PRONAFOLE FOMENTO A LA LECTURA Vida y Obra de Alejandra Pizarnik Decían de Alejandra Pizarnik que nació con la oscuridad en su alma.

Para tejer una poesía única e irrepetible. Nos habló de jaulas, de ojos, de piedras muy pesadas y de Isabel Bathory, la condesa sangrienta. Navegó como nadie, entre la locura y lo onírico, para dejarnos una obra excepcional. Fue esa mujer que siempre se sintió una extranjera en este mundo. Hablaba español con acento europeo. Le carcomían los complejos, sus subidas de peso. Su niñez estuvo teñida de desencantos, de miedos, de vacíos… (el cielo tiene el color de la infancia muerta, escribió una vez). Se comenta también que lo intentó todo en la vida, periodismo, filosofía, pintura…, pero solo la poesía y las anfetaminas dieron alivio a sus nerviosos pensamientos. Su rebeldía, su aire trágico y su pasión se nutrieron de sus propias tinieblas . Alejandra Pizarnik fue también esa poeta que dejó su estela en París y que impregnó su mente y corazón de la etapa final del surrealismo. Entabló amistad con André Breton, Georges Bataille o y, sobre todo, con alguien que fue clave en su vida y también en su carrera como notable poetisa: . Nadie exploró como ella el sufrimiento y hasta la locura; era esa mujer desdoblada que decía tener en su interior gemelas muertas: Alejandra pasadas y Alejandra del presente, que nunca se atrevió a ser. Se quitó la vida en 1972 con 36 años. No obstante, fue un fin anunciado, porque pasó toda su existencia de puntillas, en ese abismo al que se asomó en diversas ocasiones. Hasta que al final, halló la liberación para sus tormentos, para sus oscuridades. A día de hoy Alejandra Pizarnik sigue siendo conocida como la última poeta maldita de América. Leerla es sumergirnos a partes iguales en el romanticismo, el surrealismo, el universo de lo gótico y también en el psicoanálisis. Un universo singular que no deja a nadie indiferente. “Yo no sé de pájaros / no conozco la historia del fuego. / Pero creo que mi soledad debería tener alas”. Una vida de entre genialidades y tinieblas

Nacer en , un suburbio de , probablemente, no fue nada fácil para Alejandra Pizarnik. Su familia era de origen ruso-judío, y arrastraban de forma permanente el dolor de haber dejado su país de origen, las marcas del Holocausto, del horror y las pérdidas personales vividas durante la guerra. Esa sombra debió crear una impronta temprana en ella. Una herida heredada que se agrandó aún más por un físico que no aceptaba, el rechazo de una madre que valoraba más a su hermana, y por una salud en la que el asma y la tartamudez limaron gran parte de su infancia. Todo ello hizo que, desde bien temprano, se percibiera distinta, dentro de un personaje en el cual, no se reconocía. La literatura y la filosofía fueron ese espacio seguro en el que cobijarse desde niña. Ese poso literario despertó, muy pronto, su necesidad de escritura, y le abrió también la puerta a una particular rebeldía que le caracterizaría siempre. Ya en la adolescencia, era conocida por su forma de vestir, su cabello corto, su particular estilo.

Su mente y su arte empezaron a dar testimonio de su carisma poético antes de llegar a la universidad. Asimismo, también sobre esta época, creció en ella la necesidad por guarecerse en otro refugio que nada tenía que ver con los libros o la escritura. Su preocupación por subir de peso y el rechazo de su propio cuerpo, la abocó al consumo de barbitúricos y anfetaminas. Una vida de búsquedas infructuosas

En 1954 Alejandra Pizarnik empieza los estudios de filosofía y letras en la Universidad de Buenos Aires. No los termina. Más tarde lo intenta con periodismo. Tampoco le agrada. Seguidamente, inicia una formación artística de mano del pintor surrealista Batlle Planas. Su país se le queda pequeño, y sus ansias por buscar un sentido y un canal para autorrealizarse, la llevaron a pasar unos años en París. Así, entre 1960 y 1964 vive una etapa gratificante en la que empieza a trabajar realizando traducciones y críticas literarias para diversas revistas. Es en esta época cuando entabla amistad con dos figuras muy relevantes en su vida: Julio Cortázar y el poeta mexicano Octavio Paz. Este último es quien le escribe el prólogo de su libro de poemas Árbol de Diana (1962). En 1965 y ya en Argentina, prosigue con su quehacer literario. Su trabajo es apreciado por la comunidad cultural de la época y le son concedidas dos becas, como la Guggenheim y la Fullbright. No obstante, no llega a aprovecharlas. Sus crisis depresivas, el desánimo y la búsqueda de un algo que dé sentido a su existencia nunca llega.

Sus amigos dijeron después que, tras volver de París, empezó a crear una costra progresiva de aislamiento a su alrededor. Tras la muerte de su padre llegaron los intentos de suicidio. Su dependencia a las pastillas para dormir se volvió más intensa, desesperada casi, de manera que en 1972 fue ingresada en un psiquiátrico a raíz de un intenso cuadro depresivo. El 25 de septiembre, aprovechando un permiso en el hospital, termina tomando 50 pastillas de seconal. Ya no hay vuelta atrás, finalmente Alejandra Pizarnik halló su liberación. Tenía 36 años. “Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”.

La obra de Alejandra Pizarnik Gran parte de la obra de Alejandra Pizarnik orbita alrededor de dos esferas: su infancia en Buenos Aires y su fascinación por la muerte. Asimismo, algo que debemos tener en cuenta es que, a día de hoy, podemos admirar gran parte de sus trabajos gracias a Julio Cortázar y, sobre todo, a la primera mujer de este, Aurora Bernárdez. La familia de Alejandra, siempre puritana y hasta disgustada por los gustos y estilo literario de su hija, estuvo a punto de destruir sus cuadernos y escritos personales. También, la represión cultural de Argentina puso en riesgo conservar parte de su obra. De manera que sus Diarios, por ejemplo, fueron llevados hasta París donde los Cortázar los custodiaron hasta que la Universidad de Columbia se quedó con ellos. Alejandra Pizarnik escribió de manera frenética desde los 15 años. Lo hizo de forma devota, porque esa era su única vía de salvación en un mundo del que nunca se sintió parte. Su poesía está llena de símbolos, de silencios, de locura, de la sombra de la muerte, de delirios… La poesía, según ella misma, era ese lugar donde lo imposible se vuelve posible.

Fue también la voz del feminismo; sus palabras tenían una belleza subversiva, en la que solo cabían verdades, criticaba las etiquetas, los convencionalismos y la obligación de formar parte de un molde social. Fue esa mujer incapaz de ajustarse a cualquier tipo de expectativas. De ahí el hastío, la somnolencia y esa pegajosa melancolía que colapsaba su corazón hasta impregnar sus poemas. Alejandra Pizarnik fue la última poetisa maldita, esa gran escritora que nos sigue sobrecogiendo con sus versos, con su voz lejana pero siempre rotunda.

“Simplemente no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver”.