Lo Que Dice Mi Cantar
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Lo que dice mi cantar Lo que dice mi cantar Lino Betancourt Molina Colección A guitarra limpia Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau La Habana, 2015 Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Ediciones La Memoria Director: Víctor Casaus Coordinadora: María Santucho Editor Jefe: Axel Li Edición: Isamary Aldama Pando Corrección: Axel Li Diseño de perfil de colección: Héctor Villaverde Diseño de cubierta y emplane: Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas de Armada Fotografías: archivo personal de Lino Betancourt; foto de Tite Curet tomada de la cubierta de Norma Salazar: Tite Curet Alonso: lírica y canción, EMS Editores, Puerto Rico, 2007 y foto de Francisco Repilado y Fidel, cortesía de Oficina de Compay Segundo Imagen de cubierta: fotografía realizada al guitarrista Salverio Montero Castillo. Archivo personal de Lino Betancourt © Lino Betancourt Molina, 2015 © Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2015 ISBN: 978-959-7218-42-5 Ediciones La Memoria Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau Calle de la Muralla no. 63, La Habana Vieja, La Habana, Cuba. CP 10100 E-mail: [email protected] www.centropablo.cult.cu A Fabián, como siempre. A Alfredo González Suazo (Sirique) y a Luis Grau, por ser apasionados de la música cubana y de la trova. A todos los que están en este libro y a los que no están. Agradecimientos A Rafael de la Osa, director de Cubarte. A Ernesto Escobar y a Isel Pérez, de Cubarte, que me ayudaron a llevar a cabo esta empresa. Agradecimiento especial a mi nieto, el licenciado Fabián Betancourt Iglesias, por haber sido mi más cercano colaborador, y a veces hasta corrector, en el envío de estas crónicas a Cubarte. Introducción a manera de prólogo El primer libro con temática artística publicado en Cuba es del año 1893: Las artes en Santiago de Cuba, de Laureano Fuentes Matons. A ese tomo acudíamos ansiosamente los que deseábamos saber algo de la música (y también de las otras manifestaciones artísticas). Muchos años después, se anunció la edición de La música en Cuba, de Alejo Carpentier, que, aunque roza como deprisa la música popular, nos arroja un poco de luz sobre el tema. Luego Don Fernando Ortiz, considerado un sabio, nos mostró las hasta entonces desconocidas facetas del aporte africano. Años más tarde se asomaron a las librerías algunos títulos. No podemos mencionarlos todos porque estas líneas no son para hacer un catálogo de todo lo publicado acerca de música, que algu- nos consideran bastante, pero en realidad es poco si tenemos en cuenta la cantidad y la calidad de los géneros desarrollados en Cuba. Luego de 1959 se abrieron, en todas las provincias, editoriales a las que acuden año tras año muchos autores, manuscritos en mano, en busca de que sea publicada su obra. Justo empeño, pero, en ocasiones, imposible de complacer, por razones ya conocidas. Y en algunos casos se publican libros interesantísimos, pero su impresión no alcanza siquiera el millar de ejemplares. Lo que resulta insuficiente, pues se sabe que los cubanos ansiamos conocer todo lo que se refiere a música. Cuando yo dictaba conferencias, más bien charlas, al final siempre alguien me decía: “Usted debería publicar esto que dijo”, y otras veces preguntaban: “¿Y dónde yo puedo leer esto?”. Aquellas intervenciones, sanas y llenas de interés, desper- taron mi interés por la escritura. No bastaba con las efímeras 11 crónicas de la revista semanal de Radio Reloj, o los artículos o entrevistas que de vez en cuando se podían leer en Bohemia, Mujeres y Romances. Comenzó a inquietarme el deseo de llevar a un libro todo aquello. Pero no me consideraba apto (y no es falsa modestia) para llevar a cabo la ardua, difícil y escabrosa tarea de hacer un libro. De qué hablar, o decir, me preguntaba. Entonces recordé con cierta nostalgia cuando en mis años mozos trabajaba como locu- tor en una emisora de Santiago de Cuba y a las 12 de la noche, después de concluir mi labor, iba para la plaza del mercado a comer algo, y allí me encontraba frecuentemente con algunos trovadores bohemios que afinaban sus guitarras y sus voces. Guiado por el grato sonido, subía la empinada cuesta del barrio de El Tivolí, y allí, bajo la luz de un bombillo de la calle o junto a una ventana, me encontraba con mis conocidos trovadores. Me acercaba un poco para escuchar mejor los arpegios de las guitarras que acompañaban a las voces en alguna canción, imponiéndose al silencio de la madrugada, y siempre alguno de ellos me mostraba una botella de ron: “¡Acérquese, compay, y dese un buche!”. Ya aquellos hombres de nobleza y humildad extraordinarias me consideraban uno más. Así conocí a verdaderos patriarcas cuyos nombres luego se dieron a conocer, aunque no tanto como se merecen. Pucho el Pollero, Miguel Ángel Jústiz, Manolo Cas- tillo, Ángel Almenares, Mon Márquez, Mario Rudy, llamado con justeza El Maestro –y era, además, el locutor oficial de los actos del Partido Socialista Popular (Comunista)–, y otros más que mi flaca memoria no atesora. Pasaron los años. En La Habana le perdí la pista a la trova. Un día Lisandro Otero, director de la revista Cuba, donde yo era colaborador, me encargó una nota sobre el Premio del Jurado de la Casa de las Américas, que se reuniría en la Peña de Sirique. ¿Qué era aquello? Indagué y un domingo por la tarde fui con mi fotógrafo preferido y amigo, Nicolás Delgado, a cumplir la encomienda. Cuando llegué, me quedé como petrificado por la emoción. Allí estaban mis admirados trovadores. Los de La Habana. Los de Santiago no, pero como la trova es igual, me sentí muy a gusto. Conversé con ellos como si nos conociéramos de toda la vida. Con Bienvenido Julián Gutiérrez, Manuel 12 Poveda, Mario y Oscar Hernández, Tirso Díaz, Luisito Plá y, sentado en su trono, Sindo Garay, el Faraón de Cuba, como lo bautizó Federico García Lorca. Ya estaba otra vez en mi am- biente trovadoresco. Me siguieron animando para que escribiera un libro y, al fin, en el año 2000, la Editorial José Martí publicó el primero: Compay Segundo. Un tema apasionante que tuvo una grata acogida. Seguí publicando temas de la trova, y un mediodía, en la esquina de Línea y 4, en El Vedado, me encontré con Ernesto Escobar. Nos conocíamos desde el año 1960 cuando ambos estábamos en Minas de Frío, en la Sierra Maestra. Escobar ya era jefe de Redacción del portal digital Cubarte, y me invitó a colaborar. Le dije que mi tema era la música. Accedió y comencé a enviar crónicas sobre ese asunto. Hace poco menos de año y medio, el director general de Cubarte, Rafael de la Osa, me sugirió la posibilidad de llevar a un libro algunos de aquellos trabajos míos. Me dirigí a Víctor Casaus, director del Centro Pablo..., con la propuesta y, como todo parece indicar, le gustó la idea y lo que había escrito, pues enseguida comenzamos a darle forma al libro. El sexto que publico hasta ahora. ¿Cómo titularlo? No crean ustedes que es fácil ponerle título a un libro. Es algo así como ponerle nombre a un hijo. Por eso antes se acudía al santoral. Pero para un libro esto no es válido. Entonces recordé una canción de Pedro Ibáñez que siempre se entonaba, como un himno, al comienzo de un acto donde se cantaría nada más que trova. Leí la canción y allí estaba el título. Los versos finales son una invitación para que no muera la trova: Escuchen con atención lo que dice mi cantar, que surjan más trovadores, que la trova es inmortal. En este libro no solo aparecen temas relacionados con la trova. Van a leer otros, pero siempre relacionados con la música. Ahí están, por ejemplo, una crónica sobre Brindis de Salas, llamado 13 con cierto atisbo de racismo el Paganini Negro; un acercamiento a Armando Oréfiche... Y muchos otros textos, todos con la mú- sica como tema, y que de alguna manera tienen que ver con la trova, la pasión de mi vida. Por eso exhorto a los lectores a que presten atención a Lo que dice mi cantar. El autor 14 Autores e intérpretes La terrible muerte del Paganini Cubano A finales de mayo de 1911 llegó a Buenos Aires, a bordo del vapor Patricio Satrústregui, Claudio José Domingo Brindis de Salas. Tenía entonces 59 años, pero parecía que tenía muchos más. Tenía su ropa raída y cenicienta la piel negra por la tuber- culosis. Vagaba como un sonámbulo por la calle Corriente. ¿Qué buscaba luego de 22 años de ausencia? Sus amigos de antaño habían muerto o, ya vencidos por el tiempo, estaban fuera del ámbito social. Durante los días 25 y 26 de mayo, Brindis se hospedó en una humilde posada de la calle Sarmiento. Un día, atenazado por el hambre, busca en su baúl una prenda para empeñar y encuentra envuelto en harapos su violín, el mismo que lo acompañara en sus días de gloria por Europa. No lo piensa más. Lo lleva a un usurero que le ofrece 10 pesos por un Stradivarius que valía, por lo menos, 100 000. A nadie le dijo su nombre. ¿Para qué? Sucio, descuidada su ca- bellera, daba traspiés al caminar por las calles algo frías de una lluviosa primavera. Nadie podía imaginar que aquel anciano negro fuera el Rey de las Octavas, caballero y barón, poseedor de órdenes nobiliarias italianas, portuguesas y austriacas, Gran Cruz del Águila Negra, Violinista de Cámara de Su Majestad el emperador de Alemania, el que fuera llamado por la prensa y el gran público europeo el Paganini Negro.