Cuentos Chapacos
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OSCAR ALFARO CUENTOS CHAPACOS CUARTA EDICION LA PAZ 1978 Edita: Fanny Mendizábal Vda. de Alfaro Apartado 3860 La Paz — Bolivia Impreso en Bolivia Art—Press Ltda. Printed in Bolivia Teléfono: 51311 LA GUENA MOZA Una llamarada en el aire. La bandera roja de la chichería llamaba a la gente endomingada que volvía de la misa. La tuerta Leucaria salía a medio ca- mino, para atajar a los mozos. —¡Ma dentren a probar la chicha. .! Cogiéndolos del bra/o, los metía de dos en dos al patio de la fiesta. Allá una cadena de mujeres cantaba bajo el parral. La sombra verde de las hojas se estampaba sobre sus mantas de seda. Las mozas estaban chaposas de sol y los hombres se les acercaban a cada rato para invitarles mates de chi- cha y para rociarlas de coplas. En medio patio jugaban a la taba. —Cincuenta pesos al tiro. —Pago en contra. Y el hueso blanco de la taba trazaba circuios lácteos en el aire. Aquí e) Toribio se echó el pon- cho al hombro y entró en juego. Unos ojos de mujer se encendieron al verlo. —¡Amalaya la guena moza!. — dijo, para sí y arrojó i a taba. —iVelay cayó pinino!. —¡Hijo 'el diablo, agora 'stais con tuita la guena lechfc! Tirá pa mi. — salió diciendo el Mauricio. —¡Ajá! Como pa vos. ¡Suerte clavada! Nuevamente brillaron los ojos de mujer tras el gentio. Esta vez el Toribio sostuvo la mirada y el Mauricio también clavó los ojos allí. —Gueno, siga el juego. Y el triángulo de ojos se hizo pedazos en el aire. - 5- Entró en cancha un nuevo jugador y el Torihio per- dió, pero ya no le interesaba el juego, sino las pupilas que vió desaparecer. Los fue buscando a la altura de todos los rostros. Sintió una picazón en la nuca. Se dió la vuelta y. encontró los ojos, junto a una rosa y a una sonrisa. —¡Vos sois la luna que cayó del cielo! — se acercó diciendo, seguro de su triunfo. La "luna" se paró, alumbrando con su hermosura un rincón sombreado del patio. —Ma decime tu gracia. —Me llamo Jlorínda. —¡Velay que nombre! Paise que dijera jlor linda Y verdá que sois la jlor más linda del valle. —Primero dijo que yo era la luna. —Sois la luna y la jlor, porque la luna es jlor del cielo. —Tan lindas cosas que dice osté. Dejuro sabrá hacer coplas. —Yo soy como el árbol de.tu casa, lleno de pá- jaros y jlores. —Y artfe cada moza te sacudís pa hacerle llover jlores y cantar pájaros. No li haga caso a éste, que a tuitas dijo lo mesmo — dijo el Mauricio, pa- sando de largo. —Seguí tu camino, deslenguau. A vos naide te da vela en el velorio. Pero el Mauricio se arrimó perezosamente al mol le del patio y comenzó a cantar, mirando a la Florinda. "Ay moza, cuando me miras, Tus ojos verde-limón, Son dos abejas que pican La jlor de mi corazón. La copla hizo gracia a la Florinda y sonrió. Sus ojos volaron sobre el cantor. El Toribio se dió cuenta que perdía terreno y sacó a relucir la misma arma lírica.: -6- "Tu querer > mi querer, Tu pensamiento y el miyo. Son como Tagua del riyo, Que pa atrás no han de volver. ." Pero el Mauricio volvió a cantar burlonamente.: "Que naides le cante coplas A la mujer que yo quiero, Que pa cantar a mi moza, Yo soy el mejor coplero. ." El Toribio iba a contestar a su vez, cuando la moza fugó de su lado, dejándolo solo frente al rival. Desde allá lejos se dió vuelta y lanzó otra copla para los dos: "Me gusta prender el fuego, Retirarme a verlo arder. Me gusta el amor en otros, Que en mi no lo puedo ver. ." Y desapareció, en medio de la multitud. —¡Si será consentida la hija diuna. .! —La culpa es tuya, que te ponis a cantarle, como el huichico a la jlor. —Vos has jecho lo mesmo. —Yo prencipio osina, pero dispués las picoteyo, como el tarajchi a la jruta. —Pero esa ya será jruta picotiada. —Y si no es, la ua picotiar yo. —Primero yo. —Eso lo veyamos. Y los dos se fueron, otra vez tras la moza. —¡Cocorocó!. — Llegó Juan, el gallero, anun- ciado por el canto de su plumífero heraldo que batió las alas en la puerta. —¡Abran cancha, que aquív' haber riña '¡gallos!. —Que traigan a gallo de la casa. -7- —¡Cocorocó!. — Y el gailo de la casa apareció en la pirca del huertillo, voló a medio patio y la tuerta Leucaria lo agarró del pescuezo. —Ma ver apuesten. —Voy cincuenta al gallo blanco. —Yo voy cien al colorau. La tuerta Leucaria sopló agua bajo las alas de su gallo y lo largó a media cancha. El otro lo re- cibió con un reyuelo. —Gueno el blanco. .! —¡Gueno el colorau!. Plumas y sangre pintaban la muerte roja en el aire. —¡Ay juna qué cachazo!. El gallo de la tuerta dió dos vueltas y clavó el pico en la tierra. El otro lo perseguía en redondo, pero sólo lograba desplumarle la cola. El herido giraba, como un compás, rayando el suelo con el pico entreabierto. De pronto, tiró la cabeza ha- cia arriba y trazando un círculo de las encajó sus espolones rojos, como dos relámpagos en el pescuezo de su enemigo. Este salió cacareando de la cancha. —Ganó mi ga¡lo, exclamó la tuerta Leuteria y levan- tó al animal victorioso que cantó en sus manos. —¡Qué pollo endemoniau. .! —Pero mirenlón. ¡Si perdió un ojo en lapeleya. .! —Agora 'stá como su dueña. —Si parece su hijo. —¡Ja. ja. ja. .! ¡La tuerta Leuteria parió un gallo!. El caminp se llenó de ponchos y sombreros y llegó más gente a la fiesta. El Mauricio andaba mi- rando todos los rostros de mujer, sin encontrar el de la Florinda. Sólo de vez en cuando se topaba con los ojos del Toribio, que buscaba lo mismo. —¡Juna grandísima!. ¡Vos otra guelta. .! Y pasaba de largo. Volvía a recorrer con la mirada los perfiles, las trenzas y las siluetas, de la colección de mujeres -8- que alli habia, pero inútilmente. —¡Que se vaya a la porra!. Yo me priendo de cualquiera otra. Pero en ese instante vio un hermoso cuerpo de mujer, cimbreándose por el camino. —¡Es ella y se vá. .! — corrió en su persecus'ón. Rompiendo el cerco de enredaderas de la huerta, salió también el Toribio, tras la moza. —¡Quedate vos, no sias amolau! Ella no ti hace caso. —No, la prienda es miya. —Gueno, que seiga pal que la pille primero. —Que seiga. Ambos le dieron alcance al mismo tiempo. —iJIorinda! — de un lado. —iJIorinda! — del otro. La moza se volvió, haciendo culebrear sus cimbos. —¡Qué quieren!, ¿otra vez?. —Yo soy el que quiero. Este otro, nada. Volva- mos pa la jiesta. — dijo el Mauricio. —No, ya es tarde. Ta escureciendo. —Por lo mesmo, que no se vaya la luna, sino va escurecer del todo. — opinó el Toribio. —Oste siempre diciendo linduras. —Y este otro siempre estorbando. Venia un tropel de caballos que llenaba el camino. —Gueno, volvamos, que éstos mus pisan — dijo ella. —Píllate de 'ste brazo. —Píllate de "ste otro . La Fiesta ya estaba espesa de voces. Los hombres andaban prendidos de las mozas y la tuerta Leucaria corría de un lado para otro, manchando la noche con una vela. —Gueno, aquí sentamos. — dijo la Florinda. -^Si, pero alguno 'sta' de yapa. — advirtió el To- ribio. —La yapa sois vos — contestó el Mauricio. —Que diga la jlorinda ¿ Quien sobra a tu lau? -9- —Sobran los dos, porque yo tengo otro. —¿Y quién es ése? —El que acaba de entrar. Y entraba un hombrón de cabeza samba y de cara escrita de pecas. —A y juna qué toro. .! —¡Ta gueno pa arar! —Y pa corniar. ¡Cuidau que aquí viene. .! La moza se fué con él Un cielo de ponchos morados comenzó a desfle- carse sobre el campo. —¡Velay la lluvia!. —¡Se aguó la jiesta!. —Cada carcancho a su rancho. Y el gentío se pedazeó por todas partes. Caballos y jinetes corrían sobre las maizales, enfilando a sus casas, borradas por el aguacero. El Toribio y el Mauricio se quedaron hasta el final, en procura de la moza huidiza. No la encon- traron, pero la tuerta Leucaria los consoló con los últimos mates de chicha que quedaban. —¡Lluvia pa adentro y pa ajuera! —Es el colmo. Vamonos. Salieron y montaron . los caballos. Por los tapiales se perdían los últimos jinetes. Siguieron la misma dirección. —¡Que me cuerten el pescuezo si aquella no es la Jlorinda! — dijo el Toribio, apuntando a una moza que escapaba en las ancas de un caballo ala- zán. —Dejuro que 's ella. —Y se va pa la casa de su amante. —¡Que la parta un rayo por perra!. En ese momento el caballo dió un respingo y ella voló, abriendo su corola de polleras. El hombre bebido, siguió galopando bajo la tempestad. La voz de la moza corrió por la superficie del maizal inútilmente. —¡Ma veyan a la paloma herida!. -10- Los dos amigos desmontaron. —¡Guen pago te da tu dueño!. La pusieron de pie, pero volvió a caer. —Paise que se torció la pierna. —La pogre 'sta sucha. —La ua subir a mi caballo. —No, yo la ua subir al miyo. —Por caridá, guelvan más bien a prestarse un ppullo de la tuerta Leucaria, pa llevarme. —Andá vos, yo me quedó a cuidarla. —No hombre, corré vos. —¡Atatatay!. — se quejó ella, para decidirlos. —Pero andá desalmau — insistió el Mauricio. Y el Toribio salió corriendo.