La Academia Provincial de Cámara de Senadores de la Ciencias y Artes de San Isidro Provincia de se se constituyó el 29 de julio LOS DÍAS DE la declaró de interés legis- de 1993 con el auspicio de la lativo. En agosto de 2006 ha Fundación San Isidro para sido reconocida por Resolu- la Educación, las Ciencias y ción Provincial Nº 843 como las Artes, prestigiosa entidad “Academia de la Provincia de de recordada actuación en el Buenos Aires”. campo de la cultura sanisi- El emblema de la Academia drense. está íntimamente ligado a sus Fue puesta bajo la tutela de orígenes, ya que reproduce San Isidro, Santo Patrono de el escudo de armas del Ca- una otrora vasta región bonae- pitán Domingo de Acassuso, rense y fue inicialmente inte- originario de la Casa Solar grada por nueve Académicos de la Villa de Valmaseda, en Fundadores. Actualmente está Vizcaya, quien arribó al Río constituida por Académicos de la Plata a fi nes del siglo de Número y Correspon- XVII, para fundar, en 1706, dientes, que abarcan en su en el entonces llamado Pago actividad un amplio espectro de la Costa, una Capellanía de la cultura de nuestra pro- bajo la advocación del Santo vincia, manifestada en sus Labriego, la que después de más variadas materias, como 300 años es la ciudad de San la Medicina, Arquitectura, In- Isidro, cabecera del Partido geniería, Economía, Derecho, homónimo. Filosofía, Historia, Museolo- Actualmente la corporación gía, Sociología, Pedagogía, Coordinador de la obra tiene su sede en el Museo Música, Artes Plásticas, Lite- ALBERTO DAVID LEIVA “Dr. Horacio Beccar Varela”, ratura y Periodismo. ubicado en el centro histórico En sus 23 años de vida, la TOMO I de la ciudad de San Isidro, Academia ha publicado 20 li- en la casa que fue residen- bros. Fue declarada de interés ACADEMIA PROVINCIAL cia veraniega de Mariquita municipal por los municipios DE CIENCIAS Y ARTES DE SAN ISIDRO Sánchez de Mendeville, en de Vicente López, San Isidro, el paseo llamado de los Tres San Fernando y Tigre. Por San Isidro - Provincia de Buenos Aires Ombúes. resolución unánime de la H. 2016

LOS DÍAS DE JULIO ARGENTINO ROCA

Coordinador de la obra

ALBERTO DAVID LEIVA

Tomo I

ACADEMIA PROVINCIAL DE CIENCIAS Y ARTES DE SAN ISIDRO

San Isidro - Provincia de Buenos Aires 2016 Los días de Julio Argentino Roca © Alberto David Leiva, 2016

Título: Los días de Julio Argentino Roca Coordinador: Alberto David Leiva Editora responsable: Segret y Asociados Diseño y diagramación: Segret y Asociados Corrección: Susana Lanzillotta

© de la presente edición Editorial Segret y Asociados Dirección: Ruta 8 Km 56/5, Refugio del Río, Unidad 27, Studio PA A (1629) Provincia de Buenos Aires, www.segret.com.ar

Primera edición

Leiva, Alberto David Los días de Julio Argentino Roca / Alberto David Leiva ; compilado por Alberto David Leiva. - 1a ed ampliada. - Buenos Aires: Segret y Asociados, 2016. 440 p. ; 23 x 16 cm.

ISBN 978-987-45228-1-8

1. Historia Argentina. I. Leiva, Alberto David, comp. II. Título. CDD 982

La presente obra ha sido editada mediante el sistema de auto publicación, el autor es el único res- ponsable de sus contenidos. Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

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Esta edición, de 200 ejemplares, se terminó de imprimir en Segret y Asociados, Provincia de Buenos Aires, República Argentina, en Noviembre de 2016. Academia Provincial de Ciencias y Artes de San Isidro Comisión Directiva Presidente: Dr. Raúl M. Crespo Montes Vicepresidente: Dr. Alberto David Leiva Secretario: Dr. Alfredo de las Carreras Tesorero: Arq. Lorenzo Barra Anesi

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Título plagiado al historiador y escritor Félix Luna. Este título es la expresión cabal del Sr. General y político que fue Julio Argentino Roca. Llegó al generalato siendo aún un hombre joven, pero era consciente de las realidades del país, por ello se presentó como político en 1880, luego de los grandes presidentes Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Sin embargo Roca marca una impronta y una política económica que generó el crecimiento exponencial de la República. Inicia Roca la etapa de mayor crecimiento que hasta ese entonces no había experimentado nuestro país, realidad que fue reconocida desde entonces en la expresión “roquismo”. Fue el general Roca un verdadero visionario de dos realidades positivas, la inmigración no sólo de mano de obra, sino también de profesionales y la consi- guiente inversión de capitales que llegaban de todo el mundo pero principalmen- te de Inglaterra. Por esos años la República era un país jurídicamente responsa- ble y de posibilidades de inversiones redituables. La línea política que se denominó roquismo lo llevó nuevamente a la presi- dencia en el período 1898 hasta 1904, falleciendo en el año 1914. El general Roca fue el gestor de lo que más adelante se llamó conservadoris- mo, pero sin los niveles políticos que el general tenía. Sin menoscabar el prestigio de otros dirigentes, podemos decir que dejó un vacío que aún hoy es difícil supe- rar, no solo en el aspecto económico sino también en las realidades políticas. Las políticas actuales parecerían fruto de una incoherencia social, que nos perjudica a todos y hacen dudar de nuestro futuro político y económico.

RAÚL MÁXIMO CRESPO MONTES

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AL LECTOR

Roca accedió por primera vez a la presidencia de la Nación el 12 de octubre de 1880, mientras proseguían en Neuquén las operaciones finales de la campaña al desierto. Finalizada la campaña, no se pregonó una versión epopéyica. El hombre que había conducido una campaña militar, demostró ser un hom- bre de paz como gobernante. En 1884, mientras se iniciaba la campaña al Chaco para terminar con las invasiones sobre Santa Fe, Santiago del Estero y Córdoba, logró la aprobación de la nueva ley de territorios nacionales con cinco circuns- cripciones: Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y , conso- lidando la presencia argentina en el sur del continente. Cumplió su juramento de paz y administración, probablemente pensando en Urquiza, a quien mucho había admirado. El 12 de octubre de 1886 pudo decir a su sucesor: “os trasmito el poder con la república más fuerte, más vasta, con más amor a la estabilidad y más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí yo”. Fue el fundador y el paradigma de la Generación del 80, acompañando a Oc- cidente en un avance sostenido, del que participó la República durante los últi- mos años del siglo XIX. Durante su segundo mandato, declaró feriado el último día del siglo para recordar los beneficios que Dios había otorgado a la Argentina. En junio de 1914, Europa comenzó a comprender la terrible realidad de la primera guerra mundial, entrando con dolor en lo que se ha llamado el fin de la Belle Époque. Para los argentinos, el fin de la Belle Époque llegó pocos meses después, el 19 de octubre de 1914, cuando murió Julio Argentino Roca.

ALBERTO DAVID LEIVA

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LA GENERACIÓN DEL 80 -Ensayo de síntesis-

JUAN FERNANDO SEGOVIA*

Qué fue la generación del 80 La generación del 80 no fue una generación –en términos históricos y/o biológicos_ ni cumplió su ciclo entre 1880 y 1890 ó 1900. La expresión, sin embargo, está tan acendrada en la historiografía argentina que se sabe a qué se refiere la etiqueta: no indica un grupo humano unido por haber naci- do entre determinados años y haber actuado en otros también determina- dos, sino que designa una empresa política identificada con la radicalización ideológica del liberalismo y los cambios legislativos y administrativos de la política liberal. No es, por tanto, la del 80 una generación biológica sino ideológica. El libe- ralismo vernáculo vuélvese más radical a partir de 1880 con la llegada de Julio A. Roca a la presidencia de la nación, y es bajo su mandato que la Argentina inicia una transformación legislativa y administrativa de claro corte laicista, esto es agresiva en relación a la situación y los derechos de la Iglesia Católica1. No hay, sin embargo, ruptura con las anteriores “generaciones” : de la del 37 se siente (y es) su hija espiritual; de la de la organización nacional, es su ejecutora, la que completa y cumple su programa2.

* CONICET –U. de Mendoza. 1 En general, RICARDO ZORRAQUÍN BECÚ, “Las instituciones políticas y sociales”, en Aca- demia Nacional de la Historia, Historia de la Argentina Contemporánea 1862-1930, vol. II, 1ª sección. Buenos Ai­res, El Ateneo, 1964, págs. 7-71; y en particular, NÉSTOR TOMÁS AUZA, Católicos y liberales en la generación del 80, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1975 (reimpresión 1981). 2 Cuando JULIO IRAZUSTA, La generación del 80: profecías y realizaciones, Buenos Aires, Docencia, 1981, señala que no hubo un proyecto del 80, no dice que no lo haya tenido sino que no fue distinto de los que la preceden. De la continuidad programática de las generaciones del 70 y el 80 trató ATAÚLFO PÉREZ AZNAR, “La política tradicional y la Argentina moderna”, separata de la Revista de la Universidad, La Plata, núm. 20/21 (1968), págs. 228-234.

-11- Elasticidad de la generación ochentista Ya se aplique el cálculo de Perriaux3, ya se recurra al de Diego Pró4, lo cierto es que el método generacional resulta estrecho para definir lo que vulgarmente se llama generación del 80. Ya lo había observado agudamente Julio Irazusta5. Por ejemplo, varios de los actores principales del período quedan fuera: Juan B. Alberdi –el gran mentor intelectual_ o el propio Do- mingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre –uno de los triunviros de entonces_ o Luis Sáenz Peña, Vicente Fidel López o Bernardo de Irigoyen–grandes actores políticos; etc. Inclusive la determinación temporal no se ajusta fácilmente. Por lo pronto, nadie se ha atrevido a decir que eso que llamamos generación del ochenta empie- za en 1890, porque se olvidarían los diez primeros años del roquismo, que son anteriores a más de fundamentales para el perfil generacional. Parece entonces necesario poner el comienzo, como usualmente se hace, en 1880, esto es, en la época de desarrollo de la generación de 1865 ó 1866. El final no podrá señalarse en 1895 –todavía estamos en pleno apogeo de los hombres del 80_ sino más adelante, en 1910, 1912 ó 1930. En este sentido, las preguntas se vuelven abrumadoras, por caso: ¿Roque Sáenz Peña liquidó la obra del 80 con la reforma electoral?; ¿el radicalismo no tiene caracteres comunes y elementos continuadores de las ideas y prácticas del 80?; Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear e incluso José Félix Uriburu, ¿no son en cierto sentido prototipo de los hombres del 80? Más que llevar las proyecciones hasta el absurdo y las elucubraciones hasta el ridículo, lo que quiero significar es que, si pensamos en términos genera- cionales, lo que llamamos generación del 80 comprende dos grandes gene- raciones: la que se impone en 1880 y la que descuella a partir 1895, aunque también haya protagonistas de generaciones anteriores (especialmente de la generación que tiene su apogeo en 1866) y posteriores (los que destacarán en la gestión después de 1910).

3 JAIME PERRIAUX, Las generaciones argentinas, Buenos Aires, Eudeba, 1970, aplica el método de José Ortega y Gasset (seguido por Julián Marías) que consiste en establecer las generaciones tomando la fecha de nacimiento de quince en quince años. De acuerdo a ello, la generación del 80, según Perriaux, está formada por hombres nacidos entre 1843 y 1857, que tiene su apogeo entre 1895 y 1910. 4 Su método –que también se remonta a Ortega y Gasset– no quiere ser cronológico sino que presta atención a factores políticos, militares, económicos, culturales que importan tanto una continuidad como una ruptura, si bien concluye en un cálculo quincenal y en la definición de la generación del 80 dentro del arco ya prefijado, dando preponderancia a un rasgo filosófico: la identificación con el positivismo. Cf. DIEGO F. P RÓ, Historia del pensamiento filosófico argentino, Cuaderno I, Mendoza, Facultad de Filosofía y Letras de la U.N.C., Instituto de Filosofía, 1973. 5 IRAZUSTA, La generación del 80: profecías y realizaciones, cit.

-12- Las visiones del pasado Si ya es difícil precisar lo que fue la generación del 80, harto dificultoso ha sido acordarle su papel en la historia argentina6. En la evaluación de la obra de los hombres del 80 hay una importante carga historiográfica centrada en el modo de entender el pasado. Como la historia no interpreta a la historia, es inevitable que en la valoración y el juzgamiento de la empresa del 80 el criterio historiográfico esté impregnado de juicios religiosos, ideológicos y hasta economicistas. La que podríamos llamar perspectiva whig de la historia argentina7, con Mitre y prepon- derante después de él, cree en la fundación de nuestra nacionalidad a partir de la independencia y afirma la convicción liberal, republicana, democrática y/o progresista de la Argentina en la historia. Por el contrario, la que se conoce como escuela revisionista busca el origen de la nacionalidad en el pasado hispano y confirma la difícil consagración de las instituciones independientes en un marco de dependencia económica y cultural. Generalmente, aquélla se dice optimista y a ésta se la acusa de pesimista8; aunque, a la luz de las obras de la historiografía whig, el decadentismo y el pesimismo pa- recen ser parte de su patrimonio9. La perspectiva histórica influye decisivamente en la valoración de la gene- ración del 80 y en la interpretación del temporal devenir. Pues si se cree, por ejemplo –con Mitre y Halperín Donghi_ que Argentina está llamada, desde su nacimiento, a realizar una república verdadera, esto es, liberal y democrática, ese ombligo definirá cada momento histórico y signará positiva o negativamente las épocas y el decurso de la historia patria. Por el contrario, si se acepta que el pro- yecto nacional argentino –como Jauretche, entre otros, lo entendía10– es el de una política popular y soberana o independiente, los tiempos, las instituciones y las personas serán juzgados con otro baremo. Y si, finalmente, se entiende que lo nacional está ligado a la actualización de un pasado hispano y católico –que, en cierta medida es la visión de Julio Irazusta, y que es la mía personal_ el criterio de juicio diferirá. A pesar de todo y más allá de las visiones del pasado impuestas por los histo- riadores, lo cierto es que la generación del 80 es lo bastante compleja y rica como para dejar atraparse por esquemas rígidos. El grupo preponderante que da color a

6 Sobre la historiografía en torno a la generación del 80, consúltese PAULA BRUNO, “Un balance sobre los usos de la expresión generación del 80, 1920-2000”, Universidad de San Andrés, Buenos Aires, 2011, en repositorio.udesa.edu.ar/jspui/handle/10908/443. 7 De acuerdo a la expresión del historiador inglés HERBERT BUTTERFIELD en su ensayo de 1931, The whig interpretation of history. 8 Como pretende TULIO HALPERÍN DONGHI, El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. 9 Así, HALPERÍN DONGHI titula uno de sus últimos libros: Vida y muerte de la república verdadera (1910-1930), Buenos Aires, Ariel, 2000. No existe historiador contemporáneo más furiosamen- te descontento con la Argentina del siglo XX que Halperín. 10 ARTURO JAURETCHE, Política nacional y revisionismo histórico [1959], en Obras completas, vol. 7, Buenos Aires, Corregidor, 2006.

-13- la empresa generacional tiene una clara significación liberal y seudo democrática; junto a él convive un sector más conservador que abomina de cambios revolu- cionarios pero no de la dirección general impresa por aquel otro grupo. También se encuentra un lote más democrático y hasta popular, si se quiere, que percibe en la dirigencia del 80 un torcimiento del proyecto nacional. Y no falta el sector católico –bien que teñido de liberalismo_ e hispanista –aunque tímidamente así se defina_ que ve la quiebra con el significado histórico de la nación o de la patria en factores diferentes a los que atendía el anterior.

El marco político de la empresa del 80 Paz y administración 1880 es el comienzo de una nueva etapa de la historia nacional y del liberalis- mo argentino: Roca inaugura un período distinto, como reconocen los historia- dores y admitían o presentían por entonces sus contemporáneos. Se enterraba un pasado azaroso y se prometía una nueva manera de encarar los asuntos políticos. La capitalización de Buenos Aires, según el generalizado sentir, auguraba el fin de las luchas fratricidas; al restablecerse la paz y la vigencia de las instituciones constitucionales, los partidos se reagruparían en torno a nuevas banderas. El di- putado Gil Navarro, al votar la ley que declaraba capital a Buenos Aires, decía que era un día memorable, “porque como actores asisti­mos a los últimos sucesos del drama que comenzó en el año diez y termina en 1880, formando la nacionalidad argentina bajo ba­ses sólidas y estables”11.

Tanto significaba la cuestión capital que en ella estaba cifrada la definitiva consolidación del Estado nacional y la reafirmación de la nacionalidad común: se advertía que tras la derrota de Buenos Aires y su declaración como capital del Estado, las relaciones políticas no volverían a ser como antes; que ya no habría hijos y entenados, pues bajo la égida del Estado central se impondría una nueva simetría en las relaciones políticas. Nada mejor que atender a las palabras del propio Roca. Al hacerse cargo de la presidencia, decía a la Asamblea Legislativa: “La solución dada a los problemas que venían retardando hasta el presente la de- finitiva organización nacional; el imperium de la Nación establecido para siempre, después de sesenta años de lucha, sobre el imperium de la provincia; y las conse- cuencias que de estos hechos se desprendan para el progreso y el afianzamiento de la nacionalidad, podrán en una época próxima, responder del acierto o del error de mi conducta”. Reconocía que su presidencia se iniciaba en condiciones inigualables, que el período que se abría a la República era verdaderamente inédi- to y excepcional, pues el poder del Estado era ahora indiscutido. Por eso agrega- ba: “El Congreso de 1880 ha completado el sistema de gobierno representativo

11 Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, sesión del 20 de septiembre de 1880, pág. 181.

-14- federal, y puede decirse que desde hoy empieza recién a ejecutarse el régimen de la Constitución en toda su plenitud”12. El momento al que se asistía era triunfal: nueva configuración del poder es- tatal, con las provincias sujetas a sus pies; nueva conformación territorial con la expansión de la frontera sur; nuevas y mejores posibilidades de desarrollo eco- nómico, social y cultural en un país pacificado, tranquilo y unificado, para encau- zar la vida política e institucional por los caminos de la constitución. Los viejos partidos tenían que morir con la vieja política; se debía dar la oportunidad a la aparición de nuevas fuerzas y una nueva clase dirigente que encarnaran las pro- mesas del porvenir.

Era la hora de los hombres del interior. Las fuerzas autonomistas provincia- nas habían impulsado la gesta del roquismo, entonces había que pagar el tributo debido y comenzar por dar forma a un nuevo partido, asentado en Buenos Aires, adornado con los prestigios de la capital, pero con amplias raíces esparcidas por todo el territorio de la República. Delfín Gallo, en el debate de la ley sobre los batallo­nes provinciales, afirmó que las fuerzas políticas nacientes debían susten- tar sus pretensiones de legitimidad en la reciente forma adquirida por el país, es decir, el imperio de la opinión pública y la vigencia de una única fuerza militar estatal: “creo que el partido que gobierna a la República, la gobierna porque ese partido represen­ta la mayoría del país; pero creo que tenemos también la obli- gación de no dar pretexto alguno al respecto; creo que tenemos la obligación –aseguró_ de demostrar que es en la opi­nión pública que se encuentra nuestra fuerza, y para eso, es necesario que hagamos desaparecer en todo el te­rritorio de la República, esos batallones que según di­cen, no sirven más que para sostener gobernadores”13. Comenzaba la época definitiva de consolidación del Estado constitucional y los nuevos partidos tenían que adaptarse a los principios y las formas que éste imponía. Roca, en su mensaje, anunció sus pretensiones y como síntesis de la época que le cabía inaugurar, decía a propios y adversarios: “Por la ancha puer- ta de la Constitución y de la ley, caben todos los partidos y todas las nobles ambiciones”14. Prometía impulsar un liberalismo de sesgo administrador, pacífico y moderado; más apegado tal vez a los principios de la ideología. Roca inició su discurso a la Asamblea Legislativa denunciando el frenesí y la inquietud que lo habían precedido y que habían entorpecido el progreso: “Vivimos muy a prisa, y nuestra febril impaciencia por alcanzar en un día el nivel a que han llegado otros pueblos, mediante siglos de trabajos y sangrientos ensayos, nos sorprenden desprevenidos la mayor parte de los problemas de nuestra organización política y social”. La nueva época reclamaba de otro tono en la conducción, pues con el avance operado ese año en el terreno político, “podrá el gobierno consagrarse

12 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, sesión del 12 de Octubre de 1880, pág. 700. 13 Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, sesión del 15 de octubre de 1880, pág. 432. 14 Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, sesión del 12 de Octubre de 1880, pág. 702.

-15- a la tarea de la administración y a las labores fecundas de la paz”. En pocas pa- labras, Roca definió el lema que guiaría su presidencia y que sería el símbolo del nuevo liberalismo: “Puedo así sin jactancia y con verdad deciros que la divisa de mi Gobierno será: Paz y Administración”15.

El régimen

El estilo de Roca fortaleció la presidencia y al Estado, como organización ins- titucional y centralizada de la política. Con él se termina el ciclo de los políticos- literatos y se vigoriza el sistema del presidente supremo poder y gran elector. El P.E. se convirtió en el eje y la voluntad del Estado, ejerciendo una notable influencia sobre las mayorías legislativas y una considerable hegemonía sobre las tendencias localistas. Roca confesaría a Cané, en carta de 1883, que “de Buenos Aires a Jujuy la autoridad nacional es acatada y respetada como nunca”16. El nuevo tiempo institucional –hijo de su estilo de gobierno_ quedó reflejado en las palabras que Roca dirigió a Juárez Celman, al entregarle la presidencia: se habían acabado las guerras civiles, los levantamientos de caudillos, las interven- ciones sangrientas, las depredaciones de los indios, los partidos armados y alza- dos contra la autoridad nacional. “Os transmito el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta, con más crédito y con más amor a la estabilidad, y más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí yo”. La imposición del nuevo orden estatal, sin embargo, produjo numerosas resis- tencias y aunque el sistema no cambió ni fue sustituido, la estabilidad fue relativa, pues hubo movimientos revolucionarios que denotaban una oposición al orden de cosas17. El sistema político (como aspecto formal y normativo) no sufrió cam- bios y las instituciones constitucionales se conservaron; sin embargo, el régimen político (esto es, el aspecto histórico de realización del sistema) demostró una constante tensión entre las fuerzas políticas, un sobredimensionamiento de cier- tos factores de poder (el ejército), el cercenamiento de las libertades políticas, la desnaturalización del federalismo, la deformación de los poderes nacionales, la aparición y consolidación de una ideología liberal progresista y anti tradicional, todo lo cual generaría reacciones diversas llegándose a alterar la estabilidad y producir una discontinuidad en las instituciones.

15 Ídem, págs. 700, 701 y 703. Hay continuidad de miras con lo expuesto por él mismo en una entrevista publicada por El Independiente de Rosario a fines de 1879 siendo ya candidato a presi- dente, que se reproduce en GUSTAVO FERRARI y EZEQUIEL GALLO (comps.), La Argentina: del ochenta al centenario, Buenos Aires, Sudamericana, 1980, págs.123-128. 16 En RICARDO SÁENZ HAYES, Miguel Cané y su tiempo (1851-1905), Buenos Aires, Kraft, 1955, págs. 299-300. 17 Véase, JUAN FERNANDO SEGOVIA, “Los poderes públicos nacionales y su funcionamiento (1852-1914)”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia Argentina, Buenos Aires, Planeta, 2000, t. V, págs. 105-140.

-16- Una tipología de las revoluciones debe distinguir entre las anteriores a 1890 y las que sucedieron a la de este año; las revoluciones anteriores al 90 fueron por lo general explosiones del Interior contra el régimen impuesto desde Buenos Aires; las posteriores tuvieron un carácter más nacional y lo son contra la adulteración del sistema político constitucional. Aquéllas fueron el reflejo de un viejo orden que se resistía a morir, que se creía amparado por la constitución que garantizaba la autonomía de las provincias; las segundas salen del esquema de las reacciones federales para expresar un rechazo al sistema ahora caracterizado como el régimen, un mecanismo de poder práctico que falseaba la constitución, especialmente en cuanto a la voluntad popular, trastornando la fuente de legitimidad de los pode- res públicos y el funcionamiento de las instituciones. Así ocurre en 1890, 1893 y 1905 (incluso 1930). Un clima hostil y beligerante, una política guerrera, hacía de la paz y la tranqui- lidad episodios entre sucesos revolucionarios, y de la estabilidad institucional un endeble y discontinuo equilibrio de las fuerzas políticas. Roca tuvo la preocupa- ción de dotar a los poderes nacionales de los medios indispensables para asegurar la paz y el orden, sin menoscabo de las libertades individuales, y podía jactarse al concluir su primer mandato de entregar a su sucesor un país pacificado. “La revolución, el motín, o el levantamiento, fraudes máximos –le escribía a Cané_, ya no son ni serán un derecho sagrado de los pueblos, como hemos tenido por evangelio, por quítame esas pajas”18.

Pero hubo excepciones: los que veían en el régimen el obstáculo para la vigencia perfecta del sistema político optaron muchas veces por la revolución, creyendo que las instituciones cobrarían vida a partir de pisotearlas. Y como no hay revolución sin poder revolucionario, estuvieron precedidas de crisis institu- cionales en las que fueron decisivos los desprendimientos de sectores militares que dejaron de obedecer al poder presidencial. El paradigma fue la revolución del 90. Varias fueron sus consecuencias y resonancias. En primer término, un nuevo modelo de oposición política basado en viejos principios traicionados por el régimen; una oposición que buscaba hacerse lugar en la política a través de un partido de diferente estilo, con organización y declaración de principios allende los mandos personales, y actitudes impolíticas, como la abstención, la intransigencia y la sedición. Luego, trajo la cuestión de la legitimidad política a la cima de las disputas: el poder del pueblo no podía ser resignado ni falseado, de modo que la legitimación democrática ponía entre signos de interrogación los hábitos oficiales de mando y la investidura del gobierno. Además, produjo una politización de las fuerzas armadas, introduciéndolas de lleno en las dis- putas políticas y dividiéndolas según las ideologías; el poder militar, que había sido un brazo al servicio del poder político, podía ser desde ahora un factor esencial en los movimientos revolucionarios. Por último, demostró la debilidad y fragilidad de las instituciones republicanas; bastaba la osadía de un grupo

18 SÁENZ HAYES, Miguel Cané y su tiempo (1851-1905), cit., págs. 299-300.

-17- obstinado para sacudirlas o, peor aún, para convertirlas en escombros, al decir de Pizarro19. El triunfo de la Nación sobre los viejos caudillos provinciales importó el fin de éstos y la hegemonía de una nueva clase dirigente; la victoria de una parte de la élite sobre la otra, en cambio, trajo la autoexclusión de los derrotados, que quedaron expectantes como alternativas al recambio de poder.

La élite y el gran elector

Siendo todo gobierno minoritario por definición, en la Argentina se constituyó una élite que monopolizó el ejercicio de las funciones públicas, aunque con meca- nismos de apertura e incorporación a través del fomento de la instrucción, la inmi- gración y el desarrollo económico20. El cambio era ya advertido en 1890, de modo que el “despotismo ilustrado” se fue diluyendo paulatina y naturalmente hasta des- aparecer casi del todo con la reforma electoral de 1912, momento culminante de su autodestrucción. Se podría decir, como argüía Rivarola en 1908, que se trataba de una “oligarquía regularizada”, porque la élite gobernante respondía en su conjunto a una política determinada frecuentemente por intereses personales, en una escena en la que eran reiterados los “ejemplos de rápidos cambios en la conducta de los políticos”, que pasaban sin miramientos de un partido a otro.

Hasta 1912 la participación política era minoritaria y cerrada; minoritaria, por- que sólo se daba dentro de las entrañas de la misma élite, sujeta a controles y con- diciones que imponía a sus miembros, eliminando o comprimiendo la lucha elec- toral; cerrada, pues no existían élites alternativas, si bien su composición la hacía relativamente abierta: profesionales, intelectuales, militares, estancieros, ganade- ros, comerciantes y políticos. Fue una élite cerrada pero permeable, consciente de su superioridad lo mismo que de su continuidad, por lo que, si no hubo una manifiesta rotación, sí se advierte cierta fluidez y relativa circulación, debido a los métodos que obstruían el sufragio y condicionaban los reemplazos dirigenciales. La élite servía a una “democracia condicional”, que ponía al pueblo bajo su tutela, tutor permanente que malversaba la voluntad popular a través del fraude; su programa era “progresista, reformista, centralista, aristocrático”, no confiaba en el pueblo ni en el sufragio universal. Esa élite impuso el “oficialismo” como “teoría de la función tutelar del gobierno o de los gobernantes respecto del pue- blo”, evitando que por la rotación electoral el poder cayese en malas manos, como afirmó Rivarola21. La hegemonía gubernamental se estableció por medio del control electoral de la sucesión política en sus diversos grados y niveles.

19 Los discursos de Pizarro sobre la revolución del 90, en FRANCISCO D. PIZARRO, Miscelánea, Córdoba, Minerva, 1902, t. 4. 20 Véase NATALIO BOTANA, El orden conservador, Buenos Aires, Sudamericana, 1977. 21 Las referencias del texto en RODOLFO RIVAROLA, Del régimen federativo al unitario, Buenos Aires, Peuser, 1908, caps. III y IV.

-18- Una de las expresiones del inmenso poder que podía ejercer el Presidente era su intervención en el proceso político electoral, ejerciendo presión, según los casos, a través de la influencia o la imposición. Este poder de hecho no era absoluto; por un lado, requería del asentimiento y el aval de la élite gobernante; por el otro, demandaba del candidato _máxime si lo era a la Presidencia_ poseer atributos concretos de mando, como haber sido ministro, gobernador, senador o destacado militar. El acuerdo político de la élite era clave al punto de que ella podía desplazar a candidatos naturales e imponer presidentes “tapones”, como ocurrió antes con Sarmiento, y en este período con Luis Sáenz Peña y Quintana, candidaturas resultantes de la deliberada intención de suprimir a quienes tenían mayor consenso fuera de los notables. Lo normal fue que el Presidente saliente consiguiera a menudo establecer la continuidad del mando imponiendo a su reemplazante, de manera que – como tempranamente lo advertiría Roca_ era “imposible triunfar contra los candidatos oficiales”22. Roca mismo aplicaría este método, primero, al señalar a su cuñado Juárez Celman como su sucesor; y después, acordando con los eminentes la supresión de “la lucha electoral para la presidencia futura”, como indicaba a los gobernadores en un telegrama sobre el acuerdo al que había llegado con Mitre para justificar la elección de la fórmula Luis Sáenz Peña y Uriburu. La solución nacional para evitar la contienda, decía Mitre entonces, exigía del acuerdo, “la supresión patriótica de la lucha”, que si no se alcanzaba, abriría el combate por “la reivindicación del sufragio libre”. Acuerdo que Ber- nardo de Irigoyen censuraría a su tiempo porque no garantizaba una elección libre sino que mantenía “las falsificaciones de partidos, las intromisiones de los poderes oficiales y los abusos que han sofocado en diversas épocas el voto de la nación”23.

La potestad electoral del Presidente se reforzaría a partir de Roca por el me- canismo de los acuerdos para suscitar candidatos y consagrarlos, plasmando una alianza de notables que daba la sensación de rotación política por cooptación, claro ejemplo de “nepotismo político”, según palabras de Saldías24, pues tras un- gir al futuro sucesor se prodigaba a parientes e íntimos amigos diversos cargos, distinciones y favores25.

22 Y Wilde escribía: “Será Presidente el candidato que designe el General Roca”, pues el título de elector “lo ha ganado legítimamente”. En AGUSTÍN RIVERO ASTENGO, Juárez Celman, 1844- 1909, Buenos Aires, Kraft, 1944, pág. 313. 23 El acuerdo y las opiniones, en EZEQUIEL GALLO, “Un quinquenio difícil: las presidencias de Carlos Pellegrini y Luis Sáenz Peña (1890-1895)”, en FERRARI y GALLO, La Argentina: del ochenta al centenario, cit., págs. 221-223. 24 ADOLFO SALDÍAS, Juicio político del presidente Roca, Buenos Aires, Imprenta y Encuadernación Carbone y Galbusera, 1886. 25 En 1904 la Convención de Notables designó a Quintana, y fue su final, pues agotó el meca- nismo elitista, por las numerosas resistencias y fracturas que, al posponer una lucha electoral, desató en la élite.

-19- Tales métodos causaron rechazo y llevaron a confundir la política con las ambiciones y combinaciones electorales. No solamente los radicales de- nunciarían este tipo de acuerdos mediante movimientos revolucionarios, también dentro de la propia élite se asistiría a una crítica intestina. Victorino de la Plaza denunció en 1903 la intervención de la autoridad del Presidente en cada elección, imperativa en algunos casos, con simples insinuaciones en otros, a la que seguían sumisamente los gobernadores, produciendo un despotismo que turbaba la iniciativa y el voto populares, “de modo que, cuando tiene lugar algún simulacro de elección, es para llenar las formas o como se dice comúnmente, para salvar las apariencias”26. Y Roque Sáenz Peña veía en esas “rutinas oligárquicas” la causa de la depresión moral ar- gentina, ya que acostumbraban a creer que la usurpación del principio de autoridad y el despojo de la soberanía del pueblo, bajo la “ficción astuta de los gobiernos electores”, no eran ni usurpación ni despojo, sino la verda- dera democracia27.

El liberalismo La empresa liberal del 80

El liberalismo de esa época –que sella la empresa_ fue la corriente ideológica dominante aunque no unitaria o uniforme, pues el núcleo liberal común y gené- rico –un entendimiento elemental de ideas compartidas_ permitía disidencias no fundamentales y diferencias estratégico-políticas o simplemente táctico-partida- rias. Los liberales puros y natos compartían el espacio con otros más democrá- ticos (o democratizantes), con católicos que pendulaban entre propuestas más tradicionalistas o simpatizantes con principios liberales, con conservadores ver- náculos que apoyaban, según los temas y los problemas, a los católicos disidentes o a la masa liberal28.

26 VICTORINO DE LA PLAZA, Estudio sobre la situación política, económica y constitucional de la República Argentina, Buenos Aires, Peuser, 1903. 27 Los juicios de Roque Sáenz Peña sobre la situación electoral, en MIGUEL ÁNGEL CÁRCANO, Sáenz Peña. La revolución por los comicios, 2ª ed., Buenos Aires, EUDEBA, 1977. 28 Véase JUAN FERNANDO SEGOVIA, “El liberalismo argentino de la generación del ochenta”, en Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Historia y evolución de las ideas políticas y filosóficas argentinas, Córdoba: Argentina, 2000, págs. 259-345. En la presente colaboración, siguiendo la línea de investigaciones posteriores, rectificamos varios juicios vertidos en aquel trabajo. También consúltese NATALIO R. BOTANA, “Pensamiento y pro- yectos políticos (1880-1914)”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia Argentina, cit., t. V, págs. 47-75.

-20- Liberalismo estatista Un aspecto en el que todos comulgan era el de la importancia de dotar a la nación de un Estado29. Estos liberales no son hijos de la reacción contra el Esta- do sino que están emparentados con las ideas liberales de la primera generación del liberalismo europeo30, especialmente el posrevolucionario francés. Conocían a Rousseau, Sieyès o Kant; a John Stuart Mill y a Spencer, pero su liberalismo es comparable al de un Constant o un Tocqueville, un Guizot o un Comte, un Laboulaye o un Thiers. También se puede probar la relación con la forja liberal conservadora de la república norteamericana, referencia hasta cierto punto más probable: los nuestros, como los padres fundadores, se dieron a la tarea de edifi- car un Estado nuevo, original; estaban dispuestos a dotar a la nación de una orga- nización política surgida de la confianza mutua, de la voluntad común. Nada más extraño a la verdad histórica que imaginar a estos liberales argentinos enfrentados al Estado, pues fueron sus hacedores. Es necesario insistir en la estrecha asociación entre la ideología liberal y la organización de la maquinaria estatal. El matrimonio no fue involuntario, porque estos liberales quisieron al Estado deliberadamente como el instrumento capaz de formar una sociedad liberal. Donde quiera se mire, el Estado estuvo siempre asociado a las iniciativas y a la prosecución del progreso. Creían que el Estado sería la herramienta para labrar en el desierto y que se convertiría (o se podría convertir) en desechable una vez que hubiera cumplido su misión. Pocos años después, cuando la generación del ochenta se separa de la generación de la or- ganización, algunos intentaron reducir al Estado a su mínima expresión (Juárez Celman y Eduardo Wilde aparecen como los mentores; y Ramón Cárcano como el más avanzado discípulo), pero la acometida sólo podía darse una vez que el Estado se hubo forjado a sí mismo para consolidar una sociedad a su imagen y semejanza. Tiene razón Oszlak cuando señala que el Estado fue algo más que un mero aparato o instrumento político: fue la herramienta de la “articulación social”, el factor más importante en la constitución de la sociedad civil y el agente funda- mental de su accionar31. Al tener que modelar una sociedad, por haber desechado las formas de vida anteriores o tradicionales, el Estado necesitó actuar sobre la amalgama social, transformándola hasta convertirla en algo diferente de lo que era. El resultado fue una sociedad más débil de lo que se esperaba y más depen-

29 Cf. EZEQUIEL GALLO, “La consolidación del Estado y la reforma política (1880-1914)”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia Argentina, cit., t. IV, págs. 511-541. 30 Sobre las generaciones liberales son interesantes las acotaciones algo dispersas de GEORGES BURDEAU, El liberalismo político, Buenos Aires, Eudeba, 1983, Segunda parte: “Un sistema polí- tico social”. 31 OSCAR OSZLAK, La formación del Estado argentino, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1982, págs. 139-141. El autor afirma (ídem, p. 140) que las diversas modalidades de intervención del Es- tado sirvieron “no solamente para unir las piezas sueltas de una sociedad nacional aún en ciernes, sino además para establecer una vinculación efectiva entre esa sociedad y el estado que la articulaba”.

-21- diente de lo que convenía. La interpenetración de Estado y sociedad, la confusión entre lo estatal, lo público y lo privado, la constante reformulación de lo social a partir de lo estatal, es un rasgo inseparable del liberalismo de la época32.

En el plano de las ideas políticas, los hombres de la generación del 80 –como los de la organización nacional_ concibieron la prioridad de la libertad y del de- sarrollo de la individualidad como metas; pero era eso: meta, objetivo, resultado, no hechos consumados ni goces pacíficos. Se trataba de los frutos a recoger a lo largo de un camino en el que el compañero de ruta fue el Estado; la otra cara de la libertad, del progreso, del individualismo, fue el Estado. La ideología seña- laba los fines: libertad, seguridad, propiedad, progreso, etcétera; el Estado era el instrumento que disponía de los medios: inmigración, educación, ferrocarriles, desarrollo económico, etcétera. El Estado no tenía otro querer y otra voluntad que los de la ideología33, pero la ideología sirvió para consolidar el desarrollo de un Estado ambicionado por ella misma. El Estado buscaba configurar una sociedad y unos individuos que llenaran las exigencias de la tardía modernidad argentina. Todos apuntaban a él para conso- lidar la nacionalidad común. No importa el lenguaje que usaran, que por cierto era equívoco: cuando mentaban al gobierno, al poder político o a lo que fuese, se referían a una organización estable, duradera, despersonalizada, legal, poderosa, eso que la teoría conoce con el nombre de Estado.

Liberalismo progresista

Desde la generación del 37 se había instalado entre nosotros la ideología del progreso; y, se sabe, progreso y pasado resultan inconciliables34, pues progresar quería decir dejar de lado la tradición, las costumbres y los hábitos de la vieja sociedad colonial y rosista. La impiedad revolucionaria con que se trató a los resabios de esa sociedad muestra la imposibilidad de construir el progreso sobre las bases de una estructura refractaria –se decía_ a todo lo que significara evolu- ción, progreso. Para la mentalidad progresista la tarea del progreso era moral y técnica; consistía, a la vez, en la liberación interior y en la emancipación exterior; ambas acciones debían encararse conjuntamente: construir al ciudadano racional y dominar la naturaleza con el concurso de la técnica.

32 Lo hemos señalado en las conclusiones de nuestra tesis Congreso y política. La formación del Estado liberal argentino. 1862-1880, Mendoza, Facultad de Filosofía y Letras, U.N.C., 2004 (inédita). 33 Burdeau sostiene que no debe buscarse el elemento permanente del liberalismo en el antago- nismo entre libertad y Estado, sino más bien en la negativa liberal “a admitir que el Estado pueda comportarse como poder autónomo, que pueda tener una voluntad y una finalidad que le sean propias”. BURDEAU, El liberalismo político, cit., pág. 43. 34 Cfr. JUAN FERNANDO SEGOVIA, “Fundamentos políticos y jurídicos del progreso argentino. El discurso y la acción del Congreso Nacional entre 1862 y 1880”, en Revista de Historia del Derecho, núm. 26 (1998), págs. 379-496.

-22- La mayor parte de los estudios referidos a la idea de progreso en este período la han vinculado con el positivismo; sin embargo, si se penetra en el contenido y el enfoque de la mentalidad, es más apropiado explicarla a través del utilitarismo. El positivismo –que por entonces comenzaba a afirmarse en la cátedra35_ fue su base filosófica vulgarizada; pero el utilitarismo –que es una forma de positivis- mo_ se convirtió en el modo de pensamiento político pragmático de la élite.

Según Jeremy Bentham el principio de la utilidad puede formularse rudimen- tariamente: es la habilidad de medir las acciones por sus resultados, en términos de placer y de dolor36. Así, la concepción del progreso del 80 puede decirse que fue utilitarista. Para aquellos hombres era posible calcular y mensurar lo reali- zado en término de resultados positivos o negativos37;existían ciertas reglas que poseían un amplio acuerdo y no era necesario debatirlas, reglas sencillas de me- dición de los resultados: progreso es generación de riquezas, concreción de vías férreas y comunicaciones, incremento de la población por la inmigración, edu- cación o instrucción del pueblo, delimitación de nuestras fronteras exteriores, vigencia de la forma republicana de gobierno, y subordinación de todo poder (en especial el eclesiástico) al del Estado. El problema radicaba en que el progreso era mensurable sobre todo por las riquezas; que éstas requerían un desarrollo de la economía; y que, de acuerdo a los avances científicos y la experiencia del siglo, el crecimiento económico pasaba principalmente por el desarrollo industrial. “El sistema industrial es el contorno de la historia del porvenir”, ha dicho Botana acerca de aquel tiempo38. Pero los argentinos no acabaron de comprenderlo o, si lo advirtieron, creyeron que era una verdad ajena; la mayoría de estos hombres insistió en un modelo económico del país básicamente productor de materias primas, que, a lo sumo, industrializa- ba primariamente algunos de sus recursos naturales básicos, pero que importaba los productos más elaborados de otras naciones39. La definición del perfil eco- nómico del país fue una decisión fundamental y, durante los primeros años del 80, el impulso industrializador chocó permanentemente con la tesis de la nación

35 Cf. HUGO E. BIAGINI (comp.), El movimiento positivista argentino, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1985; el ya clásico de RICAURTE SOLER, El positivismo argentino, Buenos Aires, Paidós, 1968; y OSCAR TERÁN, Positivismo y nación en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987, especialmente págs. 11-54. 36 JEREMÍAS BENTHAM, Principios de Legislación, t. I, cap. I, en Tratados de legislación civil y penal, Ma- drid, Ed. Nacional, 1981. En la legislación hay una ciencia (aquella que atiende al fin) y un arte (relativo a los medios para lograr el fin) de la utilidad. 37 Según J. J. C. Smart (citado por MARTÍN DIEGO FARREL, Utilitarismo. Ética y política, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1983, pág. 31), el utilitarismo se identifica con el consecuencialismo, es decir, con la doctrina que establece o deriva la corrección o la incorrección de una acción (sean actos o reglas) por la corrección o la incorrección de sus consecuencias. El resultado es el criterio de la utilidad de la acción. 38 NATALIO BOTANA, La tradición republicana, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, pág. 217. 39 Cf. MARIO RAPOPORT, Historia económica, política y social de la Argentina (1880-2000), Buenos Ai- res, Ed. Macchi, 2003, cap. 1: “El modelo agroexportador (1880-1914)”, págs. 2-105.

-23- pastora y agrícola, que defendía una economía primaria como solución dada por nuestra condición y la ideología del librecambio internacional40. El grueso de la clase política, adhiriendo teóricamente al liberalismo eco- nómico y a la división internacional del trabajo, consideraba al progreso como natural en tanto sólo nos entretuviéramos en aprovechar las ventajas produc- tivas del suelo y del cielo. Pero, como ha señalado Arendt, generalizando la experiencia norteamericana, si el establecimiento de un gobierno libre se debe menos a las ideas e instituciones políticas que al desarrollo de la tecnología y el dominio de la naturaleza, debería pensarse en instituciones políticas republi- canas estables solamente cuando se ha solucionado el problema de la pobreza, cuando se ha encontrado la llave del progreso económico, por lo que sería in- adecuado, inútil y peligroso “intentar liberar a la humanidad de la pobreza por medios políticos”41.

La tesis de Arendt parece históricamente sólida y en su abono corren tanto los casos de gobiernos (llamados) libres (Inglaterra, USA) cuanto las experien- cias de fracasos y luchas interminables de los que pretendían modernizarse (las “republiquetas” sudamericanas, por caso). Sin embargo, no faltaba sensatez a los que afirmaban que sin paz no había prosperidad posible. Aunque la prosperidad económica, en efecto, no es el resultado de un sistema político determinado – sino la suma de una multiplicidad de factores tanto naturales como culturales y políticos_, los hombres del 80 –como los de generaciones anteriores42_ creían lo contrario, quizá a consecuencia de la ceguera de la ideología progresista que los hacía confiar (hasta el desmayo) en las virtudes del librecambismo y desconfiar de los hábitos hispanos y criollos; de modo que, operando la primera por natura- leza (espontáneamente), debían cambiar la cultura y la psicología para engendrar nuevos hombres moldeados en las exigencias del tiempo.

40 No viene al caso insistir aquí, pues se lo ha hecho con hartura, en el debate nacido en los 70 que se prolonga en los 80 entre librecambistas y proteccionistas. Véase JOSÉ CARLOS CHIARA- MONTE, Nacionalismo y liberalismo económicos en Argentina. 1860-1880, Buenos Aires, Solar, 1971 (reeditado en Buenos Aires, Hyspamérica, 1986); JOSÉ PANETTIERI, Debate nacional. Proteccionis- mo, liberalismo y desarrollo industrial, Buenos Aires, CEAL, 1983; y JUAN FERNANDO SEGOVIA, El pensamiento político y económico de Carlos Pellegrini. Su actualidad, Mendoza, Ed. de la Fundación Carlos Pellegrini, 1989.Desde una perspectiva económica, consúltese FERNANDO ROCCHI, Chimneys in thedesert: industrialization in Argentina duringtheexport boom years, 1870-1930, Stanford U.P., Stanford: Cal., 2006. 41 HANNAH ARENDT, Sobre la revolución, Buenos Aires, Alianza, 1992, pág. 114. 42 En este punto radica, posiblemente, el problema más grave del sistema constitucional de 1853, pues la república se estableció con la condición de producir el progreso económico, de modo que la producción de éste exigía violentar al hombre, al nativo, convirtiéndolo en engranaje del sistema republicano, como lo vio y quiso Alberdi. Cf. JUAN FERNANDO SEGOVIA, “Una visita a la república posible. Alberdi y las mutaciones de la herencia republicana”, en Academia Na- cional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Homenaje a Juan Bautista Alberdi, Córdoba: Argentina, 2002, t. I, págs. 467-507.

-24- Liberalismo y educación pública Es en este momento preciso en el que cobra valor la educación estatal como instrumento revolucionario del progreso. Cuando se enfrenta la política educa- tiva que desde mediados de la década de 1870 impuso la élite liberal, surgen una serie de preguntas difíciles de responder43: ¿poseía la educación pública un valor en sí mismo o era una herramienta más de consolidación de la dominación estatal?;en su contenido, ¿se trata de una educación liberal, es decir, del perfeccio- namiento individual, o de una educación al servicio de fines supra individuales?; y si la educación se orienta al mejoramiento de los hombres, ¿por qué excluir la enseñanza religiosa? El juicio de H. Arendt sobre los padres fundadores nor- teamericanos, es aplicable –en principio_ a nuestro caso. La educación fue de gran importancia para ambos, “pero nunca con el propósito de capacitar a todo ciudadano para elevarse en la escala social, sino debido a que el bienestar del país y el funcionamiento de sus instituciones políticas dependían de la educación de todos los ciudadanos”44. Aunque en la tesis habría que matizar ciertos énfasis (el adverbio “nunca” suena un tanto exagerado), el fondo es cierto para los Estados Unidos45 y puede aplicarse al concepto de educación que existió en la Argentina del 80. No puede decirse que predominó un espíritu favorable a la “educación desinteresada” o liberal, centrada en la formación de la persona con independencia de los fines que le asignara el poder público46. Al contrario, estamos frente a un modelo de instrucción que servía al sistema político y económico pues era un prerrequisito de la funcionalidad del mismo47. Cuando a la educación se le asignaban princi- palmente fines políticos y económicos, cuando a través de ella se perseguía la construcción del ciudadano de la república verdadera y del trabajador capacitado en las exigencias de un nuevo modelo de producción, se estaba instituyendo un programa de educación que lo primero que tenía en vista era el hombre adecuado al sistema, no el individuo libre. Lo decisivo fue que el Estado educador actuase en nombre de la libertad y del progreso que los liberales adoptaban como estandartes de su sistema ideológico. No dejaba de ser un Estado constitucional, mínimo, de derecho, con poderes divididos, protector –en teoría_ de las libertades y derechos individuales; pero nunca fue mero espectador, pues no actuaba sobre una sociedad civil consolida- da, sino que necesitaba de atribuciones para formar una sociedad autónoma, libre

43 Consúltese, en un tono diferente al nuestro, el artículo de NORBERTO RODRÍGUEZ BUSTAMAN- TE, “Las ideas pedagógicas y filosóficas de la generación del 80”, en Revista de Historia, núm. 1 (1957), págs. 89-103. 44 ARENDT, Sobre la revolución, cit., pág. 73. 45 Véase EUGENE F. M ILLER, “On the Americans Founders defense of liberal education on a republic”, en The Review of Politics, vol. 46, núm.1 (1984), págs. 65-90. 46 Cf. LEO STRAUSS, “What is liberal education?”, en Liberalism: ancient and modern, Ithaca and London, Cornell U. P., 1989, págs. 3-8. 47 Como decimos en el trabajo citado en la nota 42.

-25- y progresista48. Se usó del Estado en la consecución de los valores ideológicos del liberalismo, aunque no se midiera el peligro de despotismo que encerraba en sí mismo el poder estatal49.

Liberalismo y catolicismo

De otra manera no se entiende el combate al catolicismo, que está ya clara- mente planteado promediando la década del 70, pues la instrucción religiosa (y la injerencia de la Iglesia en la sociedad) era ajena o extraña a los objetivos que la educación republicana perseguía50. Para comprender esta cuestión debe tenerse presente, antes que nada, la condición de los católicos argentinos y de la Iglesia Católica desde la misma organización constitucional. En primer término, es innegable el acogimiento optimista por los católicos argentinos del régimen político constitucional de 1853-60 como favorable a la religión católica, que contrastaba evidentemente con el propio texto de la constitución (que declaraba la libertad de cultos y, según cierta interpretación, limitaba el sostenimiento del católico a la ayuda económica), al igual que con las políticas de los gobiernos liberales, incluso de los anteriores al de Roca y el 80. Además, en segundo lugar, salta a la vista la imperfecta formación de aque- llos católicos51, debida principalmente a la situación de la misma Iglesia argen-

48 La marcha del Estado suponía un nuevo orden; éste podía imponerse gradualmente, pero no sin ejercer violencia (física o moral) sobre toda la añeja estructura social preexistente. Bien lo ha dicho Oszlak, al señalar la paradójica concepción del orden de la estatalidad emergente en su acción sobre la sociedad: “El aparecía entonces, paradójicamente, como una drástica modificación del marco habitual de las relaciones sociales. No implicaba el retorno a un patrón normal de convivencia sino la imposición de uno diferente, congruente con el desarrollo de una nueva trama de relaciones de producción y de dominación social”. OSZLAK, La formación... cit., pág. 28. 49 Uno de los primeros en hacer notar estos peligros fue Alberdi en su conferencia de 1880 titu- lada “La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual”, reproducida en NA- TALIO R. BOTANA y EZEQUIEL GALLO, De la república posible a la república verdadera (1880-1910), Buenos Aires, Ariel, 1997, págs. 153-157. 50 Véase CARLOS FLORIA, “El clima ideológico de la querella escolar”, en FERRARI y GALLO, La Argentina: del ochenta al centenario, cit., págs. 851-869; y JOSÉ CAMPOBASSI, Laicismo y catolicismo en la educación pública argentina, Buenos Aires, Gure, 1961. Para los antecedentes, cf. JUAN FERNAN- DO SEGOVIA, “Signo de contradicción: los avances del liberalismo laicista bajo la Presidencia de Avellaneda”, en Revista de Historia del Derecho, núm. 29 (2001), págs. 363-461. 51 Los estudios sobre la Iglesia se han incrementado pero no los del pensamiento católico en esta época. En cuanto a los primeros, son valiosas las síntesis de ERNESTO J. A. MAEDER, “La vida de la Iglesia”, y de ABELARDO LEVAGGI, “La Iglesia y sus relaciones con el Estado”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia Argentina, cit., t. V, págs. 277-312 y 313-344. Destaco, entre los segundos, el gran esfuerzo historiográfico de HORACIO SÁNCHEZ DE LORIA PARODI, autor, entre otros, de Las ideas político-jurídicas de Fray Mamerto Esquiú, Buenos Aires, Quórum-EDUCA, 2002; Félix Frías. Acción y pensamiento político, Buenos Aires, Quórum, 2004;

-26- tina–parcialmente aislada de Roma y dependiente del Estado_ pero también a las entrecruzadas corrientes que alimentaban el movimiento católico del siglo XIX: galicanismo en su versión regalista, liberalismo católico, catolicismo de- mocrático, etc.52. Y en tercer término, debe ponderarse la imprescindible referencia al magiste- rio de la Iglesia –conocido por lo usual tardíamente en estas costas_, que aquí se tendía a leer como favorable al acomodamiento liberal de las posiciones católicas locales. Magisterio que hay que considerar inclusive antes de León XIII, en todo lo que tiene de antimoderno53, como también a partir de éste y en sus dimen- siones tanto doctrinarias como diplomáticas (por caso, las tristemente famosas concesiones a la república francesa). En este sentido cabría preguntarse qué quedaba de la doctrina política católica tradicional, que, tengo la impresión, era un residuo casi inactivo, como la borra en una taza de café, que no se bebe sino por descuido. Comprometida con el ré- gimen, la lealtad de los católicos se quiebra cuando éste emprendió las reformas laicistas, comenzando por la educación común laica y llegando a la ley de matri- monio civil. La primera vino preparada por un Congreso Pedagógico en el que ya se advierte una clara tendencia anticatólica: la élite ha pasado de considerar al catolicismo como un factor de cohesión social a verlo como un peligro contra la democracia, la tiranía clerical. Por caso, Mitre publicó en La Nación una serie de artículos en los que sostenía que la oposición de los obispos constituía una subversión del orden jurídico-político establecido desde la independencia y con- solidado después de Pavón54. Esto es: primero la república, después la religión, siempre que cuadre con la primera.

El gobierno y los liberales recurrieron a la idea de tolerancia de raíz constitu- cional; a la diferente misión del Estado en relación a la Iglesia o la diferencia entre la colectividad y las creencias individuales; a la tesis de formar hombres aptos para la república mediante la enseñanza obligatoria, etc. Los católicos sostuvie- ron, por el contrario, que el pueblo argentino era católico, lo que contrastaba con el variadísimo pulular de sectas protestantes en los Estados Unidos; que no podía sostenerse el crecimiento material con la pobreza espiritual; que la formación

El pensamiento jurídico-político de Tristán Achával Rodríguez, Buenos Aires, Quórum, 2009; Indalecio Gómez y su época. Sus ideas político-jurídicas, Buenos Aires, Cathedra Jurídica, 2012; Apolinario Casabal, un jurista del ochenta, Buenos Aires, Quórum, 2013; Adolfo Korn Villafañe un jurista olvi- dado, Buenos Aires, Cathedra Jurídica, 2014. Por cierto, véase el capítulo de su autoría en este volumen. 52 Véase JUAN FERNANDO SEGOVIA, “Estrada y el liberalismo católico”, en Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, año VIII (2002), págs. 99-129; y JUAN FERNANDO SEGOVIA (dir.), Orí- genes y singularidad del liberalismo católico argentino, Mendoza, 1994-1996 (inédito). 53 Específicamente la encíclicaQuanta cura, de Pío IX, a la que sigue el famoso Syllabus, ambos de 1864, que resultan una crítica magisterial a la modernidad filosófica, ética, jurídica y política. 54 En ATILIO E. TORRASA, Mitre, paladín del laicismo, Buenos Aires, Ed.de Sarmiento, 1957, págs. 93-121.

-27- religiosa era indispensable para afianzar la república; que la desvinculación de la religión conducía a la idolatría de Estado; que se iba contra las disposiciones de la constitución, etc.55. El combate católico contra “la escuela sin Dios” lo era contra las ideas del gobierno y la clase política dominante, que tenía un rostro público tanto como una faceta discreta, esto es, masónica, lo que no es de extrañar pues en la gran mayoría de los procesos revolucionarios modernos han jugado un papel vital las sociedades secretas56. La derrota del sector católico envalentonó a los vence- dores que, antes del fin de la década, habían completado un notable cuadro de legislación anticatólica (registro civil, matrimonio civil, educación popular laica, derogación de los recursos de fuerza, secularización de los cementerios, etc.)57. La ley 1420 fue un capítulo en la Kulturkampf vernácula, que repetía las medi- das secularizadoras europeas, particularmente francesas –llamadas laicistas_, pero en las que también se percibe el lejano eco de la neutralidad religiosa yanqui58; se- cularización promovida y querida por la élite liberal59 como método de desplazar y anular la autoridad de la Iglesia, que no en otra cosa consiste la secularización60. El cuadro general es revolucionario. Por cierto que no se llegó formalmente a la separación de Iglesia y Estado61, aunque materialmente no se puede negar el pre- dominio gubernativo; pues, con todo, el ejercicio del patronato nacional (que ha llevado a hablar –exageradamente, a mi ver_ de la Iglesia Católica como una igle- sia nacional62), se vio reforzado con la reforma legislativa en torno a los tribunales

55 Un resumen de las argumentaciones, en LUCÍA LIONETTI, “La educación pública: escenario de conflictos y acuerdos entre católicos y liberales en la Argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX”, en Anuario de Estudios Americanos, vol. 63, núm. 1 (2006), págs. 77-106. 56 Cf. el clásico libro de AUGUSTIN COCHIN, Les sociétés de pensée et la démocratie. Études d’histoire révolutionnaire, Paris, Plon, 1921. 57 ANDRÉS R. ALLENDE, “Las reformas liberales de Roca y Juárez Celman”, en Revista de Historia, núm. 1 (1957), págs. 5-17. 58 Sobre la diferencia entre ambos casos, DANILO CASTELLANO, “Il problema de la laicità nell’ordinamento guiridico”, en Ordine etico e diritto, Napoli, Ed. Scientifiche Italiane, 2011, págs. 29-44. 59 Cf. ROBERTO DI STEFANO, “Por una historia de la secularización y de la laicidad en la Argenti- na”, en Quinto Sol, vol. 15, núm. 1 (2011), págs. 1-32. El historiador inscribe correctamente las reformas laicas en el proceso de secularización, pero niega que hayan sido liberales, pues éste es neutral en materia religiosa, lo que a mi juicio es un error, tanto a la vista de distinción de Castellano (en nota 58) como de la tesis de Burdeau (en nota 33). 60 Discuto el concepto en JUAN FERNANDO SEGOVIA, “Qué es secularización”, en Verbo (en prensa). 61 Que era aspiración de casi todos los liberales según el espíritu de la reforma moderna, como reco- nocía –entre otros_ en 1884 ARISTÓBULO DEL VALLE, Oraciones magistrales, Buenos Aires, Vaccaro, 1922, págs. 296-297. Había sido tesis de algunos católicos liberales (como Estrada) aunque censu- rada por otros (Félix Frías); véase JOSÉ MANUEL ESTRADA, “La Iglesia y Es­tado”, en La Iglesia y el Estado y otros ensayos políticos y de crítica literaria, Buenos Aires, W. M. Jackson Inc., c. 1929, págs. 9-84. 62 Así, MIRANDA LIDA, “Una Iglesia a la medida del Estado: la formación de la Iglesia nacional en la Argentina (1853-1865)”, en Prohistoria, año X, núm. 10 (2006), págs. 27-46; “Prensa católica y sociedad en la construcción de la Iglesia argentina en la segunda mitad del siglo XIX”, en Anuario de Estudios Americanos, vol. 63, núm. 1 (2006), págs. 51-75.

-28- de la Capital y los recursos de fuerza, que continuó el camino de la supremacía estatal sobre la autoridad eclesiástica63.

Concluyendo con el tema, volvamos a los argumentos. Los católicos deve- laron su fe en la república constitucional tanto como en la Iglesia Católica, por lo que –tironeados de ambos extremos_ no adujeron ser los defensores de la verdadera y única religión. Los liberales supieron encubrir su discurso con ra- zonamientos constitucionales y políticos, sin revelar la impronta masónica que los inspiraba, pues en 1883 el masón Club Liberal había difundido un proyecto de cinco puntos: enseñanza laica, matrimonio civil, registro civil, abolición del juramento y de los cementerios religiosos64. Salvo el cuarto, al final de la década el plan se había realizado y la revolución consumado. “Esta revolución se opera en el mundo –aseguraba el Club Liberal en una declaración de ese año_, esta victoria espléndida de la libertad humana contra la tiranía de los dogmas religiosos es el progreso máximo del derecho mientras la superstición se va”.

¿Liberalismo conservador?

No obstante lo visto, hay una tendencia historiográfica que califica al libera- lismo de entonces de conservador. Asumido que “conservadurismo” tiene varios significados –en política puede ser un hábito, un régimen de gobierno, puede referirse a una clase política y a una ideología_65, ha sido Botana quien ha insistido en su uso múltiple respecto de la generación del 80. En efecto, Botana sostiene que la mentalidad conservadora de aquellos hombres se formula primeramente como retardataria frente a la democracia plena (la república verdadera), que que- da encerrada en los límites de una democracia restrictiva (la república posible), la que, sin embargo, apuesta al potencial transformador y progresista de las fuerzas económicas, sociales y culturales. Su síntesis paradójica dice así: “Los grupos dirigentes, escépticos y conservadores en el campo político, fueron liberales y progresistas ante la sociedad que se ponía en movimiento”66. Antes que una ideología, ser conservador, para Botana, quiere decir tanto como no abrir el juego político a otros, defender “con métodos criollos el con- trol del poder político en manos de una clase social que se confundía con el

63 MIRANDA LIDA, “De los recursos de fuerza, o de las transformaciones de la Iglesia y del Estado argentinos durante la segunda mitad del siglo XIX”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, núm. 26 (2004), págs. 47-74. 64 En AUZA, Católicos y liberales en la generación del ochenta, cit., págs. 236-237. El Club Liberal en 1881 se había reorganizado como Logia Docente, eligiendo a Sarmiento por Gran Maestre y a Leandro N. Alem como Vice Gran Maestre. Véase ATAÚLFO PÉREZ AZNAR, “Esquema de las fuerzas políticas actuantes hasta 1890”, en Revista de Historia, núm. 1 (1957), págs. 43-46. 65 Véase JUAN FERNANDO SEGOVIA, “El liberalismo revolucionario en Argentina y la república posible, ¿conservadora y progresista?”, en Fuego y Raya, núm. 2 (2010), págs. 129-166. 66 BOTANA, El orden conservador, cit., pág. 13.

-29- patriciado y la aristocracia gobernante”67. Lo que encierra un giro conceptual, porque si conservador es primero un rasgo del régimen político, ahora pasa a ser un problema de clase o de élite: se refiere a un grupo social que saca provecho de una posición expectante que le resulta favorable. Botana ha usado del término en este sentido cuando afirma que la república restrictiva alberdiana –que ideológi- camente sustenta el régimen del 80_ se montó sobre un sistema de “hegemonía gubernamental” que restringía la circulación del poder político a una clase: “los únicos que podían participar en el gobierno eran aquellos habilitados por la ri- queza, la educación y el prestigio”. Con este alcance, conservador es sinónimo de oligarquía, de una clase social que convertida en grupo político se erige en gobernante en beneficio propio o con exclusión de todo otro sector opositor68. En cuanto al conservadorismo como ideología política, ha sido Dardo Pérez Guilhou quien ha insistido en este uso, considerando poco feliz llamar orden conservador al régimen del ochenta porque en realidad fue una república liberal aristocrática69. Para Pérez Guilhou lo que caracteriza el ser conservador no es sólo una actitud o un hábito contrario al cambio, sino un conjunto de valoracio- nes respecto del hombre, de la sociedad y del Estado, que define conductas polí- ticas. El ejemplo más claro y notable en la historia de las ideas políticas argentinas parece encontrarlo en el pensamiento de Alberdi70. Yo mismo, en otra ocasión, he distinguido un conservadorismo vernáculo entre las corrientes ideológicas del ochenta, junto al liberalismo, el catolicismo y el radicalismo democrático71; y he visto en Carlos Pellegrini el caso típico72. No cabe duda de la legitimidad del empleo del término conservador como ideología: hubo un conservadorismo liberal en el seno del liberalismo dominante que responde a lo que los historiadores y teóricos definen como tal73; tampoco la hay del empleo de conservador para mentar a una clase o grupo dominante que se aprovecha del régimen (vulgarmente, oligarquía)74, aunque puedan establecer- se matices y diferencias individuales, sociales y sectoriales. El problema está en el uso de conservador para denotar el carácter antidemocrático de la élite, en la naturaleza políticamente restrictiva de la república posible que embarga el adve- nimiento de la verdadera.

67 BOTANA, El orden conservador, cit., pág. 14. 68 BOTANA, El orden conservador, cit., págs. 71-79. 69 En la entrevista reproducida en MARCELO MONTSERRAT (comp.), La experiencia conservadora, Buenos Aires, Sudamericana/Fundación Argentina, 1992, pág. 113. 70 DARDO PÉREZ GUILHOU, El pensamiento conservador de Alberdi y la constitución de 1853, 2ª ed., Mendoza, Ediunc, 2003. 71 SEGOVIA, “El liberalismo argentino de la generación del ochenta”, cit. 72 SEGOVIA, El pensamiento político y económico de Carlos Pellegrini, cit. 73 Por ejemplo, RUSSELL KIRK, The conservative mind, 7th ed., Chicago & Washington DC, Regnery Books, 1986, cap. I; y WILLIAM R. HARBOUR, El pensamiento conservador, Buenos Aires, GEL, 1985. 74 Cf. JORGE SÁBATO, La clase dominante en la Argentina moderna, Buenos Aires, CISEA-GEL, 1988, que ejemplifica holgadamente esta posición historiográfica.

-30- Teniendo en cuenta lo dicho más arriba sobre la élite gobernante podría sos- tenerse que en estos años, la opción política se mantuvo relativamente abierta de un modo que podría llamarse conciliador: la república representativa, de hecho restrictiva, esperaba democratizarse gracias a la confianza en la educación públi- ca como generadora de ciudadanos. Más aún: en cierto momento se advirtió la importancia institucional de los partidos políticos como canales de la voluntad popular con fuerza representativa; aunque cuando las ideas democráticas se ex- tremaron hasta sostener el imperio absoluto de las mayorías, no se pasó del plano retórico ideológico y se conservó el liberalismo como escuela de fines del gobier- no popular. Claro ejemplo es la mélange ideológica de los revolucionarios del 90. Así, la afirmación de Botana se entiende mejor: no hay contradicción entre una política de élite (república posible) y una democracia social, entre la restricción de la acción política y el fomento del progreso social. En la ideología liberal de la época eso era moneda corriente. Sin embargo, notamos ahora que el problema es otro y atañe al uso del tér- mino conservador en su sentido primario, esto es como opuesto a los cambios por el amor a las bondades y primicias del presente75. ¿Fue así el liberalismo de la empresa del 80?

Liberalismo revolucionario

En otras ocasiones he sugerido una tesis que resuelve el dilema: el liberalismo del 80, al igual que el anterior de la organización nacional, aliado del Estado, re- volucionó la sociedad, la trastocó completamente para darle la forma ideológica querida y apropiada a la vigencia de las demandas liberales. Puede decirse que es ésta otra paradoja de nuestra historia: el orden políticamente conservador fue cultural y socialmente revolucionario. La idea de revolución76denota un nuevo origen, vinculado íntimamente a la libertad negativa (como fin en sí mismo), generado por la violencia (física o mo- ral) e impulsado por la fuerza dominante de la historia entendida como progreso, es decir, como proceso de revelación y concreción de una verdad abstracta y universal. En la imposición de su voluntad, que es imposición del progreso, el

75 Como lo entiende, por caso, MICHAEL OAKESHOTT, “Onbeingconservative”, en Rationalism in politics and otheressays, New York, Basic Books, 1962, pág. 169, el conservadorismo es la disposi- ción que lleva al hombre a “preferir lo familiar a lo desconocido, lo practicado a lo que no se ha probado, el hecho al misterio, lo actual a lo posible, lo limitado a lo que no tiene contención, lo próximo a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, el risueño presente a la felicidad utópica”. 76 Para el concepto de revolución, además del citado libro de ARENDT, Sobre la revolución, cit., véase FRANCOIS FURET, El pasado de una ilusión, México, FCE, 1995; ERIC J. HOBSBAWM, “La revolución”, en ROY PORTER y MIKULÁSTEICH (ed.), La revolución en la historia, Barcelona, Crítica, 1990, cap. I; y JULES MONNEROT, Sociología de la revolución [1969], Buenos Aires, Eu- deba, 1981.

-31- Estado violentó los derechos consagrados de la Iglesia Católica, desconoció los derechos a los gauchos y a los nativos, o propuso el parto del nuevo ciudadano por la instrucción popular laica y obligatoria, etc. En este sentido, el liberalismo fue revolucionario por la profunda influencia del dogma del progreso. Frente a visiones más moderadas y apaciguadas del progreso, el frenesí y la ve- hemencia de la época por avanzar, crecer y progresar es indudable. La revolución se presenta como una transformación súbita y repentina, instrumento de acelera- ción del tiempo por obra de la voluntad humana, un atajo violento, un repentino avance incontenible que remueve todo obstáculo. Basta echar una mirada a la producción legislativa para advertir que nada se asemeja al inmovilismo jurídico conservador sino, antes bien, el derecho –rectius, la ley_ es siempre nuevo/nueva y cambiante para dar bases legales a todas las novedades y transformaciones que se querían implementar. Se trata del absolutismo jurídico generado por el Estado77, que corre a la par del absolutismo político, aunados ambos en la formación del absolutismo cultural. Por dondequiera se lo mire, la ley liberal, el Estado liberal y la cultura liberal fueron revolucionarias.

La república posible, es decir, la república liberal

El progreso importaba violencia sobre la tradición, sobre la antigua manera de ser, sobre hábitos, costumbres y formas adquiridas; y, en la época del 80, tam- bién violencia sobre la religión católica. Para eso era indispensable contar con un pueblo manso o doblegado, pues de otra manera no podía abrirse camino la tentación de creer que éramos arcilla en las manos de alfareros, un país modelable de acuerdo a los fines de progreso que impusiera la élite gobernante. Entonces, el orden conservador estaría bien definido por Botana: restrictivo en lo político, abierto en lo social. Aparentemente, así fue. Sin embargo, una nueva digresión se impone. La apertura social del orden conservador se hizo a costa de la vieja sociedad; esto es, la renovación social implicó la sepultura de las viejas formas y su reemplazo por otras nuevas más acordes con las exigencias del Estado liberal constitucional implantado y hasta entonces casi no practicado. De donde, el progreso gestionado estatalmente supuso la puesta en marcha de una enorme cantidad de políticas económico-sociales, culturales e institucionales marcadamente revolucionarias. El resultado es asombroso: un orden conserva- dor en lo político, liberal en lo ideológico y revolucionario en lo sociocultural en tanto que progresista. Por tanto, la sola idea de un orden conservador como típico del ochenta, es inexacta o imperfecta para darnos un concepto más o menos claro y abarcador de las dimensiones de ese régimen. Debería hablarse, en todo caso, de un orden

77 JOSÉ MARÍA DÍAZ COUSELO, “Pensamiento jurídico y renovación legislativa”, en Academia Nacional de la Historia, Nueva Historia de la Argentina, cit., t. V, págs. 363 y ss.

-32- liberal marcadamente revolucionario y solamente conservador en la esfera po- lítica, específicamente en las definiciones concretas de quienes eran los gober- nantes. Luego, la tensión entre república posible y república verdadera78 desnuda más bien una errada perspectiva historiográfica, un anacronismo en los juicios contemporáneos, no una contradicción sentida en aquellos años.

La república posible era la única república viable; la otra, la supuesta repúbli- ca verdadera, de participación popular ampliada y libertad electoral sin mengua, con partidos políticos ordenados y pacíficos que se alternaran en el poder y se controlasen recíprocamente, no era ni política (porque era imposible) ni histórica (pues no había posibilidades reales de realización). La república verdadera es una construcción ideológica: ideología de ciertos actores de entonces, como Alberdi y Sarmiento, Mitre y Alem, que soñaban con esas playas democráticas que creían impolutas en Francia o la América del Norte; e ideología de ciertos historiadores contemporáneos –como Halperín Donghi_ que nos creen destinados (tal nuestro “destino manifiesto”) por origen a realizar la democracia y vivir en ella79. Lo que existe es la república posible o, como escribe Elías Palti, “la república verdadera no tiene historia. Sólo su cuerpo empírico real, que es su reflejo inde- fectiblemente defectuoso, la tiene”80.

Apreciaciones finales

Comencemos por una lectura de la historiografía argentina. No puede negar- se el éxito de la escuela historiográfica inaugurada por José Luis Romero hace casi siete décadas, y que se continúa hasta hoy, que impuso la escritura de la historia argentina desde una perspectiva ideológica demoliberal que ve en los hechos y en las ideas el enfrentamiento entre un principio liberal y otro autoritario81. La ten- dencia whig es, sin embargo, un ejemplo de reduccionismo idealista de la multipli- cidad de lo real, que acaba en una suerte de maniqueísmo secular –porque desde el comienzo el buen historiador debe ser del bando liberal, no del autoritario_,

78 Que parece ya un tópico historiográfico argentino; así, recientemente, se ha vuelto a hablar de una democracia posible en oposición a una república verdadera, recurriendo a las teorías de la Revista Argentina de Ciencias Políticas de Rodolfo Rivarola aparecida en 1910. Véase DARÍO ROLDÁN (comp.), Crear la democracia, Buenos Aires, FCE, 2006. 79 TULIO HALPERÍN DONGHI, La república imposible (1930-1945), Buenos Aires, Ariel, 2004, pág. 19, sostiene una interpretación de la historia argentina a partir de un a priori, una tendencia o ley que nos enseña que los hechos se encaminan “a la construcción de la democracia como clave de bóveda del país moderno”. 80 ELÍAS J. PALTI, “¿De la República posible a la República verdadera? Oscuridad y transparencia de los modelos políticos”, en historia.com. Aunque el autor sostiene, en el fondo, una idea diferente de la nuestra, el juicio citado es exacto. 81 JOSÉ LUIS ROMERO, Las ideas políticas en Argentina [1946], 4ª ed., 4ª reimpresión, Buenos Aires, FCE, 1983, págs. 10-11.

-33- puesto que adopta y adapta, en el fondo, la escatología cristiana para servir a una historia con fines políticos mundanos. Sin embargo, y por la misma razón –esto es, su maniqueísmo idealista_ no ha tenido la misma suerte el segundo eje de análisis propuesto por Romero: la desconexión histórica entre la teoría y la realidad82, que conlleva una ideologiza- ción del pensamiento político por la generación de ideas aisladas de los hechos. Este fenómeno explica que el historiador –apegado de antemano a un proyecto político liberal_ no indague las causas de una realidad que se muestra tercamente resistente a esquemas racionales. Por eso este estudio sobre el ochenta ha querido retomar el segundo eje de Romero sin aceptar el primero. Si el historiador no está infectado de maniqueís- mo, debe preguntarse sobre lo que verdaderamente fue el 80, teniendo como registro evidente el conflicto entre las metas ideológicas y las realizaciones prác- ticas, entre las ideas y la realidad. El buen historiador sabrá ver el agotamiento del proyecto político racionalista (liberal y conservador, progresista y revolucio- nario), nacido en el 37, plasmado en el 53 y consagrado en el 80; sabrá también preguntarse si el método –ora político, ora historiográfico_ de pensar (imaginar) la realidad e imponerle luego lo pensado, de idear sistemas y forzar la realidad a que los soporte, no ha demostrado ya, hoy día, su falsedad. En última instancia, tengo la impresión de que la historiografía whig es incapaz de resistir el objeto de su estudio, la historia misma.

Volviendo entonces sobre la generación del 80, el resultado de nuestra inda- gación exige que repitamos el juicio arriba formulado: fue un orden conservador en lo político, liberal en lo ideológico y revolucionario en lo sociocultural pues fue progresista; que la sola calificación de conservador es imperfecta para darnos una perspectiva históricamente abarcadora de las dimensiones del régimen; que, con más propiedad, entonces, cabe hablar de una organización liberal marcada- mente revolucionaria, que fue conservadora únicamente en la esfera política, en lo tocante a la élite. Y que todo esto fue así sin que se notaran graves contradic- ciones en la superficie aunque las suscitara en el fondo –espiritual o ideológico_ de la época. La aparente ausencia de contradicciones se ve claramente en el generoso ba- lance del pasado que hizo el ministro Indalecio Gómez al defender la reforma electoral en 1912. Refiriéndose a los méritos del antiguo régimen, dijo que tenía sus defectos, pero que entre sus virtudes había que contar el haber traído “hom- bres eminentes al Congreso” y contribuido a la “formación de las clases conser- vadoras del país”, acumulado la energía y la voluntad para resistir a “todos los embates de la anarquía, de la revolución, del desorden”. Conservar esa clase en el poder, continuarla con mejores métodos de selección, ese era el propósito de

82 Dice ROMERO en Las ideas políticas en Argentina, cit., pág. 11, que al duelo entre los principios liberales y autoritarios lo acompaña otro igualmente dramático “entre la realidad y la estructura institucional”, de modo que ésta está como superpuesta a “una realidad que apenas la soporta”.

-34- la nueva ley. Si hasta Victorino de la Plaza mantendría la esperanza, aunque con menor optimismo, cuando redujo la cuestión a términos materiales: la estabilidad de las instituciones _ dijo en un mensaje al Congreso_ dependía de la estabilidad de los partidos83. Pero el discurso continuista no alcanzaba a apagar los conflictos de fondo que la empresa del 80 había engendrado. Porque lo cierto es que la sociedad, en tres décadas, había cambiado de conformación: el aumento de la población y del contingente inmigratorio, su mala distribución, el crecimiento de las riquezas y la supuesta inserción provechosa de la economía argentina en el mercado mundial, la aparición de tendencias políticas hostiles, como el anarquismo y el sindicalismo revolucionario, con su trayectoria de huelgas y atentados, daban la sensación de asistir al alumbramiento de un nuevo país con nuevos apremios y problemas84.

¿Podía el sistema político conservarse –como pretendía la nueva ley electoral_ ante tamaña transformación en sus raíces? Un balance anticipatorio ofreció en 1910 Benjamín Matienzo, liberal de muchas mutaciones, cuando acusaba a la dirigencia de actuar con mala fe, de estar formada por ineptos para el gobierno, y advertía la inexistencia de una opinión pública vigorosa85. Y año antes Estanislao Zeballos había ya escrito que la organización constitucional había fracasado en la práctica y que todo lo andado desde 1810 estaba comprometido86. Este clima de desconcierto y de reacción, de desesperanza y de regeneración, causaría la más profunda crisis institucional, una crisis espiritual en la clase go- bernante, que acabaría por entregar el poder a la oposición intransigente. Por eso, cuando lo que quedaba de la élite se hartó del personalismo radical, produjo la revolución del 30 con la promesa restauradora de los restos del ochenta. Había llegado el fin, pero ésta es otra historia87.

83 Los testimonios, en BOTANA, El orden conservador, cit., págs. 217 y ss. 84 Véase HORACIO RIVAROLA, Las transformaciones de la sociedad argentina y sus consecuencias institucio- nales, Buenos Aires, Coni Hnos., 1911. 85 JOSÉ NICOLÁS MATIENZO, El gobierno representativo federal en la República Argentina, Madrid, América, 1910, reeditado como El régimen federal – republicano, Buenos Aires, Secretaría de Cultura de la Nación/Ed. Marymar, 1994, cap. XVIII, págs. 217-221, titulado “La moral y la política”. 86 Un cuadro abarcador de la nueva condición, en BOTANA y GALLO, De la república posible a la república verdadera, cit., págs. 79-123. 87 He propuesto esta lectura del 30 en JUAN FERNANDO SEGOVIA, “La revolución de 1930. Entre el corporativismo y la partidocracia”, en Revista de Historia Americana y Argentina, Año XXVI, Tercera Época, núm. 41(2006), págs. 7-50.

-35- -36- ROCA, LA GENERACIÓN DE 1880 Y “LA POLÍTICA DE ESTADO”

ALFREDO M. DE LAS CARRERAS*

Julio Argentino Roca nació en Tucumán en 1843; a los l6 años formó parte como artillero de los ejércitos de la Confederación. En condición de oficial partici- pó en la guerra contra el Paraguay en el ejército de la Triple Alianza. Fue ascendido a coronel en 1872, luego de combatir contra la sublevación de López Jordán. En 1874 fue ascendido a general durante la sublevación del general Mitre contra el presidente Sarmiento al derrotar al general Arredondo en Santa Rosa; tenía 31 años. Era comandante de la Frontera del Interior cuando el presidente Avellaneda ordenó la Campaña del Desierto en 1975, poniéndola a cargo del mi- nistro de Guerra y Marina Adolfo Alsina, quien murió al año siguiente; le sucede Roca, el cual llegó hasta el Río Negro. Fue presidente de la República entre 1880 y 1886, condujo el gobierno con firmeza y pudo decir a su finalización en el mensaje al Congreso que en su ges- tión “no había informado guerras civiles ni un solo día de estado de sitio ni con- denado a un solo ciudadano a la proscripción pública”1. En 1898 fue nuevamente elegido Presidente. Su lema en ambas presidencias fue Paz y Administración. En lo económico Roca se declaró liberal y en lo polí- tico propiamente dicho fortaleció el poder presidencial, afirmando la autoridad nacional. Pudo decir al retirarse de la vida pública: “He contribuido en algo al afianza- miento de las instituciones, a aumentar el dominio del Estado, a consolidar la paz interna y externa, sin menoscabo del honor nacional”2. Murió en 1914.

* Abogado. Profesor Consulto de Derecho Internacional Público de las Facultades de Derecho de la Universidad Católica y del Museo Social Argentino. Profesor Titular de DIP de la Facul- tad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, 1976-94. Miembro de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro y de la Academia del Mar. Consejero del Centro de Estudios Estratégicos de la Escuela de Guerra Naval. Miembro de la Sociedad Científica Ar- gentina y de International Law Association. Caballero de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén. Publicaciones: Curso de DIP .Centro de Estudiantes de Derecho, 1972. Artículos en las revistas de las facultades a las que pertenece y del Colegio de Abogados de Buenos Aires, entre otros, Los hielos Patagónicos Argentinos, C. de Abogados, t. 58, 1998; América, la Invención de Castilla, Techint, 1993; La Nueva Guerra, C. de A., t. 61, 2001; Terrorismo y Guerra Preventiva, C. de Abogados, 2002; El Derecho del Mar en los Tiempos de Paz. UCA, t. 56, 2002; La Ciencia, la Violencia y la Conciencia en el siglo que finaliza, Anales Tomo I Academia de C y A. De San Isidro, 2001. 1 CARLOS A. FLORIA y CÉSAR GARCÍA BELSUNCE, Historia de los argentinos, t. 2, pág. 182. 2 ISIDORO RUIZ MORENO, Estudio sobre Historia diplomática argentina, pág. 120.

-37- La generación de 1880 Mucho se ha escrito en favor y en contra de la posibilidad de hablar histórica y científicamente sobre la existencia o no de generaciones políticas individualizadas en el tiempo. Opiniones que no vamos a analizar en el presente trabajo; solamen- te nos vamos a limitar a si es posible demostrar que ha existido un fenómeno socio-político que nos permita asegurar la existencia de una generación argentina que muchos distinguen como la Generación del 80. Tres condiciones, a nuestro juicio, serían necesarias para poder calificar una generación política: coetaneidad, coincidencia en el pensamiento y accionar con- juntamente. Coetáneo, según definición de la Real Academia, aplícase a las personas y a al- gunas cosas que viven o coinciden en una misma edad o tiempo. Para pertenecer a una generación hay que ser contemporáneo y tener cierta coincidencia en la edad. Puede no importar el lugar, aunque en política es determinante; en otro tipo de generaciones como son las filosóficas, literarias, etc., ello no es necesario. Coincidencia en el pensamiento, por supuesto que en lo básico, en lo funda- mental; debe haber una afinidad en lo que se piensa, una similitud de propósitos y de objetivos. Debe existir una identidad en la formación político_filosófica o, cuanto menos, una diversidad que no conlleve a una oposición radical. En la ge- neración hay una similitud en analizar las causas y las soluciones. Accionar conjuntamente: Es prácticamente imprescindible cuando se trata de una generación política; significa actuar con sus iguales, coincidencia temporal en el obrar, apoyo mutuo en la acción. Puede haber distintos enfoques o variaciones, pero en temas secundarios, que no sean fundamentales, que no rompan la unidad con relación al objetivo buscado.

La generación política puede o no tener un líder indiscutido, pero lo que necesita imprescindiblemente son ideas fuerza, generales, de coincidente inter- pretación y aplicación. La generación del 80 ha tenido un conductor, cuya acción decidida aparece no bien se examina el acontecer histórico. Indudablemente su líder fue el general Julio Argentino Roca. Su pensamiento y objetivos fueron apoyados por sus con- temporáneos identificados dentro de una misma joven edad; téngase en cuenta que Roca asumió la presidencia cuanto tenía 37 años. Se la distingue como la “del 80” porque precisamente en ese año el general Roca asume su primera presidencia; fue un “abrir la puerta” a los miembros de su generación, para integrar un gobierno identificado con una política que significó un “giro copernicano”: organizar definitivamente la nación y plantear la necesidad de tener Políticas de Estado, dejando de lado las luchas civiles. Había en la “nueva generación” que comenzaba a actuar una diferencia concreta con respecto a las anteriores.

En las dos presidencias de Roca, 1880-1886 y 1898-1904, su autoridad, co- nocimientos y decisión, y el apoyo de su generación, dan cuenta cabal de la

-38- importancia que tuvieron en el ordenamiento y modernización del país, co- locando a la Argentina entre los principales países del mundo a principios del siglo XX. Es cierto que la clarividencia de Urquiza al convocar la Constituyente de 1853 y las presidencias de Mitre y especialmente las de Sarmiento y Avellaneda, fueron importantes antecedentes para que la generación que habría de sucederles, la “del 80”, sacara enseñanzas de las luchas civiles y desencuentros pasados y razonara ante el porvenir que se presentaba. Había llegado el tiempo de organizar el país, no era posible demorar más.

La cacterística principal de la Generación del 80, fue indudablemente la ne- cesidad de consolidar la nación, dictando las leyes y fundando las instituciones necesarias para completar su organización definitiva y colocar a la Argentina a la altura de los Estados contemporáneos. Es indudable que la conducción de Roca fue determinante.

Entre los miembros políticos de la Generación del 80 podemos citar, agre- gando la fecha de nacimiento para que se afirme la idea generacional, a: San- tiago Estrada (1841), José Manuel Estrada (1842), Roca, Goyena, Achával Rodríguez y Cambaceres (1843), Eduardo Wilde (1844), Pellegrini y Juárez Celman (1846), Francisco Ramos Mejía y Aristóbulo del Valle (1847), Lucio N. López (1848), José María Ramos Mejía (1849), Miguel Cané y Roque Sáenz Peña (1851), Francisco P. Moreno y Eduardo Holmberg (1852), Manuel Po- destá (1853), Estanislao Ceballos y Florentino Ameguino (1854), Agustín Ál- varez (1857), Figueroa Alcorta y Ocantos (1860) Martín García Merou (1862), José Miró (1867)3. Tuvo ministros de Relaciones Exteriores de envergadura inigualable: José A. Terry, Luis María Drago, Norberto Quirno Costa, Joaquín V. González, Victorino de la Plaza, Luis María Drago, José A. Terry, Francisco J. Ortiz y Amancio Alcorta.

La federalización de Buenos Aires. La elección de Roca

Para Roca, como él mismo lo reiterara, no podía hablarse de nación sin tener una ciudad capital. Los tres primeros presidentes surgidos de la Constitución de 1853/60 habían sido “huéspedes” de la provincia de Buenos Aires, por carecer el Poder Ejecutivo de sede autónoma para al ejercicio independiente de las faculta- des que la Constitución le otorga; la máxima autoridad nacional quedaba limitada en sus funciones, sin la libertad necesaria. Era un déficit insalvable frente al país mismo y en las relaciones con los demás Estados. Varios habían sido los intentos de leyes para consagrar una capital. La ciudad de Rosario fue vetada en tres oportunidades: una durante la presidencia de Mitre,

3 HEBE M. Campanella, La generación del 80, pág. 23.

-39- en septiembre de 1868, y dos por Sarmiento en julio de 1869 y septiembre de 1873. Villa María en Córdoba fue propuesta y vetada por Sarmiento en septiem- bre de 1871. Evidentemente los antecedentes históricos y políticos de la ciudad de Buenos Aires eran determinantes4. La muerte de Alsina en 1878 posibilitó llevar adelante la idea de federaliza- ción de la ciudad de Buenos Aires, circunstancia que el presidente Avellaneda aprovechó para enviar al Congreso el 24 de agosto de 1880 el proyecto de ley. Tejedor, gobernador de la provincia de Buenos Aires, se negaba a ceder su ciudad capital, siguiendo la política de Alsina y de anteriores gobernadores, oponiéndose por la fuerza. En el Congreso Nacional el despacho de capitalización fue apoyado por los “roquistas”. La ley quedó aprobada el 20 de septiembre y la legislatura de la Provincia lo hizo por 36 votos a 4.

Finalizada la lucha por la federalización de Buenos Aires, se intensificó la campaña electoral de las candidaturas a Presidente. El interior quería romper la hegemonía porteña de tantos años, imponiendo un candidato de su origen. Lo consiguió con la candidatura del general Roca, proclamado por la Liga de Go- bernadores.

Roca asumió el 12 de octubre de 1880, acompañado por Francisco B. Made- ro como vicepresidente. Su lema Paz y Administración, caracterizó su gobierno, demostrando su sensibilidad política sobre las necesidades urgentes del país y el porqué del apelativo de “zorro” con que se lo conoció. El éxito de su gestión lue- go de los primeros años hizo olvidar la rivalidad entre porteños y provincianos y confirmó su preocupación por el orden.

El Estado y las “Políticas de Estado”

El Estado, desde el punto de vista jurídico, tiene existencia “cuando el pueblo se encuentra establecido en un territorio fijo, bajo su propio gobierno soberano”. En consecuencia son cuatro sus elementos necesarios: población, territorio, go- bierno y soberanía.

Población, es el conjunto de familias, que habitan un territorio fijo.

Territorio, es el espacio donde el pueblo está asentado, independiente de su extensión y sus condiciones naturales

Gobierno, es la organización encargada de administrar, dictar las leyes, hacerlas cumplir y juzgar.

4 ISIDORO J. RUIZ MORENO, La Federalización de Buenos Aires, pág. 91 y sigtes.

-40- Soberanía, significa autoridad plena, suprema, no depender de ninguna otra au- toridad. El Derecho Internacional impone a los Estados, en general, ciertas reglas de cumplimiento obligatorio en sus relaciones recíprocas, pero ello no implica una sumisión del poder soberano.

Las Políticas de Estado son acciones gubernamentales referidas y con inciden- cia directa en uno de los elementos constitutivos del Estado; caso contrario nos encontramos en presencia de Políticas de Gobierno. La Política de Estado tiene una jerarquía superior a la Política de Gobierno, porque si bien ambas tienen el mismo origen, la primera incide directamente en las condiciones básicas del Estado, las reglamenta y reafirma; en cambio la Política de Gobierno, se refiere a programas electorales o acciones de coyuntura, desvinculados de los elementos constituti- vos del Estado. Las Políticas de Estado por su propia naturaleza tienen vigencia en todo el territorio nacional y se desarrollan la mayoría de las veces en gobiernos consecutivos, en cambio las Políticas de Gobierno, no. La ley 1420 dictada en 1884 no derivó de una Política de Estado porque su vi- gencia abarcaba únicamente los territorios sometidos a la potestad del Gobierno Nacional. El gobierno de Mitre, por las circunstancias que atravesaba el país, tenía difi- cultad para implementar Políticas de Estado. Sarmiento, en cambio, pudo concretar algunas, como la de oponerse a las pretensiones chilenas a la ; la crea- ción de la primera escuadra denominada “Escuadra de Sarmiento”; la fundación de la Escuela de Náutica, hoy Escuela Naval; tratados de extradición con Italia, , Uruguay, Brasil y Gran Bretaña; sobre Asilo, Amparo Diplomático, etc. No es aventurado pensar que Sarmiento, por las razones apuntadas y la experiencia derivada de sus viajes, fuera el inspirador de la Generación del 80.

El presidente Roca, al asumir el gobierno nacional, necesitó apelar a Políti- cas de Estado para poder organizar definitivamente la república. Las principales de ellas concebidas e iniciadas por Roca en su Primera Presidencia en 1880 se extienden en su faz principal hasta la finalización de su Segunda Presidencia en 1904, aunque algunas, por su propia naturaleza, se continuaron por un tiempo.

Primera presidencia de Roca. Sus “Políticas de Estado”

No es de extrañar que Roca tuviera prestigio ante el electorado. Las razones fueron múltiples: el éxito de la Campaña del Desierto; la necesidad de poner fin a las luchas civiles y las revoluciones; su decisivo apoyo a la federalización de Bue- nos Aires; sus ideas expuestas sobre la organización y modernización del país, y la circunstancia de ser un hombre del interior sin resentimientos. Su actuación como militar y su intervención prudente en los conflictos, también fueron una garantía para llevarlo a la primera magistratura. Tenía 37 años cuando inició el mandato por el período 1880-1886. Su razonamiento explícito había sido: “no

-41- vengo inconscientemente al poder; conozco el camino y sus escollos”. “Se trata de saber si somos o no una nación organizada”5 .

Roca juró como presidente el 12 de octubre. Al asumir manifestó: “Necesi- tamos paz duradera, orden estable y libertad permanente”; y agregó: “Trataré de conservar la buena armonía con nuestros vecinos…. Y respecto de aquellos con los que tenemos dificultades de límites pendientes, procuraré que se resuelvan dignamente, sin ceder en lo más mínimo lo que entienda que afecta la dignidad o los derechos e integridad de la República”. Los tres presidentes constitucionales que lo habían precedido, a pesar de la conciencia de la debilidad que caracterizaba el ejercicio del Poder Ejecutivo Na- cional, no pudieron revertirlo, aun cuando contaban a su favor con las cláusulas constitucionales. Existían situaciones que era necesario superar, como: la caren- cia de un asiento territorial propio que recién se solucionó pocos días antes de que asumiera el general Roca; un ejército y sus miembros que intervenían en política sin limitación alguna; un Estado Nacional prácticamente ausente en la prestación, contratación y control de servicios públicos esenciales; una casi nula presencia en la provincias; falta de políticas referidas a la organización política, administrativa y económica de la nación, etc.

Roca tenía plena conciencia de que era urgente tomar medidas al respecto; su gran mérito fue definirlas y ponerlas en ejecución. Entrevió que la concreción de esas políticas excedería los seis años de su mandato y por lo tanto, deberían ser continuadas por los presidentes que lo sucedieran, por eso deberían ser verdade- ras Políticas de Estado. La historia y el tiempo le dieron la razón. Su figura perma- nece como uno de los grandes forjadores de la Argentina moderna.

Las principales Políticas de Estado que puso en ejecución fueron:

• Cuestiones de límites. Definir el alcance del territorio argentino. No desconocía que las negociaciones territoriales son siempre complicadas. El caso de la Patagonia y su frente marítimo fue una de sus mayores preocupaciones por la obstinada actitud de los gobiernos chilenos.

• Comunicación territorial. Desarrollar el sistema ferroviario con el doble propósi- to de afirmar unión territorial y explotar la inmensa riqueza agropecuaria que se intuía.

• Inmigración y colonización. La escasa población existente frente a la inmensidad del territorio nacional hacía imprescindible fomentar la llegada de inmigrantes para ayudar a la explotación de las potenciales riquezas, al tiempo que conso- lidar su ocupación.

5 GUSTAVO G. LEVENE, Nueva Historia Argentina, t. IV, pág. 103.

-42- • Construcción de puertos. El porvenir de la Argentina era para Roca facilitar el comercio exterior y comunicarse con los terceros países.

• Mar argentino. Su defensa y navegación.

• Antártida. Su ocupación permanente.

• Capital federal. Su organización y administración.

• Apoyo a la producción agropecuaria. Intensificar la producción agropecuaria que en casos no cubría las necesidades nacionales.

• Desarrollo de la producción industrial. Promover la inversión de capital extranjero y la radicación de empresas industriales y comerciales para el tratamiento de materia prima nacional.

La “Política de Estado” de las Cuestiones de Límites

La Argentina no tenía resuelto en 1880 los límites con los países vecinos: Bolivia, Brasil, Paraguay, Uruguay y Chile. Con Bolivia, Roca suscribió dos protocolos los años 1902 y 1904, que fueron rechazados por el Senado argentino en 1910 conforme a los Tratados de 1889 y 1893. Con Brasil la política de Roca creando la gobernación de Misiones obligó a llegar a un arreglo; los trabajos de demarcación en los años 1901 a 1904, de acuerdo al laudo del Presidente Cleveland de los Estados Unidos, se ejecutaron en su presidencia. Con Paraguay, habiendo intervenido en la guerra como oficial de la Triple Alianza y con Uruguay no tuvo intervención directa sobre las cues- tiones pendientes, que se resolvieron años después. La cuestión de los límites con Chile fueron dos: en la Patagonia y en la Puna de Atacama. En ambas intervino el gobierno de Roca. En la Puna de Atacama, los presidentes Roca y Errázuriz suscribieron dos actas en 1898, pero no hubo acuerdo, sometiéndose al laudo de una comisión formada por un representante de cada país y el ministro plenipotenciario de los Estados Unidos,William I. Buchanan. Sobre 71.000 km2, 59.000 le correspon- dieron a la Argentina y 12.000 a Chile. Posteriormente, de común acuerdo se resolvió el límite en la zona del cerro Zapaleri.

La mayor preocupación de la presidencia de Roca fue el límite con Chile en la Patagonia, que estuvo signado por las ambiciones chilenas. Alguien destacó que la política del país transandino consistió en ocupar territorio y luego negociar. Tanto Sarmiento como Avellaneda habían defendido la soberanía argentina sobre la Patagonia, sus acciones guardan una relación de intransigencia y uni- dad contra las pretensiones de Chile. Roca, probablemente para completar la

-43- “Conquista del Desierto”, siempre tuvo como una de sus prioridades resolver definitivamente las cuestiones de límite planteadas en ese espacio territorial; sus intervenciones fueron decisivas durante sus dos presidencias.

Al asumir Roca la primera presidencia en 1880, las negociaciones estaban pa- ralizadas ante el fracaso del pacto Balmaceda-Montes de Oca. La posibilidad de un conflicto armado parecía inminente. La intervención de los representantes de los Estados Unidos, tanto el de Buenos Aires como el de Santiago, ambos de apellido Osborn, facilitó que se reiniciaran las conversaciones, que dieron como resultado el Tratado del 23 de julio de 1881, aprobado por las legislaturas de ambos países, cuyo artículo 1º dispone: “El límite entre la República Argentina y Chile es de norte a sud hasta el paralelo 52 de latitud la Cordillera de los Andes. La línea fronteriza correrá en esa extensión por las cumbres más elevadas de dichas cordilleras que dividen aguas y pasará por entre las vertientes que se desprendan a un lado y otro. Las dificultades que pudieran suscitarse por la existencia de cier- tos valles formados por la bifurcación de la cordillera y en que no sea clara la línea divisoria de las aguas, serán resueltas amistosamente por dos peritos nombrados por cada parte”.

Chile, a la firma del Tratado de 1881, se encontraba en guerra con Perú y Bolivia, por la explotación de guaneras existentes en el límite de los tres países. La Argentina se mantuvo neutral a pesar de la conveniencia política de apoyar a estos dos últimos. El nombramiento de los peritos, previsto para demarcar el límite fijado en el Tratado, se prolongó por distintas razones hasta enero de 1890. En 1892, al final de la presidencia de Pellegrini, el representante de Chile, Barros Arana, insistió en que para su país el límite debía pasar por el divortium aquarum, cuando éste no coincidía con las altas cumbres, situación que se presentaba al sur del paralelo de 41º. La Argentina apoyaba la tesis orográfica: el límite debía correr porlas cumbres más elevadas de la cordillera de los Andes, según texto del Tratado. El desacuerdo originó la suscripción el 1 de mayo de 1893 de un Protocolo Adicional y Aclaratorio, con el sucesor de Pellegrini, Luis Sáenz Peña, cuyo artí- culo 2º disponía:

… a juicio de sus gobiernos respectivos y según el espíritu del tratado de límites, la República Argentina conserva su dominio y soberanía sobre el territorio que se desprende al oriente del encadenamiento principal de los Andes hasta la costa del Atlántico, como la República de Chile el terri- torio occidental hasta las costas del Pacífico, entendiéndose que por las disposiciones de dicho tratado la soberanía de cada estado sobre el litoral respectivo es absoluta, de tal suerte que Chile no puede pretender punto alguno hacia el Atlántico como la República Argentina no puede preten- derlo hacia el Pacífico.

-44- A pesar del texto del Protocolo de 1893 Chile insistió sobre su tesis, que le otorgaba los principales lagos y valles cordilleranos. Para resolver las interpreta- ciones encontradas se dispuso, en septiembre de 1898, someter la controversia al gobierno de Gran Bretaña. Poco después, el 12 de octubre de 1898, asume la Presidencia el general Roca por segunda vez. Las relaciones con Chile eran tensas, el Presidente argentino y el chileno Errázuriz, se entrevistaron en el Estrecho de Magallanes en febrero de 1899 e hicieron declaraciones a favor de la paz.

A fines del año 1901 nuevos incidentes vuelven a enervar las relaciones. Roca movilizó las reservas y el coronel Riccheri propuso la ley sobre el servicio militar obligatorio, otro tanto hizo Chile al convocar a la guardia nacional. Los dos paí- ses reforzaron sus flotas encargando la construcción de nuevas unidades. Cuando el inicio de las hostilidades parecía inminente, el ministro chileno Concha Subercaseaux propuso la suscripción de dos actas para resolver las cues- tiones planteadas. El embajador de Roca en Chile, José A.Terry, las suscribió de conformidad. Por ellas las partes reconocían las jurisdicciones territoriales que ejercían o que en lo sucesivo pudieran ejercer, sin intervenir en los asuntos inter- nos o externos de cada uno. El 28 de mayo de 1902 se suscribieron los famosos Pactos de Mayo, integrados por cuatro acuerdos: 1) Tratado General de Arbitraje. Se acepta que cualquier controversia deberá ser sometida a arbitraje ante Su Majestad Británica. Se in- cluye la “fórmula argentina” por la que quedan fuera del arbitraje los casos que comprometan la Constitución; 2) Convenio sobre limitación de armamentos; 3) Una comisión para que marque en el terreno los límites que fije el laudo británi- co del acuerdo de 1898; y 4) Acta Preliminar. Con relación a la limitación de armamentos ambos gobiernos debían desistir de la construcción de los buques de guerra encargados a Inglaterra y a Italia. Roca hizo la reserva de que la equivalencia naval pactada, no afectaría las necesidades de cada uno para la defensa. La Argentina aprobó los Pactos de Mayo por ley en julio de 1902.

Mientras tanto el gobierno británico tenía pendiente laudar sobre las tierras al sur del paralelo de 41º. La especial configuración topográfica de la cordi- llera en la zona originó el pedido de los asesores de Su Majestad de conocer el territorio a laudar. La Comisión dirigida por el coronel Holdich, de la Real Sociedad Geográfica, confirmó la falta de coincidencia de las “altas cumbres” y el divortium aquarum. Manuel Augusto Montes de Oca, abogado defensor de la Argentina en Londres y el perito Francisco P. Moreno llamaron la atención, al presentar la defensa, sobre que si el límite se trazaba teniendo en cuenta el divortium aquarum tal como lo pedían los chilenos, la Argentina perdería territorios que siempre había ocupado, como la cuenca del lago Lacar y el pueblo de San Mar- tín de los Andes; el lago Mascardi y los lagos Hess, Fonck y Stiffen; el valle de

-45- El Bolsón; los lagos Rivadavia, Menéndez y Futalaufquen; la ciudad de Esquel; la Colonia “16 de Octubre”, y parte de los lagos Buenos Aires, Pueyrredón, Belgrano y San Martín. El laudo del rey Eduardo VII del 20 de noviembre de 1902, al trazar el lí- mite en la zona en cuestión, destacó que tuvo principalmente en cuenta el 16º punto del informe argentino. Por la razón apuntada, el árbitro se encontró en la imposi- bilidad de aplicar el Tratado de 1881 y el Protocolo de 1893 y estuvo correcto al hacer la cita del informe argentino y manifestar, para que no quede ninguna duda, que:

En presencia de estas alegaciones divergentes y después de la más cuida- dosa consideración, hemos llegado a concluir que la cuestión que nos ha sido sometida, no es simplemente la de decidir cuál de las dos alternativas es la verdadera, sino más bien la de determinar – dentro de los límites de- finidos por las pretensiones extremas de ambas partes_ la línea de límites precisa, que en nuestra opinión, interprete mejor la intención de los instru- mentos diplomáticos sometidos a nuestra consideración6 .

En consecuencia el rey Eduardo VII, con buen criterio, no aplicó lo dispues- to por los Tratados, laudando según los antecedentes de ocupación existentes en las zonas disputadas. De los 89.421 km2 en litigio, adjudicó a la Argentina 38.921 km2 y a Chile 50.500 km2. Ambas partes aceptaron el fallo. Quedaron únicamente divididos entre ambas jurisdicciones, los lagos Buenos Aires, Puey- rredón y San Martín. A principios de 1903 se suscribió un Acuerdo solicitando al gobierno británi- co que demarcase en el terreno el límite descripto en el laudo, el que se cumplió con toda felicidad.

Finalizaba así, durante la segunda presidencia de Roca, luego de más de treinta años de pretensiones chilenas a la Patagonia y sus costas, un conflicto que en varias oportunidades pareció inminente que se resolvería por la fuerza. Durante las presidencias de Roca tuvieron lugar el Tratado de 1881 y el Laudo de 1902. El 13 de marzo de 1904 se inaugura la estatua del Cristo Redentor de los Andes emplazado en la cordillera, sobre el límite divisorio entre ambos países. Contemporáneamente han existido presentaciones chilenas solicitando aclaraciones o modificaciones, con el límite firme y aceptado por las partes. La prudencia indica que la Política de Estado referida a la Patagonia, debe permane- cer vigente.

6 AMBROSIO ROMERO CARRANZA, RODRÍGUEZ VARELA VENTURA, Historia Política y Constitucio- nal de la República Argentina, t. 3, pág. 285.

-46- “Política de Estado” de Comunicación Territorial Juan Bautista Alberdi afirmó:

El ferrocarril hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los congresos. Los congresos podrán declararla una e indivisible; sin el cami- no de hierro que acerque sus extremos remotos, quedará siempre divisible y dividida contra todos los decretos legislativos… La unidad política debe empezar por la unidad territorial, y sólo el ferrocarril puede hacer de los parajes separados por quinientas leguas un paraje único7.

A partir de Roca las construcciones de líneas férreas adquieren un ritmo que contrasta con la etapa anterior: en efecto, desde 1857 a 1880, el promedio anual de construcción de vías de ferrocarril fue de 100 kms., es decir 2.300 kms. en 23 años; con la Política de Estado de la primera Presidencia de Roca la red alcanzó en 1890 los 9.432 kms.; se construyeron 7.132 kms., poco más de 700 kms. por año. En 1900, plena Segunda Presidencia de Roca, la red ferroviaria alcanzaba los 16.563 kms. y en 1910 llegó a 27.994 kms. Y continuó creciendo en los años sucesivos8 .

En una publicación del Instituto de Estudios Económicos del Transporte, sobre es- tadísticas de los ferrocarriles, puede leerse la siguiente frase que por su veracidad fácilmente comprobable, demuestra la visión de los gobiernos de la Generación del 80 al incentivar las inversiones ferroviarias: señala que los ferrocarriles “no se construyeron para recoger el tráfico preexistente, sino que crearon el tráfíco que por ellos había de pasar”. Los primeros ferrocarriles cruzaban grandes extensiones despobladas o en las que existían pocos asentamientos y prácticamente ninguna producción. Fue- ron también las vías las que multiplicaron esas poblaciones y en muchos casos las convirtieron en grandes ciudades y en otros en el nacimiento de pueblos en torno a las estaciones. Las zonas de influencia se transformaron en centro de producción de riquezas, especialmente agrícola. Durante la década 1880-1890 la magnitud del crecimiento de la red ferrovia- ria y del aumento de las inversiones, concretó el comienzo de la red troncal que significó que las distintas regiones del país estuvieran comunicadas, facilitando la producción y el desarrollo del tráfico de carga, integrando regiones aisladas, lejos de los centros de consumo y de los puertos. Para facilitar esta política el gobierno de Roca dividió la Gobernación de la Patagonia creada en 1878, en gobernacio- nes a cargo del gobierno federal, convertidas actualmente en provincias. Téngase en cuenta que el ferrocarril reemplazó a las diligencias y a las carretas. Como se lee en la publicación Origen y Desarrollo de los Ferrocarriles Argentinos, el sentido de la inversión que los ferrocarriles tenían en la mira se cumplieron

7 JUAN BAUTISTA ALBERDI, Origen y desarrollo de los Ferrocarriles Argentinos, págs. 22, 131,139, 205 y sigtes. 8 Ídem, págs. 215 y sigtes., 139 y 140.

-47- con creces, poblando el desierto y potenciando la producción; hicieron que la Argentina se convirtiera en esperanza de inmigrantes y en una potencia expor- tadora, ocupando un lugar principal a principios del siglo XX entre los Estados contemporáneos. La Dirección General de Ferrocarriles publicó en 1937, como dato curioso, que la superficie cultivada creció proporcionalmente a la red ferroviaria, proporción que estimó: “por cada metro de riel que se libra al servicio, es una hectárea que el hombre arranca al desierto”9 .

“Política de Estado” de Inmigración y Colonización

La Conquista del Desierto, además de traer seguridad al terminar con los malones, trajo aparejada la disponibilidad de nuevas tierras; a ello se unió el ferrocarril al comunicarlas. Esta posibilidad dio pié a la visión de la Generación del 80, y a que el general Roca llevara a cabo una política inmigratoria acorde con la nueva realidad. Cabe recordar lo manifestado por el presidente Avellaneda en su último men- saje al Congreso, en 1879:

Es evidente que hay actualmente mayor industria, mayor riqueza, mayor suma de libertad, mayor trabajo y mayor acopio de luces que en cualquier otro día de nuestra historia; y afirmo estos hechos sin atribuirlos aun hombre ni a una serie de hombres, sino a la acción colectiva de la nación entera… los pueblos no tienen otros medios de progreso sino su propia acción, inteligente y reparadora, aplicada al desarrollo de sus destinos10.

A Avellaneda, se le debe en gran parte que el país solucionase la necesidad de tener una Capital Federal; a Roca se le debe haber presidido y puesto en ejecución las Políticas de Estado, entre ellas la de inmigración. Recordemos que la política ferroviaria incentivada por Roca, pondrían a disposición miles de leguas que era necesario poblar para hacer posible su explotación. Roca, sin abandonar el sistema de radicar colonias, fomentó la inmigración libre, espontánea. Los llegados al país eran recibidos y alojados por el Estado y trasladados hasta donde el propio inmigrante eligiera establecerse. Este sistema permitió la gran afluencia de extranjeros. En el mensaje de mayo de 1882, anuncia que la llegada de inmigrantes en el año anterior fue de 32.817, pero en los 6 años de su primer gobierno el promedio anual ascendió a 80.000 inmigrantes, lo que da un total de más de 480.000. Hacia 1890, son 650.000 los llegados y en 1910 la suma alcanzó a casi 1.500.000. La gran proporción de inmigrantes a partir de 1880 era de origen italiano, comen-

9 Ídem, pág. 190. 10 Presidencia de Alvear. Mensajes.

-48- zando la explotación agrícola intensiva. En 1914 los inmigrantes comprendían el 30% de la población del país11. El Censo de 1869, señaló una población total de 1.836.490 habitantes. En 1880 se calculaba en 2.492.866 habs.; el Censo de 1895: dio 3.955.110 habs. y a principio de siglo se estimaba en 4.607.341. habs.12. También es cierto que existió la llamada inmigración golondrina, que llegaba para trabajar una o dos cosechas y luego regresaba a su país. La importancia de la inmigración en los trabajos agrícolas puede apreciarse en que en 1876, durante la presidencia de Avellaneda, la Argentina había exportado por primera vez un volumen de trigo de 21 toneladas; diez años más tarde, al finalizar la primera presidencia de Roca, la exportación ascendía a 815.000 toneladas. También progresaron exponencialmente los cultivos y exportaciones de maíz y lino13.

La cría de animales se mantenía a un nivel importante, aunque la mano de obra empleada era muy inferior a la de la agricultura, máxime que los campos ya estaban alambrados. En 1888 las existencias de ganado ovino eran alrededor de 72.000.000 de cabezas y de vacunos 23.000.000.

“Política de Estado” de Construcción de Puertos

La gran convergencia de las líneas ferroviarias hacia la ciudad de Buenos Ai- res, y el rápido desarrollo de las exportaciones e importaciones requirieron la necesidad de construir un puerto, ya que el existente sólo contaba con un solo muelle. Las condiciones de la costa y del río hacían difícil su acceso. En 1884, el gobierno de Roca encarga la construcción del puerto de Buenos Aires al ingeniero Eduardo Madero, que ya había hecho estudios con anteriori- dad. Los ferrocarriles interesados en que se ejecutara la obra aconsejan la inter- vención de los ingenieros ingleses Hawkshau Son y Hayter para los planos de detalle. Dos años después comienza su construcción, terminando en 1897. El puerto de Bahía Blanca tuvo su origen en la llegada del ferrocarril a dicha ciudad, proveniente de Azul, en 1884. Un año antes el concesionario del Ferroca- rril Sud, Sr.Parish, obtuvo la autorización para construir un muelle de carga con capacidad de amarre para 3 grandes buques. Poco después fueron llegando otros ramales ferroviarios que conectaban la ciudad con el interior de la provincia, lo que obligó a ampliarlo, origen del actual puerto de Ingeniero White. También los ferrocarriles hubieron de construir el puerto de Rosario por ne- cesidades de exportación; primero un muelle de 450 metros en 1877 y diez años más tarde ampliado para adaptarlo a las crecientes necesidades. El puerto de Santa Fe fue construido en 1888.

11 CAMPANELLA, La generación del 80, págs. 87, 88, y ALBERDI, Origen y desarrollo de los Ferrocarriles Argentinos, pág. 107. 12 ALBERDI, Origen y desarrollo..., pág. 87.

-49- Los puertos fluviales en Villa Constitución y en San Nicolás sobre el Paraná, también fueron construidos antes de 1890 previendo la llegada de ramales del ferrocarril.

La necesidad de las construcciones portuarias se acentuaron con la expan- sión de la agricultura, cuando la gran producción de trigo, maíz y lino comenzó a exportarse a los países europeos. Mientras los campos estuvieron poblados de vacunos y ovejas, las necesidades eran menores, en especial cuando solamente era posible exportar lanas y cueros y ganado en pie. La política de Roca y en definitiva la de laGeneración del 80, al provocar la ace- leración de la producción rural, tuvo la responsabilidad de reaccionar a tiempo ante la necesidad de contar con puertos idóneos para la gran exportación que se avecinaba. En 1887, se exportaron 361.844 toneladas de maíz; 824 de trigo y 117.237 de lino, y en los años 1899-1900 el maíz exportado llegó a 1.120.000 toneladas; el trigo pasaba las 2.000.000 de toneladas y el lino las 223.257 toneladas, con lo que la Argentina se convertiría en el “granero del mundo”13.

En 1882, se comenzó a exportar carne congelada al instalarse en Campana un frigorífico de capital inglés, al que siguieron otros que ampliaron potencialmente el envío al exterior. Una de las enseñanzas del gobierno de Roca y de la Generación del 80, fue prever las futuras necesidades y solucionarlas con tiempo, lo que demuestra la concepción de gobierno que poseían.

“Política de Estado” del Mar Argentino

El presidente Roca reconoció durante sus dos presidencias la complemen- tación necesaria entre la Patagonia y el mar adyacente, no solo como factor de comunicación sino también por razones de seguridad. La navegación por el mar patagónico era, para Roca, una política necesaria; su concepto, premonitoriamente anunciado, era que la Argentina tenía también carácter de nación marítima. Sarmiento, que debió actuar contra la presencia y ocupación chilena de costas y ríos patagónicos, intuyó la necesidad de llevar a cabo una política sostenida en el tiempo, es decir una verdadera Política de Estado. Para ello contrató la construc- ción de los primeros buques blindados, organizando la primera escuadra moder- na argentina. Fundó la Escuela de Náutica para adiestrar pilotos y tripulantes. Sin embargo, la “escuadra de Sarmiento”, así fue llamada, estaba diseñada de acuerdo a los antecedentes históricos para defensa del Río de la Plata, no eran buques adecuados para la navegación y defensa del litoral marítimo.

13 Ídem, pág. 133.

-50- La oficialidad estaba integrada en parte por extranjeros y las tripulaciones tenían deficiencias, falta de conocimientos, eran semianalfabetas, etc. Había ne- cesariamente que superar la formación profesional de sus mandos y el sistema de reclutamiento, basado en el aprendizaje previo. Es cierto que la Escuela de Náu- tica, más adelante convertida en Escuela Naval, fue fundada a los fines señalados, pero la precariedad de su primera instalación sobre barco, falta de continuidad en su conducción y principalmente por carecer de buques idóneos para la navega- ción oceánica, no cumplía con la misión en el mar.

Fueron los marinos de la Generación del 80 apoyados por Roca, quienes concre- taron la Política de Estado para que la Argentina contara con una marina de guerra competente. Salidos de la escuela de Sarmiento y en casos, completando sus co- nocimientos en escuelas navales extranjeras, se empeñaron en estudiar la conduc- ción de los buques de reciente diseño y las más modernas tácticas de combate. Los nuevos conocimientos los distanciaron de la conducción naval tradicio- nal, lo que originó un desencuentro que culminó con el acceso de la nueva cama- da a las posiciones de mando y conducción. Entre ellos se destacaron: Manuel García Mansilla, Santiago Albarracín, Manuel Domecq García, Onofre Betbe- der, Félix Dufourq, Juan P. Sáenz Valiente, Martín Rivadavia, entre otros. Faltaba completar el panorama con unidades modernas de guerra diseñadas para navegar a mar abierto y hacer frente a conflictos que pudieran presentarse. Esta necesidad era urgente, se argumentaba, para equilibrar la capacidad naval y el equipamiento chileno. En 1895, luego de los cambios decisivos en la cúpula naval tradicional, la nueva generación presionó al presidente José Evaristo Uri- buru para la formación de una escuadra de mar conforme a las necesidades.

Si bien la situación financiera era comprometida, el gobierno dio prioridad al equipamiento naval: incorporó al año siguiente el crucero Buenos Aires y en 1897, los cruceros acorazados Garibaldi y San Martín y meses después el Pueyrredón y el Belgrano, los cuatro de 7.000 toneladas cada uno, todos ellos cedidos en construc- ción por el gobierno de Italia. Se incorporaron, además, cuatro destroyers: Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Misiones y otros varios para transporte de tropas y material. Entre 1894 y 1898 se adquirieron e incorporaron unidades navales de mar que cambia- ron totalmente la fisonomía de la flota argentina14. Las necesidades de la escuadra de mar presionaron para la construcción de una base, la que se concretó con la base naval de Puerto Belgrano. En pocos años la ejecución de la Política de Estado había dado sus frutos y se había roto definiti- vamente con la desventaja respecto de las potencias sudamericanas.

La campaña del general Roca, que lo llevó a ganar las elecciones para el período de 1898 a 1904, fue sostenida por la prolongación conflictiva con Chile, que si bien había tenido desde las primeras pretensiones chilenas diferentes grados, nunca se

14 GUILLERMO A. OYARZÁBAL, Los marinos de la Generación del Ochenta, pág. 257.

-51- había llegado a una solución definitiva. Roca, evidentemente en su primera Presi- dencia había dado sobradas muestras de sus condiciones de gobierno y de mando, acompañadas por una prudencia que daba confianza a la generación que lo acom- pañaba en las funciones político- administrativas y al pueblo en general. A pesar del abrazo en el Estrecho con el presidente chileno en 1899, Roca dispuso el desdoblamiento del Ministerio de Guerra y Marina, poniendo al frente del de Marina al prestigioso comodoro Martín Rivadavia, con lo cual la adminis- tración de las necesidades de las flotas de mar y de río, pudieron ser atendidas con la idoneidad requerida. La situación en 1901 era de tal gravedad que la guerra parecía inminente. Se inició una carrera armamentista que en la marina argentina se concretó con la ad- quisición de dos cruceros acorazados de 8.000 toneladas en los astilleros Ansaldo en Italia. Chile, a su vez, hizo una compra similar en Inglaterra. La Argentina dispuso por ley el servicio naval de dos años, obligatorio. Distendido el conflicto con la firma de los Pactos de Mayo, en 1902 ambos países cancelaron las compras. La Argentina los vendió al Japón, que los empleó en la guerra con Rusia.

“Política de Estado” de la Antártida

Entre las Políticas de Estado diseñadas por el Presidente Roca al asumir su pri- mera presidencia, tal vez la más llamativa haya sido la referida a la Antártida. No solamente porque era un tema que frente a todos los que se le presentaban no te- nía urgencia sino también porque se trataba de una región ignota para la mayoría de los argentinos de su tiempo. Sin embargo Roca la tuvo presente durante sus dos presidencias y las determinaciones que tomó han colocado a la Argentina a la cabeza de los países que tienen derecho sobre su sector en el sexto continente.

El gobierno de Roca, por pedido del Instituto Geográfico Argentino presi- dido por Estanislao Zeballos, dictó, con fecha 22 de octubre de 1881, una reso- lución apoyando la expedición antártica del explorador italiano . Se dispuso que colaborarían los buques Cabo de Hornos y Patagones bajo el mando del Comandante Luis Piedrabuena. La expedición partió a fines del mismo año y estuvo de regreso en septiembre del año siguiente. En 1895, durante el Congreso Internacional de Geografía de Londres, y en 1899 en Berlín, la Argentina colaboró con la investigación geográfica, instalando en 1901 un observatorio en la isla Año Nuevo, cerca de Tierra de Fuego, dirigido por el Ministerio de Marina. En 1902, el científico noruego Otto Nordenskjold, que había invernado en las Shetland del Sur, a su término no pudo ser reembarcado porque los hielos impedían la navegación, naufragando a su vez su buque de rescate Antartic. Al no regresar a Buenos Aires donde eran esperados los expedicionarios, el gobierno de Roca resolvió enviar la corbeta Uruguay al mando del capitán Julián Irízar que

-52- consiguió rescatarlos a principios de noviembre de 1903. El 23 de noviembre Nordenskjöld envió desde el puerto de Santa Cruz el agradecimiento “por la graciosa benevolencia que vuestra excelencia y el pueblo argentino en la expedi- ción auxiliar han demostrado15. La abnegación y solidaridad argentina fue reconocida, al mismo tiempo que la vecindad con la Antártida quedó demostrada.

La intuición del presidente Roca se reafirmó al aceptar por decreto suscripto con su ministro W. Escalante el 2 de enero de 1904, el ofrecimiento del jefe de la expedición escocesa William Bruce, de las instalaciones de la isla Laurie en el archipiélago de las Orcadas, en las que había invernado. El 22 de febrero se reci- bieron las instalaciones y desde esa fecha, hace actualmente 110 años, flamea en la región la bandera argentina sobre el Observatorio allí creado. Anualmente se renueva el personal, que permanece todo el año cumpliendo con trabajos cientí- ficos y observaciones. Esta primera ocupación permanente ha sido seguida hasta la fecha con nu- merosos destacamentos también con carácter permanente y demuestran el ejer- cicio del derecho argentino a las tierras de su sector antártico.

En 1959 se suscribió el Tratado Antártico entre Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Francia, Japón, Nueva Zelanda, Noruega, Unión Sudafricana, Rusia, Gran Bretaña y Estados Unidos, que integraron las “Partes Consultivas”. Actualmente hay 28 “Partes Consultivas” y 17 “Estados Adherentes”. Su articulado se refiere a la utilización “exclusivamente con usos pacíficos”, libertad de investigación, cooperación, intercambio de información y de personal científico. Se prohíbe toda medida de carácter militar. La Secretaría del Tratado Antártico funciona en Buenos Aires. Por decreto del Poder Ejecutivo Nacional, el 14 de enero de 2004 se declaró “Año de la Antártida Argentina”, en conmemoración del centenario de la insta- lación ininterrumpida en la Isla Laurie. La Política de Estado iniciada por Roca con relación al territorio antártico ha sido de una premonición notable, que demuestra su condición de gobernante.

“Política de Estado” de la Capital Federal

El artículo 3º de la Constitución Nacional de 1853 disponía, cuando la provin- cia de Buenos Aires no formaba parte de la Confederación, que:

Las autoridades que ejercen el Gobierno federal residen en la ciudad de Buenos Aires, que se declara Capital de la Confederación por una ley especial.

15 CARLOS A. SILVA, La política internacional de la Argentina, pág. 815.

-53- Al incorporarse en 1860 exigió su modificación, quedando aprobado el si- guiente texto:

Las autoridades que ejercen el Gobierno federal, residen en la ciudad que se declare Capital de la República por una ley especial del Congreso previa cesión hecha por una o más legislaturas provinciales, del territorio que haya de federalizarse.

La modificación se debió a que la provincia de Buenos Aires se negaba a ce- der su capital a la nación. La Generación del 80, con Roca a la cabeza, estaba convencida de que la nación necesitaba una capital federal, no era posible gobernar sin tener una sede bajo su jurisdicción. Seguir dependiendo de la voluntad del gobierno de la provincia, le quitaba libertad e independencia a sus decisiones. Podría afirmarse que históricamente la ciudad de Buenos Aires era en la reali- dad la capital de hecho de la Argentina, allí habían residido prácticamente todos los gobiernos desde 1810, inclusive se había gestado la independencia. Era la ciudad más desarrollada del país, el símbolo de su unidad, en ella convergían las relaciones con los Estados extranjeros. La existencia de su puerto y la aduana rompían el equilibrio del federalismo a favor de la provincia. Por otra parte los vetos presidenciales de Mitre y Sarmiento a otras ciudades propuestas así lo confirmaban, desde el punto de vista político y social. El presi- dente Avellaneda pugnó por su federalización como complemento indispensable de la plena vigencia de la Constitución.. Finalmente vencida, con el empleo de la fuerza, la resistencia de la provincia de Buenos Aires, su ciudad Capital pasó a ser la Capital de la República pocos días antes de que el general Roca jurara como Presidente el 12 de octubre de 1880. Posteriormente, en 1884, la provincia cedió el municipio de Belgrano y parte del de Flores. El 6 de diciembre de 1880 el presidente Roca, celebrando la instalación del gobier- no en la Capital Federal, manifestó: “La última jornada de nuestra vida constitucional está ya recorrida. La organización política de la República queda completa”16. Nación y Provincia suscribieron un Acuerdo el 9 de diciembre referido a la entrega de los distintos servicios y el 15 del mismo mes se procedió a trasmitir “todos los derechos y propiedades de que está en posesión la Municipalidad, como también todos sus créditos activos y pasivos”17. La Política de Estado concretada al tomar la Nación posesión de la Capital con- sistió en hacerse cargo de los bienes y servicios del territorio federalizado, lo que significó organizar su administración y llevarla a un grado compatible con las am- biciones roquistas de impostar al país entre los principales países desarrollados. Por supuesto que esta tarea comprometía a las presidencias sucesivas.

16 RUIZ MORENO, La Federalización de Buenos Aires, cit, pág. 166. 17 Ídem, pág. 168.

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