Año 4 Conejo (1418)
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1. Ce Año 4 conejo (1418) erá la incertidumbre enemiga mortal de la libertad? —se preguntó Ixtlilxóchitl, el rey de Tezcoco, mien- Stras observaba el cielo oscuro, escuchando los grillos y el canto de los tecolotes—. Incluso para morir con honor se necesita libertad. Sólo quien vive de placeres ordinarios puede temerle a la muerte —cerró los ojos, respiró profun- do y se puso de pie. Tras pasar la noche en vela afuera de un pequeño palacio escondido en el bosque, se dispuso a acudir a la última batalla de su vida. Si bien la muerte no era una razón de miedo para él —cuyas credenciales le aseguraban la gloria póstuma—, el incierto destino de su pueblo y de sus hijos era más que su- ficiente para arrancarle el sueño. Mandó llamar a toda la gente que lo había seguido fielmente: soldados que habían pasado la noche vigilando desde las copas de los árboles u ocultos entre matorrales y mujeres que, mientras tanto, cocinaban atole, tortillas y tamales, mientras sus hijos dormían amontonados a un lado del fuego. Una nostalgia ensombrecía sus rostros y movimientos. El silencio delataba sus ganas de gritar: “¡Ya basta, ya no más guerra, que todo termine!”. Llevaban casi cuatro años luchando contra las tropas del viejo Tezozómoc, rey de Azcapotzalco, quien se negaba a reconocer como supremo monarca de toda la Tierra a su sobrino Ixtlilxóchitl, rey acolhua. 11 Nezahualcoyotl int.indd 11 11/25/11 1:00 PM N E Z A H U A L C Ó Y O T L El conflicto comenzó desde que Quinatzin, abuelo de Ixtlilxóchitl, era el supremo monarca y Acolhuatzin, padre de Tezozómoc, usurpó el trono. Desde entonces al joven Tezozómoc se le incrustó en la cabeza la idea de que él sería el sucesor en el poder. Por venturas del destino, Quinatzin y sus tropas se recuperaron y Acolhuatzin agachó la cabe- za, rindiéndose. A Quinatzin lo sucedió su hijo Techotlala, mientras que Azcapotzalco pasó a manos de Tezozómoc, quien siempre vio a aquél con desprecio. Techotlala le pidió una hija para casarla con su hijo Ixtlilxóchitl, con lo cual ambos reinos se fusionarían. Pero ocurrió lo más inesperado: Ixtlilxóchitl devolvió a la princesa tepaneca pocos días después de la boda, con el único argu- mento de que no se entendía con ella. El rey de Azcapotzalco no cobró venganza alguna. En el año 8 casa (1409) murió Techotlala y nombró como here- dero a su hijo Ixtlilxóchitl, pero Tezozómoc se negó a reco- nocerlo como gran tecuhtli. Sabiendo el rey de Azcapotzalco que Ixtlilxóchitl era vulnerable por su inexperiencia, en el año 13 conejo (1414) le declaró la guerra. Al inicio de las batallas, Ixtlilxóchitl tenía a la mayoría de los señoríos de su lado, así que logró una pronta rendi- ción de Tezozómoc. El rey acolhua le perdonó la vida y le devolvió todas sus tierras y privilegios, lo que provocó una ira en los aliados de Tezcoco. En poco tiempo la mayoría de los que decían ser fieles al reino chichimeca entregaron sus tropas a Tezozómoc, quien nuevamente se levantó en armas. Ixtlilxóchitl y su ejército se fueron debilitando hasta que los tepanecas se apoderaron de la ciudad de Tezcoco. El rey acolhua pudo escapar con parte de sus tropas y un con- siderable número de gente que decidió seguirlo poco antes de que llegaran los enemigos. Fueron perseguidos toda la noche hasta llegar a la sierra, donde sostuvieron un reñido combate, antes de volver a fugarse. 12 Nezahualcoyotl int.indd 12 11/25/11 1:00 PM ANTONIO GUADARRAMA COLLADO Treinta días después, Ixtlilxóchitl se dispuso a poner todo en una batalla crucial. Consciente de que esa mañana llegarían las tropas enemigas a embestir sus fortificaciones, ordenó que le prepararan su traje de guerra. Toda su gente observó en silencio mientras él se anudaba los cordones de sus elegantes botas cubiertas de oro. Su hijo Acolmiztli —de apenas dieciséis años— le ayudó a ponerse el atuendo real, una vestimenta emplumada y laminada en oro, brazaletes y una cadena de piedras preciosas y oro. Un hombre llegó con un penacho de enormes y bellísimas plumas. Ixtlilxóchitl lo recibió y se lo puso. Las plumas cayeron sobre su espalda. Otros cinco hombres hicieron fila pacientemente y esperaron a que Ixtlilxóchitl les diera la instrucción de avanzar hacia él. El primero en acercarse al supremo monarca le entregó el arco arrodillándose ante él; el segundo le llevó las flechas; de la misma manera le entregaron su escudo, lancillas y el ma- cuahuitl (macana con piedras de ixtli incrustadas). Luego de acomodarse las armas a la espalda se dirigió a su gente. —Hoy terminará la guerra —anunció—. Deben volver a sus casas y cuidar de sus hijos. Al decirles que todo esto terminará, no me guía la cobardía, sino la cordura. El ejérci- to tepaneca es mucho mayor que el nuestro y ya no puedo sacrificar más vidas. Si con mi vida ha de concluir esta guerra que no ha servido de nada, le daré gusto a mi enemigo. Iré para cumplir con mi deber. Está en mi agüero que he de ter- minar mis días con el macuahuitl y el escudo en las manos. Un largo y amargo silencio se apoderó del ambiente. No había forma de discutir. No había escapatoria. O salían a pelear o esperaban a que las tropas enemigas llegaran y los asesinaran a todos. El horizonte aún se encontraba oscurecido cuando el supremo monarca salió con su ejército, dejando a las mu- jeres, ancianos y críos en el pequeño palacio. Las aves co- menzaron su canto madrugador. Al llegar al sitio en el cual 13 Nezahualcoyotl int.indd 13 11/25/11 1:00 PM N E Z A H U A L C Ó Y O T L aguardarían a los tepanecas, el rey chichimeca se detuvo sin decir palabra alguna. Sus fieles soldados permanecieron en silencio. Ixtlilxóchitl disparó la vista al cielo y recordó la mirada de su padre Techotlala; caviló en los logros de sus antepasados: su abuelo Quinatzin, su bisabuelo Tlotzin, su tatarabuelo Nopaltzin y Xólotl, el fundador del reino chi- chimeca. Su hijo Acolmiztli se encontraba a su lado. Suspiró, cerró los ojos y se dirigió a sus soldados: —Leales vasallos, aliados y amigos míos, que con tanta fidelidad y amor me han acompañado hasta ahora, sé que ha llegado el día de mi muerte, a la cual no puedo escapar. Siguiendo a este paso no lograré otra cosa más que envolver- los a todos en mi desgracia. Nos falta gente y alimento. Mis enemigos vienen por mí. Y no vale la pena que por salvar mi vida, la pierdan también ustedes. De esta manera he resuel- to ir yo sólo a enfrentar a mis enemigos, pues muerto yo la guerra se acabará, y cesará el peligro. En cuanto esto ocurra abandonen las fortificaciones y procuren esconderse en esa sierra. Sólo les encargo que cuiden la vida del príncipe, para que continúe el linaje de los ilustres monarcas chichimecas. Él recobrará su imperio. —Gran tecuhtli —dijo uno de los soldados—, yo lo acompañaré hasta el final. Y si he de dar mi vida para salvar la suya, con gran honor moriré en campaña. Como usted lo ha dicho muchas veces: Sólo quien vive de placeres ordinarios puede temerle a la muerte. Asimismo el resto de la tropa expresó su apoyo dando un paso al frente, apretando fuertemente sus armas. En ese instante, una parvada voló frente al sol que se asomaba y unos venados corrieron por el horizonte. El supremo mo- narca dirigió su mirada hacia aquella dirección y anunció con un grito la aproximación de las tropas enemigas. Los capita- nes comenzaron a dar instrucciones a los soldados mientras Ixtlilxóchitl se dirigió a su hijo: 14 Nezahualcoyotl int.indd 14 11/25/11 1:00 PM ANTONIO GUADARRAMA COLLADO —Hijo mío, Acolmiztli, me cuesta mucho dejarte sin amparo, expuesto a la rabia de esas fieras hambrientas que han de cebarse en mi sangre; pero con eso se apagará su eno- jo. No te dejo otra herencia que el arco y la flecha. Pero el joven Acolmiztli respondió que iría a luchar junto a él. —¡Tu vida corre peligro! —dijo Ixtlilxóchitl mirando rápidamente de atrás para adelante, midiendo el tiempo que le quedaba disponible para hablar con su hijo, a quien tomó por los hombros—. ¡Tú eres el heredero del reino chichime- ca! De ti depende que sobreviva el imperio —a lo lejos se es- cucharon el silbido de los caracoles y los tambores enemigos. Tum, tututum, tum, tum. —¡Padre, permítame luchar contra el enemigo! —el príncipe chichimeca empuñaba las manos como si con ello demostrara su habilidad para la guerra—. Me he ejercitado en las armas. —¡Guarda eso para el futuro! —le tocó la frente. Tum, tututum, tum, tum. Con lágrimas en los ojos, el príncipe Acolmiztli le arre- bató el macuahuitl a uno de los soldados. —¿Ves ese árbol? —señaló Ixtlitlxóchitl—. ¡Súbete ahí y escóndete! ¡Anda! ¡No te tardes! Acolmiztli frunció el entrecejo y levantó el macuahuitl. En ese momento el capitán que había presenciado todo, sin esperar las órdenes del supremo monarca, le quitó al joven príncipe el arma y lo jaló del brazo. Hubo un forcejeo entre ambos, pues el príncipe se resistía a retirarse. El capitán no quiso emplear mayor fuerza por respeto al joven heredero, quien logró zafarse y volvió ante su padre. El capitán co- rrió tras el joven chichimeca y, sujetándole ambos brazos, lo arrastró hasta el árbol, ante sus intentos desesperados; otro de los soldados tuvo que intervenir para subirlo.