MANUEL MUJICA LÁINEZ Y PABLO MONTOYA: DEL TRÍPTICO ESQUIVO AL TRÍPTICO EXCÉNTRICO

REQUISITO PARCIAL PARA OPTAR POR EL TÍTULO DE:

MAGISTER EN LITERATURA

MAESTRÍA EN LITERATURA PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA FACULTAD DE CIENCAS SOCIALES

BOGOTÁ, 2018

PRESENTADO POR: GIOVANNY SALAS

DIRECTOR: ÓSCAR TORRES DUQUE

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TABLA DE CONTENIDO

INTRODUCCIÓN 6

I. LEER Y VER: APROXIMACIÓN A LAS OBRAS ESTUDIADAS 14

El laberinto, entre lo real y lo prodigioso 15

Tríptico de la infamia y los puntos de vista 25

América en el horizonte europeo: arte, crónica y leyenda 31

II. LITERATURA Y ARTES: IMAGEN, ÉCFRASIS Y MANIERISMO 36

La imagen pictórica en las novelas 36

Écfrasis narrativa 44

Manierismo y literatura 52

Cervantes y El laberinto 57

Montaigne y Tríptico de la infamia 63

El mundo como laberinto 67

III. LOS TRÍPTICOS: DEL ESQUIVO AL EXCÉNTRICO 72

Manuel Mujica Láinez: el tríptico esquivo 72

Pablo Montoya: el tríptico excéntrico 80

La novela histórica en América Latina 89

La escritura y la prosa literaria 99

COMENTARIOS FINALES 106

BIBLIOGRAFÍA 109

APÉNDICE 117

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Nota de advertencia

Artículo 23 de la Resolución No. 13 de julio de 1946

“La Universidad no se hace responsable por los conceptos emitidos por sus alumnos en sus trabajos de tesis. Solo velará por que no se publique nada contrario al dogma y a la moral católica y por que las tesis no contengan ataques personales contra persona alguna, antes bien se vea en ellas el anhelo de buscar la verdad y la justicia”.

Certificado

Yo, Giovanny Antonio Salas Torres, declaro que este trabajo de grado, elaborado como requisito para obtener el título de Magister en Literatura en la Facultad de Ciencias Sociales de la

Pontificia Universidad Javeriana, es de mi entera autoría excepto en donde se indique lo contrario. Este documento no ha sido sometido para su calificación en ninguna otra institución académica.

Giovanny Antonio Salas Torres

Bogotá,

30 de abril de 2018

4

A Lyda Moreno Guerrero

5

Lo mejor de los viajes es el regreso. Por suerte, al partir, sabemos que la tierra es redonda y que si

seguimos adelante, siempre adelante, volveremos a casa; en una palabra: que al partir ya estamos

volviendo. Sería terrible que la tierra se transformase en plana de repente. Estaría delante de nosotros

como un desierto que se alejara, infinito, hacia el horror, y nadie se atrevería a salir de su casa. Ese fue el espanto de la Edad Media. Ahora no; ahora felizmente, viajar es regresar, y todavía mejor es no viajar

para no darse el trabajo de estar volviendo.

Manuel Mujica Láinez

6

INTRODUCCIÓN

Manuel Mujica Láinez (1910-1984) establece como tema principal de sus libros la trascendencia del brillante tiempo pasado y los problemas de su instalación en un “decadente” tiempo presente.

La estética clasicista se constituye en una marca determinante de la obra literaria del escritor argentino, con tendencia natural a las formas clásicas y discurriendo una prosa culta proveniente, en buena medida, de su lectura de la tradición española. Mujica Láinez, en una carta fechada el

18 de septiembre de 1982, le expresa lo siguiente al colombiano Rodrigo Parra Sandoval1: “Lo que me sorprende e intriga (a veces maravilla) mucho, sobre todo en El álbum, es el riquísimo y fantástico idioma que empleas. La alianza de la viva imaginación con el vivo idioma” (Jurado y

Giraldo eds. 35). Más que un testimonio de la fascinación del escritor por las posibilidades del idioma, la carta es una oportunidad para pensar en la hipótesis que me propongo sostener en la presente tesis: Mujica Láinez, un gran exponente de la escritura literaria en nuestro idioma y en particular de aquel movimiento en auge de la narrativa histórica en el continente, es una sombra en la literatura colombiana contemporánea. De cierto modo, uno de los escritores que ha recibido este legado y continuado con esa preocupación por el idioma vivo y la imaginación de la que habla Mujica Láinez en su misiva es Pablo Montoya Campuzano (1963); el autor santandereano, principalmente en su tríptico de novelas históricas, compuesto por La sed del ojo, Lejos de Roma y Tríptico de la infamia, enfrenta el imperativo localista que sigue cercando el oficio del escritor, y especialmente en Latinoamérica que ha vivido un proceso en que su literatura se propuso engendrar una tradición propia, construir su identidad en el siglo XIX y consolidar la expresión

1 Como una curiosidad, Mujica Láinez escribe al final de su manuscrito: “Saludo a las parientes remotas, de una rama familiar querida” (36). Ignoro la razón de esta afirmación y si realmente comparten un pasado o parentesco lejano. 7 americana que anunciaba José Lezama Lima. Resulta inquietante, además, que esta concepción se conforma en un ambiente literario latinoamericano que (sobre todo desde los tiempos del boom) ha sostenido al experimentalismo como un método incesante tanto en los estudios literarios como en la literatura.

La hipótesis se basa en el descubrimiento de coincidencias estéticas entre varias novelas colombianas y la obra de Mujica Láinez y en declaraciones de autores que lo reclaman como una influencia en su escritura, símbolo del “prosista genial” y creador de monumentales novelas históricas como Bomarzo. Esta relación es inédita y se necesita de un estudio crítico que logre ponerla en cuestión como una perspectiva en la literatura hispanoamericana, por ese motivo la presente tesis estudia las obras de Mujica Láinez y Pablo Montoya para plantear, en primera instancia, aquella presencia fantasmática de ‘Manucho’ —como lo conocían en Buenos Aires— en la literatura (y por ahora, en la novela) colombiana contemporánea, en busca de aprovisionar al lector con ciertos elementos que puedan constituirse en indicios de esa herencia literaria, a partir de la novelas El laberinto y Tríptico de la infamia. Aunque esbozo esta posible línea de investigación en la parte final de la tesis, es pertinente anunciar desde ya que otras obras pueden ser estudiadas bajo esta lupa, como La tejedora de coronas y El signo del pez de Germán

Espinosa, El río del tiempo y Casablanca la bella de , Tamerlán de Enrique

Serrano y El álbum secreto del Sagrado Corazón de Rodrigo Parra Sandoval.

La relación existente entre pintura y literatura se mezcla con la narrativa histórica en las novelas de Mujica Láinez y Montoya para exponer, como trama principal y condición vital de sus relatos, el enfrentamiento de sus protagonistas (y los lectores) con la imagen pictórica. El laberinto y Tríptico de la infamia están rodeadas por un argumento metaescritural, desde el cual es posible comprender que, pese a que la diégesis se posiciona en un tiempo y espacio lejanos a 8 la realidad sociohistórica de los autores, Europa en los siglos XVI y XVII y la América colonial, las novelas se están escribiendo o reescribiendo en los siglos XX y XXI en Latinoamérica.

Entonces, gracias a este argumento, ejercen como escritores Mujica Láinez y un investigador latinoamericano que visita ciudades como Lieja, París y Ginebra para seguir el rastro de tres pintores, más o menos desconocidos, que serán los personajes de la novela. Si bien el personaje- escritor de Pablo Montoya es un novelista, esta condición lo distancia del cariz de prosista con que aparece Mujica Láinez al corregir y reescribir el manuscrito de El laberinto. Las obras participan de una concepción estética de la escritura y, recalco, la preocupación por el idioma y la riqueza de la lengua literaria se inscriben en la tradición de la novela histórica en América

Latina y dialogan con el arte pictórico. Las novelas en estudio están escritas ante la imagen y así despliegan minuciosamente la écfrasis como recurso narrativo y posicionamiento histórico. En este caso, me apropio de un comentario de Carolina Depetris:

Nuestro trabajo se apoya en el supuesto de que no existen determinados periodos históricos

estancos, frisos cronológicos donde se engarzan autores, obras y temas de la época, sino

que un periodo de la Historia del Arte, con sus categorías y valores, se genera merced a la

actividad no sólo de los contemporáneos sino también de los artistas alejados en el tiempo.

Es aquí donde los autores invaden las comarcas de la recepción, donde considerar la figura

de Manuel Mujica Láinez cobra sentido en la línea vinculante de la tradición estética

occidental. (23)

La idea de Depetris implica no concebir las novelas exclusivamente como reconstrucción de una corriente artística sino, más bien, como su construcción. En esa medida, El laberinto y Tríptico 9 de la infamia dialogan con el Manierismo y construyen sus significados a propósito de la novela latinoamericana y la relación que se establece en las obras de Mujica Láinez y Pablo Montoya con la historia del arte. En El laberinto la realidad es ambigua y no se distingue con claridad de la fantasía, dado que es evidente la presencia del sueño y el laberinto manieristas. En Tríptico de la infamia la novela emplea una polifonía narrativa y, a su vez, las narraciones confluyen en la forma del ensayo, en el cual, por lo general, se cuenta una segunda historia y se mantiene una conversación implícita, independientemente de la acción de los personajes y de los abordajes temáticos. La adscripción manierista y la relación con la imagen pictórica son definitivas para la posición del lector en la Historia.

Mi tesis central —y no tanto acerca de mi hipótesis de la figura fantasmática de Mujica

Láinez en la literatura colombiana como del estudio comparatístico de las novelas— es que las mismas transitan por la posibilidad del Manierismo como forma de interpretación histórica, en esa relación entre pintura y literatura que es evidente en ambas obras literarias y se manifiesta en el texto mediante el recurso de la écfrasis narrativa. El manierismo de El Greco y de Juan

Bautista Monegro, y la situación histórico-artística de los siglos XVI y XVII en Europa me condujeron a pensar en tal relación, ya que si bien Pablo Montoya ponía en escena a un grupo de pintores del Renacimiento, aquel periodo parecía entrar en crisis, ávido de nuevas posibilidades de expresión, y sobre todo, marcado por guerras y persecuciones entre católicos y protestantes.

El hombre moderno del Renacimiento deseaba escapar de la realidad, aquel laberinto en el que se hallaba extraviado, en el que no lograba llegar a Dios y en el que no se encontraba a salvo del

Minotauro del sinsentido, la barbarie, la locura y la decepción. El espejo convexo en el que se mira el hombre moderno se convertía en la posibilidad de huir de esa realidad, huir del tiempo.

Aquel sentimiento corresponde con el Manierismo como corriente estética, y sobre él se 10 encuentra el iluminador trabajo de Arnold Hauser, Literatura y manierismo, en el cual rescata como autores capitales y fundacionales de esta corriente en el campo de la literatura a Cervantes y Montaigne. Así descubrí un enfoque posible para mi trabajo acerca de un periodo histórico en el que confluían las artes y la literatura. El libro de Hauser me permitió, luego de revisar a otros historiadores del arte, entender esta perspectiva del Manierismo, de ninguna manera como un periodo estanco, sino como la posibilidad de que las propias novelas se inscriban dentro de esa concepción artística e histórica y participen no solo de su reconstrucción o interpretación sino más bien del propio fundamento ideológico, estilístico y transhistórico, es decir, más allá del código de época. En esos términos, mi tesis debe este planteamiento al homenajeado estudio de

Arnold Hauser, en contraposición al tratamiento que ha surtido el concepto en la obra de

Heinrich Wölfflin, e incluso tampoco fue suficientemente esclarecedor a este respecto el fantástico libro Historia social de la literatura y el arte del mismo Hauser, cuando aborda el

Manierismo y el Barroco. Y sin embargo, aquel fue un puente para indagar en su obra posterior y sumergirme en esa intrincada relación con aquel periodo de la historia del arte que rodeaba el argumento ficcional de las novelas analizadas.

Para aclarar un aspecto fundamental de la concepción del trabajo es necesario afirmar que me propuse realizar una tesis de grado que se desarrollara principalmente en el campo de los estudios literarios, para privilegiar, en primer lugar, la obra literaria desde una posición estética y de este modo poner en el centro de la experiencia literaria a la escritura y los problemas y componentes formales y estéticos del texto literario, lo cual configura un reto importante, no solo desde la mirada de los recursos formales de la literatura como la écfrasis y la relación con otras manifestaciones artísticas, como la plástica, sino también al momento de abordar las novelas desde la reflexión de la narrativa histórica o la llamada nueva narrativa histórica en la literatura 11 hispanoamericana. Con ocasión de esta perspectiva de estudio, me baso en la composición de las novelas en tanto literatura, con las particularidades formales y especificidades propias del arte literario, para contraponer esta herramienta de análisis a ciertos valores de la obra hallados en las relaciones culturales y contracciones políticas que se le reclaman como condición de calidad estética a los textos. Aunque con mi trabajo no pretendo debatir directamente enfoques de investigación literaria y sus formas de concebir la crítica académica, a partir de ello obtuve algunas revelaciones: por ejemplo, que las obras estudiadas no solo sugieren una relación de

Europa y América en la trama y materia ficcional de los relatos, como es evidente por los viajes trasatlánticos de Le Moyne y Ginés de Silva o la presencia de la otredad americana en el arte europeo del siglo XVI, sino que también son conscientes de la tradición literaria de la que hacen parte y dialogan con los problemas histórico-literarios hispanoamericanos, pues son elecciones como proyectos escriturales que tienen implicaciones desde el campo literario y concretamente en el género de la novela histórica. Para el caso de Mujica Láinez, se habla de un tríptico esquivo y en cuanto a Pablo Montoya de un tríptico excéntrico, que no solamente distancia al argentino de la narrativa histórica post-oficial y que se encuentra, en ciertos casos, entendida como nueva novela histórica; también, por otro lado, la obra de Montoya representa imaginarios excéntricos respecto a un canon de la novela colombiana reciente que se caracteriza por indagar en los temas y problemas de la realidad inmediata y local. Sin embargo, estos imaginarios no han sido un rasgo general de la literatura colombiana contemporánea, así como tampoco el planteamiento de problemas formales del lenguaje literario, el lenguaje poético y de la novela entendida como forma literaria en respuesta a las condiciones sociohistóricas del hombre enfrentado a la infamia y la violencia. Estos son temas que enuncio y descubro en mi investigación pero de los que apenas doy cuenta, siempre y cuando pueda darse por hecho que los autores trabajados, Mujica 12

Láinez y Montoya, tienen las afinidades que me propuse demostrar mediante el estudio comparativo de sus novelas, aunque evité, en lo posible, ahondar en cuestiones exógenas a las verdaderas intenciones del texto.

Durante el desarrollo de los objetivos del trabajo empleo, como se puede ver, algunos elementos de la estética y la literatura comparada desde una perspectiva histórica y, cuando es necesario, diacrónica frente a la obra literaria de los autores. El primer capítulo presenta las novelas, resaltando la perspectiva metaescritural, el argumento principal y el componente histórico-narrativo fundamental, con el fin de orientar al lector dentro de las herramientas de interpretación que sustentan el estudio comparatístico, como la relación entre Europa y América, el momento en que el Nuevo Mundo aparece en el horizonte de los personajes y la presencia de un escritor que se sitúa en la realidad sociohistórica del autor y su obra. El segundo capítulo aborda temática y teóricamente la relación entre literatura y pintura, tomando como referencias centrales la écfrasis, la obra Literatura y manierismo de Arnold Hauser y el laberinto como representación del mundo en el arte europeo, con base en las causas sociohistóricas que determinan el espíritu manierista en España y Francia, en respuesta a la crisis del Renacimiento.

El tercer capítulo comprende la recepción crítica de los autores, el estado del arte indispensable del trabajo, apuntes sobre la novela histórica en América Latina y la prosa literaria como principio de relación entre los autores, el lenguaje poético y la escritura.

Por último, la reflexión sobre la escritura y el lenguaje literario pretende mostrar una afinidad esencial entre las estéticas de los autores. La prosa literaria es una herramienta de pensamiento con la cual se puede explorar una época y la trascendencia de las corrientes estéticas independientemente de los periodos historiográficos del arte. Respecto a las obras que constituyen el objeto de estudio concreto, en primer lugar, elegí El laberinto porque es la novela 13 del llamado tríptico esquivo de Manuel Mujica Láinez que se ha estudiado menos (dentro de una obra en general marginada editorialmente), y, además, sus méritos literarios y acabados estéticos no justifican ese olvido. Por otro lado, Tríptico de la infamia ha despertado el interés de las instituciones literarias y editoriales por la obra de Pablo Montoya Campuzano, quien recibió tres premios significativos precisamente por la novela; sin embargo, la obra del Rómulo Gallegos

(2015) y del José Donoso (2016) sigue sin trabajarse, en buena medida por su reciente aparición, pues la Academia suele esperar el veredicto del tiempo para luego sí ocuparse de las obras artísticas. A pesar de todo, es probable que simultáneamente a esta tesis se estén concibiendo otras investigaciones con diversos enfoques y métodos sobre la poética de Pablo Montoya. De cualquier manera, ojalá esta propuesta sea el punto de partida de nuevos trabajos sobre las obras literarias de los autores, consideradas individualmente, o que, más aún, estimule el compromiso de proyectarse en la vigencia de Mujica Láinez en la literatura colombiana.

14

CAPÍTULO I

LEER Y VER: APROXIMACIÓN A LAS OBRAS ESTUDIADAS

Las novelas de Mujica Láinez y Pablo Montoya se leen y se ven. Se ven, en principio, porque los cuadros, que anteceden a su escritura, se interpretan de acuerdo con los argumentos ficcionales y las tramas que se ubican en un periodo histórico específico, el del Manierismo en las artes del siglo XVI y XVII, marcado por las guerras de religión y por el empobrecimiento de las familias nobles españolas durante la crisis del ideal caballeresco y cortesano. Los cuadros se miran, y se puede afirmar que en cierto sentido los personajes “salen” de ellos o habitan los escenarios que rodean históricamente el contexto artístico al que aluden, mientras los textos se leen, y aquellos cruces con lo pictórico se manifiestan en la escritura. El lenguaje de lo visible se articula no solo para reconstruir una época o dos momentos históricos, sino como interpretación de la dimensión escritural de los textos y posibilidad de descubrir el espíritu del Manierismo desde el ámbito creativo y artístico de la literatura. De ahí que en ambos casos se mantenga una actitud transhistórica, con la que se pretende rescatar una corriente de un tiempo pasado con el fin de traerla al de los textos contemporáneos. El símbolo del laberinto se concibe también en la presencia de los tropos literarios y los excesos pictóricos que comienzan a abrir paso al Barroco; en el laberinto es posible perder el sentido de la realidad, que es determinante para la aparición del “sueño”, en el que se difuminan las fronteras de lo real y lo imaginario, lo cotidiano y lo inusual. Por eso, considero que para llegar a estos planteamientos es necesario aproximarse a las obras que se estudian en esta tesis: El laberinto de Manuel Mujica Láinez y Tríptico de la infamia de Pablo Montoya.

15

El laberinto, entre lo real y lo prodigioso

Manuel Mujica Láinez recuerda en Estampas de Buenos Aires (1946) que en tiempos de los abuelos había en las casas porteñas un mueble que representaba el orgullo de sus moradores. Este mueble, llamado la cómoda-papelera, de estilo “notarial”, guardaba las reliquias, los papeles más importantes y las cartas más entrañables o “secretas”; ocultaba también un escritorio detrás de las tapas y en los cajones grandes reposaba, además de la Biblia, el cuaderno con los registros de la crónica familiar. La cómoda fue desapareciendo poco a poco hasta que llegó a su fin, porque las casas ya no tenían espacio para conservarla y el porteño la sustituyó para siempre. Sin embargo,

Buenos Aires, la ciudad que es también una casa gigante, ha mantenido inmóvil su cómoda- papelera, ahí donde lo dispuso el fundador de la ciudad. Después de todo, los niños que corren hacia el Cabildo (como un pisapapel de cristal, dice Mujica, que al volcarlo deja caer la nieve) tienen la ilusión de que la Plaza de Mayo guarda, como si fuera la vieja cómoda de los abuelos, su propia historia. Estas prosas se pueden leer como una crónica de Buenos Aires y la fundación mítica de la ciudad, ese “perrazo enorme echado junto al río” (1978, 491). Dicho anacronismo se asume como un recurso para el análisis de los periodos de la historia literaria, seguramente en busca de “lo permanente”; lo que todavía hasta hoy, de una época a otra, ha sobrevivido como la cómoda-papelera, para que “conversemos quieta, apaciblemente, con esos últimos porteños que todavía quedan, como perdidos, en los bancos de los parques. […] Dejémoslos charlar y sigamos el curso de su charla, como se sigue el curso de un río” (494-95).

El laberinto (1974) es la última novela del tríptico esquivo de Manuel Mujica Láinez, que comenzó con Bomarzo (1962) y El unicornio (1965). El escritor argentino recrea la Edad Media francesa, el Renacimiento italiano y el Barroco español, en un ciclo narrativo que sumerge al lector en las manifestaciones artísticas de la historia de Europa y en las peripecias de un duque 16 jorobado, un hada medieval y un hidalgo pobre. Tal decisión temática representa un cambio de perspectiva en su producción literaria, que hasta entonces se había ocupado de la fundación de

Buenos Aires y la suerte de las antiguas casas de la generación del 80, anacrónicas en la mitad del siglo XX, demolidas, abandonadas o convertidas en museos, en señal del derrumbe de la alta sociedad argentina. Mujica Láinez escribió lo siguiente respecto a la concepción de El laberinto:

Mi héroe será un eterno iluso, poético. La imaginación del mundo de Lope se mezcló

bellamente en su cabeza con los mitos americanos, vivió buscando y soñando inútil y

bellamente. Debo hacerle simultáneamente ingenuo y gracioso, encantador. Su encanto

natural será su alma pero no sabrá usarla. (Abate 99)

El héroe aludido es Ginés de Silva, proveniente de familia ilustre pero en bancarrota, que nació en 1572 en Toledo, durante la época imperial, y vivió su infancia en la calle del Hombre de Palo, en donde residía un monstruo mecánico entre prodigioso y siniestro que atormentará al niño y también al adulto. A Ginés le correspondían los hábitos de sacerdote según la tradición para el segundo hijo (a Felipe, su hermano mayor, el rol de militar), y por esta razón, intentando escapar de un futuro en el monasterio de El Escorial, emprende la huida de Toledo pasando por Madrid y

Sevilla para finalmente ingresar en una expedición al Nuevo Mundo. En su trasegar por las ciudades españolas tiene la fortuna de conocer a El Greco, a Lope de Vega y al Inca Garcilaso, y en su viaje a América, ya establecido en el Perú, presencia uno de los milagros que canonizan a

Martín de Porres. Ginés de Silva, octogenario y religioso, redacta sus memorias (entre la autobiografía y la crónica) en una catedral de Buenos Aires y es abatido por una flecha indígena durante la evangelización americana. El narrador-protagonista constituye un vínculo histórico y 17 literario entre Europa y América; en sus aventuras picarescas descubre las bondades del mestizaje con el Inca Garcilaso de la Vega y se cubre con las pieles del cronista ejemplar, pero si bien tiene el don de gran observador carece de genio para imitar la prosa de Garcilaso. El sitio donde escribe su diario —que el editor ha incluido como tercera parte de El laberinto—, después de que hubiera terminado el manuscrito de sus memorias, es el Valle de la Punilla. Este dato es significativo y el lector descubre al final que el libro se firma en El Paraíso, la casa del escritor

Manuel Mujica Láinez, situada geográficamente en este valle que es hoy La Cumbre, en la provincia de Córdoba (Argentina).

Las memorias de Ginés de Silva fueron revisadas, corregidas y reescritas, luego la figura del editor/corrector es fundamental. Ya el hidalgo, consciente de que sus páginas no contienen la alta condición de la prosa, previene al lector: “[…] si algo valen estos papeles manoseados, alguien los descubrirá, en el correr de las centurias; alguien acudirá a raspar, pulir, suplir, interlinear y engordar flaquezas, y a infundirles así la claridad y la robustez de que carecen” (10).

La advertencia parece haber sido premonitoria y resulta preciso suponer que Manuel Mujica

Láinez encontró esos papeles, los reescribió y les sumó el diario que originalmente no hacía parte de los folios de El laberinto, embelleciéndolos y situándolos socio-históricamente entre dos realidades: la de Ginés en los siglos XVI y XVII, entre Europa y América, y el mundo del escritor argentino del siglo XX. Por otro lado, la novela sobre el Barroco español es deudora de la etapa de aprendizaje del escritor, lo cual se infiere de los ensayos de Glosas castellanas (que el propio Mujica denomina como la obra de un estudiante) y de su primera novela publicada Don

Galaz de Buenos Aires (casi un pastiche de La gloria de Don Ramiro de Enrique Larreta), desdeñada en especial por el exceso de barroquismo y cultismo en su lenguaje. Respecto a su 18 ensayística temprana —el único libro directamente relacionado con el género que vio la luz—,

Manuel Mujica Láinez dice lo siguiente en entrevista con María Esther Vázquez:

Cuando volví de Europa, me di cuenta, con bastante lucidez, de que si quería ser un

escritor en mi lengua, yo, que escribía en un francés muy bien, sin ningún problema, tenía

que armarme de un idioma y me propuse leer a los clásicos españoles. Comencé, por

supuesto, con El Quijote y el primer resultado de ese contacto fue Glosas castellanas.

(Vázquez 55)

De ahí que uno de los antecedentes de la novela sea Glosas castellanas, primero, dado el análisis de la crónica bufonesca, el Siglo de Oro y el manierismo de El Greco, y, segundo, a través del estudio dedicado de la obra cervantina, o mejor, de la concepción de la novela moderna, según la explicación de : “Cervantes juntó todos los géneros —épica, picaresca, pastoral, morisco— en uno solo: la novela; y le dio un giro inesperado: la novela de la novela, la novela que se sabe novela, como lo descubre Don Quijote en una imprenta donde se imprime, precisamente, la novela de Cervantes” (2011, 377). El laberinto es, pues, una parodia de aquella unión de géneros que es la novela moderna, y entre ellos, la picaresca es el que tiene mayor consideración dentro de la obra. Algunos autores han calificado a la novela, teniendo en cuenta estos aspectos, como una novela picaresca escrita en prosa modernista y, al añadirle el componente de la parodia, George Schanzer la llama “neo-modernista” (Badenes). Sin embargo, los fallidos empeños de suscribir sus obras han transmitido la idea de autor inclasificable y extemporáneo que circula en las zonas académicas de la literatura hispanoamericana. Se nota, de otro lado, que El laberinto no ha ingresado ni siquiera de modo tardío al corpus tradicional de la 19 novela histórica y ha tenido la suerte infausta de estudiarse como si en realidad fuera una obra escrita en otro tiempo2. Vale la pena suscribir las palabras de María Caballero, en una ponencia presentada en 1981 de la Universidad de Sevilla, cuando dice que El laberinto, pese a que se basa en la picaresca clásica y tiene algunas semejanzas genéricas, no es una novela picaresca.

Ginés de Silva tampoco es propiamente el antihéroe de la picaresca, más bien es un personaje clásico del universo literario del escritor que vive en la pobreza aunque provenga de un linaje ilustre. Es un hidalgo venido a menos en medio de una España en decadencia producto de las crisis del Renacimiento, el levantamiento de la burguesía, la extinción de los caballeros y la difuminación de los ideales cortesanos como fundamento de la vida social. Ginés, a diferencia del pícaro, no sueña con derrocar un orden establecido de dinastías y títulos nobiliarios, sino, por el contrario, sostenerlo y sobresalir en él, conservando las costumbres de honor militar y la dignidad de las grandes estirpes, pero como su familia va perdiendo lo que antaño fuera motivo de orgullo y porque se ha distanciado de ellos en sus viajes por España y luego por el Nuevo

Mundo (muchos de los suyos desaparecidos para entonces en el despliegue natural del tiempo), intenta recuperar su ilusión y los recuerdos de su infancia a través de la escritura, como se puede constatar en el conocido fragmento dentro de la obra de Mujica Láinez que integra el prologuete de El laberinto: “Quizás escriba para ver si de este modo, atizando cenizas en pos de una brasa, logro recordar, como un diamante caído en el rescoldo, la chispa que alimentó mis grandes sueños” (10).

El recuerdo de su infancia vuelve una y otra vez para agitar los sentimientos de Ginés, y la procesión en la que iban rumbo a El Escorial, desfilando los personajes que poblaron su casa, es

2 Más allá del empeño por recuperar esta dimensión de Sandro Abate y la alusión a la novela en el estudio de María Caballero, como se profundizará en la tercera sección de este trabajo, no existe otra valoración de la crítica en este sentido. 20 una imagen que se repite en las páginas de sus memorias cada vez que el narrador arrostra un episodio crucial de su viaje. Su padre Don Diego, su hermano Felipe, la tía Soledad Castracani, la Signora Burano, Zulema, el paje Alfonso y el escultor Juan Bautista Monegro. Mujica Láinez demuestra su habilidad para la construcción de personajes, los cuales tienen algún rasgo característico y cada uno se encarga de impactar en el aprendizaje vital del héroe de diversas maneras. Con la Signora Burano, a quien sorprende ejecutando el acto amoroso, descubre los misterios de la sexualidad, mientras que, junto a Monegro, conoce a Micaela quien lo despoja de su pureza en un prostíbulo. El abatimiento tras los sucesos de la Armada y el desenlace de

Felipe. El discurso de su padre, quien persigue quimeras nobiliarias y favores de la corte como un Quijote, a costa de su salud mental, forma la actitud ingenua pero realista de un héroe extraviado en el laberíntico mundo europeo del arte y de las condiciones sociales adversas de la decadencia de la época y de su familia.

El milagro y los santos abundan en las artes y en el mundo de creencias populares como un indicio del examen complejo del periodo histórico en el que sucede la ficción y de las concepciones que se hallan en la escritura con respecto a la realidad y la historia. Ginés, siendo aquel niño en el cuadro de El entierro del Conde de Orgaz, señala con el hachón el milagro de la ascensión del conde; suceden la transfiguración de la tía Soledad Castracani, los ratones, los gatos y los perros comiendo del mismo plato en la escena de San Martín de Porres que observa nuestro héroe y las constantes referencias a la presencia del milagro y de los santos en las creencias populares de la época. Por eso, una escena de gran importancia para el protagonista es el traslado de las reliquias de Santa Leocadia (figura insigne y metonímica de Toledo que murió virgen y mártir), el día en que Ginés se despide de su ciudad natal, a la que recurre continuamente como iconografía o parodia. El ambiente, entonces, se enrarece por el milagro y 21 lo sobrenatural, aunque la veracidad de lo narrado es puesta en cuestión en varias ocasiones por el propio Ginés de Silva, quien toma distancia de la ocurrencia de ciertos hechos y presenta el discurso legendario como extravagante y en otras oportunidades burlonamente al descubrirlo impostura o engaño. Podría pensarse que el protagonista de El laberinto es, a su modo, un iconoclasta.

Los géneros taumatúrgico y hagiográfico se parodian en la novela. La transfiguración de la tía Soledad Castracani3, un personaje arquetípico de Mujica Láinez y también uno de los más bellos y entrañables, se sugiere como una artimaña: “En el momento de elevar el cáliz y sonar la carraca, mientras yo acechaba las mozas, mi tía Soledad lanzó un grito largo, como de pájaro herido, se levantó y cayó de espaldas bruscamente, presa de convulsiones” (62). Alrededor del milagro la casa se colmó de velas encendidas y la fachada parecía un altar enorme, así que la

Signora Burano aprovechó para vender pedazos de las enaguas de la tía Soledad, medallas y escapularios, ante la precariedad de la situación, pero como las ventanas aparecían manchadas por las velas, Ginés, Don Diego y el paje Alfonso tuvieron que salir una noche a espantar a las

“negras beatas” que rezaban novenas en el contorno. El hecho, no obstante, fue definitivo para que se transformara la personalidad de la tía Soledad: “Más etérea que nunca, hecha de nácares de azabaches y de ópalos, cruzaba las cuadras del caserón, seguida por la Signora Burano y, cuando menos se lo esperaba, sonreía y conversaba con seres invisibles (64) […] La Marquesa

Soledad se hundía en las sombras de una mansa locura” (78). Este fragmento demuestra que las

3 Se titulaba Marquesa de Castracani porque casó con un florentino tramposo que pasaba por Toledo, pero regresó viuda y, dice Ginés, “sin más hacienda que un baulito, ni más escolta que la famélica Signora Burano, una dueña peluda” (27). No quiero privar al lector de este trabajo de su descripción memorable: “Me encantaba su natural elegancia exótica; el arte con que manejaba la aguja y remendaba sus dos vestidos únicos; la donosura con que lucía en la iglesia su collar de perlas falsas y se echaba aire con su ventalle, que era una pequeña bandera rígida; el melindre de su canturreo en la conversación; el primor de sus bordados, que esparcían doquier la corona hipotética de los Castracani, el león rojo y el «Ave María» de los Mendoza […]” (27). 22 condiciones de ese pasado glorioso que ya no corresponden con la realidad social, aunque se presente algunas veces sazonada con humor y el tono de la sátira, empiezan a enloquecer uno por uno a los miembros de la familia de Ginés de Silva, mientras este se debate entre los sueños de enfilarse como soldado del Imperio y la pobreza en la que vivían, procedente tanto de la declinación imperial como del empobrecimiento de su linaje y la ruina de su casa. La decadencia configuraba el espíritu de sus familiares (la tía Soledad Castracani remendaba sus dos vestidos

únicos con la finura del gran arte), y en tal sentido Ginés de Silva establece, con insuperable lucidez, la siguiente comparación: “[…] la casa era semejante a Don Diego de Silva, porque mi padre, si opulento y vanidoso en lo exterior, como su casa, era en lo interno, como ella, repobre y precisado de restauraciones” (18).

La insatisfacción y el deseo sexual equívoco representado en la sugerencia de erotismo entre individuos con vínculo de parentesco4 y en la incidencia homoerótica para el desenlace de la trama o la psicología de los personajes son temas que recorren la narrativa de Mujica Láinez.

En El laberinto la sátira se apodera de todo el relato y se burla del discurso de la inspiración en el

Siglo de Oro y en las prosas admirables de Lope de Vega, este efecto se produce dado que el personaje de Doña Bonitilla se le presenta en forma de musa a un Lope enamorado para motivarlo a escribir sus obras en el fragor de la guerra, falsamente obnubilado por la belleza distante de quien es, en realidad, Don Bonitillo. El travestismo lo descubre en una curiosa situación Ginés de Silva y desde entonces Doña Bonitilla no abandona al héroe, en contra de su voluntad, durante sus aventuras por España. A su vez, el Judío Errante se le aparece

4 Entiéndase en la relación del protagonista y la tercera esposa de su padre, Mariana, o incluso con el hermano de ella, Gerineldo, quien es su compañero de viaje al Nuevo Mundo. Mariana es una figura amorosa evocada en su viaje trasatlántico y Gerineldo es su guía, su Virgilio, en América como lo fue Juan Bautista Monegro en Toledo. En relación con Gerineldo se insinúan, también, algunos impulsos eróticos. 23 constantemente al viajero, pero el narrador que descree del mito no puede saber si en últimas

Juan Espera en Dios, en principio un predicador callejero, es un impostor o es realmente el Judío

Errante, quedando en vilo también para el lector.

La realidad prevalece sobre lo prodigioso en el discurso de Ginés de Silva. Desde América, el héroe permanece como realista, aunque la realidad esté matizada por su ingenuidad respecto a las calamidades de su tiempo y a las empresas colonizadoras y evangelizadoras en las que tuvo parte. A su llegada al Nuevo Mundo el milagro no se le presentará como en Toledo, un sistema de creencias o un motivo del arte, lo verá con sus propios ojos por gracia de Martín de Porres en el Perú. La leyenda se le muestra desde que zarpa a las Indias: los peces voladores que avista desde la embarcación y el Hombre de Oro que se zambulle en el agua, pero estos episodios para

Ginés de Silva no son otra cosa que “visiones”, exponiéndolas como engaño de los sentidos y la imposibilidad de ver las cosas como realmente son. Por ejemplo, en esta escena que transcurre en

América, Gerineldo cree ver un fantasma, pero en realidad es una negra tendiendo una sábana:

Vivíamos en la parte mas prestigiosa de la ciudad y puerto dentro de la llamada “manzana

del poblador”, junto a la caza del hidalgo capitán don Manuel de Frías, y a un paso de

Hueco de las Ánimas, un baldío tenebroso donde Gerineldo vio (o creyó ver) una noche

que regresábamos entibiados por el vino, la lividez de un fantasmón, que bien podía ser

una negra tendiendo a secar una sábana. (244)

Ginés es absorbido por el mundo del arte de la época desde que fuera llevado por Juan Bautista

Monegro al taller de El Greco, en donde el pintor lo retrata en su cuadro El entierro del Conde de

Orgaz, y como paje de Lope de Vega tiene la oportunidad de actuar en una obra de teatro. Sin 24 embargo, es ajeno a las prodigiosas figuras del Siglo de Oro y no se cuenta entre los artistas de la

época, lo que trasciende es la profundidad sensorial para ver lo que está oculto en la dimensión natural de las cosas y hallar el milagro de la belleza en los visos frecuentemente ignorados del mundo. La sensibilidad por las formas estéticas alimenta la escritura con imágenes poéticas, frente al paisaje y los portentos arquitectónicos, que Ginés de Silva recoge de su visita a las ciudades españolas y de sus recuerdos de la Toledo de su infancia. Se relaciona con el mundo a través del placer de los ojos y, en definitiva, logra expresarse con la imagen pictórica y entrar místicamente a vivir en el cuadro (o salir de él, como testimonio de una época). La concepción de lo real en El laberinto es ambigua, como en el arte manierista, puesto que el personaje que está habitando la diégesis tiene un vínculo invencible con el niño que está pintado en el cuadro de El Greco:

Y anoche soñé también que oía ¡tan lejos de Toledo! las pisadas del Hombre de Palo. Pero

soñé también con El entierro del Conde de Orgaz, al que albergué, luminoso, cual si me

hallase delante de él. Soñé que junto a mí se encontraba, vestido con igual ropilla,

Gerineldo, un Gerineldo tan niño y lozano como yo. El pequeño paje que soy en la pintura,

apagaba el hachón contra el piso; Gerineldo y él hacían una reverencia al noble de negra

armadura; cruzaban en medio de los enlutados señores, que a ambos lados se abrían, para

dejarlos pasar; sentían las manos del Greco, rozándoles las frentes con caricia suave; y

luego comenzaban a ascender, despaciosos, las nubes, como si fueran peldaños. (379)

Ginés, como Gerineldo, no sabe lo que ve. No se fía de la veracidad de sus visiones, pero aún así cree poder aferrarse a algunas imágenes de Toledo y escribir para la posteridad la crónica de su 25 vida en España y del viaje a las Indias, sin ahorrarse el humor del disparate y la parodia, con el fin de reavivar la ilusión y los sueños de su infancia. Poco a poco, Ginés de Silva fue convirtiéndose en la pintura que marcó su vida, se extinguió con el fuego de la antorcha que sostiene el niño en El entierro del Conde de Orgaz, y, con Gerineldo, ascendió las nubes. Ginés no sabe, por lo pronto, que vivió en la época del Barroco y el Manierismo, ni puede saber de la trascendencia que tendría la obra de El Greco o de la canonización de Martín de Porres y, por desgracia, ignora que su manuscrito lo reescribió Manuel Mujica Láinez en su casa.

Tríptico de la infamia y los puntos de vista

En Tríptico de la infamia (2014), la novela de Pablo Montoya, son tres los personajes centrales:

Jacques Le Moyne (Dieppe, 1533- 1588), François Dubois (Amiens, 1529-1584) y Théodore de

Bry (Lieja, 1528-1598), pintores protestantes, de religión hugonote, que viven la persecución católica y condensan en sus obras pictóricas la relación entre la barbarie de las guerras de religión y la infamia de la conquista de América en el contexto social y artístico del siglo XVI.

Montoya opta por asumir la perspectiva no arqueológica, el anacronismo como reinterpretación del pasado y el rescate del arte visual como crónica y estética del periodo recreado en la ficción.

La primera parte es el relato del desplazamiento al Nuevo Mundo de Jacques Le Moyne, no como participante de la empresa colonizadora, sino oficiando de cartógrafo y pintor para representar todo lo que observa. El arte de la cartografía lo aprende de Philippe Tocsin y, dado este conocimiento, logra estar al margen de la alabarda que, aunque esforzado, no sabía manejar.

Por eso, la visión de América es la del artista europeo, es decir, es un viaje de aprendizaje pictórico y etnográfico. Le Moyne ingresa en la expedición capitaneada por René Laudonnière, el designado por el almirante Gaspard de Coligny con la aprobación de Carlos IX, hacia la 26

Florida o, llamadas por los españoles, las Tierras Floridas. El pintor retrataba las escenas de sus primeras impresiones de los pobladores y los paisajes de América. El viaje del cartógrafo originario de Dieppe es narrada en tercera persona, y se centra en la confrontación entre dos individuos que al pintar sobre sus cuerpos intentan escapar de una realidad desbordante y de la angustiante vacuidad de la representación. Le Moyne, al margen de la infamia y el exterminio conquistador, sufre los embates de la violencia y más tarde del exilio. Se embarca hacia las

Indias y, una vez allí, experimenta la exuberancia de la naturaleza americana y conoce las manifestaciones artísticas de los indios a través de la figura del indio timucua Kututuka. Así se construye un puente trasatlántico entre las expresiones pictóricas y culturales. La pintura tatuada en su cuerpo queda como marca a su regreso a Europa y más tarde es decisiva para su concepción del arte nativo que consideraba más civilizado y una vivencia que atestiguaba la ventaja que había en esas representaciones pictóricas frente al arte europeo:

Sí, él, Jacques Le Moyne, oriundo de Diepa, pintor de vocación y discípulo de Philippe

Tocsin en las artes de la cosmografía, volvería a Europa. Porque él era de allá y jamás

podría ser cabalmente un indígena. Pero volvería con una huella, no solo estampada en sus

recuerdos, sino signada en el cuerpo. (76)

La segunda parte corresponde a François Dubois, narrada por este en primera persona, consiste en la crónica de su formación artística, su descubrimiento del amor, la compañía de sus gatos y, 27 en fin, el proceso de creación de su único cuadro conservado La masacre de San Bartolomé5. En esta obra se reúne el conjunto de sus experiencias estéticas de la pintura y el horror de la matanza de París. El pintor es consciente del introspectivo y solitario proceso de escritura, por lo tanto un aspecto singular de esta sección reside en que Dubois, en la novela de Pablo Montoya, enfrenta la pregunta por el oficio del escritor en medio de realidades turbulentas. De alguna manera, es comprensible que hablan al unísono el pintor del siglo XVI y el novelista latinoamericano, cuando Dubois se cuestiona por qué escribir y de qué forma el consuelo, la disidencia, la resistencia y quizás el autoengaño de la redención del arte se apodera de la única posibilidad de esperanza frente a la violencia e infamia de las condiciones históricas. Dubois se dirige a un lector, anticipándose a un posible valor de su testimonio para la posteridad, en tanto que se tenga suficiente distancia crítica para pensar sobre su tiempo: “Es posible que el lector de estas letras comprenda en qué tipo de tensiones diarias vivíamos los protestantes y los católicos en la capital del reino” (161).

El pintor manifiesta que ha abordado los acontecimientos americanos dado que los asume como una premonición de lo que se vive París a causa de las pugnas religiosas y de la utopía cristiana. Dubois narra lo ocurrido al otro lado del océano como forma de resistir su impotencia ante la vida y sus propias crisis espirituales que experimenta en soledad, y ve una oportunidad de comprender la vasta realidad de la violencia y su relación con la condición humana. Después de todo, América es para Dubois unas playas lejanas que confrontan al individuo europeo. Como comprobamos, lo que quiere contar con su monólogo no tiene que ver directamente con los horrores del Nuevo Mundo, sino más bien con las condiciones en las que estaban inmersos los

5 Fue una masacre perpetrada en París el 23 y 24 de agosto de 1572, en el contexto de las guerras de religión del siglo XVI, por parte de los católicos en contra de los protestantes y en la que resultó defenestrado el almirante Gaspar de Coligny, líder de los hugonotes. 28 parisienses y la dimensión real de la matanza de San Bartolomé, pero la sangre derramada en las expediciones conquistadoras se entromete en la conciencia de Dubois y se injerta también en la pintura. Dubois contempló la revelación en París, incluso después del contacto con las pinturas de seres monstruosos y hermafroditas de la leyenda americana. Observando con detenimiento las calles que transita descubre en la mirada desolada de los niños que el horror se instala en los hombres normales, y que para vivir sus proyecciones no es necesario viajar al otro lado del océano, como en la tragedia del relato de Le Moyne y Laudonnière, basta con “estar habitando el centro más civilizado del mundo” (130). La ciudad de París, desfigurada por la barbarie de la

Masacre de San Bartolomé, es la imagen pictórica que contiene para el artista toda la devastación humana.

La tercera parte de Tríptico de la infamia es el relato sobre Théodore de Bry, un editor y grabador de Lieja, que ilustra la colección Grandes viajes, basado en la obra de Bartolomé de las

Casas. Escrita como una compilación de prosas, elucubraciones estéticas y referencias históricas, esta sección se caracteriza por la polifonía y la perspectiva ensayística. Los narradores se intercambian entre De Bry y el investigador que recorre las ciudades europeas tras el rastro de los tres pintores como personajes históricos y está escribiendo una novela sobre sus pesquisas. El tiempo recreado en la novela de Pablo Montoya se actualiza, gracias al personaje metaficcional, a la realidad histórica del escritor. De Bry comparte el pensamiento de Dubois sobre la esperanza del pintor y el descenso de la palabra, en él convergen además la experiencia de Le Moyne en el

Nuevo Mundo y la de Dubois en el Viejo Mundo, contempla las obras de los dos pintores y se encarga de reproducirlo en sus grabados. De Bry trae a colación el pensamiento de Montaigne sobre los nativos, rechaza toda intervención conquistadora y colonizadora, se estremece por el padecimiento de los hombres y piensa en el reconocimiento de otras formas de existencia. De 29 igual manera se sobrecoge con la pintura de Dubois de la masacre de San Bartolomé. De Bry reflexiona en estos términos sobre la dimensión real de los hechos y las posibilidades del arte:

¿Bastan diecisiete grabados para redimir la infamia que la violencia provoca? Quizás no

sea suficiente esto ni nada de lo que podamos hacer en adelante. Hemos ocasionado una

herida que nunca será cerrada. Al contrario, cada acción que hagamos la ahondará sin

remedio. Pero volver atrás no es posible porque todo pasado es irrecuperable. Y el presente

siempre es de una honda precariedad, aunque tratemos de construir en él gozos efímeros.

(278-279)

Por otro lado, en el capítulo “Eva, Adán y Noé” aparece el personaje del investigador como narrador, quien está escribiendo la novela en la ficción de Pablo Montoya: “Y es que sobre esas criaturas se ha ensañado el mal. Y el mal, eso lo pienso yo y no De Bry, por supuesto, es la historia. Y la historia es la herida irreversible provocada por la propiedad privada, el Estado y la religión” (214). Respecto a este personaje, al comienzo de “Lieja”, el narrador del capítulo dice:

“Estoy en la galería de Vittert de la Universidad de Lieja. He venido desde Fráncfort a ver un grupo de imágenes grabadas por los de De Bry” (231). Y más adelante, en “Tatuajes”, el mismo investigador descubre al lector algunos rasgos muy particulares que comparte este con el escritor

Pablo Montoya, todavía en la galería Vittert de Lieja en conversación con la mujer que atiende el lugar: “Su amabilidad es milagrosa y no hace mala cara, como las funcionarias de la Biblioteca

Nacional de Francia, ante mi francés latinoamericano. Su interés es sincero cuando le digo que estoy escribiendo algo sobre tres pintores protestantes del siglo XVI y su relación con la conquista de América, entre los cuales está Théodore de Bry” (235). Además, el investigador y 30 escritor revela lo siguiente mientras cree adormecerse y piensa en la selva: “Conozco algo de ella por lo viajes que he hecho al Putumayo y a la Amazonia colombiana. Pero mi conocimiento de esos bosques vírgenes, como dicen los francófonos, es vago, superficial y prejuicioso” (236). En

“Encuentro”, este ve a Théodore de Bry en la catedral de San Bartolomé de Fráncfort. El narrador lo asegura así:

Estoy en esas divagaciones, o simplemente suspendido en la perplejidad, cuando siento que

algo sacude la atmósfera. Como si alguien invisible me hubiera rozado la oreja o soplado

con suavidad en la nariz. Vuelvo los ojos hacia varios lados hasta que se detienen en una

figura que está sentada cerca del gran instrumento de los fuelles. Exagero si digo que

nuestras miradas se cruzan, pero no miento al asegurar que él se levanta y, por cierto

balanceo del cuerpo, se dirige hacia mí. Supongo que va a saludarme, o al menos, a

preguntarme algo, pues tal parece que fuera su intención cuando se detiene. Pero, un

momento después, sigue de largo. (266)

A pesar de esta experiencia, el tiempo sigue siendo el que corresponde al escritor, y de esta manera el pacto ficcional y la atmósfera que se estremece con esta escena empiezan como ensoñación y terminan enraizándose en la realidad de la escritura, en la cual el personaje sabe que no es posible llegar más allá: “Pero no es posible porque Théodore de Bry y yo no podemos hablar y jamás lo haremos. Solo me resta ver cómo se difumina definitivamente por los flancos de la iglesia” (269). En Tríptico de la infamia no se desbordan los límites de la realidad; en la parte de De Bry se muestra progresivamente el rostro del escritor para poder quedarse a vivir en aquel tiempo contemporáneo desde el cual se produce el pensamiento del pasado. Somos 31 conscientes de que el afuera le pertenece al investigador, el personaje de Pablo Montoya, y no a

De Bry, quien no puede cruzar la frontera del sueño para tener vida en la realidad histórica como enunciado de la novela. De Bry vive en la ficción de la escritura.

América en el horizonte europeo: arte, crónica y leyenda

Jacques Le Moyne es el pintor que se conecta más fervorosamente con las Indias debido al viaje que realiza. Su registro es el de un expedicionario que descubre a cabalidad la dimensión de la alteridad cultural y artística y las otras formas de existencia que sobrevivían en América.

Philippe Tocsin recibe en su taller a Le Moyne, y allí, en un ambiente laberíntico entre libros y objetos de medición, se embriaga imaginando y leyendo sobre los lugares y las criaturas que podría conocer en el Nuevo Mundo. Beda el Venerable o Thomas Cantimpré consignaban en sus crónicas las peculiaridades de cada monstruo y las espeluznantes descripciones de la naturaleza: las sirenas que había contemplado Cristóbal Colón; las mujeres guerreras de las que hablaba

André Thevet; hombres con ojeras de perro comiendo carne humana; peces que volaban y

árboles andariegos. Sin saberlo todavía, estas obras formaron la preparación intelectual de Le

Moyne antes de desplazarse a América. La influencia que ejercieron sobre su pensamiento los relatos fantásticos de la leyenda americana fue tal que, percatándose de ello, “Tocsin hizo una pausa para decirse que no sabía muy bien si su discípulo había aprovechado el tiempo en las lecturas o si ellas lo habían intoxicado irremediablemente” (21). El pintor de Dieppe no era, como se ha visto, un cronista, aunque por momentos el relato de su viaje se componga con rasgos de la crónica, este es narrado en tercera persona con la tendencia disruptiva que se asume desde el punto de vista anacrónico y contemporáneamente considerado. Le Moyne era un artista, y en este sentido la principal conexión con los nativos de la Florida, con el paisaje americano y 32 con el contexto de las expediciones conquistadoras en el Nuevo Mundo es generalmente pictórica. En su viaje el narrador describe lo que observa Le Moyne en su expedición y también el saqueo y los conflictos que, en ciertos casos, el pintor no logra percibir con la claridad del narrador en la novela de Pablo Montoya:

Sopesaron el relieve, surcado de lagos espléndidos y bosques de cedros, para levantar el

fuerte desde donde podría iniciarse la colonización. Y Le Moyne siempre iba con sus

artefactos estableciendo datos para la elaboración de la carta geográfica de la Florida. En

las visitas a las aldeas los recibían con festines. Les obsequiaban tejidos y canastas de

frutas. A veces, entre estos presentes, se extraviaba algún collar de oro o de plata que

punzaba la codicia de los visitantes. Estos, a su vez, les daban a los indios brazaletes de

fantasía, espejuelos redondos, pequeños estandartes con flores de lis. (39)

En esta atmósfera de la novela, las aves son importantes como símbolo de la relación del hombre europeo, en este caso Le Moyne y Tocsin, con los relatos de la leyenda americana. Así como las frutas exóticas del nuevo continente son objetos plásticos que construyen puentes en el arte entre

Europa y América. En Tríptico de la infamia la presencia de un loro evoca la posibilidad del viaje, porque es descubierto por Le Moyne: “Arriba de los estantes, protegido por un marco de maderas blancas, había un loro. Tenía las alas extendidas, el pico abierto y sus ojos reían desde el más allá de las aves raras” (15). Dubois traspone el dolor y la infamia de las guerras de religión con la situación de los indios americanos, alimentándose del relato y la experiencia del viaje de

Le Moyne en la expedición de Ribault. La protagonista de este vínculo entre artistas es Ysabeau, quien había sido enamorada de Le Moyne en Dieppe y tiempo después se convirtió en la mujer 33 de Dubois. Esta unión tuvo un desenlace trágico al morir ella y su hijo en la Masacre de San

Bartolomé: “Ysabeau y yo nos conmovíamos ante esos balances de la desventura. Una vez, terminada la conversación con Sylvius, mi mujer me habló del enamorado que había tenido en

Diepa. Era cosmógrafo y pintor y en tales condiciones participaba en la última expedición protestante a las Tierras Floridas” (148).

Théodore de Bry también recoge las vivencias de Le Moyne en América. “Eva, Adán y

Noé” es uno de los capítulos en que más se relaciona el Nuevo Mundo con el territorio bíblico, y reproduce el contexto de las guerras de religión entre católicos y protestantes con algunas pistas sobre las intenciones e interpretaciones respecto a los indígenas, seres que aunque no conocen la palabra divina habitan la tierra paradisíaca de las escrituras. Ahí se enlazan las disertaciones del grabador de Lieja con las del investigador y narrador que, a través del discurso directo, interviene en el pensamiento de De Bry. Es este último quien se obsesiona con los temas bíblicos y los indígenas de América, pues al no haber pisado el Nuevo Mundo, las ideas sobre aquel no provienen de sus propios ojos sino de lo que aprende leyendo a Bartolomé de las Casas,

Girolamo Benzoni o Hans Staden. Además, De Bry cree comprender los modelos bíblicos y los episodios de Adán y Eva en el Paraíso con la presencia de los indígenas, puesto que los habitantes de esa tierra prometida “son los actuales vástagos de Noé, nos dice De Bry. Solo que han olvidado este secreto histórico y andan como perdidos en tierras maravillosas que la codicia europea ha descubierto” (215). De Bry se forja una ideación negativa de la evangelización de los nativos americanos, rechaza la utopía cristiana que persigue la victoria universal del cristianismo y toda forma de intervención en América.

De otra parte, en la expedición de Jacques Le Moyne, “El pintor de Indios”, observando el estado del fuerte y la relación de los hugonotes con los indígenas, son evidentes los conflictos, 34 las sublevaciones y los combates que los europeos conocían, y sin embargo la disposición a la batalla en los indios aparece sin la barbarie de las guerras de religión en el Viejo Mundo. Por

último, “El exterminio” es un ensayo que admite una lectura independiente sobre el genocidio de la población indígena americana: “A la llegada de los conquistadores había aproximadamente ochenta millones de habitantes en América. Cincuenta años después quedaban diez” (284). La conquista de América se trae al presente para comprender la cabal dimensión de los hechos en la realidad sociohistórica de Pablo Montoya.

En El laberinto, después del fracaso de la Felicísima Armada, en el contexto de la Guerra anglo-española de 1585 a 1604, Ginés de Silva viaja a Sevilla acompañado de su amigo Baltasar de Orozco. Con el dolor de la pérdida de su hermano Felipe en estos hechos y la desazón del infortunio militar, el héroe alude por primera vez al Perú como aquel lugar donde escapar y conseguir la gloria y el honor militar: “Ya entonces soñábamos ambos con pasar a Indias, quizás al Perú, a medrar y ganar gloria, porque el asunto de la Armada nos escocía como si fuésemos culpables de su resultado trágico y grotesco” (172). En Sevilla, conocieron, atizados por sus sueños, la ciudad que conducía a América. Ginés acabó por ser vendedor de pájaros para sobrevivir, empujando una carretilla con jaulas por las calles sevillanas como ayudante de Pedro

Flequillo. Las historias narradas por el pajarero Flequillo hechizaron a Ginés de Silva, y a partir de entonces los gigantes sodomitas del Perú, los hombres bestias de los pies al revés, de cuernos retorcidos y vida subterránea, los seres mitad hombres y mitad avestruces, el Hombre de Oro, las amazonas desnudas, la Ciudad de los Césares y la cadena de oro del Inca, sumergida en un lago

(83-84), comenzaron a vivir en la imaginación de Ginés de Silva y Baltasar de Orozco. Para entonces Sevilla se revistió también de las maravillas de los mitos americanos, por eso Ginés manifiesta: “En Sevilla, España volvía a ser la triunfal, la imperial, y la idea de una derrota 35 resultaba imposible” (178). Sevilla se consagra como la ciudad de las manifestaciones gloriosas y los relatos fantásticos que habitaron a Ginés de Silva y lo inducen a decidir, inexorablemente, enfilarse en la expedición y soñar con un viaje a las Indias: “Se husmeaba la vecindad del océano, no sólo en el aire sino en la traza de la gente. Sevilla era la puerta del Nuevo Mundo, la atalaya, el balcón que oteaba hacia las Indias” (177). En la ciudad, entre abundantes pájaros, se mezclaron los sueños prodigiosos y fantásticos de la leyenda americana con curiosos personajes que se filtraban en la muchedumbre y con la fascinación de sus exteriores. Sus callejuelas reflejaban los galeotes y los veleros que zarpaban a América, por eso Ginés no sabe si en verdad vio el cocotzin o el caracara en Sevilla o en las Indias. Ginés ve al Hombre de Oro, que va a ser una de las más importantes manifestaciones del efecto de encantamiento que trae consigo el viaje, y una muestra de la capacidad de visión del héroe de El laberinto: “Tenía los ojos negros y firme la boca. Cuando surcaron hasta la mitad de la laguna, crecieron los cánticos, una pausada melopeya que acompañaban las harpas y las siringas, y el Hombre de Oro se zambulló. (293). La visión de este ser sobrenatural se apodera de los sueños del héroe en el Nuevo Mundo, y cuando pretende volver a verlo, desaparece. Su correlato en la pintura es una iluminación de lo que no se ve y sin embargo queda la eterna posibilidad de su aparición. En la relación entre literatura y pintura, en especial la esencia del manierismo de El Greco en la obra de Manuel Mujica Láinez, las aves son las intermediarias entre la tierra y el cielo (Lorenzo 2011), lo cual se refiere a los dominios del arte como un ámbito que alterna lo cotidiano con lo improbable, Europa frente a la otredad del Nuevo Mundo, la realidad histórica con la prodigiosa imaginación.

36

CAPÍTULO II

LITERATURA Y ARTES: IMAGEN, ÉCFRASIS Y MANIERISMO

La imagen pictórica en las novelas

Manuel Mujica Láinez trabajó durante varios años para el Museo Nacional de Arte Decorativo de Buenos Aires y Pablo Montoya estudió música en la Escuela Superior de Música de Tunja, es decir, las semillas de inspiración y pasión que se sembraron en las artes plásticas y en la música germinaron después en la sensibilidad literaria. En el primer caso, se observa al revisar las obras completas de Mujica Láinez, en las que tienen gran protagonismo los objetos decorativos y artísticos6, y, en segundo lugar, es evidente en La música en la obra de Alejo Carpentier (2013),

La sinfónica y otros cuentos musicales (1997) y Programa de mano (2014) de Pablo Montoya.

Sin embargo, la pintura es la expresión artística que tiene mayor trascendencia en las novelas y se muestra como una condición análoga respecto al lenguaje poético, de tal suerte que la literatura se deriva de las imágenes pictóricas7. La ficcionalización de los acontecimientos y los personajes encuentra su fundamento histórico en la realidad como enunciado de la imagen, así que, bajo este argumento y según el concepto de hipertextualidad que propone Gérard Genette, los cuadros funcionan como hipotextos de las obras literarias:

6 Entre los ejemplos emblemáticos se encuentra la novela El escarabajo, la historia de un talismán de lapislázuli (que hace las veces de narrador) desde su creación por la reina Nefertari en Egipto hasta nuestro tiempo, y varios de los cuentos de Misteriosa Buenos Aires, como “El hombrecito del azulejo” y “El espejo desordenado”. 7 Tal relación entre pintura y literatura es recurrente en las obras de Mujica, por ejemplo en Bomarzo también se encuentra una referencia a un cuadro de Lorenzo Lotto, que el duque de Bomarzo reclama como su retrato y aquello es parte importante de la novela y del proyecto de reescribir la historia de Pier Francesco Orsini y el parque de los monstruos de Viterbo. En cuanto a la obra de Montoya, el antecedente más ilustre es el libro Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto, en que el autor describe poéticamente los veintiocho frescos de Giotto y ofrece al lector su mirada sobre la relación entre imagen y literatura. 37

Se trata de lo que yo rebautizo de ahora en adelante hipertextualidad. Entiendo por ello

toda relación que une un texto B (que llamaré hipertexto) a un texto anterior A (al que

llamaré hipotexto) en el que se injerta de una manera que no es la del comentario. Como se

ve en la metáfora se injerta y en la determinación negativa, esta definición es totalmente

provisional. Para decirlo de otro modo, tomemos una noción general de texto en segundo

grado (renuncio a buscar, para un uso tan transitorio, un prefijo que subsuma a la vez el

hiper —y el meta—) derivado de otro texto preexistente. Esta derivación puede ser del

orden, descriptico o intelectual, en el que un metatexto (digamos tal página de la Poética de

Aristóteles) “habla” de un texto (Edipo Rey). (14)

En la relación entre pintura y literatura Manuel Mujica Láinez y Pablo Montoya aparecen como receptores y renovadores de una tradición que además se refleja en la conciencia estilística del lenguaje literario, aquel que les permite descender hacia el condimento esencial del arte, según

César Aira: el hombre viviendo en la Historia8. Más concretamente, El laberinto constituye un ejercicio interpretativo de El entierro del Conde de Orgaz de El Greco, así como en un momento dado Tríptico de la infamia es la contemplación del estilo y la teoría de la proporción en los grabados de Alberto Durero, y, a su vez, de los cuadros de Jan Van Eyck, Jean Fouquet y Paolo

Uccello, pintores del Renacimiento. Además, Tríptico de la infamia tiene una propuesta interesante: Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry son críticos de sus propias pinturas. Pablo Montoya, el personaje que se muestra en la tercera parte, ejerce como investigador y analista de sus obras, apoyándose en el material pictórico para crear una

8 Debido al carácter plurisémico del término, la escribo con mayúscula cuando en el texto haga hincapié en su condición de metarrelato o discurso; en minúscula, cuando esta quiere decir relato, disciplina o es subsidiaria. 38 descripción literaria que vive autónomamente. Manuel Mujica Láinez, sin ánimo de desconocer los demás intertextos literarios, establece la escena de la pintura de El Greco —cuando este pinta a Ginés en su taller— como un componente fundamental de la concepción estética de la novela.

Se plantea un diálogo hipertextual con el cuadro, incluso dentro de su estructura narrativa, sobre la historia detrás de aquel niño que aparece a la izquierda, apuntando con una mano hacia el milagro que sucede y con la otra sosteniendo una antorcha. Ginés de Silva cuenta que es ese niño y que la extraña fecha, 1578, señalada en el pañuelo, es la de su primera visita al taller de El

Greco. El laberinto es, en sentido general, la historia de ese misterioso niño. Una teoría acogida oficialmente dice que se trata del hijo del pintor, Jorge Manuel, puesto que la fecha anunciada corresponde con su nacimiento. Sin embargo, Mujica Láinez se apropia de esta versión en “La viuda de El Greco”, un cuento de El brazalete y otros cuentos (1978), en el cual la historia gira alrededor de la madre de Jorge Manuel: Jerónima de las Cuevas. Así que no ha sido una sola vez, dada su fijación por el arte, que el niño de El entierro del Conde de Orgaz ha movido su interés y propiciado un itinerario narrativo. El milagro que muestra ha ocurrido tres siglos antes y los personajes que son retratados como testigos del entierro, en el cual se une lo terreno con lo divino, son los de la aristocracia en tiempos de El Greco. Pues, como dice Ginés, “la pintura es un teatro portentoso” (57).

Pablo Montoya, en Tríptico de la infamia, considera en abundantes oportunidades la acción de ver y conocer otra realidad por medio de las técnicas del arte pictórico, los significados cromáticos y los valores estéticos de las expresiones culturales. Esto es lo que Le Moyne observa en los indios de América y gracias a su conciencia pictórica el viajero tiene contacto directo con el espíritu de un hombre alterno, sin dejar que la expedición al Nuevo Mundo fuera, de cierto modo, superficial. La pintura sobre su cuerpo hecha por unos indígenas en la Florida es el hecho 39 crucial para que el pintor europeo abra los ojos y esta realidad lo impregne de experiencias vitales, habitualmente llena de sombras, precipicios y viscosidades, muchas de ellas provenientes de las convicciones religiosas. Esta inmersión de Le Moyne es decisiva, aquella de la cual no pueden librarse tampoco Dubois y De Bry, y, por tanto, ahí se consolida la línea argumental que aúna a los tres pintores protestantes.

Théodore de Bry funge como crítico de las acuarelas de Le Moyne (Morgues, como se le conocía en el exilio, al huir de las persecuciones religiosas), y en su encuentro con él en Londres fue pronto impresionado por la técnica y conmovido por la textura de las frutas, las cuales

“suscitaron en él, por un lado, el deseo precipitado de saborearlas, y por el otro, la detención cálida que exige el acto contemplativo” (251-252). De Bry sintió la profunda relación entre las frutas y los objetos con lo humano. Aquellas eran vestigios del viaje, el testimonio de la empresa, los grandes sueños que terminaron asistiendo en adelante el arte de Le Moyne, fundado en las vivencias con los indígenas. Morgues, que en París había pintado salvajes, en Londres iba a ser pintor de flores, frutas e insectos. Así lo describe el narrador de este episodio, ante la gama de colores vivos de las diminutas piezas: “Tanto el fondo dorado como las flores de la planta, que eran de un pálido azul; tanto el gris con que se habían pintado los enveses de las hojas como el negro del tórax del insecto; todos esos matices eran primorosos y poseían la impronta de quien desde hacía años observaba amorosamente las pequeñas existencias de la naturaleza” (250). De

Bry tenía la consciencia de estar ante un testimonio invaluable de esa realidad americana de los indígenas. Por tanto, esta era una obra indispensable y de indiscutible calidad para su colección

Grandes viajes. Y, de igual modo, De Bry se dedica a la observación minuciosa y describe la pintura de François Dubois, impactado por el horror y la infamia de la violencia religiosa 40 europea y, deteniéndose, en tanto fuere posible, en los valores estéticos de la obra de arte; tal vez huyendo, como Dubois, de la realidad.

La escritura de la imagen pictórica es unidad temática y procedimiento narrativo de las obras de Mujica Láinez y Pablo Montoya, y, como consecuencia, la experiencia estética del arte visual se traslada a la escritura de la prosa literaria. Los hipotextos de las novelas son diversos, como hemos visto, tanto en El laberinto como en Tríptico de la infamia, y no cabe duda de que las descripciones más logradas por su belleza, tono y reflexión, provienen del enfrentamiento de un sujeto con una imagen pictórica. César Aira, en su texto “Sobre el arte contemporáneo”, compuesto con motivo del acto inaugural del coloquio “Artescritura” llevado a cabo en Madrid en 2010, propone un mito de origen de la literatura como descripción de un dibujo o estatua, inscrito en la relación imagen-texto, así: “[…] contarles a los amigos o a los vecinos de caverna cómo cacé un bisonte es un simple acto de comunicación, al que la lengua es puramente funcional; pero contarles la historia que sugieren esos bisontes y cazadores pintados en la pared… eso bien podía ser un anticipo de la literatura” (13). El propio Aira irónicamente descalifica este mito, pero ensambla la relación entre arte visual e imagen como antecedente remoto de la literatura, a propósito de sus reflexiones sobre el arte contemporáneo y la, según él, inexistente literatura como producto de lo “contemporáneo”. En aquel texto, Aira afirma, frente a la literatura, que “el condimento esencial es histórico: un hombre viviendo en lo irrepetible, no intercambiable, y decisivo, de la Historia” (51). Para ello se pregunta, ¿si Kafka no hubiera existido sus obras valdrían lo mismo para nosotros? A lo que responde: “Evidentemente no, porque faltaría lo más importante: Kafka” (50). El hombre que vivió en el mundo real.

Pensar y definir lo contemporáneo implica, siguiendo con Aira, la negación de la Historia que sirve como fundamento de los datos biográficos en los que se sustentaba el valor literario, 41 porque el arte contemporáneo no necesita valores. Pues bien, la literatura tiene una dificultad inherente a su propia esencia para ser contemporánea, y así lo asegura con las siguientes palabras: “La literatura tiene una materia hecha más bien de ausencia; y respecto del tiempo, crea un pasado, crea sus precursores, quizás porque siempre está hablando de mundos desaparecidos y todo el mérito que buscan los escritores es ese; el de ser el único emergente visible del gran naufragio, el de la belleza del mundo” (48). Pero existe otra cualidad que descompone la relación entre literatura y arte contemporáneo (aunque este autor confiese ser un escritor que busca inspiración en la pintura): la creación literaria es “una forma de paliar la inadaptación o la dificultad de vivir” (20). Esta especialidad de la literatura no la tuvieron las artes plásticas como característica general.

Las obras de Salvador Dalí, en concreto las que insertaban un texto descriptivo, se asimilan a las acuarelas de Jacques Le Moyne, que cuentan con un discurso literario explicando el viaje al

Nuevo Mundo. La literatura en relación con la imagen es una visión tornasolada y un vínculo adicional con el mundo real en que el observador no solo ejerce como crítico, sino como creador de una multiplicidad de sentidos, aunque ya no sean propios de la pintura; con esto se crea una distancia insalvable, pues al pertenecer a la percepción y la memoria se desprenden fantasmas en el tiempo y en el espacio; precisamente, uno de ellos podría ser François Dubois, quien dice: “Y más tarde, ya en Ginebra, comenzó a configurarse ese fantasma que soy ahora” (176). Al saberse silenciado, sintiendo el desamparo y su derrota ante la vida, Dubois se convierte en un escritor.

Ahora bien, los cuadros constituyen verdaderas crónicas acusadoras de la época —como advierte

Mujica Láinez en su ensayo sobre el bufón y cronista de Carlos Quinto en Glosas castellanas—, eran vestigios históricos que se contoneaban entre el ojo del artista y las confesiones y secretos de la corte. La pintura se comporta de una manera análoga a la crónica, tal como interactúan 42 dentro de las obras literarias, y son lo permanente (o trascendente) en el sentido del ambiente anacrónico y sensible que ofrece esta singular visión de la narrativa. Aquel cuadro que en determinado tiempo histórico fue observado con los ávidos ojos de los artistas del Renacimiento, es ahora el mismo cuadro que siglos después contempla Pablo Montoya en su trasegar europeo como becario de investigación y escritor de la novela. Ese espejo que era multiplicador de realidades abominables y posibilidad de huir del turbio tránsito del mundo, se manifiesta como el contemporáneo abatimiento del escritor, quien sabe mucho más que el pintor atrapado en el tiempo de la infamia.

Las frutas, por ejemplo, esos objetos plásticos que daban la sensación del color vivo y palpitante, recrean las conexiones de Occidente con el Nuevo Mundo. Por tal motivo, en el taller del cartógrafo descuelga una calabaza misteriosa, exuberante y descomunalmente (como en el

San Jerónimo de Alberto Durero). Los cuadros en los textos son crónicas de la época y asimismo entienden de las pasiones humanas en el tiempo histórico representado, superando la pieza arqueológica para dar vida continuamente y abarcarla —desde un punto de vista determinado por los siglos sucesivos— con el brío y el ansia de las palabras bellas y armónicas de la escritura poética, de la cual se desprenden las prosas, las estampas, las crónicas y la écfrasis como técnica narrativa, minuciosamente explorada.

Aquello que se describe lo detalla sin ahorrar elogios Pablo Montoya en un texto suyo sobre Bomarzo, aparecido en Literariedad el 26 de abril de 2015, precedido por una observación concisa y no obstante grandemente esclarecedora sobre una obra: no puede ser un autor menor, como dice Roberto Bolaño, aquel que ha escrito una novela como Bomarzo, la cual no permite su lectura exclusivamente como arqueología, sino que además aporta todo un universo de sentido a las pautas y los datos revividos de las épocas idas, como asegura Montoya: “Arqueología podría 43 ser, por ejemplo, saber que debido a un dolor de cabeza Carlos Quinto se cortó el cabello para su coronación en Bolonia. Pero además de este dato, y aquí es cuando la arqueología se supera por fortuna, Bomarzo nos hace entender cómo con este pequeño gesto termina en España el

Medioevo e inicia verdaderamente el Renacimiento” (s/p). Esta apreciación frente a Bomarzo puede trasladarse a El laberinto, con la cual se quiere hacer entender cómo y cuándo termina el

Renacimiento y empieza el Barroco, pues más que una novela sobre el Barroco español se podría concebir como una novela del Manierismo en el arte europeo. Al margen de esta idea, lo que se quiere considerar ahora es la fundamental observación, para nuestros fines, que hace Pablo

Montoya de la novela de Mujica Láinez: “Una de las cimas de Bomarzo es la plasticidad de su estilo. Pocas novelas en la literatura latinoamericana, en esta perspectiva, tienen que ver con la imagen, y sobre todo con la imagen pictórica. Los mejores momentos, esas suntuosas descripciones que pueblan la novela, son en realidad cuadros italianos” (s/p).

Igualmente suntuosas son las descripciones que habitan las cimas literarias de Tríptico de la infamia, y gracias a ello cabe mencionar que esta es una de las escasas novelas latinoamericanas que se deben a la imagen pictórica, y que, además, aquella relación corresponde con la plasticidad de la escritura. Los aspectos que Montoya aprecia como aciertos de la obra literaria de Mujica Láinez son los mismos que tienen que ver con la construcción de su poética, motivo por el cual es un argumento a favor de que un escritor desarrolla su quehacer literario con la realización de una serie de decisiones que se permite tomar, entre tantas ramificaciones posibles, para crear un estilo, una voz, una dimensión poética de acuerdo con lo que admira de otros autores y de los gustos literarios que se ha forjado. Aquí empieza a adquirir formas tangibles la hipótesis de una influencia de Mujica Láinez, especialmente a partir de la lectura de

Bomarzo, en la novela de Pablo Montoya. Además, es seductora la ideación de que la obra del 44 argentino ha ingresado en una era fantasmal dentro de la literatura colombiana, y como tal ha ejercido influencia sobre un grupo de escritores contemporáneos, entre ellos, el autor de Tríptico de la infamia. Ciertamente, en la novela presenciamos el oficio que adoptan los tres pintores como críticos de arte en momentos distintos: Le Moyne del arte pictórico de los indios de La

Florida y de la experiencia estética con Kututuka; Dubois posicionado ante la propia obra de Le

Moyne; De Bry, conmovido por la crueldad representada por Dubois, asimilando el dolor, la sangre y la infamia; Montoya, a su vez, como observador de todas estas obras de unos pintores protestantes que, después de todo, están marcados por el exilio.

Écfrasis narrativa

La écfrasis (ekphrasis) es un procedimiento retórico-discursivo que tiene sus antecedentes en el mundo clásico, con los tratados de retórica de los siglo III y IV d.C., cuyo objetivo principal era representar un objeto plástico o imagen artística (Pimentel; Giraldo; Guasch). Luz Aurora

Pimentel, en un artículo trabajado como propuesta de lectura del texto ecfrástico como iconografía, plantea la imposibilidad de separar lo verbal de lo visual, y provee la diferencia entre écfrasis nocional y écfrasis referencial: en la primera, el objeto artístico tiene presencia autónoma, y en la siguiente, el objeto representado tiene existencia “en y por el lenguaje” (284).

James Hefferman define la écfrasis como el traslado de una representación visual a una representación verbal (3) y Claus Clüver agrega que esta se produce en un sistema de signos no verbales, ahí donde el texto puede ser real o ficticio (6). De modo que la écfrasis ha pasado de ser una figura retórica, más allá de la analogía de Horacio entre pintura y poesía, a ser un procedimiento de representación a través de la descripción pictórica y de la vocación narrativa que tiene implícita el objeto plástico. 45

Tal como es precisado por los teóricos contemporáneos, la écfrasis acentúa la textualidad, enfrentando a dos textos con signos verbales y no verbales que se pueden interpretar en un grado de intertextualidad, pero también la écfrasis puede ser crítica o literaria (Giraldo 203-5). Michael

Riffaterre afirma que la diferencia es de carácter factual: la écfrasis crítica consiste en la descripción del objeto plástico, observando sus cualidades formales en cuanto arte visual; mientras tanto, la écfrasis literaria hace entrar al cuadro o imagen pictórica dentro de un contexto literario. Si bien la existencia de esta imagen no está presupuesta, el discurso literario es una de sus proyecciones y, en este sentido, la obra pictórica participa del “decorado” de la obra literaria.

Lo que quiere decir que la écfrasis crítica es autónoma en relación con las reglas del lenguaje visual y la écfrasis literaria adquiere una suerte de dependencia con la obra de arte. Aquello es expresado, como no dudaría en proponer Eduardo del Estal, con la transición de lo visible a lo legible. En la historia literaria la écfrasis como ejercicio retórico tiene uno de sus antecedentes más recordados de la antigüedad clásica en la descripción del Escudo de Aquiles en la Ilíada; la

écfrasis de “El puerto de Carquethuit” en A las sombras de las muchachas en flor de Marcel

Proust; otro ejemplo de ello, ya en la literatura latinoamericana, es la descripción de un mural de

Diego Rivera en Los años con Laura Díaz de Carlos Fuentes.

Dentro de los hechos narrados en Tríptico de la infamia, el caso de François Dubois es el más representativo en esta perspectiva. Las razones son numerosas, a pesar de que en todos los personajes el discurso literario tiene que ver con la imagen pictórica de distintas maneras.

Jacques Le Moyne, por ejemplo, acompañaba sus acuarelas con breves crónicas de su viaje a

América, con las cuales pretendía alcanzar un buen grado de detalle mostrando además las condiciones en que se captó cada escena; mientras que Théodore de Bry ilustraba con sus grabados las crónicas que hubo de escribir Bartolomé de las Casas. Así y todo, el personaje de 46

François Dubois no solamente es trazado por Pablo Montoya como un crítico de arte, sino que él forma, con las vivencias del horror, el aprendizaje de los libros de arte y el descubrimiento de sus dones y del amor, a un atormentado escritor.

Dubois contempla un conjunto de cuadros y se dedica a realizar unos ejercicios de crítica de arte y écfrasis interpretativa. La virgen con el niño de Jean Fouquet es uno de los cuadros que despiertan la admiración de Dubois. Agnès Sorel, una de las amantes de Carlos VII, es la virgen de Fouquet: “Esa virgen, asociada con una mujer que murió envenenada luego de un parto, es tan bella en su silencio que parece ser de otro mundo” (135). Ese otro mundo es seguramente el del

Renacimiento francés, en el cual empiezan a aparecer algunas libertades, incluso a abjurarse de las imágenes religiosas, y en este sentido el arte es un espacio de indagación espiritual en determinadas condiciones sociales e históricas. Se abre una ventana que es la dimensión de una nueva realidad, la cual implica transformaciones no solo en la técnica o en el pensamiento en cuanto a los fenómenos que se reflejan en la obra artística, sino también en la concepción misma del arte pictórico.

El pintor sigue observando el cuadro de Fouquet y entiende que “tal vez por esa razón [a la virgen Agnès que pertenece a otra dimensión de la realidad] la rodean seis angelitos rojos y tres azules, entre los cuales hay uno que nos mira como explicándonos de qué manera puede reflejarse la belleza” (135). Por eso, en los grandes cambios está en juego la estética según las necesidades de una sociedad en el mundo real, volviendo sobre la idea de César Aira: “La realidad concreta de la obra estaría conformada por la obra misma y el tiempo que envolvió su concepción y ejecución, entendiendo por este tiempo el transcurrir histórico en el que cada uno de sus puntos es único e irrepetible, y por ello irreproducible” (24). La función del arte es, en este caso, la de crear una nueva dimensión, concebida con los componentes de la Historia, para 47 escapar de una realidad unitaria que se establece en la relación fundamental del Medioevo entre la religión y la pintura. Ahora bien, este cambio de perspectiva, la profundidad espacial que representa una forma de eludir la realidad, es decisivo para comprender las exigencias que

Dubois hace a su obra pictórica en relación con las dificultades que experimenta por cuenta de la sangre derramada en nombre de la religión.

El matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck es quizás el ejercicio de écfrasis mejor logrado y más importante de Tríptico de la infamia. Así lo demuestran la belleza de su descripción y el grado profundo de análisis con el cual genera un contexto y el espacio narrativo de la obra pictórica. Dubois observa que la acción “sucede en una alcoba en la que un par de amantes se prometen ternura y fidelidad” (137), y se permite hablar de los elementos: el candelabro, la luz por la ventana, las cuatro naranjas en el alféizar, los chanclos en el piso cuya sombra los hace ver como seres vivos, el pelo del perrito como seña de la fidelidad del amor, etcétera, que son los que componen la atmósfera (137-38). Se proyecta al fondo un espejo insinuante, sobre el cual centra su atención, estableciendo aquí un instante revelador acerca de la herramienta de los símbolos como característica esencial del arte manierista, y, por consiguiente, la perspectiva desde la cual es mirado el cuadro. En el espejo se puede ver a quienes están observando la acción principal del cuadro, el matrimonio que se jura fidelidad. Todos los elementos parecen sellar el concepto de la pureza del amor, perfectamente dispuestos para vivir en ese instante.

Y sin embargo, piensa Dubois que el espejo incorpora, como la virgen de Fouquet, otra dimensión, un campo de la realidad que es más profundo y tiene que ver con un tiempo que no corresponde al que se vive ahí, suspendido. A través del espejo se “guarda una esperanza, la más menesterosa, de escapar de la realidad” (138), por eso el universo consiste en lo que se ve y en lo que está más allá de lo visual, tanto en lo corpóreo como en lo espiritual: “El afuera luminoso 48 que vislumbramos, todavía con mayor certeza, como la alternativa de salida de una situación que, si bien es la expresión de una felicidad conyugal, está enmarcada bajo ciertas condiciones aciagas” (138). Dubois también observa que este espejo tiene en el marco diez medallas representando un hecho que está en el centro de todo, la pasión de Cristo. Este punto de sufrimiento que fractura el tiempo en dos, además representa la principal dualidad cristiana entre la formas, lo recto es la regla y la desviación es el pecado. Una desviación que puede definir formas infinitas, circulares, que está en la esencia del cambio entre la Edad Media y el

Renacimiento, en que la pretensión por las formas perfectas es uno de los principales rasgos y que va a aparecer como fundamental en los símbolos del Manierismo clasicista, la búsqueda del hombre por lo cíclico, el laberinto, los espejos, etcétera, en el camino hacia la desviación y el exceso del arte barroco.

Si bien La caza en el bosque de Uccello no es más que una breve referencia, permite una alusión al pintor que, con los ojos fundidos de entidades cromáticas, figuras y signos, puede ver la belleza escondida de suerte que ha determinado qué es lo visible: “[…] porque la fantasía que favorece la perspectiva sacudida por los tonos naranjas, pertenece a las coordenadas de lo inolvidable. Las líneas y puntos de fuga están dirigidos hacia esa conjunción de árboles en donde se ha escondido, como el secreto de la belleza y la plenitud del amor, el ciervo saltaría que nunca atraparán los afanados hombres de Uccello” (140). Aquí es permisible notar el hecho: los cazadores no pueden ver la belleza, el ciervo que se escabulle entre los ramajes frondosos. El artista para representarlo ha organizado la esencia perceptual, es por eso que logra mirar con la misma claridad la presencia multiforme del abatimiento.

En fin, De Bry tiene un peculiar encuentro con las obras de Dubois, entre la alucinación, el sentimiento de depravación humana y la admiración por los trazos inequívocamente expresivos 49 del pintor de Amiens. En este caso, no hay descripción detallada ni un esfuerzo por interpretar la realidad representada en la Masacre de San Bartolomé, el significante remite a otro significante, y a pesar de esto, en sus pesquisas iniciadas para ilustrar su colección sobre las Indias, De Bry intenta encontrar una relación entre aquella escena de la pintura y la violencia perpetrada en

América: “Era como si el mal entre los hombres tuviese el mismo semblante, las mismas maneras entre espontáneas y feroces, el mismo desorden en el fondo calculado. […] Inclinaba la cabeza y, con vergüenza pero incapaz de ocultarlo, dejaba que el llanto saliera de su cuerpo”

(275). Tanto Dubois como De Bry estudian a Alberto Durero, el primero con su tratado de simetría y proporciones sobre el trazo del cuerpo desnudo y este último observa Melancolía y

San Jerónimo en su estudio en el subtítulo de la tercera parte “Dos grabados”, lo cual resulta decisivo para que De Bry dejara Lieja. En los grabados de Durero, Théodore de Bry capta el sobrecogimiento y la búsqueda de lo divino, percibe “la melancolía como enajenación mental provocada por intentar descifrar a Dios” (201) y que “[…] San Jerónimo representaba el ideal en donde se unían el recogimiento sombrío del letrado y la iluminación del Cristo” (202). En ese aspecto, se levantaba el tema del arte que circula por la narración, la búsqueda de Dios como enunciado del orden social y artístico.

También es necesario tener presente la écfrasis narrativa que supone la historia que cuenta

Ginés de Silva y se proyecta en la mirada sobre El entierro del Conde de Orgaz, el mismo recurso que corresponde a los procesos explicados y llaman a la reflexión sobre el tiempo histórico del arte pictórico a Dubois, llevándolo además a empuñar la pluma y describir su viaje de aprendizaje como pintor, esperando a su vez retratar el tiempo que vive como la crónica de una época y de un periodo artístico, y es para De Bry una oportunidad de encontrar relaciones entre la pintura de Dubois y el exterminio que se había llevado a cabo en las Indias. Con esto lo 50 que se indica es que Dubois logra poner en cuestión las crisis modernas del hombre europeo, el contexto de barbarie de los conflictos de religión y sus destellos en el arte pictórico, como resultado de los constantes sueños perversos de imponer su religión en el mundo entero y evangelizar a los pobladores del Nuevo Mundo. En El laberinto la relación entre la literatura y el arte es un motivo literario, un gran tropo y un procedimiento narrativo. La écfrasis que se observa en la novela no es insular, en contraposición, de ella depende la perspectiva de su composición y la posición del lector. Ginés de Silva explica quién es, en un ejercicio de écfrasis al que somete al lector, que también puede ser intérprete de la obra de arte teniendo en cuenta la jerarquía de valores y la ordenación de detalles que el texto le ofrece para su resignificación:

Yo soy ese niño que a la izquierda del cuadro, en la parte más próxima al suelo, sostiene

con la diestra un encendido hachón y con la siniestra indica la fúnebre y extraordinaria

ceremonia, junto al mancebo San Esteban. Pero yo tenía entonces catorce años, y el infame

representado cuenta asaz menos. Me dijo el Greco que había decidido rejuvenecerme así,

porque convenía al espíritu de la obra la presencia de un parvulillo, de un ser virginal, dado

testimonio del milagro (acaso adivinaba que al os catorce años yo había perdido la

virginidad) y que por ende me había pintado tal como me recordaba cuando Monegro me

llevó al taller por primera vez. (69)

Aquel hecho propicia el argumento principal de la obra: el protagonista de El laberinto es el niño que señala el milagro en el cuadro de El Greco y tiene el hachón (la luz): el descenso de san

Esteban y san Agustín para enterrar al Conde de Orgaz. Esta pintura manierista se divide en dos dimensiones: el cielo y la tierra. Sin embargo, el milagro que retrata el pintor cretense ocurre 51 tiempo atrás de la concepción y ejecución de la obra de arte. Mujica Láinez la pone a significar, pictóricamente, en una época y contexto social que no riñen con lo descrito en Tríptico de la infamia, en tanto que muestra las crisis y los sueños del hombre europeo, cuyas herramientas de comprensión del mundo son las lecturas sobre la leyenda americana y las grandes hazañas de los viajes como una posibilidad de heroísmo militar y, además, de poner en práctica los nostálgicos ideales caballerescos, inscritos en la nobleza siempre buscada en el contexto del Imperio global.

La écfrasis como asunto importante para la valoración crítica de los textos contemporáneos está sustentada en referencias como la citada de Efrén Giraldo, a propósito de este procedimiento en los ensayos y cuentos de Pedro Gómez Valderrama. Respecto a El laberinto, la relación entre el texto y la imagen pictórica es un espacio narrativo que aprovecha Manuel Mujica Láinez para dar una “ilusión” de realidad y en torno al cual se produce la narración; el novelista emplea en esta estética del museo, el arte visual y, a su vez, con ocasión del lenguaje literario para su propia invención, tal como el espacio narrativo de conversación de Joseph Conrad o lo escuchado detrás de la puerta en Onetti, que propician la actividad de la narración dentro de las novelas. Tal es el sentido de la écfrasis como técnica narrativa. En Pablo Montoya, pese a que este no es un motivo para la acción narrativa en la ficción, particularmente en Tríptico de la infamia, como se sabe, es un vehículo de pensamiento sobre los acontecimientos históricos de los que se ocupa la novela como estructura temática y narrativa.

Manierismo y literatura

El Manierismo como concepto estilístico en la historia literaria ha gozado de una presencia más fecunda que en otras artes; Shakespeare y Cervantes, por ejemplo, fundamentaron esta corriente.

La relación entre literatura y Manierismo ha sido esclarecida por Arnold Hauser, quien establece 52 un diálogo con historiadores del arte como Heinrich Wölfflin (el representante por antonomasia de la historia de los estilos), a propósito del Manierismo y del Barroco como periodos de concepciones que están unidas como una actitud moderna en diversas épocas y cuya tradición puede aparecer en cualquier momento de la historia del arte. Hauser advierte que la confusión existente entre Barroco y Manierismo comienza con Wölfflin, argumentando que “el manierismo es —y de este rango dependen sus demás caracteres— un estilo refinado, reflexivo, lleno de refracciones y saturado con vivencias culturales, mientras que el barroco es, en cambio, de naturaleza espontánea y simple” (1969, 18). Entonces, consiste en una voluntad artística y en cuanto tal participa de los problemas formales que se hallan en el lenguaje de cada arte, pero las soluciones encontradas en uno no pueden transponerse sencillamente a otro. El Manierismo es una disposición espiritual del estilo que aparece en propuestas estéticas semejantes, es decir, pese a que no puede equipararse, de cierto modo, los problemas formales de la imagen pictórica a los existentes en la literatura, sí es hallable como unidad de sentido. El arte manierista hace visible, de acuerdo con las ideas de Hauser, una concepción del mundo que se engendra entre el sentimiento de lo vital y la filosofía de la época.

¿Y de qué manera se puede entender lo pictórico en las obras literarias, teniendo en cuenta que en las artes el concepto se refiere a una forma de representación basada en el color, la luz y la ejecución del trazo? El sentido pictórico de la literatura se halla en las palabras, según lo explica Arnold Hauser: “La vivencia determinante del concepto del lenguaje y de la utilización de los medios lingüísticos debió de ser en la época del manierismo, la de que las palabras y los giros tienen su propia vida y poseen su propia fuerza creadora, es decir, la de que el lenguaje

«piensa y poetiza» por el escritor” (40-41). Ahí donde las palabras amenazan con caer en la 53 vacuidad, en el vacío dejado por el dibujo y la forma visual, estas mismas crean su lenguaje asociado a la imagen pictórica y la plasticidad.

El espíritu del arte manierista que reside en la literatura no solo tiene que ver con las palabras, abismadas por la crisis de la modernidad, más que nada se inscribe en la esencia del lenguaje que es su propio ser, materia y vivencia y está orientado al goce de la forma lingüística.

Por eso mismo el Manierismo se centra en el problema del estilo y es el comienzo de los excesos barrocos del lenguaje, el protuberante uso de tropos y de simbologías, la intertextualidad y las referencias rebuscadas, los contrastes drásticos y la conjunción de lo real y lo irreal. Repasemos lo que asegura Arnold Hauser: “La complicación del carácter sobrecargado del estilo sería, la mayoría de las veces, un síntoma de que el lenguaje amenaza con fracasar, de que entre la vivencia y la expresión se da una distancia insalvable y de que la palabra no llega a las cosas”

(48). Entonces, el hecho literario se corresponde con lo pictórico a través de la plasticidad de las palabras, el concepto del Manierismo se vuelca inexorablemente sobre la idea utópica del escape de la realidad, y por tanto el escritor busca reflexionar por medio de la ejecución del lenguaje literario e independientemente del estilo (exceso, disolución o perfección) para encontrar en las palabras un distanciamiento u ocultamiento de la realidad de las cosas. En resumen, estamos hablando de una encrucijada y a la vez de la sustancia de la estética manierista: la paradoja, los elementos contradictorios que conducen al vacío existencial (concetto): por un lado, está el espejo que es la esperanza de un pasadizo al mañana, una ventana para escapar de la realidad, y por otro, el laberinto, la falta de centro, la renuncia a esa posibilidad y la vacuidad que ha dejado la imagen tras de sí.

Es mediante el refinamiento y las formas artísticas que Manuel Mujica Láinez y Pablo

Montoya Campuzano buscan aprehender el pensamiento de la Historia para así detener el tiempo 54 fugado, el pasado perdido, mediante el manierismo de las elaboraciones de la prosa que son refracciones de una visión única, y en esos términos el tríptico es una infinita forma única, un complejo sentimiento fugaz. La esencia de esta concepción es que permite una variedad de procedimientos para provocar aquella “ilusión” con la construcción de un estilo, la ilusión de que lo clásico y lo pretérito no se han ido y permanecen todavía visibles en la creación literaria, ese conceptismo y refinamiento formal, extravagante y excéntrico de la literatura manierista tienen la función principal de alejar lo inmediato. En este sentido, Mujica Láinez y Montoya son autores que quieren conservar un convencionalismo (la tradición) que reiterativamente hemos vivido en el lenguaje como patrimonio de la literatura. Cabe mencionar dos dimensiones del lenguaje literario: la gramática y el espíritu. Si bien lo permanente de los usos literarios y semánticos de la lengua es su esencia cambiante, el espíritu del lenguaje queda como una vocación de interpretar el sentido de la vida a través de las palabras y de las peculiaridades formales de la literatura.

Así las cosas, entre nuestras obras existe una afinidad esencial, con la cual se anticipa una idea filosófica de la importancia de las palabras dentro del texto y de la determinación y consecución de un estilo (tendencia a hacerse independiente, a desarrollarse autónomamente, a mantenerse en pie después de haberse convertido en artefacto “vacío” o inexpresividad). Cierta afinidad manierista de un autor contemporáneo se explica de este modo. De ahí que con sustento en este principio una novela hispanoamericana contemporánea pueda ser manierista y, todavía más, encuentre sentido la elección de los autores: Mujica Láinez y Montoya son artífices de dos obras que pueden estudiarse privilegiando el texto por encima de lo textualizado, sin renunciar al fondo; el lector, por consiguiente, es parte de los excesos y las búsquedas incesantes del texto, toma posición activa en las dudas, determinaciones y perplejidades de la escritura, compartiendo el asombro del autor-narrador y de los personajes. 55

En Tríptico de la infamia no se cumple la ruptura del discurso realista sino hasta la aparición del personaje de Pablo Montoya, aquel investigador que en el texto está escribiendo la crónica de sus hallazgos y de sus viajes por las ciudades europeas, los museos, las bibliotecas y las iglesias. Resulta oportuno, sin temor a redundar en este aspecto, recordar que fue en una de estas catedrales, la de San Bartolomé, donde es consciente de ser sobrepasado por sus sueños y siente permisible que se halle a pocos metros del mismo De Bry. En cualquier otro momento de la obra impera el realismo, pese a que los tres personajes centrales, Le Moyne, Dubois y De Bry, tienden a percibir un más-allá como resultado de la experiencia estética que trae consigo la pintura. Lo que ocurre en el pasaje del encuentro del personaje Pablo Montoya con De Bry es que finalmente la novela duda de la realidad y el discurso realista se fragmenta. A partir de ahí,

Tríptico de la infamia es una novela dialéctica desde el punto de vista de las fronteras de la realidad, pero no a la manera de El laberinto, moviéndose entre las esferas del género fantástico, es la sincronía de las miradas subjetivas lo que termina favoreciendo la idea de que estamos ante los dominios del ensayo como forma.

Tanto Tríptico de la infamia como El laberinto pueden leerse como una exposición de principios sobre el oficio literario, el cual se debe a una agudización de la mirada. Las novelas se involucran en la discusión sobre el Manierismo y aquella condición de que el espíritu “moderno” está presente en las grandes incisiones de la Historia, y de ahí las relaciones entre Barroco y modernidad (Chiampi 2000), pero también transitan por una provocación: ¿qué significa ser absolutamente moderno?, tal como presagiaba Arthur Rimbaud. El sentido de ello se compone del repaso de sus poéticas, que indagando en el pasado como tiempo de la narración de alguna manera las crisis y los sueños de antaño problematizan el presente, y aquellas trampas anacrónicas que se tienden en las novelas vuelcan lo áureo sobre las máscaras modernas y 56 posmodernas. En perspectiva de la literatura hispanoamericana contemporánea, Mujica Láinez y

Pablo Montoya no hacen parte de los falsos manierismos, así como tampoco se inscriben en una literatura esperanzada en su redención por medio del goce de las formas y del estilo, desde aquella premisa del arte por el arte, en cambio, toman partido en la conjunción entre Historia y novela, si bien es cierto en maneras diferentes. Los relatos están constantemente emparentados con la crónica como género literario, la cual tiene sus raíces en los periodos de la Conquista y la

Colonia, sin embargo, se extiende a otras proporciones con el modernismo hispanoamericano. El motivo del viaje modernista implica absorber la realidad por medio de los sentidos, tal era la premisa, y a partir de allí escribir las crónicas de viajes, ya probos en la experiencia cosmopolita.

Entonces, estas novelas participan del espíritu del Manierismo porque aluden a los problemas de la modernidad del Renacimiento y del contexto europeo en tiempos de la Conquista de América, partiendo de perspectivas distintas tanto formales como ideológicas del arte europeo de la época, lo que implica una serie de ambivalencias en las obras literarias que giran alrededor de la imagen pictórica y de la imposibilidad de la crónica ante una equívoca apariencia de las cosas. El laberinto de Mujica Láinez tiene como influencia la cultura literaria española del Siglo de Oro y especialmente se construye desde la mirada de El Quijote de Cervantes. En Tríptico de la infamia, por otro lado, ejerce influencia el ensayo al indagar en visiones subjetivas que se contraponen a un acontecimiento histórico, oscilante entre la realidad europea y la idealización americana, para describir y argumentar el punto de vista del autor-personaje. De esta manera, la novela de Pablo Montoya dialoga con la literatura francesa y, más aún, con Montaigne, el principal representante del Manierismo en Francia y del ensayo en la literatura occidental.

57

Cervantes y El laberinto

En El laberinto aparece como referencia el propio Cervantes: la madre de Ginés de Silva inspira

La ilustre fregona en la ficción, lo cual es motivo de honra para el hidalgo y “los suyos”. Ginés, ya en las Indias, se encuentra con las Novelas Ejemplares de Miguel de Cervantes y descubre que esta novela significa la historia de su madre, Constanza de la Huerta, entre tantas afinidades y con algunas licencias del escritor al condimentar el encuentro de amor entre clases sociales dispares con un juego de linajes escondidos. De la Huerta, hija de un posadero, se casó con

Diego de Silva, pero tras morir en el alumbramiento de Ginés, Don Diego contrajo matrimonio con María de Mendoza —esta sí de familia ilustre—, y sobre tales hechos concluye Ginés, con una prosa tal vez ornamentada por Manuel Mujica Láinez: “Mi Huerta es un vergel perfumado, y los Mendoza son, como los Silva, un gran bosque triste. En mi huerta sí hubo pájaros y alegría, mientras que en el bosque de los Mendoza se encresparon búhos y las lechuzas cuyos chistidos me atemorizaban, de noche, en Toledo, al pasar cerca de los campanarios y de los palacios oscuros. Y a mi madre, Cervantes, sin conocerla, la amó” (34).

Ahora bien, la crónica es intervenida para provocar una serie de ilusiones y encantamientos que inscriben a la novela en la literatura fantástica. La realidad en El laberinto es cuestionada incluso por el narrador y la obra se presenta como parodia y sátira de los géneros dominantes en la época: la literatura taumatúrgica, hagiográfica, las prosas espléndidas, la crónica bufonesca, la novela picaresca, etcétera. Cada vez que en la novela de Mujica Láinez se alude a un género literario es para parodiarlo y demostrar lo risible en él y lo imposible que resulta, de cualquier modo, encasillar la novela, y sin embargo, el texto acoge sus rasgos discursivos y estilísticos para concentrarse en las memorias del hidalgo decadente y extraviado, Ginés de Silva, en el Laberinto 58 del mundo. Todo parece indicar que es ese enlace entre gran señor y criado, de los Huerta con los

Silva, lo que propicia su suerte andariega, entre penurias y risas, por Europa y América.

El contexto del Manierismo en el arte europeo se comprende a finales del siglo XV, y de esta manera se halla ilustrado por Arnold Hauser en Literatura y manierismo (1965), al reconocer en él tres antecedentes históricos: la restauración de las formas políticas autoritarias, la decadencia de la democracia burguesa y el carácter cortesano que adopta la cultura occidental

(108). Aquí ubica una nueva etapa y segunda oportunidad para el auge de las novelas de caballerías en Francia y España, principalmente, con el cual se rescatan, recibiéndose con gran entusiasmo, la vida heroica dada por los valores cortesanos y el anacronismo de los ideales caballerescos (Auerbach 121-38). En España se da la más alta valoración del mundo caballeresco como ideología de la nueva nobleza y la monarquía. Durante este tiempo histórico, el realismo cortesano, al adoptar estos ideales abstractos del romanticismo irracional, tiene una natural tendencia hacia lo fantástico, por eso el sueño y la ficción entran en un juego con el discurso de lo real. Además, anota Hauser que el mayor descubrimiento de este momento de la historia de la literatura es la psicología en sentido moderno, no tanto el género fantástico. Shakespeare y

Cervantes son hijos de su época y descubren el mecanismo anímico de los personajes y la ambivalencia de las actitudes psicológicas. De modo que aquellos héroes en sus obras se debaten en un conflicto moral que deviene en relativismo, su naturaleza psicológica es contradictoria, sin todavía ser el hombre moderno de Proust, Dostoievski, Stendhal y Kafka.

La concepción del juicio moral en El Quijote ahondó en la forma de interpretar al héroe de

Cervantes y a su escudero Sancho, pero no se debe olvidar que esta obra surge del periodo del

Manierismo, y habla de aquel contexto de los ideales cortesanos y del anacronismo de las novelas de caballerías, la relación entre el realismo de la corte y los ideales abstractos dio lugar a 59 la dialéctica de la novela. Sin embargo, en la realidad práctica de España, estos ideales fueron incompatibles con el desarrollo económico y social, así que los valores rescatados del pasado se esfumaron y con ello se asistió a una segunda derrota, viviendo España una desilusión aún mayor que en el pasado, el nuevo realismo burgués impuso un abismo entre estos dos mundos. En este conflicto se crea El Quijote y por eso la cultura española cree haber encontrado en el arte del

Manierismo su propio lenguaje. Arnold Hauser describe el momento decisivo en el que se escribe la novela de Cervantes: en España se adviene una debacle económica y su situación no le permite alimentar a los héroes que regresan del campo de batalla, el hidalgo hambriento se vuelve un pícaro o un vagabundo. Este resulta ser uno de los escenarios predilectos de la narrativa de Mujica Láinez, su leitmotiv, aquellos héroes que no se han percatado de que fueron arrojados a un nuevo escenario de la Historia, atrás han quedado el mundo aristocrático de las poderosas familias de la sociedad porteña: demolidas las casonas inmensas; desacostumbrados los grandes banquetes. El héroe de Mujica Láinez en El laberinto es un Cervantes: un hombre de familia hidalga pero empobrecida, que se enfila como soldado en las campañas de Felipe II, vive la decadencia de su familia y las precariedades de la época, obligado a aceptar trabajos de poca importancia y además tiene que ver la declinación de la armada española (Hauser 110).

Este realismo de la época imperial española está inscrito en la novela de Mujica Láinez:

Ginés de Silva, ya ordenado en la Armada Invencible (La felicísima armada) es testigo del derrumbamiento de la embarcación, junto a su amigo Baltasar y a Lope de Vega, ante lo cual sentencia: “No detallaré las etapas del fracaso, pues en libros de crónicas y memorias se las cocina, sazonadas según sea la patria y la posición política del historiador. Salimos de La Coruña a lidiar con la Muerte, y la Muerte siempre triunfa” (160). En el arte del Manierismo como resultado de este conflicto (en el cual se instala un anacronismo de los ideales irracionales y 60 cortesanos, y los sueños se mezclan con la realidad) encuentra Mujica Láinez una constelación inmejorable para el desarrollo de la estética que recorrió su literatura, como lo podemos constatar en estas palabras:

¿Qué quedaba de nuestros monstruos de madera y de hierro? Su magnificencia yacía

desventrada, destrozada. Aquellos alcázares esculpidos como altares mayores, aquellos

pabellones fabulosos, cuando transmitían un reflejo de la regia grandeza, porque nuestros

barcos parecían miniadas páginas de libros de heráldica o de coro, habíanse transformados

en ruinas espantosas. (166)

El Duque de Medina Sidonia (Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, un noble y militar de la época que, entre otras, comandó a la Armada Invencible con resultados desastrosos), en esa situación,

“temía salir y cruzarse con mancos y cojos, con vendados y amputados, con espectros, con las huellas de su ruina” (170) y Ginés pierde en el campo de batalla a su hermano Felipe: “¡Cómo lo lloré! ¡Cuántas veces me repetí que somos un puñado de ceniza que el Destino airea y disemina al azar, entre burlas! Y ¡qué hondamente me reafirmó aquel golpe en la idea de que me incumbía a mí ocupar su vacío y perseguir mi suerte en el abrupto camino de las armas!” (170). A partir de allí, sin regresar todavía con su familia en bancarrota y ahora con su hermano muerto, aparece el horizonte de las Indias, el Perú, como el lugar adonde huir de la suerte trágica y ganar gloria de acuerdo con el honor militar. El Nuevo Mundo, el nuevo escenario donde revivir los ideales caballerescos y de las armas, es anticipado por Mujica Láinez, como se sabe, en su ensayo “Don

Amadís de España” de Glosas castellanas. 61

Tal como se ve, la crónica de la época se transgrede con la literatura fantástica, pero dada en y por el lenguaje, como reflexiona Mujica Láinez en su cuento “La larga cabellera negra” de

El brazalete y otros cuentos: “La larga cabellera negra. Hay que decirlo así sonoramente, románticamente, ubicado el substantivo entre dos adjetivos. Y esa palabra: cabellera… tan descalificada. Pero si en vez se pusiera aquí: el largo pelo negro, no me entenderían otros lectores […]” (16), porque es la “dimensión poética” la que altera la realidad y hace que la cabellera tenga vida propia y le de por fluir como un líquido y desparramarse sobre la alfombra, y pronto ocupar todo el cuarto: “Aseguran que la cabellera de los muertos sigue creciendo, en el silencio del ataúd, que vive en medio de la muerte. La tuya —adivinaba yo— vive en medio de la vida, su vida, como la de las Gorgonas. Pero no tiene nada que ver. Las Gorgonas… ¡Qué imagen! Voilà la littérature [sic]” (18), y más adelante vuelve a reflexionar sobre los méritos de la metáfora, el asombro de la forma lograda del lenguaje que no se resigna a ese acabamiento temporal propio de las palabras: “[…] es como un río nocturno, es como una fúnebre bandera yacente, es como un gran pájaro dormido, es como un arpa oscura (¿un arpa? ¡qué idea!) es como…” (18). El predominio de la metáfora, como afirma Hegel, es el paso del estilo de la antigüedad clásica al moderno: la figura literaria por antonomasia del lenguaje poético interrumpe el curso de la representación, pues la imagen no está relacionada con la esencia de la cosa misma.

De alguna manera, como el gran arte, la metáfora interpreta el sentido de la vida y lucha contra el temporal significado de las palabras anteponiendo una imagen a su esencia cambiante, así la función de las imágenes no es solamente la de embellecer el lenguaje, sino de mantener vivo el sentimiento romántico que es el origen de todo arte y está al principio de la obra como experiencia. El manierismo de las novelas reside en el asombro de la contraposición del lector 62 ante las palabras de la obra literaria con la experimentación de una vivencia. En ese sentido, cabe recordar que para Proust, “el problema fundamental del estilo estaría resumido en un artista que fuera romántico a la manera clásica, para quien un estilo clásico carente de toda imagen no fuese una forma de expresión natural, sino el resultado de un esfuerzo casi sobrehumano y el triunfo final sobre todo lo instintivo” (Hauser 58). Frente a ello, Mujica Láinez en “La larga cabellera negra” experimenta la suerte de realidad palpable que trae la metáfora: “Una especie de vibración reptaba por la alfombra, sin rumores, y nacía de tu cabeza, de tu trémulo pelo esparcido. Las viejas metáforas, tu pelo es un bosque, es un río nocturno, es como… sumaron su tenacidad literaria, irritante, a la angustia que me sobrecogía” (21); empero, más adelante el

“escritor” advierte que se convierte en deformación sutil, en dimensión de lo real, en presencia:

“Me cubría los ojos, me ahogaba en un caudal que olía a violetas —no era una metáfora, no era un manido adorno literario, era una realidad, el río, el río de la cabellera negra— y se desplazaba, como una lánguida serpiente (la Gorgona), inmovilizándome en su perezosa torsión. Voy a morir

—me dije— esta es la extravagancia, la monstruosidad de la muerte” (21-22).

Diana García Simon, rastreando la influencia de Proust y Kafka en Mujica Láinez, sostiene que la literatura fantástica tiene un núcleo fuerte en la realidad, por eso el autor hace uso de la erudición histórica (fechas, nombres y datos), como deseo de verosimilitud de lo narrado. El punto en que se produce esta ruptura es denominado por García Simon como el “soplo fantástico”. En buena medida, en la literatura neofantástica lo normal ha dejado de existir y el lector experimenta esto junto a los personajes, ya lo imposible solo admite una explicación fantástica y solo queda una salida: el autoengaño consciente del Manierismo y creer en esa única realidad posible que es la fantasía. La obra narrativa de Mujica Láinez se halla en el terreno de lo fantástico puro: tanto en El Laberinto como en “La larga cabellera negra”, el narrador que ve 63 acontecer el hecho fantástico, sabe que aquello constituye un quiebre con lo convencional y, aún más, puede no aparecer creíble para el lector, distanciando así lo cotidiano de lo fantástico. Sin embargo, más apropiado resulta decir que Mujica Láinez sabe que la realidad está constituida por sustratos mágicos y vivencias fantásticas, pero muchas veces aquellos quiebres de realismo están dados por el lenguaje y la composición poética de la literatura: vale la pena acentuar que es el lenguaje, con sus metáforas, con sus tonos, con su lógica o disciplina y con su contraponerse a otras instancias vitales lo que provoca un clima de “alucinación”. Al mismo tiempo, sería una pena que esto no ocurriera sabiendo que estamos en el campo excepcional de la literatura; “sería justo que…” ocurriese este hecho, porque antes habíamos presenciado aquel otro; poéticamente es justificable que la historia acabe de cierta manera, no tanto para tratar de explicar, mediante lo fantástico, el acontecimiento inexplicable de una vida o época, sino para pensar en la misteriosa sustancia y la indecible verdad de las cuales se compone la literatura.

Montaigne y Tríptico de la infamia

Pablo Montoya, al haber recibido influencia de la literatura francesa, tiene mayor afinidad con la figura de Montaigne. Su novela toma la forma ensayística para posicionarse en la Historia. Aquí se desteje la relación entre el discurso ficticio de la novela y el discurso escéptico de la Historia y se entra en el movimiento de la novela histórica hispanoamericana, de gran auge contemporáneamente, y que ha respondido a diversos avatares del americanismo en cuanto a la formulación de la nueva novela histórica (Menton), la intrahistoria y la novela histórica frente a la posmodernidad, entre otros afluentes sobre el encuentro de estos discursos. En conclusión, esta tendencia de las novelas históricas en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del siglo XXI, remite a una manera de leer el contexto del escritor latinoamericano y la presencia del choque 64 entre la realidad y lo fantástico, extravagante o excéntrico, como una manera de desarrollar lo real/irreal en cuanto dimensión del discurso histórico en la novela. Ciertamente, una característica enunciada por Seymour Menton para identificar la nueva novela histórica es oponerse a la Historia oficial (Achugar), ya sea como ficcionalización o poetización de la

Historia, pero este sentido contrario a la oficialidad también se ha mitificado. Precisaremos estos conceptos más adelante, ya en perspectiva de la recepción crítica de los textos y de los autores.

Valga acudir, no obstante, a estos elementos porque es precisamente allí en donde encuentra sentido la forma del ensayo a la manera de Montaigne y la lógica del Manierismo de la época, privilegiando el concepto atemporal pero evidenciando también la interpretación de la estructura histórica de aquel movimiento estilístico. Como asegura Said, en diálogo con la forma del ensayo en Lukács:

El carácter del ensayo es irónico, lo cual significa en primer lugar que la forma es en modo

patente insuficiente en su intelectualidad con respecto a la experiencia vivida y, en segundo

lugar, que la propia forma del ensayo, su ser un ensayo, es un destino irónico en relación

con las grandes cuestiones de la vida. […] La forma es la realidad del ensayo y la forma

confiere al ensayista una voz con la que plantea preguntas de la vida, aun cuando esa forma

deba servirse siempre del arte —un libro, un cuadro, una pieza musical— en lo que parece

ser el tema puramente ocasional de sus investigaciones”. (76)

La hipótesis que plantea Edward Said exige pensar en una concepción de la Historia que no es la del derrocamiento del discurso oficial, puesto que ninguna de las ficciones apunta a repasar la veracidad de las fuentes historiográficas, documentándose exhaustivamente, para poner en 65 escena a los personajes viviendo el lado B de su tiempo; por el contrario, rescatan los componentes fundamentales del concepto del Manierismo en las artes, apelando a cierto clasicismo —casticismo— de la lengua escrita.

La relación de la estructura ficticia de la novela de Pablo Montoya con la figura de

Montaigne (y de paso con el Manierismo), gira alrededor de las cuestiones sobre Historia y

Verdad. En la obra de Montaigne, como plantea Merleau-Ponty, nada es verdad y nada es falso, así encierra una premisa fundamental: que solo la duda conduce a la certidumbre. Pero la idea central del escepticismo radica en que las cosas tienen que ver con el Yo creador, que no pretende penetrar en las cosas pues aquellas están “enmascaradas”, y de ahí que tampoco esté permitido entrar en sí mismo, como reflexiona Merleau-Ponty, “[…] nos escapamos de nosotros mismos de la misma manera que se nos escapan las cosas” (248). La Historia, como realidad, no refleja una verdad ni en el discurso oficial ni en el ficticio que lo cuestiona, la verdad está en esa contradicción. Por eso, en Tríptico de la infamia no se acentúa en el descrédito de alguna verdad que ha persistido en la conciencia colectiva, más bien, problematiza a los pintores europeos con su tiempo y con las voces de los personajes y su experiencia del horror y la belleza construye una mirada de América: esta está puesta siempre en ojos del otro europeo, pero es la que se gesta en el investigador de acento latinoamericano que está indagando en las ciudades europeas. Tampoco es el propósito de Ginés de Silva, pues no está interesado en contradecir alguna verdad sazonada por la patria y la posición política del historiador. La cuestión es quizás otra, independientemente de la inconciencia de los personajes: ¿cómo se está pensando el problema estilístico del lenguaje formal y la escritura literaria en el registro de la contemporaneidad? ¿Cómo se relaciona el dominio y la sensibilidad por el idioma con el ideal del mestizaje y así mismo desde una perspectiva crítica del legado europeo como imaginación trasatlántica? 66

Arnold Hauser es quien encuentra que en el ensayo “Lectura de Montaigne” de Merleau-

Ponty existe una conexión entre esta interpretación y la literatura manierista, advirtiendo que en vano ha querido adscribirse la filosofía de Montaigne al espíritu del Renacimiento, pues este es, tanto como el pensamiento del Manierismo, “en el fondo, antidogmático, libre, experimental y

«ensayista»” (124). Al respecto, señala Merleau-Ponty: “Montaigne se da cuenta de que hay un maleficio en lo social: en lugar de sus pensamientos cada uno pone el reflejo de estos pensamientos en los ojos y en la boca de los demás. Ya no hay verdad, ya no hay acuerdo consigo mismo, dirá Pascal. Todos estamos alienados” (254). Aquel escepticismo es el que genera la paradoja y la contraposición de elementos como característica del Manierismo: el sujeto moderno que cerrándose a la realidad exterior, se abre a ella. Es así como la verdad solo puede surgir en dicha contradicción, la muerte no puede existir más que en la vida, como en los

Essais de Montaigne.

Si bien los autores privilegian el texto sobre lo textualizado, como se cree, es porque comparten un intrínseco principio estético, el cual se aleja de los acontecimientos históricos que son el origen de lo textual, y sin embargo escenifican los problemas de las palabras en cuanto temporalidad y remiten a una concepción de la verdad de la Historia que no puede escapar al escepticismo de Michel de Montaigne. Al final, lo que fue verdad y encerró un determinado significado en una época con el paso del tiempo adquiere otro contenido semántico y se afecta o reafirma su condición de verdad. Pablo Montoya y Mujica Láinez son conscientes de que las palabras son el material fundamental de la literatura y que sin ellas no se puede originar el acontecimiento literario, pero de ningún modo esto quiere decir que se desdeñe el fondo (la realidad a la que se refiere todo relato). El laberinto y Tríptico de la infamia tienen en ese motivo una afinidad con el lenguaje literario y por eso se ocupan (aunque también de la historia) 67 particularmente de una tradición literaria. Este legado se interviene para crear un lenguaje propio y coherente con la concepción estética de las obras, dentro de un contexto y una literatura, con la perspectiva de un pasado recobrado en el presente para definir de qué manera la realidad contemporánea es sensible a esa tradición, interviene lo heredado o le otorga una sensibilidad diferente, y también cómo las condiciones aciagas o ideales del tiempo pasado problematizan el presente, indagando en las fuentes estéticas de la literatura y el arte. La huida de la realidad que se quiere alcanzar con la pintura es también una característica de la estética de los indios en la

Florida, tal como se narra dentro de la expedición de Le Moyne: “Pero ¿por qué, preguntaba

Laudonnière, se meten tanto en tales ocios y parecen olvidarse del verdadero mundo y sus ocupaciones? Le Moyne, en efecto, le había explicado que los indios cuando se dedicaban a tatuarse caían en el centro de una feliz alienación” (71).

El mundo como laberinto

El laberinto como símbolo representa el culto religioso, las fuerzas extrañas, divinidades, o, más bien: el enigma fundamental del hombre. Al respecto de esta noción, lo mejor es reconstruir el mundo a través de fragmentos concretos tomados de la literatura y el arte. El laberinto que esconde a un monstruo, como en la Creta de El Greco, donde estaba escondido el Minotauro; el laberinto que tiene a Dios en el centro y para Pascal ese centro va a estar en todos lados y en ninguno; el laberinto que recorre el hombre desde la Edad Media con un guía y que en el

Renacimiento ese guía va a ser fundamental, más que para acompañarlo, para construir el discurso realista, pues el hombre que vive en tiempos del Manierismo no solo rinde culto a la imagen, también puede quedarse a vivir para siempre en lo imaginario. En relación con la obra mujicense, Abate señala lo siguiente: 68

En síntesis, se me ocurre que el laberinto es el espacio metafórico al cual, con mayor

precisión y profundidad críticas, puede ser referida o asimilada no solo la novela

homónima sino la obra toda de Manuel Mujica Láinez, sus laberintos —novelísticos,

textuales, psicológicos o contextuales— puedan remitir, en última instancia, a un único

laberinto razonado que resguarda en su interior el trofeo de la belleza, listo para aquel que,

como el habitante de El Paraíso, como el forjador de genealogías reales e imaginarias,

como el pertinaz buscador de la completud esté dispuesto a enfrentarse con el Minotauro

del tedio. (101)

Gustav René Hocke, al estudiar las líneas principales del Manierismo en el arte europeo, halla en el laberinto uno de los símbolos más representativos de este concepto artístico- estilístico, y, por tal razón, le dedica un apartado exclusivo al mundo como laberinto. La naturaleza sin límites reside en el jardín laberíntico, en el bosque del engaño como Bomarzo. Hocke demuestra que el laberinto ha sido tema de Juan Amós Comenio, René Char, Dylan Thomas, Jean Cocteau,

Johannes Poethen, entre otros, en cuyas obras el “héroe” se encuentra frente a un laberinto. En uno de estos ejemplos característicos, Juan Comenio escribió en El mundo como laberinto y el paraíso del corazón (1631):

“¿Dónde esta tu guía?” Y yo le contesté “No tengo ninguno, confío en Dios y en mis ojos

para no errar el camino”. “Nada vas a lograr”, díjome él, “¿es que no has oído alguna vez

algo sobre el laberinto de Creta, un edificio hecho con tantas habitaciones, apartamentos y

corredores, que aquel que en él se echaba a andar sin guía, siempre pasando de allí para

allá se perdía y nunca acertaba a salir de él? Pero eso es una broma en comparación con lo 69

que ha sido desordenado el laberinto del mundo, especialmente en la actualidad. No te

aconsejo, créeme, soy experimentado, que te metas allí solo”. (7)

La obra de Comenio consiste en un viaje itinerante —como se intuye fácilmente— de un peregrino influenciado por sus propias creencias religiosas, y en tal sentido el protagonista que está completamente perdido en el mundo, buscando la felicidad y el significado de su existencia, necesita de un guía para poder adentrarse en ese laberinto y finalmente llega a Praga para aferrarse a Dios. El laberinto como símbolo del pensamiento manierista alude a la imposibilidad de alcanzar esa sustancia divina, porque aquella figura compone un terreno religioso, y sin embargo se volvió el principio de una falta de coordenadas que le impiden al hombre en crisis del Renacimiento acceder al autoconocimiento de sí y del mundo, debido a la alienación y la apariencia equívoca, enmascarada, de las cosas que va a constituir el emblema ideológico del

Manierismo. Por este motivo, Hocke encuentra que el mundo del Manierismo en el arte europeo es, en esencia, un Laberinto. Con ocasión de esta representación del mundo, se conectan las novelas El laberinto y Tríptico de la infamia. En la obra de Mujica Láinez el laberinto parece ser ese gran tropo que presagiaba Goethe (no es posible una literatura sin tropos, esta sería en definitiva un tropo universal):

Cuando me narró la historia del Laberinto de su Creta natal, el pintor Dominico Greco

añadió que la vida de cada uno de nosotros es un laberinto también. En sus vericuetos, nos

acecha el Minotauro de la decepción. Luchamos con él, le escapamos y tornamos a caer en

su abrazo inexorable, hasta que sucumbimos por fin. Por eso titulé a mis folios “El

Laberinto”, y lo excusará el poeta Juan de Mena, que así denominó a su viaje por los siete 70

círculos planetarios, pero la verdad, como me insistió el Greco, es que cada uno de

nosotros posee su propio Laberinto, y éste sólo mío es. (11)

La metáfora que titula los folios de Ginés de Silva, el laberinto que es la vida de los hombres, retrotrae este símbolo manierista para que signifique dentro del contexto europeo de la época: un periodo enmarcado por las guerras entre católicos y protestantes, la realidad frente a la ilusión, el derrumbamiento de las grandes familias nobles, la partida del héroe caballeresco, los valores cortesanos del honor militar que eran incompatibles con el realismo capitalista-burgués, los hidalgos empobrecidos y el anacronismo como espejismo imperante en el tiempo en que a Ginés le tocó vivir (y que acaba por aniquilar a su familia: desahuciando a su padre Diego, transfigurando a su tía Soledad y dando muerte a su hermano Felipe). Ahora bien, en Tríptico de la infamia, durante la infancia de Dubois, en marcha su aprendizaje como pintor, hay una escena que dialoga con el motivo del laberinto, relatado de la siguiente manera:

Una vez descubrí en el centro de la nave a un viejo que daba pasos en círculos y miraba

con atención un diseño forjado en el suelo. Me aproximé y le pregunté qué hacía. Recuerdo

que el anciano se inclinó y, mirándome a los ojos, respondió: Esto es un laberinto. Trato de

llegar al centro, allí donde está Dios, pero no soy capaz. Varias veces desde entonces, y

aprovechando las idas al mercado de mi madre, olvidaba los colores espléndidos de arriba

y me dedicaba a seguir, como si se tratara de un juego, la dirección de esas líneas marcadas

en el piso. Pero, como el viejo, me perdía siempre sin alcanzar su centro. (120-21)

71

Cuando Dubois descubre al viejo en las puertas de la catedral dando vueltas en círculos sobre un laberinto al que descubre es al hombre occidental de su tiempo. Se trata de un centro que es inhallable y al que no puede llegarse nunca, pues allí habita Dios. Entonces no es difícil deducir que las novelas propician una mirada al arte y a la estructura histórica del Manierismo, e invitan conscientemente a la reflexión de la filosofía que reinaba entonces y se posaba en el arte pictórico. En este sentido, el laberinto que reconoce el viejo es al fin y al cabo un diseño en el suelo: tampoco allí le es dado al hombre penetrar en las cosas, tan solo acontecer en su eterna representación. La distancia entre el cuadro y la realidad es, de nuevo, insalvable, como ocurre en relación con la escritura, y aún así cuando Ginés sale de Toledo no tiene más orgullo y riqueza que haber sido retratado en su taller por El Greco y, por tanto, ser ese niño “que a la izquierda del cuadro, en la parte más próxima al suelo, sostiene con la diestra un encendido hachón y con la siniestra indica la fúnebre y extraordinaria ceremonia”… en El entierro del

Conde de Orgaz.

72

CAPÍTULO III

LOS TRÍPTICOS: DEL ESQUIVO AL EXCÉNTRICO

Manuel Mujica Láinez: el tríptico esquivo

El escritor Manuel Mujica Láinez ha ocupado un peldaño destacado como narrador en las letras argentinas y hoy representa un caso excepcional dentro de una constelación espléndida de la literatura hispanoamericana; Mujica Láinez fue un escritor de renombre, reconocimientos y distinciones en el ámbito cultural y artístico de su tiempo y tuvo una envidiable recepción editorial (en buena parte por su obra y gracias a la presencia del personaje público). Pero después de su muerte la obra literaria ingresó en un periodo de desconocimiento general y fue censurada por algunas de las mismas características que habían sido objeto de elogio por lectores y críticos.

Un ejemplo de ello son las palabras de José Miguel Oviedo en su Historia de la literatura hispanoamericana (2001): “[…] es un narrador casi inclasificable y es por su rareza, no por su importancia, que merece un párrafo. […] Mujica quiso ignorar por completo el prosaico presente y las formas literarias que reflejaban la realidad social, aunque al comienzo tuviese una simpatía especial por la poesía gauchesca” (101).

Raúl Quesada Portero expone este panorama y la relegación de Mujica Láinez como un

“injusto olvido” (3-6), y sin embargo explicable por algunos factores muy influyentes como su personaje ‘Manucho’: un hombre de sociedad y representante de los valores elitistas y aristocráticos de la sociedad porteña que frecuentaba banquetes, fiestas y homenajes, dado a los buenos modales, a las costumbres decimonónicas, al esoterismo y dandismo que lo caracterizaban, y así lo asegura Hermes Villordo: “Manuel Mujica Láinez alimentó a

«Manucho» casi como un personaje más de galería de criaturas de ficción, para divertirse, en 73 primer lugar, y para satisfacer a su público, luego” (Mujica 1982, 12); su ideología de antiperonista declarado pero ausente de los temas políticos en su vida social y todavía más en sus obras literarias; la mala suerte de haber sido contemporáneo de Jorge Luis Borges, con quien compartían un pasado ilustre; y, además, la fama que empezó a ganarse de escritor europeísta y de menospreciar la realidad argentina y latinoamericana.

Pues bien, ‘Manucho’ como proceso de autoficción o máscara del autor fue decisivo para el éxito editorial de sus libros pero empezaba a consumir al Mujica Láinez novelista, cuentista y cronista. Esto derivó en que se dijera que el público lector de su narrativa eran las señoras porteñas de la clase alta que seguían el esnobismo del buen gusto y no prestaban atención a cuestiones viscerales del país. El contexto argentino de la segunda mitad del siglo XX, posterior a la década infame9 y contemporáneamente al periodo de “La República en Crisis” (1955-1973)

(206-26), como la llamó José Luis Romero, que corresponde en buena parte con el ciclo narrativo sobre el tema europeo, exigían un rol activo del escritor frente a la realidad de su tiempo con el mimetismo de la palabra mítica fundacional de la identidad latinoamericana o la denuncia implícita pero deducible de las obras literarias, y los críticos de Mujica Láinez no encontraban en su obra los temas políticos que en otros escritores como Julio Cortázar o el universalismo enciclopédico que hizo de Borges el termómetro cultural de Latinoamérica en el siglo XX. Mujica Láinez, en cambio, abandonó muy temprano el ensayo para dedicarse a la creación literaria, concibiéndose a sí mismo como un novelista a pesar de que practicó la escritura de cuentos con igual maestría y grandes méritos, y una faceta poco explorada (y por ello quizás la más portentosa) es la de cronista con motivo de sus numerosos viajes para el diario

La Nación (Mujica 2007).

9 Término acuñado por una expresión de José Luis Torres, un periodista argentino. 74

Su recepción crítica se ha concentrado en su obra más famosa, Bomarzo, una novela sobre el Renacimiento italiano, por la cual recibió el Premio Nacional de Literatura en 1963 y sobre la cual posteriormente se compuso una ópera en la que participó como guionista Mujica Láinez y que fue censurada en Argentina. Sobre Bomarzo se ha dicho que es una de las muestras más importantes de novela histórica del continente y de la novela total, como la definía Germán

Espinosa, pero si bien esta obra ha recibido la mayor atención de la Academia el resto de su producción ha quedado marginada de uno de los proyectos escriturales más ambiciosos y estéticamente más sólidos de la literatura argentina y latinoamericana del siglo XX. Mujica

Láinez publicó cerca de cuarenta obras (quince novelas), con antologías y publicaciones diversas, y dedicó su vida a lo que José Chalarca califica como “la escritura como pasión” en uno de los escasos trabajos críticos sobre el autor en Colombia, rescatando en él estas palabras de

Mujica Láinez sobre los escritores: “Vamos por el mundo con una alforja llena de papeles […] simultáneamente apartados de lo que nos rodea, puesto que nuestra vida está hecha con el reflejo de otras, y hundidos en la esencia misma de la realidad, pues más que nadie perseguimos su comprensión e interpretación” (139).

En Cecil un perro describe la atmósfera que envuelve al escritor: “Aún no he desentrañado por qué se afianza tanto en esta zona la tendencia a lo legendario. ¿Será por la avanzada edad de muchos de sus habitantes, quienes, como consecuencia de la memoria indecisa y de las amontonadas lecturas que los años y la soledad suponen, hacen de la irrealidad y de la realidad un solo amasijo?” (64). Esta autobiografía novelada es un instrumento para la edificación del personaje de El Escritor en un proceso de autoficción. El ambiente de la novela vuelve permisible —verosímil— que el perro whippet le hable directamente al lector y sin embargo allí se contrapone la idea principal que Manuel Mujica Láinez reclama para sí a lo largo de su obra: 75 la escritura literaria es un oficio de albañil. Cecil es testigo de este ambiente enrarecido, propicio para el “milagro” de la literatura, a partir del cual se quiebran los límites de la realidad, se asume la ambigüedad como posibilidad y se desdoblan y conviven la fantasía y lo probable, pero la realidad mundana de la escritura no permite que Cecil sea el verdadero autor de la novela, incluso en esta atmósfera “poética” quien la está escribiendo es Manuel Mujica Láinez.

Una de las referencias imprescindibles para todo aquel que se acerque a su vida y obra es

Genio y figura de Manuel Mujica Láinez de Jorge Cruz10, que salió publicada en 1977 pero se reeditó en 1996, actualizada luego de la muerte del biografiado y en la cual aparece publicada su novela inconclusa y tan solo dada a conocer en el Suplemento Literario de La Nación en 1984:

Los libres del sur. En esta novela, en la cual trabajada el escritor en sus últimos meses, reaparecen motivos y temas de toda su obra novelística: las genealogías, la sensibilidad del prosista y el autobiografismo, ya que el texto se encuentra dedicado a su tatarabuela Justa Cané de Varela (la Diana Orsini de Bomarzo) y su comienzo es el relato de aquel fatídico episodio cuando de niño cae en una olla de agua hirviendo; Juan Cané, el protagonista, se parece (ya lo advertía Mujica) al niño y al adolescente que fue el escritor. En el prólogo de la biografía ratifica

Jorge Cruz que sobre Mujica Láinez se había formado “un consenso crítico serio, sólido y cada vez más amplio, que consagra al escritor siempre consecuente consigo mismo, fiel a su mundo entrañable, enamorado del idioma y afirmado en las bases más auténticas de lo argentino” (9). Y sin embargo, la constante búsqueda de los rasgos de su vida en las obras literarias ha sido una queja repetitiva entre los académicos comprometidos con el estudio de sus textos más allá del

10 La biografía de María Emma Carsuzán (1962) es un antecedente de la obra de Jorge Cruz y un poco después se publicaría otro estudio con pretensiones muy parecidas de Óscar Villordo (1991). 76 dato curioso y la función descriptiva de los temas y distintivos formales de la literatura de Mujica

Láinez.

El trabajo más significativo con respecto a la estructura temática de su obra es La narrativa de Mujica Láinez (1986) de Sorkunde Frances Vidal, en el que su autora propone una división por décadas: la década del periodismo (1930-40), la década biográfica (1940-50), la década testimonial (1950-60), la década europea (1960-70) y la década inquietante (1970-80) (49-67)11.

Así se supera la aproximación divulgativa y diacrónica anterior de Eduardo Font en Realidad y fantasía en la narrativa de Manuel Mujica Láinez (1976). Desde entonces, la tradición crítica de

Mujica Láinez se ha caracterizado por unos cuantos nombres que han aportado algunas claves interpretativas de sus obras como Luis Antonio de Villena, Antonio Cerrada Carretero, Rosario

Hernández 12 , George Schanzer, Herbert Craig, Diana García Simon y María del Carmen

Tacconi. Entre los autores que han estudiado su narrativa en este siglo figuran Guadalupe

Fernández, Alicia Lorenzo, Diego Niemetz, Carolina Depetris, María Caballero, Sandro Abate,

Sergio Fernández, Raúl Quesada y David Choin. Lo cierto es que la crítica ha venido desde

España, principalmente, y en segundo lugar, desde Argentina. En Colombia no ha habido

11 Esto se complementa, para una visión general de la obra de Mujica Láinez, con la teoría de los ciclos (Frances 67- 77): la serie de las biografías de Miguel Cané (Padre), Vida de Aniceto el Gallo y Vida de Anastasio el Pollo (década biográfica); el ciclo narrativo sobre la sociedad porteña, en la que se retrata el fin de la aristocracia del 80, con las novelas Los ídolos, La casa, Los viajeros e Invitados en El Paraíso (década testimonial); el ciclo europeo, en el cual confluyen Bomarzo, El unicornio, Crónicas reales, De milagros y de melancolías, El laberinto y El viaje de los siete demonios (década europea y década inquietante); como parte de la década inquietante, anterior a El laberinto, está Cecil, su autobiografía novelada. Queda por fuera de las unidades temáticas su obra temprana: los ensayos de Glosas castellanas, los textos de Estampas de Buenos Aires, los cuentos previos a la saga porteña Aquí vivieron y Misteriosa Buenos Aires y el primer experimento de novela, Don Galaz de Buenos Aires; además de Sergio, Los cisnes, El brazalete y otros cuentos, El gran teatro (década inquietante) y la obra posterior El escarabajo, considerada como apéndice en el libro de Frances Vidal, y no entra en el radar todavía Un novelista en el Museo del Prado. 12 De Villena (1976) se encarga de una antología e introducción general y los tres trabajos de Carretero (1990), Hernández (1993) y Vidal (1986) son tesis doctorales, todas ellas surgidas en España. La tesis de Frances Vidal tiene una carta elogiosa y agradecida por parte de Mujica Láinez a la autora, la cual se reproduce en su edición impresa. 77 importantes manifestaciones de interés académico (como tampoco editorial), más allá de que se pueden citar al respecto tres tesis de maestría, adicionales a la breve reseña de José Chalarca:

“Para llegar a Bomarzo” (1993) de Humberto Rodríguez, “Bomarzo y el mito del eterno retorno”

(1998) de María Catalina Rojas y, la más reciente, “Muerte, culpa y redención, una aproximación a la experiencia del deseo en la novela El unicornio (1965) de Manuel Mujica Láinez” (2016) de

Cristian Arbeláez.

En la narrativa de Mujica Láinez, Bomarzo comienza una serie de novelas sobre la historia europea que completan El unicornio y El laberinto, lo que se ha llamado la trilogía europea

(Vidal), el tríptico europeo (Cruz), el ciclo de novelas históricas (Cerrada), o el tríptico esquivo

(Abate). Bomarzo recrea el Renacimiento italiano, El unicornio se ambienta en la Edad Media francesa y El laberinto en la España barroca y en la América colonial. Al respecto, el estudio más relevante es el Tríptico esquivo. Manuel Mujica Láinez en su laberinto (2004) de Sandro

Abate, y aquella denominación de “tríptico” ya había aparecido tiempo atrás en el libro de Jorge

Cruz, titulando el capítulo sobre estas novelas y especialmente sobre El laberinto como “Última hoja de un tríptico” (177-81). Cabe señalar que este objetivo llega después de haber escrito “la saga porteña”, un ciclo de novelas sobre la decadencia de la clase alta argentina, y de alguna manera “cumplir” con el imperativo localista, y en el tríptico europeo se destacan temas y recursos narrativos ya indagados en las novelas de la saga argentina que recapitula Carolina

Depetris con respecto al tipo de crítica descriptiva de Mujica Láinez: en lo temático, el pasado como paradigma, la historia poetizada y su intersección con la leyenda, lo sobrenatural, el apego por los objetos, el linaje y su decadencia, los equívocos sexuales, el destino y el azar. En lo narrativo, el flaubertismo, la influencia modernista, la propensión pictórica, la evocación de la infancia, el humor irónico y las imágenes poéticas (15). 78

El estudio de Abate sobre de las novelas históricas de Mujica Láinez se basa en los cuadernos de notas del autor que sirvieron de documentación para componer el tríptico, de manera que ahí reside el mérito y la novedad, ya que hasta entonces ese material había pasado inadvertido para los estudiosos de Mujica Láinez, siete cuadernos para Bomarzo, seis para El unicornio y dos para El laberinto. El término que emplea Sandro Abate aparece en los apuntes del escritor, refiriéndose a esta última entrega: “¿Podría ser el título de este libro que ojalá se escriba alguna vez «La tierra encantada»? Con él (la hazaña de América, su dolor y su sueño) cerraría el tríptico esquivo de Bomarzo y El unicornio. Pero tengo para años”. (Abate 16). Abate interpreta lo “esquivo” en relación la historia argentina porque con estas obras los intereses estéticos y literarios de Mujica Láinez habían pasado de la historia local a la europea como referente cultural y artístico de la concepción de sus novelas. No debe ignorarse el título considerado, “La tierra encantada”, para El laberinto, y tampoco la intención explícita de mostrar el dolor de América y el sueño de la colonización a través de la otredad como estrategia discursiva y literaria (con lo cual parece entrar en diálogo con novelas como Tríptico de la infamia). No obstante, tal vez la afirmación de Abate que más eco ha tenido es calificar a El laberinto como una novela del realismo mágico, una de las últimas en el continente y de las pocas en la literatura argentina, basándose en los ideologemas de Irlemar Chiampi:

El efecto de encantamiento del receptor, la enunciación problematizada, el sistema de

ideologemas de americanismo de naturaleza no disyuntiva, la articulación no contradictoria

de las isotopías natural y sobrenatural y la combinatoria sémica en dos modalidades —

atributos discursivos a partir de los cuales Irlemar Chiampi asegura paradigmáticamente la

poética del realismo mágico hispanoamericano— aparecen confirmados y combinados en 79

la novela de Manuel Mujica Láinez para hacer que no la realidad sino el discurso acerca de

la realidad americana incursionen en el terreno del relato maravilloso, y que el prodigio se

mezcle con lo cotidiano sin que nadie se sorprenda. (159)

Sobre esto también se ha pronunciado Diego Niemetz (2010), recogiendo las consideraciones de

Abate y estudiando el realismo mágico en la obra temprana del autor, concretamente su primera novela Don Galaz de Buenos Aires y algunos cuentos de Aquí vivieron y Misteriosa Buenos

Aires. Se identifican los ideologemas, según Chiampi (1983), de América como lugar para la maravilla y los valores del mestizaje como unión y síntesis de lo heterogéneo, expresados en un lenguaje especial muy cercano al barroco. Al parecer ello constituye, al lado de lo referente a la novela histórica (Caballero), el debate contemporáneo más importante sobre la obra de Mujica

Láinez. Para Abate, el asunto de lo histórico en las novelas del tríptico esquivo no es lo determinante, porque “es más: vista en su conjunto, se podría afirmar que toda la producción de

Manuel Mujica Láinez es un extenso discurrir narrativo alrededor de la historia” (17). Quizás una característica del tránsito de las llamadas novelas históricas no se posicione en cuanto que asumen la dinámica de novelas históricas y un tema recurrente de Mujica Láinez es el cultivo del pasado, este como paradigma de lo puro, lo genuino y lo prodigioso, no digamos ya en relación con un linaje y su decadencia, sino que el tríptico esquivo cuestiona el discurso de la Historia y especialmente tiene como referencia y deconstruye la Historia del Arte (Niemetz 2013). Allí se fijan dos de las intersecciones más representativas del mundo de las novelas: Literatura e

Historia y Literatura y Arte (Depetris 23).

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Pablo Montoya: el tríptico excéntrico

Pablo Montoya Campuzano es uno de los autores colombianos con mejor presente en los ámbitos nacional y latinoamericano gracias al reconocimiento de sus obras en los últimos años13. Su aprendizaje artístico ha ido nutriéndose, como vimos, primero de la música, luego de la pintura e indudablemente de la literatura. Podría decirse que Tríptico de la infamia es la consagración de

Pablo Montoya. Sin embargo, para 2014, el año de su primera edición, la carrera literaria de este escritor tenía años de compromiso y de trabajo silencioso en varios géneros como el cuento, la novela, la poesía y el ensayo14. Tríptico de la infamia mereció el premio Rómulo Gallegos

(2015), el José Donoso (2016) y el Casa de las Américas (2017). En las entrevistas como resultado de los premios, en sus discursos de aceptación y en eventos organizados por las sedes universitarias Montoya cuenta sobre su obra y oficio literario, y ante la escasez de categorías y grandes tópicos conceptuales para su estudio, debido a los limitados ejercicios críticos de largo aliento con motivo de su obra en la Academia, ese material resulta una fuente invaluable para complementar la lectura de los textos y descubrir el universo que ha dado origen a su producción narrativa y formación literaria. Así, Montoya ha contribuido a su imagen como escritor marginal o de la periferia y su escritura lo confirma como un orfebre de las palabras. Aquello lo sitúa en el selecto grupo de los prosistas, los escritores que asumen el cuidado del ornamento de la lengua

13 La trayectoria de Pablo Montoya hasta su consolidación en el campo literario colombiano es descrita en la tesis de maestría de Jacqueline Mahecha en octubre de 2017, titulada “La consagración del escritor. Una aproximación a la institución de la literatura colombiana del siglo XXI. El caso de Pablo Montoya Campuzano”. 14 En el campo del ensayo, Música de pájaros (2005), La novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (2009), Un Robinson cercano. Diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX (2013) y La música en la obra de Alejo Carpentier (2013). En el género del cuento se destacan, entre otros: Cuentos de niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Réquiem por un fantasma (2006), El beso de la noche (2010) y Adiós a los próceres (2010). En poesía, sus libros de poemas en prosa Viajeros (1999), Cuadernos de París (2007), Trazos (2007), Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009) y Programa de mano (2014), algunos de ellos reunidos en la antología Tercero (2016). En novela, La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012), Tríptico de la infamia (2014) y La escuela de música (2018). 81 literaria como una cualidad particular de su estilo y poseen un especial sentido de lo poético, aún sin acudir al verso.

Sus obras literarias han sido trabajadas en Colombia y Argentina por autores como Susana

Zanetti, Mónica Marinone, Juan Carlos Orrego, Juan Felipe Restrepo, entre otros. Cabe señalar que existen muy pocos esfuerzos individuales (ninguno colectivo) que se ocupen de la poética de

Pablo Montoya, con el fin de asumir la tarea de interpretación argumentada y formular categorías comprensivas para entender la “situación” de su obra literaria en las literaturas colombiana y latinoamericana. A propósito de ello, el trabajo de Mónica Marinone, “Pablo Montoya y la celebración de lo excéntrico”, incorpora el concepto más llamativo y mejor elaborado hasta el momento: la excentricidad. Marinone advierte que Montoya se ocupa de nuestros principios

(ubicados temporalmente en el siglo XIX) y de Occidente como un vasto archivo histórico y cultural. De este modo escribe sobre los temas literarios recurrentes de América Latina, como la violencia, el destierro, el desarraigo, el desamparo, el dolor, la desesperanza, etcétera, desde imaginarios excéntricos.

¿Pero en qué reside lo excéntrico de la escritura de Pablo Montoya? Tal pregunta debe ser formulada en términos de lo que más adelante reclama Mónica Marinone como una latinidad pobremente considerada en el continente, a modo de una acentuada tendencia disruptiva en relación con la literatura colombiana contemporánea y por tanto invita a indagar en otro elemento: “[…] en Montoya es original el modo como lo procesa: una extensión que compele a no dejar la lectura y el regodeo en una atmósfera (Le folie Baudelaire diría Roberto Calasso) que la estética modernista le ayuda a restaurar, todo efectuado en un texto completo” (25). Sería oportuno argumentar, una vez repasada una visión histórica reciente de la literatura colombiana, que la escritura excéntrica de Pablo Montoya tiene como referencia la manera en que esta 82 literatura concibe la realidad nacional con mayor copiosidad, tratando los problemas inmediatos de Colombia como la violencia urbana, el narcotráfico y el conflicto armado, que son, claro, traumáticos y recientes (Zanetti, 2013), y por tanto, la desilusión, la desesperanza, la incertidumbre y el miedo caracterizan a una buena parte de la novelística colombiana contemporánea, como lo prueban las siguientes obras: Los ejércitos de Rosero, El olvido que seremos y Angosta de Abad Faciolince, El ruido de las cosas al caer de Vázquez, La Virgen de los Sicarios de Vallejo, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Ángel, etcétera. Sin embargo, esta respuesta no abarca la herencia de la estética modernista a la que se refiere Mónica

Marinone, así como tampoco piensa en los imaginarios que no aluden simplemente a una diferencia temática con la actual novela colombiana, sino también a las formas narrativas y recursos literarios del escritor.

Siguiendo con lo planteado por la autora, el peso de la imaginación es significativo para entender la poética de Pablo Montoya, en la cual vuelven a surgir en los textos sendas convicciones literarias. La estética modernista hispanoamericana tiene aquí una connotación singular, relacionada con la apropiación de la cultura europea, revisitando el pasado de

Occidente para crear manifestaciones universales y arraigadas en el contexto latinoamericano, a partir de imaginarios supuestamente distintos y lejanos, lo que ha sido previsto por Susana

Zanetti como la aristocracia intelectual dariana. Marinone recuerda unas palabras de Zanetti a

Montoya: “…vos encarás el relato desde otras perspectivas… y tus modulaciones líricas mitigan la nostalgia o la angustia con cierta esperanza alentada por el arte y la música” (2016, 26). Pablo

Montoya ha reconocido y valorado la influencia de la estética modernista, pues la misma representa una búsqueda por lo bello en el arte y la escritura. Los modernistas son maestros de la palabra que privilegiaron ante todo una exploración estética en la perfección y corrección de las 83 formas poéticas, y no fueron inferiores a la alta cultura europea, es más, dieron otros alcances al legado de occidente. Pablo Montoya es consciente de la herencia del modernismo en cuanto a su carácter cosmopolita y al cuidado de la lengua escrita, pero consecutivamente advierte Marinone que esta estética no es opulenta y su condición de herencia (aún conveniente con sus principios) es derrideana, es decir, que no hay comodidad sino angustia y ansiedad, así como la necesidad de reafirmar lo heredado y reconocer que la realidad de la escritura está conformada con el reflejo de otras y el palimpsesto es la única posibilidad de creación literaria.

De acuerdo con Susana Zanetti (2013), La sed del ojo (2004) es una novela que se acerca a los orígenes del modernismo, “un piso estético que se atrevió a la afluencia cultural cosmopolita, en especial, francesa, y plegó por la autonomía y saber del arte” (Marinone 27). Zanetti recuerda que Darío, como principal intelectual y representante del modernismo, buscaba en el discurso cosmopolita definirse como un artista “moderno”, conflictivamente insertado en las dinámicas y tensiones entre vocación literaria y mercado, pregonando el refinamiento de la sensibilidad como una ruta hacia nuevos espacios de imaginación y percepción que fueron el objeto del viaje modernista, pero no con el fin de escapar y desdeñar la realidad americana sino para defender los valores estéticos y crear manifestaciones artísticas con tendencia universalista. Los escritores modernistas persiguieron expandir los horizontes de una latinidad que precisaba de una tradición científica y una identidad literaria global (alimentada por el sueño y el ensueño), de manera que el erotismo y el placer constituyeron la principal fuerza inquietante y dinamizante del universo.

Por tanto, los imaginarios excéntricos de Montoya se alejan de una tendencia literaria fundada en el contexto local, inmediato y con un postergado proyecto de “novela poética” en la literatura colombiana, sesgado con las nuevas tendencias de la novela urbana que pretende documentar una realidad violenta, caótica y brutal. Las afinidades y afiliaciones de Pablo Montoya Campuzano 84 parecen renovar las convicciones estéticas antiguas de Rubén Darío y los primeros modernistas de Hispanoamérica, ante la necesidad de establecerse al margen de unas temáticas rutinarias del contexto colombiano, también mediante esas “modulaciones líricas” que palian la nostalgia y la desesperanza con la incesante búsqueda de la escurridiza palabra (Montoya 2017, 80). Y sin embargo, esto sería desconocer una tradición renovada por Manuel Mujica Láinez (a partir no de

Rubén Darío, sino de Enrique Larreta) en la narrativa histórica latinoamericana y a un grupo de escritores colombianos contemporáneos como Álvaro Mutis, Germán Espinosa, ,

Rodrigo Parra Sandoval, Pedro Gómez Valderrama y Enrique Serrano.

Lejos de Roma (2008), tal vez la novela más lírica de la obra de Pablo Montoya, también motiva un ensayo de Zanetti15. En este, la autora se refiere a la novela como una relectura de la relegación de Ovidio desde la realidad colombiana y con base en esta obra se traen a colación dos ideas visibles de esta apuesta literaria: de un lado, la extraterritorialidad, que es propia del escritor en el exilio, por medio de la cual descubre el sentido de la escritura; de otro, el anacronismo que rescata el suceder de la propia historia. Es posible establecer que la obra de

Pablo Montoya está cercada por el anacronismo y que este es un procedimiento consciente en la composición de las novelas históricas, pero Lejos de Roma es quizás su ejemplo característico, pues ahí Montoya “acude al anacronismo para entramar las significaciones del destierro de

Ovidio con conceptos actuales sobre la condición humana en un mundo globalizado, violento, de guerras y migraciones” (Zanetti 260). Esto se repite en Tríptico de la infamia como una herramienta de pensamiento para resignificar los hechos históricos de la conquista de América y las guerras entre católicos y protestantes a la luz de categorías contemporáneas. De igual manera,

15 Como vemos, Zanetti es una lectora entusiasta del colombiano en Argentina, gracias al descubrimiento de su obra a través de esta novela. Además, cuenta Marinone que su experiencia fue similar, ya que conoció la obra de Pablo Montoya porque recibió la novela Lejos de Roma de manos de Susana Zanetti. 85 es un procedimiento reiterativo en las novelas históricas de Manuel Mujica Láinez, su obra que mejor lo refleja probablemente es El unicornio, una novela que interpreta los acontecimientos de la Edad Media con el pensamiento freudiano y la psicología del siglo XX, que se introduce en la narración del hada Melusina con la distancia de las centurias.

Sobre este punto, Juan Felipe Restrepo mira la obra de Pablo Montoya como “reescritura”, y genera otra categoría de análisis para su poética, la “vie imaginaire”, desde la relación con

Marcel Schwob y la apropiación de este concepto que es asumido como herencia literaria y está presente a manera de mecanismo de producción (motivo de creación) en sus novelas. Al respecto, Restrepo dice que tal influencia “se encuentra en la forma, en la disposición de los elementos y cómo estos crean un flujo encaminado al delineamiento de un contorno de un personaje en su medio, en sus acciones y transformación” (66). Esta singularidad está en abordar la individualidad del personaje que habita en la soledad, la ausencia, la noche, en penumbras o en sueños: “A Schwob es el individuo lo que le interesa, una esencia única que flota por encima de los acontecimientos históricos de las condiciones económicas, de los caracteres genéticos” (66).

El autor se ocupa de esclarecer por qué la selección de los personajes habituales de la narrativa de Montoya y la forma en que estos se relacionan con el mundo que los rodea, a menudo sustentado en el dato histórico y la erudición acerca de las circunstancias particulares de su tiempo. Los personajes por lo general son sujetos que están en conflicto con la Historia (una historia que los conduce a confundirse con los otros), porque son individuos generalmente marcados por el exilio, el destierro o lo extraterritorial. Sin embargo, la condición de

“expatriados” da cabida a la exploración de los problemas de la escritura en relación con su articulación con el mundo (68). En este sentido cabe reflexionar acerca de si el lenguaje que construye el escritor no es siempre un lenguaje extraterritorial (como sugiere Proust). Lo cierto 86 es que las trayectorias de vida de los personajes del universo narrativo de Pablo Montoya son casi siempre desconocidas (permitiendo el surgimiento de la fábula y la imaginación literaria) o la acción se sitúa en pasajes de su vida real poco documentados. Por tanto, el campo fecundo para esta exploración es el arte. Como es sabido, los personajes de Montoya son artistas o están en constante interpelación por el hecho artístico (son fotógrafos, pintores, músicos, escritores), y con frecuencia personajes reales que se enfrentan a situaciones ficticias o imaginarias. Así, la obra de Pablo Montoya es una mezcla de datos históricos, pasajes poéticos e imaginación literaria (que es como decir que empieza en la fabulación de la Historia y culmina en la consideración ensayística). De cualquier manera, esta referencia contribuye a la idea de la escritura como palimpsesto, con lo cual se vitaliza la mirada a la tradición como herencia; la escritura no es desierto, terreno baldío, sino celebración y homenaje.

Después de este recorrido finalmente llegamos a Tríptico de la infamia, la novela que ocupa nuestro estudio. La crítica académica obliga a reflexionar sobre los diversos ejes de interpretación en los que puede verse inscrita. El primero de ellos, y quizás el más necesario para esbozar los lineamientos generales y aproximados de su interpretación, proviene del título. La novela no solo privilegia el ámbito de la pintura para sus reflexiones sobre el arte y las transposiciones entre el lenguaje visual y el lenguaje literario, sino también está estructurada como un tríptico. Este hecho lo observan Juan Carlos Orrego y Rubén Cardona en sus respectivas empresas por dilucidar algunos de los rasgos dominantes de la novela, y entre ellos destacan la complejidad de su esquema temático en la que se torna difícil cualquier ejercicio de síntesis y su evidente relación con los trípticos pictóricos. Orrego se afirma en que el tema central de Tríptico de la infamia es la representación de América en el arte europeo y en las experiencias vitales de los tres pintores protestantes en el contexto del sufrimiento por la 87 crueldad católica y en general por las guerras de religión. El propósito de la novela es, más que documentar esta realidad en su tiempo, hacer ver el dolor de América (así titula Orrego su breve texto) y en prueba de ello cita una declaración en boca del investigador y novelista que aparece en la tercera parte: “Estoy escribiendo algo sobre tres pintores y su relación con la conquista de

América” (Montoya 2014, 235). También se debe considerar otro artículo de Orrego sobre la presencia del discurso antropológico y de la etnoficción basada en Tristes trópicos de Claude

Lévi-Strauss, lo cual ha sido también manifestado por Pablo Montoya en sus entrevistas. Esta interacción es ejercitada como recurso literario y diálogo intertextual, entendiéndose como otro argumento al tópico del anacronismo en el discurso literario para indagar en la fuente histórica.

La etnoficción se presenta en la primera parte de la novela, narrada en tercera persona, sobre las experiencias de Le Moyne. Sirve a Juan Carlos Orrego esta exploración para demostrar que la novela histórica de la Conquista no bebe exclusivamente de las crónicas de Indias.

Pero quien se detiene en el tríptico como forma pictórica en la novela es Rubén Cardona16, al proponerse estudiar la experiencia estética a partir del pensamiento de Hans Robert Jauss en

Tríptico de la infamia. Para ello, acude además a una analogía con El jardín de las delicias de

Hieronymus Bosch. La novela de Pablo Montoya Campuzano sobre la infamia es un tríptico

(como el ciclo de novelas históricas sobre la temática europea de Manuel Mujica Láinez). Un tríptico es una representación artística dividida en tres partes, popular en la Alta Edad Media como estructura preestablecida para expresar las verdades religiosas (Cardona 156). Uno de los trípticos más famosos de la historia del arte es El jardín de las delicias, una obra se puede observar desde varias perspectivas. Para abarcarlo con la mirada es indispensable desplazar el

16 Cabe aclarar que este artículo (aunque no lo hace explícito el autor) proviene de la única tesis de maestría a la que se tiene acceso sobre esta obra de Pablo Montoya, al menos por el momento, concebida en el posgrado de Hermenéutica Literaria de la Universidad EAFIT. 88 campo visual por su estructura y además apelar al detalle del fragmento, obligando a perder de vista otros elementos para concentrarse individualmente en los paneles. La propuesta de lectura de Cardona tiene que ver son este tríptico, el cual posee una estructura interna cuando está abierto y otra externa cuando está cerrado; el espacio interno tiene dos paneles laterales y uno central, temáticamente más significativo en el que confluyen los otros dos. El espectador debe rodearlo para lograr organizar su percepción ante la sensación de lo inaprensible. En el texto de

Rubén Cardona, “La experiencia estética de la infamia: una mirada al tríptico de Pablo

Montoya”, la obra se concibe de esta forma: los paneles laterales del tríptico abierto son Le

Moyne y Dubois (profetas de la infamia), y el panel central es De Bry (porque él reúne las experiencias de los otros dos pintores en su denuncia mediante los grabados); el tríptico cerrado se forma con el relato del investigador metaficcional Pablo Montoya. El tríptico muestra una representación en su exterior como posibilidad de apreciación de la obra, y mediante este descubrimiento el lector comprende mejor las historias del tríptico abierto, sobre los personajes

Le Moyne, Dubois y De Bry.

Sin duda, la obra de Montoya se puede leer como un tríptico en relación con la estructura pictórica e interpretar desde la transposición entre pintura y literatura en diferentes niveles textuales. Lo cual exige comprender que la función principal de la estructura interna de la obra es iluminar la representación de la conquista de América en el arte europeo, la barbarie de la colonia y el dolor de un continente en el contexto de las guerras de religión europeas del siglo

XVI. En esta lectura es preciso tener en cuenta el anacronismo, la excentricidad de la escritura y la práctica de la prosa poética como elementos de una estética literaria, es decir, como principio revelador del ser de la literatura y de su forma de articularse como visión de mundo. La anacronía se manifiesta en las búsquedas del escritor y se entiende como una intromisión de la 89 realidad del autor en el pasado (Marinone, Foffani y Sancholuz 5), gracias a esto los escenarios pretéritos que recrea problematizan su propia actualidad. Entonces, con base en el tríptico pictórico desde lo compositivo y en diálogo con la propuesta de Mónica Marinone, la obra de

Pablo Montoya puede nominarse como un tríptico excéntrico (La sed del ojo, Lejos de Roma y

Tríptico de la infamia), a fin de ubicarlo en un contexto singular de crítica interpretativa.

La novela histórica en América Latina

La historia de la novela en América comienza con la llegada de libros durante la Colonia, debido a que era fuertemente cuestionada y la Corona ejercía tutela y censura sobre las que ingresaban al continente, según observa María Rosa Lojo: la Real Cédula (1531) y los Índex (1747 a 1807) prohíben la entrada de “romances” e “historias vanas y profanas” (41). Al respecto, un cuento de

Manuel Mujica Láinez, “El libro. 1605” de Misteriosa Buenos Aires, narra la aparición clandestina (seguramente de contrabando) de El Quijote y la posible primera recepción de la obra en la tierra americana:

Ahora la casa duerme, negra de sombras, blanca de estrellas infinitas. La muchacha,

cansada de aguardar a su desganado amante, cruza el patio de puntillas hacia su habitación.

Espía por la puerta y le ve, echado de bruces en el lecho. A la claridad de un velón está

leyendo el libro, el maldito libro de tapas color de manteca. Ríe, ensimismado, a mil leguas

de Buenos Aires, del tendero, del olor a frutas y ajos que inunda la casa (67). […] Quisiera

saber qué dicen, qué encierran esas misteriosas letras enemigas, tan atrayentes que su

seducción pudo más que los encantos de los cuales solo goza el espejo impasible.

Entonces, con deliberada lentitud, rasga las hojas al azar, las retuerce, las enrosca en 90

tirabuzón y las anuda en sus rizos dorados. Se acuesta, transformada su cabellera en la de

una medusa caricaturesca, entre cuyos bucles absurdos asoman, aquí y allá, los arrancados

fragmentos de Don Quijote de la Mancha. Y llora. (68-9)

Más allá de los antecedentes coloniales de la novela, habida cuenta de su recepción en ese periodo, la novela histórica surge como género en las primeras décadas del siglo XIX, en definitiva asociada al romanticismo (los romances fundacionales de estado y nación) y muy cerca de la constitución de la historiografía moderna así como de las gestantes reflexiones de filosofía de la Historia (Laera 112). Dentro de la bibliografía de la época, un estudio relevante es el Ensayo sobre la novela histórica (1942) de Amado Alonso, en el cual se trabaja desde la estilística la novela de Enrique Larreta La gloria de Don Ramiro que, como hemos señalado, constituyó una fuerte influencia sobre Mujica Láinez en la creación de obras como Don Galaz de

Buenos Aires y El laberinto, con marcadas inclinaciones modernistas, pese a que la novela de

Enrique Larreta también participa del romanticismo y de la arqueología como tratamiento del pasado histórico.

La novela histórica latinoamericana ha tenido un auge importante en los últimos años y su cambio más significativo se produjo a partir de la segunda mitad del siglo XX (Lojo 50-60).

Aunque la novela histórica nace propiamente con la recreación arqueológica de las obras de

Walter Scott (1771-1832), el género se distancia de esta concepción decimonónica en las novelas históricas de la segunda mitad del siglo XX y continúa en la producción del siglo XXI, debido a las ideas emergentes sobre la Historia producto de los desarrollos en la filosofía de la Historia y los efectos de la posmodernidad. Este cambio ha sido advertido por muchos, entre ellos,

Seymour Menton denomina a este movimiento nueva novela histórica y Fernando Aínsa habla 91 de nueva narrativa histórica. Lo anterior conlleva una serie de características de la nueva narrativa, centrada en la puesta en abismo de la escritura realista y el desbordamiento del discurso idealizado de la Historia, imperante en el romanticismo y frecuentemente hallado en las novelas históricas decimonónicas y a comienzos del siglo XX. Estas tesis apuntan a las teorías sobre la relación entre Historia y ficción, la historia como relato y la dialéctica de Historia y

Verdad, por eso intervienen los planteamientos de académicos como Mijaíl Bajtín, Walter

Benjamin, Umberto Eco, Paul Ricouer, Hayden White, Roland Barthes, etcétera, en una suerte de polémica en el ámbito escolar que llega hasta nuestros días y que en buena medida consiste en interpretaciones de la nueva narrativa aludiendo a la naturaleza de los discursos lingüísticos y a las categorías discutidas por estos autores, aunque la mayoría de las veces con el fin de sustentar o problematizar determinadas novelas históricas en relación con esta denominación.

La novela histórica contemporánea tiene un evidente componente ideológico y remite a la idea central consistente en que la historia objetiva o, más bien, el discurso histórico sustentado en una verdad incuestionable no existe. La Historia está condicionada tanto por la interpretación del historiador como por la forma de narrarlo, según María Caballero, y refiriéndose a esto afirma que “no en vano, en castellano el término historia es bisémico: la Historia es también una

«historia», es decir, un relato más entre otros. Y eso da pie a que la historia como ciencia vaya cediendo el lugar a su comprensión como género literario” (17-18). Curiosamente, mientras

Mujica Láinez escribía sus novelas históricas del tríptico esquivo, Hayden White desarrollaba su concepto de metahistoria que cuestiona el tipo de conocimiento que se puede obtener del pasado y asegura que no existe un texto sobre el que se pueda aprehender directamente la historia más allá de su narración. Siguiendo en las líneas teóricas y hacia una definición de novela histórica, es necesario hacer énfasis en los postulados del ensayo La novela histórica (1966) de Georg 92

Lukács. Antes, sin embargo, debe tenerse en cuenta que existe una relación de dependencia entre el discurso de la historia y el de la ficción, es decir que en principio está sugerido que por novela histórica es acertado entenderse toda novela que hable de un tiempo pasado al del escritor. Pero, aún dentro de esta base, ¿el pasado está inmerso allí como decoración, fondo o entorno?

A esta pregunta Lukács podría haber contestado que la novela histórica tiene un elemento específico histórico: “el derivar de la singularidad histórica de su época la excepcionalidad en la actuación de cada personaje” (15). Esto implica que en la recreación histórica (aun si se trata del plano individual en un espacio íntimo y de figuras históricas relevantes del discurso oficial o marginadas), el actuar y el pensar de los personajes estará dado por su época, los avatares, sentimientos y enunciados de su condición histórica, por eso es contundente Lukács al explicar:

Poco importa, pues, en la novela histórica la relación con los grandes

acontecimientos históricos; se trata de resucitar poéticamente a los seres humanos

que figuraron en esos acontecimientos. Lo importante es procurar la vivencia de los

móviles sociales e individuales por lo que los hombres pensaron, sintieron y actuaron

precisamente del modo en que ocurrió la realidad histórica. (44)

Así pues, la novela histórica puede ser comprendida como una forma narrativa que se ocupa de personajes históricos o ficticios en un espacio y tiempo concretos del pasado y constituye una herramienta del autor y el lector para comprender mejor su tiempo (Montoya 2009, viii). Es innegable, por otro lado, el hecho de la renovada y vertiginosa producción de novelas históricas en la literatura hispanoamericana en las últimas décadas, y varios autores —Carlos Fuentes,

Peter Elmore y María Rosa Lojo entre ellos—, señalan como una de las causas de esa renovación 93 que la novela histórica responde a una necesidad social y cultural: “[…] dentro de América

Latina, el género conocerá momentos de auge en las épocas de cambios y de crisis, cuando se busque en las novela histórica una respuesta a las convulsiones e incertidumbres del presente”

(Lojo 40).

Cabe aclarar en este momento, primero, que las narrativas estudiadas de Manuel Mujica

Láinez y Pablo Montoya Campuzano hacen parte de este periodo de la literatura latinoamericana y están fuertemente involucrados con la narrativa histórica (para incluir el cuento y las crónicas noveladas), y segundo, que en la revisión bibliográfica de estos autores tiene especial relevancia el estudio de María Caballero sobre la obra del escritor argentino, Novela histórica y posmodernidad en Manuel Mujica Láinez (2000), en cuyo trabajo sostiene la tesis de que los textos de Mujica Láinez se inscriben en la posmodernidad al posibilitar una fundación/deconstrucción de la cultura argentina. Y, por otro lado, en el campo de la literatura colombiana se consigue precisamente una investigación de Pablo Montoya, Novela histórica en

Colombia 1988-2008. Entre la pompa y el fracaso (2009), en la cual aborda un corpus de novelas históricas compuesto por veintiuna obras, posicionándose como uno de los estudios imprescindibles para acercarse al tema en la literatura colombiana y de renovado interés en nuestro estudio (dado que este trata de indagar, más que en el oficio académico del autor, en su poética). Con este libro Montoya demuestra la lectura minuciosa de un buen número de las novelas escritas dentro de este movimiento en Colombia, recordando que Seymour Menton en

La nueva novela histórica en América Latina ofrece el dato de 367 novelas históricas entre 1949 y 1992 (teniendo como punto de partida El reino de este mundo de Alejo Carpentier) y frente a ello Pablo Montoya menciona que “la nueva novela histórica se caracteriza por ser carnavalesca, paródica y heteroglósica; por dinamitar el discurso oficial de la historia a través de 94 anacronismos; por la presencia de la intertextualidad o el palimpsesto; y por ficcionalizar las figuras históricas más relevantes” (ix). En el concepto de Menton caben novelas históricas como

La guerra del fin del mundo de , Los perros del paraíso de ,

Noticias del imperio de , Respiración artificial de , Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, El entenado de Juan José Saer, La tejedora de coronas de

Germán Espinosa, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, etcétera.

Algunas características adicionales a las que se refiere Pablo Montoya las sintetiza María

Caballero cuando alude a Seymour Menton: la nueva narrativa en la recreación histórica de determinado periodo está subordinada a tres ideas de Borges: (i) la imposibilidad de conocer verdaderamente la historia y la realidad, (ii) la naturaleza cíclica de la historia y (iii) su impredecibilidad. Además, un rasgo común es la presencia de la metaficción o metaliteratura

(21-22). Sin lugar a dudas, el concepto de “nueva novela histórica” de Menton es indispensable para estudiar el contexto de esta nueva narrativa que demuestra un cambio en relación con la novela histórica tradicional, pero presenta dificultades y trampas (Grützmacher) al momento de definir lo verdaderamente novedoso que hay en ellas. Contrario a lo que opina María Caballero, el problema fundamental no es “lo restrictivo” de la noción de novela histórica deudora de

Anderson Imbert, sino las generalidades del inagotable grupo de novelas que comparten alguno o varios de los elementos que identifica el crítico norteamericano para que una novela ingrese en el código propuesto. De esta manera, en lugar de ser una categoría esclarecedora puede llegar a convertirse en un calificativo vacío en cuanto a la peculiaridades estéticas y literarias de las nuevas y todavía tradicionales narrativas hispanoamericanas con asunto histórico.

Recorridos como el que desarrolla María Rosa Lojo de la novela histórica en la literatura hispanoamericana en general como argentina en particular, desde el romanticismo y la fundación 95 de identidad nacional hasta el registro de la posmodernidad y la deconstrucción de la mitificación de la Historia, presente en las novelas históricas contemporáneas, fortalecen la tesis de María Caballero sobre la obra de Manuel Mujica Láinez, cuando descubre una búsqueda/ desencanto en su narrativa acerca de la nacionalidad y la cultura argentina en la producción temprana (fundamentalmente cuentos, crónicas y prosas) que lleva a cabo la fundación mítica

Buenos Aires, la búsqueda de la utopía y de la identidad nacional (Choin 2012); un segundo momento de la “saga porteña” en el que intenta representar a su clase social y realzar la estética de la decadencia de la aristocracia argentina decimonónica que se derrumba con las condiciones sociales y económicas del siglo XX (allí la muerte de la tía Duma es la despedida nostálgica de una clase social en el mundo contemporáneo); y finalmente, una tercera parte de su proyecto narrativo que ante la evidencia del derrumbamiento de sus antepasados americanos, dirige su mirada hacia Europa como otra forma de recuperar sus raíces en el mundo italiano de Bomarzo o su herencia española en El laberinto.

La cultura argentina que Mujica Láinez mitificó desde su fundación y encumbró con su literatura (las prosas de Estampas de Buenos Aires o los cuentos de Misteriosa Buenos Aires), se deconstruye en su obra posterior por medio de la parodia, el humor y la ironía desde la saga porteña (lo que ocurre en Invitados en el Paraíso, que los personajes parecen estar viviendo en el teatro de lo perdido) hasta el tríptico esquivo (en El laberinto es notorio el protagonismo de la parodia, el humor y la burla). Si bien el proyecto narrativo mujicense está atravesado por la historia (independientemente de que sea argentina o europea), su noción de relato histórico se modifica con el correr del tiempo y la escritura de sus libros. La concepción estética y filosófica de la escritura es constante en sus trayectos y búsquedas literarias, sin embargo durante ese lapso el peso de la historia en la ficción se transforma en medio de la optativa por escribir novelas 96 históricas sobre el tema europeo. Los ídolos (1953) es el comienzo del ciclo narrativo sobre la alta sociedad argentina, en el cual la documentación es casi irrelevante, al tratarse de un tiempo decimonónico y de cualquier manera anacrónico que no exige una exhaustiva revisión de fuentes historiográficas; en el periodo europeo, la crítica coincide en reconocer su producción literaria como novelas históricas, gracias a ese esfuerzo de investigación para la escritura de las novelas

Bomarzo (1962) y El unicornio (1965). Sin embargo, hasta que publicara El laberinto en 1974 tendría lugar el periodo más largo de “silencio” del escritor en cuanto a un ciclo narrativo se refiere y el tríptico europeo no había podido cerrarse. Entre tanto, publicó Crónicas reales

(1967) De milagros y de melancolías (1968) y Cecil (1972), temporada en que el escritor declara haberse burlado de la historia y permitirse grandes libertades en relación con la veracidad de los acontecimientos, privilegiando la imaginación literaria y la leyenda sobre la erudición histórica, especialmente en Crónicas reales (Choin 2015). En tal sentido, resulta propicia la consideración de Sandro Abate:

Historia y ficción, entonces, se resuelven en un ámbito dialéctico signado por la ironía de

pretender la reconstrucción exacta y minuciosa de un escenario del pasado, pero, al mismo

tiempo, ubicar en él a personajes y argumentos absolutamente ficticios, en un ámbito

signado incluso por una suerte de tratamiento paródico con respecto al género tradicional

de la novela histórica. (18)

Por su parte, y sin abandonar la pertinencia del citado fragmento, Pablo Montoya en su estudio sobre novela histórica en Colombia parece realizar una declaración de principios como novelista, afirmando que “son tan colombianas las novelas que buscan en realidades romanas o turcas (El 97 signo del pez de Espinosa y Tamerlán (2003) de Enrique Serrano) como las que narran periplos históricos latinoamericanos o propiamente colombianos […]” (xi). Los temas de Montoya serán excéntricos y su forma narrativa la novela histórica, sin embargo, curiosamente, las novelas del escritor colombiano como La sed del ojo, Lejos de Roma y Tríptico de la infamia no han sido estudiadas todavía en detalle bajo el lente de la tradición de la novela histórica latinoamericana que venimos dilucidando. El contexto de la producción literaria de Montoya parte de una concepción de novela histórica singular, sentido en el que recibe una influencia de Alejo

Carpentier y Manuel Mujica Láinez, en especial acerca de la pose cosmopolita como herencia del modernismo, el cual se ha estudiado limitadamente en relación con el tríptico excéntrico, acaso constituido por las tres novelas citadas de Pablo Montoya. Una tradición de narrativa histórica que el mismo autor ha percibido: El signo del pez de Germán Espinosa, Tamerlán de

Enrique Serrano y Bomarzo de Manuel Mujica Láinez, serían novelas que transforman el imperativo localista de la literatura regional en imaginarios excéntricos. La pregunta sería entonces, en verdad quién habla —el poeta Ovidio o el escritor Pablo Montoya— cuando se dice en Lejos de Roma:

Para mí eso, la patria, no existe, Lucio. Ni siquiera en esa música que amé en la

adolescencia, cuando creí sentirme inmortal al escucharla, ni siquiera en la palabra nunca

ni en la palabra después. La patria para mí es una aldea desolada sobre la cual gira un

viento sin nombre y sin rumbo. Tú, melancólico fantasma, ¿qué sabes al respecto? (110).

En el caso particular de la filiación entre Mujica Láinez y Pablo Montoya, evaluada en este trabajo, la historia del arte se inserta en la novela como una deconstrucción del discurso 98 hegemónico (Niemetz 2013) o para proyectar una escritura consciente de la importancia de las intersecciones artísticas y constituir una propia noción de la trascendencia de la Historia desde la estética, según las palabras de Luis Beltrán: “[…] quizá sea el momento de proponer retomar el estudio de la literatura como una estética literaria. La razón última para esta consideración no es otra que la certeza de que el hecho literario se reduce, en su esencia, a un acontecimiento estético y sólo puede ser comprendido como tal” (7). Esta apreciación, sin caer en la obviedad, pretende combatir análisis tan arraigados como el siguiente en una tesis doctoral sobre la literatura colombiana: “El grado de relevancia alcanzado por la literatura en su papel de interlocutor frente a la cultura define su cualidad estética” (Bermúdez 2). En las novelas El laberinto y Tríptico de la infamia la Historia del Arte, la prosa literaria y el tema europeo son los componentes de la estética literaria, sin necesidad de perder de vista la tradición de la narrativa histórica hispanoamericana.

El espejo que incorpora la realidad de lo invisible, su propia escapatoria, en el cuadro de

Van Eyck, parece ser una alusión en Tríptico de la infamia a la idea de la novela contemporánea que cambia frente la novela realista de antaño para incluir “tanto lo que se ve, como lo que no se ve” (Aínsa 25). Aquel espejo al fondo del matrimonio Arnolfini ha sido interpretado como la eterna posibilidad de la huida y así llega a constituir uno de los símbolos más famosos del

Manierismo (como se demuestra en el Autorretrato ante el espejo de Parmigianino), y aquel representa una instancia alterna —el otro lado—, luego aquí no es original percatarse del símbolo sino más bien construir una trama (lo otro americano en tiempos del Renacimiento y la

Conquista) para fundir la expresividad del lenguaje y la conciencia estética de las palabras y de la escritura como una escisión (la irrecuperable distancia con la ausencia de la representación 99 pictórica), como en la pintura manierista de El Greco: lo que no se ve, aparece como una iluminación que se percibe.

La escritura y la prosa literaria

Las obras de Mujica Láinez y de Montoya Campuzano que hemos estudiado integran el contexto de la nueva novela histórica latinoamericana, pero comparten más concretamente la sensibilidad por la escritura; no cabe duda de que con ello también se plantean las cuestiones de la lengua escrita y literaria. A lo largo de la prosa narrativa, las novelas esconden una premisa fundamental: son novelas que están escribiéndose de determinada forma, como si aquello constituyera el fondo de la promesa de una verdad única. Fernando Vallejo, en su Logoi: una gramática del lenguaje literario ha propuesto como objeto de pensamiento la composición formal de la prosa narrativa y poética. Para el caso, la lengua literaria es una herencia colectiva del idioma, lo que se puede inscribir en una retórica cultural (Albaladejo), es decir, que el escritor y el lector definen la concepción y recepción del objeto literario. Giorgio Agamben es uno de los académicos contemporáneos que ha puesto en cuestión la definición de la prosa desde su oposición con el verso, sin embargo el punto principal del asunto se halla no tanto en la capacidad de comprenderlo en su duplicidad como en la unicidad del lenguaje poético, y aún más, en la pregunta por la fidelidad del poeta y la vocación del escritor. Vallejo, al final de su gramática, enuncia una característica de la novela latinoamericana que lógicamente se presenta también en la nueva narrativa histórica:

En fin, el caso de la reciente novela latinoamericana, cuyo fenómeno más notable es la

elevación del idioma hablado —del español en su variedad peruana, argentina, cubana, 100

mexicana, etcétera— a idioma escrito. Del idioma hablado, esto es de su vocabulario, su

sintaxis y sus medios expresivos [...] El lenguaje coloquial con su desorden y su

encadenamiento fortuito de las ideas, pasa de los diálogos al relato y se apodera de la

novela entera. (536)

No hay que olvidar que el escritor colombiano antes había sentenciado: “El orden regular de la lengua escrita no es el mismo de la hablada, ni el de la prosa es el del verso, ni el de la prosa de una época es exactamente el de otra. Cuando se hable de inversión se tiene que empezar por establecer frente a lo normal de qué orden y cuándo” (464). Richard Baum desarrolla algunos conceptos relacionados con el estudio de la lengua y con la tradición de la lengua escrita, para este propósito señala, en primer lugar, lo siguiente: “[…] la lengua literaria no representa jamás la imagen exacta de un determinado dialecto en un grado anterior de evolución. Su especificidad resulta más bien del repertorio de tareas que se le ha encomendado” (57). Existe unidad de criterio en tal sentido, frente a las posibilidades del estudio del lenguaje literario como indicio de la vida social y cultural en una dimensión espacio-tiempo puntual (con su respectivo pensamiento filosófico, científico y religioso), y en primer lugar la prosa literaria es un fenómeno histórico. Respecto a esto, agrega Baum: “El lenguaje literario hablado está influido por esta forma escrita, y a su vez posee variantes monológicas y dialógicas. Estas últimas, a su vez, constituyen la transición hacia las formas de expresión oral caracterizadas por diversos grados de

«espontaneidad»” (58).

La obra de Manuel Mujica Láinez es un campo idóneo para la puesta en escena de los problemas fundamentales de la escritura y de la inserción de la lengua culta y literaria en la forma de la novela. Precisamente, en novelas como El laberinto el autor increpa el movimiento 101 de la narrativa contemporánea, entendida desde la elevación de la forma hablada, coloquial o común de la lengua en el discurso literario. De tal manera, las novelas de Mujica Láinez tienen como estética la recreación del pasado como permanencia anacrónica en el tiempo presente y fundamentalmente bajo los recursos formales de la prosa literaria. La escritura, condición de existencia del relato, es cuerpo significante y a partir de ahí se gestan los destellos del tiempo perdido en un “prosaico” presente. La prosa culta funciona en la poética mujicense como un instrumento para la creación de un contexto histórico con los componentes de ese mismo sistema expresivo, y en tal medida, la narrativa del autor debe entenderse desde las formas tradicionales de la lengua literaria, en cuanto a que está fuertemente marcada por la lengua escrita. En este sentido, al reflexionar sobre la prosa de una época se predispone intelectualmente el diálogo con la tradición de la lengua literaria y la narración es coherente con la escritura.

Mujica Láinez escribe su producción literaria y funda los rasgos más definitivos de su estilo y estética apropiándose de la tradición de la lengua culta. Por tal motivo, algunos de sus críticos (entre ellos, partidarios de la literatura regional) han comentado que nadie habla de la manera como están escritos casi todos sus libros, y sin embargo esta optativa de representar y elevar por medio del lenguaje literario el registro del lenguaje hablado es apenas una entre las posibilidades que constituyen la tradición escrita. Ginés de Silva era consciente de estar viviendo en el mundo de prosistas espléndidos, por eso dice: “[…] si hubiera yo sido Garcilaso o Lope de

Vega o Góngora, incluiría dos o tres párrafos admirables” (96) y se plantea constantemente el problema del “escritor” como el cultivador de la prosa literaria en el Siglo de Oro. Es preciso señalar que la poética, el campo elegido por el escritor para desplegar su obra literaria, no es otro que aquel en el que se siente menos un “impostor”. El lenguaje literario, aun expresándose con los medios sintácticos y expresivos del lenguaje hablado, no representa exactamente la lengua 102 común sino en el ámbito de imitación mediada por ciertos aspectos comunes de la literatura, así como, según Roland Barthes, “el dominio del escritor no es sino la escritura en sí, no como

«forma» pura, como la ha podido concebir la estética del arte por el arte, sino de una manera mucho más radical, como el único espacio posible del que escribe” (36).

Más allá del grado metaficcional en el cual Mujica Láinez, un escritor argentino del siglo

XX, reescribe las memorias de Ginés de Silva, un militar español desmañado para las artes, ante la preocupación por el “genio” del prosista más que por la pericia del historiador, se distancia de la concepción de la nueva narrativa histórica “post-oficial” de la literatura argentina representada por obras como La novela de Perón y Santa Evita de Tomás Eloy Martínez o Cola de lagartija de Luisa Valenzuela. A pesar de que en ellas la palabra es una herramienta para “reescribir” la

Historia y dinamitar el discurso oficial, esta contraposición también se ha mitificado. Mujica

Láinez en El laberinto, pese a que se trata de una novela histórica, no pretende reescribir la

Historia sino la prosa de Ginés de Silva, con lo que podrían explicarse los fragmentos admirables que finalmente se pueden leer en los folios:

Seguía entregado a su contemplación, como si mis miradas pudieran devolverle la vida, en

ese patio triste, de mosaicos rotos, cuyas hojas secas barría el viento, cuando acudió a

pasmarse y darme la bienvenida, alzando los brazos y rengueando, el paje Alfonso. Sabía

yo, por mi hermano Felipe, que ya no lo llamaban el paje, sino el escudero, y quizá por eso

se había dejado crecer una dura barba. Los dos años de mi ausencia lo habían envejecido

bastante, o tal vez lo juzgase menos caduco mi memoria juvenil. Lagrimeaba,

abrazándome, y tan conmovido estaba que no conseguía hablar. Sin embargo, mientras 103

recorríamos las habitaciones de aparato, advertí que necesitaba decirme algo,

especialmente, pero farfullaba y tornaba a abrazarme sin que yo lo entendiera. (198)

La modulación lírica, el tono y la melodía de las frases caracolean en torno a la adjetivación del ambiente. Ginés de Silva vuelve a Toledo y comprende, con el semblante del pajecito Alfonso, los cambios de su casa y el abismo que existe entre la realidad y sus recuerdos. Pablo Montoya

Campuzano ha escogido un camino semejante al de Mujica Láinez, los principios estéticos de su narrativa son las manifestaciones de la palabra poética en la prosa literaria. Su obra ha sido traspasada por la poesía, y publicando poemas en prosa y novelas “poéticas” ha tornado su imagen en la de un prosista. Los autores posan como “escultores” de la prosa y orfebres de las palabras, es decir, perseguidores de la belleza en las artes. Tampoco el fin de Tríptico de la infamia es el de “reescribir” el discurso oficial simplemente, aunque ahí está más presente el cuestionamiento de una verdad histórica escolar alrededor de la “hazaña” conquistadora. La novela de Montoya es una creencia en la reveladora verdad literaria que tiene la belleza, independiente de dónde se encuentre, como la manera de sobrevivir a la desesperanza del tiempo recreado de la infamia y su articulación con el presente del escritor. Asimismo, la narrativa del colombiano refleja el problema de la configuración de la lengua literaria dentro de la novela, eludiendo la mímesis de la lengua coloquial en el relato. Por el contrario, Pablo Montoya ha buscado el modelamiento de su prosa poética, consciente de la vastedad y crueldad de la realidad, y ha puesto en boca de Dubois, el pintor de la matanza de París, algunas reflexiones sobre el oficio del escritor y la estética frente a la realidad de la infamia, por eso no es extraño leer en Tríptico de la infamia: “La belleza, y siempre he ido tras ella, así sea terrible y asquerosa, así sea nefasta y condenable, así sea desmoralizadora y desvergonzada, no es más que un 104 conjunto de fragmentos dispersos en telas, en letras, en piedras, en sonidos que tratamos de configurar en vano” (278). Hemos percibido una cercanía con los ensayos de Montaigne en la obra de Pablo Montoya, que son una larga conversación con su padre, así como la conmovedora dedicatoria de Borges a su madre en el primer tomo de sus Obras completas de Emecé: “Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature [sic]”. Existe así una segunda historia que se cuenta en las salidas ensayísticas de la novela: la historia del escritor latinoamericano que cree en la belleza de los fragmentos y que está hablando con el lector de su tiempo.

Convenga el lector que, en últimas, este no es un aspecto subsidiario del mundo narrativo de los autores escogidos, y que cuando menos es trascendental la pregunta por la continuidad de un grupo de escritores que sienten la tradición de la lengua literaria como herencia colectiva y universalista, y aquello tiene que ver con el discurso del escritor en el hecho artístico literario a través de la búsqueda de la alta condición de la palabra. Con las dificultades para conseguir lo que define más esencialmente a la prosa, recuerdo las clases de poética en Juan de Mairena de

Antonio Machado (Anderson Imbert (1998) y Sánchez Ferlosio también lo hacen) cuando le pedían al protagonista que transformara en lenguaje poético la frase: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, a lo que contestaba, con la aprobación de su profesor, que era decir “lo que pasa en la calle” (Sánchez 166). Mediante el pensamiento de la prosa literaria, Mujica Láinez y Pablo Montoya recuerdan lo afirmado por Mallarmé: que la poesía está hecha de palabras. Y sin embargo la búsqueda de la palabra hermosa es ilusoria, la lengua posible de la poesía (para la cual no tenemos palabras) es acaso la vocación del poeta, de manera que Giorgio Agamben plantea lo siguiente:

105

La lengua única no es una lengua. Lo único, en lo cual los hombres participan como en la

sola verdad materna posible, es decir, común, siempre está ya dividido: en el momento en

que alcanzan la única palabra, deben tomar partido, escoger una lengua. Del mismo modo

nosotros podemos, hablando, tan solo decir algo, no podemos decir únicamente la verdad,

no podemos decir sólo lo que decimos. […] Esa vana promesa de un sentido de la lengua

es su destino, es decir, su gramática y su tradición. (37)

Mujica Láinez adoptó un lenguaje culto, castizo, con inclinaciones modernistas hacia la estetización y erotización de la escritura, que fuera entendible independientemente de la zona geográfica de Hispanoamérica, y Pablo Montoya la frase concisa, corta, certera, cargada de la métrica de la idea pero conteniendo la percepción melódica de la lengua escrita. La poética de los autores estudiados, es decir, la consagración de la palabra poética en la prosa se basa en una promesa ilusoria: llenar un vacío, aunque esto signifique exponer sus obras a la banalización y frivolización de sus valores estéticos; pero tan solo así “la vanidad de las palabras [habrá] alcanzado la altura del corazón” (Agamben 38). Las novelas son obras poéticas, ilusionistas, testimonios de la devoción por la hermosura de la palabra como legado y tradición.

106

COMENTARIOS FINALES

Recapitulando, esta tesis llevó a cabo un estudio de las novelas de Manuel Mujica Láinez y

Pablo Montoya Campuzano a la luz de la relación entre pintura y literatura. El laberinto y

Tríptico de la infamia son obras que se pueden inscribir dentro del género de la novela histórica y del movimiento de la nueva narrativa histórica, pero tienen particularidades tanto temáticas como formales que logran demostrar una afinidad esencial. En ese sentido, los hallazgos de mi tesis pasan por que no es suficiente las categorías de novela histórica o nueva novela histórica para estudiar cabalmente las novelas del objeto de estudio, pues esta olvida aspectos que son esenciales de las obras, como la prosa literaria como motivo de reflexión histórica y estética.

Para Mujica Láinez, el empleo del idioma y la escritura de la prosa es una herramienta de pensamiento histórico y también lo es el lenguaje visual que se introduce en las obras y termina incorporándose en la dimensión poética del texto. Además, podría decirse que toda la producción literaria de Mujica Láinez es histórica, y en tal caso esto no serviría para diferenciar las elecciones estéticas que se observan en su poética y alteran el procedimiento formal en la escritura de la prosa literaria, y que, desde el punto de vista de su trayectoria o diacronía, su producción se divide en ciclos narrativos. En Montoya también se puede notar la existencia de un tríptico —más allá de que su novela por sí misma tenga la forma de tríptico— conformado por otro lado por tres de sus novelas, La sed del ojo, Lejos de Roma y Tríptico de la infamia. Otro hallazgo tiene que ver con que los autores no son europeístas, en la medida en que sus novelas se posicionan metaficcionalmente en Latinoamérica y que los autores son conscientes de que ellas pertenecen a una tradición estética en la novela que viene desde el modernismo hispanoamericano con su actitud cosmopolita, y para el caso de la novela histórica con figuras 107 como la de Enrique Larreta que, como se ha visto, influenció a Mujica Láinez. En algunos casos paso por alto plantearlo directamente, aunque preveo que esto sea progresivamente a la escritura del trabajo en lugar de una posición antagónica.

Manuel Mujica Láinez es un referente de la novela hispanoamericana, se destaca como un prosista espléndido que siente un profundo respeto por el idioma como legado occidental y como un narrador dentro de una constelación espléndida de la literatura argentina e hispanoamericana.

Hoy es un caso excepcional: tuvo gran fama durante los ochenta y trascendencia en la historia literaria, pero son pocos los trabajos que se ocupan de analizar su poética en el siglo XXI. Al revisar su recepción crítica, los estudios de su narrativa se han concentrado en presentar un análisis diacrónico de su producción literaria, discriminando por temas o ciclos narrativos, como en su tiempo lo hicieron, entre otros, los citados académicos Eduardo Font y Sorkunde Frances

Vidal. Mujica Láinez mitificó a Buenos Aires y luego, cuando vio agotado y cumplido este cometido, se precipitó a deconstruir la cultura argentina, buceó en la historia de Europa y en la

Historia del Arte occidental desde la Edad Media hasta el Barroco, pero incluso después de su

“tríptico europeo” volvió a flirtear con la historia argentina y con Buenos Aires en las novelas

Sergio (1976) y El gran teatro (1979).

El gran mérito de Manuel Mujica Láinez fue haber logrado fundir en su literatura una concepción estética clasicista con la Historia, y escribir felizmente como el consagrado escritor que fue. Para ello, encontró en la ejecución y corrección de la prosa literaria un mecanismo de pensamiento de la historia literaria y la historia del arte, pero ante todo, una fuente inagotable de belleza. Deja pues, por revisarse, un vasto compendio de temas y problemas en la narrativa hispánica. Por eso, según lo prometido al inicio de este trabajo, la afinidad entre El laberinto y

Tríptico de la infamia es la primera instancia de una serie de indicios que pueden aprovisionar al 108 lector de una gama de temas de investigación acerca de la presencia de Manuel Mujica Láinez en la literatura colombiana contemporánea. En primer lugar, plantear la influencia del argentino en las novelas de Fernando Vallejo que componen El río del tiempo, un ciclo narrativo comparable con la saga porteña de Manuel Mujica Láinez. Pues bien, la tetralogía de Vallejo parece responder a los versos de William Wordsworth que aparecen como epígrafe de Los ídolos, la primera novela de la saga porteña: “And I can listen to thee yet;/ Can lie upon the plain/ and listen, till I do beget/ that golden time again”17.

De igual manera, Casablanca la bella de Vallejo tiene grandes afinidades intertextuales con La casa, la segunda novela de la saga bonaerense de Mujica. Germán Espinosa ha dicho que debe mucho de su aprendizaje acerca de la novela total a Bomarzo para el proceso creativo de La tejedora de coronas, parentesco que también ha sido subrayado por los estudiosos de esta última obra, dentro de la tradición de la novela histórica en América Latina. De hecho, Espinosa dedica un ensayo al héroe de Bomarzo en La liebre en la luna. La escritura para Mujica Láinez fue su

único espacio posible de existencia, aunque llegara a decir, irónicamente acaso, que escribía para huir del tiempo. Por eso José Chalarca —y no es el único— lo ve, desde nuestro país, como un emblema de la pasión por la escritura y de la vocación del narrador que escribe para tener una parcela en el mundo; aun cuando sea la extemporánea belle époque argentina.

17 Y puedo oírte todavía;/ puedo tumbarme sobre la llanura/ y oírte, hasta engendrar/ ese tiempo dorado otra vez. 109

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Primer desembarco de Colón. Theódore de Bry

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La virgen con el Niño y ángeles. Jean Fouquet

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El matrimonio Arnolfini. Jan Van Eyck

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Autorretrato en espejo convexo. Il Parmigianino

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