UNIVERSIDAD DE CHILE FACULTAD DE FILOSOFÍA Y HUMANIDADES ESCUELA DE POSTGRADO
EL TEATRO COLONIAL EN QUECHUA DE LOS SIGLOS XVII Y XVIII:
APROPIACIÓN Y REELABORACIÓN DEL MODELO BARROCO ESPAÑOL
Tesis para optar al grado de Doctora en Literatura
SILVANA MANTELLI ROMEO
Profesores Guía:
Irmtrud König
José Luis Martínez
SANTIAGO DE CHILE 2019
A las mujeres de mi vida… A Gioconda, por su amor incondicional y su fuerza interminable. A Carmen, por nunca rendirse. A Giulietta, por su confianza y guía en este camino. A mis amigas, por ser un refugio constante.
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Agradecimientos
Agradezco a Irmtrud König y José Luis Martínez por los consejos entregados, los que me permitieron mejorar constantemente mi trabajo. También por la paciencia y dedicación en cada revisión.
Agradezco a mi familia y amigos, por su confianza y comprensión.
Agradezco a quienes estuvieron conmigo en diferentes etapas de este proceso, dándome su apoyo y ayudándome a lograr mis objetivos.
** Este trabajo fue financiado por CONICYT PFCHA/DOCTORADO NACIONAL/2014 -
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El otro principio fue el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita de creación …imitar desde aquí a alguien resulta escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempo, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros.
José María Arguedas, ‹‹No soy un aculturado››.
v ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 1
CAPÍTULO 1 Teatralidad: el espectador y el texto 16 Teatralidad social y teatralidad poiética 18 El espectador y las convenciones teatrales 21 El texto y su teatralidad 24
CAPÍTULO 2 Reflexiones sobre la producción literaria latinoamericana 30 Transculturación literaria 33 ¿Influencia española o reelaboración? 38
CAPÍTULO 3 Dramática en quechua: una historia de desacuerdos 40 Juan de Espinosa Medrano como intelectual colonial 49 Las controversias sobre Ollantay 57 Comedias marianas: Usca Paucar y El pobre más rico 63
CAPÍTULO 4 Evangelización en el virreinato del Perú 67 Extirpación de idolatrías 77 Clandestinidad y resistencia 81 Teatro evangelizador 85 Algunas referencias sobre los jesuitas en el Cusco 88
CAPÍTULO 5 La teatralidad “barroca” y su presencia en las fiestas y celebraciones públicas 91 Fiestas y desfiles coloniales 95 El Corpus Christi 101
CAPÍTULO 6 Movimientos sociales del siglo XVIII 107 Renacimiento inca y Utopía andina 113 Rebelión de Túpac Amaru II 117
vi CAPÍTULO 7 Las manifestaciones criollas del teatro virreinal 122 Teatro limeño 122 Vida teatral en Potosí 134
CAPÍTULO 8 Desde el texto dramático hacia una potencial puesta en escena: 139 reconstrucción y aproximaciones Los espacios y ambientes escénicos 139 Los espacios escénicos 140 La atmósfera escénica 152 Los espacios simbólicos 154 La relación con el espectador 159 Los tipos de convenciones 162 La danza y la música propuestas para las puestas en escena 169
CAPÍTULO 9 El teatro en quechua de los siglos XVII y XVIII: los personajes – 175 estrategias de apropiación y reelaboración respecto al modelo español Los personajes del teatro en quechua: nuevas categorías, características y 175 relaciones Los caídos en desgracia 179 Las figuras femeninas 187 Los graciosos 191 Los demonios 203 Los salvadores y la resolución del conflicto 208
CAPÍTULO 10 Los recursos identitarios andinos: estrategias de apropiación y reelaboración 216 respecto al contenido del modelo español Recuperación del pasado y presente histórico 216 Condiciones adversas de su presente 220 Conservación del imaginario andino 223 Elementos andinos en el contexto del mensaje evangelizador 228 La expresión melancólica de los personajes del teatro en quechua 235
CONCLUSIONES 242
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 252
vii Resumen
La presente investigación tiene como tema central el teatro colonial escrito en quechua en los siglos XVII y XVIII. Con el propósito de establecer que en estas obras se presenta una reelaboración y apropiación del modelo del Siglo de Oro español y que no son una imitación de este referente, se analizan los cinco textos dramáticos editados y traducidos hasta la actualidad:
El robo de Proserpina y sueño de Endimión y El hijo pródigo de Juan de Espinosa Medrano, El pobre más rico de Gabriel Centeno de Osma, Usca Paucar de autor anónimo y El rigor de un padre y la generosidad de un rey, escrito que aún presenta algunas discrepancias en su autoría.
Por medio del análisis de las matrices textuales de ‹‹representatividad›› de los textos
(Ubersfeld, 1989) y de la teatralidad (Féral, 2003; Cornago, 2005; Dubatti, 2012) que en estos se propone, se realiza una aproximación y reconstrucción de las puestas en escena de las obras.
A partir de esto, se observa que en el corpus se manifiesta una teatralidad particular vinculada al contexto social y cultural en que fueron escritas: el Cusco. Asimismo, se verifica que se presentan estrategias de reinvención del modelo áureo, lo que se refleja en que todas las obras muestran una nueva tipología de personajes y diversos recursos identitarios andinos, los que permiten que el espectador se identifique con conflictos dramáticos similares a los experimentados por su sociedad.
viii Introducción
Las representaciones del teatro escrito en quechua en Cusco, en los siglos XVII y XVIII, fueron acontecimientos teatrales que tuvieron una considerable repercusión en la sociedad colonial de ese momento, sobre todo en los espectadores de la élite andina que promovían su creación y desarrollo. El resurgimiento de la nobleza incaica, luego de la destrucción de las estructuras sociales andinas durante la Conquista, implicó diversas estrategias para lograr mantenerse vigente dentro de la organización colonial impuesta por los españoles. Una de ellas fue la participación en las fiestas y desfiles, donde no solo aparecían exhibiendo sus símbolos, vestimentas y bailes, sino que también demostraban el posicionamiento que estaban adquiriendo entre los españoles como curacas de los grupos que aún tenían a cargo. De esta manera, se fue originando una conciencia entre ellos como sujetos andinos, quienes tenían el derecho a recuperar su pasado, sus tradiciones y a establecer una posición menos subordinada dentro de la sociedad colonial. Por ende, se creó un discurso andino que se manifestó en el arte y en el teatro en quechua de los siglos XVII y XVIII, el que logró transmitir un imaginario que el público pudo reconocer, a pesar de las transformaciones que muchas de sus tradiciones sufrieron en la Colonia. Así, a pesar de la presencia de un contenido cristiano, lo que satisfacía las expectativas del público en general, se producía una resonancia en los descendientes del pueblo andino que permitía mantener la memoria de su pasado y alentaba el deseo de recuperar su lugar.
Sin embargo, posteriormente hubo una decadencia en su producción debido a los acontecimientos históricos que sucedieron desde fines del siglo XVIII, con la derrota de José
Gabriel Condorcanqui, también denominado Túpac Amaru II, y, posteriormente, con “la marginación del quechua [que] llegaría sobre todo en el siglo XIX, con la crisis de la economía serrana y la desaparición de una élite de estatus indígena” (Itier, 1995, p.10).
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Esto último trajo como consecuencia, en términos académicos, una ignorancia sobre la existencia de estos textos como también muchas y diferentes versiones sobre el lugar donde estaban conservados los manuscritos. Por lo tanto, no hubo noción, durante bastante tiempo, de que en el contexto colonial se había producido un teatro urbano y culto en quechua y menos que podía constituirse como parte de la tradición literaria latinoamericana. Así, a pesar de que los
últimos 40 años “han visto crecer un interés sin precedente por las fuentes coloniales en y sobre idiomas indígenas como testimonios de la historia de las lenguas y la cultura andinas” (p.7), no hay bastante difusión sobre este teatro, sobre todo por el desconocimiento del quechua y las pocas traducciones realizadas. A raíz de esto, esta investigación tiene como temática central el teatro escrito en quechua en Cusco durante los siglos XVII y XVIII, para así aportar a los estudios literarios con el análisis de un corpus que aún necesita mayor divulgación y que se debería situar en el lugar que le pertenece, como representante tanto de la creatividad de nuestros escritores, al apropiarse y reinventar los modelos impuestos, como de la tradición teatral de este continente. Por este motivo, las obras que constituyen el corpus de esta investigación son los cinco textos que hasta la actualidad se encuentran editados y traducidos1. Ellos son El robo de
1 César Itier (2006) mencionó la existencia de un manuscrito del siglo XVIII que contiene una obra en quechua titulada El milagro del Rosario, el que se encuentra disponible en la British Library. En ese momento afirmó estar realizando una traducción y edición de la obra. En la actualidad aún no se ha realizado alguna publicación de esta y solo en 2017 él entrega algunas referencias concretas sobre el contenido: “es una refundición de El pobre más rico (…). En su primera página figura una nota según la cual sería la copia de un códice anterior, realizada en 1793 para una representación de la obra en el pueblo de Acos con motivo de la fiesta de la Virgen del Rosario (…). Es una obra semiculta, cuyo texto solo sigue de manera muy aproximada las reglas de la métrica. Su autor no debió ser un profesional del lenguaje y sus modelos parecen haber sido otras comedias quechuas que leyó o presenció y no obras del teatro español. Los calcos del castellano que se detectan en el texto muestran que no era un indígena. Era tal vez un miembro de aquel clero de origen mestizo y socialmente modesto (…). La obra se inicia con un diálogo entre los demonios Nina Kiru y Amaru. Anuncian su intención de causar la perdición de Yawri T’itu, príncipe inca que vive en el pueblo de Acos. Yawri T’itu es pobre, pero tuvo oro, plata, mujeres (aklla) y honores. Desesperado por esta pérdida, desea morir, mientras que su criado, Qispillu, considera la vida con serenidad y alegría. Nina Kiru ofrece a Yawri T’itu riquezas a cambio de que vaya a servirlo en el mundo subterráneo (ukhupacha). El protagonista acepta y firma un contrato con él. Previamente, solicita a su nuevo amo que lo lleve a un pueblo donde pueda vivir feliz algún tiempo. Nina Kiru lo conduce ante la ñusta soltera Quri Siklla. Esta vio en un sueño a un noble inca que venía a pedirle su mano y a una mujer escogida (aklla) vestida de blanco y negro que le anunciaba grandes sufrimientos. Yawri T’itu es presentado por Nina Kiru a Quri Siklla y los dos deciden enseguida formar una pareja. Poco tiempo después, Yawri sueña que lo persiguen enemigos hasta que un joven vestido de blanco lo libera, instándole a dejar el pueblo. A consecuencia del sueño, Yawri T’itu abandona a Quri 3
Proserpina y sueño de Endimión (de aquí en adelante, El robo de Proserpina), El hijo pródigo,
El pobre más rico, Usca Paucar y Los rigores de un padre y generosidad de un rey o más conocida como Ollantay2.
Como se mencionó, uno de los hechos que desfavoreció la divulgación de estos textos dramáticos fue que la información sobre el lugar donde se encontraban y quiénes los tenían se encontraba dispersa. El caso de El robo de Proserpina ha sido uno de los más representativos.
En 1890, la primera persona que dio noticia sobre una obra en quechua que trataba del robo de
Proserpina fue Clorinda Matto de Turner, “quien oyó hablar de este auto sacramental” (Itier,
2010, p.9). Luego, en 1911, José Gabriel Cosio, quien poseía un manuscrito de la obra, aludió a
él en un artículo dedicado a Ollantay. Años después, en 1939, en el Congreso Interamericano de Americanistas de Lima, Luis Valcárcel dio cuenta de la posesión de un manuscrito de Usca
Paucar, en el cual estaba también El hijo pródigo y El Robo de Proserpina, el que había sido copiado por el presbítero Facundo Navarro Gamarra. Todo lo anterior significó solo la información de su existencia, pues Valcárcel no hizo públicas sus copias, sino que se las enseñó a ciertos eruditos en el tema. Por último, en 1941, Cosio nuevamente escribe un artículo donde detalla su manuscrito, explica que posee solamente el primer acto y traduce los primeros 28 versos de la obra.
Siklla de manera cobarde y regresa a Acos con Qispillu. El príncipe se arrepiente de haber firmado el pacto y su ángel de la guarda, enviado por la Virgen, aparece y le anuncia que puede ser perdonado. Yawri T’itu se pone el rosario al cuello e invoca a la Virgen. Nina Kiru y Amaru atrapan a Yawri T’itu y Qispillu para llevárselos al infierno. Luego de una disputa con Nina Kiru, el ángel arranca a Yawri de las garras del demonio. Cuando los diablos están por coger a Qispillu, este invoca a la Virgen y tienen que huir. Yawri T’itu entiende que la Virgen lo salvó gracias a su rosario. (…) La comedia española era un género convencional y las reglas del decoro imponían que los personajes imitaran tipos pre-existentes, pues era lo que garantizaba que la ficción dramática fuera comprensible, creíble y aceptable. En El milagro del Rosario, sin embargo, no se consideran varias de estas reglas (…). El milagro del rosario se articula de manera más estrecha con el imaginario andino que con el de la literatura culta hispánica” (191-193). En Literatura y cultura en el virreinato del Perú: apropiación y diferencia. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Casa de la literatura, Ministerio de Educación del Perú. 2 Los manuscritos más antiguos presentan el nombre Los rigores de un padre y generosidad de un rey. Son los críticos del siglo XIX quienes le dieron el título que se utiliza comúnmente: Ollantay (Itier, 2006). En el presente trabajo será designada con este último nombre. 4
Al parecer, estas referencias fueron insuficientes para incentivar un trabajo académico más profundo, lo que provocó la circulación de ciertas imprecisiones sobre El robo de
Proserpina. Primero, se dijo que había sido estrenada en Madrid y Nápoles (Sánchez, 1928).
Luego, que no era una obra en quechua sino en castellano (Tamayo Vargas, 1957).
Posteriormente, José Cid y Dolores Martí (1973) en su compilación sobre teatro indoamericano también señalaron que se presentó en Madrid y Nápoles en 1677, pero reconocen que no hay ningún registro sobre esto. Todavía en 1981 Carlos Suárez alude a que nadie ha declarado que la ha leído y finalmente en el Diccionario Enciclopédico de las letras de América Latina (1995) se da cuenta de que aún a fines del siglo XX no se poseía una versión moderna de la obra y que la única traducción efectuada, probablemente refiriéndose a la realizada por Teodoro Meneses
(1983), estaba basada en un manuscrito que no se había dado a conocer públicamente3. Recién en esos años se realiza la primera lectura académica, por Barbara Jaye (1994/1995), basada en la traducción de Meneses. De ese modo, solo en 2010, César Itier presenta una versión en quechua junto con su traducción.
Una situación similar fue lo sucedido con el manuscrito de Usca Paucar. La primera referencia sobre la obra fue la traducción hecha al alemán por Ernest Middendorf (1891), la que decía haber obtenido del doctor Leonardo Villar en Lima. Sin embargo, la veracidad de su traducción ha sido puesta en entredicho, pues él mismo asumió que la copia contenía bastantes pasajes malogrados que lo hicieron intervenir algunas partes, sin señalar qué secciones son suyas y cuáles del original. Las siguientes informaciones sobre este texto solamente fueron comunicados sobre la posible existencia de otros manuscritos (Markham, 1853; Cosio, 1916;
3 Meneses (1983) explica que Luis Valcárcel, en 1954, le permitió conocer el códice Navarro, el cual estudió y a partir de él pudo realizar su traducción. Entrega algunas descripciones sobre sus características, tamaño y caligrafía, de modo que fuera verificable que tuvo acceso a esa copia. Sin embargo, se le ha criticado que en ese momento no dio a conocer públicamente su fuente. 5
Pacheco, 1924), además de la ya conocida intervención de Valcárcel en 1939, en la que comunica que está en posesión de unas copias de Facundo Navarro. Finalmente, el códice que se encontraba en mejores condiciones de lectura fue el de Justo Apu Sahuaraura, sacerdote nacido en 1775, que en 1838 empezó a escribir una colección de documentos que también contiene Ollantay. Usca Paucar, la cual fue encontrada en su colección denominada Literatura incásica, fue incorporado a la Biblioteca Nacional del Perú en 1944.
Entre todas las obras, Ollantay es el texto del que más códices o fragmentos se han encontrado poco tiempo después de realizada su representación. Esto significó que también se originara un intenso debate relacionado con intentar definir cuál sería el primitivo. Entre ellos está uno denominado como Códice Valdez, debido a que, en 1816, fue revelado por Narciso
Cuentas, sobrino y heredero de Antonio Valdez, quien es el más seguro autor de esta obra. Este manuscrito, luego de ser descubierto, no fue ubicado nuevamente, pero sí se posee la copia que hizo Justo Apu Sahuaraura del texto que el mismo Valdez le prestó. De esta manera, entre lo más utilizados y aprobados están este códice, el de Justo Pastor Justiniani y el del Convento de
Santo Domingo de Cusco. La aparición temprana de múltiples manuscritos produjo asimismo variadas traducciones realizadas antes del siglo XX. Entre ellas, están las de J.J. von Tschudi en
1855 al alemán, la versión en inglés de Markham, la de José Sebastián Barranca al español en
1868 y la de Gabino Pacheco Zegarra al francés en 1878.
Por el contrario, El hijo pródigo y El pobre más rico son los textos que han presentado menos diversidad de manuscritos. En el caso del primero, ha habido un consenso en determinar que la copia más antigua es la del doctor Mariano Macedo, adquirida por el Museo de etnología de Berlín. De aquella copia, Middendorf realizó una traducción al alemán, la que se publicó en
1891. Este es el único texto en quechua de la obra, pues, a pesar del comunicado de Valcárcel sobre la copia que poseía, este último manuscrito no ha sido develado públicamente. De la 6
traducción en alemán, Federico Schwab hizo una traducción en español en 19384. Teodoro
Meneses en 1983 también realizó una traducción de El hijo pródigo, basado en el códice Navarro que Valcárcel le habría mostrado, el que, como ya se ha indicado, no ha sido editado o difundido.
En tanto de El pobre más rico ha habido solamente un manuscrito en posesión del Doctor
Humberto Suárez, transcrito íntegramente por José M.B. Farfán. Fue adquirido en 1937 por la
Universidad Mayor de San Marcos y la traducción fue efectuada y publicada en 1938 por el
Instituto Superior de Lingüística y Filología de la misma institución.
En la medida que, durante el siglo XX, se fueron descubriendo nuevos manuscritos y se efectuaron algunas traducciones de ellos, también empezó a surgir un interés por cotejarlos y analizarlos, con el fin de determinar, primero, a los autores de las obras anónimas y, segundo, en qué momento de los siglos coloniales fueron escritos y representados. En cuanto al primer objetivo, se entregaron diferentes posibilidades, las que variaban según el año que el investigador creía que pertenecía el manuscrito. En la actualidad, esto ya ha sido determinado de manera más categórica; es decir, se puede afirmar que, de las cinco obras analizadas en esta investigación, solamente se conocen fidedignamente a dos de sus autores. Estos son, Juan de
Espinosa Medrano (1628/30 –1688), autor de El robo de Proserpina y El hijo pródigo, y Gabriel
Centeno de Osma, autor de El pobre más rico. En cuanto a Ollantay, el manuscrito no está firmado, como en los otros casos, de modo que se pueda determinar certeramente quién la escribió. Sin embargo, se han postulado bastantes razones por las cuales se confirmaría que su autor es Antonio Valdez. No obstante, el hecho de que algunos de estos manuscritos estén firmados es algo particular, pues en los siglos XVII y XVIII no se desarrolló “un verdadero
4 César Itier (2012) publicó un largo fragmento de esa obra, con una nueva traducción. En el mismo volumen se encuentran también fragmentos de El pobre más rico y Ollantay, igualmente editados y traducidos por él. Cfr. Qosqo qhechwasimipi akllasqa rimaykuna. Antología quechua del Cusco. Cusco: Centro Guaman Poma de Ayala / Municipalidad del Cusco. 7
sentido de propiedad inmaterial” (Itier, 2010, p.12). Por ende, en el caso de Espinosa Medrano, habría sido una manera de proclamar la excelencia del colegio San Antonio Abad, lo cual habría llevado a una insistencia en anotarlo como su autor y su calidad como colegial de la institución
(Itier, 2010).
Con respecto a la determinación de los años de escritura de cada texto, en muchos casos, más que afirmaciones derivadas del análisis filológico de los textos, surgieron algunas que tenían como base la creencia de que el siglo XVIII fue un período sombrío para el quechua literario. Esto habría provocado que se determinara que todos los manuscritos tendrían que haber sido escritos en el siglo XVII. A medida que se comprendió que “el período que corre de mediados del siglo XVII a mediados del siglo XVIII (…) [es] un verdadero ‘siglo de oro del quechua literario’, en el que se afirma por primera vez una literatura erudita profana en quechua”
(Itier, 1995, p.9), se fue estableciendo de modo más efectivo el período en que fueron escritas.
Así, El pobre más rico habría sido escrita a finales del siglo XVII o principios del XVIII, Usca
Paucar a mediados del XVIII y Ollantay en 1782 (Itier, 2017).
En relación con los textos dramáticos de Juan de Espinosa Medrano, era imposible realizar alguna conjetura con respecto a que fue escrita en el siglo XVII, por lo tanto, se trató de determinar la década de creación. Agustín Cortés de la Cruz, su discípulo, afirmó que la obra había sido escrita cuando este tenía catorce años. Itier (2010) indica que esta afirmación es una exageración, pero sí respalda el hecho de que haya sido escrita tempranamente en la vida de
Espinosa Medrano, ya que en el Ms. Navarro se señala que fue escrito mientras él era colegial del seminario San Antonio Abad. Aunque el título de ‹‹colegial›› también se usaba para los profesores, en ese caso habría firmado tanto como colegial real como catedrático de Artes y
Sagrada Teología (p.11), tal como aparece en el Apologético. Por esto, Itier (2010, 2017) deduce 8
que la obra se remonta a fines de la década de 1640, y que se habría presentado en el patio del seminario de San Antonio Abad como una obra escolar, en ocasión del Corpus Christi.
El hijo pródigo, por su parte, aún presenta algunos años de distancia en la determinación de su creación. Guibovich y Domínguez (2000) creen que la mención a Laicacota permite pensar que fue escrita después de 16575, pero antes de 1665, pues no hay menciones a las situaciones de violencia que se produjeron desde ese año entre las facciones mineras de los vascongados y los andaluces (p.445). En cambio, Itier (2017) determina que se presentó para “las festividades que se organizaron en el Cuzco con motivo de la estadía en esa ciudad del virrey Conde de
Lemos, entre el 30 de octubre y el 8 de noviembre de 1668” (p.182). De igual modo, ambos argumentos están asociados a hechos históricos sucedidos en esos años, no por alguna referencia explícita en alguna crónica o relación. Por lo tanto, lo único comprobable es que tuvo que representarse después de 1657, pues antes no se podría haber hecho la referencia a Laicacota.
Los debates en torno a estos puntos incluso continuaron realizándose ya acontecida la primera década el siglo XXI. Lamentablemente, esto no trajo aparejado una mayor presentación de análisis académicos en relación con el texto en su especificidad teatral. Aún hay publicaciones en las que se defiende que hubo un teatro incaico y cuáles serían los elementos de este que continuarían en los textos en quechua. Algunas se han centrado en analizar solo el contenido, con el fin de separar lo que es de procedencia española y lo que es andino, sin ponerlo en vínculo con lo que eso implica dentro de un texto teatral o de una puesta en escena. Se olvidan de que un texto escrito para un acontecimiento teatral tiene como elemento esencial la presencia de los espectadores y que estos forman parte de un acontecimiento cultural viviente, de un acontecimiento relevante de construcción de subjetividad (Dubatti, 2007). La falta de un análisis
5 En ese año fue descubierta una vena de plata en esa localidad y se creó por primera vez una población en su entorno. 9
desde el texto teatral hacia el contenido también produjo interpretaciones equivocadas en las que se consideró, por ejemplo, que el teatro en quechua de esos siglos perteneció a un teatro de evangelización. También se avalaron ciertas simplificaciones que veían en este teatro una imitación del teatro barroco del Siglo de Oro español, las que incluso llegaron a definir uno de estos textos como “un ensayo de imitación del teatro español contemporáneo de la primera mitad del siglo XVII” (Meneses, 1983, p.12). O, incluso, de peor manera, se creía que estos autores habían sido capaces de replicar el modelo áureo, lo que se juzgaba como un hecho valorable de su genio creativo, pues podían escribir tan bien como sus referentes europeos.
En consideración de estas aseveraciones y creencias sobre el teatro colonial en quechua, surge un gran interés por realizar una investigación y un análisis de estos textos como textos dramáticos, los que presentan elementos que permiten realizar una aproximación a sus puestas en escena, como son sus acotaciones y didascalias, además de una propuesta particular de personajes con ciertos móviles dramáticos y relaciones entre ellos. Esto significa examinar todo lo anterior junto con el contenido, como un todo que se debe poner en perspectiva para lograr observarlos desde el objetivo con que fueron hechos, es decir, ser representados frente a un público. De esta manera, también se puede comprender qué caracteriza la teatralidad que se infiere de estas obras, para así, al definir los resultados particulares, poder dar cuenta de una sistematicidad del teatro en quechua. A partir de lo anterior, se presentan algunas preguntas que guiarán la investigación: ¿cómo se reinventó el modelo hispánico barroco del Siglo de oro español? ¿cuáles son las estrategias de apropiación que se manifiestan en los textos? ¿qué tipo de teatralidad surge a partir de esto? En conjunto con estos cuestionamientos, se entiende que un acontecimiento teatral participa del contexto cultural y social en el que se está presentando, por ende, también surgen las siguientes interrogantes: ¿cómo influyeron los procesos de evangelización y resistencia andina a la producción dramática en quechua? ¿qué elementos se 10
presentan en estas obras que evocan un imaginario andino? ¿de qué manera los dramaturgos aluden a las experiencias sociales de los espectadores? Por último, el esclarecimiento de las problemáticas anteriores conducirá a la revisión final de la hipótesis de trabajo con que se realiza esta investigación, la que plantea que las obras dramáticas escritas en quechua, en el período colonial, presentan estrategias de reelaboración y reinvención del referente español. Manifiestan una teatralidad particular, producto del contexto cultural y social existente en la zona que se escribieron: el Cusco. Ahí se mantenía una fuerte tradición andina, además de la española, por ende, estos textos dramáticos no son una simple réplica del modelo del Siglo de Oro español.
Con el fin de realizar la lectura y análisis de las obras del corpus se utilizarán las siguientes ediciones de los textos en quechua, las únicas que hasta el momento se han realizado de ellos de manera integral y no por fragmentos. En cuanto a los de Juan de Espinosa Medrano, para El robo de Proserpina se considerará la edición crítica y traducción de César Itier (2010).
El autor se basó en tres manuscritos diferentes para su versión final. El primero es el ms.
Cárdenas, copia realizada y firmada por José Pío Cárdenas en 1912, a pedido del anticuario y dramaturgo quechuista cusqueño José Lucas Caparó. El segundo es el ms. Meneses, copia realizada a mediados del siglo XX por el filólogo Teodoro Meneses a partir de un manuscrito perteneciente al erudito cuzqueño José Gabriel Cosio. Itier (2010) explica que Meneses, en
1984, le permitió fotocopiar su manuscrito, el que solo presentaba los primeros 535 versos de la obra y sin reproducir las acotaciones más largas (p.28). El último es el ms. Navarro, el que fue donado por la hija de Facundo Navarro a Luis Valcárcel. Este le permitió a Gerald Taylor sacar dos fotocopias, una para él y otra para la Biblioteca Nacional del Perú. A partir de la copia de Taylor es que Itier (2010) logra obtener este códice.
En el caso de El hijo pródigo se utilizarán dos ediciones. Para las citas transcritas en quechua, se usará la edición de Ernest Middendorf (1891) del manuscrito de Mariano Macedo. 11
Mientras que para la traducción de las citas se empleará la efectuada por Teodoro Meneses
(1983) en Teatro quechua colonial, basada en el códice Navarro. En el libro de Middendorf
(1891) igualmente se incluye el texto de Usca Paucar, también traducido al alemán. Sin embargo, para esta investigación se optará por la versión publicada por Teodoro Meneses
(1951). Esta se basa fundamentalmente en el códice de Justo Apu Sahuaraura presente en la
Biblioteca Nacional del Perú, la que también presenta una revisión comparativa con el texto de
Middendorf. Como resultado, su edición entrega una columna con la transcripción literal del ms. Sahuaraura. Una segunda, con el aparato crítico producto de la comparación con
Middendorf. La tercera, presenta un texto revisado con un criterio filológico o texto modernizado, y la cuarta contiene su traducción. Tal como se explicó, de El pobre más rico solo hay una edición y traducción de la obra publicada en 1938, basada en el manuscrito adquirido por la Universidad Mayor de San Marcos. Por último, de Ollantay se empleará la copia del códice perteneciente al Convento de Santo Domingo de Cusco (1958). Para esta publicación, debido a que el manuscrito tenía páginas deterioradas, el traductor subsanó la ausencia de algunos fragmentos con los códices de Justo Pastor Justiniani y de Justo Apu
Sahuaraura, con el fin de poder entregar una traducción completa de la obra.
Las traducciones presentadas en el análisis corresponden a las incluidas en las ediciones mencionadas anteriormente. Todos los autores de las revisiones críticas indicadas poseían un bagaje incomparable al momento de decidir qué términos utilizar para sus traducciones, debido al aprendizaje del quechua que obtuvieron en sus largos años de dedicación a esta temática, lo que les permitió conocer de manera más profunda los significados de ciertos conceptos. En los casos particulares que se considere pertinente, a partir de los conocimientos que presento de la lengua quechua, en nota a pie de página se propondrá una alternativa a la traducción oficial. 12
Los objetivos de esta investigación apuntan a establecer qué caracteriza la teatralidad de estas obras; determinar el modo en que las tradiciones andinas y el modelo barroco español fueron reelaborados e incorporados en los textos dramáticos; identificar las estrategias utilizadas para que el público se identificara con cada representación y vincular el contexto sociocultural y político en el que vivían los dramaturgos con las diferentes situaciones dramáticas que experimentan los personajes.
Para esto, la investigación se dividirá en los siguientes capítulos. En el primero se desarrolla el concepto de teatralidad. A partir de este se establece una diferencia esencial entre lo que son las teatralidades sociales y las teatralidades poiéticas (Dubatti, 2012). Las primeras son fundamentales para la articulación de lo que fueron las fiestas y desfiles coloniales, puesto que en estas se expresaba todo lo que se había impuesto de la cultura española y lo que había continuado de la cultura andina. Estas circunstancias eran parte de la vida cotidiana de los escritores; por lo tanto, en este capítulo se explica cómo desde la teatralidad social se puede dar ese ‘salto’ hacia la teatralidad poiética, reelaborando los contenidos para incorporarlos en una puesta en escena. Igualmente, aquí se asume que, frente a la falta de registros que describan cada una de estas representaciones, el método por el que se reconstruirán sus posibles escenificaciones y su teatralidad se basa en que los textos dramáticos deben ser leídos con una representación mental de una puesta en escena en mente (Pavis, 1998). Esto implica la búsqueda, en el interior del texto, de matrices textuales de ‹‹representatividad›› (Ubersfeld, 1989), del examen de las indicaciones y acotaciones, de los espacios y ambientes construidos, entre otros elementos. Por último, se explica la importancia que posee el espectador para que la teatralidad se concrete y cómo su participación en el espacio expectatorial (Dubatti, 2007) configura un espacio de subjetividad, el que era compartido por un público diverso, pero que tenía en la nobleza andina y las mujeres sus mayores receptores. 13
En el capítulo segundo se presenta, de manera sucinta, el camino que ha recorrido la crítica latinoamericana para intentar definir, mediante un único concepto, a la literatura que surgió luego de la Conquista. El tránsito por términos como mestizaje, transculturación, heterogeneidad, entre otros, permitirá dar cuenta de que el interés en esta investigación no está en encontrar un término único para una realidad formada por diferentes sistemas literarios
(Cornejo-Polar, 1983, Chang Rodríguez y Velázquez, 2017), sino que lo relevante está en dejar atrás la idea de que nuestra literatura latinoamericana está determinada por la influencia española y que se deben buscar las estrategias de apropiación o reinvención que los escritores aplicaron en sus textos. En el tercero, se retoma con mayor detalle lo explicado anteriormente sobre las distintas discrepancias que se han presentado sobre este teatro. A través de una revisión bibliográfica de estos debates, se pone de manifiesto cómo esos intentos de validar la cultura incaica y su continuidad en la dramática en quechua terminan por posicionar a estos dramaturgos como unos grandes imitadores de temáticas europeas, determinados por la influencia española.
Del mismo modo, a partir de la figura de Espinosa Medrano – por ser el único que posee una biografía y otros escritos conocidos – se plantean ciertos cuestionamientos sobre la figura de este intelectual y cuál es la posición que asume como escritor peruano.
Posteriormente, en los cuatro capítulos que continúan, se presentan las diferentes circunstancias que determinaron el contexto religioso, cultural y social en que vivieron estos dramaturgos. Esto con el fin de entender cómo estos aspectos que los forjaron vitalmente se manifiestan tanto en la teatralidad poiética de las obras como en el contenido que presentan. En cuanto al capítulo cuatro sobre la evangelización, es importante reparar en las políticas que se establecieron en relación con la lengua quechua y las consecuencias de la extirpación de idolatrías, ya sea por los movimientos de clandestinidad y resistencia que se ocasionaron o por la capacidad de instalar la lucha entre el demonio y María como un referente cultural y religioso. 14
En el cinco, en relación con la teatralidad barroca de las fiestas y desfiles, además de la pertinente discusión sobre el término ‘barroco’, será significativo comprender la importancia de la nobleza andina en estas celebraciones, así como otros grupos indígenas, y cómo usaban sus trajes, símbolos, danzas y música. Incluso en una fiesta religiosa como el Corpus Christi se podía desplegar toda la manifestación de poder que cada grupo deseaba transmitir, lo que permitió también conservar parte de esa memoria de sus antepasados. En el capítulo seis, se revisarán los aspectos sociales que se vivieron desde el siglo XVII, con su mayor culminación en el XVIII. Se entenderá, a partir de los conceptos de Renacimiento inca (Rowe, 1976) y de
Utopía andina (Flores Galindo, 1988), cómo el sentido reivindicativo y de retorno a un pasado inca marcó en varios aspectos a los textos que se escribieron desde finales del siglo XVII. Por
último, en el siete, la descripción del teatro criollo producido en otras ciudades del Virreinato proporcionará un punto de contraste entre lo que realizaron estos dramaturgos en un contexto andino y las propuestas que escritores de otras regiones, como Lima y Potosí, efectuaron para sus textos dramáticos.
Finalmente, los últimos tres capítulos corresponden al análisis de los textos dramáticos.
En el primero se examina el modo en que se construyen los espacios y ambientes escénicos por medio de distintos recursos propuestos tanto por las acotaciones e indicaciones como por lo que dicen los personajes. Como se verá, estas espacialidades y ambientes remiten en su mayoría a un imaginario andino, más que a un escenario neutro. Del mismo modo, también quedará en evidencia, primero, la importancia que tiene para los dramaturgos la relación con el público, integrando a una parte de él directamente y, segundo, que el funcionamiento de las convenciones y la presencia de música y danza son esenciales para la teatralidad que se infiere de estas obras.
En el capítulo final, se especificará cuáles son las diferencias fundamentales entre los personajes de estas obras y la tipología que se propuso en el Siglo de Oro español. La propuesta de esta 15
investigación es que no existe solamente una diferencia en sus caracteres sino también en las relaciones que se establecen entre ellos y las funciones dramáticas que poseen dentro del argumento. Por lo tanto, se los analizará en diferentes categorías: caídos en desgracia, las figuras femeninas, los graciosos, los demonios y los salvadores. Así, esto permitirá comprender de qué modo los escritores se apropiaron del modelo hispánico y qué estrategias pudieron usar para reinventar los referentes que ya conocían, reflejando así que en ellos existía una capacidad creativa que se validaba por sí misma y no por su capacidad de copiar un modelo.
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Capítulo 1 Teatralidad: el espectador y el texto
Para una clara comprensión del análisis realizado en los próximos capítulos, a continuación se presentarán los aspectos más importantes relacionados con el término
‘teatralidad’, así como también se establecerán ciertos parámetros sobre su funcionamiento y relación con el texto, los espectadores y las convenciones teatrales. Es importante establecer que, aunque este concepto surge en el siglo XX6, aquello no significa que las obras de teatro escritas antes de ese siglo no puedan ser analizadas a partir de este concepto. Más bien, los modos de expresión de cada período artístico y sus mecanismos teatrales pueden ser estudiados en la actualidad, por ejemplo, determinando qué recursos se utilizaban para su puesta en escena, en qué aspectos de esta enfocaban la atención del espectador, de qué modo lograban construir los espacios escénicos y cuáles eran las convenciones que se compartían.
Evidentemente, una de las observaciones que se puede efectuar sobre el punto anterior es la ausencia de algún registro, ya sea en alguna crónica o de los mismos espectadores, de cómo fueron realmente las puestas en escena del corpus elegido para esta investigación. No obstante, según el enfoque propuesto en este estudio y como se explicará en este capítulo, en cada texto dramático se puede encontrar una matriz de teatralidad que permite determinar el tipo de teatralidad que se expresa en él. Lo anterior tiene como base fundamental el hecho de que un texto dramático posee una particularidad que lo diferencia de los otros géneros literarios, la cual guarda relación con la necesidad de que deben ser leídos con una puesta en escena en mente,
6 La palabra teatralidad es atribuida tanto a Vsévolod Meyerhold como a Nicolas Evreinov. Sin embargo, es este último quien la emplea por primera vez en 1908, al ocupar el término teatralnost. Aunque fue utilizada a principios del siglo XX, la teorización sobre este concepto se hizo más compleja solamente en los años ochenta, con el objetivo de encontrar cuál era la especificidad del teatro, además de preguntarse sobre la posibilidad de la existencia de esta dentro y fuera de una puesta en escena.
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para así poder encontrar la teatralidad presente en ellos, de lo contrario, se estaría leyendo una novela dialogada (Ubersfeld, 1989; Pavis 1998; Balme, 2013).
En cuanto a los intentos realizados para definir con certeza la noción de teatralidad y a pesar de todos los debates que surgieron para entregar una única definición, la existencia de resultados que permitan comprender este concepto de manera unánime no son abundantes. Este hecho se relaciona, por una parte, con su uso de manera tácita, como si se sobreentendiera su significado y, por otra, con que cada definición está mediada por el campo de análisis en el que se sitúa, debido a que ya no solo se utiliza para referirse a situaciones ocurridas en el ámbito del teatro, sino que otras disciplinas han incorporado este término en sus análisis. Esto también guarda relación con todas las preguntas que pueden derivarse de este concepto. Por ejemplo, ¿se debe hablar de teatralidad o teatralidades? ¿se puede hablar de la teatralidad de los animales?
¿cuándo el texto es portador de teatralidad? Cuando se debate sobre el tema, ¿en qué nos centramos, en los cuerpos que la portan, en la materialidad, en el espacio, en el tiempo? ¿es algo que estamos viendo? (Féral, 2003).
Por último, es evidente que el concepto ‘teatralidad’ o el denominar teatral a un hecho o situación está muy extendido y, por ende, ha provocado que se generalice a tal punto que pueda usarse de manera coloquial. En cuanto a esto, Jorge Dubatti (2012) propone la existencia de tres tipos diferentes de teatralidad, en donde el grado cero de esta o también llamada teatralidad natural – el llanto del bebé que pide comida o el grito del accidentado que reclama auxilio (p.42)
– permite entender el funcionamiento de los usos coloquiales de este término. Posteriormente, también establece la presencia de una teatralidad social y de una teatralidad poiética, las que serán explicadas a continuación, con el fin de entender su importancia para esta investigación.
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Teatralidad social y teatralidad poiética
En la sociedad existen “acciones destinadas a organizar la mirada de los otros en interacciones sociales” (p.42), las cuales se realizan de manera pública y están ejecutadas por personas que toman un rol determinado, diferente de los que están presenciando esta interacción.
Esto es lo que se concibe como teatralidad social, la que también es reconocida por Juan Villegas
(2005), quien identifica algunas subclases dentro de ella: ‘teatralidad política’, ‘teatralidad pedagógica’, ‘teatralidad deportiva’ y ‘teatralidad religiosa’ (p.19). En cada una de estas existen actos legitimados y no legitimados por quienes mantienen el poder social o cultural, lo que trae como consecuencia que los actos legitimados sean los que se conserven en las representaciones visuales de cada cultura. Este concepto de teatralidad social también implica ciertas prácticas que son producidas con la intención de que posteriormente se transformen en objetos estéticos que posean “códigos específicos con su propio significado social, sus instancias y espacios de legitimación” (p.20).
A diferencia de la teatralidad social, que no es metafórica, la teatralidad poiética tiene como objetivo construir “la expectación para compartir entes-acontecimientos poiéticos y generar una afectación/estimulación a través de esos objetos. Lo que distingue la teatralidad específica del teatro de la teatralidad natural y de la social es el salto ontológico de la poiesis, la instauración de un cuerpo poético y cómo éste genera una expectación específica (con distancia ontológica) y un convivio específico” (p.42).
Esta distinción entre teatralidad social y teatralidad poiética es fundamental para comprender lo que se entenderá por teatralidad en este trabajo. Sobre todo, para distinguir que lo relacionado con la teatralidad social, en el contexto colonial, se manifiesta, por ejemplo, en los diferentes bailes, música y representaciones teatrales exhibidas dentro de las diversas fiestas y desfiles ocurridos en Cusco, en los siglos XVII y XVIII. Estos presentaban, como se explicará 19
en los próximos capítulos, tanto de lo que subsistió de la cultura andina como de la española.
De esta manera, el conocimiento de la teatralidad social ayudó a los dramaturgos, ya que, al formar parte de esas circunstancias, les permitió crear una teatralidad poiética que manifestara ese “salto” desde lo vivido teatralmente en la sociedad, y cómo ello fue aprehendido y reelaborado, para que así quedara inscrito en los textos dramáticos del corpus y en la representación.
Una de las dificultades que se ha presentado para precisar qué es la teatralidad del teatro se relaciona con que se han postulado diversas definiciones del término ‘teatro’, lo que evidencia que actualmente conviven concepciones de teatro muy diferentes. Esto lleva a un pluralismo epistemológico y a concebir la teatralidad desde planteamientos muy diferentes. Entre estos se encuentra la semiótica, que considera la puesta en escena como un lenguaje, como un sistema de comunicación y al actor como un portador de signos, por lo que se deduce que toda teatralidad tiene una intención comunicativa. También está la antropología teatral, que distingue en la teatralidad tanto una competencia humana, es decir, tener la capacidad de organizar la mirada del otro, como una relación “entre el teatro y las prácticas de la vida cotidiana, entre el comportamiento teatral y el comportamiento cultural, y afirma que hay teatralidad antes (en la base) del actor”7 (Dubatti, 2012, p.19). La filosofía del teatro, por su parte, define una representación teatral como un acontecimiento ontológico, en el que existe la producción de poiesis y expectación en convivio, siendo el actor el que genera el acontecimiento poiético
(p.19).
Juan Villegas (2005), a partir de su perspectiva semiológica, lo define como “un acto de comunicación entre un emisor y un destinatario (receptor) en una situación específica, en el cual
7 Subrayado en Dubatti (2012). 20
el emisor utiliza una pluralidad de signos (verbales, gestuales, visuales, auditivos, culturales, estéticos, etc.) para construir un imaginario social y comunicar un mensaje a sus receptores”
(p.15). Su propuesta, al centrarse en el emisor, el destinatario y el mensaje transmitido, permite incluir prácticas escénicas latinoamericanas que han sido excluidas de las historias canónicas del teatro, las que han establecido una concepción de ‘teatro’ desde su imagen occidental, la cual implica tener un escenario donde representar, crear un texto dramático que presentara el desarrollo de un conflicto, un clímax y un desenlace, y que se diferenciara claramente quién ejercía el rol de actor y quiénes eran los espectadores. Miguel Rubio8 (2009), a partir de su trabajo con la teatralidad andina, critica las propuestas que delimitan el concepto de ‘teatro’ solo desde criterios universales y hegemónicos, dejando de lado “experiencias sustentadas en dinámicas del juego que en muchas culturas son la base del acontecimiento teatral a partir de la asignación de roles, convenciones y códigos de representación” (p.248).
Lo expresado en la última cita recupera el concepto de ‘acontecimiento teatral’, el que está formado por tres componentes: a) el acontecimiento convivial – en el que se está con los otros y consigo mismo, como parte de la vida cotidiana y la cultura viviente –, b) el acontecimiento poético o poiesis teatral – el que solo se puede producir gracias a la existencia del anterior y es donde se produce el salto ontológico respecto de la realidad cotidiana – y c) el acontecimiento expectatorial o constitución del espacio del espectador, el cual existe solo en presencia de los dos anteriores y es donde se constituye el teatro como tal. A partir de la explicación anterior, es posible comprender que este concepto, al ser más amplio que el de
8 Miembro fundador y director del Grupo Cultural Yuyachkani (1971), grupo reconocido como uno de los máximos exponentes del teatro peruano y como centro de investigación sobre las tradiciones culturales latinoamericanas, desarrollando su propia metodología en aspectos como la voz, la máscara, el ritmo, la dramaturgia, etc.
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‘teatro’, permite integrar muchas más prácticas escénicas en lo que son las teatralidades poiéticas.
Además, desde esta perspectiva, se considera al teatro como un acontecimiento de la cultura viviente, donde se produce la expectación de un acontecimiento poético corporal (físico o físicoverbal) en convivio, donde se crea un espacio de subjetividad (Dubatti, 2007). Así entonces, no es indiferente quién es el espectador que asiste a este acontecimiento y para qué se les está representando una determinada obra, por esto, a continuación, se presentarán los aspectos más importantes en relación con él.
El espectador y las convenciones teatrales
Tal como se señaló recientemente, para que un acontecimiento teatral se produzca debe existir el espacio del espectador o acontecimiento expectatorial. Sin embargo, es necesario aclarar que, aunque el espectador es protagonista y testigo de la teatralidad, esta tampoco puede existir si el acontecimiento expectatorial no está articulado por los otros dos (convivio y poiesis teatral). Es decir, el solo hecho de que haya un espectador no determina la existencia de teatralidad poiética (Dubatti, 2007), en primer lugar, porque, como se explicó, la teatralidad social también necesita de un otro que tome este papel y, en segundo lugar, existen muchos otros espectáculos que no son teatrales y que igualmente precisan del espacio del espectador.
Lo expuesto aquí implica que la teatralidad no existe por sí misma, “no es una propiedad prexistente en las cosas, no está a la espera de ser descubierta y no tiene una existencia autónoma
(...). Tiene que ser concretizada a través del sujeto – este sujeto es el espectador – como un punto inicial del proceso, pero también como su final” (Féral, 2003, p.44). De esta manera, un aspecto fundamental para la realización de la teatralidad es que exista ‘la mirada del otro’, concepto que recalca la necesidad del sujeto que presencia este proceso como el punto inicial desde el cual 22
comprender la teatralidad, postulando inclusive que aquella “no existe como una realidad fuera del momento en el que alguien está mirando; cuando deje de mirar, dejará de haber teatralidad”
(Cornago, 2005, p.4). De lo anterior se desprende otro aspecto esencial: se debe comprender como un proceso en el cual la mirada del espectador ve la ficción, pero al mismo tiempo logra captar el engaño que hay detrás de ella, en otras palabras, este puede ser parte de la ilusión sin dejar de visibilizar el mecanismo que produce la ficción.
A lo largo del tiempo se han elaborado diferentes maneras de entender y analizar al espectador. Por un lado, una de ellas se enfoca en interpretarlo como un ente individualizado, el cual se ha estudiado a partir de la semiótica, la estética o la teoría de la recepción, a través de miradas psicológicas o cognitivas, como un posible receptor ideal o hipotético, y, por otro lado, se le analiza como un colectivo en un período histórico de tiempo (Balme, 2013). Es desde esta
última perspectiva que nos interesa comprender al espectador de las puestas en escena de las obras del corpus: como un colectivo en un período de tiempo, el que estuvo compuesto por pobladores bilingües, de procedencia indígena, mestiza y criolla (Chang-Rodríguez y García-
Bedoya, 2017). Más específicamente, es relevante analizar cómo los dramaturgos se dirigen tanto al grupo conformado por los descendientes de la nobleza inca como a las mujeres del público, pues como se verá más adelante, estos dos grupos son a los que se les apela constantemente. Por ello, se analizará tanto el modo en que ellos y ellas le otorgaban sentido a lo visto o escuchado como los elementos de la puesta en escena o los parlamentos con los que se pudieron haber identificado. Además, no solo basta con conocer cuál era el receptor ideal, sino que importa entender, a partir del texto, cuáles eran las convenciones teatrales que compartían entre ellos. En aquel período, estas convenciones funcionaban como un consenso, en el cual “el público acepta un acuerdo inicial, y acepta prolongar la situación jugando al juego 23
(...) [así] el consenso y la participación no son tanto restricciones dadas por la acción, sino que son una parte integrante de lo que está sucediendo en la escena” (Féral, 2003, p.34).
Cabe aclarar que existe un tipo de representación en que “el dominante es el criterio de la verosimilitud9, semejanza con los sucesos y acontecimientos de la vida cotidiana” (Pedraza,
2005, p.96), el cual ha sido denominado como ‘Teatro de la realidad’, por lo tanto, la convención principal que comparte el público es saber que en la puesta en escena ocurrirán hechos que se ajustan a su vida cotidiana. Diferente a este, también se ha propuesto la existencia de un ‘Teatro de la convención’, donde se obedece a unas pautas internas de creación artística, es decir, paradigmas estéticos y teatrales específicos del contexto cultural al que pertenecen los dramaturgos o los directores. Estas pautas respetan las expectativas que el receptor tiene por estar familiarizado con el sistema dramático de su tiempo, es decir, con el conjunto de convenciones que comparten. Una de ellas es aceptar que lo sucedido en escena no se ajusta a su vida cotidiana, pero que tiene coherencia pues es verosímil para la obra. Esto implica que también la resolución del conflicto se articula en relación con esta convención, tal como se verá en el análisis de las obras del corpus. Así entonces, necesariamente debe producirse un efecto de realidad, es decir, que lo presentado en escena parezca posible aun sabiendo que se está produciendo una teatralización, lo que permite la concretización de la teatralidad. Como se mencionó en el párrafo anterior, las convenciones responden a los paradigmas teatrales de cada cultura, por lo tanto, el modo de ser de cada espectador, y la manera en que se constituye esa
‘mirada del otro’, guarda relación con lo que en cada contexto histórico y cultural se acepte
9 Aristóteles explica en La poética “que no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad” (p.157). Por esto hace una diferencia entre el historiador, quien cuenta las historias tal cual sucedieron, y el poeta, quien las cuenta como era natural que sucedieran. Por esta razón es esencial para el filósofo que en la descripción de los hechos se presente lo verosímil. En cuanto a esto, también agrega que la resolución de la trama tiene que ser coherente con la misma historia: “el desenlace de la fábula debe resultar de la fábula misma, y no, como en la Medea, de una máquina” (p.181). No obstante, termina por concluir que también es verosímil que ocurran hechos que van en contra de la misma verosimilitud. 24
como efecto de realidad, así como lo que se espera de los actores que están en escena. Esto también es posible porque en el lector-espectador existe una competencia pragmática y otra literaria, siendo la primera la que permite que entienda “las implicaciones de los signos que se le ofrecen” (Pedraza, 2005, p.100), debido a un dominio de la lengua y su saber enciclopédico, y la segunda sería aquella que aporta una comprensión rápida de la acción, gracias a “la existencia de modelos, técnicas y convenciones que tiene asimilados” (p.100).
Lo explicado anteriormente, en cuanto al saber enciclopédico, los modelos, técnicas y convenciones que el espectador de cada tiempo tiene asimilados, también son posibles de reconocer en el texto. De ahí que, aunque no sea viable describir cómo fueron realmente las puestas en escena de las obras del corpus, sí es posible comprender, a partir de la construcción de los personajes, de las indicaciones y acotaciones escénicas, de la creación de espacios y ambientes y las marcas de teatralidad que presenta el texto, cuál era la propuesta escénica de cada dramaturgo. En plena conciencia de que “el texto claramente no es lo mismo que la puesta en escena sí puede ser estudiado con la puesta en escena en mente” (Balme, 2013). Esto último ha motivado la discusión sobre qué hace que un texto sea portador de teatralidad y qué elementos debe contener para que pueda ser catalogado como tal. Debido a su importancia para la presente investigación, en el siguiente apartado se realizará una revisión de las diferentes formas de entender la relación entre texto y teatralidad.
El texto y su teatralidad
Uno de los primeros debates que se generaron entorno a este tema fue el que enfrentó a dos posturas llamadas “logocentrismo” y “escenocentrismo”, esto es, quienes rescataban solo el contenido de los textos frente a los que asociaban la teatralidad con lo que “en la representación o en el texto dramático, es específicamente teatral (o escénico)” (Pavis, 1998, p.434). Desde esta 25
última perspectiva, la teatralidad se entendía como todo lo que no fuera expresión verbal, todo lo que no estuviera presente en los diálogos o soliloquios, lo que implicó una separación entre quienes estudiaban el texto solo desde sus aspectos literarios, como si fuera una novela dialogada, sin alguna especificidad teatral, y quienes priorizaban en una obra solo lo que aportaba a la puesta en escena. Posteriormente, y en el entendimiento de que el texto teatral es un objeto indivisible, se propuso “liberarnos a la vez del terrorismo textual y del terrorismo escénico, escapar al conflicto entablado entre los que privilegian al texto literario y los que, enfrentados únicamente con la práctica dramatúrgica, menosprecian la instancia escritural”
(Ubersfeld, 1989, p.8).
De esta manera, la crítica realizada por estos autores, y también en esta investigación, apunta a quienes leen o conciben el texto dramático sin la representación mental de una puesta en escena. El camino para comprender la teatralidad resulta de un ejercicio en el que “en vez de aplanar el texto dramático mediante una lectura, [este se debe colocar] en el espacio – es decir, la visualización de los enunciadores – permite poner de manifiesto la potencialidad visual y auditiva del texto, aprehender de su teatralidad” (Pavis, 1998, p.434). El origen desde el que partieron las disputas entre estas dos perspectivas se relaciona con la cita de Roland Barthes
(1966) en la que el crítico francés señaló que la teatralidad: “es el teatro sin el texto, es un espesor de signos y sensaciones que se edifica en la escena a partir del argumento escrito, esa especie de percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos, tonos, distancias, sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la plenitud del lenguaje exterior” (p.50). A partir de esta definición, pareciera que todo se resumió en que la teatralidad era ‘el teatro sin el texto’, lo que justificó una de las posiciones que desechaban el texto por considerar que aquel no era parte de la especificidad del teatro. Por esto, Ubersfeld (1989) se preguntaba: “¿Dónde se sitúa la teatralidad así definida? ¿Hay que excluirla del texto para verterla en la representación? En tal 26
caso, ¿sería el texto una simple práctica escritural merecedora de una lectura ‹‹literaria››, mientras que la teatralidad vendría dada por el acto de representación?” (p.16). Sin embargo, se debe considerar que Barthes (1966) inmediatamente explica que sin duda la teatralidad debe estar presente “desde el primer germen escrito de una obra, es un factor de creación, no de realización (…) el texto escrito se ve arrastrado anticipadamente por la exterioridad de los cuerpos, de los objetos, de las situaciones” (p.50).
Pavis (1998) se pregunta si la teatralidad es una propiedad de todos los textos dramáticos.
Aclara que existe la suposición de que se encuentran textos muy teatrales, ya que son cómodos de llevar a una puesta en escena. Siempre existe la posibilidad de leer teatro como no-teatro, de novelar una pieza teatral (Ubersfeld, 1989), no obstante, la teatralidad de un texto no se basa en sus propiedades escénicas o en criterios textuales que opongan lo que es un ‘teatro puro’ y un
‘teatro literario’, sino en la particularidad que tiene “para utilizar al máximo las técnicas escénicas que sustituyen al discurso de los personajes y tienden a bastarse a sí mismas. Así pues, paradójicamente, resulta teatral un texto que no puede prescindir de la representación y que, por tanto, no contiene indicaciones espaciotemporales o lúdicas autosuficientes” (Pavis, 1998, p.435). A esta afirmación habría que agregar también que “existen, en el interior del texto de teatro, matrices textuales de ‹‹representatividad››; que un texto de teatro puede ser analizado con unos instrumentos (relativamente) específicos que ponen de relieve los núcleos de teatralidad del texto” (Ubersfeld, 1989, p.16).
Por último, Felipe Pedraza (2005) incorpora un punto totalmente relevante a la discusión.
Desde su perspectiva, “la literatura dramática nace bajo la marca de la escena y no cabe entenderla sin ella (…) la idea del espectáculo en la mente del dramaturgo [es] la que engendra el texto” (p.50). Es decir, los dramaturgos escriben sus obras, tanto el contenido como también las observaciones para la puesta en escena – las que consideran desde indicaciones de 27
movimiento, el uso del espacio hasta qué tipo de acompañamiento se puede usar, como bailes, música (en vivo o con músicos en escena), además del tipo de actuación que se le indica al personaje – en conciencia de los recursos que se tienen a disposición en su época para poder realizar el montaje de su texto. En otras palabras, si en algún texto dramático se indicara que un personaje ‘vuela por el aire’, esto es posible de ser propuesto debido al conocimiento del escritor de que existen mecanismos disponibles para elevar a un actor y porque ya es parte de la teatralidad de las puestas en escena de su tiempo. Por ende, los textos dramáticos manifiestan lo que escénicamente era habitual en su contexto teatral, lo cual se relaciona con lo que su público esperaba ver y las convenciones que compartían, es decir, todo lo que involucraba la teatralidad presente en su tiempo. Como consecuencia, esto permite, como se mencionó inicialmente, que esta sea posible de analizar en los textos a estudiar en esta investigación, aunque no exista un registro sobre cómo fueron sus puestas en escena. En esa línea, Pavis (1998) coincide en que
“un texto dramático, sea cual sea su forma, no puede ser escrito sin una vaga idea de una posible representación, sin un conocimiento, incluso rudimentario, de las leyes del escenario utilizado, de la concepción de la realidad representada, de la sensibilidad de una época ante los problemas del tiempo y del espacio (pre-puesta en escena)10” (p.366).
Como se mencionó recientemente, para afirmar que existe teatralidad en un texto deben existir indicaciones útiles para la escena y se debe realizar una lectura con una puesta en escena en mente. Para que esto sea efectivo, es importante comprender el rol de las didascalias y las acotaciones escénicas. Actualmente las didascalias tienen el nombre de indicaciones escénicas, ya que en su origen solamente señalaban el modo de actuar para posteriormente aportar información de la obra y los personajes que actuaban en ella. En cambio, la importancia que hoy
10 Subrayado en Pavis (1998) 28
han tomado refiere a su rol metalingüístico (Pavis, 1998). Con respecto a las acotaciones escénicas, es todo “aquello que organiza, desde dentro, la concretización escénica” (p.367).
Estas ‘rodean’ al texto de una serie de orientaciones que prevén cierto tipo de enunciación, dentro la cual el texto de los diálogos adquirirá un sentido más o menos ‘proyectado’ por el autor” (Pavis, 1994, p.93).
En cuanto a la función de las didascalias o indicaciones escénicas, Anne Ubersfeld
(1989) les otorga un rol más trascendente y las acerca nuevamente a su función original:
no se puede concluir que los textos sin acotaciones carezcan de didascalias, puesto que didascalias son también los nombres de los personajes, tanto los que figuran en el reparto inicial como los que aparecen en el interior del diálogo; las indicaciones de lugar responden a dos preguntas: quién y dónde; las didascalias designan el contexto de la comunicación, determinan, pues, una pragmática, es decir, las condiciones concretas del uso de la palabra. En resumen, las didascalias textuales pueden preparar la práctica de la representación. (p.17)
Esta mirada, desde la comprensión semiológica del teatro, se preocupa por preguntarse cuál es el sujeto de enunciación del texto teatral y cuál es su situación de enunciación. En cuanto a lo primero, Ubersfeld (1989) determina que en el diálogo habla el personaje y en las didascalias es el autor el que habla, al darle nombre a los personajes, atribuyéndoles un lugar para hablar y un pedazo de discurso, indicar los gestos y las acciones que deben efectuar independientemente del discurso. Sobre lo segundo, Pavis (1998) explica que existen “textos que explicitan claramente su situación de enunciación, dado el detalle de las acotaciones, sin embargo, existen otros que dejan un amplio margen de interpretación (p.460). Estas diferencias entre acotaciones y didascalias, aparte de ser funcionales a la lectura del texto, para así lograr una puesta en escena 29
mental, son relevantes en tanto determinan la teatralidad del texto y el modo en que aparece en las obras del corpus.
Finalmente, lo expuesto en este apartado da cuenta de ciertos criterios a considerar en el análisis de las obras del corpus: lo primero guarda relación con examinar cómo se manifiesta la teatralidad poiética en los textos y el vínculo que existiría con aspectos de la teatralidad social de la época cultural en que escriben estos dramaturgos. Aquello implica el segundo criterio, es decir, revisar de qué modo en los textos se refleja la idea de espectáculo que el escritor tenía, lo que se evidencia tanto en las convenciones que se presentan como en el conocimiento de quiénes eran los espectadores que asistían a ver estas obras. Esto último puede convertirse en un posible acercamiento a las representaciones que se hacían en aquel momento, lo que corresponde a un trabajo aproximativo y de reconstrucción de cómo pudieron ser esas puestas en escena. Por
último, en los próximos capítulos se explicará el contexto social y cultural en que surgen aquellos textos, por ende, los tipos de teatralidad social con los que convivían estos escritores, para así lograr establecer las características que configuran la teatralidad presente en las obras del corpus.
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Capítulo 2 Reflexiones conceptuales sobre la producción literaria latinoamericana
Una de las problemáticas relevantes para esta investigación se relaciona con preguntarse, y al mismo tiempo establecer, qué hace particular a la producción literaria realizada en el contexto colonial, en consideración de que, luego de la conquista española, se originaron diferentes transformaciones tanto en las tradiciones culturales presentes a lo largo del Imperio inca como en las que se impusieron desde España. Esta es una temática que se ha intentado dilucidar en diferentes debates producidos por la crítica latinoamericana, la cual ha propuesto y utilizado distintos conceptos al momento de definir el proceso que se vivió en este continente: términos como literatura autóctona, mestiza, heterogénea, transculturada, híbrida, etc. Ya en el contexto colonial existía la preocupación por validar el papel del intelectual y el valor de sus creaciones, desde su punto de vista frente al referente europeo, debido a que “los intelectuales estaban agudamente conscientes de ocupar una posición secundaria en relación con la centralidad cultural de la Península” (Bass, 2009, p.9). Un ejemplo de esto es la figura de Juan de Espinosa Medrano, quien cuestionó el rol del intelectual americano a través de una pregunta realizada en su Apologético ([1662] 1982): “¿Quién soy yo como para atreverme a exhibir una muestra siquiera de tantos y tan grandes hombres que sobresalen en el Perú en letras, en ingenio, en doctrina, en amenidad de costumbres, y en santidad?” (p.327).
Uno de los primeros acercamientos teóricos a esta interrogante, en la crítica latinoamericana, se originó por el interés de entender qué implicaba realizar una literatura autóctona. En un inicio se entendió que esta era el producto de una composición armónica de todo lo perteneciente a la cultura indígena más el carácter que dejó lo español (Henríquez Ureña,
1928b). En estos planteamientos podría encontrarse una cierta simplificación del modo en que surgió la literatura latinoamericana, al suponer que nuestra literatura fue el resultado de una 31
suma del contenido indígena más lo español. La propuesta de Pedro Henríquez Ureña (1928b) tenía como objetivo la búsqueda de un nacionalismo espiritual, el que lograría establecer una
América unida, puesto que “nace de las cualidades de cada pueblo, cuando se traducen en arte y pensamiento” (p.5). Debido a su historia, el continente tendría que buscar una unidad de propósito, en lo político y en lo intelectual, para lograr así una magna patria, una que tenga fe en su destino y en el porvenir de su civilización. Lo anterior se vincula con la necesidad de una utopía, de carácter plenamente humano y espiritual favorecería el nacimiento del hombre universal, idea que se enlazaría con la del nacionalismo en cuanto este hombre no se olvidaría de sus orígenes, sabría apreciar lo foráneo, pero pertenecería a su tierra: “no deberán desaparecer las diferencias de carácter que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones, pero todas estas diferencias, en vez de significar división y discordancia, deberán combinarse como matices diversos de la unidad humana” (1928b, p.7-8). De esta manera, lo que se buscaba era una unidad que pudiera respetar lo propio sin desapegarse de las raíces, en conciencia de que lo autóctono ya estaba permeado por lo español. En esta línea, también hubo propuestas en cuanto al uso de las lenguas originarias en la literatura latinoamericana, con el fin de evitar el empleo del idioma del conquistador, sin embargo, quienes efectuaban críticas con respecto a mantener el español en sus creaciones fueron condenados directamente, pues nunca dieron el paso para sostener un cambio lingüístico (Henríquez Ureña, 1928a).
Por último, Henríquez Ureña (1925) apuntaba a una discusión que iba más allá de solo preguntarse por cuál es el idioma que se debe elegir. Su interés también se relacionaba con lograr distinguir entre las obras literarias consideradas como una copia de otros modelos y las que efectivamente efectúan una transformación de lo recibido. En las primeras, existiría una
“imitación difusa” (Henríquez Ureña, 1925), es decir, una falta de creación pues se adopta y repite indefinidamente el modelo español impuesto. Para evitar aquella imitación, entonces, se 32
debe dejar atrás “la literatura de aficionados vanidosos, la perezosa facilidad, la ignorante improvisación, y alcanzar claridad y firmeza, hasta que el espíritu se revele en nuestras creaciones acrisolado, puro” (Henríquez Ureña, 1925, p.56). Su pregunta sobre qué es la literatura autóctona tiene como conclusión que “nuestra vida espiritual tiene derecho a sus dos fuentes, la española y la indígena: sólo nos falta conocer los secretos, las llaves de las cosas indias; de otro modo, al tratar de incorporárnoslas haremos tarea mecánica, sin calor ni color.
Pero las fuentes no son el río. El río es nuestra vida: aprendamos a contemplar su corriente, apartándonos en hora oportuna (…)” (p.55-56).
Víctor Barrera Enderle (2010) señala que hubo valoraciones opuestas sobre las propuestas de Henríquez Ureña (1925,1928), pero que ha reconocido que hay un punto irrebatible sobre su figura: “fue el primer lector moderno de la literatura hispanoamericana. Y su modernidad radicó en la inconformidad y el rechazo a los lugares comunes, en el replanteamiento de la otrora relación jerárquica entre la literatura española y las literaturas nacionales hispanoamericanas, y en el esfuerzo por leer de manera sincrónica nuestra historia literaria” (p.327).
Ciertamente el aporte teórico de Henríquez Ureña (1925,1928) generó un debate necesario, el que permitió establecer una nueva mirada sobre la literatura latinoamericana, la que ya no solo se subordinaba a la influencia española o a la falta de reinvención de los escritores latinoamericanos. Sin embargo, en términos de esta investigación, no consideramos que se pueda realizar una separación entre las obras literarias que imitaron completamente el modelo y las que sí realizaron una transformación. Es probable que, en el análisis detenido de una obra literaria, a pesar de que en esta se usen las estructuras españolas y su lenguaje, el contexto de creación y la originalidad propia de cada escritor ya determina alguna diferencia con las obras escritas en España. Más particularmente para el teatro, al presentarse como un suceso de la 33
cultura viviente y con la capacidad de transformar la teatralidad social en una poiética, parece difícil que pueda existir alguna obra teatral que simplemente realice una ‘imitación difusa’.
Transculturación literaria
Posteriormente, surge una nueva perspectiva desde la cual entender el proceso de creación en cualquier contexto en que se enfrenten dos culturas, una como colonizadora de la otra. Desde el campo de la antropología, Fernando Ortiz (1940) en Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar11 propone el neologismo transculturación para sustituir el término aculturación, ya que este último supone la pérdida total de la cultura original al momento de enfrentarse a la cultura dominante. Con este concepto se puede dejar atrás la idea de que existe algún escrito caracterizable por ser una completa imitación, pues siempre se produciría un doble trance de desajuste y reajuste, “de desculturación o exculturación y de aculturación o inculturación, y al fin de síntesis, de transculturación.” (Ortiz, 1940, p.93).
No obstante el contexto específicamente cubano desde el cual Ortiz (1940) propone este concepto, Ángel Rama (1982) lo piensa para las letras latinoamericanas, ya que rescata la energía creadora de los intelectuales y escritores latinoamericanos, dado que “enfatiza el papel activo y creativo involucrado en los procesos de apropiación de discursos por parte de la cultura
11 Este libro es el resultado de un extenso trabajo efectuado por Ortiz, el cual comienza por su preocupación por la población negra de su país, la que nunca se había incorporado realmente a la sociedad, por lo tanto, seguía excluida de toda investigación. Su perspectiva democrática también lo condujo a oponerse a viejas ideas del colonialismo en las que se distinguía “un descreimiento acerca de las virtudes del pueblo para autodeterminar su existencia libre” (Le Riverend, 1995, p.3520). Continúa su labor en la profundización de las características de la población afrocubana, lo que se traduce en el examen de la poesía de Nicolás Guillén y la música de Amadeo Roldán y Alejandro García, como representantes de lo que sería, para Ortiz, ese mestizaje que se encuentra en el origen de la cultura cubana. Así, el estudio de todos “esos nuevos y vigorosos elementos de síntesis en la expresión de lo cubano” (p.3523) se concretan en la publicación de su libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), el que presenta un análisis hecho por Ortiz sobre la realidad que ha vivido su país, desde la Colonia, en la producción del tabaco y del azúcar, uno como elemento originario y el otro como extranjero, situación que le permite proponer y explicar el funcionamiento del concepto de transculturación. Cfr. Diccionario enciclopédico de las letras de América Latina (1995).
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dominada, así como su capacidad de resistencia y su tenacidad en el mantenimiento y reelaboración de su identidad” (D’Allemand, 1995, p.3911). En vez de aceptar un concepto como ‘aculturación’, el que implica que la cultura dominada actúa pasivamente y con pérdida de su propio origen, se valora que el concepto de transculturación permita ver que la cultura latinoamericana posee, por una parte, una energía creadora que la mueve, “una fuerza que actúa con desenvoltura tanto sobre su herencia particular, según las situaciones propias de su desarrollo, como sobre las aportaciones provenientes de fuera” (Rama, 1982, p.34) y, por otra, una capacidad para crear con originalidad, independiente de las circunstancias históricas en las que se encuentre.
En consecuencia, ‘energía creadora’ y ‘originalidad’ son conceptos que fundan el pensamiento de Rama (1982) sobre la cultura latinoamericana. Por esto, critica a Ortiz (1940), en tanto considera que los tres momentos de los que se compone la transculturación – parcial desculturación, incorporaciones de la cultura externa y recomposición – necesitan algunas correcciones para poder aplicar este proceso a las obras literarias (p.38). De esta manera, los criterios que deben incorporarse, en consideración de que una comunidad cultural posee plasticidad cultural (energía creadora y originalidad), son los de ‘selectividad’ e ‘invención’:
“Si ésta es viviente, cumplirá esa selectividad, sobre sí misma y sobre el aporte exterior, y, obligadamente, efectuará invenciones como un “ars combinatorio” adecuado a la autonomía del propio sistema cultural” (p.38). Por ende, la selectividad se aplica tanto a la cultura extranjera como a la propia, que es donde se producen, según el autor, las más inmensas destrucciones y pérdidas. Por ende, se debe considerar la existencia de cuatro operaciones básicas en este proceso: pérdidas, selecciones, redescubrimientos e incorporaciones (Rama, 1982).
El paradigma de la transculturación ha sido objeto de diferentes críticas. Se conserva el valor de haber sido traspasado desde el campo de la antropología hacia el de los estudios 35
literarios, ya que permite aproximarse a los productos culturales del continente, para superar así el sociologismo lukacsiano y el formalismo ahistoricista (Moraña, 1997). Además, se juzga positivamente que el transculturador modele un producto que respete la autenticidad vernacular y los contenidos populares, neutralizando los efectos de una modernidad al mismo tiempo niveladora y desigual. Si bien el contexto en el que escribe Rama (1982) corresponde a la realidad del siglo XX, cabe preguntarse ¿ocurriría el mismo efecto en el contexto colonial?
¿Habrá existido la figura de un transculturador que haya neutralizado los efectos de la conquista?
Si Rama (1982) se pregunta sobre el lugar del intelectual dentro de los procesos de modernización, aquella pregunta debe realizarse también para el contexto colonial, en el que participaron dos o más grupos sociales que pugnaban por mantener su historia cultural, con la clara primacía del país conquistador. Si “la transculturación enfatiza la mediación letrada como praxis de apropiación y re-presentación de contenidos culturales exógenos e internos, que al confluir se integran dialécticamente dando lugar a totalizaciones que son más que la suma de sus partes” (Moraña, 1997, p.141), es necesario comprender qué es lo que hace que un producto cultural, por ejemplo, una obra de teatro como las estudiadas en esta investigación, logre ser más que la suma de sus partes y no se quede solamente en la síntesis conciliadora que aquí se critica.
El debate sobre la existencia de una síntesis conciliadora también ha presentado otro camino de discusión, el cual asocia la noción de transculturación con la de mestizaje. Abril Trigo
(1997) es uno de los que realiza este reparo, pues, para él, la mayoría de los conceptos que han tratado de definir el resultado del enfrentamiento entre las culturas originarias y la española o las problemáticas de la modernidad, se refugian en metáforas del mestizaje. Este último término, aunque es una noción poco adecuada para dar cuenta de todo el proceso colonial, fue utilizado en una primera instancia para dejar atrás la posición secundaria en que quedaba la literatura 36
latinoamericana: “el empleo de la idea de mestizaje para dar razón del proceso y caracteres de la literatura peruana fue una superación indudable de las proposiciones anteriores; sin embargo, aunque con matices, mantuvo su limitación fundamental: la de conceder exclusividad a la literatura culta escrita en español.” (Cornejo Polar, 1983, p.40).
Aquella limitación no permite dar cuenta de la existencia conflictiva de los diferentes sistemas literarios que se han desarrollado desde la conquista española en América, “una historia compleja, densa, plurilingüe, marcada por el binomio oralidad/escritura y su rica franja de mutuas interacciones” (Chang-Rodríguez y Velázquez, 2017, p.51). Asimismo, la idea de una literatura mestiza implica asumir que existe una síntesis conciliadora entre lo indígena y la estructura hispánica, como una nueva y única unidad, en la que “es imposible dar razón de la multiplicidad de los sistemas literarios que efectivamente se producen en el Perú” (p.40), los cuales se dividirían en “el culto, el popular y el que hipotéticamente recubriría el campo de las literaturas étnicas (…). Se trata de comprender a fondo, mediante una categoría adecuada, la
índole profunda de una totalidad que descubre su sentido a partir de sus contradicciones internas” (p.44).
Estos planteamientos dan cuenta de las realidades particulares en las que se inscribía cada sistema literario, puesto que no es posible hablar únicamente de una literatura colonial y en consecuencia, tampoco de un12 teatro colonial, puesto que existen diferencias entre las características de la teatralidad del teatro escrito y representado en la metrópoli virreinal y el realizado en Cusco u otras regiones no centrales, y dentro de estas áreas, las que correspondían a autores educados en un sistema letrado y las que se representaban a partir de las tradiciones populares. Finalmente, aunque la idea de mestizaje fue, por un momento, la mejor manera que
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encontró Latinoamérica para interpretarse a sí misma, con el tiempo no se produjo alguna solvencia teórica para definir o explicar lo que era una literatura mestiza. Más bien, parecía que se buscaba una conciliación armoniosa entre lo español y lo indígena que permitiera, desde el
ámbito político, la creación de las naciones a partir de un punto de encuentro no conflictivo.
Por último, los cuestionamientos sobre la transculturación y su posible semejanza con el mestizaje han conducido a preguntarse si el primer concepto “es el dispositivo teórico que ofrece una base epistemológica razonable al concepto de mestizaje; o si supone, por el contrario, una propuesta epistemológica distinta” (Cornejo Polar, 1994, p.369). En términos de Cornejo Polar
(1994), la transculturación posee una mayor aptitud hermenéutica, pero se debe utilizar
únicamente para explicar las diferencias que se producen como resultado de una síntesis superadora de las contradicciones que la originan. En cambio, habría que utilizar el término hibridez para dar cuenta de la situación contraria, en que “las dinámicas de los entrecruzamientos múltiples no operan en función sincrética sino, al revés, enfatizan conflictos y alteridades. En una primera instancia, en este nivel, habría que reflexionar sobre la categoría de hibridez (García Canclini) que no obvia las instancias sincréticas pero las desenfatiza”
(p.369-370).
Posteriormente, Cornejo Polar (1978) critica definitivamente los tres conceptos anteriores – mestizaje, transculturación e hibridez – ya que reprueba el uso de categorías que hayan tenido su origen en la biología. Como una propuesta alternativa, establece la categoría de heterogeneidad como una nueva posibilidad de interpretación de la literatura latinoamericana.
Señaló que lo que caracteriza a las literaturas heterogéneas es “la duplicidad o pluralidad de los signos socio-culturales de su proceso productivo: se trata, en síntesis, de un proceso que tiene por los menos un elemento que no coincide con la filiación de los otros y crea, necesariamente, una zona de ambigüedad y conflicto.” (p.12). Asume igualmente que la utilización de este 38
concepto ha excedido el espacio literario, pero que es suficiente para definir a vastos sectores de la literatura latinoamericana:
En una primera versión el concepto de heterogeneidad trataba de esclarecer la índole de procesos de producción discursiva en los que al menos una de sus instancias difería, en cuanto filiación socio-étnico-cultural, de las otras. Más tarde "radicalicé" mi idea y propuse que cada una de esas instancias es internamente heterogénea (…) en ella actúan discursos discontinuos que configuran estratificaciones que en cierto modo verticalizan y fragmentan la historia (…) creo que esta propuesta enriquece el debate al enfatizar la significación de los niveles del multilingüismo, la diglosia y – lo que tal vez es más decisivo – el rechazo/asimilación de oralidad y escritura. (1994, p.370)
Frente a su descripción de la realidad de las literaturas latinoamericanas, señala la importancia de los modos de relación entre diferentes sistemas, por ejemplo, la literatura oral en quechua frente la literatura culta en español. Como se dijo, habría que agregar también la literatura culta en quechua, que corresponde al caso de las obras a trabajar en este estudio, lo que corrobora la hipótesis de Cornejo Polar de que la idea de unidad de la literatura peruana no es factible, pues se constata que el conjunto de estos sistemas literarios forman una "totalidad contradictoria", sin embargo, no profundiza en caracterizar a esta categoría, lo que se evidencia en su afirmación:
“sigo sin saber exactamente cómo funcionaría tal categoría” (p.370).
¿Influencia española o reelaboración?
La existencia de múltiples perspectivas de análisis de nuestra literatura da cuenta de la complejidad del objeto que se intenta definir. Las categorías expuestas son un paso fundamental para advertir que en la literatura latinoamericana no todo estaba sometido a la literatura española, como planteó Mariátegui (1979), quien aseguraba que la literatura de la Colonia fue completamente escrita, pensada y sentida en español, por ende, agrega que la literatura de su 39
país, en el contexto colonial, no debería ser llamada peruana sino española, por estar escrita con su espíritu y sentimiento (p.199). Miradas similares a la de Mariátegui (1979) se sostuvieron a lo largo del siglo XX y un reflejo de ello fue la utilización por largo tiempo de una expresión que reforzaba la subordinación de nuestras letras: la influencia (Barrera Enderle, 2010). Es decir, se pensaba que el resultado de absolutamente todo lo producido durante la Colonia, incluso posterior a ella, estaba influenciado por la cultura española (o la francesa en su momento), sin posibilidad de que existiera, por lo mínimo, una reconstrucción de las formas y los contenidos.
Así entonces, el sustento de esta creencia era que el escritor latinoamericano ya poseía una base española, la cual era incapaz de reelaborar. Esta manera de concebir el trabajo del intelectual americano es una mirada totalmente contraria a lo que se sostiene en esta investigación, la que dará cuenta de que existen ‘estrategias de apropiación’ o de ‘transformación del modelo’ puesto que “la imposición nunca es total: existían estrategias de apropiación y manifestaciones que daban cuenta de un particular proceso de reinvención de las formas heredadas o impuestas”
(Barrera Enderle, 2010, p.332).
Finalmente, más allá de rotular estos textos en quechua con el nombre de alguna de las categorías explicadas, es relevante verificar cuáles son las estrategias que los dramaturgos usaron para apropiarse del modelo, para establecer diferencias significativas con él y así dar cuenta de su ‘energía creadora’, de su ‘originalidad’. Asimismo, debido a el público no estaba compuesto solamente por españoles y debido a las características del espectador andino, este
último no esperaría ver lo producido por la teatralidad barroca – explicada en un próximo capítulo –, sino que habría deseado presenciar una teatralidad poiética andina, que haya podido dar cuenta de lo ocurrido en las manifestaciones de la teatralidad social.
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Capítulo 3 Dramática en quechua: una historia de desacuerdos
Un debate frecuente que se sostuvo en relación con el teatro escrito en quechua durante la Colonia fue el que intentó determinar si existió un teatro inca antes de la llegada de los españoles y, por ende, si es posible hablar de una continuidad de este en los textos dramáticos coloniales. Uno de los primeros en plantear la existencia de este teatro fue Jesús Lara (1969), quien sostuvo que el teatro inca se había mantenido vigente incluso hasta la llegada de los españoles. Para validar sus argumentos realizó aseveraciones sobre cómo era el lugar del espectáculo, el que habría ocurrido en el aranwa, un espacio abierto que carecía de elementos escenográficos específicos, en cuyo centro estaba el malki, definido como un bosquecillo artificial, en cuyos ramajes se solían colgar cintas de brillantes y múltiples colores. Los actores aparecían en un extremo y “el diálogo se efectuaba en el centro del escenario, adonde se dirigían solamente aquellos a quienes tocaban intervenir en la acción. El público asistía agrupado en círculo alrededor de los actores, a cierta distancia del malki” (Lara, 1989, p.16).
Posteriormente, se argumentó que los contenidos del teatro inca tenían una finalidad pedagógica e histórica y que el momento de mayor auge de este se habría alcanzado gracias a la obtención de la oficialización y apoyo de los gobernantes, lo que habría permitido su mayor desarrollo. Así, habría podido sobrevivir camuflado en fragmentos dispersos, incorporados a canciones, “afectados por la desconexión y la desaparición del primigenio foco cultural”
(Meneses, 1983, p.7). Este pensamiento se extendió durante un largo tiempo y aparece inclusive en revisiones históricas del teatro peruano. Uno de estos ejemplos es la Historia general del teatro en el Perú de Aída Balta (2001), en donde se afirma que el teatro inca fue oficial e ilustrado, con el objetivo “de difundir los acontecimientos cotidianos y de perpetuar y 41
engrandecer el poderío Inca. Por ello, fue cultivado en todos los confines del imperio alcanzando un sitial preponderante” (p.25).
Los autores citados basan sus investigaciones en la información de las crónicas de ese tiempo, las que alimentan la idea de la existencia de un teatro inca previo a la conquista. No obstante, parte de la información presente en ellas corresponde al resultado de la perplejidad con que los primeros españoles vieron los Andes, quienes empezaron a forzar analogías para describir en su lengua lo que en pocas ocasiones permitía una “traducción cultural simple”
(Millones, 1992). Lo mismo ocurría con los festivales andinos, los cuales fueron descritos según los géneros literarios y dramáticos que les eran familiares. Además, como presentaban elementos similares a los del teatro del Siglo de Oro, esto provocó que los cronistas españoles encontraran semejanzas entre sus puestas en escena y los componentes de los festivales. Sin embargo, señala Millones (1992), el teatro español del siglo XVII, para llegar a ser lo que fue, recorrió “un largo proceso evolutivo cuyos caminos han sido bastante estudiados. [Los festivales andinos se distancian de este último debido a] su historia, la articulación de sus experiencias, y el carácter de su mensaje, tienen bases culturales muy diferentes al teatro del Viejo Mundo”
(p.20).
Un hecho que podría haber fomentado la idea, entre ciertos críticos, de la existencia de un teatro incaico similar al occidental se vincula con que, durante un tiempo, el templo arqueológico de Moray – en la provincia de Urubamba, departamento de Cusco – “fue considerado evidencia material de la existencia de teatro prehispánico, entre otros, debido a la disposición en círculos concéntricos del monumento arqueológico (…) [y el] evidente parecido con los anfiteatros romanos. Sin embargo, todo ello ha quedado desechado por la arqueología contemporánea: Moray, fue un gran centro de experimentación agrícola” (Toro, 2009, p.141).
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Centro arqueológico de Moray. Cortesía de José Luis Martínez.
Martin Lienhard (1985), al referirse a esta problemática, declara que no le parece acertado preguntarse por la existencia de un teatro prehispánico, debido a las inferencias erróneas desde las que partían esas interrogantes. La primera de ellas tenía como fundamento la idea de que era necesario “salvar” a la cultura incaica frente a la occidental, demostrando que habían sido capaces de crear un teatro similar al de ellos. La segunda se relaciona con lo expuesto en el primer capítulo, en cuanto a que las definiciones tradicionales de teatro tienen como referente al teatro occidental, sin ampliar sus miradas hacia una comprensión de la teatralidad y de los acontecimientos teatrales. Por lo demás, aunque aquí se sostenga la importancia de validar tanto el material artístico creado previo a la Conquista como el originado 43
durante la Colonia, sin subordinarlo directamente a la influencia española, es necesario advertir que el intento de igualar la cultura incaica a otra cultura, con el fin de validarla, es, más bien, admitir que la capacidad creativa de una sociedad conquistada tiene como límite la copia y que no puede reelaborar sus contenidos para producir su propia identidad. Como consecuencia de lo anterior, a la cultura prehispánica se le atribuyó
una serie de rasgos intelectuales y culturales típicos de la Europa renacentista, como lo hacía sistemáticamente el "Inca" Garcilaso, autor de los Comentarios reales. Y a él precisamente se refieren, invariablemente, los investigadores deseosos de probar la existencia de un "teatro" incaico. Notemos que Garcilaso, "Inca" literario, no se proponía historiar el pasado andino, sino entrar, gracias a la imagen "helénica" que ofrecía del Tawantinsuyo, en la "universalidad" de la Europa renacentista. (Lienhard, 1985, p.67)
Con esta cita, Lienhard (1985) alude a lo dicho por Garcilaso ([1609] 1991) sobre los amautas, quienes, según el cronista, tenían la habilidad de componer comedias y tragedias que se representaban en días y fiestas solemnes frente a reyes y señores que acudían a la corte.
Además, especifica que quienes actuaban no eran viles sino Incas, gente noble, hijos de curacas y los mismos curacas, maeses de campo y capitanes, los que, finalizada su representación, volvían al lugar que les correspondía según su calidad y oficio. Especifica también que los argumentos de las tragedias podían tratar sobre hechos militares, triunfos y victorias, hazañas y grandezas de reyes pasados y otros hombres heroicos. En cambio, las comedias trataban sobre agricultura, hacienda, cosas caseras y familiares. La alusión de Garcilaso (1609) a géneros como
‘tragedia’ y ‘comedia’ implicaba la reducción del teatro al texto y a un formato que guarda relación con un criterio occidental, pero más importante, se refleja en él un intento por igualar el pasado incaico al pasado de los conquistadores, lo que permitía construir una imagen civilizada de los incas y, como consecuencia, de sus descendientes. 44
Una de las razones que puede aclarar el motivo que llevó a aceptar sin cuestionamientos lo que narraban las crónicas guarda relación con la formación de algunos de los intelectuales de la primera mitad del siglo XX. Debido a los objetivos del movimiento indigenista al que pertenecían, utilizaron la información presente en las crónicas para crear una contraparte peruana a las manifestaciones culturales europeas, lo que trajo como consecuencia, por ejemplo, que se buscaran antecedentes teatrales en la sociedad incaica, “tratando de encontrar validez y resonancia histórica a las representaciones habladas en quechua o con personajes referidos a situaciones históricas” (Millones, 1992, p.21).
Propuestas más actuales consideran que, por un lado, si hay que preguntarse desde cuándo existe teatro en el Perú o en cualquier país latinoamericano, “tendríamos por lo menos dos respuestas: la que sitúa al teatro como parte de la historia de la literatura, es decir, aproximadamente los últimos quinientos años, y otra que intentaría rastrear situaciones de representación en los orígenes mismos de la civilización americana (…). Reducir la visión del teatro al predominio literario sería negar otras fuentes de teatralidad” (Rubio, 2009, p.248). Por otro lado, recalcan la importancia de desplazar las preguntas sobre los orígenes prehispánicos del teatro colonial en quechua hacia el examen del “carácter polisémico e integrador del teatro a través de su doble carácter espacio-temporal, ofreciendo simultáneamente signos diversos y sistemas de signos distintos y complementarios” (Martínez, 2007, p.32). El trabajo de María
Delia Martínez (2007), aunque su campo de estudio sea la relación entre teatro e historia, también se acerca desde el análisis de la teatralidad para entender las prácticas culturales artísticas y sociales que se realizaban en la época: “las manifestaciones teatrales permiten indagar en ámbitos culturales que puedan reflejar la multiplicidad de prácticas que dan sentido a un periodo histórico determinado y a las transformaciones que se llevaron a cabo durante él”
(p.32). A esto agrega cómo el fenómeno del teatro pone en juego la alteridad del otro, lo que 45
permite reconocer la capacidad de este de, además de reflejar una época, “aportar a la génesis de los cambios llevados a cabo en ella” (p.34).
Otro punto que se ha debatido constantemente es el objetivo con el que se escribieron las obras en quechua. Además de la función evangelizadora que se establece en la mayoría de los trabajos académicos, Millones (1992) manifiesta que también tuvieron como origen la idea, por una parte, de dar forma teatral a las antiguas tradiciones andinas, y, por otra, de otorgar actores y circunstancias andinas a argumentos europeos (p.30). En ese contexto, la relación con la Iglesia, tanto de los encargados de entregar las enseñanzas religiosas como de quienes las recibían, nunca fue constante. Por lo tanto, tampoco había una sola forma de entender cómo se debían incorporar las creencias y tradiciones andinas. De esta manera, “la creación literaria encontró en cierto sector de esta [Iglesia], un especial interés para que la audiencia indígena se alimentase con temas que de alguna manera les pertenecían; a despecho de las obvias elaboraciones que deben hacerse para acercar el material a los cánones de la época” (p.32). En esa realidad, surgieron los literati, es decir, “quienes compilaron y almacenaron el conocimiento que flotaba en el ambiente” (Millones, 1992, p.33), intelectuales orgánicos de la región del
Cusco, quienes crearon formas literarias, musicales o teatrales, dado el amor a la patria chica y la intención de expresar los sentimientos de su pueblo.
A diferencia de lo planteado anteriormente, César Itier (1995) creía que el surgimiento de la literatura dramática en quechua no era una reivindicación identitaria de la nobleza indígena sino el resultado de la situación sociolingüística de ese momento, en la que el quechua era el idioma con que los criollos se comunicaban con los indígenas. Como consecuencia de esto, él señalaba que “hacer literatura profana en quechua, antes que un acto de afirmación identitaria fue la continuación de una antigua tradición de transmisión de la cultura dominante a los estratos superiores de la sociedad indígena” (p.9). Sustentaba su hipótesis con la investigación efectuada 46
por Bruce Mannheim (1984), quien explicaba que, debido al endurecimiento de las políticas lingüísticas que Felipe III promovió en contra de las lenguas indígenas, se produjo
a self-consciously nationalistic cultivation of Southern Peruvian Quechua among Cuzco elites. The appropriation of Southern Peruvian Quechua as a literary vehicle by the provincial landed class sharply illustrates the social and political ambivalence of language as a national symbol. By the late seventeenth century, a Criollo landed class had developed in Cuzco, which (…) felt itself thoroughly Andean and attempted to establish its political legitimacy by laying claim to the Inka past. (p.298)
De esta manera, para Mannheim (1984) la clase criolla terrateniente fue la que patrocinó las artes y la literatura, promoviendo una imitación del culteranismo barroco con la figura de
Espinosa Medrano como su representante. Todo esto habría sido útil a los criollos terratenientes para validar, a través de la promoción de la cultura andina, la posesión de sus grandes haciendas.
Por último, también complementa su tesis con el hecho de que estos se vestían de Incas, hablaban quechua y usaban el título Apu, el que significa ‘señor’.
Contrario a Itier (1995) y Mannheim (1984, 1999), Carlos García-Bedoya (2000), plantea que el teatro en quechua fue una expresión del “Renacimiento inca”, concepto que utiliza a partir de lo planteado por John Rowe (1976)13 para describir las causas del surgimiento del movimiento nacional inca. Con respecto a los planteamientos del primero, García-Bedoya
13 John Rowe (1976, 2003) plantea que las condiciones que permitieron el surgimiento de un movimiento nacional inca fueron, primero, la existencia de una clase dirigente, compuesta por la nobleza indígena, que pudiera llevar a cabo este movimiento. Segundo, todo lo que se logró mantener hasta el siglo XVIII de la tradición cultural andina, la que, según Rowe, fue más de la que sospechaban los españoles. Tercero, la influencia de Garcilaso de la Vega y la publicación de los Comentarios reales de los Incas (1609), crónica que en el siglo XVII no tuvo tanta difusión en el Perú como sí en el siglo XVIII, Cuarto, el programa del movimiento nacionalista, el que contaba entre sus organizadores con curacas que habían formado parte de la administración española y habían aprendido ahí lo que sabían de teoría política. Cfr. Rowe, J. (1976). El movimiento nacional inca del siglo XVIII. En Flores Galindo, A. Tupac Amaru II -1780. Lima: Retablo de papel ediciones. También en Los Incas del Cuzco: Siglos XVI-XVII-XVIII. Cusco: Instituto Nacional de Cultura.
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(2000) no cree que este teatro haya sido escrito únicamente para transmitir la cultura dominante, pues al considerar el carácter doble del discurso barroco, se debe pensar, por un lado, en la transferencia de la cultura hegemónica, pero, por otro, en el esfuerzo del sujeto andino “por constituirse como un nuevo sujeto social, capaz de apropiarse de los códigos del poder para cohesionar una nueva identidad” (p.202). En cuanto a Mannheim (1984, 1999), no le parece adecuado suponer que el grupo criollo terrateniente hubiese querido reivindicar una simbología incaísta, ya que las élites criollas no se caracterizaban por ser proindigenistas, ni siquiera retóricamente, a diferencia de los curacas que promovieron y acogieron al teatro colonial en quechua. Actualmente, y a partir de nuevos estudios, Itier (2017) ha señalado que “el teatro quechua colonial fue un elemento clave, junto con el retrato y los queros, del orgullo étnico de la nobleza indígena” (p.197).
En definitiva, el fortalecimiento de la dramática colonial escrita en quechua, como explica García-Bedoya (2000), se asocia con el surgimiento de las nuevas élites andinas de la ciudad de Cusco. Esto provocó el surgimiento de un barroco literario andino que tuvo su expresión más destacada en el teatro, el cual revela “la naturaleza transcultural de tal arte: escrito en quechua, con temática alusiva por lo menos parcialmente a la experiencia indígena, pero en base a códigos literarios de filiación española procedentes del teatro barroco” (García-Bedoya,
2000, p.196). Tal como se menciona en la cita anterior, el teatro en quechua colonial ha sido considerado como un ejemplo de transculturación. Sin embargo, la respuesta a cómo opera la transculturación en estos textos dramáticos usualmente ha sido identificar los elementos que se han asimilado del teatro español – como la versificación, el manejo de la rima, aunque frecuentemente irregular, el gracioso, la inserción de fragmentos líricos, la división en actos y las características que identifican a un auto sacramental – y los que pertenecen al mundo andino, como el código lingüístico quechua y la presencia referencial y temática del universo andino 48
(García-Bedoya, 2000). Lo anterior no da cuenta realmente de las etapas que el proceso de transculturación propone14, por lo tanto, no rescata con profundidad cuál es la particularidad de este teatro, cómo crean un nuevo producto cultural y cuáles serían los procesos de selección, invención y de transformación del modelo recibido. Como se verá en el análisis, no son obras un poco españolas y un poco andinas, sino que se reformulan para presentarse desde su propia teatralidad, sus propias convenciones y su propio contexto.
Finalmente, a partir de la revisión de los diferentes debates en torno al teatro en quechua colonial, se puede concluir que estos se centraron, durante un tiempo, en explicar ciertos aspectos que rodeaban a esta dramática – por ejemplo, cuestionarse si hubo un teatro inca que sirviera de antecedente a este teatro y como validación de la cultura incaica frente a la europea
– más que proporcionar un análisis que diera cuenta de la teatralidad que estos manifiestan y de las estrategias por medio de las que lograron convertirse en un producto particular de su época y no como copia de un modelo externo. Lo anterior es un reflejo de la reciente recuperación y valoración de este teatro – un poco más de un siglo desde el primer texto editado al alemán y menos desde su difusión e investigación –, lo que originó, por algunas décadas, que orientaran sus cuestionamientos hacia temáticas que podrían explicar su surgimiento más que comprenderlos desde su especificidad teatral y desde ahí establecer conclusiones sobre sus características.
14 Estas etapas han sido explicadas en el capítulo anterior. 49
Juan de Espinosa Medrano como intelectual colonial
Como ya fue explicado, de las cinco obras a analizar, sus autores reconocidos sin cuestionamientos son Juan de Espinosa Medrano15 y Gabriel Centeno de Osma. Sin embargo, solo del primero existe suficiente información, lo que facilitó la elaboración de un gran número de estudios sobre su biografía y trabajo como escritor. Pedro Guibovich (1995), uno de los historiadores que más dedicación ha otorgado a la investigación de la vida y obra de Espinosa
Medrano, además del contexto colonial, afirma que sobre su obra intelectual se cuenta con una considerable bibliografía, con exponentes como Luis Jaime Cisneros, José A. Rodríguez
Garrido, Eduardo Hopkins, Mabel Moraña, Javier Núñez C., Jaime Giordano y Alfredo
Roggiano, entre otros. Su obra consta del escrito más conocido y revisado, el Apologético a favor de don Luis de Góngora, de tres obras dramáticas – una en español, Amar su propia muerte, y las dos en quechua a analizar, El robo de Proserpina y sueño de Endimión y El hijo pródigo – y de su obra menos estudiada, su Discurso (1664), al que “suele mencionársele con
15 La fecha de nacimiento de Juan de Espinosa Medrano es incierta y solo se ha podido datar entre 1628 y 1630, según la declaración del clérigo Agustín Cortés de La Cruz, quien fue su amigo y discípulo. Su lugar de nacimiento también está en entredicho, a pesar de que Diego Esquivel y Navia señaló en el siglo XVIII que fue en Calcauso y Juliaca. Sobre sus padres tampoco hay información fidedigna y todo lo afirmado ha provenido de Esquivel y Navia, Clorinda Matto y Luis Alberto Sánchez, quien asegura que los padres se llamaban Agustín Espinosa y Paula Medrano (Suárez, 1981). En su testamento de 1668 omite su filiación, lo cual era común de poner en el encabezado del documento. Lo mismo ocurre con su condición étnica, pues según Guibovich (1995) no se sabe si fue indio o mestizo, aunque siempre se ha presumido lo segundo. Él explica que la única deducción posible es la realizada a partir del prólogo de La novena maravilla, en que se dice que Espinosa Medrano ‹‹fue hijo de sus obras››, lo que “en el mundo español de los siglos XVI y XVII servía para encomiar y defender a aquellos que careciendo de ‹‹pureza de sangre›› o siendo hijos bastardos o naturales, se habían hecho un nombre a fuerza de sus propios actos” (p.20). Durante su vida estuvo vinculado a tres instituciones: primero, el Colegio Seminario de San Antonio Abad, donde estudió para luego ser catedrático de Artes, labor que realizó ya desde 1650, tiempo en que escribió su primera obra titulada Panegyrica Declamación por la protección de las ciencias y estudios. La segunda es la parroquia del Sagrario de la Catedral, lugar donde se atendía a la población española y las doctrinas indígenas de Juliaca y Chinchero, y la parroquia de San Cristóbal (1678-1683) en el mismo Cusco. Finalmente, la tercera es el Cabildo de la catedral del Cusco, lugar en el que fue admitido en el coro, lo que podía constituir una de las mayores ambiciones de un clérigo. El 8 de noviembre de 1688 otorgó su testamento. Allí se refleja la devoción que Espinosa Medrano tenía por la Anunciación de la Virgen. Además de su extraordinaria biblioteca, poseyó una escogida colección de pinturas. Finalmente, murió el 22 de noviembre de ese mismo año, siendo sepultado en la cripta de la Catedral (Guibovich, 1995).
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poca precisión” (Cisneros y Guibovich, 1989, p.95). Póstumamente, se realiza un compilado con los sermones realizados por el sacerdote entre 1659 y 1685, el cual fue titulado La novena maravilla, publicada en 1695.
Debido a esta falta de información sobre el resto de los escritores, en esta investigación solo se han podido presentar ciertas problemáticas a partir de la figura de este escritor, las que podrían extenderse a los otros dramaturgos. Estas discusiones son relevantes ya que cada una plantea una mirada distinta sobre lo que representaba Espinosa Medrano como intelectual de su tiempo. Como consecuencia, esto implica, a su vez, diferentes modos de entender el lugar que toma la dramática en quechua dentro del contexto colonial y más globalmente, dentro de la literatura latinoamericana. Por consiguiente, como se ha venido discutiendo anteriormente, estas problemáticas se vinculan nuevamente con la posición que toman estas obras con respecto al referente español y los cuestionamientos sobre si sus autores lograron o no establecer una postura de resistencia o de reelaboración del contenido recibido a partir de la cultura conquistadora.
En cuanto a la imagen de Espinosa Medrano como intelectual de su tiempo, en el
Diccionario enciclopédico de las letras de América Latina (1995) se le menciona como el inaugurador de la crítica literaria en el continente. Ese título ha sido discutido desde diferentes aristas, las que coinciden en preguntarse cuál rol era el que defendía como sacerdote cusqueño, pero también como sujeto que había nacido, como se ha supuesto, bajo una condición mestiza.
Este hecho ha provocado varios cuestionamientos sobre la identidad y posición que asume frente a la metrópoli. Con respecto a las miradas que han surgido a partir de su obra tan diversa, Emilio del Valle (2006) da cuenta de cómo los estudios culturales, postcoloniales y postmodernos han instalado una mirada sobre ciertos escritores, como Espinosa Medrano, en la que se les ve como 51
modelos intelectuales “subalternos”16, ya que “además de aportar obras escritas en castellano, incluyen en sus respectivos cánones literarios, obras en idiomas indígenas o que reconocen lo indígena como presencia significativa en la construcción de lo ‹‹americano››” (p.116).
Lo anterior les permitía integrar nuevos conocimientos en una lengua autóctona, así como dar relevancia al conocimiento occidental entre los americanos. Igualmente, se ha postulado que, en el trabajo literario de estos escritores, se podría presentar una posible contradicción entre el deseo que poseen por definir una identidad latinoamericana, en la que se refuerce su identidad cultural mestiza excluyente, pero que en la práctica parecen seguir legitimando a Europa como narrativa “universal”. Aunque esto fuese así, continúa existiendo un interés por dignificar el espacio americano y su individualidad frente a los que escriben en
Europa, además de que su condición bilingüe realza su identidad latinoamericana y se demuestra que fueron capaces de construir una nueva poética que pudo mejorar el modelo inicial. Algunos críticos como González Echevarría, Mabel Moraña, Raquel Chang-Rodríguez y Rodríguez
Garrido, afirman que Espinosa Medrano se apropió “de las prácticas letradas, suposiciones, instituciones y valores del colonizador, a manera de proyectar tanto una mejorada copia del modelo inicial o un desafío preñado de cierta amenaza o resentimiento a otro poder dominante”
(Del Valle, 2006, p.120).
En relación con lo anterior, cabe señalar las preguntas que se realiza Del Valle (2006):
“¿Hasta qué punto este proceso no implica transferir los mismos valores y las mismas aspiraciones materiales de occidente hacia suelo americano? ¿hasta qué punto el surgimiento de
16 En su artículo “Latinoamericanismo, Barroco de Indias y colonialidad del poder: reflexiones sobre políticas de exclusión”, Emilio del Valle (2006) señala que la categoría de subalternidad que utiliza, basada en las propuestas de Ranajit Guha, se vincula con sujetos o colectivos subordinados por su clase, casta, edad, género, oficio o cualquier otra manera de discriminación. Por esta razón utiliza comillas al momento de indicar a Espinosa Medrano, Sor Juana Inés de la Cruz, Hernando Domínguez Camargo, entre otros, como subalternos, ya que considera que estos presentan diferencias fundamentales entre lo que representan como escritores y el modo en que él describe a un sujeto subalterno (p.116). 52
una nueva conciencia criolla, si bien busca una especie de “independencia” o establecer un lugar de enunciación diferenciado de España, no viene a constituir un neocolonialismo casa adentro?”
(p.121). Frente a estos cuestionamientos, él mismo responde que Espinosa Medrano más que apuntar a poblaciones originarias, defendió la ciudad letrada y, por ende, a la alta cultura, usando el quechua para la creación de una modernidad literaria, con el objetivo de reafirmar un lugar de enunciación diferente al español. A diferencia del pensamiento de Del Valle (2006), en esta investigación se considera que, aunque su posición como sacerdote corresponde a una formación culta, así como sucede con los otros dramaturgos, el uso del quechua no es solo un simple recurso para diferenciarse del español. Más allá de la forma y de que actualmente se puede interpretar el uso de esta lengua como una modernidad literaria, estos textos presentan una configuración en la que el espectador, además de reconocer su idioma, también identifica los elementos propios de su cultura y los problemas que afectan su realidad.
A partir de los distintos planteamientos expuestos anteriormente, se puede constatar cómo se presentan miradas tan opuestas como las que interpretan su obra literaria como una expresión de subalternidad y de defensa de su identidad mestiza hasta la que lo posiciona como un defensor de la alta cultura. Así, buscan definir un único posicionamiento frente al referente español, sin dar cuenta de los matices que pueden existir en su producción literaria.
En cuanto a lo anterior, es necesario mencionar brevemente la problemática que se presenta al catalogar a alguien o algo como mestizo17. En primer lugar, porque enfrenta a
17 En el inicio de la Conquista no había distinción entre mestizos o no mestizos, sino que se les denominaba hijos de españoles e indias y es hasta 1550 que se empieza a utilizar este término. Aun así, en ese momento solo se refería a los múltiples huérfanos que habían dejado las guerras internas, los cuales tuvieron diferentes destinos, algunos en hogares de españoles o la mayoría con su familia materna entre la población indígena. Posteriormente, en la década de 1560, se produce un cambio en el modo de percibir al mestizo, debido a ciertos testimonios que aseguraban los malos hábitos que poseía esta primera generación: “se dice de ellos que son inclinados al vicio, vagos, pendencieros, mentirosos, inconstantes, etc., achacándolos unos y otros a muy diversas causas (…)” (Ares, 1997, p.43). De este modo, al recalcar sus vínculos con la población indígena, se explica esta conducta a causa de su carga biológica, de una influencia cultural o ambas a la vez. Por consiguiente, en tanto su imagen adquiere más cercanía con los indígenas, el mestizo deja atrás el espacio perteneciente a los españoles para pasar a estar en uno 53
quienes comprenden este término desde una perspectiva cultural y a quienes únicamente lo conciben desde el campo de la biología. En cuanto a estos últimos, su concepción de raza está asociada a ciertos rasgos: “color de la piel y los ojos, al tipo de cabello, a los rasgos antropométricos y al grupo sanguíneo. Puesto que el aspecto físico o fenotipo (por ejemplo, la altura del individuo) puede depender en parte del medio, lo que realmente interesa es la composición hereditaria o genotipo” (Mörner, 1969, p.17). Por lo tanto, la mezcla de una raza con otra debe medirse en el resultado genético que esta produce (miscegenación).
Posteriormente, también se considera que la condición de mestizo no se define únicamente por la mezcla entre una parte puramente blanca y otra absolutamente negra, sino que también sería la suma de “la mezcla de las mezclas y se impregna de una gran riqueza de tonalidades cromáticas” (Olaechea, 1992, p.16).
En relación con la perspectiva cultural, Serge Gruzinski (2000) en El pensamiento mestizo plantea que el mestizaje es la mezcla de seres y de imaginarios. Critica la distinción entre mestizaje biológico y mestizaje cultural, pues el primero supondría “la existencia de grupos humanos puros, físicamente distintos y separados por fronteras que la mezcla de los cuerpos, bajo el imperio del deseo y de la sexualidad, vendría a pulverizar” (p.42). Para el crítico francés se produce un desarraigo en las culturas que se mezclan, el que se refleja en un distanciamiento físico y psíquico: “Muchos elementos de los universos tradicionales o de la
Europa occidental perdieron el sentido que se les atribuía originalmente. Los objetos que
indefinido. Solo algunos que lograron sostener su prestigio social, por ser hijos de españoles reconocidos o mujeres indígenas de alto rango, pudieron optar a seguir una carrera administrativa o eclesiástica (p.45). Muchos de los otros, sin embargo, tuvieron que defender su valía y condición para lograr insertarse en ese mundo. En Ares, B. El papel de mediadores y la construcción de un discurso sobre la identidad de los mestizos peruanos (siglo XVI). En Entre dos mundos. fronteras culturales y agentes mediadores. Sevilla, España: Escuela de estudios hispanoamericanos, 37-59.
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transitaban de un mundo a otro terminaban por escindirse de la memoria que transportaban; su circulación entre los grupos los separaba de la tradición y a veces del poder que encerraban. Lo mismo ocurrió con todo tipo de prácticas y de creencias” (p.96). Al mismo tiempo se suscita un fenómeno de descontextualización, en donde las mismas actividades y creencias locales perdían sentido, legitimidad y fuerza.
Estas diferencias en el modo de comprender el mestizaje son discusiones teóricas que surgen con la intención de establecer categorías para explicar los efectos de la colonización y los cambios socioculturales y demográficos asociados a esta. Sin embargo, por lo menos en el
Virreinato del Perú, no siempre era posible identificar a un mestizo o diferenciarlo de un español, ya que el proceso de identificación no se relacionaba con su aspecto físico. “En distintas etapas de su vida o en contextos documentales diferentes, las personas podían adquirir clasificaciones diversas o podrían disputar la categoría que les había sido asignada. Es más, es imposible determinar a qué categoría pertenecía un individuo ‘en realidad’, pues esto implica asumir que tales clasificaciones eran estables y fijas” (Rappaport, 2015, p.12). Por lo tanto, la categoría de mestizo es caracterizada como impenetrable e inestable, pues no existía un grupo sociológico al que pertenecer, sino que dependía de las circunstancias y las relaciones de poder que se forjaban a su alrededor o en determinado momento:
No podemos estar seguros de que un individuo que, en una declaración documental particular, sea llamado “mestizo” vaya a llevar esta clasificación durante toda su vida, o que “mestizo” haya significado lo mismo para él y sus vecinos que para el notario que testificó la firma de su testamento, o para el sacerdote local que bautizó a sus hijos. En otras palabras, no podemos asegurar que “mestizo” representara unas características permanentes de su propio ser: ciertamente, no era algo que un observador pudiera identificar fácilmente de vista. (p.14)
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En consecuencia, se instala una nueva mirada sobre esta situación, la que ya no se define solo por lo biológico o solo lo cultural, ni la asignación de la mezcla de ambos a un individuo.
Más bien se propone que la pregunta que debería surgir para interpretar la condición colonial es: “¿Cuándo y dónde se mestiza una persona?” (Rappaport, 2015). Así también, esta última aclaración permite observar que, más allá de establecer si efectivamente Espinosa Medrano como objetivo defender su condición mestiza, lo fundamental radica en comprender cómo integró los elementos de la tradición europea y de la andina, para así crear un producto diferente, que no es una copia mejorada o una contradicción en sí misma, sino que un reflejo del contexto en el que vivía. En efecto, correspondería dejar atrás la necesidad de catalogar a Espinosa
Medrano, Centeno de Osma y los escritores de las obras anónimas como autores que solo se pueden identificar con tal o cual espacio cultural – mestizo, criollo, indígena – sino como productores culturales que dieron cuenta de una situación particular correspondiente a su contexto social y cultural.
Ahora bien, en relación con la interpretación de su obra como una defensa a la alta cultura letrada, gran parte de las afirmaciones o conclusiones que se han hecho sobre la obra literaria de Espinosa Medrano tienen como referente sus escritos en español, como el Apologético
(1662), texto a partir del cual sitúan al escritor como un hombre consciente de su lugar como subalterno y como defensor de la alta cultura. Sin embargo, no se consideran las características de los textos teatrales, los cuales están escritos con objetivos diferentes de los que motivan la realización de un ensayo sobre literatura. Estas diferencias radican en que el público de un acontecimiento teatral vive una experiencia presente, por ende, solo se tiene una oportunidad de emocionar o identificar al espectador que fue a ver por primera vez una obra de teatro. Los dramaturgos tienen plena conciencia de este hecho, por lo tanto, sus textos están creados en base a ello y los escritores de estas obras en quechua no son la excepción. Así, en conocimiento de 56
que la nobleza indígena era parte de su auditorio, los fines con que se escribieron estas obras guardan relación con promover entre ellos sus tradiciones, rescatar la memoria de sus antepasados, presentarles una historia que los identificara específicamente y no una réplica de un referente externo. Esto difiere del para qué se escribe un tratado como el Apologético, el que no solo iba a tener como lectores a sus pares, sino que también se tenía la noción de que podía difundirse hacia Europa.
Esta concepción sobre Espinosa Medrano como defensor de la alta cultura se manifiesta, por ejemplo, en la creencia de que él solamente se inspiró en sus conocimientos sobre la literatura occidental. Esto se puede observar en lo que se ha señalado sobre la obra El robo de
Proserpina y sueño de Endimión. Recurrentemente se la presenta como una reformulación de dos temas mitológicos europeos diferentes: la historia de Proserpina y la de Endimión, cuyas fuentes pueden ser dos textos que hablan de ella: el poema De raptu Proserpinae de Claudiano y el libro V de la Metamorfosis de Ovidio. La historia de Endimión, en cambio, fue reconstruida como un relato completo en el Renacimiento, a partir de fragmentos dispersos encontrados en diferentes fuentes mitográficas18. Sin embargo, se ha indicado en menor medida que este escritor
18 Robert Graves (1955) reunió todas las fuentes dispersas que contienen información sobre Endimión. Así, todas las fuentes a las que recurrió fueron: Apolodoro, Pausanias, Escoliasta sobre los Idilios de Teócrito y los Debates toscanos de Cicerón. A partir de esto se construye un relato coherente y actualizado sobre este personaje mitológico: “Endimión era el hermoso hijo de Zeus y de la ninfa Cálice, eolio por la raza, aunque de origen cario, que expulsó a Climeno del reino de Elide. Su esposa, conocida con muchos nombres diferentes, como Ifianasa, Hiperipa, Cromia y Neis, le dio cuatro hijos; también tuvo cincuenta hijas con Selene, quien se había enamorado de él desesperadamente. Endimión dormía una noche en una cueva del monte Latines cuando Selene lo vio por primera vez, se acostó a su lado y le besó suavemente en los ojos cerrados. Más tarde, según dicen algunos, volvió a la misma cueva y cayó en un sueño sin sueños. Este sueño, del cual nunca iba despertar, le vino o bien a propia petición, porque aborrecía la aproximación de la vejez, o bien porque Zeus sospechaba que intrigaba con Hera, o bien porque Selene descubrió que prefería besarle suavemente antes que ser objeto de su pasión demasiado fértil. Sea como fuere, nunca se ha hecho ni un día más viejo y conserva en las mejillas la lozanía de la juventud. Pero otros dicen que está enterrado en Olimpia, donde sus cuatro hijos corrieron una carrera por el trono vacante, carrera que ganó Epeo. Uno de sus hijos vencidos, Etolo, intervino posteriormente en una carrera de carros con motivo de los juegos fúnebres de Azán, hijo de Árcade, la primera que se celebró en Grecia. Como los espectadores no sabían que debían apartarse de la pista, el carro de Etolo atropelló accidentalmente a Apis, hija de Foroneo, y causándole heridas mortales. Salmoneo, que estaba presente, desterró a Etolo al otro lado del Golfo de Corinto, donde mató a Doro y sus hermanos y conquistó el territorio que ahora se llama Etolio en su honor”. En Los mitos griegos, Madrid: Alianza Editorial. 57
también consideró una leyenda perteneciente a sus antepasados y optó “por alegorizar el mito de Proserpina en razón de las correspondencias que este presentaba con un relato de la tradición oral autóctona, el de la estrella hija del Sol y de la Luna, raptada por un pastor, y que, después de una dolorosa estadía en la tierra, regresa al cielo”19 (Itier, 2017, p.181).
En definitiva, se puede comprender que las distintas apreciaciones sobre Espinosa
Medrano han buscado definir su postura como intelectual colonial y cómo se posiciona frente al referente europeo. Esto ha producido diferentes acercamientos teóricos a su obra, los que en pocas ocasiones llegan a un consenso. Aun con ello, se puede observar que no entregan suficientes matices sobre una producción literaria tan diversa como la Espinosa Medrano y menos se problematiza la teatralidad de los textos dramáticos en quechua.
Las controversias sobre Ollantay
El primer debate en torno al Ollantay guarda relación con su procedencia; como se ha visto, una problemática transversal a estas obras. Esta polémica de larga data puso en discusión la teoría que afirmaba que su origen era incaico frente a las investigaciones que señalaban que fue escrita durante la Colonia, reconociendo de igual manera que el argumento podría tener sus orígenes en la época prehispánica. Desde una perspectiva de análisis del texto, se ha configurado un consenso mayor que postula que “los textos existentes del Ollantay, todos necesariamente de origen colonial, se han de enfocar, por consiguiente, a partir de su hibridismo congénito”
19 En la tradición oral quechua se presentan variados relatos que tienen por argumento la relación entre una persona y algún elemento de la naturaleza – como una estrella – o algún animal, la que generalmente fracasa debido a la imposibilidad ontológica de la exogamia (Sendón, 2009). Así, el relato que Espinosa Medrano usó para alegorizar el mito de Proserpina, a partir de las correspondencias que presentaba con una historia de su tradición oral autóctona, fue “Hanaq pachaman wichaq wayna” (traducido como “El joven que subió al cielo”). Esta historia trata de “un joven campesino que logra, en su tercer intento, capturar a una estrella ladrona de los sembríos de su ayllu y la convierte en su pareja; pasado un tiempo, la joven consigue escapar y subir al pueblo de arriba, el cielo (Hanan pacha). Él, que la ama, vive una triste y profunda soledad, debido a que la busca sin resultados; el cóndor aparece como su ayudante, lo lleva al Hanan pacha en sacrificado vuelo. Llega, la joven lo reconoce, pero se esconde; luego de un año, la joven estrella se olvida de él, por lo que el mozo enamorado decide retornar” (Espino, 2015, p.141). 58
(Lienhard, 1985, p.62). Por ende, este drama se debe considerar como producto del siglo XVIII, pues “aunque hubiera existido un “modelo” del Ollantay en la épica prehispánica, las estructuras del drama actualmente accesible y el éxito de la obra en el Cusco del siglo XVIII evidencian la adecuación del Ollantay a los gustos estéticos y a las inquietudes del público quechua colonial”
(p.78). En el caso de haberse transmitido el texto de un hipotético Ollantay incaico, la transcripción, no obstante, igualmente sería un producto de la época colonial, ya que la transmisión oral se caracteriza por “la adaptación a las necesidades (políticas o estéticas) del momento” (p.79). Aún más importante, su aparición en aquel momento del siglo XVIII no habría sido casual, debido al Renacimiento inca, el cual se describirá detalladamente en un capítulo posterior. En efecto, este incluyó una exhibición fastuosa de la nobleza incaica en los desfiles, fomentando obras teatrales en quechua, fabricando qeros en estilo neoinca y retratos de familias con personajes vestidos según el uso imperial (Lienhard, 1985).
Finalmente, la facilidad con que se aceptó la teoría de un Ollantay prehispánico por parte de los investigadores guarda relación, primero, con que, en el Cusco, luego de la independencia, muchos extranjeros visitaron la ciudad con un manifiesto interés por todo lo relacionado con el pasado incaico, lo que se comprueba en la compra masiva de retratos de reyes incas y en el número importante de copias que se hicieron de Ollantay. Segundo, se relaciona con Julio
Ochoa, rector de la Universidad del Cusco en esos momentos, figura intelectual y política de la ciudad, quien según la hipótesis de Itier (2006), “fue el personaje clave en la gestación del mito de un Ollantay incaico” (p78).
El segundo tema discutido por mucho tiempo ha sido la fecha de redacción del texto y a quién se le puede atribuir la autoría. Las tres posibilidades esgrimidas han sido, primero, la imposibilidad de determinar al autor; segundo, las propuestas, como la de Teodoro Meneses
(1983), que vieron en Vasco de Contreras y Valverde al escritor detrás de Ollantay, quien la 59
habría redactado hacia 1647. Por último, están los que proponen a Antonio Valdez20 como el autor del drama. Con respecto a este último, quienes refutan esta autoría argumentan, en primer lugar, que su sobrino Narciso Cuentas fue quien le adjudicó la obra y no fue Valdez quien firma como autor. En segundo lugar, afirman que en el archivo que recibieron los herederos del sacerdote no había ninguna pieza literaria que estuviera firmada por él, lo que implicaría que no existe evidencia de que se haya dedicado al trabajo literario. Tercero, aducen que en el Códice
Boliviano se lee al final del manuscrito: “Na.Sa. de la Paz oi 18 de junio de 1735”, lo que haría suponer que, si Valdez murió en 1814, no pudo ser el autor del drama (Nagy, 1994).
Agrega Silvia Nagy (1994) que a mediados del siglo XIX el Códice Boliviano desapareció y solo en 1940 volvió a aparecer, con un tipo de papel y texto diferentes. “Esta vez el texto se veía muy claro y se leía bien, además, hay numerosas diferencias textuales y dialectales entre los dos códices. La nota al final, en que se sostiene el argumento fundamental de la autoría de Valdez, está escrita con letra y tinta muy distinta a la del Códice [Boliviano]”
(p.208). Su hipótesis es que la creación del Ollantay fue a principios del siglo XVII, dada la riqueza de la tradición verbal que narra la vida y hazañas de Ollanta, los elementos descriptivos que evocan las mismas instituciones y personas que se presentan en los Comentarios Reales de
Garcilaso y el hecho de que quien escribió la obra conocía bien la sociedad y jerarquía social del Tawantinsuyo, ya que se emplean términos que ya no se usaban en la Colonia (p.208-209).
Por otra parte, quienes defienden a Antonio Valdez como el dramaturgo detrás de
Ollantay afirman que se ha demostrado tanto su autoría como el año de su representación: 1782
20 Antonio Valdez provenía de una antigua familia cusqueña residente en Urubamba, cerca de Ollantaytambo. Al parecer nació en los inicios de 1730 – conclusión hecha debido a un documento que data su confirmación en 1744 – e hizo sus estudios en el Seminario de San Antonio Abad, donde se tituló de doctor en Teología en 1762. Ocupó la cátedra de Artes entre 1758 y 1763 y fue rector interino desde 1806 a 1807. Su actividad principal fue ser cura de indios en parroquias de la ciudad del Cusco y el altiplano. Estuvo a cargo de la parroquia de Tinta por 26 años, con una interrupción de dos años, mientras vivía en Chuquisaca. Murió en Sicuani en 1814 (Itier, 2006, p.79). 60
en Tinta (Itier, 2017). Se realiza, además, una crítica a quienes desmienten la autoría de Valdez, pues se considera que demuestran una falta de análisis de la problemática de la significación de la obra, es decir, que no consideran el contexto histórico del siglo XVIII que se está sugiriendo en la obra, pues “contiene numerosas alusiones a los acontecimientos inmediatamente anteriores a esa fecha y que defiende una tesis política que solo podía tener sentido en ese preciso momento” (p.70). Otra de las razones la indica Itier (2006), en acuerdo con Raúl Porras
Barrenechea (1999), quien critica a Teodoro Meneses y Julio Calvo, traductores de la obra, por no investigar en la información entregada por los mismos cusqueños y solo guiarse por el comentario del suizo Jakob von Tschudi, quien afirmó poseer un manuscrito de esta obra fechado en 1735, lo cual no fue verificado realmente. Varios críticos coinciden, en relación con esta última fecha, en que debió de existir una equivocación en su lectura, proponiéndose que la fecha de copia del manuscrito fue 1835.
Por último, mencionan que existen testimonios de contemporáneos y cuasicontemporáneos de Valdez que le atribuyen su paternidad, como por ejemplo, la declaración de Justo Apu Sahuaraura21 en 1838: “El que escrive esta dará rasón del desenlace de la tragedia que se le atribuye al doctor Antonio Valdés cura que fue de Tinta y Siquani (…) y fue amigo íntimo del q[ue] escrive: con esta ocasión le preguntó sobre la verdad de su trajedia y le dijo, que en ella, más había escrito como poeta que como historiador” (citado en Itier, 2006).
Otros testimonios pertenecen a, primero, Paul Marcoy, quien en el tomo I del Viaje a través de
América del Sur. Del Océano Pacífico al Océano Atlántico menciona a Valdez como autor, y segundo, Clements Markham, quien en 1853 cuenta que un sacerdote descendiente de los reyes incas, Pablo Justiniani, le había narrado que quien llevó a la escritura la tradición oral sobre
21 «Ruina del ymperio peruano por los españoles, gobierno político y civil del ynca, entrada de los españoles a la capital del Cuzco, y su destrucción. Sucseción de los soberanos yncas». En Escritos del Dr. Justo Apu Sahuaraura, pp. 89-90. Biblioteca Nacional del Perú, 1938. 61
Ollantay fue Antonio Valdez, informándole, además, que la obra había sido representada frente a Túpac Amaru II, un amigo del mismo Valdez (p.73).
En cuanto a esto último, se han presentado estudios que buscan dilucidar si efectivamente esta obra se representó frente a Túpac Amaru II en el poblado de Tinta. El primer lugar donde se publicó sobre este tema fue en El teatro de la América española en la época colonial (1936) de Pedro Henríquez Ureña. Esta historia, para Alfredo Cordiviola (2010), no estuvo fundamentada en ningún documento que comprobara que la obra fue representada frente a Túpac Amaru II, ni en las circunstancias descritas ni con el público que se señala (p.148). Raúl
Porras (1999) indica que Valdez no era cura en Tinta durante la revolución de Túpac Amaru II, sino que llegó después de que esta ocurriera, por lo tanto, al ser escrita "en la etapa conciliatoria en la que intervino Valdez, como amigo de los indios, para propiciar una solución de perdón”
(p.398), no era posible que interviniera antes de estos hechos.
Por el contrario, Itier (2006) descarta que ese hecho pueda ser concluyente, ya que, si no era sacerdote de Tinta en 1782, nada le impedía ir a ese lugar y hacer que le representaran la obra, más aún como examinador sinodal del obispado de Cusco (p.87). Igualmente argumenta que en la escena en que perdonan a Ollanta se representa un hecho sucedido el 27 de enero de
1782, en donde los rebeldes se reconcilian con el rey de España, lo que le hace pensar que la obra debió de ser escrita después de esa fecha y antes del 15 de febrero de 1783, en que se arresta a Diego Cristóbal Túpac Amaru: “A partir de ese momento, los acontecimientos desmienten definitivamente la esperanza de una reconciliación entre la autoridad y los exrebeldes. Por consiguiente, podemos tomar a la letra la afirmación hecha por Justiniani a Markham según la cual la comedia fue representada en 1782 ante Thupa Amaru” (p.86).
El hecho de que Ollantay pudiera ser representada frente al líder revolucionario es relevante para esta investigación puesto que eso implicaría que efectivamente el argumento de 62
la obra estaba escrito con el fin de evidenciar lo que estaba sucediendo con el levantamiento de la clase noble indígena, lo que justificaría de modo más evidente la contextualización de la obra en el pasado inca, como una manera de estimular el espíritu reivindicativo de quienes llevaban a cabo este levantamiento social.
De todas maneras, habiendo sido o no representada frente a él, su argumento igualmente guarda relación con lo que significó el movimiento del Renacimiento inca para la sociedad cusqueña del siglo XVIII. En acuerdo con esto, tanto las interpretaciones del argumento principal como la de los personajes coinciden en una línea similar de análisis. En gran medida ven en Ollantay un reflejo de la sociedad colonial, de las relaciones estamentales de la sociedad incaica y la reivindicación de un tiempo anhelado: “un tributo nostálgico a un pasado perdido que se deseaba recuperar, como preanuncio de un retorno que transformaría al mundo, como mediación voluntariosa de un intermediario bien intencionado (…) en uno de los momentos más críticos del siglo, cuando todas las tensiones estaban en pleno proceso de eclosión” (Cordiviola,
2010, p.156). En esta misma línea, un análisis más detallado lo hace Galen Brokaw (2006), quien apunta a que el interés por Ollantay debería estar en entender la obra como una lectura de la historia política y cultural del siglo XVIII. Propone que, dentro de las dificultades que se indican para establecer un análisis de los conceptos y tradiciones culturales indígenas prehispánicas que se muestran en la obra, la aparición reiterada del qhipu es el único elemento que permite efectuar ese tipo de comparaciones, hecho que, según el autor, no ha llamado la atención de los críticos.
63
Comedias marianas22: Usca Paucar y El pobre más rico
Conforme se tuvieron más antecedentes de estas dos obras marianas, y una mirada más profunda sobre ellas, se publicaron trabajos que, aunque asumen el mensaje de catequización y salvación, empiezan a dar cuenta de los elementos de la cultura andina que fueron utilizándose tanto para mantener la memoria de sus antecesores como para resistir de alguna manera la destrucción que se estaba produciendo, principalmente, por la extirpación de idolatrías. Por ejemplo, explican cómo los sacerdotes se sirvieron de los ángeles “para reemplazar los fenómenos celestiales – estrellas, lluvia, cometas, torbellino – objetos de culto de los andinos”
(Chang-Rodríguez, 1992, p.372), además de proponer una andinización de la figura del diablo o representar el vínculo que los indígenas estaban realizando entre el diablo y el hacendado abusivo (Itier, 2017).
Beatriz Aracil (2008), en acuerdo con Chang-Rodríguez (1992), agregan que también se ha buscado analizar la conciencia que tenían los escritores sobre quién era su público y cómo eso se insertaba en sus textos, no solo en relación con el mensaje religioso, sino que también al visibilizar sus problemáticas sociales, como la de la riqueza versus la pobreza, la que se presenta de manera explícita en “dos modos de enriquecimiento poco ético muy comunes en el
Virreinato: la venta de coca y el abuso de la población indígena por parte de párrocos y doctrineros” (Chang-Rodríguez, 1992, p.139). De esta manera, se ha podido enfocar la discusión sobre estas obras, y las obras del corpus en general, hacia elementos que antes no lograban ser
22 Son denominadas con el nombre de marianas, por una parte, porque “ambas obras están vinculadas con santuarios marianos específicos. En el caso de El pobre más rico, la salvación de Yauri Ttito se produce ante el santuario de Belén. En el Usca Paucar, el lugar del milagro no aparece mencionado en el texto (tal vez por defecto de las copias que poseemos), pero algunas copias mencionan en el título al santuario de Copacabana (…)” (p.205). Por otra parte, se les llama así por la adoración que aparece hacia la Virgen como camino de salvación y la debilidad ya conocida que presenta el demonio frente a ella. Del mismo modo, se opta por llamarlas comedias y no auto sacramentales (como aparece en los títulos de los manuscritos) puesto que “en ninguna de las dos obras encontramos la estructura alegórica que define al auto sacramental” (p.205). Cfr. García-Bedoya, C. (2000). La literatura peruana en el periodo de estabilización colonial (1580-1780). Lima, Perú: UNMSM. 64
apreciados, como, por ejemplo, la presencia de una clara crítica social y la inserción en estos textos de una resistencia soterrada, pero que era suficientemente identificable por el público andino.
Al igual que lo sucedido con Ollantay, estas dos comedias también fueron objeto de discusión en relación con su datación. Algunos estudiosos del teatro en quechua colonial, como
Teodoro Meneses (1983), atribuyeron a la primera mitad del siglo XVII manuscritos que en realidad pertenecían, por el tipo de letra, a finales del siglo XVII o ya entrado el siglo XVIII. Su fundamento es que por largo tiempo se pensó que el siglo XVIII fue la edad oscura del quechua literario y que durante este tiempo no hubo un mayor interés por publicar textos en esta lengua
(Itier, 1995). Posteriormente se consideró que
un examen de los estados de la lengua reflejados por los manuscritos, demuestra que las comedias Ollantay, Usca Paucar y El pobre más rico, es decir, tres de los cinco textos dramáticos coloniales en quechua que han llegado hasta nosotros, fueron compuestas en el siglo XVIII (…) un cotejo del vocabulario de las obras dramáticas coloniales en quechua confirma las conclusiones de Bruce Mannheim: el vocabulario de esas tres comedias es parecido y claramente posterior a mediados del siglo XVII (Itier, 1995, p.90).
De esta manera, las dos comedias marianas fueron consideradas como obras del siglo
XVIII, lo que supone una gran distancia con la producción dramática de Juan de Espinosa
Medrano. Esto implicó que no se pudiera construir una línea evolutiva más continúa entre toda la producción dramática quechua. Sin embargo, actualmente se ha establecido, con cierta certeza, que El pobre más rico no pudo ser escrita después de 1707 y que lo más probable sea que su creación se relacione con “la coyuntura creada entre 1673 y 1699 por el obispo del Cuzco, el madrileño Manuel de Mollinedo, gran mecenas artístico que transformó la fisonomía arquitectónica de la ciudad e introdujo numerosas innovaciones en su vida festiva y artística” 65
(Itier, 2017, p.186), lo que se suma a que en el último tercio del siglo XVII se crearon nuevas imágenes de la historia indígena, difundidas en los desfiles y fiestas religiosas. Una parte de la tesis anterior propone que El pobre más rico tuvo, al momento de su representación, un gran atractivo para los espectadores, al mismo tiempo que bastante éxito, ya que inspiró a las dos obras que posteriormente repitieron su misma estructura y temática, aunque, como se verá en el análisis, Usca Paucar se aleja bastante de su antecesora en varios aspectos.
En cuanto a sus autores, no han existido cuestionamientos en cuanto a que Gabriel
Centeno de Osma es el autor de El pobre más rico, puesto que aparece su nombre en el manuscrito de la obra. Allí también se informa que era un clérigo presbítero, sin embargo, de él no se conoce absolutamente nada más. A diferencia de esta, Usca Paucar fue asignada a varios autores, antes de que se asumiera definitivamente que su escritor quedará en el anonimato mientras no se encuentren nuevos registros. Estos intentos por descubrir a su autor estaban fundados en la premisa inicial de que esta obra pertenecía al siglo XVII, por consiguiente, se postularon como posibles nombres los de Vasco de Contreras y Valverde e incluso el mismo
Juan de Espinosa Medrano (Meneses, 1983).
Este mismo desconocimiento o falta de un análisis detallado de cada texto produjo que las interpretaciones iniciales se centraran en describirlas únicamente, por una parte, como vehículo del dogma católico, y por otra, como una historia que pretendía imitar al Fausto de
Goethe, debido al conflicto dramático que se plantea para los protagonistas de ambas obras, quienes venden su alma al demonio a cambio de enriquecerse23. Lo anterior se refleja en afirmaciones como las de Francisco Blanco y Alberto Espezel (1984), quienes catalogan a las obras como literatura catequética que transmitían “siempre al auditorio enseñanzas dogmáticas
23 Esta última comparación con la obra alemana refleja cómo incluso durante el siglo XX se continuó intentando validar al escritor latinoamericano asimilándolo a la cultura europea, pues se valoraba su capacidad de copiar sus temáticas. 66
y morales, ejemplos edificantes y aleccionadores, que llaman a la fe cristiana y a la conversión de los corazones. Pero, además, con premeditación tenderán a entretener y divertir a los espectadores para ayudarles a reencausar sus sentimientos festivos y hacerles olvidar lo más pronto posible sus fastuosas fiestas” (p.179).
Finalmente, la cita anterior evidencia lo que sucede cuando se efectúa una lectura sin la presencia de una puesta en escena en mente, lo que lleva a comprender solamente el contenido de una obra sin ponerlo en vínculo con la teatralidad que hay en su texto, la que, en las obras del corpus, tiene como sustento la teatralidad social expresada en las fiestas coloniales, a través de la constante incorporación de música, danza y bailes en la representación.
67
Capítulo 4 Evangelización en el Virreinato del Perú
Como se señaló anteriormente, la ciudad donde se escribieron las obras por estudiar es
Cusco. La ciudad fue fundada en 1534, sobre las bases de la antigua capital de los Incas. El plan español se sobrepuso a la ciudad inca y condicionó su desarrollo a este, en tres sectores: la ciudad nobiliaria, los arrabales cercanos al centro y los barrios satélites. En cuanto al sector nobiliario, “cientos de miembros de la realeza y nobles incaicos quedaron en el Cuzco, pero sin contar con el punto focal de un sucesor reconocido. En consecuencia, los incas fueron reconvertidos en una casta nobiliaria regional que dominaba los pueblos de indios en la zona que había sido su tierra natal, pero sin que hubiera ninguna jerarquía o autoridad clara que ligara estas comunidades en una formación política reconocida y más grande” (Garret, 2009, p.57).
De esta manera, el cobro del tributo se puso en manos del cacique24 colonial andino y no del alcalde indio, quien “ocupaba una posición de considerable autoridad en la sociedad india, pero la naturaleza y los límites de dicha autoridad no estaban claros” (p.64).
Durante los primeros años de la conquista el Cusco mantuvo preeminencia por sobre las otras ciudades del virreinato, sin embargo, ya a fines del siglo XVI, aunque había perdido su lugar preferente, “permitía el trayecto obligado de caravanas y comerciantes que viajaban entre
Potosí y Lima. Por tanto, es permisible suponer que albergaba a gran número de personas en tránsito, que iban o venían de dichos centros urbanos, aunque mantuvo un aislamiento que pudo favorecer la persistencia de algunas cualidades prehispánicas” (Martínez, 2015, p.131).
24 El término cacique es una palabra hispanizada, proveniente del caribe, que se refiere a los señores indios locales de toda Hispanoamérica. Este cargo, en los Andes, fue institucionalizado mediante reales decretos en el siglo XVI y comienzos del XVII. En ellos no hay una clara definición de sus deberes, por una parte, por las características de la legislación colonial, y por otra, por la multiplicidad de la organización social en la república de indios. Cfr. Garret, D. (2009). Sombras del imperio: la nobleza indígena del Cuzco, 1750-1825. Lima, Instituto de estudios peruanos. 68
En 1570, durante la visita del virrey Toledo al Cusco, este formuló una serie de ordenanzas que armaron la ubicación de las parroquias de indios en las afueras de la ciudad: “La organización de dichos espacios facilitaba la evangelización, además de congregar a los kurakas al interior de parroquias de indios, lo que permitía mayor control sobre los ayllus reducidos (…).
La plaza, además de consolidar la centralidad de la ciudad, armó la preeminencia de las antiguas wacas y sitios ceremoniales que en la Colonia definieron renovados usos y significados”
(p.133). A esto se debe agregar que se hacía una diferencia entre las ciudades, como el lugar de residencia de europeos, americanos, mestizos y gente de color, y los pueblos o reducciones, donde habitaba exclusivamente la población indígena. Esto obligaba al gobierno a recurrir a las autoridades más importantes del área indígena cuando se requería movilizarlos (Millones,
1993).
En esas circunstancias se gestan las diversas situaciones que determinan la configuración social y cultural de los siglos XVII y XVIII. En esos años sucedieron procesos de evangelización y resistencia, de los cuales es necesario revisar sus características. Estos se producen en términos directos o con prácticas encubiertas, por lo tanto, se transforman en un elemento fundamental para comprender de qué modo y en qué medida contribuyeron en la producción de la dramática en quechua, sobre todo, para establecer si esta resistencia a la evangelización también se traduce en los textos dramáticos a estudiar.
Una de las objeciones sustanciales a la imagen tradicional de la evangelización durante la Colonia se relaciona con la serie de vaguedades que se han asegurado sobre lo que sucedió en América y, sobre todo, cómo sucedió. Un ejemplo de estas imprecisiones es la creencia de que existió un entusiasmo y un espíritu triunfalista en la primera etapa de evangelización, ocurrida en las primeras décadas de la conquista. La razón que justificaba aquella idea era 69
justamente el registro que existía de los bautizos en masa, de la destrucción de adoratorios y la construcción de conventos e iglesias (Ares, 1984).
Por el contrario, una afirmación más certera sobre la evangelización en este período es la que caracteriza al catolicismo como un cuerpo que no era estable en sus creencias, pues las ideas que se presentaban para la conversión eran fragmentarias y heterogéneas (Estenssoro,
2003). En consecuencia, la evangelización no habría logrado ser homogénea, por una parte, por contar con un número pequeño de sacerdotes, los que aún no aprendían a comunicarse en la lengua de los pueblos autóctonos de América, y por otra, - y en esto concuerdan Berta Ares
(1984) y Estenssoro (2003) – porque no todos los españoles que llegaban a este continente compartían una misma concepción y práctica de su religión: “El catolicismo que campeaba en las clases populares españolas se debió transmitir a través de las oleadas sucesivas de migrantes que ya no alcanzaron el botín de la Conquista, ni los puestos importantes de la administración colonial. Artesanos, pequeños comerciantes, burócratas de ínfimo nivel, desocupados y vividores trajeron consigo aquel cristianismo tolerado en España por ser inofensivo (…)”
(Millones, 1998, p.39). Cabe considerar que la evangelización también implicaba un objetivo político en que la conversión suponía la integración de los indígenas al sistema administrativo español, por medio de la instauración de lazos político-sociales, por lo tanto, “se concebía abiertamente la cristianización como una absorción que transformaría o incluso disolvería las estructuras de poder indígenas. Volverse cristiano era ser incorporado a la sociedad más que asumir un sistema de creencias” (Estenssoro, 2003, p.39).
Posteriormente, los doctrineros notaron la necesidad de aprender las lenguas indígenas para lograr la evangelización. Con ese objeto, en el siglo XVI aparecen los primeros vocabularios y gramáticas, las cuales serán amparadas por la universidad, la Iglesia y los diferentes Concilios que se realizaron durante este siglo (Rose-Fuggle, 1993). En esta misma 70
línea, en 1575 el virrey Toledo declaró al quechua, el puquina y el aymara las lenguas generales del Virreinato (Bouysse-Cassagne, 1975), pues eran las lenguas más habladas entre los indígenas. Igualmente, se planteó la necesidad de dos políticas lingüísticas paralelas, aunque a veces encontradas: aprendizaje por parte de las órdenes religiosas de las lenguas indígenas y la enseñanza del castellano a la población autóctona (Rosse-Fuggle, 1993). Para la primera, se instauró la cátedra de la ‘Lengua general de indios’ en la Catedral de Lima, donde se enseñaba la lengua quechua una hora diaria, y se realizaban las prédicas en el cementerio los domingos y en las fiestas. Los jesuitas fueron los que más se destacaron en esta labor, pues en cada colegio que abrieron en las ciudades principales establecieron una cátedra de la lengua indígena. Entre ellas destacan las de Lima en el Colegio de San Pablo, Charcas, Potosí, Quito y finalmente en
Cusco. Todo lo anterior se vio favorecido por las reducciones: “Los doctrineros, curas de indios, habían sido instalados en casi todas las encomiendas (…) Tierra de elección de estas experiencias de catequización en lenguas indígenas, Charcas, iba a ser a partir de 1580 el teatro de una gran empresa del Arzobispado de la Plata que decidió mandar doctrineros políglotas a los pueblos de encomiendas” (Bouysse-Cassagne, 1975, p. 314).
Durante los siglos XVI y XVII, las órdenes religiosas también aplicaron otros mecanismos de evangelización, los que suponían desarrollar una relación más directa con las prácticas y creencias de los pueblos prehispánicos, con el fin de conocerlas y comprenderlas, para así establecer cuáles eran los elementos que les podían resonar de las creencias cristianas.
Uno de los métodos usados por los frailes era la evangelización de los niños, pues se presumía que la ruptura con sus familias y el alejamiento de sus costumbres evitaría la reproducción de la antigua religión. Entre los medios que utilizaban para esto era “el aprendizaje por medio del canto – con una doble función, mnemotécnica y devota –, era un método corrientemente empleado en Castilla para los niños y campesinos adultos” (Estenssoro, 2003, p.42). 71
I En Nueva crónica y Buen gobierno de Guamán Poma de Ayala
72
A pesar de tener un propósito final común, las actitudes que cada orden adoptó para aplicar sus técnicas fueron heterogéneas. Una de las variantes era la de los Franciscanos,
Agustinos y Mercedarios, quienes promovían una conversión violenta, mientras que otra era la de quienes seguían las ideas de Bartolomé de las Casas, promocionadas por los Dominicos y
Jesuitas, los que, de manera más tolerante, buscaban la persuasión como técnica, con la confianza de que, al conocer el cristianismo, dejarían atrás sus creencias (Ares, 1984, p.448).
Esta diferencia en el modo en que se concibe la conversión se verá reflejada claramente en el análisis de El hijo pródigo. En esta obra se demuestra cómo, a pesar de las decisiones y actos que pueda realizar el protagonista, se le acompaña constantemente para que pueda arrepentirse y volver con Dios. Se entiende así que Juan de Espinosa Medrano, sacerdote jesuita, haya escogido para el argumento de la obra la parábola cristiana del hijo pródigo. De todos modos, más adelante se comprenderá que esta historia es solo el pretexto para hablar de un padre que perdona a todos quienes se arrepienten, pues la trama y el conflicto en sí mismos se distancian de la fuente original en varios aspectos.
Otra de las características de la cristianización en América fue el intento que hicieron los españoles por repetir el proceso de conversión que efectuaron con los moriscos. Esto significó buscar la integración de los indígenas en la sociedad colonial bajo la única condición de que abjuraran de sus creencias, lo que no pudo lograrse totalmente como objetivo debido a la falta de comprensión de la realidad americana, que no respondía de igual manera frente a las estrategias de evangelización usadas en otros contextos culturales. Un ejemplo de lo anterior es que las fiestas y ceremonias públicas no se acabaron, sino que incluso algunas se realizaron con autorización de algún sacerdote, “no sabemos si debido a su negligencia o a su ignorancia”
(Ares, 1984, p.447).
73
Lo descrito anteriormente tiene como antecedente el mismo actuar de la Iglesia Católica en relación con su falta de una propuesta común para evangelizar. La existencia de diversas maneras de convertir a los indígenas radica en “la falta de una estructura institucional capaz de sostener a la Iglesia (…) Al no existir ningún proyecto global, cada orden (dominicos, mercedarios, luego franciscanos, y, solo en 1551, agustinos), y cada grupo a su interior, actuaba por cuenta propia y, en el clero secular, incluso cada individuo seguía su buen parecer”
(Estenssoro, 2003, p.47). Al reparar en la situación anterior, la Iglesia creó en 1541 el primer informe que da cuenta de las preocupaciones del vicario general de Cusco por la idolatría de los pueblos andinos, la cual es definida por la adoración al Sol, el culto a las huacas25 y a las momias sagradas. Aquello trajo como consecuencia que entre 1545-1549 se redactara el primer texto destinado a establecer los principios básicos de la evangelización. Esta Instrucción, escrita por el arzobispo Loayza, propone algunos puntos esenciales: la construcción de iglesias, celebración de oficios, administración de sacramentos, búsqueda y destrucción de los monumentos paganos, refutación de la idolatría y la instrucción religiosa. A pesar de aquellas múltiples medidas, se puso un mayor énfasis en destruir los templos y objetos paganos (Duviols, 1977).
De esta manera, en el Segundo Concilio Limense, aunque se presenta un mayor conocimiento de la religión y estructura de los pueblos conquistados, se asume el “fracaso parcial de los primeros intentos de evangelizadores, ya que se admite que los indios cristianizados mantienen sus antiguas prácticas en la clandestinidad” (Duviols, 1977, p.132).
25 “Adoratorio, objeto sagrado inka. El universo cosmológico andino tawantinsuyano estuvo dividido y jerarquizado en tres niveles: Hanan Pacha, o el universo celestial; Kay Pacha, o la naturaleza, tierra, agua, aire; y Ukhu Pacha, o el mundo interior, de los muertos, de los profundos abismos. Los elementos deificados de estos tres universos eran objetos de culto y ceremonias rituales, representados en wakas u objetos sagrados. Existían wakas de diferente naturaleza, tipos y funciones en todo el Tawantinsuyu. Especialmente en el Qosqo, en el denominado Espacio Sagrado, habían más de 350, representando a diferentes deidades: manantiales, rocas, árboles, cuevas, palacios,etc., distribuidos en 41 seq'es. Cada waka tenía su propio sacerdote o tarpuntay y estaba asignada o a cargo de los ayllus, familias reales o panakas” (Diccionario quechua-español-quechua, 2005, p.706).
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Así, incluso después de todos los esfuerzos y recursos destinados por el virrey Toledo para terminar con la idolatría, al no haber existido “un criterio preciso que fijara el límite en el cual los indios podían ser considerados como verdaderos cristianos o como idólatras, con el tiempo, la falta de sentido crítico y la incuria del clero auxiliar condujo a la conclusión de que el problema de la idolatría estaba resuelto” (p. 176).
En consecuencia, mientras que con algunos textos como la Instrucción y la realización de diferentes Concilios se buscaba establecer preceptos colectivos, solo con la creación, en 1570, del Sínodo de Quito, se logra como resultado “una relación bastante amplia y detallada de todas aquellas prácticas y creencias que deben ser corregidas o extirpadas, como son las ceremonias funerarias, adornos y pinturas corporales, ayunos y la abstinencia de alimentos (…)” (Ares,
1984, p.451). Sin embargo, con toda la información que lograron recolectar, este intento de censura se queda en lo doméstico y familiar, sin poder controlar lo sucedido con las grandes celebraciones públicas y todo aquello que guardaba relación con la superestructura religiosa andina (p.452). Un ejemplo de esto son los desfiles:
aparte de expresar la voluntad celebratoria de las autoridades virreinales, nos dan cuenta de un nuevo frente del mestizaje: el espectáculo (…) era imposible evitar que en los gestos, vestidos, adornos y coreografía se transmitiesen los procesos de interpretación que los indígenas hacían del suceso celebrado y de los procesos sociales en que estaban inmersos. Desde esta perspectiva los desfiles fueron un microcosmos donde se sintetizaba la sociedad a partir de la mentalidad de los celebrantes, que componían el espectáculo para transmitir sus emociones a una audiencia ansiosa de la voz que hable (actúe, cante, etc.) por ellos. Si esto fue así, hay que entender que cada desfile, marcha o procesión, fue un acontecimiento que ofrecía mensajes en muchos y diferentes niveles, tantos como la variada multitud de público que asistía. (p.75)
75
Es decir, aquí se evidencia cómo en cada manifestación social, como los desfiles, la memoria de los pueblos andinos y sus tradiciones seguían perseverando, a través de la música, las danzas, de las expresiones teatrales. Aunque estas no pervivieron tal como se realizaban antes de la llegada de los españoles, supieron mantener el sentido más importante para que pudieran seguir resonando en los espectadores de estos desfiles. Dentro de estos, se presentaban algunas danzas que aún pervivían a pesar de las prohibiciones y medidas restrictivas que se tomaron durante toda la época colonial. Estenssoro (1992) explica que en el inicio de la
Conquista las manifestaciones culturales indígenas relacionadas con el baile no parecieron contrarias a la moral cristiana debido a que fueron incorporadas a los ritos católicos: “eran de por sí percibidas como religiosamente neutras, realmente aislables de su función religiosa anterior. Bastaba con cambiar el objeto de culto hacia el cual estaban dirigidas y serían perfectamente válidas, manifestación del cristianismo de los indios. Se puede afirmar que con seguridad no vieron en los bailes propiamente dichos ninguna presencia demoníaca, no eran bailes satánicos.” (p.361), más bien, la preocupación radicaba en que daban la oportunidad para que se reunieran los diferentes grupos culturales o raciales. A partir de esto, el autor se pregunta cómo fue posible la incorporación de los bailes en las ceremonias católicas, lo que tendría dos posibilidades: por sustitución, dada la coincidencia de las festividades en el calendario, o por afinidad formal con ciertas necesidades de las celebraciones (Estenssoro, 1992).
Luego del Taki Onqoy26 se realizó una diferenciación entre el término taki y baile. El
26 En la década de 1560 se desarrolló en los Andes Centrales del Perú, en lo que actualmente corresponde a algunas de las provincias de los departamentos de Ayacucho, Apurímac y Huancavelica, un movimiento indígena llamado Taki Onqoy. Sus líderes, identificados en la documentación colonial como "maestros", "dogmatizadores" o "inventores" predicaban que las huacas destruidas por los españoles habían resucitado con el propósito de derrotar al Dios de los cristianos. La derrota de este estaba próxima, así como el fin de los españoles y, por consiguiente, de la explotación colonial, ya que las huacas les enviarían enfermedades. Afirmaban que las divinidades se hallaban enojadas con los indios por su conversión al cristianismo y que, si ellos querían verse libres de la muerte, debían rechazar la religión, así como el uso de comidas, nombres y ropa europeos y volver a practicar sus antiguos ritos y costumbres. Los líderes indígenas del movimiento decían que ellos venían a predicar en nombre de las huacas y 76
primero se usó para denominar a las manifestaciones tradicionales andinas que incluían danzas fuertemente asociadas a las borracheras y la idolatría. El concepto de baile, en cambio, designaba todo lo que estaba permitido para su ejecución en manifestaciones públicas, ya fueran danzas cristianizadas o nuevos bailes insertados desde España. No obstante, luego del Tercer
Concilio cualquier práctica de baile fue considerada como idolátrica, lo que derivó en la preocupación por develar las prácticas encubiertas y cómo se habían insertado o mantenido en las ceremonias católicas (Estenssoro, 1992). De esta manera, los jesuitas tomaron la misión de enseñar nuevos bailes a los indios, como parte de un proyecto evangelizador, donde introdujeron una combinación de trajes confeccionados con telas europeas. Así se logró “por medio de la creación de nuevas coreografías, música, textos poéticos e incluso vocabulario, basados en un conocimiento de la cultura indígena, y de nuevos instrumentos musicales, una cierta homogenización de los bailes de los indios. Se borran las señas de identidad regionales y se crea una nueva identidad indígena colonial global sobre la base de los nuevos elementos. Para entonces, las autoridades se encuentran satisfechas de lo que ven bailar a los indios” (p.383).
Aquello pudo ser considerado como una manera de borrar la memoria social de los pueblos andinos, pues “la memoria andina estaba en el canto, el baile, el rito, la topografía, los diseños textiles, los vasos de beber pintados más que en la narrativa oral. La memoria social andina comenzó a evitarse” (Abercrombie, 1998, p.250). Sin embargo, a pesar de que intentaron transformar la memoria social a través de la reescritura del pasado andino a su imagen y semejanza, y que trastornaron varias de las modalidades de memoria social de este pueblo
(Abercrombie, 1998), no lo lograron completamente. Es significativo constatar, como se verá en el análisis, que parte de esa memoria se mantuvo también en la dramática en quechua. Aunque
que los indios no debían confesarse con los sacerdotes españoles sino con ellos. Cfr. Guibovich, P. (1991). Cristobal de Albornoz y el Taki Onqoy. Histórica (15), 2: 205-236.
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es claro que está reelaborada según los parámetros del contexto colonial y religioso en que estaban insertos los dramaturgos, se presentan varias características que apuntan al intento de conservación de ese pasado y sus tradiciones, desde la teatralidad poiética – que tiene como base lo ocurrido con las fiestas y desfiles, las danzas y su uso de la máscara colonial, la música, etc.
– hasta la construcción del carácter de los personajes, sobre todo los protagonistas, que guardan en ellos la semblanza del carácter andino.
En conclusión, las relaciones coloniales y los cambios del mundo indígena causados por la evangelización, más que un diálogo de sordos, presentan dos tipos de movimientos: en primer lugar está la ‘fusión-asimilación’, definida como diferentes tipos de acercamientos en los cuales
“evangelizadores buscan acercarse, conocer los ritos y creencias indígenas para afinar sus estrategias proselitistas [y] los indígenas que reconocen el poder del dios cristiano, están interesados en conservar sus antiguos ritos tanto como en conocer los católicos y en poder reproducirlos sin pasar por la intermediación de los españoles” (Estenssoro, 2003, p.144). En segundo lugar, se presenta el movimiento de ‘rechazo-separación’, en el cual, por parte del indígena, se cuestiona el poder colonial y, en ciertos casos, se reacciona en forma de rebeliones o movimientos religiosos-sociales.
Extirpación de idolatrías
El proceso de extirpación de idolatrías se produce luego de que Francisco de Ávila fuera convencido de la ineficacia de la primera ola cristianizadora, pues se siguieron encontrando
“idolatrías”. Por consiguiente, la primera década del siglo XVII se convirtió en “una caza de brujas a nivel panandino con el interés de descubrir y perseguir a quienes conservaban, predicaban o seguían la religión de sus mayores.” (Millones, 1987, p.175). No obstante, “las campañas de extirpación no estaban dedicadas a eliminar exclusivamente lo que subsistía 78
materialmente de la religión prehispánica. En un ajuste de cuentas interno a la Iglesia están también tratando de borrar las huellas de la primera evangelización” (Estenssoro, 2003, p.337).
Por esta razón, no solo se persigue a las huacas sino también todo indicio de sincretismo, las continuidades en el calendario que produjeran sospechas de integración de algún culto idólatra o aquellas prácticas que se mantuvieron por el supuesto exceso de permisividad de la primera evangelización. Al respecto, es importante destacar y entender la visión que se tenía en la época del demonio y cómo el proceso de extirpación de idolatrías se relacionó con su imagen, ya que, exceptuando Ollantay, todas las obras estudiadas presentan una configuración de este personaje bastante particular, por lo tanto, cabe revisar este referente desde la religión.
A partir del estudio bibliográfico de las fuentes históricas peruanas de los siglos XVI y
XVII se “concede al demonio un papel preponderante, y ofrece de él, de sus funciones y de sus poderes, una imagen variada y precisa, enraizada en la tradición europea” (Duviols, 1977, p.
24). Por ello, la extirpación de idolatrías fue “una lucha encarnizada con el Diablo y la tiniebla.
(…) y la búsqueda de la unión con Dios a través de un personaje como el de la Virgen María”
(Gutiérrez, 2010, p.70). Este hecho se manifiesta de manera precisa tanto en El pobre más rico como en Usca Paucar, donde María es la enemiga directa del demonio y la única que puede vencerlo definitivamente, pues es la única que se vincula directamente con Dios. Esta situación se explica debido a que la advocación mariana fue la más difundida en América, transformándola en la madre protectora capaz de reunir múltiples y complejos sentidos, la que también se representó como la gran vencedora frente al demonio (Gutiérrez, 2010).
Un ejemplo de ello es la Virgen de Copacabana. Su aparición como reliquia milagrosa entregó la justificación material para el cristianismo indígena. Esto significó el cierre del ciclo de la conquista para dar paso a la posibilidad de generar vínculos más directos con la divinidad.
“No serán más la supervivencia material de un pasado prehispánico (convertido en fuente 79
esencial de idolatría). Se trata ahora de imágenes-reliquias que comparten con el ídolo el hecho de no ser simples representaciones: no son intercambiables por otras; en ellas significante y significado son indisociables” (Estenssoro, 2003, p.452). A partir de aquella situación, se declararon una serie de milagros, los que hicieron tardar la desaparición de la idolatría, por lo tanto, gran parte del cabildo eclesiástico realizó constantes intentos por recuperar la imagen y hacerse cargo de la doctrina. A ello se le debe sumar que otras regiones del virreinato, como
Lima y Cocharcas, también quisieran tener su propia imagen milagrosa. Sin embargo, pese a los intentos de control, el pueblo de Copacabana, antiguo centro de culto a un ídolo femenino, ya había suplantado al ídolo con la imagen de la Virgen. “La experiencia de Copacabana permite que otras imágenes se vuelvan también fértiles dispensadores de milagros a indios (…) [lo que produjo] la desconfianza de las autoridades religiosas hacia las imágenes de culto y devoción a partir del inicio del siglo siguiente, así como sus conexiones posibles con la idolatría y la extirpación” (p.455).
Esta situación se explicaría también debido a que algunos aspectos de la idolatría se parecían demasiado a la religión católica, por lo tanto, le atribuyeron estas coincidencias al diablo, “un imitador de Dios, astuto y excepcionalmente dotado (…) canónicamente definido como el simio de Dios, es tenido por responsable de este juego de espejos” (p.195). En este escenario, lo que las órdenes religiosas pretendían era identificar las creencias indígenas con lo diabólico, por lo tanto, lo que realizaron jesuitas y agustinos, por ejemplo, consistió en utilizar los dioses locales como representantes de las imperfecciones de las verdades cristianas, lo que los hacía corregibles y sustituibles (Gutiérrez, 2010).
Aquel enfrentamiento entre lo divino y lo demoniaco tiene su origen en Europa, cuando los cultos locales no ortodoxos se enfrentaron al cristianismo produciendo una oposición entre ellos (Salles-Reese, 1998). Fue desde la baja Edad media que el demonio toma una presencia 80
más activa y se le atribuye una condición corpórea “que facilitaba y estimulaba las representaciones iconográficas, con todo lo que eso implicó para la difusión de su imagen”
(Millar, 2011, p.332), proceso que tuvo su apogeo entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII. San Agustín fue quien contribuyó a crear los rasgos modernos del demonio, lo que, sumado a los procesos de brujería y herejía de finales de la Edad Media y del
Renacimiento, creó al diablo europeo que se trasladó a América. Así también, este sería el padre de toda la idolatría: “después de la llegada de Cristo y de la expansión de la Iglesia en el Viejo
Mundo se refugió en las Indias, donde ha reinado como dueño absoluto hasta la llegada de los españoles” (Duviols, 1977, p.25). Así, esta creencia “fue transferida, desplazada, proyectada y asimilada a distintos contextos del nuevo mundo” (Salles-Reese, 1998, p.21), hecho que se enfrentó en primeras instancias con las creencias de las religiones americanas, en donde aquella oposición no existía, sino que la complementariedad era lo usual. “La extirpación de las idolatrías es un indicador del protagonismo alcanzado por el diablo en el virreinato peruano. El demonio cristiano había llegado a ser un personaje de la cotidianeidad virreinal presente en la mentalidad individual de las personas de todos los sectores sociales, aunque es en el clero donde podemos apreciar su presencia y acción de manera más evidente” (Millar, 2011, p.337) e incluso posee ciertos atributos que lo caracterizarían:
Es frecuente que tenga un aspecto terrible o repulsivo, la tez cenicienta, violácea, cavernosa la voz (…) Puede vestir andrajos o ropas multicolores. Hasta con apariencia humana tiene patas y garras de león, de oso o bien, espolones de gallo. Como el fuego reside en él, siempre le deja algún vestigio, aunque no se le note; y en algunas ocasiones llega a brotarle por la boca, claro está, moderadamente (…) puede tomar los aspectos más seductores y ataviarse con los atributos del bello sexo, ser invisible, penetrar en los árboles, las piedras o en cualquier animal (…) sus innumerables servidores, los otros demonios, poseen sus mismas facultades. (Duviols, 1977, p.27-28) 81
Clandestinidad y resistencia
Existió otro medio por el cual se buscó erradicar la idolatría, el cual se relaciona con la búsqueda de paralelismos entre las divinidades andinas y las figuras católicas, como una estrategia de los sacerdotes para crear un proceso de traducción cultural. Este mecanismo, sin embargo, solo produjo una mera sustitución formal debido a que, como muchos de quienes llegaban al continente traían consigo una práctica popular de la religión, se provocó que lo maravilloso fuese cotidiano, al igual que la creencia en apariciones y milagros (Abercrombie,
1998). En consecuencia, “las formas de expresión, ocultamiento y manifestación de lo sagrado andino encontraron en esa característica un espacio fértil de fusión” (Gutiérrez, 2010, p.68). Por otro lado, el espacio simbólico y las deidades no son sustituidas realmente, sino que “la institución de equivalencias traducidas de sentidos semánticos y activados dio nacimiento a una intercultura; pero una que, en las subsistentes condiciones coloniales, donde debía mantenerse una simetría de poder basada en la diferencia cultural, hacía imposible una síntesis completa, impensable para la mayoría de españoles y de indios.” (Abercrombie, 1998, p.333).
Como se aprecia, el intento de quitar de raíz los elementos considerados idólatras por los españoles nunca fue un proceso que pudiera realizarse de manera homogénea en todos los territorios del Virreinato. A esto se le debe sumar, por un lado, las condiciones geográficas que dificultaban el acceso a todos los rincones donde aún se asentaban agrupaciones indígenas y, por otro lado, se presentaba la resistencia de algunos sectores, aunque esta “resistencia no fue uniforme; cada región tenía su propia historia cultural que favorecía o no la pervivencia de los santuarios o sacerdotes organizados (…) La pieza clave para el mantenimiento de la religiosidad fue el curaca. Destruida la corte cuzqueña, quedaban líderes indígenas de muy diferente extracción y con jurisdicciones diversas.” (Millones, 1987, p.175). Este rol asumido por los curacas y autoridades tradicionales no estuvo exento de dificultades frente a su propia 82
comunidad, como sucedió en Huarochirí, posterior a la visita del extirpador Sarmiento de Vivero
(Enero-mayo de 1660), donde la autoridad de los “caciques tradicionales fue puesta en tela de juicio por la visita y, sobre todo, fue amenazada por lugareños colaboradores del juez eclesiástico. Aunque la religión autóctona fue defendida por los habitantes del lugar, la persecución la debilitó” (Gareis, 2004, p.271).
La elección de Sarmiento de Vivero como juez de idolatrías fue realizada debido a que era considerado un hombre muy experimentado, tenaz y astuto, lo que se vio reflejado en el inicio de su visita, pues rápidamente empezó a recibir denuncias y pudo condenar a varios curas doctrineros y lugareños “idólatras”. Sin embargo, ya que los resultados finales de su visita fueron menores en número que los de Francisco de Ávila en 1610, se ha propuesto como hipótesis que los habitantes de Huarochirí́ ya habían adquirido más experiencia con respecto a las visitas de idolatría, formulando estrategias para ocultar sus creencias verdaderas, lo que les permitió ocultar buena parte de sus costumbres (Gareis, 2007).
Lo sucedido en Huarochirí, en relación con las técnicas de camuflaje que crearon para evitar las condenas por idolatrías, son extensibles a gran parte de la población andina que fue víctima de estas visitas. Esto se suma a que el éxito de la extirpación en cada lugar no podía asegurarse totalmente ya que existían opciones de clandestinidad para escapar de aquel proceso:
“Ceremonias, santuarios y sacerdotes se refugiaron en la vastedad y el mejor conocimiento del territorio, en la apariencia de sus imágenes sagradas (en muchos casos piedras y cerros a ojos de sus perseguidores) y en la reserva de sus fieles. A veces incluso, les fue posible penetrar en el propio corazón de la doctrina española” (Millones, 1987, p.177). De esta manera, en el caso de las fiestas, aunque algunas desaparecen u otras pasan a la clandestinidad, algunas de sus 83
prácticas rituales se insertan disimuladamente en el calendario católico, como advertía Polo de
Ondegardo sobre la fiesta del Inti Raymi27, la cual se asociaba al Corpus Christi (Ares, 1984).
Otra muestra de su capacidad de resistencia, clandestinidad y conservación de sus prácticas religiosas, a pesar de la persecución, fue la continuidad de la realización del culto a los mallquis, el cual era “más difícil de extirpar que el culto a las wakas, debido a que involucraba a todos los miembros de un ayllu, y se manifestaba desde la celebración de pequeñas ceremonias diarias, hasta fiestas mayores en ciertas fechas recurrentes. Aunque los indígenas habían sido catequizados durante varias décadas, la persistencia de las idolatrías relativas al origen del hombre y a su fin último continuaban plenamente vigentes” (Negro, 1996, p.132). Para lograrlo, aceptaban que el cuerpo fuera velado y sepultado cristianamente, mas tres o cuatro noches
27 “Fiesta o solemnidad dedicada al Sol, que, según la tradición, en la época incaica se celebraba en el solsticio de invierno, al amanecer del 24 de junio, en el Hawkaypata, hoy Plaza de Armas de la ciudad de Qosqo” (Diccionario quechua-español-quechua, 2005, p.186). “Preparábanse todos generalmente para el Raimi del sol con ayuno riguroso, que en tres días no comían sino un poco de maíz banco crudo y unas pocas hierbas (que llaman chúcam) y agua simple. En este tiempo no encendían fuego en toda la ciudad y se abstenían de dormir con sus mujeres (…). Al amanecer salía el Inca acompañado de toda su parentela, la cual iba por su orden conforme a la edad y dignidad de cada uno, a la plaza mayor de la ciudad (que llaman Haucaipata). Allí esperaban a que saliese el sol y estaban todos descalzos y con gran atención mirando al oriente. Y en asomado el sol todos se ponían de cuclillas (…) para adorarle y con los brazos abiertos y las manos alzadas y puestas en derecho del rostro, dando besos al aire (…) le adoraban con grandísimo afecto y reconocimiento de tenerle por su dios y padre natural (…). Luego el rey se ponía en pie, quedando los demás de cuclillas. Y tomaba dos grandes vasos de oro (que llaman aquilla) llenos del brebaje que ellos beben. Hacía esta ceremonia, como primogénito, en nombre de su padre sol. Y con el vaso de la mano derecha, le convidaba a beber, que era lo que el sol había de hacer, convidando el Inca a todos sus parientes (…). Hecha esta ceremonia iban todos, por su orden, a la casa del sol y 200 pasos antes de llegar a la puerta se descalzaban todos salvo el rey, que no se descalzaba hasta la misma puerta del templo. El Inca y los de su sangre real entraban adentro como hijos naturales y hacían su adoración a la imagen del sol (…). Acabada la ofrenda se volvían a sus plazas por su orden. Luego venían los sacerdotes Incas con gran suma de corderos, ovejas machorras y carneros de todos colores. Tomaban un cordero negro. Este primer sacrificio del cordero prieto era para catar los agüeros y pronósticos de su fiesta (…). Hecho el sacrificio del cordero traían gran cantidad de corderos, ovejas y carneros para el sacrificio común (…). Toda la carne de aquel sacrificio se asaba en público en las dos plazas y las repartían por todos los que se habían hallado en la fiesta, así Incas como curacas y la demás gente común, por sus grados (…). Nueve días duraba el celebrar la fiesta Raimi, con la abundancia de comer y beber que se ha dicho y con la fiesta y regocijo que cada uno podía mostrar, pero los sacrificios para tomar los agüeros no los hacían más que el primer día (…). Cuando el rey andaba ocupado en las guerras – o visitando sus reinos – hacía la fiesta donde le tomaba el día de la fiesta. Mas no era con la solemnidad que en el Cozco (…)”. (De la Vega, [1609] 1991, p.369- 380). “Desde 1944 esta ceremonia ritual se repite anualmente, en homenaje al Qosqo, en su día jubilar, en forma de una evocación teatralizada, utilizando escenográficamente el Qorikancha, la Plaza de Armas y Saqsaywaman, lugar éste donde se realiza la ceremonia principal con los ritos del saludo al Sol, de la chicha, del sacrificio de la llama, de los augurios y la comunión con el sankhu [alimento sagrado]. Luego se lleva a cabo un vistoso y variado espectáculo de danzas folklóricas, provenientes de todas las provincias del Qosqo y de otros lugares del Perú” (Diccionario quechua-español-quechua, 2005, p.186). 84
después lo desenterraban y llevaban a la casa donde vivía para empezar con sus rituales. Algunas de las causas por las que se preservó en gran medida el culto andino a los muertos guarda relación, en primer lugar, con su visión sobre cuál era la manera correcta de darle calma al alma del difunto y tranquilidad a los familiares. En segundo lugar, porque tampoco el culto andino coincidía con el tiempo de duración del velorio católico:
Los indígenas no consideraban adecuado que el cadáver fuese sepultado tan sólo un día después de la muerte física, insistiendo en que el velorio debía prolongarse por lo menos durante cinco días, tiempo necesario para que el alma abandonara el cuerpo y procediese a despedirse de familiares y amigos. Estos días de velorio eran además la etapa en la cual los deudos debían realizar una serie de ofrendas y rituales para ayudar al espíritu a encontrar la tranquilidad y el descanso final. (p.135)
Finalmente, desde la visión andina era inaceptable que el cuerpo estuviese enterrado en una fosa cubierto con tierra, ya que “el peso de la tierra evitaba que el alma lograse abandonar el cuerpo, con lo cual fomentaba el descontento de la misma, que podía producir a los deudos enfermedades permanentes y grandes trabajos, así como desencadenar diversas calamidades y causar otras muchas muertes” (p.135), lo cual era totalmente contradictorio con la visión cristiana, en que se “rechazaba todo cuidado al cuerpo de los difuntos por ser sólo el receptáculo del alma inmortal que, sólo ella, merecía la atención y debía ser objeto de preocupación o cuidados” (Estenssoro, 2003, p.122).
Aun así, el hecho de ocultarse produjo que muchos de los cultos se realizaran de manera individual, por ende, no siempre “pudo cumplir con todas las funciones sociales como lo hacía antes. La individualización de los cultos andinos, como consecuencia de la clandestinidad, ya no permitió confirmar periódicamente los lazos entre los miembros del grupo mediante la comunión con las deidades locales” (Gareis, 2004, p.272). 85
Teatro evangelizador
El teatro de evangelización, elaborado por misioneros y representado por indios, tenía como fin explicar los dogmas de la Iglesia Católica a los indígenas. Iniciado el contacto entre incas y misioneros se produjo un evidente asombro por parte de estos últimos en relación con los festivales andinos, en los que vieron su potencial como estrategia de cristianización
(Millones, 1992). A pesar de la clara posibilidad que presentaba este método, despertó cuestionamientos entre los más conservadores, quienes veían en la incorporación de elementos indígenas una conservación de sus significados religiosos en desmedro de la verdad que se les quería revelar. Aún con estas objeciones, se crearon dos líneas paralelas de acción. La primera introdujo fragmentos de danza, música y cantos indígenas en las ceremonias católicas, mientras que la segunda manera de apoyar la cristianización fue la composición “en quechua y aimara de
«comedias» de temas bíblicos, así́ como «diálogos», es decir obras de escasa acción y de contenido doctrinal (…). Las dramatizaciones que dirigieron los jesuitas tuvieron lugar en Lima,
Cuzco, Juli y Potosí́ ante un numeroso publico indígena y español” (Itier, 2017, p. 180).
En cuanto a las obras llevadas a áreas más rurales, estas eran traducidas a su lengua.
Además, se procuraba matizar el argumento de origen español “con el gesto y la inflexión del intérprete que empleaba sus antiguos recursos teatrales para llegar directamente al entendimiento y a la emoción del auditorio” (Arrom, 1967, p.26). Por lo demás, no solo se utilizó la traducción de los textos como método de acercamiento del auditorio, sino que también se incluían elementos del simbolismo tradicional para fomentar la participación de los indígenas en las interpretaciones (Salazar, 2003, p.779). El contenido de las obras seguía el calendario litúrgico con obras breves basadas en el Evangelio. Se presentaban:
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Personajes y tramas narrativas que proponían valores morales y modelos hagiográficos que hacían atractivo y viable el mensaje de la salvación cristiana. Se apuntaban a los errores de la idolatría con tópicos coactivos, a los valores de la familia cristiana, a la promesa mesiánica y a la vida eterna que se lograba a través de la Iglesia universal. Podemos decir que en este teatro se reflejaba esa estrategia que hacía uso de las formas alegóricas para divulgar preceptos por medio de la creación artística, según captó la potencia de las imágenes y de la música. (p.780)
En el momento que se realizaban las representaciones en quechua, estas conservaban ciertas palabras en castellano, las que, dada la complejidad e importancia que tenían, no era recomendable que fueran traducidas: “Dios, es el ejemplo más claro, lo que no garantizó el logro de las intenciones evangelizadoras”28 (Millones, 1999, p.60).
La importancia de comprender parte del funcionamiento de este teatro llamado evangelizador o misionero apunta a dos sentidos. El primero es observar nuevamente que la población autóctona no se comportó frente a las imposiciones con absoluta pasividad y sin presentar resistencias. Al igual que en los procesos de evangelización descritos anteriormente, la recepción de este género no fue de sumisión ni se produjeron los resultados que los evangelizadores esperaban, pues “la violencia del contacto no destruyó la capacidad de reinterpretación de las formas teatrales introducidas por la evangelización temprana. Es notorio que se forzaron las estructuras ideológicas y estéticas europeas, pero al superponerse a una sociedad con ejercicio de representación, el engranaje logró ajustes insospechados” (Millones,
1999, p.59).
28 Las palabras que se conservan en castellano en las obras del corpus son: Mundo, Dios, Anima, Gracia, Cristo, Jesús, Ángel, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Arcángeles, Luzbel, paraíso, Alma, Espíritu Santo, manzana, trigo, Iglesia, altar, sacramento, profeta, esposo(a), ostia, cruz, granada, Capilla, Virgen María, asno, rosario, misa. 87
El segundo sentido se relaciona con que este tipo de teatro ha sido considerado como la etapa que antecede a las obras pertenecientes al corpus investigado, sin embargo, aunque comparten ciertos rasgos, por ejemplo, el mensaje cristiano y el uso del quechua, no se conservó ninguna muestra de ese teatro (Itier, 2017) y la información que se tiene de él es debido a algunas crónicas de aquel tiempo. Por lo tanto, no se puede afirmar con certeza que el teatro evangelizador sea la etapa preliminar o que haya una continuidad de este en el teatro en quechua de los siglos posteriores a la Conquista, ya que no es factible comparar el tipo de teatralidad que presentaban y, de antemano, ya se sabe que los objetivos con los que estuvieron escritas y representadas fueron diferentes.
Por lo demás, el “caos político y la violencia que reinaron en el Perú hasta la década de
1550, así como la escasez de misioneros expertos en las lenguas indígenas antes de los años
1570 o 1580, probablemente no permitieron que se desarrollara un teatro de evangelización en quechua más allá de experiencias puntuales” (Itier, 2017, p.180). Por último, a partir de las palabras de Garcilaso, sobre el tipo de público que asistía a estas representaciones, se deduce que “este teatro fue para los jesuitas no tanto una actividad regular como un medio utilizado de modo esporádico para publicitar ante la sociedad española local el conocimiento y manejo de las lenguas indígenas que los miembros de la orden habían logrado” (p.180), lo que no parece una hipótesis muy equivocada, primero, por la afición que tenían los jesuitas por impulsar los espectáculos teatrales y, segundo, por el modo en que se posicionaron en la sociedad colonial, tal como se verá a continuación.
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Algunas referencias sobre los Jesuitas en el Cusco
Como se mencionó anteriormente, Juan de Espinosa Medrano se educó bajo la ideología jesuita, por ello se verá a continuación el contexto en que se desarrolló su educación y también cómo era posible ingresar y mantenerse allí. La presencia de esta orden religiosa en el Virreinato del Perú fue trascendente no solo por su intervención en los diferentes procesos de evangelización, los cuales ya fueron referidos, o por la creación de centros de educación para la nobleza inca. También llegaron a difundir en sus escuelas una tradición teatral que se había empezado a forjar en España durante el siglo XVI, la cual, además de privilegiar el uso de alegorías, promovía la riqueza escenográfica de sus representaciones. Dado que su concepción del teatro consideraba al texto y la puesta en escena por igual, estas últimas eran muestras de lujo, ostentación, preocupación distintiva por el vestuario y un espectáculo que fuera literario- musical, lo que convertía al escenario “en un escaparate social de la burguesía de la villa o de la ciudad donde estaba asentado el colegio” (Menéndez, 2000, p.54).
Los jesuitas llegaron al Cusco en enero de 1571, liderados por Jerónimo Ruiz de Portillo.
Fueron la última congregación en instalarse, pero esto, sin embargo, no impidió que ya a finales del siglo XVI gozaran “de influencia social y política y se habían convertido en terratenientes”
(Guibovich, 2014, p.58). Si bien sus orígenes fueron humildes, con la adquisición de la propiedad donde habitaba Huayna Cápac, el palacio llamado Amarucancha, situado en la Plaza
Mayor, y debido a ciertas donaciones, pudieron erigir su primer Colegio. Con este, y la fundación de varios otros en el resto del Virreinato, pudieron establecer una posición influyente dentro la sociedad virreinal. “Desde sus inicios, la educación jesuita estuvo orientada a las élites: hijos de ricos mercaderes, representantes de la Corona, militares y terratenientes” (p.58), lo que les posibilitó crear redes de influencia entre sus estudiantes y fomentar su imagen de hombres piadosos, adquiriendo el prestigio necesario para que les siguieran cediendo diferentes tipos de 89
bienes, lo que los convirtió en uno de los principales actores como misioneros, profesores y mecenas de las artes (p.59).
Lo anterior les permitió ser elegidos para administrar los diferentes seminarios que se crearon en el Cusco, a propósito del decreto emitido en el Tercer Concilio Limense. Entre estos seminarios, uno de los más reconocidos y también el que produjo uno de los mayores conflictos entre el clero secular y los ignacianos fue el Seminario de San Antonio Abad, fundado en 1598.
Para ser admitido en el Seminario se exigía ser natural del Cusco, menor de edad con un mínimo de doce años y no mayores de veinticinco, saber leer y escribir, haber nacido de legítimo matrimonio, sin sangre mora o de judíos y sin penitencias por el Santo Oficio, por lo tanto, “a lo largo del siglo XVII, el Colegio se caracterizó por poseer un alumnado mayoritariamente de origen noble, pero pobre” (Guibovich, 1995, p.20).
Desde 1605 hasta 1621 los jesuitas se disputaron el manejo del establecimiento, hasta que en marzo del último año Felipe III les niega cualquier reclamo sobre la administración. No obstante, y con el favor del virrey Francisco de Borja y Aragón, lograron fundar otro colegio que poseía título real y la insignia de la Corona, lo cual provocó evidentemente el descontento del grupo secular y, aunque estos se opusieron, los jesuitas lograron seguir adelante con este proyecto y con el de constituir la Universidad de San Ignacio de Loyola. Al siguiente año, los jesuitas también apelaron a la precedencia del colegio de San Antonio en los actos públicos frente a la del colegio de San Bernardo, el que había obtenido su título real mucho antes, lo que implicaba que debía precederlos. Luego de varias apelaciones, la disputa se extiende hasta 1664, año en que ambos rectores buscaron un camino de conciliación, pues las diferencias que presentaban empezaron a ocasionar actos violentos entre los estudiantes.
Esta rivalidad fue “uno de los fenómenos sociales y políticos centrales de la historia del
Cuzco colonial (…) la razón principal del conflicto fue el monopolio del que gozaban los 90
jesuitas para conceder los grados académicos universitarios (…) ya que la obtención de grados era un requisito esencial para labrarse una carrera dentro de la administración eclesiástica o del
Estado” (Guibovich, 2014, p.87). De esta manera, solo con la intervención de los dominicos en
1680 se pudo favorecer el seminario y la Universidad de San Antonio Abad, que pudo promover al clero secular y poner fin al dominio jesuita.
Finalmente, en el intento de limitar el poder de alcaldes y alguaciles, se establecen ciertas funciones para el cura doctrinero, quien “se ocupa tanto de la enseñanza de la doctrina, las prácticas de devoción, el respeto de los ayunos y de los días festivos como de los hábitos de higiene, la obediencia a las autoridades locales, la agricultura, la cría del ganado, la justa atribución de bienes de los difuntos, el pago del tributo, la alimentación de los pobres y el salario de los alguaciles, vigilando además que no haya huidos ni holgazanes y que no se reproduzcan ciertos ritos antiguos” (Estenssoro, 2003, p.79). A los curas doctrineros se les prohibía participar en actividades económicas retribuidas, con el fin de que el clero de indios viviera en austeridad, por ende, no podían cobrar por la administración de sacramentos, ya que se consideraba poco
ético y además suponían que así no se iba a abusar de los indios. No obstante, en localidades apartadas del control episcopal realizaban igualmente esta práctica y “los testimonios de contemporáneos así como la documentación revelan que la realidad colonial terminó imponiéndose sobre las buenas intenciones de los legisladores” (Guibovich, 1995, p.22), por lo que los curas de indios terminaron trabajando en actividades agrícolas, comerciales, ganaderas, textiles, etc.
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Capítulo 5 La teatralidad “barroca” y su presencia en las fiestas y celebraciones públicas
El examen de la teatralidad “barroca” es relevante para esta investigación, porque esta sustenta la teatralidad social del siglo XVII y parte del XVIII, tanto en las fiestas urbanas como en los desfiles religiosos. Así, al comprender el funcionamiento del contexto cultural y social en que se desenvolvían los dramaturgos y de los componentes españoles y andinos que aparecían en estas situaciones, se podrá entender, a partir del análisis, cuál fue la elaboración poiética que efectuaron los escritores.
Las fiestas que se daban en el contexto urbano del Cusco manifestaban toda la grandiosidad de cada grupo social. Los desfiles y procesiones que se preparaban ostentaban las mayores muestras de opulencia con el fin de exhibir su posición y poder dentro de la estratificación virreinal. Lo anterior también ha sido comprendido como otra de las manifestaciones de teatralidad desarrollada en la Colonia, la cual ha sido llamada barroca por la generalidad de la crítica debido a la superposición de las categorías europeas a la realidad americana, con la intención de establecer analogías entre ambas culturas. Este fenómeno también puede ser considerado como un intento de “traducción” del barroco español (Willson,
2011) para dar cuenta de la existencia en nuestro continente de los mismos elementos que se encontraban en España. Esta traslación del barroco españolo se encuentra, por ejemplo, en la tesis de José Lezama Lima explicada en La expresión americana (1957), donde se plantea que en Latinoamérica existió una Contraconquista, así como en España ocurrió una Contrarreforma.
En esta misma línea de pensamiento, se ha promovido la idea de que “el barroquismo de las letras coloniales no puede ser tercamente imputado, como se estila, a causas exógenas (…)
América era barroca desde que nació (…) Así como el romanticismo es una actitud del espíritu anterior a la escuela literaria de tal nombre, así también el barroquismo preexistió al estilo 92
llamado oficialmente de ese modo” (Suárez, 1981, p.8). En consecuencia, se ha afirmado la existencia de dos vertientes: una, proveniente de España y otra, ya presente en las altas culturas de América, lo que dio como resultado un Barroco hispanoamericano mestizo (p.9). Como un reflejo de la traducción realizada desde el barroco español al contexto americano, Cristo
Figueroa (1986) propone algunas características del arte prehispánico que coincidirían con las del Barroco europeo: “ruptura del equilibrio y la armonía, movimiento, profusión de contrastes, ritmo tenso, integración del mundo a dimensiones divinas” (p.89). Este autor plantea que el
Barroco colonial se sostiene por, al menos, cinco elementos: “las culturas precolombinas, el mestizaje, el papel de la Iglesia, la noción de estado y por supuesto, el Barroco español del siglo
XVI y XVII (Góngora, Quevedo, Calderón, etc.)” (p.89).
Aun con la consideración de que existieron algunos puntos de encuentro o semejanzas entre las características del barroco español y los rasgos del arte latinoamericano prehispánico, es relevante comprender que la conquista y posterior evangelización “supuso la imposición y posterior asunción del pensamiento y el imaginario del barroco español, cuya cristalización no fue nunca homogénea debido a la diversidad racial y cultural de la población colonial, así como por las particularidades espaciales y geográficas del virreinato peruano” (Iwasaki, 2015, p.7).
Por lo tanto, el modo en que se cristalizó el barroco español en América Latina durante el contexto colonial es uno de los aspectos a entender a continuación.
Uno de los primeros elementos esenciales de esta cristalización fue la concepción por parte del sujeto colonial de “que lo maravilloso y lo imaginario formaban parte de lo real para los hombres y mujeres de la colonia, porque entonces lo real incluía también lo invisible, lo inefable y hasta lo imposible” (p.8), lo que lo motiva a Fernando Iwasaki (2015) a afirmar que efectivamente lo maravilloso y lo imaginario fueron parte de los cimientos con que los sujetos partícipes del Virreinato concebían su realidad. Un ejemplo que representa esta visión de lo 93
maravilloso en la realidad es la creencia de que el demonio pudiera existir o aparecerse en sus vidas: “supuso la globalización del mal y la acción de Satanás a escala sublunar, celeste y cosmogónica. Así, a cualquier accidente, catástrofe o fenómeno natural se le asignaba una interpretación demoníaca (…) El demonio fue la gran figura del barroco hispánico del siglo
XVII” (p.22). Aquella propuesta de lo maravilloso e imaginario como parte de la concepción de la realidad que tenía el hombre colonial es apoyada también por Teresa Gisbert (1999) al explicar que el hombre barroco se comportaba ante la imagen como si fuera un ser vivo.
Por ejemplo, imaginaban la presencia de Dios, la Virgen y los santos en su vida cotidiana.
Esta manera de pensar la realidad se vincula directamente con el modo en que las obras estudiadas en esta investigación desarrollan sus conflictos dramáticos y la resolución que se les da a estos. Por ello, es posible que se presenten personajes en representación de Dios, de la
Virgen y el demonio. Aunque esto no se ajuste a su vida cotidiana, es convencionalmente aceptado, como se explicó, porque el receptor está familiarizado con las puestas en escena de su tiempo y aunque no se ajusta a su vida cotidiana, sí es verosímil y coherente a la obra y al sistema de pensamiento que compartía el hombre barroco. Por lo tanto, se verá posteriormente que la resolución que se le entrega al conflicto dramático sostiene este modo de entender la realidad, en que lo maravilloso y lo imaginario era posible.
Otra propuesta para entender el barroco en el área cusqueña es a través del concepto de
‘Barroco andino’, el que se ha definido como “una vertiente del barroco impactada por la cultura indígena, resultado de complejos procesos de transculturación” (García-Bedoya, 2000, p.195).
El desarrollo del Barroco andino durante el siglo XVII se relaciona con el surgimiento de nuevas
élites andinas cuyo centro de acción fue el Cusco. Aquello no implica que en el inicio de la
Conquista este grupo social se hubiese extinguido, “más bien se incorporaron poco a poco a la sociedad colonial, ocupando el nivel superior entre la población indígena y cumpliendo con una 94
función similar a la que prevalecía antes de la conquista española. Especialmente en el Cusco, las élites del antiguo imperio incaico siguieron teniendo mucho respaldo de la población indígena” (Gareis, 2007, p.98). En consecuencia, quienes descienden de estas élites conformaron un nuevo movimiento social que busca validarse socialmente. Una de las estrategias que utilizaron para cumplir sus objetivos fue el patrocinio de festividades y actividades artísticas, como la fiesta del Corpus Christi, las obras dramáticas que se estrenaban en estas procesiones y el auspicio para la creación de cuadros en los que se les retrataba como donantes, para demostrar así su buena situación socioeconómica, con el fin de situarse en el mismo nivel que las élites españolas y criollas (Gareis, 2007). “A través de los vestidos que lucen en los óleos, los curacas del Cusco hicieron referencia al imperio de los incas: visten un inca-unku, es decir una túnica incaica, desde luego modificada al estilo colonial, en combinación con elementos españoles, como, por ejemplo, las mangas bordadas con encaje. El traje híbrido que lucen en los óleos resalta visualmente la fusión de elementos y de símbolos de ambas culturas” (p.103).
Específicamente en el caso de la literatura, esta es promovida fundamentalmente por este grupo, quienes también eran los destinatarios de ella. A partir de este concepto, se ha planteado una diferenciación entre Barroco criollo y Barroco andino
caracterizado el primero por su mayor cercanía a los modelos literarios metropolitanos, en tanto el segundo, más distanciado de tales modelos, revelaba el impacto de la cultura indígena y sus tradiciones discursivas (…). Lo que cabe afirmar es que en el Perú́ colonial existió además un grupo de élite distinto, al que se denominará andino, sustentado en las noblezas indígenas, que fue el impulsor de una vertiente diferenciada dentro de la producción literaria barroca: el barroco andino (García-Bedoya, 2017a, p.46).
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Finalmente, también se ha postulado el concepto ‘Barroco andino híbrido’, a partir del análisis de la arquitectura y decorados de las iglesias de Perú, ya que estos fueron la muestra del más vigoroso y original resultado del encuentro de dos culturas, en una virtuosa combinación de las formas del final del Renacimiento europeo y Barroco con los símbolos andinos sagrados y profanos, derivados del pasado Inca y preincaico (Bailey, 2010). Aunque en una primera instancia estos planteamientos parecen referirse a la cultura andina como aquella que se pudo acoplar a una estética mayor, como si esta fuera la dominante o primordial, más adelante se considera que este Barroco andino fue capaz de transformar las imposiciones religiosas e iconográficas para así reflejar sus propias creencias y visión de mundo, gracias a que las autoridades españolas y las élites andinas empezaron una relación en que se permitieron apropiarse de la ideología e imaginería del otro. En relación con los escultores, se advierte que tuvieron un sorprendente grado de libertad para trabajar sus edificios con los motivos y símbolos andinos, y más significativamente, pudieron reinterpretar los íconos cristianos en modos significativos para ellos.
Fiestas y desfiles coloniales
Con respecto a la fiesta urbana del Cusco, esta se define como “la serie de espectáculos que se daban en determinados eventos (…) En estas fiestas se realizaban procesiones y desfiles matutinos, así como ‹‹mascaradas››, que eran desfiles nocturnos en los que salían diferentes grupos vestidos a la manera de Incas, reyes de España, etíopes y personajes mitológicos”
(Gisbert, 1999, p.239). En estas últimas se decían loas y en las procesiones se representaban los dramas sagrados y autos sacramentales. Estas mascaradas fueron infructuosamente prohibidas en España por medio de varios decretos, mientras que en América nunca llegó a obedecerse alguna ley. Además, es importante considerar que existían partes dialogadas dentro de ellas, las 96
cuales iban acompañadas de danzas, máscaras, arcos triunfales, carros y altares donde se decía algún diálogo y se bailaba.
En relación con el protocolo de aparición en las fiestas, se presentaba un orden jerárquico que siempre era el mismo, puesto que obedecía a leyes específicas presentes en las Leyes de
Indias. Así, se iniciaba el desfile por las personas de menor rango social y económico, con el fin de ir en ascenso de categoría, apareciendo en último lugar el Virrey o alguna autoridad que lo igualara, lo cual se aplicaba para ordenar también a cada grupo social que aparecía, por ejemplo, en el caso de los indígenas, aparecían primero los mitayos o yanaconas, luego los jefes locales, los representantes de los ayllus y finalmente los caciques.
Su finalidad era consolidar y legitimar el orden, pero también aliviar las tensiones y problemas que presentaba la sociedad de esa época, por lo mismo, en cada evento significativo surgía la necesidad de realizar una fiesta para hacerlo solemne. En ellas, “cada corporación, gremio o estamento, e incluso individuo particular trataba de destacar por su intervención en el acontecimiento festivo, compitiendo por su esplendor, el lujo o la originalidad de su aporte”
(García-Bedoya, 2000, p.39). Según la propuesta de Moraña (2004), la fiesta barroca es una manera en que el poder “se reviste de múltiples máscaras y asume las formas seductoras del arte efímero, el fausto y la parodia, justamente en atención a los heterogéneos públicos cautivos que forman parte de la sociedad colonial, y a la necesidad de interpelarlos a partir de diversificadas estrategias representacionales” (p.26). Así, aunque la producción y consumo de alta cultura estuviera circunscrita mayoritariamente a las instituciones religiosas, cortesanas, burocráticas y educativas, se produce una irradiación cultural que se consolida por medio de múltiples estrategias de representación simbólica.
A lo anterior, es posible agregar que las fiestas también presentaban otro objetivo, el cual pasaba desapercibido en algunas ocasiones: generar una homogeneización entre súbditos y 97
señores al hacerlos partícipes de un festejo único. Esto, a nivel de la élite como del pueblo, creaba ciertos conflictos que no parecían menores para el contexto social de la época:
el hecho de que la Iglesia y el gobierno obligasen a los patronos a que sus indios guardaran ciertas fiestas, trajo consigo una serie de roces entre los corregidores, el poder central y la misma Iglesia. Por otro lado, ciertas fiestas como los festejos de Santos Patronos y las Cofradías sirvieron para que se manifestaran las rivalidades existentes entre indios, mulatos y negros. Todas estas diferencias no permitían alianzas entre los dominados y protegían al poder central y a los señores. (Acosta de Arias, 1997, p.39)
En su dimensión más estrictamente religiosa, estas actividades conmemoraban las festividades del calendario católico, como Navidad, Pascua de Resurrección, Corpus Christi y santorales, donde competían las órdenes religiosas. También se celebraban fechas destacadas como nombramientos y muertes de Arzobispos, Obispos y la elección de priores y abadesas de las diferentes compañías religiosas. A partir del Primer Concilio Limense (1552), existió una diferencia entre el número de fiestas destinadas para españoles e indios. En el caso de los primeros, tenían treintaisiete celebraciones durante el año mientras que los segundos solo tenían acceso a doce, lo cual manifiesta un evidente criterio de separación social y de juicio sobre los peninsulares, quienes eran considerados seres ejemplares para guardar mejor las fiestas (Acosta de Arias, 1997).
En tanto, las celebraciones laicas también demandaban alguna ceremonia religiosa, en donde se realizaba una misa o se bendecía la coronación o muerte de un rey, nacimiento de algún descendiente real, aniversarios de la familia real, la llegada de un nuevo Virrey o algún triunfo militar. Estas últimas demostraban toda la ostentación propia de la cultura barroca a través de “manifestaciones de júbilo, fuegos artificiales, arcos triunfales, carros alegóricos, peleas de gallos, competencia de jinetes (…) Hasta el ajusticiamiento de los criminales o los 98
Autos de Fe de la Inquisición adquirían dimensión de espectáculo público” (García-Bedoya,
2000, p.39). A lo anterior, se suman, incluso, celebraciones que se realizaban en el ámbito académico y en el mundo privado; todo aquel que pudiera darle suntuosidad a acontecimientos como nacimientos, matrimonios y, en mayor medida, las ceremonias fúnebres, lo convertía en una celebración pública.
Lo que se transformó en un elemento esencial para las fiestas fue la realización de diferentes bailes, los que incluso fueron estimulados por las autoridades para que fueran practicados tanto por españoles, indios y negros. En 1585, a estos dos últimos grupos, se les obligó a bailar sus danzas típicas. En el caso de los negros, bailaban el torito, el tarengo, el matatoro y el caballo rojo, en tanto los indígenas “acompañaban las festividades con los mismos bailes que acostumbraban a danzar en el Aymorai y el Intiraymi, al son de quenas, caracoles y pututos (…) Entre los principales bailes de los indios estaban el de los pájaros, el de los gallinazos, el de los cóndores y el de los venados” (Acosta de Arias, 1997, p.136).
La música era parte de los bailes que se ejecutaban, pero también podía ser tocada autónomamente. El centro musical eran las catedrales o iglesias mayores, por lo que la Catedral de Lima se transformó en “el eje de la cultura musical del Virreynato y desde donde se difundió la música a las demás ciudades virreinales. Allí estrenaban sus obras los compositores, y los músicos en general preferían tocar en la capital porque la paga era mejor que en las catedrales de Cuzco, Arequipa, Trujillo y Ayacucho” (p.141).
Como se señaló anteriormente, las máscaras eran de uso constante en las fiestas, en las procesiones y en las diferentes expresiones teatrales ejecutadas, del mismo modo que algunos de los demonios de las obras del corpus aparecen con ellas. Este elemento es de singular importancia puesto que manifiesta el hecho, por una parte, de que ya estaban presentes tanto en la sociedad andina como en la española, antes de la Conquista, lo que llevó a continuar su uso 99
con elementos de ambas culturas, y por otra, su posición como objeto predilecto para “llevar a nivel del pueblo ideas y conceptos complejos y propios del cristianismo post-tridentino; también fue la que conservó, a través de la máscara, los mitos prehispánicos. En ambos casos, se dotó a estas imágenes de vida y movimiento creando un mundo fantástico que permitía huir de la dura realidad cotidiana” (Gisbert, 1999, p.233).
La existencia de las máscaras en Perú tiene una iconografía que se remonta a más de
10.000 años. En estas imágenes aparecen danzantes enmascarados, quienes figuran como los principales animadores de los contextos de celebración a través de los tiempos, “como parte de una concepción de la vida articulada en relación con los ciclos de la tierra y su calendario, donde de manera indispensable se integra la música, el canto, la danza y los diferentes niveles de simbolización que contiene el cuerpo en situación de representación” (Rubio, 2009, p.250).
Existen algunos personajes, aún representados en las fiestas, que desde sus orígenes han sufrido continuidades y transformaciones. Uno de ellos es el k’usillu, el cual en sus orígenes era partícipe de una danza sagrada, para luego convertirse en un personaje cómico que imitaba las características de quienes participaban en la fiesta. Otro danzante, llamado machutusuj, originalmente resaltaba los valores de la ancianidad, pero su sentido cambia en la situación colonial, al realizar sátiras de los conquistadores viejos (Rubio, 2009).
Es importante considerar que, para el mundo andino, el valor de la máscara se mide por su actualidad, es decir, “una máscara nueva es la que está expresando las necesidades rituales de la danza de ese momento (…) dar apariencia de orden, riqueza, vistosidad y limpieza”
(Cánepa, 1992, p.141). Por lo tanto, es comprensible que, desde tiempos coloniales, y hasta estos días, se utilicen máscaras que se caractericen por estar combinadas con alguna técnica occidental.
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Cabe destacar que para la cultura andina existía también una diferencia entre la máscara y la pintura facial, ya que la primera “estaba asociada a lo externo, al caos, al mundo de abajo, a la noche, mientras que la pintura facial representaba lo conocido, lo familiar” (p.156). Por lo tanto, si el uso de la máscara correspondía más bien al objetivo de defenderse del enemigo, es posible preguntarse con qué sentido se siguió usando en las fiestas, si como un modo de asemejarse al uso que le daban los españoles o de una manera desafiante, relacionado, como se verá a continuación, con el objetivo que la élite andina tenía al momento de participar de ellas.
Personaje del Kusillo. Foto tomada en la procesión de la Virgen de la Candelaria, en Puno, Perú, en 2015. Cortesía de Claudio Cortés, antropólogo y fotógrafo.
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El Corpus Christi
En sus orígenes en Europa, esta fiesta se instauró por el papa Urbano IV en el año 1264 por medio de la bula Transitorus de hoc mundo. Por consecuencia de la reforma luterana y la posterior Contrarreforma, se convirtió en la celebración del triunfo de la Eucaristía, entendido esto como el triunfo de la vida sobre la muerte. No obstante, también implicaba, desde un sentido más político, una reproducción simbólica del “orden estamental basado en el privilegio y materializado en el boato, la precedencia y la proximidad a la fundamental referencia representada por el Santísimo Sacramento en su custodia” (Martínez y Rodríguez, 2002, p.48).
Es importante rescatar que, aunque en España y en América se mantiene el sentido religioso y político, el objeto de culto en ambas fiestas es diferente. Allá tradicionalmente se adora
únicamente al Santísimo Sacramento, mientras que en Cusco “los andinos han aprovechado los misterios del cristianismo para venerar a sus dioses antiguos (…) en el vacío figurativo de la eucaristía, en la inmensidad de un cerro tan blanco como una hostia gigante: en la transfiguración de un nevado sagrado en cuerpo de Jesucristo” (Molinié, 2002, p.359). Este cambio en el objeto de culto refuerza la idea expuesta en el capítulo anterior, en cuanto existieron diferentes estrategias de ocultamiento de algunos de sus rituales para resistir, por ejemplo, el proceso de extirpación de idolatrías (Molinié, 1999; Gisbert, 1999).
Existen dos características básicas que definen la fiesta del Corpus en Cusco: la primera, la apoteosis que se presenta en ella y, la segunda, la capacidad de concentrar a todos los pobladores de la región que acudían con sus santos patrones a realzar la ceremonia litúrgica en la catedral y posterior desfile por la plaza mayor y del Cabildo (Bernales, 1981, p.279). Lo anterior fue posible ya que, en 1572, el virrey Francisco de Toledo promulgó varios reglamentos que ayudaron a esta fiesta a adquirir mayor relevancia.
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En este sentido, las obras de teatro que se representaban cada año reflejaban el sentido masivo y de espectáculo que poseía, ya que se evidencia que los argumentos no siempre lograban mantener una línea absolutamente religiosa, sino que, por ejemplo, se agregaban historias amorosas (Suárez, 1981) para hacerlas más atractivas al público y así mantener su atención. Por ende, se produjo una lucha desde la Iglesia para evitar que temas profanos y contrarios a su moral perturbaran el mensaje central celebrado en esta fiesta, lo que se consolidó entre 1645 y 1651 con la oposición del Arzobispo Villagómez a la representación de comedias en esas festividades, lo que provocó un descenso de la actividad teatral.
Con respecto a la élite andina, ya desde el siglo XVI tuvo participación y representación en los desfiles realizados en la fiesta del Corpus Christi, ya que en ellos se producían obras dramáticas con temas alusivos a la Conquista o que eran habladas en quechua, pero es en el
Cusco donde este grupo pudo dar mayor protagonismo a su participación. En aquella ciudad el espacio utilizado para la fiesta era la plaza central de los incas o Aukaypata, la que se utilizó como plaza mayor o plaza de armas. En la investigación realizada por Carolyn Dean (1999) se explica que la relevancia de Cusco durante el Virreinato se produjo, además del hecho evidente de haber sido el centro fundamental del Imperio Inca, por ser una ciudad símbolo dentro del contexto colonial, por el poder que le otorgaba a la élite andina y la carga identitaria que en ella se depositaba. Esto se reflejaba en que tenía el primer lugar y voto en los asuntos virreinales.
Además, en 1540 se le concedió el derecho a llamarse ‘la cabeza de los reinos del Perú’, lo que la mantenía en su posición de liderazgo. Aunque se comprende que Lima, como capital del
Virreinato, la superaba en los aspectos del poder colonial, es importante comprender las diferencias entre ellas, ya que
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postconquest Cuzco was a concept as well as a geographical location. It was an “imagines” city of the imperial past and the symbolic heart of indigenous Peru. Cuzco’s colonial leaders have an interest in constructing remembrances of the Inkaic past because their prestige within the viceroyalty hinged in its historic glory. Cuzco, once the capital of the Inka, was transformed during the colonial period into a museum of the Inka, a place where the past was warehoused and brought out for occasional display. While Corpus Christi was not the only occasion on which the Inkaic past was exhibited, it was the most renowned festival of Cuzco’s liturgical calendar because of its associations with pre- Hispanic celebrations (…) Thus, Cuzco’s viceregal position of preeminence derived from its imperial past, and Cuzqueño remembrances of the pre-Hispanic empire were more vital to postconquest identity than anywhere else in the Spanish colonies (p.25).
Con respecto a la posibilidad de que el Corpus haya acogido algunas fiestas prehispánicas, Antoinette Molinié (1999) explica que
la fecha de Corpus Christi es prácticamente la misma que la del solsticio de junio. Ahora bien, el culto del Sol era central para los incas que gobernaban los Andes antes de la invasión española. Teniendo Corpus Christi una dimensión solar también en Europa, podía servir de término medio entre las dos religiones. Otros rituales prehispánicos como la fiesta incaica de la cosecha se han disimulado en el Corpus. Por otra parte, en este periodo los incas celebraban la constelación de las Cabrillas que, después de haber desaparecido en abril, hace su aparición en los primeros días de junio, señalando así el principio del calendario incaico. Con su posición de encrucijada, Corpus Christi ha sido sin lugar a duda y sigue siendo un momento ideal de ‹‹intervención de la tradición›› a partir de dos culturas que se enfrentan en los Andes desde la colonia (p.251).
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De esta manera, el dualismo que caracteriza el pensamiento andino29 encontró un espacio para manifestarse dentro del contexto católico determinado por la Colonia, en el que se consigue una cierta coexistencia de las dos religiones (Molinié, 1999).
Teresa Gisbert (1999), a partir de la tesis de Flores Ochoa30, coincide en que esta fiesta presenta una continuidad con una ceremonia de la preconquista, en la que el Inca bajaba a la plaza Aukaypata seguido por las momias de sus antepasados. Así, mientras los católicos exaltaban el cuerpo eucarístico de Cristo, los indios habrían encontrado sentido en llevar los santos, los cuales sustituirían a sus momias, a lo que se suma la proximidad de este evento con la fiesta del Inti Raymi. Además, al considerar “el aporte indígena a esta fiesta, hay que destacar el trato con los cuerpos momificados al que estaban acostumbrados los indígenas pre-conquista, coincidente con la proximidad a la muerte propia del barroco español. Momias y estatuas se combinan para dar continuidad a un evento tan importante” (p.250).
Frente a esto, se puede concluir que el Corpus encerraba mensajes polisémicos ya que cada participante le otorgaba un sentido diferente a su propia participación y a la de los demás.
Para los nobles cusqueños esta fiesta era un acto religioso, pero también político, pues, además de exhibir sus símbolos e insignias, realizaban un acto de diferenciación en cuanto a los españoles, lo que les permitía continuar con la manifestación de poder y autoridad frente a una parte de la sociedad (Valencia, 2009).
La vestimenta usada por los caciques es un reflejo de lo descrito anteriormente. Estos usaban un disfraz armado a partir de tejidos culturales andinos y europeos, lo que les permitía
29 El principio fundamental del orden del cosmos andino es el dualismo asimétrico, al que llaman “yanantin”. Los dos polos del yanantin son: El masculino llamado “phaña” que corresponde al principio patriarcal. El femenino, llamado “lloq’e”, que corresponde al principio matriarcal. (Muller, 1984, p.164). El sistema de oposiciones se reproduce en todos los elementos del cosmos y se sustenta en el principio de complementariedad andina (Delgado, 1996, p.3-4). 30 Cfr. Flores Ochoa, J. La fiesta de los cuzqueños: la procesión del Corpus Christi. El Cuzco, resistencia y continuidad. Cuzco: 1990. 105
dirigirse a los diferentes públicos participantes: “they declared ethnic difference from Hispanics and non-Inka Andeans alike, and class difference from their constituents and other commoners”
(Dean, 1999, p.122). Aunque cotidianamente ellos usaban las mismas vestimentas que la élite española, el uso de un disfraz transcultural remarcaba “their mediative role between Inka past and Christian present, Hispanic colonial authorities and native constituencies, in order to participate in Christian festivals (…) that colonial Inka elites understood how, being compelled to cultural hybridity, they could fashion their own bodies as empowered sites of cultural confluence” (Dean, 1999). Los elementos que se han considerado basados en la cultura andina son la túnica, el pectoral, los flecos debajo de la rodilla y el tocado, mientras que el medallón de forma solar, las mangas de encaje y las máscaras que se usaban en hombros y pies habían sido creadas en la colonia.
En cuanto a la túnica, esta era hecha posiblemente de cumbi, el nombre que se le otorgaba a la tela finamente tejida, la cual era comparada por los españoles con la seda. A estas se les agregaron las mangas de encaje, las que no imitaban el modelo español, ya que no tenían puños y eran sueltas, con una semejanza mayor al vestir eclesiástico que al civil. Los ornamentos que utilizaban correspondían a un collar de color anaranjado, con partes de mullu31, debajo del cual se ponían un pectoral solar.
Referente al tocado que usaban, este lo continuaban ocupando con la maskapaycha, esto es, una borla escarlata que le cubría la frente, la cual iba fijada al llauto, una trenza enrollada repetidamente alrededor de la cabeza. En tiempos prehispánicos, el llauto de los reyes incas era
31 John Murra (2002) explica que este molusco, el cual vive en las aguas cálidas de la costa del Pacífico, posee una “concha, en parte escarlata o rosada, [que] fue objeto de enorme interés económico y ceremonial por parte de las poblaciones sureñas (…) era considerado indispensable para hacer llover (…) Era el alimento favorito de los dioses” (p.172-173). Lo anterior se afirma a partir de Ritos y tradiciones de Huarochirí, en el que Macahuisa responde: "Yo no suelo comer estas cosas" y le pidió que le trajeran mullo. Cuando se lo entregaron, inmediatamente lo comió haciéndolo crujir” (p.107). Cfr. Taylor, G. (2008). Ritos y tradiciones de Huarochirí́. Edición bilingüe quechua normalizado-castellano. Lima, Perú: IFEA. 106
multicolor, por el contrario, en la colonia empezaron a usar una sola banda incrustada con joyas.
Existe otro elemento que se colocaba en el tocado llamado suntur pawqar, el cual no ha podido ser descrito unánimemente ya que no hay coincidencia en qué era realmente, sin embargo, todos los cronistas y críticos coinciden en su importancia como una insignia del Sapa Inka:
“According to numerous depictions of colonial-period headgear, the suntur pawqar element had become a complex assemblage of icons by the second half of the seventeenth century” (Dean,
1999, p.132). Desde otras posturas, también han sido vistos como un elemento semejante a un escudo de armas. La nobleza incaica los habría adoptado como símbolos de su estatus, pero ignorando las convenciones europeas de su correcta exhibición. “European heraldry resonated with Andean elites, who did not wait for the Spanish Crown to award them rights to heraldic exhibition. By the midcolonial period, nonofficial coats of arms became an important means of communicating Andean concepts of aristocracy” (p.149).
En definitiva, todas las fiestas, y en específico el Corpus Christi, dan cuenta de la participación de la élite andina en ellas, lo que trajo como consecuencia la creación de una nueva figura del cacique: “They are Andean. They are Christian. They are Inka rulers. They are
Spanish subjects. And they are all these things simultaneously” (p.159). Por último, como se dijo en el inicio, en ellas aparecen diferentes elementos – tipos de vestimenta, las danzas que realizaban diferentes grupos, la presencia de las máscaras coloniales – que caracterizaron la teatralidad social de esos siglos. Es relevante que esa teatralidad se convirtió en fundamento de las dinámicas sociales de la sociedad virreinal, especialmente con un sustrato andino en el caso del Cusco, la cual tenía un doble sistema de funcionamiento: ostentación y encubrimiento. Por una parte, se exhibía el poder que cada grupo poseía, pero, por otra parte, permitía ocultar ciertas prácticas y tradiciones prehispánicas, críticas a las mismas autoridades coloniales, y contenidos que solamente podían ser comprendidos en su significado e importancia por la población andina. 107
Capítulo 6 Movimientos sociales del siglo XVIII
Desde finales del siglo XVII y durante el siglo XVIII, aparece una mayor conciencia en ciertas comunidades sobre la importancia de su participación en la sociedad, así como se potencia la indignación por las condiciones deplorables e injustas en que vive su gente. La compleja formación de la sociedad virreinal y el intento de cada grupo por defender sus intereses y mantener o acrecentar su posición social origina diferentes estrategias, con el objetivo de mantener alianzas o evitar confrontaciones. Esto también se ve acentuado por la Guerra de
Sucesión española (1701-1713), ya que durante los siglos anteriores el pueblo peruano se había acostumbrado al estilo de vida austríaco, al generarse una forma de educación cívica, un hábito político-social, en definitiva, una costumbre colectiva que se vio totalmente perturbada por el paso desde la casa de los Austrias hacia la de los Borbones (Valcárcel, 1982).
Los descontentos que se empiezan a manifestar en la población, así como el deseo de la
élite andina de recuperar su posición y el pasado incaico, se reflejan de manera clara en El pobre más rico y en Usca Paucar. A partir de las variadas situaciones que viven algunos de los personajes de estas obras, se evidencia cómo las problemáticas sociales que sucedían en la época en que vivían los dramaturgos influyeron tanto en la creación de las situaciones dramáticas que viven los protagonistas como en el modo de construir el carácter de los personajes y las relaciones que entablan entre ellos32. Asimismo, en Ollantay, aunque no existen críticas directas
32 Una de las problemáticas sociales que viven los personajes, la que se tratará con mayor profundidad en el capítulo nueve, está relacionada con la necesidad de pedir limosna y cómo este hecho se transformó en una situación cotidiana en el contexto colonial, la que estaba avalada por la Iglesia como medio de caridad. Quespillo de Usca Paucar realiza una escena en que describe completamente cuáles son los pasos para conseguir el dinero, a quiénes se les debe pedir y cómo se debe ir vestido. Otra temática guarda relación con los trabajos que los indígenas tuvieron que realizar luego de la Conquista y cómo estos se transformaron en un modo de sobrevivencia, dada la poca dignidad con que se los trataba. Entre ellos está el trabajo en las minas y las plantas de coca. Quespillo de El pobre más rico sufre constantemente por el miedo que tiene a que el demonio los esté llevando hacia allá. Por último, se critica, por parte de los demonios y los Graciosos, la acumulación de riquezas, la poca felicidad que tienen los 108
a los problemas sociales que se vivían en aquel período, la obra se contextualiza en un pasado incaico que recupera elementos tradicionales andinos – aunque reelaborados en su versión colonial – y que también aluden a circunstancias del levantamiento de Túpac Amaru II. Lo anterior no implica que en El robo de Proserpina y El hijo pródigo no existan alusiones a conflictos de su tiempo o críticas a ciertas autoridades, pero no son la causa de lo que experimentan los personajes de la obra. En suma, debido a la importancia de los eventos sociales ocurridos en el siglo XVIII y su vínculo ejemplo con las obras del corpus, se explicarán a continuación algunos hechos y las causas por las que ocurrieron.
Son tres las circunstancias particulares del siglo XVIII que reactivaron los resentimientos dentro de la sociedad colonial, lo que provocó una insatisfacción general. Estas son, primero,
“el paso de la casa de Austria a la dinastía de los Borbones (1700). El Virreinato del Perú experimenta una serie de transformaciones guiadas por el ideario ilustrado, así como por circunstancias metropolitanas: decadencia generalizada, premura de mejorar la economía y aprovechar al máximo los recursos de ultramar” (Chang-Rodríguez y García-Bedoya, 2017, p.26). Fueron las reformas borbónicas las que afectaron a los sectores más dinámicos, lo cual tuvo como vía de expresión, por ejemplo, los memoriales de queja de la élite andina, cuyo resentimiento contra la Corona culminó en la gran rebelión de Túpac Amaru II. Estas reformas convirtieron a los territorios de ultramar en colonias, en el sentido moderno de la palabra.
Aunque estas medidas parecían una vía de cambio, “el pensamiento de los fisiócratas y las indagaciones acerca de la naturaleza y las materias primas americanas ayudan a fomentar las nuevas ideas. Estas complicadas circunstancias exacerban viejas rivalidades y prejuicios entre la cúpula peninsular, criolla e indígena” (p.26). Cabe destacar que, desde la mirada de Flores
ricos, a pesar de ser millonarios, la hipocresía con que actúan y el hambre que se vive por consecuencia de la actitud de los que tienen poder. 109
Galindo (1988), no se debe reducir únicamente esta rebelión al resultado de la explotación colonial, pues significaría reducir el fenómeno a algo muy simple. Como se verá a continuación, las rebeliones también tuvieron como base otros fundamentos ideológicos.
La segunda circunstancia, vinculada con la anterior, es la existencia del Neoclasicismo ilustrado33 como una nueva forma de pensamiento, en la que España y América tuvieron una intensa comunicación, por la difusión de los grandes sistemas filosóficos postcartesianos y de las ‘ciencias útiles’ como la Física, Química, Mineralogía (Góngora, 1998). Aun así, se debe entender que “una visión histórica actual del siglo XVIII y la Ilustración nos posibilita dejar de considerarla reducida a una ‘escuela’ de pensamiento o a una ‘doctrina’ filosófica para comprenderla como un amplio movimiento renovador de la sociedad, las ideas y el pensamiento que se desarrolla en el siglo XVIII y cuyas proyecciones se prolongan -mutatis mutandi- hasta nuestros días.” (Osorio, 2008, p.13). Además, cabe recalar que, como con todo lo que viene de
Europa, aquí se produjeron algunas modificaciones en la manera de llevar a cabo estas ideas:
“En la misma España, la recepción del pensamiento ‘moderno’ fue acompañado de un cierto desarrollo y selección de las tradiciones nacionales preexistentes (…) en Hispanoamérica constituyó un quiebre mucho más violento con el pasado que en el caso de España” (Góngora,
1998, p.179).
33 Este término es usado puesto que, actualmente, se ha considerado que define mejor “la peculiar versión afrancesada de la Ilustración que adoptó España (…). Esta fase de declinación del barroco y de lenta emergencia de las tendencias del neoclasicismo ilustrado se desarrolla en el Perú aproximadamente entre 1720 y 1780.” (García-Bedoya, 2017a, p.44). Cabe señalar también que las tres secuencias que se consideran participantes de la cultura y la literatura hispánica entre los siglos XVI y XVIII, en términos occidentales, son Renacimiento, Barroco y Neoclasicismo ilustrado, sin embargo, estas no son sucesivas ni lineales, sino que “en un momento dado coexisten de manera conflictiva distintas secuencias literarias, ocupando una determinada posición jerárquica dentro del sistema de la literatura. Las huellas de dos (o incluso más) secuencias literarias pueden apreciarse en un mismo texto. Así, una secuencia literaria no es sustituida repentina e integralmente por otra, sino que los rasgos de una secuencia emergente se imbrican con los de otra dominante” (p.45). Cfr. García-Bedoya, C. (2017a). Letras coloniales: los marcos culturales e institucionales. En Literatura y cultura en el virreinato del Perú: apropiación y diferencia. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Casa de la Literatura, Ministerio de Educación del Perú. 110
En cuanto a esta ruptura más profunda que se señala para América, es necesario comprender lo sucedido en el mundo andino y volver a revisar lo propuesto por Kant34 para este movimiento: “La idea de superar la ‘minoría de edad’, de alcanzar la ‘madurez’, de lograr la
‘emancipación’ es, a nuestro juicio, el impulso fundamental que define la Ilustración en cuanto movimiento general, integral” (Osorio, 2008, p.13). Pero no solo es el impulso de lograr la mayoría de edad lo que puede distanciar ambas realidades, sino que debe sumarse el punto de vista con el que se leía todo lo que empezaba a ocurrir en este siglo. Si obviamente allá se entendía todo en “clave europea”, aquí la decodificación fue en “clave andina” (Osorio, 2008):
La llamada "cosmovisión andina" es un modo de ver e interpretar el mundo y lo que en él ocurre, a partir de modelos mentales propios, diferentes y no siempre traducibles a los parámetros, el lenguaje y las categorías europeo-occidentales. Por consiguiente, no es que el andino no conociera o no comprendiera lo que estaba ocurriendo en el mundo (en Europa, para ser más precisos); lo que ocurre es que lo comprende desde su propia Weltanschauung, lo descodifica de acuerdo con su propio instrumental intelectual, que no es mejor ni peor que el otro sino simplemente diferente. Y las limitaciones que pudiera tener para comprender el universo del Otro (el blanco, europeo, occidental) no son mayores que las limitaciones del Otro para comprender el mundo, los valores, la mentalidad y la cultura del hombre andino (p.17).
34 La Ilustración -escribía- es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración. Cfr. “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración”? En: Erhard, Herder, Kant, Lessing, Mendelssohn, Schiller y otros: ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Editorial Tecnos (Clásicos del Pensamiento), 1999: 17-25.
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La tercera circunstancia, que se produce como consecuencia de las dos anteriores, comienza con esta toma de conciencia: “De una parte, hubo un despertar de las conciencias
étnicas regionales, lento primero y desatado después, por el que cada pueblo se fue identificando con determinadas formas culturales (…) Al mismo tiempo, surge un pensamiento unificador que revitaliza la figura del Inca con características mesiánicas. El recuerdo del único estado nativo y la dureza de la vida colonial fueron factores interdependientes para que esto sucediera”
(Millones, 1992, p.32). Aquello implicó la necesidad de buscar un concepto que los aunara, ya que las reducciones indígenas del siglo XVI los había separado de sus núcleos de origen, quedando así con una única identificación general posible, esta es, la de indios. De esta manera,
“la población aborigen vuelve sus ojos al único concepto que es capaz de englobar ideológicamente a todos, y construir con él la esperanza de redención que les permitiría seguir viviendo” (p.32).
Por este motivo, se origina el fenómeno llamado Renacimiento inca, impulsado por las
élites andinas. Este movimiento fue capaz de impulsar un verdadero renacimiento cultural
expresado en el florecimiento de la escuela de pintura cuzqueña, en cuyas obras son representados encabezando orgullosamente procesiones y otras ceremonias religiosas, ataviados con trajes y adornos tradicionales; o también en la aparición de un teatro quechua colonial. Estas élites no solo pueden ejercer este tipo de mecenazgo artístico sino también patrocinar festividades religiosas y cívicas en las que frecuentemente encarnan a personajes del antiguo imperio, y también ostentan lujo y una marcada preferencia por sus atuendos tradicionales: los curacas ya no procuran lucir trajes europeos sino andinos (García-Bedoya, 2017a, p.52).
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Este Renacimiento trajo como consecuencia la consolidación de la identidad emergente del sujeto andino, “que se afirma como heredero de un idealizado pasado inca, y que más tarde será incluso capaz de desafiar al propio orden colonial. Por eso tales obras se diferencian de un simple teatro misionero o evangelizador” (García-Bedoya, 2000, p.201). El sujeto andino se va posicionando, al interior del orden colonial, por medio de una producción discursiva que define sus puntos de vista y su sensibilidad. De esta manera, el discurso andino “apunta a delinear un sujeto transcultural andino, cuyo soporte social es la nobleza indígena colonial. Cabría hablar de un esfuerzo sistemático para diseñar una «comunidad imaginada», que agrupe a la república de indios en torno a y bajo la dirección de las élites andinas” (García-Bedoya, 2017a, p.51).
En el caso de la plástica, también la utilizaron como medio de reivindicación de su ascendencia inca, para lo cual acudieron a dos estrategias; en primer lugar, mandaron a pintar cuadros donde “aparecen representados caciques con escudos nobiliarios y con los atributos típicos de la elite inca (parasoles, enanos jorobados, vestidos de tocapu, uncus, papagayos, etc.).” (Estenssoro, 1991, p.420). En segundo lugar, emplearon y difundieron “los símbolos y atributos incaicos como propios (sol en el pecho, parasoles, varas, uncu, etc.). Estos mismos atributos fueron empleados por Túpac Amaru, algunos de ellos figuraban con seguridad en los retratos que éste mandó a hacer” (p.431).
Por último, todo este movimiento cultural también atravesaba un aspecto sociopolítico, ya que la élite andina no estaba satisfecha con su lugar subordinado en relación con el orden colonial. Por ello, los curacas empezaron a demandar un cambio en el opresivo sistema social, por medio de gestiones continuas ante la corona o la autoridad virreinal, las que tenían una clara intención reivindicativa coherente con la importancia de su aporte y del orgullo de su herencia.
Algunas gestiones pacíficas fueron ineficientes en sus objetivos, lo que produjo, finalmente, la rebelión de Túpac Amaru II (García-Bedoya, 2017a). 113
Renacimiento inca y Utopía andina
El siglo XVIII ha sido considerado el de las grandes rebeliones, con los levantamientos de Juan Santos Atawallpa (1742) y José Gabriel Túpac Amaru (1780) como los más estudiados por la crítica. Aunque en menor frecuencia, los siglos anteriores también tuvieron movimientos sociales representativos, en los que la “beligerancia india, mestiza y también criolla, minoritaria y comprometida” (Valcárcel, 1982, p.7) permitió que en el siglo XVI existiera una resistencia frontal contra el europeo y, en el XVII, diversos levantamientos locales tanto en la zona hispánica como en la portuguesa.
Un elemento aglutinador de todos los movimientos sociales fue el grupo cusqueño, el que constituyó siempre “un reducto indestructible de larvada resistencia reivindicatoria.
Acataban la autoridad del monarca español, pero recordaban su pasado y latentes derechos a gobernar el Perú, cuyo mesiánico tiempo futuro constituía una promesa estimulante” (Valcárcel,
1982, p.41). Aquella capacidad para proponer nuevas demandas se vincula con la formación educacional que la dirigencia indígena recibía, lo que les permitió apropiarse, como fue señalado, de los fundamentos ideológicos de la Ilustración. Los descendientes de las élites incaicas tuvieron una “seria educación sistemática y la mayoría de ellos había adquirido los conocimientos que se consideraban normales y necesarios en un hombre culto de esos años; casi todos ellos habían asistido a los colegios, principalmente a los que se conocían como los
Colegios de la Compañía (jesuitas)” (p.15). En el caso de Túpac Amaru, estudió en San
Francisco de Borja, colegio fundado en 1630 para los hijos mayores de caciques principales y segundas personas, sucesores en los cacicazgos.
Como se observó, algunas de las ideas que sostuvieron los levantamientos del siglo
XVIII tuvieron carácter milenarista y mesiánico, el cual habría estado asentado en la tradición 114
judeo-cristiano-católica del sacerdote Joaquín de Fiore (1145-1202)35. Con respecto a esta tradición, una postura describía que el pensamiento milenarista y utópico había aparecido en
América en el siglo XVI, al ser promovido por los franciscanos, dándole de esta manera una naturaleza exógena a los planteamientos indígenas (Osorio, 2008). Esta perspectiva eurocéntrica falla, en primera instancia, al conocer el lugar donde se educaron la mayoría de los líderes de las rebeliones y, en segunda, y más importante, porque “estas ideas adquieren en el Nuevo
Mundo una dimensión transculturada, al fundirse, en cierto modo, con las tradiciones y creencias andinas prehispánicas, las que se refieren a las edades del hombre, los Soles o milenios y sus periódicas sucesiones por medio de lo que se conoce como Pachacuti.” (Osorio, 2008, p.19).
En este mismo sentido, Flores Galindo (1988) define la utopía andina como los “intentos de navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como la fragmentación.
Buscar una alternativa en el encuentro entre la memoria y lo imaginario: la vuelta de la sociedad incaica y el regreso del Inca. Encontrar en la reedificación del pasado la solución a los problemas de identidad” (p.19). También sitúa el origen de este pensamiento en el siglo XVI, no como una
35 Ana de Zaballa explica que se llama milenarismo a la doctrina que espera un reino temporal de Cristo y de sus santos sobre la tierra antes del fin del mundo. Su nombre proviene de los mil años que debe durar ese reino intermedio entre este mundo y el eterno. Su origen aparece ya en el judaísmo tardío, donde pasó a los grupos cristianos primitivos, que encontraron apoyo en algunos textos del Apocalipsis de San Juan. El mesianismo, por su lado, es la espera o esperanza del Mesías y con ello la liberación o salvación de una nación o de un pueblo. Se presenta un tipo de milenarismo denominado por algunos como joaquinita. Se ha considerado que el Abad Joaquín desarrolló un tipo de milenarismo que adscribía a la tercera etapa, o edad del Espíritu Santo. De Zaballa aclara que “este tipo de milenarismo tuvo una gran difusión debido a los seguidores del Abad Joaquín, que fueron quienes llevaron a sus últimas consecuencias lo que el Florense sólo había apuntado y, además, en sentido plenamente ortodoxo. Aparecieron así grupos heréticos de joaquinistas exaltados, especialmente entre los franciscanos llamados fraticelos o espirituales (...) Es decir, en la actual historiografía se manejan dos tipos de milenarismo: el milenarismo estricto, de carácter apocalíptico y judeo-cristiano y el pseudo-joaquinita” (p.357). Esta autora critica que los investigadores han considerado milenaristas o mesiánicos todo tipo de revueltas: desde el Taki Onqoy en el XVI hasta la rebelión de Túpac Amaru. Ella diferencia que el Taki Onqoy es milenarista y “consistiría en la existencia de un líder religioso que prometía el regreso de las huacas, el rechazo a la religión y cultura europeas y la promesa del triunfo de las antiguas divinidades y el regreso del Inca” (p.361). En cambio, sobre las rebeliones del siglo XVIII se podría hablar de mesianismo. Cfr. “La discusión conceptual sobre el milenarismo y mesianismo en Latinoamérica”, en Anuario de Historia de la Iglesia. (2001). 115
continuidad de alguna idea prehispánica o como una respuesta a la dominación colonial. Muy al contrario de la mirada eurocéntrica, lo piensa como una creación colectiva:
En la memoria, previamente, se reconstruyó el pasado andino y se lo transformó para convertirlo en una alternativa al presente. Este es un rasgo distintivo de la utopía andina. La ciudad ideal no queda afuera de la historia o remotamente al inicio de los tiempos. Tiene un nombre: el Tahuantinsuyo. Unos gobernantes: los incas. Una capital: el Cusco. El contenido que guarda esta construcción ha sido cambiado para imaginar un reino sin hambre, sin explotación y donde los hombres andinos vuelvan a gobernar. El fin del desorden y la obscuridad. Inca significa idea o el principio ordenador. (p.47)
Cabe destacar que la idea del retorno del Inca, como pensamiento utópico tuvo una manifestación material desde su origen, pero sobre todo en el siglo XVIII, donde se volvió público: “en la pintura mural, en el lienzo (retratos de incas), en los queros (ese compendio de la vida cotidiana según Tamayo Herrera), a través de una nueva simbología (ángeles con arcabuces que recuerdan al rayo prehispánico por ejemplo), en la lectura de Garcilaso, en las representaciones de la captura del Inca que se hacen en Cajamarca, Huacho, Cusco, en las imágenes de Huáscar y Atahualpa, finalmente en las profecías sobre la “llegada del tiempo”. La utopía adquiere una dimensión panandina” (p.61).
En cuanto a lo anterior, es importante señalar que este deseo de retornar al tiempo de los incas no significa un hecho literal en términos de una reiteración del pasado histórico anterior a la invasión de los españoles, sino que, comprendiendo adecuadamente la visión cíclica del tiempo de los pueblos autóctonos, lo que se esperaba que sucediera concretamente era “una reestructuración que desestructura y reconstruye un presente que se ha hecho insostenible, recuperando lo positivo del modelo (ciclo) anterior desde y con el presente. En tal sentido, el nuevo ciclo no es una repetición simple sino una compleja reestructuración, que no repite y 116
recomienza el mismo ciclo anterior (imagen en círculo) sino que lo retoma y recomienza pero en otro nivel” (Osorio, 2008, p.17).
Este fenómeno ha suscitado miradas bastante contradictorias a la recientemente descrita.
En el caso de Bruce Mannheim (1992), este reitera su tesis sobre la conformación de una clase criolla terrateniente activa, responsable de crear esta demanda por el pasado inca. Sus planteamientos presentan una gran distancia con lo explicado por Millones (1992) y Osorio
(2008), en tanto este autor supone que los fines con que actuó la clase criolla tenían relación con obtener un mayor control sobre los campesinos, pues “la apropiación del simbolismo autóctono de poder, incluyendo la lengua, proporcionó en forma estratégica, desde el punto de vista del sistema colonial, legitimidad social y política a los criollos aristócratas” (p.16).
En efecto, para Mannheim (1984,1992, 1999), todo el movimiento de apropiación de la memoria de los incas habría sido un intento, por parte de los criollos, de idealizar y a la vez de reinventar ese pasado, usando la promoción de las artes y la literatura como vehículo para la ejecución de sus planes. Es decir, desde esa perspectiva, las obras escritas en quechua durante el siglo XVIII habrían sido producidas con la intención final de beneficiarse a sí mismos, y como consecuencia no deseada, produjeron una motivación en los nobles cusqueños para reivindicarse en diferentes rebeliones. Esta tesis parece poco certera desde el análisis de los textos, ya que estos reflejan más bien las inconformidades sociales que ya existían.
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Rebelión de Túpac Amaru II
Una de las insurrecciones que mayor repercusión tuvo durante el siglo XVIII fue la de
José Gabriel Túpac Amaru II (1738-1781), no obstante, antes de él existieron otros levantamientos, los cuales siguieron una ruta de oriente a occidente36. A pesar de ello, aunque la mirada tradicional ha establecido que la revolución tupamarista fue la gran culminación de una serie de rebeliones, también puede ser considerada una excepción, debido a sus características: “debemos recordar que implicó la formación de un ejército, la designación de autoridades en los territorios liberados y la recaudación de impuestos, además de una prolífica producción de programas, bandos y edictos difundidos por el sur andino” (Flores Galindo, 1988, p.123).
José Gabriel Túpac Amaru fue representante del grupo de los grandes caciques de origen noble incaico. Descendía del Inca Túpac Amaru I, ejecutado por el virrey Toledo en 1572. Dada su condición, su principal auditorio estaba conformado tanto por sus pares como por personajes ilustres de la nobleza, con quienes pudo haber compartido en diferentes instancias de su educación, sin embargo, su principal compañera de lucha fue Micaela Paredes Puyucahua. Ella nació el 23 de junio de 1744 en el pueblo de Pampa, en la provincia de Tinta. Nunca aprendió a leer ni a escribir – solo firmaba con su nombre Micayla – y tampoco hablaba español, aunque sí lo comprendía.
En ausencia de su marido, quedaba al frente de la parte administrativa y política. En esas instancias su presencia empezó a perfilarse de manera de definitiva: impartía ordenes, otorgaba salvoconductos, lanzaba edictos, disponía expediciones para reclutar gente y enviaba cartas a
36 Estos levantamientos siguen una ruta desde la selva hacia la sierra, repercutiendo en la región de la costa. Su orden es el siguiente: Ignacio Torote (1737); Juan Santos Atawalpa (1742); Antonio Cabo, Miguel Suríchac y Francisco Inca (1750); José Gran Kispe Tito Inga (1777); Tomás Catari y sus hermanos (1778); Lorenzo Farfán de los Godos y el cacique Bernardo Pumayalli Tambowacso en el Cusco y alborotos en Arequipa (comienzos de 1780). En Rebeliones coloniales sudamericanas de Carlos Daniel Valcárcel (1982). 118
los caciques. También le escriben a ella los más importantes consejeros de Túpac Amaru, aquellos que compartieron su suerte en la derrota. Son cartas destinadas a informarle cuestiones puntuales; solicitudes de justicia a través de las cuales se advierte que tenia autoridad suficiente para dirimir, juzgar y sentenciar. En los edictos dados por Micaela se percibe la vehemencia, la pasión de avanzar, de arrebatarle el Cusco a los extranjeros, a los opresores de su pueblo. Este
ímpetu fue una de las grandes diferencias en relación con el carácter de Túpac Amaru, el que tenía un modo más político para abordar los conflictos. Esto se evidencia en una carta que ella le dirige a su pareja, en la que le reprocha que ya no tiene paciencia, que ella sería capaz de entregarse a los enemigos, mientras que él manifiesta muy poca urgencia en este grave asunto que tiene en peligro la vida de todos. Más aún, lo culpa por estar llevando a pique la rebelión y por estar poniendo en peligro los hijos de todos (Guardia, 2013).
Esta carta corta toda comunicación entre ellos, no obstante, en el momento necesario, ambos parten juntos a Cusco al frente de los rebeldes dispuestos a enfrentar al ejército español y sus miles de soldados. En cuanto a las etapas en las que se desarrolló la revolución, tuvo un momento inicial en que sus intentos reivindicatorios fueron pacíficos. Se realizaron gestiones judiciales, se criticó el sistema económico, pero nada de esto tuvo resultado, por lo que Túpac
Amaru se dirigió a Lima para reclamar frente al virrey y la Audiencia. Con un nuevo fracaso, se contactó con el grupo ilustrado limeño, el cual fue uno de sus grandes respaldos para conseguir lo que pretendía. Decidió ir a España, pero su viaje fue frustrado, teniendo que retornar a Tinta, en Cusco, para continuar con sus planes. Allí entonces, decide realizar su levantamiento el 4 de junio de 1780. Se le ha adjudicado a su astucia el lograr nivelar la desigualdad bélica: “Túpac Amaru tuvo casi todo en contra suya para su rebelión, salvo la adhesión de una masa impreparada” (Valcárcel, 1982, p.74).
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Aquello se plantea en términos tácticos, pero desde el punto de vista social y cultural, se utilizó al arte como medio de sustento, para recolectar dinero y hombres. Con este fin, se mandaban a hacer retratos de Túpac Amaru II, donde aparecía vestido como noble, sobre un caballo blanco, con la idea de desplazar la figura de Santiago. Así se lograba manifestar la reintegración de uno de los símbolos de la conquista, pero también el lazo entre la divinidad católica y el hombre andino: “Este recurso se vincula directamente con las formas coloniales en que se pedía limosna: se sacaba una imagen, acompañada de prédica y, eventualmente de música, a cuyo nombre se entregaba la donación.” (Estenssoro, 1991, p.421). Frente a ello, las autoridades también realizaron la misma maniobra: invirtieron la imagen para que apareciera
Túpac Amaru sometido por Santiago (p.423). El programa de su rebelión “se basaba fundamentalmente en la creación de un estado independiente, como continuación del estado existente, al que alguna vez habían gobernado los Incas, y más tarde, los Reyes de España, a través de sus representantes. En el reino independiente, bajo el poder de los Incas había un lugar para todos aquellos nacidos en el Perú, evidentemente bajo la condición de que reconociesen el poder el Inca. En este estado debían liquidarse las divisiones legales de castas y estamentos, aunque quedaría como un grupo aparte la nobleza” (Szeminski, 1983, p.245). Con la ejecución del corregidor de la provincia de Tinta, también empieza su etapa ofensiva en términos de lucha.
Tras varias campañas exitosas, uno de los obstáculos más fuertes fue la gran cantidad de caciques contrarrevolucionarios e hispanistas, los cuales le prohibieron el paso por algunos caminos, con consecuencia de muerte para los “traidores” que los usaran (Valcárcel, 1982, p.76). Aun con esto, logró su triunfo más importante en Sangarara, Lampa y Azángaro, para finalizar con el sitio del Cusco en 1781. Este último acontecimiento se mantuvo durante pocos días, debido a la defensa militar que había enviado el virrey Jáuregui al lugar, lo que los obligó a volver a Tinta. 120
Finalmente, al intentar escapar al sur a la región de Puno, uno de sus capitanes, Ventura
Landaeta, lo traicionó para poder ganarse el perdón oficial, logrando capturar a gran parte de su grupo, excepto a uno de sus hijos, su lugarteniente Diego Cristóbal Túpac Amaru y otros cuantos jefes rebeldes. Ese día Micaela Bastidas supo, a través de un mensaje secreto de Túpac Amaru, sobre la detención. Inmediatamente intentó huir con sus hijos y varios familiares por el camino de Livitaca, sin embargo, fue emboscada y traicionada por el mismo capitán Landaeta. El 12 de abril de 1781, estaban ya todos presos. El 21 de abril de 1781 se inició el juicio contra Micaela
Bastidas, fue condenada a la pena de muerte el 16 de mayo y fue ejecutada el 18 de mayo. Ese mismo día, Túpac Amaru recibió su muerte en la plaza Aukaypata, primero, con un intento fallido de descuartizamiento, al ser tirado desde las cuatro extremidades por caballos, y luego, con una efectiva decapitación.
Los sobrevivientes, liderados por Diego Cristóbal Túpac Amaru, continuaron con una resistencia táctica, pero luego de varias derrotas y un claro estancamiento, este último fue convencido con algunas propuestas de paz y perdón.
El virrey Jáuregui buscó entonces una solución negociada, y, el 12 de septiembre de 1781, promulgó un indulto para todos los rebeldes, incluyendo a Diego Cristóbal Condorcanqui y a su familia. El obispo del Cuzco recibió la misión de lograr su rendición. En septiembre u octubre de 1781, Moscoso comisionó a dos curas, José Gallegos y Antonio Valdez, para que fuesen a Azángaro y convencieran a Thupa Amaru de que aceptara el indulto y depusiera las armas. (Itier, 2006, p.80)
El rol del sacerdote Antonio Valdez, presumible autor de Ollantay, parece esencial en esta instancia, pues fue quien se mantuvo custodiando al inca para que mantuviera su trato y así posteriormente pudiera ganarse los honores prometidos a un rey vencido (Itier, 2006). En cuanto 121
al clero, tuvieron una postura ambivalente frente a la rebelión: “Existen suficientes testimonios como para sugerir que desde el estallido del movimiento, José Gabriel tuvo toda la cautela de enviar cartas no sólo a los caciques vecinos sino también a los pueblos (…). Esto probablemente significa que Túpac Amaru se dio cuenta perfectamente de que los curas, desde el mismo modo que los caciques, están en capacidad de movilizar el apoyo de los indios de su parroquia”
(O’Phelan, 1988, p.264).
Finalmente, a pesar de ello y de la sumisión del último líder, unos corregidores se movilizaron para que arrestaran a Diego Cristóbal y en 1783 fue ejecutado, al igual que otros miembros de su familia. Como consecuencia de esta revolución, Carlos III prohibió “la circulación y lectura de los Comentarios reales de Garcilaso de la Vega y se ordenó extinguir la cátedra de quechua en la real y pontificia Universidad de San Marcos” (Valcárcel, 1982).
Asimismo, también “se prohíben los retratos con atributos incaicos, mandándose incluso a destruir los que se encontraran” (Estenssoro, 1991, p.421), lo que pone fin a los cacicazgos indígenas, manteniendo en el poder solamente a los que se mantuvieron leales a los españoles.
Esto significó una clara declinación en la promoción de la cultura inca, lo que se refleja, por ejemplo, en que no se han encontrado más registros sobre literatura dramática en quechua. En
1814 se produce el último intento de rebelión en Pumacahua, pero los dirigentes fueron castigados y el rumbo de las élites andinas se concluye definitivamente cuando Simón Bolívar suprime los cacicazgos (García-Bedoya, 2017a).
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Capítulo 7 Las manifestaciones criollas del teatro virreinal
Paralelamente en Lima y Potosí se desarrolla un teatro denominado criollo, término empleado para “designar la parte del teatro colonial más próxima a las pautas del teatro peninsular coetáneo. A diferencia de otros tipos de teatro, el criollo seguirá, desde su llegada al
Nuevo Mundo, la evolución del teatro peninsular, incorporando paulatinamente elementos autóctonos, de un modo más claro en las obras dramáticas cortas, de un modo más solapado en las obras extensas” (Reverte, 2017, 211). A pesar de que este teatro parezca un tanto más institucional, a medida que fueron pasando los siglos, los criollos empezaron a desarrollar una mayor conciencia sobre su condición en la sociedad, marcada por las discriminaciones y exclusiones que sufrían, lo que fue estableciendo un discurso criollo no exento de contradicciones (Reverte, 2017). Esto también se ve reflejado en su teatro y en el modo en que empiezan a diferenciarse de las pautas del teatro del Siglo de Oro, incorporando elementos de su propia realidad e identidad. Como un punto de contraste, se revisarán a continuación ciertas características de la teatralidad criolla, de las puestas en escena de sus obras y de los dramaturgos peruanos que componían las obras.
Teatro limeño
Las primeras manifestaciones teatrales que se realizaron en la capital del Virreinato fueron en el marco de la fiesta de Corpus Christi o para el recibimiento de alguna autoridad, en las que se ofrecían diferentes representaciones a la usanza de las tradiciones españolas como La celestina o de algunos dramaturgos latinos como Terencio. Aunque no se conoce con certeza alguna representación sacra realizada en las primeras décadas del siglo XVI, se infiere que, por la disposición de 1552 del Primer Concilio de cautelar su corrección y moralidad, estas debieron 123
de ser difundidas y puestas en escena con relativa frecuencia. Ya en 1574 el Cabildo de Lima tuvo que asumir la labor de organizar las representaciones, las que antes estaban en manos de los diferentes gremios (Lohmann, 1945).
A medida que se realizaban puestas en escena con mayores complejidades, se necesitó de la organización de las primeras compañías profesionales de actores. “El campo de acción de tales compañías corría desde Quito hasta los Charcas, siendo la carrera más utilizada la que conducía por Huamanga y el Cuzco hasta Potosí, el gran asiento minero altoperuano que constituía uno de los principales centros de disipación del mundo entonces conocido”
(Lohmann, 1945, p.57). La primera compañía estuvo liderada por Francisco de Morales, quien también fue empresario teatral y director. Gracias a él se edificó el primer corral, llamado de
Santo Domingo, donde se iniciaron las actividades en 1598. En términos de Lohmann (1945), en estos tiempos se deja atrás el humilde diálogo para elegir así obras y representaciones de mayor gusto (p.55).
Por su parte, el surgimiento del corral de San Andrés se origina por el deseo de la
Hermandad del Hospital Real de San Andrés de generar recursos para cumplir con las solicitudes de los enfermos. Por ello, le requieren al gobernante Luis de Velasco la autorización para usufructuar de las comedias que se representaran en el Virreinato, frente a lo cual este último aceptó. Con todas las autorizaciones pertinentes, se empezó a construir el corral, el que colindaba por su parte posterior con el hospital. En 1605, finalmente se puso en funcionamiento y aunque ninguna de los dos contaba con recursos escénicos de gran lujo, ambos lograron promover la asistencia a estos espectáculos y aunque competían, “por lo común una representaba en la ciudad, en tanto la otra andaba de gira por el interior del virreinato” (García-
Bedoya, 2000, p.103). Entre estos años funcionaron en Lima dos compañías, la de Jácome Lelio 124
y la de Gabriel del Río. A fines de 1603, se fusionan para crear la primera gran compañía teatral de Lima, que dura solamente hasta marzo de 1604.
En 1614, producto del impulso que el Virrey de Montesclaros dio al teatro, los empresarios teatrales comprendieron los beneficios económicos que les otorgaban los espectáculos como estos y se valieron del carácter mitológico de las obras más famosas para presentar a los personajes femeninos de una manera más atractiva. Esto les trajo como consecuencia que se creara, luego de la presentación de una comedia el 31 de octubre de ese año, la primera censura oficial, la cual se mantuvo activa durante todos los años de la Colonia.
Uno de los últimos eventos trascendentes del siglo XVII en Lima fue la apertura del Nuevo
Coliseo en 1662, el que fue construido en el mismo lugar en que se estableció el primer corral de San Agustín.
Desde 1681 en el Virreinato empezó una etapa menos favorable e inestable para el comercio teatral. Algunos de los factores que influyeron en ello son, primero, la poca afinidad que tenía el virrey Duque de la Palata con el teatro y, segundo, el terremoto de 1687, los que provocaron una disminución de representaciones incluso para la fiesta del Corpus (Suárez,
1981). A esto se le debe sumar que, con la muerte de Carlos II en 1700, se suspendieron las actividades teatrales en señal de luto, permitiéndose presentar en 1703 una última obra alusiva al Corpus Christi.
Aquello se contradice con lo sucedido con la producción escrita de obras dramáticas en español, ya que a fines del siglo XVII y principios del XVIII aparecieron los dramaturgos más importantes, quienes continuaron con su labor creativa a pesar de las prohibiciones hechas para las puestas en escena. Solo con la llegada del virrey Castell-dos-Ríus se produjo un resurgimiento del uso del palacio como lugar de representación, convirtiéndolo en “eje de la vida cultural y artística, organizando en él no solo numerosas representaciones teatrales, sino su 125
célebre Academia” (Suárez, 1981, p.270), la cual, a través de sus actas, ha permitido conocer los nombres de los dramaturgos37 que escribían para las fiestas celebradas en palacio.
En 1724 empieza una nueva etapa en la vida teatral del Virreinato con la llegada del virrey Marqués de Castelfuerte. Además del lujo que les imprime a las puestas en escena que patrocina, Suárez (1981) afirma que su decisión de ejecutar al criollo panameño José de
Antequera y Castro, quien fue conocido por oponerse al absolutismo arbitrario de algunos virreyes, originó un ciclo de literatura rebelde que podría ser considerada como un antecedente de los deseos independentistas de aquel siglo (p.273). Aquella aseveración se sustenta, por una parte, en la creación de unas décimas de carácter culto, escritas por el sacerdote Miguel Carreño, que terminan con una pieza teatral en que se lamenta la injusta decisión tomada, y por otra, en las inscripciones murales y el teatro satírico que se crean para manifestar el desacuerdo de parte del pueblo con aquel hecho. Guillermo Lohmann (1945) menciona una obra de este conjunto que se realizó como protesta: “Dicho alboroto causado por el castigo de Antequera también dio pie a la musa popular para expeler toda su inquina contra el rigoroso Virrey Marqués de
Castelfuerte: un ingenio chusco compuso un Entremés famoso de Juancho y Chepe, el cual, según se lee en el encabezamiento, sería representado en la puerta del Palacio de Lima ‹‹el día del juicio por la tarde››” (p.391). Lamentablemente, esta obra se quemó en el incendio de 1943 de la Biblioteca Nacional de Lima, por lo tanto, es imposible corroborar actualmente si su contenido es “una expresión teatral auténtica de la naciente, aunque soterrada rebeldía criolla”
(Suárez, 1981, p.276).
En cuanto a los espacios utilizados, el urbano fue el más concurrido para la representación, puesto que se empleaba para diversas festividades religiosas y cívicas, donde se
37 Luis Antonio de Oviedo y Herrera (Almería, 1639 – Lima, 1717); Pedro José Bermúdez de la Torre (Lima, 1661 – 1746); Miguel Sáez Cascante (Lima, 1635 – 1713); Pedro de Peralta y Barnuevo (Lima, 1664 – 1743). 126
escenificaban obras dramáticas integradas a la compleja estructura de la fiesta barroca. Los puntos más usados son las plazas o el atrio de la catedral y allí, como se dijo anteriormente, el
Cabildo organizaba y decidía qué obras se representarían, las que generalmente eran autos o comedias religiosas, siendo este último caso un reflejo mayor del modo en que la Iglesia ejercía un control ideológico por sobre los espectadores.
En los corrales de comedia las representaciones estaban a cargo de una empresa comercial privada. El dueño arrendaba el corral para poner en escena una obra a su disposición, por lo tanto, aunque a veces tuvieron el apoyo de algunos virreyes, “contaron con la hostilidad o la indiferencia de otros, y fueron frecuentemente blanco de las ácidas críticas de sectores del clero. Un público heterogéneo concurría a los locales y sostenía la actividad pagando su entrada”
(García-Bedoya, 2000, p.103).
El escenario de palacio fue el lugar donde la élite social concurría a los espectáculos privados promovidos por el Virrey. “El teatro espectacular en Lima sirvió, en efecto, como representación del poder, ya fuera como signo que cubría la ausencia de la figura del rey o que reflejaba la de su representante en el virreinato” (Rodríguez, 2008, p.120). Existía un tipo de presentaciones particulares, en las que solo asistía el gobernante y su corte, por esto, “requería de un escenario muy simple, que debía probablemente limitarse a ocupar una de las paredes externas de algún salón del palacio y a emplear las puertas laterales de este para las entradas y salidas de los actores” (p.118). Por el contrario, desde 1670, con el conde de Lemos como virrey, las representaciones teatrales de palacio se convirtieron en celebraciones imperiales abiertas a la ciudad, donde las compañías profesionales representaban obras tanto de dramaturgos españoles como de algunos criollos38. En un principio eran los virreyes quienes financiaban las
38 1672 A. Martínez de Meneses, P. Rosete Niño y J. de Cáncer, El arca de Noé 1689 L. de las Llamosas, También se vengan los dioses 1701 P. Calderón de la Barca, La púrpura de la rosa 127
obras que allí se presentan, sin embargo, posteriormente fueron los diferentes gremios los que quisieron afianzar su participación con la elección y financiamientos de los espectáculos que querían ver.
La incorporación de toda la ciudad como público de estos espectáculos es posible por medio de una secuencia de funciones en las que, cuidadosamente distribuidos, los distintos sectores de la ciudad desfilan por varios días por el patio o el salón (…) se trataba de un calendario organizado de funciones que se concebían como parte del festejo público y que, por tanto, no contemplaban el pago de una entrada. (p. 132-133)
De esta manera, si en el siglo XVII la finalidad que adquirió este tipo de teatro era la de reflejar el poder que tenía el gobernante del momento, en el siglo XVIII, por el contrario, ocurrió un momento de cambio en el que se necesitó resistir y encubrir las problemáticas que sucedían en la monarquía española. Esto produjo que en la primera década de ese siglo el teatro espectacular sirviera “de vehículo para afirmar la idea de una transmisión natural y legítima del poder del último Austria al primer príncipe Borbón” (p.121). Las obras puestas en escena en este período estaban destinadas a celebrar mayormente diferentes efemérides de Felipe V, rey al que se le debía respaldar frente a una sociedad que estaba resintiendo de algún modo la Guerra