La Cruz Azul Y Otros Cuentos GILBERT K
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Colección dirigida por Jorge Luis Borges (con la colaboración de María Kodama) Biblioteca Personal Jorge Luis Borges lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una bi- A blioteca dispar, hecha de libros, o de páginas, cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara. Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que en los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector. La serie que prologo y que ya entreveo quiere dar ese goce. No elegiré los títulos en función de mis hábitos literarios, de una determinada tradición, de una determinada escuela, de tal país o de tal época. Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer, dije alguna vez. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector. Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas. Sé que la novela no es menos artificial que la alegoría o la ópera, pero incluiré novelas porque también ellas entraron en mi vida. Esta serie de libros heterogéneos es, lo repito, una biblioteca de preferencias. María Kodama y yo hemos errado por el globo de la tierra y del agua. Hemos llegado a Texas y al Japón, a Ginebra, a Tebas, y, ahora, para juntar los textos que fueron esenciales para nosotros, recorreremos las galerías y los palacios de la memoria, como San Agustín escribió. Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido en- tre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese mis- terio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin porqué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede. Ojalá seas el lector que este libro aguardaba. La cruz azul y otros cuentos GILBERT K. CHESTERTON La cruz azul y otros cuentos HYSPAMÉRICA Edición exclusiva para: EDICIONES ORBIS, S.A. Título original: The Blue Cross, The Secret Garden, The Queer Feet, The Invisible Mal, The Honor of Israel Gow, The Hammer of God, The Eye of Apollo, The Duel of Dr. Hirsch, The Bottomles Well, The Damero with Wings, The Song of the Flying Fish, The House of the Peacock, The Blast of the Book. Traducción: Alfonso Reyes, A. Nadal, R. Berenguer, Isabel Abelló de Lamarca, F. González Taujis. Traducción cedida por Editorial Plaza y Janes, Barcelona Nota del editor Los títulos incluidos en este libro proceden de distintas obras de Chesterton: • De El candor del Padre Brown proceden «La cruz azul», «El jardín secreto», «Las pisadas misteriosas», «El hombre invisible», «La honradez de Israel Gow», «El mar- tillo de Dios» y «El ojo de Apolo». • De La sabiduría del Padre Brown procede «El duelo del Doctor Hirsch». • De El hombre que sabía demasiado, «El pozo sin fondo». • De La incredulidad del Padre Brown, «El puñal alado». • De El secreto del Padre Brown, «La canción del pez volador». • De El poeta y los lunáticos, «La casa del pavo real». • De El escándalo del Padre Brown, «La ráfaga del libro». c Original: Miss D. E. Collins c Para la presente edición: Hyspamérica Ediciones Argentina, S.A. Edición exclusiva para: Ediciones Orbis, S.A. Apartado de Correos 35432, 08080 Barcelona I.S.B.N.: 84-85471-18-0 Depósito legal: B. 4460-1988 Segunda Edición Prologo s lícito afirmar que Gilbert Keith Chesterton (1874–1936) E hubiera podido ser Kafka. El hombre que escribió que la noche es una nube mayor que el mundo y un monstruo hecho de ojos hubiera podido soñar pesadillas no menos admirables y abrumadoras que la de El Proceso o la de El Castillo. De hecho, las soñó y buscó y encontró su salvación en la fe de Ro- ma, de la que afirmó extrañamente que se basa en el sentido común. Íntimamente padeció el fin-de-siècle del siglo diecinue- ve; en una epístola dirigida a Edward Bentley pudo escribir El mundo era muy viejo, amigo mío, cuando tú y yo éramos jóve- nes y declarar su juventud por las grandes voces de Whitman y de Stevenson. Este volumen consta de una serie de cuentos que simulan ser policiales y que son mucho más. Cada uno de ellos nos propone un enigma que, a primera vista, es indescifrable. Se sugiere después una solución no menos mágica que atroz y se arriba por fin a la verdad, que procura ser razonable. Cada uno de los cuentos es un apólogo y es asimismo una breve pieza teatral. Los personajes son como actores que entran en escena. Antes del arte de escribir Chesterton ensayó la pintura; todas sus obras son curiosamente visuales. Cuando el género policial haya caducado, el porvenir seguirá leyendo estas páginas, no en virtud de la clave racional que el padre Brown descubre, sino en virtud de lo sobrenatural y monstruoso que antes hemos temido. La obra de Chesterton es vastísima y no encierra una sola pá- gina que no ofrezca una felicidad. Recordaré, casi al azar, dos libros; uno de 1912, The Ballad of the White Horse, que noble- mente salva la épica, tan olvidada en este siglo. Otro de 1925, Man the Everlasting, extraña historia universal que prescinde de fechas y en la que casi no hay nombres propios y que expresa la trágica hermosura del destino del hombre sobre la tierra. Índice La cruz azul 1 El jardín secreto 29 Las pisadas misteriosas 59 El hombre invisible 86 La honradez de Israel Gow 111 El martillo de Dios 132 El ojo de Apolo 157 El duelo del doctor Hirsch 180 El pozo sin fondo 201 El puñal alado 224 La canción del pez volador 255 La casa del pavo real 281 i Índice La ráfaga del libro 307 II LA CRUZ AZUL Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir. No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste en- tre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorgue- ra isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacía presumir que aquel chaqué claro ocul- taba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentin, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo. Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países ha- bía seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de 1 La cruz azul Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Con- greso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentin no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo. Hace muchos años que este coloso del crimen desapareció sú- bitamente, tras de haber tenido al mundo en zozobra; y a su muerte, como a la muerte de Rolando, puede decirse que hubo una gran quietud en la tierra. Pero en sus mejores días —es decir, en sus peores días—, Flambeau era una figura tan estatuaria e internacional como el Káiser. Casi diariamente los periódicos de la mañana anunciaban que había logrado escapar a las consecuencias de un delito extraordinario, cometiendo otro peor. Era un gascón de estatura gigantesca y gran acometividad fí- sica. Sobre sus rasgos de buen humor atlético se contaban las cosas más estupendas: un día tomó al juez de instrucción y lo puso de cabeza «para despejarle la cabeza». Otro día corrió por la calle de Rivoli con un policía bajo cada brazo. Y hay que hacerle justicia: esta fuerza casi fantástica sólo la emplea- ba en ocasiones como las descritas: aunque poco decentes, no sanguinarias. Sus delitos eran siempre hurtos ingeniosos y de alta categoría. Pero cada uno de sus robos merecía historia aparte y podría considerarse como una especie inédita del pecado. Fue él quien lanzó el negocio de la «Gran Compañía Tirolesa» de Londres, sin contar con una sola lechería, una sola vaca, un solo carro, una gota de leche, aunque sí con algunos miles de suscriptores. Y a éstos los servía con el sencillísimo procedimiento de acer- 2 La cruz azul car a sus puertas los botes que los lecheros dejaban junto a las puertas de los vecinos. Fue él quien mantuvo una estrecha y misteriosa correspondencia con una joven, cuyas cartas eran in- variablemente interceptadas, valiéndose del procedimiento ex- traordinario de sacar fotografías infinitamente pequeñas de las cartas en los portaobjetos del microscopio.