UNIVERSIDAD DE CHILE FACULTAD DE ARTES ESCUELA DE ARTES

ESTUDIO DE LAS PERCEPCIONES DE LA OBRA DE

MAGDALENA Y AURORA MIRA MENA EN LA PINTURA CHILENA DEL SIGLO XIX

Tesis para optar al grado de Licenciatura en Artes con Mención en Teoría e Historia del Arte

Tesista: Macarena Rojas Líbano Profesor Guía: Enrique Solanich

SANTIAGO - CHILE

2006 2

Agradecimientos

Ellos y ellas lo saben…

3

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 4

OBJETIVOS 6

JUSTIFICACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN 7

CAPÍTULO I

La mujer durante el siglo XIX 9

CAPÍTULO II

El desarrollo de la pintura chilena y la presencia femenina 16

CAPÍTULO III

La Academia de Pintura y la actividad artística en el siglo XIX 23

CAPÍTULO IV

La familia Mira Mena 27

Magdalena y Aurora Mira: Estudios e influencias 34

Los Salones Oficiales de Pintura 37

La obra de las hermanas Mira vista por los críticos de arte 40

La pintura de Magdalena y Aurora Mira 47

CAPÍTULO V

La obra de Magdalena Mira Mena 59

CAPÍTULO VI

La obra de Aurora Mira Mena 70

CONCLUSIONES 83

BIBLIOGRAFÍA 87

ANEXO 90

4

INTRODUCCIÓN

En la corta vida de las artes plásticas en Chile, la contribución femenina al arte aparece documentada tardíamente. Múltiples razones contribuyeron a ello, especialmente lo relacionado con la formación educativa de la mujer, ya que el rol que la sociedad le tuvo asignado fue incompatible con el desarrollo y perfeccionamiento de sus capacidades personales, más allá del ámbito estrictamente familiar. Empero, durante el transcurso del siglo XIX se vislumbró una paulatina incorporación de ésta al quehacer cultural, intelectual y, sobre todo, artístico, pero tal apertura sólo se registró en la llamada alta burguesía. Esta situación se vio avivada por el auge de las reuniones sociales, en las que se discutía acerca de actualidad y cultura y en donde particularmente, todo lo referente a la pintura resultó ser un contenido infaltable desde la creación de los Salones de Pintura.

Fue gracias a este auge en la vida cultural, fomentado, entre otras cosas, por la estabilidad social política y económica imperante en el país, que la mujer comenzó a participar, aunque no de manera preponderante, dentro de la vida activa y pública, sin compensar totalmente las insuficiencias de su educación.

La instrucción de ellas se hizo más bien de manera informal, al relacionarse con figuras ilustres, con personajes más cultos y con diversos extranjeros que se avecindaron en el país. Esta situación les permitió la adquisición de nuevos y más profundos conocimientos, distantes y diferentes de los que les proporcionaron la enseñanza familiar, las instituciones religiosas y los colegios de señoritas, en los que se generaba gran parte de su educación. Como nunca antes germinó un canal de comunicación entre ambos sexos.

Estas circunstancias, paulatinamente, permitieron que se produjera, a fines del siglo XIX, un hecho cultural inédito que marcó el triunfo definitivo y el inicio público de una actividad pictórica que había comenzado tímidamente, pero que ya contaba con algunas figuras precursoras. Por primera vez, numerosas pintoras aficionadas tomaron la iniciativa de enviar sus trabajos a los Salones de Pintura.

En el Salón de 1883, realizado en el Congreso Nacional, en el que participaron figuras de la talla de Pedro Lira y Ramón Subercaseaux, por vez primera la mujer obtuvo modestos premios y se encontró en mayoría frente a los hombres, en una relación de 18 a 23, la que aumentó considerablemente en los años siguientes. Sin embargo, dentro de este cuantioso grupo de

5 expositoras, tan sólo unas pocas sorprendieron a los entendidos por su talento pictórico, a pesar de los limitados estudios artísticos que la época les había conferido. Entre ellas se encontraron las hermanas Magdalena y Aurora Mira Mena.

Aunque su condición social les impidió dedicarse a un profesionalismo integral, estas jóvenes pertenecientes a la clase privilegiada se dedicaron con entusiasmo al arte y, sin querer, rompieron y reaccionaron con lo que la época había asumido para ellas. De este modo atrajeron la mayor parte de las miradas, los comentarios y los aplausos, al tiempo que detonaron profusos artículos en la prensa, entre los que fue fácil advertir el agrado con el que fueron recibidas:

Vemos aparecer y afirmarse de una manera elocuente, por todos reconocida, tres talentos distinguidos, originales, llenos de las más lisonjeras promesas. Los nombres de las señoritas Mira y de la señorita Celia Castro, ayer poco conocidos, son ahora los más populares en las dos capitales de Chile: y Valparaíso. 1

En los años siguientes su participación no se detuvo, se agregaron los salones de 1885, 1886, 1891 y 1895, donde igualmente alcanzaron las más altas recompensas y cumplidos de una crítica que utilizó hacia ellas un lenguaje directo, que elogió tanto sus características técnicas como su frescura. Sin embargo, muy pronto la presencia de estas dos figuras tan notorias, a las que se les había augurado un futuro prometedor, se extinguió dentro del más apabullante silencio y, aunque se hicieron notar algunos lamentos, pareciera ser que para la época el hecho no causó mayor extrañeza. “Las hermanas Mira habían cumplido lo más importante de su misión. Después se cerró sobre ellas el silencio de la intimidad, y no mucho más tarde el del olvido” (Carvacho 1953, p. 13).

Ese citado mutismo radicó en la especial condición de la mujer que, una vez casada, se veía recluida a las actividades propias del hogar. No había excepciones y con mayor razón lo fue para estas “señoritas” que, aunque fueron criadas bajo el alero de una de las cunas más poderosas, cultas e instruidas de Santiago, no pudieron escapar de los dictados de su tiempo y del conservadurismo propio de las familias más pudientes.

A partir de los antecedentes de la presencia femenina en la pintura chilena y, especialmente en la consideración que se tuvo en la época hacia las hermanas Magdalena y Aurora Mira, fue que

1 Las Bellas Artes en la Exposición (1884, Noviembre 6). El Ferrocarril.

6 surgieron en la tesista numerosas interrogantes tales como: ¿Cuál fue la razón para que las hermanas Mira fueran tan reconocidas en su época?, ¿inscribieron la presencia femenina en el quehacer artístico nacional?, ¿cuáles fueron las razones por las que alcanzaron una favorable evaluación de su obra pictórica?, ¿cuál fue la razón para que expusieran durante un período tan breve de tiempo y desaparecieran sin trascender?, ¿qué logros pictóricos en la pintura chilena pueden atribuírseles?.

En síntesis, para dar respuesta a las interrogantes señaladas en la presente tesis, se investigó sobre la situación particular de la mujer chilena de élite dentro del entorno social del siglo XIX, especialmente durante la segunda mitad, su modo de vida, su educación y el rol que desempeñó en la sociedad. Posteriormente, se indagó en las características y el desarrollo de la pintura chilena, junto con sus principales exponentes y, derivado de ello, la incorporación femenina al quehacer artístico nacional, sus precursoras extranjeras y la primera generación. También se analizó el entorno familiar en el que crecieron ambas hermanas, sus estudios e influencias. Se examinó el significado de su breve, pero maciza participación en los Salones de Pintura entre 1883 y 1895 y su temprano alejamiento; las impresiones con que fueran recibidas y los cuestionamientos que se generaron a partir de su aparición en la vida pública. Finalmente, la tesis presenta un análisis de la obra pictórica de las hermanas Mira Mena, lo que permite al lector formarse un juicio acabado sobre su significación en nuestra pintura.

En síntesis, la presente tesis se planteó la siguiente interrogante: ¿Cuáles son las percepciones acerca de la obra de Magdalena y Aurora Mira Mena en la pintura chilena del siglo XIX?

OBJETIVOS

General

Estudiar las percepciones acerca de la obra de Magdalena y Aurora Mira Mena en la pintura chilena del siglo XIX.

Específicos

Definir la situación de la mujer chilena en el entorno social y cultural del siglo XIX.

Describir el significado de la participación femenina en el quehacer pictórico nacional del siglo XIX.

Investigar los estudios e influencias en la obra pictórica de Magdalena y Aurora Mira.

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Evaluar la significación de la obra Magdalena y Aurora Mira en el ambiente de la época y en la pintura chilena.

JUSTIFICACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN

Al inicio de la historia de la pintura chilena, marcada tradicionalmente por una renombrada y variada pléyade masculina en la que destacaron los nombres de Pedro Lira, Alberto Valenzuela Llanos, Alfredo Valenzuela Puelma y Juan Francisco González2, llamó la atención que aparecieran de modo relevante algunas figuras de mujer. Esta investigación, si bien no podía abarcarlas a todas, buscó conocer cuál fue la contribución de ellas, hasta ahora tan marcadamente ignoradas en la pintura nacional.

Surgió desde ahí el deseo de rescatarlas, ya que fueron esos personajes inaugurales y sus iniciales manifestaciones pictóricas, que parecieron ser tan triviales y poco significativas, las que posteriormente se revelaron como trascendentales para el desarrollo de la plástica nacional. En este sentido, fueron esas primeras mujeres las que marcaron los cimientos para las futuras generaciones de pintoras, cuyas representantes trascienden hasta el día de hoy. Para el estudio acabado de este tema, fue necesario correr la cortina de la infancia de la pintura, en relación con los orígenes de las manifestaciones que conducen a explicar aspectos trascendentales de los fundamentos sobre los que reposa la pintura actual.

Magdalena y Aurora Mira representaron, en su elección de vida y en su obra, el paradigma de esta primera generación que ha sido de algún modo omitida. Lamentablemente, sus pinturas han permanecido un tanto olvidadas por los actuales historiadores del arte, quienes escuetamente las mencionan, lo que dificulta colocarlas nuevamente en la memoria colectiva. Probablemente esta sea la consecuencia que se traduce en el escaso material bibliográfico disponible sobre su vida y obra, situación que exige la necesidad de proveer de un texto cuyo peso teórico y crítico las instale en el lugar que les corresponde en la historia del arte pictórico nacional.

Esta tesista consideró necesario dar a conocer a estas figuras dentro del proceso histórico nacional, con el propósito de asignarles su justa dimensión. El propósito fue recuperar el material existente sobre ellas, su corta pero bullada participación en los Salones de Pintura. La idea matriz

2 Esta constitución es planteada por el crítico de arte e historiador Antonio Romera, quien reúne bajo la denominación de Los cuatro maestros, a quienes considera como los pintores más destacados e importantes en el desarrollo del arte chileno de fines del siglo XIX y principios del siglo XX (Romera, 1976).

8 giró en torno a elaborar un análisis de sus obras desde una visión integradora, que incluyera los datos biográficos y las diversas opiniones publicadas.

Para concretar dicho propósito fue preciso indagar en su factura, intencionalidad y expresividad, elementos todos, que posibilitaron reconstruir, en parte, esa historia olvidada.

El trabajo expuesto en esta tesis se sumerge en sus motivaciones más íntimas, valoriza sus producciones como reflejo de la intimidad de las hermanas, de su visión de mundo y, al mismo tiempo, desenmascara una temporalidad cultural específica.

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CAPÍTULO I

La mujer durante el siglo XIX

Fue el hogar, durante el siglo XIX, el centro de todas las actividades de la época y el lugar por excelencia del sexo femenino ya que eran ellas quienes lo manejaban y lo mantenían unido; en él, la familia siempre ocupó un sitial preponderante dentro del ambiente cultural, social e incluso político.

La familia estuvo marcada por un carácter patriarcal y por sobrias costumbres guiadas por un fuerte sentido religioso, que le permitió mantener por muchos años la solidez de su estructura. Con frecuencia se encontró compuesta por un gran número de integrantes, que incluía a los padres, varios hijos, criados e incluso, algunos parientes, quienes lograron desarrollarse en los más variados ámbitos de la actividad nacional tales como la política, el comercio, la agricultura, la salud y la educación. Este punto es trascendental, ya que esa diversidad de caracteres, intereses y conocimientos, influyó notoriamente en el aumento del bagaje cultural de sus miembros y en su posición privilegiada para acceder a una multiplicidad de conocimientos, especialmente en las clases acomodadas.

En esa época los pasatiempos habituales tenían relación directa con el contacto social y la vida al aire libre. Las damas se veían siempre acompañadas de alguna mujer mayor (nunca del brazo del hombre), se paseaban a pie por los tajamares del Mapocho o salían en carruaje a recorrer la ciudad, asistían con regularidad a la iglesia, a las carreras de caballos y al teatro. Pero, lo más llamativo, fueron los carnavales, las fiestas religiosas populares y, sobre todo, las tertulias.

Estas reuniones, tan características en las casas de la gente de élite se realizaban para celebrar algún suceso especial como matrimonios, bautizos o comuniones y fueron el lugar propicio para discutir, tanto los acontecimientos políticos como los temas culturales. Sin proponérselo a priori, llegaron a convertirse en un escenario ideal para que las jovencitas, fomentadas por sus padres, lucieran sus talentos a los invitados o posibles pretendientes, tocando un instrumento como el piano o la guitarra, cantando o bailando.

La educación femenina durante la primera mitad del siglo en estudio estuvo muy descuidada y fue suplida, en las situaciones que lo requerían, mediante el ingenio, la agudeza y los modales llenos de gracia y coquetería. Las jóvenes fueron criadas en base a principios cristianos, preparadas para el matrimonio como dedicadas, devotas y silenciosas esposas, madres y dueñas

10 de casa. En caso contrario, debían inclinarse hacia la vida conventual. Estas líneas de formación explican que sus intereses secundarios fueran los de la lectura, la escritura y la pintura, ya que para el cuidado del hogar no se necesitaban mayores conocimientos que los procurados por la propia madre y que comenzaban desde la más tierna infancia con las reglas de comportamiento, las labores de mano, la cuidadosa preparación de los platos y dulcería fina, el bordado y los estudios de piano, entre otros.

Durante la segunda mitad del siglo, gracias al auge de la educación institucionalizada y del resurgimiento cultural propiciado por la llegada de intelectuales extranjeros (que trajeron consigo las ideas románticas), se comenzaron a percibir cambios sustanciales que transformaron la vida social y las costumbres familiares con directa incidencia en el quehacer femenino.

En este período, Santiago pasó de ser una ciudad tranquila, a ser el centro del acontecer social. La grandiosidad y el lujo marcaron los nuevos hábitos sociales, en los que fue mucho más frecuente la vida nocturna, los bailes, las comidas y las salidas al teatro. Surgieron los barrios elegantes, se inauguraron las grandes mansiones junto a edificios y monumentos lujosos, lo que trajo como efecto grandes contrastes entre las viviendas del centro con las de las afueras. A lo anterior, se agregó un notorio cambio en el modo de vida entre la gente pudiente con respecto a las clases media y baja, quienes se mantuvieron fieles a las tradiciones y las costumbres.

A pesar de ello, la clase alta mantuvo la importancia de la vida familiar y el hogar continuó siendo el centro de la vida, aunque, poco a poco, sus lazos fueron menos estrechos y sus miembros masculinos comenzaron a dedicar mayor parte de su tiempo a las actividades que se realizaban fuera de él, tanto en los clubes como en las asociaciones político-culturales. A partir de ese momento, la imagen de moderación y recato de la mujer experimentó importantes variaciones, tal como lo explicara Teresa Pereira:

Hay frecuentes observaciones en memorialistas sobre el modo de ser de la mujer de

fines de siglo, a la cual censuran en comparación con la de épocas pasadas. Hay

críticas a su afición por los bailes, los teatros y las tertulias, en desmedro de sus

deberes. Las jóvenes han adquirido más libertad en sus modales y ya no salen

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acompañadas del padre, la madre o el hermano, como era lo acostumbrado (1978, p.

104).

Por su parte, las mujeres también comenzaron a exigir más libertades, reflejadas éstas en una mayor seguridad, evidenciada en sus salidas sin compañía, lo que unido al aumento de su interés en temas ilustrativos, les permitió una activa participación en reuniones grupales en las que se discutía especialmente sobre literatura. De éstas surgieron las ideas que abrieron a paso a la organización de centros culturales, de beneficencia y sindicales.

La tradición de los salones continuó con más fuerza que nunca, pero su eje principal lo constituyeron las conversaciones sobre la actualidad. Las veladas fueron una buena excusa para mostrar la pomposidad que incluyó en su decoración sofás tallados y tapizados en ricas telas, lujosos cortinajes y grandes espejos que adornaban las paredes, fiel reflejo de la moda francesa imperante. El adorno del hogar, el menú de la cocina y la preocupación por la vestimenta, que se llenó de gasas, sedas y adornos que se importaban de los talleres franceses, eran un reflejo más de los gustos de la época. Este nuevo interés social hizo que varias damas distinguidas abrieran sus propios recintos para recibir y codearse con lo más selecto del mundo intelectual y político.

Figura de avanzada y precursora en estas lides fue doña Isidora Zegers (1803-1869), quien reinó indiscutidamente en el plano musical. También se puede mencionar el salón de Enriqueta Pinto y el de Martina Barros Borgoño (1850-1944), a ellos asistían ministros, miembros del congreso, escritores, artistas y músicos que discutían sobre política, literatura, arte y teatro. En estos salones florecieron importantes debates críticos y en ellos la mujer comenzó a ser parte imprescindible, porque demostró su interés en la cultura y en el acontecer político del país. Dicha actuación se vio estimulada por el auge de la prensa que la mantenía informada sobre los temas de actualidad.

Esta elegancia y ostentación propia de las clases más pudientes, comenzó a convivir con la característica y profunda vida espiritual. Fue así que, las rigurosas costumbres religiosas y el cumplimiento de los ritos guiaron todas sus actividades, pero también dieron cauce a lo que puede considerarse como la primera lucha femenina. Por una parte, la defensa de las ideas religiosas (que se encontraban arraigadas desde la época colonial) y, por la otra el alejamiento del hogar para dedicarse a las obras de beneficencia.

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Esta situación les permitió salir lentamente de sus estrechos círculos, sin descuidar las tareas del hogar y sumadas a las mencionadas reuniones sociales se instalaron y transformaron su situación de un modo bastante radical para la época. Asombra ver cómo aparecieron, gracias a ellas, numerosas organizaciones de ayuda a los más necesitados, lo que contrastó con sus contadas actuaciones políticas, intelectuales y culturales de los años precedentes. Las damas no sólo se interesaron en la propagación de la fe, sino también influyeron en el financiamiento de la publicación de periódicos católicos como La Unión de Valparaíso.

La ilustración y la influencia liberal, cuyas armas que les permitieron levantarse y luchar por la defensa de la religión, permitieron que esa mentalidad religiosa tan estricta inclinara su peso hacia la educación y el desarrollo cultural de las mujeres, lo que provocó que su situación comenzara a dar nuevos frutos.

La rudimentaria instrucción femenina inicial en el hogar comenzó a ser complementada en algunos conventos, como el de las Agustinas o las monjas Claras. Posteriormente, se acrecentó con la creación de numerosos liceos particulares y fiscales, colegios religiosos para señoritas, auspiciados por las damas de clase alta. Las niñas más acomodadas asistían al Sagrado Corazón, en el que cursaban ramos relacionados con los principios básicos de aritmética, gramática, catecismo, historia sagrada, literatura e idiomas. La mayor parte del tiempo escolar se concentraba en las labores de mano, en las clases para una correcta actuación en sociedad y sobre todo, en la formación moral que tenía directa relación con las costumbres religiosas y la caridad. La creación de estos establecimientos permitió un mayor desarrollo de la educación que, aún cuando siguiera ligada a su actuación en el hogar, se sistematizó y reglamentó.

En relación con la pintura, las niñas estudiaban los principios del dibujo y del color, casi siempre se detenían en las copias tradicionales de cuadros de maestros consagrados y rara vez iban más allá de la sencilla acuarela. Al salir del colegio, se apresuraban a olvidar sus estudios artísticos, por ser consideradas:

Como futilezas deleznables en presencia de las graves y absorbentes preocupaciones

del peinado, el vestido y las tertulias que las esperaban en el mundo… En cuanto a

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pensar en exhibirlas en público, habría sido ofender vivamente el pudor de la autora,

como si el tener talento fuera una vergüenza. 3

El que apareciera algún temperamento singular y audaz, que no se ajustara a los moldes convencionales tuvo su inicio en el ambiente familiar más que en la incipiente institución escolar. Por esta razón, fueron las mujeres aristócratas, junto con las de clase media emergente, las que demostraron mayores inquietudes intelectuales y manifestaron el influjo de un medio que fue propicio a los cambios en su quehacer.

Todas las circunstancias mencionadas, sumadas a los avances producidos en el ámbito de la instrucción, provocaron una evolución en la mentalidad de la mujer, la que adquirió un mayor desarrollo intelectual y, paulatinamente, se hizo conciente de sus derechos. A fines del siglo emergieron las condiciones para integrarse a la actividad nacional, aparecieron las primeras profesionales y, numerosas señoras comprendieron que debían asumir nuevos roles y responsabilidades, diferentes a los que desempañaban hasta ese entonces.

Por su parte el Estado comenzó a mostrar interés al destinar parte de su presupuesto a la creación de establecimientos educacionales, liceos, talleres y escuelas técnicas (en algunos casos gratuitos), lo que aumentó la calidad de la educación y disminuyó las cifras que en los censos arrojaban un analfabetismo femenino cercano al noventa por ciento.

Durante la presidencia de Manuel Montt (1809-1880), se comprendió la importancia de la educación de la mujer, lo que provocó un auge en los programas de educación pública al crearse, en 1854, la Escuela Normal de Preceptoras. Este hecho marcó la incorporación de los planes de Educación Primaria a escala nacional, con la consecuente disminución de las diferencias de instrucción entre los sexos. En 1877 se decretó, no sin polémicas, que las mujeres podían obtener títulos profesionales4 y someterse a las mismas disposiciones de los hombres (lo que nunca fue en la práctica) e incorporarse a la vida económica para ejercer una profesión. Toda una revolución para la época que rompió una gran cantidad de prejuicios cuando vio nacer una nueva generación

3 Juan de Santiago. (1887, Julio 24). Semanas de Santiago. La Unión Valparaíso. 4 La primera mujer en ingresar a la Universidad de Chile fue Eloísa Díaz (1866-1950), quien se matriculó en la Escuela de Medicina y junto a Ernestina Pérez (1868-1954), fueron las primeras profesionales de América Latina (www.memoriachilena.cl).

14 que dejaba atrás esa incapacidad que históricamente la había rodeado. Ya no existían excusas y la sociedad completa comenzó, gradualmente, a esperar otra cosa y ellas mismas, al unirse a los planteles estudiantiles e incorporar silenciosas demandas, demostraron cuánto había cambiado en sus intereses.

En la última etapa del siglo, mientras el campesinado se empobrecía, la clase alta obtenía las mayores ventajas al participar de manera activa en las decisiones del gobierno. Aspiró a los mejores empleos y no temió ostentar sus riquezas ni manifestar sus opiniones y, aunque ambas clases compartieron las ventajas del nuevo orden de las cosas, es ésta última la que se encontró en mejores condiciones para recoger los frutos que se les ofrecían.

En suma, al iniciarse el siglo XIX, los protagonistas de la historia eran sólo los hombres, ellos se debían a la actuación pública y las mujeres al mundo privado. Tanto la cultura como la educación y la vida en el hogar dejaban mucho que desear en relación con el desarrollo de sus capacidades y su mundo se movía dentro de esos estrechos límites. Hasta esa época se mantuvo el ideal femenino impuesto por la tradición y la religión: pureza, sumisión y rígida obediencia a las normas establecidas. Pero, a partir de la década del cincuenta, la mujer, especialmente la de clase alta, comenzó a despertar de su estado de postergación, incentivada por la literatura francesa y los contenidos de la prensa. Sin embargo, aunque llegó a exigir, silenciosamente, su derecho a la educación y al trabajo, su situación ante la ley no mostró avances significativos, pero las mejoras educativas habían abierto sus caminos y ya no pudo quedar aislada esta vez.

Irrumpieron así en la vida pública, sobre todo en el campo literario y artístico, en el que demostraron con creces que poseían las facultades y los talentos, sólo que no había existido ningún tipo de incentivo ni exigencias para su desarrollo educativo e intelectual. Por ello fueron escasas las figuras que se mantuvieron informadas y fue natural que pertenecieran, casi exclusivamente, a las familias más acomodadas porque poseían un mayor bagaje cultural.

En el caso de la actividad pictórica femenina, se puede desprender que su atraso se debió a todas esas circunstancias que coartaron, en gran medida, su libertad y desarrollo de aptitudes. El arte es un producto social, condicionado por la atmósfera material y cultural en el que germina. Un producto de la combinación de elementos históricos, económicos, religiosos y políticos, de los cuales nacen las inquietudes. Es por ello que el desarrollo de la creación no ocurre de manera independiente a esas condiciones, sino por el contrario, al ser ésta una concepción de mundo, se

15 encuentra próximo a su realidad social. Demoraron en insertarse al ambiente de la plástica nacional, ya que necesitaron contar con mayores armas para que esto ocurriera.

Las primeras obras fueron bastante tímidas y primitivas, se encontraron asociadas más con una distracción momentánea que con un vuelo creativo mayor, pero con el correr de los años, al presentárseles condiciones más favorables, se transformó en una actividad que cobrará un desarrollo inusitado a partir de 1883, fecha en la que aparecen las bases del primer movimiento pictórico femenino que tuvo, desde entonces, cultivadoras destacadas.

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CAPÍTULO II

El desarrollo de la pintura chilena y la presencia femenina

Durante la época colonial la pintura tuvo una escasa actividad y las primeras manifestaciones culturales, dominadas por las ideas religiosas y el afán evangelizador, se importaron desde los talleres de la Escuela Quiteña, que abasteció nuestro modesto mercado con cuadros religiosos y algunos retratos.

Es por ello que si la Colonia no fue prodiga en este tipo de creaciones, fundamentalmente masculinas y anónimas, lo fue menos en relación a las de la mujer. Igualmente, durante el periodo existieron algunos antecedentes tímidos de lo que fuera su primera expresión artística, en las llamadas “Lozas de las Monjas”, cerámicas realizadas en greda, de inspiración costumbrista, junto con algunas escenas de Belén y La Sagrada Familia.

Años más tarde, cuando el país consolidó su vida cívica y se afianzó la Independencia, se produjo un despertar cultural que, en el ámbito artístico, influyó en la perdida de vigencia de la pintura colonial, dando paso a una que eludía lo religioso, destacaba el mundo terrenal, al hombre y a su importancia dentro del quehacer histórico.

Chile no demostró verdadera preocupación e interés por la pintura, sino hasta la llegada de algunos artistas extranjeros atraídos por la naciente estabilidad. En relación con el trabajo artístico realizado por mujeres se apreció una situación similar. Pudo comenzar a advertirse silenciosamente su presencia y su valorización de la actividad, gracias a la llegada de algunas extranjeras provenientes de países con mayor erudición. Fueron éstas quienes, al propagar sus inquietudes artísticas, propiciaron la eclosión de la pintura femenina en el ámbito nacional.

“En el círculo de la enseñanza artística femenina desempeñó un rol de importancia el Colegio de Pensionistas de Santa Rosa, de la calle Merced, que regentaron con responsabilidad los educadores argentinos Bienvenida y Procesa Sarmiento y Benjamín Lenoir” (Pereira 1992, p. 55).

Procesa Sarmiento de Lenoir (1818-1899), hermana menor de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888)5, fue una figura adelantada que tuvo gran importancia en el desarrollo de las

5 Político, escritor, pedagogo y presidente argentino que desarrolló en Chile una importante labor cultural y educacional (www.memoriachilena.cl).

17 habilidades artísticas en el ambiente educacional femenino. Instruida en el campo de la pintura en Argentina, su país natal, en donde recibió clases de pintura y dibujo, llegó a Chile en 1841, fecha en la que abrió una escuela en la ciudad de San Felipe. En 1845 se trasladó a la capital, en donde continuó sus estudios artísticos con Raymond Monvoisin.

En 1851 dirigió, en Santiago, el Colegio Pensionistas de Santa Rosa junto a su hermana Bienvenida, quien se especializó en la enseñanza de labores para el hogar y en la técnica del dibujo aplicado al tejido en lanas. Procesa, en cambio, se dedicó a realizar diversas copias de los cuadros del maestro bordelés, junto con numerosas acuarelas y retratos, entre los que destaca el del presidente Manuel Montt.

Durante el período inicial de la pintura, es imprescindible mencionar el influjo de la escritora y viajera inglesa Mary Graham (1785-1842). Esta mujer sumamente culta y con una marcada sed de conocimientos, pronto se transformó en una maravillosa cronista e historiadora que dejaría un legado de gran relevancia.

Hija de un marino de profesión, que le inculcó su pasión por los viajes, recibió desde niña una completa educación en arte y humanidades. Su formación pictórica la recogió de William de la Motte (1775-1873) y los principios estéticos de Sir Joshua Reynolds (1723-1792). El primero, en lecciones perfectamente académicas, le señaló los modelos de las marinas y los paisajes, aprendizaje que le proporcionó un gran sentido de la perspectiva.

Casada en 1809, con un capitán de la marina, visitó las costas de Sudamérica y llegó a Chile en 1822. Como resultado de su estancia en el país, publicó su diario de vida denominado Diario de mi residencia en Chile en 1822. En él plasmó sus observaciones sobre la sociedad criolla de Valparaíso y de Santiago, su idea del país, expresada en las costumbres de sus habitantes y las fiestas religiosas y la gente más influyente del ámbito político y cultural con las que trabó amistad. Gracias a ello es que se posee actualmente una fuente viva del estado del país durante los primeros años de la Independencia.

Como documento histórico, su diario tiene gran valor, sin embargo, en esta tesis adquieren mayor preeminencia los dibujos a lápiz y las acuarelas que acompañan sus escritos. En ellos, Graham supo captar los detalles del paisaje, sus bocetos de las zonas que visitó pusieron en evidencia sus cualidades gráficas y su sentido retiniano, junto con su capacidad de síntesis y selección, en

18 composiciones perfectamente ilustrativas y descriptivas, motivadas por el espíritu científico de la época.

Por último, fue ella misma quien entregó una noción de la pintura que se realizaba en ese entonces en el país. Se evidenció en aquellas páginas, su preocupación por el poco avance que ésta experimentaba, debido al escaso contacto con las obras europeas, lo que la llevó a afirmar: “No creo que haya actualmente en todo Chile un solo pintor, nacional y extranjero, y me duele pensar que el país tiene aún que atender a muchas cosas de importancia más apremiantes que las bellas artes” (1953, p. 84).

Años más tarde (1848), de la mano de Raymond Monvoisin apareció la francesa Clara Filleul (1822-1888). Poco se sabe de esta mujer, discípula del pintor, que llegó para colaborar con él en la producción de sus pinturas en su taller de la Calle Monjitas. En este lugar, Clara realizaba, por medios mecánicos, los estampados de los encajes que decoraban los trajes de las damas, junto con miniaturas y réplicas de sus grandes lienzos, cuyo valor, en la actualidad, se considera más bien documental, ya que parte de las obras de Monvoisin se perdieron.

Sus obras personales, realizadas en formato y técnica tradicionales, se vieron siempre opacadas al lado de las de su maestro, aunque se diferenciaron de éstas, porque fueron de pequeña dimensión, de factura apretada, algo toscas y sumamente apegadas al detalle. Se sabe que presentó algunas de ellas en exposiciones nacionales en los años 1852 y 1854.

Cabe destacar que sus obras como retratista para una clientela de élite, alcanzaron notoriedad, ya que por primera vez, numerosas personalidades públicas, como el almirante Blanco Encalada, solicitaron ser plasmadas por el pincel de esta mujer.

Otra ilustre visitante, la primera artista de consideración que golpeó a la opinión pública coetánea, según señala Pereira Salas, fue Clara Álvarez Condarco Duddig (1825-1865). Nacida en Londres, en donde su padre (argentino), se encontraba al servicio de Chile, recibió una educación privilegiada que se vio reflejada a su regreso al país, alrededor de 1839. Su alto grado de cultura y de refinamiento le permitió dedicarse a la enseñanza, a traducir ensayos y libros de autores franceses e ingleses y a escribir artículos literarios y críticos para el diario El Mercurio de Valparaíso.

En el campo artístico, poco se conoce de sus obras y de su actual paradero. Se sabe que recibió clases en los talleres de Monvoisin y de Juan Mauricio Rugendas y, que sus primeras pinturas las

19 envió a la Exposición Nacional, organizada por la Cofradía del Santo Sepulcro (1849), en la que fue galardonada con la primera medalla.

Finalmente su predisposición literaria fue más fuerte y decidió dejar los pinceles para dedicarse al periodismo, a través del cual sembró sus ideas feministas en diversos ensayos sobre la educación y el rol de la mujer.

Todas estas extranjeras que arribaron al país por diversas razones, fueron quienes comenzaron a sembrar inquietudes y con ello, a sentar las bases de lo que sería el movimiento pictórico femenino. Fue su presencia ejemplar, unida a la nueva situación económica y cultural imperante en el país, lo que permitió que se comenzara a tomar con mayor seriedad la actividad cultural entre las chilenas y que muchas de ellas lograran desarrollar su sensibilidad artística, apoyadas por algunos pintores de renombre.

Fue en ese momento que apareció Paula Aldunate Larraín (1812-1884), quién ha sido distinguida como “el más antiguo vestigio de la actividad artística entre chilenas” (Abarca 1975, p. 11). Fue alumna de Rugendas y sus dibujos y acuarelas, principalmente paisajes de reducido formato, poseen significativos rasgos románticos que siguen la línea de su maestro.

También es preciso mencionar a Agustina Gutiérrez Salazar (1851-1886), nacida en San Fernando en el seno de una familia numerosa, sumamente culta e interesada en el arte. Ella fue la primera mujer que, en 1866, recibió clases de Alejandro Cicarelli en la Academia de Pintura y al cabo de algún tiempo, transformó la pintura en su profesión.

Realizó más de 2.000 obras, entre las que se cuentan numerosos retratos de señoras de la alta sociedad, motivos mitológicos, temas épicos, naturalezas muertas y composiciones que fueron destacados por la prensa nacional en varias oportunidades, lo que le permitió una participación destacada en las exposiciones de 1875 y 1884. Asimismo, desempeñó una labor educativa al ser designada, por el gobierno, como la primera profesora de dibujo en una escuela del Estado.

Otra pionera de la pintura chilena es Clarisa Donoso Bascuñan. Nacida en una acomodada familia talquina, recibió de su padre, Andrés Donoso Cienfuegos, educado en Francia, el gusto por la cultura en general y por el arte en particular.

Estudió en Santiago con Francisco Mandiola (1820-1900), amigo de la familia y abordó no sólo las copias sino también el retrato al natural, el que realizó de manera más bien técnica. Conoció el

20 género paisajístico a través de sus visitas al taller de Antonio Smith (1832-1877) y recibió lecciones de Cosme de San Martín (1850-1906), quién la preparó para el concurso de Artes e Industrias de 1872, exposición que dio gran impulso a las bellas artes, en la que obtuvo mención honrosa.

De sus obras Pereira Salas expresa: “todos ellos de un sustantivo valor de época demuestran habilidad técnica en la reproducción de las formas, el gusto por la reproducción casi fotográfica de los modelos, y una cierta destreza que le permite construir con acertada perspectiva sus cuadros” (1992, p. 196).

La exposición de 1876, organizada por Benjamín Vicuña Mackenna en el cerro Santa Lucía dejó al descubierto los talentos de María del Tránsito Prieto y de Dolores Vicuña de Morandé, a quienes les auguraron un brillante porvenir. La primera, alumna de Antonio Smith, e interesada por ende en el paisaje, presentó un óleo de un fundo de Parral y dos copias, como era la costumbre. Por su parte, Dolores Vicuña envió dos cuadros con contenidos mucho más ingenuos: Paisaje con Patos y Pollitos recién nacidos, junto con la copia de un cuadro costumbrista, en los que demostró la técnica de su dibujo.

Finalmente, el triunfo de la mujer en el arte se evidenció cuando se inauguraron los Salones Oficiales de Pintura (1882) para las artes plásticas y se realizaron con regularidad exposiciones colectivas, pero la conquista definitiva puede ubicarse fidedignamente a partir de 1883 y 1884, con la cuantiosa concurrencia de pintoras aficionadas que presentaron sus obras.

Entre esta primera falange de mujeres, también estuvieron presentes las hermanas Luisa y Raquel Huidobro; Isolina, María Luisa y Laura Pinto; Regina Matte, Rosa Ortúzar, Natalia Pérez, Mercedes Sánchez, Dolores Vicuña de Morandé y Magdalena Mira, a las que se agregarían, en la exposición del año siguiente, la ya destacada Celia Castro6, María Cafarlli, Valentina Paganani,

6 No puede dejar de hacerse una breve mención a Celia Castro (1860-1930). Nacida en Valparaíso, estudió pintura con el pintor alemán Pedro Olsen (1855-1890), con Juan Francisco González y Pedro Lira. En 1908, luego de exponer en las exposiciones de 1883, 1887 y 1889, aceptó una beca que le otorgó el gobierno para trasladarse a París en donde expuso con cierto éxito. Sus pinturas se caracterizaron por la utilización del óleo y temáticas tales como retratos, paisajes y naturalezas muertas, preferentemente de formato reducido. Es considerada por Pereira Salas como la primera pintora profesional de nuestro país (1992, p. 205), ya que no tuvo otra meta que el ejercicio desinteresado del arte.

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Delfina Pérez, Ana Bruce, Margarita Fabres, Zoila Avaria de Morandé, Javiera Ortúzar, Ana Luisa Ovalle y Aurora Mira, todas ellas compensaron con creces la escasa presencia femenina existente hasta ese momento.

En todo el territorio se abrieron las puertas a la actividad pictórica femenina, en La Serena, María Rojas; en Concepción, Amelia Castro; en Valparaíso Genoveva Merino Marín, Blanca Saint Marie de Ossa, Mercedes Vergara y Dolores Álvarez Concha, alumnas de Alfredo Helsby y cultivadoras del género costumbrista. Al igual que ellas, también muchas extranjeras residentes en el país se hicieron presentes.

Lamentablemente la mayor parte de las pintoras mencionadas pasó al olvido, por lo que en la actualidad se desconoce el paradero de muchas de sus obras, dificultándose su puesta en valor. Sólo un reducido grupo alcanzó un lugar destacado en la historia, llamando la atención de la época, no por una especie de subversión, sino más bien porque verdaderamente poseyeron gran talento y una sensibilidad que sobresalió entre las demás.

¿Por qué recién en 1884 se produjo tanto interés femenino por participar en los Salones de Pintura? De lo anteriormente expuesto puede inferirse que el deseo de formar parte del quehacer artístico siempre existió, pero su presencia fue documentada tardíamente, como consecuencia del rol que le fuera asignado a la mujer y que hizo imposible el desarrollo de sus talentos pictóricos o cualquier tipo de actividad en un plano más profesional y competitivo, patrimonio exclusivo del género masculino hasta entonces.

El rol social de la mujer no era compatible con el desarrollo de sus capacidades, su educación continuaba ligada con las tradiciones de tipo colonial, destinada a convertirla casi exclusivamente en dueña de casa. Pero durante esta época, a la estabilidad político-económica, sumada a una intensa actividad cultural, la gran cantidad de tertulias y los Salones de Pintura, permitieron su entrada y facilitaron el contacto de la mujer - mayoritariamente de clases acomodadas - con la otra realidad de la pintura, con el mundo serio del arte, con numerosos intelectuales y pintores extranjeros con posturas consolidadas.

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Un cambio sustancial sobrevino a la sociedad chilena, había llegado el momento en que la mujer, incorporada al quehacer artístico nacional, logró desarrollar una vida cultural mucho más intensa y rica, codeándose con mayor “igualdad de condiciones” con los pintores más importantes del período, ante los cuales, muchas de ellas ya no se sintieron en desventaja, sino todo lo contrario.

Todas estas pintoras, las más destacadas, junto con las de escaso mérito artístico, fueron quienes prepararon el terreno para la posterior manifestación del arte femenino. Ellas fueron buenos ejemplos para estimular las inquietudes artísticas y abrir los nuevos horizontes, que se revelarían amplios a partir de la década de los

ochenta. Im. 1: Magdalena y Aurora Mira.

Este fue el ambiente artístico femenino en el que crecieron Magdalena y Aurora Mira (Im.:1). Ambas tuvieron la suerte de presenciar y ser parte de esa primera generación de mujeres que en Europa aparecieron de la mano de Berthe Morisot (1841-1895) y Mary Cassatt (1845-1926).

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CAPÍTULO III

La Academia de Pintura y la actividad artística en el siglo XIX

Desde la segunda mitad del siglo XIX las Bellas Artes alcanzaron un notable desarrollo dentro del conjunto del ámbito cultural del país. Durante ese período, en el que se verificó un mayor crecimiento material e intelectual, comenzó a florecer un mercado de consumo y se inició el comercio de bienes artísticos. Este hecho estimuló la producción de obras de arte, el surgimiento de los coleccionistas privados, la apertura de numerosas tiendas especializadas y continuamente se organizaron exposiciones.

La vida en los circuitos sociales se intensificó formidablemente dada la presencia de algunos mecenas y de personalidades intelectuales, sociales y políticas que contribuyeron en la difusión y el éxito de la actividad artística. Se produjo mayor interés por parte del público, gracias a numerosas publicaciones en las que se apreciaron discusiones críticas que comprobaron un aumento de las ideas estéticas.

La riqueza del periodo y las numerosas personalidades artísticas fueron consecuencia de estos factores a los cuales se sumó la acción del gobierno mediante la creación de cursos de escultura y de arquitectura en la recién estrenada Academia de Pintura. Esta institución, que asumió un control exclusivo del arte, permitió que la actividad se sistematizara y reglamentara. En ella no sólo se aprendía el oficio, sino que bajo su alero los artistas se encontraron en un espacio de seguridad, de prestigio social y de acreditación profesional, junto con relativa estabilidad económica.

Fue así que la llamada Generación del Medio Siglo, a la que pertenecieron Aurora y Magdalena Mira, se enmarcó dentro de uno de los periodos más vigorosos de la historia de la pintura, pese al sobresalto propio de la guerra civil del momento. Las instituciones artísticas se encontraban consolidadas, los Salones adquirían regularidad, la Escuela de Bellas Artes gozaba de local propio y se había inaugurado un inmueble en la Quinta Normal que servía de museo y para la realización de los Salones Anuales.

La Academia de Pintura, con un ideal neoclásico de belleza, nació en la Europa de mediados del siglo XVII. Su principal cometido fue la formación de pintores que retrataran la vida del rey y sus logros, lo que claramente estableció los límites discursivos de sus artistas. La Academia de Pintura en Chile fue creada por decreto supremo durante el gobierno de Manuel Bulnes (1849),

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época en la que se vislumbraba en Europa y, especialmente en Francia, nuevas tendencias. Por una parte, se encontraban los pintores oficialistas y por la otra, los mal llamados revolucionarios, que aparecieron de la mano de Gustave Courbet (1819-1877), de François Millet (1814-1875) y de los impresionistas.

La Academia chilena, aunque desfasada, reprodujo aquel modelo y sus elementos conceptuales fueron trasladados sin que se deliberaran las consecuencias que tendría dicha inserción dentro de un medio que poseía una realidad completamente diferente, derivada del alejado acontecer mundial y de los escuálidos recursos con los que contaba para emprender esa importante tarea.

¿Cuáles fueron las concepciones importadas?, ¿qué elementos visuales primaron?, ¿qué argumentos permitieron leer el trabajo de los pintores y conceptuarlos como academicistas?

En líneas generales puede señalarse que la idea de proporción, medida, orden y equilibrio fueron las nociones determinantes como sinónimo de belleza y perfección. En relación con la temática abordada, la Academia mantuvo su preferencia por los temas de composición, la mitología, los cuadros de tema, el retrato, las escenas de género, los contenidos medievales e históricos y, junto con ello, se desarrolló la pintura de las flores y frutas. Posteriormente fue el paisaje la expresión más auténtica y característica de la pintura nacional.

En relación con las características plásticas, la superficie pictórica debía ser verosímil, en otras palabras, se realizaba una búsqueda de la realidad al interior del cuadro, en el que cada elemento adquiría su valor y su sentido, normados por las relaciones de la óptica y de la geometría en el plano. La inquietud se encauzó por el deseo de dar a los temas pintados una mayor objetividad, por lo que se buscó un dibujo riguroso y medido que se mantuviera en íntima relación con la composición. Se utilizó el color local, supeditado al contorno de la forma para dar las características materiales y de estilo singular a cada elemento, con ello se producía el efecto lumínico deseado al que se unió una pincelada plana y con poca materia para destacar el valor y la proporción de la composición.

Las figuras determinantes en la Academia fueron sus tres primeros directores. Ellos proyectaron una tradición que antes no existía, encauzaron el modo de pensar la pintura y marcaron decisivamente el carácter de un arte dentro del cual, muy pronto, comenzó a entreverse un sentimiento romántico.

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El primero de ellos, Alejandro Cicarelli (1810-1874), representó las concepciones meridionales del estilo neoclásico, se centró en una enseñanza rígida que no varió posteriormente con la labor de Ernesto Kirchbach (1830-1876). Sólo con la llegada de Giovanni Mochi (1827-1892) se transformó su sentido.

Este tercer director, en una primera etapa se adhirió al clasicismo, para luego derivar en una tendencia realista que se corresponde con su estadía en Chile. En ese entonces aconsejó a sus alumnos el estudio directo de la naturaleza y del espacio urbano y puso el acento técnico en la anatomía y la perspectiva para beneficio de una mayor naturalidad.

Estos tres maestros dejaron huellas imborrables en sus numerosos discípulos, cuyos perfiles pueden registrarse a partir de ciertas constantes comunes. En todos ellos aparece una superación respecto de la temática del neoclasicismo tardío aún cuando sus telas se mantuvieron dentro del molde académico. Destacó el rigor lineal con el que trabajaron la superficie y la utilización del color local, con el propósito de lograr la máxima objetividad que los adhirió a la representación duplicadora de la realidad. Galaz e Ivelic indican: “La orientación académica gravitó nítidamente en la labor de distintos artistas chilenos…Abraham Zañartu (1835-1885), Pascual Ortega (1839-1899), Cosme de San Martín (1850-1906), José Mercedes Ortega (1856-1900), Ernesto Molina (1857-1904), Magdalena Mira (1859-1930) y Aurora Mira (1863-1939)” (1975, p. 103).

Por otra parte, el artista y crítico de arte Carlos Navarrete explica que hay dos constantes que se pueden visualizar a través de las distintas generaciones de pintores chilenos como resultado de aquella enseñanza académica. La primera se relaciona “con la descripción meticulosa de los elementos que componen el modelo, centrando el estudio en las diversas texturas y materialidades de las que están compuestos, esto como una manera consciente o inconsciente de certificar el rango o valor social de lo pintado” (1985, p. 17). A esta constante la denomina Tradición y Ornamento, dentro de la que destaca a Cosme San Martín, Magdalena Mira, Celia Castro y Arturo Gordon, entre otros. La segunda constante mencionada como Escenificación del Modelo, puede desligarse del trabajo propuesto por Kirchbach y el cuidado que éste profesó en el montaje del modelo a pintar, es decir, a su deseo de ubicar racional y cuidadosamente los elementos tras un largo proceso selectivo. “Hay un grupo de artistas que tienen un especial apego por el orden del modelo, como si se tratase de una metáfora expresiva, incluso metafísica

26 para indagar en los limites de la representación” (1985, p. 18), entre este último grupo se ubican Onofre Jarpa y Aurora Mira.

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CAPÍTULO IV

La familia Mira Mena

Los pueblos al igual que las personas son la consecuencia de una historia particular, por ello cabe preguntarse: ¿Quiénes fueron Magdalena y Aurora Mira Mena? ¿Cuál fue el ambiente en el que crecieron y moldearon sus inquietudes artísticas? ¿Cómo llegaron a cultivar la pintura?

La respuesta a esta y otras interrogantes ha sido necesario buscarlas en el ambiente familiar y social de la época pero, sin duda alguna, la figura que jugó un rol decisivo en el desarrollo de las hermanas fue su padre.

Pedro Nolasco de Mena (1791-1861), el abuelo materno, se dedicó como fue característico de los varones del clan familiar a numerosas actividades entre las que se incluyeron el comercio, la agricultura y la beneficencia. Fue el primer Ministro de Hacienda, en tiempos de la administración de Manuel Bulnes, período durante el cual se alcanzó la consolidación de las finanzas chilenas. Posteriormente, en 1847, se desempeñó como Presidente del Senado.

Por el lado paterno eran descendientes de una familia de hidalgos de tradiciones chileno- españolas (armadores del norte de España). Gregorio de Mira (1825-1905) fue hijo de Juan José de Mira y de doña Mercedes Iñiguez de Ceballos, ambos formaron un hogar privilegiado, en el cual, sus cuatro hijos pudieron acceder a una educación de calidad. Ésta permitió que Juan Vicente, el mayor, se desarrollara como renombrado cronista político, polemista, diputado e intendente de Atacama y que Gregorio, que había obtenido el título de abogado, prescindiera de su carrera para dedicarse a las actividades relacionadas con la agricultura y el comercio.

Sin embargo lo que definió su existencia fueron sus inquietudes artísticas, ligadas estrechamente con la promoción y el desarrollo de éstas en el ámbito nacional.

Don Pedro Nolasco de Mena contrajo matrimonio con Pastoriza Alviz, de esta unión nació Mercedes (1822-1909) quien, años más tarde, sería la madre de las pintoras. Al momento de su fallecimiento se publicó:

Fue educada la señora Mena de Mira en un hogar de austeras virtudes donde se

enriqueció su alma, ya generosa de por sí, con notables ejemplos de caridad, de

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abnegación y sacrificio. Se unió en matrimonio al señor Gregorio Mira, de

respetada memoria y ambos formaron una de nuestras más distinguidas familias7.

Aunque estas notas periodísticas laudatorias, suelen ser matrices hechas, no puede desconocerse que esta familia fue una de las más distinguidas y cultas de la ciudad de Santiago.

Hoy se hace difícil percibir la atmósfera que debió reinar dentro de las paredes de aquella célebre casa señorial construida por el abuelo Juan José en 1819, en el sector de Gran Avenida, frente al Llano Subercaseaux. Sólo es posible imaginarlo a través del relato que hiciera en 1822, el marino y armador francés Lafond de Lurcy (1802-1876). Durante su estadía en Chile, conoció y viajó por Valparaíso con Juan José de Mira, dado que éste lo invitó a pasar una temporada en Santiago junto a su familia. De su narración se colige que conoció con cierta profundidad a los integrantes cuando vivió en aquella casona: “Esta familia, que era una de las principales de la ciudad, me agradó inmediatamente: se respiraba en ese hogar no sé qué perfume de honradez antigua: era una verdadera familia patriarcal” (Lafond 1970, p. 34). También hizo referencia al asombro que le causó la cantidad y diversidad de integrantes que la componían: más de veinte personas vivían entre las mismas paredes, hijos, esposas, nueras, nietos e inclusive, numerosos esclavos blancos y negros8 a quienes se consideraba como parte de ella.

“Esta familia, que era aún muy rica, vivía modestamente, sin usar el lujo en las habitaciones, y en vano se habría buscado en ellas la sombra del confort, que, por otra parte era totalmente desconocido en Chile” (Lafond 1970, p. 35). Igualmente señaló que la casa poseía un patio embaldosado, rodeado de corredores, en donde se encontraban las piezas de los niños y algunas oficinas. En el fondo se hallaban el salón, el comedor y la antesala, cuya puerta conducía a un segundo patio, rodeado igualmente de corredores, en donde se ubicaban los dormitorios de la familia; en el centro, un jardín adornado con una fuente de agua y al fondo la cocina, que comunicaba con el último patio y las piezas de los sirvientes. En relación con el ornato Lafond comentaba que los tapices, sillones, sillas de madera y sofás revelaban un gusto refinado; los candelabros, espejos venecianos y lámparas de cristal completaban el entorno con una gran sencillez.

7 La señora Mercedes Mena de Mira (1909, Diciembre1) La Unión de Valparaíso. 8 En 1823 se aprueba la ley de la abolición total de la esclavitud.

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El hogar de los Mira Mena debió ser una prolongación un poco más actual del descrito. En él se hablaban varios idiomas, se escuchaba y tocaba buena música; se discutía sobre arquitectura, literatura, decoración, arte, poesía y teatro; todo lo cual se complementaba con las prácticas del espíritu como la caridad y la oración.

El matrimonio formado por Gregorio Mira y Mercedes Mena tuvo ocho hijos, dos hombres y seis mujeres (Im. 2). Todos ellos lograron desarrollar sus múltiples capacidades, las cuales fueron celebradas e incentivadas por un padre orgulloso, cuyo instinto de artista lo hizo descubrir, muy pronto, la vocación que se insinuaba con fuerza en dos de sus hijas.

Cabe destacar a Juan José que figuró en el

parlamento y en la administración pública; a Im. 2: La familia Mira Mena. Rosa que poseyó notables condiciones musicales y quién, junto con el dominio de varios idiomas, trazó los planos y dirigió la construcción de la iglesia que la familia construyó en su fundo de Colina. Completaban el clan familiar Magdalena y Aurora.

Gracias a este privilegiado entorno presente en la familia, a su clara conciencia del rol que jugaba la educación, al contacto directo con los personajes más ilustres del ambiente capitalino y los viajeros que, como Lafond, acudían con frecuencia a las reuniones y fiestas organizadas en el hogar, pudieron desarrollar sus inquietudes y alcanzar un alto grado de cultura en el más amplio sentido de la expresión.

Gregorio Mira, filántropo de espíritu inquieto y hombre público, fue aficionado durante su vida a la música y la pintura. Desde muy joven concurrió a los primeros talleres instalados en el país, en los que se aproximó a sus primeras nociones de pintura y, aunque no descolló entre los grandes de su generación, cuenta entre sus obras con cuadros meritorios, no por su excelencia plástica, aún cuando en ellos se aprecia manejo y dominio de la técnica, sino más bien, por encontrarse entre los precursores de la pintura nacional, tal como lo mencionó Benjamín Vicuña Mackenna.

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Eugenio Pereira Salas hizo referencia a su labor cuando señaló al respecto:

En los primeros decenios del siglo diecinueve surgen en el país algunas

personalidades artísticas que demuestran la temprana aparición de valores

representativos. Aunque la labor de alguno entre ellos es dispersa y escasa, merecen

el título de precursores con que comúnmente se los ha designado (1992, p. 74).

Gregorio Mira frecuentó en su juventud el taller del alemán Mauricio Rugendas (1802-1858) quien llegó al país en el año 1834. Este arquetipo del artista romántico, descubridor de nuestro costumbrismo, dejó una huella imborrable que significó la primera mirada extranjera sensible del ser nacional.

Rugendas se acercó como retratista a la pequeña élite social. Merced a este contacto creó interés y admiración en el gusto de una época que recién se gestaba y así, se dio comienzo a la incipiente enseñanza de la pintura, cuando formó un pequeño grupo de seguidores entre los que se contó al padre de las pintoras. Isabel Cruz ha señalado que en Chile su huella fue sumamente productiva, “más que formar discípulos propiamente tal, contribuye a encauzar hacia la vocación artística al grupo de jóvenes que frecuentan su compañía tales como José Luis Borgoño, José Gandarillas, José Zegers Montenegro, Gregorio Mira y José Tomás Vandorse” (1984, p. 136).

Gregorio también fue alumno de José Zegers y uno de los primeros en asistir al taller del francés Raymond Monvoisin (1790-1870). Este pintor neoclásico de espíritu romántico, llegó en 1843 para dirigir la Academia de Pintura y obtuvo un éxito insospechado. A su arribo efectuó, en la antigua Universidad de San Felipe, la primera muestra de pintura realizada en el país. Expuso catorce de sus grandes óleos, que causaron gran impresión en la élite santiaguina. Como consecuencia de dicha exposición, la sociedad burguesa, ansiosa por alejarse del retraimiento colonial, ávida de mayor cultura y refinamiento, sobre todo con aquello que tuviera que ver con el gusto francés, corrió a ser retratada por el galo, quien contribuyó, de este modo, a fijar la fisonomía idiosincrásica.

En septiembre de 1843, Monvoisin dictó cursos de pintura y de dibujo en el Colegio Cabezón. “Este taller se vio concurrido por los argentinos Gregorio Torres, Procesa Sarmiento y Franklin Rawson, y por los chilenos José Gandarillas, Vicente Pérez Rosales, Gregorio Mira y Francisco

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Mandiola, quienes forman el primer contingente de la pintura nacional en el período de la República” (Montecino 1970, p. 16).

Estos dos pintores extranjeros dejaron una huella significativa en el padre de las pintoras y en la pintura nacional. Fueron ellos un puente de estímulo al gusto por el arte que comenzó a acrecentarse en los altos círculos, arte que el promediar el siglo incluyó sólo a un reducido grupo, todos ellos con moderados intereses estéticos. “Sólo a eso se reduce la enseñanza artística en Chile durante la primera mitad del siglo XIX. Contados son los que entonces viajan a Europa y de allí traen nuevas inquietudes o un flamante aprendizaje” (Cruz 1984, p. 156).

En este contexto, Gregorio fue uno de los pocos pintores afortunados que pueden mencionarse antes de la fundación de la Academia de Pintura, por ello ha sido es considerado, junto con José Gandarillas, José Tomás Vandorse, Clara Álvarez Condarco (única mujer), Francisco Javier Mandiola, José M. Borgoña, Manuel Ramírez Rosales y Antonio Gana, como uno de los precursores chilenos de la pintura nacional.

Su interés se reflejó en la participación que tuvo en la primera exposición de pintura que, con motivo de las Fiestas Patrias (1848), organizó en Santiago Pedro Palazuelos y Astaburuaga. La crítica de la época lo hizo merecedor de una medalla de plata como respuesta a los retratos familiares presentados, que destacaron por su pulcro oficio. El jurado emitió un juicio favorable al decir: “desde luego que este caballero aficionado tiene sobresalientes disposiciones artísticas, de aquellas que cultivadas con la contracción, juiciosidad y buen gusto que acredita en sus obras el señor Mira, no puede menos de elevarle Im. 3: San José. al primer rango en breve tiempo” (Pereira 1992, p. 74).

En 1849 concurrió nuevamente y obtuvo una mención honrosa por su Retrato del señor Fernández y su copia del cuadro La Magdalena.

El crítico e historiador del arte Eugenio Pereira Salas lo menciona, junto a Domingo Matta y Santiago Antonio Saldívar, como parte de las primeras personalidades aficionadas, que surgieron a principios del siglo y que demostraron la temprana aparición de valores plásticos

32 representativos, aún cuando la labor realizada por ellos fuera sumamente dispersa y escasa, merecen que se los designe como precursores.

El padre de las pintoras no puede señalarse entre los eximios pintores, debido a que nunca se perfeccionó ni profundizó en sus estudios artísticos. Probablemente su temprana desaparición se debió a sus numerosas actividades, principalmente, por su obligación como sostenedor de una familia numerosa a la que se debía ante todo. Ello malogró una ocupación que pudo haber dado mayores frutos (Im. 3 y Im. 4: El naufragio de San Pablo. 4).

Sin embargo, merece ser destacado por las gestiones que realizó en la plástica nacional a través de su participación en la Unión Artística9, junto a personajes de la talla de Manuel Rengifo, Arturo Edwards, Luis Dávila Larraín y Francisco Undurraga Vicuña. Fue ésta una sociedad formada para estimular la producción del arte nacional que tuvo como principal cometido la realización del Salón Anual de Pinturas. Desde ella se dio un vigoroso impulso a la actividad artística y se incrementó el patrimonio de las colecciones, con obras de pintores nacionales y extranjeros.

La Unión Artística, entre otras muchas actividades, editó la revista Bellas Artes, otorgó becas para que algunos pintores se perfeccionaran en Europa y administró los premios y las recompensas que se otorgaban en los diferentes certámenes. El empuje de esta Institución fue lo que permitió reunir los fondos para la edificación del Partenón en la Quinta Normal, un local destinado en forma permanente a las actividades plásticas, que pasó a ser el centro de la vida artística y de los Salones Nacionales hasta 1910.

A la muerte de Gregorio Mira, el 1 de Marzo de 1905, tanto la prensa local como la de Valparaíso, dieron a conocer el aprecio y la importancia que él tuvo para el ambiente artístico- cultural de la época:

El señor don Gregorio de Mira nacido en los albores de la República, contribuyó

desde su juventud a casi todas las obras de caridad y de cultura que entonces

9 Fundada por Pedro Lira y Luís Dávila Larraín en 1867, llamada en ese entonces Sociedad Artística (Pereira, 1992).

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comenzaron a derramar sus dones entre las clases más desvalidas del pueblo de

Chile... constituía hasta hoy uno de los más preclaros ornatos de la Sociedad chilena:

uno de esos ejemplos vivos de otra generación mejor, que se presentan como el

prototipo de nobles virtudes y grandes y generosos servicios....”10 Y al final, el

mismo artículo agrega: “con él se extingue una vida recta dedicada al bien y a la

práctica de las más hermosas virtudes, y que puede con justicia citarse como un

ejemplo para la generación actual.

Las palabras que describieron a esta figura señorial permitieron a la tesista la siguiente reflexión: causa extrañeza que este padre católico observante, que concentra en su figura todos los valores elitistas de la época, poseedor de una cuantiosa fortuna y de una gran erudición; que levantó varias escuelas, templos y capillas; que acogió en su hogar a los desamparados y que militó con entusiasmo, desde sus primeros años, en el Partido Conservador (incluso en calidad de Director Honorario), permitiese a sus dos pequeñas hijas, a los “ángeles de su hogar”, la participación pública en los Salones de Pintura.

El hecho de que ambas hermanas pintaran fue una práctica habitual entre las señoritas de clase alta, donde el ejercicio de la pintura era un privilegio propio del afrancesamiento que dominaba a las clases más pudientes. Pero esos trabajos, de acuerdo con la usanza de la época, estaban destinados a servir de adorno en alguna pared en la privacidad del hogar y, quizás, en contadas ocasiones, podían revelarse a los visitantes como una gracia de su autora; con ello, los deberes hacia la sociedad se encontraban cumplidos y toda otra actividad quedaba relegada, irremediablemente, a un segundo plano:

Si era altruista podía llevar su tiempo libre con las obras de caridad. Si gustaba de

los trabajos domésticos dirigía a las sirvientas en los secretos de las viandas, los

refinamientos de la repostería y en las mixturas para beber. Si se sentía asistida por

10 Don Gregorio de Mira. (1905, Marzo 31). El Porvenir.

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las musas, cantaba, ejecutaba instrumentos musicales, bordaba o pintaba obritas,

dulce y candorosamente decorativas (Carvacho 1976, p. 14).

Por ello, es extraño que Magdalena y Aurora llegaran a exponer a tan temprana edad, junto a los más destacados pintores nacionales, pero más sorprendente aún fue que este padre les permitiera “tan libremente” el desarrollo de sus potencialidades individuales. Una hipótesis ante este hecho es que, al margen de los prejuicios, Gregorio haya visto realizada su propia pasión inconclusa por medio de sus grandes amores: sus hijas. Como lo hace ver Víctor Carvacho “él se desarrolló en ellas” (1953, p. 12) y permitió que expusieran sus habilidades en los concursos ya que tuvo la certeza de que contaban con una gran capacidad y talento. Lamentablemente sólo pudieron hacerlo durante el breve tiempo que transcurrió previo a que contrajeran matrimonio.

Gregorio Mira, talvez sin proponérselo, había “fundado escuela” en sus propias hijas; ellas, su mayor orgullo, serían quienes prolongarían con creces su nombre y el de su familia, éxito que alcanzó su momento cumbre, en su notable participación en los Salones de Pintura y en el elogio de la crítica que, años más tarde permitió afirmar a los entendidos: “Sus hijas han sido las primeras personas de la alta sociedad consagradas a las Bellas Artes...” (Carvacho 1953, p. 14).

Magdalena y Aurora Mira: Estudios e influencias

Fue su padre quien, les proporcionó las primeras nociones de pintura transmitiéndoles los signos inequívocos de una afinada sensibilidad.

Su aprendizaje pictórico, en un comienzo, debió haber formado simplemente parte de

lo que algunos entendían entonces por educación completa dirigida a las jóvenes de

alta sociedad. Pudieron así, Magdalena y Aurora Mira, haber sido encantadoras

aficionadas a las bellas artes. Pero en las dos había una inspiración auténtica y

reales condiciones técnicas.11

11Luis Oyarzún, (1953, Septiembre 12). La Pintura de las hermanas Mira. La Nación.

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Tiempo después recibieron lecciones del pintor francés Théodore Blondeau cuya labor didáctica fue muy significativa12. Blondeau, hombre de cultura refinada, dibujante de pulcra factura y cierta estampa costumbrista, las introdujo en el dibujo neoclásico y en la técnica de Monvoisin.

El académico de la lengua Jorge Huneeus Gana (1866-1926) las menciona en la primera línea de los discípulos de Pedro Lira, “descollando por sobre todos” (1908, p. 830). Aunque respecto a ello no hay seguridad, ya que Lira las nombró escuetamente en las últimas páginas de su diccionario. A pesar de ello su estampa puede ligarse con Magdalena ya que ambos tuvieron un desarrollo pictórico y preferencias similares.

Pereira Salas también señaló al pintor Juan Francisco González entre sus maestros y, de ser así, su huella fue mucho más visible en la obra de Aurora. Finalmente se encuentra Giovanni Mochi quien, en las clases dictadas en la Academia de Pintura, donde ambas recibieron su preparación formal, las guió firme y seriamente por el naturalismo, hacia una plástica cuyo ejercicio constante fue base de su quehacer y las habilitó para su brillante participación en los salones y concursos nacionales.

La labor docente de Mochi fue sumamente fructífera ya que este italiano supo despertar las vocaciones de sus alumnos, al tiempo que les entregaba nuevas herramientas a nivel estético. Su orientación inauguró una etapa de mayor flexibilidad que se dirigió a perfeccionar sus aptitudes naturales, sin someterlos a las fórmulas irrestrictas que dominaban, hasta entonces, la creación y que no permitían el más mínimo arranque personal.

Mochi se alejó de la temática histórica y mitológica y, aunque no abandonó la importancia de la técnica, del dibujo, la anatomía y la perspectiva lineal, que pueden verse desplegadas en cada una de sus telas y en la de sus dos destacadas alumnas, dejó fluir libremente el aspecto psicológico que perpetuara la realidad anímica y la profundidad del alma del retratado, punto éste de relevancia ya que posteriormente se asoció con una parte del trabajo realizado por Magdalena.

De esta manera Mochi, por una parte, acercó a Magdalena y Aurora a las imposiciones académicas anteriores, de las cuales no se podían escapar y por la otra, les facilitó su aproximación a un incipiente naturalismo y realismo. Ellas asimilaron sus enseñanzas, pero se

12 Realizó clases en el colegio Zapata y en la escuela Naval de Valparaíso (Pereira, 1992).

36 dejaron llevar por sus inspiraciones personales y llegaron incluso a superar al maestro en muchos aspectos.

Se sabe que en la Academia las mujeres no fueron fácilmente admitidas, ya que debían pasar por estrictas pruebas de admisión que medían tanto su nivel técnico, como sus conocimientos. Una vez saltada exitosamente la valla eran ubicadas en cursos separados de los hombres, dado que éstos tenían un plan de estudios diferente, “condición genérica” que produjo en ellas no pocos inconvenientes. Esas trabas, tan propias de la época, impidieron su asistencia a las clases de anatomía y sólo pudieron lograr el conocimiento del cuerpo humano mediante censurados moldes en esculturas de yeso. Este hecho inevitablemente condicionó el quehacer en la pintura femenina.

Desde esa particular situación pueden inferirse dos reacciones; por una parte, muchas de las pintoras del periodo, impedidas de acceder a este conocimiento específico se dedicaron al paisaje y a la naturaleza muerta. Esto les permitió, más cómodamente, acceder sin tapujos a su objeto de estudio, el cual les resultó, más familiar y cómodo; pero, en otras, este problema fue resuelto a partir de una mayor dedicación e intuición. Esas mujeres, a pesar de las trabas, lograron llegar a dominar y sobresalir en el retrato y en la figura humana.

Es posible aseverar que en la pintura desarrollada por las mujeres durante este período, estuvo presente un cierto rechazo o incomodidad hacia la figura humana y un acercamiento a motivos más cercanos como las flores o el paisaje. Esto simplemente por lo que fue posible en dicho momento y no tan sólo debido a una atracción hacia temas que tienen relación directa con la sensibilidad femenina, como algunos han querido ver. La mayor parte de ellas se acercaron a lo que les resultó más accesible en términos plásticos, aunque hubo otro grupo que, a partir del desarrollo de aptitudes instintivas, logró superar esas trabas y sorprender.

En este marco, extrañamente ambas hermanas se inclinaron hacia ese ámbito en el que otras vacilaron. Aurora se volcó con cómoda seguridad hacia sus flores y bodegones, en pos de ese mundo conocido que estudió y asimiló a destajo y Magdalena se dedicó en exclusividad al retrato y la figura humana y, aunque Aurora lo hizo en menor medida, sorprende agradablemente el que también haya trabajado el desnudo femenino. Este aspecto puede asociarse a una mayor intuición y sagacidad o, especie de clarividencia al momento de abordar las formas y los volúmenes.

37

Los Salones Oficiales de pintura

La actividad pictórica se materializó para el público mediante las exposiciones, sistema que se consolidó tempranamente entre las costumbres sociales republicanas y fueron ellas las que comenzaron a fomentar el gusto por lo artístico.

En los primeros tiempos, el interesado o el aficionado a la pintura, tuvo como única alternativa visitar las exposiciones en alguna casa de comercio y en instituciones particulares. Pero más tarde, cuando lo artístico ganó mayor importancia porque se transformó en símbolo de status, se generaron nuevas y mayores demandas contemplativas. Se iniciaron así las colecciones privadas y los talleres de los pintores fueron visitados con regularidad, luego se organizaron, de manera permanente, los Salones Anuales, que fueron la cita perfecta para los entendidos y el lugar de reconocimiento para los nuevos artistas.

Magdalena expuso por primera vez en el Congreso Nacional en 1883, en una muestra organizada por Pedro Lira y Ramón Subercaseaux, pero fue al año siguiente cuando verdaderamente se consagró ante la crítica y el público en la gran Exposición Nacional (patrocinada por la Sociedad Nacional de Agricultura) que tuvo una concurrencia aproximada de siete mil personas, todo un record para la época. Dicha exposición contó con la presencia del Presidente de la República y sus ministros, del cuerpo diplomático y municipal de Santiago, senadores, diputados y jefes del ejército entre otros, quienes observaron, a lo largo de los dos salones transversales del extremo sur del palacio, más de trescientos cuadros al óleo, muchos a la aguada, algunos al pastel y una infinidad de dibujos a lápiz, a la pluma y al carbón, junto con docenas de planos y numerosas esculturas.

Fue en ese ambiente en el cual, a la edad de 24 años, Magdalena se presentó con varias telas, junto a figuras consagradas y representativas del ámbito artístico de la talla de Pedro Lira, Pedro León Carmona, Alfredo Valenzuela Puelma, Juan Francisco González, Ramón Subercaseaux y Celia Castro, entre quienes logró sobresalir.

Exhibió cinco pinturas: La bruja conjurando la tempestad, Hermana de la caridad, el Retrato de Sofía Cousiño Mira, Ultimo ensayo y Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira13, por las que obtuvo, junto con Pedro Lira y Ramón Subercaseaux, el primer premio del salón. En 1885 dio a conocer, fuera de concurso, tres telas: Esperando el Apir, El primer robo y La viuda. En 1886

13 Misma obra citada bajo las dos denominaciones (Carvacho 1953, p. 6).

38 presentó dos piezas de escultura en alto relieve, retratos de Gregorio Mira y de Aurora Mira junto a una sola composición titulada Agripina Metella en prisión, réplica del mismo tema exhibido por Aurora el año anterior.

Por esos años contrajo matrimonio con el jurisconsulto Ramón Cousiño López, con quien tuvo dos hijos, Aurora y Sofía. Este hecho marcó su desaparición de las exposiciones públicas. El periódico El Taller Ilustrado en su Nº 160 (1888) lamentó su ausencia al expresar “la efímera pero brillante carrera de las señoritas Mira...”.

En 1891 Magdalena reapareció por penúltima vez en el Salón Oficial de Pintura. Allí presentó un Busto de Gregorio Mira (escultura en bronce) y el Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha, uno de los últimos de cuerpo entero que se le conocen y que fue galardonado con el Premio de Honor. Su última participación fue en 1896, con el sobrerrelieve Rosa Mira Mena.

Las prioridades de Magdalena habían cambiado, el hogar y la familia, en aquellos días más exigentes que los de hoy, la alejaron forzosamente de las tareas artísticas a las que dedicó una parte importante de sus años de juventud. El cuidado de sus hijas, sus posteriores viajes a Europa y su estadía en Roma durante tres años, le impidieron dedicarse a la pintura con la intensidad con que lo hiciera cuando se encontraba soltera, motivo por el cual, excepcionalmente se tienen noticias de sus trabajos durante este período.

Sus retratos fueron reemplazados por paisajes del viejo mundo, ruinas y marinas de las costas mediterráneas de las que actualmente poco se conocen y que desmerecen su producción anterior. Son obras que fueron destinadas a la decoración de su casa y como regalo para sus amigos más cercanos. Uno de ellos, el señor arzobispo Casanova fue obsequiado con una marina de las playas de Nápoles. Este agasajo permitió acceder a una de las últimas noticias que de ella hace referencia la prensa escrita de ese entonces. El Taller Ilustrado comentó: “Cuando creíamos que la señorita Mira de Cousiño había ya abandonado la paleta y los pinceles, nos es grato saber que acaba de terminar un cuadro.”14. Más adelante, la misma nota entregaba indicios de que ese alejamiento tampoco fue extraño y que el desarrollo de la pintura continuaba percibiéndose por algunos como una actividad secundaria: “Ojala que la señora Mira de Cousiño continúe dedicando sus pasatiempos a las bellas artes, para estímulo de sus amigas y satisfacción de los admiradores de su talento.”

14 Un cuadro, por la señora Magdalena Mira de Cousiño. (1888, Marzo 19). El Taller Ilustrado.

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Aurora siguió un recorrido equivalente al de Magdalena, en relación con la breve, pero generosa, aparición en los Salones y en la elección de vida, aunque si es posible apreciar una menor participación, junto con una diferenciación con respecto a la preferencia temática y el modo en que abordó la tela.

Con tan sólo 19 años se dio conocer en 1884, cuando presentó tres telas tituladas: Médica de campo, Monja de la caridad y un retrato, por los que obtuvo Medalla de Plata. Al año siguiente exhibió Agripina Metella en prisión y Mesa de comedor, por las que ganó Medalla de Oro. Luego de diez largos años de ausencia, en 1895 envió al Salón, en un gran formato, el retrato de su hermana mayor Rosa Mira, por el que recibió el Premio de Honor.

En 1900 contrajo matrimonio con José Luis Vergara Silva, viudo con tres hijos, lo que marcó el desaparecimiento de su carrera artística pública. En su residencia de Gran Avenida, proyectada por ella misma, se dedicó a la decoración del hogar y al cuidado de sus hijastros; por ello, sus pinturas se redujeron al adorno de su hogar y en regalos para sus parientes y amigos cercanos.

Murió luego de enviudar, en diciembre de 1939, nueve años antes había fallecido su hermana.

La vida y obra de las hermanas Mira llevó al historiador del arte Víctor Carvacho a escribir:

Ha terminado definitivamente “la efímera pero brillante carrera” de Aurora y

Magdalena. Es decir su carrera oficial… pero no la propiamente artística, que

llevaban en la sangre y desarrollarían hasta el fin” (1953, p. 7). Ellas salieron del

arca de su mansión, vivieron un momento de exaltación espiritual, recogieron

algunas ramas de laurel y volvieron a su retiro. Allí transcurrió el tiempo hasta que

llegó el momento de irse definitivamente. Sobre ellas se cerró la curiosidad pública y

en sus interiores todo aconteció como debía ser: como joyas en un estuche quedaban

invisibles (1953, p. 13).

40

La obra de las hermanas Mira vista por los críticos de arte

Como se señaló la participación pública de la mujer en el arte fue prácticamente desconocida en el siglo XIX, sin embargo cuando ésta irrumpió fue muy cuestionada y generó al interior de los Salones de Pintura un revuelo inesperado que obligó a la crítica contemporánea a expresarse y a analizar su situación de muy diversa manera. En este marco es interesante realizar un pequeño recorrido por aquellos primeros artículos publicados, porque parte de la respuesta puede encontrarse en esas vivas y comprometidas líneas.

Con motivo de la primera exposición de 1883, en donde apareció un mayor contingente femenino, uno de esos artículos expresaba:

El hombre y la mujer no se encuentran en presencia del arte en condiciones

análogas; lejos de eso sus condiciones no son siquiera comparables, y esta profunda

disparidad debe ser tomada en cuenta al apreciar las obras de los dos... La

educación de la mujer está encerrada en un círculo de ideas tan estrechas que no

basta para abrazar esas esferas inmensas que debe concretar una obra de arte para

ser digna de su nombre15.

Se puede apreciar que el crítico explicaba esta disparidad relacionándola directamente con el ámbito educacional, que recluía a la mujer dentro de los estrechos límites del hogar, de los que era sumamente difícil escapar. Esa carencia manifestada en la falta de ideas propias las condenaba a seguir tras las huellas de algún artista renombrado, que “amablemente” las tomaba bajo su alero protector y les asignaba un papel como eternas imitadoras de obras ajenas.

Puede que este análisis escape de la comprensión de los cánones de autonomía actuales, en tiempos en que la mujer se mueve con gran libertad y que no existen mayores ataduras a su desarrollo intelectual ni a sus capacidades plásticas. Pero, si se retrotrae la mirada, puede adivinarse la enorme dificultad que debió significar esta primera transposición desde los rígidos patrones que tutelaban a la sociedad capitalina − tanto en lo que dice relación con la educación como con el rol que debían desempeñar − y que, con motivo de la exposición citada, comenzaron

15 En el Salón. (1883, Septiembre 21). La Época.

41 a movilizarse y fueron ejemplo para las futuras generaciones de artistas. Sin duda una nueva senda permitió cuestionar las normas que se basaban en la repetición de herencias arcaicas.

Entre los más heterogéneos comentarios que se generaron, destaca la preclara lucidez del análisis del autor de la nota del diario La Época; la contemporaneidad de su juicio y su claridad son un referente sumamente decidor, sobre todo cuando afirmó fehacientemente que, si algunas damas decidieron realizar algo por su cuenta, las consecuencias de aquella “osadía” dieron como resultado obras de carácter mediocre e insignificante, que no revestían ninguna calidad ya que esas telas irremediablemente reflejaban su estrecha concepción del mundo y su modo de vida más elemental.

La culpa de esta situación no estribó mayormente en ellas, sino más bien en las limitaciones y salvedades a su hacer, junto con toda una serie de prejuicios. El cambio que necesariamente debió llegar, fue expresado al final de este mismo artículo:

Sería, pues, soberanamente injusto ir a buscar en los cuadros de nuestras jóvenes

pintoras lo que está fuera de su alcance por la naturaleza misma de las cosas, lo que

podrán solamente poseer cuando lleguemos a un grado de cultura que por ahora

solamente se divisa en los más lejanos horizontes.16

Paralelamente a esta publicación, se encontró otra que señalaba que la mínima participación de la mujer residió en la falta de pintores capacitados que supieran motivar sus vocaciones, en el conservadurismo dominante en los altos círculos de la cultura y a la informalidad y liviandad con la que se valoraban las labores que no producían mayores utilidades:

Si pretendiéramos explicarnos la causa que aleja a las niñas del cultivo de las artes

mencionadas, quizás podríamos hallarla en el temperamento conservador que nos

domina y que recibe con sospechas o con indiferencia los nuevos horizontes de

actividad que nos señala la época en que vivimos. Tal vez nos sería dable hallar otro

de los motivos de la precipitada indiferencia en la inconstancia que también nos

16 En el Salón. (1883, Septiembre 21). La Época.

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domina en toda labor que no prometa utilidades positivas, y en la dificultad –como

causa más lejana- de conseguir maestros hábiles, que sepan dar un cultivo

provechoso al talento de sus discípulos.17

Como puede advertirse, ambos artículos entregaron respuestas claras sobre la problemática. Uno de ellos colocó el acento en la educación, mientras que el otro lo hizo en la severa concepción cultural arraigada en los grupos de élite, quienes fueron los que sembraron la idea que la pintura femenina, no así la masculina se relacionaba más con un pasatiempo trivial que con un hecho trascendente.

Pero la fuerza de la expresión artística femenina en los Salones de Pintura continuó al año siguiente con un importante avance en relación a la etapa anterior. En ese momento la mujer chilena demostró que poco a poco se escapaba de ese círculo obtuso de incapacidades y trabas que se habían trazado para ella al revelar ejemplos decidores de cuánto habían cambiado sus intereses, junto con su habilidad y seguridad con el pincel. Esa misma crítica se vio obligada a señalar:

Como se ve, la mujer chilena rompe de una manera brillante y audaz el círculo

tradicional y ya estrecho de los antiguos planes de estudio, hasta el extremo de que

en pocos años más podremos señalar a las repúblicas hispano-americanas, como una

de las muchas muestras de nuestro rápido adelantamiento, el nombre de aventajadas

artistas y de niñas dedicadas.18

Pero, ¿qué es lo que permite afirmar, con tanta certeza, que las hermanas Mira hayan sido pioneras en entregarse a la pintura en nuestro país?, ¿qué ocurrió para que fuesen ellas las que descollaran entre ese primer contingente que se presentó en los Salones?, ¿qué atmósfera creó entre las otras pintoras su actuación?, ¿qué tipo de análisis obligó a una innovación en la mirada de los críticos?

17 Manuel Rodríguez Mendoza. (1884, Noviembre 8). La Exposición. La Época. 18 Manuel Rodríguez Mendoza. (1884, Noviembre 8). La Exposición. La Época.

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La respuesta proviene de los mismos documentos de los que ya han sido extractados algunos pasajes y que, en este caso, entregaron afirmaciones que permiten concluirlo. A lo largo de los escritos realizados con motivo de la exposición de 1884, puede apreciarse, incluso desde las primeras líneas, el asombro de los entendidos: “Pasamos ahora a ocuparnos de lo que ha sido la mayor sorpresa para los inteligentes y para el público a la vez…del puesto distinguido que han conquistado…varias señoritas de indisputable talento.”19 Otro de ellos expresaba: “…estamos obligados a dar la preferencia al bello sexo, esta vez tan admirablemente representado”20.

Esa distinción se debió, en primer lugar, a la gran cantidad de exponentes femeninos, hecho que no pudo menos que ser sobrecogedor, pero también porque pudo percibirse, aún en su desventajosa condición, lo que fue considerado como el despegue del oficio en dos de ellas, a quienes auguraron un futuro prometedor que incluso pudo hacerlas rivales de otros pintores consagrados.

El escritor Manuel Rodríguez Mendoza al comentar la exposición de 1884 afirmaba:

Hasta hoy, y refiriéndose siempre a nuestra tierra, el arte pictórico, cultivado por el

bello sexo no existía. Solo en el presente año, año fecundo para Chile en notables

obras artísticas, ha comenzado a operarse una reacción que promete en lo porvenir

colocar el nombre de algunas niñas al mismo nivel de merecimiento en que figuran

los señores Lira, Valenzuela, Subercaseaux, Vargas y San Martín.21

Magdalena y Aurora fueron coronadas como uno de los “talentos poderosos y convencidos”, situación que llevó a La Unión de Valparaíso (1887), a publicar un extenso artículo dedicado ellas, luego de una visita efectuada a la casa familiar y a su taller de pintura. En él se afirmaba que, desde el preciso momento en que aparecieron quedó:

…triunfalmente derribada una preocupación social torpe…en adelante una niña de

la alta sociedad podrá dedicarse seriamente al estudio de las bellas artes y podrá

19 Las Bellas Artes en la Exposición. (1884, Noviembre 6). El Ferrocarril. 20 La Exposición. (1884) El Americano. 21 Manuel Rodríguez Mendoza. (1884, Noviembre 8). La Exposición. La Época.

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exhibir al público sus trabajos... en este vasto y agitado reloj del siglo ha sonado

para la mujer la hora en que debe principiar a convencerse de que el talento vale

también un poco, por lo menos tanto como un peinado bien hecho o como un traje

bien armado…Los tiempos, como los dioses de la mitología han pasado para no

volver.22

Con respecto al cambio propiciado por las hermanas, Pedro Pablo Figueroa (1857- 1909) expresó:

Cuando exhibió sus primeras obras produjeron una profunda admiración en la

sociedad. Se había visto a la mujer consagrada a las labores propias de su sexo, pero

no luchando con las artes en el palenque del progreso; y la señorita Mira

reaccionaban contra el pasado y la inercia que imperaba en la juventud ilustrada e

inteligente…A su ejemplar dedicación a las artes, se debe, en gran parte, el rápido y

soberbio despertar de la mujer chilena a la vida del arte, olvidando los prejuicios

sociales y haciendo cumplida justicia al ingenio (1897-1901, p. 319).

Puede deducirse la admiración que causaron sus pinturas a partir de los comentarios realizados en El Taller Ilustrado, diario que dedicó un artículo completo a la Hermana de la Caridad, en el que afirmó: “es uno de los mejores que pudimos admirar…“23. Por su parte el diario La Época analizó las cinco telas enviadas al Salón por Magdalena y consideró que en ellas estaban presentes verdaderas cualidades magistrales.

Sobre el retrato de su padre, Manuel Rodríguez Mendoza comentó:

Es un trabajo que haría honor a cualquier artista de justa nombradía: pues lo

creemos tan bien ejecutado como el mejor de los cuadros de una figura, exhibidos

por el más aventajado de nuestros pintores, el señor Pedro Lira…esa cara es

22 Juan de Santiago. (1887, Julio 24). Semanas de Santiago. La Unión de Valparaíso. 23 La Hermana de la Caridad. (1885, Julio 20). El Taller Ilustrado.

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perfecta”24, sobre lo mismo otro artículo afirmaba: “… es una de las más elocuentes

producciones que encierra nuestra exposición,”25

En cuanto a Un último Ensayo, la prensa no se privó de hacer elogios:

La señorita Mira se revela en este preciso cuadro verdadera y grande artista. Nada

le falta para llegar a las altas regiones del ideal, 26 a lo que agrega: Si la señorita

Magdalena Mira continúa cultivando la pintura con el mismo éxito que hasta el

presente, será bien pronto una artista notable, no sólo en Sud-América, sino también

en Europa.27

Hacia Aurora surgieron elocuentes comentarios tales como: “perfectamente caracterizado”28 o: “…hay mucha corrección y soltura en el dibujo”29 y se consideró que al igual que su hermana “es también más que una aficionada, una verdadera artista.”30

Como se aprecia, las alabanzas fueron numerosas. Se destacó su gracia, su naturalidad, la falta de énfasis o afectación, la intención creadora vista como una verdadera poesía y la delicada elegancia de la pintura. Párrafo aparte se dedicó a la soltura en el dibujo y al buen tratamiento del color.

En ese momento la crítica, que se regía por estrictos patrones, no se encontraba en condiciones para juzgar la pintura de una mujer (a partir de una mirada que tomara en cuenta su situación particular), sino que tendió a realizar comparaciones con los eximios pintores de la época que contaban con numerosos años de aprendizaje. Esta situación sólo logró elevarlas y engrandecerlas a los ojos de los críticos, que se vieron obligados a afirmar la igualdad de condiciones con la que ellas contaban.

24 La Hermana de la Caridad. (1885, Julio 20). El Taller Ilustrado. 25 Las Bellas Artes en la Exposición. (1884, Noviembre 6). El Ferrocarril. 26 La Exposición. (1884) El Americano. 27 La Hermana de la Caridad. (1885, Julio 20). El Taller Ilustrado. 28 La Exposición. (1884) El Americano. 29 La Exposición. (1884) El Americano. 30 La Exposición. (1884) El Americano.

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De estos comentarios se colige que hubo una grata sensación de sorpresa que reveló el alto grado de respeto y admiración por Magdalena: “Se ve que la señorita Mira, no sólo conoce el arte, sino que lo siente”…“a diferencia de la generalidad de los exponentes, hay más talento, más arte y más sentimiento que en media pared del salón.”31

En la exposición de 1886, nuevamente la crítica hizo gala de sus más profusos enaltecimientos. Sobre Agripina Metella de Magdalena se dijo: “es un asunto tan delicado tratado con tanta elevación de sentimientos y con tal melancolía en su fondo que impresiona verlo”32 y lo que es más genial: “talentos como el de la señorita Mira y el señor González serán el orgullo de Chile una vez desarrollados en el viejo mundo”33.

A ello se suman las impresiones que causaron dos piezas de escultura en alto relieve y los retratos cuidadosamente ejecutados de Gregorio Mira y de Rosa Mira: “Hoy nos ha sorprendido saber que la señorita Mira maneja el buril con la misma destreza que el pincel.” 34 La prensa que se había emocionado anteriormente con sus pinturas, ahora aumentó su admiración y llegó incluso a compararla con uno de los más grandes escultores: “…el más sincero aplauso también a aquella que quiere seguir la senda de Miguel Ángel, y que ya empieza, reflejando en sus primeras obras, toda su alma de artista.”

Finalmente, a partir de una de las últimas apariciones de Magdalena en el Salón de 1891, con un retrato de cuerpo entero de su hermana Mercedes, en La Libertad Electoral se comentó: “…la señorita Mira está dotada de un alma que ha penetrado las altas regiones del arte. Por eso sus figuras tienen vida y carácter, y sus telas efectos sorprendentes y los atrevidos toques de una mano maestra” (Carvacho 1953, p. 7).

Igualmente sobre el retrato de Rosa Mira pintado por Aurora (1895), la prensa dijo:

…y sorprende, que una niña que no ha salido de su país, y que por lo mismo no

siempre ha podido contar con buenos profesores, haga de un retrato, de uno de esos

mismos retratos, de los cuales la mayoría de nuestros pintores - algunos con muchos

31 Diógenes (1884, Octubre 27). Publicación desconocida. 32 Una visita al Salón de Pintura. (1886, Noviembre 3). La Libertad Electoral 33 Una visita al Salón de Pintura. (1886, Noviembre 3). La Libertad Electoral 34 Exposición de Pinturas. (1886, Octubre 22). La Unión de Valparaíso

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años de viajes y estudios - , hacen una tela vulgar, un cuadro bellísimo de

composición, armonioso de colorido… (ob.cit.).

La Pintura de Magdalena y Aurora Mira

Los capítulos precedentes han abierto la puerta para el análisis de la pintura de Magdalena y Aurora Mira Mena. Como se señalara en la introducción, el interés de esta tesista se orientó al descubrimiento de su comunidad de intereses y características, junto con el sello personal con el que cada una abordó la tela. Esta indagación fue la que permitió también, dar respuesta a la escasa valoración que de la obra ha surgido desde los críticos e historiadores del arte chileno.

En la obra de las hermanas y derivado de sus estudios con Mochi y Blondeau, puede apreciarse que su propósito fue dominar los aspectos exteriores para transcribir el mundo visible a partir de sus particularidades dominantes. En esta medida, evitaron las estridencias y tonalidades fuertes y todo se mantuvo dentro del recato y el decoro que su clase les entregó como enseñanza. En otras palabras, utilizaron las formas académicas, recatadas y cerradas que igualmente caracterizaron a la clase conservadora a la que pertenecieron; pero, aunque fueron representativas de aquella orientación, ello no les impidió en ciertos momentos y más que nada en las obras ajenas a los Salones Oficiales, tan estrictos en sus planteamientos, apartarse de su rigurosidad y despersonalización, especialmente Magdalena.

Sus particularidades se relacionaron con los sentimientos de la época, por el gusto hacia un estilo recargado, sumamente florido y por la búsqueda del tema ingenuo y romántico, sin mayores pretensiones. A pesar de esas grandes similitudes, la intención con que el pincel aplicó el pigmento, una vez asimiladas esas enseñanzas evidencia sus improntas, ellas inevitablemente transfirieron a la tela ese “algo” que fuera propio a cada una.

A Magdalena se ha acostumbrado relacionarla con el retrato y a Aurora con las flores, situación que reduce toda su producción a esos dos ámbitos. Con ello se desconoce el abanico completo de las pinturas de las hermanas y el hecho de que “recorrieron en ellas todo el repertorio de las predominantes en el siglo” (Carvacho 1953, p. 14), e incluso, llegaron a espejear aspectos de lo que se estaba gestado fuera del ambiente pictórico nacional.

En Magdalena los grandes temas históricos y religiosos pueden apreciarse en su Agripina Metella, en Hermana de la Caridad y en su pintura de ruinas romanas; la impronta académica

48 clásica dominante que recuerda a Pedro Lira, se asoma en el Retrato de Gregorio Mira, el Retrato de Mercedes Mira y en el de su hija Aurora. Por otra parte, en El primer robo se aprecia su intención de indagar en el exotismo, e incluso se emparienta con el romanticismo; en La viuda y Vida dura se acercó a una visión más realista del tema y del retratado y reflejó un atisbo a la nueva sensibilidad en El vagabundo, en el que se advierte una pincelada más suelta y expresiva que deja ver la huella del material y el espesor de la pintura. Puede considerársela casi agresiva si se la compara con la consistencia de otras de sus obras, en las cuales, el trazo con menor notoriedad se desvanece y se pierde. Esta carga también se encuentra, aunque no tan magistralmente, en sus paisajes y, en estos últimos junto a la pintura anteriormente mencionada, se relaciona con el impresionismo, para llegar, finalmente, a una búsqueda propiamente pictórica en Retrato de una desconocida.

A lo anterior debe agregarse un descubrimiento de esta tesista, Magdalena también desarrolló el tema floral de manera independiente (Im. 6), faceta que tan sólo se le había atribuido a su hermana. Aunque técnica y compositivamente esta pintura desmerece en parte a su producción, porque no posee la fuerza ni el vigor que se refleja en el resto de su obra. Lamentablemente se desconoce la fecha de su realización, pero por las particularidades de su ejecución, la falta de comodidad y el poco cuidado del montaje, lo más probable es que Im. 6: Florero. haya sido efectuada en una data temprana o en un periodo de aprendizaje.

Con Aurora ocurre algo similar, la plenitud de sus obras encierra un número considerable de constantes o temáticas. Comenzó por la inclinación neoclásica historicista con el mismo tema de Agripina, realizó ensoñadoras alegorías decorativas, abordó el paisaje y el retrato de sus familiares.

En ella también fueron descubiertas nuevas facetas a partir de dos obras desconocidas por el público, más no así por la familia: una Im. 5: Pescadoras. marina y unas pescadoras (Im. 5 y 7). Esta última, José Luis Vergara35

35 Descendiente de Luis Vergara Silva, marido de Aurora Mira.

49 la denominó “pintura de manchitas”, porque fue realizada velozmente con los materiales sobrantes en su paleta luego de efectuar una composición de mayor envergadura.

En este cuadro Aurora trabajó la superficie con la primera representación que habría tenido en mente, antes que los óleos se secaran. Pero en esa aparente “falta de prolijidad” se reflejó toda su personalidad, expresada en la soltura y espontaneidad con que se aplicó en la tela. Debido a ello, se distanció de la línea seguida por toda su producción anterior, ya que en este momento no la dominó el dibujo, ni la línea, ni la obligación de darle a la superficie su color local.

Como se aprecia, las dos hermanas desarrollaron el género retratístico, aunque Aurora en menor medida que su hermana. Desfilaron bajo sus pupilas todos los integrantes del clan Mira Mena, en un claro afán autorreferencial y único en la pintura chilena. Se vieron obligadas a mirarse, a volverse sobre si y crearon una obra que se alimentó y que absorbió los elementos propios de su estirpe y de su entorno, para convertirlos en parte fundamental de la misma, lo que se encontró en directa relación con el cerrado ambiente en el que se desenvolvieron.

El gran tema les fue extraño a ambas y por ello se volcaron a lo que tuvieron más cerca, tomaron como modelos a sus seres queridos (el padre, la madre, tíos, sobrinos e hijos, junto con el personal de servicio doméstico) y aquellos objetos habituales que rodearon su

existencia. Im. 7: Marina. Esta situación sólo hizo engrandecer su obra por la ya citada autorreferencialidad que hicieron suya y, porque la plantearon como una especie de archivo vivo y tangible en el que es posible investigar y acceder a su pasado como familia. Tal como algunos pintores reflejaron las verdades de Chile, ellas lo hicieron con la suya, tal como lo efectuara el Mulato Gil al plasmar la efigie de los próceres, ellas lo perpetraron con los integrantes de su estirpe. En este caso fueron ellos quienes representaron y significaron lo más ilustre de su mundo reducido.

Al haber comprendido a su hogar como el centro de sus vidas, es que se intuyen las razones por las cuales sus imágenes fueran testimonio figurativo de quienes dieron forma y sentido a su mundo y la razón por la cual se decidieron enaltecerlo.

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Es por ello que vale la pena rescatar y conservar su memoria, sin ella se renunciaría conocer, por su propia fuente, su modo de vida y el testimonio de una mentalidad, de un imaginario, de un sistema de valores y de un sinnúmero de aspectos sociales que hacen interesante el conocimiento de nuestra historia.

Aunque parezca curioso, en ciertas ocasiones, algunas de las obras pueden ser atribuidas indistintamente a una o a la otra. Carvacho ilustró esta situación con las dos Agripina Metella (Im.14 y 15).

Ambas la realizaron desde una misma composición y técnica, por lo que formalmente son similares, sin embargo se encuentran presentes en cada obra, ciertos detalles, aparentemente intrascendentes, que las alejan más que aproximarlas. Es por ello que se ha considerado que se encuentran más bien dentro de la agrupación que comprende sus diferencias y que será tratado con detención

en las páginas subsiguientes. Im. 9: Autorretrato de Magdalena Mira. Más representativos en este aspecto son sus autorretratos (Im. 8 y 9) y en ellos se produce una situación extraña: el que comunica más suavidad y dulzura, el de rasgos redondeados, mirada dócil y apacible, que sobresale entre la negrura del fondo, corresponde al rostro de Magdalena quien, como se distinguirá más adelante, pintó con más carácter y fuerza, mientras que en el de Aurora sucede todo lo contrario. Vestida de traje oscuro, un grueso cuello de piel que rodea un rostro de facciones marcadas y, sumado a su mirada fija y profunda, dan la impresión de más gravedad y seriedad de lo que su pintura representa.

Fue como si cada una, al momento de realizarlo, plasmara

Im. 8: Autorretrato de Aurora Mira. en la tela las características dominantes o la esencia de la pintura de la otra.

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Otras obras distintivas de este punto son: el Retrato de una Desconocida de Magdalena y el de Rosa Mira, de Aurora, en el que extrañamente no aparecen flores (Im. 10 y 11). Uno y otro tienen mucha semejanza, tanto en la parte compositiva como en la técnica.

Magdalena y Aurora pintaron a su modelo de medio cuerpo, vestida de traje oscuro, con sus cabellos atados y su mano derecha apoyada en un rostro de mirada pensativa y soñadora. Como en el resto de sus telas, trabajaron el fondo en base a manchas más apuradas, dejándolo como en brumas, pero en este caso, esa premura no contrasta con la pincelada utilizada en la modelo, sino que ambos, fondo y figura, poseen un tratamiento similar, lo que demostró mayor libertad y vuelo creativo mediante el tratamiento pictórico.

La soltura es evidente y las pinceladas pueden apreciarse tanto Im. 10: Retrato de una desconocida. en las manos de Rosa, como en el blanco pañuelo que sostiene junto a su barbilla y que contrasta con la negrura de su traje, además la mujer no se encuentra completamente recortada ni hay tanta prolijidad. En esta pintura pueden apreciarse detalles sin terminar, como en la mano que apoya en su regazo.

Por su parte, en la desconocida mujer de Magdalena predominan en el fondo manchas que se van aclarando alrededor del rostro y que conforman una especie de aureola de luz. Demostró en él una mayor maestría y, al igual que en el anterior, se encuentran menos acabados y delimitados los contornos, lo que permite que el brazo se pierda dentro del

traje. Im. 11: Retrato de Rosa Mira Mena. La preeminencia temática es la primera diferencia evidente entre ambas hermanas. La figura humana fue más propia de Magdalena, quién la hizo suya magistralmente una vez dominada la técnica. Por su parte, la naturaleza muerta fue el tema elegido por Aurora, dado que ésta le permitió dejarse llevar por su imaginación y ensueño. Magdalena fue más seca y realizó un tratamiento minucioso y limpio en el cual, es fácil advertir su insistencia en alcanzar la

52 perfección formal; pero, en lo que pareciera ser una fría fachada, intentó llegar a una silenciosa vida interior e insistió constantemente en la búsqueda alusiva a la existencia singular de sus personajes.

Aurora por su parte, no investigó con tanto ahínco en esa perfección formal o, si lo intentó, no lo consiguió tan plenamente como su hermana, porque no la movió esa aspiración de perfección, sino más bien sus propios deseos. Es por ello que no logró ser tan objetiva ni metódica y, a partir del desarrollo posterior de una pincelada menos detenida y más cargada de materia, se introdujo en otros campos, igualmente reales porque éstos se encontraban apegados a la naturaleza de las formas, pero más fantasiosos, buscando deleitarse en naturalezas muertas y ensoñadoras alegorías, componiendo diversos conjuntos de recargada constitución.

Antonio Romera, crítico e historiador del arte, que realizó sucesivos estudios a sus pinturas hacia las cuales escala en admiración, reparó en que: “Un cotejo de ambas artistas nos dice que el estilo de Magdalena está hecho de eliminaciones y sacrificios. El de Aurora, de una retórica que busca sus efectos en la reiteración de las superficies y en los motivos complicados”36. En Aurora ello derivó de su complacencia externa por las formas visuales, por su colorido y por su materia. Fue más emocional al reparar extasiada en sus motivos sin abstraerse de su sentir personal; ellos fueron un pretexto para deleitarse con su sensual colorido y lo que estos le evocaron.

Magdalena tuvo un punto de vista más próximo y su mirada, más marcada por el peso escrutador de la formación académica, fue analítica y fría. Al acercarse a sus modelos indagó en su fisonomía y expresión con un rigor documental, en los que buscó penetrar en lo material para replicarlo con lujo de detalles y, una vez captado, lo utilizó para llegar a los matices íntimos de la expresión humana.

Como ejemplo de esta situación se puede mencionar uno de sus estudios, sobre el cual afirmó Carvacho:

Mirado por la espalda- lo ha puesto en el ángulo más original y difícil-, se ha

propuesto resolver una verdad puramente representativa; captar una cabeza,

describir unos rasgos, darnos a conocer un tipo humano que, camino de la vejez,

36 Romera, Antonio. (1957). Zig-zag.

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comienza a desinflar la redondez madura de las formas para irse soltando en los

pliegues que muestran, al mismo tiempo que la dureza de la parte ósea, la marchita

sequedad de la piel en sus huellas tatuadas por el tiempo (1953, p. 15).

Es el Retrato del cochero de la familia (Im. 12), que pintó de espaldas al espectador, en el que sólo reveló parte de su perfil izquierdo. De la misma manera en que Lira lo hizo con su Mujer de los alfileres, Magdalena lo ha dejado en el enigma más absoluto, ya que no mostró sus ojos y la oscuridad que lo envuelve por la espalda como una sombra amenazante, hace confundir su traje con su cabello y con el fondo. Entre esa negrura, lo único que destella es parte de ese rostro serio, cansado y curtido por la temprana vejez, pero que aún así conserva la distinción y dignidad propia de su trabajo.

Este documento retrató la voluntad descriptiva de la artista, su aptitud para ahondar en la verdad exterior y en las formas naturales con una asombrosa facilidad, debido a que llegó, en base a ciertos rasgos mínimos, como es el de una solapada silueta, a alcanzar la naturaleza íntima del personaje.

Para Carvacho (1953) el lóbulo tosco de su gran oreja explica su condición y oficio. Su tamaño pudo relacionarse metafóricamente con la capacidad para prestar atención a las confidencias de sus patrones, o quizás, que en el simple hecho de conducir, se encontró obligado a escuchar lo que sus pasajeros discutían durante el transcurso del trayecto. Este imperceptible dato, que revela una gran meditación y consideración por parte de la pintora, sumado a la iluminación que delimitó y destacó únicamente a ese perfil que no se dejó identificar con plenitud, desenmascaran la verdad de este Im. 12: El cochero. hombre.

Al igual que en El cochero, en la totalidad de la obra de Magdalena puede apreciarse la iluminación del rostro como una constante, a la que se le suma un halo de luz que aparece alrededor de algunos de sus personajes. Esta particularidad es un factor clave, ya que se encuentra

54 en directa relación con el deseo de que los protagonistas de sus pinturas adquieran e inunden de vida plena a la tela. Fue, en esos semblantes acentuados, en donde ella vio reflejada su posición y sus estados de ánimo.

La pesquisa científica descrita y lo que será la posterior exploración interior de Magdalena, no son visibles en la pintura de Aurora. Sus estudios de las formas y las carnaciones resultaron ser de una atractiva gama de tonalidades que revelan una personalidad mucho más sencilla y ligera, que se dejó llevar por su sensibilidad. En ella no existió esa agudeza que intentaba captar lo físico para luego traspasarlo, sino más bien, su deseo fue el de acercarse y llegar al mundo de las formas, de los objetos, de las materialidades y texturas movida por la quimera que estos le evocaban, más que por la captación escrutadora de su verdad, aunque fuese esta última su guía.

Del examen completo de sus obras se visualiza su contraste más palpable: Magdalena escudriñó la realidad para aprehender las formas reconocibles y, a partir de ellas fue capaz de llegar a la vida interior; mientras que Aurora, conocedora de esta realidad visual, intentó plasmarla de la misma manera que su hermana; captación que quedó un tanto restringida debido a que su pincel se movilizó más profundamente por su realidad anímica. Actuó al revés de Magdalena, colocada ante su modelo tal vez quiso plasmarlo fielmente, pero la fuerza que la movilizó fue otra. Una que convirtió a sus formas en un estallido de fragilidad, de superficie melancólica y bucólica, en contraste con la mayor dureza y fuerza expresada por Magdalena, cuya mano se deslizó firmemente sobre la tela.

Aurora transcribió en el modelo y en la superficie las impresiones brotadas desde su imaginación. Paso a paso, su pincel trazó figuras coloridas, duplicó su objeto, delineó contornos y formas que dieron plena consistencia a los materiales utilizados, pero siempre traspasados por su espiritualidad.

El Interior del Salón (Im. 13) merece comentario especial, esta pintura representa dos hermanas en plena ejecución de adornos florales. Una se halla sentada con un grueso ramo y la otra coloca una guirnalda alrededor del busto de su padre. Mediante

esos agasajos florales, invistió la figura paterna con majestuoso Im. 13: Interior del salón.

55 galardón. Seguramente Aurora seguramente tuvo como propósito el realce de ésta, a la que describió con formas en las que no se aprecia la inflexibilidad que dominó en Magdalena. Este hecho puede relacionarse con la manera en que pintó la alfombra, el sillón y el busto, pormenores que su hermana hubiera plasmado con mayor prolijidad para llegar a una imagen más verídica de lo que ellos y su materialidad en sí representaban. Pero sobre todo, porque se evidencia que se dejó llevar más por el sentimentalismo, por cargas internas que por el deseo de un mero traspaso.

Otra apreciación que aclara y recalca esta diferencia entre las dos, puede extraerse de las dos Agripina Metella. Es un mismo tema, un hecho histórico que seguramente ambas conocieron en los cursos de historia griega y romana en la Academia: la vida de la madre de Nerón, una mujer fuerte y ansiosa de poder, había sido encarcelada en la isla de Pontia por conspirar en contra de su hermano Calígula para quedarse con el trono. Tal vez, el impacto que la historia pudo producirles fue la motivación que las llevó a plasmarla o quizás, la causa residió en una tarea encomendada por uno de sus maestros.

Al observar los cuadros con “idéntico tema”, las semejanzas en la composición y la severidad del dibujo son sorprendentes, situación que las hizo ser catalogadas en un comienzo como intercambiables. Ambas ubicaron a su protagonista dentro de una prisión de proporciones similares, rodeada de fríos ladrillos, encadenada, sentada en una esquina sobre una saliente rocosa del muro, con sus manos entrelazadas, su pierna derecha estirada y la izquierda flechada, ataviadas con una amplia túnica blanca de bordes dorados que deja ver sólo parte de su cuello, brazos y pies.

Sin embargo, más allá de estas similitudes, pueden distinguirse sutiles diferencias compositivas que son cruciales, ya que ellas comunican la presencia de dos personalidades diferentes.

En primer lugar, la mirada: la Agripina de Magdalena tiene los ojos abiertos, en cambio los de la de Aurora se encuentran entrecerrados. Una contempla aparentemente el mundo exterior y derivado de esa mirada, puede inferirse que ella repara más conscientemente en su situación actual. Más, aunque su rostro posea una tristeza desesperada, el tener los ojos abiertos implica

que fue capaz de reconocer que ha sido la causante de su propia Im. 14: Agripina Metella en prisión. M. Mira.

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desgracia, a diferencia de la otra que se niega a ver la realidad que la rodea.

Podría objetarse en esta última que también tiene sus ojos abiertos, tan sólo que como mira hacia abajo se perciben como entrecerrados, pero aún en ese caso, su mirada vaga y cabizbaja es un indicador que la aleja de su realidad circundante para conectarla con lo mas profundo de su ser.

Así, esta Agripina prefiere encerrarse en su propio mundo interior, uno que no posee los límites ni las fronteras materiales del entorno que actualmente la rodea. Un mundo que la aleja de Im. 15: Agripina Metella en prisión. A. Mira. su responsabilidad en los hechos y del enfrentamiento con el escenario que ella misma había provocado, como una forma de búsqueda de salvación a través de su ensoñación creadora.

La postura corporal también viene a agregar nuevos datos. La Agripina de Aurora se encuentra distendida en una clara posición de reposo, como entregada no a su destino, sino más bien a su escape y, es por ello que sueña para olvidar los malos recuerdos, porque ese algo más allá de lo terrenal, la creación de su imaginario es lo que puede protegerla de su cruda realidad. Mientras que la de Magdalena, sentada en ángulo, con el cuerpo recto, indica que probablemente ella acepte su cruel escenario y sea más consciente del peso de su culpa.

Otro elemento digno de ser destacado es la prisión en la que se encuentran. La primera posee una pequeña ventana redonda enrejada que simboliza, a pesar de las circunstancias, su necesidad de conectarse con el mundo exterior. Mientras que la segunda, “encerrada” en una celda sellada, sin ningún tipo de distracción externa se halla con todo dispuesto para concentrarse en sí misma.

Un sutil detalle en la Agripina de Magdalena merece otra reflexión. Agripina, con sus extremidades desnudas en directo contacto con el frío suelo, lo cual la obliga a mantenerse en alerta, mientras que la otra usa sandalias, es decir, existe una separación entre ella y la superficie que, sin duda representa la realidad de su presente.

Por último, el corte de pelo habla de una visión más masculina y segura de una y más femenina, suave, romántica y frágil de la otra.

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Este cuadro de Aurora refleja fielmente lo que fue su producción pictórica y sus características: ella conmovida con la historia pareciera ser que la ha traducido a partir de su emoción fantasiosa. Al igual que la protagonista, Aurora prefirió entregarse al ensueño placentero, quizás así se escapaba de las perturbaciones, se adentraba en un mundo más lírico y superficial, lleno de coloridos y formas redondeadas, en cambio Magdalena, más segura, la pintó con los ojos abiertos, debido a que ella misma pudo ser una mujer más fuerte que su hermana. La energía que la motivó fue diferente y se encontró en mejores condiciones para enfrentar directamente lo visible hasta traducirlo con una gran penetración en lo medular.

Antonio Romera (1908-1975) afirmó que la Generación del Medio Siglo a la que pertenecieron las hermanas Mira Mena se malogró en gran parte, porque no desarrollaron plenamente su obra artística. En el caso de ellas la exploración terminó abruptamente con la llegada de sus obligaciones maritales. Esa búsqueda inconclusa se reflejó en sus estilos fluctuantes, que en algunos momentos fue sumamente apegado a los cánones académicos y en otros mostró un ligero sentido de expresión personal.

Si el entorno hubiese sido favorable, ¿qué lugar tendrían Aurora y Magdalena en la pintura chilena? Puede deducirse que se debatieron entre estímulos dispares que se entrecruzaron, propios de una época crucial e indecisa en la que las viejas fórmulas seguían más presentes que nunca, pero comenzaban a chocar al asomarse otras nuevas. Así, ambas resplandecieron, pero también se ocultaron y, esa oscilación tan característica, en la que radica gran parte de su encanto, tuvo directa relación con el momento de cambios por los que transitaba su entorno, especialmente en la cerrada tradición elitista que comenzaba poco a poco a abrirse y que se encontraba al mismo tiempo en vías de desaparecer.

Ellas tuvieron que valerse de las formas tradicionales que se les impusieron a partir de su rígida y cerrada enseñanza y del estrecho mundo en el que fueron criadas. Obligadas al uso de esas formas convencionales en las que se sintieron cómodas, lograron desarrollar una pintura acorde con su entorno histórico y su situación. Una obra versátil, que abarcó un considerable número de corrientes y formatos, familiar como ninguna, congruente con su diario vivir y sin mayores pretensiones.

Pincelaron la superficie motivadas por la afición de quien tiene verdadero apego y amor por lo que hace. Las dos realizaron una pintura cotidiana que, como se ha señalado reiteradamente, no

58 tuvo más pretensiones que la de expresar silenciosamente sus vidas, enaltecer su cómoda existencia y decorar con buen gusto los muros de sus hogares, en suma, una pintura sencilla, que buscó complacerse en sí misma.

Por ello, pretender de ellas más de lo que lograron sería absurdo, si bien en ciertos momentos escaparon apocadamente de su influjo y fueron capaces de dar señales propias, son éstas las que hay que rescatar porque las que las hacen relevantes. Las dos traspasaron la tela, Aurora con su potente mirada atravesó a sus retratados y plasmó en ellos su propia existencia. Magdalena en cambio reflejó no su propio estado anímico, sino que el de los retratados y, aunque no fuera esa su intención sometieron a crítica los valores morales e intelectuales de la concepción que se tenía de la mujer.

En su hermandad llegaron a alcanzar un potente equilibrio al conjugar una doble raíz: instinto y razón, impulso sensual y claridad mental, entre el encantamiento serpentino de las formas y los colores, como reflejo de lo sentimental y lo entrañable, junto con la sabiduría derivada de la fidelidad al dibujo, que viene de lo razonado y lo abstracto.

En conclusión, si en una primera instancia pareciera ser que las hermanas se encontraban unidas por un afán similar, un modo de vida, un interés común como la pintura y por un deseo de plasmar el mundo visible tal como éste se presentó ante sus ojos, ese nexo fue sólo aparente. Se alejaron lentamente porque cada una plasmó su mundo movida por su temperamento, por su imperativo artístico individual y, sin lugar a dudas, fue la tela el lugar propicio para que esto quedara en evidencia.

Magdalena y Aurora generalmente han sido tratadas en conjunto por los historiadores, sin embargo, luego de caracterizar los aspectos que las ligan, vale la pena separarlas ya que posteriormente sus trayectorias tomaron rumbos diferentes.

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CAPÍTULO V

La obra de Magdalena Mira Mena (1859-1930)

Establecidas las características generales de las pinturas de Magdalena y Aurora Mira Mena, fue necesario profundizar en cada una de sus trayectorias artísticas.

En el caso de Magdalena, esta pesquisa permitió distinguir que ella se alejó del modelo dominante, de la inflexibilidad que decretaban los tiempos y de las condiciones que su entorno le había impuesto, por lo que llegó a búsquedas que se relacionaron con un sentir más propio.

Fue así que su pintura adquirió mayor consistencia, debido a la elección de una temática que le dio plena oportunidad para lograrlo: El retrato. Dicho género floreció en el país al comienzo del siglo XIX, sus orígenes en Chile se explican por el auge económico y el reforzamiento de la clase dirigente. De este periodo destaca la presencia de José Gil de Castro, artista que Im. 16: Autorretrato. Magdalena Mira. reemplazó las imágenes religiosas por la de los hombres.

A partir de la Independencia resurgió como una nueva valoración del individuo y “ocupó un sitial de honor en la pintura chilena llamada de medio siglo. Más que la manifestación de un culturalismo histórico, el retrato es una necesidad” (Helefant 1978, p. 10).

Es un tipo de pintura sumamente compleja, porque la labor del gran retratista, tiene como desafío principal (igual que en el autorretrato), captar la apariencia externa y la existencial de un rostro. La primera premisa consiste en la representación fiel y objetiva del modelo real, pero a ello se agrega un componente subjetivo, propio de la exteriorización del pintor, que se manifiesta en la manera que éste aborda la tela, en la elección del color o del modelo y en la selección de rasgos relevantes que van a hacer reconocible al retratado. La preferencia por las fisonomías del modelo y por sus características varía entre un pintor y otro y se modifican con el gusto imperante en la época. Este fenómeno otorga al retrato la propiedad de ser un testimonio histórico, cultural y estético invaluable que permite el estudio de la concepción plástica del pintor, las cualidades del retratado, su rango social, su carácter y su identidad como también abre la posibilidad para escudriñar en sus pretensiones.

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Gracias a su amplia preparación, Magdalena se dejó ver en ellos como una pintora seria, interesada, al igual que Pedro Lira, en dominar los secretos de la técnica y los fundamentos básicos del arte como el color y el dibujo. En ambos casos llegó con gran autoridad a dominarlos, hasta alcanzar una verdadera perfección formal.

Se acercó así a sus modelos, valiéndose de una paleta sobria en la que predominaron los blancos, ocres y rosados. Usó una pincelada oscilante que por momentos se aligeró

prodigiosamente, para luego apretarse y desaparecer.

Im. 17: Retrato de Mercedes Mena. Mediante ello elevó la materia oleosa que se hizo dócil en sus manos, especialmente en los claroscuros y en las sombras suaves a veces esfumadas.

La estructura interna de sus pinturas reveló la indiscutida subsistencia de su formación académica, evidenciada en el rigor lineal con el que trabajó la superficie, especialmente cuando encerró los contornos y las siluetas. Logró con precisión la objetividad de las formas, en las que utilizó el color subordinado a los imperativos de la realidad. Pero, tal como se mencionó en las páginas anteriores, ella en algún

momento “perdió” su complicidad con la orientación

Im. 18: Retrato de Gregorio Mira. objetivista, ya que exploró y descubrió indistintamente los recursos plásticos acomodándolos a sus deseos, más allá de la verdad puramente visual, para llegar a consumar obras de una gran fuerza interior. Aquí se desligó de la frialdad y de la despersonalización de las normas de la escuela (aunque ese peso técnico subsistió como base silenciosa de su quehacer) y expresó un nuevo concepto en su pintura y, por ende, consiguió un aspecto más moderno de la misma.

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La obra de Magdalena presenta un desarrollo fluctuante e indeterminado, por ello, si forzosamente se tuvieran que establecer etapas resultaría sumamente complejo. Esta situación, tan particular, llevó a tesista a la realización de una clasificación que hace caso omiso de un orden cronológico estricto, razón por la cual se las agrupó según las diversas intenciones que pueden verse expresadas en cada obra.

Se distinguen dos grupos fundamentales de creaciones: el

primero denominado línea de estudios y captación de la

Im. 19: Retrato de Sofía Cousiño Mira. verdad exterior, caracterizado por ser el más formal y objetivo; el segundo corresponde a esa otra intención de ahondamiento que se ha descrito en más de una oportunidad en las páginas anteriores.

En el primero su labor de retratista quedó a medio camino, ya que sólo captó la apariencia externa. Se detuvo en la tela para describir meticulosamente los personajes, se centró en el estudio de las texturas y las materialidades, características que la incorporan en la denominada categoría de Tradición y

Ornamento. Magdalena, precedida por la reflexión, se

Im. 20: Retrato de Ana Mira Mena. preocupó más de las cualidades de la ejecución que de la vida del modelo del que tomó distancia. En su dibujo delineó fielmente los rasgos faciales del retratado, lo que permitió que el observador lo identificara fácilmente, ayudado por la rica y recargada descripción de su atuendo que casi siempre lo hacía participe de su rango social. Fue así como resaltó los elementos plásticos aprehendidos que dieron por resultado “verdaderas copias del natural”.

Esta primera orientación, objetiva y analítica, se encuentra representada por el grupo de los autorretratos y de los retratos

familiares. Im. 21: Retrato de Juan Vicente de Mira.

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Autorretrato y retratos muestran el sello de su tiempo e igualmente son un documento de alto valor para conocer la biografía de la artista. Sin embargo el autorretrato, resulta ser una especie de examen psicológico, una exteriorización de sí misma, en la que la personalidad de la artista cobra la más alta dimensión.

En la imagen de Magdalena (Im. 16), que se halla bastante maltratada y ajada por el paso del tiempo, se manifestó toda su

primera intención creadora, todo ese poder de indagación Im. 22: Retrato de Pedro Mira Mena . visual; ella, mediada por el espejo en el que se observó de reojo y con detenimiento, se estudió y redescubrió en su propia imagen, pincelada tras pincelada ayudada por su poder de contemplación visual. Esa búsqueda descriptiva que realizó con tanta agudeza en sus familiares, fue aplicada sobre si misma, para captar fidedignamente la propia apariencia, en la que eliminó todo tipo de atavío excesivo. Sólo adornó su cuello con un fino, pero deslucido collar y con su cabello peinado hacia atrás, resaltó e iluminó su rostro sereno, seguro y sobre todo contemplativo.

Magdalena, más influida por Blondeau y Lira, legó una gran Im. 23: Retrato de Mercedes Mira. cantidad de representaciones de familiares en los que se ve esa primeriza intención de alcanzar la perfección formal. Sus obras se caracterizaron por su carácter estático, por su enfoque de tres cuartos, media figura y cuerpo entero y por la utilización de una prolija representación que logró captar la apariencia externa, más no la existencial.

En el retrato de Mercedes Mena (Im. 17), reprodujo a su madre vestida a la usanza de la época, sumamente ataviada, con una tiara sobre su cabeza y un alto cuello de piel que cae

por sobre sus hombros, con un gusto sobrio y elegante. En Im. 24: Aurora Cousiño Mira (1905).

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ningún momento intentó humanizarla, probablemente la idea fue presentarla digna, como una especie de emperatriz, cuando transfirió sobre la tela su ideal de madre, una figura perfecta y pulcra. Sin proponérselo, la mostró fría y poco acogedora, lo cual la alejó de todo lirismo y poesía.

En el retrato de su padre (Im. 18), aunque su rostro se muestra más amable, igualmente carece de existencia plena.

Son parte también de esta agrupación los Retratos de Sofía

Cousiño Mira, pintado sobre tela ovalada (Im. 19), el de Ana

Im. 25: Retrato de Pedro Fernandez Concha. Mira Mena (Im. 20) y Juan Vicente de Mira (Im. 21), todos curiosamente ejecutados de perfil, con un dibujo cuidado y elegante y con fondos oscuros que resaltan los rostros iluminados. Si se agregan el Retrato de Pedro Mira Mena (Im. 22), el de Mercedes Mira de Fernández Concha (Im. 23), el de Aurora Cousiño Mira (Im. 24) y el de Pedro Fernández Concha (Im. 25), queda completa la producción retratística familiar.

A esta realización hay que agregar una de sus facetas más inexploradas. Se trata de los estudios que realizó con el Im. 26: Busto de Gregorio Mira. escultor, crítico de arte y periodista José Miguel Blanco (1839- 1897). En este campo desarrolló una pequeña labor que merece ser destacada.

Una de ellas es un busto de Gregorio Mira en bronce (Im. 26) adornado con hojas y la otra, un sobrerrelieve de Rosa Mira Mena (Im. 27). Al igual que Blanco, Magdalena utilizó materiales nobles y siguió los cánones del academicismo tradicional, cuya tendencia neoclásica siempre estuvo apegada a la búsqueda de la proporción áurea y a un sobrio modelado

con el que acató la razón. Persiguió la perfección, la carnación Im. 27: Rosa Mira Mena. real y reforzó su espíritu de observación y descripción.

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Como obra de término de esta agrupación se encuentra Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira (Im. 28), debido a que en ella se encuentra esa verdad física y descriptiva, pero es también el comienzo de otros atisbos. En esta tela, que sigue la línea de la época, “ha logrado la más considerable realización de su poder intelectual de escrutación, la descripción busca las perfecciones mas entrañables” (Carvacho 1953, p. 16).

Se hace evidente en ella, su correcto dibujo y su apego a la forma real, su facilidad para darle al total una correcta y estudiada armonía. Su padre, de pie ante el atril de su hija, observa atentamente una de sus pinturas, probablemente en lo que debe haber sido su propio taller, ya que se pueden apreciar afirmados en la pared, un bastidor y lo que pudiera ser una carpeta de la que sobresale una hoja (quizá algunos de sus bosquejos o dibujos) y una pintura que la define por sobre su menudencia: un retrato.

Magdalena fijó, con gran naturalidad, la figura de su padre, en su verdad más objetiva, pero también se presiente y luego se hace evidente, esa intención soterrada de llegar a desentrañarle al espectador la verdad del hombre al que ella tanto admiró. Im. 28: Ante el caballete. Esa admiración se desprende del cuidado que puso en la realización de la atmósfera circundante, al crear alrededor de Gregorio esa aureola de luz tan particular de algunas de sus obras. Esa iluminación que pareciera irradiar de él, encarna lo que significó para ella en vida, una especie de guía e iluminador espiritual, un consejero de su arte, su más grande admiración, quizás hasta su propia fuerza. Pero Magdalena también transmitió en esta pintura, no sólo lo que su padre representó para ella, sino que además traspasó su personalidad al dejar entrever su posición, su prestancia de hombre honorable, recto, seguro, justo y comprometido. Sobre todo reflejó un sentimiento de confianza hacia quien se encuentra de pie, con sus brazos cruzados mientras observa detenidamente el trabajo de su hija, con gesto severo, pero a la vez, afectuoso y lleno de una gran satisfacción.

Es por ello que finalmente, Magdalena no se quedó entre las estrechas paredes del modelo de Tradición y Ornamento, ya que algunas de sus pinturas comenzaron a trasladarse hacia un nuevo horizonte, del que en este retrato se asomaron los primeros atisbos.

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Magdalena no buscó la gran composición y, aunque pintó de preferencia a sus familiares, en su mundo retratístico reveló otro prototipo de modelos entre los que se cuentan personas de orígenes más humildes y, es en ellos, en donde verdaderamente fue capaz de llegar a aquel suceso milagroso de unificación física y espiritual, que insólitamente no alcanzó a prosperar en los de su familia.

Fueron los sirvientes, los miembros del entorno doméstico de su hogar o los necesitados, la gente más inaccesible, quienes la incitaron a penetrar más allá de la superficie, a imaginar la vida dolida y sacrificada que se escondía tras ella para, de algún modo, comprometerse con la misma. Ellos pudieron significar para Magdalena una conexión con ese otro modo de vida, el de las clases sociales menos acomodadas. En ellas la gente ha tendido a mostrar sin tapujos sus emociones, a diferencia de lo que sucedía en las clases acomodadas que siempre se caracterizaron por ser públicamente menos demostrativas.

En esos retratos, colocó especial acento en los rostros, para quedar expuesta como una verdadera artista, como una pintora que buscó captar no sólo la apariencia externa, sino también la realidad más íntima, sin mayores idealizaciones ni embellecimientos, con lo que se acercó sutilmente al realismo.

“El realismo con cierto tinte social no es frecuente en la pintura chilena. Sin embargo lo encontramos en Magdalena Mira y de manera bastante acentuada” (Cruz 1984, p. 25).

Magdalena se alejó de los temas mitológicos, religiosos o alegóricos y pasó a concentrarse en los rasgos esenciales y típicos de los caracteres; ya no fue eje esa necesidad de captación de lo real en un sentido naturalista o fotográfico. Su meta ya no fue la de transmitir belleza ideal, como en el caso de los restantes miembros de su familia, sino su horizonte fue el conocimiento de la realidad como verdad.

La Viuda (Im. 29) pertenece a esta tendencia al reflejar la

Im. 29: La viuda. realidad de un suceso trágico. En ella realizó un acierto de

66 profundidad y delicadeza que permite advertir tanto su propia existencia, como la de una desconsolada anciana que llora su pérdida.

La mujer, ataviada y cubierta de severo luto, con un amplio traje y un velo, sólo deja al descubierto su rostro y sus manos. Está sentada con su espalda completamente encorvada, mientras se afirma el rostro con su mano derecha, lo que exterioriza el peso de su agobio ante el dolor y la soledad que ha tenido que enfrentar abruptamente. Delante de ella, una mesa sobre la que se apoya un crucifijo y lo que pudiera ser una Biblia, objetos que realzan la presencia de la muerte, enmarcan su sufrimiento espiritual y su resignación. También está presente un ramillete de flores que interrumpe la negrura de su vestimenta, para comunicar el último soplo de vida que ella, a través de esa ofrenda simbólica, le entregó a su marido.

Al igual que en El cochero tampoco se puede apreciar la totalidad de su rostro y se llega a descifrar su condición y su estado anímico, no tanto por el atavío o por el entorno sino más bien, por que se encuentran iluminadas y desnudas únicamente sus manos y su rostro y debido a la presencia del nimbo que enmarca su semblante pesaroso.

La bruja conjurando la tempestad (Im. 30) también se encuentra ligada con el realismo. Magdalena pintó a una mujer despojada de toda vulgaridad y melodramatismo; no pretendió crear ese tipo ideal que aparece en sus retratos de familiares y que, en este caso, encarnara el espíritu del mal, por el contrario, esta obra representa a una bruja humana, a una mujer de edad, con el rostro curtido y ajado por el peso de los años, vestida con un deslucido traje y que, con actitud cansada y abatida, pretende dominar a la tempestad con la hierba que sostiene en su mano derecha y que, de un momento a otro, arrojará al fuego.

Igualmente que en Vida dura (Im. 31), los rasgos de cansancio

de la mujer, sus ojos caídos, las ojeras marcadas, la mirada triste Im. 30: La bruja conjurando la tempestad.

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y abatida, signos inequívocos de la vejez, proyectan el acercamiento y la identificación de la pintora con el alma humana. Fue por su intención de lograr la representación de una realidad fatal, que la obligó a centrarse en la expresión directa de los sentimientos y dejar en un segundo plano el refinamiento de la técnica pictórica.

Estos tres últimos rostros de mujeres son muy similares entre sí, en cuanto al tratamiento matérico, pero sobre todo debido a que en ellos Magdalena fue capaz de transmitir el dramatismo y la impresión de una existencia poco afortunada. Im. 31: Vida dura. En El vagabundo (Im. 31), mediante la ondulación de los tonos, a partir de verdaderas manchas de color que la acercan a una intención impresionista, alcanzó una verdadera espontaneidad y libertad expresiva. Tan sólo con mínimos brochazos fue capaz de captar el todo y de entregar lo esencial del mismo. No necesitó ocuparse minuciosamente del dibujo, ni de recortar la figura del fondo o de darle a cada lugar su tonalidad local, sino que mediante una paleta reducida a dos tonalidades opuestas, trabajó velozmente en su cabello y su barba, dejándolas confundirse con el fondo oscuro en el que su traje no se distinguiría si no fuera por la mancha que hace las veces de corbata.

En esta pintura, que se opone radicalmente a todo cuanto Magdalena había realizado con anterioridad, percibió que menos es más, que no era necesario esconder la pincelada y la materia que da la vida para calar en la existencia de este hombre, cuyo rostro es lo único que se encuentra iluminado, porque eso significaba esconderse ella misma, su propia presencia y alcanzar, en menor medida, su anhelo revelador.

De esta manera es que la segunda agrupación completa viene a cerrar su ciclo de gran retratista, ya que en ellos logró conjugar la apariencia externa de los primeros con la existencialidad del

rostro. Im. 32: El vagabundo.

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En esas producciones desarrolló un mayor realismo37, llegó a plasmar documentos psicológicos en los que consiguió mayor contacto con la existencia misma de los retratados

Alcanzó también nuevos propósitos con su Retrato de una desconocida, imagen fundamentalmente visual que marcó sin querer (ya que se trata de un estudio para un retrato dejado sin terminar), una tercera línea pictórica. Gracias a ese hecho fortuito Magdalena “ha sobrepasado las imposiciones de las corrientes dominantes de la época en Chile y, de modo contemporáneo, a la pintura más avanzada europea; como lo hubiese hecho Toulouse Lautrec, Degas o Picasso del periodo barcelonés, ha buscado la expresión de un sentimiento puramente pictórico. Es decir, se ha colocado, por actitud natural de su talento, en la sensibilidad de la época” (Carvacho 1953, p. 18).

Sus aportes no fueron tan sólo de orden social, en relación con el hecho de ser una de las primeras mujeres en desempeñar un papel activo dentro del desarrollo de la pintura chilena, también fue capaz de realizar una obra imponente en corto tiempo, sobre todo si se toma en cuenta el estrecho círculo de las presiones sociales que pudieron recaer sobre ella. Estos últimos retratos, en los que se percibe cómo alcanza una mayor libertad y un modo de expresión más propio, fueron su aporte principal.

Magdalena innovó al ir en búsqueda de algunas poses poco convencionales, como en El Cochero y en sus retratos de perfil, un modo de composición que no se había realizado antes, en la utilización de un formato ovalado que influye en la visión total para efectos de lectura y en líneas generales, al realizar por primera vez una obra tan familiar y hogareña (por lo mismo autorreferencial), en la que incluso se presentaron al interior del cuadro otros cuadros de la misma autora, como sucede en Ante el Caballete.

Magdalena poseyó el gusto severo y puro de la alta escuela. Fue dueña de notables cualidades técnicas que, en momentos, no socavaron totalmente su sello distintivo, mediante ellas fue capaz de llegar a un mayor contenido, cuando utilizó una pincelada de toques más sueltos y un dibujo que paulatinamente se hizo en ellos más expresivo. En pocas palabras ella se conservó

37 Esta tendencia puede verse como influjo de su maestro Giovanni Mochi quien, colocando acento técnico en las características anatómicas, estudiando racionalmente lo visto, llegó a describir y detallar el contenido humano en retratos bien logrados tanto en lo material como en lo psicológico. Magdalena, al igual que él, llegó a conjugarlos ambos, perpetuando en la tela una realidad que fue más allá del significado literal.

69 absolutamente clásica en la forma de componer, pero al ir más allá de las formas delimitadas y seguras, esa objetividad de la que tanto se vanagloriaban los academicistas se desatendió gracias a su deseo de escrutación, por la nota inquisidora y reveladora en la que se proyectó. En ellos encontró finalmente, una coherencia entre el contenido y la forma, un sano equilibrio entre razón e intuición y, aunque seguía sujeta a las formas tangibles y reales, logró adentrarse en el interior del ser humano para proyectarlo en la tela.

De esta forma su pintura se hizo más honesta y viva, se alejó del idealismo con el que descubrió a sus familiares más cercanos, quienes debieron representar para ella la magnificencia, el enaltecimiento y la validez de su existencia plena.

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CAPÍTULO VI

La obra de Aurora Mira Mena (1863-1939)

En sus comienzos demostró dominio en los grandes temas de rigor, como en su Agripina Metella, la gran composición en sus alegorías, en el retrato, en la figura humana e incluso en el paisaje y las marinas. Pero cuando llegó el momento de elegir su temática representativa, probablemente influenciada por Mochi y sobre todo por Juan Francisco González, desatendió todas aquellas tendencias, en pos de los objetos cotidianos de su hogar, de las flores y frutas que en su exuberante colorido y resplandor primaveral, fueron dispuestas sobre jarrones en gruesos ramos o esparcidas casualmente sobre una mesa o en el suelo.

Aurora siguió ligada técnicamente al academicismo en la totalidad de su obra, predominó en ella una representación objetiva y naturalista. En sus retratos y alegorías, evolucionó hacia tintes más románticos (a diferencia de su hermana, que lo hizo hacia el realismo en sus personajes populares), para recoger algunos influjos impresionistas en sus flores. Gracias a estas últimas, se distinguió entre toda la tradición de la temática nacional, se instaló como artista y consiguió su lugar dentro de la historia de la plástica chilena.

Al igual que en Magdalena, la panorámica de sus trabajos muestra esa oscilación tan característica que, en ciertos momentos, las llevó a ambas a pintar obras sumamente apegadas a los moldes tradicionales (con pinceladas apretadas y preocupadas por el dibujo) y, en otros a alcanzar una mayor soltura y expresión para volver a replegarse dentro del punto de partida.

Fue como si se hubiera presentado una especie de lucha silenciosa entre formas familiares y conservadoras que se reflejaron en las exposiciones en los Salones y otras que se Im. 33: Joven pintor. dejaron asomar casualmente de la mano de su pincel.

Es por ello que en la pintura de Aurora también se ha hecho caso omiso de fechas y se la clasificó en dos grupos que distinguen diferentes líneas temáticas. El primero denominado captación externa y complacencia epidérmica, caracterizado por su regocijo superficial y su

71 traspaso personal y el segundo que corresponde a sus pinturas florales, caracterizado por su regocijo superficial junto con el goce de los sentidos.

Las creaciones de la primera agrupación comprenden las escasas veces que trabajó la figura humana y que incluyen: su Autorretrato, los retratos del Joven pintor, el de Carmen Fernández y los dos de Rosa Mira (entre los que se cuenta aquel que tiene tanto contacto con La desconocida de Magdalena); el Rincón del Salón y Las alegorías, todas enmarcadas dentro de la corriente de Tradición y Ornamento. Aurora mostró apego por describir los objetos de la escena, la riqueza de las telas y los atuendos y siguió las reglas correctas de la composición y el equilibrio académico.

El retrato del Joven Pintor (Im. 33) es una buena pintura, realizada con acierto y dedicación, aquí se mostró preocupada por el detalle, de la luz, del acabado y probablemente, de las características del muchacho, muy al estilo de Magdalena.

El de Rosa Mira Mena es diferente (Im. 34). La melancólica modelo se encuentra sentada sobre un suntuoso diván, inclinada, mientras mira lánguidamente hacia el frente. Aurora lo realizó técnicamente de manera admirable, pero si se presta mayor atención, puede repararse en la manera veloz en que resolvió el fondo y en cómo se complació en el trabajo del ropaje, en el juego con las calidades de esas blancas telas, que contrastan con la negrura de la capa que cubre casualmente su espalda y con el encaje que se desliza en suaves pliegues alrededor de su cuello, que remata en el borde del vestido. Pero sobre todo, esas coloridas flores, en tonos lilas, amarillos, rojos y rosas, que colocadas en un grueso ramo a un costado de la modelo, caen esparcidas

casualmente bajo sus pies, para ofrecer sus destellos entre la

Im. 34: Retrato de Rosa Mira Mena. enmarañada alfombra.

El encaje, las flores, la textura del vestido y la alfombra, esos elementos tan dispares y ajenos al propósito de cualquier retrato, ostentan más vida que su modelo, quien parece haber sido un mero pretexto dentro de una composición realizada exclusivamente para fijar la mirada en ellas.

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Esa complacencia hacia las formas visuales y su sensual colorido, con el más puro deseo de transmitir la sensación epidérmica, también se manifestó en el Retrato de Carmen Fernández Mira (Im. 35). Aurora ubicó a su modelo de pie, con su brazo derecho tras la espalda y el izquierdo extendido con un grueso ramillete de rosas, apoyada contra el marco de una ventana, con la vista ida dirigida hacia el exterior. No se evidencia ninguna intención por transmitir, ni por tomar contacto con la existencia particular de Carmen, ella sólo ha sido otra excusa para deleitarse en el trabajo de las delgadas capas de su vestido, en sus pliegues y en su vaporosa transparencia. Esta faena, junto con la de las flores colocadas cuidadosamente, tanto en su mano como en el

Im. 35: Retrato de Carmen Fernández. antepecho de la ventana, fueron el motor de su pintura.

Resulta evidente que, aún cuando realizó retratos en los que el motivo principal debió haber sido el personaje plasmado, cobraron mayor importancia los elementos secundarios e igualmente sus flores y el trabajo con las texturas y el colorido se transformaron en el centro de su estímulo pictórico. Conjuntamente en ellos Aurora no logró ser imparcial al pintar. Esa mirada melancólica, ladeada y esquiva que parece contemplar, pero que en el fondo no repara en nada externo, fue característica en todos los retratos femeninos, incluida su Agripina Metella.

De esa persistencia puede derivarse el traspaso de sus propias pasiones a la modelo, en otras palabras, Aurora no logró captar en ninguno de ellos (al igual que Magdalena tampoco lo hizo en los retratos de sus familiares) la presencia particular del retratado, sino que se plasmó a sí misma. Esa transferencia se aprecia también en

la figura femenina sentada en el Rincón del

Im. 36: Alegoría a la primavera (Detalle).

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salón y en sus alegorías.

Estas últimas, una vez más, fueron la excusa perfecta para pintar, como se aprecia en Alegoría a la primavera (Im. 36), una mujer vista desde abajo hacia arriba, en un escorzo frecuente en la pintura barroca.

Estas imágenes metafóricas la personificaron al encarnar la época que más la representó,

elevándose hacia el cielo en un sublime atavío, Im. 37: Alegoría (Detalle). rodeada de nubes, de querubines protectores y guirnaldas de rosáceos matices, descalza y libre como nunca lo fuera, dentro de ese mundo onírico y colorido que ella misma descubrió y en el que fue una indudable maestra.

Una de ellas (Im. 37 y 38), ubicada en el teatro de la familia, llama la atención por el inaudito formato y la multitudinaria presencia femenina. Pareciera que Aurora hubiese querido enaltecer

Im. 38: Alegoría (Detalle). al género y deleitar al espectador con la belleza semidesnuda de los cuerpos.

Sorprende una mujer que, en la esquina superior se encuentra de frente. Aurora pudorosamente la pintó como una niña al esconder su pecho, en cambio, en las que se encuentran de espaldas perdió la timidez cuando modeló los cuerpos con gran agilidad y destreza. Los voluptuosos dorsos demarcados se encuentran colmados de sensualidad, gracias

a la pincelada más pastosa que deja ver la Im. 39: Alegoría en el techo del comedor. mancha.

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En estas alegorías, empotradas en los muros de su casa, Aurora hizo presente su profundo sentido religioso, a la vez que voló hacia las quimeras del ensueño decorativo. Para Carvacho no tiene paralelo en intenciones en la pintura chilena:

Habría que pensar en los pintores del barroco europeo, principalmente los Carracci

y El Tiépolo. Más no se vea aquí una exageración ni tampoco una identificación. Es

tan solo una manera de dar a entender como era capaz de conjugar los grandes

movimientos, las grandes líneas que hacen la estructura de un cuadro para cumplir lo

que ha sido oficio inseparable de toda buena pintura: su sentido ornamental (1953, p.

19).

Pero Aurora no se vinculó sólo al modelo de Tradición y Ornamento ya que también demostró un mayor cuidado y un apego insistente en el montaje, lo que permitió que, en muchas oportunidades se distinga el orden de los diferentes elementos dispuestos, lo que la enmarca dentro de la variante de Escenificación del Modelo. Esta situación puede evidenciarse en la segunda agrupación y la más numerosa, correspondiente a sus conjuntos florales.

Durante el siglo XVII en Europa, se trabajaron composiciones que se caracterizaron por resaltar el espacio íntimo del hogar, por la valorización de los productos obtenidos mediante el esfuerzo y por la representación de objetos inanimados dentro de un espacio determinado. Cuadros con comida o bebida, utensilios de cocina y servicio y todo aquello que se empleaba para poner en la mesa fueron las elecciones preferentes. Este tipo de pintura con el tiempo se transformó en todo un género estilístico que pasó a llamarse naturaleza muerta o bodegón, categoría dentro de la que se clasifican las flores y las frutas. Lo principal fue la captura de la belleza transitoria y frágil de aquello que inevitablemente envejece hasta marchitarse y morir. La pintura de objetos sin vida o que en algún momento van a perderla, conducía a la reflexión más profunda sobre la existencia del ser.

En el país, “desde José Gil de Castro hasta los primeros maestros de la Academia, el pintar naturalezas muertas sólo estaba reservado para ensayar el oficio y el gusto por la composición, para luego enfrentarse al tema en vivo” (Castillo 1993, p. 11).

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Chile en pintura estuvo condicionado por el paisaje. Las flores y las frutas constituyeron pequeños fragmentos que venían a complementar o a ornamentar un espacio mucho más importante. Por ese motivo, el género fue considerado como inferior, como un vasallo de los grandes temas o composiciones a los que quedaron subordinadas, colocadas como un agregado colorido, como una nota graciosa e intrascendente. En la Academia se abordaron como una manera de estudiar las formas y las carnaciones, para que los alumnos aprendieran y demostraran su oficio y habilidad constructiva, antes de emprender los grandes temas de composición, como la pintura de batallas o la de hechos históricos; por ello sus dimensiones fueron modestas y su uso fue más del ambiente privado que del público.

Antonio Romera señaló que las primeras flores en la pintura chilena aparecieron con el Mulato Gil de Castro y posteriormente con Monvoisin, quien buscó el lado decorativo al colocarlas en algunos de sus retratos femeninos como un embellecimiento que competía con la belleza del modelo:

Tendremos que dar un paso gigante para hallar la flor como motivo exclusivo

del cuadro, no como adorno de una composición mas compleja, en la cual

quedan marginadas y en función adjetiva, sino como cosa esencial. Enseguida

vienen al recuerdo los nombres de las hermanas Mira38 .

Sin duda, ambas hermanas gustaron poner alrededor de sus modelos arreglos florales, pero fue Aurora la que las independizó en la tela. Fue capaz de explayarse ante ellas, de involucrarse en su pomposa y colorida materia y traspasarles su sensualidad y gozo ante la contemplación de la vida y su belleza natural. En su obra los asuntos florales alcanzaron total autonomía, ya que no existieron como añadidos ajenos, se encontraron solas en su más absoluto y avasallador esplendor. Los elementos del cuadro no fueron un factor complementario

ni auxiliar, sino algo válido por sí mismo, tal como lo hiciera Im. 40: Mesa de Comedor.

38 Romera, Antonio (1956, Noviembre 3). Floreros y Bodegones en le Pintura Chilena. Zig-Zag. Pág.: 38.

76 en su Mesa de Comedor.

La pintura (Im. 40), fue organizada para el mayor deleite en esa superabundancia de elementos, texturas y coloridos. Nuevamente en fondos poco trabajados, en comparación con sus primeros planos llenos de vida, destaca una mesa cubierta por un mantel con encajes que se hacen brumosos al llegar a las orillas. La atención del espectador se sitúa inmediatamente en el cuidadoso arreglo que se ubica sobre ella: un gran ramillete de rosas en el fondo y al costado uno más pequeño, más adelante, una fuente rebosante de jugosas frutas: duraznos y manzanas, un pocillo que desborda de racimos de uvas, un plato con lo que pudieran ser trozos de pastel, dos copas translúcidas junto a un jarrón de cuello alto. Todo este conjunto remata adelante con una servilleta, la mesa ha sido dispuesta para el deleite de la vista y del paladar.

Aquí se puso en evidencia su tendencia al culto y la veneración de los objetos y se reveló una mayor objetividad, a partir de la disposición cuidadosa de los elementos que se encuentran sobre la mesa. El lugar en que ubicó cada objeto debió haber sido muy estudiado, de modo de no restarle primacía a ninguno, hasta alcanzar la más perfecta armonía del conjunto. Esta creación, única dentro de los parámetros de su pintura, marcó el comienzo de su

Im. 41: Ramillete de novia. preferencia temática autónoma. A partir de ella Aurora distinguió y separó lo que sería su mayor interés pictórico.

Ramillete de novia (Im. 41), Flores de acacio (Im. 42); Rosas y campánulas (Im. 43); Jarrón con lilas (Im. 44); Flores y frutas (Im. 45); Rosas sobre porcelana (Im. 46); Frutillas y rosas (Im. 47); Flores y guindas (Im. 48); Hojas de parra (Im. 49); Claveles; Hortensias y Peonías; evidenciaron su regocijo visual ante las formas y también ante los sentidos.

Las flores fueron su lenguaje y una vía mediante la que logró comunicar sus sentimientos más intensos, aquellos que la dominaron en el momento de plasmarlas en la tela; ellas se relacionaron con su naturaleza etérea y soñadora, con sus pasiones más delicadas y románticas. Con las frutillas, guindas, uvas y los manjares de la Mesa de comedor, ofreció

el complemento terreno a través de la jugosidad de la fruta y Im. 42: Flores de acacio (Fragmento).

77 del disfrute que se obtiene al degustar. De esta manera Aurora manifestó toda su naturaleza sensual al ofrecer a la vista, al tacto y al olfato toda la realidad de lo pintado. Llegó así a un equilibrio al deleitar y deleitarse con complacencia sensorial; conjugó la formalidad matérica de las flores y el ensueño que éstas le evocaron, con el agrado de su degustación. En este grupo de pinturas y gracias a la preferencia temática, se confirmó su ligazón con Juan Francisco González. El amor por las flores y frutas los unió irremediablemente y gracias a esa preferencia indiscutida, lograron una superación de la jerarquía temática, aunque cada uno a su manera, ya que al compararlos se hizo evidente la gran distancia que existió entre ellos.

González desarrolló una predisposición pictórica en la que primó lo sensitivo, se alejó del proceso plástico tradicional en el momento en que desechó todo tipo de idealización del modelo y, porque recogió parte de la lección impresionista en su tendencia a una pintura al aire libre, la luminiscencia, la disolución del volumen, la pincelada suelta y espontánea que dejó al descubierto la mancha. Aunque no lo parezca, este artista le dio importancia al dibujo y a la línea y, al igual que Aurora, eligió con cuidado su composición para lograr un todo armónico, si bien en su caso la espontaneidad de sus pinceladas y la expresión fueron indudablemente mayores.

Aurora se compenetró con su obra al darle mayor importancia al color y al dibujo, pero se quedó apegada a lo racional que le impuso el academicismo, sin poder romper violentamente con los convencionalismos y las fórmulas reinantes. Aunque en algunos momentos llegó a presentir la sensualidad impresionista de su factura, nunca dejó de darle primacía a lo que sus ojos reconocían. Dominó ese aprendizaje técnico que le restringió la proyección de sus pasiones; aún así, se advierte que su motivación principal fue esta última, pero plasmada bajo la única manera que conoció como correcta para realizarla.

Las flores de González “tienen la intensa conmoción de la vida humilde y efímera” (Cruz 1984, p. 262). Las pintó sobre tela, madera y cartón, al sol, a media luz, entre tinieblas, heladas por el frío y deshojándose deslucidas en su último aliento. Aurora capturó la belleza fungible de las flores en su momento de mayor esplendor, de magnificencia sublime; prefirió deslumbrarse con su apariencia idílica y pulcra, esa misma que se manifiesta en las más complacientes ensoñaciones. Las modeló sobre tela, en seda y en una fina porcelana con base blanca. Otorgó a cada flor una nueva vitalidad con los colores y el brillo hasta alejarlas del fondo.

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En algunas de ellas se rigió a la perfección por los imperativos de la pintura tradicional y resultaron ser ejemplares fríos, imperturbables y sin vida propia, tan perfectos que pareciesen no existir. En otros comenzó tímidamente a desplegar su sensibilidad reflejada en una mayor soltura en la pincelada. Captó efectos fugaces mediante el uso de colores claros y pinceladas cargadas que se hicieron más “atrevidas” en comparación con las anteriores, a tal punto que carecen de ese acabado perfecto que no

permite entrever a quién los realiza. En lugar de modelar tan Im. 43: Rosas y campánulas. cuidadosamente toda la composición, algunas partes presentaron detalles (generalmente las flores), mientras que otras apenas fueron esbozadas, como las hojas y el fondo. Las ya descritas Pescadoras y Rosas y Rocas (Im. 48), fueron un ejemplo de ello. En esta última, realizada por una Aurora de avanzada edad, insistió justamente en un tratamiento más espontáneo y libre de la pincelada.

Insinuada por el espíritu que la movía, utilizó colores más brillantes y llamativos, cargados con una pasta abundante y sensual, junto con la pincelada de manchas más ligeras y Im. 44: Jarrón con lilas. depuradas, características que más tarde la vincularían al impresionismo.

A diferencia de su hermana, ella se mantuvo mucho más apegada a su estrecho círculo del que sólo se apartó en sutiles ocasiones. Aún así, motivada por su temperamento, rehusó la temática académica, los temas históricos y religiosos (que caracterizaron sus primeras creaciones), con los que no se sintió a gusto. Conjuntamente con González y Mochi, utilizó un formato de reducidas dimensiones que le permitió transmitir intimidad y acercamiento hacia un motivo decrecido que incluso llegó a Im. 45: Rosas sobre porcelana. magnificarse.

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En relación con la elección temática, ninguna de las hermanas desarrolló una pintura al aire libre, dado que no abandonaron los estrechos límites de su estudio o de su hogar, salvo en contadas ocasiones. Ante ello, cabe preguntarse, ¿porqué no lo hicieron?, ¿porqué se limitaron a plasmar los objetos y seres que se encontraban dentro de su limitado entorno?

Im. 46: Rosas y rocas. En el caso de Aurora, la elección se debió a que la naturaleza muerta se adecuaba más a su personalidad que la pintura histórica. Esta última la obligaba a traducir literalmente el tema a la tela, tal como la narración lo exigía, en cambio los arreglos florales podían ser escogidos y acomodados de acuerdo a sus necesidades y deseos. En el caso de las flores y de sus parientes ambos se encontraban al alcance de su mano, por

lo que no requería ir a buscarlos en el exterior con

Im. 47: Flores y frutas. el consiguiente revuelo social que ello implicaba.

Galaz e Ivelic (1975), indican que en estas telas surge inmediatamente una relación con necesidades decorativas y, dadas sus particularidades, es probable que el sitio más adecuado para exhibirlas haya sido las paredes de su hogar.

Estos autores afirman que Aurora trabajó casi exclusivamente motivos florales, porque éstos mantienen una estrecha relación con su sensibilidad femenina, concepción que puede catalogarse un tanto peyorativa ya que reduce la elección solo a una cuestión de género. Tal vez no sea esa su intención pero, con ello se alude a que

Im. 48: Frutillas y rosas.

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las mujeres son más emotivas, mientras que los hombres tienden más a la racionalidad. Si este planteamiento fuera cierto, tendría su reflejo en las obras plasmadas: en las efectuadas por mujeres se prestaría mayor atención a los sentimientos y a los pequeños detalles; mientras que las masculinas estarían marcadas por un raciocinio abstracto, situación que es absolutamente discutible. Im. 49: Flores y guindas. La opción por el retrato en Magdalena y por las flores, en Aurora, tuvo que ver con numerosos factores: las pasiones, los intereses propios y la combinación de diferentes elementos sociales, culturales y económicos. Por ello, el que Aurora se haya dedicado a pintar naturalezas muertas no tuvo que ver solamente con un factor de género, sino con la suma de otros que por supuesto lo incluyen. Debió pesar el recato con el que fueron criadas, el celo de su padre, la influencia de los profesores, la falta de acceso al estudio anatómico y su propia inclinación.

Galaz e Ivelic también afirman que:

Aurora Mira, en sus cuadros de flores se limita a mostrar la naturaleza en su

estallido primaveral, asumiendo la misma actitud que se aprecia en todos estos

artistas, es decir, la fidelidad al modelo, la carencia de proyección personal, la

renuncia a cualquier recreación del motivo (1975, p. 84).

En Aurora triunfó el modelo, las flores se exteriorizaron mediante un conocimiento plástico que no traicionó en ningún momento su verdad externa, por el contrario la honró. Según este punto de vista, el tema impuso las reglas del juego y elementos como el color y el dibujo se sometieron a su impulso, por lo que el cuadro resultó ser descriptivo y naturalista. A pesar de ello la artista no quedó enteramente subordinada a una actitud pasiva, ya que como fuera recalcado en numerosas oportunidades, lo que transmitieron como totalidad fue un indicador de que ella tendió a la emoción Im. 50: Hojas de parra. antes que a lo puramente racional, campo este en el que destacó su

81 hermana.

Pedirle a Aurora que distorsionara la realidad física o las cualidades de los objetos hubiese sido imposible, ya que por sus estudios tendió a buscarla y accedió a ella con profundo respeto por las proporciones de los seres en la naturaleza. Ese fue su sustento aprehendido y fue fiel a ese aprendizaje, pero no solo se quedó atrapada en éste, sino que se permitió idealizar y fantasear en la recreación de la obra. Es necesario ir más allá para comprender, a partir de sus pinturas, el cómo se des desplegó su naturaleza menos meditativa y rigurosa, más soñadora y romántica, que quiso evadirse mediante sus pinturas. En ellas se desprendió de algunas nociones, adentrándose en otras nuevas gracias a esa carga emotiva ya mencionada, situación que indudablemente implica una proyección personal.

En síntesis Aurora pinto lo que disfrutó en su vida cotidiana y dignificó aquellos objetos que no poseían, hasta entonces, un cierto nivel artístico o que se consideraban como secundarios dentro de la tela. La visión del clasicismo hizo que en la pintura sólo se tuvieran en consideración los llamados asuntos nobles, que en ella son dejados de lado, en pos de los que parecían ser los más insignificantes: La naturaleza muerta, aperitiva o degustativa, irrumpió en un mundo pictórico que, hasta ese momento no había intentado provocar a los sentidos.

Fue Aurora, junto a Juan Francisco González, una de las primeras en utilizar la flor como un motivo exclusivo dentro del cuadro, no sólo como un mero adorno de una composición más compleja, sino como parte esencial de la misma.

Fue esa naturaleza en su estallido la que se transformó en su identidad, ella se reflejó fielmente en esas elecciones y en esas búsquedas. Al trabajar con la existencia del mundo exterior a través de sus texturas, luminosidades, colores y sugeridos volúmenes, dio cuenta de su mundo interior, de su vida a partir de los objetos y de las personas que rodearon su existencia.

Una aureola de poesía envuelve todas sus pinturas, ella fue mucho más espiritual que técnica, aunque esta última la dominó a la perfección, pero la técnica es más fría y reflexiva y su pintura proviene de lo hondo. Cuando Aurora se enfrentó a su motivo llevaba acumuladas un sinfín de pasiones y huellas que eran reflejo de una actitud pasional más que de una simple idea racional.

La importancia del dibujo, de la observación y el cálculo fueron la guía ordenadora, que vino de la mano de la enseñanza pero, bajo ese velo improvisado primaron sus sensaciones anímicas. En

82 este contexto Aurora llegó a la perfecta unión entre la razón que rige su dibujo y la inspiración que proviene de lo más profundo de su existencia.

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CONCLUSIONES

La pintura fue uno de los ámbitos que más demoró en desarrollarse en Chile y el siglo XIX, en donde se gestaron sus orígenes, fue básicamente masculino. Desde esa óptica se comprende que la inserción femenina en el quehacer pictórico haya sido tardía. La mujer, en dicho contexto, cumplió un papel discreto y por ende, necesitó de más carácter y condiciones para dedicarse a las actividades ajenas a los quehaceres hogareños. En consecuencia, su participación estuvo estrechamente ligada a la realidad social y cultural del país. Aún así, se demostró su alta presencia y lo que partió como un interés secundario se transformó en una actividad que renovó y completó el ciclo del desarrollo artístico nacional.

Un reducido número de mujeres dedicadas a la pintura se planteó su realización como artista pero, a pesar de la “mayor libertad”, el restrictivo modelo social femenino inevitablemente las relegó a su papel principal: ser esposa. Esta situación afectó directamente a Magdalena y Aurora y demostró el escaso control que poseyeron sobre el destino de sus vidas.

La incorporación femenina en el ambiente cultural del siglo XIX surgió en aquellas que pertenecieron a las familias más pudientes y, en ese entonces, las más cultas. Altas esferas en las que se gozó con todo aquello que tuviera que ver con el refinado gusto francés, por lo que el arte resultó ser de suma importancia como símbolo del conspicuo status.

La pertenencia de ellas a una de esas familias acomodadas posibilitó su desarrollo espiritual, intelectual y artístico. Paradójicamente, las características propias de su vida plácida y regalada, las utilizaron para crear belleza y formar parte, en una primera línea, de aquellas que comenzaron a romper tímidamente con algunos prejuicios. Pueden ser consideradas como mujeres que escaparon de lo común y que, sin pretenderlo, sentaron un precedente ejemplar que abrió un espacio en la historia de la pintura a la presencia femenina. Por esa razón, merecen un sitial destacado.

En relación con sus estudios e influencias, indudablemente el entorno del hogar y los cursos tomados en la Academia influyeron en su desarrollo artístico y en sus preferencias temáticas. Magdalena, de Pedro Lira y Theodore Blondeau recogió la idea de captar fidedignamente el exterior de sus retratados. De Giovanni Mochi tomó la intención realista que impregnó en sus cuadros de personajes populares.

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En el caso de Aurora fue Mochi junto a Juan Francisco González, quienes dejaron la huella más significativa; gracias al primero se relacionó de manera directa con la naturaleza, mientras que el segundo le proporcionó la noción de que el más nimio detalle podía engrandecerse en la tela.

Con Magdalena y Aurora Mira Mena se cerró el ciclo de las consecuencias femeninas de la Academia de Pintura. Bajo la perspectiva academicista el arte no era más que un modo de representar la realidad y el cuadro era concebido como una construcción utilitaria del universo, destinado a mostrar fielmente lo que se representaba. Sin embargo, esa sujeción académica, como comúnmente se ha afirmado, no llevó a las hermanas a concebir sus trabajos como fruto de un ejercicio reglamentado y frío.

No quebraron normas, ya que ni ellas mismas ni el entorno que las rodeó les facilitaron la ampliación de su cosmos y tampoco se les exigió más de lo que entregaron debido a su condición femenina. Al mismo tiempo, se debe tomar en cuenta, atendida la estrechez del ambiente, que estas dos señoritas si bien, tuvieron la inaudita idea de dedicarse al arte intentaron provocar el menor daño posible según los cánones convencionales de la época.

Esa falta de trasgresión no les impidió asimilar con nuevos ojos sus enseñanzas. Magdalena y Aurora encontraron una estampa personal dentro de la despersonalización académica, ellas se reflejaron en sus pinturas y lograron espejear lo que habrían llegado a entregar si el medio no les hubiera sido tan adverso, esto no le resta mérito a sus obras; por el contrario, las engrandece.

Su falta de principios dogmáticos o de argumentos ideológicos fue su propia ideología. No pretendieron representar ninguna lección moral con la cual mejorar la sociedad, se limitaron a elegir y elogiar los aspectos más gratos de su propia visión de mundo. Aún así, ambas le devolvieron a la pintura su perdido carácter ornamental y llevaron a cabo una sutil ruptura al democratizar la belleza, en el sentido que hasta los objetos más cotidianos tuvieran un valor estético. Los arreglos florales, los integrantes de la familia, los criados, los más ignorantes, junto a la silenciosa e inocente vida femenina, fueron motivos de regocijo visual.

Lamentablemente esas mismas razones que a los ojos de la tesista las engrandecen, han sido las mismas que se han esgrimido con anterioridad para su escasa valoración actual, una que

85 estima a la pintura más por la nota renovadora que por la expresión de la más pura simplicidad, una que aparta a las obras decorativas por su falta de pretensión discursiva. Esta óptica, preferentemente masculina, considera que su contribución fue exigua ya que el horizonte que revelaron fue el de sus propias restricciones, razón por la cual no pudieron llegar a la “altura” de los hombres. En parte eso es cierto, pero en ese desmedro superfluo que elogia a los consagrados se las ha minimizado y desmerecido por representar el reflejo una condición de vida que estaba fuera de su control.

No se comprendió ni se estimó hasta hoy, que su más grande aporte y el valor de su pintura fue por una parte, llevar a la reflexión sobre la problemática de género dentro del arte y por la otra, el reflejar su necesidad de crear hermosura en el único ámbito que fue realmente suyo: la simpleza de la vida doméstica.

Estos dos datos pueden mostrarlas como mujeres y pintoras “modernas”, no en el sentido literal del término, sino como mujeres valientes que merecen destacarse dentro del molde rígido que les confirió una vida cómoda, cuyas pinturas, alejadas de los centros creadores en donde se gestaba el impresionismo, entregaron un anuncio de aquello. Ellas se integraron fervorosamente a un quehacer que, por la espontaneidad con que el sentimiento pictórico brotó, se ajusta con una comprometida actitud contemporánea.

De aquellas primeras pintoras como Magdalena y Aurora, hasta la Generación del Trece, el Grupo Montparnasse y la Generación del Veintiocho, que incluyeron destacados nombres de mujer, sobrevino la década del cuarenta, en donde la fisonomía artística fue radicalmente opuesta. Las puertas de la plástica nacional quedaron abiertas para ellas al punto de llegar a desenvolverse de manera independiente sin mayores ataduras sociales. Llegaron a configurar un grupo difícil de definir en términos numéricos y estilísticos y, en la actualidad, son muchas las que ocupan un lugar consagratorio, porque poseen personalidades fuertes y gravitantes dentro del quehacer artístico.

Esta situación se posibilitó gracias a esas mujeres singulares, de esas moderadamente públicas como las Mira que de la mano de las más ocultas, permiten que hoy en día la mujer sea un icono representativo de la sociedad y que se muestre más segura e independiente, entre otras de sus tantas cualidades.

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No obstante no siempre fue así y al examinar el pasado de esas gestoras que se atrevieron a renovar aquello que les estaba destinado de antemano, se pudieron localizar esas grandes diferencias.

El arte que no re-conoce su propia historia no podrá jamás alcanzar su desarrollo pleno.

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BIBLIOGRAFÍA

Bindis, R. y Otta, F. (1980). Siglo y medio de pintura Chilena y Norteamericana. Santiago, Chile, Ediciones Philips Chilena.

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Referencia on line: www.memoriachilena.cl

90

ANEXO Nº 1: Premios y exposiciones

Magdalena Mira Mena

· Exposición 1883. Salón Oficial, Santiago.

Cabeza de viejo

· Exposición 1884. Salón Oficial, Santiago: Medalla de oro.

La bruja conjurando la tempestad

Hermana de la caridad

Retrato de Sofía Cousiño Mira

Un último ensayo

Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira

· Exposición 1885. (Fuera de Concurso) Salón Oficial, Santiago.

Esperando el Apir

El primer robo

La viuda

· Exposición 1886. Salón Oficial, Santiago.

Agripina Metella en prisión

Dos medallones en altorrelieve uno de Rosa Mira Mena

· Exposición 1891. Salón Oficial, Santiago

Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha. Premio de Primera Clase

Escultura:

Retrato del Sr. Gregorio de Mira

Retrato de la Srita. Rosa Mira. Por las que obtiene medalla de Tercera Clase

· Certamen Edwards 1891: Premio Costumbres Nacionales.

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Aurora Mira Mena

· Exposición 1884. Salón Oficial, Santiago: Medalla de plata.

Medica de campo

Monja de la caridad

Retrato

· Exposición 1885. Salón Oficial, Santiago: Medalla de oro.

Agripina Metella en prisión

Mesa de comedor

· Exposición 1886. Salón Oficial, Santiago: Medalla de Primera Clase.

· Exposición 1895. Salón Oficial, Santiago (Fuera de Concurso)

Retrato Rosa Mira Mena

· Certamen Edwards 1895: Premio de Honor.

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ANEXO Nº 2: Obras

Magdalena Mira Mena

1. Retrato de Carmela Mira Mena, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 70 x 70.

2. Retrato de niña, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 38 x 48.

3. Retrato de Pedro Mira Mena, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 70 x70.

4. Estudio de manos. Año desconocido. Óleo sobre tela de 34 x 44.

5. Autorretrato, 1880 (aprox.). Óleo sobre tela de 25 x 30.

6. Cochero. Año desconocido. Óleo sobre tela de 40 x 50.

7. Retrato de Ana Mira Mena, 1882-4. Óleo sobre tela de 40 x 50.

8. Ante el caballete o Retrato de Gregorio Mira, Medalla de oro en el Salón de 1884. Óleo sobre tela de 70 x 90.

9. Hermana de la caridad, Medalla de oro en el Salón de 1884. Óleo sobre tela de 70 x 90.

10. La bruja conjurando la tempestad, Salón de1884. Óleo sobre tela de 60 x 95.

11. Retrato de Sofia Cousiño Mira, Medalla de oro en la Exposición oficial de 1884. Óleo sobre tela ovalada de 40 x 50.

12. Retrato de Ana Mira Mena, 1884.

13. El primer robo, Salón de 1885. Óleo sobre tela de 70 x 155.

14. La viuda, Salón de1885. Óleo sobre tela de 33 x 46.

15. Vida dura, 1885. Óleo sobre tela de 60 x 95.

16. Esperando al apir, Salón de1885.

17. Cabeza de estudio, 1885. Óleo sobre tela de 20 x 20.

18. Agripina Metella en prisión, Premio de honor en el Salón Oficial de1886. Óleo sobre tela de 89 x 119.

19. Bustos en altorrelieve de Gregorio Mira y Rosa Mira, Salón de1886.

20. Retrato de una desconocida, 1890. Óleo sobre tela de 37 x 50.

93

21. Autorretrato, 1890 (aprox.). Óleo sobre tela de 45 x 60.

22. Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha, Premio de honor en el Salón Oficial de1891. Óleo sobre tela de 140 x 240.

23. Busto de Gregorio de Mira, 1891.

24. Juan Vicente de Mira. Año desconocido. Óleo sobre tela de 60 x 60.

25. Retrato de Gregorio de Mira, 1895 (aprox.). Óleo sobre tela de 51 x 63.

26. Retrato de Mercedes Mena Alviz de Mira, 1895 (aprox.). Óleo sobre tela de 51 x 63.

27. Mercedes Mena de Mira, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 70 x 150.

28. Pedro Fernandez Concha, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 40 x 50.

29. Retrato de Gregório Mira, 1904. Óleo sobre tela de 35 x 63.

30. Aurora Cousiño Mira, 1905. Óleo sobre tela 35 x 50.

31 Vagabundo. Año desconocido. Óleo sobre tela de 25 x 35.

32. La bordadora. Año desconocido. Óleo sobre tela de 75 x 100.

33. Mujer Joven. Año desconocido. Óleo sobre tela de 38 x 50.

34. Virgen. Año desconocido. Óleo sobre tela de 45 x 85.

35. Camino a la Hacienda Las Palmas. Año desconocido.

36. La cordillera de Los Andes, 1890.

37. Retrato de Juan Vicente de Mira. Óleo sobre tela de 60 x 60.

38. Retrato. Óleo sobre tela de 35 x 47.

39. Florero. Año desconocido.

94

Aurora Mira Mena

1. Interior del Salón, 1884. Óleo sobre tela de 43 x 65.

2. Agripina Metella en prisión, Medalla de oro en el Salón Oficial de 1885. Óleo sobre tela de 143 x 205.

3. Retrato de Rosa Mira Mena, Premio de honor en el Salón Oficial de 1895. Óleo sobre tela de 140 x 240.

4. Rosas sobre porcelana, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 40 x 70.

5. Rosas sobre seda, 1900-1910. Óleo sobre tela de 51 x 69.

6. Retrato de Mercedes Mira de Fernández Concha, 1900 (aprox.). Óleo sobre tela de 42 x 48.

7. Alegoría en el techo del comedor. Año desconocido. Óleo sobre tela de 240 x 300.

8. Alegoría a la primavera, 1917. Óleo sobre tela de 300 x 200.

9. Flores y frutas, 1910-1920. Óleo sobre tela de 160 x 180.

10. Parra y uvas, 1910-1920. Óleo sobre tela de 180 x 180.

11. Uvas y granadas, 1910-1920. Óleo sobre tela de 80 x 140.

12. Retrato de Carmen Fernández Mira, 1920 (aprox.). Óleo sobre tela de 103 x 170.

13. Rosas y azahares, 1925.

14. Flores y frutas, 1928. Óleo sobre seda de 53 x 46.

15. Rosas y rocas, 1935 (aprox.). Óleo sobre tela de 65 x 52.

16. Autorretrato. Año desconocido. Óleo sobre tela de 41 x 50.

17. Joven pintor. Año desconocido. Óleo sobre tela de 40 x 55.

18. Mesa de comedor, Medalla de oro en el Salón Oficial de 1885. Óleo sobre tela de 135 x 170.

19. Ramillete de novia, 1925. Óleo sobre tela de 25 x 25.

20. Flores de acacio. Año desconocido. Óleo sobre tela de 70 x 120.

21. Rosas y campánulas. Año desconocido. Óleo sobre tela de 53 x 58.

22. Jarrón con lilas. Año desconocido. Óleo sobre tela de 47 x 70.

95

23. Hortensias. Año desconocido. Óleo sobre tela de 130 x 70.

24. Rosas sobre porcelana. Año desconocido. Óleo sobre porcelana de 40 x 70.

25. Frutillas y rosas. Año desconocido. Óleo sobre tela de 24 x 30.

26. Peonías. Año desconocido. Óleo sobre tela de 32 x 45.

27. Flores y guindas. Año desconocido.

28. Hojas de parra, 1896. Óleo sobre tela de 60 x 90.

29. Claveles. Año desconocido.

30. Desde el balcón. Año desconocido. Óleo sobre tela de100 x 160.

31. La cordillera de los Andes, 1890.

32. Marina.Año desconocido.

33. Pescadoras.Año desconocido.