Giancarlo Cappello Editor Giancarlo Cappello Editor Colección Investigaciones Ficciones cercanas. Televisión, narración y espíritu de los tiempos Primera edición digital: septiembre, 2018

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ISBN 978-9972-45-456-1 Índice

Prólogo 9

Introducción. ¿Qué cuentan las historias de la tele? 13

Primera parte. Pantallas y miradas 19 Regularidad y discontinuidad entre teleseries clásicas y actuales 21 Luis García Fanlo

Black Mirror: política, televisión y redes 33 Lilian Kanashiro

Miradas femeninas: Downton Abbey 55 Giuliana Cassano

Louie, el delirio redentor 71 Ricardo Bedoya

Love: el amor real como resistencia 83 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

Después de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 103 Giancarlo Cappello

Del criminal en serio al criminal en serie: un periplo por las pantallas 123 Julio Hevia Garrido Lecca

The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 141 Johanna Montauban Bryce

[7] 8 Giancarlo Cappello

Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual en clave de tragedia 157 Víctor Casallo Mesías

Las teleseries también educan. Una defensa de las ficciones televisivas como dispositivos de aprendizaje 179 Julio César Mateus

Segunda parte. Tramas y traumas locales 197 La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión 199 Jaime Bailón Maxi

Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 213 Gerardo Arias Carbajal

Telenovelas que no osaron decir su nombre. Las “miniseries” de Del Barrio Producciones (2010-2015) 227 Eduardo Adrianzén

Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 239 Guillermo Vásquez Fermi

Tercera parte. Mundos narrativos 255 El paisaje en el policiaco de la tercera edad dorada de la televisión 257 Alberto Nahum García Martínez

Estrategias fallidas de expansión narrativa: el caso de Glee 273 Juan Manuel Auza

El horror en la primera temporada de True Detective. Del ritual satánico a Lovecraft 287 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

Los múltiples The Walking Dead. Un estudio transmedia 307 Sergio Marqueta Calvo

De los autores 325 Prólogo

Ha transcurrido mucho tiempo desde la satanización de la televisión. De hecho, tocó un extremo poco antes de voltearse el siglo, cuando se desató la furia del politólogo italiano Giovanni Sartori contra la caja boba y el velo emocional que esta tendía para ocultar la comprensión de las realidades del poder. En Homo videns (1998), defendió las virtudes de la lengua escrita como vehículo predilecto del entendimiento y advirtió acerca de las amenazas de engaño y seducción que se cernían sobre el tratamiento televisivo de la política. El libro circuló mucho en el Perú, precisamente porque era la época en que Fujimori y Montesinos imperaban sobre las grandes redes de televisión, razón suficiente para que sus lectores hicieran una generalización negativa de este medio a propósito del statu quo autoritario, pero particular, del momento. El breve texto Sobre la televisión, de Pierre Bourdieu, aparecido también en esos años, criticaba de modo más razonado la verticalidad de la televisión, pero sin perder su tono apocalíptico. Dos décadas después la escena es muy diferente: los reflectores se diri- gen menos a los poderes políticos y oligopólicos controladores que a las nuevas potencialidades narrativas de un (multi)medio que, desde diferentes plataformas y hacia variadas pantallas, está modificando el habitus cultu- ral. En esa línea, el argentino Alejandro Piscitelli afirma y critica la calidad del cuestionamiento a la televisión y aprecia que las investigaciones actua- les sobre este medio, mucho más refinadas que sus predecesoras, hayan invertido el enfoque. Piensa que la televisión de hace cincuenta años ha cambiado diametralmente, y que, en el caso específico de las series, asisti- mos a una complejidad creciente relacionada con la recepción de múltiples relatos. Todo ello lleva a pensar la televisión incorporando los aportes de las neurociencias, la teoría narrativa, la teoría de las redes sociales y la economía. La televisión sí sirve para pensar. El acceso a una oferta amplia

[9] 10 María Teresa Quiroz

de relatos continuos mediante la exposición a un producto audiovisual de perfeccionado rendimiento le permite al espectador aguzar sus aptitudes críticas y tener una nueva experiencia estética. Ahora bien, ¿es tan nuevo este auge de las series? Sin duda, si nos ubi- camos en el horizonte contemporáneo de las innovaciones tecnológicas y de la industria cultural. Pero si miramos más atrás y nos enfocamos en el tiempo de la narrativa de larga duración, encontramos recurrencias. Tal como la —en las décadas de los setenta y ochenta— fue rela- cionada por Martín-Barbero con la novela de folletín, ¿no podría verse en las novelas río de hace diez o doce décadas un antecedente de las series? Mientras a la novela se le solía —y suele— leer casi siempre en el ámbito privado de la casa, el espectáculo cinematográfico tuvo que crecer en las grandes salas oscuras. El público acudía fascinado por la belleza de esos rostros inmensos proyectados en las pantallas. Por supuesto, también hubo razones técnicas y prácticas para que se instituyera la costumbre de ir al cine y hacer cola para ver funciones cinematográficas de dos horas en esos apéndices del espacio público que poblaban las avenidas. La implantación de la televisión seguramente generó una sólida compe- tencia comercial, pero no reemplazó ni la calidad de la imagen fílmica ni la de sus contenidos. La llegada de la televisión en colores efectivamente mejoró el espectáculo audiovisual respecto a la señal en blanco y negro, pero no suprimió los déficits de nitidez y contraste, además de las fre- cuentes deformaciones de la imagen. Más adelante, el alquiler y la venta de videos grabados (Betamax, VHS), pese a facilitar la diversificación de la oferta, no lograron un éxito técnico mayor. La digitalización de la comu- nicación masiva, acontecida en la última década del siglo, sí trajo avances decisivos. La mundialización de la oferta ha sido un fenómeno muy com- plejo, pues comportó, casi al mismo tiempo, mayores anchos de banda en toda la cadena informática, redes sofisticadas de satélites geoestacionarios, creación de nuevas plataformas, así como nuevas tecnologías de producción de imágenes y audio de alta definición. Ya entrado el nuevo siglo, tuvo lugar la revolución de las pantallas: por un lado, la introducción inicial del plasma y luego del LCD y la luz LED, y por otro, el aumento de sus dimensiones (inversamente proporcional a la reducción del precio relativo por pulgada de pantalla), lo cual derivó en una democratización del acceso. Esta llegada a un futuro casi inimaginable hace tres décadas nos devuelve al pasado de hace más de un siglo, en el cual el espacio privado del hogar cobijaba narraciones que, por su larga extensión, equivalían a una experiencia de Prólogo 11 vida, sin que esto signifique una involución estilística o temática. Al contra- rio, más allá de la antigua narración introspectiva y moralista, se ha izado la bandera transnacional del pluralismo con sus escenarios posmodernos de transgresión, los que vemos en la sucesión de capítulos y temporadas de las series en auge actualmente. Y precisamente el eco de estos cambios llega al Perú con el presente libro, probablemente la primera compilación de ensayos sobre este tema en nuestro medio. Esta publicación se inscribe en la larga saga de textos críticos sobre el mundo audiovisual que ha caracterizado a la Universidad de Lima, que incluye en su tradición las revistas La Gran Ilusión y Ventana Indiscreta, sucesoras a su manera de la legendaria Hablemos de Cine, sin contar los numerosos libros sobre cine y productos audiovisuales que desde hace cerca de treinta años han venido apareciendo. Ficciones cercanas. Televisión, narración y espíritu de los tiempos, editado por Giancarlo Cappello —y que sigue la línea de su publicación anterior, Una ficción desbordada. Narrativas y teleseries (2015)—, es un aporte académico al estudio de la industria cultural y, en especial, al de la televisión y sus cambios. Esta ha sido una preocupación académica sos- tenida en la formación de los comunicadores sociales y en sus trabajos de análisis desde hace mucho tiempo; por ello, el presente libro —dirigido a especialistas, estudiantes y público atento a la evolución actual de los medios audiovisuales— fortalece la investigación en la Universidad de Lima.

María Teresa Quiroz

Introducción ¿Qué cuentan las historias de la tele?

Desde que se estrenó The Sopranos en 1999, la ficción televisiva vive una tercera edad dorada que, como señala Xavier Pérez, se ha impuesto como una extensión contemporánea del modelo constructor de imaginarios que el cine de Hollywood propuso a la civilización occidental a lo largo del siglo xx (2011, p. 13). Si la primera edad dorada tuvo como estrella al género de la antología en los años cincuenta, con temáticas imposibles para el cine, que ofrecían una visión crítica de la sociedad —hasta que el peso de los anunciantes consiguió trivializar sus contenidos— y, más tarde, en los años ochenta e inicios de los noventa, producciones como Hill Street Blues, Moonlighting o Twin Peaks definieron una lúcida segunda era en virtud de su complejidad estructural, las teleseries de esta tercera edad dorada representan una evolución que conjuga el preciosismo formal con relatos tremendamente estimulantes que incorporan tópicos de actualidad y temas controversiales al amparo de esa libertad que solo otorgan la ficción y las emociones vicarias. Lo más destacable de esta nueva edad de oro es el feliz equilibrio que ostenta entre arte y negocios. Es una televisión producida con grandilocuen- cia, pero también con sensibilidad; con sed económica, pero sin descartar el empeño argumental y estético, lo que ha resultado en algo pocas veces visto: la satisfacción del público, de la crítica y de la industria del entrete- nimiento. Si a esto le agregamos datos objetivos que indican que en los últimos años han surgido publicaciones importantes, se han organizado congresos en las mejores universidades y el número de tesis de pregrado y posgrado al respecto sigue en aumento, no haremos sino comprobar que las teleseries han desbordado las pantallas para permear distintos ámbitos del pensamiento. De hecho, los títulos aquí reunidos dan buena cuenta de la vitalidad intelectual alrededor de ellas. El conjunto de textos que conforma este libro se ubica en la línea des- crita por John Fiske (2011 [1987], pp. 27-32), quien define a la televisión

[13] 14 Giancarlo Cappello

como portadora/provocadora de sentidos y parte crucial de las dinámicas que mantienen la estructura social en un constante proceso de producción y reproducción de significados. Pensemos que estamos no solo ante un suceso de comunicación, sino ante un fenómeno social que ofrece la posibi- lidad de ir más allá de solo describir cómo grupos de individuos organizan, decodifican e interactúan con contenidos televisivos, para revelar, por ejem- plo, desde nuevos ángulos, una amplia gama de manifestaciones culturales, políticas y económicas. Las teleseries evidencian una asombrosa capacidad para construir comunidades simbólicas que, además de la materia narrativa —la come- dia, el policial, los dramas de todo tipo—, se interesan por los discursos subyacentes, por las estéticas, por la representación de ciertas prácticas y comportamientos que dan cuenta de una ética o una visión peculiar del mundo. Debe considerarse, además, que todas estas representaciones —así como su circulación, su acceso, sus posibilidades de consumo y repeti- ción— se producen en un marco económico y tecnológico que plantea permanentes matices, acotaciones y nuevas lecturas alrededor de materias tanto contextuales como de base: desde la familia, la religión, el sexo, las relaciones interpersonales o las artes, hasta tópicos de agenda como la seguridad nacional, el conservadurismo o la cuestión racial, por no citar puntos vinculados directamente a la comunicación, como la sintaxis audio- visual, la elaboración de imágenes o su compleja ingeniería narrativa. En su libro El derecho de la libertad (2014), Axel Honneth, director del Instituto de Investigación Social —la conocida escuela de Fráncfort—, defiende que la teoría social pueda utilizar con provecho obras de ficción para com- prender las transformaciones, porque con frecuencia se adelantan a ellas. Por ejemplo, para saber lo que ocurre en las relaciones entre hombre y mujer, cabe consultar datos como las tasas de divorcio, el descenso de la fertilidad o la crianza de los hijos; pero lo que realmente está sucediendo se explicará de forma más sensible en una novela, en una obra de teatro, en una teleserie o en el cine, cuyas historias parten de la observación cercana de los pequeños cambios que se dan en los comportamientos cotidianos. Esta es, pues, una colección de escritos que se interesa por las tramas de significación contenidas en las teleseries y que entiende —siguiendo a Clifford Geertz— que el análisis de la cultura se configura como una cien- cia interpretativa en busca de significaciones, porque

considerar las dimensiones simbólicas de la acción social —el arte, la ideología, la ciencia, la moral, el sentido común— no es apartarse de los Introducción 15

problemas de la vida para ir a parar a algún ámbito empírico de formas desprovistas de emoción; por el contrario, es sumergirse en medio de tales problemas. (1992, p. 25)

En ese sentido, ¿qué cuentan las historias de esta era dorada? ¿Cuánto dicen del mundo, de las personas, de sus conflictos cotidianos? ¿Hasta qué punto sus prácticas narrativas, sus estrategias de diseño, dan cuenta de la sensibilidad y los intereses del telespectador? ¿Cuál es el espíritu de los tiempos que destilan sus tramas? Paul Ricoeur (1992) decía que las historias eran discursos consustan- ciales a la reflexión, parte fundamental de la vida cognoscitiva y afectiva de las personas, porque promovían la intersubjetividad e intervenían en aspectos éticos y prácticos. Por un lado, están las narrativas que exponen el conocimiento y relatan el aprendizaje del hombre en el desarrollo de su pensamiento; y, por otro, aquellas que se ocupan de lo individual y particu- lar, que consolidan las nociones de identidad, de diversidad y de diferencia. De modo que bien podemos decir que las historias explican el mundo y sus relaciones, dan sentido a la anarquía de la existencia, pero no solo como ejercicio intelectual, sino también como experiencia personal y emotiva. Quizá por eso Kenneth Burke les llamaba el equipaje de la vida, porque la vida, por sí sola, no está equipada para vivirse. Ahora bien, toda vez que la televisión, sus contenidos y sus espectadores operan y se construyen de manera disímil, resulta inviable que una sola perspectiva teórica sea capaz de ofrecer una mirada adecuada, de ahí que estemos ante un trabajo que ha convocado a profesionales y académicos con intereses variados. El libro ha sido dividido en tres partes. “Pantallas y miradas” agrupa aquellos textos que ensayan lecturas y analizan los contenidos desde ópti- cas tan diversas como la sociología, la política, los estudios de género, el psicoanálisis o la filosofía. Se trata de un acercamiento a algunas de las ficciones más representativas de los últimos años. Luis García Fanlo hace una revisión de los fundamentos que definen esta última edad de oro, a partir de las regularidades y discontinuidades que darían cuenta no solo de un conjunto de reglas y procedimientos de producción, sino de una extra- polación, a las estructuras narrativas, de los discursos políticos, ideológicos y sociales dominantes que construyen una visión y un modo de existencia en el mundo actual. Lilian Kanashiro, a su turno, toma tres episodios de la destacable Black Mirror para ofrecer una lectura del modelo político que se reproduce y cuestiona a partir, básicamente, de un régimen de simulación 16 Giancarlo Cappello

predominantemente técnico y audiovisual. Por su parte, Giuliana Cassano se interna en los ambientes de la residencia Downton Abbey para analizar las representaciones de género desde la mirada de tres personajes femeni- nos de la sociedad inglesa de inicios del siglo xx. Siempre en este primer apartado, Ricardo Bedoya se detiene en la cele- brada Louie, la comedia de Louis C.K., para atender cómo la performance y la autoficción delinean el humor y la melancolía de este neoyorquino cuaren- tón cuya cotidianidad y conflictos revelan el trasfondo delirante del mundo actual. A continuación, Elder Cuevas-Calderón y Caroline Cruz Valencia se ocupan de las conexiones y relaciones interpersonales que plantea Love, una producción de Netflix en la que, paradójicamente y muy en la línea de la liquidez planteada por Bauman, el amor mercancía parece tomar por asalto la representación del amor real. A su turno, Julio Hevia Garrido Lecca revisa la representación de los criminales en serie, en un periplo que fluye entre la pantalla chica y la grande y que, de alguna manera, opera como contrapartida del texto que firmamos acerca del arquetipo heroico que construirían muchas de estas fascinantes historias. Pocas producciones son tan emblemáticas como The Walking Dead y Breaking Bad. Esta última es revisitada por Víctor Casallo Mesías, quien, desde una perspectiva fenomenológica, desagrega la experiencia de enfrentar la historia de Walter White como un autodescubrimiento estético, mientras que Johanna Montauban se ocupa de reconstruir el largo caminar de los zombis en su trayecto del mito a la modernidad tardía. Este primer capítulo concluye con la defensa que hace Julio César Mateus de las teleseries como dispositivos de aprendizaje: alega que su potencia emocional, así como la diversidad y calidad de sus temas, son una oportunidad para el diseño de innovadoras experiencias pedagógicas. Como puede verse, las posibilidades de abordaje son diversas, y si bien en nuestro medio este tipo de exploración es todavía incipiente —debido, en buena cuenta, a la precaria producción local—, no deja de representar una promesa de conocimiento atractiva, dada la naturaleza heterogénea, fragmentada y conflictiva de nuestra convivencia social, que se traduce, luego, en comportamientos e indicadores que dan cuenta de públicos, audiencias y usuarios de las mismas características. En virtud de esto, el segundo apartado, “Tramas y traumas locales”, busca ofrecer una radiogra- fía de nuestra alicaída ficción televisiva y sus historias en los últimos años. El texto de Jaime Bailón Maxi, que abre esta parte —y que va más allá del terreno de la ficción—, ofrece un análisis descarnado de los tópicos y Introducción 17 mecanismos que invaden y dominan la televisión peruana y que impedirían dar el salto a una ficción mucho más sofisticada, que se aparte definitiva- mente de esa visión de mundo obscena y en high definition que transmite. Por otra parte, Gerardo Arias Carbajal pondera las condiciones y considera- ciones de una producción local que, pese a algunos éxitos de gran arraigo, no ha sido capaz de sostener una oferta que conecte con el público local y el mercado extranjero. Eduardo Adrianzén toma la posta y amplía el panorama exponiendo el caso de una de las empresas más prolíficas del país, Del Barrio Producciones, artífice de la irrupción del formato corto en la pantalla nacio- nal. Guillermo Vásquez Fermi, por su parte, cierra el capítulo ocupándose del gran emblema televisivo de los últimos tiempos: Al fondo hay sitio, que, tras ocho años de aceptación al aire, clausuró un ciclo que exhibe altibajos, pero también luces acerca de un formato con muchas posibilidades. El tema de la ficción televisiva en el Perú es amplio y complejo, defini- tivamente no se agota en estas páginas. De ahí la importancia de aportes formales y narrativos como estos para alentar un debate de amplio espectro en el que la academia debería tener mayor compromiso y participación. Hacen falta muchísimos más trabajos como el de Fernando Vivas y su En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana (2008 [2001]), con abordajes que no descuiden el frente comercial y de negocio, la solvencia de los teleastas, el factor humano y el talento artístico, la seducción del fac- tor político, o variables tan inasibles como aquellas que dan cuenta de un público televidente que, como señala Vivas, no es que prefiera la realidad a la ficción, sino que prefiere la dramaturgia del noticiero y del reality show. Por último, la tercera sección de este libro lleva por título “Mundos narrati- vos” y acoge cuatro aportes que se internan en la construcción, el entramado y la recepción de algunos de los géneros e historias más recurrentes de la pantalla. Alberto Nahum García Martínez pasea por las calles del policial para describir cómo la explosión de estos dramas ha permitido una presencia más explícita y una reflexión mucho más fecunda —política y narrativa— en torno al espacio urbano, como lo demuestran el neo noir estadounidense de Justified, True Detective o Fargo, pero también el nordic noir de las cadenas escandinavas. Juan Manuel Auza, por su parte, elabora el que debe de ser uno de los pocos análisis acerca del declive de una producción que estuvo por todo lo alto —la teleserie Glee—, en el que desagrega sus estrategias de expansión narrativa y la repercusión que tuvo en sus seguidores. 18 Giancarlo Cappello

María de los Ángeles Fernández Flecha y Ricardo Olavarría Ginocchio se aventuran en la atmósfera de horror de la primera temporada de True Detective para indagar en la manera como el espectador conecta con determinados dis- cursos externos asociados al mundo de Lovecraft, los cultos satánicos y cierta visión del sur norteamericano. Finalmente, Sergio Marqueta Calvo ofrece un estudio del universo transmedia que The Walking Dead construye —serie de televisión, cómic y videojuego— para dar cuenta de “distintos mismos mun- dos” donde zombis y humanos enfrentan el apocalipsis. Hasta aquí este preámbulo, en el que no podemos dejar de agradecer el entusiasmo y la dedicación de los autores que han contribuido con sus ideas. Muchas gracias, también, a Javier Díaz Albertini por su lectura atenta y sus comentarios. Y gracias al Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima, ya que, sin su apoyo, esta hubiera resultado una aven- tura impropia y distante de la mejor televisión que disfrutamos a diario.

Giancarlo Cappello (editor)

Referencias

Fiske, J. (2011 [1987]). Television Culture. New York: Routledge. Geertz, C. (1992). La interpretación de las culturas. Barcelona: Gedisa. Honneth, A. (2014). El derecho de la libertad. Buenos Aires: Katz. Pérez, X. (2011). Las edades de la serialidad. La Balsa de la Medusa, (6), 7-23. Ricoeur, P. (1992). La función narrativa y el tiempo. Buenos Aires: Almagesto. Vivas, F. (2008 [2001]). En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial. Primera parte Pantallas y miradas

Regularidad y discontinuidad entre teleseries clásicas y actuales

Luis García Fanlo

Las series nacieron casi simultáneamente con la televisión, a principios de la década de los cincuenta en los Estados Unidos, más por necesidad del naciente medio que por una invención artística. En los primeros años, cuando se discutía si debía ser una radio-visión o, sencillamente, cine en vivo o teatro a distancia, había que llenar grillas de programación y completar un horario cada vez más extendido. Las series encajaron perfectamente con esa necesidad y, además, permitieron un modelo de negocio sencillo —que en esa época era el de toda la televisión— que consistía en el auspicio de cada programa por parte de una empresa. En virtud de esto, las gerencias de marketing tuvieron una injerencia total en los guiones, pensados casi exclu- sivamente para vender las mercancías del anunciante. Las nuevas tecnologías publicitarias, esas que de modo tan cruelmente bello nos mostró la serie Mad Men, identificaban mensajes que permitieran el reconocimiento de las clases o sectores sociales consumidores de los productos del anunciante y, a partir de ahí, creaban narraciones serializadas, a veces como comedias y a veces como dramas. Si bien al principio eran programas baratos que se lanzaban en vivo, cuando se inventó el grabado, las series multiplicaron sus réditos al poder emitirlas una y otra vez —quizá en diversos horarios o días— y venderlas no solo a las cadenas norteameri- canas locales. Las series nacieron, pues, ligadas a la televisión, el marketing, la sociología de las clases y los sectores sociales, y la vida cotidiana. La única vinculación de estos programas con la literatura, por ejemplo, eran las invariantes estructurales narrativas. Estaban las series propiamente dichas, que contaban historias al estilo de un libro de cuentos, es decir, cada episodio una historia con un principio, un medio y un final, y los llamados seriales, que eran una transposición de los radioteatros y radionovelas, en las que cada episodio era un capítulo y el arco narrativo atrapaba a los espectadores

[21] 22 Luis García Fanlo

semana a semana para conocer el desenlace de la historia. Las primeras eran comedias de situaciones, basadas en estereotipos del american way of life de la clase media americana de posguerra, y las segundas, dramas románticos, o como se decía en esa época, “de la vida misma”, al estilo de la primera y más exitosa serie de comedia norteamericana del siglo xx: I Love Lucy. Desde luego hubo excepciones, como las de o Alfred Hitchcock, que tentaron narraciones más complejas que hicieran pensar críti- camente a la audiencia —en ambos casos desde lo fantástico, lo extraño o lo maravilloso— sobre su realidad social, incluso sobre la sociedad de consumo, las libertades democráticas o la cuestión de las opresiones de género, raza, color o religión (Castro de Paz, 1999). Serling solía decir que lo que no puede decir un humano en televisión, puede hacerlo un marciano o un monstruo. Y Hitchcock aparecía en pantalla antes del corte publicitario para pedirle al espectador que no preste atención a la publicidad. Tanto The Twilight Zone (Rod Serling) como Alfred Hitchcock Presents fueron excepciones que confir- maron la regla, aunque abrieron un camino para la producción de series dirigidas a un espectador más pensante, en particular las series de enigmas judiciales o policiales, como Columbo o Perry Mason. O los procedimentales médicos, en los que se cuestionaba la calidad de la atención de la salud o se idealizaba y santificaba la labor de los médicos, como en Ben Casey. No es mi intención hacer aquí una historia detallada y completa, sino señalar algunos rasgos característicos de esta etapa de las teleseries que va a desarrollarse exitosamente durante los siguientes 30 años. Las produccio- nes de este periodo tenían audiencias multitudinarias, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo, y generaban procesos de reconoci- miento que, a la vez que publicitaban productos de las multinacionales en expansión por todo el planeta y formas de consumo relacionadas a ellos —siguiendo el auge desarrollista de esos tiempos—, popularizaban los valores ético-culturales norteamericanos, así como su geografía, historia, sociedad, modo de vida, gastronomía, etcétera. Las series fueron funda- mentales para que todo habitante del planeta Tierra con un televisor a su alcance pudiera conocer las calles de San Francisco o de Nueva York, o el café americano, con una fuerza performativa mucho más poderosa que la de las películas cinematográficas. Y esto por una sencilla razón: la película es una experiencia que dura como máximo dos o tres horas, pero una teleserie fideliza a sus espectadores por años. El mundo de la guerra fría, del desarrollismo de la industria cultural, del star system de Hollywood, de las y dictaduras militares latinoamericanas, de la inminente hecatombe nuclear, de los hippies y la llegada a la Luna fue el contexto que Primera parte / Teleseries clásicas y actuales 23 nutrió a las series de elementos de la realidad que fueron ficcionalizados de modo generalmente banal y estereotipado o, en todo caso, tratados en las comedias de humor negro o los programas de ciencia ficción y el género fantástico. Pero lo que permitía a las series lograr calar hondo en la socie- dad norteamericana, y en las del resto del mundo, era su determinación por conseguir el máximo reconocimiento posible de la sociedad, no por un afán ético-cultural crítico o estético-político revolucionario, sino sencillamente porque necesitaba de esa sociedad convertida en audiencia y transformada en consumidor del producto del anunciante. Hubo decenas de intentos, algunos de ellos exitosos, que buscaron romper con esta subsunción de las series al mercado de consumo capita- lista, como Star Trek, M*A*S*H, la citada Columbo o Dr. Kildare. Pronto, la industria y la crítica cultural las convirtieron en series de culto que sirvieron para demostrar que las teleseries no eran simples objetos de mercado, sino entretenimiento para intelectuales y audiencias sofisticadas. Hasta que algo cambió. Y fue la sociedad y el mundo.

La edad de oro de la televisión

Entre fines del siglo xx y principios del xxi, se produjo un terremoto social que modificó de forma drástica y dramática esa meseta mediática que duró 30 años en la industria de la televisión. Fueron múltiples factores que cambia- ron radicalmente las formas de vida en el planeta y afectaron prácticamente —aunque de modos desiguales y combinados— a toda la población. Cayó el Muro de Berlín y la Unión Soviética, y con ellos el comunismo como alter- nativa político-cultural frente a la hegemonía política de Estados Unidos y la economía capitalista. Pero también se vino abajo el apartheid en Sudáfrica y las doctrinas de los derechos humanos, y la democracia desplazó —al menos en Latinoamérica— a las dictaduras militares. Casi simultáneamente apareció internet y, más temprano que tarde, sus aplicaciones y desarrollo transformaron radicalmente las sociedades de un modo inconcebible para quienes vivimos en la segunda mitad del siglo xx (Piscitelli, 2005; Scolari, 2008; Carlón y Scolari, 2012). Y aparecieron nuevos dispositivos televisivos, como la televisión por cable y, más tarde, la emisión por streaming, así como la posibilidad de interacción entre empresas productoras de contenidos y consumidores, lo que incluso habilitó a estos últimos para transformarse en productores. En este contexto, se llegó a hablar del fin de los medios masi- vos o, al menos, de sus formas más tradicionales (Carlón, 2016). 24 Luis García Fanlo

Estos cambios produjeron efectos sociales que alteraron las invariantes estructurales a partir de las cuales guionistas, empresarios televisivos, anun- ciantes, políticos e intelectuales, la gente común y corriente, los televidentes, reconocían en las series de televisión, pero también en el cine, la literatura y la totalidad de los artefactos culturales, su modo de existencia, sus certidumbres e incertidumbres, sus valores, sus sueños, sus ideales políticos y sus formas de educar y educarse, vivir, hacerse a sí mismos y vivir en sociedad. Entonces, ese cambio llegó necesariamente a la televisión y, en particular, a las series. Con estos cambios también entró en crisis el broadcasting, es decir, la emisión de un programa para una audiencia multitudinaria el mismo día, a la misma hora y por el mismo canal todas las semanas. Uno emitiendo en simultáneo para millones. Surgió el narrowcasting, entendido como la condi- ción de posibilidad, existencia y aceptabilidad para que cada quien exija y pueda concretar su propia grilla de programación individualizada, para ver su serie o programa favorito cuando, como y donde quiera. Y además la posibi- lidad de tener la serie en tu propia PC o verla a través de tu teléfono móvil, y poder recortarla, editarla, ponerle subtítulos, alterarla, modificarla e, incluso, hacer una versión propia usando programas de computación gratuitos que vienen con cada equipo como gentileza del fabricante. Como no podía ser de otra manera, estos cambios sociales, tecnológicos, políticos, económicos e ideológico-culturales impactaron profundamente en todos los medios masivos, pero en particular en la industria de las telese- ries. Si bien las dos invariantes estructurales paradigmáticas se mantuvieron, proliferaron cientos de nuevos modos de producir variantes diferenciales. La historia, no obstante, no avanza a grandes saltos ni por apocalípticas rupturas, así como tampoco va necesariamente guiada por una teleolo- gía del progreso infinito, indefinido e inexorable hacia formas cada vez más perfectas. Los grandes cambios mencionados produjeron también un mundo cada vez más inseguro, distópico y fragmentado. Recrudecieron las guerras y aumentaron, como nunca antes desde la Segunda Guerra Mundial, los contingentes de refugiados que huían de las guerras religiosas, o las que surgían del colapso de los antiguos imperios locales y regionales, sea en África o Asia. También impactaron en las nuevas narrativas televi- sivas el agravamiento de la delincuencia, el narcotráfico y las formas cada vez más inhumanas de explotación del hombre por el hombre, así como la inminencia de catástrofes naturales, sanitarias o humanitarias. El mundo, paradójicamente, se ha vuelto un lugar mucho más peligroso, inestable, impredecible y distópico de lo que fue, al menos, desde los orígenes del Primera parte / Teleseries clásicas y actuales 25 capitalismo. Y ahí es donde podemos encontrar un umbral entre las series clásicas de televisión y las actuales. De manera que pensar los cambios y las permanencias en términos de regularidades y discontinuidades puede ser útil, en particular cuando esas transiciones caóticas, como las descritas, aún están en curso y nos son contemporáneas. Y, además, porque estas nuevas series coexisten con series clásicas y tradicionales que se mantienen inalterables, sin recono- cer los cambios sociales mundiales; el mundo existe de manera desigual y combinada no solo en términos espaciales, económicos, culturales y políti- cos, sino también temporales. De ahí que tengan atractivo las series en las que coexisten dos realidades temporales alternas o las temáticas de univer- sos paralelos, viajes en el tiempo y todo tipo de ucronías (El Ministerio del Tiempo, Timeless, Outlander, Frequency). Entonces, como indicación y referencia metodológica, propongo que evitemos pensar la historia como irreversible o en términos de continuidad y ruptura, en particular cuando se trata de artefactos culturales como los que produce la industria de las series de televisión. A la vez, aplicar esta regla metodológica puede ser muy útil si se sostiene a manera de hipótesis de trabajo —como en el caso de este breve ensayo—, y si se postula que las series existen, se reproducen y tienen audiencias multitudinarias, multina- cionales y multiculturales por su capacidad de hacernos ver el mundo real en que los espectadores vivimos o, al menos, creemos vivir. Quizá una novedad de nuestra época consiste en que intelectuales, clases medias ilustradas, periodistas especializados, políticos, investigadores académicos y profesores se han interesado por las teleseries como antes lo hacían por el teatro o el cine. A ellos les debemos que la actual época haya sido bautizada como la tercera edad de oro de la televisión y, en particular, por las series (Cascajosa Virino, 2005; Cappello, 2015; Carlón, 2011; Carrión, 2014; Pérez Gómez, 2011; Scolari, 2013; Tous, 2009a; Tous, 2009b). La caja boba parece que se ha convertido en la caja inteligente y ahora no solo los intelectuales, sino también las empresas, las industrias culturales y hasta los mandatarios de naciones de todo el mundo celebran las series de televisión, se declaran fans de tal o cual serie, las analizan, les encuentran características estéticas, literarias y éticas antes solo reservadas a las películas y las buenas novelas, en la senda abierta hace ya varios años por Henry Jenkins (2008). Los personajes de las series actuales son conocidos, admirados y respe- tados tanto o más que los actores que los personifican en la pantalla chica, y no precisamente porque sean los héroes ingenuos, impecables y 26 Luis García Fanlo

sin mancha del periodo anterior. Ahora los protagonistas son los villanos, incluso cuando sus némesis sean otros villanos. Ya no importa si se trata de una serie de médicos (House MD), políticos (House of Cards), abogados (Goliath), policías (The Killing) o superhéroes (Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage); todos ahora llevan tatuado en sus biografías ficcionales el nuevo lema de Marvel: “El mal es algo relativo”. Por otra parte, muchas series se mueven entre la ficción y la no-ficción, aunque sin perder el realismo origi- nario y el carácter etnográfico de los conflictos que describen y estructuran la narración, como en Lost, Twin Peaks, Fargo, True Detective o, más recien- temente, Chance. El realismo fantástico al estilo de Bioy Casares, Cortázar e incluso Borges está a la orden del día, así como las ficciones históricas (The Tudors, The Borgias, Medici: Masters of Florence, Vikings, 11.22.63, Frontier, American Crime Story o Taboo) y nuevas formas del género terror como American Horror Story y Outcast. El apocalipsis, en el sentido bíblico más general, invade las pantallas con The Walking Dead, The Returned, Glitch, Resurrection y 12 Monkeys, e incluso en una serie clásica y conservadora como The Last Ship, las plagas, los muertos-vivos y los zombis sirven para representar a los millones de inmigrantes ilegales que vagan de frontera en frontera o inten- tan cruzar el Mediterráneo —como en la Edad Media lo hacía la nave de los locos—, sembrando a su paso la desolación, la caída de toda civilización, el fin de la humanidad tal como la conocíamos (Fernández Gonzalo, 2011). No es extraño que autores de novelas de ciencia ficción con mundos distó- picos y ucronías temporales irónicas, como las que proponen Stephen King (11.22.63, The Mist) o Philip Dick (The Man in the High Castle), convivan con todo tipo de historias de inteligencias artificiales, robots, androides, etcétera, que luchan por imponerse al género humano que los oprime en masa, o que problematizan cuestiones referidas a la manipulación genética, los implantes cibernéticos y la cada vez más borrosa frontera entre lo orgánico y lo inor- gánico (Battlestar Galactica, Caprica, Humans, Westworld). Todo esto forma parte de las agendas políticas, sociales, ideológicas y culturales de nuestra época actual y esos son los problemas que reconocemos en las series de televisión, a veces de una asombrosa crudeza y similitud con la vida real (Breaking Bad) y otras veces como en un presente mediato que prácticamente ya estamos transitando (Black Mirror). Hasta un asesino serial, en Dexter, se convirtió en un héroe de la cultura popular mundial (García Fanlo, 2011). Las series siguen siendo procedimentales o seriales episódicos, el lenguaje de las series de televisión sigue siendo el mismo que el de hace 30 años, Primera parte / Teleseries clásicas y actuales 27 pero lo que ha cambiado es lo que Michel Foucault denominaba la fábula, es decir, el modo en que es contada una historia (Foucault, 1996, pp. 213-221; García Fanlo, 2015c). Porque cuando Person of Interest o Persons Unknown tratan la cuestión de la videovigilancia panóptica que ejerce el Gobierno o las corporaciones empresariales, solo estamos ante un cambio de escala, de época y perspectiva en comparación a la que ya nos había entregado en los años sesenta la serie The Prisoner. Cuando en la serie Colony nos muestran cómo los alienígenas que han invadido el planeta construyen un muro de separación y contención entre humanos civilizados y adaptados al dominio extraterrestre y las multitudes que se resisten y viven en condiciones de barbarie, violencia y exclusión, no estamos viendo otra cosa que lo que ocurre en Palestina (Homeland) o en la frontera entre México y Estados Unidos (The Bridge), pero que ya había sido tratado hace años en V. Los géneros, las estructuras narrativas invariantes, la serialidad, la captura de audiencias para vender a anunciantes, etcétera, son regularida- des que se mantienen —regularidades que implican zonas de desviaciones, curvas diferenciales, excepciones puntuales, entre otras— entre series clásicas y actuales: se trata del régimen ficcional, en el lenguaje de Michel Foucault. Pero cuando nos enfocamos en los discursos estético-políticos y ético-culturales y en el modo en que las series hacen visibles realidades sociales que nos atraviesan de manera cambiante, compleja y problemática, entonces surgen las discontinuidades. Cuando digo ético-cultural me refiero a que ya no hay buenos ni malos, sino circunstancias en que seres huma- nos, o alienígenas o fantasmas o muertos-vivos, deben tomar decisiones difíciles, como aquellas que los que gobiernan el mundo nos dicen que son necesarias para reestablecer el orden, aunque causen daño colateral. Todo es relativo y queda librado, por eso mismo, a lo que proponga el guionista o realizador y lo que interprete el espectador (García Fanlo, 2015a). No es que los seres humanos actuales hayamos superado estereotipos, antinomias y dicotomías unidimensionales para interpretar el mundo en que vivimos, ni tampoco que seamos más libres, sino que ahora esos estereotipos y antinomias son las que expresa aquella frase tan repetida en las teleseries actuales: hizo lo que tenía que hacer… para sobrevivir. Después de todo, ¿cuántos nos reconocemos en Walter White y su desesperación por no contar con un seguro de salud apropiado o con los medios que garanticen a su familia una vida digna una vez que él muera de cáncer? (Pérez Gómez, 2011). Tampoco nos vamos a convertir en Walter White o en Dexter Morgan, sino en lo que podamos con lo que tengamos porque ya no hay un mundo seguro 28 Luis García Fanlo

en el que vivir y porque ya no hay nadie en quien confiar ni a quien pedir ayuda. Si hasta los superhéroes ya no quieren asumir ese papel y se pregun- tan hasta qué punto sus superpoderes no deberían ser usados para otra cosa en lugar de ayudar al necesitado. Después de todo, los superhéroes salvan a la humanidad matando a gran parte de ella, destruyendo ciudades, haciendo colapsar el medioambiente, produciendo catástrofes demográficas o planeta- rias, al mejor estilo de Clinton, Bush u Obama y, seguramente ahora también, Donald Trump. Se trata de nuevas mediatizaciones televisivas que producen nuevos sujetos espectadores y resignifican el fenómeno de los fans, espectadores expertos y televidentes fieles, iniciado a imitación del cine, pero en relación con las teleseries clásicas (García Fanlo, 2015b).

Noción del mundo y la realidad

Las particularidades enunciativas, narrativas, éticas, ideológicas, políticas y estéticas que fundan la llamada edad de oro actual de las teleseries no pueden ser analizadas como una mera etapa superior en relación con las series clásicas. En las producciones actuales reconocemos regularidades que definen un lenguaje específico (García Fanlo, 2016a), es decir, un conjunto de elementos estructurales y de reglas y procedimientos de producción que atraviesan la televisión tradicional de aire y la de cable, pero también a empresas sin tradición televisiva como Amazon o Netflix. Por otra parte, las discontinuidades que definen a la etapa actual consisten en la extrapolación, a las estructuras narrativas, de los discursos políticos, ideológicos y sociales dominantes que construyen nuestra visión y modo de existencia en el mundo actual. Lo nuevo no es que las series intenten reproducir la realidad social, sino que esta es la que ha cambiado alterando valores, juicios éticos y estéticos, modalidades de enunciación, formas de dominación social y económica, etcétera. No obstante, para hacer este giro ético y estético, las series deben producir modificaciones y entrar en contradicciones con las instituciones, regímenes políticos y prácticas institucionalizadas que hacen que ya no puedan aspirar a audiencias masi- vas y multiclasistas, sino a grupos de públicos específicos, diferenciales, y, por tanto, a modelos de financiación y negocios novedosos que ya no pasan necesariamente por la publicidad tradicional (Del Pino y Olivares, 2006). Las audiencias se han sofisticado en la misma medida en que se han frag- mentado y han desarrollado empoderamientos a partir de los cuales exigen Primera parte / Teleseries clásicas y actuales 29 determinados contenidos y determinadas formas de mostrar esos conte- nidos, como condición para aceptar convertirse en consumidores seriales no solo de series, sino de todo tipo de mercancía que remita al universo diegético de cada una de ellas. Es cierto que existen nuevas formas de publicidad no tradicional, como el branded content o similares, que reme- moran aquellas viejas y clásicas series de anunciante, pero también es cierto que el modo en que esos mensajes publicitarios se inscriben en la diégesis televisiva ya no asume la forma del barómetro de Madame Aubain, sino de las exigencias cada vez más estrictas de convertir el universo de la serie en el universo que habita el televidente (Rancière, 2015, pp. 17-34). Mostar computadoras, teléfonos inteligentes, determinadas marcas de moda y de ropa de vestir, hacer que los actores hagan de sí mismos e, incluso, que no-actores actúen haciendo de ellos mismos ya no son reconocidos como viles recursos publicitarios, sino como elementos que producen el famoso efecto de realidad que postulaba Roland Barthes (1968, pp. 95-102). No es que antes las series no eran realistas, sino que lo eran al estilo de las histo- rias de Hollywood, con sus juicios éticos y estéticos, su puesta en escena, su melodrama estandarizado y sus biotipos bien definidos, edades, género, raza, color o religión, es decir, una realidad maquillada y edulcorada para trans- mitir determinado modo de vida. Pero, en la actualidad, eso ya no ocurre cuando hablamos de los productos de HBO, FX, Amazon, Netflix, Hulu, AMC o Showtime, cuyo efecto de realidad se construye etnográfica y sociológica- mente —casi con un detalle propio del documental— y que cuenta con el asesoramiento de investigadores, académicos e incluso de líderes de movi- mientos políticos, sociales, etcétera. En otros casos, el propio showrunner —el guionista o creador de la serie— es un experto en la temática, como John Fusco en Marco Polo y Jill Soloway en Transparent (García Fanlo, 2016b). Finalmente, por más sofisticadas que sean las historias y por más trans- gresoras que puedan parecernos, no hay que olvidar que cada canal de televisión tiene su manual de emisión, con las reglas y procedimientos acerca de qué se puede mostrar, decir o hacer en una serie. De modo que si nos parece que ahora todo se muestra, se dice o se hace, conviene preguntarse qué será aquello que desconocemos y que figura en esos manuales como lo prohibido, lo que debe dejarse invisible, lo que de ninguna manera puede ser mostrado. Quizás, intentando conocer la respuesta a esta pregunta, podamos conocer un poco más el mundo actual que nos toca vivir y que es el que se esfuerzan en mostrarnos las series actuales de televisión. 30 Luis García Fanlo

Referencias

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Black Mirror: política, televisión y redes

Lilian Kanashiro

Un black mirror, según Charlie Brooker, creador de la serie homónima, es la pantalla apagada de un dispositivo electrónico, esa pantalla negra que, cuando deja de funcionar, sigue reflejando al observador. Black Mirror, la serie británica, fue lanzada en el 2011 y se ocupa del papel que juega la tecnología en la sociedad, con una clara orientación distópica y una curiosa ambigüedad: ¿futuro o presente?, ¿drama o sátira? No obstante, el punto neurálgico de sus historias es la transformación de las relaciones humanas alrededor de los artefactos tecnológicos. En este análisis, interesa interrogarnos acerca del modelo de política que está siendo representado, así como respecto a los actores puestos en escena y el rol de la televisión en el problema planteado. Para tales efectos, hemos seleccionado un episodio de cada una de las tres temporadas de esta serie, en los que se aborda, de manera directa y explícita, el contexto de las relaciones políticas con los ciudadanos. De la primera temporada hemos tomado “The National Anthem”; de la segunda, “The Waldo Moment”, y de la tercera, “Hated in the Nation”.

“The National Anthem”

El episodio inaugural de Black Mirror pone en cuestión varios aspectos de la vida política inglesa y sitúa la complejidad de la crisis en el terreno de las redes. Como se recuerda, en esta entrega, la princesa Susannah, Duquesa de Beaumont, ha sido secuestrada y la condición del secuestrador para libe- rarla es la presentación del primer ministro, Michael Callow, en televisión nacional, y en vivo, teniendo relaciones sexuales con un cerdo.

[33] 34 Li lian Kanashiro

El sistema político británico es resultado de la convivencia entre la realeza —concentrada en la figura del monarca (Reina Isabel II)—, representativa del poder hereditario, y el parlamento británico, representativo del poder elegido por los ciudadanos. A este modelo se le denomina monarquía parla- mentaria. El liderazgo del ejecutivo recae en la figura del primer ministro y su gabinete, elegido por el monarca y con aprobación mayoritaria del parla- mento (Cámara de los Comunes). A propósito de la situación que plantea el episodio, conviene traer al recuerdo la máxima de El príncipe respecto a los principados hereditarios:

Digo que en los Estados hereditarios y ligados a la sangre del príncipe son menores las dificultades que surgen para su conservación que en los nuevos, ya que basta tan sólo no pretender cambiar las órdenes de los antepasados, y después, saber contemporizar con los acontecimientos: de modo que, si el príncipe es normal en cuanto a capacidad, siempre se mantendrá en su Estado, si no surge una extraordinaria oposición que le prive de él: y, en caso que lo sea, le será fácil reconquistarlo. (Maquiavelo, 2000 [1531], pp. 13-14)

En esta línea de reflexión, la princesa Susannah no es cualquier prin- cesa. Si bien ser la Duquesa de Beaumont es suficiente mérito para que su secuestro constituya una crisis de escala nacional, tres detalles incrementan su importancia: es la princesa de las redes sociales (se menciona su popula- ridad en Facebook), es la princesa amigable con la ecología, comprometida con las causas ambientalistas, y es la princesa representante del amor a la nación. Ella es un sujeto político representativo del principado hereditario y plenamente contemporalizado, a decir de Maquiavelo. Su secuestro es un ataque terrorista a la marca país, es decir, a un símbolo de la identidad nacional inglesa. El primer ministro Michael Callow encarna la disyuntiva entre el hombre y el político. Aunque se le presenta como un sujeto conflictuado perso- nalmente con la crisis, también representa al político que sacrifica sus emociones por sus ambiciones políticas y su popularidad. Junto a él encon- tramos a su asesora, Alex, experta en adelantarse a los acontecimientos y prever los escenarios posibles y sus consecuencias. Su rol se observa con una notable claridad cuando señala al primer ministro las consecuencias que acarrearía no salvar a la princesa: “No solo serás un político desacre- ditado, serás un individuo despreciado. El público, el Palacio y el partido insisten en cumplir. Si no aceptas, me han informado de que no podremos garantizar tu integridad física. O la de tu familia”. Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 35

Alex acompaña al primer ministro al estudio para llevar a cabo la escena sexual con el cerdo. Se ocupa de todos los detalles, a diferencia de la esposa, quien se ha quebrado emocionalmente por las circunstancias. Alex ofrece a Callow una pastilla que podemos asumir es un tranquilizante, manda colocar pantallas con imágenes pornográficas para estimular el acto, le indica que solo estará en el estudio el camarógrafo e, incluso, le dice que ha consultado con unos psicólogos, quienes recomendaron que el acto sexual no se llevara a cabo tan rápido porque podría malinterpretarse como evidencia de entusiasmo o placer. No solo se encarga de los deta- lles desagradables, su rol es gestionar la crisis y llevar a cabo el control de daños. Finalmente, cuando recibe el reporte de la liberación de la princesa y descubre que se hizo media hora antes de la emisión televisiva —porque el secuestrador estaba seguro de que cumplirían con su demanda—, es la propia Alex quien solicita que se elimine ese detalle del informe, en un gesto de protección maternal hacia su primer ministro, pero también hacia ella misma, que no pudo anticiparse a tal circunstancia. En cuanto al secuestrador, Carlton Bloom, hay que señalar algunos deta- lles que podrían haber pasado desapercibidos. El episodio inicia con una noticia que se difunde por televisión —en segundo plano—, en la que se informa que el artista ganador del premio Turner1 ha tenido que cerrar su exhibición tres semanas antes de lo establecido, con lo que se indica que se trata de una muestra controversial. Al final del episodio, cuando observa por la televisión que el primer ministro se dirige al estudio para cumplir con su pedido, se suicida, y podemos ver el detalle de su mano vendada, con lo que se esclarece la simulación del corte del dedo de la princesa. Más tarde, se observan noticias sobre lo sucedido y titulares como “La mirada oscura de Bloom nos acusa” o “Bloom, el lunático”; el más curioso es aquel que subraya lo acontecido como la primera gran obra de arte del siglo xxi. Es decir, encon- tramos una sátira al arte contemporáneo a través de una instalación que pone en ridículo a la clase política del país y muestra el nivel deplorable de la audiencia británica que participó, disfrutó y padeció con el suceso. Por su parte, los ciudadanos no juegan un papel relevante en el episo- dio, aunque sí aparecen retratados en distintos espacios que los representan como audiencia: un dormitorio, un hospital y un bar, lógicamente todos

1 El premio Turner fue creado en 1984 como tributo al pintor inglés Joseph Mallord William Turner, por la galería de arte Tate. Es uno de los más prestigiosos reconoci- mientos a las artes visuales contemporáneas. 36 Li lian Kanashiro

con un aparato de televisión. Son representados como espectadores de una democracia basada en la volatilidad de sus emociones. Inicialmente se les muestra en actitud de rechazo frente al pedido del secuestrador, pero conforme se desarrollan los acontecimientos, sus emociones se inclinan hacia la compasión por la princesa, evidencian un especial disfrute por la crisis política, y, finalmente, acaban repugnando el evento que tanto han deseado y saboreado. Ante la crisis generada por el secuestro de la princesa Susannah, consideraron preferible la humillación del político. Y se sabe que la humillación no es un sentimiento individual, sino que requiere como condición indispensable la presencia de testigos.

Un modelo político de simulación: los planes de contingencia

Durante el desarrollo de los sucesos, encontramos varias secuencias en las que, a partir de engaños técnicos, se organiza un sistema de simulacros y se generan planes de contingencia para salvar al primer ministro de tan deshonroso pedido. Primer simulacro: la solicitud del secuestrador de una emisión según condi- ciones técnicas específicas. Una de estas es la emisión en vivo por televisión nacional y la selección de emisoras por cable y satélite. Asimismo, exige el uso de una sola cámara en constante movimiento para evitar cualquier trampa. Estas condiciones técnicas activan un plan de contingencia organizado por Alex, la asesora del primer ministro, para llevar a cabo la emisión con un actor. Se contrata a un experto audiovisual de HBO para que organice la producción y lleve a cabo una edición digital en vivo. El experto ríe señalando que es imposible, pero el rostro inmutable del agente de Estado le señala que está obligado a que sea posible. Finalmente, el plan fracasa porque el actor contratado es reconocido por un admirador que le toma una foto y la sube a Twitter. Las redes sociales aparecen aquí como aguafiestas de la política. Segundo simulacro: la respuesta del secuestrador ante el intento de engaño consiste en enviar a la televisora un dedo con el anillo de compromiso de la princesa y un USB con la imagen de ella atada de manos y retorciéndose de la desesperación, mientras el secuestrador supuestamente le corta el dedo, todo esto acompañado de un texto que indica: “Sin trampas”. No es casual que el secuestrador envíe la advertencia a la televisora y que la escena se desarrolle en el switcher, centro de control y producción de las imágenes que salen al aire. Cuando el mensaje del secuestrador llega, el diálogo que sigue resulta muy significativo en relación con las pautas que rigen el periodismo televisivo. Como primera reacción, el productor señala: “Jack, llama a la poli- cía”, al tiempo que su asistente indica: “Que alguien lo grabe primero”. Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 37

El anillo es el indicio del acto cometido por el secuestrador, pero más adelante se descubre que es una simulación para manipularlos, cuando las pruebas de ADN concluyen que no se trata del dedo de la princesa. Esta reve- lación pone al límite al equipo del primer ministro y cambia la orientación de la opinión pública: deben salvar a la princesa a cualquier costo. Tercer simulacro: una luz de esperanza aparece cuando una experta en temas digitales intenta explicar al primer ministro que ha logrado rastrear el lugar de la emisión. Expresiones técnicas como algoritmos, peso de la descarga, identificación de la hora de colocación del video y fotos satelitales se reflejan en el rostro de Callow, mientras la experta comenta: “Algoritmo, aburrido”. Todo esto confirma el imaginario tecnoparanoico de la vigilan- cia, que sugiere que nadie puede permanecer escondido. Como en el caso anterior, esto genera un plan de respuesta: se ordena la intervención de las fuerzas del orden y se solicita que los agentes porten cámaras para que el equipo de gestión de crisis pueda observarlos en tiempo real. El resultado es un fracaso, lo único que se encuentra es un maniquí con una laptop, lo que deja en claro que el secuestrador utilizó un servidor proxy para crear la ficción de la emisión e impedir su rastreo.

Televisión, redes y las tecnologías de la comunicación política

La televisión opera en relación con las redes sociales. La situación es proble- matizada a través de un video en donde la princesa es obligada a indicar su situación de rehén y leer los requerimientos del secuestrador. Varios aspectos son puestos en evidencia, uno de ellas es la ingenuidad política frente a la integración de las redes en el ecosistema mediático. La primera reacción del primer ministro es ordenar que no se haga público y mantener alejada a la prensa. La mirada y el silencio del equipo de asesores se rompe cuando le informan que el video es de dominio público porque ha sido colocado en YouTube. La amenaza se comunica en un video dirigido al primer ministro y expuesto a todos los cibernautas. Otro aspecto relevante es el limitado o inexistente control sobre las redes o el internet. El primer ministro, alterado, ordena que retiren el video, ante lo cual el equipo de asesores señala que ya se hizo, pero que como el video estuvo expuesto durante 9 minutos, existen varias descargas ya dise- minadas que alcanzan las 50 000 visualizaciones y han creado tendencia en Twitter. Frente a ello, y ante la pregunta del primer ministro —“¿Cuáles son las reglas de juego?”—, los asesores responden que las redes son un terreno virgen, por lo que no hay reglas de juego. Las limitaciones frente al control 38 Li lian Kanashiro

se hacen evidentes. No obstante, esta secuencia permite adentrarnos en el terreno conocido por el poder: la televisión, especialmente el periodismo televisivo, y el control que el Estado tiene sobre la agenda informativa local (nacional) en casos de emergencia o situaciones de crisis. En paralelo, se nos muestra la devaluación de estas formas de control, dado que la censura o autocensura de las televisoras se hace insostenible, pues el problema ha sido expuesto en internet y se cuestiona la ausencia de cobertura por parte de los medios locales, mientras entran en escena las más renombradas cadenas internaciones de noticias (CNN, FOX, Al Jazeera y NHK). Esto obliga al periodismo televisivo a cubrir la crisis, lo que nos recuerda que el criterio de noticiabilidad del periodismo es la actualidad y, en el caso del periodismo televisivo en particular, su concomitancia con los sucesos. La regla de oro indica que, a mayor cercanía real o geográfica con los hechos, mayor es la obligación de informar al respecto. Estas distancias son puestas en tela de juicio por las redes, que ejercen presión para que el hecho sea puesto en televisión. Cabe preguntarse algo: si todos podían verlo por YouTube, ¿por qué la urgencia de verlo por televisión? Estamos ante un ritual mediático que revela la representatividad del periodismo tele- visivo. No se trata de la novedad, sino del protocolo imaginario de una audiencia que considera que si un hecho es noticia en la red, y más aún en las televisoras de otros países, es inconcebible que los medios locales no lleven a cabo dicha cobertura. Por más que las redes sean importantes, la televisión sigue jugando un rol trascendental en el imaginario de los ciuda- danos; así se confirma lo que Blumler y Kavanagh (1999) calificaron como la tercera edad de oro de la comunicación política. Cuando se hace imposible frenar la cobertura periodística local, todo el sistema de tecnologías de la comunicación política se activa. Entran en escena los sondeos de opinión, pero dada la premura de los acontecimien- tos, que se desarrollan en el lapso de un día, las televisoras se encargan de difundir los sondeos online. La declaración de un ciudadano, recogida por televisión, evidencia el pragmatismo representado: “Podemos conseguir fácilmente otro primer ministro, pero no podemos vivir sin la princesa”. La autoridad política es mostrada como un objeto descartable, mientras que a la princesa se le coloca como una figura imprescindible. Todo es medido, puesto en escena y discutido en televisión, incluso las tendencias en redes sociales, que son colocadas también como noticias. Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 39

Aquí no pasó nada

El primer ministro se ve obligado a aceptar el pedido del secuestrador. Los establecimientos abarrotados de personas, en contraste con las calles vacías, confirman el carácter colectivo de la situación. Una enfermera intenta apagar el televisor y su compañero se lo impide, sentenciando que están ante un evento histórico. Hacia el final del episodio, un año después, el periodismo “celebra” el aniversario del acontecimiento mostrando a una princesa totalmente recupe- rada y que anuncia su embarazo. Asimismo, las últimas imágenes dejan ver a un primer ministro repuesto de los sucesos, acompañado de su sonriente esposa, en un acto público. Todo ello, sin embargo, se desvanece cuando regresan a casa y la esposa sube en silencio las escaleras sin contestar el llamado de su esposo. La doble realidad de lo público y lo privado radiogra- fiada en breves segundos. “The National Anthem” pone en evidencia el régimen de creencia basado en la documentación y la información política, cuyo patrón consiste en esta- blecer un sistema de veridicción en donde el ser y el parecer se asumen como semejantes. La crítica del episodio señala que la promesa global de los medios de comunicación y su integración en las redes está conformada por una ilusión, un simulacro más, entre otros.

“The Waldo moment”

La segunda temporada ofrece un episodio ambientado en el contexto de elecciones. El personaje animado de nombre Waldo goza de gran popula- ridad y este capital lo lleva a postular a las elecciones parlamentarias. El capítulo se ocupa de la tendencia actual señalada como infotainment, que consiste en la aparición de programas de televisión que presentan infor- mación (noticias) de manera entretenida. Su aparición se remonta a finales de la década de los setenta, pero cobra relevancia entre los años ochenta y noventa por la necesidad de captar mayores audiencias, lo que genera cambios en las prácticas periodísticas. La crítica al respecto se encuentra dividida. Hay quienes sostienen que estas formas de la noticia banalizan la democracia, mientras que para otros tendría el efecto positivo de infor- mar a audiencias normalmente desinteresadas en la información política (Matthews, 2016). En esa línea, se reconocen tres formas de infotainment: la presentación de noticias ligeras, la presentación de información seria en 40 Li lian Kanashiro

formatos de entretenimiento, y la aparición de programas televisivos que parodian la actualidad informativa (Berrocal, Redondo, Martin y Campos, 2014, p. 89). El momento Waldo es la representación ficcional extrema de las consecuencias de esta última forma de infotainment.

Personajes de televisión, políticos y electorado

Podemos agrupar a los personajes de este episodio en dos tipos, los de la tele- visión y los de la política. Entre los primeros encontramos como figura central a Waldo, un oso animado concebido inicialmente para una audiencia infantil, cuyas características son la sátira y la procacidad. Representa el descontento ciudadano, al punto de ser postulado como candidato sin partido. Waldo es interpretado por el comediante James Salter, quien atraviesa una etapa de dilemas en su vida personal y profesional. Resulta paradójica la contradicción entre el comediante invisiblemente exitoso detrás de la figura de Waldo y el mismo comediante en la escena en que se le presenta por primera vez, encerrado en el baño y hablando con una expareja. Jamie siempre aparece contrariado, descontento y deprimido. Cuando tiene un encuentro íntimo con la candidata Harris, expresa: “No he sido feliz hace mucho tiempo”. También está Jack, que representa la figura del broadcaster. Simboliza la racionalidad empresarial y pragmática detrás del fenómeno Waldo y es el propietario de los derechos del personaje. Su única convicción es la explotación comercial del oso animado. Se le muestra creativo, pero también ignorante, pues no es consciente de las dimensiones que va cobrando el fenómeno. Por el lado de los personajes vinculados a la política encontramos a Liam Monroe, candidato del partido conservador. Se le presenta como un político de larga trayectoria y que ha sido ministro de Cultura. Encarna la lógica de la política tradicional, un animal político por excelencia. En la misma línea, pero en la orilla opuesta, está Gwendolyn Harris, candidata del partido laborista. Es la representación de la novata que entiende el juego político del cálculo y la conveniencia: sabe que va a perder, pero a cambio obtendrá visibilidad y experiencia. Se le muestra como una mujer sola, sin familia, sin amigos, apenas en compañía de su asesor de campaña, con quien lleva una relación tensa, más aún cuando él se entera de que ha iniciado una relación íntima con el come- diante que presta la voz a Waldo —y a quien le prohíbe continuar viendo—. Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 41

El descrédito de la democracia y el apoyo a Waldo

El episodio plantea una crítica al modelo político basado en la democra- cia electoral, cuyo diseño permite que un personaje animado participe en una elección. Durante la dinámica de un debate se cuestiona la presencia de Waldo, señalando que degrada el proceso electoral y no permite la discusión de temas importantes. Al sentirse acorralado, Waldo expresa el fundamento de su popularidad:

Eres un chiste [dirigiéndose a Monroe]. Luces menos humano que yo y yo soy un oso imaginario con un pene turquesa. ¿Qué eres tú? Eres una vieja actitud con peinado nuevo. ¿Asumes que eres superior porque no te tomo en serio? Nadie te toma en serio, por eso nadie vota. […] ¿Crees que mereces respeto porque tuviste una educación superior y creciste pensando que tenías derecho a lo que sea? […] Algo debe cambiar. Nadie confía en ustedes, porque saben que no les importa nada que esté fuera de su burbuja.

Luego cuestiona a Harris:

Y ella es la más falsa de todas. Diles por qué estás aquí. Diles. Está aquí para hacer un espectáculo. No es broma, literalmente es así. Sabe que no ganará, pero está aquí para representar un papel, salir en la tele y ganar experiencia. Realmente se preocupa aún menos que él por todos aquí, porque al menos él sí debe representar un papel. ¿O me equivoco?

Su intervención termina entre aplausos, pero Jamie sale corriendo, se encierra en su cuarto y se embriaga. Waldo ya es un fenómeno viral, con un millón de visitas en YouTube y varios grupos en Facebook solicitando que forme un partido, lo que trae como consecuencia su posicionamiento en el tercer lugar de las preferencias. Ganar o no ganar, he ahí el dilema. Si bien Waldo es un personaje controversial, su reacción ante el ataque personal es notablemente sincera: él y su comediante se funden en uno solo, pues la frustración de Jamie se encarna en el personaje y proyecta su insatisfacción con toda la clase política y la democracia en general. Una democracia, por lo demás, conver- tida en vehículo para alcanzar el poder y representar los intereses de una nación, pero, también, en la vitrina necesaria para lograr y mantener una exposición que gane réditos personales. El descrédito del sistema democrático se hace patente en la reflexión del candidato más atacado por Waldo, Liam Monroe, quien advierte que el oso Waldo quedará segundo en las elecciones y que quedará, para la risa y para la historia, que su principal oponente haya sido un cartoon: “Si esa cosa 42 Li lian Kanashiro

es mi mayor oposición, entonces todo el sistema es absurdo. Y bien podría serlo, pero construyó estas calles”. Monroe observa el deterioro del sistema y lo que eso significa. Acepta que lo señalado por Waldo no deja de ser parte de una dramática reali- dad, la gente ya no les cree y prefieren votar por un cartoon, aunque ello suponga un salto al vacío. Es el político tradicional y conservador quien observa con más claridad el problema de fondo. Un aspecto interesante en todo el episodio gira en torno al carácter ficcional de Waldo: ¿es real? El comediante que le da vida se cuestiona cons- tantemente esto y señala siempre que solo se trata de un oso azul. Waldo ni siquiera guarda semejanza con un oso natural; es, por tanto, más ficticio de lo que ya es por tratarse de un personaje animado. Cuando se le felicita por el éxito, Jamie lo relativiza, señalando que es solamente la voz de un dibujo, que eso no cuenta como éxito personal. Sin embargo, la reacción de Waldo/ Jamie en el debate evidencia que Waldo es más real que los políticos. A esta altura, la democracia representativa ha derivado en una democracia ficcio- nal. Las referencias constantes a la falsedad de la clase política contribuyen a considerar que un personaje animado puede ser más auténtico que cual- quier político real. Jack, el broadcaster, lo formula de la siguiente manera: “No es real, pero es más real que todos los otros. […] Mira, no necesitamos políticos, todos tenemos iPhones y computadoras”. De acuerdo con este discurso, los ciudadanos son reemplazados por sus identidades digitales. Ficción por ficción es una equivalencia legítima para el sistema de medios. En ese sentido, la ventaja de Waldo está, precisa- mente, en su carácter ficticio, porque no tiene fallas humanas y eso lo torna algo así como inimputable. El punto crítico emerge cuando el comediante ya no desea seguir inter- pretando a Waldo y se enfrenta a Jack. Este intenta persuadirlo hablándole de antipolítica y de por qué los jóvenes aman a Waldo.

Todos están enfadados con el statu quo […]. Mira, el mundo anda mal y tú puedes hacer algo al respecto, […] Waldo tiene la atención de los jóvenes y a los jóvenes no les importa nada, solo los zapatos y piratear películas […]. Les importa Waldo y votarán por Waldo.

Ante la imposibilidad de convencer a Jamie, los criterios empresariales asoman con toda claridad. El dueño del personaje, quien detenta los dere- chos, es el broadcaster, por tanto, lo que ocurre a continuación no es una distopía futurista: es una puesta en escena que representa quién “tiene los Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 43 derechos” sobre los actores políticos del presente. Jack se convence de que hay que pasar al siguiente nivel y explotar a Waldo como un producto de entretenimiento de alcance global, cuya prerrogativa sea darle representa- ción a todos los desencantados. Si un líder político es una construcción de su partido, en ese mismo sentido Waldo es la construcción de una corpo- ración mediática para los descontentos. “Waldo es más que tú, Jamie. Es un equipo”, asegura Jack en su momento. Lo importante no es llegar al poder, el verdadero valor de Waldo está en su carácter hipnótico, en su capaci- dad para concitar adhesiones. El oso azul se convierte, así, en un arma de control para sostener el statu quo.

Televisión y reconfiguración de la comunicación política

El salto que pega Waldo, de personaje animado a candidato, grafica el rol que cumple la televisión en la actualidad. Recordemos que todo empieza con un escándalo sexual que se destapa en Twitter, cuando un parlamen- tario envía fotos íntimas a una menor de edad y la televisión cubre el caso hasta obligarlo a renunciar. Es así que se convoca a elecciones para cubrir el escaño vacante. Pese de la renuencia de Jamie, Waldo se involucra en política, somete a Monroe con sus bromas pesadas y esto le vale un ascenso vertiginoso. Logra un programa propio, le desarrollan una aplicación y, finalmente, termina postulando a las elecciones para representar al distrito electoral Stentonford y Hersham. El episodio es casi la radiografía de una democracia de audiencias preca- rizada por el desencanto ciudadano. Se puede observar que la participación política se desvirtúa en sus fines. Si antaño se consideraba que esta participa- ción era el medio por excelencia para elegir a los representantes y alcanzar cargos públicos, este capítulo muestra que la finalidad principal es adquirir popularidad. La meta es la exposición y la conquista de la atención de la audiencia. La motivación del broadcaster, del equipo que rodea a Waldo y su comediante es alcanzar la fama y emplean la política como un medio para ello. En este camino, observamos cómo los diferentes medios se integran alrededor de la televisión, las redes y la prensa. En este marco de distorsión se puede observar cómo algunas herramientas de la comunicación política se reconfiguran. Es interesante notar que Jamie, el ser humano, el ciudadano común detrás de Waldo, se rehúsa a ingresar al terreno de la política, pero todos los componentes propios de la comuni- cación política y de una campaña electoral acaban decidiendo su incursión. 44 Li lian Kanashiro

Si un político con pretensiones electorales quiere competir electoralmente, debe llevar a cabo sondeos de opinión para medir sus posibilidades reales. En este caso, los sondeos son remplazados por el rating de los programas de televisión que confirman que Waldo es apreciado por la audiencia electoral. Los géneros televisivos se descomponen produciendo ese macrogénero que es hoy el infotainment. Los políticos aparecen en los programas de entretenimiento para lograr una mayor exposición y un mayor alcance. Pero, a su vez, observamos que los habituales programas políticos de tele- visión admiten estas distorsiones. Ilustración de ello es la invitación de Waldo al programa Consensus, en donde el periodista que lo conduce, Phillip Crane, es conocido con el apelativo de Pitbull Crane. El temido entrevistador acosa a Waldo y lo presenta como un candidato sin apellido, sin partido, y lo declara la mascota oficial del votante de protesta. La pugna, sin embargo, da por vencedor a Waldo, quien deja en claro que la única finalidad de Crane es obtener rating a costa de él. La campaña electoral tradicional retrata el derrotero de un político que busca interactuar con su elector potencial y ganar su confianza. Así, durante el episodio se observa a Liam Monroe conversando en cafeterías con grupos de ciudadanos, y a Gwendolyn Harris tocando puertas para dejar su propa- ganda electoral. Mientras los políticos caminan, Waldo se dedica a acosar a Monroe en una camioneta con pantalla gigante. Finalmente, cuando los estudiantes que organizan un debate aceptan la participación de Waldo, Jamie se resiste a continuar porque admite su ignorancia en política y su incapacidad para responder preguntas “serias”. Sin embargo, le señalan que no debe preocuparse porque tendrá a su productora al lado, que todo lo puede googlear y le dará las respuestas con datos y estadísticas. Asimismo, se argumenta que todos los políticos tienen equipos a su alrededor y que la gran diferencia es que ellos lo hacen de manera transparente.

Ciudad de pantallas

El desenlace se inicia con el anuncio de los resultados electorales. Waldo queda segundo, mientras que Liam Monroe obtiene la representación. En ese instante, Waldo insta a la violencia ofreciendo en broma una recom- pensa para quien lance zapatos al candidato ganador. Las elecciones acaban con un deshonroso final. Todo ello es observado, desde una cama de hospi- tal, por Jamie, quien acaba como un indigente, bebiendo y durmiendo en la calle luego de resistirse a seguir interpretando al personaje. El salto temporal que se produce es marcado, pasamos de una escenificación característica Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 45 de los tiempos actuales a una futurista. La secuencia final ofrece —ahora sí— un futuro distópico en donde la tecnología de las pantallas ha inun- dado la ciudad y en todas ellas la figura de Waldo es comercializada como el personaje del cambio y la esperanza en diferentes países del mundo. El momento Waldo dejó de ser un instante y él pasó a ser omnipresente. Si en el episodio anterior se mostraba la ficcionalización de los medios informativos, aquí nos encontramos ante la ficcionalización del género de entretenimiento, que escapa de su campo natural de acción para ingresar a la política. La gran promesa del régimen del entretenimiento, del juego y la competencia es la ilusión. Esto es cuestionado en el episodio cuando observamos la intoxicación entre estos dos mundos. La política se atosigó de ilusión, mientras que el entretenimiento se pervirtió con la verdad.

“Hated in the Nation”

Una serie de asesinatos producidos por abejas drones (insectos drones autó- nomos, IDA) pone al descubierto un macabro juego en redes sociales, por el cual la víctima es seleccionada cada día de acuerdo con su impopulari- dad en internet. Esta nueva forma de terrorismo informático pone en riesgo la vida del ministro de Economía y revela cómo la tecnología diseñada para proteger el medio ambiente es, a su vez, un sistema nacional de vigilancia de los ciudadanos. En 1975 se publicaba en París la obra emblemática de Foucault, Vigilar y castigar, en la que, a partir del análisis del nacimiento de la prisión, señalaba cómo un nuevo tipo de sociedad se iba construyendo, teniendo como principio la disciplina del cuerpo y la normalización de una serie de dispositivos orientados a la vigilancia. El panóptico de Bentham era el modelo por excelencia del funcionamiento y los principios que guiaban esa nueva sociedad. En cierto sentido, el episodio que concita nuestra atención muestra una extensión de este sistema permanente de vigilancia legitimado en la salvaguarda de la seguridad de los ciudadanos.

Ciudadanos polémicos, funcionarios y agentes tecnológicos

Empecemos por mencionar a los personajes víctimas, que tienen en común ser sujetos que se hacen merecedores del rechazo público. La primera es columnista de un diario, Jo Powers, que escribe una controversial columna sobre el fenómeno del momento: el Gobierno ha cortado los beneficios o 46 Li lian Kanashiro

subsidios para las personas con discapacidad y, en señal de protesta, una activista en silla de ruedas, Gwen Marbury, se suicida prendiéndose fuego frente a una escuela. El hecho concita la solidaridad de la opinión pública, sin embargo, la columnista reprueba el hecho señalando que es la peor forma de llamar la atención, porque nadie toma en cuenta a los policías que resultaron con quemaduras para tratar de salvarla y a los niños de la escuela que queda- ron traumatizados. La columna genera tal indignación que se reúnen firmas —recurso muy frecuente en la sociedad inglesa— para solicitar su despido. La segunda víctima es el rapero Tusk, ganador de un Grammy, a quien le muestran uno de los miles de videos de sus fanáticos en YouTube, donde un niño de 9 años, Aaron Sheen, lo imita bailando. El artista se burla de él en televisión señalando que la imitación es mala, despreciando, poniendo en ridículo e insultando al niño. “No me odien por ser sincero” es el comen- tario del cantante ante la conductora. La tercera víctima es una activista, Clara Meades, quien, en medio de una protesta, se toma una fotografía haciendo el gesto de estar miccionando frente al monumento denominado la Memoria de los Caídos. Al igual que en los casos anteriores, la reproba- ción de los cibernautas se viraliza hasta condenarla a muerte. Todo parece indicar que la siguiente víctima será el ministro de Economía, Tom Pickering, por su impopularidad. Todos los personajes mencionados hasta ahora, a excepción de este último, son víctimas del rechazo en la red y son condenados a muerte por ser políticamente incorrectos. La muerte se produce por colapso ante el dolor intenso producido por una abeja dron que se aloja en una determinada zona del cerebro. Hay un segundo grupo de personajes en este episodio: los representan- tes de la ley. La inspectora Karim Parke es la encargada de esclarecer la primera muerte, la de Jo Powers. Se la muestra como una mujer sola, divor- ciada y dedicada exclusivamente al trabajo, lo que la lleva a interpretar los casos como resultados de conflictos privados interpersonales. Subestima la potencialidad de internet, sostiene que el odio expresado en las redes es un odio a medias y no es en serio, mientras que los conflictos matrimoniales son como odio en 3D. Los hechos le van demostrando lo contrario. Otro personaje, Blue Colson, se presenta como “la sombra” de Parke e investiga los hechos en su calidad de forense digital especialista en la deep web. Luego de una experiencia traumática desencriptando la carpeta de videos y fotografías de un conocido asesino serial de niños, Colson concluye que la intimidad digital es peor que la real. No obstante, sus conocimientos serán de suma importancia para comprender el caso. Junto a Parke y Colson aparece Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 47

Shaun Li, un investigador de mayor jerarquía con acceso directo a las más altas autoridades del país, pues pertenece a la Agencia Nacional contra el Crimen. Y, finalmente, tenemos a un personaje aparentemente aislado de los demás, Rasmus Sjoberg, responsable tecnológico del Proyecto Enjambre, iniciativa privada financiada por el Gobierno para evitar el colapso ambien- tal por la extinción de las abejas. Su función es diseñar y supervisar a las abejas drones en todo el país. A este especialista tecnológico se le contra- pone el antagonista presente en todo el episodio, pero solo visible al final, Garret Scholes, extrabajador del Proyecto Enjambre, un tecnólogo de inte- ligencia superdotada que logra intervenir y controlar el sistema de abejas drones para perpetrar las muertes. Scholes considera que las personas deben asumir las consecuencias de sus actos, tanto en el ámbito real —las prime- ras víctimas— como en el digital —todos los participantes del juego de las consecuencias—. Lo interesante de este personaje es que parece anticiparse a lo que todo el mundo va a hacer, incluidos los encargados de la investiga- ción. Se presenta como una inteligencia basada no solamente en un saber técnico, sino en un conocimiento de la naturaleza humana.

Entre la política de la transparencia y la política del camuflaje

Varias escenas remiten a escenarios en donde se muestra el papel de la polí- tica en un contexto donde los avances tecnológicos han llegado a ser una amenaza. Las escenas inicial y final transcurren durante una sesión formal de la comisión investigadora en donde la agente Parke refiere los hechos que se narran en el episodio. Esta reunión, emitida en vivo por televisión, parece tener un tono fiscalizador, de juicio público. Hacia el cierre del episodio, sin embargo, se nota un ánimo más bien condescendiente y agra- decido ante los servicios de la agente. Estas secuencias revelan una política de la transparencia en la que el aparato televisivo aparece como el garante de dicha práctica. Todo lo que como espectadores observamos es el relato de los hechos a una comisión investigadora. La precariedad moral de la clase política ante el manejo de la crisis se muestra en su total dimensión cuando el ministro de Economía, junto a otros políticos, evidencia su desesperación y malestar por ser el personaje más impo- pular. La primera alternativa de solución al respecto es bloquear internet, ante lo cual Shaun Li señala que es contraproducente porque lo único que haría es incrementar su impopularidad y exponer su vida a la ejecución. La segunda alternativa planteada resulta aberrante: se propone filtrar los archivos de Lord Farrintong, que demostrarían su condición de pedófilo, con la finalidad de 48 Li lian Kanashiro

llevarlo del cuarto lugar de impopularidad al primero y salvar al político. Una tercera alternativa es la de esconderse en un búnker. Las estrategias políticas retratadas en esta reunión se reducen a censurar, sacrificar o huir. Una tercera escena de implicancia política es la discusión entre los agentes encargados de la investigación (Parke, Colson, Li) y Sjoberg, el responsable tecnológico del Proyecto Enjambre, quien en todo momento elude riesgos y responsabilidades apelando al encriptamiento de la infor- mación. Luego de la muerte de Meades, la tercera víctima, Colson llega a la conclusión de que los drones tienen la capacidad de reconocimiento facial y, por tanto, de transmisión de información visual. Sjoberg acaba confe- sando que una condición del Gobierno para el financiamiento del proyecto había sido tener acceso a la información registrada por las abejas drones. Colson y Parke muestran su pasmo ante lo que consideraban una especu- lación paranoica de los cibernautas hecha realidad: la vigilancia nacional absoluta. Li expresa la lógica detrás de la situación: “El Gobierno no va a invertir millones [en el Proyecto Enjambre] solo por opinión de unos cien- tíficos y por 200 votos de los ecologistas. Vieron la oportunidad de tener más y la aprovecharon”. El interés ecológico funciona como fachada para lograr un sistema de vigilancia y control ciudadano, y justificar el espionaje en aras de una seguridad nacional que libre al país de actos terroristas, asesinos seriales y cualquier otra amenaza imaginable. La discusión entre los personajes sirve para mostrar un sistema político gobernado por el ansia de control, la hipocresía y el pragmatismo. Asimismo, muestra el rostro acomedido de la empresa privada que no tiene límites morales a la hora de ceder esa infor- mación con tal de ganar dinero. Cabe aquí recordar la distinción de Weber (1979) entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La ética de la convicción se caracteriza por un seguimiento del deber y de los idea- les, mientras que la ética de la responsabilidad se basa en las consecuencias que tendrían las decisiones que se toman. La agente Parke es una represen- tante de la ética de la convicción al mostrar su repudio por un sistema de vigilancia encubierto, mientras que el agente Li es representante de una ética de la responsabilidad, que solo piensa en las consecuencias y beneficios que le otorga tener el control de los ciudadanos.

La moral digital del odio

Pero no perdamos de vista que el núcleo del episodio gira en torno a una dinámica participativa en redes denominada el juego de las consecuencias, Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 49 que se relaciona con el hashtag #Deathto. Tal como lo señala la agente Parke, horrorizada por el descubrimiento de Colson, se trata de un concurso de impopularidad. Las instrucciones señalan que hay que elegir un objetivo, un personaje que merezca el rechazo. En segundo lugar, hay que colocar la foto del condenado en la red —asumimos que es Twitter—. Y la tercera instrucción precisa que el objetivo más impopular será eliminado a las 17:00 horas de cada día. La investigación policial revela que el juego da lugar a las muertes y que la sentencia se ejecuta controlando una de las abejas drones. Lo que era un patrón de linchamiento digital, se transforma aquí en una organización premeditada por un cracker que no solo ha sido capaz de intervenir los encriptamientos más sofisticados, sino que sabe anticiparse a las investigaciones policiales, todo ello con la finalidad de construir una base de datos de los usuarios judicantes y convertirlos, luego, en sujetos sentenciados por su proceder. Es decir, estamos ante la evolución de un terrorista dotado de una pasmosa habilidad tecnológica. En este contexto, la televisión aparece como un condensador que jerar- quiza los acontecimientos de la calle e incorpora en su programación lo que sucede en las redes sociales como una noticia más. No es coincidencia, pues, que el episodio se inicie con una cobertura televisiva que aborda tres puntos de la agenda política: el respaldo del ministro de Economía al corte de subsidios a personas con discapacidad, los problemas ambientales producto de una nueva especie en extinción, y la activación de las abejas drones, lo que da inicio al verano. Lo que se expone es la extinción de la sociedad de bienestar que han marcado las políticas europeas durante décadas bajo dos figuras: la eliminación de subsidios y la eliminación de especies naturales; es decir, una sociedad que va desapareciendo y otra, más bien tecnológica, en la que unos drones pueden marcar el ciclo natural de las estaciones. Es una sociedad pautada por los medios de comunica- ción, y estos dan visibilidad al juego de las consecuencias, a la vez que se convierten en amplificadores al incrementar su popularidad. “Hated in the Nation” construye una interesante relación de odios enca- denados recíprocamente. El detonante son las víctimas, que, con conductas políticamente incorrectas, no muestran límites frente a la sensibilidad del otro y condenan sin piedad ni misericordia. El linchamiento digital los hace padecer las consecuencias de sus actos: son juzgados, insultados y malde- cidos. No obstante, este juzgamiento no se diferencia en nada de la actitud que están condenando. La insensibilidad del verdugo digital es la misma insensibilidad de sus víctimas. En este segundo nivel de odio —si cabe 50 Li lian Kanashiro

llamarlo así—, la moral del ojo por ojo y diente por diente aparece como algo universal y natural, que no necesita ser argumentado y discutido. Esto se observa con claridad en el diálogo entre los investigadores y la profesora de una escuela primaria, cuando la interrogan por haber enviado un pastel insultando a la columnista asesinada. La maestra basa su justifi- cación en los actos de aquella; ergo, se lo merecía. Queda claro que, si la educación de los niños depende de este tipo de maestros, padres y cuida- dores, el futuro se vuelve más que sombrío. Por otro lado, cuando se le interroga por la amenaza colocada en la red social, ella ríe señalando que no era en serio, que todo era un juego; esta respuesta expone una visión que coincide con la lectura de la agente Parke —lo que se coloca en la red no es real— y legitima el linchamiento y los improperios como un ejercicio de la libertad de expresión. El episodio sorprende cuando aparece un nuevo verdugo, quien ha utili- zado como cebo a las víctimas para atraer a todos estos justicieros digitales y agruparlos en una base de datos, a fin de convertirlos en las víctimas finales. Todos aquellos que participaron del juego son sentenciados a morir a causa del mismo colapso por dolor extremo, lo que produce una matanza colec- tiva. Este último verdugo, terrorista y genio digital que ha montado todo este tinglado, los odia por odiar a otros que odian. De ahí que el título del capítulo resulte ilustrativo de una moral basada en el desprecio y la insensi- bilidad hacia el otro, pero disimulada bajo la coartada lúdica del juguemos a odiar. Sobre el final, un enjambre de abejas cubre el país para ejecutar la sentencia y la música que acompaña las escenas otorga un halo de misti- cismo a este genocidio digital. En la última secuencia de “Hated in the Nation”, se observa a la agente Parke salir del canal en su automóvil para toparse con una protesta donde la gente exige saber la verdad de lo sucedido. La credibilidad de la televisión, que ha mostrado en directo los testimonios de los involucrados, es cuestio- nada por esta movilización que deja en claro que la política mediatizada resulta insuficiente cuando se trata de calmar la ira de los ciudadanos. Esta desconfianza en los medios y el sistema se hace más patente aún con el final que el episodio diseña para las agentes Parke y Colson, quienes aprenden que hay que simular y mentir. Parke finge ante la comisión estar afectada por los acontecimientos vividos y Colson falsea su suicidio frente al mar, todo para pasar desapercibidas, para simular ser las perdedoras ante el perverso sabio digital, e ir tras sus pasos. Primera parte / Black Mirror: política, televisión y redes 51

Conclusiones

Es posible señalar recurrencias y variaciones en los tres episodios seleccio- nados de la teleserie Black Mirror. Una primera cuestión tiene que ver con el modelo político que se representa y cuestiona, construido básicamente a partir de un régimen de simulación predominantemente técnico y audio- visual, donde la televisión resulta gravitante, no solo porque opera como soporte del acontecimiento noticiable, sino porque integra los contenidos y las dinámicas de las redes sociales, transformándolas en noticia. En ese marco, la relación de los políticos con sus organizaciones partidarias está presente de una manera tenue. Los capítulos seleccionados para el presente análisis nos muestran una relación en extinción. En la primera temporada, encontramos a un primer ministro presionado por el partido; en la segunda, observamos a dos candidatos con sus respectivos partidos compitiendo contra otro sin partido (Waldo), y en la tercera temporada, no hay presencia alguna de la organización partidaria. En el caso de las políticas públicas, estas aparecen con diferentes densi- dades. En la primera temporada observamos el despliegue de protocolos de control y gestión de crisis que se muestran devaluados ante una nueva arena de acción política: la red. En la segunda temporada, las políticas públicas importantes y “que construyeron las calles” son calcinadas por el desacato y la risa ligera. En la tercera temporada, la eliminación de subsidios y la evidencia de las políticas de seguridad y control ciudadano son el desenca- denante de un juego macabro. Es decir, en los tres casos, se hace patente que las políticas públicas, como herramientas de gestión y continuidad del mito político, fracasan ante un ecosistema de comunicación del cual emana incredulidad, hartazgo e intolerancia. No se pone en duda la centralidad del actor político como encarnación de una narrativa política. Lo que la serie evidencia es que la narrativa política no puede sostenerse en una retórica integradora de símbolos esenciales para la identidad de una nación, sino que requiere de acciones y prácticas políticas adecuadamente integradas a los desafíos tecnológicos y humanistas del presente. De otro lado, la construcción que se hace del político está basada en crite- rios pragmáticos que dan cuenta del artificio del juego político y el cálculo de popularidad. Los tres capítulos inciden en la ficcionalización de este actor confrontándolo con las nuevas tecnologías y mostrando diferentes perfiles: un ministro ingenuo y otro más bien cínico, y candidatos desactualizados. Así, Black Mirror señala el fracaso de la personalización política que no logra conectarse con las sensibilidades de la ciudadanía a la que representa. 52 Li lian Kanashiro

En lo que concierne a los ciudadanos, estos se configuran como ciudadanos-audiencia de diferentes dimensiones o formas participativas. En el primer caso, se trata de uno con una intensa atracción por el morbo y cuyo papel es ser testigo consumidor del acontecimiento degradante de la política. El capítulo tomado de la segunda temporada da cuenta de un ciudadano- audiencia atraído por el liderazgo procaz y políticamente incorrecto; su rol es de seguidor. Mientras que en el último episodio se le muestra atraído por el desprecio y la insensibilidad hacia el otro, razón por la que asume el rol de sancionador o ejecutor. Tres modelos que dan cuenta de tres emociones distintas: fruición contemplativa, deleite grotesco y placer iracundo. Cabe preguntarnos esto: ¿qué ofertas de pedagogía política existen para estos ciudadanos-audiencia? Lamentablemente, estamos ante una pregunta cuya respuesta es un absoluto y significativo silencio. Pero acaso lo más importante en Black Mirror sea notar esa dosis de desestabilización semiótica que se produce cuando el espectador le otorga a la teleserie, y le celebra, un cierto carácter profético. Es decir, una especie de neo-Nostradamus emerge al establecer equivalencias entre lo representado y la realidad. No se trata de un juego forzado por los fanáticos de la teleserie, no; se trata de una observación que puede verificarse en la propia prensa o crítica televisiva cuando se señalan, por ejemplo, equivalencias entre el Michael Callow del primer episodio, emitido en el 2011, y el escándalo del ex primer ministro David Cameron, ocurrido en el 2015 en relación con un animal; o entre el estilo político de Donald Trump y el del oso Waldo… ¿Voz profética o retrato del presente? Lo que está claro es que no tiene “sentido” celebrar el cumplimiento de las profecías ni tampoco arrancarse los ojos, como un tal Edipo en Tebas.

Referencias

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Miradas femeninas: Downton Abbey

Giuliana Cassano

Downton Abbey (ITV, 2010-2015) es una teleserie dramática inglesa que contó con seis temporadas y varios premios internacionales. La narración transcurre en Yorkshire y describe la vida de la aristocrática familia Grantham en las postrimerías del reinado de Eduardo VII y los primeros años de reinado de Jorge VI. El relato recupera importantes acontecimientos históricos que tienen efectos en la vida de la familia y en la sociedad inglesa, desde el hundimiento del Titanic, donde pierde la vida el heredero del mayorazgo, pasando por la Primera Guerra Mundial, la gripe española y el periodo de entreguerras. A propósito del relato que desarrolla la teleserie, interesa analizar las repre- sentaciones de género que propone, específicamente desde la perspectiva de Violet, condesa viuda de Grantham (madre de Lord Robert Grantham), Mary Grantham (la primogénita de Lord Grantham) y Sybil Grantham (la menor de las hijas). Estos tres personajes femeninos no solo encarnarían la metáfora de los cambios de la sociedad inglesa de inicios del xx, sino que los mandatos de género perfilarían sus identidades, sus relaciones y sus afectos.

Melodrama televisivo y género

El relato melodramático es un lugar de cruces, de encuentros, de diálogos múltiples y dinámicas temporales propias en relación con las identidades culturales de los países que las producen y consumen. Y es un lugar de cruces porque en estos relatos se condensan las historias, las memorias, los modelos, las representaciones que conforman los imaginarios sociales y culturales de cada sociedad. Al mismo tiempo, los relatos melodramáticos televisivos ofrecen imágenes de representaciones femeninas y masculinas que hablan de los significados culturales que cada sociedad asigna a lo femenino y a lo masculino.

[55] 56 Giuliana Cassano

Sabemos, siguiendo a Enrique Gomáriz (1992), que femenino y masculino son palabras relacionales que dan cuenta de la diferencia sexual, ya que “los sistemas de género son conjuntos de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores que las sociedades elaboran a partir de dicha diferencia” (p. 53)1. Por su parte, Patricia Ruiz-Bravo sostiene que el concepto de género alude a la interacción de un conjunto de instituciones, normas y símbolos culturales que definen patrones de referencia masculinos y femeninos a partir de los cuales los sujetos pueden identificarse y relacionarse: “el sistema de género está en estrecha relación con los sistemas de organización social y de poder de los que forma parte y a los que retroalimenta” (2001, p. 29). Así podemos entender que el género —como soporte de la vida social— es una construcción sistémica que atraviesa las dimensiones sociales, cultura- les, políticas y económicas de las sociedades. Es una construcción cultural porque asigna significado a la diferencia sexual. De acuerdo con Scott (2011, pp. 66-67), todo esto se manifiesta en, por lo menos, cuatro dimensiones:

• Los símbolos, los mitos y las representaciones, que permiten las relaciones y valoraciones de los distintos significados. • Las normas, los principios y el sistema de reglas, que delimitan las posibilidades de los significados genéricos en cada sociedad. • Las instituciones, los parámetros políticos, la organización de las relaciones. • Las identidades individuales que se constituyen en cada persona. Esta construcción sistémica actúa sobre los imaginarios sociales, modela subjetividades de mujeres y hombres, y se evidencia en las representaciones sociales que comparten diferentes grupos. Estas dimensiones hacen de los sistemas de género regímenes complejos con matices de coherencia y orden interno, ideas contrarias que conviven e inestabilidades que se mantienen. En este sentido, Anderson2 señala:

[Los sistemas de género] están estructurados sobre bases dispersas, diversas y variables. Arrastran los signos de accidentes históricos, asociaciones débiles, conexiones temporales, modas y rumores. Proponen, al mismo tiempo,

1 Notas y separata de los cursos Teoría de Relaciones de Género 1 y 2 de la PUCP, de la profesora Narda Henríquez, en los semestres 2012-I y 2012-II. 2 Notas y separata de los cursos Teoría de Relaciones de Género 1 y 2 de la PUCP, de la profesora Narda Henríquez, en los semestres 2012-I y 2012-II. El artículo es “Sistemas de género y procesos de cambio” (2006). Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 57

múltiples versiones del mundo, contradictorias entre sí. Invitan a jugar con estas contradicciones y permiten hacer un uso estratégico de ellas. Sus distintas partes son interconectadas de muchas maneras, con una fuerza variable. Puede haber fuertes asimetrías en sus categorías y componentes básicos. Están sujetos a vaivenes y etapas sucesivas de calma y turbulencia.

Muy vinculado a todas estas reflexiones aparece el melodrama, muchas veces acusado de exceso y derroche. Para Peter Brooks (1995), el melo- drama es menos una forma narrativa que un modo de imaginación que va tomando forma en el tiempo, en el espacio y en la conciencia de los sujetos sociales. Es un modo particular de experimentar la conciencia moderna que se instala en tiempos específicos, con personajes, situaciones y temáticas particulares. Jesús Martín-Barbero (1993) entiende el melodrama como una narrativa de la exageración y de la paradoja, porque así toca la vida cotidiana y se relaciona con ella, no solo como su contraparte o sustituto, sino como algo de lo que está hecha la vida misma, pues, como ella, el melodrama vive del tiempo de la recurrencia y la anacronía y es el espacio de consti- tución de identidades primordiales. En ese sentido, Carlos Monsiváis (2003) recuerda que el melodrama se instala en la familia y pone en escena un conjunto de enseñanzas sentimentales y un idioma para nuestras pasiones. Como narración tipo, el melodrama delimita —desde el mundo de la ficción— los mandatos morales, la configuración de las identidades y sus prácticas sociales. Muchos de los temas que sus relatos proponen transforman la manera en que vivimos y experimentamos nuestra propia subjetividad. Así, el melodrama se presenta como una forma narrativa que transparenta el orden social, en él se condensan los valores, temores y preocupaciones de los grupos que comparten la experiencia melodramática. Es, en esencia, una forma de representación de la vida misma; “el hecho central de la sensibilidad moderna” (Brooks, 1995, p. 21)3. El melodrama se aleja de la visión trágica del destino e invita a pensar la existencia en relación con la propia acción. Permite imaginar4 que tomamos lo inevitable del destino con nuestras propias manos, permite imaginar que somos nosotros los sujetos de nuestro porvenir. Mary Ellen Brown sostiene que los relatos melodramáticos dialogan con una cultura oral femenina (en Verón y Escudero, 1997, p. 58), y Valerio

3 Las traducciones de todas las referencias en idioma distinto al español son de la autora. 4 Uso el término imaginación en el sentido en que lo desarrolla Arjun Appadurai, quien considera que la imaginación es un espacio para la acción, pues promueve resistencia, ironía, selectividad y agencia (Appadurai, 2001). 58 Giuliana Cassano

Fuenzalida (1996) plantea que estos relatos otorgan importancia a un discurso femenino que ha sido tradicionalmente desvalorizado y considerado irrele- vante por la sociedad patriarcal. Este discurso valoriza la vida cotidiana de la mujer y el ámbito de la afectividad. El melodrama se erige, pues, como el relato de los afectos, de las emocio- nes, de los sentimientos, de los deseos, de los retos y sacrificios.

Empoderamiento y agencia femenina

Convertido en el relato de los afectos y las emociones, en el lenguaje de lo femenino, el melodrama —como expresión moderna— va configurando un espacio para el cambio, la resistencia, el empoderamiento y la agencia feme- nina. El melodrama contemporáneo es una forma narrativa que devela esa posibilidad de cambio, les da a las mujeres temas y motivos de conversación, de encuentro y diálogo en el mercado, en la plaza y en el espacio doméstico. Crocker (2016) define la agencia en función de la decisión y la actuación con propósito, sin coacciones:

Una persona o grupo es un agente, en la medida que esa persona o grupo decide o actúa con un propósito y por un propósito deliberado, sin coacciones externas o internas, haciendo una diferencia en el mundo […]. Para ejercer libertad de agencia (y tener logros a partir de esa agencia), el agente requiere, al menos, un bienestar mínimo. (p. 66)

Y Koggel (como se citó en Crocker, 2016) señala que “las mujeres están empoderadas en la medida que, individual y colectivamente, luchan contra y —algunas veces, al menos— superan el despliegue de poderes en contra de su agencia y bienestar” (p. 67). Por su parte, León (1998) nos propone que empoderamiento es un término que busca generar cambios en los imagi- narios sociales acerca de la relación de las mujeres con el poder. Hablar de empoderamiento de las mujeres supone pensar e imaginar sujetos sociales femeninos activos en situaciones concretas, es decir, con agencia. Así, el empoderamiento es un proceso por el cual las mujeres adquieren el control de sus vidas, buscan hacer otras cosas y definen sus propias agen- das. Schuler (1997) señala que los procesos de empoderamiento son factibles siempre y cuando exista en las mujeres un sentido de seguridad, una visión de futuro, el poder de tomar decisiones en el hogar, la capacidad de ganarse la vida, la posibilidad de actuar en la esfera pública y de movilización. Estas características se manifiestan en los personajes femeninos de Downton Abbey Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 59 y hacen posible, especialmente, el empoderamiento de sus personajes feme- ninos, como veremos más adelante.

Deseo femenino y amor romántico

Nancy Armstrong (1991) propone que el deseo aparece en la novela román- tica inglesa de los siglos xviii y xix, al tiempo que lo hacía una nueva clase de mujer necesaria para el proyecto político de la nación. “La mujer era la figura, por encima de todo lo demás, de la que dependía el resultado de la lucha entre las ideologías en disputa” (p. 17). Giulia Colaizzi, en la presentación del libro de Armstrong, resalta que el tipo ideal de feminidad de la modernidad fue creado como:

algo funcional para la división jerárquica de la sociedad, una división que tenía como objetivo separar a los individuos de las alianzas socio-políticas para alinearlos en una división de género, a la que se subordinarían todas las demás diferencias sociales. (En Armstrong, 1991, p. 10)

En su trabajo, Armstrong encuentra que, hasta la última década del siglo xvii, cada nivel de la sociedad inglesa tenía ideas claramente delimitadas acerca de las virtudes que debía tener una mujer para ser considerada como valiosa para el matrimonio. Y es justamente durante el siglo xviii que estas categorías, que se habían mantenido inmutables, se alteraron drásticamente. Los cambios, según Armstrong, solo habrían sido posibles por la popularidad de los libros de conducta, los libros de economía doméstica y las novelas de costumbres. En ellos aparecía un conjunto de representaciones del hogar que lo caracterizaban como un mundo propio, con un discurso eminentemente femenino (p. 84). En palabras de la autora, “por medio de la división del mundo social sobre la base del sexo, este cuerpo de escritos produjo una idea única acerca del hogar” (p. 87), y de la mujer ideal. Las características de la mujer de ese hogar combinaban la humildad, la modestia, la honradez, la virtud pasiva de la joven virgen con la del ama de casa eficiente. Así, “los rasgos de la doncella devota se han unido a los del ama de casa industriosa, formando un nuevo, pero completamente familiar, sistema de signos” (Armstrong, 1991, p. 89). El valor de la virtud femenina, adscrito a su virginidad, se convierte en elemento esencial para definir a la buena mujer. Por su parte, para América Latina, Sommer (2004) encuentra que el amor romántico establece una relación entre la política y el relato de ficción en el proceso de construcción de lo nacional. Leslie Fiedler (en Sommer, 2004) 60 Giuliana Cassano

también las observa para hacer un acercamiento a la ética y la alegoría en estos relatos, mientras que Benedict Anderson (en Sommer, 2004) ha resaltado las continuidades existentes entre las comunidades ilustradas y los procesos históricos que llevaron a la constitución de las naciones lati- noamericanas. Sommer se pregunta por qué estas novelas siguen siendo tan seductoras y su respuesta pasa por la presencia de la pasión romántica. La autora plantea que la pasión romántica tiene la retórica propia de los proyectos hegemónicos de construcción de lo nacional en este continente, “la retórica del amor, específicamente de la sexualidad productiva en la intimidad del hogar, es de una consistencia notable” (p. 23). En el análisis de las ficciones fundacionales de América Latina, Sommer resalta el desarrollo paralelo que tienen las novelas románticas y la historia patriótica de estas jóvenes naciones:

Los ideales nacionales están ostensiblemente arraigados en un amor heterosexual “natural” y en matrimonios que sirvieran como ejemplo de consolidaciones aparentemente pacíficas durante los devastadores conflictos internos de mediados del siglo xix. La pasión romántica, según mi interpretación, proporcionó una retórica a los proyectos hegemónicos en el sentido expuesto por Gramsci de conquistar al adversario por medio del interés mutuo, del “amor”, más que por la coerción. (pp. 22-23)

Así, pues, pareciera ser que la narrativa romántica cubre los vacíos que la historia no escrita de estas naciones va dejando en su propio proceso de construcción como instituciones políticas. Si bien el trabajo de Sommer se centra en América Latina, esta es una idea sugerente para pensar en las novelas románticas más allá de nuestro continente y del formato escrito. En las siguientes páginas, vamos a utilizarla para dar luces acerca de la historia que propone Downton Abbey.

Downton Abbey: cambios y permanencias en los mandatos femeninos

“¿Cuál sería el propósito de vivir si no dejamos que esta vida nos cambie?”, pregunta Carson, el mayordomo de Downton Abbey, y su cuestionamiento, de alguna manera, sintetiza la línea dramática que habrá de seguir el relato. Lord Robert Grantham, el patriarca de la familia, es por herencia conde Grantham y dueño de Downton Abbey, en donde vive con su familia y sus criados, pero no es su dueño incondicional. El título de conde, la casa y otros varios bienes muebles e inmuebles forman parte de un mayorazgo Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 61 que debe ser heredado por los varones de la familia. Pero, si bien Lord Robert Grantham ha engrandecido Downton Abbey y el mayorazgo gracias a la fortuna de su esposa norteamericana Cora, al no tener un hijo hombre, a su muerte, Downton Abbey y las demás propiedades deberán transmitirse a un pariente hombre. Para evitar el desamparo de su familia y obedecer las reglas del mayorazgo, Lord Robert Grantham ha conseguido que su hija mayor, Mary, acepte casarse con su primo Patrick, hijo del heredero James Crawley, primo del conde, lo que haría posible que tanto el título como las propiedades se mantuviesen en la familia directa. Cuando Patrick y James mueren en el hundimiento del Titanic, es otro el heredero que aparece para hacerse del título y las propiedades: Matthew Crawley, abogado comercial de Manchester, quien vive alejado de los mandatos aristocráticos ya que pertenece a la clase media trabajadora inglesa. Frente a esta nueva situación, Lord Grantham va a buscarlo para que empiece a conocer sus nuevas responsabilidades: “Todos tenemos dife- rentes roles, Matthew. Y a todos deben permitirnos cumplirlos”. Matthew aceptará el legado que le corresponde y se mudará a Downton Abbey con su madre Isobel, donde irá aprendiendo —guiado por Lord Robert Grantham— el manejo del mayorazgo. Él y Mary se sentirán pronta- mente atraídos, pero sus respectivos temperamentos y valores y sus diferentes formas de entender el mundo les impedirán consumar el amor. Cada uno irá escribiendo su propia historia hasta que, finalmente, se casarán y tendrán un heredero, George, que asegurará la continuidad del mayorazgo. En Downton Abbey convive la familia de Lord Grantham —compuesta por él, su esposa Cora y sus tres hijas: Mary, Edith y Sybil, además de su madre Lady Violet viuda de Grantham— junto a Matthew Crawley, su madre Isobel, el médico de Downton Abbey, el doctor Clarkson, y las personas encargadas del servicio doméstico. Entre estas últimas destaca el mayor- domo y jefe, el señor Carson; el ama de llaves, la señora Hughes; Anna, doncella encargada de las jóvenes Grantham; O’Brien, encargada de su señoría Cora; Bates, encargado de su señoría Robert, y los lacayos Thomas y William, además del personal de la cocina encabezado por la señora Patmore y su ayudante Daysi. Todos estos personajes tienen presencia a lo largo del desarrollo del relato. Una constante en la narrativa de Downton Abbey es el diálogo permanente entre las preocupaciones del mundo de arriba y las del mundo de abajo. 62 Giuliana Cassano

Violet, condesa viuda de Grantham

Mary.— Creo que Sybil tiene derecho a tener sus propias opiniones.

Lady Violet.— No, no lo tendrá hasta que se case. Luego, su esposo le dirá cuáles son sus opiniones. Lady Violet es la madre de Lord Grantham, mujer mayor nacida en el siglo xix, aristócrata y de antiguas tradiciones. Sabe perfectamente que, en el mundo patriarcal en donde les ha tocado vivir, el poder de las muje- res es uno que se ejerce a partir de las alianzas, de los diálogos, de las negociaciones. Ello no significa que no tenga ideas propias, de hecho, las tiene y las defiende, solo que ha vivido y vive en un mundo en el que las formas de hacer de las mujeres están continuamente en negociación con el poder que encarnan los hombres. Una de sus fortalezas es la ironía, el lenguaje sugerido, el gesto, la sorpresa. Esto se manifiesta en la afirmación de Violet cuando dice: “Soy una mujer, Mary. Puedo pensar tan diferente como quiera”. Con esa sentencia, el personaje evidencia la doble mirada que el poder patriarcal tiene sobre las mujeres: emocionales, volátiles, cambian- tes. Y Violet se aferra a esa idea para negociar. Lord Grantham, en un momento de la primera temporada, dice sobre los sentimientos de las mujeres: “Debemos preservar los sentimientos feme- ninos, son más delicados y frágiles que los nuestros”. Y durante la Primera Guerra Mundial, Violet apoya a su nieta Sybil cuando decide estudiar enfer- mería. Le dice: “Estás dando un gran paso, la guerra nos pide hacer tareas extrañas”. Esta situación grafica bien este mundo de negociaciones. Si bien Violet reconoce que esa es la ruta que las mujeres están tomando, su perte- nencia a un mundo más patriarcal impediría que ella avale tal decisión, de modo que el impase es resuelto bajo la justificación de que es la propia guerra la que demanda nuevas exigencias. En otro momento de la historia, cuando ve a Mary y Matthew renun- ciando a su amor por mantener su palabra en los compromisos sentimentales que han hecho con otras personas, Violet comenta:

El matrimonio es un asunto de larga duración. La gente como nosotros no puede salir de él, podrías vivir cuarenta o cincuenta años con una de estas dos mujeres [con relación a Mary y a su prometida], tan solo asegúrate de escoger a la adecuada. Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 63

Violet no dice: “No te cases con tu prometida”; ella le hace ver lo que es un matrimonio y cómo es una institución de la que ellos, los de las clases altas, no pueden salir. El personaje de Violet hace un recorrido importante en este drama. Comienza siendo muy tradicional en su manera de ver y entender el mundo y avanza adaptándose a los nuevos tiempos que van corriendo. Reconoce, además, que aún en el antiguo régimen había fisuras por donde escapaban las mujeres de los mandatos y obligaciones que sobre ellas recaían. Un momento central de ello es la ayuda que le ofrece a su nieta Edith cuando esta debe partir a Suiza para pasar su embarazo y dar a su hija en adopción —y evitar el escándalo—, ya que su prometido ha desaparecido en Alemania y ellos no se habían casado. Violet le dice que es mejor dejar todo eso atrás y, si su prometido vuelve, comenzar una nueva historia. La negociación que hace Violet con el poder en el relato se centra en su manejo del lenguaje, en su capacidad de dar órdenes en el espacio doméstico, en su posibilidad de actuar en el espacio público y su capacidad de movilización.

Mary, heredera natural

Mary.— (A Matthew) Mujeres como yo no tenemos una vida. Elegimos ropa, hacemos llamados, hacemos caridad y pasa- mos la temporada. Pero en realidad estamos atrapadas en una sala hasta que nos casamos. Mi vida me hace enojar, tú no. Mary es la primera hija del conde Grantham y como tal debería ser la heredera natural del mayorazgo, pero las leyes inglesas no lo permiten por el hecho de ser mujer. Debido a eso, y para proteger los bienes de la familia, ella debe casarse con el heredero. Pero Mary tiene su propio temperamento e intereses personales. Le molesta ser una mercancía a ofrecer a los herede- ros legales, primero Patrick y luego Matthew. Ello la lleva a tomar algunas decisiones que evidencian la centralidad del control de la sexualidad de las mujeres en la sociedad inglesa de los primeros años del siglo xx. En la primera temporada de la serie, llega de visita a Downton Abbey Kemal Pamuk, hijo de un diplomático turco, quien se siente profundamente atraído por Mary. Ambos saben que un matrimonio entre ellos es imposi- ble; aun así, se dejan llevar por la pasión. La historia da un vuelco cuando Kemal muere de un ataque al corazón en la cama de Mary. Si bien Mary 64 Giuliana Cassano

evita el escándalo con ayuda de Anna, su doncella, y Cora, su madre, un par de personajes saben o intuyen lo sucedido: Thomas, un lacayo con muchas ambiciones, y Edith, hermana de Mary, con quien esta tiene una muy mala relación. La versión oficial de la muerte de Kemal es que sufrió un ataque cardíaco mientras dormía en su habitación, pero Thomas y Edith averiguan y confirman lo que realmente pasó aquella noche; entonces, ambos se encar- gan de difundir el hecho. Edith escribe una carta al embajador turco dándole los detalles y Thomas hace lo propio con un mayordomo amigo de una casa importante londinense. Las habladurías en Londres empiezan. Frente a ello, madre e hija conversan:

Cora.— Si alguien oyó acerca de Kemal Pamuk, si se ente- ran y no estás casada para ese entonces, te cerrarán todas las puertas en Londres.

Mary.— Mamá, el mundo está cambiando.

Cora.— No tanto y no tan rápido para ti.

Mary.— Soy una causa perdida, mamá. Deja que maneje mis asuntos. Este dialogo evidencia la relación entre la virginidad y el valor otorgado a las mujeres a inicios del siglo xx en la aristocrática sociedad inglesa. Cuando Cora le dice: “No para ti”, está hablando del lugar de Mary en la sociedad, está dando luces acerca de los mandatos femeninos y de clase. Mary debe cumplir con ciertas exigencias al ser la primogénita del lord del mayorazgo. El incidente Pamuk marca las decisiones y las vidas de varios miembros de la familia, que se ven envueltos en los rumores y las consecuencias que acarrean. Los tres principales involucrados son Bates, el ayuda de cámara de Lord Grantham, la propia Mary y su padre, Lord Grantham. Bates está separado de su primera esposa, una mujer ambiciosa que lo abandonó hace tiempo atrás, pero al enterarse de que Bates ha heredado un buen dinero de su madre recientemente fallecida, y de que, además, está enamorado de Anna y puede empezar una nueva vida con ella en Downton Abbey, la mujer vuelve y amenaza con vender a los diarios la historia de Mary. Bates, entonces, se sacrifica y vuelve con la esposa, ganando tiempo para convencerla de no vender la historia y que le dé el divorcio a cambio de entregarle su recién obtenida herencia. Por su parte, Mary se compromete con Sir Richard Carslyle, dueño de los más importantes diarios sensacionalistas de la Inglaterra de 1919. Mary Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 65 ha aceptado casarse con él, en vista de que es “mercancía dañada” —como señala su madre—, y Richard ha comprado con carácter de exclusividad la historia que la señora Bates estaba vendiendo. Mary no lo ama, sabe que ambos tienen diferencias irreconciliables, sin embargo, está dispuesta al matrimonio para cumplir con su deber de evitar el escándalo y las habladu- rías. Sintetiza lo diferente que son sus mundos y su relación con la siguiente frase: “Los tuyos los compran, los míos los heredan”. Esta frase es dicha en un momento en que Sir Richard Carslyle habla con bastante pretensión de los recientes bienes adquiridos para el futuro matrimonio. La frase remarca la pertenencia, la tradición y la clase social, pero también evidencia la movilidad social de algunos sectores que inciden directamente en la profunda transfor- mación de la sociedad inglesa en las primeras décadas del siglo xx. Finalmente, Lord Grantham, a quien Richard le parece incomprensible por sus modos, sus tratos y falta de caballerosidad para con la familia —incluida la joven prometida—, ve con tristeza cómo la mayor de sus hijas parece condenada a una futura vida sin amor. Lord Grantham no sabe lo ocurrido con Kemal Pamuk, pero intuye que algo grave debe haber pasado para que Mary mantenga ese compromiso. Pregunta y Cora, su esposa, le cuenta los detalles. Él entonces hablará con Mary:

Mary.— En términos de mi madre, ahora soy una mercan- cía dañada y Richard está dispuesto a casarse conmigo a pesar de todo, a darme una posición, a darme una vida.

Lord Grantham.— ¿Y vale la pena?... Esto es lo que pienso. Rompe con Carslyle. Quizá lo publique, pero igual habrá escándalo con la historia de Bates. Ve a Estados Unidos con tu abuela hasta que se calme todo. Quizá el Nuevo Mundo sea más de tu gusto.

Mary.— Guardará mi secreto si me caso con él.

Lord Grantham.— Antes habría pensado que era la decisión correcta, pero pasé por una guerra y un juicio por asesinato, por no mencionar la elección de marido de tu hermana… ¡No quiero que mi hija se case con un hombre que amenaza con arruinarla! Quiero un hombre bueno para ti, quiero un hombre valiente. Encuentra un cowboy en el medio oeste y tráelo para que nos sacuda. Siguiendo el consejo paterno, Mary rompe con Carslyle, quien amenaza con exponerla en todo Londres. Aun así, Mary da por terminada su relación y 66 Giuliana Cassano

espera las consecuencias de esa decisión. Frente a ello, Matthew le comenta a Mary: “No vale la pena pagar un mes de escándalo con toda una vida de miseria… Nunca podría despreciarte”. Y Sir Richard Carslyle: “Tú no serás feliz para cuando yo haya terminado, te lo prometo”. Una vez cerrada la situación con Richard, Matthew —cuya prometida ha muerto víctima de la fiebre española— le dice a Mary: “Tú has vivido tu vida y yo la mía. Y ahora es tiempo de vivirla juntos”. Así, para felicidad de la gran familia de Downton Abbey —los de arriba y los de abajo—, Mary se casará con su gran amor Matthew y, un tiempo después, tendrán a George. Mary y Matthew sienten haber cumplido con su tarea, le han dado a Downton Abbey un heredero. La vida, sin embargo, le tendrá mayores retos por vivir a Mary cuando Matthew muera en un accidente de auto y ella deba encargarse del mayorazgo como legítima heredera. Matthew la ha nombrado así en su testamento. Mary es, probablemente, la que menos capacidad de agencia tiene en el relato, quizá por ser quien encarna la sucesión de la tradición. Aun así, obser- vamos en ella algunos momentos de empoderamiento e independencia sobre su deseo y sexualidad, el manejo de sus afectos y sus opiniones personales.

Sybil, juventud y cambio

Sybil es la menor de las hijas de Lord Grantham y Cora. Es una chica dulce, cariñosa, tierna. Sin embargo, detrás de todos estos afectos hay una joven fuerte, una mujer vivaz, con muchos deseos de cambio y convicciones propias frente a un mundo en transformación. Si bien las hermanas Grantham defienden el voto de las mujeres, Sybil es la única que participa de algunas reuniones y manifestaciones políticas. Cuando se descubre que una de las doncellas de Downton Abbey, Gwen, ha estado estudiando mecanografía por correspondencia para buscar una vida mejor, y que, además, está pensando en responder a un aviso del perió- dico, Sybil es la primera en apoyarla. Le dice: “Me parece fantástico que la gente haga su vida, en especial las mujeres. Escríbeles hoy y nómbrame como referencia. Puedo darlas sin especificar jamás cuál fue tu trabajo aquí”. Esas convicciones se convierten en posibilidad real para la joven durante la Primera Guerra Mundial, cuando Sybil siente que está desperdiciando su vida en los salones de las clases aristocráticas mientras, en el mundo real, los varones jóvenes de todas las clases están muriendo: “Quiero hacer algo Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 67 real, un trabajo real”. Frente a ese pedido, Isobel, madre de Matthew, quien es una mujer moderna con estudios de enfermería, le dice:

Isobel.— ¿Te gustaría ser enfermera auxiliar? Hay una escuela de entrenamiento en York. Podría inscribirte. Sería un despertar muy difícil, ¿estás lista para eso? ¿Alguna vez has hecho tu cama? ¿Has limpiado el piso?

Sybil.— Continúa, ¿qué más necesitaría?

Isobel.— ¿Qué tal cocinar? ¿Por qué no le pides a la señora Patmore uno o dos consejos? Cuando llegues a York será útil saber un poco más que nada. Ante la propuesta de Isobel, Sybil habla con la señora Patmore y las chicas de la cocina, les pide ayuda y, especialmente, que le guarden el secreto. Sin embargo, Carson, el mayordomo jefe de Downton Abbey, se entera y se lo hace saber a Cora, quien le dice a Carson que se siente muy orgullosa de su hija, por su valentía de cambiar y le pide mantener el secreto. Tiempo antes de la guerra, Tom Brandson llegó a Downton Abbey para hacerse del puesto de chofer. Tom es un irlandés con ideas políticas propias acerca de la independencia de Irlanda. Católico, trabajador y de buen corazón, se enamora de la joven Sybil. Él sabe que ese amor puede ser imposible, pero cuando Sybil debe partir para estudiar, Tom le confiesa sus sentimientos y Sybil promete pensarlo. La joven, entonces, parte a la escuela de enfermería donde estudia para, luego de algunos meses, incorporarse al trabajo. Sybil cura, escucha, da aliento a los heridos, transformando así su propia vida. Al finalizar la guerra, le dice a Tom que él es su boleto para escapar de la vida que le ha tocado por ser quién es. No está dispuesta a volver a los salones a pasar el tiempo, quiere con ansias vivir, trabajar, soñar con una vida diferente. Acepta enton- ces la propuesta de matrimonio y temiendo que su padre se oponga, huye con el joven chofer. Son sus hermanas Mary y Edith quienes parten en busca de los amantes fugitivos y regresan a Sybil a Downton Abbey, en busca del permiso paterno, evitando así un grave escándalo. Finalmente, Sybil y Tom consiguen el permiso y la bendición paterna y se casan en Irlanda. Son su ímpetu, sus ganas de experimentar una vida diferente, su gran amor por Tom las herramientas que le permiten a Sybil vivir de manera distinta y construir una familia diferente a aquella en la que nació. A pesar de que su existencia es corta —pues muere en el parto de su hija—, la vida y muerte de Sybil trae transformaciones a Downton Abbey. 68 Giuliana Cassano

Lord Grantham y Cora toman a Tom Brandson como hijo y lo ayudan a superar el dolor de la pérdida de su amada; además, le dan a la pequeña Sybil su lugar como primera nieta del mayorazgo, a pesar de que para muchos es una “mestiza”. Tom Brandson forma una alianza con Matthew Crawley y Lord Grantham para sacar adelante Downton Abbey, y, a la muerte de Matthew, es Tom quien se convierte en el consejero y principal apoyo de su cuñada Mary. La juventud de Sybil le da la posibilidad de transgredir con mayor faci- lidad el orden patriarcal que la serie nos retrata; Sybil tiene la seguridad necesaria, tiene una visión de su futuro, tiene la capacidad de ganarse la vida al tener una profesión, conoce el espacio público y tiene capacidad para moverse de un lugar a otro. Todas estas características hacen de ella —quizá— el personaje más empoderado y con mayor agencia.

A modo de conclusión

Schuler define el empoderamiento como “el proceso por medio del cual las mujeres incrementan su capacidad de configurar sus propias vidas” (1997, p. 31), y León (1998) añade lo siguiente:

El empoderamiento no es un proceso lineal con un inicio y un fin definidos de manera igual para las diferentes mujeres o grupos de mujeres. El empoderamiento es diferente para cada individuo o grupo según su vida, contexto o historia, y según la localización de la subordinación en lo personal, familiar, comunitario, nacional, regional o global. (p. 14)

Esta característica del empoderamiento se materializa en las mujeres que hemos conocido a lo largo de este texto. Son sus decisiones las que les permiten abrirse a la vida, adaptarse a los cambios y buscar equidad en un mundo masculino que, en principio, las define como seres frágiles. El reco- rrido de cada una da cuenta —desde la ficción televisiva— de la posibilidad de agencia, de transformación y de superación de metas, pero también de las fortalezas y de la necesidad de pensar en los deseos femeninos. Podemos señalar, finalmente, que es la narrativa romántica de la serie el elemento que resuelve los vacíos existentes en tiempos de profundos cambios, la llave que sensibiliza las contradicciones vitales de las distintas clases sociales inglesas. El matrimonio de Matthew con Mary, o el de Tom con Sybil, iluminan esos nuevos tiempos y hacen posible el diálogo y la convivencia entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Primera parte / Miradas femeninas: Downton Abbey 69

Referencias

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Ricardo Bedoya

Louis C.K. (nacido Louis Szekely en 1967) es el guionista, realizador, productor ejecutivo, editor e intérprete de la serie Louie (FX, 2010-2015). El desempeño de todas esas funciones prolonga una tradición autoral que distingue a muchos comediantes y que se remonta a los días del cine silente: la obsesión por el control creativo absoluto de sus obras. Es el rasgo que marca las carreras de Charles Chaplin o Buster Keaton, por citar dos nombres característicos. En tiempos de formación de la industria fílmica, de la fijación de los códigos expresivos del slapstick y de las reglas del gag, los actores ponían toda su expresividad en la consecución del efecto mímico preciso y en las rutinas de equilibrios y desequilibrios de sus cuerpos en el espacio. Requerían asumir, por eso, la responsabilidad de administrar cada detalle de la puesta en escena, coreografiando las secuencias y decidiendo sobre la posición, distancia y altura de la cámara, sin admitir la intervención de productores y financistas. Esa férrea voluntad se prolonga en la era sonora. Jerry Lewis, Mel Brooks, Richard Pryor, Steve Martin o Woody Allen, en Estados Unidos, como Jacques Tati y Pierre Étaix en Francia, entre otros comediantes en distintas partes del mundo, concentraron las labores del guionista, del director y del intérprete con el fin de obtener las condiciones esenciales para sus performances. No es casual que haya ocurrido así. La mayoría de los cómicos llegados al mundo audiovisual se formaron en el cabaret, en el teatro popular, en el music hall, en el circo o en el club de monólogos humorísticos, siempre desempeñándose como hombres orquesta. En las más exitosas comedias televisivas de hoy, las figuras se apropian de las rutinas del soliloquio hilarante para convertirlas en ejes de una vertiente de la comedia de situaciones característica de la televisión estadounidense. Cómicos como Jerry Seinfeld, Larry David, Amy Schumer y Louis C.K. provienen de una tradición singular: la del bar con micro abierto. Sobre sus

[71] 72 Ricardo Bedoya

escenarios se ubican los cómicos oficiantes, stand-up comedians. Desde ahí dirigen sus monólogos a un público —a veces locuaz en exceso, a menudo alcoholizado— dispuesto a celebrarlos. Ese ejercicio les permite pulir sus oficios como guionistas y creadores de punchlines, esas frases de contundente remate humorístico que pueden catapultar a un comediante y definir su estilo. En el caso de Louis C.K., su arribo a la televisión se produce luego de más de una década de trajines en los campos de la escritura satírica y de las intervenciones unipersonales en bares, casinos y hoteles. Es el periodo en el que Louis diseña y modela a Louie, su personaje, el protagonista de la serie, su máscara televisiva, su alter ego. En una palabra, su voz:

Esa voz que el humorista debe encontrar para existir sobre el escenario, y eventualmente tener su propia serie, construye en primer lugar la identidad escénica, la ‘persona’, como prefieren llamarla algunos comediantes. A la manera de muchos escritores como John Fante o Charles Bukowski, se trata de crear un alter ego para poner en escena, una versión amplificada, arreglada del propio yo con el que el público pueda comunicarse. (Hantzis, 2016, p. 29)

La transformación de Louis en Louie, mediante el trueque de una letra, anuda, con un lazo imaginario, al comediante real con el personaje. La auto- ficción se esboza y el relato de las desventuras cotidianas de un cuarentón neoyorquino adquiere los matices de la confesión personal y la reflexión íntima. La de Louis C.K., en las más de cinco decenas de episodios que confor- man las temporadas de Louie, es una “performance autoficticia, que consiste en mezclar y en confundir los límites de lo real y lo inventado hasta que […] no podamos determinar cuánto de juego, de búsqueda identitaria, de afir- mación o de reivindicación personal hay en sus presentaciones” (Alberca, 2013, p. 267). El camino es similar al emprendido por Woody Allen a partir de Dos extraños amantes (Annie Hall, 1977), cuando el cineasta neoyorquino se convierte en Alvy Singer, el personaje del comediante que, mirando hacia la cámara, nos hace partícipes de sus angustias, frustraciones y bloqueos. Tavernier y Coursodon, refiriéndose al Woody Allen de Annie Hall, escriben:

A partir de ese momento (al incorporar al personaje algunos rasgos autobiográficos), cabalgando entre la comedia y el drama sin tener que limitarse a uno u otro registro, su discurso cinematográfico podrá abordar otros terrenos antes prohibidos al film cómico. En la medida en que el espectador comparte sus preocupaciones y sus problemas abordándolos de una manera no radicalmente diferente, este puede desde entonces Primera parte / Louie, el delirio redentor 73

¿identificarse? con el personaje cómico como lo hacía con cualquier otro personaje. Algo imposible en el caso de los cómicos pre-allenianos, no solo por su ajeneidad [sic] física y psicológica, sino porque la práctica del gag, a la vez su lenguaje propio y su modo de aprehensión del mundo, constituye un método esencialmente no realista […] aunque manipule constantemente los elementos más concretos de lo real. (1997, p. 294)

Performance y autoficción

La mayoría de los comediantes del pasado trazaron linderos claros entre su figura pública y su privacidad. Fue el caso de Totò, Ugo Tognazzi, Tony Leblanc, Bob Hope, Nino Manfredi, Alfredo Landa, entre tantos otros. En Louis C.K., por el contrario, esas fronteras se desdibujan o se hacen poro- sas. Conforme transcurren las temporadas de la serie, Louie es cada vez más Louis. Escribe Carlos Reviriego (2015):

El cómico se quita la máscara del bufón y se coloca la careta trágica con una naturalidad que ya sobrepasa el asombro. Estamos determinados a no saber nunca dónde termina uno y empieza el otro, como tampoco podremos vaticinar nunca qué nos deparará no solo el siguiente episodio, sino la siguiente secuencia. (párr. 4)

En efecto, Louis C.K. no es el profesional que interpreta a la manera clásica el papel escrito para él o que encarna al personaje de la obra de repertorio que le antecede y le sobrevivirá. Tampoco es el actor tradicional que apela a un método establecido de juego. Según testimonio de Andrew Weyman, director de Lucky Louie (serie anterior de Louis C.K., producida por Home Box Office y emitida entre 2006 y 2007), Louis se sentía vulnerable como actor desde los inicios. “En lugar de quedarse de pie de cara al público, debía interactuar con otros personajes, escuchar lo que decían, responder- les… Tuvo que hacer un enorme trabajo interior” (Clairefond, 2015, p. 40). Louis C.K. se asimila, más bien, al temperamento del performer:

El actor contemporáneo ya no es el encargado de imitar mímicamente a un individuo inalienable: ya no es un “simulador”, sino un “estimulador”; “performa” más bien sus insuficiencias, sus ausencias y su multiplicidad. Tampoco tiene la obligación de representar un personaje o una acción de una forma global y mimética, como una réplica de la realidad. En suma, su oficio prenaturalista ha sido reconstituido. Puede sugerir la realidad mediante una serie de convenciones que serán localizadas e identificadas por el espectador. El “performer”, a diferencia del actor, no interpreta un papel, sino que actúa en su propio nombre. (Pavis, 2000, p. 75) 74 Ricardo Bedoya

Por eso, a diferencia de los monólogos de Groucho Marx, centrados en la requisitoria y la invectiva, y de los comentarios hilarantes de W. C. Fields, impertinentes y blasfemos, los de Louie lo tienen a él mismo como blanco. Es así como estimula, performa, actúa en su propio nombre. Él mismo es objeto de una sátira que deriva en aforismos diversos sobre el amor, la enfer- medad, el fantasma del fracaso amoroso o sexual, la muerte o la religión. Grandes temas que adquieren sentido solo cuando se interponen entre el hombre común y la búsqueda de su felicidad. Esa que nunca llega, o que se asoma solo en contados momentos: en el relajamiento fugaz de un almuerzo compartido con unos campesinos chinos, luego de haber sentido de cerca la experiencia de la muerte en el episodio New Year’s Eve, que muestra a Louie realizando un imprevisto viaje a Pekín; o en la conversación íntima, mediada por un traductor, que cierra su cita romántica con Amia (Eszter Balint), una vecina húngara, justo en el momento del adiós definitivo. Performance y autoficción que adquieren las cualidades de la imagen documental son las aperturas de la mayoría de los capítulos de la serie. Cada episodio de las tres primeras temporadas de Louie, así como de la quinta (con excepción de los episodios finales de la tercera y cuarta temporada), se inicia con la imagen del personaje principal saliendo de la boca de una esta- ción de metro neoyorquina. Luego de comprar una tajada de pizza, Louie se dirige al Comedy Cellar, un bar-teatrín de espectáculos de comedia stand-up ubicado en el corazón de la ciudad. Mientras dura la cuña de presentación, oímos una canción, “Brother Louie”, de Hot Chocolate, con interpretación de The Stories, cuya letra repite: “Louie, Louie, you’re gonna cry / Louie, Louie, you’re gonna die”. Son imágenes de un hombre común grabado mientras se desplaza por la ciudad para cumplir con su tarea cotidiana. Luego de la cuña introductoria, casi todos los episodios arrancan con el personaje de Louie, micrófono en mano, ofreciendo un monólogo que pone sobre el tapete los asuntos centrales que se dramatizarán en los veinte minutos siguientes. Louis C.K. tiene a las tribulaciones de la edad adulta como centro de su humor. Humor que amalgama la agresividad defensiva propia de algu- nos comediantes judíos con acentos cínicos, impertinentes y misantrópicos. Cada frase apunta hacia los blancos preferidos de su verbo escéptico y maledicente: los modos alternativos de vida convertidos en fundamentalis- mos, los puritanos detractores de la masturbación, los médicos acosadores, los psicoanalistas distraídos. Cada soliloquio suma frases sobre la muerte, la educación católica, el sexo, la educación de los hijos, la vejez, la necedad Primera parte / Louie, el delirio redentor 75 de los políticos republicanos, la “culpa blanca” que se construye desde los tiempos del despojo territorial de los indígenas, la urgencia de la masturbación, la descomposición corporal que trae consigo la edad, los desencuentros raciales en el país, los episodios de segregación y violencia que han marcado la historia de los Estados Unidos, entre otros. El humor tropieza con las tensiones y el angst de la época. Louie trata, con regularidad compulsiva, asuntos vinculados con las desconexiones de la pareja (su relación exasperada y platónica con Pamela, encarnada por Pamela Adlon, da cuenta de ello) y la incapacidad para disociar la armonía del caos en la administración de la vida diaria. Ahí se asoman los costados patéticos de sus rutinas cómicas1. El estilo de la grabación, teniendo al comediante en plano medio y a su entorno celebrando en la penumbra del local, aporta un verismo casual. Cada episodio es una página de la crónica de ese individuo que tiene a la creación de chistes verbales y a la improv como tareas diarias. En cada intervención parece ir construyendo el ritmo, el fraseo y la pegada del chiste o de la frase ingeniosa, mientras sondea las reacciones del público. Más de un episodio lo muestra enfrentando a un espectador locuaz o grosero, desinteresado de su actuación. Louie lo interpela con agresividad, pero también lo hace consigo mismo, multiplicando las bromas sobre su cuerpo flácido, su calvicie, su “fealdad” o la descomposición corporal infli- gida por los años. Lo divertido se convierte en sesión de resistencia. Los momentos que parecen conducir a la explosión de risa loca son saboteados por un Louis que planta la cámara frente a sí mismo mostrándose desar- mado. El humor entonces se sustenta en el contraste que nace con el gesto impávido con el que aborda sus disertaciones sobre las manías masturbato- rias o su vocación por el fracaso. Le siguen representaciones dramáticas de los asuntos expuestos. Son relatos libres en su desarrollo narrativo, más bien discontinuos entre sí. “Es una escritura en bits, en cortos módulos o sketches, heredados del

1 Se ha dicho que este humor disolvente, con el protagonista al borde del ataque de nervios, es propio de la que fue la “era de Obama”, menos tensa que la de su predecesor George W. Bush, y que su éxito en la televisión se debe a que el cine de Hollywood —y de la producción independiente que aspira a la exhibición en las cadenas de multiplexes— ya no admite la representación de los cuentos de la locura ordinaria ni las tribulaciones de un neoyorquino en Nueva York. Las fragilidades del ciudadano común han sido erradicadas de la pantalla grande en beneficio de los superhéroes. 76 Ricardo Bedoya

stand-up, como si Louis C.K. transformase las observaciones (que realiza de modo verbal) en situaciones, como lo hace también Amy Schumer” (Hantzis, 2016, p. 29). Cada uno de esos “módulos” ofrece una variación del temperamento que recorre toda la serie: la crisis existencial con la que tropieza Louie (Louis) al sobrepasar los cuarenta años y acercarse a los cincuenta. El periodo de la vida en el que todo empieza a mirarse desde otro prisma: desde el cuidado corporal hasta los problemas derivados de la educación de las hijas. Cuestionamientos personales que, no obstante, dejan intactos los instintos y las apetencias. El animal urbano, divorciado y envejeciendo, no deja de sentir el llamado del deseo y de la libertad. Pero el corolario de su ejercicio es siempre el mismo: post coitum, animal triste. Louis C.K. deconstruye la vida de su personaje y ejerce el autoescarnio hasta el límite de la impudicia.

Humor y melancolía Se percibe una profunda melancolía en el humor de Louis C.K. En cada una de sus intervenciones ronda la convicción de que las obras humanas no adquieren ningún sentido de trascendencia y que, al cabo, nada las redime de su imperfección o fugacidad. Activo el síndrome de Ozymandias, es preferible alejarse de cualquier gravedad o afán de importancia, porque todo termina en el llorar y en morir: “Louie, you’re gonna cry”. Detrás de cada anécdota se asoma un “gran tema” (la presencia del destino, la culpa personal, el fracaso como sello de identidad), pero nada hay en el tratamiento de los episodios que subraye esas nociones esencia- les. No están ahí para ser debatidas ni explicadas, sino para encarnarse en situaciones tragicómicas. Un filón absurdo atenúa cualquier imposta- ción discursiva. Absurdo que va de la mano con lo patético y lo grotesco. Elementos que adquieren consistencia en una sucesión de apuros, torpezas, accidentes o tropiezos delirantes que dan cuenta del doble fondo del humor.

Una tradición humorística El temperamento humorístico de la serie se alinea con tradiciones expresadas en estilos y temperamentos de comediantes del pasado o contemporáneos. De Lenny Bruce toma el monólogo disolvente, incómodo, que recusa los valores de la satisfecha clase media e incorpora la alusión obscena. De Andy Kauffman recoge la imagen que forjó como comediante incomprendido, borderline. Woody Allen le enseña a Louis C.K. las técnicas para disolver Primera parte / Louie, el delirio redentor 77 las fronteras entre lo ficcional y lo biográfico. De Jerry Seinfeld, antecedente televisivo directo de Louie, asimila el formato del stand-up convertido en acicate de la ficción dramática, que pone a trasluz la condición de su perso- naje: como Seinfeld, Louie es un humorista —también Allen lo es en Annie Hall y Manhattan— que prolonga en la pantalla su actividad cotidiana, lo que justifica las bromas e intervenciones en el Comedy Cellar, registradas en un estilo que simula el documento directo. Y como en las obras de todos esos cómicos, su trabajo muestra a seres que se interrogan por los límites de su oficio —¿dónde acaba la vida y empieza la representación? ¿Cuáles son los límites de la performance?—, materia de infinitas conversaciones con los colegas: después de las funciones, Louie y sus amigos cómicos —como los de Broadway Danny Rose (1984), de Woody Allen— hablan de sí mismos mientras comparten tragos y partidas de póquer.

Libertades formales

Como el Woody Allen de las primeras películas, las dos primeras tempo- radas de Louie rinden culto al desaliño formal (las siguientes lucen un empaque más cuidado). Nada hay de caligráfico en la serie porque la escri- tura limpia y articulada no es un asunto que desvele a Louis C.K. La serie recusa la camisa de fuerza escenográfica de las sitcoms. Saliendo de los estudios para recorrer las calles de Nueva York, Louie entronca con las estéticas fílmicas realistas de los años cincuenta y sesenta. No vemos la Nueva York glamorosa del musical o de la comedia romántica, ni de las agresivas arquitecturas del cine criminal. La ciudad luce costados anónimos registrados con las técnicas de la filmación casual y veloz. Rodaje en loca- lizaciones reales, presupuestos pequeños, edición realizada por el mismo Louis (FX respeta su derecho al corte final), concentración temporal y espa- cial de las acciones, iluminación realista. La duración de los planos se dilata y el tratamiento de los episodios pone el acento en el desempeño de los actores. El único efecto visual permitido es el derivado del uso de algunos lentes de focal corta con el fin de ampliar los espacios y dar cuenta de las nociones de delirio o pesadilla. A decir de Paul Koestner, responsable de la fotografía de la serie, Louis C.K. es “un cineasta autodidacta, capaz de hacer cosas interesantes. Cree que cuanta menos luz hay, más libres son los actores. También detesta los artificios […]” (Clairefond, 2015, p. 44). La estructuración dramática de los episodios tampoco sigue una ruta prefijada. La impresión que estos provocan es la de una causalidad débil. 78 Ricardo Bedoya

Por más que los hechos representados ilustren una noción expuesta en el monólogo, las circunstancias de la acción tienden a ser erráticas, siempre a punto de ser revertidas por un hecho inesperado, un encuentro fortuito o una demanda insólita, como la del policía que pide un beso en los labios como compensación por haber salvado a Louie del ataque de un marginal en Alabama, o la de la profesora que demanda al pequeño Louie mostrar el pene en una clase de educación sexual. Aunque el estilo sea distinto, es posible comparar algunos episodios de Louie con determinados pasajes del cine de John Cassavetes. La imprevi- sibilidad los marca, como en Maridos (Husbands, 1970), cuando el grupo de amigos conformado por Peter Falk, Ben Gazzara y el mismo Cassavetes decide viajar a Londres, o cuando una situación se revierte a causa de una llamada telefónica inesperada. Así, en Louie podemos ver un viaje impreme- ditado a Pekín o la intervención de personajes extravagantes apareciendo en escenarios insólitos. El azar se dramatiza y la noción de lo aleatorio en la construcción de la intriga juega un papel esencial en ambos casos.

De Allen y de Lynch Los episodios de la serie asimilan, además, como reflejos alterados, la influen- cia de otras tradiciones: la comedia de Joan Rivers, el cine de David Lynch, el humor sardónico de Ricky Gervais, invitado recurrente a la serie, donde interpreta el papel del médico que goza, de modo perverso, zahiriendo las escasas certezas de Louie sobre su salud y su estado físico. Son adhesiones culturales que lucen como tributos de reconocimiento y como fetiches. ¿Y cómo se produce el encuentro entre los mundos distintos, casi antagónicos, de Woody Allen y de David Lynch? Ocurre en algunos episodios. En los momentos de viraje, en los giros decisivos, en los quiebres impuestos por la irrupción del delirio y el absurdo. Excedentes de irracionalidad que parten en dos la continuidad argumental y dramática de un capítulo. Como en las ficciones mind-bend. Solo la aparición de una cuota de fantasía, nonsense y sorpresa puede ayudar al personaje a escapar de la locura ordi- naria (Ruffel, 2016, p. 140). Louie no transita por las vías del slapstick ni del slow burn ni del burlesco. Se orienta más bien hacia un humor absurdo que se revela de pronto, como si se hallase escondido en la trastienda de lo cotidiano. Un episodio como “Bummer/Blueberries” opera como el discurso del método de un comediante que usa el horror de lo ordinario como materia Primera parte / Louie, el delirio redentor 79 prima de su trabajo. Aquí, el asunto que gatilla la acción es el sexo y la posibilidad de practicarlo de modo natural. El episodio se inicia con un monólogo de Louie dedicado a zaherir su cuerpo, su vientre, sus limitacio- nes físicas. Es el campo de sentido que va a sustentar la acción narrativa: Louie concierta una cita romántica con Janice (Kelly McCrann). En camino hacia ella, el personaje provoca de modo accidental el atropello de un indigente, que termina decapitado. El horrible suceso no impide que Louie llegue al encuentro de la dama que, al percibirlo inquieto, le pregunta por la causa de su aflicción. Louie narra lo ocurrido y la mujer, al borde de un ataque de nervios, decide marcharse. Luego de una elipsis, vemos a Louie concertando otra cita, esta vez con la madre de un compañero de escuela de sus hijas. En el departamento de ella no hay tiempo para los gestos románticos. La demanda sexual es prioritaria. Pero antes del coito, la mujer requiere, con tono imperativo, que Louie vaya a comprar condones y admi- nículos sexuales, así como arándanos. Hecho esto solo le queda al personaje embarcarse en una aventura sexual que incluye propinar maltratos y azotes como vía directa hacia el placer. El sexo mediado por el tormento alcanza las cotas del delirio fantástico. El humor de Louie tiene ese fundamento. Parte de la observación de lo cotidiano y, por efecto de situaciones acumulativas, se desprende del realismo. El recorrido del hombre común por las calles de la ciudad lo conduce a un accidente automovilístico, lo hace testigo de un degüello, asiste a la súbita crisis emocional de su pareja y termina la jornada convirtiéndose en sirviente de una perversa maîtresse. La escalada de acontecimientos deli- rantes contrasta con el orden urbano y la previsibilidad de la vida moderna. Louie, el hombre obsesionado con la fugacidad del deseo y con la incons- tancia de las mujeres (lo que lo emparenta con muchos personajes de Allen) debe lidiar con la presencia de la muerte y con los efectos de una fanta- sía punitiva y compensatoria. Pero también con la presencia de elementos absurdos y exasperantes que dan rienda suelta a la extrañeza propia de un mal sueño que segmenta tantos episodios2. Algo similar ocurre en “God”, donde una clase de religión se convierte en tribuna para un siniestro médico forense (Tom Noonan) que explica los resultados de una hipotética autopsia de Jesucristo. O en los dos episodios románticos de la tercera temporada, en la que Louie se involucra con la

2 Louie expone las incongruencias entre la imagen pública y la realidad privada. Al éxito le sigue la culpa, al logro de un estatus le sigue la vergüenza de haberlo alcanzado. 80 Ricardo Bedoya

empleada de una librería que lo lleva a realizar pruebas físicas extremas y lo conduce hasta el filo mismo del abismo y la fantasía del suicidio. O cuando debe enfrentar el dolor físico y torsiones, gestos compulsivos e incomodidad con el propio cuerpo al recibir la golpiza de una mujer en el episodio “Bobby’s House”. Dentro de cada uno de los guiones de Louie se incuba el germen de lo impremeditado, aquello que viene a crear una disfunción en el desarrollo racional de los asuntos. Y ese germen se revela de un modo casi epifánico. Es el descubrimiento de esa otra cara de lo ordinario que se perfila desde la última frontera de la razón o la muerte. Ver al respecto las derivas seguidas por el personaje tras hacerse cargo de la hija de su hermana, a punto de enfrentarse con un episodio psicótico, o con el hijo de la ansiosa madre de familia de la escuela de las hijas de Louie, que se apresta a someterse a una operación de extracción de vagina. O la aparición del indigente que toma un baño en plena estación del metro, creando una correspondencia extraña con la presencia del músico que suspende la respiración de Louie con un solo de cuerdas. O la escapada frenética de Louie ante la posibilidad de encontrar a su padre, un desconocido desde hace años. Al interior de un plano, como movimiento dramático dentro de una secuencia o como trayectoria general del episodio, se halla el deslizamiento hacia una dimensión que excede lo “real”, un suprarrealismo asociado a la materialización de aquellas fantasías que se consideran tabúes en la vida social o en el lenguaje habitual: la diarrea que inunda una bañera o que asalta a Louie mientras acompaña a sus hijas por las calles de Nueva York; la presencia enojosa de los sujetos sin domicilio conocido; las relaciones de incomodidad surgidas en el trato con los hijos, los hermanos o los padres, que no resultan entrañables por mandato de la especie. No es casual que los últimos episodios de la tercera temporada de la serie involucren a David Lynch, convertido en actor, encarnando a un personal trainer de CBS encargado de adiestrar a Louie para que reemplace a David Letterman en el Late Show, un programa con el que Louis C.K. colaboró por un tiempo (como lo hizo también con Conan O’Brien y Chris Rock). La presencia de Lynch no solo corresponde a un gesto amistoso (como los de Robin Williams, Ellen Burstyn, Chris Rock, F. Murray Abraham, Chloë Sevigny, entre otras figuras del espectáculo que aparecen como huéspedes en la serie). Es también el testimonio de una afinidad profunda, más allá de diferencias estilísticas. Primera parte / Louie, el delirio redentor 81

En el mundo de Louis C.K., como en el de Lynch, lo cotidiano siempre se abre a un trasfondo fantasmagórico, hecho de extrañas duplicaciones (en el primer episodio que tiene a Lynch como actor, tres actrices distintas encar- nan a la misma secretaria), identidades inciertas (la exesposa del pelirrojo Louie, madre de dos niñas rubias, es encarnada por una actriz afroameri- cana) y fisonomías que mutan por efecto del tiempo, como ocurre con el hermano de Louie (Robert Kelly), cuya reaparición en la cuarta temporada lo muestra con una corpulencia particular, sobre todo en el episodio del doble banquete. Pero no solo eso, en la construcción narrativa de varios de los episodios se pasa del estilo directo al indirecto, se entremezcla pasado y presente, se alternan diferentes estados de conciencia (el sueño con Osama Bin Laden, las pesadillas con sus hijas) o se apuesta a la asociación libre, como en “Untitled” (quinto episodio de la quinta temporada), donde Louie es asaltado por pesadillas que tienen como protagonista a un ser con apariencia de íncubo. Como en el universo del autor de Mulholland Dr. o Inland Empire, el giro hacia un mundo refractario a la lógica y a la razón es la alternativa que alivia las presiones de la locura cotidiana. Y mantiene a Louie irreductible frente a las seducciones del medio y el conformismo. Es paradójico que un insider como Louis C.K. —nacido en Washington, hijo de dos profesionales destacados que se educaron en la universidad de Harvard, crecido en Massachusetts—, pelirrojo y de formación cató- lica, encarne la noción misma de una marginalidad vocacional. Louie tiene trabajo, es un pequeño burgués sin apuros económicos, pero su mirada es oblicua: ve las cosas del sistema desde los márgenes o los bordes. “A Woody a veces lo criticaban porque solo ponía en escena a los neoyorquinos más burgueses, los inquilinos de los penthouses. Louis está más interesado en la ‘gente corriente’, todo el mundo puede reconocerse en sus personajes” (Clairefond, 2015, p. 38). Louie no mira Nueva York desde una terraza sobre Central Park. Es un sujeto inmune al efecto Zelig, que designa a la capacidad de mimetizarse con el entorno. No se parece en nada a Leonard Zelig, el camaleónico personaje inventado por Woody Allen para Zelig (1983), ese falso documental en el que ironizó sobre la capacidad de adaptación a las circunstancias más adversas de la que hacen gala, a través de los tiempos, los espíritus acomodaticios. En cada uno de los capítulos de la serie, Louie rehúye las componendas, los pactos, la complacencia, los arreglos, y todo aquello que construye al síndrome de Zelig. Lo protegen el delirio y ese humor que expía y depura. 82 Ricardo Bedoya

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Elder Cuevas-Calderón Caroline Cruz Valencia

Je t’aime, parce qu’inexplicablement j’aime en toi, quelque chose plus que toi —l’objet petit a—, je te mutile 1. Jacques Lacan Le quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse

¿Qué es lo que quiere una mujer? Cuestión fundacional que tanto Freud como Lacan indagaron en su teoría con mayor o menor acierto. Supuestamente, es la pregunta que el vienés nunca pudo responder —y cuya respuesta procuró durante su trabajo analítico—, sin embargo, había otra que le contrariaba aún más: ¿por qué la gente se une? A diferencia del sentido común, que suele ponderar las separaciones amorosas como una anomalía al decurso natural del ser humano, para Freud constituía una incógnita descifrar ese fundamento que envolvía a las parejas y hacía que pudieran llamarse a sí mismas como tales. De acuerdo con cierta lectura de la vida contemporánea, juntarse con la otra media naranja parece una empresa cada vez más complicada, pero no por alguna escasez (de naranjas), sino por la fragilidad que los vínculos humanos han adquirido en estos tiempos, por el sentimiento de inseguridad que esa fragilidad inspira y por los deseos conflictivos que ese sentimiento despierta, “provocando el impulso de estrechar los lazos, pero manteniéndolos al mismo tiempo flojos para poder desanudarlos” (Bauman, 2005, p. 6). En ese sentido, la inquietud de Freud cobra vigencia y asoma como una pregunta compleja

1 Te amo, pero porque inexplicablemente amo en ti algo más que a ti —el objeto a—, te mutilo.

[83] 84 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

en la medida que estas relaciones ocurren en el marco de una sociedad en la que todo se consume con mayor rapidez, sin obstáculos ni censuras morales; en un espacio social donde la crítica a la institucionalización de los vínculos parece establecerse como lo políticamente correcto y en donde la frase hasta que la muerte los separe angustia y engendra sospecha. Al referirnos a los vínculos sociales como conexiones, entramos en el terreno de las redes que se conectan y desconectan sin mayor dificultad, que están en contacto, pero admiten periodos de libre merodeo. Así, las conexiones son relaciones virtuales, que a diferencia de las relaciones (tradi- cionales) parecen estar hechas para que fluctúen a una velocidad mayor; las conexiones son de fácil acceso y salida, parecen sensatas e higiénicas, fáci- les de usar, amistosas, a diferencia de las relaciones, que resultan pesadas, lentas, inertes y complicadas2. “A rey muerto, rey puesto” parece ser el mantra de una época donde el duelo por una separación es rechazado, casi de forma maniaca, por innecesa- rio, triste y costoso. En clave de Massimo Recalcati (2015), en vez de elaborar la pérdida del objeto amado con dolor, se opta por encontrar un sustituto en el menor tiempo posible, evidenciando la manera en que los vínculos sociales se han homologado con los de las mercancías. Se trata de una lectura inscrita en el capitalismo, en la que, de manera análoga, si un objeto deja de funcionar, debe ser reemplazado por la última versión, sin dar cabida a la nostalgia, como si el fin de la insatisfacción, como observa Todd McGowan (2004), estuviese a la vuelta de la esquina, en una sociedad fundada ya no por la prohibición del goce —y, por tanto, la insatisfacción de los sujetos—, sino por el goce coman- dado, en el que la insatisfacción resulta innecesaria3. En un tiempo donde todo parece signado por la vorágine de la nove- dad, este ensayo pretende ser un canto dedicado a aquello que se afianza, aquello que, a pesar de estar inscrito en este tiempo, aún insiste en la

2 Cuando hacemos referencia al término virtual, no apelamos exclusivamente a las nuevas tecnologías. Desde Facebook hasta Tinder, entendemos que estas innovaciones tecnológicas han dado lugar a una nueva forma de relacionarse debido a que responden al cambio de paradigma en el que nos encontramos. Sin embargo, conviene entender lo virtual en su acepción semiótica, como un espacio de posibilidades infinitas en donde todas las combinaciones son posibles en desmedro de lo potencial, que es algo cuya dirección ya estaría enrumbada. 3 A fin de alinear conceptos, nos apresuramos a decir que el goce es la satisfacción en una insatisfacción, siempre se goza de algo ausente y nunca del objeto mismo. Si simplificamos la propuesta de Lacan (1987) en torno al goce, podríamos decir que es un valor producido por su inaccesibilidad. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 85 reivindicación del amor. Por eso, tomaremos a la serie Love (Netflix, 2016), dirigida por Judd Apatow, para indagar cómo en una aparente época en que las relaciones parecen ser piezas intercambiables, aún hay un discurso latente que elogia la idea del amor como relación. Para exponer nuestras ideas, usaremos los capítulos de la primera temporada y los analizaremos transversalmente. La apuesta metodológica consiste en asumir todos los episodios como una sola gran narración, entenderla como una sola estruc- tura y, a partir de ello, desgajar las ideas que plantearemos.

¿Heart work o hard work?

Tal como avizora el título, Love combina ambos términos y los convierte en uno solo. El trabajo del corazón (heart) es un trabajo duro (hard). Y es que, cuando se trata de amar, todo parece oscuro y complicado al estar envuel- tos en el deslumbramiento por lo nuevo. Lo paradójico aquí es cómo una teleserie que lleva el amor como insignia en el título, se dedica a exponer aquello que es lo contrario a él, aquello que está, más bien, del lado de la mercancía y no de las relaciones humanas. Sin ánimo de ofrecer un juicio moral al respecto, nuestro foco de observación recaerá sobre esa suerte de separación que propone Love entre el amor mercancía y el amor real4, especialmente en la noción de amor que construye el relato y que descansa en la ilusión por lo nuevo, cuando el amor, más bien, se anclaría en las antí- podas, en lo que es atemporal y está signado por un constante encuentro de lo nuevo en lo mismo. En las siguientes líneas nos ocuparemos de hacer un recorrido por la ideología de lo nuevo, del amor narcisista, y del amor real como resistencia ante lo nuevo (y, por tanto, a la mercancía).

La mujer no es la madre

Estrenada el 19 de febrero del 2016, la serie entrega diez capítulos en los que el amor mercancía toma por asalto la representación del amor real. El amor tiene un tiempo de caducidad, es lo primero que se plantea en el episodio inicial con el rompimiento de las relaciones de Mickey (Gillian

4 De inmediato debemos advertir al lector que la noción de real no se adscribe a una suerte de amor verdadero, puro, inmaculado, que colinda con la ensoñación de Disney, sino que se desprende de la jerga psicoanalítica para hacer referencia a aquello que excede lo simbólico y lo imaginario, aquello que se vincula con el objeto a y que no puede ser definido, reducido o reemplazado por una mercancía, sino que se mantiene y, por tanto, aparece como insustituible. 86 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

Jacobs) y su novio Eric (Kyle Kinane), y de Gus (Paul Rust) con su novia Natalie (Milana Vayntrub). El amor es representado como una trampa, como un engaño, una ilusión, un vínculo frágil con fecha de expiración. Todo vínculo amoroso se aplana en una rutina del deseo, se oxida, ya que, sin la estimulación de lo nuevo, la relación abandona su condición erótica para adquirir un matiz más familiar. Love inicia con dos relaciones arrastradas por el tiempo. Su deseo de pareja no es el de dos enamorados embriagados de dopamina; por el contrario, estas dos relaciones de inmediato se presentan como resultado de haber estado algún tiempo juntos. Mickey revisa su celular acostada sobre la cama, no espera compañía esa noche; sin embargo, su novio Eric entra por la ventana a su dormitorio. Gus y Natalie están acostados en una cama, cada uno con un tipo de computadora distinta, él tiene una PC y ella una Mac5. Eric trata de convencer a Mickey de volver; la extraña, la ama, intenta revivir los primeros momentos de su encuentro; sin embargo, no es posible. Su demanda se hace más evidente cuando él le pide que alguien lo cuide. Mickey resulta enfática al afirmar que solo le prestará su cuerpo, a fin de que pueda saciar su energía sexual, pero después de ello, Eric tiene que regresar a su casa. Del mismo modo, la conversación de Gus con Natalie versa sobre los lazos familiares: es la conversación de un matrimonio con varios años a cuestas, sin embargo, ellos ni siquiera viven juntos, recién empezarán su convivencia. Un mes después, Eric ha vuelto con Mickey y Gus vive junto con Natalie. Si en la escena anterior la relación de ambas parejas parecía inestable, aquí terminan de caer en el abismo. Mickey duerme en el sofá, Eric le pide que hagan una actividad juntos, pero ella se niega a cualquier propuesta. A su vez, Gus entra en la cama con Natalie, pero su ingreso es accidentado. Se avienta y le hace daño. Ella muestra su fastidio, no solo por el golpe, sino por las palabras. Gus es interpelado debido a que constantemente dice que la ama. De tanto insistir, Natalie revela que ella le fue infiel, a fin de expresarle que ella no corresponde a ese sentimiento6. ¿Por qué amar es el detonante de rompimiento de una relación? ¿No es el amor el insumo que la sostiene?

5 Es evidente que este es un signo de la incompatibilidad entre ambos, una suerte de enunciado que nos indica que en esa relación ya hay un lenguaje, de programación, que los diferencia. 6 Recordemos que la misma Natalie, en el capítulo siguiente, desmiente su engaño. Ella sostiene que urdió ese argumento porque era el único que le permitiría sacarse de encima a Gus. Sobre la fidelidad y su relación con el amor volveremos más adelante. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 87

La teleserie expone que, cuando se tiene un amor (mercancía), los víncu- los familiares se oponen tangencialmente al deseo erótico. Esto es lo que llevaría a los hombres, en concordancia con Recalcati (2015), a convertir a sus compañeras en madres y a buscar la pasión erótica en mujeres ajenas a la familia, una disyunción clásica entre la mujer-amada que devino madre y la mujer-prostituta que devino amante, y con la que se vive con inten- sidad todo tipo de pasiones eróticas. Dicho de otra manera: la mujer no es la madre. Esta frase contraintuitiva del psicoanálisis podría hacernos pensar que aquí estamos hablando de cuerpos femeninos, género o temas semejantes. Sin embargo, estamos haciendo referencia a formas más básicas y antiguas que el psicoanálisis pudo detectar para separar dos formas de relacionarse con un objeto. Decir que la mujer no es la madre, o que existe una separación entre el deseo erótico y los lazos familiares, implica separarnos del territorio del cuerpo humano y pasar a entendernos como posiciones psíquicas frente a las relaciones. Así, a pesar de que sabemos que una mujer (biológica) es la única que está programada para poder llevar en su matriz el desarrollo de un feto, estas líneas están destinadas a resquebrajar los conceptos naturalis- tas que puedan existir en la arena social y que dan por sentado que la frase propuesta estaría más cercana a una aporía que a un argumento. Por eso, al decir que la mujer no es la madre, estamos haciendo referencia a la sepa- ración existencial que radica en ambos roles. Lo sabemos bien, la relación de alumbramiento es inseparable de la corporalidad femenina; sin embargo, de lo que nos ocuparemos aquí es de cómo, aunque estén unidas, existe un proceso psíquico que las separa, que hace que, a pesar de habitar la misma sede corporal, la escisión entre la mujer y la madre ocurra en razón del falo. Si el cuerpo de la madre es visto como la sede de las primeras e inten- sas vivencias amorosas del niño, queda prohibido para su deseo. Esto en razón de que la prohibición del padre recae en la mujer-madre para que el deseo del hijo quede fuera de esa jurisdicción. La prohibición paterna, que la podríamos enunciar como “esta es tu madre y es mi mujer”, alimenta en el sujeto la búsqueda del objeto de deseo por fuera de la relación familiar, sede de los objetos prohibidos. Así es claro que la mujer amada jamás coin- cidirá con la mujer de deseo. Por eso, si la serie inicia con el rompimiento de ambas relaciones es porque tanto Mickey como Natalie han sido puestas en la posición de madre. Sus dos parejas han hecho de ellas la compañera de vida, aquella que, en vez de ofrecer la pasión desenfrenada, presta su cuerpo para la satisfacción 88 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

corporal del hijo. Si la madre contiene el llanto del hijo ofreciendo su seno, Mickey y Natalie ofrecen sus cuerpos para contener el llanto, o el capricho, de sus parejas. Si examinamos el diálogo entre Eric y Mickey, él pide que lo cuide, y, explícitamente, dice y recibe por respuesta lo siguiente:

Eric.— Te necesito, mamá.

Mickey.— ¡Está bien! Solo cállate. Te cogeré, pero luego tienes que irte, no puedes dormir aquí. Del mismo modo, Gus y Natalie, en vez de encontrarse en la cama como dos amantes apasionados, están vestidos, el coito es incómodo, casi una formalidad. El encuentro aquí se presenta como dos sujetos intercambiando fluidos corporales. Gus le ha pedido que vivan juntos, de modo que la relación de enamorados (la mujer-prostituta) definitivamente transita por el cadalso de la relación familiar (la mujer-madre). Esta observación constituye una de las claves que enmarcan la comedia romántica de nuestros días. Gus ha “cometido un error”, ha transgredido el pacto que unía a esta pareja, ha arrastrado a Natalie a la posición de mujer- -madre. En ese sentido, al llevar la relación de enamorados a la de esposos, en la que él se convierte en su objeto de cuidado y no en su objeto de deseo, Gus ha roto el lazo libidinal que los unía y ha presentado el horror de nuestra época: la escena conyugal, que es el semblante de la vetusta promesa del amor para siempre. Del mismo modo, lo que ocurre entre Mickey y Eric es la típica escena en la que el esposo, que devino hijo, se rige ante dos fuegos, la mujer-madre y la madre real. Recordemos que, en pleno acto sexual, la madre de Eric lo llama haciendo sonar la bocina. De inmediato, él agiliza la velocidad de la sesión sexual, usando el cuerpo de Mickey como un estante vacío. Ella, al perca- tarse, le increpa al novio-hijo que su actitud frente al llamado de su madre es patética. De esa forma, la enunciación de Mickey deja de estar en el lado de la mujer y pasa a estar en el de la madre, desde el que le prohíbe a Eric que vaya ante el llamado de su progenitora. Si las relaciones de Mickey y Gus se rompen es porque, justamente, en ambos casos las conexiones devinieron relaciones y, por tanto, adquirieron un matiz conyugal que desarticula la verosimilitud con la que su vínculo empezó. Y es que, al albergar el hálito de la perdurabilidad, repetición y atemporalidad, su condición está destinada al fracaso y al adormecimiento del impulso erótico del deseo. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 89

El amor narcisista

Es un hecho verificable que las parejas se separan, que los matrimonios fracasan y que la duración de los vínculos se ha acotado7. Todo esto debido a la relación que se gesta entre lo nuevo y la felicidad. El deseo está desti- nado a morir cuando su objeto no ha sido renovado constantemente o, para efectos de nuestro objeto de estudio, cuando se encierra en una relación. Pareciera, entonces, que el amor real se encontraría en crisis, en un espacio en donde los dos caminos posibles para sobrellevar los vínculos amorosos son estos: 1) el cambio de pareja constante, a fin de reavivar la vida pasio- nal, o 2) resignarnos a una vida sin deseo, escenificada en la familia, en lo conyugal, en la seguridad afectiva y monógama. Tal como observa Recalcati (2015), si bien todo lo expuesto se ajusta a lo propuesto por Freud, es importante señalar que la teoría desarrollada en ese entonces estaba empecinada en deconstruir el ideal romántico del amor, mostrando cómo ese ideal recubría a menudo lo real, lo obsceno e indecible del impulso pasional. Así, podemos decir que el amor narcisista, al ser materia de uno mismo, es un partido de cartas en solitario, una ilusión que no alimenta el vínculo con el Otro, sino que refuerza unidireccionalmente el sentimiento pasional del Yo por sí mismo. “Cuando digo ‘te amo’, también digo ‘me amo a mí mismo a través de ti’” (Recalcati, 2015, p. 27). De esta manera, el símil de la elección de amor con otro ocurre en función de la imagen ideal del Yo. De allí que el Ideal del amor haya terminado coludiéndose con el discurso capitalista. Si el amor es una ilusión y la vida se ha convertido en el acapa- ramiento de las mayores dosis de goce posible, no es gratuito que la lectura de Bauman en torno a la trasposición de las relaciones a las mercancías se convierta en una lectura que encuentre resonancias. El amor narcisista es, pues, el guion de nuestra época y predomina, más aún en la comedia romántica, porque se ha tomado como ardid a la pareja, cuando en ella lo único que exuda son los deseos individualistas. Sin embargo, aparece otra paradoja. Si el desencanto se ha convertido en la ideología dominante que condena como creencia ingenua la solidificación

7 En ese sentido, Recalcati (2015) sostiene que “el cinismo materialista del hiperhedonismo contemporáneo parece encontrar apoyo en las investigaciones más avanzadas de la ciencia: el enamoramiento es una suerte de dopaje destinado a perder en pocos meses (de tres a dieciocho, digamos) su efecto” (p. 24). 90 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

de una relación, ¿por qué en una época de hedonismo cínico sigue estando vigente el amor? ¿Por qué, a pesar de que el amor narcisista es rey, se sigue apelando a la búsqueda de la media naranja como tema central de las comedias románticas? ¿Es acaso que los individuos de nuestra época temen entrar en una relación que obstruya sus deseos individuales, pero también temen a los parajes solitarios de su individualismo?

El amor real contra el en-amor(a)-miento8

Si las conexiones se pretenden independientes y libres, carentes de deudas simbólicas con el Otro del que provienen, y tienen a lo nuevo como el principio que orienta la vida del deseo, es claro que “la salvación” está en aquello que no poseemos, en aquel impulso compulsivo por alcanzar lo que nos falta, “reduciendo la carencia a un vacío que anhela de modo acéfalo ser rellenado” (Recalcati, 2015, p. 29). Detengámonos, ahora, a pensar en el síntoma que hace del amor narcisista lo opuesto al amor real. En la lógica de las conexiones, todo vínculo —sólido, en oposición a lo líquido— se convierte en un límite, un punto de resistencia ante la novedad del discurso capitalista. De esa forma, los vínculos sólidos son triturados por la lógica de lo nuevo, que hace de lo mismo una ruina, y de la búsqueda del en-amor(a)-miento, un sazonador para darle gusto a la vida. Ahora bien, si creemos que en la búsqueda por lo nuevo hay libertad, debemos pensarlo dos veces y darnos cuenta de que, más bien, resulta una esclavitud: la escla- vitud de la fascinación por lo nuevo. Por otro lado, el amor real es aquel que resiste al impulso corrosivo del goce como fin en sí mismo y rechaza la ilusión de que la felicidad está en lo nuevo. Así, el amor real se convierte en una suerte de apertura del mundo, apertura que admite ver ya no desde la perspectiva de Uno, sino desde Dos. Soltemos la mano de Freud y estrechemos la de Lacan para continuar. Es importante aclarar que los comentarios aquí versados sobre el amor real se oponen —desde la perspectiva lacaniana— a la armonía, la concordancia, la conciliación del Uno con el Otro. Lacan “no se contenta con reducir el amor

8 Tal como propone nuestro título, el influjo del amor narcisista se desagregaría en esos tres segmentos: en-amor(a)-miento. Debido a que es una suerte de embriaguez de dopamina, nos encontramos en un estadío. El amor y el a se convienen como la expresión de que, en esta partida de cartas, el único juego que se lleva a cabo es en solitario. Y, finalmente, el miento, que escrito en primera persona singular indica que ese amor es una mentira creada por uno y para uno. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 91 a la pasión del Yo por sí mismo; quiere tratar de emancipar el amor de la repetición edípica y de la imagen especular imaginaria que confunde el Yo con el Otro y viceversa” (Recalcati, 2015, p. 41). De allí que no sea gratuito que en nuestro tiempo sea tan difícil —por no decir delirante— que ante la “amenaza” del amor real, el amor narcisista pretenda escapar a su relación con el Otro9. Para Lacan, no existe posibilidad de vida humana sin presen- cia del Otro. El amor real es donar al Otro la carencia que su vida abre en nosotros, hacer una señal para el lugar único, irrepetible, irremplazable que su vida ocupa en la de nosotros. En vez de dar al otro lo que se tiene, que es responder solo en los términos del tener y no los del ser, el amor real implica dar al Otro lo que no se tiene10. Si confrontamos estas ideas con la trama de Love, parece que no existe ningún registro de este amor real. Sin embargo, la temporada concluye con un atisbo de este tipo de amor. Mickey, tras montar una escena en el trabajo de Gus y, en teoría, haber terminado, es quien “retoma la conexión”. Pero esta conexión —que al parecer sería el inicio de una relación— resulta tortuosa para Mickey. ¿Por qué le cuesta tanto entregarse al amor real?

Mujeres masculinas, hombres femeninos

Aquí no se trata de dos corazones que laten en simultáneo ni dos almas gemelas que se juntan ni que él es de Marte y ella de Venus. Para nada. Lacan (1975), al tener ese retorno crítico a Freud, anota que el hombre y la mujer son dos universos desconocidos en los que no se habla el mismo

9 Es importante anotar una salvedad a fin de no generar confusiones. Cuando hacemos referencia al Otro (con mayúsculas) nos referimos al orden simbólico (las leyes e ideales sociales). Es decir, “diremos que el otro es ‘lo demás’, un ‘lo demás’ abstracto a quien el sujeto ha otorgado —o no ha tenido más remedio que otorgar— la autoridad para decirle quién es y quién debe ser” (Ubilluz, 2006, p. 17). 10 A modo de ampliación explicativa, sigamos la metáfora planteada por Rancière (2003): cuando el maestro le enseña al alumno desde su saber, en vez de educarlo, lo embrutece, ya que lo único que hace —el enseñante— es adoctrinar para la repetición, la doxa, la certeza por encima de la duda, el lugar común. Sin embargo, cuando el maestro enseña desde su des-conocimiento, desde las incertezas, desde aquello que ignora (y, por tanto, no ofrece un saber con garantías) permite al estudiante, que también desconoce, ser emancipado, ya que, en vez de ofrecer respuestas fijas, construidas desde el lugar común, le ofrece un camino plagado de interrogantes que conducen a la construcción de un saber. Así, “dar al Otro lo que no se tiene” equivaldría a ofrecer la clave para no jugar una partida de cartas en solitario, evitando la cerradura del narcisismo y promoviendo la abertura de nuestro ser. 92 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

idioma. Cometiendo un reduccionismo, podríamos decir que mientras uno quiere gozar del cuerpo, el Otro quiere gozar con las palabras, mientras uno atiende el detalle fetichista, el Otro aguarda la carta de amor. En síntesis, no hay acuerdo posible entre dos universos paralelos. Entonces, ¿es posible la relación entre estas dos entidades? Si ambos no hablan el mismo idioma, ¿de qué hablan? Y más aún, ¿de qué hablan cuando se trata del amor?11. Debemos aclarar que al decir hombre y mujer escapamos a los órganos biológicos y, más bien, los sindicamos en función de los goces que se obtie- nen. Aunque puede resultar difícil des-naturalizar el discurso biológico, al referirnos a la diversidad de los goces proponemos, desde la perspectiva lacaniana, que si ambos no hablan el mismo idioma es principalmente porque gozan de distinta manera. De este modo, lo masculino posee un goce fálico mientras lo femenino, un Otro goce. Por goce fálico debemos entender, también, a lo falible, un goce que falla, que nos desilusiona. De otro lado, cuando Lacan hace referencia al goce Otro de la mujer, no está convocando al hombre, se refiere a que hay enigmas y particularidades del cuerpo de la mujer de las que ni ella ni el varón tienen conocimiento. La posición femenina aborda lo sexual desde la ambigüedad. La mujer pasa por el goce fálico y participa de una relación donde es objeto para otro. Ello quiere decir que cede su cuerpo y se presta ella misma a ser parte de una producción imaginaria. Sin embargo, hay un remanente, porque la mujer es no-toda y alberga un goce Otro que no se deja atrapar. Con Lacan se comprende que la mujer posee algo que no está en el inconsciente y que tiene que ver con un real. Ahora bien, ¿es posible que existan mujeres masculinas y hombres feme- ninos? En efecto, podemos ampliar nuestro espectro. No se trata entonces de hablar de mujeres masculinas como un homosexual. En absoluto. Aquí hacemos referencia a que una mujer masculina es aquella que posee un goce fálico, mientras que un hombre femenino es aquel que posee un Otro goce. En Love podemos entender que ellas gozan a través del falo y que, por tanto,

11 Si bien el lector podría acusar este argumento de heteronormativo, pues supone que las relaciones pueden darse únicamente entre un hombre y una mujer, nuevamente advertimos que en materia del psicoanálisis estas apreciaciones ontológicas se difuminan. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 93 su búsqueda está direccionada hacia el objeto y su goce, mientras que la búsqueda de los hombres es hacia el sujeto y su deseo12. Si bien esta lectura ofrece una explicación al rompimiento de las relaciones iniciales en Love, también puede llevar a generar una lectura equivocada: los hombres gobernarían este universo ficcional. Nada más falso, principalmente, porque tal como plantea la ficción —y también nues- tros tiempos—, la degradación amorosa ya no recae exclusivamente en el sexo masculino, sino que también se extiende al femenino. De modo que, si observamos con detalle, podremos dar cuenta de que este es un mundo gobernado por lo femenino: desde las mujeres que dan inicio y fin a las relaciones afectivas —atendamos cómo es Mickey la que inicia la relación con Gus, o como Bertie (Claudia O’Doherti), la compañera de cuarto de Mickey, da por concluida la cita “amorosa” con Gus—, pasando por Heidi (Briga Heelan) y Arya (Iris Apatow), las compañeras de trabajo de Gus que imponen su ley en el set de grabación, hasta llegar a Susan Cheryl (Tracie Thoms), la jefa del universo en el que Gus se desenvuelve. Si tomamos en cuenta los patrones mostrados, es evidente que aquí los hombres han sido reducidos. Este es un mundo gobernado por las mujeres, de tal forma que sentenciar a Love como una serie que se inscribe en un mundo de hombres es incurrir en un error. A pesar de ello, tampoco podemos ignorar el tipo de feminidad que se presenta. No solo se trata, entonces, de estar inscritos en un tiempo de libertad sexual, se trata de hacer referencia a la diferencia de los tipos de goce y cómo ellos distancian tangencialmente a lo masculino de lo femenino. A diferencia del goce masculino, que goza sexualmente, el goce femenino se divide entre el goce sexual (fálico) y el goce Otro. Así, en comunión con Juan Carlos Ubilluz (2012), una constante en las cosas del amor es que la mujer es el sexo fuerte. Esto debido a que, según Lacan (1975), la mujer desea más fuertemente el amor, porque precisa una palabra que dé algo de sentido a ese Otro goce sin sentido.

12 Suele hacerse referencia a que los varones distinguen con facilidad la fidelidad del corazón de la del cuerpo. Las mujeres, por el contrario, tienden a traicionar cuando el amor ha sufrido una decepción. A ellas el paralelismo masculino que separa la fidelidad del cuerpo (del goce fálico) de la del corazón (goce Otro) les parece extraño. Así, mientras él sostiene que la promesa de amor sigue intacta ya que el coito con una mujer no tiene ninguna implicancia mayor, ella entra en crisis, ya que él ha traicionado aquello que excede a las palabras y, por tanto, aquello que está por fuera del sentido. 94 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

Así podemos dar una lectura más precisa. Gus ocupa la posición feme- nina, busca en las relaciones la palabra, aquello que le dé sentido a su existencia. Por eso, el rompimiento de su relación se da a partir del “quebran- tamiento” de la palabra de amor que afianzaba la relación con Natalie. Y esa es la razón por la cual, tras confesarle que ella fue infiel, la respuesta de Gus es inmediata: allí ya no hay amor, por eso se tiene que ir. Gus no puede comprender, debido a que tiene un goce Otro, la incompatibilidad entre la fidelidad del cuerpo y la del “corazón”. De esta forma, Gus pasa por el goce fálico de la novia y participa de una relación donde él es objeto para el Otro. Recordemos, también, cómo es que Gus en ningún momento inicia una rela- ción. Gus no toma la elección de sus relaciones. El rompimiento con su novia se da por decisión de ella, la salida incipiente con Bertie se gesta por la soli- citud de Mickey, el affaire que tiene con Heidi se da porque es ella la que lo provoca, incluso en el truncado trío con las hermanas universitarias en el que él iba a participar y que se derrumba, no porque él quisiera, sino porque sus compañeras de alcoba deciden abandonarlo. Ahora bien, si Gus está en posición femenina, es Mickey —al igual que el resto de féminas de la serie— la que ocupa la posición masculina y, por tanto, goza de forma fálica. Quizá la razón por la que Mickey no ha formado una familia tiene que ver con el hecho de que ella no acepta ceder su cuerpo para encajar en la producción imaginaria de un hombre. Y en el fondo ella comprende esto por las conversaciones que tiene con su vecina, una mujer diez años mayor, que fue como ella hasta que conoció a su esposo y ahora vive la cotidianidad de una mujer ama de casa, con hijos y atrapada en la rutina, aunque antes fuera una liberal feminista radical. En las conversaciones se deja entrever la resignación de esta mujer que fue parte de una generación que ejerció su libertad plenamente, pero al encon- trar la palabra de amor en un hombre que acogió su goce femenino, aceptó formar una familia. Podemos decir que esta vecina representa el futuro de Mickey, que le advierte que lo de ‘sentar cabeza’ no es tan malo si hace la elección correcta de un hombre. Mickey sostiene el deseo de lo sexual, ella encaja en ser el objeto de deseo sexual de los hombres: es bella, atractiva y atrevida. Sin embargo, cede en el goce sexual y rompe reglas sin impor- tarle las consecuencias, y daña seriamente a los hombres con los que tuvo aventuras. Por eso, la forma en que ella los abandonó-desechó provocó resentimientos y le labraron la fama de ser “una perra loca”. Mickey no cree en el amor, es adicta al sexo, todo pasa por el goce fálico para ella. Por el contrario, Gus sí cree en el amor, el sexo es importante, Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 95 pero también es importante que la mujer de su deseo encaje en el ideal que construye. Sin embargo, ¿dónde quedaría la idea del hombre galante que es Gus; dónde la del Gus femenino y la Mickey masculina? ¿Qué sucede cuando los actantes de esa relación pasan de una posición a otra?

El gran truco

En Love, Gus está en la posición femenina y Mickey en la masculina. Sin embargo, podríamos decir que estas posiciones no se mantienen fijas, sino que pueden movilizarse, claro está, siempre a un costo muy alto. La relación de Mickey y Gus funciona en lo sexual, ambos la pasan bien, hasta que Gus intenta poner a Mickey en posición femenina invitándola al Castillo de Magia, un club privado del cual es miembro hace varios años y cuyas reglas de vestir son muy estrictas, como, por ejemplo, que los miembros varones no pueden quitarse el saco del terno y que la pareja deba ir vestida para la ocasión. Gus le pide que se vista elegante, incluso escoge el vestido y no le cuenta a donde irán. Mickey acepta el juego y cede su cuerpo, se pone el vestido, aunque tiene mucho frío. El frío actúa como el síntoma, como la incomodidad y aviso previo de lo que está por venir. Gus, por primera vez, toma riendas de la situa- ción y tiene el control de la cita. Cuando llegan al club, ocurre lo inevitable, la magia no funciona para ella, esta mujer logra ver el truco y no disfruta del espectáculo de magia. Si usamos la metáfora que el amor es un artificio, es un acto de magia, Gus quiere creer en todo eso, pero Mickey no se cree nada. Lo que ocurre después es el rompimiento de la relación entre ambos. Esto en razón de que tiene que existir aquel ente que se ubique en una posición y busque un objeto. De lo contrario, dos entidades posicionadas dentro del mismo segmento se repelen. Por eso, cuando a modo de juego Gus pone a Mickey en la posición femenina, la diversión acaba, ambos se repelen porque ambos no pueden estar en la posición masculina, porque solo existe un sujeto que pretende un objeto. En otras palabras, la compe- tencia por quién tiene el falo se hace aún más latente. Ella es puesta en una posición donde debe prestar su cuerpo, pero le aterra hacerlo. Desde el momento en que Gus toma la decisión de vestir a Mickey, la incomodidad es inmediata. Ella, como anotamos, sostiene que tiene frío con ese vestido corto y escotado, y este dato no es menor si recordamos que Mickey no es el tipo de mujer que va vestida de pies a cabeza: casi siempre lleva unos jeans y un traje de baño como ropa habitual. Entonces, estar sin abrigo no es motivo de incomodidad, por el contrario, es algo recurrente en 96 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

ella; solo cuando es allanada a la posición femenina, su cuerpo reacciona al frío, pero ese frío nada tiene que ver con una incomodidad térmica, sino con la incomodidad del goce que se le indica seguir. Asimismo, al pasar Gus a la posición masculina, no sabe cómo manejar la situación. Es galante, pero torpe; trata de ser autoritario, pero de inme- diato hay un falo que lo somete. Por eso, cuando en el Club de Magia él trata de enseñarle su mundo o, al menos, el mundo que lo deslumbra, ella se aburre. Gus no sabe cómo manejar los arrebatos de Mickey y se esmera por continuar el guion del orden. Finalmente, la seguridad del local acaba escoltándolo a la salida. ¿Y por qué lo hacen? Porque Gus ha fallado, porque el Gus en posición masculina ha sido forcluido, ha sido dejado de lado. Haberlo sacado del Castillo de Magia no es otra cosa que haber sido escol- tado por fuera de la posición masculina, su masculinidad ha fracasado. Por eso, Mickey regresa a su posición masculina haciendo del acto sexual la devolución violenta a la posición femenina de Gus. Recordemos que es Mickey quien decide el uso de su vibrador. ¿Qué implica esto? Es el acta definitiva de desalojo de Gus. Si observamos a detalle veremos cómo Gus se convierte en solo un pedazo fetichista, que podríamos advertir que está en relación con su pene y la penetración13. Mickey devuelve a Gus a la posición femenina, usa el cuerpo de Gus para satisfacer su deseo sexual, pero aun así podemos advertir que allí no hay relación sexual. Es más, en ningún momento de la serie existe algo que nos pueda decir lo contrario.

No hay relación sexual

Nuevamente, otra frase contraintuitiva de Lacan (1975): “no hay relación sexual” (p. 17). ¿Cómo es que, a pesar de que existe coito entre los perso- najes, podemos afirmar que no hay relaciones sexuales en esta teleserie? Si previamente habíamos explicado el desencuentro que conlleva el goce fálico, al cual también llamamos falible, debemos agregar que el goce feme- nino procura la experiencia del sinsentido del misticismo. De esa forma, cuando Lacan sostiene que ‘no hay relación sexual’ es porque el hombre y la mujer no se complementan en el sexo. Evidentemente, la frase no señala que el hombre y la mujer no se encuentren en la cama. Pero, puesto que no hay

13 Cabe resaltar que a esta hipótesis se le suma el tamaño de la nariz del protagonista. Una nariz larga y pronunciada que tal vez pueda acompañar a nuestra lectura de que Gus es una mujer, cuyo atractivo, no son sus senos o caderas, sino su nariz-pene. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 97 relación sexual, de ese encuentro no sale el canto de los ángeles. Hay algo que se escapa. La mujer lo sabe y, aunque disfruta tanto como el hombre —léase, aunque Gus disfruta tanto como Mickey—, también sabe que hay un goce que no pasa por allí 14. Veamos cómo esto se ejemplifica a nivel figurativo. Gus es un hombre del siglo xxi, valora la tecnología. Si bien es maestro de las estrellas de Hollywood, podemos decir que trabaja en la industria del cine, o se beneficia de ella, especialmente cuando su guion es revisado por la jefa y accede a poner algu- nas de sus ideas en un capítulo. En ese momento vemos cómo Gus porta un saber, el saber de la cultura popular. Una cultura que incluye extraterrestres y quema de brujas como situaciones para las escenas nuevas. Y aunque estos elementos son reciclados de estéticas pasadas, se actualizan como parte de la estética de la posmodernidad. Gus, también, tiene un auto eléctrico, tiene una preocupación por el medio ambiente. Su forma de vestir es la de un chico casual posuniversitario, sabe cómo manejarse en reuniones con cierta torpeza tierna que lo pone en situaciones divertidas. Sabe cantar y tocar guitarra, así anima las reuniones, canta covers y sabe pasarla bien en grupo. Aunque no le va bien con las mujeres que le gustan, sabe que es un tipo interesante para otras y conoce las estrategias de las relaciones casuales, de los encuentros fugaces, siempre que estén dentro del estándar heterosexual. Mickey es una mujer influenciada por la década de los años setenta, posee un Mercedes Benz antiguo que estaciona frente a su casa en lo alto de una colina, que el lenguaje audiovisual de la serie filma siempre estacionado en subida o en bajada, según el estado de ánimo de la protagonista. Ella se viste con un look roquero, a veces con licras y jeans apretados, lleva el cabello ondeado como en la época disco y se comporta con la libertad sexual propia de las mujeres de los setenta, libre de ceder a su deseo sexual, a las drogas y al alcohol. Le da la espalda a la maternidad y tiene una independencia econó- mica que le permite decidir sobre su vida. Sin embargo, sus elecciones son erráticas debido a su adicción al alcohol y su desenfrenado comportamiento. Podríamos preguntarnos, ¿cómo es que el geek pudo tener una relación con su antítesis, la roquera? ¿Los opuestos se atraen? La frase, nuevamente,

14 Aquí nos apoyamos en Massimo Recalcati (2015): “El riesgo es más bien el de una recíproca mutilación: la mujer corre el riesgo de ser arrollada por la estupidez de su petición de amor que se repite infinitamente sin descanso, porque ninguna respuesta podrá satisfacerla nunca (‘¿Me amas?’, ‘¿Me amas?’), mientras que el hombre podría ser succionado por la estupidez, igualmente rígida, de su fantasma fetichista y quedar sometido por ciertas partes del cuerpo del Otro (‘¡Follemos!’, ‘¡Follemos!’)” (p. 47). 98 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

llevaría al amor narcisista, pero ya sabemos que el opuesto no es más que una idealización de mi Yo sobre el Otro, excluyéndolo absolutamente. Entonces, ¿qué es lo que los mantiene juntos? ¿Es el sexo? ¿El amor?

Conclusiones Como lo confirma el acápite anterior, aquí no hay relaciones sexuales, aquí no hay conexiones, y es justamente porque no las hay que el sexo se convierte en una excusa. Love parece plantear que, tras el coito, ninguna relación crece entre los personajes. Ellas, que ocupan el goce fálico desencuentran a su partenaire. De ahí que Gus no encuentre aquello que pueda completar lo que busca y, por ello, también se mantiene en un constante aún, porque recordemos que el goce Otro no pasa por allí, escapa a lo fálico e incluso a lo lingüístico. ¿Eso significaría que esta teleserie estaría condenada a la sepa- ración o al amor narcisista? Justamente allí es donde Love ofrece una salida que resulta ominosa para el discurso hegemónico. Si ya sabemos que no hay relación sexual, que hay un abismo que separa los universos paralelos del hombre y la mujer, el amor real supone la relación entre el Uno y el Otro, o, mejor dicho, supone poner en relación con cada uno de los Dos aquello que hace imposible mantener una rela- ción. En términos de Recalcati (2015, pp. 48-51), el amor no es en absoluto una huida a la sexualidad, sino la manera de entrar en una relación erótica con el Otro sin pretender apropiarse de su alteridad. Así, podríamos aven- turarnos a decir que el amor real es una suplencia de la inexistencia de la relación sexual, pues no tiene como objeto plantear la relación sexual como ideal de fusión y compenetración del Uno con el Otro, sino el de hacer posible el Dos, la exposición absoluta de cada uno al deseo y al cuerpo del Otro. El amor real supondría la capacidad de entrar en relación con lo que no deja de ser lo absolutamente Otro, con lo que exorbita el goce del Uno, y con la imagen narcisista de nuestro ego. Eso significa que, si entre la posición masculina y la femenina no existe la posibilidad de escribir la fórmula estable y segura de su relación, el vínculo de amor entre el Uno y el Otro tiene que ser inventado una y otra vez, construido y vivido contra el telón de fondo de la imposibilidad de hacer y de ser Uno con el Otro. No es gratuito, entonces, que a lo largo de la trama el amor real sea engu- llido por el amor narcisista, y que se le señale como una propuesta obsoleta, inútil y con tintes delirantes, cuasi quijotescos. Y es que, si abrimos las venta- nas del psicoanálisis y nos apoyamos en la sociología, podemos anotar que vivir una nueva experiencia en el mundo a partir de la repetición es una Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 99 afrenta al discurso actual. Si todo se tratara del amor narcisista, como una extensión de la mercancía, sería lógico asumir que el amor real representa lo Real del discurso. Es decir, que al ser Real no ofrece la verdad, sino el sinsentido, aquello que horada la lógica que compone al amor narcisista. De modo tal que el amor es real no por su factibilidad, sino por su componente desestabilizador del orden simbólico15. Por eso, aun cuando se acusa al amor real de ilusorio, es este amor el que hace que se derrumbe la ilusión de bastarse a sí mismo, la ilusión del narcisismo del Yo y de su sueño de independencia. En esta línea de reflexión, los embates contra el amor real no serían el resultado de un desfase temporal, de una acusación old-fashioned, sino la respuesta a una potencial amenaza en la era de la insatisfacción. Porque el amor real postula que, aunque se componga de un Dos, nada será posible si no deja de ser Uno, individual, de goce autista y mercantilizado. La posibilidad del amor real es altamente contaminante para el amor líquido, pues espesaría su consistencia hasta convertirlo en algo sólido. Dicho de otra forma, si la comedia romántica se vale del amor narci- sista para construir sus narraciones es, justamente, porque opera como el suplemento obsceno del poder del discurso capitalista16. Es decir, en vez de presentar al amor real como la propuesta orgánica de relación entre dos entes, configura al amor narcisista como sine qua non de todas las relacio- nes. Love, como parte de este suplemento obsceno, contribuiría a mantener profundamente unida a la comunidad, ya no alrededor de una ley ni por mandato de ella, sino a partir de una identificación con la transgresión de esa ley. Pensemos en lo que planteáramos párrafos arriba: “a rey muerto, rey puesto”. Se trata de responder a nuestro deseo a toda costa, aunque exceda la posibilidad de la unión, permitiendo a los actantes del discurso, y a los espec- tadores, gozar más allá del discurso oficial. Así, donde la heteronormatividad

15 Cabe resaltar que, en su triadema Real, Simbólico e Imaginario, la relación entre lo Real y lo Simbólico no se da porque el primero provenga del espacio exterior, sino que es justamente el reverso de aquello que en lo simbólico está simbolizado. Sin embargo, en lo Real se construye como un remanente de lo Simbólico aquello que no ha podido ser simbolizado, y en ese proceso es que se manifiesta de manera informe. Podríamos decir que, en el discurso criollo, el discurso andino se presentaba como lo Real. No como algo foráneo, sino como aquello que no ha sido simbolizado y, por tanto, sus efectos son más de malestar que de asimilación. 16 La forma como presentamos al suplemento obsceno del poder no se adscribe cabalmente a la propuesta de Žižek (2003); sin embargo, usamos su modelo para hacer una afirmación tímida y temeraria. 100 Elder Cuevas-Calderón, Caroline Cruz Valencia

sostiene que hay que casarse y tener hijos, la comedia romántica ofrece un goce aséptico en donde el Otro no entra en los planes. Resulta paradójico, pues, que en una teleserie titulada Love el amor real se presente sobre el final de la temporada. ¿Será que aún hay esperanza para el amor? Es sintomático pensar que el amor se presenta en los márgenes de la lógica y que, por ello, en vez de ser un ardid para continuar con la segunda temporada, sea más bien el semblante claro de que el amor real implica romper la pantalla narcisista y aprender que existe Otro mundo, aprehender la potencia del Dos más allá del Uno. Por eso, Mickey, al darse cuenta de que está enamorada [y no en-amor(a)-da] decide desnudarse. Deja atrás aquello que le produce ese goce (dopamínico) del alcohol y el sexo, y más bien pasa a tratar de dejarlo, a tratar de dejar de ser justamente Uno para pasar a vivir como Dos. Si Mickey tiembla, se desespera, si se siente perdida, es porque justamente de eso se trata el amor, no de perderse en el sueño del otro —porque, en ese sentido, se estaría absolutamente perdido—, sino de tratar de dejar nuestro goce solitario y abrazar una vida sin objetos de mercancía, donde un objeto no es sustituido por otro, sino que aparece como insustituible 17. Por eso, tal vez, sea tan peligroso el amor real en nuestros días, porque si se convierte en un hábito el volver sobre lo mismo, de encontrar lo nuevo en lo mismo, la máquina de producción colapsaría. Mientras tengamos un modelo económico semejante, las comedias románticas llenarán las salas, la televisión de pago, los aviones y cuanto lugar de visualización lo permita, porque si una lección nos ha dejado el psicoanálisis es que el paciente (analizante) va a terapia con dos finalidades: seguir gozando de aquello que lo atormenta y aferrarse a ese goce apenas sea sacudido. Mientras los espectadores gocen con las comedias románticas, el amor real seguirá apareciendo como un intruso, un agente extraño, arcano, que, en vez de aparecer como el eje de las relaciones, más bien se escenifica como un paso anterior a la demencia. Porque hay que ser claros: el amor real es justamente la entrega a lo ominoso, a perder(se) en el otro, a dejar(me) en función del otro. Por eso, tal vez Freud nunca se preguntó por qué las perso- nas se separan, sino por qué se unen, porque el amor real le resultaba una incógnita. En ese sentido, si el cine y la televisión son el último arte perverso —ya que no nos dicen qué desear, sino cómo desear— habrá amor narcisista para rato… o, al menos, para una siguiente temporada.

17 Sobre las relaciones de histéricas y obsesivos, recomendamos confrontar con Cuevas- -Calderón (2016), en su análisis sobre la película 500 días con ella. Primera p arte / Love: el amor real como resistencia 101

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Giancarlo Cappello

Si cada tiempo de la historia ha dado origen a un héroe específico, a un hombre capaz de reunir las cualidades de su época, cabe preguntarse: ¿qué ha pasado con el héroe de este siglo xxi? La prolífica producción de teleseries de esta tercera edad dorada ofrece un patio de ensayo bastante ilustrativo para tentar una respuesta. Más allá de los altos índices de audiencia, y de la feliz coincidencia entre crítica e industria, las teleseries parecen haber tomado la posta del folletín y la novela por entregas en la tarea de forjar el imaginario popular (Pérez, 2011). Si la Rusia decimonónica palpitó con Crimen y castigo a través de las entregas de El Mensajero, el mundo de hoy conoció a Walter White gracias a AMC. Si Salgari hizo que los lectores se estremecieran con Sandokan, los televidentes hicieron lo propio con Jack Bauer. Si Balzac quiso narrar la sociedad parisina de su tiempo en libros como Las ilusiones perdidas, David Simon compuso el relato más descarnado de la sociedad norteamericana en The Wire. Se trata de historias que exploran los límites y reconvienen la actualidad, integran lo cotidiano en sus distintos ámbitos y son capaces de cuestionar, provocar, banalizar o alentar temáticas de diversa índole que conectan direc- tamente con la experiencia individual y colectiva. En estos relatos, confluyen no solo la ideología, las prácticas, las filias y las fobias contemporáneas, sino distintas impostaciones y sensibilidades alrededor de todo ello. Siguiendo la estela de Georg Lukács y Lucien Goldmann, interesa inda- gar acerca del héroe como reflejo de las configuraciones sociales de su tiempo. Mientras que para Lukács (1979) el protagonista es un individuo problemático en un mundo hostil y contradictorio, Goldmann lo describe, más bien, como un sujeto capaz de establecer una estructura mental cohe- rente que se corresponde con cierta visión del mundo, “siendo el individuo

[103] 104 Giancarlo Cappello

únicamente el elemento capaz de desarrollarla hasta un grado de coheren- cia muy elevado” (Goldmann, 1972, p. 27). De ahí que, para este análisis, la noción de héroe se corresponda con la de protagonista, a fin de superar la figura clásica y restringida de características épicas. Si estamos de acuerdo con Villegas (1978) cuando señala que “el perso- naje protagonista, generalmente, representa el sistema de valores propuestos intrínsecamente en el texto” (p. 67), resultará pertinente suscribir también la idea de Noé Jitrik, que prefiere llamar héroes a todos los personajes que describen un recorrido y evolucionan en aras de alcanzar sus objetivos (2001), con lo que se entiende que, en tiempos donde los valores epis- temológicos resultan relativos, no existe un único valor que se yerga por encima de los otros. A partir de estas ideas, entonces, intentaremos descri- bir las premisas que darían forma a cierto arquetipo heroico que circula y se asienta en las más exitosas teleseries norteamericanas.

Descreídos, complejos y vacíos1

El mundo ha cambiado. John Le Carré tiene una frase que resulta sugestiva; la pone en boca de Alec Leamas, el protagonista de una de sus novelas: “Hoy en día se necesita ser un héroe para ser simplemente una persona decente”. Le Carré, arquitecto de intrigas donde el espía dista mucho de ser arrojado, valiente y seguro, sabe que para lograr empatía con sus personajes no hace falta presentarlos como infalibles o todopoderosos, sino como tipos sagaces de los que jamás se sospecharía que han planeado un asesinato. Porque, si algo fascina y estremece hoy, es la idea de que seres comunes puedan ser capaces de grandes hazañas… incluso con atroces resultados. El mundo ha cambiado y los héroes también. La modernidad supuso un desplazamiento crítico alrededor del heroísmo. Si el romántico miraba fuera del ámbito social —a la naturaleza y a un pasado perdido—, el realismo fundó un escenario que solo podía ser social. En un tiempo pragmático, cuya concepción de base dice que solo es verdadero aquello que funciona, el héroe moderno se vinculó más que nunca a la vero- similitud y pasó de ser un elegido a convertirse en un sujeto ilustrado que encaraba el futuro seducido por el progreso tecnológico y científico (Argullol, 1990). Su proverbial individualismo, su astucia, sus ambiciones y sus deseos

1 Aquí se recuperan y amplían algunas ideas expuestas en Una ficción desbordada. Narrativa y teleseries (Cappello, 2015). Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 105 terrenos hicieron que no necesitara más de la intervención divina o de algún mago: su mejor golpe pasó a ser el argumento contingente; su arma favorita, el ingenio multiforme. Cuando adquirieron protagonismo, el cine y la televisión contribuyeron a reproducir y asentar esta idea. De hecho, el éxito de un texto como El viaje del escritor no solo sirve como demostración, sino que funciona como mecanismo de normalización. Su autor, Christopher Vogler, se convirtió en un referente para la industria al ofrecer un proceso formal que sintetizaba los mecanismos narrativos del mito, los relatos orales y los cuentos de hadas a partir de los estudios de Joseph Campbell y Carl Jung. Vogler desplazó el componente mágico religioso y las honduras del psicoanálisis y los sustituyó por un proceso de transformación interior —a journey into fears—. Entendió que, si los personajes se concebían como una expresión del inconsciente colectivo, todas las hazañas quedarían reducidas a pulsiones mecánicas e ingobernables, de modo que puso énfasis en la duda —para marcar distancia con el héroe de dotes excepcionales que cumple un destino categórico— y fundó un modelo donde el héroe siempre se ve superado por las circuns- tancias y debe luchar en un contexto desfavorable, que agranda su valor y sacrificio. En este esquema, las ideas del self-made man y la ética protestante del trabajo —la necesidad de trabajar duro como componente del atractivo y el éxito personal— reemplazaron definitivamente a la predestinación y promovieron al hombre común a la categoría de héroe. Los medios de masas transformaron la vida cotidiana en una épica moderna, muy en consecuencia con un siglo xx que invirtió más esfuerzos que ninguno en empoderar al individuo, en ganarle libertades y en reivin- dicar a las minorías ante un sistema inicuo que pretendía, precisamente, el sometimiento de esas libertades. Sin embargo, en paralelo, es posible señalar un flujo secundario y ascendente de relatos que tienen como protagonistas y antagonistas, a la vez, a tipos que se revelan como fingidores audaces e hipócritas desalmados. La idealización y el romanticismo heroico que podía encontrarse en personajes de gran aceptación, a lo Tyrone Power o Cary Grant, se diluyeron definitivamente con la Segunda Guerra Mundial, dejando lugar a otras figuras con una visión más bien amarga y descreída, con códi- gos propios, muchas veces reprobables; sujetos duros cuyas sombras bajo una farola dibujarían el perfil de Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Richard Widmark o Robert Ryan, efigies que continuarían más tarde otros prohom- bres de la misma estirpe, aturdidos ahora por la resaca del fin de siglo y afectados por una disolución extrema de los vínculos personales. 106 Giancarlo Cappello

Existe cierto consenso al señalar que los atentados del 11 de septiembre del 2001, en Nueva York, supusieron el comienzo de un declive moral que atravesaría la crisis económica mundial del 2008 y se prolongaría dramá- ticamente hasta nuestros días, propiciando el surgimiento de personajes complejos, contradictorios, dispuestos a vender cara su derrota echando mano de una ética cuestionable que, a la vez, los presenta como carismáticos y fascinantes, como si los héroes de antaño hubiesen sido apabullados y hoy debieran sobrevivir en un paisaje distinto y distante de la utopía. El mundo que representan muchas teleseries no es más ese lugar donde jamás cunde la zozobra porque el héroe está ahí para resolver cualquier problema. Por el contrario, muchas de esas ficciones parecen descartar la idea de hacer triunfar a un personaje para, sencillamente, describirlo en medio de la confusión en que se desenvuelve, abrazando la singularidad y la contrariedad de los conflictos que lo atraviesan. De ahí que varios de los programas más sintonizados tengan como protagonistas a personajes que se desenvuelven en los bordes —de lo legal, de lo social y de lo moral—, es decir, a seres opacos, apenas a gusto con la vida que les ha tocado vivir y cuya suerte intentan revertir. The Sopranos (HBO, 1999-2007) y Mad Men (AMC, 2007-2015) son dos ejemplos ilustrativos. Los eventos que desarrollan resultan importantes no en la medida que conducen a un desenlace, sino en tanto desagregan más y mejor a los personajes y sus tribulaciones. La ausencia aparente de una trama de base permite concentrarse en los detalles y sumergirse en un naturalismo cotidiano que dibuja el derrotero cansino de Tony Soprano y Don Draper. Ambos, cada uno a su modo, tienen claro que el poder y el éxito que han acumulado son efímeros, insustanciales, casi un logro de pacotilla. Tony es capaz de verse a sí mismo como un big boss, pero es consciente de que su poder apenas lo encumbra como una especie menor en la cadena alimenti- cia de un sistema cuya crueldad y corrupción le estremecen y le hacen sentir indefenso. De hecho, su mayor espanto consiste en acabar convertido en un don nadie, en un sujeto cualquiera, sin el Cadillac ni la pistola que le venden la ilusión de seguridad y victoria. La certeza de estas circunstancias lleva a Livia Soprano a aconsejarle: “No esperes felicidad. Tus amigos te traicionarán y nadie recordará tu nombre. Morirás en tus propios brazos”. Por su parte, Don Draper asoma como un modelo de triunfo. Es un hombre blanco en la etapa más racista de los años 60, es guapo, un profesio- nal de éxito cuya elegancia y sofisticación proyectan la seguridad que Tony acaso hubiera deseado para sí. Sin embargo, cuando no debe trabajar y sonreír, Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 107 incluso cuando todo marcha bien, la domesticidad marchita el esplendor, su vida familiar necesita de amantes que enciendan su deseo de vivir y duda del reconocimiento que ha merecido su genio como publicista. Es decir, cuando Don enfrenta la realidad de que su vida jamás alcanzará el ideal que venden sus anuncios publicitarios, Mad Men deja en claro que el mundo —traducido en confort, estatus, progreso a nivel personal y social— es incapaz de generar la felicidad prometida y apenas concede un roce frío, precario, distante. Es la pérdida de la inocencia, la expulsión del paraíso o lo que pretendía ser su ideal. En este marco, los personajes no hacen sino demostrar que la utopía es una farsa y que el cambio es inviable. Así parece explicarlo Don:

¿Sabes lo que es la felicidad? La felicidad es el olor de un auto nuevo. Es ser libre de las ataduras del miedo. Es una valla a un lado de la carretera que dice que, lo que estás haciendo, lo estás haciendo bien.

Don Draper, experto en vender felicidad dentro de cualquier empaque, es un tipo increíblemente infeliz, no ha experimentado lo que es amar y tampoco se ha dejado amar; es el más precioso de los empaques vacíos. Está en la cima, ha conquistado la utopía en su versión del sueño ameri- cano y su mayor desgracia es la confirmación de que, allí arriba, no hay nada, ni siquiera está él. Porque Don Draper es en verdad Dick Whitman, ha suplantado la identidad de otro hombre para alejarse del estigma de ser hijo de una prostituta; ahora es un ganador, pero, en verdad, no es nadie. Esa crisis existencial parece denunciar que la revolución se ocupó de muchas cosas, pero olvidó hacer la revolución del hombre. Nunca tan perti- nentes las observaciones de Baudrillard (1989), cuando señalaba que el proyecto moderno fracasó en la gestión de sus necesidades sociales y que esa función fue asumida por la publicidad, precisamente por sujetos como Don, que también necesitan engañarse con una barrita de Hershey para aliviar su soledad, su triste desconcierto. Don y Tony son dos existencias que no hallan un sentido para su posición en el mundo. Si el primero busca en California al sujeto que en realidad es, junto a Anna Draper, la esposa del hombre al que suplanta, porque ella es la única que conoce y acepta su verdadera identidad, del mismo modo, Tony busca constantemente en la infancia un esclareci- miento de su circunstancia presente, de ahí las sesiones de terapia con la doctora Melfi para hurgar en la figura del padre y el complejo de Edipo alrededor de Livia. Es como si Don y Tony hubieran descubierto que el paraíso prometido no está en ese ni en ningún otro presente magnífico, 108 Giancarlo Cappello

tampoco en el futuro, sino en el pasado, en el ayer imposible, acaso el lugar de la verdadera utopía. Siguiendo esta línea de reflexión, podría parecer que una histo- ria emblemática como Breaking Bad (AMC, 2008-2013) no exhibe estos cuestionamientos al ocuparse del periplo de Walter White para lograr la posición que Don Draper ha ganado y que Tony Soprano ha heredado. Si bien es cierto que, al inicio, Walter guarda un convencimiento positivo para sus planes, esto de ningún modo ocurre dentro de los mandatos de la modernidad, porque en el fondo subyace la misma crítica: como el tren que llevaba a la utopía jamás llegó a buscarlo, él decidió convertirse en el vehí- culo de su propio ascenso, echando mano de sus habilidades y fundando sus propias reglas. La idea de una modernidad construida sobre la base del hombre y la razón erosiona a tal punto que Walter White, acercándose a Lyotard (1994), reniega de ese metarrelato a la luz de la evidencia empírica que ofrece su propia experiencia como hombre de ciencias, descolocado ante unos fundamentos inoperantes que debían ofrecer seguridad y sentido a todas las manifestaciones de la realidad. Cierto halo nihilista palpita en las acciones y los afectos de los protago- nistas de estas gestas. Asistir a sus peripecias es aproximarse a la macilenta luz de un proyector que exhibe los trazos de una radiografía turbadora. Se trata de universos ficcionales que son la metáfora de un tiempo donde aquello que era claro, ordenado y prometedor se vuelve repentinamente incomprensible. Es una época desconcertante para los viejos héroes que surcan ahora una realidad inestable, donde no existe un punto de referencia a partir del cual organizarse, y donde la explicación definitiva de los fenó- menos se proyecta como un territorio plagado de interpretaciones. “Commendatori”, el cuarto capítulo de la segunda temporada de The Sopranos, grafica este punto a propósito del viaje que Tony, Paulie y Christopher hacen a Nápoles para vender autos de lujo a la Camorra. Cada personaje se convierte en un testimonio que explora la precariedad de las bases a partir de las cuales se funda una identidad, una pertenencia, un sentido de clan. Para Christopher, New Jersey y Nápoles resultan intercam- biables, él sigue prefiriendo los viajes con heroína, no le interesa interactuar con los locales, ni siquiera indagar en sus orígenes familiares, algo que Paulie, por el contrario, quiere sacar a relucir con esfuerzos patéticos que lo llevan a hacer el ridículo y a refugiarse en brazos de una prostituta del mismo pueblo de su abuelo. Tony se interna con éxito en la Camorra, pero tampoco puede evitar cotejarse como mafioso, como hombre de familia y Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 109 como machista redomado al tener que negociar con la mujer que lleva las riendas del poder. El viaje a Nápoles descompone lo que significa ser italoa- mericano, esa identidad idealizada a la luz de las películas de la mafia que los personajes idolatran e instalan en la mitología de su estirpe. Después de Nápoles, ser italoamericano para The Sopranos es una levedad, pero también algo fantástico, en todo el sentido de la palabra. A buena parte del drama televisivo reciente —al que, además, hemos encumbrado como referencia de calidad (Thompson, 1997; Feuer, 2003)— no le seduce el vigor de este siglo xxi, sus triunfos técnicos, su hiperconexión o su exacerbada movilidad, sino sus fisuras invisibles, sus esquinas feas, esas calles sucias por las que pocos se animan a cruzar. En estas teleseries, los héroes asoman como sujetos inconsistentes, desprovistos del aparato ideológico y social que antes garantizaba las reglas para tentar la victoria. Tony, Don y Walter son tres descreídos que entienden que “la vida es trágica y se desarrolla también en lo horroroso, en lo monstruoso, en el cruce de caminos entre la desesperanza y el desencanto, la felicidad y los sueños” (Bárcena, 2001, p. 13).

Benditos malditos

El flujo constante de este tipo de historias, y su consiguiente aceptación entre el público, sugiere una sintonía colectiva con personajes moralmente cuestionables o villanos, a los que por extensión se denomina antihéroes. De acuerdo con Mieke Bal (1999), la condición de antihéroe normalmente está asociada a la figura del antagonista —quien se opone a lo pactado como heroico—, pero también puede designar al personaje que, aun difi- riendo en apariencia y valores, cumple la función heroica. Esta segunda acepción es la que interesa destacar, ya que señala características singulares para los protagonistas, “dotándoles de una individualidad dramática y una verosimilitud que el lector no tiene necesariamente que compartir, sino solo comprender” (p. 34). En ese sentido, las teleseries tienen la inmensa capacidad de organizar un conocimiento amplio del carácter de sus personajes, lo que reditúa en una empatía mental y afectiva por parte del auditorio. La fuerte focalización de Breaking Bad sobre Walter White, por ejemplo, permite que se establezca un compromiso inmediato con su enfermedad y sus angustias. El resultado es tal que el público acaba construyendo un sistema de valores particular para juzgar sus acciones (Echart y García, 2013). Desde ese tercer capítulo en que 110 Giancarlo Cappello

concluye que debe matar al traficante Krazy Eight —porque si sale vivo del sótano seguramente matará a toda su familia—, Walter se instaura como el más débil dentro de un ecosistema infecto, no solo en el ámbito criminal, sino también profesional —participa de un sistema educativo decadente que no valora los méritos ni la figura del intelectual— y social —los enormes costos del tratamiento contra el cáncer y la incertidumbre respecto al futuro de su familia—. En ese entorno, Walter no solo es una víctima, sino aquel que encarna los valores socialmente pautados como positivos, porque está defendiendo lo más importante para un hombre: su familia. Walter ingresa al mundo de las drogas para ayudar a los suyos, pero, al mismo tiempo, se embarca en una aventura criminal que parece justa: es su revancha, su desquite con ese mundo que le condenó a ser un profe- sional anónimo y anodino. El público le sigue hasta el último episodio en función de un pacto moral renovado convenientemente y acepta su final sin condenarlo, pues es capaz de comprender la confesión final de Walter a su esposa, cuando explica que el resorte que lo llevó a convertirse en Heisenberg fue la terrible, honesta y egoísta satisfacción de saberse bueno, acaso el mejor, y por primera vez, en aquello que hacía. Antes que Walter, Tony Soprano ya había inaugurado esta senda al mos- trarse como un tipo movido por el interés personal y familiar, antes que por cualquier consideración colectiva. Su insatisfacción personal lo lleva a dar rienda suelta a sus impulsos más desaforados —el sexo, el engaño (y el auto- engaño), la muerte en todas sus variaciones—; sin embargo, ese jefe de la mafia también es capaz de embarcarse en un periplo junto a su hija Meadow para buscar la mejor universidad. Resulta conmovedor verlo reaccionar ante la pregunta que ella le hace acerca de cómo se gana la vida y casi es imposi- ble no enternecerse cuando ambos se emborrachan. Los cimientos físicos y morales de lo social se socavan en muchos de los nuevos dramas televisivos. La corrupción tiñe de forma irremediable a los personajes y todos asoman en el paisaje con pecados, cuentas pendientes o faltas de algún tipo; incluso los villanos aparecen con más de un perfil que los convierte en seres heridos. El protagonista de Dexter (Showtime, 2006-2013), por ejemplo, fue testigo de cómo asesinaron a su madre con una motosierra, permaneció dos días dentro de un contenedor en estado de shock junto a los restos de otras víctimas. En virtud de ello, ahora es un serial killer, pero tiene un código que le permite asesinar solo a aquellos que merecen morir y que, por distintos motivos, jamás serán sancionados. Algo similar pasa con Nucky Thompson, el protagonista de Boardwalk Empire (HBO, 2010-2014). Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 111

El tesorero de Atlantic City se desarrolla abiertamente como un traficante de alcohol, un manipulador de los juegos de casino y un político inescrupuloso, pero el público es capaz de verlo como alguien que no ha digerido la pérdida de una esposa y un hijo ni la falta de cariño de su padre, lo que le empuja a buscar cierta paz en brazos de las prostitutas del lugar. Es decir, la empatía con los personajes ocurre en la medida que el relato es capaz de convencer- nos de que están sufriendo o deben ser protegidos, de modo tal que cada diégesis modula su propio código moral para justificar, pese a su naturaleza violenta y sus métodos abyectos, que estos antihéroes son lo mejor de la historia, en tanto siempre existirá alguien mucho peor 2. Así, los relatos se construyen sobre una moralidad relativa en la que un personaje éticamente cuestionable se yuxtapone a otros explícitamente villa- nos y antipáticos para resaltar ciertas cualidades que puedan redimirlo (Mittell, 2013). Omar Little, el carismático justiciero de The Wire (HBO, 2002-2008), es un curtido ladrón de traficantes que se rige por un código personal: nunca amenaza, roba o apunta a nadie que no esté involucrado en el juego. A pesar de ser un criminal de fama y temer, Omar se instala en el imaginario como el good neighbor porque no se droga ni explota a los adictos, acompaña a su abuela a la iglesia y le encantan los cereales Cheerios. Por su parte, Frank Underwood, la testa vistosa de House of Cards (Netflix, 2013-2017), es un lobista sagaz, un canalla capaz de tejer y destejer los hilos necesarios que le permitan ascender en el poder político de los Estados Unidos. Sin embargo, es un personaje que se hace tolerable porque su descaro, su astucia y su tremenda habilidad de manipulación se ejercen en el marco de un sistema político descrito como el tablero de juego de los más ricos y poderosos. Ahora bien, siguiendo a Mittell (2013), esto no los exime de juicio moral ni anula su condición de sujetos abominables. Por el contrario, pese a ello, la empatía y la complicidad continúan gracias a la fascinación que despierta imaginar experiencias que no se tendrá la oportunidad ni el coraje de vivir. Como explica Georges Bataille en La literatura y el mal (1959), los seres humanos estamos dotados de una imaginación y unos deseos que exigen vivir más y mejor o peor de lo que vivimos; en todo caso, de una manera distinta, más intensa, más temeraria, incluso más insana. Las historias

2 El ecosistema de la maldad muchas veces requiere de la creación de localidades y emplazamientos ad hoc, como el distrito de Farmington en The Shield (FX, 2002- 2008), la penitenciaría Oswald State en Oz (HBO, 1997-2003) o el condado de Charming en Sons of Anarchy (FX, 2008-2014). 112 Giancarlo Cappello

nacieron para que esa imposibilidad fuera posible, para que gracias a la ficción viviéramos todo aquello que las limitaciones de la realidad no permi- ten y que debió ser cercenado para que la coexistencia social fuera posible. De ahí que las historias de estos antihéroes resulten fascinantes, porque nos completan, porque están plagadas de (atroces) aventuras que podemos vivir vicariamente gracias al arte, en la pura ilusión. Como destacan Barragán y Macarro (2014), a propósito de Tony Soprano: “el goce del Superyó en su Ello hace de Tony un personaje complejo que, al mismo tiempo, es un cauce que da salida a nuestros impulsos. Tony es sublimación. Tony es gula. Tony es lujuria. Tony es pecado capital” (p. 102).

Con el diablo en el cuerpo

Todo esto recuerda el poder psicagógico, arrastrador de almas, del que hablaba Platón. Por psicagogia se hace referencia a las emociones que producía el teatro gracias a las recurrencias poéticas típicas de los ensalmos, los rituales, la música y la poesía que, tanto por la forma como por el fondo, acababan cautivando las almas de los oyentes (López Eire, 2002). Esto era moralmente peligroso para Platón, pues consideraba que con esas herra- mientas el poeta era capaz de arrastrar al público a la sinrazón, apelando a la parte más baja del alma para provocar sentimientos de simpatía por personajes que en la imitación poética manifestaban el sufrimiento o pade- cimiento de tales emociones. Cuando llega el episodio titulado “Cornered”, en la cuarta temporada de Breaking Bad, el espectador confirma con terror que Walter White es plenamente consciente de su metamorfosis maligna: “Yo no estoy en peli- gro, Skyler [dice a su esposa]. ¡Yo soy el peligro! Si un hombre abre la puerta y recibe un disparo, ¿piensas que soy yo? No. Yo soy el que toca la puerta”. A esta altura, la audiencia se pregunta: ¿cómo puedo estar del lado de este sujeto? Y, sin embargo, lo está y no querrá desentenderse hasta llegar al fin de ese tirabuzón perverso en que se ha convertido la vida del modesto profesor de Albuquerque. La gravedad moral que plantea Breaking Bad —el ejemplo por antonomasia— lleva al público al límite del abismo para hacerle ver que también ha cruzado la línea, porque igual que Walter ha aceptado todas las coartadas, todos los móviles que han hecho de él un hombre malo. Aquello que sostiene el último tramo de Breaking Bad es la fascinación por el magistral carácter en que se ha convertido Walter White. Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 113

Esta perenne tensión entre el bien y el mal —especialmente el segundo filón— encuentra en las ficciones del drama televisivo un espacio fecundo para seguir escribiendo su incombustible historia. Ahora cuenta con mayo- res posibilidades creativas y una ambición incontinente por contarlo todo, con un amplio espectro de temas, tratamientos y angulaciones que le permi- ten dar cuenta del horror, del vacío, del sinsentido, del estupor sincero que parece reconocer que el mal no siempre está en los otros. Ahí están Lorne Malvo y Lester Nygaard, protagonistas de Fargo (FX, 2014-2017). El primero representa el mal en estado puro, la síntesis de lo perverso, un tipo cruel que disfruta honesta y ferozmente del dolor que es capaz de infligir. El segundo es un sujeto común que va perdiendo uno a uno los escrúpulos por voluntad propia, como un destino autoimpuesto que solo se alcanza con disciplina y que deja en claro que uno también tiene la libertad de convertirse en la bestia si es capaz de sacudirse la primera culpa. Aunque pueda parecer un planteamiento extremo, lo de Fargo —que no en vano inicia como adaptación de la película del mismo nombre de los hermanos Coen— es traer a la televisión esa representación de la violencia como marca de un tiempo decadente que Hollywood ha sabido abordar con acierto. Dos casos ilustrativos: la filmografía de Sam Peckinpah y el Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese. El primero supo dar cuenta del fin de la era dorada pos Segunda Guerra y la convulsión de los años setenta, apelando a una violencia muchas veces criticada, pero que quedaba corta al lado de las imágenes que, por la misma época, la televisión iba a transmitir desde Vietnam. Con Peckinpah, no solo los vaqueros abandonan el heroísmo clásico para transfigurarse en sujetos que, arrastrados por su pasado o por sus impul- sos, abrazan la maldad; también está el hombre común. En Straw dogs (1971), David Sumner, el astrofísico interpretado por Dustin Hoffman, asoma como el antecedente obligado de Lester Nygaard, mientras que el Travis Bickle que protagoniza Taxi Driver es el padre de Dexter y de todos los centinelas tele- visivos a medio camino entre héroe sensible y criminal despiadado. Se trata, pues, de un sino tan antiguo como la humanidad y que The Walking Dead (AMC, 2010-2017) recrea en el apocalipsis. Conforme avanza la trama, el zombi se diluye como fuerza antagónica y se configura como condición de contexto, es decir, no pierde su marca de amenaza y peli- gro, pero lo es en la medida que podría serlo también la lluvia ácida o el exceso de radiación en cualquier situación posnuclear. Después de todo, los zombis son autómatas, no existe en ellos racionalidad ni otro fin que no sea alimentarse. El verdadero mal, en cambio, reside en los humanos que, con 114 Giancarlo Cappello

la excusa basal de la supervivencia y la preservación del grupo, despliegan un repertorio violento que tiene como objetivo sus propias ambiciones, sus propios temores, sus propias cuitas. La escena de la cuarta temporada en que Rick asesina a Joe mordiéndole el cuello, borrando cualquier distancia entre ellos y los zombis, resulta emblemática: el monstruo habita dentro. En The Walking Dead todos los vivos están infectados con el virus que los hará levantarse una vez fallecidos, no hay posibilidad de reconstruir o fundar una nueva civilización. Y, por tanto, no hay lugar para los héroes.

El héroe ha muerto. Que vivan los cínicos Hasta el advenimiento de esta nueva edad dorada de la televisión, el plantea- miento de los dramas televisivos se traducía en la exposición de un mundo en equilibrio que entraba en crisis, pero que al final volvía al statu quo, al orden, a la perennización de lo que inicialmente se planteó como lo adecuado, como el deber ser. Pero ante la incursión de estos protagonistas en el primer plano de las historias —respaldados por un público empático que los acompaña semana a semana—, aparecen nuevos pliegues, otros ángulos, otras consideraciones acerca del mundo y de las cosas que obligan a desviar el curso que llevaba a la restitución del orden, para encaminarse, de manera inquietante, a una nueva versión de ese mundo. Como si el peri- plo de estos personajes hubiera servido para develar las miserias evidentes que solían omitirse, precisamente, para sostener el statu quo. La naturalidad con que un niño toma un arma y mata, las carencias afec- tivas de un psicópata, las dudas honestas de un estafador o los miedos de un sicario no son sino evidencias que relativizan las sanciones, desarticulan los valores e instalan la agonía en los espectadores, quienes no oponen resistencia porque acaso reconocen, sin saberlo, que la vida es esa perma- nente lucha contra lo imposible. La confusión, el desequilibrio, la escisión, el desasosiego, la angustia, el desconcierto entre lo real y lo irreal asoman como tramas recurrentes. El gran tema que impulsa a las teleseries se acerca mucho al concepto de decaden- cia, una decadencia cultural, económica, social, finisecular y de resonancias apocalípticas, ilustradas muy bien por los zombis de The Walking Dead. Se observa una complacencia cada vez más clara por el defecto psíquico o somático, donde lo monstruoso o lo anormal se recubren de un intelectua- lismo ilusorio —como en Hannibal (NBC, 2013-2015)— que no disimula su irracionalismo y cuyo empaque en alta definición, su preciosismo formal y su estética deslumbrante parecen sugerir la complacencia por ignorar o evadir su propio declive. Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 115

Así las cosas, el viejo héroe moderno debe reinventarse. Si hiciéramos el ejercicio de encontrar lo heroico en las gestas de estos antihéroes, si operá- ramos en concordancia con los arcos dramáticos que dibujan personajes como Walter White, Tony Soprano o Don Draper, hallaríamos que lo heroico se resume en la figura del cínico, siguiendo la pauta sugerida por Baltasar Gracián en El arte de la prudencia. Oráculo manual (2005 [1647]): “varón desengañado, sabio virtuoso” (p. 56). Es decir, alguien resignado a enfrentar los maltratos de un mundo en el que poco o nada de lo que ocurre se ajusta a la virtud y la razón, que sabe soportar los cambios de la fortuna, así como aprovecharse de ella cuando la ocasión resulta favorable. Para ponerlo en términos de Sloterdijk (2003), un sujeto que está al tanto de la disonancia existente entre la mascarada ideológica y la realidad llana y terrena, pero que insiste en llevar la máscara porque resulta más conveniente. Ya no se trataría de producir nuevos procesos de cambio más o menos profundos, sino de ajustar la realidad a las expectativas de control del sujeto. De acuerdo con esta idea, la peculiar forja del (pos) héroe iniciaría con el desencanto y culminaría con la máscara, tras un recorrido que dejaría expuestos los pliegues y matices que son pasto y combustible para tantísimos protagonistas del drama televisivo contemporáneo. Este prohombre podría empezar su camino como el sargento de los mari- nes Nicholas Brody, el protagonista de Homeland (Showtime, 2011-2016), decepcionado del sistema y de la gestión del gobierno para el que ha peleado en Afganistán. La muerte de ochenta y dos niños es demasiado, incluso para cualquier militar con algo de estómago, de modo que, tras ver caídos los ideales de su lucha militar, busca nuevos principios y creencias a los cuales aferrarse. Tratar de definir si es un villano o un héroe —Brody planea un atentado— puede resultar un ejercicio vacío, pues en tiempos en que la teoría de la conspiración está más que vigente tras los atentados del 11 de septiem- bre, nadie puede estar seguro de quién es enemigo y quién es compañero, cuál es el límite de la lógica y la razón, dónde se pierde la lucidez y se abraza la locura, quién dice la verdad y quién la oculta. Tras la confirmación del desencanto, nuestro (pos) héroe quizá seguiría la senda de Frank Sobotka en The Wire. Este tesorero de la Hermandad de Estibadores hace esfuerzos denodados por sostener la unión del sindi- cato del puerto y procura que no falte trabajo para sus compañeros. Como declara el propio David Simon, Sobotka está convencido de que puede gestionar la crisis usando el dinero que obtiene por el contrabando de los contenedores, para salvar un modo de vida que, a efectos prácticos, ha 116 Giancarlo Cappello

desaparecido de la ciudad, del puerto, de su sindicato, de su familia (en Caellas et al., 2010). Pese a que la situación lo supera y tortura —especial- mente cuando aparecen cadáveres producto de la trata de personas—, el aliento para continuar lo obtiene de la consabida frase “el fin justifica los medios”, pues ese dinero da de comer a trabajadores que están en la calle o enfermos. Y así se mantendrá hasta que acabe asesinado a causa de la escalada de eventos criminales en el puerto de Baltimore. Para evitar el destino fatal de Sobotka, y convencido de que la crisis moderna es un callejón sin salida, el cínico optaría por la mascarada, confun- diéndose entre el común de la gente y echando mano de sus habilidades e ingenios para sobrevivir en un ecosistema donde el que no caza es cazado. Vic Mackey, de The Shield (FX, 2002-2008), sirve para ilustrar dos puntos a esta altura del viaje (pos) heroico: la relativización e imprevisibilidad de la brújula moral y la lógica del bien común como artificio retórico, un bálsamo que haría todo más tolerable. Mackey y el Strike Team entienden la vulne- ración de la ley como una suerte de daño colateral originado por el propio sistema que hay que defender y, en esa trama porosa, ellos se asumen como agentes dirimentes de cualquier ética posible, de modo que tanto hilvanan gestas heroicas —en el sentido más clásico del término— como abusan de su poder y cometen delitos que apuntan, muchas veces, a un beneficio propio. Cualquier fisura en la integridad del equipo resulta amortizada por la coar- tada de estar preservando el bien mayor 3, al punto de que muchas veces la sanción moral queda en manos del espectador, quien debe juzgar la mato- nería de Mackey sobre el doctor Bernard, a saber, un pedófilo que mantiene oculta a una niña y se niega arevelar su ubicación; o la violencia desatada sobre el narco Armadillo por haber violado a una niña de doce años4. Ante la vívida confirmación de la catástrofe, tras el triste inventario de falencias insalvables, se abrirían dos caminos delante del (pos) héroe, que no

3 En muchos aspectos, el (pos) héroe se configura como un centinela, pero esta categoría le viene dada desde la instancia receptora que, ante la configuración de un entorno infecto, parece concordar en que se necesita de “buena gente mala” para hacerse cargo de la “mala gente mala”. 4 Otra vez se hace evidente que la humanidad de estos personajes no ha desaparecido del todo. No solo pueden indignarse por las cosas que sublevarían a cualquier ciuda- dano común, sino que, al mismo tiempo, es posible reconocer en ellos un pasado vergonzante que los lastra y atormenta, una herida abierta, un presente sin alivio, sin futuro, sin sentido. La complejidad, la ambigüedad y la contradicción del mundo contemporáneo se describen encarnadas en estos seres oscuros que, bien mirado, podrían ser cualquiera que haya tentado los límites. Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 117 son sino variantes del mismo derrotero: tentar la utopía personal, inventarse un mundo a la medida, simular, o abrazar de lleno el absurdo, la nada, entregán- dose a los ecos y síntomas terminales de ese presente en decadencia, violento y séptico. Ser Don Draper, Tony Soprano o Walter White. Ser Lorne Malvo, Vic Mackey o un no muerto que insiste en seguir andando a ningún lugar.

La razón por la que no has sentido el amor es porque no existe [dice Don Draper a una conquista potencial]. Lo que llamas “amor” fue inventado por tipos como yo para vender calcetines. Naces solo y mueres solo y este mundo solo te impone un montón de reglas que te hacen olvidar esos hechos. Pero yo nunca me olvido. Vivo como si no hubiera mañana, porque no hay. La sentencia de Don postula que, ante la crisis, lo social solo puede soste- nerse en la mascarada del simulacro. En esa línea, la hiperrealidad descrita por Baudrillard (1989) es el fenómeno definitorio de este tiempo, resultado de haber anulado al objeto a cambio de su reflejo. Ante una realidad despro- vista de sentido, “ya no hay verdad” y el sujeto se ha encargado de definir lo real asignando estímulos y signos reales a un concepto para ser considerado como verdadero. El amor no sería amor sin las prácticas de San Valentín; un compromiso matrimonial no sería del todo un compromiso sin el anillo que lo representa. Disimular es fingir no tener lo que se tiene, dice Baudrillard, mientras que simular es fingir tener lo que no se tiene. “El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero” (p. 58). De ahí que, ante la desaparición de los referentes en los signos, no puede existir otro Don Draper que aquel que ha construido Don después de la guerra, porque él es su propio referente. Como no existe otra mafia y otro talante que el de Tony Soprano, se esfuerza en buscar en las películas de gánsteres. Tampoco existe el mito del padre de familia en Walter White, porque Heinsemberg ha tomado su lugar. Los héroes se diluyen cuando enfrentan la caducidad de los viejos cánones y se rinden a la nueva realidad. Como la esplendorosa afirmación de Rimbaud, “yo es otro”, las teleseries de esta edad dorada exploran el bien y el mal como partes irreductibles de la identidad. Hay tanto de Dr. Jekyll y Mr. Hyde como de Buffalo Bill en cada protagonista fascinante. Y, así, quizá todas las historias puedan reducirse a la del vaquero que acepta que los tiempos del cowboy han sido superados, pero que decide volver a cabalgar, con el diablo en el cuerpo, para protagonizar un espectáculo de feria que dé cuenta de sus viejas aventuras, solo para dejar en claro que no lo han vencido. 118 Giancarlo Cappello

Así, pues, el cínico es un tipo lúcido que conoce de sobra la falsedad, que sabe que el mundo se salió de control y despliega lo necesario para no ser perjudicado. “Es la falsa conciencia ilustrada, la conciencia infeliz que se sabe perdedora, pero no da su brazo a torcer y la emprende contra lo simbólico, reformulando su estatuto” (Sloterdijk, 2003, p. 137). De modo que en un tiempo donde los valores sociales y epistemológicos asoman como relativos, héroe será todo aquel que consiga administrar el caos, más allá de las herra- mientas y del marco ético al que recurra.

¿Sabes qué? [dice Walter White a otro paciente con cáncer] Cada vida viene con una sentencia de muerte. Por eso cada cierto tiempo vengo acá para hacerme un examen regular, sabiendo muy bien que una de esas veces, quizás hoy mismo, voy a escuchar malas noticias. Pero hasta entonces, ¿quién está a cargo? Yo. Es así como vivo mi vida.

Los prohombres de esta era televisiva son reflejo de la contingencia, de lo que es posible pero no necesario en este mundo loco que es la contemporanei- dad, donde el principio de incertidumbre aparece como agente rector en todos los frentes. Parafraseando la lúcida lectura que hace Vargas Iglesias (2014, p. 9) acerca del héroe de Schrödinger, ya no se trata de responder a la pregunta de si está bien o mal presionar el botón de la bomba, sino de algo más complejo: ¿en qué sentido es bueno o malo presionar el botón de la bomba? El desencanto moderno constituye una nueva actitud y exige un heroísmo distinto, el cual, aunque inspirado en sus formas probadas —heroísmo de la eficiencia, heroísmo de la fuerza moral, heroísmo estético—, empieza a inventarse a sí mismo (Birnbaum, 2004). Los (pos) héroes dislocan el discurso moderno y craquean el establishment. Con ellos la realidad se subvierte, lo consciente y lo inconsciente colisionan y el statu quo es herido de muerte, aun cuando se retorne al equilibrio. Porque los planos que antes componían una realidad calculada ahora no pueden evitar mostrar un panorama distinto, lejos de los afeites de lo políticamente correcto. Y, en medio de todo esto, los criterios de verdad, la calificación moral, la pertinencia de la sanción, en fin, cualquier categoría absoluta se torna evanescente. Como señala Vattimo (1992): “No hay una historia única, hay imágenes propuestas desde distintos puntos de vista, y es ilusorio pensar que haya un punto de vista supremo, comprensivo, capaz de unificar todos los restantes” (p. 76). Los que campean en las teleseries no son ídolos forjados de acuerdo con el deber ser, sino figuras marcadas por el no poder ser. El (pos) héroe de esta era televisiva es un cínico que, proyectándose en sus posibilidades, da signi- ficado al mundo y proyecta el mundo como suyo. Primera p arte / Des pués de los héroes (o el triunfo de los cínicos) 119

Referencias

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Del criminal en serio al criminal en serie: un periplo por las pantallas

Julio Hevia Garrido Lecca

Décadas atrás, Carlos Monsiváis comentaba que, de la prensa escrita, cabía destacar dos secciones, las más visitadas por el lector estándar, según el cronista mexicano: las páginas sociales y las crónicas policiales. Se nos decía que el destinatario del llamado cuarto poder encontraba en las notas sociales los ideales a seguir, cuando no el lujo y bienestar detentados por las clases privilegiadas; mientras que en la sección policial ese mismo lector exploraba lo prohibido, regodeándose con los límites de una maldad recuperada fotográfi- camente (1986, pp. 131-132). Es obvio que los tiempos han cambiado, al punto que la llamada cultura del miedo y su reverso complementario, la promoción de la violencia, son elementos constitutivos de una especie de síndrome que, expresado en la clave de Bauman, tanto da cuenta de la mixofobia como de la mixofilia, valores negativos y positivos desprendidos, indistintamente, por los acomodaticios objetos que ese mismo miedo destila (2011, pp. 92-93). Todo ocurre, pues —volvemos a Bauman—, como si la existencia y cercanía de ese otro, calificado de extraño y sobrecogedor, nos inhibiese y excitara de manera alternativa, activando de continuo el viejo par atracción-repulsión. Si nos acercamos a la postura de Lipovetsky y Serroy, concluiríamos que, hoy por hoy, las imágenes de lo violento, espectacularizadas a más no poder en las pantallas, son bienvenidas bajo la coartada de una información hiperrealista o cual inexcusable pretexto para la mejor proyección de unos logros tecnológicos que constituyen su más claro producto y recurrente indicador (2009, pp. 73-93). Vayamos, pues, a las series televisivas, en gran medida tributarias de un imaginario cinematográfico cuya proliferación en las parrillas hogareñas dio cuenta, en primera instancia, de una domesticación y aplanamiento temáticos que a nadie puede ya sorprender, para evolucionar luego hacia la gestación actual de un formato cuya insospechada prolijidad atraviesa todas las fases de su producción.

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La paradoja, que acá sugerimos, indicaría que las series televisivas viven de los mismos asesinatos en serie que recrean, o que el asesino que mata es el mismo que, bajo los parámetros de la correspondiente ficción, le da vida al anhelado rating de esa serie. Y es que la sintonía concitada por tales productos masivos funcionaría, tal cual sugiere Chatelet, a la manera de un “operador de homogenización” (2002, p. 55), de allí que “un atractivo caos-mercado de opiniones se presenta entonces como parámetro y termó- metro natural —capaz de adicionar las opiniones para neutralizarlas[—]” (2002, p. 59). En buena cuenta, Chatelet estaría sosteniendo que los inte- reses mediático-marketeros se enfocan en el propósito de sistematizar las distintas respuestas del público o, mejor aún, en integrar en patrones más o menos comunes lo que hay de variopinto en ellas.

El monstruo como antihéroe

La presentación de lo escabroso y grotesco, de lo perverso y abyecto en tales formatos remite a la propia etimología contenida en la noción de lo monstruoso: instancia que rebasa, y por mucho, lo que hay de deseable y permitido en el plano de la mostración. Aristóteles pensó, por ejemplo, que “el monstruo es un error de la naturaleza que se equivocó de mate- ria” (Canguilhem, 1971, p. 224); mientras que, más cercano a nosotros y a los meandros de la percepción gestáltica, Mangieri ve en la existencia del monstruo humano “una metamorfosis (a veces reversible o irreversible) caótica y desestabilizadora de la buena forma” (2006, p. 256). Igual sería válido, a propósito de esta rápida revisión, evocar la fórmula acuñada por Tarde cuando entendía “que el tipo normal es el cero de la monstruosidad” (en Canguilhem, 1976, p. 203). Sea que se insista en lo errático, en lo informe o en lo más enajenado de una supuesta naturaleza humana; sea que en el perfil del personaje se priorice el defecto estructural, la alteración estética o el desajuste clínico, lo cierto es que los retratos levantados en torno a los incontenibles ímpetus de tales engendros y, por qué no decirlo, a la ritualidad escatológica que, con frecuencia cíclica y morboso énfasis, nos alcanza el espectáculo televi- sivo, igual dan cuenta hoy de un matiz novedoso, de una variable que se sobreañade al inventario arriba citado, y esta es la sofisticada codificación de los procedimientos que los asesinos de moda ventilan y a cuyo análisis se abocan, exhaustiva y a veces infructuosamente, los agentes del orden. Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 125

Tal plus confirmaría el vedetismo que hoy detenta la investigación forense, efecto explotado con especial fuerza en esa suerte de bloque narrativo este- lar al que apelan series como CSI Nueva York (CBS, 2004-2013), CSI Miami (CBS, 2002-2012), CSI Los Angeles (CBS, 2009-2016) o Law & Order (NBC, 1990-2010). Nos preguntamos si acaso la relevancia detentada por la data biográfica del sospechoso y el examen obseso de su agenda, la búsqueda de una lógica en su modus operandi y la explícita reiteración de sus vejáme- nes, claramente concedida en cada capítulo de dichas series, no traducen el afán de “normalizar” tales desvíos, de hacerlos pasar a un terreno donde lo predecible y lo inteligible deban, obligadamente, interconectarse. Según el epistemólogo francés Canguilhem, “normalizar significa imponer una exigen- cia a una existencia, a un dato, cuya variedad y disparidad se ofrecen, respecto a la exigencia, más aún como algo indeterminado y hostil, que simplemente como algo extraño” (1971, p. 187). Bien mirado, se apuesta por el esfuerzo de arrancarle un sentido a ese inventario de datos, en principio heteróclitos o inconexos, ostentando “una voluntad de substitución de un estado de cosas que decepciona por un estado de cosas que satisface” (p. 188). Hablamos, entonces, de la gestación de largas secuencias y esmerados planos cuya prolijidad técnica e innegable impacto visual suelen alcanzar el nivel de lo que Baudrillard calificó de obsceno o de aquello que el mismo pensador llegara a caracterizar como porno-real (1981, pp. 33-51), dado el ostentoso propósito de que dicha imagen encuadre, vía la lente microscó- pica, el detalle imperceptible. Es la promoción, entonces, de una visibilidad que parece planear sobre todo aquello que permanece, por lo común, ajeno al alcance de la mirada humana y que, claro está, una tecnología amable o policiacamente tentacular facilita (Wajcman, 2011). Las severas dificultades que los investigadores de muchas de estas series sufren para leer las pistas que, a veces intencionalmente, riega el respon- sable en la escena del crimen sugieren que, en la contemporaneidad, el criminal puede alcanzar, si no la estatura del genio, al menos la de un estra- tega sofisticado y gozosamente manipulador. En gran medida, tal atributo estaría fundado en lo intrincado del delirio que gobierna la visión del crimi- nal y a cuyo mecánico ajuste se debe tanto lo incontenible de sus ímpetus como la arbitrariedad de sus ataques. Ya es en sí misma reveladora la supe- ración de la clásica antinomia entre el héroe y el villano, giro establecido con el claro propósito de insertarnos en el nuevo feudo de la polaridad que yerguen el equipo de expertos, de un lado, y del otro el monstruo como tal, suerte de individualidad excepcional que el asesino encarnaría. 126 Julio Hevia Garrido Lecca

Digamos que, en algún nivel, se trata de admitir tácitamente la supe- rioridad del mal, suerte de corolario de unas crisis harto voceadas y a las que la mayor de mis hijas parecía apuntar, a sus cinco años de vida, con la pregunta: “¿Por qué los malos son siempre más inteligentes?”. Enfatizando el hecho de que buena parte de la data extendida sobre estos personajes cabe en el marco de la psicosis, cuando no de la propia perversión, confirmamos con Canetti la idea de que la subjetividad apurada por tales agentes supone un vertiginoso tránsito de afecciones, disloques en múltiples escenarios y cobertores valorativos de la más variada índole social. Así pues, al igual que el esquizofrénico y el legendario psicópata, el asesino encarnaría variados e incluso antitéticos perfiles, adecuándose a veces a la fórmula que lo define como “un trozo desprendido de masa” (Canetti, 1987, p. 319), variedad que lo habita y de la que se nutre para mejor escamotear a sus cancerberos. Volvamos a las evoluciones del héroe contemporáneo, que según Musil se ubica entre “el dolor y el triunfo del incomprendido” (2008, p. 226). Cabe entonces la pregunta: ¿acaso ya en la propia figura del antihéroe no latía una mal labilidad hacia lo violento y hacia su resonancia público-mediática, todo a la manera de Mike y Mallorie, la pareja criminal estelar de la cinta Natural born killers (Oliver Stone, 1994)? Lo cierto es que, en el despliegue frecuen- temente furtivo y poéticamente esquivo del antihéroe, o en su marcada imposibilidad para el compromiso a largo plazo y sus románticos guiños, se va haciendo patente el grosor de unas resistencias a la norma hoy domesti- cadas de modo más cool, vía un recomendable “estilo de vida”, o devenidas cliché cosmetológico neoliberal. Veamos la caracterización que, del perfil nómade, desarrolla Simmel, un maestro de la ensayística sociológica urbana:

Como el extranjero no se encuentra unido radicalmente con las partes del grupo o con sus tendencias particulares, tiene frente a todas estas manifestaciones la actitud peculiar de lo objetivo, que no es meramente desvío y falta de interés, sino que constituye una mezcla sui generis de lejanía y proximidad, de indiferencia e interés. (1986, p. 718)

Todo ocurre como si el asesino en serie hubiera leído a Bernard Shaw en clave inversa, pues allí donde el dramaturgo británico sostuvo que enamorarse es “exagerar desmesuradamente la diferencia entre una mujer y otra” (como se citó en Freud, 1978, p. 77), aquel parece empeñado en demostrarnos que es preciso llevar, a su más absoluto extremo, la equiva- lencia entre una víctima y otra; hablamos, pues, del vejamen de estas y de su inevitable aniquilación final. Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 127

Estéreo-tipos

En el afán de levantar una tipología provisional, nos encontramos con que las pantallas ofrecen tres perfiles más o menos estabilizados de criminales, suerte de identikit mínimo que acá provisoriamente propondremos. Primer perfil. El exquisito, sofisticado y artístico, a la manera de Hannibal Lecter, que, oscilando entre el más feroz canibalismo y las delicias del gour- met, ha migrado del cine con The silence of the lambs (Jonatham Demme, 1991) a la televisión vía Hannibal (NBC, 2013-2015), con creciente impacto. Por el coeficiente intelectual que este tipo de personaje trasluce, se diría que forma parte de una desviación superior del crimen, suerte de élite intelec- tual que va a escapar, por probabilidades, a las previsiones policiacas. Quizá incluyéndose entre los “monstruos definidos”, tal cual los refiere Mangieri (2006, pp. 262-263), se trata de un tipo de entidad que emerge bajo un enun- ciado nominal: pensando entonces en antecedentes destacables, y dada la clave moralista que le fuera atribuida, podríamos recurrir al legendario Jack el Destripador como su figura antonomástica. Segundo perfil. El frío, eficiente y limpio; nos referimos al sicario, asesino a sueldo o ajustador de cuentas, esos que Tarantino, Cronenberg, Mann y toda una corriente del cine japonés han sabido recrear en sus filmes. Hablamos de un profesional del crimen, de un agente dotado de los atri- butos justos y necesarios para encarnar la pragmática de un programa que lleva, primero, la ejecución de la víctima a su más alto nivel de eficacia y, luego, al terreno de la mera estadística. Aquí el desvío deviene oficio, ergo, limpieza, eficiencia y, como natural consecuencia, lucro. Es por todo ello que, en tales atmósferas confrontacionales, el que pestañea pierde. Y el que habla más de la cuenta, también. Justo es evocar aquí el trabajo de Javier Bardem, quien encarnó una variante escalofriante de tal personaje en la cinta No country for old men (Ethan y Joel Coen, 2007). Volvamos a Chatelet cuando evoca “la elegancia del gánster que hace desaparecer ‘los problemas’ con un simple chasquido de sus dedos” (2002, p. 72). Para decirlo con Barthes, en estos personajes se da la puesta en acto de un gestiario minimalista, de una reacción fugaz y terminal, que aniquila las distancias entre la pura advertencia y su fatal consumación; de allí que “los gánsteres y los dioses no hablan, mueven la cabeza y todo se cumple” (2006, pp. 74-75). Vemos anticiparse la muerte del otro vía la parálisis en que se va a ver sumido: verdadera puesta en acto del contraste entre la impotencia aterrada de la víctima y la gélida prepotencia del ejecutor. He 128 Julio Hevia Garrido Lecca

allí la secuencia, paradigmática se diría, de Reservoir dogs (Tarantino, 1992), en la que el policía que funge de rehén va a perder una oreja en manos de uno de los miembros de la banda de asaltantes. Tercer perfil. El apático, apagado y disfórico; se trata de un adulto infan- tilizado, a la manera del “idiota de la aldea” o del antisocial por excelencia, cuya figura emblemática quizá la encarnara el inolvidable Norman Bates de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Es un personaje que, no lo olvidemos, también cuenta con su correspondiente correlato televisivo en el escabroso Bates Motel (AETV, 2013-2016). En estos casos, la fisonomía endeble y un carácter tímido y taciturno son los mejores cobertores contra cualquier sospecha de su real condición y soterrados propósitos. En este perfil detec- tamos una suerte de desviación menor, sin aspavientos, de bajo perfil. Según Mangieri, aquí se instalan los “monstruos apuntados” (2006, p. 262), aquellos que señalan oblicuamente lo antropomórfico, caracteres quizá mejor refle- jados hoy en el tándem que constituyen Freddy Krueger y Jason Voorhes, quienes, en décadas más recientes, y por su mecánica y no poco carica- turizada rudeza, actualizan una suerte de infantilismo de lo violento por lo violento mismo (Núñez, 2005, pp. 193-206). Hablamos, pues, de cintas verdaderamente emblemáticas de un cine no poco comprometido con el género gore como Nightmare on Elm Street (Wes Craven, 1984) y Friday the 13th (Sean S. Cunningham, 1980). A propósito de lo anterior y del tácito desorden que la existencia de estos seres destila, Canguilhem (1971) ha levantado una interrogante a la que el mundo de hoy mal podría extender una respuesta satisfactoria. Se pregunta el pensador “si una sociedad cualquiera puede ser capaz, al mismo tiempo, de lucidez en la fijación de sus fines y de eficacia en la utilización de sus medios” (p. 199). Como lavándonos las manos diremos que nada puede, por el momento, agregarse a tal duda.

Rastros y rostros

En cuanto a los rostros en particular, las apariencias en general y el espectro de personajes que nos extienden las pantallas, tanto en relación con la regla como con la infracción que ella sanciona, también pueden postularse algunas constantes que veremos enseguida. Primera constante. La confirmación de la regla: se trata del feo y el indi- gente que, ante el sentido común y para beneplácito de ciertos requerimientos criminológicos, va a nutrir la dinámica de la profecía cumplida. En esos casos Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 129 ronda lo que Wacquant (2004) ha llamado con justeza “criminalización de la pobreza” (p. 21). Nótese el viraje de sensibilidades que supone tal ejerci- cio en el caso, por ejemplo, del mendicante que, como nos hace recordar Mangieri (2006), en tanto outsider económico o ser periférico y fronterizo, suele estar en capacidad de movilizar “la piedad, el dolor, la misericordia, la compasión” (p. 230); aunque, en paralelo —no debemos olvidarlo— podrá atraer sobre sí la desconfianza, el recelo, el repudio y un deseo de expiación más o menos generalizado: mecánica de estigmatización hecha realidad, se diría, por una especie de contagio comunitario o por el ininterrumpido flujo de “emisiones-percepciones-transmisiones” que determinadas consig- nas proveen por doquier (Deleuze y Guattari, 1988, p. 89). Segunda constante. La decepción de la regla: el bello y apuesto, figura paradójica que confronta la armonía estética con el descoyunte ético, terreno donde cabe el deportista exitoso involucrado en algún episodio sexual oscuro, sea que fuera perpetrado con su pareja oficial o la acompañante de turno. La decepción de la regla aquí encarnada lo es más aún cuando la responsabilidad del crimen se atribuye al género femenino, efecto que, como ha demostrado certeramente Myriam Jimeno (2004), lejos de situar a la mujer en el orden del desajuste social, la confirma en el plano de los devaneos emocionales y sus siniestras consecuencias (pp. 127-230). Esa mujer asesina quedaría instalada en un escenario público que le ha sido históricamente refractario, suscrita como estuvo a unas expectativas patriarcalmente transmi- tidas que la forjaron como un personaje humoral, sospechosamente astuta y manipuladora, ergo, poco confiable. Si acaso los cánones de belleza imperan- tes se confirmaran en el perfil de la responsable, estaríamos quizá hablando de una suerte de renacimiento de la dama infernalmente sensual que pusiera en boga el género negro norteamericano, por no hablar de una recuperación, a distancia, de la bruja del Medioevo. Volvamos al terreno viril y recordemos que la hoy denominada vigore- xia ha colocado en el escenario contemporáneo a un personaje claramente orientado al desarrollo de su musculatura y notoriamente preocupado por exhibirla. A los tipos de belleza y armonía estéticas, hoy harto deseables, se anexa, en la misma figura y programación, la de un rostro de pocos amigos, cierta dureza en la mirada y una clara intención de no ceder un palmo en la ocupación de los espacios comunes. El tránsito del reposado ejercicio intelectual del investigador de antaño a la gimnástica de un trajinar detectivesco no exento de yerros y peligros, “un exceso en el orden de la sensación”, tal cual lo nomina Caillois (1993, p. 292), parece encontrar hoy por hoy su correlato en esa figura hermética que el asesino, emulando al 130 Julio Hevia Garrido Lecca

artista de vanguardia, corona con un silencio en el que habría que certificar, según Susan Sontag, “el apogeo de la resistencia a comunicar” (1997, p. 17). He allí la estampa del gorila de ayer que va aproximándose al sitial hoy ocupado por el agente de seguridad, el policía privado y el guardaespaldas de los buenos y de los malos, de los malos que pasan por buenos e incluso de los buenos que no pueden ocultar su maldad —como el caso, paródico y revanchista, de los personajes de Inglourious Basterds (Tarantino, 2009) o del protagonista enmascarado de V for Vendetta (Mc Teigue, 2005)—. Un rostro poco agraciado anexado a una corpulencia espectacularmente trabajada da cuenta de uno de los montajes anatómicos, y también de los exabruptos corporales, en los que son pródigos tanto el imaginario urbano como aquella otra realidad que las pantallas multiplican por medio de figu- ras no poco grotescas, que a la manera de los hombres-anuncio de otras épocas, parecen desplazarse como vitrinas andantes. Tercera constante. La excepción a la regla: el sujeto estándar, el empleado correcto, el hombre de saco y corbata, inofensivo a la vista, a la manera de The Boston Strangler (Richard Fleischer, 1968), ese que incluso es capaz de sensibilizarse hasta el llanto, como un demócrata sensible, ante el asesinato del presidente J. F. Kennedy. Postulamos que tal clase de personaje cons- tituye la excepción a la regla de unas imágenes que, en teoría, pretenden circunscribir el inventario de la maldad. Por no hablar, claro está, del caso límite del asesinato múltiple perpetrado por aquellas hermanas que dieron cuenta de todos los miembros de una familia aburguesada de la campiña parisina, en cuyo hogar laboraban como empleadas de confianza. Hablamos del film La Cerémonie (Claude Chabrol, 1995), basado en el guion original de Jean Genet y también, vale la pena recordarlo, materia de una tesis de doctorado del psicoanalista Jacques Lacan. Cabe seguir insistiendo en una orientación más o menos predominante en las series y filmes de los que acá hablamos, en la que, no en vano, se aban- dona el psiquismo atormentado del asesino para recrear lo infalible de sus rutinas, el borde sanguinario de su goce y los cíclicos anclajes que observa. Es una suerte de efecto reality, de libre acceso a la intimidad del victimario, que nos es entregada según cómo evolucionan las ansias en juego y la exci- tación que experimenta el personaje al sentir el aliento de la autoridad en la nuca. Acaso convenga preguntarse, con Lipovetsky (1995), si en la recreación de esos enmarañados rituales no hay una impronta nostálgica sufrida por una sociedad que confunde los tiempos y lugares de los ceremoniales de ayer, fundacionales y celebratorios de un orden dado, con las prácticas actuales de Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 131 aniquilamiento y ajusticiamiento clandestino (pp. 173-220). Sea como fuere, todo nos indica que se trata de una migración del estereotipo clásico en beneficio de un orden performativo en el que, a título perentorio, es instalado el criminal. Nótese, por ejemplo, la defensa antisemita brillantemente susten- tada por el skin head al que Edward Norton da vida en American History X (Tony Kaye, 1998). La sociedad, sede de disidencias contenidas o de antago- nismos latentes, advierte Canguilhem, está lejos de plantearse como un todo. Justo es restituir el valor preponderante que detenta un recurso narrativo como el del flashback, siempre informando sobre el pasado de víctima que arrastra el victimario actual, a veces devenido violador en el entorno más cercano o asesino en serie propiamente dicho. Con frecuencia, el escena- rio preferido por el autor de esos homicidios masivos, no lo olvidemos, es la propia escuela donde sufrió permanente escarnio. Véase el caso de la masacre estudiantil que inspiró la notable cinta Elephant (Gus Van Sant, 2003) así como el documental Bowling for Columbine (Michael Moore, 2002). ¿Esclerosis de la familia y caducidad de la escuela? Canguilhem (1976) nos hablaría de la existencia “de un régimen inventado para canalizar y amorti- guar los antagonismos sociales, de una máquina política adquirida por las sociedades modernas para diferir, sin poder impedir, en última instancia, la transformación de sus incoherencias en crisis” (p. 208). Un último guiño clasificatorio es el que permite distinguir a los malos del lado del bien, donde habría que incluir a algunos héroes de cómic que, en clave más dura y beligerante, es decir, en función de unos poderes no siem- pre reprimidos por la autoridad del caso, se han refugiado hoy en el cine. Es el caso del resucitado y taciturno Batman, así como el de su genial antípoda, el humorístico y temperamental Guasón: he allí las interpretaciones de Jack Nicholson primero y la del recientemente desaparecido Heath Ledger para confirmar su insospechado impacto. Sobre el murciélago enmascarado hay toda una gama de realizaciones para escoger, a saber, Batman y Batman returns (Tim Burton, 1989 y 1992); Batman forever y Batman & Robin (Joel Schumacher, 1995 y 1997); y, finalmente, Batman begins, The dark knight y The dark knight rises (Christopher Nolan, 2005, 2008 y 2012). En el plano televisivo se eleva el muy introspectivo Dexter (Showtime, 2006-2013), justiciero cavilante y replicador de asesinos en serie, que retoma una larga tradición de vengadores siempre bienvenidos desde la pantalla grande, aunque esta vez se cristalice en la imagen del policía que opera entre bambalinas. Dexter se inscribe en esa tierra de nadie, en esa especie de vaivén extendido entre una justicia por siempre demorada y un ajuste 132 Julio Hevia Garrido Lecca

que, para efectuarse tal cual es deseable, habrá de operar sin trámites inne- cesarios ni burocráticas esperas. Dexter juega el juego de la ley del talión, pues allí donde el asesino en serie se ve perseguido por la compulsa nece- sidad de acumular víctimas, el atormentado Dexter se ve una y otra vez sobrepasado por la simétrica y persecutoria misión de vengar a las víctimas. Mientras que, entre los buenos operando en el mal, podemos distinguir, de un lado, la historia de The Sopranos (HBO, 1999-2007), del otro está el dueto conformado por Walter White y Jessie Pikman en la inolvidable y emblemática Breaking Bad (AMC, 2008-2013). Así pues, mientras que White, alias Heisenberg, profesor escolar de química y paciente canceroso terminal, no tiene, al menos en teoría, nada que perder y todo por arriesgar, Jessie Pikman, adicto al crac y a la metanfetamina, se ve jaloneado por la sobredo- sis en medio del furor culposo, el rumiar del sufrimiento y las fantasías de una rehabilitación siempre procrastinada. Aunque a Walter White y a Jessie Pikman todo parece separarlos inicialmente —la pertenencia generacional, las responsabilidades ante los terceros, su estatus y biografía—, los une, en última instancia, una entidad más contundente: la droga. Suerte de gran paradoja, esa misma droga vuelve a dividirlos en otro plano, funcional si se quiere, pues allí donde uno de ambos precisa elaborar la dichosa sustancia del modo más cuidadoso posible para mejor capitalizarse, el otro participa de su producción en tanto capturado por unas redes que hacen de su condición de dealer el mejor cobertor contra el yonkee que, en lo sustancial, encarna. Una ulterior vuelta de tuerca va a asimilarlos y homologarlos de nuevo, pues, en ambos casos, hay un ajuste literal a la sentencia que indica que el fin justi- fica los medios, como también obliga a sortear los propios miedos. Se diría que la historia de Breaking Bad atraviesa todos los clichés, los conyugales y los familiares, los de la confesión y la transparencia o los de la generosidad y el oportunismo; un amplio espectro de estereotipos sociales, los de la vida privada y los de la corrupción institucional o los de la sole- dad y la convivencia; es la serie de lugares comunes que gobiernan nuestra concepción de la verdad y la mentira, de la justicia y la injusticia, del costo y el beneficio, cuando no de unas fortalezas y debilidades inextricablemente gestadas. Y cuando decimos que nuestra historia atraviesa todo ello, lo expre- samos al pie de la letra, pues, luego de ese recorrido, nada parece quedar indemne, todo deviene desértico, como desértico es el escenario que, cual obligado telón de fondo o sintomático paisaje, tantas veces opera en la serie. Lo cierto es que, con el transcurrir de las temporadas, las víctimas pierden su inocencia, los culpables se tornan cada vez más simpáticos, los valientes se Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 133 van quebrando y los timoratos se dotan de insospechadas dosis de coraje; en fin, tanto hay lugar para el ablandamiento de los más duros como para que los blandos, irreconocibles e impertérritos, se vayan mineralizando.

Institucionalización y despersonalización del crimen

Y allí donde algunos autores entienden que las mutaciones de Walter White, de pronto actualizadas y enfatizadas por Heisenberg, confirman la vieja etiqueta de la doble personalidad y saquean, por enésima vez, el mito del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (De los Ríos, 2013, p. 25), otros especialistas proporcionan claves menos sospechosamente consensuales. Así pues, léase la declaración de Richard Price, uno de los guionistas principales de esa serie de lujo que es The Wire (HBO, 2002-2008), ante la pregunta sobre el tono que anima la catadura moral de los personajes: “¿Y cuál de esas partes es el Dr. Jekyll y cuál es Mr. Hyde?”. Price dice simplemente: “Ninguna. Uno siempre es y será completamente Frankenstein” (Fresán, 2010, p. 88). Se diría que la apuesta por lo diverso, por el estallido de los fragmentos o por el resquebrajamiento de un orden unitario queda, en el caso de The Wire, plenamente eviden- ciada, suerte de fuerza amenazante que atraviesa ese orden social del que se da cuenta en el mismo relato. Insistimos: se trata de una propuesta atípica por la cantidad de estra- tos que explora la historia y por la diversidad de regiones que, a manera de escalas, visita. Suerte de retrato especialmente crudo que, en términos globales, vemos levantarse sobre la realidad del tráfico y consumo calle- jero de drogas, preferentemente llevado a cabo entre jóvenes de raza negra. Dado el conjunto de principios, arreglos y subterfugios que, en todas las instancias institucionales, precisa activar y perpetrar ese submundo, lo que The Wire nos alcanza es el organigrama con que aquellas fuerzas trabajan y su obligada conversión en un diario y vertiginoso sociodrama. Siendo la ciudad o quizá las calles —las de la peligrosísima Baltimore— el auténtico y multiforme protagonista de The Wire, no es gratuito que se yuxtapongan y entrecrucen en el relato los distintos planos, las mil mesetas y la variedad de guetos que, de una temporada a otra, la serie recorre; se trata de un desfile por los distintos territorios a los que se recurre, a modo de un gran fresco, para mostrar el peso y lugar, la función y la jerarquía que allí detentan, y por la que pugnan, los griegos, los rusos y los orientales, los latinoamericanos y los afroamericanos, los que aun sin aplicar las leyes, parecen encargados de hacerlo, y quienes, en la orilla opuesta, administran su incumplimiento y se 134 Julio Hevia Garrido Lecca

ejercitan prolijamente en ello. Se trata, notémoslo, de esferas gobernadas por la desconfianza permanente y la traición súbita, entornos donde nadie sabe para quién trabaja o contra quién lo hace. Producción, transporte, circulación y consumo de drogas en todas y cada una de sus escalas y, transversalmente, como es habitual, la eterna fórmula de la negociación y la diseminación del lucro, que opera conti- nua, infatigable e inextinguible, y multiplica los dividendos por doquier y a pesar de quien fuera. Vemos cómo el precario equilibrio presupuestal que sostiene al equipo policiaco encargado de rastrear las llamadas de una mafia sólidamente expandida por las calles de Baltimore no pasa de ser una de las tantas valencias que, en la historia, remite a una intrincada red de funcionarios y políticos abocados a toda suerte de guiños meritocráti- cos. Así vistas las cosas, solo en el fondo de la agenda se asomará, a duras penas, el afán de combatir verdaderamente y de modo sostenible la proble- mática del tráfico y la drogadicción urbana. A diferencia de otras exploraciones de temática análoga, The Wire propone una lectura alternada de los manejos financieros, logísticos y funcionales que estructuran los distintos estratos comprometidos en velar por la marcha fría e ininterrumpida de esa maquinaria. No detenta un lugar menor el esta- tus que ocupan los personajes involucrados, desde los que se instalan en sus más altas esferas hasta la tropa adolescente que emplaza las calles, la misma que es permanentemente renovada dados los requerimientos del mercado y la propia desocupación que impera en el gueto. Según han informado los propios analistas de la serie, no es casual que los dealers callejeros sean, en cada temporada, cada vez más jóvenes, al punto de que tal colectivo lo cons- tituyen, en su extremo, niños de 8 o 10 años siempre prestos, con un arma en la mano y alguna sustancia en los bolsillos, a conquistar el correspon- diente respeto, tal cual se lee en ese submundo. Y es que nada indica, hasta nuevo aviso, que allí exista otra manera de ganar posicionamiento y pres- tancia, habilidad y experiencia, por no hablar, claro está, del dinero que va y viene, margen pecuniario que todo lo puede y en nombre del cual habrán de ejercerse y justificarse todas las modalidades de violencia imaginables. Están, por supuesto, todos aquellos personajes que, según la óptica que los gobierna y los pesos que habitualmente sobrellevan, luchan contra un orden de cosas que prima en el mundo de la droga; y está también, hay que decirlo, la presencia de un cuerpo policiaco que se alínea y reconfigura con las cambiantes políticas de turno, oscilando por ello entre una sospechosa indiferencia y la cansina resignación, o yendo de la conveniente vista gorda al Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 135 más provechoso y conveniente beneficio propio. He allí al entrañable yonkee que, operando como reciclador de basura, es también el soplón de las fuerzas del orden y eventual consejero de su entorno. O el mítico Omar, que, cicatriz en el rostro y metralleta en mano, ejerce justicia a su manera; sus preferencias homosexuales y paternalistas determinan que encuentre, por probabilidades, a un joven al cual proteger o con quien habrá de apasionarse para mejor resguardarlo. Como se sabe, Omar no se alínea con bando alguno y se eleva cual Robin Hood de los desarraigados o no alineados en el gueto. Está el policía blanco que, en un arresto de ira y nerviosismo, liquida a un joven negro para luego convertirse en un afanoso profesor de escuela. Memorable es la escena en la que, ante la pregunta de su pequeño hijo sobre las reglas del béisbol, sugiere que, en toda competencia, “nadie gana, solo hay alguien que pierde más lentamente”. No vamos a olvidar a esa entidad bifronte que lidera el clan de trafican- tes en Baltimore, la misma que recuerda la propuesta de Goffman cuando advierte que la lógica del liderazgo suele repartirse entre un rol dramatúrgico especialmente visible y uno protagónico que permanece a la distancia. En el caso al que hacemos alusión, una de las cabezas es prófugo de la justicia, ergo, se encuentra impedido de mostrarse públicamente, y defiende la nece- sidad de eliminar a quien fuera necesario, salvo que la subsistencia de aquel resultase provechosa o su desaparición, perjudicial; el otro personaje, siem- pre bien trajeado, excepcionalmente estudioso y emprendedor, se interesa en trabajar del modo más racional las cuentas del negocio y aspira a blan- quear sus dividendos, procurando así expansión y progreso. De más está indicar que, tarde o temprano, ambos entrarán en colisión. Así mismo, cómo no recordar a aquel otro veterano de la policía que, luego de su polémica expulsión de esa entidad, se dedica a la noble e ingrata tarea de recuperar a unos pocos jóvenes negros sumergidos en la delincuencia o el tráfico, aunque su lucha por justificar esa inversión ante las entidades del caso se vea generalmente contrariada por la inexistencia y lentitud de los siempre recla- mados indicadores de cambio que justifiquen la inversión en tal iniciativa.

Comentarios finales sobre el viejo cuento de la identificación

Propongamos nuestras últimas pistas. Así pues, si de combatir esa fiebre patologizadora tan descuidadamente aplicada sobre los perfiles de los perso- najes en juego podemos tomar, a pie juntillas, la idea de que la denominada sociedad moderna reparte las posibilidades entre criminales y víctimas de 136 Julio Hevia Garrido Lecca

un modo casi estadístico, como parecen sugerirlo los trabajos fundacionales de Tarde y Durkheim, por ejemplo, se diría que Breaking Bad se yergue cual variante insospechada de aquella lógica que, desde sus orígenes, imple- mentara la novela policial según la cual “nadie está a salvo de la sospecha” (Boltanski, 2016, p. 36). No es difícil corroborar, en nuestro caso, que hasta el más calmo puede configurarse cual criminal en serie u obligado sicario. Recuérdese que bajo un esquema más centrado en la fuerza de un pasado que nunca acaba de ser saldado, de un pasado que nunca termina de pasar, está la excelente cinta A history of violence (David Cronenberg, 2005), donde las reacciones, demasiado expeditivas y claramente contundentes —ergo, harto sospechosas—, que ante ciertas provocaciones actualiza el personaje, van a desempolvar un perfil iracundo largo tiempo sepultado. Insistimos en lo ya formulado: quizá se trate, más que del desdoblamiento al que con tanta naturalidad se apela, de una contención tornada imposible, de un dique desbordado de súbito, de un resquebrajamiento por el cual el sujeto no puede responder la vida entera ni responsabilizarse a tiempo completo; una crónica de unos estallidos largo tiempo anunciados de los que quizá el psicoanálisis actual tenga algo más que decir que una psiquiatría fuerte- mente marcada por sombras decimonónicas. Extendemos, a continuación, un listado de ítems con el propósito de explicarnos por qué los criminales representados en las pantallas merecen, hasta cierto grado, el repudio masivo y una, casi siempre secreta, fascina- ción. Entre otras razones, divisamos dos bloques tentativos:

• El que conecta con un núcleo reactivo donde los pretextos devienen razones y viceversa. El espectador se conmocionaría por alguna de las siguientes razones: – Lo intempestivo de la aparición del criminal – Lo desproporcionado de sus respuestas – El ejercicio de una potencia que es todo prepotencia – La arbitrariedad de unos delirios que operan como eventuales justificaciones de los actos perpetrados. • El que da cuenta de unas puestas en acto más o menos calculadas del victimario, y se encuetra siempre en superioridad de condiciones res- pecto a los otros. La perversión de tal ejercicio se vincula: – Al modo en que abusa de su víctima, las más de las veces infantil o femenina Primera p arte / Del criminal en serio al criminal en serie 137

– A la calculada sofisticación con que despliega su crueldad – Al goce que parece extraer de la debilidad ajena – A su insana necesidad de encontrar seres y cuerpos en los que exorcizar, inútilmente, su déficit Sin embargo, y en desmedro de lo anterior, resulta hoy difícil afirmar que el espectador toma total partido por los buenos y que el viejo cuento de las identificaciones hace foco exclusivo e inequívoco en los agentes del orden de los relatos evocados. El facilismo de esa lectura ha sido desmon- tado, en su momento, por Noel Carroll (2002, pp. 213-301). Se diría que la gama de adherencias imaginarias del público quizá tenga bastante más que ver, de lo que estamos dispuestos a admitir, con unos planos donde lo atractivo es vecino de lo distinto y este último anzuelo de lo más distante. Así pues, más cercana y más realista es la lectura que afirma que el mal sigue resultando, hoy como ayer, inquietante en su diferencia, y que esa inconfesable fascinación suele instalarse en la base del modo en que cada destinatario resuelve su vaivén moral y fragmenta sus imágenes prevalentes, siempre bajo la coartada de un coto ficcional que parpadea entre un querer- evadirse y un dejar-invadirse. Y aunque la pretérita educación sentimental, gestada originalmente en la esfera de la literatura y su secuela audiovisual, la denominada pedagogía de la imagen, no está obligada a seguir una sola vía, hay quienes que, como Fernández Porta (2010), al referirse a los propósitos que las series de la cadena FOX parecen perseguir, sostiene que se trata de “el modo más característico de nuestra época de lidiar con el problema de los mundos hostiles” (p. 138) o que, en tales narrativas, se “despliega un repertorio que permite articular las emociones antes descritas: una vivencia profesional de las pasiones” (p. 239). Más allá de que la identificación vicaria postulada por la psicología social resulte, en la experiencia del espectador estándar, claramente refractaria a una visión estructurada, a un panorama invariable o se halle al servicio de patrones valorativos más o menos rígidos, lo cierto es que, con la intención de desenmarañar el propio núcleo temático que la programación por cable nos extiende, nada ganamos subestimando cuánto estudio, cuánta profesio- nalidad, con qué rigor y propósitos unificadores trabaja la industria televisiva en determinados géneros. Todo ello atendiendo los gustos de ciertos públi- cos, en territorios donde, por si fuera poco, encontramos a los más notables guionistas y realizadores de series del planeta. 138 Julio Hevia Garrido Lecca

Quizá debamos admitir, al final de este periplo, que aún no se dan las condiciones requeridas para erguir, con Jacques Rancière, a un “espectador emancipado”, a un espectador que tanto trascienda las distancias críticas lega- das por Brecht como la energética comunitarista que insistió en recuperar Artaud (2010, pp. 9-28). Quizá todavía debamos reconocer nuestra depen- dencia al juego que, sinuoso e incesante, se extiende entre las distancias y las identificaciones que propicia todo espectáculo, funciones que otorgan valo- res insospechados a las madres acá y a los doctores allá, colocando frente a frente las efusiones místicas del guía y los rigurosos estándares del científico, tal cual concluyen Deleuze y Parnet (1980, pp. 62-64).

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Johanna Montauban Bryce

El mito del zombi tiene larga data, sin embargo, ha adquirido creciente popula- ridad en pleno siglo xxi. El subgénero abandonó la serie B, donde permanecía latente, para consolidarse en el mainstream gracias a la proliferación de diver- sos productos vinculados: películas, series, videojuegos, aplicaciones, cómics, merchandising, y gracias a la interacción generada por sus miles de seguidores alrededor del mundo, al punto que si preguntamos qué es un zombi, la mayoría tendrá una respuesta diferente. Algunos describirán a un ser desagradable, con la piel podrida, plagada de heridas y pústulas. Otros lo asociarán con personas alienadas, pasmadas, adictos a la tecnología. Los aficionados al cine mencio- narán a George Romero como director emblemático de este tipo de películas, mientras que los interesados en estudios sociales señalarán que estos seres se vinculan a cierto ritual haitiano, cuyos orígenes pueden rastrearse en África, o usarán el término liminal para decir que se trata de una entidad en tránsito, entre la vida y la muerte... Pero ¿acaso no todos compartimos esas circunstan- cias? Salvo que alguien se llame Dorian Gray, todos estamos en este proceso llamado vida temiendo que llegue una amenaza inesperada que altere nuestra existencia, con el consecuente deterioro corporal y mental que ello implica. En ese sentido, la muerte o el apocalipsis en la trama zombi funcionan como metáfora del cambio. Lo dicho evidencia que el zombi es un ente camaleónico, y que se trata de un vocablo polisémico que se usa tanto en la cotidianeidad como para analizar diversos fenómenos en áreas del conocimiento como las que deta- llaremos más adelante. Esta ductilidad lo hace interesante y, probablemente, lo convierte en el monstruo icónico de un contexto de cambios acelerados, obsolescencias programadas e inseguridades omnipresentes.

[141] 142 Johanna Montauban Bryce

Mutaciones mitológicas

Históricamente, los orígenes del zombi aparecen asociados a la tradición vudú traída por los esclavos negros desde África a las colonias europeas en el caribe. El término proviene del criollo haitiano zonbi y se refiere a un muerto resucitado mediante un ritual por un bokor o hechicero. La ceremo- nia consistía en administrar tetrodotoxina, un componente que se encuentra en organismos acuáticos, anfibios y algunas bacterias, y que provoca la disminución de los signos vitales interfiriendo la conductividad neuromuscu- lar, de modo que se produce una alteración de la conciencia y se mantiene a la persona en estado catatónico. El sujeto, al carecer de voluntad, se sometía al control del hechicero. Incluso, se le enterraba y desenterraba para reforzar el mito del muerto viviente. A diferencia de los vampiros o del hombre lobo, el zombi no tiene prece- dentes directos en la literatura. Sin embargo, se podría decir que los zombis son herederos de las historias de no-muertos caracterizadas por personajes de carne y hueso que se encuentran en una fase indeterminada entre la vida y la muerte. En ese sentido, la figura del zombi se inscribiría en tradiciones de relatos como Frankenstein, de Mary Shelley (1818), El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde (1891), Drácula, de Bram Stoker (1897) o Soy leyenda, de Richard Matheson (1954). De hecho, este último título sirvió a George Romero como fuente de inspiración para concebir el universo zombi que trasladó al cine. Pero ya antes de los clásicos de Romero se habían filmado otras películas referidas a los zombis que no alcanzaron tanta popularidad, como White Zombie (1932), de Edward y Víctor Halperin, protagonizada por Bèla Lugosi, la primera película en la que aparece esta figura. En ella, se cuenta la historia de Neil y Madeleine, una pareja estadounidense que viaja a Haití invitada por el terrateniente Charles Beaumont. Este se enamora de la chica, pero es rechazado. En su afán por quedarse con Madeleine, acude al hechicero para que realice el ritual vudú con la intención de que Neil regrese a su país pensando que su prometida está muerta. Luego vendrían otros filmes, como King of the Zombies (Yarbrough, 1941), sobre un científico nazi que crea un ejército de zombis por medio del vudú, o I Walked with a Zombie (Tourneur, 1943), sobre una enfermera contratada para cuidar a la esposa de un terrateniente que aparentemente es una zombi. Todas estas pioneras del subgénero tienen como origen el vudú y como tema de fondo, la esclavización, la alienación producto de la dominación y la consecuente pérdida de libertades individuales. Primera parte / The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 143

Sin embargo, es George Romero quien instituye el origen del subgénero concibiendo el paradigma para las historias de zombis contemporáneas: un muerto-viviente con la piel gangrenada, heridas diversas y con una pulsión por devorar a cuanto ser humano se le atraviese en el camino. En la filmo- grafía del director podemos notar ciertas constantes en cuanto al personaje como consignatario de críticas sociales y políticas que van evolucionando. Los zombis de su ópera prima, Night of the Living Dead (1968), fueron asocia- dos con los soldados americanos muertos en la guerra de Vietnam que regresaban a vengarse de una sociedad indiferente representada por una familia nuclear y una pareja de enamorados. Aunque el director haya seña- lado en diversas entrevistas que no pretendía plantear ninguna crítica bélica, el contexto de la época impulsó dicha lectura, una prueba de cómo los significados se construyen y reconstruyen continuamente. Cuando Dawn of the Dead (1978) fue estrenada, se leyó como una crítica al consumismo voraz mediante la ridiculización de los protagonistas que, mientras luchaban contra los zombis en un centro comercial, se hacían de las mercancías del lugar. En Day of the Dead (1985), el foco aparece sobre la reprobación del proceso de militarización estadounidense y el abuso del poder durante el gobierno de Ronald Reagan. En Land of the Dead (2005), se filtra la mani- pulación política del periodo Bush y los gremios empresariales. Diary of the Dead (2007) sugiere una crítica a la manipulación mediática y los simulacros que se construyen gracias a las tecnologías, mientras que Survival of the Dead (2009) parece plantear la dicotomía entre zombis y humanos mediante el enfrentamiento de unas familias que tratan de conservar a sus familiares zombis a la espera de una cura contra aquellos que buscan eliminarlos. La imprecisión de la figura del zombi hace que se les represente de diver- sas maneras: los hay lentos y carnívoros (Night of the Living Dead), rápidos y comedores de cerebro —Return of the Living Dead (O’Bannon, 1985)—, veloces víctimas de la peste de rabia —28 Days Later (Boyle, 2002)— y, así, podríamos continuar con una enorme tipología. Existen muchas particula- ridades que los apartan de otros “monstruos no-muertos”, por ejemplo, los humanos no pueden coexistir con los zombis, como sí sucede en el caso de los vampiros; tampoco tienen un límite geográfico, no viven en Transilvania, sino que están en todos lados: es un monstruo desterritorializado, capaz de mutar fácilmente de un contexto a otro porque es genérico —nótese que un sinónimo de esta palabra es global—. Cabe precisar que el zombi, más que una especie particular de mons- truo, es un género o, mejor dicho, un subgénero del horror, que opera 144 Johanna Montauban Bryce

como catalizador de los miedos de una sociedad, así como de sus descon- tentos políticos. En ese sentido, la gran pantalla contribuyó a la difusión del mito narrando la agonía de los seres humanos y su transformación en criaturas instintivas en busca de presas —los pocos hombres que quedan en el planeta— para alimentarse. Hoy, los avances en biología genética y neurobiología han incitado la polé- mica acerca de si es posible que los seres humanos podamos convertirnos en algo que transgreda nuestra delimitación entre la vida y la muerte, o si podemos llegar a dominar la voluntad de otro ser humano. Esta opción no es tan disparatada si pensamos en organismos como los virus, que existen entre ambos estadios, o los parásitos, que controlan a sus anfitriones. En el año 2014, National Geographic emitió un especial sobre la extraña ciencia tras los muertos vivientes, en el cual presentó una serie de parásitos que poseen la habilidad de controlar la conducta de sus huéspedes, es decir, de alterar su voluntad. Por ejemplo, el gusano crin de caballo (paragordius varius) se aloja en el grillo doméstico (acheta domesticus) cuando este se alimenta de insectos muertos. Al llegar a la etapa adulta, afecta el “cerebro” de su hués- ped haciendo que se lance al agua para poder abandonarlo y continuar así su fase acuática, mientras el grillo se ahoga. Asimismo, el toxoplasma gondii manipula la “mente” de las ratas para llegar a alojarse en los gatos y avanzar en su ciclo vital. Este parásito afecta los niveles de dopamina en el cerebro de las ratas, lo que hace que pierdan el miedo al olor de los gatos y se conviertan en presas fáciles. Esta controversia de la ciencia ha orientado muchos de los relatos contemporáneos que plantean el origen del zombi y la desestabiliza- ción de una sociedad como consecuencia de lo siguiente:

• La manipulación genética de la vida, que altera el proceso natural vida/muerte. • El desarrollo de agentes patógenos que desencadenan enfermedades y, en consecuencia, dejan al ser humano en un “estado zombi”. • La posibilidad de que nuestros impulsos eléctricos prosigan en una máquina gracias al desarrollo vertiginoso de la tecnología. • Un desastre ecológico que se vuelve en contra del hombre a cau- sa de su afán por dominar a la naturaleza. • La alteración de la naturaleza como arma letal. El terrorismo glo- bal, que emplea las armas biológicas como instrumentos para la dominación por el terror. Estas tramas muestran que las guerras ya Primera parte / The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 145

no son entre países ni tienen un blanco determinado, sino que son desterritorializadas y globalizadas. Paradójicamente, el propio ser humano, organizado en este tipo de agrupaciones que perturban el orden y generan caos, es quien conduce a la restricción de la libertad de otros debido al pánico sembrado. Es decir, los otros, las víctimas, terminan perdiendo la voluntad, su facultad para decidir, que es precisamente aquello de lo que carecen los zombis. El mito de los muertos vivientes seguirá mutando en relación con nues- tras inquietudes. Los zombis aparecen como el marco de referencia de otros monstruos que nos persiguen: la manipulación genética, la hipertecnologiza- ción de nuestras vidas y la ubicuidad del terror. En la teleserie The Walking Dead, la mayor amenaza la constituyen otros grupos de sobrevivientes al apocalipsis que pugnan ante la escasez de recursos para la subsistencia. Igualmente, en 28 Days Later, los protagonistas están bajo amenaza tanto de los otros sobrevivientes como de los zombis, mientras que la amenaza viene dada por una computadora en Resident Evil (Anderson, 2002). En síntesis, Boluk y Lenz (2011) marcan tres generaciones de zombis que responderían a ansiedades culturales propias de momentos históricos deter- minados: el zombi de la tradición vudú, el muerto viviente creado por George Romero en sus películas iniciales, y los humanos infectados por agentes pató- genos y que se comportan como muertos vivientes, tal como se observa en la película 28 Days Later y su secuela 28 Weeks Later (Fresnadillo, 2007), videojuegos como Left 4 y Resident Evil, o bestsellers del tipo World War Z. Como vemos, el mito del zombi es tremendamente dúctil y se nutre de dife- rentes fuentes para expresar las inquietudes sociales que hoy se vinculan con el “apocalipsis” de los ideales modernos de progreso y otras incertidumbres propias de la posmodernidad.

Zombis y modernidad tardía

Lyotard (1989) planteó que la era posmoderna se caracterizaba por una crisis de los “grandes metarrelatos”, es decir, la incredulidad ante las filosofías que intentan abarcar la totalidad de la historia: a saber, el cristianismo, el ilumi- nismo, el marxismo y el capitalismo. Para el filósofo, estos relatos tenían un trasfondo totalitario y no liberador, razón por la cual pequeños relatos frag- mentados sustituirían a dichos metarrelatos en busca de sentidos. Asimismo, afirmó que nuestro tiempo se caracteriza por el desencanto, debido a que el individuo queda despojado de los ideales centrados en la lucha por un 146 Johanna Montauban Bryce

futuro utópico. De esta manera, la posmodernidad plantea una encrucijada entre la idea de progreso de la modernidad, que brindaba una ruta definida y esperanzadora, y la desilusión actual, dada por el escepticismo y la ansie- dad generada por la disgregación de caminos. A diferencia de la modernidad, en la que se creía en la idea del progreso, en la posibilidad de controlar nuestras vidas y dominar las fuerzas sociales y de la naturaleza, ahora rondaría el “miedo”, término que Zygmunt Bauman (2007) vincula con la “incertidumbre” frente a las amenazas, o a lo que pode- mos hacer para enfrentarlas. En esta línea, la ansiedad sería una característica de esta etapa, debido a que los peligros pueden darse de manera inesperada. Por su parte, Lipovetsky y Charles (2014) señala que hemos pasado de lo posmoderno a la era hipermoderna, en la que el hiperconsumo es motivado, más que por un ascenso en la escala social, por una necesidad de satis- facción personal. Sin embargo, este enfoque hedonista no está exento de tensiones y angustias propias de vivir en un mundo separado de la tradición y con un futuro impreciso. Todas estas características crearían el ambiente idóneo para la explosión de historias sobre apocalipsis zombis. A través de su tejido putrefacto, el zombi canaliza diversos temores y, en contraparte, anhelos. Si bien este trasvase de inseguridades y ansiedades puede lograrse con otros personajes, la imprecisión del zombi resulta idónea para graficar los miedos actuales que tienen causas difusas, desterritorializadas y globalizadas. De ahí que proponga que lo zombi funciona como arquetipo de nuestra época, ya que implica tanto la pérdida de control sobre nuestras vidas como la necesidad de adaptarnos al cambio; encajaría plenamente en un contexto de moderni- dad tardía plagado de incertidumbres más que de certezas. Los relatos de zombis trastocan la esperanza de miles de personas que creen en la posibilidad de que exista algo después de la muerte. Suponen una secularización de la muerte, pues anulan el misterio acerca de la vida después de la muerte, tema usualmente vinculado a lo espiritual, a lo reli- gioso. Es decir, el zombi advierte que no existe algo más allá, no existe salvación, sino que estamos circunscritos a nuestro espacio/tiempo, que somos nómadas cuyo objetivo es la sobrevivencia. De ahí que uno de los mandatos que se derivan de dichas historias sea que todo depende del aquí y ahora. La vida se convierte en una lucha constante —o podríamos llamarle competencia— por la sobrevivencia frente a diversas amenazas. Primera parte / The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 147

De otro lado, la prolongación de la vida y la pérdida de control sobre esta debido a la manipulación genética y al acelerado desarrollo tecnológico preocupan más que antes. Perder el control nos aterra y de ahí que idee- mos diversos mecanismos para sentir que somos los gestores de nuestra existencia. Pensemos en distintos términos en boga como emprendimiento, autoayuda, liderazgo, sociedad de la vigilancia y un largo etcétera que, a fin de cuentas, intenta apaciguar el desasosiego propio de nuestro tiempo posmoderno. Dicho de otro modo, vivimos en una época caracterizada por la ausencia de grandes proyectos o utopías que legitimen las prácticas sociales, políticas, éticas, así como las maneras de pensar. Todo ello hace que el miedo deje de ser foráneo para habitar en nosotros mismos, trans- formado en apatía, soledad, exclusión o descontrol. La pérdida de control exige aferrarse a algo o cambiar constantemente, y el cambio es la muerte de lo precedente. La inestabilidad insta a buscar certezas para sobrevivir, ya sea aferrándose a las creencias propias de manera extrema, buscando amparo en tribus urbanas, emprendiendo diversas acciones virtua- les que permitan tener seguidores y lograr reconocimiento, entre otras rutas impulsadas por un escenario apocalíptico o, mejor dicho, de cambios.

Zombis en The Walking Dead

La serie televisiva The Walking Dead (AMC 2010-2017) está basada en un cómic del mismo nombre escrito por Robert Kirkman y publicado desde el año 2003. El 31 de octubre de 2010 se emitió el primer capítulo en Estados Unidos, estra- tégicamente un día antes del día de los muertos. En líneas generales, narra la lucha por la sobrevivencia de un grupo de seres humanos en medio de un escenario apocalíptico. La historia inicia cuando un sheriff, Rick Grimes, despierta en un hospital tras haber estado inconsciente varias semanas. En su deseo por hallar a su esposa y a su hijo —a quienes llega a encontrar— va topándose con otros sobrevivientes con quienes conforman una suerte de tribu nómade que se enfrenta a los zombis, aunque con el avance de los capítulos los zombis se convierten en una amenaza menor, puesto que otros grupos ponen en riesgo su subsistencia. En efecto, en The Walking Dead la mayor amenaza la constituyen las propias personas y la escasez de recursos. En la teleserie, los zombis reciben el nombre de walkers, es decir, cami- nantes, y son los antagonistas del grupo de sobrevivientes. Este cambio resulta sugerente a nivel semántico, puesto que la palabra zombi se asocia con un ente pasivo; sin embargo, al denominarlos caminantes se les 148 Johanna Montauban Bryce

imprime un carácter activo. Esta variación en la denominación, que el crea- dor de la serie ideó como una estrategia de marketing, conduce a nivel connotativo a reinterpretar al zombi no como un estado, sino como una acción, un tránsito. Así, el caminante, antes que un ser, es un hacer, un decidir, un sobrevivir. En la tercera temporada, Rick revela que el virus zombi no es trans- mitido a través de la mordida o el rasguño de algún caminante, como en otras historias de zombis, sino que esto solamente produce una infección altamente tóxica que acelera la muerte de la persona. Si bien no se detalla el origen de los caminantes, se entrevé que se trata de un virus altamente tóxico que convierte a los muertos en caníbales que “viven” sin las cons- tantes vitales normales. El concepto clásico del zombi como ser que carece de consciencia se mantiene en estos caminantes, que no son capaces de disparar o elaborar estrategias para cazar a los humanos. En el episodio titulado “Wildfire”, el doctor Jenner explica al grupo de sobrevivientes que los caminantes no tienen actividad mental más allá del puro instinto y de las funciones sensoriales como la visión, el olfato y la audición. Por ejemplo, en el segundo episodio, tras descuartizar a un caminante, Rick y Glenn se cubren con sus vísceras para camuflarse y pasar desapercibidos en medio de una horda de caminantes, estrategia que repiten al final de la quinta tempo- rada. Asimismo, en diferentes momentos del relato se evidencia que los ruidos de las armas, los gritos, las bocinas, la luz, el humo y otros estímulos también son percibidos por estos seres. El acento en The Walking Dead está puesto sobre el grupo de sobrevi- vientes que deben vivir/actuar para evitar al monstruo que reside en ellos mismos. Por eso, deben tomar decisiones, estar en constante movimiento y no detenerse en un punto porque eso los llevaría inevitablemente a la no-muerte, al estancamiento. Los personajes cambian drásticamente su vida a partir del apocalipsis y se ven obligados a sobrevivir en medio de un escenario complejo. Los sobrevivientes de Atlanta, que se constituyen en el núcleo de protagonistas de la serie, dejan de ser ordinary people para convertirse en personas extraordinarias que luchan a diario contra los no-muertos y otros grupos de seres humanos. Por ejemplo, Glenn era un repartidor de pizza; Carol, una esposa sumisa; Daryl, el hermano menor ensimismado, minimizado por el bravucón hermano mayor, y Carl, el niño que se ve obligado a asumir responsabilidades de adulto. La serie plantea que el mundo ya no es como era antes, por lo que los sobrevivientes deben adaptarse dejando de lado los paradigmas, tradiciones, Primera parte / The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 149 normas y valores precedentes, para emprender un nuevo camino que nadie tiene claro hacia dónde conduce. La ruptura con el pasado se hace evidente en diversos pasajes: “Ahora parece raro [dice Carol], pero no tenemos por qué seguir las viejas reglas, podemos crear nuevas”. Justamente, el apocalipsis zombi funciona como pretexto para que los protagonistas se cuestionen acerca de sus propias creencias y no tengan garantías sobre si lo que están haciendo es correcto. La única certeza es que hay que actuar porque la amenaza está latente. Al abordar una situación extrema, The Walking Dead construye la atmósfera perfecta para revelar el conflicto interno de los personajes, que deben tomar decisiones en un esce- nario donde no existe una moral clara, donde las nociones convencionales sobre el bien y el mal, o sobre lo que es correcto o incorrecto, se cuestionan. Pese a que la dicotomía bien/mal se torna difusa, la teleserie no escapa a la añoranza por tratar de sostener un orden ante el caos y la incertidum- bre que viven los personajes. Así, los protagonistas deben tomar decisiones complejas en las que se reconstruye una moral fundamentada en valo- res como la lealtad, la amistad, la perseverancia, la cooperación, la toma de decisiones, entre otros, que los hace sobrevivir y mantener su condi- ción humana. Sin embargo, esta esperanza solo se mantiene dentro del grupo base o familiar, que en la serie se conoce como los sobrevivientes de Atlanta, ya que con “otros” sobrevivientes se filtra siempre una descon- fianza que incluso les niega la dignidad. Los protagonistas experimentan el proceso de transformación que lleva de una organización social compleja a una organización tribal que pugna por la sobrevivencia. En este contexto, un espacio como la cárcel, que representaba la privación de la libertad, un mecanismo de control para quienes se escapaban de las normas sociales, se constituye en un espacio liberador donde, por un tiempo, los sobrevivientes van a poder cobijarse, protegidos del asedio de los caminantes, mientras que las pequeñas comu- nidades que subsisten, como Terminus o Alexandria, se asoman como espacios de riesgo. Los sobrevivientes están obligados a movilizarse cons- tantemente, porque si se asientan durante un tiempo, algo negativo sucede. Así, la muerte se configura como ese cambio constante que atraviesa la coti- dianidad de los personajes forzándolos a vivir el momento. De ahí la famosa frase del creador de la serie, Robert Kirkman: “en un mundo gobernado por los muertos, nos vemos forzados a empezar a vivir”. En efecto, el apocalipsis en la serie no representa el fin, sino un momento de cambio, un movimiento en todas las esferas de la vida, una bisagra 150 Johanna Montauban Bryce

hacia un nuevo orden. Algunas cosas trascenderán, otras se transformarán y otras, simplemente, serán desechadas. La única certeza que tienen los protagonistas es el cambio. Por consiguiente, este escenario demanda adap- tarse, tomar decisiones rápidas y actuar sobre la marcha, lo cual no ocurre al margen de las angustias y miedos propios de la inestabilidad. Una de las incertidumbres más grandes de los personajes es cómo convivir en medio del caos, sin un orden político y social. Los protagonistas expe- rimentan la destrucción de la civilización, entendida como la organización social de la vida en ciudades o como el estadio de progreso material, social, cultural y político propio de las sociedades más avanzadas. Esta situación de los protagonistas invita a reflexionar acerca de cómo convivir sin un Estado que fije normas y las haga respetar. El sujeto debe velar por sí mismo porque no existen autoridades ni seguridad. Entonces, la cuestión es cómo transitar de la civilización como la concebían antes a este nuevo escenario. Y la clave estará en la organización tribal que congrega a los sobrevivientes para buscar amparo emotivo en medio del desencanto. En la trama, debido a que las ciudades están invadidas por los caminan- tes, los sobrevivientes se ven obligados a refugiarse en las afueras, en el campo. La ciudad se representa como un espacio de alto riesgo, sin embargo, los personajes deben regresar de vez en cuando por provisiones. Es decir, la ciudad se muestra como un espacio (des)humanizado, pero del cual no es posible desvincularse. Por otra parte, el hecho de vivir como nómades en el campo permite que los personajes fortalezcan sus vínculos emocionales pasando de ser simples desconocidos a conformar un clan que resiste contra los caminantes y otros grupos de sobrevivientes. El espectador es testigo de la alteración del statu quo, un momento de cambio que se empareja con las sociedades actuales. Si contrastamos el esce- nario apocalíptico de The Walking Dead con algunas de las características de la modernidad tardía antes señaladas, hallamos una serie de coincidencias. Vivimos un tiempo en que se nos insta a actuar, a cambiar, a movernos, un tiempo en que el poder del Estado asoma frágil y vulnerable, y donde los sujetos son movidos a vivir el momento, a ser competitivos, pero sin un norte o ideal claro. La frase de Kirkman, extrapolada a este contexto, podría traducirse así: “en un mundo gobernado por la obsolescencia, nos vemos obligados a transformarnos constantemente”. Tradicionalmente, el zombi ha estado asociado con el miedo a la pérdida de la humanidad. La deshumanización implica la indistinción entre el hombre y el animal, es decir, la pérdida de la capacidad de razonar para tomar acción, Primera parte / The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 151 para sentir afecto, comprensión o solidaridad hacia las demás personas. En otras palabras, el zombi es el ser humano privado de sus libertades, de su individualidad, de su reflexividad, despojado de sus características humanas. Se le ha empleado para representar de forma crítica la esclavitud, vinculando su apariencia con la de los esclavos debido a su cuerpo demacrado, sus ropas gastadas y, sobre todo, por la deshumanización que sufrían al ser converti- dos en mercancías. También se le ha relacionado con el “otro”, el “salvaje”, el “no civilizado”, incluso con el “caníbal”; de ahí el origen de los zombis come cerebros. Aun cuando las historias que se tejen alrededor de estos personajes son muy diversas, suelen tener como trasfondo común un proceso de deshu- manización mediante el cual una persona o grupo pierde o se le priva de sus características humanas y es absorbida por diferentes formas de dominación (el consumismo, la tecnología, el terrorismo, las drogas, etcétera).

We are the walking dead En The Walking Dead todos los sobrevivientes son portadores del virus zombi, es decir, todos son susceptibles de transformarse en caminantes al morir, la zombificación es un estado latente. Mientras que antes el zombi constituía algo exótico, por no decir externo —un otro al que los humanos debían encarar—, ahora el monstruo aparece inscrito en uno mismo. De esta forma, no hay opción de no convertirse en un caminante. Todos son monstruos potenciales, las decisiones que se tomen en el camino los acer- cará a la humanidad, a la libertad, a la individualidad o a la monstruosidad, a la dominación, a la indistinción. Este giro narrativo nos deja delante del individuo como único respon- sable de la posibilidad de la alteración genética, del desarrollo de algún agente patógeno que pueda alojarse en nuestro cuerpo, o de un virus virtual que circule por la red sin materializarse ni anclarse en un lugar. En el esce- nario global que alimenta dichas historias, la amenaza la constituimos los propios seres humanos que compartimos, nos contagiamos y nos converti- mos en caminantes o sobrevivientes, que, al igual que el monstruo, termina matando, deshumanizándose. Es decir, el Otro se convierte en un Nosotros, así el caminante no es otro, sino Uno Mismo. Efectivamente, el caminante representa un peligro, pero también el sobreviviente, que incluso puede configurarse como un riesgo mayor, a la manera de El Gobernador o Negan, a quienes el apocalipsis ha despojado de su humanidad y despertado su lado más cruel. Por eso, el personaje principal de la serie, Rick, alerta: “Nosotros somos los muertos vivientes”. 152 Johanna Montauban Bryce

Dicho de otro modo, el peligro lo constituye cada individuo, sus propias acciones, lo que es capaz de hacer para subsistir en un entorno complejo. En The Walking Dead, a medida que avanzan las temporadas, se percibe la alteración de la condición humana de los protagonistas y, con ello, su indistinción con los caminantes. Caminante y sobreviviente son dos caras de una misma moneda, víctima y monstruo a la vez. Por un lado, los sobrevivientes, en su lucha por librarse de la horda, terminan destruyendo también a otros como ellos, abriéndose paso como pueden para no ser devorados por los caminantes. Sin embargo, no pueden escapar del contagio y, en consecuencia, su lucha no tiene mucho sentido. Nos encontramos así ante el héroe posmoderno o el anti- héroe, caracterizado por su paradoja, su vulnerabilidad, su esfuerzo por la superación ante las dificultades, su resistencia ante la adversidad, esa lucha carente de sentido. No existe un ideal claro por el cual alguien deba luchar porque tarde o temprano podría convertirse en un caminante más. Por otro lado, los caminantes no son conscientes de su maldad, pero atacan a los humanos movidos por ese instinto que los lleva a devorar toda la carne a su paso. El caminante es un no-hombre, no-animal, no-cosa. Es un ser en tránsito, ambiguo, que deja adivinar resabios de humanidad. No llega a ser un animal propiamente dicho porque no está vivo, pero tampoco es una cosa inerte. En The Walking Dead, los caminantes se humanizan en la medida que se asocian al recuerdo de quiénes fueron antes del apocalip- sis, mientras que la violencia de los sobrevivientes, que recrudece en cada nueva temporada, les aleja de su naturaleza humana, diluyendo los límites físicos y morales entre uno y otro. Al tornarse el individuo en una amenaza, se acentúa también el miedo a la descorporeización del yo, puesto que el cuerpo constituye el centro de nuestra individualidad. Con el desarrollo tecnológico, el cuerpo ya no es visto como un obstáculo, sino como una maquinaria susceptible de mejora y emancipada de las limitaciones espacio-temporales. La obsesión por obtener una imagen ideal incita a la manipulación del cuerpo, insta a la transformación de uno mismo o a la búsqueda de un refugio mediante la simulación propiciada por la realidad virtual, en la cual el yo puede recons- truirse sin los límites del cuerpo, protegiendo al individuo de la “realidad” y motivando la “descorporeización” física; desanclan, así, nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Ahora bien, todo este afán no opera en los márgenes del fracaso, por el contrario, ocurre en el delicado filo de la Primera parte / The zombies keep walking: del mito a la modernidad tardía 153 civilización y el apocalipsis: de ahí que el caminante evoque un cuerpo físico que se descompone de manera inevitable, que es finito. La mitología contemporánea alrededor del zombi simboliza el miedo a todo aquello en lo que puede llegar a convertirse el individuo, más aún, como dijimos antes, tomando en cuenta el individuo que debe sobrevivir en un escenario cambiante, de posibilidades diversas que generan ansiedad. En el escenario apocalíptico de lo zombi, la fantasía da paso a la hiperrea- lidad. Este quiebre entre lo fantástico y lo real es la marca de época que se representa en diversas historias y la que ha hecho del zombi un “simulacro” del ser humano, una apariencia vacía, sin conciencia. Así, el zombi se encarga- ría de traducir la hiperrealidad entendida por Jean Baudrillard (2000) como la simulación de algo que en realidad nunca existió o, como diría Umberto Eco (1988), la falsedad auténtica. Las historias de zombis convocan y se elaboran a partir de las incertidumbres que se desatan en contextos histórico-sociales determinados, dinámicos y variables, de ahí que sus significaciones permitan explicar o luchar por ciertas libertades, sobrevivir de un lado y de otro ante un escenario complejo: apocalíptico. La ductilidad de los caminantes garan- tiza el éxito que tienen en contextos cambiantes, de “modernidad líquida”, donde lo zombi se constituye como hiperreal. En un entorno desacralizado, de crisis de grandes ideales, de descon- tento, se trastoca la diferencia entre el animal y el animal racional-político que es el hombre. Este discurso no solo está presente en The Walking Dead, ha invadido incluso las historias de superhéroes que tradicionalmente han legitimado el statu quo, como ocurre en la serie de cómics Marvel Zombies, donde la zombificación llega a abrazar a los superhéroes. En suma, ¿qué relación guarda la posmodernidad con el fenómeno zombi, con este monstruo que se ha puesto de moda en el nuevo milenio y que anima nuevas temporadas de The Walking Dead en los topes de sintonía? Si estamos de acuerdo en que los monstruos son constructos que tradu- cen nuestros miedos, rechazos, disgustos, desencantos e inseguridades, y los vinculamos con algunas características propias de la posmodernidad, como el desvanecimiento de la distancia —el apocalipsis zombi no conoce fronteras, es desterritorializado—, la descorporeización del individuo —el walker supone una experiencia corporal diferente, un cuerpo virtualizado, no vivo— y la incertidumbre ante la crisis de los grandes relatos —los zombis carecen de experiencia consciente o capacidad de sentir, solo hay instinto en ellos, no hay certezas que los guíen—; si conjugamos todas estas 154 Johanna Montauban Bryce

impresiones, concluiremos que quizá sea el monstruo que mejor encarna nuestro tiempo. Y The Walking Dead el show con más aliento por delante.

Referencias

Baudrillard, J. (2000). Las estrategias fatales. Barcelona: Editorial Anagrama. Bauman, Z. (2007). Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós. Boluk, S., y Lenz, W. (2011). Generation Zombie: Essays on the Living Dead in Modern Culture. North Carolina: McFarland Publishers. Darabont, F., Dale, J., Womble, C., y Gadd, P. (productores). (2010). The Walking Dead [serie de televisión]. Estados Unidos: AMC. Eco, U. (1988). De los espejos y otros ensayos. Barcelona: Lumen. Lipovetsky, G., y Charles, S. (2014). Los tiempos hipermodernos. Barcelona: Anagrama. Lyotard, J.-F. (1989). La condición postmoderna. Argentina: Cátedra. Romero, G. (director). (1978). Dawn of the Dead. Italia, Estados Unidos: Laurel Group. Romero, G. (director). (1968). Night of the Living Dead. Estados Unidos: Image Ten / Laurel Group / Market Square Productions / Off Color Films.

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Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual en clave de tragedia

Víctor Casallo Mesías

Walter White apenas ve televisión. Al otro lado de la pantalla, el padre de familia que ve el primer episodio de Breaking Bad podría reconocerse en el profesional sobrecalificado consumiéndose en dos trabajos, pero difícil- mente en el hombre de calzoncillos que maldice entre lágrimas de pánico mientras escucha las sirenas que se acercan. Con todo, este personaje, pistola en mano, enmarcado por los colores intensos del desierto rocoso y el cielo de Nuevo México, ha cautivado a una legión de televidentes que esta vez no saben si quieren que los buenos atrapen al villano. La transformación de Walter White en el productor supremo de metanfeta- mina es un proceso que, como enseña la química, afecta a todos sus enlaces: no hay elementos puros ni aislados, sino personas cercanas —familiares, amigos— o remotas —los desconocidos pasajeros del Wayfarer 515— arras- tradas por sus decisiones y sus consecuencias. Este es el mundo narrativo en el que no resistimos sumergirnos una y otra vez en busca de sentidos que también echamos de menos en nuestro mundo real. En las siguientes páginas, profundizaremos en la experiencia de enfren- tar Breaking Bad como el autodescubrimiento estético que se realiza en el despliegue audiovisual del mundo del (anti)héroe. Vera Walter enfrentar un destino inevitable —por medio de acciones en las que el protagonista pone todo de sí, pero cuyas consecuencias le superan—, no solo permite recono- cernos en una versión contemporánea de la narrativa trágica, sino recuperar y hacer frente a cuestiones fundamentales de la condición humana. Nuestra exploración se hilvana en tres momentos: 1) señalaremos cómo se entretejen los hilos trágicos en la narrativa de Breaking Bad; 2) mostraremos cómo la experiencia de sumergirse en una teleserie solo es posible gracias a la recon- figuración comunicativa de la televisión contemporánea, capaz de apelar a nuestros procesos de constitución y reconocimiento identitarios para, así,

[157] 158 Víctor Casallo Mesías

3) plantear como conclusión que este autodescubrimiento en una narrativa televisiva trágica respondería a nuestra necesidad de espacios y lenguajes en los cuales reconocernos, y recrearnos en la narración de nuestras propias vidas.

Hilos narrativos

Breaking Bad encarna, en el mundo contemporáneo, aspectos centrales de la narrativa trágica de la existencia humana. Encontraremos esos rasgos en las realidades implacables que debe enfrentar Walter White, en los esfuer- zos cada vez más extremos que le permiten ganar un control que, sin embargo, no evita la incertidumbre creciente a la que arrastra a su familia, marcado siempre por una incomunicación desde la que se transforma en el implacable Heisenberg. Al interior de esta narrativa, Breaking Bad abre un espacio para las demandas de sentido y retribución que nuestras vidas cotidianas no siempre permiten plantear tan poderosamente. No cualquiera tiene el genio químico de Walter White, pero él es el punto de partida para explorar hasta dónde podrían llegar las decisiones de una persona cualquiera (Thomson, 2015, p. 23) —como quien lee estas líneas— para proteger a su familia. En vez de dioses olímpicos, la fuerza del destino aquí tiene el rostro imperturbable e inamovible que ofrece la sociedad moderna a quienes no son suficientemente triunfadores. Porque el callejón sin salida de Walter comenzó antes de ser diagnosticado de cáncer: se ocupa de dos trabajos sin reconocimiento ni futuro, tiene un hijo con parálisis cerebral y otro en camino. Pero no estamos ante un drama político o social de corrupción. De hecho, todo funciona eficientemente: los agentes de la DEA son competentes como para imponerse sobre narcotraficantes locales, aunque no sobre el profesionalismo de Gus, Mike o la empresa alemana Madrigal. En ese mundo de racionalidad casi weberiana, simple- mente, el sueldo de Walter no alcanza para sostener a su familia y su seguro no cubre el tratamiento que podría combatir su enfermedad. El mundo de Walter White se despliega desde la familia y siempre vuelve a ella, a pesar de todo, pero este científico brillante, que inició una compa- ñía millonaria y aportó a un proyecto de radiografía fotónica ganador del Nobel, no conecta en absoluto con esa familia que lo llena de atenciones y lo apoya cuando sabe que está enfermo. Su esposa Skyler lo cuida, pero sin escucharlo, ya sea con un tocino vegano o con un handjob por su cumpleaños. De hecho, el tratamiento que Walter seguirá le es impuesto en una farsa de intervención familiar donde Skyler no logra manipular del todo Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 159 a su hermana Marie y el esposo de esta, Hank, el agente de la DEA. Estos intentos de ayuda no solo ignoran a Walter, sino que entorpecen sus verda- deros proyectos, hasta que se atreve a aprovechar esa distancia y hace más profunda la incomunicación. Así, por ejemplo, la campaña por internet que inicia su hijo Walter Jr. le servirá para traer a casa sus primeras ganancias serias en la venta de droga, luego de que se quede sin excusas para explicar de dónde viene el dinero con el que paga su tratamiento1. Ser protegido por el hijo discapacitado, cuando irónicamente el padre se va haciendo más temible, es una inversión de roles que refiere a otras incertidumbres en la vida familiar que propone la historia2. Esta clave de incomunicación no limita el universo narrativo de Breaking Bad, sino que determina el tono de sus relaciones: el compromiso de sangre entre los miembros del cartel mexicano, los intentos de Jesse de formar una pareja e incluso una familia, o la relación entre Hank, su compañero Gomie y los miembros de la DEA. Los “otros” —los aliens, los no familiares— encar- nan usualmente la amenaza: como los dos silenciosos sobrinos del clan Salamanca que cruzan la frontera para vengar la muerte de Tuco a manos de Hank. Aunque los hispanos y, en general, los migrantes no tienen un peso positivo en Breaking Bad 3, su narrativa muestra cómo, finalmente, la otredad y la familiaridad se construyen: Gustavo Fring no está dispuesto a trabajar con un adicto como Jesse, Mike Ehrmantraut rehúsa inicialmente asociarse con alguien tan impredecible como Walter 4, Lydia Rodarte manda matar a sus socios más cercanos cuando la DEA va cerrando el cerco en torno a ella. Estos extrañamientos se condensan en el más radical e inexorable que sirve de eje a la narración: la transformación de Walter White en Heisenberg. De otro lado, la referencia metatextual al principio físico formulado por el científico al que Walter rinde tributo no puede ser más precisa: asumir la incer- tidumbre no es sucumbir a la oscuridad total, sino aceptar que si se conoce

1 La página web http://www.savewalterwhite.com/ es “real”. Al hacer clic en el botón para donar, el navegador conduce a la wiki de Breaking Bad. 2 Quizás la más terrible de las inversiones se revele en Jake, el aplicado y triunfador hermano de Jesse, que esconde droga en casa sin que sus burgueses padres lo puedan imaginar o comprender. 3 Una excepción poderosa y silenciosa es Hugo, conserje en el colegio donde trabaja Walt, quien es de los pocos que lo ve vomitando por la quimioterapia y le ofrece mentas, además de ánimo. Por supuesto, será arrestado injustamente como sospechoso de haber robado el material químico que Walt tomó. 4 Mike le espeta: “Eres una bomba de tiempo (…) y no tengo intención de estar cerca para el boom”. 160 Víctor Casallo Mesías

la posición de una partícula se indetermina su momentum y viceversa. Lo estremecedor de la indeterminación para alguien que corta la comunicación y queda como una partícula aislada es que no puede tener indicios suficientes de hacia dónde va ni qué puede estar desatando con sus actos. La incertidumbre no paraliza la acción, sino que la urge ante cada nuevo imprevisto, de modo que la urgencia dificulta determinar responsabilidades. Walter podría asumirse responsable por matar a Krazy Eight y los dos sicarios que querían ejecutar a Jesse, pero probablemente distinguiría esas muertes de la de Jane ahogándose en su vómito y, acaso con más razón, de la cadena humanamente impredecible de eventos que llevaron desde su sobredosis hasta el choque de dos aviones con sus más de 160 muertos. Entre ejecuciones que salvan personas y esfuer- zos de protección que cobran víctimas inocentes, las líneas se van haciendo más difusas con cada episodio. Pero incluso Walter necesita líneas cuando debe calcular las repercusiones de tomar una decisión sin saber qué otras, quizás más extremas, van a tomar otros o él mismo más adelante. Cuando todo tiene un efecto, aunque inesperado, se abre también espa- cio para lo cómico. La risa, el ridículo y el absurdo no solo ofrecen un alivio necesario ante las desgracias y angustias narradas, sino que muestran a los personajes tan pequeños que acaban acercándose más al espectador. Si en el piloto de la serie se muestra a Walter y a Jesse en calzoncillos, en el séptimo episodio los vemos cargando un barril de metilamina con una torpeza digna de los tres chiflados. El entretejimiento casi shakespereano de tragedia y comedia5 pone en evidencia un mundo de incomunicación e incertidumbre al que tratamos de encontrarle sentido hablando de causas y efectos, acción y reacción. Creamos y buscamos representaciones de lo inexorable e impredecible porque, en palabras de Vince Gilligan, el creador de la serie, necesitamos creer que nuestras acciones tienen consecuencias6. En su opinión, queremos saber qué sucederá finalmente con Walter White/ Heisenberg porque necesitamos confiar en que habrá alguna retribución, alguna razón que responda a todo lo sucedido.

5 Como señala George Steiner, la tragedia shakespereana, en contraste con la griega clásica, admite ciertos elementos cómicos y realistas que abren un rayo de esperanza a una Dinamarca mejor después de Hamlet, y a otra Escocia tras Macbeth (Steiner, 2011, p. 14). 6 Vince Gilligan elabora: “Tengo que creer que la violencia te afecta. Esto fue una parte muy importante de Breaking Bad para mí, la oportunidad de poder explorar consecuencias. Aun si el universo es caótico —lo cual espero, sinceramente, que no sea el caso— yo tengo que creer que las acciones tienen consecuencias. Si el show fue importante, esa fue la forma en que fue más importante para mí” (Thomson, 2015, p. 25). Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 161

Lo fascinante de la televisión contemporánea es que no necesitamos que algún personaje o narrador en off verbalice estas cuestiones, formuladas por primera vez en la tragedia griega hace más de dos mil años. La narración audiovisual de hoy nos desafía a descubrir o postular algún sentido en un elemento como la lila del valle7, los apellidos de Walter y su socio Elliot, la letra de la canción que sirve de fondo o el título de un episodio y su relación con otros8. Las palabras y los actos solo cobran sentido dentro del conjunto de todo lo que vemos y oímos, sobre todo cuando volvemos a verlo y oírlo: así, el violeta en Marie, el naranja de Hank y los trajes chillones de Saul no solo sirven para la caracterización del personaje, sino que despliegan el proceso de su carácter, como los colores prístinos del laboratorio de Walter o el reflejo azulino de la superficie ondulante de la piscina sobre su rostro y el de Skyler. Breaking Bad no solo lleva al límite los motivos del thriller, el drama policial, la comedia negra y el western en una narrativa articulada por lo trágico como marca de imprevisibilidad de las acciones y sus desenlaces, sino que logra, a través de su dirección de arte y fotografía, no menos que con su guion, recuperar una posibilidad audiovisual que parecía monopolizada por el cine: hacer una televisión bella (Thomson, 2015, p. 17). Esta profundi- dad estética de lo narrativo ha sido posible, correlativamente, por el proceso reciente de la televisión y por cómo apela a las dinámicas comunicativas en las que nos constituimos originariamente como personas.

Fibras humanas: la televisión contemporánea y el cultivo de nuestra génesis comunicativa

En este segundo momento discutiremos de qué manera sumergirse en una serie como Breaking Bad supone un momento histórico en que la experien- cia de ver televisión se articula en un horizonte comunicacional que prolonga esa inmersión estética en forma de una coparticipación que expande el

7 En otra de sus jugadas, Walter hará creer a Jesse que Gus envenenó a Brock, el hijo de su pareja, con el cigarrillo de ricina que planeaban usar para matarlo. Más tarde, cuando tras la muerte de Gus se descubre que habría sido un envenenamiento accidental con la flor de lila del bosque, Walter calmará la conciencia de Jesse diciendo: “Gus se tenía que ir”. 8 Por ejemplo, en la segunda temporada, los títulos de los episodios 1, 4, 10 y 13 forman “Seven Thirty Seven – Down – Over – ABQ”, y se refieren al tipo de avión (un Boeing 737) que choca con otro y cae sobre Albuquerque (ABQ). Los teasers con los que se inicia cada uno de esos episodios forman un corto que presenta, en fast forward, el desenlace de la temporada. 162 Víctor Casallo Mesías

universo narrativo. Esta nueva experiencia apela, a través de la riqueza de sus diferentes niveles de participación, a la dinámica comunicacional origi- naria en la que nos hacemos personas y que se recrea en las narraciones que nos cautivan estéticamente.

El tiempo de la hipertelevisión9

Breaking Bad ocurre en un momento en que los creadores y el público se exigen más en el relato. Así como los primeros ya no solo producen y reali- zan episodios con un formato regular, sino que invitan a estos televidentes a sumergirse en una narrativa que entreteje múltiples niveles temporales, espa- ciales y metanarrativos, los segundos tampoco se limitan a la hora semanal de consumo frente a la pantalla. Entre los complejos procesos sociocultura- les que han reconfigurado la experiencia contemporánea de ver televisión, destacamos su incorporación a los múltiples espacios de participación digi- tal, que abarca desde información dirigida al público en general hasta la participación activa en un fandom10 autoorganizado. Ya la difusión de la televisión por cable había permitido diversificar la oferta según públicos específicos, aventurando nuevas propuestas narrativas que, incluso si no generaban una teleaudiencia masiva, podían ser reco- nocidas por la crítica y un núcleo duro de televidentes, de manera que ganaran reconocimiento y, a la larga, rentabilidad (Cappello, 2015, p. 66). A la posibilidad de adquirir temporadas completas —ya no en abultadas cintas de video, sino en DVD o Blu-ray—, se ha sumado la disponibilidad a través de servicios de streaming como Netflix, o la posibilidad de descarga desde alguna plataforma virtual. Hoy podemos ver una serie producida para televisión en diferentes aparatos usualmente conectables a internet. Como resultado, discutir la experiencia de ver una teleserie como Breaking Bad no puede limitarse, ni quizás centrarse, en el escenario de la sala familiar, en torno al aparato encendido, a la hora programada de emisión. El espacio

9 Seguimos en esta sección la reconstrucción histórica e interpretación propuestas por Giancarlo Cappello (2015) sobre el proceso reciente de la hipertelevisión. 10 Entendemos por fandom al colectivo de aficionados a un mundo narrativo, a menudo concentrado alrededor de su protagonista. Algunos fandoms han sido nombrados exteriormente como los trekkies (aficionados a Star Trek) o los otaku (aficionados al manga y anime japonés o, en general, a la cultura de ese país), mientras que otros, más recientes, se hacen cargo de gestionar espacios y elementos de identidad: ahí están los whovians, por Doctor Who, y los sherlockians, por Sherlock, ambas teleseries de la BBC. Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 163 y el tiempo en los que se despliegan estas narraciones han cambiado tanto como nuestra forma de sumergirnos en ellas.

Narración y temporalidad

El milagro de la narración consiste en permitirnos entrar con otros en un horizonte temporal con un “movimiento” propio, en contraste con el tiempo cotidiano que compartimos. Entre el piloto de Breaking Bad y el cuarto episo- dio de la última temporada, solo ha transcurrido un año en el mundo de Walter White, pero cinco años en la vida de los televidentes, quienes, de hecho, solo dedicamos algunas horas dentro de esos años a sumergirnos en ese otro tiempo que corre paralelamente al nuestro, aunque, finalmente, llegará a atravesarlo. La articulación en temporadas y episodios permite a la teleserie profundizar, en contraste con el cine, en el proceso de transformación de sus persona- jes. Como televidentes podemos seguir hoy esa evolución en las variadas formas actuales de ver televisión. Si el primer público de Breaking Bad vio la serie semanalmente, con cortes comerciales; muchos otros la hemos podido (volver a) ver con el control remoto en la mano, para regresar sobre escenas o detalles que enriquecen nuestra experiencia de una forma específicamente diferente a volver a escuchar una narración oral o releer un libro. Nuestro espacio para seguir —e, incluso, participar— en la narración televisiva se ha ampliado de manera impresionante, pero, sobre todo, irresistible. En cierto sentido, todo narrar ha sido siempre una re-creación de la acción en la temporalización particular que constituye ese relato. Diferentes épocas han enfatizado, al narrar la persistencia del pasado, la amplitud de posibilidades del futuro o la densidad autotrascendente del presente, etcé- tera, según el horizonte de sentido sobre el que comprendían su propia historia11. En un sentido amplio, el público ha “participado” en todo tiempo, sea en los rostros expectantes o aburridos que coreaban las conocidas pala- bras del héroe en la narración oral alrededor del viejo de la comunidad (Ong, 1996), o a través de las cartas al periódico, a contrapunto de cada

11 La idea misma de que se puede periodizar el tiempo de nuestra vida compartida supone entender el paradigma de la temporalidad narrativa de la “historia” moderna como una línea donde los hechos se suceden, donde se pueden determinar causas y efectos. Si esta precomprensión temporal se orienta con formas como la novela hacia el futuro, así como el mito reitera la presencia del pasado, podríamos sugerir que la reconfiguración digital de nuestros medios audiovisuales nos sumerge en la densidad del instante presente. 164 Víctor Casallo Mesías

capítulo publicado en una novela por entregas. En nuestra experiencia actual, no solo ha cambiado la rapidez e intensidad de esos intercambios, sino la mutua interpenetración narrativa entre creadores y público.

Temporalidad narrativa y densidad de sentido

Las preguntas e hipótesis de los televidentes atraviesan y constituyen la narrativa de Breaking Bad. La posibilidad de volver una y otra vez a la serie multiplica y reconfigura esos sentidos que ya se encuentran —o que espe- ramos encontrar— en el despliegue temporal del relato. Escenas, episodios y temporadas no se suman en una simple sucesión donde el pasado ilumina el presente y viceversa, como en la resolución formulaica clásica de un caso de Hércules Poirot, sino que pasado, presente y futuro difuminan sus límites y consistencias propias para relacionarse internamente, ya no como piezas mutuamente externas, sino como sentidos recíprocos y crecientes: un peluche flotando en una piscina y un desastre aéreo, las iniciales de Walt Whitman y una lectura en el baño, el embarazo y el cáncer, etcétera. En esta textura temporal, cada decisión cobra profundidad frente al tras- fondo de posibilidades e incertidumbre formado por otros cursos de acción que pudieron ser, pero nunca fueron ni serán. Esta profundidad no solo permite especular fuera de lo narrado, sino inten- sificar dramáticamente nuestra inmersión en él. Cuando Jesse se pregunta por qué no fue al museo con Jane en vez de terminar deshidratado en un remol- que sin batería y colmado de droga en medio del desierto, nos hundimos con él en una incertidumbre que no se limita a los resultados de la acción, sino que cuestiona radicalmente la posición de (presunto) control de quien la ejecuta. Como es propio de la tragedia, este abismo creciente de incertidumbre no espanta —como cuando les sucede en carne propia— a los televidentes, sino que los cautiva y abre un espacio para su participación. En ese espacio, la infi- nitud potencial de datos sobre una palabra dicha, el color de un vestuario, el soundtrack, los títulos de cada episodio, etcétera, no están simplemente en la red, sino que son activamente buscados, analizados y sometidos a discusión por el público en blogs, foros de discusión, tweets, posts en Facebook y, como siempre, el comentario cara a cara. Estas dinámicas comunicativas no solo se desprenden del ver televisión, sino que la incorporan: ya no es extraño (volver a) ver un episodio con una tablet o un smartphone a la mano para consultar la filmografía de un actor, buscar en Shazam el nombre de un tema musical o tweetear alguna hipótesis sugerente, aunque sea posteriormente Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 165 desautorizada12. Correlativamente, los aportes de los creadores —una entre- vista al showrunner Vince Gilligan, un tweet de Mike Ehrmantraut (¿o del actor Jonathan Banks?) o la nota de prensa de AMC confirmando que sí habrá una segunda temporada— corresponden a esta búsqueda y creación del espacio comunicativo constituido por y en el fandom.

Participación y cocreación

Hablar simplemente de creadores puede no hacer justicia a las diversas articulaciones de actividades en las que se insertan sus miembros desde un sentido común compartido. En esta comunalización del trabajo creador no siempre se pueden diferenciar claramente roles y aportes. Como recuerda David Thomson:

Bajo la dirección o en compañía de los productores ejecutivos, hubo un núcleo de productores que incluyó a George Mastras, quien escribió siete episodios, coescribió tres y dirigió uno; Peter Gould, quien escribió ocho, coescribió tres y dirigió dos; Moira Walley-Beckett, quien escribió seis episodios y coescribió tres; y Sam Caitlin, quien escribió seis episodios, coescribió cuatro y dirigió uno. Sospecho que esto describe la situación donde ya nadie está exactamente seguro, o recuerda, quién hizo qué cuándo. Los créditos son confiables hasta cierto punto. (2015, p. 13)

A este entretejimiento de actividades orientadas a constituir el mundo narrativo de Breaking Bad se integra la actividad y material audiovisual, textual y oral de los televidentes. Referirse a ellos como cocreadores no descuida el peso específico de los diferentes agentes participantes: si los guionistas reciben luz verde para que Walter deje morir a Jane ahogada en su propio vómito, el público y los fans más activos no pueden borrar el hecho. Pero es inexacto que no puedan hacer nada: a pesar de lo que hemos visto hasta ese capítulo —cuando aún no había sido escrito el final de la serie— cabe preguntarse si Walt en verdad lo hizo para salvar a Jesse de la influencia de Jane. Aun así, ¿no estremece a Walt la atrocidad que ha cometido, incluso antes de ver cómo va desmoronando a Jesse? Las discusiones generadas por estas preguntas —compartidas masivamente y a las que no son ajenos los creadores oficiales— van (re)constituyendo el horizonte de sentido en el que vivimos la narración; incluso para tentarnos a abandonarla.

12 Como la interpretación química de las sílabas en el nombre del último episodio, “Felina”. Presumiblemente, sería una referencia a los elementos que componen las lágrimas: fierro (Fe), litio (Li) y sodio (Na). 166 Víctor Casallo Mesías

Lo verdadero y fáctico en Breaking Bad, como en toda teleserie tomada en serio por su público, no se limita a una realidad acabada y evidente, sino que se plantea como una disputa de sentido que nos envuelve. Un ejemplo de cómo la realidad narrativa desborda la duración temporal efectiva de cada episodio es el notable repudio al personaje de Skyler durante las primeras temporadas, expresado no solo en posts agresivos y ofensivos en foros de internet, sino en mensajes dirigidos a la misma actriz Anna Gunn (Thomson, 2015, p. 19). Más allá de la intención de los creadores respecto de las apari- ciones y acciones del personaje dentro de la historia, estas se constituyeron como el objeto central de exasperación y agresividad en el horizonte de verdad y realidad al que nos incorporamos muchos televidentes. La profun- didad y el poder estéticos de una narración consisten en poder abrir ese espacio de reconocimiento y participación. Tomarse en serio a un personaje ficticio y actuar consecuentemente frente a la persona real que lo interpreta no es una experiencia nueva. Ha sucedido, por ejemplo, con la actriz María Rubio, quien solo tras muchos años se ha podido desprender de la abominable Catalina Creel, la villana suprema de la telenovela Cuna de lobos y, probablemente, del panteón de ficción mexicano (Adrianzén, 2001, p. 245). Un detalle revelador es que Skyler no es —o, al menos, no antes de asumir la operación de lavado de dinero— una villana, sino la esposa y madre que se valida —o impone— como la encarnación de las necesidades familiares. Si entorpece sin saber los planes criminales de su esposo es, imaginamos, porque quizás ya lo bloqueaba desde antes que se convirtiera en Heisenberg. Nuestra antipa- tía —una modalización de la empatía— hacia un personaje lo sitúa en una historia más amplia y profunda que aquella que se presenta en pantalla. Si podemos establecer una relación tan intensa con un personaje no es solo por cómo lo caracterizan sus palabras, acciones, apariencia corporal (el embarazo de Skyler White, el ojo ausente de Catalina Creel) o el atuendo (los vestidos azules de Skyler, el parche de Catalina, haciendo juego con su ropa), etcétera, sino por el conjunto de colores, texturas, música de fondo, entre otros, en los que podemos encontrar plasmado nuestro mundo y a nosotros mismos. Esta articulación sensible —audiovisual— hace posible que nos reconozcamos y participemos estéticamente del mundo incierto de decisiones urgentes y resultados impredecibles que es Breaking Bad. Comprender cómo es posible esta experiencia estética puede aclarar al creador, al crítico o al profesor la dimensión ética de nuestra inmersión en los relatos de la hipertelevisión. Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 167

Fenomenología del vivir la narración

Si podemos sumergirnos estéticamente en un mundo narrativo como el de Breaking Bad es porque apela y reactualiza las capacidades que alguna vez nos permitieron constituirnos como personas al interior de una comunidad con la que compartimos un mundo. En esa autoconstitución, la interac- ción con los otros permite al yo personal reconocerse narrativamente en una identidad que presupone la posibilidad de recrearse a través de nuevas experiencias de vida, entre las que se encuentra la exploración imaginativa de mundos de ficción. Desde una perspectiva fenomenológica, la formación de un yo personal 13 que conoce, valora y actúa tiene como condición ser acogido en una comu- nidad donde, incluso antes de poder comprender enunciados verbales, va descubriendo sentido en ese mundo que comparte con los otros (Husserl, 1996). A lo largo de ese proceso de personalización, aunque solo rara vez necesitamos explicitar el conglomerado total de conocimientos, valoraciones o prácticas que vamos haciendo nuestros, a menudo sí se nos demanda aclarar(nos) quiénes somos, qué buscamos y por qué. Esta demanda es particularmente urgente frente a una situación problemática que desafía o, incluso, amenaza nuestra identidad, tal como Jesse plantea a Walt cuando le pregunta por qué un profesor tan insoportablemente estricto como él quiere “malearse” (break bad), o cuando le pregunta qué va a ser del negocio luego de que su cáncer entre en remisión. Este autorreconocimiento se consolida y expresa narrativamente desde que aprendemos a identificar a los otros como actores de una historia en la que se entretejen los hechos y acciones de nuestras vidas (Hart, 1992). Como infantes, las curiosas acciones de los otros no son eventos de otros cuerpos físicos cualquiera, sino de cuerpos vivos y análogos al propio como expre- sión de una persona-lidad. Para el infante, inicialmente todo otro cuerpo se le da con ese carácter personal. Poco a poco, en la interacción con la madre y otros que no solo lo tocan, sino que lo acarician, le cantan, lo mecen, etcétera, va aprendiendo a descubrir a otros semejantes a él, capaces de

13 Entendemos por yo personal al yo como agente que es afectado por el mundo y actúa en él; es decir, como una personalidad, como sistema con habitualidades afectivas, volitivas y prácticas que se encarnan histórica y culturalmente en un mundo concreto, compartido con otros. La noción de yo personal contrasta con la abstracción de un yo como mero “sujeto”: una suerte de polo vacío que se opone al mundo y a los otros, como si fuera inteligible independientemente de estos (Husserl, 1997). 168 Víctor Casallo Mesías

tocar, ser tocados, moverse y demás. Esta incorporación comunicacional a la comunidad humana es anterior a alguna conciencia plena de yo; por el contrario, presupone que todo yo debe ser previamente un tú para otros con los que se va descubriendo como una comunidad que comparte el mundo. Este mundo no se descubre, entonces, como un depósito de objetos y hechos indiferentes, sino como un escenario en el que aparecen personas, cosas y acciones valoradas y usadas, antes que conceptualizadas. A medida que vamos reconociendo un sentido en las acciones de los otros, vamos descubriendo un mundo crecientemente familiar. En particu- lar, nos vamos comprendiendo en un lugar y momento compartidos, antes que en un espacio y tiempo neutralmente objetivos. Experimentamos sitios específicos como íntimamente nuestros o inquietantemente extraños, y ratos como dichosamente fugaces o angustiantemente largos antes que como un espacio o un tiempo independiente de nosotros o determinado por mapas y relojes. Esta última espacio-temporalidad objetiva presupone un espacio y tiempo vividos desde nuestra incorporación comunicativa a una comunidad. Nuestras narraciones —las de nuestras vidas y las de nuestras ficciones— se despliegan en una espacio-temporalidad vivida y delineada por nuestras creencias, valoraciones y prácticas: un mundo vivido14. El proceso de comprensión del otro no es automático o ininterrumpido, porque este puede realizar una acción desconocida o inconsistente con lo que ya conocemos de él. Así también, en la reflexión sobre uno mismo, la identidad propia no es un agregado de segmentos mutuamente exteriores, sino el desafío de una unidad narrativa que se puede cuestionar, confirmar o renovar a partir de las interpelaciones de los hechos, los otros y uno mismo. Una descripción o explicación sistemática de la conducta del otro o de uno mismo es, desde este punto de vista, un discurso de segundo orden que se

14 Este mundo vivido o mundo de la vida (en alemán, Lebenswelt) es el mundo que está predado en toda posible experiencia; en particular, el proceso comunicativo de autoconstitución de todo yo personal (Husserl, 2008). Con predado nos referimos a que, para que un objeto cualquiera se nos dé, hace falta la predación del mundo como un relieve de significatividad sobre el cual ese objeto “despierta” nuestra atención cognitiva, valorativa o práctica. En la percepción cotidiana no caemos en la cuenta de todos los objetos dentro de nuestro campo perceptivo, sino que solo advertimos los que hemos aprendido a reconocer como relevantes y, entre ellos, a aquel que capta nuestra atención. En una experiencia más compleja como ver Breaking Bad, la mirada cultivada audiovisualmente advierte objetos, relaciones y espacios de significación que escapan al televidente novato: el relieve del mundo predado está delineado por un aprendizaje previo diferente en cada caso. Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 169 fundamenta en esta precomprensión implícita del otro y el yo que actúan en el mundo vivido. Un yo se va sedimentando, modificando y renovando en una identidad personal al interior de una dinámica comunicacional de auto- descentramiento, donde las historias de los otros hacen posible reconocer la propia historia. Incluso cuando entramos en la adultez y nuestra historia de vida propia se ha estabilizado en un estilo de experimentación del mundo, de los otros y de uno mismo, puede ocurrir un twist plot a partir de un hecho esclarecedor en nuestra vida concreta —o en un mundo de ficción que nos cautive profundamente, como Breaking Bad—. No aprendemos, entonces, a encontrar y dar sentido al mundo interiorizando algún sistema de creencias, sino al ser incorporados a estas prácticas que luego podemos explicitar narrativamente con fines precisos, como pedir ayuda en una tarea o compartir con alguien una pena (Husserl, 2002, p. 27). Pero, en esta incorporación pragmática, el yo en formación no solo aprende a reconocer a los otros y a sí mismo como agentes que intervienen en un mundo predado de cierta manera, sino que esas acciones son entendidas atribuyéndoles motivacio- nes, propósitos y otros, consistentes con un carácter personal. Ya señalamos que esta consistencia no se da por descontada, sino que es una tarea permanente en el reconocimiento de los otros y uno mismo. No se trata, entonces, solo de acciones y logros, sino también de diferentes posibilidades de realizarlos en las que se juega quién es alguien ante sí mismo y ante los demás. En este sentido, el horizonte intersubjetivo que hace posible nuestras acciones e identidad presupone la valoración tanto de lo que hacemos como de quié- nes somos. Este aspecto práctico-valorativo constituye el trasfondo ético sobre el que comprendemos nuestras vidas (Hart, 1992, p. 303). Comprender a alguien implica la pregunta por el sentido total de (la narración de) su vida. No solo comprendemos y disfrutamos el hecho de que el protagonista de Breaking Bad sea un genio químico o debatimos apasionadamente si fue responsable o no —y en qué medida— de las muertes que van sumándose cada capítulo, sino que nos intriga, incluso, desde antes de sus palabras finales a Skyler, qué es lo que lo mueve, si vale la pena y, finalmente, quién es ese hombre que habita los nombres Walter White y Heisenberg. El interés por las narraciones no es exclusivo de espíritus humanistas o académicos: responde a la necesidad humana de encontrar o dar sentido a lo que vamos viviendo y de lo que no somos, en último término, auto- res. Hay narraciones que nos ayudan a reírnos de nosotros mismos o que nos transportan espacial, temporal o culturalmente a mundos que apenas imaginamos. Otras, como Breaking Bad, nos colocan delante del reto de 170 Víctor Casallo Mesías

intentar hacer una historia de nuestra propia vida. Walter White ilustra ese proceso de (re)constitución personal que es posible a lo largo de toda la vida, y abre la oportunidad de un autodescentramiento más integrador o disolvente. Exploramos afectivamente esos caminos de (des)personalización con la emoción liberadora de la transgresión o del temor reprimido. Esta liberación catártica al coexperimentar empáticamente la vida de un perso- naje se entronca con el proceso global de nuestra formación identitaria, en la medida que prolonga y recrea la empatía y reconocimiento a partir de los que nos hicimos personas desde la infancia. Como adultos, podemos ser cómplices de los empeños de Walter White, aunque no lo comprendamos del todo. Poco a poco sospechamos que quizá no solo lo mueve la despro- tección de su familia o sus humillaciones laborales. Que el reconocimiento del otro autodescentrándose en él sea condición para que el yo pueda llegar a ser no implica que este encuentro siempre se realice plenamente. Sí nos muestra, sin embargo, la pretensión de recono- cimiento a la que responden incluso sus formas distorsionadas. En Walter se encarna la hybris de quien quiere ser el autor último de su historia. Por eso demanda, incluso cuando ya logró que sus nuevos socios acep- ten sus condiciones, el reconocimiento del personaje que ha creado: “Say my name!”. Pero ya señalamos que toda historia solo es posible en su entretejimiento con otras historias, así como toda pretensión de reconoci- miento presupone, al menos en cierta medida, reconocer a los otros. En un momento de sinceridad, con un Hank conmocionado por una bomba que mató o mutiló a sus colegas de la unidad de la DEA, las palabras de Walter nos desafían, atravesando nuestro mundo desde el suyo:

He pasado toda mi vida asustado, asustado de las cosas que podrían pasar, que pasarían o no pasarían. Pero ¿sabes qué? Desde mi diagnóstico, duermo bien… De lo que me he dado cuenta es que el temor… eso es lo peor de todo. Ese es el verdadero enemigo. Así que levántate, sal al mundo real y patea a ese bastardo entre los dientes, lo más fuerte que puedas.

Esta distorsión trágica de intentar ser autor de uno mismo se nos descu- bre a escala familiar en la vida de Walter. Podemos seguirla, por ejemplo, en su relación con Jesse, en contraste con Walter Jr. Poco a poco vemos cómo el joven perdedor va ganando prioridad en el corazón de Walter, sin que este deje de querer al hijo cándido y sincero que se preocupa por su padre. Parece que quiere a su hijo, pero que no es el hijo que hubiera querido. Aunque Jesse sea irresponsable, desordenado, químicamente incompetente (al menos al inicio) y, de entrada, un adicto (como Gus advierte a Walter), Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 171 tampoco es un simple minion al que puede reprender, mandar o humillar a su gusto —aunque lo haga—, ni un mero aprendiz de la fórmula defini- tiva de la metanfetamina azul. Cuando Walter —nuevamente en calzoncillos, golpeado en un cuarto de hostal— tiene quizás el momento más vulnerable y cercano con Walter Jr., lo llamará, en su desorientación, “Jesse”. Pero si cree- mos que Jesse representa simplemente un hijo sustituto al que puede mostrar su rostro criminal, nuestra comprensión es desafiada por su encuentro con Gale Bötticher, quien encarna, a decir de Vince Gilligan, todo lo que Jesse no es (Thomson, 2015, p. 47). Gale es un químico brillante, ordenado en su vida privada (vegano), que ha aceptado (racionalizado) lo que implica producir droga, pero que, sobre todo, comprende científica y personalmente a Walt. Le expresa repetidamente su admiración, tanto por su competencia profesio- nal como por quien es, como cuando le cita de memoria el poema de Walt Whitman “When I Heard the Learn’d Astronomer”. A pesar de reconocerse en este hombre profesional y serio, Walter moverá a Jesse a matar a Gale. ¿Lo hace solo para protegerse a sí mismo, para recuperar a su caótico socio o porque ya nada (nadie) le puede bastar a Heisenberg? Pero el vínculo entre Walter y Jesse es solo un camino narrativo a explorar. Su entrecruzamiento con otros nos podría llevar, por ejemplo, a profundizar en la relación entre Walter, Hank y Walter Jr. ¿No habrá sido la inseguridad y celos frente a la admiración de su hijo por su cuñado, antes incluso que sus frustraciones laborales, lo que lo empuja a reinventarse? ¿Pueden conectarse padre e hijo como cómplices cuando salen a probar sus nuevos autos deportivos? Y cuando Skyler obliga a Walter a devolver los autos, ¿no es ella la resistencia que lo descontrola cada vez más? ¿O es, más bien, la primera en despertar de la falsa seguridad del triunfo de Heisenberg cuando lo contempla viendo despreocupadamente Scarface con Walter Jr.? Podemos seguir diferentes caminos de (auto)descubrimiento narrativo por la libertad específica que nos ofrece Breaking Bad en tanto objeto estético, con toda la amplitud y profundidad que esto entraña.

Objeto estético: horizonte de mundo y crítica

Una serie de televisión es ciertamente un objeto físico o, más bien, varios posibles: los DVD en la videoteca, los pixeles móviles sobre la pantalla, etcétera. Precisar que la experimentamos como objeto estético quiere llamar la atención sobre el hecho de que nos entregamos al percibir lo que se nos da en la pantalla. Podemos enfocarnos en un percibir que responda al interés de conocer o de usar un objeto. En contraste, el llamado desinterés 172 Víctor Casallo Mesías

en la experiencia estética alude a dedicarse al percibir por el percibir, sin subordinarlo a algún fin ulterior teórico o práctico (Kant, 1992). Mikel Dufrenne (1989) propone comprender el objeto estético como una cuasi subjetividad. Toma, así, distancia de otras perspectivas que buscan definir características específicas que, agregadas al objeto físico como si fueran ingredientes, le darían su cualidad estética. Se trata, más bien, de un modo de darse del objeto, correlativo a una actitud específica dirigida a él. Hablar de una cuasi subjetividad destaca que nos relacionamos con el objeto estético empatizando con él, como hacemos con una nueva persona que conocemos. Es decir, aunque el objeto estético no puede responder a nuestras preguntas —porque no es propiamente “otro”, una subjetividad plena— sí permite que lo “hagamos hablar”. Dufrenne precisa, entonces, que estamos ante un horizonte de mundo: lo que nos ofrece una pieza musical, una escultura —o Breaking Bad—, es el despliegue de una espa- cialidad y temporalidad configuradas según las posibilidades sensoriales propias de cada medio. No podemos poner pausa al concierto de música clásica al que asistimos, como tampoco se nos permite usualmente manipu- lar la escultura expuesta en un museo: su configuración sensorial —sonora, táctil, visual— reclama en nosotros formas específicas de percibirla y, al permanecer en su percepción, de reconocerla y disfrutarla. Este percibir y reconocer son afectivos y prácticos antes que cognitivos: más que informarnos, el objeto estético, como horizonte de mundo, reactua- liza y recrea, en general, cómo nos dejamos afectar por la realidad, así como esas posibilidades de experimentar el mundo. Esta interpelación estética se da en cada caso con un tono afectivo específico (Dufrenne, 1989, p. 463) que, en nuestro caso, establece a priori cómo vivimos lo que va sucediendo en la teleserie. Nos burlamos con Jesse de los obsesivos argumentos de Walter para matar a una mosca, pero no esperamos una resolución como la de Seinfeld. Seguimos con tensión a Hank mientras recibe los resultados de una prueba de laboratorio, pero sabemos que no restaurará el orden del mundo como en CSI. En Breaking Bad acompañamos decisiones extremas que buscan responder a una incertidumbre que reaparece en formas impredecibles: el cáncer en remisión de Walt o la lista de cuentas de banco que asoma en un cuadro roto luego del ataque magnético al depósito policial. Aunque no podamos preguntar a los personajes ni caminar libremente por sus hogares o ciudades, sí podemos buscar sentido en el primer plano del angustiado rostro de Walter, esculpido por la luz y la sombra, cuando cree que su cáncer ha empeorado —las arrugas en su frente, los labios Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 173 entreabiertos y la mirada extraviada—, en contraste con los ojos determina- dos y la boca en tensión cuando negocia con Tuco luego de hacer explotar su guarida. Toda una personalidad se revela y oculta en la mirada esquiva de Marie cuando la atrapan en una de sus escapadas cleptómanas, en la frente sudorosa de Hank durante un ataque de pánico en el ascensor de la DEA y en el llanto contenido de Saul cuando Jesse le hace confesar a golpes cómo ayudó a envenenar a Brock. Aprendemos nuevamente a leer rostros y gestos, tal como lo hicimos en nuestra infancia. La profundidad estética de lo que vemos y escuchamos en Breaking Bad nos guía en este aprendizaje en la medida que revive ese descubrimiento originario de lo fascinante e impredecible del mundo. Toda producción audiovisual debe decidir sobre su dirección de arte, fotografía, sonorización, actuaciones, etcétera, pero Breaking Bad parece comprometerse hasta el último detalle con cada elemento y relación audio- visuales en su mundo narrativo. Seguimos los cambios graduados en el color de la ropa de Walt, Skyler o Jesse, donde se visibiliza su propia trans- formación personal hacia la violencia o la desesperación, incluso si recién podemos tematizarla al ver la serie por segunda vez, abriendo la posibilidad de que una tercera nos revele todavía más. Sorprendemos los rostros de los personajes en espacios tan íntimos como imposibles para un punto de vista humano: saliendo del cañón de una pistola o desde el interior de una lavadora repleta de billetes. Para ese mirar y oír al que parece no escapár- sele nada, cada pintura, anuncio en la calle, canción en la radio o fórmula química recuerda o anticipa algo. En este mundo donde todo se hace más misterioso, y a la vez familiar, profundizar en Breaking Bad como objeto estético es profundizar en nosotros mismos. Redescubrir nuestro mundo con el trasfondo de el de Walter White nos abre a un sentido más amplio de la realidad porque la experiencia esté- tica apela a cómo esa realidad se fue constituyendo alguna vez. Este es el potencial crítico de toda experiencia estética. En una época donde no faltan quienes lamentan que Sófocles, Shakespeare y Dostoievski apenas tengan espacio en aulas y escenarios, Breaking Bad pone en las pantallas de nuestros televisores y computadoras un horizonte de mundo que cuestiona narrativa- mente nuestra vida cotidiana, porque, al sumergirnos en él, nos devuelve a la premura, incertidumbre y esperanza en la que somos y actuamos. 174 Víctor Casallo Mesías

Espacios y diálogos

Hemos discutido cómo en Breaking Bad exploramos la acción humana desde un horizonte donde no es posible conocer su desenlace y, más aún, donde la decisión que hoy nos salva puede engendrar un peligro aún mayor más adelante para nosotros y aquellos —familiares o extraños— que no tienen que ver directamente con lo que enfrentamos. Nos referimos así a lo trágico como “la plasmación dramática de una visión de la realidad en la que se asume que el hombre es un huésped inoportuno en el mundo” (Steiner, 2011, p. 12). Ese mundo se encarna, por ejemplo, en los servicios de salud públicos que no ofrecen esperanza a Walter White y a tantos otros que esperan su turno en el seguro social. Discutimos cómo al explorar ese mundo encarnado reactualizamos la experiencia originaria en la que descu- brimos nuestro mundo. En ese reaprendizaje, redescubrimos nuestra capacidad de acción cuando seguimos a Walter en esa primera decisión transgresora que tantos quisié- ramos poder realizar o que hemos cometido, al menos, en la imaginación. Señalamos cómo la descarga catártica es por lo general liberadora, pero, una vez cruzado el límite a través de la pantalla, ¿qué otro paso más allá se podría dar? ¿Cuál sería el desenlace? Volvemos a estas ficciones porque necesitamos —o no podemos evitar— volver a nuestra vida cotidiana desde un horizonte que ensanche las opciones limitadas a las que nos condena el rostro moderno del destino: el sistema incapaz de ver y oír nuestra mortalidad. Breaking Bad nos cautiva no solo porque la tragedia sea una forma narrativa fundante de nuestra tradición occidental, sino porque, como seres humanos, necesitamos enfrentar la incertidumbre y las posibilidades de nuestras vidas de forma que sean reconocidas por otros y asumidas por nosotros mismos. La exploración afectiva, volitiva y cognitiva de una narración trágica como Breaking Bad echa luz sobre lo más difícil de narrar en nuestras propias vidas: la imprevisibilidad e irreversibilidad de nuestras acciones. Pero esa nueva luz que permite simultáneamente tomar distancia y profundizar como espectado- res en esa acción también hace posible apreciar, como diría Hannah Arendt, su aspecto renovador. Somos capaces de decisiones y acciones que rompan con la cadena de causas y efectos, cuando, desde la incomunicación, nos atrevemos a abrirnos al perdón y la promesa (Arendt, 1998, p. 236). En vez de la hybris de quien quiere ser su autor absoluto, quien perdona y pide perdón puede aventurarse a confiar en el otro, sin eliminar su fragilidad ni dejarse aplastar por ella. Reconocemos esa posibilidad cuando, al comentar con otros la teleserie, consideramos que Walter pudo haber aceptado el trabajo y la Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 175 ayuda de Grey Industries, haber escuchado a la prudencia de Mike cuando intentaron reflotar el imperio de Gus, o, incluso, haber confesado en lugar de condenar a Hank, Gomie, Jesse y a él mismo —junto con su familia— a un final peor. Ninguno de estos caminos alternativos ofrecía tampoco una garantía absoluta de salvación, pero hacen plausible, en nuestras discusiones sobre la serie, una redención que no escapa al dolor, al esfuerzo y, siempre, a una medida de azar o providencia. Seguimos durante cinco temporadas la transformación de Walter White en Heisenberg sin acceder nunca plenamente a lo que sucede dentro de él, a lo que motiva sus decisiones. Lo sabremos cuando se comunique —cuando baje sus defensas— con Skyler y le diga tanto a ella como a sí mismo: “Lo hice por mí. Me gustó. Era bueno en ello. Y estaba realmente… estaba vivo”. Ante el único destino cierto, la muerte, no podemos dudar de sus palabras, pero todavía podemos preguntarnos: ¿en qué momento dejó de ser el padre preocupado y se convirtió en el hombre que necesitaba afir- marse a sí mismo pisando, como meros convencionalismos, los principios y leyes que había hecho suyos —o lo habían hecho suyo— toda su vida? No lo sabremos, como tampoco tendremos certeza de si Jesse ha alcanzado, en una historia de vida espantosa, la posibilidad de un nuevo comienzo. Y esa indeterminación es la esperanza con la que se cierra para nosotros el mundo de Breaking Bad en el último capítulo. La misma con la que, al volver al mundo de lo cotidiano, como quien regresa de un intenso viaje, podemos reimaginar nuestras propias vidas. Ver Breaking Bad equivale a introducirse en ese horizonte de mundo que nos sobrepasa y redescubre; pero su profundidad estética nos pide o, más bien, nos tienta a volver a ella una y otra vez. Desde ese mirar y oír más atentamente, el realizador audiovisual, el profesor o el crítico no solo hacen un inventario de los elementos o técnicas empleados, sino que su análisis propiamente estético nos descubre un ambiente de mundo que ha logrado hablarnos desde nosotros mismos, provocándonos y guiándonos a descubrir todos sus diferentes niveles y aspectos. Pero esa guía y descu- brimiento también pueden hacer espacio —en el aula o en la conversación informal— a lo que tienen para compartir quienes disfrutan de esos aportes y los circulan, como hemos visto, en las redes comunicativas de hoy. Con cada dato o hipótesis sobre algún objeto, personaje o suceso, se alimenta la exploración al interior de la narración que es nuestra propia búsqueda de sentido. Hoy que los grandes relatos redentores de la religión, la política, la ciencia y la economía han perdido su capacidad de validarse y convocarnos 176 Víctor Casallo Mesías

como pretendieron secularmente (Lyotard, 1987), buscamos ese sentido —si no de progreso, al menos de orientación— en los nuevos relatos en los que nos descubrimos compartiendo formas de hablar de nuestro mundo y de nosotros mismos. Quizás, como sugería Arendt, plasmarnos, reconocer- nos y ser recordados en esos relatos sea el único sentido verdaderamente humano de trascendencia al que podemos aspirar (Arendt, 1998, p. 192). Cuando los planteamientos de los políticos y científicos sociales sobre la salud pública, la droga, la familia y la soledad del individuo nos resultan —antes que incomprensibles— indiferentes, las preguntas y discusiones que nos suscitan nuestros relatos más preciados constituyen quizás el único —o último— espacio público en el que podemos esperar algún sentido de encuentro, referencia y discusión. Breaking Bad despliega ese espacio a partir de ese sentido profundo de estar fuera de casa (Unheimlichkeit) en este mundo (Steiner, 2011, p. 12), pero que, aun así, aspira a hacerlo más humano. Ciertamente los diálogos que sigue generando no bastan para terminar de comprender o responder a la profundidad de los problemas que nos salen al encuentro cada día, pero sí ofrecen un punto de partida de donde cada uno puede tener algo que decir. La misma Arendt nos invita a comprender el juicio y debate políticos, no como una discusión entre cien- tíficos, moralistas o administradores, sino desde su analogía con el juzgar estético, en el que cualquier sentido de validación presupone apelar al punto de vista del otro, poniéndose imaginativamente en su lugar en vez de aleccionarlo (Arendt, 2003). Si realmente podemos encontrar aún temas compartidos que nos toquen en cuanto seres humanos, ningún discurso teórico puede aclararlos y movernos mejor que la belleza de una narración15. Su belleza no consiste en un escape idílico —esteticista—, sino en ese horizonte de mundo en el que no podemos dejar de sumergirnos y, siempre que hayamos cultivado nuestros mundos de ficción, enriquecer nuestro mundo. Incluso si pudié- ramos reparar administrativamente nuestro mundo —si funcionara nuestro sistema social en salud y educación—, solo la belleza haría digna de vivir una vida humana (Arendt, 2006a, p. 215). Hoy nuestras perplejidades polí- ticas, culturales y personales necesitan narraciones como Breaking Bad, en las que la televisión no solo demuestre que puede ser bella, sino, como nuestras vidas, terriblemente bella.

15 “Ninguna filosofía, análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse en intensidad y riqueza de significado con una historia bien narrada” (Arendt, 2006b, p. 32). Primera parte / Breaking Bad: autodescubrimiento audiovisual 177

Referencias

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Las teleseries también educan. Una defensa de las ficciones televisivas como dispositivos de aprendizaje

Julio César Mateus

Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro. Groucho Marx

En un contexto educativo sofocado por retos tecnológicos y metodologías desfasadas, las teleseries pueden aportar una solución. Su potencia emocio- nal, así como la diversidad y calidad de los temas que abordan, representan una oportunidad para el diseño de innovadoras experiencias de aprendi- zaje formal. Al mismo tiempo, las series pueden refrescar la relación entre estudiantes y docentes, a partir de una propuesta más motivadora que explota la premisa que dice que los televidentes son creadores activos antes que espectadores pasivos. Este texto explora el uso de narrativas de ficción en el aula y repasa los desafíos para la óptima integración curricular de las teleseries en el contexto educativo.

Dr. House y Black Mirror: dos experiencias universitarias

Corría el año 2009 cuando fui convocado para impartir el curso Introducción a la Investigación en el programa de Estudios Generales de la Universidad de Lima, junto a un grupo de profesores que recién nos iniciábamos en la docencia. La coordinadora de la asignatura esperaba que pudiéramos plan- tear ideas frescas y, de ser posible, innovar en la cátedra. Se trata de una asignatura medular para la formación universitaria, pero repelida por los estudiantes porque que se había convertido, por momentos, en un taller

[179] 180 Julio César Mateus

de locuciones latinas y, en otros, en una especie de tribunal encargado de proscribir propuestas temáticas que no reunían, a ojos de algunos profesores, suficiente importancia y solemnidad para convertirse en objetos de estudio. Al revisar el sílabo y recoger la experiencia de semestres anteriores, los colegas concluimos que existían serios problemas para reconocer y apli- car conceptos teóricos claves, como el método científico, la formulación de hipótesis o el diseño experimental. Para entonces —contextualizo—, yo ya me había iniciado en la adicción a las series de TV1, por lo que me resultó algo obvio proponer un capítulo de Dr. House que abordaba algunas de estas cuestiones. Secundaron mi sugerencia la propia coordina- dora y otro novel profesor, con quien en largas conversaciones habíamos compartido una fascinación crónica por Gregory House, el protagonista de la serie: un médico genial y renegado de las normas que aplicaba los métodos menos ortodoxos para hallar los diagnósticos más certeros. Su personalidad arrebatada e irónica atentaba contra el establishment de un típico hospital estadounidense. El capítulo cuarto de la primera temporada —“Maternity”— aborda una crisis infecciosa entre los recién nacidos del hospital, presuntamente causada por un virus. Iniciaba, entonces, el doctor House su discutible protocolo: indagar con su equipo las posibles razones que causaban ese cuadro clínico entre los pacientes, al tiempo que mostraba su vasto conocimiento y representaba lo complejo del caso. La única forma de descartar en tan limitado tiempo la causa del problema, según él, era aplicar tratamientos distintos a pacientes diferentes —como si se trataran de un grupo experimental y un grupo de control— sin informar ni recibir auto- rización de los padres. Era una forma de ganar tiempo y, al mismo tiempo, contrastar hipótesis, pues eran muchas las opciones que se barajaban y la muerte paseaba por las incubadoras. El caso es trágico, pues resulta en la muerte de algunos bebés y plantea, además de todos los pasos del método científico —problema, hipótesis, experimentación y conclusión—, dilemas

1 Adicción a la que llegué por necesidad, pues en medio de una profunda depresión descubrí The West Wing, serie sobre el presidente de los Estados Unidos y su equipo de asesores. Esta ficción integraba, por un lado, mi interés por los sistemas políticos, y por el otro, mi evidente necesidad de consumir algún tipo de relato al cual “entregarme” —presumo que así funcionan también las telenovelas o las narrativas de autoayuda—. Consumí durante las madrugadas de dos meses las siete temporadas: una distracción a la que le debo el haber hecho más llevadero mi descalabro afectivo y el haber aprendido muchos elementos del funcionamiento del gobierno norteamericano, pues confrontaba mucho de lo que veía con lecturas de internet para confirmar alguna información. Primera parte / Las teleseries también educan 181

éticos profundos, vinculados al ejercicio de la práctica médica, pero exten- sibles a otras profesiones en las que se trabaja con seres vivos. Luego de conversar con el equipo de profesores, la coordinadora de la asignatura hizo copias del DVD para todos e invitó a utilizar el capí- tulo en la clase correspondiente al tema. La experiencia fue positivamente dramática: desde alumnos llorando, claramente involucrados en la historia, hasta discusiones encendidas acerca de la rigurosidad del experimento y la moralidad del consentimiento informado. En el examen parcial se aplica- ron preguntas sobre los conceptos, aludiendo al episodio en cuestión, y el rendimiento de los alumnos fue superior al de pruebas anteriores. Tiempo después, algunos de estos estudiantes todavía recordaban con nitidez ese capítulo y esa clase. Algunos años más tarde, en el 2016, me invitaron a dar un curso semi- presencial en una maestría de educación y el contexto resultó idóneo para experimentar otra vez con series televisivas —cuando uno enseña, en buena cuenta, experimenta a partir del interés personal y la intuición pedagógica—. A diferencia del caso de Dr. House, en el que propusimos algún episodio suelto de la serie, aquí planteamos desarrollar parte del sílabo echando mano de la primera temporada de Black Mirror, conformada por tres capítulos. Esta premiada producción británica explora en clave distópica diferentes facetas del impacto de las tecnologías en nuestras vidas: la posibilidad de grabar digitalmente recuerdos, “revivir” personas en función de los datos que generó en vida o regular los medios tecnológicos en una sociedad de la información. Todos asuntos que venían de perilla para un curso cuyo objetivo era discutir los efectos cotidianos de la cultura digital. Durante la preparación del curso, además, fuimos encontrando artícu- los académicos que proponían nexos interesantes con variados conceptos y aproximaciones interdisciplinares, como la mirada sociológica de los imaginarios tecnológicos o su impacto en la democracia (Ciguela-Sola y Martínez-Lucena, 2014a, 2014b), los cuestionamientos éticos del poder de los artefactos en nuestras vidas (Sannazzaro, 2012), las implicancias antropológicas de las transformaciones de diversas prácticas culturales (Díaz Gandasegui, 2014) o la retórica de la tecnología a partir del análi- sis crítico del discurso (Boren, 2015) y las representaciones de las propias TIC (Hernández-Santaolalla y Hermida, 2016). De este modo, y tomando en cuenta los objetivos del curso, planteamos discutir un episodio cada semana, vinculándolo con las lecturas escogidas y con otros aportes libres de los estudiantes. El resultado fue muy bien ponderado: la serie logró 182 Julio César Mateus

promover reflexiones y asociaciones motivadoras y facilitó el desarrollo de ensayos críticos, que era lo que debían desarrollar como trabajo final. En un curso a distancia, la motivación intrínseca es fundamental, pues las ocupaciones laborales y personales, sumadas al no tener quién esté detrás de uno para que no pierda el ritmo, hacen que sea fácil distraerse o aburrirse. En ese sentido, la narrativa de la serie —aún sin ser secuencial, sino de capítulos independientes— añadió un factor sorpresa al plan de estudios al permitir la inserción de temas impensados, miradas particulares y aristas no previs- tas por el profesor. La imagen resulta siempre susceptible de comprensiones diversas y son precisamente “esos poderes de la imagen [los que] producen ansiedad. Su proverbial ambigüedad, su polisemia, su apertura a un juego casi ilimitado de usos e interpretaciones, la vuelven un instrumento tan atrac- tivo como difícil de imaginar con fines educativos” (Malosetti, 2006, p. 157). Esto, ciertamente, supone un reto complejo para los docentes universitarios, pues muchas veces no contamos con competencias mediáticas básicas que nos permitan explotar mejor cualquier relato audiovisual. Experiencias como estas permiten reconocer, en las habitualmente desdeñadas ficciones televisivas, un gran potencial para el aprendizaje, y descubrir en su interior una inmensa sustancia pedagógica. ¿Qué hay dentro de esas producciones de impacto global que puedan resultarnos útiles desde la perspectiva del aprendizaje?

Imágenes para enseñar e imágenes para aprender

El poder de las imágenes es una discusión antigua y, a estas alturas, inob- jetable. Desde la iconografía religiosa hasta la propaganda política, desde la fotografía hasta la realidad aumentada, la imagen es la representación más espectacular que hayamos creado los seres humanos. Esto, sin embargo, no la exime de cuestionamientos, especialmente a aquella que emana del prejui- ciado medio televisivo. Pero debemos recordar, a propósito de la crítica a la telebasura, que la televisión actual es una plataforma reinventada: no solo porque en ella conviven innumerables combinaciones de géneros y formatos que hibridan la realidad y la ficción, sino también porque tecnológicamente forma parte de un ecosistema de medios imbricados y dependientes entre sí. Es un fenómeno que autores como Scolari (2008) denominan hipertelevisión y cuyos elementos veremos luego. En el clásico Homo Videns: la sociedad teledirigida, Giovanni Sartori (1998) lamentó la forma en que las imágenes empeoran la democracia al crear Primera parte / Las teleseries también educan 183 ciudadanos desinformados e imponer un circo audiovisual que los torna irra- cionales. En la misma línea, la teoría crítica descargó harta tinta para referirse al afán estupidizador de la televisión, a la que bautizó como caja boba. Si bien el eje central de la crítica tiene que ver más con el tratamiento espectacular de la información y del producto noticioso, no escapan a ella otros géneros vinculados al puro y duro entretenimiento. Sea como fuere, los críticos que defienden esta tesis omiten un ángulo tan relevante como el de la calidad de la oferta: el de la demanda; no se ocupan ni de la alfabetización audiovisual ni de aquellas competencias mediáticas necesarias para hacer del espectador —o usuario— uno menos inerme (menos estúpido) frente a las narrativas televisivas; asunto sobre el que también volveremos. Si, por un lado, el producto audiovisual ha sido descrito muchas veces con etiquetas ligeras, también es cierto que se le han señalado críticas fundadas a raíz del rol social que (in)cumple. En la literatura especializada sobre el impacto de los medios, hemos transitado de un enfoque conduc- tista —bajo el influjo de la llamada teoría hipodérmica, que decía que el espectador era una esponja absorbente de todo cuanto el medio emitía— a otro en el que sus efectos fueron limitándose —al tiempo que se recono- cían más filtros del espectador—, hasta llegar a una mirada más actual, de convergencia, en la que el espectador pierde su calidad de mero receptor y se reconoce prosumidor, es decir, un sujeto que abandona su rol pasivo frente a los contenidos para, más bien, adaptarlos a sus propios intere- ses. Estamos hoy ante una televidencia social que puede apropiarse de los medios y construir con ellos una relación más compleja, con un uso de pantallas continuas, simultáneas y ubicuas. De este modo, aunque la acade- mia contemporánea haya aceptado —parcialmente— a la televisión como un objeto de estudio válido, no goza de la legitimidad del texto escrito en la práctica pedagógica, sino que se la trata como un recurso complemen- tario, una herramienta didáctica y un discurso subordinado al canon de Gutenberg. No olvidemos, sin embargo, que toda tecnología —incluyendo la escritura— ha tenido adeptos, entusiastas, fetichistas, reaccionarios y alarmistas, de forma inevitable (véase Mateus y Chávez, 2014). La efectividad de las imágenes para educar no se discute. El uso de la pizarra para organizar y fijar ideas, de láminas para ilustrar temas o las más recientes —aunque usualmente desperdiciadas— diapositivas multime- dia son prueba irrefutable de su función pedagógica, casi siempre pensada de forma secundaria. Las imágenes en movimiento y el uso de los medios audiovisuales posibilitan otras dimensiones más complejas del aprendizaje, 184 Julio César Mateus

ligadas a su cualidad emocional. Es precisamente por esto que surgen dudas alrededor de todo aquello que separe al estudiante de lo racional como paradigma y de la lectoescritura como proceso, cánones sobre los que se ha fundado históricamente. En Las pantallas y el cerebro emocional, Joan Ferres (2014) recuerda que “a lo largo de los siglos la cultura occidental ha ignorado o marginado, cuando no despreciado o condenado, las emociones, considerándolas interferencias, elementos perturbadores, entorpecedores del adecuado funcionamiento de la maquinaria de la razón” (p. 22).

A fines del siglo xix, el médico argentino Alejandro Posadas2 filmó procedimientos quirúrgicos desde el patio de un hospital en Buenos Aires. El registro se hizo al mediodía para evitar las sombras y concibiendo su performance como una propuesta didáctica —que se evidencia en los movimientos indicativos, las repeticiones o la ubicación de los médicos que lo asistían respecto al tiro de cámara—. Reprodujo a sus estudiantes estas cintas para que vean, de inmejorable fuente, cómo debían practicarse las operaciones inguinales y torácicas en que se especializaba. Una práctica vanguardista, sin duda, que vinculaba el afán docente del galeno con las posibilidades didácticas de la recién creada imagen en movimiento. Desde este remoto precedente se sostiene la idea de una televisión instruccional, una televisión hecha explícitamente para educar que ha tenido y tiene vida propia, con mayor o menor éxito. Entre el doctor Posadas y el doctor House hay muchos años, tratamientos y propósitos que los separan, pero también una consecuencia educativa que los acerca. La teleducación, o educación a distancia a partir de un televisor, propone una mirada aséptica de la imagen. Una que aspira a fijar la atención en el contenido neutralizando las distracciones formales. Wilbur Schramm, pionero de los estudios de medios masivos y fundador de los primeros grados de Comunicación en el mundo, redactó en 1967, junto con Godwin Chu, un extenso informe para el Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos, en el que presentaban un balance de más de medio millar de estudios científicos publicados sobre el poder educativo de la tele- visión instruccional. En él destacaban el importante rol de la teleducación en contextos —como el peruano— donde la televisión educativa suplía la educación formal y no formal. El informe demostró también que la televisión instruccional, así como cualquier medio tecnológico disponible —radio o

2 En el siguiente enlace se pueden apreciar las impactantes imágenes digitalizadas: http://www.cinemargentino.com/films/914988656-operaciones-del-dr-posadas Primera parte / Las teleseries también educan 185 cine, por ejemplo—, es altamente efectivo, bajo determinadas circunstancias, para enseñar y aprender. También que resulta más eficiente cuando es parte de un sistema con objetivos pedagógicos claros y donde el profesor asume un rol sustantivo para garantizar los aprendizajes. El informe, a propósito, advertía de algunas actitudes de resistencia por parte de los profesores ante el medio, por temor o desconocimiento del rol que les tocaría compartir, y algunas de sus limitaciones:

Es esencialmente un medio unidireccional. [...] El hecho es que no es un buen dispositivo para las discusiones de clase o para dar respuestas rápidas a las preguntas de los estudiantes. Por lo tanto, es más importante considerarlo en un contexto en el que el profesor o el monitor del aula fomenten la discusión activa, las preguntas directas y las respuestas, después de que se complete la lección televisiva; o, si no se utiliza en la escuela, combinarlo con el estudio por correspondencia o por comunicación telefónica o radial, como se hace en países como Australia y Japón. [Traducción del autor] (Chu y Schramm, 1967, pp. 181-182)

Del paradigma de la televisión instruccional, pasamos al del eduentrete- nimiento (edutainment), que fue tomando mayor conciencia del potencial educativo de las ficciones o narrativas dramáticas. Las telenovelas con afanes pedagógicos, como el caso de João da Silva, en Brasil; o sin ellos, como Simplemente María, en Perú, surgieron en los años sesenta en América Latina como importantes dispositivos de educación popular. Lo mismo que ocurrió con programas infantiles de años posteriores, como el mítico Plaza Sésamo, en todas sus versiones internacionales, o Nubeluz, una de las franquicias más exitosas de la TV peruana (véase Mateus, 2008). Algunas televisoras públicas y otras explícitamente educativas siguen y seguirán siendo un espacio vital donde se construyan estos espacios pedagógicos, pero en estas páginas nos centramos, más bien, en aquellos otros produc- tos creados bajo lógicas comerciales donde la educación no es un objetivo formal, sino una consecuencia natural. Se trata, en buena cuenta, de comprender el medio y atender su poten- cial educativo, implícito o explícito. Como señala Cappello (2015),

la correlación y trasvase que existe entre la realidad y la pantalla hacen que las ficciones televisivas puedan operar, en cierta medida, como lo hicieron en sus contextos el Gesta Romanorum, la novela picaresca o el bildungsroman; es decir, como mecanismos de pedagogía social, incluso sin un propósito evidente. A lo largo del siglo xix y xx hay muchas novelas que sin serlo estrictamente han abordado el desarrollo y la construcción de personajes en situaciones de cambio personal y social […]. Si May Alcott describía en 186 Julio César Mateus

Mujercitas el crecimiento de las cuatro hijas de la señora March, poniendo énfasis en el decoro y la libertad individual mientras se daba maña para cuestionar la guerra civil norteamericana, Family Ties (NBC 1982-1989), la sitcom que hizo conocido a Michael J. Fox, hizo lo propio al centrar la comedia en las diferencias culturales entre padres e hijos durante la década de 1980, cuando los integrantes de las generaciones jóvenes rechazaban la contracultura y el hipismo de sus padres para abrazar la política conservadora de la administración Reagan. (p. 119)

La televisión: viejos dilemas en nuevos formatos3

Si la esperanza original fue crear una televisión ad hoc para la educación, lo cierto es que tuvo más éxito aquella que no perseguía necesariamente ese propósito. La televisión, en buena cuenta, educa independientemente de sus intenciones, mientras que el mercado de tecnologías alcanza una penetración social sin precedentes y propicia simultáneos “aprendizajes invi- sibles” (Cobo y Moravec, 2011). En este escenario, el dique construido por la educación formal, que contiene y encausa la información, termina por desbordarse ante un caudal de datos, experiencias y sensaciones que fluyen desde cada vez más fuentes extraescolares, la televisión entre ellas. Hasta hoy, la mayor concesión que muchos espacios educativos oficia- les hacían para dar la ilusión de una convivencia fraterna con los medios de comunicación era traer sus contenidos al aula y adaptarlos a sus reglas. Dosificarlos. Evaluarlos como si se tratara de textos impresos. Presentarlos como una práctica menor o incluso como un premio especial por el “buen desempeño”. Este ejercicio de incorporar los medios es confundido gratui- tamente como una innovación. En paralelo, los televisores empezaron a asentarse en el imaginario educativo y a exhibirse junto con las pizarras como tecnologías imprescindibles en el aula, sin tener aún mucha certeza de sus posibilidades pedagógicas. El uso de la televisión como herramienta accesoria limita sus cualidades de texto complejo y la menoscaba frente a los formatos legitimados del libro o la clase magistral. El analfabetismo audiovisual, sumado a la sospecha de lo televisivo como algo demasiado emocional para el gusto educativo, complican su integración. Pero esa innecesaria brecha entre lo emocional (ligado a los medios electrónicos o digitales) y lo racional (vinculado a los

3 Este apartado se publicó originalmente en el artículo “¿Educación en series? La integración de ficciones televisivas en el currículo universitario” (Mateus y Chávez, 2014). Primera parte / Las teleseries también educan 187 medios escritos), se diluye ante una nueva camada de relatos ofrecidos por la televisión. Este medio, como parte de un ecosistema que sigue una lógica evolutiva, mezcla plataformas de recepción y supera restricciones técnicas (como la unidireccionalidad), mientras se abre paso entre la llamada teleba- sura, con contenidos mejor desarrollados. Como señala Scolari (2008), “muchas de las mutaciones neotelevisivas se agudizaron y aceleraron a fines de los años 90. Los géneros se confundie- ron aún más, lo informativo se terminó de diluir en lo ficcional y el mundo real acabó convertido en reality show”. Esta hibridación —o confusión— de géneros y formatos ha permitido, también, cierto nivel de experimenta- ción de la que podemos beneficiarnos educativamente. Con el nuevo siglo podemos hablar de una nueva edad de oro de las series televisivas, basada también en un cambio industrial ligado a las nuevas tecnologías de produc- ción y distribución que permiten expandir las opciones creativas del medio (Cascajosa, 2005). Entre las características de la hipertelevisión anotamos dos que creemos relevantes para nuestra propuesta: primero, la expansión compleja de perso- najes y formas narrativas; y segundo, las nuevas formas de consumo4. En relación con lo primero, hay formas distintas de advertir esta comple- jidad. En casos como The Sopranos, Mad Men o Game of Thrones, conviven gran cantidad de personajes protagónicos, lo que exige un seguimiento de líneas narrativas simultáneas. En otros casos, como Lost o True Detective, la complejidad es obra de las mudas de tiempo (flashbacks y flashforwards) entre uno o varios capítulos, e incluso temporadas. Estas características demandan del espectador un alto nivel de concentración e incluso habilida- des cognitivas que permitan procesar mejor la información e interpretarla desde distintas miradas. Por otro lado, a diferencia de lo que ocurre con algunas series autocon- clusivas, cuyas tramas se abren y cierran en un mismo episodio, existen producciones que requieren de un seguimiento que va más allá de la emisión semanal, pues abarcan inclusive, toda una temporada. Esto exige una lectura de largo plazo y un compromiso distinto por parte del televidente. Como si se tratara de una obra por entregas, el consumo de estas series en ocasiones

4 Como ejemplo reciente de este fenómeno podemos mencionar a la serie animada Rick and Morty, de Dan Harmon y Justin Roiland. El episodio “Rixty Minutes” fue estrenado a través de 109 clips de 15 segundos en Instagram el fin de semana previo a su estreno en televisión. 188 Julio César Mateus

es maratónico. Entre la autoconclusión y la narratividad acumulativa se ha engendrado un formato híbrido denominado flexirelato, en el que conviven líneas argumentales de resolución en cada capítulo con otras que hacen de las temporadas una gran unidad narrativa (García, 2012, pp. 269-272). Resulta sintomático, a propósito de lo anterior, leer la crítica de Mario Vargas Llosa, un intelectual reacio a los productos culturales de los medios masivos, sobre la serie The Wire:

Como cada episodio de The Wire es tan endiabladamente entretenido, el espectador tiene la impresión de que, al igual que otras series, esta también es pura diversión pasajera que se agota en ella misma. Pero no es así. La obra está llena de tesis y mensajes disueltos en la historia, que transpiran de ella e impregnan la sensibilidad de los televidentes sin que estos lo adviertan. (23 de octubre del 2011, párr. 7)

En segundo lugar, el consumo televisivo viene mutando a un ritmo acele- rado. La antigua tesis de la pasividad del receptor no encuentra más asidero en un contexto donde los medios se hibridan e interconectan. El consumo multipantalla, por ejemplo, alude al hecho de que el usuario sostenga conver- saciones simultáneas en tiempo real con grupos de personas, mientras mira la serie a través de una laptop, un celular o una tableta. Hablamos, entre otras aplicaciones más sofisticadas, del uso intensivo de redes sociales virtuales como Twitter o Facebook, que producen diálogos entre miles de seguidores y que, por cierto, sirven de indicadores para medir las reacciones de los televi- dentes en el momento mismo en que ocurren; es decir, propician una nueva forma de medir la audiencia5. Sumado a esta práctica, las conversaciones se expanden hacia espacios asíncronos como los foros especializados, los wikis y otras plataformas creadas por los usuarios para enriquecer el texto original con nuevas versiones, personajes o generación de contenidos propios a partir de la serie original (y sin depender de ella). Creer que la televisión es un producto fácil parece maximalista, cuando hoy podemos reconocer productos que destacan precisamente por su valor estético y narrativo. Según Johnson (citado en Piscitelli, 2012, p. 201), “este nuevo tipo de televisión parece parasitar todos los componentes cognitivos

5 Un ejemplo notable de este fenómeno se dio durante la emisión del capítulo final de la serie How I Met Your Mother (CBS 2005-2014) cuando miles de cibernautas (críticos o espectadores empedernidos) expresaron su profunda decepción por la resolución de la serie a través de sus cuentas de Twitter y Facebook mientras veían el episodio. Primera parte / Las teleseries también educan 189 nobles asociados beatíficamente a la lectura: atención, paciencia, retención, paneo simultáneo de las líneas narrativas”. Finalmente, es útil aclarar que la relación entre las series de televisión y la academia es bidireccional. Si bien encontramos un uso creciente de videos para discutir conceptos teóricos, es justo destacar que la base de muchos de estos programas está en la academia misma. Cada vez más guio- nes se inspiran en ideas, posturas y hallazgos científicos. Ejemplos notorios como Lie to me —basada en los trabajos de Paul Ekman sobre la comuni- cación no verbal— o True Detective —cargada de filosofía nihilista en los diálogos de Rust Cohle— se convierten en inmejorable vitrina para que la universidad abandone su torre de marfil. “Al fin y al cabo, todo apunta a la explicación que le dio Amit Ray a su decano para convencerle de que incluyera Los Simpson en sus clases: ‘Las ideas ya no se escriben en papel. Se escriben en pantallas’” (Avendaño y Gimeno, 10 de abril de 2010).

Series en serio: TV y clases universitarias

Así como Los Simpson inspiraron una asignatura de filosofía en la pres- tigiosa Universidad de California en el 2003, años más tarde sucedió lo mismo con The Walking Dead, una ficción sobre zombis a partir de la cual se diseñó, en la misma universidad, el curso virtual Sociedad, Ciencia y Supervivencia, que incluye una serie de aproximaciones interdisciplina- rias que van desde la biología y el liderazgo hasta tópicos vinculados a la supervivencia humana. Cada vez resulta menos extraño utilizar series de televisión para apoyar el desarrollo de una asignatura; lo inusual, al menos por ahora, es que se diseñen asignaturas enteras a partir de ellas. Convencionalmente, los medios audiovisuales ingresan al aula como ilus- tradores de realidades, pero, bajo esa retórica, no es posible hacer estallar sus cualidades narrativas. Es decir, además de usar el relato televisivo como un complemento, habría que emplearlo como una “excusa afectiva”, pues de la implicación emocional surgen requerimientos conceptuales, teóricos, racionales, que habrán de operar como “llaves” que permitan “abrir” mejor y acceder plenamente al contenido que estamos consumiendo. Aunque contados, existen algunos ejemplos publicados sobre cursos basados en series, la mayoría de ellos virtuales. En el Whitman College, por ejemplo, emplearon la serie Mad Men —que retrata el mundo publicitario de los años sesenta en Nueva York— para abordar asuntos como el rol de 190 Julio César Mateus

la mujer en la sociedad o la manipulación que ejercían los medios masivos en el contexto político de la Guerra Fría. Los estudiantes de la asignatura Medios, Géneros e Historiografía debían observar capítulos puntuales para luego discutirlos en clase, junto a ideas de autores previamente selecciona- dos. La profesora Anne Helen Petersen (8 de abril del 2014) confirmó que la experiencia logró impactar a los estudiantes y hacerles comprender de mejor manera asuntos complejos que suelen estudiarse de forma aislada. Sobre la misma serie, la Universidad de Northwestern, de Illinois, preparó un semi- nario que discutía el consumismo y el cambio social en el contexto histórico de la serie (Anzaldi, 8 de noviembre del 2010). La Universidad de New Hampshire realizó un curso virtual donde, a partir de teleseries como Breaking Bad, Orange is the New Black, Bones, Law and Order, Cold Case, Sherlock, Luther, Sons of Anarchy y How to Get Away with Murder, entre otras, se analizó la representación del crimen y el sistema de justicia en los medios. Según señala Katherine Abbot, titular de la asignatura, este tipo de narrativas permitió discutir la percepción que tiene la cultura popular de lo judicial, lo jurídico, los enfoques criminoló- gicos o sociológicos, así como la compleja lectura que hace de ellos y sus efectos en la comprensión del delito (University of New Hampshire, 2016). Otro caso es el de Erica Delsandro, catedrática especializada en literatura del periodo de entreguerras y estudios de género, que dirigió el curso The Literature of Downton Abbey en el Departamento de Inglés de Bucknell, una universidad privada en Pensilvania. Como ella misma explicó, llegaron al curso estudiantes muy entusiasmados e implicados con la serie, y algunos que no la habían visto, pero con un alto interés en la historia. El visionado de la serie genera una sensación de familiaridad con el periodo en el que está ambientada, lo cual resultó excelente para adentrarse en el estudio de la producción literaria de entonces. Como explicó la profesora:

Si los estudiantes pueden invertir sus energías emocionales en la saga de la familia Crawley, igualmente pueden involucrarse con los personajes de Baldry Court en Return of the Soldier, de Rebecca West, o los de Charles Ryder y Sebastian Flyte en Brideshead Revisited de Evelyn Waugh. [Traducción del autor] (Bucknell University, 2016)

Del mismo modo, la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, organizó un MOOC —curso en línea, abierto y gratuito, formato de educación virtual extendido por el mundo— al que llamó La 3.a Edad de Oro de la Televisión, cuya finalidad era conectar las tramas de series reconocidas con tópicos de interés social, introduciendo una perspectiva académica. Los participantes Primera parte / Las teleseries también educan 191 analizaron títulos como Twin Peaks, X-Files, The West Wing, The Sopranos, Lost, Dexter, Fringe o Game of Thrones. A decir de una periodista de La Vanguardia en una nota sobre el curso:

Las series no son un conjunto de tramas aleatorias, inconexas y sin relación alguna con la realidad. De hecho, el componente principal es el reflejo de nuestra educación y nuestra educación a través de producción de calidad como componente fundamental de la cultura contemporánea. Aprovechando esas historias y esa manera de contar las cosas, en el curso se harán reflexiones para comprender el mundo en el que vivimos mediante determinadas ficciones. (Martínez, 13 de marzo del 2014)

Para terminar: una propuesta antimetodológica

La neurociencia ha confirmado aquello que dijo Platón hace más de dos mil años y que inspira muchas corrientes educativas: la disposición emocional del alumno determina su habilidad para aprender. Siguiendo a Ferres (2014),

mientras la mente emocional se puede activar independientemente de la racional, la mente que piensa necesita a la que siente para poder funcionar. Una nueva paradoja que viene a cuestionar algunas de las más arraigadas seguridades epistemológicas de la cultura occidental. (p. 32)

Ciertos pedagogos aconsejan motivar al estudiante al inicio de clase, como si la motivación fuera una especie de chispa que, una vez encendida, asegura la conexión del estudiante con el tema de fondo durante las horas que pasa pegado a su asiento. Creemos que la motivación no es una chispa que ignita, sino una llama permanente que se va graduando. Las series televisivas —que se producen exponencialmente en nuevos formatos y plataformas— pueden ser buen combustible. Sus personajes y sus giros dramáticos pueden no solo captar la atención a lo largo del curso, sino también proponer conexiones con un vasto universo de temas que entra y sale de las pantallas. Basar el contrato educativo en la idea de que el aprendizaje es una ocupación exclusiva del estudiante es ingenuo, aunque le resulte funcional al docente poco interesado en desarrollar estrategias de enganche más allá de las racionales. En esa línea, insistimos en la necesidad de una competencia mediática que nos permita vincularnos con los medios de forma crítica. Como señala Ferres (2014), “para que la educación mediática influya en las experiencias de interacción con las pantallas es imprescindible que influya en la gestión de las emociones que generan estas pantallas” (p. 196). Precisamente, esta 192 Julio César Mateus

gestión de emociones reside en lo que Ferres —parafraseando a Aristóteles— llama “educación del deseo”:

[la] educación mediática sólo será eficaz si se ayuda al que aprende a ascender por una escala de deseos. Puede ser que de entrada no tenga otro apetito que el sensorial, el del relato, el de la distracción, el de las emociones más primarias. […] [Entonces] el educador partirá de estos placeres para ayudarle a descubrir placeres de un nivel superior: el placer de saber, el de la conciencia crítica, el del trabajo cooperativo, el del compromiso social, el de la sensibilidad estética, el de la producción creativa. (p. 197)

El efectismo mediático nos ha hecho creer que la crítica se representa con guarismos (3/5 estrellas) o pulgares romanos (two thumbs up). Pero la crítica va mucho más allá, y traer las series al aula para diseñar cursos con ellas requiere calar en este criterio. Se puede aplicar el método de análisis textual, cuyo objetivo es crear relaciones amplias, de manera que pueda conectar el texto televisivo con conceptos, experiencias, teorías, problemas y preguntas sin limitarnos al juicio reduccionista sobre si el contenido es “bueno” o “malo”. Thompson y Mittell (2013) editaron un volumen de 40 ensayos sobre progra- mas televisivos, algunos de ellos series contemporáneas como Mad Men, 24, Gossip Girl o The Walking Dead. En la introducción, insisten en cuatro ideas importantes que vale la pena tener en cuenta para la aplicación educativa de las series: 1) la TV es complicada: es heterogénea y se vale de diversos recursos; no toda produce el mismo placer ni demanda la misma calidad de atención, por lo que su crítica debe tener como meta comprenderla, más allá de cuán simple o difícil parezca; 2) para entender la TV, hay que mirarla: superar la mala práctica de prejuzgar a partir de la ignorancia del medio; 3) nadie mira la misma TV: cada uno obtiene una experiencia única y distinta al observar un programa, y 4) criticar no es lo mismo que valorar: no nos tiene que gustar para trabajar con ella críticamente, lo más importante es desarrollar argumentos que nos permitan sustentar nuestras reacciones (pp. 6-7). En suma: ¿es posible una sesión de clase que seduzca a través de la ficción, que capitalice personajes y líneas narrativas para generar inmersión en uno o varios temas de un plan de clases? ¿Se pueden cruzar objetivos pedagógicos con narrativas comerciales desprovistas de intención educativa? Creemos que sí, pero es necesario experimentar, investigar y discutir. No es gratuito que muchas de las experiencias aquí reseñadas hayan ocurrido en el ámbito virtual, que suele ser un globo de ensayo donde el fracaso resulta menos traumático, o que se hayan producido como cursos de extensión o talleres libres, que aparentan un peso menor. Primera parte / Las teleseries también educan 193

La aplicación pedagógica de las series de televisión debe darse acompa- ñada de un respaldo institucional que aliente cierta versatilidad curricular y que promueva propuestas interdisciplinarias para enriquecer su oferta acadé- mica. Y, ciertamente, debe partir de un interés genuino por parte del docente, más dispuesto a arriesgarse. En este sentido, es más que necesario insistir en la urgencia de desarrollar competencias mediáticas que nos permitan mayo- res y mejores herramientas para explotar los medios de comunicación en las aulas desde una mirada menos instrumental. La formación docente, en este sentido, debe priorizar, además del domi- nio de algunos contenidos, capacidades para conectar y vincular recursos, medios y prácticas comunicacionales —sobre todo las que ocurren fuera del espacio institucionalizado o formal— conocimientos sobre los lenguajes de los medios, sus dinámicas económicas, sus implicancias éticas y demás dimensiones que son parte de una alfabetización mediática integral.

Referencias

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Segunda parte Tramas y traumas locales

La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión

Jaime Bailón Maxi

La pornografía ha desviado su mirada del sexo para regodearse en otras prác- ticas y escenarios. Su visión ha invadido la política, la cultura y la televisión. Hoy en día todo se mezcla, se recicla y se refracta en su forma exagerada y transparente. El análisis de estos encuentros contra natura constituye el hilo conductor del presente ensayo, que intenta explicar nuestra predilección por una visión obscena y transexual de un mundo híbrido en high definition.

La transpolítica

Uno de los acontecimientos más inquietantes en la sociedad de redes es la transpolítica, concepto acuñado por el filósofo francés Jean Baudrillard, que remite a una potenciación de los procesos sociales. Es como si hoy en día la realidad buscara reproducir lo que circula en las pantallas, adoptando la espectacularidad y la mirada analítica del texto audiovisual pornográfico. Un desfile infatigable de cuerpos y acontecimientos que se exhiben amplifi- cando su performance a la máxima expresión. Si en la modernidad vivíamos una exacerbación de los antagonismos, de una lucha de contrarios (bien/ mal, reacción/revolución) que debía decantar en una síntesis dialéctica, hoy en día la fuerza de la oposición se diluye por la potencialización de los fenó- menos sociales. Así, el terrorismo sería la potencia máxima de la violencia; la pornografía, del sexo, y el estado, la potencia o caricatura de la sociedad. Esta potenciación también se podría expresar como una suerte de proli- feración viral de instituciones o acontecimientos. Por ejemplo, la enorme cantidad de universidades en nuestro país, lejos de ser una expresión de la vitalidad de esta institución, sería más bien un síntoma de su corrupción y decadencia. La universidad, como la mayoría de instituciones educativas, se ha convertido en un simulacro donde los profesores simulan que enseñan y

[199] 200 Jaime Bailón Maxi

los estudiantes que aprenden. Algo parecido ocurre con la proliferación de candidatos y partidos en época de elecciones. Lejos de significar una mayor cultura democrática es más bien una señal de la delicuescencia del sistema político. “Parece como si las cosas, después de haber perdido su determina- ción crítica y dialéctica, sólo pudieran redoblarse en su forma exacerbada y transparente” (Baudrillard, 2000, p. 42). El espacio donde se ha actualizado esta lógica transpolítica con mayor virulencia es la televisión, sus diversos formatos son la actualización de figu- ras extremas como la obscenidad y la transexualidad, que se refractan de forma continua en diversas prácticas sociales. Lo que sigue es el desfile de estas imágenes con color local.

El ampay1 nuestro de cada día

Contra la opinión general, lo obsceno no tiene que ver con la mirada, sino con lo que ya no puede ser mirado porque se ha desprendido de todos sus significantes y significados, y se muestra desnudo, sin secretos, al insaciable consumo mediático. La confesión cristiana, que fue uno de los principales mecanismos del poder moderno, en la sociedad contemporánea tiene su versión ampliada en el reality televisivo. Hay que mostrar y exhibir absolu- tamente todo. Ni siquiera los animales se salvan: bajo la coartada educativa, se exhiben en canales temáticos sesiones de la actividad sexual de toda la fauna silvestre, inclusive de la prehistórica (hay transmisiones sobre el sexo de los dinosaurios). Cuando todo está sobresignificado, cualquier sentido se torna inasible y las cosas circulan en una especie de éxtasis indiferente. Así pues, las primeras revelaciones de infidelidad de algún famoso, o las grabaciones con cámaras escondidas a vedetes ejerciendo el meretricio, llamaron en un principio la atención de la audiencia, pero luego estos ampayes fueron perdiendo fuerza conforme se hicieron reiterativos. Lo mismo ha llegado a suceder con las reve- laciones de corrupción de los políticos: ya no llaman la atención de nadie. La

1 “En el Perú, se usa este sustantivo también con función interjectiva para referirse al ‘hallazgo de un jugador en el juego de ese nombre (variación del escondite)’. Ampay parece forma castellanizada del inglés umpire, que designa al juez en el béisbol; otras propuestas etimológicas tales como la de arm pair ‘par de brazos’, o la quechua, se sostienen menos aún que la de umpire. El plural de ampay es ampayes o ampáis y el verbo correspondiente es ampayar, ‘sorprender infraganti’, con un ámbito que hace mucho excedió el del juego infantil” (Hildebrant, 2017). Segunda parte / La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión 201 corrupción se ha naturalizado tanto que los políticos ni siquiera se preocupan por ocultar sus actos ilícitos. La frase “roba, pero hace obra” se ha convertido en un poderoso insight de las campañas electorales.

La política espectáculo

Hacer de la política un acto público fue una idea fundacional de la moder- nidad, por eso la teatralización y transmisión de las sesiones del poder legislativo o de los actos de gobierno. En la transpolítica, esta exhibición adquiere ribetes obscenos y muestra más de lo que se debe mostrar, pues todo debe ser exhibido; así, se difuminan las fronteras entre lo público y lo privado. El sujeto con pretensiones de una carrera política debe estar dispuesto a realizar un striptease permanente de su vida privada. Todo el tiempo los medios presentan nuevos videos o audios de políticos fuera del ámbito público, casos célebres fueron los wikileaks y los vladivideos2. Este exhibicionismo constante de la política, y sobre todo de sus oscuros acuerdos bajo la mesa o detrás de escena, ha hecho que sus espectadores pierdan por completo la confianza en sus autoridades y que su descredito alcance, en muchos lugares, niveles superlativos. Esta desazón se manifiesta no solo revisando los bajos niveles de popularidad de la mayoría de auto- ridades elegidas, sino en la avalancha de postulaciones de outsiders cuya principal fortaleza consiste en ser estrellas mediáticas: animadores de tele- visión, actores pornográficos, deportistas famosos. Un caso emblemático que marcó el inicio de este fenómeno fue la Cicciolina, estrella del cine porno que llegó al parlamento italiano en los años 90 3. La transpolítica italiana se consolidó plenamente con la llegada al poder del magnate Silvio Berlusconi, dueño de un imperio televisivo y célebre por sus fiestas “privadas” con prostitutas menores de edad.

2 Wikileaks es una organización creada en el año 2006 y dedicada a filtrar comunicación confidencial de políticos y diplomáticos de diversos gobiernos sin el consen- timiento de los implicados. Su año de mayor actividad fue el 2010. Los vladivideos hacen referencia a las grabaciones del asesor del expresidente Fujimori, Vladimiro Montesinos, quien registró en la década de los noventa a un grupo de influyentes políticos, militares y hombres de negocio recibiendo coimas para realizar actividades en favor del régimen fujimorista. 3 El orden transpolítico también ha hecho su incursión en el Perú. En las elecciones del año 1995, la vedete Susy Díaz alcanzó una curul en el Congreso de la república. Y en el año 2000, el régimen fujimorista se desmoronó con la emisión de un vladivideo donde se muestra a un congresista recibiendo dinero para cambiar de grupo político. 202 Jaime Bailón Maxi

La transpolítica no es un fenómeno de repúblicas sin partidos o de demo- cracias débiles. En países con una fuerte tradición política, como el caso italiano y el de los Estados Unidos, outsiders provenientes del mundo del espectáculo incursionan cada vez con más fuerza y los políticos tradicionales se ven en la necesidad de transformarse en estrellas del espectáculo, visitando programas cómicos o transformando sus actuaciones y vida familiar en shows mediáticos. Hoy en día, más importante que conocer su propuesta política es desvelar sus desgracias y miserias humanas bajo el formato del reality.

Lo que le gusta a la gente

La política en la modernidad significaba instituciones, debate de ideas y posiciones ideológicas antagónicas. Hoy en día la política es parte de la cultura del entretenimiento y el marketing. Las campañas electorales han adaptado la lógica de una campaña publicitaria alrededor de un producto: desarrollo del concepto de posicionamiento, expresado en un slogan senci- llo, elaboración de un discurso que sea capaz de aglutinar a una masa crítica de electores, ataques a la competencia que tengan mucha repercusión mediática. La figura del partido y su plan de gobierno pasan a un segundo plano. Se trata de ofrecer al electorado lo que quiere escuchar y ver. Los míti- nes adoptan la ritualidad de los conciertos de música popular. El candidato debe sacar del clóset todos los trajes y sombreros típicos de las regiones que va a visitar y debe estar dispuesto a degustar todos los potajes regionales que le ofrezcan. Otro elemento crucial para determinar si una campaña está prendiendo es la frecuencia con que el candidato es invitado a programas cómicos: si llega a tener un imitador que parodie su performance, el triunfo podría estar a la vuelta de la esquina.

El éxtasis de la violencia

Los políticos han dejado de ser seres inalcanzables, inasibles, para conver- tirse en sujetos que deben ser parte de nuestra cotidianidad o, en todo caso, deben construir el simulacro que los haga aparecer como sujetos comunes y corrientes. Se trata de una puesta en escena que debe poner foco en el ángulo proactivo, optimista y menos conflictivo de la realidad. El filósofo francés Gilles Lipovetsky ve la incursión del marketing político como un fenómeno positivo que ha logrado que la confrontación y el delirio extre- mista de las ideologías de siglos pasados no tengan lugar en la escena de la política contemporánea. En su libro El imperio de lo efímero, este filósofo Segunda parte / La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión 203 señala que en las sociedades hipermodernas, regidas por la lógica de la moda, la seducción (juegos, apariencias) y la obsolescencia, no hay lugar para el sacrificio, el dolor y la muerte, ingredientes básicos de los movi- mientos utopistas de antaño.

La política ha cambiado de registro, la seducción se la ha anexionado en gran parte: todo se dirige a dar de nuestros dirigentes una imagen de carácter simpático, caluroso y competente. Exhibición de la vida privada, pequeñas entrevistas aterciopeladas o catch a dos, todo ello se pone en práctica a fin de reforzar o corregir una imagen y para suscitar, más allá de los móviles racionales, un fenómeno de atracción emocional. Intimismo y proximidad; el hombre político interviene en las emisiones de variedades, aparece en atuendo deportivo, no duda en salir a las tablas […]. La escena política se desvincula de las formas enfáticas y distantes en beneficio del oropel y de las variedades: en las campañas electorales se recurre a famosos de la pantalla y del show biz, y se lanzan divertidas camisetas, pegatinas y diversos artilugios de apoyo. Euforia y confeti; los mítines políticos son una fiesta, se pasan videoclips, se baila el rock y cheek to cheek. (Lipovetsky, 2012, p. 225)

Pero en la era del imperio transpolítico, los movimientos extremistas, lejos de desaparecer, han encontrado un contexto ideal para su proliferación. Los grupos políticos que adoptan tácticas terroristas para alcanzar sus objetivos han establecido un pacto sangriento con los medios de comunicación.

Esta obscenidad, este apriorismo exhibicionista del terrorista, contrariamente al apriorismo inverso del secreto en el sacrificio y en el ritual, explica su afinidad con los media, a su vez que el estadio obsceno de la información. Sin los media, no habría terrorismo, según se dice. Y es cierto que el terrorismo no existe en sí mismo: es el rehén de los media, de la misma manera que ellos lo son de él. No hay final para este encadenamiento del chantaje; todo el mundo es el rehén del otro, es el fin del fin de nuestra relación llamada “social”. Existe además otro término detrás de todo eso, que es como la matriz de este chantaje circular: son las masas, sin las cuales no habría ni media ni terrorismo. (Baudrillard, 2000, p. 45)

La violencia de los grupos terroristas es de grado extremo. Una violencia extática que supera muchas veces los niveles de la fantasía efectista del cine de acción hollywoodense. Y los objetivos son “no lugares” 4: centros comer- ciales, canales de televisión, estaciones de metro. La idea es que la atrocidad de un atentado no se aprecie una sola vez, sino que su visión sea perma- nente, “eterna”. ¿Cuántas veces hemos visto caer a las torres gemelas o los

4 Concepto acuñado por el antropólogo francés Marc Augé para referirse a territorios diseñados para servir de lugares de paso. 204 Jaime Bailón Maxi

cuerpos mutilados en la estación de Atocha de Madrid? Millones de veces esas imágenes serán reproducidas, reenviadas, descargadas, hasta que sean suplantadas por un atentado todavía más sanguinario y espectacular.

La estética de lo grotesco

Estas masas sedientas de imágenes extremas son un efecto de la metástasis del sistema capitalista. Las corporaciones, para reducir costos, desplazan sus nodos de producción a los relegados del sistema, en busca de masas dispuestas a laborar por bajos salarios. Ni bien este proletariado exige mejo- res condiciones laborales, empieza el éxodo corporativo. La gente común también se ve en la necesidad de migrar en búsqueda de nuevas oportunidades de vida, y su destino es el primer mundo, o los terri- torios más desarrollados de sus países. Estos migrantes son el germen de un nuevo actor social: la multitud. A diferencia de las masas y los pueblos, las multitudes son heterogéneas, carecen de finalidad y la singularidad de sus miembros se potencia producto de los intercambios. En el Perú, la migración ha conformado la cultura chicha, que es una producción caracterizada por la mezcla entre matrices culturales que tradicionalmente podrían resultar anta- gónicas: por ejemplo, ritmos nativos como el huayno fusionados con géneros foráneos como la cumbia o el rock. Pronto esta denominación pasó a calificar cualquier forma de producción simbólica de escaso nivel cultural. Así apare- cieron los diarios chichas y los programas y actores chicheriles. Este encuentro entre lo cosmopolita y las culturas migrantes tradiciona- les ha sido definido por Muniz Sodré como la estética de lo grotesco, una conciliación violenta de contenidos que privilegia lo insólito, lo aberrante, lo feo; todo lo que rompa con el orden esperado:

¿Qué es lo grotesco? Es una estética de conciliación de contrarios. En las grandes ciudades con migrantes de extracciones socioculturales y regionales diferentes, como se puede observar en Nueva York, Lima, Río de Janeiro o Sao Paulo, casi espontáneamente la televisión nivela las expectativas simbólicas y culturales de todas las capas con una hibridación de contenidos entre cultura urbana y cultura rural […]. Esta estética fue muy importante en Brasil entre los años 69 y 72 porque fue la responsable de la captación del público para la televisión. Hasta el año 69, en Brasil la televisión no tenía la mayoría del público y por lo tanto no captaba mucha publicidad. Entonces la estética de lo grotesco fue una estrategia de captación del público. Lo grotesco representa, así, una especie de pacto simbólico, de pacto implícito entre anunciantes, productores de programas y los sectores más deprimidos de la sociedad que se reúnen en el espacio urbano. Esta fue una estrategia victoriosa en Brasil Segunda parte / La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión 205

para el arranque de la televisión y la Red O’Globo se constituyó gracias a esta estética. Después de un tiempo este tipo de producción dejó de estar de moda y, nuevamente, la televisión empezó a hablar de contenidos de calidad, elevación del nivel de los programas. Pero cuando llegó la fase de la televisión fragmentaria, interactiva, la televisión de señal abierta volvió a precisar de captar cualquier público. Entonces retornó a lo grotesco, que parece ser un recurso permanente de la televisión. Uno observa que este fenómeno —la estética de lo grotesco— es universal, está presente en los Estados Unidos donde hay grandes comunidades migrantes y minorías. Pero también en las principales ciudades latinoamericanas. Los principales programas de la televisión brasileña son programas que se caracterizan por una exhibición permanente de contenidos aberrantes. (Sodré, 1999) La televisión peruana ha erigido un bestiario de lo grotesco, y los años noventa, la década del fujimorato, fueron sus años maravillosos. Veamos ahora, en orden cronológico, los programas que destacaron. Primer programa: Trampolín a la fama. El programa concurso más longevo de la televisión nacional (1967-1996) fue conducido por Augusto Ferrando y un esperpéntico elenco. El programa, en sus inicios, era un concurso para cantantes aficionados, matizado con el humor cunda y criollo del animador. Conforme el país se fue transformado y Lima se convirtió en la capital del desborde popular, el programa dio un giro y comenzó a otorgarle mayor protagonismo a sus espectadores, a su “lindísima gente” de los conos y asen- tamientos humanos. El público asistente empezó a ser sometido a una serie de pruebas físicas y juegos de azar en los que la opción principal para triunfar era la habilidad para ser el hazmerreír del conductor y de los televidentes. Segundo programa: Los cómicos ambulantes. Ferrando, al jubilarse de la televisión, dejó como legado uno de sus descubrimientos más extremos: un grupo de cómicos callejeros. Estos conformaban una figura anómala, sin límites. Fue el retorno al humor escatológico y a la risa producto del escarnio del otro. Los chistes de doble sentido, racistas y sexistas, tuvieron carta libre y lideraron el horario estelar de la época. Tercer programa: Magaly TeVe. En el año 1991, el programa Fuego Cruzado invitó a Augusto Ferrando para rendirle un homenaje por su trayec- toria. Sin embargo, la emisión devino en una sesión de ataque y defensa contra el personaje. Una desconocida periodista de espectáculos destacó por su crítica visceral y destructiva al decano del entrenamiento nacional. Un Ferrando entrado en años, sin reflejos, terminó apabullado por la periodista. Este programa fue el accidente que dio a luz a uno de los personajes más extremos de la televisión nacional: Magaly Medina. Ella hizo que la sección espectáculos dejara la zona rosa y se convirtiera en el espectáculo obsceno 206 Jaime Bailón Maxi

de las miserias humanas. Su programa invadió los diversos espacios y forma- tos de la televisión. Primero fue la sección deportes. Hizo que las cámaras de sus reporteros se regodearan con los escarceos amorosos entre las modelos y vedetes televisivas y los peloteros del campeonato local. Luego, los noticieros pasaron a incluir en sus agendas extractos y avances de programa de Magaly. El ampay a un famoso pasó a convertirse en un titular periodístico. Uno de los excesos propios de Magaly TeVe fue la disolución de la frontera entre lo público y lo privado: los urracos (reporteros de Magaly) tenían licencia para invadir cualquier territorio con tal de cumplir con la consigna de desvelar infidelidades, excesos o la doble vida de los personajes de la farándula. Cuarto programa: Intimidades y Laura en América. Cierra la galaxia Ferrando una de sus estrellas con mayor proyección internacional: Laura Bozzo. La invención de esta figura permite reconocer la genealogía del fenó- meno transpolítico. La abogada Bozzo pasó de conducir programas políticos y de corte feminista a la conducción de realities. Empezó con Intimidades, en el año 1996, en el que, a partir de testimonios de mujeres de extracción popu- lar, exhibía infidelidades, maltratos, abuso sexual, adicciones. La “doctora”, a cambio de la revelación de sus intimidades, ofrecía un discurso de empode- ramiento feminista instantáneo: agredir al abusador con lo primero que se tenga a la mano y luego adquirir independencia económica con el carrito sanguchero, cortesía de la producción del programa. Siguió el programa Laura en América, que pronto gozó de enorme repercusión y fue comprado por la cadena internacional Telemundo. Uno de sus episodios más anómalos fue “Hago todo por dinero”, en el que los concursantes, para ganar, tenían que desnudarse, besar axilas o comer rocotos. Cuando el programa estuvo en el ojo público, se generaron múltiples denuncias. Se le acusó de usar actores que seguían un guion en lugar de parti- cipantes genuinos, pero la posibilidad de que todo se trate de un montaje, lejos de afectar su popularidad, la amplificó. Un hecho más grave se revelaría con la caída del régimen fujimorista: el vínculo de su conductora con el asesor y jefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos, de quien habría recibido dinero para desprestigiar a personajes de oposición política al régimen. La denuncia prosperó y se determinó arresto domiciliario para Laura Bozzo en el año 2002. La conductora arguyó que su domicilio era un set de televisión (el set del canal de cable Monitor), por lo que siguió grabando su programa, emitido en el extranjero por la cadena Telemundo hasta el año 2006. Su pornogra- fía de la miseria se consolidó internacionalmente cuando fue captada por Televisa, la fábrica de sueños y pesadillas de México, para trabajar en ese país. Segunda parte / La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión 207

Quinto programa: Esto es guerra versus Combate. Las pruebas físicas vuel- ven a la televisión en el año 2012, pero ya no se trata de espontáneos que se lanzan al ruedo dispuestos a hacer cualquier cosa por dinero. Ahora se trata de chicos y chicas fitness dispuestos a todo por la fama. Las pruebas no son importantes, la cámara sigue los cuerpos y devaneos amorosos que se dan entre los miembros de la troupe. En su libro Vida de consumo, Zigmunt Bauman (2007, p. 27) señalaba una encuesta a un grupo de adolescentes en la que una de las preguntas era qué cosa querían ser cuando fueran grandes: la respuesta de la mayoría era ser famoso. Cuando el encuestador retrucaba y planteaba la posibilidad de ser un deportista o una actriz, la respuesta de los chicos era simple: solo quiero ser famoso. En una sociedad donde todo deviene en una mercancía, ser un producto apetecible y reconocido por la gran mayoría pasa a ser la principal finalidad. Estos chicos franceses de la encuesta lograban decodificar la razón de ser de la sociedad contemporánea: convertir al sujeto en un producto conocido, no importa en qué, solo basta ser conocido. En nuestro medio, los chicos reality de los programas Esto es guerra y Combate han logrado decodificar mejor que cualquier sociólogo la finalidad de esta sociedad. Muchos de estos participantes complementan sus ingresos asistiendo como invitados a fiestas y discotecas. Les pagan por asistir a estos espacios: no cantan, no bailan, solo son una presencia agradable y reconocida. Sexto programa: El valor de la verdad. Beto Ortiz es un conductor de televisión que empezó haciendo periodismo gonzo en la prensa escrita a principios de los años noventa. Su incursión en la televisión fue a través de programas de corte político de abierta oposición al régimen fujimorista. En su trabajo como reportero, se vio involucrado en graves denuncias de abuso sexual a menores, pero fue absuelto porque un juez consideró que no había pruebas concluyentes, y continuó su carrera alternando programas políticos con programas de entretenimiento. En el 2012, estrenó El valor de la verdad, adaptación local de una franquicia internacional en la que el concursante se ve obligado a revelar sus secretos más íntimos a cambio de dinero. En su primera temporada, una de las participantes reveló ante su novio que había tenido sexo por dinero y que era bisexual. Semanas después, la chica fue secuestrada y asesinada por su pareja. El programa adquirió mayor reper- cusión, pero la producción decidió ya no invitar a concursantes anónimos, sino a personajes de la farándula y políticos, sujetos más bien curtidos en el exhibicionismo de su vida íntima. Luego de cuatro años con interrupciones, el programa salió del aire, según el conductor, porque estaba cansado de la doble moral de su audiencia. 208 Jaime Bailón Maxi

Todos somos transexuales

La sexualidad moderna se constituyó a partir del mecanismo de la confesión cristiana y la hegemonía de la pornografía. Ambos dispositivos, aparente- mente disímiles, tuvieron en común la idea de exhibir y controlar el cuerpo y la vida sexual. Con el advenimiento de la posmodernidad y sus tecnologías de comunicación, las imágenes y los discursos sobre el sexo acabaron desbor- dándose. Si antaño se hablaba de sexo para prohibirlo o normalizarlo, ahora se alienta a que los individuos descubran y practiquen todo tipo de parafilias sexuales. El sexo, inclusive, ha traspasado los límites del cuerpo humano para invadir otros territorios. Hasta la publicidad es capaz de ponerle sexo a una lavadora. Se llega al extremo de señalar que en occidente el sexo se encuen- tra en todas partes, menos en el cuerpo de los sujetos. Pareciera que este orden pansexual, obsceno, ha tenido como efecto la banalización del sexo, pues ha perdido su energía vital, su carácter de poder, para convertirse en una gimnasia o en una puesta en escena con actores poco comprometidos:

Lo obsceno es el fin de toda escena. Además, es de mal augurio, como su nombre indica. Pues esta hipervisibilidad de las cosas también es la inminen- cia de su fin, el signo del apocalipsis. Todos los signos la llevan sobre ellos, y no únicamente los signos infra sensuales y desencarnados del sexo. Es, con el fin del secreto, nuestra condición fatal. Si se resuelven todos los enigmas, las estrellas se apagan. Si todo el secreto es entregado a lo visible y a la evidencia obscena, si toda ilusión es entregada a la transparencia, entonces el cielo se hace indiferente a la tierra. En nuestra cultura todo se sexualiza antes de des- aparecer. Ya no es una prostitución sagrada, sino una especie de lubricidad espectral, que se apodera de los ídolos, de los signos, de las instituciones, del discurso; la alusión, la inflexión obscena que se apodera de todos los discursos debe considerarse como el signo más seguro de su desaparición. (Baudrillard, 2006, pp. 57-58)

Esta obscenidad donde todo ha sido exhibido y sobreexpuesto en dema- sía se lleva consigo cualquier ilusión de autenticidad o profundidad. El sexo contemporáneo ya no tiene como norte el goce del cuerpo, sino la satisfacción y el consumo inmediato. Posiblemente el placer ahora se halle refugiado en la producción y el uso de artificios sexuales (prótesis, fetiches, grabaciones). Las sexualidades bizarras, antes patrimonio de una aristocracia libertina, hoy se han democratizado y están al alcance de un clic en el océano de la porno- grafía virtual. La distancia entre actores y consumidores se rompe. El reality y la era de los prosumidores han invadido también el campo pornográfico. El sexo casero con actores amateurs o personas grabadas sin su consentimiento ha desplazado al starsystem del porno. Segunda parte / La genealogía de lo grotesco. Porno, política y televisión 209

Este éxtasis del sexo en las sociedades occidentales solo podía tener como correlato su propia desaparición. El final de una concepción del sexo como diferencia y goce para entrar a la era del transexualismo.

Resulta interesante seguir la mutación del cuerpo sexuado, entregado hoy en día a una especie de destino artificial. Y este destino artificial es la transexualidad. Destino artificial no en el sentido de una desviación del orden natural, sino porque es producto de una mutación en el orden simbólico de la diferencia de los sexos. Y transexual no (sólo) en el sentido de la transformación sexual anatómica, sino en el sentido más general de travestido, de juego sobre la conmutación de los signos del sexo y, por oposición al juego anterior de la diferencia sexual, de juego de la indiferencia sexual. En un doble sentido: lo transexual es a la vez un juego de la indiferenciación (de los polos sexuales) y una forma de indiferencia al goce, al sexo como goce. Lo sexual reposa sobre el goce (es el leitmotiv de la liberación sexual), lo transexual reposa sobre el artificio, ya sea el artificio anatómico de cambiar el sexo o el juego de los signos indumentarios, morfológicos o gestuales característicos de los travestis. (Baudrillard, 2006, p. 19) Las figuras televisivas no podían estar exentas de esta lógica transexual. Las prótesis corporales siempre acompañaron a las figuras del espectáculo, pero era algo que se intentaba ocultar o de lo que se hablaba por lo bajo. Hoy pasa todo lo contrario, los implantes de senos, glúteos, cirugía anti- age, se exhiben de manera exhaustiva y, en algunos casos, se transmite desde el mismo quirófano el proceso de transformación. Existen programas de televisión dedicados a mostrar los cambios extremos de personajes del espectáculo y de sujetos anónimos dispuestos a un extreme makeover. Otra de las marcas de la transexualidad es la indiferencia sexual. En los años sesenta se vivió una revolución sexual que conminaba a tener una visión más liberal de la sexualidad. Luego de la revolución, llegó la indeter- minación, la angustia y la confusión. Todos los símbolos y géneros sexuales desfilan, se traslapan y atraviesan. Hombres trans enseñan cómo maquillarse a las mujeres (Jeffree Star), cantantes pop confiesan a los cuatro vientos su castidad (el no tener sexo se ha convertido en una extraña parafilia), conduc- tores de televisión juegan de forma permanente a una sexualidad ambigua (Jaime Bayly); a nadie le interesa realmente si es homosexual, hetero o bi, solo interesa realmente el juego de indeterminación. Esta es también la era del look, aunque ya nada tenga que ver con la búsqueda de un estilo o con la moda. Se trata simplemente de jugar a la diferencia sin sustento. El artificio llegó para quedarse e inclusive lo natu- ral se construye: hay maquillaje que logra parecer no maquillado, así como coaching con tips para parecer auténtico. 210 Jaime Bailón Maxi

Game over

¿El estadio transpolítico es el agujero negro de la producción simbólica moderna o un proceso de transición hacia la construcción de nuevas narrativas audiovisuales? En lugar de buscar una respuesta, resulta más importante pensar, o mejor dicho, impensar nuestras herramientas conceptuales para aproximar- nos al estudio de las prácticas de la producción simbólica contemporánea. Así como los científicos han comenzado a discutir sobre una ciencia de la comple- jidad, se hace imprescindible desarrollar una estética compleja que realice una reformulación de nuestras categorías conceptuales. Por ejemplo, las ideas de autor y creación. En un mundo donde el reciclaje y la clonación son prácticas básicas en el proceso de construcción simbólica, debemos pensar la autoría como una singularidad capaz de conectarse con otros y poner en marcha proyectos estéticos. Y respecto a la creación, en lugar de tener que ver con la originalidad, esta debería abordar las posibilidades de combinación y recrea- ción de un fenómeno sensible. Si continuamos repensando nuestras categorías, nos daremos cuenta de que, en lugar de intentar escapar del agujero negro, debemos huir del bina- rismo sujeto/objeto y apostar por una experiencia colectiva donde los límites entre los propios sujetos, y entre estos y las obras, se difuminen. Es el fin de la alienación entre el sujeto y su producción. Todo se mezcla, se recrea y adapta. Y la producción estética se traslapa con la económica y política. Estamos viviendo la era del capitalismo estético. Este artículo acaba de revisar su lado oscuro, el reto ahora consiste en examinar sus otras facetas.

Referencias

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Bibliografía

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Televisión en el Perú: la realidad de la ficción

Gerardo Arias Carbajal

Prolegómenos a la ficción televisiva peruana del sigloxxi

Este nuevo milenio trajo al Perú la caída del régimen autoritario de Alberto Fujimori y el inicio de la recuperación económica y democrática hacia fines del año 2000 con la instauración del gobierno de transición de Valentín Paniagua. La anterior década, la del 90, gobernada por la dupla Fujimori-Montesinos, no solo había dado paso a la destrucción sistemática de las instituciones, sino también a un modo distinto de coacción de las libertades de expresión: la compra de conciencias y posiciones editoriales de los principales medios de comunicación del país. Lo más flagrante, por la importancia de su alcance, fue lo ocurrido con los canales de televisión que vendieron su línea editorial y se pusieron al servicio del régimen a cambio de inversión publicitaria estatal y grandiosas sumas de dinero en la, ahora ya, famosa salita del SIN (Servicio de Inteligencia Nacional). Esto tuvo un claro impacto en la programación televisiva, tanto en aquello que se produjo como en aquello que se dejó de producir. En el campo de la no ficción, se dio paso a los talk shows, cuya aban- derada fue Laura Bozzo —que purgó pena privativa de su libertad por su vinculación con las estratagemas propagandísticas de Montesinos—, así como a los gossip show, por ejemplo, de Magaly TeVe, que, en buena medida, inició un proceso mayor de cambio en la televisión y cuyos alcan- ces, pese a ya no estar en pantalla, se pueden sentir hasta hoy:

Este último programa es especialmente importante en la medida en que el tratamiento impuesto al formato de noticias del espectáculo, que conjuga vedettes con jugadores de fútbol, ha trascendido estos linderos para instalarse en gran parte de la televisión peruana: la invasión a la privacidad e intimidad de las personas, utilizando cámaras escondidas y al propio público como

[213] 214 Gerardo Arias Carbajal

informante; la doble moral del programa —en el manejo de los discursos y temas—, como también del público que cuestiona sus contenidos, pero que lo ubica en el primer lugar de sintonía; el “figuretismo” de los personajes públicos promovido y alentado por el programa; el escrutinio, juzgamiento y sentencia de los problemas personales, sin exclusión de los más íntimos, por los que atraviesan los personajes allí abordados; el fuerte vínculo entre la agenda de Magaly TV y los diarios populares; el exceso de presencia de productos y marcas al interior del contenido del programa; y, en última instancia, la vacuidad e intrascendencia que destila Magaly TV tipifican hoy en gran medida lo que viene pasando en la pantalla peruana. (Arias Carbajal, 2008, p. 67)

Pese al tiempo transcurrido de lo indicado líneas arriba, las características señaladas, casi diez años después, se mantienen en gran medida hasta hoy. En el campo de la ficción, hay cinco aspectos a destacar en la década de los noventa: Primer aspecto. La producción y programación de la primera oleada de miniseries, entre el 91 y 93, como respuesta ante la crisis económica y la imposibilidad de lograr propuestas de telenovelas que fueran viables econó- micamente. De esa etapa son los títulos La Perricholi, Tatán, Regresa, El ángel vengador: Calígula, entre otras. Se trató de la primera incursión en la vida de personajes populares (el biopic de la cantante Lucha Reyes en Regresa), histó- ricos (el retrato de los avatares de la amante del Virrey Amat en La Perricholi) y de la crónica policial (Tatán, famoso delincuente de los años cincuenta, y Calígula, joven pandillero vinculado a las clases medias y altas de Lima que fuera asesinado a inicios de la década del noventa). Segundo aspecto. La producción de telenovelas sin libro culminado y permeable a los acontecimientos sociales, especialmente aquellas de la dupla formada por Michel Gómez y Eduardo Adrianzén: Los de arriba y los de abajo, Los unos y los otros, Todo se compra, todo se vende, Lluvia de arena, entre otras. Tercer aspecto. La generación de telenovelas juveniles y de un pequeño star system local de la mano de Luis Llosa e Iguana Producciones: Malicia, Torbellino y Boulevard Torbellino, tendencia que se inicia tras el éxito de la miniserie El ángel vengador: Calígula. Cuarto aspecto. La apuesta por el remake de Panamericana Televisión, tratando de revivir aquellos títulos que le dieron fama exportadora entre mediados de los sesenta y comienzos de los setenta; de esta forma se produ- jeron las telenovelas Natacha, Gorrión y Nino, melodramas románticos originales del argentino Abel Santa Cruz, las dos primeras, y de los brasile- ños Geraldo Vietri y Walter Negrão, la última. Segunda parte / Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 215

Quinto aspecto. La puesta en marcha de América Producciones, fruto del éxito de la antena de América TV y de los tratos bajo la mesa de los Crousillat con Montesinos, que dio inicio a un centro de producción que podría exportar telenovelas y hacer maquila para Televisa, lo que, en parte, como primer objetivo, se logró con títulos como Luz María, María Emilia, querida e Isabella, mujer enamorada. Melodramas rosas, las dos primeras adaptadas de los libros originales de la cubana Delia Fiallo, que fueron escritos como radionovelas y luego difundidas por televisión en diversos países y épocas; y, la última, del escritor brasilero Manoel Carlos. No ocurrió lo mismo con el segundo objetivo, porque la prueba de fuego en que se convirtió Leonela, muriendo de amor, otra novela original de Delia Fiallo, no dio el resultado esperado en México. De este modo, el arrastre de los estragos de la crisis económica causada en los ochenta por el gobierno de Alan García, la intromisión del poder fuji- montesinista en la marcha de los canales, aunado a la crisis internacional de fines de los noventa, configuraron una televisión nacional que no supo gene- rar propuestas que causaran furor local, ni mucho menos que ubicaran al país en el mercado internacional de producción de contenidos de ficción, como si lo estuvo entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Algunas excepciones a la regla fueron las exportaciones logradas por la telenovela Luz María, que catapultó a Christian Meier al estrellato internacional y Pataclaun, una sitcom local, adaptación de una propuesta teatral de humor de clown e improvisación, que no solo oxigenó la ficción televisiva nacional, sino que también se dio maña para filtrar algunas críticas al gobierno de turno.

El nuevo milenio y la estructura de la industria televisiva peruana

Si bien la caída del régimen de Fujimori hizo pensar en un cambio radical del manejo de la televisión peruana, empezando por el retiro de las licen- cias a aquellos broadcasters involucrados en la corrupción televisiva, esto no se dio. Lo que ha ocurrido a lo largo de estos años, entre el 2000 y 2017, es un conjunto de reacomodos en la estructura de capital y de propiedad de los canales de señal abierta. Así, a fines del año 2000, Frecuencia Latina, hoy Latina, volvió a ser presidida por Baruch Ivcher, quien había perdido la nacionalidad peruana y la titularidad de las acciones de Latina a manos del gobierno de Fujimori. Desde el año 2013, Latina pertenece al grupo financiero Enfoca, luego de que Ivcher vendiera sus acciones a este grupo no sin antes comprar las acciones 216 Gerardo Arias Carbajal

que ostentaban los hermanos Winter, socios minoritarios que fueron encar- celados por haber recibido dinero de Montesinos y cuyas acciones fueron rematadas judicialmente. Enfoca es un grupo que tiene por estrategia de negocios comprar empresas cuyo valor económico se pueda incrementar en un periodo corto de tiempo para luego venderla al mejor postor y obtener, de este modo, una ganancia sustantiva. Pasados casi cuatro años solo hay rumores de tanteos para una posible venta a una cadena internacional. América Televisión dejó de estar en manos de José Enrique Crousillat, quien purgó condena en la cárcel junto con su hijo José Francisco por vender la línea editorial del canal, para pasar a manos de sus acreedores luego de ser declarada insolvente. El año 2003, el grupo Plural Televisión, formado por los diarios El Comercio, La República y el canal colombiano Caracol, compró la deuda a los acreedores y se hizo del control de América Televisión. Actualmente, Plural Televisión, formada por El Comercio, como socio mayori- tario (70 %), y La República (30 %), son los propietarios de esta cadena. Cabe indicar, además, que Plural es propietaria de Canal N, un canal informativo de cable, y que El Comercio controla el 80 % del mercado de diarios del país, por lo que se constituye como el principal holding de comunicación en el Perú. Panamericana Televisión, luego de comprobarse que Ernesto Schütz, presidente del directorio, también había sido corrompido por el régimen fuji- montesinista, pasó a ser administrada por Genaro Delgado Parker, fundador y otrora máximo ejecutivo de la televisora, por orden polémica del Poder Judicial. Disputas legales y hasta físicas otorgaron finalmente la administración a Ernesto Schütz Freundt, hijo del prófugo broadcaster, no sin antes pasar por una administración tributaria a cargo de Sunat. La batalla legal la ganó el hijo de Schütz, lo que le permitió evitar el pago de deudas tributarias generadas por la administración de Delgado Parker entre los años 2003 y 2009. TV Perú sigue siendo el canal del Estado controlado por el Gobierno de turno, pese a diversos debates sobre la necesidad de un canal público. La apuesta por el desarrollo de contenidos culturales y la iniciativa tomada respecto del uso de las posibilidades de la televisión digital han mejorado la imagen que se tiene de esta señal. Andina de Televisión dejó de estar en manos de Julio Vera Abad, quien también vendió la línea editorial de la televisora, debido a su endeudamiento con el mexicano Ángel González, quien controla, por medio de Albavisión, alrededor de 50 canales en 15 países de América Latina. Otro caso similar es el de Global Televisión, hoy Red TV, que, luego de pertenecer a Julio Vera Abad, con acciones en manos de varias personas, entre ellas el propio Segunda parte / Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 217

Genaro Delgado Parker, forma parte del Grupo ATV junto con ATV, el canal de cable La Tele, el canal digital ATV+ y el canal regional ATV Sur. Finalmente, RBC, Red Bicolor de Comunicación fue lanzada original- mente bajo el mecanismo de accionariado difundido, pero, en la práctica, es propiedad de Ricardo Belmont. Después de pasar por diversas adminis- tradoras de contenido mediante el alquiler de su señal, desde el 2008 el canal es administrado directamente por Belmont, no sin pasar por diversos problemas, frutos de la precariedad financiera y de sus contenidos. A esta caracterización sucinta de los canales que operan en señal abierta habría que añadir tres hechos significativos en la dinámica interna de la industria y dos hechos externos, pero con impacto en esta. En el plano interno, se encuentran la alianza comercial de Latina y Panamericana Televisión pactada a fines del 2015 y la alianza para producir contenidos entre América Televisión y el Grupo ATV pactada a comienzos del 2016, que incluye la posibilidad de distribuir contenidos producidos por América en sus nuevos estudios de Pachacamac. Esto último, la creación de un gran centro de producción al sur de Lima, constituye el tercer hecho relevante de los últimos años, pues abre la posibilidad1 de incursionar en las copro- ducciones, como la serie El regreso de Lucas, realizada en alianza con Telefe de Argentina y aireada desde fines del 2016 en varios países de la región gracias a la distribución de Telefe Internacional. En el plano externo, están la promulgación de la Ley de Radio y Televisión (Ley 28278), que, en esencia, solo se trazó como propósito evitar que se repitiera la experiencia de la venta de la línea editorial —y se desaprove- chó la oportunidad de establecer parámetros modernos y verificables que contribuyeran con la mejora de nuestra televisión—, y la adopción, en el año 2009, del estándar de televisión digital terrestre, cuya reglamentación mantuvo el statu quo de la industria al ofrecer réplicas de la señal analógica en la banda digital a los actuales broadcasters, lo que ha impedido abrir el mercado a nuevos operadores. Vista así la estructura global de la industria televisiva peruana, pode- mos afirmar que es muy poco lo que se ha modificado respecto de las

1 De acuerdo con Eric Jurgensen, gerente general de América Televisión, con el 65 % de la capacidad instalada en Pachacamac, se puede atender la demanda del canal, lo que deja un 35 % para realizar otros proyectos con cadenas como Telefe o Televisa, e incluso películas con las productoras peruanas Tondero y Cinesetenta (Jurgensen, noviembre de 2016). 218 Gerardo Arias Carbajal

características que ostentaba en el pasado milenio, salvo que hay un poco más de claridad en los regímenes de propiedad. Así, nuestros broadcasters siguen siendo mercantilistas, cortoplacistas y extremadamente conserva- dores en la creación televisiva. Más allá del mejoramiento tecnológico en cuanto a la calidad de la imagen, sigue siendo escaso el valor agregado que la industria local ha generado. La inversión publicitaria, comparada con otros países de la región, sigue siendo baja y el marco legal es permisivo y anacrónico. Pese a la mayor oferta de dispositivos y plataformas de entrete- nimiento, se mantiene un alto consumo de televisión, especialmente en los sectores populares, aunque en los últimos años se evidencia un repliegue en el consumo tradicional por parte de las nuevas generaciones y sectores más pudientes que encuentran en el streaming una respuesta más acorde a las épocas, lo que los hace pensar que no ven televisión. Y, por último, la exigencia de una mejor televisión por parte del conjunto de actores socia- les se mantiene débil, a pesar de algunos atisbos de activismo en las redes sociales en contra de la denominada televisión basura.

Inversión publicitaria en el nuevo milenio

En el año 1998, producto de la crisis económica internacional, la inversión publicitaria en televisión en el Perú pasó de 166 millones de dólares (año 1997) a 132 millones de dólares, y tocó fondo el año 2001, en el que solo se invirtieron 66 millones de dólares. A partir del año 2002, empezó la recu- peración de la inversión publicitaria: así, el año 2008 se logró superar lo invertido en el año 1997 (182 millones de dólares) y al cierre del año 2016 la inversión televisiva alcanzó los 368 millones de dólares, que representa el 50 % del total de inversión publicitaria en el Perú en ese año. En otras palabras, en los últimos ocho años, la inversión publicitaria en televisión se ha duplicado y, prácticamente, se ha vivido una bonanza económica de una década. Pese a ello, esta inversión no se ha traducido en mayores valores de producción ni, lo que es más lamentable, en un mayor riesgo creativo o, por lo menos, en un sistema de investigación y exploración creativa que permita desarrollar proyectos televisivos que renueven verdaderamente las fórmulas que se arrastran por décadas.

La producción de ficción del 2000 al 2016

Sobre la base del panorama descrito líneas arriba, veamos los derroteros que ha tenido la producción de ficción en el Perú entre los años 2000 y 2016. Segunda parte / Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 219

A lo largo de estos años, se han producido alrededor de 108 títulos, 32 de los cuales han tenido dos, tres o cuatro temporadas, salvo la excepción más extensa: la fusión serie-novela Al fondo hay sitio, cuya mezcla de melodrama con humor le permitió permanecer en programación por ocho temporadas entre el 2009 y 2016. Como se puede apreciar en la tabla 1, la ficción ha estado concentrada en cuatro formatos, con predominio de las miniseries:

Tabla 1. Producción de ficción televisiva peruana. Años 2000-2016

Miniserie Telenovela Serie Sitcom Unitario Total

Títulos % Títulos % Títulos % Títulos % Títulos % Títulos %

41 38 31 29 21 19,5 9 8 6 5,5 108 100

Fuente: Programación de canales de TV. Elaboración propia

Miniseries y melodramas

Casi el 40 % de la producción de ficción televisiva se ha concentrado en el formato de miniseries, que en nuestro mercado varía entre los 20 y 40 episodios, lo que las hace manejables desde el punto de vista económico y permite cubrir vacíos específicos en la programación. Es el caso de los periodos de verano, que requieren productos que cubran uno o dos meses de programación. La vocación y tradición melodramática de nuestra panta- lla, sin embargo, está presente en todos los formatos, desde las miniseries hasta los unitarios, pasando por las comedias que acaban siempre mezclán- dose con esta vena narrativa.

Productoras locales con menos posibilidades de encontrar pantalla De los siete canales de señal abierta que existen en el mercado peruano, solo dos produjeron ficción en el año 2016: América Televisión, canal líder que realizó seis programas, y TV Perú, que programó una sola. Han dejado de producir ficción canales que antes destinaban recursos a este campo, como son los casos de Latina, ATV y Panamericana (ver tabla 2). 220 Gerardo Arias Carbajal

Tabla 2. Canales de señal abierta peruanos y producción de ficción entre los años 2000 y 2016

Ítem Latina América Panamericana TV Perú ATV RBC Red TV

Títulos producidos 52 44 6 2 4 0 0 en el periodo No dejó No dejó En el No produjo No produjo Dejó de En el año de En el año 2010 de año en todo el en todo el producir. 2015 producir. producir. 2011 periodo. periodo.

Producción en el 2016 0 6 0 2 0 0 0

Fuente: Programación de canales de TV. Elaboración propia

Se puede apreciar que estamos frente a una escasez de producción y de ideas para la ficción televisiva, lo que deja en evidencia que el filtro, que son los broadcasters, acaba generando una programación convencional, además que las ideas que exhiben no reflejan para nada el potencial creativo existente.

Producción propia y externa, coproducción y maquila como estrategias empresariales en el mercado televisivo local

Teniendo prácticamente solo a América Televisión como canal que desarro- lla ficción local, su estrategia se ha concentrado en dos campos: producir por cuenta propia algunos espacios, especialmente el bloque de las ocho de la noche, en el que albergó por ocho temporadas a Al fondo hay sitio, y encar- gar a una productora independiente la realización de los demás espacios de ficción (actualmente, Del Barrio Producciones, de Michelle Alexander). La puesta en marcha, sin embargo, de los estudios de Pachacamac obliga a la televisora a incursionar también en la coproducción internacional (como es el caso de la serie El regreso de Lucas, hecha con Telefe de Argentina), una estrategia que a comienzos de la década del 2000 también empleó Latina, de la mano de Iguana, que coprodujo con Venevisión, de Venezuela, e Inca Films con Telemundo. Iguana, productora de gran protagonismo en la década del noventa, también ingresó a la estrategia de maquila haciendo telenovelas en el Perú y Santo Domingo que serían, luego, programadas en el mercado venezolano y vendidas a otros mercados de la región. No se descarta que América TV, con sus nuevos estudios, además de la coproduc- ción, también opte por la maquila en la medida que el costo de producción Segunda parte / Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 221 en el Perú está por debajo de los principales países que producen conteni- dos televisivos en la región.

Temas y personajes locales

En una lógica marketera muy elemental, nuestra televisión ha encontrado en los temas y personajes populares, así como en la coyuntura mediática, los elementos básicos para atraer a un vasto público, especialmente de los sectores populares. Este hecho se ve claramente reflejado en las propuestas de miniseries basadas en personajes de la farándula (cantantes y composi- tores de música cumbia, chicha, folclórica y criolla), santas y beatas, barras bravas de fútbol, el mundo del boxeo, el universo de la música de moda, el surgimiento de zonas populares (como un distrito o un centro comercial), etcétera. Historias contadas en forma de biopic, esquematizadas en pocas fórmulas que tienden a apegarse a la realidad antes que a trabajar drama- túrgicamente las líneas narrativas que allí subyacen. A la pobreza de las premisas hay que añadir la escasa inversión que se hace en cada proyecto, lo que evidencia precarios valores de producción que atentan contra la calidad televisiva de la propuesta.

Telenovelas tradicionales y la inclusión del humor en el híbrido serie/telenovela

Buena parte de las telenovelas producidas en este periodo son novelas que responden al canon tradicional: algunas con libretos hechos en casa, otras con fórmulas de historias vueltas a contar una y otra vez (Milagros, Pobre diabla) y otras bajo el esquema más actual de la franquicia exitosa (La Tayson, corazón rebelde ; Los exitosos Góme$). Sin embargo, no es posible encontrar ninguna apuesta por la renovación, apenas algún intento temático de hacer una telenovela sobre la historia peruana más reciente (Nuestra historia), pero sin mayores riesgos en la dramaturgia y la puesta en escena. En este ámbito, el de la telenovela o serie novelada, se enmarcan también los proyectos más exitosos de la ficción local que, a medio camino entre la serie, la telenovela y la soap opera, mezclando melodrama y humor, y haciendo gruesas caricaturas de nuestra sociedad, han dado paso a una franja horaria familiar (las 8 p. m.) con un inesperado, y nada despreciable, público infantil que las sigue: es el caso de Así es la vida (cuatro temporadas) y, espe- cialmente, Al fondo hay sitio (ocho temporadas). Son éxitos locales desde el 222 Gerardo Arias Carbajal

punto de vista de la sintonía, que, sin embargo, apenas han podido ser colo- cados en mercados similares al nuestro, pero solo como enlatados.

Series que se novelan para una programación cuya táctica siempre es la de stripping

Las series que se producen tienen pocas posibilidades de ser tratadas como tales, es decir, como un producto que debe estrenarse una vez por semana (en el modelo de televisión internacional) y combinarse en la misma franja horaria con otras series que permitan sostener el horario con un público cautivo. Habría que tener cinco series conviviendo a la vez y eso no es lo que ocurre. El impacto más grande de esta táctica de programación recae en la forma de producción acelerada, pensada como telenovela para grabar un capítulo por día, lo que le quita todo el potencial a un formato que hoy es la estrella de lo que se ha venido a denominar los contenidos OTT (over the top). A esto hay que sumarle que el género al que más se recurre es el melodrama esquemático y sensiblero o, a lo sumo, un cierto tipo de dramedia que, en temporadas cortas, intenta repetir el éxito de la fórmula Al fondo hay sitio. Pese a ello, ha habido diversos intentos por llevar a cabo series policiales o de acción, en algunos casos tratando de lograr versiones nacionales de producciones norteamericanas, como Broders, inspirado en Starsky & Hutch; recurriendo a dramatizar algunos referentes locales con posibilidades, como el escuadrón policial femenino de la Policía Nacional del Perú en La fuerza Fénix, o construyendo justicieros urbanos, como en La gran sangre, tal vez el producto mejor logrado de nuestra dramaturgia local, que dio paso a un desarrollo multimediático a través del cómic y, luego, una versión fílmica del mismo nombre, aunque fallida. Asimismo, se han visto dramas centrados en espacios específicos (el hospital en Clave uno, médicos en alerta y Pulseras rojas). De entre todas, vale la pena destacar Esta sociedad y su esfuerzo por construir un universo ficcional alrededor de los sectores medios altos del país, dado que el conjunto de la televisión local se ha concentrado en los sectores más populares.

Nuestra sitcom de nariz roja

A lo largo de la historia de la televisión peruana no hemos sabido manejar el timing y la precisión que exige el formato de la sitcom, pese a varios inten- tos. En este nuevo milenio lo hemos seguido intentando, con secuelas del Segunda parte / Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 223

éxito noventero Pataclaun, formateadas ahora en programas como Carita de atún, El santo convento y La santa sazón, que han tenido relativo éxito, excepto por el último de los señalados. En lo que concierne a fórmulas más cercanas al canon tradicional, tenemos un espectro que va desde lo delez- nable, como Hotel Otelo, hasta lo más certero, Mi problema con las mujeres, que se voceó había sido comprada como libro para realizarse en el mercado norteamericano, hecho que, finalmente, no se produjo.

¿Cómo estamos posicionados como productores de ficción televisiva?

Todos los indicadores anteriores dan cuenta del Perú como un país de escasa producción de ficción, con cada vez menos ventanas de salida en la tele- visión de señal abierta, con pocos productores independientes que tengan oportunidad de “airear” sus propuestas y, sobre todo, con una proyección que apenas traspasa los límites nacionales, fruto de las ventas marginales a mercados similares al nuestro. La producción local de ficción ha optado por satisfacer al mercado interno conformado por vastos sectores populares antes que pensar en una produc- ción exportable que, para empezar, tendría que tener un sello que la distinga en el escenario mundial de producciones. Es verdad que una estrategia válida es atender al mercado interno a costa de hacer cada propuesta muy localista. Sin embargo, el localismo no está reñido con el desarrollo de una dramaturgia que, partiendo de lo local, aborde temas y dramas humanos que son universales, por medio de una puesta en escena y un diseño actoral que requiera espesura y profundidad para trans- mitir esa “verdad escénica” que solo los guiones ampliamente trabajados, los actores de nivel y los ritmos de producción adecuados pueden lograr. Y es allí cuando ese drama local, que nos toca las fibras sensibles, porque es universalmente humano, puede ser exportado. Eso y un sello característico, como lo tiene la producción brasilera, la colombiana e incluso la turca, ahora que varios países han sido seducidos por las telenovelas de Medio Oriente. Tenemos una gran dificultad para plantear dramáticamente temas rele- vantes sin que caigamos en la caricatura o la superficialidad. Allí se conjugan la falta de oficio con la ausencia de profesionalismo para investigar seriamente los temas abordados, así como la carencia de una mayor capacidad de simbolización para alejarnos del referente real y propiciar una poética que dé luces sobre lo que pasa a alrededor o en nosotros mismos. Por el contrario, 224 Gerardo Arias Carbajal

nuestras propuestas se acaban escudando en la escena sensiblera fácil y la chacota camuflada de propuesta humorística, allí cuando no tenemos más recursos que hacernos cómplices de ese público dispuesto a dejarse llevar por cualquier efecto cómico, aunque solo sea para burlarse de las estupideces que vio en el capítulo anterior. En un escenario mundial en el que la televisión internacional de primer nivel pasa por su mejor momento, especialmente en el formato de las series, que ha ganado el prestigio y despertado el interés que antes solo lograba el buen cine, nuestra ficción televisiva está en las antípodas de lo que este formato representa. No se trata solo de los ingentes recursos económicos que las cadenas de cable internacional y las plataformas de streaming pueden invertir en una serie. Contra eso difícilmente competiremos. Pero sí hay derroteros que es necesario emprender para avanzar hacia una producción de ficción mejor acabada y que despierte el interés de diversos mercados, incluyendo la posibilidad de tener cabida en esas plataformas de streaming dispuestas a satisfacer al mercado mundial. En primer lugar, se necesita una gran inversión creativa, disruptiva, para salir de las fórmulas predecibles, para recomponer, fusionar, desarticular y volver a estructurar formatos ya conocidos, géneros hartamente trajinados. Esto no solo es un camino, es una actitud en la que deben estar compro- metidos todos los actores de la industria local: broadcasters, productores, directores, guionistas, realizadores, actores. En segundo lugar, es preciso abordar temas, especialmente aquellos que son un tabú, con la profundidad propia de quien ha investigado y con el enfoque artístico necesario para comprender aquello que ocurre, para poner- nos en el lugar del “otro”, para ampliar nuestro horizonte de mira y, en suma, para hacernos más humanos. En tercer lugar, hace falta cambiar los ritmos de la producción, pasando de la realización de un capítulo por día, sin que medie mayor trabajo de ensayo con los actores, a otro en el que se posibilite la lectura e interpre- tación de los textos dramáticos, los ensayos previos con los actores y una planificación cuidadosa de la puesta en escena. En otras palabras, unos ritmos que tengan previsto el control de calidad necesario para elevar el estándar de la producción. Este mismo cambio es necesario en los procesos de creación y escritura de guiones. En cuarto lugar, se deben desterrar las malas prácticas de brand place- ment, que no solo entorpecen la verosimilitud del relato y rompen con el Segunda parte / Televisión en el Perú: la realidad de la ficción 225 involucramiento del espectador en la trama, sino que tampoco ayudan a la marca auspiciadora por la aparición evidentemente grosera de productos y textos publicitarios. No se trata de erradicar esta estrategia que contri- buye con el financiamiento de las producciones, sino de hacerla eficaz, vale decir, realizarla con la sutileza y el cuidado necesarios para que contribuya al objetivo narrativo y publicitario. En quinto lugar, tenemos que apostar por el talento actoral con formación y con capacidad para aportar a la construcción de los personajes. Si bien en nuestra pantalla televisiva podemos encontrar a actores reconocidos e importantes en la escena local, su desempeño no alcanza los niveles espe- rados, tanto por los ritmos de producción señalados como por la presencia de muchas otras personalidades que fungen de actores, sin mayor formación ni talento para ello, y que provienen de ese star system generado por los reality show y la farándula local. En el afán de copar la escena con los famosos del momento para propiciar un mayor interés y rating, los produc- tores acaban tirando abajo el nivel actoral del programa que realizan y, con ello, desperdician el inmenso valor de producción y de aporte creativo que significa un buen reparto. Finalmente, la pantalla televisiva puede brindar un abanico de posibilida- des en el campo de la ficción, pero se espera un mínimo de profesionalismo, inteligencia, creatividad y, claro está, ética personal para no hacer pasar cual- quier propuesta mal desarrollada como un programa de televisión digno de ser apreciado. Aquí y en varios mercados, se está confundiendo la labor crea- tiva con la mera tarea de empaquetar un conjunto de recursos que cualquier desprevenido, sin mayor formación, identifica como parte de lo que funciona en el público, sin ponerse a pensar que, justamente, la labor creativa debe de nacer de alguien que tiene algo importante que decir, que no se conforma con el statu quo de las cosas y, por lo mismo, busca innovar en lo que sabe hacer, porque esa es su mayor contribución al mundo que quiere cambiar. En el camino, algunas propuestas serán de beneplácito para el público y otras no tanto, pero por lo menos se sentirá un trabajo honesto, con elementos a rescatar. Es el riesgo que todos los que estamos involucrados en la comuni- cación tenemos que tomar, y no esconder nuestra inoperancia conceptual y creativa en ese burladero de toros en que se ha convertido la frase “hacemos esto porque eso es lo que le gusta a la gente”. Ese toro al que debemos enfrentar somos nosotros mismos y nuestro temor al fracaso. 226 Gerardo Arias Carbajal

Referencias

América Televisión. (s. f.). Recuperado de www.americatv.com.pe Arias Carbajal, G. (2008). Casi telenovelas, casi series. La miniserie peruana como refugio de la telenovela. Mercados globales, historias nacionales. Anuario Obitel 2008. Barcelona: Gedisa. ATV. (s. f.). Recuperado de www.atv.pe Compañía Peruana de Investigación de Mercados. (s. f.). Recuperado de www.cpi.pe Jurgensen, E. (noviembre del 2016). El contenido marca la diferencia entre la TV y los medios digitales. Revista América Economía, (103), 88-93. Latina. (s. f.). Recuperado de www.latina.pe Panamericana Televisión. (s. f.). Recuperado de www.panamericana.pe RBC Televisión. (s. f.). Recuperado de www.rbctelevision.com Vivas Sabroso, F. (2008). En vivo y en directo. Una historia de la televisión peruana. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial. Telenovelas que no osaron decir su nombre. Las “miniseries” de Del Barrio Producciones (2010-2015)

Eduardo Adrianzén

¡Péguenle a la tonta!

Los intelectuales de los años setenta tienen la culpa. Satanizaron tanto, pero tanto a las telenovelas que lograron hacer de su nombre algo vergonzante. Decir “esto es una telenovela” se convirtió en sinónimo de vulgar, cursi, exacerbado y, en general, negativo. Y aunque es cierto que muchas cola- boraron con su mala calidad a hacerse merecedoras de semejante fama, tampoco es exacto que, en promedios generales, las telenovelas son peores ni mejores que las series, ni mucho menos que el cine. Todos son formatos narrativos de ficción y entre ellos pueden encontrarse infinitos grados de virtud o de infamia… pero a todas las telenovelas las metieron en el mismo costal de la mala reputación. Hasta antes de la década del ochenta, cuando la telenovela brasilera empezaba a hacerse conocida en Latinoamérica, en el Perú reinaban las mexicanas, las venezolanas y, en menor medida, las nacionales y las argentinas. Y casi ninguna se salvó del desprecio de críticos, periodistas, comunicadores, sociólogos, y cualquiera con acceso a los medios, pasando por los comentaristas simplemente hepáticos. Decir “las telenovelas son una porquería” —al margen de su envidiado éxito— era tan obvio y natu- ral como afirmar que la luna sale de noche o que en el Perú todos los Gobiernos acaban en desastre. Tan odiosas eran que, cuando se instauró la revolución peruana de Juan Velasco Alvarado por golpe militar (1968-1975), a los biempensantes no les impresionó que justo para entonces empezaran a exportarse telenovelas locales a raíz del boom de Simplemente María —un guion original argentino de Celia Alcántara— y, en vez de seguir por ese camino, se presionó para trabajar otros contenidos. Nadie, nadie que sepamos, se tomó la molestia

[227] 228 Eduardo Adrianzén

de desglosar con atención a la brillante Simplemente María, cuya trama resultaba tan revolucionaria como el mismísimo 3 de octubre por ser, en cierto modo, la partida de nacimiento de la telenovela moderna de mujer- -empoderada-sin-príncipe-azul. Si bien se siguió produciendo ficción y hubo varios fenómenos de rating (como Natacha o El adorable profesor Aldao), por muchos motivos el impulso de hacerlas se desinfló, al grado que, a fines de la década de los setenta, se volvieron aves solitarias en la programación, como Una larga noche, de Bianca Casagrande (1977) o Cecilia, de Lucía Irurita (1978), entre un océano de importaciones. Mientras que los setenta se erigieron como la época dorada de Televisa en México, gracias a los grandes clásicos de Valentín Pimstein y Ernesto Alonso, de Delia Fiallo en Venezuela, y de sus colegas Alberto Migré y Abel Santa Cruz en Argentina, por aquí se vivió una crisis que recién terminaría a mediados de los ochenta, casi a fines del segundo belaundismo. Por ello, es otra falacia —entre tantísimas— achacar el “fin” de la industria teleno- velera al velasquismo. La peor sequía en el formato ocurrió durante los gobiernos de Morales Bermúdez y Belaúnde: fueron años de importación indiscriminada y de enlatados baratos. Solo más tarde, con Páginas de la vida (1984) y Carmín (1985), la telenovela resucitó por un breve tiempo, hasta que la hiperinflación de Alan García le dio el tiro de gracia —la excepción fue el remake de Natacha en 1990—. Aun así, como manda la épica del melodrama y sus heroínas indestructibles, la golpeadísima teleno- vela se levantaría en 1994, cual humillada cerviz después de los paquetazos, gracias a cierta ilusión de estabilidad económica. A partir de aquí, la historia de la telenovela y sus avatares cambia a medida que la posmodernidad se establece como paradigma cultural —hasta empie- zan a aparecer estudios serios acerca de ellas—. Pero hasta antes de los noventa, y durante por lo menos 40 años —considerando que la TV existe en América Latina desde los años cincuenta— fueron el punching ball de la ficción y las grandes culpables de la supuesta “alienación” de la mujer; argumento paternalista y machistoide, pues el florecimiento de su industria coincide con la época de la liberación femenina y la revolución sexual, lo que demuestra que la inmensa mayoría de mujeres diferencia sensatamente la vida real de los cuentos de hadas para divertirse, aunque todavía algunos intelec- tuales crean que necesitan ser guiadas por la luz de sus juicios… y prejuicios. Pero esa mala leche era tan vieja como andar a pie. Las telenovelas lleva- ban un estigma desde su origen por ser melodramas, otra cuasimala palabra, cargando la cruz de su origen populachero: un género teatral nacido de las Segunda parte / Telenovelas que no osaron decir su nombre 229 urgencias comerciales de un grupo de autores-productores franceses que, a inicios del siglo xix —René Charles de Pixerécourt fue el más notorio—, buscaban entretenimiento para un público sencillo que quería emocionarse, llorar, reír y ver números con perros amaestrados o escuchar música popular en los intermedios. De ahí el término: drama con música. Los melodramas originales se popularizaron como espectáculos larguísimos de cuatro, cinco horas, que dejaban ganancias tan sabrosas como los blockbusters de nues- tros días. Su público natural era el pueblo llano: obreros, trabajadores de oficios y sus familias, amas de casa, sirvientes y, en general, ciudadanos pos Revolución francesa que empezaban a asumir que también era justo diver- tirse con las historias que más les gustaban, y en el estilo que preferían, sin tanta alta poesía a lo Corneille ni tanta comedia elegante de Moliére, quien finalmente trabajaba para la corte y escribía al borde de la pachotada, pero sin caer jamás en ella. El melodrama no le temía ni a la exageración ni a sumergirse en el más impúdico ridículo. Por el contrario, lo buscaba, lo celebraba y se ahogaba en sus ríos de lágrimas tanto como en su prosperidad y gran negocio. No pretendía ser literatura: ningún texto de melodrama resiste hoy un control de calidad en ese aspecto, pero eso jamás les importó. Buscaban eficacia y éxito, y lo consiguieron con creces en la medida que —como todo lo que triunfa— aparecieron en el momento político-social correcto. La libertad, la fraternidad y la igualdad pasaban también por el derecho a entretenerse con los espectáculos que a uno le diera la gana. Nada más democrático que elegir con qué se quiere llorar. Una vez posicionado en el gran público, el estilo melodramático mutó en la literatura de folletín y autores como Dickens, el equipo Dumas, Dostoievski y tantos más lo enfundaron en pantalones largos a fuerza de ser buenos escritores. Luego, en el siglo xx, siguió su glorioso camino en el cine y la radio. México y Argentina se volvieron las potencias indiscutibles del melodrama cinematográfico, y Cuba, de la radionovela. A partir de allí, el tránsito a la televisión fue natural y prácticamente todas las telenovelas que se produjeron en la primera época son originales de la radio. Como dato curioso, también el cómic aportó al género, principalmente en México, con la autora Yolanda Vargas Dulché y su empresa editorial, que publicó la historieta Lágrimas y risas, título que resume su esencia de aparentar simplicidad, aunque esconda una elaborada narrativa que siempre fue la clave de su eficacia. Barco pirata navegando con bandera de tonto: igual que la humilde huerfanita despreciada en sus inicios, el melodrama terminó 230 Eduardo Adrianzén

poderoso, astuto… y millonario. ¿Existirá otra metáfora tan contundente en la historia de la escritura?

Llegan las regias

En cambio, con las distinguidas y elegantes señoras miniseries el periplo fue otro. Si bien su partida de nacimiento es dudosa como formato —ficción televisiva que cuenta una historia única en pocos capítulos—, se hizo popu- lar en Inglaterra y, para más lustre, en la estatal BBC. En el Perú, el término recién se escuchó a mediados de los años setenta y al principio confundió un poco, hasta que se captaron bien las enormes diferencias con las series y las telenovelas. Las miniseries empezaron como formato de acercamiento a la buena literatura, adaptando libros de autores respetables, biografías o épocas históricas en no más de 15 episodios y, naturalmente, con el rigor y calidad de actores, guionistas y directores británicos. Tenían muchas cosas a su favor, empezando por la ausencia de mojigatería latina, lo que les permitió abordar sin ningún miedo temas y escenas para adultos —Yo, Claudio (1976, estreno peruano en 1980) es más o menos su estandarte—, pero, especial- mente, una pátina de producto cultural a miles de años luz de melodramas hechos para sencillas amas de casa y auspiciados por detergentes. Si la telenovela era hija de mamá Dolores, la miniserie era hija de dame Maggie Smith. Si en la telenovela el final feliz incluía una boda, en la miniserie el final incluía algún sepelio y reflexiones existenciales. Si en la telenovela lo más audaz era un beso en la cama con Lucía Méndez estratégicamente cubierta, en la miniserie era totalmente normal el topless de alguna respe- table actriz graduada en la Royal Shakespeare (y de paso, un atractivo para el público masculino). Por aquellos años, antes del cable y toda la interesante futura promiscui- dad de los formatos, el nombre miniserie era pronunciado con respeto, y no solo por las inglesas: la televisión estadounidense no se quedó atrás, con producciones de tal calidad que hasta hoy son insuperables, como Raíces (1977), en la que el autor Alex Haley le sigue el rastro a sus orígenes desde el secuestro del adolescente Kunta-Kinte en África occidental, alrededor de 1750, por mercaderes de esclavos, hasta la libertad de sus descendientes en Estados Unidos, más de un siglo después. Raíces es, sin duda, una de las historias más poderosas, mejor escritas y mejor filmadas de la televi- sión, quizá el equivalente a Lo que el viento se llevó en la historia del cine. Y no envejece. ¿Su tema? Un señor melodramón, con hijos arrancados de brazos de sus madres, violaciones, abusos, maldades, injusticias a granel y Segunda parte / Telenovelas que no osaron decir su nombre 231 una épica humanista capaz de conmover a cualquier terrícola en cualquier cultura. Nunca antes denominarse miniserie fue tan buena coartada para derramar hectolitros de lágrimas sin sentirse “vulgar”. Sería materia de otro estudio el fenómeno de la telenovelización de las series, el popularísimo formato de ficción que reina en las parrillas de progra- mación de los Estados Unidos, tanto como la telenovela en Latinoamérica. Como todos los mayores de 40 recordamos, en las series clásicas, la acción se centraba en muy pocos personajes fijos y se desarrollaba una historia, aventura fantástica, caso policial, drama humano, o lo que fuere, en episodios independientes y con actores invitados. El público podía ver solo una emisión de cualquier serie —por ejemplo, Los ángeles de Charlie o Perdidos en el espacio— y entender perfectamente de qué iba la trama, cerrada en sí misma, sin necesidad de haber visto un capítulo previo, y no perderse de mucho si no veía otro nunca más. Hasta que, de pronto, más o menos a fines de siglo, lentamente las series comenzaron a abandonar su clásica estructura y pare- cerse cada vez más… ¡a las telenovelas! ¿Será que los productores gritaron “¡eureka!” al notar que una narrativa ligada al desarrollo de tramas internas, y con conflictos centrales que no se resolvieran sino sobre el final de la tempo- rada, aseguraba una mayor fidelización? Tiene que haber pasado algo así. El nuevo estilo no solo alcanzó a las series de corte sentimental como Dawson’s Creek, Desperate Housewifes o Grey’s Anatomy, también tuvo su cumbre en el género de acción con 24, que unificó tiempo real con tiempo diegético e hizo indispensable engancharse con todos los episodios para entender de qué iba el asunto. Hoy la narrativa telenovelizada es la regla en la dramaturgia serial y el paroxismo de la expectativa global se traduce en los famosos cliffhangers —los finales con gancho—, por los que hay que esperar meses para saber a quién asesinaron o quién fue el asesino en la última escena de la tempo- rada; es decir, el clásico suspenso de final de capítulo telenovelero de toda la vida, solo que con nombre en inglés. Casi 180 años separan a los faná- ticos de Charles Dickens —que esperaban ansiosos el episodio del folletín por entregas donde se sabía si la pequeña Nell, personaje protagónico de La tienda de antigüedades, había muerto o no— y a quienes vivieron ansiosos largos meses esperando saber a quién mató Negan en The Walking Dead. La telenovelización de las series llegó para quedarse y comerse los cerebros de los televidentes del siglo xxi. Y recién se está contando esta historia. 232 Eduardo Adrianzén

Y, de pronto, en la comarca virreinal…

Luego de un periodo de auge en los años noventa, en el cual las miniseries peruanas, efectivamente, eran tales, con un máximo de 20 capítulos y una dramaturgia específica, con títulos exitosos como Regresa, La Perricholi, Calígula: el ángel vengador, Tatán, El negociador, entre muchos otros, en el año 2004 aparece Dina Páucar, la lucha por un sueño, con solo cinco episodios de rotundo triunfo, y el formato vuelve a ponerse de moda. Los años siguientes, decenas de miniseries fueron grabadas por varias casas realizadoras y casi todas con buena sintonía. Hasta que lentamente algunas fueron virando… ¿a qué? A nuestro juicio, fue Del Barrio Producciones, empresa fundada por la experimentada directora y productora Michelle Alexander, la que se posiciona mucho mejor y desarrolla más que otras el tránsito del formato miniserie a algo más parecido a una telenovela-disfrazada-de-miniserie. Del Barrio Producciones nació como una empresa familiar, con los hijos de la fundadora, Francisco Alvarez (director) y Adriana Alvarez (productora ejecutiva) en pues- tos claves. Esta característica doméstica resultaría vital para dotar de solidez y unidad de criterio a todos sus productos, además de otros factores como la continuidad —consecuencia de su éxito comercial— y ciertas decisiones conceptuales que el tiempo demostraría que fueron las acertadas. Las prime- ras miniseries que, aun vendiéndose como tales, ya empezaban a mostrar el fustán telenovelero son las Vírgenes de la Cumbia (2006, 25 capítulos) y Vírgenes de la Cumbia 2 (2007, 25 capítulos), con guiones originales de Víctor Falcón y Yashim Bahamonde, y todavía adscritas a la moda de ficciones sobre cantantes de cumbia, folklóricos y similares. Para entonces, la novedad con estas Vírgenes de la cumbia fue que no recrearon a ningún grupo existente. Tanto ellas como sus rivales eran ficticias; más bien, con las actrices inventa- ron uno que funcionó algún tiempo para eventuales giras y shows. Del 2005 al 2010 reinó la miniserie “musical”, aproximadamente un lustro que cubrió su auge y el desgaste inevitable. Hasta la llegada de Matadoras (2010). Visto en perspectiva, quizá Matadoras es el primer producto que mues- tra un quiebre en el formato y la duración —40 capítulos, la más larga hasta entonces— que empieza a borrar los límites. Lo que empezó como un típico biopic —en este caso, las “vidas” de cuatro estrellas de la época de oro del vóley peruano— derivó en una suerte de telenovela corta llena de los recursos más clásicos. Poco quedó de las vidas reales de las voleibo- listas (quizá la de Cecilia Tait fue un poco más fiel) para dar mayor peso a personajes imaginarios de jugadoras que jamás existieron, como una villana Segunda parte / Telenovelas que no osaron decir su nombre 233

(la actriz Pierina Carcelén) o una desprejuiciada heroína (Fiorella Díaz), lo mismo que a un grupo de jóvenes galanes sin ningún referente con nadie. Matadoras fue un éxito de rating y consolidó cierta fórmula para este híbrido en la dramaturgia televisiva peruana. El público, la prensa e incluso sus realizadores las llamaron miniseries durante años, aunque técnicamente no lo eran. Esta dinámica creativa fue bastante más allá de la simple necesidad de adaptarse a la moda y los bajos presupuestos: lo que inició azuzado por el olfato comercial, rápidamente derivó en una especie de manual de estilo muy suyo y se convirtieron en telenovelas que no osaron decir su nombre. Quizá por las mismas razones de Oscar Wilde para no mencionar el amor homosexual: no alertar, ni escandalizar a quienes aún se resistían a ver telenovelas… aunque llevaran décadas viéndolas todos los días. Igual que a las personas homosexuales. Las características más saltantes del formato de la “falsa miniserie”, para los casos de Del Barrio Producciones, son estas:

1. No menos de 25 episodios de una hora cada uno. Esto las hace muy largas para ser miniseries y muy cortas para ser telenovelas. 2. El abandono de temáticas habituales de miniserie —biografías de artistas o personajes célebres, libros adaptados, eventos históricos— para contar historias de gente común y corriente dentro de una estética costumbrista. 3. Se adopta el más puro melodrama sin coartadas, mezclado —era obvio— con momentos cómicos o más ligeros. Esta decisión narra- tiva es fundamental, supone un estilo desde Dina Páucar (2004), su miniserie sucesora, Chacalón, el ángel del pueblo (2005, 10 capí- tulos) y todas las que vinieron después. Si bien aún no puede hablarse de telenovelas cortas, por su estructura y muy pocos episodios, sí lo son por su estilo y pathos. 4. La resolución de todos sus conflictos centrales al final, lo que evita las estructuras episódicas o por etapas, habituales en la miniserie clásica. 5. El uso de la expectativa y suspenso en finales de bloque, y tres o cuatro finales o “ganchos” en cada final de capítulo, nuevamente como en las telenovelas normales, donde es ley terminar un episo- dio sin resolver lo más emocionante. 234 Eduardo Adrianzén

6. Desarrollan subtramas y dan peso a las historias paralelas que corren a la par que las protagónicas. Esto implica tener un elenco más variado y un poco más numeroso. 7. Un lenguaje audiovisual rápido y económico, sin muchos alardes que distraigan el objetivo principal: la comprensión de la historia. Si la miniserie se acerca a la estética del cine, esto se dejó de lado, en parte por los apuros en los plazos de rodaje, pero también como parte del concepto. 8. El apuro en los plazos proviene de los presupuestos. Tradicio- nalmente, en Perú, el precio por capítulo de una miniserie duplica o incluso triplica, más o menos, al capítulo de una telenovela. A medida que la historia aumenta su número de capítulos y se prorratean los costos, ambos precios prácticamente se igualan. Lo cual lleva al siguiente punto. 9. Los valores de producción se sustituyen por la fortaleza de un estilo que da mucha más importancia a la trama melodramática que a otros elementos. Esto se evidencia en el abandono de las temáticas de época o en la reconstrucción histórica. Si bien los costos tienen mucho que ver, también se percibe que el público peruano del milenio ya no es tan afecto a las tramas ambienta- das. Este fenómeno no es solo local. En México, la telenovela de época también perdió terreno, a diferencia de Brasil, en donde generalmente sigue siendo exitosa. Y huelga decir que, en Brasil, la mayoría de miniseries —cuya calidad formal iguala o supera a las británicas— a menudo siguen siendo de época. 10. Con frecuencia se abordan temas sociales y de agenda pública, bási- camente corrupción de autoridades, maltrato a la mujer y al niño, y la doble moral de las élites, pero siempre como elemento natural de los conflictos y no con ánimo ejemplificador o de denuncia. Esto rescata una de las características del melodrama clásico: la injusticia se genera normalmente por la desigualdad económica. 11. Otro elemento conceptual muy presente consiste en el manejo de cierta óptica feminista light o, al menos, beligerante de manera clara y directa frente al machismo. Aquí sí se da la vuelta al melodrama clásico, cuyo principal defecto es la pasividad de la mujer y su conformismo con el sistema disfrazado como “destino”. Puede que las heroínas de esta “falsa miniserie” no cambien el sistema, Segunda parte / Telenovelas que no osaron decir su nombre 235

pero al menos sí logran insertarse en este por méritos propios —generalmente como empresarias de éxito— y no por matrimonio ni dependencia emocional o económica. 12. Al no pretender la exportación, salvo posibles ventas a países veci- nos, no hay reparos al momento de utilizar referencias locales y un lenguaje popular con jerga y modismos de coyuntura. Se habla “en peruano” para un público peruano, en las antípodas del famoso mito del lenguaje “neutro” cuando se aspira a la venta internacional, deta- lle que logró una rápida identificación con las mayorías. Lo llamo “mito” porque sería interesante demostrar, con ejemplos concretos y cifras, que los productos más vendidos en toda Latinoamérica han sido aquellos que nunca escondieron su habla coloquial y loca- lista… pero eso también es materia de otro artículo. 13. Si bien el producto no es apto para todos —hay violencia explícita y sexo sugerido— tampoco llega a ser 100 % adulto, dependiendo del producto específico. Para esto se diferenció la miniserie de verano —un poco más ligera— de la de horario estelar, de abril a diciembre. 14. El canje comercial y el product placement —a veces excesivo— se hace cotidiano. Imaginar una miniserie de la BBC en la que un personaje promocione una marca de teléfono celular dentro de la trama solo cabría en las parodias de Monty Phyton. 15. Finalmente, se trata de guiones originales. No hay lugar para remakes, lo que ayuda a captar un público que busca historias que lo sorprendan con giros inesperados, como los ganchos o cliffhangers de la primera y la segunda parte de Mi amor, el wachimán. Sin embargo, tampoco se busca cruzar la línea que separa lo novedoso de la traición y las reglas del formato. Se mantiene la dicotomía buenos/villanos, las redenciones, el triunfo de la justicia y los finales felices. Las audacias temáticas se reservan a personajes no protagónicos y se mantiene la mitología romántica adaptada a los tiempos actuales.

Quizá el único rasgo en común que conservaron estas “falsas miniseries” con la miniserie real fue su necesidad de ser grabadas casi íntegramente, o en su mayor parte, antes de su emisión, lo que impidió cambios o giros en su trama a pedido del público televidente, algo normal en el feedback telenovelero. Fueron productos cuyo final estaba planificado desde el inicio, 236 Eduardo Adrianzén

apuestas cerradas en su dramaturgia, que, afortunadamente, nunca tuvieron traspiés en el rating. Por el contrario, todas se ubicaron en los primeros puestos y, a menudo, encabezaron las listas. Los títulos considerados en este artículo para dar cuenta de una tipolo- gía o cierta aplicación melodramática entre los años 2011 y 2015 son estos:

1. Gamarra (2011, 40 capítulos, original de Víctor Falcón y Eduardo Adrianzén). Se desarrollaba en el emporio comercial del mismo nombre. Un plot de rivalidad entre hermanos en medio de nego- cios de telas y otras intrigas familiares. 2. Yo no me llamo Natacha 1 (2011, 25 capítulos, mismos autores) y Yo no me llamo Natacha 2 (2012, 25 capítulos). Trata la historia de cinco trabajadoras del hogar en un condominio de clase media, sus romances y aventuras, básicamente en clave de comedia. 3. La reina de las carretillas (2012, 40 capítulos, mismos autores). Una esforzada chef de cebiche de carretilla, y su falsa amiga, enfrentadas por un hombre y la tenencia de un recién nacido, en un humilde mercadillo. 4. Mi amor, el wachimán (2012, 30 capítulos, mismos autores), Mi amor, el wachimán 2 (2013, 75 capítulos) y Mi amor, el wachimán 3 (2014, 40 capítulos). La trilogía del wachimán es quizá una de las expe- riencias más curiosas y afortunadas de la ficción contemporánea. El éxito de la primera entrega, debido al romance interracial que equiparó racismo y clasismo, sumado al carisma de sus personajes, generó una secuela por año. Las tres partes sumaron un total de 145 capítulos con la misma pareja protagónica (María Grazia Gamarra y Christian Domínguez), la misma pareja de amigos cómicos (Nikko Ponce y Camila Zavala) y el mismo villano antagónico (André Silva). A medida que la trama avanzaba, el personaje del villano ganó mati- ces cada vez más oscuros, hasta que los 40 episodios de la tercera parte se convirtieron en un policial tipo serial killer, bastante alejado del costumbrismo de la primera parte original. 5. Vacaciones en Grecia (2013, 40 capítulos, original de Rita Solf). Una familia rica se arruina y debe pasar una temporada alojada en casa de sus exempleados en un barrio popular. Básicamente, está en tono de comedia familiar. Segunda parte / Telenovelas que no osaron decir su nombre 237

6. Cholo Powers (2013, 28 capítulos, Víctor Falcón y Eduardo Adrianzén). Cinco jóvenes se ven obligados a trabajar como baila- rines por necesidad económica. Un poco de strippers y mucho de Full Monty a la peruana. 7. Locura de amor (2015, 47 capítulos, original de Rita Solf). Una joven queda embarazada producto de una noche loca, y el padre es un joven bondadoso pero inmaduro. Comedia, melodrama y romanticismo del siglo xx.

Además de estos productos, durante ese mismo periodo de tiempo, Del Barrio Producciones realizó otras ficciones, como los unitarios Derecho de familia o la versión nacional de la famosa serie española Pulseras rojas, estas sí más enmarcadas en los formatos tradicionales.

Cliffhanger a la peruana

A fines del año 2014, la falsa miniserie cumplió —de momento— su ciclo y Del Barrio Producciones firmó contratos a mediano plazo para realizar tele- novelas de 80 capítulos cada una. Al momento de redactarse este artículo, ya se han emitido tres con muy buenos ratings: Amor de madre, Valiente amor y Mis tres Marías, y está en preproducción una cuarta, todas con libros originales de Víctor Falcón y Eduardo Adrianzén. Solo leer sus títulos deja bien claro que ya son telenovelas, sin el menor complejo ni ocultando su identidad. Y es así como están empezando a mostrarse en ferias internacionales y aspirando a la comercialización global. A despecho de infinitos remakes de remakes y experimentos no siempre afortunados de otras industrias televisivas foráneas, la artesanía peruana de ficción —porque somos eso: una artesanía constante, mas no una industria— espera abrirse camino basándose en tramas alimentadas por esa fuente de energía proteica llamada melodrama. “La gente quiere llorar: yo solo le doy el pretexto” dijo don Félix B. Caiget, el histórico autor de El derecho de nacer. La gente quiere… y nece- sita llorar, por cientos de motivos personales e incluso como catarsis social. ¿Cómo podría no ser útil ayudar a que lo hagan?

Y lo dejamos ahí. ¡Hasta próximos capítulos!

Al fondo hay sitio o el “formato Betito”

Guillermo Vásquez Fermi

A poco de haber terminado Al fondo hay sitio (AFHS), tras un largo reco- rrido de ocho años liderando los índices de audiencia en el competitivo horario estelar nacional, volvemos sobre un texto propio titulado “Al fondo hay sitio: una mirada mediada e inclusiva a nuestras diferencias” (Vásquez, 2012). En ese entonces, AFHS recién cerraba su tercera temporada exitosa- mente, de modo que una revisión y actualización de lo que establecimos aquella vez se hace imprescindible. ¿Qué es lo que hemos podido observar? ¿Qué combinación de factores le permitió ganarse un lugar destacado en la historia de la televisión de nuestro país? ¿Qué es lo que ha cambiado y qué es lo que ha mantenido a lo largo de sus temporadas? Si algo queda en claro es que AFHS, tironeado siempre entre adoradores y detractores —que han encontrado en internet y las redes sociales una arena moderna para desple- gar armas pasionales antes que racionales para defender sus posturas—, ha sabido captar ese algo que otras producciones televisivas no han podido o no han logrado con tanta precisión. Convendrá empezar recordando un debate respecto al formato de AFHS. ¿Serie, teleserie, novela o qué? Controversia larga que desde la academia nos planteamos, pero que no necesariamente tiene que ver con una aceptación por parte del público, ya que si bien este maneja una idea acerca de lo que el producto le brindará —la promesa de la que habla Jost (2009)—, no nece- sariamente es algo que le perturbe o preocupe al momento de apreciar su programa favorito. En su momento, establecimos que se trataba de una forma híbrida ubicada entre lo que la telenovela podía ofrecer como estructura en su conjunto y lo que una teleserie aportaba desde sus formas narrativas (Vásquez, 2010). Y hacíamos mención a la telenovela como formato clásico del melodrama televisivo en la medida que se trata del producto cultural más importante de América Latina (Rincón, 2006, p. 191).

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Así, podemos ver cómo los personajes y las historias enmarcadas en AFHS cumplen con, por lo menos, una de las seis llamadas historias-fuente que Rincón recoge de Gaitán: Romeo y Julieta, en tanto varios amores imposibles vencen antagonismos familiares. Decimos varios amores ya que, como revisaremos más adelante, no existe en AFHS una pareja protagónica, sino varias parejas en distintos estamentos, sin dejar de lado algún tipo de desigualdad entre los personajes relacionados sentimentalmente. Esta línea romántica es la misma que se desarrolla a lo largo de los diferentes capítu- los emitidos diariamente y que, como era de esperarse, están relacionados y en continuidad lineal unos con otros. En otras palabras, las acciones y sus consecuencias no terminan de desarrollarse en un mismo capítulo, sino que se van desplegando y resolviendo intermitentemente a lo largo de las siguientes entregas, hasta el final de esta producción. Más allá de la cobertura multicámara para su grabación, el uso frecuente de escenografías artificiales reconocibles y construidas en interiores, y un desarrollo de la historia basado en los diálogos, AFHS cumple con varias características del formato telenovela, aunque con algunas variaciones que inclinan la balanza para considerarla, más bien, una serie televisiva. En este caso, la característica más saltante y no frecuente en la telenovela es su subdivisión en temporadas. AFHS duró ocho años con sus respectivas temporadas: inició cada una de sus emisiones en marzo y las culminó en diciembre. Esta organización la hace mucho más cercana al típico modelo de serie de larga data, aquella de seriado de continuidad del que habla Maziotti (como se citó en Rincón, 2006, p. 188), en el que “la historia pasa y evoluciona de un capítulo a otro buscando un final cerrado”. Ahora bien, esta separación en temporadas implica también un número determinado de capítulos, 1583 en total según América TVGO. Este alto número difiere de las cifras de capítulos totales manejadas por otras produc- ciones televisivas peruanas del mismo corte y en diferentes épocas. Similar situación se establece entre telenovelas extranjeras representativas en el tiempo, como Los ricos también lloran (Villagrasa, 1986), El clon (Xavier, s. f.), Yo soy Betty, la fea (Canal RCN, s. f.), Avenida Brasil (Telemundo, s. f.), entre otras. Ninguna de ellas logró —o necesitó— tener siquiera la mitad de los capítulos totales de AFHS. Tengamos en consideración que el espectador peruano está acostumbrado a una narración diaria. Los productos de ficción semanales no necesariamente han sido los más vistos. Los programas diarios, en cambio, han permanecido entre los más sintonizados de los últimos años. Incluso series de ficción extranjeras, que originalmente han sido creadas para Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 241 una emisión semanal, se han programado en nuestros canales locales con una frecuencia diaria. Esta última consideración abre las puertas para considerar a AFHS como una soap opera, aunque no calce completamente en la definición1. La gran diferencia que hay que señalar respecto a la soap opera —tenida como serial abierto, según Gloria Saló— es el momento de su emisión. Por lo menos en los Estados Unidos, suelen programarse en horario diurno, mientras que las telenovelas en América Latina, dependiendo de su éxito, se programan muy cercanas o, específicamente, en el horario estelar (Saló, 2003, p. 188), como es el caso de AFHS. Si bien este debate puede continuar, nos parece que la adecuación de este formato surgido del patrocinio de marcas de jabones se acerca más y mejor a lo que AFHS presenta en sus características. Lo más interesante, en todo caso, respecto a tratar de definir qué formato es el que posee AFHS es el proceso que ha seguido su creador para llegar hasta este punto. Efraín Aguilar, también conocidos como Betito, el artífice de esta soap opera, ha transitado en el medio televisivo delante y detrás de las cámaras, haciendo uso del ensayo y error, conociendo el éxito y el fracaso hasta llegar a establecer las bases de lo que puede llamarse el “formato Betito” (Vásquez, 2010). Esta denominación hace alusión a aquella ficción televisiva de emisión diaria, basada en capítulos seriados de conti- nuidad, con un reparto numeroso, en el que la importancia de las líneas dramáticas y los personajes van variando en relevancia y tono, de emisión para el horario estelar y que cuenta con gran cantidad de capítulos reparti- dos en temporadas anuales. Si bien el relato es melodramático y persigue el logro de la felicidad a través del amor, está marcado por la comedia y por un reconocimiento directo de personajes, espacios y situaciones de la reali- dad urbana local. Los títulos de este formato están asociados a alguna frase o dicho popular, al tiempo que la presencia del propio Efraín Aguilar se hace patente de manera implícita en el relato, como veremos más adelante. ¿Cómo ha sido esto posible? Hacer un recorrido por la obra de Efraín Aguilar equivale a revisar la forja del “formato Betito”. El primer gran intento de Aguilar por afirmarse en la ficción cómica fue Taxista ra-ra (1998). Esta serie inauguró sus grandes proyectos junto a Adolfo Chuiman, con quien ya había trabajado en Risas y salsa. Taxista ra-ra no

1 En el capítulo peruano del anuario Obitel del año pasado (Orozco y Vasallo de Lopes, 2016), se reconoce esta cualidad tomando en cuenta la emisión diaria, el seriado de continuidad, las diferentes y simultáneas líneas dramáticas, así como los personajes intermitentes. 242 Guillermo Vásquez Fermi

cumple necesariamente con los criterios del “formato Betito”, sin embargo, constituye un anticipo de lo que vendría más adelante: Chuiman es Raúl Ramírez, un padre de familia preocupado por el sostenimiento de los suyos y dedicado a hacer taxi con un auto modelo Tico. Un gran guiño a ese sector de la población peruana que sobrevivía gracias al servicio de transporte público informal. Un símbolo para este sector fue el mencionado modelo de la marca Daewoo, que, por su tamaño, rendimiento y precio, se convirtió en uno de los clásicos automóviles dedicados al taxi. El desplazamiento de Raúl Ramírez por la ciudad brindaba también un reconocimiento de espacios y situaciones por parte de los televidentes. Además, el humor marcaba también aquí su territorio. Fue una serie de capítulos cerrados de corta duración, el preámbulo del primer “formato Betito”: Mil oficios. Corría el año 2001 cuando este nuevo emprendimiento televisivo de Efraín Aguilar lo reencuentra con Adolfo Chuiman en el protagónico. Aquí sí tenemos una ficción que supera los 500 capítulos, emitidos diariamente, todos ellos con la lógica del seriado de continuidad y fraccionados en cuatro temporadas emitidas en horario estelar. Un elenco en el que, si bien desta- caban Adolfo Chuiman, Aurora Aranda y Olga Zumarán conformando el triángulo amoroso, se otorgó espacio a otros actores más jóvenes como contrapeso y alternativa a estos más experimentados: César Ritter, Vanessa Jerí, Sandra Arana, Mónica Torres, por mencionar algunos. Este reparto numeroso empezó a tener sentido para abarcar la identificación generacional. Dos componentes claves del “formato Betito” aparecen también en Mil oficios: la referencia a su creador a partir del nombre de la locación prin- cipal, el barrio de San Efraín, y el guiño cómplice y empático del título, reforzado por la frase rey del recurseo, que es como se conoció a Renato Reyes, el personaje que pasaba de empleo en empleo con tal de que no le falte nada a su familia, situación que generaba la nota cómica. A tono con un contexto nacional en el que el sector terciario del país se había triplicado (Torres, 2010, p. 104), la mayoría de los personajes del barrio de San Efraín experimentaban desempleo y subempleo, por lo que el telespectador podía identificar plenamente en este relato una situación que no le era extraña. Milly Buonanno explica muy bien este sentido de identificación al referirse a las funciones de las series televisivas cuando dice que nos hablan a noso- tros y hablan de nosotros (Buonanno, 1999, p. 62). Finalmente, un elemento crucial para el éxito de esta serie fue la participación de Gigio Aranda en el guion, lo que hizo que las líneas dramáticas provoquen el interés necesario en sus seguidores. Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 243

Así es la vida fue una nueva aventura de Efraín Aguilar en la televisión y afianzó el “formato Betito”. Se estrenó en el 2004, una vez más con Gigio Aranda a la cabeza del guion. Con un título que apela a esa expresión popu- lar de resignación, inacción o hasta impotencia, la frase inmediatamente se hace reconocible por el espectador local. El elenco numeroso contó con algunos talentos de Mil oficios —Olga Zumarán, César Ritter, Vanessa Jerí, Mónica Torres, etcétera—, pero incorporó también otros de experiencia, como Gustavo Bueno, Luis Ángel Pinasco, Mariela Trejos, entre otros. Una vez más, hubo diversidad generacional al interior de una nutrida represen- tación de personajes, con líneas dramáticas diversas, como si hubiera una historia para cada edad. El melodrama se mezclaba con la comedia de forma transversal y el romance apaciguaba o encendía las pulsiones de los perso- najes. Sus capítulos diarios, programados en horario estelar, se mantuvieron hasta el año 2008 y cerraron cinco temporadas al aire. En este caso, el espa- cio donde se desarrollaban las acciones era la llamada Residencial Aguilar, como para seguir explotando de alguna forma el nombre de su creador. A diferencia de Mil oficios, en Así es la vida ya no nos encontramos frente a una familia modesta, sino ante un espacio de clase media, con los contras- tes y variedades que esta pueda presentar. Es decir, se pasó de la quinta a la vivienda multifamiliar, con los respectivos espacios comunes para desenca- denar encuentros y desencuentros. Estas experiencias televisivas fueron el laboratorio para que, en el 2009, llegara el gran fenómeno televisivo de Efraín Aguilar: Al fondo hay sitio, el “formato Betito” con todas sus letras. Muy aparte de las características mencionadas al inicio de este texto respecto a sus capítulos, temporadas, elenco y otros, el producto estrella del horario estelar de América Televisión llevó como título una frase en la que hay una apuesta similar por la búsqueda de identificación mediante una experiencia localista, acaso la que más representa esa contemplación y resignación ante las condiciones imperantes en el transporte público y muchos aspectos de la vida social: la llamada cultura combi —por el modelo de vehículo utilizado para el transporte público— en toda su expresión; es decir, no importa cómo, pero tenemos que caber todos. Se trata de una alegoría que da cuenta de la inevitable consecuencia de la falta de orden y civilidad enmarcadas especialmente en ese crisol multicultural y desbordado que es Lima o las varias Limas que se pueden reconocer en ella (Torres, 2010, p. 163). “Sufre, peruano, sufre”, título de la canción de Tongo, artista popular que recoge la experiencia de buscar un futuro mejor fuera del Perú, se aplica muy bien 244 Guillermo Vásquez Fermi

aquí ante las condiciones de vida a la que debe atenerse cualquiera que viva en la capital. AFHS lleva, pues, ese ADN que, de alguna forma, queremos rechazar, pero que forma parte indivisible de lo que somos. La presencia de Efraín Aguilar esta vez no se hace evidente en el uso de su nombre o apellido para un espacio, sino que su imagen se convir- tió en parte fundamental de la filosofía de vida de los Gonzales. Aguilar aparecía en la forma del retrato del patriarca unificador de esta familia, Juan Gonzales, el fallecido esposo de Nelly Camacho (Irma Maury), y en cuyo marco se esgrimía esta frase: “La casa se respeta”. Pieza clave de la utilería de la sala de los Gonzales, esta fotografía siempre fue motivo de añoranza, pero también fue piedra angular, debido a la máxima que mantuvo unido a su clan hasta el final. Distinto de Mil oficios y Así es la vida, en AFHS hubo conflicto directo y balanceado entre antagónicos y clases enfrentadas. Si en la primera acom- pañábamos los avatares de una familia modesta y sus iguales, si en Así es la vida se trataba de la clase media y sus variantes, en AFHS se recrea el enfrentamiento entre polos opuestos. Lo popular versus lo culto. La aristo- cracia frente a lo marginal. Los dueños frente a los invasores. Y todo esto en un mismo lugar. Esta pugna irresuelta que lleva a la pantalla chica los conflictos mismos de nuestra ciudad. Una vez más, fue el reconocimiento de una situación palpable enmarcada en este melodrama atravesado por la comedia, todo en el envoltorio del “formato Betito” y con la colaboración, también, de Gigio Aranda en el guion.

Atrapados sin salida

La confrontación en AFHS ocurre en el enclave de Las Lomas, representa- ción de lo más exclusivo de la zona urbana de esa Lima de ficción que, sin embargo, reverbera ecos de una Lima idealizada, ordenada, segura y entre iguales que alientan algunos sectores. Este espacio se convierte en zona de enfrentamientos por albergar una vivienda cuyas características son diame- tralmente opuestas a lo considerado como norma: la casa de los Gonzales, a medio construir, que desentona con lo que esta zona residencial “merece”. En Las Lomas se traducen la desatención crónica por parte del Estado hacia el interior del país, las olas de migración desordenadas y no atendidas hacia la capital, a causa de la violencia terrorista de las décadas anteriores. En Las Lomas se escenifican el conflicto de la convivencia y las perspectivas antagónicas alrededor del derecho a la vivienda. Esto es lo más destacable Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 245 de AFHS: haber logrado que en esta locación no solamente se puedan condensar los conflictos entre personajes, sino que se hayan convertido en una vía de exploración de las fricciones que se viven en Lima. La premisa de la convivencia dispar, vista en varios otros productos de ficción, toma ribetes particulares cuando unos y otros están metidos en el mismo saco. La casa de los Gonzales se ubica directamente a un cruce de calzada de lo más selecto y representativo de Las Lomas: la residencia de los Maldini. El conflicto que mantuvieron ambas familias por ocho temporadas parece sugerir, sin embargo, a la luz del capítulo final —con los Gonzales perdiendo su vivienda y empezando de cero, precariamente, en un cerro, y con Los Maldini dispersos, reducidos y marcados por el destino— que la convivencia es un requisito fundamental para evitar otros conflictos que afectan el bienestar general.

Uno contra el otro

AFHS hizo gala de un elenco numeroso de actores para poder ofrecer personajes que encontraban su correlativo, su contraparte o su contraste, en el bando contrario. Hay que destacar que los roles principales fueron femeninos, gracias a su ubicación en la estructura familiar y a partir de su capacidad al momento de tomar de decisiones. No discutiremos aquí si esto también es un reflejo de lo social, pero no nos parece un dato menor que se articulen, la más de las veces, como conductoras de esta soap opera. La figura de la matriarca cumple un rol preponderante. Francesca Maldini, por un lado, encarnó a la líder madura, exitosa, sofisticada, acostumbrada a los lujos y pendiente de mantener el prestigio y fortuna de la familia ante todo. En la otra orilla, Nelly Camacho se posicionó como una luchadora a su manera, ambiciosa y pretenciosa, siempre tratando de dejar en claro que no era menos que Francesca. A pesar de estas diferencias, ambas coincidían en dirigir y proteger a los suyos, aunque esto generara más de una fricción entre ambas. Aunque lograron ser cercanas y compartir sus penas en más de una ocasión, la muerte de Nelly, a inicios de la sexta temporada, demandó un reacomodo matriarcal que hizo que el personaje de Charo ascendiera como líder natural entre los desorganizados Gonzales, amparada en la madurez, en la experiencia y en su condición de abuela reciente, aunque no llegó a tener el peso que Nelly tenía frente a Francesca. La madre, en consecuencia, aparece como otra figura de relieve. Por el lado de los Maldini, encontramos a Isabela, típica mujer desconectada 246 Guillermo Vásquez Fermi

de su entorno inmediato que solo vive para ella y lo material, es decir, la encarnación estereotipada de la “pituquería” en su máxima expresión y que, como es obvio, mira con desprecio a los Gonzales, sin sospechar su real origen. Charo fue su antagonista, pero no porque ella lo haya querido. Isabela ha sido siempre la detonadora de los conflictos; Charo, en cambio, da cuenta de la otra cara de la moneda, la madre abnegada, dedicada y recatada, devota de la familia y de sus hijos. Si bien empezó muy tímida y sumisa frente a los demás, poco a poco sacó a relucir su carácter y decisión, incluso se dio tiempo para recuperar el amor en más de una oportunidad, con dispar resultado. A estas dos representaciones de la madre, se puede incorporar también a Reyna Pachas, quien llega como lobo con piel de cordero para reclamar su lugar como pareja de Lucho Gonzales. Su aparición impidiendo la boda entre él y Charo la constituye, en buena forma, en un reflejo de Nelly, pero mucho más audaz e incon- trolable. Le hace la guerra a Charo en su propio territorio, aunque cede al final, y no se amilana ante los Maldini. La hija es el siguiente rol de importancia. Grace Gonzales es la tímida y virginal hija de Charo y Lucho, dedicada a la casa y sus estudios. Su vida da un vuelco al conocer a Nicolás de las Casas, hijo de Isabela y hermano de Fernanda —quien a diferencia de Grace sí es extrovertida—. Fernanda pasará de inmadura a responsable conforme va conociendo a Joel Gonzales, el hermano de Grace. Shirley Gonzales, la medio hermana de Grace y Joel, es una versión joven de su madre, Reyna, y quiere que el mundo gire en torno a ella, sin importarle las consecuencias. Si bien es mayor generacio- nalmente a todas las hijas descritas hasta ahora, Teresa Collazos mantuvo mentalmente el rol de la hija menor de doña Nelly Gonzales y Gilberto Collazos. Si bien podía ejercer cierta autoridad sobre las hijas, podía ser mucho más inmadura que estas. El hijo es el principal rol masculino. Joel es el típico muchacho de barrio que, al llegar de Huamanga, trata de adecuarse al nuevo entorno limeño, sin dejar de lado el reto de conquistar a Fernanda. En la otra acera está Nicolás, quien al igual que Fernanda, solo disfruta de la vida y de lo que una juventud privilegiada económica y socialmente le provee. Una adición a este rubro es Yoni, el hermano de Shirley, que, a diferencia de los dos ante- riores hijos, se encuentra en desventaja por su personalidad. No es tomado en cuenta y es emasculado psicológicamente por Reyna. Los hijos constituyen un eje importante en el desarrollo de los eventos de AFHS. Ni siquiera los patriarcas, Gilberto —el viudo de Nelly— o Alejandro Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 247

—el padre de Charo— llegan a tener la relevancia que Joel y Nicolás sí cobraron en distintos momentos de la soap opera. Igual situación pasa en la orilla de los Maldini, donde Bruno, el exesposo de Francesca, depende completamente de ella, pese a ser el más radical en su postura ante los Gonzales. Otro rol patriarcal entre los Maldini es el que cumple Peter, el eterno mayordomo de Francesca. Aunque sus funciones estaban vinculadas al servicio doméstico, se trata de una paternidad más bien ligada al vínculo espiritual que sanguíneo. Pepe Gonzales y Tito Lara tampoco figuran como personajes motores o decisivos en la trama, pues encarnaban la caricatura del microbusero y su cobrador, los trazos más genuinos del tono y humor propios de AFHS. De no ser por las matriarcas, difícilmente hubieran vivido ordenadamente, ya que buena parte del tiempo se dedicaban al alcohol. Su dejadez e irresponsabilidad eran suficientes para condicionar sus vivencias. El único personaje masculino que tuvo incidencia directa en la histo- ria y que se atrevía, incluso, a enfrentar a Francesca, es Miguel Ignacio, el exesposo de Isabela. Pudo haber sido la gran figura patriarcal si es que no hubiese sucumbido a la avaricia y al deseo de desbancar a Francesca de su empresa. Aunque Miguel Ignacio operaba como antagonista tanto de los Gonzales como de los Maldini, su villanía era constantemente envuelta en farsa para hacerlo menos maligno y más infantil. A pesar de que estos no son todos los personajes, representan muy bien los antagonismos y las variantes de las que hablábamos antes, aunque hay que decir que muchas veces se establecían alianzas o acercamientos sinceros entre ambos bandos.

El amor imposible

Si bien el enfrentamiento entre ambas familias constituía la clave del movi- miento dramático de la teleserie, fue la búsqueda de la felicidad a través del amor lo que acabó borrando barreras y diferencias. En esta línea, dos parejas jóvenes fueron imprescindibles para AFHS. En primer lugar, sin que esto suponga mayor importancia, tenemos a la dupla conformada por Joel y Fernanda. El acercamiento entre ambos fue promovido por el mucha- cho, ya que ella se sentía hostigada por el encantado (pero no encantador) Joel. Desde la azotea, y con la ropa en un tendal, el joven hijo de Charo contemplaba a la menuda Fernanda en su elegante terraza. Sus aproxima- ciones siempre fueron resistidas por los Maldini, aunque hay que decir que muchas de las idas y venidas de la pareja fueron provocadas por ellos 248 Guillermo Vásquez Fermi

mismos. Tan importante resultó esta dupla que el epílogo de AFHS los elige por sobre los demás para mostrarlos, mellizos en brazo, como la consuma- ción del amor y la promesa de felicidad alcanzada. Al igual que sus respectivos hermanos de la ficción, la pareja conformada por Grace y Nicolás también resultó un engranaje clave. A diferencia de Joel y Fernanda, el primer gran encuentro entre ambos fue, más bien, traumático, pues ella es atropellada por su futura pareja, a quien termina idealizando como un príncipe azul moderno —pero siempre caucásico y privilegiado—, como el chambelán soñado de cualquier quinceañera. Así como Joel provo- caba los avances amorosos con Fernanda, fue Grace el motor de la relación con Nicolás. Ella no tenía la frescura de Joel para enfrentarse a los demás, pues debía luchar contra su timidez y recato antes de poder expresar a Nicolás lo que sentía. Tal y como sucedió con sus contrapartes, esta relación tuvo momentos de máxima felicidad y de ruptura, con nuevas parejas de por medio, pero fue la muerte de Grace, anticipada un año antes por medio de un sueño, el gran hito de AFHS, ya que ocurrió a poco del fallecimiento del personaje de doña Nelly. Estas pérdidas marcaron decididamente la trama y el horizonte para Nicolás, al punto de que el regreso de Grace para la última temporada retó la verosimilitud de los eventos en beneficio del gusto por el final feliz. Los otros hijos, Shirley y Yoni, no concitaron tanta expectativa con sus respectivos romances. Y Teresa, si bien tuvo relaciones fallidas que la lleva- ron del arribismo —con el personaje de Mariano Pendeivis— al abismo económico —con Félix—, logró con este último un cariño sincero. Es intere- sante notar que, en este último caso, se reproduce también una relación de desigualdad entre los enamorados, ya que pese a ser Teresa una Gonzales, está en mejores condiciones que el modestísimo vigilante de Las Lomas. Otro de estos romances desiguales fue el de Francesca con Peter. Él se convirtió en un devoto admirador de ella y la atesoró en silencio hasta ser descubierto y expuesto. Ella mantuvo su distancia social y, a pesar de haber dado varias señales de acercamiento, no dejó que la admiración y agradeci- miento evolucionaran al romance. De esta relación se esperaba que acabara como pareja constituida, pero no llegaron a ello, pues Francesca es una expo- nente dura de su grupo social y jamás se hubiera permitido una relación estable y feliz con su exsirviente. En cambio, Francesca sí rompió un poco ese molde cuando inició un romance con un hombre más joven, el doctor Carlos Cabrera, por quien sí fue capaz de enfrentar el qué dirán, aunque tampoco ese romance prosperara. Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 249

En el caso de las madres, el romance tuvo resultados desiguales. Charo, la viuda de Lucho, emprende una relación sonada y soñada con Raúl, con quien la inequidad de sus mundos queda de lado en favor del amor, hasta que Lucho reaparece, vivo, y cambia el curso de los acontecimientos. Cuando Charo está dispuesta a casarse con él, aparece Reyna Pachas —la pareja de Lucho— y familia para impedir la felicidad de esta madre, que emprende también una relación con el doctor Cabrera, con quien tampoco llega al altar porque este inicia una relación con Francesca. La ilusión regresa a Charo con la aparición de Koky Reyes, pero al estar ambos en igualdad de condiciones y circunstancias, los romances con Raúl y Carlos resultaron más atractivos, precisamente, por las diferencias en ambos componentes de la pareja. En el caso de Isabela, pronto queda claro que su mundo perfecto junto a Miguel Ignacio era solo una fantasía, al igual que toda su vida. Tras divor- ciarse, busca consuelo en los brazos de Leonardo, creyéndolo de un estrato social similar al suyo, hasta que se da cuenta de su error. Pepe Gonzales también tiene oportunidad de acercarse a ella, apelando al romance infantil que tuvieron, incluso ella deja de reconocerse como una Maldini, pero ingresa en su vida Sergio, un profesional exitoso que se arrima a las comodidades de los Maldini, más que por un tema amoroso, debido a su personalidad maquiavélica. Al final, estando nuevamente ilusionada con Leonardo, Isabela es sorprendida por una venganza que acaba con su vida en uno de los cierres más interesantes que tuvo AFHS. Reyna, por su parte, a pesar de que intentaba cautivar a cuanto hombre con dinero había cerca, vivió a expensas de Lucho hasta que no le sirvió. Al actuar el karma y dejarla en las mismas condiciones en las que ella dejó a Charo sin Lucho, su personaje termina representando a esa mujer de carácter fuerte que no necesita de un hombre para verse realizada. Un último caso interesante involucra a Miguel Ignacio. Después de muchos romances furtivos mientras estaba casado con Isabela, incluyendo la relación con la antagonista Claudia Zapata, es Gladys, una mujer de la selva que no comparte su estilo de vida ni su posición económica, quien acaba desper- tando en él una pasión que no había conocido antes. Ella lo levanta cuando ha perdido todo e, incluso, tienen un hijo, pero el destino los separa, y cuando él menos pensaba, vuelve a aparecer en su vida, aunque tarde, pues no logra hacerlo entrar en razón. La noble Gladys no tiene otro remedio que dejarlo otra vez e irse con su pequeño hijo. Al final, Miguel Ignacio cumple su cometido en contra de los Gonzales, pero a costa de su propia felicidad. 250 Guillermo Vásquez Fermi

Este tópico del amor entre diferentes, esta condición de desigualdad entre los amantes, se articula como una promesa ilusoria a lo largo de la narración, pero acaba afianzándose solo entre los más jóvenes, quizá como un llamado al cambio en las nuevas generaciones, como un mensaje espe- ranzador para una Lima todavía dividida.

Las contiendas

Como migrantes que tratan de mantener sus tradiciones y costumbres, los Gonzales y sus fiestas patronales, polladas y demás celebraciones corrompen la asepsia urbana y social de Las Lomas. Esta “contaminación” trae como consecuencia una bodega de barrio y, en algún momento, una peluquería sin licencia con un carro abandonado en el frente y un microbús de transporte público estacionado en la otra vereda. Los Maldini se sienten con derecho de exigir a esos migrantes que abandonen su reducto y retornen a su lugar de origen o a cualquier lugar donde ya no sean visibles. Ellos se asumen como los dueños del espacio y, sin embargo, este reclamo por la pertenencia y pertinencia de los Gonzales se derrumba al considerar que los Maldini fueron también, en su momento, migrantes en el territorio nacional. Un caso emble- mático de estas diferencias ya se había observado en la no menos interesante producción de los años noventa Los de arriba y los de abajo (Vivas, 2001, p. 255), aunque en ese caso no se desarrolló un conflicto de convivencia ubicando a sus antagonismos en un mismo espacio territorial. Por otro lado, si bien los Maldini han sido favorecidos por la fortuna, esta opulencia se ha gestado sobre la base de decisiones reñidas con la ética, tanto así que el origen de sus peores pesadillas tiene que ver con la estafa que le hacen al padre de Claudia Zapata, una villana casi indestructible a lo largo de las temporadas, hasta que la misma Francesca se encarga de sacarse de encima esa espina. Este será un punto de quiebre en la soap opera. Francesca es capaz de matar con sus propias manos y a sangre fría. Por más de que se trate de una enemiga jurada y vil, por más que haya sido la misma Claudia la que un día asesinó a Mariano para darle una lección a la matriarca de los Maldini, por más malvada que haya sido, el asesinato iguala a Francesca con Claudia y, como dicta la tradición de los relatos melodramá- ticos, ella debe expiar esa culpa. Este hecho es, finalmente, el que condena su destino junto a Peter. Pero el personaje de Francesca es mucho más que una matriarca de armas tomar. En un punto de la trama, se descubre el engaño tramado contra Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 251 los Pampañaupa para quedarse con su “linda guagüita”. Efectivamente, los Maldini logran hacerse con la recién nacida para cuidarla como suya, llamarla Isabela y alejarla de todo recuerdo respecto a sus orígenes, hasta que esto se vuelve inevitable. La mentalmente voluble Isabela llega a tener esa cone- xión con su verdadera familia, pero, una vez más, el destino no le permite el fortalecimiento de este lazo al encontrarse con su madre, Chabela, velada en su humilde vivienda. Los pecados eran demasiados para que Francesca pudiese salir indemne. Es por ello que la venganza de Claudia supervive a su propia muerte y, gracias a su madre, Carmen, y en complicidad con Leonardo, le dan a Francesca un castigo peor que el de su propia muerte al asesinar a Isabela frente a ella. Los Gonzales, en cambio, pueden tener muchos defectos, pero tienen sus límites. Hay un llamado moral que brota de la frase que adorna el retrato del patriarca y que llama a respetar el hogar. Si bien pueden ser dejados, irresponsables o impulsivos —especialmente los hombres—, nunca llegan a los extremos de los “afortunados” Maldini. Pueden no tener el dinero de sus vecinos, pero espiritualmente nadie les gana. Sus riñas son esencialmente amorosas o ligadas a la mejora de sus condiciones de vida. Da la casualidad que los Maldini menos obcecados con lo material son, justamente, Fernanda y Nicolás, nietos biológicos de los Pampañaupa y no de Francesca. Los conflictos de AFHS están cargados de un alto componente racista, que de no ser por el tono de comedia con que se los maneja, difícilmente hubie- sen sido bien recibidos, por duros, en televisión abierta y en horario estelar. El temor de Bruno ante la posibilidad de que sus nietos “salgan cholitos” si se juntan con los Gonzales, la referencia de Isabela al llamar a Charo “serpiente andina” o Cayetana que califica de “chiruza” a Grace expresan posturas y consideraciones arraigadas en distintos sectores de una sociedad y que, aunque se las encapsula, resultan una tradición nociva para la convivencia.

Los aportes

Empecemos destacando, más allá del empoderamiento de las relaciones afectivas entre personajes de desiguales características, la representación que se hace de personajes e idiosincrasias que escapan al esquematismo con que se ha retratado lo citadino, lo urbano costeño, y que propone, más bien, una diversidad de expresiones del país. Los intérpretes que alternada- mente cobran protagonismo y asumen posiciones relevantes en la historia se representan permeados de influjos propios de la costa, la sierra y la selva del 252 Guillermo Vásquez Fermi

Perú. La Lima que se representa no es solo la versión costeña encarnada en los Maldini, sino también la Lima serrana de los Gonzales y los Pampañaupa, así como la Lima del oriente peruano representada por Félix y Gladys. Pese a los estereotipos —en más de un caso—, el relato de AFHS ha probado que la apertura de otros horizontes y su penetración en este formato es posible y positivo, y que se puede ir más allá de los habituales relatos encorsetados y concentrados alrededor de personajes limeños. Por otro lado —y esto podría ser materia de un análisis más detenido— muchos de los diálogos y las referencias de AFHS se prestaban para distintos niveles de comprensión, más allá del nivel textual, pues, dependiendo de la edad y el conocimiento del espectador, una misma frase o un apodo podía remitir a distintos significantes o antecedentes, incluso metatextuales, vinculados a la añoranza televidente por programas anteriores en los que participaron los actores, o como guiño y burla entre los actores por medio de sus respectivos personajes: hubo sarcasmo al referirse a situaciones de tipo personal, mofa amable a otras etapas de sus vidas artísticas, utilización de sus nombres reales para referirse a otros personajes, y así, un largo etcétera. La música fue un factor primordial en AFHS. No solo porque significó un nuevo espacio para temas creados por artistas nacionales y que funciona- ban como leitmotivs para distintos personajes y sus vivencias, sino también porque hizo del videoclip un recurso dinámico y cómico para ser utilizado como arma en contra de otros personajes ante un desarreglo amoroso: por ejemplo, las réplicas en clave de rap, pero con estética chicha, promovidas especialmente por Joel, quien se autoproclamaba cantante. AFHS movilizó productos licenciados en forma de golosinas, útiles, álbu- mes, etcétera, pero también se valió de presentaciones no mediadas, como las visitas a centros comerciales o espectáculos en coliseos y circos, donde el público tenía contacto directo con sus personajes preferidos y podía verse inmerso en aquellas situaciones eminentemente románticas que la pantalla preparaba y que se explicitaban en dichas presentaciones. AFHS tuvo también un espacio en internet. Su perfil oficial de Facebook contaba, a fines del año 2016, con cerca de cinco millones de seguidores, cifra que incluso superaba por un millón a los seguidores de América Televisión en esa misma red. Este es un espacio que pudo aprovecharse mejor, especial- mente pensando en ese espectador que necesitaba más de lo que el programa ofrecía en su emisión diaria. La creación de perfiles no oficiales en distintas redes o la apropiación, modificación y difusión de memes sobre AFHS son evidencia palpable de un territorio todavía por explorar y explotar desde los Segunda parte / Al fondo hay sitio o el “formato Betito” 253 canales. En esta línea, el mayor acierto del canal fue promocionar la aplica- ción Seamos Amigos con AFHS, que buscaba lograr una expansión del relato más allá de la pantalla —en consonancia con cierta lógica transmedia—, lo que permitió al público escoger a alguno de los personajes jóvenes de la teleserie para recibir mensajes de este en relación con lo que sucedía en el programa. Aunque toda la interacción se circunscribía a responder preguntas cerradas, la ilusión de chatear con el personaje favorito se lograba.

Bloque final

El capítulo final de AFHS se torna redentor y casi con moraleja, pues todos terminan viviendo juntos para alegría de unos y otros. Las barreras se rompen. Se produce una simbiosis entre la seguridad de un techo más que soñado y el confort espiritual de ser feliz, situación que se configura como mensaje de lo que puede llegar a ser si se lleva la fiesta en paz y cada uno aporta desde sus particularidades. Esas diferencias, que por ocho años machacó AFHS como reflejo de una Lima pluricultural, permiten una mirada esperanzadora hacia el futuro, confiada en el porvenir. Aunque esas diferencias no se resuelvan de forma inmediata, queda claro que hay un lugar, más al fondo, donde convivir.

Referencias

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El paisaje en el policiaco de la tercera edad dorada de la televisión

Alberto Nahum García Martínez

Y, entonces, vuelvo a empezar. Y cada vez pinto lo mismo: el paisaje. Haga lo que haga eso es lo que acaba apareciendo. Povel Wallander, “Sidetracked”, Wallander UK

Es Baltimore, caballeros; los dioses no os salvarán. Burrell, “Dead Soldiers”, The Wire

Este oleoducto está cortando esta costa como una sierra. El lugar va a estar bajo el agua dentro de treinta años. Rust Cohle, “The Locked Room”, True Detective

Una frontera siempre es un límite y, como tal, configura inevitablemente un paisaje. Si el melodrama dibuja habitaciones e interiores y el western, por buscar su opuesto, trabaja los grandes espacios rurales y por colonizar, el policiaco ha gestado siempre una fecunda relación con el paisaje urbano. Es un género cosido a la jungla de asfalto, un paisaje de límites. Porque, como escribía John Sumser (1996) en su análisis del género, el policiaco contemporáneo supone la actualización de la narrativa de la frontera, una suerte de evolución del sustrato ideológico del western (pp. 154-155): quién aplica el monopolio legítimo de la fuerza, cómo se defiende una comunidad política de las amenazas contra su orden o cómo lidiar cuando el vigilante corrompe su mandato. La televisión contemporánea, rica en vitalidad dramática y hambrienta por explorar espacios estéticos, ha trabajado —desde intensidades variadas— esta

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relación entre la violencia del género policiaco y el dibujo de la ciudad y sus lindes. No es lo mismo la ambigua pesadez del ambiente minero de Harlan County en Justified (FX, 2010-2015) que la fotografía aromática en un CSI Las Vegas (CBS, 2000-2015); el peligro que esconde el radiante, abrasivo, Los Ángeles de Southland (NBC/TNT, 2009-2013) o The Shield (FX, 2002-2008), que carece del aspecto explícitamente simbólico de la grisura de la ciudad escandinava en el nordic noir. Es decir, no hay un solo policiaco, sino muchas vertientes que, aunque partan de un tronco común, desvelan singularidades rotundas también en la representación del paisaje. Para analizar cómo las series policiacas reflejan la ciudad, en primer lugar, expondremos los rasgos del denominado giro espacial de los estudios huma- nísticos. Una vez establecidas las bases teóricas, nos detendremos en cómo diversos subgéneros trabajan la relación entre relato y retrato urbano: el proce- dimental, el policiaco de largo recorrido, el neo noir americano y el nordic noir. La finalidad es dibujar una cartografía básica de los diferentes perfiles que el reflejo del paisaje ha adquirido en la ficción televisiva contemporánea.

El giro espacial y la tercera edad dorada de la televisión La cuestión de la geografía urbana ha sido testigo de un reciente aumento de interés por parte de la academia. Impulsado por las teorías de autores como el filósofo Henri Lefebvre (The Production of Space, 1974), el teórico social Michel Foucault (Discipline and Punish, 1977) o el geógrafo Edward Soja (Postmodern Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social Theory, 1989), varios campos de las humanidades y ciencias sociales han desarrollado lo que se ha venido a llamar giro espacial en los últimos vein- ticinco años. Como explican Warf y Arias, esta tendencia supone que “la geografía importa, no por la razón simplista y excesivamente manida de que todo suceda en un espacio, sino porque donde las cosas suceden es clave para saber cómo y por qué suceden” (2008, p. 1). A pesar de que tradicionalmente han habido géneros o movimientos —el western, el cine negro y el neorrealismo, por ejemplo— que han alentado el estudio de la relación cine-paisaje, los screen studies se han sumado a esta devoción reciente por la espacialidad (Shiel, 2001, p. 5). De hecho, la inves- tigación cinematográfica ha prestado una considerable atención a la relación entre la ubicación, los escenarios, los lugares y su representación cinemato- gráfica (Clarke, 1997; Shiel y Fitzmaurice, 2001; Barber, 2002; Mennel, 2008), y ha traducido al estudio del discurso audiovisual el argumento culturalista de que “las relaciones de poder y disciplina están inscritas en la aparentemente Tercera parte / El paisaje en el policiaco 259 inocente espacialidad de la vida social”, para resaltar “cómo las geografías humanas se llenan de política e ideología” (Soja, 1989, p. 6). Ya que el género está indisolublemente prendido a la ciudad, la antropo- logía espacial ha sido un campo de estudio muy fructífero para los recientes dramas policiacos. Más aún para la pequeña pantalla, como explica Roberts (2016, pp. 370-371):

Dada la naturaleza topográfica y locativa de gran parte del drama procesal televisivo, el detective es esencialmente un sujeto móvil: una figura cuyas inves- tigaciones procedimentales le llevan hacia y desde lugares específicos a medida que trata de reunir fragmentos del rompecabezas narrativo. Es un género que tiene mucho que ofrecer a efectos de análisis espacial.

El estudio que acomete Roberts del espacio en el último procedimen- tal británico sintetiza el renovado interés que la tercera edad de oro de la televisión alienta: que los encuentros dramáticos, tonales e, incluso, metafó- ricos entre paisaje y relato pueden alcanzar una sofisticación remarcable. De hecho, prácticamente todas las series de televisión más populares —tanto en crítica como en público— de los últimos quince años también pueden ser estudiadas desde un punto de vista espacial, reflexionando sobre cómo la ciudad se entrelaza con el desarrollo narrativo. Por eso, nuestro análisis comenzará con dos ejemplos de extraordinaria popularidad que miran al género policiaco desde afuera: The Sopranos (HBO, 1999-2007) y Dexter (Showtime, 2006-2013). En ambas series, el relato se focaliza a través de los ojos de un antihéroe, de un villano que, aunque se sitúa al otro lado de la ley, cuenta con la complicidad del espectador; una ambigüedad que se robustece mediante el paisaje urbano que se reproduce.

En los márgenes de la ley: de Nueva Jersey a Miami

The Sopranos es uno de los dramas fundadores de esta tercera edad dorada, con uno de los protagonistas más contradictorios de la cultura contemporá- nea. La historia de este jefe de la mafia propone imágenes enfrentadas de la ciudad: es un reflejo ambivalente, que hace eco del equívoco moral que atraviesa todo el relato. Por un lado, ofrece un panorama negativo de Nueva Jersey, pues presenta el estereotipo de las geografías culturales italoameri- canas. En gran parte, por medio de la atmósfera, “Sopranoland” ofrece un paisaje urbano de sordidez, corrupción y violencia alrededor de lugares tan poco glamurosos como el Satriale y el Bada Bing. No obstante, también es cierto, como Lance Strate ha escrito, que la preeminencia de Nueva Jersey 260 Alberto Nahum García Martínez

en una de las series más populares ha ayudado a construir una identidad colectiva para sus habitantes, ha estimulado el turismo y ha proporcionado visibilidad para una metrópoli que vive a la sombra de Nueva York. Precisamente, Nueva York es el otro polo de la ambivalente ilustración urbana que The Sopranos exhibe. “Las imágenes de Manhattan han sido parte del paisaje mítico de Estados Unidos” (Strate, 2002, p. 189) y la serie de se aprovecha de ese imaginario cultural al mismo tiempo de que lo perpetua. Como sostenían Sadler y Haskins, The Sopranos —junto con otras series como Seinfeld (NBC, 1989-1998), Friends (NBC, 1994-2004) y Sex and the City (HBO, 1998-2004)— construyen “a través de un fragmen- tado collage de planos-postales” una imagen que “constituye la narrativa dominante de un destino turístico” (2005, p. 196). La ciudad de Nueva York es un “telón de fondo constante de la historia (incluso en la apertura), una postal que contrasta con el oscuro mundo de New Jersey del personaje prin- cipal” (Sadler y Haskins, 2005, p. 210). Es, por ejemplo, un lugar agradable para que lo visite Meadow Soprano o un lugar para encontrar un restaurante elegante para la cena. Solo eso. Un escape del depresivo y sangriento paisaje representado en el Garden State. Al igual que en The Sopranos, Dexter está atravesada por una proverbial ambigüedad moral. La irregular serie protagonizada por Michael C. Hall se ubica en la deslumbrante ciudad de Miami, una metrópoli cada vez más identificada con la cultura latina en lugar de la blanca wasp (Byers, 2010, p. 152). Dexter Morgan es un vigilante, un flâneur del crimen, que conduce a lo largo de la ciudad y durante la noche, acechando en los rincones oscu- ros, esperando para capturar a su presa. Es un asesino en serie que planea cuidadosamente cada asesinato que comete. Sin embargo, este retrato de serial killer ostenta un “pero” diurno: Dexter Morgan trabaja de 9 a 5 como experto forense del Departamento de Policía de Miami. Esta dualidad del antihéroe —hombre de ley y orden durante el día, justi- ciero enmascarado de noche— se manifiesta también en el horizonte urbano que alumbra la serie. Como Brown y Abbott han escrito con perspicacia, desde la secuencia de apertura “Dexter subvierte deliberadamente el sentido de cualquier puesta en escena gótica y, en su lugar, ubica su ‘horror narrative’ dentro de un Miami incongruente y soleado” (2010, p. 210). Ya en el primer episodio la voice over del protagonista realza este carácter anfibio:

Hay algo extraño y encantador en contemplar una escena de homicidio bajo la luz del día de Miami. Convierte la más grotesca mirada asesina en la escenificación de una nueva y atrevida sección de Disney World: Dahmer-land. Tercera parte / El paisaje en el policiaco 261

Jeffrey Dahmer fue el Carnicero de Milwaukee, un asesino en serie de la década de los setenta. Entonces, Miami se retrata lleno de vida, música y color; un hermoso lugar que irradia alegría y luz. Incluso los interiores por donde mora el lado oscuro de Dexter —su apartamento, su barco, los lugares donde perpetra sus asesinatos rituales— son espacios limpios, ordenados y estériles, muy parecidos al perfume positivo de la ciudad que vemos en la serie. El personaje “esconde [su] horrible naturaleza bajo la estética brillante de Miami, a través de la cual el verdadero horror de la naturaleza de Dexter estalla periódicamente” (Brown y Abbott, 2010, p. 212). El paisaje, por lo tanto, refuerza la violenta contradicción moral del personaje principal, un tropo regular tanto en el género policiaco como en el film noir, cuyas vigas maestras apuntalaremos en el resto del artículo.

La postal procedimental

Durante décadas, el género policiaco más popular entre los televidentes fue el procedimental, aquel en el que la anthology plot se privilegiaba sobre la running plot, donde el equilibrio que se rompía al inicio del capítulo se restauraba tras los cuarenta minutos de trama. Además, la comisaría como espacio físico permitía un entorno —al igual que el hospital y el juzgado— donde resultaba natural la renovación semanal de las tramas: siempre había crímenes y emociones fuertes que alimentaban los conflictos dramáticos necesarios para sostener y remozar el interés y la intriga. Existe una fecunda nómina de procedimentales de éxito: Law and Order (NBC, 1990-2010) y sus derivadas Cold Case (CBS, 2003-2010), Without a Trace (CBS, 2002-2009), NCIS (CBS, 2003-2017), The Mentalist (CBS, 2008- 2015)… Pero si hubiera que destacar el definitorio de esta tercera edad dorada de la televisión, habría que apostar por CSI Las Vegas. La serie produ- cida por Jerry Bruckheimer puede considerarse la gran serie procedimental del siglo xxi, tanto por éxito de público como por atención crítica y acadé- mica (Allen, 2007). Las Vegas compone una ciudad de extremos y llamativas paradojas. Las fuentes y los desiertos, el juego y la adicción, el entreteni- miento y el drama de una actividad destructiva, el dinero y la bancarrota, la autenticidad y la farsa. CSI Las Vegas articula, desde el principio, esta dicotomía constante. Si Las Vegas se ha construido sobre la especulación (Borchard, 2007, p. 81), la metódica trama de la serie de televisión es todo lo contrario. Frente a una ciudad llena de espejismos, ilusiones, pasiones y simulacros, el equipo forense ofrece verdad científica, razón y lógica. Por tanto, Las Vegas es el marco de crímenes horrendos donde, como ha dicho 262 Alberto Nahum García Martínez

Palatinus, “las brillantes luces del Strip contrastan con la tenue esterilidad de las salas de autopsias” (2009, p. 3). Es decir, el paisaje urbano de Las Vegas no es dramática ni políticamente relevante; constituye solo un telón de fondo para las conspiraciones criminales que Grissom y su equipo deben resolver. Porque el verdadero paisaje del crimen es el cuerpo humano: es un rastro, un “objeto de escrutinio científico y, por último, [...] una obra de arte por derecho propio” (Palatinus, 2009, p. 2). La ciudad de Las Vegas no es el escenario real de la serie; la superficie del cuerpo humano es el verdadero lugar donde, en última instancia, se dirimen los conflictos dramáticos y se resuelven los misterios narrativos. Por supuesto, se deben realizar matizaciones que exceden la extensión de este artículo, pero sí es razonable apuntar una generalización: que los proce- dimentales policiacos suelen trabajar más los espacios internos —comisarías, salas de interrogatorio, escenas del crimen— que los externos. De este modo, el paisaje urbano carece de la relevancia que adquirirá en series artís- tica y narrativamente más ambiciosas, como The Wire (HBO, 2002-2008), The Shield o Southland, relatos donde la trama horizontal juega un papel mucho más relevante.

El policiaco de largo recorrido

“No es un mundo muy fragante, pero es en el que vives”. Cuando el novelista Raymond Chandler afirmaba querer sacar al crimen del jarrón veneciano para ubicarlo en un callejón mugriento, estaba estableciendo el cordón umbi- lical entre la ciudad moderna y el crimen. Chandler apostaba por reflejar un entorno realista, acorde con la dureza de unas tramas donde se reivindica la ciudad como escenario imprescindible del género. En este sentido, las tres series que abordamos en este epígrafe adoptan estrategias complementarias —una estética neorrealista en The Wire, un pastiche del cinéma-vérité en The Shield, una combinación de ambas en Southland— que otorgan un particular significado narrativo al paisaje urbano. Baltimore y Los Ángeles se retratan no solo como espacios físicos ruinosos y peligrosos, sino que los relatos televisivos también reflexionan sobre problemas políticos y sociales, tales como la raza, la clase, la sexualidad, la desintegración social, las disparidades económicas, la corrupción institucional o el naufragio del sueño americano. El protagonismo físico del entorno urbano se privilegia desde la misma concepción de estas tres series. The Wire, como anticipa Simon (2009) en el comentario del piloto, “fue filmada enteramente en Baltimore por un Tercera parte / El paisaje en el policiaco 263 equipo artístico y sindicatos laborales de Baltimore”. Es un equipo que conoce la ciudad y logra embeber el crudo escenario —lleno de contrastes y desigualdades— en las historias de los personajes. Las calles, los muelles, las viviendas sociales, las fachadas de edificios públicos, el skyline finan- ciero… The Wire muestra una contención estilística que lo aleja de los cánones de otros cop shows. Frente a la hipervisibilidad científica de CSI Las Vegas o al trepidante montaje de 24 (Fox, 2001-2017), The Wire opta por un relato de cadencia lenta, sin énfasis formales. Una historia lineal que se detiene en la descripción física de los ambientes donde se desenvuelve la acción: es habitual mostrar a los personajes en planos medios y largos, de modo que se les vea interactuar con su ambiente físico. Esta austeridad estética “esquiva cualquier efecto especial” e insiste “en la frontalidad, en el estar allí del sujeto” (Williams, 2008, p. 63). Por eso resulta tan relevante el rodaje en exteriores, en las avenidas Homer y Franklin, en las calles Fayette y Monroe, en las esquinas del verdadero lado oeste, porque son los espa- cios reales donde también se escenifica la acción. Similar supremacía del retrato urbano puede encontrarse en la serie de Shawn Ryan. Según Clark Johnson, director del piloto de The Shield, en el audiocomentario del DVD, “Los Angeles, en particular el área en la que rodamos —en Boyle Heights, Rampart, Downtown LA— realmente es un personaje” (como se citó en Ryan, 2008). Filmada en 16 milímetros, con iluminación precaria, multitud de zoom, cámara al hombro y reencuadres, The Shield recurre a un estilo vérité para centrarse en barrios donde la efervescencia racial va de la mano del crimen. Esta estética documental se adapta como un guante a la temática ruda, de crímenes espeluznantes, de comisaría en medio de la selva. Una textura incómoda y verista que emplea el paisaje para transmitir al espectador la desorientación —moral, profesio- nal— de sus corruptos y antiheroicos protagonistas. Mediante esta actitud documental, la ciudad se inmiscuye en la serie desde el proceso de producción. Scott Brazil, uno de los productores ejecu- tivos, se refiere en los extras del DVD al modo tan frenético de filmar que tiene la serie (un capítulo cada siete días) como “cine a la desesperada”: el equipo tiene que aprovechar edificios, comercios y todo su mobiliario real en lugar de construir decorados. Además, ruedan con los “dos ojos abiertos”, permitiendo así que lo incidental, lo espontáneo, se cuele en la diégesis. En este sentido, un caso paradigmático en la relación entre la ciudad real y la representada ocurrió durante la cuarta temporada. El equipo fue a grabar a una iglesia de la calle 77 de Los Ángeles. En el área, 264 Alberto Nahum García Martínez

“feudo” de la banda criminal Swan Crisps, se había cometido un asesinato días atrás y había inquietud por la seguridad del equipo. En la ficción, la capitana Monica Rawlings (Glenn Close) explica a los ciudadanos las nuevas medidas que pretenden tomar para atajar el crimen en la zona… delante de 200 extras que eran ¡personas del propio distrito! Se estaba hablando a aquella gente de los problemas reales de su barrio y eso se refleja en sus rostros. La ciudad real, pues, como motor emocional y narrativo. Southland, el más respetable heredero estético de The Shield, trabaja el espacio de una manera completamente opuesta a CSI Las Vegas. El drama de Ann Biderman se ambienta en un Los Ángeles contemporáneo. Exhibe una ciudad abrasadora y un paisaje implacable, donde los personajes patru- llan una ciudad herida, inundada de locos, pervertidos y criminales. Una de las intros más memorables del narrador reza: “Los policías deben mantener la línea entre el caos y la sociedad civilizada. De vez en cuando el caos se impone”. Con el fin de representar esta ciudad enmarañada, Southland emplea en ocasiones la áspera energía de la cámara de mano, reflejando un espacio implacable donde la violencia puede asaltarte sin previo aviso, donde el caos puede noquearte hasta acabar con tu vida.

El neo noir estadounidense: Justified, True Detective y Fargo

Si CSI Las Vegas adopta un enfoque “turístico” para sus escenarios urba- nos y Southland apuesta por una representación “furiosa” de Los Ángeles, Justified —uno de los dramas de policías recientes más aclamados por la crítica— negocia su espacio de una manera mucho más ambigua. El paisaje urbano en Justified ostenta tanto una función simbólica como narrativa. Las aventuras de Raylan Givens están indisolublemente ligadas al condado de Harlan, Kentucky, donde el protagonista creció. Varias características reales de Harlan son relevantes para el argumento de Justified: las minas de carbón, el acento sureño, el entorno semirural, la idiosincrasia de su patri- monio social y la simpática presencia de los lugareños, los denominados despectivamente hillbillies. Toda la narrativa de Justified puede entenderse como un intento por hacer las paces con un lugar, con un paisaje. Porque Harlan se constituye como una maldición: es la causa de los complejos de Raylan Givens, de su incomodidad vital, de su rabia insondable. Pero, al mismo tiempo, también resulta ser su único camino de salvación: Givens necesita arreglar todos los males de Harlan para poder liberarse de la carga que la tierra —esto es, su complicado pasado familiar— le impone. Por consiguiente, el retrato del condado de Harlan es afectuoso, nostálgico, Tercera parte / El paisaje en el policiaco 265 suave, pero también peligroso y violento: una contradicción que carga de energía dramática el relato. Si Justified parte del western para ubicarse en el noir, True Detective (HBO, 2014-2015) recorre el camino inverso: arranca del noir para desembo- car en el relato metafísico. Parafraseando a Dimendberg, lo hace negociando su antropología espacial mediante una “narración fragmentada” —ese mosaico de diferentes temporalidades, rememoraciones y puntos de vista— en la que el relato “permanece perfectamente armonizado con los espacios y tiempos violentamente fragmentados del mundo tardo-moderno” (2004, p. 6). La hipnótica serie protagonizada por Matthew McConaughey y Woody Harrelson, ambientada en Luisiana, puede verse como la siniestra imagen de lo que Black bautizó como “paisaje sacrificial” de la urbe contemporánea (2000, p. 60). Como ha sostenido Kelly, la petroquímica puesta en escena de su primera temporada “alienta la imagen tóxica con una fuerza reiterativa”, empleando motivos visuales como el humo de las refinerías, iglesias destrui- das, árboles desparramados o pantanos amenazantes. Estas imágenes que se repiten “invitan al público a establecer conexiones entre el trauma que se desarrolla en la acción narrativa y la omnipresencia de una iconografía tóxica” (2016, p. 3). El creador de la serie, Nic Pizzolatto, expande esta idea de cómo los paisajes dañados tienen su correlación en el dibujo de unos personajes dañados, deshechos:

Estas almas perdidas residen en una frontera exhausta, una costa fracturada asolada por la contaminación industrial y los detritos, una costa que se hunde lentamente en el Golfo de México. Hay una sensación de que aquí el apocalipsis ya ha ocurrido”. (Como se citó en Madrigal, 2016)1

Así, los paisajes extraños y extrañados de True Detective refuerzan la virulenta alienación de sus protagonistas, atrapados entre el ser y la nada… hasta que, finalmente, pueda vencer la luz. La primera temporada se clau- sura con un plano general de un hospital —ordenado, limpio, tranquilo, bien iluminado— que sirve para restablecer la calma, más aún al contras- tarlo con el plano que abría la serie: un paisaje oscuro, misterioso, donde el fuego se va tragando los alrededores de una ciénaga.

1 La segunda temporada de True Detective, inferior a la primera en calidad e influencia, resulta mucho más tópica en su representación del paisaje urbano. Lo más destacable de la historia de Ray Velcoro y compañía es su obstinación en presentar imágenes aéreas de las autopistas de Los Ángeles, sugiriendo un trasiego constante, de una identidad circulante, imposible de fijar en todos los personajes. 266 Alberto Nahum García Martínez

La cruz del existencialismo de la serie de Pizzolatto y Fukunaga encuen- tra su cara en la heroica luminosidad de Fargo, donde el paisaje también se encarga de robustecer la pretensión ética del relato. Como afirma con sagacidad Astruc (2003), el paisaje es “el personaje clave” en la película Fargo, dirigida por los Coen en 1995. Esa preeminencia tanto narrativa como simbólica del paisaje nevado de la América profunda se mantiene en la exitosa adaptación televisiva de Noah Hawley. Las localidades de Bemidji, Duluth, Luverne o Sioux Falls emergen como escenarios prototípicos de esta América; pequeñas ciudades dispersas, sin el ajetreo de las grandes urbes, salpicadas por una cotidianidad sencilla que reivindica el concepto de comu- nidad, entendida en el sentido de la filosofía clásica: un grupo de personas que comparten normas, valores y un sentido de pertenencia espacial. Sin embargo, el paisaje resulta interesante en Fargo porque realza gráficamente la amenaza que el crimen y el mal suponen para esta comunidad. Si partimos de la noción de lo sublime con Clemente (2005, pp. 57 y ss), es posible entender que, más allá de aplicar una irónica vuelta de tuerca a la espacialidad del género policiaco, Fargo propone una lectura moral del paisaje. Siguiendo la estela de pintores románticos como Turner y Constable, los paisajistas norteamericanos del siglo xix (Cole, Church, Durand, etcétera) combinaban la violencia de lo extraordinario, de lo espantoso, con una sensación de asombro, de honda emoción. Como explicaba Edmund Burke, esas imágenes, esas sensaciones “son placenteras cuando tenemos una idea del dolor y el peligro, pero sin estar realmente en esas circunstancias; este deleite no lo llamo placer, porque proviene del dolor y porque resulta dife- rente de cualquier idea de placer positivo” (como se citó en Clemente, 2013, p. 166). Fargo, pues, exhibe lo sublime: un paisaje idílico en su blancura, apacible, en el que, por contraste, suceden crímenes inesperados, horren- dos y sin sentido; pero donde, finalmente, el Bien vencerá, esto es, la nieve volverá a cubrir el rojo de la sangre.

Nordic noir y celtic noir

Desde su periodo clásico, en los años cuarenta y cincuenta, el noir siempre ha discurrido parejo a la reflexión política y social sobre la ciudad. Sin duda, el movimiento más influyente de la televisión no anglosajona reciente ha sido el éxito global del nordic noir. Y, como es lógico, el paisaje urbano ha tenido una importancia capital en propuestas como Forbrydelsen (DR1, 2007- 2012), Bron/Broen (SVT1/DR1, 2011-2017) o Wallander (ARD, 2005-2013) y Tercera parte / El paisaje en el policiaco 267

Wallander UK (BBC, 2008-2016), todas ellas protagonizadas por conflicti- vos, atormentados detectives de policía surgidos del frío. A pesar del éxito turístico de muchos de los espacios reales donde transcurren estas ficciones, podemos afirmar que el nordic noir televisivo ha sabido convertir el paisaje en un elemento esencial para el desarrollo dramático. Como explica Agger, “la representación del paisaje y del contorno urbano están unidos no solo a las emociones de los personajes, sino también a emociones que apuntalan las tramas” (2016, p. 134). Así, por ejemplo, un espacio icónico —el puente de Oresund que une Malmoe y Copenhague— se convierte en percutor narrativo de la trama de la primera temporada de Bron/Broen. Su capacidad metafórica es indudable: un puente que sirve tanto para unir como para separar, para facilitar el acceso, pero también para establecer una aduana. Mas, sobre todo, la condición paisajística del puente permite la resolución de un crimen cuyo hilo conductor es la cooperación entre dos países tan cercanos y, a veces, tan ajenos uno del otro. Asimismo, es tal la importancia de la localización para el desarrollo dramático que hasta Wallander UK se rodó en la población nativa donde ya se había grabado el original sueco. La bella Ystad, como ha escrito Waade, trabaja la “tensión entre idilio y violencia como un concepto visual y drama- túrgico” (2011, p. 17). De este modo, el refugio del detective junto al mar —tan hermoso, tan inspirador— acrecienta la sensación de melancolía que recorre la serie y que caracteriza al protagonista. El paisaje no es más que la encarnación del eterno imposible. Y esa sombra siniestra, horrenda, que se esconde tras la exuberancia casi mágica de los paisajes nórdicos es una constante, como demuestra Forbrydelsen: más allá de la sombría y opresiva presencia del núcleo urbano de Copenhague, la naturaleza esconde siem- pre un crimen tras su proverbial belleza. El cautivador paisaje es siempre un paisaje cómplice y culpable. El éxito del nordic noir espoleó el nacimiento de su réplica británica, el celtic noir (Cubitt, 2013; Roberts, 2016), con propuestas como Broadchurch (ITV, 2013-2017), Southcliffe (Channel 4, 2013) o la galesa Hinterland/Y gwyll (S4C, 2013-2017), el intento regional por generar producción propia, con sabor local y rodada en el idioma minoritario del centro oeste británico. En los tres casos la relevancia y el simbolismo del paisaje varían. En un extremo podríamos ubicar Broadchurch. A pesar de ser la más popular (incluso contó con un remake en USA), es en ella que la función dramática del paisaje resulta más exigua. Rodada en el bello condado de Dorset, el soleado reflejo urbano, aderezado con la espectacularidad de la costa inglesa, actúa como 268 Alberto Nahum García Martínez

teatro de operaciones para el drama de secretos y mentiras que desvela la muerte de Danny Latimer. Pero el paisaje carece de una función dramática o simbólica reseñable. Esto es justo lo contrario de lo que ocurre en la desasosegante Southcliffe, el exponente más descarnado de cómo el paisaje sobrepasa al relato. Como ha visto con brillantez Roberts, “el paisaje es un sospechoso” (2016, p. 379) en Southcliffe. El peso de un lugar enfermizo y de un pasado aterrador se prolonga en una visualidad brumosa, en una quietud maligna, como una marca de Caín en todos los personajes y sus trágicos destinos. Parece como si el paisaje urbano y rural de Southcliffe fuera el fuego que enciende la mecha de la locura.

Conclusión

En un género tan amplio y popular como el policiaco, las posibilidades para reflejar el paisaje son vastas. El procedimental, dada su naturaleza autocon- clusiva y su modo de producción, suele confinarse a espacios interiores, de modo que la relevancia dramática del paisaje resulta escasa. Sin embargo, la explosión de los dramas de cable permitió una presencia más explícita y una reflexión mucho más fecunda —política y narrativamente— en torno al espacio urbano, como demuestran The Shield con Los Ángeles o The Wire con Baltimore. El crecimiento del lenguaje televisivo y el empuje de novelis- tas como Mankell o Larsson abonaron el terreno para el despegue del nordic noir en las cadenas escandinavas. Propuestas como Bron/Broen, Wallander o Forbrydelsen mantenían la importancia metafórica de la geografía urbana —un espacio enfermizo, alienado, amenazante— como uno de los leitmo- tivs del género. La lucha policial contra el crimen multiplicaba su dificultad al sucederse en un espacio tétrico, contradictorio y melancólico. Ese guante fue recogido por el neo noir estadounidense, que aplicó unas vueltas de tuerca que oscilaban entre el autoparódico sabor sureño de Justified, la toxicidad de True Detective o la sublimación heroica de Fargo. No es que hasta hace quince años la serialidad haya vivido encerrada en sets de rodaje: desde pequeñas poblaciones hasta grandes urbes han desfilado de manera cíclica por las ficciones de la pequeña pantalla, en precedentes tan notables como Dragnet, The Streets of San Francisco, Hill Street Blues, Twin Peaks, NYPD Blue o, sobre todo, Homicide. Sin embargo, conforme la serialidad televisiva ha ido creciendo, el paisaje ha conquistado fuerza narrativa y dramática. Esto se aprecia de manera clara en el policiaco, Tercera parte / El paisaje en el policiaco 269 una de cuyas características esenciales es la de reflejar las fallas de la ciudad contemporánea. Por eso, como hemos tratado de demostrar en este artículo, hay tantas series que se afanan en iluminar los contornos de las poblacio- nes donde se desarrollan sus historias, alentando su presencia realista en el primer plano de la narración. Porque sus creadores parecen compartir que cualquier paisaje es un estado del espíritu.

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Estrategias fallidas de expansión narrativa: el caso de Glee

Juan Manuel Auza

Suele ocurrir que, tras el éxito de alguna producción televisiva, se sucedan distintos comentarios, diálogos o escritos que buscan desentrañar los resortes que la llevaron a convertirse en un suceso. Sin embargo, poco es el material que se produce a propósito del fracaso, del lento declive o de la decepción anunciada de cualquiera de estas producciones. Sería absurdo intentar explo- rar en su totalidad las complejas y múltiples motivaciones que hacen que el público abandone un relato televisivo, pero se presenta como un proyecto más factible analizar el desarrollo de las estrategias narrativas empleadas e intentar establecer si existe algún tipo de relación entre las repercusiones de dichas estrategias y el favor del público. Quizá estas observaciones interesen solo a un público especializado, pero en tiempos en que el espectador está más involucrado que nunca con los relatos que le apasionan, detenerse en estos detalles puede resultar igualmente ilustrativo y aleccionador. Ante la necesidad de crear mundos narrativos en constante expansión, las teleseries despliegan una variedad de estrategias que operan desde la etapa de diseño y se desarrollan y reconfiguran a lo largo de su emisión. En este texto se revisa la manera en que la serie televisiva Glee (FOX, 2009-2015) utilizó dichas estrategias para sortear la problemática de la constante expan- sión y se identifican las principales fuerzas narrativas de la serie, así como la forma en que aparecen representadas a través de personajes, acciones y escenarios. Finalmente, se hace una comparación entre las variaciones en el nivel narrativo y las variaciones en los índices de audiencia, que permiti- rían afirmar que los profundos cambios realizados en el mundo narrativo no tuvieron una aceptación positiva respecto del público seguidor de la serie.

[273] 274 Juan Manuel Auza

Algunos conceptos básicos1

Un relato audiovisual es una secuencia de hechos. Un hecho es la acción de un personaje o un grupo de personajes en un escenario determinado. Lo más importante, sin embargo, es el mundo narrativo en el que esos hechos ocurren, porque será ese mundo el que le otorgue implicancias positivas o negativas, dependiendo de la configuración de fuerzas narrativas que dicho mundo intenta representar. Por ejemplo, un personaje puede ser un payaso y la acción que realiza es gastar bromas pesadas a las personas a su alrededor. Sin embargo, mientras no se establece el escenario en el que dicho personaje realiza la acción, el hecho como tal aún no existe. Cuando en un relato audiovisual tenemos a un payaso gastando bromas pesadas en un submarino nuclear a punto de explotar, entonces tenemos un hecho narrativo plenamente establecido, pero aún falta establecer el mundo narrativo en el que ocurre. Si el relato formara parte del mundo narrativo de una serie televisiva como Family Guy (FOX, 2009-2016), en la que el humor corrosivo es una constante, el hecho tendría implicancias radicalmente distintas a si se tratara de una serie televisiva como CSI (CBS, 2000-2015), en donde podría formar parte de un elaborado asesinato. Por lo tanto, podremos identificar las características de dicho mundo narrativo con base en las repercusiones positivas o negativas de la acción (gastando bromas pesadas) del personaje (payaso) en el escenario (submarino nuclear a punto de explotar). Cuando una serie va presentando una secuencia de hechos, va esta- bleciendo las reglas que gobiernan su mundo narrativo y, al hacer esto, va configurando las relaciones de poder entre determinadas fuerzas narrativas. Así tendremos fuerzas que impulsan a los personajes a actuar de determinada forma, y que son establecidas de esa manera para configurar una relación de poder; y repercusiones positivas o negativas a dichas acciones, que estable- cen nuevas relaciones de poder. En el caso de las series televisivas contemporáneas, que desarrollan mundos narrativos extensos y complejos, el reto que enfrentan no tiene tanto que ver con una falta de imaginación para establecer nuevos personajes,

1 Recupero aquí las ideas ampliamente difundidas de Aristóteles (1974) sobre la construc- ción dramática, así como el planteamiento de Robert McKee (2015) de la dinámica de cargas positivas y negativas, vinculadas con las ideas de Sigmund Freud sobre el funcio- namiento de lo inconsciente (1978), basado también en cargas y contracargas. Tercera parte / Estrategias fallidas de expansión narrativa 275 nuevos escenarios o nuevas acciones, sino con la capacidad para seguir creando mundos coherentes y fieles a sus principios, pero que a la vez sigan ofreciendo nuevas experiencias. A continuación, presentaré la configuración básica de fuerzas narrativas de la serie televisiva Glee.

El mundo narrativo de Glee

La primera escena del primer capítulo de la primera temporada de Glee presenta a un grupo de porristas escolares realizando múltiples acrobacias y complejas coreografías en un campo de fútbol al ritmo de música. La escena termina mostrando a otro personaje que sostiene un megáfono y menosprecia el esfuerzo de las porristas. Esa primera escena permite a los espectadores conocer una fuerza narrativa importante en este mundo: el desprecio hacia el esfuerzo mediocre de los estudiantes. Inmediatamente, en la siguiente escena, aparece un auto destartalado del que baja un profesor que saluda afectuosamente a un grupo de estudiantes y que les recuerda los trabajos pendientes. Esa segunda escena permite cono- cer otra fuerza narrativa igualmente importante: la valoración positiva del potencial de los estudiantes. En el primer caso, la acción del personaje con el megáfono no tuvo ninguna repercusión negativa, por lo que los espectadores comprenden que en dicho mundo esa fuerza narrativa tiene una cuota importante de poder. En el segundo caso, la acción del personaje sí es confrontada, porque apenas el profesor se aleja, el grupo de estudiantes coge a uno de ellos y lo arroja al basurero, por lo que los espectadores comprenden que si bien en dicho mundo existe una fuerza narrativa que valora el potencial positivo de los estudiantes, también existe una fuerza narrativa abusiva e hipócrita, encar- nada en los propios estudiantes. Esta última acción tampoco tuvo ninguna repercusión negativa, por lo que queda claro que esa fuerza también tiene una cuota importante de poder. De esta forma, Glee se revela a los espectadores a partir de las acciones que realizan sus personajes, pero sobre todo a partir de las consecuencias positivas o negativas que conllevan, pues permiten conocer el poder de las distintas fuerzas que existen en la serie. La siguiente es la configuración básica de las fuerzas narrativas entre la primera y la tercera temporada:

• Optimismo. Tenemos a Will Schuester, profesor de español en la secundaria McKinley en Lima, Ohio, Estados Unidos, que asume 276 Juan Manuel Auza

el reto de refundar el grupo vocal de su escuela. Este personaje representa una visión optimista a cerca de la juventud, cree que las artes son importantes para el desarrollo de los jóvenes, que es fundamental respetar la diversidad y que, con el apoyo correcto, todos los jóvenes pueden ser felices. • Cinismo. La principal fuerza opositora está encarnada en Sue Sylvester, entrenadora del equipo de porristas de la secundaria McKinley, el equipo con más campeonatos y mayor prestigio. Para este personaje, el éxito se consigue con mucho esfuerzo y mucho sacrificio, y por eso desprecia las artes, porque, en su opinión, las artes vuelven vagos a los jóvenes; así que su principal objetivo será acabar con el club Glee. Entre los estudiantes que integran el club, están los siguientes personajes: • Rachel Berry, que representa a la chica talentosa capaz de hacer cualquier cosa con tal de alcanzar su sueño de ser una estrella en Broadway. Su ímpetu y perseverancia van unidos a un egoísmo colosal, que irá aprendiendo a controlar. • Finn Hudson, que representa al chico guapo, fuerte y por momen- tos superficial, pero a la vez sensible, inocente y justo, que a lo largo de la serie tratará de encontrar su camino en la vida y aprenderá a ser un líder positivo. • Mercedes Jones representa, también, a una chica talentosa pero insegura, que cree que no recibe las mismas oportunidades que Rachel Berry. • Kurt Hummel es el joven temeroso que inicialmente oculta su homosexualidad, pero que encuentra el coraje para enfrentar a los que desprecian su orientación sexual. • Artie Abrams encarna al talento que sufre de una discapacidad física e intenta vivir sin que aquello lo defina. • Tina Cohen-Chang, que representa a una joven que finge ser quien no es para poder ser aceptada. Otros integrantes del club que inician la serie como fuerzas contrarias, pero que van cambiando a lo largo de las temporadas, son los siguientes: • Quinn Fabray, Santana López y Brittany S. Pierce, porristas de la secundaria McKinley que entran al club por indicación de Sue Sylvester para tratar de destruirlo. Tercera parte / Estrategias fallidas de expansión narrativa 277

• Noah Puckerman, compañero de Finn Hudson en el equipo de fútbol y agresor constante de los integrantes del coro, pero que descubre su talento y sensibilidad gracias a este grupo.

Como puede observarse, se trata de un mundo narrativo en el que parti- cipan múltiples fuerzas representadas por muchos personajes, pero que podrían agruparse en dos: de un lado, los optimistas, los soñadores, los que creen que al final el bien vencerá al mal. Del otro, los cínicos, los amargados, los que piensan que hay que abrazar la maldad y que consideran a los opti- mistas unos inocentes que acabarán sufriendo. Glee presenta estas fuerzas en distintos escenarios, con distintos persona- jes y realizando distintas acciones, pero al final la que siempre aparece como más poderosa es el optimismo. Por ejemplo, en la primera temporada, Terri Schuester, esposa de Will, piensa que está embarazada e insta a su esposo a dejar su puesto como maestro escolar y aceptar un trabajo como contador. Pero Emma Pillsbury, compañera de trabajo de Will, rescata un antiguo video de él bailando y cantando en el club Glee cuando era alumno; con ello logra hacer que dude, pues él era feliz en ese entonces. Cuando Will está a punto de dejar la escuela, ve a Rachel, Finn, Mercedes, Kurt, Artie y Tina cantando “Don’t stop believing” (No dejes de creer); entonces decide creer en su sueño y se queda para ayudar a esos chicos a perfeccionar sus talentos. En términos de diseño narrativo, tenemos dos grandes fuerzas (opti- mismo versus cinismo) con dos representantes principales (Will Schuester y Sue Sylvester), pero se trata de dos fuerzas que intentan ayudar o destruir a un grupo específico de personajes: Rachel Berry, Finn Hudson, Mercedes Jones, Kurt Hummel, Artie Abrams y Tina Cohen-Chang. Inicialmente, hay un grupo de personajes antagónicos respecto de los anteriores: Quinn Fabray, Santana López, Brittany S. Pierce y Noah Puckerman, pero este grupo irá moderando su cinismo y adoptando cuotas de optimismo a medida que se va desarrollando la serie, porque, como se mencionó ante- riormente, en esta serie el optimismo vence al cinismo. Este diseño narrativo tiene dos aspectos positivos:

1. Establece con claridad la confrontación de dos fuerzas narrativas que otorgan solidez al planteamiento. 2. Presenta múltiples personajes encarnando las fuerzas narrativas reseñadas, pero de forma específica, con lo que otorga compleji- dad y profundidad a la trama. 278 Juan Manuel Auza

Durante las tres primeras temporadas, la serie confronta a Will Schuester y Sue Sylvester a través de los integrantes del club, y a Will y a su esposa Terri, hasta que esta relación termina en divorcio; entonces, comienza el acercamiento entre aquel y Emma Pillsbury. Del lado de los integrantes del club, la serie hace que Rachel Berry vaya moderando su egoísmo; Finn Hudson, ganando seguridad; Mercedes Jones, aprendiendo a confiar en los demás; Kurt Hummel, explorando con más confianza su orientación sexual, y Artie Abrams y Tina Cohen-Chang, ganando confianza y seguridad. Así, los personajes van desarrollando su talento musical al tiempo que sus habilidades sociales, con lo que se refuerza la idea optimista de que, con el apoyo correcto, estos jóvenes pueden conver- tirse en mejores personas. Sin embargo, como suele ocurrir en toda teleserie que utilice actores para representar a personajes jóvenes escolares, llega el momento en que es necesario hacer que esos personajes terminen la escuela. Glee enfrentó esta problemática usando una triple estrategia narrativa: la renovación parcial de personajes, la expansión de los escenarios del mundo narrativo y la crea- ción de puentes entre los escenarios iniciales y secundarios.

La renovación parcial de los personajes

Toda serie televisiva establece un mundo narrativo que va explorando y desarrollando capítulo a capítulo. Lo ideal sería no tener que cambiar nunca de personajes ni de escenarios, pues cuando eso ocurre, se hace más difí- cil explorar de forma novedosa dicho mundo. Pero en el caso de Glee, el hecho de que sus actores difícilmente pudieran seguir representando de forma verosímil a personajes en edad escolar obligó a la teleserie a asumir el paso del tiempo. En el desarrollo de la tercera temporada, se hace evidente que, aunque todos los personajes trabajan como un equipo para ganar en las competen- cias de canto, la mayoría de ellos está en el último año escolar, salvo Artie Abrams y Tina Cohen-Chang, que están en un año inferior, así como otros dos personajes que se incorporaron en la segunda temporada: Sam Evans y Blaine Anderson. Esa diferencia de edad, que marca una separación obligatoria en el sistema escolar, no fue evidente en el desarrollo de las primeras dos temporadas porque al ser integrantes de un grupo vocal, las presentaciones Tercera parte / Estrategias fallidas de expansión narrativa 279 siempre eran en conjunto, y las únicas diferencias tenían que ver con las capacidades de los personajes para asumir el protagonismo en uno u otro momento de cada canción. Sin embargo, desde el inicio de la tercera temporada, Glee optó por enfatizar esa diferencia, partiendo al club en dos grupos: los personajes que terminaban la secundaria para seguir con sus estudios y proyectos en otra ciudad —Rachel Berry, Finn Hudson, Kurt Hummel, Mercedes Jones, Santana López, Quinn Fabray, Noah Puckerman y Mike Chang— y los que seguían en la secundaria McKinley —Blaine Anderson, Brittany S. Pierce, Tina Cohen-Chang, Artie Abrams y Sam Evans—. Desde el punto de vista del diseño narrativo, esta decisión tiene sentido, pues en vez de que el relato pierda a todos los integrantes, solo pierde a una parte de ellos. La lógica detrás de este razonamiento persigue que la audiencia trabe empatía con los nuevos personajes sin romper la conexión entre los espectadores y la teleserie. Podría pensarse que Glee no estaba obligada a introducir esta diferencia de edades y que tenía la opción de hacer que todos los integrantes del club terminaran la secundaria y continuar con sus historias en otras ciudades, pero ocurre que el diseño de este mundo narrativo se basa en la confronta- ción del optimismo y el cinismo en el escenario de la secundaria McKinley, por lo que, de haber optado por continuar la historia en otro ámbito, habría tenido que reemplazar a Will Schuester y Sue Sylvester por otros personajes que encarnaran fuerzas narrativas similares, algo ciertamente complicado en la medida que dos personajes distintos siempre expresan las fuerzas que encarnan de manera distinta. Glee estaba, pues, en una encrucijada: ¿cómo mantener la configuración básica del mundo narrativo y, a la vez, ofrecer nuevas exploraciones de dicho mundo? La solución de renovar parcialmente el club parecía la más acertada, de modo que retuvo a cinco personajes que la audiencia ya conocía, además de Will Schuester y Sue Sylvester, e incorporó a cinco más: Wade Unique Adams, Marley Rose, Jake Puckerman, Kitty Wilde y Ryder Lynn. A todo esto debe agregarse que, luego de seis episodios de la cuarta temporada, la teleserie mandó a Will Schuester a otra ciudad por varios meses y su rol fue asumido por Finn Hudson; un giro desconcertante, sin duda, pues altera la configuración básica de fuerzas narrativas. Más adelante explicaré las consecuencias de esta decisión. 280 Juan Manuel Auza

La expansión de los escenarios del mundo narrativo

Además de la renovación parcial de los personajes, Glee optó por continuar las historias de algunos de los que habían terminado la secundaria: Rachel Berry, Kurt Hummel y Santana López, quienes viajan a Nueva York para seguir estudios de actuación y canto. Desde el punto de vista narrativo parece una decisión acertada, pues setrata de personajes que encarnan fuerzas narrativas que la audiencia ya conoce y que, al ser llevadas a nuevos escenarios, podrían ser explorados con mayor profundidad. Pero la estrategia resulta contradictoria, pues no asume la renovación de personajes que la propia teleserie ha planteado, por lo que afecta la dinámica de base planteada desde el inicio. Al añadir nuevos escenarios y nuevos personajes, las fuerzas narrativas se recomponen inevi- tablemente, ya que los acentos y manifestaciones se representan de manera distinta. Y si a esto se suma la ausencia del personaje optimista mayor, Will Schuester, el panorama narrativo aparece como muy alterado.

La creación de puentes entre los escenarios iniciales y secundarios

Glee desarrolla una tercera estrategia narrativa para mitigar los efectos de los cambios producidos por la renovación parcial de personajes y por la expansión de escenarios: hacer que existan interacciones constantes entre los antiguos y los nuevos personajes, entre los personajes mayores y los personajes menores, entre los escenarios nuevos y los escenarios antiguos. Por ejemplo, en el inicio de la cuarta temporada, el mismo tema musical es interpretado en paralelo por Rachel Berry y Marley Rose, dos personajes que pertenecen a generaciones distintas de la teleserie, que están en dos escenarios totalmente diferentes y que cantan los temas con motivaciones distintas. Lo que las une es el mundo narrativo, porque en ambos casos están intentando superar las fuerzas narrativas opositoras. Cuando termina la tercera temporada, Rachel Berry y Finn Hudson, Kurt Hummel y Blaine Anderson, Mercedes Jones y Sam Evans, Santana López y Brittany S. Pierce, y Mike Chang y Tina Cohen-Chang están en relaciones amorosas románticas vigentes o recientemente concluidas. Coincidentemente, los primeros están fuera del Ohio de la secundaria McKinley, mientras que los segundos están en dicha ciudad, por lo que siempre habrá llamadas tele- fónicas, mensajes de texto o visitas entre unos y otros. Tercera parte / Estrategias fallidas de expansión narrativa 281

Si la primera estrategia generaba un cambio parcial en el mundo narrativo y la segunda provocaba cambios mayores, la tercera, al establecer víncu- los entre espacios y personajes que aparecen físicamente separados, crea nuevos espacio-tiempo; por tanto, se complejiza profundamente el mundo narrativo de Glee. Durante la cuarta temporada, estas tres estrategias se desarrollan de forma paralela, pero a partir de la quinta se inicia un repliegue hacia el diseño narrativo original, que implica un desmantelamiento progresivo de los cambios introducidos en la serie.

El repliegue narrativo

Durante la quinta temporada, ocurren algunos cambios importantes en el desarrollo de Glee: uno de ellos marca un cambio significativo en el funcio- namiento del mundo narrativo y otro evidencia un retorno hacia el diseño básico original. En el tercer capítulo de la quinta temporada tiene lugar el funeral de Finn Hudson. No es usual que, en una serie donde las fuerzas optimistas tienen más poder que las fuerzas contrarias, uno de sus personajes muera. Por definición, sus personajes deberían ser capaces de superar todas las adver- sidades. En este caso, el actor que interpretaba al personaje había fallecido; como era un hecho público, la teleserie optó por incorporar aquello en la trama. Un evento de esta dimensión, obviamente, trae efectos sobre el mundo narrativo, porque el poder de las fuerzas optimistas se ve mermado conside- rablemente por la fuerza de la muerte, y una vez que se ha establecido que es posible que las fuerzas optimistas sean vencidas en tal magnitud, resulta imposible volver a desarrollar el mismo nivel de confianza en la superioridad de las fuerzas positivas. Se trata de un hecho, pues, que cambia para siempre el mundo narrativo de Glee. Por otro lado, es importante mencionar que, desde la segunda mitad de la tercera temporada, y con mucha más claridad entre la cuarta y la quinta, la importancia de Sue Sylvester como fuerza opositora al optimismo encar- nado por los personajes del club fue decayendo. En el tramo final de la tercera temporada, Sue Sylvester ayuda al club a ganar en el torneo nacio- nal, lo que es contrario al diseño inicial de la serie y, al final de la cuarta temporada, es expulsada de la secundaria McKinley, con lo que se eviden- cia su falta de poder. Al iniciar la quinta temporada, este personaje vuelve a la secundaria, pero con más poder; entonces, se reinicia la dinámica 282 Juan Manuel Auza

de conflictos entre Will Schuester y ella, aunque sin ofrecer, en términos narrativos, algo significativamente nuevo respecto de sus enfrentamientos en temporadas anteriores. A la mitad de la quinta temporada, Sue Sylvester consigue su objetivo y cancela el club de canto, simplemente porque no consiguieron ganar el campeonato nacional. Y, en el capítulo siguiente, el número 100, vuelven Rachel Berry, Kurt Hummel, Santana López, Mercedes Jones, Quinn Fabray, Noah Puckerman y Mike Chang para acompañar al club en sus últimas sema- nas de existencia. Se trata, otra vez, de un hecho extremo, impensable en el diseño inicial de una teleserie en la que el optimismo es la fuerza victoriosa. Desde el punto de vista narrativo, aparece como un desarrollo audaz al llevar el relato a situaciones extremas, pero cambios tan drásticos pueden no ser recibidos con tanto entusiasmo por los seguidores. A partir del capítulo catorce de la quinta temporada, ya no existe más el club y Will Schuester ha dejado la secundaria McKinley, así que los hechos ocurren únicamente en Nueva York, entre Rachel Berry, Kurt Hummel, Blaine Anderson, Sam Evans, Artie Abrams y Mercedes Jones. En la secun- daria McKinley se han prohibido las artes y casi todos los integrantes del club se han ido a otras escuelas. Al inicio de la sexta temporada, Rachel Berry y Kurt Hummel refundan el club, se integran nuevos personajes y reinician las rencillas con Sue Sylvester. En los capítulos finales de la teleserie, se recuerdan los inicios de sus primeros personajes, especialmente Will Schuester y Sue Sylvester; y en el último capítulo, se plantea un futuro en el que las fuerzas optimistas vencen de forma irrefutable a las fuerzas contrarias, pero no producto de un desarrollo progresivo, sino de una victoria sorpresiva e irreversible. Es en estos últimos capítulos donde se retoma la importancia de la confrontación entre Will Schuester y Sue Sylvester, que constituye la oposi- ción central de la teleserie, pero ya no con el objetivo de darle un nuevo impulso al relato, sino simplemente con un objetivo nostálgico. Tras todos estos profundos cambios, Glee lleva al paroxismo las fuerzas que guiaron su desarrollo y altera por completo el mundo narrativo original para, finalmente, volver sobre sus pasos y regresar al escenario primero, intentando retomar aquella dinámica para concluir el relato de acuerdo al diseño básico. Tercera parte / Estrategias fallidas de expansión narrativa 283

Los posibles efectos en el público

Toda teleserie enfrenta el reto de ofrecer en cada capítulo algo nuevo, pero respetando el diseño original, porque se asume que el público que sigue la producción gusta del planteamiento de base y puede conocer más de los personajes y escenarios de ese mundo narrativo. Hay circunstancias, sin embargo, en las que es necesario introducir cambios importantes para que la teleserie siga existiendo. La forma en que esos cambios son implementa- dos determinan, a la larga, si el público sigue viendo el programa. Es decir, existe una correlación entre la evolución del mundo narrativo de la teleserie y la evolución del mundo interno del público que la sigue. En el caso de Glee, los cambios más fuertes a nivel de estrategias narrati- vas ocurren entre el final de la tercera temporada y el inicio de la cuarta, por lo que considero importante revisar los cambios en la audiencia a lo largo de sus seis temporadas. Según los datos publicados por Wikipedia (s. f.), recopilados de distintas fuentes públicas en Estados Unidos, Glee tuvo una audiencia promedio de 9,28 millones de espectadores en su primera temporada. En la segunda, ese promedio subió a 11,63 millones de espectadores, pero el capítulo 11 de esa temporada fue transmitido exactamente después del Supertazón: la medición de ese día altera por completo el promedio de esa temporada, por lo que, para los fines de esta comparación, asumiré que el promedio de la segunda temporada fue 10,91 millones de espectadores, sin considerar la medición del Supertazón. Si se compara directamente el promedio de espectadores entre ambas temporadas, se podría decir que la segunda tuvo un desempeño mucho mejor que la primera, en relación con la audiencia, porque se está hablando de un incremento de más de un millón y medio de personas. Sin embargo, no resulta correcto comparar directamente los promedios de ambas tempo- radas y concluir que la segunda tuvo un mejor desempeño que la primera porque las cifras de medición se basan en muestras estadísticas, sujetas a niveles e intervalos de confianza, por lo que las comparaciones deben hacerse incluyendo la desviación estándar (identificada con la letra s) y las pruebas de significancia (identificadas con la letra p) elaboradas sobre la base de una distribución normal. Por eso, cuando se ve que Glee tuvo una audiencia promedio de 9,28 millones de espectadores en su primera temporada (s = 2,25) y que la segunda tuvo 10,91 millones de espectadores (s = 1,25), y aplica una prueba 284 Juan Manuel Auza

de significancia de p ≤ 0,05, se puede afirmar que no existe una diferencia significativa entre ambas mediciones de audiencia si se asume una probabi- lidad de error del 5 %. Es decir, la segunda temporada tuvo una audiencia mayor, pero no es posible afirmar con certeza que hubo un factor específico que determinara dicho incremento. Sin embargo, en la tercera temporada el promedio bajó a 7,31 millones de espectadores (s = 0,91) y eso, en términos estadísticos, está significati- vamente por debajo del promedio de la segunda temporada (p ≤ 0,05), lo que curiosamente coincide con el hecho de que el personaje Sue Sylvester decide ayudar al club Glee a ganar el campeonato nacional, un hecho que, como indiqué líneas arriba, contradice por completo el diseño básico del mundo narrativo de la serie. Es cierto que los factores que hacen que el público deje de ver una serie televisiva son múltiples y complejos, y no es el objetivo de este texto inten- tar explorarlos en su totalidad, pero he intentado demostrar que existen variaciones en las estrategias narrativas de Glee que, al ir en contra de su diseño original, se traducen en diferencias estadísticamente significativas, precisamente en los momentos en los que dichas variaciones ocurren. Por lo que no resulta descabellado afirmar que dichas estrategias fallaron en su objetivo de presentar al público un mundo narrativo más rico y complejo, y que tampoco lograron convencerlo de volver a sintonizar el programa unos días después. En la cuarta temporada, el promedio de la serie bajó a 5,86 millones de espectadores (s = 0,75), que en términos estadísticos también está significa- tivamente por debajo del promedio de la tercera temporada (p ≤ 0,114) y coincide con el momento que Glee desplegó su triple estrategia narrativa: renovó parcialmente a los personajes, expandió los escenarios y construyó puentes entre escenarios distantes, alterando por completo el diseño de base. En la quinta temporada, el promedio bajó a 3,27 millones de especta- dores (s = 1,30), otra vez, significativamente por debajo del promedio de la cuarta temporada (p ≤ 0,05), coincidiendo con el momento en que se lleva al extremo sus fuerzas narrativas básicas con la muerte del personaje Finn Hudson y la cancelación del club. La sexta temporada obtuvo un promedio de 2,02 millones de especta- dores (s = 0,34). En esta ocasión, la variación no representa un descenso significativo respecto de la quinta temporada (p ≤ 0,05). Es cierto que, en la sexta, la serie intenta recuperar el diseño narrativo inicial, pero, al tratarse Tercera parte / Estrategias fallidas de expansión narrativa 285 de la temporada final, no resulta posible establecer con precisión si esos cambios hubieran permitido una recuperación a posteriori. Aun cuando este texto ha intentado establecer con claridad cuáles han sido las variaciones en el mundo narrativo de Glee, y ha intentado demostrar que dichas variaciones servirían para explicar, en parte, el descenso en las mediciones de audiencia, sería absurdo afirmar que el uso de dichas estra- tegias de expansión narrativa fueron un error. Los cambios introducidos por la serie son muy interesantes, pues involucran una variedad de estrategias para renovar su mundo narrativo, pero quizá la forma en que fueron imple- mentadas resultó demasiado radical para la audiencia, pues aunque estaba básicamente frente a los mismos personajes y escenarios, en realidad estaba ante una serie significativamente distinta, y por eso dejó de verla. El cambio es una necesidad. En las teleseries, cada capítulo debe ofrecer algo nuevo respecto del anterior, pero sin perder la continuidad, porque si el mundo narrativo cambia demasiado, sencillamente estamos frente a otro planteamiento. Las variaciones en los índices de audiencia de Glee permiten deducir que los cambios no tuvieron efectos positivos, porque parece exis- tir una significativa correlación entre el momento en que los cambios fueron implementados y el descenso en los índices de audiencia. Las estrategias de Glee resultan, en suma, atractivas y arriesgadas. El hecho de que no hayan funcionado no debería invalidarlas como tales. Lo que esta experiencia debería dejar en claro es que, junto al deseo y la necesidad de expandir los mundos narrativos, debe existir una necesidad y una vocación igualmente importantes de respetar la configuración inicial de fuerzas narrativas del relato, la constitución básica del universo ficcional. Cuando uno no es capaz de encontrar ese balance adecuado entre expan- sión y coherencia, el mundo que crea puede desplomarse en el camino.

Referencias

Aristóteles. (1947). Poética (trad. y notas E. Schlesinger). Buenos Aires: Emecé. Freud, S. (1978). Lo inconsciente. En Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu. McKee, R. (2015). El guion. Sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones (11.a edición). Barcelona: Alba. Murphy, R., Falchuk, B., y Brennan, I. (productores). (2009). Glee [serie de televisión]. Estados Unidos: Fox. 286 Juan Manuel Auza

Smith, A. (2009). Transmedia storytelling in Television 2.0. Strategies for developing television narratives across media platforms. Recuperado de http://sites.middlebury.edu/mediacp/files/2009/06/Aaron_Sm Wikipedia (s. f.). List of Glee Episodes. Recuperado de https://en.wikipedia. org/wiki/List_of_Glee_episodes El horror en la primera temporada de True Detective. Del ritual satánico a Lovecraft

Ricardo Olavarría Ginocchio María de los Ángeles Fernández Flecha

En el año 2014, HBO estrenó la teleserie True Detective, escrita y creada por Nic Pizzolatto y dirigida por Cary Joji Fukunaga. Su éxito fue rotundo desde el primer episodio, que logró 3,3 millones de televidentes (Halloway, 2016). Por su parte, la página Rotten Tomatoes (s. f.), dedicada a recoger las opinio- nes de la crítica y de la audiencia general, registra una aprobación de 87 % por parte de los primeros y 97 % por los segundos. Como si esto no fuera suficiente para llamar nuestra atención, fue considerada la segunda mejor teleserie de 2014 según Metacritic, solo después de Fargo (Dietz, 2014). Los televidentes, volcados en las redes sociales y diversas páginas de internet para compartir sus impresiones y teorías, han rescatado especial- mente aspectos como la revitalización de las relaciones dramáticas al interior de una pareja de policías, como ocurría con Starsky & Hutch o Miami Vice; la presentación de una visión escéptica, incluso nihilista, del mundo y la vida a partir de los discursos de uno de los personajes (Rust Cohle), y el buen manejo del ritmo y la temporalidad en la narración. Otro aspecto que parece haber motivado un especial interés por parte del público receptor fue la atmósfera de horror que envuelve la teleserie. Este último elemento, que pareciera en un inicio no ser sino tangencial respecto del tema policial, resulta en realidad crucial. Una muestra de ello es que True Detective fue destacada por la revista Rolling Stone como la sexta mejor teleserie de horror de todos los tiempos (Collins, 2015). En este texto nos ocuparemos de la atmósfera de horror que construye True Detective a partir de tres imaginarios particulares propios de la cultura popular norteamericana: los rituales satánicos, el horror sobrenatural love- craftiano y una visión particular del sur de los Estados Unidos.

[287] 288 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

Con este objetivo, nos aproximaremos a la teleserie desde una perspec- tiva semiótica, partiendo de las ideas de Charles Sanders Peirce y desde la lectura propuesta por Thomas Turino (2014, 1999), a fin de comprender el fenómeno musical en el ámbito de la etnomusicología y, también, desde la interpretación formulada por Juan Magariños de Morentin (2008) en su intento por comprender la sociedad, en particular las imágenes y los objetos en un museo, aunque también el lenguaje. Desde este enfoque, la semiótica se entiende como aquella disciplina abocada al estudio del uso de los signos en sociedad. Uno de sus objetivos consiste en explicar cómo son interpretados ciertos discursos por diversas personas o grupos. Así, todo elemento de la realidad (ya sea este verbal, visual, etcétera) es visto por el ser humano como signo. El signo es definido, en palabras de Peirce, como “algo que está en lugar de otra cosa y tiene sentido para alguien” [traducción de los autores] (Turino 1999, p. 222). En otras palabras, un signo sería cualquier elemento que remite, por asocia- ción, a otro elemento en la mente de un receptor o intérprete. Sobre la base de dicha asociación se genera la interpretación del mensaje. Dicha interpretación (el proceso de asignación de significado a un signo) se basa tanto en cómo se interrelacionan los signos en un contexto determi- nado como en aquellos discursos que conozca el receptor y a los que asocie dichos signos. Por ejemplo, si una persona ve humo saliendo de la parte más alta de una montaña, podrá interpretar dicho evento como indicación de un incendio o como resultado de un código comunicativo propio de los indios norteamericanos. Que esta persona opte por una interpretación o la otra dependerá tanto de aspectos propios del contexto comunicativo —la presencia o no de un individuo produciendo las señales a lo lejos, la imagen de sujetos huyendo de la escena en llamas, entre otros— como del conocimiento del mundo que tiene el receptor, incluidas nociones como “el fuego produce humo” o “los nativos norteamericanos se comunicaban por medio de señales de humo”. Si bien resulta posible complejizar la teoría semiótica peirciana —por ejemplo, mediante la distinción que establece Peirce entre los tres tipos de signo: el ícono, el índice y el símbolo—, para los fines de este artículo bastará con lo mencionado en el párrafo anterior. Ello se debe a que nues- tro fin es ofrecer una primera lectura de la teleserie desde este enfoque y no un análisis exhaustivo. Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 289

Como el enfoque escogido implica partir de las interpretaciones lleva- das a cabo por los receptores, empezaremos presentando una selección de comentarios de diversos televidentes de la teleserie en los que se aprecia que los tipos de horror mencionados son efectivamente percibidos. Luego, analizaremos cada uno de estos tipos por separado. En dicho análisis, abordaremos la interacción creada entre aquellos elementos visibles en la teleserie —los signos— y los discursos que deben estar presentes en la mente de los receptores para poder interpretarlos. Finalmente, cerraremos el artículo con algunas reflexiones. Así, pues, nuestro análisis está guiado por el interés de ver qué elementos dentro de la teleserie se van configurando como signos que alimentan una atmósfera de horror, siempre y cuando el receptor sea capaz de asociarlos a los discursos relacionados con los rituales satánicos, la literatura love- craftiana y el horror sureño norteamericano. Proponemos, además, que la teleserie está ejecutada de forma tal que, si bien el televidente inicia con un horror realista, basado en los rituales satánicos, conforme esta avanza, cier- tos elementos adquieren una significación de horror sobrenatural, debido a su parentesco con el horror lovecraftiano, de forma que el final puede ser leído de ambas maneras: realista o sobrenatural. Y, siempre, como telón de fondo, como una sombra que lo tiñe finalmente todo con un matiz particular y ambiguo, se encuentra la Luisiana sureña, ese espacio terrible desde cierto imaginario que, en True Detective, contribuirá a hacer verosímil lo narrado.

La recepción de True Detective

Varios artículos revelan la manera en que los televidentes han consumido, pro- cesado e interpretado True Detective. A continuación, mostraremos que una gran parte de los receptores percibe la teleserie dentro del marco del horror. El 26 de enero del 2014, fecha de emisión el tercer episodio, “The Locked Room”, en el que es quizás uno de los primeros artículos en que se comen- taba la teleserie, Clarke Wolfe escribió:

Luego, el episodio 2 nos ofreció nuestra referencia de horror más sutil, pero a la vez reveladora, hasta el momento: un guiño a la colección de historias breves El rey de amarillo, de Robert W. Chambers. Muchos televidentes entendidos en internet notaron las palabras El rey de amarillo garabateadas en el diario de Dora, la víctima, así como parte del texto de la obra teatral titulada El rey de amarillo […]. En muchos sentidos, uno podría argumentar que el personaje Cohle, de McConaughey, es un personaje más bien lovecraftiano en su aislamiento, estado mental frágil y habilidad para relacionarse con el 290 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

mundo de una manera que otros no pueden. Dado que solo hemos visto hasta ahora dos episodios, es difícil decir qué tanto o qué tan poco tendrán que ver Chambers o Lovecraft con True Detective, pero algo me dice que la primera aparición del rey de amarillo es tan solo la punta del tentáculo. [Traducción de los autores] (párr. 2)

Como puede apreciarse, Wolfe sitúa la teleserie dentro del género de horror y, en particular, la relaciona con los escritores H. P. Lovecraft y Robert W. Chambers. Incluso, su entusiasmo en leerla desde dicho marco es visible en el título del artículo: “Is True Detective the Next Great Horror Show?”. Asimismo, menciona que varios internautas están comentando dicho elemento. True Detective será relacionado con Lovecraft y sus predecesores —como Chambers o Bierce, autores mencionados y estudiados por el mismo Lovecraft (1992) en su libro El horror sobrenatural en la literatura— en prácticamente todos los artículos en que se hable de la relación de la teleserie con el horror. Por ejemplo, Michael Calia (2014), en su artículo “The Most Shocking Thing About HBO’s True Detective”, menciona a Lovecraft; a Chambers, creador de la historia The King in Yellow; a Bierce, autor del relato “An Inhabitant of Carcosa”; e incluso menciona los Cthulhu Mythos, denominación que se suele usar para referirse a varios de los textos lovecraftianos o de sus compañeros y seguidores, como Clark Ashton Smith, Robert E. Howard o August Derleth. Michael Hughes, por su parte, escribió dos artículos: “The One Literary Reference You Must Know to Appreciate True Detective” (14 de febrero del 2014) y “True Detective: Season One Finale Review” (10 de marzo del 2014), publicado un día después de emitido el último capítulo. En ambos, destaca la relación de la teleserie con el universo lovecraftiano: en el primero, glosa una serie de episodios en los que se aprecian elementos lovecraftianos; en el segundo, propone una interpretación del final de True Detective como una historia de redención de Cohle, pero siempre en relación con la mito- logía creada por y en torno a las historias de Lovecraft. Pasando al mundo hispano, los temas tocados en el texto de los Ríos Gutiérrez y Hernández (2014), True Detective. Antología de lecturas no obli- gatorias, muestran que relacionar la teleserie con Lovecraft va más allá de una recepción exclusivamente anglosajona. En dicho libro, además de textos relacionados con otros aspectos de la teleserie, se recogen, en traduc- ciones al español, tres relatos que, como explicaremos más adelante, son considerados como parte del universo de horror asociado a Lovecraft: el ya mencionado “An Inhabitant of Carcosa”; “The Yellow Sign”, parte del libro The King in Yellow; y “The Call of Cthulhu”, cuyo autor es el propio Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 291

Lovecraft. En ese sentido, resulta válido afirmar que la recepción de True Detective por parte de los televidentes ha estado mediada, en mayor o menor medida, por sus conocimientos del universo lovecraftiano. Los espectadores también han relacionado True Detective con una maldad y un horror mucho más realista: los rituales satánicos. Quizás quien plantea más claramente este punto de vista es Joseph Laycock (2014). En su artículo “The Two Mythologies Behind True Detective Come Crashing Down in Finale”, afirma:

En los primeros siete episodios, True Detective fue en realidad una lucha entre dos mitologías modernas y relacionadas del mal. […] Nic Pizzolatto construyó la trama de True Detective a partir de un par de fuentes, la primera de las cuales ocurrió en Ponchatoula, Luisiana, en el 2005, cuando un antiguo pastor le dijo a la policía que su iglesia se había pasado de “Jesús al diablo”. Sostuvo que habían estado practicando rituales satánicos por años que involucraban sacrificios animales, abuso de niños. […] Pero, si bien estas dos mitologías se han influido entre sí, presentan al “mal” de maneras muy diferentes. Chambers y Lovecraft son los maestros del “horror cósmico”. El rey de amarillo es peligroso porque amenaza con destruir nuestra comprensión del mundo; abre la puerta a la locura y lo “totalmente distinto”. […] En contraste, la mitología moderna del pánico satánico reafirma una visión de la lucha espiritual, una distinción que Timothy Beale describió como la diferencia entre un monstruo deificado y un monstruo demonizado. Confrontar a Cthulhu o al rey de amarillo es una revelación apocalíptica que inspira asombro y locura, pero confrontar a un culto que asesina mujeres y niños simplemente nos hace sentir justificados en nuestras convicciones. [Traducción de los autores].

Para este comentarista, son dos, pues, los tipos de horror que han ido configurando la teleserie: el lovecraftiano, sobrenatural, y el satánico, realista. Finalmente, un último elemento, aunque quizás más difícil de asir por su propia naturaleza, está relacionado con el espacio. En “Santeria and Voodoo All Mashed Together” (2014), Adrian Van Young destaca que el horror love- craftiano va unido al sur norteamericano y que, en esa medida, en True Detective sucede lo mismo:

Se ha dicho mucho sobre las conexiones entre True Detective y la tradición de horror cósmico, de la que la historia de Bierce es un ejemplo temprano, y con razón. Pero lo que ha sido pasado por alto es que el género de horror cósmico —enraizado, como está, en la ínfima posición de la humanidad en la jerarquía del universo— se encuentra profundamente relacionado con el carácter del paisaje físico y cultural de Luisiana. […] No solo el paisaje cultural alimenta el horror en True Detective. Las vistas aéreas del director Cary Fukunaga de las refinerías de petróleo eructando humo y la dura geografía 292 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

de parroquias enmarcadas por diques, junto con los pronunciamientos del detective Cohle —“Tuberías cubriendo esta costa como una sierra. Este lugar estará bajo el agua dentro de 30 años”— ubican al televidente sobre terreno inestable. […] True Detective usa el género del horror cósmico y su linaje, en otras palabras, como las máscaras del Mardi Gras que se usan actualmente en todo su estado nativo. La máscara es aterradora, claro, pero lo que está debajo puede ser aún más aterrador: un lugar en los Estados Unidos donde cualquier cosa, al parecer, puede ocurrir. [Traducción de los autores]

La mención a Luisiana y a lo que este estado representa en el imaginario popular estadounidense es una muestra del importante papel que juega dicho horror en la interpretación de la teleserie. De hecho, el subtítulo del artículo refrenda esto: “If you want to understand True Detective, you need to understand Louisiana”. Dania Saliba Rodríguez, en su artículo “True Detective y la influencia del género”, menciona algo similar:

Parte de la amenaza velada a estos personajes se consigue a través de la personificación del espacio. No se puede trazar su descenso al infierno sin adentrarse en la psicogeografía de la serie, es decir, en el estudio de los efectos del medio geográfico sobre el comportamiento y las emociones de los individuos. En True Detective el paisaje es un monstruo gótico, lovecraftiano, que daña o pervierte a quienes lo habitan. Acompañados de las advertencias sonoras de músicos como C. J. Johnson (“¡Será mejor que corras!”) y Townes Van Zandt (“Llena el cielo de gritos y llantos”), nos adentramos en una Luisiana macabra, en la que la ritualización de la agresión y de la violencia contra lo naif tiene tanta cabida como los lagos y las congregaciones religiosas —de hecho, parece que todos estos elementos van de la mano—. (2015, pp. 3-4)

Como vemos, surge nuevamente la mención de lo sureño, esa Luisiana macabra que también forma parte del fondo de horror de la teleserie. Hasta aquí, hemos tratado de mostrar que diversos receptores han rescatado tres tipos de horror en la teleserie: Lovecraft, el más llamativo y mencionado; los rituales satánicos; y la imaginería del sur norteamericano, en particular Luisiana. En las siguientes tres secciones, explicaremos cómo ciertos elementos se asocian a los tres universos mencionados, de forma que se vuelven signos de horror para los receptores.

El ritual satánico: hacia un horror realista El primer tipo de horror que percibe el espectador de True Detective es el ritual satánico. Este aparece desde el momento en que Rustin Rust Cohle (Matthew McConaughey) y Martin Marty Hart (Woody Harrelson) se acercan Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 293 a investigar el primer crimen en “The Long Bright Dark”, primer episodio de la teleserie. La primera víctima del asesino al que darán caza los protagonistas toda la temporada, Dora Lange, aparece cuidadosamente posada junto a un árbol, coronada con una cornamenta de alce o algún otro animal, luciendo una espiral dibujada en la espalda; además, observamos extraños objetos hechos con ramas cerca del cuerpo, colgando del árbol donde ella ha sido colocada, los cuales, más adelante, recibirán el nombre de devil’s nets. Esta imagen de por sí puede ser interpretada como un acto propio de ciertos ritua- les debido a su carácter de exhibición deliberada. Con el fin de guiar la interpretación de los espectadores hacia lo satá- nico, en varios pasajes de este episodio, se menciona explícitamente que dicho crimen probablemente esté relacionado con este tipo de cultos. Por ejemplo, en la misma escena del crimen, se da el siguiente diálogo entre Martin y el sheriff Tate:

Tate.— ¿Has visto alguna vez algo así?

Hart.— No, sheriff. Ocho años, DIC [Departamento de Investigaciones Criminales].

Tate.— Estos símbolos… Es satánico. [Traducción de los autores]

Más adelante, en el mismo episodio, durante la rueda de prensa brin- dada por el Departamento de Policía para informar sobre la investigación, se escucha la voz de un reportero que pregunta: “Any satanic signs?”. Finalmente, esta posible interpretación del ritual como algo claramente anti- cristiano es reforzada con la mención de la importancia de las autoridades religiosas en la zona, las cuales ostentan también gran poder político. Ello lleva a pensar que lo cristiano, lo religioso —y su contraparte satánica— son un aspecto estructurador clave del universo creado. Este tipo de horror puede clasificarse como realista. Si bien lo satánico puede interpretarse desde dos miradas, ambas conciben lo satánico como algo natural en el mundo, aunque cada una de modo distinto. Por un lado, si uno es cristiano, interpretará lo satánico como una realidad existente en el mundo. El diablo, para este grupo, existe y, por tanto, también es posible que sus adoradores existan en la realidad. Por otro lado, si se tiene más bien una mirada basada en el discurso científico, lo satánico también existe como una realidad del mundo, pero no en el sentido de que el diablo sea real, sino que una serie de personas creen en el demonio y, por tanto, podrían 294 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

también cometer asesinatos rituales en su nombre. De esta manera, la forma en que ha sido realizado el crimen y la manera en que los objetos allí se encuentran, se vuelven el primer signo de horror de la teleserie, un horror que puede calificarse de realista. Así, el elemento satánico da lugar a la primera hipótesis que pretende explicar el crimen descubierto, tanto para los detectives Cohle y Martin como para nosotros, los espectadores de la teleserie. Pero es un signo que aún no se presenta como cierto. De hecho, la inseguridad sobre la certeza de este signo determina que continúe la investigación y, en ese sentido, que avance la historia. Este signo volverá a aparecer en otros momentos, ya sea en su totalidad o a través de alguno de sus aspectos constituyentes. Por ejemplo, en el episodio tres, la imagen de personas “coronadas” de la misma manera que Dora Lange reaparece en los muros de la derruida iglesia a la que Rust y Martin llegan en busca del templo al que habría estado asistiendo ella. Al aparecer nuevamente la “corona” en una iglesia, se refuerza la relación entre el crimen y lo satánico-religioso. Sin embargo, todos estos elementos, signos de posibles rituales satánicos, conforme avanza la teleserie, irán adquiriendo otra posible lectura, debido a la aparición de signos que, más bien, remiten a otro nivel de explicación y, con eso, a otro tipo de horror: el horror cósmico y sobrenatural de Lovecraft.

El universo lovecraftiano: un horror sobrenatural Se ha denominado como literatura de horror lovecraftiana a aquella rela- cionada con un conjunto de cuentos escritos por H. P. Lovecraft, escritor norteamericano nacido en 1890 y muerto en 1937. Ese grupo de cuentos, pertenecientes a lo que se ha ido llamando poco a poco Mitos de Cthulhu, se caracteriza por presentar personajes enfrentados a seres cosmogónicos, que se encuentran más allá del bien y del mal, y cuya existencia es muy anterior a la aparición de la especie humana sobre la Tierra. Junto con estos seres, esta parte de la obra de Lovecraft también presenta grupos humanos —“razas”, dirá Lovecraft, en cuyos escritos se puede apreciar una concepción racista de la sociedad— y dinastías familiares completas que viven y han vivido adorando a estos seres a lo largo de la historia de la humanidad. Además de los mismos escritos de Lovecraft, otros dos grupos de cuen- tos son también leídos como parte de la mitología de horror lovecraftiana. Por un lado, algunos escritores de la época, pertenecientes al círculo de Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 295

Lovecraft, por haberse carteado con él, escribieron relatos basados en el universo propuesto por el autor de Providence, Rhode Island. Entre ellos, se encuentran August Derleth, Robert E. Howard, Robert Bloch, Clark Ashton Smith y Fritz Leiber. Por otro lado, las historias escritas por autores ante- riores a Lovecraft, pero cuyas influencias aparecen notoriamente en los relatos de dicho autor o de otros escritores de su círculo, también han sido asociados con lo lovecraftiano. En este grupo, se encuentran Robert W. Chambers, con su The King in Yellow, y Ambrose Bierce, con “An Inhabitant of Carcosa”. De hecho, Chambers recurre también a Carcosa en su libro The King in Yellow. Por ello, no es gratuito que los fans de True Detective hayan rescatado una y otra vez la imagen del horror lovecraftiano en su intento por dar sentido a la teleserie. Ya en el segundo episodio, “Seeing Things”, comienzan a aparecer signos claramente lovecraftianos cuando los detectives encuentran el diario de la asesinada Dora Lange. Allí, verán escrito y leerán: “Cerré los ojos y vi al rey amarillo moviéndose por el bosque. Los hijos del rey están marcados. Se convirtieron en sus ángeles” [traducción de los autores]. También se ve que dice (aunque no lo leen) lo siguiente:

En la orilla rompen las olas de nubes, / los soles gemelos se hunden detrás del lago, / las sombras se alargan / en Carcosa. / Extraña es la noche cuando se levantan las estrellas negras / y las lunas extrañas circulan a través de los cielos, / pero es aún más extraño / perder Carcosa. [Traducción de los autores]

Este fragmento, tomado textualmente del acto I, escena II de la obra de Chambers, más el anterior (innovación de la teleserie) motivará que los televidentes comiencen a alejarse de la lectura satánica del asesinato para aproximarse a ese otro tipo de horror, más bien sobrenatural. De hecho, la idea de lo sobrenatural se refuerza con el comentario de Rust, quien afirma que el pasaje “reads like fantasy”. Si bien el espectador podría pensar que dichos fragmentos han sido tomados dentro de True Detective de la obra de Chambers y, por tanto, que The King in Yellow existe como libro en el mundo ficcional de la serie, esta línea no es desarrollada. Teniendo en cuenta el intelectualismo de Cohle, uno no puede evitar preguntarse por qué no investiga si las frases halladas en el diario pertenecen a alguna obra literaria o de otro tipo. En otras palabras, ¿por qué no sigue esa pista? Es como si lo lovecraftiano no existiera como discurso de ficción en el mundo narrado de True Detective, sino que es presentado en el mismo nivel de realidad de los demás hechos. En ese sentido, podríamos pensar que, en el mundo de la serie, Lovecraft, 296 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

Chambers o Bierce nunca existieron ni produjeron sus obras y que justa- mente eso da un carácter de realidad a las referencias explícitas al King in Yellow o Carcosa en la teleserie. Estos primeros elementos lovecraftianos son reforzados en el cuarto episo- dio, “Who Goes There”, cuando en el transcurso del segundo interrogatorio, Charlie Lange revela lo que le habría contado Reggie Ledoux cuando fueron compañeros de celda en prisión:

Él dijo que hay un lugar al sur donde van todos estos hombres ricos para, eh, adorar al diablo. Dijo que, eh, ellos… ellos sacrifican niños y cosas así. Las mujeres y los niños fueron todos… todos asesinados ahí y, mmm, algo sobre un lugar llamado Carcosa y el rey amarillo. Dijo que hay todas estas… como… piedras viejas en el bosque. La gente va a… como a… adorar al diablo. Dijo que matan a mucha gente ahí. Reggie tiene esta marca en la espalda, como una espiral. Dice que ese es su signo. [Traducción de los autores]

Estas palabras son interesantes, pues los elementos que funcionan como signo de lo lovecraftiano —asumiendo que el televidente conoce dichos nombres—, Carcosa, The King in Yellow y old stones out in the woods (en los cuentos de Lovecraft, los círculos de piedra funcionan como centros de adoración a los seres antiguos) se presentan como relacionados con el horror del ritual satánico: devil worship. De esta forma, pareciera buscarse que la interpretación de los signos sobre lo satánico comience a desplazarse —o a fundirse— suavemente hacia esta otra forma de horror. Asimismo, la mención de las black stars en la obra original de Chambers será aprovechada como otro signo que funciona como elemento indicador de un horror lovecraftiano. Cuando Rust y Cohle, en el segundo episodio, están buscando pistas sobre el caso, encuentran a Carla, amiga de la asesinada, quien les comenta que Dora Lange había estado yendo a una iglesia extraña. Ella, en el cuello, tiene un tatuaje de varias estrellas negras. Posteriormente, en “The Secret Fate of All Life”, quinto episodio, cuando ambos detectives se encuentren con Reggie Ledoux, el supuesto asesino, este le dirá a Cohle: “Es hora... La estrella negra... La estrella negra se levanta... Sé lo que pasa después. Te vi en mi sueño. Estás en Carcosa ahora... Harás esto otra vez. El tiempo es un círculo” [traducción de los autores]. De esta forma, un elemento cuya realidad en un inicio es puramente textual (las estrellas negras o black stars) ingresa al mundo real de la trama; así, los elementos lovecraftianos comienzan a cobrar peso en el mundo de la teleserie. Otro elemento que adquiere poco a poco valor como signo relacionado con el mundo lovecraftiano es la figura de la espiral. Esta aparece por Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 297 primera vez en la espalda de la asesinada Dora Lange. Asimismo, Cohle volverá a verla en el tercer episodio en otra víctima que encuentra en su registro de los archivos policiales y, como ya mencionamos, en el cuarto episodio se nos informa que Reggie Ledoux lleva el mismo tatuaje. Estos casos nos hacen pensar que se trata de un signo relacionado solo con el asesinato y, por tanto, sin ningún tipo de interpretación orientada a lo sobrenatural. Sin embargo, ya en el episodio tres, Rust observa en el cielo una bandada de pájaros afuera de una iglesia quemada; de pronto, esta se dispone de manera que, en conjunto, forma una espiral como el antes visto. Dicha formación extraña otorga al signo un nivel de lectura o interpreta- ción sobrenatural (¿cuáles son, al fin y al cabo, las posibilidades de que, en circunstancias normales y naturales, una bandada de pájaros se forme en espiral?). Sin embargo, siempre quedará la ambigüedad permitida en cierta medida por nuestro conocimiento como televidentes de que Cohle sufre alucinaciones. Como espectadores, pues, una interpretación posible de la escena es que lo mostrado por la cámara no corresponde con la realidad objetiva, sino con aquello que solo Cohle percibe o cree que percibe. Lo lovecraftiano reaparecerá en el episodio seis, “Haunted Houses”, cuando Rust y Marty visitan a una mujer negra exempleada de Sam Tuttle y su hijo Billy Lee, y de Eddie, primo del primero; familia con un gran poder económico y político en la zona y supuestamente involucrada en los asesi- natos. Además de hablarles de Errol Childress —nieto del señor Sam, quien resultará ser el antagonista de los detectives—, cuando Rust le muestra los dibujos de las devil’s nets, esta le pregunta si conoce Carcosa; luego, les dice: “La muerte no es el final. Regocíjate. Tú conoces Carcosa” [traducción de los autores]. Para un lector de Lovecraft, será difícil no relacionar la frase La muerte no es el final con aquellos dos versos famosos sobre la entidad Cthulhu: “Aquello que no está muerto puede mentir por siempre / Y con extraños aeons, incluso la muerte puede morir” [traducción de los autores] (Lovecraft, 2008, p. 368). Sin embargo, persiste la ambigüedad: ¿debemos interpretar dichas palabras como un signo que refiere a la existencia, en el mundo creado en la teleserie, del horror cósmico propio de Lovecraft y sus seguidores? ¿O se trata, más bien, de los recuerdos de una anciana senil, tal como menciona su nieta luego de que ambos detectives han terminado abruptamente el interrogatorio? En el último episodio, “Form and Void”, los signos de horror lovecraftia- nos reaparecen en lo que será el momento cumbre de la teleserie. En este episodio, Rust y Marty llegan a la casa del asesino. Mientras Marty ingresa 298 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

a la casa, Rust ve a Errol Childress y decide emprender su persecución. Así, llega a un lugar que parece un laberinto, con túneles y espacios abarrotados de cosas viejas, restos de las víctimas pasadas, y lleno de árboles secos que recuerdan las devil’s nets. La sensación que emerge del espacio mostrado es la de un lugar que se encuentra más allá de lo humano. En cierto momento, Rust escucha una frase que no parece provenir de ningún lugar: “Entra, pequeño sacerdote”, lo que refuerza la sensación de que Rust se encuentra ahora en un espacio con características sobrenatura- les, en tanto pareciera que el asesino pudiera verlo todo en ese lugar. Sin embargo, también puede interpretarse como una alucinación auditiva de Cohle. Persiste, pues, hasta ese momento, la duda sobre cómo procesar lo que estamos viendo. Luego, se nos revela el nombre del lugar cuando Rust escucha que Errol dice: “Esto es Carcosa. Ven a morir conmigo, pequeño sacerdote”. De esta forma, el signo lovecraftiano —Carcosa— adquiere un significado —un espacio— físico concreto. Los televidentes confirmamos, entonces, aquello que intuíamos: hemos llegado al punto central del horror. Cohle, en su persecución de Childress, llega a un espacio abierto con vista al cielo. Al centro de esta especie de santuario, se encuentra algo como una estatua compuesta de tierra, ramas y calaveras; de las ramas, cuelgan viejos trapos de color amarillo. El color nos trae de vuelta la imagen del king in yellow —otro de los signos antes empleados— a partir de un objeto físico real —los trapos—. De esta forma, los dos signos de horror sobrenatural —Carcosa y el rey de amarillo— adquieren una dimensión física, concreta, lo que permite que ambos puedan ser leídos de manera realista. Esta interpretación realista se refuerza si pensamos que los diversos personajes relacionados con Childress o con los Ledoux se caracterizaban por consumir drogas altamente alucinógenas (quien sabe si esa estatua haya sido vista por todos ellos, en su alucinación, como un ser con vida propia). Otro signo, la espiral, reaparece también. En un momento en que Rust se encuentra luchando encarnizadamente con el asesino, verá de pronto en medio del cielo una espiral. Al aparecer en el marco del cielo nocturno, adquiere dimensiones cósmicas, propias de ciertas descripciones de Lovecraft relacionadas con las entidades creadas por él. Si recordamos que spiral nebu- lae era una frase usada para describir aquellas galaxias con estructura espiral, se puede apreciar que, en Lovecraft, la espiral se relaciona con la imagen de una galaxia de esa forma y, además, se presenta como signo de sus seres cósmicos. Sin embargo, en True Detective, esta imagen se problematiza, de Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 299 forma que se vuelve un signo ambiguo, pues, a la vez que puede leerse como un elemento lovecraftiano que remite a una de sus entidades cósmicas, y, por tanto, es sobrenatural, también puede interpretarse como una de las múltiples alucinaciones de Cohle. Así, llegamos al tramo casi final de True Detective. En este punto, los signos que pueden ser leídos como sobrenaturales, si se relacionan con los textos de Lovecraft, han vuelto a adquirir rasgos realistas (o por lo menos es una posibilidad que debemos admitir). En ese sentido, todos esos signos pueden ser interpretados de manera realista, como pareciera querer el mismo Nic Pizzolatto:

Espero que el público quede gratamente sorprendido por el naturalismo de toda la historia. Si miras la serie hasta ahora, lo que parece sobrenatural en realidad tiene causas del mundo real, como las alucinaciones de Cohle o, incluso, la naturaleza del crimen. Tiene portentos ocultos, pero no hay nada sobrenatural al respecto. [Traducción de los autores] (Jensen, 2014, párr. 3)

Sin embargo, como sucede con todo signo, este puede ir más allá de lo que el autor quería inicialmente. Así, otra opción interpretativa nos lleva a ver estos elementos como signos de un horror sobrenatural real, pero que los dos protagonistas no llegan a comprender. Basta la cita de un comenta- rista en internet para sostener esta idea:

No entiendo todo el desencanto que se ha lanzado sobre este show respecto a que el final “descarta” la mitología en favor de un decepcionante final tipo asesino-serial-de-la-semana. […] Aún más, no solo todos los elementos lovecraftianos de los episodios pasados permanecen (apropiadamente) sin explicación en el final, sino que el final arrojó aún más de ellos ahí. Poco después de que Childress explicó a su… pareja… que estaba recibiendo vistazos de “planos infernales”, vemos a Rust distraído en el clímax por la visión de un paisaje estelar giratorio, a lo Azazoth. ¿La última cosa que Childress le dice a Rust? Directamente salida de la obra de teatro El rey de amarillo —una línea dirigida al rey en la obra—. Me parece que el final es muy lovecraftiano. Hubo una victoria frente al malvado, pero a un precio alto e incluso ahí está moderado por ser de naturaleza temporal. Si todo se hubiera cerrado con un pequeño moño con una declaración clara que reconozca o denuncie el elemento sobrenatural, eso sí que hubiera sido una decepción. [Traducción de los autores]. (Laycock, 2014)

Habiendo terminado con los signos de horror cósmico lovecraftiano, pasemos a ver el sur norteamericano. 300 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

El sur norteamericano: el escenario como protagonista del horror

Desde el inicio, la contundencia del paisaje en True Detective lo eleva al nivel de personaje principal también. Uno llega a pensar que solo en un espa- cio como el de Luisiana, en el sur norteamericano, podrían haber ocurrido hechos como los presentados. En ese sentido, pareciera que, en la teleserie, se han seguido las palabras del mismo Lovecraft: “El factor más importante de todos es la atmósfera, ya que el criterio último de autenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación” (1992, p. 11). Justamente, solo en un espacio como este, el horror de True Detective deviene auténtico y creíble, verosímil, y permite la unión de lo lovecraftiano con lo realista. Así, pues, el primer signo de horror de lo sureño es el espacio mismo. Luisiana es un estado al sur de los Estados Unidos. Al menos como es presentado en True Detective, este se caracteriza por estar lleno de pantanos y poseer un clima húmedo. En la teleserie, la cámara nos muestra grandes espacios llenos de vegetación, que intuimos de difícil acceso. Además, es un espacio en que las construcciones humanas se encuentran espaciadas entre sí y, en las zonas más urbanas, muchas de ellas se encuentran ya en un estado de decadente abandono. Incluso, en algún caso, el espectador se topa con edificios derruidos y otros semihundidos en ríos y pantanos. Todos estos elementos van configurando una naturaleza enorme, con poder suficiente para engullir a las personas y hacerlas desaparecer en su interior. De esta forma, el espacio deviene un signo de horror: nos lleva a pensar que, en dicho lugar, la vida humana no vale nada frente a la inconmensu- rabilidad de lo natural. Este último aspecto es reforzado si se recuerda el paso de los huracanes Andrew, Rita y Katrina, hecho que la misma teleserie se encarga de expli- citar en varios episodios. Quizá el más resaltante es el séptimo episodio, “After You´ve Gone”, en el que Rust le dice a Marty: “Creo que nuestro hombre lo pasó muy bien después del huracán. Caos. Gente desaparecida. Sin policías. Creo que tuvo un año muy bueno”. Así, los huracanes, eventos naturales en la zona, se presentan como el escenario perfecto para que crímenes de estas dimensiones puedan tener lugar. Como puede verse, nos encontramos ante una naturaleza casi “sobrenatural”, que engulle todo, y es a la vez escenario de desastres y horrores sumamente reales. A la par de este paisaje inmenso, inconmensurable y agobiante, aparece otro elemento —otro tópico— del sur norteamericano que se vuelve signo Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 301 de horror: el de las familias endogámicas, cuya progenie esconde secretos y un pasado terrible. Dicho tópico se aprecia en la cultura popular, tanto en películas —por ejemplo, The Texas Chain Saw Massacre, dirigida por Tobe Hooper en 1974— como en cómics —piénsese en Preacher, escrito por Garth Ennis y dibujado por Steve Dillon entre 1995 y 2000—. Si bien en ambos casos las historias ocurren principalmente en Texas, este Estado es vecino a Luisiana y, por tanto, parte del imaginario en torno a lo sureño. Asimismo, familias de este tipo aparecen también en Lovecraft, como en “The Rats in the Wall” o en The Shadow over Innsmouth. En la teleserie, la familia que funcionará como signo de horror son los Tuttle. Ellos, además de estar relacionados directamente con los crímenes, dominan los dos poderes de la zona: el político, encarnado en el gobernador Eddie Tuttle, y el religioso, representado por el reverendo Billy Lee Tuttle. Por ello, por ejemplo, la policía se vuelve un cómplice más y calla ante todas las muertes de la zona. De la misma forma, Light of the Way, colegio relacio- nado con los crímenes, pertenece a la Tuttle Foundation. Y, la cinta de video en la que aparece filmado el asesinato ritualista de Dora Lange es encon- trada por Rust en una de las casas del reverendo Billy Lee. Finalmente, Errol Childress, el antagonista de la teleserie, es un nieto ilegítimo de Sam Tuttle, padre de Eddie y Billy Lee; este, además, sostiene relaciones incestuosas con su hermana. De esta manera, tal como el paisaje mismo, la familia Tuttle funciona como un signo doble: puede ser relacionada con lo lovecraftiano y, a la vez, con lo sureño. Finalmente, hay un último elemento que también es propio de lo sureño: lo negro y el vudú. Luisiana fue receptora de esclavos traídos de África desde 1719, y desde 1790 aproximadamente, de Santo Domingo. Por ello, al día de hoy, presenta casi un tercio de población afroamericana. Debido al imaginario popular y las religiones practicadas por sus antepasados, se tiende a relacionar a esta población con la santería, el vudú y demás ritos parecidos. Por ejemplo, en el juego de computadora Gabriel Knight, Sins of the Fathers, diseñado por Jane Jensen y publicado por Sierra en 1993, el protagonista se enfrenta con una serie de rituales vudú en Nueva Orleans. Más recientemente, en el 2005, en la película The Skeleton Key, dirigida por Iain Softley, la protagonista descubre una serie de objetos mágicos relacio- nados con el vudú en el sótano de una casa de plantación en Luisiana. Hay que recordar, asimismo, que, en Nueva Orleans, se celebra el festival de Mardi Gras —de reminiscencias vudú— en época de Saturnalia (en honor a Saturno, dios pagano), celebrado originalmente con un sacrificio y un 302 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

carnaval. Los celebrantes acuden ataviados con máscaras de animales que los deshumanizan y, al cubrirlos, sacan afuera su naturaleza más bestial. Todas las asociaciones mencionadas en el párrafo anterior comenzarán a aparecer en la mente del espectador a partir de tres elementos ofrecidos en la teleserie. El primero, como se ha dicho, es el escenario mismo. El segundo es las cabezas de animales que se aprecian en los asesinos que aparecen en el video de la muerte de Dora Lange. Finalmente, se encuen- tran las devil’s nets o redes del diablo, un conjunto de ramas unidas en forma piramidal. Estas, encontradas en diversos lugares, aparecen ya en el episodio uno: además de encontrarse en la escena del crimen, un sacerdote, interrogado por Rust y por Martin sobre dicho objeto, revela su nombre y revela que es propio de la santería. De esta forma, dichos elementos se transforman en un signo de algo más: el mundo tenebroso del vudú. Ahora, así como el paisaje y las familias “malditas” son signos relacio- nados con lo sureño y lo lovecraftiano, el mundo del vudú también es un signo doble. Por un lado, lo vudú refiere a rituales hechos por negros. En Lovecraft, quienes muchas veces realizan rituales en los que se adora a los antiguos seres cósmicos son negros, mulatos o chinos, a los cuales describe como “razas degeneradas”. Por ejemplo, en “The Call of Cthulhu”, Lovecraft habla de los adoradores de los “Great Old Ones” de la siguiente manera:

Examinados en los cuarteles después de un viaje de intenso esfuerzo y cansancio, todos los prisioneros demostraron ser hombres de baja ralea, mestizos y mentalmente aberrantes. La mayoría eran marineros, y una pequeña cantidad de negros y mulatos, mayoritariamente indios occidentales o portugueses bravenses de las islas de Cabo Verde, le daban un tono de vudú al heterogéneo culto. Pero antes de que se hicieran muchas preguntas, resultó claro que algo mucho más profundo y viejo que el fetichismo negro estaba involucrado. Degradados e ignorantes como eran, las criaturas se aferraban con sorprendente consistencia a la idea central de su despreciable fe. [Traducción de los autores] (2008, p. 366)

En ese sentido, en el mundo lovecraftiano, lo negro, sus creencias y cultos —como el vudú— son parte del horror cósmico que el autor ha creado. Por otro lado, las devil’s nets son, más bien, un signo que alude al vudú, pero a la vez refiere, por su nombre mismo, al mundo cristiano y, por lo tanto, a los rituales satánicos, parte de un horror de tonos más realistas. Así, lo sureño se vuelve un signo que permite unir el horror más realista de lo satánico con el horror más sobrenatural de lo lovecraftiano, de forma que el espectador puede, en primer lugar, ver la teleserie como un todo coherente y, en segundo lugar, decidir guiar su interpretación hacia un tipo de horror o hacia el otro. Tercera parte / El horror en la primera temporada de True Detective 303

Conclusiones

Llegados a este punto final, anotemos muy brevemente las conclusiones a las que hemos llegado luego de analizar cómo funciona el horror en la primera temporada de la teleserie True Detective. Primero, la evidencia recogida a partir de los comentarios y opiniones de televidentes en las redes permite afirmar que True Detective ha sido, efec- tivamente, vista como una teleserie que se inserta en el género de horror. Entonces, el presente análisis se construye sobre la base de un proceso de recepción que trasciende a los propios autores en tanto parte de la manera en que la teleserie ha sido recibida en general —obviamente, con las diferen- cias del caso según el tipo de receptor particular y la cantidad de referentes disponibles para la interpretación—. En segundo lugar, consideramos que dicho horror se basa en el uso de ciertos elementos que funcionan como signos de discursos pertenecientes a tres códigos de horror diferentes. Por un lado, la escena del crimen inicial y los comentarios de algunos personajes llevan al espectador a relacionar la teleserie con un horror realista con base en lo cristiano, así como en cultos y rituales satánicos. Por otro lado, un conjunto de signos —el king in yellow, Carcosa o el símbolo de la espiral— llevan al espectador —siempre que esté al tanto del mundo lovecraftiano— a establecer la relación correspondiente con dicho horror sobrenatural y cósmico. Finalmente, elementos como la familia todopoderosa Tuttle, cuyo poder político y religioso se siente en todo Luisiana, las devil´s nets, el vudú y el escenario se constituyen, a su vez, como signos que remiten a un lenguaje de horror basado en ciertos estereotipos asociados con el sur norteamericano. Finalmente, estos tres códigos de horror se relacionan de tal forma que la teleserie empieza invitándonos a elaborar una primera interpretación centrada en la existencia de un horror satánico realista para luego llevarnos a abrir una nueva posible lectura, esta vez a partir de un horror más de tipo sobrenatu- ral y basado en las ideas de Lovecraft, para finalmente cerrar la teleserie de forma que no sea posible saber con certeza si Rust y Martin fueron tan solo testigos de un culto satánico y cruel pero real, o si más bien nunca lograron comprender el verdadero horror cósmico al que se enfrentaban. Esta decisión queda, al fin y al cabo, en manos de nosotros, los espectadores. De esta forma, True Detective se constituye no solo como una teleserie que puede ser constantemente releída y reinterpretada debido a la aper- tura de su final, sino que, además, al emplear un conjunto de discursos 304 Ricardo Olavarría Ginocchio, María de los Ángeles Fernández Flecha

característicos de la tradición del horror, adquiere aquel espesor que sus espectadores seguimos admirando.

Referencias

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Los múltiples The Walking Dead. Un estudio transmedia

Sergio Marqueta Calvo

En estos últimos años, la temática zombi ha inundado todos los rincones de la industria cultural: cine, televisión, disfraces, videojuegos, cómics, juguetes… y artículos ensayísticos. Así, en estas líneas nos encontramos ante el enésimo artículo sobre tamaña criatura, acaso uno de los últimos antes de que no dé más de sí. ¿Cabe añadir algo a todo lo dicho acerca de este fenómeno cuyas raíces surgen de una subcultura convertida en mainstream? Tal vez la respuesta pueda hallarse en el que debe ser su principal factor de apogeo: la imposibilidad de reducir a los zombis a una mera interpretación. En tanto existe una miríada de ellas, hay espacio para un amplio abanico de público. Los zombis deambulan como alter ego de un mundo consumista. Representan al Otro llamando a la puerta, sea como inmigrante o como refugiado. También asoman como evidencia del daño colateral de nuestras vidas líquidas, como diría Bauman, en las que enseguida nos deshacemos de amores y amistades que pasan a ocupar un locus entre la vida y la muerte, y que resultan una molestia cuando regresan por sorpresa. El mismo escenario apocalíptico en que los zombis se desenvuelven permite hablar de cierto castigo de la naturaleza a causa de los excesos cometidos contra ella, pero también hay quienes ven en los walkers 1 un reflejo de nuestra condición más básica y universal, despercudida de los claroscuros de la relatividad posmoderna. Tampoco faltan exámenes acerca de una realidad neoliberal en donde se ha perdido el control de nuestras vidas. Incluso

1 En las siguientes páginas, de acuerdo con la terminología de The Walking Dead, se utilizará la palabra walker (‘caminante’) para designar al zombi tal como lo conocemos popularmente. Cabría plantearse si este cambio en la denominación afecta algo a la tradición zombi, pero esto nos llevaría a debates sobre la relación entre lenguaje y mundo que se alejan de los límites del artículo.

[307] 308 Sergio Marqueta Calvo

caben interpretaciones transversales, más oscuras, las cuales sospechan que el fenómeno zombi es una proyección del hombre blanco de clase media que pugna por recuperar el liderazgo de un imaginario cultural perdido, esto siguiendo cierta línea de lectura que propone, por otro lado, que Walter White, de Breaking Bad (AMC, 2008-2013), no busca recuperar el control de su vida, sino gobernar sobre las demás. En las siguientes líneas, todas estas elucidaciones no servirán sino de excusa para hablar de los diversos lenguajes audiovisuales desplegados en esta apocalíptica saga y de cómo interaccionan entre sí, lo cual permitirá esbozar algunas teorías en función del tratamiento que le otorga cada medio. De ahí que hayamos elegido como ejes de análisis, además del cómic origi- nal de Robert Kirkman, The Walking Dead (2003-2017), y la famosa teleserie homónima producida por Frank Darabont y AMC (2010-2017), los videojue- gos desarrollados por Telltale Games (2012-2017), pues todos juntos tejen una muy peculiar red transmedia.

Transmedia. Diferentes formatos, diferentes mismos mundos

Es un lugar común señalar que la fuerza de The Walking Dead reside en su capacidad para desgranar las relaciones humanas llevadas al límite o some- tidas a una tabula rasa. Sin embargo, en la medida en que existen varios formatos que narran este universo ficcional, los modos de expresar estas relaciones son distintos. Así, por ejemplo, el cómic parecería a priori en desventaja a la hora de transmitir emociones y sentimientos tan potentemente como las imágenes en movimiento, pero sabe utilizar sus singularidades para expresar los tormentosos conflictos interpersonales y los descarnados mundos interiores. Las escasas veinte páginas de cada número permiten que el grueso de la trama se destine al desarrollo de los personajes sin que el lector pierda interés, algo impensable para una teleserie que dura tres cuar- tos de hora y busca llegar a un público amplio y ávido de adrenalina. La producción de AMC, en cambio, sin renunciar a los signos de identi- dad del universo walking, se apoya en la carnalidad de los rostros, en los gestos, en ese plus que otorgan los detalles y matices no verbales solo expre- sables por un actor de carne y hueso. Por su parte, el videojuego exhibe un apartado visual cel shading —que dota a los personajes de un aspecto de dibujos animados—, con el cual pretende ahondar en la ternura y, por ello, en la tragedia de acontecimientos afectados por nuestras decisiones, capaces de modificar la narración. Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 309

Este es el primer punto que debemos tener en cuenta a la hora de abordar lo transmedia: diferentes formatos, diferentes mismos mundos. Cada medio utiliza tácticas particulares para expresar un universo semejante y, a la vez, distinto. Pero un dispositivo transmedia no implica simplemente una mera diferenciación, algo intrínseco al paso de un formato a otro, también nece- sita vínculos. Así, por ejemplo, cada formato tapa los defectos de otro. La tendencia de Robert Kirkman al exceso y a los personajes caricaturescos, por ejemplo, aparece mitigada en la teleserie. Véase el caso del gobernador: frente al cómic, donde la maldad de este es prácticamente inmotivada, más cercana a la del Joker, la serie propone a un personaje maquiavélico, pero trágico, dotado de una mayor dimensión humana. A su vez, el videojuego camufla las falencias del programa de televisión, este último articulado todavía bajo los cánones tradicionales y una mentalidad deus ex machina alejada del modus operandi de la nueva ficción televisiva, donde los problemas son muchas veces insalvables, los planes no resultan y los protagonistas son sencillamente gente común que persigue sus deseos. En la teleserie de AMC, la acción gira en función de las acciones de los protagonistas y el resto del mundo simplemente espera a que estos los invoquen —como en el ataque final de la segunda temporada—, y todo sucede de acuerdo con una férrea causali- dad. Por su parte, el videojuego de Telltale se desmarca de esta dinámica, ya que, a pesar de que el jugador controla a un solo personaje, el universo no gira alrededor suyo. Esta diferencia la constataremos a lo largo de distintas aventuras llenas de guiños a situaciones similares vistas en los otros formatos y que, no obstante, seguirán recorridos distintos, desde las relaciones senti- mentales hasta las mutilaciones de miembros. Dicho esto, cabe señalar que, si bien popularmente las narraciones trans- media se entienden como mundos ficcionales con características y reglas determinadas que se despliegan por diferentes plataformas, entrelazando tramas y personajes que se complementan entre sí más allá de compar- tir simplemente un mismo imaginario, The Walking Dead se sitúa en una posición peculiar dentro de este entramado. Para empezar, no despliega un universo característico y, como tal, exclusivo. Sencillamente nos traslada a un apocalipsis plagado de muertos vivientes, a diferencia de Resident Evil, por ejemplo, donde el papel de la empresa Umbrella justifica la existencia de un mundo bien delimitado y distinto de otras ficciones. En consecuencia, lo único que parecería servir de enlace entre los diferentes medios es el nombre de la marca, que incluso podría unir hipotéticamente este universo con otras películas, videojuegos o libros sobre el tema. Tentando el paroxismo, The Walkind Dead podría comprar los derechos de Night of the Living Dead 310 Sergio Marqueta Calvo

(George Romero, 1968) y cambiarle el nombre a, por ejemplo, The Walking Dead: The Beginning. La siguiente particularidad tiene que ver con la forma en que se articu- lan los distintos medios de nuestro análisis. Si en un principio la teleserie copiaba al cómic original, poco a poco se ha alejado de este y ha vulnerado la concepción transmedia entendida como la unión de distintas piezas de un mismo puzzle (Pratten, s. f.). Aquí, por el contrario, nos encontramos en una especie de multiverso con realidades alternativas que terminan generando ruido y afectando la percepción emotiva de quien está al tanto de lo que pasa en las distintas plataformas. Por su parte, el videojuego de Telltale, creado a raíz del éxito de AMC, solo se relaciona con sus “progenitores” mediante algún cameo o referencia casual, pues encuentra las equivalencias en otros planos al margen de lo narrativo2. Resumiendo, en The Walking Dead encontramos al menos tres relaciones de tipo transmedia. El clásico spin-off en otra plataforma, que complementa la historia principal; el videojuego que explora la atmósfera y los princi- pios básicos del cómic y la teleserie; y, finalmente, la peculiar relación que establecen cómic y programa de televisión, como si se tratase de universos paralelos en los que se observa qué sucede cuando los personajes toman una decisión u otra, al más puro estilo del film Coherence (James Ward Byrkit, 2013). Comprobamos, de esta manera, que estamos ante un fenó- meno mucho más complejo de lo que podría parecer a simple vista, lo que nos obliga a acercarnos a The Walking Dead desde un enfoque que analice cómo las distintas posibilidades de los medios —cómic, serie de televisión y videojuego— abordan y profundizan en las diferentes problemáticas de una civilización quebrada. A diferencia de otras producciones que intentan plasmar una visión del mundo, este sistema transmedia parece perderse explorando un mar de posi- bilidades y puntos de vista, ya sea al someter a los mismos personajes a distintas circunstancias o a diferentes personajes a situaciones similares. Dicho de otra forma, pasamos de un modelo metafísico a otro perspectivista/relati- vista que sustituye la representación unívoca por el terreno inexplorado de las múltiples personalidades de los cuerpos; decisión motivada, en cierta medida, por un modo de producción interesado en lograr el mayor rédito posible.

2 En estas líneas se ha omitido el análisis del spin-off de Michonne, que relata sus aventuras previas en formato de videojuego, lanzamiento que sí se identificaría más con el modus operandi transmedia al que estamos acostumbrados. Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 311

Algunas tonalidades. Sexo, humor y religión

Antes de continuar, debemos tomar en cuenta algunos factores ajenos a la estructura de los medios que, no obstante, los condicionan. Si bien en los últimos años las teleseries han desarrollado una narración más adulta y llena de claroscuros, el formato sigue siendo conservador en líneas genera- les, al menos si lo comparamos con la variedad y radicalidad temática del mundo del cómic, con un coste de producción mucho menor y relegado a un sector muy concreto de la población. The Walking Dead no es una excepción a este conservadurismo narrativo, incluso cuando pretenda lo contrario al excederse en escenas que muchas veces rozan lo mejor de la serie B, pues proyecta una violencia convenien- temente administrada y justificada, casi desprovista de carga moral. Por su parte, el sector de los videojuegos exhibe todavía los prejuicios propios del entretenimiento juvenil y se muestra dubitativo a la hora de tratar temas como la sexualidad, que en el juego de Telltale brilla por su ausencia, mien- tras que en la teleserie de AMC el tópico se aborda de manera tangencial. No así en el cómic, en el que el sexo constituye un pilar básico. Otro tema que sufre importantes variaciones es la religión. En el cómic es vista con suspicacia y los personajes religiosos aparecen representados como fanáticos. En la televisión, en cambio, lo religioso se manifiesta en casi todos los personajes: Hershel cambia significativamente de tipo intransigente a líder virtuoso, Glenn reza por primera vez, Rick se derrumba dentro de una iglesia e, incluso, el pendenciero Merle suplica a Dios en un momento de debilidad. Secuencias como la funesta premonición de Jim, que adelanta el futuro ataque al campamento, sin equivalente en el cómic, introducen cierto misticismo que ha ido cobrando fuerza y sienta la idea de que el cris- tianismo es la verdadera identidad estadounidense. Este fenómeno también se observa en producciones que van desde Mad Men (AMC, 2007-2015) a Sons of Anarchy (FX, 2008-2014), plagadas de momentos que rompen el tono general e introducen lo sobrenatural como algo revelador y cotidiano. Otro de los aspectos donde se puede observar las diferentes tonalidades de cada medio es en lo relativo al humor. Si la violencia y el tratamiento de la sexualidad cambian dependiendo del formato y se adaptan al tipo de público, lo mismo sucede con este tema. En el cómic hay un humor excesivo, macarra, socarrón y negro que involucra sexo, mutilaciones y situaciones dramáticas. Esto no solo se pone de manifiesto por medio de personajes como Negan, sino en escenas tarantinianas como la del número 312 Sergio Marqueta Calvo

113, en la que un motero punk está ahogando a Andrea mientras le pide perdón porque le disgusta matar a gente que ha sobrevivido tanto tiempo y que lo ha pasado tan mal, pues, como bien dice, a juzgar por su cara, tiene aspecto de haber sufrido mucho. En el videojuego de Telltale se opta, por el contrario, por un humor más bien tierno, debido en gran parte a la importancia que se le da a la figura de la infancia y a la estética cartoon, lo que produce un contraste muy interesante con el tratamiento gore general de tradición granguiñolesca3. Estamos ante un humor que por muy lejos que intente ir, no llega a sobrepasar los códigos de las aventuras gráficas de humor blanco. Por ejemplo, en el primer capítulo, una mujer que ha sido mordida entra en pánico porque a su novio le pasó lo mismo, se puso malo y después murió y volvió convertido en walker, a lo que Glenn pregunta, con sorna, si semejante mujer podía tener novio. Del mismo modo, existen bromas que producen muecas amables y refuerzan la atmósfera de cuento para niños, ya sea por medio de Ben, recalcando su mentalidad infantil mientras come caramelos y observa culpablemente, cual niño; o a través de las pequeñas trastadas que se gastan Clem y Duck. Incluso sobre este último, el sistema de juego se permite guiños cómplices. Por ejemplo, al elegir chocarle la mano después de haber aceptado que te ayude a resolver el enigma del tercer episodio, aparece un rótulo en pantalla que indica que le pareces incredibly awesome. Este momento, junto a aquel del capítulo quinto, en el que si optas por cortarte el brazo en el que has sido mordido debes elegir soltar un grito u otro —una de las contadas escenas de humor negrísimo que tiene el juego—, constituyen las escenas cómicas más lúcidas de la temporada y representan una interesante exploración del humor exclusivo de los video- juegos, ya que no se basa en gags verbales heredados del cine y la televisión, ni en el manido humor metanarrativo que juega con la cuarta pared. El humor en la serie televisiva guarda relación con la evolución de la trama. La primera temporada recoge algunos de los momentos más cafres del cómic y los convierte en una comedia de andar por casa. Por ejemplo, cuando en el segundo capítulo Rick decide impregnarse de las entrañas de los walkers para pasar desapercibidos entre ellos; ante el desagrado general, les recomienda que piensen en “puppies and kittens” y T-Dog repite “dead puppies and kittens”, lo que lo reviste del estereotipo del negro gracioso acobardado. Este tipo de situaciones, sin embargo, se diluye progresivamente

3 Granguiñolesco es una palabra coloquial española que significa ‘melodramático, exagerado’. Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 313 hasta tornarse inexistente. En ese sentido, los mejores momentos cómicos son aquellos autónomos que no contribuyen en nada a la trama, como el octavo capítulo de la segunda temporada, en la que T-Dog y Andrea cargan el camión de walkers rematados y, de tan lleno que está, un brazo se cae, lo que provoca que ella baje y lo recoja; en la escena no ocurre nada más ni influye a lo visto anterior o posteriormente. Estas situaciones dementes, extrañas, que naturalizan las condiciones extremas, otorgan su propio toque insano al formato y funcionan como checkpoints en los que descansa un momento el espectador. Pero también refuerzan esa sensación de rutina, en donde importan más las relaciones interpersonales que el apocalipsis zombi.

Tonalidad principal. El tratamiento ético

Desde sus primeros números, el cómic de The Walking Dead ha cargado con la fama de ser políticamente conservador y hacer gala de ese falso anar- quismo antigubernamental tan del gusto del imaginario norteamericano, pero que acaba abrazando el totalitarismo ante la necesidad de un líder fuerte en un mundo dominado por el egoísmo individual y familiar 4. De primera impresión, podríamos observar el mismo planteamiento tanto para la telese- rie como para el cómic, sin embargo, estos despliegan modelos distintos. Por ello, tachar de conservador al conjunto de The Walking Dead resulta aventu- rado sin desmigar qué tipo de propuestas se están poniendo en juego. Para ilustrar este punto, detengámonos en las relaciones entre protago- nistas y familia, partiendo de la propuesta que el mismo Robert Kirkman hace en el capítulo piloto del cómic: afirma que este versará sobre un hombre, Rick, que hará lo necesario para proteger a su familia. Asimismo, en un diálogo cualquiera del cómic se comenta que la principal causa de que Atlanta colapsara fue que la milicia civil estadounidense —esos weekend warriors que como hobby posan orgullosos con armas, creyén- dose soldados de la libertad— estaba más preocupada por proteger a sus respectivas familias que por luchar en un frente común. Será, precisamente, la forma de concebir ese núcleo familiar y sus límites el eje que haga variar la propuesta de cada The Walking Dead.

4 Es un tema obsesivo en otras producciones, como Breaking Bad o Sons of Anarchy, siempre a vueltas con la transformación de la utopía igualitaria y descentralizada de los años sesenta. 314 Sergio Marqueta Calvo

Empecemos por el cómic, que ofrece una definición de familia bastante perversa y excluyente, desconectada del sentido de comunidad. Al menos así se entiende desde la perspectiva de Rick, a quien no le interesa defen- der el bien común por más que en ocasiones se escude en él para salirse con la suya. De esta manera, cuando Rick actúa como un héroe, lo hace guiado por una motivación estratégica o casual, encarnando el mal desde un punto de vista social. Incluso Negan, el archienemigo por excelencia hasta la fecha, sigue unas reglas morales más férreas, independientemente de que nos parezcan más o menos aberrantes. Por el contrario, el objetivo de Rick siempre será proteger a su hijo y, si es el caso, a su mujer o a quien ocupe un rol similar o paralelo dentro de su mundo. Es decir, le interesa solo aquello que interpreta como extensión de su yo. Por eso, no resulta extraño que allá por el número 88 del cómic, cuando su hijo Carl se encuentre en estado crítico, desmemoriado y a punto de convertirse en un monstruo, Rick prefiera irse con los demás a por provisiones, en lugar de quedarse a su lado. La teleserie de AMC, en cambio, opta por un planteamiento sobredimen- sionado. Aunque posteriormente Rick adquiera luces y sombras, en sus inicios el personaje sigue un imperativo moral kantiano que le lleva a salvar a quien sea bajo cualquier condición, con lo que se recalca una y otra vez su papel de caballero andante, estrechamente ligado a su anterior trabajo como sheriff; guiño que resulta macabro en un país repleto de casos de abuso por parte de las fuerzas del orden. Así, el Rick de la teleserie se encumbra como un líder desde el comienzo, mientras que el Rick del cómic es una suerte de flagelo que avasalla a las comunidades que le dan cobijo e, incluso, una vez asegurado el bienestar de su familia y su posición de poder, ataca a las demás5. Lo más interesante de esta bifurcación es que ambos The Walking Dead parecen construirse a partir de una misma concepción moral, según la cual daría igual lo que se hace o deja de hacer, porque sea cual sea la decisión, esta siempre será la equivocada. A partir de esta premisa, el cómic y la telese- rie desarrollan sus propios matices; mientras el show de AMC se esfuerza por definir un Nosotros que por momentos roza cierta utopía cercana al tono reli- gioso general, el formato en papel opta por construir un Otro, es decir, por proteger ese núcleo mínimo familiar de manera que las bajas siempre caigan fuera. El videojuego de Telltale, por su parte, esquiva estas cuestiones, no se detiene a sopesarlas o dirimirlas, no da tiempo, porque lo más importante es

5 Para cuando se escriben estas líneas, en el cómic se están preparando para la guerra tras rebasar la frontera de los whisperers. Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 315 huir a toda costa. Esta situación complejiza el análisis de sus relaciones inter- personales en tanto la dinámica del juego permite distintas actitudes. Ante esto, hay que decir que, frente a las ficciones, el espectador siempre se ubicará muy cerca de los protagonistas, al punto de acabar identificán- dose con ellos, comprendiendo o, incluso, justificando sus actos, su proceder moral. Sin embargo, no ocurre lo mismo en los videojuegos, donde la distan- cia vital entre espectador y espectáculo se diluye a manos de un usuario que controla al personaje y toma las decisiones morales que afectan la historia. Se trata de un proceso de implicación que hace del personaje y el usuario una sola entidad —el primero hace lo que el segundo desea—, pero que, al mismo tiempo, condena a ambos a un mundo sin margen de maniobra, porque todo ha sido previamente diseñado. En el videojuego, la trama cons- truye un personaje vacío que avanza dejando que sean “otros” los que actúen. Esto, no obstante, se enmienda gracias a otra táctica, la lucha a contrarreloj, que condiciona las decisiones del jugador y favorece que no se dé cuenta de lo que ha elegido hasta después de hacerlo6. Cabría, por tanto, hablar de que el jugador es más bien el “guardián del personaje” y establecer así otro tipo de vínculo entre la representación y la vida.

El papel de lo visual I. El cómic y la teleserie Como hemos visto, cada medio involucrado en el universo de The Walking Dead despliega experiencias muy distintas, aunque a simple vista parezcan similares. Sin embargo, esta panorámica transmedia no estaría completa sin un aterrizaje en el apartado visual. Empecemos con lo primero que llama la atención del cómic: sus dibujos en blanco y negro, que, lejos de exhibir una precariedad estética, en ocasio- nes resultan más ricos y expresivos que las imágenes de los otros medios. Si bien en la teleserie la atmósfera de western posapocalíptico es imperante7, en su análogo de papel tenemos la sensación de estar ante mundos que, además de toques western, abarcan lo medieval, lo tribal… como si con cada personaje se exploraran iconografías de mundos sin normas para retratar la diversidad adaptativa de la vida humana8.

6 Por ejemplo, aquellas elecciones entre ayudar a un personaje u otro. 7 Esta sensación se ve reforzada por distintos subrayados, como la perenne mano de Rick en el revólver o la secuencia del tiroteo en el saloon de la segunda temporada. 8 Esta cualidad no es anecdótica; por el contrario, la estética y los imaginarios elegidos afectan moralmente a los personajes. En el cómic, por ejemplo, la variada 316 Sergio Marqueta Calvo

Lo más interesante, sin embargo, gira en torno al efecto que producen los dibujos de planos cortos, incluso cuando no parecen aportar nada al desarrollo de la trama. De repente, entre dos acciones o diálogos, se cuelan varios rostros en primer plano que destacan por transmitir una sensación de extrañeza, de sospecha. El lector se pregunta: ¿qué estará pensado? ¿Qué hay más allá de esa fachada inescrutable? Y este efecto se potencia por contraste con los primeros planos de los zombis: meras viñetas cargadas de un vacío monocromático en donde, como mucho, puede captarse una rabia sin ira, automatizada. A diferencia de la serie televisiva, al cómic no le interesa la vida interior de los walkers; como diría Rick: “We are the walking dead ” y, por tanto, el interés se centra solo en ellos9. Es interesante comprobar cómo este plano corto se relaciona en el cómic con los demás encuadres y, en concreto, con el movimiento contrario. Conforme más brutalidad exhibe la trama, más se abren los planos, pues la tensión explota y ya no hay ningún misterio que guardar. Asimismo, en medio de la barbarie, es posible toparse con unos planos detalle alargadí- simos, deformados —como los del número 66, cuando ajustician al grupo de caníbales— en los que se pierde toda humanidad y se enfrenta direc- tamente la muerte, la nada. Además, conforme la brutalidad resulta más espontánea —como en el número 150, con Rick mordiendo el cuello de su atacante sin que exista ninguna diferencia con un walker—, más planos puramente contemplativos se permitirá el cómic. Esto no solo indica que los personajes ya se han adaptado al mundo y, por fin, pueden relajarse incluso en la batalla —plano narrativo—, sino que se trata también de un reordenamiento en la jerarquía de los planos y la carga psicológica que estos transmiten —plano visual—. En definitiva, el cómic no destaca solamente por su historia atrayente, su buen ritmo y su atmósfera potente, serán otros aspectos que generalmente no se captan de manera consciente los que sostengan sus cualidades más

representación cultural encaja con el papel de Rick como antihéroe ubicado más allá del bien y del mal, indiferente ante las extravagantes opciones de vida de los demás. Por el contrario, cuando la teleserie de AMC enfunda a Rick en unos pantalones vaqueros, en medio de un ambiente western unívoco, está dotando al protagonista de una santidad que lo vincula con el prototipo de héroe al que se le justifican las malas acciones en aras de un bien mayor. 9 Cuando ambos planos se igualan y los rostros de los protagonistas ya no transmiten nada, convertidos en unos no-muertos más a pesar de que sigan siendo humanos, el cómic es capaz de revelar una inmensidad inabarcable y una visión desgarradora de la existencia. Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 317 llamativas. Las variadas y estrambóticas representaciones de los persona- jes, por ejemplo, son acompañadas de un lenguaje visual que las enfatiza a través de planos cortos que dan cuenta del aislamiento individual y la imposibilidad de aventurar qué es lo que piensan esos rostros que ya no comparten nada con los demás. Esta dimensión visual complementa aquello que viéramos en el plano ético: la preponderancia de un individualismo extremo cuya alternativa aparece cuando este plano se rompe en mil peda- zos y surge una organización social que ya no se sostiene bajo premisas idealistas, sino gracias a una unión de excentricidades. Si bien es cierto lo que Rick confiesa a Lori, que están en un mundo nuevo y no hay normas acerca de cómo actuar, este reinicio social gana fuerza en tanto existe una norma subyacente, esto es, la coherencia u organicidad de los distintos códi- gos que vertebran el cómic. Cambiando de tercio, lo más interesante de la primera temporada de la serie de AMC ocurre en el terreno visual. Desde el primer capítulo asistimos a repetidos travellings hacia atrás que impiden observar aquello que los personajes ven, lo que provoca en el espectador un estado de desasosiego similar a cuando los personajes sufren un golpe sentimental y no saben dónde posar la mirada. Es un recurso inteligente que permite que, en un medio basado en el movimiento, se asocie cualquier gesto de la cámara con una amenaza, pero, al mismo tiempo, que no exista mejor boya de salvación que esa cámara que se aleja o contrae los planos, pues la alternativa que queda es un horizonte repleto de cadáveres. No hay donde huir en The Walking Dead y, por tanto, el único espacio al que se puede volver la mirada es al de la comunidad. La teleserie impone un recorrido de todos y cada uno de los rostros de esa comunidad, desde varios ángulos; hace una exploración intensiva de su entorno para implicar familiaridad, pero también deja que se filtre cierta paranoia que obliga a no bajar la guardia, incluso en situaciones de calma. Si el cómic optaba por la coherencia entre sus códigos, la teleserie prefiere el contraste, poniendo en duda la utopía y la unidad que la trama se esfuerza por narrar. Aquí solo hay dos formas visuales de relacionarse con el espacio y el contexto: el horizonte o la comunidad, y ambos se presentan cargados de miedo y locura. Por supuesto, existen otros recursos puestos en juego desde la primera temporada que contribuyen a la forja de una atmósfera particular. Véanse los planos subjetivos con tonos impresionistas, o la actualización del travelling en tomas cargadas de adrenalina, pero también de vulnerabilidad. Y, sobre todo, véanse aquellos movimientos de cámara que comienzan por los pies 318 Sergio Marqueta Calvo

de un sujeto, acaso la única posición de cámara donde todos vuelven a ser iguales, donde todos son caminantes, como ocurre en la primera secuencia de la serie, cuando la cámara sube lentamente para comprobar que la niña es realmente un walker. Mientras los demás movimientos de cámara vienen dados por el ritmo de los vivos, este es un plano propio de unos no-muer- tos a los que, a diferencia del cómic, se les intenta dar cierta voz, algo de reconocimiento que permita observar su condición desde otra perspec- tiva, decisión acorde con los recurrentes amagos de la teleserie por buscar comprender el fenómeno. Es la irónica evolución del ser humano, que de ser aquel animal que puede elevarse al cielo, ahora domina la inmediatez del suelo10. Suelo que, por otra parte, permite cierta individualización a diferen- cia de los planos aéreos que se ocupan de mantener unido al grupo. Sobre esta base, la serie construye otros significados audiovisuales conforme la trama avanza. Por ejemplo, en la segunda temporada se dan encuadres donde lo que domina es el silencio por encima de cualquier componente visual, multiplicando así su duración. Al mismo tiempo, la verbo- sidad del cómic se aligera gracias al lenguaje de las imágenes. Nótese cómo en la segunda temporada se pone énfasis en la circulación de los planos cortos entre varios sujetos como forma de compartir preocupaciones, lo que es significativo tanto para quien se muestra hablando como a quien se mues- tra en silencio, pero, sobre todo, a quien se omite. De esta manera, la soledad se mostrará solo cuando el plano corto no remita a nadie más, mientras que el plano detalle detendrá el movimiento para favorecer un juego de planos con otro individuo, de modo que se dote a la escena del estatus de secreto. Todo fenómeno audiovisual construye su propia jerga, de la misma manera que los chicos del barrio lo hacen respecto a su lengua materna. Sin embargo, además de estas marcas más o menos fijas que caracterizan a la teleserie, existen escenas en las que una misma expresión significa algo distinto, dependiendo del contexto. Es el caso de los grandes planos que Hershel identifica con la divinidad, esto es, con la esperanza, los cuales se irán desacralizando hasta no significar nada cuando tenga su crisis de fe. Por el contrario, en otros personajes, estos planos provocarán la sensación de asfixia, como si se mirara al fondo de una gran caja. Pero, sin duda, el medio que mejor explota este juego de diferencias y elementos fijos es el videojuego.

10 Como durante el comienzo de la segunda temporada, salvados de la horda gracias a tumbarse bajo los coches. Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 319

El papel de lo visual II. El videojuego

Atentos al manejo de los personajes y a la elección de las conversacio- nes, enfrascados como están en la lectura de las opciones disponibles, los gamers reparan menos en la composición de los planos del videojuego. Esto es una baza a favor de los desarrolladores, pues lejos de sugerir una pobreza audiovisual, redistribuyen los momentos de énfasis en un timing muy parti- cular, ayudados por la facilidad del jugador para emplazar la cámara allá donde se quiera gracias a la libertad que brinda el entorno 3D. Aunque la libertad no es total, pues el apartado visual y sus variaciones vendrán impuestas por los cambios en una jugabilidad que se divide en momentos de exploración —con grandes planos abiertos por un travelling lento, al ritmo de los pasos del personaje—, de acción —planos cortos y medios de montaje frenético— y de diálogo —planos y contraplanos intercalados con planos de situación—, según el curso que tomen los acontecimientos11. Ahora bien, aunque los cambios en el apartado visual vienen impues- tos por los cambios en la jugabilidad —aquello que hace o puede hacer el jugador—, existen planos característicos que sintetizan cada capítulo y que, en su sutil diferencia con los otros, marcan la evolución de la trama. Estamos ante una estrategia que resulta coherente con la estructura gene- ral del videojuego, que da la sensación de transitar en cada episodio por compartimentos estancos, pequeños cuentos enfatizados por su aspecto visual, pero muy finamente conectados entre sí. En el primer capítulo, el plano que rompe con todos los demás es aquel en el que Carley confiesa a Lee que sabe lo del crimen por el que ha sido enviado a la cárcel, y le advierte que no lo va a perder un segundo de vista. Entonces, el encuadre deriva hacia el perfil cerrado de ambos y se mantiene ahí en un momento absolutamente pugilístico, tenso, en que ella recibe la luz y él, su ausencia12. Cuando llegamos al segundo capítulo, aun cuando es

11 Materia de otro texto sería un estudio sobre la existencia de importantes cambios semióticos a la hora de interpretar las relaciones entre planos en los videojuegos, pues la introducción del elemento interactivo modifica la forma cómo se organizaba tradicionalmente la información. Por ejemplo, la noción convencional de escena, como aquello que sucede en un mismo espacio, erosiona en el videojuego al poder componerse de distintos planos no coincidentes. 12 Lo curioso es que la primera vez que se repara en esto, pese a llamar la atención por su fuerza visual, se tiende a pensar que se trata de un momento feliz, sin continuidad. Sin embargo, conforme se juegan los otros capítulos. es posible comprobar que estos momentos “arbitrarios” van componiendo un puzzle. 320 Sergio Marqueta Calvo

posible contar varios planos en los que prima la experiencia estética antes que la economía narrativa, habrá un plano en especial que encaje y comple- mente el del episodio anterior, que se diferencie del resto. Cuando Lee logra poner contra la lona a uno de los dueños de la terrorífica mansión, y lo golpea mientras observamos nuestra cara reflejada en el charco en paralelo a la suya deformada, nos levantamos para componer un plano general de perfil en el que uno se encuentra frente al otro. La diferencia es que esta vez Lee le da la espalda y sale del encuadre mientras su adversario cae de rodillas en el barro, con las sombras del caserón de fondo. Elijas acabar con su vida o no, este plano es el que define el capítulo, ya transformado respecto del anterior, pues de la tensión grupal se ha pasado a una amenaza mucho mayor, y del peligro de estar encerrados a la confirmación de que el peligro estará allá donde se vaya, con lo que se afirma la decisión de dar la espalda a todo aquel que no sea de los suyos. Cabe preguntarse si estos planos no son acaso arbitrarios, tomando en cuenta todos los recursos que despliega el videojuego, como planos obli- cuos, a ras de suelo —tan del gusto de la teleserie—, subjetivos o de carácter impresionista —como la visión borrosa tras recibir un golpe—, o escenas meramente estéticas, como la de un walker despertando de su sopor… En medio de toda esta miríada visual, ideada en gran medida para favorecer la sensación de movimiento en un juego que posee un ritmo de acción más lento que un shooter —videojuego de disparos— o un RPG —role playing game—, llama la atención que estos planos característicos encajen los unos con los otros, rompiendo con la dinámica visual imperante y generando la sensación de que se sostienen en el tiempo más de lo que duran realmente. Independientemente de su repetición a lo largo del capítulo, irradian una fuerza especial que provoca, por un instante, que el jugador deje de estar tan pendiente del mando. Pero retomemos la búsqueda de los planos característicos en el capítulo tercero. Cuando Lee decide contarle a Katjaa lo acontecido en la muerte de Larry, hecho que involucró a Kenny, su marido, y a él mismo, no es de extrañar que, con tristeza, se sitúe de nuevo de perfil, esta vez en un segundo plano ante el frontal de ella, mientras esta musita que todo conti- núa cambiando. Su frontalidad sin contra plano la encierra en un mundo privado, mientras intenta digerir todo lo que sucede, incapaz ahora de mirar a un tercero, sea un peligro o un apoyo. De hecho, Lee mira hacia abajo y ella ligeramente hacia nuestra derecha, nadie a la cámara; es el cansan- cio y la incomprensión frente a la violencia inicial. Esta opción visual se Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 321 radicalizará hacia el final del capítulo cuando, tras el suicidio de Katjaa, Lee tenga que decidir qué hacer con el hijo de ella, mordido por un walker. El desenlace de la escena acabará con Kenny llorando de perfil y Lee, en segundo plano, frontalmente13. Durante el cuarto capítulo, el énfasis se traslada a los planos aéreos para contribuir con el tono paranoico que ha alcanzado la trama hasta ese momento, pues alguien ha estado comunicándose con Clem por el walkie talkie y conoce sus pasos. Además, este individuo, u otro, está haciendo sonar las campanas de la iglesia para atraer a los walkers hacia la posición del jugador. Pese a ello, no será este el plano definitorio que dialogue con los anteriores, lo aéreo marca simplemente la atmósfera global. Hay que separar, entonces, el plano que estamos buscando de aquellos recursos que, a pesar de diferenciarse del resto de capítulos, en su repetición crean un marco ambiental, y de aquellos unidos exclusivamente a las mecánicas del juego y que varían mínimamente con el fin de no aburrirnos —véase el manejo del arma desde una perspectiva subjetiva, esta vez sin que nos salga la cruceta que nos ayuda a apuntar—, además de esos momentos en los que la fotografía se transforma en un cuadro de una belleza expresiva capaz de cortarnos la respiración, de finalidad principalmente estética14. Un ejemplo más de la madurez del lenguaje visual de los videojuegos. Pero vayamos al plano clave que conecta este episodio con los otros. Se da cuando Kenny y Lee se dirigen en solitario al puerto para encontrar un bote y escapar de allí: ambos caminan de perfil, uno más adelante que el otro y en diferente profundidad. En este plano, que guarda paralelismo con los anteriores, es evidente que aquí ya no hay lugar para el careo, el Otro no representa ya un desafío ni un consuelo, solo queda el cansancio compartido y el seguir hacia adelante con el mismo paso de los walkers, solo diferen- ciándose de ellos por ese hilo de esperanza al cual todavía se aferran. Es

13 Dependiendo de si lo remata uno u otro, o si se le deja ahí, habrá cambios sutiles que maticen esto. Por ejemplo, si Lee le dispara —plano de perfil— la visión del disparo se perderá en un plano a lo lejos, entre los árboles, para devolvernos a un plano corto de su rostro. En cierta manera la misma “cámara” se adapta a nuestras decisiones morales, en este caso, respetando el momento dramático en consonancia con el acto de librar a Kenny de ejecutar a su propio hijo. Magnífica escena que reúne la tensión entre las variaciones caprichosas y el leitmotiv principal. 14 Quizá la escena más representativa sea la siguiente: al subir al desván, Kenny está arrodillado ante una vidriera por donde entra la luz y, conforme se avanza, la profundidad se modifica para revelar a un niño que ha muerto de hambre y se ha convertido en un walker que apenas puede moverse. 322 Sergio Marqueta Calvo

este plano de perfil el que caracteriza el capítulo y no el siguiente —cuando Lee se encuentra a los enfermos de cáncer expulsados de Crawford y estos lo encañonan—, pese a la acción que desarrolla, porque carece de fuerza o mordiente, porque antes nos ha quedado claro que para Lee una situación como esa ya carece de sorpresa e importancia, incluso de estupor. Por último, el quinto capítulo invierte el plano atmosférico anterior, favore- ciendo los contrapicados y situando al jugador en lo alto de los edificios. Con Clem secuestrada y en paradero desconocido, Lee mordido, la barca robada y un grupo cuya frágil cohesión depende de cómo haya sido llevado a lo largo de la temporada, el plano clave no va a encontrarse en el careo final con el secuestrador, sino en el ataque de los walkers al refugio. Allí los personajes se atrincherarán encerrados en el mismo plano, unos agachados y otros de pie, esperando el ataque con sus últimas municiones. El plano perfil se muestra imposible, enfrentados a la desesperación de un vacío que los quiere tragar. Y, curiosamente, la temporada acabará de forma similar.

Coda

A lo largo de estas páginas hemos querido demostrar lo inadecuado de analizar lo transmedia como un todo en The Walking Dead; es preferi- ble adoptar una posición perspectivista bajo la máxima de “diferentes formatos, diferentes mismos mundos”. El multiverso de esta franquicia propone una suerte de apocalipsis de la civilización capaz de desarrollar vías alternativas para abordar las relaciones humanas: diferentes persona- jes sometidos a situaciones similares, o los mismos personajes sometidos a situaciones distintas. Partiendo del hecho de que las diferencias son tan necesarias como los elementos vinculantes que dotan de coherencia al universo narrativo, el objetivo de una formulación transmedia consiste en proporcionar una experiencia cognoscitiva y emocional más intensa, que vaya más allá de la historia y la narrativa que configura. De ahí que lo transmedia no deba buscarse únicamente en el plano del relato, pues será el empleo de las características inherentes a cada medio lo que complejice y dote de matices al multiverso. Por ejemplo, la impo- sibilidad de movimiento en el cómic es aprovechada para ofrecer planos cortos que explotan la excentricidad de los personajes que pueblan ese mundo alocado al que se enfrenta un protagonista con tintes de antihé- roe. En la serie televisiva, en cambio, estos planos cortos circulan entre Tercera parte / Los múltiples The Walking Dead 323 sí estableciendo una relación muy distinta con un protagonista que lleva el rol del héroe hasta el paroxismo, para luego deshacer lo andado. Lo audiovisual y lo narrativo se interconectan en distintos niveles y dan lugar a una densa red de articulaciones que resalta u ofrece mensajes ambiguos respecto a la trama principal, al tiempo que influye en el tratamiento de otras representaciones, como la sexualidad, la religión o el humor. El videojuego de Telltale Games constituye un caso particular dentro de esta estructuración transmedia, pues, aunque en un principio pueda parecer dotado de una arbitrariedad que lo aleja de los otros formatos, se ha visto que fluye también como una narración paralela a las propuestas del cómic y la teleserie. A pesar de la elección de una estructura encajonada antes que progresiva, su secuencialidad queda definida por una poderosa sinta- xis de planos y encuadres que aportan una perspectiva psicológica, antes que causal, de los eventos. Este hecho, unido a las distintas alternativas que despliega para el jugador, no solo da como resultado varios juegos en uno, sino que, indirectamente, afianza la idea que subyace en la construcción transmedia de la franquicia: que estamos ante múltiples The Walking Dead.

Referencias

Bauman, Z. (2003). Amor Líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Darabont, F., Dale, J., Womble, C., y Gadd, P. (productores). (2010). The Walking Dead [serie de televisión]. Estados Unidos: AMC Kirkman, R. (escritor) y Moore, T., y Adlard, Ch. (ilustradores). (2003). The Walking Dead [cómic]. Estados Unidos: Image comics. Telltale Games (desarrollador) y Vanaman, S. (director). (2012). The Walkind Dead: the Game [videojuego]. Estados Unidos: Telltale Games. Transmedia Storyteller Ltd. (s. f.). Transmedia Storytelling. Recuperado de http://www.tstoryteller.com/transmedia-storytelling

De los autores

Eduardo Adrianzén Escritor de televisión desde 1985, ha participado en alrededor de cien títulos de ficción peruana, ya sea como autor, guionista principal o coguionista. Es autor del libro Telenovelas: como son, cómo se escriben, editado por la Pontifica Universidad Católica del Perú, en donde fue profesor de la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación durante doce años. También es dramaturgo de teatro desde 1995, con 22 obras montadas en Perú y el exte- rior, y algunos premios teatrales. Fue columnista de varios diarios y escribe, eventualmente, artículos en diversos medios. [email protected]

Gerardo Arias Carbajal Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Magíster en Administración Estratégica de Empresas (MBA). Director del Centro de Producción Digital Prometeo Media Lab de la Universidad de Lima. Profesor ordinario asociado de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima. Miembro del grupo de trabajo de contenidos digitales del plan eLac2015 de CEPAL. Productor audiovisual y especialista en marketing de medios y transmedia. Ha realizado conferencias en diversos países de América Latina y escrito artí- culos para distintas revistas especializadas. Ha sido miembro de la comisión encargada de recomendar el estándar de televisión digital terrestre al Perú. [email protected]

[325] 326 De los autores

Juan Manuel Auza Profesor a tiempo completo de la Facultad de Comunicaciones de la Univer- sidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC). Magíster en Estudios Culturales por la Pontificia Universidad Católica del Perú (2015) y licenciado en Comunicación por la Universidad de Lima (2000). [email protected]

Jaime Bailón Maxi Magíster en Filosofía por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, y docente de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima y miem- bro del Instituto de Investigación Científica de la misma universidad. Es coautor del libro Chicha Power. El marketing se reinventa (2009), así como consultor en marketing y comunicación. [email protected]

Ricardo Bedoya Abogado y magíster en Antropología Visual. Docente investigador en la Universidad de Lima. Crítico de cine en diversas publicaciones desde 1973. Ha publicado libros de investigación histórica y sobre asuntos vinculados con la expresión cinematográfica, entre ellos, Cien años de cine en el Perú. Una historia crítica (1992); Un cine reencontrado. Diccionario ilustrado de las películas peruanas (1997); Entre fauces y colmillos (1997); Ojos bien abiertos. El lenguaje de las imágenes en movimiento (en colaboración con Isaac León Frías, 2003); El cine silente en el Perú (2009); El cine sonoro en el Perú (2009); El cine peruano en tiempos digitales (2015). Es director y conductor del programa semanal de televisión El placer de los ojos, emitido por TV Perú. Edita el blog de cine Páginas del Diario de Satán. [email protected]

Giancarlo Cappello Magíster en Literatura Hispanoamericana. Docente investigador de la Universidad de Lima y miembro de la Latin American Studies Association (LASA). Ha sido guionista y autor en distintos trabajos de ficción y no ficción, entre los que destacan las telenovelas Danza de lobos (2012), Doble vida (2011), Gardenia (2007), Luz María (1998); los policiales Detrás del crimen (2005) y Marcone (2007-2008), así como del documental Peces de ciudad (2006). Su trabajo académico gira en torno a la narrativa audiovisual De los autores 327 y transmedia. Ha publicado el libro Una ficción desbordada. Narrativa y teleseries (2015), así como diversos artículos referidos a la televisión y el cine. [email protected]

Víctor Casallo Mesías Doctor, magíster y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Director de la escuela profesional de Filosofía en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Ha participado en proyectos de desarrollo educativo intercultural en comunidades andinas. Sus temas de investigación son la ética y estética desde una fenomenología de la comu- nicación. Fue becado por la fundación ICALA para una investigación sobre pensamiento crítico y la estética en jóvenes universitarios, y por la DAAD para dos estancias académicas cortas en Alemania. Es miembro del comité editorial de la revista universitaria de historietas Tiralínea y colaborador del Círculo Latinoamericano de Fenomenología y Hermenéutica. [email protected]

Giuliana Cassano Licenciada en Comunicación Social y magíster en Estudios de Género. Profesora asociada del Departamento Académico de Comunicaciones de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Investigadora del Observatorio Audiovisual Peruano y cocoordinadora nacional del Perú del Observatorio Iberoamericano de Ficción Televisiva (Obitel). [email protected]

Elder Cuevas-Calderón Doctorando en Antropología, magíster en Estudios Culturales por la Pontificia Universidad Católica del Perú y licenciado en Comunicación por la Universidad de Lima, donde trabaja como profesor e investigador. Entre sus publicaciones más recientes están “Formas de vida: la marca nación y la construcción de una nueva identidad”, para la Universitè de Toulouse – Jean Jaurès (Francia); “Marca Perú: ¿una nación en construcción?”, para la Universidad de Lima, y “Marca Perú/Farsa Perú: ¿un país en construcción?” (2014), para el Centro de Pesquisas Sociossemiótica de la PUC – São Paulo (Brasil). [email protected] 328 De los autores

Caroline Cruz Valencia Magíster en Estudios Culturales por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Lima. Músico y cantautora con cuatro discos publicados: Árbol blanco (2001), Velocidad (2006), El cielo dispara (2014) y Cantautoras peruanas (2017). Docente universitaria en cursos como Estéticas Contemporáneas, Arte y Cultura, Composición de Canciones, Lenguaje Audiovisual y Taller de Audio. Como artista ha realizado diferentes presentaciones en el Perú, Barcelona, La Habana y Montreal. Como comunicadora audiovisual ha reali- zado, musicalizado y sonorizado el documental Mitos Ese Ejas: Bosque y Cultura, sobre el rescate de la lengua originaria de esta etnia de la Amazonía peruana por medio de sus mitos. [email protected]

María de los Ángeles Fernández Flecha Doctora en Intervención en el Lenguaje por la Universidad Complutense de Madrid. Profesora Auxiliar de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Miembro de los grupos de investigación Mente y Lenguaje, y Grupo de Investigación sobre Adquisición del Lenguaje (Grial), de la PUCP. Coautora de Cómo iniciarse en la investigación académica. Una guía práctica (2016), y autora de “¿Cómo se comunican los infantes en el segundo año de vida? El caso de las funciones declarativa e imperativa”, en Cognición social y lenguaje. La intersubjetividad en el desarrollo de la especie y en el desarro- llo del niño (2014), y de “La adquisición de las relaciones entre prosodia e intención comunicativa: primeras asociaciones entre forma y función”, en Lexis (2014), entre otros. [email protected]

Alberto Nahum García Martínez Profesor titular de Comunicación Audiovisual y subdirector del Departamento de Proyectos Periodísticos de la Universidad de Navarra. Ha impartido clases en la University of Stirling (Reino Unido), la Arizona State University (Estados Unidos) y la Universidad de los Andes (Chile). Ha sido Visiting Scholar en Fordham University y George Washington University. Es coeditor de Landscapes of the Self. The Cinema of Ross McElwee (2007) y autor de El cine de no-ficción en Martín Patino (2008). Su último libro ha sido editado por Palgrave McMillan: Emotions in Contemporary TV Series (2016). Desde De los autores 329 hace cinco años, su trabajo académico se centra en la televisión anglosajona, sobre la que ha publicado estudios referentes a la naturaleza del relato televisivo, la evolución del zombi, Breaking Bad, The Wire, The Shield, In Treatment o Supernatural. Actualmente está trabajando las relaciones entre emociones e identidad en el relato televisivo. Ha sido colaborador durante tres años del programa La Mañana en la cadena Cope, escribe en Jot Down Magazine y regenta el blog Diamantes en Serie. [email protected] / diamantesenserie.com

Luis García Fanlo Doctor en Ciencias Sociales y Sociólogo por la Universidad de Buenos Aires, donde además se desempeña como profesor de grado y posgrado. Es investigador en el Instituto Gino Germani, investigador del Centro de Investigaciones en Mediatizaciones y miembro del comité académico del Programa de Investigación en Estudios Culturales de la Universidad Nacional de Rosario. Es miembro de la Asociación Argentina de Estudios sobre Cine y Audiovisual (Asaeca). Ha publicado los libros Genealogía de la argentinidad (2010) y El lenguaje de las series de televisión (2016). [email protected]

Julio Hevia Garrido Lecca Psicólogo por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Magíster en Comunicación y Cultura por la Universidad Federal de Río de Janeiro y cate- drático en la Universidad de Lima. Ha publicado los libros El limeño como estereotipo (1986), Pantallas, frecuencias y escenarios (1994) y Lenguas y devenires en pugna. En torno a la posmodernidad (2002), ¡Habla, jugador! Gajes y oficios de la jerga peruana (2008), Del dicho al hecho. Vigencia y desgaste del saber proverbial (2016). Desde el 2015 lleva adelante, con el apoyo del Instituto de Investigación de la Universidad de Lima, el proyecto La triangulación oral: sobre el comer, beber y hablar en la cultura peruana y prepara un libro sobre ello. [email protected] 330 De los autores

Lilian Kanashiro Magíster en Ciencia Política y Gobierno y licenciada en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad de Lima y miembro de la Asociación Peruana de Semiótica y la Federación Latinoamericana de Semiótica. Entre sus publicaciones están Debates presidenciales televisados en el Perú: 1990-2011. Una aproximación semiótica (2016), El Perú a través de sus discursos. Oralidad, textos e imágenes desde una perspectiva semiótica, en coautoría con Celia Rubina (2015). También escribió “Cerrando campa- ñas. De militantes-simpatizantes a extras de televisión” (ALAIC, 2016), “Representaciones mediáticas del poder. El Congreso de la República en tres diarios regionales peruanos” (Felafacs, 2015) e “Intoxicados de marketing, anémicos de política. Los sondeos de preferencia electoral en el Perú” (2013). [email protected]

Sergio Marqueta Calvo Cursó estudios que van de la ingeniería informática hasta la filosofía y la escri- tura cinematográfica en la Universidad de Zaragoza, la Universitat Autònoma de Barcelona y la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Colabora en revistas de metal, rap, satíricas y de cine. En estas últimas, demuestra una impúdica falta de respeto al canon al no tratar a Almodóvar como un autor. También analiza con mórbida minuciosidad el lenguaje pornográfico y se ha lanzado a trazar una extensa monografía sobre Owen Wilson con la excusa de intentar repensar la crítica cinematográfica y las posibilidades de la escritura en el siglo xxi. @eserregeio

Julio César Mateus Doctorando en Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra, donde obtuvo el grado de magíster en Estudios Avanzados en Comunicación Social. Becario del Departamento de Comunicación y miembro de la Unidad de Investigación en Comunicación Audiovisual (Unica) de esa universidad. Profesor ordinario de la Universidad de Lima y docente invitado en maestrías de la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Casagrande, en Ecuador. www.juliocesarmateus.com De los autores 331

Johanna Montauban Bryce Licenciada en Comunicación por la Universidad de Lima. Candidata a magís- ter en Antropología Visual por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Magíster en posproducción gráfica y retoque digital. Se desempeña como docente en la Universidad de Lima y en la Universidad de Ciencias y Artes de Latinoamérica. Trabaja como consultora en proyectos de desarrollo, diseña- dora y realizadora audiovisual para diferentes empresas e instituciones. [email protected] / [email protected]

Ricardo Olavarría Ginocchio Licenciado en Literatura Hispanoamericana por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor de diversos cursos relacionados con el lenguaje, la comunicación y la literatura en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Autor del artículo “La boca del dormido. Un acercamiento a la voz de Raúl Deustua” (Hueso Húmero, 2014). [email protected]

Guillermo Vásquez Fermi Magíster en Comunicaciones por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Forma parte del grupo de investigación Observatorio Audiovisual Peruano (OAP) y del equipo de investigadores peruanos para el Observatorio Ibero- americano de la Ficción Televisiva (Obitel). Ha escrito diferentes artículos para las revistas Tren de Sombras, La mirada de Telemo y Conexión. Es coautor del libro Representación e inclusión en los nuevos productos de comunicación, y de los capítulos peruanos del Anuario Obitel entre los años 2013 y 2016. [email protected]