Emiliana De Zubeldía Vio Por Primera Vez La Luz En Una Pintoresca Aldea De Montaña Frente Al Valle De Guazálaz, Provincia De
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Emiliana de Zubeldía vio por primera vez la luz en una pintoresca aldea de montaña frente al valle de Guazálaz, provincia de Navarra, el día de San Nicolás en el año de 1888. El repicar de las dos campanas de San Miguel, con un tono de intervalo sonoro entre ambas, se fue deslizando por debajo de la piel de Emiliana para aflorar años más tarde en la melodía de una de sus canciones. Cuenta Leticia Varela que cuando fueron en representación de todos los hijos mexicanos de Emiliana a conocer su pueblo, éste había suspendido sus labores habituales para esperarlos porque iban a hablar de ella y cantar sus canciones. A lo lejos se escuchaban las campanadas que hacían recordar aquel poema de Ramón López Velarde que la maestra Emiliana musicalizó…“dos péndulos distantes que oscilan paralelos en una misma bruma de invierno”. Emiliana, una jovencita de apenas 15 años, partió a Madrid para solicitar exámenes a título de suficiencia del primero y cuarto grado de piano. Dos años más tarde, realizaría una operación semejante para examinarse de los grados quinto a octavo. El 26 de septiembre de 1906 ingresó finalmente al Conservatorio de Música y Declamación de Madrid, con ocho papeletas de examen que ostentaban indistintamente el predicado de “sobresaliente”. A sus 17 años, Emiliana estaba lista para vuelos de mayor altura. A PARIS El éxodo hacia París de los artistas españoles antecesores y contemporáneos de Emiliana empezó a atraer poderosamente su atención y ella se hallaba lista para ese gran salto. Viajó a París y se inscribió en el histórico edificio de la Schola Cantorum de esa importante urbe, bajo la dirección del connotado maestro fundador de la misma, Vincent d‟Indy. Por la Schola desfilaron las más grandes figuras del mundo musical: Albert Roussel, Erik Satie, Isaac Albeniz, Deodato de Severac, Magnard, Vierne, Koechlin, Turina, Messiaen, Milhaud. Emiliana, reconocía orgullosa, haber tenido los mejores maestros del mundo de esa época y humildemente decía: “Sin ellos no hubiera sido… bueno, yo no soy una maravilla, de ninguna manera, pero hubiera sido una bruta. Debo decirlo, yo les debo todo a ellos. Me tuvieron paciencia. Por supuesto que yo también era una caprichosa y amiga de hacer mis ideas, y me enseñaron a respetar las otras… y las respeto”. En la Schola Cantorum la temeraria Emiliana envuelta en las brumas sonoras de las imágenes, el mar, los nocturnos, rondas de primavera, el martirio de San Sebastián y todas aquellas obras que iban brotando de la pluma del maestro Debussy, abrieron las compuertas de su espíritu curioso, inquisitivo, audaz y en ese lugar completó su formación musical con el estudio del órgano, violín, el canto, la dirección coral y orquestal. A través de las misivas que Emiliana enviaba a su familia desde París, reseñaba sus actuaciones en los círculos artísticos más selectos de esa urbe, como el Caméléon y la Revue Musicale, en los que confluían todas las inquietudes modernas. Aludía también a sus composiciones más recientes: un cuaderno de melodías españolas y vascas, otro de armonizaciones de melodías populares japonesas, piezas para violoncello y piano. Con la inspiración a flor de piel, resultaba improcedente cualquier exigencia familiar ajena a su carrera, y la familia de nuevo quedó esperando su visita. El París que vivió Emiliana en los años veinte recogía ya los frutos del movimiento innovador de la primera década. Había muerto Debussy, pero Ravel y Stravinski continuaban produciendo conciertos, óperas y obras para los Ballets Rusos de Diaghilev, a los que se unió Emiliana como pianista de ensayos. En París, Emiliana se movía entre la Salle Pleyel –sita desde 1839 en el 22-24 de la rue Rochechouart y reubicada en 1927 en su nuevo edificio de la elegante rue de Fauborurg Saint-Honoré- y el Centro Internationale de Musique, donde ofreció, en 1927, un concierto de música española con la primera soprano del Teatro Real de Madrid, Pepita Sanz. París fue realmente un torbellino hospitalario, que sin cuestionamiento alguno acogió a Emiliana y la lanzó por los caminos de Bélgica, Suiza, Alemania, Italia e Inglaterra. Igualmente respetó su derecho a no cruzar otra vez los Pirineos de Roncesvalles. Del otro lado seguía latente el infierno, al que no se atrevió Emiliana a regresar, ni al embestir la letal meningitis a doña Asunción, su madre en 1927. Mas aun, muerta su madre, Pamplona entera se convirtió en un “potro de tormento” que laceraba con su proximidad. Emiliana sintió cada vez con mayor fuerza, el impulso de escapar, de alejarse infinitamente de aquella tierra ambivalente a la que amaba sin tolerarla. ¡Tenía que huir! y buscó otra tierra. Al fin decidió su nueva vida en el Nuevo Mundo, sepultando en los abismos del mar las hieles de todos sus arcanos. RUMBO A AMÉRICA Las ráfagas calurosas de aire húmedo fueron llegando, como presagio de una tierra hospitalaria, próxima a aparecer en la distancia, embestida por la proa. A lo lejos se mecían cadenciosas las palmeras, saludando con su melena suelta al navío que llegaba. Emiliana, fascinada, y absorta en aquella mole tupida de bellezas verdes, detenidas por la arena antes de caer la mar, selló pacto definitivo de amor con la naturaleza, sintió el arrullo de la madre tierra y lo guardó como primicia de este encuentro. En Río de Janeiro, la imagen imantada y el aroma marino de este impacto inaugural cobrarían forma gráfica, sonora y tangible sobre las placas blanco y negro del teclado, bajo el título de Berceuse de palmeras en el Brasil. A principios de 1929, Emiliana se despidió de sus colaboradores músicos Geper y Padua, del director del Conservatorio de Sao Paulo, Mario de Andrade, del tenor Perfecto Pires do Rio y de todos sus amigos paulistanos para continuar su camino hacia el sur, la esperaba Montevideo. Ahí la recibió el maestro Alberto Pauyanne Etchart, director de la Escuela Superior de Música, pianista formado, como ella, en París, bajo la guía del maestro Loyonette. En este país, primero de habla castellana que visitara Emiliana, nació su afición por los poetas latinoamericanos, en los que fue descubriendo rasgos de sí misma, modelos estéticos alimentados por vivencias paralelas a las suyas, presentes en sus producciones literarias. Juana de Ibarbourou (1895- 1979) abrió su colección de musicalizaciones que Emiliana dedicó a los “Poetas de América”, con su poema El buen día, convertido en canción para soprano y piano. También los músicos uruguayos retroalimentaron la creatividad de Emiliana. Entre ellos Luis de la Maza, espléndido guitarrista y entusiasta intérprete de la obra musical de la pianista vasca. Para él compuso Emiliana, en abril de ese mismo año, un Capricho basko, para guitarra sola, naturalmente, a ritmo de zortziko. La afición de Emiliana a los poetas de América continuó nutriéndose con el encuentro personal con muchos de ellos en su vida itinerante. Buenos Aires le dio la oportunidad de entablar amistad con el poeta mexicano Alfonso Reyes (1889-1959), a la sazón embajador de México en Argentina, de quien musicalizó para voz y piano La amenaza de la flor, lo mismo con Carlos López Rocha, poeta argentino. Rosario Sansores y Gabriela Mistral conquistaron su afecto a través de sus poemas. La mistral le proporcionó poesías infantiles inéditas para una Berceuse, La manca y el Papagayo. NEW YORK, NEW YORK Antes de dar inicio a la revuelta militar argentina de 1930, y con el respaldo económico que le significaron los exitosos conciertos, especialmente un Festival de Música Vasca en Buenos Aires, que ella dirigió, Emiliana tuvo la suerte de ver hinchadas a tiempo las velas de su barca. La proa apuntó siempre hacia el norte, hasta que la brújula topó con los rascacielos neoyorquinos. Recomendada por la comunidad vasca de Buenos Aires, Emiliana acudió en Nueva York a los PP. Capuchinos que administraban la Euskal-Etxea y se alojó en el Club de la American Women Association (AWA Club) que albergaba a 10,000 mujeres activas en los E.U., muchas de ellas extranjeras. Su registro se hizo bajo el nombre de Miss Emiliana de Zubeldía y a partir de entonces Emiliana sería para todos, incluso para los mexicanos de su futura patria de adopción, “MISS ZUBELDIA” Cuando Nueva York le abrió las puertas, ella se dejó conducir por la mano del destino hacia el encuentro de ese otro mundo que tenía que ser mucho más rico, el que había buscado larga y afanosamente, y que había presentido desde siempre. La otra parte del camino la había andado ya Augusto Novaro (México 1891-1960), buscando el genio creador, al complemento práctico de su estética teórica. Se había convertido en investigador infatigable de los principios acústicos que, a su juicio, debían constituir la base científica del arte musical, de la armonía clásica, de la afinación y sonoridad de los instrumentos musicales. Su tesis partía de la premisa de que no existía en la música occidental una base satisfactoria y seria para formar los acordes. Emiliana quedó arrobada por la facilidad con que el maestro explicaba aquella tremenda complejidad de “sencilleces” aglomeradas en su teoría, y se dedicó en cuerpo y alma a estudiarla a partir de ese momento. Antes de finalizar un año ya había armonizado una serie de danzas vascas a dos pianos aplicando la “Teoría de Novaro”. EN EL CARIBE Se abrió 1932 con una nueva gira de Emiliana y de nuevo, sopló viento en popa guiando la nave hacia el Caribe. El Centro Vasco y la sociedad Pro Arte Musical de la Habana recibieron a Emiliana en vísperas de primavera, para iniciar los ensayos con el Orfeón Vasco. La efervescencia literaria que Emiliana percibió en la isla y su encuentro con algunos poetas cubanos y extranjeros, la llevó a preparar una conferencia ilustrada con su propia música sobre “La asociación de la poesía con la música”.