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Annotation La historia no autorizada del épico ascenso de una de las fuerzas más poderosas y secretas surgidas del «complejo militar-industrial» estadounidense.En marzo de 2004 la Guerra de Irak dio un giro decisivo tras el abatimiento de 4 soldados americanos en una emboscada de Faluya. La noticia, de gran repercusión mediática, puso al descubierto Blackwater, un ejercito privado de élite que venía operando en misiones estadounidenses desde principios de la administración Bush.El 16 de septiembre de 2007, unas inesperadas ráfagas de ametralladora disparadas en la plaza Nisour, de Bagdad, dejaron un saldo de 17 civiles iraquíes muertos, entre los que se contaban mujeres y niños. Esta matanza indiscriminada, conocida como «el domingo sangriento de Bagdad», no fue llevada a cabo por insurgentes iraquíes ni por soldados estadounidenses, pues los autores de los disparos pertenecían a una empresa secreta de mercenarios, la Blackwater Worldwide. Esta es la escalofriante historia de una compañía fundada hace más de una década en Moyock, Carolina del Sur, y que se convirtió en uno de los protagonistas más poderosos de la «guerra del terror». En su apasionante best seller, el periodista Jeremy Scahill nos lleva desde las ensangrentadas calles de Irak hasta las zonas de Nueva Orleans devastadas por el huracán Katrina, pasando por las esferas gubernamentales en Washington, para poner al descubierto a Blackwater como el nuevo y terrible rostro de la maquinaria bélica estadounidense. JEREMY SCAHILL BLACKWATER — oOo — Título original: Blackwater. The Rise of the World's Most Powerful Mercenary Army © Jeremy Scahill, 2007 © de la traducción: Albino Santos y Gemma Andújar, 2008 En colaboración con Editorial Planeta, S.A. © 2010 Espasa Libros, S.L.U. ISBN:978-84-08-00424-0 A los periodistas independientes y no «incrustados» en unidad militar alguna, en especial, a los trabajadores de los medios árabes, que arriesgan (y, a menudo, pierden) la vida por ser los ojos y los oídos del mundo. Sin su valentía y sacrificio, los únicos que escribirían realmente la historia serían los autoproclamados vencedores, los ricos y los poderosos. Nota del autor Este libro no habría sido posible sin el incansable esfuerzo de mi colega Garrett Ordower. Garrett es un extraordinario periodista de investigación que dedicó innumerables horas a cursar solicitudes a los organismos oficiales para que nos enviaran datos de sus archivos en virtud de la Ley federal estadounidense de Libertad de Información, así como a realizar sus propias pesquisas sobre personajes y hechos dificultosos, a indagar datos y cifras, y a entrevistar a nuestras fuentes. También redactó espléndidos borradores iniciales de algunos capítulos del presente libro. Estaré eternamente agradecido a Garrett por la labor cuidadosa y diligente que ha invertido en este proyecto y por su inquebrantable dedicación a la vieja y ya desusada costumbre de sacar «trapos sucios» a la luz. Este libro es tan suyo como mío. Aguardo expectante los futuros proyectos que nos depara Garrett en el mundo del derecho y del periodismo. Para mí sería un honor volver a trabajar con él de nuevo. Por otra parte, querría expresar mi gratitud a Eric Stoner, quien me prestó su ayuda en labores de investigación durante las actualizaciones de este libro para su versión en rústica. Quiero también alertar al lector de que Blackwater se negó a autorizarme entrevista alguna con sus ejecutivos. Una persona que actuaba como portavoz de la compañía me escribió una nota de «agradecimiento» por mi «interés por Blackwater», pero me aclaró que la empresa «no podía complacer» mi solicitud para entrevistar a los hombres que la dirigen. Estoy en deuda con los concienzudos reportajes publicados en sus respectivos periódicos por Jay Price y Joseph Neff (del News & Observer de Raleigh) y por Bill Sizemore y Joanne Kimberlin (del Virginian-Pilot). Estos reporteros y su trabajo pionero han hecho un gran servicio a los estadounidenses narrándoles la crónica de la historia de Blackwater y el explosivo crecimiento del sector militar privado. También quiero dar especiales gracias a T. Christian Miller, del Los Angeles Times, y a Anthony Shadid y Rajiv Chandrasekaran, del Washington Post, así como a P. W. Singer y Robert Young Pelton, autores de libros sobre el tema. Animo también a los lectores a leer el apartado de agradecimientos incluido al final de este libro para que se hagan una idea más exacta de la gran cantidad de personas que han contribuido al proceso de elaboración de esta obra. El rostro de Blackwater 2 de octubre de 2007 Washington, D.C. A sus 38 años de edad y con sus características facciones aniñadas, Erik Prince, dueño de Blackwater, entró con paso seguro en la majestuosamente decorada sala de vistas de las comisiones de investigación del Congreso. Inmediatamente acudió a él una nube de fotógrafos. Los flashes de las cámaras emitían incesantes destellos y las cabezas de los allí agolpados se volvían hacia el interior de la abarrotada cámara. El hombre que llevaba las riendas de un pequeño ejército de mercenarios iba escoltado no por su escuadrón de élite de antiguos miembros de los SEAL de la Armada y de las Fuerzas Especiales, sino por una guardia de abogados y asesores. En apenas unos minutos, su imagen sería proyectada a todo el planeta; también aparecería en las pantallas de los televisores de todo Irak, donde la indignación contra sus hombres crecía por momentos. Su empresa era ya famosa y, por vez primera desde el inicio de la ocupación, tenía un rostro. Fue un momento al que Prince se había resistido durante mucho tiempo. Con anterioridad a aquel día (cálido en Washington) de octubre de 2007, había rehuido ser el centro de atención y era bien sabido que su gente se empleaba a fondo en frustrar cualquier intento por parte de los periodistas de obtener una fotografía suya. Cuando Prince aparecía en público, lo hacía casi exclusivamente en congresos militares, donde su papel se limitaba a cantar las excelencias de su compañía y de su labor para el gobierno estadounidense, que consistía, en parte, en mantener con vida en Irak a las autoridades más odiadas en aquel país. Desde el 11 de septiembre, Blackwater había ascendido hasta una posición de extraordinaria prominencia en el aparato de la «guerra contra el terror» y sus contratos con el gobierno federal habían crecido hasta alcanzar un monto total superior a los 1.000 millones de dólares. Ese día, sin embargo, el hombre que controlaba una fuerza situada a la vanguardia de la ofensiva bélica de la administración Bush en Irak iba a estar a la defensiva. Poco después de las diez de la mañana del 2 de octubre, Prince prestó juramento como testigo estrella en una sesión del Comité sobre Supervisión y Reforma Gubernamental presidido por el representante Henry Waxman. El musculoso y bien afeitado ex SEAL de la Armada vestía un elegante traje azul hecho a medida (más propio de un director ejecutivo de gran empresa que de un contratista salvaje). Frente a la silla de Prince, sobre la mesa, había un adusto letrero de papel con su nombre: «Sr. Prince». Los republicanos trataron de suspender la reunión antes de que diera comienzo en señal de protesta, pero su moción fue derrotada en votación. Muy al estilo de Waxman, el título anunciado de aquel evento era genérico y minimizador de su importancia: «Audiencia sobre la contratación de seguridad privada en Irak y Afganistán». Pero el motivo de la comparecencia de Prince en el Capitolio aquel día era muy concreto y tenía una fuerte carga política. Dos semanas antes, sus efectivos de Blackwater habían estado en el centro mismo de la acción mercenaria más mortífera acaecida en Irak desde el comienzo de la ocupación, en un incidente que un alto mando militar estadounidense dijo que podría tener consecuencias «peores que Abu Ghraib». Aquélla fue una masacre bautizada por algunos como el «domingo sangriento de Bagdad». Introducción El domingo sangriento de Bagdad Día: 16 de septiembre de 2007. Hora: aproximadamente, las 12:08 del mediodía. Lugar: plaza Nisur, Bagdad, Irak. Hacía un calor tórrido, con temperaturas próximas a los 40 grados centígrados. El convoy de Blackwater, fuertemente armado, llegó a un cruce congestionado de tráfico en el distrito de Mansur de la capital iraquí. Aquel otrora selecto barrio bagdadí conservaba aún boutiques, cafés y galerías de arte que databan de los buenos tiempos de antaño. La aparatosa caravana estaba formada por cuatro grandes vehículos blindados equipados con ametralladoras de 7,62 milímetros montadas en su parte superior. Para la policía iraquí, se había convertido en parte rutinaria de su labor diaria en el Irak ocupado detener el tráfico para dejar paso a las personalidades estadounidenses — protegidas por soldados privados armados hasta los dientes— que pasaban a su lado como una exhalación. Si se lo preguntan a las autoridades norteamericanas, éstas les dirán que el motivo de semejante medida era impedir un atentado de la insurgencia contra los convoyes estadounidenses. Por lo general, sin embargo, los policías iraquíes lo hacían para proteger la seguridad de la propia población civil del lugar, que se arriesgaba a ser abatida a tiros por el simple hecho de acercarse demasiado a las vidas más valoradas en su país: las de los altos cargos extranjeros de la ocupación. En el mismo momento en que el convoy de Blackwater entraba en la plaza, un joven iraquí, estudiante de medicina, llamado Ahmed Hathem Al Rubaie, llevaba a su madre en el sedán Opel de la familia. Acababan de dejar al padre de Ahmed, Jawad, un patólogo de renombre, en las inmediaciones del hospital donde éste trabajaba. Luego, habían reanudado la marcha para hacer algunos recados, entre los que se incluía recoger los formularios de solicitud de ingreso en la universidad para la hermana de Ahmed.