A pesar de haberse extinguido hace 65 millones de años, los dinosaurios ocupan un lugar primordial en el imaginario po- pular. Su portentosa presencia llena mu- seos de historia natural y protagoniza pe- lículas, y sin embargo es poco lo que aún sabemos sobre ellos. Con un entusiasmo contagioso, Brian Switeck nos acerca a la vida de estas criaturas y nos descubre al- gunos de sus fascinantes secretos. «Una delicia. Es el libro defi nitivo sobre dinosaurios.» Th e New York Times

BRIAN SWITEK es periodista científi co, y actualmente trabaja como reportero para National Geographic.

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25 mm Brian Switek

Mi querido Una expedición científi ca al encuentro de nuestros dinosaurios favoritos

Traducción de Joandomènec Ros, catedrático de Ecología de la Universidad de Barcelona Título original: My Beloved Brontosaurus

Publicado originalmente por Scientifi c American en colaboración con Farrar Straus & Giroux

1.ª edición: marzo de 2014

© 2013, Brian Switeck

© 2014, de la traducción Joandomènec Ros

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 2014: Editorial Planeta, S. A. Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona

Editorial Ariel es un sello editorial de Planeta, S. A. www.ariel.es www.espacioculturalyacademico.com

ISBN: 978-84-344-1723-6

Depósito legal: B. 2.190 - 2014

Impreso en España Por Huertas Industrias Gráfi cas

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Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Índice

Prólogo: Mi vida de dinosaurio ...... 9

1. Dragones del alba ...... 17 2. El secreto del éxito de los dinosaurios ...... 41 3. La teoría del Gran Estallido ...... 69 4. Los dinosaurios están cambiando ...... 91 5. Fragor jurásico ...... 111 6. La sociedad de los dinosaurios ...... 131 7. Las plumas de los dinosaurios ...... 155 8. Armónicos de los hadrosaurios y gustos del tiranosaurio . . . . . 181 9. En los huesos ...... 199 10. Dinosaurios deshechos ...... 213

Epílogo: Mi querido «Brontosaurus» ...... 237

Agradecimientos ...... 247 Notas ...... 251 Índice analítico ...... 267 1

Dragones del alba

«Brontosaurus» siempre será especial para mí. Para mi yo más joven, especialmente, el gigante pesado que moraba en pan- tanos era un icono de todo lo que se suponía que eran los di- nosaurios: grande, escamoso y, sobre todo, tan absolutamente extraño que sólo podía haber pertenecido a un pasado primige- nio. Y, aunque llevaba muerto alrededor de 150 millones de años, «Brontosaurus» seguía viviendo en mi imaginación. Desde que era un niño de corta edad, yo deseaba desesperadamente encon- trarme con el gigantesco herbívoro. En mis garabatos en párvu- los, yo incluía un «Brontosaurus» doméstico en los retratos de mi familia que hacía a lápiz. Lo dibujaba razonable. Sabía que nunca podría permitirme un dinosaurio de veinticuatro metros, de manera que mi bronto tenía aproximadamente el tamaño de un gran danés. Era lo bastante grande para permitirme montar- lo a horcajadas, pero lo bastante pequeño para que mis padres no empobrecieran al tener que proporcionar a mi amigo el fo- rraje adecuado. Resucitar al dinosaurio en colores de Crayola apenas afec- taba a las profundidades de mi dinomanía. Cuando mis padres nos llevaron a mis hermanos y a mí a Disney World por prime- ra vez, los atormenté de tal manera para ir a ver los «Bronto- saurus», Stegosaurus y sus afi nes en los modelos animatrónicos de la atracción Universo de Energía patrocinada por Exxon, que mamá y papá ni siquiera tuvieron tiempo de descargar el coche

17 antes de instalarnos en el autobús adecuado para ver a los di- nosaurios. Olvidaos de Mickey y de Minnie. Los dinosaurios robóticos, que se movían a sacudidas y gemían, fi guraban los primeros de mi lista. Y aunque más tarde maldeciría por en- contrarme atascado en los confi nes aturdidores y mundanos del centro de Nueva Jersey, mi cautividad en la periferia suburbana tenía al menos una ventaja. Apenas había un lugar mejor para un joven fan de los dinosaurios que el cercano Museo America- no de Historia Natural, inmediatamente al otro lado del río, en la ciudad de Nueva York. Allí es donde conocí por primera vez a mi dinosaurio favorito. El museo ya no tiene el aspecto que tenía cuando mis padres condujeron a mi joven yo hasta las salas de los dinosaurios, en el cuarto piso, en 1988. En la actualidad, las blancas paredes, los elevados techos y la generosa iluminación hacen que los esque- letos de Tyrannosaurus, Edmontosaurus, Triceratops y otras ce- lebridades entre los dinosaurios destaquen en acusado contraste con su entorno. Este ambiente abierto y etéreo fue creado por un proyecto de renovación1 a mediados de la década de 1990 para ajustar las estrellas prehistóricas a los nuevos descubrimientos. Organizadas en un orden y registro evolutivos, las salas revisadas son un testimonio de lo mucho que los dinosaurios han cambia- do desde que los naturalistas del siglo xix los reconocieron por primera vez. Los dinosaurios del MAHN se hallan alerta, con la cabeza y la cola esqueléticas en atención, como si estuvieran ins- peccionando un paisaje ya extinguido en busca de comida, ami- gos o enemigos. Durante los primeros años de mi veintena, cuando tuve la libertad de visitarlos siempre que quería, aprovechaba todas las oportunidades que podía para pasear entre estos esquele- tos e imaginar carne sobre sus huesos. Y, mientras vagaba por aquellas salas, con el pavimento hollado por los pies de tantos y tantos jovenzuelos en sus primeras visitas ante los imponen- tes dinosaurios, lo que más echaba en falta era la Sala de los Dinosaurios del Jurásico, oscura y polvorienta, que yo había encontrado muchos años antes. Los viejos dinosaurios estaban horriblemente mal cuando los volví a ver en la década de 1980, aberraciones desproporcionadas que acabaron en el montón de

18 la basura científi ca, pero ello no degradaba mi recuerdo de cuan- do los vi por primera vez. Por aquel entonces, en la ominosa pe- numbra de la sala, mi imaginación confería a los huesos un fi no matiz de vitalidad. Los esqueletos se parecían menos a efímeros monumentos a la paleontología y más a andamiajes óseos que esperaban ser conectados mediante tendones y envueltos por pie- les recubiertas de escamas. Mi joven mente no veía dinosaurios muertos, sino la arquitectura osteológica de criaturas que po- drían volver a andar.

Me hallaba tan abstraído con la idea durante mi primera visita al MAHN que apenas puedo recordar que mis padres es- tuvieran allí. De pie, debajo de los esqueletos prehistóricos, esta- ba extasiado. No podía apartar los ojos del «Brontosaurus» del museo, con su cuello extendido y bajo, rematado por un cráneo romo y estúpido lleno de dientes con forma de cuchara. Yo me encontraba en la corte de la reina de todos los saurópodos: los dinosaurios de cuello largo y cuerpo pesado que fueron los animales más grandes que jamás pisaron la Tierra. Después de todo, tal como me informaban mis libros escolares, «Bronto- saurus» era tan voluminoso que su nombre signifi caba «lagarto del trueno». Cuando andaba, debía de haber sonado como una tormenta que se desplazara por el paisaje del Jurásico. Yo ima- ginaba este sonido al tiempo que admiraba su esqueleto. Pare- cía estar a punto de descender de la plataforma, agacharse para poder salir por la puerta y caminar pesadamente hasta el follaje de Central Park West. En la intensa quietud de aquel momento, podría haber jurado que oía el etéreo vestigio de la respiración del dinosaurio. En un lugar con tantos huesos prehistóricos, te- nía que haber fantasmas. Sí, los montajes antiguos de Tyrannosaurus y otros dino- saurios también eran impresionantes. Pero no me atraían tanto como el de «Brontosaurus». No podía evitar imaginar cómo ha- bría sido ver a este dinosaurio avanzar pesadamente por mi ca- lle, mientras iba arrancando suculentas hojas de los robles de los jardines de mis vecinos. Yo dibujaba indolentes brontosaurios en los blocs de dibujo de la escuela, hacía que mis modelos de sau-

19 rópodos en plástico retozaran en un improvisado charco de fango que creé en el desagüe del camino de acceso al garaje, y soñaba con algún pantano remoto en el que el dinosaurio todavía podía tomar el sol, gozando de un retraso en su extinción. Y entonces escuché las malas noticias.

Para empezar, «Brontosaurus» estaba muerto. Mi dinosau- rio favorito no era real, sino una fusión mal construida que la ciencia había permitido y después eliminado. El verdadero nom- bre del dinosaurio era , un que los paleontó- logos consideraban enormemente diferente de mi brontosaurio. Apatosaurus no era un ramoneador de algas y lirios de agua medio sumergido en el líquido, sino en realidad un animal tenso y activo que recorría las llanuras de inundación del Jurásico y que mantenía el cuello y la cola extendida como un látigo bien separados del suelo. «Brontosaurus», tal como yo conocía a esta bestia (un enorme montón de carne y hueso que se bañaba en los pantanos del Jurásico), nunca había existido realmente. Casi todo acerca de la monstruosa criatura (su estilo de vida, su crá- neo y, lo que era más lamentable, su nombre) eran invenciones humanas extraídas de esqueletos prehistóricos que en realidad sostenían una forma diferente. ¡Me habían engañado! El dino- saurio que yo había conocido era un petrifi cado zombi de mu- seo, que se movía torpemente aunque los científi cos lo habían abatido hacía décadas. El lector entenderá que el principal lavado de cara de los dinosaurios no fue fácil, y no fue rápido. Yo había encontrado al brontosaurio justo cuando empezaba a desaparecer lentamente de libros y salas de museos. Unos pocos años antes de que hicie- ra mi primera visita a un museo, una oleada de interés científi co en los saurópodos, estegosaurios, tiranosaurios y sus variados parientes (a la que se había dado el espectacular nombre de «Renacimiento de los Dinosaurios») había machacado la ima- gen de los dinosaurios como reptiles estúpidos y abominables y los había presentado en cambio como animales que tenían más en común con las aves que con ningún lagarto o crocodilio (término para el grupo que contiene los caimanes, cocodrilos y

20 gaviales). Los huesos fósiles eran los mismos de siempre, pero los paleontólogos veían los restos petrifi cados bajo una nueva luz. Y en el caso especial de «Brontosaurus», el nombre del di- nosaurio, la forma del cráneo y la identidad cultural están todos entrelazados en un complicado nudo en el que coinciden ciencia e imaginación. La historia empezó hace más de un siglo, durante una de las épocas más fructíferas de la historia del descubrimiento pa- leontológico.2 En 1877, Othniel Charles Marsh, paleontólogo de Yale, aplicó el nombre Apatosaurus ajax al esqueleto parcial de un saurópodo juvenil que Arthur Lakes, que después se conver- tiría en uno de los ayudantes de campo de Marsh, había descubierto en Colorado. Dos años después, Marsh bautizó como Bronto- saurus excelsus a un esqueleto más completo que sus hombres habían encontrado, esta vez en Como Bluff, Wyoming. Los dinosaurios eran sólo ligeramente distintos, pero en la época de Marsh los paleontólogos interpretaban incluso las diferencias más sutiles en el esqueleto como indicadoras de géneros y especies previamente desconocidos. Después de todo, Marsh y sus contemporáneos eran los primeros en catalogar cien- tífi camente un mundo prehistórico perdido lleno de animales que nadie había visto antes. ¿Quién podía decir cuántas formas dife- rentes había?

En 1896, el paleontólogo O. C. Marsh publicó esta reconstrucción de «Brontosaurus» excelsus en su monografía principal The of . (Imagen de Wikimedia Commons: en.wikipedia.org/wiki/ File:Brontosaurus_skeleton_1880s.jpg.)

21 Pero en este caso, lo que Marsh pensaba que eran dos géne- ros diferentes de dinosaurios se fusionaron en uno. En 1903, el paleontólogo Elmer Riggs argumentó que el «Brontosaurus» de Marsh no era lo sufi cientemente diferente de Apatosaurus para justifi car un nuevo nombre genérico. «Brontosaurus», razonaba Riggs, era sólo una nueva especie de Apatosaurus, y puesto que Apatosaurus fue nombrado primero, tenía prioridad de nombre. Así, «Brontosaurus» excelsus se convirtió en Apatosaurus excel- sus. El problema fue que el cambio de nombre no pasó de las revistas técnicas a la cultura popular (o, claramente, a las expo- siciones de los museos). Cuando instituciones como el MAHN montaron esqueletos de Apatosaurus, etiquetaron los monta- jes con el antiguo marbete de «Brontosaurus» por razones que nunca se han aclarado. Quizá pensaron que el nombre antiguo sonaba mejor, o no estaban seguras de rebautizar a uno de los dinosaurios más famosos de sus salas. Sea cual fuere la razón, a «Brontosaurus» se le dio una segunda vida. Por el momento, sigamos la pauta de los tozudos contem- poráneos de Riggs y llamemos «Brontosaurus» al animal. En su forma general, los esqueletos de «Brontosaurus» que los museos exhibían con tanto orgullo no eran muy diferentes de otros sau- rópodos enormes, como . Estos dos dinosaurios (que vivieron juntos en el oeste de Norteamérica hace unos 150 millo- nes de años) compartían el mismo plan corporal, siendo «Bron- tosaurus» un poco más voluminoso que su homólogo más grácil. Lo que hacía diferente a «Brontosaurus», y parecía caracterizar la personalidad del dinosaurio, era su cráneo. Cuando en 1988 vi por primera vez el esqueleto de «Bron- tosaurus», el cuello del dinosaurio estaba rematado por un crá- neo que lo hacía parecer casi tan tonto como los científi cos de principios del siglo xx insistían que el animal debía haber sido. Tal como escribió William Diller Matthew, paleontólogo del MAHN,3 «Podemos considerar mejor a «Brontosaurus» como un animal autómata, grande y de movimientos lentos, un enorme almacén de materia organizada dirigida principal o únicamente por el instinto, y en un grado muy limitado, si acaso, por inteli- gencia consciente». En mi opinión, este hombre, que supervisó la construcción del montaje con el que yo tan fascinado estaba,

22 consideraba que el dinosaurio era un mal chiste evolutivo, un peso pesado que era todo músculo y nada de cerebro. En aquella primera visita al museo, yo desconocía que el crá- neo de este reptil era un conglomerado de fragmentos de hueso y de especulación.

Cuando el equipo de campo de Marsh descubrió el material original de «Brontosaurus» en Como Bluff, sintieron la frustra- ción de que al espécimen le faltaba el cráneo. (Los saurópodos tenían la costumbre de perder la cabeza entre la muerte y el en- terramiento.) De modo que, cuando llegó el momento de que Marsh encargara una ilustración del aspecto que habría tenido el esqueleto del animal, se basó en varios huesos craneales encon- trados en otra cantera de Como Bluff. Estos fragmentos proce- dían en realidad de un animal distinto (un saurópodo de hocico corto y cráneo elevado llamado que vivió por la misma época), pero Marsh no lo sabía. Supuso que el cráneo y el esqueleto pertenecían al mismo animal, de manera que usó los fragmentos para recrear el cráneo de «Brontosaurus». Otros museos hicieron lo mismo. Pasaron años antes de que alguien encontrara el verdadero cráneo del dinosaurio.

El principio del fi n para «Brontosaurus» se remonta al Mo- numento Nacional de los Dinosaurios, uno de los yacimientos paleontológicos más ricos que se haya encontrado jamás. Uno se entera de que está acercándose al parque cuando empiezan a apa- recer ridículas esculturas de dinosaurios en anuncios para turistas a lo largo de la carretera 40 en Vernal, Utah. Es imposible pasar- los por alto. Algunos gruñen, otros se hallan frente a hoteles, y mi favorito (una representación de Dinah, la cuellilarga mascota del pueblo) lleva un bikini de lunares y se yergue sobre un cartel que reza: «¡Vamos a nadar!» Los dinosaurios no tenían glándulas mamarias, de manera que no estoy seguro de qué utilidad tendría la parte superior del bikini. Quizá sólo se trate de un ejemplo del sentido de recato de Utah.

23 Los dinosaurios de Vernal proporcionan una sensación ale- gremente anticuada. En su mayor parte son una reminiscencia de una época anterior, de una afl uencia de turistas después de que en 1957 se construyera un museo de paredes de vidrio sobre el yaci- miento de huesos del Monumento Nacional de los Dinosaurios. La excavación protegida4 fue el sueño de Earl Douglass, el hom- bre que dio con una rica vena de fósiles entre las colinas rocosas del área, en 1909, y que excavó extensamente el yacimiento al servicio del Museo Carnegie de Historia Natural de Pittsburgh. Aunque Douglas envió hacia el este toneladas de huesos, quería que el enorme yacimiento se convirtiera en un museo viviente al que pudieran acudir visitantes y ver la paleontología en acción. Algunos de sus sueños (como una pista de aterrizaje y comidas exquisitas para la clientela de clase alta) no llegaron a realizarse, pero sí que lo hizo el núcleo de su visión, que continúa mostran- do a los visitantes que la prehistoria puede parecer tan extraña como otro mundo. Si circulamos por delante de algunas deterioradas tiendas de rocas, algunos otros dinosaurios agrietados y descoloridos, y trechos de verdes tierras de cultivo que surgen de las orillas del Green River, llegaremos fi nalmente al parque. Un tonto Diplo- docus sonríe vergonzoso a los visitantes desde un aparcamiento situado inmediatamente fuera de los límites del parque. Y si co- nocemos la geología, la pista zigzagueante hasta el museo recien- temente renovado es un viaje literal a través del tiempo. Millones de años de deposición, solevantamiento y erosión agrietaron las profundidades de la Tierra en una serie de rebanadas bien marcadas, cada una de ellas más antigua que la anterior. Res- tos de antiguos océanos establecen una transición a trazas de llanuras de inundación cubiertas de helechos, divididas de los vestigios de desiertos llenos de dunas por la incursión de otro mar que desapareció, y así sucesivamente a lo largo del tiempo. Incluso si uno no está muy versado en los detalles paleontológi- cos, se pueden seguir los cambios por el color. Cada formación se separa de las demás por su propia gama de matices, desde el verde de menta al rojo de herrumbre. Nunca hubiera podido soñar con un paisaje más maravilloso. Este es uno de los lugares más hermosos de la Tierra.

24 La carretera que conduce al muro de la cantera es una mez- cla de tajadas marrones dispersas por un sustrato púrpura grisá- ceo. Este es el modelo de color clásico de la Formación Morrison, el depósito de aproximadamente 150 millones de años de anti- güedad que anuncia la presencia de dinosaurios gigantes. Esta fue la era de Stegosaurus, , Diplodocus, , Ceratosaurus y otros muchos favoritos, entre los cuales, desde luego, el dinosaurio que antes se conocía como «Brontosaurus». Identifi car cada especie en la pared protegida de la cantera no es fácil para quien no tenga un conocimiento enciclopédico de la anatomía de los dinosaurios. La superfi cie expuesta de la roca es una mezcolanza de huesos creada por un giro desafortu- nado del hado del Mesozoico. Docenas de dinosaurios murieron en una sequía en el Jurásico, y cuando fi nalmente la estación de las lluvias interrumpió el período seco, los cadáveres de los po- bres dinosaurios fueron acarreados por las aguas hasta este lugar único. Miembros separados de los cuerpos y segmentos de colas están entremezclados con elementos esqueléticos aislados en una lechada de huesos de tonalidades tostadas. Mala suerte para los dinosaurios, pero una bonanza para Earl Douglass y otros pa- leontólogos que siguieron sus pasos. La cantera era mayor hace un siglo. El yacimiento inclinado se extendía otros treinta metros hacia arriba, y otros treinta metros a cada lado. Estas porciones fueron descubiertas, excavadas y en- viadas a los museos hace mucho tiempo. Y mientras que la mayo- ría de dinosaurios en la cantera aparecen como huesos y partes del cuerpo aislados, Douglass también desenterró algunos esqueletos completos. En septiembre de 1909,5 no mucho después de dar con la ristra de vértebras de dinosaurio que llamaron por primera vez su atención hacia esta localidad, Douglass extrajo excitadamente lo que parecía ser un esqueleto completo de «Brontosaurus». «Es evidente que tenemos el esqueleto más completo de los enormes dinosaurios que jamás se haya encontrado, al menos no he oído de otro que sea tan completo como este parece ser», escribió Douglass a la dirección del Carnegie. Cabía incluso la posibilidad de que el cráneo del dinosaurio, perdido desde hacía mucho tiempo, pudiera estar al fi nal del cuello. «No estoy seguro —escribía confi dencial- mente Douglass—, pero ahora creo que conseguiremos la cabeza.»

25 El arco del cuerpo del dinosaurio muerto le indicaba a Dou- glass el camino. Al cabo de otros dos meses de excavar el esquele- to, encontró que el cuello del dinosaurio se hallaba doblado hacia atrás sobre el resto de la columna espinal: la clásica postura de muerte de los dinosaurios. Si el cráneo estaba allí, a buen segu- ro se hallaría al fi nal del cuello arqueado. Douglass y su equipo descubrieron cuidadosamente el resto del cuello «con el corazón palpitante» y, tal como le contó a su jefe, William Holland, «Casi podía ver el cráneo; estaba tan seguro de ello porque allí había una serie de 8 cervicales no perturbadas y en su posición natu- ral». Pero el cuello terminaba en la tercera o cuarta vértebra cervical. No había nada más. «¡Qué desengaño y qué hastío!», se lamentó Douglass. A pesar de ello, Douglass siguió adelante, y continuó su traba- jo durante las estaciones siguientes. Incluso instaló una residen- cia permanente entre los coloridos afl oramientos, atrafagándose durante el brutal verano y soportando los fríos inviernos que ce- rraban anualmente sus operaciones de campo. Y aunque nun- ca se encontró un cráneo fi jado a un cuello de «Brontosaurus», Douglass dio con algunos cráneos aislados de los corpulentos dinosaurios saurópodos de largo cuello. La mayoría de ellos se parecían al perfi l de Diplodocus. En lugar de tener una cabe- za roma con dientes en forma de cuchara, como Camarasaurus, Diplodocus poseía un cráneo alargado y plano terminado en un hocico cuadrado de dientes en forma de lápiz. Pero Douglass no estaba totalmente seguro de que todos los cráneos pertenecieran realmente a Diplodocus. Quizá algu- nos de los cráneos de su colección correspondían con certeza a «Brontosaurus», que en aquella época era todavía un dinosaurio descabezado. «¿Podemos estar positivamente seguros de que el supuesto cráneo de Diplodocus no es el de “Brontosaurus”?», se preguntaba. Específi camente, en 1910 Douglass descubrió un cráneo sorprendente muy cerca del cuello de un segundo espéci- men de «Brontosaurus» titulado simplemente n.º 40. Douglass creía que el cráneo fosilizado era de una cabeza de Diplodocus que había rodado lejos de su propietario después de la muerte, «aunque estaría encantado de conceder a un colega una corona de gloria si me convenciera de lo contrario». No estaba en abso-

26 luto dispuesto a correr el riesgo y decir que había encontrado (¡al fi n!) la cabeza de «Brontosaurus». William Holland no creía que Douglass hubiera encontrado otra calavera de Diplodocus. Creía que su hombre en el Jurásico había encontrado realmente la cabeza de «Brontosaurus», perdi- da durante largo tiempo. El cráneo era similar al de Diplodocus, de modo que no fue una sorpresa que las dudas de Douglass lo desencaminaran, pero el cráneo de «Brontosaurus» parecía un poco más ancho y voluminoso, lo que concordaba con la estatura mayor y más pesada del dinosaurio. Holland argumentaba que la forma del cráneo establecida de «Brontosaurus», reunida por Marsh a partir de sólo algunos fragmentos fósiles, era totalmente errónea. El robusto cráneo que Douglass había encontrado cerca del dinosaurio N.º 40, pensaba Holland, pertenecía realmente al «lagarto engañoso», propiamente llamado Apatosaurus. Incertezas científi cas y la política paleontológica continua- ron complicando el legado de Apatosaurus. A pesar de razonar que Douglass había encontrado el cráneo del dinosaurio, Ho- lland decidió dejar sin cabeza el montaje del dinosaurio en su museo, y la reconstrucción estuvo así durante veinte años. No fue hasta 1934, dos años después de que Holland muriera, que el Apatosaurus del Carnegie obtuvo una cabeza, y esta fue una sustituta roma parecida a la de Camarasaurus. Nadie parece sa- ber quién tomó la decisión, pero la elección refl ejaba el consenso de la época (parecido a la opinión de Marsh) de que Apatosaurus era un pariente cercano de Camarasaurus. Debido a su supuesta afi nidad, cabía esperar que los dos dinosaurios tuvieran cráneos similares. El dinosaurio del Carnegie, junto con sus homólogos de Yale y del MAHN, sonrió a las masas de visitantes con una cabeza sustituta durante años. Y aquel cráneo peculiar que Dou- glass encontró junto al esqueleto N.º 40 se guardó en las coleccio- nes del Carnegie con una etiqueta que rezaba Diplodocus. Al fi nal, la intuición incierta de Douglass y las afi rmaciones de Holland se demostraron correctas. En 1975, un físico con- vertido en autodidacta experto en saurópodos, de nombre John McIntosh,6 revisó las diversas cartas, notas y mapas de la cantera que Douglass había dibujado y confi rmó que la extraña cabeza de «Diplodocus» de Douglass se encontró junto a un esquele-

27 to de Apatosaurus. McIntosh describió el cráneo en un artículo que detallaba la anatomía distintiva del fósil, y fi nalmente puso en su lugar el fragmento fi nal y esencial de Apatosaurus. El 20 de octubre de 1979, el Carnegie sustituyó ofi cialmente el cráneo incorrecto con un molde del fósil redescubierto de Apatosaurus. Otros museos tardaron un poco más para arreglar sus montajes. El Museo Peabody de Yale cambió los cráneos7 en 1981 («Este es el primer trasplante de cabeza que he efectuado», dijo en broma John Ostrom al colocar el nuevo cráneo en el esqueleto), y el MAHN arregló los suyos mucho más tarde, durante la reforma de mediados de la década de 1990. Desde luego, los paleontólogos ya sabían que Apatosaurus era el nombre adecuado para el dinosaurio cuando tuvieron lu- gar los intercambios de cráneos. Riggs había zanjado el asunto en 1903, y varios artículos consolidaron los aspectos técnicos, pero aunque Riggs lo dejó absolutamente claro, «Brontosaurus» per- duró. Ahora el favorito sin discusión podría ser Tyrannosaurus rex, pero «Brontosaurus» dominó los primeros días del cine y ha dejado una huella notable en el panorama cultural. Gertie the , una de las primeras producciones de dibujos anima- dos, tenía como protagonista a una juguetona dinosauria basada en el «Brontosaurus» del Museo Americano de Historia Natu- ral. Brontosaurios más monstruosos amenazarían más tarde a los humanos en The Lost World (El mundo perdido), de 1925, y en el clásico de 1933 King Kong. [Por no mencionar la búsqueda frustrada de Cary Grant de la «clavícula intercostal» del dino- saurio, un hueso que no existe, en Bringing Up Baby (La fi era de

Apatosaurus excelsus tal como hoy sabemos que era. (Ilustración de Scott Hartman.)

28 mi niña), de 1938.] Y esta personalidad de cabriolas constantes, a veces agresiva, estaba encarnada por este cráneo falso. Cuando se colocó el cráneo correcto en el cuerpo del dinosaurio, al mismo tiempo que los paleontólogos revisaban la esencia de lo que eran los dinosaurios, todo el porte del animal cambió. Ahora, sabemos que Apatosaurus es el nombre correcto del dinosaurio. Si pronunciamos el término incorrecto ante un joven fan de los dinosaurios, obtendremos una rápida corrección. Pero no se puede sojuzgar a un brontosaurio. Todos conocen el nombre del dinosaurio y queremos que «Brontosaurus» exista. Aunque al- gunos de mis amigos paleontólogos han intentado copiar la popu- laridad del nombre difundiendo el de un saurópodo previamente desconocido, Brontomerus8 (o «muslos de trueno»), no podrá ha- ber otro dinosaurio que pueda llenar el vacío cultural que «Bron- tosaurus» dejó tras sí, lo que es divertido, porque no es probable que exista un agujero con forma de «Brontosaurus» en la prehis- toria. Consultemos simplemente el Ngram Viewer de Google,9 un servicio que hace el seguimiento del uso de palabras en libros a lo largo del tiempo. Empezamos casi al mismo tiempo a emplear «Apatosaurus» y «Brontosaurus», pero el Ngram revela que «Bron- tosaurus» ha sido siempre el vencedor. Incluso a partir de 1970, cuando sabíamos que el dinosaurio no era real, su nombre todavía gana al de Apatosaurus en frecuencia. Siempre que mencionamos Apatosaurus, nos sentimos obligados a recordarles a todos que an- tes el dinosaurio se llamaba «Brontosaurus», y de esta manera el nombre desechado persiste. (Y, ciertamente, yo no hago más que complicar el problema aquí.) No podemos conjurar Apatosaurus sin que aparezca inmediatamente el recuerdo de «Brontosaurus». Este doloroso episodio me recuerda lo que ocurrió cuando Plutón fue degradado de su condición de planeta a la de planeta enano. El cuerpo cósmico está todavía ahí (los científi cos no lo destruyeron con una Estrella de la Muerte u otra arma interpla- netaria), pero las protestas por el cambio fueron intensas. Incluso muchos partidarios entusiastas de la ciencia se mostraron reacios ante la decisión técnica. ¿Por qué habría de importar tanto el cambio de una etiqueta mundana? El astrónomo Mike Brown,10 cuyo trabajo contribuyó a que Plutón cayera de la gracia interes- telar, lo veía así:

29 En los días que siguieron [a la degradación de Plutón], oía decir a mucha gente que les entristecía lo de Plutón. Y lo comprendí. Plutón formaba parte de su paisaje mental, el que habían cons- truido para organizar su pensamiento acerca del sistema solar y de su propio lugar en él. Plutón parecía algo así como el borde de la existencia. Arrancar a Plutón de aquel paisaje causaba lo que se sentía como un agujero inconcebiblemente vacío.

El herbívoro del Jurásico era una piedra de toque que po- nía en contexto al resto de la horda de arcosaurios y nos ayu- daba a revivir mundos perdidos en nuestra imaginación. Y la aparición del saurópodo sigue siendo una línea de base cultural contra la imagen siempre cambiante de lo que son los dinosau- rios. En mi opinión, lo que hicimos no fue tanto perder un dino- saurio como ganar una visión mucho más clara de un gigante real del Jurásico. El contraste entre el antiguo «Brontosaurus» y los dinosaurios tal como los conocemos ahora nos muestra lo mucho que hemos descubierto acerca de la biología de los dinosaurios.

Sin embargo, con el fi n de apreciar cómo ha cambiado nues- tro conocimiento de los dinosaurios, hemos de saber qué son real- mente los dinosaurios. Esto no es tan sencillo como parece. He aquí lo que no son los dinosaurios: no son todo lo que es grande, con dientes y prehistórico. Un mamut no era un dinosaurio, los reptiles voladores de alas membranosas llamados pterosaurios no eran dinosaurios, y los reptiles acuáticos que capturaban peces y que se denominan plesiosaurios e ictiosaurios no eran dinosau- rios. Sólo porque el nombre de un animal termine en saurio* no signifi ca necesariamente que se trate de un dinosaurio. Dinosau- rio es un término científi co, no coloquial, y se aplica sólo a un grupo restringido de animales.

* El idioma español es ambiguo en la nomenclatura vulgar de los rep- tiles, fósiles o actuales. El DRAE emplea para los distintos grupos y alternati- vamente las terminaciones en –saurio o –sauro, sin que quede claro por qué en unos casos se prefi ere una y en otros, la otra. Aquí se ha optado exclusivamente por la primera, que es la usada de manera más general. (N. del t.)

30 La manera más sencilla de visualizarlo es tomar dos de los últimos miembros de cada rama del árbol fi logenético de los dino- saurios y conectarlos con su último antepasado común. De modo que si tomáramos un Triceratops y una paloma (las aves también son dinosaurios) y nos remontáramos a su último antepasado común, todo lo que quede dentro del árbol evolutivo resultante contaría como dinosaurios, todos ellos unidos por un mosaico de características anatómicas compartidas. Si un animal no se sitúa dentro de esta horquilla, no es un dinosaurio. Esta es una manera extraña de pensar en delimitar la identidad de los dinosaurios, pero la prueba está en sus relaciones evolutivas. Profundicemos un poco más. La razón por la que escogí Trice- ratops y una paloma para perfi lar el árbol fi logenético de los dino- saurios es porque estos animales representan miembros primarios de los dos principales subgrupos de dinosaurios. El dispéptico ana- tomista victoriano Harry Govier Seeley11 delineó estas variedades en 1887 sobre la base (de todas las cosas posibles) de las cade- ras. Mientras que algunos dinosaurios (como Allosaurus y Apato- saurus) poseían caderas parecidas a las de los lagartos, otros (como Stegosaurus) poseían lo que Seeley creía que eran caderas como las de las aves. Denominó a las dos variedades Saurisquios y Ornitis- quios, respectivamente (aunque el último nombre resultó ser iróni- co: mientras que las aves son dinosaurios, los llamados dinosaurios de caderas aviares no tenían en absoluto un origen aviar). Aunque estos nombres no son fáciles de pronunciar, Orni- tisquios y Saurisquios son etiquetas esenciales para comprender quién es quién entre los dinosaurios. Todos los dinosaurios que conocemos corresponden a uno de estos dos grupos. La multi- tud de dinosaurios de formas extrañas es apabullante. Entre los Ornitisquios había dinosaurios de cabeza abovedada como Pa- chycephalosaurus; hadrosaurios con un pico en forma de pala como la forma crestada Parasaurolophus; dinosaurios acoraza- dos como Ankylosaurus; y Pentaceratops, un cuadrúpedo enor- me con cuernos frontales curvados y una gorguera llamativa y alargada. Hasta donde sabemos, todos estos dinosaurios eran principalmente herbívoros. Los Saurisquios, en cambio, incluyen algunos de los dino- saurios mayores, más fi eros y más carismáticos de todos. Los dos

31 subgrupos principales de saurisquios eran los Sauropodomorfos (herbívoros de cuello largo entre los que se contaban Apatosaurus y sus afi nes) y los Terópodos. Durante mucho tiempo, terópodo fue sinónimo de dinosaurio carnívoro, pero esto ya no es así. Tyrannosaurus, Allosaurus y Giganotosaurus eran terópodos que desgarraban carne, como lo eran Velociraptor y sus afi nes, pero muchos linajes de terópodos se convirtieron en omnívoros o her- bívoros, y entre ellos están las aves. Mientras que los carnívoros se han llevado tradicionalmente los aplausos, los terópodos más extraños pertenecen a grupos descubiertos recientemente, como los alvarezsaurios (dinosaurios del tamaño de pavos que se cree que eran los equivalentes a los osos hormigueros del Mesozoico) y dinosaurios herbívoros barrigones con plumas y con garras lar- guísimas en las manos, llamadas terezinosaurios. Nuestro conocimiento de lo enormemente divergentes que son los planes corporales de los dinosaurios está cambiando de manera constante. El término dinosaurio incluye técnicamente desde un pájaro bobo emperador hasta gigantes de treinta me- tros de altura como Supersaurus, aplastahuesos de pesado crá- neo como Tyrannosaurus, y enigmas cubiertos de corazas y púas como Stegosaurus. Probablemente no conocemos todavía toda la gama de tipos corporales de los dinosaurios. Sólo durante las tres últimas décadas, los paleontólogos han identifi cado varios tipos de dinosaurios de los que antes no teníamos idea. Los alvarezsau- rios comedores de hormigas y los rarísimos terezinosaurios son dos de tales grupos, pero también están los abelisáuridos (teró- podos con un cráneo corto y alto y brazos tan débiles que incluso harían que un tiranosaurio se riera) y carnívoros con hocico de cocodrilo y con una vela dorsal llamados espinosaurios. Y esto sin decir nada de los dinosaurios que vivieron des- pués de la extinción en masa que puso fi n al Cretácico, hace unos 66 millones de años. Los dinosaurios no fueron animales exclusi- vamente prehistóricos; ahora sabemos que las aves son el único linaje de dinosaurios que sobrevivió. De hecho, las aves son di- nosaurios, pero la mayoría de formas (los tipos que de manera más inmediata saltan a la mente cuando pensamos en la palabra dinosaurios) son los llamados dinosaurios no aviares. Muchos autores y paleontólogos prefi eren considerar «dinosaurios no avia-

32 res» y «dinosaurios» a secas como sinónimos, debido a la engorrosa jerigonza, pero pienso que ya es hora de llegar a un acuerdo con respecto al lenguaje técnico. Sí, puede ser un poco difícil de ma- nejar, pero insultamos a los dinosaurios si ignoramos el hecho de que todavía están entre nosotros. Para la mayoría de la gente, «dinosaurio» es algo extinguido. Y descubrimientos recientes, como los espinosaurios y los alva- rezsaurios, nos muestran lo mucho que todavía queda por desen- terrar. Muchos de estos descubrimientos proceden de localidades en Sudamérica, África y Asia12 que estaban fuera del alcance de los primeros cazadores de fósiles, pero incluso Norteamérica y Eu- ropa (los continentes que han sido muestreados sistemáticamente desde hace más tiempo) han proporcionado dinosaurios extraños distintos a cualquiera de los que se han visto hasta ahora. Todos estos hallazgos fósiles proceden de una franja con- creta del tiempo prehistórico. El período de los dinosaurios en el Mesozoico duró más de 160 millones de años en todo el mundo. El auge de los dinosaurios abarcó tres períodos geológicos distin- tos: el Triásico (hace de 250 a 200 millones de años), el Jurásico (hace de 199 a 145 millones de años) y el Cretácico (hace de 144 a 66 millones de años). Se trata de una enorme cantidad de tiem- po para que la evolución haga aparecer nuevas formas. Aunque quizá nunca encontremos todas las especies de dinosaurios, pues probablemente algunas vivieron en hábitats en los que no se dio la combinación correcta de factores para la fosilización, es se- guro que existen miles de dinosaurios todavía desconocidos que aguardan a ser descubiertos. Los dinosaurios no son sólo animales prehistóricos, mons- truos reales o incluso objetos de escrutinio científi co. Son iconos y celebridades culturales. Tal como escribió el periodista John No- ble Wilford13 en The Riddle of the Dinosaur: «Los dinosaurios, más que otros fósiles, son propiedad pública, criaturas tanto de la imaginación pública como de la resurrección científi ca». Los dinosaurios invaden nuestra música, nuestras películas, nues- tros anuncios y nuestras locuciones (aunque «seguir el camino de los dinosaurios» debería signifi car realmente convertirse en innegablemente pavoroso, en lugar de hundirse en la inevita- ble extinción). La NASA incluso envió dos veces dinosaurios

33 al espacio.14 No me pregunten por qué, pero así y todo trans- portaron fósiles de dinosaurios al espacio… quizá porque estos animales nos han fascinado de manera tan absoluta y apenas existe un honor mayor para nuestros monstruos favoritos que conceder a sus huesos un lugar apreciado en un viaje fuera de nuestra atmósfera. Con dinosaurios por todas partes, no es ninguna sorpresa que atravesar una «fase de dinosaurios» sea una parte común y casi esperada de la cultura americana. Hay algo acerca de estos animales que tiene un atractivo inmediato e inextricable para los niños, y hay más de unos pocos fans de dinosaurios que con- servan dicha pasión y se convierten en paleontólogos. Nunca he escuchado una buena explicación de por qué ello es así. No me creo la lógica de la psicología popular según la cual los dinosau- rios son tan célebres porque son animales grandes y feroces, pero seguros porque están extinguidos. El atractivo de los dinosaurios no reside sólo en nuestra capacidad de conjurarlos y hacerlos de- saparecer a voluntad. Hay aquí algo más, incrustado en nuestra curiosidad sobre dónde encajamos en la historia del mundo. De hecho, los dinosaurios generaron una especulación de- senfrenada sobre la historia y nuestro lugar en ella antes incluso de que tuvieran un nombre. Desde los griegos a los americanos nativos,15 las culturas antiguas y los pueblos aborígenes perge- ñaron leyendas de terrores remotos y héroes poderosos para explicar los insólitos huesos de animales que encontraban des- menuzándose y surgiendo de la corteza terrestre, y los primeros naturalistas ingleses que describieron los dinosaurios los vieron como temibles reptiles de aguzados dientes de un poder destruc- tivo indecible. Sus restos eran tan extraños y aterradores que al instante reconocimos que eran bestias primordiales que habían desaparecido hacía mucho tiempo. Más que cualquier otra cosa, la esencia atractiva de los dinosaurios reside en su naturaleza extraña y terrorífi ca. No podemos evitar maravillarnos ante es- tas criaturas que, desde buen comienzo, imaginamos como los «Dragones del alba, / que se desgarran unos a otros en su léga- mo», de Tennyson.*

* «Dragons of the prime, / That tare each other in their slime.»

34 Estas imágenes de dinosaurios se afi anzan fácilmente en nues- tra mente, aunque la ciencia continúe revisando lo que pensába- mos que sabíamos sobre ellos.

Nuestra comprensión comienza a la hora de encontrar los hue- sos. No podemos empezar a reconstruir la identidad de los dino- saurios, y los detalles de su vida, sin recolectar primero sus huesos. Pensaba yo en este hecho innegable, y en la aventura romántica del descubrimiento de los fósiles, en 2011, mientras me encon- traba en el balcón situado sobre la antigua cantera de Douglass, ahora limpiada y desempolvada para mostrar el cementerio en masa en relieve y en detalle. Este es el corazón del Monumento Nacional de los Dinosaurios, y el cementerio atestado ejemplifi - ca el inicio mismo de nuestra lucha para reconstruir la biología de los dinosaurios. El panorama es el resultado de incontables horas de trabajo. Durante años, los expertos extrajeron la su- perfi cie de roca para exponer los huesos directamente ante los visitantes del museo. En la actualidad, el trabajo se ha detenido. Casi todo lo que se podía encontrar aquí ya se ha desenterrado, y me fastidia un poco no poder observar a los diligentes excavadores de fósiles realizar su trabajo (o incluso tener la oportunidad de desportillar

Una escena de la vida en la Utah del Jurásico, hace 150 millones de años. Este era el hábitat de Apatosaurus, el gran saurópodo que puede verse cruzando la llanura de inundación, en el centro. (Pintura de Ro- bert Walter y Tess Kissinger, cortesía del Monumento Nacional de los Dinosaurios, Utah.)

35 yo mismo unos pocos huesos). Encontrar y excavar dinosaurios es una tarea agotadora, que te empapa de sudor, interrumpido por breves períodos de excitación. Cuando estoy en un yacimien- to, en el laboratorio o en el campo buscando dinosaurios en bruto, descubrir un fósil es una experiencia estimulante; cuando mis ojos se posan sobre un hueso o un fragmento que acaba de apa- recer, no puedo evitar imaginar a qué tipo de animal pertenecía y dónde encaja en el esqueleto del organismo. Tal como escribió una vez George Gaylord Simpson,16 uno de los mayores paleon- tólogos del siglo xx:

La caza de fósiles es con mucho el más fascinante de todos los deportes. Hablo por mí, aunque no veo cómo cualquier deportista verdadero podría no estar de acuerdo conmigo si ha probado a ex- cavar huesos. Encierra algún peligro, lo sufi ciente para proporcio- nar placer… y el peligro es totalmente para el cazador. Tiene incer- tidumbre y excitación y todas las emociones del juego sin ninguna de sus características viciosas. El cazador nunca sabe cuál será la caza cobrada, quizá nada, quizá un animal que los ojos humanos nunca vieron antes. ¡Más allá de la siguiente colina puede esperar- nos un gran descubrimiento!... El cazador de fósiles no mata: hace resucitar. Y el resultado de este deporte es contribuir al total del placer humano y a los tesoros del saber humano.

Este mismo espíritu es el que llevó a Earl Douglass a dedicar su vida a descubrir su gran yacimiento del Jurásico, y esta aventu- ra romántica animó la competencia institucional «Mi dinosaurio es mayor que el tuyo»,17 que produjo reconstrucciones esplén- didas de Apatosaurus, antes «Brontosaurus», en las exquisitas salas de los museos de Pittsburgh, Chicago y la ciudad de Nueva York. Aquellas fantásticas exposiciones, como todas las que ha- bía por todo el mundo, eran salas de trofeos petrifi cados que nos demostraban lo que afanarse en los malpaíses podía enseñarnos acerca de la prehistoria y de nuestro lugar en la naturaleza. Los esqueletos delicadamente montados hablan de un pasado tan ale- jado y fuera del alcance de la memoria humana que ni siquiera podemos comprender la profundidad de dicho tiempo, y sus es- queletos inmóviles ponen en contexto nuestra propia existencia. (Considere esto el lector: Tyrannosaurus vivió más cerca de noso-

36 tros en el tiempo, hace 66 millones de años, que de Apatosaurus, que vivió 84 millones de años antes que él.) De hecho, aunque los dinosaurios de Douglass confi rieron a su cantera su fama y fi nal protección como museo, los dientes y huesos de mamíferos diminutos son agujas en este pajar de dinosaurios. Nuestros an- tepasados y primos husmearon en el sotobosque y se escondieron en la oscuridad del mundo del Jurásico, sin siquiera un atisbo de que el reinado aparentemente invencible de los dinosaurios llega- ría un día a su fi n.

Sin embargo, por divertido que pueda ser el trabajo de cam- po, la paleontología es mucho más que una caza de trofeos. En- contrar un dinosaurio es sólo el principio, y el pequeño secreto de los cazadores de fósiles es que si se puede encontrar la loca- lidad geológica adecuada y se pueden distinguir los huesos de la roca, no resulta tan difícil encontrar dinosaurios. El ejercicio se basa casi tanto en la suerte como en la ciencia. Y, después de haber encontrado algunos yo mismo, descubrí que al desenterrar un hueso de dinosaurio uno no siente exactamente lo que con tanta frecuencia se ilustra en la televisión. En el torrente inaca- bable de documentales sobre dinosaurios que contemplé mien- tras crecía, a menudo un paleontólogo se extasiaba al contar que los suyos eran el primer par de ojos que veían los huesos de dino- saurio acabados de desenterrar desde hacía 66 millones de años o más. Los científi cos, aparentemente, estaban entusiasmados por el éxito de la caza. Pero no es esto lo que yo pensaba cuando rascaba cuida- dosamente el sedimento que cubría un fémur de dinosaurio en Ghost Ranch, Nuevo México; cuando arrancaba un puñado de dientes de dinosaurio en los terrenos circundantes de Ekalala, Montana; o incluso cuando contemplaba el magnífi co cemen- terio del Jurásico del Monumento Nacional de los Dinosaurios. Los fósiles de dinosaurios son vestigios de vida del pasado. A propósito de un solo hueso se pueden plantear muchas pregun- tas: cómo se desplazaban los dinosaurios, qué colores adorna- ban su piel (o sus plumas), qué comía el animal, cómo murió, y cómo encajaba en el panorama más amplio de la vida sobre

37 la Tierra, y esto sólo para empezar. Esta es la pasión de la pa- leontología. Los dinosaurios son antiguos, sí, pero también son increíblemente extraños. Las que me impulsan, al igual que a otros muchos fans de los dinosaurios, a seguir excavando en la historia de los dinosaurios son las preguntas persistentes acerca de cómo estas criaturas pudieron haber evolucionado y medrado durante tanto tiempo. Y esto no es sólo un ejercicio meramente académico. Esto es personal. Si puedo descubrir los secretos de su éxito evolutivo, quizá pueda empezar a comprender mi inter- minable fascinación por ellos.

Cuando era niño, tenía muchísimas preguntas a las que, me decían, nunca tendríamos respuesta. Lentamente, y de forma sorprendente, estamos empezando a ver a los dinosaurios tal como eran realmente. Los paleontólogos pintan el retrato más íntimo de los dinosaurios que jamás se haya compuesto. Los días de caza de cabezas en busca de esqueletos extraordinarios que después se dejaban en los estantes de los museos para que acumularan polvo se han terminado. Ahora los huesos forman la base de intensos programas de investigación que sondean, examinan y disecan los restos fósiles en busca de cualquier pista que podamos encontrar acerca de los estilos de vida de los fero- ces y extinguidos. El Renacimiento de los Dinosaurios cambió de forma drástica la imagen que teníamos de los dinosaurios, pero, tal como me dijo una vez Thomas Holtz, paleontólogo de la Universidad de Maryland, es la nueva Ilustración de los Dinosaurios lo que está perfi lando los detalles de cómo vivían estos animales.

La ciencia no es sólo la acumulación gradual de hechos que se escriben y después se olvidan. Hechos y teoría se entrelazan, y promueven nuestra percepción siempre cambiante de la natu- raleza. Cuantas más cosas aprendemos de los dinosaurios, más extraños se tornan y más preguntas nos planteamos acerca de su biología. Y el misterio de los dinosaurios está envuelto en dos temas complementarios: cómo vivieron y por qué casi todos ellos

38 desaparecieron. Con el fi n de resolver estos enigmas necesitamos resolver un montón de otros misterios de los dinosaurios: cómo se apareaban, crecían y se comunicaban entre sí mediante sonidos, el olfato y la vista. De todos estos misterios, uno de los más perdurables es cómo llegaron los dinosaurios a dominar el mundo. La cantera de Douglass conserva el auge de los dinosaurios gigantes, una época en la que una gama fantástica de enormes herbívoros ar- queaban su elegante cuello sobre llanuras de inundación cubier- tas de helechos e intentaban evitar a un complemento casi igual- mente diverso de gigantescos depredadores de aguzados dientes. Para mí, al menos, esta rebanada de tiempo del Jurásico es el apogeo del reinado de los dinosaurios. Se trata de un clásico del Jurásico. Porque, por maravilloso que sea, el panorama contie- ne un hilo que podemos reseguir hasta el misterio que hay en su origen. ¿Cómo empezaron Apatosaurus y sus variados afi nes? ¿De qué manera, exactamente, llegaron los dinosaurios a domi- nar el mundo de esta fl amante manera? Para descubrirlo, tengo que mirar hacia otro lugar, y la primera parada son unos pocos afl oramientos rocosos del mismo parque. Siguiendo el camino principal del Monumento Nacional de los Dinosaurios, a unos pocos kilómetros hay un pequeño desvío para la Senda del Sonido del Silencio, un recorrido que siempre pone en mi cabeza la canción de Simon y Garfunkel, en un bucle casi interminable a medida que paso por delante de los matorrales bajos y de la arenisca expuesta, magnífi ca- mente esculpida por el viento y el agua. Aquí, en un pequeño recodo de la senda, surge del suelo una alta faja de roca roja de herrumbre en una larga curva que localmente se conoce como «la pista de carreras». En esta sección de 220 millones de años de antigüedad, entre óndulas conservadas y madrigueras que dejaron gusanos antiguos, están las huellas de dinosaurios grá- ciles y esbeltos, miembros iniciales de una dinastía que todavía no había llegado al poder. Aquí todo lo que hay son los rastros que dejaron dinosaurios a lo largo de fangosas orillas de lagos, e incluso estas huellas de pies son raras señales de animales que sólo eran una parte marginal del ecosistema prehistórico. Para comprender la vida de los dinosaurios hemos de examinar estas

39 rocas del Triásico, una época anterior en decenas de millones de años a aquella en la que Apatosaurus y otros dinosaurios pisaban fuerte y bramaban su superioridad. Si es que hemos de apreciar realmente a los dinosaurios por lo que eran, hemos de remon- tarnos a sus humildes inicios.

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