Antología Hiroshima, Truman

Ediciones Irreverentes ANTOLOGÍA

Hiroshima, Truman

Colección de Narrativa Ediciones Irreverentes Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.

De la edición: © Ediciones Irreverentes S.L. De sus respectivas obras: © , Miguel Angel de Rus, Manuel A.Vidal, Andrés Fornells, Nelson Verástegui, Violeta Sáez, Pedro Amorós, Ricardo Cid, Julio Fernández, Elena Marqués, Carlos Ortiz de Zárate, Iván Teruel, Miguel Paz Cabanas, Francisco Legaz, Carmen Matutes, Víctor Bórquez Núñez, Alberto Bejarano, Kalton Harold Bruhl, Santiago García Tirado, Álvaro Díaz Escobedo, Pedro Antonio Curto y Tomás Pérez Sánchez. Del prólogo © Jorge Majfud Febrero de 2011 http://www.edicionesirreverentes.com ISBN: 978-84-96959-87-3 Depósito legal: Diseño de la colección: Absurda Fábula Imprime: Publidisa Impreso en España. ÍNDICE

Los medios justifican los fines. Prólogo de Jorge Majfud ...... 7

Hiroshima y Nagasaki. Un sol de fuego de Eduardo Galeano ...... 13

Ferebee de Miguel Angel de Rus ...... 17

Un encuentro fortuito de Manuel A.Vidal ...... 25

Todos los muertos eran inocentes de Andrés Fornells ...... 43

Agapornis y bonsáis de Nelson Verástegui ...... 49

Senbazuru (Mil Grullas) de Violeta Sáez ...... 61

Misa de Nochebuena en Nagasaki de Pedro Amorós ...... 65

Hibakushas, la huella del pasado de Ricardo Cid ...... 73

Akiko de Julio Fernández ...... 79

El niño de Tinian que jugaba a la guerra sin saberlo de Elena Marqués Núñez ...... 83 Trinity, Little Boy y Fat Man de Carlos Ortiz de Zárate ...... 89

El fotógrafo de Nagasaki de Iván Teruel ...... 95

El documentalista de Miguel Paz Cabanas ...... 101

Arroz con pescado en Hiroshima de Francisco Legaz ...... 105

Nada que hacer de Carmen Matutes ...... 113

Las grullas de Víctor Bórquez Núñez ...... 127

El día que Oppenheimer lloró de Alberto Bejarano ...... 133

Una ofrenda de Kalton Harold Bruhl ...... 139

Tres formulaciones del cero de Santiago García Tirado ...... 143

Una testigo, muchos culpables de Álvaro Díaz Escobedo ...... 149

Balada de los amantes de Hiroshima de Pedro Antonio Curto ...... 163

Devuélvanme al infierno de Tomás Pérez Sánchez ...... 175 Los medios justifican los fines

PRÓLOGO

DE JORGE MAJFUD JORGE MAJFUD (Tacuarembó, , 1969). Es Máster en lite- ratura y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Georgia. Además de enseñar en , ha sido profesor en Lincoln University. Actualmente es profesor en . Majfud ha recibido varios premios en concursos literarios interna- cionales. Entre ellos, Mención Premio Casa de las Américas, La Habana, Cuba 2001, por la novela La reina de América. Es colaborador habitual de los diarios «El País» y «La República» de , «Milenio Diario» de México, «La Vanguardia» de Espa- ña, «Mundo» de Washington, «Monthly Review» y «Political Affaire» de Nueva York, y «El Nuevo Heraldo» de Miami, entre otros. Columnista de opinión del Programa de Radio Exterior de España «Sexto Continente». Es autor de libros como Hacia qué patrias de silencio (memorias de un desaparecido), Crítica de la pasión pura, El tiempo que me tocó vivir, La narración de lo invisible, Perdona nuestros pecados, y La ciudad de la luna. Ha aparecido en la Microantología del microrrelato II. Días atrás, cenando en casa de un profesor amigo, un ingeniero de la Universidad de Texas amablemente me reprochaba el hecho de haber cambiado la arquitectura por la literatura. El reproche no iba porque la historia hubiese perdido algo (nunca fui bueno ni en una cosa ni en la otra) sino porque el cambio parecía una crítica, si no una traición simbólica, de una especialidad hacia la otra. No voy a argumentar como Leonardo da Vinci que alguna vez consideró la pintura como un arte superior a la escultura, tal vez por razones personales, por cierta rivalidad con Miguel Ángel más que por convicciones intelectuales. Ninguna disciplina es superior a otra sino por lo que aporta a los demás, y tanto las ciencias como las huma- nidades tienen tanto para dar, empezando por no considerarse el ombligo de la existencia humana. Mi respuesta entonces fue apenas un recuerdo de algo que había escrito en alguna parte: «me cambié de disciplina cuando comprendí que la realidad estaba hecha más de palabras que de ladrillos». No era una buena razón personal, pero era una razón verificable, al fin y al cabo. Esta tarde me di una vuelta por la biblioteca principal de la uni- versidad. Me habían llegado unos libros y unos documentos que había pedido, las cinco mil páginas de la Investigación sobre Desaparecidos en Uruguay, entre otros. Aproveché para perderme entre los anaqueles. El silencio y el olor de las bibliotecas estimulan la curiosidad y la imaginación. Deam- bulé por la historia de la Rusia del siglo XIII, por la Francia de los cromañones, por la primitiva Teoría de la relatividad de Pointcaré, por una carta de Einstein al presidente de Estados Unidos, por la Segunda Guerra mundial. Entonces, inevitablemente, derivé a Hiroshima y Nagasaki. Recor- dé una discusión con alguien que defendía las bombas atómicas como

9 PRÓLOGO: LOS MEDIOS JUSTIFICAN LOS FINES necesarias para terminar la Segunda Guerra mundial. Creo que le propuse mudar el museo de Hiroshima a Washington o alguna parte del mundo donde sirviera para aprender algo. He discutido tantas veces de tantas cosas que ni me acuerdo de aquel sujeto de cachetes colorados y bigotes tipo Hulk Hogan. Me pregunto si yo los sigo o ellos me persiguen. No creo que fuese algún colega porque en esto no son muy originales. Todos han rechazado semejante acto de humanis- mo que puso fin a la guerra, evitando así la muerte de miles de inocen- tes si se hubiesen usado otros métodos más tradicionales. Bajé a la sala de archivos y leí las revistas de entonces. 1943, 1944, 1945. Febrero, marzo, abril. Las noticias de la guerra aparecían frag- mentadas entre los inevitables anuncios de felicidad, casi todos basa- dos en la proliferación tecnológica. Autopistas aéreas, automóviles con aire acondicionado. «Asado in the Argentine», por entonces reco- nocida en la publicidad como un «gigante industrial». Para bien y para mal los norteamericanos dieron forma a nuestro mundo posmoderno. Aun hoy sus obsesiones y fantasías renacen en los lugares más impensados del planeta bajo otras banderas. No obs- tante cada Atenas, cada Roma tiene sus desastres propios, sus catás- trofes difíciles de repetir. Difíciles, aunque no imposibles. El numero de Time del 13 de agosto apenas cita a Truman, según el cual «lo que se ha hecho [el 6 y el 9 de agosto] es el más grande logro de la ciencia en toda su historia» (p. 17). En su portada del 20 de agosto la revista recibía al lector con un gran disco rojo con fondo blanco y una X que tachaba el disco. No era la primera bomba atómica de la historia arrojada sobre una pobla- ción de seres humanos sino el sol o la bandera de Japón. En la página 29, un articulo bajo el título de «Awful Responsabi- lity» («Una responsabilidad terrible») el presidente Truman trazaba las líneas de lo que iba a ser más tarde el pasado. Como un buen hom- bre de fe siempre que es colocado por Dios en el poder, Truman

10 JORGE MAJFUD reconoció: «Le damos gracias a Dios porque esto haya llegado a nos- otros antes que a nuestros enemigos. Y rezamos para que Él nos pue- da guiar para usar esto según Su forma y Sus propósitos». En la inversión semántica de sujeto-objeto, por «esto» se refiere a la bom- ba atómica que «nos ha llegado»; por «nuestros enemigos», obvia- mente, se refiere Hitler e Hirohito; por «nosotros», a nosotros, los protegidos de Dios. No cabe duda que Hitler e Hirohito eran criminales. Criminales, asesinos desde un punto de vista humanista, secular. Desde un pun- to de vista religioso eran dos demonios. Uno de ellos cristiano, a su manera. A Truman, a quien se le puede reconocer parte de la libera- ción de Europa, deteniendo o mitigando así el holocausto judío, no se le acusa al mismo tiempo de criminal. Como en una telenovela, uno es bueno o es malo, pero no las dos cosas a la vez. Porque según la mentalidad religiosa judeocristianomusulmana los estados intermedios, la vida humana y el purgatorio, son temporales, casi inexistentes. No caben tonos grises; uno es ángel o demonio, está en el cielo o en el infierno. Por lo tanto, es natural que se pensara que Dios estaba de par- te de uno de los bandos y que haya sido partidario de arrojar un par de bombas atómicas («según Su forma y Sus propósitos») sobre ciu- dades llenas de hombres, mujeres y niños que solo haciendo un gran esfuerzo de imaginación, y con ayuda de la Santa Inquisición, podrí- amos atribuir alguna responsabilidad mortal. En la revista, ninguna mención al número de víctimas. Mucho menos a las víctimas. Apenas algunos porcentajes, que nunca dan una idea de la escala real del objeto medido en términos relativos. Por- que uno no puede ser un instrumento de Dios o del bien habiendo suprimido a tantos inocentes. Al menos que se compare Hiroshima y Nagasaki con Sodoma y Gomorra. En la Edad Media se exageraba el número de muertos en nombre de Dios. Ahora los números se han dis- parado a las nubes pero nadie habla de los muertos que convierten a un soldado en héroe y al comandante en líder espiritual.

11 PRÓLOGO: LOS MEDIOS JUSTIFICAN LOS FINES

En el numero siguiente de Time, en un rincón de la pagina 92, unas líneas dan cuenta que junto con la desaparición del 30 % de Nagasaki, desapareció también la comunidad jesuita, la comunidad cris- tiana más antigua de Japón. Pero todo sea por una buena causa. El principio atribuido a Maquiavelo de «los fines justifican los medios», tan común en las revoluciones y contrarrevoluciones políti- cas de la Era Moderna, encontró su aliado posmoderno en su exacto inverso: los medios justifican los fines. Gracias a los medios, las pala- bras de un hombre poderoso pueden pasarle por encima a cualquier realidad. Ahora, si uno es un pobre diablo, la realidad le pasará por enci- ma. Si la realidad no se adapta a las palabras, peor para la realidad. No importa que esa realidad sea una bomba atómica y miles de muer- tos. Lo que importa es qué diremos y qué escucharemos de ellos. Al fin y al cabo, la realidad diaria no es más que lo que percibimos y entendemos (o queremos entender) como real. Pero tengo la fuerte sospecha que existe una realidad real, la ver- dad, que es siempre la primera y la ultima victima de todo poder des- controlado.

Septiembre 2010. Jacksonville University.

12 Hiroshima y Nagasaki. Un sol de fuego

DE EDUARDO GALEANO EDUARDO GALEANO (Montevideo, Uruguay, 1940). Está considerado actualmente como uno de los más destacados escritores de la literatura hispanoamericana. Comenzó su carrera de periodista a inicios de los años 60 como editor de «Marcha» un semanario influ- yente en el que tuvo como colaboradores a Mario Benedetti y . En el Golpe de Estado de 1973, Galeano fue encarcelado y obligado a dejar Uruguay. Su libro Las venas abiertas de América fue censurado por las dictaduras militares derechistas de Uruguay, Argen- tina y Chile. Se fue a vivir a Argentina donde fundó la revista cultural «Crisis». En 2006, Galeano se unió a figuras internacionales como Gabriel García Márquez, Benedetti, Ernesto Sábato, Thiago de Mélo, Carlos Monsivais y Pablo Milanés, entre otros, en la demanda de soberanía para Puerto Rico. Además firmó en la proclamación de independencia del país. Es autor de libros como Guatemala, país ocupado, Su majestad el fútbol, Violencia y enajenación, Vagamundo, Días y noches de amor y de guerra, Memoria del fuego, Ventana sobre Sandino, Nosotros decimos no, Memorias del fuego I —Los nacimientos, Memorias del fuego; II— Las caras y las máscaras; Memorias del fuego III, El siglo del viento, Bocas del Tiempo y Espejos. Una historia casi universal. 1945 Hiroshima y Nagasaki Un sol de fuego

Un sol de fuego, violenta luz jamás vista en el mundo, se eleva lenta- mente, rompe el cielo y se derrumba. Tres días después, otro sol de soles revienta sobre el Japón. Debajo quedan las cenizas de dos ciuda- des, un desierto de herrumbre, muchos miles de muertos y más miles de condenados a morir de a pedazos a lo largo de los años que vienen. Estaba la guerra casi acabada, ya liquidados Hitler y Mussolini, cuando el presidente Harry Truman dio la orden de arrojar las bom- bas atómicas sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki. En los Estados Unidos, un clamor nacional exigía la pronta aniquila- ción del Peligro Amarillo. Ya era hora de acabar de una buena vez con los humos imperiales de este arrogante país asiático jamás colo- nizado por nadie. Ni muertos son buenos, decía la prensa, estos moni- tos traicioneros. Ahora no caben dudas. Hay un gran vencedor entre los vencedo- res. Los Estados Unidos emergen de la guerra mundial intactos y más poderosos que nunca. Actúan como si todo el planeta fuera su trofeo.

1945 Princeton Einstein

Albert Einstein se siente como si su propia mano hubiera apretado el botón. Él no hizo la bomba atómica, pero la bomba atómica no hubie- ra sido posible sin sus descubrimientos. Ahora, Einstein quisiera haber

15 HIROSHIMA Y NAGASAKI. UN SOL DE FUEGO sido otro, haberse dedicado al inofensivo oficio de reparar cañerías, o levantar paredes, en lugar de andar averiguando secretos de la vida, que otros usan para aniquilar. Cuando era niño, un profesor le dijo: —Nunca llegarás a nada. Papando moscas, con cara de estar en la luna, él se preguntaba cómo sería la luz vista por alguien que pudiera cabalgar un rayo. Cuan- do se hizo hombre, encontró la respuesta, que resultó ser la teoría de la relatividad. Recibió un Premio Nobel y mereció varios más, por las respuestas que desde entonces ha encontrado para otras pregun- tas, nacidas del misterioso vínculo entre las sonatas de Mozart y el teorema de Pitágoras o nacida de los desafiantes arabescos que dibu- ja, en el aire, el humo de su larguísima pipa. Einstein creía que la ciencia era una manera de revelar la belleza del universo. El más célebre de los sabios tiene los más tristes ojos de la historia humana.

Eduardo Galeano 1

1- De Memorias del Fuego, El siglo del viento.

16 Ferebee

DE MIGUEL ÁNGEL DE RUS MIGUEL ÁNGEL DE RUS (Madrid, 1963). Editor, narrador y periodista. Ha publicado las novelas Dinero, mentiras y realismo sucio, Bäsle, mi sangre, mi alma y Europa se hunde, editadas en Ediciones Irre- verentes. Es autor de los libros de relatos Evas, Malditos, Donde no lle- gan los sueños, (Ediciones Irreverentes), Putas de fin de siglo (Olalla Ediciones), La civilización y la nada (Cuadernos del laberinto) y Cuen- tos Irreverentes (Prensa y Ediciones Iberoamericanas). Publicó un libro de artículos 237 razones para el sexo, 45 para leer y el ensayo Perlas del pensamiento misógino. Ha participado en las antologías, Freakciones, 6 películas, 6 muta- ciones (Universidad de Málaga), Las estratagemas del amor, Yo también escuchaba el parte de RNE, Amores que matan, Cuatro negras, Pasiones fugaces, En el tren, Seres reales, seres imaginarios, 250 años de terror; Poeficcionario, Microantología del microrrelato, El sabor de tu piel, Anto- logía del relato negro I, Antología del relato negro II y Microantología del Microrrelato II. Dirige el periódico literario «Irreverentes» y presenta y dirige los programas literarios de Radio Exterior de España (REE) «Sexto Continen- te» y «Edición Exclusiva». Como periodista ha publicado en Cambio 16, Cuadernos para el diálogo, Cine 16, El País, El Mundo, diario Ya y Diario 16, y ha sido articulista de las agencias OTR y Fax Press. Dormía plácidamente; era una de sus virtudes. Al llegar las diez de la noche se levantó renqueante del sillón, dejó la Biblia sobre el televi- sor, lavó sus dientes, rezó sus oraciones y se introdujo en su cama con la conciencia tan tranquila y los nervios tan laxos que antes de tener el tiempo necesario para enhebrar alguna idea que pudiera distraerle de su finalidad tenía los ojos cerrados, la respiración regular y pausa- da y los restos de conciencia durmiendo con placidez. Ferebee junior vivía solo. Según quienes afirmaban conocerle, la razón era su agresividad, su carácter huraño. Era áspero en su habla, en sus movimientos, en sus gestos, en su forma de vestir, aunque tenía virtudes. Nadie le negaba sus virtudes: ser un buen cristiano, un buen patriota y un buen hijo. Era un hombre fuerte y saludable, apenas padecía una leve lesión cardiaca que no le impedía correr por las maña- nas, como cuando era un adolescente. Cuando su padre, Tom Ferebee, murió, lloró como el niño que algún día fue; durante días su semblan- te quedó lívido, sus manos frías, su alma helada en alguna esquina de su corpachón bien alimentado. Su vida se convirtió en más rutinaria de lo que ya había sido; su casa, más sombría. Los únicos adornos que podían encontrarse en aquella guarida eran los retratos en blanco y negro de su padre, las fotos pilotando aquel avión, la imagen amarillen- ta de su madre sonriente tras las gafas y la dentadura postiza, con una inmensa tarta de manzana, casera, entre ambas manos, una pequeña bandera norteamericana en cada habitación, maquetas de aviones… un inmenso mapa de Estados Unidos en el salón. Algún gato debió volcar un cubo de basura en la calle, porque un sonido metálico sobresaltó a Ferebee, que cambió de postura, quedando tumbado sobre su espalda. La boca abierta exhalaba un aire denso, un leve sonido ronco. Apenas un rayo de luz entró por la ventada, dibujando en las sombras el volumen de su vientre. Volvió a dormir sereno.

19 FEREBEE

Fuera, dejaron de sonar los coches. Sólo el monótono y lejano sonido del rotor de un helicóptero desvirtuaba el silencio. Algunas nubes densas debieron aparecer en el cielo, porque la escasa luz de luna desapareció y se hizo la absoluta oscuridad. La úni- ca señal, mínima, de vida en el cuarto, era el sonido de la respiración pausada, morosa, inexistente casi. Quizá por ello, si hubiera estado des- pierto, Ferebee junior se hubiera sobresaltado al descubrir que de la puerta entreabierta del armario salía el diminuto destello de dos ojos rasgados, pertinaces. En la oscuridad densa el brillo blanco de aquellos ojos comenzó a moverse, lento, en dirección a la cama. Pasó junto a la silla en la que se encontraban tirados el pantalón, una camisa arrugada y unos calcetines sucios, se acercó a la colcha que caía sobre el suelo. Los ojos subieron hasta la altura del rostro aflojado de Ferebee y una suave luz entró en la habitación, quizá debido a que el desplaza- miento de una nube permitía ver una pequeña parte del disco de la luna. Brillaron en la semipenumbra unos dientes pequeños e irregu- lares, unos colmillos afilados, si Ferebee hubiera estado despierto habría sentido una respiración poco a poco más agitada. —¿Sabes, hijo de puta —susurró una voz grave y resentida— lo que pasó ahora hace sesenta años? Un seis de agosto, como hoy, de 1945. Sí, sí, lo sabes, conoces la fecha a la perfección… poco des- pués de las ocho de la mañana, el bombardero Enola Gay, del ejérci- to de los Estados Unidos de América, lanzaba sobre Hiroshima la primera bomba atómica. La llamaron Little Boy, qué irónico, un niño pequeño con el que Estados Unidos cometió el mayor crimen de la his- toria de la humanidad… cerca de un cuarto de millón de personas muertas en un instante. Ferebee, aún dormido, se agitó en la cama, como si le faltara el aire. Desde diferentes puntos de la habitación comenzaron a salir puntos de luz mínimos; ojos rasgados que se dirigían lentos y pertinaces, hacia la cama.

20 MIGUEL ÁNGEL DE RUS

—Y sabes a la perfección todos los detalles del hecho. Te los contaron cientos de veces cuando eras un niño, cuando eras un ado- lescente, porque quien tiró de la palanca que aniquiló la vida de tan- tos seres humanos, el perro que obedeció las órdenes del democrático tirano Truman, fue tu padre, Tom Ferebee; el héroe nacional nortea- mericano. El mismo cuyas fotos adornan las paredes de tu casa; el condecorado, el que dio una razón de ser a tu vida. Ferebee tenía dificultad para respirar, parecía estar en un duerme- vela agitado. Intentó hablar, aunque su estado de consciencia no le per- mitía hilar los pensamientos con nitidez. —¿Quién eres? ¿Qué quieres? —Quiénes somos y qué queremos, deberías preguntar. Somos aquellos muertos y venimos a llevarnos tu vida. —Yo no… no soy culpable. Soy un buen cristiano. —Vas a venir con nosotros al otro lado, al de la nada. Al de la nada para siempre. Nunca hubo justicia, por lo que ahora ha llegado la hora de nuestra venganza. —Ya tenéis a mi padre. Ya murió —Su habla era difícil de enten- der. Masticaba con dificultad las palabras. —Ya está en vuestras manos. El culpable no fue él, el culpable fue el Sistema, fue Truman, fueron nuestros representantes, mi padre obedeció órdenes, era sólo un buen ciudadano de su país. Ferebee sentía un inmenso peso en los ojos, no podía abrirlos, no podía casi respirar, crecía la angustia y notaba como si perdiera la capacidad de percibir las cosas, como si se le escapara el alma. Cre- cían los ojos a su alrededor, su brillo, ya no había un par de ojos, sino tres, cuatro, cien, mil. Un suave sonido susurrante llegaba de la coci- na, casi imperceptible, fuera las hojas de los árboles comenzaban a moverse con una suave brisa. —Ellos ya están con nosotros y nadie los devolverá. Y tú tampo- co volverás. —No, —apenas se pudieron escuchar sus palabras— yo soy el

21 FEREBEE niño que iba en bicicleta por el jardín de la casa, el muchacho que dejó la universidad, el mecánico eficiente, yo soy… —Un eslabón más de la cadena. Dos manos rodearon el cuello de Ferebee y comenzaron a apretar. —Quería a mi padre —dijo casi ahogado. Dos manos se unieron a las primeras y apretaron con más fuerza. —Yo iba a la playa, defendí a la patria cuando me llegó la edad, comía las dulces rosquillas que… Su voz se apagó. En torno a su cuello se unieron tres pares de manos, cuatro, cien, mil, todas apretaban, el aire no llegaba a sus pul- mones, el oxígeno no llegaba a su cerebro, había huido de su sistema nervioso central. Había un brillo más fuerte en aquellos pares de ojos que ya llenaban la habitación. No peleó, no se revolvió, perdía el alma y se iba dejando morir con dulzura, sintiendo que su cuerpo quedaba en la cama y aquello que lo animaba se marchaba hacia algún lugar. Exhaló un último suspiro. Las manos ya no apretaban, los ojos inclementes desaparecie- ron, y en la silla continuaba en desorden el pantalón, la camisa arru- gada y los sucios calcetines. La noche continuaba negra, silente, apenas había un ruido amortiguado de pasos sobre el tejado, un gato, quizá. Y el suave sonido sibilante, de la brisa, quizá. Ferebee estaba tranquilo. Lo iba a estar por siempre. No respira- ba ya. Nadie le echó de menos los primeros días. Cuando llegó el mediodía del lunes sonó el teléfono de la casa. La primera vez el timbre tronó diez veces. Media hora después, lo hizo has- ta que la comunicación se cortó por sí sola. No interrumpió a Ferebee el sueño del que no se vuelve. Volvió a sonar cada media hora. Al final de la tarde las llamadas se produjeron cada cinco minutos. En las paredes, las fotografías del piloto, la imagen amarillenta de la madre sonriente tras las gafas y la dentadura postiza, con una inmen- sa tarta de manzana, en el cristal de la puerta de entrada a la casa,

22 MIGUEL ÁNGEL DE RUS unos golpes secos primero; después, secos y repetidos. Apremiantes. Una voz viril y exigente. —¿Hay alguien ahí? ¡Abre! Si Ferebee hubiera estado vivo habría escuchado el conciliábulo nervioso. El golpe seco y extremadamente violento contra la puerta que saltó y golpeó fuertemente la pared haciendo caer una fotografía al suelo. Habría visto entrar al policía con la pistola en la mano. —Sal, Georges, sal, apesta a monóxido de carbono. Tos, necesidad de escupir, de beber un trago del café aguado que llevaban en un termo, en el coche. Una vecina vieja, con un vestido de colores tropicales y el pelo blanco azulado, grita «la habitación del señor Ferebee es aquella». Un gato negro de ojos rasgados y brillan- tes mira agazapado desde debajo de un coche. Una carrera, un golpe seco en la ventana, cristales rotos que caen con una extraña música aguda. Sale el olor de la habitación, entra el aire de la calle y un poli- cía con un pañuelo que le tapa la nariz. Pasan unos segundos, un minuto quizá. —No respira. No le late el corazón. Su compañero, de un modo innecesario, afirma «está muerto», todos asienten, como parte de un inmenso jurado que hubiera llega- do a la más difícil deliberación, y miran al suelo. Proceden según mar- ca la ley. ¿Qué se hace con la casa de un muerto? ¿Qué sentido tiene? ¿Y si el muerto es el hijo de un héroe nacional? No por ello deja de vol- ver la noche, no por ello deja de hacer calor y vuelve el aire fresco. Todo lo más, se deja un coche patrulla a la puerta de la casa para evitar que entren los vándalos, se silencia el nombre del muerto para evitar momentáneamente la intromisión de la prensa. Se espera a la autop- sia, a que el juez ordene qué hacer. —¿Una rosquilla, Fred? —Sí, y tomaré un poco más de café. No sé para qué nos hacen estar de guardia toda la noche a la puerta de esta casa. Está precintada.

23 FEREBEE

—Para que no entre nadie, Fred. Peor sería estar en los barrios de los negros o de los hispanos. Prefiero aburrirme aquí que estar solu- cionando alguna violación, algún robo o algún asesinato. Y peor debe estar el tal Ferebee. Ahora lo estarán abriendo. —Cierra la boca, me estropeas el café. Y vigila que no entre nadie. —¿Quién va a querer entrar? Vamos a escuchar algo de música. Mira lo que he traído. En la casa, los ojos rasgados y brillantes de los gatos, quizá tres, cuatro, pululaban por los rincones. Por alguna razón habían decidido entrar. Uno de ellos se subió en la cama, la olió, repentinamente se bajó y desde el suelo dio un zarpazo en la colcha. Salió hacia el salón y los otros gatos le siguieron. El gato que parecía mandar en el grupo se subió al sofá y se tumbó. Los demás, quedaron a sus pies y se tumba- ron en la alfombra. Alguno comenzó a lamerse. —En verdad, —dijo uno de los policías— estas noches cálidas y tan agradables, no son las mejores para morir. —Verdad —dijo su compañero, tomó un sorbo de café, y miró hacia el final de la calle de casas de dos plantas con jardín, árboles, por la que, era cierto, les hubiera apetecido pasear, sin las responsabilida- des propias de su cargo.

24 Un encuentro fortuito

DE MANUEL A. VIDAL MANUEL A. VIDAL. Profesor de Geografía e Historia en el Ins- tituto de enseñanza Secundaria María Zambrano de Leganés. Trabajó como editor en la Editorial SM durante más de cinco años. Ha publica- do en Ediciones Irreverentes la novela negra Buena Jera. Ha publicado los poemarios Albesa mirada y La fragilidad del ser. Ha participado con el relato El hipocondríaco en la antología 25 años del Instituto María Zambrano. Tiene publicados diversos textos históricos. Especialista en Historia y novela negra, ha participado en las anto- logías de Ediciones Irreverentes Antología del relato negro I, Las estra- tagemas del amor, Yo también escuchaba el parte de RNE, El sabor de tu piel y Antología del relato negro II. Ha colaborado en el periódico literario Irreverentes. Soy impuro, impuro, impuro. Desde que nací la sangre noble2 que corre por mis venas está contaminada. ¿Por qué tuve que sufrir el deshonor de la mentira? ¿Por qué se me reclamó de los sueños para escupirme la verdad, echándomela encima como si fuera donburi 3 frío? En ocasiones pienso en lo cruel que es cuando se revela incon- testable. Mi padre antes de hacer seppuku 4 , me llevó de la mano al jardín del té y en voz muy queda, a través de la taza humeante, me reveló el secreto de su origen. Un escalofrío me recorrió el cuerpo: toda la familia tenía la sangre obscena de un extranjero. Un supein-go 5 había embelesado a la abuela, después que hubiera enviudado de Kaito Kontaro, su señor. Su cuerpo casi adolescente había sido encontrado en el islote de Minami Kojima, en el extremo sur del archipiélago de Nansei, cuya isla principal es Okinawa, lugar de nacimiento del karate-do y del sai, un arma que sus campesinos crearon para contrarrestar el poder de la katana 6 a comienzos del siglo XVII. Hoy día el karate es un arte marcial nacional junto con el judo, el aiki- do, el jiu-jitsu o el kendo. Su piel dorada por el sol y su cabello negro como el azabache llamaron la atención de Kaito Kontaro cuando, acompañando a su padre Teisei, volvía de establecer relaciones comerciales con Haruto Takumi, uno de los señores de la guerra que había sido destinado a Tai- wan, para hacer efectivo el tratado de Shimonoseki, por el que China nos cedía a perpetuidad la isla en mil ochocientos noventa y cinco. El supein-go le contó que había llegado a la isla en un esquife. Su lancha

2- De damyō 3- Cuenco que contiene pescado, carne, vegetales, u otros ingredientes cocinados juntos y servidos sobre arroz. 4- Suicidio ritual japonés, hara kiri 5- Español 6- Espada japonesa

27 UN ENCUENTRO FORTUITO cañonera había encallado en unos bajíos de la isla de Mavudis, en el archipiélago de Batanes, la zona más septentrional de Filipinas. Algu- nos miembros de la tripulación se quedaron a la espera de rendirse a los militares norteamericanos, que habían vencido a la flota españo- la en Cavite, pero él, temiendo por su vida ante la proximidad de los ivatanes nativos, decidió embarcarse en el pequeño navío junto a otros dos compañeros, poniendo rumbo incierto. A Minami Kojima única- mente arribó él. En su inglés balbuceante consiguió hacerse entender. Desde que el Comodoro Mathew Perry forzara en mil ochocientos cincuenta y tres la apertura del Japón al mundo occidental, muchos hijos de la nobleza japonesa aprendieron el idioma bárbaro, especialmente cuan- do la restauración Meiji terminó con la sociedad feudal de señores de la guerra y samuráis desubicados por la llegada de las armas de fuego. Y Kaito Kontaro lo hablaba con bastante corrección. Conge- niaron durante el viaje de vuelta. Las lágrimas resbalaron por sus ros- tros cuando el supein-go le juró amor eterno y fidelidad. Sus ojos oscuros se confundieron con la penumbra que rodea las estrellas, for- mando parte de la noche. Kaito Kontaro no supo qué decir. De regreso a nuestra isla de Edajima, sorteando los bajíos de las islas de levante, el supein-go Iñigo-san aprendió algunas palabras de nuestra lengua, sorprendiendo gratamente a Teisei, el padre de Kaito. Solo bastó una leve insinuación de su hijo para que entrara a su ser- vicio. Así el supein-go Iñigo-san se convirtió en persona de confianza del clan Kontaro. Al poco, inició el camino del guerrero7 hasta formarse como un samurái más de los muchos que mantenían su deuda con Teisei Kontaro. Cuando Kaito cayó en la celada que le prepararon los traidores Hakuma le pidió a Iñigo-san que cuidara de su mujer y sus dos hijos. El supein-go no solo hizo eso, llegó a casarse con la abuela, tuvo a mi

7- Bushido

28 MANUEL A. VIDAL padre y ocupó el lugar de su amigo dentro del clan Kontaro y de la administración Meiji. Dio muestras de valor, sirviendo en la armada de nuestro país en el enfrentamiento que sostuvimos con el zar por el dominio de la Manchuria china y que concluyó con la ocupación de Port Arthur el dos de enero de mil novecientos cinco, la auténtica causa del conflicto. Mi abuelo, el supein-go que vino del sur con el monzón, recibió por su valor y su determinación en la cubierta del Chitose, un acora- zado construido en San Francisco, la medalla Hosho con cinta roja al honor. A esta condecoración se añadió la de mi padre por sus esfuer- zos en salvar vidas humanas tras el infernal terremoto de Kantō, el uno de septiembre de mil novecientos veintitrés. El maremoto subsiguien- te provocó olas de trece metros en Atami, llegando los efectos com- binados de ambos desastres a causar la muerte de 110.00 personas. Mi padre Hikaru se trasladó como asistente médico voluntario desde el pri- mer momento a la zona más crítica. Un mes después recibió zuihosho u orden del tesoro sagrado. Ambas condecoraciones presiden el espacio de vida 8 de nues- tra casa de Kure, al sureste de Hiroshima. La casa donde Hikaru Kon- taro hizo seppuku, al conocer lo inmediata que era la derrota de nuestro país a manos de los bárbaros estadounidenses. Tal dolor pudo al que la familia arrastraba desde que mi querido hermano Masato, su primo- génito, nos deshonrara en Pearl Harbour, al preferir la muerte a sol- tar sus bombas sobre personas, que acababan de despertarse sin saber que Japón, el siete de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno, les había llevado la guerra a las puertas de sus casas, anunciándoles una grotesca Navidad. Puedo intuir qué pasó entonces por su mente, porque Masato fue, desde siempre, el miembro del clan Kontaro más sensible. Impre- sionado por las narraciones del abuelo sobre la senda del guerrero y

8- i-má

29 UN ENCUENTRO FORTUITO las hazañas de los samuráis que defendieron su honor hasta su desapa- rición, con el fracaso de la rebelión Satsuma en mil ochocientos seten- ta y siete, su alma romántica le llevó a ingresar en aviación, donde el espíritu libre del samurái mejor podía manifestarse. Allí arriba, en el aire, solo, desafiando a la naturaleza que había impedido al ser huma- no volar como lo hacían las aves, con la única compañía de su pensa- miento, Masato creyó que, en la era de las máquinas, el código bushido permanecía vivo entre las nubes que cruzaban los cielos como seda- les de cometa. Pero por sus venas fluía la sangre impura del supein-go, como un río de estiércol que aflora a la superficie cuando las alcanta- rillas no pueden sujetar el agua salvaje del monzón. En ese momen- to, lo que contenía de japonés quedó oculto bajo el estigma extranjero. Padre, a pesar de que la sangre del supein-go corre por su venas, no lo entendió, pero yo le comprendí perfectamente, porque esa sangre, su sangre, es la misma que nutre mi existencia , la que da forma a mi cuerpo, a mi rostro, a la almendra altiva de mis ojos. Mi hermano Masato era un poeta incomprendido, que creyó redi- mirse aceptando el sueño del abuelo Iñigo-san de convertirse en gue- rrero. Su hijo Hikaru no aceptó el reto, estudió medicina en los Estados Unidos, formando parte del nutrido grupo de jóvenes que acudieron a formarse en las ciencias occidentales en las universidades norteamericanas. Si quieres vencer a tu rival, antes debes respetarlo y… estu- diarlo. Fue el consejo del abuelo; según mi padre, mantuvo un odio irra- cional hacia aquellos que habían vencido a su patria de forma tan injusta. Pero en la familia no lo entendimos así. Lejos de odiar nos sen- timos embrujados por aquel inmenso país de formas de vida, tan diferentes y distantes de la nuestra, de mujeres de cabellos dorados como el sol naciente y ojos cristalinos como el agua del estanque, que abraza el pequeño islote del jardín. La mujer apareció de repente, a mi espalda, envuelta en un susu- rro de seda. Vestía un kimono blanco radiante, con unos bordados encarnados contorneando su pecho. Su mirada ardiente y sus labios

30 MANUEL A. VIDAL húmedos provocaron de inmediato una reacción de placer en algún lugar recóndito de mi cerebro. La deseé al momento, como no había deseada nada en la vida. Aún así, seguí ascendiendo por el camino de Hiroshima que bordeaba la costa. Incluso cuando su voz de sopra- no me preguntó por la residencia Yu del monte Noro. Avergonzado por mis pensamientos impíos, le señalé con la mano derecha el sen- dero que tenía que tomar, sin atreverme a mirarle a los ojos. No me di cuenta que estaba tan cerca hasta que mis dedos rozaron su cabello caoba y sentí como un fogonazo en el corazón, tan fuerte que mi cuerpo se encogió de forma espasmódica. Mi señor, ¿qué os ocurre?, preguntó acogiéndome entre sus brazos. Olía a azalea, crisantemo, peonia, lila, cerezo, campánula y gladiolo, a los perfumes de todas las flores que pueblan los montes y campiñas que rodean Hiroshima. No es nada, respondí, esquivando su mirada ambarina. Me incor- poré e intenté apartarme de ella. Me fue imposible. Me atraía como si fuese dueña de un potente imán y mi cuerpo un sencillo y humilde alfiler. Masato desapareció de mi mente, al igual que mi padre Hikaru y el abuelo, Iñigo-san. Únicamente permaneció indeleble la figura de la sobo Koharu, la mujer que amó a un extranjero con la misma inten- sidad que a su primer esposo Kaito. Ella fue quien nos cuidó cuando mi madre Nanami desapareció en las aguas de la bahía de Hiroshima. El Unyo, la barcaza familiar que nos trasladaba a la gran isla de Hons- hu, zozobró y varias personas, entre ellas mi madre, que se hallaban apoyadas en la borda cayeron al mar. A Nanami le gustaba sentir el viento húmedo en el rostro. El kimono que llevaba actuó como un las- tre y la arrastró al fondo de la bahía en un abrir y cerrar de ojos. Koharu nos mostró la vida con sus dedos angulosos, pero firmes. Su figura frágil encerraba una fuerte voluntad. Tras dos años de repu- dio por parte de los miembros del clan Kontaro, supo vencer la resis- tencia del anciano Teisei, para que aceptara la unión con el extranjero, Iñigo-san. Ella nos alertó de los peligros que acechan en la infancia y

31 UN ENCUENTRO FORTUITO en la juventud, nos condujo por el zen hacia la verdad que se esconde en cada uno de nosotros. Elevó la práctica del koan 9 de la escuela Rinzai a altísimas cimas de sabiduría con paciencia proverbial y metó- dica enseñanza. Supo abrir nuestro espíritu a la naturaleza que nos envuelve con su mente de estridentes silencios. Nos hizo hombres. Bajo el cerezo tribal, en plena floración nos obligo a los hijos de Hikaru, Masato y Kosuke, a no separar nuestros caminos por muy lejos que nos llevase la vida. Mi hermano murió en Pearl Harbour, una mañana de diciembre, despejada y vibrante. Su cuerpo fue quemado y sus cenizas esparcidas por el océano hawaiano. Me prometí ir en su busca y traer un puñado de tierra para sembrarla en el jardín de té de Kuré, el que tanto amaba. Debía esperar a que terminase la guerra y a que mi cuerpo recuperase las fuerzas perdidas por la enferme- dad. La meningitis me dejó tan tullido que tuve que aprender a cami- nar. No pude alistarme en la marina y ni siquiera me aceptaron como voluntario en el Estado Mayor de la Armada. Tenía la esperanza de que me admitieran por mi dominio del inglés y por mis avanzados cono- cimientos de telegrafía y criptografía. No fue así. Desesperanzado, recorro todas las mañanas los tres kilómetros que me separan del centro de Hiroshima. Mi cuerpo va muy lenta- mente respondiendo. Percibo que las fuerzas me llegan, que recupero poco a poco la flexibilidad, pero aún estoy muy lejos de lo que fui. Ese individuo esbelto, de anchas espaldas, que se reía del destino con la insolencia de la necedad del que piensa ser joven toda la vida. Masa- to se reía de mi exceso de vitalidad. De los continuos desafíos que le lan- zaba a la vida, vulnerando todas las reglas del sentido común. No había árbol al que no trepara, ni cueva en la que no entrase. Los muros de las minka rurales o de las machiya 10 de los mercaderes se ofrecían a mis ojos como simples velos transparentes, incapaces de ocultar los encan-

9- Es, en la tradición zen, un problema que el maestro plantea al novicio para comprobar sus progresos 10- Casas tradicionales japonesas

32 MANUEL A. VIDAL tos de sus jóvenes ocupantes. Llevar sangre noble me daba derecho a eso y a mucho más. No era consciente de que el tiempo del shogunato había desaparecido hacía más de setenta años. Pero todo me rondaba en la cabeza, introducido a empellones por el abuelo extranjero, que aceptó nuestra cultura con la pasión de un amante en celo. Seguía ahí, al lado de mis pensamientos. La mujer no había apar- tado sus ojos de mi rostro en ningún momento. Estaba al acecho, dispuesta a abalanzarse sobre mi cuerpo y saciarse con mi sangre. Desvariaba. No podía ser posible. Simplemente me había asustado su presencia inesperada. No cabía duda de que la amabilidad había pre- sidido todos sus actos. Ya estoy bien, le dije, para que siguiese hacia el monte Noro y me dejase continuar hasta Hiroshima. Aún no, me res- pondió con sus ojos traslúcidos como el ámbar. Ven conmigo hasta ese arroyo y descansa hasta que recuperes las fuerzas. Nunca antes me había percibido de la existencia del diminuto curso de agua cuyo rumor fue creciendo conforme se hacía presente en mi consciencia. Sin darme tiempo de asumir lo que ocurría, se deshizo del kimo- no que colocó con destreza sobre la fértil hierba que daba forma al arroyo. Su cuerpo únicamente quedó cubierto por un kasode 11 rojo que dejaba al aire unas piernas suavemente torneadas de una blan- cura exquisita. Al agacharse a estirar el kimono, el escote en forma de uve del kasode se abrió, dejando entrever el inicio de un pecho de cuesta pronunciada y final en penumbra. Me dejé caer. Ella se arrodi- lló y me forzó a dar la vuelta, colocándome boca abajo. Mi dolorida espalda recibió el masaje de sus manos, de sus dedos, de su piel tersa y seca. Me quedé dormido. Cuando desperté me descubrí tumbado en la orilla del camino, al pie de un sauce blanco. El dolor que me había acompañado durante el último año, desde que me llegó la enfermedad como el monzón

11- Prenda interior femenina

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