La Justicia De Los Errantes
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1923. Las huelgas y los asesinatos ahogan España mientras el temido movimiento anarquista cobra fuerza entre las clases empobrecidas. Los generales, con Primo de Rivera a la cabeza, toman el poder para salvar el trono de Alfonso XIII e inician una feroz represión militar contra los anarquistas. Ya no queda ningún lugar seguro en el país para sus militantes, perseguidos y sin recursos para continuar la lucha. Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, dos de los miembros más destacados de los Solidarios, esperan exiliados en París la oportunidad de ajustar cuentas con la dictadura cuando deciden emprender su aventura americana. Cruzarán el Atlántico en busca del sueño revolucionario, pero el inspector de policía Ernesto Valenzuela no conocerá fronteras a la hora de acabar con los dos últimos héroes del anarquismo español. «Una novela importante en estos tiempos de escepticismo, de resignación ante el avance de la inhumanidad.» Qué leer LA JUSTICIA DE LOS ERRANTES Jorge Díaz Edición digital: Carretero Para Alejandro, Jorge, Paula, Gonzalo, Jimena y la pequeña Mireia Nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Ese mundo está creciendo en este instante. Buenaventura DURRUTI * El anarquismo es un cristianismo sin Dios. Todos los desposeídos, los exaltados, los maltratados, los rebeldes, se unen a él. Pío BAROJA * Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles. Eduardo GALEANO 1 Zaragoza, primavera de 1923 Ni cuando se está convencido de que es de justicia, resulta fácil matar a un hombre. Mucho menos hacerlo a una hora marcada, tras varios días observándolo, pensando en él de la mañana a la noche. Aunque el que va a morir lo merezca, la culpa golpea una y otra vez la conciencia de su ejecutor. El coche negro, matrícula Z-135, en el que viaja el cardenal Soldevila reducirá su marcha, tal como ha hecho los cinco días que han vigilado la entrada. Antes de detenerse, el conductor tocará el claxon dos veces, como siempre. La madre portera se acercará acompañada por una criada a abrir la cancela. Francisco Ascaso y su compañero intentarán ejecutar al cardenal arzobispo de Zaragoza sin herir a nadie, ni a la monja, ni a los trabajadores de la finca, ni al chófer; al secretario del cardenal, su sobrino, tampoco, aunque no les falten ganas de cargárselo. Pero si fuera necesario no dudarían en matarlos a todos para cumplir con su compromiso de eliminar al arzobispo Soldevila, el protector de los pistoleros fascistas huidos de Barcelona. Sólo lo sentirían por la criada; los demás son cómplices del cardenal: manejan junto con él —o por lo menos aprovechan— el dinero de sus casas de juego en Aragón, contratan matones para romper las huelgas, financian a los pistoleros que se enfrentan a los anarquistas... Dicen que la madre portera es la amante del arzobispo. Si Ascaso prestara atención a lo que ha escuchado a sus compañeros de la CNT, creería que en este asilo se celebran verdaderas orgías. Los mismos bulos sobre los obispos de todas las diócesis corren en los locales del sindicato de todas las provincias. Probablemente no sea cierto, pero a los anarquistas les divierte pensarlo. Ascaso toca otra vez su pistola como si la fuera a perder, espera que a ninguna de las chicas del asilo se le ocurra aparecer por allí. Si existiera la posibilidad de herir a una de ellas no se atrevería a disparar. Las ha visto en los jardines los días que ha permanecido apostado vigilando, las ha observado taciturnas, castigadas por las monjas, o liberadas, riendo y charlando tranquilas cuando las religiosas no estaban pendientes de ellas. Hoy es el día del cardenal Soldevila, arzobispo de Zaragoza; hace dos semanas murió el teniente coronel Regueral, ex gobernador de León y Bilbao; pronto será el turno de más enemigos de los trabajadores: caerán todos, uno a uno. Ascaso tiene un nombre, uno muy especial para él, en la lista de objetivos: el del inspector Ernesto Valenzuela, el látigo de los anarquistas y su enemigo personal desde hace muchos años... Aunque no pueda verlo, oculto tras los setos en el otro lado del camino, esperando como él, imaginando la situación, comprobando su pistola una y otra vez, está Francesc Doménech. A Ascaso no le gusta su compañero: es un tipo duro, acostumbrado a la lucha y a la acción, pero habla demasiado y bebe en exceso. Doménech ha llegado a Zaragoza directamente de León, allí participó en el atentado que acabó con Regueral. A Ascaso y a Durruti les hubiera gustado ser los encargados de matarlo, pero no pudo ser: Durruti está en la Prisión Provincial de San Sebastián y a Ascaso le sigue la policía por todas partes. Pese a no cometerlo ellos —los dos activistas más eficaces—, el atentado fue un éxito. El teniente coronel Regueral, fiel a su chulería, se plantó en lo alto de la escalinata del teatro el día grande de la fiesta mayor de León para demostrar que no tenía miedo a los cenetistas, para que todo el mundo le viera desafiarlos. Los disparos coincidieron con los fuegos artificiales. Cuando sus escoltas se dieron cuenta de que algo anormal pasaba, José Regueral rodaba muerto hasta los adoquines de la plaza. Los policías aún no saben desde dónde se abrió fuego contra él; mucho menos quién lo hizo. Buenaventura Durruti saldrá pronto de la cárcel. De hecho ya debería haber salido y le están reteniendo ilegalmente; le acusan, a falta de otra cosa, de insumisión al Ejército. Tenerlo preso acabó con su estrategia; no podían detenerlo otra vez, culparle de la muerte de Regueral, torturarle para que confesara lo que ellos quisieran, tal vez aplicarle la ley de fugas. Los enemigos de la clase obrera están desconcertados, no saben quién los mata y temen ser los próximos en caer. Los Solidarios seguirán unidos en su lucha. Una vez más devolverán golpe por golpe y se vengarán en nombre de los trabajadores. La hora se acerca, a menudo el cardenal Soldevila almuerza allí, en el asilo-escuela al que ha bautizado con su propio nombre. Aloja a ciento cincuenta chicas en ese caserón blanco y dicen que abusa de ellas, igual que de las monjas. Es viejo, tan viejo que ni el más malintencionado de los compañeros podría creerlo. Hoy han sabido, gracias a un empleado de cocina afiliado al sindicato, que a la una tenía invitados a comer en el Palacio Arzobispal de Zaragoza, su residencia. Sólo después de reunirse con varios párrocos de la provincia hará su visita diaria: vendrá a ver a su amante, como dice todo el mundo. Esperan que el coche negro, un Ford T, aparezca sobre las tres. Faltan unos minutos. Ayer, una indiscreción involuntaria de Francesc Doménech estuvo a punto de abortar la operación. Una de las mandaderas de las monjas se encontró con él al salir del asilo y se saludaron; tres horas después, cuando ella regresó cargada con la compra, se cruzaron de nuevo. A la mandadera le extrañó aquel hombre que echaba la mañana entera sin hacer nada y le preguntó si necesitaba algo. El catalán salió del paso preguntando por la entrada a una finca cercana, una pregunta absurda en un camino rural como el que vigilan: nadie se pierde allí tres horas. Doménech se lo contó a Ascaso y decidieron que abandonara su puesto y volviera a la discreta casa que han alquilado en el barrio de las Delicias, del otro lado de la carretera de Madrid. Ascaso se quedó vigilando, atento a que no hubiera ningún cambio de costumbres, ninguna presencia extraña. Sólo cuando se convenció de que la mandadera no se había alarmado, y de que probablemente había olvidado el encuentro, decidió que seguirían adelante con el atentado. Agachado como está para no ser visto, a Ascaso le duele la pierna izquierda. Teme que se le duerma, caerse al saltar a la carretera y no llegar a tiempo cuando el coche frene su marcha. Cambia el peso de una pierna a otra, está en tensión; dentro de muy poco harán lo que han venido a hacer. No hay que pensar, es justo: no van a matar a un hombre sino a un enemigo de los trabajadores. De repente, todo se precipita: el motor del coche, el claxon, los dos anarquistas apareciendo con las pistolas en alto desde detrás de los setos. El primero en salir del coche, alarmado, es el chófer. No trata de defender al cardenal, tampoco huye: se arrodilla y pide clemencia. Ascaso le ordenaría que se levantara, le enseñaría que un hombre no se arrodilla delante de otro hombre, que eso sólo lo exigen los curas, pero no hay tiempo. El cardenal Soldevila ocupa el lado del coche por el que se acerca Ascaso. Nunca le había visto. Sabía que era viejo, pero es mayor de lo que esperaba, más de ochenta años. Tiene cara de pánico y no acierta a abrir la puerta. Quizá nunca lo haya hecho solo, quizá siempre esperara a que un criado la abriera por él. A tres metros de distancia, Ascaso empieza a descargar el arma contra su cuerpo, a media altura, para no fallar, una y otra vez. Desde el lado contrario, Doménech hace lo propio. Los dos con cuidado, de la parte delantera del vehículo hacia atrás, para no herirse el uno al otro en el fuego cruzado. No deja de apretar el gatillo hasta que agota el cargador, igual que su compañero. Oye los gritos de la monja que acude a abrir la puerta. Por muy religiosa que sea, les está llamando hijos de puta. —Canallas, hijos de puta... Los dos echan a correr campo a través, como han planeado los últimos días.