Las Aventuras Fantásticas de Pierre

Tomás Pacheco Estrada

Pierre, el Caballero Rosa, viajaba en el cielo montado en un caballo volador; el animal alado, blanco y con un cuerno en la frente; suspirando el hombre, el aire mecía su cabellera, las nubes formaban figuras de animales: perros, conejos, gatos, elefantes, peces y uno que otro dragón. Con las riendas controlaba al pegaso, sonreía, con un ademán de valentía; seguía con un rumbo desconocido; las aves lo escoltaban, acompañándolo para protegerle, albatros, garzas, buitres y un pato. El ver la altura a que estaba, ocasionó vértigo que le hizo caer al mar; descendía lento y tranquilo; el agua amortiguó el golpe, a punto de ahogarse, una tortuga gigante lo rescataba. Acostado en el enorme caparazón, pudo respirar, agotado, decidió dormir; al despertar, miraba la playa, una chica ere acorralada por tres cangrejos enormes, decidido a ayudarle, se zambulló y nadando alcanzó la costa. Empapado, desenfundando su espada con heroísmo se lanzó al ataque. Las tenazas parecían de acero, esquivaba cada embate, la joven aprovechaba la oportunidad para escapar, escalando por las rocas, llegó a la cima. El mosquetero se deslizó por debajo de la jaiba, enterrando la espada, un baño de sangre, la bestia caía muerta, con el segundo le cortó los ojos al brincar sobre él, pero el tercero le sujetaba la capa, deshaciéndose de ella; en un descuido, el cangrejo le quitaba el florete, animando al gigantesco animal a seguirle, trepaba por las piedras. Arribando a lo alto, ocasionando un derrumbe que sepultaba al crustáceo. La mujer lo abrazó y le daba un beso en la boca, sentir el cuerpo desnudo; los pechos tibios oprimían el suyo. Los labios tenían un sabor agridulce, refrescante; ella le entregaba su ser, Pierre, creía estar en el paraíso. Nunca había hecho el amor con una tipa así, tocaba sus piernas y eran suaves; pero no entendía la desnudez de su amante. Cabello negro, ojos verdes, nariz chata, labios gruesos y la piel amarilla, rasgos orientales; se dejó conducir por ella. Una ciudad entre muchas cavernas, que ocultaban una extensa vegetación, donde se encontraban las casas de madera. Las mujeres estaban solas, no había hombres, excepto él; lo rodearon y examinándolo, su amiga le quitó los pantalones y asombradas al ver un pene con testículos. Enrojeciendo el Caballero, saltaban de alegría y decían: ¡Vanam! ¡Vanam!. Lo cargaron entre todas y lo depositaron en una choza, una tabla hacía de cama; las hembras le ofrecieron diversos frutos, carnes y verduras que Pierre, gustosamente probó. Todo el día descansó, en la noche penetraron tres jovencitas y sin decir más, se acostaron a su lado, no lo creía, eran más de veinte mujeres y seguro que todas dormirían con él. Apretaba los senos amarillos a una, mientras lamía el sexo de , mientras la menor cogía con él; en el alba, desvelado, ojos ojerosos, boca seca; entraron cinco y al verle débil; trajeron comida, mariscos, frutas y agua; el confortable lecho duro era un deseo increíble. Mientras había sol soñaba, pero al llegar la luna, el paraíso le abría las puertas deleitosamente.

Una mañana del tercer mes llegaba al poblado una hembra mitad mujer, mitad caballo. Espantadas corrían en diferentes direcciones, pero, no era ella la causa de su terror; un dinosaurio, Tiranosaurio Rex, rugiendo con furia, atrapaba con su hocico a las mujeres; Pierre salió y con los ojos desorbitados, contempló a la criatura. Un ser osado al serle frente, la lucha desigual, el monstruo lo vio y al notarle valor, decidió destruirle. Pierre sólo tenía su mente, dirigió al dinosaurio al acantilado. Cada gruñido lanzado, erizaba la piel a las indefensas chicas; el hombre quedó atrapado, frente estaba el saurio y a su espalda el inmenso océano verde. El monstruo se aproximaba a él, retrocedía lentamente; a la orilla, casi se resbala, ideó una trampa; la tierra se sacudía a cada paso del dinosaurio, sus compañeras lloraban al suponerlo aniquilado. Con una mirada desafiante y sin miedo dejó que el saurio estuviera lo más cercano, a tal grado que lo pudo tocar; el suelo temblaba y desprendiéndose se precipitaron al mar los dos; rugidos temibles, gritos de angustia de las primitivas; el Tiranosaurio se hundió en el agua junto al Caballero Rosa. Las féminas, junto con la recién llegada, se fueron, lentamente; a mirar lo acontecido, las olas retumbaban en el muro, un punto se distinguía, Pierre brotaba de la marea y escalaba con dificultad. Orgullosas y felices, corearon con fuerza, sin importarles lastimar su garganta, ¡Vanam!, ¡Vanam! ...Esa palabra la repetían constante y precisa, cuando alcanzó el tronco, halló su espada, subiendo, logró estar con sus amantes. Sin cesar los gritos de ¡Vanam! Creían era un dios, sus anteriores hombres nunca habían logrado, hazaña alguna semejante. Lo montaron encima de la hembra centauro y fueron a la aldea, en el recorrido a casa, Vanam era dicho con energía. Al atardecer, repuesto, admiraba a la mujer yegua; con dicha se alegró al poderse comunicar con ella, viendo su heroísmo, suplicaba con lágrimas en los ojos, le ayudase a rescatar a su pueblo. Conmovido, decidió sacrificar el paraíso para ir con ella; haciendo entender a las Vamanas, pues así las llamó, que debía partir junto con ella. Juntaron alimento y se lo ofrecieron, frotándose el vientre y con mímica; enseñaron una semilla y la pusieron en la tierra, después mostraron un otoño, señalándolo a él. Había dejado encintado a las fértiles y del fruto, al nacer, tal vez habría niños y permitirían multiplicar la raza; así no se extinguiría y lograrían sobrevivir. Lo despedían con el clásico Vanam, cabalgando por el desierto, montado en el lomo de su compañera, la arena era fina, a cinco días de cabalgar, una tropa de Colares. El humo a lo lejos se veía, Stella, temerosa, tiró los víveres para huir, el barbado desmontó para pelear; esperando, asiendo el arma, blandiéndola al ejército de Colares, seres mitad cabra y mitad hombres, con cuernos en la frente, colas con serpientes y colmillos. A la expectativa, sereno, atacó en el momento preciso, los mutantes eran derrotados, gracias a la habilidad del mosquetero en el arte de la batalla. Vencedor, alzó su florete en lo alto, la centauro le pidió disculpas por su cobardía. Una tormenta de arena los envolvía, cubría a los muertos y las provisiones, al pasar; Pierre, preso de una sed, parecía delirar, Stella le dijo que tenía leche, podía tomarla para calmar su angustia. La boca masculina se pegó al seno y mamándole la teta izquierda, sus fuerzas parecían surgir de nuevo, el líquido lechoso estaba provisto de bastante energía; tenía un sabor dulce, semejante a la miel de abeja. La cabellera azul igual a las rayas de su piel, ojos morados y patas briosas; lograron el objetivo, en una colina de 600 metros había casas de piedra, grandes y acogedoras, lucía tranquilo, dieron sus habitantes una cordial bienvenida al guerrero; una parvada se venía sobre ellos, mujeres pájaros, criaturas sin misericordia, tenían alas y lo único que difería, era que sus patas eran garras filosas. Sacando el florete, se dispuso a combatir, las plumas revoloteaban, con astucia y sagacidad, fue acabando con las arpías, las sobrevivientes escaparon a su guarida. Stella se alzaba en dos patas de gozo, sus enemigas, por vez primera, las habían derrotado; mas la alegría se le fue, al recordar que ellas vivían en las nubes y regresarían a vengarse. Pierre pensaba hábilmente, una idea, juntaron las plumas de las fallecidas, la gente centaura reunía una cantidad enorme, les pidió algo para pegar y ellas le trajeron brea; moldearon e inventaron unas alas enormes y ligeras, el Caballero Rosa haría la prueba de una vez, amarrándose a las alas, corría con dirección al final de la tierra y se aventó al aire; con maravilla descubrió que podía volar, iba con rumbo a la ciudad aérea; pasaron horas pero la encontró y le salieron al encuentro, una pelea a muerte se desencadenó y las mujeres aves descendían pero ya sin vida; el florete teñido de rojo, paró en la entrada del castillo, no podría pasar, escalando peldaños, entró. Adentro, todas se le amontonaron para darle muerte, pero con fiereza él las eliminó, la reina temblaba de pavor; corriendo, Pierre, gracias a la casualidad, hallaba el control que mantenía la ciudad en suspensión, la princesa Myr lo agarraba del cuello con su mano, pero el héroe le enterró su arma y utilizándola para destruir el control principal, la población pereció al sumergirse la ciudad en el océano. Buceando, el sobreviviente, se le aparecieron dos mujeres nadando, cabellera roja, piel escamada y ojos grandes con pupilas fosforescentes. Una de ellas, unió la boca con él para darle oxígeno y brindarle hospedaje en el fondo marino, tres mil metros en un abismo bajaban, hasta pisar el suelo de Acuario. Lo desnudaron, quedando en las mismas condiciones de las mujeres; al fin pudo respirar aire puro, lo albergaron en un palacio de cristal, la reina le gustó el hombre que lo tomó de la mano y se lo llevó a su cuarto para copular; la mandataria era fogosa e insaciable. Acostados en la cama de agua, la sal y otros polvos lo hacían flotar completamente; la bella lo besó con fervor y él le tocaba el pubis con sus manos, se dejó penetrar la soberana, gemidos de placer, alcanzando un orgasmo. Pierre, en broma, eyaculó sobre la cara de la mujer, ambos reían, ella asió el miembro viril para lamerlo. La capitana Sonia interrumpía a la reina Marealga, que el temible Zortalius venía a aplastar con su reino. Enterando al Caballero Rosa de los hechos, este, ofreció su cooperación para eliminar al ser marino; escoltado por mujeres ninfas, que lo besaban a cada rato para ofrecerle aire; a lo lejos el terrible Zortalius asomaba. Nadando como sirena, el monstruo rugió, al hacer esto, se introdujo en su boca, pero, en un accionar rápido, que no lo masticara; la corriente lo arrastraba al estómago, antes de caer al ácido, hizo una marometa que cayó en una embarcación. Haciendo un hueco en las capas de mucosa, con un cuchillo proporcionado por la capitana; Zortalius se aproximaba más al lugar; Pierre abría la carne del Diplodocus, alcanzando el corazón, con su florete, le hizo diversos agujeros y con la daga cortaba las venas y arterias unidas al músculo cardíaco. Las guerreras observaban como de repente, se hundía el monstruo marítimo; el mosquetero salía del hocico y fueron auxiliarle, entre besos y besos lo cuidaron. La reina lo felicitó por su hazaña y le dijo que lo llevaría al imperio del desierto en recompensa; le colmaron de cariño y amor por cinco semanas. De nuevo en la superficie lo esperaba la mujer yegua, gustosa se dejó montar y lo llevaría al reino, le proporcionó toda la leche que quiso, mamó hasta llenarse. En el imperio del desierto, unas chicas semejantes a las nórdicas, rubias, piel blanca y ojos azules. La princesa Juliette recibió al héroe con fanfarrias y para deleitarse la pupila; ordenó a todas las mujeres y hasta ella misma quitarse las ropas, el espectáculo lo impactó de tal manera que la baba le escurría de la boca. Mencionaba que podría dormir y disfrutar con la joven que él quisiera; sin excepción alguna. Un grito llamó su atención, un grupo numeroso de Colares venían a posesionarse de las tierras; saltando con agilidad, sólo con sus puños aniquilaba a los cornudos hombres, su fuerza era de un fisicoculturista contra bebés, exterminaba con furia que aplastaba sus cabezas y les desprendía las piernas y los brazos; el último; desesperado se fugaba. Las bellas le aplaudían, era invencible, sería un gran orgullo ser la elegida par coger con él. Por respeto prometieron no portar vestimenta alguna, que impidiese mostrarle su cuerpo. En la noche, cinco, tiernas doncellas, le sirvieron de cenar; divirtiéndose en pellizcarles los pezones y las nalgas, a cada una la tomó entre sus rodillas y les daba de nalgadas; feliz, cogía con lujuria y delicia. Saboreaba el sazón de la vida, las rubias, ebrias, bailaban torpemente; correteaba a una y la tiraba al suelo, besando su boca de fresa. En la noche, unos Colares entraban a la ciudad, sigilosos, fueron a la alcoba real; ahí, la reina se bañaba en la fuente de perfumes orientales; con una vara le pegaron en la cara; una bofetada le alzaba por los suelos y golpearse en la cabeza. Amarrándola, condujeron al final de su cometido, el propósito realizado satisfactoriamente. El hombre gorila brincaba de dicha, la tomaría como esposa y uniría al reino de las mujeres vírgenes con el de hombres monos y Colares; ella despertaba, Juliette, aterrada, al notar, al ser simiesco.

La haría suya, sí él se la cogía, su reinado era posible. A la mañana siguiente, unos gritos de monos, saliendo a ver que los producía; las súbditas anonadadas. La reina Juliette, estaba en el lecho con el Rey Gorila; con tristeza y resignación bajaron las cabezas, resignadas a la ley en general.

Pierre, su presencia se llevaba a cabo, pero, a una orden del hombre mono, las doncellas lo apresaron; una le susurró al oído, le decía una cláusula ante una ley de los usos de reino; sí un oponente, aunque este preso, reta al monarca a una lucha a muerte, sí este lo vence, será el nuevo sucesor. Gritando con fuerza, hizo la petición de pelear ante el gorila; con rabia, aceptaba, con una furia. El campo fue preparado, era una fosa, llena de un líquido espeso verde; en el centro, un cuadrilátero, suspendido por una columna de roca. Los Colares, con malicia, tiraron a una chica; al zambullirse, horribles gritos, un esqueleto amarillo aparecía ante ellos. El simio, de un salto, se encontraba en el cuadro de mármol. Pierre, a través de una cuerda, atravesaba el hueco. Un hombre cabra, cortaba la correa, del extremo. Sujetose fuerte, quedando colgado, seguía subiendo. Mas el mono, con una daga, bastó un tajo para romper la reata. El Caballero Rosa Rosada se impulsó hacía arriba, con sus dedos se asía a la esquina de la arena de combate; las jóvenes no lo creían, su héroe era un fenómeno de lucha. Parado a media altura, escogía armas; el enemigo escogió espada y mazo, él decidió a portar el florete y un hilo delgado. Los machos cabríos se reían, lanzó el mazo que esquivó el hombre; mas al tocar el muro, se desprendió una porción de tierra, muchos Colares y muchachas se precipitaron a la brea verde. Con la espada, blandiéndola, se la quitó con maestría y gallardía; el tipo se dejó atrapar por el gorila, alzándolo por lo alto, lo aventó con fuera. Utilizando el impulso, Pierre dio una curva extraña, el cuerpo se metía entre las piernas del simio y al elevarse, se dejó caer sobre el Rey Mono; perdió el equilibrio, dando lugar a que se hundiera en el ácido. Rosa Rosada parado, cruzó de piernas; inclinó el cuerpo, un poco hacia adelante; cruzó sus brazos en el pecho, recibiendo los elogios y entusiasmos por el triunfo logrado. Los Colares y monos escaparon, el grande de grandes, el magno; concluía con unos besos en la boca a sus amigas

íntimas. Pasó un año de orgías, sexo y abundantes alimentos, entre ellas, la exquisita leche de centaura. En el interior del planeta, había una civilización de hembras, las féminas, eran de piel oscura, ojos rojos y dientes puntiagudos; cazaban a ciertos animales para comerlos, pero crudos; en los labios escurría la sangre de sus víctimas. En mazmorras tenía encerrados a los hombres de la superficie; eran antropófagas, comían carne humana pero masculina. Ellas adoraban al dragón, el dios del fuego, era una terrible serpiente, que arrojaba lumbre por el hocico. Al pasear solitario, una trampa de arena movediza lo engullía; poco a poco fue succionado, pero al llegar al final; una cuenca cavernosa lo recibía, descendía por la gruta ígnea; las paredes de roca eran colosales. No veía nada, ni siquiera su mano izquierda; unos ojos de fuego lo descubrieron, sintió que lo sujetaban, maniatado, lo dejaron en una fría habitación. Las negras bailaban en círculos, una figura des serpiente, hecha de palo, era la alabanza; gruñidos y alaridos, fuertes convulsiones en el suelo, revolcándose como víbora. Sacrificaban a las más débiles y enfermizas, pero no las masticaban, ni probaban, dejaban que el ofidio se las devorara. Cierto día, el tercero; él extrañaba a la mujer yegua; agarró un pedazo de piedra, lo estrelló contra el muro, lanzaba alaridos esquizofrénicos. Tres guardias fueron a someterle, pero al pasar por la puerta no lo distinguían; bajó del techo y las encerró. La noche absoluta, gemidos por doquier, un bramido heló su sangre; a lo lejos, alcanzaba a descubrir una tea, una piedra de sacrificio, con una mujer atada. La serpiente vomitaba fuego, rociándole lumbre, la chica ardía en llamas; después, se la comió. Unas lo miraron, pero el temor al monstruo les impedía acercarse a Pierre; mas este, avanzaba rumbo a la bestia sinoidal. Bocanadas de azufre, las morenas, pasmadas, no hacían nada; junto a él, con su mano, tomó una piedra y la arrojó con dirección al hocico, abrió la trompa y tragándose el sólido; no tardó en retorcerse. Acostumbrada a los alimentos suaves, cualquier cosa dura que masticase, le mataría a la víbora. Por pura deducción, el Caballero, lo supo; sacando ventaja, la llevó a cabo; resultando triunfante. Un coletazo hizo caer peñascos de la cima, se derrumbaba, buscó su espada; pero antes, liberó a los hombres de la superficie, el piso se cuarteaba, surgiendo lava incandescente; por esa luminosidad, encontró el florete. Amarrando un extremo del hilo al arma lo aventó hacía arriba; con suerte, se atoraba en una grieta. Las carnívoras huían de un lado a otro, sin saber que hacer; varías fueron arrasadas por el mar ígneo, la agonía de un pueblo en extinción. El mosquetero trepaba por la liana, otros once seres iban con él, los demás fallecieron por la lava. En al tierra arenosa, se formó un enorme hueco, un depósito de magma hirviente; acechando, una tribu de Colares, venían a combatir; una lucha sangrienta y demoledora, los nudillos se mancharon de sangre, los hombres con pies cabríos y cuernos en la frente, muchos de ellos sin vida y otros agonizantes. Los seres humanos eran flacos, raquíticos, piel verde y ojos blancos, estaban ciegos. Las malvadas féminas los habían dejado sin el don de la vista: unas chicas cebras los esperaban, con ellas estaba Stella. La alegría era tal que, festejaron con la princesa Juliette, vino, comida y copular por tres días. El cuarto día fue sorprendente, una nube de diablos se precipitaba al lugar, demonios alados, temibles y feroces. Dieron el grito de alarma. Alguien golpeó a Pierre en la cabeza y lo ocultó en un sótano bien situado, apenas se notaba la apertura. Las mujeres, atemorizadas, al ser tocadas por las infernales criaturas, se convertían en súcubos. Les brotaba una cola del trasero, la piel se volvía rojo ennegrecido, sus pies eran pezuñas, las manos cambiaban a unas garras y de la espalda les emergían un par de alas de murciélago. Se les caía el pelo, calvas, las orejas se ponían puntiagudas; colmillos de cinco centímetros, lengua de serpiente, ojos negros; unos cuernos de cabra, enroscados en tres vueltas; contemplándose el nuevo estado, quisieron hablar, pero de su boca pronunciaron un ¡Shhh!. Los hombres, volvían a ver, pero su estado era de unos mutantes; piernas de tigre, cuerpo de simio, cola de alacrán, brazos de tentáculos y cabeza de marrano con un solo ojo. En el refugio, la princesa Juliette y Stella cuidaban al hombre, anonadado, incorporó a pelear, pero lo detuvieron. La mente de las diabólicas era perversa y maligna, su buen corazón se extinguió, los demonios estaban gozosos, tendrían compañeras igual a ellos. Los sobrevivientes escaparon por un túnel secreto; ya afuera, Caballero le pidió una explicación a la dama; esta, con tristeza y llanto le contestó que sus chicas eran más bonitas que ella. A su lado, figurase la más fea de todas y por eso impidió que las ayudara. De improviso, los rodearon, entes de negro; encapuchados, sólo se distinguían los ojos amarillos. Eran los jueces del planeta, venían, dispuestos a castigar la increíble falta de la princesa Juliette, la mujer centauro noqueó al mosquetero, los condujeron a la cueva. Amarraron a la mujer, los ejecutores del bien y el mal tenían la autorización de plasmar la ley a su justo valor. Con una tenaza , le quitaron el ojo izquierdo a la chica, el alarido alertó a Pierre, con horror notaba la escena.. Un juez traía entre sus manos, una piedra cristalina, la tallaron bien, de tal manera, que; lo colocaron en la órbita cuencal, un ojo de diamante. Con pintura permanente en la cara, trazaron varias y diversas figuras. En la espalda le tatuaron los símbolos: Stella soltó al Caballero de sus cadenas, iracundo, mas un ente lo calmó.

Explicó que el delito era muy grave, Juliette era ahora una rubia común y corriente, pues, había perdido su reino. En el rostro lucía el signo del infinito, en el pecho le trazaron un pentagrama; la tuvo que cargar entre sus brazos, la centaura le daba de sus mamas, leche para reanimarla. Al volver en sí, lloraba su desgracia, pues, por una estupidez, perdió a sus súbditas. Rasgó su pañuelo de seda y se lo puso como parche a la pobre, el plan era destruir a las infernales. Un asentamiento de indeseables Colares les impidió el paso, los seres repulsivos y abominables, gruñían. Como si fuesen pelotas, los pateó, lanzándolos por los aires, quedando desechos. Cuerpos mutilados, regados por la arena, prosiguieron su camino ya destinado. El anochecer les vino encima, las nubes grises eran mudos testigos de la desgracia; el pueblo de las amazonas, en el desierto, los tres corazones valientes iban a la fortaleza del mal, las antiguas hembras eran demonios; acabarían, desafortunadamente, con ellas. La princesa, semi desnuda, cabalgaba montada en Stella; alaridos infernales, alas satánicas, inundaban el cielo del planeta, contándose miles de esos seres malévolos. Esos entes, atacaban aldeas desprotegidas, acabando con el rastro de vida humana, les temían y eran la peor clase de animal existente. Los hombres osados yacieron bajo sus garras, los niños eran un suculento alimento para los diablos. Necesitando de pareja para copular, convertían a las féminas en súcubos, sedientas de sexo y placer; las fiestas negras celebradas, rituales sangrientos en orgías. Levaban entre ellos a los bebés, recién nacidos; el llanto erizaba la piel de cualquiera. El trío se disponía a exterminar a esa raza maligna, tal vez el costo sería alto, pero con determinación la cumplirían; acostado, Pierre, recordaba a Jeanette. El único día, pensaba, en que le dio un beso; estrecharon sus manos, pero no se le olvidaba, que ella; estaba obligada, a ser la amante del Rey Sol. Un relincho le sacó de su pensamiento, un monstruo del infierno, los había encontrado; desenfundó su espada y le atravesó el corazón. El traje rosado, justamente, en el bordado de la rosa, se manchaba de rojo, el viscoso líquido, púrpura le cubría. El frío era helado, congelante, los pechos de Juliette se ponían morados, las mamas de la mujer centauro conservaban el color. Pierre, despojándose de su capa, la dio a la ex princesa. La rubia se acercó a él y lo besó, con sus manos le quitaba el pantalón, las botas; su amiga, la otra, se retiró un poco para dejarlos amarse. El Caballero le bajaba el taparrabo de piel; unieron sus bocas, el pie femenino pisaba el estómago del hombre; recostado, se le puso encima, su dedo acarició la vulva mojada, enroscaba el vello pubico. Amasaba las tetas con encanto juvenil, ambos gemían de gozo, estando calientes, decidieron apagar el fuego; el falo penetraba la vagina, la bella se subía y bajaba por él; cerrando el ojo, sintiéndose una hembra por completo; estar tuerta, a su parecer, no era ningún motivo o causa para coger, los dos se acomodaron juntos, brindando calor para el aire helado apaciguar. Descalza, en desnudez, un rayo de luz incidió en el miembro artificial, destellos de colores al ser refractados por el diamante. Las luces eran diversas formas e intensidad variable; dos criaturas horrorosas custodiaban la entrada principal; el humano se precipitó hacía la pareja y acabó con su existir, fallecidos, volvían a su estado original. Amanecía, el sol salía con bríos, enjundiosos, el mosquetero se colgaba de un tubo, para recibir de doble patada a un tercer ser siniestro. El golpe fue tremendo, desprendiéndole la cabeza; Juliette y Stella lo seguían; unos tentáculos aprisionaban a la chica, gritaba con desenfreno; lanzó el florete, traspasando la frente del centinela. Dando de coz, pisoteaba a otro guardián la hembra yegua; los cinco restantes los acorralaron, formando un círculo, desenvainando el arma, un hilo delgado, los enredó en los cuellos, que al jalar los decapitaba totalmente. Entraron al recinto, estatuas abominables, tenebrosas y terroríficas; empujando, se rompían al caer en el suelo. La juvenil soberana, le lloraba el ojo, le atormentaba, era la responsable de la transformación de sus vasallas. En el día, los demonios se convertían en piedras, al estrellarse, dejaban de vivir. La tarea fue dura y pesada, con la ayuda de dos camaradas y él, pudieron destruir al germen del mal. Transcurrido unas semanas, el visitante, nuestro héroe buscaba la manera de volver a casa; miles de muchachas lo despedían, le informaron que en la región de hielos, se encontraba un mago poderoso, él lo regresaría a la tierra. Juliette se ofreció a acompañarlo, era zona inhabitable; las personas eran acabadas por dos colosos, uno de nieve y otro de hielo. Avanzaban a ese lugar inhóspito; la leyenda decía, que, el imperio de cristal estaba guarecido por ellos; ninguno podría entrar o salir. Caminando jornadas, cansados, descansaron un poco, el aire se tornaba más frío, en la noche, Juliette se enfermó de fiebre, el sudor escurría por su piel, una respiración agitada, improvisó una camilla para transportarla, dos maderos largos y su capa para el soporte, en su delirio decías que la muerte se la llevaría, titiritando, el Caballero no sabía que hacer, no podía poner el riesgo la vida de otro semejante. A lo lejos notaba las cimas de nívea superficie, a pocos metros de distancia, los bramidos espeluznantes, almas de electrizante temor, pánico de algo extraño y sucesivo, invadiendo, carcome el espíritu hasta minarle. Dos entes gigantescos, clamaban su poderío hasta el final, nadie les había derrotado. Candeloro, con la mirada fija, llegó a una conclusión; dejaría a la princesa en cuidados del hechicero; antes, vencería a los titanes. Osado, temerario, llegó a buscarles; lo vieron, gruñendo, lo perseguían. Al primero, en dos columnas de montaña, amarró de lado a lado el hilo, el monstruo de masa congelada, tropezó, rompiéndose en mil pedazos. El segundo, formado de nieve, lo condujo hasta un lago petrificado. Pisando encima de ella, al tratar de agarrar al Rosa Rosada, la capa transparente, se agrietaba, cediendo al peso, destrozándose; la bestia nívea, se disolvió en el agua helada; Pierre fue arrastrado por la aberración, para su mala fortuna, se congeló la superficie del lago. Atrapado, trataba de salir, el muro cristalino se lo impedía, una muerte inevitable. Murmullos, voces de gente y una docena de hombres le socorrían, con picos cortaban el hielo, lo sacaron, señaló a un lugar, diciendo. - Mago. El aspecto de sus rescatadores era raro, su piel pálida, confundiéndose con el entorno, cubiertos de pelos blancos, humanos pero extremadamente velludos, lo confundían con un dios, tal vez Rapa-Nuih, el ombligo del mundo.

Sostenían en lo alto, por indicación suya, a la hermosa acompañante; él tuvo la fortaleza de caminar hasta el campamento. Una ciudad impresionante, era transparente, con paredes de cristal, de ventanas adornadas de diamantes y cuarzos claros; extensa y edificios grandes, el clima insoportable, le temblaba hasta los tuétanos. Los albergaron con profundo respeto y admiración, ella recibía atención médica; agradecidos lo paseaban por las calles vítreas, en algunos sitios había espejos, deformando la imagen. Comentó sobre un ser de magia y ellos exclamaban aterrorizados.

- Changó. El nombre les provocaba escalofríos, mareos y lagrimas; un encapotado con capucha, volaba sobre ellos, los habitantes se hincaron a excepción del noble mosquetero. Descendió y se paró junto a él, lo observó; al quitarse el trapo del rostro, una piel momificada, de aspecto cadavérico. Entabló conversación y él le prometió regresarlo a su planeta; sí, de la región, de la muerte roja, traía una esfera de color carmesí. Aceptando el trato, pidió, le señalase, la ubicación de esa zona; apuntó al espejo el dedo delgado. Lo empujó y en vez de quebrarse al tocarlo, penetró en él. Un abismo negro, una nada absoluta, el silencio del ruido y la muerte de la vida; hedor y la esperanza falleciente, en agonía. El tiempo era incalculable, mientras, la otra dimensión, el brujo deseaba con lujuria a la enferma, babeaba sobre los senos, tocaba los tersos muslos. Una perversa idea le vino a la mente, poseerla, probar la carne de una chica excitante. Pierre Candeloro caía de chapuzón al mar sangriento, de los difuntos hombres, derrotados por la falta de fe y desesperación; el agua roja lo baño totalmente; una canoa navegaba a la deriva, trepándola, hallaba los restos humanos de dos seres. Sólo los esqueletos resistieron la travesía; la zona de la muerte roja, se llamaba así, por ser el mar, el cielo, las costas de arena del color del plasma sanguíneo. Se aproximó al barco fantasma, un buque semi arruinado, velas desgarradas y la madera podrida. Los tripulantes, eran los puros huesos, de piratas. Víctimas asesinados por ellos mismos.

Sorpresivamente, las osamentas cobraban vida, forcejeando, peleó con fiereza; haciendo polvo, aniquiló al montón de huesos. Risas iracundas, el capitán mandaba al ataque; sus puños, a base de golpes, lograba pulverizarlos, la sangre que recorría por sus venas, hervía. La batalla más terrible e igual, uno contra veinte; el Caballero arremetía con ganas, destrozando al enemigo. El hombre al mando, un corsario, saltó al mar al verse vencido; el paladín lo notó, con cierta nausea, hundirse en el viscoso líquido. Dirigió la nave rumbo a la playa, la arena era rojiza, varando en un lugar solitario y desértico. El espadachín cruzaba, la zona, de la muerte roja; de improviso, emergían del suelo, varios cuerpos óseos, la riña estaba comenzando, entre ellos lo querían someter, pero no se dejaba. Los huesos se fracturaban por los puñetazos salvajes, cráneos agrietados, desprendidos de la columna vertebral. Todos se aplacaron cuando, un sujeto, vestido de carmesí, venía; era la misma muerte roja, con la guadaña en la mano, pedía un poco de agua para calmar la sed. Con sus manos, formando un pozo, sació su ansiedad, bebiendo durante cinco minutos. El territorio medía cinco kilómetros cuadrados. Reía con esquizofrenia, las nubes, empezaba a llover sangre; carcajadas siniestras retumbaban por los oídos de Pierre, corría rápido, empapado; buscaba la esfera, la marea subía veloz; una montaña, trepando con cierta agilidad, escalaba hasta el pico. Los esqueletos flotaban sobre el océano sanguíneo; casi se ahoga, pero brincando, alcanzaba un peñasco firme; arriba, en el terreno, hallase un trono, un rey encadenado; las mandíbulas apretaban una bola roja, la quitó con sigilo, radiando destellos abigarrados, ya con el objeto anhelado, fue teletransportado de nuevo. El viejo le comentó sobre otras dos esferas, la del gusano verde y fuego negro. Accedió a rescatarlas pero con una condición, cúrase a Juliette; fingiendo benevolencia dijo que sí, mandándolo por la puerta dimensional. A solas, le quitó el calzón a la tuerta, manoseando los labios vaginales, le metía el dedo por el culo. Despojándose del hábito, dispuesto a intimar con salvajidad; besó los labios y la poseyó con pasión; débil, indefensa, se dejó coger por el repulsivo ser. Satisfecho, asomó al caldero, una visión extraña; el hechicero era muerto por el Caballero Rosa Rosada, pateó con furia el metal. El mosquetero estaba en terrenos pantanosos, de hiedras, setas y musgos, su alrededor era verde, el aire, los árboles, el agua. La niebla pestilente, un hedor insoportable; olía a cuerpos descompuestos; había cadáveres putrefactos, descarnados, la piel carcomida, llenos de gusanos. Avanzaba por el camino señalado. Unos seres podridos, muertos vivientes, lo atacaron, puñetazos que destrozaban los músculos nauseabundos; destruyéndolos; se sumergió en un estanque, en el agua descubría una cabeza humana. Salió junto con ella, partiéndola, en vez de cerebro, hallaba la segunda esfera, verdosa, faltaba la última. En el reino de fuego negro, las almas perversas estaban prisioneras; héroes que alguna vez lo fueron, por cambiar su conducta a una vil y ambiciosa de poder, cayeron en ese solitario sitio. Oscuridad total, fantasmas y seres penando su mala conducta; encadenados hasta la eternidad. Ambiente desolador donde el espíritu es destruido por sus propias causas. Alaridos, chillidos, gritos que erizaban la piel; nadie hablaba, paseaban con sentimientos de dolor, agachando la cabeza, sin mirar el ángel de salvación, condenados por sus propios actos a sobrevivir; la piedad era grande en el corazón, en ellos se extinguió al llegar. Sintió lástima por esos compañeros desafortunados; a donde voltease, observaba entes, con tristeza y melancolía, expiaban los pecados cometidos en la vida terrenal. Ninguno se interponía, ninguno lo detenía; parecía fácil, pero no lo era; los espectros vagaban, deambulando en el abismo, consumiéndose en las llamas del Hades. Bolas de lumbre girando entre sí; iluminando apenas; la esfera era de color negro y despedía fuego; tocarla, quemaba las manos, la brisa tenebrosa, aplicaba un éxtasis. La cabeza le zumbaba, voces de ultratumba, se llevaba las palmas a los oídos; doblándose de un dolor desgarrador. Con determinación asió la cosa, su corazón latía apresurado, gritó, un momento de locura, desmayándose. Al abrir los ojos, recordaba que había fallecido. La traición de Borreau, el comandante en alto, respecto al falso rey; el verdadero, encarcelado, el usurpador ocupó el trono real, a conveniencia con Alexander. Cuando descubrió la verdad, lo mandaron a emboscar; el Rey Sol falleció de tifoidea; el impostor, conocido como Monsieur Dupoin, era un tirano; le gusto la muchacha Jeanette y la iba hacer su concubina. La noticia era catastrófica, dispuesto a contársela al pueblo, pero una noche, de luna llena, de París. Iba andando con paso lento, haciendo guardia, de castigo; las botas emitían huecos por el abandonado callejón. Su alma era de un Cyrano de Bergerac, astucia de un Rouget de Lisle; valentía y gallardía de Georges Marie Guynemer. El coraje era un instinto natural para su intelecto; en esa onda, escuchó un disparo, se llevó las manos al pecho, herida mortal, abría la boca para escupir sangre; tirado en el suelo, agonizante, pidió ayuda a Dios. La nada lo encubría, el silencio de la vida, el ruego de una oportunidad al santísimo Señor de lo Absoluto. De súbito, una ráfaga de recuerdos; cuando su madre, Cossette Lully lo mimaba; le ayudaba a cuidar las rosas, unas flores rosadas; al morir ella, el padre cruel, quemó los rosales de la casa; la primera prueba fue un rotundo fracaso, para ingresar como guardia real. Se le apareció y le entregó un florete, este, producía pétalos rosados; al segundo intento, probó ser invencible; carácter furibundo, osado y justiciero. Después su progenitora, le dijo, que, la espada era sólo un pedazo de metal; él, únicamente él, hizo posible esas hazañas, dentro de sí, guardadas; al sacar el honor y confiar en sí mismo le hacía invulnerable. El Caballero Rosa Rosada recibía su traje, se reían del color, pero él lo portaba por ser el favorito de mamá; una ebullición intolerable, una aura emanaba de su cuerpo. La fe volvía de nuevo, con un deseo asió la esfera, el fuego no le dañaba, junto las tres bolas de cristal; regresando, el mago se las quiso quitar, pero con un empujón perdió el equilibrio, se levantó y Pierre blandió la espada; el brujo, sin querer, el mismo se enterró el acero puntiagudo. Falleció, el hechicero, al instante; al reunir el trío, una serpiente de humo se formaba en el cuarto, ésta pronunció estas palabras. - Te concedo tres deseos. El primero fue sanar a Juliette, el segundo, reencarnar en su cuerpo terrenal y el tercero; unos alaridos y estruendos de rayos láser. Una nave espacial de cincuenta kilómetros de largo por veinte de ancho y doce de altura; dispuesta a esclavizar el planeta; el tercero, pidió, poder vencer a esa amenaza galáctica. Esfumándose, Candeloro, iba a pelear; dejo a su amiga en manos de los Gélidos. El poder le fluía por su interior, el despertar del alba, la furia de una tormenta de Dios; el caballo volador lo condujo al espacio exterior. Pegaso lo encontraba y le prestaba el socorro necesario; saltando, desmontó; un cometa se trasladaba a unas horas luz. Los alienígenas lo miraron, instintos maquiavélicos; dispuestos a aniquilarle; el mosquetero atraía la masa astral. Al momento de intentarle disparar, el cuerpo sideral, se estrellaba en la nodriza; el vehículo sideral explotó, un tronido ensordecedor, junto con un destello cegador, el gran hombre recuperaba el brío de la energía divina. Los habitantes observaban la tea cósmica; bajando al océano de las ninfas. La bestia alada lo recogía, con las riendas, tiró de ellas y el animal se dirigía al satélite de

Ticsani; era un pedazo de roca inerte, donde; la primera civilización floreció, hasta desarrollar la máxima capacidad humana. Una cúpula de cristal petrificado, con cuartos y casas de pared metálica; personas hechas de acero; pero ningún hombre; todo era tranquilo. El aire raro, artificial; caminos que al pararse uno lo movían en el rumbo que quisiese. Al tocarlo, una vibración radiactiva; se drenaba el agua, observaba, era una cápsula muerta, monótona; los robots eran máquinas de servicio, construidas para hacer una cómoda vida; el silencio en monumento principal al final de los seres. Una choza de fibra plástica, un libro abandonado, el viento parecía llorar, la aplastante derrota, del homo sapien sapiens. Abrió, una pagina, leía con lástima; experimentando un abandono de su procedencia terrícola; los símbolos eran idénticos a los tatuados en al espalda de Juliette; guardándolo entre sus ropas; volaba con cierta nostalgia, era un sentimiento de soledad y desesperanza. Musitó unas palabras incomprensibles,. Con un tono quebradizo. Al pisar tierra, los Gélidos, lo recibieron con fervor, lo idolatraban; la mujer se abrazó y le brindó un beso dulce. El francés, emulo de Bergerac, le pidió se volteara, para ver si descifraban, el enigmático documento; las letras se desprendieron de la piel, flotando; juntándose en una flama de multicolores chispas. Esa etérea forma, se introdujo en Pierre, una descarga electrizante; al rozar la hoja del libro, una voz hueca y gruesa, casi ronca; las misteriosas palabras se oyeron.

- Soy el presente, del pasado y futuro; pide lo que quieras.

Imágenes fantasmagóricas, de ángeles y demonios, luces y sombras; lo negro y lo blanco; Dios y Lucifer. El grito de las tinieblas, el llanto del níveo espíritu; cual reflejo de una estrella fugaz. La miraba. Jeanette parecía afligida, con unos ojos sin amor, acabada; avanzada unos años, un rostro envejecido; el pelo con manchas blancas. El falso rey la mandaba después de dormir con ella, a una casa de prostitución; cruel y tirano, tropas de asesinos, saqueaban los humildes hogares. La ira invadía su pecho, Candeloro, semejaba una bomba a punto de estallar; habló de cómo podría regresar a su natal pueblo Lyon, rescatar a su amada y destronar al impostor. Le dijo.

- Serás inmortal, tu alma es eterna; busca el remolino de la victoria y te guiara a donde quieras; ella, te ama, cásate; el maldito perecerá bajo tu justicia de héroe. La chica le decía que no se fuera, lo necesitaban para gobernar el planeta de las mujeres. Temerosa al comentarle sobre los Colares y monos de la Inanición; él. Con valentía, si vencía y exterminaba a la raza indeseable, volvería a su entidad. Todos aceptaron, Juliette, sabiendo que lograría su propósito, le suplicó que copularan por última vez. El mosquetero acariciaba el cabello dorado, le estrechó consigo mismo, la cargó entre sus brazos y dirigiéndose a una habitación; las camas eran suaves, la deposito con cuidado, se despojó de su traje rosado. La joven se bajaba el calzón, frotándose la vulva con sus dedos; el paladín se acostó junto, le chupó las tetas. Se entregaba con pasión ilimitada, le ofrendaba la máxima capacidad amatoria de una hembra; asió el pie femenino, impregnó los labios viriles. Un gemido cálido, tibio, se dispuso a penetrarla, el falo lentamente, invadía el albergue de ella. Fue una sensación inolvidable, al sentir en su interior, los espermatozoides, sudorosa, exhausta; cerró sus ojos y se durmió. El Caballero Rosa se vestía nuevamente, dispuesto a darle un terrible acabose a los faunos; envainó el arma, a lo lejos contemplaba el descenso de la nave, en llamas fulminantes. Tardó tres días encontrar a la tribu indeseable, al descubrirle, se tornaron miedosos; el florete bañado en sangre, los Colares corrían asustados. Sin piedad, pereció una especie por entero; el anochecer era mudo testigo, de la extinción de los hombres cabríos; los simios no lo creían. Una alfombra de sus amigos, traviesos y chocosos, se esparcía en la colina, descuartizados. Los changos temblaban de pavor, la manta de la muerte les cobijaba; hincándose, suplicando por sus vidas; al perdonarlos, por ser misericordioso. Una muralla de caras conocidas, la tropa guiada por Stella, mujeres centauros, los del norte, las chicas primitivas, los acorralaron por los cuatro lados, cozes aventando a los primates, golpeados por palos y piedras, su mismos vecinos les sentenciaron a dejar de existir en el planeta. Una pelea desigual acabaron para siempre con los monos. El cielo se ponía negro, el viento arreciaba, truenos y relámpagos; la tea caía en el mar, creando un remolino de quince kilómetros de diámetro; el ojo de agua lucía una gruta directo al Hades. El hombre la hallaba, Stella lo condujo a la costa; pegaso se aparecía para llevarlo rumbo al océano; montado, inició el recorrido, lo tiró. Precipitado al abismo, se zambulló en el agua, yendo a la deriva, arrastrado por la corriente; el hocico marino se tragaba a Candeloro, parecía estirarse y romperse en cachos.

Juliette, con un dolor en el corazón, se dispuso a seguirlo, junto a las tres esferas, y pidió ir a la orilla del mar, poder volar y sobrevivir al peligro de la boca marítima; apareció, de pronto, en la playa, le brotaron alas y despegó, arrojándose en el centro del remolino. Se había hecho una puerta del tiempo, y del espacio, el infinito era un lugar ilimitado y cerrado. Los cuerpos sumergidos, con intensas punzadas, el cerebro parecía estallar, las células querían desunirse, de entre ellas. Un calambre infernal y constante, mareos frecuentes, naúseas aberrantes, gesticulaban con facciones macabras. Los músculos se contraían y los ojos estaban por salirse de las órbitas oculares. El vacío crecía dentro de sí, la nada invadía el todo; casi, con rigidez absoluta.

Un lugar distante, en cualquier época, estruendos con destellos, hongos humeantes y aterradores, estallidos de un fulgor intolerable, víctimas tocados por el cruel desacierto; un sitio extraño y tenebroso, cualquiera hubiera enloquecido de terror al ver esas monstruosas máquinas de la peste. Caían fulminados por un rugido de ejércitos grises, con una cruz, doblada por sus cuatro lados, marchaban, portando el estandarte de la destrucción. No era el hogar de él, se había equivocado, grandísimo error. Las personas, atrapadas en el campo de concentración, eran flacos, esqueléticos, calvos, aspecto de una fe perdida; descalzos, ropas hechas jirones; muriendo de hambre y de frío. En otro lugar, cuerpos desnudos, hombres y mujeres raquíticos; entraban en una fábrica, donde, salía humo constantemente; las nubes grises, la calaca apurada en su trabajo, la svástica era la bandera de la destrucción y exterminio del mundo. Soldados de piel blanca, pelo rubio, ojos azul celeste; con ametralladoras, rugían, regando la tierra de sangre. Los pasos eran el trueno, de la furia del mal; estallaban luces en el cielo, marcando el deceso de pájaros de acero. Los prisioneros, presos por murallas de alambre, perros custodiando el recinto de Marte; las almas fallecientes, autómatas de un destino incierto, el pavor apretado dentro de sí. Tanques expulsando el golpe mortal; una linda chica, quince años, tal vez catorce; desnutrida, semi desnuda, descalza. La mirada temblorosa, brillaba por unas lágrimas derramadas, pedía auxilio; el frágil cuerpo zigzagueaba los disparos, abrazándolo, hincó de rodillas y suplicó perdón. Una disculpa por ser la causante de la desgracia, así se sentía; posó una mano en la cabeza femenina y la levantó. De repente, los ojos saltones, boca tartamudeante, un hilo de sangre; una bala perdida le hería cruel y fatal; el brazo de Candeloro se tiñó de rojo carmesí; viéndole cerrar los ojos, para siempre. Una bruma abigarrada le cubrió, volvía al remolino, girando, girando; los caminos diversos del tiempo y del espacio. Una tierra de gentes arrepentidas, la razón, un meteorito en unas horas de colisión; huían temerosas, insultando a Dios, blasfemias. El francés se compadeció y un apena, lástima, por esa civilización. Seres que no supieron aprovechar la voluntad divina y la rechazaron o, mejor dicho, desperdiciaron; una intensa luz, el cataclismo se haría presente, nadie ayudaba al prójimo, preocupados en salvarse, egoístamente, para sí mismos. Los palacios de colosales dimensiones, obras artísticas, hermosos castillos de veredas verdes; jardines de diversas flores y plantas. Las mujeres cogían con cualquiera, era tal la perversión, hasta en la calle. Semejando perros o animales en celo, gemían de placer, uno se masturbaba en pleno centro. Niñas se metían el dedo por el culo, niños precoces jugaban con su pene; copulan de homosexuales, lesbianas y travestis. Contemplaba la sociedad destrozada, un viejo santo, se aproximó a él. Le mostró un espejo; observaba un gato convertirse en hombre; un tigre de regiones heladas ser varón; un humano con casco, cuernos a los lados; una armadura negra, con una cruz blanca en el pecho; una figura de hábito, fantasma o espíritu en pena; un sujeto con gutra, babuchas y cimitarra. La voz fue de trueno.

- Tú, eres un elegido de Dios, igual que ellos. El santo alejase de su vista, perdiéndose en la multitud. El caos reinaba, se mataban para sobrevivir; la ley del más fuerte imperaba como máxima regla. El cuerpo celeste invadía la atmósfera terrícola, truenos y relámpagos, las nubes ennegrecidas; Pierre, impulsado por una fuerza desconocida, salía al espacio; la hecatombe, el Apocalipsis del fin del mundo se cumplía, una llama se notaba desde el cosmos; al Tierra sobrevivía, pero los colonos fallecían por gases tóxicos; una reacción química impedía respirar, el agua se volvía amarga; inaudito, otros siete meteoritos chocaron con el planeta, que resistió el embate, por desgracia, sus habitantes no. De nuevo volvía al ojo de agua, vagando por la fuga dimensional, hasta llegar a un extraño sitio; plantas moradas, con flores negras; arboles rojos con copas azules, el agua verde, fijase en los animales, trípedos y sextupedos, parecían mutaciones genéticas de una naturaleza enloquecida. Los seres inteligentes eran como una aparición, piedras o algo similar les giraban por su cabeza, flotaban en el aire, su masa se cambiaba de volumen, pareciendo en ocasiones, gruesos y chicos, largos y delgados; se comunicaban por telepatía, escuchaba claramente el mensaje en su mente. - Pierre Philippe Candeloro, te saludamos, tus acciones son equilibradas; exterminaste a una especie, pero, salvaste a una de ellas. Muy mal, pero se compensa con lo hecho, bueno; la puerta del tiempo y espacio utilizada es difícil de manejar. Pero sí lo deseas, podemos sacarte de ella y por nuestros poderes, volverte al lugar de origen. A cambio de que lo cumplamos, pedimos la ayuda de ser nuestro discípulo; quieres acceder.

Pierre, el héroe legendario, accedió a la petición. Adquiriendo materialidad, tocaron su frente, brindándole los conocimientos de los maestros iluminados y ascendidos. El cerebro acumulaba información antes ignorada, como crear aparatos para volar o sumergirse en el mar; la ciencia de invención de nuevas cosas por medio de las ya conocidas. La luna aparecía amarilla, iluminando el paisaje desolador; pasaría una prueba, en una galaxia, robots o máquinas pensantes, junto con gentes cibernéticas, planeaban dominar el sistema solar de Orión. Transportándolo hacía la misión de derrotar a los entes de pasiones conquistadoras. El lugar siniestro, robots yendo de un lugar a otro, una situación extravagante; los seres cibernéticos, manipulaban peleas de androides, hechos de una aleación titanio plomo. Las personas humanas cubrían sus mutiladas partes por repuestos de acero, sustitutos semi perfectos, semejantes a la habilidad locomotriz del cuerpo humano; el francés era una cosa anormal para los habitantes, creyéndole un fenómeno, pues conservaba en buen estado su cuerpo. Argos, el líder lo llamó entre la multitud y retándole a luchar; el sitio, una superficie redonda, con el triunfo asegurado de Argos, pensaba que Candeloro, no era capaz de ser un buen guerrero, por su físico flaco. Ellos sólo conocían como panacea, el metal, el noventa por ciento de sus aparatos y herramientas tenían como principal constitución el acero. La tierra sólida, cubierta de placas de cobre; los edificios de plata y oro, criaturas manejadas a control remoto; sus pensamientos eran vencer al enemigo sin compasión alguna; los sentimientos murieron y quedaron rocas por un corazón. Lo conducían en un artefacto de ruedas, solito se movía, manejado por un cartucho de botones sensibles. El metal, la arena, Caballero Rosa analizaba el caso, pues en cuestión de minutos, el combate se realizaría; el hombre de acero, aplaudido por sus compañeros, gritando: Muerte. Sólo uno de los dos participantes sobreviviría al enfrentamiento; en caso de estar vivo, el vencido era muerto por los soldados. En el centro, brincó y le pateó el rostro, sin ocasionarle una lesión; Pierre esquivaba la maza del puño con espinas de aluminio; una de las manos del semi hombre era un círculo con dientes, girando sobre el eje central, un arpón le lanzaban. La punta del arma le atravesaba la mano derecha, el hombre de la Rosa se quejaba, una lacerante herida; como pudo, desenterró el arpón y se lo quitó de la palma; sabiendo que por fuerza sería imposible vencerlo, la maña se hizo presente. Cercano a él, dejó que le agarrara con una cadena, levantándolo por los aires y sacudiéndolo al gran paladín de la justicia. El ente reía con ironía, el amo del mundo proclamase; el mosquetero cayó brutal, el azotón le destrozaba la espalda, desenfundó su espada, encajándola con el hilo de acero que le sujetó; aventándola a la corriente de luz fluorescente; el florete al hacer contacto con las cuerdas luminosas, condujo la energía al cibernético. La descarga eléctrica fue fatal, el cerebro se calcinaba, la piel se ennegrecía; balanceado, descendía, fallecido, para siempre. Los ojos negros de unos seres sin alma, deseando exterminar al intruso, saltó la cerca electrificada, corriendo con astucia y librándose de los cyborgs; con alegría descubrió las nubes. Subió a una montaña, era una presa que contenía ácido, los perseguidos se detuvieron, sabían del líquido mortal. La multitud, de diez mil individuos, con terror; observaron como abría las compuertas, dejando paso al corrosivo elemento.

Veía deshacerse las metálicas prótesis, quedando huesos o nada de ellos; feliz por la faena, pero faltaba la población de otras comunidades. Con los conocimientos adquiridos, extrajo de entre sus ropas, un frasco; éste, contenía una sustancia que modificaba los átomos y su forma de los vapores; el gas, libre, al destaparlo; una apariencia de humo, ascendía al cielo, mezclándose con los elementos químicos de las nubes; el rayo, agitando las masas celestiales, era signo de lluvia; había logrado su propósito. Los colonos se atemorizaron, gotas de agua caían del cielo, ocasionado cortos circuitos; chispas eléctricas que anunciaban que ya no funcionarían; formando charcos y ríos, luego lagunas, la lluvia crecía para darle vida a un océano. Máquinas, robots, aparatos, androides, cibernéticos, toda cosa que fuera o funcionara con energía eléctrica y hecha de metal, dejaba de trabajar, cesando las computarizadas acciones. Los maestros ascendidos lo recompensarían, pero él se acordó de Juliette y suplicó que no lo mandaran a casa; sacrificaría su deseo por hallar a su amiga. El noble deseo fue cumplido, la princesa estaba en el Valle de la Muerte; donde la calaca reinaba, dueña de una guadaña y destinada a guiar a las almas a su salvación o a ser condenadas por actos abominables. La muerte con el vestido negro, una capucha que sólo le dejaba ver el cráneo, del lado de la cara, le señaló como alguien especial y dijo. - Pierre Philippe Candeloro, eres, junto con Gato, Rasputín, Tigre, Love Machine, Vlav Teples, Augurius, Fantasma Gótico, Antar, Juliette, el Cazador de demonios, Sansón y Herakles; los elegidos de Dios, el Todopoderoso, uno de ellos está conmigo, dos con tu llegada, ustedes son la mano del Omnipotente, la esperanza del mañana y la fe de la humanidad para cambiar las cosas designadas. Revivirás para ser feliz, pero cuando junte a mis doce miembros, ustedes juntos, pelearán en la lucha final, donde el que gane, será el vencedor. Sí vencemos, iniciará el nuevo ciclo, pero sí nos derrotan, podrán dejar tal y como esta o modificar a su gusto el plano sideral del universo.

Juliette lo miró, se alegró tanto que lo besó, oprimiendo las tetas en el pecho del legendario mosquetero. Pierre, dichoso, la saludó con entusiasmo; ambos se abrazaron y la muerte se aproximó, dictando.

- Los dejaré ir por ahora pero nos volveremos a encontrar, muy pronto. La princesa lo agarró de la mano y los dos eran cubiertos de una magna luz albiceleste; una tierra de criaturas extrañas y de intelectualidad escasa; valles de verdes pastos, árboles de frutos apetecibles, cielo azul, varios lagos de cristalinas aguas, florecían plantas de varios colores, combinados o separados. El aire perfumado por aromas de dulce; aves de plumaje hermoso, exóticas, al emprender el vuelo parecía levantarse un arcoíris. El cielo era pálido, azulino; anonadados por el paraíso terrenal. La mujer no resistió y se metió a nadar en el estanque, el cuerpo desnudo refrescaba las heridas. El francés, boquiabierto, observaba a la sirena; moviéndose como un pez, sin bracear y saltando como un delfín; reía divina, sólo el defecto del ojo contrastaba con la belleza. Él quiso ir con ella, se contuvo, no quería lastimar los sentimientos de la muchacha. Dos personas ofrendaban frutas a un árbol, seres de características salvajes; la hembra llevaba una vara de un metro de largo, hincada, apoyaba sus glúteos en las piernas; las mamas grandes y paradas, el cabello rosado; la piel de la extraña presencia era de un tigre, rayas negras corrían por la anaranjada pigmentación. Asomaba dos colmillos al gritar; las pupilas de gato, amarillas y la lengua áspera; las uñas eran largas, pero en lo demás, era igual a una mujer terrícola. La pareja no le apenaba su desnudez completa; pues el varón. Un tipo de piel amarilla de trigo, con motas oscuras, le recordaba un leopardo; su ofrenda eran frutos pero machacados. La melena roja, mirada felina; de rodillas, por un rato, se hincó, los dos juntaron sus manos, como orando; cerraron los ojos y agacharon la cabeza. Al paso del tiempo, los

árboles fueron rodeados en parejas, un hombre leopardo y una mujer tigre, así los bautizó; terminando la meditación, se juntaron y fueron al lago; Juliette disfrutaba jugando en el agua, se sumergió, volteándose, sólo sus piernas se veían sobre la superficie; bajó al fondo, hallando una piedra brillante, saliendo del lago y mostrando el trofeo adquirido, una perla dorada, zumbaba en forma de música. Candeloro fue tirado por la multitud, nadie le hizo caso el mínimo caso; la chica enseñaba su tesoro, los habitantes se postraron a los pies de ella, varones y hembras, dijeron. - Hija del mar dulce, tú eres la elegida para nosotros.

Los más osados besaron los pies femeninos; desconcertada, se cubrió con sus brazos el par de carnes lactantes. Desnuda, avanzaba con sigilo, temerosa de que le hicieran daño; los maestros iluminados se hicieron presentes, explicando que la guerrera sería y tendría la responsabilidad de ser la reina de Felinia, orgullosa por la distinción, aceptó. El mosquetero habló con los sabios sobre lo acordado y le cedieron la oportunidad de despedirse de su amiga; desapareciendo después de hacerlo. Juliette, además de los tatuajes obtenidos, pintó su cuerpo de formas diferentes, la perla le cambió las figuras y las transformó. En el seno izquierdo tenía el dibujo, la cabeza de un león; en el seno derecho la de un gato negro; en el vientre aparecía un tigre de cuerpo entero, pero de lado, rugiendo, caminando sobre huesos de personas, a su alrededor, el tigre era rodeado por llamas del infierno. La estrella de cinco puntas era borrada, pero ocupaba otro lugar; el pentagrama, era tatuado en el sexo, por el monte de Venus, pero oculto por el vello vaginal. En la espalda emergía el felino prehistórico, el dientes de sable, desafiando a una ola gigantesca, donde el felino estaba alzando sobre las patas traseras y las de adelante, dispuesto a darle un zarpazo. En las nalgas la cubrían la cara de una pantera negra y un leopardo, una en cada glúteo. En el brazo derecho, del hombro a la muñeca, se dibujaban las efigies, el rostro de un lince, guepardo, tigrillo, pantera de las nieves, jaruarundi; en el brazo izquierdo tenía las caras de Bastet, kod kod, gato egipcio, puma, minina; en los muslos portaba el dibujo de un ocelote y en el otro de un tigre blanco. Los símbolos de la espalda se distribuyeron en los huecos dejados entre las siluetas felinas; en la planta del pie tenía una rosa. Fue a un templo y miraba el interior, colgaban pieles de animales, especialmente felinos; aunque faltaban unos trajes. La mitad de las piezas habían desaparecido; las paredes eran mosaicos multicolores, piedras pegadas al techo iluminaban el piso; descalza, caminaba a ponerse el traje. Eligió el de Bastet, sus pies se metieron por las fauces del gato, era elástico; al terminar, se convertía en gato que cambiaba de pelos, lacios, chicos o grandes, blancos, negros, bicolores etc. los lugareños y súbditos cazaban ciervos para comérselos; en manadas, los animales herbívoros, pastaban; mientras, los carnívoros, escondidos en la maleza, esperaban el momento de atacar. Bípedos, corrían tras la presa, con agilidad y rapidez; cerca de la víctima, saltaban, agarrándola del cuello con sus manos, enterrando los dientes en la apetecible carne. Las mujeres tigres destazaban la presa con sus bocas y repartían el alimento a la comunidad; la diosa Bastet, una linda gatita paseaba por sus dominios; los siervos de su alrededor eran fieles, sumisos, la veneraban como una diosa, ellos la querían; alababan su nombre, Juliette se tatuó el rostro de Pierre, el barbado mosquetero, en el empeine del pie. Susana se bañaba en una tina de porcelana, los cabellos rubios enjabonados, los senos les restregaba con las manos, los pies apoyados en el borde de la bañera; cerró los ojos y recordaba a su amado, unas lágrimas rodaron por las blancas mejillas. Los dedos finos secaban las pupilas azules, entreabiertas, vidriosos, se negaba a creer la muerte de Pierre. De las piernas abiertas de Jeanette, emergía del agua, Candeloro, quedando rodeado por los muslos en la cintura. La mujer lanzó el grito, enloquecida, se sale de la tina y corre a la puerta; el mosquetero ríe de buena gana, al levantarse y ponerse de pie; empapado, se acaricia la barba, se quita el sombrero y hace una reverencia caballeresca. Ella, eufórica, se lanza a sus brazos, se abrazan, lo besa; se sujeta del cuello y sus piernas las cruza por la espalda de su hombre; la saliva escurre de los labios de cada uno; lo desviste y lo lleva al lecho, provocativa y ardiente. Copularon, el Caballero Rosa desvirgó a su amada, la gran pureza era ofrendada en una entrega de amor, el mar en tormenta, las olas chocando con las rocas; el placer de sentir la vida recorrerla en las venas y hacer el amor con la mujer que de chico se enamorara; la experiencia de volverse uno solo, ser parte de cada uno, unir sus almas en una; acariciaba la piel femenina con cariño, tocaba la seda de su cuerpo; le besaba con pasión y desenfreno. No le importaba nada, únicamente estar al lado de ella; buscando el agua, un sediento, se saciaba hasta ahogarse; era un deseo iluso, increíble; cada vez más cercano al cielo. Terminaron de hacer el amor, apretó una mejilla con ternura, correspondía la chica con una mirada dulce; le dijo. - Te amo, mí querido, Philippe Candeloro.

Él la trataba con cuidado, sintiéndose culpable de hincharle los labios vaginales; la muchacha lo disculpó. Apoyó su cabeza en el pecho y susurró al oído del joven.

- Me hiciste feliz, fui dichosa, gracias por amarme por completo.

Se durmieron, soñando en una boda añorada; a la medianoche, el mosquetero se paró del catre y la miró con un amor dulce, sentía el pecho expandirse y que las mariposas revoloteaban en el estómago. Se acercó a ella y le mordió el pezón izquierdo, estirándolo; siguió con el dedo del pie, lo mordisqueaba, lamía el sexo como si fuera el agua al bañarse. Descubría la prueba de la honra, una mancha de sangre en las sábanas del lecho; volvió acostarse. En la mañana oyó toquidos, Jeanette se levantaba y fue abrir, el Rey Sol, desconcertado, la hallaba desnuda. Recriminándole su proceder, le mostró a Pierre en la alcoba; los esbirros y el mandatario miraron con horror la tela teñida de rojo; el rey apretó los dientes y con ira le pegó en el rostro, insultándola, diciendo que era una prostituta. Mas al reconocer al hombre, se puso blanco de miedo, se le trabó las mandíbulas, los ojos casi estallan de la impresión; Candeloro fue a recoger del suelo a Jeanette y la cubrió con una toalla; él asió la espada, dispuesto a eliminarle, pero la tropa real se interpuso. Al girar el florete en círculos, emanaban de la circunferencia, rosas con tallos espinosos, hiriendo el rostro de los enemigos, el rasguño ocasionaba una parálisis total del cuerpo; volvían a surgir las flores, emblema de su madre, paralizando a los soldados sin darles muerte alguna. La novia sacaba el traje del Ángel de Pierre, del ropero, se lo puso, el francés se quedo estupefacto, la compañera de batallas era ella; descubierta, lo ayudó a combatir. El ángel cubrió los ojos del héroe y ocasionó un destello de luz cegadora; aprovecharon para neutralizarlos, sacó de un frasco una sustancia, que hacía dormir, tapándose la nariz ambos; buscando a la alteza real, pero la chica dejaba ver su identidad al no haberse puesto la máscara. El ejército del rey seguía atacando a la pareja justiciera, era tal el montón, que ella se despojó de la parte superior del traje, mostrando los senos rosados y bien dotados. Con las bocas abiertas, babeando, Pierre tuvo la oportunidad de girar la espada y paralizarlos con la lluvia de rosas. La mujer le sonrió, sobándose el puñetazo de la cara, tirando la ropa despojada; le guiñó el ojo a su hombre y le besó; Borreau atravesó con la espada a Jeanette, los ojos se agrandaron y un vomito de sangre, le abatía; furioso, pues al estar juntos, él también había sido tocado por el ama; Laucer creía tener el triunfo en sus manos, Pierre se quitó de un jalón el acero y lo aventó al traidor. El capitán de los mosqueteros le partía, el florete, en el corazón, muriendo al instante. Depositó en el suelo a su amor y la vendaba con la ropa del traje botado. Alexander y Luis, el Rey Sol, temblaban de miedo, pues, temían por sus vidas; Candeloro le quitaba las botas y besaba los pies, masajeaba a la fémina, los párpados se movían con lentitud. Quiso hablar pero le manaba sangre, los dientes brillaban, el hombre la tomó entre sus brazos y la llevó a un lugar conocido por él. Vagaba triste, con la muchacha, cargándola: pasos lentos, en la colina del unicornio, gritó con fuerzas sobrehumanas, suplicando que le devolviesen la vida, el caballo con el cuerno y alas, trotando llegaba a los dos. Puso el cuerno en el vientre de al chica y un rayo blanco la bañaba de pies a cabeza; al fin, abría los ojos, repuesta y sanada de la herida mortal. A cambio de al curación, quería una virgen desnuda para que viajara una vez con él. Dando su palabra, los dejó marchar,. Fueron al cementerio, los dos cavaron en la tumba de Pierre, abrieron el ataúd, estaba vacío; dirigiéndose al palacio. El falso Luis, paseaba de un lado a otro, el cardenal lo imitaba, se les ocurrió una macabra idea, liberara a la planta carnívora, según la leyenda, tal monstruo se encontraba en una pared sellada con un símbolo que le impedía escapar. Fueron directo al muro prohibido, partiendo el sello protector en dos, un rugido escalofriante, la morada real se desmoronaba, corriendo espantados, unos tentáculos verdes los aprisionaron, las ramas les impedían liberarse de ellas. Alexander, el cardenal y el rey Luis eran devorados por la criatura del mundo vegetal; los tragó de un solo bocado, los huesos crujían, tronaban armoniosamente. En el valle del unicornio. Pierre y Jeanette, traían cinco doncellas para el amigo; la primera, se desnudó, esperando al legendario caballo mitológico, apareciendo, se dejó montar, pero la morena no era pura, relincho y encabritado la lanzó por los aires, la pobre cayó, quedando adolorida. La segunda, una pelirroja se subió pero sucedió lo mismo; la tercera, una negrita dulce, ocurrió lo anterior; la cuarta, una de cabello castaño, le aventaba al suelo; por último, la mujer de tipo caucásica, lo montó y se quedó quieto. Emprendió el vuelo junto con la inmaculada hembra de padres rubios y ojos azules, nacida en París, Francia. Las otras se fueron rumiando molestas, avergonzadas por no ser doncellas sino un cuarteto de putas o rameras. Se encontraron con un grupo de campesinos y las despreciadas cogían con los hombres del campo fructífero. La rubia, desnuda, volaba feliz, sus senos se mecían, descendieron en una isla, ahí, el pegaso se transformó en un apuesto hombre, fortachón y guapo; cabellos dorados, ojos verdes, piel blanca y alto; la caucásica se quedó estática. El macho se acercó a la hembra y la poseyó con locura, la casi mujer emitía quejidos de gusto y placer. El tipo la trata con paciencia y disfruta de las mieles de Eros; el paraíso se abre a las puertas del cielo ahora y siempre. La orgía, del bosque, es interrumpida por el abominable ser, que agarra a las ocho personas y las devora con rapidez; gritos de angustia, callados por el dedo de la muerte.

Jeanette voltea a oír los gemidos, asombrada, descubre el horror del mito.

- Se liberó, Dios mío. Pierre entreabre los ojos y medita la situación con astucia y habilidad. El cerebro humano trabaja en proyectos de diversos métodos para destruir al ente devorador. La situación es complicada y adversa, sigue pensando, hacer ruidos con la boca; comprende que el problema es de respuesta inmediata y requiere de solución precisa al instante. Habla con su novia sobre el proceso de llevar a cabo a buen término esta barrera peligrosa que sobrecoge a la gente. La mujer es atrapada por el vegetal, ha llegado el momento de actuar y el mosquetero desenfunda el florete preciado; corta de tajo la enredadera que había apresado a ella y corren juntos en dirección a la zona lejana de París. Del cielo emerge la caucásica, montada ene l unicornio alado, azuza al animal a seguir adelante, trae en la mano una tea, vuela por encima del monstruo y le arroja en la boca la antorcha; pronto, ven, a la planta carnívora, arder en llamas. Berridos, chillidos escalofriantes, revolcándose de dolor; al último, cenizas humeantes quedan de la criatura del reino plantae. Desciende la heroína, pegaso se transmuta a hombre y la abraza, decidiendo pasar el resto de su vida en ese estado; pero, con Barbie como esposa; la otra rubia le da un codazo al francés en el costado y éste planea hacer lo mismo; las parejas acuerdan celebrar las bodas el día en que el pueblo eligiera al nuevo gobernante. Por todas las provincias de Francia, Marseille, Mónaco, París, Lyon, Burdeux etc. Se postulaban ambiciosos personajes en busca del poder de la república. Al notar la terrible causa, Rouget de Lisle y la caucásica hicieron público a las comarcas el deseo de tomar el trono real; la mayoría aprobó esta candidatura, mas, ellos dijeron que el matrimonio sería por la iglesia y después se coronarían como los futuros reyes del país galo. Felices, sonrieron. El día del festejo se cumplió, Jeanette y Pierre Philippe Candeloro junto con Rouget de Lisle y Barbie celebraban ante Dios, el juramento de vivir juntos y solamente la muerte los separaría, el gentío los aclamaba con hurras y vivas. El mosquetero lucía un traje rosado, muy elegante, con encajes en los bordes; la esposa se puso un vestido blanco, bordeado de lentejuelas y tan escotado, que un tirón le asomaría los senos, el velo le cubría el hermoso rostro. Rouget tenía una ropa muy vistosa, medias blancas, pantaloncillo terminado en las rodillas, camisa con brillantes piedras, la caucásica era extraordinaria, un vestido de novia resplandeciente, perlas en el pecho, una cola de cinco metros, el velo tejido muy delicado, guantes hasta los brazos y zapatillas de cristal. El rostro de piel blanca con los labios rojos, los párpados verdes y cejas de formación circular, con un lunar en el cachete. El sacerdote los casó, los dos varones le metían el anillo en el dedo, enlazados, los padrinos entregaron arras. La fiesta, un banquete, deliciosa comida, vino abundante y fresco; al término, Rouget y Barbie, les ponían la corona, ante el júbilo de los súbditos; tomando posesión como nuevos reyes prometieron respetar el derecho de cada persona, mejorar en la economía del país y bajar el abusivo impuesto de los usureros. Pasaron los años, digamos diez, los monarcas reinaban con justicia, nada les era perjudicado, protegían al débil y neutralizaban al fuerte recaudador de impuestos; el hijo que tuvieron le llamaron Jean-Paul; el príncipe era travieso, corría veloz, mojaba a los sirvientes con agua caliente. Muchas veces lo castigaban con no dejarle ir a pasear, pero el se escabullía para romper esa regla; era de pelo rubio, ojos azules y una carita de inocente, a pesar de todo, la gente le profesaba cariño y respeto. El niño era humilde, precoz, pero muy sencillo, nunca le gustaba creerse superior por encima de los pobres; en cambio, junto con sus padres, ayudaban a los huérfanos a estudiar y ser hombres de provecho. Jeanette dejo a Pierre, pues, el esposo le era infiel con varias mujeres; siempre lo descubría en la cama con las amantes; el pequeño Philippe Candeloro vivía con su madre pero le dejaba visitar a su padre en vacaciones. El mosquetero era popular entre las chicas, que insinuantes, le ofrecían su cuerpo para caer en la tentación del sexo. Muchos bastardos nacieron, por culpa e irresponsabilidad de no ponerse preservativo; el gallardo francés vivía en la casa de sus padres, cinco jovencitas lo atendían afectuosamente. Las noches eran cálidas y muy acompañadas por doncellas bellas y menos viejas de edad que su esposa. Philippe quería demasiado a Pierre, más que a Jeanette; admiraba la valentía y capacidad de luchar ante el mal, nunca había tenido miedo y si lo tuviese lo vencía. Padre e hijo paseaban por el parque, unas veces iban a pescar en la costa; pero, la mujer lo amaba, el inconveniente era la flaqueza ante las perras ardientes. Por ese motivo rehusaba volver a su lado, resignada, probó los brazos de otro, pero al terminar de copular; se sintió tan mal, asqueada, sucia, como si fuese una vulgar prostituta de la calle. La culpa le martirizaba, lloraba las noches de luna llena, en el balcón; contemplando . Decidió ser monja, entró al convento de las Carmelitas Descalzas pero antes, mando a Philippe junto con Pierre; Jeanette encontró una paz en la vida religiosa, reanimaba el espiritu y expresaba un amor a los demás. Hacía las tareas pesadas con cariño, era una devota de Dios, cuidaba de los enfermos y se preocupaba por atender a los niños de la casa hogar; era muy dichosa, servidora del Omnipotente; pedía a los ángeles le protegiesen a ella y a su esposo e hijo. Candeloro era muy mujeriego, conquistador y romántico, algunas veces, el esposo de ella, los encontraba y se batían en duelo de espada, no los mataba, pero le chocaba la situación. Vírgenes perdieron el tesoro guardado por la lujuria del mosquetero

Pierre; una ocasión, el celoso novio al enterase que su amada durmió con él, en una trampa lo hirió de gravedad, agonizaba. Por casualidad pasaba Jeanette por esa zona, pidió la colaboración de los vecinos para llevarlo al convento y curarle la llaga; desinteresada, lo cuidó como lo hace una hermana, el resultado, una recuperación milagrosa; en el catre, Pierre, miraba como su ex esposa le atendía con paciencia y atención. Al sanar por completo, le suplicó de rodillas, volviera a su lado, sería buen marido y no le sería infiel jamás. . la religiosa tocó el rosario y con calma le dijo. - Basta, tuviste la oportunidad, la desperdiciaste; ahora, ve por nuestro hijo, sé un buen padre para él. Te lo pide, la que antes estuvo locamente enamorada de ti; vete, pero promete que te reformarás y le darás un ejemplo. Le temblaba la quijada al decir que sí, la había perdido para siempre. Cuando salió del hospital, rodaron dos lágrimas amargas, el corazón hecho pedazos. Una linda provinciana le guiñaba el ojo; secó su rostro y fue con ella. Desde lo alto, Jeanette comprendía. - Lo siento, pero nunca cambiarías, Dios me llama y soy su sierva. Cerró las ventanas, aunque por dentro la duda seguía. - Por un momento, pensé en volver contigo, Pierre. Fue a su habitación a darle gracias a Dios por pasar la difícil prueba, ahora estaba segura a quien serviría. Philippe siguió los pasos de su padre, era buen mozo, muchas niñas le ofrecieron compartir el lecho junto a ellas. En ocasiones, padre e hijo, visitaban a la dueña de la casa y a sus sirvientas, sólo para acabar cogiendo en la cama con ellas. Los Candeloro eran hombres valientes y temerarios, por eso los disculpaban los deslices y los hombres les perdonaban que hubiesen copulado con esposas e hijas suyas. Los reyes se hicieron de la vista gorda y los dejaron en paz. Mientras protegieran a Francia del mal y el peligro.

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