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Lydia Mendoza: la matriarca de la música chicana

Cuando pensamos en el imaginario de la canción popular mexicana, es fácil que las trampas de la memoria nos conduzcan a través de los clichés: melodrama, desgarro, una construcción marcadamente androcéntrica de las historias que conforman sus canciones. A caballo entre las décadas veinte y treinta del pasado siglo, en la frontera que separaba los estados del norte de México y el sur de los Estados Unidos, una joven cantante y guitarrista llamada Lydia Mendoza (, , 1916 – , Texas, 2007) ayudó decisivamente a cambiar esa morfología. Mendoza poseía el canto agudo y alegre de una alondra. Se presentaba en solitario, con el poco frecuente acompañamiento de una guitarra de doce cuerdas. Y, más importante aún, portaba como estandarte la que se convertiría en su canción más famosa: “Mal Hombre”, una composición que cortocircuitaba de forma poco sutil el sustrato machista de la canción chicana, tan proclive a señalar a la mujer como fuente de la mayoría de males masculinos.

Hoy, el tejido que ayudó a entronizar a Lydia Mendoza como una de las primeras estrellas femeninas de la música latina, abriendo unas puertas enormes a artistas posteriores, puede parecernos antediluviano. Ante todo, y aunque su padre se ganaba la vida como mecánico de ferrocarril, Lydia pertenecía a una familia de músicos que ocupaban el rango más ingrato del negocio: el destinado a los artistas errantes, los que interpretaban sus canciones en pequeños negocios ubicados a lo largo del polvoriento valle del Río Grande, donde México se toca con los Estados Unidos. Nos encontramos a finales de los años veinte y Lydia, apenas una adolescente, aprende de la vida trashumante todas las lecciones que la irán preparando hasta convertirla en un referente esencial de la música fronteriza.

'Mal Hombre', el tema central en su carrera, irrumpió como un poderoso desplante frente al machismo cotidiano que aún domina la sociedad mexicana, y pervive como un símbolo de la valentía de su intérprete

Por una parte, su familia actúa de correa transmisora a la hora de inculcarle el amor por la música popular, moldeando así la versatilidad que hoy encontramos en sus grabaciones: un riquísimo crisol que se balancea entre el tango y el bolero, el corrido y el huapango, todo vehiculado a través del inconfundible sabor ranchero que confería a todas sus interpretaciones. Es también durante estos años formativos cuando se instruye, de forma autodidacta, en los secretos de la mandolina y el violín, con los que acompañará a su madre, padre y hermanas en las actuaciones familiares,

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http://www.pikaramagazine.com antes de decantarse definitivamente por el instrumento que pronto la hará famosa: esa vieja guitarra de doce cuerdas cuyo sonido definió Flaco Jiménez como de “estrellas cayendo del cielo”.

Como decíamos, todo cuanto tiene que ver con el mundo artístico que habitaba Lydia Mendoza se nos presenta hoy como una fotografía en color sepia. En él, un simple anuncio de prensa podía ser el anzuelo para que cualquier persona con inclinaciones artísticas terminase grabando un disco en cuestión de días, tantos días como podía tardar en ser olvidado. En esencia, esa fue la historia del primer paquete de veinte canciones registradas por el Cuarteto Carta Blanca (Lydia junto a su padre, madre y hermana menor) en la improvisada habitación-estudio de un hotel de San Antonio, Tejas, en 1928. El hoy legendario sello Okeh fue el encargado de prensar los temas, como parte de su política de viajar por todo el país en busca de focos musicales semiocultos, pero el lanzamiento posterior no supuso grandes cambios para la familia Mendoza: poco tiempo después, sin una carrera musical rentable a la vista, ponían rumbo a para convertirse en mano de obra agrícola.

No era la primera vez que la pequeña Lydia entraba en contacto con la realidad de los trabajadores y trabajadoras rurales, acostumbrada como estaba a amenizar sus reuniones y descansos durante las épocas de cosecha. Sin embargo, es muy probable que sea en este período cuando se forja en ella un poderoso sentimiento de solidaridad y conciencia proletaria que explotará, en pocos años, cuando haga suyas extraordinarias canciones de corte social como “Las Cuatro Milpas” o “Mundo Engañoso”, originalmente acreditadas al músico y compositor Aristeo Silvas Antúnez.

Que Lydia Mendoza llegase a ser conocida como “La cancionera de los pobres” (además de “La alondra de la frontera”, su sobrenombre universal) dice mucho de la estimación que las gentes menos favorecidas sentían por su figura. En este punto, debemos recordar que artistas como la familia Mendoza, que llevaban su canto de forma desinteresada a través de los campos de cultivo, constituían un importante hilo conductor entre los jornaleros y jornaleras y la vida más allá de los labrantíos: no sólo eran su bálsamo, sino también su radio particular, y quienes relataban a tiempo real el calvario (y las pequeñas alegrías cotidianas) que los marginados vivían en la llamada “tierra de las oportunidades”.

Durante la primera mitad de los años treinta, cuando el poder de comunicación de Lydia era ya un secreto a voces en el seno de estas comunidades, la artista comienza a recibir los espaldarazos necesarios para construir una carrera fuera del manto familiar. Primero, gracias al contrato con una emisora radiofónica dirigida al colectivo inmigrante, que disponía de la cobertura necesaria para que el resto de la familia Mendoza se beneficiase de un cierto eco publicitario. Y ya en 1934, como flamante ganadora de un concurso para artistas noveles, grabando sus históricas primeras canciones para el sello Bluebird: una etiqueta que los oídos acostumbrados a explorar en la música popular norteamericana conocerán por su influencia en el rhythm’n’blues y la prehistoria

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http://www.pikaramagazine.com del rock’n’roll, con Sonny Boy Williamson o Big Billy Broonzy a la cabeza.

Con estas primeras sesiones para Bluebird arranca el período más representativo y valioso de la carrera de Lydia Mendoza, que se extenderá hasta su retiro temporal a mediados de los años cuarenta. Parcialmente recogido en el muy recomendable recopilatorio “Mal Hombre And Other Original Hits From 1930’s” (Arhoolie, 1993), que incluye veinte temas de Lydia fechados en los años treinta, además de cuatro canciones del Cuarteto Carta Blanca originales de 1928, en él se concentran todas las claves para entender la dimensión artística de su autora.

El hecho de que las dos únicas protagonistas de todas estas grabaciones sean la voz de Lydia (cristalina, sin el menor indicio de afectación) y su guitarra de doce cuerdas (cuya equivalencia directa es el , habitual en la música popular del norte de México) constituye en sí mismo una rareza dentro de la canción norteña de su época. En primer lugar, porque hablamos de una escena eminentemente masculina, cuyos temas son atravesados por un punto de vista inevitablemente masculino. Pero también por el hecho de que Lydia se presentaba sola ante el peligro, con una austeridad muy agreste, frente a la sofisticación de contemporáneas como la bolerista Chelo Silva, que preferían dulcificar su canto con sedosos conjuntos de fondo. En las primeras canciones de Lydia Mendoza, el impacto inicial reside en la historia, y ella se cuida mucho de que nada interfiera en su transmisión. En muchas de esas canciones, de hecho, se estaban contando cosas realmente importantes.

En 1977 fue invitada a cantar a la Casa Blanca durante el acto de investidura de Jimmy Carter, en lo que supondría el primer reconocimiento oficial de su infatigable defensa de la cultura hispano- mexicana

“Mal Hombre”, el tema central no sólo de este período, sino de toda la carrera de Lydia, irrumpió como un poderoso desplante frente al machismo cotidiano que aún domina la sociedad mexicana, y pervive como un símbolo de la valentía de su intérprete. Aunque aún existen versiones encontradas en torno a la procedencia de la canción, la propia Mendoza se encargaría de zanjarlas en el libro biográfico “Lydia Mendoza’s Life In Music: La Historia de Lydia Mendoza” (Yolanda Broyles-González, Oxford University Press, 2001). Así, sabemos hoy que Lydia encontró la letra de este tango por casualidad, impresa en el envoltorio de un chicle, y que pudo ponerle melodía al oírsela cantar a una cupletista en un teatro de Monterrey. A simple vista, “Mal Hombre” parece entroncar con la enorme tradición de composiciones “de despecho” que nutren la música popular mexicana, pero no podemos dejar de señalar su audacia. En esencia, Lydia Mendoza estaba testimoniando, en primera persona, el tormento sufrido por infinidad de mujeres en el marco de sus relaciones de pareja; y aún más importante, con esta canción como talismán, su fama estaba a punto de atravesar los límites del Suroeste de Estados Unidos, su principal bastión hasta ese momento.

Pese a su éxito creciente, conquistando discográficas a su paso, el repertorio de Lydia (una

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gigantesca biblioteca de canciones compuesta por multitud de ritmos) nunca dejó de bombear un profundo amor por quienes estaban destinados y destinadas una vida de maltrato: las mujeres condenadas a un sufrimiento solitario, las gente condenada a ganarse el pan a espalda partida, la masa emigrante que, como ella y su familia, se daban de bruces contra los carteles de “no se admiten perros y mexicanos” que empapelaban el territorio gringo.

Cuando se retiró temporalmente de los focos a mediados de los años cuarenta, obligada por el racionamiento de gasolina que había impuesto la Segunda Guerra Mundial, ese mismo público no pudo más que reservarle el espacio que Lydia había conquistado a pulso. Dos años después, volvía al ruedo sin que la fiebre que despertaba su música hubiera remitido ni una sola décima. Muy al contrario, tras un período de calentamiento en el que volvió a cantar por última vez junto a su familia, la carrera en solitario de nuestra protagonista parecía relanzarse de forma meteórica. De nuevo en el estudio de grabación, sus características formas espartanas comenzaban a enriquecerse con apoyos de orquesta y mariachis, dando forma a un conjunto destinado a ampliar su espectro de fans, pero igual de poderoso e irreductible bajo la corteza. Así, a lo largo de las décadas de los cincuenta y sesenta, su fama se dispara de forma imparable: es la época de los recitales multitudinarios, de las giras triunfales por Latinoamérica, de su redescubrimiento por parte del público universitario blanco. Sin que el mensaje de su arte se resintiese, la joven que años antes cantaba a cambio de tres dólares semanales estaba a punto atravesar por primera vez los muros de la Casa Blanca.

Sucedió en 1977, cuando fue invitada a cantar durante el acto de investidura de Jimmy Carter, en lo que supondría el primer reconocimiento oficial de su infatigable defensa de la cultura hispano- mexicana. Regresaría al mismo escenario en 1999, al recibir de manos de la Medalla Nacional de las Artes junto a otra mujer de candente personalidad interpretativa: . Entre medias, Lydia Mendoza vivió años agridulces. Pudo disfrutar de todos los honores institucionales posibles en su Texas natal, la mayor parte relacionados con sus valiosas exploraciones en la música de raíz, y sus contribuciones quedaron igualmente fijadas en libros y documentales. Sin embargo, la recta final de la década de los ochenta estuvo marcada por los padecimientos físicos derivados de un derrame cerebral. Hubo tiempo aún para algún tímido resurgimiento, pero su travesía terminó definitivamente el veinte de diciembre de 2007, cuando Lydia enfilaba a duras penas los noventa años de edad. Era el fin de la existencia física de una mujer peleona a la que no le importaba “si se trata de un corrido, un vals, un bolero o una polka: cuando canto una canción, la vivo”.

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