OSCAR ALFARO

CUENTOS CHAPACOS

CUARTA EDICION LA PAZ 1978

Edita: Fanny Mendizábal Vda. de Alfaro Apartado 3860 La Paz — Bolivia

Impreso en Bolivia Art—Press Ltda. Printed in Bolivia Teléfono: 51311 LA GUENA MOZA

Una llamarada en el aire. La bandera roja de la chichería llamaba a la gente endomingada que volvía de la misa. La tuerta Leucaria salía a medio ca- mino, para atajar a los mozos. —¡Ma dentren a probar la chicha. . .! Cogiéndolos del bra/o, los metía de dos en dos al patio de la fiesta. Allá una cadena de mujeres cantaba bajo el parral. La sombra verde de las hojas se estampaba sobre sus mantas de seda. Las mozas estaban chaposas de sol y los hombres se les acercaban a cada rato para invitarles mates de chi- cha y para rociarlas de coplas. En medio patio jugaban a la taba. —Cincuenta pesos al tiro. . . —Pago en contra. . . Y el hueso blanco de la taba trazaba circuios lácteos en el aire. Aquí e) Toribio se echó el pon- cho al hombro y entró en juego. Unos ojos de mujer se encendieron al verlo. —¡Amalaya la guena moza!. . . — dijo, para sí y arrojó i a taba. —iVelay cayó pinino!. . . —¡Hijo 'el diablo, agora 'stais con tuita la guena lechfc! Tirá pa mi. . . — salió diciendo el Mauricio. —¡Ajá! Como pa vos. . . ¡Suerte clavada! Nuevamente brillaron los ojos de mujer tras el gentio. Esta vez el Toribio sostuvo la mirada y el Mauricio también clavó los ojos allí. —Gueno, siga el juego. . . Y el triángulo de ojos se hizo pedazos en el aire.

- 5- Entró en cancha un nuevo jugador y el Torihio per- dió, pero ya no le interesaba el juego, sino las pupilas que vió desaparecer. Los fue buscando a la altura de todos los rostros. Sintió una picazón en la nuca. Se dió la vuelta y. . . encontró los ojos, junto a una rosa y a una sonrisa. —¡Vos sois la luna que cayó del cielo! — se acercó diciendo, seguro de su triunfo. La "luna" se paró, alumbrando con su hermosura un rincón sombreado del patio. —Ma decime tu gracia. —Me llamo Jlorínda. —¡Velay que nombre! Paise que dijera jlor linda Y verdá que sois la jlor más linda del valle. —Primero dijo que yo era la luna. —Sois la luna y la jlor, porque la luna es jlor del cielo. —Tan lindas cosas que dice osté. Dejuro sabrá hacer coplas. —Yo soy como el árbol de.tu casa, lleno de pá- jaros y jlores. . . —Y artfe cada moza te sacudís pa hacerle llover jlores y cantar pájaros. . . No li haga caso a éste, que a tuitas dijo lo mesmo — dijo el Mauricio, pa- sando de largo. —Seguí tu camino, deslenguau. A vos naide te da vela en el velorio. . . Pero el Mauricio se arrimó perezosamente al mol le del patio y comenzó a cantar, mirando a la Florinda.

"Ay moza, cuando me miras, Tus ojos verde-limón, Son dos abejas que pican La jlor de mi corazón. . .

La copla hizo gracia a la Florinda y sonrió. Sus ojos volaron sobre el cantor. El Toribio se dió cuenta que perdía terreno y sacó a relucir la misma arma lírica.:

-6- "Tu querer > mi querer, Tu pensamiento y el miyo. Son como Tagua del riyo, Que pa atrás no han de volver. . ."

Pero el Mauricio volvió a cantar burlonamente.:

"Que naides le cante coplas A la mujer que yo quiero, Que pa cantar a mi moza, Yo soy el mejor coplero. . ."

El Toribio iba a contestar a su vez, cuando la moza fugó de su lado, dejándolo solo frente al rival. Desde allá lejos se dió vuelta y lanzó otra copla para los dos:

"Me gusta prender el , Retirarme a verlo arder. Me gusta el amor en otros, Que en mi no lo puedo ver. . ."

Y desapareció, en medio de la multitud. —¡Si será consentida la hija diuna. . .! —La culpa es tuya, que te ponis a cantarle, como el huichico a la jlor. —Vos has jecho lo mesmo. —Yo prencipio osina, pero dispués las picoteyo, como el tarajchi a la jruta. . . —Pero esa ya será jruta picotiada. —Y si no es, la ua picotiar yo. —Primero yo. —Eso lo veyamos. . . Y los dos se fueron, otra vez tras la moza. —¡Cocorocó!. . . — Llegó Juan, el gallero, anun- ciado por el canto de su plumífero heraldo que batió las alas en la puerta. —¡Abran cancha, que aquív' haber riña '¡gallos!. . . —Que traigan a gallo de la casa.

-7- —¡Cocorocó!. . . — Y el gailo de la casa apareció en la pirca del huertillo, voló a medio patio y la tuerta Leucaria lo agarró del pescuezo. —Ma ver apuesten. . . —Voy cincuenta al gallo blanco. . . —Yo voy cien al colorau. La tuerta Leucaria sopló agua bajo las alas de su gallo y lo largó a media cancha. El otro lo re- cibió con un reyuelo. —Gueno el blanco. . .! —¡Gueno el colorau!. . . Plumas y sangre pintaban la muerte roja en el aire. —¡Ay juna qué cachazo!. . . de la tuerta dió dos vueltas y clavó el pico en la tierra. El otro lo perseguía en redondo, pero sólo lograba desplumarle la cola. El herido giraba, como un compás, rayando el suelo con el pico entreabierto. . . De pronto, tiró la cabeza ha- cia arriba y trazando un círculo de las encajó sus espolones rojos, como dos relámpagos en el pescuezo de su enemigo. Este salió cacareando de la cancha. —Ganó mi ga¡lo, exclamó la tuerta Leuteria y levan- tó al animal victorioso que cantó en sus manos. —¡Qué pollo endemoniau. . .! —Pero mirenlón. ¡Si perdió un ojo en lapeleya. . .! —Agora 'stá como su dueña. —Si parece su hijo. . . —¡Ja. . . ja. . . ja. . .! ¡La tuerta Leuteria parió un gallo!. . . El caminp se llenó de ponchos y sombreros y llegó más gente a la fiesta. El Mauricio andaba mi- rando todos los rostros de mujer, sin encontrar el de la Florinda. Sólo de vez en cuando se topaba con los ojos del Toribio, que buscaba lo mismo. —¡Juna grandísima!. . . ¡Vos otra guelta. . .! Y pasaba de largo. Volvía a recorrer con la mirada los perfiles, las trenzas y las siluetas, de la colección de mujeres

-8- que alli habia, pero inútilmente. —¡Que se vaya a la porra!. . . Yo me priendo de cualquiera otra. Pero en ese instante vio un hermoso cuerpo de mujer, cimbreándose por el camino. —¡Es ella y se vá. . .! — corrió en su persecus'ón. Rompiendo el cerco de enredaderas de la huerta, salió también el Toribio, tras la moza. —¡Quedate vos, no sias amolau! Ella no ti hace caso. . . —No, la prienda es miya. —Gueno, que seiga pal que la pille primero. —Que seiga. . . Ambos le dieron alcance al mismo tiempo. —iJIorinda! — de un lado. —iJIorinda! — del otro. La moza se volvió, haciendo culebrear sus cimbos. —¡Qué quieren!, ¿otra vez?. . . —Yo soy el que quiero. Este otro, nada. Volva- mos pa la jiesta. — dijo el Mauricio. —No, ya es tarde. Ta escureciendo. . . —Por lo mesmo, que no se vaya la luna, sino va escurecer del todo. — opinó el Toribio. —Oste siempre diciendo linduras. . . —Y este otro siempre estorbando. . . Venia un tropel de caballos que llenaba el camino. —Gueno, volvamos, que éstos mus pisan — dijo ella. —Píllate de 'ste brazo. —Píllate de "ste otro . . . La Fiesta ya estaba espesa de voces. Los hombres andaban prendidos de las mozas y la tuerta Leucaria corría de un lado para otro, manchando la noche con una vela. —Gueno, aquí sentamos. — dijo la Florinda. -^Si, pero alguno 'sta' de yapa. — advirtió el To- ribio. —La yapa sois vos — contestó el Mauricio. —Que diga la jlorinda ¿ Quien sobra a tu lau?

-9- —Sobran los dos, porque yo tengo otro. —¿Y quién es ése? —El que acaba de entrar. Y entraba un hombrón de cabeza samba y de cara escrita de pecas. —A y juna qué toro. . .! —¡Ta gueno pa arar! —Y pa corniar. ¡Cuidau que aquí viene. . .! La moza se fué con él Un cielo de ponchos morados comenzó a desfle- carse sobre el campo. —¡Velay la !. . . —¡Se aguó la jiesta!. . . —Cada carcancho a su rancho. Y el gentío se pedazeó por todas partes. Caballos y jinetes corrían sobre las maizales, enfilando a sus casas, borradas por el aguacero. El Toribio y el Mauricio se quedaron hasta el final, en procura de la moza huidiza. No la encon- traron, pero la tuerta Leucaria los consoló con los últimos mates de chicha que quedaban. —¡Lluvia pa adentro y pa ajuera! —Es el colmo. Vamonos. Salieron y montaron . los caballos. Por los tapiales se perdían los últimos jinetes. Siguieron la misma dirección. —¡Que me cuerten el pescuezo si aquella no es la Jlorinda! — dijo el Toribio, apuntando a una moza que escapaba en las ancas de un caballo ala- zán. —Dejuro que 's ella. —Y se va pa la casa de su amante. —¡Que la parta un rayo por perra!. . . En ese momento el caballo dió un respingo y ella voló, abriendo su corola de polleras. El hombre bebido, siguió galopando bajo la tempestad. La voz de la moza corrió por la superficie del maizal inútilmente. —¡Ma veyan a la paloma herida!. . .

-10- Los dos amigos desmontaron. —¡Guen pago te da tu dueño!. . . La pusieron de pie, pero volvió a caer. —Paise que se torció la pierna. —La pogre 'sta sucha. —La ua subir a mi caballo. —No, yo la ua subir al miyo. —Por caridá, guelvan más bien a prestarse un ppullo de la tuerta Leucaria, pa llevarme. —Andá vos, yo me quedó a cuidarla. —No hombre, corré vos. —¡Atatatay!. . . — se quejó ella, para decidirlos. —Pero andá desalmau — insistió el Mauricio. Y el Toribio salió corriendo. El otro se volvió entonces hacia la moza herida. —Eso te pasa por ayuntarte con ese toro colorau. . . Ella seguia muda, con los ojos entreabiertos y el pecho alborotado. —Te ua sobar la pierna magullada — y le comenzó a correr las manos sobre la piel tibia de los muslos. —Dejame, no siais atreviu. . . —Si es sólo pa curarte. —Andá a curar a tu agüela. Pero el Mauricio seguía insistiendo. —Dejame te digo. ¡No me toquis!. . . Pero el hombre no se daba por enterado. —Gueno. ¡Esto si acabó!. . . — y se paró de un brinco. —¡Hija de una. . .! ¡Vos no 'stais herida! Quiso tomarla de nuevo, pero ella esquivó la embestida y el hombre se fue de manos. Se levantó nuevamente, sintió que estaba ebrio y volvió a per- der el equilibrio. —¡Vení puacá, vidita, que te ua curar. . .! —El curao es osté. —¡Vení, te digo!. . . — Se le avalanzó de nuevo. Pero la moza, después de hacerse a un lado, le propinó un empujón, tumbándolo de espaldas sobre el-maizal.

-11- —Gueno, aqui lo dejo. — Y corrió hacia el caballo. El comprendió sus intenciones y gritó: —Soltá mi caballo, imilla mañuda. ¡No me dejis a pie, en medio de 'sta lluvia! —Ma ver si Tagua le quita la borrachera. . . Y saltó sobre el animal. Por el otro extremo del tapial apareció el Toribio, arrastrando el "ppullo". Ella le gritó, ahogándose de risa. —¡El ppullo es pa llevarlo a su amigo, que yo no tengo nada!. . . — Y fugó al galope. Los dos amigos se enfrentaron, furiosos. —Vos tenis la culpa, baboso. —El baboso sois vos. ¡La culpa es tuya!. . . —¡Tomá vos!. . . Y se trenzaron a golpes. La moza se perdió por el lindero, cantando.

'Te siguen dos gavilanes, Paloma del palomar. Déjalos que se desplumen Y volá pa otro lugar. . ."

-12- LAS FAMILIAS RIVALES

Entre las familias Gareca y Villa, de San Ma- teo, había una de aquellas atroces rivalidades de pueblo chico. El odio se enconó más cuando Do- mitila Gareca cayó en poder de Pablo Villa y fue violada salvajemente en pleno campo. Pero antes de que el galán escapara, los primos de domitila lo dejaron muerto a puñaladas, sobre el camino. Entonces se inició una persecusión violenta con- tra, los Gareca, pues los Villa estaban en "el poder" y ocupaban la alcaldía y la suprefectura. Llegó la fiesta del pueblo y se preparó una de esas folklóricas "toreadas" provincianas. Esa tarde toda la gente se atrincheró detrás de las barreras de palo que cercaban la plaza. En el centro de la cancha habían colocado un enorme espantajo, que iba a servir para probar la furia del toro, o la for- ma de sus empbestidas, antes de que un chapaco arrojado se atreviera a tomar el poncho toreador. El primer animal salió a la cancha y embis- tió directamente al espantajo. Alguien creyó escuchar que el gran muñeco daba un grito ronco, pero fue apagado por las carcajadas de la multitud. Estaba manejado por sogas manipuladas desde los árboles y cuando el toro se cansó de cornearlo, lo arras- traron hasta un rincón. ' Entonces comenzó la "toreada" en serio. Apa- reció el primer "torero" del pueblo y se quitó el poncho colorado. Después de cuatro o cinco embes- tidas que esquivó gallardamente, logró arrancar la corona repleta de monedas de plata que estaba ama- rrada al pescuezo del animal. Antes de sacar al segundo toro el espantajo fue nue- vamente arrastrado hasta media plaza y puesto de

-13- pie. Había dejado una raya colorada de sangre fres- ca detrás de sí, pero esto no extrañó a nadie, por- que era costumbre embutir bejigas de buey llenas de sangre, en el cuerpo del fantoche. Salió el segunto loro y arrojó al espantajo por el aire. Cuando cayó al suelo lo vieron levantar los brazos y las piernas, pero todos creían que eran movimientos imprimidos por las sogas. El toro se cebó en él hasta dejarlo completamente inmóvil. Este animal era un verdadero asesino, que en "toreadas" anteriores había dado cuenta de más de tres mozos que se le pusieron al frente. El premio para el que se atreviera a capearlo era ahora una corona de libras esterlinas, monedas que aún quedaban como recuerdo de los primeros años de la República. La gente enmudeció de asombro, cuando vio a Manuel Gareca, el odiado enemigo de los Villa, salir a la cancha arrastrando su poncho. Decididamente el hombre era matrero en la faena y pronto hizo una demostración de coraje suicida ante su enemigo, el alcalde municipal. Después de jugar con la muerte, como si tal cosa, arrancó la corona de esterlinas y salió sin un rasguño. Alguien corrió entonces a desatar al espantajo y vió que dentro de él. . . estaba José Gareca, con el cuerpo molido a cornadas. Llamó a la gente a gritos y el horror corrió por la plaza. Se supo en- tonces que horas antes José Gareca había caído en poder de los Villa, los que resolvieron hacerlo despedazar por los toros. Primero lo apalearon has- ta dejarlo inconsciente. El bárbaro suceso ocasionó el cambio de seme- jantes autoridades. Al poco tiempo vino un vuelco en la política y los Gareca tomaron el poder de la provincia, ocu- pando la alcaldía y la suprefectura. Casi a la semana de este cambio llegó la fiesta de San Juan y las nue- vas autoridades organizaron todo un programa de festejos. Se levantó en la plaza un "castillo" de leña y se le prendió fuego. La gente cantaba y bebía, en-

-14- tre "vivas" a los Gareca y "mueras" a los Villa. El resplandor de la hoguera gigante llenaba todo el pueblo, como una muestra del poder de las nuevas autoridades. Después de un rato se procedió a quemar los muñecos como era costumbre en el lugar. Los mu- ñecos estaban colgados de los árboles y remedaban muy bien la figura de los miembros más conocidos de la familia Villa. Uno tras otro los iban quemando mientras subía el clamor de la gente. —¡Que muera Jacinto Villaaa!. . . —¡Que mueraaaa!. . . —¡Al fuego con él. . . . —¡Al fuegooooo!. . . Y después de empaparlo en aguardiente, le pasa- ban la antorcha quemadora. —¡Que muera la vieja Genara!. . . —¡Que mueraaaa!. . . . —!A1 fuego esta bruja!. . . —¡Al fuegoooo!. . . Y la abuela de los Villa corría igual suerte que el muñeco anterior. Cuando ya habían quemado en imágen a casi toda la familia Villa, trajeron un muñeco pequeño", cho- rreando aguardiente. Lo colgaron de la cintura y le aplicaron la antorcha. Empezó a arder rabio- samente. De pronto la multitud se quedó muda... El muñeco dio un grito espantoso. Corrieron hacia él, pero ya era sólo una bola de fuego. Cuando cayeron las ropas incendiadas, vieron que era el último hijo de Hilarión Villa, el ex-alcalde municipal de San Mateo.

-15- LA NOCHE DE SAN JUAN

El campo era un jardín de luminarias rojas. Cálices de fuego crecían hasta tocar el infinito. Y los niños del pueblo giraban alrededor de estas flores ígneas, como grandes mariposas. Era la noche de San Juan y en cada casa del valle se encendía una fogata. A la entrada de la aldea vivía don Cruz, con su mujer y sus hijas mozas. Allí también ardía una luminaria, como una monstruosa amapola roja. El viejo Cruz y sus amigos fumaban silenciosamente, sentados junto al fuego. Los muchachos acarreaban las plantas de "suncho" y de "cola 'i zorro", que arrojaban a la fogata, produciendo una reventazón de chispas. La mujer de don Cruz, sentada en el umbral de la casa, se atajaba la calda de los ojos, con una mano gorda como un sapo, y de rato en rato, reñía a los muchachos, que batían el fuego con sus varas de membrillo echando a! aire surtidores de brasas.. . —¡Dejen di amolar llokallas huasos. . .! Pero los niños segían despedazando la luminaria. —¡Zámpales agua, Juan Cruz, pa que apriendan a rispetar!. . . Pero el marido no le hacía caso y seguía fumando como un murciélago. La vieja se levantó y alzó una tinaja de agua que había sido dejada a propósito, junto a la puerta. —¡Tomen, changos malcriaus!. . . — Y el conte- nido de la vasija voló, como un poncho líquido, to- pando a los niños. Estos escaparon, derramando hilachas de agua de su ropa. Se reunieron más allá de la fogata. —¿Los sopamos?

-16- —¡Los sopamos!. . . Y corrieron al arroyo cercano, donde llenaron de agua sus chisguetes de caña-hueca. Volvieron por distintas direcciones y rodearon a los dueños de la luminaria. —¡Juyan de aqui!. . . gritó la vieja, al verlos, pero una culebra de agua le entró por la boca y otra le cayó por los senos. —¡Alalau, muchachos perros!. . . Las mozas corrieron en su defensa y empaparon a los atacantes vaciándoles "birques" de agua en la cabeza. Estos sin embargo, se defendieron, acribi- llándolas a chisquetazos. Una de ellas quedó mo- mentáneamente ciega, al recibir en los ojos el ri- flazo del líquido. Y los muchachos aprovecharon para quitarle el cántaro y llenar en él sus chisguetes. Se armó una batalla campal de la que salió empapado hasta el mismo don Juan Cruz. —Gueno, gueno, si acabó el juego —dijo el viejo— Vayan a trayer mas sunchoque la luminaria se apaga Los muzuelos, temblando de frío, se perdieron en las huertas vecinas, y regresaron, al poco rato, trayendo ponchadas de hierba seca a la espalda. El fuego se avivó nuevamente y los muchachos volvieron a saltar sobre él para secarse la ropa. Comenzó a llegar gente de las casas vecinas y con ella vino el Carmelo, un mocetón de veinte años, que andaba detrás de la Lindaura, hija mayor de Don Cruz. Esta sin cuidarse del hombre que la deseaba, volaba so- bre la fogata, mostrándole las piernas. . . Imilla, no saltis tanto, que te vais a quemas las cimbas. . . —le gritó su madre—. Pero ella seguía saltando alegremente y deshojando las llamas como pétalos ardientes. Los ojos del Carmelo brincaban tras ella y en cada que pasaba por su lado, le tiraba de las polleras. —¡De jame de tironear la ropa como un perro cho- co!. . . y continuaba brincando. Un rato de esos fingió dar un mal salto y cayó con los brazos abier- tos sobro el mozo. Lo tumbó de espaldas con su peso y le pasó por la boca sus senos calientes. —¡Tate quieta, imilla lisa!. . . —gritó nuevamente la vicia enojada— y ella aprovechó para quedarse

-17- quieta junto al Carmelo. —Decime agora qué querís. . . —Vémonos di aquí. ... —Taris loco, pánde querrás llevarme. —Pa la huerta. . . La hoguera comenzó a despedir fantasmas de humo, al extinguirse. —Llokallas, vayan a trayer más suqcho. —Yo ua dir —dijo la Lindaura, dando un tirón al hombre, para que la siguiera. Este, disimulando, partió en sentido contrario y, después de caminar en redondo, siguió tras ella. Jau. . . jau. . jau. . . —ladró el "Melgarejo", el perro barbudo de la casa. —¡Perro condenau, soltame el poncho! —renegó él en voz baja. Y la Lindaura gritó más fuerte, para despistar a los viejos: —¡Animal sonso!, ¿no vis que soy yo?. . . —Y de una pedrada lo dejó rengueando. Eí la tomó entonces de la cintura y quizo tum- barla allí mismo. —No aquí, hombre. La luminaria ta alumbrada. Dentremos al sunchal. . . Pero la luminaria estaba bajo su piel y lanzaba llamaradas por su voz. Perseguidos por la lumbre, siguieron corriendo, hasta llegar a un rincón de la huerta. Allí crecían las plantas floridas de "suncho", llenando el aire con su aroma sensual —Dentra vos primero —dijo la moza. —Ya está. —Quítate el poncho y tendelo. —Gueno. —Espera un rato. Ua vichar si no viene alguno. Sólo el viento movía los árboles bajo la luna, pero la moza seguía escuchando los rumores, sin moverse. —Ya pues. . . —Callá la boca y aguardá. . . De pronto un terrible escosor subió por las piernas del Carmelo. —¡Atatay, qué es ésto. . .!

-18- La moza lanzó una carcajada. —¡La pucha que sois jodida! . ¡Mi has traído a un hormiguero!. . . —Pa que se te quite el escosor del cuerpo y las ganas de tumbar a las mozas! —Y escapó, llenando de risas el sendero. —No te vais a reir de mi, imilla pispila —Corrió tras ella sacudiendo su poncho lleno de hormigas. —Jau. . . jau. . . jau. . ;—Y el "Melgarejo", como enseñado, le cortó el camino. La moza llegó a «la fogata, con las manos vacias y se disculpó: —El Carmelo ta trayendo el suncho. Pero el Carmelo seguía gritando en la huerta.: —¡Soltame el poncho, perro condenau. soltame el poncho. . .!

-19- LA FIESTA DEL SANTO PATRON

—Ta linda la jiesta, cumpa Casiano —dijo el Ma- teo, apuntando al horizonte, donde las lunas artifi- ciales se hacían pedazos, girando vertiginosamente. El Casiano trancó su puerta con una rama de "ttaco", dió un puntapié al perro que quería salir tras él y se reunió con su compadre Mateo. —Ma ver, bajemos a la plaza, un rato, a leber- tirnos. . . Y los dos siguieron, camino abajo, haciendo ron- car sus hojotas claveteadas sobre las piedras. Ala- cranes de fuego les subían por el poncho, mientras cruzaban bajo el follaje rociado de luna. —Lo que's yo, toy jodiu con mi mama injerma. La ha pillau el reumatismo y ahí 'stá en la cama sucha y encogida —dijo el Casiano a poco andar. —¿Porqué no l'hacís curar con doña Ilaria? Ella lo ha curau a mi taita el mesmo mal. —Si ya se ha cansau de sobarle las canillas, de ponerle enjundia de gallina negra. . . pa nada, la injerma va de mal en pior. —Entonces llévala pal hospital del pueblo. —¿Velay, acaso no sabis que diallá la'i guelto 1' otro diya?. Cuais me l'han matau. Si no la saco a tiempo le iban a serruchar las patas. Así hablando, llegaron a la plaza colmada de gen- te y cercada de luminarias crepitantes. El sacristán de la iglesia repartía cohetes a los chiquillos aldeanos y éstos, con los tizones floridos de llamas, los encendían y los echaban al aire. La noche íntegra era una gran fuente luminosa que re- gaba chispas sobre la plaza. —Jueguen señores, al diablito y a la luna —gri- taba un poblano que tenía instalada su mesa de juego en la esquina de la iglesia —, Aquí naides pierde.

-20- Aquí naides pierde. . . A probar la suerte. . . A probar la suerte. . . Se vá y se jué. . . El Casiano y su amigo se apegaron a la mesa, abriéndose campo a codazos. Cada uno puso un billete de quinientos bolivianos sobre el hule pintado de figuras chillonas que re- presentan soles y estrellas, sirenas y diablos. —Ganó la luna y la sirena. . . Sigan jugando, señores. L.os dos amigos perdieron y volvieron a jugar. —Esta vez ganó el diablito. Guena suerte, seño- res. Guena suerte. Guelvan a jugar. —Yo 'stóy de a malas. Vámonos pa otro lau —dijo el Casiano, al perder por tercera vez. Un camaretazo rajó la noche y un cohete busca- pique se metió por entre la multitud, abriendo una senda de gritos. Los cañeros soplaban sus enor- mes intrumentos. donde sonaba la voz ronca de la tierra. . . —Ma mira aquel lobo ardiendo —dijo el Mateo, señalando un enorme globo de papel que se elevaba sobre un bosque de manos. . . Repentinamente, sopló el viento en dirección a la iglesia y la esfera de fuego se metió por la puerta abierta. . . —Jesucristo! iCuerran y apaguelón! ¡Va aquemar la capilla!. . . La gente saltaba, tratando de alcanzarlo, pero el globo volaba a ras del techo y se dirigía al altar mayor. El sacristán, con un palo de apagar velas, quería bajarlo, pero no hizo otra cosa que tumbar a los ángeles de la pared. El globo, por fin, chocó en una viga del techo y fue a caer, ardiendo, a los pies del patrón San Mateo. Las gasas de su altar comenzaron a encenderse y los campesinos, horrorizados corrieron a matar las llamas con sus ponchos. Se produjo un tumulto de manos quemadas y ojos desorbitados. Los candelabros cayeron al suelo y fueron apagados a pisotones. El santo quedó a obscuras, con las manos ele- vadas al cielo y las piernas desnudas, al quemarse

-21- la parte baja de su túnica. Los pies achicharrados ostentaban ampollas, como si el santo estuviera vivo. Esto llenó de asombro a la gente y el cura aprovechó para proclamar a gritos un milagro. Desde una de las llagas comenzó a chorrear la pintura roja, como san- gre caliente. Un silencio lleno de temor religioso corrió por la iglesia y pasó a la plaza. Los chicos dejaron de lanzar los cohetes al aire. Los chapacos silenciaron sus cañas y las pusieron como gigantescos signos de interrogación en la puerta del templo. De pronto la voz del sacristán sonó despavorida: —¡Se han robau la plata del santo!. . . Todas las miradas se incrustaron en el hueco ne- gro que señalaba el sacristán a los pies de la ima- gen, donde antes estaba la alcancía. El cura trepó al púlpito y sacudió el templo con su voz. ¡Temblad, hombres sacrilegos, ante la ira del cie- lo!. . . ¡Devolved lo robado o la maldición de Dios caerá sobre vosotros! En ese momento el \ iento hizo sonar el maderamen del techo y la gente comenzó a escapar enloquecida, creyendo que el templo se derrumbaba. ¡Que nadie salga de la casa de Dios, o la cólera divina hundirá a este pueblo pervertido!. . . —rugió el sacerdote. Los fugitivos clavaron sus pasos en media huida y volvieron sus rostros congestionados hacia el cura. Sólo uno de ellos siguió corriendo y ya estaba en la puerta, cuando el sacristán le arrojó este grito.: —¡Es el lagrón. . . ¡Es el lagrón!. . . Una barrera de gente le cerró el escape. Varios puños se levantaron contra él y la alcancía cayó al suelo, derramando su contenido. De entre un Cho- rro de sangre y de ropas desgarradas, emergió el culpable. . . ¡Era el Casiano!. . . —¡Hijo de satanás! —gritó el cura, señalándolo — ¿Cómo te atreves a robar el tesoro del cielo?. . . La multitud se apoderó de él y lo arrastró hacia ,la plaza. Su amigo el Mateo, gritaba desesperado: Dejelón, haiquiris, él no ha robau al santo sino al cura. ¿El santo pa qué quiere plata?. . . ¡Dejelón

-22- alcahuetes de la trampa!. . . Pero los campesinos, envenenados por la voz del cura, seguian arrastrando el cuerpo ensangrentado. El Mateo sacó un cuchillo y arremetió contra los más exaltados. —¡Basta.carajo!. . . ¿No les da vergüenza maltra- tar a un pogre como ostedes por dejender a ese grin- go ensotanau?. . . El Casiano quería esa plata pa curar a su mama. ¿Qué mal les ha jecho el pogre? Sóltelo don Matías. . . Soltá vos Lauriano. Soltá Eleuterio. . . Dejelón pararse. . . El Casiano se levantó con el poncho lagrimeando sangre. Y se perdió en la noche, seguidode su amigo. Pero al amanecer del día siguiente, el pueblo fue sorprendido por un raro acontecimiento. El Mateo y el Casiano paseaban por la plaza al sacristán, montado sobre una muía. Lo habían pescado en el ca- mino, llevándose las joyas y el dinero del santo. —¿Pande llevabas eso, ja? — le preguntaban dán- dole de golpes. —El cura mandaba la petaca pal pueblo, como tuitos los años, dispués de la jiesta. —¿Y a quien 1* ibas a entregar vos? —Esta vez tenía que intregarla a ña Candelaria. —¿Conque a ña Candelaria, ja? —Asina es. Ta mandando hacer una casa. Se había reunido mucha gente alrededor de ellos y tel Mateo les habló: —Otra casa pa esa mujer. ¿Generoso el cura, no?. . ¿Esta es la plata d' el santo que ostedes dejendían, pedazos de animales? En ese momento llegó el alcalde. —Que veya la otoridá — opinó alguien. Y el Mateo asintió: —Abra la petaca, señor alcalde. Aquí 'stá hasta el bracido di oro que osté mandó hacer pa que se cure su hijo. . . El alcalde la abrió y, en medio de una infinidad de figurillas de oro y de plata, que los labriegos fueron reconociendo como regalos de ese año, halló el bracito de oro. —¡Cura lagrón!. . . — masculló el alcalde, sin poderse reprimir. — Agora yo via destinar la plata.

-23- Vamos al grano: Varte, pal tecno e la iglesia, que se está cayendo. Parte pa la nueva campana. Parte pa la túnica del santo que 'stá sin remuda. . . —. . . Y parte pa curar a mi mama. Por algo nosotros pillamos al sacristán — habló el Casiano, haciendo reir a la gente. —Gueno 'sta. Parte tamién pa eso — admitió el alcalde. — Parte pa. . . — Siguió la repartija hasta agotar todo el valor de la petaca. Los dos amigos se fueron contentos, aunque el Casiano rengueando, por la paliza dé la noche an- —Agora la única que se queda sin parte es santa Candelaria — dijo el Mateo, aludiendo a la mujer del cura. Y ambos soltaron la carcajada:

-24- JUEGO PERDIDO

El intendente de San Mateo no podía disimular su pasión por el juego. Había ganado al cacho a casi todos los hombres del pueblo y ya nadie aceptaba sus desafíos. Se ponia a jugar sólo en su oficina, izquierda contra derecha. Pero ésto no lo divertía y al poco rato roncaba sobre la mesa, haciendo vo- lar los papeles. Pero una tarde le dijeron que Benito "Cava Cue- vas", el nuevo preso, era un excelente jugador de cacho. —Tráiganmelo agora mesmo — dijo el intendente, que a la vez era alcaide. Tomen las llaves. Lo con- ducen aquí y lo encierran conmigo. Al poco rato los únicos policías del pueblo entra- ban con "Cava Cuevas" al remolque. Este pensó i que se trataba de un nuevo interrogatorio y se puso en guardia. —¿Con que sois gueno pal cacho, no? — preguntó el intendente, metiéndole los ojos a la cara. —Gueno soy, don, pero nunca 'i engañau a naides — se defendió el preso. , —Ni yo tampoco, icanejo! ¿O vos me creyís un 1 ladrón? "Cava Cuevas" se asombró de semejante contes- tación. Y respondió: —Eso no, señor. Velay que yo nada se. —Pero agora tenis que saber. Sentate que vais a jugar conmigo. "Cavas Cuevas" se acabó de desconcertar. Miró a la silla con desconfianza. Y los rondoas lo hicieron sentar a la fuerza. —Amárrenlo de la cintura,- que el juego va a durar largo rato. Los rondas lo amarraron a la silla. Luego salieron.

-25- echando llave a la puerta. Entonces el intendente preguntó al preso, en tono confidencial: —¡Cuánto de plata tenis, ja? —¿Plata, yo? ¿pa qué, don? —Pa jugar, ¡ay juna! Soltá esa plata mal habida. El preso lo miró todavía con desconfianza. Luego preguntó, titubeando: —¿Y osté tamién. . . tiene plata? El intendente se puso de pie, furibundo y lo ame- tralló con los ojos. —¡Mira carajo, que ese insulto no te lo aguanto. ¿Querís que te mande de nuevo al calabozo? —No se caliente ni ojienda su otoridá. Preguntaba no más. —Gueno, saca la plata, pedazo de cuatrero. "Cava Cuevas" se metió la mano dentro de la camisa. De allá sacó un pañuelo colorado, donde es- taba amarrada su plata. —Un peso y cuatro riales no más tengo don. —¡La pucha con este pelao de miércoles!. ¿Pa qué sois ratero, entonces, ja? ¡Un peso y cuatro riales. . .! —¿Intonces no hay juego? — preguntó "Cava Cue- vas", queriendo guardarse el dinero. —¡Tirá eso sobre la mesa! Yo ua poner igual cantidá. Agora tomá el cacho. "Cava Cuevas" hizo su primera jugada especta- cular. —¡7 señor! ¡Venga esa plata! —¡Asina me gusta! ¡Por jin me topé con un guen rival!. . . — se alegró el intendente. Pero a las dos horas, gritaba enfurecido.: —¡Este lagrón! ¡Seguro que hacís trampas! ¡Ga- narme a mi, carajo! ¡Más de 150 pesos! —¡Otro siete! ¡Voló la banca!. . . El intendente se quedó mas pelado que un gallo viejo. Pero lo que más le dolía era que le hubieran bajado el copete de campeón. Miró el cajón de la mesa, donde estaba guardada la plata de las multas y estuvo tentado de echarle mano. —No se apene, don. Le deguelvo la plata. . . —dijo "Cava Cuevas" cortándole los malos pensamientos. —¿Que me vais a devolver vos? ¡No ¡altaba más!

-26- ¿Creyis que no soy hombre? ¡Mirá que te ua tirar patas pa arriba de un moquete:. . . Los rondas tocaron la puerta, cre> endo que el pre- so se insolentaba. —¡Dentren y Ueveselón!. . . Entraron, pero "Cava Cuevas" estaba tranquilo, frente a un montón de dinero, mientras la autoridad se iba a congestionar de furia. —¡Ua descubrir tus trampas! ¡Intonces, pogre de vos!. . . —Nu hay trampas, don. Mañana golvemos a jugar si se li antoja. — Contestó "Cava Cuevas", llenán- dose los bolsillos de plata. Los rondas lo escolta- ron hasta la celda, que quedaba frente a la oficina de la intendencia. —Dame unos pesos si querís guen trato — pidió un ronda. —Y a mi tamién, o te ruempo el lomo — dijo el otro. "Cava Cuevas" complació a los dos. Estos vol- vieron hacia el intendente. —Velay, señor, que ya tiene con quién jugar. —No se apene, que la suerte da gueltas. —Y mañana es otro diya... En efecto, al día siguiente la suerte dió un vuel- co completo y estuvo de parte del intendente. Este se había prestado unos pesos de su compadre boti- cario, a fin de no tocar el dinero de las multas. Una cadena de sietes y todo el dinero ganado por "Cava Cuevas" volvió a manos de la autoridad. —¡Vengan tamién el peso y los cuatro riales! ¿Y agora qué decis? — gritó el intendente, con el triunfo en los ojos. —Me callo el pico. ¡Toy amolao! ¡Que me suelten de la silla!. . . —¡Epa! ¡Vengana sacara este pogredesplumao!. . . — hábló el intendente, con su voz de clarín de vic- toria. Los rondas enjtraron y chora el cuadro era exac - tamente al revés que el dia anterior. Se llevaron a "Cava Cuevas" todo cabizbajo y abatido. —¡Mañana te espero! — advirtió el intendente, con voz alegre.

-27- Pero al día siguiente el preso no podía jugar por falta de plata. —Te presto unos pesos — ofreció el intendente. —Asina pa que. . . —¿Y entonces?. . . —No se juega. —Se jue^a, hombre. Hay que hacer algo. —Si oste se empeña. . . Quizá. . . —¿Quizá qué. . .? —Quizá yo pueda trayer unas gallinitas —¿Tenis vos eso? —Tengo hasta burros y vacas. . . Media hora nada más y guelvo. . . Por el lau de la huerta, pa que no me veya la gente. —Andá con los rondas. —Asina no. Si hay desconjianza, aquí me quedo. —¿Y no jugamos? —¿Y con qué, ja? —Gueno, carajo, lárgate. Pero si no golvís en me- dia hora date por muerto. —Suélteme de la silla. —Ya 'stá. Agora párate sobre la mesa y salí por ese aujero de cerca el techo. —Si no paso, don. —Hacé la prueba, animal. ¿Pa qué sois lagrón intonces? "Cova Cuevas" se proyectó hacia el agujero,. pataleó un rato con medio cuerpo afuera y medio cuerpo adentro y por fin, cayó de cabeza al otro lado. Entonces, el intendente se puso desconfiado. —¿Y si no guelves? ¡La pucha que soy manca- rrón!. . . Lo ua hacer pillar con los rondas. . . ¡Epa, vengan pa acá!. . . — gritó a voz en cuello. Los rondas cogieron sus armas y salieron a la disparada. Pero a la media hora justa, tocaron la puerta y entró "Cava Cuevas" con dos gallinas y un pato. —¿No te has topao con los rondas? — preguntó el intendente. —¿Me los mandó por detrás? — pregún Cava Cuevas", ofendido. —Eso no, — mintió el intendente, poniéndose co-

-28- lorado Cuando volvieron los rondas, sólo el pato quedaba en pie, al lado de su dueño. Las gallinas, amarra- das, descansaban, sobre la mesa del intendente. —¡Otro siete mas! ¡Asina se juega, hermanitos! — gritó el intendente. Dió un salto a media sala y allá se puso a bailar de contento, mientras los rondas aplaudían. "Cava Cuevas" descorazonado, se escurrió sólo hasta su celda y cerró la puerta. Al día siguiente se presentó el mismo problema. La autoridad quería jugar, pero el preso estaba pelado. —Lárgate otra vez a trayer gallinas —le ordenó. Y "Cava Cuevas" esta vez pasó por el agujero como una flecha. A la hora estuvo de regreso, su- dando, porque se traía cuatro gallinas, un pavo y un cerdito. —¿Tuito eso es tuyo, ja? — preguntó el intendente. —Oiga señor, ¿guelve a desconjiar de mi? — preguntó "Cava Cuevas". Y respiraba un airedehon- radez tan conmovedor, que el intendente bajó la ca- beza. —¡Al juego se dijo! Tomá asiento. Ya no hay pa que amarrarte. —Gracias don. ¿Qué aniinalito jugamos primero? —El kuchi, pa que se deje de chillar en mi ojicina. —Que vaya por 3 jugadas. —Asina será. Ahí va la primera. Tres jugadas y el cerdito pasó a poder de la au- toridad y fue largado en el patio de la intendencia. Igual camino siguió el pavo. —Las gallinas las guardaremos pa la otra noche. Hay que hacerse durar — opinó el intendente. —No se ajlija, señor. Puedo ir a trayer más. —Gueno intonces. ¡Tomá por testarudo! — Y el intendente se mandó un nuevo site. Al poco rato ganó las gallinas y de nuevo se puso a dar saltos en media sala. Los rondas entraron aplaudiendo y luego se aprovecharon del entusiasmo. —Regáleme una gallinita su otoridá. —Y a mi otrita, pues. —Ta gueno, lleven. Pedigüeños del diablo. ¿Porqué no aprienden a jugar como su jefe?

-29- Cada ronda salió con una gallina cacareando bajo y haciendo venias al triunfador. Al cabo de un mes de juego cuotidiano, el patio de la intendencia rebosaba de gallinas, patos, ovejas, cerdos y hasta había un viejo pollino. Los rondas estaban de plácemes, porque cada día se servían suculentos picantes, preparados por el mismo "Cava Cuevas". Pero cierto día llegó una chapaca a quejarse por la pérdida de sus animales. El intendente la escucha- ba con el ceño fruncido y con una horrible sospecha, cuando en el saguán se produjo un alboroto de galli- nas. Una polla, perseguida por el gallo entró a re- fugiarse en la oficina del intendente, como pidiendo justicia. El aludo galán, que no sabía del respeto que se debe a las autoridades, penetró tras ella, arrastrando el ala. —¡Velay, éste es mi gallo! — se asombró la mu- jer — ¿Cómo ha veniu aquí, ja? El intendente que seguía convencido de la honra- dez del "Cava Cuevas" repuso: —Hay gallos parecidos. ¿No pensarás que yo soy un lagrón, no? —Yo no se nada, pero éste es mi gallo. — Y antes de que el animal saliera de la oficina,.lo pilló de una pata y lo sacó aleteando. Pero en el saguán reconoció todavía a otras gallinas de su propiedad. Se puso roja de furia y gritó.: —¡Ma miren su habilidá! ¡El intendente robando a los pogres! ¡Agora va a ver este botudo cuatre- ro!. . . Y la mujer corrió por el pueblo, esparciendo la noticia de los robos. Toda la gente que había per- dido animales se llenó a la intendencia en menos de lo que canta un gallo. Al reconocer a los mismos en poder del intendente les entró tal rabia que lo querán linchar "Cava Cuevas" aprovechando la confusión, tomó las de Villadiego, pero llevándose el dinero de las multas. El intendente y los rondas fueron sacados á la plaza. Allí les propinaron tal paliza, que los molie- ron como a unas albóndigas. Luego los metieron

-30- a los tres en la celda que dejó vacante "Cava Cue- vas". Cuando el prefecto del departamento supo lo ocu- rrido, aprobó la medida y nombró a un nuevo inten- dente.

-31- EL RONDA

El Mauricio, policía de San Lorenzo, montado en un burro, iba persiguiendo a un ladrón que acababa de fugar de la cárcel. Pero el burro era viejo y mañoso y por más que el ronda lo azotaba y talo- neaba encima, no quería cambiar de paso. Entre tanto, el ladrón estaba ganando el camino del cerro. Entonces el Mauricio resolvió echar mano a su escopeta. Hizo parar al burro, apuntó, cerró un ojo y ¡bum! El ladrón siguió corriendo, pero un carnero se vino abajo, dando tumbos. El burro asustado por el estampido, dio un salto y el ronda también rodo por el suelo. Se levantó acariciándose las posaderas doloridas y vio que el ladrón ya se perdía, ¿Qué hacer? Miró al burro furiosamente, volvió a mirar al ladrón, se rascó la cabeza y saltó de nuevo sobre el po- llino. Esta vez el animal estaba asustado y empren- dió tal carrera que el Mauricio sintió mareos. De un momento a otro recibió una pedrada en la cabeza que lo volvió a tirar a 1 suelo. Se creyó víctima de un ataque del ladrón emboscado y agarró de nuevo la escopeta. Rastrilló varias veces, pero ahora no funcionaba. Apareció la dueña del carnero, piedra en mano, para rematarlo en el suelo. El Mauricio levantó la vista, en busca del burro salvador, pero descubrió lleno de angustia que el animal ya iba a llegar, libre y sólo, a la punta del ce- rro. El ladrón había visto al burro, salió de su es- condite, montó sobre él y escapó, a todo correr. El Mauricio no se enteró de ésto, porque la segunda

-32- pedrada de la pastora lo dejó sin conocimiento. Al anochecer el ronda volvió al pueblo a pie, por supuesto. Tendría que trabajar quien sabe cuánto tiempo para pagar el burro, que era de propiedad de la policía montada de San Mateo. Pero otro de los rondas tuvo a bien prestarle su burro para que continuara la persecusión. Porque, hay que saber que la policía contaba con cinco burros y cinco gendarmes, aunque ahora sólo quedaban cuatro de los primeros nombrados. Al otro día salió nuestro héroe en campaña, con una escopeta prestada, pues la suya ya no servía, con un sable, que nunca pudo desembainar, por lo viejo y occidado y además, con un machete de su propiedad particular, que él prestaba gustosamente a la justicia. Anduvo todo aquel día, preguntando a los cami- nantes por el ladrón, pero muy pocos le daban no- ticias. Casi al anochecer se encontró con un viejo chapaco , que venía maldiciendo en voz alta. Vió al gendarme y redobló sus juramentos. —¿Qué pasa, amigo? —Le preguntó el Mauricio. —¿Qué va a pasar?. . . ¿Que aquí asaltan en los caminos y que no hay polecía pa dejender a la gente honrada!. . . —¿Cómo es eso, don? —volvió a preguntar el Mauricio, abriendo las orejas de par en par. —Que un lagrón, juna juna grandísima, me atracó, que me quitó las aljorjas con tuito lo que llevaba, que me golpió, abusando de mi edá y que se jué. . . —¡No me diga, don!. ..¿Ya qué hora jue el atraco! —¡Carajo, hará media hora!. . . —estalló el viejo. —¡Qué guena noticia!. . . ¡Ay juna, que guena noticia!. . . —¿Cuál es la guena noticia, ja? ¿Que a uno lo pelen en el camino?. . . —No, señor. La guena noticia es que le voy pisando los talones. Hasta luego, don. . . —Y el

-33- Mauricio empezó a patalear sobre el burro, para apresurarlo. El viejo, furioso, tiró al suelo un escupitajo de desprecio y siguió su camino. El entusiasmo del ronda estaba justificado, porque andaría cuando más unas dos leguas, cuando oyó a la distancia el rebuzno inconfundible de un burro. El corazón le dió un vuelco de alegría y siguió castigando al burro prestado, con los talones, lá- tigo y malas palabras, pero no lograba hacerle comprender su situación de apuro. Entonces ocurrió algo maravilloso. Su propio burro seguramente reconoció al ronda, olfateándolo en el aire, porque lanzó un rebuzno de júbilo y se dió la vuelta, corriendo a su encuentro, en una carrera desenfrenada, con el ladrón encima. Pero cuando el Mauricio se creía dueño de burro y ladrón, éste se dió cuenta de que estaba yendo a meterse a la boca del lobo. Dió un salto de costado, des- montando ágilmente y trató de sacarle las alforjas al pollino, pero éste corría a tal velocidad que lo tumbó y lo arrastró un buen trecho, antes de que lograra soltarse, Mauricio, viendo que el preso se esfumaba, sacó de nuevo la escopeta, apuntó con todo cuidado y ¡bum!. . . Sólo le contestó una car- cajada del fugitivo. El Mauricio entró, por segunda vez, al pueblo, acompañado por los dos jumentos y de la alforja rescatada, hizo llamar a su dueño y se la entregó, recomendándole que no volviera a dudar de la po- licía de San Mateo. Pero su misión no estaba cumplida y el intendente lo mandó, de nuevo, en busca del ladrón. El pobre Mauricio se sentía molido desde las asentaderas a la coronilla, pero tuvo que obedecer, quiera que no. Aquella noche se dió un baño de asiento y, al día siguiente salió, con la alborada, en su tercera campaña. Esta vez armado hasta los dientes, pues había agregado a las armas ya descritas, un hacha,

-34- una soga y un serrucho. Por lo visto tenía la inten- sión de reducir al ladrón a pedacitos y traerlo me- tido en las alforjas. Pero a las pocas horas de andar, se le fueron desvaneciendo los sueños heroicos. Los dolores del día anterior recrudecieron tan cruelmente, que no hallaba posición cómoda sobre el burro. Se tiró al suelo y comenzó a caminar con las piernas abier- tas, en forma tan desmañada que, toda la gente que encontraba en el camino, se le reía en plena cara. A medio dia empezó a atormentarlo el hambre en tal forma que, tuvo que robar una gallina, para prepararse el almuerzo, pues andaba sin dinero, como era lo normal entre los rondas de San Mateo. Llegó al anochecer y no había ningún caserío a la vista. Ni siquiera la luz de una chocita aislada. ¿Dónde iba a pasar la noche? Se puso a escuchar ansiosamente. Ni el ladrido de un perro, nada para orientarlo hacia una vivienda. Volvía las orejas para un lado y para el otro y lo mismo hacía el burro, pero inútilmente. —iChisssst! —graznó una lechuza en el árbol, bajo el cual se habían detenido y el Mauricio sintió un escalofrío. Si había algo que lo llenaba de temor supersticioso era justamente la lechuza y sus graz- nidos. Saltó de nuevo sobre el burro y se alejó, sintiendo que los ojos del siniestro pajarraco estaban clavados sobre él. Caminó media legua y frenó al pollino, pero. . . iChisssst! El Mauricio sintió como si al- guien le soplara en la nuca y escapó al galope. Seguramente el campo estaba lleno de lechuzas, o bien, era el mismo animal que lo venía siguiendo. Como para convencerlo de no quedarse a dormir por aquellos andurriales, la lechuza continuó graz- nando, cada tantos minutos. Por fin se calló, pero el ronda estaba tan cansado que se quedó dormido sobre el burro. Este siguió caminando, paso a paso, hasta que llegó la alborada. Apareció entonces un

-35- caserío y hacia allí se encaminó, por su cuenta y riesgo, el jumento policial. El gendarme seguía roncando ruidosamente sobre él, cuando el burro se detuvo en medio pueblito. Los habitantes rodearon al burro y empezaron a reir con tantas ganas, que el ronda despertó. Par- padeó varias veces antes de darse cuenta dónde estaba. Sus gestos de asombro eran tan cómicos que la gente estalló nuevamente en carcajadas. Entonces el ronda alcanzó a ver que entre los risueños estaba nada menos que. . . el ladrón. In- mediatamente buscó la escopeta, pero el hombre corrió hacia un caballo alazán que estaba amarrado a un árbol de la esquina. El Mauricio rastrilló una y otra vez, pero la maldita escopeta tampoco funcionó. —¡Agarren al lagrón!. . . ¡Hay que pillarlo!. . . ¡Pillelón!. . . —gritó desesperado, pero la gente no hacía otra cosa que seguir riendo. Entonces co- gió el lazo que llevaba arrollado sobre las ancas del burro, lo revoleó un instante y lo tiró sobre el ladrón, que ya iniciaba el galope. Sin duda el Mau- ricio era un buen lazero, porque el fugitivo quedó preso por la cintura. Pero hubo un tire y afloje entre ambos y ai final el ladrón a caballo, arrastró al burro y al gendarme. Los contendientes se perdieron de vista por una vuelta del camino que iba a San Mateo. El ronda le fue tirando encima, primero el hacha, luego la escopeta, el serrucho. . . sin lograr darle en blanco. Cuando acabó de tirar todo, el ladrón se dio la vuelta y le aplicó tal paliza que, casi lo convirtió en di- funto. Luego le quitó el uniforme y se lo puso. Vistió al policía de ladrón, lo colocó atravesado y maniatado sobre el burro y marchó con él, de re- greso a San Mateo. Al anochecer llegó al pueblo. El intendente estaba en la puerta de la policía. Al verlos, salió a media calle y recibió al falso Mauricio con gran abrazo

-36- üe felicitación. Está demás decir que el hombre era más miope que una lechuza. Descargaron al "reo" como si fuera un costa de maiz y lo tiraron sobre la acera. Allí su feliz captor le propinó todavia un buen par de puntapiés, luego saltó sobre el caballo y escapó. —¿Qué le pasa al Mauricioque se va? —preguntó el intendente extrañado. —Tará yendo a devolver el caballo —opinó un gendarme. Pero cuando arrastraron al pobre "ladrón" a su celda recién se dieron cuenta de cual era el verda- dero Mauricio. El intendente pensó entonces- mandar a sus cinco rondas y a sus cinco burros, en una nueva persecu- ción, pero luego cambió de parecer. El ladrón iba a caballo y resultaba imposible darle alcance, en se- mejantes jumentos. De manera que todo volvió a la calma. Hoy los rondas de San Mateo siguen descan- sa/ido y los burros policiales, también.

-37- EL ANGELITO VOLO

Los enterradores iban bailando sobre el campo verde. El difunto era un niñito de pocos meses, metido dentro de un cajón blanco y cubierto de flores. El padre y la madre también bailaban, pren- didos a la ronda general. Este era el entierro ritual para los niños. El angelito había volado al "cielo" y por eso había que alegrarse, en vez de llorar. En medio del baile se bebía abundantemente y la alegría iba en aumento. Uno de los parientes del difunto empezó a cantar.

"Cantemos por el camino Y hagamos volar la voz Como ha volau pa la gloria Un angelito de Dios".

Y repitiendo la misma tonada los violines corta- ban el atardecer. Llegaron a la casa de doña Anselma, la chichera Había mucha gente bebiendo. El padre y la madre cargando el pequeño ataúd, se acercaron a contratar un cántaro de bebida. Y los enterradores, bailando, bailando, se llevaron el cántaro, junto con los bo- rrachos de la chichería, que se agregaron al cortejo. El cementerio quedaba a varios kilómetros del lugar y el entierro se hacía más numeroso a medida que avanzaba por el campo. De allá en cuando surgía una bandera multicolor, prendida a la punta de una caña hueca. Era la señal de que en la casa había chicha y el cortejo se vilvía a detener. Y otro cántaro

-38- de chicha se iba bailando por el camino. Los padres eran gente pudiente y estaban dispuestos a lanzar la casa por la ventana. Por algo era la muerte de su primer hijo. Casi entraba la noche cuando los detuvo todavía otro banderían de colores. Envolvieron la casa con una guirnalda de bailarines. Ponchos y mantas arro- jaban relámpagos cromados en el crepúsculo. En cuanto al pequeño, saltaba en el cajón, se volcaba y volvía a quedar boca arriba. Todos celebraban estos revuelcos, diciendo que el angelitoquería volar. Los perros del vecindario empezaron a seguir a los alegres enterradores, cuya voz llenaba de coplas el campo. Salió la luna y el cortejo siguió adelante. Por fin, en la punta de una loma se perfiló el pequeño cementerio, abierto al campo raso, sin un simple muro de piedras que señalara los límites de la propiedad de los muertos. Dieron todavía unas vueltas alrededor de la colina antes de resolverse a enterrar al angelito. Era cerca de la media noche cuando el gentío se metb'al cementerio. En un dos por tres, estaba abierta la pequeña fosa de tierra fra- gante. El padre y la madre empezaron a cantar, llorando.

"Ay semillita del cielo, En el huerto del señor, Te planto pa que des brote, Igual que brota una jlor. . . .'

Y la fosa era tan diminuta, como para plantar un arbolito. Pero cuando los acompañantes quisieron "despedirse" del pequeño, ya no lo encontraron en el cajón. La madre dió un alarido y el padre se puso como loco. Buscaron por todo el cementerio, por todas las huertas vecinas, pero nada. —¡Mi hijito!. . . ¡Se va condenar por nuestra culpa!. . . —gritaba la madre tirándose de las tren- zas.

-39- Asi era la creencia. Si un cuerpo no se ente- rraba, se lo llevaba el diablo. A todos se les había pasado la borrachera y buscaban ansiosamente, des- perdigados por el campo. Ya amanecía, cuando encontraron una cintita azul cerca a la casa donde compraron el último cántaro de chicha. Los perros seguían ladrando. Una horrible idea pasó por la frente del padre del niño, que se santiguó y se alejó del lugar, a grandes trancos, como siguiendo una huella. Toda la gente corrió tras él. En la orilla del río hallaron un botón y un pedazo desgarrado del ajuar del niño. . . junto a las huellas de un perro, clara- mente estampadas en la tierra. —¡Jesús, María y José!. . . —dijo una vieja espantada tirando una cruz digital sobre esas huellas. Llegaron al fondo de una quebrada y allí vieron que dos perros, perseguían a otro más grande, que arrastraba las ropas del muchachito. El padre dió un rugido y corrió a ese lado. El perro grande, al ser alcanzado por una piedra, soltó lo que llevaba y escapó. La gente rodeó el ajuar ensangrentado y en todos los rostros se pintaba el horror. Allá no quedaba sino un piecesito. Du- rante un largo rato, nadie dijo nada, pero el padre volvió a reaccionar. —¡Hay que pillar al perro!. . . Los hombres desenrollaron los lazos que llevaban terciados al hombro y corrieron tras el can, que ya se perdía por un extremo del tapial. La cacería duró cerca de media hora y por fin, lo atraparon. Ahora el perro venía dando brincos, prendido al extremo del lazo de un chapaco. —¿Qué van a hacer con el animal? —lo van a enterrar. —¿Y pa qué? —¿Cómo pa qué? Pa que el angelito tenga se- pultura. El perro fue ahorcado en el acto y luego se

-40- lo llevaron hacia el cementerio. Lo tiraron a la fosa, a su lado colocaron el cajoncito blanco, con el ajuar y el pie del niño adentro. Taparon la se- pultura, le pusieron encima una cruz de palo, cuajada de flores y empezaron a bailar de nuevo. En todos se notaba una expresión de alivio y felicidad, porque habían conseguido dar sepultjra al angelito.

-41- LA CASA MOCHA

La casa mocha era una vivienda abandonada, que causaba escalorios. Se contaban cientos de his- torias, a cual más espantosas, sobre los perso- najes de ultratumba que la habitaban. Nadie pasaba por allá, después de la oración, sin sentir un cos- quilleo en la columna vertebral. Sin embargo, aquella noche don "Juan Mareado" estaba corajudo como un león, al pasar junto a la casa mocha. Con la valentía del borracho se paró frente a la puerta y lanzó un sonoro ¡carajo! contra los fantasmas. Inmediatamente se oyó un horrible maullido, a la vez que se encendieron dos Mamitas dentro de la habitación. A don "Juan Mareado" casi se le quitó el apodo de puro susto, pero sacó su cuchillo, le dió un fe- roz mordiscón para infundirse coraje y lanzó todo su repertorio de malas palabras contra el espíritu maullador. Luego hizo chispear el cuchillo sobre las piedras del muro. Esto seguramente bastaba para asustar a un fantasma, porque dió un nuevo mau- llido; las Mamitas temblaron y crecieron, acercán- dose, y luego ¡rasss!. . . Algo cruzó, rozando la cabeza del borracho y le tumbó el sombrero. Des- pués se perdió en las sombras. . . Entonces don "Juan Mareado" lanzó una carca- jada de héroe que ha ganado una batalla. Y siguió ca- lle arriba, rumbo a la chichería de la 'Tumbadora". Tocó la puerta con el mango del cuchillo. Salió la 'Tumbadora" en persona. —¡Acabo de correr al diablo! ¡Lo saqué a cu-

-42- chilladas de la casa mocha! iCarajo si seré macho!. . . "La Tumbadora" hizo pasar a su héroe. Le invitó asiento al filo del catre, lo atacó violenta- mente con varios vasos de chicha y luego, lo acabó de "tumbar" con sus propios brazos sobre la cama. Antes del alba, don Juan regresaba de su aven- tura. Todavía la noche estaba densa y el homl re se estremecía, bajo las dentelladas del frío. Al pasar junto a la casa mocha, sintió unos pasos saliendo de su interior. Miró recelosamente a ese lado y. . . vió a un cura, parado en la puerta. Dió un respingo de caballo espantado y los ojos se le dilataron. Quizo correr, pero los pies se le ma- neaban. Los dientes le empezaron a castañear son- cramente. El cura avanzó hacia él y don Juan no pudo contener un grito. Entonces notó que el enca- puchado sonreía. Se fijó detenidamente y el alma se le volvió al cuerpo. —¡Padre Aurelio! ¿Qué hace usted en la casa mo- cha? ¡Y a estas horas!. . . —Hijo mió, pasaba por aquí y. . . los curas tenemos también ciertas necesidades corporales. Cierto, pero sus necesidades iban todavía más allá porque siguió caminando, rumbo a la casa de la 'Tumbadora" Don "Juan Mareado" siguió visitando la casa noche tras noche, pero se había puesto celoso del encuentro con el. curita. Cierta vez llegó a la au- rora y su amada no lo recibió. Seguramente estaba con otro. Se cansó de tocar la puerta pero no con- siguió que le abriera. Tenía un humor de los mil diablos, cuando al regreso pasaba frente a la casa mocha. Pero al llegar a la esquina, los mechones se le pararon como resortes, porque allá estaba esperándolo. . . "la viuda". Don Juan se quedó mudo, quiso pasar a la otra acera, pero "la viuda" le atajó el paso. Quiso gritar , pero sólo le salió un graznido. Otra vez los dientes le castañeaban. Cerró los ojos para

-43- no ver la cara del fantasma, porque sabía lo que era aquello: un esqueleto con las pupilas ardiendo, según la imaginación popular pintaba a "la viuda". Las piernas le empezaron a temblar. Se llevó el cuchillo a los . dientes. Estos tintineaban sobre el y la operación no le producía ningún coraje. Lo que le faltaba era un trago. Cuando "la viuda" lo agarró de la mano, dió un alarido de pavor incontenible y escapó calle abajo. Después de correr unas dos cuadras, volvió la ca- beza y vio que "la viuda" lo seguía. Dobló la esquina sin frenar la carrera. Volvió a mirar y la mujer ya estaba en la esquina. Tenía el rostro completa- mente cubierto por el mantón negro y avanzaba en silencio. Don "Juan Mareado" no paró de correr hasta llegar a su casa. Pero ahora no encontraba la llave. Golpeaba la puerta con desesperación y no le abrían. Empezó a darle golpes de hombro, pero la chapa antigua y enorme, no cedía. Apareció "la viuda". Bajo la luna su figura era más impresionante. Avan- zaba paso a paso, sin ninguna prisa. Don Juan quiso gritar, pero le salió otro graznido, quiso correr, pero le fallaron los pies. Cayó al suelo y le saltó la llave. La levantó, con las manos temblorosas, como si estuviera a punto de sufrir un ataque. No podía in- troducir la llave en la chapa. . . Por fin pudo hacerlo y se derrumbó dentro de la habitación, sin ánimo ni para correr el cerrojo. Al poco rato la aldaba empezó a sonar. . . La puerta se habría centímetro a centímetro. . . Don "Juan Mareado" boqueaba desesperadamente pidiendo auxilio. . . La Puerta se abrió del todo y. . . ¡entró su mujer vestida de negro!. El cura le había informado de sus aventuras con la 'Tumbadora" y ella resolvió darle un escar- miento.

-44- LOS CUATREROS

Por el filo del cerro pasó la ecuestre del cuatrero Simón, arriando una vaca robada. Los perros pedalearon la noche a dentelladas y el capataz gritó a espaldas del fugutivo: —¡Ladrón hijo'i perra, soltá la vaca el patrón!. . . Pero el cuatrero siguió corriendo, trastornó el cerro lunado y desapareció. El capataz se contentó con apedrearlo con pedradas, sin atreverse a per- seguirlo. Era un ladrón cebado con la hacienda de don Ventura. Cada noche le robaba una vaca. El capataz redoblaba la vigilancia y sembraba de perros el campo, pero estos vichos no abrían la boca sino cuando el Simón revoleando el lazo, fugaba por el cerro con otro buey robado. —¡Gueno caray!, paise que vos ti'has enseñau con el lagrón y lo dejais juyir con mis vacas. . . Ti alvierto que si me guelven a robar otra, te ua botar de l'hacienda lo mesmo que a un perro!. . . —tronó don Ventura, al día siguiente, enfrentándose con el capataz. Este juró que el robo no se repetiría. Llamó a toda la peonada y ordenó, delante del patrón. —Dende esta noche, naides me duerme en su casa. Tuitos tienen que rejuntar el ganau en el corral grande y quedarse a vichar al cuatrero. Los peones asintieron y se dispersaron. Sinem- bargo aquella misma noche el salteador tapó los ojos a todos los hombres y repitió su hazaña. Don Ventura, lanzando truenos y rayos, despidió al ca- pataz. Luego ensilló su caballo y se fué al pueblo, a ver a su compadre, don Ilario, que era la autori-

-45- dad del distrito. —Compagre, ya nu hay paserina pa aguantar tanto robo. Tuitas las noches se me pierde una vaca. Quiero que venga osté con su rondas pa ayudarme a pillar al lagrón. Don Mario prometió hacerlo así, tan pronto como volvieran los gendarmes, que habían salido a reclu- tar jóvenes para el servicio militar. —Dígame qué día ha'i cayer po'allá, pa esperarlo como a la gente. —El sábado, sin jaita, ua 'star por l'hacienda. . . Don Ventura se fué muy contento, a preparar el banquete de recibimiento. El día convenido llegó, Don Mario, acompañado de toda la gendarmería del pueblo. La fiesta de agasajo duró hasta el amanecer y la bodega del anfitrión se vació sin medida en el estómago de los rondas. Por supuesto que, en tal estado, nadie pensó en perseguir al cuatrero. Y éste, al caer la noche, aprovechándose de la embriaguez general, volvió a incursionar en los dominios de don Ventura y se llevó otra vaca. —¡Ay juna que ésto es un insulto a mi otoridá.! ¡Este saltiador me las va a pagar tuitas juntas!. . . —dijo don Mario al otro día, cuando le enteraron del nuevo robo. Ordenó a los rondas que ensillaran los caballos. Don Ventura, rojo de furia y de bebida, se agregó a la cabalgata. —¡Aquí 'stán los rastros de la vaca! —dijo uno de los rondas. —¡Y aquí 'stán los del caballo del lagrón —agre- gó otro. —¡Esta vez ha juido riyo abajo el hijo'i pu... . —dijo el dueño de la hacienda, comiéndose la última sílaba, por respeto a la autoridad. El tropel de-los caballos siguió las huellas hasta la playa. Estas entraban al río y desaparecían com- pletamente. Don Ventura miró a don Mario v éste

-46- miró a los gendarmes. Y !a indignación colcrcó todos los rostros. Permanecieron largo rato inde- cisos, con un silencio de interrogación en los ojos. —i V c I a y una piegra raspada por los herrajes del caballo! ¡Allá, dentro de Tagua! —dijo, por fin uno de los rondas, señalando el interior del río. — Pasemos a l'otra banda y sigamos el ri>o, hasta incontrar el lugar poande ha saliu a la playa ese condenau, —añadió don llario. Cruzaron a la orilla opuesta y arrastraron los ojos por e' fü° del agua, sin encontrar el menor rastro. Galoparon más de dos leguas, inútilmente. Salieron luego, del río y arremetieron contra los labriegos, a quienes ametrallaban a preguntas. —¡No ha pasao po'acá, ¡señor! —Era la res- puesta invariable. Ninguna de esas gentes había sido robada. Al parecer, el ladrón no apetecía de las vacas flacas de los pobres y sólo gustaba de las del patrón. Anochecía cuando divisaron en el churquial lejano, una enredadera de humo que trepaba al firmamento —¡Ma miren aquella humádera!. ! . '¡Dejuro que por ahí anda el cuatrero!. ..Ya galope tendido se acercaron a ese ládo. A medida qué se aproxi- maban al humo, los-caballos paraban'ías orejas y lanzaban chorros de sonidos por.las narices abiertas Los relinchos espantaron a las sombras que. ro- deaban la fogata. —¡Ay juna! Allá 'stá el saltiador!. . . —gritó don.Ventura, sacando á. relucir su escopeta de ca- zar palomas. Los rondas encerraron la hoguera en un círculo de caballos. Cuando el humo dejó de. arañarles los ojos, sólo alcanzaron a ver una vaca, tirada patas arriba, sobre las brasas. —¡Juna grandísima!. ¡Ha juido de nuevo!. . . —rugió don Ventura. —¡Velay que nu ha'i ser uno sólo pa comerse una vaca intera! —dijo un ronda.

-47- —Trasciende rico el asau!. . . —dijo otro. —¡Carajo, cuerran a pillar al cuatrero!. . . —cortó la autoridad. Lós rondas saltaron de nuevo sobre los caballos y salieron corriendo por todas las direcciones. Entre tanto, don Ventura y don llario, llenos de cansancio y apetito por tan larga cabalgata, se aproximaron a la vaca asada. De pronto fueron in- movilizados por la voz del cuatrero. —¡Viejos lagrones! ¡Los pillé robándome el asau...! Siete salteadores se plantaron frente a los viejos La autoridad y el hacendado quedaron paralizados por el miedo. El cuatrero Simón, que dirigía al grupo, se encaró con don Ventura: —¡Míreme de frente y veya quien -«oy! —dijo roncamente. El asombro iluminó los ojos del viejo. —¡Véyalos también a éstos! —siguió diciendo, tuitos animalitos. ¡Osté es el lagrón de la gente progre trabajar lo mesmo que a burros en la jinca, sólo por un plato'i lagua y una lenguita'i tierra pa vivir. Dispués mus ha botau de las chozas que hamus jecho musotros mesmosydeyapa, se ha quedau con nuestros animalitos. ¡Osté es el lagrón de la gente pogre y yo le ua quitar tuitas las vacas ro- badas, ¡su viejo cabrón! Y dió un formidable "planazo" con el cuchillo en el lomo del hacendado. Luego hizo una señal a sus amigos. Estos amarraron al patrón y a la autoridad espalda contra espalda. Luego se fueron riendo y arrastrando los pedazos sangrientos de la carne asada.

-48- EL HEREJE

Nemecio, el herrero, fue el primer protestante que llegó a San Mateo. La gente veía en él algo diabólico. Tenía las cejas crecidas y terminadas en punta, una mirada roja y brillante, un cabello crespo y rebelde, que a veces saltaba en tirabu- zones, imitando los cuernos del diablo. Pero el hombre era bueno y sencillo, a pesar de su temible fama. Era del lugar, pero se tras- ladó, siendo niño, a la Argentina, en una de las frecuentes migraciones de campesinos. De allá volvió protestante. Alguna vez tuvo la audacia de salir a la plaza del pueblo, en día de fiesta, paralanzarun discursito. catequizador. Fue con su acordeón viejo y se puso a tocar una extraña melodía. La melodía y el ins- trumento resultaban completamente desconocidos en el medio y la gente se acercó, llena de curiosidad. —Oiga don. ¿Cómo hace sonar su fuelle de he- rrero? Nemecio sonrió de la ocurrencia y aprovechó del momento para empezar su discurso. Todo iba bien. Los chapacos apoyaban con movimientos de cabeza lo que estaba diciendo. Pero llegó el sacristán de la parroquia y gritó: * —¡¡Es un protestante!!. . . Al oír esto la gente se apartó como si una "ca- mareta" estallara a sus pies. El herrero siguió predicando. Su voz se elevaba clara y enérgica a medida que la gente retrocedía.

-49- —¡Está insultando a Dios!. . . ¡Es un hereje!. . . ¡Piegra con élJ. . . —gritó de nuevo el sacristan. La gente titubeó y el Nemecio siguió hablando. El sacristán alzó la primera piedra, se.persignó con ella y se la arrojó. Inmediatamente comenza- ron a llover piedras sobre el predicador. Pronto se vió cubierto de heridas y sus cejas puntudas derramaban goterones de sangre. Empezó a vacilar. Tuvo miedo de caer y que lo ultimaran a pedradas. Escapó entonces, desinflando su acordeón dañado. No se lo vió salir más, pero en las tardes se iluminaba su herrería. Y en medio del resplandor rojo se lo veía trabajando, como la imagen viviente del demonio. La gente empezó a tener miedo de pasar por allá. A veces se escuchaba la música del "fuelle embrujado" y las mujeres se tapaban las orejas para no oír. Pero Nemecio era trabajador como ninguno. Los arrieros que pasaban a cualquiera hora de la noche por allá, rumbo al pueblo grande, siempre lo en- contraban levantado. Como era el único herrero del pueblo, la gente, quiera que no, tenía que buscarlo. Aun hasta el cura mandaba su caballo blanco, para que Nemecio le cambiara las herraduras. Cierto día un campesino que acababa de hacerle poner una reja nueva a su arado, fue a desenterrar en pleno sembradío, una olla repleta de monedas de plata. Esto aumentó la fama de brujo que ya tenía el herrero. Al poco tiempo tomó un ayudante y en él se propuso volcar todas sus enseñanzas. El muchacho era como tierra seca y absorvía con avidez las ex- plicaciones del herrero. Nemecio pensaba que tal vez este método de cosechar espiga por espiga, daría mejores resultados que predicar en público. Por lo menos era menos peligroso. Pero la gente comenzó a mirar con malos ojos el hecho de que el diablo tuviera un discípulo, sobre todo, cuando el muchacho dejó de ir. a la misa los

-50- domingos. El cura se creyó en la obligación de echarle una reprimenda, apenas lo tuvo a la vista. Así lo hizo. El muchacho sacó a relucir argumentos de innegable tinte protestante para justificar su ina- sistencia. Y esto fue suficiente para que el cura pusiera el grito en el cielo, durante el sermón del próximo domingo. La población excitada, resolvió quitarle el aprendiz a toda costa. El cura era tan dinámico, cuando se trataba de salvar almas que, apenas terminó la misa, propuso ir en romería a la casa del herrero. Así se hizo. Y encontraron al maestro y al dis- cípulo, trenzados en un formidable dúo, con acom- pañamiento de acordeón. Golpearon a Nemecio, co- gieron al aprendiz y se lo llevaron a la iglesia. Allí, a viva fuerza, lo soparon en la pila de agua bendita y hasta le hicieron tomar unos tragos de la misma, para purificar su garganta pecadora que habia osado entonar canciones protestantes. Luego lo soltaron, limpio de alma y de cuerpo. El herrero siguió trabajando sólo de allí en ade- lante. Su único compañero era el acordeón, del que se prendía todas las noches, apenas terminaba el trabajo. De tanto escuchar la misma música, los chiquillos del barrio se la sabían de memoria. El chico más adelantado conocía trozos enteros, con letra y todo. Nada menos que en el atrio de la iglesia se les ocurrió a los muchachos ponerse a cantar tales cosas, mientras esperaban al cura para empezar el catecismo. El buen sacerdote casi tuvo un ataque de ner- vios al escucharlos. Sin duda el herrero estaba resultando infecto-contagioso para la población y sobre todo, para los niños. Pero no habia forma de erra- dicar el mal, a no ser arrojando al hereje del pue- blo. En el sermón del siguiente domingo comunicó

-51- a los paisanos que había llegado el momento de ac- tuar. Pasó la misa, la gente consiguió un burro y se dirigió, por segunda vez, en busca del herrero. La visita fue violenta desde un comienzo Arrin- conaron a Nemecio, metieron sus cosas en las bol- sas carboneras, las cargaron sobre el burro y luego montaron al dueño sobre las mismas. Está demás decir que el herrero tenía muy pocas cosas y un sólo burro podía llevarlas libremente, con él de yapa, encima. Lo único de peso eran el yunque y la comba, que no eran suyos, sino alquilados y por lo tanto, se quedaban. Nemecio ya sobre el burro, pidió su acordeón y se lo alcanzaron. Luego la gente comenzó a sacar el burro del pueblo. Cuando la rara procesión, con el santo protestante montado al revés, llegaba al río, apareció el muchacho ayudante y se puso al lado de su expatrón. —¡No lo hagan pasar el riyo,, que'stá de ave- nida y se lo'hai llevar!. . . —¡Que se lo lleve! ¡Tanto mejor!. . . —dijo un chapaco exaltado. . Y empujaron el burro al río. Entonces el mucha- cho se tiró al agua y empezó a nadar a la par que el jumento. —¡Me voy con él! —gritó, mientras braceaba afanosamente. Y" agregó, dirigiéndose a Nemecio. —¡Desmóntese don, que el burro se hunde. . .! El herrero saltó del pollino, lo cogió del bozal y se puso también a nadar. Ya tocaban la orilla opuesta cuando al cura se le ocurrió reaccionar. No iba a permitir que aquel lobo protestante se lle- vara a una oveja de su rebaño. —¡No te llevarás al muchacho!. . . —rugió y se tiró al agua. Pero el cura no podía nadar, o la sotana se lo impedía, lo cierto es que en medio río, comenzó a pedir socorro. El río tenía mala fama, ya se

-52- había llevado a cuatro víctimas aquel año. Y el bulto negro del cura comenzó a dar vueltas sobre si mismo. Finalmente se fue río abajo, mientras los chapacos tiraban el poncho Y se lanzaban tras él. Sus gritos de socorro se oían cada vez más lejos, Cuando ya desesperaban de alcanzarlo, logró pren- derse de las raices de un árbol revuelto de la orilla. El gentío llegó allí para auxiliarlo, pero cuando el curita se puso de pie, los hombres lanzaron la carcajada y las mujeres se dieron la vuelta, san- tiguándose. ¡Estaba completamente desnudo!. Para no pasar mayores vergüenzas, se tiró boca abajo y así estuvo, hasta que le trajeron otra sotana de la casa parroquial. Pero los chapacos y sobre todo, las mujeres, que lo habían visto en traje de' Adán, le perdieron el respeto y no volvieron a confesarse con él. Por este motivo el cura dejó el pueblo a4 poco tiempo. Y San Mateo se quedó sin cura y sin protestante.

-53- TIERRA FLORIDA DE COPLAS

Sonaban los "erques" allá lejos. Ríos de música corrían por el aire y caían a chorros en el patio de doña Angela, la vieja alegre que, en compañía de sus cuatro hijas, preparaba la chicha de maíz para el carnaval. La luna era como un gran "er- que" de oro tirado en el cielo verde. Hervían en medio patio los cántaros de barro, llenos de arrope. Espirales de humo y jardines de chispas temblaban sobre las rústicas vasijas. Las mozas removían los cántaros con sus enormes cucharas de palo. Una de ellas —la Rosalía— era blanco de las coplas amorosas que le enviaba un labriego enamorado desde algún rincón de la noche. A cada flechazo lírico ella cambiaba de color, pero luego, el rubor se le hacia trizas en una risa vidriosa, mientras un relámpago blanco partía sus labios frescos. —¿Quién será el muy. . .¿ —¡Quién más que el Remigio, que te anda arras- trando Tala desde 1' otra jiesta. . .! Las coplas seguían,'cayendo, cada vez más di- rectas y picantes. Algunas tenían tal gracia que hacían estallar en carcajadas a las cuatro mozas. Doña Angela dejó de atizar el fuego y reprendió a sus hijas: —¡Imillas lisas! ¡Dejen de provocar a los hombres y de hualaichar en mi delante!. . .—Y luego gritó ¡ más fuerte, para que la oyera el mozo coplero: —¡Maver ese gallo, que se vaya a cantar pa otro lau. . .! El cantor recogió su voz y se marchó. ' Comenzó a clarear sobre los molles, Recuas de

-54- burros cargados cruzaban por el camino que ori- llaba la casa. —¿Pa cuándo es la chicha, ña Angela? —grita- ban los arrieros, echando una mirada al patio ilu- minado. —Dejuro pal domingo 'i carnaval. Maver si se acuerdan de venir. Los cántaros repletos, hirvieron tres dias y tres noches, hasta que el arrope espesó completamente y tomó un color café obscuro. Entonces doña An- gela sacó los cántaros del fuego y mezcló el arrope con un liquido amarillento —el "upe"— después de lo cual, tapó los cantaros y los puso en el lugar más fresco de la casa, para que la chicha madurara. Y llegó el domingo de carnaval. Una lluvia de colores se derramaba sobre la campiña. En la at- mósfera salpicada de trinos y de gotas de lluvia, flotaba un perfume de amancayas recién abiertas. El viento llevaba por todos los caminos la canción de los "erques" y las cajas. Y un coro de voces chapacas desgranaba las coplas más frescas del valle. En el patio de doña Angela estaba reunida toda la aldea. Los labriegos, engalanados de ser- pentinas y pintados de harina y mistura, llegaban a caballo, con las mozas en las ancas. Doña Angela, toda risueña y decidora, iba y venía, atendiendo a la gente. Recibía a los recién llegados con fres- cos mates de chicha y luego, rompía a cantar con su voz de vieja alegre. En medio patio había un duelo de coplas. El Remigio se había acercado a la Rosalía, con la caja parlera en la mano. Y —como la noche anterior— comenzó a enamorarla con coplas. Ella, esta vez, le hizo frente. Y entre los dos se produjo este ori- ginal "contrapunteo".

Remigio.— "Vení vidita y cantemos, Vení sentate a mi lau,

-55- Haceme jeliz un rato, Ya que soy tan desgraciau".

Rosalía.— "No quiero querer a naides, Ni que me quieran a mi, No quiero pasar trabajos.

Ni que los pasen por mi". t

Remigio.— 'Te quiero sin que me quieras, Por enseñarte a querer, El cariño que te tengo Me debes corresponder".

Rosalía.— "Si quieres que yo te quiera Sajúmate con romero, Pa que se te quite el tufo De quien te quiso primero".

Remigio.— "Vidita no seáis tan mala, No me tratis con rigor, Siquiera por un ratito, Dámelo tu corazón".

Rosalía.— "No lo permita San Pablo Que yo pierda la razón Y al hijo del mesmo diablo Entregue mi corazón. . .".

Remigio.— "El demonio son los hombres Dicen siempre las mujeres Pero luego están deseando Que el demonio se las lleve"

Rosalía.— "Quítate de mi delante. No te acerques más a mi. Retirá de mi presencia. ¡Mandate a mudar de aquí!

Remigio.— "¡Si una moza no me quiere Otra moza me ha'i querer, ¡Por eso me voy cantando En busca de otra mujer!. . .

Un coro de risas festejó el gracioso final del "contrapunteo". Sin embargo los cantores quedaron picados por las verdades que se habían dicho entre copla y copla. Ella se apartó del Remigio, trazando un círculo de fuego con su pollera ardiente. Y éste, cumpliendo lo que había dicho en su última copla, se arrimó a una moza zarca, que lo había pinchado con los ojos al pasar. Salió con ella al camino, en donde estaba amarrado su caballo, puso el pie en el estribo y montó gallardamente. Ella voló sobre las ancas. Y el mozo se volvió, entonces, hacia la Rosalía, lanzándole esta copla de despedida.

"Mocita del pago lindo, Yo soy como el picojlor. Si vos te enojáis conmigo, Me voy con otra mejor. . ."

Y el caballo partió, llenando de puntos suspensivos el camino. . .

-57- EL RIO OVILLADO

Hacía como un mes que llovía. El río saltó de la playa y se lanzó al valle. Fue lamiendo casa tras casa y haciéndolas desaparecer. A veces también desaparecían personas y animales. No pasaba noche sin que el rio no borrara del mapa una nueva casita. La familia despojada, corría loma arriba, con lo único que había podido rescatar de las aguas. La corriente había dado una vuelta completa al- rededor de la loma, sobre la que se levantaba la casa de hacienda. Los patrones alarmados veían cómo de todas las direcciones, la gente pobre arriada por las aguas, subía hacia su casa. Eran como náufragos trepando a una pequeña isla. Apareció el primer cadáver flotante. Era don Ne- mecio, el viejo tullido. Su hija lo arrastraba sobre el agua con una soga. Continuaba lloviendo con insis- tencia. Antes el valle era verde, con sol y con flo- res, pero ahora todo era de color plomo. Las vacas, las ovejas y los perros unían su clamor al de la gente. Los labriegos improvisaban pequeñas ramadas, a veces tan reducidas, que sólo servían para gua- recer a la familia de pie. Así pasaban la noche oyendo crecer las aguas. Al día siguiente abandonaban esos refugios, porque habían sido inundados. El cerco de hombres hambrientos se iban ce- rrando sobre la casa de hacienda. Era imposible hacerlos retroceder. De un momento a otro tendrían que asaltar la casa del patrón. Había enfermos y éstos no podían permanecer más tiempo en la in-

-58- temperie, bl patrón y ios suyos colocaron armas de fuego detrás de las puertas y las ventanas. Pero los campesinos todavía estaban humildes. —Patroncito, mi'hijo s'tá injermo. Dejemeloentrar al saguán. El pogre se va morir con la lluvia. Tiene pulmoniya. —Tu hijo no es el único enfermo y mi casa no es hospital. Los perros estaban como locos de hambre. Daban vueltas y más vueltas alrededor de la casa y se acometían unos con otros. Un día robaron una cria- tura de meses y la arrastraban barranca abajo, cuando la madre los descubrió y pudo rescatarla. El hambre y la lluvia las hacía aullar toda la noche, se habían convertido en una jauría de lobos mero- deadores. Pero el hambre no era solamente de los perros. Las provisiones se estaban acabando. Lo que cada campesino había logrado llevar consigo era poco y los muchachos gritaban de hambre. Los que aún tenían algo lo ocultaban, para no tentar a los ham- brientos. Encerraban sus cabritas y cerdos dentro de las ramadas. Se miraban unos a otros con odio y desconfianza. Los que nada tenían, se unieron con- tra los felices poseedores de algún animalito o de algunas mazorcas de maiz. —Esto ta mal, amigos nos robamos entre ham- brientos en vez de tomar la casa de hacienda. Allá si que hay comida pa tuitos —dijo un mozo que aca- baba de ser saqueado. —Y además hay techo, —opinó otro. —Pero la casa ta bien dejendida. —¡Y qué! Somos muchos. No vamos a dejar que nuestros hijos mueran en el barro. . . Y las aguas continuaban subiendo. No había más remedio que preparar el asalto. Y una noche, hom- bres y perros se lanzaron sobre la casa de hacienda. Todas las puertas y ventanas se iluminaban con los disparon, pero la gente seguía avanzando. Cayeron

-59- varios, pero al fin tomaron la casa. Los defensores, al verse perdidos, se unieron a los asaltantes. Y entre todos sacaron al patrón puerta afuera. El viejo estaba herido y los perros ya habían probado sangre. Al otro día solo se halló una oreja y un pedazo de cuero cabelludo. Alguien también encontró una mano con anillo. Pero la lluvia continuó, monótona y terrible. Las aguas ya llegaban a la puerta de la casa. Ahora la gente comía, pero estaba más alarmada. ¿Es que tenían que morir todos ahogados? En el "Angosto" por donde salía el río del valle, hubo un derrumbe. Por eso el río se dió la vuelta, como una serpiente furiosa, para envolver la loma, donde ahora parecía flotar la casa de la hacienda. La lluvia continuó una semana más y el río no encontró salida. Ahora la gente estaba en el techo, porque en las habitaciones el agua les daba a la cin- tura. Se ahogaron varios niños y enfermos. Sus cadáveres también daban vueltas alrededor de la casa, sin que nadie se ocupara de rescatarlos. Pero un día, los campesinos lanzaron un grito de júbilo y saltaron sobre el techo, abrazándose unos con otros. Había dejado de llover. Pero la alegría Ies duró poco, porque las aguas seguían subien- do. Era que el río continuaba embotellado y daba sus últimas vueltas alrededor de la loma, antes de cubrirla definitivamente. —¡Cuidau, que la casa se mueve!. . . Las paredes eran de adobe y empezaron a ceder. El techo se puso chueco. Las aguas lamían la parte inclinada del tejado. La casa se tambaleó una vez más y unas mujeres rodaron entre gritos. Se volvió a tambalear y el techo se agujereó. Dió un nuevo sacudón y se perdió bajo las aguas, arrastrando a toda la gente. El lugar quedó liso y tranquilo, a no ser por unos perros que salieron del fondo de la catástrofe y nadaron en busca de salvación.

-60- JOSE MANUEL JARAMILLO

José Manuel Jaramillo y su hijo eran los nombres más trabajadores del lugar. José Manuel tenia cara de santo, con su barba castaña y rizada, con su ex- presión triste y arrepentida. Sólo a veces los ojos del viejo se llenaban de fuego. Entonces sus barbas parecían arder, todo su rostro lanzaba rayos; sus palabras eran brutales y sus juramentos feroces. Pero luego volvía a caer en la mansedumbre de siempre. Su hijo se le parecía mucho en el carácter. Am- bos eran serios y trabajadores hasta la exageración. Ninguno andaba con mujeres, pero el muchacho ya había entrado en la edad de los amores y a veces, se le iban los ojos detrás de una moza. Entonces empezaron a surgir las primeras dificultades entre los dos. —Taita ¿pa qué mus sirve la plata?. —¿Cómo es eso, ja? —Si nunca mus lebertimos. . . —¿Y comoquerís lebertirte?. —Yendo a las jiestas, cantando, ouscando muje- res, haciendo lo que tuitos los mozos de mi edá y hasta los hombres de sus años. Asina, taita. —iA las jiestas nunca!. . . ¿Me entendís?. . . ¡Si me resultáis borracho, te mato!. . . ¡Lo juro oor tu magre!. . . —Y al decir ésto, don José Ma- luel se llenó de fuego, pero luego se apagó, como siempre. —Osté, cuando nombra a mi magre (y el mozo ¡e persignó) se pone tan raro. . . —Lo miró largo

-61-, rato, como queriendo desentrañar aquel misterio, pero el viejo era impenetrable. Otro día el muchacho volvió a la carga. —Mire taita, que ya me voy cansando del puro trabajo. Soy hombre y. . . Una mirada del viejo le cortó la frase por la mitad. Pero la resolución tomada brilló en los ojos del mozo. Era justamente la víspera de año nuevo. Y la ¡dea de pasar aquel día trabajando, mientras toda la gente se divertía, le pareció realmente odiosa. Despertó mohíno, pero aprovechó el primer mandado del viejo para largarse de la casa, en busca de diversión. Con la estampa' que se gastaba y con su fama de ricachón, muchas veces había sido blanco de las miradas de las mozas. Sólo que recién se proponía hacerles frente. Llegó a la chichería de doña Sa- lomé Ríos y lo primero que hizo fué toparse con las pupilas de su hija ¡Pucha que estaba guapa la Clau- dina!. . . Sonrio, al notar la admiración que desper- taba . Y el muchacho no esperó más para acercár- sele. —Guen día, doña. —Yo no soy doña. Doña es mi magre. —Guen día doñita. . . —Tampoco doñita. Yo tengo mi nombre. —Y yo no lo conozco. —Me llamo Claudina. —Guen día Claudinita. —Agora ta lindo. Pa osté seré Claudinita. Ya no jaita más. Y así comenzó el primer amor y la primera fa- rra del muchacho. Al caer la tarde estaba abrazado de la Claudina y levantaba la voz, que se rompía en el aire, como la de un gallito que ensaya el primer canto. Yá se dormía en los brazos de su amada, cuando un hombre interrumpió a caballo, dentro de la ha- bitación, causando el pánico de la gente. La Claudina.

-62- se puso de pie y fue tumbada por el caballo. El muchacho saltó a coger las riendas de la bestia, pero el jinete le desolló la cara con dos rebencazos. Como entré nieblas alcanzó a ver que el jinete era su padre. Luego cayó inconsciente. El animal hizo pedazos todos los cántaros de chicha y una rubia inundación cubrió toda la casa y salió hasta el camino. Después de la cual don José Manuel, con algunas heridas de puñal encima, escapó campo afuera. El mozo se paró al poco rato y corrió detrás de su padre, que galopaba en dirección a la casa. Ahora lo odiaba brutalmente. ¿Qué derecho tenía a destrozar así su primer amor?. . . y a hacer rodar a la Claudina por el suelo?. ..Ya azotarlo a él públicamente?. . . Llegó a la casa hecho un condenado y, ... el viejo se estaba curando las heridas, con una ex- presión de honda tristeza. —¡Perdone m'hijo!. . . Soy un viejo loco, pero le ua contar. . .

José Manuel era el mozo más guapo de la comarca, pero bebía como un arenal y tenía un carácter tormentoso. Sembraba de hombres golpeados las chi- cherías y estaba lleno de cicatrices. Cuando le cau- saron una herida mortal y estaba a punto de entregar el alma al diablo, apareció la Lindaura, que entraba a su rancho de hombre solo, para cuidarlo. Porque hay que saber que José Manuel no era del lugar ni tenia parientes. La Lindaura se compadeció del he- rido. Bastaron dos semanas para salvarlo. Y él se levantó prendido a la moza y no se separó más. Al mes justo se casaron. Pero José Manuel volvió a emborracharse y a pelear en cada chichería. Su salvadora se convirtió en su víctima. José Manuel era un bruto temible y varias veces la hizo abortar a puntapiés. Ella sufría este maltrato, sin sublevarse, aunque a veces

-63- la paliza la dejaba postrada por varios días. Enfla- queció en forma alarmante y arrastraba una pierna desgarrada por los golpes. Pero así y todo, a los tres años de casada, logró conservar un hijo en el vientre hasta los ocho meses. . . Ella estaba más buena y sumisa que nunca y mostraba en los ojos un brillo de esperanza. La maternidad lograda le mostraba un horizonte de felicidad. Pero una noche, la arrancaron de su sueño, los juramentos de José Manuel. Ella no atinaba a dar con su ropa y el hombre enfurecido estrellaba una y otra vez el caballo contra la puerta. Por fin puerta cedió estrepitosamente y José Manuel metió con el caballo adentro. Ella temblaba de miedo de ser golpeada, porque sentía al hijo latiéndole en las entrañas. El borracho no la vió, o lo hizo a propósito, pero le echó el caballo encima. . . La mujer dió un grito de fiera herida y no se levantó más... . Al amartecer se moría, pero pudo dar a luz a su hijo, antes de cerrar los ojos.

—Y ese hijo es osté. . . No'i guelto a tomar dende ese diya. . . Pero al ver que osté se iba por el mesmo camino. . . —Y don José Manuel se secaba las lágrimas con la punta del poncho. —Agora que lo sabe, perdóneme en nombre de su santa magre.

-64- EL SEÑOR SUBPREFECTO

El señor subprefecto no sabía leer, pero eso no importaba, porque él recibía y despachaba igual, toda clase de correspondencia y de órdenes escritas. Muy dueño de sí mismo, se sentaba frente al es- critorio, recogía un papel y clavaba allá la vista. —Señor subprefecto, está leyendo el papel ca- beza abajo —le advertía su secretario. —Silencio, malcriado, el subprefecto puede leer del lado que le de la gana. ¿O vos me lo vais a im- pedir? —Claro que no señor subprefecto. —Entonces a callar, so tal y so cual. El subprefecto tenia pretensiones de buen orador, pero como empezó a circular el rumor de que era analfabeto, él quiso desmentir a todos y empezó a "leer" sus discursos en cualquier acto público. Para causar todavía mayor impresión, se compró unos lentes de intelectual. Y con ellos lanzaba miradas relampagueantes al auditorio. Quien elaboraba los discursos, era, naturalmente, el secretario. Luego se los hacía aprender a la autoridad palabra por palabra. Cuando ya los sabía como un padre nuestro, se enfrentaba al público. Como había resuelto añadir la farsa de la "lectura", se presentaba con papel y todo, pero el secretario se quedaba con la copia para servirle de consulta. Aquella mañana, nada menos que en presencia del prefecto, que venía de visita, nuestro héroe volvió a poner el papel al revés. Todos admiraban su proeza, porque repetía, con gran aplomo, las palabras es-

-65- critas allá. El señor subprefecto no tenía los ojos volteados para realizar tal maravilla, pero la rea- lizaba. ¡Para qué se le ocurría al secretario fijarse nuevamente en este detalle tratar de corregirlo!. . . Fue el comienzo del desastre. Con la nerviosidad se lo dijo en voz alta y el público río a carcajadas. Hasta el señor prefecto no pudo evitar una sonrisa. Con los ojos centelleantes, se encaró entonces a la multitud. —¡Sí, carajo, tengo el papel al revés!. ¿Y ahora qué hay?. EJ que sabe leer, lee en cualquier forma, lee aunque sea sin papel —tiró el papel, a la gente y siguió "leyendo" el discurso, pero al poco rato se atascó. Se puso morado y al fin, estalló contra el secretario: —¡Corrije, pedázo.de animal!. . . El secretario no podía hallar la parte donde se había quedado la autoridad, que estaba llenando el vacío con tremendas interjecciones. Por fin cogió el hilo y el discurso siguió adelante. —. . .Por eso,1a suma autoridad de esta provincia os recibe. . . —tartamudeaba el secretario. ' —. . . Por eso la suma autoridá. . . —repetía el subprefecto, con su formidable vozarrón. —. . .y el corazón jubiloso. . . —y el corazón ju. . . ^ju. . . ju. . . Corregí más fuerte hombre. El consueta elevó tanto la voi que toda la gente le oía. —. . . Lleno de fe patriótica. . . —. . . Lleno de fe patriótica. . . —corearon va- rios chistosos, acompañando al subprefecto. —.. . Porque yo. . . —. . . Porque yo. . . —repitieron los intrusos, como en una letanía. Y las carcajadas comenzaron a brotar en varias partes. —. . . estoy aquí. . . —. . . esioy aquí. . . coreó la gente. —¡Carajo!. . . —reventó el Sr. subprefecto.

-•66- —Carajo. . . —repitió el público. Y todo se ahogó en un mar de risas. El orador saltó sobre la multitud y empezó a repartir puñetazos. Los propios rondas tuvieron que agarrarlo y conducirlo a la subprefectura. El prefecto estaba asombrado. Paso a paso se fué hasta la oficina y allá encontró un remolino de botas, gorras, y papeles. El subprefecto estaba es- trangulando a su secretario y los rondas trataban, inútilmente, de impedírselo. Estos vieron al prefecto y se cuadraron respetuosamente. El subprefecto tam- bién lo vió y se puso de pie, con las manos crispa- das. El secretario, también se puso de pie, con el cuello torcido. —Vamos a ver amigo, usted no tiene la cultura ni los modales de una autoridad. —Es cierto, señor prefecto. No sabe leer ni escribir. Yo se lo hago todo y todavía me estropea. —Se quejó el pobre secretario, acariciándose el cuello. —Usted no va poder seguir ejerciendo el cargo —afirmó el señor prefecto. —Nómbreme en su lugar, señor. Yo soy hombre culto —dijo el secretario, con los ojos brillantes. —¿Nombrar subprefecto a una gallina? —pre- guntó su enemigo. Y hasta los pacos festejaron la ocu- rrencia con una carcajada. —Usted sabrá leer, pero aquí se precisa un hom- bre de pantalones —dijo el prefecto, achicándolo con la mirada. Se precisa un macho y aquí no hay más macho que yo —dijo la autoridad provincial— Yo gané a puñetes las elecciones para el gobierno y no me van a echar solo por no saber leer. . . —¿Qué tal si usted fuera el secretario? —pregun- tó el prefecto, medio aturdido. —¿Yo, secretario de una gallina?. . . —Usted no sirve ni para secreatario, porque es un analfabeto —se vengó aquel.

-67- —El secretario tiene que saber leer y escribir —convino el señor prefecto—, en cambio. . . el subprefecto. . . no es tan necesario que sepa eso. De manera que ¡las cosas quedan como antes!. —El analfabeto es la autoridad y el letrado el subalterno. ¡Cosas de la política! —dijo el secretario, amargamente. —Así es amigo —subrayó el prefecto. Y se fué creyendo haber dado la mejor solución al conflicto.

-•68- LA DOBLE JUGADA

Entre el cura del pueblo y su compadre Jacinto Martínez había una cordial rivalidad, nacida de los gallos y la taba. El cura como tabeador era cam- peón invicto y además, tenía los mejores gallos de pelea del lugar. Su compadre Jacinto quería a toda costa, derrotarlo en ambos campos y todos los do- mingos, después de la misa, organizaban verdadero; torneos, a lo que acudía el pueblo, dividido en doi bandos. —Esta vez, si pierde, compra el manto de la Virgen —dijo el cura, haciendo dar brincos a la taba en su mano. —Y si usted pierde, me entrega su mejor gallo: el cenizo —contestó su compadre Jacinto. . —Aceptado. Allá va. Vuelta y media. . . ¡Suerte clavada! —¡Bravoooo! —gritó la barra del cura —¡Un momento, la cosa es a los tres tiros! —dijo don Jacinto, blanqueando los ojos hacia la barra. Arañó la tierra para quitarse el sudor de las manos y. . . —¡Ahí va la respuesta!. . . ¡Se dió la guelta!. . . ¡Por la gran. . .1 El cura volvió a tirar dos suertes más. —¡Ganó la Virgen!. . . IQfte venga el manto!. . . —Lo tendrá el próximo dottiutgo, compagre—-afir- mó el perdedor. Luego vino la pelea de gaíios y bs apuestas eran, también, originales. Si el cura perdía, tenia que ca- sar a todas las parejas de la hacienda de don Jacinto.

-69- Y si éste perdía, se confesaba en la próxima cua- resma, cosa que no practicaba desde unos vejnte años atrás. Como era de esperar, ganó el cenizo. Y a don Jacinto se le cayeron los bigotes. —Hombre, no se aflija, que mi gallo le hará ganar el cielo. Además, con ese obsequio a la Virgen. . . Ya me lo figuro a usted con alas en la espalda ¡Un ángel con bigotes!. . . —bromeó el cura. Don jacinto se retiró mal humorado. Cuando llegó a su casa vió que el Torcuato, que andaba arras- trándole el ala a su hija, salía del huertillo. —¿Quién te ordenó dentrar a mi casa, ja? —Pre- guntó, alzando la voz rabiosamente. —Osté desculpe, don. Dentré a saludar a 1' Au- rora. —Vos no me vais a saludar a naides, cuando yo no'sté en la casa. ¿Tais oyendo?. —Si, don Jacinto. Hasta luego. Don Jacinto no contestó. El mozo lo disgustaba con sus pretensiones, pues la Aurora estaba des- tinada para don Lucas Ponce, el hacendado más rico del lugar, aunque el proyecto era rechazado por la moza con todas sus fuerzas. —¡Yo te ua enseñar a obedecer a tu taita dije don Jacinto, entrando con el talero en la mano. La Aurora lo miró sin ningún miedo, porque conocía sus bravatas. El siempre sacaba el talero, pero jamás le había aplicado un sólo golpe. —No'i jecho nada malo. Apenitas entró pa darme este anillo. —¡Perra desvergonzada! ¿Y eso es poco pa vos? ¡Traiga el anillo pacá!. . . —¡No taita! —Traiga ley dicho, su. . . —¡Atatay!. . . ¡No me apriete la mano!. . . ¡Me va arrancar el dedo!. . . ¡Aquí 'stá! Agora, andi lo encuentre a ese muerto di' hambre. . . se lo ua hacer tragar. . . Ya verás

-70- vos!. . . —No haga sonseras taita. El es el hombre más gueno. —Será gueno, pero no pa osté, que ya tiene su dueño. —Yo no quiero dueño d' esa laya. No mi'han de casar con un viejo. . . —¡Calíate o vais a recibir el primer rebencazo! —ame.iazó el padre, levantando el talero. —¡Pégueme, pero no me'i de casar!. . . —¡Te vais a casar y el domingo mesmo! —sen- tenció don Jacinto, bajó el talero y salió. Como el domingo no iba a poderse realizar el torneo de gallos y taba, a causa del matrimonio, don Jacinto invitó ai Sr. cura el sábado en la tarde, para realizar el encuentro en su otra casa. Además le prometió un picante de pollo preparado por él mismo. —¡Ya verá como se chupa los dedos! —anunciaba don Jacinto, mientras iniciaba el primer tiro de taba. —Debió dejar eso para mañana que es la boda. —No compagre y señor cura. Quiero que 'sté picantito seya sólo pa osté y pa mi. Ahí va la taba. En la taba ganó el cura, como siempre, pero don Jacinto no dió importancia a la pérdida y continuaba risueño y decidor, mordiéndose los bigotes con pi- cardía. —¡Que vengan los gallos! ¡Que me traigan al cenizo! —dijo el cura al poco rato. —Al cenizo no. Dejeló descansar —contestó don Jacinto, guiñando un ojo. Y agregó: —aquí traen el pi- cante y la chicha. ¡A la mesa compagre! El picante estaba realmente delicioso. El curita pidió repetición y así lo hizo también don Jacinto. Después' de vaciar algunos vasos de chicha para mejorar el ánimo y para combatir el aji, el cura dijo de nuevo. —¡Agora si, los gallos! Que la tarde se va. . . —¡Eso es¡ ¡A los gallos! ¿Con cuál va a peliar

-71- osté? —Ya le dije que con el cenizo. No cambio de opinión. —Ja. . .ja. . . ja. . . El cenizo era un rico gallo. —¿De qué se ríe usted? —preguntó el cura. —Del cenizo. Era muy rico el animal. —¿Era? Es un riquísimo gallo de riña. —Riquísimo compagre, riquísimo! Osté mesmo lo saboreó! —Y don Jacinto se ahogó en un violento ataque de risa. Pero el cura se quedó todo tranquilo, ante el asombro de su compadre. Solo al poco rato dijo, muy resignado: —Yo he perdido a mi gallo, pero usted perdió a su pollita. —¿Qué quiere decir osté? —saltó don Jacinto po- niéndose pálido. —Que la pollita ha volado. —¡Cuidao con lo que dice, señor cura! —Es la verdad. La Aurora se fue con su marido. —¿Con qué marido? ¿Con el millonario? Con don. . . —No señor, ese es un hombre divorciado y de mal vivir. Se fué con Torcuato. Yo mismo los casé en secreto ayer. De lo contrario se escapaban sin casarse. Ahora han aprovechado que usted estaba jugando y haciéndome la broma, para salir. . . Don Jacinto se avalanzó sobre el cura con las manos crispadas. Luego la voluntad se le quebró en un acceso de llanto y de rugidos. Una vez más volvía a perder. Pero como la dosis había sido exagerada, los compadres no volvieron a reunirse, ni don Jacinto confesó para la cuaresma, si bien es cierto que compró el manto para la Virgen.

-72- LOS ORDONEZ

Los Ordoñez eran seis hermanos mozos y tra- bajadores. Tenían una pequeña finca, como un trián- gulo verde, al lado del gran latifundio del patrón de la comarca. En realidad hubo un tiempo en que la hacienda del Dr. Morales era más chica que la hacienda de los Ordoñez. Pero luego fué creciendo, a medida que el abogado se adueñaba de los terre- nos del vecindario y reducía a sus dueños a la ca- lidad de peones. Los chapacos no podían defenderse de los enre- dos del doctor —una araña legal— que los fue devo- rando como a moscardones, uno detrás de otro. Sólo los Ordoñez resistieron valientemente; pero como la propiedad del abogado seguía creciendo al- rededor de ellos, corrían el riesgo de quedar en- cerrados, como en una isla, en medio del latifundio. Ellos no imaginaban al doctor en actitud de ta- rántula, sino en trance de otro animal más fuerte y poderoso: —Carajo, este leguleyo es una serpiente. Mus ia rodeando pa estrangularnos —decía el mayor de los hermanos. En efecto, ya no les quedaba más que una salida, el terreno del viejo Panta, al cual, el doctor ya le había empezado a clavar los dientes. El pobre viejo pataleaba maldecía, hizo un intento de mata r al la- tifundista' y terminó con sus huesos temblorosos en la cárcel. Ahora sí, los Ordoñez estaban cerrados. Y em- pezó la lucha contra ellos. Tal vez el abogado les

-73- tenía un poco de miedo, porque no se atrevía a lan- zarse violentamente sobre la finca, como había hecho con los demás campesinos. Se trasladó al pueblo y durante meses estuvo extendiendo sus hilos le- gales por oficinas y juzgados. Cuando creyó haber terminado la tela, hizo notificar a los hermanos a la ciudad. Allá sería más fácil atraparlos y eli- minarlos. La operación estaba muy bien planeada, para que pudiera fallar. Y no falló. Legalmente la finca de los Ordoñez fue borrada del mapa, como una isla tragada por las aguas. Y —como una conce- ción especial del Dr. Morales— se les notificó que les estaba permitido recoger sus cosas. —¿De modo que el doctorcito mus regala lo nuestro? —El doctor es considerado y quiere que se lleven los peros de labranza para trabajar en otra parte —les dijeron en el juzgado. —¿Y no mus quiere como a sus piones? —Eso no. Dijo claramente que deben irse. Los seis hermanos regresaron a la finca y resolvieron desobedecer la orden de las autoridades. —¡Que mus venga a saciar ese hi jo 'e perra!. . . Pero, naturalmente, el Dr. Morales no se hizo presente. Sólo ordenó desde la ciudad, que desvia- ran el agua de la finca. Era el método suave de desalojo. Pero lós Ordoñez entraban cada noche al latifundio y soltaban el agua. Los hombres del ha- cendado les salían al encuentro y se organizaban peleas. El menor de los hermanos fue liquidado a golpes de pala. En respuesta los demás ordoñez mataron al mayordomo. Entonces llegó el patrón, en compañía de varios gendarmes armados y los hermanos se dieron a la fuga. Pasaron algunos meses y el Dr. Morales com- pletó su obra. Hizo voltear los linderos y se adueñó definitivamente de ese último reducto.. Los Ordoñez no aparecían por ningún lado. Al tiempo se supo

-74- que habían pasado la frontera y que estaban tra- bajando en los cañaverales argentinos. Entonces el Dr. Morales respiró a sus anchas. Pero terminó el tiempo de la zafra y los cha- pacos empezaron a regresar a su tierra. Los Or- doñez también se dieron la vuelta. Vagaban de un lado para otro, sin saber dónde alquilar sus bra- zos. Como había orden de captura para ellos, no se atrevían a aproximarse al latifundio. Pero an- daban al asecho del abogado. Y un día lo cogieron al regreso del pueblo. El Dr. Morales creyó ser víctima de una pesa- dilla. Era imposible escapar por ningún lado, aunque los hermanos estaban a pie y él a caballo. Reían al verle la cara de susto. El mayor le tomó las bridas. —¡Agora va a saber osté quienes son los Ordoñez! Lo obligaron a bajar del animal y se lo lleva- ron consigo. El hombre temblaba como un epilép- tico a medida que lo internaban quebrada adentro. —Tengo plata en las alforjas. ¡Llévensela, pero déjenme libre!. . . —¡Calle el hocico y siga pa adelante!. . . —Les devolveré la tierra. . . —¡Ay juna! ¡Qué gueno! ¡Musotros tamos listos pa creyer en promesas de abogao!. . . Y seguían con él, a empellones, por el campo. Anocheció y volvió a amanecer. El Dr. Morales tenía los pies llenos de ampollas. Las botas de montar le devoraban la piel. La sed lo abrasaba, pero no se atrevía a pedir nada. Por fin, al medio día, suplicó. —¡Agüita, por Dios¡ ¡Un poco de agua! —Ja. . . ja. . . ja. . . Osté que ha jecho morir de sed a las ovejitas y a las guaguas de la gente pogre, se queja? Aquellos lugares eran completamente secos y el sol mordía con rabia a los caminantes. El doctor estaba morado.

-75- —¿Dónde me llevan ustedes? —A intregarlo al diablo. El sol se perdió, pero seguía ardiendo en la garganta del hacendado. —¡Unas gotitas siquiera!. . . ¡unas gotitas!. . . Aquella noche no pudo dormir y al día siguiente se negó a levantarse. —Ta bien. ¡Quédese aquí, pa que se lo traguen los gallinazos!. . . —Y los hermanos siguieron el camino. Pero al poco rato, el doctor los seguía, cayendo y levantando. —¡Agua, por amor al cielo!. —Velay el caballo ta lanzando un chorro. Cuerra que se acaba. . . El abogado se tiró bajo las patas del caballo, que venía cargado con todas las pertenencias de los hermanos. Hubo una risotada general y el hombre se abochornó de su intento. Al atardecer, los mismos chapacos estaban ren- didos y el hacendado caminaba como un sonánbulo. la garganta le roncaba ásperamente. —Un descansito no cayerá mal. Bajo unos árboles garrudos y esqueléticos se detuvo la pequeña caravana. Junto al tronco de los mismos crecían unos pastos verdes. El doctor se lanzó a mordisquearlos antes que el caballo los viera. —Malhaya con el abogao que hasta al caballo le quita su comida!. . . Pero los pastos rallaban la garganta. El doctor los escupió > fue acometido por violentas nauseas. Luego se tiró boca arriba, sacando la lengua con- gestionada. —Se puede morir al sol. —Arrástralo pa la sombra. Lo sentaron contra un árbol, y allá siguió ron- cando. El caballo de nuevo se puso a orinar. —Mejor que no sintió el abogao.

-76- Pero el doctor había sentido. Abrió los ojos moribundos y se lanzó sobre el manchón de hu- medad, que ya desaparecía. . . mordió el barro an- siosamente y luego se dió la vuelta, con toda la cara manchada. Quiso incorporarse y cayó. Dió unos saltos convulsivos sobre la espalda y luego se quedó estirado para siempre. El caballo dió un relincho al oler la muerte. —Allá cerquita 'stá la jrontera —indicó el herma- no mayor. Y hacia ese lado se dirigieron silenciosamente.

-77- LA PATRIA DEL PATRON

—Dizque hay guerra en el Chaco. . . —Y que van a llegar patrullas apillar a los mozos. —Y a saquiar las casas. . . Así comentaban los peones del Dr. Pereira, ha- ciendo chispear los azadones sobre el papal de la finca. —El cura ha dicho en la misa que hay que dejen- der esta tierra. —Que la dejienda el patrón, que por algo es su dueño. —Y los pogres nada teñimos que dejender. —Ni pa que peliar. . . Y seguían trabajando, bajo el rescoldo del ocaso. Los tubérculos grandes y llenos de ojos eran re- vueltos y sacados a la superficie. Las mujeres, después de quitarles la tierra, los recogían en sus polleras. El viejo Anacleto cababa los surcos centrales, aplastado bajo su joroba. Dió un azadonazo fuerte e hizo saltar el cuerpo disecado de un perro muerto. —¡Velay quién ha enterrau este perro en el papal! El animal tenía la boca abierta en un ladrido eterno. Por simple casualidad una patata había ger- minado en su cabeza. Las hojas le salían por las órbitas y tenebrosas y una enorme patata le llenaba el cráneo. —¡Ma miren, si esto parece obra del diablo! —dijo el viejo, levantando el animal seco'y tiezo. El tubérculo comenzó a moverse dentro del cráneo y unos gusanos de cabeza negra salieron a la su-

-78- perficie. —¡Qué cosa tan jiera! ¡Bótela mejor. . .! —dijo una moza. Don Anacleto cogió al perro por las patas y lo arrojó al camino. Moría la tarde. Cuando el sol cayó de filo sobre la loma, su aro luminoso se llenó de puntos negros y por el camino que bajaba de allí, aparecieron nubecillas de polvo. —¡Es la patrulla que llega! —gritó una vieja. Los puntos negros fueron creciendo, tomando for- mas definidas y. . , unas siluetas de jinetes se diseñaron contra el sol. —¡Vienen a pillarnos!. . . —dijeron los hombres. —¡Juyamos pal mollar!. . . —Y escaparon que- brada abajo, hasta meterse entre los molles atar- decidos y sonoros. Sólo un mozo —el Anastacio— se quedó sobre el terreno, acompañando a las mujeres y a los viejos. El camino se llenó de relinchos y galopes y llegó la patrulla. Los hombres uniformados rodea- ron al Anastacio, que seguía parado en medio papal. —¿Andi 'stán los demás, ja? —preguntó el coman- dante del grupo. —Puallá se van. . . —y señaló un grupo de cinco viejos, que escapaban rumbo al caserío llevándose las herramientas. —No vais a decirme que en tu pueblo tuitos son viejos, che animal. —Los mozos han juido pal mollar. —¡Cobardes de la gran. . .! —y le dió con la bota en plena cara, haciéndolo caer sentado sobre las papas. —¡A pillarlos vivos o muertos!. . . —La solda- desca montada corrió quebrada abajo, siguiéndolas huellas de los fugitivos y llevándose al mozo reza- gado. Los rastros llegaban al mollar y se repartían en abanico, siguiendo sentidos opuestos. Comenzó

-79- a obscurecer y la búsqueda se hizo difícil. Más allá del mollar comenzaban las serranías escarpadas y sombrías. Ningún camino trepaba por ellas y sólo los hombres del lugar podían esca- larlas, para ocultarse entre sus grietas, como zo- rros ariscos. La noche cerró completamente y el jefe de la patrulla ordenó dar media vuelta. Sólo el Anastacio fue maniatado y conducido al pueblo, como un delin- cuente. Pasó una semana y los hombres bajaron de las serranías. Todos lamentaban la suerte del amigo secuestrado. A cada momento circulaban rumores de la llegada de nuevos soldados. Y la desconfianza brillaba en los ojos. —¡Como si el gobiernos ñus hubiera pariu, pa que disponga de nuestra vida!. . . —Ni siquiera una escuela ha puesto en este pueblo. . —Nuquita mus dejiende de los abusos del pa- trón. . . Y segían los comentarios desfavorables, donde se destilaba el descontento de la gente campesina. Para no ser sorprendidos, apostaron vigía en los caminos de acceso al caserío. Y corrió el tiempo, madurando los trigales y pintando los paisajes. El campo se tiñó de verde y volvió a pintarse de oro. Muchas lunas cruzaron por el cielo del valle y finalizó aquel año. Una tarde el sol nuevamente cayó de filo sobre la loma y en su centro apareció un punto negro. El punto creció y se transformó en una silueta de hombre, que bajaba por el camino. Los labriegos cababan también el papal, como el año anterior. —¡Quién será el que llega!. . . —Se pregunta- ban alzando los ojos de la tierra, para -mirar al caminante. El hombre bajaba, pisando su sombra, que se alargaba en el atardecer. . . Un viento de trinos regó el campo y el sol se hundió en el horizonte.

-•80- El extraño cruzó el caserio, llegó al papal y. . . una exclamación de asombro hrotó de todos los pe- chos. —¡Si es el Anastacio!. . . Y era el Anastacio, el hombre que fe a la gue- rra. Arrastraba los pies tullidos, tenía los ojos extraviados y agitaba las manos chuecas, como un epiléptico. Quizo hablar y la boca se le torció en una mueca de estupidez y amargura. Vio a su ma- dre y se fue hacia ella, blanqueando las pupilas. —¡Mi hijo!. . . —gritó la mujer— ¿¿Qué han jecho de mi' hijo?. . . —¡La. . . patria!. . . —balbuceó el hombre y cayó en sus brazos. —¡Ay juna! ¡Así paga la patria!. . . —dijo el viejo Anacleto. —¿Pero quién es la patria? —preguntó la madre, que desconocía esta palabra —¿Andi *stá esa hija di una que se llama patria? —La patria es la jinca del patrón —opinó alguien. —¿Y por la jinca del patrón mus llevan a peliar como perros? —preguntó un mozo. —Si, somos los perros de la jinca del amo. Los perros de la patria. . . —Y los hijos del patrón no peleyan por esta tierra que's de ellos? —Pa eso tienen sus perros. . . —¿Y vamos a seguir siendo perros? ¡Carajo! ¿No somos hombres? —Preguntó furioso el mismo mozo. —Somos hombres y debemos peliar contra los amos pa hacer la patria de los pogres. . . respondió el viejo. —Intonces, ¡mueran los amos! —¡Mueran los dueños de la patria! —gritaron va- rios. —¡Muera la patria del patrón!. . . —entonaron todos. Y todos se fueron, conduciendo al idiota, rumbo

-•81- al caserío. Caía la noche sobre la patria feudal. DON SERAPIO, EL CONQUISTADOR

El patrón perseguía a la Micaela por toda la casa. Estaba colorado como un pavo. Logró cogerla del delantal, pero la imilla se deshizo de él y don Serapio se quedó con la prenda en las manos. —Vení pacá, imilla arisca. Si te ua pagar. . . —Vaya a pagar a las putas. . . La Micaela se metió en el granero y trancó la puerta por dentro, pero don Serapio era más porfiado que el gallo viejo cuando la gallina es- capa. Todo desalado y patituerto se fue a estrellar contra la puerta, la golpeó con los puños, las ro- dillas y los codos, pero no se abrió. Entonces se' dió la vuelta, clavó los pies en la tierra y empu- jó con la parte trasera de su corpachón. La puerta fue cediendo centímetro a centímetro y, al fin, se abrió estruendosamente. Don Serapio cayó entonces, botines para arriba, dentro del granero. La imilla lanzó una carcajada y quiso brincar por sobre su cuerpo, para escapar campo afuera. Pero el patrón empezó a manotear y al fin se sentó, rascándose la nuca. Giró los ojos atontados de asombro, vio a la Micaela y otra vez la cara se le congestionó de deseo. —¡No te vais a librar de mi!. . . —Se paró tra- bajosamente, apoyándose en los costales de harina de maiz y avanzó, abriendo los brazos, como un gorila, sobre la muchacha. Esta quiso hacerle un quite, pasando por debajo de sus brazos, pero tro- pezó en una bolsa y cayó. Don Serapio se le des- plomó encima, acezando.

-83- '—Suelte, don. No seiga abusivo. —Vais a ser miya. —De osté será su mujer. —Y cualquiera otra que yo quiera. . . Ya la desnudaba, cuando la Micaela palpó una bolsa de harina, rota por los ratones. Sacó un buen puñado y le tapó los ojos y la boca. Don Serapio quedó momentáneamente ciego. Se llevó una mano a la cara y con la otra sujetaba a la Micaela. Ella tiró hacia la puerta, dejando un pedazo de su ca- misa en la mano del patrón. En el patio apareció doña Melchora, la mujer de don Serapio, vio correr a la imilla casi desnuda y se hizo cargo de la situa- ción. Cogió un trozo de leña y se dirigió al granero. —¡No te me escapais, imilla perra!. . -.—rugió- el hombre, confundiéndola. Luego dió un salto a cie- gas sobre ella. Doña Melchora esgrimió el palo y luego lo des- cargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de su consorte. Este cayó redondo, pero la furia de doña Melchora aún no estaba aplacada de manera que si- guió dándole leñazo sobre leñazo, hasta hecerlogritar como a un verraco. —¡Viejo violador! ¿Qué hacías con mi ahijada? —Nada, mujer. Le 'staba dando un poco de ha- rina. —Harina te voy a golver la cabeza a garrotazos. Don Serapio gritó más de una hora. Por fin doña Melchora se cansó de golpear y salió, puso llave al granero y allá dejó encerrado al galán apaleado. Durante varios días el patrón estuvo tan re- sentido con la Micaela, como si ella le hubiera aplicado la paliza. Pasaba gacho a su lado y le echaba miradas furiosas de soslayo, que la imilla contestaba con sonrisas apenas disimuladas. Ella gozaba de la confianza de doña Melchora, su madrina, que sin embargo estaba algo mohína, a causa de la escena anterior. Claro que si la pa- trona hubiera encontrado un mínimo de culpa en su

-84- ahijada, también la habría molido a palos. Pasó un mes y don Serapio volvió al ataque, lina -noche regresó a casa borracho y cantando. Era el tiempo de la cuaresma —doble falta— y doña Melchora estaba en sus ejercicios religiosos. El patrón se fué derecho al cuarto de la Micaela, ren- gueando aún por la paliza anterior, pero no la en- contró. Sin duda lo sintió acercarse y escapó. Pero la cama estaba caliente y don Serapio supuso que la paloma no tardaría en volver al nido. Se enros- có sobre la cama y hasta se tapó con una cobija. Esperó un largo rato, pero la "Dulcinea no re- gresaba, lo venció el sueño. Llegó doña Melchora y se extrañó de no en- contrar a su marido en casa. Se acostó sola y ya iba a conciliar el sueño, cuando se oyeron pode- rosos ronquidos. ¿Cómo? La patrona se incorporó de la cama, con una sospecha. Levantó la escoba y se dirigió al cuarto de la Micaela. A la luz de un cabo de vela vió a su marido, tendido boca arri- ba, roncando como un condenado y abrazando una pollera vacía. Doña Melchora alzó la escoba con las dos ma- nos, midió el golpe con premeditación y alevosía y lo descargó como un rayo sobre la cabeza del pecador. Don. Serapio dió un salto y un alarido si- multáneos, creyendo que la casa se le caía encima. Quiso ponerse de pie, pero un nuevo escobazo lo tumbó de espaldas. La patrona estaba muy dispues- ta a sacar el diablo del cuerpo de su marido y si- guió moliéndolo a escobazos, hasta que oyó un estornudo en el cuarto contiguo. Fué allá para darle también su merecido a la Micaela. Pero la encontró temblando de frío en una esquina. Le bastó una ojeada para quitarle toda culpa. Hacía una hora que la pobre estaba dándose diente con diente, sentada en ese rincón mientras don Serapio roncaba a pierna suelta, sobre su cama. Don Serapio nuevamente se portó serlo y re-

-85- catado durante unas semanas y hasta pidió a su mujer que despidiera a la muchacha para que no volviera a tentarlo, pero doña Melchora era la justicia en persona y no encontró en la muchacha ninguna culpa que justificase semejante decisión. Y un día la patroria tuvo que viajar al pueblo. Su marido estaba muy atareado en los trabajos de la finca para poder acompañarla. La Micaela, apenas quedó sola, agarró la batea de ropa y se fué al rio para no despertar el demonio que dormía dentro de su patrón. Pero a don Serapio le comenzó a escoser el cuerpo. Andaba de acá para allá, como un tigre enjaulado. La tensión se le hacía insoportable. Por fin lanzó un rugido y se fué hacia la playa. Era cerca del medio día y el calor estaba fuerte. Llegó al río y se le encendieron los ojos, porque la Mi- caela se estaba bañando. Si hacer el menor ruido, se desvistió él también. Después de quitarse la última prenda, corrió directamente hacia la Micaela. Esta, al verlo venir tan de sopetón y en traje de Adán, soltó la carca- jada y escapó. Don Serapio empezó a perseguirla, pero perdió el equilibrio y se.dió un gran panzaffo en el agua, arrancando otra carcajada de la moza. Picado en su amor propio, se levantó, jurando y perjurando que esta vez iba a salir con la suya. Después de casi media hora de persecusión, la muchacha volvió a la. orilla donde estaba su ropa y empezó a vestirse, aprovechando que su perse- guidor caía y se levantaba en medio-río,-.Cuando el hombre también llegaba a la orilla, resoívió aquie- tarlo definitivamente, pues recogió también su ropa, la puso sobre la batea y escapó dejando al galán pelado en el río. Ya cerraba la noche y don Serapio continuaba dando gritos en la playa, como un alma en pena. Doña Melchora que volvía del pueblo, lo encontró

-•86- sin pilcha encima y corriendo de acá para allá para entrar en calor. Ni para qué describir lo que hizo con él creyén- dolo condenado.

-87- LA VENGANZA DE LOS LEÑADORES

El alba de un domingo. Cada árbol gigantesco del bosque era una sinfonía verde que se elevaba a los cielos. Había un temblor nervioso en sus gajos que arañaban el infinito. . . Llegaron los leñadores. Se oyó el ruido seco del primer hachazo y el primer árbol herido saltó un di- luvio de sonidos musicales. Después el bosque se llenó de lamentos, de golpes y de pájaros aterrados. Las estrellas temblaban, como gotas de sangre, en el firmamento. Cayó un árbol, como un gigante degollado. Los hombres lo despedazaron con sus hachas. Los ár- boles siguieron cayendo, uno tras otro, lanzando alaridos de muerte. Y la masacre de la selva duró hasta el anochecer. La voz del capataz cruzó, como un latigazo por el aire y los hombres se fueron, llevando a la rastra los árboles mutilados, para echarlos al río. Eran los hombres verdes de la selva, que pasaban la existencia asesinando árboles, hasta que un árbol los asesinaba a ellos, cayéndoles encima. Al morir se trasformaban también en árboles. Eran seres intermedios entre el árbol y el hombre. Allí no imperaba sino la voluntad de un pequeño dios llamado patrón. Este hombre blanco tenía un estado mayor de cholos feroces que cumplían sus órdenes. El oficio de éstos, era depellejar a lati- gazos las espaldas desnudas de los nativos. Aquella tarde dos aborígenes se quedaron en la selva, cogidos por el mal del sueño. No habían tra-

-•88- bajado en todo el día. Llegaron otros hombres y los arrastraron al campamento, como troncos sin vida. El patrón los hizo amarrar a un árbol. Les iba a dar un castigo ejemplarizador, por perezosos. Los nativos se horrorizaron del abuso que se iba a cometer con dos hombres enfermos. Aparecieron los verdugos, látigo en mano. Un rayo de fuego cayó sobre la espalda del primer hombre, arrancándole un reguero de estrellas rojas. Nuevos latigazos abrieron rosas de sangre sobre el torso de los ajusticiados. Apareció el hijo de uno de éstos, pero fué->&rrojado del lugar, dando alaridos, con un latigazo que casi le rompió los ojos. Los hombres aún se retorcían, pidiendo miseri- cordia. Sus pupilas ensangrentadas pasaban por la cara de todos sus compañeros, implorando socorro. Ninguno de ellos se movía. El terror los tenia cla- vados en el sitio. Hacer el menor gesto contra los verdugos era firmar su sentencia de muerte. Los hombres perdieron el conocimiento, bajo el castigo brutal. Sus manos amarradas al árbol del suplicio, dejaron de retorcerse y sus cabezas caye- ron hacia atrás, en una mueca de agonia. En ese mo- mento un grito rasgó la noche y una sombra de mu- jer emergió del bosque. Saltó como una pantera sobre los verdugos y uno de ellos cayó al suelo, con un puñal en la garganta. Sonó el estampido de un arma de fuego y la mujer se desplomó en tierra, como una cruz cortada. Apareció el patrón seguido de tres capataces,disparó a quemarropa sobre los cuerpos moribundos y puso en fuga a los demás nativos. Los muertos fueron arrojados al río. Un silencio fúnebre envolvió la selva. Siguió corriendo la noche, como un mar de lu- ciérnagas, sobre el campamento. De pronto una man- cha tiñó el horizonte por el lado del Norte. Otra mancha apareció al Sur. Luego otra al Este y otra al Oeste. La terrible cruz de fuego brilló en la noche,

-89- como el símbolo de la venganza. Cuando el patrón y los capataces despertaron, sintieron que el bosque ardía por los cuatro hori- zontes. Estaban encerrados en un circulo de fuego. Los árboles en llamas, se retorcían como espec- tros infernales. Un hombre salió ardiendo, trazó una raya de fuego hasta la casa del patrón. El in- cendio se vino tras él y la casa se cubrió de llamas. El patrón y los suyos pedían socorro. El círculo ígneo se fue cerrando vertiginosamente. Algunos hom- bres se arrojaron al fuego, buscando una salida, pero fueron devorados por mil lenguas chispeantes. Hubo una danza pavorosa de antorchas humanas en el bosque. ¡Y el círculo de fuego se cerró defini- tivamente! ¡La venganza de los leñadores estaba cumplida.

-90- CON EL DIABLO EN LA MANO

Don Serapio, que era el corregidor, además del padre de la víctima, tenía las manos crispadas sobre el cuello de su yer 10. —¡Hablá, criminal! ¿Por qué has matau a m'hija? —Yo no, don Serapio. . . yo no. . . —resollaba el Carmelo, ahogándose bajo la presión de aquellas manos. —L'has matau por celoso! ¡Anoche mesmo 1'ame- nazabas!. . . ¡Hablá, mal naciu o te via ajorcar como a un perro!. . . Esto no era simplemente amenaza, porque uno de sus hijos le tiró una soga. —No la maté, don —habló el mozo, al quedar momentáneamente con la garganta libre— !déjenme verla, por Diosi. . . —gritó, queriéndose incorpo- rar, pero un nuevo puntapié de su suegro lo tumbó de espaldas. Entre el padre y los hijos le pusieron la soga al cuello y lo arrastraron puerta afuera. El' Car- melo- se prendió de la misma, con ambas manos, para evitar el estrangulamiento. Al salir de la obscuridad de la habitación, se vió que tenía las manos y la camisa manchadas de sangre a medio secar. —¿Con que no eras vos, ja? ¡Agora vais a pagar esa sangre gota por gota.!. . . —¡Que sujra, tatay! ¡Primero hay que arrastrarlo por el camino!. . . —sugirió uno de los hermanos. Inmediatamente el hermano mayor subió al ca- ballo, amarró un extremo de la soga a la argolla de la montura y partió a galope, arrastrando el

-91- cuerpo del culpable. Este fué dejando por el camino, primero el sombreo, luego una abarca, después el pañuelo de seda. . . Al final era sólo una nube de polvo rojo. De pronto la nube dejó de correr. Se disipó completamente y en su lugar aparecieron varias si- luetas, empequeñecidas por la distancia. Era gente que salía de alguna chichería. —¡Lo van a dejender! ¡Por la gran puta! ¡Vamos pa allá!. . . —rugió el viejo y tendió el galope a ese lado, seguido de sus demás hijos. Efectivamente, era gente fiestera, amiga del co- rregidor y también del Carmelo. El viejo llegó, sacando un cuchillo y gritando desaforadamente. —¡Retírense, canejo! ¡No dejiendan a un criminal al asesino de m' hija!. . . Esta revelación tomó completamente por sorpresa a la gente. —¡No es posible, don. . .! —¡A la Claudina. . .! —¡Ha matau a su mujer!. . . —¡Noi siu yo, por Diosito. . . ! —balbuceó el Carmelo, levantando la cara, borrada por el polvo. —¡Calla, hijo 'e perra! —bramó el hermano ma- yor, dándole un golpe seco con las riendas en plena cabeza. Los demás familiares se lanzaron, entonces, a pisotearlo en el suelo. Comenzó a brincar sangre de la boca y los oídos del Carmelo. —¡Asina no, amigos! Si el hombre es culpable hay que intregarlo a las otoridades pa que lo juzguen. —¡Yo soy la otoridá! —bramó don Serapio. —Pero osté no tiene derecho a matar a naides. —No vamos a dejar que ultimen a un cristiano en nuestro delante. . . —¡Lo vamos a colgar! —gritaron los hermanos, precipitándose de nuevo al caído. —¡Ha\ que dejenderlo! —afirmaron varias voces. Se produjo una batalla campal. Algunos hombres

-92- rodaron por el camino. Y finalmente el Carmelo lu? rescatado. Cuando lo levantaron, se vió que tenia el hombro dislocado y el brazo derecho le col- gaba sin vida. Lo trasladaron a su casa, donde aun estaba abando- nado el cadáver de la Claudina, pues sus familiares no' se habían preocupado de ella, sino de cobrar venganza inmediatamente. El Carmelo la vió y se puso loco de pena. Au- llando de dolor cayó al borde de la cama y se prendió de una de sus manos. Casualmente esta tenia el anillo matrimonial. —¡Noi siu yo, mi prienda. . . noi siu yo!. . . ¿Có- mo f iba a matar ty pogre Carmelo? ¡Con lo que te queriya! Si eras recién casadita. . . y por eso te celaba. . . por ser tan linda. . . Pero no jui yo. . . ¡Juro por la mamita de Chaguaya!. . . —Y rompió a llorar como una criatura que acaba de perder a su madre. La escena conmovió a la gente, que se quedó largo rato indecisa, sin saber qué pensar. —¿Y entonces quién fué? —rompió el silencio una mujer. —¡El hombre parece tan gueno!. . . —¡Pero cada vez amenazaba matarla! ¡Y anoche mesmo lo juraba!. . . ¡Tuitos lo han oído!. . . El Carmelo, en ese instante empezó a blanquear los ojos y a echar espuma por la boca, mientras todo su cuerpo se sacudía. —L' epilesia, señor, —dijo la criadita de la casa— Le saben venir esos ataques. —¡Juna grandísima! ¡Sáquenlo de aqui! El Carmelo en su desesperación se había prendido del cuerpo de su mujer y estaba a punto de tumbar el cadáver. Lo sacaron y la concurrencia se repartió entre la muerta y el enfermo. Después de un rato éste se calmó' y entró en un sueño profundo. Apare- cieron el corregidor y sus hijos. —¡Calma, señores!"¡Hay que rispetar a la jinada!

-93- —¡Ande 'stá el criminal!. . . —hablaron los her- manos. —¡Tumbao por P epilesia! ¡Veyanlo!. . . La boca del Carmelo estaba llena de sangre, como que se había mordido la lengua. Don Sera- pio y sus hijos le echaron una mirada cargada de amenazas y fueron llevados al cuarto de la difun- ta. La expresión del viejo no cambió mucho, pero se secó los ojos con la manga de la camisa. —Yo via llevar el asesino pal pueblo —anunció. —Será mañanita al alba, don. Nosotros lo se- guiremos —contestaron los campesinos. —O quizá dispués d' enterrar a la dijunta. Mejor asina —dijeron otros. Don Serapio y los suyos habían desistido .de su intento de matar al Carmelo. Y el silencio cayó como una mortaja sobre el cuerpo tendido. Era pasada la media noche, cuando todos fueron sacudidos por la aparición del Carmelo. Venía tiezo con un brazo colgando y con un puñal en la mano sana. Avanzó hacia su mujer. . . —¡Me has traicionau y te via matar!. . . ¡Perra! —Levantó el brazo armado, pero la gente le .cayó encima. ¡Estaba profundamente dormido! Fue fácil quitarle el puñal y volverlo a la cama. Allí continuó durmiendo completamente ajeno a lo que habla ocurrido. —Eso mesmo tál vez pasó anoche —dijo, uno de-los concurrentes. —¡Tonces es inocente! —afirmó una mujer. —Lo llevó el diablo 'e la mano. —Con razón no.si acuerda nadita. Al día siguiente salió la comitiva de campesinos llevando al preso para entregarlo a las autoridades.

-94- LA OBSECION

El soldado Martínez tenía una rara diversión. Grababa el nombre de su hermano Julián, en los árboles, pero no con la bayoneta, sino que dibujaba las letras a tiros. Su puntería era asombrosa y cau- saba la admiración de todo el regimiento, menos del comandante Rentería. El justamente había orde- nado el fusilamiento de Julián y cada vez que en- contraba este nombre, escrito en forma tan original, creia leer allí un anuncio de venganza. Cuando los trasladaron a otro fortín donde no había árboles, el soldado Martínez empezó a escribir la misma palabra en un muro. El primer día apa- recieron las letras claramente dibujadas con aguje- ritos. Al día siguiente los orificios estaban más hondos, porque el raro tirador había logrado meter una segunda bala en cada agujero. Al quinto día ya entraba la luz por ellos y de adentro para afuera, se veía claramente el nombre iluminado. ¡Vaya una habilidad de hombres! Todos admiraban la proeza, pero el comandante Rentería lo hizo meter tres dias al calabozo, por haber agujereado el muro. Pero el soldado Martínez era incorregible. En todos los ejercicios de tiro volvía a escribir Julián sobre el blanco distante. Siempre el punto de la i quedaba en pleno centro del cartón. Sin embargo la cosa pasó de castaño a obscuro, cuando llenó de agujeritos una camisa del coman- dante, puesta a secar al sol. Aquel vió el nombre bordado a bala y estuvo tentado de hacer fusilar también al hermano. Lo reflexionó mejor y lo mandó

-95- tres meses al calabozo, a pan y agua. Cuando salió le temblaba el pulso y seguramente le fallaba la puntería. Se cuidó un buen tiempo de hacer proezas con el fusil. Uno de los burlones que nunca faltan en un regimiento, comen/o a reirse del ex-tirador. Este arrugaba la frente y no decía nada. Pero un día, perdió la paciencia y resolvió reanudar, sus hazañas. El Gato, que así se llamaba el hjr- lón, se le reía cínicamente, mostrándole sus col- millos salientes y filudos. Martínez cogió el fusil y, entes de que el gato cerrara la boca le hi/.o volar los dos colmillos con un solo tiro. El Gato des- dentado no volvió a reirse. Un nuevo encierro de Martínez, felizmente no tan largo como los anteriores. Cuando salió del ca- labozo fué enviado con una patrulla de reconocimiento a explorar el monte cercano a la línea de fuego. No encontraron ninguna fuerza enemiga, pero fue- ron atacados a flecha, por una tribu de salvajes "chorotes". Sólo la primera flecha desgarró la camisa del sargento que comandaba la patrulla. Las demás no llegaron a su destino, porque el soldado Martínez las partía en el aire, a tiros. Cuando se dió cuenta de dónde venía el ataque, empezó a disparar sobre las manos de los tiradores. Estos soltaban los arcos, dando un grito y escapaban, pero entonces el sol- dado Martínez les iba quitando a tiros, los collares y las pulseras. Un estampido y saltaba un collar; otro estampido y brincaba una pulsera. . . Cuando volvieron al fortín, con una colección com- pleta de flechas y adornos de salvajes, la fama del soldado Martínez creció más todavía. Era ex- traño que no le dieran ningún grado, siendo tan fa- moso tirador. Seguramente a ésto se oponía el co- mandante. Comenzaron a escasear los víveres. Los soldados mataban cuanto animal había por los alrededores.

-93- Los pájaros, escarmentados, escaparon a los mon- tos cercanos. Ni que decir del resto de las alimañas. Pero un diu, el cielo se llenó de loros. F.ra una ue esas colosales bandadas que .cruzan el Chaco. Kl soldado Martínez empe/.ó a disparar. Y una ver- dadera granizada de loros muertos cavó del cielo. Claro que la carne ue esios vichos naoiauores no es justamente deliciosa, pero el regimiento no estaba para elegir bocados finos. Y devoró todos los loros aquel mismo día. Se esperaba la orden de ataque, ue un momento a otro > los soldados estaban nerviosos. Pero antes de que la orden llegara, los paraguayos atacaron de noche, por sorpresa. Kl comandante Rentería no huhia contado con la posibilidad de que le ganaran de mano v se sintió desorientado. Cundió el pánico. Los soldados peleaban del fuego enemigo se notaba que los paraguayos los doblaban en número. Además, aquellos aprovechaban muy bien el factor sorpresa. Cuando llegó el amanecer, el regimiento se de- fendía muy débilmente. Rentería avanzó, con las manos en alio, hacia un grupo de tres oficiales paraguayos, que venían a su encuentro. Se oyeron tres disparos y los tres oficiales cayeron fulminados. Rentería siguió avanzando, con las manos en alto, en busca de un enemigo ante quien rendirse. Bajo la bandera de su patria estaba parado el comandan- te paraguayo. Hacia él se dirigió Rentería, con las manos siempre en alto. Pero una ráfaga de bala le cribó la espalda. Cayó con las manos levantadas, en actitud de rendición. Pero casi en seguida cayó también el comandante paraguayo y luego fue abatida la bandera. Cuando terminó el combate, el soldado Martí- nez había desaparecido, pero sobre la espalda de Rentería, sobre el pecho del comandante paraguayo y sobre la bandera enemiga, se leia el nombre de Julián, bordado a bala.

-•97- EL MARIDO DE PIEDRA

—No me juegue sucio moza. Mire que yo no perdono —sentenció el Pedro, clavando una mirada de piedra en su mujer. Era hombre rudo y de pocas palabras. Todo él respiraba energía y seriedad. En cambio su mujer era una sonrisa viviente. Tenía ojos verdes y pi- caros. Esos ojos provocaban aún sin querer. Qui- taban el sueño a su marido y a sus admiradores. —El diablo tiene ojos verdes —solían decirle al pasar, si estaba sola. Ella miraba y pasaba, ni siquiera sonreía, pero esos ojos decían tanto.... El Pedro era feroz como un puma y ésto mantenía a raya a los enemorados. Ninguno aguantaría un zar- dazo del hombrón. Pero la Rosa ya estaba cansada de la fortaleza y de la seriedad de su dueño. Ella era como una flor brotada en el ojo de un pedrón Precisaba más humedad de vida, más contacto con los demás. El aislamiento excesivo acabaría por ha- cerle daño. Esto le hizo notar a Pedro y él accedió a llevarla a las chicherías. Entonces ella se habría como una amancaya, pero el hombre permanecía hermético. Se producía lo inevitable., invitaciones a bailar, a tomar un mate de chicha. Ella levantaba los ojos temerosos hacia su marido, pidiendo permiso, pero como esa cara de roca no le respondía nada, ella aceptaba. Pedro se quedaba mirándola, mientras bailaba. Sus ojos no reprochaban, miraba simplemente. Nin- guna expresión de celos, ni de odio, ni de sentimiento

-98- alguno —Guena la jiesta, don Pegro - se le acercaba diciendo algún mozo, queriendo entablar amistad, o queriendo subir por el tronco hasta la flor. El comprendía la intención y le clavaba una de esas miradas desarmadoras. —¿ Decía osté? —Que la jiesta ta muy guena. —Guena 'stá' —Y no hablaba más. Pero seguía con la mirada desconcertante, clavada sobre su in- telocutor, hasta que lo corría. El Pedro tenía una estampa dominadora y varo- nil, que no pasaba desapercibida para las hembras. Estas al verlo plantado como un árbol, se le que- dan mirando con cierta picardía mezclada de ad- miración. —Tómese un mate conmigo, don Pegro —le decía alguna arrimándosele. —Dios se lo pague, doña. —Y bebía lentamente, sin satisfacción, pero sin desagrado. —No me diga doña. Me llamo Carmela por si le interesa. Pero a Pedro no le interesaba. Se lo decía en seguida con la mirada de plomo que le ponía encima, hasta que la moza se retiraba. Cuando consideraba que su mujer ya se había alegrado bastante, la arrancaba bruscamente del lugar. Asi estuviera en media copla, en pleno baile o llevándose el mate a la boca, la paralizaba, en el acto, poniéndole la mano encima. Ella lo seguía sin una palabra. Y todos los ojos se ibán detrás de la extraña pareja. A la moza le costaba trabajo encerrar su alegría el no la obligaba ciertamente a tal cosa, pero con su silencio se imponía. ¿ Tal vez había estado muy risueña y cantora? ¿Sin querer había encendido mu- chos deseos? El nada le reprochaba.Seguía a su lado como un gigante bueno. Ella entonces se mostraba tierna y agradecida.

-99- La única vez que se porto violento, fué aquel domingo. Un antiguo amigo de la Rosa la estuvo miroteando con ojos maliciosos, desde que entró. A ella no le desagradaban las miradas y hasta lo alentó con esos ojos suyos cargados de seducción. El mozo no esperó más. Se le acercó y la invitó a bailar. Ella aceptó de buen agrado, pero cuando quiso volver al lado de su marido ya no la dejo. El hombre era matrero en las lides del amor y decía cada cosa que la hacía desternillar de risa. El marido la sentía reir, miraba la cara alegre del otro junto a la de su mujer y no mostraba nin- guna inquietud. Pasaron unos minutos, volvió a sonar el erque y otra vez salieron a bailar. El mozo ya sentía asegurada.su conquista, y cuando terminó la segunda rueda, le pasó el brazo por la cintura y vquiso sacarla, campo afuera. Ella entonces resistió, como volviendo a la realidad, se deshizo del brazo, pero él la volvió a coger. Era más de lo que podía aguantar el Pedro. Avanzó a tranco largo, cogió al galán del pescuezo y lo hizo volar cielo arriba, de un solo puñetazo. La víctima cayó, apagando con su cuerpo todo el rumor de la fiesta. Entonces fue que le dijo en el camino: —No me juegue sucio, moza, que yo no perdono. No se habló más del asunto, pero desde aquel día, dejó de llevarla a las fiestas. Nunca había sido cruel con ella, ni ahora tampoco, pero ya no le mostraba esa tosca ternura, que antes dejaba fil- trar a través de su mirada. Ahora sus palabras eran cortantes y precisas: —Desgráneme esas mazorcas, que mañana em- pieza la siembra. —Téngame la ropa lista, que dispués via dir pal pueblo. Ella cumplía sin chistar, pero los días se le hacían pesados y la figura del hombre, odioso en su severidad. Sus ojos de primavera buscaban algo alegre para sonreír encima, pero todo era serio

-•100- alrededor. Se desesperaba por charlar con alguien, por sentirse admirada, pero sólo la cercaba la sole- dad. En ésto pensaba aquella tarde, mientras lavaba en el rio la ropa del Pedro. De pronto le cosquilleó todo el cuerpo y sus ojos se iluminaron, porque en la banda apareció el mozo de la última aventura. Ella bajó los ojos sobre la batea y el mozo cruzó el oado. —Tais más linda que la Virgen. . . —se le acercó diciendo. —No me diga linduras que soy casada. —También la Virgencita era casada. —Su marido no era celoso. . . —Ja. . . ja. . . ja. . . Ni pegaba tan juerte como el Pegro. —Ya ve que 'I hortelano es bravo. —Conozco al hortelano y quiero la. . . Rosa. El mozo era como mandado a hacer para agra- dar a las mujeres y, después de arrojarle unas cuantas tlores más, terminó su conquista. Podía haberla hecho suya esa misma tarde, pero prefirió saborearla poco a poco. —Volvc mañana pacá, que yo te ua esperar. La Rosa se fue alegre, pero asustada. Acababa de encontrar lo que andaba buscando, pero podía costarle muy caro. Llegó a la casa, encontró a su marido y le sonrió. —No se ponga tan serio, que mi asusta. El la miró sin ninguna expresión. —Cualquiera diriya que osté no me quiere. . . Tampoco dijo nada, pero sus ojos mostraron alguna dulzura. Entonces ella lo abrazó, como quien abraza a un árbol, mirando para arriba. Después ya no le tuvo miedo y lo dejó, con un poco de lástima. La Rosa estaba más alegre que una chulupia. Cantaba desde el amanecer y regaba de risas toda la casa. Llegaba el medio día y se marchaba al rio. Le había entrado tal afán de limpieza, que todo bri-

-101- liaba en la casa. Pedro estaba contento y trabajaba duro, como siempre, pero aquella tarde volvió del trabajo y no encontró a su mujer. Le entró una pequeña desazón. Ya salía en su busca, cuando ella llegó con la batea. —Si ha perdiu una camisa y la anduve buscando. La tardanza estaba justificada, pero él no la cre- yó del todo. Al día siguiente, de nuevo, la mujer se fue al río. El salió, con el arado al hombro, pero volvió más temprano. Tampoco estaba la Rosa. Entonces se en- caminó decididamente hacia la playa. Quedaba lejos y obscurecía, cuando llegó allá. Lo primero que vió fue la batea abandonada. Se quedó de una pieza. Hacia la izquierda había una higuera frondosa y de allí le vino un cuchicheo como de hojas que se rozaran. Se acercó allá. El asombro y la ira pasaron por su cara y dió un salto de felino. Un grito de mujer y luego no se oyó más que el choque sordo de la pelea. Después la Rosa escapó con sus prendas en la mano y la pelea conti- nuó largo rato. Al final sólo se escuchaba el respi- rar jadeante de una persona. La otra había dejado de existir. El Pedro se levantó con las manos crispadas. Vió al hombre estrangulado y escapó. A la hora estuvo de vuelta con el azadón al hombro y empezó a cabar debajo de la higuera. El cuerpo de Pedro se iba perdiendo en la tierra, a medida que cababa. Se perdió del todo y siguió cabando. Salió por fin a la superficie, levantó el cuerpo de su rival y lo arrojó a la fosa. Cuando comenzaba a lanzarle tierra. . . —¡Asesino!. . . —La Rosa estaba frente a él, con los ojos locos de horror. El Pedro tiró el azadón y brincó sobre ella. La levantó en sus brazos lo más alto que pudo y la tiró con todas sus fuerzas sobre el cadaver de su amante. Se oyó un ruido horrible al chocar las

-102- dos cabezas en la fosa. —Vayase con él. Ya le alverti que no perdono. . . —Y sin un gesto más siguió echando tierra sobre los dos cuerpos.

-103- DUELO SALVAJE

Mistol y Tobórochi son (Jos árboles que hay en el Chaco, pero también son los nombres de dos sal- vajes de una tribu de matacos. Mistol y Toborochi eran los mejores flecheros de la tribu. Su lama trajo la rivalidad y luego el odio, aunque el odio no apa- reció sino cuando los dos se enamoraron de la misma mujer. Una tarde Mistol estaba en amable platica con la hembr.a de la discordia, que entre paréntesis, era endemoniadamente atractiva. Le puso su mana- za sobre el hombro y reía estrepitosamente. Se sintió silbar una flecha y su mano fue ensartada, con tal fuerza que la punta traspasó al otro lado. Un poco más y la mano hubiera quedado pegada al cuerpo de la mujer por el dardo vengador. La risa se transformó en un rugido de dolor. Imposible quitarse la flecha, ni mucho menos defen- derse. La mujer saltó en su ayuda. Había que romper la punta del dardo para poderlo arrancar por el otro lado; pero antesdequeella lo consiguiera, bramó un segundo flechazo y le desgarró el hom- bro izquierdo, rompiéndole la cinta que sujetaba el tipoy.Un tercer flechazo cortó la cinta del hombro derecho. La prenda cayó y la hembra quedó des- nuda. Se tapó el sexo con las manos y giró veloz- mente, pero entonces, un cuarto flechazo le atra- vesó los dos senos. Ella lanzó un grito mortal y cayó boca arriba, con el cuerpo epiléptico de dolor. En esc momento Mistol acababa de romper la pun-

-104- ta d.e su flecha Con los dientes* Se arrancó todo el dardo y levantó a la mujer, a la vez que oía una feroz carcajada de su enemigo. Ella murió a los pocos días y Mistol se dedicó a la caza de Toborochi. Pero el monte era inmenso y Toborochi había resuelto escapar. Los, días no hacían otra cosa que aumentar la furia en el pecho de Mistol. Sus ojos estaban llenos de brillos crimi- nales. No había vuelto a reir más, desde que el flechazo le cortó la última carcajada. Las huellas de Toborochi ya se habían perdido bajo la lluvia incesante de aquellos días, pero él lo seguía bus- cando. No podía contener la rabia y a veces, la descargaba contra los monos. Por donde pasaba Mistol iban quedando monitos clavados a los árbo- les, con una flecha en la garganta. Pasó medio año y Mistol era un loco que no ha- blaba con nadie. Daba terribles carreras detrás de cosas que él sólo veía. Mistol se dedicaba a la caza de fantasmas. Y a no ser por el respeto que inspiraba su mortal puntería los demás matacos se habrían reído en su cara. Rondaba la choza donde aún vivía la madre de Toborochi y ésta, al verlo, temblaba de terror, esperando ser víctima de un momento a otro. Una mañana no pudo soportar más el asedio y escapó. Esto era lo que esperaba Mistol y la siguió durante días. Inútilmente. Por lo visto la pobre vieja tam- poco conocía el paradero de su hijo. Mistol regresó y siguió la ronda alrededor de la choza abandonada. Una noche había luna clara y Mistol saltó de su sueño al oír cómo se que- braban las ramas de un árbol cercano ¿Sueño? ¿Locura? ¡Toborochi se estaba descolgando furtiva- mente del árbol y miraba a su choza. Mistol tensó el arco y disparó. . . Un alarido y la mano de Toborochi quedó clavada al árbol. Con el dolor, sus pies fallaron. Se agarró con la mano libre de otra rama. Pero volvió a silbar el

-105- flechazo y esa mano también quedo clavada. Luego dos flechazos seguidos le inmovilizaron los pies. Alli iba a quedar crucificado. Pero la venganza de Mistol aún no había terminado. Con un último fle- chazo le arrancó el sexo, mientras se oía un au- llido de muerte. Después, la risa de Mistol dán- dose a la fuga. Asi, la tribu mataca perdió a sud dos mejores fle- cheros.

-106- LA PASCUA FLORIDA

Cuchillo en mano, las mozas cortaban, a ras del suelo, las plantas de "payo", que parecían grandes abanicos verdes. —Apúrate José, que ya s'tá escureciendo —dijo el Rumaldo a su hermano y metió el cuchillo en la «faina que llevaba al cinto. La luna ya comenzaba a garabatear signos ex- traños bajo el follaje y la sombra de los helechos se estampaba sobre las aguas. Los hermanos reu- nieron las plantas cortadas y cargaron el burro, que bebía los paisajes del arroyo. Comenzaron a bajar el cerro, velludo de árboles, conduciendo el burro de cabestro. A cada momento la serpiente del arroyo, con la piel llena de ilustraciones lumi- nosas, atravesaba el camino. —Ya nu hay tiempo pa entrar a la casa. Burro'i todo bajemos a la plaza el pueblo, pa armar los arcos de la procesión —dijo el Rumaldo, que mar- chaba adelante, cogiendo el bozal del pollino. —¿Pero diande vamos a sacar las caña-huecas? —repuso el José. —Dejuro las cortamos del camino, lo mesmo que las rosas-pascuas. Los arcos tienen que 'star plantaus y enjloraditos pal amanecer. Así hablando, bajaron el cerro y se internaron en una quebrada, bordeada de cañaverales, que cantaban al viento. Sacaron a relucir sus cuchillos enormes y en un instante, derrumbaron las cañas más largas. —Agora stá gueno bajar pal pueblo. —Y siguieron

-107- quebrada abajo. Al llegar a la orilla del rio, en- contraron a la Candelaria, ocupada en llenar de rosas-pacuas una cesta. Toda la huerta de la moza estaba estrellada de rosas, que ardían bajo la luna. —iVelay, Ja Canducha, parece un angelito andando sobre los luceros! —dijo el Rumaldo, deteniéndose al borde de la huerta. —¿Diande 'stán golviendo ustedes, con el burro, cargau de "payus"? —dijo la moza, parándose con el cesto de rosas en la mano. —Tamos golviendo 'el cerro y vamos a la plaza 'el pueblo, pa armar los arcos 'e la procesión, —dijo el José. —Pero jaltan las rosas-pascuas pa enilorarJ.os —aclaró el Rumaldo. —Maver, salten intonces el cerco y dentren a pallar tuitas las rosas que quieran. Sin hacerse invitar dos veces, los mozos ama- rraron el burro a un árbol del camino y traspu- sieron el Cerco de la huerta. Allá estaba la Can- delaria, toda fresca y amable, con una rosa grande como la luna en la oreja, con la mantilla clara, terciada sobre el hombro y con un pollerín de agua verde flotando al viento. Realmente estaba linda la moza. Los dos hermanos se quedaron mirándola, largo rato. —Gueno, pallen las jlores, que no han dentrau pa mirarme la cara. —¡Ay junal si pudiera llevar pa mi huerta la jlor que 'stoy mirando!. . . —dijo el Rumaldo y se agachó sobre el rosal. Y el Josél por no quedarse atrás, echó esta copla a los pies de la moza.

¡Qué bonitas son las rosas Y más bonita es su dueña. Porque no hay rosa más linda Que 'sta mocita trigueña!

-108- Luego tendió su poncho y fue arrojado allí mon- tones de rosas, en cuyos cálices se encendían las luciérnagas. —Velay, con esta ponchada 'e jlores ya basta pa adornar los arcos de la pascua —dijo el Romualdo arrojando el último puñado de rosas en el poncho de su hermano. —Y por esos arcos ha'i pasar la moza más linda de estos pagos —agregó el José, clavando los ojos en la Candelaria. —Dejuro que no 'i ser yo sola, sino tuita la gente qué vaya a la procesión, pero dejen de parlar y sigan su camino, que ahurita ha'i llegar mi taita. —Gueno, que Dios te lo pagui. . . Y los mozos traspusieron la cerca. El burro, cansado de esperar, estaba tendido en la quebrada, con la carga encima. —¡Barajo este animal jlojo de la trampa!. . . ¡Seguí pa adelante, condenau!. . . —dijo el Romualdo haciendo chasquear el látigo, sobre las ancas del pollino. Entraron al pueblito tiznado d e sombras. De cada casa se derramaba a la calle un arroyo de luz espesa. En !as cuatro esquinas de la plaza ar- dían faroles de color, que pintaban el rostro de ¡a gente que iba y venía. Cerca de la puerta de la iglesia ya había una fila de arcos que llenaban el aire con un olor a fiesta campesina. Los dos hermanos descargaron el burro, tiraron el poncho de flores al suelo y se pusieron a cabar los oyos para plantar los arcos. Entre ambos se habia hecho un silencio llenode interrogaciones y celos. Tenían la boca enmelada, donde la abeja de un nom- bre picaba fuertemente. El Romualdo, más decidido, lanzó por fin a volar aquella abeja sonora. —La Candelaria. . . dejuro hay dir pa la jiesta. dispués de la procesión. —Paise que le gusta bailar y lebertirse a la moza —agregó el José y se volvióameter en el silen-

-109- ció. Gueno, ya 'stán los arcos —dijo, después de un rato, el Ruma/do, incorporándose del suelo —Agora vámonos pa la casa, ea pegarle un sueño, antes 'e la misa 'el gallo. Alzaron sus herramientas y se perdieron por el callejón de los álamos, rombo a su casa. Al día siguiente el pueblo se congregó en la iglesia, dos horas antes del amanecer, para oír la misa. Esta transcurrió llena de frescura y de olor a campo florido. Luego se inició la procesión. El Cristo resucitado voló por la puerta, en los hom- bros de cuatro labriegos. Y tras él salió el pueblo de la misa. Una avenida de arcos floridos señalaba el lugar por donde debía pasar la procesión. Temblaban los arcos al paso de Jesús, lanzando lluvias de rosas. . . La voz del cura garabateaba en el aire extraños cantos. En cada esquina de la plaza se paraba la procesión rumiando rezos y el vuelo de Cristo era clavado en un altar callejero. La imágen parecía escrutar el infinito, en donde ya se abría el arco celeste del amanecer. Cuando la procesión dió una vuelta a la plaza y entró de nuevo a la iglesia, la pintura de la aurora corría por las calles. El pueblo salió del templo y se dirigió a la plazuela de los sauces, donde se festejaba la feria de pascua. Bordeando la plazuela, llameaban inmensos cálices de fuego. Allí las cam- pesinas preparaban el "néctar" y el "canelao" para alegrar la fiesta. Al centro de la plaza giraba un remolino de coplas, de polleras y de ponchos. Centenares de violinistas tocaban sus rústicos ins- trumentos y desgranaban el aire a tajos musicales. Alrededor de cada violinista bailaba una rueda de mozos y mozas. La Candelaria apareció en uno de los extremos de la plaza. Vestía una pollera rosada y una manta

-110- celeste, como cortaua del cielo. Un sombrero con rosas, echado ligeramente hacia atrás, dejaba ver integramente su rostro despejado y hermoso. La alegría de la fiesta centelleó en sus pupilas y se engarzó a la primera "rueda" que pasó girando a su lado. Cuando llegaron los hermanos, ella ya estaba enredada en el torbellino de los bailes. Los mozos se alejaron uno de otro y comenzaron a tocar sus violines. Ellos eran los mejores violinistas del pueblo. Aros de sonrisas y de ojos fiesteros rodaban al son de sus violines. Las abarcas de las moza canta- ban al ras del suelo. La Candelaria bailaba como una amapola en el viento de la música. De la rueda del José iba a la del Rumualdo y tornaba a la de aquel. Apenas pro- baba el "néctar" de leche y de nuez que le ofrecían en cada fogata. Miraba a un hermano, miraba al otro y se sonreía maliciosamente. Estos a su vez, comenzaron a lanzarse miradas relampagueantes de desafío. El licor ardía en sus venas y los celos les ara- ñaban el alma. El Rumaldo, de pronto, arrojó el víolin al suelo y se avalanzó sobre su hermano, pero la rueda de ponchos y mantas se cerró sobre él y lo contuvo. En la otra rueda, el José lanzó al aire una copla provocativa. La Candelaria le tapó la boca y cogiéndolo de un brazo, lo arrancó de allí. El Rumaldo alzó del suelo su violin herido y se fué con él a una fogata. Pidió una copa de moscatel con canela y se lo tomó de un sorbo. Volvió a pedir otra y otra más. . . Las fogatas comenzaron a bailar a su alrededor, como mujeres de fuego. Se alejó de allí, dando traspiés. Su violin gemía dolorosa- mente, como si el arco rallara los nervios musica- les de la madera. Allí lejos distinguió el perfil de la Candelaria . El José le pasaba un brazo por el talle y se la llevaba nuevamente a la rueda.

-111- —¡Juna grandísima!. . . —corrió a ese lado, desenvainando el cuchillo que colgaba de la faja. —iAve María Purísima!. . . Quitelén la hoja'i chacra a ese mataco!. . . gritó una vieja que vendía "canelao". Dos mozos le saltaron por atrás y le arrebataron el cuchillo. Luego, tomándolo por ambos brazos, lo sacaron a un extremo de la plazuela. Alli se quedó tendido, bajo un sauce. —¡Me la ha quítau ese baboso!. . . ¡Me la ha quitau!. . . —quiso incorporarse y cayó de nuevo. El baile siguió girando. Un cielo de canela corría sobre los sauces. Figuras de humo, voces trasno- chadas y coplas llenas de aguardiente saturaban la atmósfera. El sol se volcó en el horizonte como una copa de licor y las mozas, prendidas a sus hombres, comenzaron a abandonar la plazuela. —¡Velay si acabó la jiesta! Llévame pa la casa! —dijo la Candelaria. El José dejó de tocar el violin y se fue con ella. Al final de la plazuela encontraron al Rumaldo, tendido bajo un sauce. Sus manos se crispaban sobre el instrumento roto. Pasaba ¿I arco rabiosa- mente sobre el cuello del violín, mientras.maldecía el nombre de José. Seguramente se imaginaba estar matando a su hermano con el cuchillo de música. —¡Te ua degollar por perro!. . . —Y el instru- mento lanzaba gemidos moribundos.

-109 LA FUGA

Bajaba el Lucas por el camino, haciendo flotar al viento su poncho de llamarada, y sembrando de coplas el amanecer. Junto a la casa de la GUADALU- PE, frenó violentamente y la moza apareció en la ventana. —Velay el Lucas tan madrugador. ¡Pa que lau tais rumbeando? —Voy pal pueblo, pero mi caballo ta amañau a pararse en tu ventana y no quiere seguir pa adelante. —El amañau sois vos. —Yo tamién'. La moza rió de buena gana y su madre gritó, desde adentro. —¡Malahaya con esta imilla loca! ¿Qué hacís en la ventana a estas horas? Disparé pronto, que mi mama ha despertar. . . El Lucas volvió a montar y escapó por el camino, mientras los "wichicos" cantaban: —¡Bien te jué!. . . ¡Bientejué!.. . ¡Bien te jué!. . . Una carabana de campesinos llevaba la misma senda, conduciendo borricos cargados de frutas y legumbres, al pueblo. —Guenos dias señor. . . Guenos días señoray. . . —seguia adelante, dejando caer saludos a diestra y siniestra. La Guadalupe aún brillaba eri sus ojos, como el lucero de la mañana. El perfil borroso del pueble apareció t'H iu le- janía, bajo un cielo de humo. Y el * aballo siguió, llenando de medias-lunas la distancia Urt rato má

-113- y entró en la pequeña ciudad. Las callecitas claras estaban floridas de mujeres del pueblo, que volvían del mercado. El Lucas bajó del caballo v sin largar las bridas, se aproximó a una tienducha. —Véndame, se ño ra y esos zarcillos de plata. Los aretes brillaron en sus manos enormes, como dos gotas de agua. 1'agó su precio y salió. Llegó a la recoba y toda la mañana la pasó haciendo compras y "apachicus". Al atardecer volvió grupas ul caballo, rumbo a la aldea. Con el sol prendido a la espalda, desandaba el camino, cantando ale- gremente: v

"Ma canten como yo canto. Como yo canto ma canten, l o de adelante pa atrás Y lo de atrás pa adelante.

Y las puLis del caballo parecían llevar el compás de la copla, golpeando ritmicamente la tierra dura y resonante. Anochecía, cuando llegó a la casa de la Guadalupe. Sin bajar del caballo, se paró junto a la ventana y cantó intencionadamente.

"Sali lucero, sali Sali que te quiero ver. Aunque las nubes le tapen. Sali si sabis querer. .

Y la Guadalupe apareció, toda ruborosa. El en- tonces desmontó v se le apegó sonriendo, satisfecho por la sorpresa que le iba a dar. Cogió el par de aretes y los puso en sus manos. —Son pa vos, Guadalupe, en prueba de mi amis- tà. Ella titubeó largo rato antes de aceptarlos, pero luego se los llevó coquetamente a las orejas. Y el perfil de su rostro se iluminó con los reflejos que

-114- despedían. —(¿iieno. . . ¡Qué lindos!. . . pero me da vergucn/a recebirlos. . . —Yo mas bien me averguen/.o de regalar tan poca cosa. ¡Amala>a si pudiera bajar aquel par de estro 11 i ta s . pa ponerte i cas como zarcillos. . .! Una vieja enojada apareció en la puerta. —¡V'elay mi mama otra vez! ¡Déjame agora y volvé mañana al alba!. . . til Lucas puso el pie en el estribo > se alejó, pintando el camino con su poncho colorado. —¡Ay juna, yo te ua quitar la maña de atajar a los hombres en medio camino. . .! —¡Pero mama. . . si es eí Lucas! —¡Pa pior! Ls un perro que anda batiendo la cola a tu i ta s las mo/as. . . Hablando de esta manera, las dos entraron en la casa, produciendo un alboroto de gallinas en el palio Un gallo overo voló sobre el molle cercano y canto alegremente, agitando las alas. Las gallinas subieron al mismo árbol y se dispusieron a dormir. Cerraba la noche. De lejos \ino aleteando esta copla.

"Mi corazón va volando. Lo mesmo que un ruiseñor, Pa descansar en tus manos Y pa cantarte mi amor. . ."

Un suspito hondo y sentido fue la respuesta al requiebro amoroso. —¡Qué te quedáis elevada mirando el camino! Tomá la puisca y pónete a hilar esa lana pa hacer el poncho de tu taita!. . . La Guadalupe de nuevo cogió la rueca y salió al patio. Allí comenzó a hilar bajo la luna, que chorreaba gotas amarillentas, iomu una naranja par- tida. Kstuvo hilando hasta que el gallo dio la media noche. Se acostó entonces > el sueño se le llenó ile \ isiones risueñas.

-115- Al amanecer le pareció oír la voz lejana del Lucas, Se levantó y abrió la ventana. Por el ca- mino pasaba la caravana de campesinos. Y los gallos picoteaban los últimos maíces del cielo. Por fin el Lucas llegó cantando:

"Qué lindos quedan los campos Cuando acaba la llover. Así quedan las mocitas, Cuando aprienden a querer. . ."

—¡Ay juna que has despertau alegre, como la chulupia! —dijo la moza saliéndole al encuentro. —iVelay que las coplas me brincan del alma cuando te veyo! Son las obejitas que llevan la "miel del amor. ¡Bienhaya las coplas de mi tierra!. —¡Barajo, que sois guen parlador!. . . —Y es que vos sois tan linda, que harías parlar a un mesmo mudo: Y agora escuché, Guadalupe: Quiero que te vengáis conmigo, pal lau de Jurina, ande yo vivo. —Mi mama no quiere verme casada tuavía. Y a vos no ti estima mucho. Pero la ua parlar de nuevo y si no quiere. . . —Si no quiere, te juyis conmigo. . . La moza no respondió, pero sus ojos se ilumi- naron afirmativamente. Aquella tarde volvió a hablar con su madre. —Mamay, el Lucas me quiere. . . de a güeñas. Me ua casar con él. —Ti dicho que no. —Si mama. Mancuando osté no quiera. Soy moza y. . . me ua ayuntar con el Lucas! —¡Salí de aquí perra alzada!. . . —¡Ua salir pero, pa dirme. . . ande él!. . . Con un furibundo tapaboca terminó aquella en- trevista. El Lucas siguió viajando al pueblo y en cada viaje volvía con una manta, una pollera o un par

-116- de abarcas destinadas a la Guadalupe, hue guardando las prendas cuidadosamente. Cuancjo juzgó que tenía en su casa lo suficiente para recibir a la moza, ensilló su caballo con la mejor montura se puso un poncho nuevo y salió a galope en busca de la amada. Era una alborada espléndida. Los churquis flo- ridos echaban su aroma intenso y los gallos se hacían pedazos en el aire. . . Llegó a la casa, tiró una copla suave por la ventana, como quien tira una flor. La moza no se dejó esperar. Salió más hermosa que nunca. Echó, por última vez, una mirada al interior de su casa, se santiguó y de un brinco subió a las ancas del caballo. —¡Agora soy tuya!. . . ¡Llevame pande Dios quie- ra!. . . El caballo fugó nuevamente por el camino. Y una bandada de "wichicos" voló tras ellos, cantando alegremente: —¡Bien te jué!". . . "¡Bien te jué!". . . "¡Bien te jué!". . .

-117- LOS COPLEROS

I I Ruperto tenia la cabeza llena de pájaros. To- das 'as coplas del lugar estaban escritas en su memoria. Y él' las lan/.aba a volar en cualquiera opori.inidad. Cuando no encontraba una apropiada al momento, se ponía a componer al vuelo, echando mano a su material de reserva. Arrancaba el ala de una copla, el pico de otra y tiraba al viento el nuevo pájaro lírico. Aquella mañana hizo justamente esa operación, al encontrarse en el camino con la "Paloma del Olivar", una morena de ojos verdes, que llevaba ese apodo porque en su huerta abunda- ban los olivos y porque era linda y arrulladora, como paloma. El la vió, desde lejos, > le salió al camino con esta copla: "Yo soy un árbol sin jlores En la región del olvido. Paloma de los amores, Hacé en el árbol tu nido".

La moza sonrió y siguió su camino, pero el hombre se le aparejó, cantando:

"Yo soy el pájaro alegre. El que en su canto te nombra. Dejá que vaya pal cielo Tu sombra junto a mi sombra".

Lila sonrió más francamente. —«.Oslé quiere dír pal cielo? —Vo siempre me vov pal Jelo, cuando sigo tu

-118 camino, pero deja que sigan andando "tu sombra junto a mi sombra". —Quédese oslé con su sombra > yo me voy con a misa. —Miren a 'a paloma arisca. . . —No soy arisca pa mi dueño. . . El Ruperto se le quedó mirando v luego, rompió a cantar:

"Yo te quiero > se acabó. Con marido o sin marido. Que al .¡mal me quedo vo Con la paloma y el nido."

—Osté es igual que el tarajehi —rió la 1110/a. —Asina es, soy el tarajehi del amor. Soy un saltiador 'e nidos. De manera que tu hornero ten- drá que volar pa otro lau. «.Sois casada, ja? —Casada no, pero tengo pretendiente. . . —Ni qué duda cabe, pero ande entro yo, 110 hav campo pa otro. . . —El otro dice lo mesmo. V quién decide soy yo. . .

"El otro es pájaro mudo. Yo soy pájaro cantor. Y el cantor es el que gana En el campo del amor. . ."

—Ta guena la copla, pero el otro no es pájaro mudo. Es mejor cantor que osté. pa que lo sepa. —¿Mejor que yo? (iueno seria dir pa la prueba. . . —No ¡altará oportunidá. Y aqui me quedo vo. Siga osté su camino. Ilabia llegado a la casa de los olivos y allá se metió la muchacha, 110 sin antes lan/ar una sonrisa prometedora, que iluminó el alma del coplero. —No jalla ra oportunidá —se repitió él mismo, pensando en el rival. Echó una mirada mas a la

-•119- moza y se fué. Y la oportunidad vino al pelo en la fiesta de "Todos los Santos". Justamente en el camino del cementerio había una chichería, que tiraba a media senda una bandera colorada. Allá se detenía la gente. Y allá también se metió el Ruperto, buscando "tres pies al gato", al saber que la "Paloma del Olivar" se hallaba en compañía del otro coplero. Entró. Y le relampaguearon los ojos, al mirarlos. Pidió chicha y se puso a tono. Luego cantó, mi- rando de frente a la pareja.

"Pajoma del Olivar, Mirá quien anda a tu íao. No te haga i s acompañar Con un gallo desplumao".

El otro que ya parecía estar preparado para la pelea lírica, se puso de pie y respondió:

"Señores, que esto es muy serio. Porque aquí cantó un jinao, Que escapó del cementerio. ¡Oigan al resucitao!. . ."

Hubo una carcajada general a lo que se unió hasta la "paloma". Esto desconcertó al Ruperto, que echó mano a toda su voluntad para dominarse y concentrar su atención en la respuesta.

"Cuando yo canto una copla, Que me conteste un vecino, Pero que no me responda El rebuzno de un pollino. . . "

El agarrón estaba bueno y la gente rodeó a Jos cantores. El otro no tardó en responde. .

"Yo sov gallo de peleya.

-120 Y a mi ñames me domina. Te ua sacar cacareando Lo mesmo que a una gallina".

El Ruperto sonrió de la intensión de la copla, levantó su caja parlera y respondió burlescamente:

"Ay juna si yo te agarro. Tenis que estirar la pata. Aunque me ensucio la mano. Matando a una garrapata. .

Esta vez la gente apoyó al Ruperto con la car- cajada. La moza también rió, causando la ira de su acompañante, a tal punto que le tiró esta copla:

"Tengo mujeres de sobra. De lo gueno y de lo malo. Si te gusta la "paloma", Vclay que te la regalo".

La muchacha reaccionó inmediatamente:

"Andá a regalar lo tuyo, Y no regalis lo ajeno. Y aqui te dejo en el aire. Porque has perdiu el terreno".

Una nueva carcajada cayó sobre el hombre despechado, que cantó entonces:

"Las mujeres de este tiempo Son como la culebrilla. No se conjorman con uno Sino con una cuagrilla".

Pero el Ruperto salió en defensa de la "paloma".

"No peleyes con mujeres.

-121- Y aqui te tapo la voz. Veni a peliar, golpe a golpe. Con un macho como vos"

El rival lo midió con los ojos, antes de contes- tarle:

"Yo soy como el toro bravo. Que bramo y tiemblan los cerros ¡Ay mocito, no te mato. Porque no soy mata-perros".

Otra vez rió la gente, pero el hombre llevaba las de perder. Y el Ruperto le retrucó:

"Ay juna que me da miedo Este toro cachazudo. Aunque no es toro por bravo. Sino, toro por. . . cornudo".

Y luego para ilustrar mejor la copla, se encaró a la "Paloma", que estaba quietecita y sola:

"Paloma no seáis tan mala Y escucha Mo que te pido; Vamonos ala con ala. Volando pa nuestro nido".

Pero el otro era mal perdedor y se puso al frente, desembainando su cuchillo:

"Aquí te agarro y te pillo. Peliemos de otra manera. Y en la punta 'c mi cuchillo Bailará tu calavera"

La casa iba en serio. Ruperto quiso también sa- car su cuchillo, pero el rival le inmovilizó el brazo con un golpe de filo que le hizo un tremendo tajo.

-122- —Asma no es la cuestión. ¡Hay que desarmarlos!. . Varios hombres saltaron sobre ellos y los cuchi- llos \olaron al techo. El bra/o del Ruperto quedo colgando y una víbora de sangre le caía por la mu- ñeca. —Hay que saber perder, hombre, Andate pa la casa —le decian al otro. Salió acompañado de varios amigos y la "Pa- loma del Olivar" se acercó para curar al herido, que cantó todavía.

"Una herida por tu amor. . ¡Velay qué dulce la herida! ¡Por ser dueño de esta jlor. Yo me juego hasta la vida!. . ."

-•123- CARA DE PALO

Madrugada. Un sol rojo salió del monte y comen- zó a trepar por el cielo. Parecía una descomunal araña de sangre dispuesta a brincarnos encima. Bajo las casas de palo, con techo de palmera, despertaban los hombres > las víboras. El man- chón plateado del Pilcomuyo, alumbraba a lo lejos, tomo si el dia se hubiera vuelto liquido. I.os chaqueños se aprestaban para el trabajo y recogían la/os, guardamontes y aperos. Por el ca- mino principal ya adelantaba una carreta, tirada por dos hueves colorados. I.os hombres montaron a caballo y arrancaron a galope tendido. I na garúa de mosquitos les a/o- taba el rostro. Andaron varios kilómetros y se per- dieron en el monte. Entonces el cielo se les llenó de palos v la lu/ comen/ó a caerles formando cua- dros, desde la rama/ón. Toda la extraña launa del monte abrió los ojos y se estremeció al oír el galope de los centauros chaqueños. . . l os toros centinelas se pusieron de pie v mugieron, dando la voz de alarma. Inme- diatamente se levantó lodo el ganado v un millar de cuernos de oro brilló bajo el sol. . . —¡Muuuuuu!. . . ¡Muuuuuu!. : . ¡Muuuuuu! —El mugido profundo parecía salir del fondo de la tierra v corría, haciendo temblar los árboles. Cho- caba contra el peñón negro que se levantaba allí lejos, como otro toro ma<- grande más terrible y rebotaba. I.os hombres se dividieron en dos grupos para

IM acercarse. Y los toros formaron una circunferencia üe astas alrededor de su bárbara colonia. Asi espe- raron, mudos e inmóviles, como tallados en piedra, con el cuerpo tenso, en actitud de envestida. . . El primer jinete pasó, rozando aquel gigantesco reloj de muerte y ningún toro salió tras él. La circunferencia de astas siguió inmóvil, ñero los ani- males hicieron girar sus ojos de vidrio, rabiosa- mente. Pasó uh segundo jinete y los toros se fueron tras él. Llegaron los demás hombres, haciendo bra- mar sus lazos al aire, l.as vacas asustadas, esca- paron > aquella circular linea de combate se hizo pedazos. . . Un mozo tiró el lazo y apresó a un toro viejo por el pescuezo. Ll animal giró para envestirlo, pero el hombre hizo dar tres vueltas al caballo alrededor de un mistol y aseguró el lazo allá. El toro quedó apresado. Por uivmomento pareció que arran- caría el árbol de raíz, pero el gigante vegetal era superior y lo retuvo pegado a sus pies verdes. Que- dó al final sem¡ahorcado y espumante. Ciego de co- raje se lanzó contra el árbol incrustándole sus astas y. . . una descarga eléctrica de ira terminó de eje- cutarlo. Murió asi, peleando, como un símbolo de la bravura toruna. Monte adentro se perdía el resto del ganado, haciendo temblar la tierra bajo sus pezuñas. Los hombres a caballo, volaban en su persecusión, es- quivando los árboles y ramas que les salian al en- cuentro. Los perros, estirados como culebras ne- gras, señalaban las sendas invisibles por donde debían seguir los hombres. Estos se tiraban a la panza > a los flancosde los caballos, para no ser despedazados por la salvaje población vegetal revolucionada. . . El ganado iba creciendo en su fuga, al reunirse con nuevos grupos. Al final sólo parecía un monU de cuernos que corría, l os hombres brotaban de todas direcciones, obligando a girar a esa m:>sa pavorosa, que se extendía, tomando todas las formas

-125 imaginables. El sol lanzaba sus flechas amarillas sobre la vacada. I.as \iboras huían. l os árboles estaban llenos de vidas, l as hojas se convertian en lagartos, las llores, en arañas. . . El monte era un infierno de seres desconocidos, estremecidos por el galope de toros y caballos. . . El más v iejo de los chaqueños volaba, prendido a la héJice de un lazo. Traia una oreja medio arran- cada por una rama, pero seguia galopando tras un toro grande como una montaña. El animal se metia por todos los tunes verdes que encontraba, rumbeando en sentido opuesto al que seguían los demás. Segura- mente se trataba de un toro matrero, escapado de otros rodeos. El caballo fogoso hacia chispear sus crines colo- radas en la persecusión. \ el viejo, prendido a su lomo, desaparecía a cada rato para no ser herido por el monte. Salía de la panza del animal y volvía a per- derse. De pronto un algarrobo le arrancó el "coleto" de suela y se quedó indefenso, como una tortuga sin concha. L.a mole negra del toro seguia alejándose. Había que echarle el lazo. Eo arrojó y el toro quedó preso por las astas. Se metrió por lo más intrin- cado del monte, arrastrando jinete y caballo. . . En- tonces un millón de zarpas garrudas se estiraron > encogieron con furia mortal. . . El hombre no podia defenderse de tantos enemigos a la vez. Cada árbol era un tigre puesto en dos patas, que lo asaltaba. Comenzó a sentir miedo. De pronto, un palo verde y rajado, que tenia la forma de un coco- drilo, llegó abriendo su boca dentada y lo tomó del brazo. . .¡Crugio todo su cuerpo! . .¡Y el brazo se quedó alia, arrancado de cuajo: F.. toro canccco y siguió su carrera desenfrenada. E.l monte se tragó el alarido del hombre al zambullirse en la muerte. Y todo se sumió nuevamente en el silencio verde. . . Anochecía cuando los hombres salieron del monte. El crepúsculo se espesó de colores y de polvo. Cada

-126- chaqueño ora solamente un punto de tuga tras el ga- nado. Sus la/os hacían girar los astros en remolinos. I.n la orilla del río se divisaba ya el puesto. Alguien echó de menos al viejo desaparecido y lo gritó por su mal nombre: —¡Cara je Palooooo. . .! El jinete más próximo oyó el nombre, lo recogió y también lo tiró al aire. —¡Cara 'e Palooooo. . .! El de más allá hizo lo mismo. V todos gritaron a la vez. V el nombre se perdió en la noche, sin encontrar a su dueño. Entonces tres .hombres se dieron la vuelta y galoparon, otra vez, hacia el monte anochecido. Penetraron allá, gritando a los cuatro vientos. Desandaron todas las sendas que formaban una red bajo las plantas, y • no hallaron indicios del viejo. Con el cuerpo pintado de luciérnagas siguieron galopando. Sus gritos apenas rayaban el silencio pegajoso de la noche. Se separaban, unodos por el hilo de sus voces, para no perderse. Se reunían más allá y volvían a distanciarse. Nada, ni una voz, ni un galope, ni un relincho que indicara al jinete perdido. . . Repentinamente el hombre más avanzado, sintió una mano fría tocándole el cuello. Se apartó, aris- tado y el caballo paró las orejas. Volvió a mirar. Un brazo tie/.o v ganchudo —un brazo de muerto— se valanceaba lentamente, prendido de un palo ver- doso y rajado. Un estremecimiento corrió por su cuerpo. . . Se acercó y jaló del bra/o, que se crispó > recogió los uedos, como sí estuviera vivo. . . Dió un tirón > logró arrancarlo. Entonces gritó a sus com- pañeros. Pasó un rato y estos le vinieron a! encuentro. —¡Aquí 'sta el bra/o del Cara "e Palo!. . --V se los mostró. Todos retrocedieron con espanto. -¡Es d' él!. . . —¡Claro que es d' él!. . . ¿Pero el hombre?. .

-127- —¡Al hombre se lo tragó el monte!. .. —¡Se lo tragó el monte!. . . —exclamaron todos. —¡Se lo tragó el monte!. . . —pareció repetir el corazón verde del Chaco. Y los jinetes se fueron a galope, agitando el brazo del hombre muerto. Un toro grande como una montaña, pasó por allá, lejos, arrastrando algo horroroso, pero nadie lo vió. Todo estaba cubierto por la sangre negra de la noche.

-128- INDICE

Pág.

LAGUENAMOZA 5 LAS FAMILIAS RIVALES 13 LA NOCHE DE SAN JUAN 16 LA FlESTA DEL SANTO PATRON 20 JUEGO PERDIDO 25 LA RONDA 32 EL ANGELITO VOLO 38 LA CASA MOCHA 42 LOS CUATREROS .. . 45 EL HEREJE . : 49 TIERRA FLORIDA DE COPLAS 54 EL RIO OVILLADO 58 JOSE MANUEL JARAMILLO 61 EL SEÑOR SUBPREFECTO 65 LA DOBLE JUGADA 69 LOS ORDOÑEZ 73 LA PATRIA DEL PATRON 78 DON SERAPIO EL CONQUISTADOR 83 LA VENGANZA DE LOS LEÑADORES 88 CON EL DIABLO DE LA MANO 91 LA OBSESION.. 95 EL MARIDO DE PIEDRA 98 DUELO SALVAJE 104 LA PASCUA FLORIDA :. . . 107 LA FUGA 113 LOS COPLEROS 118 CARA DE PALO 124 VOCABULARIO DE MODISMOS CHAPACOS

Asina Asi Agora Ahora Atatay! Exclamación de dolor Andi Donde Ajorcar Ahorcar Al be i ti Advertí Apachicus Encargos Amolaú Fastidiado Amalaya! Interjección muy usada en Tanja, para expresar diferen- tes estados de ánimo Amañau Acostumbrado Compagre Compadre Cuerra Corra Chulupía Mirlo silvestre Churquis (Acacia cavenia).- Arbol es- pinoso de flores aromáticas amarillas. Chichería Lugar donde se consume o expende chicha Chicha Bebida fermentada de maíz Dende Desde Dentrar Entrar Dejender Defender Esa laya Esa clase Erque (Er'ke) Instrumento musical a base de un cuerno de vacuno) Jiera Fiera Jinca Finca (el campesino chapaco pronuncia la letra j, en lugar de la f o la h). Juir Huir Jecho Hecho No'i jecho No he hecho Lebertirnos Divertir nos Lau Lado Mus Nos Mesmo Mismo Mamita de Chaguaya Virgencita de Chaguaya Matau Matado Nunquita Nunca No'i guelto No he vuelto Osté Usted Otoridá Autoridad Overo Rubio Pogre Pobre Ppullo Cobija—Frazada Puallá Por allá Paise Parece Peliar Pelear Pacá Para acá Pa pior Para peor Pussca Rueca Seiga Sea Sucha Renga—Coja S'ta . Esta Rispetar Respetar Sujra Sufra Taita Padre Tarajchi Pajarillo, que despoja a otros de su nido Te ua Te voy a Tais Estás Sajumate Saumarse Velay! Exclamación Vais Vas, de ir Wichicos Pajaritos agoreros