Las Vigilias De Allende, Pinochet, Merino Y Ligh
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Las vigilias de Allende, Pinochet, Merino y Leigh La sangre de los generales Por Ascanio Cavallo y Margarita Serrano* Martes 11 de septiembre, 00 horas Los Dominicos La gasolina. Maldita gasolina: tan explosiva, tan esquiva. Por estos días parece más escasa que nunca, aunque se podría decir que la atmósfera del país está cargada de gases inflamables. Para completar la figura, los distribuidores de combustible han paralizado, en protesta contra la política de racionamiento del gobierno, que fija una venta máxima de 10 litros por auto. Un tercio del personal de la Escuela de Suboficiales está dedicado a vigilar las gasolineras. Así se lo ha detallado el coronel Julio Canessa, director de la escuela, al general Augusto Pinochet en su primera visita como comandante en jefe del Ejército a la unidad ubicada en Blanco Encalada, en la mañana del 24 de agosto de 1973. Canessa (1), un hombre bajo y recio, está exasperado con el desorden del país; el desabastecimiento que puebla de hileras los comercios de Santiago, tiene en su caso una cara aún más ingrata, porque sus subalternos deben pasar en las calles en tareas de vigilancia. Por eso trata de escrutar si el nuevo comandante en jefe está dispuesto a hacer algo; el único comentario que recibe es enigmático: Paciencia. No están los tiempos para confiar en nadie. Ahora se acerca la medianoche del lunes 10 de septiembre y mientras camina hacia la puerta de salida de la casa de su hija Lucía, en Los Dominicos, el general Pinochet vuelve a recordar que la gasolina es un maldito problema. Entonces le dice a su yerno, Hernán García, que es mejor que saquen un poco de gasolina del auto oficial para que, si es indispensable, puedan movilizarse al día siguiente. Esta noche, poco después de las 22, el general Pinochet ha pasado a ver a su hija, como hace a menudo, y después de acariciarla y besar a los niños -Hernán Augusto, de tres años, y Francisco Javier, de uno- se ha quedado conversando en el living con su yerno (2). Hernán García, técnico en productos lácteos y funcionario de la Empresa de Comercio Agrícola (ECA), debe viajar con frecuencia a Europa a supervisar las importaciones de leche y queso, y tiene una visión catastrófica de la producción agrícola en Chile. Lucía ha regresado a la universidad, a estudiar Educación de Párvulos en el centro del izquierdismo radicalizado, el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, y aporta una percepción pavorosa de la violencia entre los jóvenes. Esta tarde, después de almuerzo, su esposa Lucía Hiriart ha partido con los dos hijos más pequeños, Marco Antonio, de 16, y Jacqueline, de 15, a la Escuela de Alta Montaña, en Río Blanco, Los Andes. Los niños creen que van a pasar unos días de vacaciones, y en especial para esquiar en Portillo, como ha estado pidiendo Marco Antonio, el más entusiasmado con la excursión. El general se ha despedido de ellos con el cariño de siempre. No, no el de siempre: por alguna razón, el adolescente lo ha sentido más emotivo y más cálido que otras veces, y lo ha visto hablar en voz baja con su madre, y dar instrucciones especiales al chofer Lobos. Llegarán a la unidad militar ya entrada la noche, se acomodarán en las habitaciones del Casino de Oficiales y los niños verán que su madre se queda conversando hasta tarde con las esposas de los jefes de la escuela. Es una madrugada extraña. La escuela es dirigida por el coronel Renato Cantuarias, un hombre fuerte y efusivo, un clásico "montañés" que ha trabado excelentes relaciones con la familia Pinochet y que ahora despliega sus mejores dotes de anfitrión. Cuando decide dejar la casa de los García-Pinochet, el general vuelve a besar a su hija y a encargarle el cuidado de los niños. Luego sale con García, para advertirle que mañana no salgan de casa. Afuera inician ese desagradable trámite de inhalar por una manguera para que la gasolina pase de un estanque a otro, un proceso en el que siempre alguien traga algo. Un asco. Maldita gasolina. 00.30 horas, calle Laura de Noves El general Pinochet regresa a su casa de calle Laura de Noves, preparado para pasar una noche solitaria. Paseará al perro, apagará todas las luces, pondrá el revólver de servicio en el velador y se quedará con los ojos abiertos en la penumbra. Empieza el día más importante de su vida, el que años después llamará "decisivo". Un hecho es seguro: el general está intranquilo. Se siente vigilado (3). Se siente a punto de ser descubierto. Pero estos temores no son nuevos. Lo acompañan con singular intensidad desde los últimos días de agosto, cuando una telefonista lo llamó a las tres para citarlo a la casa del Presidente Salvador Allende, en calle Tomás Moro. Alarmado, el general despertó a su esposa y a sus dos hijos menores y los llevó a la casa de su hija Lucía. En el living de Allende lo esperaban los ministros de Defensa, Orlando Letelier, y secretario general de Gobierno, Fernando Flores; el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, y el director de Investigaciones, el médico socialista Eduardo "Coco" Paredes. También llegó, igualmente citado, el general Orlando Urbina, el único compañero de curso de Pinochet en el alto mando e Inspector General del Ejército, tercero en el mando. El Presidente entró a la sala, saludó a los generales y les preguntó por sus actividades. Los asistentes civiles la recordarían como una conversación liviana y social, pero en la memoria del general Pinochet quedaría como un interrogatorio oblicuo y peligroso, en el que se le tendía una celada para descubrir sus actividades en la Academia de Guerra. En rigor, no era necesario que nadie las descubriera: tanto el Presidente como el ministro de Defensa estaban informados de la actualización del Plan de Seguridad Interior ordenada por Pinochet el 16 de julio, en su calidad de jefe del Estado Mayor del Ejército. Después el Presidente habló de la confrontación en que se encontraban el gobierno y la oposición, y de la presión que ésta ejercía sobre las Fuerzas Armadas para sacarlas de su papel constitucional. De los dos generales, quien respondió fue Urbina: el gobierno, dijo, debía buscar pronto una salida a la crisis, por la vía del referendo o del acuerdo con la oposición, porque de otro modo crecería la violencia. Pinochet intervino muy poco. Entre los asistentes quedó claro quién de los dos sería el comandante en jefe que sucedería a Prats. Aunque alguien hubiese tenido dudas sobre la designación de Pinochet, aquella noche el silencio inclinaba la balanza. Ese era el motivo encubierto de la cita. En la tarde Pinochet sería ungido con el mando superior del Ejército. Al salir, Pinochet se fue en su auto con Urbina y le preguntó si él sería el general Rojo en caso de que se produjera la temida confrontación (4). Se refería al jefe del Ejército español que en 1936 permaneció junto a la República, en oposición al alzamiento de Franco . "No", dijo Urbina, "¿y tú?". "No", dijo Pinochet, y regresó a su casa. ¿Confiaba cada uno en la palabra del otro? 1.00 horas, Temuco Esta noche de vigilia, el general Urbina duerme en Temuco, en el Regimiento de Infantería Nº 8 Tucapel. Al ascender Pinochet, ha asumido como jefe del Estado Mayor, y en la mañana del lunes 10 ha partido al sur en comisión de servicio. Pinochet ha visto con alivio este viaje, porque los mandos que operarán durante el 11 han expresado su desconfianza hacia el segundo hombre del Ejército. Haciendo caso a esas objeciones, Pinochet ha dicho, ante el pequeño grupo de generales que el mismo 10 se juramentó para iniciar la sublevación, que en caso de que le ocurriese algo, tomaría el mando del Ejército el general Oscar Bonilla. La decisión no es inocua. Bonilla ocupa la sexta antigüedad del cuerpo de generales; implícitamente, aunque los demás no lo sepan, en esta reunión la línea jerárquica ha sido quebrada. Si a Pinochet le hubiese ocurrido algo esa noche, cuatro generales habrían sido desplazados; ha sido la autorización de un golpe interno. Con Bonilla, Pinochet ha elegido al de mayor rango entre los generales más vehementes en contra del gobierno, los únicos que podrían forzar un quiebre del Ejército. Una concesión a los duros que podría descabezar a los cuatro que están en medio. De ellos, la quinta antigüedad es de Ernesto Baeza, comandante de Infraestructura, sin mando de tropas; el cuarto, Manuel Torres de la Cruz, manda la poderosa Quinta División, en Punta Arenas; el tercero, Rolando González, está dejando el Ministerio de Economía en el último gabinete de Allende. El más importante es el segundo: Urbina. Pero nadie tiene razones de gran peso para desconfiar de Urbina. El general, delgado, austero y severamente profesional, es constitucionalista y detesta la deliberación política. No le gusta Allende, pero sus opiniones no trasponen los muros del hogar. Comparte ese estilo con Pinochet, y por eso ambos han estado, en distintos momentos, bajo la suspicacia de los oficiales más impetuosos. Sin embargo, no son tan amigos. Mejor dicho: los liga la camaradería de quienes han compartido 36 años en el Ejército. Los oficiales inferiores creen que son íntimos, porque los han oído tratarse mutuamente de 'hermano'. Lo que no saben es que el apelativo contiene una carga de recíproca socarronería: Urbina le dice 'hermano' para recordarle a Pinochet su remoto paso por la Masonería, y Pinochet hace lo mismo porque siempre ha pensado que Urbina exagera su observancia católica (5). Urbina está bajo sospecha desde que, en 1970, como comandante de la Segunda División y juez militar de Santiago, emitió severas condenas contra el grupo que asesinó al comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, para impedir la asunción de Allende.