antología personal

ALBERTO SALCEDO RAMOS periodismo antología personal

alberto salcedo ramos

periodismo Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Salcedo Ramos, Alberto, 1963-, autor Antología personal / Alberto Salcedo Ramos ; presentación, Alberto Salcedo Ra- mos. – Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de Colombia, 2017. 1 recurso en línea : archivo de texto PDF (258 páginas). – (Biblioteca Básica de Cultura Colombiana. Periodismo / Biblioteca Nacional de Colombia)

ISBN 978-958-5419-97-1

1. Crónicas colombianas - Siglos XX-XXI – Antologías 2. Colombia – Historia - Siglos XX-XXI 3. Libro digital I. Salcedo Ramos, Alberto, 1963-, autor de introducción II. Título III. Serie

CDD: 070.4409861 ed. 23 CO-BoBN– a1018289 Mariana Garcés Córdoba MINISTRA DE CULTURA

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ISBN: 978-958-5419-97-1 Bogotá D. C., diciembre de 2017

© Alberto Salcedo Ramos © 2017, De esta edición: Ministerio de Cultura – Biblioteca Nacional de Colombia © Presentación y compilación: Alberto Salcedo Ramos

Material digital de acceso y descarga gratuitos con fines didácticos y culturales, principalmente dirigido a los usuarios de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de Colombia. Esta publicación no puede ser reproducida, total o parcialmente con ánimo de lucro, en ninguna forma ni por ningún medio, sin la autorización expresa para ello. índice §§Presentación 9

Diez juglares en su patio (1991)

§§La tristeza de Leandro 15 §§Durán, siempre Durán 39 §§Catalino Parra, el gran fabulador del río 55

De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas (1999)

§§De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho 75 §§La mujer que apagó el volcán 99 §§El hospital de la fila inhumana 145 §§Un conservador de cien años 155 El oro y la oscuridad §§La niña más odiosa La vida gloriosa y del mundo 231 trágica de Kid Pambelé (2005) Botellas de náufrago (2015) §§x: Epílogo al borde del nocaut 165 §§Botellas de náufrago 239 §§Una balada para el mar 243 La eterna parranda §§El pueblo donde no (2011) matan a nadie 247

§§El fútbol de Las Regias 187 §§Doña Nubia y el Parque de los Sueños Justos 251 §§El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada §§Mi mejor edad 255 con gaitas 199 §§Memorias del último valiente 215

§§ Presentación

Toda antología es incompleta y caprichosa. Esta no es la excepción. Incluye crónicas y artículos publicados entre 1987 y 2015. La idea al reunir estas piezas es permitirles a los lectores no sólo conocer una muestra de mi obra, sino también observar cómo ha sido mi ejercicio profesional a través de los años: los intereses temáticos, las recurrencias, las búsquedas, la forma de abordar a las personas y mos- trar sus conflictos, los planteamientos de las historias. El libro, entonces, tiene un primer objetivo: convertirse en una guía académica útil que esté al alcance de profesores y estudiantes de diversas áreas. Estos textos aspiran, además, a aportar un poco de memoria sobre la Colombia de los últimos treinta años. Agradezco a las editoriales que, originalmente, publi- caron los libros donde aparecen las crónicas incluidas en la presente antología. Aguilar: El oro y la oscuridad, La eterna parranda y De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho; Ecoe Ediciones: Diez juglares en su patio y Luna Libros: Botellas de náufrago.

9 Presentación

Ejerzo el periodismo narrativo con la convicción de que contar la realidad es tan maravilloso como escribir ficción. Raymond Carver, exponente del «realismo sucio», decía que lo que define a un escritor grande es «esa forma especial de contemplar las cosas y el saber dar una expre- sión artística a sus contemplaciones». En un narrador de la talla de Juan Rulfo se aprecian esos dones, pero lo mismo se puede decir de ciertos escri- tores notables de no ficción, como Joseph Mitchell, Tracy Kidder, Susan Orlean y Gay Talese. Muchos siguen creyendo que literatura es, estricta- mente, ficción: no se han enterado todavía de que existe la literatura de no ficción, y de que esta también puede ser de gran factura estética. Además, un buen reportaje —por ejemplo, Una temporada de machetes, de Jean Hatzfeld— nos ayuda a comprender la naturaleza humana y nos hace sentir como propios ciertos sucesos que la distancia geográfica nos hacía sentir ajenos. Es más frecuente hablar de los aportes de la litera- tura al periodismo que de los aportes del periodismo a la literatura. Cuando se trata del primer caso, que es lo pre- dominante, se mencionan las técnicas narrativas, el empleo del punto de vista, la construcción de imágenes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas. Todos esos recursos, ciertamente, proceden de la litera- tura y contribuyen a embellecer el periodismo en lo formal y a dotarlo de un poder mayor de penetración. Pero se

10 Presentación habla muchísimo menos de los aportes del periodismo a la literatura. Varios escritores se han referido a su deuda con el periodismo. Pienso en Gabriel García Márquez, en Albert Camus, en John Dos Passos, en Truman Capote y, por supuesto, en Ernest Hemingway, aunque este último dijo una vez que el periodismo es bueno para un escritor siempre y cuando lo abandone a tiempo. El periodismo adiestra al escritor en el descubrimiento de los temas esenciales para el hombre. En esta profesión se tiene acceso a un laboratorio excepcional en el que siempre se está en contacto con lo más revelador de la condición humana. Uno aquí ve desde reyes hasta mendigos, tru- hanes, bárbaros, seres maravillosos, de todo, y eso es útil para construir universos literarios creíbles y ambiciosos. En los últimos años se han incrementado las novelas basadas en hechos y personajes de la realidad. Acaso el periodismo es un taller que le sirve al escritor para huma- nizar su escritura. Para añadir una ventana allí donde antes sólo había un espejo. Los periodistas narrativos creemos que para escribir sobre un pueblo remoto no es necesario esperar a que ese pueblo sea asaltado por algún grupo violento o embestido por una catástrofe natural. El académico Norman Sims dice que los periodistas narrativos no andan mendigando las sobras del poder para ejercer su oficio. Y como si fuera poco, el periodismo narrativo que hoy leemos como información dentro de unos años será leído como memoria.

11 Presentación

Les propongo que lean este libro no sólo como un viaje por mis crónicas sino, sobre todo, como una con- versación con ciertos seres de nuestro país que no siempre son escuchados. Hago mías las palabras de Mark Kramer: «Me siento como el anfitrión de una fiesta con invitados inteligentes, invitados que me importan». Pasen. Óiganlos.

Alberto Salcedos Ramos

12 Diez juglares en su patio

(1991)

§§ La tristeza de Leandro

Lo que es verdad bajo la luz de la lámpara, no lo es siempre bajo la luz del sol. Franz Schubert

—¿Por dónde empezamos, maestro? —Usted dirá. Para mí no hay mal comienzo. —Bueno, lo veo triste y es de eso de lo que quiero que hablemos. —Eso de que soy triste me lo han dicho tres periodis- tas. Sólo ellos me han visto así. Mis amigos, que me tratan con más frecuencia, no han pensado que sea triste. Soy ciego y hablo poco: quizá sea eso lo que me hace parecer así. —Siendo ciego, sus canciones describen cosas que usted nunca ha visto. Son descripciones precisas, hermosas. —Es porque he sido cuidadoso. Yo aprendí, desde niño, a diferenciar la sombra de los rayos del sol y a cap- tar lo que hay entre ambas cosas. Cuando compuse «El verano», había un árbol en la casa donde yo vivía. Era el único árbol que había allí. Y debajo de ese árbol me ponía yo todos los mediodías, porque corría un fresco sabroso que me hacía pensar cosas bonitas. Un día sentí algo caliente en la cara. Quise quitármelo de encima, pero esa cosa calu- rosa siguió pegada a mi cara: era el sol.

15 Alberto Salcedo Ramos

Entonces descubrí que llegábamos a la estación de verano y el árbol perdía su vestido, como dije en la can- ción. No necesité verlo para contarlo, pues lo que sentí fue suficiente. Al principio, las hojas caían en forma lenta. Después, más rápido. Unas me caían encima y las otras rodaban por el suelo. Yo me iba a quedar sin sombra y, sin embargo, eso no fue lo que me dio una gran tristeza. Lo que me puso triste fue pensar en el parecido de ese pobre árbol con el destino del hombre. —¿Usted se propuso cantarle a ciertos elementos de la naturaleza como si los hubiera visto? —No, ese estilo que usted menciona no me lo propuse de manera consciente. Salió, casi sin darme cuenta, de las cosas que me rodearon desde la infancia. Nací en una finca y en ella me crie hasta los veinte años. Esos primeros años de mi vida fueron de amistad con la naturaleza, de convi- vencia magnífica con las plantas, con los cereales, con la tierra desértica y también con la tierra buena, con los ríos y las brisas. Con todo eso que aparece en mis cantos. —¿Usted cree que todavía tiene algo que decir sobre su ceguera? —Es probable que sí, pues esta es mi realidad. De todos modos, la ceguera no es tan importante para mí, aunque algunas de mis canciones digan lo contrario. A veces hasta se me olvida que soy ciego. —No parece que se olvidara. ¿Es la ceguera la que lo hace triste? —¡Ah, pero es que usted insiste en verme triste! Así como me ve ahora soy siempre. Es cosa de mi temperamento.

16 Antología personal

Y, para que vea cómo son las cosas, fíjese que hace rato pasó un viejo amigo por aquí y me dijo: «¡Caramba, Leandro, qué mosquito te picó que últimamente andas más alegre!». Yo puedo ser triste, como lo puede ser usted, cuando existe el motivo de la tristeza. En el caso de que lo fuera, no necesariamente lo sería por estar sin vista. Mucha gente se sorprende de lo que he podido aprender estando ciego. Fíjese usted en la cantidad de gente que puede ver y que sin embargo es más ciega que yo, porque no ven las cosas como son, no analizan, no sienten o no saben vivir. —¿Y usted sabe vivir? —Algo he aprendido de lo que he vivido. La vida… la vida me ha enseñado a vivir.

§§ Un ciego le adivina el futuro

Leandro Díaz nació y vivió sus primeros veinte años en la finca Lagunita de la Sierra, ubicada en la vereda llamada Alto Pino, del municipio de Barrancas, Guajira. Al princi- pio, Leandro, el mayor de los hijos de Abel Duarte —quien se negó a darle el apellido— y María Ignacia Díaz, era muy torpe para andar por aquella maraña inmensa y reseca que era la finca, cundida de lomas peladas y cactus. Sus hermanos corrían entre el monte, reventaban avis- peros con piedras, perseguían a las gallinas cluecas. En cambio, él apenas se movilizaba, con torpeza, cerca del

17 Alberto Salcedo Ramos rancho. Una vez escuchó, a distancia, los chillidos diver- tidos de sus hermanos, que jugaban con algo, y trató de reunirse con ellos. En su afán se deslizó por una zanja y estuvo a punto de romperse la pierna izquierda. Caminó más bien tarde y, para aprender, sufrió mucho más de lo que suelen sufrir los niños en este proceso, pues, privado de la vista, sentía que jamás tendría el equilibrio para desplazarse por un espacio tan ajeno. El Universo, con sus duros e incomprensibles objetos, era el principio y el fin de un temor que se le fue sedimen- tando en el corazón, haciéndolo caer en forma dolorosa contra el piso, incluso cuando ya ajustaba siete años. Pero las dificultades, que hicieron de Leandro Díaz un niño aislado, miedoso y triste, no eran estrictamente físicas: Leandro trataba de imaginar cómo era ese sol que brotaba a espaldas de los cerros; oía hablar de la luna que abría cami- nos de luz en el monte y se preocupaba por saber algún día cómo era la figura de su madre, a quien creía muy bella por el tono de la voz. Nada de eso le pertenecía. Y él refu- giaba su oculta ansiedad bajo un árbol de totumo, donde se recostaba todas las tardes a escuchar música. Cuando sus párpados se acostumbraron al peso oscuro de la ceguera y pudo por fin conducirse sin tropiezos por entre los más intrincados matorrales, decidió ejercitarse en alguna actividad que lo mantuviera ocupado, para no seguir sintiéndose inútil. Su padre, un agricultor que creía en los maleficios, se las había ingeniado para sacarle maíz, café y fríjol a una tie- rra árida donde, según las bromas de viejos parroquianos,

18 Antología personal las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin saber nadar. Tanto aprendió Leandro sobre el orden de su mundo, que no sólo lo recorría palmo a palmo, al derecho y al revés, sino que incluso llegó a realizar trabajos insólitos para un ciego: destroncaba las malezas, con las manos o con machete, sin estropear una sola mata de café o de maíz; le ensartaba el hilo a la aguja de coser de su madre y ayudaba a su padre a recoger las cosechas. En esta tarea era tan eficiente que hasta vigilaba la calidad de los cultivos. Su memoria se tornó más segura, más obsesiva con los detalles, lo que le permitía registrar situaciones o datos que para sus familiares pasaban inadvertidos y que él sacaba, como del cubilete de un prestidigitador, justo cuando eran de gran utilidad. A los diecisiete años, después de escuchar a los trova- dores que pasaban por la finca, a lomo de burro, cantando penurias laborales, noticias de muerte, picarescas reflexio- nes de la vida y del amor, compuso su primera canción, «A mí no me consuela nadie». Aquella canción que brotó de su alma casi sin darse cuenta, motivada quizá por los relatos de los vaqueros de la región, marcó su destino de hombre en la Tierra: a par- tir de ese momento, el Universo sería otra cosa gracias al canto. Y no sólo el Universo. También él acababa de sufrir un cambio, sin duda el más importante de su vida. Como le fastidiaba depender económicamente de un padre que no le había dado apellido ni a él ni a sus herma- nos, hizo difundir un falso rumor que durante un tiempo

19 Alberto Salcedo Ramos le permitió sobrevivir con independencia: desde Barrancas hasta Manaure, pasando por Distracción, El Hatico, Fon- seca, Villanueva, Urumita, La Jagua del Pilar y El Molino, por toda esa zona de la desértica Guajira, corrió la noticia de que en la finca Lagunita de la Sierra había un ciego que adivinaba el futuro, sin bola de cristal y sin la borra del café, cuya clarividencia superaba la de las gitanas. Las mujeres, que conformaban la mayor parte de su clientela, regaron por la región que al ciego le bastaba con pasar los dedos por las palmas de las manos de sus visitan- tes para saber lo que les depararía el porvenir. Leandro Díaz no daba abasto para atender a la clientela, que al principio se amontonaba en desorden y después, cuando ya sus poderes eran fama por todo el Magdalena Grande, orga- nizaba largas filas para consultarlo. Para muchas mujeres este hombre que hablaba despacio, con un tono neutral, mientras hacía una prolongada indagación dactilar y decía cosas tran- quilizantes, era la personificación de la sabiduría. Sin embargo, Díaz tuvo que abandonar el oficio cuando la suspicacia y la hostilidad de los hombres de la región se convirtieron en una amenaza para su vida. Comprendió que había llevado demasiado lejos esta curiosa forma de la quiromancia y que ello era muy peligroso en esa comarca donde los antepasados establecieron hace mucho tiempo sus códigos de honor: las mujeres no fueron hechas, en defini- tiva, para averiguar aquellas cosas de sus maridos que ellos mismos no se atrevían a decirles, ni era propio de las bue- nas compañeras salir a entrevistarse con un hombre que, según se decía, les proponía pruebas innobles.

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§§ Déjeme contarle una historia —Después de tanto pensar en la ceguera, ¿cómo la define? —Es una forma de vida. Por eso uno debe tomarla como ayuda, no como estorbo. En mi caso, la ceguera ha sido también una forma de música. Porque el mundo de un ciego no es tan vacío como la gente cree. Le pongo un ejemplo: aquí, en mi casa, se va la luz a cada rato. A veces se va de noche, cuando estoy dormido, y entonces mi mujer y mis hijos se pierden, no encuentran los rumbos de la casa ni saben llegar a la vela. Tengo que levantarme a resolver- les el problema. ¿Qué pasa? Que ellos se pierden porque han vivido en el mundo de la luz y dependen enteramente de él. En cambio, yo tengo que crear mi propia luz y tener dentro de mí los caminos de la casa. ¡Dese cuenta de que ser ciego también es una ventaja! —Pero en sus canciones se habla más de las desventa- jas: usted habla de sufrimiento, de aislamiento, de soledad. —Ya sé para dónde quiere ir usted. Pero, bueno, eso que dijo es verdad. Yo lo que quiero es que usted me entienda. A estas alturas, sé convivir con mi problema, lo cual no quiere decir que a veces no me incomode. Pero parece que usted no quiere creer que, en verdad, algunas veces se me olvida que soy ciego. Déjeme contarle una historia: mi gran idea, desde cuando me hice muchacho, es que el hombre debe reco- rrer un camino, que hay un camino para cada hombre. Esas cosas las empecé a pensar con más insistencia cuando tenía

21 Alberto Salcedo Ramos diecisiete años, porque fue cuando revisé bien mis sensa- ciones y me dije: «Caramba, Leandro, no hay más que hacer: eres ciego». Pero enseguida tuve una respuesta: sí, soy ciego, pero para algo tengo que vivir y para algo Dios me tiene vivo. Esa fue la primera conclusión importante de mi vida: que Dios me tenía vivo para algo y yo debía averiguar para qué. No perdí el tiempo: de inmediato empecé a tantear el espacio para ver si aparecía mi camino. Creí encontrarlo cuando me metí a adivino. En realidad, me divertía con las muchachas echándoles la suerte y en el fondo lo único que me interesaba era agarrarles las manos, porque de pre- dicciones y cosas de esas no sabía ni pío. —¿Y nunca descubrieron eso? —Al contrario: entre más me consultaban, más sabio me veían. ¡Había que ver la fe que me tenían aquellas mujeres! Muchas veces les dije cosas que a mí mismo me parecían un desatino enorme, pero ellas las tomaron por verdad. Y como las creyeron, terminaron siendo ciertas. En mi tierra hay mujeres que no se echan la suerte con nin- guna gitana, porque yo se las dije hace treinta, cuarenta años. —¿Les cobraba por decirles cosas que ni usted mismo creía? —No. Nunca cobré, a pesar de que entre mis intencio- nes figuraba la de ganarme la vida con ese trabajo. Ahora: es cierto que yo no sabía de brujería, pero trataba de apren- der y de paso saber lo que es una mujer, porque ya estaba grandecito y si no me avispo nunca hubiera sentido en mi

22 Antología personal propia piel la piel de una mujer. En eso no hay egoísmo ni engaño sino desesperación. Aquí venían muchachas suspi- rantes, enamoradas, a retener un novio que se les escapaba y para compensar mi ayuda me daban un pañuelito, una loción o una flor. Nunca pedí más de eso. Después, cuando mi fama se creció tanto, venían mujeres ya hechas, pasa- das de los treinta, y las de mi edad se fueron alejando. Por eso y por otras cosas me di cuenta de que allí no estaba el camino que Dios me había reservado. —¿Cómo imagina usted a la mujer? —Uno con el tacto puede dibujarla. Trato de ave- riguar si es dulce o fregadora, delicada o indelicada. O bonita. Esas cosas las averiguo a través de su voz, de su piel, de su aroma. La voz de una mujer siempre ha sido mi encanto. Los hombres que pueden mirar se fijan en otras cosas y no les importa la armonía de la mujer con su voz. Yo conozco el canto de los pájaros que más bonito cantan y puedo decirle a usted que nada puede igualar la belleza de la voz de una mujer. Mi oído es muy atento para buscar los sonidos agra- dables. Hoy, por casualidad, estuve en El Rincón, más allá de Media Luna. Sabroso: amanecí oyendo los pajaritos, las chicharras, las lechuzas, y me acordé mucho de mi tierra, la Guajira, tierra sin agua, pero hermosa. —Aparte de la voz, ¿hay otro elemento de la mujer que le llame tan poderosamente la atención? —Sí, la piel. He descubierto que el perfume es per- fume por la piel que lo lleva, no por su olor. Fíjese que el mismo perfume no tiene un efecto igual en todas las

23 Alberto Salcedo Ramos mujeres, porque cada piel es un mundo. Todo esto lo sé no por sabio sino por ciego.

§§ Con una armónica se hace camino

En 1949 un amigo le regaló una armónica que se había ganado cuatro años atrás en Puerto López, Guajira, limpiando un barco alemán. Leandro recibió el obsequio con desgano, pensando que ese instrumento frío que cabía en una sola de sus manos no serviría para sus planes de sobrevivir con inde- pendencia, y lo guardó, sin probarlo, durante varios meses. Un día, impulsado por el aburrimiento de no tener nada que hacer, decidió tantear la armónica y descubrió que sus sonidos eran similares a los del acordeón, el ins- trumento que él siempre quiso tener. Entonces resolvió alcanzar la perfección en su manejo y juró que a aquella armónica no le quedaría ni media nota por dentro que él no llegase a conocer. Con dos mudas de ropa salió de la finca ese mismo año, dispuesto a granjearse el sustento a punta de melodías, pues ya había adquirido una gran pericia para manipular la armónica. Llegó a Tocaimo, en San Diego, Cesar, y allí ganó enseguida el cariño de todos los habitantes, a quie- nes sacaba de la monotonía con sus melodías. A la orilla del río Tocaimo, que salpicaba las quince casas de la población, compuso «Matilde Lina», una de

24 Antología personal sus más famosas canciones, y aprendió a tocar la guacha- raca simultáneamente con la armónica, de modo que él, él solo, era casi una fiesta. Todas las tardes, al llegar de sus parcelas, los hom- bres buscaban a Leandro para sacarse con sus melodías el cansancio incrustado en el cuerpo como un maleficio, y dejarse caer unos cuantos chorros de ron de caña. Díaz ejecutaba la armónica y la guacharaca al mismo tiempo. Y cuando llegaba el momento de cantar, sacaba rápidamente el instrumento de su boca y seguía entonces cantando y tocando la guacharaca, en una maniobra graciosa y dies- tra que se repetía hasta el final de la noche. Tres años después, cuando llegó la hora de partir, dejó escurrir unas lágrimas, pues en el pueblo que iba a abando- nar no sólo vivió, según sus palabras, «libre y feliz como el jilguero», sino que, además, allí lo habían puesto de padrino de dieciséis niños y le habían entregado mucho amor. A Chimora, un caserío cercano que después se convir- tió en finca, llegó en1952 a probar suerte por unos días y, casi sin darse cuenta, se quedó por tres años. Allí también ejerció su oficio de aliviar las penas a domicilio. Desde el principio se hospedó donde Zoyla Fuentes, una mujer que lo quería como a un hijo. La señora era dueña del único restaurante del pueblo, en el cual Leandro entonaba sus versos al mediodía. Los clientes le daban propinas, se lo lle- vaban a parrandear los fines de semana o le regalaban ropa. Mucha gente acudía al establecimiento sin ganas de comer, atraída solamente por las notas de su armónica. Entrada la tarde, cuando se iba el último de sus admiradores,

25 Alberto Salcedo Ramos era cuando Díaz almorzaba. Sólo tomaba la sopa y pedía siempre a la dueña del restaurante que le guardara el basti- mento para la cena, a pesar de que ella insistía en que se lo comiera, que más tarde habría más, y le decía que él no le ocasionaba molestias sino beneficios. La actitud maternal de la señora Fuentes fue lo que determinó la salida de Leandro hacía San Diego, en 1955, tras haber llegado a la conclusión de que ella le daba más de lo que él honradamente se ganaba con su armónica.

§§ El credo de Leandro —Bueno, hablemos de sus canciones… —Sí, está bien. Pero primero diga que yo no acepto que las casas de discos me impongan temas, porque eso es absurdo. Ellos, los del negocio, saben cómo vender sus discos. Nosotros debemos saber cómo componer nues- tras canciones. —A usted nunca se le ha visto furioso y ahora parece estarlo. —No tengo por qué negarlo. Es que me han tratado mal. En sesenta años de vida he escrito más de trescientas canciones, muchas de las cuales se siguen oyendo bastante, y, sin embargo, aquí estoy… No, qué va, así no se puede. ¡Si usted supiera que por la canción que más me ha dado, «La gordita», no recibí ni doscientos mil pesos, con todo lo que tuve que pelear para que me pagaran puntual! ¡En cambio, vea usted lo que ganan los temáticos de ahora!

26 Antología personal

—Maestro: pero usted es uno de los pocos trovadores viejos a quienes los intérpretes de hoy tienen en cuenta. No sólo le piden canciones permanentemente, sino que también le regraban temas ya conocidos, como «La diosa coronada». —¡Qué bonito! ¡Todo eso suena muy bonito! Lo malo es que no pagan. La palabra exacta ya la inventaron. ¿Se la puedo deletrear? R-e-g-a-l-í-a-s. Y como se trata de rega- lías, creen que viene de regalo, como algo que se nos da a título de favor en vez de ser el pago de un trabajo que rea- lizamos y que influye en el progreso de la gente. Ahora yo le pregunto a usted: ¿dónde están las entidades que defien- den a los artistas? —¿Por qué no hablamos de sus temas? —Mis temas… mis temas son el hombre, lo que le pasa al hombre, lo que ese hombre piensa y hace, y la natura- leza. Yo mismo soy mi tema. —A usted, a diferencia de la mayoría de compositores de su generación, le gusta más la reflexión que el relato. —Es porque trato de cantar en la misma forma en que pienso. Todos los días de mi vida he dedicado largas horas a pensar en mí, en el destino del hombre. Me gusta hacer eso, quizá porque soy ciego. Todo lo que se me va ocurriendo es lo que después convierto en canto. —Se supone que no es fácil componer así. —No sé si es fácil o difícil, porque es mi estilo natu- ral y nunca he ensayado con otro. Es posible que a otro músico le cueste trabajo emplear este método, porque en su caso no sería natural. En cambio, para mí es normal. Ya

27 Alberto Salcedo Ramos le dije: pienso las cosas y de tanto pensarlas se me vuelven cantos, como si eso no dependiera directamente de mí. Lo único que he hecho es ponerle música a mis sueños, a mis pensamientos, a mis angustias y a mis alegrías. O, mejor dicho, le puse música a mi vida. —¿Cómo hace una canción? —Le decía que lo mío es pensar y cuando pienso no sé si de esas ideas va a salir una canción. Lo de la canción viene después o puede no venir. Más tarde lo sabré. —¿Cómo lo sabrá? —Bueno, uno piensa cosas, pero no siempre las escribe. A mí los temas me dicen cuándo quieren que los cante. —¿Usted cree en la inspiración? —Sí, claro. Es eso que le acabo de decir: sentirse dis- puesto a escribir una historia o un pensamiento. Ocurre en forma sorpresiva, cuando uno menos lo espera. Cuando eso ocurre, parece que uno no le debiera nada a Dios y estuviera en paz consigo mismo. Antes me pasaba con más frecuencia que ahora y, sin embargo, ahora me pasa más de una vez al mes. En esto influye mucho la gente que lo rodea a uno, el patio, el ambiente de la casa. —¿No le cuesta trabajo grabar los versos en la memo- ria, o alguien le escribe cuando compone? —¡Ah, eso, no! Yo no necesito secretarios y menos en algo tan personal como el canto. Yo soy mi secretario. Cada quien se defiende con lo que Dios le dio. Lo mío, ade- más, es simple: hago la música y la letra al mismo tiempo, y cuando todo está hecho sigo cantando sin parar, y no se me olvida nada.

28 Antología personal

—¿Nunca le ha fallado la memoria? —Hasta ahora no me ha fallado. Yo me sé todas mis canciones y en las parrandas se las puedo cantar una por una, sin repetir, y también le puedo cantar canciones que me sé desde hace años y que no son mías. —Usted tiene, a propósito, una canción titulada «Mi memoria». —Sí, claro, a mí siempre me ha gustado cantarle a la memoria. Es que la Humanidad estaría perdida si no conservara la memoria. La memoria no sólo debe servir para fijar imágenes o guardar información. La memoria es también un requisito para la creación. ¿Usted se ima- gina lo que sucedería si, de golpe, la Humanidad toda se quedara sin su pasado? ¿Qué sería lo que tendríamos que hacer para empezar la vida sin recuerdos?

§§ Tres personajes en San Diego San Diego, uno de los pueblos más productores de ganado del Cesar, está a sólo veinte minutos de Valledupar, la capi- tal. Sus habitantes, que celebran las fiestas religiosas de la Virgen del Perpetuo Socorro, el 16 de junio, y las de San Diego, el 13 de noviembre, conforman una tradición de conversadores insuperables que tienen en la palabra bien tratada una de las razones más importantes de su vida. Al despuntar la noche, San Diego es un pueblo que vive en las terrazas de sus casas, donde la gente se recuesta con la mayor comodidad del mundo a hablar de todo y de

29 Alberto Salcedo Ramos nada, que es de lo que, según algunos de sus moradores, debe hablar todo conversador que se respete. En los bordes de las calles, refrescados por árboles de almendro y matarra- tón, los parroquianos esperan la hora del sueño afincados en sus asientos de cuero, relatando historias, analizando con sus vecinos el futuro de las siembras o comentando los noviazgos difíciles del pueblo. El Concejo Municipal de San Diego estudió en cierta ocasión la sugerencia de realizar un festival del asiento de cuero, encaminada a resaltar la tradición oral del pueblo, que es tal vez su característica más representativa. Aunque la propuesta no fue atendida, los sandieganos realizan este festival todos los días y lo matizan con hábitos tan simples como el de ofrecerles café tinto a los visitantes ocasionales. Hace apenas diez años San Diego fue declarado munici- pio. Con una población de diez mil habitantes en la cabecera, comprende los corregimientos de Media Luna, Los Tupes, Los Brasiles, Tocaimo, Nuevas Flores y El Rincón. La mayor parte de la población de Media Luna, que se encuentra sobre la Cordillera Oriental, está integrada por santandereanos que se vinieron huyendo de sus luga- res de origen durante la llamada Época de la Violencia. Hoy, cuando han pasado casi cuarenta años, muchos de los precursores de aquel éxodo masivo han muerto, pero sus descendientes conservan un núcleo cerrado que tra- baja la tierra sin desmayos, acepta desafíos de honor, masca panela y toma aguardiente. En El Rincón, una vereda triste de sólo diez casas, penó en sus últimos años el acordeonero Juan Muñoz, uno de

30 Antología personal los trovadores más representativos de la música vallenata. Los Tupes tomó su nombre de una antigua tribu indígena que habitó en ese lugar mucho antes de que existiera San Diego, mientras que el corregimiento de Nuevas Flores es comúnmente conocido como «El Desastre», porque, según viejas leyendas, allí se desarrolló una de las batallas más sangrientas de la Guerra de los Mil Días. Algunos ancianos aseguran que aún hoy, arando las tierras, los cam- pesinos encuentran proyectiles y pedazos de bayoneta. En todo este territorio los ricos se dedican a la ganadería y al cultivo de algodón, y los pobres, a sembrar maíz, yuca, fríjol y tomate. Los personajes más queridos de San Diego son tres: Julio, «el gago», que mantiene una cría de treinta perros criollos en su casa; «el viejo Ato», un hombre entrado en años que se desayuna con cuatro plátanos verdes y un tazón de café sin azúcar; y Leandro Díaz, a quien se le quiere como a uno de sus mejores hijos, a pesar de que no nació allá.

§§ Mejor que un valse —Maestro: usted es uno de los pocos compositores que emplean la décima. —Sí, eso es tradicional y a mí me gusta. También me gustan las estrofas de ocho versos. Los compositores de ahora no le jalan a ese estilo, que a mí me parece lim- pio. Ellos prefieren meter palabras por todas partes, pura

31 Alberto Salcedo Ramos palabrería, y el mensaje se pierde entre ese montón de escombros. Además, la décima no es comercial. —Ya estamos tocando el tema de los compositores actuales. —De ese tema no tengo nada que decir. O quizá sí, una sola cosa: los compositores de antes teníamos temas: las brisas, los ríos, el trabajo en el monte, la mujer. Los de ahora no tienen temas, sino que son temáticos. Siempre le cantan a un amor que es perverso, a un río que no tiene agua, a una mujer que se marcha, a una misma cosa obse- siva y casi siempre ficticia. —¿No le gusta que el compositor invente historias? —Si sólo inventaran las historias no habría tanto pro- blema. Pero es que uno ve que ellos inventan cosas peores: inventan las frases, inventan unos enredos con los que quieren reemplazar las verdaderas historias. Sus cancio- nes todas son un invento. Al final de su cháchara aparece el vacío. Allí no hay nada dicho. Yo no critico a los com- positores que inventan historias. Después de todo, cada quien elige si quiere inventar o cantar cosas sucedidas. Lo importante es hacerlo bien, en cualquiera de los dos casos. A mí, particularmente, no me importa un tema que no me haya sacudido. —¿Cuáles son sus mejores canciones? —Creo que son «El verano», «Dos papeles», «La diosa coronada», «Matilde Lina» y «A mí no me con- suela nadie». Esta lista cambia con frecuencia. Depende del ánimo que tenga en el momento y de los recuerdos de esos temas. Hace una semana mencioné «El verano»,

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«Soy», «Debajo del palo de mango», «Olvídame» y «Yo comprendo». Usted debió darse cuenta de que sólo «El verano» aparece en ambas listas. Esa canción siem- pre está entre mis favoritas. —¿Cómo han nacido sus principales canciones? —Todas mis canciones han nacido de la misma manera. Pienso en algo y, si cuaja, después se me vuelve canción. Otra cosa es la historia. «Matilde Lina», por ejemplo, dice su origen en la primera estrofa. El origen de «La diosa coro- nada» está en El amor en los tiempos del cólera, la última novela de Gabito. —¿Usted leyó ese libro? —Para serle sincero, no. Mis hijos han empezado a leérmelo varias veces, pero no han terminado. Ese es un problema que tengo con ellos, que cuando están chicos me leen de todo: periódicos viejos, hechos históricos, pensa- mientos de los sabios antiguos. En cambio, cuando crecen ya no quieren leerme nada, porque se la pasan todo el tiempo en la calle. —¿Por qué cree que Gabriel García Márquez escogió dos versos de esa canción para el epígrafe de la novela? —Yo creo que Gabo no sólo utilizó dos versos —«En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada»—, sino toda la historia. Y para mí es un honor grandísimo. Él pudo encontrar estrofas más dicientes que esa, de otros autores, pero se decidió por la mía y es algo que tengo que agradecerle. Después de ese epígrafe, mi vida cambió un poco. Aunque también, pensándolo bien, pudo ser que a Gabriel lo marcó mi canción.

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—¿En qué forma cambió su vida después del epígrafe? —Pues antes era un compositor apenas conocido por estudiosos del folclor y por amantes del vallenato. Algu- nos periodistas, como Germán Castro Caycedo, venían a mi casa a emborracharse y a escuchar mi repertorio. No eran muchos los que me conocían en Colombia. Ahora viene más gente, y de todas partes. Una vez llegaron unos europeos para que les cantara el valse «La diosa coro- nada», y yo les dije que tenía una canción con ese nombre pero que no era valse sino vallenato. Lo que pasó fue que Gabito les tomó el pelo en el libro. Lo importante para mí es que ellos la oyeron en vallenato y se fueron más conten- tos que si la hubieran oído como valse.

§§ Leandro, Helena y Nelly Desde el principio, los sandieganos simpatizaron con el trovador ciego que, de casa en casa, decía los buenos días en verso, y luego, con su canto, pasaba revista todas las tar- des, cuando los hombres habían vuelto de sus ocupaciones y deseaban descansar. Leandro recibía las colaboraciones con la misma es- pontaneidad con que le eran entregadas, pues, aunque su propósito era sobrevivir con el fruto de ese trabajo, nunca cobró, fiel a su convicción de que los asuntos del espíritu no deben tener tarifas. Así, quienes podían darle una cabra, le daban una cabra; quienes estaban en capacidad de pre- miarlo con unas monedas, le daban unas monedas.

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Al poco tiempo de haber llegado a San Diego conoció a los tres célebres guitarristas que desde entonces lo acompa- ñan a parrandear: Hugo Araujo, Juan Calderón y Antonio Brahim, quienes aparecen en varias de sus canciones, y, simultáneamente, organizó un conjunto de acordeón con el legendario Antonio Salas, hermano del viejo Emiliano Zuleta. Pero con Toño Salas las parrandas eran menos fre- cuentes, debido a que este vivía en El Plan, Guajira. Con la creación de estas agrupaciones, Díaz tenía más posibilidades de ganarse la vida. Pero en realidad casi siem- pre le pagaban con especies que se consumían en el mismo sitio de trabajo: ron y chivo asado. De modo que volvía a casa como había salido, con apenas unas cuantas mone- das más en la mochila. En una de esas parrandas encontró la voz que cambió el curso de su vida: la voz de una mujer que se le acercó para pedirle una canción. Se llamaba Helena Clementina Ramos y lo de la canción había sido sólo un pretexto para acercarse a él, después de haberlo pensado tanto en los últimos días. Leandro le respondió que no tenía ningún inconveniente en cantarle la canción, siempre y cuando estuvieran los dos solos, y ella le dijo que estaría pendiente en la ventana, por la noche. Helena estuvo esperando en la ventana hasta las tres de la madrugada, cuando apareció él, acompañado por sus guitarristas, y entonó «A mí no me consuela nadie», la canción que ella le había pedido por la tarde. Hablaron. Se tomaron de las manos. Y después, según Hugo Araujo, Leandro dijo que había que seguir bebiendo por lo menos

35 Alberto Salcedo Ramos dos días más, porque apenas ahora, a los veintisiete años, había conseguido su primera novia oficial. Se casaron en 1955 y en treinta y tres años de convi- vencia han tenido cinco hijos, pero no recuerdan haber discutido en forma grave, a pesar de que Leandro, poco después de haber conocido a Helena, se enamoró de Nelly Soto, otra mujer de San Diego, con quien tuvo tres hijos. En la actualidad, convive con ambas mujeres, aunque duerme siempre en casa de Helena, en el barrio Niño Jesús. Por las tardes visita a Nelly Soto, al otro extremo del pue- blo, en el sector de Las Flores. Cuentan sus vecinos que algunas veces Leandro ha olvidado la visita a Nelly Soto, y su propia esposa le recuerda la obligación de ver a los otros hijos y llevarles algo para que no se sientan solos. Cuando sus amigos van a la casa a buscarlo, la respuesta invariable de Helena es «está allá abajo», que es como ella identifica las salidas de Leandro hacia donde su otra mujer. Un par de gemelos que Díaz tuvo con Helena se alternan la tarea de conducirlo todas las tardes adonde Nelly Soto. Para nadie en San Diego esta situación es anormal y tampoco nadie la ha calificado jamás de concubinato, por- que la palabra parece muy grosera para referirse a lo que Díaz y las dos mujeres han conseguido: una convivencia perfecta, a toda prueba. A menudo, las mujeres intercam- bian viandas y obsequios, que el propio Leandro se encarga de transportar.

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§§ Vamos a pintar

—¿Qué es lo que más le gusta? —Escribir canciones y cantárselas a mis amigos en las parrandas. —Si tuviera que escoger entre su vida y sus canciones, ¿con qué se quedaría? —Mis canciones son mi vida. —¿Y la familia? —Ah, esa es la otra parte importante de mi vida. Tengo ocho hijos y cinco nietos. Y eso, junto con mis trescientas canciones, será lo único que dejaré. —¿Qué es lo que más recuerda de lo que ha aprendido? —Que uno debe poner su vida en todo lo que hace, y no sólo en las cosas que más quiere, para que todo salga bien. —¿Hay alguna pregunta que a usted le gustaría res- ponder y que nunca le hayan hecho? —Bueno, sí. Ya que usted ha insistido en que soy una persona triste porque lo ha escuchado en alguna de mis canciones, ¿por qué no me da la oportunidad de hablar de la felicidad? —Buena idea. —La felicidad es una inquietud que todos tenemos. ¿Y cuántas veces no pasamos por alto la felicidad? Por ejem- plo, ahora, hablando con usted, me siento feliz. Creo que usted también siente lo mismo. Y, sin embargo, probable- mente no nos habíamos dado cuenta de que estamos felices. —¿Cómo define la felicidad?

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—Le digo que la felicidad es pintada por el hombre. Si uno está en paz consigo y con Dios, limpio ante el mundo, está feliz. Lo que pasa es que esta situación cada quien la pinta y la ve a su manera, porque la felicidad no es una figura única para todo el mundo, una figura que todos podamos ver a la misma altura, como una estrella, por ejemplo, y decir: «Caramba, aquello que se ve allá es la felicidad». No, la felicidad es creada por el hombre. —¿Ya usted creó la suya? —He vivido muchos momentos agradables y de todos ellos he creado mi felicidad. A veces no soy tan feliz como quisiera, pero estoy vivo y estar vivo es lo que se necesita para pintar la felicidad.

San Diego, marzo de 1988

38 §§ Durán, siempre Durán

§§ Escena inicial alrededor del sombrero —¡Goyaaa, Goyaaa! Y, enseguida, apareció la mujer. Se asomó a la puerta, tímida, y allí permaneció sin decir nada. —Mira, Goya, llegaron los periodistas. Así que tráeme el sombrero, que vinieron con cámaras y a Durán nadie le toma fotos sin sombrero. El fotógrafo se aventuró a empezar su trabajo, atraído por la prohibición y por esta semblanza poco conocida del maestro. Acababa de llegar de su pequeña parcela y aún tenía puestas las ropas de trabajo. —Mire, amigo: Durán habla en serio. Ya le dije que no me gustan las fotos sin sombrero. Ah, qué cosa… ¡usted es el que se va a atrever! Sorprendido por lo que, en principio, tomó como una prohibición sin importancia, el fotógrafo bajó la cámara: la cosa era en serio. Pero el tono firme de la amonestación del maestro dio paso a otro, más sosegado.

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—Es que nunca me han gustado las fotos sin sombrero. Cuando se plantó el sombrero que le trajo el menor de sus hijos, le sonrió al fotógrafo, conciliador: —Ahora sí: encandíleme con todas las fotos que quiera.

§§ A los veinticuatro años, lo inevitable

Como era veloz y fuerte, Alejandro Durán Díaz, el hijo de Náfer y Juana Francisca, consiguió sin mayores esfuerzos el trabajo especial que andaba buscando: se trataba de llevar, corriendo entre vastos pastizales, raciones de carne salada a los peones de las haciendas Mata de Indio, El Rancho, Guayacán, Fanfarrona, Ponciano, Juan Andrés y La Vigía. Tenía entonces 12 años y el suyo era el único rostro alegre que se divisaba entre las cuadrillas de trabajadores mustios, muchos de los cuales, a fuerza de soportar una gris rutina durante tantos años, habían terminado por ser más cimarrones que el ganado que andaba suelto, en gran- des cantidades, por los playones interminables de El Paso, Cesar, su tierra natal. Algunas veces, los peones se despercudían el cansan- cio con los sones de Víctor Silva y Octavio Mendoza, dos acordeoneros que sabían de las mañas del monte. En aque- llas jornadas, el ron ardía en los pechos y se cantaban los despojos laborales, las últimas noticias del amor y la decep- ción, los rumbos de la muerte. Eran cantos al servicio de

40 Antología personal la vida, pues lo mismo podían arreglar una riña de amigos que explicar una lluvia no anunciada o inyectar de humor los acontecimientos trágicos de la región. Durán estaba fascinado por el mundo musical que aca- baba de descubrir, entre la luz del canto de aquellos vaqueros enamorados que cantaban en versos las penurias de su ocu- pación, mientras transitaban por montes embarbascados, de salida lejana, tras las pisadas de un amor que se perdía como una exhalación. Pero, sobre todo, estaba maravillado por el placer que se sentía al enlazar un novillo arisco desde un potro brioso, y por lo que esa actividad simple, si se eje- cutaba con dominio, representaba en aquella comarca. Por las noches, cuando llegaba a casa, trataba de com- poner una canción como las que escuchaba en las fincas, acompañado por la guacharaca. El acordeón —en su casa siempre hubo acordeón— seguía reposando sobre un rincón, como un animal manso, esperando que él aceptara el lla- mado que, sin todavía saberlo, ya era un decreto para su vida. En 1943, cuando tenía 24 años, ocurrió lo inevitable: Alejo Durán y el acordeón se reconocieron mutuamente, y ambos fueron conscientes de lo que sucedería.

§§ Lo mío es el estilo

Mire, mijo: desde cuando aprendí a tocar el acordeón me di cuenta de que nada hacía si no lo ponía a hablar. Fue mi padrino, Víctor Julio Silva, quien me dijo que lo importante era el estilo, no la rapidez con que recorriera el teclado.

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Cuando alguien me habla de digitación es como si se lo dijera a un sordo. Es que yo no tengo nada que ver con digi- tación. Yo soy un acordeonero de estilo. Me acostumbré a tocar melodía. A tocar lo que voy a cantar y después a tocar lo que ya canté. Yo no me rajo los dedos echando a correr las notas, pero le aseguro que tengo mi estilo, y que si usted me oye tocando desde lejos sabe enseguida que soy yo el que está tocando. Los otros se confunden. Yo no. Ahora verá: le voy a echar un cuento. Cuando Gabriel García Márquez vino a Valledupar como jurado del Festi- val Vallenato, me lo encontré un día en la casa de Hernando Molina, después de veinticinco años sin vernos. No sé por qué tenía el presentimiento de que Gabriel no se acordaba de mí. Pero sí, vea, se acordó. Yo lo iba a saludar primero, pero él no me dejó llegar a su puesto. Salió corriendo y me abrazó a mitad de camino y después de saludarme dijo que tenía día y medio de estar en la cuna del acordeón y era como si no hubiera oído tocar acordeón. Le contesté: bueno, están tocando los Zuleta. «Sí, pero todavía no he encontrado el acordeón que a mí me gusta» dijo él. Yo entendí lo que él quería expresarme y al ratico empecé a entonar mis cancio- nes viejas. Fue cuando una pareja se paró a bailar y Gabriel les dijo que no señores, la música de Alejandro Durán no es para bailar sino para oír, y los señores, que eran cachacos, se sentaron, creyendo que era cierto. Todavía no sé por qué Gabriel dijo eso. Debió ser un capricho suyo. Sí, debió ser eso.

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§§ Al amor no se le llora: se le canta

—Maestro: en los pueblos de la Costa Atlántica hay gente que no sabe quién es el presidente de la República. Pero todos saben quién es Alejo Durán. —A mí hay gente que me conoce sin conocerme. Pura fama. Cómo será que cuando se hizo el primer Festival Vallenato yo salí de Planeta Rica con mi acordeón, dis- puesto a participar. Cuando llegué a Bosconia, Cesar, me bajé para tomarme una sopa. La señora que me atendió se quedó encantada mirando el acordeón y me preguntó para dónde iba. «Bueno, voy para el Valle, a ver si me gano el festival». La señora me miró con lástima: «Yo le acon- sejo que se devuelva, pues usted no ganará ni en sueños. ¡Imagínese que va a participar Alejo Durán!». Yo levanté la vista del plato de sopa y lo único que le dije fue esto: «Vea, señora, con decirle que a ese Durán es al que más fácil le voy a ganar». —Es una historia muy bonita. —Sí, cómo no. Hay otra, que me pasó con el señor Ardila Lulle, el que tiene bastante plata. Resulta que en Valledupar, en el Festival Vallenato de 1987, el animador dijo de pronto que el señor Ardila Lulle me quería saludar personalmente, y yo salí mandado desde la parte trasera para darle ese gusto, aunque a mí también me interesó saludar al tipo. Hombre, vea usted que pasé una pena grande. Ima- gínese que cuando iba llegando a la tarima, un señor bien

43 Alberto Salcedo Ramos vestido me salió al paso diciéndome: «Maestro Durán, mi cariño lo saluda». Entonces fue cuando yo solté aquella frase: «Yo también lo saludo pero le pido el favor de que me deje pasar rápido, que el señor Ardila me está esperando». ¡Qué vaina! El señor Ardila era ese que estaba ahí, frente a mí, y que yo había mandado a quitar del camino. Él me aclaró las cosas y a mí me dio pena. —Pero esa anécdota es al revés de la suya en Bosconia. Era usted el que conocía a Ardila Lulle «sin conocerlo». ¿Y usted no cree que sea más importante que él? —¡Él tiene su gracia y yo tengo la mía! Atraídas por la conversación del maestro, cuya riqueza oral es fama por toda la región, varias personas se habían detenido en su casa, en Planeta Rica, Córdoba, donde reside desde hace 20 años. Los curiosos reían con ganas por la historia que acababa de contar. La voz de Durán es densa y pausada, y saborea cada expresión como si le sintiera un gusto en el paladar. El lenguaje que florece en su charla es llano, pleno de gracia. A menudo, al regresar de la modesta parcela que tiene a la salida de Colomboy, donde él mismo cultiva yuca, ñame y maíz, Durán siente la necesidad de hablar con un viejo amigo o un compadre. Mientras conversan, empiezan a llegar los curiosos, gente que tiene en la palabra suya un bálsamo para las tristezas del alma. Para todos ellos siem- pre hay café tinto en la casa del maestro. Un niño como de tres años se le sentó a Durán en las piernas y le pidió dinero. —¿Es el último de sus hijos, maestro?

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—Mire, antes, cuando me hacían esa pregunta, yo res- pondía: «Dice mi mujer que es el último. Yo no lo digo»… Hombre, pero ahora soy yo quien lo dice. Se oyó una risotada. Había llegado más gente y había que hacer más café. La risotada se fue aplacando, pero persistió la de una joven de pelo aindiado, sobre quien se volvieron todas las mira- das. Cuando la muchacha se dio cuenta, frenó su gozo de manera brusca, apenada. Durán siguió mirándola. —Así es como me gustan a mí las mujeres —dijo—, francas y gozonas. La muchacha bajó la mirada, pero no hubiera tenido necesidad de hacerlo, pues al instante el maestro se olvidó de ella. Bebió un sorbo largo de café tinto y encen- dió un cigarrillo, mientras miraba distante, como buscando un nuevo tema. Sin darse cuenta, se había quitado el som- brero en varias ocasiones, obedeciendo a su costumbre de pasar las manos por la cabeza, en las pausas de su conver- sación —el fotógrafo, entre tanto, aprovechaba—. —A estos músicos de ahora ya no sé qué es lo que les pasa —comentó entonces—. Se creen los chachos y con- sideran que uno está mandado a recoger. Uno no puede decirles nada. —¿Usted les ha dicho algo? —Lo que yo vengo diciendo es que los intérpretes de hoy son muy llorones. Y al amor no se le llora: al amor se le canta. Ahora lo que hay son unas mazamorras de palabras raras que no emocionan a los cantantes y menos al público. Son cantos que más demoran en hacerse que

45 Alberto Salcedo Ramos en desaparecer porque no tienen historias sino lágrimas. Tampoco tienen emoción. Y un músico sin emoción no es músico. ¿Usted no los ha visto componiendo por encargo, como quien manda a un hijo a comprar una libra de carne? —¿Usted no cree que las nuevas generaciones lo han olvidado? Por ejemplo, en algunos de los pueblos que usted ha visitado últimamente, casi nadie ha ido a verlo, y en cambio a esos mismos sitios han ido conjuntos inútiles, que más parecen mariachis caídos en desgracia, como «El Binomio de Oro», y han llenado casetas. —Eso nos vive pasando a los que nos negamos a llorar. Pero Durán tiene su gente y con eso le basta para seguir siendo Durán. Además, a mí no me importa que algunos jóvenes no quieran verme y en cambio a otros músicos sí los aplaudan. Porque si usted es músico y vive de su toque grande, pues yo vivo del mío chiquito. Y no necesito del suyo. —¿Con lo que ha ganado en la música le alcanza para comprar los cigarrillos? —No voy a negar que he ganado lo mío. Pero debe- ría haber ganado mucho más. Lo que pasa es que las casas de discos no le muestran a uno el libro de las entradas y salidas. Lo que ellas digan que se vendió, eso es lo que nos liquidan. A la música le debo mis tres casitas y una humilde parcela que tengo en sociedad con un amigo. Ah, también tengo mis vaquitas. Es menos que lo que tiene el señor Ardila, como puede ver. Dos de sus hijos menores salieron corriendo por la puerta, montados en caballitos de palo. El maestro los

46 Antología personal miró, intentó decir algo y se aguantó, y los siguió mirando hasta cuando doblaron por la esquina y se perdieron de vista. —¿Los vio? Así era yo cuando chiquito. Los hijos lo vuelven a uno cobarde a veces, pero son lo mejor que uno hace. Vea que, después de todo, no soy tan pobre. —¿Cuántos hijos tiene? Durán empezó a hacer cuentas con la memoria, enu- merando para sí mismo con los dedos. Tosió. Se quitó y se volvió a poner una abarca. Finalmente, respondió: —En total, tengo veinticuatro. —¿Veinticuatro? ¿Y con la misma? —Sí, con la misma, pero con distintas mujeres. Una nueva carcajada de los curiosos, más densa y sos- tenida. —¿Con cuántas mujeres, maestro? —Caramba, con la que más tengo, tengo dos, dijo entonces, malicioso expulsando una gruesa bocanada de humo. —Diga el número, maestro —Vea, mijo, es que a mí me parece muy maluco que un hombre lleve la cuenta de las mujeres que ha querido. Son cosas que no tienen números. Uno nunca sabe. Con los hijos es distinto: uno debe saber siempre cuántos tiene y velar por ellos. Yo he querido a todas las mujeres que he tenido. A unas más que a otras, por supuesto, pero todas han sido importantes para mí. —¿Cómo se llama la mujer con quien vive ahora?

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—Se llama Gloria Dussán. Ah, ¿pero es que no se las he presentado? ¡Carajo, qué descuido el mío! Goyaa, Goyaaa. Mientras la mujer venía, a Durán se le dio por mirar al fotógrafo. Lo sorprendió disparando con la cámara y cayó en la cuenta de que se había quitado el sombrero. —¡Oiga, eso es trampa! Esas son las vainas que a mí no me gustan. ¿No le dije que no quería fotos sin sombrero? Después salen a decir que yo soy rabioso, pero es que las cosas son como son. El maestro habría seguido con el regaño, de no ser porque en ese momento apareció su mujer, esta vez de cuerpo entero. Seguía tan tímida como cuando se asomó al principio. —Goya, los periodistas te quieren conocer. Yo les dije que tú eras la que me había amansado. Ella sólo dijo el nombre, luego sonrió, breve, y se retiró. —Goya es un poco timorata. Cuando yo la saqué a vivir era una señorita chiquitica, una cosita de nada. Ah, pero a mí me servía. Es una buena mujer. Además de los hijos nuestros, ella me está criando dos muchachitos que yo tuve con una joven de aquí de Planeta Rica, llamada Gladys. Ella se murió y yo le hice una canción donde digo que cada vez que la recuerdo es como si se me desgajara un fuetazo en el alma. —¿A ninguno de sus hijos le gusta la música? —A ninguno. Pero yo no se las meto por los ojos, por- que esto debe nacer con la persona.

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—Uno no se explica por qué usted nunca ha tomado ron, si por lo general los acordeoneros, especialmente los viejos trovadores, eran unos grandes bebedores… —Nunca me ha gustado y así estoy bien. En cambio, mis hijos son unos borrachos. ¿Usted no se sabe la anéc- dota de Alejito? Hombre, estaba en la casa, tomando trago con un amigo, y de pronto, cuando la botella se estaba aca- bando, el tipo dijo: «Carajo, que cayera un aguacero de ron, pero a chorros». Y Alejito le contestó: «No, aguacero no: que sea una lloviznita, para que no se desperdicie».

§§ Acordeón y sentimiento Una vez aprendió a tocar el acordeón, lo demás fue fácil para Alejo Durán: los mismos motivos e historias que lo deslumbraron a él en su época de peón en las haciendas de El Paso, fueron cantados, con un hondo acento lírico, por pueblos desconocidos. Hombres y mujeres de todas las edades escuchaban las historias y de inmediato se identificaban con ellas, por- que se reconocían en aquellos cantos de sabiduría simple y realismo vigoroso. Mucho antes de que grabara canciones perdurables como «La cachucha bacana», «Mi pedazo de acordeón», «Altos del Rosario», «Joselina Daza», «Alicia Ado- rada», «039» y «El verano», Alejandro Durán era ya una religión para aquellos pueblos miserables, a los que les sirvió de correo cantado.

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Todo el mundo se petrificaba de asombro cuando las manos de Alejo, curtidas por el enlace de novillos y el des- monte de pastizales, recorrían el teclado con seguridad, con ciencia, pues era como si el acordeón se tocara solo, con un equilibrio perfecto entre sus sonidos y la emoción que él quería expresar. Ninguna nota sobraba ni faltaba en la desenvoltura de ese estilo purificado que le permitía al ins- trumento vivo que tenía en el pecho, decir su voz. Esa maestría acompaña a Alejandro Durán siempre. A los 68 años, su canto sigue vigoroso y cadencioso, torren- cial. Y sus dedos, raspados en ese incesante laboreo que ha sido su vida entre rastrojos y malezas, aún buscan con habilidad las entrañas de la música, moviéndose apenas lo suficiente para despertar al acordeón por partes, hasta conseguir que él mismo exprese sus notas. En el fondo, no es más que buscar el cauce de sus emociones, porque, como lo dijo él mismo hace varios años, «para quien sabe, hombre y acordeón son una sola cosa». El mérito principal de Durán es que comprendió que el acordeón tiene su voz y es preciso dejar que la diga. No como la mayoría de intérpretes actuales, para quienes el acordeón es un simple instrumento. Como si no fuera, más bien, una prolongación del sentimiento. A los sesenta y ocho años, el aporte de Durán a la música popular colombiana está fuera de cualquier duda, pero esa grandeza no ha significado cambios sustanciales en sus costumbres, pues nunca ha dejado de trabajar la tie- rra como cualquier labriego. Ni siquiera ahora, cuando sus músculos están cansados y teme montar a caballo.

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Es cierto que ya no le jala a la vaquería ni tiene aquel tino maravilloso que hizo que fuera durante muchos años el mejor enlazador de la región. Pero, como en los viejos tiem- pos, madruga todos los días de Dios a su parcela, y por las tardes, cuando regresa en medio de un sol ya débil, entona antiguos cantos de boga y lamentos de origen desconocido. Las jornadas en el campo no son un medio de supervi- vencia económica, sino la única manera que Durán conoce para reafirmar su vida. Por eso, su importancia no se reduce a la fuerza de sus cantos, al manejo de los bajos y a la densidad de su voz, sino que abarca también la lección de digni- dad que ha dado al seguir haciendo lo que a él siempre le gustó, sin importarle que esa actividad sea menospreciada por músicos mejor vestidos que él, pero intrascendentes.

§§ El maestro recuerda

Cuando yo empecé a andar, andaba por gusto. Y no se ganaba plata. Ahora los músicos no hacen esas corredurías que hacía- mos nosotros, porque les falta vida. Es que los músicos de hoy todo lo encontraron pilado: hasta las buenas canciones las encontraron ya hechas. No es como en la época de uno, que los músicos pasábamos trabajo porque nadie quería saber nada de vallenato. A nosotros nos sacaban de las casas con palabras gruesas, ¿oyó? Nos decían lo que no se le dice a un perro, y aquello era como un pescozón en plena cara. Pero no nos descomponíamos. ¿Sabe qué hacíamos? Nos íbamos para donde otro fulano, que ya sabíamos que cumplía años,

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y le cantábamos tres canciones. Este nuevo cliente también se entusiasmaba y nos llevaba a otra parte. Total: recorríamos todo un pueblo donde no conocíamos a nadie, pero donde la gente terminaba siendo amiga con nuestras canciones. Mien- tras tanto, uno recogía, si acaso, unas cuantas monedas. Le hablo de hace cuarenta años. Recuerdo cuando empecé a grabar, en láminas de ace- tato: el dueño del negocio me daba veinte, treinta placas de esas, y yo mismo salía a pregonarlas de pueblo en pueblo. Después le traía la plata. Él sacaba el gasto de la hechura y el resto lo partíamos entre los dos. Ahí mismo volvía a gra- bar otra cosa y de nuevo me iba, a vender esas canciones. ¡Hubiera visto usted por donde andábamos nosotros! Casi siempre andábamos mal andados por los caminos de esa época, que eran muy pesados. Muchas veces ni los burros ni los caballos querían andar de tan enredado que estaba el trá- fico. Por eso nos alegrábamos tanto cuando, después de esas corredurías tan largas, la gente nos mostraba aprecio y nos compraba todos los discos. Cuando uno salía en correduría, sabía cuándo se iba, pero no cuándo regresaba. A veces nos daban por muertos y resulta que estábamos más vivos que el carajo. Pero lejos. Era frecuente que, en esos pueblos desconocidos, adonde la fama de uno había llegado antes que uno mismo, hubiera músicos repuntantes esperando que uno llegara. Nada más que para retarlo a versear y a tocar acordeón. Así se fueron creando enfrentamientos entre músicos que no se conocían siquiera, pero que un día debían decidir quién era el mejor, en una plaza que los seguidores de ambos se encargaban

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de escoger. Eran los tiempos de las famosas piquerías, que a mí nunca me entusiasmaron. No sé… eran como peleas y yo nunca he servido para pelear. Claro que fueron importantes, porque formaron a hombres de la talla de Samuelito Martí- nez, Germán Serna, Emiliano Zuleta y Santos Ospino, que eran muy buenos de rutina y rápidos de mente. En esas corredurías fue donde conocí a casi todas las mujeres que después salieron en mis canciones. Es que uno en cada pueblo conseguía amores. Las mujeres fueron todo para mí. Con decirle que hasta negocio fueron, pues yo tenía que estar enamorado para seguir componiendo. O despechado, tal vez. Porque a la hora de la verdad los temas de componer son dos: el amor o la decepción. Lo demás es invento y a mí no me gusta inventar. Yo no le voy a decir si debe o no debe permitirse que un compositor invente. Los de hoy lo hacen, según se ve. ¿No es así? Allá ellos. Si un tipo es capaz de emo- cionarse cantando embustes, cosas que no han sucedido, que lo haga. Nosotros, los viejos, preferimos cantar lo que nos ocurre. Por eso tampoco aceptamos componer en serie, por encargos, porque nuestras canciones tienen que ser sentidas por nosotros, no impuestas. Ah, pero volviendo a las mujeres que uno conoció en las salidas, le digo una cosa: hay amores de amores y amores que se quieren. Eso lo aprendí caminando. Cuando uno se enamoraba de verdad era un tigre, oyó, un tigre que perseguía a la dama por donde fuera. La olía a lo lejos. La llamaba con el silbido. Y si la cosa se ponía muy difícil, entonces uno se tiraba a fondo, a buscarla en cualquier rincón. Lo importante era dar con ella para saber de una vez

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por todas si se triunfaba o se fracasaba. Si uno salía derro- tado, por lo menos quedaba eso: haberla encontrado. Hasta en eso nosotros éramos diferentes a los músicos de ahora, que nada más con una llamadita por teléfono solucionan el pro- blema. Muy fácil. Así mismo quieren hacer con las canciones. Todos esos recuerdos son mi vida. Lo mejor que tengo. Fíjese que he perdido muchas cosas con los años, menos la voz y la rutina con el acordeón. Como que uno nace para morir con eso. De lo que tengo, lo mejor es mi familia. Mis hijos están regados, como semillas, pero yo sé dónde están y son muy importantes para mí. A estas alturas le puedo decir que no le tengo miedo a la muerte, porque desde que el mundo es mundo, los hombres se envejecen y mueren. Ahora la gente ni siquiera alcanza a envejecer antes de morirse. Y a eso sí hay que tenerle miedo, ¿oyó? Después de todo, ahora mismo podría morirme y le juro que me iría feliz de saber que no he vivido en balde. Esto se lo digo porque me siento querido y todavía me quedan algunas fuerzas. Claro que ya casi no compongo, pero es porque no me enamoro. La última enamorada que me pegué fue esta. Eso sí: nadie quita que más adelante me enamore otra vez y siga haciendo mis cancioncitas. Yo sé por qué se lo digo. ¿Sabe de quién me volvería a enamorar?… De Goya.

Planeta Rica, Córdoba. Julio de 1987

54 §§ Catalino Parra, el gran fabulador del río

Viéndolo ahora, en el patio, con su pellejo macizo, su amplia sonrisa intacta, su recia musculatura de boxea- dor invencible, nadie pensaría que Catalino Parra tiene ya sesenta y cuatro años. Algunas canas se asoman, tímidas, en su pelo duro. Debajo de sus pequeños y saltones ojos —donde todavía hay torrentes de gracia— se amontona una piel trajinada por el tiempo que, al reír, se hace estrías. Pero no aparenta más de cincuenta años. Cualquiera diría, viéndolo así, vital, con su pecho al aire y su pantaloneta de colores subidos, que está listo para correr la maratón más larga del mundo. —Lo importante es estar vivo, ah vaina. El que anda pensando en la muerte, ya está muerto. ¿Sabe qué? A mí la muerte me rondó en un tiempo, hasta una mañana en que amanecí revuelto y le azucé los perros. ¡Santo remedio! Por eso es que usted me ve así, firme y engreído de la vida. Su voz conserva la potencia y la limpieza de hace cua- renta años, cuando emprendió sus trashumancias. Con el tiempo, su talento para la fábula, que produjo canciones

55 Alberto Salcedo Ramos perdurables como «Manuelito Barrios», «Josefa Matía» y «El morrocoyo», ha madurado, y también ha aumen- tado la chispa de sus versos. Su humor silvestre fluye ahora con más encanto. Sus dedos, que aún parecen tener vida propia, siguen siendo insuperables en el manejo de las baquetas: los únicos que le exprimen a la tambora su aliento original. Hace más de veinte años, Catano —así le llaman en Soplaviento— comenzó a recorrer el mundo con los Gaite- ros de San Jacinto, quienes poco antes le habían informado al país que existía una música elemental y bella, ancestral y vívida, concebida con instrumentos naturales —tambores de madera y cuero de venado; gaitas de cactus, pluma de pato, cera de abeja y carbón vegetal; maraca de totumo—, una música endiablada y rítmica hecha por hombres de monte adentro en las pausas del laboreo. En su patio, lleno de animales domésticos y cimarro- nes, Parra se regodea contemplando las cosas de su universo, redescubriendo minuto a minuto el fundamento de sus cantos. —Hombre, el que nace con su don, con su don muere. Fíjese que papá tuvo veinte hijos, con cuatro mujeres, y entre todo ese poco de gente yo fui el único músico. Ahora yo tengo diez hijos y, por pura chiripa, el último, que tiene poco más de veinte años, medio olfatea la música. Con los nietos es diferente. Son dieciséis y por lo menos todos los grandecitos andan ya golpeando la tambora. Usted quizá pensará: Caramba, en la familia de este tipo sí hay gente. Es que antes los hijos se tenían por montones.

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Quizá cuando son un poco duran más para ponerse vie- jos. O usted cree que yo me he conservado, acaso, por obra del diablo.

§§ La música, el camino Muy temprano Catalino Parra observó que el mundo es, en esencia, una música. Son musicales sus ríos y sus piedras, cantan sus animales y sus árboles, y sus objetos se pueden reciclar hasta hacerlos música viva, palpitante: música creada con la propia naturaleza. Desde el principio fue muy divertido: se trataba de mirar atentamente las cosas e imaginar el modo más apropiado de tentarles la música con que Dios las había concebido, o analizar de qué manera se podrían convertir en instrumentos musicales. —Aquí no hay misterios. No, señor. Fíjese que usted coge un cuero, para hacer un tambor, y primero lo cura y lo pone en remojo, y después lo guinda al sol. Mientras el cuero se seca, ya usted tiene el ritmo en la sangre. El tiempo hará el resto. El tiempo y el sol tienen su música, y usted también tiene la suya. Después, a Catano le fue imposible contemplar cual- quier elemento de la Creación sin su relación indisoluble con la música. Así, cuando veía el árbol de totumo, adver- tía —ya sin proponérselo— el sonido de la maraca. El cuero de ternero de vientre lo trasladaba hacia un golpe de tambor próximo a germinar. El cactus era, en realidad, un grito de gaita que se cuajaba lentamente, abonado por

57 Alberto Salcedo Ramos el sol y la tierra. Las plumas de pato, la cera de abeja mon- tuna, el carbón vegetal y la caña de millo fueron música desde siempre, desde mucho antes de que él supiera mirar el mundo. El mundo que es una música. A los diez años descubrió la gaita. Habían llegado a Soplaviento unos músicos llamados «Los Pileles», de Repelón, Atlántico, armados con unos ritmos de fiebre que taladraban el cuerpo para sacarle sus sensualidades originarias. —Todo se movía cuando ellos tocaban, porque lo que tocaban era como un mandato. Sí, apenas los vi, supe que sería músico de gaita. El estímulo fortaleció su vocación y le llevó a fabricar un guacho con tapitas de cerveza y una tabla. El rústico ins- trumento que, después de todo, producía un buen sonido al sobarlo con las manos, le avivó el instinto y le obligó a decidirse de una vez por todas: él era un hombre primi- tivo y conservaría, como sus antepasados, la armonía con el Universo hasta el final de su vida. La música era el camino.

§§ Los primeros años Catano tenía nueve años cuando, con varios pedazos de alambre dulce y una plancha de madera, improvisó una guitarra para acompañarse en el canto de los boleros de la época. El objeto que construyó con tanto esfuerzo pare- cía más un bate de béisbol que una guitarra, y por eso uno de sus hermanos decidió jugar con él y lo arruinó. Catano

58 Antología personal lloró un poco, pero se olvidó pronto de lo ocurrido. Y de los boleros. Porque cuando llegaron Los Pileles con la gaita endiablada que sofocaba a los duendes en sus rincones, con los tambores impacientes que zarandeaban las cade- ras de las hembras en las ruedas de cumbia y con los versos sencillos que hablaban de la pesca y el jornaleo, Catano se vio allí, en esa música, y no pensó más en los boleros que había cantado con su guitarra. —El problema entonces era que mi padre, Jesús María Parra Guzmán, no quería que ninguno de nosotros se enre- dara con músicos tomadores y me ordenó que me alejara de Los Pileles. Maniatado por la prohibición, no le quedó más que escuchar las remotas ráfagas de cumbiamba que el viento bombeaba desde el mercado hasta su casa del barrio El Chispón. Un día sintió que no aguantaba más y se arriesgó a fugarse de la cama, en la madrugada, jalonado por las con- vocatorias ancestrales de su raza. Esperó que su padre se fuera para las compuertas de San Cristóbal, a pescar, y casi enseguida salió corriendo, feliz de reencontrarse con los sones atávicos de Los Pileles. Su madre, Rosa Elisa Ramírez Hurtado, quien ya había comprendido que contra la deci- sión del muchacho no valdría ningún recurso, ni pacífico ni violento, se convirtió desde ese día, hasta su temprana muerte, en su principal aliada. —Hombre: en esa misma época llegaron los Gaiteros de Evitar, un pequeño corregimiento de Mahates, y eso fue como si Soplaviento todo hubiera quedado atrapado

59 Alberto Salcedo Ramos en una bola de cumbiamba. Nosotros y los jóvenes mayo- res esperábamos que los viejos se descuidaran para irnos a toda carrera a buscar el centro de esa bola alborotada que envolvía lo vivo y lo muerto, lo que se veía y lo que no se veía, con la alegría de sus ritmos. Pata de perro que éra- mos, verá usted. Años después arribó Alejandro Manjarrez, un vir- tuoso del pito de caña de millo, quien motivó a los jóvenes inquietos a conformar una agrupación de soplavienteros para aprender y perpetuar los ritmos tradicionales de la gaita. El grupo, compuesto por muchachos de El Chis- pón, fue llamado «Sangre en la uña», que era el apodo de Manjarrez, y desde el principio trabajó con base en un completo calendario de festejos populares y celebraciones religiosas de la región. —Tocábamos en bautizos, matrimonios, cumplea- ños. No perdonábamos ni los velorios. Yo recuerdo que donde la difunta Genara clavaban todos los 13 de junio unos ramos de olivo en la puerta, y ahí formábamos unos parrandones grandísimos. Toda la cuadrilla, imagínese usted. Los que más tocábamos en esas fiestas éramos El Goyo, Guardián, La Monita, Caliche y la difunta Sole- dad. Pura gente de El Chispón. Esa gente tenía bastante gracia para tocar. Bastante. Un día viajaron a Cartagena, a probar suerte, y des- cubrieron que, contrario a lo que creían, también allí gustaban la gaita corrida y el porro, el bullerengue y la puya, el mapalé y los bailes negros. En las tiendas y farma- cias, en los centros comerciales y establecimientos públicos,

60 Antología personal los aclamaban y los veían como gancho para aumentar las ganancias por el entusiasmo que despertaban entre los clientes. La familia Tabares, dueña de una legendaria peluque- ría en el barrio Getsemaní, se los recomendó a la folclorista Delia Zapata, quien andaba recorriendo los pueblos del Atlántico y del Pacífico en busca de las más ricas expresio- nes culturales de Colombia —sus hallazgos y aportes— y tras el rescate de sus protagonistas. —Cuando Delia vino quería que las mujeres bailaran danza. La Monita, que bailaba danza de indios, no quiso. Y tampoco quiso Caliche, mi prima, que se sabía la del Garabato. Así que yo me metí en el cuarto y salí con un traje de mi mujer. A Delia le gustó eso. Me imagino que pensó: «Si hace esto aquí, ¿qué no hará cuando esté ante un público?». Poco después, Catalino Parra integró una delegación folclórica que, encabezada por los Gaiteros de San Jacinto, le dio la vuelta al mundo.

§§ La presencia de El Chispón

Catalino Parra nació en 1925, en Soplaviento, Bolívar, un pueblo flagelado por las epidemias, las inundaciones y la miseria, que ha construido con su propio padecimiento una de las tradiciones verbales más alegres —ironías de la cultura— y más ricas de la Costa Atlántica. Lamido por el Canal del Dique —brazo del río Magdalena—, Soplaviento

61 Alberto Salcedo Ramos se inunda casi todos los años, desde comienzos de siglo, sin que los gobiernos de turno hayan tomado las elementales medidas de protección contra una calamidad que arro- lla las calles y las casas, ocasiona enfermedades, devasta los cultivos, dificulta el transporte de alimentos desde las capitales cercanas y aumenta el costo de la vida. Allí, en esa desolación permanente, surgió el clari- nete virtuoso de Clímaco Sarmiento —el autor de «La vaca vieja» y «Pie pelúo»—, la trompeta sandunguera de José Catalino Ortiz y los versos espléndidos de Simón Almanza y Donaldo Cueto. Allí nacieron los cantos de Catalino Parra —ágiles, chisporroteantes— y se cuajó su voz nítida y altiva, su dominio magistral de la tambora. Soplaviento es un pueblo de pescadores. Hasta 1951, cuando era el lugar de mayor movimiento comercial de la región, gracias a una ubicación privilegiada que le per- mitía utilizar transporte férreo y fluvial, salían del puerto hacia las ciudades próximas dos y tres camiones diarios de pescado. Aquella era una época de tanta abundancia que para el consumo interno los habitantes se regalaban el pescado o intercambiaban sus variedades, pero nunca se lo vendían. En los alambres de los patios colgaban largas ensartas de bocachico o barbudo salado, que eran comi- dos con deleite tras varios días de sol y sereno. A pesar de que el empobrecimiento de las ciénagas cercanas sumió en la miseria a la mayor parte de la pobla- ción, que deriva su sustento de la pesca, Soplaviento sigue siendo un pueblo de pescadores. El Chispón, el barrio donde nació y ha vivido durante toda su vida Catalino

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Parra, es el emporio de los pescadores, quienes desde por la madrugada parten en sus canoas hacia las compuertas de San Cristóbal. Hacen el camino inventando leyendas de amores infelices, monstruos dóciles o diluvios remotísimos. —Esos cuentos los empecé a oír chiquito, cuando mi abuelo me llevó a pescar por primera vez. Esas historias me hicieron hombre y me enseñaron a querer la pesca para siempre. Por eso, aunque mis ocupaciones como profesor de danza y percusión en cuatro colegios de Cartagena me quitan mucho tiempo, no puedo dejar la pesca. Siempre estoy pendiente de la subienda. Me gusta saber que la liga de la casa la levanto yo, a pulso, pescando, en vez de com- prarla por ahí, en algún expendio. La pesca es parte importante de las canciones de Cata- lino Parra. Como algunos elementos representativos de El Chispón que se asoman a sus versos, tratados con picardía: mulatos musculosos que cruzan a nado el Canal del Dique, sumergidos y de un solo tirón, aun cuando su caudal esté a punto de estallar; morenotas de fibras fuertes que lavan sus corpiños a la orilla del río, mascando hojas de limón y con las polleras zampadas en los muslos; cerdos que tra- siegan por las calles, a pleno sol, hociqueando las cercas ajenas; perros sin dueño que andan exaltados, en cuadri- llas, peleando la montura de una perra en calor; matronas que fuman cigarrillos sin filtro con la candela por dentro, desescamando pescado a las puertas de sus casas.

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§§ En el terreno de sus cantos

Los animales y sus hábitos, los conflictos de estos con el hombre, la vegetación silvestre, la siembra y la pesca, las congojas del campesino, los amores ariscos, son los motivos de sus canciones. Con estos temas sacados de su realidad de siempre, Catano ha elaborado piezas de mucha soltura y belleza.

Chiquita, la más chiquita la del canasto de flores pero no estuvo chiquita para haber tenido amores. Quiero amanecer, Manuelito Barrios… («Manuelito Barrios»)

De los pájaros del monte Josefa Matía Yo quisiera ser el toche Josefa Matía Para conversar contigo Josefa Matía En los claros de la noche Josefa Matía. («Josefa Matía»)

Catalino Parra jamás buscó los temas. Más bien los temas —que prefiguraron su vida— lo reconocieron a él y eligieron su voz para transparentarse en sus historias

64 Antología personal sencillas y jocosas, contadas con un lenguaje penetrante. Tampoco se preocupó por cantar cosas distintas de las que a él le nacían, así los otros motivos, que le eran ajenos, tuvieran más interés para los comerciantes de discos. Por ello su creación es pareja y coherente, y tiene la huella de su estilo. Parra está en perfecta comunión con su universo y, a menudo, mientras sus canciones nos revelan su reali- dad, esta termina por revelarnos al autor.

Ya vienen las colombianas con su maleta apretá ya vienen de Venezuela a pasar su Navidad. Quiero, quiero, quiero quiero, quiero ya Susana tiene unas flores unas flores colorás. («Quiero, quiero»)

Ay, corre, morrocoyo que te coge el perico ligero ay, brinca, morrocoyo que te coge el perico ligero ay, que la zorra está amarrá que te coge el perico ligero si no corres te quedas atrás… («El Morrocoyo»)

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Animalito del monte no me dejas descansá como andes con tanta vaina vas a perder la quijá. Animalito del monte que sales de madrugá a comerte toa mi yuca y yo tenerla que sembrá eee, eea, óyeme puerco manao déjame trabajá. («Animalito del monte»)

A Catano le interesaron los animales desde cuando era niño y descubrió en ellos ciertos rituales para sus acti- vidades esenciales, como el sexo y la alimentación, que no todos los hombres conocen y con los que se identificaba su humor silvestre. Lo mismo observó en algunos elemen- tos de la flora. —Es que el mundo de los animales tiene su gracia, ¿oyó? Los animales son como los hombres. Hay de todo: buenos, malos, perversos, astutos, rápidos, lentos, brutísi- mos. Por ejemplo, el morrocoyo y el perico ligero son muy lentos y se me ocurrió que, si en una canción los ponía a correr, al uno detrás del otro, conseguía una pieza chusca. Cuando salió la canción, hubo estudiantes universitarios que me preguntaron qué era un morrocoyo, imagínese usted. El perico ligero no lo habían visto ni en película. Yo les explicaba: hombre, ese es un animal lentísimo que, de aquí de mi casa, por ejemplo, se demora hasta tres días

66 Antología personal para llegar a la orilla del Dique. Si se lo coge la noche, puede dormir guindado con alguna de las patas delanteras en cualquier hoja de plátano. Todos los animales mere- cen atención, porque muchas veces le enseñan al hombre cosas que este no sabe, así sean animales dañinos, como el ñeque, que persigue el fruto que el hombre pone en la tie- rra, o brutísimos, como el ponche, que corre hacia donde su olfato siente la muerte. Es claro que su conocimiento sobre las costumbres de los animales y las transformaciones de la vegetación no es científico, sino sacado de una observación cuidadosa, pro- pia de la gente de su región, que le ha llevado a revelaciones con frecuencia ignoradas por profesionales y estudian- tes. En Catano todo es fábula, esplendor verbal, deliciosa imaginería. Lo mismo cuando está creando una canción que cuando habla de las virtudes o defectos del hombre; cuando recuerda viejas anécdotas que cuando opina sobre los músicos de hoy, Catano juega siempre con imágenes de animales para matizar sus conceptos o historias. Un maes- tro de la fábula que no conoce ni a Esopo ni a Samaniego.

Tío conejo va corriendo la zorra le sigue atrás sale el ponche de la zarza que el tigre lo va a matar. Ay, corre, ponche viejo que el tigre te va a matar. Ya el ñeque está pujando el venao no sabe ná

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el saino que se espanta guartinaja quedó atrás. Ay, corre, ponche viejo… («Ponche viejo», inédita)

En el quicio de mi casa yo tengo una aseguranza pero el diablo anda atrás para ver si se le alcanza. Ay, me sobé, me sobé, por debajo de la puerta. («Me sobé», inédita)

—Vea, compañero: yo cuando voy a componer pienso en llegar a la gente, en hacer cosas alegres. Así soy yo. No me preocupa que lo que compongo haya o no haya ocu- rrido. Lo importante es que el tema, real o imaginario, me entusiasme y se preste para sacarle punta. Ah, otra cosa: no sé por qué, pero lo cierto es que nunca me ha gustado escribir mis canciones. Cuando compongo, ensayo cada verso que hago hasta cuando, a punta de memoria, me lo aprendo. No es porque no sepa escribir. Es que no me gusta hacerlo. Eso sí: cuando me meto a hacer una canción, es tema de todo el tiempo, mientras me la aprendo, claro. La ensayo en el baño, en el camino hacia la pesca, en los buses, en todas partes. Al comienzo, Tita, mi mujer, pensó que estaba loco, y me miraba con susto, así como puerco meando en iglesia.

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§§ La armonía última

Bastante que caminamos con Los Gaiteros de San Jacinto. Bastante. En la primera gira, que fue en 1964, andu- vimos por toda Colombia. En 1968, después de regresar de las Olimpiadas de México, adonde representamos a Colom- bia, fuimos a grabar. A mí me avisaron en Soplaviento y yo le dije a mi compadre Alejo “Sangre en la uña” que se pre- parara, que nos íbamos para Bogotá, a grabar. —Compa, yo creo que no voy a poder ir, me dijo él. —¡Cómo que no va! ¿Y entonces quién nos toca el pito de caña de millo? Déjese de eso, Alejo. Ajá, ¿y por qué no quiere ir? —Compa: lo que pasa es que no estoy aparente. —¿Que no está aparente? ¿Cómo así? —No estoy aparente, compa, porque no tengo sino una muda de ropa. —Ah, pero eso no es grave. Vamos, que allá están inte- resados que usted vaya y es seguro que le toman cariño y lo aperan. Pero como mi compadre Alejo Manjarrez era así como era, brioso y porfiado, nadie lo convenció de que fuera. ¡Y todo por no estar aparente! Total: sólo viajamos Toño Fernández, Juan y José Lara, Pedro Nolasco Mejía, Andrés Landeros y yo. ¡Qué grupo ese! ¿Usted ha visto algo igual? Bueno, sí: después hubo muchos problemas y Toño agarró su rumbo y los Lara agarraron el suyo. Pero ese grupo así, junto, era de ver cuando tocaba, oyó. Fíjese que esta música de gaitas casi no tenía salida ni sus

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intérpretes eran conocidos, y, cuando nosotros la cogimos, la levantamos y la hicimos conocer. Lástima que los señores de San Jacinto grabaron ya vie- jos y se enfermaron o murieron en el apogeo de nuestra fama. Si no hubiera sido así, quién sabe por dónde anduviéramos. Porque para caminar sí. Para caminar sí. Todo se movía cuando llegábamos. Había que vernos tocar. Estuvimos en Panamá, Costa Rica, Honduras, El Sal- vador, Ecuador, Estados Unidos, Unión Soviética, México, Italia, Alemania, Francia y España, y en todos esos sitios nos admiraron y nos quisieron. Muy bonito viajar. Muy bonito. Han quedado muchas historias de nuestras andanzas por el mundo. Por ejemplo, una vez, en Nueva York, apro- vechando un descanso, Juan Lara y yo salimos a dar una vuelta. Claro que estábamos pendientes de no alejarnos mucho del hotel, para no perdernos. Bueno: apenas había- mos comenzado cuando salió un perro grandote detrás de nosotros, ladrándonos con insistencia. Y ahí mismo salie- ron otros perros y nos rodearon. Estaban rabiosos. Todavía no sé de dónde pudieron salir tantos perros. En medio de los ladridos, yo estaba asustado y a Juancho se le ocurrió pre- guntarme: Oye, Catalino, ¿por qué será que en todas partes los perros tienen la misma lenguará? Y yo le dije: Carajo, Juancho, ¿qué esperas, que ladren en inglés? En Nueva York nos fue bastante bien. Tocábamos acor- deón, gaita y caña de millo, y en el Teatro Radio City nos pagaban 240 dólares por semana. Desde que Juancho se murió, nadie ha vuelto a tocar la gaita hembra como es debido. Ahora los muchachos sacan

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unos sones aturdidos, desgarbados. Parece que no tuvieran dedos. Pero en verdad lo que no tienen son ganas, estímulos. Yo recuerdo que Juancho pasaba los dedos por candela, para tenerlos siempre veloces. Cada rato hacía ejercicios moviendo los dedos en el aire. ¡Ese hombre sí tenía dedos para tocar, carajo! Tapaba y destapaba los orificios de la gaita con una rapidez impresionante, y le daba a la melodía todos sus regis- tros, con unas vueltas y cadencias muy bonitas. Ahora no hay quien haga eso ni quien tenga ese poco de aire que él tenía en los pulmones para pitar con fuerza por la boquilla de la gaita. Por eso me preocupa el futuro de esta música. Es que todo se ha ido perdiendo. Ya no hay cumbiambas ni fandangos. Pero no tengo nada contra los músicos de ahora, porque creo que, en el fondo, ellos no tienen la culpa. Habría que averi- guar bien a qué se debe esta decadencia. Y contra las casas de discos tampoco tengo nada. A mí me llegan veinte mil pesos todos los años, por todo lo que he grabado. Algunos me dicen que es una miseria. Otros, que es una buena cantidad. Yo pienso que no necesito más que eso. Lo que sí lamento de verdad es no tener aquel grupo que teníamos con Los Gaiteros de San Jacinto y que hacía bailar hasta las piedras. Varios de mis compañeros, como Mañe Serpa, Juan Lara, Nolasco Mejía y Manuel Men- doza, se han ido muriendo. Ahora que lo pienso bien, creo que era tanta la armonía que teníamos que ahora nos esta- mos muriendo juntos.

Soplaviento, noviembre de 1987

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De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas

(1999)

§§ De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho

Habiendo coleccionado venenos desde hacía muchos años, no había logrado matarse por no saber cuál de ellos preferir. E. M. Cioran

—Mira, el Mocho tiene muchas cosas que contar. Sin vanidad, jefe, sin vanidad. No te lo digo por vanidad. Cuando uno ha sido degenerado los recuerdos le duelen. Un señor con cara de vendedor de pólizas pasa en ese momento por el Muelle de los Pegasos, con unos zapatos que parecen recién salidos de la erupción de un volcán. El Mocho lo descubre. Enseguida, haciendo un gran esfuerzo por hablar claro, le plantea su oferta. —Venga, jefe, y le dejo esos zapatos como nuevos. Pero el señor parece sordo. O no está interesado en el servicio, porque sigue de largo con su tranco acelerado. Desde su banquito de lustrabotas, el Mocho refunfuña. —Y después se queja de la situación el muy puerco. Luego se dirige de nuevo al periodista. —Además, el tipo tiene más maletín que educación. ¡Vendedor con esos zapatos tan cochinos! ¿Qué le cos- taba contestarme, aunque dijera que no? ¡Si por lo menos hubiera llevado los zapatos limpios! El Mocho espanta a algunos, pero lo único que quiere es trabajar, viejo.

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El aire huele a chorros de alcohol y a ceniza de tabaco rancio. El Mocho, entre tanto, luce pasmado y quebradizo, hablando más con las intenciones que con las palabras. Tiradas en el piso, las muletas producen la impresión de un par de banderas derrotadas. En cambio, la botella de licor barato que consume con avidez tiene la apariencia de un estandarte, único punto de apoyo que el Mocho pre- cisa para su doloroso viaje emocional. —La gente no conoce al diablo. ¿Cuáles cachos, jefe, cuáles cachos? El diablo no se parece a un hombrecito con cachos y trinche. Diagonal al Muelle de los Pegasos, por la Puerta del Reloj, un grupo de seres enrojecidos confirma que el sol cumple su oficio. Por esta época del año suelen llegar a Cartagena, y riegan chucherías por el piso, se bañan en las fuentes públicas, se encaraman en cuanto monumento encuentran a tiro de fotografía. Si gastan mucho dinero en la ciudad, ciertos líderes locales piensan que son unos visitantes divertidísimos, pero si no gastan nada, esos mis- mos líderes pegarán el grito en el cielo contra los turistas tacaños y bandoleros que atentan contra un Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. —… los turistas tampoco se parecen al diablo. Vie- nen sucios y ni zapatos traen. ¡Mochooo, lo tuyo no es con gente descalza! Hace una pausa y enciende un nuevo cigarrillo. Para saber cuántos se ha fumado en el rato, habría que revisar la cajetilla de veinte unidades que abrió hace poco más de media hora.

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—El diablo es la plata. La gente cree que el hombre despilfarrador quema la plata. No, no… la plata es el dia- blo y no tiene cachos. La plata es la que lo quema a uno… el mismito diablo. Desde hace rato el periodista tiene la idea de que la voz del Mocho la ha escuchado antes en alguna parte. Y ahora, cuando se pregunta dónde pudo haber sido, el hombre lo mira de nuevo, con cara de asombro. —Ah, se me olvidaba que tú viniste. Sabes qué, jefe, yo tengo muchas historias. A las dos de la tarde casi siempre estoy borracho… pero vente cualquier día de estos por la mañana, para que oigas mi película en ayunas.

* * *

En la madrugada del seis de septiembre de 1983 Luis Alfredo Loaiza Gómez les llevaba por fin la mercancía a los marineros suecos que había contactado una semana antes. Después de muchos contratiempos logró reunir el pedido: veintiséis mujeres preferiblemente morenas que no sobrepasaran los veinte años. Pero ahora el riesgo con- sistía en que los marinos suecos ya hubieran partido y se estropeara un negocio prometedor. Aunque los suecos le habían pagado la mitad de la comisión, Loaiza consideraba su deber tratar de encontrar- los como fuera. Satisfacerlos significaba, además de quedar como un hombre de palabra, recibir el otro cincuenta por ciento de la negociación, más la comisión que tendrían que darle las mujeres por haberles conseguido trabajo.

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No era justo, se decía Loaiza, mientras zumbaba el motor fuera de borda de la lancha, que hasta en un asunto como la prostitución fuera a correr de puerto en puerto la acusación de que los colombianos son una partida de estafadores. Esas cosas, pensaba, no le convienen al país. Por eso le había pedido al conductor de la nave que anduviera lo más rápido posible. Sin embargo, el clima general en la lancha no era de preocupación sino de jolgorio. Más que una sencilla lancha de 115 caballos de fuerza, aquello parecía un destemplado prostíbulo acuático, lleno de humo, drogas y la histeria soez de las prostitutas aglo- meradas en sus ratos de ocio. —Los suecos tienen fama de bien armados —dijo Loaiza, mareado y cómico, desde el centro de la embarca- ción—. Así que canten ahora todo lo que puedan, porque ahorita van a berrear. Las chicas chirriaron y Loaiza, que a duras penas se podía sostener, propuso la canción de rutina:

las mujeres dicen negro es mal color monos rubios sí les gustan aunque tengan mal olor.

Sacudiendo la pelvis, siguió el curso procaz de la tonada:

revolea, revolea, revoleático.

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Y ellas:

el sueco el matemático.

Era un juego conocido en el que sólo cambiaba, según el caso, la nacionalidad del matemático: unas veces era holandés; otras, gringo, y así. Cuando el barco que esperaba era un pesquero japo- nés, el cambio era brusco. Loaiza, tambaleante y payaso, como siempre, gritaba: «Los japoneses con sus cositas inofensivas. Si quieren chillar, muchachas, chillen ahora, porque ahorita se van a ganar suave la platica». Las chicas, apegadas al libreto, explotaban en una car- cajada, y Loaiza proponía la canción:

chinito no se va pa’ la China ni se va pa’ Japón.

Y ellas:

chinito se va es a molil.

La lancha, a la que le llamaban El Expreso del Pla- cer, casi llegaba al sitio convenido con los marinos suecos cuando empezaron las cabriolas de vértigo que arrojaron a Luis Loaiza al mar.

* * *

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Fueron 115 caballos de fuerza, hermano. Y a la veloci- dad que íbamos, puedes jurar que simplemente no me tocaba morir ese día. Uno tiene su día, eso no es invento. Si te equi- vocas de día, entonces quedas vivo y dices que fue un milagro. Claro que, en serio, yo sí creo que los milagros existen. Yo pienso que en el fondo Dios se dio cuenta de que yo he sido un degenerado que no le ha hecho mal a nadie. Ser degenerado me ha perjudicado a mí, no a los demás. Dios hizo todo y yo puse la intuición. Cuando me caí al agua, preciso debajo del motor, ahí ya no estaba ni borracho ni trabado ni nada. Me dejé hundir, porque pensaba y sigo pensando que es mejor morir ahogado que rebanado como si uno fuera mortadela. Eso me salvó. Si hubiera forcejeado con el motor, no estaría echando el cuento. Como estábamos cerca de la Costa, más temprano que tarde llegué a tierra firme, y ahí fue donde me di cuenta de que la hélice del motor me había cortado el pie, a la altura del tobillo. Fue una sorpresa, como te digo, pero no sentí dolor. Des- pués me dolía más el corazón que la pierna. ¡El corazón, qué bonito! Todo el mundo habla del cora- zón. Algún día te hablaré de mi corazón, porque yo también tengo, y muy bueno. Lo que pasa es que se lo aposté a la plata y la plata es el mismito diablo. Antes de perder el pie, la plata me había cortado el corazón, y eso, aunque uno sea cínico y actúe como si no le importara nada, algún día duele. Desde que me volé de mi casa en Santa Rosa de Osos, Antioquia, siendo todavía un pelado de 18 años, tenía en la mira el propósito de conseguir plata, costara lo que costara.

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La plata es lo que menos vale, pero es lo que más cuesta. Es el diablo. Recuerdo que cuando llegué a Santa Marta, en 1973, me sentí en el paraíso. Yo venía de una tierra donde la reli- gión es una camisa de fuerza, toda llena de iglesias, conventos y monjas, y encontrarme de pronto con que era verdad que existía el mar me causó mucha alegría. La gente de mi tie- rra es muy linda, pero triste, y yo estaba cansado de ser triste. Acá en el Caribe la gente dice las groserías más largas y no se siente pecadora ni piensa que, por eso, Dios le va a enve- nenar la comida. Podrás imaginarte que cuando vi el mar, nada más que con verlo, hermano, supe que a Santa Rosa de Osos no volvería jamás. Me puse a trabajar enseguida con un inspector de playas que se llamaba don Víctor Montenegro y tenía un restau- rante de comida marina. Ahí fue donde descubrí que a pesar de que en mi tierra vivía callado y sufrido, no hay una cosa que más me guste en la vida que hablar mierda. El Caribe es para hablar, loco, en las oficinas públicas, en las calles — de esquina a esquina—, en los restaurantes, en las notarías. Acá lo que estorba no es el ruido sino el silencio. El murmu- llo es sospechoso y gracias a Dios no se usa ni en los moteles. Te lo digo porque yo trabajé en un motel en Santa Marta y allí era donde más palabrotas y gritos se oían. El caso es que me volví un as de la habladuría de mierda y me gané a la gente. Antes de ser mocho, mejor dicho, cuando todavía era Lucho, yo era un tipo que parecía untado de azú- car. La gente parecía mosca detrás de mí. Y no actuaba para caerle bien a nadie, sino que yo soy así. Yo parezco caribeño.

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Era tanto el carisma con el que yo atendía a la gente en ese restaurante, que un día llegaron tres tipos de los duros de la marihuana y me propusieron trabajo. Claro, me dije- ron que acá tenía que ser simpático como yo era, pero no tan hablador, y por la plata que pagaban hasta me hubiera cosido la boca, hermano. Bueno, es una exageración, porque yo soy hablador, no sapo. En esa época la ganancia de la marihuana era como un chorro de agua cuando se deja el grifo abierto: plata líquida y circulante. Y así como la gente nunca cree que se pueda aca- bar el agua que sale por la llave, tampoco cree que la plata que cae de esa manera se acabe. Pero se acaba. Eso sí: tam- bién acaba con la gente. La plata es la que lo quema a uno, no uno a la plata. Fíjate que la mayoría de esa gente acaba mal, quemada por la plata. El que queda vivo es porque tiene suerte y debería agradecerle a Dios. El problema es que uno es débil, degene- rado. Como que uno nace con eso. El negocio fue bueno mientras los gringos aprendían a sembrar su propia marihuana. Después la plata se volvió humo. O quizás fue antes. Es que había mucha gente bruta para los negocios, hermano: fíjate que muchos tipos manda- ban para Estados Unidos un barco lleno de marihuana, y con lo que se ganaban en el cruce, hacían después unas parran- das de días enteros. Como se suponía que eran unas fiestas finas, no se brindaba marihuana sino perico, cocaína. Una sola totuma de aquel perico valía lo que valía la mitad del cargamento de marihuana que coronó en el barco.

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O los tipos no sabían sumar ni restar o eran más degene- rados que yo. Para no alargarte el cuento, lo que me hizo venir para Cartagena, en 1980, fue el fin de la llamada Bonanza Marimbera. Aquí pasé de narcotraficante a nalgotraficante.

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No puede haber en el mundo un lustrador de calzados que acuda a su sitio de trabajo tan temprano como Luis Alfredo Loaiza Gómez. La razón es sencilla: su puesto de operaciones queda en el Muelle de los Pegasos, a escasos veinte metros de los barcos anclados que le sirven de dormitorio. De modo que él sí podría afirmar literalmente que del sueño al trabajo no hay más que un paso. Uno lo ve y no puede dejar de pensar en que se trata de un hombre obligado por las circunstancias a levantarse con el pie derecho. Motivo suficiente para concluir que hay agüeros con más prestigio que sentido. Además, es un hombre que paga a precio de irreverencia el privilegio de vivir y tener oficina en el sector amurallado de Cartagena, que otros pagan en mucho dinero contante y sonante. Recién bañado y fluido, si tuviera parche en algún ojo y una prótesis de madera en la pierna cercenada, podría hacerse pasar por un corsario emergido desde el fondo de la historia, para instaurar un poco de la presencia humana del pasado allí donde sólo parecen quedar las piedras de las fortificaciones y monumentos.

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El pirata que a esta hora, 6:15 de la mañana, llega al Muelle de los Pegasos, no trae un baúl lleno de oro sino su humilde cajón de betunes y cepillos. Su bigote tiene hue- lla de errancia mas no de saqueos. —Jefe, si quiere le embolo esos zapatos mientras habla- mos. Así conversa uno mejor. Yo creo que un barbero y un embolador, si son inteligentes, se gozan el trabajo. Todo está en que aprendan a hablar y a escuchar. Piensa uno que, con estos zapatos, aunque no estén tan sucios como los del presunto vendedor de pólizas de la víspera, debe ser muy difícil ser periodista. —Para hablar conmigo es mejor por la mañana. Por la tarde estoy nostálgico. Tampoco es gratuito pensar que si en vez de perder el pie izquierdo el lustrador de calzado hubiera perdido la lengua, quizás se habría suicidado. —Un embolador que sabe escuchar aprende muchas cosas. Yo he visto aquí a unos señores soltando unos rollos geniales. Si un tipo no es filósofo mientras le limpian los zapatos, es porque nunca va a ser filósofo. —Uy, viejo Mocho, estás cotizado: entrevista con gra- badora y todo. ¿Eso dónde va a salir publicado? El que habla es un vendedor de agua de coco que se dispone a acomodarse en el muelle, a la espera de los turis- tas deshidratados que más tarde partirán hacia las islas de la Bahía de Cartagena. El hombre se dirige al periodista. —A este mocho lo queremos mucho. Es mal hablado, a veces se aparta de uno para estar solo, pero no se mete

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con nadie. Aquí siempre hay roces, problemas, y el Mocho nunca está metido. ¿Ya te contó la historia de las putas? Desde su banquito, Loaiza sonríe, agradecido. —Me gusta que la gente me reconozca. Ya vas a ver cómo me saludan. Parezco un político en tiempo de elecciones. —Bien, Mocho, hablamos —dice el de los cocos. —Las putas. Yo hablo mucho de ellas, porque las apre- cio y las admiro. Pero, ya ves, por estar arreando putas fue que me pasó lo que me pasó. Después del accidente quedé amargado, hasta que decidí volver al mar, a lo mismo de antes, sin suerte. Con mi pierna mocha ahuyentaba a los marinos. Al periodista le sigue pareciendo haber escuchado esa voz de Loaiza en otra parte. ¿Dónde habrá sido? —Tal vez el muñón de su pierna no actuaba tanto sobre los ojos sino sobre las conciencias de los marinos. —Qué sé yo. Andaba muy amargado. Entonces apa- reció un amigo que yo quiero mucho. Se llama Norberto Molina. Y me dijo: «Mira, Mocho, yo no te voy a dar plata, porque un hombre que le regala plata a otro hombre, o es huevón o es marica. Además, tú eres un hombre útil. Más bien coge esta caja y estos cepillos y ponte a trabajar». Así se me ha ido pasando la amargura. No del todo, claro.

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En una ciudad turística la prostitución es un negociazo, jefe, porque el que viene de afuera trae platica de la dura y no se pone a regatear precios. Un italiano llega a Cartagena y ve

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una morenota de estas y es como si viera a una diosa, menos aburrida que una diosa de las de verdad, porque no es casta. Fíjate tú que hasta un actor de la talla de Franco Nero dejó un hijo por acá. Jefe, las negras son un imán para los rubios y la mezcla sale buena. Si no, imagínate lo aburrido que sería un mundo en blanco y negro, como las películas de antes. Entonces, claro, el marino viene con dólares y sin mujer, arrecho como un putas, y gasta. Mi negocio era que siempre sabía lo que el tipo quería y dónde se encontraba. Si el cliente no era rubio sino, digamos, trigueño, se le podía vender la idea de una rubia. Cuestión de psicología. También había que analizar el tiempo que llevaban los mari- nos mar adentro. Si era demasiado tiempo, los tipos se le medían a cualquier cosa, porque ya venían viendo visiones, imaginando en cada ola un par de sabrosas nalgas de mujer. Yo estaba pilas, sabía cuándo llegaban los barcos y adónde, y hasta allá iba yo con las chicas. Ganaba por punta y punta. Ellas me daban una comisión por llevarlas a donde estaba el billete y los marinos me daban otra por llevarles el placer. Pero la plata que uno se gana así, termina quemándolo a uno. Y lo jodido es que la plata no se acaba, sino que cambia de dueño. ¿Dónde estarán ahora los billetes esos que me gané arreando putas? ¿Dónde estarán, Dios mío? Ojalá supiera quién los tiene para decirle que se cuide. Que la plata es el mismo diablo. No me preguntes quiénes eran esas mujeres. Qué carajo me importaba a mí de dónde fueran. Lo que me interesaba

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es que trabajaran como putas. Sé que había algunas de buena familia, no sólo de aquí de Cartagena, que trabajaban bajo cuerda, sino de otras ciudades. En esto había putas de las públicas y de las tapadas. Las tapadas son las que viven con papi y mami y reciben por correo cartas que dicen en el sobre: «Señorita Rosa Rodríguez». No sé más. Ni me interesa. La gente cree que todas las mujeres que se meten a putas van detrás del dinero. Fíjate que no. Algunas lo que están es huyendo de un despecho, porque lo que pasa es que cuando el amor no funciona deja a la gente vuelta mierda. Es como si la mujer dijera que ya que no sirvió como esposa o como novia, entonces va a ver si sirve para puta. Sí, hermano, sí: pisotear a una mujer es el camino más fácil para volverla puta. O zorra. Por eso odio a los hombres que las tratan mal. Las mujeres, así sean putas, vinieron al mundo para reci- bir afecto, no porrazos. Los golpes dejémoslos para nosotros los hombres. Ah, haciendo memoria, sabes qué, una sola vez le pegué a una puta. Por pura necesidad. Fue una puta gorda que se me cayó al agua, en un acci- dente parecido al mío, con la suerte para ella de que no cayó debajo del motor. Cuando me tiré al agua para salvarla, la gorda me abrazó con una fuerza de gorila impresionante, que si no me avispo nos ahogamos los dos. Tuve que meterle una trompada en la mandíbula para que me soltara. Antes de aporrearla, no hubo manera de convencerla de que si no me soltaba nos moriríamos ambos. Así que me tocó pegarle en la punta de la barbilla. Es la única vez que le he pegado a una mujer. La única.

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Así que para mí las putas eran negocio y eran gente. Yo también era negocio para ellas. Y también gente. Cuando me acostaba con alguna, no me cobraba. Eso sería como si tú quisieras enseñar a tu papá a hacer hijos. Me tocaba, viejo, me tocaba. Tú sabes, como hombre, que músculo que no se uti- liza se atrofia. Pero nunca he sabido que haya dejado algún hijo por ahí. Pienso que no. Mejor así, porque no hubiera sido algo apropiado para ese pelado. Imagínate: su madre puta y yo un degenerado que no ha podido dejar ni el trago ni la droga. No es que para que una mujer me guste tenga que ser puta, sino que ese era el medio en el que me movía. Ena- morado he estado una sola vez y si te cuento de quién te vas a caer de espaldas: toda una reina, una dama, una señora joven y bonita que, como dice la canción, me castiga. Tiene algo su boca, que al verla que cruza...

Mire qué ironía, yo amándola tanto Y usted tiene dueñooooo

Aquí se burlan de mí, no de mala fe, pero se burlan, porque hablo mucho de las putas. Son mis amigas. Durante los dos meses que estuve hospitalizado, nunca dejaron de visitarme y todavía es la hora que pasan por aquí para salu- darme. A veces meto a alguna de ellas, que me comprende y me quiere, en una de estas lanchas. Es un programita román- tico, con buen panorama de mar a los lados, y sale baratísimo. Perdóname que insista. Fíjate en esto otro: mi relación con ellas iba más allá del negocio. Por aquí vienen y me traen

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un jaboncito, un champú, detallitos que te pueden mostrar que no son los seres podridos que la gente dice. Los que son podridos son los clientes, pero ellas cargan la mala fama. El sexo es como la droga: si andas con plata men- digándolo por ahí, alguien te lo va a vender. Ellas se ganan la platica haciendo mucho esfuerzo. Los tipos la gastan de manera miserable. Así es, hermano. Ponte a pensar en eso. Las mujeres que escogieron esta vida son víctimas de todos nosotros y encima les reprochamos. Ah, eso sí: no te pongas a preguntarles la edad a las putas, porque se te puede formar un problema bien teso. Si saber la edad de una mujer común y corriente es un lío, ahora ima- gínate tú lo jodido que eso resulta en el caso de una puta. Yo he visto a mujeres de estas, cuarentonas, a las que ni Man- drake les hace decir que tienen más de 20 años. El que no conozca las reglas y quiera dárselas de muy estricto con los calendarios, puede coger un botellazo en la cabeza. Además, ¿para qué esa maricada de averiguarles la edad a las muje- res? Si ellas dicen que son veintidós, son veintidós, aunque sean treinta y siete. Total, la mujer es más sabrosa cuando se le lleva la corriente. En esto lo que pasa es que desgraciadamente a las putas mayores de veinticinco años se les considera ancianitas en el mercado. Las de treinta y pico ni se diga. ¡Y eso que son las más sabrosas! Nadie va a convencer a un cliente de que una puta de treinta y ocho años apenas tiene siete meses de uso.

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¿Siete meses de uso? Suena brutal. Oyendo su monólogo sobre las prostitutas, el perio- dista aclara por fin la inquietud que tenía desde cuando Loaiza le habló por primera vez: su voz es idéntica a la del futbolista Faustino Asprilla, una voz de púber callejero en ebullición, una voz consentida de muchacho apaleado. Lo inquietante no es, sin embargo, el tono de la voz, sino esas fluctuaciones tan bruscas entre lo tierno y lo gro- sero, entre el cinismo y la autoflagelación. —Mira, viejo, a esta hora yo empiezo a tomarme mis traguitos. Preferiría que no me vieras tomando. Me pongo triste. Ya sé que uno no debe tomar trago para resentirse con la vida, sino para alegrarse. Pero sin ron no soportaría la vida. El periodista no dice nada, pero tampoco hace nin- gún gesto que indique que se va a marchar. —Siempre fui un rebelde que buscó lo prohibido, lo que no era de él. Si me pones diez mujeres hermosas y fáci- les en un cuarto y una bizca huesuda y prohibida en otro, puedes jurar que me tiro de cabeza en el cuarto de la bizca prohibida. Creo que eso fue lo que me pasó con la droga. —¿Contra qué se ha rebelado usted? —Contra todo, hermano. ¿No se nota? Contra mí mismo. Yo me crie en Palmira, Valle, en un colegio de mon- jas. Y donde nací, en Santa Rosa de Osos, sólo veía monjas. En cambio, a mi padre nunca lo vi. Se fue cuando yo tenía seis meses. Se robó a mi hermana y nunca supimos ni de él ni de ella. Mi mamá me quería, pero jamás me lo expresó. Estaba muy pendiente del recuerdo de la hija que le robaron. Yo

90 Antología personal he comprendido que me quería. Las monjas también me querían, a pesar de que a mí no me gustaban. El degene- rado fui yo, no las monjas. —¿Por qué le gusta tanto referirse a sí mismo como un degenerado? —Eso es lo que soy. ¿Me vas a decir que tú me valoras como si fuera un ser humano normal? Seguro te interesan mis historias, no yo. —¿No ha pensado en volver donde su madre o en lla- marla para saber cómo está? —Yo salí de allá con cara de sano hace veintidós años y no pienso regresar ahora siendo un mocho arruinado y degenerado. Estando lejos, por lo menos sé que no voy a matar a mi madre de la impresión. —¿Usted sabe cómo está ella, si está viva o no? —Supongo que está viva. Las mujeres que nacen para sufrir duran más que todo el mundo. Una cosa sí te digo: mujer más grande que mi madre no hay. Con eso te digo todo. El periodista se pregunta si vale la pena contar un drama tan crudo, si contar tanto dolor amontonado no podría resultar obsceno. En el fondo, se dice, debe haber muchísimas historias como esta, historias que a nadie le interesan como no sea para estigmatizar a sus protagonistas o hacer escándalos fáciles sobre el bien y el mal. También están las caricaturas rápidas que reducen el dolor ajeno a la condición de espantapájaros de feria. ¿Y si el fruto de este testimonio también sale así, muy a pesar de lo que desea el periodista?

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El Mocho, entretanto, se empina la botella con verda- dera aplicación. Se ve triste. —Hola, viejo Mocho. ¿Todo bien? No se sabe de quién es la voz, porque el bus de donde partió va raudo, atendiendo el llamado de la hora del almuerzo. —¿Oíste eso? A veces, en el saludo, me dicen «Mocho hijueputa» y así me gusta más. Me gusta que me saluden. En cambio, me molesta cuando un tipo pasa por encima de mí, casi pisándome, y no me dice nada. Es como si me dijera: muérase, malparido. —¿Usted quería ser famoso? —Sí. Yo cantaba bien y era buen ciclista. Ya no canto. El ron y el cigarrillo acabaron con mi voz. Y para ser ciclista ahora, tendría, como en el chiste, que ser bruto además de mocho. —¿Qué siente su alma cuando llega la hora de dormir y se tiene que meter solo en una de esas lanchas? Su mirada es agresiva. —¡Qué alma ni que nada, hermano! ¿Ya no te dije que a veces meto mis viejitas en las lanchas? El alma exis- tía antes, en los libros. Ahora la gente no sabe qué es el alma. Tú hablas del alma y apuesto a que no sabes cuál es el alma del alma. Apuesto a que no sabes. El periodista dice que, en efecto, no tiene la menor idea de cuál pueda ser el alma del alma. —¿Te fijas? Hablas del alma y no sabes ni siquiera cuál es el alma del alma. ¡Es la sensibilidad, viejo, la sensibilidad!

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Pero hoy ya no hay tiempo para esas cosas. Todo el mundo piensa en conseguir el pedazo de plátano. —¿Cómo es el alma de su alma? —Hombre, es llorona. Me gusta darles limosnitas a las viejitas, ayudar a los niñitos. A veces tengo problemas por eso, porque de pronto una mujer a la que quiero ayu- dar a subir a una lancha me mira con un odio que me hace sentir muy mal. —¿Usted cree que la violencia puede llegar a ser nece- saria? —No, qué va. Pero a veces he querido ser un violento que vaya por el mundo pegándoles a los hombres que les pegan a las mujeres. Son unos miserables. —Me decía hace un rato que trabajó con «los duros» de la marihuana en Santa Marta. ¿Quiénes estaban en ese grupo? —Olvídate. Ahí si no. Parecías un hombre serio, pero veo que me quieres comprometer. Eran los duros, ahí te la dejo. —¿Usted se volvió duro con ellos? —El problema mío es que no soy duro. Con ellos el trabajo no era duro sino bacano. Hace una pausa para tomar un buche de ron y des- pués, con una sonrisa pícara, dice: —Uy, hermano, una vez hicimos un embarque de mari- huana en el propio Estadio Eduardo Santos, un domingo por la noche. ¡Eso fue un golazo el hijueputa! Se queda pensando un momento, antes de proseguir con tono sombrío:

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—Claro que esas vainas no deberían alegrarme. La vida fácil acabó conmigo. En todo este tiempo no ha dejado de echarle cepillo a un zapato de pie derecho que quizás es suyo. Al principio, el zapato parecía rescatado en un basurero. Ahora podría acomodarse con cierta dignidad en la vitrina de algún alma- cén de calzado, sin que apenas se notaran las leguas que ha recorrido. El problema es que, si apareciera un cliente inte- resado, con seguridad exigiría el zapato del pie izquierdo, que es el que aquí no se aprecia por ningún lado. El personaje vuelve a saltar, esta vez de la melancolía al canto.

Señora bonita, su cara es dulzura mis brazos le ofrecen el discreto instante de una aventuraaaaaaa

—Me decía que cantaba. ¿Le gusta mucho Leo Marini? —Uff. Yo lo imitaba, antes, cuando la voz me servía. Me gustaba tanto que nunca pude desarrollar mi propio estilo. —Como que esa canción le trae recuerdos. ¿No lo comprometo si le pregunto quién es esa mujer de la que estuvo enamorado? —Te vas a caer de espaldas. No estuve: estoy enamo- rado. Pero es un amor imposible. —¿Yo la conozco? —La conoce todo el mundo, jefe. Todo el mundo.

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—¿Quién es? —Ah, ya sabía que no te ibas a quedar con la espi- nita esa. Te voy a dar el nombre de ella, pero antes te voy a hacer sufrir. Por primera vez luce feliz. Como parte de la tortura a la que me quiere someter, se calla un momento para colo- carse el zapato que ha estado brillando de manera obsesiva. Una nueva mirada alrededor y, sin embargo, no se observa el zapato huérfano de su pie izquierdo. —Mira, cuando me accidenté, estuve dos meses recluido en el Hospital Universitario de Cartagena. Por esos días, me acuerdo como si fuera hoy, se realizó el Concurso Nacio- nal de Belleza, una cosa que no me gustaba pero que me tocó ver, obligado por las circunstancias. Al muchacho que estaba conmigo en la pieza, sus familiares le habían traído desde Valledupar un televisor y los dos nos vimos el reinado ese de principio a fin. Él decía que ganaba la Señorita San- tander. A mí me gustaba la de Bolívar, que fue la que ganó. Yo tengo un ojo clínico para la belleza de la mujer. Hasta podría ser jurado de ese concurso. —¡No me diga que su amor fue Susana Caldas!… o Ángela Patricia Janiot. —¡No jodaaaa, y después dicen que no ven reinados, ahhhh! Está bien: no te pude joder. Es Susana Caldas. ¡Por Dios que a ella no le va a gustar la declaración de un tipo como yo! —No me parece malo. —A mí tampoco. A la que no le va a gustar es a ella. Pero quiero aclararte que este es un amor sin esperanzas.

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Es más: no pienso decirle nada, si llegaran a presentár- mela. ¡Qué se va a fijar ella en un pobre mocho como yo! —¿Y antes hubiera podido conquistarla? —De pronto, jefe, de pronto. Porque yo estaba enamo- rado limpiamente y ese era mi mejor capital. Físicamente no le hubiera gustado, de eso estoy seguro. Pero con deta- lles, con una florecita, una serenatica, una mirada de amor sincero, que ella viera que yo me corregía del todo sólo por quererla… ¡quién sabe! Hermano, cuando uno tiene amor por dentro todo es posible. El problema es que nunca tuve un amor de dónde agarrarme, un motivo, uno solito, para no vivir como si la vida fuera un suicidio que se cum- ple minuto a minuto. Uno debe tener motivos por los que valga la pena vivir. Lástima haberlo aprendido tarde. Lás- tima que aunque lo sé no me sirva para nada, porque estoy acabado. Lástima que no tengo motivos para reírme las veinticuatro horas del día, como sería mi deseo. —¿Usted sufre por ella? —No, al contrario. Ella es lo único que tengo para ale- grarme de vez en cuando. A veces la he visto pasar por aquí, cuando va para el Centro de Convenciones, y he bajado la vista para no darme cuenta de que ella ni siquiera me deter- mina. Lo único que yo le diría, con el alma de mi alma, es gracias. Ella no sabe que me ha dado un motivo de alegría. —¿De dónde pudo salir ese enamoramiento? Su rostro persevera en la felicidad con una concentra- ción tal que, si se acabara el mundo, si los ríos se llenaran de cucarachas espantosas y los árboles se cayeran, y Car- tagena fuera borrada del mapa y él quedara solo en su

96 Antología personal pequeño espacio, solo con sus cepillos y sus betunes, segui- ría hablando de su amor sin parar y sin notar lo que había ocurrido a su alrededor. —Con una mujer así, me hubiera compuesto. Yo quiero decirle solamente que le doy las gracias. Yo no quiero que me pare bolas. Quizás si me parara bolas me moriría de susto. Me daría mucho miedo. El patetismo de sus últimas palabras lo desvía del río de su monólogo feliz y le hace clavar, de nuevo, los ojos en el periodista. Ahora es él quien pregunta. —Dime: ¿tú crees que es bueno querer así? —Todos hemos tenido amores platónicos. —Eso es lo malo. Aunque te digo una cosa: cuando uno ama así no sufre. Los que sufren son los otros, los que se juran amor eterno. —Le preguntaba ahorita de dónde pudo haber salido ese amor. —La gente quizás piensa que la quiero por bonita. Fíjate que no. Me gusta por decente, por educada, por tierna. También por linda, claro. Es la mujer más linda que ha brotado en el Planeta Tierra. Yo sé mucho sobre la vida de ella: tengo una colección de entrevistas que le han hecho en los periódicos. —Cuando una persona mira el amor de esa manera, no puede ser tan «degenerada». —¡Quién sabe! Yo quemé mi vida con la plata y ya no hay nada que hacer. Vivía de farra en farra, embarcaba marihuana hacia el exterior, vendía el sexo de las putas, le di la espalda a mi vieja. No, loco, te agradezco lo que me

97 Alberto Salcedo Ramos dices, pero no te creo ni cinco. Yo soy al revés de todo el mundo, porque mi pesadilla no es dormido sino despierto. Después, no dijo ni una palabra más. Se quedó pensativo, con la cabeza hundida en el piso, la botella de aguar- diente en las manos. El periodista supo que había llegado la hora de mar- charse. Más tarde se imaginó a Loaiza colocando una corona sobre las sienes de la mujer más linda que ha brotado del planeta tierra. Y deseó, con toda su alma, que el Mocho pudiera alguna vez imaginarse lo mismo.

Cartagena, enero de 1996

98 §§ La mujer que apagó el volcán

Todavía hoy, trece años después, Ana Cecilia Vargas no se explica por qué su casa quedó en pie el día que la erup- ción del Volcán Nevado del Ruiz borró a Armero del mapa. Un poco después de las once de la noche de aquel miér- coles 13 de noviembre de 1985, se fue la luz en el pueblo. Richi, el perro pastor alemán de la familia Osorio Vargas, comenzó entonces a ladrar con más desespero que por la mañana, lo que sus amos interpretaron como una conse- cuencia de la luna llena. —Hoy estoy convencida de que el perro presentía la tragedia —afirma Ana Cecilia, mientras le quita la envol- tura al helado que uno de sus nietos le acaba de regalar. —Yo estaba en el primer piso —dice a continuación—, y desde allí vi un cerro que saltaba por la Avenida 18, donde vivíamos nosotros. Yo no tenía mis lentes y pensé que tal vez por eso era que veía un cerro que venía brincando a toda prisa hacia mi casa. Como la visión le pareció absurda, Ana Cecilia no le prestó atención, y hasta se alegró de ser la única persona

99 Alberto Salcedo Ramos de la casa que permanecía despierta a esa hora, porque así se salvaba de que le dijeran que no estaba ciega sino loca. Enseguida se fue a la cama y durmió seis horas de un solo tirón. —Yo creo que fuimos los únicos en Armero que pudi- mos darnos el lujo de dormir —señala Ana Cecilia. Su boca, untada de helado, contrasta con la seriedad de sus ojos. —Mientras nosotros roncábamos, un río de lodo hir- viente sacaba a casi treinta mil personas de sus casas y las zarandeaba como juguetes, antes de dejarlas tiradas entre los escombros. A las cinco y media de la mañana del jueves 14 noviem- bre, Ariel Osorio, el esposo de Ana Cecilia, se levantó de la cama. Estaba descalzo y sintió que pisaba tizones pren- didos en vez del piso frío que palpaba todas las mañanas. Su mujer abrió los ojos y lo saludó con una sonrisa. El hombre encendió el radio, fiel a una vieja costum- bre, y fue como si el locutor, desde su cabina de Bogotá, hubiera abierto las compuertas de una desgracia que para ellos había estado represada. Fue como si apenas ahora, con seis horas de retraso, la fatalidad entrara en la alcoba de los Osorio Vargas, dispuesta a devorar el último bas- tión de felicidad que quedaba en el pueblo. Armero estaría sepultado en un alud de fango, decía el locutor, y tal vez no habría sobrevivientes. Ana Cecilia saltó indignada de la cama, pues nada más que en su familia había siete personas vivas, y le preguntó a su marido por qué los periodistas tie- nen la maña de matar a la gente con sus cifras exageradas.

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Mientras los dos caminaban angustiados hacia la azotea, ella recordó los rumores de los últimos días, que hablaban sobre la inminente erupción del volcán. A las ocho de la noche del miércoles 13, algunos vecinos le habían contado que vieron caer en el pueblo, en horas de la tarde, una menuda llovizna de ceniza. Cuando llegaron a la azotea, Ana Cecilia y Ariel vie- ron por fin lo que aún hoy les parece un milagro: el lodo se había tragado las primeras cinco casas de la cuadra, pero se había detenido justo en la casa anterior a la suya. En la acera de enfrente, en cambio, la avalancha no se detuvo, sino que continuó su marcha destructora, y las ruinas se extendían hasta perderse de vista. En el caldo de fango en que se había convertido lo que tan sólo ayer era una avenida sembrada de almendros y bordeada por casas de colores, había cadáveres humanos, animales muertos, carros vol- cados, camas destrozadas, rocas monstruosas, trastos de cocina, árboles arrancados de raíz. Por primera vez desde la muerte de su hijo Carlos, ocurrida diez años atrás en un accidente de tránsito, Ana Cecilia estalló en llanto. Sus aullidos histéricos desperta- ron al resto de la familia. Resultaba irónico que el desastre que les cambiaría la vida para siempre, se hubiera conocido en el resto del país antes que en la casa de ellos. Era como si la criminal ava- lancha se hubiera permitido la debilidad de no dañarles el último sueño en Armero. —Yo pensé —afirma Ana Cecilia— que en cualquier momento la corriente de lodo volvería a avanzar del lado

101 Alberto Salcedo Ramos de mi casa, y decidí que no valía la pena que unos salieran para salvarse y los otros se quedaran para morirse. Entonces fue cuando le grité a mi familia: ¡De aquí no se va nadie! ¡O nos salvamos juntos, o nos morimos juntos! La naturaleza les perdonó la vida, pero les arrancó la patria, la tierra donde nacieron y se criaron algunos de ellos. Estaban por comenzar un peregrinaje que sólo ter- minaría nueve años después, cuando volvieron a conseguir casa propia en un barrio de Ibagué.

* * *

Ana Cecilia me pide que la espere un momento, para ir a la cocina a darle una vuelta al arroz que está cocinando. Antes de hablar con ella, dos de sus nietos me habían prevenido: —Mi abuela se pone a cocinar y luego se distrae con otras cosas. Sólo se acuerda de lo que está haciendo cuando le pega el olor a quemado. Hoy, sin embargo, la atmósfera no huele a carne car- bonizada sino a jabón perfumado. La casa, donde sólo viven ella y su marido, está ubicada en una urbanización de Ibagué, construida por el Gobierno. Allí viven ciento cincuenta familias afectadas por el alud de lodo. La urba- nización fue fundada con un nombre que revela tal vez la intención de recuperar parte de la patria que les arrancó el volcán: Nuevo Armero. Pero por otro lado es como una resaca de la avalancha, una marca que les recuerda día a día, minuto a minuto, su condición de damnificados.

102 Antología personal

Entre los habitantes de Nuevo Armero hay lisiados y mutilados. Otros tienen sus miembros enteros, pero toda- vía les duele el alma y no han encontrado la manera de olvidar. Al principio, los moradores se reunían por lo menos una vez a la semana. Hoy se ven muy poco, porque, según le contaron algunos al periodista, tales reuniones les devol- vían la amargura del pasado, pues no eran encuentros fraternales de vecinos, como en el viejo Armero desapa- recido del mapa, sino congregaciones de víctimas que aún tienen las heridas abiertas. Ana Cecilia, que acaba de regresar de la cocina, afirma que la tragedia los signó a todos. Pero advierte que su vida va mucho más allá del desastre de Armero y me aclara que ella, pese a que ha tenido razones para el llanto, siempre se ha esmerado por encontrar la risa. —Déjeme contarle toda mi vida —dice—, para que vea que usted y los que la lean después se van a poner más alegres que tristes. Lo primero que me cuenta es que nació en El Líbano, Tolima, en 1915, en el hogar de Carlos Vargas Lozano y María del Pilar Ospina. En 1918 se mudaron para Bogotá. —Éramos una familia adinerada y respetada social- mente. Mis tíos eran descendientes del marqués de San Jorge y ocupaban cargos importantes como la gerencia de algunos bancos de la época. Uno de ellos, mi tío José Vicente, era rector del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde estudiaban los presidentes de la República, y mi padre era uno de esos hombres elegantes que ya no se ven:

103 Alberto Salcedo Ramos andaba siempre vestido con traje de paño, corbata de seda, sombrero de copa, bastón inglés y gabardina italiana. Luego añade que a ella no le gustaba esa vida aristocrá- tica, porque la obligaba a guardar unas maneras refinadas que reñían con su carácter. —A mí me gustaba era andar descalza, pelear a las trompadas como los hombres y jugar con los niños de la calle. Ana Cecilia habla con una expresión de bribona en el rostro. Mientras recuerda, vuelve a ser la niña descom- puesta que, en vez de jugar a la golosa con sus hermanos, pateaba balones. Si hoy no sigue rompiendo vidrios en el vecindario es solamente porque perdió los garbos de la infancia, pero la picardía que se le fue del cuerpo sigue intacta en sus ojos. Y en todo caso, no ha dejado de ser traviesa. Con frecuencia —me contó su hijo Ariel— Ana Cecilia arroja una moneda de mil pesos en la mitad de la calle, y se esconde detrás de la ventana para esperar el des- enlace de su ocurrencia. Ni el repique del teléfono ni la caída de una centella la mueven de su escondite mientras no haya visto la cara feliz del que encuentra la moneda. De los cuatro hijos del matrimonio Vargas Ospina, sólo ella está viva. Ya murieron Francisco de Paula, Carlos y Julia Francisca, a quien le decían Paquita. —Paquita fue mi gran amiga, a pesar de que era mi polo opuesto, la niña bien puesta en su sitio, la que se sentaba con las piernas cruzadas en forma correcta. Nos vestían igualitas, como si fuéramos mellizas, y al rato el traje de ella estaba reluciente y el mío, degenerado.

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Ana Cecilia entrecierra los ojos con malicia y sonríe. Después me pregunta si todavía no me ha hablado del diablo. —Cuando cometía una falta me encerraban en un cuarto oscuro para que me llevara el diablo —dice enton- ces—. El castigo no servía para nada porque yo, en vez de afligirme, empezaba a gritar: «¡Diabloooo, ven rápido por mí!». El periodista sonríe, no tanto por la historia como por la manera en que su protagonista la cuenta: con los ademanes teatrales de una abuela que quiere ser graciosa ante sus nietos y recordarles que ella, ahí donde la ven tan apacible, también fue pilla. Mi sonrisa se transforma en carcajada y ella, estimulada por los resultados de su actua- ción, continúa de pie, engrosando la voz y alargando la palabra diablo de manera efectista. —¡Diabloooooo, no seas cobarde! ¡Ven rápido por mí! Ana Cecilia se sienta. Su carcajada se suma a las de todos los que estamos en la sala. Se ríe con tantas ganas que, al final, unas lagrimillas se escurren por los ángulos de sus ojos. Después se levanta de la silla y sale a dar una nueva vuelta por la cocina. Los dos nietos con los que me entrevisté antes de viajar a Ibagué me contaron que ella no sólo deja quemar el arroz, sino que además suele hacer las mezclas gastronómicas más enrevesadas que uno se pueda imaginar. —Ella agarra las primeras cosas que vea en la nevera y las combina, sin complicarse la vida —me dijo su nieto Ariel.

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—Una vez hizo un revoltillo de huevo con banano maduro —ilustró María Isabel—, una cosa incomible que no se le ocurre sino a ella. Ariel remató: —El único ser humano capaz de comerse esos dispara- tes —y además con cara de felicidad— es mi abuelo. Claro que mi abuela casi nunca cocina. Generalmente hace el desayuno y compra el almuerzo y la cena. Entonces María Isabel, como para desagraviarla, señala que Ana Cecilia no necesita saber cocinar para ser la mejor abuela del mundo. —Ella nos enseñó a ver la vida de manera diferente. A mí me acostaba en una cama y me pedía que armara histo- rias con base en las figuras que había en el techo. Cuando Ana Cecilia regresa a la sala, el periodista le pregunta a quemarropa si es cierto que ella es un desastre en la cocina. —Esos fueron los puñeteros de mis nietos —dice, con una sonrisa que se desvanece casi enseguida, para dar paso a un rostro serio—. Lo que pasa es que yo siempre he vivido en mi casa como me da la gana y nunca me han gustado las obligaciones. El día que no quiero barrer, no barro. A estas alturas de la vida, creo que me he ganado el derecho a hacer solamente lo que me gusta. Ana Cecilia piensa que gran parte de su desorden de infancia se debe a que quedó huérfana de madre desde los tres años. Vivió interna en varios colegios, en los cuales se ponía la disciplina de ruana. El único plantel que no la expulsó fue el Sans Façon, porque su padre tuvo el buen

106 Antología personal juicio de donarles a los directivos unos ángeles de mármol de Carrara. Ella cree —y lo dice con la misma sonrisa ban- dida de siempre— que con ese gesto su padre equilibró las cargas: les doy ángeles para que soporten a ese diablo. Cuando terminó el bachillerato, ya era una mujer hecha y derecha, y su padre la envió a vivir a El Líbano, a ver si por fin se corregía. Pero entonces cometió la más grande travesura de su vida. —Un día estaba aburrida, porque no me había lle- gado la remesa desde Bogotá. Yo estaba hablando en la calle con una amiga y de pronto le dije: «Con el primer hombre que se asome por esa esquina, me caso. Y le tocó al pobre Ariel».

* * *

—De aquí no sale nadie —repitió Ana Cecilia, y todos obedecieron la orden. Entre los siete sobrevivientes de la familia había un bebé y un socorrista de la Cruz Roja. Este último, Fernando Osorio, estaba asignado para un turno especial la noche del 13 de noviembre de 1985, pero su novia Cristina llegó a visitarlo sin avisarle y él, que nunca había faltado al tra- bajo, decidió quedarse con ella, razón por la cual fue uno de los pocos socorristas de la Cruz Roja de Armero que se salvaron. Ana Cecilia diría, nueve años después, que la salvación de su nieto Fernando prueba que la irresponsa- bilidad no siempre es mala. Aquella mañana del jueves 14, sin embargo, Fernando estaba abatido por la impresión y

107 Alberto Salcedo Ramos parecía más muerto que vivo. Cuando se enteró de que diez de sus compañeros murieron entre el fango y los escom- bros, sin que el amor les concediera —como a él— una segunda oportunidad sobre la tierra, sintió que la gracia de haber sobrevivido tenía un tinte macabro. Lo primero que hicieron los Osorio Vargas fue auxi- liar a los Martínez, que habitaban en la casa contigua. En esa casa el lodo cubrió solamente el primer piso. Dilia de Martínez y el resto de su familia se trastearon para donde Ana Cecilia a través de la azotea. Más tarde las dos fami- lias supieron que otras dos calles del pueblo quedaron con sus casas en pie. —Si usted hubiera sobrevolado la Avenida 18 en un helicóptero —observa Ana Cecilia—, hubiera visto que mi casa era como una gran burbuja blanca en medio del lodo. Atraídos por esa isla de salvación, varios sobrevivien- tes fueron llegando a través de las partes menos profundas del lodazal, que a esa hora —mediodía del jueves— ya no era un pantano hirviente sino una masa endurecida y fría. Entonces Ana Cecilia decidió sacar al patio una olla grande para hacerles comida a los damnificados. Decenas de per- sonas se arrimaban a comer. Al día siguiente, cuando Ana Cecilia y su tropa abandonaron para siempre lo que quedó del pueblo, el fogón comunal permaneció prendido, ya sin comida, ofreciendo hasta la última de sus llamas, compa- sivamente, a los habitantes que permanecían en Armero. —Un día antes de la tragedia mi hijo Ariel me había traído unos bocachicos —cuenta Ana Cecilia—. Tenía- mos un mercado apenas suficiente para la familia, pero a

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última hora los panes y los peces se multiplicaron, como en la Biblia, y sirvieron para mitigar el hambre de todos los que llegaron a mi casa, por lo menos durante ese pri- mer día. El rostro de Ana Cecilia mientras evoca el drama difiere del semblante de algazara con el que cuenta sus pilatunas de infancia. Sus nietos me habían informado que algunas veces, a solas, su alma flaquea al recordar los despojos de Armero, y entonces deja escurrir unas discretas lágrimas. Si la descubren, finge estar tranquila y dice lo primero que se le ocurra. Pero se pone en evidencia porque, por ejem- plo, trata de decir algo sobre Ibagué y lo que le sale es la palabra Armero. A propósito de su referencia a la multiplicación de los peces, Ana Cecilia empieza a hablar de Dios. —Siempre he creído que la salvación de mi familia en Armero es un milagro y se lo he agradecido a Dios —afirma—. Pero este tema también me ha creado mucha confusión, porque a veces me pongo a pensar que el Dios que me salvó a mí no puede ser el mismo que permitió que murieran veintitrés mil personas. Ana Cecilia cuenta que, durante la violencia política de los años 40, un sacerdote conservador que pretendía intimidar a los liberales con homilías apocalípticas fue amenazado por una multitud al término de una misa. El sacerdote, lejos de arredrarse, levantó la voz, maldijo a Armero y vaticinó que su gente sería arrasada como yerba mala de la faz de la tierra. La horda, enfurecida por la pro- vocación, amarró al sacerdote a la montura de un caballo y

109 Alberto Salcedo Ramos luego lo arrastró por las calles hasta ocasionarle la muerte. Desde ese día en los municipios vecinos ya no se referían a los habitantes del pueblo como armeritas, sino que les estampillaron un gentilicio infamante: «matacuras». La sanción fue más allá de las burlas mundanas: durante largos años, el arzobispo de Ibagué no designó sacerdote para Armero. Aunque muchas personas mencionaban este incidente el jueves 14 de noviembre de 1985, Ana Cecilia se resiste a creer que Dios haya tomado represalias contra una gente trabajadora que no tenía nada que ver con el asesinato del sacerdote. —Yo creo —señala a continuación—, que lo que uno vive aquí abajo ya está escrito arriba, y que tanto las cosas buenas como las malas tienen una explicación que muchas veces los seres humanos no podemos dar. Quizás lo que ocurre es que Dios dispone de la vida de uno porque la necesita para fines más importantes que los que uno cum- ple aquí en la tierra. Ana Cecilia hace una breve pausa antes de aclararme que ella cree en Dios a la manera de Tolstoi: no hay que ir a buscarlo en las iglesias, pues está en el corazón de cada per- sona buena. Y enseguida me pide que le preste mi libreta de apuntes para regalarme una frase que me permita recordarla a ella por el resto de mis días. Cuando le presto la libreta escribe, con una caligrafía preciosa, las siguientes palabras: «La vida es demasiado grande como para que se acabe. La muerte no borra la vida de un plumazo. No es el fin sino otro principio. Todo ser humano es un territorio de Dios».

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Yo me inclino y la beso en la mejilla, y ella me dirige una mirada astuta. —Eso lo que quiere decir —señala, con una expresión beatífica— es que usted también cree en Dios. Supongo que le pasa lo mismo que a mí: que cree en Él pero no es rezandero. —Yo lo que pienso —interviene ahora, a manera de conclusión— es que uno siempre trata de hallar una expli- cación superior. Los primeros hombres buscaban a Dios en un rayo o en una piedra. Nosotros seguimos buscán- dolo. Yo estoy de acuerdo con el que dijo que si Dios no existiera habría que inventarlo. La noche siguiente a la tragedia fue tal vez la más fría que hubo jamás en lo que fue Armero. El frío y el can- sancio se encargaron de doblegar a muchos de los que se habían salvado de la furia del volcán. Cerca de treinta sobrevivientes se acomodaron como pudieron en la casa de los Osorio Vargas. Alguien recordó un adagio popu- lar: cuando las puertas se cierran, todo lo que hay adentro sirve como cama. Un poco antes de que cayera la oscura noche Ana Ceci- lia sacó todas sus mantas para proteger a los damnificados. Cuando las agotó empezó a sacar suéteres y camisas, y después descosió los colchones para habilitar los forros como cobijas. A la hora de acostarse, sin embargo, nadie podía pegar los ojos. Tal vez porque sentían que, al dormirse, le otorgarían ventajas a la muerte. Quizás porque el sueño representaba el aislamiento mientras que la vigilia los mantenía unidos.

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En algunos casos la realidad era más simple: estaban tan apaleados que no podían dormir. El cansancio mismo los mantenía despiertos, pasmados. Entonces empezaron a conversar sobre la catástrofe. Alguien cayó en la cuenta de que el volcán hizo erupción un día 13, pero no un martes sino un miércoles, como si los malos agüeros hubieran cometido un leve error de cálculo. Otro dijo que las autoridades sanitarias habían alertado sobre la inminencia de una epidemia de gangrena gaseosa, por lo cual se imponía la obligación de sacrificar a los animales domésticos y, posiblemente, amputarles los miembros a algunos sobrevivientes heridos. Otro relató que cuando principió la avalancha se armó un tropel que ocasionó la muerte a muchas personas que trataban de huir. —Lo que pasó —explica Ana Cecilia—, es que cuando se sintieron los primeros ataques de la corriente de lodo una ola de pánico se extendió por todo Armero. Algunas familias completas subieron a sus automóviles para aban- donar el pueblo. Cuando arrancaron a toda velocidad se encontraron con que había gente que se les atravesaba en las calles para solicitarles cupo en sus carros. Los conductores tenían que decidir entre la vida de ellos y la de los desespe- rados peatones que también querían salvarse, y eso terminó en una mortandad horrible que se anticipó a la que poco después produjo el volcán. Mientras cada quien aportaba lo que sabía sobre la última noche de Armero, Ana Cecilia recordó que, en su calidad de profesora de historia y de literatura, les había enseñado a sus alumnos que el terreno donde Armero

112 Antología personal estaba levantado era inseguro debido a la proximidad del Volcán Nevado del Ruiz. En 1845 una erupción del volcán precipitó sobre San Lorenzo de Armero una avalancha de doscientos metros de altura que sepultó cerca de treinta kilómetros cuadra- dos del Valle de Lagunilla y mató a más de mil personas. En sus clases Ana Cecilia repetía de memoria la narración que un diario político y militar del siglo pasado, dirigido por José Manuel Restrepo, había publicado a propósito de aquella primera calamidad: «la avalancha de lodo cubrió y arrastró los bosques, lo mismo que si de paja fueran, así como las casas y los desgraciados habitantes que no huye- ron. Los más quedaron sepultados y los menos se acogieron a los árboles que resistieron la fuerza del torrente. Un vasto pedazo del pueblo quedó cubierto de piedra, cascajo, lodo, arena y nieve. La capa de lodo era de metro y medio en su parte más baja». Lo más amargo de todo, pensaba Ana Cecilia, era que los armeritas tuvieron una segunda oportunidad y no supieron aprovecharla. De modo que ciento cuarenta años después no los mató el volcán sino el desdén por la historia. Un desdén que no era producto de la arrogancia sino de la inocencia y, si se quiere, de la necesidad de tener un techo propio. Además, claro, del apego a un pedazo de tierra. Una patria chica. —Sencillamente, nos parecía que éramos demasiado buenos para que nos matara un volcán. No medíamos el peligro. No creíamos que la naturaleza nos fuera a traicio- nar, precisamente a nosotros.

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Desde la última semana de octubre de 1985 circu- laban los rumores de que en Armero estaba por suceder un desastre. El río Lagunilla se encontraba represado en unos cerros altísimos y, si se desgajaba desde arriba, podría sepultar al pueblo. La noche misma de la tragedia las auto- ridades locales reunieron a los habitantes en el templo para informarles que la situación estaba bajo control y que, por tanto, no había razones para el miedo. —La desgracia —dice Ana Cecilia—, nos llegó por donde no la esperábamos: por el lado del volcán. El des- hielo parcial del nevado provocó la avalancha. Claro que el río colaboró en nuestra destrucción porque canalizó el lodo y nos lo mandó a una velocidad de más de cien kiló- metros por hora. El sueño, finalmente, venció a los damnificados alber- gados por Ana Cecilia, pero no a ella, que se quedó en vela durante un tiempo sin fondo y sin orillas, un tiempo que, según dice, ningún poder humano sería capaz de medir. Si la víspera había logrado dormir sin problemas mientras los demás padecían, ahora le tocaba a ella el turno del des- velo. Esta era la noche de su agonía, retrasada veinticuatro horas por el azar. En el triste fulgor del fogón comunal del patio reconoció que su vida en aquel espacio no tendría sentido después de aquellas horas desgarradas. Lloró con desconsuelo, con fuerza, como si acabara de romperse el dique de su pecho. El reposo que no había tenido durante el día, cuando se la pasó ocupada ayudando a sus paisa- nos, le dio la calma suficiente para descubrir cuán grande y hermoso era el reino que se había hundido bajo sus pies,

114 Antología personal y le hizo comprender de una vez por todas que las pérdi- das eran ciertas e irreparables. Era el final, pensó, sin dejar de llorar. «Es el final», se dijo en voz alta. Y fue como si la determinación de salir al día siguiente de aquel barri- zal que le oprimía el corazón le hubiera quitado un peso de encima. Por la mañana volvió a llorar porque los inspectores de sanidad decretaron la muerte de su perro Richi y la de otros animales. Antes de que cayera una nueva noche se despidió de los damnificados y emprendió la retirada con su familia. Para tomar la trocha que los conduciría hasta Guayabal, el pueblo más cercano, los Osorio Vargas tuvie- ron que armar una pasarela con pedazos de cama, vestigios de los amores y de los sueños destrozados por la insania de la naturaleza. —Lo peor no fueron las tablas —aclara Ana Cecilia, con un rostro grave—. Lo peor fue que nos tocó utilizar cadáveres para construir el puente que nos llevó a tierra firme. Los colocábamos uno encima del otro y en hileras, para no hundirnos en las partes hondas del lodo. A esa hora tres de los hijos de Ana Cecilia —Eduardo, Ariel y María Emilia— que vivían en diferentes ciudades, ignoraban que tanto ella como el resto de la familia esta- ban a salvo. —Llegamos a Guayabal después de varias horas de camino. Allá nos quemaron la ropa que llevábamos puesta por temor a que tuviéramos gangrena gaseosa y fuéramos a propagarla. Ese día empezó realmente la nueva vida de nosotros. La otra vida que Dios nos concedió.

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* * *

—Con el primer hombre que se asome por esa esquina, me caso. Y le tocó al pobre Ariel. A Ana Cecilia le pareció, a juzgar por lo que dijo a continuación, que mi rostro era incrédulo. —Esa misma cara que usted acaba de poner —ob- serva—, la puso mi amiga cuando dije aquellas palabras. Tal vez pensó que era otra de mis bromas, pero no. Yo estaba hablando en serio. Luego cuenta que apenas vio a Ariel Osorio empezó a seducirlo de la manera más descarada, y él ni siquiera tuvo el cuidado de hacerse el hombre difícil, o de guardarse, por lo menos, algunas cartas en la manga, sino que, por el contrario, peló el cobre de su debilidad y mostró que era capaz de caerse de bruces ante la primera mujer que le coqueteara. Antes de seguir adelante con la historia de Ariel, Ana Cecilia aclara que ella, sin ser dueña de una belleza extraor- dinaria en su juventud, era infalible a la hora de conquistar porque usaba con acierto sus pocos encantos. Cuando le pregunto a qué encantos se refiere, dispara una respuesta inesperada que me pone en aprietos. —Eso tiene que decirlo usted. Dígame, ¿qué encan- tos me ve? —Le digo que me parece una persona valiente, sen- sible, de estupendo humor y que, de alguna manera, al entrevistarla me siento como uno más de sus atónitos admiradores.

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Ana Cecilia me mira como si me acabara de pillar en una falta. Como si el de las travesuras fuera yo. Ense- guida señala que aunque lo que le acabo de decir le parece muy simpático, no tiene nada que ver con lo que estamos hablando. —Yo ahora tengo los años encima y sé que no es como antes —advierte—. De todos modos, supongo que usted puede quitarme las arrugas y devolverse en el tiempo, a ver cómo quedo. El periodista calla. Se siente apabullado. Pero Ana Cecilia no afloja, sino que vuelve a la carga de manera inmisericorde. —Ahora sí, dígame: ¿cuáles son los encantos que me ve? Si me devuelvo cincuenta años, le digo —pensando en una vieja fotografía que los nietos de Ana Cecilia me mostraron en Bogotá—, quedaría una mujer con una tibia piel morena, un cuerpo pequeño y delgado, con exquisitas formas; una sonrisa que lo hace sentir a uno tranquilo y un par de ojos que lo amarran a uno casi sin que se dé cuenta. —Lo de los ojos es verdad —dice, complacida y vani- dosa—. Al hombre que yo miraba lo dejaba frito. Frito. Así estaba Ariel Osorio el mediodía en que Ana Cecilia empezó a conquistarlo con mañas demasiado des- envueltas para la época. Era tan grato estar al alcance de aquellos ojos, ser por una vez el dueño de aquella malicia silvestre, que no valía la pena dañar el momento pregun- tándose si no sería embuste tanta belleza. —Yo simplemente jugaba, me divertía —cuenta Ana Cecilia—. Y Ariel se veía asustado, como no sabiendo si

117 Alberto Salcedo Ramos creer o no creer lo que le estaba pasando. La amiga que estaba conmigo disimulaba la risa y yo seguía haciendo mi trabajo. La verdad es que el hombre fue cayendo facilito, más rápido de lo que yo pensaba. Y cayó sin dolor ese mismo día. Ariel ignoraba que Ana Cecilia era, en aquel momento, novia de su hermano Víctor Osorio y de otros dos hombres del pueblo: Pedro Muñoz y Carlos Escobar. En realidad, todos desconocían los noviazgos de Ana Cecilia con los otros. Un día ocu- rrió un chasco de esos que hacen pensar que la vida a veces remeda a las malas telenovelas. —Yo estaba en el parque —dice—, y de pronto vi que los cuatro se acercaban a mí. Cuando los vi juntos pensé que ya conocían mi jueguito y venían dispuestos a desen- mascararme. Pero también pensé que era algo normal que se juntaran, ya que los cuatro eran amigos. Así que había que guardar la calma. Ana Cecilia repitió la última frase: «Había que guar- dar la calma». Y su sonrisa socarrona estuvo a punto de estallar en una risotada. Tuve la impresión de que no me estaba contando una historia vieja, sino que la estaba pro- tagonizando en ese preciso momento, y pensé que una persona capaz de guardar como un tesoro una picardía de hace sesenta años, protegiéndola del tiempo, de los menos- cabos de la memoria y de la furia de un volcán, se merece la felicidad de vivirla de nuevo. —Todavía hoy me sorprendo del recurso que utilicé para sortear la situación —confiesa Ana Cecilia, con ojos radiantes—. Sin mirar a ninguno de los cuatro, dije: «Les

118 Antología personal presento a mi novio». Y ahí mismo empezaron a darse la mano los unos con los otros, porque todos se sintieron aludidos. La intención de Ana Cecilia era seguir con los cua- tro novios, pero casi sin darse cuenta fue cayendo en su propia trampa. No había una sola noche en que no pen- sara en los ojos azules y en el pelo rubio de Ariel Osorio, ni una sola mañana en que no se sentara detrás de la ven- tana de su casa para verlo atravesar la calle en su camión. Paradójicamente, cuando comprendió que los otros tres no le interesaban —nunca le interesaron, en realidad—, Ariel no volvió a pasar. Ese día mordió el polvo, se sintió culpable. Se comparó con una niña que, para hacerse la chistosa, alborota el avispero, y luego observa cómo los demás huyen a las carreras y la dejan sola, con su necedad y su picazón. Si no estaba Ariel, ¿para qué elegir el vestido más bonito de su guardarropa? Ana Cecilia perdió el ape- tito y entendió que su risa no era invulnerable. El alma le volvió al cuerpo cuando supo que Ariel no se había desaparecido por gusto sino porque se encontraba en un viaje de negocios. Durante su ausencia, sin embargo, Ana Cecilia siguió sentada tras la ventana, bordando y luego deshaciendo lo ya bordado, como si tratara de ave- riguar cuántas puntadas medía la lejanía de su hombre. En esos días, mientras tejía y destejía, mientras espe- raba juiciosa la reaparición del viejo camión Ford, se le ocurrió, por primera vez en su vida, que tal vez podría ser una buena esposa. Descubrió que, a pesar de su preten- sión de ser diferente a las otras mujeres de su familia, ella

119 Alberto Salcedo Ramos también soñaba con un Príncipe Azul, un hombre que la amara a sol y sombra y la tratara como una reina, y le cons- truyera una casa para parir y criar a doce hijos. Hoy, Ariel está sentado al lado de Ana Cecilia, pero no escucha la historia que ella cuenta debido a que ha perdido gran parte del sentido de la audición. De vez en cuando ella levanta la voz y le pregunta algo, generalmente una fecha, y él responde en forma inmediata, como si llevara siglos esperando la pregunta. —¿Cómo era que se llamaba la canción esa que tú me dedicabas? —¿Cómo? —¿Que cómo se llamaba la canción que tú me dedi- cabas cuando éramos novios? —Ah, esa es una de las más bonitas de Agustín Lara: «Solamente una vez». —Con esa canción —le dice Ana Cecilia al perio- dista—, Ariel me puso a tambalear. Cuando regresó de su viaje empezamos el noviazgo en firme. Yo no cabía en la ropa porque él me visitaba todos los días. Como él siem- pre ha sido tan especial, dejaba el camión cuando me iba a ver y llegaba a mi casa a pie. A mí me parecía un detalle muy lindo. Yo le recibía las visitas a través de la ventana. Ana Cecilia explica enseguida, sin que se lo pregunte, que le tocaba atender las visitas a través de la ventana para esconder una relación que su familia no hubiera compar- tido, ya que una Vargas no podía ser novia de un chofer de camión. En la casa de los Osorio también había graves reparos, con el argumento de que una mujer que había

120 Antología personal mantenido relaciones simultáneas con dos hermanos resul- taba peligrosa. En este punto, Ana Cecilia admite que, si ella hubiera estado en el pellejo de los Osorio, seguramente habría tenido las mismas prevenciones. Y añade que hace cinco años fue con Ariel a visitar a Víctor, en Cúcuta, y lo encontró muy achacado. Ana Cecilia piensa —y me lo dice guiñando un ojo— que el deterioro de Víctor no fue producido por pro- blemas de salud sino por la frustración de no haber sabido, como su hermano, ganarse el corazón de una mujer tan buena como ella. —¿En dónde falló Víctor y acertó Ariel? —le pre- gunto. —Lo que pasa es que Ariel era un mono divino —dice—, y donde manda el corazón, no manda nada más. —Además —advierte ahora, con un rostro en el que se mezclan la emoción de la mujer enamorada y la diversión de la niña juguetona—, Ariel fue tan inteligente que adi- vinó mis gustos, y supo, sin que se lo dijera, que yo detesto los floreros y adoro la lectura. Él no me enamoró a punta de flores sino de periódicos. No hubo un solo día en que no me llevara el periódico. Habían transcurrido varios años de noviazgo, durante los cuales Ariel no había pronunciado siguiera la palabra matrimonio. Entonces Ana Cecilia agarró el toro por los cuernos. Igual que el mediodía en que lo conquistó con un solo estacazo de sus ojos, lo convenció sin problemas de que debían casarse pronto para que sus familias no fue- ran a separarlos.

121 Alberto Salcedo Ramos

—Nos casamos —señala Ana Cecilia en voz muy alta, mientras le toca el hombro a Ariel—, el cinco de noviem- bre de 1942. ¿Cierto, mono? —Sí, ya sé que fue el cinco de noviembre del 42 —res- ponde su marido con la respiración agitada—. Pero apuesto a que no recuerdas qué día era. Ella, simplemente, encoge los hombros, y entonces Ariel aporta, una vez más, el dato preciso: —Era jueves y nos casamos a las cuatro y media de la madrugada. Ana Cecilia decidió que el matrimonio fuera por la madrugada para que nadie viera la escena del primer beso que iba a dar en la vida. El periodista se declara desconcer- tado por esta última revelación, pues no hubiera imaginado que una mujer que tenía cuatro novios al tiempo fuera a recibir el primer beso apenas ahora, a la salida de la iglesia. —Yo tenía cuatro novios —dice—, pero todos eran de mandar papelitos con frases y cosas de esas. Mi primer beso tenía que dárselo al hombre que me llevara al altar. Eso siempre lo tuve claro. El periodista se siente como si la persona que le contó que había asaltado varios aviones a mano armada reco- nociera de manera inesperada que tan sólo estuvo en la ventana de su casa jugando con una granada de plástico. También piensa que, en el fondo, Ana Cecilia era una niña lúdica que sólo quería jugar, como sus hermanos, pero no elegía el juego del materile sino el de los novios, para sen- tir que era diferente, acaso superior.

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Ana Cecilia lo admite y vuelve rápidamente, un poco ofendida, al tema de aquel primer beso en la iglesia. Pero esta vez es el periodista quien presiona y no está dispuesto a dejarla salir por la tangente. —Si lo que quiere que le diga es que yo también soy una mujer tradicional —brama con cara de disgusto—, no se lo voy a decir. Si eso es lo que usted ve, entonces dígalo, pero conmigo no cuente. De repente todos nos hemos quedado callados, tensos. En la mesa de la sala hay una fotografía de María Isabel, la nieta de Ana Cecilia. El periodista se dedica a observarla. Y María Isabel, que es muy bella, lo mira desde la foto con sus ojos azules y le regala una sonrisa espléndida, que hace menos incómodo el silencio. Lo más inquietante de la ima- gen es que la muchacha tiene la cabeza rapada. Esa es mi nieta María Isabel —dice Ana Cecilia, sin resistir la tentación—. Es la única persona en mi familia que heredó mi manera de ser. La única. Luego, con los ojos iluminados por el orgullo, me informa que cuando su nieta se rapó la cabeza causó revuelo entre la población masculina de Cúcuta. —Cuando las mujeres vieron el impacto que produjo María Isabel con su corte de pelo, ahí mismo empezaron a calvearse. Entonces, con una larga carcajada, Ana Cecilia y el periodista se reconcilian. Los cálculos de Ana Cecilia aquella madrugada del cinco de noviembre de 1942 fallaron en la forma más estre- pitosa. A la salida de la iglesia una multitud de curiosos

123 Alberto Salcedo Ramos que esperaba a la pareja le abría calle de honor y le arro- jaba arroz crudo en medio de vivas y de risas. Ella pensó en el lugar común de que ojalá se la tragara la tierra. Pero Ariel estaba resuelto: de un zarpazo la apretó por la cin- tura, como si creyera que se le iba a escapar a última hora, y la besó en la boca. —De sólo acordarme me vuelve a dar vergüenza —afir- ma—. Las mujeres de hoy no entenderían eso, porque ellas, antes de casarse, generalmente les dan a los tipos toda la mercancía. Ana Cecilia manifiesta que aquel primer beso fue «puro y elegante», como todos los que ella y su marido se han dado en público. Yo le pregunto que en qué consiste un beso puro y elegante, y ella me dice que se trata de un beso que los demás pueden ver sin sentir asco. —La pasión es muy bonita para expresarla en la inti- midad —agrega—, pero muy aburridora para vérsela a los demás. A mí me gustan mucho las telenovelas, pero siempre aparto la vista cuando llegan los besos. ¡Qué babo- seadera tan cochina! El día de la boda, Ariel y Ana Cecilia se fueron a pasar la luna de miel en una finca de la familia Osorio. Todavía con el vestido blanco, Ana Cecilia se sentó sobre una pie- dra y se quedó callada, mirando hacia un punto impreciso del horizonte. Cuando Ariel le preguntó si estaba rabiosa o preocupada, ella recostó la cabeza contra el hombro de él y aflojó un llanto largo, como si acabaran de decirle que el juego había terminado y, en adelante, lo que le caería encima sería la parte más seria y solemne de la vida.

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Durante los primeros años de casados vivieron en El Líbano, donde nacieron Carlos, Ariel y María Emilia, los hijos mayores. La violencia política los obligó a partir hacia Cali. En Cali pasaron muchas penurias económicas, por lo que decidieron devolverse. Cuando venían de regreso hacia El Líbano se detuvieron en Armero porque una tempestad había destrozado el puente de Lagunilla. Allí se quedaron y lo que en principio parecía apenas un alto en el camino se fue convirtiendo en la residencia definitiva de la familia. Sobre todo, por el nacimiento de su hijo Eduardo. En este punto Ana Cecilia le hace un guiño al perio- dista y, como una niña que le da cuerda a su querido muñeco de pilas para que diga una gracia, le pregunta a su marido qué día llegaron a Armero. —El dos de abril de 1950 —responde el viejo, sin pen- sarlo dos veces. Luego fija en su mujer una mirada mansa. —A la entrada del pueblo nos encontramos con un muchacho que había vivido en El Líbano y al que tú le habías bordado camisas cuando él era niño. ¿No te acuerdas? Ana Cecilia sonríe. Sigue lamiendo uno de los tantos helados que consume durante el día. —Ese muchacho —continúa Ariel, con las palabras entrecortadas por su acelerada respiración—, nos conven- ció de que debíamos quedarnos. Nos dijo que él estaba seguro de que en Armero nos iría mejor que en El Líbano. Y así fue como nos quedamos. Al principio vivíamos arri- mados en la casa del doctor Juan de Dios Arellano. En Armero Ana Cecilia se dedicó a la artesanía, aprove- chando las habilidades manuales que tuvo desde pequeña.

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Hacía pirograbados, bordaba blusas y elaboraba bodego- nes repujados en cuero y en pergamino. Ariel, entre tanto, transportaba carga en su viejo camión. Durante los primeros años en el pueblo, pese a que había estudiado filosofía y letras en Armenia, Ana Ceci- lia vivió exclusivamente de su actividad artesanal y de los viajes de su marido. Cuando fue a solicitar trabajo como maestra, el funcionario encargado de los nombramientos le dijo sin ruborizarse que no la podía emplear porque ella era liberal. El obstáculo se superó con un golpe de malicia: Paquita se hizo nombrar en el puesto, con el argumento de que ella era la conservadora de la familia y odiaba a su hermana Ana Cecilia. —Yo era la que dictaba las clases —dice Ana Cecilia, con una expresión vivaracha en los ojos—, mi hermana era la que reclamaba el cheque y mi marido y yo lo cobrá- bamos por ventanilla. Al año siguiente, un político conservador, viejo amigo de su padre, nombró a Ana Cecilia en propiedad. Ya en ese momento era muy querida por sus estudiantes debido a que no los trataba con las distancias típicas de la época sino con una cierta complicidad. Nunca los castigó ni física ni psicológicamente, como se estilaba entonces, y en todos los años en que fue educadora jamás un alumno perdió su materia. Jugaba con ellos en los recreos, los acompañaba a tomar café y visitaba en sus casas a los discípulos de menor rendimiento para conocer sus problemas y colaborarles en la solución. A algunos, incluso, los ayudaba a hacer las tareas que ella misma les había encomendado.

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—Mi experiencia como educadora —dice Ana Cecilia, esta vez con el rostro serio—, me enseñó que la autoridad no depende de que el profesor actúe como si fuera un ser superior e inalcanzable. También aprendí que una cosa es ser profesor y otra cosa es ser un maestro. El primero dicta clases. El segundo se esmera por educar más allá de las aulas. Todo el mundo habla de los alumnos brutos, pero yo creo que a veces los brutos son los profesores. Ana Cecilia llevó su camaradería hasta el punto de adoptar el hijo de una de sus alumnas. La muchacha que- ría abortar para evitar problemas con sus padres, pero Ana Cecilia le hizo ver que con un embarazo tan avanzado esa decisión resultaba peligrosa y le prometió que si el bebé nacía ella se lo criaba. A los pocos meses, sin avisarle a su marido, se pre- sentó en la casa con su nuevo hijo. Algunas amigas suyas le habían dicho que tal vez Ariel no recibiría el bebé, pero ella siguió adelante sin vacilar, de la misma manera en que, años atrás, había asegurado que con el primer hombre que pasara por su casa se casaba. Ana Cecilia evoca la historia con una mirada en la que se mezclan el júbilo y la ternura. Luego, con una voz quebrada por la emoción, me dice que le gustaría morirse con el recuerdo del gesto que hizo su marido y de las pala- bras que salieron de su boca el día que ella llegó a la casa con el niño. —Yo traté de contarle lo que había pasado —explica, mirando al viejo con ojos amorosos—, pero creo que él ni siquiera me oyó. Apenas vio al niño, sin averiguar quién

127 Alberto Salcedo Ramos era, lo cargó y pareció volverse loco. Y dijo una frase de la que me acuerdo todos los días: «Este niño nos pertenece». Los ojos de Ana Cecilia están humedecidos. Su marido, que con seguridad no ha escuchado el relato, permanece ausente, lidiando con las veleidades de su respiración. Ella lo mira de nuevo y afirma que se siente orgullosa de haberse casado con un gran hombre. «Un hombre entero», según sus palabras. Un hombre que la arropó con afecto en todo momento, que no le recortó ni un milímetro de su espacio propio y jamás movió un dedo para imponer su voluntad ni para violentar la personalidad de ella. El niño, bautizado con el nombre de Jaime, era el único de sus hijos que se encontraba con ellos el día de la erup- ción del volcán. —Lo crie como si lo hubiera parido —advierte Ana Cecilia—, y no por caridad sino por amor, porque siempre lo sentimos como nuestro. Porque él también nos alegró la vida. Lo que no le dimos a él, fue exactamente lo mismo que tampoco pudimos darles a los otros. En este momento Ana Cecilia mira con severidad a uno de sus nietos, quien se apresta a resolver el crucigrama del periódico que ella había dejado a medio llenar sobre la mesa del comedor. El nieto entiende el mensaje y se aparta de la mesa en el acto. Ella se dirige de nuevo al periodista. Esta vez su rostro no es serio ni nostálgico, como durante los últimos minutos, sino eufórico. Acaba de recordar una anécdota que le devuelve, íntegra, su vieja bribonería. —Uy, oiga esto: una vez mi encopetada familia Var- gas estuvo a punto de sufrir un colapso porque alguien me

128 Antología personal preguntó que cuántos hijos tenía y yo dije que tenía cinco, cuatro con Ariel y uno por fuera del matrimonio. Ana Cecilia se ríe con ganas de su propio chiste. Y luego le dice a su nieto que en vez de robarle los crucigra- mas vaya a la tienda a comprar tres helados, uno para ella, otro para el esposo y uno para el periodista. Ariel y María Isabel, sus nietos, me habían contado en Bogotá que los gastos mensuales de Ana Cecilia en hela- dos sobrepasan los cien mil pesos. —Además de los helados que ella compra —me dijo Ariel—, se come los que nosotros le regalamos. A todos los hijos y nietos que la van a visitar les pide uno para ella y a veces uno para mi abuelo. Mi abuela vive con un helado en la boca. Parece que fuera el mismo de siempre que nunca se le acaba. —Es que la rutina de mi abuela es invariable —terció María Isabel—. Tú abres los cajones de los armarios y ves que las cosas están dispuestas igual que hace quince o veinte años. En esa casa el tiempo es inmóvil: ella sigue siendo niña y los objetos nunca se mueven de su sitio ni se ponen viejos. —Tienes que pedirle que te muestre las cartas de los novios que tuvo por correo —sugirió después María Isa- bel—. Están en la tercera gaveta del closet del cuarto de ella. De esa recomendación se acordó el periodista cuando vio a la abuela riéndose de su apunte sobre el hijo extrama- trimonial. La historia de los novios epistolares es divertida: a los pocos años de vivir en Armero, Ana Cecilia decidió que ya era tiempo de procurarse un poco de acción, de vol- ver a sus juegos de soltera. En una revista Life leyó la carta desesperada de un hombre que admitía estar urgido de

129 Alberto Salcedo Ramos amor. La correspondencia estaba fechada en Ciudad de Mé- xico por un tal Jaime Zumaya Vega. Ella le escribió una carta deliberadamente apasio- nada, que firmó con el seudónimo de Helena Ospina, una vecina solterona y amargada que tenía en Armero. Si esa vecina se hubiera enterado de la ocurrencia, la habría ahorcado. A vuelta de correo Ana Cecilia recibió unas palabras nerviosas, agradecidas, en las que el remitente decía haber encontrado por fin la tabla de salvación que necesitaba para no arrojarse al abismo. Después vino otra carta y luego la otra. Cartas iban y venían hasta cuando el hombre de México anunció que viajaría a Colombia para casarse. Asustada, Ana Cecilia le escribió a Zumaya una última y definitiva carta, esta vez con el nombre de Angela Ospina, en la que le informaba que Helena, su hermana menor, había muerto en un terri- ble accidente de tránsito. —Mi mamá tuvo varios romances por carta, todos con personas del extranjero —me dijo Ariel Osorio Vargas en su casa de Ibagué, mientras nos devorábamos un plato de lechona tolimense—. Les escribía con un nombre cambiado, y cuando los tipos querían armar viaje para Colombia, ella mataba al personaje del cual se habían enamorado. —Claro que ella no solamente tuvo novios —pre- cisó Ariel. Sus ojos se reían solos, como los de su madre. —También tuvo varias novias. Me acuerdo ahora de Berta Puig, de Cuba, a quien le mandaba esquelas senti- mentales con el seudónimo de Carlos de la Pava.

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El noviazgo más célebre fue el que sostuvo con el pe- ruano Juan Destre, a quien le enviaba cartas firmadas con el nombre de María Emilia Osorio, que aún estaba soltera y que jamás hubiera sospechado que su madre la incluiría dentro de su plantilla de amantes imaginarios. A diferencia de los otros novios de correo, Destre se presentó en Armero sin avisar, por lo que no hubo tiempo de sacar a María Emilia de la escena inventándole un viaje a Europa, que era lo que Ana Cecilia había previsto para este caso, ya que le resultaba imposible inmolar a un per- sonaje que se llamaba como su hija. Cuando el hombre llegó, un sábado por la tarde, Ana Cecilia encerró a María Emilia en una habitación y le contó su nueva travesura, más angustiada que divertida. María Emilia se sublevó, de manera inesperada, y amenazó con irse de la casa para que fuera su madre quien afrontara el lío que había armado. Ana Cecilia sintió que le iba a dar un soponcio. Destre, entre tanto, esperaba en la sala, con- versando con Ariel y con Carlos. —Yo creo que ese ha sido el apuro más serio de mi vida —dice Ana Cecilia, mientras guarda en un mone- dero las vueltas que le trajo el nieto que fue a comprar los helados—. Tuve que rogarle de rodillas a María Emilia y prometerle que nunca más tendría enamorados por corres- pondencia, para convencerla de salir a la sala a atender a su novio. Porque, después de todo —y en este punto tiene una expresión de irresponsable felicidad en el rostro—, el tipo era novio de ella, no mío.

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Entonces larga una nueva carcajada, más sonora que todas las anteriores. El periodista quiere saber si el haber ilu- sionado a hombres y mujeres con frases falsamente amorosas; si el haberlos atraído de tal manera que no les quedara más remedio que aventurarse a encontrar la voz que generaba aquel encanto con la palabra, no producía en Ana Cecilia cargos de conciencia. Nada de eso, me responde ella, con énfasis. Y me conmina a no olvidar que el único que vino a Colombia lo hizo por su propia cuenta y riesgo. Además, opina que una persona que se toma en serio lo que no es más que un ejercicio contra el tedio debe de tener graves problemas emocionales. María Emilia salió al encuentro de Destre y durante ese día y el siguiente mantuvo con él un noviazgo de mentiras, un noviazgo de no menos de dos metros de distancia, vigi- lado de manera implacable por sus hermanos, que de vez en cuando cruzaban miradas de festejo, como si estuvie- ran por fin en el convite que les habían prometido. María Emilia, en cambio, sentía que le había tocado la parte más aburrida del circo. De Juan Destre no le gustaban ni los zapatos, le decía a su madre cuando se la encontraba sola por alguno de los pasillos de la casa. Ni los zapatos, repetía en su pataleo, y si ese tipo se ahogaba, insistía con desa- grado, ni siquiera el sombrero se le salvaría. Ana Cecilia le aconsejaba, con cara de madre solida- ria, que tuviera paciencia. Y por dentro se desternillaba de risa porque sentía que ya no se iba a morir sin haber visto la obra maestra de su perversidad. El mediodía del domingo Ana Cecilia puso a hornear unas papas para brindárselas al huésped. Cuando la comida

132 Antología personal estaba servida su hijo Eduardo la estropeó por accidente al volcar sobre el plato el azul de metileno con el que Ana Cecilia pintaba las artesanías. ¿Quién dijo miedo? Ana Cecilia puso el rostro más digno que le fue posible y salió al comedor con aquellas papas azules, humeantes y medio desbaratadas. Con una seriedad en la voz que no flaqueó ni siquiera ante las risi- tas burlonas de sus hijos —incluida María Emilia— le dijo a Destre que no podía permitir que se marchara para el Perú sin probar el plato típico de los armeritas, las «papas a la blue». Destre ingirió las papas sin toser ni una sola vez, y no dio muestras de sentirse incómodo por la cantidad de ojos que se multiplicaron sobre su plato. Nadie en la fami- lia quiso perderse el acontecimiento máximo de aquella velada inolvidable. Por la noche se despidió cordialmente, pero lo cierto es que no se supo nada más de su vida. No hubo más cartas, ni más promesas de amor y ni siquiera mandó una tarjeta de agradecimiento. La historia me recuerda, inevitablemente, los cuentos de humor negro de Saki. No la festejo con una risotada sino con una cierta sonrisa ladina. En cambio, Ana Cecilia goza a carcajada limpia, como si le hubieran dicho que esta risa sería la última de su vida. Cuando termina de reírse, ordena, en medio de toses, que le traigan un vaso de agua. Entonces se dirige al periodista. —Si yo no tuviera el don de la risa, quién sabe qué habría sido de mí. He tenido muchos motivos para postrarme

133 Alberto Salcedo Ramos deprimida en un rincón. Y no me refiero solamente a la tragedia de Armero. Yo he tenido que pasar por muchas pruebas tristes. ¡Muchas! Pero siempre he creído que la vida vale la pena y aquí estoy, feliz a pesar de todo, y a punto de cumplir ochenta y cuatro años.

* * *

—Arribamos a Guayabal después de caminar durante varias horas —dice Ana Cecilia—. Allá nos dieron ropa nueva y nos vacunaron, por si acaso teníamos gangrena gaseosa. Enseguida viajamos a Ibagué, adonde llegamos por la madrugada. A esa hora fue cuando los hijos se ente- raron de que estábamos vivos. Entonces comenzó la trashumancia de Ariel y Ana Cecilia. Vivieron, en primer lugar, en Venezuela, donde Ana Cecilia, ya pensionada como maestra, se volcó de nuevo sobre la artesanía. Esta vez se dedicó en forma exclu- siva a una modalidad que nunca antes había practicado: la cerámica. —Muchos años después he llegado a creer que tal vez me dediqué a la cerámica con el ánimo de cobrarle una revancha al barro —me dice Ana Cecilia, con un rostro reflexivo—. Aunque no era una decisión consciente, era como si yo pretendiera que el barro me devolviera por lo menos una parte de lo que me quitó en Armero. —Claro que esas cosas son irrecuperables —añade, después de una pausa en la que se quedó mirando hacia la calle—. Nadie me va a traer de nuevo a los seres queridos

134 Antología personal que se hundieron en el lodo. Nadie. Sólo me consuela pen- sar lo que siempre he dicho: que la muerte no es el final de la vida y que los que se fueron nos están esperando. El periodista pregunta para qué le sirvió, entonces, el barro, y Ana Cecilia contesta que la cerámica le ayudó a despejar la mente y a ganarse unos pesos. Muy pocos, precisa, pero en todo caso resultaron útiles para costear el penoso exilio que les impuso el volcán. Una opción afortunada que por desgracia no tuvieron todos los que se salvaron, me recuerda, y cita una crónica de Germán Santamaría en la que se informa que muchas mujeres sobre- vivientes se prostituyeron en carpas de camino, urgidas de pan y de techo, y desesperadas por el pésimo manejo que el Gobierno le dio al plan de atención a los damnificados. —La cerámica, volviendo a su pregunta, me devolvió la fe en mis manos. Mientras habla, Ana Cecilia coloca las palmas de las manos a la altura de sus ojos. La mira, las voltea hacia el lado donde está el periodista, gesticula suavemente con ellas. Son manos pulidas, pese al diario trajín posterior a la tragedia de Armero. —Yo he amado mis manos y he amado con ellas —se- ñala a continuación—. He mirado con mis manos. He sentido a través de ellas. No sé qué habría sido de mí si me hubieran faltado. Se me ocurre que lo único que puede remplazarlas es el corazón. Cuando menciona el corazón, Ana Cecilia se toca el pecho como si estuviera recitando un poema ante sus alum- nos. Su rostro es serio, pero no parece triste ni resentido.

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Ella piensa —y me lo dijo varias veces a lo largo de nuestras conversaciones— que a la vida hay que buscarle siempre el lado positivo, y observa que, aparte de que tiene esa convicción, de todos modos su carácter posee un sentido primario del gozo que la conduce siempre por las rutas donde no hay dolor o donde lo hay pero es menor. No es que ella, por sistema, se pregunte dónde está la fiesta para irse a bailar, sino que su espíritu es espontáneamente dichoso, y tarde o temprano encuentra la luz allí donde las mentes atormentadas sólo perciben nubarrones. Así ha podido sobreponerse a muchas adversidades, como la desaparición de Armero y, sobre todo, la temprana muerte de su hijo Carlos. El 15 de mayo de 1975 Ana Cecilia recibió una llamada telefónica de María Emilia, que en ese momento estudiaba su carrera en Bucaramanga, al igual que su hermano Carlos. No era muy tarde en la noche, pero ya desde el primer repi- que del teléfono Ana Cecilia intuyó la desgracia. En la voz de María Emilia se advertía una calma fingida. En realidad, estaba dominada por un dolor agudo que su excesivo rodeo delataba a leguas. Su madre, haciendo un gran esfuerzo por mantener el control, le pidió que fuera al grano. La mala noticia salió entonces de un solo chorro: Carlos había muerto en un accidente de tránsito. —La muerte de un hijo es dolorosa pero no es lo peor que le puede pasar a uno —me dice Ana Cecilia—. Le juro por Dios, por los restos de mi hijo Carlos y por mis otros hijos, que cuando María Emilia me dio la noticia, sentí que no era tan mala como la que yo me había imaginado.

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El periodista pregunta con avidez cuál es esa cosa terri- ble que puede ser peor que la muerte de un hijo y Ana Cecilia responde sin vacilar. —Peor que la muerte de un hijo es su sufrimiento. De eso no me cabe la menor duda. En los ojos de Ana Cecilia no hay ni una pizca de dolor. Su voz no tiembla mientras evoca al hijo muerto. Por el contrario, lo que le veo en este momento es esa firmeza que brota de las convicciones más íntimas, esa tranquilidad que le viene de saber que, pase lo que pase, no habrá poder terrenal ni sobrehumano que la convenza de que vivir no es hermoso. Pienso, además, que es una persona coherente, de una sola pieza. Y vuelvo una y otra vez, mientras escribo esta crónica, a la frase que estampó en mi cuaderno de notas: «La vida es demasiado grande como para que se acabe». Ahora escucho de nuevo su voz, que insiste en la muerte de Carlos. —¿Sabe qué era lo que yo temía cuando María Emilia daba vueltas y no se atrevía a darme la noticia de la muerte de Carlos? —me pregunta, mirándome a los ojos con reso- lución—. Temía que a mi hija la hubieran violado, o la hubieran torturado de manera espeluznante hasta sacarle del alma las ganas de seguir viviendo. Temía que mi hijo estuviera en una cama convertido en un deshecho lamen- table, y que se quedara así por el resto de su vida. Sin embargo, Ana Cecilia confiesa que su reacción primaria ante la noticia fue explotar en un llanto histé- rico. Aunque pensara que Carlos simplemente se le había adelantado en el viaje, de todos modos, resultaba triste la

137 Alberto Salcedo Ramos certeza de que nunca más lo vería, nunca más escucharía su risa. En cuestión de horas, recobró el ánimo, al pen- sar que su hijo murió sin haber sido víctima de la maldad humana, sin conocer el sufrimiento y después de haber hecho lo que quiso mientras estuvo vivo. Después de vivir dos años en Venezuela, Ariel y Ana Cecilia se mudaron para la casa de su hija María Emilia en Cúcuta. Allí estuvieron hasta principios de marzo de 1994, cuando el Gobierno les entregó su casa en la urba- nización Nuevo Armero, de Ibagué. —¡Fueron nueve años, nueve años sin saber a dónde diablos íbamos a detenernos por fin! —exclama Ana Ceci- lia con una cierta indignación en la voz. Lo primero que hicieron en su nueva casa fue montar, entre los dos, el taller de cerámica. Trabajaban juntos de día y de noche, pues a esas alturas Ariel ya estaba retirado de su viejo oficio de conductor de camión, y ahora era el que armaba los moldes y preparaba el horno, mientras su esposa diseñaba las figuras, moldeaba la arcilla y mane- jaba las ventas. Ana Cecilia piensa que la cerámica la acercó mucho más a su compañero, le permitió conocerlo mejor y la rea- firmó en su convicción de que se había casado con un gran hombre. Ariel nunca en su vida le había puesto atención a la artesanía, y Ana Cecilia cree que lo hizo sólo por ella, por no dejarla sola en aquellos años difíciles en que prác- ticamente tuvieron que empezar de nuevo. Esa adoración de Ana Cecilia por su marido se ha hecho más expresiva en la vejez, según me informaron

138 Antología personal todos los miembros de la familia con los que me entrevisté antes y después de conocerla a ella. De unos siete años para acá, Ana Cecilia, que siempre fue cariñosa pero no melosa, le dedica frases de amor a su mono, le acaricia el pelo en forma constante, solicita a sus nietos que le tomen una foto mientras lo besa en la boca, habla de él casi todo el tiempo, lo protege como si fuera un florero delicado que en cualquier momento pudiera romperse. Desde hace dos años Ariel, que es un año menor que Ana Cecilia, respira con mucha dificultad y es víctima de mareos repentinos, por lo cual debe usar un bastón en forma permanente. Además, duerme varias veces durante el día. Ella, por su parte, también está un poco achacada por pro- blemas de circulación en una de sus piernas. A estas alturas ninguno de los dos sale a la calle. Él lee todos los días, de cabo a rabo, el periódico, pero nunca toca el crucigrama, pues sabe que ese feudo es de su compañera. Ella, que ya no puede bordar porque la vista no se lo permite, elabora flo- res con plumas de gallina. Hace un año, cuando se cansó de trabajar la cerámica, le regaló el taller a una de sus vecinas, y hasta tuvo el detalle de capacitarla durante dos meses. Rega- lar, a propósito, es una de las cosas que más hace. No hay un solo día en que no prepare una jarra de agua de panela para brindársela con pan caliente a los mendigos. Los chi- cos de la calle jamás la llaman señora ni doña, sino abuela o, simplemente, Anita. Le hacen bromas confianzudas, jue- gan con ella, le piden cualquier cosa, especialmente dinero. Como es tan botarate, su hijo Ariel decidió hace un tiempo administrarle la pensión.

139 Alberto Salcedo Ramos

Cuando las primeras sombras de la noche empiezan a caer sobre la ciudad, Ana Cecilia y Ariel se sientan a las puertas de su casa, en sendas mecedoras. Allí reciben los adioses de final de la tarde, barajan los recuerdos y siem- pre llegan a una conclusión feliz: lo que les ha ocurrido desde cuando se casaron, ha valido la pena. Lo malo no fue tan malo, ya que pudo ser peor, y lo bueno, que es casi todo —los hijos, los nietos, los biznietos, la palabra com- partida que nunca se les agota, la dicha de estar juntos—, no se los quitará nadie. —Mi marido no tiene comparación —dice Ana Ceci- lia, obsesiva—. Yo siempre fui más mandona y de más carácter que él, y quizás por eso, cuando estábamos recién casados, creí que podía manejarlo a mi antojo. Pero un día que empecé a provocarlo con una cantaleta, me dio una lección que fue como una cura de burro: me dijo que yo estaba metida en un grave lío, porque quería pelear y él no quería, y que entonces se iba para la calle, a ver cómo diablos me las arreglaba peleando sola. —Nunca me levantó la mano ni la voz —añade—. ¡Nunca! Ana Cecilia se calla un momento y luego dice que a pesar de que existan los buenos maridos, son las mujeres las que sostienen los matrimonios. Así mismo, afirma, son ellas las que lo acaban, por voluntad o por falta de inteligencia. El periodista, sonriente, le pide que explique en deta- lle esta curiosa teoría. —Lo que pasa —responde—, es que hay muchas mujeres que creen que son dueñas del marido, y una no es propietaria

140 Antología personal sino compañera de su hombre. Yo no sé qué diablos hacía Ariel cuando no estaba conmigo, ni me compliqué la vida imaginándome estupideces. Simplemente me comporté como lo que siempre he sido: la única, oiga bien, la única. —Bueno, pero también hay hombres posesivos y celo- sos —dice el periodista. —Sí, pero ese defecto es más común en las mujeres y, de cualquier manera, es estúpido y dañino. —Nunca me hice daño —insiste—, pensando en lo que simplemente no había visto ni quería ver. Yo era yo y eso no lo cambiaba nadie. Las otras me importaban un bledo. Lo que Ariel hiciera a mis espaldas no era mi pro- blema, siempre que me respetara y me diera amor. Luego sonríe y cuenta que un día, por pura casuali- dad, pilló a su marido «mal parqueado». —Yo iba pasando por una calle y de pronto vi el carro de él. Me acerqué sin malicia, solamente para saludarlo. Si hubiera sabido que estaba con una mujer, me hago la des- entendida, porque, le repito, una no está para ver ciertas cosas. Cuando llegué, Ariel le tenía una mano agarrada y le estaba pidiendo que se fueran para una cabaña en Honda. Ellos todavía no me habían visto cuando yo dije: «¿Cómo así que se van para Honda? ¿Acaso aquí mismo no hay moteles buenos?». Ana Cecilia festeja la anécdota con una carcajada, prueba de que no tomó aquel incidente como una humi- llación sino como una travesura maravillosa, de esas que a ella le encantan. A continuación, le guiña un ojo al perio- dista y le pregunta a su marido, con voz muy fuerte, qué

141 Alberto Salcedo Ramos se hizo aquella mujer con la que ella lo sorprendió en el camión. Ariel la mira sin decir ni una sola palabra. Fue la única vez que no aportó ese dato preciso por el que su mujer indagaba, aunque estaba claro que había escuchado muy bien la pregunta. —Yo adoro a mi mono —dice entonces Ana Cecilia, posando la mano con delicadeza sobre el cabello de su compañero—. Lo adoro tanto que quiero que se muera primero que yo, para atenderlo como se merece hasta el último minuto. Yo sé que sus hijos lo aman y sabrían cui- darlo si yo muero antes que él. Pero no tendrían ni mi paciencia ni mi efectividad. Además, una vieja estorba menos que un viejo. En ese momento, uno de los nietos, digno heredero de su estirpe, hace un ademán obsceno con las manos y, de sopetón, se dirige a Ana Cecilia: —Abuela, ¿y de aquello qué? —Aquello fue buenísimo mientras funcionó —res- ponde la abuela, bandida como siempre. Luego, con un rostro inocente, hace un apunte del más refinado humor negro: —Ese fue el primer volcán que me atropelló. En la sala se produce una risotada tremenda. El único que no disfruta es el viejo, que nos mira con extrañeza, como si sospechara que nos estamos volviendo locos. Cuando el estrépito cesa, Ana Cecilia se queda pensativa. Con ese gesto afirma que, si hubiera un botón que les permitiera a ella y a su marido recuperar el fuego de la piel, no dudaría en apretarlo, porque —repite con ojos plácidos— aquello sí

142 Antología personal que fue increíble. Pero como no se puede, añade, toca seguir recogiendo los otros frutos de la cosecha. Frutos que, por ventura, son abundantes y preciosos, me dice con orgullo. Y vuelve a mencionar a los hijos, a los nietos y a Dios, antes de sacar pecho y anotar que el placer de ver a su hombre en la cama todas las mañanas, cuando se despierta, no se com- pra con ninguna moneda de este mundo. —Me encanta ver sus ojos azules a través de la débil luz de una vela —señala. Esto último lo descubrió hace siete años, el cinco de noviembre de 1992, cuando la familia entera se reunió para celebrarle las Bodas de Oro. Terminada la fiesta, Ana Ceci- lia apagó las bombillas eléctricas, y a través del fuego de las velas que permanecieron encendidas sintió que mientras cuente con los ojos de su marido, ninguna luz será escasa, ninguna oscuridad será total. Lo vio hermoso, indestruc- tible. Fue ese día, según me dijo, cuando concluyó que a pesar de que el dolor de Armero quizás la acompañe hasta la tumba, los que conozcan su historia tendrán que decir que ella, con la ayuda de Dios y gracias a su propio valor, ha sido más fuerte que todas las tragedias juntas. Cuando apagó las velas aquella noche fue como si también hubiera terminado de apagar el volcán.

Ibagué, febrero de 1999

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§§ El hospital de la fila inhumana

§§ Día dos. 2:20 a. m.

La señora que remata la fila se queja de un dolor en la columna. La mujer que se encuentra a su lado protesta porque lleva seis meses buscando una cita médica para su hijo autista. Adelante hay un hombre de bastón que gesti- cula irritado y una muchacha que llora mientras se masajea el muslo derecho. Todos los integrantes del grupo expre- san un lamento o una molestia. La queja principal, por ahora, es contra la fila misma: permanecer tanto tiempo a la intemperie entumece el cuerpo. Una cosa son diez grados centígrados como simple cifra de los termómetros y otra cosa es tener que soportar- los a cielo descubierto. En un documento que días atrás entregó Martha Helena Lucas, vocera del Hospital Meis- sen, se indica que, en esta zona de Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá, «predominan los vientos durante todo el año».

145 Alberto Salcedo Ramos

Las once personas alineadas sobre el andén a esta hora, dos y veinte de la madrugada, se quejan muchísimo de esos vientos. Además, insisten en lo difícil que fue trasladarse desde sus casas hasta acá. Algunos viven en barrios remo- tos como Santa Librada, Patio Bonito y San Cristóbal. El hombre que encabeza el lote procede de una vereda en el Páramo de Sumapaz. Viajó hora y media a caballo, luego dos horas más en autobús. No ha dormido ni un minuto, dice, y se plantó en la fila desde la una de la mañana. —¿Desde la una? —Sí, señor. —Eso no es nada —tercia un hombre que está apar- tado de la fila comprando café—: yo llegué a las doce. Y enseguida señala al hombre que vino de Sumapaz. —Yo voy delante de él. Cuando se le pregunta por qué decidió sacrificarse de esa manera responde que hoy vino dispuesto a conse- guir como sea su cita con el neurólogo. Los dos intentos anteriores fueron fallidos. Primero llegó a las cuatro de la madrugada y encontró mucha gente en la fila, así que le resultó imposible alcanzar un turno; después arribó a las tres y oyó la misma excusa: el único neurólogo disponible no da abasto para tantos pacientes. En aquella oportuni- dad recibió como consuelo un número telefónico para que tratara de concertar la cita por esa vía. Llamó una vez, dos veces, muchas veces: el teléfono siempre sonaba ocupado, o timbraba, pero nadie lo atendía. Ayer, por fin, logró comunicarse. Entonces quedó perplejo al oír lo que le contestaron: como ya eran las cuatro de la tarde debería

146 Antología personal marcar otro día, ojalá por la mañana. En este punto el hombre mira a sus compañeros como en busca de apoyo. Si hoy no le resuelven el problema —bravuconea— hará una huelga de hambre frente al hospital. Los demás miembros del grupo también empiezan a desahogarse: a un hombre de Barbacoas, Nariño, aún no le definen en qué fecha le practicarán la cirugía de columna que le autorizaron a principios de 2013. A un campesino de Cucaita, Boyacá, lo dejaron sin turno porque tenía untada de grasa la fotocopia de su cédula. A una anciana de Facatativá, Cundinamarca, la rechazaron porque venía sin acompañante. Un señor de mejillas rojizas se anima a contar su his- toria. Primero lo mandaron adonde el neurólogo, después adonde el ortopedista, más tarde a un laboratorio. Así pasa- ron tres meses. Cuando regresó adonde el ortopedista con los resultados en la mano, este lo remitió otra vez adonde el neurólogo. Falta ver cuándo le asignarán la cita que cerrará el círculo infernal. Mientras espera, refunfuña. Son las tres y media de la madrugada. A esta hora casi todos arriban en taxi. Quienes viven cerca se vienen a pie. La señora que se quejaba del dolor en la columna toma café, la madre del chico autista organiza sus documentos en una carpeta ajada, el hombre del bastón come galletas, la muchacha que lloraba luce calmada. Detrás de ellos se ha alargado el río de rostros, que ya dobla por la esquina y se interna en un callejón. Todas las filas son incómodas, pero esta, además, es cruel por cuanto atropella a gente débil. Esos enfermos

147 Alberto Salcedo Ramos menesterosos aguantan frío sobre el andén porque nece- sitan salvarse. Para plantarse allí han desafiado los peligros de la noche y gastado en transporte el dinero que no tie- nen. Al final tanto esfuerzo podría resultar inútil. Por la mañana, cuando se abran las oficinas, muchos de ellos se quedarán sin la cita que requieren. A la sede administrativa del Hospital Meissen acuden, mayoritariamente, personas catalogadas como «sin capa- cidad de pago». Reciben el servicio a través de un subsidio que ofrece el Estado. También llegan pacientes de Capi- tal Salud, la Empresa Promotora de Salud del Distrito de Bogotá. Informes de prensa recientes señalan que esta eps presenta un déficit de29 .000 millones de pesos. Tras innumerables apariciones en los medios, la fila del Hospital Meissen se ha convertido en un símbolo del bestiario nacional. Hasta el vicepresidente de la República, Angelino Garzón, se refirió a ella públicamente: la calificó como «una ofensa a la dignidad de los seres humanos». «Si yo hubiera estado afiliado a Capital Salud cuando me dio el accidente cerebro-vascular», añadió, «posible- mente me hubiera muerto». Hace unos meses el entonces secretario de Salud de Bogotá, Guillermo Alfonso Jaramillo, declaró que el sis- tema de salud se ha envilecido, pues cada vez reconoce menos dinero para los más pobres. El modelo de aten- ción, según él, «privilegia lo curativo e impone barreras de acceso para reducir costos». Esas barreras vuelven a sentirse ahora, a las cinco de la madrugada, cuando llega con malas noticias una funcionaria

148 Antología personal conocida por todos como «la informadora»: hoy no habrá citas para nadie porque el sistema de información presenta fallas desde ayer. De inmediato el torbellino rodea a la mujer. Hay gritos, manoteos, lamentos. La velada termina con una maniobra ya conocida: la funcionaria se limita a anotar un número telefónico en los documentos que le van pasando los pacientes.

§§ Día uno. 5:00 a. m.

El bebé que está dormido en el pecho de su madre padece fie- bre; el hombre que se encuentra detrás, aferrado a su muleta, tiene una pierna amputada. Más allá hay una anciana con cataratas en los ojos y un adolescente asmático. Todos los integrantes de esta larga fila se encuentran sojuzgados por una enfermedad. A las cinco y media de la madrugada ha empezado a clarear en Bogotá. Cae una llovizna filosa, soplan ráfagas de viento crudo. Varios miembros de la turba han venido pre- parados contra el helaje: llevan chaquetas gruesas, ruanas, gorros de lana, capuchas, bufandas. Sin embargo, algunos se quejan. —¡Qué frío tan macho! —exclama una muchacha. Luego junta las manos como un cuenco a la altura del ros- tro, y expulsa sobre ellas una bocanada de aliento. La cola dobla por la esquina y se interna en un calle- jón. Muchos de sus integrantes han venido a pedir citas

149 Alberto Salcedo Ramos médicas para familiares enfermos que ni siquiera se ani- maron a salir de sus casas. En la avenida del frente se ha estacionado un autobús. Acaso sus ocupantes ven la turba alineada en el Hospital Meissen como un elemento rutinario del paisaje urbano. Algunos de ellos miran para acá y enseguida apartan el rostro. Vivir en la capital superpoblada de un país caótico es condenarse a andar de fila en fila, así que quienes no están obligados por la necesidad se mantienen al margen. También estos enfermos que esperan atención especiali- zada mirarían para otro lado si fueran los pasajeros sanos de aquel autobús. En tal caso su problema no sería acce- der a una cita médica sino encontrar dónde sentarse. Cada colombiano va por ahí creyendo que las únicas preocu- paciones importantes son las suyas. El autobús arranca. Seguramente más adelante circulará por vías congestio- nadas, y entonces quedará atascado en una larga hilera de carros. Entre los pacientes que arriban a la fila en este momento hay mujeres embarazadas, ancianos sin acompañantes, bebés en coches-cuna. El bebé enfebrecido, el hombre de una sola pierna, la anciana que tiene cataratas en los ojos y el adolescente asmático han avanzado muy poco. En la fila todo el mundo pierde su identidad y se convierte en parte de una masa amorfa. Aquella mujer no se llama Zoila ni Teresa sino la señora del brazo en cabestrillo, aquel chico no se llama Carlos ni Gustavo sino el muchacho del tapa- bocas quirúrgico. Cada ser humano es un simple dígito en la cifra global de pacientes que desfilan a diario por la sede

150 Antología personal administrativa del Hospital Meissen. De modo que esta historia no es protagonizada por una persona en especial sino por el pelotón completo. Ese pelotón de rostros sin nombre se deshace ahora en una retahíla de quejas. —Mi niña tiene el oído infectado desde hace días, y no he podido conseguirle cita con el especialista. —Mi mamá lleva cinco meses esperando que la atienda un optómetra. —La semana pasada hice una fila de seis horas y no me dieron el turno con el cardiólogo. Protestas. Lamentos. Reclamos. Nunca faltan en este hospital público donde cada mes, en promedio, se registran siete mil casos de urgencia, se asignan doce mil citas de consulta externa, se atienden cuatrocientos partos y se realizan mil trecientas cirugías. Hoy los pacientes se quejan sin la furia que exhibieron recientemente en un noticiero de televisión. En vez gritar siguen formados juiciosamente sobre el andén. Un señor de alpargatas pela una naranja con las uñas, un joven de mejillas rubicundas toma yogur, una viejita desdentada limpia los lentes. El hombre de ruana que está más allá ordena sus documentos en un fólder carcomido. Gente humilde subyugada por sus propios achaques y relegada por un sistema de salud indolente. —Y también por la ignorancia —agrega Eliana Sepúl- veda, coordinadora de consultas externas.

151 Alberto Salcedo Ramos

Entonces habla de los pacientes que ni siquiera saben expresarse: dicen cirugía «penal» en vez de «renal», y solicitan citas «astrológicas» cuando necesitan atención gastroenterológica. Sigue arribando gente. Llegan un anciano vendado, una niña con zapatos ortopédicos, una señora en silla de ruedas. Se acomodan en sus puestos a la espera de una oportunidad que tal vez no llegará. Si fueran poderosos estarían a salvo de esta maquinaria burocrática infernal. Entonces sus enfermedades no resultarían insignificantes. A las seis y media ya han arribado todos los comer- ciantes de la calle. Yolanda despacha papitas snacks, don Víctor sirve caldos en su cafetería, don Jorge vende café en la esquina. —La plata está hecha, hay es que rebuscársela —dice Paola. Ella administra el negocio más insólito de la cuadra: «Pañalera y fotocopias». —A la mamá le fotocopiamos los documentos y al bebé le cambiamos el pañal —agrega sonriente. Paola se queda pensativa. Entonces señala que en cada jornada regala unas cincuenta fotocopias por física cari- dad. El pobre enfermo representa una oportunidad para el pobre sano, el pobre sano representa una ayuda para el pobre enfermo. A pesar de tal solidaridad, los integrantes de la cara- vana asumen su orfandad. Saben que tanto sus males como el trámite engorroso que conllevan son intransferibles; saben que la misma adversidad que los junta, los aísla;

152 Antología personal saben que sólo cuentan como simples cifras de un engranaje siniestro. Saben que para ellos el verbo madrugar no signi- fica adelantarse sino vivir aplazados. Y saben que, aunque algunas personas compasivas les tiendan la mano, aun- que la prensa denuncie el trato ignominioso que reciben, seguirán engarrotándose en la fila. Porque nadie les hará el favor de venir hasta acá a morirse por ellos.

Bogotá, octubre de 2013

Nota: esta crónica no fue incluida en la primera edición del libro, publicada en 1999, sino en la reedición del año 2015.

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§§ Un conservador de cien años

—Erasmo Guáqueta no hay sino uno —dice, y ense- guida, larga una de sus risotadas. Está sentado en el sofá, paladeando uno de los tra- gos de aguardiente con yerbas que él mismo se prepara todos los días. El otro —porque en este momento hay dos Erasmos en la sala, así el del sofá vocifere que es único— habla desde el televisor. El primero cumplirá cien años el próximo mes de julio. El de la pantalla nunca pasará de los noventa y cinco que tenía en 1995, cuando un perio- dista lo descubrió en el velorio del dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado. Ambos lucen trajes de paño, chalecos, corbatas baratas pero dignas, zapatos tres corona y sombreros de copa. El atuendo del que asiste al velorio es rigurosamente negro. El que está sentado lleva un vestido color habano. El Erasmo Guáqueta que mira se ríe de lo que dice el Erasmo Guáqueta que es mirado. Repite sus palabras y las acom- paña con una carcajada cinco años más vieja. Las dos risas se confunden, compiten entre sí, pero la del hombre de la

155 Alberto Salcedo Ramos pantalla, ayudada por el altísimo volumen del televisor, opaca a la de su espectador. Terminado el velorio del político asesinado, el hombre del traje negro es enfocado ahora en el sofá de su propia casa, el mismo sofá en el que hoy está sentado el hombre del traje habano que dice ser el único Erasmo Guáqueta. Las risotadas surgieron cuando el primero afirmó que si no fuera por los cincuenta hijos que engendró el Partido Conservador se habría acabado hace rato. Los dos Guáquetas prolongan la celebración del apunte. Los dos apuran un nuevo trago de aguardiente con toron- jil. Las acciones de ambos no son simultáneas, concertadas, como si estuvieran repetidas por un espejo, sino que fluyen a destiempo. El de carne y hueso siempre va detrás, coman- dado por su propia imagen. Se le nota que quiere imitar los gestos ya sabidos de ese otro personaje inasible del pro- grama, que con el tiempo se le ha convertido en motivo de admiración. Observando a aquel, este Guáqueta del sofá termina queriéndose más a sí mismo, porque se convence, carachas, de que si lo sacan en la televisión es porque es importante. ¡Ah, y esa gracia, esa elegancia! ¡Miren esa elegancia!

* * *

Verse en el televisor es apenas una parte de su rutina diaria. Lo primero que hace, una vez que se ha bañado y vestido, es darles de comer a los gallos de riña que tiene en la azotea de su casa, para lo cual sube de un solo tirón, sin fatigarse,

156 Antología personal los diecisiete peldaños de la escalera. Del plátano maduro que corta en trozos para los animales se va robando algunos pedazos, que engulle golosamente con su boca desdentada. Allí mismo, en la azotea, empacada en tres costales de fique, está su colección de ejemplares del periódico con- servador El siglo. «La Santa Biblia», le llama él. —¿Y por qué la Santa Biblia, don Erasmo? —Porque lo que está escrito allí es palabra sagrada. Una vez le pregunté a un amigo mío, liberal, si había leído la Santa Biblia. Y él quiso saber qué era esa vaina. Le dije: «¡El Siglo, hombre, El Siglo! ¡Compre El Siglo, que allí sí le dicen la verdad sobre los ladrones liberales de este país!». Guáqueta suelta una risotada tan fuerte, que deriva en una tos incontrolable. María Luisa, una de sus hijas, ha dicho que, si a su padre no han podido matarlo ni la hepa- titis, ni la fiebre amarilla, ni el marido celoso que lo pilló acostado con su mujer, ni los quintales de cerdo que se ha comido y se sigue comiendo, ni la empinada escalera que conduce hacia la azotea, seguro lo matarán un día de estos los espasmos que le genera su fanatismo político. —¿Sectario yo? —pregunta el viejo. Su gesto de sorpresa es deliberadamente exagerado, una pantomima traviesa que está a punto de estallar en una nueva risotada. —Pero, ¿cómo que sectario, si yo he sido hasta amigo de los liberales buenos? —insiste. Después de alimentar a los gallos, Guáqueta baja hasta la sala. Se sienta a leer El Siglo, no sin antes acuñar otro de sus gracejos recurrentes:

157 Alberto Salcedo Ramos

—Para leer la Santa Biblia me quito el sombrero. Al quitárselo, deja al descubierto una cabeza pelada, que refulge como bola de billar. Esta vez no suelta una car- cajada, sino que esboza una sonrisa. Y se sirve un trago de aguardiente con yerbas. En la sala hay un papel amarillento que contiene las fir- mas de cuanto dirigente conservador se topó Guáqueta en sus faenas políticas. Un gigantesco afiche enmarcado de Lau- reano Gómez domina una de las paredes. Está allí porque, aparte de ser su ídolo, fue su compadre, nada menos que el padrino —óigame bien, señorito con cara de liberal— de Constanza y de Orlando Guáqueta Herrera. Los dos murie- ron de hepatitis. Que no es lo mismo, aclara, que morirse de malos hígados por laureanista, como le gritó un enco- nado adversario durante una jornada electoral. Muy serio, el anciano añade que la frase no fue cómica sino ordinaria, y por eso nunca perdonó al que la pronunció. Guáqueta llegó al extremo de ponerles a dos de sus hijos el nombre de Laureano. El último de todos se llama Álvaro Enrique, como homenaje a los dos herederos varo- nes de su compadre.

* * *

Guáqueta, nacido en Suesca, Cundinamarca, fue albañil, comerciante, carpintero, zapatero, gallero y barbero. En nin- guno de esos oficios se volvió rico. Si tuvo harto dinero fue porque, increíblemente, se ganó nueve veces el billete entero de la lotería. Pero el capital que le cayó como mandado del

158 Antología personal cielo se le fue escapando, debido a esa calentura política que lo llevó a comprometer hasta los recursos que no tenía por la única gracia de tomarse una foto al lado de los líderes de su partido. De su bolsillo sacaba plata para comprar votos, pagar favores que nunca fueron para él ni para su familia, contratar autobuses para transportar a los electores y cos- tear los sancochos pantagruélicos del comando electoral del barrio Siete de Agosto, donde aún vive. A Francisco González Clavijo, uno de sus yernos, lo arrolló un automóvil manejado por un señor ebrio de apellido Urrutia, pero Guáqueta intercedió para que la demanda de la viuda —su hija— no prosperara, porque el chofer, después de todo, era un distinguido conservador, y los bomberos copartidarios no se pisan las mangueras.

* * *

Por estos días la rutina dominical de Erasmo Guáqueta se ha alterado. Sucede que los hijos, biznietos, tataranietos y choznos se apretujan como pueden en su casa para ensa- yar la coreografía de la fiesta que le ofrecerán el próximo primero de julio, cuando cumpla cien años. En total fueron cincuenta los hijos de Guáqueta: tuvo veintitrés con Alicia Herrera, su primera esposa, veintiuno con Helena Ángel, con quien todavía vive, y los otros seis los tuvo menudeados en diferentes hogares de paso. El tema de los numerosos hijos resulta propicio para una nueva humorada de don Erasmo, planteada, como corresponde, en términos electorales: «faltan datos de otros municipios».

159 Alberto Salcedo Ramos

Hay cerca de cien personas apelotonadas en la sala. Los niños han armado una gritería que desquicia. El barullo de los adultos gira alrededor de la actitud política del viejo, que unos consideran ingenua y los otros, pulcra. Helena Ángel saca entonces de la vitrina el busto de Laureano Gómez. Su marido lo compró hace medio siglo, en una venta callejera en el centro de Bogotá. A los pocos días de haberlo adquirido, ordenó que lo revistieran con seis baños de oro, ya que el bronce se le antojaba un metal indigno de la grandeza de su ídolo. Guáqueta no le llama busto sino «la cabeza». Así, a secas, como si estuviera convencido de que no hay más que una cabeza, la de su jefe Laureano Gómez, a quien considera el mejor dirigente conservador del siglo xx en Colombia. El veintidós de febrero de 1989, cuando se conme- moró el centenario del nacimiento de Gómez, Guáqueta asistió a la misa con la cabeza montada en una bandeja de plata. Imprudente y autoritario, como siempre, se llevó por delante al militar que pretendía impedirle el paso, atravesó el corredor central de la catedral y se paró al lado del sacerdote, quien detuvo la ceremonia, estupefacto. De las miradas iniciales de espanto, el público pasó a los carraspeos, luego a las risas y casi enseguida a los aplausos. —Al final —dice Guáqueta— el doctor Álvaro Gómez se me acercó y me pidió que le prestara la cabeza. Los políti- cos la tocaban, se la pasaban de mano en mano y me miraban con una sonrisa. —Yo empecé a preocuparme —agrega, mientras se deja caer otro trago de aguardiente entre pecho y espalda— cuando

160 Antología personal vi que el doctor Álvaro ya iba saliendo de la catedral y se lle- vaba mi cabeza, como si pensara que yo se la había regalado. Como pude vencí la pena y le dije: «No, doctor Álvaro, ese señor podrá ser muy su padre, pero esta cabeza es mía». Después de la risotada sísmica que estremece la casa, su hijo José Erasmo toma la palabra y dice que del inci- dente quedó, por lo menos, un buen chiste: ese según el cual su padre puede decir que a pesar de que los políticos le quitaron mucho y no le dieron nada, nunca pudieron arrancarle la cabeza.

Bogotá, mayo de 2000

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El oro y la oscuridad La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé

(2005)

§§ x: Epílogo al borde del nocaut

Cuando te noquean con un buen golpe no sientes dolor. Flotas. Es como si estuvieras borracho. Sientes que quieres a todo el mundo. Floyd Patterson

Cuando vuelvo a la mesa de la cafetería, frente al Parque Bolívar de Cartagena, lo encuentro sentado en la misma silla donde lo había dejado. No se percata de mi regreso porque está reconcentrado escribiendo algo en una hoja suelta que yo mismo le di un poco antes de ausentarme. Me le acerco por la espalda, aprovechando su des- cuido, y entonces descubro que el trozo de papel está todo borroneado con las mismas dos palabras repetidas hasta el delirio:

Kid Pambelé Kid Pambelé Kid Pambelé Kid Pambelé Kid Pambelé Kid Pambelé Kid Pambelé (…)

165 Alberto Salcedo Ramos

Le pregunto cuál es la razón por la cual ha escrito su nombre tantas veces. Sonríe de un modo que me recuerda el gesto de algunos niños cuando son pillados en una falta. Sin embargo, no dice nada. Se empina su vaso de limonada, responde con la mano izquierda el saludo de un peatón. Después rompe el papel sin mirarme y arma una pelota con los retazos. Me pregunta si puedo darle otra hoja. —¿Por qué escribiste tu nombre tantas veces? Pambelé sigue en silencio. Lanza la pelota de papel hacia una caneca que se encuentra dos mesas más allá de la nuestra. Pero no atina en la embocadura. Uno de los meseros, que no nos ha quitado la mirada de encima en toda la mañana, le pide que se quede sentado y se ofrece a recoger la bola y echarla a la basura. En la cafetería, ubicada en una terraza al aire libre, no hay ni diez clientes. Muchos transeúntes saludan al pasar o se detienen en nuestra mesa, como acaba de hacer este vendedor de lotería que nos sugiere comprar una fracción terminada en siete. Mientras Pambelé hojea el talonario, el lotero lo examina con ese descaro típico del Caribe. Cuando ha terminado la inspección, suelta el diagnóstico sin recatos de ninguna índole. —No joda, champion, te veo bien. Estás un poco lle- vao pero tienes buen semblante. Pambelé le mete un puñito juguetón en la barriga, suave, muy suave. Sonríe. Dice que esos números son malí- simos. Vuelve a sorber su limonada. El vendedor insiste en que el siete puede ser una buena opción porque hace rato no sale.

166 Antología personal

—Lo que pasa es que tú eres salao —lo recrimina Pam- belé—. Eche, te compro y te compro y no me gano un carajo. El lotero se ríe. Enseguida recupera su talonario y se marcha. Cuando ha caminado casi dos metros, se voltea hacia nosotros. —Ojalá sigas así, Toño. Después se dirige al que parece ser el administrador de la cafetería. —¡Oyeeeeee, este hijueputa negro que es tan maluco, y hasta simpático se ha puesto! Cuando quedamos solos de nuevo, me dedico a escru- tarlo. Luce restablecido, en efecto. Hace diez días fue dado de alta en el Hospital San Pablo, después de permanecer un mes en tratamiento. Desde entonces hasta hoy —viernes tres de junio de 2005— no se ha pasado de la raya. Calculo que habrá perdido unos quince kilos. Eso quiere decir que, si tuviera que subir al ring en este momento pelearía en la categoría pluma, la de las 126 libras. Pese a su flacura, presenta un aspecto regio, como anotó el lotero. Gesticula con vivacidad y no con la pesadez que le había visto antes. Mira con los ojos despiertos. Y además habla con fluidez. Eso sí: al igual que en los encuentros anteriores es abso- lutamente hermético frente a las preguntas incómodas. Se enmudece, tamborilea sobre la mesa, como siempre. Administra con dignidad una cara de tonto con la cual pre- tende convencerte de que es un pobre ángel calumniado. A veces, cuando tú le recuerdas alguno de sus errores, simula una cara de desorientación que demuestra su gran

167 Alberto Salcedo Ramos talento para el teatro. Si acaso, te responde con un mono- sílabo cortante, o con una evasiva tan grande como una catedral. —¿No te gustaría someterte a un tratamiento en La Habana? —le pregunta uno. —Oye, Rentería no está bateando nada este año —res- ponde él. Y así, hasta el infinito. Sin embargo, esta vez no estoy dispuesto a permitirle, por nada del mundo, que se salga con la suya. Así que lo chuzo en el punto débil. —¿Por qué escribiste tu nombre muchas veces en la hoja que te di? —No es lo que tú piensas —contesta por fin. Y de inmediato vuelve a su mutismo. Al principio supongo que está midiendo mejor las palabras que quiere pronunciar. Pero casi enseguida me doy cuenta de que entre sus planes no figura terminar la respuesta ni hoy ni dentro de cincuenta y dos años. De modo que vuelvo al ataque. —Si no es «lo que yo pienso», ¿entonces qué es? Pambelé me mira con rabia, el ceño fruncido, las man- díbulas apretadas. Por primera vez desde que lo conozco, se dirige a mí en un tono autoritario. —¡Vamos a hablar de otra vaina! Como hace apenas tres días regresé de Venezuela, le propongo ver las fotos que le tomé a Tony en Charallave. Los ojos le brillan. La primera imagen que le muestro es la de su hijo regando las matas con una manguera. Pam- belé dice que le gustaría quedarse con ella.

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—¿Tony no te contó que el año pasado estuvimos juntos en Bogotá? —pregunta después, mientras sigue pasando las fotos. A continuación quiere saber si conocí a los otros tres hijos que tiene en Venezuela. Le respondo que sólo a Marco Antonio pero que, lamentablemente, no le tomé ninguna fotografía ni hablé mucho con él. Cuando se terminan las fotos de Tony, empiezan las de Ramiro Machado, las de Tabaquito Sanz y las de los lugares que frecuentó durante su época de boxeador en Venezuela. El rostro de Pambelé se transforma en un amasijo de ansie- dad. Quiere saber qué me dijo el uno, quiere saber qué me dijo el otro. Habla del Estadio Brígido Iriarte y del gim- nasio de La Vega, de la Redoma de la India y de la Plaza Capuchino. No he terminado una respuesta cuando ya me está disparando —urgente, atropellado— la siguiente pregunta. Pareciera querer saberlo todo al mismo tiempo. —La pobre vieja Bruna ya debió morirse —dice, pensativo. Revalido su sospecha y, de paso, aprovechando la direc- ción que ha tomado la charla, le informo que Luis Lara Acosta, su sparring en la cuerda de Machado, también falle- ció. Pambelé suspende de manera abrupta la revisión de las fotos. Esta vez su gesto de sorpresa no tiene nada de teatral. —Pobre Lara —es todo lo que dice. Y enseguida retorna a su faena. Le pregunto si al fin Machado le pagó la famosa deuda de los 70 mil dólares y, como siempre, finge no oírme. Le da la vuelta a una foto que está al revés, una foto de Machado, precisamente. Pero no dice ni mu. Razón tenía Miguel

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Gómez, el dueño de Bogotana de Ediciones, cuando me dijo que Pambelé «es como una varita untada de barro, no hay por dónde agarrarlo». Ahora entiendo el símil perfec- tamente: el tipo es inaprensible, resbaladizo. Cuando juras que ya vas a sujetarlo, se escabulle, ¡zuaaaaaaas!, como si te jalaran la varita, y sólo te deja un manchón de lodo en la palma de la mano. —¿Machado te pagó la deuda, Pambe? Silencio. Después vuelve a suspender la revisión de las fotos. —Pobre Lara Acosta —suspira—. Yo no sabía que se había muerto. —¿Era de la edad tuya? —Él era mayor. Lo que pasa es que recibió mucho puño. ¡Imagínate, era mi sparring! —¿Quieres decir que murió porque tú le pegabas muy duro? Silencio otra vez. Cara de tedio. Un vistazo al reloj. —¿Machado te pagó la deuda? —Hombeee, deja la vaina quieta. —¿Por qué no quieres hablar del tema? —Él no me quedó debiendo nada —rezonga con fastidio. —Tengo en la casa por lo menos treinta periódicos donde tú apareces hablando de esa deuda. —Quema esos periódicos, que él no me debe nada. —Listo, yo quemo los periódicos. Pero dime por qué escribiste tu nombre tantas veces en la hojita esa que botaste hace un rato.

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Pambelé sonríe con una mezcla de picardía e impo- tencia, como admitiendo que está contra la pared. —Lo que pasa —dice entonces, sin un ápice de rubor—, es que yo te iba a regalar una dedicatoria y estaba practi- cando la firma. Ahora el que se queda en silencio soy yo. Justo cuando pienso en llamar al mesero para pedirle la cuenta, oigo de nuevo la voz de Pambelé. —Oye, regálame otra hojita de esas.

* * * De todos los testimonios que he recogido para armar este perfil el más árido es, precisamente, el del protagonista. No porque carezca de la capacidad suficiente para expre- sarse, sino porque no le interesa en absoluto que yo toque sus puntos vulnerables. Como maneja una lista tan extensa de temas vedados, me deja sin piso, sin oficio, sin pregun- tas. Y así, cada encuentro con Pambelé es un diálogo de sordos: él, oculto en una caparazón impenetrable y yo, maniatado. No habla del maltrato a su familia, ni de sus escándalos públicos, ni de su delirio de grandeza. Sim- plemente me escudriña, me pide otro pedazo de papel, me dice que Orlando Cabrera es tremendo short stop, o le mira el trasero a una mujer cuarentona que pasa por su lado. Jamás reconoce su adicción a las drogas y al alcohol, jamás reconoce que tiene un problema serio. —Los médicos afirman que si te sometieras a un trata- miento completo en Cuba (sin marcharte antes de tiempo, como hiciste la vez pasada) podrías recuperarte.

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Pambelé, por supuesto, sigue callado, aunque con su gesto te dice algo así como «chévere, pero gracias». De modo que me toca apelar a muchas personas para poder contar la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé. Todas esas voces se van sumando como las piezas desperdi- gadas de un rompecabezas. Hay un momento, sin embargo, en el cual me siento abrumado por cierto tipo de infor- mación que me hostiga de manera recurrente, como ese tronco roñoso que las olas devuelven a la playa una y otra vez. Pienso, entonces, que ese grito de pavor lo había escu- chado antes, que ese llanto ya me había encogido el alma, que ese puñetazo ya le había partido la boca a alguien. Esa sensación me invadió, por ejemplo, cuando me senté a conversar con Julia Cervantes, una de las herma- nas de Pambelé. Otra vez el cuento de las furias nocturnas, otra vez el estropicio de peroles en la cocina, otra vez el dolor de la familia, otra vez el discurso religioso. «Yo a veces pido en mis oraciones», me dijo Julia, con el rostro bañado en lágrimas, «que le mande una enfermedad que lo detenga, a ver si en medio de esa enfermedad él recibe a Dios en su mente y en su corazón». Julia me ratificó lo que ya me había informado el médico Christian Ayola: el problema psiquiátrico de Pam- belé es hereditario. No tiene nada que ver con el boxeo. Es más: ni siquiera se le declaró durante su época de boxeador. El bazuco y el licor agravan el mal, pero no lo ocasionan. Doña Ceferina Reyes, la madre de Pambelé, ha padecido crisis nerviosas severas, al igual que sus hermanos Pablo e Idelfonso.

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La manifestación más notoria de eso que pudiéramos llamar «la locura» de Pambelé es la trashumancia. Pambelé es capaz de montarse sin titubeos en el autobús que vaya pasando, y dejarse arrastrar hacia cualquier lugar. A él le tiene sin cuidado que el destino final de su viaje sea Necoclí —Antioquia—, Fundación —Magdalena— o Caicedo- nia —Valle del Cauca—. «La vida de mi papá», bromea José Luis Cervantes, «es como el eslogan de Producciones jes: hoy desde Los Ángeles, mañana desde cualquier lugar del mundo. Él desayuna con uno en Cartagena, y tres horas después llama por teléfono para decir que está en Santa Marta, porque le va a pedir un favor al alcalde». Esa es la razón por la cual todo el mundo en Colombia jura que se ha tropezado con Pambelé. Como el tipo recorre el país de un extremo al otro, lo ven tomando cerveza en el Amazonas, o deambulando por el centro de Bogotá, o cru- zando el Canal del Dique en una canoa, o devorando una mojarra frita en el mercado de Barranquilla, o bailando salsa en una discoteca de Cali. No está desvariando el que lo encontró comiendo pollo en una fonda de Manizales, ni el que asegura haberlo visto cargando a la Virgen del Car- men en las fiestas patronales de San Estanislao. Es posible, incluso, que todas esas personas, tan distantes entre sí, se hayan topado con él a la misma hora, porque Pambelé, como el aire, está en todas partes aunque al final no esté en ninguna. Lo ves y lo ves y lo ves y lo ves. Pero no pue- des palparlo. A menos que por una perrada del destino quedes frente a él en uno de sus momentos de cólera, y te pesque de sopetón con un recto de derecha en la mandíbula.

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Julia cree que la vida peregrina de su hermano mayor es una consecuencia de su egolatría. Lo que pretende, en el fondo, es hacer gala de su gloria, exhibirla allá y más allá, enrostrársela al aldeano del último rincón del mapa. Él mismo es su trofeo, y se lleva a pasear con un entusiasmo encarnizado, para que no lo olviden, caramba, para que el pueblo le exprese su afecto o, cuando menos, le presente sus respetos. Bébete esta gaseosa, campeón. Almuerza con- migo, campeón. Regálame un autógrafo, campeón. ¿Te acuerdas de la trompada que le zampaste a Johnny Cope- land? ¿Te acuerdas del tablazo que le diste a Javier Ayala? ¡No joda, a mi abuelo, el viejo Albe, la pelea que más le gustó fue la de Lion Furuyama! ¡A ese man no lo tumbaba nadieeeeeee, marica! Como tenía el cuello tan corto, la quijada le quedaba escondida, igual que la cabeza de las hicoteas, pero entonces el Pambe, cuando descubrió que el tipo era demasiado duro, se dedicó a martillarlo con el jab, pum en el ojo, pum en el ojo, pum en el ojo, y ese pobre japonés terminó irreconocible. De acuerdo con el testimonio de Julia, los estruendos de Pambelé obedecen a ese mismo afán exhibicionista: «Él quiere lucirse es donde hay gente. Un día me puse a ana- lizarlo y me di cuenta de que cuando está solo no le pega puños a las paredes. Cuando llega borracho por la noche y no encuentra a nadie despierto, va y se acuesta tranqui- lito, pero como vea a alguien, enseguida arma el show. Así mismo hace en la calle».

* * *

174 Antología personal

Después de dos años de trabajo, ya no sé cuántas veces he entrevistado a Pambelé. He desayunado, he almorzado y he cenado con él. Lo he visto en traje de paño y en ber- muda, con zapatos de charol y con sandalias. Nos hemos encontrado en mi apartamento, en centros comerciales, en cafeterías y en parques. He caminado a su lado bajo el sol de Cartagena y bajo el gris plomizo de Bogotá. Andando con él he sido testigo de las situaciones más chistosas y de las más conmovedoras. Una tarde, en Car- tagena, mientras atravesábamos el Parque del Centenario, descubrimos a una prostituta que se estaba bañando des- nuda, con la mayor frescura del mundo, en medio de un tumulto de mirones. A leguas se notaba que la muchacha era un pájaro de la noche extraviado en el día, los movimientos lerdos, los ojos enrojecidos como brasas. Quizá cuando se agachaba para sacar el agua del balde sentía girar el mundo en cámara lenta. Cuando reconoció a Pambelé le sonrió con picardía. Después le apuntó con su índice derecho, como si fuera una pistola, y le descerrajó un balazo burlón que dejó un estampido de carcajadas en el ambiente. Pero Pambelé siguió de largo conmigo, fingiendo que no la había visto. —¡Campeónnnnnnnnnnnn! —gritó entonces la mu- chacha, sandunguera—. ¡Ven a enjuagarme la panocha, campeónnnnnnnn! Pambelé levantó su mano izquierda con la «v» de la victoria, y continuó su marcha sin mirar hacia atrás, mientras aquellos chiflados, que parecían actores de una película neorrealista del caribe, siguieron allí desternillán- dose de la risa.

175 Alberto Salcedo Ramos

Otro día, en un centro comercial de Bogotá, vimos a una abuela octogenaria que había pedido permiso en el hogar de ancianos donde estaba recluida para encon- trarse con uno de sus hijos. Pero el hombre no llegaba, y ella lloraba a lágrima viva con un sentimiento que partía el alma. Pambelé le acarició el cabello, le brindó pan de yuca y, claro, cómo no, le regaló un autógrafo. Sólo cuando apareció el hijo incumplido, Pambelé me pidió que siguié- ramos nuestro camino. No habíamos caminado ni diez metros cuando me dijo con su voz de trueno: —¡Oye, ese hijueputa es peor que yo! Algo que me llamó la atención durante aquellas jornadas fue su asombrosa habilidad para orientarse, especialmente en Cartagena. Pambelé conoce al dedillo los espacios que frecuenta. Evoca los rostros que pueblan esos sitios, retiene detalles increíbles. Un día me dijo: «Vamos a pasar por una esquina que huele a níspero». En otra ocasión se frenó en seco frente a la desembocadura de un callejón de San Diego, y recitó de memoria los colores de todas las casas que venían a continuación. Ese dominio de la calle se debe a su condición de vagabundo empedernido. Lo que más me impresionó, en este sentido, fue su manejo del clima. Pam- belé sabe con precisión dónde pega el frescor y dónde pega el bochorno, dónde hay un árbol de almendra y dónde un alero generoso, y te va guiando como guardián a través de un sendero de sombras, en el cual no te hiere ni siquiera el sol más bravo. Andar a pie de un lado a otro, sobre todo si hay mucha gente, es para Pambelé la antesala del Paraíso. Una tarde,

176 Antología personal en Bogotá, se puso histérico por la congestión del tránsito, y se bajó refunfuñando del taxi en el que íbamos. —¡Yo no sé cómo te aguantas tú esa vaina! —pro- testó, con un gruñido de perro Doberman que me produjo espanto. Al rato, sin embargo, estaba muerto de la dicha, repar- tiendo sonrisas y adioses entre los admiradores que le salían al paso. Noté que en esos casos Pambelé no camina sino que desfila, con una altivez de pavo real que se le derrama por los ojos. De repente irguió el tronco, subió los hombros y empezó a andar en la punta de los pies. No pude evitar acordarme de Pedro Navaja y del tumbao que tienen los guapos al caminar. Desde la cumbre de su frenesí, Pambelé seguramente vio como calle de honor lo que no era más que un feo andén repleto de mercachifles. Hizo por ené- sima vez la señal de la victoria, saludó a alguien levantando el pulgar de la otra mano. Uno de los vendedores, la voz entrecortada por la emoción, corrió a entregarle un som- brero de charro mexicano. Pambelé rechazó el ofrecimiento con una frase tan aplastante como su mejor uppercut. —¡No joda, si me pongo ese sombrero la gente no me conoce!

* * *

Dejé de verlo a principios de junio de 2005, precisamente por los días en que él andaba restablecido después de su hospitalización en el San Pablo.

177 Alberto Salcedo Ramos

A partir de ese momento empezó a llamarme por telé- fono casi todos los días. Yo no lo llamaba a él porque su teléfono celular siempre estaba extraviado, lo cual lo obli- gaba a cambiar el número con demasiada frecuencia. Sus conversaciones eran —invariablemente— una descarga urgente: —¡Albe: prende el televisor al mediodía, que me entrevistaron en el aeropuerto despidiendo a la Selección Colombia! Cuando me aprestaba a balbucear por lo menos un monosílabo, se despedía como un rayo: —Bueno, te dejo, porque nada más tengo un minuto. En otra ocasión me preguntó si ya tenía el nuevo disco de Diomedes Díaz. Cuando le respondí que no, me dijo: —Cómpralo esta misma tarde, que ahí me mencionan a mí en una canción que se llama La sanguijuela. Y enseguida, claro, lo mismo de siempre: —Hablamos después, Albe, que nada más tengo un minuto. Una vez el pretexto fue que Carlos Vives le regaló el video de la canción que le dedicó. En otra ocasión me invitó a sintonizar el noticiero de la noche, ya que él iba a aparecer en la carrera de las estrellas al lado del automo- vilista Juan Pablo Montoya. La llamada más insólita de todas sucedió una tarde de septiembre. —Albe, ¿ya sabes que murió Nicolino Locche, el que perdió conmigo? —Sí, Pambe, ya me enteré.

178 Antología personal

—Oye, consíguete un par de pasajes y nos vamos para Buenos Aires. Yo quiero tomarme una foto visitando la tumba de Locche. La andanada más recurrente de todas era esta: —Albe, ve organizando las cosas, ¿oíste? Ese libro sobre la vida mía tiene que salir este año. A veces había, por supuesto, algunas ligeras variaciones: —¿Por dónde vas en el libro, Albe? Métele la cañaña a ese libro, que tú sabes que la vida mía le interesa a todo el mundo. Una mañana lo descubrí todo: cada vez que me llamaba estaba en un sitio concurrido: el aeropuerto, la terminal de transportes o el mercado. Su intención, pues, era notificarle a voz en cuello a los presentes, que su vida, la vida del más extraordinario boxeador de las 140 libras por los siglos de los siglos, amén, sería narrada, óiganlo bien, carajo, en un libro.

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Volví a verlo el viernes dos de septiembre de 2005 durante una velada de boxeo. Apenas llegué a la Plaza de Toros Cartagena de Indias me di cuenta de que no se podía sostener en pie, debido a su borrachera descomunal. Los periodistas Freddy Jinete y Mike Fortich me contaron que el hombre llevaba rato armando el tropel. El show, por lo que se veía, iba para largo. Primero desafió a un vendedor ambulante. Luego se dio varios golpes de pecho con ambos puños. Y después comenzó a gritarles obscenidades a los dos boxeadores que

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estaban peleando en el ring. El público, otras veces compla- ciente, perdió los estribos por cuenta de sus provocaciones. Al principio se oyó una voz más bien vacilante: —¡Quédate quieto, loco hijueputa! Pero casi enseguida, alebrestada por aquel bramido soli- tario, la turba se convirtió en un monstruo ingobernable. —¡Lárgate rápido para el manicomio! —¡Tú crees que te puedes pasar toda la vida en la misma mierda! Lo que más tenía fuera de quicio a Pambelé era la presencia del ex campeón mundial Roberto Durán, más conocido como Mano e’ Piedra, en la Plaza de Toros. Los dos cultivaron siempre una gran rivalidad deportiva, debido a que eran campeones imbatibles en sus respectivas cate- gorías, Durán en la ligero —135 libras— y Pambelé en la welter junior —140—. Ni el uno quiso bajar ni el otro subir de peso, y de esa forma los aficionados se perdieron la que pudo haber sido una de las peleas más electrizantes de la historia. Desde entonces, uno de los pasatiempos favoritos de los amantes del boxeo es discutir quién hubiera ganado en caso de que hubiesen chocado. Las apuestas siempre han estado divididas. Allí estaba Durán, pavoneándose como la figura cen- tral de la velada. Los organizadores de la cartelera le habían reservado un puesto de honor en el ring side, al lado de una rubia despampanante. El público lo aclamaba. —¡Cholo Durán! —¡Cholooooooooo! —¡Cholo campeónnnnnnn!

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Para Pambelé, en cambio, los espectadores no tenían sino insultos y burlas: —¡Ve a joder a otro lado! —¡Hey, Pambelé, te lo clavo en el mapalé! De vez en cuando Pambelé llegaba hasta donde Durán y, sin que nadie se lo pidiera, se sentaba al lado del trono. Entonces abrazaba al dueño de la noche, lo manoseaba, le hablaba en la cara de manera pegajosa. Los fotógrafos disparaban sus flashes. Al rato se alejaba, caminando con ese tumbao de Pedro Navaja que una vez le vi en Bogotá. Cuando estaba como a diez metros de distancia empezaba a despotricar contra Durán. —¡Qué Mano e’ Piedra ni qué hijueputa, tiene las manos como una niña! ¡Ese mariquita me tuvo miedo! ¡Me cago en Mano e’ Piedra! Noté que su vozarrón de trueno, después de haber proferido tantos gritos, estaba estropeado: sonaba como encajonado en una caldereta vieja. Después se fue apa- gando lentamente, lentamente, lentamente, hasta que se apagó del todo. Pambelé lucía físicamente reventado. Fue en este momento cuando cometí la imprudencia de dirigirme hacia él. ¿Por qué lo hice? Todavía no lo tengo claro, debo admi- tirlo. Quizá fui sólo a saludarlo. Quizá me había convertido, a esas alturas, en un autor jalonado de manera fatal por su propio personaje. O quizá estaba motivado por un cierto voyerismo siniestro. Al fin y al cabo, era la primera vez que presenciaba uno de sus arrebatos. Era como tener la oportu- nidad de ver a Dante en el infierno mientras capitaneaba su

181 Alberto Salcedo Ramos propio desastre. O como darle la mano a Raskolnikov mien- tras afilaba el hacha con la cual iba a decapitar a la usurera. Apenas me vio, me pidió una cerveza. Le sugerí que se fuera a dormir, ya que estaba muy borracho. Enseguida se desató a proferir los insultos más feroces que me han dedi- cado jamás. Al final de la sarta de improperios, me lanzó el golpe de gracia inevitable. —¡Yo soy el campeón mundiaaaaaaaalllllllllllllll! Y ahí mismo, para demostrar que, en efecto, era el cam- peón se cuadró frente a mí, dispuesto a defender el título. La rebelión del personaje contra el autor será un excelente argumento literario, no te lo voy a negar, pero puedo jurar que cuando ese ser enfebrecido se sale del libro, cuando lo tienes frente a ti como un Atila de resuello pavoroso, cuando blande en tu cara sus dos puños temibles, lo que sientes son físicas ganas de morirte. El entrenador Aníbal González y los ex boxeadores Luis “Chicanero” Mendoza y Martín Valdez me salvaron el pellejo. Ellos, más dos voluntarios del público, atenaza- ron a Pambelé, que no cesaba de soltar palabrotas. Desde las graderías cayó la más letal de todas las ráfa- gas de insultos. —¡Saquen a patadas a ese loco! —¡Llévenselo para el manicomio! —¡Hey, Pambelé, cuidado te coge Mano e’ Piedra! Mientras los cinco hombres lo sacaban a la fuerza de la Plaza de Toros, con la algarabía de la turba como telón de fondo, pensé que a Pambelé se le empezaba a derrum- bar su reino de fantasía, ese bastión que hasta entonces me

182 Antología personal había parecido inexpugnable. En ese momento comprendí la verdadera dimensión de su tragedia.

Bogotá, diciembre de 2005

183

La eterna parranda

(2011)

§§ El fútbol de Las Regias

Mauricio Álvarez, más conocido como “La Madi- son”, saca del maletín un espejo pequeño. Luego, mientras se peina el escaso cabello tinturado de rubio, cuenta que descubrió su homosexualidad a los siete años, leyendo una historieta de Superman. —Apenas vi a Clark Kent, me volví loco —dice, aho- gándose de la risa. John Jairo Murillo, apodado “La Ñaña”, advierte con un gesto burlón que esta es la «confesión más maricona» que ha oído en sus treinta y siete años de vida. —¡Usted es tan gay —exclama, chocando las palmas de sus manos—, que no perdona ni a los muñecos de las tiras cómicas! Tanto Madison como los otros integrantes del equipo de fútbol Las Regias ríen a carcajadas. Están vistiéndose al aire libre en las graderías del coliseo Misael Pastrana Borrero del municipio de Riofrío, en el occidente de Colombia, conocido por su abundante producción de caña de azú- car. El equipo, conformado por travestis, se creó en 1992

187 Alberto Salcedo Ramos con el propósito de recaudar fondos para socorrer a los homosexuales de Cali enfermos de sida o adictos a las dro- gas. Para obtener dinero, frecuentemente realiza partidos de exhibición en los barrios de la ciudad y en los pueblos cercanos. Además, de vez en cuando recibe donaciones. Conseguir recursos es un propósito que resulta cada vez más difícil. Recientemente, por ejemplo, los jugadores debie- ron resignarse a no participar en el Campeonato Mundial de Fútbol Gay, que se llevó a cabo en Buenos Aires, por- que no lograron reunir lo suficiente para pagar el viaje y los gastos de hotel. Esta tarde, como ya es costumbre, los jugadores arman bochinche mientras se ponen el uniforme. El más lengua- raz de todos es “La Ñaña”, fundador del equipo. Dice que “La Valeria”, cuando era un bebé de brazos, se sentaba sobre el biberón; que “La Britney” nació con un chupo entre las nalgas; que “La Canasto” es agüita de florero y “La Natalia”, flor de otro patio, y que “La Cuto” es tan gay que cuando ve un pene pintado en el piso, lo borra con el trasero. —Y este —afirma ahora, refiriéndose a “La Iguana”, que se revuelca de la risa—, si se hubiera demorado quince segundos más en el vientre de su madre, habría nacido con panocha. El estadio es pequeño, con capacidad para unos mil espectadores. Las graderías de concreto sin pañetar están casi desiertas. Se espera que dentro de una hora, cuando comience el partido, haya quinientas personas. Los inte- grantes de Las Regias continúan arreglándose, en un ritual que, por ahora, parece más emparentado con los salones

188 Antología personal de belleza que con las canchas de fútbol. En el escena- rio no hay todavía ningún balón y, en cambio, abundan las extensiones capilares, las uñas esmaltadas, los cabellos teñidos, los lápices labiales, las cejas depiladas y los cos- méticos faciales. —¿Sabe qué, papá? —me dice “La Ñaña”—. Escriba que todos los jugadores de Las Regias somos gays, pero eso sí: aquí no hay maricas ni locas, porque marica es el que le presta plata a otro y loca es la que anda sucia por las calles tirándole piedras a la gente. Todos largan la risotada. Diego Fernando García, más conocido como “Melissa Williams”, saca de su maletín una pelota de microfútbol y le pide a Óscar Gil, apodado “La Natalia”, que se ponga en la portería para practicar tiros libres. Por un momento da la impresión de que el primer cobro terminará en gol, pues el guardameta, en vez de rechazar el balón con un puñetazo, agita ambas manos a los lados del tronco, como si fueran las aletas inútiles de un pingüino. Sin embargo, la bola rebota accidentalmente contra su cuerpo y se desvía hacia un costado de la can- cha. Entonces, “La Natalia” abandona el arco corriendo con histeria, como si acabara de atajar el penalti que le da a su equipo el campeonato mundial. El amaneramiento de estos jugadores transforma el fút- bol, deporte viril por excelencia, en una danza de tórtolas. Si los espectadores los ovacionan no es sólo por cortesía, sino también para premiarlos por el hecho de convertir su propio travestismo en motivo de burlas. Acaso suponen, en el fondo de sus conciencias, que es preferible tenerlos

189 Alberto Salcedo Ramos enjaulados aquí, como rarezas de circo, que presenciar- los en las calles, mezclados con el resto de la sociedad. Viéndolos correr jubilosos detrás de la pelota, mientras la gente aplaude y chilla, acude a la memoria un viejo pen- samiento: los hombres crearon el humor para consolarse por ser lo que son.

* * *

Pedro Julio Pardo, un temperamental administrador de empresas, es el coordinador de la Fundación Santamaría, que vela por los derechos de la población lgbt —lesbianas, gays, bisexuales y transexuales— en Cali, tercera ciudad más importante de Colombia. Pardo, quien ha sido cercano al proceso de Las Regias, considera que, aunque resulte exclu- yente, los travestis tienen derecho a congregarse para armar su propio equipo de fútbol o hacer cualquier otra cosa que les plazca. ¿Acaso a ellos les permiten arrimarse a los esta- dios donde juegan los hombres heterosexuales? Este país —añade— sólo les ha dejado dos opciones productivas: la prostitución y la peluquería. Por tanto, construir guetos es su mecanismo de defensa contra la discriminación. —Cuando los maricas practicamos el fútbol —dice—, estamos enviando un mensaje contra la intolerancia de la sociedad: como no nos dejan jugar con los hombres, nos toca crear nuestro propio equipo. Pedro Julio Pardo estima que la existencia de Las Re- gias representa para la comunidad transexual de Cali la oportunidad de divulgar sus problemas. Cita, en primer

190 Antología personal lugar, la permanente exposición a la violencia. Sólo en nueve meses, entre noviembre de 2006 y agosto de 2007, doce travestis fueron asesinados y quince resultaron heridos a bala o con cuchillo. Algunos han aparecido desnudos en lotes baldíos, con múltiples señales de tortura que evi- dencian el odio implacable de los agresores. Los fines de semana muchos jóvenes salen borrachos de las discotecas portando pistolas de aire comprimido, y se van a practicar tiro al blanco disparándoles a los transexuales en los senos de silicona. El diálogo con Pardo transcurre en la peluquería Madi- son, ubicada en el barrio Siete de Agosto. Es una casa esquinera pintada de rojo y blanco. Las paredes internas se encuentran saturadas de espejos y fotografías de diferen- tes estilos de peinados. Además hay repisas con trofeos y retratos de Las Regias. En el ambiente se percibe una cierta obsesión por la limpieza: en los afeites del tocador, ordena- dos de manera minuciosa; en los muebles lustrosos, en el olor a detergente. El dueño del salón es Mauricio Álvarez —cuarenta y dos años, ciento sesenta y siete centímetros de estatura—, conocido en el mundo gay de Cali por el apodo de “La Madison”. Ayer, durante el partido, Álvarez lucía exageradamente afeminado. Hoy, en cambio, se ve sobrio. Maneja la navaja con firmeza e incluso es un tanto brusco cuando agarra el pelo de su cliente, un muchacho de aproximadamente veinte años. Al principio, Álvarez estaba concentrado en su trabajo y no prestaba atención a las palabras de Pedro Julio Pardo. Ahora, mientras barre el cabello que quedó desperdigado

191 Alberto Salcedo Ramos por el piso, interviene por primera vez en la conversación. A su juicio, los transexuales son las personas más margi- nadas de toda la población lgbt. —Si es difícil que la sociedad acepte a un gay común y corriente —dice—, imagínese cómo se complican las cosas cuando ese gay se viste de mujer o se pone tetas. Ni las mujeres ni los hombres heterosexuales lo ven como alguien de su género, sino como un ser disfrazado, una caricatura. Hasta el gay convencional lo rechaza, por- que lo considera una criatura disparatada que necesita ponerse falda para asumir su sexualidad. A menudo, los policías que patrullan la ciudad desalojan al travesti del mismo espacio público en el cual le permiten estar a la prostituta. Cuando termina el acoso del mundo exterior —explica “La Madison”— comienzan los conflictos perso- nales. En principio está el abismo entre lo que el transexual quiere proyectar en la sociedad y la percepción que en rea- lidad se tiene de él. Le pesa, además, la obligación de vivir aprisionado dentro de un cuerpo que no desea, y sufre cada noche en su habitación, al final de la jornada, desandando los pasos de su propia metamorfosis: entonces le toca des- truir a la mariposa nocturna que él mismo había creado, para que reaparezca el escarabajo de siempre. Desmaqui- llarse, redescubrir la sombra azulosa de la barba debajo del polvo facial, es una muerte diaria que, según “La Madi- son”, sólo pueden entender quienes la han experimentado. Quizá por la depresión que generan todos estos proble- mas —concluye— los transexuales son tan propensos a la drogadicción.

192 Antología personal

A veces da la impresión de que Álvarez está más inte- resado en conversar con su propia imagen, desplegada en el espejo, que en dirigirse a Pardo. En esos momentos vuelve a ser el hombre de ademanes quebradizos que fue durante el partido. Se nota a leguas que se engolosina con su propia imagen. De pronto, Pardo señala con el dedo una foto de Álvarez colgada en la pared, y pregunta que dónde se la tomaron. —Eso fue en el barrio Alfonso López —dice Álva- rez—, cuando tenía dieciocho años. En la foto aparece Álvarez —cabeza ladeada hacia la derecha y mirada lánguida— con túnica y sandalias roma- nas, y una corona de laurel. —Ahí salí con cara de gay —exclama, sonriente. Le pido que me describa cómo es una «cara de gay», y tartamudea un poco antes de dar una respuesta metafórica: —Es una cara como de galleta que se va a partir. La fotografía, añade Álvarez, fue tomada en casa de “La Leo”, el homosexual más viejo del suroriente de Cali. Murió de sida, encerrado en su habitación para que nadie lo viera, porque, según él, no quería alarmar a los mucha- chos bonitos que habían sido sus amantes. Lo curioso de la historia es que “La Leo” hacía vestir de romano y le tomaba una foto a cuanto joven se llevaba a la cama. De ese modo logró armar un álbum voluminoso que se convirtió en la comidilla de ciertos círculos sociales de la ciudad. Se decía que en sus páginas figuraban cantantes, futbolistas y algu- nos hijos de políticos notables. Las malas lenguas afirman que el gentío que merodeaba por su casa cuando él ya se

193 Alberto Salcedo Ramos encontraba moribundo no estaba animado por la solida- ridad sino por la urgencia de averiguar qué había pasado con las fotos. Existen diversas especulaciones sobre el des- tino del álbum. La más difundida asegura que terminó en manos de un narcotraficante, quien lo utilizó para atizar una fogata a la orilla del río Pance. Álvarez nos informa, con una sonrisa, que ese retrato suyo que vimos en la pared lo hurtó él mismo en el álbum de “La Leo”, muchos años antes de que se volviera una leyenda urbana. Ahora la conversación gira de nuevo hacia las dificul- tades del mundo travesti. El hombre que se exhibe en las calles con blusa ombliguera y tacones —dice Pedro Julio Pardo— es consciente de que su decisión tiene un precio y está dispuesto a pagarlo. Sabe que en tales condiciones ninguna empresa le dará empleo. Sabe que se pone en la mira de extremistas capaces de matarlo. Pero ya a esas altu- ras no hay punto de retorno ni a él le interesa devolverse. Asume su cruzada con la certeza de que en ella encontrará, al mismo tiempo, su reafirmación y su suicidio. Muchos defienden a dentelladas el espacio que les tocó en suerte y, antes de inmolarse, se convierten en propagadores de la misma violencia que denuncian. —La hostilidad del entorno los vuelve agresivos —re- conoce Pardo. Por otro lado, se sabe que algunos de ellos expanden drogas en la vía pública y se involucran con menores de edad.

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194 Antología personal

Andrés Santamaría, Defensor del Pueblo en el Valle del Cauca, es un abogado de veintiocho años. Su oficina funciona en una enorme mansión con piscina que le fue expropiada por el Gobierno colombiano a un mafioso caleño. Santamaría informa que en Cali existen, aproximadamente, tres mil tran- sexuales. De esos, trescientos se dedican a la prostitución y el resto, a la peluquería. Retirar de las calles a quienes se han adueñado de ellas desde hace años no es, a su juicio, un asunto de fuerza sino una tarea que exige respuestas sociales. Seme- jante labor resulta demasiado difícil en una ciudad donde, según sus palabras, ha imperado siempre una mentalidad injusta y segregacionista. En Cali, de acuerdo con los resulta- dos de una investigación que él dirigió, los pobres que cometen infracciones menores permanecen retenidos, en promedio, treinta y seis horas, mientras que los ricos sólo duran tres. —El desarrollo económico de la región —explica—, se debió en parte a los ingenios azucareros, y estos prospe- raron gracias a la práctica de la esclavitud. Así se fomentó un pensamiento hegemónico que todavía perdura. En Cali se recuerda que hace unos años, cuando el escri- tor Gustavo Álvarez Gardeazábal se lanzó como candidato a la Gobernación del departamento, algunos dirigentes pretendieron descalificarlo por ser homosexual. Álvarez, mordaz y quisquilloso, se defendió con el argumento de que él no iba a gobernar con el culo sino con el cerebro. Santamaría dice que el hecho de haberse tomado en serio los derechos de la población lgbt ha avivado el antiguo fanatismo. Algunos líderes no perciben esa acti- tud como un deber democrático sino como un síntoma de

195 Alberto Salcedo Ramos inmoralidad. Recientemente, un periodista radial lo acusó de estar «mariquiando» a la ciudad. En esta historia —añade Santamaría— se refleja lo que somos como país: aparente- mente estamos hablando de las dificultades de un grupo humano, pero el problema de fondo es la intransigencia típica de los colombianos, que nos hace percibir al diferente como un transgresor que debe ser borrado de la faz de la tie- rra. Por eso vivimos de conflicto en conflicto. Al ver el panorama completo, Santamaría les concede a Las Regias un gran valor simbólico. Más allá de auxiliar a los transexuales caídos en desgracia, han puesto en pri- mer plano varios temas importantes relacionados con la convivencia ciudadana. Algunos de los casi cuarenta tra- vestis que integran su plantilla —como “La Iguana” y “La Paulito”— han encontrado en el equipo una oportunidad de combatir su adicción a las drogas.

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Como futbolistas, Las Regias son desatinados: se resba- lan mucho, patean hacia las nubes cuando se encuentran a veinte centímetros de la portería, no saben parar la pelota ni con el pecho ni con el pie, y son incapaces de ponerle un pase preciso al compañero que está a diez metros de distancia. Esa torpeza, que no es deliberada sino natural, se convierte, paradójicamente, en su principal arma de persuasión. Los espectadores son indulgentes con ellos porque los perciben como actores de una parodia. Si los vieran cabecear como Miroslav Klose o gambetear como

196 Antología personal

Ronaldinho, no les perdonarían las uñas pintadas ni las pestañas postizas. Terminado el primer tiempo, el equipo rival, confor- mado por mujeres de Riofrío, va ganando tres goles a cero. Las casi doscientas personas que han venido al coliseo obser- van el espectáculo coreográfico que Édinson Aramburu, otro de los miembros del grupo, realiza en la circunferen- cia central de la cancha. Los jugadores de Las Regias, entre tanto, están reunidos en las mismas graderías donde antes se habían vestido. En vez de discutir con preocupación sobre una estrategia que les permita remontar el marcador, han vuelto a las humoradas. El que lleva la voz cantante, como siempre, es “La Ñaña” —ciento setenta centímetros de esta- tura, ojos verdes, cabello tinturado de rubio—, quien está increpando a su portero. —Usted no tapa nada, mijito, usted no es muralla sino Mireya. Otra vez estallan las carcajadas. Aprovecho para pre- guntarle a “La Ñaña”, en su mismo tono socarrón, por qué se burla tanto de los travestis. ¿Acaso se está volviendo homofóbico? Noto en su mirada una chispa de malicia, pero, repentinamente, adopta un rostro grave. —Nosotros nos apropiamos de los insultos que nos dirige la sociedad y los desactivamos convirtiéndolos en chiste. Su compostura, sin embargo, desaparece en el instante. —¿Qué vas a decir sobre mí en esa crónica? —me pregunta, poniendo los brazos en jarra y mirándome de manera retadora.

197 Alberto Salcedo Ramos

Como me quedo callado, sugiere una idea. —Escribe que yo no soy masculino sino más culona. Esta vez quien más festeja la broma es “La Valeria” —trein- ta y siete años, ciento ochenta y cinco centímetros de esta- tura, piel morena. Le pido a “La Ñaña” que se ponga serio siquiera un minuto para que hablemos de fútbol. Lo que he visto esta tarde —le digo con voz dramática— me preocupa muchí- simo. Si el equipo Las Regias representara a Colombia en un Campeonato Mundial de Fútbol Gay, seguramente sería goleado por Argentina, por Brasil y hasta por Gua- temala, qué horror. Su respuesta es una joya magnífica del humor negro. —¡Ay, mijito, golean a la selección de los machos y no nos van a golear a nosotros, que somos unas comple- tas locas! Esta vez soy yo el de la carcajada. Poco después, mien- tras regreso a mi puesto para observar el segundo tiempo, me pregunto de nuevo por la motivación que tienen los espectadores para asistir a las funciones de Las Regias. Quizá tratan de aliviar su conciencia donando una moneda que sirva para pagar el tratamiento de un gay enfermo de sida o de la próstata. Quizá buscan una dosis de humor bizarro en las incompetencias deportivas de sus jugadores. En todo caso, supongo que todavía no están preparados para ver a los travestis más allá de las paredes de este coliseo.

Bogotá, agosto de 2007

198 §§ El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas

Sucede que los asesinos —advierto de pronto, mien- tras camino frente al árbol donde fue colgada una de las sesenta y seis víctimas— nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departa- mento de Bolívar, en la costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados sólo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen. José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se ocultó pero su fogaje per- manece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha de fútbol, los para- militares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la primera de

199 Alberto Salcedo Ramos sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para celebrar su muerte, hicie- ron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído de la Casa de la Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lán- guidos que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes de El Salado se encon- traban apostados allí por orden de los verdugos. —Casi toda la gente estaba sentada en ese costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia. Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares, dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y pro- firiendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros: —¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda! —¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla! Enseguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí —aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el

200 Antología personal centro del rectángulo donde normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo, acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometie- ron al escarnio público, la fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol. —¿A quién le toca el turno? —preguntó en tono bur- lón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores. El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al tiempo que imitaban los gri- tos de monte característicos de la arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno. Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: al que llore lo desfiguramos a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos a alguien.

201 Alberto Salcedo Ramos

—Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me toca a mí —repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine. Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambores. Hacia el mediodía, varios tramos de la cancha se encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que había dejado la carnicería. Enton- ces, como al parecer no quedaban más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los habi- tantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número treinta —advirtió uno de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermi- des Cohen Redondo y a Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y de otra, un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo frenético. Cuando finalmente el gallo descuartizó al loro a punta de picotazos, estalló una tre- menda ovación. Ahora, José Manuel Montes me explica que la mor- tandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido después —gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de los verdugos y al copioso archivo de la prensa— los pormenores de la masacre. Fue consumada por trescientos hombres armados que portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (auc). Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban

202 Antología personal el cerco sobre El Salado, asesinaban a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se encon- traban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les ordenaron a los sobrevivien- tes regresar a sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre tanto, ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero casi a las cinco de la tarde. A esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con tanto esfuerzo le habían construido a sus hijos cinco años atrás estaba convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca, enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros le caían a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol. —Mi marido —me dijo Édita Garrido esta mañana—, ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas de pellejo podrido. Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese

203 Alberto Salcedo Ramos presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo frente a las vitrinas de un centro comer- cial en Bogotá, o extraviado en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos de quienes toda- vía seguimos vivos pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte. Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los ciento cin- cuenta metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires. Mientras avanzamos digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una marca indele- ble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indi- soluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es «el pueblo de la masacre», así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros vueltiaos y Soledad el de las butifarras. Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las personas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra, el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligra- fía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas con quienes ya no podré conversar.

204 Antología personal

Habitantes de un país terriblemente injusto que sólo reco- noce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa.

* * *

Domingo de rutina en El Salado: Nubia Urueta hierve el café en una hornilla de barro. Vitaliano Cárdenas les echa maíz a las gallinas. Eneida Narváez amasa las arepas del desayuno. Miguel Torres hiende la leña con un hacha. Juan Arias se apresta a sacrificar una novilla. Juan Antonio Ramírez cuelga la angarilla de su burro en una horqueta. Hugo Montes viaja hacia su parcela con un talego de semi- llas de tabaco. Édita Garrido pela yucas con un cuchillo de punta roma. Eusebia Castro machaca panela con un martillo. Jámilton Cárdenas compra aceite al menudeo en la tienda de David Montes. Y Oswaldo Torres, quien me acompaña en este recorrido matinal, fuma su tercer cigarri- llo del día. Los demás lugareños seguramente están dentro de sus moradas haciendo oficios domésticos, o en sus cul- tivos agrandando los surcos de la tierra. A las ocho de la mañana el sol flamea sobre los techos de las casas. Cual- quier visitante desprevenido pensaría que se encuentra en un pueblo donde la gente vive su vida cotidiana de manera normal. Y hasta cierto punto es así. Sin embargo —me advierte Oswaldo Torres—, tanto él como sus paisanos saben que después de la masacre nada ha vuelto a ser como en el pasado. Antes había más de seis mil habitantes. Ahora, menos de novecientos. Los que se negaron a regresar, por tristeza o por miedo, dejaron un vacío que todavía duele.

205 Alberto Salcedo Ramos

Le digo a Oswaldo Torres que el sobreviviente de una masacre carga su tragedia a cuestas como el camello su joroba, la lleva consigo adondequiera que va. Lo que se encorva bajo el pesado bulto, en este caso, no es el lomo sino el alma, usted lo sabe mejor que yo. Torres expulsa una bocanada de humo larga y parsimoniosa. Luego admite que, en efecto, hay traumas que perduran. Algunos de ellos atacan a la víctima a través de los sentidos: un olor que permite evocar la desgracia, una imagen que renueva la humillación. Durante mucho tiempo los habitantes de El Salado esquivaron la música como quien se aparta de un garrotazo. Como vieron agonizar a sus paisanos entre ramalazos de cumbiamba improvisados por los verdugos, sentían, quizá, que oír música equivalía a disparar otra vez los fusiles asesinos. Por eso evitaban cualquier actividad que pudiese derivar en fiesta: nada de reuniones sociales en los patios, nada de carreras de caballo. Pero en cierta ocasión un psicólogo social que escuchó sus testimonios en una terapia de grupo, les aconsejó exorcizar el demonio. Resultaba injusto que los tambores y gaitas de los ances- tros, símbolos de emancipación y deleite, permanecieran encadenados al terror. Así que esa misma noche bailaron un fandango apoteósico en la cancha de la matanza. Fue como renacer bajo aquel firmamento tachonado de velas prendidas que anunciaban un sol resplandeciente. En este momento, paradójicamente, el sol se ha escon- dido. El cielo encapotado amenaza con desgajarse en un aguacero. Torres recuerda que cuando ocurrió la masacre, en febrero de 2000, todos los habitantes se marcharon de

206 Antología personal

El Salado. No se quedaron ni los perros, dice. Pues, bien: él, Torres, fue una de las ciento veinte personas —cien hombres y veinte mujeres— que encabezaron el retorno a su tierra en noviembre del año 2002. Cuando llegaron — cuenta— El Salado se hallaba extraviado bajo un boscaje de más de dos metros de alto. Uno de los paisanos se encaramó en el tanque elevado del acueducto para precisar dónde quedaba la casa de cada quien. Enseguida se entregaron a la causa de rescatar al pueblo de las garras del caos. Un día, tres días, una semana enfrascados en una lucha primi- tiva contra el entorno agresivo, como en los tiempos de las cavernas: corte un bejuco por aquí, queme un panal de avispas furiosas por allá, mate una serpiente cascabel por el otro lado. La proliferación de bichos era desesperante. —Si uno bostezaba —dice Torres—, se tragaba un puñado de mosquitos. Para defenderse de las oleadas de insectos, todos, inclu- sive los no fumadores, mantenían un tabaco encendido entre los labios. Además, fumigaban el suelo con quero- sene, armaban fogatas al anochecer. Dormían apretujados en cinco casas contiguas del Barrio Arriba, pues temían que los bárbaros regresaran. Reunidos —decían— serían menos vulnerables. Su con- signa era que quien quisiera matarlos, tendría que matarlos juntos. Tan grande era el miedo en aquellos primeros días del retorno, que algunos dormían con los zapatos pues- tos, listos para correr de madrugada en caso de que fuera necesario. Al principio subsistieron gracias a la caridad de los pueblos vecinos —Canutal, Canutalito, El Carmen

207 Alberto Salcedo Ramos de Bolívar y Guaimaral—, cuyos moradores les regalaban víveres, frazadas y pesticidas. Cuando terminaron de segar la maraña, cuando quemaron el último montón de ramas secas, se dedicaron a poner en su sitio, otra vez, los elemen- tos perdidos del universo: el caney del patio, el establo, la burra baya, el garabato, la alacena de las hojas de tabaco, el canto del gallo, el ladrido de los perros, los juegos de los niños, los amores furtivos en los callejones oscuros, la ollita tiznada del café, la visita del compadre. Entonces vol- vieron los sobresaltos: la guerrilla de las farc —Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia— los acusó de ser colaboradores clandestinos de los paramilitares. ¿Habrase visto ironía más grande? ¡Si los masacraron, precisamente, porque se les consideraba compinches de los guerrilleros! Mientras chupa su eterno cigarrillo Oswaldo Torres advierte que los problemas de orden público en El Salado se debían al simple hecho de pertenecer geográficamente a los Montes de María, una región agrícola y ganadera disputada durante años por guerrilleros y paramilitares. En los períodos más críticos de la confrontación los habi- tantes vivían atrapados entre el fuego cruzado, hicieran lo que hicieran. Y siempre parecían sospechosos aunque no movieran ni un dedo. Ciertamente, algunos paisanos —bajo intimidación o por voluntad propia— le coope- raron a un bando o al otro. Tal circunstancia resultaba inevitable dentro de un conflicto corrompido en el cual los combatientes tomaban como escudo a la población civil. Hugo Montes, un campesino que ni siquiera terminó la educación primaria, me explicó el asunto, anoche, con un

208 Antología personal brochazo del sentido común que les heredó a sus antepa- sados indígenas. —Es que donde hay tanta gente, nunca falta el que mete la pata. Enseguida encogió los hombros, me miró a los ojos y me retó con una pregunta: —¿Y qué podíamos hacer los demás, compa, qué podía- mos hacer? —Lo único que podíamos hacer —responde Torres ahora—, era pagar los platos rotos. Su respiración es afanosa porque vamos subiendo una senda empinada. De pronto, mira hacia el cielo como si suplicara clemencia, pero en realidad —según me dice, jadeante— está inquieto por un nubarrón que parece a punto de romperse encima de nuestras cabezas. Torres retoma una idea que planteamos al principio de nuestra caminata: en este momento cualquier visitante despreve- nido pensaría que los pobladores de El Salado viven otra vez, venturosamente, su vida diaria. Y hasta cierto punto es así —repite—, porque ellos han retornado al terruño que aman. Mal que bien, hoy cuentan con la opción de disfrutar en forma tranquila los actos más entrañables de la cotidia- nidad, como se percibe en esta calle por la cual avanzamos: una niña escruta el horizonte con su monóculo de juguete, un niño retoza en el piso con sus bolitas de cristal, una muchacha peina a un anciano plácido. Sin embargo, ya nada será tan bueno como en la época de los abuelos, cuando ningún hombre levantaba la mano contra el prójimo, y los seres humanos se morían de puro viejos, acostados en sus

209 Alberto Salcedo Ramos camas. La violencia les produjo muchos daños irreparables. Espantó, a punta de bombazos y extorsiones, a las dos gran- des empresas que compraban las cosechas de tabaco en la región. Enraizó el pánico, la muerte y la destrucción. Pro- vocó un éxodo pavoroso que dejó el pueblo vaciado, para que lo desmantelaran las alimañas de toda índole. Cuando los habitantes regresaron, casi dos años después de la masa- cre, descubrieron con sorpresa que la mayor parte de la tierra en la que antes sembraban tenía otros dueños. Ya no había ni maestros ni médicos de planta, y ni siquiera un sacerdote dispuesto a abrir la iglesia cada domingo. El nubarrón suelta por fin una catarata de lluvia que rebota enardecida contra el suelo arenoso.

* * *

Los dos únicos centros educativos que quedan en el pueblo funcionan en una casa esquinera de paredes descolori- das. Uno es la Escuela Mixta de El Salado, dueña de este inmueble, y otro, el Colegio de Bachillerato Alfredo Vega. Varios chiquillos contentos corretean por el patio esta mañana de lunes. En el primer salón que uno encuentra tras el portón los niños se aplican a la tarea de elaborar un cuadro sinóptico sobre las bacterias y otro sobre las algas. El número de alumnos ni siquiera sobrepasa el centenar, pero el problema mayor es otro: el bachillerato apenas está aprobado hasta noveno grado. Los estudiantes interesados en cursar los dos grados restantes deben mudarse para El Carmen de Bolívar, lo que demanda unos gastos que no

210 Antología personal se compadecen con la pobreza de casi todos pobladores. En consecuencia, muchos jóvenes renuncian a concluir su educación y se convierten en jornaleros, como sus padres. Tal es el caso de María Magdalena Padilla, veinte años, quien a esta hora hierve leche en una olla descascarada. En 2002, cuando retornaron los habitantes tras la masacre, María Magdalena fue noticia nacional de primera página. En cierta ocasión, una mujer que debía ausentarse de El Salado dejó a su hija de cinco años bajo la custodia de María Magdalena. Para matar el tiempo, las dos cria- turas se pusieron a jugar a las clases: María Magdalena era la maestra, y la niña más pequeña, la alumna. Una vecina que vio la escena también envió a su hijo chiquito, y luego otra señora le siguió los pasos, y así se alargó la cadena hasta llegar a treinta y ocho niños. Como no había escue- las, el divertimento se fue tornando cada vez más serio. En esas apareció una periodista que quedó maravillada con la historia, una periodista que, folclóricamente, le estampilló a la protagonista el mote de “Seño Mayito”, diz- que porque María Magdalena sonaba demasiado formal. El novelón caló en el alma de los colombianos. A María Magdalena la retrataron al lado del presidente de la Repú- blica, la ensalzaron en la radio y en la televisión, la pasearon por las playas de Cartagena y por los cerros de Bogotá. Le concedieron —vaya, vaya— el Premio Portafolio Empre- sarial, un trofeo que hoy es un trasto inútil arrinconado en su habitación paupérrima. Los industriales le mandaron telegramas, los gobernadores exaltaron su ejemplo. Pero

211 Alberto Salcedo Ramos en este momento, María Magdalena se encuentra triste porque, después de todo, no ha podido estudiar para ser profesora, como lo soñó desde la infancia. «No tenemos dinero», dice con resignación. Lejos de los reflectores y las cámaras no resulta atractiva para los falsos mecenas que la saturaron de promesas en el pasado. Pienso —pero no me atrevo a decírselo a la muchacha— que ahí está pintado nuestro país: nos distraemos con el símbolo para sacarle el cuerpo al problema real, que es la falta de oportunida- des para la gente pobre. Les damos alas a los personajes ilusorios como la “Seño Mayito”, para después arrancár- selas a los seres humanos de carne y hueso como María Magdalena. En el fondo, creamos a estos héroes efímeros, simplemente, porque necesitamos montar una parodia de solidaridad que alivie nuestras conciencias. Eso sí: los problemas persisten, se agrandan. La vecina de María Magdalena se llama Mayolis Mena Palencia y tiene veintitrés años. Está sentada, adolorida, en un tabu- rete de cuero. Ayer, después del tremendo aguacero que cayó en El Salado, resbaló en el patio fangoso de la casa y cayó de bruces contra un peñasco. Perdió el bebé de tres meses que tenía en el vientre. Y ahora dice que todavía sangra, pero que en el pueblo, desde los tiempos de la masa- cre, no hay ni puesto de salud ni médico permanente. Yo la miro en silencio, cierro mi libreta de notas, me des- pido de ella y me alejo, procurando pisar con cuidado para no patinar en la bajada de la cuesta. Veo las calles barro- sas, veo un perro sarnoso, veo una casucha con agujeros de bala en las paredes. Y me digo que los paramilitares y

212 Antología personal guerrilleros, pese a que son un par de manadas de asesi- nos, no son los únicos que han atropellado a esta pobre gente.

Bogotá, julio de 2009

213

§§ Memorias del último valiente

§§ i

Golpear a Benny Briscoe era como golpear un buque acorazado, Rocky. Por mucho que le pegaras él ni siquiera se inmutaba. Iba siempre hacia adelante soltando una trom- pada detrás de la otra, y aunque atacaba con la guardia baja y tú le conectabas unos mazazos terribles en el ros- tro, el tipo no retrocedía ni un milímetro. Al contrario, seguía arrinconándote con sus puños incesantes. En el sexto round estabas metido en un tremendo problema: tenías el ojo izquierdo hinchado y la ceja derecha rota. El médico de la velada ya había proferido el ultimátum: si la herida continuaba creciendo sería inevitable parar la pelea. De ese modo perderías por nocaut técnico.

215 Alberto Salcedo Ramos

Ahora, treinta y cuatro años después, miro este pasaje sin la tensión con que lo miré en mi infancia, seguramente porque conozco el desenlace. Sé que no te moriste, Rocky, sé que estoy observando de tu consagración. Mientras transcurre el minuto de descanso posterior al sexto asalto, exploro a los dos boxeadores en sus esqui- nas. El Briscoe que tengo al frente es idéntico al de mis recuerdos: rapado, fibroso. Sin embargo, hoy no me parece dominante como Hércules sino condenado como Sísifo: por mucho que se esfuerce, su misión de llevar la pesada piedra hasta la cima de la montaña está predestinada al fracaso. Cada vez que yo repita el video él rodará cuesta abajo justo cuando se encuentre a punto de alcanzar la cúspide. A ti también te veo tal y como quedaste fijado en mi memoria: pómulos angulosos, labios gruesos. Me asom- bra, en todo caso, tu contextura física tan inferior a la de los boxeadores de peso mediano: caja torácica plana, bra- zos cortos. En el recorte de prensa amarillento que guardo en el maletín está subrayado el dato de tu estatura: 1,77. Me pregunto, Rocky, cómo pudiste ser campeón mundial de la categoría con tus medidas precarias. En esa divi- sión casi siempre reinaron atletas musculosos de más de 1,80.

Qué angustia, Rocky, qué angustia. En el séptimo round tu derrota por nocaut técnico parecía inminente. El tipo te

216 Antología personal pescó, de entrada, con un zurdazo enorme que te arrancó la pomada coagulante de la ceja. Y como si fuera poco sobre- vivió después a tu mejor golpe, un recto de derecha que le explotó de lleno en esa parte del rostro que los entrenado- res denominan «el botón de la luz»: la barbilla. Todos los boxeadores que reciben un sopapo allí se pierden en las tinieblas, excepto ese calvo infeliz. Acaso su resistencia, admirada en el mundo del boxeo, estaba potenciada por la convicción de que ya tú eras pan comido. Azuzado por el ultimátum que te dio el médico, Briscoe se abalanzó sobre ti con determinación. Su blanco preferido era la cortadura de tu arco superciliar. —¡Mira al hijueputa tirando a la ceja! —exclama ahora tu compadre Bonifacio Ávila, más conocido por los car- tageneros con el sobrenombre de “El Bony”. El Bony fue un púgil mediocre pero supo estirar las exiguas ganancias que obtuvo en los cuadriláteros. Cuando colgó los guantes colonizó indebidamente el separador de una avenida en el exclusivo sector de Bocagrande, y allí montó un quiosco de comida marina que muy pronto se volvió popular en Cartagena. Estoy precisamente en la casa de El Bony, contigua al mercado de Bazurto. Es martes 12 de agosto de 2008. Nos acompaña el periodista David Lara Ramos. —¡Edda, compa —grita el anfitrión—, ese calvo era qué culo e’ culebra! En una esquina de la pantalla aparecen escritos el lugar y la fecha de la pelea: Montecarlo, 25 de mayo de 1974. A todos nos emociona volver a ver este clásico del boxeo

217 Alberto Salcedo Ramos después de tanto tiempo, menos a ti, Rocky, qué ironía. Cuando El Bony te anunció nuestros planes hiciste un gesto de disgusto y te marchaste de la sala. —Yo no sé qué gracia le ven ustedes a esa vaina tan vieja —refunfuñaste—. Eso ya pasó. Ahora te encuentras sentado afuera en una mecedora. Silencioso, pensativo. Los peatones te saludan de manera entusiasta. —¡Qué elegancia, padrino! —grita una mujer jovial. —Mucho gusto, champion —exclama un hombre de voz bronca. Tú correspondes a las reverencias con un escueto «adiós» y un movimiento suave de la mano derecha, la misma que en este momento, allá en el ring de Mónaco, estrellas vio- lentamente contra la quijada de Briscoe.

Lo dicho, Rocky: la mandíbula de ese tipo era de piedra caliza. También es justo abonarle la valentía. Qué temple, coño. Qué carácter. La frase más apropiada para definir a Benny Briscoe era la que usaban los carniceros del mer- cado de Bazurto cuando veían a los boxeadores fajadores como él: ese man tiene más huevos que un camión lleno de sementales, mi vale. Aun así, ni él ni nadie podían venir a darte lecciones de coraje, Rocky. Si algo poseías de sobra era eso, precisamente. No en vano el locutor Napoleón Perea te apodaba “La fiera”. Es que además eras un grandísimo cascarrabias en el ring. Te pegaban, así fuera de refilón, y

218 Antología personal ahí mismo perdías los estribos. Sobre todo si sentías san- gre en el rostro. Entonces te transformabas en una bestia enfurecida que lanzaba sus zarpazos en ráfagas, uno a las costillas, dos a la cabeza, otro al abdomen. ¡Mamaaaaa míaaaaa! “El Chino” Govín, tu apoderado, decía que el boxeador que te partía la cara a ti se ganaba un boleto para pasar el weekend dentro de la jaula del tigre. El Rocky que me muestra el televisor y el Rocky que veo en persona aquí en la casa de El Bony se complemen- tan como la tapa y la caja. El primero es un boxeador de veintiocho años que tiene hambre, el segundo es un abuelo de sesenta y dos que ya está satisfecho. El tigre del weekend en la jaula y el cachorro más manso, la herida y la cicatriz, la hazaña y el testimonio. El joven se juega el pellejo en la cacería, el viejo posa radiante al lado de los trofeos. El del ring era un negro tosco, sin plasticidad; el de esta tarde se mueve con el garbo de un bailarín de calipso. Al primero sólo te lo imaginas repartiendo porrazos; el segundo podría pertenecer al grupo de danza de Josephine Baker. En este momento el Rocky de carne y hueso saluda a un nuevo transeúnte; el del video arremete contra Briscoe.

Después de haberte pasado la vida defendiéndote de las adversidades como gato bocarriba, ¿quién se atrevería a enseñarte lo que significa resistir? ¿Acaso Briscoe, el calvo granítico que ni siquiera se inmutaba con tus golpes? A él y a todos los que quisieran oírte podrías narrarles mil

219 Alberto Salcedo Ramos historias de dolores y sacrificios. Decirles, por ejemplo, que desde los dos años eres huérfano de padre, pues tu viejo, un borracho perdido, se cayó de la lancha que capitaneaba y se ahogó. Hablarles de los tiempos en que dormías apilado con tus cuatro hermanos mayores en un par de camastros. Describirles la quemazón que sentías cuando caminabas descalzo por el pavimento caliente de Cartagena. Hacer- les saber que a los siete años madrugabas diariamente a tajar pescados en el antiguo mercado del Arsenal. Con- tarles cómo a los diez años eras el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces hasta la superficie a punta de fogonazos. Seguro al escucharte se quedarían pasmados. Y entenderían el trasfondo de la respuesta que le diste al periodista Melanio Porto Ariza cuando te preguntó si alguna vez habías sentido miedo mientras boxeabas. —Uffffff, Mela, las muendas más fuertes me las dio la vida afuera del ring. Hace poco, Rocky, se me dio por armar la lista de los boxeadores cartageneros que poblaron mi infancia. Anoté a Bernardo Caraballo, a “Kid Pambelé”, a Eliodoro Pita- lúa, a Arturo Osorio, al “Baba” Jiménez. Cuando iba por “La Cobra” Valdez me detuve en una coincidencia a la que nunca antes le había prestado atención: todos ellos fueron lustrabotas en la infancia y en la adolescencia. El hecho de no encontrar tu nombre en ese grupo me pareció un hallazgo importante. Tú hubieras podido ser uno de ellos, pero preferiste el mar de la dinamita y los tiburones,

220 Antología personal el mercado de los machetes y la sanguaza, escenarios que se ajustaban más a tu naturaleza indómita. No te imagino acurrucado en el piso con la cerviz hundida en los zapatos de un fulano. Ni por el putas, Rocky. Tampoco ibas a doblegarte ante Briscoe, y menos después de haber pasado tanto tiempo esperando que el Consejo Mundial de Boxeo te diera la oportunidad de disputar el título de los medianos. Ni por el putas, Rocky. Así que en vista de que el muy cabrón aguantaba todos los rectos que le tirabas al rostro, empezaste a castigarlo en el cuerpo con puros golpes curvos: gancho a las costi- llas, uppercut al pecho, gancho al hígado, uppercut al bajo vientre. Lo que ocurrió en ese momento se podría descri- bir con la frase que utilizaban tus compañeros pescadores cuando resolvían un problema difícil: «¡Al fin parió Pabla, carajo!». Briscoe dobló una rodilla, prueba de que estaba sentido. Entonces le enchufaste aquel derechazo mortí- fero en la quijada.

Ahora, al verte brincar en el video con los brazos en alto mientras Briscoe camina tambaleando hacia su esquina, El Bony te lanza una broma estupenda. —Edda, compa, ¡usted sí es desagradecido! Con lo difí- cil que fue esa pelea y usted no dio las gracias ahí mismo. ¡Yo a ese hijueputa calvo lo hubiera abrazado con cariño!

221 Alberto Salcedo Ramos

§§ ii

Nueva York era una metrópoli problemática para un mucha- cho provinciano como tú, Rocky. Apenas te instalaste allí, en 1969, supiste que tendrías problemas. Las luces de neón te ofuscaban, las avenidas tan anchas te aburrían, la nomenclatura te desconcertaba. Imagínate tú: un tipo que escasamente sabía deletrear el español se veía forzado de pronto a buscar una dirección como esta: «330 West 95th Street». Esa vaina vuelve loco a cualquiera, mi vale. ¡Tan elementales que eran las calles de Cartagena con sus nom- bres castizos! A uno le decían «Calle Tripita y Media», y ya sabía que tenía que irse para el barrio Getsemaní. Si era la «Calle de los Siete Infantes» había que buscarla en San Diego. Eche, fácil, sin números, sin enredos. Cuando uno no le atinaba al sitio siempre había un man en el poste de la esquina dispuesto a ayudar: «No joda, mi hermano, esa está de papaya: mira, tú te metes por el Callejón de los Estribos, frente a la casa de la señora Margoth, y donde veas a una gorda de pelo teñido vendiendo cigarrillos menudea- dos, ¡ahí es, ahí es!». En aquella Nueva York tan grande, donde los transeún- tes ni siquiera se miraban aunque se tropezaran de frente, era imposible orientarse con tus señales criollas. Allá no exis- tía el guía espontáneo de la esquina, y el sitio que buscabas no era contiguo, definitivamente, al quiosco de las Men- doza. Después estaba el otro problema: de repente te habías quedado sin idioma. En el gimnasio apenas podías conver- sar con El Chino Govín, que era cubano. Al entrenador

222 Antología personal

Gil Clancy y al sparring Emily Griffith les hablabas sólo a través de mímicas. Por cierto, Griffith, un veteranazo que ya había sido campeón mundial, tuvo la cortesía de apren- derse una palabra en castellano para saludarte en tu lengua todas las mañanas: «primo». Los periódicos de la época registraron con abundantes notas de color el curioso suceso. —¡Primo! —exclamaba Griffith cuando te veía llegar. —¡Primo! —le respondías tú con tu ancha sonrisa y los brazos abiertos de par en par. Lo que venía a continuación era un coloquio tan intrincado como el de Chita con Tarzán. Griffith te decía «primo» y te lanzaba un gancho a las costillas; tú le con- testabas «primo» y le tirabas un golpe idéntico al que él te había trazado. —Primo —le digo yo ahora al taxista que me recoge en el centro de Cartagena—, llévame a la casa del Rocky. —¿La casa de Rocky Valdez? —es lo único que me pregunta. Cuando le respondo afirmativamente el hombre me conduce a un caserón en el barrio Crespo. Tu mujer, Anita Tijerino, nos informa a través de la ventana que saliste desde por la mañana. El taxista me cuenta entonces que conoce tus paraderos. En caso de que me urja hablar contigo él podría ayudarme a encontrarte. Quizá estés jugando dominó con los comerciantes del pasaje 13 en el mercado de Bazurto. O parloteando con los jubilados del Parque del Centenario. O vi- sitando a los vendedores de lotería de la Calle del Cabo. En esta nueva visita a Cartagena —octubre de 2009— confirmo que para los taxistas eres un referente urbano.

223 Alberto Salcedo Ramos

Como la Torre del Reloj o la Plaza de Bolívar. Uno te nom- bra como «Rocky», a secas, sin el apellido, sin la dirección, y ellos entienden que se trata de ti. No podría tratarse ni de un edil de la Zona Suroriental, ni de un vendedor de coca- das en el Portal de los Dulces, ni de un empresario turístico de Bocagrande, así todos esos tipos tengan el mismo apodo tuyo. El único Rocky que cuenta en esta ciudad de un millón doscientos mil habitantes eres tú: Rodrigo Valdez Hernández, el hijo de Reynaldo y Perfecta, nacido el vier- nes 22 de diciembre de 1946 en el arrabal de Getsemaní. ¿Sabes, Rocky? La villa pequeña en la que tú creciste, la «del ahumado candil y las pajuelas» —según el poeta Luis Carlos López—, ya sólo existe en la memoria de los vie- jos. La ciudad que exploro en este momento a través de la ventanilla del taxi es un monstruo urbano plagado de cin- turones de miseria. Esto no será tan descomunal como la Nueva York que te abrumaba en tu época de boxea- dor, pero ha crecido, Rocky, ha crecido. Aquí ya no es tan fácil dar con el quiosco de las Mendoza o con la casa de la señora Margoth. En los 110 kilómetros cuadrados de esta Cartagena actual hay espacio de sobra para pasar inadvertido. Lo que sucede es que tú no podrías porque tú eres el Rocky. Adonde vayas la gente te seguirá con la mirada. Adonde vayas tropezarás con algún lugareño que levantará ante ti el dedo pulgar en señal de reverencia. —¡Buena, champion! —¿Qué se dice, Fiera, cómo anda esa salud? —¡Entonces qué, viejo Rocky!

224 Antología personal

Adonde vayas tropezarás con paisanos enterados de tu trayectoria. Los mayores, porque te conocieron cuando eras noticia; los menores, porque te han visto convertido ya en leyenda. Unos y otros saben que fuiste campeón mundial de los pesos medianos y que te paseaste por los mejores escenarios boxísticos del planeta, desde el Madison Square Garden hasta el Luna Park. Había que ver lo valiente que era el champion, dirán mientras te señalan con el dedo índice. Ahora es un abuelo apacible, puras sonrisas desde cuando se levanta hasta cuando se acuesta, pero cuando el negro peleaba era la encarnación del coraje. A ese hombre en el ring le roncaban los cojones, mi vale. Su único pecado fue haber coincidido en el peso y en el tiempo con Carlos Monzón, quizá el mejor mediano de la historia. Pero quie- nes vimos tus dos peleas con él damos fe de lo equilibradas que fueron. En ambas se cumplió aquello que pregonaba el manager George Gainford en los años cuarenta del siglo pasado: «Cuando dos boxeadores son tan jodidamente buenos que uno no sabe cuál es el mejor, la diferencia la hace la estatura». Monzón te llevaba nueve centímetros, champion, ¡nueve! Y los hacía valer: se recostaba contra las cuerdas, ponía los brazos largos por delante, echaba la cara hacia atrás, y así no le pegaba nadie. Ni el putas, Rocky. Claro que tú sí le pegaste: le rompiste la nariz, le hinchaste un ojo y lo mandaste a la lona. Y ni hablar —insistirán los peatones cuando se topen contigo— del rebullicio que causabas en Europa entre los actores más renombrados de la época. Jean-Paul Bel- mondo te recogía en el aeropuerto de París, Omar Sharif

225 Alberto Salcedo Ramos te visitaba en el hotel de San Remo, Alain Delon iba de compras contigo en Montecarlo. De modo que por donde te muevas aquí en Cartagena, Rocky, irás dejando la estela de tu leyenda, esa que el taxista y yo vamos persiguiendo esta tarde de octubre de 2009.

Desde cuando llegaste a Nueva York, a los veintitrés años, Gil Clancy predijo que te convertirías en una leyenda. Pero ¿cómo le entendías, coño, si él lo pregonaba en inglés y tú en ese idioma apenas distinguías el good morning y el one-two- three? Se suponía que Estados Unidos te convendría porque allá te foguearías con rivales de calidad. En Colombia, tú y yo lo sabemos, nunca han abundado los buenos boxeadores en la división de las 160 libras. Por ese lado sí fue verdad que te beneficiaste, aunque el precio que pagaste fue altí- simo. El día que faltaba El Chino Govín el mundo se te trastornaba: te servían pancake cuando en realidad querías huevo frito, lanzabas el puño izquierdo cuando te pedían tirar el derecho. Claro que, al fin y al cabo, a ti te daba la misma mierda right que left porque con cualquiera de las dos podías quebrarle la mandíbula al que se te enfrentara. Esa íntima convicción derivaba en franca apatía por la lengua ajena: aunque no lo dijeras en voz alta, conside- rabas innecesario aprender inglés. Te parecía una misión imposible, además. Estimabas más útil invertir el tiempo en el gimnasio, pulir el recto de derecha. Para salvarte en el ring te bastaba con meter un buen uppercut en la punta de

226 Antología personal la barbilla. Nunca se ha visto, mi vale, que cambiar «luna» por «moon» sirva para noquear a nadie. Tu única arma para ganar el sustento eran los puños. Porque te digo algo, viejo Rocky, tú no tendrás ni la menor idea de quién coño fue Descartes, pero sabes, como él, que donde más cerca se encuentra una mano dispuesta a ayudarlo a uno es en el extremo del propio brazo de uno. A menudo, después de ganarle a algún rival impor- tante, pedías permiso para venir a Colombia, y cuando llegabas acá ya no querías retornar a Estados Unidos. Tus manejadores debían esforzarse muchísimo para conven- certe. En el fondo, lo que más te afligía de aquella vida que considerabas prestada no eran las dificultades con el idioma sino lo lejos que te quedaba Cartagena. Pero, ¿sabes, Rocky?, tu actitud indicaba a las claras que nunca habías salido de tu ciudad. Y justamente por eso te sentías perdido en Nueva York.

Te encuentro en el Pasaje 13 del Mercado de Bazurto. Entonces, durante esta tarde y las dos que siguen me con- tarás muchas de las historias que componen este relato. Allí estás con tus amigos de toda la vida: Arturo González, quien tajaba pescados contigo en el antiguo mercado del Arsenal, y Omar de la Hoz, uno de los compadres que te recibieron en el aeropuerto cuando volviste con la corona de campeón mundial.

227 Alberto Salcedo Ramos

—Lo mejor de mi compadre es que nunca olvida a su gente —exclama González mientras te da una palmada recia sobre el hombro. La frase de González ha hecho carrera en Cartagena. Circula en el correo del viento a través de plazoletas y zaguanes. La repiten como un credo el vago del parque y el periodista deportivo. Quienes te conocen saben que, por mucho que te alejes, tarde o temprano retornas a los mismos lugares de siempre. Citan, a manera de ejemplo, la siguiente historia: Aída Iriarte fue tu primera esposa cuando tú apenas tenías dieciocho años. Ella te dio a tu primer hijo, ella estuvo contigo en la época de las penu- rias. ¿Qué pasó cuando se separaron? Aída se consiguió un nuevo marido, hombre buenísimo, caramba. Y tú te conseguiste cinco esposas más en los años posteriores. Eso sí: vivieras con Juana o vivieras con María, siempre almor- zabas en la casa de Aída. —Mija —gritaba el marido de Aída cuando te veía llegar—, ¡corre, que llegó el Rocky! Aída partía como un rayo hacia la cocina para prepa- rarte tu posta de sierra con yuca. El marido, entre tanto, te preguntaba si querías guarapo, champion, o si preferías limonada. De no ser porque murió en 2006 todavía almorzarías donde ella, champion. En este eterno retorno a las raíces encuentro mucho más que la expresión de sencillez y gratitud que todos te alaban, Rocky. Me parece que allí hay, además, una bús- queda tribal de protección. Cuando regresas al mercado

228 Antología personal de tus tiempos duros no sólo eres el hombre generoso que socorre a un vendedor ambulante caído en desgracia, sino también el animal que se reintegra a su manada para sen- tirse seguro. La rutina invariable te permite crear una ciudad a la medida de tu carácter desconfiado. Se alarga el sur, se alarga el norte, se alarga el este y se alarga el oeste, pero la Cartagena por donde tú transitas a diario sigue siendo una villa reducida que se ajusta a tu naturaleza aldeana. —Edda, compa, eso sí es verdad que aquí entre noso- tros el Rocky se siente seguro —dice Omar de la Hoz. —¿Tú crees que a este mercado puede entrar cual- quiera con ese montón de prendas de oro? —pregunta Arturo González. Tú sonríes. Yo aprovecho el giro que ha tomado la conversación para averiguar por qué cargas tantas joyas. Noto que, incluso, tienes un reloj sin talco, recuerdo de tu tarde de compras en Montecarlo con Alain Delon. ¿Por qué lo usas todavía, si ya se dañó? —Edda, mi hermano, donde me lleguen a ver sin ese reloj empiezan a decir que me quedé en la ruina. Parece que no conocieras a los cartageneros. —¿Y el boxeo te dio para comprar algo más que pren- das? —Bueno, tengo mis casas y mis buses. Yo no me metí a loco porque a mí me tocó sacrificarme mucho en el boxeo. —¿Por qué te pusiste esas iniciales de oro en los dientes? —Eche, porque gané para ponérmelas. Yo en esa época era campeón.

229 Alberto Salcedo Ramos

Ahora, mientras caminas conmigo a través de un angosto corredor bordeado de vendedores ambulantes, destilas un aire de complacencia. Se nota a leguas que te gusta ser quien eres. Se nota a leguas que, aunque insistas en que el pasado «es una vaina vieja», te encanta evocarlo. No en vano con- servas todas esas prendas que prolongan el tiempo ya remoto del esplendor. Al lucirlas, vuelves a noquear a Briscoe, vuelves a ser el que siempre has sido: el amo y señor del coraje. El champion, mi vale. El campeón.

Cartagena, enero de 2011

230 §§ La niña más odiosa del mundo

No hubo en mi infancia una niña más antipática que Socorrito Pino. Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el mejor de los casos, se la llevaran —con dientes y cabello, no importa— al punto más remoto de la tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida. Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio era justo: Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo, o poniéndole quejas a mi abuelo. Cuando, después del baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la insistía en que yo estaba per- diendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros. Muchas de mis siestas, que en aquella época eran sagra- das, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino,

231 Alberto Salcedo Ramos que me jalaba los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios. Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con doce años, todavía me orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de levantarme por las madrugadas. En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había des- perdiciado un gol fácil. Enseguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho: mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable. En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas: —Nada de eso —dijo, con una cierta resolución a- dulta—. Los niños no deben decir malas palabras. No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba fútbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa —que quedaba

232 Antología personal en la misma calle donde yo vivía— a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa. Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días des- pués, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos. Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto: siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tar- dar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba. La verdad sea dicha: muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba sólo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apa- reciera por mi vista. Vano empeño: después de mi golpe, venía su llanto; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad. Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. «Un cabello lindo», decía la gente. Bueno, eso sería

233 Alberto Salcedo Ramos cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica: allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita. Con sus dientes pasaba algo parecido: todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, sólo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fer- nando, un gigantón de quince años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico. Una vez estaba yo jugando parqués, solo, y ella se arrimó, agarró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota con verdadera desconsideración. Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y, también como siempre, con una apa- rente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera

234 Antología personal yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro: que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor. En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos: una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería. Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el cír- culo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena en busca de nuevos aires. Puedo ase- gurar como que dos y dos son cuatro que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía. Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal. Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió des- pués de casi veinte años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo. Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer que, de lejos, lucía estupenda. —¿Sí te acuerdas de ella? —me preguntó mi abuelo con una sonrisa. No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino, idén- tica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual impli- caba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo

235 Alberto Salcedo Ramos no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza. —Sí, claro, ella es Socorrito Pino, dije, un poco atur- dido. En cambio, la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su res- puesta todavía me sobrecoge el corazón: —¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio?

Bogotá, octubre de 1997

236 Botellas de náufrago

(2015)

§§ Botellas de náufrago

Cuando yo tenía diecinueve años amaba una máquina Brother que me regaló mi abuelo materno, el viejo Alberto Ramos. En ella escribía mis primeros tex- tos: la reseña de una película, la entrevista a unos artesanos callejeros, el reportaje a un cantor. En principio escribía sin preguntarme si mis textos le interesarían a algún editor. Sólo le obedecía al instinto: sentía ganas de sentarme frente a la máquina Brother para borronear un párrafo tras otro. Eso era todo. Las únicas personas que leían lo que escribía eran mi tío Gonzalo y mi primo Teoba. No necesitaba más lecto- res para sentir que aquello valía la pena. Un día empecé a cultivar la ilusión de que me publica- ran en un pequeño diario de Barranquilla, la ciudad donde nací. Era tan tímido que no me atrevía a entregarle el texto, personalmente, a algún redactor: siempre lo dejaba en la recepción dentro de un sobre de manila. Los domingos compraba el diario con la esperanza de que me hubieran publicado la nota. Para hacer eso tenía

239 Alberto Salcedo Ramos que desangrar mi escasa mesada de estudiante ojeroso. Sabía de antemano que no me habían publicado nada, pero insistía. De manera inconsciente estaba construyendo una pedagogía de la decepción. Eso, según me diría años después el maestro Germán Vargas Cantillo, es algo nece- sario cuando se empieza a escribir. Era doloroso que no me publicaran, por supuesto. Sin embargo, al otro día volvía a sentarme frente a la máquina Brother. Sé perfectamente que todo lo que escribí enton- ces eran puras tonterías, pero hay que ver la fiebre con la cual las defendía ante mí mismo. El premio más hermoso a esa terquedad apareció, por fin, una mañana de 1999. El editor Jesús Aníbal Suárez me llevó al Colegio San Bartolomé de la Merced, en Bogotá. Allí habían comprado varios ejemplares de mi libro De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho, publicado por la editorial de Suárez, Ediciones Aurora. Como en el San Bartolomé de la Merced se celebraba la Semana Cultural, me invitaron a charlar con los niños. Una profesora les había encargado esta tarea inesperada: leer mi libro y luego proponer nuevas portadas en reta- zos de cartulina. Cuando llegué al colegio vi las paredes invadidas de aquellos cuadros infantiles. Me pareció hermoso. Algunos niños se me acercaban para contarme, orgullosos, cuál era la pintura de su autoría; otros me hacían preguntas, otros más me contaban lo que sintieron al leer algunas crónicas. De pronto descubrí que me sentía conmovido, como con ganas de llorar. Entonces me acordé de cuando escribía

240 Antología personal sin que los editores me pusieran atención. Esta no es una historia sobre la calidad que hay que tener al escribir, repito, sino sobre cómo a veces, al resistir, pueden sucederle a uno episodios felices. Aquella emoción profunda no le pertenecía al autor de treinta y seis años que yo era entonces, sino al mucha- cho de diecinueve que había sido años atrás, el muchacho afiebrado que seguía arrojando al mar sus botellas de náu- frago, aunque nadie las encontrara.

Bogotá, septiembre de 2014

241

§§ Una balada para el mar

He madrugado a sentarme frente al Mar Caribe por- que necesito encontrarme conmigo mismo. Aquí podré liberarme, aunque sea sólo durante un rato, de todos esos ruidos urbanos que me intoxican: la bocina de los automó- viles, el timbre de los teléfonos, el reguetón de mis vecinos, la estridencia de los transeúntes. He venido a estas horas porque quiero disfrutar ese momento en que el sol brota como desde dentro del mar y colorea el horizonte. Entre tanto, oigo la sonata del oleaje, veo el tapiz de agua espumosa viniendo al encuentro con mis pies desnudos. Librado de los escándalos de la urbe oigo, sobre todo, mi propia voz. La oigo recitando una antigua tonada negra de Candelario Obeso:

Qué ejcura que ejtá la noche la noche qué ejcura ejtá así re ejcura e’ la ausencia ¡bogá, bogá!

243 Alberto Salcedo Ramos

Después la oigo pronunciando el hermoso responso de Jorge Artel por la muerte de un boga adolescente. Entonces vuelvo a sentir la congoja que sentía en la infancia cuando declamaba ese poema. Siempre extrañaré la voz del mucha- cho pescador que en las noches de juerga «tiraba su grito como una atarraya abierta». Eso sí: ahora, gracias al sosiego que me produce este amanecer y al rumor familiar de las olas, he vuelto a oír las coplas que entonaba el boga cuando arribaba a tierra firme. El mar trae de regreso algunas voces dejadas de lado así como devuelve a la playa ciertas cosas perdidas. En ape- nas un instante me ha permitido oír de nuevo a Candelario Obeso y a Jorge Artel. Oigo a papá Alberto, que murió hace doce años; oigo a un hermano de él, que murió hace treinta y cuatro. Oigo las voces de todos mis mayores, esos que en un verso precioso de Rojas Herazo aparecen descritos como «un ramo de abuelos que reunidos me pesan». Me gusta venir al mar en calma de la mañana para disputarle al olvido estos tesoros. Por eso siempre repito, en coro con Ramiro de la Esprie- lla, que para quienes nacimos en el Caribe el mar es más un oleaje de sangre que de iodo. Se derrama desde nuestras vís- ceras porque lo tenemos adentro. Oír su rumor es oírnos, oírnos es reencontrarnos. Ahora, mientras el sol incendia el horizonte, mientras una resaca de agua tibia me acaricia los pies, mientras los vientos alisios barren la playa como escobas enardecidas, me pregunto si el mar es macho, como proponía Hemingway, o hembra, como pretendía Virginia Woolf.

244 Antología personal

El de Hemingway es macho, sin duda. También lo es el que nos legaron nuestros antepasados en los patios del Caribe, desde Cuba hasta Santo Domingo, desde Santa Marta hasta Kingston. Macho cuando se le da por bravu- conear saltándose los malecones para arremeter contra las ciudades, macho cuando oxida las cerraduras de las puertas con su salitre, macho cuando libra su combate testarudo contra las rocas. Me temo, sin embargo, que también es hembra, aun- que yo a estas alturas me niegue a llamarle «la mar» para no sonar afectado. Es hembra porque su voz en calma es la de nuestra madre cuando nos arrullaba, es hembra porque su oleaje son las caderas complacientes de la mujer amada, es hembra porque su vaivén es el chinchorro de la abuela meciéndonos eternamente. Cada quien encuentra el mar que se merece. El mío es ese líquido amniótico, maternal, que tengo al frente, en el cual me hundo cuando necesito renacer.

Bogotá, junio 30 de 2015

245

§§ El pueblo donde no matan a nadie

Fue Charles Dana, editor del diario The Sun, quien acuñó esta frase célebre: «noticia no es que un perro muerda a un hombre sino que un hombre muerda a un perro». Los sucesos insólitos siempre han tenido acogida en los medios. He aquí, a manera de ejemplo, algunos hechos curiosos que le han dado la vuelta al mundo: el empresario David Roberts creó un hotel de lujo para gallinas; el camarógrafo Clayton Bennett fue demandado por una pareja de recién casados, debido a que olvidó grabar la entrega de los anillos. Entre nosotros, los colombianos, los sucesos insóli- tos suelen tener un tinte tragicómico: un día dos amantes son mordidos por una serpiente venenosa dentro de un motel llamado El paraíso; otro día unos esposos humildes se arruinan al festejar por error, en tremenda pachanga, una lotería que no se ganaron; más tarde varios vendedores del mercado público mueren borrachos después de consumir licor adulterado. Luego vemos por televisión al conductor de un coche fúnebre que se va de parranda con el cadáver dentro del vehículo.

247 Alberto Salcedo Ramos

Hay un acontecimiento extraño que no encaja en ese molde melodramático: Usiacurí, bello pueblo del depar- tamento del Atlántico, lleva casi once años sin registrar ni un solo homicidio. Que no maten a nadie en Costa Rica, terruño conocido como la Suiza de Centroamérica, vaya y venga. Que la noticia más triste del año en la pací- fica Finlandia sea que un anciano enfermo de Alzheimer se extravió en la calle, es un asunto normal. Pero que en Colombia, país con una tasa anual de homicidios de 81.7 por cada 100 mil habitantes, exista un lugar en el que la gente no se asesina ni por celos, ni por codicia, ni por ira, ni por pillaje, ni por vandalismo, es algo grandioso. En el resto de Colombia hemos visto las peores atro- cidades de que se tenga memoria en el planeta, desde el crimen de una anciana con un collar-bomba hasta el estran- gulamiento de una niña dentro de una estación de policía. Así que el respeto de los usiacureños por la vida es un hecho que no debe resultar inadvertido. Un hecho exó- tico, insisto, pero también maravilloso. Ya desde finales de los años 90 Usiacurí venía gene- rando este tipo de noticias gratas. En aquella ocasión el juzgado promiscuo municipal fue cerrado, debido a que se consideró que los tranquilos habitantes no necesitan un juez para dirimir sus diferencias. Usiacurí es un pueblo laborioso que deriva el sustento, sobre todo, de las artesanías construidas con palma de iraca. Acaso al pasarse los días tejiendo, sentados a las puer- tas de sus casas, los moradores desarrollan la paciencia de Penélope. Sus manos, pájaros comandados por la humildad

248 Antología personal y el talento, están demasiado ocupadas creando belleza como para ponerse a empuñar un machete contra el pró- jimo. En estos tiempos tan ruines, Mr. Charles Dana, hay que brindarle mayor atención a gente como los usiacure- ños, que no necesitan ni morder a los perros ni morderse entre ellos para ser noticia.

Bogotá, 2012

249

§§ Doña Nubia y el Parque de los Sueños Justos

Doña Nubia Torres acaba de fabricar un nuevo muñeco de trapo a imagen y semejanza de su hijo menor. Ahora le da los toques finales: en una de las manitas engarza un retrato del muchacho y en la otra, una nota breve: «Omar Elié- cer Muñoz Torres. Desaparecido el 15 de abril de 1993 en el municipio de Bello, Antioquia. Apenas tenía 18 años». El muñeco está vestido con una ropa idéntica a la que llevaba el joven el día que fue desaparecido. Mañana será entregado en adopción a una familia británica. Frente a su máquina de modista, doña Nubia informa que la imagen de Omar Eliécer ha viajado por varios países. Está en Brasil, en Estados Unidos, en España, en Suecia. Todo el que adopta los muñecos contribuye a honrar a su hijo y a hacer visible ante el mundo el dolor de muchas madres colombianas que padecieron la misma tragedia. Mientras ella esté viva, advierte, no permitirá que la muerte de su muchacho sea olvidada. En principio doña Nubia se sintió culpable de la des- aparición de su hijo, pues fue ella quien, aquella tarde de 1993, le regaló dinero para salir a comprar gaseosa. Si el muchacho hubiese permanecido en casa —decía—, los

251 Alberto Salcedo Ramos paramilitares que ese día incursionaron en el barrio para asesinar a los habitantes de manera aleatoria ni siquiera se habrían enterado de su existencia. —Yo deseaba morirme. Eso sí: quería que alguien le hiciera el favor de matarla, ya que a ella le faltaba valor para suicidarse. A veces fanta- seaba con la idea de que un rayo la partiera en dos mientras caminaba por el barrio. Una amiga la increpó por ser tan injusta consigo misma. Otra le sugirió juntarse con familiares de víctimas para ver si al conocer sus testimonios de resistencia se procuraba un poco de consuelo. Doña Nubia le hizo caso, y además buscó ayuda psicológica. Abandonó su casa en Bello y se fue para Medellín a empezar una nueva vida con el oficio que apren- dió desde la adolescencia: la modistería. Cuando principiaba a sentirse mejor, la Fatalidad vol- vió a visitarla: su marido, Alberto Muñoz, quien estaba echado a la pena desde el momento en que Omar Eliécer desapareció, se dejó morir de hambre, literalmente. Enton- ces doña Nubia volvió a deprimirse. Una noche soñó que sembraba almendros. A la mañana siguiente dedujo que Dios le había enviado un mensaje: si por cada desaparecido se plantara un árbol, sería posible crear un gran bosque que hiciera visibles a las víctimas. El nombre que se le ocurrió para bautizar el lugar fue el «Par- que de los Sueños Justos». Enseguida se puso en la tarea de buscar en Medellín a madres de desaparecidos. Al principio, hace siete años, eran apenas tres. Ahora hay más de sesenta.

252 Antología personal

Cada madre inventa un árbol como alegoría del hijo que le fue arrebatado. El bosque es imaginario, agrega, porque no habría en el mundo un espacio físico donde cupieran todos esos cedros gigantes que ellas consagrarían a la memoria de sus muchachos. —Una no pare un hijo para que se lo maten y luego se olviden de él como si nada. El Parque de los Sueños Justos está habitado por muñecos de trapo elaborados a imagen y semejanza de los desaparecidos. Todos llevan en las manitas una fotografía y una información breve. —¿Nunca pensaron incluir en ese texto informativo la identidad de los asesinos? —¿Para qué? Eso no ayuda. —¿Usted sabe quiénes fueron? —Casi todas sabemos, pero nada ganamos mencio- nándolos. Fueron unos locos o fueron los locos del bando contrario, ¿y qué? Mi hijo tuvo la mala suerte de salir a la calle cuando unos locos de esos andaban llevándose a los pelados para demostrarles a los locos del otro lado que ellos eran los mandamases. Usted sabe cómo es eso en Colombia. Luego advierte que a los sesenta y tres años sólo aspira vivir en paz. Y esa paz sólo será posible —concluye— mientras con- serve un espíritu indulgente. Doña Nubia no quisiera que la dejaran permanecer en el Parque de los Sueños Justos sólo porque ella fue su creadora, sino, sobre todo, porque es digna de estar allí.

Bogotá, 2014

253

§§ Mi mejor edad

La mejor edad sería una en la cual uno tuviera la despreocupación de un bebé, la memoria de un púber, la insensatez de un quinceañero, la agilidad de un mucha- cho de dieciocho años, la gracia de un mozalbete de veinticinco, el espíritu maldadoso de un soltero de treinta, la seguridad de un cuarentón al que las cosas le van bien. Una edad en la cual floreciera la inteligencia como a los cincuenta, emergiera la sabiduría como a los ochenta y adquiriéramos, por fin, la virtud de la indulgencia, como si tuviéramos noventa. Una edad en la que uno corra, salte, sea fuerte, com- prenda, recuerde, baile, bese, tenga mucho sexo, ame, sea amado, disfrute, viaje, produzca, sea saludable, almuerce sin restricciones, vuelva a bailar y vuelva a besar. Pero como no existe tal edad nos toca apañárnosla con la que vamos teniendo en cada momento de nuestras vidas. Así, la mejor edad son los veinte cuando tenemos veinte y nos sentimos a gusto, o los setenta cuando los aceptamos con dignidad.

255 Alberto Salcedo Ramos

Hace poco mi abuela Elvia —noventa y dos años— me soltó esta perla: «Cuando uno está joven gasta salud buscando plata, y cuando uno está viejo gasta plata bus- cando salud». En cada edad ganamos, en cada edad perdemos. Además, no hay fórmulas: uno puede equivocarse tanto si se reprime como si se desborda, tanto si trabaja mucho como si holgazanea, tanto si planea como si improvisa. A los cincuenta y un años avisto sin dolor ciertos sur- cos en el cuello, ciertas ojeras porfiadas, ciertos cabellos tristes entre los dientes de mi peine. Miro lo que ya perdí como señal de lo vivido, y definitivamente no lo lamento. No corro pero llego lejísimos caminando, no bailo el fan- dango con velocidad pero termino la canción. Amo las palabras que todavía no he dicho, los besos que me faltan, los mimos que la vida aún me debe, y un par de ojos en los que apenas empiezo a mirarme. Corto un tomate en cuadritos perfectos mientras oigo una canción de Caetano Veloso. Destapo el aceite de oliva, me paladeo por anticipado. Y me digo que aunque desco- nozco lo que vendrá, lo espero con todo el corazón.

Bogotá, 2013

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Este libro no se terminó de imprimir en 2017. Se publicó en tres formatos electrónicos (pdf, ePub y html5), y hace parte del interés del Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia —como coordinadora de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas, rnbp— por incorporar materiales digitales al Plan Nacional de Lectura y Escritura «Leer es mi cuento».

Para su composición digital original se utilizaron familias de las fuentes tipográficas Garamond y Baskerville.

Principalmente, se distribuyen copias en todas las bibliotecas adscritas a la RNBP con el fin de fortalecer los esfuerzos de promoción de la lectura en las regiones, al igual que el uso y la apropiación de las nuevas tecnologías a través de contenidos de alta calidad.