Facultad de Filosofía y Humanidades

Departamento de Lengua y Literatura

La representación del Sida y la extinción de los hombres homosexuales en

Sangre como la mía y La promesa del fracaso de Jorge Marchant Lazcano

Tesis para optar al grado de Magíster en literatura latinoamericana

Por: Darwin Caris Soto

Profesor guía: Hugo Bello Maldonado

Santiago de

2017

ÍNDICE

RESUMEN ………………………………………………………………………… 4

I. INTRODUCCIÓN ……………………………………………………………… 7

I.1 Los recorridos de la extinción. Hipótesis y Objetivos ………………………….. 12

I.2 VIH-Sida. Imaginario y correlato narrativo …………………………………….. 17

II. CAPÍTULO I. En los caminos de la desaparición ...... 24

II.1 de la arrogancia ………………………………………………………. 24

II. 2 Hombres que desaparecen antes de desaparecer ……………………………… 30

II.3 La heteronorma como discurso de exclusión ………………………………….. 37

III. CAPÍTULO II. La amenaza de una mancha o de la delgadez ………………50

III.1 Sujetos maculados …………………………………………………………….. 50

III.2 El traslado viral: Traslaciones personales y las imágenes de

la desaparición ………………………………………………………………… 57

IV. CAPÍTULO III. Hombres que aman a otros hombres. Los protagonistas

en las novelas del corpus ………………………………………………………. 77

IV.1 Las marcas del autor. La voz de un proyecto escritural ……………………….. 77

IV.2 Protagonistas del contagio: las derrotas del cuerpo.

La fuga y la extinción ………………………………………………………….. 88

2

V. CONCLUSIONES Y PROYECCIONES …………………………………….. 101

VI. BIBLIOGRAFÍA ………………………………………………………………. 107

3

RESUMEN

La presente tesis es un estudio de dos novelas escritas por el autor chileno Jorge Marchant

Lazcano en las que se realiza una narrativa de enfermedad. Sangre como la mía y La promesa del fracaso constituyen la representación de la extinción y desaparición de hombres homosexuales no solo a través del VIH-Sida, sino que, además, cómo tal desaparición se materializa en los dictados de la heteronorma. La narrativa del autor es un ejercicio realista que expone cómo el patrón de relación heteronormativo se implanta en los protagonistas de las ficciones, hombres homosexuales contagiados de VIH-Sida.

El estudio de ambas novelas propone leer las creaciones de Jorge Marchant Lazcano como la formulación de un quiebre orgánico y social, posicionando a la enfermedad como un dispositivo cultural que detona la tragedia y la desarticulación de los cuerpos homosexuales, ya desde antes destinados a la desaparición por medio de las acciones, normas y juicios de la tradición conservadora y de la hegemonía heterosexual.

La hipótesis de trabajo aborda cómo en ambas narraciones se representa la extinción y desaparición de hombres homosexuales a través no solo de una enfermedad, el VIH-Sida, sino que, además, cómo esa desaparición se materializa aún antes en los dictados de la heteronorma. Por medio de la tradición conservadora, que aniquila la posibilidad de una vida homosexual plena, la enfermedad va a ser el punto detonante que conlleva al desaparecimiento. Las novelas formulan un quiebre orgánico, donde la epidemia viene a simbolizar la tragedia y la desarticulación de la propuesta organizativa homosexual como un cuerpo colectivo, proponiendo la asimilación de éste a las normas heterosexuales o propiciando su anulación.

4

Por tanto, a través del estudio y el diálogo teórico, se expone que el trabajo de Jorge

Marchant Lazcano es la constitución de una narrativa de la extinción en la experiencia de sus protagonistas, signados por la enfermedad al desaparecimiento físico y social.

Esta tesis propone aportes de lecturas a la narrativa de Jorge Marchant Lazcano, autor chileno que, como sus ficciones, permanece en los bordes de la crítica especializada y sugiere desafíos para una serie de estudios que consideren las representaciones de la homosexualidad y del contagio de VIH-Sida como un campo textual en la literatura contemporánea chilena.

5

La representación del Sida y la extinción de los hombres homosexuales en

Sangre como la mía y La promesa del fracaso de Jorge Marchant Lazcano

6

I. INTRODUCCIÓN

El desafío de ingresar a la propuesta narrativa del escritor chileno Jorge Marchant Lazcano es configurar, desde las palabras, un trabajo acerca de las ausencias progresivas que van, paradójicamente, haciéndose presencias en su estética autoral. En particular, las novelas a estudiar, Sangre como la mía (2006) y La promesa del fracaso (2013), particularizan una reflexión personal del autor pero que se extiende a toda una generación de hombres homosexuales víctimas del flagelo del VIH-Sida.

Verdaderos cuadros de época, específicamente del Santiago de Chile de los 50, ambas novelas ponen en evidencia el trasfondo de una sociedad homofóbica y de poca tolerancia con la diferencia. La continuidad trágica de las historias, la aguda observación de los códigos sociales, el descarnado realismo con que se da cuenta del desarraigo que detona un virus en cuerpos enfermos hermana a Sangre como la mía y a La promesa del fracaso en un lugar y un momento histórico que instala un testimonio de enfermedad pero también de esperanza, cuando parece que todo hubiese estado perdido en los días más trágicos de la pandemia.

La experiencia de lectura de las novelas es la vivencia del despojo y la valentía de las identidades minoritarias que se atreven a amar a otros del mismo sexo. La ficción escrita de la mano de Jorge Marchant Lazcano deja al descubierto la dureza de reconocerse homosexual en Chile.

Los perfiles de hombres homosexuales que traza la pluma del autor son lo que paso a llamar personajes de trayectorias, pues se caracterizan por el movimiento de sus

7 recorridos, verdaderas geopolíticas en que se trasladan de ciudades y continentes en la búsqueda de la libertad de amar y del confort médico para sus cuerpos contrahechos por la violencia del virus del VIH-Sida.

El caldo de cultivo para la prosa de Marchant Lazcano está dado por la culpa, el secreto, la ambición del clasismo, el arribismo y las convenciones sociales de una sociedad represiva presa del dogma de la tradición judeocristiana manifestada en ritos y liturgias de culpas. Como él mismo señala en la edición de 2011 de Sangre como la mía, esta vez por

Tajamar Editores, citando a Susan Sontag: “Mi deseo de escribir está relacionado con mi homosexualidad. Necesito la identidad como un arma, para enfrentar el arma con que la sociedad me amenaza”. Con ambas novelas, el autor ha estructurado una línea discursiva en que, como ejercicios especulares, se establece un trabajo de territorios comunes donde el campo narrativo se despliega en discursos, momentos, sucesos ideológicos y políticos que, en esta estética autoral, potencian la construcción novelística. Por tanto, he decidido trabajar ambas novelas pues con ellas el autor se revela como una voz opinante en el panorama de la narrativa contemporánea chilena, sin operar en el encasillamiento de narrativa gay, aunque las novelas que aquí se estudian tratan la homosexualidad con una profundidad que lleva a apellidarlas como libros de literatura gay.

Sangre como la mía: la organización textual de la novela está dada por dos tiempos narrativos, un presente y un pasado unidos por un personaje actante que cruza ambos planos temporales, Arturo Juliani, un próspero empresario dueño de salas de cine en el Santiago de comienzos de la década del 50, el cual condensa las propiedades y bondades de la economía capitalista post guerra. El autor va integrando referencias al cine hollywoodense, telón de fondo y la manera en que un joven reportero de la revista Ecrán va

8 armando su recorrido. Un contrapunto con su realidad inmediata, que es uno de los nudos dramáticos, es el repaso que Marchant realiza a los conflictos y heridas de la institución familiar chilena, donde el tradicionalismo, el machismo y el clasismo moldean una sociedad que hace del conservadurismo la norma y de la discriminación una expresión. En conjunto con este periodista está Daniel Morán, el joven sobrino de Juliani, quien acompaña a su tío en la empresa cinematográfica. Este campo intertextual de voces y tempos desembocan en una conexión de contraste entre el imaginario de Hollywood y la tragedia que enlutó al país del norte con los primeros casos de VIH -Sida.

Cuando el campo narrativo de Sangre como la mía se amplía a nuevos escenarios y a distintas participaciones de quienes se apropian de las voces protagonistas del relato, asumimos la complejidad de cómo se distancian los espacios sociales-ejes, dados por las ciudades en que se enmarcan las acciones. Santiago y Nueva York son las locaciones donde, en los 90 y en 2000, van a desenvolverse los dos hombres que asumen las culpas y las ansias de trizar el imperio de la heteronorma.

Al hacer referencia a este concepto la crítica Judith Butler no hace más que identificar los códigos desde los que opera la hegemonía heterosexual. Postula que ésta acciona su poder a través de materializaciones de las normas reguladoras, la performatividad, que viene a ser no un acto singular y deliberado, sino una práctica de reiteración por parte del sistema hegemónico mediante el cual el discurso produce los efectos que nombra. “El régimen de heterosexualidad opera con el objeto de circunscribir y contornear la ʽmaterialidadʼ del sexo y esa materialidad se forma y se sostiene como (y a través de) la materialización de las normas reguladoras del sexo que son en parte las de la hegemonía heterosexual” (38).

9

Daniel Morán Lewis, sobrino nieto del ahora extinto Arturo Juliani, se convierte en protagonista de la generación de hombres homosexuales que visibilizan los efectos de la pandemia del Sida. Una generación autónoma pero viuda del deseo, constantemente en disminución por la acción del avance del virus. Él mismo vivencia ser un número menos, pues ha perdido a Jaime, su compañero.

La promesa del fracaso: el retrato familiar, y de una época, es el pretexto desde el cual el autor diseña un trazado del Santiago de los años 50. En plena expansión del capitalismo y sus bondades, la familia Munizaga llega a vivir a una urbanización de Las

Condes, la frontera oriente de la capital. El grupo es liderado por Paz Munizaga, dueña de casa que concentra lo peor de los vicios chilenos: el clasismo, el racismo y el miedo al otro.

Javier, Marcelo y Rodrigo son sus hijos y el primero es quien, desde pequeño, se muestra distinto. Pronto el niño entabla amistad con Ben Polak, el único hijo de una familia judía llegada a Chile huyendo del desastre de Auschwitz.

Dividida en capítulos, y con saltos temporales y de escenarios, volviendo al eje

Santiago de Chile-Nueva York, el autor toma prestada la desintegración de la familia

Munizaga como el punto focal desde donde estallan los pasajes más duros de los personajes hombres homosexuales, condenados desde pequeños al desprecio. Una extinción por adelantada. Quizás, una existencia nunca plena.

El nudo dramático de Ben y Javier es la escenificación de cómo el primero vive una doble desaparición: la primera en su infancia en Chile, ignorado por Paz Munizaga por ser un niño judío, con tradiciones y educación distinta a su catolicismo y, la segunda, consumada en Nueva York, producto del VIH-Sida.

10

La novela aparece como un ensayo fatal de la ideología de la arrogancia de los prejuicios y el clasismo. Matices en la desestructuración de la familia como anticipo de lo que los personajes van a vivir como expresión de lo distinto: solos, trasladándose de lo gregario a la individualidad de un tiempo feroz, que aún permanece.

El ejercicio comparativo de ambas novelas se centrará en la identificación que hace

Jorge Marchant de la extinción de las vidas homosexuales utilizando el recurso de los tiempos narrativos y la traslación de los personajes en ellos, elemento común en los dos trabajos.

La presente tesis aborda una lectura de la extinción gay en las novelas ya mencionadas, que configuran el corpus en el cual trabajar las categorías de análisis de los protagonistas de tales narraciones. El autor trabaja la devastación vivida por la generación de hombres homosexuales que sucumbieron a la epidemia del Sida. Quienes lo sobreviven son, en sus páginas, los protagonistas de un ir y venir abyecto que asumen los autoexilios y la marcación social, más brutal que la física, de por sí ya violenta en cuanto presencia enferma resultado del contagio. Por tanto, la representación del Sida es, en este corpus, la categoría fundamental de la extinción no solo como elemento de la desaparición física del sujeto enfermo, sino el hecho orgánico que desestabiliza un colectivo y que permea las estructuras con la aniquilación social y el desaparecimiento de los protagonistas.

El autor, desde la macro categoría Literatura y Homosexualidad, articula voces que no interactúan desde una marginalidad política y social, distanciándose de la tradición de autores latinoamericanos que se enmarcan en ese borde que enlaza el travestismo y las discusiones de género, como Severo Sarduy, Reinado Arenas, Manuel Puig o el mismo

José Donoso, por nombrar solo algunos. Marchant Lazcano, para ir rasgando las capas que

11 integran la construcción social no asume una voz travesti, como la figura de “la loca” que desestabiliza con su estética de profanación de los férreos códigos morales heterosexuales.

Sus actantes son hombres que despliegan su homosexualidad desde la virilidad, amenazando la estabilidad conservadora. Son protagonistas que en ambas novelas configuran una memoria de la extinción, un desaparecer constante desde el cotidiano que se manifiesta en la invisibilización, la discriminación, el tachar nombres de agendas porque tal o cual hombre ha desaparecido de la vida orgánica y social. No nombrar, no mencionar, solo recordar parcialmente el fallecimiento del amigo o el pariente. La utilización de los eufemismos son algunas de la marcas textuales con que el autor, a través de los personajes heterosexuales, sitúa las plataformas en que se asumen los discursos de la desaparición, antes que el virus haga su parte de corrosión sobre la corporalidad enferma.

I.1 Los recorridos de la extinción. Hipótesis y objetivos

La presente tesis es un trabajo en que se entabla un diálogo narrativo teórico teniendo en cuenta el cuerpo homosexual y sus experiencias. Mi lectura propuesta de Sangre como la mía y La promesa del fracaso aborda cómo en ambas novelas se representa la extinción y desaparición de hombres homosexuales a través no solo de una enfermedad, el VIH-Sida, sino que, además, cómo esa desaparición se materializa aún antes en los dictados de la heteronorma. Por medio de sus dispositivos sociales y de la tradición conservadora, que aniquila la posibilidad de una vida homosexual plena, la enfermedad va a ser el punto detonante que conlleva al desaparecimiento. Ambas novelas formulan un quiebre orgánico, donde la epidemia viene a simbolizar la tragedia y la desarticulación de la propuesta

12 organizativa homosexual como un cuerpo colectivo, proponiendo la asimilación de éste a las normas heterosexuales o propiciando su anulación.

Por tanto, el trabajo de Jorge Marchant Lazcano es la constitución de una narrativa de la extinción en la experiencia de sus protagonistas, signados por una enfermedad al desaparecimiento físico y social de la comunidad tradicional configurada por la heteronormatividad. Esto se representa en los núcleos narrativos que desarrolla el autor en las novelas, a través de las construcciones dialógicas que se dan entre los planos temporales de las narraciones. El trabajo de construcción epocal del Santiago de los años 50 y 60, presente en ambas novelas, es la articulación del antecedente ideológico y valórico de la sociedad santiaguina, cercada por sus juicios valóricos. Es en la década del 80 cuando el virus del VIH-Sida visibiliza el lento desaparecer de los enfermos.

A continuación detallo los objetivos general y específicos de tesis:

Objetivo General:

 Estudiar las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso, de Jorge

Marchant Lazcano, y el establecimiento del VIH-Sida como categoría detonante de

la representación de la extinción de la corporalidad física y social de los

protagonistas homosexuales en manos de la hegemonía heteronormativa.

Objetivos Específicos:

 Estudiar la obra de Marchant Lazcano realizando un ejercicio comparativo en

ambas novelas propuestas en torno al VIH-Sida, lo corporal y el discurso

heteronormativo, y situar estos trabajos como estética autoral donde confluyen las

discusiones en torno a sexualidad, heteronormatividad y enfermedad.

13

 Realizar un trabajo comparativo de la construcción epocal propuesta por el autor,

donde queda de manifiesto la progresión del discurso heteronormativo en los planos

temporales donde se desarrollan los nudos dramáticos de ambas novelas.

 Proponer una narrativa de la enfermedad enfocada en la figura del enfermo y su

identidad a través de la marca corporal como representación de la mácula social.

Esta tesis es un trabajo en que se entabla un diálogo narrativo teórico teniendo en cuenta el cuerpo homosexual y sus experiencias. Mi propósito es hacer un recorrido por los territorios de la intimidad y cómo el sistema social marca las historias. La especificidad literaria del trabajo autoral de Jorge Marchant Lazcano está dada por reconocer una identidad homosexual en la representación del Sida como metáfora de la desaparición social. Propone literariamente un testimonio de enfermedad narrando cómo el vector de autoridad del modelo de relación heterosexual se implanta, verticalmente, a quienes se sitúan en las dinámicas corporales y afectivas de la homosexualidad.

Importante es presentar un breve panorama de lo que ha ofrecido el campo literario chileno enfrentado a la categoría literatura homosexual. Para ello, es funcional el recorrido que plantea Juan Pablo Sutherland en su antología A corazón abierto. Geografía literaria de la homosexualidad en Chile, donde cita al crítico Daniel Balderston, dando un puntapié de lo que ha sido la trayectoria de las narrativas homosexuales en el contexto del cono sur:

Las historias literarias en América Latina pocas veces han sabido

tratar con franqueza temas de la sexualidad en la literatura y, más

aún, de la homosexualidad […] Son reveladores sus argumentos ˗ y

también sus silencios˗ de las maneras como los prejuicios se utilizan

14

para forjar los cánones literarios. La “discriminación” es un arma de

doble filo, ya que el “buen gusto” a veces es máscara del pudor o de

la cobardía, y puede llegar a funcionar como censor, marginando

todo lo que el crítico prefiere que no se discuta, ni se mencione, ni se

lea. Por desgracias, las pautas de lo que se debe leer y estudiar han

sido profundamente conservadoras en las letras latinoamericanas, tal

vez más que la literatura misma (10-11).

Es interesante cuando, a la cita anterior, Sutherland agrega que los modos de historización en el país nunca han supuesto un nivel de objetividad:

La sexualidad, cuya definición por lo mismo omitimos, no ha

constituido el eje central de ningún megarelato histórico, sino que,

gracias a la jerarquía valórica que nos ha impuesto nuestro concepto

de historia como maestra de vida, ha sido relegada al conventillo, al

campesinado (…) ajena a la cronología de sucesos ʽnotablesʼ que han

conformado sucesivamente nuestra identidad nacional (14).

Lo que sí enuncia Marchant Lazcano, en lo que es otro rasgo específico de su proyecto literario, es la subjetividad para armar el coro de voces que se van desplazando en las obras mencionadas a estudiar en esta tesis. El lugar definido tiende puentes hacia el realismo, desde donde se instala para su novelística.

Suele citarse, como obra trascendental en cuanto a las identidades sexuales, la novela de José Donoso, El lugar sin límites (1966). Ya mencioné que el autor se aleja de la figura travestida para proponer voces disruptivas en lo que se refiere a la homosexualidad masculina. Otros escritores homosexuales, como Pedro Lemebel y Mauricio Wacquez son

15 voces fundamentales en el imaginario, sin embargo, no propongo ni comparaciones estéticas ni simulaciones de discursos similares en algún nudo narrativo con las obras estudiadas en esta tesis.

En los años 90 un contingente de nuevos narradores amplía el universo de voces que comienzan a poblar el imaginario de las narrativas diversas, lo que supone el desafío de problematizar y categorizar estas estéticas. En este sentido, adhiero a lo que Sutherland manifiesta: “Pensada como una subjetividad en movimiento, la homosexualidad no es un lugar estanco, aislado de los contextos sociales o culturales ni congelado en medio del mar, como una lejana isla, o distanciado en un supuesto paraíso deseado” (26).

El corpus de obras aparecidas agrupa a un puñado de autores disímiles, donde las subjetividades conviven con discursos políticos y propuestas más intimistas, como la de

Pablo Simonetti.

En otro nivel, y como una forma de antecedente histórico y teórico, es relevante precisar tres trabajos que delinean y delimitan los alcances del VIH-Sida como representación en la literatura latinoamericana y chilena. El imaginario del Sida, como señala Kottow, es una categoría visitada y puesta en práctica por distintos autores, en los que claramente incluyo a Jorge Marchant Lazcano:

El poner en circulación el imaginario del Sida implica impulsar una

reflexión acerca de límites, normatividades y poderes, vinculando

estas problemáticas con la sexualidad y el deseo. En el espacio de las

obras literarias confluyen diversas y complejas líneas discursivas,

haciendo del Sida una plataforma móvil que permite el

desplazamiento entre el pensamiento teórico, autobiográfico y

16

estético, funcionando la enfermedad como sustento de un proyecto

estético e identitario subversivo (247).

Es importante recalcar que el diálogo acerca de la representación del Sida está dado, además, por los ensayos realizados por Susan Sontag, El Sida y sus metáforas y por Viajes

Virales, de la autora chilena Lina Meruane. Ambas trabajan el simbolismo de una enfermedad que refuerza la discriminación por parte del patriarcado heteronormativo.

Meruane hace un interesante recorrido por la expresión de las identidades y estrategias escriturales de autores latinoamericanos que han abordado la enfermedad desde sus estéticas diversas.

I.2 VIH-Sida. Imaginario y correlato narrativo

La aparición del Sida a comienzos de los años 80 significó la abrupta interrupción de un modo de vida, especialmente en los Estados Unidos y Europa, que solemos llamar cultura gay. Uno de los narradores en Sangre como la mía, Daniel Morán, ya situado en la Nueva

York del siglo XXI, manifiesta: “Fuimos la primera generación de homosexuales libres.

Creamos como única opción un gueto en algunas grandes ciudades norteamericanas, donde no solo desarrollamos nuestra aventura sexual, sino también un posible radicalismo político y cultural” (42).

La amenaza del virus y la “medicalización” de las relaciones en esos tempranos años llevaron a las voces más conservadoras en los Estados Unidos a hablar del fin de aquella supuesta cultura gay, y su asimilación por el sistema. Décadas antes, como señala

Susan Sontag, la opinión acerca de que las enfermedades de transmisión sexual no son

17 graves llegó al apogeo en los años setenta “cuando muchos varones homosexuales se reconstituyeron en algo así como un grupo étnico, una de cuyas particulares costumbres folclóricas era la voracidad sexual, y las instituciones de la vida urbana homosexual se convirtieron en algo parecido a un sistema de mensajería sexual” (157). La aparición del virus infunde el miedo que obliga al ejercicio sexual moderado, ya no solamente entre varones homosexuales:

Para la clase media de Estados Unidos, el comportamiento sexual

anterior a 1981 parece hoy parte de una perdida edad de

inocencia˗inocencia licenciosa, naturalmente. Al cabo de dos décadas

de derroche sexual, de especulación sexual, de inflación sexual,

estamos a comienzos de una depresión sexual. Se ha comparado el

recuerdo nostálgico de la cultura sexual de los años setenta con el

recuerdo nostálgico de la era del jazz vista desde el lado malo del

crash de 1929 (157).

Es imperativo señalar que el contexto de producción textual de esta epidemia traza una diferencia con las pestes históricas y su carga metafórica en las narrativas, lo que formula una categoría fundante de alegorías, algo que señala Lina Meruane: “(…) este síndrome y las narraciones que suscitaría han atravesado el mundo conectando territorios orgánicos, geográficos, políticos, culturales y también disciplinas diversas” (24).

Esta movilidad, que repercute en las producciones textuales y en la reflexión de los estudios culturales, sitúa a las narraciones Sangre como la mía y La promesa del fracaso como ejercicios narrativos de traslación, movilizando a sus protagonistas desde un espacio

18 geográfico a otro, trayectorias espaciales y virajes personales en permanente cambio de dirección.

El enfermo como antisocial y la enfermedad como agresión al orden, son las variantes más peligrosas que señala Sontag y, respecto a ello, Meruane comienza a trazar una separación argumentativa frente al virus, manifestando que:

Sontag ve al enfermo en una posición siempre debilitada, sin calcular

que también el enfermo produce lenguaje y se apropia de las

metáforas. Un ejemplo de este procedimiento es evidente en la

literatura, en particular en la literatura del sida, donde los autores

resignifican muchas metáforas, como es el caso de las metáforas

animales utilizadas para estigmatizarlos (36).

Esta resignificación es otra de la especificidad literaria que caracteriza el trabajo de

Jorge Marchant, en cuanto la regularidad de la ficción en ambas novelas está dada por las inscripciones textuales del deseo homosexual y de la heteronorma, manifestado en relatos y vocabularios. Es característica en las dos novelas una presencia constante del autor, una forma de “acompañamiento” para con el lector, guiando en un recorrido presencial los capítulos y cuadros que van confluyendo en un proyecto escritural que hermana las novelas.

Un contrapunto interesante que plantea Meruane, al retomar el punto de vista de las resiginificaciones, y siendo crítica con Susan Sontag, se refiere cuando la intelectual estadounidense es clara al señalar que “el advenimiento del sida parece haberlo cambiado todo, irrevocablemente” (158):

19

(…) su lectura no aporta contrapunto crítico al lenguaje de la

globalización. Su mirada está determinada por el lugar de producción

de la epidemia y no parece haber distancia suficiente, ni espacial ni

temporal, para vislumbrar hasta qué punto interviene en todos los

contextos la ideología dominante. Aun contra sí misma, Sontag se

muestra absorbida por el discurso hegemónico de libertad capitalista

o acaso permeada por un cierto utopismo setentero, progresista (…)

(38).

¿Una visión heterosexista desde el progresismo de Sontag? ¿Una mirada desde el hemisferio norte, blanco y racional configurado en el contrato entre los estados y la confianza en el aparataje de la salud para diseñar prescripciones y diagnósticos? Es cierto que el trabajo de Sontag fue escrito cuando el derrumbe orgánico era total y el avance del virus no tenía contrapeso, con lo que tiendo a aminorar la supuesta concesión a lo global que ve Lina Meruane, sin detención en las geografías y geopolíticas, “infinitas localidades que lo componen” (39).

Lo que sí coloca en evidencia Susan Sontag es la mácula con que señala la heteronorma:

(…) el sida aparece de manera premoderna como una enfermedad

propia a la vez del individuo y de éste como miembro de un ʽgrupo

de riesgoʼ, esa categoría que suena tan neutral y burocrática y que

resucita la arcaica idea de una comunidad maculada sobre la que

recae el juicio de la enfermedad (131).

20

Esta “mancha” que cae sobre un grupo da paso a la instalación del miedo en la población, como sugiere Contardo, quien centrado en la realidad chilena, se remonta a los años de inicio del contagio, cuando lo “maculado” se vinculó con un grupo de riesgo:

La homosexualidad ˗aquello de lo que no se hablaba y que estaba

proscrito socialmente˗ estaba en el centro del más numeroso de esos

grupos de riesgo. El Sida era, entonces, un problema de un grupo

acotado que históricamente había sido vinculado a catástrofes y

plagas. El rumor de fondo indicaba que era un castigo a su propia

naturaleza ˗ “cáncer gay” y “peste rosa” eran expresiones habituales

para referirse a la enfermedad˗ y muchos de los titulares de los

reportajes, columnas y artículos sobre el tema evocaban escenas

bíblicas (350-351).

La figuración de la homosexualidad como lo inestable y destinado a la desaparición es lo que sintetiza Gabriel Giorgi, al señalar que:

Al menos desde el siglo XIX (aunque siempre en relación, desde

luego, a tradiciones diversas), la homosexualidad fue representada

como un cuerpo superfluo, socialmente indeseable, extraño a las

economías de (re)producción biológica y/o simbólica, en la

encrucijada de lo raro, lo abyecto y lo ininteligible, un lugar en torno

al cual se conjugan reclamos de salud colectiva, sueños de limpieza

social, ficciones y planes de purificación total, y por lo tanto,

interrogaciones acerca del modelado político de los cuerpos (…)

(11).

21

En cuanto a la organización textual, esta propuesta de lectura se organiza en tres capítulos, en los cuales se desarrollarán las líneas argumentativas y narrativas que confraternizan con una serie de categorías teóricas que potencian el estudio de ambas novelas.

En el Capítulo I, EN LOS CAMINOS DE LA DESAPARICIÓN, se constituye un primer nivel dialógico a trabajar. Los conceptos de homosexualidad, espacio social y trabajo epocal que hace el autor, configuran un conjunto de categorías. La desaparición materializada aún antes de la aparición del VIH-Sida y los juicios de la heteronorma son un paso previo en la representación de la enfermedad que detona todo un universo simbólico en la ficción, pero a la vez, aúna en la estética autoral una voz en que se van perfilando las marcas textuales que son las líneas basales con las que el autor arma su arquitectura narrativa.

La base conceptual está dada por los conceptos de performatividad de Judith Butler y de Gabriel Giorgi en Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura . En su investigación, el autor sienta un dispositivo desde el cual va a reafirmar a la homosexualidad como un residuo: “Ese es uno de los lugares decisivos de biopolítica del cuerpo en los límites del orden ʽsoberanoʼ” (71). Junto con ello, se agregan los conceptos de biopolítica de Michel Foucault.

LA AMENAZA DE UNA MANCHA O DE LA DELGADEZ. La narrativa de la enfermedad y la desaparición de los sujetos enfermos prefiguran el capítulo II, donde se manifiesta el derrumbe orgánico de los enfermos. Las argumentaciones de Andrea Kottow,

Susan Sontag y Lina Meruane se vinculan a lo “maculado” del grupo de riesgo,

22 caracterización que hace de la homosexualidad el autor Óscar Contardo como realidad chilena en y desde el contagio.

Vale decir que en esta tesis no se desarrollará ninguna línea de investigación referida a la conceptualización médica ni su correlato alegórico sobre el término “cáncer gay” ni su metaforización bíblica con el castigo.

El Capítulo III, HOMBRES QUE AMAN A OTROS HOMBRES. LOS

PROTAGONISTAS EN LAS NOVELAS DEL CORPUS es un trabajo de caracterización de la escritura del borde que hace Jorge Marchant Lazcano y cómo inscribe a sus protagonistas en un escenario peligroso, pues son sujetos hombres homosexuales, partícipes de homoeróticas y pulsiones vividas como varones permeando y habitando el terreno de la heteronormatividad.

23

II CAPÍTULO I. En los caminos de la desaparición

II.1 Santiago de la arrogancia

La representación del VIH-Sida, constante en las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso, y de la enfermedad diagnosticada e instalada en los cuerpos homosexuales, detona un universo simbólico en la ficción, pero a la vez, aúna en la estética autoral una voz en que se van perfilando las marcas de la construcción narrativa. El relato del “presente” en las ficciones se agudiza cuando Jorge Marchant Lazcano configura el contraste con ese “pasado” de la tradición conservadora chilena. El autor despliega una disección en los frescos de época, porque cuando la voz narrativa se recoge a un origen que explica el porqué de la homosexualidad de un personaje, todo el universo autoral se ancla a una tradición y a una modernidad tardía en el Santiago reinscrito por su pluma. Expone e interpreta la visión de un mundo burgués que constituyó un modo de ser respecto a los cuerpos y las dinámicas de las corporalidades sexuales abyectas, que son las materialidades sobre las que se formatean los deber ser.

Se debe considerar, además, que en su constructo autoral se erige una geopolítica ya sea tanto de la traslación, cuando se mencionan los recorridos de los protagonistas, así como de la reflexión en cuanto a la realidad urbana como despliegue de estrategias de discriminación para con los diferentes. “La literatura es representación de espacios y costumbres, de acciones o procesos, históricos o imaginarios” (11), señala Cisternas

Ampuero, refiriéndose a la conceptualización de las ciudades en la obra de autores contemporáneos.

El paisaje urbano, referente como plataforma escritural de Jorge Marchant, funda una estructuración de signos que se van articulando en espacios que productivizan este

24 trabajo epocal que me interesa resaltar no solo como rasgo característico, sino como testimonio de realidad y pasado. “La ciudad es, siempre, escenario, metáfora, agente o formante de motivos literarios que se estructuran en la representación de una imagen de mundo. Esta imagen será, como veremos la mayor parte del tiempo, tópica o distópica en relación a la gran tradición literaria de Occidente” (Cisternas Ampuero, 15).

El habitar urbano, anclado a lo que es el eje espacio-tiempo en las novelas que se estudian, modela a lo largo de los textos una continuidad estética literaria muy propia de esta voz, pues la lectura pareciera estar guiada por un autor que presenta una situación, instala los personajes actantes que dialogan, se violentan y retractan y, junto a ello la autoría aparece nuevamente opinando y retomando el recorrido, un elemento gravitante como especificidad literaria.

Es interesante resaltar un aspecto que destaca Cisternas Ampuero y que yo propongo como una de las características de la literatura urbana de Jorge Marchant

Lazcano, al manifestar que:

La aparición de nuevos sujetos y puntos de vista narrativos, junto con

el arte cada vez más refinado de la cita, que envía al lector hacia el

material paraliterario que es patrimonio de grupos restringidos o, por

el contrario, que ha pasado a formar parte de un acervo común. Así,

las citas de canciones, diálogos de películas de Hollywood,

personajes de la farándula local, e incluso personajes ficticios que

han capturado la imaginación, se transforman en material para

construir una realidad paralela que sólo puede existir en la ciudad que

se construye a sí misma cada día, al activarse los circuitos de

comunicación masiva que le permiten reconocerse (83).

25

La articulación del espacio literario, que se proyecta en el receptor de la lectura funcionando como un código de comunidad cómplice, se da por la interacción de la voz autoral con los protagonistas y sus lectores. Esta comunidad cómplice se posibilita, según planteo, por la acertada posición del autor de “leer la diversidad de voces que narran la multiplicidad de historias que, por definición, constituyen a la ciudad como enunciaciones niveladas en una verdad esencial: la de una infinita variabilidad de la situación comunicativa” (Cisternas Ampuero, 84). El carácter identitario que despliegan ambos trabajos narrativos refuerza una identificación simbólica generacional, cuestión gravitante que hace a Jorge Marchant Lazcano un autor de nicho, ya que: “Las referencias textuales a calles, esquinas de calles, monumentos, personajes cotidianos, fechas o efemérides importantes, constituyen un cuerpo de conocimientos con el cual el autor cuenta para que su obra sea particularmente entendida” (88).

Marchant Lazcano lee códigos sociales, los expone y presenta como situaciones que sus lectores completan en un pacto de lectura que, en esta tesis, detallo en el capítulo

III. Su narrativa acentúa el trabajo epocal que se instaura como un discurso que va mediando el desarrollo de las novelas, materializando el antecedente que concreta la desaparición social de los sujetos protagonistas aún antes que desaparezcan de la territorialidad física producto del contagio del VIH-Sida. Así, a decir de Cisternas, sobre la vinculación de la enfermedad y la ciudad en sus sujetos que la habitan:

La corporalidad en la representación literaria de la gran tradición

superrealista y en general de toda la literatura contemporánea, aborda

la cuestión de la relación sujeto-objeto, cuerpo subjetivo objetalizado

y cuerpo urbano subjetivizado. Los males de la ciudad industrial del

siglo XIX, las enfermedades obreras y proletarias, abren paso a las

26

perturbaciones psicológicas, como ʽel mal del sigloʼ (Stendhal) (…)

(32-33).

Aquí se incorpora el término “cuerpo” que, en esta tesis, permea toda una disposición conceptual para trabajar con las novelas, pues se constituyen los cuerpos como universos sobre los que se vuelcan prejuicios, juicios valóricos y una visión medicalizada como expresión biopolítica de poder: “El cuerpo violentado por la brutalidad policíaca y las amenazas de las pandillas y grupos narcotraficantes, en el caso de las clases populares, representan, junto con la amenaza del miedo y la desesperanza, el mal urbano por excelencia. La literatura incorpora rápidamente estas patologías a su repertorio temático”

(33).

¿Podrían situarse las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso en un espacio distinto al urbano? Claramente no, pues los intereses del autor son cimentar los niveles dialógicos del ciudadano “que establece vínculos con la ciudad en base a sistemas de representación que refuerzan su identidad o la complementan. La extrema dependencia del sujeto frente a las posibilidades de realización que le entrega la urbe es un rasgo pertinente en este sentido (…)” (87).

El corpus que se presenta y estudia, entonces, remite a maneras de convivencia, a formas de comerciar, a métodos de sobrevivir y experienciar las estrategias de sobrellevar el deseo y el peso del pasado. “Más aún, la narrativa que podríamos llamar

ʽcontemporáneaʼ, no sólo busca la complicidad del lector a nivel de posesión de un mapa mental común sino que, además, cuenta con la perfeccionada costumbre, el hábito común de un ethos que día a día deja de ser provincial para tornarse ecuménico” (88).

27

La promesa del fracaso posee una intención, según propongo, de ser leída, desde el título, como una radicalización de posibilidades literarias para adentrarnos en el universo del contagio, la desesperación y la sobrevivencia con el miedo y la exclusión. El mismo título es una marca textual. Aquí resalto una reflexión de la voz del autor que funciona como rótulo discursivo ideológico, al situar al país relatado en la ficción en el comienzo de la novela:

(En aquel país entonces parecía no existir ninguna otra religión,

ninguna otra forma de comunicarse con Dios. Si alguien no era

católico no era nada, tal vez ateo, tal vez masón, pero aquello estaba

más relacionado con la cuestión política.

La vida espiritual tenía sus ligeros límites en el borde exacto del

catolicismo. Incluso el resto del mundo debía ser igual.

¿Importaba el resto del mundo al respecto, salvo por la existencia del

Vaticano, de la gruta de Lourdes, o de Nuestra Señora de Guadalupe?

Todo lo demás, lo lejano, lo ignorado, era paganismo, costumbres

extrañas, folklore, irrealidad.) (42).

Esa última frase es el lugar de enunciación desde el que se mueve una de las protagonistas del relato, Paz Munizaga, dueña de casa que, como estipulé en la introducción de esta tesis, concentra lo peor de los vicios chilenos: el clasismo, racismo y el miedo al otro.

A través de ella, la voz autoral va a inscribir la heteronorma que, como escenario enunciativo, moldea un modo de ser. Ahí una clave de la novelística de Marchant Lazcano, pues a través de este personaje gravitante, no solo se narra una ficción literaria, sino que se produce y reproduce una visión de mundo que ideologiza el relato. Es, entonces, Paz

28

Munizaga un personaje especular, en la cual se reflejan idiosincrasias y despotismos de una tradición añeja. Con ella, y por ende su forma de ser y pensar, la aparición en el relato del

VIH-Sida se perpetúa como una cadena que constantemente retrotrae al pasado. Así, “el sujeto urbano o, lo que es igual, el narrador o el enunciador de la experiencia urbana, se transforma o deviene en sujeto estético en la medida en que el espacio-tiempo metropolitano se da como una experiencia límite de carácter fenomenológico” (Cisternas

Ampuero, 70).

Estas experiencias al borde se enmarcan, como he señalado, cuando se hace un trabajo previo al desate del virus, en el largo intertanto de la incubación y aceleración de la mácula física a través de la caracterización que hace la voz narrativa de Daniel Morán, uno de los protagonistas de Sangre como la mía, de un sujeto homosexual en el Chile de 1952:

No podía hablarse de homosexualidad, por Dios. Esa era una grave

enfermedad, ¿o un vicio? No había logrado jamás apartar de mi

memoria un pequeño libro sobre la pederastia, que había encontrado

escondido en la biblioteca del colegio (…). El pederasta era el ente

más degradado de la naturaleza, y el autor lo consideraba capaz de las

mayores monstruosidades. De pederastas estaban llenas las cárceles,

decía, y por este vicio infame habían subido no pocos al patíbulo.

Atentaba contra la familia, contra las afecciones más tiernas de la

vida, contra la perpetuación de la especie y contra la dignidad del

individuo. El pederasta carecía del sentimiento de belleza cuyo

prototipo es la mujer, y quien no ama lo bello no puede amar lo

bueno. El pederasta vivía en la sociedad como un criminal, sintiendo

29

rencor hacia la humanidad que lo desprecia, sin poder satisfacer su

inclinación siempre que quiere o tiene que someterse a mil bajezas y

exponerse a mil percances, viviendo a salto de mata y devorando en

silencio su abyección (88-89).

El contexto extra textual que desarrolla el autor, en cuanto marco histórico y social, permea el registro del discurso de esta voz, asumiendo lo monstruoso y lo criminal, operando así un trasvasije de los parámetros morales y los niveles de censura. El autoexilio de generaciones de hombres homosexuales, deseando en el borde y desde la culpa.

Precisamente, rescatando esto último, es que la intensificación de la propuesta de la narración de Jorge Marchant, y digo narración para enmarcar las dos novelas que se estudian, lo lleva a tensar el campo simbólico y a perpetrar, en ese territorio textual, una caracterización de su pluma referido al establecimiento de una escritura sobre las formas de ser homosexual y la estética de una ilusión rota por la aparición del VIH-Sida.

II.2 Hombres que desaparecen antes de desaparecer

Comenzar a extinguirse desde pequeño. Nacer signado por una categoría. Vivir en un borde que se acentúa como cicatriz. Sentirse transeúnte sobre terreno móvil. Nunca asentarse, siempre la alternativa de la fuga. “La creencia de que en otra parte resolveremos de mejor forma nuestros pesares y nuestra desdicha” (308).

La cita anterior pone de relieve la posibilidad de una otredad distinta. Quizás más solidaria. Tal vez, más colectiva. Y eso, en La promesa del fracaso es una constante, sobre todo para una de las familias protagonistas de la ficción: los Polak. Especialmente para el

30

único hijo de los llegados a Chile huyendo del desastre de Auschwitz. El nudo dramático de

Ben Polak y Javier Munizaga plantea la manera en que el primero vivencia una doble desaparición: primeramente, la de su temprana infancia en Chile, sometido al maltrato de

Paz Munizaga por el hecho de ser un niño judío, con un background cultural y tradicional distinto al catolicismo y, de forma secundaria, la desaparición consumada en Nueva York, producto del VIH-Sida.

El ser ignorado por existir acompaña a Ben Polak en el relato inicial pero también el autor se preocupa de especificarlo en las líneas finales de la novela, cuando el cuadro de

época parece cerrarse tras las fracturas familiares y las desapariciones físicas:

Ben se había infectado por jeringas desechables con las que se

drogaba ocasionalmente, porque todo lo hizo a medias en su vida, no

fue, o no quiso, o no pudo ser maricón, como tampoco fue, o no

quiso o no pudo ser drogadicto. Como no llegó a ser nada. En el

mismo momento en que Gabriel Polak lo saca de Chile, su hijo pierde

por completo la voluntad y comienza a morirse como si hubiese sido

una especie de destino impostergable (…) (347).

Una escena de este final, que se conecta con lo planteado por Cristián Cisternas

Ampuero, respecto a la activación de los códigos comunes que se entablan con el lector, está dada por la marcación de la extinción física de Ben, en el recuerdo que hace Javier:

Lo imaginó después, muchos años después, como ese personaje

enfermo de Sida en el libro Las horas. Un hombre que se lanza por la

ventana porque siguen estando las horas. Una después de otra y uno

logra sobrevivir a esa, y después hay otra, Dios mío (347).

31

En Sangre como la mía, la categoría de la invisibilidad gay está anclada al modo de

(no) ser un homosexual consumado, pero más allá de eso, en el sentido de la imposibilidad de sentirse parte de un grupo social:

Vivía lejos de allí, en otra realidad. No andaba en bicicleta, no jugaba

a la pelota, no hacía la posición invertida ni me daba vuelta de

carnero. No se me oía. Hasta creo que era invisible para mis nuevos

vecinos. En una de esas, los vecinos suponían que mis padres sólo

tenían una hija, mi hermana Patricia, que jugaba en la calle con otros

chiquillos. En una de esas, ya estaba muerto pero ni yo mismo me

había dado cuenta (21).

Sostengo que, desde un principio, son los protagonistas de estas ficciones narrativas quienes asumen la tradición y la sospecha, por lo que se constituyen como sujetos biopolíticos, en el entendido que señala Soledad Prieto Millán:

La homosexualidad masculina, entonces, era considerada un mal

contagioso que acarreaba la degeneración de la raza, lo que se

justificaba por el conjunto perversión-herencia-degeneración

detectado por Foucault, donde se comprendía que una ʽherencia

cargada de enfermedades (…) producía en definitiva un perverso

sexual (…), pero también explicaba cómo una perversión sexual

inducía un agotamiento de la descendenciaʼ 1 (42).

1 Foucault, Michel. Historia de la sexualidad: 1. La voluntad de saber. : Siglo XXI Editores, 2002. 32

¿Estamos ante una extinción predeterminada? Claramente sí, y lo afirmo cuando uno de los protagonistas de Sangre como la mía compara las realidades sociales y sexuales al confirmar el estado de la pandemia en la ciudad de Nueva York en 2001:

De la falsa inocencia de los años cincuenta vinimos a parar casi sin

darnos cuenta, en esta pesadilla con que empieza el siglo XXI. Ya lo

digo. Todo sucedió prácticamente sin darnos cuenta. Sin darnos

cuenta, vivimos. Sin darnos cuenta, cambiamos. Sin darnos cuenta,

nos fuimos muriendo antes de tiempo (38).

Además de visibilizar la desaparición de los enfermos, Jorge Marchant fija parte de su discurso narrativo en establecer la materialidad de la memoria. Sangre como la mía devela una arquitectura escritural sostenida por la discursividad en que, como precisa

Fernando Blanco, “presenta a la memoria como uno de sus ejes narrativos anclada la sexualidad de los protagonistas a la intriga narrativa” (165).

Como señalé con anterioridad, en La promesa del fracaso el virus del Sida es parte de una cadena que retrotrae al pasado que se potencia con una activación de la memoria, como propone Blanco. Tal impulso sella imágenes que se transfieren en un diálogo pasado- presente que roza tangencialmente el martirologio:

Zelma tiene un ligero fogonazo ante sus ojos como si todo volviera

marcha atrás y ese cruel mecanismo de la memoria la arrancara de

esta apacible tarde en medio del invierno neoyorkino de 1982. Ya no

es ella en el vagón de tren oscuro. Imagina, no, no lo imagina, ve por

un instante a su hijo, el rostro de su hijo, el insustituible hermoso

rostro de su hijo, el cuerpo de Ben ahora convertido en un cadáver,

33

sus huesos, su piel, medio desnudo en una sucia barraca al oeste de

Cracovia, donde dicen que estaba el infierno en esos años de la

década del cuarenta (112).

La madre se pregunta si para “¿sobrevivir cuarenta y tantos años a todo aquello terminaría contemplando la destrucción de Ben?” (112). Pero, ¿no vio ella, la madre dedicada al cuidado de lo doméstico, que la sobrevivencia de Ben Polak estuvo amenazada no solamente por la ubicación territorial de su permanencia en Chile, una urbanización de

Las Condes, la frontera oriente de la capital, sino que también por los silencios y el clasismo de ese gueto de la emergente clase media chilena?

Esas violencias de las miradas, los comentarios, los aislamientos, refuerzan una estética del nicho, como sostengo, que desarrolla el autor al referirse a los comportamientos de la burguesía chilena cuando de convivir con el otro se trata. Es la ideología del encasillamiento, produciendo no solo la violencia simbólica del coto, de la parcela, sino traduciéndose en las estéticas de la segmentación y la clasificación de identidades.

En uno de los capítulos iniciales de La promesa del fracaso, el autor detalla el alejamiento físico que comienza a instaurarse entre los planos de la ciudad pero que, aún más significativo, concreta una cultura del gueto donde las diferencias no se resuelven:

Aquel era un mundo hecho de sonrisas, a veces de lágrimas, pocas

veces de lágrimas. Casi nunca. Un pequeño mundo en donde no les

faltaba nada, hasta que, después, mucho después, comenzarían a

entender que les faltaba mucho (…). Sabían que había gente pobre a

la cual desconocían como a los animales salvajes que estaban en los

libros del colegio, o en el zoológico (39).

34

La ciudad literaria de Jorge Marchant es la concreción estética de lo que he señalado pero, aún más, es producto de la mercantilización del suelo que va a conllevar la precarización de los lazos asociativos. “Ello ha ocurrido, nuevamente, debido a la presión de la esencia misma del capitalismo avanzado, que destruye el vínculo de la familia con el suelo en pro del interés de la ciudad y, luego, a favor de la dialéctica de compra y venta de intereses estatales y privados” (Cisternas Ampuero, 71).

El retrato de época en las ficciones del corpus son registros que, a medida que avanzan los relatos, actualizan la aversión al otro que potencia la heteronorma con su clasificación de qué es lo permitido o bien visto en una sociedad tradicional y patriarcal, concentrando en la familia judía, y en Ben Polak en particular, los eufemismos que funcionan como antecedentes de una sociedad precaria en su capacidad para entablar diálogos consensuados. Mecanismos de poder hegemónicos que se inician en las micro- políticas de una conversación, como la que se detalla a continuación cuando Paz Munizaga, en La promesa del fracaso, desliza su lugar de enunciación desde el cual se vincula con su medio y con los sujetos diferentes:

˗ Agustín, cómo vas a comparar- y procedió a explicarle a su hijo con

un aire de gran conocedora˗: En tu colegio, Javier, se han educado

personas importantes, gente que ha ocupado puestos en la política,

como tu tío senador…

˗ ¿Cómo sabes si en el Instituto Hebreo no se han educado también

políticos?˗ exclamó Agustín, molesto con el tono grandilocuente de

Paz (…)

35

˗ ¡Porque es un colegio para judíos, no para chilenos! ¡Cuando

mucho saldrán hartos comerciantes!˗ gritó ella también (…) (158).

Los artificios de la heteronorma van estableciendo una red simbólica donde los ejes de la narración son reflejos de la compleja gama de relaciones intersubjetivas que se desenvuelven, ya más tarde, en el terreno de las sexualidades hegemónicas/no hegemónicas. Así, y refiriéndose a Sangre como la mía, Blanco propone que la novela de

Marchant nos habla “de las estaciones de la homosexualidad” (167), pero más evidente aún:

Propone una mirada devastadora sobre los mecanismos endogámicos

por los que circula el poder en Chile cuando estos son confrontados

desde una sexualidad no hegemónica y suponen una amenaza para la

estabilidad jerárquica de las clases privilegiadas (…). Marchant

muestra lo imposible de detener el avance del deseo tanto como

implacable se ha vuelto una enfermedad para la que su falta de

tratamiento enciende nuevamente los fuegos de la condena social

(166-167).

La reacción a tal condena, una asociatividad homosexual tímida, en sus principios, es parte del novelista pero también del sujeto Jorge Marchant Lazcano, en la instalación de una voz literaria reconocible como rasgo autoral específico.

36

II.3 La heteronorma como discurso de exclusión

La visibilidad de quienes protagonizan las novelas del autor supone una ruptura con una tradición social que, como he señalado, tiende al aislamiento del distinto. Irrupción de nuevas voces y establecimiento de capas propositivas de maneras de entender una nueva asociatividad. La errancia por los intersticios de los espacios signados por la homoerótica son, en la construcción textual, instancias de vaciamiento no solo de las pulsiones sexuales, sino una característica del vivir a destiempo.

Esta tesis es un trabajo en que se entabla un diálogo narrativo teórico teniendo en cuenta el cuerpo homosexual y sus experiencias. La figuración de la homosexualidad como lo inestable y destinado a la desaparición es lo que puntualiza Gabriel Giorgi, estableciendo una plataforma de conceptos desde la cual va a reafirmar a la homosexualidad como un residuo: “Ese es uno de los lugares decisivos de la homosexualidad en la cultura y en la política moderna: pone en escena la inscripción política del cuerpo en los límites del orden

ʽsoberanoʼ” (71).

Los recorridos históricos que traza el autor permean no solo una localización geográfica y geopolítica delimitada a la producción narrativa argentina contemporánea, sino que delinea una introducción circunscrita a cuestiones comunes en el escenario universal, incluyendo claramente, territorios de contextualización latinoamericana:

Desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los comienzos del siglo

XXI, desde la persecución más sistemática hasta las políticas

asimilatorias de la cultura gay (…), la homosexualidad es forzada a

ejemplificar, una y otra vez, un destino de desaparición. Incluso su

mismo nombre, como dice Eve Sedgwick, está hecho para funcionar

37

como repudio: la categoría ʽhomosexualidadʼ sirvió para nombrar lo

que el sujeto ʽnormalʼ no es; y se sostuvo como categoría sobre esa

negación (23).

Esa negación, ese no ver o no querer ver, es la puerta de entrada a los sueños de exterminio con que identifica Giorgi la pasión heteronormativa por arrasar con la diferencia:

Precisamente porque como ʽcategoríaʼ -es decir, como identidad pero

también como efecto de saber, de teoría- la homosexualidad

pertenece al universo de la normalización y de la higiene social y

sexual en el que se origina, es que se constituye en una puerta de

entrada a estos ʽsueños de exterminioʼ en los que cuerpos residuales,

indeseables, incorregibles, entran a la literatura para hacer visible

zonas límites y puntos de hechura y reinvención del cuerpo político

(24).

“La desaparición repentina de un cliente es un lugar común” (45) constatan los asiduos a Gay Men`s Health Crisis, institución benéfica para hombres homosexuales con

VIH-Sida, en Sangre como la mía. Otros de los parroquianos comentan sobre la cantidad de hispanos que pueblan el lugar: “(…) significa que somos los últimos que vamos quedando.

Los últimos dinosaurios de Nueva York antes del diluvio. Y ellos son los nuevos portadores, los que se acaban de bajar del arca, o de la balsa, si prefieres” (45).

La referencia a términos bíblicos o míticos no es antojadiza. Como enfatiza Giorgi, las faltas morales que desembocan en castigos en la conceptualización del catolicismo

38 revelan la construcción de la narrativa que se ha traspasado como función retórica para organizar los sueños de exterminio:

La relación entre homosexualidad y exterminio se origina, desde

luego, en la lectura moderna del castigo bíblico sobre Sodoma y

Gomorra, las ciudades del pecado, que enlazó de manera definitiva a

los homosexuales con la persecución letal del dios cristiano (y a las

lesbianas con una ʽinvisibilización originariaʼ, en la narrativa de un

castigo cuyas interpretaciones modernas sí las incluyen) (20).

La visibilidad gay en Santiago, en la novela Sangre como la mía, pone en evidencia una nueva lectura de las geopolíticas del cuerpo que comienzan a hacerse evidentes cuando se materializan las sexualidades diversas, lo que además, va a potenciar los dispositivos de la heteronormatividad, estableciendo así una constante dialéctica entre los destinados a la desaparición:

Santiago también se había convertido en un vasto territorio de

maricones. Tal vez como un reflejo de lo que había pasado en Nueva

York (…) la mariconería amenazaba con transformarse en un

verdadero movimiento universal (…). La pestilencia estaba en todas

partes. En fuentes de soda particularmente receptivas, en

enmarañados rincones del Parque Forestal (…) y hasta en algunos

tugurios cercanos al parque a los cuales acudían las locas a tomarse

un trago, y lo que me pareció más insólito: más que buscar con quien

pasar la noche, a hacer amistad entre ellos (248).

39

La “visibilidad del cuerpo homosexual en la modernidad” (Giorgi, 17) hace posible en las construcciones narrativas de Marchant Lazcano la instalación de la poética del deseo asociado a la ciudad cuando ésta pasa a ser un artefacto de cultura, elemento primordial en la literatura contemporánea. Los hombres homosexuales habitan, concurren y se manifiestan en los espacios urbanos asumiendo ciudadanías más colectivas, traspasando el cerco del miedo, “observando a tantos jóvenes alegres, iniciando su vida de esa forma”

(49), señala el también protagonista de la cita anterior, cuando contempla los nuevos comportamientos homosexuales en el Santiago de los 70.

La inserción de tiempos y ejes geográficos en los que se desarrollan ambas novelas, como Santiago-Nueva York, sitúa a la homosexualidad en un lugar donde “conjuga preguntas y ficciones en torno a su ʽderecho a la existenciaʼ” (Giorgi, 17-18), pero a la vez, se refuerza su carácter residual, “ficción normativa” (Giorgi, 16), en tanto que:

La solidaridad retórica entre homosexualidad e imaginación del

exterminio no sorprende: la homosexualidad ha sido tradicionalmente

asociada con la extinción de linajes, con el final de las familias y las

progenies, la crisis del orden reproductivo, tanto biológico como

cultural (…) (16).

Una mancha de oprobio que circula, infecta y mata. Únicas posibilidades para un hombre homosexual que intenta traspasar el cerco, teniendo en claro que se arriesga la permanencia en la memoria y la propia desaparición: “En el mundo hay un inmenso demonio y lo llamamos tiempo, recuerda. Es el demonio que se los come a todos. Se comió primero a Paz, luego, recientemente, a Agustín. Se los seguirá comiendo uno a uno, en especial a él que ni siquiera tiene hijos (…)” (347).

40

Un propio protagonista asumiendo roles de extinción “(…) finales que incontables narrativas han reservado para estos moderados perversos. Enfermedades diversas y letales, desde la sífilis al sida, se asocian a la homosexualidad como un azote merecido en los espectáculos que los medios masivos montan en torno a ella” (Giorgi, 17).

Sostengo que, en este campo, los sujetos que protagonizan estas ficciones urbanas aceptan su performatividad abyecta, confrontando así el concepto que la teórica Judith

Butler le adjudica exclusivamente a la heteronorma.

El concepto performatividad y que es atingente al desarrollo dialógico con las novelas que constituyen mi corpus es, para Butler, no un acto singular y deliberado, sino una práctica de reiteración por parte del sistema hegemónico mediante el cual el discurso produce los efectos que nombra. Cito aquí lo que la autora declara al respecto:

Lo que, según espero, quedará claramente manifiesto en lo que sigue

es que las normas reguladoras del ʽsexoʼ obran de una manera

performativa para constituir la materialidad de los cuerpos y, más

específicamente, para materializar el sexo del cuerpo, para

materializar la diferencia sexual en aras de consolidar el imperativo

heterosexual (18).

La contrapartida que propone Butler es la resistencia. Visualizarse como sujeto legítimo, en derechos y en deberes para hacer frente a todos los dispositivos que siguen operando en el ritual de la perpetuación modélica de la heterosexualidad normativa. “En realidad, la legitimación de la homosexualidad tendrá que resistir la fuerza de la normalización para lograr una resignificación anticonvencional de lo simbólico que permita expandir y alternar la normatividad de sus términos” (167).

41

Quien o quienes se sitúan fuera de los dictados de esta norma, componen los cuerpos abyectos, vidas residuales, cuerpos despojados de humanidad y de toda protección jurídica y política: los protagonistas de Sangre como la mía, insertos en dos países distintos, Chile y Estados Unidos, pero unidos por las realidades afectivas-biológicas- higienizantes producto de los tratamientos para aplacar los efectos de la triterapia.

La constatación de bordear el margen, ese territorio fronterizo tenue pero infranqueable lo repasa el personaje Daniel Morán cuando verifica, desde Chile, los mecanismos con que esta heteronormatividad se explicita:

El Sida siempre fue, y lo será por mucho tiempo aún, un fallo

decisivo. A pesar de la acción atenuante de las triterapias –y

suponiendo que todos los enfermos tuvieran acceso a ella-, a pesar

del indulgente cuento de la enfermedad crónica, si uno no le abre la

puerta a la muerte, se la abren los otros, los parientes, los amigos, los

compañeros de trabajo. Porque desde el momento de la sentencia, y

luego, al aparecer los primeros estragos –ahora más notorios por los

tóxicos efectos secundarios de tanta droga desconocida- uno se muere

socialmente (…). Lenta aunque consistentemente, el nombre del

infectado comienza a ser borrado de las agendas de los demás, los

llamados telefónicos comienzan a disminuir, las ofertas de trabajo

decrecen (144-145).

En estas consideraciones de objetualizar en los cuerpos una dinámica de poder, se comienza a vivir en esta estética del desaparecer constante, del desgarro de la no pertenencia. La ilusión de normalidad en un constructo social que acorrala destruyendo esa

42 célula fundamental de cada persona, que es la dignidad por el hecho de ser. La dignidad de desear. Desear de modo diferente:

Y cada uno de esos seres está presionado no solo por lo que es difícil

de imaginar, sino por lo que continúa siendo radicalmente

inconcebible: en la esfera de la sexualidad estas restricciones

incluyen el carácter radicalmente inconcebible de desear de otro

modo, el carácter radicalmente insoportable de desear de otro modo,

la ausencia de ciertos deseos, la coacción repetitiva de los demás, el

repudio permanente de algunas posibilidades sexuales, el pánico, la

atracción obsesiva y el nexo entre sexualidad y dolor (Butler, 145).

Este encasillamiento, estética del nicho como mencioné anteriormente, se vincula con los conceptos que aporta Diamela Eltit:

(…) pues la pasión por segmentar y clasificar identidades va a

desembocar especialmente en una forma aguda de dominación y de

control público y político. En este sentido, la larga lucha de las

minorías para conseguir una mejor inserción social en un escenario

dominado rígidamente por la hegemonía blanca, rica, heterosexual,

obliga a los diferentes grupos a efectuar una operación análoga:

marcar a fuego sus condiciones y características (121).

Este escenario de dominación pública, como evidencia Eltit, y todos sus dispositivos sociales, desde el desprecio, pasando por la burla hasta llegar a la violencia física, Jorge

Marchant lo ejemplifica en las siguientes dos citas de la novela Sangre como la mía, separadas temporalmente por décadas. La primera cuando Daniel Morán, en el 2000 se

43 encuentra en Nueva York, y la segunda en el contexto de una familia tradicional, en el

Santiago de 1962:

(…) me cuenta de la larga lista de hombres en edad productiva que

desaparecen para siempre. No queda vestigio alguno de ellos. Un

obituario olvidado, a destiempo, después del funeral, en el caso de los

miembros de la burguesía, para que nadie se sienta comprometido, o

lo que sería peor, involucrado. Nadie honra sus memorias con la

verdad, porque las familias están pendientes de buscar otros males

menos sospechosos. En países del tercer mundo es más fácil morirse

de cáncer que de Sida. No hay duda alguna al momento de elegir el

mal. La Iglesia Católica crea sidarios para que los enfermos

abandonados acudan a morir dignamente. Aunque suene cruel, muy

cruel, la idea es hacerlos desaparecer como a los jóvenes detenidos en

los años de la dictadura (146).

-No mamá, son maricones, como los bailarines, como los actores de

teatro, hombres que se acuestan con hombres. Colipatos, maricones –

enfatizó mi hermana, como si repentinamente se hubiera enrabiado.

Tuve la sensación de que era un hombre el que hablaba por ella (…)

-Patricia, por favor -dijo mamá desilusionada-, pero ése era solo un

chiquillo afeminado, nada más… Al final hasta le hace el amor a la

Deborah Kerr…

44

-Pero todos sus compañeros se burlaban de él… -y el tono de la voz

de Patricia adquirió un tinte lastimero-. Un poco como debió

sucederle a mi hermano… (219).

Estos juicios heteronormativos en las voces de los personajes contextualizan un episodio temporal e histórico de la ficción y además evidencian, como manifiesta Gabriel

Giorgi, lo “Contra natura: la categoría ʽhomosexualidadʼ se originó como una ficción normativa que instituye aquello que busca eliminar; inscribió y marcó ciertos cuerpos dándoles una identidad y un ʽserʼ hecho de saberes y teorías científicas, junto a representaciones y tradicionales sociales (…)” (18-19).

En la anterior cita extraída de la novela están las construcciones de identidades desde el discurso que “planifica o ʽsueñaʼ con rehacer, corregir, perfeccionar de distintas maneras los cuerpos y las poblaciones (…)” (Giorgi, 19).

La categoría “homosexualidad”, que propongo como esos distintos “sentires” convive en y con un marco social que demarca sus cotidianos. Este control de la población lo manifestó Michel Foucault a través del concepto de la biopolítica, recogido en el ensayo de Giogio Agamben, “La inmanencia absoluta”:

Y cuando, como Foucault ha mostrado, el Estado, a partir del siglo

XVIII, comienza a incluir entre sus tareas esenciales el cuidado de la

vida de la población, transformándose así la política en biopolítica, es

ante todo por una progresiva generalización y redefinición del

concepto de vida vegetativa u orgánica (que coincide ahora con el

patrimonio biológico de la nación) que este realizará su nueva

vocación (79).

45

Este es el “individuo moderno” del que Foucault hizo su trabajo, cuerpo-material objeto de la aplicación de las técnicas de sujeción, como lo señalan Gabriel Giorgi y Fermín

Rodríguez:

Foucault descubre que las técnicas de sujeción y de normalización

desde las que surge el individuo moderno tienen como punto de

aplicación primordial el cuerpo: es alrededor de la salud, la

sexualidad, la herencia biológica o racial, la higiene, los modos de

relación y de conducta con el propio cuerpo, que las técnicas de

individuación constituyen a los sujetos y los distribuyen en el mapa

definitorio de lo normal y lo anormal, de la peligrosidad criminal, de

la enfermedad y la salud (10).

Respecto a cuestiones como las señaladas y, en particular las relativas a la enfermedad y la salud, cito este pasaje de la novela Sangre como la mía, una referencia al

Chile de 1996. El autor la inscribe con la paradójica apertura democrática que, en ese año, utilizaba los dispositivos de seguridad para mantener a raya la amenaza de la disidencia homosexual:

En 1996, veinticinco policías de civil allanaron dos bares gays en

Santiago arrestando a cuarenta individuos. Los primeros fueron

llevados a un cuartel, en donde se les fotografió, se les tomó huellas

dactilares, exigiéndoles revelar su identidad sexual, su posible status

de VIH positivo, y los nombres de sus parejas sexuales (…). La

policía utilizó guantes mientras los interrogaban. Gobernaba en Chile

el demócrata-cristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle (176).

46

Aquí están las ideas fuerza de Butler que refuerza con conceptos como poder, control, deseo y desecho, pero además se concentran en los cuerpos homosexuales toda una gama de cortes y cicatrices residuales que se articulan en los protagonistas:

Gobernar la vida significa trazar sobre el campo continuo una serie

de cortes y umbrales en torno a los cuales se decide la humanidad o

la no humanidad de individuos y grupos, y por lo tanto su relación

con la ley y la excepción, su grado de exposición a la violencia

soberana, su lugar en las redes –cada vez más limitadas, más

ruinosas, en la era neoliberal- de protección social (Giorgi y

Rodríguez 30-31).

Ya está claro, según las elaboraciones teóricas de los autores que he reseñado, que el control de las expresiones sexuales de la diversidad que circulan en el mercado del capitalismo perpetúa la posibilidad de que ciertos individuos permanezcan invisibles. Como los hombres homosexuales protagonistas de Jorge Marchant Lazcano, según esta tesis.

En Teoría Queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas, sus editores plantean que:

La biopolítica es la administración de la vida por el poder. Parte del

siguiente principio: antes el soberano tenía el derecho de ʽhacer morir

o de dejar vivirʼ; ahora el nuevo derecho consiste en ʽhacer vivir o

dejar vivirʼ, por medio de una nueva tecnología de poder que se

aplica sobre el hombre viviente como masa; aparecen entonces la

demografía, el control de nacimientos, la preocupación por el índice

de la mortalidad, la higiene pública…, todo lo que abarca a los seres

47

humanos como especie es objeto de un nuevo saber, de una

regulación, de un control científico destinado a hacer vivir. Fuera de

los márgenes de este nuevo poder la muerte individual (…) (75).

Continúan los autores señalando que “el discurso legítimo sobre el sexo que se estableció desde las instancias médicas y psiquiátricas en el marco de la aparición de la sexualidad como régimen normativo (como tecnología de poder), reclamó su legitimidad sobre la base de su carácter científico, efectuando una ruptura respecto al discurso religioso y moral (…)” (24). Con esto, la sexualidad se enmarca en los dispositivos socio- normativos, y la construcción de “un cuerpo homosexual”, como lo señala Ricardo Llamas,

“desempeña, sin lugar a dudas, un papel en el nuevo régimen de sexualidad (…). Ello se debe a que es caracterizado como susceptible de apelar a múltiples criterios de control: desde la condena moral al escarnio popular o a la terapia médica (…)” (147).

Y, aún más, para criterios del autor, como los roles sociales de importancia son

“construidos desde supuestos de imperativo heterosexual” (153), todas las actividades de los sujetos homosexuales se someten a los discursos que reducen a lo corporal la identidad gay. “ʽLaʼ o ʽel homosexualʼ solo lo son en el ejercicio de la práctica corporal que tiene el placer como supuesta finalidad. Cualquier otra actividad queda definida desde una heterosexualidad monopólica y opresiva, es decir, no son de su competencia salvo en el contexto de un determinado régimen de secreto, discreción, temor al descubrimiento y sumisión” (152).

Esta “reconstrucción” del cuerpo homosexual en tiempos de Sida, como plantea

Llamas, ritualiza lo corpóreo, entregando la cotidianidad homosexual a las consideraciones categóricas que se elaboran desde la heteronorma performativa, si ponemos el énfasis en lo

48 propuesto por Judith Butler. “(…) la corporalización de determinadas categorías significa también, quizás, la pérdida de libertad y de autonomía, en beneficio de quienes sí ejercen una humanidad plena que les capacita para adoptar decisiones y determinar la propia vida y las vidas ajenas” (Llamas, 142).

Esta reorganización violenta de los discursos desde y hacia la pandemia, objetivados en los homosexuales protagónicos del corpus, funciona como refuerzo de hipótesis planteada respecto a la gestión de la heteronorma como acelerador de la extinción homosexual en las novelas de Jorge Marchant Lazcano, que sostengo en esta tesis.

La presencia fantasmática de un cuerpo sexual acecha y corroe. Todavía más si la carga viral circula por las venas del infectado. “Ojalá la enfermedad no se difunda por todo el mundo. Incluso los médicos y los enfermeros parecen distanciarse de los pacientes por el miedo a algún riesgo real. Es como el pánico que a comienzos de siglo había con la sifílis asociada al pecado (…)” (La promesa del fracaso, 229-230).

Son los miedos asociados a una realidad médica que comienzan a hacerse permanentes en los ejercicios de traslación que hermanan a los protagonistas con sus realidades virales, corporalizando en el VIH-Sida la materialidad física de la extinción.

49

III. CAPÍTULO II. La amenaza de una mancha o de la delgadez

III.1 Sujetos maculados

En el texto de la introducción de esta tesis manifesté que una de las especificidades literarias del trabajo narrativo de Jorge Marchant Lazcano es el reconocimiento de una identidad homosexual en la representación del Sida como metáfora de la desaparición social. El testimonio de enfermedad materializa el vector de autoridad del modelo de relación heterosexual, implantado como marco social a todos quienes se sitúan en las sexualidades diferentes. El trabajo autoral es una construcción de una narrativa de la extinción de sus protagonistas quienes se encuentran, además, signados al desaparecimiento social ejecutado por la heteronormatividad.

Una “mancha” que se instala cae sobre un grupo, dando paso a la sospecha y el miedo en la población, como sugiere Óscar Contardo, quien se remonta a los años 80 articulando el tinglado de sospecha-enfermedad-grupo de riesgo-homosexualidad:

Lo invisible se hacía visible a la fuerza de un virus que le arrancaba a

los cuerpos todo rastro de vida de una manera despiadada y revelaba

para los otros una intimidad que antes era mantenida a resguardo. Así

lo mostró una y otra vez la prensa con la imagen de los enfermos

como espectros, de hombres moribundos que no eran más que un

montón de huesos. Era, en la mayoría de los casos, un doble

desplome: el de la salud y el del secreto de una vida sexual

clandestina (20).

50

Juan Francisco Gatica, activista del VIH-Sida, ex Coordinador Nacional de

ASOSIDA y colaborador de REDOSS, consigna en Sida en Chile, historias fragmentadas:

Se empezó a difundir en Chile la idea de una enfermedad solo de

maricones y todo lo que eso significaba en los prejuicios, la

discriminación y el aislamiento. Durante los ochenta fueron muriendo

muchos amigos y recuerdo como entregaron el cuerpo de un

conocido envuelto en una bolsa plástica negra y sellada, muerto en el

Hospital Lucio Córdova. Era muy feo y espantoso como se trataba el

tema del Sida en los medios de prensa e incluso dentro del mismo

mundo gay se discriminaba a sus propios pares, haciendo que la

enfermedad fuera más terrible2 (33).

Contardo trae a la memoria el anuncio del primer caso nacional de Sida presentado en un seminario médico, constatado por el diario La Tercera, en su crónica:

El denominado ʽcáncer gayʼ ya llegó a Chile. La notificación del

primer caso del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida o ʽmal de

los homosexualesʼ será notificado a la comunidad científica durante

las Primeras Jornadas Médicas del Hospital Paula Jaraquemada que

se desarrollarán los días 6 y 7 de agosto. La Tercera confirmó que el

caso será presentado por un equipo de médicos pertenecientes al

2 Los autores consignan que este testimonio se obtuvo en entrevista realizada el 8 de septiembre de 2010. Santiago de Chile. 51

Hospital Clínico de la UC que encabeza el doctor Fernando Figueroa3

(346).

Tal caso de notificación del primer caso había alimentado a la prensa nacional, aún más, cuando se consignó la muerte de Edmundo Rodríguez, afectado por el Síndrome de

Inmunodeficiencia Adquirida, Sida.

“MURIÓ PACIENTE DEL CÁNCER GAY CHILENO”4 y “MURIÓ PACIENTE

DE LA ENFERMEDAD RARA”5, titulaban dos matutinos chilenos. “En forma extraoficial se informó que el enfermo, un sodomita de 38 años de edad, había sido dado de alta provisoriamente en los últimos días y que un agravamiento en su estado obligó a sus familiares a reinternarlo en el centro hospitalario, informó el diario La Tercera en páginas interiores” (Sida en Chile, historias fragmentadas, 11).

Pese a creer que el rigor científico basado en la experiencia empírica guía su accionar, la heteronorma y la medicalización del cuerpo proporcionaron gran parte del sustrato desde el que levantaban sus discursos los cuerpos médicos enfrentados a la investigación en VIH-Sida. “Expertos norteamericanos invitados a las Primeras Jornadas

Médicas del Hospital Paula Jara Quemada, doctores Donald Louria y Purnendu Sen, pertenecientes a la Facultad de Medicina de New Jersey, destacaron que los principales factores de riesgo para adquirir el VIH/SIDA son ʽla homosexualidad, el abuso de drogas y las múltiples transfusiones sanguíneasʼ” (17).

Aquí los conceptos homosexualidad, sodomita, enfermedad rara, especifican no solo expresiones de una prensa sin vinculación a cuestiones de género ni respeto a las

3 La Tercera, 31 de julio de 1984. 4 La Tercera, portada, 23 de agosto de 1984, Santiago de Chile. 5 Las Últimas Noticias, 23 de agosto de 1984, Santiago de Chile. 52 diversidades, sino que claramente con un sesgo ideológico y de censura a las micro- políticas de los cuerpos. Como relato de época, las crónicas y reportajes de prensa relatan los submundos de la homosexualidad de los 80, en particular, los lugares de diversión y ligue. Como señala Contardo, “la arquitectura de estos lugares de ambiente gay puede interpretarse como una metáfora de la doble vida que la gran mayoría de sus clientes estaba obligada a mantener: por fuera, fachadas anodinas, sin letreros hacia la calle, locales nocturnos camuflados (…)” (338-339).

El autor continúa retratando la figura del hombre homosexual como un “modelo tributario de la subcultura gay de las grandes ciudades de Europa occidental y Estados

Unidos, solo que sin activismo político que complementara la mera diversión con una reivindicación de derechos” (338). Este aspecto también puede considerarse válido para señalarlo como elemento de especificidad literaria de la obra de Jorge Marchant Lazcano.

“Fue el Sida lo que hizo visible la homosexualidad en Chile y empujó a que la discriminación por la condición sexual de las personas se transformara en un asunto de interés público y de derechos civiles” (Contardo, 376-377). Esto último, una cuestión que no está presente como militancia en las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso, Marchant Lazcano lo potencia con los pasajes en que vincula a los hombres enfermos con las organizaciones de asistencia a los infectados, cuando he citado el trabajo de Gay Men´s Health Crisis presente en la ficción.

Sobre Sida y desaparecer, Contardo incluye una cita de Jorge Marchant Lazcano donde evidencia tal fenómeno:

53

La sensación que tengo después del paso del tiempo es que en los

setenta, antes del golpe, incluso después, los grupos de amigos gay

eran grandes. Nos juntábamos quince o veinte personas. Yo creo que

a partir de los años siguientes, al ochenta por ciento de esas personas

no las volví a ver. Nunca más supe de ellos. Enfermaban y morían de

sida sin que nadie se enterara. Simplemente desaparecieron (376).

Una desaparición visible, pues “el tupido velo ˗la metáfora de Donoso˗ se descubría solo para que surgiera otro, menos espeso a veces, más nítido por momentos. Mientras por un lado el sida minaba la posibilidad del escondite, por el otro, la cultura del secretismo y el temor al repudio público obligaban a que la homosexualidad se mantuviera en el plano del tabú o la penumbra” (Contardo, 377). Aquí está presente lo que he señalado como la constitución en los trabajos de Marchant Lazcano de una narrativa de la extinción de las experiencias de los protagonistas, hombres homosexuales destinados al desaparecimiento físico y social.

Así como Contardo manifiesta que la aparición del Sida funcionó como mecanismo para transparentar muchas vidas homosexuales, he recalcado que puntualizo acerca de la enfermedad como categoría de representación literaria el diálogo entre los textos de Susan

Sontag, El Sida y sus metáforas y Viajes Virales, de Lina Meruane. Las dos autoras coinciden en trabajar el simbolismo de un contagio que refuerza la discriminación por parte del patriarcado heteronormativo. Meruane hace un recorrido por expresiones de identidades y plataformas de escritura de autores latinoamericanos que han abordado la enfermedad desde sus estéticas diversas.

54

Como ubicación temporal y punto de fuga, las expresiones del contagio, las maneras de adquirirlo y las inscripciones en el cuerpo, tienen en la década del 80 esa irrupción metafórica del deseo desatado pero trunco en esos mismos cuerpos fragmentados y reducidos a despojos. Si bien es cierto, como señala Marcial Godoy “que la proliferación de discursos sobre el cuerpo no es gran novedad a fines de un siglo claramente interpelable por sus metáforas organicistas y sus estéticas desarrollistas, no cabe duda que los saberes sobre el cuerpo han sido fuertemente remecidos por las retrovirologías disciplinarias de estos

últimos decenios” (105). Es interesante como este autor constata que en los cuerpos homosexuales se posiciona una circunstancia a priori de reacciones estigmatizantes. “El

Sida se instala dentro del consciente mass mediático mundial a principios de los ochenta, a través de un grotesco imaginario visual manchado de cuerpos carcomidos por fiebres y diarreas misteriosas que consumen sus subjetividades y desdibujan sus contornos” (105).

Esta desestructuración por un virus volcado en las corporalidades homosexuales hace que el

“cuerpo con Sida, rápidamente difundido al telespectador global, se instala como significante metonímico de un cuerpo homosexual contaminado a priori por las transgresiones que constituyen su deseo” (105).

Como indica Rodrigo Pascal, “en torno al Sida, el poder y también gran parte de nuestra sociedad se ha manifestado con lo peor de sí misma, más aún, siendo el Sida el ojo del huracán donde se manifiesta y convergen todos y de la peor forma los males sociales de nuestros tiempos, la inequidad, la discriminación, la estigmatización, esa larga lista de enfermedades sociales que el poder alimenta y nuestra sociedad consume (…)” (114).

Aquí visualizamos que esas enfermedades sociales que nadie repara, como las llama

Pascal, se tornan ejercicios especulares en los cuerpos enfermos, suponiendo que en ellos se

55 amalgaman los deseos desatados y el castigo como expresión del desafío a la norma social impuesta. Los autores de Sida en Chile, historias fragmentadas citando un texto de la

Corporación Chilena de Prevención del Sida:

Ser hombre homosexual en esa época fue un hecho duro. La

experimentación de la sexualidad se comenzó a vivir con un

profundo temor frente a una enfermedad desconocida. Cualquier

mancha en el cuerpo se asociaba a la posibilidad de haberla

adquirido, generando abatimiento y dolor, vividos en el más profundo

de los silencios. Las personas que adquirieron el VIH tuvieron que

vivir su experiencia en secreto por miedo al rechazo y a la

discriminación. Recibir el diagnóstico de seropositividad era

sinónimo de una muerte anunciada, acompañada por la evidente

hostilidad y prejuicio de los funcionarios de salud o de otros

organismos (34).

El desconocimiento de la enfermedad, las confusiones sobre los modos del contagio y las narrativas que se extendían fundadas desde el mito y la ignorancia venían a reforzar lo que por “decreto estaba señalado que la homosexualidad era una patología social comparada con las conductas de violación, estupro e incesto, estableciendo así una sombra de duda sobre la libertad de las personas homosexuales” (Donoso y Robles, 14). Es a través de esta concepción desde la que se van a activar las epistemologías para consagrar conceptualmente a un grupo acotándolo de acuerdo a sus prácticas y preferencias. “Es evidente entonces que cualquier política de prevención del VIH/Sida que se presentaba en

56 esos momentos fundamentalmente entre la comunidad gay nacía teñida por una definición criminológica de la condición de minoría y/o disidencia sexual” (Donoso y Robles, 14).

III.2 El traslado viral: Traslaciones personales y las imágenes de la desaparición

Donoso y Robles sostienen que “la polémica en torno al VIH/Sida puso de relieve las fuertes tensiones que la epidemia y múltiples metáforas generaban en los grupos más vulnerados” (77). Los autores citando a Juan Pablo Sutherland:

El Sida es un tráfico norte-sur. Los que tienen la posibilidad de viajar

a Brasil, Buenos Aires, EE.UU son personas homosexuales. Muchos

de los dirigentes homosexuales que fueron parte del movimiento

homosexual en Chile adquirieron el VIH en los años ochenta en

Buenos Aires, otros en Brasil, otros en EE.UU. En esos años y

principios de los noventa, el Sida era homosexual y así fue,

masculino y homosexual (77).

Sutherland enfatiza un aspecto que he desarrollado en esta tesis y que dice relación con la configuración de las identidades de quienes protagonizan las novelas estudiadas, en cuanto que Jorge Marchant Lazcano no desarrolla en sus ficciones personajes travestidos para configurar lecturas de lo diverso en las sexualidades. Esta última aseveración lo aleja y hermana a la vez, a mi entender, con José Donoso y El lugar sin límites, en el sentido que

“Donoso presenta la historia del amor violento entre un travesti dueño de un prostíbulo y un trabajador agrícola. La decadencia de una clase social, su tema favorito, se esfuma para cederle protagonismo a otro tipo de conflicto que atormentaba al autor y del que no se pudo

57 hablar sino hasta después de su muerte: la sexualidad” (Contardo, 239). Marchant Lazcano desarrolla personajes hombres, homosexuales masculinos contagiados y provenientes de una extracción social media alta, desde la cual el autor ataca las concepciones políticas, ideológicas y religiosas de ese nicho cuando se entromete en las prácticas sexuales de la población. Y ese podríamos considerar el activismo político del autor al configurar tal inscripción sobre los cuerpos de sus protagonistas. Donoso y Robles, nuevamente citando a

Sutherland:

Sería interesante discutir cómo el Sida articuló un discurso político

en el cuerpo y subjetividad homosexual. Entonces, cuando el cuerpo

está en crisis nace un discurso político. El Sida politizó el cuerpo de

los homosexuales y los obligó a reaccionar, es la misma relación de

los homosexuales de ACT UP en EE.UU o París, ellos se ponían en

el cuerpo porque finalmente la gente se estaba muriendo (77).

También he aseverado que las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso son de traslación, hay un recorrido geográfico que hacen sus protagonistas en un eje sur-norte, Santiago-Nueva York, depositarias tales ficciones de lo que plantea

Meruane, para quien “toda epidemia atraviesa múltiples fronteras, que regida por su vocación expansiva sobrepasa las barreras de protección del organismo que involuntariamente la aloja” (19). Los contagios masivos vienen a metaforizar la velocidad e irrupción de nuevos contextos de enfermedad, tanto en sus lecturas médicas como en la producción cultural que piensa y teoriza a través, en nuestro caso, de la literatura cómo han sido escritos los cuerpos y sus producciones narrativas:

58

El alcance geográfico del virus, la velocidad de su diseminación y la

lentitud de sus síntomas, la sincronía de su surgimiento en todo el

planeta, vinieron así a reforzar la percepción de un mundo donde las

distancias parecían haberse acortado y donde los seres humanos se

vislumbraban más conectados o contactados, más enredados; un

mundo que proporcionaba un efecto de proximidad sin precedentes, y

la inquietante certeza de que existimos en una trama infinita de

relaciones de inevitable contagio (21-22).

La enfermedad, como dispositivo que se desplaza, funciona como detonante cultural. “(…) detona un lenguaje metafórico entre científicos y médicos, entre políticos, la iglesia y sus voceros, se desplegará en los medios de comunicación masiva. Surgirá en relatos testimoniales y con algo de retardo en la ficción” (23). Sobre las novelas del corpus de esta tesis, he mencionado que en ellas el autor desarrolla, además, traslaciones epocales y viajes físicos de sus protagonistas, en un contexto en que se juega con los planos temporales, intercalando así el contraste de las sociedades en su desarrollo social y económico. “La transición cultural del viejo capitalismo inmóvil al capitalismo impaciente será el caldo apropiado para el cultivo de una cultura asociada a la expansión (también impaciente) de la epidemia, mediada por un personaje nuevo vinculado a la consagración del movimiento, la velocidad y la libertad del consumo” (26).

Los protagonistas de Sangre como la mía y La promesa del fracaso son hombres enfrentados a la transición de un capitalismo inmóvil que muta a una impaciencia del consumo, como señala Meruane, y por tanto, van a participar de los desplazamientos

59 urbanos en los que el contagio se perpetúa como realidad insoslayable en los nuevos contextos de la ciudad en la literatura hispanoamericana y chilena contemporánea:

Ese conjunto diverso de disidentes sexuales, todos movidos por un

impulso viajero, se verá obligado, en los años ochenta, a enfrentar

una peste que recupera trágicamente el vínculo original entre

homosexualidad, patología y desplazamiento. Patologizados por

narrativas normativas que los califican como peligrosos, privados del

privilegio de la pertenencia ˗salvo cuando hacen de la pose su

política, asegura Sylvia Molloy˗, puestos en la coyuntura de una

inclusión nacional que los excluye de sí mismos o bien los empuja a

partir, estos hombres siempre sospechosos van a identificarse con la

figura del desplazado, del que no pertenece, del extraño, del

extranjero (40-41).

Se amalgama la iconografía anterior con lo que señala Llamas en su texto, respecto al surgimiento del Sida:

(…) y la extensión epidémica localizada durante varios años en

espacios sociales determinados pone de relieve, una vez más, todas

las dinámicas que he señalado: la (renovada) reducción del

ʽhomosexualʼ a un estatuto corpóreo, la enfermedad como signo del

déficit de humanidad (o de moralidad) y el establecimiento de una

causalidad entre el mal localizado y el mal disperso; de un principio

de responsabilidad de la categoría estigmatizada en la extensión del

mal (159).

60

La contaminación del cuerpo homosexual con Sida, según este autor, ha confirmado, particularmente en la década en que hizo su aparición mediática, “la corporalidad como única dimensión reconocida del ʽhomosexualʼ. Es éste un efecto paradójico, toda vez que el VIH no respeta categorías, ni clases sociales, ni fronteras, ni diferencias étnicas. No obstante, el desarrollo de políticas y discursos ha ido en la línea de la confirmación y solidificación de las diferencias” (162). Esta mixtura entre corporalidad y Sida se extiende hacia los cuerpos homosexuales caracterizándolos y seriándolos según los avances y marcas de la enfermedad:

La visibilidad del Sida, desde sus inicios, se homosexualizó. Todo

cuerpo con Sida pasó a ser un cuerpo homosexual, o, en todo caso, un

cuerpo desalmado (cuerpo de mujer, de drogadicto, cuerpo pobre,

negro o de inmigrante). El Sida no hacía sino confirmar (evidenciar)

una realidad solo física. El Sida, caracterizado simbólicamente como

enfermedad de transmisión sexual (ignorando otras vías de

transmisión), solidifica la encarnación fantasmática del ʽhomosexualʼ

(162).

Esta caracterización de la encarnación a la que se refiere Llamas se ve potenciada por la serie de mitologías que se entrelazan con cuestiones ideológicas y religiosas, por cuanto “sus modos de vida son expuestos a la luz pública; se exhiben para regocijo colectivo las miserias definidas ex – extra: la bulimia sexual, la promiscuidad, la incapacidad de compromiso, el abuso de sustancias estupefacientes (…)” (162).

61

Un pasaje de Sangre como la mía, cuando uno de los protagonistas recuerda una conversación con un medio hermano:

˗ Tan inteligente que se cree, y mira cómo está… ˗ dice Jaime sin

poder salirse del tema˗. Eso pensaba Julio de mí. Se lo dijo un día a

mi mamá, entre dientes, detrás de una puerta, como se comunican

entre ellos, incluso dejando fuera a la mujer de Julio. Pero, en esa

ocasión, yo estaba escuchando sin que me vieran. Tan inteligente que

se cree el muy huevón, y mira cómo se está muriendo… ¿De qué le

sirvieron todos esos libros, las revistas gringas a las que se suscribía,

si no supo cuidarse? Enfermo como un travesti, como un maricón

puto de la calle. Mira cómo se cae a pedazos, y yo estoy aquí, firme

como un roble, haciéndole honor a mi apellido, con tres hijos

saludables y una mujer que me quiere, con un buen trabajo, sin

necesidad de estudios porque para eso tengo mis manos... (128-129).

Se constata cómo en la anterior cita la enfermedad posiciona al protagonista Jaime como un tema de conversación donde se visualiza al homosexual como un enfermo que se desmorona por no estar atento a los cuidados. Se superpone la degradación física y la muerte del cuerpo sobre la calidad personal. Llamas, en lo que considera el síndrome de consunción y la delgadez: “Los gais (sic) quedan atrapados entre la necesidad de dar testimonio y el régimen de la representación imperante (…). El marica enfermo, el marica moribundo (términos, como estamos viendo, redundantes en el contexto del universo de representaciones oficiales), es un sujeto reconocible” (163).

62

La metáfora viral y el tópico del Sida, en su construcción discursiva, se instala geopolíticamente en el enfermo, cuestión que desarrolla Kottow: “Imperativo número uno es cercar la enfermedad, encerrarla, resguardando de este modo un espacio saludable, libre de ella. Este movimiento de aislar la patología espacialmente se reitera en varios niveles: se debe cercar la patología en el cuerpo del enfermo, pero también se debe sitiar una casa, un barrio, una ciudad o un país que se hayan visto infectados” (248).

Los cuerpos homosexuales en acción, ahora anudados a un sino de enfermedad y mácula social, son espejos de actualización y relectura de un brutal destino escrito y reescrito en los corpus de la literatura. Blanco señala un aspecto que llama “necesidad del discurso de la modernidad en insistir en la preservación de la vida como telos absoluto”

(64). Se extiende en la siguiente cita:

Concuerdo con la idea planteada por Jeff Nunokawa (1996)6, quien

afirma que el varón homosexual siempre ha sido presentado como

una persona de por sí cercana a la muerte, incluso cuando ésta

aparece representada como parte de los códigos aceptados por cierta

narrativa épica del honor masculino como ocurre con los casos de la

tradición de los samuráis o bajo la apariencia la ʽmuerte socialʼ como

en la Antigua Grecia cuando el amante mayor se dejaba penetrar y

era repudiado. La cultura ha provisto una representación para esta

identidad como un in memoriam en el que los hombres homosexuales

son sujetos guiados y predestinados por y para la muerte (64-65).

6 Profesor de la Universidad de Princeton. Sus áreas de investigación se centran en literatura y etnicidad y feminismo, género y estudios acerca de sexualidad. 63

Como he demostrado, a través de Sangre como la mía y La promesa del fracaso, lo que ha hecho la autoría de Jorge Marchant Lazcano es situar a sus protagonistas en los escenarios de la heteronorma. “La normativa masculina y las expectativas sociales que demanda sustentan un ideal de masculinidad cerrado, único e inmutable. Este modelo es funcional a la familia heterosexual patriarcal tal y como los discursos públicos durante la dictadura y posdictadura muestran en su afirmación de una moral católica y heterosexual”

(84).

Citando a Olga Grau, Blanco señala que “la familia queda convertida en metáfora de la sociedad ideal en medio de una población desvinculada y escindida por las fuerzas propias de la economía de mercado que la reduce al consumo7” (84-85). Como esta función tradicional de la familia no se ha debilitado, viene a jugar un rol fundamental al momento de juzgar las prácticas de las diversidades y de los sujetos homosexuales, en particular, cuando la enfermedad y el contagio hacen su cometido. Jean Franco comenta:

(…) Chile ha pasado de una sociedad disciplinaria a una sociedad

reglamentada por lo que Foucault llama el biopoder, o sea un poder

activado desde el interior de cada individuo y que administra la vida.

De allí, Chile ha pasado de una sociedad en que el homosexual, el

travesti y la lesbiana desafiaban los modelos fijos de sexualidad y de

género, y por lo tanto existían en formas semiclandestinas,

marginadas, a una sociedad en que los grupos antes excluidos son

7 Grau, Olga. “Familia: un grito de fin de siglo”. Discurso, Género, Poder. Discursos públicos: Chile 1978— 1993. Eds. Olga Grau, Riet Delsing, Eugenia Brito y Alejanda Farías. Santiago de Chile: LOM Ediciones, 1997. 64

acogidos por lo menos a nivel del espectáculo, y cuya forma de vida

es capturada y administrada (…) (12).

Una administración que, aún más, se hace evidente cuando el VIH-Sida vino a instalarse como dispositivo de sujeción, control, exclusión y elaboración teórica y literaria.

Sontag lo señala: “En los últimos años se ha reducido la carga metafórica del cáncer gracias al surgimiento de una enfermedad cuya carga de estigmatización, cuya capacidad de echar a perder una identidad, es muchísimo mayor. Da la impresión de que las sociedades tuvieran necesidad de alguna enfermedad para identificar con el mal, que culpe a sus ʽvíctimasʼ”

(101).

Este carácter fundante de una enfermedad en cuanto a articulación de exterminio global produce en la literatura que se narren sus efectos, y uno de ellos es, precisamente, provocar que los autores latinoamericanos elaboren lecturas locales acerca de los efectos de la pandemia. Estas construcciones culturales y sociales van a moldear una serie de ficciones y narrativas acerca del sobrellevar un virus que, en sus metáforas, pesa más que la ya desconcertante degradación física. “(…) también las descripciones de cómo trabaja el virus continúan siendo el eco de cómo se supone que la enfermedad se infiltra en la sociedad”

(105-106).

Lo que, según mi interpretación, hermana las perspectivas de Susan Sontag y Jorge

Marchant Lazcano acerca de la aparición de la enfermedad y sus efectos, es la concepción temporal de la carga viral y su marca física en los cuerpos. En las novelas del corpus se delinea una narrativa de la enfermedad en que rápidamente el cuerpo se corrompe, ya maculado socialmente a través de los episodios de discriminación y exclusiones afectivas:

65

El Sida es progresivo, una enfermedad del tiempo. Una vez alcanzada

cierta densidad en los síntomas, el curso de la enfermedad puede ser

veloz e ir acompañado de sufrimientos atroces. Aparte de las

enfermedades ʽostensiblesʼ más comunes (…) toda una plétora de

síntomas incapacitantes, desfigurantes y humillantes hacen que el

paciente de Sida se vuelva cada vez más inválido, impotente e

incapaz de controlar o cuidarse de las funciones y necesidades

básicas (107).

Una de las cuestiones que Sontag consigna como características de la enfermedad es la tipificación de pertenecer a un nicho, “ponerse en evidencia como miembro de algún

ʽgrupo de riesgoʼ” (111). Esta colectivización de la sensación de compartir una categoría de parias es, para la autora, un elemento identitario que, en la lectura que propongo de las ficciones de Jorge Marchant Lazcano, define todo el devenir de sus protagonistas. Sontag lo sintetiza:

La enfermedad hace brotar una identidad que podría haber

permanecido oculta para los vecinos, los compañeros de trabajo, la

familia, los amigos. También confirma una identidad determinada y,

dentro del grupo de riesgo norteamericano más seriamente tocado al

principio, el de los varones homosexuales, ha servido para crear un

espíritu comunitario y ha sido una vivencia que aisló a los enfermos y

los expuso al vejamen y la persecución (111).

66

Agrega que, en el caso del Sida, “la vergüenza va acompañada de una imputación de culpa; y el escándalo no es para nada recóndito” (111). Como he afirmado, en Sangre como la mía y La promesa del fracaso, la enfermedad retrotrae al pasado, particularmente cuando se ponen en discusión las cuestiones valóricas adheridas a la moralidad del circuito social en que están instalados quienes protagonizan las ficciones. “El sexo ya no aísla de lo social a quienes lo practican, ni por un momento. Ya no se lo puede considerar como mero acoplamiento; es una cadena, una cadena de transmisión que comunica con el pasado”

(Sontag, 154). Una enfermedad, entonces, que hermana al colectivo homosexual y que los sitúa no solamente anclados a la realidad médica y el discurso higienizante, sino que los traslada constantemente al pasado del contagio. Y, por lo mismo, a realidades geográficas distantes y que, como propongo, atraviesan los planos en que se desarrollan las novelas estudiadas.

Ya había establecido en el diálogo teórico los aportes a la reflexión sobre el virus que ha realizado Lina Meruane, quien reflexiona sobre la cuestión del desplazamiento del virus y las significaciones frente a la epidemia y, desde ahí, retoma los conceptos vertidos por Susan Sontag en cuanto a la conceptualización del desplazamiento invasivo:

Sontag señala que el Sida venía a subrayar la variante metafórica más

peligrosa: el enfermo como antisocial y la enfermedad como modo de

agresión política de aquel que logra traspasar las fronteras. Esa

sofisticada lectora de la metáfora vislumbró claramente esa imagen

actualizada y agravada en las metáforas tempranas del Sida: el

cuerpo-nación invadido o asaltado por un virus extranjero que va a

vencer al ejército defensivo o, en otras versiones, el sidoso visto

67

como guerrillero del tercer mundo o como terrorista que amenaza la

imaginada sanidad de la nación (34).

En las novelas propuestas a estudio en esta tesis, la significación simbólica del traslado se visibiliza, al contrario de lo que plantea Sontag, como un punto de fuga en el que los protagonistas van en búsqueda de la ayuda médica y del confort que les es negado en el suelo nacional, fuga que igualmente funciona como escenario geográfico que no se traduce en un paraje ideal para vencer las limitaciones ni del sexo ni de los juicios heteronormativos. “Yo quería partir. Arrancar. Pero partir, arrancar, si hubiera sido posible, para no ser encontrado nunca” (Marchant Lazcano, 217).

La anterior cita recalca este destino de posibilidades exteriores que tienen los hombres homosexuales protagonistas, fuga que inevitablemente los va a llevar a un destino de desaparición física, ya prefijado en la muerte social escrita al momento de la sentencia del fallo médico o en las construcciones sociales de los entornos burgueses a los que pertenecen. “Avancé en silencio por el pasillo de los dormitorios, recordando lo que solía pensar a menudo: yo era invisible para los demás” (218). Y la constatación del estado de la pandemia, en el corazón de Nueva York en 2000, también en Sangre como la mía: “Por lo que yo veo en Gay Men´s Health Crisis, pasados los cincuenta años, el riesgo es inminente.

No se divisan hombres mayores de edad. O es que ya están recluidos en sus camas. No lo sé. Al parecer, las estadísticas no lo dicen, para no alarmarnos más de la cuenta” (148).

En el decir de Meruane “(…) el viaje representa ˗real e imaginariamente˗ la única escapatoria del estigma de enfermo moral y mental que los sistemas jurídicos y científicos modernos le han adjudicado por siglos” (41). En este contexto narrativo del viaje y la traslación como escapatorias de la realidad del enfermo, la autora hace un rescate de las

68 novelas del corpus latinoamericano en las que, al igual que los personajes de Marchant

Lazcano, no se encuentra ninguna salida. Así, señala Pasión y muerte del cura Deusto

(1924) de Augusto D´Halmar, “acaso la primera novela latinoamericana que tematiza una relación amorosa entre hombres” (42), agregando “la funesta figura de la Manuela” (42) en

El lugar sin límites (1966) de José Donoso, seguida del contexto político de Molina en El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig, insistiendo que “no son más que repeticiones de escena en las que no se encuentra ninguna salida” (42). Y aquí inscribo a quienes protagonizan las ficciones que se estudian en esta tesis, pues el autor los articula como seres destinados a un final trágico, faltos de esperanza, vaciados de las sangres que distribuyeron virus y contaminación en los días finales de vidas contrahechas. “Estas ficciones de aniquilación, que metaforizan la violencia sexual sufrida por los disidentes, se expresan también en sueños de fuga que aseguren la sobrevivencia. Intentando sortear los sistemas de adoctrinamiento moral, las terapias de curación, la intimidación que atenta contra su integridad síquica y hasta física, la hazaña de vivir se vuelca hacia el extrañamiento” (42).

Una de las marcas textuales de Jorge Marchant Lazcano, en La promesa del fracaso, sienta un antecedente de lo que va a ser la realidad de la familia Polak, y de Ben en particular, el personaje que como afirmo, comenzó a extinguirse desde pequeño. “Dicen que nuestros países en el fin del mundo son lugares sin salida, zonas terminales, el final del trayecto, el último paradero” (308). Esta última estación antes de la partida de Ben es la ciudad de Nueva York, punto de atracción de los protagonistas homosexuales de Marchant

Lazcano, punto focal de los planos temporales y eje geográfico de la narración. Me extenderé en las imágenes que el autor construye como postal de la ficción de la

69 enfermedad, donde configura su propio mapa conceptual de términos que acompañan la extinción física de un viajero-paciente:

La muerte acecha en Nueva York de acuerdo a lo que ha oído en el

hospital, como nunca antes, porque esta enfermedad no puede

curarse, es como un maleficio. Infecciones, bacterias, hongos de

extremada malignidad, accesos de herpes, bruscos desarreglos de la

flora intestinal, un virus que destruye el sistema inmunitario. Él es la

prueba viviente ˗desfalleciente˗ de este caos (…). Él se encuentra

solo en esta habitación ubicada en el confín de todo, esperando el

desconocido, certero ataque a sus pulmones, a su cerebro, a su

esófago, algo que navega por su sangre, dicen, algo que el rumor

agiganta y la discreción niega. Porque esta enfermedad pareciera

además estar teñida por la vergüenza, es algo que ensucia más que

cualquier otro mal, como si quienes se infectaran hubiesen cometido

un incongruente error moral (211).

Al retomar el análisis de Andrea Kottow, la autora plantea que la revisión de textos y autores que trabajan el imaginario del Sida, como Mario Bellatín, Pedro Lemebel y

Fernando Vallejo, “muestran cómo tratar discursivamente esta enfermedad se ha vinculado con la reflexión acerca de normatividades, límites y poder” (256). Esto, como planteo, es claramente una de las estrategias escriturales del autor de Sangre como la mía y La promesa del fracaso. A decir de Kottow sobre la enfermedad “asociada a determinados comportamientos y prácticas sexuales, sirve a los autores estudiados para hacer visibles

70 mecanismos de exclusión de ciertas formas de vivenciar la sexualidad, el deseo y el goce”

(256).

En el caso de La promesa del fracaso, los padres de Ben Polak se niegan a aceptar la enfermedad de su hijo, perpetuando el discurso de la aversión al otro, este “otro” viral que carcome la integridad de su hijo moribundo. El autor vuelve a las descripciones que constituyen su narrativa de la enfermedad:

˗Nuestro hijo no es homosexual, Gabriel. Eso es una infamia. Hay

algo que está mal… Algo que está equivocado…

˗Pero se ha enfermado, tú ves cómo tiene el cuerpo con esas manchas

espantosas, cómo ha bajado de peso, cómo lo consume la fiebre, la

colitis, cuántas veces tú misma has debido cambiar las sábanas

cagadas ˗guarda silencio˗ (…).

˗Entiéndelo, Zelma, solo le sucede a hombres homosexuales. No hay

ninguna mujer enferma, me lo han dicho en el hospital. Ninguna.

Solo hombres homosexuales.

˗Algo está mal… no… todo está mal˗ se contradice Zelma y suelta el

llanto˗. Dios nos está castigando por algo que no sabemos, por algo

que no hemos hecho… (112).

Antes de este pasaje, Zelma había recibido de boca de su marido la confirmación de la condición sexual de su hijo. Más demoledora que la noticia de la condición física de Ben, ya ad portas de la muerte, la reacción de la señora Polak evidencia el registro de situar

71 enfermedad y vuelta al pasado en una relación binaria que es estrategia escritural en estas ficciones:

Zelma queda suspendida en el aire con una extraña sensación

paralizante. No recuerda haberse sentido así desde aquella tarde

cuando los guardias nazis cerraron el vagón del tren de un golpazo, y

ella de pie entre la multitud, vio oscurecerse todo a su alrededor al

punto de no reconocer ni un rostro inmediato a ella (111).

El simbolismo de esta escena sitúa la culpa como uno de los pasos previos para la aniquilación posterior de los enfermos y contagiados. Como recalca Sontag, “se supone que por vía sexual se contrae esta enfermedad más voluntariamente, y por consiguiente es más reprobable” (112). Y sobre estas posibilidades de contagio, cito a la autora:

La transmisión sexual de esta enfermedad, considerada por lo general

como una calamidad que uno mismo se ha buscado, merece un juicio

mucho más severo que otras vías de transmisión ˗en particular porque

se entiende que el Sida es una enfermedad debida no solo al exceso

sexual sino a la perversión sexual. (Me refiero, naturalmente, a

Estados Unidos, en donde se está diciendo a la gente que la

transmisión heterosexual es extremadamente rara y poco probable˗

como si no existiera el continente africano). Una enfermedad

infecciosa cuya vía de transmisión más importante es de tipo sexual,

pone en jaque, forzosamente, a quienes tienen vidas sexuales más

activas ˗y es fácil entonces pensar en ella como un castigo (112).

72

Zelma Polak en su reacción concluye que “Dios nos está castigando por algo que no sabemos” (112), pero su marido Gabriel argumenta que renegar de Él es inútil pues sostiene a quienes caen. Su mujer persiste en poner en entredicho la fuerza espiritual, insistiendo desde el juicio que avergüenza gracias al flagelo: “˗Pero Dios no va a sostener a mi hijo ni lo va a rescatar de la humillación (…)” (113).

La fractura familiar, que en los códigos de Marchant Lazano funciona como esa grieta por la que se deslizan la verdad oculta y las prácticas clandestinas, viene a corroborar lo que argumenta Meruane, en cuanto “(…) el Sida se vuelve una fisura cultural, una forma de ʽintervención textualʼ” (60). Las formulaciones narrativas del autor de Sangre como la mía y La promesa del fracaso, que configuran la articulación de su lugar de enunciación señalan, si tomamos lo indicado por Meruane, que:

La homofobia estructural hacía que el mundo se resistiera, en verdad

globalmente, a hacerse cargo de la existencia de la crisis. Se puede

argumentar (otros lo han hecho ya) que la ciudadanía se escudaba del

virus afianzada en el prejuicio de que esta plaga le correspondía a los

homosexuales, que ellos (un ellos convenientemente fabricado y

luego reforzado por los discursos públicos) eran ʽuna estirpe

condenada que llevaba en su cuerpo la marca de una eliminación

prometidaʼ (Giorgi, 23)” (64).

Como he señalado, en el entendido que los trabajos de Marchant Lazcano retrotraen al pasado, como parte de su estructura narrativa, la autora de Viajes Virales concuerda con que la pandemia “(…) volvió a catapultar a la comunidad de vuelta hacia el pasado: hacia las políticas de higiene social, hacia la creación de nuevas categorías patologizantes y

73 exportables, y hacia los valores de la familia tradicional defendidos por un conservadurismo que se oponía a la supuesta relajación moral de las costumbres” (64-65).

“Es una enfermedad que les da solamente a los homosexuales. No lo digo yo, lo dicen los médicos” (111), sentencia Gabriel Polak si retomamos el diálogo en que confirma la homosexualidad de su hijo Ben a su mujer, Zelma. Esta homosexualización del contagio, refrenda lo que Meruane señala como una característica de las décadas en que la aniquilación de enfermos se hacía evidente a través de las informaciones mediáticas y de los discursos aceptados como correctos por la heteronormatividad: “La homofobia volvía a ser una práctica política legitimada y opacada por el discurso científico y político de la defensa de la ciudadanía” (65).

Una defensa, claro está, donde se escoge quiénes son aptos para desenvolverse en el espacio social, atomizando a los que no cumplen con esas normas para una agencia política y de derechos. La “constelación de textos seropositivos” (95) a la que hace referencia

Meruane en el contexto latinoamericano de la infección, y en el que incluyo las ficciones que en esta tesis se estudian, escenifica un contexto de premuras dentro de las prácticas narrativas. “Hacer suyo el Sida, saturar la escena de su representación, puede entenderse entonces como una manera necesaria de operar en el lenguaje y en la política en tiempos críticos” (95). Este aparecer en las escenas narrativas, y más extremadamente, homosexualizar el contagio que ya venía instalándose desde el sistema de medios y discursos médicos a principios de la explosión viral de la enfermedad, configura repercusiones que se van a traducir en estéticas pero también en políticas de convivencia con el contagio, algunas más subversivas que otras. “Homosexualizarlo será efecto de una urgencia pero será también una maniobra delicada, salpicada de contratiempos y de

74 acusaciones de las comunidades excluidas” (95). Estas tensiones traducidas en estéticas autorales diversas vinieron a diseminar la idea de una escritura homosexual en bloque.

Según sostengo, la fragmentación posibilitó que se abrieran diferentes maneras en que las plumas escribieran sentires distintos. Por tanto, Jorge Marchant Lazcano pudo compartir escenarios literarios con Francisco Casas, Pedro Lemebel, Mauricio Wacquez y Pablo

Simonetti, por nombrar algunos. Según Meruane, los escritores renunciaron a compartir en bloque las “trágicas circunstancias” (96), subvirtiendo así posibilidades y poéticas tensionadas coexistentes:

Sus escrituras diversas compartieron un desinterés por ofrecer a los

demás implicados la posibilidad de participar en la crisis como

mártires. Precisamente ese rol, el de la víctima, se volvería un trofeo

disputado en la triste batalla por la figuración social; no tardaría en

articularse como fractura entre distintos grupos que buscaban una

intervención más activa por parte del Estado (96).

En el momento de formalizarse, sostiene la autora, “estas comunidades se ven expuestas a la posibilidad de su extinción definitiva” (138), cuestión que es clara en las ficciones Sangre como la mía y La promesa del fracaso, donde he presentado las imposibilidades que el autor plantea cuando arma los cuadros íntimos de fracturas y grietas inscritas en sus protagonistas. Porque, visualizando una comparación gruesa en el campo narrativo latinoamericano, Marchant Lazcano se distancia de las posibilidades futuras, tanto políticas como sexuales de los colectivos homosexuales, concertando así una estética intimista, realista en cuanto a posibilidades, y estetizando sus ficciones con sus cuadros epocales desde donde extrae su crítica a la burguesía santiaguina. Así, sus narrativas se

75 contraponen a lo que Meruane mapea como transformación del “procedimiento literario”

(138). La autora perfila esta colectivización de estéticas: “En adelante, el programa de acción no consistirá en imaginar en el futuro aquello que no ha fraguado aún, sino en concebir para el presente la comunidad sexual como alternativa gozosa ante la masculinidad fratricida de la anticuada nación europea” (138).

En Jorge Marchant Lazcano se inscribe la aventura de la sobrevivencia, la relación pasado-presente, una proyección de la enfermedad con posibilidades del protagonismo del contagio y la extinción, haciendo carne los sueños de exterminio como categoría fundante, en palabras de Giorgi y su contexto de la heteronormatividad.

76

IV. CAPÍTULO III. Hombres que aman a otros hombres. Los protagonistas en las

novelas del corpus

Me viene a la memoria cómo estábamos recostados en junio, una mañana tan clara de verano;

apoyaste la cabeza entre mis caderas y te volviste lentamente hacia mí,

y me entreabriste la camisa en el pecho, y heriste con la lengua mi corazón desnudo,

y me tocaste la barba, y me sujetaste los pies.

Walt Whitman, Canto a mí mismo.

IV.1 Las marcas del autor. La voz de un proyecto escritural

El presente capítulo es una interpretación a partir de la especificidad literaria de las novelas del corpus, Sangre como la mía y La promesa del fracaso. La complejidad de estas ficciones radica en asentar tal especificidad desarrollada por el autor, que es extrapolada desde la identidad de los protagonistas. Los varones homosexuales en las obras de Jorge

Marchant Lazcano no son sujetos políticos que sostengan un discurso de transgresión. Por el contrario, viven en los espacios dentro de los bordes de la heteronorma, sus deseos y homoeróticas se cuelan en los intersticios de las normas estipuladas, establecidas y seguidas. Como propongo, en el entendido de la argumentación de esta tesis sobre una extinción de los protagonistas homosexuales que precede a la desaparición física producida por el contagio de la enfermedad, el precario compromiso político perpetúa un sino trágico de extinción. Y, quizás, eso los hace más sospechosos y peligrosos para el régimen de

77 heteronormatividad. Las identidades y memorias de los protagonistas de las novelas que se estudian están dadas por el amor. Sus sentidos colectivos se fundamentan en lazos afectivos. Aquí no hay organizaciones políticas ni constructos con un eslogan discursivo.

En estas novelas el amor fallido pero vivido indica una posibilidad de salvación. Los hombres que aman a otros hombres en Sangre como la mía y La promesa del fracaso son individuos ya extintos de un mapa social. Viven, respiran, sudan y gimen en el amor y el sexo, pero sus nombres y apellidos se evaporan y volatilizan cuando sus sangres contaminadas fluyen por cuerpos delgados y etéreos.

La enfermedad se narra en las hostilidades que se marcan en esos cuerpos desgastados. Es el mérito de las ficciones del autor, centrar geográficamente sus relatos en una realidad chilena, en el cuerpo nacional que con sus idiosincrasias particulariza en los protagonistas una estética autoral que se constata en su diferencia con otros escritores que han desplegado ficciones y narrativas del virus y el contagio.

A modo de antecedente de lo anterior, Meruane señala que los “datos de la realidad nos dicen que la epidemia solo empieza a asomarse en América Latina a partir de 1983 (dos años después de su diagnóstico mundial); recién en ese año empieza a inscribirse en los registros médicos” (61).

Sostengo que la radicalidad del proyecto literario de Jorge Marchant Lazcano en este corpus es, precisamente, la demostración de la coexistencia, precaria y amenazada, de los hombres homosexuales y la tradición heteronormativa. Por cierto, su poética autoral se difunde entre adultos que se empinan por sobre los 40 años, revelando que es ahí donde se establece el pacto de lectura autor-lector. La visibilidad que el autor confiere a sus

78 protagonistas homosexuales que, posteriormente, se derrumba y extingue en este destacado de Sangre como la mía:

No queremos seguir siendo parte del sufrimiento y la tragedia que los

heterosexuales impusieron sobre el mundo gay. Nuestras vidas son

ahora lo que siempre debieron ser, vidas de felicidad y tristeza

compartida. Vidas de triunfo y tragedia. Es extraño que, en cierta

forma, haya sido una epidemia la que aceleró esta conciencia,

confiriéndonos de paso una curiosa forma de dignidad que antes no

teníamos (128).

Cuando el autor propone esta dignidad que antes no teníamos, se confiere a los personajes una honra que reconocen los lectores. Funciona un acto de transferencia propositivo en un vector autor-lectores que estos recogen y acogen. Así, rescato lo suscrito por Grínor Rojo en el sentido de lo que plantea como “el significado del adjetivo verosímil”

(19), recreado en una suerte de aventura del juego, “la de unos niños que están fingiendo una guerra que ellos saben mejor que los adultos que no es una guerra” (19). Extiendo la cita:

Nombra por lo tanto la verosimilitud condiciones de credibilidad que

son el fruto de un pacto con el que se crea una ilusión ordenadora sin

la cual no nos resultaría factible el prodigio de la experiencia estética,

la que no es otra cosa que el momento climático de un proceso donde

cristaliza por fin una conspiración cordialmente traviesa en la que

cada uno de quienes participaron en ella habrá puesto su parte de

buena y mala fe (19).

79

La cordialidad a que se refiere Rojo funciona en este pacto sellado entre los lectores y Marchant Lazcano cuando, de sobre manera, se relata la agresión física del virus, pero aún más, cuando las frases, palabras, guiños y juicios heteronormativos son puestos a disposición de la ficción para elevarlos al nivel de la plataforma conceptual que el autor construye en su narrativa: “Aunque Adriana y Julio Robles, tan lejos, sigan teniendo dudas acerca de nuestra capacidad de amar, porque somos palomos cojos, como dicen los españoles, porque se nos quema el arroz, como dicen los chilenos” (128).

Como ficciones ancladas en un realismo idiosincrático y homosexual, como inscribo las novelas de temática homosexual de Jorge Marchant Lazcano, cito lo que plantea Rojo al momento de categorizar las obras de arte:

Cuando estamos ante genuinas obras de arte, a mí me asiste el

convencimiento de que no es la mímesis, que a mi juicio es una

categoría semántica, sino la verosimilitud, que a mi juicio es una

categoría estética, la que en la penumbra nos conduce hacia la que

bien pudiera ser una mejor alternativa a los dogmas y trivialidades de

la doxa demótica (o, como también se la califica a veces, del ʽsentido

comúnʼ) (20).

Cuando sostengo que en estas novelas del corpus los varones homosexuales no son sujetos políticos con una argumentación de transgresión, sino que viven su deseo dentro de los bordes, destaco lo estipulado por Sarrocchi:

La gran mayoría de los homosexuales chilenos en la actualidad sigue

recurriendo al enmascaramiento y a la sutileza. Esta sociedad

supuestamente heterosexual, en su marcado poderío, siembra la duda

80

sobre las personas a las que, alcanzando una edad pasada de los

treinta años, no se le conoce pareja heterosexual o no contraen

matrimonio, son estigmatizadas, sin ser homosexuales (30).

Esta, que es una característica de esa “peligrosidad” que he señalado como uno de los rasgos identitarios de las novelas estudiadas, enroca con el trabajo epocal que constituye una de las poéticas del autor y que se desarrolló en el capítulo I de esta tesis, en el que el conservadurismo nacional se ve amenazado por estos hombres que aman a hombres. “La estigmatización de la homosexualidad como portadora de mala suerte era un elemento potente en la idiosincrasia no tan solo chilena, sino universal, y parece constituir una especie de arquetipo en el inconsciente colectivo de los pueblos” (Sarrocchi, 79).

Para este autor, la novela Sangre como la mía se registra en una literatura homosexual “que entrega una dialéctica desacralizadora de los discursos históricos y religiosos” (80), cuestión que por cierto es así, un rasgo que comparten otras estéticas autorales homosexuales. “Esta temática se repite constantemente en la literatura gay, principalmente culpando a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana de la discriminación de los homosexuales y del sentimiento de culpa con el cual se ha pretendido cargar a los homosexuales” (80).

Claro está que en La promesa del fracaso Marchant Lazcano extiende el sectarismo de los dogmas también al judaísmo, estableciendo un diálogo entre catolicismo, corporizado en la presencia de Paz Munizaga y su familia, y el judaísmo del clan Polak, situándose ambos polos familiares en una constante sospecha que, en la figura de Ben, se configura como micropolítica de la discriminación y la extinción:

81

Su hijo Ben aquejado de este extraño mal. Se lo han tratado de

explicar, pero ella es incapaz de entenderlo. Todo es confuso y

aterrador (…). Un día hablan de cáncer y al día siguiente de una

especie de virus (…). Esas cosas solo podían suceder en medio de la

miseria de los países europeos en tiempos oscuros, pero nadie puede

contaminarse con una peste en Nueva York, menos su hijo Ben que

es un muchacho bueno, sano, limpio (109).

Las novelas refuerzan, por medio de los pasajes que retratan, la enfermedad y sus efectos, lo que plantean Bouzaglo y Guerrero, por cuanto “la Literatura como productora de metáforas tiene la capacidad de inventar, reforzar, invertir, resistir, desconectar o reconectar las metáforas que otras instituciones y hasta la propia literatura instalan” (24-25). Así, los ejercicios narrativos de Marchant Lazcano ponen carne y rostro a una realidad viral de un universo homosexual que escapa al acto de encasillar la figura del homosexual como travestido y afeminado. Los protagonistas del autor desafían esa etiqueta de rotulación, subvirtiendo categorías y proponiendo una otredad amenazante a la tradición. Señalan

Bouzaglo y Guerrero: “El enfermo amenaza el ambiente inmediato ya que su cuerpo está marcado por la promesa de extender su novedad. El miedo radica en devenir Otro, transformarse en un cuerpo ajeno, volverse irreconocible para sí mismo y para la sociedad”

(17).

Siempre en el limbo, los protagonistas del corpus encarnan para la sociedad chilena retratada por el autor una visibilización que comienza a extenderse en el fluido social, ocupando espacios que antes solo eran visitados a medias a través de las fracturas y los

82 poros por los cuales el secreto de ser homosexual era eso, un murmullo, una posibilidad de riesgo, rechazo y exclusión:

El secreto es también prerrogativa del contagio y produce, por

consiguiente, una amplia gama de discursos que desafían su aparente

condición represiva. Las operaciones metafóricas ocultan los miedos

y las fobias con discursos que apelan a los valores y el progreso. La

enfermedad se manifiesta como secreto pero se mantiene bajo la

amenaza constante de hacerse visible, de somatizar. Las posibilidades

de contagio precipitan su revelación, envuelven y materializan su

naturaleza (Bouzaglo y Guerrero, 18).

Al establecer una especie de arqueología de las enfermedades y su simbolismo,

Sontag añade que “las epidemias rápidas, incluso las que están por encima de toda sospecha de transmitirse sexualmente o de culpabilizar al enfermo, dan lugar a más o menos las mismas costumbres de evitación y exclusión” (155), cuestión que se radicaliza con el VIH-

Sida, ya que para Meruane:

La lectura de esta epidemia de la globalización requiere, antes de dar

otro paso, consignar la identidad de sus principales implicados: esos

hombres diferentes, de vidas privadas secretas, llamados

homosexuales o autodenominados gays que yerguen la bandera

multicolor en los años de transición democrática, y los travestis que

los miran a veces con sospecha, los transexuales y los queer, así

como las diversas comunidades presenciales o diaspóricas, errantes,

83

virtuales o imaginadas que van a protagonizar y a documentar la

crisis (40).

La materialización de las errancias, que en el caso de Jorge Marchant Lazcano está dada por las geografías y los desplazamientos en que ubica a sus protagonistas, permite que se sitúe a la autoría de las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso en un espacio de borde que no canoniza ni sacraliza una realidad homosexual. Se identifica una paradoja estética que impulsa Lemebel, que le ha permitido ocupar un espacio importante en los estudios queer respecto a los recorridos políticos del cuerpo de la loca, traspasando los bordes y deshaciendo las costuras sociales del tejido idiosincrático nacional. Junto a ello, Marchant Lazcano y su escritura sin sobrecargas, sigue relegado en los espacios sospechosos y en esa porosidad en que sus protagonistas permean la heteronorma. Es quizás por ello que no ha logrado ocupar un espacio en el canon de la narrativa chilena. “El imaginario de Lemebel retoma múltiples exclusiones adhiriéndoles el deseo homoerótico y la politización del cuerpo homosexual; extrema también la frontera del sujeto popular, haciéndolo más heterogéneo y más invasivo en una urbe que lo rechaza” (80), señala

Llanos, cuestión que viene a refirmar el hecho de la brecha que separa al Pedro Lemebel activista y político y a un Jorge Marchant Lazcano sin un discurso de militancia que agrupe a sus protagonistas bajo rótulos de sujetos con cuerpos políticos. Ahí, según mi argumento, la poca figuración para la crítica académica. Su espacio afectivo lo lleva a “desacralizar” a quienes “desacralizan”, alejándose en sus novelas de los grupos radicales de militancia pro derechos gay en el entendido de proyecto político. Su escritura se distancia de posiciones extremas bien conocidas por él en sus estadías en Nueva York, ciudad que es telón de fondo de las ficciones aquí estudiadas:

84

El grupo Queer Nation, fundado en Nueva York, se caracteriza por

un militarismo en contra de la homofobia y la asimilación de las

lesbianas y gay dentro de la pluralidad. El término Queer se presenta

como una manera de disolver las fronteras identitarias y constituir un

solo grupo, sin características definidas y limitantes, que se eleve

como movimiento contestatario de las normas sexuales, culturales y

sociales impuestas (Sarrocchi, 22).

Esta unidad que percibe Sarrocchi, tiene un correlato en lo que detectan Bouzaglo y

Guerrero en el horizonte de las literaturas latinoamericanas homosexuales, acudiendo a la existencia del VIH-Sida como un elemento aglutinador de las estéticas: “En las ficciones latinoamericanas, la enfermedad detenta una importante centralidad. Su presencia resulta tan continuada que ha devenido en tópico fundacional de la literatura hispanoamericana”

(25). Esta cuestión, que en esta tesis yo discuto y que planteo como diferenciador de las diversas maneras en que las sexualidades se relatan e inscriben los procesos de enfermedad, posibilita volver al centro de esta propuesta, centrando el foco en elementos planteados como la hipótesis y que Javier Guerrero puntualiza: “(…) la crítica latinoamericana ha reflexionado abundantemente sobre cómo estos cuerpos ʽproblemáticosʼ, ʽrarosʼ, son reducidos, estigmatizados, víctimas de la represión y de los poderes de invisibilidad social”

(24).

Tanto en la novela Sangre como la mía como en La promesa del fracaso, asistimos a esa invisibilidad social que, en estas obras, son las marcas que preceden a la desorganización de lo orgánico. Una seña que adelanta la calidad de desecho de Daniel

Morán, uno de los protagonistas de Sangre como la mía: “Sin un gesto que cambiara su

85 rostro, la señora Romero tomó una tijera y con mano firme cortó al muchacho, devolviéndome la mitad de la fotografía. El sobrino de don Arturo, como todos los desechos, fue a dar al papelero” (80). El acto performativo, en manos de la crítica de cine la sitúa, de manera clara, en un lugar de enunciación donde se traza la condición de superioridad frente a un otro. Condición que se replica en la inferioridad con que se perpetúa la abyección en un joven homosexual en el Chile de 1952. Retomo parte de cita destacada en capítulo I: “No podía hablarse de homosexualidad, por Dios. Esa era una grave enfermedad, ¿o un vicio? (…)” (88).

Esta performatividad del lenguaje, reproduciendo y asentando el modelo cultural heteronormativo, fragmenta las identidades y prolonga la condición de despojo y peligrosidad de estos hombres, ya iniciada la década del 80, asociando la homosexualidad con adjetivaciones negativas:

Al otro lado del mundo, para colmo, parecía que los homosexuales

habían infiltrado una enfermedad mortal a través de sus extravagantes

costumbres. La revista People, sobre mi escritorio, citaba a una tal tía

Lela ˗¿era posible que Rock Hudson pudiera tener una tía Lela?˗

diciendo de su famoso sobrino: nunca me hubiera imaginado que él

pudiera ser eso. Él siempre fue una buena persona (287).

Pese a que los protagonistas de las novelas del corpus viven en el extranjero, en este caso la ciudad de Nueva York, y que su “exilio siempre permite darle nuevas formas a un cuerpo (…) el extranjero se reerotiza y resexúa lejos de casa; en tierras extranjeras, parece exorcizar sus miedos sexuales” (Guerrero, 36), de igual modo arrastran las narrativas fundantes de la heteronormatividad:

86

Cuando hablamos de enfermedad, cualquiera que sea, acudimos a

innumerables metáforas que la cargan de fantasías, juegos de poder e

imaginarios. En todo caso, la representamos a partir de discursos

ajenos a sí misma. La enfermedad es una suerte de pantalla en blanco

sobre la que proyectamos miedos, terrores, paranoias, fobias y

ansiedades. Es una proyección ejecutada colectivamente que en

muchos casos opera con precariedad absoluta y en otras, con pasmosa

sofisticación (Bouzaglo y Guerrero 9-10).

Es primordial recalcar que las identidades de los protagonistas están dadas no solo por el hecho de ser hombres homosexuales, sino que es fundante la categoría de hombres enfermos. Ahí el reconocimiento no solamente de varones sexuados que desean a otros hombres, sino de particularidades corporales que funcionan como motivos de sospecha sobre los supuestos desenfrenos genitales: “El Sida, enfermedad de importantes repercusiones para el cuerpo gay, es un ejemplo destacable” (42), argumenta Guerrero y acota respecto a la identificación que aporta el virus a los cuerpos homosexuales:

Las metáforas que organizan culturalmente el Sida en Occidente

apuntan a una comunidad sexual precisa, pero la semiología de la

enfermedad también parece cooperar al respecto. Como enfermedad

inmunosupresora, el Sida deja el cuerpo a la intemperie, desactiva sus

defensas, ocasionando que cualquier otra enfermedad se apodere de

él y cause estragos e incluso, la muerte. Por esta razón, más que una

enfermedad se trata de una condición, condición que convoca y abre

87

las puertas a otras enfermedades que alteran el cuerpo y proponen

otras lógicas formales (42-43).

Pero esta enfermedad convocante de otros virus y contagios, también es un vector que apunta a inscribir en los homosexuales que la padecen la condicionante de plataformas corporales de contagio de una plaga. Una plaga de exterminio. Y con ello, volvemos a la figura de la extinción de estos hombres homosexuales que desean a otros hombres.

IV.2 Protagonistas del contagio: las derrotas del cuerpo. La fuga y la extinción

El contagio, el virus, la plaga, la enfermedad, toda esa amalgama de conceptualización médica que objetiva a los hombres homosexuales como enfermos portadores de una posibilidad cierta de muerte constituye, como señala Guerrero, “una intervención directa en la corporalidad” (43). Plantea este autor, el VIH-Sida proyecta “su poder discursivo de visibilidad y su incidencia en la plasticidad de los cuerpos” (43).

Pese a adelantos científicos que repercuten en la calidad de vida de los enfermos y a los avances en cuestiones de inclusión de género y de la comunidad LGBT8, las lógicas de intervención sobre los sospechosos siguen materializándose en las fobias de las miradas incómodas: “La medicalización del homosexual del siglo XIX lo convierte en un personaje: ya no es solo un ente jurídico, es ahora una especie –con una historia, un pasado y una infancia- portadora de una sexualidad sustentada por el encadenamiento del placer y el poder. La economía de la perversión –mediada por la psiquiatría, la medicina, la prostitución, la pornografía- también garantizan su contagio” (Bouzaglo y Guerrero, 22).

8 Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transgéneros. En uso desde la década del 90 para dar cuenta de las distintas sexualidades. 88

En el sentido de la capacidad normativa, Guerrero apunta a que “el imperativo heterosexual tiene la capacidad discursiva de conectar raza, género y sexo para excluir o sedimentar simbólicamente un cuerpo; pero también posee la capacidad de desarticular cualquiera de estos componentes de manera de desaparecer alguno de ellos a favor de los otros” (53).

Sangre como la mía y La promesa del fracaso, mencioné, desafían categorías canónicas que establecen qué es una novela homosexual pues están escritas como presentaciones textuales que, al proponer hombres homosexuales que permean las normativas de la heteronorma funcionando dentro y fuera de sus límites, retan al biopoder y sus dispositivos que se articulan socialmente. La enfermedad, como marca, “refuerza la materialidad gay como vida desnuda. No obstante, la enfermedad se convierte en una bandera sexual de la minoría que luego de cobrar numerosas vidas (todo un holocausto sexual) se encamina hacia la preservación del deseo frente al exterminio (…)” (Guerrero,

265).

Un exterminio tal que se venía desplazando desde, como expresa uno de los protagonistas de Sangre como la mía, el “confinamiento al que habíamos sido sometidos en dos mil años de cristianismo (…). Ahora descubro una especie de maleficio que descendía silencioso sobre nuestros cuerpos a fines de esa década, cuando al hacerse más visible nuestra presencia, nos volvieron a recubrir con un velo de maldad” (69). Completa la cita la reflexión que hace el personaje cuando menciona que “nadie nos advirtió que al menos la mitad de los hombres gays de Nueva York y San Francisco, nacidos entre 1945 y 1960, probablemente seríamos infectados” (69). Esta configuración de contagios que se concretan, traslapan y se mapean en las novelas teniendo como ejes las ciudades de

89

Santiago y Nueva York, es por añadidura la extensión del contagio que se incuba, también, en los espacios de la heteronorma. La misma que es traspasada y habitada por los protagonistas homosexuales que Marchant Lazcano pone a recorrer en las homoeróticas del deseo.

Respecto a las geografías del deseo que se articulan como soportes de acercamiento de los cuerpos homosexuales, situados geopolíticamente dentro de la heteronormatividad,

Asalazar localiza los tránsitos de la cartografía homoerótica en la capital de Chile que, en las novelas estudiadas, es el marco escenográfico en el que arrancan las vidas en transición de los protagonistas:

El intercambio ocurrió en espacios públicos del centro de Santiago

que nunca fueron lugares seguros. Siempre estaba la posibilidad

cierta del allanamiento, el calabozo y la humillación policial. Por eso

las prácticas homoeróticas fueron siempre nómades y ejercieron un

uso táctico de la ciudad, salvaguardando el secreto que pesó sobre

ellas y habilitando, de ese modo, la diseminación invisible del deseo.

Este no dudó en contaminar los sacrosantos límites entre lo público y

lo privado (15).

Esta contaminación que plantea Asalazar, entre los bordes de lo público y lo privado, funciona a mi entender, en un doble sentido al focalizar el estudio en las novelas del corpus: por un lado, como ese constante permear de los hombres homosexuales en los territorios heteronormativos y, por otro, como dispositivos corporales movibles que transportan el contagio:

90

Generalmente, la enfermedad es usada como metáfora de

descomposición y muerte. Estamos acostumbrados a oír vocablos

como infección, gangrena, virus, inmunización o flagelo para

representar las diversas amenazas que atentan contra la estabilidad y

el bienestar social. Incluso, los nombres propios de enfermedades

letales son constantemente invocados. Estas metáforas fortalecen una

identificación que tiende a funcionar con eficiencia en la

estigmatización del enfermo como portador del mal, de lo indeseable,

a veces del propio diablo (Bouzaglo y Guerrero 10-11).

Como portadores y transportadores del contagio, Marchant Lazcano particulariza en sus protagonistas enfermos una forma de habitar que, como he delineado en esta tesis, constantemente está en movimiento, en una traslación que es una fuga del habitar. Plantea

Asalazar, respecto a los cuerpos, que en “ellos habita otra temporalidad, singularizada por el deseo, un pliegue en el tiempo indiferenciado del caminar urbano, distinta al no tiempo de la ciudad. Se trata de espacios poblados por cuerpos abyectos, diferentes de los cuerpos normales, que consumen la ciudad de forma invisible pero efectiva” (18).

Las dinámicas que mueven a los protagonistas de las ficciones de Jorge Marchant

Lazcano, en estas novelas del corpus, son los lazos afectivos que, basados en el amor, tratan de encontrar en otro la posibilidad de realización familiar. Una realización, por cierto, que está signada por imposibilidades sancionadas por el imperativo heterosexual fundamentadas en la ignorancia y en las creencias atávicas que vinculan perversión con homosexualidad. En La promesa del fracaso, la prima de Ben Polak reflexiona sobre el destino de éste:

91

¿No te parece que en Ben se repite como una fatalidad este destino

trágico? ¿Qué se sabrá en los próximos años de él cuando esta

extraña enfermedad haya quedado en el olvido? ¿Qué sucederá con la

memoria de todos los hombres jóvenes que han muerto como él? Ni

siquiera habrá un cementerio de Lodz que los reúna porque todos

estarán dispersos, ocultados, negados. Si ahora lo niegan hasta sus

padres para que la vergüenza no los alcance, como si esto fuera mil

veces peor que haber pasado por los campos de concentración (232).

Esta afectación de la materialidad de los cuerpos de los protagonistas, al decir de

Giorgi, funciona en cuanto las “ficciones literarias en torno al exterminio, entonces, trabajan en relación a esa fuerza performativa de los lenguajes y de las ficciones colectivas de la limpieza social, y su voluntad de hacer carne el verbo a partir de la eliminación de un cuerpo” (11). Adhiero a lo que el autor señala cuando menciona a la literatura como ejercicio que da cuenta de los límites que bordean la realidad y, en esta tesis sobre la narrativa homosexual de Jorge Marchant Lazcano, es atingente ya que:

La literatura (…) es el ejercicio que piensa y da testimonio de los

pasajes y mutaciones que tienen lugar en estos límites o confines de

la realidad, entre lo latente y lo manifiesto, la pulsión y la acción, el

sueño y la catástrofe: da cuenta de la plasticidad de la realidad y de la

fuerza imperiosa de los lenguajes (13).

Instalo la voz de Jorge Marchant Lazcano en un lugar de la literatura chilena que dota a sus cuerpos de hombres homosexuales de una resignificación. En este sentido, completo mi idea de instalación con la reflexión de Sutherland sobre las escrituras de

92

Donoso, Wacquez y Lemebel, para quien constituyen voces fundamentales en el imaginario de literatura homosexual en Chile. La extiendo a las ficciones estudiadas en esta tesis:

“Abren, además, la polaridad de identidades normativas; generan mayor inestabilidad en conceptos o ideas relativos al poder, al género, a lo popular, a clase y nación, por lo que configuran mundos propios y atractivos, aunque poco leídos en nuestra literatura” (20).

Respecto a esto, el escenario en el que se instala Marchant Lazcano es el que ha estado vedado para autores que desafían con sus propuestas los lugares sociales desde donde se enuncia su homosexualidad. Sutherland completa el diagnóstico: “Es cierto que, a través de la historia literaria, la homosexualidad ha sido distorsionada y secuestrada tras operaciones que, desde lecturas intencionadas de la crítica, han sistematizado las interpretaciones de las obras postuladas al canon literario, es decir, lecturas que buscan institucionalizar una norma excluyente para neutralizar la circulación y el impacto simbólico de los textos” (20-21).

Las imposibilidades de los protagonistas en las obras del autor son guiños a los sueños de exterminio que postula Giorgi, pues suponen individuos al margen de hegemonías culturales y sexuales, cruzando bordes y territorios, fieles a la constante transición y a la fuga. Inviabilidades inscritas primeramente que Eribon plantea como el choque de la injuria: “En el principio hay la injuria. La que cualquier gay puede oír en un momento u otro de su vida, y que es el signo de su vulnerabilidad psicológica y social”

(29). Injuria que, según este autor, tiene como consecuencias “moldear las relaciones con los demás y con el mundo. Y, por tanto, perfilar la personalidad, la subjetividad, el ser mismo del individuo” (29).

La identidad de los protagonistas homosexuales, en una de las escenas de Sangre como la mía, al hacer un ejercicio de reconocimiento desde su posición de contagio:

93

Somos los hermosos e invencibles camaradas de Walt Whitman.

Venimos del Norte y del Sur, del Este y del Oeste, de los océanos

superiores y los océanos inferiores (…). Pese a la relativa juventud de

la mayoría, las mejillas están hundidas, secas las órbitas de los ojos,

las venas de los brazos abultadas y azules. Algunos, esqueletos

cubiertos de una transparente capa de piel, como judíos escapados de

Auschwitz, Dachau o Bergen-Belsen (…). ¿Qué ha sucedido con

nosotros? ¿Somos acaso los sobrevivientes de algún conflicto

armado? ¿Veteranos de Vietnam o de la guerra del Golfo? ¿De la

tercera guerra mundial? En verdad, no tenemos motivo alguno para

estar alegres. Pero parecemos estarlo (40-41).

“Esqueletos cubiertos de una transparente capa de piel”, “sobrevivientes”, enunciaciones que, como formula Eribon, funcionan en el sentido de un insulto que es

“pues, un veredicto. Es una sentencia casi definitiva, una condena a cadena perpetua, y con la que habrá que vivir. Un gay aprende su diferencia merced al choque de la injuria y sus efectos, el principal de los cuales es sin duda el percatarse de esta asimetría fundamental que instaura el acto de lenguaje (…)” (30).

Esta injuria, que es a la vez, “apresamiento y desposesión” (30), es además como reconoce este autor, un enunciado performativo: “su función es producir efectos y, en especial, instituir o perpetuar la separación (…). La injuria me dice lo que soy en la misma medida en que me hace ser lo que soy” (31). Con estos destacados de la materialidad del lenguaje, enfatizo dos citas del trabajo de Asalazar en el que se rescata un episodio aparecido en los medios en 1973 que expone la fuerza discursiva heterosexual y cómo ésta

94 condicionó las identidades homosexuales, haciendo factible así una auto inscripción como cuerpos abyectos:

Poco tiempo después, a las siete de la tarde del domingo 22 de abril

de 1973, más de cien colipatos, maracos travestosos se juntaron, de

manera concertada, en la pérgola de la Plaza de Armas. La mayoría

fue vestido luciendo polerones ajustados, pantalones apretados en el

muslo y anchos en la pantorrilla, junto con zapatos de gruesa

plataforma (…). Una veintena de ellos, principalmente prostitutos,

comenzó a bailar con movimientos ʽfeminoides y chocantesʼ, a gritar

ʽsomos los colas de la Plaza de Armas, y estamos haciendo esta

manifestación para pedir que nos dejen ser como somos y no nos

persiganʼ” 9 (27).

Los enunciados performativos, como actos de lenguaje, y en este caso en particular, la injuria, como insiste Eribon, “es un acto de lenguaje ˗o una serie repetida de actos˗ por el cual se asigna a su destinatario un lugar determinado en el mundo. Esta asignación determina un punto de vista sobre el mundo, una percepción particular” (31).

Retomo la cita de prensa destacada por Asalazar:

Al mismo tiempo, los colizas aclararon no ser delincuentes, sino

enfermos: ʽcomprenda que nosotros somos enfermos, señora.

Hacemos estas cosas porque las sentimos, no porque seamos malos o

9 Vea, Nº 1.765, 26 de abril de 1973. 95

delincuentes (…) nací cola, pero esto es una enfermedad, no un

vicioʼ” 10 (28).

Auto estigmatizados, haciendo de ellos mismos plataformas explorables para la discriminación y la exclusión, estos cuerpos homosexuales se reducen a la categoría fundante de la injuria y a lo grotesco de la caricaturización, asignaciones determinantes que, como concluye Asalazar:

Al afirmar su deseo como trastorno del deseo, se inscribieron al

interior del discurso higienista del Estado Asistencial Sanitario,

imperante en Chile entre 1924 y 1973. Utilizaron sus argumentos de

limpieza social (en una especie de ʽauto-patologizaciónʼ), con el fin

de demandar el fin del acoso policial. Se trató de un puñado de

cuerpos marginales, que reivindicó sus derechos al deseo desde la

trinchera de la enfermedad incurable” (28).

Son cuerpos que, como los protagonistas de las novelas del corpus, están hermanados en la condición de objetos de los dispositivos hegemónicos: “Los dispositivos del poder obran de manera inmediata y directa sobre el cuerpo. De acuerdo con Foucault, desde el siglo XVII, el poder sobre la vida se ejecuta precisamente a partir del cuerpo en dos dimensiones no antiéticas, sino más bien enlazadas por sus relaciones: el cuerpo como máquina y el cuerpo como especie” (Guerrero, 256).

Estas materialidades de hombres homosexuales, en sus afanes de consecución de posibilidades afectivas, ocupan los espacios en que con sus pares se encuentran y reconocen para vincularse en los códigos comunes que los inscriben como parte de un colectivo.

10 Vea, Nº 1.765, 26 de abril de 1973. 96

Eribon destaca este punto: “El ʽcolectivoʼ existe independientemente de la conciencia que pueden tener de él los individuos, y con independencia de su voluntad. Esta pertenencia aceptada y asumida es la que faculta al individuo para constituirse como ʽsujetoʼ de su propia historia” (89). Como señalo, los protagonistas de Sangre como la mía y La promesa del fracaso, realizan sus acciones que están ancladas a un pasado, particularmente familiar de hegemonía heteronormativa, cargando modelos de sujeción que, con los pares y el sentido de pertenencia “puede permitirle liberarse en la medida en que es posible hacerlo”

(89), como subraya Eribon. Rescato la siguiente cita referida a los modos de participación de las subjetividades homosexuales:

A partir del momento en que entra en un bar, de que liga en un

parque o en un lugar de encuentro, de que frecuenta los sitios de

sociabilidad gay, de que abre un libro que habla de las experiencias y

sentimientos en los que se reconoce poco o mucho (y a menudo ésta

es la razón por la que elige leer tal o cual libro: si no, ¿cómo explicar

que los homosexuales lean Proust o a Wilde, incluso cuando no leen

nunca literatura?), un gay se vincula con todos aquellos que realizan

esos mismos gestos, en el presente, pero también con todos los que

en el pasado crearon esos lugares, los que los frecuentaron antes que

él, con las tenacidades individuales y colectivas que los han impuesto

y los han mantenido contra la represión (…) (89-90).

La infección “por VIH ha rebasado las proyecciones más pesimistas elaboradas durante la pasada década, y al comenzar el siglo XXI ya supera la devastación (…)” (39).

La identidad que se confiere a los protagonistas de las novelas radica en la representación

97 de la enfermedad en las novelas del corpus de esta tesis. Ya señalé que refuerzan, a través de los pasajes que retratan, la enfermedad y sus efectos hermanando las subjetividades de hombres distintos. “Venimos del Norte y del Sur, del Este y del Oeste, de los océanos superiores y los océanos inferiores” (40). Meruane postula, respecto a esta idea de colectividad, una representación de la comunidad aparte, de unos otros que se entrelazan en relaciones de asociaciones colaborativas. “Marginados del pacto masculino que define a los correctos ciudadanos (pacto que proscribe el sexo entre hombres trasladando esa tensión erótica a la viril negociación del poder), los homosexuales ejercerán su deseo a espaldas de la patria aunque nunca escindidos de ella” (118).

Enfermos, errantes, objetivados por el otro heterosexual, estas subjetividades atormentadas portan la conciencia “del rechazo y la estigmatización del cuerpo disidente como si portara un mal contagioso, situación que ficciones posteriores alegorizan en diversos sucesos de violencia que llevan siempre a la muerte de todos esos misteriosos personajes” (Meruane, 118). Bouzaglo y Guerrero complementan argumentando desde sus conceptualizaciones del cuerpo como plataforma de tecnología a la cual apuntar:

La enfermedad contagiosa prende todas las alarmas del colectivo. Las

fantasías de aislamiento, las ansiedades de desfiguración y la pérdida

de la salud como índice oficial de ciudadanía son sus operaciones

centrales, su tecnología. Por ser una marca que proviene del Otro, el

contagio confirma la vulnerabilidad del cuerpo pero también

descubre su poder de vulnerar, su capacidad de transformar al otro,

de exterminarlo o por lo menos de marcarlo. El contagiado se vuelve

contagioso; la enfermedad, a la vez, enferma (17).

98

En uno de los capítulos finales de Sangre como la mía, Daniel Morán es objeto de los descargos de la madre de su pareja, quien lo culpa por la muerte de su hijo. Las vulnerabilidades de los cuerpos enfermos, antes socorridos por la medicalización, ahora son parte de las recriminaciones. Daniel Morán en la intemperie se ha vuelto contagioso y objetivo al cual marcar desde las conceptualizaciones ancladas en el imperativo heterosexual:

Te quedaste con mi hijo que ahora está muerto. Hasta sus cenizas te

pertenecen. Te lo llevaste de mi lado, lo hiciste olvidarse de mí como

si yo nunca hubiera existido. No pude darle ni un vaso de agua en sus

últimos días. No habrá una tumba donde ponerle ni una sola flor. ¿Te

das cuenta de lo que hiciste, Daniel? No lo tendré a mi lado cuando

yo me muera. Lo único que puedo desearte es que algún día te

mueras tan solo como él y como me voy a morir yo (311).

La muerte, esa estación final, va pegada a los huesos de estos protagonistas enfermos. “La enfermedad y la muerte no hacen más que salvarnos. A los que se marchan y a los que permanecemos” (322), reflexiona Daniel cuando mira el ánfora que contiene las cenizas de Jaime, su compañero ahora muerto. Son los triunfos y las derrotas de un deseo invisible, invencible e incontenible. Son las luchas personales, los cantos a sí mismos de los derrotados en sus cuerpos y en sus sangres. Meruane confina la lucha colectiva a la lucha propia del contagio, una nueva inscripción sobre corporalidades abatidas:

Comienza a zozobrar el ánimo más combativo y radical de las

sexualidades disidentes y cristaliza un estilo de vida más despegado,

acaso más acorde con el individualismo promovido por la nueva

99

cultura del capitalismo. Asimismo, la ficción de estos nuevos

portadores del virus tuerce su foco hacia una subjetividad desasida de

lo político, entendido desde la fórmula del activismo de la

reivindicación: los protagonistas se ven luchando solos, a menudo

angustiados por una sobrevivencia que implica un alto grado de

responsabilidad personal y de rutinas que intensifican la relación

narcisa con el propio cuerpo enfermo (263).

En los casos de los protagonistas de Sangre como la mía y La promesa del fracaso, los amantes viudos del deseo, los palomos cojos en el aletear romántico, finalizan sus recorridos mirando los espacios vacíos, notando la falta del otro-compañero-amante.

Situaciones especulares en que Jorge Marchant Lazcano instala a sus personajes en estas estaciones finales del recorrido. “Pese a cualquier desafortunado ataque, nuestra casa estará inmune, plena de vida mientras uno de los dos sobreviva hasta el final del viaje, Jaime”

(Sangre como la mía, 323). Un punto de fuga a la inversa, no para retomar un camino de vuelta, sino para analizar el cómo y el cuándo se traspasó un borde, se rompió una costura y se perdió tanta sangre, la nuestra, la mía… la del amante que ahora se extraña.

100

V. CONCLUSIONES Y PROYECCIONES

Uno de los retos durante la escritura de esta tesis fue el establecimiento de un diálogo entre las dos novelas del corpus trabajado. Sangre como la mía y La promesa del fracaso, que se hermanan en su planteamiento literario evidenciando un Chile homofóbico, supuso hacer una lectura desde donde extraer situaciones que, para su autor, son fundamentales al momento de dar cuenta de las experiencias de vivenciar el desarraigo que detona el virus del VIH en cuerpos enfermos. El trabajo de construcción de época, relevante en ambas narraciones, no es un capricho estético de la autoría, sino que articula los antecedentes valóricos de la sociedad santiaguina que Jorge Marchant Lazcano disecciona para, así, guiar la lectura hacia las realidades de sus protagonistas.

La representación del VIH-Sida, que es constante y transversal en las novelas estudiadas, y por tanto la narrativa de la enfermedad instalada en los cuerpos de sus protagonistas, perfilan las marcas de la construcción narrativa que dotan de su trabajo de características que se reconocen a lo largo de ambas ficciones.

Respecto a ello, considerar y determinar las especificidades literarias de estas dos novelas, como he propuesto, es perfilar una identidad homosexual en la representación del

Sida como metáfora de la desaparición social. El autor realiza una propuesta de testimonio de enfermedad, en la que focaliza el trabajo literario en visualizar cómo el patrón de relación heteronormativa se implanta a quienes bordean ese modelo de vínculo heterosexual. A lo largo de la argumentación de esta tesis, he demostrado cómo, por medio de mi lectura propuesta de Sangre como la mía y La promesa del fracaso el autor representa la extinción y desaparición de hombres homosexuales no solo a través de una

101 enfermedad, el VIH-Sida, sino que, además, cómo tal desaparición se materializa desde antes por los dictados heteronormativos. Por medio de sus dictados, acciones, normas, juicios, dispositivos sociales como los he llamado, se aniquila la posibilidad de una vida homosexual plena. Añado a ello que la enfermedad constituye un punto detonante que conlleva al desaparecimiento. Ambas novelas formulan un quiebre orgánico, donde la epidemia viene a simbolizar la tragedia y la desarticulación de la propuesta organizativa homosexual como un cuerpo colectivo, proponiendo la asimilación de éste a las normas heterosexuales o propiciando su anulación.

Mi objetivo general, dado por el estudio de las novelas mencionadas y establecido el

VIH-Sida como categoría detonante de la representación de la extinción de la corporalidad física y social de los protagonistas homosexuales en manos de la hegemonía heteronormativa, fue posible plantearlo, rastrearlo y concretarlo a través de los objetivos específicos dados por el estudio de las obras del autor, realizando un ejercicio comparativo en torno al VIH-Sida, lo corporal y el discurso heteronormativo y situando tales ficciones como estética autoral. Por otra parte, la visualización de la construcción epocal que hace el autor allana la posibilidad de centrar el estudio en la progresión del discurso heteronormarivo en los planos temporales desarrollados para dejar de manifiesto la realidad del Santiago de los años 50, 60 y 70 y la catástrofe del contagio en las décadas del 80, 90 y

2000. Como último objetivo, he expuesto la narrativa de la enfermedad que Jorge Marchant

Lazcano inscribe en las figuras de sus protagonistas, hombres homosexuales enfermos y que, en las novelas, instauran una identidad a través de la marca corporal.

Este carácter identitario, presente en ambas novelas del corpus, supone una identificación simbólica generacional, que he llamado comunidad cómplice, elemento

102 fundamental en quienes se acercan a la lectura de la estética de Marchant Lazcano.

Funciona aquí el sello del pacto de lectura, pues se vitalizan las referencias que cité en el cuerpo del texto y que organizan un marco referencial en el tipo de escritura de ambas novelas: “Las referencias textuales a calles, esquinas de calles, monumentos, personajes cotidianos, fechas o efemérides importantes, constituyen un cuerpo de conocimientos con el cual el autor cuenta para que su obra sea particularmente entendida” (88).

El desarrollo de los protagonistas, hombres homosexuales contagiados provenientes de las clases medias emergidas y posicionadas en Chile en las décadas de los 40 y 50, es el pretexto desde el cual el autor lee y critica el contexto social, un modelo de relación heteronormativo que se va a configurar en los cuerpos de los protagonistas como escenarios de marcación. He señalado que los varones homosexuales en Sangre como la mía y La promesa del fracaso no pertenecen a movimientos políticos ni sostienen discursos de transgresión, cuestión que los desmarca del activismo homosexual, ubicándose en sus recorridos en el interior de la heteronorma, vivenciando sus deseos en las dinámicas de las normas estipuladas y establecidas.

Así, los ejercicios narrativos de Marchant Lazcano ponen carne y rostro a una realidad viral de un universo homosexual que escapa al acto de encasillar la figura del homosexual como travestido y afeminado. Los hombres homosexuales del autor desafían esa etiqueta de rotulación, subvirtiendo categorías y proponiendo una otredad amenazante a la tradición.

He propuesto una categoría de inscripción de las novelas del corpus estudiado y las sitúo en un realismo idiosincrático y homosexual, en el entendido que los cuerpos homosexuales protagonistas se constituyen como espejos que actualizan relecturas de

103 discriminación y exclusión. Pero, además, porque se erigen como plataformas a la intemperie sobre los cuales los juicios de la heteronorma caen como murmullos, críticas, especulaciones y juicios. Concluyo que abrir e instalar una categoría es un riesgo. Desafíos a considerar en un contexto para visibilizar una carrera con una especificidad literaria y, aún más, proponer discusiones al interior de la academia y la crítica especializada. Hice mención que las novelas Sangre como la mía y La promesa del fracaso desestructuran los rótulos que deciden qué es una novela homosexual ya que la pluma de Marchan Lazcano propone los recorridos de sus protagonistas permeando las normativas de la hegemonía heterosexual, funcionando dentro y fuera de sus límites y suponiendo nuevas miradas para elaborar lecturas sobre este autor contemporáneo chileno.

Los hombres homosexuales en las novelas del corpus se enfrentan a imposibilidades. Los escenarios truncos de las negaciones tanto sociales como médicas debiesen, y lo planteo como una pregunta abierta, abrir elaboraciones textuales para que la crítica pusiera en diálogo la narrativa de Jorge Marchant Lazcano con otros autores de la escena nacional y latinoamericana, pero es quizás aventurado entregar una respuesta que defina el nulo recibimiento de su propuesta autoral. Tal vez, como argumento en esta tesis, la peligrosidad que confiero a sus protagonistas, en el sentido de traspasar los poros de los bordes hegemónicos y de contaminar los espacios, evidencia un problema teórico más que una fácil categorización en la literatura. Su literatura incomoda, vincula, cuestiona y propone la narrativa de la enfermedad, las dos novelas del corpus estudiadas son puzzles que encajan con los sueños de exterminio que postula Giorgi, permeando bordes tal como los protagonistas, fieles a la fuga y la permanente transición.

104

En los cuerpos enfermos, protagonistas de los relatos, se objetivan los discursos desde y hacia la pandemia y, con esto, señalo que se estructura la representación de la extinción homosexual en las novelas estudiadas. Representación que, a través de estas ficciones, otorga una visibilidad a la realidad corporal homosexual, cuestión que resalta

Llamas cuando señala la corporización de la realidad gay a través de la enfermedad. Se retoma, así, lo señalado por Giorgi, cuando cito nuevamente que: “Las ficciones literarias en torno al exterminio, entonces, trabajan en relación a esa fuerza performativa de los lenguajes y de las ficciones colectivas de la limpieza social, y su voluntad de hacer carne el verbo a partir de la eliminación de un cuerpo” (11).

Es cierto que las representaciones y sus categorías en los campos textuales de la literatura constantemente están sometidos a tensiones que repercuten en nuevas lecturas y horizontes, ante lo cual reafirmo lo que Giorgi acota como Literatura en cuanto a inscripciones como ejercicios que da cuenta de los límites que bordean la realidad:

La literatura (…) es el ejercicio que piensa y da testimonio de los

pasajes y mutaciones que tienen lugar en estos límites o confines de

la realidad, entre lo latente y lo manifiesto, la pulsión y la acción, el

sueño y la catástrofe: da cuenta de la plasticidad de la realidad y de la

fuerza imperiosa de los lenguajes (13).

Manifiesto y pulsión se desarrollan en Sangre como la mía y La promesa del fracaso tensionando los escenarios de la narrativa chilena, cuestión que me interesa aportar a la disciplina en esta tesis no solo como estudio, reflexión y lectura de tales ficciones, sino que como una proyección futura. Sería interesante inscribir esta mirada en una serie de estudios y propuestas referidos a cómo se han escrito las diferentes sexualidades en los

105 trabajos realizados por escritores homosexuales chilenos en campos de producción cultural que han ocupado la escena chilena a partir de la transición dictadura-democracia.

Una serie de preguntas referidas a cuestiones tales como ¿cuáles han sido los recorridos de la literatura chilena homosexual desde la recuperación de la democracia como ejercicio de representación de la inclusión de las sexualidades diferentes?, ¿cómo el teatro chileno da cuenta de los discursos homosexuales en la escena post dictadura?, ¿cómo los ejercicios de ficción de Jorge Marchant Lazcano influyen en la prosa homosexual de jóvenes escritores post año 2000?, darían cuenta de un proyecto de tesis doctoral en que se desarrollen tópicos relevantes para poner en discusión los discursos narrativos, la generación de poéticas autorales y la homosexualidad como campo de estudio literario.

Otros puntos interesantes a desarrollar son someter esta tesis a un trabajo de transformación para elaborar artículos en que lo central es la representación del VIH-Sida en la literatura chilena contemporánea y la presentación de este texto a casas editoriales para su publicación estableciendo un diálogo entre homosexualidad, narrativa y VIH-Sida como representación de lo Otro en el campo cultural chileno.

106

VI. BIBLIOGRAFÍA

Bibliografía primaria:

MARCHANT LAZCANO, JORGE. Sangre como la mía. Santiago de Chile: Editorial

Alfaguara, 2006.

---. La promesa del fracaso. Santiago de Chile: Tajamar Editores, 2013.

Referencias bibliográficas:

AGAMBEN, GIORGIO. “La inmamencia absoluta”. Ensayos sobre biopolítica: Excesos de vida. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2007. Impreso.

ASALAZAR, GONZALO. El deseo invisible. Santiago cola antes del golpe. Santiago de

Chile: Editorial Cuarto Propio, 2017.

BLANCO, FERNANDO. “Sexualidades en transición. Homografías post Pinochet”. Inti:

Revista de Literatura Hispánica. 2009. Pdf. 25 julio 2015.

---. “Comunicación política y memoria en la escritura de Pedro Lemebel”. Reinas de otro cielo. Modernidad y autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel. Ed. Fernando Blanco.

Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2004.

BOUZAGLO NATHALIE Y GUERRERO, JAVIER. Excesos del cuerpo: Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina. Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2009.

107

BUTLER, JUDITH. Cuerpos que importan: Sobre los límites materiales y discursivos del

“sexo”. Nueva York: Routledge, 1993. Impreso.

CONTARDO, ÓSCAR. Raro. Una historia gay de Chile. Santiago de Chile: Editorial

Planeta Chilena S.A., 2011.

CÓRDOBA, DAVID. “Teoría Queer: Reflexiones sobre sexo, sexualidad e identidad.

Hacia una politización de la sexualidad”. Teoría Queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas. Edits. David Córdoba, Javier Sáez y Paco Vidarte. Barcelona: Editorial Egalés,

2005.

DONOSO, AMELIA Y ROBLES, VÍCTOR HUGO. Sida en Chile, historias fragmentadas. Santiago de Chile: Siempreviva Ediciones, 2015.

ELTIT, DIAMELA. Signos vitales: Escritos sobre literatura, arte y política. Santiago de

Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2008. Impreso.

ERIBON, DIDIER. Reflexiones sobre la cuestión gay. Barcelona: Editorial Anagrama,

2001.

FRANCO, JEAN. “Estudio preliminar. Encajes de acero: la libertad bajo vigilancia”.

Reinas de otro cielo. Modernidad y autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel. Ed.

Fernando Blanco. Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2004.

GIORGI, GABRIEL. Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura argentina contemporánea. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2004.

GIORGI, GABRIEL Y RODRIGUEZ, FERMÍN. Comps. Ensayos sobre biopolítica:

Excesos de vida. Buenos Aires: Editorial Paidós, 2007. Impreso.

108

GODOY, MARCIAL. “El Sida y sus políticas”. Sida en Chile, historias fragmentadas.

Santiago de Chile: Siempreviva Ediciones, 2015.

GUERRERO, JAVIER. Tecnologías del cuerpo. Exhibicionismo y visualidad en América

Latina. Estudios de cultura visual. Madrid: Iberoamericana, 2014.

KOTTOW, ANDREA. “El SIDA en la literatura latinoamericana: prácticas discursivas e imaginarios identitarios”. Instituto de Estética-Pontificia Universidad Católica de Chile.

Aisthesis N° 47: 247-260, 2010. http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-

71812010000100017&script=sci_arttext

LLAMAS, RICARDO. La reconstrucción del cuerpo homosexual en tiempos de SIDA.

Centro de Investigaciones Sociológicas. Revista Española de Investigaciones Sociológicas

Nº 68, Monográfico sobre: Perspectivas en Sociología del Cuerpo: 141-171, 1994. http://www.jstor.org/stable/40183761

LLANOS, BERNARDITA. “Masculinidad, Estado y violencia en la ciudad neoliberal”.

Reinas de otro cielo. Modernidad y autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel. Ed.

Fernando Blanco. Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2004.

MERUANE, LINA. Viajes Virales. Las crisis del contagio global en la escritura del Sida.

Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 2012.

PASCAL, RODRIGO. “Los héroes derrotados (una historia de transformación social)”.

Sida en Chile, historias fragmentadas. Santiago de Chile: Siempreviva Ediciones, 2015.

109

PRIETO, SOLEDAD. “Perversión y Eugenesia a comienzos del siglo XX: La enfermedad venérea y la degeneración como metáfora de la homosexualidad”. Ficciones políticas del cuerpo. Lecturas universitarias de género, sexualidades críticas y estudios queer. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2016.

ROJO, GRÍNOR. Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena. ¿Qué y cómo leer? Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2016.

SARROCCHI, AUGUSTO. Erotismo y Homosexualidad en la narrativa chilena. Santiago de Chile: Piso Diez Ediciones, 2014.

SONTAG, SUSAN. La enfermedad y sus metáforas y El Sida y sus metáforas. Buenos

Aires: Taurus, 1996.

SUTHERLAND, JUAN PABLO. Comp. A corazón abierto. Geografía Literaria de la

Homosexualidad en Chile. Santiago de Chile: Editorial Sudamericana, 2001.

---. Edit. Ficciones políticas del cuerpo. Lecturas universitarias de género, sexualidades críticas y estudios queer. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2016.

Prensa escrita:

La Tercera, 31 de julio de 1984. Santiago de Chile.

La Tercera, 23 de agosto de 1984. Santiago de Chile.

Las Últimas Noticias, 23 de agosto de 1984, Santiago de Chile.

Vea, 26 de abril de 1973, Santiago de Chile.

110