La Campaña De Lima
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Benjamín Vicuña Mackenna La campaña de Lima 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Benjamín Vicuña Mackenna La campaña de Lima Prólogo Una palabra al lector El presente volumen es la continuación natural de los tres que le han precedido y forman la historia completa de la tercera guerra de Chile con el Perú Alto y Bajo, conforme a la denominación antigua, lucha porfiada y formidable que lleva de duración cerca de tres años, como las guerras púnicas de la antigüedad, y que ha sido conocida hasta aquí a la luz de un buen criterio con el nombre de Guerra del Pacífico, porque sus numerosos combates, todos gloriosos para Chile, se han librado en las aguas o en el litoral del vasto océano que hoy es nuestro. El primero de esos volúmenes abraza la época de la preparación de la campaña, desde la ocupación de Antofagasta en febrero de 1879, hasta el memorable combate naval de Iquique, que fue la verdadera iniciación de la guerra activa. Al movimiento puramente naval de esa primera edad de la primera campaña, se halla también consagrado un volumen aparte y especial pero complementario de esta historia general, con el título de Las Dos Esmeraldas. El segundo volumen abarca el cuerpo de la guerra misma hasta la terminación de la campaña de Tarapacá en la sangrienta batalla librada dentro de la quebrada de este nombre el 27 de noviembre de 1879. El tercer volumen, que acaba de salir de las prensas, forma por sí solo la historia de la segunda campaña de las armas de la república desde la marcha del ejército de Ilo, en febrero de 1880, hasta la captura de Arica, hecho de armas gloriosísimo verificado el 7 de junio de ese año. En consecuencia el libro cuya ejecución hoy acometemos y que será, en su tanto, tan completo como el precedente, está destinado a historiar la tercera campaña de la guerra hasta la ocupación de Lima. Queda de esta manera cabal en cuatro volúmenes la Historia de la Guerra del Pacífico, que hace dieciocho meses (febrero de 1880) emprendimos. Naturalmente, la parte más viva, más interesante y más dramática de esos anales militares es la que forma el argumento del presente libro. Ignoramos si habremos de alcanzar la fortuna de colocarnos por el brillo de las formas y el atractivo del escenario a la altura de los grandiosos acontecimientos militares que su ciclo abraza. Pero no creemos avanzar una pretensión exagerada de jactancia, asegurando al lector chileno o extranjero que, en cuanto el propio esfuerzo lo soporte, como investigación, como estudio y como imparcialidad, no habremos de quedarnos atrás ni en parte torcida del camino que hemos seguido, y cuyo faro y meta es la verdad, augusta luz de la conciencia y en ocasiones del sacrificio. Posible es que algunos, concibiendo la historia y leyéndola sólo delante de la agitada llama de las generosas o exaltadas pasiones que las batallas engendran en el alma, encuentren pródigas de favor en ciertos pasajes del presente o de los volúmenes ya puestos en crecida circulación, las apreciaciones del enemigo o de sus hechos. Pero nosotros, como en diversas ocasiones lo hemos dicho y creemos haberlo puesto constantemente en obra en nuestra vida de escritor, que cuenta ya más de treinta años, no escribimos por la pasión, el interés o el bullicio de las generaciones que se agitan en torno nuestro como lumbre efímera que el soplo del tiempo apagará antes de la alborada de la noche, sino para el juicio tranquilo, vasto y lapidario de la posteridad, única y eterna entidad llamada a juzgar con inapelable justicia los hechos de la historia y la vida, espíritu y trabajo de los que, luchando valerosamente con todos los peligros y sinsabores de su propia, fugaz y sufrida existencia, los narran, los enaltecen o los condenan. Por otra parte, ha sido error evidente y ha ocasionado daños de no pequeña monta el sistema de vanagloria y optimismo absoluto que en nuestro país han acariciado juntos opinión y gobierno, prensa e historiadores, durante la presente guerra, mostrando abultado menosprecio del adversario, porque en ello no ha habido justicia, y mucho menos ventaja, fuera de que así se amenguaba sin motivo la legítima y altísima gloria de nuestras armas, deprimiendo las que con pujante brazo habíamos tronchado. Doloroso y acaso de grave compromiso es reaccionar contra esa corriente popular liviana, pero, por lo mismo, impetuosa y fascinadora en su caída y en su curso. Mas, acostumbrados a semejante tarea desde nuestra primera juventud en que escribíamos libros de glorificación y de justicia hacia aquéllos para quienes no éramos deudores sino de sacrificios y de lágrimas, perseveramos deliberadamente en ella, en las puertas de reflexiva pero no egoísta vejez. Además, fue precisamente esa nuestra primera apreciación y nuestro rumbo de crítica, de patriotismo y de conciencia desde que tomamos la pluma para cooperar con ella a la presente guerra en razón de nuestro humilde esfuerzo, y escribimos en la prensa diaria nuestro primer artículo, cuando aún no se había quemado un solo grano de pólvora, con el título de El Soldado Chileno en presencia del Soldado Boliviano, en febrero de 1879. Dadas estas ligeras explicaciones sobre el tenor y el alma de esta obra de no corto aliento, nos ponemos al trabajo con la confianza y robustez de ánimo que atrae siempre a todo autor la noticia transmitida por su benévolo e inteligente editor de que sus ediciones se agotan a medida que salen de la prensa, lo cual si no es una recompensa, por lo menos, aún en nuestro país, divorciado por lo común con la lectura de libros nacionales, es un poderoso estímulo en el taller y en la esperanza de reposo y de justicia para más allá de la faena. B. VICUÑA MACKENNA. Santiago, octubre 8 de 1881. Capítulo I El coronel Leiva en Arequipa El para siempre memorable asalto y captura de la plaza fuerte de Arica, llave marítima y terrestre del Sur Perú y de Bolivia, puso glorioso fin a la segunda campaña de la república el 7 de junio de 1880, como la terrible, desigual e indecisa batalla de Tarapacá cerró su primer período de inexperiencia y heroicas bisoñadas el 27 de noviembre del año precedente. La guerra comenzaba a medirse por años, y las operaciones no por combates sino por campañas. El ejército vencedor quedó, a consecuencia de las últimas batallas, fraccionado en dos porciones, conforme a sus victorias. Los que habían triunfado en Tacna se mantuvieron en esa ciudad y sus alrededores rehaciéndose. Los que vencieron en Arica vivaquearon, como en el campo de batalla, en las ruinas de su ciudad y de sus fuertes. El general en jefe, promovido por esos días, en recompensa de sus señalados triunfos, al grado de general de división, el más alto de la república, en medio de los aplausos del país y las congratulaciones del ejército, acampó con los últimos acompañado de su jefe de estado mayor el coronel Velásquez. Pasada allí la bulliciosa y devastadora efervescencia, heces de cáliz de la gloria militar que engendran todas las victorias y especialmente en las plazas tomadas por asalto, y aplacada la ira y la alegría desmandadas del soldado, se consagró con su genial actividad física el general vencedor a las múltiples tareas de su puesto, haciendo enterrar los muertos que eran numerosísimos en el campo enemigo; restañando la sangre de los heridos en improvisados hospitales, porque las ambulancias no llegaron o no las había; despachando al Callao, en transportes chilenos protegidos por la cruz roja, los enfermos y los sobrevivientes del enemigo, y poniendo en orden todos los servicios, un tanto desbaratados después de dos sangrientas batallas. La posesión importantísima del puerto de Arica, que el enemigo aliado había artillado hábilmente desde la primera hora de la contienda, facilitaba en gran manera aquel múltiple trabajo de reconstrucción; pero no era éste leve para los que tenían a su cargo su organización y su responsabilidad. Había sido tan crecido el número de los muertos del enemigo, que el coronel Valdivieso, ayudante del general en jefe y nombrado gobernador militar de la plaza el mismo día de su ocupación, hubo de recurrir al arbitrio doloroso pero higiénico de quemar los cadáveres en grandes piras con parafina, gastando en esta horrible operación química algunas docenas de tarros de esa sustancia, que así se transformaba, por la calcina, para el ambiente respirable en pesado aceite humano. Al mismo tiempo, y para la oportuna y salvadora curación de nuestros heridos, bajaron a tierra, espontáneamente y con generoso espíritu humanitario, los cirujanos de los buques neutrales anclados en la rada y trabajaron con laudable tesón durante cuatro días, con particularidad los de la Hansa, fragata alemana, y los de la Garibaldi, de la marina de guerra de Italia. El gobierno de Chile recompensó tan noble celo con un voto de gracias y una medalla de honor, testimonio de la clemencia y de la caridad universal en medio de las atroces matanzas de la guerra. Los marinos de Chile, siempre nobles y siempre oportunos, dieron por su parte sepultura a los más bravos y a los más desdichados de sus adversarios, y bajo tosca cruz labrada de madera de la invicta goleta Covadonga, yacieron hasta que llegaron a buscarles sus compatriotas de Lima, Moore, Bolognesi y Zavala. Preocupaba también en no pequeña parte al general en jefe del ejército de Chile la necesidad de ponerse al tanto de lo que ocurría entre las rotas huestes del enemigo desalojadas de Tacna, y con más particularidad lo que después de aquel desastre habría podido emprender el llamado Segundo Ejército del Sur, que, al mando del coronel don Segundo Leiva, había partido de Arequipa en la medianía de mayo para hostilizar su retaguardia, amagando interponerse entre Sama y la costa, movimiento peligrosísimo para el caso de un no previsto revés.