Linajes Vascos En Chile
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Linajes vascos en Chile Pedro Javier Fernández Pradel Prólogo Hemos querido en este trabajo reunir el mayor número de apellidos vascos y montañeses1 usados en Chile desde la Conquista hasta nuestros días, con sus consanguíneos correspondientes. No pretendemos haber agotado la materia: es probable que otros investigadores, buscando con más prolijidad, consigan aumentar el número de los que publicamos. El objeto principal que perseguimos es demostrar que la inmensa mayoría de nuestra sociedad actual es de origen vasco, o más bien cántabro, y que, durante el siglo XVIII, principalmente, llegó a tener influencia trascendental no sólo en la formación de la familia chilena sino también en todas las manifestaciones de nuestra vida política y mercantil, como se puede ver con la simple lectura de las breves noticias biográficas que publicamos. Esta raza sobria y trabajadora, sana, fuerte y de hábitos sencillos, absorbió casi por completo la de los antiguos conquistadores2, formando una nueva aristocracia que perdura hasta nuestros días; pero que, siguiendo las leyes inflexibles de la evolución social, tendrá que ir desapareciendo, como desaparecieron cada ciertos lapsos las precedentes, dando lugar a la creación de otras3. A sus descendientes, en primer lugar, van dedicadas estas páginas a fin de que recuerden a sus progenitores y conozcan siquiera el origen y el significado del apellido que llevan. Nos preocupa también el deseo de demostrar que estos estudios no sirven únicamente para halagar vanidades. El culto de los antepasados ha sido la religión de muchos pueblos civilizados y, entre los que llevan la sangre de los vascos, debiera serlo, porque, verdaderamente, se puede, sin caer en el ridículo, tener a honra descender de ellos. En efecto, los que hacen alarde de ignorar quiénes fueron sus progenitores, dan una triste idea del aprecio que sienten por sus padres, pues si aman a éstos, ¿por qué no amar y respetar a los padres de sus padres? Es cierto que muchas veces este desprecio por las cosas añejas es sólo aparente, hipócrita... Todos sabemos muy bien cómo hierve la sangre cuando nos sentimos humillados o mirados en menos... Llegado el caso, cada cual pretende ser mejor nacido. Y por sobre estas pequeñas consideraciones, debemos tener el orgullo de raza: de una raza que no conoció jerarquías, ni aún dentro de su misma nobleza. Nada podrá dar una idea más cabal y exacta de lo que sostenemos, que la transcripción de algunos párrafos de la Historia de la Legislación de los señores Manrique y Marichalar, copiados por don Juan Carlos Guerra en una de sus notables obras sobre Heráldica Vasca, en que hablando de estos esforzados colonizadores de nuestro suelo, que tenían privilegios de hidalguía desde tiempos inmemoriales, dicen: «La hidalguía originaria (de los vascos) podía tener sus ventajas respecto a las demás provincias de la Monarquía, pero entre ellos ninguna les proporcionaba. Así como el nivel de la esclavitud iguala a todos los esclavos, el nivel de la hidalguía nivelaba a todos los hidalgos. No se conocieron en Vizcaya y Guipúzcoa las categorías de nobleza de los demás estados de España y aún de Europa; sólo se conoció la clase de caballeros, o más bien infanzones... Esta uniforme universalidad de hidalguía era de esencia, y había de exigir igualdad de condición en todas las personas, porque si se admitían categorías de nobleza, quedaba establecida de hecho la desigualdad, establecido quedaba el vasallaje de los hidalgos inferiores a los nobles de más categoría... Las Juntas cuidaron siempre, con gran escrupulosidad, de sostener este nivel hasta el punto, no ya de permitir el señorío de unos hidalgos sobre otros, sino aún prohibiendo el uso de títulos que, sin ser más honoríficos, pudiesen denotar superioridad o desigualdad.» «En hora buena no conocieron nuestros mayores esa extravagante jerarquía nobiliaria», comenta el señor Guerra, «pero tampoco se conoció aquí la ignominiosa escala de familias de criazón, villanos de parada, vasallos de signo servicio y payeses de remenza...» «en Aragón, por ejemplo, los villanos de parada podían ser despedazados con la espada para repartir sus miembros entre los hijos de un Señor difunto; y los vasallos de signo servicio tenían bajo el absoluto y arbitrario dominio de sus Señores, no tan sólo sus vidas y haciendas, sino también -¡vergüenza causa decirlo!- el honor de sus esposas y de sus hijas. Análoga o peor era la situación en otros Reinos de España, mientras en Guipúzcoa y Vizcaya la igualdad civil y política de sus habitantes era perfecta. Si no fuera este un hecho inconcuso, plenamente acreditado por la Historia, lo justificaría la circunstancia de hallar en una comarca de tan reducida extensión, un número tan grande de Casas Armeras y de Solares que, no por carecer de blasones esculpidos en sus fachadas, dejan de ser tan nobles y tal vez más antiguos que aquéllas». Y termina diciendo el señor Guerra: «Estriba, pues, la trascendencia de nuestra nobleza en su universalidad. Su gloria es colectiva, toda ella: considerada en conjunto, constituye uno de los más preciados timbres de nuestra historia porque revela que en este apartado rincón fueron respetados los fueros de la personalidad humana cuando eran más inicuamente conculcados en las demás naciones. Y por tanto, al blasonar de nuestra nobleza originaria, no hacemos alarde de haber poseído numerosos esclavos, blasonamos de no haber estado jamás sujetos a servidumbre; no nos preciamos de haber sido Señores de Horca y Cuchillo, sino de no haber conocido jamás el vasallaje del Señorío Jurisdiccional; ni tampoco seguimos la ridícula preocupación de los que cifran su nobleza en que, desde la más remota antigüedad, sus abuelos no han trabajado para comer, pues, tanto en la agricultura como en la navegación, en los oficios mecánicos como en las carreras literarias, nuestros mayores vivieron continuamente en honrada labor, sin desdoro de su hidalguía y sin perjuicio de empuñar las armas en tiempo de guerra, para acudir al llamamiento foran en defensa de la patria. No es una pueril vanidad la que nos mueve a hacer estimación de nuestra nobleza, sino un legítimo orgullo, porque nada hay más justo y razonable para el hombre que el enaltecimiento de su propia dignidad, ni más grato que el ver que, durante los pasados siglos, ha sido igualmente respetada en sus progenitores.» Nos sirva, pues, a los chilenos, este ligero estudio para tener presente nuestro preclaro origen, sin vanidades ni ostentaciones de ninguna especie, y tratemos de conservar lo poco que sabemos del pasado, como una reliquia que estamos obligados a legar a nuestros hijos; con mayor razón si consideramos la escasez de documentos familiares y la absoluta destrucción de la arqueología heráldica, decretada en Chile por un mal entendido sentimiento democrático, en un momento de odio y de verdadera incultura, al terminar el régimen colonial.4 Trataremos de justificar estos conceptos que, prima facie, parecerán algo anacrónicos. Los Escudos de Armas, lejos de lo que piensa el vulgo, son documentos del más alto interés para investigar la historia, la religión, la geografía, la arqueología, la historia natural, la organización política, los sentimientos estéticos, la mentalidad, las costumbres, las afecciones y, en fin, todo lo que se relaciona con las ciencias, las artes, la industria, el comercio y la sociabilidad de un pueblo. Así lo establece el autor tantas veces citado: «Dejando a un lado las fábulas y fantasías que creó el orgullo o la vanidad para descifrar y explicar ventajosa y halagüeñamente el origen y significado de los emblemas heráldicos, se encuentra en ellos, en su organización, lo necesario para conocer la época en que fueron adoptados, según sea el estilo dominante en cada período, conocido por el desarrollo simultáneo del arte en todas las naciones de Europa... Hoy se buscan con diligente empeño las más exiguas reliquias de los tiempos pasados, a fin de indagar mediante ellas su espíritu; conocer las intimidades de su existencia en los diversos órdenes de la sociedad y penetrar los secretos arcanos de su sentido moral y su organización política. Y no se hallará en la Edad Media otro signo que nos revele tan claramente como el escudo de armas el nexo de unión de la vida privada con la vida pública. Su estudio interesa por fuerza a toda persona libre de preocupaciones sociales y políticas que quiera conocer en su plena integridad la «personalidad del pueblo euskalduna, pueblo que eligió con fruición verdadera y singular encanto los emblemas del arte heráldica para dar formas plásticas y expresión simbólica, a veces originalísima, a los afectos que cautivaban su corazón: el sentimiento religioso, el culto del hogar y el amor a la tierra solariega, y, junto a tan caros objetos, agrupó el recuerdo de heroicas hazañas de sus guerreros y audaces empresas de sus navegantes, de suerte que toda su historia se ve reflejada brillantemente en sus blasones... No son pues, los escudos de armas, como los novadores del último siglo se imaginaron, antiguallas inútiles labradas para halagar el orgullo de los poderosos: son piedras miliarias que marcan la ruta seguida por nuestros mayores hasta llegar a la cumbre de su inmortal destino; y quien, exento de prejuicios, lea atentamente sus misteriosos caracteres, descubrirá en ellos las más nobles y saludables enseñanzas, dictadas al vasco del siglo XX por la «piedad y virtudes cívicas de sus progenitores...» A tan alta autoridad vamos a agregar los hermosos conceptos expresados por don Luis Enrique de Azarola Gil, en su admirable obra titulada Crónica del Linaje de Azarola: «Para el hombre moderno, avancista desdeñoso de las cosas pretéritas, los blasones heráldicos sólo son signos caducos del orgullo feudal o manifestaciones del espíritu vetusto de las edades medias, dignos apenas de curiosidad visual. Este criterio erróneo no disminuye el alto valor documentario y artístico de los emblemas nobiliarios..