Efervescencia Y Expansión Del Medio Artístico: La Conformación De Un Sistema Moderno
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Efervescencia y expansión del medio artístico: la conformación de un sistema moderno Las obras de arte no influyen sencillamente por sí mismas, sino que su efecto está determinado por la institución en la que funcionan. Peter Bürger, Teoría de la Vanguardia El año 1872 había significado la rehabilitación y rearticulación de la Sección de Bellas Artes. Desde entonces, su itinerario fue bastante estable: las clases de Pintura y Dibujo, Escultura Ornamental y Estatuaria, y Arquitectura y Construcciones se desarrollaban casi sin interrupciones y ante el alejamiento del pintor Ernesto Kirchbach, a fines de 1875, las rápidas gestiones del gobierno permitieron que su puesto en la cátedra de pintura fuera asumido por un nuevo profesor. La educación artística estaba en cierta medida consolidada y el Gobierno era su garante. No obstante, la enseñanza y el aprendizaje del arte no constituían experiencias aisladas y circunscritas al espacio académico o universitario y, aunque la formalización de los estudios había sido la base para estructurar y sistematizar la producción artística en Chile, se requería de una serie de otras instancias que garantizaran su inserción, visibilidad y circulación tanto en el medio nacional como en el extranjero. Había comenzado a percibirse cierto cambio en los intereses, y así, por ejemplo, progresivamente ganaban difusión los concursos de artistas pensionados a Europa, ocupando, en los Anales de la Del taller a las aulas Universidad de Chile, un lugar antes reservado sólo para publicar los resultados de los certámenes internos de la Sección de Bellas Artes, los que ya no eran difundidos. Asimismo, la Exposición Nacional de Artes e Industrias organizada en el Mercado Central en 1872 y la Exposición Internacional de 1875 instalada en la Quinta Normal de Agricultura, marcarían un precedente para las posteriores exposiciones de bellas artes. A su vez, el auge económico e industrial, el ingreso de las mujeres a la educación universitaria, y la Guerra del Pacífico, entre otros acontecimientos, contribuirán a generar la sensación de que el país pasa por un periodo de profunda agitación, la que se hace visible en todo ámbito de la cultura. Y aunque la formación de artistas no dejó de ser una preocupación constante dentro de los planes educativos gubernamentales del siglo XIX, desde mediados de la década de 1870 se potenciarán los intentos por articular nuevos espacios para el arte: la sistematización de las exposiciones anuales de bellas artes, la regularización de la política de pensionados, la proliferación de las reseñas artísticas en prensa y la creación de un museo dependiente del Estado, fueron 310 todas tentativas que contribuyeron a la modernización del medio artístico1. Se conjugarán así la funcionalidad pedagógica particular de la Sección de Bellas Artes con la funcionalidad pedagógica general de una serie de instancias exhibitivas que posibilitaban la generalización del gusto por las bellas artes en la sociedad. El contexto de la llegada de Giovanni Mochi: cambios y reformas en la educación Las décadas de 1870 y 1880 estuvieron llenas de eventos y transformaciones, que tienen como momento fundamental la llegada de un nuevo profesor de pintura. El 14 de julio de 1875, frente al ministro Plenipotenciario de Chile en Francia Alberto Blest Gana2, el italiano Giovanni Mochi Pinx (1831-1892) firmaba el contrato que lo nombraría como tercer profesor extranjero en hacerse cargo de la enseñanza del dibujo y la pintura en la Sección de Bellas Artes. Su contratación se debió, entre otros motivos, a su amistad con diversas personalidades chilenas en Europa. Cuando Giovanni Mochi mantenía su taller en Roma, habría conocido al “político, Efervescencia y expansión del medio artístico orador y publicista” Ángel Custodio Gallo, quien aprendió a estimarle y “trajo a Chile las primeras noticias del pintor florentino, i una prueba viva de sus talentos: El amor castigado”3. Luego, en París, se contactó con Juan Guillermo Gallo —quien oficiaría de padrino de bodas del italiano—, con los artistas chilenos que se reunían en la tertulia del pintor español Juan Antonio González y con los integrantes de la Unión Artística, Luis Dávila Larraín y el pintor Pedro Lira. Este último, “habiendo visitado el taller de Mochi, se apasionó por uno de sus cuadros, que adquirió i envió a Chile”4. La contrata de Mochi, firmada en París, fue aprobada y reafirmada en Chile, por decreto, el 8 de noviembre de 18755. Al llegar al país “es recibido con efecto [sic] por las autoridades, y sus amigos quedan prendados de sus actitudes caballerosas y de su refinamiento en el trato diario”6. A propósito de su educación y modales elegantes, en 1883, cuando Mochi ya llevaba siete años en el país, el periódico satírico El Padre Cobos publicaría una ácida crítica dirigida al pintor italiano: 311 […] Mochi tiene maneras de hombre com’il faut, de perfecto gentleman, como lo demuestran sus cuellos almidonados, su corbata blanca, sus guantes i tarro de unto, prendas que no se quita ni cuando va a… dormir […] se queda hasta sin comer por dar tertulias en su casa para en seguida colarse como caballo de invierno, no solamente en los salones de la aristocrática sociedad santiagueña, sino tambien hasta en el gabinete reservado de nuestro grande i buen amigo Santa María, a quien tutea con familiaridad7. La llegada del pintor italiano a Chile generó grandes expectativas e inauguró con su figura un período de intenso movimiento en diversos flancos, que fueron desde lo propiamente artístico, con el desarrollo de nuevos géneros pictóricos, hasta lo político, con la consolidación del ingreso de las mujeres a la Sección de Bellas Artes. Este último tópico resulta particularmente interesante al problematizar ciertos elementos de la misma organización administrativa de la Academia. Las mujeres que vivieron durante el siglo XIX en Chile, en su mayoría, estuvieron relegadas a las esferas domésticas y sus roles se reducían a ser hijas, madres y esposas; la enseñanza que recibían se limitaba a aquello que fuera útil a sus tradicionales labores Del taller a las aulas hogareñas y, a lo sumo, aprendían a “leer, escribir, contar y rezar”8. A diferencia de los varones, las opciones de estudiar eran mínimas. Los hombres podían ingresar a las escuelas primarias, a los liceos fiscales, así como podían desarrollarse profesionalmente al ingresar a los estudios universitarios o a la Escuela de Preceptores. En cambio, las mujeres recibían una escasa educación primaria, no contaban con establecimientos fiscales de educación secundaria —sólo con instituciones particulares— y la única opción de profesionalizarse consistía en ingresar a la Escuela Normal de Preceptoras, que funcionaba desde 1854. A las mujeres que se instruían en los liceos femeninos particulares, y que no pretendían seguir el camino profesional de la pedagogía, les estaba vedado validar sus estudios secundarios a través de exámenes ante las comisiones de la Universidad de Chile, hecho que les impedía acceder a la educación superior. Esto se debía a que la Universidad —encargada de la supervisión de la educación secundaria y universitaria a través del Consejo de Instrucción Pública— sólo designaba comisiones de exámenes para los liceos de 312 hombres9. Ante tal imposibilidad, fueron las reiteradas gestiones de doña Antonia Tarragó, directora del Colegio Santa Teresa, y de doña Isabel Lebrún de Pinochet, dueña del Colegio de la Concepción, las que abrieron camino para que, bajo el gobierno del liberal Aníbal Pinto, y con Miguel Luis Amunátegui como Ministro de Instrucción Pública, el 6 de febrero de 1877 se dictara en Viña del Mar el decreto conocido como Decreto Amunátegui. Éste estipulaba “que las mujeres deben ser admitidas a rendir exámenes válidos para obtener títulos profesionales, con tal que se sometan para ello, a las mismas disposiciones a que están sujetos los hombres”10. El Decreto Amunátegui marcaba un cambio fundamental y posibilitaba por fin el acceso a la educación superior y a cierta participación social —la que de todas formas era mínima en comparación con la que gozaban los varones— de un grupo de jóvenes mujeres pertenecientes, principalmente, a la clase alta. Sin embargo, el proceso de incorporación de la mujer a la Universidad fue paulatino; el solo dictamen de una ley no era capaz de cambiar radicalmente la visión de una sociedad conservadora. La primera mujer en incorporarse a la Universidad de Chile fue Eloísa Díaz, quien ingresó a Medicina en el año 1881; la siguió Ernestina Pérez Barahona, quien se integró a la misma profesión en el año 1882. Efervescencia y expansión del medio artístico Ambas alumnas recibieron sus títulos profesionales de Médico- Cirujano en el mes de enero de 1887. Se suma también el nombre de Matilde Troup Sepúlveda, primera licenciada en Leyes y Ciencias Políticas, en 1892. Según los datos que proporciona la profesora Emma Salas, fueron diecisiete las mujeres que obtuvieron grados y títulos profesionales universitarios antes de 1900: seis médicos, dos abogadas, ocho profesoras de Estado, egresadas del Instituto Pedagógico, y una farmacéutica11. En contrapunto a la situación educacional de apertura hacia las mujeres que estaba viviendo el país con las reformas del Decreto Amunátegui, la educación superior artística había atravesado este proceso varios decenios antes, pero fue a partir de esta época cuando la incorporación de mujeres a la Sección de Bellas Artes se incrementó. El terreno del arte parece no haber sido tan yermo para el desarrollo educacional femenino en comparación a la precaria, o casi nula, situación educativa en la que se encontraba la mayoría de las 313 chilenas en el siglo XIX. Agustina Gutiérrez (1851-1886) fue la primera mujer en ingresar a la Academia de Pintura en el año 1866, hecho que aparece como un atrevimiento y como punta de lanza si se considera que, sólo en 1877, se dictó el decreto que permitió a las mujeres la rendición de exámenes para la obtención de títulos profesionales, y que sólo diez años después se titularon las primeras mujeres en Chile.