcar su mundo interior para transmitir un legado que, a partir de la mirada hacia el pasado, nos permitiera construir el futuro. El primer año fueron trescientos cuarenta escritos los que se recibieron. Este año, la participación del concurso llegó a los dos mil ochenta textos, lo que es un claro reflejo de cómo, año a año, los objetivos planteados se van cumpliendo. El concurso literario no solo generó una instancia para plasmar inquietudes literarias, sino también un lugar visible a partir del cual se puede promover la participación activa de los mayores. Las cuatro instituciones involucradas, editorial SAN PABLO, la Pastoral Social Caritas, Caja Los Andes, y la U3E estamos comprometidas en darle a los mayores la importancia que merecen dentro de nuestra sociedad, apoyando iniciativas que fomenten una tercera edad activo y con su particular mirarda, dado que representan, no solo, la memoria histórica de la sociedad, sino también un presente y un futuro más integrador.

5 Año a año el concurso gana en participación y calidad literaria. Y año tras año nos podemos dar cuenta de lo necesario que es escuchar a los adultos mayores y compartir sus relatos. En ellos podemos leer historias de esfuerzo, crecimiento y autodescubrimiento. Relatos que nos dan cuenta de un Chile que está al alcance de nuestra mano, pero que, a veces, nos cuesta encontrar. Las historias plasmadas en esta antología nos dan valiosas lecciones de vida y abren la mirada hacia un mundo interior que nos habla de anhelos, frustraciones, desafíos, pero también esperanza y alegría. Tal como dice el papa Francisco en su exhortación Amoris Laetitia: “la ausencia de memoria histórica es un serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del ‘ya fue’”. No se puede construir un futuro sin mirar el pasado. Y estas narraciones son el mejor instrumento para que niños y jóvenes conozcan, de primera fuente, la historia del barrio, de , del país. Agradezco a todas las personas que se dieron el tiempo para compartir con nosotros una parte de sus vidas, a través de sus poemas y narraciones. Los invito también a leer los veinticuatro tesoros del alma que componen esta antología, fuente y reflejo de una historia de la que ya todos somos parte.

Jorge Bruera Director General SAN PABLO Chile

6 Narraciones 2016

Escenarios cristalizados

Jorge Eduardo Valderrama Gutiérrez, 63 años. Talca, Región del Maule.

He tenido un sueño recurrente en el último tiempo. Uno en el que casi siempre la veo allí, en ese rincón bajo el parrón, sentada en su silla de batro, con sus lentes sobre la nariz sumergida en un diario o revista. La veo, si no con el crochet o los palillos, conversando con volatizadas vecinas; ordenando su antigua vitrina o con el cucharón de palo en la mano. Casi siempre le veo mirarme con ternura, acariciándome el pelo, llevándome de la mano por calles, parques y avenidas. ¡Éramos como el conejo y Alicia! A veces la veo asomarse en alguna esquina de mi hoy, casera de todos los boliches del barrio. ¡Cómo sostenía con fuerza su escuálida chauchera! Ésa malhadada y del cierre forzado. Y evoco sus manos temblorosas abriendo, cerrando, mirando y hurgando en su fondo esmirriado, casi siempre desinflado por

9 invisibles gnomos. Aún permanece casi de las últimas en aquella interminable fila esperando el pago de su pensión. También la imagino yendo por la Feria Libre en Avenida Santa María, de Renca, zumbando y regodeando precios para luego cruzar presurosa hacia la panadería. Sí, a mi abuela María la conservo en un rincón sacro de mis recuerdos, aunque en ocasiones se las ingenia para horadar la eternidad que nos separa y manifestarse buscando ovillos de lana, echando una moneda en mi bolsillo o correteando un gato. Allá, en lo alto, diviso su iconografía de cabeza cana, piel recogida, cara ardiente y conversación fluida. Arrimada al infaltable brasero invernal para entibiar sus huesos, ése de fierro con cisco azucarado y vahos de limón. Amén de esa parsimonia y paz increíbles… Así sueño con ella. En mi condición de romántico por naturaleza. Y he aquí algo más de mi rutinaria vida y lo que me ha acontecido recientemente… Cada diciembre nuestra modesta vivienda luce invadida, en todos sus rincones, por el ambiente navideño, por su espíritu. Aquí y allá resaltan multi- colores luces, globos dorados, refulgentes guirnaldas, motivos pascueros, villancicos, multifacéticos Santa Claus y todo un ambiente de nostalgia por navidades pasadas. Al centro de la salita donde vemos televisión, una antigua locomotora —con su agudo silbato y característico traqueteo— arrastra sus carros por la

10 vía que circunda el Árbol de Pascua. A Yanira, mi mujer, le encantan los trenes, siente una atracción especial por ellos. A mí, debo reconocerlo, ¡también! Juntos contemplamos extasiados, hasta altas horas de la noche, nuestro hogar engalanado de perfumes pretéritos, evocando aquellos grititos bulli- ciosos que hoy están ausentes. Como les decía, Yanira, a sus 62 años, atesora en su interior un alma de niña que se extasía hasta con lo trivial. En ocasiones me encanta verla venir, a lo lejos, con su rostro radiante, movimientos decididos y alegres, todo un himno a la vitalidad y a la vida. Diría que se caracteriza por su mediana estatura, complexión gruesa, espontaneidad, y por no callar jamás lo que desea decir. Yo, Pascual, de 68 años, soy su complemento. Un tanto delgado, semi calvo, ceremonioso, obsesivo y cerebral, me cuesta expresar mis emociones. Pero hemos compartido 42 años y nos conocemos como un navegante a sus mapas. Jubilamos recientemente y nuestros tres hijos, todos profesionales, hace años que abandonaron el nido. Pero nos visitamos con frecuencia para abrazarnos, acariciarnos y conversar. Las escenas hogareñas junto a mi mujer son inter- minables. Nacen y mueren cada día, cada noche. Son parte de nuestra danza de la vida…

11 Como todos, ella y yo tenemos nuestras usanzas. Desde que despertamos por las mañanas hasta que ponemos la cabeza en la almohada en el ocaso. De esta manera, nuestra rutina se inicia temprano. Tras la ducha y un frugal desayuno, comentamos lo que se comenta o lo que otros han comentado. Nos gusta conversar, y estamos algo adictos a la TV. Tipo 8:30 horas me dirijo en mi auto a la pequeña librería que hemos formado con Yani tras jubilarnos, donde paso hasta el mediodía, hora de almuerzo. Entonces, sin apuro, regreso donde mi mujer. Ella se encarga de la casa, cultivar un frondoso jardín y embellecer nuestras vidas. Si el día está hermoso, tomamos once en la terraza, si no, en el comedor de diario. Por las noches compartimos un mullido sofá, y frente al televisor contemplamos largo rato el centelleo multicolor que arroja aquel pino artificial rigurosamente decorado y coronado por una estrella, haciendo desfilar ante nuestros ojos cientos de fotografías e innumerables recuerdos. Ora se levanta ella para ir a buscar algo, ora soy yo quien doy una vuelta por el interior de la casa. Aparentemente nada buscamos, pero siempre estamos de safari con nuestras conversaciones. La presa: los momentos mágicos y las escenas idas. Hacemos juntos las compras diarias, planifi- camos una rica cena, un viaje a la playa, otro viaje un poco más lejos; invitar a nuestros amigos, ir de

12 visita… luchamos contra la asfixiante soledad. Y en tal lid todo vale, desde comentar el quehacer local a través del periódico o la televisión, leer asiduamente, a pasear por un parque, Alameda o conversarnos un café. Hasta me he propuesto trotar… aunque estoy en la etapa de las intenciones. Breves descansos para demorar un poco a la ineluctable entropía. Ya más tarde, de noche, abro y cierro la reja, y con el mismo manojo de llaves en la mano le quito llave a la puerta de calle e ingreso al interior de la vivienda cálidamente iluminada, limpia, decorada y con agradable calor de hogar. Avanzo hasta un haz de luz donde se encuentra mi compañera, la beso en la frente, y musito: —¡Hola, llegué! —Ya me di cuenta. A esta hora siento el caracte- rístico sonido de su manojo de llaves… ¿Cómo le fue? —Bien, cómo ha estado usted. ¿Sabe algo de los niños? —Sí, bien. Sin novedad. —¡Qué bueno! Enseguida dejo el maletín, chaqueta y parte del cansancio diario en la biblioteca, lavo mis manos y me acomodo en una silla del comedor en el cual, consuetudinariamente, nos sentamos frente a frente

13 para contarnos los avatares y vicisitudes de otra embestida del padre tiempo, de aquellos filamentos que quedaron suspendidos en nuestros jardines inte- riores. Entonces despliego mis pulmones y disfruto los aromas a churrascas calientes, café, té, y tostadas con mantequilla. Simplemente tentadores. Yani mantiene las habitaciones de la casa siem- pre inmaculadas, con olor a “limpio”, con exquisitas fragancias (hasta en el baño). A las paredes luciendo fotografías familiares, óleos y reproducciones artís- ticas; a los dormitorios, con osos de felpa, repisas, veladores, juguetes; y a todo el interior con objetos muy amados. Todo está allí… especialmente los recuerdos. Los sábados por la noche acostumbramos sagradamente viajar en la “máquina del tiempo”. Así llamamos a un rincón de mi biblioteca en el que tengo perfectamente ordenadas cientos, miles de foto- grafías, las que tras largo tiempo he logrado catalogar, archivar y secuenciar en orden cronológico. Fieles a la sentencia socrática de que el hombre es un animal de costumbres, nos enfrascamos con ensimismamiento de niños al ritual de re-mirar aquellos retazos de tiempo que hemos gastado de tanto palpar, que han formado engramas neuronales propios en nuestras memorias, sus propios universos, cual dimensiones paralelas en el que están escritas sus historias. Sólo debemos ir allá…

14 —“Lo bueno es efímero, casi un parpadeo”, sentencio con nostalgia, horadando el vacío. —“Quisiera que el arbolito permaneciera por siempre, que jamás se rompiera este litúrgico ritual”, agrega Yani, restregando en sus manos una fotografía de una Navidad pasada. Es uno de nuestros tantos diálogos que parece surgido de una escena del Teatro del Absurdo de Ionesco… fascinante, por lo demás. “De estas fotos sí que no te acuerdas, míralas, son tan bonitas. Aquí están hace 25 años atrás”, dice, alargándomelas. Es cierto, casi no me acordaba. Allí aparecen nuestros hijos: sentados a la mesa cuando niños, abriendo regalos sencillos (un juguete, un pantalón, vestido, calcetines, colonias), con sus rostros estallando de alegría; y aquellas otras en el paseo aquél; varias alrededor de la mesa familiar ornada de amor, mientras los flash de la cámara atrapaban pedazos de tiempo. —“Me acuerdo, me acuerdo muy bien de ésta, porque fuimos juntos con ellos a comprarlos. Claro que de esta otra ya me había olvidado”, le digo. —“Mira qué bien luzco con ese vestido. ¡A veces se me olvida que fui joven!”, sonríe. Al rato, cansada, sube al cuarto… yo me quedo hasta un poco más tarde (nunca antes de la una de la madrugada). Y como

15 lo hago cada vez más seguido, bebo algunos vasos de vino, coloco música de “mi época” para limpiar mis ojos por dentro, yéndome al dormitorio con un libro bajo el brazo y la mente plena de escenarios del pasado. Al apagar las luces, la casa queda envuelta en quieto silencio. Ahora les narraré lo que nos aconteció recientemente… Un viernes por la noche me sobresalto al oír la voz de mi mujer proveniente de la sala de estar. Me concentro y le escucho. ­— ¡Hey!, mira Pascual, en esta revista antigua salen fotos de un parque de entretenciones. ¿Los recuerdas? ­—¡Cómo olvidarlos…! Si yo crecí yendo a ellos. Se ubicaban en la entrada de las poblaciones, atrayén- donos con sus estridencias y matices como las luces a las luciérnagas. Cada uno tenía su nombre, su escena- rio, su show y su música. ­—Sí. Recuerdo que entonces aún se usaban las casacas de cuero negro adornadas con broches, cierres y brillantes… Yo usaba una mini que hacía suspirar a cualquiera. ­—“Mmm… Y yo usaba el pelo largo hasta los hombros y anchas patillas. Vestía chillonas camisas, en todos los colores y modelos. Plata no teníamos

16 mucha, pero era lo necesario para, a los dieciséis años, salir a dar unas vueltas”. ­—¿Vayamos a conocerlo…? —¡¡Vamos!! Tras caminar breve trecho, al torcer una esquina nos da la bienvenida una explosión de luces, colores y sonidos. Un enorme letrero con luces de neón reza “Parque de Entretenciones el Guatón Loyola”. —“¡Qué curioso… tiene el nombre del guatón de la cueca…!”, me susurra Yani. —Preguntémosle a esa persona si sabe quién fue el guatón Loyola. A lo mejor nos dice que el gordo realmente existió, ja, ja, ja… Nos acercamos a un verdadero botija (quizás el doble del guatón aquél) y le comentamos nuestra ignorancia y deseos de saber sobre el guatón folcló- rico. Es un individuo moreno de aspecto desaseado, bajo de estatura, semi calvo y barbón, que frisará los 50 años. Se le aprecia un cierto aire de sufi- ciencia y simpatía que le hace agradable, simpático. Viste descuidadamente y lleva la camisa fuera del pantalón. Casi tímidamente, le saludamos. Más audaz, Yani le pregunta, sin rodeos:

17 —Oiga, perdone que lo interrumpamos, pero nos gustaría saber el porqué del nombre… —“¿Se refieren a por qué se llama “Parque de Entretenciones el Guatón Loyola”?”, señala. —“¡Exactamente”, le respondo. —“¿Y cuál sería su interés, si me lo permite…?”, responde. ­—Nosotros admiramos mucho el folclor y nuestras raíces patrimoniales, y como la “Cueca del Guatón Loyola” es tan conocida, nos llama la atención porque primera vez que vemos un parque de entretenciones con este nombre… —Miren, la Cueca del Guatón Loyola está inspi- rada en un hecho real que aconteció en… ¿Realmente les interesa conocer la historia? —“Pero por supuesto”, asentimos. El gordo nos miró, calibrándonos, de arriba abajo. Y rompiendo el hielo de la desconfianza con una espontánea sonrisa que dejaba ver una bombar- deada dentadura, agregó: —Invítenme un pisco sour y se las contaré con detalles. Yo lo conocí. —“¿De verdad… (intuyo que no será uno)? ¡Qué interesante!”, respondimos al unísono.

18 —“No hay problema, además nos hará bien conversar y de paso conocer cómo nació esta leyenda dieciochera”, agrega Yani con particular simpatía. Nos sentamos bajo un parronal en torno a una pequeña mesa redonda, aislados del mundanal ruido. A nuestras espaldas se encuentra el vetusto parque de entretenciones, en el cual parecen rondar las ánimas. Y como lo había previsto, seis pisco sour nos invitan a degustar. La conversación, al parecer, será amena. Tras breve pausa y algunos carraspeos, don Antonio (nombre de este peculiar personaje), o “Toño”, como pide que le llamemos, bebe un sorbo, lo saborea y habla con voz aguardentosa: —El verdadero Guatón Loyola se llamó Eduardo Loyola Pérez y nació en 1924. Fue martillero público y privado, experto en corretaje de ganado, por lo que pasó buena parte de su existencia entre ferias de animales y casas de remate. Vivió en Santiago en la calle Manquehue, comuna de Las Condes, entre Apoquindo y Los Militares, en una época en que el sector estaba lleno de chacras y parcelas. Hoy se encuentra allí el Mall Parque Arauco. —“¿Y cómo lo sabe?, ¿no serán parientes…?”, inquirí sarcástico. —¡Ah!, lo dice por mi prominente barriga. Sí, justamente, soy su hijo. ¡Soy hijo del Guatón Loyola!, pero prométanme que no se lo dirán a nadie.

19 —“Entonces, ¿para qué nos lo cuenta? Debería ir a la tele con su historia…”, repliqué con punzante ironía. —No, en la tele con tantas cosas que se dicen, ya no se diferencia la verdad de la mentira. Además, cuando termine de contarles estos hechos, ¡recibirán un regalo inolvidable! —“¿En serio…? Cuente no más”, repuso Yani encandilada por la palabra “regalo”. —Bueno, sucedió que un día mi difunto padre se me apareció en sueños y me dijo que sólo descan- saría en paz si contaba la verdad de lo ocurrido a un matrimonio o pareja de edad, que consultara un viernes por la noche, el porqué del nombre del parque. Como ven, todo ha coincidido… —“¡¡¡Increíble!!! Le escuchamos”, agrego sin titubear. —Y bueno, como les decía, mi progenitor se casó en diciembre de 1957 con María Luisa Trivelli, en la iglesia de los Sagrados Corazones de Alameda. Mi madre lo conoció cuando todavía no era el Guatón, ya que sus familias se ubicaban. Pero cuando comenzaron su pololeo en La Calera, mi viejo ya era el Guatón Loyola, porque ya había ocurrido la mítica pelea. Sin embargo, el pugilato no ocurrió en el rodeo

20 de Los Andes, sino en el rodeo de Parral un domingo en la noche de 1954, después de haber estado en el rodeo de Talca. Ahí le dieron la frisca por botarse a valiente y querer zanjar una discusión a puñete limpio. Obviamente, los detalles son más extensos, esto es lo medular… —“Es lo que importa, amigo. Continúe (está fuertón el pisco sour)”. —Como entre sus muchos amigos estaba el humorista y compositor Alejandro “Flaco” Gálvez, esa misma noche escribió la letra y compuso la melodía del “Aló Aló”. En 1956 el dúo Los Perlas grabó la cueca y cambiaron Parral por Los Andes, ya que sonaba mejor, según dijeron. Pero el asunto fue en Parral. —“¡Qué interesante historia! ¡Qué interesante historia!”, repito con voz inteligible. —Para terminarla, les diré que mi papá falleció joven, a los 54 años, el 28 de agosto de 1978. Miren, tomen, les regalo esta colección de discos Long Play, fotografías y tres monedas de oro de 21 quilates, todo avaluado en varios millones de pesos, por haber escuchado mi relato…Y al momento de estirar con fuerzas mis manos para tomar los obsequios, me enrolla un torbellino, y un golpe seco me trae de vuelta a la realidad. Semi envuelto en el cobertor y en

21 la sábana, con un dolor en la frente, escucho que mi mujer me espeta: —“¿Qué hace ahí metido bajo la cama? Eso le pasa por tomar y leer tanto. Algo adolorido recojo un par de libros del piso, coloco las cosas en su lugar, y le respondo: ­­—¡Ya duérmase! Simplemente saqué a ventilar algunos pensamientos. No olvide que la vejez es el último escenario de la existencia, y somos de la ge- neración que intenta dejar huellas en las movedizas arenas del tiempo (el golpe me debe haber afectado). Acomodo los cojines y en corto rato me vuelvo a dormir profundamente. Otra vez ingreso al cosmos de los sueños… a ése en que casi siempre la veo allí, en ese rincón bajo el parrón, sentada en su silla de batro, con sus lentes sobre la nariz sumergida en un diario o revista. La veo, si no con el crochet o los palillos, conversando con volatizadas vecinas; ordenando su antigua vitrina o con el cucharón de palo en la mano. En lo alto diviso su iconografía de cabeza cana, piel recogida, cara ardiente y conversación fluida. Arrimada al infaltable brasero invernal para entibiar sus huesos, ése de fierro con cisco azucarado y vahos de limón. Amén de esa parsimonia y paz increíbles…

22 Cumplir setenta años

Gloria Bensan Jofré, 70 años. Vitacura, Región Metropolitana.

Muy pronto —casi ¡ahorita ya!— cumpliré setenta años. Recorrido suficiente para saber que soy mujer, chilena, agradecida, demócrata, leal, empática, soñadora, trabajadora casi incansable, creativa, orga- nizadora, generosa, tejedora, escribidora, cocinera, costurera, secretaria, madre, hija, hermana, nuera, tía, cuñada, suegra, abuela, amiga, ex, madrina, colega; con cara rugosa, bajita, apasionada por apren- der, por el taichí y por la música popular; de bellas canas, músculos sin entrenamiento, caminata rápida; honesta (en la medida de los posible), irónica, más que menos feliz, con pasado y presente llenos de historias, historietas, anécdotas, experiencias, amores, desamores, viajes y paseos; sin oído musical pero con oídos muy dóciles para agarrarse dolorosas otitis; de risa fácil y con poco “style”; de escaso consumo y casi cero consumismo, pésima deudora de bancos y casas

23 comerciales por no haber sido capaz de endeudarme para generar referencias de “cumplir o no cumplir con los pagos” y algo conservadora con la marca Honda; buena para la comida sanita y la cerveza sin alcohol; con casi cuarenta centímetros de suturas en el cuerpo, con aspiraciones personales más que superadas (no sucede lo mismo con mis aspiraciones sociales); en proceso de encontrar —recién— el camino hacia la perfección; con preferencia marcada por el vino Tarapacá-Gran Reserva-Carmenére, las galletas de agua con miel y queso fresco (les recuerdo que nadie que “se meta” en mi plato gana puntos para ser mi amigo);fanática del modelo Jesús, de trato fácil y muchas horas de trabajo en centros de alumnos, de padres, sindicatos laborales, condominio y… todavía enciendo velas cuando necesito tranquilidad y “luz superior”. Soy débil al volante… en pocos meses —con el auto detenido— sufrí tres choques por atrás. El seguro, se preguntaran… pienso que como pagaron los culpables, entonces no subió la prima… Quedé tan conmocionada que hasta pensé hacer una torta con forma de auto chocado para celebrar e identificarme… pero ya no lo pienso… y ahora, cada vez que me detengo, miro para atrás… es más cuidadoso de mi parte y lo hago por mí. Siento como virtud “ser confiable y creíble”. Tuve pollos, ratones, conejos, loro, perros y gatos. Ahora tengo hormigas, polillas, hijitus y hasta abejas. En el

24 condominio que vivo, llegó el “gusano taladrador”, que según mi experiencia, también existe el erguido y con dos patas. Se me apodó como “los ojos más lindos del mundo” (mi tía Clara), “tan feíta esta niñita” (mi abuelita), “tarro con piedras” (mi profesora primaria), “vieja Juliá”(mi…), “reina de los siniestros de automóviles” (de mi propio juicio), “tóxica”(mi…), y otros que por fomes se quedaron en el olvido… y que nadie —estoy segura— se atrevería a escribir en mi epitafio. Mi deber laboral me llevó a viajar en tres oportunidades con tincudos minos: NE, AU y RA. Nunca antes ni después fui envidiada por chicas guapas, guapísimas… eran sus per “seguidoras” y me lo hicieron saber. No entendía por qué “eran tan apetecidos, solicitados” y considerados hasta “apropiables”. Pensé que lo sabría en el extranjero. Y así fue. Pero… “Lo que ocurre en Las Vegas…” Puedo resumir que fueron viajes leeeeejos de lo idílico… y resultaron muy inesperados: en su momento, cada uno estaba en proceso de separación de su primer matrimonio y pasé a ser la “oreja, el consuelo y la mujer a la que no hay que temerle por acoso, es decir… la mamá” que escuchó sobre “ella”, “ella” y “ella” en incontables ocasiones. Hubo uno al que, estando en “tránsito” sentados en el aeropuerto de Costa Rica… de pronto, me paré… me puse en frente y le dije: “si sigues hablando de ella, grito… y… fuerte”.

25 Hablando de viajes, siento que el más potente por imborrable, hermoso e irrepetible lo viví en El Salvador como “observadora internacional”. Des- pués del acuerdo de paz que puso fin a la guerra civil* y durante el proceso electoral de segunda vuelta formé parte de MINUSAL 1994. Viajé sin temor… absolutamente confiada en mí y en la misión. De San Salvador, nos trasladamos a Usulután. Zona rural asolada por la guerra; llena de campos y personas pobres, delgadas, bajitas y piel expuesta al sol. Hacía poco que habían retornado luego de años de haber huido. Llegaban a votar en camiones como si fuesen carga. Muchos no podían “encontrarse” en las listas de electores —impresas en papel continuo y casi sin tinta— del recinto de votación, la plaza central. Nos avisaron y acudimos a “ayudar”; descubrimos que —por relatarles algo— la V estaba antes que la C y que los Cueto estaban primero que los Cerda… mala onda, ignorancia, no sé… Pedimos corregir este error, pero… antes “deberíamos” obtener auto- rización del Comandante… ¿Dónde está?... en la Catedral… Me llamó la atención el lugar elegido por la autoridad para controlar el proceso… pensé ¡qué devoto!, ja ja ja…

26 Fuimos con mi “compatriota —escolta— edecán”, un carabinero joven que llevaba un tiempo allá y que había organizado un club de fútbol llamado Chile cuyos niños jugaban a “pata pelá” en un potrero de tierra con arcos chilenos. Después supe que, además, tenía “participación” a medias con nacionales en una exportadora de cueros de cocodrilos cazados clandestinamente. Recuerdo que, dentro de su honestidad, me preguntó si estaría interesada en un par de botas de cuero de esos animalitos… Con la bandera ONU flameando y enarbolada en lo alto, conducía “su” jeep blanco descapotable que portaba un arma cañón en su parte trasera. A las 4 am., los jeeps salieron en caravana de Usulután, iluminados por la luna y bajo una brisa salina. Según la locación asignada, cada tanto un jeep dejaba el convoy y tomaba su ruta. Me sentía un personaje de película protago- nizando una película… Indescriptibles emociones con el carabinero de La Reina a mi lado. Según él, viajábamos, pasábamos, subíamos y bajábamos por una de las rutas más peligrosas del país… minada… porque estuvo y seguía bajo el poder de las guerri- llas; era verdad y por eso, lo del cañón. Nunca supe qué pensaba mientras “me informaba”: tenía miedo, se sentía poderoso…no sé.

27 Entramos a la Iglesia. Un grupo de personas armadas “lo rodeaban”. Era cierto que ahí estaba el Comandante, pero era el “Comandante guerrillero” del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN)… Alto, cabello oscuro, buenmozo, delgado, camisa negra con “lunares” blancos, como si fuese bailarín de flamenco. Lucía precioso, simpático, amable, educado, sin sonsonete, empoderado por su brazo—instrumento matador de acero… aun así… su imagen me pareció preciosa por lo inesperada. Si no fuese blasfemia, diría que parecía un ángel armado hasta los dientes. Mientras casi cien ojos visibles no nos quitaban la mirada, “nos autorizó” a reinstalar los listados desde la A a la Z. No sé cuántas otras personas esta- ban en modo invisible. ¿Qué hacía ahí mi escuálido metro cincuenta? No lo sé y a pesar que me resultaba paralizante, escalofriante y sorpresivo… pude rezar… pensaba que era lo más lindo que me podía estar ocurriendo y por eso, volví a rezar… estábamos en un templo del amor al servicio de un grupo armado… Para mí, ese momento contenía todas, todas, pero todas las sensaciones, incluso un ¿“estaré viva”? y un ¿dónde están los curas? Todo lo que mi “escolta-edecán” comía (je, je, je), lo recibía de su país. Ese día llevaba dos “loncheras” con pollo asado, pan, jugo, y una manzana… todo

28 chileno. A la hora de almuerzo, regresamos al jeep blanco con un “UN” celeste en cada puerta, capó y parte trasera; él y yo, con casco y brazalete ídem, etc. Subimos al jeep y se movió a la sombra de un árbol… encendió el aire acondicionado y buscó música en la radio. Hacía mucho calor. Como “era el jefe” y quién manejaba, ocupó ese lugar. De un cooler sacó el almuerzo—bandejas selladas. Encima del volante, la bandeja le molestaba mucho… en cambio yo, en mi lado del pasajero, permanecía mucho más cómoda… Como no existían celulares, pudimos hablar… me contaba lo que le gustaba y no le gustaba comer… yo casi no lo escuchaba… pensaba en mi torbellino de experiencias… en mis riesgos y en mis hijitos… De pronto, alguien golpeó su vidrio con los nudillos… era una mujer flaca que lucía vieja, muy ajada por el calor, pobre de mucha pobreza… tenía un tiesto plástico en la cabeza tratando de cubrirse del tórrido sol; hacía gestos al chilenito y con, su mano llevándosela a la boca, le pedía comida… él trataba de alejarla con otros gestos y sin bajar el vidrio… luego se giró y le dio la espalda que apoyó en la puerta del jeep. Discutimos (muuuuuy amablemente… ¡tenía que cuidar mi pellejo!…) sobre darle mi manzana verde… él no estaba de acuerdo… pero insistí hasta imponerme (je je je)… mejor no lo hubiese hecho…

29 ella nos sonrío y pude ver que no tenía ni un solo diente… casi me morí… ¿cómo podía saber yo que le estaba dando una roca en vez de una manzana?... ¡mujer, no sabes cuánto lo siento! Es probable que para mí sea un problema no tener dientes, y que ella, mucho más diestra que yo, tal vez pudo comerla… me gustaría saber, pero nunca lo sabré… Es un misterio que llevaré a mi tumba pero es lo que me quedó de ese viaje y que considero, valía la pena comentar. De regreso, viajábamos triunfantes… me sentía como los aliados entrando a Paris. Para mí, era mucho más…había estado en un mundo de verdad, donde los malos no ganaron a los buenos y ni los buenos ganaron a los malos… habían triunfado las negociaciones y los acuerdos de paz. Como en Paris, la vencedora era la paz… ¡¡¡¡de tan pocas letras, tan poderosa y de tanto valer!!!! Para mayor emoción, se desató una tarde noche de tormenta… los rayos, uno tras otro, casi sin lluvia caían al mar e ilumi- naban el cielo y todo el camino. El carabinero pidió “autorización” a mi personita para detener el jeep y bajarnos a ver un lago de azufre, de precioso color azul ocre que permanecía sordo, ciego y mudo a lo sucedido en Usulután. Internet dice “puede visitar un peñascoso cráter grande, ovalado y en cuyo fondo, existe un pequeño lago crateriforme de aguas amarillo—verdosas, reposando

30 sobre mantos de azufre. En esa zona se derramó en época prehistórica una correntada de lava”. Ahí, entre relámpagos y truenos caminé parte de su vera acom- pañada de un “orden y patria, un servidor público de las fuerzas de orden y seguridad, un amigo siempre, un misionero de la paz y un amigo en su camino”… casi un total desconocido… pero caballeroso, colaborador y atento. El avión nos trajo a Santiago; llovía cuando llega- mos… eran las 2 am… en silencio y solitario, busqué un transfer. Llegué a mi casa y todos dormían… me acosté esperando que dejara de llover… A la mañana, de urgencia, mi hijo era operado de apendicitis. Todo salió bien. Infinitas gracias por haber existido o existir en mi vida y darme la posibilidad de quererlos y que me quieran. “Si yo te quiero no es por cómo eres conmigo; es simple… solo sé que Dios te ha puesto en mi camino”(coro copiado de la canción de Keko Yunge, a la que en este caso, me adhiero en todo su contenido). Regalen en mi nombre un fuerte abrazo a quiénes ustedes elijan. Si quieren y pueden, hagan una oración. Un gran abrazo. Muchas gracias. En Usulután el “albergue” costaba cinco dólares la noche, se comían camarones del mayor calibre

31 imaginable a precio de hormiga y en las playas cercanas a la zona gozaban de un mar frondoso de tibias y agitadas aguas; mientras en sus arenas sumergidas, reposaban las mortales “manta rayas”.

*El Salvador estuvo en “dictadura militar” desde 1931 a 1979. Durante los ochenta vivió una guerra civil con gran cantidad de muertos. En 1992 se firmaron los Acuerdos de Paz de Chapultepec, evento q ue marca el inicio de una nueva época en la historia de la nación. https://es.wikipedia.org/wiki/ Historia—de—El—Salvador

32 El último tren

Gladys del Carmen Dubott Dubott, 75 años. Pudahuel Sur, Región Metropolitana.

De la noche a la mañana la pequeña María Ascensión, se encontró, en un vagón de segunda clase de un tren bastante oxidado por el desgaste producido en tantos viajes. María Ascensión había terminado recién los estudios de Preparatoria y salía de vacaciones rumbo a la ciudad de Santiago, donde la esperaría su madre adoptiva. Después de sabias recomendaciones, dos viejas Monjas la despidieron en la pequeña estación de ferrocarriles del polvoriento pueblito de Lautaro, con la única esperanza en sus corazones, de que una vez celebrada la Navidad, la niña regresara lo más pronto posible al Colegio Convento1, para que vistiera los hábitos2 de Novicia,

1 Colegio Convento (lugar donde se estudia regularmente y a la vez, se estudia religiosamente). 2 Hábito (vestimenta que usan en los Conventos quienes desean seguir estudios para Monja o Sacerdote.

33 en la Congregación de Monjas Franciscanas, pues juraban que María Ascensión había nacido “para servir al Señor”. Vivieron su llegada a la luz. Y, a medida que crecía, descubrieron en ella una gran inclinación religiosa, mérito que la iba haciendo arar día a día, más y más surcos de bondad y de belleza espiritual, así, las religiosas la idealizaron y acostumbradas a su dulzura, a su picardía y además a sus travesuras, la amaron desde un principio y se pusieron en campaña, para que se uniera a y se quedara para siempre en el Convento, y finalmente, ver concretados los sueños de verla convertida en Monja . —¡No hables con desconocidos!... ¡No recibas nada a nadie, ni de comer, ni de beber, ni dinero, nada! —¡Absolutamente nada!... —¡Cuida todas tus pertenencias!.., que no te roben. Esconde bien tu dinero. —No hables con desconocidos. Te lo volvemos a repetir María Ascensión. —¡No lo olvides!… —Aconsejaban atropelladamente las Monjas—. Una vez que la chica subió al tren, temerosa, se ubicó frente a un pasajero de aspecto un tanto mal- tratado por el tiempo, sin ser un hombre viejo. Era el único lugar vacío que ella en su pequeña estatura

34 divisó como para sentarse, además que las Monjas se lo indicaban insistentemente desde afuera, mientras la despedían con sus pañuelos blancos, húmedos por tantas lágrimas. El hombre cubría su cuerpo con una gruesa manta de Castilla. Sus manos siempre perma- necieron dentro de la manta. Cubría su cabeza una boina negra. Al tercer pitazo, partió el armatoste de fierro, y ella casi fue a dar a las piernas del caballero. Este la miró fijo a los ojos, le sonrió y siguió mirando al exterior por la amplia ventanilla. En un gesto ines- perado les hizo un ademán de despedida a las Mon- jas. De vez en cuando volcaba su cara para observar nuevamente a la niña. Ella trataba de esquivar la pe- netrante mirada. Algo de ese hombre la hacía sentir- se inquieta e insegura. Lo encontraba tan misterioso, que se prometió ni mirarlo siquiera. Viejas estaciones de los años treinta, casi despobladas, iban quedando atrás; no obstante, más de alguien subía, o bajaba, pero contrario a los ruegos silenciosos, nadie de los nuevos pasajeros ocupó los lugares vacíos que que- daban a ambos lados de ella. María Ascensión hacía el mayor esfuerzo para no dormirse. En cambio, su desagradable compañero, por momentos dormitaba. Luego habría los ojos y seguían las miradas insisten- tes, desconocidas y extrañas para ella. Era un día insoportable, incómodo y caluroso, pero, como todo llega a su término, desapareció el sol de las ventanas, haciendo aparición en lontananza

35 una débil luna, y con ella, la obscuridad de la noche y el frío. También el miedo. Poco a poco, se encendieron tenuemente las lu- ces en los vagones, mientras el tren seguía su largo y fatigoso viaje. De pronto, él, inició la conversación, o mejor dicho, inició el interrogatorio: —¿No te da miedo viajar solita? No te he visto comer en todo el día. — ¿Te gustan las galletas, quieres que te compre dulces, o mejor, te invito a los comedores a servirte un sándwich?... ¡No, muchas gracias. Las monjitas me hicieron una merienda para el viaje, pero no tengo ganas de comer por el momento. No tengo hambre. Fue la rotunda respuesta de la niña y siguió mi- rándose los zapatos. El hombre insistió: —¡Ven! Siéntate a mi lado y te cubro con la manta, ha empezado a hacer frío. —¡No, no!... gracias, estoy bien aquí y además, no tengo frío. —Niña..., eres tan linda, tan frágil, que quisiera abrazarte y darte un beso..., ¿me dejarías darte un beso?...La chica abrió desmesuradamente los ojos, aterrada.

36 —Si usted se acerca a mí, grito, lo muerdo, lo pateo y más encima me tiro tren abajo. —Respondió María Ascensión, asustada y transpirando de miedo, al tiempo que se paraba como para buscar otro lugar donde sentarse, pero, ahora, ya estaban todos los asientos ocupados, menos al lado de ellos. Ni más remedio. Debería seguir junto a ese señor tan desagradable y peligroso para ella. En silencio pidió a sus ángeles que la acompañaran. Ante la desconcertante seguridad en la negativa de la pequeña, el hombre, un tanto contrariado, sacó sus manos desde la manta, y al arreglarse la boina que cubría su cabeza, la niña vio brillar una aureola rapada que ella acostumbraba ver sólo en la cabeza de los Sacerdotes de su Convento, además, en su dedo anular izquierdo, lucía una gruesa argolla de plata. ¿Entonces, ese pasajero acompañante de asien- to, era Sacerdote ?... —¡Si!... era Sacerdote. El Padre Renato Marcelleaux, después de una gran desilusión en su corta vida, había tomado los hábitos sacerdotales a temprana edad, eligiendo la Orden Franciscana, para dedicar su vida a Dios. Su historia podría ser parecida a la de muchos hombres, pero, en algo la hacía muy diferente y más dolorosa. A los veinte años de edad, Renato había creído que

37 podía cristalizar sus sueños sin ninguna dificultad, casándose con la niña que amaba, más, en ese tiempo, eran los padres y sobre todo, el papá, quien decidía con quién casar a sus hijas, y él no había sido del agrado de los padres de su amada. Era pobre, y para colmo, huérfano de padre, triste situación que lo obligó a temprana edad a dejar sus estudios y a trabajar para ayudar a su madre y demás hermanos menores, que con él incluido, sumaban cuatro. Este joven Sacerdote guardaba el gran secreto de su vida. Un amargo secreto que le corroía el alma, pero que no podía pregonar. Ni siquiera lo podría revelar en el momento de su muerte. El Clero Sacerdotal era implacable. Sólo una vez lo había hecho y en su desesperación se había confiado justamente a las Monjas del Convento donde vivía y estudiaba María Ascensión. Juraron ellas, guardar el terrible secreto de su vida, pero con la silenciosa promesa en sus corazones, que harían todo lo posible por ayudarlo. Sólo una vez lo harían. Luego callarían eternamente. El joven Marcel había amado desesperadamente a una joven sureña, dueña de una impresionante belleza y angelical bondad, sana de espíritu y cuerpo, pero no así sus frágiles pulmones. Vivía con una tos tan cruel e inesperada, que la fue debilitando día a día obligándola a postrarse en cama por casi dos años, hasta que Dios la llamó a su lado.

38 Con su dolorosa partida esta angelical criatura dejó sumida en la soledad a su ya enfermiza madre, y también depositó en los brazos de esa cansada mujer, la responsabilidad de rescatar y además, de seguir criando al fruto del gran amor oculto de su hija fallecida, siendo esta noble mujer, casi la única, de su extensa y acaudala familia, que supo de la existencia de la criatura, pues su esposo, que también lo supo, lo ignoró siempre, y lleno de odio y rencores, se llevó lo que el llamó “su vergüenza”, hasta la tumba. En su locura de amor, los enamorados se perte- necieron con el dolor que produce a la juventud hacer algo por desesperación y a escondidas. Ingenua- mente sellaron esa unión con la esperanza de que, al concebir y verla embarazada, su padre cediera y la autorizara a casarse con el joven amado. Pero, principios acomodados a la época, la austeridad, las costumbres arraigadas y la autoridad inflexible del progenitor, dijeron: ¡No! Fueron separados sin una palabra. Sin pedir, ni dar alguna explicación. Ella, enviada por su padre a un Convento, a ocultar “el deshonor” provocado a su familia y hasta que pariera a su bastardo. Él, su amado, quizás a dónde, a mascar su pena e impotencia. Nunca más se volvieron a ver, ni supieron nada más, el uno del otro. Y pasaron los meses. El embarazo llegó a su fin y la niña nació bajo el alero de un viejo Convento, asistida por las inex- pertas manos de unas Monjas asustadas. Así llegó

39 a la vida, la debilucha María Ascensión, a esa vida de oraciones y súplicas de las religiosas. Y creció sin su padre, sin siquiera saber quién podría ser y como broche de oro, sólo un año alcanzó a vivir al lado de su madre. Una fría noche de otoño, sola quedó también esa pequeña rubia, ajena a su desgracia, disfrutando sanamente del cuidado de mujeres que jamás habrían de ser madres biológicamente, pero que la amaban tanto como si ella fuera parte de su propia sangre. Le sobraba el amor y los cuidados, a veces exagerados, por exceso de cariño, no obstante, las Monjas no podrían cubrir por mucho tiempo necesidades económicas de la criatura y con pena en el alma y sólo por el bien de ella, decidieron darla en adopción a una mujer adinerada que luchaba por concebir un hijo, sin lograrlo. En un viaje de placer que efectuó al Sur, un domingo que asistió a misa a la Capilla del Convento, esta señora divisó a la hermosa niña, habló con las religiosas encargadas, ellas le contaron su historia; que era huérfana, que no se sabía nada de su padre y que, además, nadie de su familia la reclamó jamás, después de fallecer también su abuela materna. La buena mujer se prendó de ella y empezó su peregrinar para lograr que se la dieran en adopción. Sin mayores tropiezos y dada su buena situación económica, al fin, lo logró. Esa era, entonces, la razón del viaje a Santiago, muy a pesar de las religiosas, de la bella María

40 Ascensión. Ella debía, por su bien, entregarse ahora a los cuidados y al sincero afecto de esa señora. Ahora, legalmente era de su pertenencia. Pertenencia que no podría entender jamás. Ningún niño, ni menos ninguna de sus compañeras del internado, eran como ella. Todas tenían mamá y quizás si algún distante papá, pero lo tenían. Ella no tenía a nadie. A nadie más que a esas Monjas, y ahora, Dios le había puesto en su corto peregrinar por la vida, a esa señora que tanto deseaba un hijo. Pero ella no se sentía feliz. Cumpliría el pedido, estaría unas cortas vacaciones con su dueña, luego regresaría a los brazos de las cuidadoras de toda su infancia. Ellas la necesitaban más que nadie y también, ella, las necesitaba, ahora más que nunca. El tren siguió su rechinante rodar. Ya pocas horas faltaban para terminar el agobiante viaje, y ella aún seguía, sin entender, las palabras cariñosas del Sacerdote, las miradas llenas de ternura, y por qué, muchas veces tenía los ojos tan brillantes y húmedos. Seguía sin entender por qué las Monjas habían insistido para que ella se sentara al lado de él y de nadie más. ¿Por qué con nadie más podría hablar, por qué con el, si?... ¿Acaso lo conocían ?... Sin entender nada de nada, el cansancio la venció y por fin logró dormirse.

41 Al despertar se dio cuenta que él, la había cuidado, cubriéndole los pies con su manta. Se sintió arrepentida de haberle temido, de haber dudado. Ahora le parecía que ese Sacerdote era un hombre bueno, pero muy triste. En eso pensaba con sus ojos cerrados, cuando de pronto, sintió que le tomaban las manos. Sus manos, tan blancas y finas como las de su madre, fueron besadas una y otra vez, hasta que unas tibias lágrimas cayeron en ellas. Asustada nuevamente, las retiró casi en forma brusca, mientras exclamaba: —¿¡Padre!... qué le pasa, por qué llora?... —¿Por qué tose tanto..., por qué sangra su nariz ?... —Padrecito: ¿Está enfermo, quiere que avise al conductor del tren?... ¡Niña mía!… —balbuceó el joven sacerdote, volviendo a tomar las pequeñas manos de María Ascensión entre las suyas— hace años, por miedo tal vez, huí de una ciudad donde la mayoría de las familias eran ricos hacendados y, también huí de una mujer tan buena y tan hermosa como tú, y sin sospechar que el amor me había contagiado no sólo el alma, sino también los pulmones y el corazón, la dejé sola, llorando mi ausencia y llorando también el abandono total de su numerosa familia.

42 —No sé si me entenderás y si debo o no, confesarte algo, que por ser tan niña, quizás no com- prendas, pero, necesito hablar de algo que lastima mi alma y quema mis sentidos. —Necesito hablarte, niña mía. El viaje ya ter- mina y mi tiempo también. Y prosiguió, ante los desmesurados ojos de la pequeña, que en realidad no entendía nada. —Más por dolor, que por vocación, me hice sacerdote, huyendo del mundo y callando mi cobar- día, que no tiene perdón de Dios. Con el tiempo y tantas lágrimas vertidas, me fui convirtiendo en un buen servidor de Cristo y ahora que veo cercano el final de mi camino y también para pedir perdón, volví a la ciudad de donde nunca debí salir. Pero, “el hombre propone y Dios dispone”. Ahí me enteré con inmensa amargura, que esa dulce mujer había dado a luz el fruto de nuestro amor, pero, también me enteré que años atrás, había partido en busca de mejor vida, dejando a su criatura en brazos de unas benditas Monjas, dado que nadie de su familia quiso conocerla jamás.— Tarde; muy tarde, tomé la decisión de volver. Ayer sólo pude ir al cementerio a llorar mi error y a dejarle una bella rosa en su tumba. Sé, que no podré volver jamás a ese lugar. La niña ni siquiera podía opinar. Nada entendía. Era todo tan extraño, todo lo que oía no tenía sentido

43 para ella, aún cuando había cosas tan parecidas a su vida. Sin embargo, qué tenía ella que ver con ese sacerdote tan enfermo?... El tren vomitó un lastimero pitazo mientras devoraba a gran velocidad un túnel, luego tomó una empinada curva. El hombre tosía cada vez más. Lastimosamente se puso de pie para buscar el baño y lavarse las manos ensangrentadas, mientras cubría su rostro con un pañuelo ya manchado, pero, pese al gran esfuerzo, ayudado por los bruscos movimientos del tren, cayó pesadamente al suelo, junto a los pies de la asustada María Ascensión. Ella desesperada pidió a todo pulmón que la ayudaran. Mientras, él suplicaba tímidamente y ya sin fuerzas, apagándose su voz a cada instante: — ¡No me dejes solo, niña mía!... —¡no sueltes mi mano! —¡Di que me perdonas! —!Grita tu perdón para que pueda morir en paz!, y cuando vuele mi alma de este cuerpo, por piedad cierra mis ojos con esa bendita bondad, que te hace ser tan bella. Su mano se fue soltando cada vez más, y más, y fue resbalando suavemente desde las temblorosas manos de la niña, cayendo sobre su cuerpo cubierto por la sotana. María Ascensión seguía sin entender

44 nada. Sólo que más asustada. Esta era una experiencia inesperada para ella. ¿Tendría que asistir a un mori- bundo?... Se aglomeraron los curiosos, sin saber qué hacer. Alertado por alguien, llegó sofocado el Inspector del tren, éste se inclinó, tomó la muñeca del caído, auscultando su pulso. No percibió nada. Ansioso acercó su oído para escuchar latidos del corazón, desconcertado observó a los pasajeros que oraban quedamente, y con un gesto de angustia e impotencia exclamó: ¡No se puede hacer nada más por él!..., ¡ha fallecido! La niña aún permanecía hincada a su lado, no quería creer lo que estaba sucediendo; primera vez en su vida que vivía una situación tan estremece- dora, tan extraña e inesperada para sus cortos ocho años. Después de un momento, superado el impacto, se persignó piadosamente, luego con sus delicados dedos bajó lentamente los párpados inertes, cerrando para siempre los ojos del Sacerdote, y a medida que se ponía de pie murmuraba: —¡Pobrecito!... —¡Que pena!... —Murió, diciendo cosas tan extrañas, cosas que no entiendo por qué y para qué me las decía a mí.

45 —Pienso que, además de estar enfermo de los pulmones, también estaba un poquito mal de la cabeza. —¡Que Dios lo ayude! —Aunque no sé quién era; oraré siempre por él. Siempre. Lo juro. Una hora después, el tren de la agonía lograba su entrada triunfal en la estación de la capital Santiaguina, una improvisada mortaja cubre el cuer- po de un Sacerdote que yace en el suelo, mientras una impaciente señora espera con los brazos abiertos a María Ascensión. La buena mujer empezaba su maravilloso papel de madre y al ver a la niña, corrió feliz a su encuentro, ayudándola con la vieja maleta que traía. Al tomarla de la mano se dio cuenta que la pequeña escondía un amuñado pañuelo ensan- grentado y, asustada, preguntó el motivo de las manchas, conminándola a botarlo de inmediato. La niña, sin saberlo, sin sospecharlo siquiera, había heredado de sus padres la fatídica enfermedad. Ese pañuelo era de ella, quien desde el momento en que abordó el tren, tampoco dejó de toser, al igual que aquel “extraño” compañero de viaje. Hoy, convertida en una joven monja Francis- cana, todos los días al despuntar los primeros rayos

46 de sol, eleva una oración a Dios, pidiendo por su madre y también por aquel desconocido Sacerdote. Las pocas Monjas, que quedan desde entonces: nunca han dicho nada. NADA. No ha sido necesario. María Ascensión tose y tose, cada día más, y más…

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Alma gemela

Gabriela María Benetti Polsini, 72 años. La Cisterna, Región Metropolitana.

Desperté. Los primeros rayos de sol me acari- ciaron. Elongué mi cuerpo cual gata perezosa, siendo abrazada por las tibias sábanas, las cuales parecían hacerme el amor. Me levanté, lavé mi cara con agua fría para despejarme y me dirigí a la puerta para realizar mi paseo matutino. Caminé por el sendero hacia el lago y me asombré con la facilidad que movía mis piernas. Respiré hondo y suspiré. Los árboles que bordeaban el sendero me saludaban, los pajarillos me cantaban, la brisa me suspiraba. ¿Qué más podía desear? Llegué y como de costumbre, me arrodillé a orillas del lago y extendí mis brazos para que mis manos palparan el rico frescor del agua. Me observé en ella y cuál sería mi sorpresa cuando vi una imagen hermosa de mi persona. Yo siempre me sentía fea.

48 ¿Qué estaba pasando? Perpleja, me quedé un buen rato en profundo silencio interior. Repuesta de mi sorpresa, hice mi camino de vuelta con profundo estupor. Al entrar a la casa, me miré al espejo y me observé tal como me vi reflejada en el lago. Me senté por un largo rato, mientras mi alma se agitaba al pasar el tiempo, con lo que mi razón no lograba comprender. Me dirigí al ropero y saqué un vestido que no me colocaba por años. Era de dos capas de gasa celeste jacinto, que hacía juego con el color de mis ojos. Me lo coloqué y empecé a danzar por el lugar, dando vueltas con los brazos extendidos. El vestido se movía como una flor de pétalos abiertos y luego se fundía abrazando mi cuerpo. Ser linda ¡Qué hermosa sensación! No impor- taba ni cómo ni por qué. Mi imaginación volaba hacía recónditos deseos que jamás pudieron ser realizados. ¡Qué maravillosa oportunidad! No pienses, me decía. Mira a tu alrededor y goza de la vida, de esta vida que volvió a ti. Desperté, ya era otro día. Volví a mirarme en el espejo y la magia no se había desvanecido. Corrí por el sendero, ahora yo saludaba a los árboles; yo, cantaba como una sirena y devolvía las caricias de la brisa matutina.

49 Hace cuatro años que dejé de trabajar y decidí ir a vivir a la casa que tengo junto al lago. Es una casa sencilla; pero muy acogedora. Lo que más me gusta de ella es el jardín que la rodea. Desde ya el cerco que la protege se encuentra completamente tapado con rosales trepadores silves- tres. A un costado de la entrada tengo un jazmín que cuando florece, su perfume se percibe a la distancia. Además, tengo diferentes arbustos que florecen en distintas épocas del año y que alegran la vista como un arco iris lleno de colores. Existe un sendero que me conduce al lago que serpentea entre árboles que forman un atractivo bosque. Por él es cuando me dirigía al lago y se produjo la magia ya descrita anteriormente. Hoy me dirigí nuevamente al lago y me llamó la atención un joven que estaba pescando en un bote a cierta distancia. Me pareció que me observaba de alguna manera, mientras su perro corría cortas distancias ladrando a su amo a quien veía fuera de su alcance por encontrarse en el agua. Este hombre, después de una exitosa pesca, se dirigió a la orilla del lago y empezó a caminar lentamente hasta donde yo me encontraba, seguido por su perro, que feliz movía su cola como si fuera un abanico.

50 Mientras se me acercaba empezó a sonreír levemente hasta llegar a mi lado y en forma muy natural se sentó junto a mí y me dijo: —Hola, me llamo David. Tú ¿cómo te llamas? Gratamente sorprendida le respondí que mi nombre era Lía. —Bello nombre, me dijo. Y siguió contándome que la pesca había sido muy fructífera y que le encantaría compartir conmi- go algunos peces. Además, me dijo que a él le gus- taba cocinar y que no me ofendiera, pero que por lo solitario del lugar donde vivíamos, sería un honor tenerme como comensal en su casa que se encontra- ba a corta distancia de donde nos encontrábamos. Acordamos que iría al atardecer hasta su casa. Me sorprendí al ver con la facilidad que se ganó mi confianza ya que yo no hubiese aceptado una in- vitación así en otra oportunidad. Le hizo cariño a su perro acostado a su lado y me dijo que su nombre era Rex, que lo tenía hace seis años y era su única compañía. Nos despedimos y yo retomé el camino a casa con cierto cosquilleo en el corazón y muy contenta de este encuentro insólito e inesperado.

51 Me arreglé con esmero y cuando los rayos del sol estaban escondiéndose me dirigí a la casa de David con una botella de vino en mi mano. Abrió la puerta y me hizo pasar con una venia como si estuviera re- cibiendo a una reina. Y así es como yo realmente me sentía en su presencia. Me hizo sentar en una mesa ricamente arregla- da, con flores en el centro y un candelabro hermoso a un costado, cuyas velas ejercían una luz maravillosa en la penumbra que nos rodeaba. La cena estuvo deliciosa. Nuestra conversación fluida y agradable hizo que el tiempo me pareciera muy corto, cuando me di cuenta que ya se había he- cho muy tarde y tenía que volver a mi casa. Él me acompañó hasta la puerta y se despidió de mano y con un beso en la mejilla que pareció apenas un leve roce. Cuando cerré la puerta, me apoyé en ella y no podía creer sentirme embargada por encontrados sentimientos más bien agradables hacía un hombre que recién venía conociendo. David, físicamente era, lo que yo diría, de mi en- tero gusto. Moreno, de unos profundos ojos negros que brillaban con una luz que transparentaban su alma en ellos. Sus manos eran bellas sin dejar por ello de ser muy varoniles. Alto, tanto así que me parecía

52 ser una hormiguita a su lado. ¡Ay! Su voz, profunda y acariciadora. Estaba pensando en esto, cuando me di cuenta que estaba cayendo redondita en las redes de este apuesto caballero. Pero, bien valía caer en las condiciones que me rodeaban. Comencé a reír y girando, girando, caí con los brazos extendidos en mi cama. Caminé hacia el lago y me encontré con David. Estaba cabizbajo y al preguntarle que le pasaba me contestó que se sentía un poco deprimido. Lo hice sentarse en posición de loto y me senté de la misma forma delante de él. Estiré mis manos y al juntarse con las de él, cerrando los ojos; nos acariciamos lentamente éstas. Era como que ambos nos traspasáramos energía como rayos eléctricos muy suaves. Le dije que pensara en las cosas más agradables de su vida y luego de los hermosos momentos que pasamos juntos. Al abrir los ojos, me sonrió y dijo que se sentía mejor. Empezamos a caminar por la orilla del lago conversando de sus logros profesionales y de su niñez. Repentinamente, me cogió por la cintura y se acercó para darme un beso. Le respondí. Pero, al tratar de seguir en un apasionado momento, donde me recostó en el suelo y empezó a acariciarme las piernas por debajo de mi vestido; lo detuve.

53 Le dije que por favor no lo hiciera en ese momento, ya que yo no me encontraba preparada para tener relaciones. Había pasado mucho tiempo sin hacer el amor y a pesar de ser bastante madura, me sentía como una jovencita que lo va a hacer por primera vez. El me soltó y se sentó a mi lado mirando el lago y sin decirme nada. Al rato se paró y me dijo que quería ir a su casa, así que me acompañó a la mía y se despidió como que nada hubiera pasado. Me dirigí al lago, con el corazón apretado de emoción. Lo que había pasado el día anterior con David me tenía trémula, pero dudosa de su posible reacción posterior. ¿Seguiría interesado en mí?, ¿Habría roto yo quizás la magia despertada entre los dos? Mientras iba por el sendero, antes de llegar a la orilla del lago, vi a David sentado observándolo. Aminoré el paso y sin decir palabra me senté junto a él abrazando mis piernas. Se dio vuelta y me dio una sonriente mirada lo que tranquilizó mi espíritu. Estiró su mano y acarició la mía, luego la tomó con más fuerza e hizo que yo me levantara al unísono con él. Sin mediar palabras, me guió hacia su cabaña. Al cerrar la puerta, tomó mi cara y empezó a besarme suavemente, mientras sus manos acariciaban mi

54 cabello, mi cuello, luego por el escote del vestido llegó a mis senos. Yo me dejaba llevar como una muñeca sin fuerzas ni voluntad; pero sintiendo un latido que empezaba a embargar todo mi cuerpo. Luego, devolví cada caricia suya. Estas iban aumentando su intensidad mientras me llevaba alocadamente hacia su cama. Levantó mi vestido y sus besos me invadían por completo. Llegó un momento en que nuestros cuerpos se entrelazaban desnudos en un fogoso frenesí. Mi corazón latía con fuerza. Sentía como la electrizante emoción y el profundo placer recorrían cada célula mía. De pronto, entre gemidos y suspiros, sentí que me iba al extremo del universo como la explosión de una supernova y llegó la calma, una relajación más allá de la que viene después de una meditación. Mantuve los ojos cerrados, mientras los dedos de su mano apenas si tocaban los míos. Luego, los abrí y lo miré. Seguía con los ojos cerrados. Me di vuelta y empecé a besar suavemente su pelo, su frente, sus párpados, sus mejillas, su boca relajadamente entreabierta, su mentón. Apoyé mi cabeza en su pecho y él me rodeó con su brazo. No sé en qué momento nos quedamos dormidos, cuando al otro día me desperté con los suaves primeros rayos de sol. Él, me estaba observando con una gloriosa sonrisa y con un beso coronó mi boca. Desde nuestro encuentro amoroso, nos seguimos viendo y yo me sentía totalmente enamorada. Cada momento compartido; nuestras conversaciones, nuestras comi-

55 das, nuestros encuentros amorosos, nuestros paseos fueron llenando mi alma de un profundo goce por vivir nuevamente. Un día, no apareció como de costumbre. Así, pasaron varios días. Preocupada me dirigí a su casa y luego de insistir en golpear la puerta, salió él. Barbón, con los ojos somnolientos, la ropa ajada y me miraba como estando en otro mundo. Me dijo que no tenía deseos de salir para ninguna parte. Que lo disculpara y por favor no fuera hasta que él se comunicara conmigo. Me retiré muy dolida. Al pasar los días, yendo siempre a su casa y mirando desde afuera, me di cuenta que no abría las ventanas. Rex se encontraba afuera de la puerta con algunos restos de su alimento. En el pueblo me dijeron que en toda la semana no había aparecido a comprar provisiones, lo que me preocupó. Empecé día a día, prepararle un plato de comida y se lo iba a dejar a su puerta en una olla de aluminio que tenía una tapa hermética. Pero, al otro día me la encontraba tal como se la había dejado o estaban algunos restos en el plato de Rex. Ninguna comunicación conmigo.

56 Un día, después de haber estado en el lago, encuentro una carta doblada bajo mi puerta. La abro y leo: Amada Lía: Sol de mi vida en medio de la enorme oscuridad que la envuelve. Un día me asomé por mi ventana y te divisé a lo lejos, trotabas y dabas vueltas como bailando, eso llamó mi atención. Exudabas vida viva y lo traspasabas al ambiente que te rodeaba. Yo llevaba meses, en realidad no puedo medir el tiempo, ya que devastado por la noticia de la muerte de mi mujer y de mi hija en un accidente, dejé mi trabajo, vendí lo que tenía y más algunos ahorros, me vine a vivir a este lago solitario, deseando que esta soledad me matara. Mi única compañía era mi leal Rex, quien sumiso, esperaba que yo tuviera el ánimo de salir de la cama para darle agua y algún alimento. Siempre tendido al lado de este monigote sucio, maloliente, despeinado y barbón. Cuando me movía en la cama y entreabría mis ojos, veía los ojos lánguidos de él, casi suplicando por mí, con su cara apoyada en sus patas delanteras y un movimiento casi imperceptible de sus orejas. Yo me daba vuelta y seguía con mi dormir sedado, sin desear saber nada de nada.

57 Quería morir, pero con ese comportamiento solamente alargaba mi agonía. Yo, en medio de esa oscuridad absoluta de un cubo donde apenas cabía mi cuerpo y con suerte mi alma, esta alma que tenía un corazón tan adolorido que no había nada que lo calmara. Sólo al dormir no sentía, no pensaba y evadía cualquier actuar que me ayudara. Cuando te miraba, fue como un rayo de sol que entró en mí. Me quedé largo rato mirándote, sin moverme hasta que, como sonámbulo, saqué ropa limpia y arrastrando mis pies por inercia me metí a la ducha. Rex, a mi lado, sacudía su cola, se notaba que estaba muy feliz. En este momento pienso que con todo mi corazón hubiese querido que tu presencia me sanara por completo y te pido perdón por no lograrlo. Haz sido para mí lo más importante de mi reciente pasado; pero soy cobarde y ya no tengo fuerzas para seguir luchando contra algo que me tiene hundido en el fango. Te amo y te amaré desde la eternidad. Perdóname. David

58 Llegó la noche y escuché a lo lejos los ladridos de Rex. Abrí la ventana y efectivamente estaba ladrando desesperadamente. Corrí hacia el lago y cuando llegué a él, vi como la figura negra de David, recortada por la luz de la luna, se hundía poco a poco hasta que desapareció entre burbujas y círculos formados en medio del agua del lago. Desesperada, braceé un poco; pero no tuve fuerzas para seguir y sentí como el agua me empujaba hacia la orilla, Percibí la tierra mojada y como parte de mi cuerpo era golpeado por el ligero oleaje. Un dolor indescriptible embargó todo mi ser y perdí el conocimiento. Abrí poco a poco los ojos y percibí la luz. A mi lado se encontraban personas asistiéndome. Me apoyaron a un árbol y me preguntaron qué era lo que estaba pasando. Lloraba y no podía responder; la única palabra que salía de mi boca era: David…David… Al sentirme un poco mejor, les conté lo sucedido y de inmediato, llamaron a rescatistas para que buscaran su cuerpo.

59 Me llevaron a la casa, me sirvieron una taza de té y me consolaron. Pasaron varios días sin encontrar su cuerpo, hasta que suspendieron su búsqueda. No era primera vez que personas ahogadas en él no aparecían. Compré un ánfora, coloqué piedrecitas del lago y una rosa roja en ella y realicé el ritual de su velatorio en la iglesia del pueblo. El entierro fue en una sepultura que compré. Fui a buscar a Rex, cerré todos los postigos y ventanas de su casa y me dirigí a la mía, casi como sonámbula. Pensé que había hecho todo lo que estaba a mi alcance; pero hay decisiones que no están en nuestras manos, a pesar de todo el amor que podemos entregar. Un poco repuesta de todo el dolor que me embargaba, me senté en una silla en un rincón de la casa que estaba en penumbra, agaché mi cabeza y pensé: Depresión, si hay diferentes grados de ella no lo sé; pero es una enfermedad que se ha convertido en una plaga de nuestro siglo; donde los que no la padecen se alejan de los que sí, como si fuera lepra. Quienes la sufren, no les cae a pedazos el cuerpo, pero sí el alma; donde se pierde la noción de espacio y tiempo. Y el dolor que lo acompaña llega a sentirse

60 físicamente. La mayoría de las mujeres no llegamos a auto eliminarnos, por una llamada telefónica o nos auxiliamos con un especialista en los estados del ánimo. Pero los hombres, más fuertes en su naturaleza física, dan término a sus existencias; sin llegar a saber que siempre hay otra oportunidad de volver a gozar de LA VIDA.

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La eternidad del libro

José Santana Prado, 68 años. Valparaíso, Región de Valparaíso.

Caminando por una de las calles de El Cairo, en un barrio pobre, pero rico en objetos antiguos, mi vis- ta se posó con insistencia en la vitrina de una de las tiendas de libros y objetos raros. Allí estaba él, un tanto sucio, desgastado y som- noliento por el paso de los años que lo limitaban a permanecer tan solo allí, en esa igualmente sucia vitrina junto con otros atinques que muy esporádica- mente alguien se atrevía a comprar. En esta ocasión fue diferente, ambos lo sabía- mos. Él me llamó insistente a la distancia y acudí con precisión al lugar exacto, “El desván de Osiris”, una vieja tienda de libros propiedad de otro personaje no menos añejo que el lugar: Hiram–el–Saba. Entré directo a la tienda, sin percatarme de los demás libros y objetos extraños que había al derredor.

62 Como poseído, lo tomé con mis temblorosas manos y comencé a hojearlo. Sentía algo raro y cautivador al pasar cada página, y en algunas, mi atención parecía absorber el néctar que de él emanaba por el contenido y profundidad que se desprendía como humo de incienso adormecedor. ¡Ah! Yo me decía en silencio, te he esperado tanto, que al verte, no resistí la tentación de traspasar el umbral y tocarte, sentir las vibraciones de amor que salen de tus páginas, platicar y estar contigo. ­—Heme aquí viejo y polvoso por la apatía de los clientes que no se atreven a mirar en mis entrañas, ¿qué puedo yo hacer?, sólo esperar, no soy para ellos. —Ahora, se han cruzado geométricamente las rectas de nuestras vidas y sé que nos pertenecemos. ­—Bien dicho, por fin saciaremos nuestras nece- sidades, de leer y de ser leído, el tiempo ha hecho justicia. —Anda, tómame, paga unas cuantas monedas y salgamos de aquí hacia algún lugar donde podamos disfrutar, tú leyendo y yo dejándome leer, ¿o no es eso lo que ambos necesitamos? —Sí, sí, respondí en mis adentros, ahora pago. —Son treinta y cuatro libras señor, me dijo Hiram, el dueño al que le había preguntado su

63 nombre por casualidad cuando interrogué quién era el propietario de la tienda, ¿quiere que se lo envuelva? —No, no, me lo llevo así. —Permítame por lo menos limpiarlo. —En verdad está bien así, no se preocupe, es que tengo prisa. ­—Que Alá vaya con usted. —Gracias, respondí y salí jalado de mi mano por el libro que tan ansioso como yo estaba de platicar a solas. Ya en la habitación del hotel traté de calmar mi ansiedad y nerviosismo pensando un poco más claro acerca del encuentro. Verdaderamente esto es increíble y ridículo, soy un hombre de casi cincuenta años, divorciado y orador profesional, que más o menos tengo el control de mí mismo, aun bajo la presión de un auditorio repleto que escucha mis ponencias y demanda calidad en mi oratoria, y ahora, esto me sucede así nomás… Cerré el sentido de la vista por unos instantes, mas no pude, tuve que abrir mi portafolios y sacarlo porque creí que se asfixiaba. Lo tomé una vez más, y ya entre mis manos, escuché en mi cerebro un pequeño zumbido como el de soldar metal, el que

64 me remontó al tiempo de la construcción de la gran pirámide, la de Keops. Tenía ante mí a tres millares de trabajadores que en su diferente especialidad esperaban mi orden precisa para comenzar labores. Estaba a mi cargo la construcción de esta gran pirámide. El faraón confiaba plenamente en mis aptitudes y conocimientos para llevar a cabo este delicado y noble trabajo, pues se me advirtió que esta obra tendría que trascender a través del polvo de los años, por lo tanto, mi esfuerzo y el de mis hombres, debía ser completo para llegar a la perfección de la obra. De entre la multitud de trabajadores y esclavos, escogí a una chiquilla de apenas dieciocho años como cargadora oficial de mis planos y proyectos: efectiva, callada y desenvuelta en su trabajo, así como muy obediente a mis órdenes. Egipcia de nacimiento, adoptada por el desierto, allí radicó desde su temprana edad; sus enormes ojos café verdosos, sabían decir con una sola mirada más que las palabras. Una tarde revisando mis planos, se acercó y me dijo: —Señor, le traje un poco de agua y pan de trigo para que piense mejor y no se sofoque de tanto estar trabajando al rayo directo del sol. Me quedé un poco confuso por sus palabras de miel, le di las gracias y al probar el bocado, sentí en mis entrañas

65 el revolotear de una nube de mariposas. La miré, me miró tan profundo que me desnudó por completo, y por primera vez comprendí que frente a mis ojos tenía al amor de mi vida. ­—Nos amamos en secreto por interminables años, mi categoría de constructor de fama y marido de la sobrina del faraón, impedían lucir nuestro amor a través de los vientos del desierto. Al término de la gran construcción por la que pasaron miles de obreros, impregnando las arenas con el sudor y la sangre que derramaron, tuve que despedir a mi hermosa ayudante, pues ésta, lucía joven y yo ya era un viejo que había concluido mi trabajo, pensando en el retiro voluntario. Compré una pequeña propiedad en las riveras del Nilo, cerca del delta, pretendiendo descansar y a su vez, escribir mis memorias acerca de la obra que realicé. Al despedir a mi amada ayudante, no pude contener las lágrimas y le dije: ­—Zabrea, esta será la última vez que estemos juntos, te agradezco el enorme esfuerzo que realizaste para la construcción de este monumento, el que hayas sido parte de mis planes, trabajos y secretos que sólo tu corazón y el mío conocen y guardan con celo. Me abrazó con fuerza y visible dolor en su pecho, pues sufría por el fuego de la separación, del

66 desprendimiento desgarrador del corazón cuando éste tiene que salir del cuerpo. —Un consuelo te daré, le dije, para hacerte saber que escribiré un libro, narrando de una forma velada, la historia de nuestro amor secreto y grande como la pirámide, porque éste fue arrullado por las arenas del desierto y cobijado por las constelaciones de estrellas, testigos pasivos de esta fuerza amante, vivida entre tú y yo. El libro, una vez escrito, te prometo depositarlo en el rincón más oculto de la pirámide para guardar por siempre este idilio y, en algún lugar de alguna reencarnación de cualquier tiempo, nos volvamos a encontrar para amarnos nuevamente. Adiós querida y bien amada Zabrea, sé que de nuevo te encontraré.

67 Rememoranzas en el tiempo

Hortensia Parra Carrillo, 69 años. Talcahuano, Región del Bío-Bío.

Se dice que todo tiempo pasado fue mejor, yo diría que fue bueno en su tiempo, quizás no lo sería en la actualidad. Lo mejor de todo es que lo viví y eso tiene la importancia que hoy me tiene escribiendo y rememorando el pasado. Ocurrió en un puerto, la gente muy temprano sale a sus trabajos, las actividades empiezan como de costumbre al alba, los niños con sus narices rojas de frío en pleno invierno, algunos con bufanda tratan de proteger su cara, otros simplemente jadeantes con vapor de boca tratan de calentarse las manos y cara logrando a medias su propósito, apurando el tranco para llegar rápidamente a la escuela. Algunas madres de la mano con sus hijos los dejan a la entrada, dándoles las recomendaciones diarias de comportamiento y atención de sus deberes escolares.

68 En la escuela todo es carreras, gritos, llamados, hasta que el sonido típico de la campana llama al silencio, formación, saludo diario, avisos, recomenda- ciones y camino a las salas para empezar con el horario estipulado para el día. En la calle la gente se dirige a sus labores, los locales y comercios se preparan para su rutina diaria. Un hombre camina ligeramente, trata de cruzar la calle, se detiene, busca algo en sus ropas, luego camina lento, a medida que avanza cruza y nuevamente apura su paso, después de un rato busca una dirección, la encuentra y entra a un edificio, sube al cuarto piso en una oficina, pide hablar con una persona que luego lo atiende y le explica cuál será su nuevo trabajo. Contento, el hombre recorre las dependencias de su nuevo empleo, quedando conforme, se retira, para el día siguiente empezar con su trabajo. En el colegio, los niños salen a recreo, juegan divertidos aprovechando al máximo los minutos; en ese momento se escucha un ruido espantoso que deja a todos atónitos, luego de un rato se sabe que un grave accidente ocurrió en las cercanías de la estación de trenes en el puerto. Al día siguiente los comentarios y la tristeza se apoderaron del puerto. Varias versiones sobre lo ocurrido, pero en un curso había más pena aún:

69 el padre de Antonio Garrido era uno de los que perecieron en el accidente, y casualmente aquél hombre que recién había encontrado trabajo era su tío, hermano de su madre que hacía menos de un año había muerto de una extraña enfermedad. Don Pedro Garrido, era oriundo del norte de Chile, de San Pedro de Atacama, por su trabajo fue trasladado al puerto. El matrimonio tenía tres hijos, siendo Antonio el menor, José se había casado con Margarita, hace un año, y tenía un pequeñito de meses, que después de la muerte de la madre se vino a vivir con ellos para que Margarita se hiciera cargo de la casa. Ester, estudiante de Enseñanza Media, en su último año de Liceo, Antonio cursa Octavo Básico. Pasados los funerales, Antonio empieza con comportamientos extraños: ya no tiene ganas de ir a clases, permanece callado, triste, inapetente. Sus hermanos creen que es la pena por su padre, por el que todos sienten su partida. Piden ayuda a su tío, que es el familiar que está cerca de ellos, pues los otros viven en el Norte. Al hablar con Antonio, este les comenta que su padre y su madre hablan todas las noches con él o a lo mejor sueña con ellos juntos. Sus padres le dicen algo que no alcanza a comprender, esto se repite casi todo el tiempo y después de aquello no puede dormir. Sus hermanos piensan que debe ir al médico para tratar su angustia por la pena tan grande y que a todos les afecta.

70 Una de las noches su hermana sale a casa de una amiga y su hermano está con Margarita y su hijo en otra pieza. Él, solo en su cuarto, escucha música muy bajito, siente ruido y la imagen de su tío Alberto Ayala, hermano de su mamá, se le viene a la mente. En ese momento se siente el timbre de la casa, abre la puerta, es su tío con cara de preocupado, entra y le dice si está solo, le contesta que su hermano está en otra pieza. Alberto se sienta y le pide a su sobrino lo mismo, le dice que le diga claramente qué es lo que ve cuando aparecen sus padres, a lo que comenta el niño que siempre le muestran algo que no alcanza a distinguir, pero que es como una carpeta o sobre que tiene algo, después lo miran con ternura como si dijeran que todo estará bien y que serán todos felices, es lo que el niño intuye. Alberto queda mudo por un rato, luego mira a su sobrino y le dice: “Mira hijo yo siempre sospeché de la venida de tus padres del n orte, ellos vivían muy contentos allá, no sé por qué tan de pronto armaron viaje para acá y nunca volvieron. Mi hermana cuando una vez le pregunté, se puso nerviosa y me dijo cosas poco coherentes, pero si ella no me daba otra explicación no existía forma de seguir hablando. Es importante conversar con tus hermanos para saber si ellos tienen otra apreciación de esa época, tú tenías un par de meses de vida”. El tío se fue y Alberto no comentó nada con sus hermanos ese día.

71 En clases no se concentraba, le preocupaba lo que le había comentado el tío Alberto. Siendo hermano de su mamá no tenían tanta confianza para confidencias íntimas. “¡Antonio!”, saltó de su asiento cuando la profesora lo llamó. —Sí, Señorita. —Explique lo que es el hablante lírico… —Nnnn, no sé… —Bueno ponga atención no sueñe tanto —Lo haré profesora… Todos los hermanos y el tío se reunieron una tarde. Él les preguntó si recordaban momentos cuando se vinieron del norte, José dijo que se sintió apenado por dejar a sus amigos y abuelos; pero papá le dijo que las condiciones de trabajo iban de mal en peor y que en el sur estaba mejor y que por eso viajarían. José pudo pedir traslado sin problemas y su papá venía con un dato que le acomodaba. Ester se quedó callada un rato, luego dijo algo: “Mi mamá lloraba mucho, mi papá le decía que todo lo hacían para mejorar la vida de sus hijos, que a ellos nunca les faltaría nada y vivirían bien cuando ellos faltaran. Sé que un día llegó a casa un coche hermoso, grande y lujoso con un caballero imponente y una niña menuda y linda, con ropas muy lujosas, hablaron con nuestros padres,

72 le entregaron algo que papá guardó muy bien; mamá no decía nada, acataba lo que mi padre le comentaba. Luego se fueron, la niña lloraba penosamente, y el hombre serio, no se inmutaba, partieron y nunca más los vimos”. José dijo que vio a un hombre rondar la casa pero no hizo preguntas. —Acá nos instalamos y nunca más se habló del tema. Cuando mamá enfermó hablaba mucho con papá y callaban cuando yo aparecía— dijo Antonio. —Verdad –dijo Ester– yo me acuerdo de lo mismo… no sé por qué… Una noche Antonio estudiaba en su pieza. Va a buscar el computador a la habitación de su hermana y, al volver, siente que es observado, mira a su alrededor, nada, acomoda el computador, este queda en blanco, luego en celeste y… unas letras aparecen en la pantalla, no legibles al principio, pero luego…unas letras en las que se leían… los ancestros reclaman al hijo de la princesa, debe volver a la ciudad perdida y presentarse para recibir el don de la gracia… LLAMÓ A SU HERMANA GRITANDO, ella vino corriendo, leyó, y juntos pensaron en qué significaba todo aquello. Antonio y su hermana buscaron en Internet algo que los ayudara a resolver este enigma, pero nada por el momento.

73 Transcurrieron los días sin nada especial. Un día estaba chateando con sus compañeros cuando de pronto la pantalla del computador se abrió y apareció un lugar conocido para él… Era la pieza de sus padres, un rincón en la pared, unas tablas casi abiertas en las que nunca se había fijado. Salió rápidamente hasta el lugar señalado, su hermana se cruzó en su camino y llegaron al lugar. Vieron la pared y las tablas, tocaron y luego abrieron, era un tanto difícil. Pero lo consiguieron: allí habían papeles, un sobre con una llave grande, antigua, fotos de indios incas, ruinas del imperio. No entendían qué era eso. Cerraron y con calma estudiaron lo que tenían en sus manos, pero seguían sin entender. Un tiempo después, en clase de historia, la profesora habló de las civilizaciones Precolombinas, Mayas e Incas. A Antonio le pareció interesante y al término de la clase le dijo a la profesora: “¿Puedo hablar con Ud.?”. Ella le indicó que se quedara en la sala mientras los compañeros se iban. Le contó que tenía unas cosas de esas civiliza- ciones y le pidió que le ayudara a comprender sus significados. Ella tomó los objetos y le dijo que debía estudiarlos y preguntar a otras personas entendidas y luego tendría las respuestas. Pasaron los días y la profesora faltó a clases un tiempo. Eso se le hizo eterno. Antonio y sus

74 hermanos estaban nerviosos y le contaron al tío, quien los acompañaba en todas las gestiones. La pobre Margarita estaba llena de trabajo en casa, ya que disponían de poco tiempo para ayudar, sin embargo, ella comprendía. Un martes, estando en casa al atardecer, Antonio vio bajar de un auto a la profesora junto al tío. Él y sus hermanos se acercaron rápidamente, saludaron con el corazón en la mano; entraron y ella les dijo que había viajado junto a unos amigos al Norte para conocer y saber de lo que se trataba los artículos que le habían entregado. Les contaron que eran objetos de los Incas y que el que tuviera esos implementos pertenecía a la realeza. Dijo que se contaba que la última princesa Inca dio a luz un niño que heredaría una gran fortuna por tener sangre real, que su padre era aquél heredero y que Antonio debía cumplir con ir a las ruinas y cumplir con el rito, para que se hiciera realidad lo prometido. Él, por ser quien nació en el año que, según los ancestros, debía cumplirse la profecía. Sus padres lo sabían y de alguna manera se los hicieron saber, aunque ellos no se encontraran en este mundo. El colegio ayudó y la comunidad se unió para hacer posible el viaje. La ayuda fue abundante y alcanzó para que el curso y algunos profesores los acompañaran. Fueron a Machu Picchu por varios

75 días. Allá los esperaba aquella niña que un día llegó a la casa en San Pedro acompañada de un hombre muy serio. Él no estaba, era el padre de ella, y contó que el mismo día que nació Antonio, también nació su hijo, que permaneció en este mundo algunas horas. Él era el que debía acudir a las ruinas, por eso lloraba con tanta pena, pero encontraron a Antonio y su padre, quienes debían cumplir con acudir a las ruinas, hacer la presentación y agradecer. Su padre tenía que dejar esas tierras y cuidar al niño, pues allá su vida tenía precio, ya que todos querían la fortuna Inca. De la fortuna, mucho tiempo después, comprendieron que se trataba de la vida misma, de la unión de la gente para vivir mejor, que ayudar al prójimo los fortalece, y que la fortuna la forja uno mismo, la fortuna de vivir feliz, de compartir con familia y amigos, la fortuna de tener salud, de buscar su propio camino, hacerse camino al paso del tiempo, en fin, buscar su propia vida como uno quiera vivirla.

76 Rosa, ¿y la niña?

David René Flores Vera, 65 años. Cartagena, Región de Valparaíso.

Hola amigas y amigos, primero que nada me quiero presentar, mi nombre es David Flores Vera y como apodo me dicen “El Zorrito”. Soy un aficionado a la poesía campesina, no sé si será porque soy nacido y criado en un pueblito campesino llamado Lagunillas, o, tal vez, sea un don que Dios me dio, aunque ahora vivo en Cartagena. Lagunillas es un pueblito pequeño de una sola calle, con casas por ambos lados y rodeado de grandes cerros en donde en uno de ellos se encuentra una hermosa virgen que está en lo más alto de éste, como vigilando o protegiendo este apacible pueblito, el que pertenece a la comuna de Casablanca. El lugar es muy pintoresco, hay mucha vegetación, aves, conejos y liebres.

77 Bueno, ustedes se preguntarán porque les estoy presentando este lugar, resulta que aquí en Lagunillas ocurrió algo de no creer, pero sí sucedió, no sé si llamarlo un chascarro o un accidente… mejor que se enteren ustedes y se hagan su propio juicio. Allí en Lagunillas vivía una hermana de mi mamá, o sea, mi tía, que tenía por nombre Aída, la que tuvo varios hijos. A uno de ellos nosotros lo llamábamos Checho, el que se casó con una niña llamada Rosa, quien será una de las protagonistas principales de esta historia. Cierto día mi tía le pide a la Rosa que viaje a Valparaíso a realizar algunas diligencias y que apro- vechara de hacer algunas compras para la casa. Por entonces este matrimonio tenía una hijita de un año y medio, más o menos, todavía era una guagua. También les quiero comentar que en esos tiempos pasaba solamente un bus en la mañana y otro en la tarde hacia Valparaíso; la calle era de tierra. Mi prima dejó todo listo por la noche para tomar el bus por la mañana, viajaría con la niña. Se levantó muy temprano a tomar desayuno y darle la “papa” a su niñita. Se acercaba la hora del bus y salió a la calle que se encontraba como a diez metros de su vivienda. Tomaron el bus y se fueron rumbo a Valparaíso.

78 En Valparaíso todo le había salido muy bien, hizo todo lo que le había encargado mi tía, o sea, las diligencias y las compras para la casa. Mientras esperaban el bus de regreso, le compró golosinas y un helado a la niña. Como a la siete de la tarde el bus paró frente a la casa de mi tía, mi prima se baja, cruza la calle, mientras el bus se alejaba raudamente. Mi tía, que había escuchado el ruido del bus, salió a su encuentro, al verla, con un grito de espanto, le pregunta: —¿Rosa y la niña, la niña dónde la dejaste? Mi prima, soltando los paquetes y llevándose las manos a la cabeza, grita: —¡Se me quedó en el bus!, ¡la niña se me quedó en el bus! Salió corriendo calle abajo y gritando como loca ¡mi niñita! ¡mi niñita!, como si el chofer la fuera a escuchar. Mi tía salió corriendo hacia detrás de la casa, donde tenían una pequeña hortaliza en la que estaba trabajando mi primo. Con gritos desesperados ella trataba de decirle a su hijo lo que había pasado: —¡Checho! ¡Checho!, ¡a la pajarona de la Rosa se le quedó la niña en el bus!

79 —¿Qué pasó, mamá?, respondió mi primo, soltando el azadón y corriendo al lado de ella. Mi tía, con voz entrecortada le repite:—¡a tu mujer se le quedó la niña en el bus! Mi primo, desesperadamente, salió corriendo, tomó una bicicleta que estaba apoyada en la pared de la cocina y salió pedaleando a todo lo que daban sus piernas, porque pensaba que podía alcanzar el bus en algún paradero de más abajo. Pienso que la reacción de mi primo es la reacción natural que tiene cualquier papá que está perdiendo a su hija. En cosa de segundos había avanzado ya unos trescientos metros cuando divisó a su mujer sentada en la cuneta, llorando y mojada en transpiración, con el aliento cortado por el esfuerzo que había hecho al tratar de alcanzar el vehículo, y le gritaba: —¡la niña, Checho, la niña, se me fue en el bus! ¡trata de alcanzarlo, por favor! Le decía en forma desesperada. Mi primo, que esa altura iba embalado, pasó por el lado de ella y la miró de reojo, pues había escuchado un ruido más abajo y pensó que podía ser el bus, pero, para mala suerte de él, era un camión que venía en sentido contrario.

80 Para que les cuento la tremenda trifulca que se armó en la casa, los vecinos que había escuchado los gritos de mi tía y de mi prima, llegaban corriendo a preguntar qué diablos estaba pasando y, al enterarse, no lo podían creer, incluso, algunos exclamaban: —¡cómo tan pajarona, la vecina Rosa!, como si ella hubiese querido dejar adrede a su pequeña hijita arriba del bus. No dimensionaban el drama que ella estaba viviendo. Mientras tanto mi tía, en una acción muy peli- grosa y temeraria, trataba de hacer parar algún vehí- culo, los que pasaban demasiado rápido por el lugar, teniendo presente que allí el camino era una recta. Al ver que no resultaba hacerlos parar desde la orilla y, sin pensar las consecuencias, se paró al medio de la calle tratando de parar un auto que no venía tan rápido, levantando y agitando los brazos para que el chofer la viera. El conductor del vehículo, al verla, redujo la velocidad y deteniéndose al lado de ella, baja el vidrio de la ventanilla y le dice: —¿Cómo se le ocurre, señora, pararse al medio de la calle! ¿no cree que la pueden atropellar? —Sí, señor, perdone —respondió mi tía, es que resulta que nos acaba de pasar una desgracia, caballero, y trata de contarle que su nieta se había quedado solita arriba del bus. Era tanta la angustia

81 que el chofer del auto no le entendía nada y la invita a calmarse un poco y que le repita pausadamente lo que quería decirle. —Mi tía, haciendo un esfuerzo, logró contarle lo sucedido al caballero, que al momento se dio cuenta del drama que estaba viviendo esta señora y le dijo: —Por favor, cálmese señora, yo les voy a ayudar a rescatar a su nietecita, créame, yo soy un Cura y con la ayuda de Dios, lo vamos a lograr, rece y pídale a Dios que nos ayude. El Curita aceleró su auto y se unió al rescate de la niña. Había avanzado seis o siete kilómetros cuando divisó al ciclista que le había mencionado mi tía, lo alcanzó y colocándose al lado de él, lo convida a detenerse haciéndole señales con su brazo. Mi primo que no entendió el mensaje del Curita, siguió pedaleando con todas sus fuerzas, bañado en transpiración y lleno de polvo que levantaban los vehículos que pasaban. El sacerdote aceleró más rápido su auto, avanzó unos doscientos metros más arriba, se detuvo en la orilla y se paró al medio de la calle tal como lo hiciera mi tía y así pudo detener a mi primo en su loca carrera; el Curita le pedía que se calmara pero él, con los ojos llorosos, trataba de contarle lo sucedido, a lo que el Cura respondió:

82 —Ya lo sé todo, hijo, sé el drama por el que estás pasando, así que pongamos tu bicicleta en la parrilla del auto y veamos si podemos alcanzar el bus donde va tu hijita. Así lo hicieron y rápidamente siguieron los dos calle abajo, con la esperanza de alcanza el mentado bus. A todo esto habían pasado como veinte minutos, más o menos, entre que el Curita había parado para escuchar a la tía y luego a mi primo. Cuando estaban a la altura de Malvilla, el bus en cuestión estaba llegando al terminal de san Antonio, se bajan todos los pasajeros y algunos a esperar al auxiliar para retirar su equipaje, una señora que bajó de las últimas, le comunica al chofer que en el asiento de atrás había una niñita durmiendo. El chofer, un poco incrédulo, se levantó de un salto y se encaminó a la parte de atrás del bus y, efectivamente, ahí estaba la niña durmiendo, plácidamente, como en la mejor cama que ella hubiese tenido. Rápidamente se baja y pregunta a los pasajeros que retiraban, en ese momento su equipaje, de quién era la niña que estaba durmiendo en uno de los asientos. Todos se miraron y se encogieron de hombros en señal de que no lo sabían. El auxiliar, que había escuchado al chofer, deja lo que estaba haciendo y se sube al bus para ver si era cierto lo de la niña; al verla en ese momento

83 se acordó de quien era, bajó rápidamente y le dice al chofer: —¡jefe, jefe! Yo sé de donde es la niña, es de Lagunillas, allí se bajó la señora que venía con ella, replicó el auxiliar. —¿Por qué no le avisaste entonces a la señora? Respondió el chofer, bastante molesto. —Es que no me di cuenta que la señora no se bajó con la niña, señor —respondió el auxiliar, bastante nervioso. —Tenís que ser más avispado, eres tú el respon- sable de los pasajeros y de su equipaje y sobre todo, si van con guagua, esa es tu pega. —Sí, señor, lo sé, por eso le pido disculpas. —¿y qué vamos a hacer ahora? Nos metimos en tremendo “tete” —replicó el chofer. Acto seguido, ambos se fueron a la oficina del administrador del Terminal a comunicarle lo que había sucedido, el jefe se puso de pie y les dijo: —no me están haciendo una broma ¿verdad? —No jefe, no es una broma. Se van los tres hacia el bus a ver a la niña, la que seguía durmiendo plácidamente sin saber lo que estaba pasando, el jefe, al verla, exclama mientras

84 se rascaba la cabeza —“Mansa embarradita que se mandaron”, ¿qué vamos a hacer ahora? Una de las funcionarias que se había dado cuenta de lo sucedido, fue y le dijo a su jefe que por qué no mandaban a la niña de vuelta en el bus que estaba a punto de salir a Valparaíso, que tal vez la mamá esté pensando lo mismo que ella y la debe estar esperando, termino diciendo la funcionaria. —Pero, ¿cómo la vamos a mandar solita si es tan chiquitita todavía? —respondió el jefe. —Mándela con el auxiliar que sabe de donde es, total él se mandó el “condoro”. El auxiliar, que se sentía responsable de este embrollo, sin pensarlo dos veces, aceptó la sugerencia que había dado la funcionaria. El jefe fue a conversar con el chofer del bus que salía a Valparaíso, el que no puso ningún problema de llevar a la niña de vuelta a su casa, en Lagunillas. La niña, que se había despertado, lloraba des- consoladamente llamando a su mamita, lloraba con tanta pena que llegaba a partir el alma de quiénes la escuchaban. El auxiliar trataba por todos los medios de consolarla, regalándole algunos dulces que la niña recibía sin dejar de llorar.

85 Por fin el bus pudo salir rumbo a Valparaíso con esta singular pasajera. Después de unos diez minutos de irse el bus, llegaban al Terminal el Curita y mi primo, él que se baja corriendo del auto hacia la garita a preguntar por su hijita, la funcionaria, que lo vio llegar, salió a su encuentro y le pregunta: — Señor, ¿usted viene a buscar a una niñita que se quedó dormida en el bus? —Sí, sí, sí, señorita, soy el papá, respondió mi primo, ¿en dónde está mi niñita? —le preguntaba, muy angustiado y nervioso. El curita trataba de calmarlo colocándole una mano en el hombro y diciéndole: —Tranquilo, hijo, tranquilo, ya pasó todo. Mi primo no se podía calmar porque la angustia lo estaba matando, la funcionaria lo mira y le dice —Cálmese, caballero, su hijita está muy bien y la mandamos de vuelta a Lagunillas, con el auxiliar que sabía de donde era, así que cálmese, por favor, a esta hora debe estar llegando a su casa. Mi primo, que ya no aguantaba más, se sentó en una de las bancas que estaban al costado de la garita y se echó a llorar.

86 El Curita dándole palmaditas en la espalda le decía: —tranquilo, hijo, tranquilo, tu hija está bien, así que cálmate y vámonos de vuelta a tu casa que debe estar muy preocupados por ti, así que tranquilo y vámonos. —Si, Padre, vámonos —respondió, sollozando, mi primo. Así lo hicieron, después de darle las gracias a la funcionaria que le había dado la información sobre su hijita. Por fin llegaron a la casa, ahí era pura felicidad y alegría. Mi prima al sentir el auto, salió con la niña en los brazos, riéndose, a recibir a mi primo y al Cura y les contaba que la había traído el mismo auxiliar que le había tocado a ella en el bus que había regresado de Valparaíso. Se abrazaron los tres, llenos de felicidad, después mi primo le pregunta al Curita si se le debía algo por todas las molestias que le habían causado, a lo que el Curita respondió: —No, hijo, ¿cómo se te ocurre? Solo de ver la felicidad de ustedes ya estoy pagado, si quieren agradecerle a alguien, agradézcanle a Dios, porque Él les ayudó en este tremendo drama que ustedes vivieron, hasta pronto, hijos míos, cuídense mucho ustedes y cuiden a su hijita, también.

87 Y así termina esta historia, de mi primo, su señora y su hijita, y desde entonces, cuando en el pueblo ven a mi prima, le dicen: —Oye, Rosa ¿y la niña?

88 Ha pasado un ángel

Guillermo Bernales Vera, 75 años. Estación Central, Región Metropolitana.

Aquel año sucedieron dos acontecimientos que me llevarían a replantear mi vida: cumplí sesenta y cinco años, siendo por decreto declarado anciano, obligado a jubilar y quedé viudo, sentimentalmente hablando. Mi mujer, diez años menor que yo, se enamoró de un tipo, también diez años menor que ella. Busqué en mi corazón lo que no había hecho en mis primeras seis décadas y media y encontré en un rincón olvidado de él un viejo sueño, mochilear. Sí, no era tan descabellado, así que, a lo hecho pecho. Siempre he sido un hombre fuera de lo común y de decisiones imprevisibles. Todo comenzó un día lluvioso de mayo en Santiago, después de cobrar mi exigua pensión fui al terminal de buses, hablé con un auxiliar no antes

89 de invitarle un café, le pregunté hasta dónde me llevaría por dos lucas, con la brillando en sus ojos contestó: ¡Hasta Los Ángeles, pero “tení” que cambiarte de asiento cuando yo te lo diga! Y prosiguió: ¡Cuando suban los inspectores de camino “tení” que entrar al baño y estar allí hasta que te avise! En treinta años dedicados a la publicidad había aprendido el arte de la convicción y las relaciones públicas. Pero todo tiene un precio; debí pasar todo el viaje que duró hasta las tres de la madrugada, habiendo partido a las ocho de la noche, cambiando de asiento y en el baño, muy agradable. Sin dormir y cansado arribamos al terminal de Los Ángeles, tomando la mochila, que no solté en todo el trayecto, bajé y en un cerrar y abrir de ojos, desaparecieron los pasajeros, el bus y el auxiliar del andén. A los minutos se me acercó el guardia nochero preguntando: ¡lo veo despista’o amigo! ¿En qué le ayudo? Tiritando de frío respondí: ¡quiero buscar un lugar barato para descansar! ¡Es muy tarde y muy temprano para eso! Contestó: ¡Quédese y duerma en el suelo, o en alguna banca hasta que abramos el terminal a las seis! Dio media vuelta, se metió en la caseta, apagó las luces, puso la gorra en su cara y se durmió roncando al instante.

90 Tiré mi saco al piso, que olía a desinfectante, debajo de una banqueta y me dormí abrazado a mi mochila. En la profundidad del sueño y cansancio sentí un peso en los pies, con los párpados pesados levanté la cabeza y vi un perro echado, me gruñó amenazadoramente, pero la voz de un niño dijo: ¡calla’o Pitín!... ¡Viejo, sigue durmiendo, “tamo” limpiecitos, con mi hermano fuimos “pelaos y despiojaos”, ayer por las “pacas” del hogar de “carabineros”, ¡anda la vieja hedionda!: gritó el otro infante. Yo casi vomitando vi un bulto encima de la banca que se enderezó, agarrada de dos sacos paperos de arpillera, tal vez llenos de quizás qué miserias. Era una enorme mujer obesa, sucia, harapienta, desgreñada, con todos los olores en el cuerpo. Al sentir los gritos destemplados del guardia: ¡por dónde se colaron estos porquerías!... ¡apuesto que las “vetustas” del aseo dejaron abierto el portón de atrás! La gorda, los cabros chicos y el quiltro arrancaban que se los llevaba el diablo. Cansado y con la presión arterial al límite, el guardia me contó, no dando importancia a lo sucedido: ¡Esto sucede Siempre!... Mmm… Bueno van a ser las cinco… (Yo pensaba, las gentes de provincia bajan del estrés a la calma con una facilidad asombrosa). Interrum- piendo mis pensamientos dijo: ¡Amigo vamos a tomar

91 “choca”! ¡Sígame!. Sacó dos banquetas redondas de la caseta, sirvió dos tazas de café de un termo y abrió un paquete que contenía un par de panes amasados con chicharrones, mortadela y queso, que compartió conmigo. Conversamos y el hombre me tapó a preguntas: ¿Quién era? ¿Dónde iba? ¿De dónde venía? Al final me dio un apretón con su gorda diestra y dijo: ¡Ahí viene el “tocomocho” de las seis!.. Tengo que abrir el terminal!... ¡Adiós caballero que las pase muy regüeno! Hice dedo a “Conce” esa misma mañana, conocí lugares como Lota y su Parque Cousiño, Tomé, Coronel, las ciudades de Temuco, Valdivia, Osorno, Petrohué, Puyehue, las Termas Aguas Calientes (no sé si en ese orden, esos bellos paisajes y lugares se mezclan en mis recuerdos). Puerto Varas, el Lago Llanquihue, Puerto Montt, todo eso durante casi un mes. Y al fin crucé para Chiloé, pasando por el Canal de Chacao, Ancud, Castro y en unos días más me las “eché” para Quellón, puerto confín del Archipiélago Chilgué, que significa ”lugar de gaviotines” . Llegué en un atardecer lluvioso, las nubes oscuras dejaban caer la gélida agua de forma que a corta distancia veía borroso. Busqué desorientado un punto referencial, divisé sentado a la orilla del muelle un individuo que dejaba que sus piernas colgaran al vacío, el negro mar agitado bajo sus pies arremetía

92 contra el cemento y neumáticos, por lo menos unos dos metros de altura. El hombre vestía un pantalón de color indefinido, llevaba un llamativo chaleco de lana ovejuna muy gruesa teñido en vivos colores, calzaba botas de goma, en la sobaquera portaba un cuchillo para descamar pescado y una especie de gancho colgaba en su cintura, sobre su cabeza el gorro de lana blanco típico del lugar que dejaba ver su negro cabello hirsuto y graso. El chilote contemplaba el agua, alzó el rostro y mirándome beodamente trataba de decir algo así como:¡es una tun…ton...aa¡, mostrándome con su dedo índice de larga y ennegrecida uña, el agua, curioso observé una ágil y joven tonina que giraba y se hundía en el frío mar, cambiando la idea dijo: ¡Pídeme cualquier cosa menos el vino! Sorprendido vi una caja de mosto tinto y se presentó sin estirar su mano, dejando la mía a medio camino del saludo: ¡Soy Colíboro, exclamó: ¡Chiloense!, no chilote, “Chiloense”. Agregó orgulloso, adivinando mi ignorancia respecto al gentilicio. Escrutando en mis ojos, dijo: ¡Tienes cara de hambre! Quiso pararse, asustado lo tomé del codo temiendo que cayera al vacío, ofendido, pero no violento, refunfuño. De estatura baja como yo, no supera el metro sesenta y cinco: ¡Chiiis...¡Ven!...¡La Oga María te va a calmar el hambre! Y cruzando su fuerte brazo al mío casi me arrastró a pocos metros del muelle a una casa, al lado del terraplén, donde los

93 pescadores echan sus lanchas y botes al Pacífico. Era una rancha de madera, pintada en tonos muy oscuros, de verde y azul, que para mí que fui un destacado fotógrafo publicitario era una aberrante combinación cromática. Golpeó suavemente la puerta y me recomendó: ¡Hay que limpiarse el calzado! Entramos en una habitación que era, recibo, cocina comedor, leñera y bodega, en el piso de madera lavada unos cueros de ovejas, blancos, se veían suaves, mullidos, mi piel sintió el calor de la leña Pellín, de aroma agradable y acogedor, que crepitaba en la antigua y hermosa cocina estufa de hierro fundido y enlozado, artefacto símbolo de nuestro bravío Sur. Colíboro preguntó dirigiendo su voz hacia una puerta entreabierta: ¿Puede este inmigrante quedarse en tu casa a pasar el temporal? ¡Tiene un rostro confiable! Desde el interior una voz femenina respondió: ¡Déjalo y que seque su ropa! ¡Sobre la mesa hay pan, queso y mantequilla! ¡La olla contiene leche, que la caliente! ¡Ahaa! ¡También está en la cafetera remojándose el café! Agregó: ¡Que ponga dos trozos de leña más para que no pase frío y que duerma en los cueros de oveja!¡Por favor, voy a dormir, estoy agotada!... ¡Ya “mi chico” ¡Quedas en casa entonces, buenas noches! En realidad se llama Olga: dijo muy bajito. Es como mi mamá, me crió de huachito. Sin más el

94 lugareño se retiró, cerrando la puerta, fundiéndose con la lluvia tempestuosa y la oscura noche isleña. De repente caí en la cuenta de cómo usaban estas personas el español, lo hacían correctamente sin comerse la última consonante de cada palabra, como lo hacemos la mayor parte de la población continental, quizás porque Chiloé fue el último reducto español en rendirse al Ejército de Chile en la Independencia, no sé porque sentí mucha vergüenza, la misma que me invadió, cuando ya mis padres no estaban en este mundo, cuando comprendí que los había ofendido, y era demasiado tarde para pedir perdón, la sensación tal vez era causada por la gentileza de aquel hombre y esa mujer que al día siguiente conocería. Una rica ducha me relajó, antes de prepararme tímidamente los alimentos que se me ofrecían. Dis- fruté de ellos, después lave mi ropa interior, calcetines y camisas tratando de no meter bulla, aticé el fuego, me metí en el saco de dormir sobre las pieles curtidas, cayendo en un profundo sueño como no lo hacía en días, mientras los elementos agua y viento bramaban mostrando sus poderes. Volví del reino de Morfeo asustado, sentándome de un saltó recordé que Manuel, mi padre, decía: ¡Cuando duermas en otra casa, sé el primero en levan- tarte¡ Llamé a la señora, varias veces, pero no contestó y vi que en la mesa había una hoja de cuaderno escrita.

95 ¡Dormilón, cuando te vayas cierra bien la puerta! ¡Me voy al trabajo! ¡Adiós! Olga María. Escribía tal como hablaba, correctamente. Eran pasadas las ocho de la soleada mañana isleña. Aprovechando que estaba solo, me di un largo baño de agua caliente, mirándome en el espejo descubrí cómo habían crecido mi barba y cabello canos después de tantos meses de vagabundeo, dándome un aspecto de hombre despreocupado y no sentía ya ese peso emocional que cargaba a raíz de mi rompimiento conyugal. Con un extraño alivio me preparé un suculento desayuno, más dos sandwiches para el camino, cepillé mi dentadura y partí muy agradecido rumbo al extremo Sur en un barco centollero que zarpaba hacia el Estrecho de Magallanes, dando bendiciones al hirsuto Colíboro y a Olga María; me fui, pensando que algún día los visitaría. El sol brillaba caliente, como si nunca hubiese pasado por ahí un temporal. Conocí Punta Arenas, Puerto Natales, atravesé la Pampa, supe del frío y el viento Patagónico, toqué el Milodón, entré a su enorme caverna, contemplé cientos de arcoíris, visité las Torres del Paine, los hielos eternos de sus Glaciares, observé y fotografié ñan- dúes, guanacos y las gigantescas liebres patagónicas llamadas “Maras”, escuché cuentos, mitos y leyendas,

96 canté y compartí con poetas patagones, comí el fruto del Calafate, cordero magallánico asado, centolla y pescado, muchísimo pescado. Besé el dedo gordo del pie del Indio Patagón para volver algún día, a pesar que también pasé mucho frío y hambre, descubrí la acordeón, instrumento noble que estudio con ahínco hasta ahora y que es mi compañera inseparable en la parte solitaria y otoñal de mi ya larga existencia. Pasado muchos meses regresé a Chiloé, ubicando a Colíboro y le hable de mi anhelo de conocer a Olga María para darle gracias y contestó: ¡Chiiis!… ¡Vas a tener que viajar lejos, lejos, para saludarla! Su rostro inexpresivo de aborigen endurecido por los elementos y la difícil vida isleña, rompió en un breve y profundo sollozo, diciendo con su lerdo y ronco hablar: ¡Mi “Mama”, la Oga María Llauquén, (Apellido que significa en mapugundun “La que se da por entero”) ¡Murió de un infarto cardíaco en su trabajo, el mismo día que te fuiste! ¡Mi chico! ¡Se despobló Quellón al velatorio y al camposanto a sepultarla, todo el Servicio y la gente la quería! Ambos guardamos un profundo silencio por eternos minutos. Me contó que nuestra amiga había jubilado a los sesenta años con cuatro décadas de laborar en la Posta de Quellón como auxiliar de enfermería.

97 En su retiro el aburrimiento pudo menos, volviendo a trabajar voluntariamente sin goce de sueldo en su profesión, estuvo veinticinco años más al servicio de sus “hijitos enfermos” como ella les nombraba en la posta de primeros auxilios, falleciendo a los ochenta y cinco en una desvencijada camilla donde se había acostado a descansar ¡un ratito dijo! Porque se sentía exhausta¡ Para mí que tuvo la “Muerte del Angelito”: explicó Eleaz Colíboro en su sencillez, porque nadie notó hasta mucho rato después que la Olga María, como él la llamaba, se había ido con Taítita Dios. Con el pecho compungido levanté mi cabeza al cielo para hacer una oración por ese Ángel de Luz que pasó por el Archipiélago y vi que las nubes negras empezaban a llorar, el viento y el Océano Pacífico iniciaban otro temporal.

98 Arrogancia

María Angélica Núñez Jelves, 77 años. Ñuñoa, Región Metropolitana.

“Un hombre sólo tiene derecho de mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse” Gabriel García Márquez.

Desde mi escritorio escuché voces. Duros epítetos para el dueño del fundo, (que era yo), me impulsaron a levantarme y llevándome la mano al cinto, toqué mi revólver. Era el colmo del atrevi- miento. Que hubiera despedido a Roque y desalojado a su familia de la casa que ocupaba, no era motivo para que mis trabajadores reaccionaran así. ¡Qué se habían imaginado! Reclamarle al patrón ¡Mal agradecidos! Tienen una casa para vivir, mientras trabajen lealmente para mí. ¿Qué problema es su piso de tierra y la casita de madera, algo lejana, como baño? Todos reciben un sueldo que les permite comer. ¿Pretenden mandar a sus hijos a la universidad que

99 lo encuentran poco? Cuando se enferman, Alberto, médico del pueblo y amigo de tantos años, los atiende gratuitamente y bueno, no es culpa mía que los remedios sean tan caros. Cuando se acallaron los insultos, abrí la puerta y me encontré frente a frente con Fabián. Varios rebenques colgaban en uno de los muros del escri- torio. Habría tomado uno para desollar al muchacho a rebencazos. Un gañán de su calaña, pobre como una rata, que no tiene dónde caerse muerto, pretendiendo a mi hija, y más encima reclamando por las decisiones del patrón. No lo veía desde el día en que caminaba por el potrero grande, con una pala en la mano y los pantalones arremangados, como si nada sucediera, a pesar de que muchos aseguraban haberlo visto paseando con mi hija Isabel, por el trigal. ¡Muchachón temerario! ¿Con sus ojos claros y su figura atlética habría encandilado a mi hija? —¿Qué es lo que quieres? —le pregunté dura y despectivamente. ¿Qué vienes a pedir que te haces acompañar por todos los peones? ¿Acaso no sabes lo que sucedió en la mañana? —Por eso venimos todos, patrón, a pedirle que no despida al Roque. Tiene dos niños chicos y su mujer está esperando el tercero. No tienen para dónde irse.

100 —Eso debió pensarlo antes de venir a amenazar al patrón por unas sucias imposiciones. —Usted no sabe patrón lo que es para un pobre, recibir un peso más o un peso menos, o perder un beneficio que por derecho le corresponde. —No me vengas a faltar el respeto. Tú, dándole lecciones al patrón. No te olvides que tenemos cuentas pendientes los dos y no veo para qué aumentarlas. —No sé qué cuentas pendientes tengo con usted. Si es porque estoy enamorado de su hija, no le debo nada. El amor no tiene precio ni es necesario tener plata o ser dueño de fundo para conquistar a una buena y hermosa niña, aunque sea la hija del patrón. ­—Jamás Isabelita tomará en serio a un pobre y miserable gañán —le respondí. Muy dolido me rebatió con calma: —Se equivoca patrón, los dos estamos enamo- rados y para que usted lo vaya sabiendo, ella lleva algo mío en su vientre. Ahí fue cuando saqué el revólver y le pegué un tiro a quemarropa, matándolo instantáneamente. Isabel, destrozada, pidió a su madre que me comunicara que, así como su hijo no tendría padre, ella tampoco quería tenerlo.

101 Ya es tarde, está oscureciendo. Me falta luz para seguir. Tal vez son las lágrimas las que no me lo permiten... Lágrimas por mi arrogancia, mi soberbia, mi orgullo. Porque no supe ser padre. El sacerdote, que nos visita todas las semanas, me reconforta. Con él me siento bien. Le digo que es un padre para mi, un buen padre. Entonces, me invita a leer la Biblia, “para que sepas lo que es ser padre” —me dice.

102

El Huaso Juan

Oscar Olivares Dondero, 63 años. San Miguel, Región Metropolitana.

Se llamaba Juan Carmona, para los demás, el pije Juan. Estaba conforme con su apodo, alguien del campo se lo había puesto porque cada vez que bajaba al pueblo en sus horas libres, gustaba vestir bien, la buena percha era su carta de presentación, dirigida especialmente a las escasas chiquillas con vestidos con huelo y zapatos negros, muchos de charol y con hebilla, y que cada fin de semana se juntaban para echarle el ojo a algún muchacho que apareciera en la única plaza, con suelo de cuidado césped, el pasto verde del Sur; y a veces, tendidos sobre él, unos pololos demostraban que les importaba un carajo el mundo que los rodeaba, y en más de una oportunidad el pije Juan solidarizó con ellos; unas descoloridas bancas, y unos cuantos árboles que habían cedido sus copas como hábitat a diversas aves cantaoras, completaban el cuadro. Era una plaza alegre. Había muchachos que

103 se esforzaban por disimular la envidia que sentían hacia el pituco, como despectivamente también lo llamaban. Los días sábado bajaba al pueblo para divertirse con sus amigos, después de haber estado en las faenas del campo. Juan, no tenía pareja estable porque no había mucho donde elegir. En ocasiones, conversaba con alguna cabra fumando unos puchos baratos, sentados en un banco de la plaza sin ninguna expectativa de romance. Casi siempre el sábado terminaba en la casa del viejo Carlos, un gallo flaco como palo de escoba y con cara de pato malo. Había habilitado en un patio interior una gran enramada hecha de parrones tan viejos como él, donde vendía clandestinamente vino tinto y del otro, además de uno y que otro licor; alimentaba la necesidad de los parroquianos por tomar, alentándolos con las canciones cebolleras de Luis Alberto Martínez, Pedro Vargas y con los boleros de Lucho Gatica, o de Julio Jaramillo, habitué de los bares. Hasta la madrugada duraba el jolgorio, donde el cacho, el dominó, y la brisca, les hacían cortas las horas, y casi despuntando un nuevo día, cada uno partía a sus casas a dormir la mona. Atrás quedaba el bullicio de los hombres que por unas horas se habían sentido libres, lejos de sus patrones y de los capataces, la chancha había cumplido con la tarea de alegrar el ambiente mientras que entre copa y copa la plata se les iba, y más de alguno iba a tener

104 serios problemas con la bruja. El viejo Carlos se hacía la américa. Unos terminaban tan curaos que muchas veces no sabían cómo habían llegado a su casa, el pije Juan no era de esos, bebía pero con moderación, ello le permitía ayudar a más de alguno a montarlo en su cabalgadura, y a otros encaminarlos en dirección a sus hogares, donde los esperaba la vieja con un caracho así de largo. La gallá era muy buena, jamás quedó alguno botao o quién no llegara a su casa. Juan formaba parte de los peones de un gran fundo, escondido entre los cerros y que se llamaba “Tres Patas”, nunca supo la razón del nombre, y en realidad muy poco le interesaba, se trataba de un bello lugar, de abundante vegetación, de árboles centenarios, y grandes campos para cultivar y criar ganado. Las extensas tierras eran atravesadas por un río de cristalinas y frías aguas, y que en la época estival era visitado por familias provenientes de pueblos cercanos. Habiendo crecido entre bueyes, gallinas, huevos frescos, y leche de vaca, se formó en un mocetón fuerte, de buenas espaldas, haciendo que las mujeres lo encontraran un tipo encachao. Una idea estuvo rondando en la mente de Juan desde hacía tiempo, no estaba dispuesto a ser un peón toda la vida, uno más en medio de un centenar que trabajaban en el fundo “Tres Patas”, la idea de emigrar la tenía entre ceja y ceja y nada lo haría

105 desistir de buscar otros horizontes, sólo esperaba la oportunidad. Y llegó sin que mediara esfuerzo de su parte, había oído, donde el viejo Carlos, que en el norte se abrían grandes posibilidades de ganar harta plata trabajando en el salitre, y a pesar que no tenía la más remota idea de qué se trataba, pudo más su deseo de no querer saber más de siembras, podas, tractores, establos, ubres y arreo de animales; amaba el sur, se había enamorado de sus olores, y también de sus colores, llevando en la piel los aires frescos del campo, pero la idea de partir era decisión tomada. Debió enfrentar la negativa de sus padres por- que le temían al patrón, un jutre acostumbrado a manejar el fundo con rudeza, “el que no está de acuerdo, con el rebenque lo hago entrar en razón”, decía. Ante esto, determinó hablar cara a cara con él, teniendo como testigos a las vacas que estaban en la lechería. No imaginó Juan la actitud que tomaría su patrón, hizo esfuerzos por hacerlo desistir, argumentando que no se acostumbraría, ya que el Norte chileno era muy caluroso y que todo alrededor era tierra seca, sin pasto, “aquí no te falta ni una cuestión pu cabro, y si le poní tinca, en una de esas podí llegar a ser hasta capataz”. Después del diálogo, Juan reafirmó la decisión de irse. Despegarse de su familia fue una experiencia dolorosa, y dejarlos allí lo fue más todavía, y habiendo llegado el día de la partida, iniciando un largo periplo

106 hacia el extremo norte de Chile, recordó las últimas palabras de su padre, “Juanito, ¡pa qué te vai a ir!”. Después de largos y tediosos días, el tren arribó a la “Estación, santa Catalina”, varios trasbordos, largas horas de espera en andenes desconocidos, lo fueron acercando a su destino, atrás fue quedando la apasionante vegetación para ir adentrándose al norte, una tierra seca, de muy escasa arboleda y plantas, y de cerros pelaos mostrando su desnudez, pintados de colores rojizos y verdosos amor de los pirquineros. La Estación, “Catalina” para todos, era el paso obligado para los viajeros. En la época floreciente, el movimiento de personas era intenso, la mayoría, hombres de rostros trabajados a cincel por el implacable sol del desierto y el polvo de la pampa. Unos cuantos centavos le permitieron apaci- guar el hambre y la sed comprando a comerciantes ocasionales, algunos, provenientes del pueblo de Catalina, y otros del puerto de Taltal, los que se disputaban a los clientes que descendían del tren. Pintoresco le resultaba a Juan observar a mujeres, algunas de ellas morenas y atractivas, cargar canastos de mimbre con su contenido sabroso y caliente; la empanada, el charqui, el huevo duro, y el pan batío con pernil de chancho, acompañados con un bien preparado té caliente, venían a satisfacer las necesidades alimenticias de los viajeros. Por el andén,

107 algunos caballeros vestidos de frac, de sombrero y bigote, con sus pulgares alargando los suspensores que sujetaban sus pantalones, miraban lujuriosos a las jovencitas; Juan, después de mirar los alrededores para formarse una idea de donde estaba, se desplazó por el reseco piso de madera de la Estación, buscando la salida. Parado en la entrada, extrajo del bolsillo trasero de su pantalón vaquero, un papel medio arrugado, con un nombre escrito: “Míster Freddy”. Se lo había entregado el viejo Carlos. La vida, a veces, da sorpresas inesperadas en beneficio de alguien, y ésta vez, había actuado en favor de Juan. Míster Freddy, el nombre, había sido escuchado por el viejo Carlos en una conversación de dos amigos bebiendo, y que entre copas habían contado la manera como uno de sus parientes cercanos, había conseguido trabajo en el norte, gracias a Míster Freddy. Juan, se preguntaba cómo podría encontrar al tipo en medio de tanta gente si ni siquiera tenía seña alguna de él, y preguntando por aquí y por allá, supo que el fulano parecía gringo por ser alto y por su característica manera de peinar su cabello, y con esos datos lo halló sin mayor dificultad. Desde ese día, habría de saber lo que es trabajar en la pampa, aclimatarse a la puna, a la camanchaca, y a soportar el calor del sol, enemigo feroz e inclemente, y al frío, que sin piedad cala hasta los huesos.

108 Míster Freddy, efectivamente parecía gringo, sin embargo, era más chileno que los porotos, se trataba de un tipo que decía bordear la treintena de años, alto, flaco, de patilla descuidada, pelo cano y liso con la partidura al medio, y que caía a ambos lados de su cabeza. Lo ayudaba en su estampa sus ojos celestes, con ese aspecto era difícil creer que era chileno. La demanda de trabajadores para las Oficinas Salitreras era alta y la oferta escasa, y Míster Freddy, ganaba no poco dinero captando gente dispuesta a ser parte del personal de alguna de ellas. —¿Quién te envió a conversar conmigo?, pre- guntó, mientras que tras él esperaban cinco hom- bres. Se decía que cualquiera que fuera tomado por él tenía trabajo seguro. —El viejo Carlos, respondió, procurando que no se le notara su nerviosismo. —¿El viejo Carlos?, no conozco a nadie con ese nombre, pero en fin, ¿sabes algo sobre trabajar el salitre? —¿La verdad?, no tengo idea, jefe, lo único que quiero es una pega, no lo voy a dejar mal. —Me gusta tu honestidad, y eso de no dejar- me mal ni siquiera lo intentes, dijo amenazante, por tu chalaco, creo que eres del Sur, agregó, y antes

109 que el Juan pudiera responder, se volvió hacia los muchachos que esperaban. —Ya cabros, nos vamos, a propósito, ¿cómo te llamai?, Juan, me llamo Juan. Fue presentado a un capataz de la Oficina, y desde aquel día pasaron más de veinticinco años. En el campamento, pasó de ser el pije Juan, al huaso Juan, mote que se había ganado por su forma de hablar campechano, aunque seguía conservando su buen gusto al vestir. Tenía más plata para gastar. Cercano a cumplir los cuarenta y cinco años, el clima seco de la pampa había realizado su obra en su cuerpo, estaba totalmente calvo, y la piel blanca como la leche de vaca de los campos del sur, se le tornó oscura, y tostada, como si el sol lo hubiera castigado a charchasos por la osadía de venirse al norte, cada surco de su rostro era el reflejo del esfuerzo que tuvo que hacer para convertirse en pampino, de los sures, sólo le había quedado el modo de hablar, y el apodo, “el huaso Juan”. En los años del treinta y del cuarenta, las activi- dades mineras relacionadas con el salitre estaban en una situación más que crítica, lo que otrora había sido la gran oportunidad, no sólo para él, sino para muchos otros, de hacer una pequeña fortuna, se fue diluyendo. Abundaba la , y el futuro

110 se vislumbraba sombrío. Las Oficinas Salitreras fueron paralizando sus actividades una tras otra, y el llamado oro blanco sucumbía irremisiblemente. Sus últimos estertores se sentían en la misma Inglaterra. Los cachuchos, las chancadoras, las bateas, y las palas, incrementaron el ambiente fantasmal, ale- grando al mundo de los espíritus cuyos seres se fueron posesionando de los campamentos, dando a luz una serie de leyendas de penauras y apariciones. Inevita- blemente, se fueron cerrando por fuera las puertas de las Oficinas, asegurándolas con las poderosas cadenas y los firmes candados de la cesantía, así fueron muriendo. La oficina, poco a poco, se fue desmembrando ante la mirada atónita de tantos amores, sus días de gloria habían pasado, y los despidos se sucedieron uno tras otro, hundiendo en la desesperanza a miles de trabajadores, que como él, habían llegado ilusionados de una vida mejor. El campamento, con sus casas de adobe, mezcla de paja y barro, y pegadas unas con otras, como si hubiesen sido paridas juntas, y vestidas todas de blanco, con sus puertas color café, descascaradas, y cansadas por tantos años a cuestas, fue invadido por la soledad, quedándose atrapado por el silencio de las casas vacías, en una de esas casas vivía el huaso Juan.

111 —Juanito, siento mucho tener que decirle que hasta aquí no más llega, esto no da para más, mañana pase por la administración para que le paguen su finiquito. Con esas palabras martillando cruelmente su cabeza, no le había sido posible contener las lágrimas, y allí, en su habitación, rodeado de cosas valiosas para él, juntadas por más de veinte años, vació sus ojos hasta que la lámpara a carburo de a poco se fue apagando. Y allí mismo, sentado sobre la mecedora, lo sorprendió el nuevo día. El sol, nuevamente como todos los años, castigaba con rigor su casa, se desperezó consciente que ya no iría a barrenar, había dejado de ser un trabajador del salitre, y a un lado habían quedado los turnos de noche que eran sus preferidos, no hallaba algo más satisfactorio que tomar choca, a media madrugada, en el jarro de aluminio, y atrás habían quedado también las convivencias con sus compañeros, como cuando reía de buena gana por las salidas de madre del guatón Felipe, un carretero bueno para contar chistes. Después de un buen baño, se sirvió un jarro de té caliente, acompañado de pan tostado y mantequilla. “¿Y ahora qué?”, se pregunto, mientras asomado a la puerta imaginaba ver al Cicuta, el atemorizante perro doberman, de color negro, que al huir del encierro acudía a su puerta a la hora que fuera, ladrando y

112 rasguñando la puerta desesperado, para una vez adentro, gustar un contundente plato de comida siempre dispuesto para él. Era un can difícil, de mal genio, no cualquiera se le acercaba ni a cualquiera aceptaba, el Cicuta era el custodio de su casa. Con determinación cerró la puerta de la que había sido su hogar por más de dos décadas, e inició su andar sin mirar atrás, con cada paso que daba por la calle larga, le parecía oír los gritos del silencio recorrer el campamento, y aquello lo angustiaba, la soledad lo abrumaba sobremanera. El cierre de la oficina fue un proceso lento, se fue desangrando poco a poco, y las familias fueron tomando otros senderos, dejando tras sí estilos de vida y proyectos truncados, y también a sus muertos en los cementerios de la pampa, allí quedaron, cubiertos de tierra seca para acallar la protesta de sus gargantas, a causa de los parientes que los habían dejado abandonados para siempre. Con lentitud abismante había llegado hasta la plaza, para sentarse en uno de los bancos hecho de fierro fundido, y con algunos vestigios de pintura verde. Allí, se fue haciendo más amigo que nunca del sosiego, a los lejos, una lata suelta pretendía romperlo sin resultados, y sus ojos, también sus oídos, se entre- gaban sin reserva a lo que antes no había percibido,

113 y que sin embargo, en esos momentos podía oír las risas y los gritos de los niños, jugando alocadamente alegres en las afuera de sus casas; asimismo oía el susurro cómplice de dos futuros amantes, y el canto de un gallo, amo y señor de un gallinero lejano, de igual manera imaginaba a las mujeres entrar y salir de la pulpería llevando una variedad de cosas para sus hogares, algunas, escondiendo debajo del blusón, una barra de chocolate traída por los gringos. Observó con atención el kiosco de la plaza, que ocupaba su centro, y percibió a la banda tocando música rítmica y dominguera, y que llegaba hacia todo el campamento, haciendo reposar el espíritu cansado de la gente. Se había dado cuenta que en todos los años de permanencia, jamás se percató de la dinámica alrededor de la plaza, ni de las correrías de los chiquillos y chiquillas por los pasajes polvorientos del campamento, tampoco observó a las jovencitas con el pelo tomado, risueñas, alegres, coquetas, ni a los muchachos dándose importancia, mirándolas de reojo, ni menos se percató de Doña Filomena, tejiendo algo parecido a un poncho, y que le servía de excusa para observar, por sobre sus anteojos poto de botella, todo lo que sucedía a su alrededor, para luego comentarlo con sus incondicionales amigas, tan pelaoras como ella.

114 Juan, después de muchas cavilaciones se enca- ramó sobre el banco para observarlo todo, como en una despedida, prestando atención a muchos detalles en los que nunca reparó, como el escudo familiar de los primeros dueños de la Oficina Salitrera, y que había sido puesto en los cuatro costados del kiosco, sinónimo de dominio patronal. Con la tranquilidad de saber que había hecho lo correcto, buscó en el bolsillo interior de su chaqueta el inconfundible cilindro color café, el que tantas veces manipuló en sus labores como barretero, y habiendo encendido la corta mecha, lo sujetó con su diestra. Tuvo tiempo suficiente para observar toda su vida como calichero, dedicar un pensamiento a su sufrida madre, y para grabar en su retina la última imagen de su único y más grande amor.

115 La noche en que el viento me desnudó

María Cecilia Zamora Zamora, xx años. Las Condes, Región Metropolitana.

Estoy parada frente al espejo del tocador. El sol entra por la ventana. Acabo de vestirme después de una tibia y relajante ducha. Miro mis ojos, escrutinio la mirada. La veo cansada pero serena, sin duda es el reflejo de lo vivido en estos años, reflexiono. Los pensamientos siguen. ¡Ya son setenta y tres años! —me digo. Pasan los minutos y sigo parada frente al espejo. Dejo volar la mente. Me lleva a mi infancia y veo a la nana Maiga desenredándome el pelo en el baño de la antigua casona del campo, yo lloro a mares. Luego las largas trenzas negras, amarradas con cinta blanca, caen por mi espalda. Salgo al patio, las mariposas posándose en las flores del jardín me invitan a jugar, yo acepto y corro entre las rosas, hortensias y jazmines

116 para tomarlas con los dedos, pero ellas juguetonas suben y suben y ya no las alcanzo. Las pierdo de vista. Como siempre, en el escaño a la salida de la sala está sentada mi madre junto a mi abuelo paterno, le está leyendo el diario "El Ilustrado". Son las diez de la mañana de un día de verano. Comienza a hacer calor. Tomo la bicicleta y comienzo a dar vueltas y vueltas por los corredores con las trenzas al viento. Siento el perfume de las flores y los cantos de los pájaros. Me río sin parar, ¿qué me ha dado tanta risa? —me pregunto. La visión se detiene. Trato de pensar y encontrar en mis recuerdos el origen de tanta risa, pero la mente se niega a entregar el motivo. ¡Qué pena! —digo en mi interior, —yo quería volver a esos años en que todo era tan diáfano y cristalino como la risa que aún resuena en mis oídos. Vuelvo a mirarme, quiero seguir recordando. Enseguida, como en una película aparece mi adoles- cencia. ¡Bendita y prodigiosa memoria! —pienso. Vivo en un departamento en Santiago con mi hermana Chabe, la abuela y unos tíos. Estoy interna en un colegio y solo salgo a casa los viernes por la tarde hasta el domingo. Mi entretención los fines de semana

117 es el grupo del barrio, Seminario con Irarrázaval, en Ñuñoa. Revivo los pololeos de verano, otros de invierno, las matinées en el cine y los malones en casa de Luisa, a la vuelta de mi casa. Cierro los ojos…quiero sentir la emoción de esos días... Me veo sentada en el sofá de la casa de Luisa. El sonido de la música hace mover mis pies mientras sigo el compás, señal inequívoca que quiero bailar. Miro a todos mis posibles candidatos. Pasan unos minutos y alguien se acerca, me toma la mano, yo me levanto y sus brazos rodean mi cintura. Nos movemos por el espacio como si fuéramos alados, me siento maravillosamente feliz. El perfume varonil de la colonia Flaño despierta mis sentidos, junto la cara a la de Daniel, mi pareja de baile, es el pololo del momento. El baile termina y seguimos tomados de la mano. Casi al momento recuerdo la traición de amor; mi amiga Luisa se quedó con él. Me afirmo en el mueble tocador y abro mis ojos. Continúo así mientras recuerdo el dolor que sentí. Vuelvo a revivir la pena. Quiero desprenderme de esa tristeza y dejo que mi mente vuelve a viajar. Ahora estoy en la casona de campo pasando mis vacaciones. He terminado el año escolar, quinto humanidades. Corro por los corredores en bicicleta, como lo he hecho siempre desde que aprendí a equilibrarme en ella. Me paro en la reja del pasillo

118 y veo venir a Vicente, de veintitrés años, alto, buen- mozo y seductor, vive en mi casa y es pariente. Tenemos una relación romántica inestable, un pololeo de vacaciones sin compromiso, que comenzó cuando yo tenía doce años y él dieciocho. Pero ahora tengo diecisiete, me falta un año para terminar mis estudios, no tengo idea que haré después, solo vivo como una mariposa volando de ilusión en ilusión. Vicente se acerca, me mira a los ojos y dice en tono serio. —Ceci, he pensado que tienes que decidirte ¿quieres pololear en serio conmigo o no? El me ve una mujer y yo soy solo una niña inmadura. —Si quiero —le contesto con voz y mirada coqueta. Mi cuerpo se pone en guardia, presiento que algo sucederá. Luego me pregunta. ¿Te casarías conmigo? —“Sí” —le respondo sin titubear, pero sin pensar más allá de esas palabras. Estoy enamorada del amor de las novelas Corín Tellado que he leído. Abro los ojos y me miro de nuevo en el espejo. Veo en ellos desolación, tristeza, y algunos destellos de alegría. Recuerdo la lejanía de mi madre en la

119 infancia, la soledad del internado en Santiago, el desinterés de mis padres en la adolescencia, mi subordinación obligada a la disciplina paterna, la primera traición de amor y la sensación de estar sola en el mundo. Me doy cuenta que paseando por los recuerdos he encontrado la respuesta a tan infantil compromiso matrimonial, quería salir de casa, sentirme grande, vivir como en las novelas leídas. Los recuerdos viajan al día de mi matrimonio, a la fiesta, a la partida hacia nueva vida. ¿Estás bien? —me había preguntado Vicente cuando íbamos en auto hacia el hotel donde pasa- ríamos nuestra primera noche juntos. —Muerta de miedo —había sido mi respuesta. Yo ignoro lo que viviré, solo tengo la idea por lo que escuché a mis compañeras del colegio en los recreos mientras conversábamos sentadas en la escala para el segundo piso. Contaban cosas espantosas de ese momento, de seguro sacadas de la imaginación, de revistas o de conversaciones oídas a medias y yo no me había atrevido a preguntar, decían que “una señorita jamás debe demostrar ante los hombres sus sentimientos, eso lo hacen las mujeres libertinas” también comentaban que, “no se deben aceptar besos intensos, eso es para las mujeres fáciles” o “el sexo

120 es para las prostitutas” yo guardaba silencio para que pensaran que sabía todo. Ahora oigo a mi madre decir: “las señoritas se deben sentar con las piernas cruzadas, bajarse el vestido y en especial cuando estas frente a un varón”. Estas palabras estaban tan grabadas en mi memoria que ahora yo sentía que le iba a desobedecer. Por eso, yo guardé todas las emociones y sensa- ciones que nacían de mi ser más íntimo desde los primeros besos a escondidas de la adolescencia, cuando me había dado cuenta que quería ser coqueta, conquistar y ser interesante, provocativa, sentarme con los vestidos arriba de las rodillas y pintarme los labios de colores fuertes, deseos que habían quedado en nada cuando me acordaba que debía ser una “señorita”. Esa noche nada de lo que me había dicho sucedió, fue uno de los momentos más felices que recuerdo, le ternura de Vicente me invadió y el miedo desapareció. Al amanecer, despertó mi verdadera personalidad, ya no me interesó ser una “señorita”. Decidí desde ese mismo día aprender ser la amante perfecta, la mujer coqueta y seductora que estaba dormida. Bastó unas horas de amor para que el viento que entraba por la ventana se llevara todas las culpas y pudores, desnudándome para que apareciera la verdadera María Cecilia. Me río recordando cada minuto de esa noche.

121 La sensación de tristeza me vuelve al recordar los momentos amargos vividos durante estos años, mi cuerpo se contrae por la pena, angustia y temor que sentí ante la posibilidad de perder ese amor que había ido creciendo como un sauce, bajo el cual me he cobijado tantos años. El romance de Corín Tellado que yo esperaba era solo una ilusión, se había esfumado. —¡Por Dios María Cecilia que has vivido mo- mentos amargos! —me digo. —Si, pero esa vida también te ha hecho fuerte y segura, responde mi interior. —¿He sido feliz a pesar de todo? —me pregunto. —Inmensamente —pienso de inmediato. Revi- vo los momentos alegres con mis hijos y nietos, los juegos con ellos, las conversaciones de amigas, los cursos entretenidos a los que he asistido, las charlas, libros o conversaciones que ha ido despejando mi horizonte hasta alcanzar la madurez. Miro una vez más la figura en el espejo y digo en voz alta, “ahora vas desnuda por Ia vida, llegaste al fondo de tu ser y aceptaste como eres, perfeccionista hasta el extremo de la obsesión, impetuosa, capaz de pedir perdón cuando hieres, analítica frente a las situaciones porque te duele el fracaso, juzgadora de la mediocridad como consecuencia de tu esfuerzo por hacer las cosas bien, moralista frente a lo malo

122 e incorrecto por tu alto sentido de los valores, preo- cupada por los demás deseando siempre hacer el bien, defendiendo a los caídos y marginados, pero también discutidora, intransigente, crítica, vulne- rable, sensible, que muchas veces se deja llevar por sus emociones. Si —me respondo mirando al espejo por última vez— me liberé y acepté, no estoy del todo mal, puedo mejorar, hay personas que me siguen queriendo, las que miraban solo mi exterior se alejaron, he formado nuevas amistades que me quieren tal cual soy y me siento contenta por ello. Deseo desde lo más profundo de mi ser llevarme bien con todo el mundo, vivir los momentos felices hasta el éxtasis, llorar de dolor hasta quedar exhausta, pero vivir los años que tenga por delante a mi manera, dispuesta a dar y recibir con todo lo que soy capaz, caerme y levantarme las veces que sea necesario, pero siempre con certeza de haber hecho todo desde mi libertad, desnuda frente a la vida, porque así me dejó el viento que entró por la ventana. Ahora soy plenamente feliz.

123 El descubrimiento de Sakuntala

Leonardo Alejandro Mena Ríos, 83 años. Pedro Aguirre Cerda, Región Metropolitana

El tren que me llevaría al Instituto Pedagógico demoraba en pasar. Para distraerme, fijo la mirada en el entorno. Me llama la atención el gran movimiento del sector; transeúntes acelerando el paso para llegar pronto a su lugar de destino; la vitalidad del comercio de la avenida Matta, con sus locales abiertos invitando a entrar a sus eventuales clientes, el gran ajetreo de obreros junto a sus maquinarias pesadas trabajando en la parte central de esa concurrida avenida. Era una luminosa mañana del mes de noviembre de 1961 y había prisa por terminar de remozar el lugar, señal inequívoca del interés del gobierno chileno por recibir dignamente a los miles de hinchas y turistas extranjeros ávidos de vivir las emociones del campeonato mundial de fútbol de 1962, a efectuarse en junio de ese año.

124 Ese ambiente energético, el grato calor del sol y una brisa suave invitaban al optimismo. Mientras esperaba mi bus, el movimiento callejero se hacía cada vez más intenso. Mi atención jugaba a captar cualquier detalle interesante. En ese escenario abiga- rrado no era fácil detenerse mucho tiempo en los hechos. Sin embargo, nada fue obstáculo para estallar de emoción cuando logré distinguir entre la multitud la figura quijotesca y algo encorvada por los años, de mi profesor de castellano, poeta ecuatoriano, educador de excelencia, gran referente de mi vida escolar en las queridas aulas del Liceo Manuel Barros Borgoño. Cruzo la calzada y ya estoy frente a él: Rafael Coronel. —¡Don Rafael! Fui alumno suyo en el Liceo Manuel Barros Borgoño. Por su expresión, pude presumir que no sabía quién era yo, quizás esto le pasaba todo el tiempo y me contestó así: —Sí... usted es de la generación... —titubea—, lo recuerdo muy bien. Ciertamente, no me recordó. Para salir del embrollo en que lo había metido, con presteza me presenta a una hermosa joven.

125 —Mi hija Sakuntala. Mientras la saludo, apretando suavemente su mano, me quedo extasiado mirando sus ojos verdes tan intensos, tan serenos, tan particulares. Al mismo tiempo guardo en mi memoria su tez mate y su figura frágil y delicada. Esta niña encantadora pasa a ser ahora el personaje central de mi relato. —Mucho gusto, Sakuntala, mi nombre es Alejandro. Luego de unas palabras formales, nos despedi- mos. Ya en el Instituto Pedagógico, atravieso raudo sus hermosos jardines para llegar a tiempo a mi clase. Trato de concentrarme en la lección, pero vuelvo a evocar una y otra vez la figura ágil y graciosa de Sakuntala. Viene a mi memoria la silueta de don Rafael frente al pizarrón, escribiendo una extensa lista de libros. Los títulos de suceden uno tras otros: La isla de los pingüinos, de Anatole France, Werther, de Goethe, El reconocimiento de Sakuntala, del autor indio hinduista Kalidasa. Entonces, me doy cuenta de que he conocido a la princesa. Ella escapó de las páginas del libro y estuvo frente a mí, me sonrió, pude percibir la suavidad de sus manos y encantarme con sus bellos ojos verdes.

126 La lección avanza. Trato de concentrarme en las expresiones llenas de poesía del profesor, pero vuelvo a mis ensoñaciones; estoy completamente sumergido en ellas, cuando el sonido del timbre me indica que la clase ha terminado. Ya en casa, mis hermanos Germán y Florencio escuchan mi aventura de la mañana, llenos de curiosidad y diversión. Ambos conocen a don Rafael, también fueron sus discípulos. Ríen de buena gana cuando termino mi relato. Florencio, el menor, se acerca a mí, apoya sus manos sobre mis hombros y mirándome a los ojos sonríe socarronamente. —No te he contado, pero lo que escucharás a continuación te va a sorprender. Dos semanas atrás, me hice muy amigo de Distante Coronel, mi compañero de curso e hijo menor de don Rafael. Ayer estuve en su casa, estudiamos para una prueba de matemáticas. Luego tomamos té y en la noche conocí a Sakuntala, venía llegando de la universidad. Es muy atractiva, te felicito por tu buen gusto. Las palabras de Florencio me dejaron estupe- facto. Inmediatamente vi en él la posibilidad de acercarme nuevamente a Sakuntala, aunque por mi timidez natural no me hice ninguna ilusión de conquista. Así, me dispuse a tener una conducta muy

127 cautelosa, casi marginal, ante una posible aventura amorosa con la mujer de mis sueños. Días después, Florencio me dice algo que hace estallar mi corazón. Me cuenta con mucha ironía que tuvo una extensa conversación con Sakuntala y le contó con lujo de detalles la gran impresión que ella había causado en mí, por su garbo, simpatía e inteligencia. Mi hermano dejó al descubierto mis sentimientos hacia la hija de mi profesor, sin dejar nada a su imaginación. Fue un perfecto Celestino. Esa conversación fue decisiva. Sakuntala, al enterarse del interés que ella despertaba en mí, se abrió a la posibilidad de conocerme. Ese encuentro en avenida Matta empezó a tener sentido. Dejó de ser un encuentro fortuito, ocasional, de tal modo que contra todo pronóstico, la fantasía negativa creada por mi mente se convirtió de la noche a la mañana en una luz positiva para los afanes de mi corazón enamorado. Así es como a través de Florencio, mi Celestino, recibo cada vez con mayor frecuencia mensajes e invitaciones para visitarla en su casa. Estas pruebas de afecto y simpatía cada vez más amables e incisivas logran derribar la valla de mi excesiva timidez. Este nuevo escenario no exento de incertidum- bre, pero a todos luces favorable, es la motivación

128 perfecta para descubrir el verdadero sentido de esta incipiente relación sentimental. La suerte está echada. Con la ambigua excusa de visitar a mi profesor, pido a Florencio que me lleve en su moto al hogar de mi amada. Pronto estaremos frente a una antigua casona de estilo colonial. La superficie del terreno alcanza perfectamente a una manzana. Avanzamos a pie por un camino secundario que desemboca a un costado de la casa. El intenso aroma de la flor de la pluma impregna el ambiente. Estáticos y en silencio esperamos. Al rato aparece don Rafael enfundado en una bata, calzando zapatillas de levantarse. Pienso en mi estrategia, pero ya no hay tiempo. Tan pronto me acerco a saludarlo, el dueño de casa, mi querido maestro, zorro viejo, vencedor de mil batallas del corazón, sin siquiera responderme, da una media vuelta gritando hacia el interior de la casa: —¡Talita! ¡Alejo viene a verte! Descubierto, perplejo, desnudo de estrategias, espero. Pasan segundos de eternidad hasta que aparece Sakuntala, radiante, segura, amistosa, rega- lándome una gran sonrisa. Como por arte de magia, todos desaparecen de la escena. Estamos solos, adueñados del gran escenario. Nos miramos, sigue

129 sonriéndome. Luego acercamos nuestros rostros y nos dimos un casto primer beso. Volví en mis recuerdos al Reconocimiento de Sakuntala de Kalidasa y, como un epifanía, comprendí a Goethe, cuando escribió:

“Si las flores de la primavera y los frutos del otoño, lo que encanta y seduce; lo que satura y sacia, el cielo y la tierra compendian en un nombre. Te digo yo Sakuntala y está dicho todo”.

Así comenzó todo. Y aunque Sakuntala ya me dejó, continúa en nuestros cuatro hijos, diez nietos y una bisnieta.

130 La viudita del Longitudinal

Enrique Villaseca Belloni, 83 años. Las Condes, Región Metropolitana.

Estuve leyendo una entretenida historia en un libro antiguo, en el que encontré una parte en que se relataba un viaje al Norte en ese tren que me trae tantos recuerdos, el Longitudinal. Me revivió un pasaje que vale la pena recordar y contarlo: cuando el protagonista viaja al Norte para juntarse con su novia, en Calama. Entre Los Andes y Copiapó se instaló con sus bártulos en un vagón de tercera y cuenta que, frente a él, se sentó una mujer joven, que por su vestimenta parecía una viuda, la que le coqueteaba y le mostraba profusamente sus rodillas y un poco más arriba, pero como el hombre estaba de novio, fue fiel a su promesa. ¡A mí me pasó lo mismo! Claro que con una gran diferencia: yo no estaba de novio y la viudita me removió todas las hormonas, si que, a diferencia del relato, me dejé seducir y acepté la invitación de compartir el coche

131 cama. ¡Lo pasé como chancho! La viudita sabía bien su oficio y, finalmente, después de unos traguitos, me quedé profundamente dormido. No desperté hasta que creo que, por tercera vez, un inspector pasaba con una campanilla por el corredor, anunciando que ya nos acercábamos a Copiapó y que era hora de prepararse para el descenso. ¡Cuál sería mi sorpresa cuando me encontré totalmente solo en la cama y hasta mi ropa había desaparecido! Aturdido, me levanté y llamé al inspector: “Eh! Jefe, venga un momentito por favor...” Se me acercó y preguntó: “¿Qué se le ofrece?”. Le conté un poco lo que me había pasado y que buscara en mi asiento mi maleta para poder vestirme. Me miró con una cara, y soltó una carcajada y gritó: “Pancho, Pancho, aquí hay otro pailón que lo embaucó la viudita! Está en pelotas y creo que vas a tener que traerle alguna prenda para que salga del paso. La viudita se bajó ya hace como tres estaciones con un nutrido equipaje… así que fíjate la sorpresita de este Gilberto!” Yo balbuceé, sintiéndome podrido: “¿Es cierto lo que me dice?”. Me miró y me dijo, muy serio: “Asómese a su lugar”, y me pasó una toalla para tapar mi desnudez… “Francisco le va a traer un pantalón y una camisa, y

132 cuando se baje en Copiapó, el Jefe de Estación le va a pasar la cuenta por la ropita prestada… Carita te salió la fiestecita, pus pailón! No seai tan califa y apréndete la lección… Mal de muchos, consuelo de tontos, ya que son varios los que han caído con el mismo cuentecito, la viudita se las sabe todas…, y nosotros no podemos hacer nada, solo estar preparados…”. Entre las risas de los pasajeros y mi vergüenza, se alejó cantando: “¡Otra vez cantó Carusso en el Longitudinal! Tralalá…, tralalá…”. La carcajada fue monumental, hasta yo me reí… Sintiéndome como la mona y rojo de vergüenza, cerré la puerta y me dije: “¡Hay que tener cuidado con las viuditas!”. Pero esta historia no termina aquí… Me quedé tan picado que, como me informó el Jefe de Estación, casi todos los meses, entre los días 15 y 20, se aparecía la famosa viudita para engatusar a los califas con sus encantos y, según me contaron, ella era muy selectiva con sus pretendientes. Así que empecé a viajar por esos días esperando encontrármela otra vez… ¡Y así fue!... Estaba sentado en mi vagón de tercera clase cuando apareció mi odalisca. Todavía tenía sus encantos… Me hice el tonto, por si no me había reconocido, y me propuse jugar mi juego. Me dejé seducir y después de algunos encontrones, entre

133 unos traguitos, le di un sedante con lo que se quedó dormida. La miré y…, era harto buenamoza la tonta y, más encima, ¡puchas que era rica! Entonces jugué mis cartas. La empiluche y guardé todas sus cosas en mi maleta y salí calladito a mi asiento en el vagón. Imagínese lo que pasó en la mañana cuando la odalisca se encontró desnuda y sin sus ropas. Creo que en ese momento se dio cuenta de mi engaño y mi venganza. Se asomó tímidamente por una rendija de la puerta y me miró y me hizo una seña suplicante; ya mi rabieta estaba satisfecha, por lo que, como soy un caballero, tomé sus ropas y se las llevé… Me abrazó, me besó y me pidió perdón. Total que de una manera salomónica terminamos nuestra enemistad: ella terminó sus correrías y yo no tuve que buscar otros amores… Ahora somos marido y mujer… y ¡¡puchas que lo pasamos bien!! Ya estamos esperando el tercer hijo… ¡y buenas noches los pastores!

134 Los piluchos

Agüita Santelices González, 77 años. Limache, Región de Valparaíso.

Nunca había veraneado en carpa, sin embargo, en una ocasión fui invitada por unos amigos para formar parte de un grupo que se estaba organizando para rumbear al Norte y acampar en una playa. Confieso que la idea no me sedujo. Eso de compartir con tres o cuatro personas, el estrecho espacio de una carpa, meterse en angostos sacos y de dormir a ras de suelo, durmiendo demasiado cerca, definitivamente no era para mí. Simplemente me negué. Ya tenía más de cincuenta años y me estaban sucediendo algunas cosas que no podía controlar, roncaba, mi vejiga no aguantaba una noche sin que fuera aliviada varias veces, para lo que tendría que salir al frío de la costa, incomodando a mis amigos… y ¿cómo habría que hacerlo con otras necesidades mayores? En fin, las inquietudes eran muchas y más encima, al regresar a oscuras y meterme a gatas en la

135 carpa sin arrastrar arena me parecía poco menos que imposible. Todo eso, se me antojaba como un cúmulo de dificultades insalvables. En el grupo figuraban dos parejas que se acomodarían en sus propias carpas. Una tercera, más amplia, sería compartida por Juan Luis, primo de Flor María, la organizadora; Camila, sobrina de ambos, y yo. Todos, sin excepción, ensalzaban y ponderaban las maravillas de este tipo de experiencias tratando de convencerme. Según su parecer, sería imperdonable que me perdiera esa oportunidad de estar en contacto con la naturaleza y el disfrute indiscutible de ese modo de vida. ¡Deleite que yo ponía en dudas! Finalmente me dejé convencer. Con la idea de alivianar mi resistencia me proporcionarían una colchoneta y una ducha solar, además Flor María se había preocupado de llevar tapones y mascarillas que todos usaríamos para vernos menos afectados por los ronquidos, los vientos colados y las sonoridades nocturnas, tanto de unos como de otros. Un día de febrero, viajamos hasta Los Vilos y desde ahí hasta la orilla del mar. Nos esperaba una pequeña playa perdida entre las dunas. Ubicadas al pie de un acantilado y justo en la desembocadura del río Choapa cumplía con lo imaginado: abrigada y, al parecer, exclusiva.

136 Una vez instalados, mate en mano, nos delei- tamos con el atardecer coronado de árboles y la cadencia de las olas, chocando contra las rocas, espectáculo fabuloso delante de lo que serían los días venideros. La primera noche, agotados por el esfuerzo demandado por la instalación del campamento y la tensión inevitable del viaje, nos dormimos temprano. El sueño pesado nos duró poco, nos despertaron unos ruidos extraños. Al levantarnos e iluminar el lugar con linternas, nos encontramos con un rebaño de cabras y algunos chanchos que había descubierto las cajas y canastos con provisiones dejando todo mordisqueado y piso- teado. Choclos, duraznos, melones fueron tirados a la basura. ¡Empezaron las delicias de este veraneo!, pensé, tratando de imaginar qué otras sorpresas nos esperarían. Al comentarlo con Flor María, me contestó de modo festivo: ¡Misterio del Orinoco, que tú no sabes no yo tampoco!... Tenía toda la razón. Volvimos a los sacos de dormir, me costó reto- mar el sueño, pensando que la comodidad de una cocina instalada como corresponde era impagable. Don Juancho, el dueño del terreno aledaño a la playa, nos surtía cada atardecer con pescado y mariscos frescos. Llegaba montado a dos asas en un burro flaco sujetando por delante un “quiño” repleto de

137 frutos del mar. Organizamos turnos para cocinar y lavar platos. Cocinar era complicado porque el viento apagaba la cocinilla a parafina y lavar la loza en cuclillas tratando de acumular agua de mar entre las rocas, me resultaba difícil y fastidioso. Flor María, había sido medio hippie, hija de diplomáticos, tenía más mundo que cualquiera de nosotros y, por ende, era más atrevida, discurrió que el lugar era ideal para hacer nudismo, así que partió dando el ejemplo. Unos primero, otros después, al final todos la seguimos. Yo me compliqué bastante con la idea porque vencer el pudor, para una persona tímida y algo mayor, no es nada de fácil. El asunto me mortificaba, otros, en cambio, encantados con la novedad, no tuvieron problemas en sacarse la ropa y quedar piluchos para broncearse y quedar con bronceado parejito. El día que se nos terminó el agua potable, Juan Luis y yo fuimos en el auto de Flor María hasta un servicentro ubicado sobre la carretera cerca de Canela Bajo. Cuando estuvimos listos, el BMW rojo, deportivo, último modelo, no quiso partir. Desconcertados por la falla, lo único que se nos ocurrió fue pedirle a unos hombres que estaban cargando combustible que nos dieran una empujada. De improviso, uno de ellos preguntó;

138 —¿Dónde están acampando? —A la orilla de la playa —¿Junto a la desembocadura del Choapa? — No sé, no me ubico por aquí, contestó Juan Luis. Dicen que por ahí anda un grupo de piluchos que ya fueron denunciados a Carabineros. —¿Por qué? —¡Porque va a ser! Estos no son lugares para andar como Dios los echó al mundo. ¿No los han visto? Dicen que andan en unos autos caros como estos. El hombre que hizo las preguntas se reía de buena gana. Sentí que nos habían descubierto. Afortu- nadamente el motor enganchó y, agradeciéndoles su buena voluntad, nos alejamos raudos. Al regresar contamos lo sucedido a nuestros compañeros. Nos asustamos muchísimo. Nunca habíamos pensado en faltar a la moral y las buenas costumbres. Don Juancho nos había asegurado que el camino para acceder hasta esa playa era privado, que la puerta de acceso permanecía con llave, obviamente algo había fallado.

139 La posibilidad de que llegaran Carabineros nos parecía insólita, todos quedamos preocupados. ¿Existiría alguna prohibición que ignorábamos? ¿Nos llevarían detenidos? La verdad es que la noticia nos cayó mal, nos echaba a perder el poco tiempo que teníamos de vacaciones lejos de un Santiago invivible por lo caluroso del verano. Durante la mañana del siguiente día, un domingo, luego de comprobar que no había extraños por los alrededores, aunque preocupados y desganados por lo que estaba pasan- do, poco a poco nos fue volviendo la confianza y retomamos nuestra rutina. Unos paleteaban, otros leían protegidos por un quitasol, abandonados a su desnudez, y amparados por la privacidad que ofrecía ese lugar apartado. Sin embargo, los tipos contactados en el servi- centro eran lugareños que diseminaron la noticias sobre el campamento de piluchos. A eso del mediodía, la parte alta del acantilado comenzó a poblarse de vehículos con familias enteras que, mediante anteojos de larga vista, nos observaban. Unos instalaron sillas de playa y cómodamente sentados observaban el espectáculo que tenían ante sus ojos. Las mujeres, en general, escandalizadas, tomaban a sus niños, les tapaban la vista y, persig- nándose, los ponían de espaldas a la playa. Otros volvía a sus vehículos y emprendían la retirada,

140 supongo que indignados ante nuestra desvergüenza. Después de la invasión sufrida por estos mirones, la magia del veraneo se había esfumando. Esa misma tarde empezamos a preparar el regreso. Confieso que lo pasé bien, todos los del grupo fueron muy respetuosos. Nunca hubo un comentario o broma de mal gusto. Sin embargo, soy tan cómoda que nunca repetí la experiencia aunque los sacrificios que haya que hacer sean mínimos. Honestamente prefiero quedarme en la comodidad de mi casa.

141 Magdalena

Abelardo Ahumada Varas, 69 años. La Granja, Región Metropolitana.

Hace dos años que con mi familia dejamos de ver a la Nenita, o señora Nena, como exige que le digan quienes no gozan de su confianza, creo que durante muchos años fuimos las únicas personas de su confianza. Ella es una vecina de la población en la que vivimos por muchos años, lugar que debimos dejar para venirnos a vivir a Quintero porque mi padre tiene problemas de salud, su corazón puede funcionar mejor viviendo al nivel del mar. La Nenita tenía entonces ochenta y ocho años y, ochenta y cuatro, su pareja. La Nenita enviudó el día que cumplió sesenta años, después de una larga y opaca vida de calladas resignaciones y aguantes de cuanta prepotencia patriarcal se le ocurriera a quien fuera su esposo, y con el cual engendró cuatro hijos que hoy son mayores, casados, con hijos y en sus propios hogares. Cuando le dieron la noticias del fallecimiento de su marido,

142 ella exhaló un profundo y sonoro suspiro con el que muchos pensaron era de dolor sin medida, cuando en realidad era de alivio, porque recién ahí, después de cuarenta y dos años de opresión, vino a experimentar una sensación de verdadera libertad, en el mismo momento en que consolaba a su hija pensaba para sus adentros que por fin podría decidir por sí misma. A la semana de viudez, y antes que pudiera reaccionar frente a la nueva situación que se le pre- sentaba de quedar a su libre albedrío, sin depender de otra persona, con su casa para ella sola y con una pensión que le permitiría vivir tranquila si se medía en los gastos, fue sorprendida cuando sus tres hijos y su hija, quienes antes de sondearla para conocer sus planes y proponerle si acaso ella querría pensar en irse a vivir con alguno de ellos, más bien le comunicaron, dando por hecho que diría a todo que sí, que debía vender la casa y e ir a vivir con la hija, aunque todos sus hogares estaban abiertos para eligiera, porque —¿Cómo iba a estar tan sola? —Y además, la casa podía venderse a buen precio para que lo repartiera entre todos. Pero ella, antes de siquiera pensarlo dos veces, reaccionó como picada por una araña de rincón diciéndoles que ¡Ni loca! Yo vivo en mi casa y ustedes siguen sus vidas y todos muy tranquilos, si me quieren me, vienen a visitar o me invitan. ¡Pero no se les ocurra invadirme!

143 Los hijos partieron disgustados y desconociendo a esta mamá que antes eran tan sumisa y ahora poco menos que sacaba las garras. La discusión con los suyos la hizo pensar en qué iba a ser de su vida, cosa que en pocos días resolvió, porque se dijo: ¡Voy a hacer lo que siempre he querido hacer y que el difunto me lo impidió! Vivió un año de riguroso luto toda ella vestida de negro, sobria en sus comentarios y manteniendo una rutina espartana de aseos y quehaceres en el hogar, al cuidado de las plantas del antejardín y del limón del patio trasero, porque era tímida y su esposo siempre le había prohibido relacionarse con ¡Viejas copuchentas! Como él decía, porque le había controlado sus pensamientos. Desde el día del funeral no volvió al cementerio. Los hijos no la visitaron ni la invitaron, hasta cuatro meses después cuando su hija fue a verla y debió aceptar que las cosas no iban a cambiar, porque su mamá se mantenía firme en su manera de pensar. Justo al cumplir un año de viudez, muy tranquila y como que no quiere la cosa, comenzó a despojarse del bajo perfil que siempre se le conoció. Poco a poco se fue poniendo más comunicativa con las vecinas de ambos lado de su casa, conversadora en el almacén y con las caseras y caseros de la feria. Comenzó a visitar

144 a parientes y comadres que vivían en otras regiones y que hacía mucho tiempo no veía. Además, a muchos les pareció que de un día para otro, y para sorpresa de todos, surgía como una mujer distinta, ahora vestida de colores claros y floreados suaves de toda la gama del arco iris. Se hizo un corte de cabello a lo Diana de Gales, algo que siempre había querido, se aventuró con las pinturas y maquillajes, y ensayando y, ensa- yando, logró que su rostro quedara sobriamente rejuvenecido. Al segundo año ya no le importó que las vecinas de su cuadra hablaran de ella como una sirena coqueta, porque se había dicho para sí: —¡Qué no piensen que ahora me voy a dedicar a vestir santos! Y porque hacía rato que había percibido con mucho contento de su parte que algunos lobos maduros, y otros no tanto, creyéndola una pobre y solitaria oveja indefensa, querían comérsela. A través de las miradas de sus vecinos, de algunos frescos de otras cuadras que, cuando ella pasaba, sin decirle nada, la miraban con codicia creyéndola suelta de cuerpo al verla caminar con gracia y vestida de colores, vislumbró una vida distinta, placentera, y aunque se moría de ganas de ponerle cuernos a sus vecinas, no lo hizo porque ella se ponía metas a largo plazo, y ahora sopesaba los pro y los contra hasta llegar a la conclusión que ese era su barrio de toda la vida y no lo iba a perder. Por eso se decía, a veces luchando contra sus deseos:

145 —Aunque me llame Magdalena, no voy a ir por ahí caminando en el pecado, ya llegará el momento. De manera que aún en la abstinencia todo parecía sonreírle. Al tercer año de viudez se trasladó a san Javier para visitar por un par de días a una prima enferma que vivía con su anciana madre y su esposo, pero se quedó dos meses, porque vio que la prima no tenía quien la cuidara. Realizó por un día un viaje de regreso a Santiago, hizo un arreglo con la vecina más amiga, que era mi mamá, para que se encargara del perro y del gato, del riego de las plantas y del aseo del patio y volvió donde su prima. Ella, que no le tenía miedo al quehacer de un hogar porque había criado cuatro hijos, se sacó el vestido de viaje y los zapatos de tacón, se puso una bata y alpargatas, se lavó las manos y se puso a cocinar, lavar la ropa y plancharla, asear la casa, cuidar y mudar a su tía, medicinar y levantarle el ánimo a su prima mientras el primo político trabajaba. A la cuarta semana, con su prima un poco más repuesta de sus males, recibieron visitas y allí conoció a Vicente, el Bicho, como le decían a quien era compadre del primo político. El hombre llegó a alojar desde el viernes al domingo, era alto, fornido, con rostro tosco y lleno de arrugas, las manos curtidas y de pocas palabras.

146 —Que viejo parece este hombre— pensó Mag- dalena. Con todo, se encontró poniendo atención a lo poco que expresaba este varón. De las felicitaciones por su comida, de los intercambios de información, resultó que Vicente era viudo, vivía en Santiago y trabajaba como jardinero en varias casas del barrio alto de la capital, mayor regocijo le produjo saber que era cuatro años menor que ella. Quince días después el compadre volvió a San Javier trayendo pequeños regalos para todos, a ella le trajo una caja de chocolates finos y un botón de rosa roja, diciéndole que así duraría más y se acordaría de él. Aquel gesto fue una atención que nunca en su vida había recibido, regalo acompañado después por otras pequeñas atenciones y unas pocas, aunque profundas, palabras de halago, con una delicadeza inimaginable en este hombre rústico; él volvió a Santiago aunque antes le dijo que le gustaría, si a ella le parecía, invitarla cuando volviera a su casa. De esa manera quedaron de encontrarse en Santiago. Después de un par de encuentros a tomar onces en una pastelería y pasear conversando por el Parque Forestal, además de una invitación a comer mariscos en el Mercado de Santiago, la cuarta invitación corrió por cuenta de ella, que lo invitó a su casa. Llegó el invitado y algún encanto especial tendría porque

147 nunca más se movió de allí, a pesar de los conflictos ocasionados por los hijos que gritaron que —¿Cómo se metía con ese viejo? Magdalena les respondió muy tranquila, diciéndoles que: —¡Sí! Tiene cara de viejo, pero es mi viejo y aquí se queda. Al que no le guste, ahí está la puerta. Nunca más le faltaron las flores, porque en cada ocasión especial él le regalaba una flor diferente. Si hasta ese momento había pasado desaperci- bida en el barrio, desde el escándalo de sus hijos, se vio respondiendo a cuanta vecina entrometida le planteaba directas o indirectas, poco menos que exigiendo que respondiera a sus curiosidades. Tomando el toro por los cachos llamó a tres conocidas, entre ellas a mi madre, y les contó que ella tenía pareja, describió quién era la persona que vivía con ella, les dijo que no se volvería a casar, y que estaba feliz así. Además, si necesitaban consejos para el jardín o la poda de árboles, el viejo las podía ayudar. Agregó que no iba a dejar que nadie se metiera en su intimidad y que solo por ser ellas sus amigas les daba esa confianza. Sabía que las tales amigas correrían la voz y que todo el barrio, sino acaso la población entera, conocería su vida, con eso dejarían de preguntarle o mirarla feo. No puedo desconocer que mi madre era una de las que siempre andaba contando la vida de los demás.

148 Una vez establecidas las reglas del juego ante el vecindario, la Nenita, sacando ahora todo su carácter, comenzó a proponer actividades para los vecinos y vecinas de la cuadra. Con una impensada energía iba proponiendo una cosa tras otra, como pintar las fachadas de las casas, plantar y cuidar árboles en la vereda, paseos a la playa en el verano, asegurar entradas para todos los estrenos de teatro del Centro Cultural de la Municipalidad. Y como una cosa trae a , se fue convirtiendo en una dirigente reconocida, aunque un poco pegada de sí misma, porque no permitía que si ella proponía y asumía una responsabilidad, otras se le colgaran o quisieran sobrepasarla. Como también veía teleno- velas mexicanas, tenía pegado un dicho cuando criticaba a alguna vecina que se metía en su terreno, les comentaba a los demás—¿Qué se habrá creído esa igualada?— Otras veces exclamaba—¡Creerá que estoy pintando monos!— O, ¡Esa se cree la muerte, pero, no señor, a mí no me vienen con cuestiones, porque yo no me cuezo de un hervor! A sus rivales hasta ahí no más les llegaba la cuerda. Con todo, siempre primaba en ella la generosidad y la entrega al servicio de los demás, porque aún cuando estuviera recién con un par de días de haber sido operada de hernia, o saliendo de una gripe, igual

149 no más, en verano o en invierno, a la hora que fuera, ella iba a visitar a quien la necesitara. Cuando, ya cumplidos los ochenta años, le propusieron formar un Club de ancianos, ella dijo —¡Sí! Pero pongo dos condiciones, una es que yo lo dirijo; y la segunda condición es que no quiero voluntarias que nos vengan a tratar como cosas inútiles. ¡Nada de abuelita, ni mamita, ni de llevarnos por el codo, ni a tratarnos como personas débiles o inútiles! Todas y todos somos iguales y quién tenga problemas, entre todas los resolveremos. De manera que se le iba el tiempo entre buscar ayudas para construir una sede para el club en un sitio eriazo, conseguir sillas de ruedas para los postrados, dos viajes anuales de diez días a diferentes partes del país con el turismo para la tercera edad, concursos, rifas, bingos y colectas para ayudar a las y los socios que lo pasaban mal, porque, eso sí, ella no dejaba a ninguno sin salir, a donde fuera que planificaran si no iban todas y todos, no iba ninguno. Solo accedía a dejar una sucesora cuando avisaba al Club que se iba de luna de miel, porque entre medio de tanta actividad, salía con su viejo fuera de Santiago para visitar a su prima y a cuánta parienta o comadre tenía en provincias. La Nenita parecía involucionar, no tenía arrugas, cada día parecía más joven y más lúcida. Así transcurría su vida, a veces miraba hacia el

150 pasado pensando en cómo había podido vivir de otra manera, aunque se conformaba diciéndose —¡Parece que una tiene que aprender a palos para llegar a ser feliz! La última vez que supimos de ella, era que tenía al Club revolucionado con la idea de hacer una obra de teatro actuada por las socias y socios, producida entre todos y dirigida por ella. Algunas socias se revelaron diciendo que no sabrían qué hacer arriba de un escenario, otras exclamaban que no querían hacer el ridículo, otras que no sabían hablar bien. Pero no hubo caso, la Nenita después de proponer la idea comenzó a encantarlos señalando que la obra no duraría más de quince minutos, que ninguna o ninguno de los actores hablaría, que solo confiaran en ella. Por su parte, llamó a tres nietos, les contó la idea de relatar en un escenario la historia del Club de Personas Mayores, como le gustaba nombrarlo, que necesitaba, como en el cine mundo, que uno de ellos escribiera el guión y además lo trasladara en breves frases, con letra grande y clara, a papeles de un metro de ancho, para que todo el público pudiera leer; a otro le dijo que seleccionara diez piezas de música orquestada en piano o violín que no duraran más de tres minutos cada una, con temas alegres y sentimentales, que de esas diez ella iba a seleccionar cinco, el muchacho se rebeló diciéndole: Abuela, ¿no cree que nos está pidiendo mucho? A lo que ella le

151 respondió, por eso se lo pedí mi hijito, porque sé que usted y sus hermanos tienen una voluntad de oro con su abuela. Y hasta ahí llegó la protesta. Al tercer nieto le pidió que consiguiera focos, por lo menos ocho focos, porque iba a conseguir la sede de la Junta de Vecinos que tenía escenario, para presentar la obra. A las socias las puso a conseguir cubrecamas, cada uno de un solo color, todos los que pudieran, de los que fueran, con flecos y sin flecos, y a otras y otros socios les mandó confeccionar grandes alas de mariposa para las mujeres y de polillas para los hombres. Nunca se le vio más ágil, lúcida, mandona y alegre. Tenía a todo el mundo de cabeza ensayando y hablando de la obra de teatro. Todos eran importantes porque los actores no podían hacer nada sin las personas que quedaban detrás del escenario, porque a ellos les correspondería instalar las luces, iluminar el escenario y hacer los cambios de luces durante el desarrollo de la obra, a otros les encargó de poner la música, y a otras numerar de acuerdo al guión y pasar los carteles a los actores, además de todo el cuanto hay de quehaceres que una buena pieza de teatro exige. Cuando representaron la obra, la sede de la Junta de Vecinos, como nunca se había visto, se llenó de personas, porque invitaron a todos los familiares, a dirigentes vecinales, al párroco y al

152 alcalde. La obra, en términos sencillos presentaba con un fondo de variados colores a personas mayo- res organizándose, mostrando situaciones de dolor familiar, enfermedades, logros, solidaridad de los vecinos y vecinas, y sobre todo, sus luchas por tener un lugar digno en la sociedad, enfatizando los problemas de salud y medicinas, jubilación, vivienda, el trato que se le da a los mayores donde quiera que vayan, terminaba con sus derechos y la dignidad de ser personas con experiencia. A través de la mímica, pequeños grupos de mujeres, de hombres o todos revueltos representaron tal o cual situación, mientras un hombre o una mujer atravesaba lentamente el escenario, mostrando la leyenda alusiva a la situación. El sonido eran los temas musicales en piano llamados Pide al tiempo que vuelva, Missing, Beso la lluvia, Los puentes de Madison. La obra terminaba con todos los integrantes ayudándose unos a otros a ponerse alas, cuando todos estuvieron listos, el escenario se llenó de una alegre música de piano y, entonces, cada actor desde su sitio desplegó las alas y comenzó a moverlas dando la impresión que volaban, llenando el espacio de colorido y movimientos al son de La vida es bella, interpretada por Ernesto Cortázar. Eso fue lo último que supimos de la Nenita, ahora debe tener ya noventa años cumplidos y seguro que sigue en las mismas.

153 Recordando a mi madre

Nerta Orellana Troncoso, xx años. Coyhaique, Región de Aysén.

Te fuiste a la otra vida el mismo mes en que naciste. Tu salud se fue minando poco a poco. Tu corazón se cansó de latir acelerado. Sucedió el 12 de julio de 1983. No esperaste el día 26 en que cumplirías setenta y nueve años. Corriste al encuentro de tu esposo, que te esperaba. Hacía ya diez años que había partido sin retorno. Tu quehacer, en este mundo, tuvo de todo. Desde niña cumpliste responsabilidades propias de los adultos. Tenías apenas siete años, acompañabas a tu padre haciendo viajes de Balmaceda a Puerto Aysén, con carretas que transportaban mercancías para los habitantes del lugar. Eran quince días arreando bueyes en cada viaje. Solo después de un mes podían regresar a su familia, agotada, con frío, despeinada, pero con un temple de acero.

154 Con tus padres y dos hermanitas viajaron desde Loncoche hacia Aysén, en busca de un futuro mejor. Navegaron cinco días en un barquichuelo, sin ninguna comodidad. Dura prueba para los colonizadores. Hija mayor, destinada entre siete hermanos a cumplir labores del hermano que no había. Eras domadora, jinete, ordeñadora, carrerista y cultivadora. Más adelante aprendiste a bordar y tejer a crochet, realizando maravillosos tejidos. Aún guardo algunas muestras. Aún no sabías leer, ni escribir. Año 1929 se crea la Escuela de Aysén, en calle Simpson y se nombra profesora a la Srta. Emilia Jaña, venida desde Santiago. Las primeras clases las realizó en la casa que le prestó un vecino, mientras se terminaba la escuela. Empiezan las matrículas de los primeros alumnos y alumnas, desde siete años hasta los veinte. Tu solo tuviste un mes de clases. Tu novio te mandó una carta. La llevaste a la escuela, para evitar que la encuentre tu mamá. La profesora, revisa los bolsones. Muy ofuscada, con la carta en la mano, te expulsa de la clase. Menos mal que tenías cinco hermanas más en primer año, lo que aprovechaste para seguir estudiando, a los diecinueve años. El 15 de enero de mil novecientos treinta, te casaste con mi padre. Seguiste leyendo, estudiando, con esfuerzo y voluntad. Fuiste una gran autodidacta. Leías “Las mil y una noches”, el Conde de Montecristo.

155 Con un libro en las manos te olvidabas de todo lo demás. Gozabas y sufrías con los personajes, fueran verídicos o fantásticos. Luego, narrabas lo leído con gran facilidad. Tenías el don de gran narrador. Siempre vivirá en mí la imagen de tu lectura en alta voz, dejando pasar las horas, sin pensar en nada más. Tus cuentos de la Scherezade nos emocionaban grandemente y, cada noche, pedíamos: “mamá, cuén- tanos un cuento”. Así nació en mí, con tu ejemplo y amor por el saber cada día algo nuevo. Hiciste grandes esfuerzos por darnos un futuro mejor. Cumplías la promesa que hiciste al ser expulsada por la Srta. Emilia Jaña. Mis hijos serán educados y, si tengo , haré lo posible porque “sean profesoras” con otra mentalidad, que la profesora que me expulsó por haber recibido una carta que nunca pude leer. Madre, la promesa se cumplió. De tus siete hijos, tres fueron mujeres y ¡Gracias Madre! Las tres fuimos profesoras normalistas, licenciadas en la Escuela Normal de Ancud los años 1953, 1954 y 1959. Otra faceta de mi madre fue acompañar a las vecinas que traían al mundo a sus hijos. No importaba la hora, ni la distancia a caballo o a pie, caminando, siempre llegaba a tiempo.

156 Fueron muchas las guagüitas que alegraron el hogar de las familias de Valle Simpson. Niños y niñas hoy, hombres y mujeres del Valle que llegaron a este mundo en tus brazos, ¡recordada madre!

157

Si quieres, te cuento

Juan Antonio Esteban Altube, 80 años. Rancagua, Región del Libertador Bernardo O’Higgins.

Había una vez, allí en la vieja España, en una tierra que mira al mar Cantábrico, un niño como tantos otros al que le habían tocado las consecuencias de las guerras, nunca tan famosas como las de entonces. Con un poco más de suerte que otros niños él sabía que su padre, aunque lejos y preso, estaba presuntamente vivo. Y eso no era poco. Aunque no lo creas, también se puede vivir en la incertidumbre. Como esta tiene dos signos, el positivo y el otro, no hay sorpresas. Él eligió el positivo, pero tuvo la prudencia de nunca preguntar ni comentar demasiado. Las pocas veces que lo hizo se dio cuenta que pedir certidumbre o razón, a quien no las tuviera, solo suponía invitar al silencio o a la mentira compasiva. ¿Se puede vivir sin papá? Sí, muchos lo hacen. Pero es difícil vivir sin un recuerdo o las ganas muy

158 fuertes de volver a tenerlo. A veces ayuda mucho tener una mamá que juega muy bien en casi todos los puestos. Perdona mi lenguaje futbolero para retratar la destreza de una mujer sola, con dos niños. Él tuvo esa suerte. Pero llegó el año 1944 y entre sus meses de agosto y septiembre se concretó la forma optimista o confiada. ¿Cómo? Desde París llegó una carta y la firmaba el papá. En ese tiempo, pocas veces las cartas traían buenas noticias. Esa fue una de ellas. El papá y muchos otros habían estado presos en una isla de las que se llaman Las Islas del Canal, y están en el de La Mancha. Si eres algo curioso, busca en el mapa, una de ellas se llama Alderney. Junto con sus vecinas Jersey u Guernesey son parte de Gran Bretaña. Ahora es un destino turístico apreciado, por ser de muy amable carácter rural, elegancia sencilla y tranquila. Eso ahora, ya que de la guerra solo quedan fortificaciones de hormigón en las que trabajaron los presos que allí estuvieron, entre ellos el papá del niño del cuento. A los demás habitantes los habían evacuado para protegerlos de posibles batallas o represión. Ya vas entrando en la trama del relato. Sí, en esas islas se instalaron prisiones, que para el caso se llamaron “campos de concentración”. Feo el nombre, por lo que sugiere o permite recordar. Esos prisioneros no eran delincuentes, solo eran

159 “enemigos” y eran tratados como más peligrosos que aquellos. Aparte de galpones para reclusión, cercas alambradas, torres de vigilancia y ametralladoras, les rodeaba el mar. Nadie logró escapar de esos lugares. Hubo muchos que lo último que vieron fueron esos sitios, solo ahora tan gratos y valorados. Casi setenta años pueden haber sido suficientes para que no quede rastro de sus tumbas. Era tiempo de guerras. Había carta y había papá. Contaba de los soldaditos que iban a pie delante de las filas de enormes tanques, camiones y camionetas con oficiales llenos de galones. Y gentes al borde de los caminos, con cara de alguna alegría como no la tuvieran desde hacía mucho tiempo. También de aquel señor que saludaba, con su bandera francesa colgada de una rama aún con hojas, a falta del asta correspondiente, sin omitir la marcialidad que correspondía al paso de los que venían desde las playas de Normandía. Era el alcalde, el de un pueblo que casi no sale en los mapas, recibiendo a los triunfadores de aquellas playas tan nombradas, ¿te acuerdas, Omaha, Utah? Hubieran pasado más soldaditos, pero muchos se quedaron en la arena, nada más pisarla y sin saber que había tanta gente esperándoles en los caminos. El papá sabía que gracias a esos jovencitos que habían llegado de tan lejos ahora podía andar libre por el camino y empezar a tejer la maniobra de unirse con su familia. Y contaba que Paris era grande y había

160 gente acogedora, más con los que habían estado presos. Y que es mejor estar libre y escribirles carta a los familiares. Y que cuesta mucho, teniendo tantas ganas de encontrarse, el tener la fuerza para lograrlo. Lo más importante de la carta tenía que ver con eso, lo de encontrarse. El niño confirmaba su visión positiva, desechada la incertidumbre. La mitad de su vida le había pasado esperando sin otra cosa que paciencia, había que seguir igual. Además ya habían señales. El papá había escrito a sus hermanos de América y empezaban a moverse las piezas. Como él no podía ir a España, cosa que al niño no le parecía tema para indagar, era buena idea que se encontraran en otro lugar, aunque tan lejano. Sin olvidarse que entonces, en toda Europa todos querían ir a América. Doble logro para un niño y sin duda que para muchos mayores. Otro día hablamos de eso, de como una necesidad, que tiene muchas facetas, se convierte en una ilusión. Siguieron llegando cartas y cada una de ellas era un paso en la dirección esperada. Ni la velocidad del trámite ni la eficiencia le inquietaron nunca. Los detalles preocupan a los mayores. Ir a la playa el domingo podía producir ansiedad. Justificado si se piensa que puede llover o te da fiebre durante la

161 noche. Pero, ir a América a encontrarse con el papá, eso sin falta, ocurrirá. Para el niño fue un tema parecido a la fe. No necesita detalles ni demostración. Y llegó el día en que el papá contó que a principio del año 1947 él estaría en aquella gran ciudad de América, y allí empezaría el trámite para que ellos viajaran y se encontraran los cuatro. Y así van pasando las cosas. Despacio no es importante, lo que vale es que se van confirmado y ese espacio suave de la espera se va llenando, de detalles que son joyitas, hasta saciar. Un lugar es un nombre. América lo es. Pero contiene muchos otros nombres y en un mapa también tiene formas y distancias, y la mente del niño es casi más prolífica que la de un artista. ¿Qué encontraría allí, además del papá? Hubiera podido imaginarse exquisiteces que disfrutar, hasta hartarse, pero, para eso, había que tener referencias y eso de comidas y manjares, entonces en España no era lugar para aprender de esas cosas. Para imaginarlas era necesario algo más que fantasía. Hubo de pasar casi todo el año 1947 hasta que ya estando el papá en América se concretaron trámites y gestiones. Aún con perspectiva tan importante no se detenía la vida corriente y los aderezos de la circunstancia.

162 Estudios, preguntas hechas y recibidas, curiosidades de otros que se quedarían, arreglos o hechuras para viaje tan importante, documentos y fotos. Sin olvidar el detalle de las visitas a familiares algo distantes, lo que representaba un anticipo del proceso de viaje un poco al revés: encuentros, festejo, despedida, distancia. Y vuelta a la espera del acto principal. A veces era testigo, espectador, de un pequeño trozo de travesía que le anticipaba el inicio de la coreografía. Uno de los sitios más corrientes para los juegos de la costumbre estaba casi a la orilla del río que une el puerto interior de su ciudad y el mar Cantábrico. Hasta entonces los barcos que pasaban no eran más que unos que llegaban o se iban, nada que le asociara al protagonismo que se avecinaba. Como al resto de los niños no le resultaban extraños sus aspectos, muchos de los nombres y un poco más le decían banderas y sitios que estaban escritos en sus cascos. Era muy difícil que sus fantasías cruzaran la poca distancia desde su plazuela a las cubiertas viajeras, al pasar tan cercanas y al tiempo, tan distantes, extrañas, solo un poco supuestas por mapas o relatos. Llegaron varias cartas en las que acercaban la materialización del encuentro. Trámites e ins- trucciones. Etapas cumplidas y otras por lograrse.

163 Sin cambiar la distancia, paso a paso, acercando el encuentro. Y amaneció el día de las precisiones con una carta que decía la fecha del inicio del viaje, desde la misma ciudad, por el mismo río, en barco con nombre desde mucho tiempo conocido y con una ruta y puertos muy precisos que, en algo de treinta días de viaje, les dejaría en la gran ciudad, allí en América, juntos. La figura patriarcal y su ausencia. La necesidad convertida en ilusión de que se materialice el encuentro. Y en ese ambiente brumoso que rodea las guerras con sus secuelas casi siempre no contadas, pero tan numerosas como crueles, injustas y ciertas, a veces tuvieron finales felices. Te garantizo que esto que ahora te cuento es la más pura verdad. Yo conocí a mi padre el diez de Abril de mil novecientos cuarenta y ocho, cuando había cumplido doce años. Mi familia creció en el entonces cercado y ha vuelto a crecer haciéndole más adorno al recuerdo. Y todos los años, desde entonces, en un ritual silencioso, se vuelve a repetir el viaje que termina en la mitad de Abril. Cuando se asoma la primavera, la mía, la nuestra, la de los que volvemos a vivir la ilusión de una vida juntos, con papá.

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Un viejo amor

Luis Patricio Jorquiera del Pozo, 76 años. Santiago Centro, Región Metropolitana.

José comenzó a percibir, a los pocos días del fallecimiento de su mujer, un vacío interior que lo hizo sumergirse en pensamientos tan dolorosos que lo indujeron a la tristeza. Matilde había luchado varios meses contra un cáncer invasor que, iniciado en uno de sus pechos, se había extendido por todo su organismo, persistentemente, pese a los esfuerzos de los médicos para intentar detenerlo. La conciencia de José fue adquiriendo razón de su soledad, poco a poco, configurando una especie de alejamiento del mundo exterior y haciendo una revisión de las reminiscencias concomitantes que lo arrastraban al desconsuelo. Recordaba reiteradamente la primera vez que vio a Matilde, la invitación a salir, el pololeo, el

165 noviazgo, el matrimonio, el nacimiento del primer hijo, de los otros hijos, el hogar, el amor, en fin, todo se entremezclaba en su mente y aparecía por fragmentos, que le hacían sentir una nostalgia brutal y permanente de la que ignoraba otras escapatorias, que no fueran el olvido o la relegación a zonas profundas del cerebro para mantener todo ese lastre ahí y no perjudicarse en la vida real. En esa corriente pegajosa navegaba él arduamente. Todos sus hijos, un varón y dos damas, ya no estaban con él, aunque sí lo visitaban o era él quien se acercaba a ellos, cuidando de no perturbarlos con recuerdos de Matilde, evitando atiborrarlos con asuntos que ellos había prácticamente eliminado, como el nefasto proceso de la enfermedad y el inexorable finiquito vital. Cierto día en que revisaba sus papeles y trataba de ordenar su escritorio, encontró una antigua carta de amor de antaño y procedió a leerla. Silvia formaba parte de los mayores tesoros íntimos de su memoria. Surgió entonces en él la pregunta de rigor, que es el comienzo siempre de otras interrogantes e inquietudes semejantes: ¿Qué habrá sido de Silvia? La había conocido cuando ambos bordeaban los veinticuatro años, en una ciudad sureña a la que él había viajado para entrevistar al padre de

166 Silvia, un conocido escritor de la región, impulsado como estudiante del último año de pedagogía, por la necesidad de una tesis sobre la vida y la obra del susodicho, que conocía desde hacía mucho a través de sus publicaciones. Su profesor guía en la universidad lo había llevado a pensar y a aceptar que era mucho mejor elaborar un trabajo sobre alguien que aún vivía, ya que así podría intercambiar ideas directamente con el escritor. Esa había sido la razón que lo había obligado a viajar al Sur no sin antes solicitar aloja- miento en un conocido internado escolar, que en la épica de vacaciones, disponía de mucho espacio para permanecer allí a un costo mínimo. Desde el primer momento en que él y Silvia se encontraron, una corriente poderosa y activa se adueñó de sus vidas y los atrajo con una fuerza irresistible. Eran el uno para el otro. Y no les cabía ninguna duda de ello. Se propuso entonces, después de sus reminis- cencias, averiguar el paradero de Silvia, ya que contaba con el tiempo y los medios para hacerlo. Su reciente retiro lo hacía más libre, ya que, horarios y trabajo eran ahora simples anécdotas para él. Además, habiéndose cortado la dulce amarra con su mujer, podía emprender las acciones que quisiera sin sentir un remordimiento directo, aunque si indirecto,

167 ya que la evocación de Silvia había ido opacando, en cierta medida, el recuerdo de Matilde, aunque siempre echaría de menos a la fallecida. Inicialmente, fue al último sitio donde se habían encontrado con Silvia en la capital, a la que la joven había viajado para encontrarse con él y construir un futuro, lo que había sido prácticamente desbaratado por las aprensiones del padre de José, quien dudada mucho de los amores a simple vista, y que temía por el porvenir de su hijo en ese juego sentimental, que juzgaba algo pasajero y sin importancia. El inmueble, en general, se encontraba casi igual físicamente, pero en el departamento vivía otra familia que, ante las preguntas de José, no supo qué responderle. Regresó a su casa solitaria bastante abrumado por una opresiva sensación de fracaso. No le iba a ser fácil encontrar a Silvia. Tal vez había regresado al sur y hallarla se podía transformar en uno de los trabajos de Hércules, el héroe mitológico, por lo improbable del éxito. Al igual que él, Silvia era profesora de enseñanza media. Cuando la conoció ejercía como educadora básica, pero inspirada por José y por la novedad de los estudios del profesor de secundaria, Silvia continuó perfeccionándose hasta alcanzar el título que le permitiría superarse en la enseñanza—aprendizaje.

168 En realidad, las dudas que había demostrado el padre de José sobre la relación, surgida espontánea- mente y en tan corto tiempo, también las tenía principalmente, la madre de Silvia, que encontraba que todo había sucedido muy rápido entre ellos para ser un verdadero amor. Poco a poco, el amor de Silvia y José se fue debilitando bajo las embestidas de las dudas y las intervenciones ajenas, hasta convertirse solamente en una hermosa evocación. Decidieron entonces seguir cada uno su propio camino, aunque continuaron por algún tiempo escribiéndose e intercambiando ideas. José le envió de obsequio una copia de su memoria sobre el padre de Silvia y ella la releyó varias veces, contemplando, prolongadamente, las fotos en que aparecía la familia y José junto a Silvia con caras de inmensa felicidad. Matilde, en cambio, había llegado a la vida de José por el contacto que la madre de éste tenía con la de ella. Fueron invitados a tomar onces a casa de Matilde, pero ésta no había llegado a tiempo, porque se encontraba visitando a una amiga. Cuando José y su madre ya se disponían a marcharse de la casa de la joven, debido a lo avanzado de la hora, apareció ella muy apurada y dando explicaciones. Desde ese momento, José y Matilde se vieron envueltos en una especie de vértigo amoroso, que duró hasta que el

169 destino determinó su separación definitiva de Silvia, y la presencia absoluta de Matilde en su vida, lo que marcó esa predominancia sentimental para José. Pero Silvia no se había borrado ni de la mente ni del corazón de José a lo largo de los años, pese a que el amor de Matilde había prevalecido por su autenticidad y por el mutuo entendimiento y cariñó de ambos. Sus tres hijos había rubricado el compromiso de su alianza y las cosas habían marchado bien. Matilde no ignoraba la existencia de Silvia, como José tampoco era indiferente a los romances de Matilde antes de haberla conocido, pero eso no había tenido para ellos ningún significado. No en vano pasa el tiempo sobre los hombres y les causa menoscabo.

170 Poesía

171 172 Only you (For Andy Moss, Singer of The Platters)

Emilio Barraza Durán, 61 años. Viña del Mar, Región de Valparaíso.

Desde la mueca profunda de los algodonales, las guitarras ahora quebradas ahora dormidas te ofrecen el último brindis de sal, Andy el último brindis de sol (un niño amarillo y travieso que a lo lejos toma la mano del mar) en esta sucia ventana de un asilo en esta sucia mañana de Algarrobo en que los algodones ingresaron en tu sangre y absorbieron todo el alcohol todo el tabaco sin lamentos ni pudor, sin pedir permiso a nadie para entrar a la fiesta privada del último aliento diciendo only you seleccionado por Dios agarra fuerte el micrófono para cantar la última canción Andy Moss.

173 Tanto mundo encerrado en una canción. Tanto escenario con el brillante traje de gala la humita roja, el pañuelo elegante los zapatos de charol la última mirada al espejo la introducción de la orquesta y la canción. El reflector ilumina la escena. En Santiago o en Las Vegas es lo mismo es tu voz Andy Moss la extraña conjunción de sol y niebla que flamea en tu garganta una bandera lanzada al medio de la pista no hay países ni fronteras no hay guerra fría todos los prejuicios se hacen trizas y el aplauso cerrado al terminar cada tema Andy Moss ladies and gentleman Andy Moss and The Platters.

Ahora miras las arrugadas cartulinas amarillas guardadas en tu vieja maleta debajo del catre al lado de la bacinica olor a cloro un tesoro escondido en las tinieblas lleno de polvo y recuerdos el viejo pasaporte

174 con todos los timbres del mundo latiendo en su regazo todos los puntos cardinales besando los descoloridos labios de papel nieve y desierto en una ecuación alucinante de banderas. (Las fronteras Andy, las fronteras envejecidas de tanto tránsito cansadas de tanto avión en los aeropuertos bebías un whisky para calmar los nervios decías que te regulaba la presión que te templaba el pulso riendo a todo pulmón ya mostraba sus colmillos la incontrolable bestia del alcohol que después haría trizas tu garganta y tus bolsillos).

Tu vida se cubrió con una gelatina negra. El tiritón del plato el temblor de tus manos y tu boca las alas de miles de patos agitando sus plumas en el anochecer de tu sangre. Las arterias cambiaron de pronto su lenguaje

175 no pudieron traducir la transparencia y las puertas del cine se cerraron con el filme rodando en blanco frente a tus ojos.

Los rectángulos amarillos arrugados como Cenicienta vieja que no tuvo infancia. Una a una las viejas cartulinas desfilan como soldados de una guerra perdida para siempre. Y los viejos presidentes que sonríen tomando tu mano y los ministros que ahora firman sus decretos en los cementerios y los cantantes famosos que bebían champaña contigo en el foyer del teatro todos borrados de repente por la espectral guadaña negra todos borrachos en el bar de la muerte. Y hay humo en tus ojos Andy Moss y un líquido amarillo se derrama lentamente por el colchón miserable un estadio donde el partido

176 ya se jugó y quedaste allí derrotado para siempre.

Derrotado por un par de buenas piernas. Derrotado por la maldición del amor que arruina reinos y mata hombres más que una guerra. La vieja maldición traicionera la borracha de las luces de color y maquillaje de piedra que simula ser sol y sólo es niebla.

Era una máscara más entre la gente y estaba allí escuchando tu canción bastó un abrir y cerrar de ojos para verla y todo se fue a la mierda, Andy absolutamente todo los contratos, los viajes, las maletas el circo engañoso de la fama (esa luz que se prende y se apaga de repente) todo se fundió como la cera y sólo viviste para verla para estar con ella para amarla en la miseria ella la Helena chilena por la cual ardió Troya en tus entrañas disfrazada de reina la pobre sudaca que te estrujó hasta las últimas

177 gotas de semen y sudor y ahí estás ahora sin un dólar sin amor en un miserable puerto llamado San Antonio (no in Texas, no) en un país ubicado al Sur más Sur del mundo mirando las paredes de un hotel barato y cantando Only You my love.

Vuelven las cargas de dolor como metrallas ciegas. La memoria se quiebra. En la porcelana sin color de tus arterias la sangre se espesa una muralla de niebla golpea de pronto el corazón y comienzan a volar las palomas negras en esta sala común de un hospital de tercera. Es el corazón que acaba de fallar, dice el doctor. Hora del deceso las seis y media, enfermera quite el respirador y avise a la policía este indigente ya cantó su última canción.

Ningún artista famoso en tu entierro. Ningún productor de discos y espectáculos. Un camión de bomberos que de buena voluntad preside el sepelio y te abre paso

178 entre San Antonio y Cartagena. Algunos curiosos preguntan quién era el caballero unos dicen que un artista famoso otros que un borracho que cantaba por alcohol en los bares del puerto lo abandonó su mujer, por eso se arruinó no, ella murió primero pero igual lo dejó y el caballero no aguantó tanto dolor. Dicen que se llamaba Andy Moss y que perteneció a un grupo famoso Llamado Los Plateros. El cortejo continúa lentamente su paso hacia el Hotel Colonial de Cartagena donde serán velados los restos.

Son los panteoneros de Hamlet. Los viejos panteoneros con sus canciones de bar y sus chistes baratos. Son artistas también colaboran con el viejo espectáculo animan la última función te lanzan una flor como si aún estuvieras en escena. No hay discursos ni homenajes sólo un desteñido padrenuestro sin pena ni gloria.

179 Es la vida del artista, Andy Moss (así le ocurrirá al hombre que escribe este poema) pero no importa porque más allá de estas miserias más allá de las fronteras que dividen la vida con la muerte Elvis Presley y John Lennon ya te recibieron y Little Richard y todos los famosos te rindieron su homenaje y Dios te declaró hijo ilustre del cielo y aunque los panteoneros cubrieron con tierra tu ataúd del cielo cantan contigo y te cubren de gloria.

Dicen que el avión ejecutivo planeó por los cielos de Santiago y aterrizó en Pudahuel. Dicen que unos gringos elegantes e importantes preguntaron dónde queda Cartagena. Nosotros ser del sello United Record y venimos a buscar a Andy Moss dijeron mostrando una carta del Departamento de Inmigración. Dicen que traían en regla todos los permisos

180 y que el Ministro del Interior en persona autorizó el traslado de los restos. Dicen que el avión partió a la tierra de los gringos y que allá lo recibieron con una guardia de honor formada por grandes artistas.

Dicen que lo despidieron entre lágrimas y aplausos y cantando su canción preferida Only You y que ahora descansa en un elegante cementerio junto a otros famosos eso dicen lo demás son historias de borrachos…

181 Una extraordinaria mujer

Rosalía Concha Flores, 82 años. Talcahuano, Región del Bio-Bio.

Bajo un manto de estrellas, naciste niña Gabriela. Monte Grande es el pueblo, que te acunó desde pequeña.

Recorriste el desierto, quisiste mucho a tu tierra. escalando y escalando, llegaste a hacer grandes cosas buenas. Que sirvieron para borrar nuestra ceguera.

Conociste al país de sur a norte, y más allá de la frontera. Sembraste sabiduría, donde nadie entonces supiera, que el saber florecería.

182 Abrazaste el desierto con tus danzas y poemas; con los que cubriste los pies de aquellos niños sin zapatos y sin medias.

Desafiaste a los grandes exponiendo tus ideas. Quisiste formar un trono, donde todas pudieran ser reinas. Dando a tu patria la fama que quizás antes nadie le diera.

Siendo nuestro gran premio nobel, y embajadora chilena, sembraste por todo el mundo; la fama de nuestra tierra.

183 El mejor poema

Alberto Patricio Escanilla Saavedra, 61 años. Puente Alto, Región Metropolitana.

Mañana yo escribiré el mejor poema, hoy viviré para inspirar ese mañana, guardaré esos momentos fugaces, de alegrías plenas o gotas amargas, la sonrisa del niño, esta tibia alborada, la puesta de sol o un gorrión que canta.

Sí, mañana escribiré el mejor poema, escribiré sobre el amor y la esperanza, escribiré sobre la luna y las estrellas, escribiré sobre las flores y fragancias, sobre los ángeles, sobre las almas, sobre la noche, el sol y la madrugada.

La vida de cada hombre es una historia, llena de sorpresas, llena de nostalgias, los recuerdos son una acuarela eterna, con ellos pintaremos vivencias retocadas,

184 recuerdos e ilusiones cantan los poetas, en la expresión del verbo nacida del alma.

Mañana, sí, escribiré el mejor poema, hoy debo vivir para inspirar ese mañana, hoy debo guardar la importancia fugaz, de momentos plenos o de gotas amargas, la sonrisa del niño, esta tibia mañana, la puesta del sol o ese gorrión que canta.

La palabra será el pincel para este canto, la vida el tema principal para plasmarla, acuarela será cada color del sentimiento, la tela la memoria del poeta desbordada, allí quedará guardado el mejor poema, y cada día lo recitaré palabra por palabra.

Será poema para la madre con sus hijos, un pastor bajo la luna cuidando cabras, labriegos arando sol a sol en la comarca, pescadores a la mar en cada madrugada, mineros sumergidos al fondo de la tierra, o los obreros silentes de la ciudad cansada.

No deberían plasmarse en este poema: el malvado, el perverso, quienes matan, los que viven el mal como una causa, quienes destruyen el mundo y su alma, aquellos que despreciando la palabra, la usan para implantar su mala causa.

185 La vida del poeta no es siempre poema, donde el amor feliz a la belleza canta, existe un mundo de seres postergados, a quienes el dolor siempre atormenta, seres olvidados, humildes y dolientes, para quienes esta vida es dolor y rabia.

La felicidad azul ronda en los palacios, la amargura en el alma de los pobres, ellos van por la vida casi sin anhelos, con harapos, arando campo impropio, suburbios llenos de seres indigentes, viven caídos sin nombre ni esperanza.

Nunca nadie escribe poemas al fracaso, ni da monedas al mendigo mal oliente, pero si lleva flor fragante en la solapa, flor de perfume cultivada en la rivera, en el agro del labrador de huerto ajeno, cuyas manos prodigaron tal prestancia.

El mejor poema no hablará de lindeza, ni de ese sol asomando en la montaña, o el amor fecundo brotando del alma, esto no bastará para la poesía deseada, ni la muerte, ni el dolor, ni sus lágrimas, que es marco real de la vida descarnada.

186 El mejor de los poemas vendrá de la calle, de lugares regados de sol y tempestades, de hombres mortales de risas y de llanto; será reflejar la vida con verbos y palabras, con emoción pura expresada cara a cara. Mejor poema, saldrás mañana de mi alma.

187

El gran Gabo A Gabriel García Márquez

Walter Arnaldo Rivera Martínez, 76 años. Ñuñoa, Región Metropolitana.

Imaginé encontrarme en su Macondo cuando leí en el diario la noticia dada con precisión, una primicia, que provocó pesar muy grande y hondo.

El gran Gabo, sereno se ha marchado, hasta el cielo ha llegado, no al abismo. Se ha llevado su mágico realismo y el mundo con su risa se ha quedado.

Con corazón henchido de amistad decidió retirarse de su huerto. Los pueblos le agradecen su bondad.

Lo sentimos, García Márquez muerto, se le llora, es dura esta verdad, mas él, feliz, escribe en otro puerto.

188 Ema Una vivencia inolvidable en mi profesión de profesora

Valentina Marín Salas, 67 años. Lo Prado, Región Metropolitana.

Era una linda morena, Ema, recuerdo el nombre… era toda sonrisa, todo en ella, vigor de traviesa mirada, agilidad asombrosa, era cual mariposa, hostigando a una flor.

Por la mañana llegaba, alborotando el alba, de índole huidiza, se negaba al rigor… sus labores de escuela hacía presurosa; y luego, irreverente, corría en el salón.

Un remolino de aire, era Ema, en el patio, cada charco de barro, con su pié acarició… y muchas compañeras protestaron furiosas si en su loca carrera, al suelo las mandó… Un día, mi pequeña, quebró su ala de oro… sumida en la tristeza, a la escuela, llegó… no se oyó su carcajada, alegre y contagiosa; y al acercarme al banco, con locura, lloró.

189 Con temblorosa mano, tapé sus ojos negros, Cubriendo la vertiente salobre de dolor… de un salto, sus bracitos, me rodearon, furiosos; y el sollozo en mi pecho, me partió el corazón.

Su ensortijado pelo rosaba mi mejilla… al temblor de su cuerpo, temblábamos las dos. Con un ronco gemido, me dijo —¡Señorita! ¡Yo no quería hacerlo y a golpes, me obligó!

— Fui a comprar, ya era tarde, la noche ya venía; y aquel sitio baldío, fue el atajo mejor… sin pensarlo, cruzaba, su manto polvoriento, cuando esa bestia roja, al paso me salió.

— ¿Roja?— la pregunta me surgió tontamente… roja, si, ¡roja!... la niñita gritó… era rojo su pelo, lo ví, cuando luchando, por librarme de él, mi mano lo enredó.

Después, palideciendo, me narró aquel martirio… el torrente de llanto en sus ojos, cesó… sus pupilas, en un punto, mantuvo silenciosa; y una chispa de odio, su rostro oscureció.

Acaricié sus hombros de verdugos morados, lentamente, vencida, su cuerpo se encogió, pequeñitos, sus labios, dijeron temblorosos: despídame del curso, señorita… me voy.

190 Desde aquella mañana, no supe nada de ella, nos faltaba su risa en el amplio salón. Un banco de colegio, con florecitas rosas fue la única huella que mi chica dejó.

Un día, de regreso, al fin de la jornada, a un año transcurrido de la triste ocasión, en el bullicioso sordo de una micro ruinosa alguien me llamaba desde un sucio rincón.

Era Ema, sonriente, mi florcita morena, llevando entre sus brazos, un bebito llorón, entre el chal blanquecino, una hermosa cabeza roja, crespa, encendida, como hoguera, asomó. Suspendida en el aire, reviví el episodio… de violencia, de angustia, de agonía y temor, mientras que mi Ema, desabotonó su blusa y su pecho de niña, a su hijo, ofreció…

191

Mi poesía

Mario Hugo Villagrán Pinochet, XX años. Linares, Región del Maule.

Mi verso es libre, como el aire Son sentimientos e ilusiones mías Que impresos en tinta y en papel Para algunos se llaman Poesías.

Se llaman poesías para aquellos Aquellos que entienden de la rima y la razón Más yo soy ignorante en todas estas cosas Yo solo escribo lo que dicta el Corazón.

La inspiración nace del corazón atormentado Por esa fuerza invisible, que se llama AMOR Que la siente todo ser humano Dándonos alegría o dándonos Dolor.

Yo traslado al papel esta inspiración Trayéndome recuerdos de dolor y de placer Donde el ayer, viene a la memoria mía Y escribo y escribo aún sin tú querer.

192 En cada verso, yo dejo esa parte mía En que juntos compartimos tantas veces los dos De haberte conocido, de haberte amado tanto Nadie tiene la culpa, solo lo sabe Dios.

No podría escribir, si tú no me dictaras A través de esa fuerza que se llama Amor Que sigue latente en este corazón Y es la fuente inagotable de cada inspiración.

Por eso dijo mi verso es libre, se lo lleva el viento, lo dicta el Amor Y mientras este exista yo seguiré escribiendo en nombre de los dos Porque en cosas de amores, nada es imposible Y esto; solo lo entiende, lo entiende ¡Solo Dios!

193 194 Palabras del jurado y la organización

195 196 Para Caja Los Andes, ha sido un desafío y un privilegio a la vez, participar en la 3ª Versión del Concurso Literario Nacional de Adultos Mayor denominado “Antología Los Tesoros del Alma”, ya que hemos palpado en cada versión, el entusiasmo, compromiso y calidad de las obras en sus diversos estilos. Gracias a este trabajo conjunto, hemos podido encontrar los tesoros que cada adulto mayor guarda en lo más profundo de su alma, a través de sus historias, anhelos, miedos, penas, y múltiples desafíos. Esperamos que una iniciativa como esta, donde parti- cipan distintas entidades, tanto estatales como privadas, que buscan promover la participación, el envejecimiento activo, la concientización y visibilización de este grupo etario, sume cada vez más entidades y reúna a los adultos mayores. Caja Los Andes

Desde Caritas Chile, estamos felices de participar en esta nueva Antología, fruto del exitoso concurso, que en esta tercera versión hemos visto crecer con gran entusiasmo por parte de los Adultos Mayores del país. Nos alegra que el objetivo de trabajar por un Envejecimiento de Calidad que promueva los espacios de participación activa de nuestros mayores, se va cumpliendo. Esperamos que esta iniciativa siga creciendo y sea un espacio de encuentro para las perso- nas mayores de nuestro país. Caritas Chile

Más de dos mil obras nos dieron la oportunidad de conocer historias, recuerdos, y testimonios de Adultos Mayores que, desde diversos puntos del país, dieron vida a esta Antología. En cada cuento y poesía encontramos

197 verdaderos tesoros del alma, reflejo de la calidad, interés y sentimiento que los autores volcaron en sus escritos. Año a año, esta iniciativa se consolida como un espacio de participación que permite rescatar las memorias vivas de la sociedad, y que nos ayuda a valorar aún más el aporte significativo que representan los Adultos Mayores en la construcción de la sociedad. Cada una de las palabras recibidas de los participantes –ganadores o no- nos motiva a seguir impulsando una iniciativa que se ha transformado en un punto de encuentro para tantas personas mayores. Esperamos que “Líneas de Vida” siga creciendo y uniendo voluntades, compartiendo un espacio que nos ayuda a comprender nuestra propia historia. Editorial SAN PABLO

Con el análisis de trabajos recibidos, vino a mi mente un pensamiento de El Principito: “todos tenemos un pozo de posibilidades creadoras, de donde emana agua fresca en la que podemos refrescar recuerdos y cansancios y lavar dolores y heridas...”. Es lo que hicieron los participantes de este concurso. En sus creaciones pusieron sus corazones, capturando la importancia de cada momento vivido y lo compartieron con nosotros a través de sus escritos. Como participante del jurado, sentí que recibí el mejor premio. María Magdalena Moya Canales. Profesora de castellano. Integrante del Club Artes y Letras, Caja Los Andes. Monitora de Talleres Literarios.

198 La belleza y el mensaje de sus escritos señalan un buen caminar, al que uds. como adultos mayores nos dan la oportunidad de conocer la riqueza de sentimientos y sus vivencias que perdurarán en el tiempo. Gracias por su aporte literario. Juan Faunez Ruz, escritor, presidente “Asociación Quijotes de la Lectura”

ADULTOS MAYORES CONSTRUYEN CULTURA Este tercer concurso literario nacional para adultos mayores, constituye una clara evidencia que los adultos mayores son activos y colaboran con la cultura nacional. Sin duda se pre- sentaron obras muy buenas que demuestran que las perso- nas mayores tienen miradas y sentimientos muy especiales con respecto a las vivencias que han tenido en sus vidas y que constituyen un aporte a a la visión de país , dignas de ser conocidas por las nuevas generaciones. Los diferentes relatos que contiene esta publicación muestran las diversas líneas de vida que han desarrollado estos adultos mayores y dan cuenta que están viviendo su adultez mayor con profundidad, con la sabiduría que dan los años y la experiencia. La comunidad nacional debe sentir orgullo de sus adultos mayores por estos tesoros que son sus relatos y que nos entregan como valiosos testimonios. Manuel Pereira López, Académico Universitario, Director Fundador de Senama, y Vicepresidente del Instituto del Envejecimiento.

199 Es mi segundo año participando como jurado del Concurso “Líneas de Vida”, y como profesional del Servicio Nacional del Adulto Mayor es un privilegio poder conocer las historias más íntimas de personas mayores anónimas y de diferentes lugares del país. Algunos relatos con mucho dolor y otras con alegrías, pero todos significativos y basados en experiencias reales de vida. También, rescato la creatividad y calidad de las obras, las que mejoran cada vez más. Es relevante mantener este espacio de visibilidad de las personas mayores y que otras generaciones puedan también re-conocer sus historias, que son parte de nuestro acervo cultural y valorar el aporte de las personas mayores a nuestra sociedad. Muchas gracias por este alto de emoción y reflexión acerca de la vida. Gladys González Álvarez Asistente Social- Gerontóloga Social Encargada de la Unidad de Servicios Sociales Servicio Nacional del Adulto Mayor

Líneas de vida me brindó el privilegio y la oportunidad como jurado, de ahondar en la riqueza del alma humana. Las obras de los adultos mayores evocaron en mi mente aquello que el Creador nos ha regalado a todos sus hijos "quiero que tú existas", una invitación permanente a creer, esperar, amar, y alcanzar así nuestra plenitud como personas. María José Labrador Dra. en Comunicación Investigadora, Docente Escuela de Periodismo Universidad Mayor

Ellos fueron valientes y generosos. Como participantes del concurso literario “Líneas de Vida”, no debió resultarles fácil asumir que otros conocerían sus secretos ocultos por

200 largo tiempo, sus más íntimas reflexiones sobre el camino re- corrido, sus sueños, anécdotas, éxitos y fracasos aceptando, además, someter a la evaluación de un jurado el talento lite- rario que acompañó el audaz acto de desnudar sus mentes y sus corazones. Nosotros fuimos privilegiados. Nos regalaron la posibilidad de leer sus obras y así, accedimos a territorios ignotos, vivencias insospechadas y segmentos inéditos de nuestra historia colectiva. Personalmente, agradezco a los organizadores del concurso el haberme honrado con su invitación a ser parte del jurado. “Líneas de Vida” reafirmó mi convicción de que, al final de nuestras existencias, siempre habrá historias cla- mando por ser compartidas y muchas personas ¡dichosas! de empatizar, aprender y, sobre todo, emocionarse con ellas. Susana Horno Periodista y Magíster en Comunicación P.U.C.; Docente Investigadora de la Universidad Mayor.

«¡Sigan escribiendo!, ¡Sigan recordando!, que las neu- ronas siguen a ciegas a quienes con ganas las gobiernan... y se multiplican por decenas, en los que siguen sintiendo y siguen cantando» Álvaro Olavarrieta, coach neuroplástico, escritor. "Los adultos mayores tienen mucho que decir y contar. Vivencias, anhelos, anécdotas, fabulaciones y fantasías se dan cita en estas páginas literarias llenas de amor y honestidad, que tienen como cómplice a un tiempo que se niega al olvido". Gustavo González, periodista.

201 “Líneas de Vida” abrió un espacio cautivante para las personas mayores que, a su llamado, sus almas narrativas o líricas volvieron la mirada a su mundo interior, entregando sus vivencias más íntimas para participar con entusiasmo en el concurso literario, que ha capturado la creatividad de este grupo social. Felicitaciones cordiales por la tarea emprendida, a tra- vés de nuestro país, permitiendo descubrir sitios geográficos dormidos en el tiempo y que, renacieron con vigor, ante su permanente olvido. Mis agradecimientos por haber participado como jurado literario. Rosa Ricotti Romo Presidenta Departamento Regional Metropolitano Profeso- res Jubilados. Integrante del Consejo Asesor de Personas Mayores Senama.

"NO DESPRECIES LOS CONSEJOS DE LOS SABIOS Y LOS VIEJOS", reza el Proverbio, y es el que me mueve a comentar esta tercera participación en este Tercer Concurso "Líneas de Vida". Sin ninguna duda: mentores, organizado- res, colaboradores, participantes,... podemos sentirnos feli- ces por contribuir al rescate de la SABIDURÍA POPULAR de los adultos mayores. ¡Cuántos consejos, fruto de experiencias vitales, sen- cillas y cotidianas, se desprenden de sus narraciones y poe- mas! Verdaderas "píldoras", nada despreciables, para mejo- rar nuestra calidad de vida. Prof. Ricardo Rojas Valdés Ex Director Editorial SAN PABLO

202 Me siento muy afortunada de haber participado como jurado en el concurso “Líneas de Vida”. Sin duda, fue una experiencia emocionante el haber podido conectarme con es- tas vivencias. Leer historias y poesías de personas mayores, quienes con su creatividad e imaginación pudieron transmi- tir su sentir, su alma y vida entera. Me enorgullece saber que están llenos de vitalidad; son un verdadero libro abierto donde nos comparten recuer- dos, anécdotas, sueños, tristezas y alegrías. Muchas gracias por compartirme sus historias. Angélica Cruz Belauzarán Jefa de Responsabilidad Social Empresarial - Caja Los Andes.

Con esta experiencia sentí, olfateé, viví e imaginé un sin fin de sentimientos que guardan en su interior miles de personas mayores. Leerlos fue abrir una ventana y escapar. Escapar al pasado de ellos, recorrer en su lado más intrínseco las emociones que construyeron lo que son hoy. Leerlos, fue el reflejo de un Chile de 1921 a 1956, aproximadamente. His- torias alucinantes de aquellos tiempos, que hoy son dignas de compartir, entendiendo que el reservorio cultural del país son los Adultos Mayores. Agradezco y valoro profundamente la invitación cur- sada a ser parte del jurado del Concurso Líneas de Vida. Deseo que esta iniciativa prospere en el tiempo, promoviendo el envejecimiento activo, aportando a la cultura nacional, permitiendo un diálogo en las distintas generaciones y abriendo espacios de integración hacia este grupo etario.

203 Solo me queda rescatar, a modo de reflexión, que exis- ten tantas historias y verdades como personas en este mundo. Leslie K. Vargas Periodista, Guionista, Diplomada en Gerontología Social, ex Asesora de Directora Nacional de Senama.

Todas las obras de este libro fueron escritas por adultos mayores, muchos de ellos sin experiencia literaria. De ahí que lo que tienen en sus manos, amigos lectores, no sea solamente un libro: es el testimonio de un parto creativo que al igual que los partos normales, costó sangre, sudor y lágrimas. Y la razón es simple: no es fácil decir “voy a escribir un cuento” cuando se tienen 70, 80 o más años… y ninguna práctica lite- raria. Pero lo hicieron…y con calidad: porque aquí hay cuen- tos y poemas imaginativos, bien escritos, que demuestran que escribir es una comezón que no tiene edad. Una comezón que no limitan los años. Hay que agradecer los concursos literarios porque pro- vocan la aparición de nuevos autores y obras que activan y enriquecen las letras nacionales. Pero sobre todo, porque estimulan la creación literaria y el amor por la palabra es- crita. Sobre todo concursos como este, que abre cauces a las inquietudes literarias de los tantas veces olvidados adultos mayores. Como jurado, agradezco también a los autores haber- me permitido -a través de sus obras- ingresar a los maravi- llosos mundos que crearon con su imaginación. Calificar sus cuentos y poemas no fue un trabajo sino un verdadero placer del que disfruté plenamente. Julio López Blanco Periodista

204 Para mí ha sido un honor participar por segundo año como jurado de este concurso. Es un privilegio el poder en- trar en el mundo de cada una las personas mayores que escri- ben desde su experiencia, desde sus sentimientos e historias tan particulares. Felicitaciones a todos los que participaron!! Consuelo Moreno R. Coordinadora Área Incidencia, Fundación Oportunidad Mayor.

Mis sinceros agradecimientos a la Pastoral Social Cari- tas Chile (ADULTO MAYOR) al concederme el honor de ser Jurado de este tan especial desafío literario para que Adultos Mayores puedan expresar sus condiciones en el Arte de las Letras, ha sido una penosa labor seleccionar solo unas pocas obras entre tantas muy buenas. Mis felicitaciones a todos los que mandaron sus trabajos, a Editorial San Pablo y Caja Los Andes por el apoyo a este evento. Ramón Sánchez Ullmann Presidente de Asociación Gremial "FAMA A.G". Director de Mesa Coordinadora Por los Derechos de Adultos Mayores.

Una de las motivaciones de mi compromiso como ju- rado del concurso “Líneas de Vida” es el enriquecimiento que genera el leer de las vivencias, experiencias e historias de nuestros adultos mayores, ya que ellos con sus escritos nos remontan a anhelos, sueños e ideales. Además, este con- curso permite generar instancias de participación, visibili- zación y un involucramiento increíble de nuestros mayores. Ellos, tienen mucho que entregar y aportar. Juan Alberto González Miranda Subgerente Pensionados Caja Los Andes

205 El creciente interés por participar en este prestigioso concurso literario “Líneas de Vida”, se refleja claramente en el gran incremento del número de seniors que enviaron sus valiosos aportes a este certamen. Ello demuestra que este grupo etario mantiene un bagaje de experiencias y semblan- zas inspiradoras y de gran fortaleza de espíritu, que gracias a este proyecto queda registrado y permanece en la sociedad, con el objeto de incentivar y beneficiar a las nuevas genera- ciones que van emergiendo en el transcurso del tiempo en nuestra nación. Elena Velásquez Gallardo Periodista científica y escritora

Cada relato recibido y cada adulto mayor que parti- cipa es el reflejo del espacio que ha ganado el concurso literario. Para nosotros como U3E esta iniciativa es un paso importante hacia el reconocimiento de los adultos mayores en la sociedad actual, merecedores de una vejez más digna y con derechos. Esperamos que el concurso siga creciendo, motivando a nuevos autores a compartir sus sueños y anhelos a través de la creación literaria.

U3E, Centro de Estudios Universitarios para Tercera Edad

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Índice

Presentación...... 5

Narraciones 2016...... 7

Escenarios cristalizados...... 9 Cumplir setenta años...... 23 El último tren...... 33 Alma gemela...... 48 La eternidad del libro...... 62 Rememoranzas en el tiempo...... 68 Rosa, ¿y la niña?...... 77 Ha pasado un ángel...... 89 Arrogancia...... 99 El Huaso Juan...... 103 La noche en que el viento me desnudó...... 116 El descubrimiento de Sakuntala...... 124 La viudita del Longitudinal...... 131 Los piluchos...... 135 Magdalena...... 142 Recordando a mi madre...... 154 Si quieres, te cuento...... 158 Un viejo amor...... 165

207 Poesía...... 171 Only you...... 173 Una extraordinaria mujer...... 182 El mejor poema...... 184 El gran Gabo...... 188 Ema ...... 189 Mi poesía...... 192 Palabras del jurado y la organización...... 195

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