Sonny Había Estado Escuchando Atentamente. – Quiero Que Alguien Muy Competente Y Fiable Se Encargue De Esconder La Pistola –Dijo a Clemenza
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Sonny había estado escuchando atentamente. – Quiero que alguien muy competente y fiable se encargue de esconder la pistola –dijo a Clemenza. – La pistola estará allí –dijo Clemenza, con énfasis. – De acuerdo –replicó Sonny–. Todos a trabajar, pues. Tessio y Clemenza salieron de la habitación. – ¿Debo encargarme yo de conducir a Mike a Nueva York? –preguntó Tom Hagen. – No –respondió Sonny–. Te necesito aquí. Cuando Mike haya terminado, empezará nuestro turno, y voy a necesitarte. ¿Te has ocupado de los periodistas? – Cuando empiece el ruido, tendrán una tonelada de material contra McCluskey –asintió Hagen. Sonny se levantó y estrechó la mano de Michael. – Bien, muchacho, se acerca el momento. Ya nos las arreglaremos para explicar a mamá tu inesperada marcha. Y cuando considere que es el momento oportuno, también hablaré con tu chica. ¿De acuerdo? – De acuerdo –dijo Mike–. ¿Cuándo crees que podré regresar? – Antes de un año ni soñarlo –fue la respuesta de Sonny. – Tal vez el Don quiera arreglar las cosas más aprisa, pero no cuentes con ello –intervino Tom Hagen–. El tiempo que haya de durar tu ausencia dependerá de muchos factores: del material que podamos suministrar a los periódicos, del interés que ponga en el asunto el Departamento de Policía, de la reacción de las otras Familias, etc. Se armará un buen revuelo, desde luego, y preocupaciones no van a faltarnos. De eso es de lo único que podemos estar seguros. Michael estrechó la mano de Hagen. – Haz lo que puedas –le dijo–. No quiero pasar otros tres años lejos de casa. – Todavía estás a tiempo de cambiar de idea, Mike –dijo Hagen, amistosamente–. Podemos encargar a otro el trabajo, podemos adoptar otro sistema. Tal vez no sea necesario eliminar a Sollozzo. Michael se echó a reír. – Pueden hacerse muchos planes, pero sólo hay uno bueno. Además, Tom, toda mi vida ha sido demasiado fácil; ya es hora de que haga algo por los míos. – De acuerdo, Mike –convino Hagen–, pero déjame insistir una vez más en que no quiero que lo hagas para vengar el puñetazo en la mandíbula. McCluskey es un estúpido, ya lo sé, pero en su golpe no hubo nada personal. Por segunda vez, Tom Hagen vio en Michael la encarnación del Don. – Mira, Tom, no te equivoques. Todo es personal, incluso el más simple y menos importante de los negocios. En la vida de un hombre todo es personal. Hasta eso que llaman negocios es personal. ¿Sabes quién me enseñó eso? El Don. Mi padre. El Padrino. Si alguien perjudica a un amigo suyo, el Don lo toma como una ofensa personal. Mi alistamiento en la Marina lo tomó como una cuestión personal. Es ahí donde reside su grandeza. El Gran Don. Para él todo es personal. Lo mismo que hace Dios. Sabe todo cuanto sucede, es dueño de las circunstancias. ¿No es así? ¿Y tú? ¿Sabes algo? A las personas que consideran los accidentes como insultos personales, no les ocurren accidentes. Me he dado cuenta tarde, pero al final lo he comprendido. Por eso, el puñetazo en la mandíbula es un asunto personal, tanto como los disparos que Sollozzo efectuó contra mi padre. “Di a mi padre que todo eso lo he aprendido de él, y que estoy contento de poder pagarle algo de lo mucho que le debo. Ha sido siempre un buen padre. Quiero que sepas, Tom, que no recuerdo que me haya puesto nunca la mano encima. Y tampoco a Sonny, ni a Freddie, ni mucho menos a Connie. Dime la verdad ¿cuántos hombres crees que ha matado o hecho matar? Tom Hagen desvió la mirada. – Una cosa no has aprendido de él, Mike: a hablar de la forma en que lo estás haciendo. Hay cosas que deben hacerse y se hacen, pero nunca se habla de ellas. Uno no trata de justificarlas; no pueden ser justificadas. Se hacen, simplemente. Y luego se olvidan. Michael Corleone enarcó las cejas. – Como consigliere ¿estás de acuerdo en que es peligroso para el Don y nuestra Familia que Sollozzo esté vivo? –preguntó con voz suave. – Sí. – Muy bien –asintió Michael–. Entonces tengo que matarlo. Michael Corleone estaba de pie frente al restaurante de Jack Dempsey, en Broadway, esperando que pasaran a recogerlo. Miró su reloj. Eran las ocho menos cinco. Sin duda, Sollozzo sería puntual. Él, en cambio, había preferido llegar con tiempo de sobra. Hacía ya quince minutos que esperaba. Durante el trayecto entre Long Beach y Nueva York, Michael había intentado olvidar lo que había dicho a Tom Hagen. Y es que si creía en lo que había dicho al consigliere, el curso de su vida estaba ya definitivamente trazado. Aunque ¿podría ser de otro modo, después de lo que iba a hacer esa noche? Si no conseguía apartar aquellos pensamientos, quizá su vida acabaría en unos minutos, pensó Michael. Debía concentrarse sólo en el trabajo inmediato. Sollozzo no era tonto y McCluskey era un hueso duro de roer. Se alegró de notar que la mandíbula volvía a dolerle; eso le ayudaría a estar alerta. En una fría noche de invierno como aquélla, resultaba bastante natural que Broadway no estuviera muy concurrido, a pesar de que era casi la hora en que comenzaban los espectáculos teatrales. Michael se sobresaltó ligeramente al ver que un largo automóvil negro doblaba la esquina. Instantes después, el conductor abrió la puerta delantera. – Arriba, Mike –dijo el chófer. No conocía al conductor, un hombre joven y de cabello negro, que llevaba el cuello de la camisa desabrochado. Sin embargo, entró en el coche. En el asiento trasero estaban Sollozzo y el capitán McCluskey. Sollozzo le tendió la mano y Michael se la estrechó. La mano era firme, caliente y seca. – Me alegro de que haya venido, Mike –dijo Sollozzo–. Espero que podamos arreglar la situación. Todo lo que ha sucedido ha sido terrible, y no es lo que yo deseaba. Son cosas que nunca tendrían que haber ocurrido. – También yo espero que todo quede arreglado –respondió Michael, en tono firme y sereno–. No quiero que mi padre vuelva a ser molestado. – No lo será –aseguró Sollozzo, con acento sincero–. Sólo le pido que, cuando hablemos, considere mi propuesta con mentalidad abierta. Espero que no sea usted tan impetuoso como su hermano Sonny. Es imposible hablar de negocios con él. El capitán McCluskey abrió la boca por vez primera: – Parece un buen muchacho. Es más, estoy seguro de que lo es –se inclinó para dar un amistoso golpecito en el hombro de Michael–. Siento lo de la otra noche, Mike –prosiguió–. Me estoy haciendo viejo, y los viejos siempre estamos de mal humor. Me temo que tendré que retirarme muy pronto. No puedo soportar tantos agravios ni injusticias. Estoy más que harto. Luego, con gesto dolorido, cacheó a Michael, para asegurarse de que iba desarmado. Michael vio una ligera sonrisa en los labios del conductor. El automóvil se dirigió hacia el oeste, y aparentemente no hizo maniobra alguna para despistar a posibles perseguidores. Se adentraron en la carretera del West Side, donde la circulación era bastante lenta, y seguidamente, ante la inquietud de Michael, el coche penetró en el puente de George Washington; iban a tomar la carretera de Nueva Jersey. El informador de Sonny, quienquiera que fuese, intencionadamente o de buena fe, se había equivocado. La conferencia no iba a celebrarse en el Bronx. El automóvil atravesaba el puente. La ciudad iba quedando atrás. El rostro de Michael seguía impasible. ¿Tenían intención de liquidarle, o se trataba de un cambio de última hora? Del astuto Sollozzo podía esperarse todo. De pronto, cuando ya casi habían terminado de cruzar el largo puente, el conductor dio un violento giro al volante. El pesado vehículo dio un salto en el aire, al chocar contra la barrera divisoria de las dos partes de la calzada del puente, y enfiló nuevamente en dirección a Nueva York, a toda velocidad. McCluskey y Sollozzo volvieron la cabeza para averiguar si alguien hacía la misma maniobra. Poco después, Michael comprobó que circulaban en dirección al East Bronx. Pasaron por diversas y anchas calles; ningún coche iba detrás de ellos. Eran casi las nueve. Habían querido asegurarse de que nadie les seguía. Sollozzo encendió un cigarrillo, después de ofrecer el paquete a McCluskey y a Michael, que rehusaron. – Buen trabajo –felicitó al conductor–. Lo tendré en cuenta. Diez minutos más tarde, el coche paró frente a un restaurante. Estaban en una zona habitada exclusivamente por italianos. La calle estaba desierta, y en el interior del local había muy poca gente, cosa normal, ya que era muy tarde para cenar. Michael temió que el conductor entrara con ellos, pero no fue así; se quedó fuera. El negociador no había hablado del conductor. Técnicamente, pues, Sollozzo había faltado a lo convenido. Pero Michael decidió no mencionarlo, pues supuso que ellos pensarían que tendría miedo de hacerlo, miedo de arruinar las probabilidades de éxito de la entrevista. Los tres se sentaron en la única mesa redonda, pues Sollozzo había rehusado hacerlo en un reservado. En aquel momento había sólo otras dos personas en el restaurante. Michael se preguntó si serían hombres de Sollozzo. En realidad no importaba. Todo habría terminado antes de que tuvieran tiempo de intervenir. – ¿Es buena la comida italiana que sirven aquí? –preguntó McCluskey, con sincero interés. – Pruebe la ternera –contestó Sollozzo–. Es la mejor de Nueva York, se lo aseguro. El solitario camarero les había servido una botella de vino. Llenó tres vasos. McCluskey no bebió. – Me parece que soy el único irlandés que no empina el codo –comentó–. He visto a demasiada gente en dificultades por culpa del alcohol. – Voy a hablar en italiano con Mike –dijo Sollozzo en tono conciliador, dirigiéndose al capitán–.