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Correspondiente de la Real Academia Española

ACADEMIA NORTEAMERICANA DE LA LENGUA ESPAÑOLA

Junta Directiva

D. Gerardo Piña-Rosales Director D. Jorge I. Covarrubias Secretario D. Daniel R. Fernández Coordinador de Información (i) D. Joaquín Segura Censor D. Emilio Bernal Labrada Tesorero D. Carlos E. Paldao Bibliotecario (i)

Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) P. O. Box 349 New York, NY, 10106 U. S. A.

Correo electrónico: [email protected] Sitio Institucional: www.anle.us

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4 Gerardo Piña-Rosales (d.)

LOS ACADÉMICOS CUENTAN

Colección Pulso Herido Academia Norteamericana de la Lengua Española

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Presentación, Gerardo Piña-Rosales / 3

LUIS ALBERTO AMBROGGIO La fluida concepción del tiempo / 5

OLVIDO ANDÚJAR ¡Os quiero matar a todos! / 9

FRANCISCO ARELLANO OVIEDO Una pesadilla menor que la realidad / 15

MARTA ELENA COSTA El empleado / 23

RAFAEL COURTOISIE La obra de Louis Groussac / 35

JORGE I. COVARRUBIAS La partida / 43

JORGE DÁVILA VÁZQUEZ De una rosa / 47

JUAN CARLOS DIDO Para leer con lupa / 53

DELIA DOMÍNGUEZ Leche Negra / 63

OSWALDO ENCALADA VÁSQUEZ El café / 69

7 DAVID ESCOBAR GALINDO Historias sin cuento / 73

VÍCTOR FUENTES Gracias a la vida / 79

MANUEL GARRIDO PALACIOS El árbol del futuro / 81

ISAAC GOLDEMBERG A Dios al Perú /85

EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA Siete noches en California / 93

ULISES GONZALES Detalle de mi infancia / 107

PEDRO GUERRERO RUIZ Ibn Al-Yasar / 113

JORGE KATTÁN ZABLAH Condimento exótico / 117

MARÍA ROSA LOJO Plegarias atendidas / 121

FERNANDO MARTÍN PESCADOR La vida en tres palabras / 127

MARICEL MAYOR MARSÁN Las dos mitades de una historia / 131

JOSÉ MARÍA MERINO Liquidando al Meta / 139

3 ROBERTO MODERN La sabiduría de los humildes, De la cadena, Una fábula / 145

JUAN DAVID MORGAN Isla azul / 149

FRANCISCO MUÑOZ GUERRERO Acerca de Basilius el Escita / 165

JOSÉ LUIS NAJENSON Vacaciones académicas de invierno / 175

JULIO ORTEGA Los suaves ofendidos / 185

GERARDO PIÑA-ROSALES Don Quijote en Manhattan / 191

ALISTER RAMÍREZ MÁRQUEZ La vendedora de huevos de pingüinos / 217

RAMÓN EMILIO REYES La cena / 223

RAÚL RIVADENEIRA PRADA El saxofonista y su perro cantor / 229

VIOLETA ROJO Miniaturas de ciudad y río / 245

BRUNO ROSARIO CANDELIER Sueño rotundo / 247

ROSE MARY SALUM Ocho / 251

4 CÉSAR SÁNCHEZ BERAS La llovizna. La dadivosa. La anticigüeña / 261

RAFAEL E. SAUMELL Blanquita, qué trágica eres / 265

FERNANDO SORRENTINO La insoportable complejidad del ser / 273

GRACIELA TOMASSINI El diario de Felicitas y otros minicuentos / 285

JUAN VALDANO Saduj: el otro hombre / 289

Colaboraron /307

5 2 Presentación

Hace unos meses recibí un mensaje electrónico de Eduardo González Viaña, escritor peruano afincado en Oregon. De Eduardo había leído algunos de sus cuentos que me parecían, y me parecen, admirables, pero no lo conocía a él personalmente. Pues bien, Eduardo me decía en su mensaje que un amigo común, Isaac Goldemberg, le había enviado uno de mis cuentos, Fatal encuentro, por si decidía incluirlo en la antología de relatos de escritores hispanounidenses que a la sazón preparaba. Le contesté a Eduardo diciéndole que no sólo me parecía bien sino que me sentía muy halagado. A las pocas semanas recibí varios ejemplares de Cruce de fronteras, antología que ha sido muy bien acogida por el público y la crítica. Al poco tiempo, Eduardo me llamó por teléfono para comunicarme que pensaba venir a Nueva York. Y así fue. En un restaurante de la Octava avenida, y saboreando un delicioso ceviche, charlamos hasta por los codos de nuestros trabajos en curso y proyectos. Al aludir yo a las últimas publicaciones de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), Eduardo me propuso, así a bocajarro, y pletórico de entusiasmo, que publicásemos al alimón entre la ANLE y Axiara editorial que dirige, una antología de cuentos escritos por miembros de las veintidós Academias de la lengua. El fruto de aquel memorable encuentro, querido lector, lo tienes en tus manos. A diferencia de los consabidos prólogos y presentaciones (las más de las veces superfluos) de centones y antologías en los que en un par de líneas el antólogo trata de sintetizar el tema de cada texto y el pergeño de sus autores, me abstendré, impaciente lector, de glosar, ni someramente, estos relatos que vas a leer. Básteme anticiparte, que, como en botica, en ellos hallarás de todo; y no me

3 refiero a su mayor o menor calidad literaria (lo que sería de una soberbia y desatino imperdonables), sino a su variedad temática y formal (después de todo, vivimos tiempos posmodernos). Sea como fuere, te aseguro que todos los textos aquí agavillados responden al género cuento. En otras palabras: que no trato de darte gato por liebre: los capítulos de novela, por muy autónomos que sean, siguen siendo eso, capítulos de novela, y, salvo excepciones, no responden a la tipología idiosincrásica del cuento: su intensidad, su inmediatez, su aire mistérico, etc. Que los autores de estos relatos sean académicos de la lengua no debería extrañarle a nadie. O a casi nadie, porque siempre habrá algún que otro crítico a la violeta, ignorante y malicioso, a quien esta antología ha de antojársele oximorónica, como si el estudio de la lengua y la creación literaria fueran quehaceres incompatibles.

Gerardo Piña-Rosales

4 Luis Alberto Ambroggio

La fluida concepción del tiempo

El profesor Jack Fosseau-Martínez en sus clases magistrales manejaba todas las teorías del tiempo, desde el circular, el lineal, hasta el del eterno retorno. Su discípulo, Tomás Pérez Real, rebelde con causa, vivía contrastando los enfoques académicos con sus experiencias cotidianas. Tenía una obsesión existencial que compartía con sus amigos. Aunque sabía desde siempre que al tiempo se le solía definir como inexorable, la vida aparentaba proporcionarle a diario otros argumentos, confirmando o refutando la Cátedra. Esto es lo que discutía, entre trago y trago, con su amigo Felipe Contreras, en la Cantina Le Temps, sin lujo de detalles ni ajustes. Le insistía Tomás a Felipe, en aquel encuentro, que desde el recuerdo pareciera que los años pasan más rápido que lo acotado, como el traer a colación un evento del pasado en nuestra existencia: Sí, me acuerdo de cuando nos vimos con Fujiless la última vez en Lima hace unos cinco años, algo que en realidad había sucedido una década atrás (la velocidad es una de las dimensiones del tiempo, acotaba Tomás, repitiendo las enseñanzas del Profesor octogenario). Y continuaba, si no fuesen espontáneas, se deberían calificar de estrictamente mentirosas las promesas, al esperar uno que lo atiendan por un documento u otro trámite urgente y le dicen: espere un segundo o el ahorita que con ese segundo tiene la característica de prolongarse infinitamente; o cuando uno va a un restaurante con un hambre desaforada, y le ofrecen la aserción de que su comida estará lista en cinco minutos (y la saboreamos en su ausencia por 5 unos quince más). Serán revelaciones de la relatividad del tiempo, de su durabilidad, como los miles o millones de años que se le atribuye al mundo con todas sus edades (imaginando discusiones posibles con Schelling en la víspera de la edición nunca consumada de su libro sobre el tema) o modos de eludir la mecánica de los hechos y su duración, especulaba Tomás en sus charlas. En los aeropuertos, la indicación de los vuelos en horario puede cumplirse o frecuentemente convertirse en un retraso que se va alargando cada tanto, hasta llegar a una o dos horas con la posibilidad fatal de su cancelación. En otras palabras, su desaparición en el tiempo con la complicidad de factores inusitados, a develar, o a sepultarse en conjeturas. Frente a estos eventos, más frecuentes de lo que uno desearía, se podría concluir que se enfrenta una prueba contundente de la invisibilidad de las horas, le comentaba convencido Felipe a su amigo temporal. A veces ocurre que el tiempo se olvida de uno o uno se olvida del tiempo, arremetía Tomás, recordando la pregunta ¿Qué hora es? que le había formulado una vez a Juana de los Palotes en el pasillo, camino a realizar un trámite en la oficina del correo, derivando en un dialogo que abarcó también al espacio, experiencias, intimidades y hasta una cita en el futuro. Además el mundo está lleno de tiempos, afirmaba Felipe basándose en su experiencia empresarial. Se pueden recibir llamadas de Shanghai, China, a las doce de la noche o más tarde del horario de Nueva York, en el que el muy cortés locutor asiático te salude con un Buenos días y viceversa, con los desagradables inconvenientes de contestar medio dormido. Y los confusos cambios de hora con la nieve, con el sol, con los días que mágicamente se alargan o se achican. Ahora incluso se juega con el tiempo político, en el que algunas naciones configuran sus relojes para adelantarse (aunque sea por media hora) al tiempo de, por ejemplo, los Estados Unidos, para ganarle siquiera en algo, y otras aplicaciones.

Volviendo a sus raíces histórico-filosóficas, Tomás mencionaba que se había descubierto una serie de documentos perdidos que consideran al tiempo como una ilusión, con tan 6

solo un escueto antes y después como marco de referencia, pero que se complica por cuanto no solamente engloba la coacción de los momentos, sino una serie de sentimientos simultáneos que podríamos muy bien calificar de atemporales (presente/pasado/futuro,ahora/después, allá/aquí, principio/fin, algunos incluso con profundas cargas religiosas. Alguien, sin fuentes precisas, en este contexto le aclaraba Tomás a Felipe, según las clases que recapitulaba del profesor Fousseau- Martínez hablaba del concepto orgánico del tiempo, es decir del propio tiempo interno que cada cuerpo, cada ser posee, contradiciendo la temporalidad como un postulado objetivo, a la vista, irrefutable, universal, científico. Tomás acabó confesándole entonces a Felipe que se ilusionaba con el enfoque mítico del tiempo, vaciándolo de números esclavizantes (10:35 o 06/25; Año 2012) y, en comunión con otros elementos del universo, contemplar poco a poco el regreso al caos. Mientras lo escuchaba, evocaba en su mente Felipe Contreras (que había estudiado Filosofía con Tomás Real Pérez bajo la tutela del Profesor Jack Fosseau-Martínez, antes de obtener su maestría en Administración de Empresas, fuente de entradas en el presente con un futuro prometedor) el proverbio célebre de Agustín de Hipona: ¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quisiera explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Y esbozaba una sonrisa mientras pensaba que esta frase se la habían apropiado durante siglos poetas, filósofos y malabaristas de todo tipo para explicar fácil y enigmáticamente lo que son, lo que hacen, eludiendo definiciones, fechas y otros compromisos. En ese preciso instante de asentimiento, silencio, meditación y último sorbo, el mozo interrumpió a Tomás y Felipe, recordándoles que eran las once de la noche, hora de cerrar el boliche, que les agradecía su visita de hoy y que los esperaba nuevamente en el futuro.

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Esto sucedió unos días antes exactamente el de junio del año 2012 de que el pobre Tomás sucumbiese a un ataque de demencia prematura y fuera internado en el Manicomio Gólgota, donde permanece hasta la fecha. En aquel lugar, el tiempo no existe para Tomás, pero, sin embargo, configura un período que paradójicamente se ha tornado en una eternidad irreversible para sus familiares y conocidos.

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Olvido Andújar

¡Os quiero matar a todos!

¡Os quiero matar a todos!, bramaba doña Guadalupe asomada a su balcón. Ya había perdido la cabeza. Los niños pasaban adrede por su calle y ella les arrojaba cucharas y gritaba ¡Os quiero matar a todos!. Los niños se reían y la llamaban vieja loca entre carcajadas e inconsciencia infantil. Doña Guadalupe era la viuda del doctor Ramiro Montero, el médico del pueblo, que había muerto hacía más de veinte años. Pero no fue por eso que enloqueció. Durante muchos años fue la viuda respetable y envidiada de la vecindad. Inauguraba las exposiciones de los pintores locales y entregaba las medallas a los jóvenes atletas de los maratones, vestía trajes de modelo exclusivo que compraba en las mejores boutiques de Madrid, usaba uno de esos perfumes tan exquisitos como inalcanzables y sabía caminar como las actrices de las películas en blanco y negro que pasaban en el Ideal Cinema. Doña Guadalupe, siendo la viuda célebre del pueblo, consiguió robarle el corazón a muchos hombres. Después de morir su marido, un escuadrón de pretendientes rondó su vivienda durante algunos años. Sin embargo, doña Guadalupe nunca se volvió a casar. La locura le vino como por sorpresa. Un buen día, sin ningún motivo aparente, se asomó al balcón de su palacete mudéjar y empezó a arrojar cucharillas a los transeúntes. ¡Os quiero matar a todos!, dijo llorando y rabiosa. Desde entonces es lo único que dice: ¡Os quiero matar a todos!

Yo llevaba muchos años fuera del pueblo. Me había subido en el tren metafórico que viaja hacia el norte en busca de la tierra 9

de las oportunidades. Con el tiempo, el territorio virgen que servía de cepo a los que soñábamos con un mañana mejor se convirtió en una fortaleza muerta de la que yo sólo era una esclava sin vida. Volví a mi cuna con mi fracaso disfrazado de éxito. Un amigo en el ayuntamiento me había conseguido unas conferencias en el instituto donde me había curado de la adolescencia. Era poco dinero, así que tenía que fingir que lo hacía más por ocio que por necesidad. Mentira, como mi vida falaz. Necesitaba ese dinero para pagar la hipoteca, la factura de la luz, el teléfono domiciliado o el vermú con los compañeros de trabajo de la revista en la que publicaba reseñas de novedades literarias. Ya no me acordaba de Martín. Estaba ahí, escondido en alguna laguna de mi memoria. Agazapado, esperando el momento propicio para saltar entre fuegos artificiales, con toda la intensidad acumulada de las pasiones reprimidas. Y, en el salón de actos del Instituto, aquella mañana, Martín salió de su escondrijo entre truenos y serpentinas que me ofuscaron el raciocinio. Martín, al que dejé buscando en las notas de un piano una alternativa a nuestro amor, se había convertido, primero, en profesor de música, y después, en el director del centro en el que yo tenía que hablar del realismo mágico de García Márquez. Las memorias de las putas tristes, las papayas, los Buendía, Macondo, el odio escrito sobre el hielo, el Caribe, Fermina Daza y Florentino Ariza, el secuestro y la muerte anunciada, el Coronel que no tenía a nadie que le escribiera…, todo quedó tartamudeando ante la mirada sostenida de Martín. Después de aquella conferencia, me acompañó a mi hotel. Ninguno de los dos preguntó si teníamos a alguien confiando en nuestra fidelidad. Nos acercamos el uno al otro y empezamos, con un beso, lo que habíamos dejado inacabado hacía demasiados años. Al día siguiente tenía que hablar de Augusto Monterroso. Fotocopié algunos textos para regalar a los alumnos. El famoso cuento del dinosaurio, la fábula de las ovejas comunes que pasaban por las armas a las negras para poder ejercitarse en el arte de la escultura y un magnífico relato sobre un fraile que

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pretendía salvar su vida suscribiendo un eclipse de Aristóteles. Siempre pensé que los mejores regalos que pueden hacerse son palabras enredadas con exquisitez. Por eso quise dedicarme a hablar de literatura, porque quería hacer cada día un regalo perfecto. Cuando me licencié en Periodismo primero y en Filología Hispánica después, no podía sospechar que acabaría narcotraficando con los intereses económicos de las editoriales. Después de todo, lo que vendían eran productos, no arte. Y, después de todo, mi revista también pertenecía a un grupo que creía en las ganancias y en la publicidad más que en la ética profesional o en la honradez periodística. Pero no le hablé de nada de esto a aquellos adolescentes, desertores escolares en su mayoría, que me sufrieron aquellas clases magistrales a cambio de salir un poco antes del centro. Tras aquella charla sobre un escritor a quien no conocían ni tres personas en todo el auditorio, el amor de la juventud recuperado entre los olores y sabores de García Márquez volvió a acompañarme a mi hotel. Pasamos por delante de la casa de doña Guadalupe y cuando ella clamó ¡Os quiero matar a todos! y arrojaba su cubertería por el balcón, los dos nos sonreímos y nos cogimos la mano un momento, ajenos a que alguien pudiera vernos. En el ascensor del hotel volvimos a besarnos entre silencios cobardes. Quizá era mejor que no hubiera preguntas para que no existieran cicatrices disfrazadas de respuestas.

*** Martín no acudió a la tercera conferencia. Tampoco a la cuarta. Ni a la quinta. En el instituto no me dieron muchas explicaciones, tan solo que había tenido que ausentarse por motivos personales. Llamé al hospital fingiendo ser una pariente preocupada. No estaba allí. Su teléfono no figuraba en el listín telefónico, supongo que por evitar la llamada vespertina de algún adolescente suspenso con ganas de venganza. Así que, con una desagradable sensación de derrota rumiándome las entrañas, volví al hotel dando un paseo. La recepcionista me entregó un sobre. Mis manos temblaron su fracaso recobrado y mi mirada 11

escondió el arranque de unas lágrimas a las que les prohibía salir fuera de las fronteras de mis pestañas. Escapé del hotel y me alejé dando un paseo. Al llegar a un banco de la calle Nueva me senté para leer aquella carta:

No me pediste ninguna verdad, pero de algún modo has llegado revolviendo viejas heridas. Yo tampoco te pregunté nunca ninguna realidad, pero todo cambia cuando podemos poner en peligro a terceras personas sin las que no sabríamos vivir. Querida mía, en todos estos años en los que te perdiste en el recuerdo, me casé y tuve una hija. Y no quiero perderlas a ninguna de las dos. Ya te he dicho que has llegado revolviéndolo todo y me da mucho miedo lo que pueda salir de esta agitación de fantasmas y ayeres. Siempre recordaré aquellos días en los que fuimos unos niños jugando a ser mayores y pasaré toda la vida tratando de olvidar estos días en los que todo el equilibrio estuvo en peligro. Pero eso tú ya lo sabes. Martín.

Intenté demostrarme a mí misma que era fuerte. No lloré cuando, quince años atrás, me había dejado por unas teclas de piano y tampoco quería llorar ahora. Recorrí mi vida mientras mi mirada intentaba alcanzar la meta del infinito. Amantes que habían fingido tequieros para conseguir una noche entre mis sábanas. Hombres que me habían amado y a los que yo les había mentido otros tequieros, igual de mezquinos que los que me habían falseado a mí, para conseguir una noche entre sus sábanas. Y, al final de todos ellos, Martín encarnando el amor que nunca había dejado de sentir, al que había escondido en algún lugar de mi memoria para poder seguir viviendo y así dejar que me engañaran tequieros. Al pasar por la calle del Real, una mujer me arrojó una cuchara que esquivé por su falta de puntería y no gracias a mis reflejos sumidos en los recuerdos. ¡Os quiero matar a todos!, tronó doña Guadalupe. Me quedé mirándola. Mi tristeza me sentó en el suelo, como cuando era niña y no pensaba en que la suciedad de la calle podía manchar mi traje sastre y, sin saber

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por qué, musité entre lágrimas ¡Yo también os quiero matar a todos!

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FRANCISCO ARELLANO OVIEDO

Una pesadilla menor que la realidad

Yo, Jerónimo Ernesto Aguilar natural de Pozo de Oro, Granada, agnóstico en mi adolescencia y juventud, pero converti- do al catolicismo por los padres Luis Rocha Urtecho y Francisco Arellano Oviedo, ambos de La Cartuja de Extremadura, Diriamba, frailes con hijos y sin obispo benévolo doy fe de que la noche de aquel viernes 29 de febrero, todos los de mi casa cenamos con un trozo de pan duro que suavizamos mojándolo con café negro. Luego, nos miramos las caras y como aleccionados de lo que ten- íamos que hacer, cada uno se retiró: los muchachos a terminar sus tareas y nosotros, padres de dos lindos hijos, varón y mujer, nos quedamos pensando cómo sortearíamos el próximo marzo si antes de que terminara el mes más corto del año ya no teníamos dinero; recordé que en un mes de febrero murió Rubén Darío y que, en una fecha como la arriba escrita, el sol quemó las alas de Ícaro en pleno vuelo, pero lo que nadie sospechó fue que esa misma noche, yo quedaría loco. Poco antes había leído El príncipe idiota de Dostoyevski y El diario de un loco de Gogol; solo entonces tuve la obsesión de que la vesania me alcanzaría. En ello pensaba constantemente, soñaba y tenía pesadillas. Una de estas consistía en que me habían llevado a una sala del hospital, que supuse que era un quirófano, y que los doctores, sin dar lugar a los debidos exámenes, ordena- ron que me afeitaran la cabeza, que se me levantara el cuero cabe- lludo y que me examinaran las vías mesolímbicas para ver si ha- bía exceso de dopamina o serotonina que explicasen mi conducta de paranoico esquizofrénico; detrás de una cortina de aquella sa- 15

la, por el contraluz, se dibujaban siluetas de enfermeras que pre- paraban el instrumental quirúrgico. El ruido me producía miedo y molestaba horriblemente cada una de mis neuronas. El dolor de cabeza era insoportable. Pedí auxilio, nadie vino. Logré soltarme una de las hebillas que sujetaban mis muñecas a la camilla y así con una mano libre me pude desatar las cuerdas que sujetaban mis otras extremidades. Salí desnudo en busca de refugio; vi una sala de pacientes que esperaban ser atendidos. En una de las filas de asientos, había una silla libre y allí me senté. Nadie dijo nada. Tampoco nadie se rio de mi desnudez, pero yo empecé a descifrar lo que todos de- cían a través de sus miradas. Sí, era de mí que hablaban con los ojos. Unos comentaban sobre los importantes libros que había escrito; otros decían que era el loco de mierda que en mis novelas mataba a quienes me caían mal; otros se reían y hacían escarnio de mi situación. Yo quería explicarles mi punto de vista, pero to- dos evitaban conversar conmigo. Nadie me prestaba atención. Los veía pero no podía interactuar con ellos porque estaban como en otra dimensión, como si yo estuviera viendo una película desde las butacas de un cine, sin poder detener el parlamento de las personas, pero aquellos pacientes insisto no hablaban, todo lo hacían y decían con el movimiento de sus ojos. Después de que pasaron los pacientes a su consulta, una gorda, según ella doctora, me dijo: Ah, don Jerónimo, me entregaron su expediente. He leí- do en él que es usted escritor, poeta laureado, autor de muchos libros…, cuando yo los lea seré una de sus fans; pero mientras esté aquí no va a leer nada ni escribirá un solo verso, solo descansará. Esta prohibición me irritó sobremanera y por eso le dije: Usted es una doctora de mierda que en vez de curar a los pacientes los enferma más. Le prohíbo que lea mis libros y que me recete venenos, y ya le iba a meter su viaje cuando dos gran- des enfermeros me llavearon y desperté nuevamente en la cami- lla con más cuerdas de seguridad en mis extremidades. La doctora

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la guardiona estaba a mi lado, a la derecha de mi cabecera. Un tanto despectiva dijo: Pónganle una ampolla de flufenazina decanoato 10 ml. En seguida, uno de los enfermeros preparó la inyección y me dijo: Póngase bocabajo. Colabore para que no lo maltratemos. Aterrado pedí que me soltaran los brazos y las canillas; solo me soltaron las extremidades derechas y así me di vuelta y me pusieron la inyección en la nalga de la pierna liberada; me do- lió mucho como si fuera una penicilina benzatínica, de esas que botan las piernas del paciente. Antes de una hora sentí que la len- gua se me enrollaba, que se me salía la baba de la boca y que se me giraba el cuello como si mis ojos quisieran ver mis espaldas; tenía una rigidez en todo el cuerpo y se me pronunciaba, particu- larmente, en las mandíbulas hasta el punto de que no me permitía hablar, solo emitir ruidos como si fuese un animal. Con ruidos y señas logré comunicar a la doctora el daño que me estaba hacien- do la inyección. Yo pensé que se me reventaría el corazón o que mis pulmones dejarían de insuflar el oxígeno. La doctora guardio- na me quedó viendo, tocó la rigidez de mis mandíbulas y dijo sin admitir asombro alguno: Son los efectos extrapiramidales, pónganle 10 cc. de dia- zepam. Me soltaron las extremidades izquierdas y me inyecta- ron en la otra nalga. Al poco tiempo la rigidez empezó a ceder, pero en la medida que el rostro y las mandíbulas volvían a su normalidad me empezaron a hormiguear los brazos y de inmedia- to se inició el temblor en mis manos, como si fuese un enfermo de Parkinson. Estaba muy deprimido cuando apareció un ángel de carne y hueso, una jovencita sonriente, piel canela de nombre Isabella Fernanda, bondadosa, como si ella juntara las virtudes de los Reyes Católicos, y me dijo que yo volvería a los míos y que podría seguir haciendo lo que antes hacía. Me simpatizó por su porte e inteligencia, pero confundida me preguntó: Don Jerónimo, ¿qué hacía usted antes de venir al hospi- tal?

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¿Jerónimo? ¿Cómo es que usted, siendo tan linda, no me conoce? Yo soy el poeta del porvenir. Advertí que por su candor se equivocaría nuevamente al pregun- tarme si existía en el país un lugar con ese nombre o que si se tra- taba de la antigua empresa de hilados y confección de ropa, por eso antes que ella dijera esta simpleza, evité que se equivocara porque si lo hacía me perturbaría, y le dije: Yo soy el poeta que aquel malvado rey burgués condenó al silencio y a morir de frío una noche de febrero, cuando la llu- via blanca de plumillas cristalizadas detuvo mi corazón, congeló mis venas y paralizó mi cerebro. ¿Te acuerdas, niña, de Azul…? No, chiquita, nadie ha entendido al poeta, solo yo. Por eso, nadie debe hablar de Darío sin mi permiso. La niña sonrió como si fuera un ángel y dijo: ¿Azul…? ¡Sí!, ya recuerdo esos cuentos de don Rubén Darío. Yo inmediatamente la corregí, diciéndole: ¿Ves, como nadie entiende a Darío? Azul… no es un libro de cuentos, es un libro de Historia, es mi historia y la de mis cole- gas… . Isabella Fernanda me preguntó correctamente: ¿Y dónde estuvo usted durante 125 años?. Le dejé en- trever la verdad para que se cuidara, pues ella es morena o moro- cha que deviene de los árabes llamados moros: Estuve en París, allí cerca de Catulle Mendès, el conde de Lautréamont, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud…; me trasladaron Pan y Apolo. Estos dioses recordando lo que me hizo el rey bur- gués me llevaron lejos del racismo español: ¿recuerdas que a Da- río lo llamaron negro y aquel rector de universidad dijo que deba- jo del ala del sombrero del poeta se le miraba la pluma del indio? . Después de que dije esto, la doctorcita asintió sonriendo y mientras recogía su larga vestidura blanca, con el estetoscopio sobre el hombro, empezó a subir la escalera, ancha en la base y estrecha en las alturas, con suaves curvas, pero azul y empinada como la escalera de Jacob. Yo la miré mientras subía. La miraba y la estaba contemplando, ella de blanco, en medio de la escalera

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azul, parecía la bandera nacional. Cuando me vieron que yo esta- ba muy contento mirando a Isabella Fernanda vinieron otros pa- cientes, entre estos Cristóbal Colón, la Yurrita, Chico Pelón… y unos poetas de León con los que sumábamos 85. El ángel iba su- biendo y cada vez más alto y cada vez más lejos. Le sonreíamos todo el tiempo. Cada vez que yo parpadeaba ella empequeñecía, ya estaba tan pequeña que podía alcanzar en la palma de mi ma- no. Desde el patio del hospital, yo y mis amigos le sonreíamos. Ella se iba reduciendo: era como un alfiler mientras todavía la mirábamos; era como el hoyito de una aguja cuando todavía le decíamos adiós; era como un lunarcito al lado de un pezón…, cuando ya no sabíamos si iba o venía y ya no podía distinguir si era la doctorcita o el último peldaño, en el extremo infinitesimal de la escalera azul. Después de aquella visión caí en una depresión. Oí ruido como de hojas secas que mueve el viento cálido. Al poco tiempo, sentí una corriente de lágrimas que bajaba de mis ojos, pero no hacia afuera, sino hacia adentro, como si quisieran regar mi co- razón. Tantas veces oí hablar de la depresión e incluso yo leí so- bre esta materia en el muro digital del novelista Ricardo Pasos Marciacq, quien en mesa redonda con el psiquiatra Humberto López Rodríguez, ambos exrectores de la UNAN-Managua, consi- deraban: uno de ellos, que la depresión es como la tristeza de un muchacho aplazado, y Pasos Marciacq, en la ruta de Freud, dice que es como la tristeza de un joven cuando la novia lo ha manda- do por un tubo; pero la depresión es más que eso, es como una mañana gris, es como el invierno de Europa que bota todas las hojas de los árboles y los deja como si estuviesen secos, como la carne cocida por la sal el sol, como la mirada asustada de los an- cianos perdidos en la gran multitud. La depresión es un estado del espíritu de quien no quiere hacer nada: ni bañarse ni vestirse ni comer ni conversar… Es como el abandono total de quien no ama, no le importa, no expone ni propone. Es la pérdida de toda moti- vación; es como la muerte en vida. Por eso, los deprimidos se

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mueren estando vivos o ceden ante la lógica del suicidio que se los lleva en viaje sin retorno. Los medicamentos que me daban me desencajaban los huesos de la cara; sentía sus reacciones como chuzazos eléctricos en partes íntimas de mi cuerpo, que me daba vergüenza tocarlas frente a los demás y por eso tampoco podía contrarrestar el do- lor. La cárcel debe de ser terrible para los privados de libertad; pero las paredes del manicomio son más terribles porque te en- cierran y dentro miras los espantos que destruyen en el paciente los restos de la más pequeña cordura. Yo pensé que todo podía ser una horrible pesadilla; recordé a José María Cabodevilla, que en uno de sus libros cita a un filósofo que dice que cuando uno sueña que está soñando es porque pronto va a despertar. Me causó gran satisfacción y esperé lleno de emoción poder desper- tar sin la pesadilla… Y vino una mañana radiante de luz. Me dijeron que me presentara en la Subdirección. Con mucho miedo llegué y toqué la puerta… Me dio miedo cuando escuché el chirrido de esta: pensé que detrás podía estar la vieja guardiona con las prohibiciones e inyecciones que crean los espantos; pero ¡oh, beatitud! Allí estaba el ángel de la escalera azul quien me dijo: ¡Lo felicito, poeta! El hospital ha traído una nueva medi- cina para su enfermedad, se llama Risperdal, ya se le ha empeza- do a aplicar. Con una pastilla diaria usted podrá hacer lo que siempre ha hecho, su gran obra poética, que es más excelsa cuan- do con su lectura los dioses sonríen… y, además, podrá ir a su ca- sa. Sobre el escritorio de la niña de la escalera azul estaba mi expediente. Era un libro que tenía más páginas que mi obra re- unida. Pedí permiso para hojearlo y me di cuenta de que tenía 17 años de estar en ese hospital; que había vivido momentos de gra- ves peligros, como el día que subido sobre la rama de un árbol intenté lanzarme sobre la laguna de Nejapa o cuando desperté en una suite del Camino Real y me descubrieron cuando me fui a ba- ñar a la piscina y los celadores casi me tiran pensando que era un

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ladrón peligroso. Y como estas, muchas otras cosas que contaré cuando escriba mis memorias. Me fui a casa con una bolsa bajo el brazo, en la que porta- ba un short, una camisa y una foto que me entregaron en la Subdi- rección como parte de los efectos personales que me retiraron el día que me internaron. Ahora recuerdo, esa foto yo la había selec- cionado para ponerla en la solapa de uno de mis libros. Pero ya no me sirve ni me identifica porque ahora tengo el pelo blanco, mi rostro arrugado y desencajado. Ahora camino como un extraño en mi propio barrio, ninguno de los jóvenes de la calle me conoce, tampoco los mayores me reconocen; pensé viajar donde mis ami- gos de La Cartuja de Extremadura, pero ya estoy muy cerca de la casa, ya toqué la puerta, he sentido repelo, porque no sé quién la abrirá y si los míos todavía serán los míos…

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MARTA ELENA COSTA

El empleado

Su forma de ser, ordenado, analítico, clasificador, razona- dor persistente, podía atribuirse a varias causales:

a) era Virgo de nacimiento b) de chico lo retaban cada vez que quebraba alguna pauta de la organización doméstica c) su abuelo era muy meticuloso, cuando se sentaba a escribir en la mesa del comedor no permitía que nadie se acercara por temor a que le saliera mal el trazo d ) en la primaria no aprendió teoría de conjuntos, pero dos de sus maestras le enseñaron a hacer resúmenes de las lecturas (no mecánicos, sino razonados) y sobre todo cuadros sinópticos con flechas, con llaves y otras diagramaciones en los que él sobresalía siempre.

No se descartan razones más profundas propias de la teoría psicoanálitica de Freud que requerirían previamente a su exposición de la explicitación de un marco teórico, sobre lo que no es del caso explayarse aquí.

El padre, conocedor de su tendencia a desarmar todo, le prohibía usar la caja de herramientas, pero él se las arreglaba de alguna forma. Quería desentrañar, conocer el interior de las cosas, su constitución y razón de ser. El hecho es que podía hacerlo y pasar desapercibido la mayor parte de las veces debido a que cuando terminaba agrupaba cada cosa con las de su clase

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tornillos con tornillos, etc. y los ubicaba por tamaño u otras características comunes.

En la secundaria, algunas materias como Botánica o Zoología le permitieron destacarse; las vivisecciones (aunque le repugnaban y le daban pena los pobres animalitos) o los dibujos de cortes transversales lo fascinaban profundamente y le confirmaron su gusto por la naturaleza.

No pudo seguir estudios superiores; hubiera querido estudiar para médico o contador ( esto último para satisfacer a su padre, aunque a él tampoco le desagradaba), pero lamentablemente las finanzas familiares no daban para eso y hubo de emplearse. Cuando podía hacía algún curso, así cuando se enteró de que dictaban clases en la Asociación Ornitológica fue y se anotó en uno de Sistemática de aves. Guardaba los apuntes y todo material que obtenía en carpetas bien caratuladas, con diversas subdivisiones. Después descubrió en una librería folios transparentes y los adoptó inmediatamente a cambio o además de las carpetas.

Era un lector ávido, leía cuanto le caía en mano, desde libros poco comunes como El marinero torpedista, que no se sabía cómo había llegado a la biblioteca de su casa, hasta un tomo del Testut-Latarjet (osteología, artrología, miología) que perteneció a un tío suyo. El primero, editado en Barcelona en 1886, le resultaba una joyita, tanto por la claridad y concisión con que se explicaba todo, en párrafos numerados, cuanto por las sencillas y preciosas láminas dibujadas por el autor Borja y Goyeneche. La obra, por Reales Decretos, primero había sido declarada de utilidad general y recomendada a todos los individuos de la Armada y posteriormente se dispuso que se la utilizase para la Escuela de Cabos de Cañón. Daba gusto leerla pero cuando terminó se dio cuenta de que no tenía en qué aplicar todo eso. (Mucho después pudo acceder por extrañas circunstancias a un libro en el que se exponían los inventos de un tal Cosme García en

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cuyas explicaciones y dibujos de submarinos encontró mucha similitud con el estilo de Borja).

Acerca del tomo Huesos del Testut, mucho más complejo y de mejores ilustraciones, leyo sólo algunas capítulos o apartados, buscando el correlato con las partes de su cuerpo, que, al fin y al cabo, le resultaban más accesibles que los torpedos. Por lo menos cuando le dolía algo, podía ubicar de qué se trataba. Llegó a detectar algunas imprecisiones en el texto, también de editorial barcelonesa, que atribuyó a la traducción al castellano.

Cuando salía del trabajo se hacía una pasadita por la Biblioteca del Congreso, que estaba abierta toda la noche. Revisaba los ficheros y atraído por los títulos llegó a leer obras como el Discurso del método de Descartes. Le resultaban de difícil comprensión, pero no se amilanaba, marcaba lo que no entendía, buscaba palabras en el diccionario, hacía fichas, resúmenes. En fin, siempre algo le quedaba.

Cuando se casó, sus hábitos cambiaron un poco, ya iba menos a la biblioteca. Sin duda se enamoró de su mujer por su belleza y otras virtudes, pero también por aquello de que los extremos se atraen. Ella era terriblemente desordenada, lo cual más allá de generar algunos problemas de pareja, le dio a él la oportunidad de instaurar el orden en la casa.

Las cosas fueron bastante bien. Ella aprendió que la sal y el azúcar se ponen en recipientes diferenciados que por suerte ya fueron inventados, se denominan salero y azucarera y se pueden reconocer fácilmente, que el pechetto crudo se guarda en el congelador, cuando se cocina se deja en la parte de abajo de la heladera, pero nunca, por ningún motivo debe dejarse afuera, ni qué pensar en dejarlo dos días en la mesa de la cocina o, al ir al living a atender el teléfono, colocarlo momentáneamente en un hueco de la biblioteca y olvidárselo allí. La ropa blanca de cama en los estantes, las frazadas aparte en verano con naftalinas, puestas dentro de bolsitas de tela, nunca mezclar las fundas con

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los repasadores ni los manteles y servilletas con las medias o ropa interior.

Contra sus impulsos naturales, ella resultó ser una buena aprendiz y sólo muy esporádicamente hubo algún episodio de los del principio, como aquel en el que por falta de espacio en los placares guardó una frazada en la parrilla del horno, y se olvidó de sacarla al ir a calentar una pizza.

Él por su parte aprendió a ser tolerante ante las recaídas, a veces se hacía el burro y otras veces la encaraba sin desbordarse. La mujer era alegre, tenía buen carácter y cocinaba muy bien, así que todo eso lo recompensaba por tanta lucha.

Con los perros no fue tan fácil, recogieron previo consentimiento de él una perra parturienta de la calle, de cuyos cachorros sobrevivió uno. La perra era una monada, inteligente, cariñosa, profundamente leal y agradecida. Pero en eso de la anarquía interior, sin juzgar acerca de ninguna cuestión de forma o de fondo, resultaba copia fiel de su nueva dueña. Era imposible que aprendiera dónde hacer sus necesidades, con lo cual había que pasarse todo el día lavando los pisos con lavandina, cuyo olor fuerte parecía atraerla aún más a los lugares prohibidos.

En el orden laboral, le iba bien en el Palacio de Correos. Se destacó por el pronto despacho de expedientes, por su aguda detección de los temas a resolver y su concienzudo análisis de los mismos. En realidad era una de las pocas personas que en vez de cajonear los expedientes, para finalmente hacer un proveído del tenor de Visto, pase a la Oficina tal, a los efectos que se estime corresponder, los leía detenidamente y hacía un sesudo dictamen. Más de uno vino a agradecerle, algunas de esas personas que no tienen en cuestión administrativa un perro que les ladre venían con lágrimas en los ojos, porque al fin alguien les había leído el expediente y había resuelto favorablemente. Aunque se conmovía, los trataba con distancia para que no se le pudiera acusar nunca de aceptar coimas, prebendas, o de quedar

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incurso en cualquiera de los delitos previstos en el Régimen Jurídico Básico.

Pero su mayor empeño y gusto estaba en las fichas. Seguía diferentes criterios clasificatorios, según los cuales se pudiera ver la evolución de un expediente o asunto, o cotejar, contrastar determinadas cuestiones a partir de diferentes asuntos aglutinados en torno a temáticas. Anotaba todo con gran prolijidad, en letra cursiva. Había referencias cruzadas de unas a otras fichas. En los ratos libres, cuando la cabeza no le daba más por algún tema complicado, se tomaba un descanso y aprovechaba a pasar las fichas a máquina en una vieja Remington; después guardaba todo bajo llave en ficheros y se llevaba a su casa las manuscritas, por si las moscas.

Los sucesivos golpes de Estado y demás calamidades que se vivieron en el país lo afectaron como a cualquier ciudadano, pero en su trabajo salió indemne. El funcionario de turno, a la larga, tenía que recurrir a él cuando necesitaba algún antecedente, para: 1. reestructurar suprimir, crear o fusionar unidades funcionales; 2. saber en qué categoría designar a: a) viuda de sargento víctima de la subversión, b) personal aceptablemente idóneo, c) beneficiarios varios de nepotismo y, en último término, d) veterano de la Guerra de las Malvinas; 3. mover expedientes; 4. redactar considerandos de resoluciones; y, en fin, para mil cosas más.

En ocasiones el rédito era para su jefe, quien, después de consultarlo, no revelaba a su superior la fuente de información, pero otras veces se barajaba su nombre y lo llamaban a algún despacho importante. Llegó a tomar café o mate cocido con más de un funcionario de alto rango. Ejercía discretamente su poder, sin alardes ni manipulaciones sólo alguna que otra, pequeña, para reforzar apenas su ego y más allá de la envidia de alguno de sus pares o inmediato superior, era bien visto por todos.

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Con la llegada de la democracia, aunque lo miraban con cierta desconfianza por su posible connivencia con la dictadura, no tardó en ponerse de manifiesto su seriedad y eficiencia. Después de un tiempo de euforia y distensión por la etapa constitucional, se empezó a hablar de informatización, reforma del Estado y otras cuestiones que lo tenían sin cuidado (¿qué podía pasarle a un empleado como él?). El hecho fue que cuando hubo un cambio de escalafón, al reencasillarlo, subrepticiamente lo rebajaron de categoría. De nada valieron los múltiples reclamos que hizo en tiempo y forma con el debido asesoramiento del abogado del gremio, que a larga no se sabía de parte de quién estaba. Por primera vez se sintió impotente frente a un expediente, que para su desgracia era el propio.

Fue entonces cuando tomó la decisión de aprender computación, como una manera de sobrevivir a los cambios que se avecinaban. Siguió los cursos que se ofrecían en el Departamento de Capacitación, referidos a cuestiones generales y hardware, que le resultaban bastante complicados y le requerían considerable esfuerzo. Con dolor en el alma se enteró de que la información de los ficheros se iba a computarizar; fue así como se puso a aprender bases de datos, ya que era preferible que él mismo cargara los datos de sus fichas y no tener que entregarlas a otro que vaya a saber qué estragos haría al transcribirlas.

Todo le resultaba arduo y agotador hasta que entró en contacto con un procesador de textos: entonces cambió su visión del asunto. Veía con interés cómo una palabra se come a otra por apretar la tecla delete, o se devoran ambas entre sí como antropófagas. Empezó a sentir gusto por sus nuevas habilidades, por lo que se podía hacer con un simple click: iluminar, cortar, copiar, pegar, sacar párrafos de un lado y ponerlos en otro, trabajar simultáneamente con varios archivos; comenzó a acunar la idea de que si se había distinguido con las destrezas tradicionales, también podía descollar en esto. No terminaba un curso, y ya se anotaba en otro. De paso acumulaba créditos de

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capacitación, que le permitirían ascender de grado, si no de categoría. Todo fue un tanto vertiginoso, pues tenía que reciclarse en un tiempo relativamente corto.

Decidió comprarse una computadora, para poder practicar a la noche lo que había aprendido de día. Con esa idea, recorría negocios, veía catálogos, comparaba precios, hasta que por fin hizo una excelente compra, en cuotas muy accesibles

Ahora bien, siempre se llevaba sorpresas con las últimas versiones de los programas. Había cosas incontrolables, como numeración y viñetas, que se hacían automáticamente aunque uno no quisiera, márgenes o espacios no deseados por el usuario y varios otros inconvenientes. A esto hay que agregar episodios que sucedían a veces, y que en rigor de verdad lo acosaron desde el inicio de su aprendizaje, como pérdida de archivos por baja de la tensión, o que se le colgara la máquina o la aparición en pantalla de carteles del tipo de Error general o X no tiene memoria suficiente, que auguraban tremendas catástrofes, generalmente irreversibles, infortunios sobre los que no se previene en ningún curso, que suceden más a menudo de lo deseable y contra los que sólo puede una infinita paciencia y un ánimo atemperado.

En esas circunstancias profería para sí, sin que nadie lo oyera insultos de todo tipo con un único destinatario, la máquina, ya que otros responsables como el soft o la electricidad eran de mayor levedad, más inasibles y por lo tanto inimputables. Como Sísifo, volvía a empezar de nuevo su trabajoso ascenso y hasta llegaba a disfrutar de la subida hacia la cima. Su perseverancia se vio recompensada ya que consolidó muy bien su manejo de Word Perfect, Word para Windows, en sus sucesivas versiones, y cuanto procesador tuvo a la mano además de varios otros programas. No tardó en suscribirse a Internet, cuya navegación le abrió un mundo más deslumbrante aún. Por cierto, las prolongadas sesiones frente a la computadora le producían a

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menudo fuertes dolores en la zona cervical a la altura de la primera y segunda vértebras y en la zona lumbar.

En su casa la mujer y los perros estaban un poco tristes, porque él no les llevaba el apunte como antes y hasta se olvidaba a veces de sacarlos (a los perros) de noche. Él les explicaba que era para bien del grupo familiar, les hablaba del cambio tecnológico y de que en el próximo concurso de ascenso se iba poder ubicar mejor.

Un episodio que le provocó una rabieta de órdago fue el de la agenda electrónica que adquirió por una bicoca, pensando reemplazar su anacrónica libreta de direcciones que fue tirada a la basura no sin vacilación, ni bien terminó de anotar los datos de su amigo Zanotti, Roque. Nadie le advirtió del cambio de pilas y otro tipo de precauciones, o quizá no se enteró porque el folleto estaba en inglés; el hecho es que de golpe perdió toda la información, con lo cual quedó casi irremediablemente aislado de unas cuantas de las personas con las que solía hablarse.

Hechos como éste le hicieron reflexionar acerca del peligro que podía significar la generalización de los archivos computarizados, por más copias de resguardo que se hicieran. Qué pasaría en el país si, por ejemplo, se borraba el Registro Nacional de las Personas o el Registro Electoral. Imaginaba gente deambulando por las calles los domingos de elecciones en busca de una mesa electoral o, peor aún, cualquier día del año en busca de quién acreditara su identidad. Afortunadamente no se hablaba todavía del problema que se generaría al comienzo del milenio con los dos ceros de las computadoras, así que se ahorró esa preocupación.

Sumido en todas estas cuestiones, no hacía caso de lo que le llegaba de refilón acerca de racionalización, privatización y conexos. Su trabajo se le acumulaba cada vez más, su jefe había apreciado sus esfuerzos y le derivaba los temas más difíciles que los demás no sabían o no querían resolver, lo cual, si bien lo

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agobiaba, le infundía cierta seguridad. Seguía tranquilo en sus cosas; sin embargo, cuando se despertaba de noche varias ideas inquietantes le sacaban el sueño, entonces se levantaba a tomar leche tibia y ocasionalmente tropezaba con la perra que dormía en la cocina.

Empezó a buscar estrategias para hacer decrecer las pilas de expedientes de su escritorio. Se dio cuenta del beneficio que implicaba trabajar en ventana con dos o tres expedientes a la vez, así podía resolver uno y luego tomarlo como modelo para otro. Bastaba con conmutar los datos principales y adecuar la redacción mediante algún giro diferente, ya que el cuerpo y conclusiones del dictamen quedaban prácticamente igual en contenido. Eso sí, había que tener cuidado con los detalles, por ejemplo fijarse que el género de los adjetivos, participios y pronombres concordara con el sexo de la persona, ya que en caso contrario más que pasar por errores se podía delatar la técnica empleada, que por ahora prefería guardar en reserva.

Por otra parte, el método no sólo resultaba práctico sino que entrañaba poner en ejecución el principio de igualdad de las personas ante la ley, tan frecuentemente violado por la arbitrariedad con que la balanza se inclina hacia uno u otro lado. Con todo, le quedaba un resquemor en su conciencia: la verdad es que ningún caso era igual a otro, siempre había algunas variantes que justificaban un tratamiento diferente. Después de examinar la cuestión, encontró en la globalización una buena justificación para la atenuación de las diferencias; por último, siempre había que elegir el mal menor, y ésa era la única forma de responder con eficiencia a tamaño volumen de trabajo. Aunque tampoco le servía de mucho: ni bien su escritorio se veía un poco despejado, volvían a crecer las pilas por los nuevos casos que le derivaban.

A medida que fue resolviendo diversos casos, comenzó a encontrar que a veces se daba una perfecta complementación entre dos expedientes, en el sentido de que algunas de las circunstancias que concurrían en el caso del agente A eran 31

irrelevantes para que se resolviera favorablemente lo que solicitaba y en cambio le hubieran arreglado la vida al agente del caso B. Un día tuvo una idea salvadora: pensó que dado que la mayoría de los que intervienen en un expediente leen sólo la última página o a lo sumo las inmediatas anteriores, el hecho de hacer mención en un informe del dato tal a fojas 7 de un expediente de treinta y dos fojas no implicaría mayor riesgo de que se descubriera la falsedad o inexistencia de dicho dato.

Probó una vez y le salió perfecto. Su jefe y el funcionario por encima de él pusieron los respectivos proveídos en aval de su dictamen. Fue así como a un peticionante se lo ascendió de grado, habiéndose considerado entre otros parámetros la acumulación de créditos de capacitación por cursos que en realidad había seguido una señora a quien lamentablemente no le servían de nada porque no incidían en la resolución de lo que ella solicitaba.

Incentivado por este primer caso hay que destacar que el agente beneficiado era discapacitado y tal vez por el remanente en alguna parte de su memoria del personaje de La tía Julia y el escribidor, que mezclaba los acontecimientos de los diferentes novelones de televisión cuyos guiones escribía, siguió experimentando, dentro de la línea de la redacción paralela, en la variante de combinar los casos aunque sólo para algunos pocos expedientes, conciente de que no debía excederse.

Otra veta que descubrió, y ésta para ningún fin práctico, fue la de hacer dos dictámenes para un mismo caso; se divertía un poco viendo cómo con los mismos elementos de juicio se podía llegar a conclusiones diferentes y hasta contrarias; trataba tal vez de desentrañar los resortes de la discrecionalidad imperante en muchas mentes. Por supuesto, los dos argumentos se guardaban en diferentes archivos y a la hora de la redacción final, se escogía uno.

Ocupado como estaba en todo esto, no prestaba demasiada atención a los nuevos empleados que circulaban por

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los pasillos y mostradores chicas bonitas, chicos con aspecto de aprendices de yuppies, algunos con arito en la oreja, todos bien vestidos; aunque en general no tenían idea de nada, respondían a todo con buen ánimo y con frases como ¿en qué puedo ayudarlo?, eran más que solícitos con los jefes, hacían rápido lo que les mandaban y jamás se dejaban contaminar por ninguna vicisitud propia ni mucho menos ajena.

Lo que sí notó fue que varias veces al llegar a su oficina sus compañeros cambiaron de tema al verlo a él; eso lo intranquilizó un poco porque siempre había tenido buena relación con ellos. Hasta que una mañana, uno que era más amigo le dijo con medias palabras que habían empezado a llover quejas porque no se entendían bien sus dictámenes. Al inquirir él, se explayó en que a veces había incoherencias, otras veces errores de redacción que arrojaban dudas sobre el contenido, que había aparecido en un expediente la mención de una persona totalmente ajena al mismo y, en otro, algo que se había tomado como burla, ya que había dos dictámenes, uno favorable y otro desfavorable, a continuación uno del otro. Que las opiniones estaban divididas entre obligarlo a tomarse las vacaciones atrasadas de dos años, cumplidas las cuales se trataría de concederle una licencia por enfermedad, considerando que todo esto se originaba en un gran agotamiento; o iniciarle un sumario administrativo por mal desempeño, incumplimiento de los deberes de funcionario y no sé cuánta cosa, sin perjuicio de las acciones penales por sospechas de soborno en los casos en que se hubieran concedido beneficios indebidos, pero que esto último seguro se iba a evitar porque iban a caer muchos en la redada, todos los que pusieron la firma después que él a quienes tangencialmente se les podian empezar a investigar otras cuestiones non sanctas.

Ese día se retiró estrictamente a la hora que correspondía. Sentía que le iba a estallar la cabeza y se fue a sentar a una placita cercana. Estaba dispuesto a defenderse con uñas y dientes, pensó

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que podía salvarse, podía demostrar que sus equivocaciones eran producto del celo profesional en función de la sobrecarga de trabajo. De hecho, un rubro de la evaluación anual era Creatividad, él había respondido con ingenio a los requerimientos laborales y, desechando formas rutinarias, había implementado estrategias superadoras que garantizaban eficacia y eficiencia.

Ya en su casa, decidió, con la anuencia de su mujer, que se tomaría cuarenta días de vacaciones. Antes de que transcurrieran, y justamente el día que cumplía cincuenta años, se enteró por los diarios de que la empresa se privatizaba. Al día siguiente le llegó el telegrama de despido; le anunciaban que podía pasar a cobrar la primera cuota de la indemnización.

A la mujer no le quedó otra que conchabarse como empleada en una inmobiliaria, por 300 pesos mensuales, todo en negro, y con una magra comisión en caso de ventas.

Ahora le tocaría a él pasear a los perros dos veces al día y a la mujer por la noche. Entonces podría navegar tranquilo por Internet, a la mejor hora. Fuera de eso, estudiaría los clasificados del Clarín y La Nación, prepararía para cada empleo un curriculum específico, acudiría a entrevistas y esperaría las respuestas.

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Rafael Courtoisie

La obra de Louis Groussac

“Un artista es un monstruo agradable” Salvador Dalí

Pintar un cuadro de Louis Groussac no es tan difícil como parece. Hace diez años que vivo en Miami. Trabajo unas cuatro o cinco horas diarias en el atelier y luego unas seis horas más en la galería de arte Gala Beach, muy cerca de Ocean Drive. Cuando puedo, dejo la galería en manos de Margaret (María Margarita, una cuban-american rubia que habla perfecto inglés y pasa muy bien por yanqui ante los turistas europeos), bajo hasta la playa, me doy una zambullida, me limpio de voces chillonas de señoras ricas, del olor oscuro y pesado del dinero y de algunas minúsculas manchas de pintura que pudieran haber quedado en mi piel, o sobre mis ropas. Después de ese baño de mar vuelvo renovado al negocio. La Gala Beach Gallery Art es un pequeño mar de gente. Un turista amante del arte se enojó el otro día porque dice que el nombre de la galería es ofensivo con respecto a la mujer de Salvador Dalí. Decía este señor que el nombre, más que una broma de doble sentido español-inglés, es una ofensa. Gala Beach, Gala bitch, Gala perra, Gala puta. La verdad es que ni se me había ocurrido, jamás pensé en ese juego de palabras cuando bauticé el primer local de la galería, un diminuto estudio de tres metros cuadrados donde expuse, con estrepitoso fracaso, mis primeras obras. Debo aclarar que mis primeras obras llevaban la firma de 35

Manuel Martínez, y les ponía abajo siempre la fecha y las letras LLH. Esas letras no guardaban ningún secreto demasiado valioso, no representaban un código esóterico que pudiera desvelar a los agentes de la CIA ni del FBI, ni del Mossad, ni de ninguno de los servicios de inteligencia de cualquier país del orbe. Esas letras significaban nada más y nada menos que una pequeña señal, una huella modesta y diminuta de mi enorme nostalgia por mi lugar de nacimiento. LLH quería decir que Manuel Martínez, yo, el autor del cuadro, estaba lejos de la Habana. Eso significaban: Lejos de La Habana, o Lejos La Habana. Nada más. No querían decir otra cosa. Pero lo cierto es que, con o sin nostalgia, los cuadros de Manuel Martínez no se vendían en Miami. Nadie los quería. Me moría de hambre. El american way of life me dejaba fuera. Iba en camino de convertirme en un homeless, en un pobretón más, hambriento y drogata, mendigando entre parejas gays por los alrededores de Orange Bowl.

* * * Versace en persona me compró varios cuadros de Louis Groussac. Lo mismo hizo Madonna, Almodóvar, Carolina de Mónaco, el mismísimo Antonio Banderas y el ex presidente de todos los argentinos, Carlos Saúl Menem. Un representante oficial de Don Juan Carlos de Borbón adquirió tres obras de mediana dimensión firmadas por Louis Groussac. Se trataba de una serie titulada Vida, Pasión y Muerte. En Vida (técnica mixta, óleo y pastel, 1.20x0.90 cm.) predominaba el verde y el amarillo claro; en Pasión (pastel, 1.20x1.05 cm.) predominaba el rojo sangre aunque algunas variaciones de púrpura comparecían hacia la izquierda, en la parte inferior; Muerte (técnica mixta, óleo, pastel y chorretes más o menos azarosos de tinta china, 1.20x0.90 cm.) era una parodia de El entierro del Conde de Orgaz, de El Greco, completamente realizada en negro, blanco y diversos grises 36

resultantes de la mezcla de componentes primarios y diluciones adecuadas. Don Juan Carlos pagó muy caro por ese conjunto cuidadosamente falsificado de Louis Groussac. Muy caro. Se los aseguro. Entre otras cosas, con el producido de la operación pude comprarme un yate y pasar un par de fantásticas y deliciosas semanas en las Bermudas con Sharon, una pelirroja escultural. Sólo bebíamos champán francés y andábamos todo el tiempo en cueros sobre cubierta. De ese viaje y de los días de derroche y lujuria junto a Sharon conservo recuerdos maravillosos y un agujero en mi cuenta bancaria: Sharon escuchó la clave, el pin de mi tarjeta de crédito American Express mientras hablaba en sueños. Siempre hablo en sueños y revelo secretos. Mi subconsciente es un soplón, un informante onírico habría dicho don Sigmund Freud. Sharon se aprovechó del dato y en cuanto desembarcamos corrió al banco a sacar todo lo que pudo. Y sacó mucho, lo aseguro. El recuerdo de este hurto de guante blanco se lo debo a la compra de las obras falsas de Groussac que hizo el representante del Rey Juan Carlos. La riqueza y el excelso gusto de su majestad dejaron este pozo en mi cuenta bancaria. Cuando reflexiono sobre esto confirmo cada vez más mi vocación democrática, republicana y representativa. Cada vez que lo pienso recuerdo la sonrisa inmensa, los dientes blanquísimos de Sharon y al mismo tiempo, no sé bien por qué, el gesto adusto del monarca. Las dos imágenes se funden en mi cerebro. No puedo separarlas. Pero aquellos días en Bermudas fueron inolvidables. El paraíso en la Tierra. Además de beber hectolitros de champán Veuve Clicquot, convertimos en densas y espesas humaredas montañas de cannabis de la mejor. Todo era humo y sueño, caviar, algarabía, música y agua salada. Muy salada. Anémonas hasta las que se podía bucear sin mayor riesgo, aguantando la respiración, sólo para regresar a la superficie, tomar aire nuevo y sumergirse otra vez en busca de esos extraños seres marinos, de sus formas y colores de maravilla, ocres, rojos subidos, magentas

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crespos, marrones rizados, amarillos prístinos en suaves volutas, tonalidades que ningún artista sobre la Tierra, ni siquiera Louis Groussac, hubiera soñado plasmar.

* * *

Vender cuadros de Louis Groussac es buen negocio. Su nombre y muchas de sus obras figuran en catálogos de instituciones oficiales y en museos particulares. George Bush (padre) compró dos obras, George Bush (junior) tres, dos de mediano tamaño y una pequeña acuarela que obsequió en gesto de buena voluntad al presidente de México, Vicente Fox. Éste, en retribución, entregó al recién electo presidente Bush tres pares de auténticas botas texanas fabricadas a mano en las instalaciones de su propia familia. Cada par de esas hermosas botas cuesta por lo menos cuatrocientos dólares, lo que hace un total de mil doscientos dólares a favor de Bush. La acuarela de Louis Groussac que hoy luce sobre una pared de la residencia presidencial de la nación mexicana costó al corredor de arte enviado por Bush tres mil doscientos ochenta dólares, plus taxes. Más de tres de los grandes limpios, deducidos los impuestos. Demoré quince minutos en plasmar la afamada acuarela: quince en total, si sumo el tiempo que me demandó trazar ese manchón semifigurativo, restallante y espurio, dejarlo secar y estamparle la firma a la izquierda, abajo. El marco y el vidrio que cubren la acuarela se facturaron aparte. Le costaron quinientos dólares más a la Casa Blanca. El papel sobre el que estampé la pequeña obra maestra me salió por veinte centavos. La tinta y los colores por mucho menos: eran restos de gouache y láminas que sobraron de pergeñar una obra mayor de Louis Groussac, una preciosura que le vendí por una millonada a un homosexual austríaco, fanático de Haider. Luego de algunas sencillas cuentas resulta claro que el obsequio oficial norteamericano costó al erario público más que el obsequio oficial mexicano. Pero en los hechos, los tres pares de auténticas botas vaqueras que tiene Bush le sirven para cabalgar

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y pavonearse erguido, orgulloso entre los invitados especiales en las tantas barbacoas que se organizan periódicamente en los magníficos ranchos pertenecientes a acaudalados votantes del Partido Republicano que apoyaron con fervor la candidatura de George Bush (junior) y que pululan con sus sombreros alados y sus trajes ridículos en diversos Estados. En cambio, la acuarela que hoy reposa en el Distrito Federal, en el palacio de Los Pinos, residencia presidencial de México, no alcanza el valor de dos dólares con cincuenta, y dudo que le sirva al presidente Fox para pavonearse ante nadie. El marco y el vidrio, que costaron quinientos al gobierno de los Estados Unidos, los extraje de un viejo recuerdo, de una reliquia personal, de una fotografía en la que aparecía mi tío Manolo (me llamo Manuel en su honor) recién llegado de Santiago de Cuba, junto a Marylin Monroe, poco antes de que la CIA otorgara a la blonda un pasaporte para el Otro Lado, haciéndole engullir decenas de barbitúricos y litros de alcohol mediante el expediente nada sutil de introducir por la boca sensual, más allá de la epiglotis, hasta llegar al esófago, el tubo de metal de un enorme embudo que por aquel tiempo solían emplear los mecánicos para reponer el aceite de los voluminosos automóviles modelo 1960. Ese día, el de la foto, miles de norteamericanos, no sólo mi tío recién llegado de la isla, obtuvieron su souvenir junto a la estrella de Hollywood. Fue un verano, durante una campaña de promoción organizada por la compañía cinematográfica, poco después de que la revista LIFE publicara un indiscreto artículo que refería, entre líneas, la peculiar amistad que aún mantenía Marylin con los hermanos Kennedy. Puse la foto sin marco sobre una mesa de mi estudio. Bonita cara, la de mi tío Manolo. Se nota que ese día tocó el cielo con las manos al posar junto a la rubia.

* * * Sé mucho de la vida de Louis Groussac (1889-¿1920 o 1945?), de sus presuntos amores, jamás confirmados, con Josephine Baker, de su amistad con Picasso, de su rivalidad, sus 39

peleas habituales a golpes de puño, feroces e interminables, con el mismo Picasso. Existe una foto en que se ve claramente que ambos resultaron seriamente lastimados luego de una de esas tenidas en que valía todo, incluso mordidas atroces en las orejas y arteros puntapiés en los testículos; la foto fue tomada en París, los dos habían estado bebiendo grandes cantidades de licor durante tres días y tres noches de fiesta ininterrumpida en compañía de una desconocida llamada Gertrude y de dos parisinos cuyos nombres la historia no refiere. Ni Gertrude ni los gandules compañeros de juerga, según relata en un interesante artículo Paul Eluard, intentaron en momento alguno separar a dos de los más grandes artistas del siglo XX que estaban a punto de matarse. Conozco al detalle las anécdotas del período creativo de Louis Groussac, su aborrecimiento por la persona y la obra de Salvador Dalí, la enemistad y el odio que llegó a sentir por André Breton, sus flirteos interesados, aviesos y su ruptura abrupta, definitiva y en extremo precoz, con sus ex amigos comunistas. Sus frecuentes y misteriosos viajes a Alemania. Conozco muchos avatares de su vida. Sus constantes variaciones de estilo y técnica, propios de su personalidad paranoide (lo que a la vez dificulta y facilita mi trabajo), la forma en que trataba a sus numerosos amigos y a sus escasas mujeres, no muy diferente de la de Picasso. Sobre el episodio que Groussac vivió con Hitler cuando éste aun era un desconocido cabo, un herido de la Primera Guerra, conozco tres versiones. La primera afirma que Groussac, durante su breve estadía primero en Austria y luego en Alemania, fue maestro y mentor de quien después sería el Fürher. La segunda afirma algo parecido, pero añade que cuando Hitler descubrió el posible origen judío de Groussac montó en cólera y, junto a un grupo de partidarios, urdió un atentado contra su vida. En un bar vienés, una mujer allegada a Hitler envenenó con oxalato de calcio la jarra de cerveza de la que estaba libando el artista.

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Groussac entró en convulsiones y fue conducido por el mismo grupo a un hospital cercano. Allí lo habrían abandonado, seguros de que el atentado había tenido éxito y sólo era cuestión de esperar algunas horas para que Louis Groussac dejara este mundo. Lo cierto es que el pintor no murió. Por el contrario, se recuperó casi enseguida. Su vigoroso organismo, acostumbrado a grandes dosis de todo tipo de destilados de alta gradación, habituado al contacto cotidiano con metales pesados y pigmentos venenosos provenientes de las pinturas que con frecuencia tomaba directamente con sus dedos para embadurnar la piel del lienzo, estaba inmunizado. Resistía casi cualquier sobre la Tierra. El oxalato ingerido apenas le provocó una pasajera molestia estomacal. La tercera versión es la más sorprendente, sobre todo porque no deja de ser verosímil: Louis Groussac era Hitler. Vale decir: Groussac habría sido un seudónimo del futuro dictador y victimario de media Europa. El nom de guerre que el próximo líder de la Alemania nazi habría empleado cuando todavía no resignaba sus veleidades artísticas y el espíritu de la época imponía, para triunfar en los salones más afamados, un apelativo francés. Groussac pronto se frustraría, luego de sus frecuentes peleas con su amigo Pablo Picasso. Groussac, Hitler, pronto comprendería que el puesto número uno en el arte mundial moderno ya estaba ocupado y quien se sentaba en ese estrambótico trono era precisamente su amigo y compañero de juergas, un español de salud de hierro, terco como una mula, gran bebedor y mujeriego, nacido con el nombre de Pablo Ruíz. De este modo, el dinero, pero sobre todo la fama que logró Picasso habrían provocado, indirectamente, la cólera y el odio irreversibles de Hitler-Groussac. La frustración artística de un pintor que hablaba francés con sospechoso acento alemán habría acabado por torcer, finalmente, el destino de Europa.

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La paradoja mayor es el cuadro Guernica, pintado por Picasso por encargo del gobierno español durante la Guerra Civil que asoló ese país y fue macabro simulacro de la Segunda Guerra Mundial. Guernica sería la reproducción modificada de unos bocetos que en 1920 Groussac, en medio de una colosal borrachera, obsequió con alegría a su amigo del alma, el pintor español. No se puede descartar la posibilidad de que Groussac no muriera en 1920, como afirman sus biógrafos. No es del todo imposible que repentinamente haya decidido dejar de hablar un pésimo francés y volviera con renovados bríos a su elemental y nativo alemán, lengua en la que se manejaba muy bien a la hora de vociferar sus bizarras teorías. Groussac murió en el búnker, junto a su amante Eva Braun. Por orden del propio Groussac, es decir, de Hitler, ambos cuerpos fueron incinerados. Las tropas soviéticas sólo encontraron un simulacro: el cadáver de un oficial de rango menor, con un tiro en la sien, parecido remotamente a Hitler. Este cuerpo, por orden de Stalin, fue conducido con el máximo secreto, como si se tratara de la reliquia o del despojo carnal, momificado, de un santo, hasta los sótanos del Kremlin donde se estudió y conservó durante décadas, mientras la fama del difunto Groussac crecía entre los galeristas y marchantes más renombrados y sus obras se cotizaban cada vez más en el intrincado mundo del arte, aunque nunca llegarían a alcanzar el predicamento y los precios de las telas pintadas por quien fuera su amigo de juventud, Pablo Picasso.

* * *

Huelga aclarar que, después de que descubrí el faltante de miles de dólares en mi cuenta bancaria no he vuelto a ver a Sharon, la pelirroja. Ni en fotos

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Jorge I. Covarrubias

La partida

Es la víspera de la liberación.

Llueve desde hace horas y los chorros de agua golpean sobre las canaletas metálicas de las barracas e inundan los patios.

Los gritos cotidianos han cedido paso a un silencio nuevo en el campo de concentración. Los prisioneros judíos permanecen inmóviles para no dar pretexto a la represión última. Muchos guardias nazis han huido ante el avance de los aliados. Queda un puñado, entre ellos los dos personajes más dispares del campamento.

En la sala central, entre el primer perímetro de defensa y el pabellón de los condenados, ambos guardias esperan el desenlace. Uno de ellos, X, ha sido el verdugo más brutal, el carnicero más efectivo. El otro, Z, se ha limitado a cumplir la barbarie como una tarea burocrática, y su piedad ha consistido en no matar fuera de horario.

Los dos saben que el campamento caerá en horas, probablemente al alba.

Como en las noches precedentes, dialogan casi con monosílabos, muchas veces proferidos ante un tablero de ajedrez. Se conocen muy bien como para tener qué decirse. Pero en este momento que prolonga la certidumbre del fin parecen dos desconocidos frente a frente.

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La lluvia azota los techos y se deshace en trenzas sobre las ventanas.

X admite ante su compañero que todo está perdido y le comunica que se propone una última tarea antes de caer, un objetivo que ha postergado por mero placer; esa noche matará al joven aprendiz de rabino, su víctima favorita porque nunca se queja ni suelta una lágrima y hasta en los azotes recita letanías de rezos en hebreo.

Todo es inútil, objeta Z. Matar al pobre infeliz carece ya de sentido. Quizás intuye que, si no contribuye a evitarla, esa muerte pesará sobre sus hombros más que todas las anteriores. De algún modo concibe que una sola víctima más desencadenará sobre sí el infierno postergado.

X insiste. Matar al muchacho se ha convertido en un imperativo personal, más allá del deber. Z apela a un recurso que nunca le ha fallado frente a una discusión. Propone a X jugar el destino del judío a una partida de ajedrez.

Colocan el tablero junto a la ventana estremecida intermitentemente por el viento. Una lámpara oscilante hace bailotear la sombra de las piezas sobre el cuadriculado.

Las primeras movidas son minuciosamente rutinarias. A la apertura de X, Z responde con una defensa ortodoxa ante la certeza de que un empate dejará las cosas como están, entre ellas la vida que se juega sobre la mesa.

Durante largo rato sólo se oyen las ráfagas del viento. Los guardias se mueven taciturnos.

Z cree llevar a buen fin su objetivo, que intuye como una mínima justificación en una vida de atrocidades. Más que equilibrada, la posición es prometedora porque la agresividad le ha hecho arriesgar en exceso a su adversario. Cualquier paso en falso de X le puede costar la partida.

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Entonces Z se relaja por primera vez y se recuesta sobre el grueso respaldo de su butaca, desentendiéndose del tablero y tratando de descifrar si entre los ruidos de la tormenta se mezcla ya el rugido de los blindados enemigos. A su turno, desplaza confiada y displicentemente un alfil para consolidar su posición. Se dispone a mirar por la ventana, cuando de pronto advierte que ha cometido un error imperdonable. Ha dejado un punto débil por el cual pueden desplomarse sus defensas. Sabe que X no perdona; es un adversario frío, metódico e implacable. Z teme el desenlace inevitable; su derrota significará a la vez la muerte del aprendiz de rabino.

Sin duda, X ha advertido el error. Pero no se quiere precipitar. Se pone de pie y por primera vez mira hacia el horizonte. El patio, limitado por un lejanísimo cuadrado de cemento y alambrados de púa, parece un cuadro impresionista con sus contornos desdibujados. Llueve desde hace horas y X permanece petrificado frente al cuadro de desolación.

X se vuelve, se sienta y hace una jugada trivial. Z primero no lo entiende, y luego se estremece porque advierte que el verdugo no ha ejercitado su derecho a aprovechar el error ajeno. Z no sabe si su adversario lo ha hecho intencionalmente o no. Y nunca lo sabrá, como tampoco el judío sabrá que jugaron su vida sobre un tablero de ajedrez. Vuelve el alfil a su posición original y pocas movidas más adelante sabe que nada puede arrebatarle el triunfo.

Con las últimas jugadas se precipitan los acontecimientos. Los primeros blindados enemigos derriban el portón central mientras otras dos columnas aliadas rodean el campamento en movimiento de pinzas. Los liberadores no encuentran resistencia alguna en las casamatas junto al muro, y avanzan con extremada confianza. Desde los pabellones de prisioneros empiezan a oírse murmullos en oleadas.

Indiferente al enemigo, X inclina su rey en admisión de derrota y se yergue junto a la ventana para morir de pie. Suena un

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disparo, uno solo, que viene desde el camión que encabeza la columna. La bala roza la cabeza de X, que permanece inmóvil, y se pierde en el pabellón más atrás. Como el alemán no se mueve, los enemigos entran sin necesidad de volver a disparar. Irrumpen en la habitación. Tres norteamericanos capturan a los nazis. Un inglés derriba de un manotazo el tablero de ajedrez.

Después son todas risas y llantos de alivio. Los triunfadores destruyen los candados de los portones. Los prisioneros, bolsas de huesos, miserias humanas, cantan sin dientes, hablan sin voz, bailan sin piernas.

Todos salen menos uno. El joven aprendiz de rabino se ha quedado como dormido en su camastro aferrado a una copia rudimentaria del Talmud. Más tarde será una cifra en el registro de la victoria: una sola bala para tomar el campamento, una sola baja casual.

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Jorge Dávila Vázquez

De una rosa

Recuerdo que aquel año pasábamos vacaciones en la Costa. El mar batía la playa, allí, cerca de las cabañas que la señora Meyer había construido, para arrendarlas a las pálidas familias de la Sierra, que venían en pos de un poco de sol, y que se encontraban con el frío glacial de agosto y septiembre, con uno que otro día soleado y semanas de un tiempo de perros, como decía papá, lleno de niebla, viento y hasta de una llovizna finita que nos ponía a todos de mal humor.

Por la noche, nos reuníamos, a veces, en la gran sala de la señora Meyer. Alguien tocaba el piano. Unos grupos de huéspedes jugaban cartas. Las señoras mayores tejían y conversaban sobre las vacaciones de otra época, y se reían al evocar a sus madres, tías y abuelas, cubiertas por amplios sombreros que venían de Europa o de Estados Unidos, y protegidas, por densos velos, del sol, del viento, de las miradas impertinentes, de todo.

Cuando alguna se metía al mar comentaba una voz, era todo un espectáculo, con su largo camisón que se pegaba al cuerpo y volvía aún más insinuante su figura, que recordaba ciertas estatuas de la antigüedad a las que se conocía como de las túnicas mojadas.

Pero ahora la cosa es de un descaro total se quejaba otra voz, ¿para qué ponerse esas prendas mínimas, que muestran más que ocultan?

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La juventud es así afirmaba una tercera, no tiene mucha cabeza. Pero no hay que olvidarse de que todas fuimos jóvenes.

Sí, pero no andábamos por ahí, semidesnudas, en medio del frío.

Nuestras madres no lo hubieran permitido remataba una cuarta.

No, por supuesto que no decían todas a coro.

Una noche, vinieron a visitar a la señora Meyer un pianista y una cantante, que luego de un concierto en el casino de la autoridad portuaria, decidieron quedarse unos días en un pequeño hotel de la playa.

Él era un hombre menudito, dueño de unas largas manos que volaban sobre las teclas del piano y que extraían del viejo instrumento de la dueña de casa insospechadas melodías. Ella, gorda, expresiva, hermosa en su juventud, poseía una voz que emocionaba a los mayores y causaba risa a casi todos los más jóvenes.

Y digo casi, porque nuestra prima Mireya, que acababa de divorciarse a sus diecinueve años, y que vino a pasar cerca de nosotros una temporada de frialdad playera, en busca de cura para su desgarrado corazón como dijera alguna de las ancianas del grupo vacacionante, nos convenció a dos o tres de los menos bullangueros que escuchásemos a la señora Boursellier, porque no tendríamos muchas oportunidades parecidas. Nos habló de su celebridad, de sus conciertos y de sus discos con admirable conocimiento, y, seducidos por la convicción con que decía las cosas, nos quedamos a oírla, mientras los rebeldes salían a pasearse en la orilla, a la luz de la luna, y los fatigados por el juego diurno y las caminatas iban en pos de sus literas en las diversas cabañas.

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Madame Boursellier cantó una serie de piezas que nos llamaron la atención por los sonidos tan extraños que salían de su garganta, más que por otras cualidades, pues de músicos no teníamos nada.

Luego de seis o siete canciones, ella dijo en un español pésimo que no quería terminar sin ofrecernos algunas piezas de las Noches de estío de Berlioz, ciclo que, como todos sabían nosotros no, cuchicheó el primo Anselmo, se basaba en poemas de Gautier. Y ése, quién es, volvió a comentar el muchacho, y fue silenciosamente reprendido por el gesto y la mirada de Mireya.

Pese a que no nos convencía mucho la cantante, las tres obras que interpretó nos gustaron, sobre todo la última.

Es El Espectro de la rosa dijo la señora Meyer, con aire de gran conocedora. ¡Una hermosa canción!, y, en medio de aplausos, entregó a la artista un ramo de menudas rosas, que tomó de un jarrón que estaba sobre el piano.

¡Y qué bella letra! observó Mireya.

¿La ha entendido usted? preguntó la cantante.

Algo, pero mi profesor de francés nos hacía recitar esta historia de una muchacha que vuelve del baile y a la que se le aparece el espectro de la rosa.

“Je suis le spectre d’une rose, que tu portais hier au bal.” recitó la señora Meyer. Se hizo un breve silencio.

Todas las rosas tienen un espectro afirmó Mireya.

¿Usted cree? interrogó la cantante.

Por supuesto aseguró nuestra prima, con esa pasión suya por las cosas de arte. Hubo reacciones de todo tipo, desde las risitas juveniles, hasta los susurros escépticos de las señoras mayores. 49

Todo eso es poesía concluyó la señora Meyer, nada más que poesía.

Luego, la conversación derivó hacia la imposibilidad de traducir literalmente y con ritmo la frase “que tu portais hier au bal”.

“Que tú llevabas ayer en el baile, suena feo, sin melodía, por lo que se dieron, entre todos, a proponer varias opciones, pero ninguna pareció convencerles.

Finalmente, la señora Meyer recordó que se había creado un ballet para el gran Nijinsky (¿Y quién diablos es el gran Nijinsky?, preguntó Anselmo entre dientes. En su tiempo el más grande bailarín del mundo, repuso, en voz baja, pero solemne, la joven divorciada, como algunas señoras mayores llamaban a nuestra prima).

Se mantiene el tema, pero con otra música observó el pianista, que no había abierto la boca en toda la noche.

Una lástima se quejó la señora Meyer.

Perdóneme querida, yo sé que usted conoce mucho de música ( los mayores se miraron entre ellos, como diciendo ves, yo te había dicho que esta mujer no era, simplemente, la dueña de un alojamiento playero afirmó el pianista, en un español perfecto, pese a ciertos guturalismos; pero créame, nuestro gran Berlioz no está hecho para las piruetas de la danza, se necesitaba algo más dinámico, más ágil, más bailable. Digamos, von Weber (hasta que nos salió otro de nombrecito raro, comentó Anselmo, pero ya Mireya estaba cansada de las correcciones).

De acuerdo aceptó la señora Meyer, pero cada vez que he visto El espectro, pienso en Berlioz.

¿Lo ha visto aquí, en este país? preguntó con cierta incredulidad la cantante.

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No, no, por supuesto que no. Pero parece que Ana Pavlova (¿Y esta Anita?, interrogó Anselmo. Era una bailarina extraordinaria, susurró, secamente, la prima), de gira, ciertamente, de paso, lo interpretó unos años antes de llegar nosotros. ¿La Pavlova?

Sí, ella estuvo acá.

¡Mon Dieu! exclamó la cantante.

Sí querida, usted no es la primera gran artista que pisa este país había algo en la voz de la señora Meyer que hacía pensar en una cierta sorna.

Bueno, ustedes me perdonarán, pero debo retirarme se excusó Mireya, y comenzó a despedirse.

¿Debe ir muy lejos? se inquietó la cantante.

Oh, no sonrió Mireya, estoy en la tercera cabaña, de aquí unos cuarenta metros y reinició las despedidas.

Para usted dijo afectuosamente la soprano, y le entregó una pequeña rosa. Espero que tenga un espectro que la acompañe.

Seguro que sí, madame agradeció la joven divorciada, con una ligera venia. Salió y la vimos alejarse.

Una muchacha encantadora observó el pianista. Pero ya no está sola.

No dijimos todos a coro.

De pronto, como salida de la nada, una figura casi inmaterial caminaba dialogando amistosamente con ella.

Se diría que es le spectre d’ une rose… susurró la cantante. Y nadie añadió una palabra más. 51

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Juan Carlos Dido

Para leer con lupa

Descartable

El hombre miró la hora en su reloj pulsera. En la pequeña pantalla aparecía 0.00; sacudió enérgicamente la mano, dio unos golpecitos sobre el vidrio y volvió a observar: 0.00. Oprimió cada uno de los pequeños botones con la mirada fija en el visor: 0.00.

Debe ser la pila pensó mientras se dirigía a la relojería. El relojero revisó el aparato y examinó con la vista a la persona que tenía frente a él.

No hay arreglo explicó. Es descartable y se agotó la vida; tengo que reemplazarlo, señor.

El relojero fue al depósito y retornó a los pocos minutos con el repuesto.

Aquí está dijo, y paró al maniquí junto al mostrador. Después le colocó el reloj en la muñeca izquierda y el nuevo personaje se retiró con el reloj en perfecto funcionamiento.

Puso el cuerpo del cliente inservible en una bolsa de residuos y la depositó junto al cordón de la vereda.

Profusión

La mujer sostenía el espejo con una mano y observaba minuciosamente su rostro. Sin querer, hizo un movimiento 53

brusco y el espejo se cayó, quebrándose en innumerables trozos pequeños. Pacientemente, logró reunir todos los fragmentos y los pegó, recomponiendo la forma original del cristal. Otra vez lo colocó frente a sus ojos y vio, con espanto, que cada fracción adherida reflejaba un rostro diferente.

El perchero

El jefe entró en su oficina y colocó el sombrero, el saco y el paraguas en el perchero. Después vino la secretaria y puso el impermeable y el chaleco. Luego aparecieron los dos empleados y colgaron sobretodos, bufandas y corbatas. Cuando todos estaban absortos en expedientes y sellos, el perchero salió a lucir su facha estrafalaria por pasillos y salas de espera.

Prisioneros

No podían escapar. Estaban engrillados en el soporte que servía de cárcel. Cuerpos desvividos. Parecían fantasmas grotescos balanceándose caprichosamente. A veces se calmaban por un instante. Chorreaban el sudor acuoso que paulatinamente iba acortando sus agonías. A veces se sacudían con un chasquido sórdido. Con el temblor, alguno se soltaba y caía rendido, inerte. Si el verdugo lo descubría, lo colgaba nuevamente en ese indiferente patíbulo. Allí quedaban, hasta que se cumplía la condena. Por fin, venía la señora y se llevaba la ropa seca del tendedero.

La magia del circo (en seis escenas)

I. FRACASO

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Señoras y señores dijo el mago, ahora voy a sacar de mi galera un conejo; un conejito palpitante, tibio, con sus largas orejas temblonas, su piel suavísima, sus ojos cristalinos, su pompón en el rabo, su boca inquieta y sus patas elásticas.

Tomó la galera. Metió una mano. La revoleó. La mostró al público. Llamó a un chico y le hizo meter un brazo.

Nada por aquí y nada por allá. Con un pase de la varita y un leve toque de su extremo mágico tendremos el prometido conejo.

Puso la galera sobre la mesa, la tocó con la varita y su mano enguantada hurgó en el interior. Retiró la mano velozmente y mostró el animalito. No era un conejo; era un pato, que empezó a correr por la arena.

Algo ha fallado. Probemos otra vez.

Volvió a meter la mano y sacó un gato, después una oveja, luego un cerdo, una jirafa, un elefante, una ballena, un gorila, un asno, un lobo, un zorro, una lechuza, un león, una golondrina, un canguro, una vaca, un sapo, un avestruz...

El mago tiró con rabia su galera y se fue entre la rechifla del público.

II. NACIMIENTO

Nada por aquí y nada por allá.

El mago mostró la galera vacía y la colocó sobre la mesa.

Por arte de magia, ahora haré aparecer una paloma.

Tocó la galera con la varita. Metió la mano y exhibió un pichoncito trémulo. Lo soltó y la avecilla ensayó torpes aleteos hasta que pudo controlar su vuelo. Subió, subió y subió hasta que llegó al tope del poste central de la carpa y se acurrucó en el nido.

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Nadie oyó el alegre zureo con que la recibió la paloma madre, que durante muchos días había empollado el huevo que el mago robó un rato antes.

III. ENGAÑO

Después que el mago sacó al conejo de la galera, el animal fue corriendo a su carromato, se sentó frente al espejo y, mientras se desvestía, pensaba:

Otra vez lo engañé.

Cuando terminó de quitarse el disfraz de conejo, la liebre salió a festejar su actuación.

IV. TRAGALDABAS

Durante su actuación, el tragaldabas se devoraba de mala gana varios cuchillos. Pero a él verdaderamente lo deleitaban los tenedores y las cucharas, que engullía golosamente en su casa, después de la función.

V. EL DOMADOR

Entró en la jaula y comenzó su actuación. El tigre lo esperaba expectante. Mientras chasqueaba el látigo en una mano y agitaba la silla en la otra, azuzó, amenazó, agravió, espantó, agredió y humilló al animal. Como final del número, metió su cabeza entre las fauces. En medio de los vítores y aplausos del público, el tigre puso un terrón de azúcar en la boca del domador para gratificarlo por su estupenda actuación.

VI. ERROR

El mago tomó equivocadamente la varita por el otro extremo... y desapareció.

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Genética I

Truchi, la adorada mascota pequinesa, habíamuerto repentinamente. Antes de sepultarla, con las manos temblorosas por el dolor y el llanto, le cortó delicadamente las orejas al cuerpito todavía tibio de la perrita. Las llevó al laboratorio genético para que hicieran una clonación, porque no podía vivir sin su mascota. El experimento resultó carísimo, pero fue un extraordinario éxito. El clon Truchi 2 era igualito al original. Hasta le faltaban las orejas.

Genética II

Cuando le aparecieron las dos protuberancias en la frente, el hombre se alarmó un poco. Pero se calmó al escuchar la confesión juramentada de su mujer de que jamás le había sido infiel. Los bultos siguieron creciendo y los disimulaba primero con una boina, después con un sombrero de copa y luego con una galera. En cuanto se transformaron en dos sólidos pitones, dignos de un toro de lidia, ambos admitieron que estaban ante un serio problema y había que encontrar una solución definitiva.

Los recientes experimentos realizados en el laboratorio del Instituto de Genética Avanzada con resonante éxito estimularon la consulta. El especialista en híbridos aseguró que había recursos científicos para corregir esa malformación antropozoológica, según definió al fenómeno.

La operación y el tratamiento postoperatorio demandaron varios días de internación y aislamiento. Al volver a presentarse en el Instituto, la mujer fue recibida por el mismísimo Director, quien le manifestó que todo había resultado perfecto y le agradeció haber confiado en su laboratorio. Recuerde lo que nos trajo y ahora verá lo que se lleva le dijo el especialista mientras la acompañaba por un largo pasillo hasta un ventanal que daba a un pequeño corral. Vea qué magnífico ejemplar de toro pura raza hemos obtenido. 57

Desencanto

El sapo estaba inmóvil junto al charco. Únicamente su lengua se extendía y ovillaba velozmente procurando ensartar algún insecto desprevenido. La abeja comenzó a revolotear a su alrededor. ZZZZZZZZZ... Subía y bajaba. ZZZZZZZZZZ... Iba y venía. ZZZZZZZZZZ... Giraba y volvía. ZZZZZZZZZZ... Al final, se elevó, apuntó certeramente a la boca del sapo y se lanzó en una picada que terminó con el aguijón ensartado en la rugosa piel. El sapo se confundió. Creyó que era un beso y se transformó en un príncipe encantado que se casó con la abejita.

El zoo fantástico

I. No me encandiles, le dijo el topo a la luciérnaga.

II. El tigre y la cebra intercambiaron sus rayas. Pero después el tigre igual se la comió.

III. El mono, trepado en la rama más alta, mira a las personas y sueña que ha ascendido en el árbol genealógico.

IV. Sólo la hiena se ríe de los cuentos del papagayo.

V. La gente no cree nada de lo que dice el dromedario, al que de tanto mentir le salió una jorobita. Y mucho menos le cree al camello, que es el doble de mentiroso.

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VI. ¡Avancen, avancen con decisión! ordenó el general Cangrejo a su ejército, pero nadie le obedeció.

VII. ¡Epa! ¡Qué susto me diste! le dijo la hormiga al elefante. Te confundí con el oso hormiguero.

VIII. Eva, ven, no te alejes. ¿Qué estás comiendo? ¿Quién te dio esa manzana? Aquella serpiente, papá; es muy amable.

IX. Podrías utilizar tu amplia cola para abanicarme un poco pidió el oso polar, abatido por el calor. Mi cola no es para esas pavadas le respondió el pavo real.

X. En invierno, la jirafa usa de bufanda a la ampalagua.

XI. El cóndor deja que gorriones y palomas que llegan a su jaula se lleven algunas de sus plumas. Entonces sueña que ha recuperado la libertad del vuelo.

XII. Mediodía en el zoo. El guardián acompañaba a un pasante de veterinaria. Entraron en la jaula del león. El animal creyó que le traían la carne fresca del almuerzo y devoró al joven estudiante.

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Feria de libros

I. En un escaparate de la librería de viejo, encontró un antiquísimo manuscrito fechado varios siglos antes de la invención de la escritura.

II. En el estante de libros raros descubrió un ejemplar de la primera edición de El libro de arena de Borges. Entusiasmado, intentó apoderarse del volumen, pero las hojas se le escabulleron entre los dedos.

III. La mujer entró en la librería saltando sobre un pie. Llegó hasta el mostrador y pidió un libro. Lo compró y se fue a los saltos con Rayuela bajo el brazo.

IV. El extraño personaje adquirió la colección completa de Sandokán. Metió todos los libros en una bolsa y se fugó sin pagar. Le resultó algo dificultoso escapar por la calle Corrientes con una pata de palo, el ojo izquierdo cubierto y la pesada carga sujeta al garfio terminal de su brazo derecho.

V. Se acercó al mostrador de la biblioteca del convento y le preguntó al cura bibliotecario por la ubicación de las obras medievales. Se dirigió al sector indicado, escudriñó en los anaqueles y volvió al mostrador con numerosos volúmenes. El cura observó su rostro enjuto, nariz prominente, afilado mentón y perilla raleada. Son todas novelas de caballería acotó el bibliotecario. Lo volvió a mirar con atención y exclamó: ¡Te reconozco, no me vas a engañar, no dejaré que la historia se repita! y quemó todos los libros. 60

VI. El mensajero le entregó al bibliotecario el paquete y una nota. El bibliotecario leyó: Dono este ejemplar de un libro extraordinario. La firma, seguramente un seudónimo, decía Merlín. Abrió el paquete. El libro, un magnífico volumen lujosamente encuadernado, tenía el título en grandes letras doradas: EL GRIMORIO. Completó la ficha y, cuando lo ubicó en el anaquel, desaparecieron todos los libros de la biblioteca.

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Delia Domínguez

Leche Negra

“Que no se acuse a nadie de mi vida” Marguerite Yourcenar

Que no se acuse a nadie, Leche Negra, o Segundo Navarro que era tu nombre de pila pasado por el civil, que no se acuse a nadie de tu vida que ese día eligió la muerte; que no se acuse, para la tranquilidad de conciencia, para la pena de tu viuda y la de nosotros los niños que te conocíamos por Leche Negra, porque ese era el color de tu presentación humana para andar sobre la tierra, y en esos tiempos de 1940 a nadie en el pueblo le importaba un comino lo que se inscribía en el libro de Registros, porque el cristiano merecía su nombre por las galladas o por los miedos marcados en su alma, crecida en la punta más mojada del planeta, donde los lagos y la montaña eran recipientes gigantescos de la lluvia: segunda bendición después de Dios, digo siempre, decimos.

Y Dios Padre o Dios Hijo no sé cuál, a lo mejor Dios Madre en pleno ejercicio de sus poderes marcó tu vida hasta esa tarde, en que la pradera era una fiesta, porque la zona celebraba la Exposición Agrícola del año con lo mejor del ganado lechero, con el último grito en maquinarias automotrices a las que sólo le faltaba una cocinilla para hacer empanadas, con los corraleros de fina sangre, y las señoras emperifolladas atendiendo los locales de beneficencia. Y, como broche de oro, con los diputados y senadores que venían desde Santiago a dar la solemnidad 63

necesaria al acto público, que movilizaba a la provincia entera como si se estuviera frente a un acabo de mundo. Pero yo tenía cinco años, Leche Negra, sólo cinco añitos meados arriba de la montura y en ese tiempo uno no piensa en acabos de mundo, sino en el empiezo de todo, porque la vida y los sueños se miran para adelante y el cerebro terrenal confunde en sus visiones lo que está pasando con lo que pasará, porque a los cinco todo es una nebulosa, un limbo, y creo que por eso no concebí tu muerte como acabo de mundo. Pero, a lo mejor, fue más que un acabo de mundo: una cortadura de ombligo en frío, diría yo, una cortadura con vidrio de botella que rompiendo el huevo metafísico entre la inocencia y la realidad me pilló desprevenida, sin defensas, frente al despliegue de botellas guatonas que el abuelo tenía arrumadas en las bodegas de Bellavista, desde el año en que don Pedro Aguirre Cerda había sido elegido Presidente de la República. O sea, el gran tinto de guarda, para la tremenda fiesta de ahora donde los provincianos sacaban hasta el alcanfor del baúl y sus primores de chacarería, para que vieran los pitucos santiaguinos con los ojos de su cara el grandor de los nacidos en este lado frío del sol.

Y que no se acuse a nadie del dolor que causaste no pueden acusarse la vida ni la muerte ni tampoco mi pesadilla reiterada del aeroplano ciego buscando a quien salvar como el de Huidobro en Altazor, porque en ese momento yo no era Huidobro y, mi pony, la Pancha que apenas tenía 70 centímetros de alzada, tampoco era Altazor sino la Pancha no más, comprada en el Circo Corales por mi abuelo que me la regaló con una cinta en la tusa, para que no desmereciera la tradición de gente de a caballo en .

Así estaban las cosas esa tarde en la pampa del Rahue con el pasto recién segado para que aterrizaran los Fairchild, que traían a una división de aviadores para darle más color al cielo y más cuerpo a la fiesta. Así estaba la gente, apiñada, mirando para

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arriba y para abajo porque el espectáculo andaba por el aire y por la tierra también.

Y yo, Leche Negra, con mis cinco añitos en los cinco sentidos, metida en el tumulto de las personas mayores que me ignoraban como si no existiera. Pero, resulta que yo existía desde que me parieron, y existía con una intensidad más grande que la de todos los grandes de la comarca, porque el campo sin límites y el graznido de los pájaros de agua me afiebraron la imaginación desde el útero y, agregado a eso, mi crecer libremente en la casa de tres pisos donde se bailaba las noches de sábado con valses de Strauss tocados en la victrola con cuerda, o con las canciones aldeanas que la abuela Käty entonaba en su cítara traída desde Hamburgo. Por eso, creo que mis años de entonces, sumaban como cien entre percepciones y soledades y magias inventadas por la Coyita, tu mujer Leche Negra, que me cuidaba desde que la muerte de mi madre dejó su silla vacía en el comedor y yo me quedé sola como palo. Aunque siempre había mucha gente en la casa porque mover un campo tan grande, decía el abuelo, no era como mover un tarro de Royal o una conserva en la despensa.y eso implicaba todo un sistema, una ordenación de códigos para que las cosas no se mandaran abajo, y los niños teníamos que aprender a aguantar para llegar a ser grandes y usar bigotes o medias de seda, según fuera el sexo del cristiano en cuestión.

Pero la cuestión para mí fue muy clara. Como la Pancha era lerda por lo vieja y por lo chica, ni se movía cuando los aviones aterrizaban zumbando en la pampa, o cuando los pilotos con sus mamelucos y gorras de cuero con anteojeras, pasaban del hangar improvisado en un galpón hasta sus máquinas, invitando a los curiosos a volar por unos minutos, como quien dice, a echar una pasadita de refresco por el cielo.

Y entre tanto convite y hélices girando contra el sol encopado, te llegó, te fue llegando el deseo de probar las alturas, Segundo Navarro, te llegó la malura sin vuelta, esa que jode porque estaba escrita y que nadie ni tú mismo podrías haber 65

presentido. Pero yo, con mis cinco añitos meados arriba de la Pancha, recuerdo que se me puso carne de gallina, miedo, anda a saber qué; porque tú, Segundo, eras de la tierra, persona humana cuarteada por la pala y el arado, con tu cara de trigo candeal donde lo único que blanqueaba eran tus ojos que no olvido.

Y el olvido absoluto no existe, Leche Negra. Eso de que después que uno crece se borra la película o se inventan agregados, es una pura mentira. Bueno, algo se inventará, de acuerdo, porque la continuidad de la memoria no puede ser perfecta y, además, un rescoldo de lo esencial queda, y qué más esencial que tu muerte esa tarde de 1945, cuando deslumbrado subiste al Fairchild del piloto Silva entre aplausos y bromas de toda la gente, porque ¿dónde se habría visto un Leche Negra volando como en las películas de James Stewart? Y la película duró exactamente diez minutos porque, recién se habían elevado cuando un estampido tremendo se escuchó en el cielo: era el avión reventado en mil pedazos en la infinidad de la altura, y luego, un silencio de muerte (de qué otra cosa iba a ser) para transformarse casi al instante en gemidos, en llanto de la Sra. Coyita, en puñete al hígado, porque el aparato se vino abajo como un pájaro lastimado a escopetazos y se clavó de narices en la tierra, abriendo un hueco enorme.

Y como la Pancha de lerda y de vieja no se movía, yo me quedé muy cerca del hueco de la muerte, rodeada por un grupo de seminaristas franciscanos que, ese día, andaban con su Superior viendo la fiesta del aire y la otra también. Bueno, ellos altiro se pusieron a rezar en voz alta y, eso me ayudó mucho pienso yo en el momento de la tragedia porque puso como un telón entre lo patético y lo simbólico, y yo me debo haber quedado en el lado de acá, es decir, en lo simbólico porque cuando empezaron a entonar unos responsos en latín que mi cabeza no entendía para nada, me hicieron sentir algo diferente a los gritos de la gente, algo como de elevación a un plano

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misterioso y divino en el que esa muerte tuya, tan desprevenida, iba a encontrar asentamiento.

Y tu asentamiento, desde entonces, está allá arriba Leche Negra, en esa comba azul que llaman cielo y, yo aquí abajo, ahora sin la Pancha que, de puro ciega le entró el fallecimiento de un cabezazo que se pegó en la arboleda, así es que, a quién me voy a quejar, a quién se le podría acusar de tu vida o de tu muerte para justificar razones existenciales, o para sonarme las narices como acto de valentía, a quién diablos, si los seminaritas franciscanos, a lo mejor, ya son obispos, y el Padre Superior que era más viejo debe estar contigo a la diestra de la Santísima Trinidad. Y para colmo, nadie habla latín en estos tiempos, ni siquiera para un Réquiem, y la gente de entonces se desparramó por sus propios mundos sin dejar aquí ni rastros de sus almas.

Así están las cosas, pura soledad en la pampa; únicamente permanece el manzano donde se desnucó la Pancha y los rododendros que crecen en esa latitud como plantas silvestres. Aparte de eso, el vacío. Algo como un limbo, con mi dolor al pecho y el recuerdo de tu último palabreo cuando dijiste: ni leso que no vuele ahora cuando los motorizados me convidan. Y hasta el Lucho Pérez que era tonto celebró tu ocurrencia a carcajadas, por si acaso lo llevaban a él.

Pero para nosotros no había llegado la hora, seguramente el dedo de Dios no llegaba por abecedario aún a la letra de nuestros nombres, donde el que se jode se jode por estar inscrito en el Registro humano, como todos, Lechecita, y eso no basta ni para un consuelo o para una sonada de narices, menos ahora que todos los sin arraigo se fueron muy colijuntos porque no encontraron a quién echarle la culpa de tu malura y de la reverenda curadera de aquella tarde, cuando la Pancha y yo permanecimos escupiendo salmuera en nuestro sitio durante la mitad de la vida, porque éramos el quinto jinete del Apocalipsis entre los rododendros en flor.

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OSWALDO ENCALADA VÁSQUEZ

El café

Sostiene con la derecha la taza mientras con la izquierda toma la manija para cerrar la puerta. Una mujer acaba de pasar por la acera. En cuanto ha dejado el espacio el hombre echa a caminar hacia la esquina. En los quince días transcurridos desde que comenzó, ha comprendido que debe moverse de cierta manera para mantener una velocidad apreciable, y también, lo que es más importante, una estabilidad adecuada. Solamente en los tres primeros días regó algo de café. Llega a la esquina y continúa en línea recta. Un grupo de muchachos sentados en el borde de la acera lo mira con extrañeza. Llega a la otra acera, y una vez sobre ella comienza a caminar con más decisión. Es la hora justa, el café está caliente, tanto que, de encontrarla, habrá que esperar algunos minutos antes de beberlo. Ha aprendido también que es mejor llevar la taza cubierta con el plato, porque le da más ventajas: evita que se enfríe y, sobre todo, que pueda entrar alguna basura cuando a veces se levanta el viento. Ha descubierto cómo esquivar con seguridad a la gente. A veces conoce el movimiento de los que vienen por delante, adivina las intenciones. Cuando ve que son peligrosas se hace a un lado, desciende a la calle o se arrincona protegiendo la taza con el cuerpo. Cuando alguien se aproxima con mucha prisa, se detiene y ofrece todo el paso libre. Si hay un perro, cruza al frente. Hace quince días le llegó el conocimiento. Sebastián se encontraba sentado en el sillón de gastado terciopelo rojo. 69

Recibía el sol de la tarde. Se había adormilado brevemente cuando despertó sobresaltado. Había oído un tintineo de metales, como cubiertos desparramados en una mesa. Ya despierto del todo había escuchado las últimas vibraciones de algo que identificó como una cuchara en colisión con la loza. De inmediato le vino una fuerte y segura presencia de café, un largo olor gratísimo y oscuro, una hebra de fragancia dulce. Pensó que venía del exterior; pero todo estaba cerrado y en la casa nadie más habitaba. Vio el reloj: eran las cuatro de la tarde, la hora exacta en que su madre tomaba el café, que le era tan apetecido y necesario. Se levantó de un salto, asustado, y se dirigió al cuarto de ella. Empujó la puerta. Era la primera vez que lo hacía desde que se había ido. Entró decidido y le pareció descubrir que el último eco del sonido de la cuchara venía desde su silencio polvoso, y que la última molécula de fragancia también se desprendía del sitio. En medio del silencio y el cálido ambiente con olor a ropas antiguas y a aire encerrado le pareció ver a su madre, postrada por los largos años de enfermedad, reclamarle con los ojos decaídos su taza de café, que era lo único que la reanimaba y daba vigor a sus cansados miembros, y lustre a sus ojos apagados. ¡Mamá! dijo en voz alta, y se sorprendió de la palabra. Todo se aclaró. El silencio de ese momento era el mismo silencio entre resignado y suplicante de ella a la hora en que debía llevarle la taza de café. Ahí estaban, sobre la mesita, la taza boca abajo sobre el plato, y dentro de ella la cucharilla, y más allá el frasco de café. Salió de la habitación y entró en la suya. Se cambió de ropa y pasó a la cocina. Colocó una cafetera con agua, y luego, de prisa, sin ninguna otra idea que estorbara su designio, fue a la habitación de la madre y trajo el frasco de café con la taza, el plato y la cuchara. Dispuso todo en la mesa y esperó el hervor. Pasados cinco minutos apagó la cocina y vertió el agua en la taza. Preparó el café y salió a la calle. Ese primer día fue difícil porque iba con el plato debajo y le entraron pequeñas partículas de polvo. Aquel día

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caminó veintiuna cuadras en la misma dirección. Llevaba los ojos fijos en la taza, por el temor de que se regase. A las seis y media de la tarde regresó, cansado y dolido de no haberla encontrado. Cuando ya estuvo en casa, arrojó el café helado en el fregadero y pensó que podía haberla encontrado si hubiera caminado con la cabeza levantada, más atento a los ruidos, a las voces, a las presencias fugaces en las ventanas y en los balcones. El segundo día caminó siete cuadras y entró en una iglesia. Ahí se sentó, no por pereza ni cansancio, sino porque recordaba su gran devoción. En el espacio penumbroso y frío estuvo hasta que cerraron el templo y tuvo que marcharse por la fuerza. El café se había enfriado más deprisa por las heladas emanaciones de Dios. Otro día se quedó de pie más de una hora junto al largo zaguán de una casa antigua, cuyo piso estaba formado de piedra menuda y de hueso. Ahí esperó alguna señal, una tos, un suspiro para entrar de inmediato; pero nada se presentó y tuvo que volver. Otro día llegó al edificio de los juzgados. Anduvo de oficina en oficina, aturdido por el innumerable ruido de los sórdidos engranajes de la justicia, entre gentes apiñadas junto a las puertas, entre testigos que se alistaban a jurar, entre delincuentes y policías. Al siguiente día caminó doce cuadras y llegó a un parque. Buscó un sitio vacío y se sentó a esperar. Pero hoy ha resuelto que irá por cerca del mercado. Para ello debe caminar en línea recta alrededor de catorce cuadras. Una tras otra quedan atrás las manzanas y va aproximándose a su destino. Llega finalmente a la zona del mercado y decide esperar en la esquina. Puede ser que ella aparezca, como hace muchísimos años, haciendo ya las compras para la semana. No importa que la hora no sea la correcta. Todo puede suceder, y si ella está con el deseo del café, puede aparecer, y entonces volverán a brillar sus

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debilitados ojos, y dejará de mirarse las manos arrugadas y endurecidas, con esa vencida actitud de humildad y desesperanza. Pasa el tiempo. Es la hora de regresar. Las calles, insensiblemente, pierden gente. Reconoce que no fue la dirección adecuada, y es por eso que sus ojos no podrán encenderse brevemente ni sus miembros recobrarán un desmayado vigor. Ya en casa arroja el café y se sienta a pensar. Debe hacerse un riguroso plan de búsqueda. Recorrerá la ciudad en línea recta, luego lo hará en círculos, y luego, más tarde, si todavía no la ha encontrado, la recorrerá al azar, y tendrá que incluir en su búsqueda las minuciosas calles del otro lado del río, los lugares que ella nunca conoció.

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DAVID ESCOBAR GALINDO

Pimpón de frases

La vio venir y los repiques interiores fueron inmediatos. Venía a su encuentro, evidentemente, y esa sola sensación le ponía todas las neuronas en alerta. Él ya estaba de pie cuando ella llegó a la mesa. Era el lugar de siempre. Un cafetín de mala muerte en el que podían pasar inadvertidos, siempre que llegaran vestidos y calzados como todos los parroquianos del barrio. Pero esta vez había algo diferente, hasta el punto de ser contrario. Él siempre fue el súbdito, el reverente, el obsequioso. Ella siempre la majestuosa, la pudiente, la merecida. Se sentaron. Pidieron los respectivos cafés espesos con piquete de aguardiente. Se sabía que llegarían acompañados con aquellos tamalitos de chipilín que eran los más sabrosos de la galaxia. Ummm. Las miradas se tocaron en el aire con olor a espesura de vecindario encariñado con los placeres noctámbulos. Estuvieron así por unos momentos. La mirada de ella como un hilo de enredadera temblorosa. La de él como un alambre orgulloso de su tensión. Ella entonces le tomó la mano dejada sobre el mantel percudido, y empezó a explicarse. A defenderse con la lógica más manida de todas: aquello de que todos somos humanos y cometemos errores; aquello de que las tentaciones son manipuladoras y la carne es débil; aquello de que el diablo tiene argumentos de irresistible colorido. Él oía, al principio impasible, luego atento, después embelesado; pero con el cuidado de esconder ese tránsito para no perder la posición ganada con tanta disciplina agónica. Ella se detuvo para dominar el galope de la respiración. Vendría, entonces el golpe de efecto 73

final: la petición explícita de perdón, y la oferta contundente de fidelidad a toda prueba. Él se lo leyó en los ojos y en los labios, antes de que brotaran las palabras, que eran ya el envoltorio crepitante del sollozo. Y como no había nadie más en el lugar, tanto las palabras como el sollozo destellaron sin competencia. Él se sintió en un segundo capaz de ser el héroe que le ponía a su sufrimiento el disfraz de las supremas grandezas. Las tazas y los platos estaban vacíos. Ni siquiera se podía disimular un momento con un trago o con un bocado. Había que responder con una palabra, con una sola palabra, que no podía ser más que una absolución o una condena. ¿Cuánto duró la espera? Lo suficiente para que en la pantallita interior de la mente de ella se dibujara una frase con caligrafía segura: Ya cayó otra vez el maje. Y lo suficiente para que en la pantallita interior de la mente de él se graficara la antigua copla:

La gata que a mí me araña estando conmigo en paz, por más caricias que me haga no me vuelve a arañar más.

¿Cuál de esas dos frases salió triunfante aquella noche? Se lo contaremos a ustedes en el próximo capítulo.

ILUSIÓN ÓPTICA

Subieron al tercer nivel, donde está la sala de espera para los exámenes. En las filas de sillas tapizadas de plástico floreado en tonalidad crema, lo que abundaba eran las personas mayores, muchas de ellas con un ojo cubierto con vendas, por operación de cataratas. El rótulo en letras doradas tras el mostrador para las anotaciones de los pacientes da el nombre del lugar: Stark- Mosher Center for Cataract and Corneal Diseases. Es el Wilmer Eye Institute del Johns Hopkins Hospital, de Baltimore, esa ciudad

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portuaria que parece detenida en una tranquilidad peatonal casi inverosímil. Se anotaron y fueron a sentarse, a aguardar que los llamaran. La llamaron a ella: Miss Angelina Fiore, please. Él se quedó solo, aguardando su llamado. Unos minutos después, y mientras iba rápidamente al WC, para estar listo al momento de la llamada, se encontró con aquella dama ataviada cuidadosamente a quien conducían en una silla de ruedas, con ambos ojos vendados. Cuando se cruzaron, ella hizo el gesto de detenerse, y el empleado que la conducía obedeció porque era un empleado suyo. Ella lanzó el saludo ya cuando él estaba a punto de cruzar la puerta del servicio para caballeros: Hola, Bernardo. Él se detuvo en seco. La voz le era perfectamente recordable, aunque la apariencia de la dama no le traía ninguna imagen conocida. Ella, que evidentemente no podía verlo, adivinó la reacción: Soy Arlette. Bar Harbor. Harborside Hotel. La Bella Vita Ristorante. Una cadena de signos. Sí, ahora lo recordaba todo. Tuvo un escalofrío. Perdona si no te reconcí en un primer instante… Es que el tiempo lo va cambiando todo…, casi todo… Pero tú sí eres perfectamente reconocible… No has podido verme se asombró él. Te identifiqué por dos cosas: el perfume y el paso. Él no pudo evitar reírse. Sí, tu perfume es el mismo de entonces: Equipage de Hermés; y tu paso es inconfundible: dos golpecitos de talón y uno de punta… Eran tus dos señales de caballero original… ¿Nunca te lo dije?... No me acuerdo se evadió él, tratando de ver si su mujer venía por el pasillo interior de las salitas de exámenes. Ella volvió a adivinarle el gesto:

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Querido, no te preocupes. Aquí todos somos pacientes, simples pacientes… ¿Y tú qué has venido a hacer? le nació a él preguntarle. Lo mismo que tú. Lo mismo que tu mujer. Tratar de resolver problemas de visión. ¿Pero los dos vendajes…? avanzó él, más por curiosidad que por interés. Cataratas, cariño. Preferí hacérmelas de una sola vez. Esto es cuestión de horas. ¿Y tú? ¿Yo? Sí, tú. Yo tengo un problemita en la mácula. ¿Y ella? ¿Ella? Sí, tu mujer. Algo en la córnea. Cosas de cuidado. ¿Y dónde se hospedan? En el Renaissance. Yo también. Nos vamos mañana mismo de vuelta a New York. Yo también. Vivo en New York desde…, bueno, desde entonces… En el East Side, muy cerca del MET. También nosotros. ¡No puede ser! ¿Y cómo es que durante todos estos años no nos hemos cruzado ni una sola vez? Yo vivo sola desde que enviudé. ¿Recuerdas a Fred, mi marido, verdad? Él hizo un gesto casi de turbación. Sí, lo recordaba, ¿cómo no iba a recordarlo si fue su jefe hasta que, bueno, hasta que pasó lo que pasó…? Cuesta olvidar, ¿verdad? lo escrutó ella, de seguro lo escrutó a través de las gasas. Quizás se evadió él, ya con la atención puesta en la figura de su mujer, que había acabado su examen y regresaba a la sala de espera.

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En ese instante lo llamaban a él. Con un murmullo se despidió de la dama en la silla de ruedas. Un murmullo ininteligible como había sido todo lo que pasó…, bueno, lo que de alguna manera pasó, por aquel impulso que, en el momento de pasar y con todas las iluminaciones emocionales convergentes, bien pudiera haberse confundido con una ilusión óptica, una y pasajera ilusión óptica…

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VÍCTOR FUENTES

Gracias a la vida

Febrero 9, 2014. Hoy domingo, antes del concierto, a las 2, en la entrada del Museo de Arte de Santa Bárbara, de Perla Batalla y su grupo musical, me dirijo al rincón Dama, Caballeros del Starbucks de la esquina. Me falló el número de la clave de la puerta y, al volver de pedirla de nuevo, y casi olvidada, ya se había entrado otro. Quédese aquí, me dijo la dama parada ante la puerta de la suya, cuando salga dejará la puerta abierta, como ésta, añadió metiéndose en la suya de la que salía una joven. Y así fue. Alta, bien peinada, con sus aretes lucientes, vestida de domingo, tendría unos ochenta años esta amable señora latina. Afuera del Museo, no había casi sillas en la reducida explanada de su pórtico, ni dejaban sentarse en las escalinatas, de 5 o 6 peldaños, de la puerta central, pero sí en las dos laterales. Me recosté en la barandilla al pie de la escalinata, y, al volver la vista, noté que parada, junto a la de arriba y de enfrente, con su vestido negro y un sinuoso listón blanco, estaba ella, separada por la barandilla de un par de amigas sentadas. Fantástica la música, y encantadora Perla Batalla, gafas negras, melena ondulante, cimbreante, bailando y cantando con una voz llena de sentimiento y energía, acompañada de sus músicos. Pasó de una ranchera de Alfredo Jiménez, a Sabor a ti, Yo tenía un cascabel, a una cumbia, bailada por el director musical del grupo, y a la, extraordinariamente, bien cantada Reloj, no marques las horas, que había anticipando diciendo que era una de las más magníficas canciones. Se vivía con gusto, ritmo, y emoción cultural el espectáculo musical, organizado, preferentemente, para la 79

creciente comunidad de habla hispana. En un pequeño hueco en el centro de la explanada, una pareja, de la media edad, pero muy estilizada, se sorbía, bailando, el Sabor a ti; una niñita, morena, de no más de tres años, acompañaba con sus saltitos de baile, y encantadora carita, cada una de las canciones… Ahora, Perla cantaba Gracias a la vida de Violenta Parra, y al entonar Que me ha dado tanto, sentí un sordo, e imprevisto, ruido, el de la anciana dama que se desplomaba 5 escalones boca abajo y quedaba tendida a dos pasos de mí. Me incliné hacia ella y, enseguida, acudieron varias personas y los del Museo. Pensé que era una caída muy aparatosa, pero…, de pronto, vi un chorro de sangre, muy densa y oscura, en el pavimento y cubriendo parte de su cara. Trajeron toallas de papel y un empleado del Museo dobló su chaqueta azul y cuidadosamente la puso bajo su cabeza… El atónito estupor se extendió por la pequeña explanada enmudecida. Penosa impavidez en los rostros, segundos antes, tan alegres, golpeados por aquel funesto detenerse del reloj marcando la hora musical: las desconcertadas miradas de los niños y niñas más cercanos al suceso reflejaban una angelical piedad... Al llegar los primeros auxilios, y la ambulancia, su ululante bocina barriendo, en State Street, el festivo eco musical que, poco antes, la había y nos había alegrado tanto, me fui afligido (no, no compraré el pastel que había pensado), tras haber dado una última mirada al rostro ensangrentado y apenas balbuceante de la amable dama, de quien había estado tan cerca por más de una hora y que, en menos de un par de segundos, la maldita Fortuna la había traspasado de disfrutar una música, que tantos gratos recuerdos le traerían, a desangrase en la piedra a la puerta del Museo de Arte. Esperemos que, y gracias a su vida, la caída no resulte tan grave como la hemos sentido tantos corazones, y todo se quede en una estatua yacente de mi imaginación.

Y así fue.

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MANUEL GARRIDO PALACIOS

El árbol del futuro

I Todo es único, madre, nosotros, el árbol y el coche de línea que esperamos. Nada más hay en este trasmundo que da a la nada si no es la arena que salta a la moquera y la reseca, al gaznate y lo raspa; pero aquí estamos en amor y compaña bajo el árbol que nos ensombra, que tardará en ser muñón que lama el viento y devore el tábano. El coche de línea frenará ante este árbol que plantó padre al saber que el coche de línea pasaría; abrió el hoyo a manotazos, clavó el cepellón y le trajo de beber en cántaros. Lo llamó Árbol del futu- ro, nombre bonito para estos pagos, si ayer desnudos, hoy sin almas ni manto, donde hasta la soledad está sola. Mientras nos quede aliento esperaremos bajo su sombra el paso del coche de línea. Se lo prometí a padre con los labios pegados a su frente helada cuando lo enterramos hecho cosa, no persona, y se me hizo ley dentro. Del coche de línea dijo: El destino nos echa un cabo. Era agosto; había apañado almendras de rebusca y las trajo a hom- bros para que el coche de línea las llevara ¿dónde? Pero el coche de línea no pasó esa semana y cuando el coche de línea vino a los siete días, el chófer del coche de línea le negó el porte. Padre no pudo explicar al chófer del coche de línea cuántos días y cuántas noches son siete días y siete noches de espera, y gastó su silencio en las le- guas a cuestas con los sacos prietos. El coche de línea los hubiera llevado sabe Cristo; ¿cómo hacerlo si no era en el coche de línea? ¿Para qué, entonces, el coche de línea? ¿El futuro a qué sabe?, le pregunté, por saberlo. Él me dijo a voz rota, quebrada la creencia: Ese futuro no es mío; es atolondrar un ave para que no corra ni vuele ni píe. Arrímate al tronco, madre, que los ramajos alivian el 81

recalmón. Los rayos tuestan la tierra, entrecuelan el fuego por las hojas, hieren la vista, infinitan la vida. El coche de línea no volverá hasta pasados siete días y hay que esperarlo hoy aquí, como lo esperamos ayer y lo esperaremos siempre. En aquellos siete días le conté a padre mi proyecto de descubrir América, una América plantada de árboles de esperanza, como el suyo, otra América que a la historia se le había ido por alto. Hice un mapa en la arena y señalé: Aquí, nosotros; allá, América. Entre tanta agua, ¿no habrá un islote que sea la América ideal? Él me dijo al rato de pensarlo: Tiene fundamento, pero no te lo van a entender. Yo no quería descubrir nada, sino achicar el tedio y compartirle un proyecto: ayudarlo a no fracasar en el suyo por tener un hijo incapaz de descubrir nada. ¿Ves lo que yo, madre? Es la ventolera del coche de línea. Flota en el vaho y ya mismito van a chirriar los frenos al pie del árbol que plantó padre, justo donde el chófer le negó el porte de almendras. Cuando pare, no subiremos; que se vaya sin nosotros un día más. Y no te inquieten los gritos del chófer; se obliga a frenar aquí si ve gente bajo el árbol; peor que su vómito de insultos fue el golpe de los sacos dando en tierra; peor la amargura de padre regando con sudor este yermo. Que pare el coche de línea aquí delante así se le azule la lengua al chófer por decir que ando loco y que hablo solo. Bastará con volverle la espalda y desandar el camino para que padre, desde dónde esté, vea que el coche de línea rinde cuentas ante el árbol que él sembró. Cada siete días dejaremos intacto su sueño y cumplida mi promesa. Si padre pasó por la vida sin ruido, que la cólera del chófer del coche de línea se condene a ser prédica inútil en este desierto.

II La noche de la promesa los rayos mordían los cimientos de casa, el cielo era un relámpago, el aire un trueno. Iba padre del postigo al fuego a prender un cigarro con manos sin fe y las ascuas temblaban en sus lentes; al volver del fuego al postigo yo veía que no era del fuego al postigo, sino a un estar a la vez dentro y fuera en un sinsabor de miedo. Si entreabría la hoja nos cegaba el relámpago

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y el trueno retumbaba en los cristales como llamada urgente. De madrugada, un relámpago nuevo barrió de luz la ventana y padre pegó la espalda al muro. Quise compartirle el latido pero rehuyó mirarme. La luz quedó quieta y el trueno golpeó la puerta: ¡Abre, que estamos chopas de la puta lluvia!. Siete hombres de uniforme de trueno con siete bocas de trueno penetraron nuestra hondura para sacar a padre del revuelo de tu falda y de tu llanto, madre, como si la muerte pariera: Anda, vamos a dar un paseo en el coche de línea para que te diviertas. Eso le dijeron. Pero no era el coche de línea, sino el gris chaparro que olía a muerte. Por el vaho de la ventanilla nos vio abrazados en el umbral y quiso decirnos ¿qué?, al tiempo que le brillaron los ojos para nunca brillar más. Caíste sobre mí, madre, yo una astilla endeble bajo tu monte de pena, mientras de la negrura brotaban otras voces, otros relámpagos, otros truenos. Cuando la ronquera del motor se hizo linde y nos dejó con la del agua, el silencio y la rabia prendieron para siempre en este desierto. Si quito lo de América, poco hablamos padre y yo en el tiempo común que nos tocó en suerte. Igual nos dijimos nues- tros nombres, qué frío hace, qué hay de cena, o nos sentamos a la par ¿cuántas veces? coincidiendo con saraos de bullanga y cacerola. Camiseta de enguate, botas de salitre, gorra y quitafríos, era puerto su mirada; puerto del desencanto. Y dulce; no aguda: dulce. Lo enterramos al alba sin boato ni historias: la manta por mortaja, las tablas del catre por féretro, sin tachuelas, con amarrijos de estopa, tú y yo, ni siquiera hermano, que dormía en su cuna y lo cree desde entonces llevando almendras por los mundos a los que va el coche de línea, trasto del futuro que acaba de parar al pie del árbol que nos cobija. Antes de la palada final destapé su cara, besé su frente y le hice la promesa bajito, como te hablo ahora.

III Apura el paso, madre, no caigas en este chinchal ya que hicimos de la espera nuestro porqué. De nada vale muerte sobre muerte. Serás mancha parda de un palmo de pampa, sobra derramada del olvido. Resiste a mi vera en este regreso a los princi-

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pios. No apagues tus días en un fuego sin llama; antes que alguien dé contigo lo harán los buitres y nadie sabrá luego cómo eras. Ven- teo a cada tirón de cuerpo latir de aldea, frescor de patio con jaz- mines, ñames, chamusco de cocina, crujir de sillas de anea. Iré con- tigo hasta que dure, si no, llega tú sola y muere como muere la gente, en cama, llanto alrededor, cirios a los pies, beato en la mesilla, escapulario y raso en tu cuerpo; que manos tibias bajen tus párpados, no éstas que te sostienen, que raspan. Yo no he muerto nunca, pero vi a padre la noche de los truenos y no lo quiero para ti. Mira bien que tu cabeza caiga en almohada, tus manos en el pecho, tu boca en el embozo bordado y que cuelgue rosario del muro. Si te topan aquí hecha pitaco con moscas dirán que te lo hiciste a las ma- las y meterán el ojo en tu tristeza, que ha de morir contigo y no cebar carroñeros de alcoba. Achucha, no te coja el suspiro en este lejío al que ni tus restos valdrán de abono. En el primer diostesalve te procuraré gente y parihuela para que vayas tendida, que revuelo de sustos suertean condolencias y hacen que la muerte parezca más muerte aunque sea la misma. Al ir de últimas probarás ternuras de las que llenan el alma de lo que anhela. Doblará la campana siete veces y el bronce llevará lejos tu noticia, pero ahora dale, un pie y otro, a rastras, si es que te vino la horita mala. No caigas en este baldío al que padre quiso sellar con el Árbol del futuro. ¡Qué muerta tan fea vas a ser bajo este calor verdugo con las uñas romas, la boca y la nariz colmadas de arena mientras el viento juega con tu ropa y tus ayes tontamente! En la aldea te darán leche tibia y puede que te froten las sienes con ajenjo, te anisen los labios, te mojen con menta y vinagre, te hablen de usted y te bajen los párpados hinchados con manzanilla. Favores postreros, madre, placeres de limosna que duran lo que la chispa contra el pedernal, pero sé buena contigo y tómalos, no te me consumas en este quemado ahora que cumplimos la promesa otra semana con el coche de línea. Si caes, el coche de línea pasará igual dentro de siete días, pero no rechinarán sus frenos porque el chófer vea gente bajo el árbol, sino porque los buitres en círculo le den la razón que espera desde tanto tiempo...

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ISAAC GOLDEMBERG

A DIOS AL PERÚ

Dios y los judíos

Angel jamás sintió la muerte tan cerca como ese día que se cayó el ascensor. Desde antes de salir del departamento de su hermano tenía ya la corazonada de que algo, tal vez una de esas fuerzas misteriosas que siempre rondaban a su mamá, lo colocar- ía al borde de una experiencia trascendental. Cuando llegó al ascensor, ya estaba allí la vecina del depar- tamento del frente, una viejita rusa que tenía tatuados unos números en el antebrazo, lo cual indicaba a todas luces que era una sobreviviente del campo de concentración. Angel la saludó muy cortésmente, cosa que no se estilaba en Nueva York, por lo cual la viejita, que nunca antes lo había visto en el edificio, se asustó. No le devolvió el saludo, ni siquiera lo miró y cuando llegó el ascensor, por nada del mundo quiso entrar primero, por más que Angel le regalara su mejor sonrisa y le dijera no tenga miedo, señora, soy el hermano de Jacobo, su vecino, pase, pase usted primero. La viejita ni lo miró. Se quedó ahí tiesa. Angel entró y fue a parapetarse contra el rincón derecho, al lado de los botones. La viejita todavía dudó unos segundos antes de entrar e ir a colocarse en el rincón izquierdo. Angel apretó el botón del vestí- bulo, la puerta se cerró, el ascensor arrancó y, al segundo, se lanzó en una caída estrepitosa. Angel sintió que sus huevos se le con- vertían en corbata, como se dice vulgar pero muy acertadamente. A la viejita se le desorbitaron los ojos. Quiso gritar, pero lo único que le salió de la garganta fue un vaho espeso, provocado por el terror. Y el ascensor seguía cayendo, cada vez más rápido, ganaba velocidad mientras más caía, y la caída había empezado en el 85

décimo piso. A ninguno de los dos se le ocurrió apretar el botón de stop. Sabe Dios si esos mecanismos funcionan o si están ahí por puro gusto, cosa que a ninguno de los dos se le ocurrió pen- sar, porque cómo iban a pensar en eso teniendo ahí al frente a la muerte, mirándolos. Angel y la vieja sí pensaron en eso: que se habían subido al ascensor con la muerte. Y la muerte era la otra, el otro. Si no hubiese sido tan grande el terror que cada uno de ellos, por sepa- rado, le tenía a la muerte, seguro se hubiesen despedazado a gol- pes, arañazos, mordiscos. El caso es que el ascensor seguía cayen- do y lo único que les quedaba ahora pensó cada uno, por sepa- rado era encomendarse a Dios. Entonces Angel invocó la gracia divina: Barúj atá Adonái, melej haolám. Barúj atá Adonái, melej haolám...Barúj atá Adonái melej haolám... Y de ahí no pasaba porque no conocía ninguna oración judía para evitar las caídas en ascensor. Barúj atá Adonái melej haolám y la vieja ahora sí lo miraba estupefacta porque jamás se hubiese imaginado que ése que estaba ahí cayendo con ella quién sabe si al fondo del infierno era judío. Hubiese jurado que era indio, quizás apache o navajo, máximo mexicano, ¿pero judío?, ni en sueños. Tal era su ignorancia compartida por millones de neo- yorquinos, judíos y no judíos, con respecto a la existencia de judíos en otras partes del mundo que no fuese Isreil, Yurop y los Yunaited Esteits. Es decir, Israel, Europa y los Estados Unidos. Sin embargo, en esos ojos ignorantes, pero capaces de adivinar más de una verdad, Angel encontró una extraña inspiración. Se enco- mendó a Jesucristo, pero para sus adentros, no fuese a ser que la vieja entendiera español. Pero ni bien mencionó el nombre de Jesús, el ascensor se sacudió como si fuese a estallar en mil peda- zos. Fue ahí cuando vio a Dios, reflejado en el espejito del lado superior izquierdo que servía para ver si alguien estaba escondi- do en el ascensor, un ladrón, un asesino, un violador. Esos Barújs atás Adonáis habían dado su fruto, ahí estaba nada menos que

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Adonái, igualito como siempre se lo imaginó desde el día que supo mejor dicho, sintió que era judío. Adonái le guiñó un ojo, luego le guiñó el otro, unos ojos que despedían llamaradas debajo de unas cejas de raíces enredada- mente negras. Y no sólo le guiñó el ojo sino que le habló, no con palabras, más bien con un silbido, una especie de susurro de flau- ta que le impartía sosiego, esperanza. La muerte, que segundos antes la había tenido tan cerca, se desvaneció. Lo que ahora tenía en frente de él ya no era la parca, sino una pobre vieja cagada de espanto, una pobre viejita que en ese momento ponía en duda la existencia misma de Dios, por más que fue Dios quien la salvó del campo de concentración, pero ¿para qué, para ponerla en brazos de la muerte en un ascensor de Nueva York? Eso pensaba la vieji- ta. Eso pensaba porque la vieja, de espaldas al espejo, no podía ver a Dios. No, a Dios no: A Adonái. A Adonái en el espejo, son- riéndole a Angel, cómplice en su salvación. No la eterna, sino la de ahora. Entonces, milagro de milagros, entre el primer y segundo pisos, el ascensor paró en seco. Hasta Dios sintió el sacudón. El espejo se partió, cayeron al piso, en pedazos de vidrio, los ojos de Dios, su nariz, su boca, el mentón. Y encima de ellos cayó de bruces Angel, tasajándose cara y brazos, pero los cortes no los sintió. La viejita, que se había su- jetado a las barandillas del ascensor, no fue a dar contra el piso, pero el golpe la zarandeó de arriba abajo como a un acordeón. Ninguno de los dos sabría decir cuánto tiempo estuvieron en si- lencio mirando al vacío o mirando o sintiendo quién sabe qué co- sa, porque la viejita estaba segura de haber visto una sombra que salía del ascensor deslizándose por debajo de la ranura de la puerta, y Angel estaba seguro de que algo abandonaba su cuerpo, una suerte de materia gaseosa como él imaginaba que debía ser el espíritu, pero consciente de que no era su espíritu sino el de Dios. ¡Apriete el botón de la alarma! gritó la viejita en cuanto se dio cuenta de que estaba con vida. ¡Aire, aire, me asfixio!, grita- ba palpándose la cara, la cabeza, el pecho.

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Angel pensó que a la vieja le iba a dar un infarto, apretó el botón de la alarma y, acto seguido, se le acercó haciendo de tripas corazón, pues sabía que en casos como ése lo más indicado era darle respiración boca a boca. La vieja parecía una perrita cha- muscada y sus fauces, desdentadas y cavernosas, despedían un aliento nauseabundo, pero así y todo Angel se le acercó. La viejita, empero, lo rechazó. Había olvidado que Angel era judío y ahora lo veía como lo vio al comienzo: un indio, tal vez mexicano, que para el caso era lo mismo. No se me acerque le dijo, parapetándose contra la pared del ascensor. Si me toca, lo reporto a inmigración. Se lo juro. Sabía que ésa era la peor amenaza que se le podía hacer a un mexicano, en el caso de que no fuera apache o navajo como supu- so al principio. No se preocupen, ahora mismo los sacamos. La voz provenía del primer piso. Era Vladislav, el encargado yugoeslavo del edificio, con toda seguridad el hombre más ocioso que mujer de carne y hueso jamás hubiese parido. El asunto es que esa vez, el yugoeslavo mandó toda su inercia a la mierda, y en cuestión de minutos ya estaban Angel y la vieja saliendo como ratones por la pequeña abertura que quedó entre piso y piso cuando se abrió la puerta del ascensor. ¿Están bien, se han hecho daño? les preguntó el yugoesla- vo con una cara que en ese momento Angel juró hacía lo imposi- ble por no distorsionarse de la risa. Ni la vieja ni Angel contestaron su pregunta. La vieja quería regresarse inmediatamente a su departamento y así se lo dijo. Y como no tenía ninguna intención de volver a meterse al ascensor, iban a tener que llevarla en brazos. Esta vieja está idiota, habrá pensado Vladislav en yugoeslavo, pero el caso es que se le veía muy deseoso de aplacar a la vieja, así que le dijo que ahorita mis- mo llamaba a su hijo y que entre los dos la llevarían a su depar- tamento. En brazos y hasta el décimo piso. Vladislav fue a llamar a su hijo, que salió en piyama y chancletas, revelando un gran pare-

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cido con su papá, no tanto en los rasgos físicos como en la forma somnolienta de desplazarse. ¿Y usted cómo se siente? le preguntó Vladislav a Angel. Supongo que bien contestó Angel dirigiéndose a la puerta. Ni siquiera se esperó para ver cómo padre e hijo, uno más vago que el otro, levantaban a la vieja en vilo, uno de los pies y el otro de los sobacos, y se la llevaban escaleras arriba a su departamento.

Jesús y los judíos

Cuando Angel llegó a la sinagoga donde lo había citado el ra- bino, el local le pareció extrañísimo. Al fondo, en la bóveda prin- cipal, en un vitral de colores granates y mostazas, vio una cruz, y un cáliz, y el rostro de Jesús. Se acordó de la iglesia de Jesús María, la misma donde su tía Teresa, la cucufata, tenía amores con el pa- dre Abelardo. Lo de la misa de seis todas las tardes no era más que un pretexto para ir a encamarse con el cura en una de esas habitaciones que tienen los fondos de las iglesias precisamente para eso, para pecar más cerca de Jesús, lo cual resultaba siempre más rico. En eso pensaba Angel mientras atravesaba la nave en direc- ción al altar, donde lo esperaba el rabino. He visto a Dios fue lo primero que dijo. El rabino le preguntó a cuál de ellos. El único Dios que existe respondió Angel. El nuestro. Ya con eso basta y sobra para hacerte judío dijo el rabino con una sonrisa. ¿Dónde lo viste? En un ascensor. Angel se lo contó todo, letra por letra, punto por punto, y el rabino pensó que había que tener muchísimo cuidado con el pe- ruano porque estaba dando muestras de ser bastante supersticio- so, hasta medio católico, porque ¿a quién en estos tiempos se le aparecía Dios? ¿Vos alguna vez has creído en Jesús? preguntó el rabi- no.

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Nunca protestó Angel. ¿Te han bautizado? Tampoco. Jamás he sido cristiano, y nunca lo seré, si eso es lo que desea saber dijo Angel. Era una simple pregunta dijo el rabino. Así que Dios te salvó. Sí. Dios me salvó porque tiene una misión para mí. Cagamos, dijo el rabino para sus adentros. Ahora éste se cree predestinado por Dios. ¿Qué misión? preguntó el rabino. Ir a Jerusalem contestó Angel. ¿Y para qué quiere Dios que vayas a Jerusalem? Eso aún no lo sé. Pero estoy seguro de que Dios me lo reve- lará a su debido tiempo. El rabino ya no sabía qué pensar: ahí al frente tenía a un no judío que se creía judío y se sentía judío, pero que no era judío por la simple razón de que su madre era goi. Y ahora salía con que Dios, Adonái, le había encomendado una misión. De repente estoy bregando con un loco, pensó. Parece que no me cree dijo Angel. Bueno, es que a veces uno se imagina cosas y... No fue mi imaginación. Vi a Dios y Él me salvó. ¿En un ascensor? ¿Qué tiene de raro? Lo que pasa es que Dios no se le anda apareciendo así nomás a cualquiera y menos en un ascensor de Nueva York ¿no? ¿Entonces cuál sería el lugar apropiado para que se aparez- ca Dios? Buena pregunta, pero el rabino no se sentía en condiciones ni con deseos de contestársela. Dejemos eso para otro día le dijo. Ahora hablemos de tu conversión. ¿Como que conversión? Ya le he dicho que lo que yo quiero es legalizarme.

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Llamálo como gustes dijo el rabino. El caso es que yo no sé qué es eso de legalizarse y aunque lo supiera, no tengo autori- dad para legalizar a nadie. Así que o me dejás que te convierta o te buscás a otro. Está bien. En el fondo, eso de convertirse o legalizarse son sutilezas que realmente no vienen al caso dijo Angel, pensando que si no claudicaba, su judaísmo corría peligro de convertirse en humo. Me alegro de que pensés así acotó el rabino. Y para que veas que los judíos no somos intransigentes, te propongo una so- lución perfectamente talmúdica, y así los dos quedamos en paz con nuestras conciencias: Yo te convierto y vos te legalizás. ¿Qué te parece? Me parece una solución muy salomónica contestó Angel esforzándose por demostrar que sí había leído la Torá, al menos esa parte. El rabino no entendió la analogía, pero decidió no gastar más tiempo en el asunto. Decime, ¿te explicaron en Lima cuál es el proceso de la con- versión? No, no me dijeron qué debo hacer para legalizarme respondió Angel. Una respuesta muy talmúdica dijo el rabino con una son- risa. Bueno, los pasos son los siguientes: primero te presentarás ante un bet din compuesto de tres rabinos que te harán tres pre- guntas. Si las contestás correctamente sobre todo la primera, que es la más importante, te pedirán que leas la declaración de fe. Luego tendrás que circuncidarte en un hospital y luego, cuando te repongas de la operación, se te hará una circuncisión simbólica antes de entrar a la mikveh... El baño ritual... interpuso Angel. Así es dijo el rabino. Y después del baño ritual vienen los rezos y después de los rezos la elección de tu nuevo nombre judío. Así que ve pensando en un nombre.

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Hay algo que debe saber... dijo Angel. Yo ya estoy circuncidado. Ah, ya te hicieron la operación. ¿Qué, tuviste fimosis? No. Me circuncidé yo solo. ¿Vos solo? Con una gillete...cuando tenía trece años... ¿Con una gillete? ¿Y por qué lo hiciste? No sé...lo hice impulsado por una fuerza...no sé cómo llamarla...pero el día que cumplí los trece años, cuando me des- perté, yo ya sabía que ese mismo día me iba a circuncidar...oí una voz, una especie de mandato... ¿Divino? agregó el rabino, tratando de contener la risa. No sé si divino dijo Angel. No quiero que piense que es- toy mal de la cabeza, sobre todo ahora que acabo de decirle que he visto a Dios. No, no, qué va dijo el rabino, tratando de ocultar su des- concierto. Y más que su desconcierto, su preocupación, pues em- pezaba a sospechar que a Angel le faltaba una tuerca. Mirá, de todos modos se te hará una revisión física para ver si la circunci- sión que te hiciste quedó bien hecha, es decir, como manda la Ley. De ser así, sólo te quedaría la circuncisión simbólica. Pero eso ya lo veremos más adelante. Ahora lo que necesito es la dirección del rabino que te preparó en Lima. Es preciso que me ponga en con- tacto con él para hacerle unas cuantas preguntas. No la tengo conmigo. Tendré que dársela por teléfono dijo Angel. No hay problema dijo el rabino, clavando los ojos, sin que- rer, en la figura de Jesús que, desde el vitral de la bóveda, parecía sonreírle un tanto burlón. Angel, también sin querer, tenía los ojos clavados en el mismo sitio. Sólo entonces se preguntó qué diablos hacían en una iglesia.

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EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA

Siete noches en California

La víspera de Corpus Christi, Leonor soñó que saltaba vallas perseguida por un toro de color dorado, y a la mañana siguiente se alegró mucho porque eso significaba que llegaría a cruzar la frontera de los Estados Unidos. Por extraña casualidad, aquella noche, su marido tuvo el mismo sueño con la pequeña diferencia de que el toro era él, pero de todas maneras se sintió contento porque durante toda la noche no había cesado de escuchar los halagos de los espectadores so- bre su regia planta, su lomo dorado y su gigante cornamenta. Siete noches anduvo la pareja metida en esos extraños sueños compartidos, pero ninguno de los dos llegó a saber que los compartía porque hacía diez años que no se hablaban. Ese mismo tiempo hacía desde la primera vez que ella le había pedido el di- vorcio, pero Leonidas se había negado enfurecido a firmar los pa- peles del mutuo disenso debido, según le explicó, a sus profundas convicciones religiosas y al amor que profesaba por sus hijos, to- do lo cual no había sido impedimento para encerrar a la madre y a la hija mayor con candado cada vez que él salía de viaje, ni para gritarle a Leonor que era una puta cuando insistía en el asunto del divorcio, ni para hipotecar la casa que era bien propio de la espo- sa, herencia de sus padres, previa falsificación de su firma, ni para andarle gritando que las mujeres decentes no trabajan y, sin em- bargo, haberse quedado con el dinero de la indemnización laboral cuando ella tuvo que renunciar, ni para mostrarla en público co- mo su señora legítima, de angora, e irse por allí preciándose de ser hombre para otras regias concubinas y de que temblaba frente a él porque Guadalajara es un llano, México es 93

una laguna y me he de comer esa tuna aunque me espine la mano, ni para ser íntimo amigo de algunos amiguitos raros que decían fo a las mujeres, ni para caminar por allí diciendo en bares, burdeles y clubes sociales supuestamente exclusivos que casándose con ella le había hecho un favor porque los Montes de Oca le daban nobleza y flor de sangre a una García y le mejoraban la raza, aun- que Leonor se pasara los tardes haciendo suyo un bolero en el que una mujer proclamaba que no quería ser ni princesa ni escla- va, sino simplemente mujer. La mañana de Corpus no se hablaron pero no fue solamen- te porque nunca se hablaban, sino porque ella no estuvo por allí para compartir el compartido desayuno ni para entregarle su cuerpo dos horas antes, a las seis de la mañana, porque dio la ca- sualidad de que una hora antes de antes se había escondido en uno de sus sueños y se había fugado, según algunos, en un tren de sueños y, según otros, en un ómnibus veloz y había llegado a tie- rras que, aunque el marido no lo supiera, estaban ya cerca de la frontera. Aquella mañana, Leonidas se levantó algo tarde porque no había querido despertar del hermoso sueño en el cual él era un toro y la gente le gritaba olé, olé, y en tanto que él se compla- cía agradeciendo al público, su mujer también en sueños arribaba a Tijuana, la ciudad de la frontera y vencía el último escollo para llegar a los Estados Unidos. Cuando Leonor pisó tierra norteame- ricana, Leonidas abrió los ojos sonriente y feliz de haber soñado con personas que aplaudían extasiadas su traje de luces, y olé, olé.

Olé, olé y olé, sintió Leonidas que un coro de ángeles le cantaba desde el cielo apenas comprobó la desaparición de Leo- nor, y a pesar de los halagos celestiales se sintió rabioso y se dijo que el niño de ambos no había resultado suficientemente efectivo para impedir una fuga largamente anunciada. Le enseñé a decir: Mamita, si te alejas de papá yo me mato, pero aun a pesar de eso, ella tomó a la hija mayor y se había ido muy lejos y ya le lle- vaba varios centenares de kilómetros de carretera y muchos más de sueños. De todas maneras, Leonidas se echó sus sueños a la 94

espalda, cargó su pistola Smith & Wesson, se puso en el bolsillo su partida de matrimonio y algunos fajos de billetes verdes y llenó con joyas un pequeño cofre. Los sueños le ayudarían a ubicarla, la partida de matrimonio le serviría para acreditar propiedad sobre la mujer que huía de él, los dólares estaban destinados a recom- pensar al policía que lo ayudara a capturar a su propiedad legíti- ma, la cajita de joyas iba con él para decirle que sí, mi reina, ahora sí que todo va a ir bien entre nosotros y la pistola le vendría bien entre las manos para hacerle ver a todo el mundo que era mejor no vérselas con él a solas porque, como decía su fama, era hombre malo, malo y mal averiguado, de corazón colorado.

Las malas lenguas andan diciendo que, la víspera de salir a buscarla, Leonidas se emborrachó como los bravos y que de pura furia se puso a repartir balazos: disparó sobre el sauce porque había sido el único amigo y confidente de la pálida fugada, disparó sobre el perro porque no ladró en el instante en que aquella hacía las maletas, disparó hacia la luna por haberle metido ideas románticas, disparó hacía el costado del cielo donde navega la constelación de Escorpión porque allí suelen esconderse los amo- res prohibidos, disparó hacia la proa del universo porque como todos lo saben el universo viaja a la velocidad de la luz, y no ter- mina de moverse, y así la bala viajaría luz tras luz y siglo tras de siglos hasta dar certeramente en el corazón de aquel que le estaba robando el corazón de su esposa legítima, si es que aquel existía, y dejó de disparar porque había que guardar balas para el tipo que la estuviera acompañando si es que había uno, se repitió, pero no, eso no era posible, porque en primer lugar, su esposa era una mu- jer decente y después de haberlo conocido a él como varón no habría podido encontrarle el sabor a otro y en segundo lugar, porque se había tocado muchas veces la frente sin que le apare- cieran señas de que iba a nacerle allí un prodigio, y otra vez en primer lugar porque ella, con esos cuarentidós años a cuestas, no podría encontrar otro galán que la menopausia o los galanes de las novelas que escondía en la mesa de noche y que debería habérselas quemado, sí señor, pero una tarde tuvo la sensatez de 95

revisarlas cuando ella estaba ausente y sólo encontró zonceras, la historia de un amor imposible que revive treinta años después cuando el marido de la protagonista muere, ja, para eso faltaba mucho, pero qué ganas iba a tener ella de uno de esos hombres de papel si tenía en frente al verdadero hombre y además lo había tenido diez años sin ver a nadie más interesante que él cuando él la llevó a vivir en la hacienda donde no había más hombres que esos indios marrones y el único blanco, alto, buen mozo y de bue- na familia, de los Montes de Oca, con ramas en México, Perú y Es- paña soy yo.

Pero qué ganas de hombre iba a tener ella si no había sa- bido ser hembra para el real hombre que la había guarecido tanto tiempo, y ya habían pasado diez años sin que ni siquiera un beso con los labios le hubiera correspondido, y peor en lo otro, si se echaba en la cama como una vaca recién laceada sin moverse ni oponer resistencia y sin decirle qué rico eres a él que sabía lo ma- cho que era. No, mañas no eran ni otro hombre lo que la había empujado a la fuga sino la pura menopausia, y en eso sí que fallé porque debí curarla, se sintió un poco culpable porque, cuando ella andaba respondona, otra medicina había debido darle, como la vez en que le hinché los ojos y le rogué de rodillas que me per- donara y las veces en que solía encerrarla en el baño con un can- dado para que escuchara su charla científica sobre las mujeres malas pero debí seguir el consejo de mi santa hermana y agarrar- la a baldazos de agua helada para que se le fuera el demonio de la calentura, sí señor. Aunque algo hice por ella cuando ordené tra- bar las llaves de agua caliente de la casa para que el agua heladita de la sierra la hiciera entrar en salud y la convirtiera en una regia hembra en vez de esa mujer temblorosa a la cual le saltaba la ceja izquierda en cuanto él se le acercaba, y luego todo el cuerpo, co- mo en forma de tercianas cuando él iba a cumplir con sus deberes conyugales, y por supuesto que él había sabido ser paciente y so- lamente la tomaba cuando a ella se le había pasado la tembladera y ahora a bañarse mi reina, en agua bien friecita para que se te

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vayan los malos pensamientos, y para que se acabe de una vez por todas esta pequeña contrariedad que hay entre nosotros y que es sólo una pequeña crisis de la relación conyugal debido a lo mal que me ha estado yendo en los negocios, y todas las parejas tie- nen problemas y todo esto pasará pronto, mi reina, porque con dinero o sin dinero yo hago siempre lo que quiero y yo sigo sien- do el rey.

Claro que la cosa se ponía un poco difícil ahora si ella ya había llegado a los Estados Unidos porque a los gringos se les había dado con la bendita historia de los derechos humanos y al calzonazos del presidente lo mandaba su mujer, y no sería raro que dieran una ley de asilo contra la violencia doméstica como le advirtió su abogado. Si ella había entrado en territorio americano, la cosa se ponía brava porque allí no iba a poderles pagar a los policías ni a los jueces, como la había hecho antes las tres veces en que ella se había fugado con los dos niños y la vez en que la acusó de secuestro, y cuando el juez le preguntó a él: ¿La encerramos, ingeniero?, de puro magnánimo, dijo que no y la perdonó cristia- namente con la condición de que de ahora en adelante te muevas en la cama, y vendrás a vivir en la hacienda, y al bebé lo cuidará mi hermana en su casa y a la niña mayor podrás criarla tú allá en el rancho grande siempre y cuando no me la conviertas en una romántica. Todas las mujeres son ingratas y ahora, a los veinte años de matrimonio, Leonor se había escapado llevándose a Pa- tricita de dieciocho años que la siguió porque sabe que es una consentidora y que aceptará que se case con cualquier pelagatos y no con el hijo de mi socio que yo le tenía reservado, y la muy des- naturalizada me ha dejado al bebe porque no quiso seguirla, para que yo lo amamante, olvidándose la ingrata de los veinte años de felicidad que le he dado y de los principios espirituales que rigen a la familia cristiana. Quiso preguntarse por qué, pero no pudo responderse debido a que, de forma increíble en un hombre tan bravo, dos lágrimas comenzaron a cerrarle los ojos, y se quiso de- cir que los valientes también lloran, pero no alcanzó a musitarlo, y se quedó a la mitad de la frase, dormido, y vio en sueños que un 97

potro emergía del océano, y se dijo que eso era un sueño, pero el potro lentamente sacó primero del agua las orejas y después los ojos amarillos y dorados, y por fin el lomo y la cola que habían estado guardados mil años en el fondo de los mares, entre pulpos y estrellas, y se deslizó suavemente trotando hacia la curva del cielo, y sobre el lomo llevaba montadas a Leonor y a Patricita. Se las llevaba hacia la Vía Láctea.

Lo que no sabía Leonidas es que sus lágrimas no eran lágrimas y lo que él había tomado por la Vía Láctea tampoco lo era. Era brujería el agua de las lágrimas y también lo era el color jabonoso del cielo que por unos instantes le habían impedido ver al mundo y a las silenciosas fugitivas, y todo aquello le había sido enviado desde lejos gracias a un excelente trabajo de magia roja, la magia del amor, que había sido operado a distancia por doña Elsa Vicuña a pedido de Leonor. Ayúdeme, le había solicitado. Ayúdeme, había clamado al ver que no había nada ni nadie so- bre la tierra capaz de apoyarla. Ayúdeme, por favor, le había rogado desde lejos, incluso sin conversar con doña Elsa, cada vez que bajo la máquina brutal del marido, al saciarse él, ella le roga- ba con espanto: Ya estás saciado. Ahora déjame ir, a lo que él invariablemente respondía, tal vez ya medio dormido: Te vas, te puedes ir ahora mismo, pero te vas sola. A mi hijo varón me lo dejas. Y ella había averiguado con un abogado de los pocos en que se fiaba que, efectivamente así era, que si se llevaba al niño podía ser acusada incluso del delito de secuestro. Pero, licencia- do dígame entonces: ¿qué puedo hacer?. Lo más sensato es que ustedes dos lleguen a una amigable disolución del matrimonio con el mutuo disenso. Entonces plantéele el divorcio por la cau- sal de violencia moral y física, le respondía el abogado con la cer- teza de que le estaba mintiendo porque los jueces y la corte de la ciudad siempre estarían de parte del rey del mundo, de Leonidas Montes de Oca, que solía dar fiestas exclusivamente para hom- bres y que había sabido honrar el prestigioso blasón de su familia con el éxito total en los negocios, en los negocios honrados y en los que no lo eran tanto, y de quien incluso se decía que había lo- 98

grado hacerle la trampa a un famoso narcotraficante después de haberlo representado y haber sido su socio. No había un poder sobre la tierra capaz de hacerle frente a un hombre que era algo así como hermano del jefe supremo de la policía del estado: Con- que ya lo sabes. Así te fueras a París o a Venus, el comandante Marroquín, mi hermano del alma, te haría rastrear con sus sabue- sos y te encontraría en el fondo de la tierra y te pondría en la pri- mera comisaría en lo más alto de los cielos como para ti mi reina, y te hallaría en el fondo pardo de los océanos y en los caminos que hay entre estrella y estrella, y abajo, más abajo de abajo, te ubicaría incluso en el fondo de los infiernos, porque eso sí, mi re- ina, al cielo ni siquiera pienses en ir porque allí no podrás recurrir a Dios, quien ya te debe haber cerrado el ingreso a su santísima casa por el pecado infame de tratar de romper el lazo sacrosanto del matrimonio porque lo que Dios ha unido no lo separe nadie. Nadie, mi reina. Y allí mismo en la puerta del cielo, cuando San Pedro te diga que no, mi reina, que habrías debido pensarlo antes de atreverte a pisar la santa casa de Dios porque allí no se admite a la gente que no cree en el santísimo matrimonio, allí mismo, mientras le llores a San Pedro y forcejees con los guachimanes del cielo, allí aparecerá mi compadre, el comandante Marroquín, con órdenes firmadas y refrendadas por la autoridad competente pa- ra decirle a San Pedro que con la venia de usted, vengo por esta mujer de parte de su legítimo dueño y señor don Leonidas Montes de Oca, y me la llevo con la venia y la bendición de usted y tam- bién la de San Antonio, que es el Santo de los matrimonios, para conducirla directamente al dormitorio de don Leonidas donde debe cumplir con los deberes del santísimo matrimonio. Y así habrá de ser, mi reina, hasta que la muerte nos separe, y que no se te ocurra morirte antes porque te hago sacar de la muerte con la fuerza de mi amor y la fuerza pública del comandante Marroquín, pero no te apures que de todas maneras morirás, pero después de mí, y allí también nos veremos porque morirás como toda una Montes de Oca y te enterrarán en el sepulcro de piedra negra que guarda los huesos y las almas de mis antepasados, y para toda la

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eternidad, reposarás amorosamente a mi costado y junto al cuer- po inmaculado y la olorosa santidad de mi tía abuela doña Car- men Adelaida Victoria Larrañaga y Montes de Oca cuyo espíritu nos acompañará toda la vida o toda la muerte hasta que vengan a sacar sus restos para llevarlos al Vaticano donde el Papa la cano- nizará de inmediato. Y por todo esto, porque Leonardo le había demostrado que no había poder en el universo capaz de devolver- le la libertad, ni la paciencia, ni siquiera la dulce espera de la muerte, por todo esto Leonor le había rogado a doña Elsita Vicuña que le volviera a leer la suerte, pero que ahora la ayudara a corre- gir la carta de los destinos. Así lo hizo doña Elsita, y apenas Leo- nor partió el mazo volvieron a aparecer los dos naipes de su ob- sesión: en el primero, estaba ella, triste y bellísima, vestida de re- ina española; sobre su cabeza cayó el naipe más importante, el de un rey todopoderoso con cuatro pares de ojos que le permitían mirar al mismo tiempo al norte, al sur, al este y al poniente. Como siempre: en esas condiciones cualquier intento de fuga era impo- sible. Como siempre, sólo que esta vez hubo una pequeña varian- te: apenas apareció la carta del rey, las dos mujeres, según lo te- nían planeado, la metieron en una tinaja colmada por las lágrimas que Leonor había vertido la noche anterior bajo la luz dudosa de la luna y los rayos luminosos de la Vía Láctea, y así le velaron mágicamente los ojos a Leonidas para que durante siete días, los únicos de toda su vida, no mirara hacia las cuatro direcciones, no sospechara, no espiara, no fisgara las puertas ni los sueños y para que sus ojos atisbaran el firmamento y únicamente alcanzaran a ver la leche derramada por la Vía Láctea y para que todas la cosas le parecieran un sueño como cuando vio que un antiguo caballo emergía de los mares, y montadas sobre él se iban Leonor y Patri- cita, y tan sólo atinó a decirle en sueños a la cama vacía de Leo- nor: Qué raro, soñé que te ibas en un caballo por el río sin fin de la Vía Láctea. Lo que no sabía Leonidas es que ese río avanza hacia el norte, y fue por eso, que pasados los siete días de su ce- guera mágica, la fugada y su hija ya habían atravesado las platea-

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das montañas de México y estaban descendiendo suavemente so- bre las tierras de California, aromadas de frutas y libertad.

Por su parte, lo que no sabía Leonor es que Leonidas tam- bién iba a acudir a la brujería, pero mientas que ella usaba de la magia roja, él contrató a un maestro de magia negra, don Filemón Castañeda, brujo por herencia familiar, de quien se sabía que al morir su padre, igualmente brujo, le había cortado la cabeza para que le sirviera de consejera durante las operaciones mágicas, y precisamente fue esa cabeza la que, entrada ya la medianoche, abrió la boca vacía y le preguntó a Leonidas: Patrón, ¿canto? Canta, pues, le ordenó, pero no creas que creo en brujerías. Entonces, patrón, tengo que aconsejarle que no la siga buscando porque lo que es ella ya ha llegado a Los Ángeles. Eso era lo bra- vo porque allí sí que no podía contar con nadie, a menos que el compadre Marroquín pudiera hacer un contacto con la Interpol, pero eso no era posible en aquel momento, porque Marroquín andaba un poco escurridizo con esos caballeros por una nada, compadre. Los gringos suponen que tuve algo que ver en la muer- te de un agente antinarcóticos y usted sabe, compadre, que usted tampoco podría entrar en los Estados Unidos porque los gringos suponen que también tuvo usted arte y parte en esa muerte. Allí fue cuando Montes de Oca comenzó a gritar que todo eso era , que la brujería no existía y que todos eran unos cobar- des: el comandante, el brujo Filemón y la cabeza muerta que sólo sabía hablar sandeces y profetizar asuntos que ya habían ocurri- do, y le ordenó a la cabeza que se mordiera la lengua inexistente, y de puro obediente, la cabeza lo hizo, lo cual lo alivió un poco de su gran pesadumbre porque le hizo sentir algo señor en los señor- íos de la muerte. Entonces pidió que mataran al amante. Pero resulta que no, don Leonidas, con su perdón pero aquí la veo sola y no veo hombre alguno a quien matar, dijo la cabeza del muerto y añadió que no había visto ningún triángulo amoroso, sino que el pro- blema es que ella no lo puede aguantar a usted, patrón, y para estar más seguros se había metido dentro de su corazón y le había 101

borrado todos los boleros y otras canciones de amor así como el recuerdo de los enamorados que hubiera tenido antes de cono- cerlo a usted, don Leonidas, incluso en alguna encarnación ante- rior. Entonces, inventen algún modo de traerla. Si no quiere ni por la buena ni por mala, hay que lograr que se regrese por su propia cuenta. Ahora sí estamos hablando en serio, patrón, di- jeron al mismo tiempo el brujo y la cabeza encantada, y después de varias horas de indagar en los infiernos, volvieron de allí con la respuesta de que podían lograrlo. Para ello servían las pesadillas. Colmarían las noches de la fugada con sueños de pesadumbre, harían que los remordimientos la desbordaran y que la frialdad de la muerte se escondiera debajo de su almohada hasta que, har- ta de tanta pesadilla, Leonor desandara el camino que la había llevado a los Estados Unidos, diera gracias a la familia que le hab- ía ofrecido alojamiento, renunciara al trabajo que le habían con- seguido y encaminara sus pies hacia la frontera donde también daría las gracias a la patrulla de frontera y les prometería no pisar otra vez el país donde no había sido invitada, y luego avanzaría, plena de amor, como en cámara lenta, hacia el lado mexicano, donde estaría esperándola el recio pero magnánimo don Leonidas Montes de Oca, usted, patrón, vestido todo de negro como ran- chero, con luz de miles de estrellas y música de pasodoble que es como lo estoy viendo. Y por eso fueron siete las pesadillas que la cabeza muerta le envió a la fugada. Los siete sueños negros salieron de Guadala- jara, uno cada viernes, y atravesaron cumplidamente la frontera, volaron sobre las supercarreteras, entraron en Los Ángeles, es- quivaron los rascacielos y, uno tras de otro, viernes tras viernes, entraron por la ventana de Maple 247, séptimo piso, donde dor- mía Leonor, y se metieron en su sueño, o más bien se convirtieron en sus sueños, pero no lograron lo que se proponían. No los seis primeros sueños; sí el último. Durante la primera pesadilla, se le apareció el alma de una mujer condenada al infierno por haber desobedecido a su marido,

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y le mostró los castigos que le esperaban, pero Leonor le agrade- ció la información y le respondió que nada podía compararse con la inmensa libertad que ahora sentía, y que después de muerta sería muy feliz recordando esa libertad aunque se hallara en los infiernos. Un ángel verde, con alas fosforescentes, se le apareció en el segundo sueño, y le mostró los deleites del paraíso que volve- rían a ser suyos si dejaba de obedecer a su necio orgullo, y antes de que pudiera reaccionar se la llevó volando al cielo y la hizo pa- sear por las calles del paraíso donde viven las mujeres buenas. ¿Viven solas?, preguntó Leonor. Todo lo contrario, le respon- dió el ángel. Viven acompañadas por su amado esposo durante toda la eternidad. Entonces, prefiero el infierno, replicó Leonor, y el hermoso sueño huyó espantado por la ventana. El tercero no fue un sueño sino una aparición. A pedido de Montes de Oca, el brujo hizo que el ánima bendita del padre de Leonor, traído desde el purgatorio, se materializara sentado a los pies de la cama para darle buenos consejos y decirle que las mu- jeres buenas obedecen primero a su padre y luego a su marido, y por fin, al hijo mayor si, por desgracia, llegaban a enviudar. Y por eso es necesario, hijita, que obedezcas a Leonidas que es tu dueño y señor. Ese fue el momento en que la fugitiva pudo haber cedido porque siempre había adorado a su padre, y sabía que era un hombre muy prudente. Pero, para su fortuna, su mágica aliada, dona Elsita Vicuña, no la había abandonado. Aunque su ciencia le servía solamente para hacer el bien, tiró las cartas y se enteró de que el marido estaba usando de las malas artes del terrible Fi- lemón Castañeda. Una lectora del Tarot común y corriente se habría desanimado frente a ese enemigo, de quien se sabía que había hecho su doctorado de brujería en el infierno, pero doña Elsita, en vez de intimidarse, lo retó a batallar. Y así fue como, en el momento en el que el brujo y la cabe- za mágica lanzaban los sueños desde Guadalajara, apareció en el cielo mexicano una imagen de doña Elsita armada tan sólo del

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santo rosario. Y se sabe que cuando el brujo decía uno, la dama lo traducía al idioma sagrado y en latín decía une y después due y a continuación trini y mili, y con las palabras benditas iba apagando las llamas del infierno. Y por eso fue que las pesadi- llas, hasta la sexta, perdieron fuerza, y Leonor resistió. Durante el cuarto, el quinto y el sexto sueño, emisarios del paraíso y los infiernos se turnaron en la almohada de Leonor ora para amenazarla con la condenación eterna ora para ofrecerle los goces que están reservados a los bienaventurados a cambio de desandar lo andado, volver los ojos a la tierra lejana y caminar de prisa hacia los brazos de su amado consorte que cambiaba de ro- pa en los sueños y trocaba la de ranchero mexicano por la de ga- monal en los Andes de Sudamérica, aunque a veces parecía tam- bién llegar como bailarín de flamenco, pero no abandonaba la música de pasodoble que siempre lo estaba siguiendo como la música que rodea a los toros de lidia en las tardes de corrida, ni los olés y olés que festejaban su planta de toro recio, pero nada de eso ni siquiera las campanas celestiales ni mucho menos esa her- mosura de Leonidas que ya no era hermosura de hombre, nada ni nadie fueron capaces de siquiera hacerla pensar en el retorno a Guadalajara, convencida como estaba de que hasta los ángeles ambiguos eran más hombres que el hombre que la reclamaba. El séptimo sueño no fue sueño y, sin embargo, la deter- minó a retornar. En vez de ver imágenes, escuchó los acordes tris- tes de una canción de su tierra. Era una canción , pero la cantaba un coro de niños sin madre, como de la edad del suyo, que no podían decir palabras, pero que iban murmurando con los ojos una súplica, como un regresa pronto, a la madre ausente. Entonces ocurrió lo extraordinario: Acérquese, patrón, dijo la cabeza, y mire lo que estoy viendo en la bola de cristal. Allí donde le digo, detrás de ese árbol, cerca de ese río, mire quién viene. Y por supuesto que era ella quien regresaba. A través de los cristales y por el curso de los ríos del aire, se fue dibujando la silueta de la arrepentida que avanzaba de norte a sur, de Los

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Ángeles a Guadalajara, hacia el encuentro del hombre generoso y magnánimo que, como las otras veces, la estaba esperando para perdonarla. Cuando Leonidas alargó sus brazos en forma de cruz, to- davía tuvo que esperar un poco porque la bella fugada se tardaba en llegar hasta él. Se lo dije, patrón. Le dije que se la traería, y allí la tiene. Es toda suya, y si quiere, revísela para que vea que viene completa. Ahora, el cielo estaba más claro, y Leonidas no tuvo que auscultar la bola de cristal porque la dama ya estaba frente a él, a tan sólo unos metros de distancia, y los ríos del aire la habían traído completa, con sus ojos largos y lejanos, el flotante pelo ne- gro y los labios intensamente rojos. Sin mover los pies, como levi- tando, había alzado vuelo desde las calles anaranjadas de los Es- tados Unidos y, más bonita que antes, por vencida y por triste, había cruzado la frontera y dentro de unos minutos llegaría hasta sus brazos. Pero no venía con las manos vacías. Ya estaba a sólo un metro de él, la distancia de un abrazo, cuando Leonidas advirtió que ella sostenía algo entre las manos, y antes de que atinara a escapar, se dio cuenta de que ella lo estaba apuntando mientras ya rastrillaba el arma. Quiso reclamar la ayuda del brujo o de la cabeza, pero ya no estaban a su lado, quizás ya volaban por el cie- lo o los infiernos, y entonces recordó que ella había estado pre- sente todas las veces que él instruía a Leoniditas en el manejo de las armas, y que más de una vez le había dado muestra de su peri- cia, y ya no supo qué hacer. Se le ocurrió pedirle de rodillas que lo perdonara, por el amor de nuestros hijos, por ellos hazlo, pero ella no le disparó sino que pasó junto a él, se pasó de frente, sin que nadie gritara olé ni olé y llegó hasta el lecho de su hijito que la estaba esperando, y con él se fue de regreso hacia el norte mien- tras en una mesa sin clavos, doña Elsita Vicuña limpiaba los nai- pes, satisfecha de la jugada, y tomando un sorbo de agua florida escupía hacia el norte y el sur, el este y el poniente a fin de que se fueran para siempre los tiempos malos.

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Ulises Gonzales

Detalle de mi infancia

Se me ha ocurrido contarles algo que me pasó en la infan- cia. Todos ustedes, amigos míos, saben que siempre he sido un poco reacio a los detalles de esos años amargos. Algunos como Ricardo, acá a mi lado, o Pancho, allá atrás saben que gran parte de ese silencio se debe a la mala relación que tuve con mis padres. También saben que después de abandonar la casa, el contacto con mi familia, en general, fue nulo. Siempre he evitado el tema. Res- peto mucho y agradezco en el alma que ustedes, en algún momen- to, hayan captado mis evasivas y aceptado mis intentos por des- viar la conversación hacia temas más agradables. No he sido indi- ferente a esas generosidades. Siempre he intentado premiar su respeto con ocurrencias hilarantes que de algún modo inexpli- cable guardaba en reserva, en mi memoria. Así contrarresté las inquisiciones sobre mi infancia, congraciándome con ustedes, mis amigos, que, entre risas y tragos de más, aprendieron a no pre- guntarme sobre aquella época de mi vida.

Debe haber sido más difícil aún para quienes como Gil- berto, aquí sentado o Ramiro, allá en la esquina de la sala se convirtieron en mis amigos incondicionales en esa época en que mi vida estaba marcada por las preguntas, el morbo y el misterio. Sería muy inocente y no lo soy si pretendiera que alguno de ustedes en esta sala, mis mejores amigos, mis íntimos, no supiera que durante muchos meses fui el principal sospechoso del asesi- nato: primero de mis padres y, meses después, de mis dos herma- nos. Gilberto, mi abogado, y Ramiro, mi terapista, me enseñaron en esos años (en que yo solo quería abandonarme o desaparecer) 107

la importancia de vivir para probar la autenticidad de mi versión. Mucho después, Carlos, compañero de tantos paseos de reen- cuentro, como los llamaba yo, fue el encargado, ante una prensa hostil y una justicia ya dispuesta a condenarme sin pruebas, de presentar las evidencias que terminaron por desenmascarar a los asesinos y apaciguar los rumores.

Así que lo que soy ahora y lo que ahora tengo, que para el ciudadano común sospecho que es bastante, se lo debo al apoyo de ustedes, mi círculo de amigos más cercanos, mis colaborado- res. Mis negocios se han cimentado en su confianza y en su dine- ro, que yo he sabido multiplicar y devolver. Además, mis aventu- ras de los fines de semana se han convertido en legendarias. Me han hecho popular entre los peruanos merced al buen tino con que ustedes supieron exagerar los detalles de mis narraciones, para convertir nuestras salidas en una relación de epopeyas de todo tipo. Siempre he disfrutado de su compañía. Me apiado de quienes mueren sin saborear el buen gusto de las grandes amis- tades. Ustedes son mi familia.

Por eso, solo ahora en que con disgusto pero con resig- nación (ya lo sabrán, los periodistas tienen los ojos que el gobier- no necesitaría para solucionar tantos problemas de nuestro país) me entero que la muerte llega con apuro para despojarme de to- do, incluso de su amistad puedo contarles el episodio de mi vida que me hizo ser quien soy, un episodio de la niñez que he guarda- do con celo, protegido de vientos desfavorables y propicios, ocul- to por el deseo de saborear la vida y de convertirme con su apoyo todo se lo debo a ustedes en el hombre privilegiado que soy.

Tenía 9 años cuando, espiando entre los papeles de mis padres una tarea tan vil en un adulto pero que suele ser tan perdonable en un niño encontré una carta de mi madre a mi pa- dre, entonces representante diplomático en Europa, contándole de mi futuro nacimiento. Era una carta llena de detalles, porque mi madre era detallista (aquella virtud se la alabaron todos los que la conocieron). Tan detallista era que indicaba la hora y la 108

fecha en que quería encontrar a mi padre en determinada esquina de la ciudad con la carta firmada de su divorcio para no terminar con mi vida. Era tan detallista, que establecía el día y la hora de la cita ya pactada con el Dr. Muñoz (sí, Pancho, tu papi), para proce- der con las diligencias de mi aborto. También mencionaba a una mujer, una empleada de la embajada europea que dirigía mi pa- dre, cuya personalidad junto con sus defectos eran consignados en aquella misiva con exagerado detalle.

Se imaginarán mi impresión. En otro niño, distinto a mí, esto hubiera provocado un trauma, tal vez un mar de lágrimas. Pero no soy así, lo saben ustedes, mis amigos. Yo preferí devolver la carta a su lugar y esconder de su descubrimiento. Preferí alejarme y volver años después, en condiciones favora- bles, para rebuscar aquellos papeles y encontrar la respuesta de mi padre. Él no sólo le ofrecía el divorcio, mencionando el nombre del abogado que se encargaría de todos los trámites, sino también ofreciéndole consejos para deshacerse de mí, sin complicaciones públicas, sin la presencia de nadie. Establecía que nunca había querido tener más hijos que los dos que tuvo antes con ella, mis hermanos, y que la llegada de un tercero sólo entorpecería los planes que tenía para su retiro y pensión, además de hacer más difícil el reparto de una herencia que, al parecer, él ya tenía divi- dida muchos años atrás. El abogado que se mencionaba era el Doctor Molina (sí, Gilberto, tu padre). Procedí igual que con la carta anterior. Archivé las cartas y allí, en algún estante de aquella mansión en ruinas de la familia, todavía deben estar. Nunca más las he vuelto a buscar. Para qué.

Mi abuela paterna, aliada inesperada, fue quien completó ciertos detalles que le faltaban a la narración. Jamás imaginé que visitándola allá, en las afueras de Lima, en la casa de reposo don- de la internó mi padre cuando entró en la etapa terminal de su Alzheimer, ella me confundiría con su hijo, tocaría mis mejillas y me pediría perdón por haberse comportado como una necia y haberle suplicado que volviera de Europa para rescatar a nuestra

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familia de las habladurías, vivir en paz con la puta de su esposa y salvarle la vida al maldito bastardo. O sea, yo. Entonces ya fue fácil para mí seguirle la corriente, averiguar otros detalles y nun- ca más volver a verla para que nadie sospechara que yo había es- cuchado alguna de las impertinencias de su malograda memoria.

Enterarme que mi madre era una puta fue toda una nove- dad. Ella era para mí la misma señora que salía en las revistas de moda con sus tres hijos, rodeada de los automóviles importados en la casona virreinal de San Isidro, la dama con buen gusto que aparecía sonriendo en las páginas de sociales de El Comercio con el mismo porte de las candidatas a Miss Universo, o en las fiestas pomposas de los años políticos de mi padre, hombro con hombro con la primera dama y el presidente. El presidente (tu padre, Ricardo). El único presidente al que nosotros hemos llamado él, con auténtico respeto. Yo también lo llamé él, con respeto, hasta que a los 16 años, mi madre, tan fina para sus cosas, dejó en el suelo de su automóvil que me robé para salir a recoger a una mujer mayor que me llamaba hijo y me volvía loco una carta breve, de su puño y letra, que parecía haberse deslizado inadver- tidamente de su bolso. En aquella carta, mi madre contaba los de- talles del escándalo al que iba a someter al presidente y a su fami- lia si este no aceptaba en público, en un plazo de seis meses generosa siempre que mi madre y el presidente eran amantes desde hacía muchos años, y que yo el bastardo era su hijo.

Tenía 16 años. Y actué del mismo modo en que había pro- cedido a los nueve. Bebí sin control en un bar de Pueblo Libre donde me encontré a tu madre, Carlos, escondida tras pañoletas y lentes oscuros, la mujer casada que me acosaba, y me la llevé al borde del mar y le arranqué la ropa. Forcejeamos hasta que aceptó lo que yo le pedía. Ya estaba borracho, pero regresé a un bar donde te encontré ¿te acuerdas? Solo te dije que me provoca- ba llevarte a que conocieras a las putas. Antes de meternos al burdel, dejé la misiva de mi madre en el mismo lugar donde la había encontrado, entre los asientos de su auto, y al salir del lu-

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panar fui contigo a tomarme mis tragos del amanecer para estar completamente ebrio al aparecer frente al portón de nuestra casa, donde ya estaba mi madre, furiosa, lista para gritarme, abofete- arme y mandar a un sirviente a que me llevara a dormir, y luego no la vi pero estoy seguro para rebuscar el interior del carro, encontrar su carta y suspirar aliviada creyendo que su secreto aún lo era. Tres días después, me fui de la casa.

Esa fue mi infancia y mi adolescencia, amigos. Algunos de ustedes recuerdan aquella época, los más desafortunados, pues si hoy están aquí es porque yo los escogí para servirme de ustedes y no sucumbir. Así que hoy los he invitado para responder, junto a ustedes, a eso que Ramiro alguna vez me dijo, en un tono de pre- gunta. No estoy seguro si él lo recuerda (hemos tenido tantas charlas, interesantísimas todas): ¿Soy mejor que ustedes? He pen- sado tanto a lo largo de los años en esa pregunta y hoy, tan cerca del infierno tan temido, puedo respondérselas: Sí, pues. Me creo mejor. Pero solo en algunos casos, como en este que a ustedes tanto les incumbe.

Yo solo quería contarles esa historia de mi infancia. Tal vez, tal vez, esa fuera la única pieza que necesitaban para darle forma a una de las más siniestras teorías que se tejieron alrede- dor de los crímenes de mi familia: que fueron planificados desde el gobierno.

Tal vez a ustedes, mis mejores amigos, les pueda servir este detalle que hoy han conocido para imaginarse a un individuo, con sólo 16 años y muy pocos escrúpulos, pidiendo una cita pri- vada en palacio de gobierno para explicarle al hombre más pode- roso del país, mi padre, un plan perfecto para liberarse de la mu- jer que lo chantajeaba, la madre que quiso abortarme; de un hombre que no era mi padre, y al que él había odiado tanto cuan- do estaba enamorado más de mi madre que de la política y del poder; y de dos adolescentes, mis hermanos, con los que yo no

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tenía nada en común y que tal vez también me veían, tan salvaje y tan reservado, como estorbo para sus planes de herencia.

Tal vez me puedan imaginar, amigos, como el primer bo- ceto del monstruo en el que me he convertido, diciéndole al pre- sidente las condiciones que yo necesitaba, mucho más favorables que las de mi madre, para conservar su secreto. Tal vez ustedes, como los considero no sólo buenos amigos, sino muy inteligentes, quieran conjeturar que parte de nuestra buena fortuna en los ne- gocios y en las empresas que he ido conformando desde el asesi- nato de mi familia, ha tenido algo que ver con aquella conversa- ción a puertas cerradas entre un muchacho que no podía perder nada y un respetable político a punto de perderlo todo.

Así que tal vez sospechen que aquellas aventuras de fines de semana a las que fueron invitados y esos colosales proyectos con los cuales también se alimentaron sus fortunas personales tienen alguna conexión con aquella reunión entre un hombre y un adolescente, una tarde de un caluroso febrero, en un despacho de palacio de gobierno que durante muchos veranos permaneció con las cortinas cerradas porque el presidente creía que en la oscuri- dad se conservaba el frío. Tal vez ustedes quieran salir hoy de mi casa e ignorarme hasta después de muerto porque la muerte ya viene para entonces seguir llamándome en sus reuniones y en mis homenajes, uno de sus mejores amigos.

O tal vez ustedes quieran ignorar este detalle de mi infan- cia. Sería mucho mejor.

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Pedro Guerrero Ruiz

Ibn Al-Yasar

Hace algunos años me encontré con unos versos del heterónimo Ibn Al-Yasar (el hijo del puente). Puente poético, resultante de la referencia histórica y cultural. Pensaba entonces que la expulsión de los árabes de España, como la de los jesuitas o los judíos, fueron actos bárbaros de los llamados reyes católicos. Y con aquella idea, aquel poeta, Ibn Al-Yasar, no podía entender que él tuviese que marcharse de Lurka (Lorca siglos después) si sus antepasados habían nacido allí. Y escribió, desde las frescas palmeras de Tirieza, escribió cuanto había visto y amado. Escribió sobre su linaje, que era tanto como su pasado. Llegaban de su entorno los olores del tomillo y de las rosas que crecían junto a la acequia de aguas claras. Entre la coscoja y el palmito, las higueras y los algarrobos viejos, se anudaban los jazmines, y entre el manantial y los secretos de su casa de piedra, los juncos se apiadaban de los pájaros y así observaba el poeta el húmedo amanecer de las criaturas celestes, en aquella aurora arrebolada. Pero Ibn Al-Yasar tiene que irse a Nabul, desterrado. Y recuerda el poeta aquel vergel donde vivía. Era un lugar pequeño, pero a él le parecía hermoso. Después, memorizaba las higueras en la puerta de su casa. Y aunque ellas no hablaban, sin embargo él sí que sabía quién las puso allí. Quien ama los jardines decía vive en ellos, porque la muerte no persigue a estas criaturas. Si viven en ti la rosa, la palmera, que son reflejo de la tarde en donde vives, asciendes un poco al interior de tu sosiego y el paisaje se place de tus pasos. Porque la tarde es una amante. Y 113

si un árbol muere, los hombres también mueren y se quejan las entrañas de la tierra, y las cosas que vuelan y que andan. Y la tristeza se abre con la herida. El agua es fresca y corre por la estancia en el recuerdo poético de Ibn Al-Yasar. Es agua que resbala hacia el pilón de mármol. Y el poeta deja caer sus pies cansados y descalzos en aquel agua respetada y tan fresca. En ese silencio de su alma conquista un mundo sin salir de casa, en esa paz. Le hubiese gustado que le enterraran en aquel huerto de Tirieza, junto a la palmera. Porque pensaba que así se hubieran mezclado las gotas del rocío con sus frágiles huesos. Pero ahora es un desterrado. Y se parece a su poesía, anclado como un tronco a sus raíces, y un poco torvo escribe un verso, como se planta un árbol: ¿Qué habrá sido de mi Medina, de la almenara se preguntaba. Ibn Al-Yasar limpiaba los nísperos, quitándoles la nubecilla de algodón, dándoles lustre. En sus versos guarda aquel rincón de Tirieza en la monotonía nostálgica de su peregrinaje, de aquel exilio incomprensible, hueco. También los hombres pueden morirse de tristeza. Y ahora se parece a su padre, que quedó enterrado allí, donde el vivía, mirando hacia la Meca. Y amaba Ibn Al-Yasar. Recordaba a su amor, que se lavaba con agua donde ponía hojas de mirto y de laurel, de romero y de espliego, bien cocidas. Y rosas, y flores de granado, y hojas de lentisco y menta. Entonces, se frotaba con almáciga y se tocaba con incienso hasta secarse con un suave paño de lino. Y se perfumaba con almizcle y con mirra, y con alumbre que secaba al sol y destemplaba en el agua de las rosas. Era Ibn Al-Yasar música y soledad. Hablador de la noche, de su alma y del alma del paisaje. Porque debéis saber que el paisaje, como los puentes y los ríos, tienen alma. Y desde una fe en el árbol, sus alabanzas eran para su tierra. Y estos poemas, los de Ibn Al-Yasar, ¿qué eran sino el puente que le hacía volver a su pasado? Por eso son poemas de amor cuando habla de una belleza

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insólita, de lo que antes de ser poesía era una realidad, de Lurka, de la paz inefable de donde era y eran los suyos desde siglos. Por eso escribió, bajo las frescas palmeras de Tirieza. Escribió cuanto había visto, cuanto había amado. Y estos son los versos que ahora releo y someto comentados al corazón de alguien, los que ya creía perdidos, extraviados, para hacer comprensible aquel hermoso amor y la pena no enterrada de una nostalgia infinita.

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Jorge Kattán Zablah

Condimento exótico

Entonaban las chicharras su cacofónico canto, heraldo inconfundible que anunciaba el final de la estación seca y daba la bienvenida al largo período de las lluvias. La aparición de estos insectos filarmónicos siempre coincidía con la celebración de la Semana Mayor. En medio de ese disparatado concierto se presentó en la morada de don Giovanni Zaccarello el cartero vitalicio de Cojontepeque, Hilario Cordero, para hacerle entrega de un frasco de fino cristal, de regular tamaño, procedente de Messina, puerto ubicado en la tenebrosa isla de Sicilia. El remitente era Valerio, un hermano muy querido que había dejado en Italia al marcharse hacia Centroamérica, huyendo de los horrores de la primera guerra mundial. El transparente envase permitía ver en su vientre un contenido misterioso: un polvillo plomizo que jamás en su vida había visto don Giovanni, quien, entre confundido y asustado, sintió el irrefrenable impulso de consultar sobre el asunto de marras con su mujer, doña Simona, con el brujo don Indalecio Barrientos y hasta con Ña Tomasa Barillas, la sibila de la localidad. Mas como nadie arrojara luces que esclarecieran tal cuestión, tanto don Giovanni como su mujer cayeron en un estado crítico de perplejidad. Al día siguiente, los lugareños, que algo sabían ya del alboroto que la presencia de ese botellón enigmático llegado de ultramar había desencadenado en la familia Zaccarello, formaron corrillos en el atrio de la iglesia, en la barbería de don Filomeno, en la cantina de don Saturnino Aguado, en el lupanar de la Flaca

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Esperanza López y en la alcaldía, en los cuales se podían escuchar suposiciones como éstas: A mí se me ocurre que esa carambada es mostaza molida. No, la mostaza es amarilla y los polvos que han llegado dicen que son grises. ¿No será entonces alguna de esas especias raras que vienen de la India o de Marruecos? A mí se me hace que es jengibre pulverizado. A lo mejor es sólo nuez moscada. En fin, nadie pudo determinar la naturaleza de los misteriosos polvos, aunque sí hubo acuerdo general en que no podía tratarse de otra cosa que de algún condimento desconocido. Don Giovanni, emocionado por el revuelo que habían causado los polvos en la población entera de Cojontepeque, no vaciló en invitar a su casa a un grupo muy selecto de amigos con el propósito de que probaran un guiso italiano elaborado con gran esmero por las diestras manos de su señora esposa, doña Simona. Y delante de todos sus atónitos circunstantes, don Giovanni mismo se apresuró a aderezar el manjar con los mentados polvos, a los cuales les atribuyó propiedades milagrosas. Según les dijo en aquella célebre ocasión, eran capaces de reducir una próstata rebelde a un tamaño casi microscópico o de producir cantidades exportables de testosterona. El manjar así condimentado provocó fruición y deleite en el paladar y estómago del grupo de amigos. A la hora de despedirse les pidieron a don Giovanni y a doña Simona que por favor les obsequiaran una pequeña porción de aquel condimento para ensayarlo en sus casas. Además, les rogaron que cuando les llegaran más polvitos de ésos no se olvidaran de ellos. De los hechos aquí consignados ha transcurrido un mes entero. De las ceremonias solemnes de Semana Santa ya casi nadie se acuerda y los incesantes chirridos de las imperturbables cigarras se han evaporado. En esta coyuntura se encontraba Cojontepeque cuando, sin decir agua va, de nuevo se presentó en la morada de don

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Giovanni el cartero del pueblo, Hilario Cordero, portando en sus manos una carta que le enviaba su hermano Valerio desde Messina. Habiendo cumplido con su deber, Hilario dio media vuelta y se fue con paso redoblado por el mismo camino que lo había traído. Don Giovanni, temblando de la gran emoción que lo embargaba, se derrumbó en su poltrona, rompió el sobre y de inmediato se zambulló en la lectura de la misiva escrita con letra tartamuda y que traducida al español decía más o menos lo siguiente: Carísimo hermano Giovanni: toda mi familia está consternada por tu sospechoso e inexcusable silencio. Necesitamos saber con urgencia si llegó a tus manos un botellón que te mandé hace unos cuantos días. Contenía el último deseo de nuestra querida abuelita: viajar a Centroamérica a reunirse con ustedes. Como no lo pudo hacer en vida, en el botellón iba encerrada su alma angelical materializada en sus cenizas.

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María Rosa Lojo

Plegarias atendidas

¿No se te ocurrió llevarlo al Gauchito? Es el más milagroso. Eso le había dicho Rita mientras ambas miraban a Nicolás. Hablaban en voz alta, sin cuidarse de que él las oyera. En realidad, no podía. Estaba conectado a la play station, las orejas tapadas por los auriculares, mientras unos seres veloces animaciones casi idénticas a seres humanos se tiroteaban en la pantalla. Cada vez los hacen mejor, pensó Sara. Trabajados con todos los volúmenes de la vida, pero ligeros, elásticos, sin peso. Invulnerables, no a la muerte ni al daño virtuales (a cada rato uno caía, herido o aniquilado), pero sí al dolor, una condición exclusiva de la realidad carnal. Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, se dijo, citando a un poeta que ningún joven mencionaría ya, leído en sus años de secundaria. Rita, por favor. No creo en esas cosas. Si no te convence, basta ir, y mirar los exvotos. La gente agradece de todo y por todo. ¿Qué perdés? La molestia del viaje. Tomalo como un paseo. Nicolás se sacó por fin los auriculares, dando un grito de alegría. Jugaba con ferocidad y concentración y no se perdonaba las derrotas. Tuvieron una cena tranquila. La sonrisa iba y venía en la cara de su hijo entre bocado y bocado, como el eco de un resplandor que no acababa de borrarse. 121

Sara lo decidió esa noche. La luz de la luna llena había quedado encendida en el balcón y se filtraba por la pequeña claraboya ornamental, sobre el marco de la ventana. Los séptimos hijos transformados en lobizones estarían acechando en las esquinas de la ciudad, menos crueles que los vampiros. Al fin y al cabo sus metamorfosis eran siempre temporarias, y sus víctimas, si las había, morían de una vez, sin condenarse a una inmortalidad oscura y congelada. Bajo la luz de esa luna, todo parecía posible, lo maravilloso y lo siniestro. Irían al santuario en las afueras de Mercedes, en las vacaciones de enero, para la fiesta del Gauchito. No había necesidad de hablarle a Nicolás de ningún milagro. Lo entendería solo. O no lo entendería, y sería, para los dos, nada más que una excursión folklórica hacia la tierra adentro.

* Inmune al calor, la camioneta avanzaba por la ruta. Era una cápsula fresca y dura, rodeada por tierras blandas de esteros y palmares, cercada por nubes de mosquitos y otros insectos que se estrellaban contra el parabrisas. La había comprado hacía unos años, poco después del accidente. Había lugar de sobra para la silla de ruedas y sus accesorios. También para que Nicolás se recostara a descansar, si los viajes lo fatigaban. Ahora que ya tenía dieciocho, la adaptarían para que pudiera manejarla. O la cambiarían por una nueva, con las franquicias especiales para discapacitados. Quizás hubiera sostenido Rita si el viaje daba resultado, ninguna de las dos cosas sería necesaria. Miró de reojo a su copiloto. No lo hacía mal. Cebaba mate, seleccionaba y ponía música, incluso al gusto de su madre. A veces, pocas, le daba conversación. Solía hablar mucho más con el padre, que se complacía en enseñarle los secretos del camino mientras ella dormitaba en el asiento de atrás. Eso la había salvado. La cabina delantera terminó aplastada brutalmente bajo el micro. Velaron a Luis, su marido, con el cajón cerrado; imposible devolverles a esa cara, a ese torso, una forma humana. Nicolás, en cambio, estaba intacto de la cintura para arriba. 122

No se explayaba con ella como con Luis, aunque el padre inhábil había sido incapaz de desviar la embestida del ómnibus. Exiliado en el lugar de donde nadie regresa, apenas podía, en todo caso, hacerse cargo de su propia muerte. Nunca iba a responderle por las piernas de Nicolás. Llegaron casi de noche al hotel que Sara se había preocupado de reservar tiempo antes (todo se llenaba con la fiesta del Gauchito). Había aires en las habitaciones, instalados hacía poco, pero la antigüedad del edificio se trasparentaba en las paredes con un brillo sepia y un olor melancólico bajo la capa de pintura reciente. En el patio central, las hojas de encaje de los helechos colgantes tocaban el piso. Desde algún lugar, la música de chamamé ya anticipaba el baile de las jornadas próximas. Salieron hacia el santuario después del desayuno. Nicolás iba animado pero en silencio. Dependiente de ella para casi todo, se vengaba encerrando sus pensamientos y sus sentimientos como tesoros peligrosos, así como ella, herida, encerraba los suyos. Sexo, amor, futuro los de Nicolás, pero también los de Sara estaban escondidos en cajas secretas que ninguno de los dos abriría para el otro. Fuera de su trabajo en la empresa bioquímica, solo existía ese hijo único y un poco tardío que quizá no la miraba. Parecía limitarse a ver, a través de ella la herramienta útil que le organizaba los límites de su vida, la subsistencia, la ropa, los estudios un horizonte desconocido donde todas las cosas tenían otro color. Iban avanzando entre las moscas, bajo los tolditos de plástico de los puestos de comida. Sus manos boqueaban como peces fuera del agua, sin los guantes del laboratorio. Con tal que a Nicolás no se le ocurriera pedir algo de lo que se asaba o se freía sobre las parrillas chorreantes de grasa, o en las sartenes tiznadas. Tenía miedo de enfrentar su ira demasiado rápida, siempre que ella le criticaba deseos que cualquier otro, no inválido, hubiera podido satisfacer inmediatamente por sus propios medios. El sol salvaje había devorado todas las sombras,

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y hasta la visera de su gorra deportiva colgaba inútil, como una oreja mordida y arrancada. Lo que esa gente llamaba santuario le pareció una colección pintoresca de construcciones precarias donde los tributos al santo y las mercaderías para vender a los peregrinos convivían en un cordial desorden. Farolitos chinos, elegidos por su color rojo, se balanceaban entre los mates de hueso o de carpincho, sobre los tapices y los pósters donde Antonio Gil, siempre con la mano sobre el pecho, sufría su pasión y muerte vestido con camisa celeste y pañuelo punzó contra la cruz de Cristo. Son los colores de la unión acotó, sorprendente, Nicolás. El celeste de los liberales que lo reclutaron a la fuerza; el rojo de la Federación. Él era federal y desertó. Pero no solo para no matar otros federales. Fue para no entrar de nuevo en la guerra civil. Detrás de una especie de fanal, bajo varias hileras de velas encendidas, había una estatua del gaucho que sus fieles aclamaban como santo. Acá fue donde lo colgaron de un algarrobo, boca abajo, y lo degollaron sin llevarlo a juicio. La sangre cayó y empapó toda la tierra. El Gauchito había dicho antes que era la sangre de un inocente, y que Dios ayudaría a los que pidieran en su nombre. Ahora dame la vela. ¿Acaso Nicolás tenía toda la fe que a ella le faltaba? ¿Sería ésa una de sus confidencias negadas, inaccesibles? Sara le alcanzó uno de los cirios que había comprado. Su hijo, sin embargo, no iba a poder levantarse de la silla para encenderlo. ¿A senhora permite? La voz era dulce y como cantada, pero clara. Un hombre joven, robusto y alto, acababa de tomar y prender el cirio rojo con la llama de otra vela. Se inclinó despacio sobre Nicolás y le puso, casi paternalmente, una mano sobre el hombro. Muito miraculoso, o santinho.

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La luz del mundo vino y se fue, concentrada en un guiño del ojo gris. Reverberó y resbaló en las monedas de la rastra que llevaba a la cintura, como los paisanos argentinos, o los gaúchos de Rio Grande do Sul. Lucía un buen sombrero, de paja fina, trenzada como un tiento. Bordeando el anacronismo, inclinó apenas la cabeza y lo rozó con la mano derecha, para saludarla con deferencia. Pasaron juntos todo ese día y el siguiente, que era el de la fiesta. Habían sido felices. Las manos de Sara dejaron de sentir nostalgia de los guantes asépticos. Compró un mate de pezuña de vaca, que le pareció una rareza, y una cinta ancha y roja para colgar de la camioneta, con una imagen facetada y fosforescente del Gauchito que podía verse en la oscuridad, como una brújula. El otro gaucho, el brasileño, se llamaba Oswaldo. Manejaba un camión propio: un Mercedes, casi nuevo; se los mostró con orgullo. Levantó a Nicolás, que lo dejó hacer sin protestas, para colocarlo en el asiento del acompañante. Pasearon los dos durante una hora que para Sara no terminaba de trascurrir. Se metió bajo los toldos con la gorra entre las manos, y llegó de nuevo al lugar del sacrificio para hacer su propia plegaria y su promesa. Era la primera vez, después del accidente, que los acompañaba un hombre extraño a la familia. Nunca había querido mezclar en sus vidas a un amante. Ni siquiera se atrevía a mencionar esa palabra: amante, para sí misma. Claro que no hubiera elegido a Oswaldo para eso. Nada, ni valores, ni hábitos, ni intereses, parecían vincularla con ese varón mayor que su hijo, pero menor que ella. Excepto Nicolás. Un ser desconocido, con curiosidades y pasiones ignoradas, brotaba bajo la piel del anterior cuando él y Oswaldo hablaban de autos, fútbol, caballos, viajes por las rutas del Brasil y la Argentina, hasta llegar a las tierras donde terminaba el mundo. Esa noche compartió a su hijo no solo con el brasileño, sino con la multitud. Los tres se sentaron en el piso para ver a los otros, como si la silla de ruedas fuera solo el recuerdo de una vida

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pasada. Bailaban chamamés, polkas, corridos. Las empanadas y el vino parecían multiplicarse como los panes y los peces en el Sermón de la Montaña. Pero no había sermones. Los cuerpos hablaban con los pies y las voces rezaban con cuerdas de guitarra. Oswaldo se reía a carcajadas y su hijo se reía con él. Vas a ver que el Gauchito te va a cumplir, le había dicho el gaúcho, en portuñol; mañana vamos a estar bailando juntos. Los dos pares de ojos, grises y castaños, se habían enlazado como cuerpos danzantes, y la mano de Oswaldo había acariciado la cabeza enrulada y oscura de Nicolás, para quedarse, al descuido, sobre el hombro que se le abandonaba.

*** La resaca golpeaba el cráneo de Sara como un parche de tambor. Se incorporó, saturada de ritmo. No recordaba cómo ni cuándo habían vuelto al hotel. Pero tenía el camisón puesto y había logrado sacarse las sandalias. Descorrió las cortinas. Era mediodía. La luz meridiana borraba los encantamientos y las fabulosas promesas de la noche. Rompía los hechizos y llevaba las cosas y los seres distorsionados, enajenados, exóticos para sí mismos a su medida y sus dimensiones verdaderas. Se calzó las chinelas y golpeó la puerta de Nicolás. Había pasado la hora de salida. Tenían que volver a la vida real. A la rutina del laboratorio, a los estudios de Nicolás, que podría ir a la universidad de todos modos, sobre las ruedas de la silla. No hubo respuesta. Insistió. Puso la mano sobre el picaporte. La puerta cerrada, pero sin llave, se abrió de par en par. El cuarto estaba ordenado, la cama hecha. No había rastros de él. Buscó la silla y la encontró frente al placard, con un papel encima. La letra de la hoja era de su hijo. La leyó lentamente, sentada sobre la cama, doblada en dos por el alivio y el dolor de las plegarias atendidas.

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Fernando Martín Pescador

La vida en tres palabras

La vida es así de sencilla: un instante cualquiera eres un ciudadano honrado que repasa en su cabeza todos los detalles de la reunión que está a punto de celebrarse y, un instante después, te das cuenta de que el coche de policía con la sirena encendida quiere que seas tú el que te detengas y te eches a un lado de la carretera. Tú y no cualquiera de los otros pringaos que iban tan o más rápido que tú. Tú y no aquellos a los que paran normalmente y que observas con desprecio mientras pasas a su lado creyéndote el tipo más listo de la autovía. Ignorante, les dices con la mirada, ¡qué hay que tener cuidado con las pa-tru-llas de ca-rre-te-ra! Y ahora eres tú. Ya está. Ya has parado y has apagado la radio. Ibas demasiado rápido y has cometido un delito. Ya eres, a todos los efectos, un delincuente.

Bajo la presión del momento, podrías llegar a confesar que te descargas música de forma ilegal, que compras películas piratas en los mercadillos, que aquel día, sí, aquel día te fuiste de la tienda sin pagar los libros que escondías bajo la chaqueta, que no declaraste ese dinero que te pagaron de más, que, aquel día de acampada, entrasteis en la ermita y robasteis el dinero del cepillo para bebéroslo en cervezas. Echas cuenta y la cosa se pone fea. Con un mal abogado, podrían caerte hasta tres años.

Reflexionas por un segundo. Nada de todo eso va a suceder. Tienes que volver a arrancar el coche porque, si no, no hay manera de bajar la ventanilla. Lo haces con cuidado, no vayan a pensar que te quieres dar a la fuga. Bajas primero la de tu lado. Miras por el retrovisor y bajas, luego, la ventanilla del copiloto. ¡Caramba! Una agente de policía. Observas cómo se acomoda el 127

gorro cuidadosamente, recogiéndose una melena rubia, y se acerca por el lado derecho. Saluda simpática y te indica que ibas a noventa y una millas por hora en una zona de carretera donde el límite era de setenta y cinco. Te impresiona su precisión: noventa y una millas por hora. No se limita a un redondeo a la baja de noventa millas. Noventa y una millas. Te pide que le entregues el carné de conducir, el seguro y los papeles del coche.

Cuando le entregas el carné, recuerdas que tenías que haberlo renovado hace ya unos meses. Los papeles del seguro están ahí, no hay problema, pero los papeles del coche los llevaste a casa el otro día y no te acordaste de dejarlos otra vez en la guantera. Te pide que bajes del coche, que te espera en el suyo.

Por un momento, te viene a la cabeza alguna de las muchas películas porno que has visto en tu vida, una en particular en la que la breve introducción consiste en que una agente de policía para a un hombre de negocios por exceso de velocidad. De repente, te das cuenta de que la agente de policía está allí y de que el hombre con traje eres tú. Tú y no los pringaos a los que paran normalmente. Te hace ver que no estás en una película porno en el momento en que te vas a acercar a ella para enseñarle todos los papeles que traes del coche. Todos menos los que hay que traer. Te ordena que permanezcas siempre al otro lado de la puerta del coche patrulla que permanece abierta. Obedeces.

No le da mayor importancia al hecho de que el carné esté caducado y de que no encuentres los papeles del coche. Te pregunta si ibas a una reunión y le dices que sí. Te pregunta si sabes llegar a tu lugar de destino y apunta que, tal vez, pueda ayudarte a encontrar la calle. Ha asumido que no eres de por aquí. Le dices que tienes impresas las direcciones de Google en el coche. Te sonríe y dice que ha salido una mañana estupenda. No sabes qué decir. Su simpatía parece ir más allá del protocolo establecido. Está claro que esto no es una película porno con lo que deduces que te has equivocado de género cinematográfico. Ahora empezáis a hablar, os gustáis y tú decides atravesar esa 128

carretera a noventa y una millas por hora todas las mañanas de tu vida para que esa misma agente de policía te pare una y otra vez hasta que establezcáis una complicidad tal que os permita llevar vuestra relación a un terreno más estable. Menos turbulento. Sin sirenas girando a toda velocidad sobre el coche patrulla. Esto, no cabe duda, es una comedia romántica.

Te pregunta si piensas pagar la multa o si vas a recurrirla. Le haces repetir la pregunta y, después, respondes que vas a pagarla y te hace firmar. Te dice que son ciento quince dólares. Que tienes que pagarlos mandando un cheque a la dirección que aparece en la multa y que ella te ha redondeado con su bolígrafo. Te dice que tienes treinta días y que tengas cuidado que no se te pasen, que el tiempo pasa muy rápidamente. Para ti, sin embargo, el tiempo a su lado te parece la repetición televisada de una jugada de fútbol conflictiva. Miras bien el papel y quieres descubrir un corazón en el círculo que ha dibujado alrededor de las señas pero no, por mucho que te empeñas, un corazón no se adivina fácilmente en ese garabato rápido.

Os quedáis mirando el uno al otro durante unos segundos hasta que ella te dice que conduzcas con cuidado y que tengas un buen día. A ti sólo se te ocurre decir lo siento y vuelves hacia tu coche. Te vuelves para mirarla pero ella parece estar ya en otro universo. Miras a la carretera y crees ver tu cara en el conductor que acaba de pasar y crees escucharle decir que eres un ignorante, ¡qué hay que tener cuidado con las pa-tru-llas de ca- rre-te-ra!

Te metes en el coche y arrancas. No te apetece ni escuchar la radio. En las próximas horas, y puede que en los próximos días, no te atreverás a pasarte ni una milla del límite de velocidad. Setenta y cinco, setenta y cinco. Setenta, setenta. Al mismo tiempo, te ha subido la adrenalina. O algo que no puedes describir. Hacía tiempo que no hablabas con alguien fuera del trabajo. La vida es así de sencilla. La vida en tres palabras: ciento

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quince dólares. Te das cuenta que son los ciento quince dólares mejor gastados de toda tu vida.

Luego recapacitas: seguro que era rubia teñida.

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Maricel Mayor Marsán

Las dos mitades de una historia

El vuelo de Iberia entre La Habana y Madrid había durado casi nueve horas aproximadamente. En pocos instantes iba a pisar por primera vez el país de sus padres y el imaginario de sus noches. Llevaba seis décadas soñando con una tierra lejana que le era más cercana que todos los artilugios del trópico en el que la parió su madre. También, llevaba igual número de años tratando de descubrir a retazos la historia de su familia, aquella que sus padres nunca quisieron contarle del todo, y el porqué de aquella maldición que se cernía sobre ellos desde el mismo día que se casaron. Su padre, Pedro S. García Bustillo, había sido un hombre de negocios que trabajó toda su vida en el comercio local de la Isla. Después de más de treinta años de intensa labor, logró amasar una fortuna considerable. Fue dueño de dos almacenes de víveres, varias viviendas de alquiler y unos cuantos acres de tierra en las laderas de la Sierra Maestra, lugar donde había construido una casa y refugio campestre para la vejez. Había llegado a mediados de la década de los veinte a Cuba. Nunca consideró la posibilidad de volver a vivir en España, pero tampoco dejó de hablar de su tierra ni por un minuto. Solamente viajó a la península un poco antes de la Guerra Civil de los años treinta y regresó antes del tiempo previsto. Al triunfo de la Revolución Cubana de 1959, perdió todas las propiedades que había adquirido con su trabajo, por obra y gracia de diversas reformas establecidas por el nuevo gobierno, y tuvo que comenzar a vivir de una exigua pensión que le asignaron por concepto de todo lo confiscado y su familia se tuvo que conformar con retener solamente la propiedad de la casa donde vivían todos juntos en el pueblo 131

cercano a las montañas. Para él, ese golpe trágico formaba parte de una cadena de tragedias que conformaban la maldición que le había deseado Ernestina al partir de su patria lejana. Su madre, Julia María González Villaverde, se dedicó toda una vida a los quehaceres de su casa y también ayudó en todo lo que pudo a su esposo desde que llegaron a Cuba, siempre y cuando sus períodos de gestación se lo permitieron. Tuvo diez hijas, una detrás de la otra, año tras año, sin perder oportunidad ni tomarse reposo, salvo los tres o cuatro meses de abstinencia que el médico recomendaba después de cada parto. Estuvo una década completa persiguiendo al hijo varón que nunca llegó. Después de tratar en vano diez veces seguidas de procrear un miembro del sexo masculino para la familia y con una histerectomía posterior, debido a unos fibromas extraños y de gigantescas proporciones en el útero, el coro de voces y risas femeninas fue todo lo que se oyó en esa casa desde entonces. Para ella, ese fue el castigo que le tocó recibir por cuenta de la maldición de Ernestina. Siempre lo repetía, cuando hablaba sola consigo misma, en medio del trabajo diario, y sobre todo, cuando pensaba que nadie la estaba escuchando. La maldición de la tía Ernestina, o de Ernestina a secas, como la llamaban sus padres, era una frase constante en su casa a todas horas. No existía el día en que se dejaba de mencionar la famosa conjura de esa malévola hermana de mi madre. Todos vivíamos espantados de aquella mujer que nunca conocimos. Al poco tiempo después de la muerte de sus padres, sus nueve hermanas fallecieron también. Una por cada año transcurrido, para ser exactos. Laudelina, la mayor, murió de una pulmonía fulminante como consecuencia de una inusual ola fría que duró tres días. A María, la segunda, la atropelló un camión al cruzar la calle principal del pueblo en plena euforia revolucionaria. Justa, la tercera, se ahorcó en la mata de mango del patio de la casa, tras la ruptura de una relación amorosa que había durado veinte años. Francisca, la cuarta, se murió de peritonitis como resultado de un ataque de apendicitis que sufrió en medio del campo sin tener asistencia médica cercana. Mercedes, la quinta, se ahogó en una playa de

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Manzanillo cuando , sin saber nadar, decidió bañarse en el mar con sus amigas. Bárbara, la sexta, falleció el día de su cumpleaños de pura indigestión de guayabas verdes y cañandonga. Ignacia, la séptima, tuvo amores con un militar que le cercenó la yugular con una navaja cuando ella lo quiso abandonar. Brígida, la octava, murió durante el parto de su primer hijo porque le dio un ataque de eclampsia y no le pudieron hacer la cesárea a tiempo, muriendo también su hijo antes de nacer. Eugenia, la novena, murió de un ataque al corazón después de escuchar por ocho horas seguidas un discurso del líder del gobierno en la televisión. El viaje a España la había sumido en una profunda reflexión sobre la historia de su vida y la de su familia, de los orígenes desconocidos de la misma y de tantas cosas inexplicables. ¿Cómo había ocurrido todo? ¿Por qué esa sucesión de desgracias ocurridas a sus padres y hermanas? ¿Por qué no habían podido superar la mencionada maldición que una mujer les había deseado a todos ellos desde el otro lado del océano? ¿Cuál sería el secreto que se llevó a la tumba su padre? ¿Conocería alguien más la clave de tantas desgracias? ¿Por qué le tocó a ella convertirse en la única sobreviviente de lo que un día fue una familia? Después de la muerte de todas sus hermanas, pensó que era su turno para morir y ventilar la última de las maldiciones que les habían destinado, pero no fue así. El tiempo pasó y ella se quedó para vestir santos en aquella casona donde solamente permanecían los recuerdos de todos sus muertos. ¿Quién se iba a casar con una mujer sobre la cual pesaba semejante maldición? La voz había corrido por el pueblo y nadie se le acercaba. Hasta que un día decidió permutar la casa e irse para la capital de la Isla. La casa era lo único que le quedaba del patrimonio familiar y así lo hizo. Logró cambiar una casa de varias habitaciones por un apartamento pequeño, consiguiendo así algún dinero que le permitió vivir unos años sin penurias. Transcurrieron varias décadas, y La Habana no fue capaz de trasmitirle ningún sentido de pertenencia, pese a los buenos vecinos y a las amistades que adquirió con el pasar de los años. Trabajó,

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estudió e hizo lo que pudo para transitar por una existencia solitaria, siempre soñando con la España de sus padres. Hasta que un día llegó una carta de la madre patria, de Santiago, un primo que no conocía, donde le informaba que la tía Ernestina había muerto y que ella era el único familiar que le quedaba en el mundo. Tenían que encontrarse, con carácter urgente decía. Llevaba mucho tiempo tratando de localizarla. ¡O ella iba a España o él vendría a Cuba! La espera había sido larga. Nadie podría calcular el tiempo transcurrido desde el día que decidió ir al Consulado de España para reclamar su ciudadanía española y poner sus papeles en orden. Contrario a lo que todos en su barrio pensaban, su decisión no había sido política no se sentía parte del sistema imperante en la Isla. sino que correspondía a la voz de la sangre y a las dudas que la llevaban a descubrir en otro continente ciertas pistas sobre su propia vida. Además, no podía desaprovechar la invitación que le había extendido el hijo de Ernestina, ese primo que no conocía, con todos los gastos del viaje incluidos. Tampoco podía dejar pasar la oportunidad de conocer la tierra de sus padres y averiguar algo de aquel pasado que tanto la intrigaba. Quizás su primo sabía algo que ella ignoraba. El avión aterrizó en Barajas. La llegada al aeropuerto y los trámites de aduana fueron más fáciles de lo que había imaginado. Después de muchos años, el acento español de todos los que le hablaban le recordaba a sus padres y se sintió, de repente, parte de aquel escenario. A la salida de los vuelos internacionales había un hombre con un cartel que portaba su nombre. Se le acercó y su emoción crecía por segundos al descubrir un parecido notable entre su padre y su primo.

Santiago, soy yo, tu prima Aurora. Bienvenida a España. Me has emocionado. Es increíble cómo te pareces a mi padre. Y tú a mi madre, como no te puedes imaginar. Bueno, mi madre y tu madre eran hermanas, ¿no? Sí, así es. 134

Se abrazaron y comenzaron a charlar como si se conocieran de toda la vida, mientras se marchaban juntos a recoger el equipaje. Aurora no pudo aguantar más y le preguntó extrañada.

¿Acaso nuestras madres tenían algún parentesco con la familia de mi padre? Me imagino que en los pueblos pequeños en España pasa como en Cuba, que todo el mundo termina siendo familia. Quizás por eso me recuerdas tanto a mi padre cuando tenía tu edad. De algo de eso se trata. ¿De qué se trata? De que no somos primos. ¿Cómo así? le preguntó sorprendida. Somos hermanos le dijo muy serio. Me puedes explicar la broma. No es ninguna broma. Me llamo Santiago porque es el segundo nombre de nuestro padre, Pedro Santiago. Mi madre decidió ponerme ese nombre, en vez de Pedro, para que las malas lenguas del pueblo no hablaran de más. En aquella época, ser madre soltera no era bien visto. Como todo el mundo que conoció a tu padre, que es también mi padre, lo conocía como Pedro a secas, no había problemas con nombrarme Santiago. Ahora caigo en el motivo de la maldición de Ernestina. No, todo va más atrás en el tiempo. No te apresures. Por eso necesitaba hablar en persona contigo. Mi madre me contó todo antes de fallecer. Nuestro padre y mi madre eran novios hasta que un día él decidió marcharse a Cuba. Mi madre no estaba de acuerdo con ese viaje y se negó a acompañarlo. Entonces, su hermana menor, Julia María, que siempre había estado enamorada del novio suyo en silencio, se ofreció a irse con él sin que mediaran permisos familiares ni recatos de mujer adolescente. Y, por supuesto, mucho menos ningún tipo de consideración para su hermana mayor. Entonces, lo que me estás contando pone el recuerdo de mi difunta madre en una posición bastante delicada.

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En realidad tu madre no fue culpable de nada. Ella aprovechó la situación y solamente dio rienda suelta a sus sentimientos, logrando una relación con el que consideraba hasta ese momento un amor imposible. Mi madre tuvo la opción de irse a Cuba con su novio, pero ella no quiso irse con él. ¿Y tú? ¿Acaso mi padre tuvo relaciones con tu madre antes de marcharse de España, pese a que se casó con mi madre por lo civil y la iglesia antes de irse? No, eso pasó a su regreso a España años después, en la década de los treinta, cuando visitó el pueblo y volvió a ver a mi madre. Por esa época, la única que faltaba por nacer en mi casa era yo. Sí, naciste un poco tiempo después que yo y te llamas Aurora porque ese es el segundo nombre de mi madre. Su nombre completo era Ernestina Aurora. ¿Cómo? No sabía ese detalle. Sí, nuestro padre quiso recordar a mi madre poniéndote su nombre. Así, cada vez que te llamaba se acordaba de mi madre. Mi madre, que es tu tía, no lo habría permitido le manifestó incrédula. Pues cuando lleguemos a casa, te enseñaré todas las cartas que se escribieron nuestro padre y mi madre en esa época. Entonces, ¿por qué la maldición? No existe tal maldición. ¿Y tú qué sabes de eso? Lo sé porque fue un truco que nuestro padre utilizó para justificar todo lo que le salía mal en la Isla y, sobre todo, fue la única manera de justificar ante tu madre la necesidad que él tenía de escribirle a la mía y de nombrarte Aurora. Según él le decía a tu madre, esa era una manera de pedir perdón y clemencia para dejar de sufrir la supuesta maldición que Ernestina, mi madre, les había deseado el día que se marcharon de España.

Al salir caminando del aeropuerto, rumbo al estacionamiento, el aire frío de la mañana le golpeó el rostro con la misma intensidad 136

que la noticia que acababa de recibir. No obstante, la alegría de saber que tenía un hermano y que no estaba sola en esta vida le hizo ver como todo un pasado y sus incógnitas disminuían en intensidad e importancia.

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José María Merino

Liquidando al Meta

Querido profesor Souto, hoy por fin liquidaré al Meta, y tengo el propósito de que de esta confesión mía sea usted el primer destinatario, tras tantos años de sentirme obligado a guardar solo para mí tantas regurgitaciones de aborrecimiento.

Aunque soy persona de natural pacífico, desde que lo conocí sentí hacia él una inquina tan honda que se convirtió enseguida en la aversión que no tengo más remedio que llamar aniquiladora, decisiva. Hoy conseguiré por fin realizar lo que durante tantos años ha sido casi mi única idea estimulante.

La primera vez que coincidimos fue en un congreso, en Panamá. Entonces yo todavía escribía novelas, pero aunque la crítica me respetaba, no vendía casi nada; él, más joven que yo, era eso que se dice un autor de culto, ya en aquellos años muy jaleado en las reseñas culturales y en los suplementos literarios.

Allí había bastantes escritores, pero entre los españoles que residíamos en el mismo hotel con el Meta y yo, Gloria P. y Alicia S.se estableció una relación particular, por la coincidencia en los desayunos y en determinados momentos de la jornada.

Yo al Meta ya lo conocía, pues cuando estaba todavía en activo como escritor había coincidido con él en la feria del libro de Guadalajara, México. Ambos participamos en una mesa redonda y él estaba ya tan satisfecho consigo mismo que se limitó a leer, durante casi media hora, el arranque de su último libro.

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La vez que digo, en Panamá, cenábamos los cuatro juntos. Por aquella época él bebía mucho y se ponía pesadísimo.

Vosotros no me queréis repetía, una y otra vez, no me queréis nada.

Que sí que te queremos, Paúl, mi vida le decían Gloria P. y Alicia S.

Sin embargo él seguía, dale que te dale:

A lo mejor vosotras me queréis un poco, pero Tuñón no me quiere nada, no me puede ver, se le nota insistía.

Anda, Pedro, cielo, dile a Paúl que le quieres un montón, para que se tranquilice de una vez me pedían ellas con mucha sorna, pero a mí aquel borracho pelma me sacaba de quicio:

Si sigues así no solo no te querré nunca, sino que te odiaré durante el resto de mi vida repuse, sintiendo en mi boca el sabor pleno y verdadero de aquellas palabras.

Fue por entonces cuando le pusimos el mote Meta, de metaliterario, porque consideraba las cosas de la vida exclusivamente a través de la propia literatura, y solo mostraba interés hacia el posible vínculo entre lugares y literatos. Para él no existían los espacios por donde no había pasado un escritor famoso. Presumía de haber dormido en las mismas habitaciones hoteleras que sirvieron alguna vez de alojamiento a Karen Blixen, Tristan Tzara, Robert Walser y muchos otros más. Aquí estuvieron Anaïs Nin y Henry Miller en el 33 , decía mientras paseábamos por el barrio antiguo, y hasta preguntaba a los sorprendidos viandantes sobre algún eventual recuerdo de aquellos añejos turistas. Cuenta Naipaul que esto lo visitó con Paul Theroux a finales de los ochenta, explicaba mientras atravesábamos una comarca selvática. A los de la recepción del hotel los mareaba en busca de posibles huellas de Hemingway o Paul Auster.

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Gloria, Alicia y otros, como mi sobrina Bibí, que lo considera un genio, aseguran que el Meta tiene mucho sentido del humor, pero según ha ido pasando el tiempo he ido viendo en él más bien una disposición irónica patosa, ignorante de lo que no esté teñido de literatura, y su convicción de que escribir sobre autores y banales peripecias propias es suficientemente narrativo en sí mismo me parece demasiado ingenua y vacua, por mucho que se lo celebren. El caso es que él ha seguido escribiendo, cada vez con mayor eco y fortuna, y yo he ido encontrando cada vez menos lectores y mayor reticencia editorial. Y así, hasta que me fui de la literatura…

Nos alojábamos en el mismo hotel, uno muy bueno que en la última planta tenía un servicio de bar gratuito para ciertos clientes. Una tarde estábamos allí tomando algo mientras esperábamos que viniesen a recogernos. En el salón había tres niños, calculo que tendrían alrededor de los siete años, que no paraban de moverse y de jugar, aunque el lugar era tan grande que no molestaban. Sin embargo, el Meta los observaba con reprobación y les hizo señas para que se acercasen. Cuando los tuvo delante les preguntó, poniendo en la voz una intención dañina:

¿Vosotros sabéis que vuestros papás se van a morir?

Los niños lo miraron con extrañeza y luego se apartaron y murmuraban algo entre ellos, mientras nos contemplaban con un aire que me desasosegó. Ése es el estilo del gran sentido del humor que lo caracteriza.

Al día siguiente nos llevaron a visitar una zona de la selva, cerca de Gamboa, donde habían instalado un teleférico silencioso que sobrevolaba el arbolado hasta lo alto de una colina. Las cabinas eran muy pequeñas y sencillas, artefactos de base sólida rodeados solamente por una balaustrada fina que permitía entrar en contacto directo con la atmósfera del lugar, escuchar los gritos de los monos, divisar los grandes pájaros multicolores, entre esa

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vegetación en que el verde despliega todos sus matices. En el vehículo íbamos nosotros dos solos Gloria y Alicia iban montadas en otro, delante del nuestro y él llevaba en la mano un libro.

Por aquí anduvo Bruce Chatwin cuando ya tenía el sida. No escribió nada acerca del lugar, pero seguramente echó una meada al pie de alguno de estos árboles dijo.

Debajo de nosotros se divisaba la exuberancia del abismo vegetal y fue en aquel mismo momento cuando decidí intentar cargármelo. Nunca he matado a nadie ni he tenido impulsos homicidas, pero sentí que liquidar al Meta no pertenecía al universo del asesinato, sino a ese de las bellas artes del que habló Thomas de Quincey.

Sin embargo, todo asesino, aunque no sea profesional, debe ser cauteloso. Yo imaginé enseguida mi coartada. Simulé que perdía el equilibrio y la cabina se bamboleó. De inmediato me lancé sobre él gritando ¡Cuidado, que me caigo!, y lo empujé con todas mis fuerzas obligándolo a rebasar la cadena que cerraba la parte trasera de la elemental cabina y sujetándome bien a la balaustrada.

Y el Meta cayó a la selva, desde treinta metros de altura.

Pero no se mató, ni siquiera se magulló. El libro que llevaba en la mano fue su protector en los sucesivos golpes contra las ramas, que fueron haciendo cada vez más lenta su caída. E incluso el libro llegó al suelo antes que su cabeza, amortiguando el golpe final. Como es lógico, aparenté consternación por haber sido la causa del accidente, pero él no llegó a sospechar lo que había habido de intención criminal en mi tropezón, e incluso mostraba muy ufano el libro, una biografía de Marguerite Duras que, según él, le había salvado la vida.

Su verdadero apellido era Donnadieu decía, como si esto lo explicase todo. 142

Aquel fracaso en mi primer intento de asesinato resultó muy deprimente para mí y hasta creo que fue uno de los factores iniciales en mi alejamiento de la literatura. No obstante, mi idea de eliminar al Meta se convirtió en una meta, qué bonito, y busqué surtirme de elementos capaces de ayudarme a hacerlo en alguna otra ocasión en la que coincidiésemos. Ni pistolas ni armas blancas, porque aborrezco la violencia sanguinaria, pero hay muchos otros medios: supe por Internet que la estricnina es perfectamente soluble en alcohol, y letal en una pequeña dosis, y me hice con una buena porción.

La ocasión para mi nueva tentativa surgió en esa conmemoración de la Residencia de Estudiantes que congrega todos los veranos a muchas gentes de las artes y de las letras. Fui pronto y preparé dos mezclas tóxicas, una de vino blanco verdejo y otra de güisqui con mucho hielo, que es como al Meta le gustaba. No tardó en aparecer y me apresuré a acercarme a él para ofrecerle lo que prefiriese, pero rechazó los dos vasos:

Ya no bebo nada aclaró, tajante. Mi vida ha cambiado en lo que toca al alcohol.

Y se alejó de mí para acercarse a alguien que lo saludaba con júbilo.

No importa dijo un periodista cultural muy influyente, que había sido testigo de la escena yo tomaré ese güisqui.

Me lo arrebató de las manos antes de que yo pudiese impedirlo, y se lo bebió de un trago.

¡Qué sed! exclamó luego, y debieron de ser sus últimas palabras, porque yo me separé de él de inmediato.

A los quince minutos hubo revuelo en aquel lugar del jardín, poco después se escucharon los sonidos de una ambulancia, y a la media hora se nos indicó, a través de los altavoces, que razones muy graves, de fuerza mayor, obligaban a clausurar la fiesta, y que se nos rogaba que nos abstuviésemos de 143

seguir consumiendo nada líquido o sólido. Como se sabe bien, la muerte del periodista fue atribuida a un atentado terrorista, cuyos autores no han sido todavía localizados, pero que por suerte solamente consiguieron contaminar uno de los vasos, donde al parecer han aparecido numerosas huellas digitales, ninguna significativa.

Pero por fin, de modo providencial, ha llegado para mí la oportunidad definitiva. Mi alejamiento de la literatura y mi mayor dedicación a mi empleo oficial facilitaron que fuese yo el encargado de controlar la edificación el monumento a Franz Kafka que va a alzarse para sustituir a la estatua de Galdós, en el parque del Retiro.

El Meta, como último galardonado con el premio internacional que lleva el nombre del escritor checo, va a ser el encargado de inaugurar el monumento, junto con los alcaldes de Madrid y de Praga. La escultura no es muy grande, pero tiene envergadura suficiente como para destripar a quien encuentre debajo cuando se derrumbe.

Lo he calculado de manera muy meticulosa: la distancia a la que deberá encontrarse quien desvele la placa conmemorativa, en el pedestal; la pequeña carga explosiva, en determinado punto bajo la escultura, que haré estallar en el momento justo en que el Meta, a menos de un paso, haga correr la pequeña cortina; la caída de la escultura sobre él; su aplastamiento seguro. Lo veré todo con claridad, porque estaré muy cerca. Otra operación terrorista… No podemos vivir tranquilos…

Nota del comisario investigador: Esta misiva autógrafa de José Tuñón, al parecer nunca enviada y entregada a las autoridades por su sobrina, prueba, entre otros delitos, su autoría de la voladura de la estatua recién inaugurada, aunque el cálculo erróneo en la cantidad de explosivo hizo que la única víctima del desplome fuese precisamente él. Está probado que el profesor Souto, que le dio clases durante algunos cursos de la licenciatura, es totalmente ajeno al caso.

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Rodolfo Modern

De la sabiduría de los humildes

Wai Te, un ebanista simple de corazón y muy hábil, fabricaba en madera de oscura caoba un arcón complicado, lleno de herrajes, molduras y divisiones, destinado a guardar las ricas túnicas del emperador, hechas de seda, oro y brocados. Mientras tanto, veía jugar en la calle a un grupo de niños desarrapados y hambrientos. Cuando el emperador recibió el mueble y fue a abrirlo, encontró en el fondo del arcón, y sobre una almohadilla de terciopelo, un trapo desgarrado y muy zurcido con una inscripción que decía: Traje de ceremonia de los niños de la calle donde vive Wai Te, el ebanista.

De la cadena

El jornalero Han depende del campesino Sao Te quien depende del granjero Loi Ping quien depende del comerciante en granos Fei Ka quien depende de su esposa Chi Hue quien depende del terrateniente Tao T’se quien depende del señor de Wu quien depende del emperador F’ang quien depende del Cielo quien depende del Caos Primordial.

Una fábula

Allí estaban, olisqueando el aire, olisqueando. Los hocicos negros, afilados, se empinaban sobre la hierba más alta y giraban al compás del viento invernal que azotaba fuertemente la estepa. Eso podía verlo, aunque no con la deseada nitidez. Trataban de pasar, en lo posible, inadvertidos, igual que yo, y por motivos en el fondo concidentes. De vez en cuando sus cuerpos ágiles, inquietos, cubiertos por una pelambre espesa y parda, emergían 145

en medio de un claro, o se volvían en dirección al bosque oscuro, dominado por miles de coníferas. Había nevado recientemente, y esto significaba una ventaja para mí, que soy blanca y nunca tan veloz como esa pareja de lobos. Lobos que acumulaban hambre, un hambre vaciada por el tiempo y angustiosa, porque habían dejado a su prole apenas protegida por unas ramas de pinos y abetos caídas que le servían de guarida. El cielo estaba cubierto por un gris brumoso, y el frío clavaba sus dientes sobre nosotros. Mi cuerpo, ciertamente, también protegido por una piel tupida y blanca en su totalidad, repito. El macho y la hembra, en su venteo en busca de olores favorables, unían sus hocicos entrechocándose con delicadeza, como si un sentimiento común los juntara. Prudentes o no tanto, lentos o veloces, arrastrándose casi a los saltos, pacientes o arrebatados, la energía los atravesaba y exponía sus perfiles. En un acercamiento leve (yo me situé contra el viento) pude advertir sus ojos que brillaban, velados por una expresión quizá melancólica, como si se hubieran visto forzados a hacer algo que en el fondo no deseaban. En mí, en cambio, se mezclaba un legítimo temor disminuido por la sensación de continuar viva, respirando ese aire helado, que sería transformado, mucho no faltaba ya, por otro más grato a plantas y . De pronto no los vi más, como si el viento, que ahora soplaba con ferocidad, se los hubiera llevado, al macho y a la hembra. Aguardé un tiempo, que ahora no estoy en condiciones de medir, y luego fui retrocediendo con una actitud que supuse cautelosa. No demasiado, lo reconozco, pues aprendí, aunque tarde, que ninguna amenaza despoja totalmente el impulso que la animó en su origen. Y los vi otra vez, corriendo hacia mí, con toda la velocidad y fuerza de que eran capaces, desde lados contrarios, cortándome la salida con un hábil movimiento de tenazas, seguramente heredado de sus ancestros. Los tuve encima, lo intenté todo, me precipité en vano por lo que creí que era una grieta salvadora, sentí su aliento frío y fervoroso. Y sentí de qué manera sus colmillos filosos se clavaban en mi vientre y atravesaban mi garganta. Pero supe, a último momento, que la

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necesidad y la melancolía guiaban sus actos, no el solo olor de la sangre. Con mis últimas fuerzas resolví entregarme entonces a su hambre desesperada y compartida. Las crías tendrían lo suficiente para afrontar el futuro inmediato. Y me perdí. Ahora, cubierto el suelo nevado por bandadas y bandadas de cuervos, sé que la existencia del azar o de otra voluntad me ubicó del lado del cordero. Y sé también que los lobos simpre prevalecen.

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Juan David Morgan

Isla Azul

El Consejero Alonso tiene la palabra. Muchas gracias, señor Coordinador. Miguel Batista, Coordinador del Consejo Institucional de Isla Azul desde hacía veinte años, sabía que el Consejero por el Sector de los Trabajadores del Agro se pronunciaría a favor de la declaración de independencia. También presentía que al final del día el Consejo terminaría aprobando la propuesta del más elocuente de sus oradores y que, en consecuencia, el espectro de la guerra amenazaba la paz y la prosperidad de la provincia. Aníbal Alonso caminó pausadamente hasta el podio instalado en el centro del moderno hemiciclo en el que se celebraban las reuniones del Consejo Institucional, máximo organismo administrativo de la famosa provincia de Isla Azul. Se trataba de un hombre joven, moreno, de regular estatura que, como el resto de los Consejeros, vestía de manera informal, aunque el corte de su camisa blanca de manga corta y de su pantalón azul era impecable. El tono de voz y la perfecta dicción indicaban que Alonso era dueño de una esmerada educación. Señor Coordinador, estimados Consejeros. Comienzo por indicar que, aunque no comparto el criterio de algunos colegas que me han precedido en el uso de la palabra, respeto su manera de pensar. Es comprensible que el Consejero del Sector Cultural abogue por una paz negociada y que lo mismo haga el Consejero del Sector de los Empresarios Urbanos. También lo es la cautela con que se han expresado la Consejera del Sector Familiar y el Consejero del Sector Religioso. Yo opino, sin 149

embargo, que ya hemos agotado todas las instancias por lograr que el Gobierno Central nos permita a los azuleños seguir progresando en paz. El esfuerzo ha sido inútil porque el régimen recientemente instalado en la capital insiste en poner fin a nuestro modo de vida. Por lo tanto, ha llegado la hora del ser o no ser y tenemos que proceder a… Mientras Alonso hablaba, el Coordinador Batista dejó que su mente vagara en el pasado. Pocos conocían tan bien como él la prodigiosa historia de Isla Azul.

* * * Todo había empezado treinta años atrás, cuando Miguel contaba apenas veinticinco años y regresaba a su pueblo con un título de Ingeniero Industrial bajo el brazo y un futuro de ilusiones por delante. Aquel mismo año se había descubierto que el fruto sin madurar de la Oxidantis Plenarium, planta originaria de Isla Azul y conocida allí con el inocente nombre de Mata de Loro, tenía propiedades anticancerígenas casi milagrosas. La planta crecía únicamente en el sector noroeste de la Isla, sitio en el que a través de un proceso de siglos la arena coralina de la plataforma continental había venido mezclándose con la tierra arcillosa del sector de la costa y donde todas las tardes, después de las cinco, llegaban al área bandadas de loros que entre alegres graznidos pintaban de verde claro las oscura hojas del Oxidantis. Ocurrió que cuando Carlota Candanedo supo en la capital que un cáncer muy agresivo había invadido sus órganos vitales, regresó a la Isla Azul y le pidió ayuda a su hermano, Teodosio, curandero del pueblo, quien, sin titubear y obedeciendo a una corazonada a la que luego se le atribuiría origen divino, le recetó té del fruto verde de la Mata de Loro. Un mes después Carlota estaba curada. Por eso es que los loros viven tanto, razonaron los azuleños antes de caer como aves de rapiña sobre los inocentes arbustos, dejándolos sin un solo fruto ni una sola hoja. Nuevas curas milagrosas se reportaron y al cabo de seis meses, por no quedarse a la zaga de los vecinos, cada familia de isleños juraba que, gracias a la Mata de Loro, una hermana, un hijo, una tía o cualquier 150

pariente lejano se había recuperado de una dolencia incurable, al punto que por primera vez en la historia, más en broma que en serio, Isla Azul y sus loros aparecieron en la página frontal de los diarios de la capital. Atraídos por las noticias arribaron a la isla docenas de científicos enviados por los laboratorios más importantes del mundo a estudiar las peculiaridades del suelo que permitían que la Mata de Loro un arbusto de regular tamaño fructificara solamente allí. Se tomaron toda clase de muestras y al cabo de un tiempo los científicos llegaron a la conclusión de que, además de las características del suelo, que incluía abundante excremento de loros, había un componente de humedad salina óptima de hacía imposible que la Oxidantis Plenarium diera frutos den otros lares. Quiso el destino, para bien de los azuleños, que por aquella época arribara también a la Isla, después de toda una vida de trabajo, el doctor Eliécer Riquelme, quien había dedicado sus últimos treinta años a predicar los maravillosos resultados que se obtenían al aplicar a cualquier situación el sistema de Covey de los Siete Hábitos del Éxito. Fue apenas natural que la inquietud del joven ingeniero buscara en la experiencia del doctor Riquelme la orientación necesaria para iniciar con buen pie la aplicación práctica de los conocimientos obtenidos en la universidad. Luego de muchas tertulias entre el hombre que buscaba descanso y el joven que anhelaba triunfar, Riquelme sugirió la estrategia que marcaría el inicio de la inigualable prosperidad de Isla Azul. El secreto está en la explotación de la Fruta de Loro había afirmado Riquelme. Ahora que las empresas farmacéuticas saben que solamente aquí puede darse, se empeñarán en reproducir químicamente en sus laboratorios las maravillosas propiedades anticancerosas de nuestro fruto verde, pero pasarán muchos años antes de que lo consigan, si es que en efecto lo logran. Si interesamos a alguna de esas empresas, no necesariamente la más poderosa, podremos alcanzar un rendimiento lo suficientemente importante como para mejorar la situación económica de todos los isleños. No importa que la producción sea limitada porque los

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muy ricos, con tal de curarse o prevenir la más temible de las enfermedades, pagarán lo que se les pida. Lo esencial ahora es tener clara la visión, la misión, los valores y las estrategias, sobre todo en cuanto toca al manejo de las relaciones de Isla Azul con el Gobierno Central. Ayudado por su guía y mentor, en poco tiempo Miguel Batista consiguió interesar a los Laboratorios Bauer en la explotación de la Mata de Loro. De Suiza se trasladaron a Isla Azul dos de sus representantes que, siguiendo instrucciones de los azuleños, se hicieron pasar por turistas para no incitar la curiosidad y la del Gobierno Central. Muy pronto quedó formulado el plan: Laboratorios Bauer haría su primera siembra experimental en un pequeño terreno adquirido por Batista y una vez determinaran la productividad de la Oxidantis Plenarium presentaría una propuesta en firme a la empresa Mata de Loro, S.A., de la cual el joven y emprendedor ingeniero era presidente y único accionista. Seis meses después, sin lograr ocultar su entusiasmo, presentaron los suizos su propuesta y cuando Miguel Batista se percató del gran potencial que ofrecía el negocio tomó la decisión que cambiaría su propio destino y la historia de Isla Azul. Con gran sigilo reunió a los individuos más importantes e influyentes de la isla y les propuso que entre todos desarrollaran el proyecto en beneficio de la provincia y de sus habitantes, que para entonces apenas pasaban de cuarenta mil. En esa reunión el profesor Riquelme explicó con contagioso optimismo su visión del futuro y las estrategias que los azuleños deberían seguir para que el éxito coronara sus esfuerzos. Esta isla puede convertirse en la comunidad más próspera y en el modelo de desarrollo de América, aseguro el maestro. Los pocos escépticos quedaron convencidos y al poco tiempo la provincia de Isla Azul se lanzó a la gran aventura.

* * *

Los recuerdos del Coordinador General se vieron interrumpidos por los aplausos que siguieron a las palabras del

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Consejero Alonso. Correspondía hablar ahora a Heriberto Grajales, representante de los Empresarios del Agro. El Consejero Grajales tiene la palabra dijo el Coordinador Batista, y el aludido avanzó hasta el podio. Poca diferencia había entre el representante de los Trabajadores y el de los Empresarios del Agro. Ambos disfrutaban de igual status en la comunidad y disponían de ingresos suficientes para vivir muy cómodamente. En realidad, todos los azuleños tenían a su alcance una vida próspera, pues los treinta años transcurridos desde el inicio de la era de la abundancia les había enseñado que si juntos apuntaban al mismo objetivo, trabajadores y empresarios, educadores y estudiantes, hombres y mujeres, seglares y religiosos, alcanzarían una mejor calidad de vida. Señor Coordinador estimados Consejeros comenzó Grajales. Quiero manifestar mi completo acuerdo con lo que acaba de expresar aquí el Consejero del Sector Laboral del Agro. No podemos cruzarnos de brazos y permitir que el Gobierno Central nos arrebate nuestros valores, nuestra idiosincrasia, nuestro modo de vida. Creo que se impone declarar la independencia, pero, como paso previo, sugiero que el señor Coordinador tome contacto con el Secretario General de las Naciones Unidas y se comunique con las grandes cadenas televisivas y noticiosas del mundo para que vengan a Isla Azul a presenciar la agresión contra la verdad, la libertad y el orden que está a punto de perpetrarse en nuestra comunidad. Por lo tanto… Lo mismo habría dicho yo hace veinte años, pensó el Coordinador Batista, antes de volver a sus recuerdos.

* * * Aunque en un inicio él y el doctor Riquelme habían sido los motores del proyecto Fruta de Loro, muy pronto los líderes de todos los sectores de la comunidad azuleña se sumaron al esfuerzo. Bajo la dirección y coordinación de Riquelme se formaron los primeros comités que más tarde, con el nombre de Consejo Institucional, servirían de soporte a la nueva organización de Isla Azul. 153

El rendimiento del futo verde de la Mata de Loro fue muy superior al anticipado y después de arduas negociaciones con los suizos se acordó distribuir las ganancias conforme a una tabla en la que los Laboratorios Brauer y la provincia compartirían a partes iguales los primeros cien millones de dólares. De esta suma en adelante la porción de la empresa disminuiría progresivamente hasta que después de quinientos millones Isla Azul recibiría el ochenta por ciento de las ganancias. Más difíciles y delicadas resultaron las negociaciones que los azuleños llevaron a cabo con el Gobierno Central, cuyos personeros, preocupados por la política e ignorantes de la potencialidad del proyecto, aceptaron que la Provincia percibiera en concepto de impuestos municipales las ganancias derivadas de la explotación de la Mata de Loro. El afán de no revelar la enormidad de esas ganancias fue, precisamente, uno de los factores que determinó que los azuleños ahorraran la totalidad de las mismas y al cabo de los primeros cinco años el capital y los intereses colocados por el Consejo en bancos internacionales ascendía a la increíble suma de mil quinientos millones de dólares. Durante esos cinco años, siempre bajo la orientación filosófica del doctor Riquelme y el liderazgo empresarial de Miguel Batista, los azuleños se dedicaron a elaborar planes concretos para organizar y desarrollar su provincia. Siete años después de iniciado el proyecto Mata de Loro, Isla Azul se sintió lo suficientemente preparada para poner en práctica esos planes. Primero lo primero había sentenciado el doctor Riquelme. Si queremos caminar para el sendero del éxito, tendremos que reorganizar la administración de la Provincia, eliminar los partidos políticos y sustituirlos con una organización en la que realmente estén representados todos los sectores de la población. En otras palabras, debemos hacer realidad la demagogia que predican el Gobierno Central y los políticos tradicionales. Surgieron así los sectores más representativos de la vida provincial que hoy se hallaban convocados en la histórica sesión del Consejo Institucional de Isla Azul: trabajadores y empresarios

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del Sector del Agro y de la Ciudad; delegados de los Sectores Educativo, Cultural y Religioso; delegados del Sector Familiar, que incluían a los niños y a los ancianos, y delegados de los Sectores de Seguridad y Justicia. Eliminados los partidos políticos, los representantes de las diversas áreas lograron identificar sin mayores dificultades intereses comunes y comenzaron a trabajar con miras a un mismo objetivo: el bienestar general. Todos estuvieron de acuerdo en destinar, durante los primeros cuatro años, la totalidad de los fondos recaudados a la creación de nuevos planteles educativos, que incluían escuelas especiales para maestros, para padres y madres, para trabajadores y empresarios y para funcionarios públicos. Se dispuso, asimismo, que en ninguna profesión u oficio podía devengarse mayores salarios que los percibidos por los maestros y profesores. Al concluir el período original de cuatro años de educación básica, todos los estudiantes tenían acceso, a través de internet, a las mejores bibliotecas del mundo. Como por arte de magia los problemas de salud, vivienda y empleo que aquejaban a Isla azul habían menguado considerablemente. Es lo que siempre hemos sabido afirmaba Riquelme. Educando a la gente los problemas comenzarán a resolverse solos porque, en definitiva, lo que más cuenta es el factor humano. Para atender sin demora a todos los habitantes de la isla, en cada una de las cuatro Secciones Básicas en que se dividió la provincia se establecieron hospitales modelos, administrados por miembros distinguidos de la respectiva comunidad. El mismo sistema administrativo se estableció para desarrollar los programas de vivienda, que respondían a una estricta planificación urbana en la que, entre otros factores, se tomaba en cuenta las necesidades de la circulación vehicular y peatonal. El transporte público se planificó de tal manera que todos los habitantes tuvieran acceso a las estaciones de un modernísimo sistema de autobuses y tranvías impulsado por electricidad para evitar la contaminación ambiental. Los medios de comunicación social, administrados por el Patronato de la Cultura, tenían prohibido exaltar la violencia y aunque la

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televisión transmitía las veinticuatro horas, los televidentes que mantenían sus aparatos encendidos más de cuatro horas diarias quedaban obligados a pagar una sobretasa destinada a la creación de nuevos programa culturales. Los periódicos tenían que responder por informaciones falsas ante el Comité de la Verdad, integrado por los delegados de los Sectores Familiar, Religioso y cultural. La sanción por desinformar normalmente consistía en repetir íntegros los hechos reales en primera plana durante cinco días consecutivos. Para sorpresa de todos, con excepción, claro está, del doctor Riquelme, al cabo de pocos años de haber mejorado la salud, vivienda, el transporte y demás servicios básicos, incluyendo el de la información veraz, el desempleo en Isla Azul se redujo casi a cero. Como hongos habían surgido pequeños negocios destinados a satisfacer necesidades específicas de la comunidad y atender a los numerosos turistas que, atraídos por su fama de comunidad modelo, acudían en mayor número cada año a visitar Isla Azul. Se trataba de lo que el doctor Riquelme calificaba como turismo de aprendizaje pues quienes llegaban a la isla, más que visitar las playas o los centros de diversión, venían con el propósito específico de conocer de primera mano los grandes avances logrados por los azuleños en materia de administración pública. Tan popular se hizo Isla Azul como destino turístico que el Consejo Institucional se vio obligado a limitar el número de visitantes para evitar que peligraran el balance ecológico y el social. A pesar de que los azuleños tenían pocas razones para protestar, una de las primeras medidas adoptadas por el Consejo Institucional fue la creación del Parque de la Protesta, en un hermoso y acogedor paraje en las afueras de la capital provincial, único sitio en el que se permitían manifestaciones públicas. La última protesta fue la de los estudiantes que exigían un aumento en las horas de clase semanal y un régimen más estricto para el ingreso en el Centro de Estudios Superiores.

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Discípulo de Malthus, el doctor Riquelme dedicó sus mayores esfuerzos a predicar los peligros de un aumento en la población más allá de lo humanamente sostenible. Sus desvelos fructificaron y después de los primeros diez años del inicio de la explotación de la Mata de Loro, la población de Isla Azul crecía a dos por ciento cada año, es decir, a un ritmo cinco veces inferior a aquel en que incrementaba el producto interno bruto, que los directores de la gestión financiera no dejaba pasar del diez por ciento anual para evitar un recalentamiento exagerado de la economía.

* * * Señor Coordinador, señor Coordinador… susurró por lo bajo el eficiente Secretario. Tiene que darle el uso de la palabra al representante del Sector Educativo. Gracias, gracias respondió Miguel Batista emergiendo de sus recuerdos. El delegado del Sector Educativo tiene la palabra. Ese año la representación del Sector Educativo correspondía al Sub-sector Estudiantil. Tanto el Coordinador Batista como el doctor Riquelme estaban preocupados por la disminución del entusiasmo, de la emoción y de la rebeldía de los estudiantes azuleños. Tenemos que hacer algo, decía Riquelme pensativo, rascándose la cabeza. Los estudiantes han sido siempre la levadura de la masa social y sin levadura el pan no crece y la sociedad se paraliza. A lo que Batista respondía que en realidad el término masa no podía aplicársele a la comunidad de Isla Azul. Aquí nadie es masa; todos somos levadura, afirmaba el Coordinador, sin saber a ciencia cierta si aquello era bueno o malo. El más joven de los consejeros, Juan Peñalba, estudiante de Maestría en la carrera de globalización y cultura en la Universidad de Isla Azul, avanzó hacia el podio y sus palabras sorprendieron a todos: Los estudiantes y el Sector Educativo en general hemos mantenido un actitud pasiva ante los continuos ataques del 157

Gobierno Central. Lo hemos hecho así porque estamos conscientes de que nuestra primera obligación es educarnos para luego opinar con buen juicio, pero el momento de actuar ha llegado. No podemos seguir tolerando los abusos del Gobierno Central. Hasta los estudiantes se unen a al gran protesta, pensó el Coordinador, antes de volver a sus recuerdos.

* * * A medida que la situación socio-económica de Isla Azul mejoraba, las relaciones entre la próspera provincia y el gobierno Central se deterioraban sensiblemente. En la capital, las estaciones de radio y televisión, así como los diarios controlados por el régimen, criticaban a los azuleños y exaltaban los ánimos de los hermanos pobres de nuestra verdadera Nación. Y aunque algunas voces sensatas pedían no acabar con la principal fuente de ingresos del país, la mayoría de los líderes políticos, corroídos por la envidia y desesperados porque su influencia sobre Isla Azul era nula, pedían un cambio radical en las relaciones del Gobierno Central con la provincia rebelde. A través de todo este período se celebraban reuniones anuales entre los representantes de Isla Azul y los del gobierno Central, cuyo resultado casi siempre era alguna donación importante de fondos por parte de los azuleños a condición de que fueran destinados a mejorar la educación. Pero con la corrupción imperante en el Gobierno Central los dineros azules terminaban siempre en los bolsillos de jerarcas de turno. Así las cosas, entre la provincia y la capital se fue profundizando cada vez más, al punto que el resto de los habitantes del país no eran bienvenidos en Isla Azul. Tenemos que evitar la migración de la ciudad hacia nuestra tierra afirmaba Riquelme, quien con el correr de los años se había dejado crecer una barba blanquísima que junto a la larga cabellera igualmente cana le daba el aspecto de un profeta bíblico. Finalmente ocurrió lo que los azuleños temían. Un nuevo dirigente, joven y agresivo, surgió en la capital, quien bajo el lema de hay que poner a los de Isla Azul en su lugar, ganó por amplia 158

mayoría la presidencia del país. Sus primeras acciones en contra de los ciudadanos azuleños fueron draconianas: un impuesto especial equivalente al mil por ciento de los que se pagaban en el resto del país. Es hora de devolvernos algo de lo que nos han cogido vociferaba el nuevo líder. Los azuleños, conscientes de que cualquier dinero aportado por ellos iría a parar al barril sin fondo de la corrupción gubernamental, decidieron no pagar el discriminatorio impuesto y llevaron el caso a la Corte Suprema de Justicia. Pero el máximo organismo judicial, violentando la Constitución Nacional e innumerables precedentes, resolvió en menos de un mes que el impuesto era legítimo. Alentado por el espaldarazo jurídico y por encuestas que reflejaban el apoyo popular a su política de meter en cintura a los azuleños, el líder tomó decisiones cada vez más irracionales hasta que finalmente en un acto de masas escenificado en el Estadio Nacional, decretó la nacionalización de las plantaciones de Mata de Loro. Fue en ese momento que Miguel Batista decidió convocar la reunión urgente del Consejo Institucional que ahora se celebraba.

* * * Concluyo mi intervención afirmando que los estudiantes azuleños estamos dispuestos a ir a la guerra y ofrendar nuestras vidas con tal de preservar el modo de vida y la idiosincrasia de nuestra amada provincia insular decía el joven Peñalba con pasión inusual. Estoy de acuerdo con los Consejeros que han propuesto al señor Coordinador que invitemos a las Naciones Unidas, a las grandes cadenas de televisión y a los periodistas de todo el mundo a que vengan a ver cómo se asesina el progreso, pero sugiero que también invitemos a los representantes de la I.F.Is, a las que el Gobierno Central les debe hasta el modo de caminar, sin otra garantía que los recursos que tenemos en Isla Azul. Estoy seguro de que las I.F.Is no permitirán que el Gobierno Central le tuerza el pescuezo a la gallina de los huevos de oro. El espíritu estudiantil ha despertado nuevamente, pensó el Coordinador mientras se unía a los aplausos.

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Con el discurso de representante del Sector Educativo concluían las intervenciones de los miembros del Consejo y llegaba el momento de la decisión. Aunque el Coordinador Miguel Batista estaba seguro de que la gran mayoría votaría en favor de la independencia, aún disponía de un último recurso para evitar la guerra. Parsimoniosamente caminó hacia el podio. Señores Consejeros: resulta evidente que esta cámara decidirá en favor de que Isla Azul deje de ser una provincia y declare su independencia del resto del país. También es obvio que esta determinación motivará un enfrentamiento con el gobierno Central, cuyas consecuencias son hoy imprevisibles. Como Coordinador de este cuerpo colegiado, creo que debemos escuchar ahora a quien ha sido nuestro guía espiritual durante estos años de progreso ininterrumpido; si están de acuerdo, cederé el uso de la palabra al doctor Eliécer Riquelme. Un murmullo recorrió la sala. Hacía mucho tiempo que, agobiado por los años, el doctor Riquelme permanecía recluido en su hogar donde solamente el Coordinador Batista lo visitaba cada vez que algún asunto serio requería de su consejo. El murmullo se convirtió en un espontáneo aplauso cuando por una puerta lateral el doctor Riquelme entró en el hemiciclo. Caminaba apoyándose en un cayado y vestía una larga túnica, tan blanca como su barba y sus cabellos. Frente al podio, el anciano soltó el báculo, enderezó su alba figura y extendió los brazos para pedir silencio. Queridos compañeros azuleños: hace muchos años que no me presento ante ustedes, pero el dilema que hoy enfrenta Isla Azul requiere que todos aportemos nuestras luces para iluminar mejor el camino a seguir. Comprendo que las acciones del Gobierno Central son intolerables y que la independencia parece ser el único rumbo. He meditado mucho sobre lo que ha sido hasta ahora nuestra misión, nuestra visión, nuestros valores y nuestra estrategia y vengo hoy aquí a pedirles que no olviden esos postulados. Si hemos tenido éxito es porque nos hemos mantenido al margen de lo tradicional: hemos logrado soberanía económica sin preocuparnos por la soberanía política; hemos

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alcanzado la mejor de las administraciones sin tener partidos políticos ni gobierno central; hemos negociado con gran éxito nuestros productos en el exterior sin necesidad de globalizarnos ni de adherirnos a la Organización Mundial del Comercio; hemos recibido en nuestro suelo líderes de casi todos los países del mundo sin necesidad de establecer relaciones diplomáticas ni de pertenecer a las Naciones Unidas ni a la Organización de los Estados Americanos. Nuestro secreto consiste en que hemos sabido asimilar y aplicar el significado de la palabra liberad porque la nuestra ha sido una verdadera independencia humanista y no una falsa independencia política. A mis noventa años me resulta fácil otear en el futuro y puedo asegurarles que, si así lo decidimos, Isla Azul logrará su independencia política sin derramamiento de sangre y con el apoyo de todas las naciones del orbe. Pero ¿es eso lo que queremos? Yo sostengo que no y les voy a decir por qué. El anciano interrumpió su discurso y deliberadamente recorrió con penetrante mirada el rostro de cada uno de los consejeros. Si alcanzamos la independencia política y nos convertimos en otro Estado más, tendremos que instalar un Gobierno Central que pueda establecer relaciones con los demás gobiernos del mundo. ¿Saben ustedes lo que eso conllevaría? Nada menos que el fin de nuestro progreso y de nuestra felicidad. El mundo de allá afuera nos exigirá partidos políticos que actúen democráticamente, y que conste que he dicho esa palabra entre comillas; nos exigirá legisladores que se dedicarán a malgastar nuestros recursos para ser reelegidos; nos exigirá jueces que, más que resolver, fomentarán las controversias. Abundarán, entonces, los abogados y los economistas, esa caterva infinita de asesores cuyo único propósito en la vida parece ser complicarlo todo. Tendremos que nombrar ministros, embajadores y cónsules y el amiguismo y el nepotismo se entronizarán entre nosotros. También será indispensable un cuerpo armado ejército o policía, lo mismo da que se convertirá en una permanente amenaza para la paz. Las I.F.Is se

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fijarán en nosotros para inventar necesidades que no tenemos e imponernos cambios que no necesitamos. Con el Gobierno Central, las embajadas, los legisladores, los jueces, el ejército, las relaciones internacionales y los préstamos de las I.F.I.s nos llegará el más terrible de los males, ese que ningún país a través de la historia ha logrado superar: la corrupción. Por eso tiemblo al pensar en cuánto cambiará nuestra forma de vivir el día que declaremos la independencia y tengamos un Gobierno Central. Los exhorto a no caer en ese error, en esa trampa que nos tiende el destino. Les suplico abrir un amplio proceso de negociación y si es necesario sacrificar parte de nuestros haberes y riquezas. Hagámoslo a cambio de continuar siendo la más feliz de las comunidades del planeta. ¡Cualquier cosa antes que un Gobierno Central! Aplausos, más formales que entusiastas, siguieron a las palabras del doctor Riquelme, quien volvió a tomar su cayado y lentamente abandonó el auditorio. Solamente los Consejeros ubicados más cerca de la salida advirtieron que las lágrimas cuajaban los ojos del viejo patriarca. Aquel día los azuleños, desoyendo los consejos de su iluminado líder, votaron de manera unánime en favor de la independencia, que obtuvieron sin mayores sacrificios ni tropiezos bajo la vigilancia de los medios de prensa internacionales y la protección del Consejo de Seguridad y de la Organización Universal de los Derechos Humanos. Poco después Isla Azul se organizó como Estado independiente y estableció un Gobierno Central. Para entonces Eliécer Riquelme había cerrado para siempre sus ojos azules y Miguel Batista no habitaba en la isla.

* * * Muchos años han pasado desde que Isla Azul dejó de ser una provincia-nación para convertirse en un Estado independiente, pero los antiguos consejeros azuleños que asistieron a la última sesión del Consejo Institucional aún recuerdan las premoniciones del hombre de la visión, misión, valores y estrategias, y lamentan en silencio no haberlo escuchado. 162

En la lista que publica regularmente las Naciones Unidas, Isla Azul figura como el país más corrupto del planeta. El primer gran acto de corrupción ocurrió cuando el Consejo de Ministros decidió vender licencias a algunos azuleños influyentes para permitirles capturar loros y vendérselos a los turistas, quienes, convencidos de que las hermosas aves parlanchinas eran las verdaderas portadoras de la sustancia anticancerosa, pagaban por ella precios exorbitantes y luego las asaban para comerse hasta las plumas. Como era de esperarse, al cabo de pocos años los loros emigraron para siempre de la isla y la Oxidantis Plenarium dejó de producir frutos. Hoy Isla azul es miembro de todos los organismo internaciones, le debe dinero a todas las I.F.Is, y su deuda externa es la más alta de la región. El ingreso per cápita de sus habitantes, cuyo número se ha triplicado en los últimos diez años, ha descendido a niveles que la han colocado en la lista blanca de aquellos países que, por su pobreza extrema, son elegibles para recibir ayuda económica de las Siete Grandes Naciones, lo que ha llenado de orgullo y felicidad a las autoridades del Gobierno Central.

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Francisco Muñoz Guerrero

Acerca de Basilius el Escita

A finales del siglo X, un monje copista lombardo cuyo nombre se ignora rescató un texto conocido como Codex Basiliensi atribuido a un tal Basilius, del que casi nada se sabe salvo las noticias que sobre él aporta Ervigio el Bretón, referencias que se remontan al año 590, fecha en que Columbano, monje de la abadía irlandesa de Bangor, desembarcó en Bretaña. Según Ervigio, Basilius era escita, como lo fue Dionisio el Exiguo, al que llegó a conocer en las postrimerías de la vida de este. Lo anterior no añadiría especial significación al personaje de no ser porque, según se afirma, escribió un poema para Dios tras haber pactado con el diablo. No puedo por menos que rememorar el Fausto y preguntarme: ¿Lo conocería Goethe? Según las condiciones del imaginado pacto, el poema habría de ser lo más hermoso que se hubiera escrito nunca, pues a Dios no podía ofrecérsele otra cosa; Basilius, a cambio, entregaría su alma como pago. Esto es lo que se cuenta sobre el Codex Basiliensi y su figurado autor. Existen algunos supuestos fragmentos dispersos que nada dicen de la sublime perfección que se le atribuye al poema. Apuntan una imprecisa paternidad del enigmático Basilius, eso sí, pero no avalan lo que se asegura y bien pudieron ser fruto de la contrición de algún atribulado penitente o restos de una plegaria. Cuando tuve la oportunidad de examinarlos comprobé, como otros antes que yo, que se trata de un palimpsesto a juzgar por las

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huellas de una escritura anterior, indescifrable, que se observa en el manuscrito, por otra parte, altamente dañado.1

He aquí lo que nos ha llegado:

Albente coelo fidei, hi carmina scribo erga Deum divitiarum plenus Gloriae sua. Pauper servus Tuus Basilius sum, peccatorissimus omnium, in medio itinere...

Siguen quince renglones ilegibles y continúa:

Cum humilitas do tibi hic lubrum. Dixi: Hoc mihi faciendum cum Deum amo; et valvae se ipsae apernerunt.

Esto es lo único que se conserva del primer pergamino. En el segundo y último, pues el legado se reduce a solo dos, se lee lo siguiente:

Hoc modo, quid agam, Iudex? Num aliquis dicat: sequere viam quoe ducit ad virtutem; nihil est quod timeatis Deo propitio. Sed rursus alteri exclamabunt: Miserum te; ut sementem feceris, ita metes!

El resto de las líneas, excepto las dos últimas, no han podido ser descifradas ya que su lugar es ocupado por una gran mancha de tintes violáceos. Dicen así:

Habeo spes quod ante alios Doctissimus es neque non dicet: Me invito hoc fecisti.2

1 Está depositado en la magnífica Biblioteca Nazionale Marciana, de Ve- necia. Probablemente formó parte de la donación que el cardenal Bessa- rione hizo en 1468 a la República veneciana de su valiosa colección de códices latinos y griegos procedentes de Bizancio. El ejemplar que puede consultarse es una perfecta réplica del original, el cual se custodia bajo estrictas medidas de conservación para evitarle un mayor deterioro, bastante ostensible.

2 He aquí la traducción completa del texto latino: Al rayar el alba de la fe, escribo estos versos para Dios lleno de las riquezas de su Gloria. Tu pobre siervo Basilius soy, el más pecador de todos, en la mitad del cami- 166

Esto es todo. Los añadidos son posteriores según ha podido demostrarse con la datación del documento llevada a cabo por métodos radiométricos avanzados como el argón 39/argón 40. Pero nada de lo anterior importa. Si Basilius existió o no y si en verdad escribió lo que se dice que escribió, no tiene la menor trascendencia para lo que nos ocupa. Interesan, eso sí, las consecuencias del caso por las connotaciones teológicas, filosóficas y formales que introducen. Podría haberse abordado la cuestión desde una hipótesis meramente dialéctica, pero dado que se llegó a hacer uso del códice en determinadas actuaciones de lamentable alcance, como se verá al final, es por lo que hace al caso merecedor de ser examinado como real. Para ello admitamos como válidas ciertas premisas:

a) Basilius existió; b) es autor del códice; c) lo escribió como ofrenda para agradar a la divinidad, y d) consintió en pactar con el diablo para alcanzar su objetivo.

Aceptado lo anterior, la reflexión nos lleva a detenernos en los corolarios que el acto de Basilius dejó a la posterior exégesis, para lo cual se plantean dos posibilidades:

1) Basilius se condenó eternamente. 2) Su ejercicio de amor fue mayor que su pecado y alcanzó a salvarse.

Cuando W. Kormendi publicó en 1798 su Epítome de Lógica y razones de fe, se desató una ardua controversia a propósito de no [...] Con humildad te doy este libro. Dije: Tengo que hacer esto porque amo a Dios; y las puertas se abrieron por sí solas [...] De esta manera, ¿qué haré, oh Juez? Acaso alguien diga: Sigue el camino de la virtud; con el favor de Dios no hay motivos para temer. Pero en cambio otros ex- clamarán: ¡Miserable de ti; cómo hayas sembrado, así cosecharás [...] Tengo esperanza porque eres el más Justo y no dirás: Contra Mi volun- tad has hecho esto. 167

las páginas que el autor dedica a las consideraciones sobre el Codex Basiliensi entre quienes sustentaban los argumentos de la razón y los defensores del dogma como único instrumento válido para el análisis. Un año después apareció la Epistemología y doctrina del conocimiento teológico de F. Czilêk, un extenso tratado en el que se intenta rebatir, con abundantes manifestaciones doctrinales extraídas de la patrística y resultados más o menos adversos, los puntos de vista de Kormendi. Desde entonces, y hasta finales del siglo XIX, no han faltado valedores (Greenslave, Lonsdale, Murakeresztur, Lancret y Du Soe) y detractores (Kersh, Büchler, Kholobuev, Hazard y Lazarus) de Basilius. En el parecer de Kormendi, Agnès du Soe, Charles Lancret y Kádár Murakeresztur, Basilius obró con el pensamiento puesto en la dicha de Dios, dicha que a él le bastaba para saberse resarcido. El suyo fue, según estos autores, un acto de humildad sin límites, de sumisión a los atributos divinos y de firme creencia en la infinita bondad del Creador y, por tanto, en su infinito perdón, y sostienen que Dios no lo castigó por el medio seguido, pues nada es comparable, argumentan, al sacrificio que entraña entregar el alma por amor al Altísimo. Ante tamaño desprendimiento, Dios debió de otorgarle el perdón, lo que, por otra parte, implica un reconocimiento tácito del poder divino sobre el demoníaco al impedir que el alma de Basilius entrara en posesión del Príncipe de las Tinieblas. Además, consideran paradójico que Satanás contribuyese a una buena obra amparada en el amor como la que Basilius creyó haber hecho, ya que no imaginan al que consideran que ha sido el más escandaloso intrigante de la historia del mundo, como demostró en el Paraíso, consentidor de algo que podría ser grato a los ojos de Dios, aunque a cambio obtuviera un alma para su solaz. No parece muy propio que lo aceptara ni colaborara en su factura, ya que no se puede dispensar a Basilius de la bondad del fin último, y este no era otro que agradar a Dios, algo que contradice la propia esencia diabólica. Pero admiten que lo hizo para dar un mayor peso a sus conclusiones.

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Basilius renunció a su felicidad eterna en aras de su amor; por ello es de entender que no fue reprobado ni condenado, pues tal derroche lo llevó a envilecerse hasta el punto de considerar que su afecto hacia Dios merecía un tributo en la medida del amor que aquel le dispensaba a él. Ese pago, que muchos han entendido como de suprema impiedad, fue su alma. T. Lazarus atribuye al libro un origen demoníaco. En su obra El Codex Basiliensi a la luz de la Apologética sostiene que Basilius fue persona deseosa de gloria (cupidus gloriae) y lanza contra él muchos y variados anatemas por entrever una oscura y malvada finalidad contraria a los principios del dogma revelado. Considera que registró una desmedida ambición, historiada en atroz, canallesco e impuro escrito carente de la humildad que debe guiar a quienes, por haber sido creados, han de saberse sometidos a la Infinita Grandeza de Quien los hizo. Y añade: Lo que se considera grande felicidad de su aportación no es sino un malvado pretexto para sus fines.3 Así como Lazarus argumenta sus afirmaciones, no ocurre lo mismo con Büchler, que llega a conclusiones a veces verdaderamente sandias, tal vez impelido por la pretensión de notoriedad de que nunca gozó. Tras tildar a Basilius de ser ignívomo y heterónomo, propone en el largo proemio de su Principia fidei que cuantos, en el pasado, presente o futuro hubieren o leyeren el liber meleficus sean objeto inmediato de oprobio público y condenados de por vida a olvidar cuanto hubiesen leído y, de no ser así, tengan presente el fuego de la hoguera, que no en vano Dios dotó a sus ángeles de espadas de fuego y no de papel. Quede el comentario para el lector. Agnès du Soe, mujer de fina y aguda inteligencia que durante un tiempo estuvo injustamente olvidada, contrasta con la tosquedad de Büchler. Su prematura desaparición murió a los 35 años dejó un gran vacío intelectual. Un solo libro, Contradictions de l’épistémologie doctrinale, le bastó para ganarse

3 Op. cit., pág. 12. 169

el lugar que la historia le ha asignado. Sus más de quinientas páginas están divididas en doce grandes apartados. En el tercero dedica una extensa exposición a la defensa de Basilius. No le importa si existió o no, ni siquiera lo que supuestamente escribió. Se detiene en el por qué y para quién lo hizo. Aunque algunos adversarios dijeron de ella que encara los obstáculos de modo vanidoso, opino que Du Soe fue capaz de grandes destrezas y que la lúcida prosa de su obra declara intenciones simbólicas pero no fantásticas que hacen que el lector se reconcilie con las muchas similitudes de las mitologías orientales y occidentales. La claridad y elegancia de su discurso eluden la abstracción para centrarse en rebatir a quienes no entendieron la capacidad del mal para superarse a sí mismo. Sugiere que todo cuanto gira en torno a la historia de Basilius está plagado de enigmas y abunda en reflexiones, siempre fundamentadas, sobre la intencionalidad con que muchos, durante siglos, levantaron un edificio de pilares asentados en oscuras figuraciones. Coincide con Kormendi en sostener que Basilius no fue pecador hasta la infamia, como asegura I. Hazard, y que no estaba sometido a trabas que le impidieran el libre ejercicio de su naturaleza. Un acto como el suyo, pleno de amor, no pudo ser superficial ni irreflexivo; fue, por tanto, plenamente deliberado, lo que le otorga la benevolencia de alcanzar el perdón divino. Añade que achacarlo a un arrebato de soberbia o de malsana locura, como algunos creen, es un recurso obtuso que no merece ser tenido en cuenta porque su propósito obedeció a móviles más elevados y, desde luego, nada heréticos ni blasfemos. Basilius representa la figura del penitente desprendido, capaz de hipotecar lo más valioso que tiene: su alma. Y lo hace por amor erga Deum. Escribe Du Soe: Así pues, Basilius no dudó en entregar su alma a cambio de lo que entendió como amor a Dios; de este modo, y no de otro, ha de ser considerado. Con ello renunció a su salvación eterna. ¿Y hay mayor entrega que aceptar la también eterna condenación a cambio del deseo de agradar a Dios? Considero que amó al Hacedor con todas sus fuerzas y que Él, en

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Su infinita Inteligencia, lo entendió como tal. No lo hizo llevado por un extravío porque la intención es tan elocuente que nos persuade.4 En su Epítome (pp. 149-152), Kormendi se pregunta si no pudo ocurrir que Dios se revelara por medio de Basilius precisamente para hacerle ver a Lucifer que nada podía contra él, como no lo pudo en los pavorosos evos de las batallas celestiales cuando, en un desvarío sin término, se rebeló contra el poder divino. Tal misterio, concluye, pertenece a Dios y nadie, jamás, podrá desvelarlo. Más adelante (pp. 205-219), aventura que el proceso de creación del Codex Basiliensi debió suponer para Basilius una felicidad ilimitada, lo que Kholobuev interpreta no como un estado de éxtasis por la finalidad perseguida, sino como un deleite inmediato derivado de la conciencia de poder sobre el tiempo y la inteligencia que el maligno pacto le proporcionó. Por ello, resuelve, ha de entenderse como un sucedido infamatorio y soberbio, una traición a Dios y, por tanto, gravísimo pecado que no admite eximentes.5 No lo entendió así Kormendi, que atribuyó tal felicidad a la percepción de Basilius de saberse criatura hecha a reflejo de la divinidad, pero en un plano de ilimitada inferioridad. Las invectivas lanzadas contra los valedores de Basilius han sido considerables. Hazard llegó a afirmar que quienes consienten en la justificación no deben escudarse en falsos argumentos para ocultar sus resabios de herejía, porque son reos de pena y su herética pravedad signa la corrupción de costumbres. La ley de los hombres debe obligarlos a abjurar públicamente de sus inicuas inclinaciones para conformar la Ley de Dios.6 Y añade que, aunque la justicia y la moral de los hombres pasen por alto la perversión, el pecado quedará para siempre en la memoria de Dios. Lonsdale, conspicuo polemista y magnífico pensador, la desbarató con admirable brillantez al

4 Op. cit., cap. III, pág. 149. 5 Apologética doctrinal, págs. 189-190. 6 Principia fidei et philosophiæ, pág. 131. 171

argumentar que Dios, en tanto que es Dios, lo tiene todo presente, para él no existe ni pasado ni futuro, todo está en su infinito conocimiento de modo permanente. Por eso no es vano asegurar que Dios no tiene memoria. No se puede negar que se trata de una inteligente réplica que no contradice los atributos divinos. Qualis vir fuit Basilius?, se han preguntado muchos pensadores posteriores sin que hasta el momento se hayan desvelado las muchas interrogaciones que rodean al misterioso códice y a su no menos enigmático autor. Incluso hoy sigue en pie la polémica: ¿Se salvó Basilius de la condenación eterna o fue perdonado por Dios y llevado junto a él? Juzgue cada cual según sus mejores criterios de fe y razón. Como se apunta al principio de estas páginas, el Codex Basiliensi se utilizó con vileza en autos que, en vez de ser tratados desde la perspectiva del debate teórico doctrinal o filosófico, fueron deliberadamente corrompidos para justificar unos fines perversos e inhumanos. Hay numerosos testimonios de que resultó un arma muy provechosa en manos de algunos violentos defensores de la ortodoxia cristiana en la depuración de supuestos herejes, ya que a partir del siglo XV se esgrimió como elemento incriminador en procesos inquisitoriales para demostrar lo indemostrable. Un ejemplo servirá para ilustrar lo anterior: la causa seguida en Granada, en 1568, contra Andrés de Basuelga, cuyas actas, levantadas por fray Esteban Quiroga, pueden ser consultadas. Fue un proceso notorio promovido por un filosofastro al que decían Salazario, personaje de dudosa reputación que aspiraba a alcanzar los beneficios de un cargo curialesco concedido en principio a Basuelga. Despechado, Salazario no dudó en acusarlo ante el Santo Oficio de ser poseedor, lector y propagandista del herético y perverso Codex Basiliensi. Presidió el tribunal inquisitorial el dominico fray Luis de Simancas, asistido por el teólogo fray Bartolomé de Cortiguena, dominico a su vez, y el jurista don Diego Zanardo. La sentencia fue firme. Andrés de Basuelga fue penitenciado públicamente y murió en la hoguera, quemado junto con el códice de Basilius en realidad una copia

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bastarda aportado como evidencia de su herejía. (Curiosamente, unos años más tarde se supo de los ascendientes de fray Luis de Simancas y él mismo sufrió proceso por no ser cristiano viejo). Llegados aquí me permito aventurar una pregunta, seguramente desafortunada. Se dice que el Codex Basiliensi fue encontrado en el año 987 en la abadía de Luxeuil, en los Vosgos, y que desde allí pasó a las de Saint-Gall, Brandeburgo y Bobbio, esta última en Italia. Estos cuatro centros monacales tienen en común haber sido fundados por monjes irlandeses. Tal coincidencia y su posterior dispersión por el ámbito de influencia céltica me llevan a plantearme lo siguiente: ¿Es posible que las fuentes que dieron vida al ciclo artúrico y las que inspiraron la existencia de Basilius, su códice y el pacto con el diablo sean las mismas?

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José Luis Najenson

Vacaciones académicas de invierno

Cuando la santa ciudad de Jerusalén sufre su lluvioso invierno, y el viento ulula por las callecitas de Talpiot, como decía Shmuel Agnón, mucha gente de mediana y dorada edad eufemismos piadosos por otoñal e invernal huye de sus sacros lares hacia regiones más primaverales y aun veraniegas: la costa central mediterránea, el lago Tiberíades, Eilat, sobre el Mar Rojo y, desde luego, las costas del Mar Muerto, en cuya depresión , la más honda del mundo a trescientos metros bajo el nivel del mar, el invierno jerosolimitano parece una pesadilla de otro país. Como buenos académicos e intelectuales esnobes, de izquierda por añadidura, Tuncho y Quela (apócope de Raquel; Tuncho no quiere decir nada y es tan ridículo como Toto y Tota, cuyas enes implícitas resuenan en el silencio como un tambor) no podían admitir ante sus amigos y colegas que simplemente salían a invernar una semanita, a climas más benignos. Esto sería oprobioso: es lo que hace la masa que no tuvo el privilegio de estudiar en la Universidad de Tel-Babel ni pertenecer a sus cuadros. No, ellos irían al Mar Muerto para reflexionar, in situ, sobre un tema poco trabajado, que bien podría ser útil para alguna tesis de grado o, al menos, como pretexto de un ensayo que engrose sus curricula: Gomorra, la otra ciudad condenada. El tema es original aventuró Tuncho, que había sido el promotor de la idea, ya en la ruta que lleva a Jericó, pues casi todos han trabajado sobre Sodoma.

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De Sodoma tampoco queda nada Quela movió su naricita respingona, en un ademán que su marido conocía muy bien y quería decir: tengo ganas de pelear o discutir; lo que afirman acerca de ella son también puras especulaciones acumuladas en torno a un capítulo del Génesis. Y sólo porque en Sodoma moraba Lot, sobrino de Abraham, el Patriarca, y éste trató de salvar a la ciudad de la ira de Dios; si así no hubiera sido, tampoco le hubieran hecho mucho caso. Pero los religiosos por lo menos tienen su propia lógica exegética y pueden explayarse durante horas sobre cualquier punto de la Torá o escribir miles de páginas, citando a sus maestros y a los maestros de sus maestros. Mas nosotros, ¿qué podemos decir que no se haya dicho ya? Cierto es que no quedan restos admitió Tuncho pero gracias a las últimas, sesudas investigaciones del Departamento de Folklore de nuestra Alma Mater, se sabe, al menos, que Gomorra, igual que Sodoma, no tenía murallas, y eso ya es algo. ¿Y cómo han llegado a tamaño descubrimiento? Por medio de un estudio de relictos de leyendas heveas, hititas, amorreas y canaanitas, que parecen coincidir en ello. Además, la hundida ciudad de Gomorra, según esos estudiosos, estaría situada bajo el mar, justo frente al hotel de extraño nombre adonde ahora vamos: Somorra y Godoma. Por eso, y a pesar de que ellos mismos me informaron que era como un cottolengo así dijeron, o asilo de ancianos de invierno, reservé habitaciones allí. Espero que todo no sea demasiado engorroso y tengamos que arrepentirnos de haber ido... Tú siempre tan pesimista; no eres capaz de hacer un sacrificio por la ciencia.... ¡Qué ciencia ni niño muerto! ¡Todo me huele a una gran barrabasada! Barrabasada proviene de Barrabás, y tiene una connotación perversa que no es el caso.

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¿Y cuál es el caso, Señor Profesor? Quela adoptó una pose de ofendida y no habló más por el resto del viaje. El hotel se hallaba camino al sitio que aún llaman Sdom, no lejos del balneario de Ein Bokek, y era un verdadero bastión de la edad provecta: centenares de alojados, con un promedio de 80 años, deambulaban por el lobby, los comedores, las piletas de agua caldeada del Mar Muerto, los jacuzzis repletos a toda hora, y hasta se perdían por los pasillos sombríos como espectros en pena. Lo único expedito, o casi, era la playa. Desde la orilla, gris por la bruma vespertina, que ocultaba los Montes de Guilaad, se divisaban los bloques de sal petrificada que asumían caprichosas formas:almenares de murallas derruidas, lagartos antediluvianos, alargadas islas tan exentas de vida como el manso mar que lamía sus costas. Allí, en dos precarias sillas bajo una techumbre de madera carcomida por la sal, la pareja continuó su discusión: Como en Esparta insistió Tuncho, las murallas de Gomorra eran sus propios habitantes; pero a diferencia de Esparta, no se trataba de los pechos de sus guerreros, pues carecía de ellos, ni siquiera había guardias apostados en sus puertas siempre abiertas. No era tampoco, hasta donde sabemos, una ciudad refugio con fueros especiales. ¿Entonces, a qué podía deberse tamaña singularidad? No hay forma de resolver ese enigma Quela respondió a regañadientes, no del todo libre de su enojo. Vuelvo a repetírtelo, si la ciudad fue quemada por el fuego y el azufre, y luego sepultada bajo el nuevo lago hiper-salado que ocupó el sitio de la antigua laguna dulce de la vega, jamás se sabrá nada importante sobre Gomorra, y se levantó de su asiento para entrar al mar, donde la gente flotaba sin esfuerzo. Tuncho la siguió con pocas ganas y ambos se metieron hasta la cintura en las aguas impregnadas de sal, que impulsan todo hacia arriba. Pensar que de este curioso fenómeno proviene, quizás, la absurda creencia medieval de que era imposible navegar en ellas dijo Quela bregando por mantenerse de pie.

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No te desvíes del tema... Además de la carencia de murallas, las leyendas se refieren a dos ciudades vecinas, perversas y malditas... ¿Y la otra no era Sodoma? Quela comenzó a salir porque el fondo era primero piedra y luego barro, el famoso barro supuestamente curativo del Mar Muerto, pero que dificultaba el andar. Desde luego Tuncho la siguió nuevamente, como un perro faldero, pero aluden a dos ciudades condenadas, una más culpable que la otra, o más depravada. ¿Más aún que Sodoma? Imposible... Nada es imposible en este proteico mundo, donde la realidad compite con la fantasía para confundir al hombre. No puedo imaginarme algo más repelente que la violación y la sodomía; ¿cuál sería su equivalente gomorreano, señor sabelotodo? Hay un cuento, no recuerdo ahora el nombre del autor, que le busca una solución por contraste o, más bien, por el absurdo, Gomorra sería lo todo lo contrario a Sodoma: una ciudad de gente ascética, pundonorosa, mojigata hasta el punto de no hacer el amor para no pecar… Pero el pecado de abstención y celibato es peor que el de la lascivia y el adulterio, es negar la orden divina de procreación y continuidad de la especie humana. Además, ¿cómo podría mantenerse? Una sociedad así no duraría más que una generación. El escritor ése no lo explica, me figuro que raptando niños. Pero no te afanes, ésta es una solución meramente literaria, una degeneración mucho más extrema e increíble que el libertinaje de Sodoma. Tampoco está anclada en ninguna tradición, ni se asemeja a leyenda alguna. Bueno, las amazonas también raptaban niñas… Sólo a veces, cuando no conseguían raptar hombres para que las fecundaran y luego los mataban, como a todos los varones recién nacidos. Y entre ellas, no eran muy santas que digamos…

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Así vistas, empero, las amazonas son peores que los habitantes de Sodoma. ¿Sería ése el pecado de Gomorra? Es tan tirada de los pelos como las otras teorías tuyas. ¡Pero vámonos ya, estoy harta del tema y el olor a podrido que emana de este mar me saca de quicio! ¿Qué podría pretenderse de Gomorra, aun enterrada? Ni Dinamarca huele así concedió Tuncho para congraciarse con ella. Volvieron al hotel y, luego de una buena ducha, se sintieron más animados, con deseos evidentes de reconciliación y algo más; con lo cual perdieron el estricto turno de la cena. Te invito a cenar a otro restaurante, algo mejor que esta pocilga propuso Tuncho eufórico. Y así nos salvamos de lidiar con los viejos por las mejores mesas acotó ella. Después de la cena, ya reconfortados y casi felices (un intelectual de izquierda no puede sentirse nunca totalmente feliz), fueron a pasear por la orilla del mar, transfigurado por la luna. Las laderas de los bloques de sal parecían ahora ventanas iluminadas, y el rumor del viento invernal remedaba remotas voces humanas. Al cabo de una larga caminata, se sentaron en las mismas sillas de la tarde que habían quedado abandonadas, hipnotizados por el espectáculo que parecía de luz y sonido. ¡Cómo quisiera saber qué pasó de veras en Gomorra! reconoció Quela un poco también para compensar a Tuncho por haberle llevado tanto la contra durante casi todo el día. Y sus palabras fueron como un conjuro. Vieron, o creyeron ver, veladas embarcaciones que atracaban en muelles previsibles, siluetas de pescadores nocturnos, carros y caballos resonando sobre el empedrado de las avenidas, antorchas portadas por sombras que subían y bajaban por las escalinatas... Y todo giraba en torno a ellos, cambiando como un caleidoscopio hecho con cristales de sal y arena... De pronto las voces se volvieron nítidas, y sin entender lo que decían supieron que eran palabras de desprecio e imprecaciones. Sobre el horizonte, al sudeste, se veían las llamas que consumían a

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Sodoma. Pero los gomorritas no parecían alterados, seguían inmersos en sus quehaceres cotidianos, sin alarmarse por lo que les estaba ocurriendo a sus vecinos. Uno de los tres ángeles que habían ido a visitar a Lot, notorio por su luminosidad, los urgía a arrepentirse de sus pecados, so pena de perecer por el fuego como Sodoma. Mas ellos se burlaban de él o lo insultaban. Tampoco dejaron de cometer abominaciones, peores que las de Sodoma; porque, además de aquéllas, continuaron hasta el último momento sacrificando sus propios niños a Moloch, su dios. El ángel recorrió en vano calle por calle, puerta por puerta, sin llegar a convencer a nadie de la amenaza que se cernía sobre ellos. En Gomorra no había ni un solo justo y, además, nadie le creía; como no le creyó a Moisés el Faraón, cuyo corazón se había endurecido. No le creyeron, tampoco, cuando las primeras gotas ardientes de la lluvia de fuego cayeron sobre la ciudad, y ni siquiera en el momento en que las llamas comenzaban a roer los umbrales. Antes de desaparecer, el ángel se dirigió a ellos, incluidos Tuncho y Quela, ordenándoles de manera perentoria: ¡Arrepentíos o huid de Gomorra, ya mismo!. Pero nadie le hizo caso. Cuando la visión se esfumó, ya sea porque el mensaje había concluido, o bien cesó el viento y la luna se hundía entre las nubes, Tuncho murmuró para sí mismo: Hemos soñado... Como vamos a soñar si no nos hemos dormido replicó ella. Se puede soñar despierto... De eso uno se da cuenta, es como hacerse ilusiones. ¿Y qué fue entonces todo eso, un espejismo? Quizá, o alucinaciones por lo fantasioso del tema, nada que deba preocuparnos... Y aprovechando que era una hora tardía, en la que ya el cottolengo estaría supuestamente durmiendo el sueño de los justos, bajaron al subsuelo del hotel donde funcionaban los baños públicos. En la puerta se toparon con una viejita que les cerró el

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paso, instalada bajo un cartel que advertía: Sólo para miembros del club GERONTO-V. ¿Qué edad tenéis? les preguntó con una sibilina sonrisa. ¿Y a Ud qué le importa? contestó Quela con visible enojo. Es la hora reservada al club, hasta las tres de la mañana; tienen que ser socios para poder entrar y solamente aceptamos mayores de setenta años, jubilados, y con seguro de salud. A mí me falta un par de años para jubilarme mintió Tuncho descaradamente, y ella es mi esposa. Eso aquí no tiene importancia aclaró la viejecita, no nos interesa el estado civil de cada uno sino la edad y el certificado para poder recibir la píldora. ¿Qué píldora? preguntó Quela intrigada. La de viagra, pues mujer… ¿Qué te creías que era esto, un jardín de infantes? Por eso el club se llama GERONTO-V. Por fin interesados en algo que parecía más excitante que el destino de Gomorra, Tuncho y Quela arguyeron con la anciana portera hasta que ésta, quizá cansada de tanta insistencia, los dejó pasar, no sin prevenirles: Os advierto que corréis peligro… Ellos, por toda respuesta, se encogieron de hombros y entraron al recinto, luego de abonar la módica suma de 100 Siclos cada uno como cuota de socio, por todo el año. Luego de una ducha obligatoria, otra viejita les dio un par de toallas y una cajita con las píldoras. Deben permanecer desnudos, es un requisito indispensable explicó, y abrió la puerta interior. Eso no es problema contestaron ambos al mismo tiempo, hemos sido nudistas por un tiempo… El espectáculo que les esperaba no lo hubieran imaginado jamás: al menos un centenar de ancianos y ancianas copulaban promiscuamente por todos lados, intercambiando parejas o formando grupos. Había triángulos, rectángulos, polígonos, escaleras y alguna

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que otra pareja suelta; ya sea flotando en la piletas, bajo las duchas, apretujados en los jacuzzis e incluso en las sillas y perezosas dispersas al borde de las paredes. Alcanzaron a vislumbrar, a un lado de la entrada, a un viejo diminuto, enclenque, aplastado bajo el peso de una gorda barbuda de más de ciento veinte kilos de peso, que apenas lo dejaba respirar. Cuando ésta se levantó, otra mujer, esta vez flaca y pelada, cubierta de manchas como una gata overa, se le montó encima. Al otro lado de la puerta de acceso, dos viejas ojerosas se acariciaban como posesas. Al ver a los recién llegados, todos se detuvieron de golpe y marcharon hacia ellos, rodeándolos a modo de un cerco humano, acechante. Tendréis que pagar el derecho de piso sentenció un viejito peludo y encorvado que se parecía a Quasimodo. De otra manera no saldréis ilesos de aquí. Eso os pasa por violar las reglas del juego, ni siquiera tenéis edad para la pensión dijo una anciana arrugada como una pasa con el labio leporino. Es nuestra venganza contra los más jóvenes, siempre se infiltra algún curioso…susurró una obesa monumental, más gorda aún que la barbuda, cuyas carnes le caían como delantales, arriba y abajo. Luego los hombres se llevaron a Quela y las mujeres a Tuncho, a sendas piletas de agua entibiada del Mar Muerto, y al rato intercambiaron las presas. A esta altura, la oscuridad se apoderó de todos sus sentidos. Cuando volvieron en sí de su desmayo, llenos de sal y contusiones pero sin ninguna herida grave, sólo había en el lugar algunos viejos y viejas pacíficos, que entraban y salían cansinamente de aquellas instalaciones, ahora casi vacías. Como era de esperar, hicieron su denuncia en la recepción del hotel, a los gritos, donde les dijeron que todos los miembros del club ya habían partido, y después llamaron discretamente a la ambulancia.

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¿Sabes donde estuvimos? murmuró Quela cuando salían, con camisas de fuerza y la cara de locos que tendrían para el resto de su vida. Ni me lo digas… en Gomorra repuso éste con la mirada ida. Un resto de cordura le duró aún para preguntarle al preocupado gerente del hotel Somorra y Godoma por el significado de ese nombre. Es un juego de palabras en castellano, que alude a los nombres invertidos y a los pecados entremezclados de ambas ciudades. Lo inventó el primer dueño del hotel que era un argentino. Y, como él solía decir, las palabras están al vesre, es decir, al revés...

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Julio Ortega

Los suaves ofendidos

La madre, menuda, y su niña, escuálida, iban de la mano, apremiadas. Desde el café donde esperaba por mi tren, me llamó la atención la prisa contraria de su figura errática en el vestíbulo del Grand Central. Tenían que ser mendigas, me dije, aunque no lucían miserables sino incongruentes. A esta hora temprana, el decorado flotante y la música enlatada de las vísperas navideñas casi requerían de esta madre que no encuentra en la muchedumbre su lugar prometido. Si ha perdido una llave tendría que hallarla ahora; si ha llegado tarde y no reconoce al pariente lejano que la espera, debería reconocerlo antes de que termine el coro de turno. Me distraía con estas adivinaciones del dolor ajeno cuando vi que la madre y su niña avanzaban hacia mí. Debo confesar que detesto a los mendigos. Las mendigas, en cambio, me inspiran respeto. Ellos te interpelan a nombre de su pobreza; ellas no carecen de coraje. Hace mucho que aprendí a llevar cambio en el bolsillo para librarme pronto de los más agresivos, que sin duda me adivinan y me asaltan, fatigados por el rencor. Vi con horror que la mujercita trataba de reconocerme, acosándome con su mirada acuciosa. Le dediqué la indiferencia que yo había aprendido en este país, esa mirada capaz de ver a través tuyo sin emoción alguna. Era una mujercita hispana, insignificante y enérgica, pulida hasta los huesos por el exceso de trabajo, pero llena de una espera lúcida, tal vez temeraria. Su cría tenía la mirada astuta de los niños callejeros que corrían idénticos en las calles de Lima o Caracas. Ambas vestían de la misma tela que alguna prima de Queens habría cortado de memoria. 185

Pronto deduje que no eran mendigas, lo que me puso a la defensiva. Hacía cosa de un mes que en una velada literaria del Club Perú, aliviada por pisco-sours y valses del olvido, un compadre de camiseta del Alianza Lima me preguntó por mi familia como si nos conociéramos de siempre. Yo todavía dudaba de dónde y de cuándo pero el amigo de infancia o condiscípulo del colegio ya me pedía ayuda para las medicinas de su madre enferma. Le di pronto todo lo que pude por temor a humillarlo si descubría mi completo olvido de su cara y nombre. Nada hay más atroz para un peruano que no recordar a otro peruano. Nunca falla el amigo perdido en la memoria que regresa y nos demanda como un desafío: A que no te acuerdas de mí... Pero apenas el de turno guardaba el billete y partía, entendí que yo había sido víctima, otra vez, del asaltante emocional que recorre las fiestas peruanas, y entre ceviche y cerveza te cobra los impuestos de la identidad. Pero con esta madre vestida por el cine de barrio no tendría yo remordimientos, por más que la niña exhibiese su pobreza pulcra como una cicatriz tierna del origen. La miré sin verla y me demoré en mi reloj. Señor pronunció en su inglés televidente, nos falta dinero para el pasaje... No me gustó que incluyera a la niña en el problema, lo hacía para incluirse ella en la solución. No tengo cambio, lo siento respondí conclusivo y remoto. Pero víctima del asedio, hablé en español, que es demasiado cortés cuando niega. Le brillaron los ojos. Ella ya me había reconocido como hispano, luego de un instante de duda, y apelaba a la más vieja sabiduría popular: el pacto de intimidad regional. Nada me irrita más de mis compatriotas sueltos en Nueva York (¡hasta la hora les resulta novedad!) que su inevitable pregunta: Y aquí, ¿hay peruanos? Se hacen pasar por ecuatorianos, respondo. Pero no están hechos para mis sutilezas y sospechan, otra vez, de mi identidad, confirmando la versión

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familiar de que me he americanizado con entusiasmo. Como me dijo un primo después de agotarme a lo largo de la Tercera Avenida: Tú ya eres un yanqui ad honorem... No supe lo que quiso decir, lo cual le demostró su agudeza. Pero la mujer y su hija no parecían peruanas y, por eso mismo, sin duda lo eran. ¿Es Ud. peruano...? preguntó, con demasiada precaución, como si pudiera ofenderme. Como dice Bryce, la odié. No reaccioné, y me sorprendió mi seguridad. Pero al mirarla mejor no pude evitar el horror del reconocimiento anticipado. No es fácil encontrase con un compatriota en Manhattan, pero uno suele agonizar en esa inminencia. Muchas veces, creyendo reconocer a alguien del barrio, de San Marcos, de las agencias de publicidad donde perdí el sueño, he llegado a adelantarme en el saludo, dudando, por si acaso. En una ocasión bochornosa hasta he exagerado el entusiasmo ante un posible amigo del colegio que, con parejo aspaviento, se excusó, enfatizando su acento chileno. Todavía me pregunto si sería chileno. Pero esta vez me propuse poner a prueba el gravamen sentimental patrio a costa de una madre y su hija, que eran, evidentemente, duchas en la cortesía de la dulce mixtura peruana, ese artificio refinado y cursi. Si busca ayuda será mejor que vaya a Costumer’s Office- recomendé, deportivamente. También puede ir a la Capilla. La mujer se aferró a esas palabras, como si fuesen un ramo de flores. Gracias, es Ud. muy amable dijo, sin ironía pero quizá con un remoto reclamo. Vivimos en Paterson, con unos parientes, y hemos pasado el día en el Consulado. Entre una y otra cosita me he quedado corta para el pasaje de vuelta. Seguiré pidiendo ayuda, no es gran cosa, pero con la niña... No parecía humillada sino sorprendida. Ese alarde de inocencia me puso a la defensiva. Es lo que los americanos llaman poor planning dije, bajando la voz, con falsa complicidad.

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Simplemente poor peoplecorrigió ella, siguiéndome el juego malicioso. De pronto la ventanilla al frente estaba vacía y señalándola como excusa, apuré el paso. Intenté demorarme con el vendedor pero la mujer me había seguido y me esperaba. Advirtió mi impaciencia y trató de hablarle a un negro gigantesco, que tiraba de una maleta, pero no recibió ni una mirada de excusa. Pide por cumplir, me dije, es una actriz consumada de la peruanidad. Vine al Consulado a preguntarle a una comadrita por los trámites empezó a explicarse, sin que yo se lo pidiese, y lo hacía impersonalmente, como si el trámite le diese certidumbre al migrante. Hay que renovar el pasaporte, la niña está en el mío, y ya tengo el certificado de trabajo para cambiar la visa... Ud. sabe como es la desesperación de querer trabajar, y hacer la cola de los papeles. Yo no lo sabía. Yo vine aquí a estudiar. Me quedé. Y no me quejo. Yo tengo la residencia, la tarjeta verde le dije, como quien no quiere la cosa. Como si esa revelación la confirmara en su propósito, bajó la voz: Sólo me faltan trece dólares dijo. La niña paga medio pasaje. Me lo estaba vendiendo barato. El español que nos incluye, la nacionalidad que nos iguala, la migración que nos suma, tenían ese costo iniciático. San Martín de Porras ahorraba conmigo. Estaba yo por darle esos dólares, casi liberado del pacto compatriota y perdedor, pero la ironía de todo ello me contuvo. Se me ocurrió dedicarle unos minutos más a una última prueba de peruanidad. El cura de la capilla habla español le dije. Vamos a ver si él puede ayudarla. ¿Ud. también es católico? preguntó la madre, buscando una nueva alianza, con falsa esperanza.

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De vez en cuando respondí, pero no se rió. Esta mujer, me dije, no necesita un boleto sino un milagro. No resonó el cura, uno de esos curas gringos que no parecen curas sino boxeadores. No es ésta una casa de caridad. ¡Ésta es La-Iglesia-del-Señor! Pero, padre intervine, es un préstamo. Tenía una mueca de angustia, seguramente puesto en duda por las madres migrantes sin pasaje de vuelta. Para mi sorpresa, el robusto sacerdote nos dio la espalda y cayó de rodillas, orando ante el altar vacío. De pronto las luces se apagaron y la mujer y su hija se tendieron boca abajo sobre el piso como penitentes de una iglesia primitiva. Yo tendría que haberme marchado. Me consideraba el peor testigo de la piedad, pero la lumbre que se levantó en el tabernáculo iluminando el falso mármol y el dudoso dorado, me detuvo. Un desenlace teatral parecía inminente. De una copa plateada manaba una luz artificial, rojiza. Me acerqué, dudoso. En la copa brillaba un buen puñado de monedas. ¿De dónde demonios ha salido esto?, grité por dentro. La madre me miró y sentí todo su pánico. Me asustó esa emoción suya, cruda y cierta. Se llenaba los bolsillos del abrigo: Plata...platita murmuraba. Muchas gracias, amigo dijo. Me asustaron sus ojos enrojecidos. ¿Por qué a mi? protesté. Al cura, a la iglesia... Pero el cura no había dejado de rezar, humillado. Gracias, Dios mío musitó ella. La madre y su hija recibían, como si se tratara de una bendición, el dinero acumulado en la alcancía de la capilla. Ni siquiera tuvieron tiempo de preguntarse si el cura había encontrado otra forma tortuosa de la caridad cristiana. O si yo mismo había decidido que esas monedas eran más útiles para un tren a Paterson que para una indulgencia celestial. Bien visto,

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me dije, esto de vivir entre las fronteras sigue siendo una impagable deuda mutua. Seguido por las arpas navideñas, eché una última mirada a la única incongruencia de esta historia: ese haz de luz escénica en el altar, que me hizo recordar las carátulas de los folletos religiosos de este país de fe robusta. En ellas, siempre, un rayo de sol atraviesa un bosque elegido. Esa propaganda divina me resultó excesiva.

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Gerardo Piña-Rosales

Don Quijote en Manhattan

Hace unos meses recibí un mensaje electrónico de mi colega Beatrice Norwich, profesora de literaturas hispánicas en la New York University. En dicho mensaje, la doctora Norwich me comunicaba que tenía en su poder un cartapacio, que, a su vez, había recibido pocos meses antes de un tal Max Orringer, editor de libros raros y curiosos e inveterado hispanófilo. El cartapacio contenía unos 40 folios manuscritos, llenos de notas y párrafos sueltos, y venía acompañado de una breve nota introductoria, en la que Orringer le explicaba a Norwich que un viejo amigo suyo español, un tal Ergardo o Heraldo Torres, antiguo dueño de una librería en Manhattan (ya desaparecida), le había entregado, antes de emprender un largo viaje (del que no sabía si habría de regresar), esas notas sobre ciertos sucesos que habíanle ocurrido no hacía mucho, para que hiciera con ellas lo que quisiese. El señor Orringer le pedía a la profesora Norwich que le diera forma al manuscrito, pues barruntaba que podría ser interesante e incluso publicable. Beatrice Norwich, intrigada por esos papelotes, se pasó semanas descifrando aquellas notas, y con ellas compuso un primer texto. Sin embargo, un tanto desconcertada por aquel galimatías, abandonó el trabajo durante algún tiempo. Pero hace poco, al mencionarle yo que debía dar una conferencia sobre el Quijote en el Coloquio Cervantino en Guanajuato, México, se acordó del manuscrito y decidió enviármelo por si podía serme útil para mi presentación. Lo recibí a los pocos días.

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Al principio, no le presté demasiada atención, enfrascado como estaba en la relectura de la obra cumbre de Cervantes y tomando notas para un trabajo que habría de estudiar la novela cervantina con un enfoque desconstruccionista. Poco a poco, fui arrinconando a Derrida y a sus compinches (para beneficio y contento de todos) y entusiasmándome con el texto del susodicho Ergardo o Heraldo Torres. Las páginas que siguen, constituyen, pues, en esencia, el texto del librero de marras, si bien he optado por traducir al español algunos diálogos que en el original aparecían en inglés.

A guisa de prólogo

Discretísimos lectores: Acusado injustamente por la IRS de no haber pagado impuestos durante los últimos cinco años, vine a dar con mis quebrantados huesos a esta infamosa cárcel de Sing-Sing en el estado de Nueva York, donde todo preso tiene su triste celda y todo guardia su porra presta. Como mi estancia entre estos muros de hormigón coronados de alambradas parece ir para largo, por matar el tiempo (que no se deja matar tan fácilmente) y entretener a mis compañeros de infortunio, se me ocurrió escribir esta historia que tenéis en vuestras manos. He intentado que mi escritura sea lo más llana posible, que mis palabras sean más significadas que significantes (aunque no sé si demasiado honestas), evitando caer en anglicismos al uso, tanto en la sintaxis como en el léxico, delicado asunto éste, pues no es fácil sustraerse a esos peligros cuando se llevan, como yo, décadas radicado en un país de lengua inglesa. Así pues, espero que al leer estas páginas, el que se encuentre acosado por el murciélago de la depresión logre espantarlo de un simple manotazo, que el contento dé rienda suelta a la carcajada, que el tontorrón no se enfurruñe, que el discreto se embobe ante lo insólito del caso, que el pomposo no las desprecie, ni el humilde deje de alabarlas.

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De cómo un tal Ergardo o Heraldo o Torres vivía obsesionado con el Quijote, de Cervantes, y de cómo esta obsesión le impulsó a salir de su hogar en busca de aventuras en Manhattan, para emular, así, al Caballero de la Triste Figura.

En un lugar de los suburbios neoyorkinos, cuyo nombre no viene al caso mencionar (pues tan anodinos son unos como otros), vivía un caballero español que decía llamarse Ergardo Torres, aunque las malas lenguas asegurasen que su verdadero nombre no era ése sino el de Heraldo Porras, identidad que ocultaba por escabullir el bulto a los del fisco, a causa de no sé qué alcabalas impagadas. A mí, curiosísimos lectores, no se me da un ardite que se llamara así o asá, puesto que, como se verá, enseguidita, nuestro héroe iba a adoptar el preclaro y altisonante nombre de don Quijote, y como tal habremos de seguirle sus andanzas. Ergardo o Heraldo Torres, de origen español, andaluz, por más señas, habría de tener por aquellos días en que le ocurrieron las aventuras y desventuras que a continuación se cuentan, sesenta y pico de años (largo el pico). Era alto, flaco, huesudo típico ectomorfo, por más señas, desgarbado, un poquillo chepudo, de canosa barba en punta y lentes de lechuzo. Había llegado a Nueva York a finales de los cincuenta, y aunque in sensu stricto no hay que considerarlo un desterrado, la verdad es que se había venido a las Américas asqueado suponemos de aquella achabacanada y horteril España de la dictadura franquista. Es muy posible que tuviera que emigrar, a cencerros tapados, por algún que otro acto subversivo cometido en el por aquel entonces archiinquisitorial y cavernícola país. El caso es que vino a recalar en Nueva York, ciudad de todos los exilios. Sin oficio ni beneficio, y como siempre le habían entusiasmado los libros, se decidió después de azacanear un par de años por la ciudad, haciendo de todo un poco, a abrir una librería en Union Square, en el bajo Manhattan. Pronto estableció relaciones con otros españoles, muchos de ellos republicanos expatriados después de la Guerra Civil. Con ellos platicaba de España a gritos, cómo no en las 193

tertulias de La Nacional, en la calle 14, especie de refugio o varadero para aquellos exiliados del éxodo y del llanto, y con ellos colaboró si bien, de forma esporádica en España Libre, la revista que publicaba aquel grupo de exiliados empeñados en derrocar a Franco. Amigos suyos habían sido y algunos todavía seguían siéndolo el político Eloy Vaquero, el pintor y escritor Eugenio Fernández Granell, el catedrático Don Emilio González López, el poeta Odón Betanzos Palacios, entre otros. Ergardo o Heraldo (que tanto monta monta tanto) se había casado en los años sesenta con Dulcilaura, pianista de talento, todo corazón, mujer comprensiva y paciente con las extravagancias de su desequilibrado esposo. Y la verdad es que se entendían, se respetaban y se querían entrañablemente. Ergardo o Heraldo Torres (aunque yo les confieso inclinarme por el primer nombre) había llegado a una edad en la que la mayoría de sus amigos ya estaban pensando en la jubilación, en largarse a Florida en busca de mejor clima, o regresar al país de origen para morir en olor de crisantemos y patriotismo trasnochado. Pero no él. Aunque autodidacta, Ergardo o Heraldo (que para el caso es igual) había sido, desde muy niño, un lector voraz, y hasta se las daba de buen poeta. Yo, en este sentido, me abstengo de opinar, puesto que no he leído ni un verso suyo, pero no me extrañaría que alguno de estos días uno de esos concienzudos estudiantes doctorales descubriera, en la buhardilla de alguna vieja casa neoyorkina o en algún mercado de pulgas del Village, esos poemas, y que, para gloria o vergüenza de las letras hispánicas, les dedicase toda una sesuda tesis doctoral. Desde hacía unos años una obsesión cada vez mayor consumía al bueno de Ergardo: la lectura y relectura de la Historia del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra. Desde que la leyera por primera vez, hacía ya muchos, muchos años, en una archiexpurgada edición escolar, con aquellos inolvidables dibujos de Gustave Doré, el libro se había ido convirtiendo en una verdadera Biblia para él. Lo había leído

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decenas de veces. Se sabía capítulos y capítulos de memoria, que, viniera o no a cuento, declamaba hasta en la ducha. Si le asaltaba alguna duda, acudía al Quijote; si tenía que tomar alguna decisión, acudía al Quijote. Al levantarse, a modo de oración, leía unas cuantas páginas al azar; al acostarse hacía lo mismo. Y como padecía de insomnio: seguía leyendo, y así hasta el amanecer. En El Quijote, su librería de Union Square en cuyo umbral había colgado un cartelito con el lema de Post tenebras, spero lucem se había ido desprendiendo regalando o vendiendo a precios irrisorios de todo lo que él consideraba obras de segunda categoría, y ya sólo ofrecía en venta el Quijote en variopintas ediciones y crítica especializada sobre la inmortal novela. En su biblioteca, los libros, en heteróclita balumba, desbordaban los estantes. Había libros sobre los escritorios, sobre las sillas, detrás de la puerta, en armarios, en cajas, en archivadores. Nuestro héroe se ufanaba de contar entre sus tesoros bibliográficos quijotiles con la primera edición facsimilar, claro está de El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha, de 1605. Se alineaban en los anaqueles traducciones del Quijote en todas las lenguas del mundo, algunas en ediciones rarísimas, verdaderas joyas, como las de Tomás Shetton al inglés, la de Louis Viardot al francés, la juvenil de Hoffman al alemán y la rusa de Jukovsky. Tenía traducciones del Quijote en latín macarrónico, en lunfardo, en hakaitía y en espanglish. No faltaban imitaciones del Quijote, como la de Samuel Butler, la de Pope Swift, la de Richard Graves, la de Henry Fielding y muchas más. Y desde luego, las españolas, como la de Salas de Barbadillo, la del Padre Islas; y las americanas, como la de Luis Otero y Pimentel, la de Juan de Montalvo, la de Francisco Navarro y Ledesma. Poseía versiones teatrales del Quijote, comedias líricas y burlescas, películas y música de tema quijotesco, de las que prefería El retablo de Maese Pedro, de Falla y Don Quijote velando las armas, de Oscar Esplá, que consideraba superiores a las piezas de Richard Strauss y Telemann., y que escuchaba con suma delectación una y otra vez. En insólito contubernio, se amontonaban también por toda la

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biblioteca cuadros, dibujos, fotografías con motivos quijotescos y curiosidades como el Quijote escrito en un librillo de papel de fumar y hasta en piel humana. ¿Por qué, por qué se decía nuestro héroe, mientras zigzagueaba por la estancia, libro en mano, entre alcores, colinas y promontorios de volúmenes deperdigados por doquier he de pasarme los últimos años de mi vida vegetando, leyendo y releyendo, cómodamente en mi casa, cuando ahí, en esa ciudad de los demonios, en esa Nueva York de los infiernos, se cometen con la impunidad más absoluta las injusticias más atroces sin que nadie proteste, sin que nadie alce la voz en pro del desvalido, del menesteroso, del pobretón más pobre que las ratas en la ciudad más poderosa y rica de la tierra, donde la libertad parece ser sólo una estatua? ¡Ea, se acabó, alguien tiene que hacerlo! Don Quijote tuvo redaños para hacerlo, ¿por qué no yo? ¡Seré un nuevo Quijote! Y tal como lo pensó lo hizo. Malvendió pese a las protestas de su mujer la librería, y, ni corto ni perezoso, se dispuso a abandonar su hogar, no tanto en pos de gloria y fama sino espoleado por un insobornable prurito de justicia social, con el Quijote como ejemplo, norte y guía.

De cómo nuestro héroe adoptó el nombre de don Quijote, rebautizó a su oíslo y de otros sucesos que aquí se cuentan.

Y una noche, decidido a partir al día siguiente en su loable empresa, se prometió a sí mismo que en adelante no respondería a más nombre que al de don Quijote, pues sentía que sólo esa identidad era la suya y que sus viejos yos se iban desprendiendo de él como la serpiente se desprende de su piel vieja. Y por último, dando un profundo y prolongado suspiro, se dijo para sus adentros que si don Quijote había puesto los ojos en Aldonza Lorenzo, él los había depositado, hacía ya años, en Dulcilaura, su mujer, a quien todo debía. Aunque era pacifista a ultranza, decidió portar consigo por si las flies un viejo Colt 45, desculatado y herrumbroso, 196

que había comprado por cuatro dólares cincuenta en un baratillo del Soho. Espero le dijo al inservible Colt no tener que usarte nunca, arma cruel y mortífera, pero a veces follones y malandrines no entienden sino el lenguaje de las armas. Descendió de inmediato a la cochera, y, solemnemente, ante su prehistórico Volkswagen, declaró: Y tú, vehículo fiel, te llamarás Bolidante, porque aunque ahora renqueas no me he de olvidar de que antes, en otros tiempos, eras un verdadero bólido, potente y veloz. Con tu nuevo nombre habrás de recuperar tu antigua potencia. Wishful thinking, porque aquel cacharro abollado, lento como una tortuga, no había sido ni sería nunca lo que era: una vieja tartana, asmática y humovomitante.

Del encuentro de don Quijote con Sancho y del frustrado robo en una bodega de Washington Heights.

La del alba sería de un tibio día de primavera cuando don Quijote salió de su casa, revólver bajo la camisola y la mochila al hombro, en cuyo interior llevaba unos cuantos pesos y una edición anotada del Quijote. A duras penas, Bolidante salió de la cochera, tosiendo, trastabillando, pero poco a poco, a medida que se calentaba, el decrépito motor pareció adquirir nuevas fuerzas, y emprendió el camino, si no raudo como el viento, por lo menos a buen trote. No muy lejos del Washington Bridge, cerca de Fort Tryon, por donde pasa el Harlem River (surcado por gabarras de basuras y cadáveres flotantes de suicidas), don Quijote decidió, antes de seguir adelante, proveerse de algunos pertrechos. Estacionó a Bolidante en Dyckman Avenue y entró en una bodega llamada La Isla Encantada para adquirir algunas provisiones, frutas secas sobre todo, puesto que desde hacía años profesaba la orden vegetariana con puntillosa devoción y esmero. Un hombre de unos cuarentaitantos años, mostachudo, rechoncho y achaparrado, le sonreía detrás del mostrador. Y ya iba don Quijote a pedir sus cacahuetes cuando de pronto un individuo mal encarado irrumpió en la bodega pistola en mano. ¡O.K., fatso, give me the money!, demandó el pistolero, dando un empujón a don 197

Quijote y encañonando al amedrentado bodeguero. Don Quijote, sin inmutarse, con muy gentiles palabras comenzó a decirle que se calmara, pero el pistolero, dándole la espalda, le espetó, ¡Shut up, old man, or I´ll scrape the floor with you sorry ass! Entonces don Quijote sacó de la faldriquera el viejo Colt, y poniendo el mohoso cañón en el colodrillo del atracador, le advirtió: ¡Anda, suelta ese juguete, que se te puede disparar! El asaltante frutrado arrojó la pistola a los pies de don Quijote y puso pies en polvorosa. Pobre hombre exclamó don Quijote, se ve que está necesitado; de no ser así, cómo se le hubiera ocurrido tal despropósito. ¿Pobre hombre? dijo el bodeguero ¿A ese delincuente le llama usted pobre hombre? Pues sepa usted que no es la primera vez que me roba. ¡I don´t believe it!: ¡Y lo ha dejado escapar! No vale la pena, amigo; es sólo un pobrete desesperado y con más miedo que tú, le dijo don Quijote. Si no hubiera sido porque usted intervino, como me llamo Edwin Rivera que le habría dado yo una buena galleta a ese pendejo. Anyway, reconozco que tiene usted guts, alardeó el bodeguero. Y cómo no, amigo, soy don Quijote, y para eso estoy, para defender a los que lo necesitan. Mi corazón no conoce el temor. Voy camino de Manhattan para ayudar a los humillados y a los ofendidos, y de paso, para que mi nombre quede para siempre en los anales de esta ciudad, que llaman la capital del mundo. Pues yo, señor Quijote, de muy buena gana me iría con usted, porque estoy harto de este oficio, que no me rinde ganancias porque cada dos por tres me roban, y porque vendo al fiado, y así no hay quien pueda. Soy nacido en Puerto Rico, y criado en el Bronx. Mi pai era puertorriqueño, del mismísimo San Juan, y eso es sólo lo que sé porque cuando yo era un baby el muy sonofabitch nos abandonó a mi mai y a mí, so I had to work my ass to survive in this city. Lo malo es que a mí también me están dando ganas de largarme por ahí, pero sólo por ver si encuentro mi chance de hacerme rico, y así poder pagar el college a mis tres hijos. Vicios no tengo, sólo me doy mis palitos de ron los domingos cuando juego al dominó con mis panas. Don Quijote, viendo en el socarrón bodeguero al

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futuro confidente y compañero de andanzas, le dijo sonriendo: Vente conmigo, Sancho, y no te arrepentirás. Dinero no puedo ofrecerte, pero oportunidades no habrán de faltar para que te hagas rico. Y si en la historia de Cervantes, Sancho consigue ser gobernador de una isla, tal vez tú logres ser por lo menos alcalde de Manhattan. No puedo prometértelo, pero quién sabe... Mi nombre es Edwin, no Sancho, pero si tengo que cambiarme el nombre para conseguir los chavos, entonces seré Sancho, Pancho, Cagancho o lo que sea. Yo, lo del Cervantes ese no lo he leído aunque sé leer, no se vaya usted a creer que soy un bobo, pero sí me acuerdo de haber visto algo sobre el Quijote y su amigo Sancho on T.V. Si me espera usted, señor Quijote, esta tarde, when I had been taking care of business, me voy con usted. Concertaron, pues, encontrarse a las cuatro de la tarde, con el propósito de salir enseguida en busca de aventuras en Manhattan. Para hacer tiempo mientras esperaba a Sancho, y como no quedaba lejos, don Quijote decidió hacer una visita a The Cloisters, Los Claustros, en Inwood Hill Park. Trabajillo le costó a Bolidante remontar la colina en que se asientan Los Claustros, pero, espoleado por los gritos de su jinete de ¡Ánimo, Bolidante, adelante, siempre adelante!, al final logró coronar el monte. Por desgracia, a esa hora el museo estaba ya cerrado, así que don Quijote tuvo que contentarse con pasear por el Fort Tryon Park, circundando las murallas románicas del monasterio-museo. Mucho me hubiera gustado recorrer de nuevo esas naves se dijo, mientras caminaba entre los altos arces y majestuosos abetos, pero ya volveré algún día. No cejaré hasta que estos gringos devuelvan a España lo que es de España, pues el que esas estatuas románicas y góticas de Berengueres y Berengueras, esas tablas catalanas y esos cristos asturianos estén aquí y no en su lugar de origen es una infamia, porque una cosa es el legítimo intercambio de obras de arte y otra el expolio del patrimonio nacional.

Caía la tarde cuando apareció Sancho. Everything´s ready, señor don Quijote. Vámonos ya antes de que me 199

arrepienta. Y en un periquete saltaron a Bolidante, y siguieron por Riverside Drive para empalmar después con el Hudson Parkway hasta Morningside Hights, a la altura de la calle 109. Sabes, Sancho, ese río se debería llamar San Antonio y no Hudson, comenzó a explicarle don Quijote a Sancho con displicente tono. And how is that? Yo no sabía que le habían cambiado el nombre. Toda mi vida lo he conocido como el Hudson, y buenas lubinas que se pescan en él., le respondió Sancho. Pues has de saber, Sancho amigo continuó don Quijote, que mucho antes que Hudson, un hispanolusitano llamado Gómez, navegando bajo bandera española, ya había remontado ese río, al que llamó San Antonio. Lo que pasa es que los anglos se han empeñado en borrar toda huella hispana de este país. No olvides nunca que antes de los holandeses y de los ingleses estas tierras fueron exploradas por hispanos. No me extraña respondió Sancho, porque hay que ver the mess en que han convertido a Puerto Rico. Las últimas veces que he ido de visita a la Isla del Encanto cada vez veía menos nombres en español, y todos son McDonalds y Friendlys y Citibanks, y donde había campo y vegas ahora no hay más que caseríos, lo que aquí llamamos proyectos, y miseria y na más que miseria. Llegará un momento en que todos dejen la isla y se vengan pa New York, aunque no sé pa qué, pa pasar hambre y que encima los llamen spics. Eso se llama imperialismo, querido Sancho. Todos los hombres son iguales, Sancho, y el racismo es una de las plagas de este país. Debemos combatirlo siempre, y sobre todo en nuestro caso, porque ya te he dicho que nosotros los hispanos no somos nunca extranjeros en estos predios del Tío Sam, porque cuando los anglos llegaron, ya nosotros habíamos fundado ciudades y pueblos por todas estas tierras. ¿Pero antes que los hispanos, estaban los indios, no?, preguntó con cierta reticencia Sancho. Por supuesto corroboró don Quijote: ellos antes que nadie: los americanos nativos. Y ahí los tienes, en reservaciones, como apestados, hundidos por el alcohol que trajo el hombre blanco, y tan maleados, que están dispuestos a permitir, por mor

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del almighty dollar, que entierren en sus praderas y desiertos residuos nucleares . En este dulce y ameno coloquio estaban cuando vieron las torres inacabadas de la catedral de St. John the Divine. Cuando estacionaron a Bolidante en los aledaños de la catedral, era ya de noche. Señor Quijote comenzó diciendo Sancho, yo no sé usted pero a mí las tripas me suenan como si tuvieran gatos dentro. En otras palabras, Sancho: que tienes hambre. Pues vamos a la catedral, que allí habrán de suministrarnos el alimento que necesitamos, amén del espiritual, que es aun más importante. Yo me contentaría con una hamburguer y una cervecita. Yo invito, pues aunque pobre todavía me puedo permitir el lujo de invitar a los amigos. Dices bien, Sancho porque en verdad soy tu amigo, no tu amo. Es más, mucho me placería que me tuteases, como lo hago yo contigo, porque los amigos se tutean y tú siempre me hablas de usted. Es por respeto, señor, por respeto a sus canas, que si no, otra cosa sería. Está bien, Sancho, como gustes, pero no olvides nunca que te considero mi igual, nunca mi inferior, y que si yo poseeo conocimientos que tú no posees, a ti en cambio no te falta ni el ingenio ni la sabiduría callejera, tan importantes como la de los libros.

Compró Sancho una hamburguesa, un pretzel y hasta unas papas fritas en un puestecillo ambulante, pero don Quijote declinó el convite alegando que prefería mantenerse en ayunas porque aquella noche pensaba ser armado caballero, y que era de la opinión de que convenía profesar en tan honrosa orden con los sentidos y el espíritu despiertos, pues la comida los enturbia, los embota.

En St. John the Divine

Traspusieron pues los arcos ojivales de St. John the Divine. Sancho, que nunca había visitado la catedral, andaba dando vueltas por las naves, sin saber muy bien qué diablos había 201

venido a hacer allí. Don Quijote aunque se declaraba agnóstico tenía devoción por las iglesias, por las catedrales, no porque considerase que eran templos de Dios, sino porque en aquel mundo turbulento y voraginoso de la gran urbe, eran como remansos de paz, oasis que invitaban a la meditación y al descanso. De pronto, un hombre alto, ni gordo ni flaco, ensotanado, se acercó a don Quijote y le dijo: I am sorry, brother, but it´s time to close. Don Quijote lo miró de hito en hito y le respondió con toda la sorna de la que fue capaz: ¿Cerrar, cómo se puede cerrar la casa de Dios, y más cuando hay fieles dentro? El padre O´Connor que así se llamaba el clérigole amenazó con voz tronatonante: ¡Get the hell out of here if you don´t want me to call the police! Hermosas y edificantes palabras para un prelado le respondió don Quijote. Edad no ya de hierro esta en que vivimos, de hojalata más bien, puesto que hasta los representantes de Dios en la tierra se han olvidado de la compasión y del amor al prójimo. Y dándole la espalda al deslenguado curita, llamó a Sancho, que se había tumbado en un banco para dormitar un poquitillo, y ambos salieron de la iglesia. Pasaron la noche sobre unas mantas raídas, en la parte trasera de Bolidante. El piélago nocturno estaba cuajado de estrellas. Desde las ventanillas de la furgoneta podían ver cómo la luna iluminaba las gárgolas de la catedral, transformándolas en feroces monstruos gesticulantes. Observándolas, don Quijote pensó que más que iglesia o catedral aquel antro debería de ser el infierno mismo, y que aquellas figuras encornadas habrían de ser endriagos y diablos, a las órdenes de Satanás, enviados por el Maligno para castigar las maldades de aquellos frailes o lo que fuesen. Con este malhadado incidente se le olvidó a don Quijote su propósito de ser armado caballero, y que sepamos, no volvió a mencionarlo a lo largo de toda esta historia.

Discurso de don Quijote sobre la isla de Manhattan.

Rayaba el alba cuando don Quijote y Sancho despertaron. Bolidante se negó a arrancar, y por mucho que Sancho se afanó 202

sin saber muy bien lo que hacía, esa es la verdad, no hubo forma de ponerlo en marcha. Así que allí lo abandonaron. Don Quijote se lamentaba, pero Sancho intentaba convencerle de que a nadie en su sano juicio se le iba a ocurrir robar semejante junk. Continuaron a pie hasta Central Park. Don Quijote permanecía callado, como sumido en sus pensamientos, y Sancho pensaba en que todavía no había desayunado y que ya no eran gatos los que engurruñaban sus tripas sino tigres y leones. Cuando llegaron a Central Park, el sol brillaba que era una gloria. El parque rebosaba de corredores de rostros torturados, de ciclistas que pedaleban furiosamente, de paseantes de rostro beatífico, de niñeras emperifolladas y de rubicundos niños que jugaban con ametralladoras y granadas de mentirijillas. Agotados por la caminata, don Quijote y Sancho se sentaron en el césped, muy cerca del Reservoir. Junto a ellos, un grupo de jóvenes se solazaban comiendo empanadas y bebiendo largos tragos de varias botellas de vino. Por el acento, conoció don Quijote que eran argentinos, y como no desperdiciaba ocasión en emplear la lengua de Cervantes, por pegar la hebra les preguntó si vivían en Nueva York. No, no señor le respondió uno de ellos, un muchacho pelirrojo y pecoso. Somos de Mendoza, Argentina, y estamos sólo de visita, de viaje de estudios, para conocer la capital del mundo. Pero acérquense y coman, ché, porque por lo menos a su amigo, ese gordito, parece que se le van los ojos tras las empanadas. Sancho, a quien no le gustaba que le recordaran su redondez, le contestó: Hambre tengo, no lo voy a negar, pero de un pendejo colorao como tú no quiero yo ni la hora, así que métete las empanadas donde te quepan. En esto terció don Quijote: Vamos, vamos Sancho, que el muchacho sólo quería gastarte una broma. Anda, anda come, que me huelgo de verte comer. No quedó muy satisfecho Sancho con las razones que le daba don Quijote, pero como ya le habían puesto en una mano una suculenta empanada y en la otra una botella de vino, refunfuñando, se sentó y se olvidó del mundo.

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¿Bello, el paisaje, eh viejo?le dijo uno de los chicos a don Quijote. No hemos visto nada tan impactante como Manhattan. Don Quijote, empezó a dar grandes zancadas, y, señalando a los rascacielos, soltó la siguiente perorata: Es cierto. La ciudad impone. Pero no se hizo de la noche la mañana. Conviene conocer para apreciarla o despreciarla un poco la historia de la New Amsterdam. Los holandeses y después los ingleses pensaron que había que continuar expandiéndose, haciendo caso omiso a la topografía de la isla: Manhattan sería una construcción mental más allá de los límites y configuraciones de su misma geografía. Así, la naturaleza fue domesticada por el hombre en su afán expansionista. Hasta este Central Park, donde nos hallamos, que hoy constituye el pulmón de la ciudad, es, en el fondo, un espejismo: los lagos son artificiales, los árboles se transplantaron hace escasamente un siglo. Y ahí están, rodeándonos, como en un orgiástico maremágnum de paralelepípedos, los rascacielos: minaretes de vidrio, pirámides sobre pirámides, catedrales del dólar, templos sin dios. Estos gringos creen que cuanto más lejos de la tierra, más cerca estarán del aire, del cielo y las estrellas, pero se equivocan. Nueva York, ciudad espuria, maldita, aborto del Bosco, mítico laboratorio donde fermenta el delirio de nuestro diario vivir. Nueva York es Manhattan, y Manhattan es la piedra Rosetta, la utopía del siglo XX, ciudad de mutaciones, simbiosis, transvases, metamorfosis incesantes en un ciclo interminable de creación, destrucción y recreación. Manhattan es la capital de la histeria. Abotagados por la comilona, el vino y aquel extravagante discurso de don Quijote, los jóvenes argentinos y el mismo Sancho se habían quedado amodorrados. Pero don Quijote ya estaba embalado: Nos guste o no nos guste, amigos míos, esta es nuestra ciudad, la de Sancho y la mía, en ella vivimos, en ella azacaneamos y en ella morimos (o nos asesinan): Nueva York, parada y fonda: los aljibes de agua encumbrados sobre los edificios, como molinos de vientos desaspados, sueñan ajenos al vértigo y al fragor de las calles y avenidas, donde las masas entontecidas, esclavas del

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ansia consumista, desaparecen arrastradas por la fuerza centrífuga de la ciudad masas amorfas, encadenadas al ciclo inexorable del trabajo embrutecedor que habrá de facilitarles el alquiler del cuchitril con derecho a cucarachas y a ratas como gatos, mientras el ulular constante de las sirenas de la policía, de las ambulancias, de los bomberos nos recuerdan que vivimos en estado de sitio, siempre al borde del desastre, a un paso del apocalipsis. El monstruo continúa devorando a sus víctimas. Un coro de curiosos se había ido acercando a don Quijote y escuchaban boquiabiertos las palabras de nuestro héroe, pero ya este se dirigía hacia el zoólogico, y Sancho, al ver que don Quijote se marchaba sin él, a duras penas, dando tumbos, le siguió.

En donde se cuentan la aventura del parque zoológico y otras desventuras del mismo jaez

Como el día era espléndido, el parque zoológico se hallaba abarrotado de público. Don Quijote se acercó a la jaula de los monos, se cruzó de brazos y se quedó observándolos con un aire de tristeza que daba grima. Luego se dirigió a Sancho y le dijo: Me parece una ignominia, Sancho, que estas pobres criaturas tan semejantes a nosotros, primos hermanos como quien dice, tengan que pasarse la vida entre rejas, acosados por miradas humanas, soportando el griterío de la parva diminuta cagalona, sin un rayo de sol, sin su jungla, que es su verdadero predio y medio. Pero, señor le interrumpió Sancho, si están de lo más bien. Además, para ellos nosotros somos un verdadero show. Yo tuve una vez un mono, que me regaló mi amigo Rendón, el de la botánica de la 116. Era un mono chiquitico, un macaco; yo creo que lo habían traído de Brasil, porque le hablamos en inglés y en Spanish y no nos hacía ni joío caso. Al principio no lo quería, ¡qué carajo iba a hacer yo con un mono!, pero me lo llevé a casa, por probar, suponiendo que a mis nenes les parecería chévere, but what a disaster. Cuando Balbina, mi jeba, vio al mico armó un revolú del carajo. Y los nenes se pusieron a llorar: the monkey scared the shit out of them. El animal tendría más miedo de vosotros que 205

vosotros de él, le aseguró don Quijote. Maybe siguió Sancho, pero era un mono de lo más joío. Y se me escapó por toda la casa, y cuando fui a cogerlo pegó un salto y se guindó de una lámpara. ¿Y sabe usted lo que hizo? Pues se meó encima de tos nosotros. Y el cabrón se reía, se reía como un condenao. En ese momento apareció el encargado de darles la comida a los monos con una espuerta llena de plátanos, avellanas y otras frutas, húmedas y secas. See, see, señor Quijote, fijese qué bien los tratan; ese lonche es mejor que el que come mucha gente en Nueva York, que hasta tienen que andar buscando algo que llevarse a la boca en los zafacones de basura de los supermarkets, dijo Sancho, con aire triunfante. Creció el regocijo. Los niños se apelotonaban alrededor de la jaula para ver comer a los monos. Los simios, excitados ante la perspectiva del almuerzo, daban agudos chillidos, brincaban, se aferraban a los barrotes de la jaula, sacaban los bracitos peludos y extendían las humanoides manos. Abrir el empleado la portezuela de la jaula para arrojarles el canasto de comida a los monos y darle don Quijote un fuerte empujón fue todo uno. Las frutas cayeron por todas partes menos en la jaula. El guarda, cogido de sorpresa, resbaló y fue a parar también al suelo. Entonces don Quijote abrió de par en par la jaula. Los niños gritaban y palmeaban encantados ante lo que suponían era parte del espectáculo. Los monos, perplejos, miraron a don Quijote. ¿Quién sería aquel individuo con cara de lechuzo que se atrevía a ponerlos en libertad?, parecían preguntarse. Pero no duraron muchos sus cavilaciones: a trompicones, dando unos chillidos espantosos (no sabemos si de miedo o de contento), salieron disparados de la jaula. Se armó un escándalo de órdago. El guarda empezó a tocar el silbato pidiendo ayuda. Enseguida acudió un policía. ¡No es mi culpa, no es mi culpa!; este, este loco ha sido dijo el guarda tartamudeando, y señalando a don Quijote; ¡deténgalo, deténgalo antes de que se le ocurra abrir la jaula de los tigres! El policía agarró por un brazo a don Quijote, que se limitaba a sonreír, mientras pelaba un plátano que había recogido

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del suelo. A Sancho no se le veía por ninguna parte. Queda usted detenido, declaró el agente de seguridad. Pero don Quijote, de un violento manotazo se desprendió de él. Usted, señor policía le dijo con palabras quedas pero firmes no tiene ningún derecho para detenerme. Sólo he hecho lo que me dictaba la conciencia; ¿y desde cuándo se detiene a un ciudadano por seguir los dictados de su conciencia? Ya prestará usted declaración en el precinto. Ahora, andando, le conminó la autoridad. En eso, uno de los monos se abalanzó sobre el policía y le dio un terrible mordisco en la mano. El guardia pegó un grito de dolor, y don Quijote, tan campante, y tan rápido como le permitían sus largas piernas, hizo mutis ante aquel esperpéntico escenario. Afuera, agazapado entre unos arbustos, lo esperaba Sancho. ¡You are crazy, man, you are crazy! What did you do that for?, dijo Sancho, mirando a todos lados por si venía la policía. En cristiano, Sancho, habla en cristiano le replicó don Quijote, en mi lengua, que es la tuya. ¡Pero se ha vuelto usted loco! ¡A quién se le ocurre hacer una cosa así!, dijo Sancho. No olvides, Sancho, que nuestra misión es la de ayudar a quien lo necesite y esos animales nos necesitaban: estaban privados de libertad. Ahora nos estarán eternamente agradecidos. Debemos congratularnos pues hemos hecho lo que debíamos. Nunca hay que tener miedo cuando uno sabe que se está haciendo el bien.

Frente al Hotel Plaza. El jamaiquino, filósofo cínico

Se alejaron de allí hacia Central Park South. Se sentaron en una plazuela frente al Hotel Plaza, por descansar un rato. Las banderas del Plaza ondeaban a los cuatro vientos. Las limusinas no cesaban de arribar con su preciosa carga. Los porteros, uniformados y encharretados, abrían las portezuelas de los vehículos y se inclinaban ante los huéspedes con aire servil y rastrero. Los huéspedes, señores y señoras de alto copete, vestidos a la última moda de París o de Londres, emergían de las limusinas, y, sin dignarse echar una mirada a los porteros, se dirigían a la recepción farfullando por adelantado no sé qué 207

imaginarias quejas. Muy cerca de allí, piafaban los caballos. Esos coches de caballo me recuerdan siempre a mi tierra comenzó a decir don Quijote. Esos pobres animales... ¡Don´t you dare, ni se le ocurra! le atajó Sancho. Si no fuera por esos caballos, los cocheros no podrían ganarse la vida, y no me dirá usted que un caballo es más importante que un hombre. Eso no les da derecho a abusar así de un animal que no tiene posiblidad alguna de quejarse, de protestar. No me extrañaría que algún día, Sancho, estallara una verdadera rebelión de las especies. Compasión, Sancho, compasión. Pero, señor, un caballo es un caballo y un hombre es un honbre. Nosotros, los human beings, somos superiores ¿no?. Precisamente por eso, Sancho, tenemos la responsabildad de cuidar de ellos, de convivir con ellos, sin explotarlos, sin torturarlos.

En estos dimes y diretes estaban los dos amigos, cuando vieron que se les acercaba un viejo de raza negra, desastrado y con barba de varios días, empujando un cochecito de bebé repleto de latas y botellas vacías. El anciano, que los había oído hablar en español, les saludó con un cortés buenos días, y empezó a hurgar en un basurero. ¿Buen hombre, se le ha perdido algo?, le preguntó don Quijote. El vagabundo pues eso es era, se le quedó mirando un tanto extrañado y le respondió, Como perder no se me ha perdido nada porque no tengo nada que perder y mucho que encontrar. Habla muy bien el castellano, ¿de dónde es usted?, le preguntó don Quijote. Soy jamaiquino, pero pasé unos años en Cuba, y además tengo muchos amigos hispanos. ¿Y qué rebusca en esos basureros?, insistió don Quijote. ¿Pues no lo ve?: latas, botellas, periódicos. Todo vale dinero en esta ciudad. Y al final del día, con suerte, reúno lo bastante para ir tirando. ¿Es esa su profesión?, le preguntó don Quijote. No sé si a lo que yo hago se le puede llamar profesión. Me da bastante para comer y como no tengo que pagar renta, pues hasta me sobra. ¿Y dónde se hospeda inquirió don Quijote, con toda la inocencia del mundo, en el hotel de enfrente? El hombre se le quedó mirando como el que ve a un extraterrestre. En esto, Sancho, que había seguido la 208

conversación aguantándose la risa, con disimulo le hizo un gesto al hombre dándole a entender que don Quijote no andaba muy bien del coco. En The Plaza no acabó respondiéndole el vagabundo, en el Hotel Plaza precisamente no me hospedo, pero sí muy cerca, ahí mismito, dijo señalando unos cartones semiocultos entre unos setos. Esa es mi casa, y se la ofrezco con toda la hospitalidad del mundo. Hace diez años que vivo ahí. Antes viví en los túneles, en el subway. A veces viene la policía y me tengo que mudar a otro lugar, pero sólo por unos días porque después vuelvo siempre. Es que le he tomado cariño a esta placita. Así que duerme usted ahí entre cartones le dijo admirado don Quijote. ¿Entonces, no tiene usted casa, buen hombre? Ya se lo he dicho le contestó un tanto amoscado el vagabundo. Esa es mi casa. Y no me quejo, porque otros están peor, mucho peor que yo. Sancho intentó terciar en la conversación: ¿Y por qué no se va a un shelter, a un asilo, a un refugio o como se llame? Yo tengo un amigo que... ¡Calla, Sancho, que hablas más que un sacamuelas!, le increpó don Quijote. No, no, a los refugios no voy ni aunque me paguen continuó el anciano. La última vez que fui a unofue en un invierno muy duro, que nevó mucho y casi se me congelan los pies durmiendo al raso fue el de Kingsbridge, en el Bronx, pero después me arrepentí porque me robaron hasta los zapatos y no pude pegar ojo con las peleas y los bochinches. Hasta la directora del refugio era un ladrona. Se llamaba siempre me acordaré Leona Helms, y era una verdadera bruja. Decían que era multimillonaria y que toda su fortuna la había hecho robándole a los desamparados de la ciudad. Antes de permitirme entrar en , me registró hasta los fondillos, me quitó los cuatro pesos que me quedaban y hasta me confiscó el coat, el único coat que tenía. ¡Cabrona! ¡Hija de puta! Se despidieron del viejo con muy buenas razones, y Sancho, apiadado, le dio unas monedas, que el otro agradeció con un escueto y digno thank you.

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De cómo don Quijote y Sancho fueron embestidos por un motociclista depravado y del recorrido que ambos hicieron por Times Square y aledaños

De allí caminaron hacia Columbus Circle, y cuando iban a cruzar la calle, un Hells Angels, Angel del Infierno, en una Harley Davidson, sin aguardar a que cambiase la luz roja, embistió contra ellos. El motociclista perdió el equilibro y cayó también. La moto rugía. Don Quijote, en el suelo, llevándose las manos a la cabeza se lamentaba:

¿Dónde estás, Dulciamor mío, que no vienes a ayudarme? ¡Estarás muy ocupada o no se te da un adarme!

Acudieron algunos transeúntes que habían visto el accidente. El Angel del Infierno, un gordinflón de larga cabellera, un arete en el lóbulo izquierdo, cazadora de cuero y brazos tatuados de cruces gamadas, soltaba terribles alaridos: ¡My leg, my leg is broken!, lloriqueaba el Angel Caído. Don Quijote, que sólo había sufrido un rasguño, se incorporó. Sancho, que sólo había sufrido un susto, le ayudó. Entonces, don Quijote se abalanzó sobre el joven, en un santiamén le arrancó el casco y se lo encasquetó. Por lo menos el accidente me ha servido para procurarme el yelmo de Mambrino, declaró ufano don Quijote. Yo siempre he creído arguyó Sancho que a eso se le llamaba casco, aunque como a veces se me escapa el spanglish, ya no sé muy bien No es un casco, zoquete le respondió don Quijote indignado. ¡Es el yelmo, el yelmo de Mambrino! Bueno dijo Sancho encogiéndose de hombros, pues será entonces un casquiyelmo, el de Membrillo o el de Pepino, pero vámonos de aquí que allá vienen los cops y la ambulancia. Don Quijote, mostrando unas fuerzas que uno no hubiera sospechado de un hombre tan amojamado, levantó la moticicleta, que aún bramaba, montó en ella como el que monta un pura sangre, y le espetó a Sancho. ¡Arriba, Sancho, que nos 210

espera Times Square! ¡Vamos, hijo, que la misma providencia que nos privó de Bolidante ha puesto este infernal aparato en nuestro camino! No, no señor, eso es un robo. Nos meterán en la cárcel a los dos, y ya deben andar buscándonos por lo de los monos. De los cobardes nunca se ha sacado nada le dijo don Quijote. Súbete y vamos en buena hora; esto es solo un préstamo: ya le devolveremos este bicho a su dueño. ¿Bicho? exclamó Sancho Ay bendito, ¿le ha cortado usted el bicho al ángel ese? No, hombre, la moto, la motocicleta. Y dicho esto, se montó Sancho a la grupa y partieron raudos rumbo a Times Square. La Harley Davidson enfiló Brodway abajo, sorteando automóviles, de los que salían puños amenazantes y crispados dedos medios. Sancho se abrazaba a la cintura de don Quijote, encomendándose a todos los santos habidos y por haber. Anochecía. Los anuncios de neón y los carteles publicitarios, como pantallas cinematográficas, dominaban el panorama: ¡COMPRE ESTOS SNEAKERS, Y JUGARÁ AL BASKETBALL COMO MICHAEL JORDAN!; ¡FUME MARLBOROS, Y SE SENTIRÁ TAN MACHO COMO ESOS VAQUEROS DE MANDÍBULA CUADRADA!; ¡USE ESTA ROPA INTERIOR, Y SERÁ TAN IRRESISTIBLE COMO ESTOS ADOLESCENTES DE ABDOMINALES PERFECTOS Y ESAS JOVENCITAS DE PECHINES PUNTIAGUDOS!; ¡BEBA ESTE WHISKY, Y CONOCERÁ EL SABOR DEL PODER Y DEL LUJO! Se anunciaban nuevos filmes: Titanic, Exterminator X, Fallen Angels y viejos clásicos Deep Throat, Gone with the Wind, The Devil in Miss Jones; y nuevos espectáculos para hacer la digestión: Ragtime, The Lion King, Anastasia; en las vitrinas de los bazares se exhibían espadas de samurais, machetes y corazones de terciopelos; en las salas de videojuegos, jovencitos de mirada turbia aguardaban al cliente calvo, regordete y halitoso. Al llegar a la calle 42, don Quijote dio un frenazo en seco y arrumbó la moto en una esquina, decidido a continuar a pie. Aunque todavía quedaban algunas tiendas de porno, la zona iba siendo invadida por una waltdisneyzación implacable: donde antes se anunciaban Nude Girls ahora sonreía un Mickey Mouse,

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donde antes florecían los massage parlors ahora se mustiaba Blanca Nieves, donde antes vibraban las saunas sodomorrianas ahora dormitaban los siete enanitos. Y así por el estilo. Giuliani y sus secuaces estaban ganando la partida. Había que limpiar la ciudad. Había que desterrar el vicio, costase lo que costase. ¡Había que retornar a las buenas costumbres!

En Bryant Park

Era ya de noche cuando don Quijote y Sancho se detuvieron en Bryant Park. Acaban de sentarse en uno de los bancos, cuando de pronto se vieron rodeados de policías por todas partes y de perros de amenazantes fauces. Hubo carreras, gritos, se oyeron insultos. Era una redada. En menos que canta un gallo, los polizontes habían apresado a cinco o seis personas, a las que, a patadas, obligaron a levantar los brazos, a abrir las piernas, mientras los cacheaban. En la 41, entre la Quinta y la Sexta, esperaba el coche celular. Pero, Sancho, ¿a qué viene tanto jaleo, si esos hombres y mujeres no estaban haciendo daño a nadie? ¿Por qué los maltratan?, le preguntó don Quijote a Sancho mientras se acercaba al grupo de policías y delincuentes. Sancho, atemorizado, le tiraba de la manga, mientras le decía. Por lo que más quiera, señor don Quijote, let´s get out of here, que nos van a reconocer por lo de los monos o por lo de la moto y entonces esta noche vamos a dormir en Rikers Island. Pero ¿no ves, Sancho, que esas criaturas necesitan de nuestra ayuda?, ¿ no ves cómo los golpean, cómo los insultan? Si tienes miedo, quédate ahí, que yo he de impedir que se cometan tales atropellos. Sancho, admirado por el valor de don Quijote, no quiso ser menos, y le siguió, aspirando grandes bocanadas de aire para darse ánimo. ¿Por qué detienen y maltratan a esa pobre gente?, preguntó don Quijote a un policía, un individuo alto, de ojos azules y espaldas descomunales. None of your goddamn business, old man. ¡Get out of here or you´ll go with ´em to the Tombs!. Soy abogado, I am a lawyer, tengo derecho a hablar con mis clientes, se sacó de la manga don Quijote. Esta salida cogió por sorpresa a los 212

guardianes del orden. ¿Por qué te llevan preso?, le preguntó don Quijote a un hombrecillo encanijado, de ojos achinados y barba rala. Por tecato, mister, por tecato, respondió el desgraciado. Pues por mentecato no se debe meter en la cárcel a nadie, que nadie es responsable de sus más o menos luces. Uno de los policías, sin duda de origen hispano, terció: Quiere decir que le gusta la tecata, la droga. Y diciendo esto le remangó la manga de la camisa al detenido y vieron que tenía el brazo con más agujeros que un colador. ¿Y por qué no puede hacer con su cuerpo lo que le venga en gana? insistió don Quijote. Me parece una aberración que sea el gobierno el que decida lo que pueden consumir o no consumir sus ciudadanos. ¿Y a ti por qué te llevan, muchacho?, le preguntó don Quijote a un jovencito de unos quince años. ¡Por coleccionista! ¿Y qué coleccionas, si se puede saber?. Bolsos y carteras, contestó el muchacho. Pues yo no veo crimen en eso, porque todo el mundo no va a coleccionar sellitos, estampitas y bobadas por el estilo. ¡Qué aburrido sería el mundo si todos fuésemos iguales! ¡Vive la diference! Y por último vio don Quijote que entre los detenidos había una mujer morena, de muy buen ver, que no hacía más que llorar y llorar como una Magdalena. ¿Y a ti, pobre mujer, a ti por qué te han detenido?, le preguntó don Quijote. Pero la mujer no contestaba, tanto era su llantina. Esta explicó el policía es la puta más puta de todas las putas. Y no hay manera de que se reforme. Y además nos consta que tiene el sida. ¡Con mayor razón aún para que esté en un hospital y no en la calle!, le replicó don Quijote airado. Y diciendo esto, nuestro héroe sacó el Colt 45 y, blandiéndolo a diestra y siniestra, apuntó a los policías, mientras les decía a los detenidos: Quedais libres, corred, corred antes de que estos sabuesos se ensañen con vosotros. Run, run. Por un segundo, los guardias quedaron paralizados ante el atrevimiento de aquel estrafalario individuo con casco de motorista. Los detenidos se dieron a la fuga. Los policías corrieron en su persecución. Aprovechando el revuelo, don Quijote y Sancho se metieron por la boca de metro de la 42. Hora

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punta. Rush hour. Uno de los policías le seguía de cerca, pero era tanto el gentío, que no se atrevía disparar. En ese momento llegaba al andén el tren D. Don Qujote y Sancho no lo pensaron dos veces: escudándose tras la masa humana, se colaron en un vagón. Fueron momentos de angustia, pero el policía parecía haberles perdido la pista. Estaban a salvo.

De cómo Don Quijote llegó a convertirse en héroe popular y Sancho en alcalde de Nueva York.

Cuando llegaron a la última estación, en el World Trade Center, a la sombra de las Torres Gemelas, vieron que había policías por todas partes, perros atraillados, paramédicos, agentes del FBI y del Departamento Antiterrorista y Antiexplosivos y un río de personas que corrían despavoridas. Al principio, los dos amigos creyeron que los estaban esperando, pero pronto se percataron de que aquella parafernalia policial obedecía a otras causas. ¿Qué pasa, qué pasa?, preguntó don Quijote a un policía. It´s a bomb, get back, get back! Entonces vieron a un hombre, de unos treinta años, los ojos desorbitados, el rostro bañado de sudor, que se aferraba a un paquete envuelto en papel de periódico. Un agente del FBI, megáfono en mano, trataba en vano de convencerle para que soltara el paquete: C´mon, young man, relax, nothing is going to happen. No one is going to hurt you. Give us that package. Be a good boy. Pero el hombre no parecía escucharle, miraba a todos lados, aferrándose cada vez más al misterioso paquete. ¡Don´t get closer, don´t get closer or it will explode¡ ¡I swear that it will explode!, gritó el joven. Entonces don Quijote, se quitó el casco, puso en las manos de Sancho el Colt 45 y lentamente, esquivando a agentes y policías, comenzó a aproximarse al hombre del paquete. One more step, old man, and you´ll be sorry, le amenazó el hombre. Pero don Quijote, sin inmutarse siguió avanzando hacia él y cuando estuvo a un par de pasos le dijo (y traduzco): No sé qué te ha llevado a este extremo, hijo mío, pero sea lo que sea, piensa un poco antes de hacer una barbaridad. Mucho me temo que has sido encantado por algún nigromante 214

desalmado, y que no tienes consciencia de tus actos. ¡Shut up, shut up, or I blow this fucking city away!, amenazó el terrorista. Pero don Quijote dio un paso más. El hombre estaba al borde del andén. Soy don Quijote, y estoy aquí para ayudarte, para ayudar a todos los que me necesitan, le dijo nuestro héroe mirándolo fijamente a los ojos. I don´t need your help, old man. In one minute we´ll all be in another world. This is what this technological, deshumanized society deserves: ¡to desappear, to be blown away! Tienes razón, amigo le dijo don Quijote: eso es lo que merece esta sociedad tecnológica, deshumanizada, brutal, donde reinan el Poder y el Dinero y no el Amor y la Justicia. Tienes razón, que explote tu bomba, a ver si así escarmientan los esbirros del Mal. Y diciendo esto, le dio la espalda y comenzó a caminar hacia el grupo de policías y agentes de seguridad. Wait a minute, wait a minute!, reaccionó el hombre. Don Quijote se detuvo y se volvió hacia él. You mean you understand what is going on in this fucking city? Claro que entiendo lo que ocurre en esta ciudad infernal, amigo le contestó don Quijote; y estoy de acuerdo contigo: es mejor que todo se hunda de una vez, y quizá así renacerá un hombre nuevo, un hombre que sepa compartir sus riquezas, un hombre para el que los valores supremos sean la Paz, el Amor y la Justicia. El hombre esbozó una ligera sonrisa. Ahora bien continuó don Quijote, yo persigo tus mismos fines pero mis medios son diferentes a los tuyos. La violencia sólo engendra violencia. Pero eso es algo que tú tienes que decidir. Y diciendo esto, don Quijote volvió a darle la espalda y a alejarse de él. Entonces el hombre, aferrado aún al paquete, lo siguió, como sigue el corderillo al pastor. Don Quijote se detuvo. El hombre, temblando, le entregó el paquete. Don Quijote lo depositó cuidadosamente en el suelo, y luego abrazó al hombre con fuerza. Enseguida varios agentes de seguridad se apoderaron del paquete una poderosa bomba a punto de estallar mientras la policía esposaba al joven terrorista. Se rompió el silencio. El gentío comenzó a vitorear a don Quijote: He is a heroe! ¡Es un héroe! ¡Nos ha salvado a todos!

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¡Qui-jo-té! ¡Qui-jo-té! ¡Qui-jo-té!. Y Sancho, vociferaba, ¡Yes, yes, yes, he is don Quijote y yo soy Sancho, su amigo y compañero de aventuras! Don Quijote hubiese querido acompañar al terrorista en su descenso a los infiernos, pero se lo impidieron. Se vio obligado a apretar manos, a devolver abrazos, a firmar autográfos. En Nueva York, las noticias, más que correr, vuelan. A la media hora, la hazaña de nuestro héroe era comentada por todos los canales de televisión. El alcalde Giuliani en persona envió una limusina para que condujese a don Quijote al mismo City Hall: quería felicitarlo en nombre de la Ciudad. Ante las cámaras de televisión, Giuliani, con su sonrisa de conejo, felicitaba a don Quijote, exaltando el valor de this exemplary New Yorker, y hasta hablaba de recompensas sin cuento. Sólo quiero una recompensa, señor alcalde, se atrevió a insinuar don Quijote. You wish will be granted if it´s in our power to do so. What would you like? (Su deseo se verá cumplido, si está en nuestro poder realizarlo. ¿Qué desea?, respondió gentilmente Giuliani, por boca de un intérprete). Que a mi amigo Sancho, aquí presente, se le otorgue la oportunidad de ser el nuevo alcalde de Nueva York. A Giuliani se le congeló la conejil sonrisa. Well, well, but ..., comenzó a decir, pero el gentío no le dejó hablar: Sancho for Mayor!, Sancho for Mayor!, ¡Sancho alcalde! Don Quijote, feliz como no se había sentido en mucho tiempo, descendió las escalinatas de City Hall. ¿Y sabéis quién lo esperaba con los brazos abiertos y el beso presto?: ¡pues nada menos que Dulcilaura! Se abrazaron. Pero esta historia no acaba aquí, queridísimos lectores, pues me consta que don Quijote y Dulcilaura salieron esa misma noche en un avión rumbo a México. Es más, hay rumores que andan por Guanajuato, disfrutando de la hospitalidad de sus habitantes, de la belleza de la ciudad y de un merecido descanso.

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Alister Ramírez Márquez

La vendedora de huevos de pingüino

En Le Monde, en la sección de clasificados, apareció un aviso: Se solicita un peluquero y una vendedora de huevos de pingüino para la estación Concordia en Antártica. Los interesados deben mandar la hoja de vida a [email protected]. Pagaban los boletos de avión, la estadía, y los gastos eran mínimos porque todo corría por cuenta de Concordia. El salario era bastante generoso y el único requisito era que no se podía dejar la base por seis meses. Me produjo curiosidad y se lo mostré a mi jefe. El me sugirió que enviara una solicitud con datos ficticios para saber si era un negocio de prostitución internacional, tráfico de órganos, experimentos con embriones humanos o una red de espionaje montada por los argentinos. En cuestión de veinticuatro horas me respondieron el correo electrónico. Les gustó mi experiencia y sobre todo el hecho de que hablara español, italiano, francés e inglés. Además, un estilista parisino le daba altura a una base cerca de Tierra del Fuego. De nuevo le mostré la información a mi jefe de redacción, entonces él hizo unas cuantas llamadas y me dijo que me comprara unas buenas tijeras para cortar cabello, pero que no las echara en el equipaje de mano porque cuando pasara por seguridad en el aeropuerto la luz roja se iba a encender. Me pareció un chiste de mal gusto, sin embargo, lo ignoré y preparé mis cosas para mi viaje. Me enviaron el billete de París a Santiago de Chile porque allí me encontraría con un representante de la Estación Concordia para una entrevista previa. Necesitaban conocerme más a fondo para saber si me llevaría bien con el resto del personal y no tendría inconvenientes 217

para vivir confinado en uno de lo sitios más fríos de la Tierra. Era la primera vez que iba como periodista en cubierto para buscar una historia que yo mismo había inventado. Un colega ya había ido a la Argentina para escribir una historia sobre la trata de blancas en las regiones más olvidadas del mundo, entre ellos los territorios ingleses en el Cono Sur. En los periódicos de Lima, Santiago, Buenos Aires y Montevideo aparecieron avisos solicitando maestras de inglés para las Islas Malvinas, pero en realidad de lo que se trataba era del reclutamiento de mujeres para prostíbulos ingleses en Suramérica. Mi avión cruzó los Andes y dio vueltas durante media hora antes de aterrizar. La neblina se lo impedía. Parecía un cóndor ciego y asustado que no encontraba su nido. Estuvimos en vilo por bastante tiempo, y cuando el capitán estaba a punto de anunciar el regreso a Buenos Aires por el mal tiempo, le dieron permiso para aterrizar. La mayoría de pasajeros, que eran ejecutivos, ignoraron las palabras de la tripulación y continuaron leyendo La Nación y El Mercurio. Para ellos era un viaje rutinario y creo que no se les pasaba por la mente morir congelados en los picos de los Andes en caso de que sobrevivieran a un accidente aéreo. Me di cuenta de que estaba en Chile porque me devolvieron de la cola de inmigración para pagar cien dólares de impuesto obligatorio sólo para extranjeros. La funcionaria del aeropuerto me selló el pasaporte y me consoló diciéndome que el importe abonado era válido por diez años. Lo único que tenía claro era que recogería los datos, haría grabaciones y entrevistas en cubierto y sacaría fotografías para un reportaje sensacionalista. Se titularía más o menos: Hasta en la Antártida se ejerce el oficio más antiguo. No me gustó, y a la vez que le daba vueltas en mi cabeza, el taxista me decía que en Chile sólo se hablaba de Pablo Neruda porque era comunista, y que los muchachos ya no sabían quien era Gabriela Mistral. No le presté mucha atención a sus reniegos, y me llevó al Hotel San Francisco, a veinte minutos del Palacio de la Moneda donde se le dio un golpe de estado a Salvador Allende en septiembre de 1973. A las dos de la tarde me

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encontré en el lobby del hotel con mi contacto. Era un chileno de unos cuarenta años. Llevaba pantalones vaqueros, botas de alpinismo y en su mano agarraba un anorak rojo sangre que resaltaba en medio de los hombres vestidos en trajes oscuros. Cuando se quitó su boina noté que casi no tenía pelo. Me invitó a tomar un café, me ofreció un cigarrillo y comenzó una exposición pormenorizada de la Estación Concordia. Pensaba que me encontraría con un ser mezquino y melancólico como aquellos personajes de David Mamet. Por el contrario, estaba frente al subdirector de una misión científica, y le habían pedido entrevistarme porque estaba de vacaciones en Santiago. Era invierno y muy pocos se quedaban en el extremo sur. Ni siquiera los pingüinos se atrevían a visitar esas regiones. En el verano vivían en las bases de investigación unas cuatro mil personas distribuidas en las estaciones de veinticuatro países. Pero cuando el sol se alejaba de la Tierra sólo quedaban allí aproximadamente mil almas. Casi todo el personal se iba a las costas en Brasil, al Caribe o retornaban a sus lugares de origen. Usted no parece peluquero me dijo con una sonrisa. Lo digo porque su corte de cabello no es perfecto. Es sólo una broma, hombre. Ni usted parece biólogo marino le respondí. No lo veo con sus tanques de oxígeno. Nos reímos y se rompió el hielo. Son seis meses en compañía de doce hombres y una mujer. ¿Ha visto esos programas de survivor, que son tan populares en la televisión? Bueno, esta es la cosa real. Me gustaría ver a esos chicos en nuestra posición y escribir un diario de sus reacciones bajo un iglú y sin ningún contacto con McDonalds. Claro, una de las diferencias con el show de televisión es que aquí no se elimina a nadie. Todos tenemos que sobrevivir a pesar del encierro. Después de estar tanto tiempo juntos algunos comenzamos a hacer cosas extrañas. Entonces sabemos que es hora de salir a Santiago o a las playas de Ipanema. Me imagino.

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No, usted no se imagina. No tendrá que trabajar mucho porque más de la mitad de los que vivimos en la base nos rapamos el pelo. Pero es mejor tener a un peluquero, como en todo pueblo que se respete. Usted ya vio mi hoja de vida. No soy científico pero creo que les puedo ayudar. En verdad usted tendrá que hacer otros oficios además del suyo. Mire, tenemos doctores que limpian los baños, maestros que lavan platos e ingenieros que planchan ropa. ¿Puedo traer a mi mujer? Claro, hombre. Es mejor que la traiga porque hay tres varones por cada hembra. Es todo lo contrario a lo que les ocurre a los pingüinos, es decir, hay cinco por cada macho. Existe una superpoblación de hembras. El problema es cuando caminan un sin número de kilómetros en la nieve para reunirse una vez al año con el fin de aparearse. Las hembras luchan por el macho. Son monógamos. Deberíamos aprender de ellos porque de acuerdo con mis observaciones y las de mis colegas son criaturas amorosas y profundamente fieles. Bueno, lo otro es que si tiene hijos le recomiendo que los deje con sus parientes. No tengo. Bueno, mejor. ¿Y qué es lo que hacen ustedes para entretenerse cuando no están trabajando? Bueno, cuando no estamos incubando huevos de pingüinos, que nosotros hemos recogido de la nieve ya que las madres no han retornado al nido porque han sido presas hasta de las mismas focas, nos dedicamos a ver televisión, jugar cartas y tomar cerveza en el único bar que existe en Antártida. Conversamos horas sobre los pingüinos: sus hábitos, cómo miles de ellos se juntan y forman casi una burbuja con su plumaje para protegerse de las tormentas de nieve y los vientos. Me contó que cuando la madre pone el huevo, se lo pasa con sus patas al padre y éste lo protege y lo calienta mientras ella va a pescar al mar. Después de un largo viaje, la hembra regresa y

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reemplaza al macho en su tarea para que éste pueda alimentarse. En verdad, el chileno sabía bastante de la vida de estos pájaros que no vuelan, y pensé que mi jefe se reiría de mí cuando le contara sobre mi reportaje de los pingüinos de Antártida. Me lo imaginaba diciéndome con su cigarrillo en la boca: ¿Y cree que lo mandé al fin del mundo para hablar de unos estúpidos pajarracos que parecen reumáticos? Lo mejor fue que el chileno me ofreció el trabajo de peluquero. Una excelente remuneración, y me explicó que como parte del contrato tendría que hacer otros menesteres: recoger de la nieve los huevos huérfanos, llevarlos a la base, controlar la temperatura durante el proceso de incubación, barrer los dormitorios, lavar los sanitarios y viajar a Buenos Aires y Río para llevar mujeres a los burdeles antárticos.

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Ramón Emilio Reyes

La cena

Es cierto, Daniel dijo Elías todos los años, en Pascua, vuelve uno a pensar que ha sido lo mismo. Siempre la misma pobreza, la misma escasez y el eterno trabajo improductivo. Hablas la verdad, Elías. Tengo 35 años cargando el hacha esta y siempre igual; los recios cedros vuelven a nacer casi de inmediato, uno vuelve a cortarlos y en eso se le va a uno la vida. Pero el viejo Nathan tiene la culpa; Daniel, créemelo. ¡Y el muy ladino nos ha invitado a su cena asquerosa! Ese vil dice haber sacrificado un cordero en nuestro nombre. Es el colmo del cinismo. Así dijo, Elías. Pero ha de comérselo solo. A ese avaro bien le cabe dentro de su panza egoísta. No te exaltes, Elías, cuando tenía mis 20 años había en mí la indignación que muestras con esa edad y después de eso han pasado 15 años más sin que yo hiciera nada por variar. He visto a Nathan vender los troncos a los señores y acaparar todo el producto, mientras mis manos sangraban y encallecían. Calla, Daniel, que me haces daño. Estoy helado de frío y tus palabras me dan fiebre. ¡Cómo estará mi pobre Esther! ¿Aún está loca, Elías? ¡Dios la proteja! No, Daniel, Dios no puede hacer nada mientras el diablo de Nathan se robe lo que ganamos honradamente. Ansío llevarla a un curandero de la ciudad pero el mísero jornal que gano no me alcanza… 223

Si tuviera dinero yo no estaría tan solo, amigo Elías. A los 35 años un hombre necesita de una compañera. Ahí esta Ruth, mi novia, envejeciendo, y ya ves que ni esta noche de Pascua tengo para llevarle cena. ¡La cena, el dinero, todo lo guarda ese maldito! murmuró Elías pensativo. Ya se hace de noche, Elías. Pronto vendrá Nathan para llamarnos a su cena. Te juro que no tengo el más leve deseo. No importa, Daniel, iremos. ¿Qué dices? Digo que en esta Pascua seremos libres de su explotación. Tendrás suficiente dinero para tu boda, y yo… con cierta ternura) me llevaré a mi hermana para que la curen. Bien lo quisiera yo, Elías, a cualquier precio. Pues te lo propongo a precio justo. Daremos muerte al avaro Nathan y todo será nuestro. Mil veces lo he pensado, Elías. Jamás me decidí porque nunca he podido matar a nadie. El crimen me horroriza. No es crimen, Daniel, sólo justa reivindicación de lo nuestro. ¿A qué hora es la cena? Ya no tardará mucho. ¿Tienes armas? No hace falta. Nathan posee un buen cuchillo para cortar la carne del cordero. Le llevaré toda esa carne de cordero a mi novia. ¡Por primera vez en 35 años! ¿A qué hora llega ese viejo Elías? Ya debe estar cerca, Daniel. Allí viene, gordo y rebosante de oro. Sí, se aproxima a su casa. El egoísta nos ha tenido que invitar a nosotros porque vive solo para no gastar mucho. Pero ya verá él; hoy habrá de pagarlas. No te desesperes, Daniel. ¡La cena es nuestra!

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Este era el último que quedaba en el mercado (Hablaba Nathan con cierto entusiasmo, en tanto que Daniel y Elías lo observaban disimulando su odio). Y le he traído para todos. Vale la pena el sacrificio de los dineros que me costó. No importa, es una vez al año; y después de todo nos vamos a comer su carne sabrosa. No parece muy tierno. Es algo duro y un poco raro… ¿Un poco extraño, Nathan? preguntó Elías conteniendo el desprecio que sentía por el viejo. Sí, ya verán cuando lo descubra. A ver, quítale el paño ese pidió Daniel curioso. Un momento; déjame destapar el vino. Ayúdenme, no se queden ahí mirándome como a un desconocido. Todo el camino huele a sangre y… Y hace frío interrumpió Daniel, inquieto al escuchar que el viejo mencionaba la sangre. Ciertamente asintió el viejo con un nervioso movimiento de cabeza; estoy un poco helado y ansiaba estar aquí junto a lo mío. ¿Junto a tu dinero quieres decir? inquirió Daniel cortante. ¿Dónde tienes ese dinero? interrogó Elías; comprendiendo en enseguida su falta de tacto: E… pues… no importa, no hagas caso y vamos a repartir de una vez nuestra cena. Un momento dijo Nathan desconfiado, y fue junto a una bolsa que había colgada en la pared. La descolgó y la puso junto a sí. Bien, ahora partiremos el cordero. Venga ese cuchillo. Hazlo pronto; estamos hambrientos. ¿Dónde está el cuchillo? dijo Elías. Aquí abajo. Hasta eso escondes. ¿Qué quieres que haga? Hay que pensar en los ladrones. En los años que tengo no he visto uno por este lugar. Puede aparecer, puede aparecer aseguró el avaro.

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¡Basta ya! gritó Elías. Dame acá ese cuchillo y descubre tu extraño cordero. Aprovechemos de una vez dijo Daniel. Este maldito viejo me exaspera. Es cierto, y ahora que no hay nadie cerca es el momento. ¿Que se proponen hacer conmigo? interrogó asustado Nathan. No abraces tu bolsa, viejo avaro, que de nada te sirve. Pero todo es de ustedes: esta cena, este dinero, el trabajo que les ofrezco… ¡Así dices; mas no te atreves a soltar tu funda de oro, miserable! ¡El oro no le pertenece, mátale pronto! Elías hundió el cuchillo en el vientre de Nathan y el viejo abrió los ojos desmesuradamente, ahogando un gemido. Quedó con su mirada fija, gris y redonda. Le has dado muerte, Elías. Se lo tiene merecido: Se lo tiene merecido. Vamos, Daniel, puede llegar gente. Espera, Elías ¡el cordero que voy a llevar a Ruth! ¡La bolsa de dinero que necesito para Esther! Voy a descubrir el cordero, Elías, quítale tú el dinero al viejo, ¿dónde has puesto el cuchillo? Nathan lo tiene guardado en su estómago. Arrebátale tú la bolsa; veré lo que trajo el cordero. Este viejo es duro, Daniel, no suelta la bolsa; ese insensato quiere llevársela consigo al otro mundo y lo peor es que no ha dejado de mirarme un momento, ¿qué se propondrá este viejo imbécil? ¡Santo Dios, Elías! ¿Qué ocurre, Daniel? ¡El cordero; han olvidado cortarle la cabeza y tiene los ojos abiertos!

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¡Y son redondos y grises como los de Nathan! ¿Qué se proponen ambos?, ¿qué traman esos taimados?, ¿por qué me miran a mi solamente? Tú mataste a Nathan, Elías, ellos quieren una explicación. Yo me voy de este lugar maldito; el problema es tuyo. ¡Mientes!, tú me impulsaste a ello. No es cierto, sólo acepté que consumaras los propósitos que ya tenías. ¿Vas a abandonarme, Daniel? Expliquémosles juntos. Ayúdame a huir de sus miradas. ¿Verdad, Nathan, que ambos lo hicimos juntos? ¡Pero, cierren esos ojos! ¿Por qué los dos han sido tan crueles? Me voy, Elías. No te vas, Daniel. ¿Qué te propones hacer con ese cuchillo? Estás loco, ¡Elías! ¿Qué vas a hacer? Voy a dar la explicación a Nathan y a su cómplice. ¡No me mates, Elías! Sólo te ruego que, por favor, no mueras con los ojos abiertos. ¡No, Elías, no, no! Daniel rodó sobre la herida de silencio que abrió Elías con su daga. ¿Ya están satisfechos? Nathan, ¿están conforme? ¿Pero cuándo vas a dejar de mirarme? ¿Ansías que tus ojos me persigan por toda la vida? Todo fue por mi hermana Esther. Quizás ella comprenda. Sí, Esther, tú me comprendes, ¿verdad?; tu débil mente me comprende; ya voy hacia ti y llevo el dinero de tu salvación… y de la mía, porque me siento la cabeza como tú, Esther, ahora te entiendo, tú y yo nos comprendemos; aparta de mí esas miradas terribles, querida hermana; espérame, voy a tu encuentro. Y Elías se precipitó hacia el camino vomitando su risa demente en los oídos de la noche negra.

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Raúl Rivadeneira Prada

El saxofonista y su perro cantor

Media mañana fría de sol avaro en Madrid, dominada por el viento que barre las calles acumulando la hojarasca rezagada en los rincones de las aceras. Las banderas izadas en las cúpulas de los edificios más altos flamean vivamente, y, asidas a sus mástiles, se resisten a salir disparadas por el cielo cargado de nubes grises o caer a tierra y seguir la suerte de las gorras y sombreros, de descuidados transeúntes, que ruedan velozmente, inalcanzables, por las anchas avenidas del centro. Con la cara azotada por gélidas rachas de la ventisca invernal, un hombre viejo y su perro apuran el paso circundando la plaza de la Cibeles. El hombre es Albert Flüssenschwarz, austríaco, de setenta y pico años, barba blanca y melena gris ondulada sobre los hombros. La chaqueta, verdusca por descolorida, hace tan buen juego con su viejo tirolés de fieltro como la rosácea bufanda de lana con la pluma roja incrustada en la faja trenzada del sombrero. Los pantalones, que alguna vez fueron azules, tienen ahora una coloración grisácea bruñida que delata su estirpe de lana inglesa. Sus ojos azules, debajo de gruesas y desordenadas cejas blancas y detrás de unos lentes montados casi sobre sus fosas nasales, parecen tramontando lejanías, lucen ausentes, como si en ellos se hubiera congelado una antigua tristeza. Acortó su apellido a Fluss para que los demás pudieran pronunciarlo fácilmente. Guía su vida el aforismo sartreano Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace, sentencia que cumple al pie de la letra porque encaja muy bien en los principios que le legaron sus antepasados. 229

Fluss tiene la firme convicción de que no es un mendigo, aunque su apariencia diga lo contrario, así como está seguro de que tampoco son vulgares indigentes los artistas que en la playa de Puerta del Sol maravillan a la gente exhibiéndose como estatuas de metal o de piedra, casi perfectas: este que representa a un barrendero; ese que parece una figura sacada del Jardín de los Fugitivos de Pompeya víctimas de la erupción del Vesubio en el 79; aquel que representa un yoga o un faquir rígido, inmutable, sentado toda la mañana, sin que se le mueva un pelo, a metro y medio de altura sobre un platillo ajustado a la punta de un palo… Todos exponen su arte por un poco de dinero sin otra aspiración que conseguir lo suficiente para pasar el día. Fluss cree impropio de una persona sana, que se respete a sí misma, extender la mano o solo volcar el sombrero a la espera de la caridad ajena, y más degradante aún acosar al prójimo exigiéndole a gritos que le dé dinero. Varias veces le había oído decir a su abuelo en Salzburgo: Un hombre de bien debe dar siempre algo de sí a cambio de lo que recibe, y: Quien tiene dos brazos para trabajar y una cabeza para pensar, jamás se morirá de hambre, máximas que el nieto adoptó como reglas de conducta para el resto de su vida, por eso retribuye los óbolos del público callejero con ejecuciones de su mejor repertorio musical. Fluss no pide limosna cuando deja abierto el estuche de su saxofón al paso de los transeúntes. Tiene muy claro que recibe una paga, aunque magra, por sus actuaciones artísticas. Y si nadie le diera nada, como ya sucedió alguna vez, no tendría importancia ni mayor consecuencia que dejar de comer por un día, mas no por eso apelaría a la conmiseración de sus semejantes, convirtiéndose en un vulgar limosnero. Y no es que tuviera algo contra los mendigos, ¡al contrario! los respetaba y admiraba su capacidad de vivir en permanente penuria y humillaciones como aquel hombre de brazos mutilados desde los hombros que en la calle de Preciados sujeta y sacude enérgicamente con los dientes una lata de monedas, haciendo el mayor ruido posible para atraer la atención del público. Fluss jamás ignora a los más necesitados,

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suele, según sus posibilidades, compartir con ellos algunos centavos o un trozo de pan, y reza por ellos en silencio, especialmente cuando toca su precioso instrumento, sentado sobre un banco de madera de la Plaza de la Lealtad, frente al obelisco conmemorativo de la inmolación de un puñado de patriotas madrileños el 2 de mayo de 1808. A sus pies yace un perro de pelaje marrón amarillento, con el lomo oscuro, como si tuviera encima una manta protectora del rigor invernal. Cuando el músico descansa, el perro también, hasta el momento en que oye salir del saxofón un acorde suspendido que reconoce como la señal de que ha llegado el momento de incorporarse, entonces se despereza, sacude la modorra para echarla al viento, y, sentado sobre sus cuartos traseros, ‘canta’ con moldeados aullidos que se ensamblan en la melodía, en una pose señorial nada común en un perro, en una actitud imitativa de su dueño quien mientras toca se abstrae totalmente de su entorno, se diría que Fluss vive cada nota con la mirada perdida en otros tiempos, en otras latitudes. Las pupilas del can lucen también extraviadas mientras dura la actuación de su amo. Fluss esparce en el aire de la Plaza de la Lealtad, desde las diez de la mañana, intermitentes trozos de un amplio repertorio de jazz antiguo y moderno, blues y baladas, con igual maestría que Johnny Hodges, Charlie Parker, Cannonball Adderley y Fausto Papetti; con la música de Miles Davis, la leyenda del jazz, y del no menos legendario Louis Armstrong cuya mágica trompeta parece rebrotar, más ronca, desde la campana del saxo. Al mediodía, Fluss obsequia a los viandantes de esa alameda fragmentos de música clásica, principalmente de piezas de Mozart y Beethoven que él mismo adaptó para su saxo alto: Eine Kleine Nacht Musik y la Marcha turca, del primero; Para Elisa, del segundo; músicas que todos disfrutan y aprecian. Y no es que su repertorio se limite a ellas, no, Fluss fue en otro tiempo no muy lejano capaz de salir airoso con interpretaciones de mayor exigencia como el Concierto No. 40 de su paisano, porque Fluss es también oriundo de Salzburgo, el quinto hijo de una familia de agricultores.

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Algunas veces había congregado multitudes de oyentes ejecutando el Concierto de Aranjuez con tal maestría que, de oírle, el propio Joaquín Rodrigo se habría asombrado. Eso hacía cuando sus pulmones todavía respondían a sus exigencias aunque con mayor esfuerzo porque Fluss es un fumador empedernido, desde su adolescencia. Poco después de su llegada a España, le atacó un mal que los médicos del servicio de atención sanitaria gratuita del Ayuntamiento de Madrid declararon como estado de invalidez respiratoria ocasionado por un enfisema pulmonar irreversible, complicado con bronquitis crónica. Por eso tuvo que renunciar a bandas y grupos orquestales, y resignarse a tocar el saxofón al aire libre, pero no durante más de un minuto sin que le sobreven- ga un violento acceso de tos que le deja la sensación de tener en el pecho ásperos trozos de guijarros que no termina de expulsar y que cuando está a punto de hacerlo retornan a taponar sus vías respiratorias, hasta el próximo ataque. Esa es la razón por la cual Fluss solo interpreta fragmentos cortos de su vasto repertorio que con el tiempo ha ido reduciendo hasta quedarse con las pie- zas que más disfruta la gente, como la Pequeña serenata nocturna, melodía que aún detiene el paso presuroso de los que van y vie- nen del Museo del Prado. En el estuche abierto del instrumento resuena el tintineo de las monedas con que se acrecientan los ingresos del día, pero Fluss no se impresiona por ello, queda agradecido, sí, por las ge- nerosas contribuciones, pero más aún porque han apreciado su música, le han oído atentamente, y aunque no le aplaudan, le bas- ta con que muevan la cabeza en señal de aprobación, no importa si de soslayo o volviéndola por encima del hombro, como hacen los viandantes cuando algo llama su atención y no pueden dete- nerse porque la vida los abarraja con diversas premuras. Hoy ha sido un día de excepcionales ganancias en metálico y en gozo es- piritual, por eso Fluss agradece una vez más, ¡Cómo no! a Dios, a la vida, a la gente, a la ciudad, a su perro…

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Nicoleta Nedescu, una muchacha rumana de no más de veinticinco años, trigueña, de ojos verdes, esbelta, instala por las tardes su escenario musical sobre la acera oeste de la calle de Al- calá. Apoya sobre el muro de la Academia de Bellas Artes un póster de Paganini que, con las gigantescas calcografías de Fran- cesco Battagliogli y Francisco de Goya, colgantes de la parte supe- rior, hace un magnífico telón de fondo. Sobre el suelo, acomoda el estuche abierto de su violín que no es un Stradivarius ni mucho menos, pero le da de comer y le salva de prostituirse en los alre- dedores de Callao o en la Plaza de Jacinto Benavente como aquella muchachita de trece o catorce años, vestida de gitana, que en me- dio de agresivas y soeces golfas se inicia en el oficio más antiguo del planeta. Entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde, la pequeña debe de reunir no menos de diez euros para entregarlos a su abuela regordeta, diabética, enferma de várices y con los pies desnudos cubiertos de callos y costras negras, que se echa a dor- mir al rincón de la acera, donde comienza el Paseo del Prado, cer- ca de la Fuente de Neptuno, dejando al alcance de la mano un va- so de plástico tan sucio y negro como sus cabellos, para que la gente arroje en él unas monedas. Ya no le importa o ya no tiene fuerzas para pedir limosna de viva voz. Nicoleta se estremece al pensar que a ella pudiera sucederle algo parecido. Estas ideas pa- san por su mente mientras se esmera en repasar sobre la superfi- cie del violín un paño verde. Cuando hace sol esparce una capa de crema sobre sus hombros y brazos desnudos. Esto es mejor se consuela mirando su escenario, mil veces mejor que limpiar las nauseabundas alcantarillas de las calles. Nicoleta se siente afortu- nada porque ahora tiene otra ocupación: de once a una y media, distribuye en las inmediaciones del Museo del Prado volantes del restaurante El tinterillo manchego, a cambio de media ración del menú del día. En su primera ida y venida por el trayecto de Neptuno a la Cibeles, hace como dos semanas, escuchó en la distancia una sua- ve melodía acompañada de un sonido agudo, un tanto desafinado, pero atrayente. El interés por saber de qué se trataba la condujo

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hasta el banco de donde provenía la música. Observó con atención no exenta de asombro a un hombre que tocaba el saxofón y a un perro que aullaba como cantando. Cuando Fluss levantó la cabeza para respirar mejor, sin dejar de tocar el saxo, sus ojos se clava- ron en los de la bella muchacha. Quedó un tanto turbado por la tierna sonrisa de la joven, cuyos ojos verdes, rasgados, entre so- ñadores y nostálgicos, eran idénticos a unos ojos que cuarenta años atrás le habían fascinado en México. Su cuerpo, bien propor- cionado, completaba perfectamente el parecido con Tania, la cu- bana. No exageraba al encontrar parecido tan asombroso en- trambas, pues era tan grande que hacía sentir una transportación mágica al pasado, hacia un nuevo encuentro con la mujer amada, en un estado de ensueño arropado por la música. Era un instante medible en milésimas de segundo, pero largo e intenso en el tiempo de las evocaciones. Fluss devolvió la sonrisa sin poder disimular la emoción. Después, conversaron y se hicieron buenos amigos: tenían mucho en común, más de lo que se podría pensar que tuvieran una joven de veinticinco años y un septuagenario aniquilado por la enfer- medad y las tribulaciones de la vida. Compartían la pasión por la música, su precaria situación de inmigrantes en un país magná- nimo y afectuoso, ahora convulsionado por la crisis económica, pero siempre noble y solidario, donde gozan de la libertad que en sus propios lares les negaron. Comparten su amor por la Madrid cristiana y señorial de nombre sonoro vibrante en sus maternales raíces; nombre escrito y reescrito a lo largo de los siglos: Mayrit, Matrit, Madrit, Madrid… La aman cosmopolita y castellana, como a la mujer que no deja de amar cuando es amada y que suele amar aun sin ser amada; siempre seductora y tierna, inclusive en el semblante adusto, a la vez estoico y desdeñoso de la muerte con que la pinta este serventesio de Antonio Machado:

Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena, rompeolas de todas las Españas! La tierra se desgarra, el cielo truena, tú sonríes con plomo en las entrañas. 234

Nicoleta admira y comparte la pasión con que Fluss habla de la tierra de Cervantes, Lope, Calderón y Quevedo. El músico austríaco le hace partícipe de sus lecturas y ella le oye extasiada recitar versos y fragmentos de estos y otros genios durante horas y horas. Para Fluss fue una bendición conseguir un espacio callejero donde ganarse el pan de cada día para él y el fiel animalito que una tarde, hace dos inviernos, se puso a seguirle obstinadamente por la calle de Alfonso XII y nunca más se separó de él. Se percató de que cada vez que tocaba Eine Kleine Nacht Musik, el perrito aullaba emitiendo un sonido muy quedo, parecido al de un clavicordio, como si modulara sus precarias cuerdas vocales; de modo diferente a los lastimeros aullidos que lanzan los de su especie cuando un sonido agudo hiere sus oídos con fuertes punzadas, como si les introdujeran en el cerebro agujas al rojo vivo. Fluss pensó que podía sacarle partido a esa curiosa reacción del cachorro. Era cuestión de paciencia, de idear un entrenamiento adecuado para conseguir que acoplara su voz al saxo como si fuera un clarinete. Y había que darle un nombre al pichicho (esta palabra se la oyó alguna vez a un baterista boliviano en México, y le gustó), pero no un nombre cualquiera, como esos que la gente común elige para sus mascotas, eso no. Este perro era muy especial, había en él algo de humano que Fluss intuía desde la forma decidida con que llegó hasta él. Había que buscarle un nombre que sonara respetable y que al mismo tiempo denotara su anónima existencia. Así, se le ocurrió llamarlo Herr Namenlos, que en la lengua materna del músico significa Señor Sinnombre. Fluss y Nicoleta cultivaron pronto un sentimiento mutuo entrañable. Ella se preocupaba por su salud, le proveía de algunos jarabes para la persistente tos que lo ahogaba cada vez más des- piadadamente, como la de ahora, que apenas a los veinte o treinta segundos de soplar el saxofón le obliga a hacer un doloroso es-

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fuerzo que, presiente, pronto acabará por derrumbarlo para siempre. *

Así como cuando Fluss toca a Mozart la gente se detiene y forma un semicírculo, sucede también cuando Nicoleta se luce con fragmentos de las Czardas de Monti y Las cuatro estaciones de Vi- valdi, ejecuciones en las que la violinista pone su máximo empe- ño, marcando el compás con golpecitos del pie derecho sobre las baldosas de granito y balancea armoniosamente sobre los hom- bros su pelo castaño oscuro recogido en cola de caballo. Nicoleta se vio forzada a truncar sus estudios de música a causa de la muerte de sus padres y la violencia racial desatada el 2008 en Bucarest contra la etnia roma-gitana de donde provenía su familia. Se fue a Madrid, sin saber una jota de castellano, lle- vando consigo nada más que un poco de ropa y su violín. Fluss, en cambio, era clarinetista graduado en 1965 del célebre Conserva- torio Franz Schubert de Viena. Se trasladó a París ese mismo año en busca de trabajo. Consiguió el cargo de auxiliar del maestro de música, en el turno de la tarde, en una escuela de niños de la Ville d’ Antony, adonde nadie quería ir porque la paga era ínfima. En las mañanas se reunía con amigos en la Universidad de París, atraído por la efervescencia revolucionaria estudiantil que el gobierno apenas podía controlar. Fluss pintaba pancartas de día y por las noches animaba a los jóvenes rebeldes tocando canciones de pro- testa en el clarinete o en un viejo acordeón. Participó en los vio- lentos disturbios del 2 al 15 de mayo de 1968. Lo fotografiaron al lado de Cohn-Bendit y eso fue el acabose de su sueño parisino. La policía francesa, que no le perdía pisada por ser extranjero, lo fichó como Peligroso agitador anarquista, lo retuvo e interrogó durante tres días y después lo puso en un barco carguero que zarpaba de Le Havre. De esa manera llegó a Veracruz, de donde pasó a la capital mexicana; allí, tras muchos esfuerzos, pudo cono- cer y trabar amistad con Dámaso Pérez Prado y Benny Moré. Con- taba entonces con 28 años cumplidos y muchas ganas de mostrar

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su arte. Moré le dio una recomendación para su amigo Óscar Se- rrano, director de la Serrano’s Jazz Band, que actuaba en el Night Club del Hotel Andrómedas, en Acapulco. Serrano lo midió con la mirada, de pies a cabeza, desconfiaba de los músicos blancos aun- que los recomendara el mismísimo Moré, tenía la convicción de que no había mejores intérpretes de jazz que los negros, como tampoco había mejores atletas que ellos. Interrogó a Fluss para percatarse de cuánto sabía de la música sincopada. El austriaco pasó la prueba, pero había un pequeño gran inconveniente: Fluss era clarinetista y lo que Serrano necesitaba no era eso sino un buen saxofonista. Fluss le dijo que con un poco de práctica podía llegar a ser tan bueno como Benny Moré. Esto sonó a pedantería que pudo tirarlo todo por la borda, y así habría sido si Óscar Serrano no hubiera estado ese día de buen humor. Afortunadamente para el joven músico, el maestro se sentía contento porque había logrado renovar el contrato con el Night Club por otros seis meses. Fluss ensayó durante dos semanas con la orquesta antes de presentarse en público como solista, tenía la enorme responsabilidad de susti- tuir a Serrano, quien había decidido dedicarle más tiempo a la administración de la Banda y a conseguir nuevos contratos dentro y fuera del país. Además, estaba saturado de tanto actuar noche tras noche; una pausa le sentaría bien porque los años ya iban pesando, tenía encima cerca de sesenta, era el más viejo de los famosos, Moré tenía cuarenta y Pérez Prado acababa de cumplir los cuarenta y tres. La llegada de Fluss no podía ser más oportuna, le cayó a Serrano como anillo al dedo. El Güerito como lo mote- jaba tenía buena madera y no lo iba a defraudar, y no lo de- fraudó; al contrario, fue ganando aprecio y fama en el ambiente.

* Tania Hernández, una cubana que frisaba los treinta años, era la cantante solista de la Serrano´s Jazz Band. Poseía un regis- tro de voz incomparable para el swing y la balada. Sin mucho es- fuerzo, podía imitar perfectamente a María Victoria y contonearse sensualmente como ella, cantando boleros. Sus ojos dulces, su 237

sonrisa franca, su figura, su cabello castaño oscuro fueron imán irresistible. Fluss nunca había sentido una emoción como la de ese instante al ver a una mujer, y había visto a muchas tanto o más bellas que la cubana, pero esta tenía algo especial, invisible, inexplicable, irresistible, que le causaba una súbita perturbación, un extraño embeleso. Su verdadero nombre era Lilian Noemí Álvarez, que cambió por el de Tania Hernández para iniciar una nueva vida, tratando de olvidar los momentos difíciles por los que había atravesado en los últimos años. Ella respondió con dulzura, desde el primer momento, a las atenciones del Güerito, llegaron a entenderse muy bien y poco tardaron en convertirse en pareja. Tania quería borrar su condición de exiliada cubana con la que había llegado a México después de mil penurias y casi perder la vida en la barca de neumáticos que a duras penas tocó las costas de La Florida, siete años atrás, juntamente con veinticinco compatriotas. Era la única mujer del grupo. Tuvo suerte de no caer en manos de la Policía Secreta, que la tenía registrada como Traidora y Enemiga de la Revolución por haber asistido a un mitin y firmado, cuando estudiaba enfermería en la Universidad de La Habana, una petición de amnistía para los presos políticos. De Miami se fue a México, donde descubrió que tenía talento para el canto y fue escalando posiciones hasta incorporarse a la banda de Óscar Serrano, hecho que a ella le parecía la coronación de sus esfuerzos, el fin de sus apuros económicos y el comienzo de una vida plena de éxitos artísticos. Y así fue. El mastro Serrano apadrinó la boda de Albert Flüssenschwarz y Tania Hernández, celebrada por el Juez de Paz en el mismo escenario del Night Club. Ella le confió a Fluss el secreto de su verdadera identidad, en su primera cita de enamorados, en una discoteca de barrio. Lo llevó casi a rastras a la pista de baile cuando empezaron a tocar la balada Pequeña flor en la magistral interpretación del saxofonista Fausto Papetti. Estrechamente abrazados, fundidos en un solo cuerpo de movimientos lentos, Tania le susurró al oído: Quiero que esta sea nuestra canción de amor. Fluss

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asintió, sin vacilar, con un beso en la boca. El día de la boda el novio tocó Pequeña flor tan bien como Papetti, pero para ella, solo para ella, en su saxo alto, en el mismo instrumento con el que años después se ganaría la vida en las calles de Madrid, el mismo en que al fin de cada jornada vuelve a tocar Pequeña flor, sin mengua de su virtuoso empeño, pensando siempre en la amada ausente. Fluss toca el saxo con la caña del instrumento levantada hasta la altura del tórax, con la cabeza alta y los ojos cerrados, como si cumpliera un rito religioso, como absorto en una plegaria, generalmente a la hora de la oración, aquella en que se oye el tañido de lejanas campanas llamando a misa, a la misma hora en que los musulmanes inclinan el cuerpo hasta tocar el suelo con la frente, mirando en dirección a la Meca y recitando versos del Corán; aquella hora que convoca a los mortales a reflexionar sobre la jornada transcurrida y a invocar un mañana mejor. Cuando iban a cumplirse los seis meses del contrato con el Hotel Andrómeda, el maestro Serrano consiguió otro para actuar en el cabaret del Hotel Meliá, de La Habana, durante dos semanas. La Banda debutaría ante un selecto público de diplomáticos, jerarcas del gobierno y turistas extranjeros. El cubano común no podía asistir al show por el astronómico costo del tícket de entrada y el alto consumo en el hotel; además, el Partido Comunista consideraba la asistencia de sus militantes a ese tipo de espectáculos como una grave desviación burguesa que podía anotarse como un pésimo antecedente en la foja de servicios al pueblo y a la Revolución, y traer consigo algunas consecuencias nada deseables. El debut de la Serrano´s Jazz Band tuvo un éxito mayor al esperado. Fluss se lució con Pequeña flor y con el mambo Patricia, pero el mayor éxito fue el de Tania Hernández, que cantó como nunca y cosechó todos los aplausos. Le hicieron repetir una y otra vez el bolero Contigo en la distancia. A la mañana siguiente, Tania salió a dar un paseo, quería respirar los aires de su niñez. Caminó hasta la Plaza Vieja, luego por la avenida San Lázaro, con la mente extraviada en lejanas imágenes. Después retornó al Malecón, a mojarse la cara y los

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cabellos con las salpicaduras que se esparcen por encima del rompeolas. Apenas hubo ingresado en la ancha avenida de la bahía, se le adelantó una furgoneta azul que le cerró el paso veinte metros más adelante. Otra furgoneta se puso detrás de ella a más corta distancia. A esa hora, el Malecón estaba casi desierto, y las pocas personas que por allí transitaban apresuraron el paso ante la presencia de los vehículos de vidrios oscuros y se perdieron presurosamente por las calles laterales. Algunos, más osados, probablemente turistas, se detuvieron en una bocacalle a curiosear, pero pronto se esfumaron también. Tania estaba , no opuso ninguna resistencia cuando dos hombres fornidos la tomaron por los brazos y la obligaron a abordar la segunda furgoneta. El procedimiento fue sencillo. La ingenuidad, madre de la imprudencia, hizo que Tania se fuera a meter en la boca del lobo, creyó que en siete años todo estaría olvidado. Su cambio de aspecto físico, su nueva identidad de casada llevando el apellido Flüssenchwarz le daban una confianza desmedida. Pero no contó con que el sistema represivo funcionaba. La Revolución tenía buena memoria, sabía acechar a sus enemigos, nunca les perdía huella y pacientemente esperaba el momento oportuno para hacerles pagar el imperdonable crimen de disentir con sus principios y sus objetivos. Por la tarde, el grupo musical recibió la escueta y enérgica orden de abandonar el país en el plazo de veinticuatro horas. Los afligidos músicos esperaron inútilmente que Tania volviera de su paseo. Entonces se les ocurrió pedir una prórroga de su salida de La Habana hasta que ella se reintegrara al grupo. La solicitud fue denegada. Fluss fue a una estación de policía a denunciar la desaparición de su esposa. Lo recibieron amablemente, tomaron nota de todo cuanto dijo en un cuaderno cuadriculado y le hicieron firmar el acta con la promesa de que, en cuanto supieran algo de ella, lo llamarían, advirtiéndole que tal vez la señora se extravió, se demoró en alguna parte, hizo alguna visita, tuvo un desmayo, un accidente... Como Fluss conocía la historia de Lilian Noemí Álvarez, habló de la posibilidad de un

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secuestro, midiendo muy bien cada palabra para no causar susceptibilidades y menos un innecesario enfado, pero no lo pudo evitar. Al policía se le congestionó el rostro de revolucionaria indignación. El marrón oscuro de su piel de mulato se tornó violáceo, frunció el seño y respondió en el tono en que un maestro severo reprende al niño que ha cometido una falta grave: Compañero… le dijo en Cuba no hay secuestros, esa es una lacra del capitalismo. Y ahora, retírese que tengo poco tiempo para esta vaina. * La Serrano’s Jazz Band regresó a México sin Tania. En las pocas horas que les quedaba en la Isla, antes de abordar el viejo cuatrimotor Ilyushin de Aeroflot, un empleado del hotel le sopló al director de la orquesta, por cinco dólares, que sabía de buena fuente que la Policía Secreta había hecho la mañana del día anterior una operación comando de captura en el Malecón. Esa era toda la información, vaga pero suficientemente abierta a como para denunciar en México D. F. la misteriosa aprehensión en La Habana de la cantante Tania Hernández de Flüssenschwartz, presumiblemente por la Policía Secreta. La embajada de Cuba se apresuró a lanzar un lacónico pero firme desmentido, calificando la denuncia como una falsedad urdida por el imperialismo para desprestigiar a la Revolución. Esa fue la primera y última vez que el gobierno de La Habana mencionó el caso de La cantante desaparecida, rótulo con que quedaron registradas y después archivadas las decenas de peticiones que hizo Fluss a los organismos internacionales y la prensa. Una comisión de Derechos Humanos de la ONU, que visitó La Habana cinco años después, puso en su informe que en ningún recinto carcelario y en ningún registro policial que el gobierno puso a su disposición, encontraron persona alguna con el nombre de Tania Hernández de Flüssenschwartz, con lo que el asunto fue cerrado definitivamente, pero no para Fluss cuyo corazón sangraba por la herida de la . ¡Oh! ¡Si al menos supiera que ha muerto y pudiera darle cristiana sepultura..!, era su cotidiano

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lamento, y tras esto, para consolarse en la intimidad de los recuerdos, cogía el saxofón y tocaba Pequeña flor para sí mismo y para nadie más. * Ese viernes, iluminado por el tímido albor de una indecisa primavera, al claror de un sol que no arde, como imaginaba Tamayo, Fluss celebró su aniversario natal número setenta y uno en compañía de Nicoleta y Herr Namenlos, con deliciosas tapas y sándwiches de jamón y queso; una botella de tinto Cuné y una barra de chocolate. Se dieron el banquete sobre un solitario banco bajo la sombra de las reverdecientes acacias del parque de Retiro. Pasaron una tarde feliz. Fluss dijo que se sentía el más afortunado de los mortales contando con la amistad de la joven violinista rumana: El más hermoso regalo que recibo de la vida en mi senectud es tu preciosa compañía, Nicoleta. le dijo y añadió reiterados agradecimientos por su generosa amistad: Estás aquí, perdiendo tu tiempo con un anciano tonto y aburrido, cuando podías estar divirtiéndote con gente de tu misma edad, riendo, bailando, cantando, haciendo el amor…. Nicoleta le respondió que ella también se sentía gratificada por la vida con el paternal cariño y puso énfasis al decir lo que seguía, tocándole el pecho con el índice de la mano derecha: …de este anciano que no es tonto ni aburrido. En cuanto a pasarla mejor con otras personas, aseguró que le sobraban los dedos de una mano para contar a sus verdaderos amigos. Hallaba a la mayoría de sus contemporáneos frívolos, falsos y oportunistas. Dicho esto, se inclinó hacia el viejo saxofonista y le besó en la mejilla. Ya caía la noche cuando salieron del bosquecillo. Tardaron más de lo usual en despedirse, tomados de las manos, como si trataran de paralizar el tiempo, a la entrada del imponente Parque de Madrid. Antes de tomar rumbo a la Puerta de Alcalá, Nicoleta se detuvo a ver cómo el viejo músico enfilaba su paso cansino, en dirección opuesta, por la acera de Alfonso XII hacia Atocha, casi remolcado por su fiel compañero. Se quedó contemplando la compacta figura del saxofonista, el estuche

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musical y el perro perdiéndose en la distancia, empequeñecida, disuelta entre las todavía grises sombras del anochecer. Habían acordado verse al día siguiente, como todos los sábados, en la Plaza de la Lealtad, a las dos de la tarde. Nicoleta fue a buscarlo, pero el hombre no estaba. Lo mismo pasó el lunes y toda la semana, y las tres siguientes semanas. Se horrorizó al caer en cuenta de que el músico nunca le dijo cómo se apellidaba ella creía que Fluss era su nombre de pila ni dónde vivía. El corto tiempo que duró su amistad se les había ido en hablar de música, de poesía, de nostalgias… Ahora, Nicoleta no tenía otra opción que buscarlo al azar, por cualquier parte, en la inmensa urbe española, comenzando tal vez por la Estación de Atocha y sus inmediaciones, porque en esa dirección se había ido el viernes. En un mes de intensa búsqueda nadie le dio razón de su paradero, no había rastro que seguir, y, día tras día, se iba diluyendo la esperanza de volverlo a ver. Fluss, el saxofonista, simplemente se había desvanecido como la niebla de invierno dispersada por una leve brisa, como una molécula de añil disuelta en el agua, como Lilian Noemí, como Tania…

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Violeta Rojo

Miniaturas de ciudad y río

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Tres garzas blancas a la orilla del río. Impertubables, como si estuvieran en los Esteros de Camaguán y no rodeadas de indigentes, autobuses y basura.

2

Un indigente con mirada de propietario satisfecho observa el río empozado y lleno de basura. Ambos pensamos que el país y el río son lo mismo.

3

En la orilla del río una iguana gigantesca mira como una reina el fluir del agua. Más adelante, también en la orilla del río, una red llena de huevos, veinte o treinta. Quizás de gallina, ninguno roto.

4

Llegué a Stratford y el Avon estaba crecido. Desde Clopton Bridge se veía un río grande, muy turbio, en el que cientos de cisnes nadaban tranquilos. Hoy al pasar por nuestro río estancado, el reflejo del sol lo difuminaba. Hay tanta basura flotando que, si se entrecierran los ojos, es posible confundir la

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suciedad con cisnes, el Guaire con el Avon, Caracas con Stratford. Solo hay que olvidar la pestilencia.

5

En el basurero de mi edificio, apoltronado en las bolsas de desperdicios, un mendigo come con inmenso deleite y exquisitos modales una torta de zanahoria.

6

Hoy el mendigo estaba sentado de lo más apropiado sobre las bolsas de basura. Con las piernas cruzadas como un lord, conversaba amenamente con fantasmas. Giraba hacia un lado o hacia otro para hablar con comodidad con sus visitantes, cuidando de no darle la espalda a ninguno. Cuando volví, el camión de la basura se estaba llevando las bolsas. Seguro que el mendigo considera la suya una casa tomada.

7

Un mendigo, sentado junto a un charco de aguas negras pala- deaba con expresión de conocedor el agua que recogía con delicadeza en un vaso.

8

Al pasar sobre las tanquillas de la ciudad se percibe el aliento fétido del dragón enfermo que ahí duerme. No hace ruido, no se queja, pero uno sabe que allí está, cada día más viejo. Cada día menos vivo.

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Bruno Rosario Candelier

Sueño rotundo

Una extraña sensación retumbaba en mi costado. Todo estaba en calma en mi contorno. El horizonte era un fulgor de púrpura en- cendida. Estaba junto al mar a la espera del ocaso, a la hora en que la sombra acosa el último vestigio de la luz. El mar y Aurora refulgían a lo lejos con este aliento pre- sentido en mi pecho. Cuando la luz se cierra al mundo, una extra- ña sensación corteja con su fulgor dorado. Ensombrecido el fir- mamento, añoramos el resplandor celeste. Yo lo sabía, a pesar de Aurora, o mejor, a causa de Aurora. Con su silueta atravesada en el costado, me dispuse a contemplar el mundo para obviar una extraña nostalgia. Sorpresivamente y sin mediar aviso sentí su presencia turbadora. Y me dijo: Aquí estoy a tu lado, como siempre. ¿Te estoy viendo en la realidad o en sueño? le pre- gunté. El estado no importa. Ahora es posible el encuentro. Hace tanto tiempo, Aurora, que me parece un sueño. Cuando te conocí, tenías la plenitud de tu gracia y el fulgor de tus encantos. Recuerdo tu figura ágil, tu talle espigado, tus ojos infini- tos. Y yo tu sueño, Barranco, y tu callada admiración y tu secreto anhelo. Nunca me dijiste nada, pero tu mirada lo decía todo. Cuando el corazón se embriaga, sentimos la vivencia que entusiasma, y entonces los ojos hablan con su llama.

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Y de nuevo apreciaba la sensación de su presencia. Todo se llenaba con su luz. Y se inundaba mi corazón con su llama y su aliento. Podía captar sus fluidos, la vibración insonora de su alma, la gracia fluyente de su rostro. Aún eres como entonces, Aurora le dije emocionado. Cuando descubras que siempre eres el mismo y que lo que buscas está en tu interior, entonces verás que todo te contie- ne. Tu alma es un destello de lo eterno. Aurora era una de esas criaturas singulares que están conscientes de la gracia que la inundan. Ella prolongaba el rumor de la lluvia en sus entrañas. Siempre decía que se sentía la crea- ción de un sueño, de mi sueño, y lo enfatizaba con donaire. Donde estábamos se percibía el rumor del mundo. Una dulce quietud nos invadía. La luna bailaba en sus pupilas y yo flotaba en su oleaje de lumbre con su ámbito de cielo. Ante mi sospecha de si lo que es- taba experimentando era una vivencia sensorial o un sueño, le pregunté si efectivamente contaba con su encanto. Soy y no soy, Barranco. Soy la que me sueñas, la que siempre has soñado en tu extraña ingenuidad. No quieras ence- rrarme en tus límites ni me aprisiones con tus anhelos transito- rios. Si lo intentas, palparás la ausencia, la anulación de la luz, la sombra de la nada. La luz se anida en tu regazo. Si miras adecuadamente, toda forma es hermosa. Si mi- ras hacia adentro, verás que en ti la luz se posa. No nos vivifica este barro cambiante sino esta llama indeleble, esta lumbre que no muere. ¿La de tu mirada? No, la luz que la contempla. Nada anula la mirada a no ser la nada que la cerca. O la nada que la exalta con su ausencia. Juegas con las palabras, Aurora. Juego con tu mirada, Barranco. Antes no me hablabas como ahora. Entonces no me mirabas con lujuria. Te veía como un fulgor de la Creación.

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El arquetipo no está en mí, Barranco, sino en el Ser que me contiene. Cuando contemplo el mundo me encuentro con tu ima- gen. No es mi imagen la que ves, sino la que tienes grabada en tu mente. Si eso es cierto, renazco en cada ser que te repite. Te pierdes en lo tangible, Barranco. A lo innominado lo limitas con tus vocablos. Deja que tu yo puro te guíe. Hablas como un ángel. Hablo lo que dicta la intuición. La que debe guiar tu rea- lidad y tu sueño. Bajo la espesa sombra su luz resplandecía como fulgor celeste. Era intensa su llama y contundente su aura. Y su resplan- dor hería. Cuando le dije que su presencia me inundaba, me re- plicó diciendo: El oro de la luz no hay quien lo altere. Y entonces evoqué nuestro primer encuentro. Cuando la vi por vez primera, ella advirtió la codicia con que la cortejaban mis ojos ante el ritmo de sus caderas, el fruto de su boca o el ful- gor de sus pupilas. Sus ojos vieron en mí lo que antes no vio mujer alguna. Entonces me dijo: Veme como a musa para que ames en mí la belleza que nunca se marchita. La luz de sus ojos alboreó en los míos la lumbre necesaria para ver el mundo en forma diferente. Recuerdo que le dije: ¡Ah, el oro de la luz! Quisiera sentirlo a través de tu pre- sencia. Las cosas se agotan en su expresión sensual. Busca la belleza inagotable de la verdadera Luz. Aurora reflejaba el esplendor del mundo. Volviéndome a ella le agregué: Siempre fuiste como el oro de la luz. Lo has buscado donde no debes, Barranco. En tu co- razón está lo que anhelas. En tu interior está la verdad que te ape- la.

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De nuevo la luz se abría al mundo. Era la hora del alba. El oro del amanecer me anuló la visión de Aurora, que se disipó en las gemas de la aurora que saltaban en cada ola traviesa. Sentí que despertaba de un sueño. Y me quedé contem- plando el oro del amanecer que teñía de nuevo el horizonte con su resplandor rotundo y su destello dorado.

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ROSE MARY SALUM

Ocho

no dijo la dama de blanco tu deber es escribir haya o no haya sol tocar el revés de la cartografía hundirte en la tinta del pulpo y mirar si es posible mirar pero no ver sí dijo la dama de negro tu deber es callar haya o no haya sol torcer hacia dentro la lengua aceptar el placer y no escribir si es posible no escribir

Eduardo Chirinos

Esta será la historia de Polo y Nena. No ahondaré en detalles, ésos los conocen a la perfección Polo y Nena. Yo no. Yo sólo sé que na- da de lo que uno sabe es cierto. Por eso dejo las nimiedades a los personajes y continúo con mi relato. Polo conocía a Nena desde que ésta era pequeña. Lo testifica una foto donde los dos aparecen juntos. Él a lado de su madre y ella en las piernas de la suya. Las dos mujeres eran muy buenas amigas y a pesar de haber tenido varios hijos, esa foto fue capturada justo cuando los dos pequeños estaban cerca de ellas. Ambas señoras miran a la persona detrás de la cámara. Sus peinados son altos y acartonados y su maquilla- je se adecúa a la moda de la época. Polo esconde tímidamente su cuerpo detrás del de su madre y Nena mira al objetivo, desafiante, mientras se saca un moco de la nariz. Un clic y ya está. El instante se vuelve historia. Polo nació 8 años antes que Nena, y así queda evidenciado en esa imagen. Por eso ella aparece sentada en el regazo de su 251

madre. Diecisiete años después se conocerán. O digamos que se reencontrarán, porque como dijimos hace unos momentos, ya se conocían. Polo le contó la historia a Nena de cuando entró a la pre- pa, de cuando se fue a estudiar al extranjero porque allá la vida parecía mejor. Le contó de cómo lo apuñalaron, y Nena dijo re- cordar que cuando tenía 8 años su mamá se alteró cuando recibió una llamada telefónica. Solo recuerda que dijo: Polo tuvo un acci- dente… y entonces el número apareció en su cabeza, como el apodo de él, dos círculos cercanos el uno del otro, divididos por una letra, a manera de frontera, y un punto imaginario transitán- dolos de forma horizontal. ¿En verdad te acuerdas?, preguntó Polo, y ella asintió muy segura de su memoria. Además recuerdo el día que llevaste a Susy Lane a mi casa, dijo Nena. Yo estaba sen- tada en la parte superior de la escalera y desde allí, asomada por el barandal, lo vi todo. Ella tenía el pelo negro y liso, casi hasta la cintura ¿no es así? Polo se asombra de que ella haya sido testigo de algunos episodios de su vida y un sentimiento de pudor lo em- barga cuando sabe que Nena conoció a Susy Lane. Él, por su parte, no recuerda nada de Nena. Te cargaba de pequeña, afirma que- riendo corresponder la atención. Pero Nena sabe que eso es men- tira. Nadie en su sano juicio dejaría a un bebé robusto en brazos de un niño de esa edad. Eso es simplemente imposible. Y aún así agradece el gesto. Ella es muy tímida, apenas habla, pero eso no le impide darse cuenta de que él miente y de que lo hace por agra- darla. Tampoco es seguro que en el futuro ella venza su timidez y viva para servirlo. Pero algo sucede en ese momento y Nena decide mentir también. O al menos así lo percibe Polo, como una mentira: eso no puede ser, ella no puede pensar así. Basta que algo se considere una mentira para que pase, de alguna forma, a ser parte de la ver- dad. Ella no vivirá para limpiar una casa. La vida es muy corta como para desperdiciarla asida de una escoba. Polo en ese mo- mento se evade como se ha evadido los 26 años que han vivido juntos cuando no quiere o no puede contestar. A la fecha, Nena

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nunca ha sabido cómo interpretar esos gestos abruptos de su ca- ra, porque además vienen emparejados con una mirada vaga. A ella siempre le ha parecido que él se ausenta cada vez que ella dice algo difícil de digerir. Entonces él no sabe qué contestar. Ella tampoco. Y reina el silencio. Un mes de agosto Polo, Nena y sus hijos, dejaron de vivir en México y se mudaron a Dallas. Ese viernes (porque el día de agosto con el que empieza esta historia cayó en viernes), Nena se bañaba. A veces cantaba en la regadera, y precisamente ese día le dio por tararear El rey: Una piedra en el camino, me enseñó que mi destino, era rodar y rodar… A las : AM, sonó el teléfono y escuchó que la voz de Polo se alteraba. Su cuerpo reaccionó como de costumbre, antes que su mente. Cuando Nena salió de la rega- dera, Polo le dijo: secuestraron a mi sobrino, nos tenemos que salir del país. A las 4:40 PM su avión despegaba hacia el norte, a las 6:20 PM vivía en los Estados Unidos y a las 8:00 PM intuyó que su vida comenzaría a girar infinitamente superponiéndose a sí misma. Nena decidió que para integrarse a su nueva realidad de- bía dejar de llorar y hacer su doctorado. A Polo no le gustó la idea como tampoco le gustó jamás la imagen de Nena sacándose los mocos y, mucho menos, sus mentiras. Qué mentiras, alegaba Ne- na; pero por toda respuesta obtenía la indiferencia. Por si fuera poco, ella sentía demasiado dolor, demasiado desarraigo como para incursionar en las peleas de siempre. Tan sólo se presentó en la universidad y dijo: quiero estudiar un doctorado. Cumplió con todos los requisitos para ser aceptada. En la universidad aprendió poca cosa. En realidad nada. Hubo algo, sin embargo, que entendió desde un principio: los gringos tienen lo suyo. No eran lo que decían las historias de horror que contaban los maes- tros de la UNAM. Los gringos tenían lo suyo y Nena aprendió a admirarlos. No a todos, algunos de ellos sí que se merecían el desprecio de los maestros de la UNAM, pero como suele suceder, la vida no está hecha de absolutos. También aprendió otra cosa: que la popularidad era un producto preciado para ellos y eso se

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traducía en ingresos. Si la máxima para los griegos era la verdad y la congruencia, para éstos lo era el aplauso y el consenso. Por último, Nena se enteró de que lo del secuestro había sido una mentira, el sobrino había sido raptado por sus propios padres pa- ra ordeñar un poco de efectivo. Cuando nuestra pareja ya había vivido en el extranjero ca- si 8 años, decidieron pedir la residencia. México está del carajo, dijo Polo. La violencia había tomado las calles, y a Nena le parecía que el Estado, tal y como lo había concebido Rousseau, ya no existía. A decir verdad, tampoco existía en ninguna otra parte del mundo, ni siquiera en Estados Unidos, y aquello de la democracia y la votación era un asunto podrido. Los medios ya no informan, dijo Nena una mañana, y fue cuando aceptó dar clases de perio- dismo en la misma universidad de la que se había graduado. Aunque el secuestro de tu sobrino sea una farsa, podría- mos regresar a México, murmuró Nena, después de un ruidoso sorbo de café. No lo creo dijo Polo, ya secuestraron a mi sobrino y no quiero arriesgar a nuestros hijos para que pasen por lo mismo. Pero todo fue falso, alcanzó a decir Nena. Polo ya no la escuchaba. Un día Nena decidió fundar su propio periódico. Todo empezó con un proyecto para sus alumnos, pero al cabo de un tiempo, la publicación se realizó. El periódico se llamó La verdad. Finalmente se hacía algo que cubriría la verdad de todo con res- pecto a todo. El grito que emitió Polo aún se escucha en algunos recovecos de las montañas rocallosas. Pero Nena compró unos tapones para los oídos en Walgreen’s, su tienda favorita, y siguió adelante. El eco de aquel grito dio la vuelta al mundo y regresó justo al lugar donde estaba Polo. Lo golpeó en la nuca, lo tiró al suelo y cuando volvió en sí, dejó atrás sus antiguos atavismos o por decirlo de otro modo, olvidó todo prejuicio y nunca volvió a hablar del tema con Nena. Lo más pesado del trabajo en el periódico no fue la coor- dinación de los escritos que se recibían, tampoco conseguir cola- boradores comprometidos. Lo difícil fue conseguir patrocinado- res. Pasaron muchos meses, y Nena se fue gastando los ahorros de

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su vida entera. Para optimar sus recursos decidió vender la publi- cidad ella misma. Le llevó tiempo, pero al final logró las primeras ventas. Todo iba marchando viento en popa hasta que Nena re- cordó que tampoco importaban los patrocinadores, sino el con- senso. Una publicación no existe hasta que la gente no habla de ella. Nena sólo pensaba en dar a conocer La verdad. Y así pasaron los días y meses. Aunque algo sucede en esa época, y Polo decide mentir también. O al menos así lo siente Nena, que no acaba de entender por qué Polo sigue hablando del secuestro como un hecho con- sumado, cuando en realidad, todo había sido una farsa. Él no vi- virá para estar solapando un matrimonio irreverente. Nena, su esposa, ha estirado la liga a tal punto que, antes de que reviente, él tomará cartas en el asunto. En esas estaba cuando Polo tuvo que hacer un viaje a México. Sólo serán unos días, le prometió a Nena cuando ésta le reclamó justo eso: que eran muchos días. Tenemos que comer ¿sabes?, contestó con sarcasmo a la súplica femenina. Empacó sus cosas y se fue. Una tarde calurosa Polo la llamó por teléfono. Eran las 6:20 PM. Nena se dijo ¿quién será? Una pregunta harto cursi y redundante, pero ya había atravesado su pensamiento así que decidió recoger su atención y depositarla en el auricular que aho- ra sostenía pegado a la oreja. La voz de Polo se escuchaba altera- da. Nos regresan a México, dijo de sopetón. A Nena se le flexiona- ron las piernas y cayó despacio sobre la silla que estaba detrás de ella. Pero no cayó en el centro, por así decirlo, como lo hubiéra- mos imaginado todos en una escena de las películas de Hollywo- od: sólo una nalga alcanzó a pescarse de la silla, pero como las rodillas no le respondieron, resbaló del asiento y el descenso, en cámara lenta, continuó hasta el piso. Todo estaba sucediendo con una violencia silenciosa, pero Polo no lo supo, no pudo adivinarlo sino varios días después cuando le vio un moretón en el trasero.. Cómo saberlo si estaba en la oficina tratando de entender si todo ese alboroto legal estaba ligado a la empresa que dirigía o si La

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verdad había propiciado ese problema. Nos regresan a México, volvió a decir Polo, hay un absurdo legal muy cabrón que no da cabida a nuestra estancia en Estados Unidos. Saldrían deportados al día siguiente. Su vuelo sería el 422 y despegarían a las 3:05 PM. Nena, aún en el piso, percibió que por primera vez en su matri- monio, Polo había dicho una mala palabra, pero de inmediato lo olvidó y llevó sus manos a donde se había originado el dolor. Si tratamos de apegarnos a la verdad, el primer dolor que sintió Ne- na al recibir la noticia fue en el centro del corazón. Polo no volvió a ser el mismo. Se sentía humillado, vejado, traicionado. Para él era difícil encontrar las palabras exactas que expresaran sus sentimientos. Él era un hombre de negocios, y lo que el gobierno americano le había hecho, no tenía nombre. Nena no comprendía la razón exacta de esa deportación. Ella no era una mujer de números, sino una mujer de palabras, así que la suma de los acontecimientos restaron su capacidad de comprensión y multiplicaron la división del matrimonio. Sucedían demasiadas cosas a la vez como para digerir su nueva realidad en los escasos diecisiete días que llevaba viviendo en México. Su adaptación tomaría tiempo, pero ella no lo sabía. Esa mañana salió temprano a la hemeroteca. Si el gobier- no de Estados Unidos había ordenado su deportación, algo podría encontrar en publicaciones pasadas: alguna noticia, alguna refe- rencia a las nuevas leyes de inmigración. Polo estaba en shock y no le dirigía la palabra a Nena desde su llegada a México; había pasado los días peregrinando de uno a otro abogado mientras tra- taba de apagar todos los fuegos que podía. Ella necesitaba saber, entender qué estaba sucediendo. Él quería resolver, terminar con esa situación. El nombre de Polo salió varias veces en la ventana de búsqueda de la computadora de la hemeroteca, incluso en las primeras planas de algunos periódicos de meses anteriores. Esta es la historia de dos personajes indocumentados que salieron de México. Los llamaremos por sus apodos para proteger la identidad de los involucrados. El `Polo` y la `Nena` no atravesaron la frontera por el río o el desierto de Arizona como hacen la mayor-

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ía de los que emigran en busca de una mejor suerte, sino por un avión de línea comercial. Desconocemos las particularidades de los identificados, esas quedarán en el anonimato por petición de la PGR hasta que se esclarezcan los hechos. Se sabe que en el extranjero él realizaba dudosos intercambios comerciales y que ella comenzó una publicación en la que cubrieron la venta de armamento a los grupos de narcotraficantes que operan en la frontera de México. El país del norte ha guardado un sepulcral silencio desde que se publi- caron los nombres de los involucrados y a la fecha no se han podido confirmar ambas acusaciones. Curiosamente, Polo había guardado esos recortes en sus archivos bajo llave. Nena nunca los había visto. Polo sólo intenta- ba desesperadamente arreglar el asunto de la deportación para recuperar, por lo menos, algunas de las inversiones que había rea- lizado en aquel país y, por qué no decirlo, la visa americana. En México, no sólo temía los secuestros, hecho por el cual adquirió un cierto grado de paranoia con respecto a sus hijos, si- no a sus antiguos proveedores y a los grupos armamentistas que, ahora lo entendía, habían actuado con dolo y venganza cuando La verdad publicó un artículo sobre el tráfico de armas (que no de drogas) en la frontera que separa a Estados Unidos de México. Polo buscó ayuda legal. Él siempre había sido de carácter muy tímido y necesitaría de toda la ayuda posible. Enfrentarse a los grupos con los que él lidiaba y a uno de los gobiernos más pode- rosos del mundo, no era cualquier cosa. Polo sentía la necesidad de controlarlo todo. I like double, triple redundancy repetía en inglés cuando años atrás había oído esa frase de un amigo cerca- no. A partir de entonces se guió por ese lema. Cuando algo salía de su rutina o lo que él entendía por normalidad, guardaba silencio y de inmediato trataba de borrarlo de su mente. Al cabo de algunos meses de litigaciones, idas a la corte, noches insomnes y otra serie de cuestiones legales, que por mi calidad de narrador y no de abogado, desconozco, el asunto se resolvió de tal forma que se demostró la ausencia de transaccio- nes dudosas y de contrabando entre grupos armados de la fronte-

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ra. Es más, se publicó en la primera plana del New York Times en su versión digital que no existían empresas armamentistas en Es- tados Unidos y mucho menos venta de armas a grupos particula- res. Ya bien se había estipulado en la legislación internacional que era absolutamente ilegal vender armamento a otras instancias que no fueran absolutamente gubernamentales. Esa fue la palabra que se usó por partida doble en el encabezado del bien prestigia- do periódico: absolutamente. Polo quedó entonces como un reve- rendo pendejo por sus tratos comerciables y por haber permitido la publicación de La Verdad. Aunque tuvo suerte porque al menos la demanda contra ellos, desistió. Soy un reverendo pendejo, con- firmó cuando se terminó el caso y decidió endilgarle la culpa al periódico. Según sus versiones, los abogados habían encontrado en los archivos de la oficina de La verdad las fotografías de algu- nos grupos paramilitares comprando armas norteamericanas . Al final llegaron a un arreglo fuera de la corte. Exceptuando algunas multas excesivas, impuestas a él por sus dudosas transacciones, Polo logró devolver a su familia una buena parte de normalidad. Todo lo que parecía verdad había sido una burda mentira. Los abogados tampoco consiguieron devolverle su visa de entrada a Estados Unidos, pero Polo sintió que el desenlace no había sido tan malo. Sí. Efectivamente. Había perdido varios kilos desde que todo había comenzado, pero frente a la gravedad de los hechos, las cosas le habían salido francamente bien. Había pasado por peores situaciones en la vida. Como cuando lo apuñalaron. En esa época él estudiaba en Estados Uni- dos (ahora que lo pensaba, sus peores desgracias las había vivido en ese país). Se había ido de parranda con el grupo de amigos de la universidad. Casi todos, menos Susy Lane, eran mayores que él, hecho que le impidió entender que uno de ellos era adicto a la co- ca. Pero no a la coca de dieta sino a la cocaína de verdad. Por eso, cuando un sábado a media noche salieron a un bar, Polo nunca notó que su amigo el conductor había tomado otra ruta y se detu- vo en un lugar que no había sido el acordado. Bajó del auto. Me refiero al amigo de Polo, no a Polo, y fue a comprar (ahora lo sa-

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bía) droga tan solo para divertirse. Al parecer estaba en deuda con el grupo que lo surtía religiosamente cada semana porque cuando llegó a recoger su dosis acostumbrada, lo acribillaron. Cuando Polo cobró conciencia, ya había descendido del vehículo y estaba al lado de su amigo tratando en vano de salvarlo. Ahí fue cuando lo apuñalaron. Casi a rastras, volvió al auto, y a gritos pi- dió a los demás que arrancaran el vehículo y huyeran del lugar. Cuando ellos, incluyendo a Susy Lane, vieron el cuerpo del con- ductor en el piso y los chorros de sangre saliendo por la aorta, le reclamaron, también a gritos, su falta de compasión. Descendie- ron del carro y salieron a recogerlo. No fue sino hasta que Polo les avisó escandalizado que su amigo había muerto, que todos regre- saron corriendo al coche y manejaron enloquecidos hacia el hos- pital. Los padres de Polo no fueron notificados del caso hasta el otro día. Entre nervios y sollozos tomaron el primer vuelo que les fue posible. La única persona que lo supo fuera de la familia fue la madre de Nena quien al escuchar de su mejor amiga que su hijo había sido apuñalado, en lugar de mostrar compasión por ella y ofrecerle su ayuda, esgrimió un alarido tan fuerte que hasta su Nena, su hija, jamás olvidó lo ocurrido. Fue por eso que cuando la Nena y Polo comenzaron a sa- lir, ella le había asegurado que recordaba perfectamente cuando él había sido apuñala, hecho que, como todos sabemos, obligó a Polo a inventar el cuento de que él cargaba a la Nena cuando ella era tan solo una bebé. Si la cargó o no, nunca lo sabremos porque cuando las madres se reunían durante la infancia de nuestros personajes, Polo se sentía atraído por la Nena (una bebé rolliza y cachetona). Una foto testifica que Polo sí llegó a cargar a la Nena. Esa imagen muestra a Polo con la Nena en sus brazos. Ella, ate- rrada, aparece llorando y con las piernas al aire. Una de sus mani- tas tiene tomado el cabello de Polo como si fuera su asidero. Éste aparece haciendo un gesto de dolor. No debe ser fácil soportar los jaloneos de una bebé malcriada cuando se tiene 8 años. A pesar de que la Nena llora asustada, mira al objetivo de la cámara, reta- dora, como diciendo, qué carajos esperas para venir a salvarme.

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Polo, sin embargo, no ve la cámara. Él tiene los ojos cerrados mientras la Nena jala de sus cabellos. Más bien, se le nota adolori- do y abrumado dado el tamaño de la bebé que carga. Las madres de los niños aparecen detrás de ellos. Ambas sonríen mientras conversan ensimismadas. Sus peinados son altos y acartonados y su maquillaje se adecúa a la moda de la época. Un clic y ya está. El instante se vuelve historia.

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César Sánchez Beras

La llovizna

La sequía había diezmado los animales del pequeño poblado de Altamira. Los bejucos de patata anteriormente verdes, ahora parecían telarañas polvorientas, las vacas languidecían sin pastos y los ríos, antes caudalosos, eran paisajes truculentos, de latas oxidadas y guijarros. Los pocos hombres que resistieron la falta de lluvia, hicieron un último intento antes de marcharse y abandonarlo todo. Cortaron las ramas de los pocos árboles que aguantaron la escasez de agua, construyeron una ermita, y por nueve días con sus noches, se arrodillaron con fe de monjes ante la réplica de yeso de un San Isidro improvisado. El cielo escuchó sus ruegos: la primera llovizna comenzó el lunes por la tarde, duró toda la noche y el martes se descargó un aguacero descomunal, que no amainó en ningún momento. El miércoles se unió el viento a la tormenta, el jueves llegaron los vientos, el agua y los rayos y todo presagiaba el desastre. A medio día del viernes, se juntaron de nuevo los pocos hombres, en cuestión de minutos desvencijaron la ermita, como pudieron hicieron una balsa de troncos atados con pedazos de sogas y de alambres eléctricos y partieron río abajo, echándose unos a otros la culpa del milagro.

La dadivosa

La vieja Maritza Contreras nunca usó ropa interior. Toda su vida anduvo al pelo, con su sexo salvaje en libertad absoluta. De niña nunca tuvo con que comprar unos panties baratos, de mujer le molestaba esa cárcel de algodón a la que nunca le vio 261

sentido y ya de vieja, su clarividencia le advirtió que esa carencia de prenda íntima tenía un encargo divino. Lo supo accidentalmente la tarde que fue a preguntar por la salud de un viejo que moría. El moribundo utilizó su último deseo y las pocas palabras que le quedaban, para pedirle a Mariza que le dejara ver su cuca, para irse de este mundo tranquilo y feliz. La vieja ni le dio importancia al pedido. Se aproximó al pie de la cama, levantó con ambas manos la falda hasta el nivel del ombligo y expuso su sexo canoso y arrugado. Al otro lado de la cama, una sonrisa rivalizó con la agonía y un suspiro dulce antecedió a la muerte que llegaba. Desde que supo su providencial destino, empezó a frecuentar los hospitales y sanatorios de la ciudad. Se deslizaba por las salas de desahuciados en los días de visita y en un descuido de parientes y enfermeras, le decía a los que esperaban la parca: ¡Hey, mira! Y cuando tenía su atención, se levantaba el faldón y mostraba un pubis solitario, con su sonrisa vertical desdentada. Recién cumplido los 70 años, Maritza había hecho su ofrenda a 59 hombres, de los cuales 48 se marcharon felices, teniendo en el paisaje de su sexo, la última visión de su vida terrenal. Pero ahora era ella la que estaba próxima a la muerte. Una pulmonía mal atendida la postró en la cama y se regó la noticia de que la dadivosa se estaba muriendo. Justo a las 6 de la tarde de un domingo de junio, la providencia le devolvió la gracia. Alrededor de su cama, once viejitos que habían sobrevivido al trance de la muerte sacaron sus fláccidos miembros, y con alegría fraterna, uno por uno le fue diciendo: ¡Hey mira! Y ella al otro lado de la cama esbozaba agradecida su última sonrisa.

La anticigüeña

El ave llegó puntual como era su milenaria costumbre. Su plumaje solemnemente negro contrastaba con sus ojos vivaces y 262

su pico encorvado. Sobrevoló una casa regia que parecía un antiguo castillo medieval, pasó en vuelo raso sobre el monasterio de los monjes trapenses y se posó por apenas unos segundos sobre el alero de la casa de una pareja de recién casados. De repente alzó la cabeza como oliendo el viento que venía del sur. En un arranque vertiginoso, como si recordara algo que no había cumplido, emprendió un vuelo en picada hacia la casucha que quedaba a la orilla del río. Dentro de la casita, un viejo atravesaba los linderos que anteceden al vestíbulo de la muerte, justo donde la agonía se torna afable y todo se envuelve con un vals de tono dulzón. Entonces el ave, al igual que hiciera 80 años atrás, sacudió violentamente las alas y comenzó a crotorar de un modo que solo el viejo descifraba. Ambos sabían que había llegado la inexorable hora del regreso.

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Rafael E. Saumell

Blanquita, qué trágica eres

¡Blanquita, qué trágica eres! Por eso te buscas esos líos con tu marido. A los hombres hay que dejarlos tranquilos, no se les puede atosigar todo el tiempo como tú quieres. Esta vez se te fue la mano. Mira en qué estado te encuentras, muchacha. Se lle- varon a tu marido y ahora estás más sola que una perra callejera. La conozco bien y si estoy aquí, en esta maldita cárcel, es porque los seguí a ciegas en sus locuras, a ella y a Floro. Estoy re- almente indignada. Por eso le grité esas verdades. Llevo varios días advirtiéndole que si no se arregla con Floro, que si no cambia y deja que el pobre muchacho converse con quien le dé la gana, ella y nadie más que ella provocará la separación. Blanquita y Floro llevan juntos unos ocho años. Lo que se llama un viejo amor. Se conocieron a la salida del teatro después de que yo los presentara. Esa misma noche nos fuimos para la heladería Coppelia. Pidieron el mismo platillo, una bola de choco- late y otra de fresa acompañadas de un trozo de cake fresco, ro- ciado con una crema blanca y dulzona. Yo tomé un sundae de guanábana. No exagero al decir que se cayeron muy bien desde el inicio. Blanquita estaba bella. Lo que más le gustó a Floro fue su picardía, la risa, ese donaire quebrado y ligero que la singulariza. Porque en verdad es muy habladora y ocurrente. Mientras dialo- gaban, él la imaginaba entre sus brazos, desnuda, sonriéndole luego de cada caricia. A ella le impactó su presencia: trigueñón, alto, fuerte, de vientre plano, más o menos musculoso, muy vellu- do, dando por seguro de que sus extremidades estaban repletas

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de pelos sedosos, con un pecho enmarañado, lleno de rizos negros que al tacto se sentirían como alambres finos. Blanquita era una gente muy coqueta pero, curiosamente, nadie la podía señalar como carretilla. Por eso algunos frustrados, los que no habían podido templársela, la apodaron reverbero, calienta pero más nada. Sí se le conocían numerosos romances, pero compromisos reales e íntimos muy pocos. Su mejor amiga de la adolescencia, con quien anduvo junta desde la escuela secunda- ria, pronosticó que el día en que se enamorara lo haría de una manera extenuante y sumamente posesiva. Casi a punto de gra- duarse de Informática, Blanquita tuvo una relación intensa y bas- tante estable con un muchacho de la Escuela de Biología. Según contaba aquello parecía destinado a convertirse en pasión eterna, pero ocurrió un desastre. Fueron sorprendidos por los padres de él mientras hacían el amor. Los agarraron desnudos, Blanquita totalmente clavada y rugiendo de placer, él mordiéndola. En fin, para qué seguir detallando. Los viejos obligaron al joven a casarse con otro tipo de persona más conveniente para la sociedad y la moral reinante. Blanquita se enfermó, se puso de- macrada, quiso envenenarse, intentó desangrarse. Durante meses estuvo hecha un despojo, casi pierde el empleo tan bueno que tenía y que un tío suyo, un tremendo personaje, le había conse- guido. Fue al final de esa época cuando Floro la conoció. Amor a primera vista. Él es un cabrón, además. Tan pronto se dio cuenta de a qué fuente se había arrimado puso sus ojos en un negocio. Convenció a Blanquita para que se dedicara a acostarse con ex- tranjeros a cambio de dólares, comidas y estadías en hoteles de cinco estrellas. La idea nunca me tentó. Pero, bueno, a lo hecho pecho. Hay que tomar el destino con filosofía, aprender de los errores, superar el miedo y la incertidumbre, ecuanimizarse, con- vertir el revés en victoria. Lo admito, no la pasábamos mal. Éra- mos saltimbanquis, yendo de una habitación a la siguiente, cam- biando de clientes con regularidad. Incluso variaban los idiomas. Conocimos gentes que anhelaban disfrutar placeres fuera de lo

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ordinario, como que se desinhibían al pisar este país. Les realizá- bamos sus fantasías reprimidas. Eso sí, nos cuidamos y tomamos precauciones porque no es bueno enfrentarse a las autoridades. Cuando te marcan es para siempre, y el sistema tiene memoria de elefante para recordarte los trapos sucios. Blanquita era nuestra líder natural. Bajo la in- fluencia de Floro se convirtió en alguien de anjá, cómo sabía des- envolverse. Además, es políglota: habla con fluidez inglés, francés e italiano. Antes se dedicaba a conseguir libros, revistas y videos, exclusivamente. Sin embargo, lo suyo no es lo material, me refiero a que no es una gente interesada o consumista. Claro, no todo lo hace por amor al arte aunque sí pone arte y amor en su trabajo. Siempre quiso conectarse con el resto del mundo, escapar de la rutina cotidiana, esquivar la mediocridad reinante. Floro detectó esas cualidades rápidamente. Se las trae, es de armas tomar. Por eso no le costó ningún esfuerzo persuadir a Blanquita para que en el círculo de amistades extranjeras que ella cultivaba, descubriera quiénes desearían llevar a cabo algo extra, más allá de un estricto intercambio cultural. El argumento que utilizó fue así: Me he dado cuenta de que si yo no estuviera junto a ti en tus reuniones con esas gentes, ahí mismo te insinuarían hacer cualquier cosa que terminara en orgasmo y leche… Son unos jodedores, insistía, se hacen pasar por amantes de la histo- ria y de la literatura cubana… Déjame actuar y verás que a la me- nor oportunidad te demuestro cuanto sospecho y digo. Santa palabra la suya. Vino un académico de la Universi- dad de Sigüenza, España, en apariencia serio, con credenciales de crítico y libros publicados en editoriales importantes. Por encima de la ropa se le veía algo rarito, bueno, la vista que Floro había perfeccionado mediante el trato con seres de todos los pelajes. Resultó ser un sátiro el profesor. Ni tonto ni perezoso, Floro pro- pició que él y Blanquita se enredaran en una fiestecita que él ha- bía organizado. Ahí se tostó el café. El singón corrió la bola y empezaron a llegar caballeros y damas templarias de la madre patria. Al cabo del tiempo Blanqui-

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ta cogió miedo a enfermarse y a caer presa. No era feliz pero a causa de su propia ligereza se volvió caliente como demonio y por estar metida con Floro hasta la médula se dejó llevar por la co- rriente. Bueno, confieso que yo también he disfrutado de maravi- llas en ese ambiente. No me quejo ni voy a hacerlo; tampoco me arrepiento ni mucho menos. Sí me aterraba la noción de contraer una enfermedad mortal, ni mencionemos el sida, y venir a parar a un sitio como éste, incómodo y donde sobra la bulla de los demás. Tuve la primera intuición sobre lo mal que terminaríamos los tres cuando a Blanquita le dio un ataque de histeria, más bien una perreta motivada por sus malditos celos con Floro, quien en- tonces se entendía con una cónsul. Blanquita se tragó una cuchara completa frente a testigos, extranjeros incluidos, quienes se que- daron estupefactos con la barbaridad que esa loca acababa de perpetrar ante sus ojos. De sopetón les dijo: voy a introducirme una cucharilla de té. Sonrieron y hubo un chistoso que comentó: una cucharita comparada con el cucharón de Floro no es nada, querida. Estiró la cabeza hacia atrás y en un santiamén, cata- plum, se la metió. Esperaban a que se la sacara pero empezó a ponerse colorada, a asfixiarse, a retorcerse y ahí se formó el sal pa’fuera. Hubo que llamar una ambulancia y por supuesto vino la policía. Presté declaración en el hospital. Me estaba muriendo. En cualquier momento se descubri- ría lo nuestro. El corazón se me salía por la boca. Y lo peor estaba por llegar. Blanquita no sólo se atoró con la dichosa cuchara sino que cuando recuperó el conocimiento en la sala de terapia inten- siva se arrancó los puntos que le habían cosido desde la garganta hasta el pecho, se sacó la jeringuilla del suero y montó un jaleo memorable. Estuvo al borde de la sepultura. Se salvó de milagro. A continuación la ingresaron en un hospital psiquiátrico, de donde salió que parecía un spaghetti de dieta. Entonces le cambiaron el apodo, de reverbero pasó a ser Blanquita Pali- dez. Floro se ocupó de ella, hay que admitirlo, aunque no aban- donó el negocio. Mientras estuvo fuera de circulación yo ocupé su

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lugar, no en la cama con él, claro. Me encargaba de todos los deta- lles, captar relaciones, presentar gentes, propiciar encuentros y situaciones. Dinero no nos faltó. Floro y yo la atiborramos de buenas comidas, multivitaminas, jugos naturales… incluso le al- quilamos una casa en la playa pagada en dólares. Le contratamos a un chofer, un antiguo campeón olímpico que conservaba su auto Lada en buen estado y la llevaba de paseo. Poco a poco se iba animando. Entre ella y Floro la vida mejoraba, si bien quería terminar de una vez con el mundillo donde andaba metida. Él la escuchaba atentamente sin prometer- le cambios. Solamente le comentaba que le dejara a él ese asunto. Según su punto de vista, en este país y para no vivir en la miseria, hay que colarse y permanecer dentro de la economía del dólar: La sociedad no nos da otra opción, hay que incorporarse a la mundialización, mi amor. Ya lo dijo Juan Pablo II: ‘que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba.’ Ella no protestaba pues era el único modo de no perderlo. Una puta atorrante y oportunista echó a perder las cosas. Se trataba de uno de los mejores punticos de Floro. Comenzó a hablar cáscaras de piña y a soltar la lengua con el marinovio. El tipo, deseoso de juntarse con ella, se agarró de las indiscreciones para alejarla de la órbita nuestra. Un policía, madre mía, ver para creer, un guardia metido hasta los mameyes con esa perra. Se le quejaba de que si Floro le metía líneas, que si no le pagaba bien, que tampoco le conseguía buenos clientes... Al muchacho se le abrió el cielo mientras escuchaba las indiscreciones. Se llenó de coraje y se las dio a conocer a su jefe. Éste, ni corto ni perezoso aprovechó la oportunidad para desta- carse a expensas de un grupúsculo de antisociales dedicados a la prostitución. Imagino que también el policía calculó que de pa- so podría quedarse con su amante, máxime si ella, a cambio de servirle de testigo a la fiscalía, se quitaría de encima una condena segura. ¡La cagástrofe! Cargaron con nosotros. Floro fue el princi- pal encausado. Nos ocuparon dólares, euros, pesos mexicanos,

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tarecos, videos, grabadoras, comida comprada en tiendas para extranjeros, hasta las listas de amistades. Se pusieron las botas. Salimos en los periódicos, en los noticieros de radio y de televi- sión. Nos tildaron de homosexuales y elementos corruptos. Con Floro y Blanquita se ensañaron. Les echaron veinte abriles. Por eso hemos venido a parar aquí, a La Patera del Combinado del Este. En comparación, a mí únicamente me araña- ron, relativamente, tengo que cumplir cinco añitos. Floro está hecho talco pero se porta como un verdadero hombre y amigo. Le sobra valor, lo admiro. A Blanquita igual, hay que quitarse el sombrero ante ella. Con tremenda dignidad se fajó con los interrogadores y la fiscal, una bruja a quien le encantaba repetir los detalles morbo- sos de nuestras andanzas. La puso como un trapo de cocina. Eso explica por qué le impusieron la misma sentencia que a Floro. ¡Abusadores, coño! Con tal de estar cerca de su marido ella aguan- tará el paquete entero. Hay un peligro, sin embargo. En la prisión, sus celos han empeorado. Le ha dado por pelearse conmigo e inventar cual- quier género de injurias y de chanchullos entre Floro y yo. No sé, la noto desequilibrada, anémica y cada día más fea. Tiene que controlarse, este viaje es largo y de continuar así no va a arribar a la meta. Se ha tasajeado un montón de veces, la barriga y los bra- zos parecen crucigramas. Ahora sí ha alcanzado la palidez más extrema. Mal agradecida. No tengo ni he tenido nunca nada con Floro. Por obsesiva y desquiciada la han ingresado ni se sabe cuántas veces en la sala de psiquiatría del hospital de reclusos. Floro le tiene lástima, lo sé, y no va a abandonarla. Será un tarambana pero la adora; nunca la va a dejar, me consta, me lo ha confesado llorando. Tiene que sentirse desesperado en la celda de castigo adonde lo mandaron para mantenerlos alejados. Los guardias del penal le gritan a Blanquita, ¡estamos hasta la coro- nilla de ti, cabrona pajarraca!. Esos espectáculos ensordecen y repugnan a cualquiera, además esas mutilaciones que se hace…

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Sospecho que los guardias desean liberarse de ella para ponerla en una situación límite de modo que pierda el juicio y se suicide. Floro me imploró que la vigilara hasta que pudiera volver a la galera. Es el único capaz de sedarla. No sé, estoy muy asusta- da. Ya Blanquita ha amenazado con arrancarse un testículo si no le regresan a su Floro.

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Fernando Sorrentino

La insoportable complejidad del ser (Diario de días muy fríos en la ciudad de Buenos Aires)

Como nadie ignora, una ola de frío atroz se precipitó sobre Buenos Aires en el invierno del año 2007. Yo, Fernando Sorrentino, vivo en Villa Urquiza, casi en el límite con el barrio de Villa Pueyrredón. Sin embargo, paso la mayor parte de mi tiempo en un pequeño departamento, situado en la calle Díaz Colodrero, donde tengo todos mis bártulos literarios, al que llamo mi oficina y al que considero como un módico paraíso terrenal.

CAPÍTULO 1. EL APARATO DE AIRE ACONDICIONADO

Miércoles 8 de agosto

Oficina de Díaz Colodrero. En medio de una temperatura antártica, y a eso del mediodía, el aire acondicionado deja de funcionar. Eso implica dos catástrofes conjuntas: en lo inmediato, perecer por hipotermia; en lo mediato, pagar al servicio técnico una suma astronómica por la reparación del aparato. La persona que sabe arreglarlo se llama Walter, es de confianza y vive en Lanús o en Remedios de Escalada. En mi agenda hay dos números de teléfono. Llamo al primero y una voz femenina me dice que Walter no está, y me sugiere que llame al

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segundo. Llamo al segundo número y, tras una larga espera, nadie atiende y doy por sentado que tendré que llamar más tarde. Tengo una estufa de cuarzo, instalada en el cuarto de baño y a considerable altura. La examino: imposible retirarla; la estufa y el cordón que la conecta a la red eléctrica están sujetadas con esmero y rigidez dignos de la eternidad. Entonces recuerdo que, hace muchísimo tiempo, yo le había prestado (o regalado) otra estufa de cuarzo a mi hija Vicky. Como ahora tiene estufa de tiro balanceado, infiero que ya no necesita la de cuarzo. La llamo por teléfono y le pregunto si me puede devolver la estufa de cuarzo. Me dice que me la devolvería con todo gusto, salvo por el obstáculo de que ya me la devolvió hace años. Entonces, y como no logro recordar el episodio de la devolución, doy por perdida la estufa, y empiezo a resignarme a la idea de una muerte por congelamiento.

Jueves 9 y viernes 10 de agosto

Soporto estoicamente el frío. Aunque estoy dentro de la oficina, me veo obligado a ponerme varios pulóveres, una campera forrada y una gorra con orejeras. Sigo, sin mayor éxito, llamando a Walter. Cuando llamo al primer número, me sugieren que llame al segundo. Cuando llamo al segundo, no contesta nadie. El viernes, a eso de las 11, logré un progreso interesante. Después de unas horas, cambio de táctica. Llamo primero al segundo número y, ¡oh alegría!, me atiende la voz de una señora, al parecer de avanzada edad y más bien sorda. Antes de darme cualquier información sobre el paradero de Walter, quiere saber quién soy y por qué llamo. Le brindo estas informaciones, que intuyo olvida al mismo tiempo que se las estoy dando. De todas maneras, le explico cuál es el problema y, sensatamente, me responde que vuelva a llamar al atardecer, cuando Walter estará de regreso en su casa.

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Movido por no sé qué curiosidad, le pregunto: ¿Usted es la mamá? No, soy la suegra. (¿Para qué le pregunté eso? ¿Qué podía importarme?) Sigo sufriendo frío. Agrego ahora una bufanda y le doy varias vueltas en torno de mi cuello. A la hora señalada, llamo a Walter y me sonríe la fortuna de encontrarlo. Tengo que refrescarle la memoria, decirle quién soy, dónde vivo, recordarle que él mismo reparó, ¿hace dos, tres, cuatro años?, este mismo aparato que, ahora, ha vuelto a descomponerse. Promete acudir el miércoles 15. Tiritando, le pregunto: ¿No puede ser antes? Imposible. Estoy tapado de trabajo.

CAPÍTULO 2. ADQUISICIÓN DE LA ESTUFA

Sábado 11 de agosto

Ya en mi casa, me despierto con una idea brillante. Le propongo a mi mujer ir a Carrefour o a Easy de Agronomía para comprar una estufa de cuarzo. Ella está de acuerdo, pero, naturalmente, tiene que introducir una modificación en mi plan original: Mejor vayamos a Wall Mart. Ignoro cuáles son las ventajas, o desventajas, de uno u otro emporio comercial, por lo que acepto, sin vacilar, ir a Wall Mart, de la avenida de los Constituyentes. Tenemos auto, pero yo por razones complejas he dejado de manejar hace tiempo, y lo cierto es que ni siquiera recuerdo cómo se conduce. Estoy, pues, en poder de mi mujer. Una vez en Wall Mart, en lugar de cumplir con el objetivo primigenio de comprar la estufa, mi mujer llena changuitos y

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changuitos con todo tipo de alimentos, artículos de limpieza, perfumería, etc., etc. Los minutos corren, las horas también… Con los changuitos atiborrados, vamos hacia la sección electrodomésticos. Veo heladeras, lavarropas, aspiradoras, enceradoras, planchas, televisores, batidoras, licuadoras… No veo, no vemos, estufas. Pregunto por ellas a una empleada que, sobre su uniforme, tiene un cartel que dice ¿EN QUÉ PUEDO AYUDARLO?. Le digo que podría ayudarme diciéndome dónde están las estufas de cuarzo. Lamenta contestarme que, en toda la empresa, ya no hay ni una sola estufa eléctrica: ni de cuarzo, ni de mica, ni halógena, ni nada. Nada de nada. Dirigimos los changuitos rebosantes hacia el auto y pasamos su contenido al baúl y a los asientos traseros. Junto a Wall Mart hay una sucursal de Easy. Traspongo la puerta y me dirijo a Informes. Veo una señorita con una credencial que dice Fernanda. Me agrada ese hermoso nombre y le pregunto si hay estufas de cuarzo. Palabra más, palabra menos, su respuesta es idéntica a la de la empleada de ¿EN QUÉ PUEDO AYUDARLO? Decidimos ir a una ferretería de la avenida Mosconi, donde mi mujer siempre fue muy bien atendida y asesorada por sus dueños. Tienen una única marca de estufa de cuarzo, que sólo cuesta treinta pesos. Yo recuerdo haber visto, en otra casa de la calle Monroe, otras que cuestan cuarenta y cinco, por lo que deduzco que esta de treinta tiene que ser de inferior calidad. No le decimos al ferretero ni sí ni no, sino que vamos a pensarlo y que, en todo caso, volvemos más tarde. Entonces decidimos ir a esa casa de artículos para el hogar que se halla en la calle Monroe, a dos cuadras de casa, y por donde, en realidad, tendríamos que haber empezado. Pero, antes de ir, es menester sacar, del baúl del auto, las compras realizadas en Wall Mart y, cargados como acémilas, subirlas a nuestro

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departamento: es decir, una de las tareas más aborrecibles que ha creado el ser humano. Cumplido el cilicio, vamos hacia la casa de la calle Monroe. Adquirimos nuevos (y complejos) conocimientos sobre las estufas. La variedad es amplia, y su complejidad no lo es menos. El vendedor nos instruye, pero también nos confunde. Algunas estufas, por su gran tamaño, no serían apropiadas para un caso de emergencia, como éste. Las de tamaño más pequeño no son de cuarzo, sino halógenas, y las intermedias son de mica, y no de cuarzo ni halógenas… A punto de volverme loco y de perderme para siempre en ese laberinto de millones de estufas de todo modelo, tipo, clase e índole, mi mujer me cuchichea que, en realidad, lo mejor será comprar la estufa que nos habían ofrecido, por sólo treinta pesos, en la ferretería de la avenida Mosconi. En verdad, argumenta, qué importa que sea de mala calidad, si sólo la necesitamos hasta que esté reparado el aire acondicionado. Volvemos a la avenida Mosconi, ahora rebosante de clientes que realizan compras tan complejas como morosas. La impaciencia me hace patalear, pero trato de contenerla. Tengo el número 93 y, en ese momento, están atendiendo al 78. Me indigna que tantas personas hayan compartido mi idea de concurrir a esa misma hora a la ferretería. Por fin llega nuestro turno. El ferretero se pierde en las profundidades de la trastienda en busca de la estufa de treinta pesos. No regresa antes de los cinco minutos. De una caja alargada de cartón extrae el anhelado aparato, que yo estoy dispuesto a comprar al instante y a huir con él lo más rápidamente posible. Pero mi mujer observa y con razón que esa estufa sufre de dos deficiencias: la pintura se halla saltada en dos o tres puntos, y el pie de plástico exhibe una rajadura con pronóstico de pronta expansión. El ferretero admite tales verdades y, en consecuencia, vuelve a perderse otro larguísimo rato en las entrañas del comercio. Al fin vuelve con otra estufa. No tiene nada

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roto ni deteriorado pero su aspecto es enclenque, digamos una especie de estufa mal nutrida. Como yo ya estoy harto y mi impaciencia me está llevando al borde de la muerte súbita, me siento dispuesto a aceptar cualquier estufa en cualquier estado. Pago, pues, los treinta pesos, cargamos la estufa en el auto y mi mujer me lleva a mi oficina. Me deja ahí con la estufa y se retira.

CAPÍTULO 3. FINAL FELIZ

Me esperan las tareas que no pude cumplir durante esa mañana de sábado. Falta poco para la una de la tarde. Decido almorzar solo en la oficina y quedarme el resto del día. Descubro ahora que la estufa tiene un cable brevísimo, algo inhumano, digamos unos cincuenta centímetros, lo cual le otorga una nula libertad de movimientos. ¡La solución, me digo, es un alargue! Buscando otras cosas en la oficina, me he topado centenares de veces con alargues que no buscaba. Abro y cierro cajones, escruto el mueble que se halla debajo de la pileta de la cocina, miro en los intersticios de la biblioteca: todo en vano: aquella multitud de alargues, que se me presentaban cuando no los necesitaba, ha desaparecido para siempre. Me lanzo pues, a la calle, para comprar un alargue. Voy al comercio de Nico, electricista que está casi en la esquina. Encuentro un cartel: VUELVO EN SEGUIDA. Por supuesto, en seguida no tiene ningún significado preciso: puede equivaler a cinco minutos o a siete horas. Más sensato habría sido escribir, por ejemplo, VUELVO A LAS 11:47. Entre dientes, lanzo la consabida y justificada puteada. Tras un instante de desconcierto, recuerdo que, cerca de Álvarez Thomas, hay una ferretería. Entro. No hay nadie. Golpeo las palmas de las manos. Una vez. Dos veces, tres veces.

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Por fin, desde el fondo, emerge un joven de unos dieciocho años, con ambas manos ocupadas. Mordisquea un sándwich con la derecha y esgrime una botella de coca-cola con la izquierda. Interrumpí su almuerzo sin utilidad alguna: confiesa que ya no le quedan alargues. Me sugiere volver el lunes, por la tarde, momento en que, sin duda, tendrá la más amplia variedad de alargues del mundo entero. Nuevas silenciosas y justificadas reputeadas. Me retiro. En vez de dirigirme a casa, se me ocurre echar una ojeada al comercio de Nico. ¡Oh fortuna! Nico, que había prometido volver en seguida, en efecto ha vuelto en seguida y se halla solo, tras el mostrador. Como soy viejo cliente suyo, y Nico es una persona muy afable, en lugar de pedirle escuetamente el alargue, se me ocurre, tras un apropiado prólogo, brindarle un relato, eso sí, sintético, de todas mis angustias, desde el momento en que el aire acondicionado dejó de funcionar. Hacia el fin de la narración, una idea brillante ilumina mi mente. Olvidando por completo el alargue y la estufa de cuarzo, le pregunto si él sabe arreglar el aire acondicionado. Nico, seguro de sí mismo, me responde que por supuesto, que cómo no va a saber si es su oficio. Lo único malo es que no acude a domicilio, pues sólo repara artefactos en su comercio. Súbitamente inspirado, le digo: Ya estás por cerrar. ¿No te harías una corrida hasta mi oficina? Son apenas treinta metros. Increíblemente, Nico acepta introducir esa excepción en sus reglas, y me acompaña a mi oficina. Hombre sensato, antes de revisar el aire, examina el tomacorriente. Está perfecto dice. Claro agrego, presa de un espíritu trágico. Sin duda es el aire lo que se descompuso.

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Guiado de pronto por el espíritu santo, se me ocurre enchufar una lámpara de escritorio en el tomacorriente del aire. La lámpara no enciende. ¡No funciona el toma! exclamo. Nico y yo estamos a punto de develar el gran secreto. ¿Me dejás ver el disyuntor? dice Nico. Lo dejo, por supuesto. Claro dice Nico. Saltó la térmica. Por eso no hay corriente en el toma del aire. Coloca la palanquita del disyuntor donde debe estar, enchufa el aire y éste vuelve a funcionar perfectamente. ¡Alivio, alegría, regocijo, visión optimista del universo! Nico se niega a cobrarme un solo centavo. Entonces le pregunto si tiene hijos de corta edad y, como me dice que sí, le regalo un ejemplar de Historias de María Sapa y Fortunato. Nico me agradece y se va contentísimo y, diría yo, hasta emocionado. De inmediato llamo a mi mujer, le doy la excelente noticia y le comunico la necesidad de cambiar la ahora superflua estufa por algún otro artículo más útil. Me promete que el lunes le preguntará al ferretero de Mosconi si se la cambia. Como la situación ha dado un giro de ciento ochenta grados, ahora es imprescindible cancelar la visita de Walter. Habiendo aprendido de la experiencia, llamo primero al segundo número, pero me dicen que se encuentra en el primero. Llamo entonces al primero y me dicen que ya se retiró; me recomiendan que llame al segundo, pero después de las 17. Extenuado por las migraciones, por los trámites, por las contrariedades, almuerzo a mi manera y me acuesto a dormir una merecidísima siesta. Nuevamente, a la hora señalada llamo a Walter y tengo suerte. Le explico por qué ya no es necesaria su visita, y todo tiene un final feliz. Entonces, sonriente y distendido, vuelvo a mis papeles, a mis libros, a mi computadora…

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CAPÍTULO 4. NUEVO PROTAGONISMO DE LA ESTUFA

Lunes 13 de agosto

Me levanto muy temprano y ya a las 7 de la mañana estoy en la oficina. A media mañana mi mujer me llama, diciéndome que concurrió a la ferretería de sus famosos y serviciales amigos de la avenida Mosconi, pero que el ferretero en una actitud incomprensible e incalificable no quiere cambiarle la estufa. Le pregunto por las razones. Me dice que había mucha gente en el comercio y que no pudo pedirle ninguna explicación. Este nuevo obstáculo me hace estallar en una nueva retahíla de puteadas. Pero decido presentar batalla. Como en la oficina sigo teniendo no sólo la estufa sino también el ticket de la ferretería, llamo por teléfono al número que figura ahí, explico quién soy y le pregunto al comerciante por qué no le quiso cambiar la estufa a mi mujer. El ferretero me contesta que los artículos eléctricos usados no tienen devolución. Intento explicarle, interrumpido un millón de veces por este hombre que no me presta la debida atención, y por fin lo consigo, que la estufa nunca fue usada. Entonces, con un atisbo de racionalidad, transige y me dice que se la lleve, que me la va a cambiar. Como sé que toda mi semana viene complicada, le aviso que no voy a poder ir sino hasta el viernes 17. Ahora, repentinamente magnánimo, me contesta: No hay problema. Venga cuando le quede bien.

Martes 14 y miércoles 15 de agosto

Libre de las tribulaciones del aire acondicionado y de la estufa, logro sumergirme en la agradable rutina de mis papeles y de mis libros.

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Durante dos días he logrado expulsar de mis vivencias al ferretero, a Wall Mart, a Easy, al cuarzo, a la mica, a los enchufes, a los tomacorrientes…

Jueves 16 de agosto

Puedo jactarme de saber de memoria dónde se encuentran casi todos los libros de mi biblioteca. Sin dudar, me lancé en busca del volumen específico, que se hallaría en el último estante inferior que hace ángulo con la pared donde se encuentra la pequeña heladera eléctrica. En efecto, allí está el libro. Pero… ¡caramba! ¿Qué es esto…? Entre la heladera y la biblioteca está también ¡la estufa de cuarzo! que yo le había prestado a Vicky, que Vicky efectivamente me había devuelto y que, ¡oh ridiculez!, siempre había estado a la vista de todos nosotros. Nueva retahíla de puteadas, esta vez dirigidas en exclusividad a mí mismo: ¿cómo puede ser que, en tantos años, yo nunca hubiera advertido la presencia de la estufa en ese lugar?

CAPÍTULO 5. NUEVO FINAL FELIZ

Viernes 17 de agosto

Fiel a la promesa formulada el lunes 13, mi mujer y yo nos presentamos en la ferretería de la avenida Mosconi para devolver la nunca usada estufa. Puesto que es menester cambiarla por otro artículo, mi mujer opta por comprar una ménsula para colocar sobre ella el televisor del dormitorio. Como no puede ser de otra manera, la ménsula es, naturalmente, bastante más cara que la desdichada estufa, por lo que el cambio de rubro me representa una nueva erogación, ahora de cuarenta pesos.

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Así y todo, un final feliz para mi desatinada conducta de estos días, tan fríos, en la ciudad de Buenos Aires, que me ilustraron sobre lo que, sin hipérbole, podría denominar La insoportable complejidad del ser.

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Graciela Tomassini

El diario de Felicitas y otros minicuentos

De la serie El diario de Felicitas

Quiero ver lo que ven los gatos en los andamios del aire. Absortos ojos verdes, horadando el haz de luz que entra por la ventana, por donde van y vienen pequeñísimos ángeles veloces. Jamás podré verlos: ese es el cometido de los gatos.

*

El río está alto, y pasan camalotes, como provincias peregrinas con pequeñas ciudades adentro. Mi primo fue a verlos de noche, desde la barranca, y dijo que iban cuajados de luces, como una galaxia al alcance de cualquier nadador, o navegante.

*

Tengo secretos que no he contado a nadie, no por falta de confidente, sino porque ninguna palabra los contiene. Los secretos son cosas que no tienen nombre. Los secretos aprovechan mi sueño para inventarse un lenguaje.

*

Conversé toda la tarde con la vecina de abajo. A falta de historias fascinantes, como las que podría contar Tom Sawyer, le conté

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mentiras. La verdad suele ser aburrida. Después supe que ella ya estaba muerta, así que no debe haberme creído.

De la serie Desconcierto barroco

El Ojo

A regañadientes, el anticuario accedió a mostrarme la miniatura. Parecía una moneda de cinco centavos en el hueco de su palma. Dijo que era imposible calcular su valor: una pieza única, no sólo porque quizás no hubiese otra de su género, sino porque el resto de la obra del Fernandinho había sido quemada por el Santo Oficio, apenas unas horas antes de que el cuerpo del pintor ardiera en la misma pira. Inscripto en el óvalo de la medalla, un ángel casi envuelto en sus propias alas, extendía hacia el contemplador una mano abierta, como en un gesto de invitación. Si el resto de la obra de este artista desconocido era de parecido talante, no me explicaba por qué había sufrido la infausta suerte de los herejes. Las miniaturas no revelan sus secretos al ojo nudo, dijo el Anticuario, como respondiendo a mi muda observación. Habló largamente de diminutas figuras o símbolos, minuciosamente disimulados en cabelleras o en los pliegues de las vestiduras, semblantes bestiales ocultos en los rizos de las barbas o en las circunvoluciones de alguna oreja. Las formas perceptibles, pequeñísimas en sí mismas, inscriben una dimensión espacial que se abisma más allá de las puertas de lo visible. Probablemente, sospecharon mucho más del Fernandinho que de ningún otro. Era mulato, de madre yoruba. Su padre, hidalgo y dueño de una plantación de tabaco en el norte de Brasil, lo envió a estudiar a Lisboa, pero el destino lo llevó a Roma, de la mano de Francisco de Holanda, quien lo recomendó al famoso miniador Julio Clovio, il piccolo Michelangelo, maestro de El Greco e iluminador del Libro de las Horas del Cardenal Farnese. No contaba aún catorce años el 286

Fernandinho cuando asombró a sus maestros con su Pequeña Anunciación, más tarde juzgada como herética. La joven Virgen no aparecía allí en actitud sumisa de recogimiento, sino de pie y con la cabeza ligeramente echada hacia atrás, como en éxtasis. Si se observaban los ojos bien abiertos con una lente de poderoso aumento, se podía ver inscripto en ambas pupilas el doble reflejo del Mensajero, realizado en lámina de oro. Se tiene noticia de otra de sus obras, un retrato en miniatura del Cardenal Infante Don Henrique, hermano de don Joao III y Gran Inquisidor de Coimbra. Se dice que la luz de los ojos del adusto semblante reflejaba la imagen de una cortesana con el opulento seno descubierto que ofrecía con insinuante gesto un racimo de uvas negras. La leyenda magnifica el virtuosismo manierista del Fernandinho, llamado O Olho por sus contemporáneos. Se le atribuyen perfecciones inhumanas, como la de representar no sólo el mundo atrapado en los ojos de la figura pintada en primer plano, sino también, en una dimensión imperceptible aunque con rigurosa definición, el objeto de la mirada del personaje contemplado. Tal vez acicateado por mi gesto de incredulidad, el Anticuario me alcanzó una lupa y bajó la lámpara para concentrar el cono de luz. En las pupilas del Angel se apreciaba, con impecable precisión, la polícroma imagen de Janaína-Jemanjá, no la estilizada versión del sincretismo religioso, sino la multípara reina pródiga y fecunda, generosa de pechos y caderas, resplandeciente en su negritud.

De la serie Blue Velvet

Escolio

Hay una pintura del alto renacimiento alemán que muestra la Crucificción de Cristo, y en un costado, agazapado, un demonio de grandes ojos amarillos mirando hacia afuera del cuadro, hacia el lugar donde esos enormes ojos de espanto se encuentran con los 287

del contemplador. Hay una foto de la niña Ofelia sentada sobre las rodillas de su padre, que produce el mismo efecto. El hombre, de levita negra, anteojos redondos y cuidado bigote gris, está leyendo un libro, sentado en un sillón de alto respaldo. En el fondo, se ve parte de una biblioteca que probablemente cubra toda la pared a la que se encuentra adosada. El caballero sostiene a la niña sobre sus rodillas sin tocarla ni prestarle la menor atención. Hay madonas que sostienen al niño Jesús con la misma sobria indiferencia. La niña mira el libro que el padre lee; tal vez ella también lo esté leyendo. Sobre el escritorio, a la derecha, descansa un puñal toledano, que se aprecia bien en la foto porque la niña levanta apenas la empuñadura con su mano, como si quisiera mostrarlo a la cámara. Por la fecha que se registra en el reverso, pudo saberse que la foto fue tomada dos días antes del suicidio del padre, en la misma habitación, mediante la técnica tradicional japonesa del seppuku.

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Juan Valdano

Saduj: el otro hombre

No hay hombre que no sea en cada momento lo que ha sido y lo que será. Oscar Wilde

Anegado en lágrimas medí la enormidad de mi culpa; quise dar la vida por suprimir el acto que acababa de cometer y aun retroceder en el tiempo, si ello fuese posible; regresar al pasado y borrar para siempre ese instante de mi traición. Le pedí el milagro y él me lo concedió. Regresé.

Una vez más ha vuelto a mi memoria su voz martirizada… su recuerdo; esa recurrente pesadilla que regresa, no obstante los años transcurridos. Esta mañana me ha sobrecogido la nostalgia y lo he evocado; ahora, cuando piso los umbrales de la senectud; ahora, que soy un ciudadano romano, judío acomodado en Roma y, por la gracia del emperador, adscrito a la casa de los Flavios. Ahora, cuando mi pueblo está sufriendo la dureza del exilio, la maldición de la diáspora. Desnudo y sintiendo que las gotas de sudor resbalan lentamente por mi espalda, por mi cuello, por mi pecho, envuelto en el vapor agobiante de estas termas, sentado en el mármol liso y cálido del graderío del laconicum, pienso… pienso en esos años de mi rebelde juventud cuando, junto a Saduj, acosé a la imbatible Roma en la arisca tierra de Judea. Y su recuerdo me perturba todavía. Propenso a la rumia, como soy, he vuelto a 289

evocarlo, una vez más; he vuelto a escuchar aquella voz suya, ronca y siempre desgarrada. Y al hacerlo, regresa a mi memoria el torrente oscuro de aquellos años, lenta caravana de recuerdos con su carga de imágenes anubladas por el tiempo, recuerdos de heroísmos y traiciones, imágenes que guardo de esa noche, su inesperada confesión, su despojamiento, la tortuosa plática que en aquella ocasión mantuvimos los dos en la caverna del egipcio, la revelación que me hizo al contarme su historia, los vaticinios que sobre mi futura vida lanzó entonces… Todo, todo eso regresa ahora a mi memoria, toma forma ante mis ojos, lo vivo y lo revivo, lo vuelvo a ver aquí, en medio del vapor cálido de estos baños, niebla espesa en la que me sofoco y transpiro, que envuelve el recinto abovedado de estas termas.

Entrecortada por el llanto, la voz de Saduj resonó extraña esa noche en aquel recinto hueco. El resplandor del fuego que ardía en la fogata proyectaba la sombra de su cuerpo en las rugosas paredes de la caverna. La inquietud de la llama daba a su rostro, anguloso y duro, la apariencia de haber sido cincelado en piedra. Sospeché que estaba perdiendo el juicio. Intranquilo, se restregaba la barba rojiza y canosa con la palma de la mano. Me habló de cierta traición por él cometida hace años.

No sé de lo que hablas, no sé a qué traición te refieres le dije. Recibí tu mensaje; por eso he venido. Supongo que, como en otras ocasiones, será para huir juntos. Escucha, ahora mismo; ¿oyes esas voces que llegan desde la calle? ¿Oyes esa multitud que vocifera? Están buscándonos. Ellos llegarán aquí de un momento a otro; acabo de verlos afuera. No te dejaré solo. Al fin, yo también he sido parte de esto. Esta vez no huiré, Josefo respondió Saduj cada vez más agitado. ¿No huirás?, ¿entonces…? Huir, no. Sé que ahora me cercan las garras del Imperio. Sé que ha llegado mi hora y voy a entregarme. Aquí termina mi vida; aquí concluye mi historia.

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¿Por qué me has llamado entonces? Porque quiero contarte mi historia; quiero que sepas quién soy dijo Saduj con voz entrecortada. ¿Tu historia? le miré perplejo. No soporto más estos recuerdos; quiero aliviarme de mi pasado. Todos cargamos un pasado; la memoria guarda siempre su ponzoña. De esa ponzoña quiero aliviarme. La llaman remordimiento. Curarse del pasado, desahogarnos, aligerarnos de recuerdos…-medité. De tu pasado te aliviarás también un día, Josefo anunció. Nada dije entonces, nada quise decir. Mis ojos se posaron en sus manos temblorosas y envejecidas. Tuve la sensación de estar frente a un misterio. ¿Quién es este hombre? ¿Quién es Saduj?, me pregunté. Luego, sin lograr reprimir mi inquietud, hablé al fin: ¿Mi pasado? ¿De qué hablas? Tú también eres un traidor, Josefo. Bien lo sabes. Sorprendido, mis ojos se clavaron en los suyos. Acuérdate de Josapat, amigo mío, acuérdate de ese día prosiguió implacable. Ante mi silencio y desconcierto, el eco de sus palabras resonó en lo profundo de la caverna. ¡Cállate! exclamé. Es la memoria y su ponzoña, aquella de la que hablaste, Josefo. Los traidores no morimos tranquilos. ¡Cállate! ¿Por qué despiertas ahora demonios que yacían dormidos? clamé. Hay una forma de librarnos de ellos dijo con voz fría, impersonal. ¿Cuál? Conjurándolos, reconociendo la culpa, contando la historia.

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Ya veo: para eso me has llamado… para contarme tu historia, confesar tus traiciones dije con tono sarcástico. Así es. Te he llamado para que me escuches. Me pesa tanto mi pasado, tanto como esas monedas de la traición que recibí una noche, hace años, y de la que nunca dije nada. Mas, también para decirte que llegará un día en que contarás tu historia. Te diré algo: tú serás el historiador de nuestro pueblo. Es preciso que lo seas, Josefo. Te educaste para ello en Atenas. Estoy seguro: mañana escribirás sobre mí, lo sé. Y también sobre ti; ambos tenemos felonías que contar. Y al confesarlas, alivianarás tu carga. Y esto lo digo porque sé que tú saldrás vivo de todo esto. Algo me dice que vivirás largamente protegido por Roma. ¿Desde cuándo eres profeta? No soy un profeta; pero algo me dice que serás el servidor de un romano que hoy ejerce el poder de la espada y que, un día no lejano, ese mismo hombre ceñirá la corona de César. Y tú llegarás a ser un mimado de Roma… ¿…de qué estás hablando? …de esa Roma que nos ha perseguido siempre y a la que tú y yo hemos combatido. ¿No es eso también una traición? A mí, en cambio, no me queda sino esta noche dijo. Sus palabras me desconcertaron. Cada vez le entendía menos. Profetiza mi futuro. ¡Vaya, quién se cree éste! me dije. ¿Un nuevo Isaías? Aquella misma tarde, al descender por el barranco que bordea el Palacio de los Asmoneos, comprobé que los soldados del gobernador estaban buscándonos, inquirían por nosotros. Los comandaba un centurión que, montado en un caballo, daba órdenes a gritos. Tuve miedo, era natural. El barrio estaba alborotado. Llantos de mujeres herían las calles; los hombres, arrojados de sus casas, mascullaban maldiciones en hebreo. Los romanos gritaban su lengua; preguntaban por Saduj, preguntaban por mí. Cinco años atrás, él y yo fuimos los únicos sobrevivientes que resistimos el asedio romano en el fuerte judío de Jotapat

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cuando, al final de incontables días de hambre, solo doce hombres quedamos para morir defendiendo el maltrecho bastión o entregarnos al enemigo. Ante lo inminente, decidimos morir con grandeza, no entregar nuestras vidas al Imperio, preferimos darnos muerte unos a otros. Y fui yo, Josefo (¿quién más?) el que propuso el sorteo en el que se definiría la suerte de cada uno. Así se supo quién debía matar a quien; mas, al rodar los dados amarré mañosamente las cosas e hice trampa a fin de ser yo el postrero, aquel que debía suicidarse. Fue así que la suerte dispuso que el decimoprimero, aquel contra quien debía dirigir mi espada fuera Saduj. Llegado el momento él estuvo dispuesto a recibir la muerte por mi mano; sin embargo, asqueado de tanta sangre le propuse vivir y escapar juntos. Esa misma noche logramos burlar la vigilancia romana aprovechando la tormenta que cayó en toda aquella región. Desde entonces, y durante estos años, no dejaron de rastrear nuestros pasos. La hazaña me valió la aureola de héroe, mas, en mi corazón nunca dejé de sentirme lo que soy, lo que fui: un traidor a esos valientes que confiaron en mí. Y Saduj, el único testigo de tamaña felonía lo sabe. Y esa tarde, al pie de la muralla de los Asmoneos, y mientras esquivaba a la soldadesca que nos buscaba, fue inevitable que a mí volvieran aquellos hechos y, con ellos, la sombra de una culpa que, desde entonces no ha cesado de oprimirme el pecho. En las humildes viviendas, voces judías, transidas, entrecortadas por un tenso castañeteo, suplicaban. Vi correr a muchos y algunos fueron pisoteados en el polvo. Alguien me reconoció. Una silueta pronunció mi nombre; no quise mirarla. Ese es Josefo, alcancé a oír. Me eché el manto a la cabeza, me confundí entre la vociferante multitud; me escurrí por la penumbra de estrechos pasadizos malolientes, me hice humo. La noche llegaba con un olor a frutas podridas. Viré una esquina, abrí la ansiada puerta que buscaba y, una vez dentro, la atranqué. Jadeaba, tomé un poco de aire, procuré serenarme. Fue entonces que un cuervo graznó desde el tejado, y en mi alma se empozaron oscuras premoniciones. Descendí por el graderío de roca que

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conduce a la subterránea taberna del egipcio. Abrumado de oscuridad, mis pies tentaron los últimos escalones. Entré en la cueva. Al fondo, dos calderos iluminaban el camino. Allí estaba él, sentado junto al fuego; me esperaba. Nos buscan insistí; no tardarán en llegar aquí. Ellos buscan a Saduj; a Saduj el rebelde, el enemigo de Roma y, esta vez, él no huirá; pero yo busco al Maestro, treinta y siete años lo estoy buscando y el discípulo siempre llega tarde… Una vez más le miré desconcertado; no entendí lo que decía. ¿Qué le ocurre a este? me dije. ¿De quiénes hablas? Yo fui aquel que entregó al poder a un inocente y el poder es perverso siempre. El poder es esa tela de araña, sutil, envolvente y viscosa que nos circunda y nos succiona y de la que, una vez que nos atrapa, difícil es liberarse de ella añadió. Ocultó el rostro entre sus manos huesudas. Calló. Tengo un plan de fuga dije. Deliras. Podemos escapar esta misma noche. Me interrumpió con un gesto brusco. Negó con un reiterado movimiento de cabeza. Todo está listo: al amanecer llegaremos a Joppe; allí nos espera una galera; dos días de navegar y estaremos en Pafos, libres de nuestros perseguidores insistí. Nada sabes de mí me reprochó dando a su voz una cavernosa resonancia. Todo esto terminó; mi hora ha llegado. El tiempo de la tribulación ha llegado. Lo anunció el Maestro. ¿El Maestro? No quedará piedra sobre piedra, lo dijo él. Y esta… esta es nuestra hora, la hora de Israel. Gog tiene ahora un nuevo rostro: es Roma. Yo, el traidor, soy todos los traidores de la Historia. Bruto, aquel que enfiló el puñal en contra de César, no es nadie comparado conmigo. No sabes con quién has compartido todos estos años… Soy un misterio; más aún: soy el misterio. ¡Ah, Josefo: mi vida ha sido siempre un oscuro enigma!

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Guardó silencio por un momento. Sus ojos miraban fijamente las inquietas llamas de la fogata. Prosiguió: Dime: ¿cómo puede sentirse un mortal como yo cuyo destino estuvo previsto desde el comienzo de los tiempos? Hay palabras de la Escritura que hablan de mí, palabras que no he podido olvidar y que muchos recordarán. He vivido cercado por la angustia y se llevó las manos al cuello. Y luego agregó: He sido el actor de una tragedia cuyo texto había sido escrito al comienzo del tiempo; en ese drama se me dio un papel que consciente o inconscientemente lo cumplí y cuyo profundo significado no fui capaz de descifrarlo. Solo ahora lo veo todo; me doy cuenta de ello. Todo apunta, Josefo, a que nuestras horas y nuestros días obedecen a un orden en el que nosotros mismos somos incapaces de penetrar. Mi desconcierto iba en aumento; recuerdo que, en ese instante, empecé a sentir miedo de él. Entre tanto, arriba, en las calles, el rumor de la soldadesca parecía más cercano. No supe qué pensar de él: ¿cobardía?, ¿resignación?, ¿derrota?, ¿locura? Durante esos cinco años, en los que no hicimos otra cosa que sabotear a Roma, estuve siempre junto a él y, solo en ese momento, empecé a darme cuenta de que, en verdad, no lo conocía, que nada sabía de su pasado. ¿Quién es este hombre que se llama Saduj? ¿Qué historia es esta que él quiere contarme? Algo más sosegado, clavó otra vez sus ojos en el fuego. Fue entonces que su voz sonó metálica al otro lado de las llamas. Me apresté a oírle. Empezaré diciéndote que yo no soy el que soy; soy otro, y solo Dios sabe, en definitiva, cuál es mi nombre y desde cuándo existo.

En una taberna cerca de la Puerta de las Aguas, a las afueras de la ciudad, fue la cita. Atardecía. Tembloroso el paso, cauteloso el gesto, el rostro semicubierto por el manto, él se detuvo frente a la taberna. Espió desde afuera. Adentro, todo era canturreo de ebrios y carcajadas de mujeres. Una hembra

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voluminosa y redonda, con un manto vaporoso que ondeaba con la brisa, entró ese momento a la cantina en medio del tintineo de su bisutería y dejando atrás el escándalo de su perfume. El olor de ella lo arrastró adentro. En el rincón más oscuro buscó una mesa solitaria, se sentó frente a ella, esperó. Las paredes exhalaban un eructo agrio, a vino fermentado. En un hueco del muro humeaba un candil de aceite. Estuvo atento a que surgiera alguna señal que revelara a aquel con quien debía encontrarse en ese lugar. A poco, se acercó un hombre que ostentaba la recia musculatura de un gladiador, una argolla de oro le atravesaba el lóbulo de una oreja; se sentó frente a él. Era el tabernero y, según lo supo después, el lacayo que guardaba las espaldas de uno de los influyentes saduceos del Sanedrín. En sus mejores años había sido púgil en una de las arenas de Siria. ¿Eres tú el discípulo del hombre que ayer azotó a los mercaderes de nuestro templo? ¿Eres tú el que quiere entregárnoslo? habló el tabernero en tono burlón y con los labios estirados. Yo soy interrumpió el recién llegado y dejó, esta vez, su rostro a descubierto. Por un momento, el tabernero se quedó mirándolo, trató de indagar qué podía haber en el interior de ese hombre de fríos ojos acerados que exhibía un rostro juvenil y afeminado con una barba rala y rojiza y que, según decía, estaba dispuesto a entregar a su Maestro. Al escudriñarlo, algo posiblemente descubrió en él, algo que le era familiar y quizás cercano. Esbozó una sonrisa y en tono amable dijo: El precio está arreglado. La paga te dará mi amo; él te espera en una hora, cuando el sol decline. Hay una condición, mejor dos: nadie debe enterarse de este trato. Es un asunto entre mi amo, tú y yo. Y algo más: la entrega de ese hombre deberá ocurrir esta misma noche, antes de que amanezca el viernes y escupió al suelo. ¿Ahora?, ¿ahora dices? No creí que fuera enseguida se estremeció el de la barba rojiza con lo que el manto resbaló desde sus hombros. El tabernero sonrió y estiró su mano enjoyada con anillos para acariciar el mentón del joven, sus dedos se enredaron entre los pelos rojizos de la barba. Eres joven y tienes la piel delicada comentó con sorna. Él esquivó el gesto inesperado y

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atrevido, se sonrojó. El de la taberna insistió; sin borrar su cínica sonrisa, prosiguió: ¿Y qué te creías tú?, ¿eh? La pascua se nos viene encima y todo esto debe estar concluido antes del shabat. Te espero a media noche para que nos guíes hasta la casa donde se hospeda ese agitador del pueblo. Del resto… observó sarcástico, nos encargaremos nosotros y se secó los labios húmedos de saliva con el torso de la mano. El joven no dijo nada. Visiblemente descompuesto, hincó los codos sobre la mesa, se quedó mirando sus manos. Masculló una maldición. Recordó que estaba invitado a compartir una cena y no debía faltar. Esa noche de abril llegaba cálida y, en el fondo de su alma, la presintió perturbadora, turbulenta, insalvable. Antes de abandonar la taberna pidió una jarra de vino y se la bebió sin respiro; salió trastabillante y apresurado, no pagó. Arrastró sus pasos hasta el pórtico del templo. Era la hora undécima. En el camino, revivió todo el resentimiento que, en su corazón, había acumulado en contra de su Maestro; recordó el desamor que recibió siempre de su madre y el rencor que, a causa de ello, se empozó en su alma; todo ello lo convocó en ese instante para emponzoñar aún más sus pensamientos. Le salió al encuentro un enano de expresión demente que le sonrió con la boca desdentada y un cesto de pájaros enloquecidos que portaba en la cabeza. Rumiando su preconcebido plan, coronó la escalinata de mármol que desemboca en el Atrio Regio; arriba, una bandada oscura de mendigos y perláticos lo esperaba. Manos temblorosas, voces pedigüeñas lo cercaron. Él los espantó con maldiciones y cruzó el umbral de la gran puerta del templo. A esa hora, el olor a sándalo se mezclaba con el de la sangre de los sacrificios. De las altas hornacinas flameaba el fuego de los hachones que arrojaba incierta luz en el interior del templo vacío. Las piedras del suelo lucían lisas y húmedas, impregnadas de sudor y sufrimiento. Atravesó recintos semioscuros y poblados de rumores. Un guardia trató de cortarle el paso, mas él mencionó cierto nombre y le franqueó el camino.

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Y aunque a la cita llegó puntual nadie lo recibió; debió esperar casi una hora sentado afuera, en el suelo, la espalda apoyada al muro, junto a una puerta alta y maciza de madera. Entonces se dio cuenta de que ignoraba el nombre del saduceo con quien debía encontrase. Impaciente y vigilando siempre la misteriosa puerta, empezó a tironearse de la barba causándose dolor. Al fin, chirrió la puerta y, en el umbral de ella, vio nuevamente al enano de los pájaros enloquecidos que lo invitaba a pasar dentro con la misma expresión demente y la misma sonrisa desdentada. La sala era grande y, al parecer, estaba vacía. Varios candiles dispuestos simétricamente chisporroteaban macilentos, guindados del maderamen del techo. Oyó una carcajada cuyos sonoros ecos, multiplicados en las altas paredes, se le antojaron aplausos. Una voz lo llamó desde el fondo del salón. Se acercó. No llegó a ver el rostro del hombre que le hablaba. Él asintió a todo lo que la sombra parlante le dijo que debía hacer. La entrevista fue breve. Recibidas y sopesadas las monedas que le arrojaron a sus pies, salió enseguida. Parecía satisfecho. Afuera, la noche se había adensado; sus pies tentaban el camino a fin de no tropezar. En el trayecto, se unió a dos prostitutas que llevaban un farol encendido. Junto a ellas atravesó el laberinto de patios aledaños al templo, sintiendo, cada vez más pesada, la bolsa repleta de monedas que portaba en la cintura. De repente, un cortejo fúnebre les obligó a detenerse. El llanto de las plañideras de oficio corrompía el aire. Las dos mujeres se unieron a la comparsa de lloronas. Él, a codazos, trató de abrirse paso por entre los dolientes que apretaban los lindes de la estrecha calle. No debía perder más tiempo; sabía que, a pesar de sus carreras, llegaría atrasado a la cena que iba a compartir con sus camaradas, todos ellos discípulos de aquel a quien acaba de entregar por un puñado de piezas de plata. Y así, en efecto, lo hizo horas más tarde cuando, luego de la comida, retornó a la taberna donde dio santo y seña del hombre que había sido su Maestro.

Hace muchos años, treinta y tantos y algo más, fui un pescador del Tiberíades; lo fui al igual que varios de mis 298

condiscípulos. Sin embargo, y a diferencia de ellos, nunca tuve pescas milagrosas. Recuerdo que se lo reclamé a él un día de esos. ¿Por qué a ellos y a mí no? Quien siempre tiene las redes rotas jamás atrapará milagros, recuerdo que me dijo. En ese momento no entendí lo que quiso decirme. Durante todos estos años he pensado en esas palabras del Maestro. Ahora, Josefo, lo entiendo todo. La fe que en otros abundaba, era escasa en mí. Escasa, a pesar de que, por boca de mi madre supe que, a mis dos años de edad, fui uno de esos pocos niños que escapó de la matanza que, en aquel tiempo, Herodes sentenció contra los infantes de Judea. ¿Por qué entonces me salvé? ¿Por qué? ¿No era acaso una prueba de que, para mí, estaba reservado algún arcano destino, un destino que no conocía, ni lo barruntaba siquiera? Siempre fui un resentido y, en ese momento, cuando el Maestro me dijo que mis redes estaban rotas todo el resentimiento que había acumulado se me empozó en el corazón. Prefiere a los otros, no a mí, me dije. Así empecé a aborrecerlo (siempre fui proclive al rencor); más aún cuando vi que mi madre se convirtió en una fanática suya. Y eso ocurrió cuando ella comenzó a seguirle donde él iba, sobre todo desde aquel día que le vio en Betania resucitando a un muerto. Al igual que muchos, ella se convenció de que él era un profeta, el caudillo que el pueblo esperaba. Y yo pensaba, entonces, que para que alguien llegase a ser el caudillo de Israel debía proceder de un linaje de reyes y no de humildes artesanos, como lo era él. Y contaré algo más: cuando, allá en Betania, él pasó frente a nuestra casa, mi madre salió al camino a alabarlo a gritos, le ofreció dátiles y el agua de su pozo. Todas sus atenciones se volcaron hacia él y, en cambio, nada hubo para mí; nada para su hijo, que había llegado exhausto a casa. ¡Cómo me dolió aquello! Cómo me dolió su indiferencia, su desamor. Fue entonces que empecé a sentir que él me había robado a mi madre. Y, por ello, empecé a sentir celos de él; celos porque entonces recordé que ella, mi madre, nunca me había amado ni besado y, en cambio, la veía ahora besando con pasión los pies de él, ungiéndolos con costosos perfumes. Y fue ese momento en que mi corazón se

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emponzoñó, el momento en que comencé a tejer astucias encaminadas a perderlo. Pero regresemos a aquella noche, cuando una turba armada de sirvientes del Sanedrín, capitaneada por el tabernero aquel de la Puerta de las Aguas, atropelló la casa donde él se hospedaba. No me atreví a entrar. Desde un huerto aledaño y cubierto por la sombra de un olivo vi cómo se lo llevaron, como si de un ladrón se tratara. Cerca ya del amanecer fui a buscarlo a la casa de Caifás, allí donde, me dijeron, lo habían encerrado. Fui de incógnito y lo que encontré fue algazara, la vociferante jauría de siervos y de esclavos, gente a la que habían sobornado para que testimoniara en su contra, la camarilla en pleno de los odiadores del Maestro: fariseos, escribas y saduceos discurriendo, en todos los tonos, acerca de la suerte que debía correr el prisionero. Y fue entonces que, al comprobar lo que habían hecho con él, salí con el alma . La perturbadora idea de que yo había provocado algo irreversible como la muerte misma se apoderó de mí. El peso de las monedas que llevaba conmigo empezó a agobiarme. Me encaminé a un huerto cercano, me ahogaba; busqué el aire fresco del amanecer. Recuerdo que, en ese momento, la luz del alba comenzaba a filtrarse por entre los naranjos en flor. Percibí el fuerte olor de los azahares; olor que, para mí, se tornó ácido y un sabor a vómito me oprimió de repente. Me abracé a uno de los árboles y vomité hasta vaciarme del todo. Con ojos anublados busqué el cielo a través de las tupidas ramas: una luna manchada, salpicada de estigmas, iluminaba un sendero que, entre cardos y ortigas, dejaba atrás la noche inmensa. ¡Ah, Josefo, Josefo! ¿Cómo podré explicarte? En mis entrañas, el remordimiento empezó a bullir como cal viva. Y en mi orfandad, en mi abandono, empapado de sudor frío, recordé una vez más la escena de mi traición. ¡Maldito! ¿Qué hice?, ¿qué hice?, me repetía. Anegado en lágrimas medí la enormidad de mi culpa: quise dar la vida por redimir el acto que acababa de cometer. Y con todas las fuerzas de mi alma anhelé retornar al pasado, retroceder la gran rueda del tiempo, regresar al momento anterior en el que vendí al Maestro. ¡Ah! si ello fuese

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posible, me dije: desandar lo andado, deshacer lo hecho, desvivir lo vivido, desviar esas espinas que nos punzan, espinas que, mientras vivimos, punzarán siempre la blanda memoria… Abatido, avergonzado me llevé al rostro estas manos manchadas, cerré los ojos y me sumergí en mi abismo. Y con fe ciega, anegando en mi grito la voz del tentador, deseé alcanzar mi pesca milagrosa, pues sentía que mis redes ya no estaban rotas. Y convencido de que, muy al fondo del alma, él me escucharía le pedí el milagro. En ese instante, recuerdo que oí cantar a un gallo. Cuando abrí los ojos supe que el mundo y la noche habían retrocedido, que por alguna grieta del tiempo me había escurrido al pasado. Y me vi nuevamente en el umbral de la taberna, caminado hacia la Puerta de la Aguas, allí a las afueras de la muralla de la ciudad, en esa misma calle que conducía al templo, a la misma hora undécima del anterior día y sintiendo aún en la boca el sabor dulzón de aquel vino que momentos antes había bebido en la taberna. Y recordé que a esa hora tenía una cita con uno de los saduceos, el hombre de quien me habló el tabernero. Curiosamente, la certeza del futuro pude tenerla delante: sabía que me acercaba a uno de los vértices del tiempo. El punto en el que la cadena de los hechos toma un nuevo giro. Y yo estuve dispuesto gracias al milagro por él permitido a sustituir un eslabón de la cadena por otro, el instante del traidor por el del discípulo leal. Y me encaminé a la cita con el espíritu aún turbado por el peso de aquello que mi acción había provocado. Comprobé que el metal que en mi zurrón pesaba había desaparecido; pues, como siempre, guindado de la cintura lo tenía, mas ahora vacío. Y esa fue la señal externa de que el milagro estaba ocurriendo. Temeroso y arrepentido volví por el camino conocido. Y mientras caminaba me hice ilusiones pensando que yo no era ya el mismo, que era otro; un tránsfuga del presente, un intruso del futuro, un fantasma del pasado; así que traté de expulsar de mi corazón al traidor que se había agazapado en él, a aquel que se había alimentado de celos y rencores e invoqué al otro, al que, con renovada fuerza, estaba regresando; a ése que farisaicamente

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aparenté ser siempre, ése que, en un tiempo, quise ser y al que, en ese momento, lo reivindiqué: al discípulo leal, al fiel seguidor del Maestro, a ese hombre que inicialmente fui y a quien la codicia y el resentimiento pronto lo perdieron... Y al apresurar el paso salió a mi encuentro aquel enano desdentado de los pájaros enloquecidos que en un cesto portaba en la erizada cabeza, ese hombrecito con la misma expresión demente en el rostro. Y al coronar la gran escalinata que desemboca en el Atrio Regio fui cercado, al igual que horas antes, por la misma vocinglería pedigüeña de los mendigos. Y al atravesar el ámbito penumbroso del templo, atosigaron mis oídos los mismos ecos y rumores que había escuchado horas antes y el guardia que custodiaba el ingreso a los aposentos del Sanedrín resultó ser el mismo y a quien expuse idénticas razones para que me franqueara el camino. Se afianzó mi fe al comprobar que la secuencia de los hechos se iba repitiendo por lo que estuve convencido de que si la traición iba a ser borrada, sus efectos serían también borrados; cambiado el pasado cambiaría el futuro… Y algo más de una hora debí esperar, al igual que antes; sentado, como entonces, en la piedra fría, a la intemperie, junto a la enorme puerta cerrada del Sanedrín, viendo la noche inverosímil, los mundos en el oscuro abismo titilando y los recuerdos que vuelven. Y la puerta se abre y el enano se ríe y el eco de mis pasos en el salón y la sombra que interroga, que tienta, ofrece e insiste; y el zurrón que por el aire vuela y el ruido de monedas que caen, tintinean y ruedan por el mármol y yo digo no… Todo es vertiginoso. Y al salir me siento desconcertado, mareado, pero ufano; y el camino de regreso no lo encuentro, las tinieblas lo han borrado. Y, otra vez, las prostitutas con un farol iluminando los inciertos pasos y, a codazos, otra vez, en la calleja atestada de plañideras, pugnando por no ser engullido por el doliente cortejo que tras un cadáver camina. Apresuro el paso y esperanzado me dirijo, al fin, a la casa de Caifás donde antes estuve. La luz del amanecer se filtra gris y fría entre espesos nubarrones. Húmedo de rocío está el camino. Al mirar el verde

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oscuro de los olivares, el polvo leonado del desierto cercano y al percibir el olor a cuero mojado que exhalan los callejones, me asalta la ilusión vana por cierto de estar viviendo un día como otro cualquiera. Al fin llego a la casa del sumo sacerdote y al entrar en el patio escucho, por segunda vez, el canto del gallo. Y al parecer, nada ha cambiado en la mansión de Caifás; pero no es así: el cisco y la grita de la servidumbre han subido de tono y, en medio de aquella jauría y cercado por los chacales que lo acosan, el Maestro me mira, mirada que, abrumado, esquivo mientras, a empellones, es ahora conducido ante el gobernador. Y con aquella mirada me dijo todo. La única respuesta que cabe a veces frente a lo incomprensible de nuestro propio corazón es el silencio, un silencio repleto de palabras que no llegan a expresarse. ¡Ah, Josefo! Desde ese momento mi vida es una desesperada búsqueda de perdón. El milagro se repitió una y mil veces. Cuántas veces retorné al pasado y cuántas desandé el tiempo, la noche y el camino y en todas ellas desesperé y en todas siempre llegué tarde: las palabras habían sido dichas y lo hechos se habían consumado. El escarnio del madero era irreversible. Y así durante treinta y siete años he intentado, día a día, llegar a tiempo para salvar al Maestro, rescatarle y redimirme pero, oh dolor, siempre llegué tarde. Ten por seguro, Josefo, y al decirte esto no busco darte lecciones, pero no basta arrepentirse de un acto para borrar el pasado. El perdón no suprime el hecho malvado, solo lo aliviana… Entre el pasado irredimible y el futuro impredecible está la inescrutable mirada de Dios. Lo hecho, hecho está y lo dicho, dicho queda. Dios asecha en los intersticios del tiempo: los instantes son de Él; la escoria de los días, nuestra es. Cuando retorno al instante de mi acto traidor con el deseo de enmendarlo, siento que ese acto ya me ha cambiado, el mundo mismo ya es otro; si hay un futuro ese es infinito, es la eternidad de Dios y si hay un pasado, ese es mío, inalcanzable y en cuyo laberinto me extravío. Yo lo entregué, Roma lo condenó y, por ello, juré combatir a Roma. Aparentemente, fue esa una manera de darme un destino. Mas, debo confesarlo, he fracasado: el

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penitente nunca fue perdonado y el patriota nunca dejo de ser un traidor. Mi más vivo deseo es entregarme esta noche a mis enemigos. Estoy cansado de esquivar mi destino… Créeme, Josefo, desde hace siglos ya sabía cómo yo iba a morir.

Un acceso de tos le cortó el aliento. Cuando se recuperó escupió reiteradamente al fuego que languidecía en la fogata. Su rostro rezumaba ahora odio y despecho. Mientras tanto, a nuestras espaldas había ido creciendo el rumor de los soldados que descendían por el graderío que conducía a la taberna del egipcio. Al verlos llegar, Saduj salió a su encuentro. Es a mí a quien buscan. Les estoy esperando, dijo, y se entregó. Al igual que él me entregué también. Nos maniataron y llevaron a una mazmorra infestada de ratas; allí esperamos el amanecer. A primera hora, Saduj fue conducido a lo alto de la Torre Antonia, desde donde fue arrojado a uno de los barrancos que la circundan. Su cuerpo destrozado permaneció allí varios días para pasto de buitres y escarmiento de sediciosos. En cuanto a mí, ese mismo día fui presentado ante el praetor que Roma había enviado a Judea para sofocar la sublevación que bullía, cada vez más, en Jerusalén. Fui juzgado y sentenciado a prisión de por vida, sentencia que, a poco, fue conmutada por el mismo praetor cuando se enteró que más útil le sería como scriptor suyo, pues alguien le habó de mis saberes griegos, latinos y arameos, por lo cual ordenó que, en adelante, permanecería a su servicio ocupándome de sus letras, recalcando en aquello de epistulam scribere. La profecía que Saduj lanzara aquella memorable noche no había tardado en cumplirse ya que, para sorpresa mía, me vi convertido, tal como él lo anunciara, en el servidor de un romano que ejercía el poder de la espada. Ello me impulsó a que, luego de cimentar recíprocas confianzas entre mi amo y yo, me atreviera a vaticinarle aquello que también Saduj lo había augurado, esto es, que cercano estaba el día en que él ceñiría la corona de César. Hecho que no tardó en ocurrir ya que, en efecto, mi benefactor ascendió al trono del imperio con el glorioso nombre de

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Vespasiano. Impresionado de mi supuesto don profético, mi señor me colmó de bienes y honores llegando, como dije, a ser parte de la honorable estirpe de los Flavios a la que él, por antigua gens, pertenece.

Sumergido en el vapor de estas termas y con el sudor que chorrea por mi cuerpo desnudo, escucho todavía la voz ronca y desgarrada de Saduj. La recurrente pesadilla de esa noche de confidencias ha regresado ahora, y su rostro, amargo y seco, ha empezado a desvanecerse en la bruma espesa y sofocante que ahora me circunda. Nunca logré saber si sus palabras deseaban develar ese misterio que él encarnaba o, por el contrario, buscaban sumirlo en otro más hondo. Porque el patriota al traidor esconde… recuerdo que me dijo antes que los soldados llegaran. Porque soy la doblez, ya que ni siquiera Saduj es mi nombre; Saduj es la máscara que a mi rostro esconde, mi nombre, aquel que execrarán las generaciones venideras, se descifra leyendo de atrás hacia delante los rasgos de mi máscara…. Extraña historia la suya, historia que, al igual que otras mías, espero consignarla en ese libro que crece cada día, pues llevo algunos años escribiéndolo; confesiones con las que también espero aliviarme de culpas ya que tanto él como yo tenemos felonías que contar.

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COLABORARON

LUIS ALBERTO AMBROGGIO Academia Norteamericana de la Lengua Española

Escritor, ensayista, representante destacado en la vanguardia de la poesía hispanoamericana en los Estados Unidos, según la Casa de América. Miembro numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), correspondiente hispanoamericano de la Real Academia Española, del PEN, Presidente de la Delegación en Washington D.C. de la ANLE. Entre sus publicaciones cabe mencionar Difficult Beauty: Selected poems 1987-2006 (2009), erotismo terrenal en un registro lírico según el Premio Pulitzer Oscar Hijuelos; La arqueología del viento (2011), International Latino Book Award 2013; Al pie de la Casa Blanca. Poetas hispanos de Washington, D.C. (2010). Su obra, incorporada por la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. a sus Archivos de Literatura Hispanoamericana, ha sido objeto de cursos, ensayos y libros, entre ellos El cuerpo y la letra: Poética de Luis Alberto Ambroggio (2008), y El exilio y la palabra. La trashumancia de un escritor argentino-estadounidense (2012), En el jardín de los vientos. Obra Poética (1974-2014). Luis Alberto Ambroggio (Córboba, Argentina: 1945. Reside desde 1967 en los EE.UU.) [email protected] http://es.wikipedia.org/wiki/Luis_Alberto_Ambroggio

OLVIDO ANDÚJAR Academia Norteamericana de la Lengua Española

Licenciada en Periodismo, Certificado para la enseñanza de la lengua y la literatura españolas, Máster en Historia y Estética de la Cinematografía y Doctora con mención Cum Laude en American Studies. Ha sido profesora de la Universidad Europea de Madrid, de la Universidad de Alcalá, de la University of Malta y de la Universidad Autónoma de Bucaramanga, en Colombia. Es investigadora del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos de la Universidad de Alcalá y colaboradora de la Academia 307

Norteamericana de la Lengua Española. Sus líneas de investigación son los estudios fílmicos; el jazz en el cine; la enseñanza del español como segunda lengua; y la cultura y letras hispanas. Entre sus publicaciones destacan El jazz en el cine: el músico de jazz va al frente y El músico de jazz en el primer cine sonoro, en Revista de Libros la Torre del Virrey; Salva a la animadora, salva el mundo. Una lectura propagandística de Héroes, en Frame; El cine que nunca fue mudo, en Síneris; Lady Sings the Blues. La construcción del personaje cinematográfico de Billie Holiday, en Estudios de Mujeres. Volumen VII. Diferencia, (des)igualdad y justicia; y La representación del personaje hispano en la nueva ficción televisiva norteamericana. El caso de Desperate Housewives, en Nuevas reflexiones en torno a la literatura y cultura chicana. [email protected]

FRANCISCO ARELLANO OVIEDO Academia Nicaragüense de la Lengua

Francisco Arellano Oviedo (Granada, Nicaragua, noviembre de 1941). Es poeta, ensayista y ha incursionado en el cuento, el teatro y la crónica; fue durante muchos años catedrático de latín y griego en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, Managua, donde también fue secretario de facultad y director docente metodológico. Fue catedrático también de la Universidad Centroamericana y de la Universidad Católica de la que fue el primer secretario general. En la UNI fue fundador y director de la revista Nexo. En el Ministerio de Educación fue asesor de ministro y fundador de la revista Maestro. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua de la que fue secretario y actualmente es su director. Es miembro correspondiente de la Real Academia Española y en tres oportunidades ha sido miembro de la Comisión Permanente que tiene su sede en Madrid. Es autor de doce libros y coautor de varias obras. Ha editado más de 600 libros. En Guatemala obtuvo dos primeros lugares en concursos de poesía; es Premio Nacional Rubén Darío, en la rama de teatro. Su Diccionario del español de Nicaragua ha tenido tres ediciones y ha sido comentado por destacados lexicógrafos en varias capitales de Hispanoamérica. [email protected]

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MARTA ELENA COSTA Academia Norteamericana de la Lengua Española

Algunas de sus publicaciones son: Los inmigrantes, Bs. As, Centro Editor de América Latina, 1972; Renovación de contenidos curriculares: aporte para el estudio sobre el currículo de lengua, en Revista Interamericana de Educación de Adultos, OEA, Vol. 1, N° 4, pp. 558-571, 1978; Pruebas objetivas para evaluar la comprensión en lectura, en Lectura y vida, IRA, año 5, N° 1, pp. 16- 33, 1984; Aportes de las ciencias del lenguaje para la consideración de la cali- dad en educación y su evaluación, en Revista Iberoamericana de Educación, Madrid, OEI, 1996, Nº 10, pp.79-99; A Avaliaçao de Desempenho na Area de Lingua na Argentina: a Utilizaçao de Provas Objetivas, en Ideias, Governo do Estado de Sao Paulo, Nº 30, San Pablo, Brasil, 1998, pp. 39-88; A propósito de la dialogicidad en el Quijote: el encuentro de Don Quijote con los cabreros; oralidad y escritura en el diálogo con Pedro, en La Universidad por un nuevo humanismo, Bs. As, EUDEBA, 2001; Literatura paraguaya, en suplemento cultural de Clarín, 12-08-73; Suplana c eeaa, sin fraude ni malas artes, en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, tomo LXVI, Enero-Junio de 2001, N° 259-260, pp. 9- 58, 2002; Diz que, una marca de modalidad en el habla de Hispanoamérica, en Flawiá de Fernández, N. y S. Israilev (comps.), Hispanismo, Discursos culturales, identidad y memoria, vol. III, FFyL, Universidad Nacional de Tucumán, 2006, pp. 311-327. [email protected]

RAFAEL COURTOISIE Academia Nacional de Letras del Uruguay

Poeta, narrador y ensayista. Miembro de número de la Academia Nacional de Letras. Ha sido profesor de Literatura Iberoamericana y Teoría Literaria en el Centro de Formación de Profesores del Uruguay, de Narrativa y Guión Cinematográfico en la Universidad Católica del Uruguay y en la Escuela de Cine del Uruguay. Su antología Tiranos temblad obtuvo el Premio Internacional de Poesía José Lezama Lima (Cuba, 2013). Acaba de aparecer en España su libro El lugar de los deseos (Valencia, editorial pre-textos) y la segunda edición (en Uruguay) de Partes de todo (ensayo-poesía). Santa Poesía acaba de obtener el Premio Bartolomé Hidalgo (Premio Nacional de la Crítica, Uruguay). Santo remedio (Madrid, Lengua de Trapo, 2006) y El ombligo del cielo (Santiago de Chile, 2012) son sus más recientes novelas. 309

Ha recibido, entre otros, el Premio Fundación Loewe de Poesía (España, Editorial Visor, jurado presidido por Octavio Paz), el Premio Plural (México, jurado presidido por Juan Gelman), el Premio de Poesía del Ministerio de Cultura del Uruguay, el Premio Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica de Narrativa, el Premio Internacional Jaime Sabines (México) y el Premio Blas de Otero (España). Es autor de la Antología Plural de la Poesía Uruguaya del siglo XX (Seix Barral, 1995), de la Antología de la poesía uruguaya del siglo XX (Editorial Visor, Madrid, 2010), junto con Basilio Belliard, de la antología Plata Caribe (Poesía Dominicana y Uruguaya del siglo XXI) y de la Antología de microrrelatos uruguayos del siglo XXI (2011), entre otras. [email protected]

JORGE I. COVARRUBIAS Academia Norteamericana de la Lengua Española

Periodista y académico de origen argentino. Editor en el Departamento Latinoamericano de The Associated Press en Nueva York, secretario general de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y miembro correspondiente de la Real Academia Española (RAE). Como periodista ganó el Premio Tom Wallace de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) junto con un grupo de escritores de la AP e individualmente el segundo Premio de Periodismo de La Nación en Buenos Aires. Ha tenido 40 asignaciones con la AP en 38 países. Es uno de los autores del primer Manual de Estilo en español de la Associated Press. Es autor del Manual de técnicas de redacción periodística. Como secretario de la ANLE, es coautor y coeditor de Hablando bien se entiende la gente 1 y 2 y Gabriela Mistral y los Estados Unidos. Es también autor de Convergencias, Los siete personajes del periodismo, Cuentos insólitos e Inmigración y ciudadanía en Estados Unidos. Ha participado con ponencias en los Congresos de la Lengua I y V, y como bloguero oficial en el Congreso VI; en la Enciclopedia del español en el mundo y en la Enciclopedia del español en Estados Unidos. Ha dado conferencias, charlas, talleres sobre periodismo, literatura y lingüística en Nueva York, Buenos Aires, Caracas, Bogotá, México DF, Panamá, Tegucigalpa, San Salvador, Managua, San Juan de Puerto Rico, Burgos y San Millán de la Cogolla (España), Praga y Ceske Budejovice (República Checa). Licenciado en letras hispánicas en la New York University of New York en Stony Brook. Premios de cuento, ensayo y 310

poesía. Medalla de plata como homme de lettres en la Academia Ciencias- Artes-Letras de París. Después de tres años en el Canal 41 de Nueva Jersey (Univisión), ahora aparece, junto con otros colegas de la ANLE, en MundoFox de Los Angeles con breves consejos sobre el idioma, y es el edito de eac La ega a La aaba de da e Yah e Español. [email protected]

JORGE DÁVILA VÁZQUEZ Academia Ecuatoriana de la Lengua

Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca, donde fue docente. Escritor y crítico de arte. Miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Obras: María Joaquina en la vida y en la muerte (novela) y Este mundo es el camino (cuentos), Premio Aurelio Espinosa Pólit 1976 y 1980; Los tiempos del olvido (cuentos), premio CCE, 1977; Con gusto a muerte y Espejo Roto (premio CCE, 1990) (teatro); De rumores y sombras (novelas cortas), 1991; Cuentos breves y fantásticos y Acerca de los ángeles,1995; César Dávila Andrade, combate poético y suicidio (ensayo), 1998; La vida secreta (novela breve) y Memoria de la poesía (lírica), 1999; Piripipao (novela breve), 2000; reed. 2013; Entrañables, Libro de los sueños y Arte de la brevedad (cuentos), 2001; Río de la memoria (poesía), 2004 y 2005; La luz en el abismo (antología de cuentos), 2004. Minimalia, cien historias cortas, 2005, y La noche maravillosa, antología, 2006. Árbol aéreo (lírica); Temblor de la palabra (antología de lírica), 2009. Diccionario Inocente (poesía infantil), 2009. Sinfonía de la ciudad amada, libro-poema, 1ª ed. 2010; 2ª 2012 . La diminuta voz (poesía para niños), 2012. Jardín Nocturno (poesía), 2012, Ourense, España, La oveja distinta y otros cuentos, Premio Cesar Dávila Andrade, Ministerio de Cultura, 2010, Danza de fantasmas (narraciones), 2011, El sueño y la lluvia (novela), 2011, Personal e intransferible (poesía), 2014, Ángel sin misión (Cuentos escogidos), 2014. [email protected]

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JUAN CARLOS DIDO Academia Norteamericana de la Lengua Española

Profesor universitario, locutor nacional, periodista y escritor. Actualmente es catedrático de la Carrera de Locución en la Universidad Nacional de La Matanza (UNLM) y miembro del Centro de Estudios avanzados. Es Magíster en Comunicación, Cultura y Discursos mediáticos, Licenciado en Gestión Educativa y Profesor en Letras. Ha publicado dieciséis libros, varios de ellos de carácter pedagógico tales como Clínica de ortografía, Taller de periodismo y Cómo hablar bien. Otros son de investigación y creación literaria: La fábula argentina, Identikit de los argentinos, La fábula española y Fábulas folclóricas. Los dos más recientes abordan dimensiones conceptuales y funcionales sobre educación y medios de comunicación: Radios universitarias y La radio en la escuela. Es autor de numerosos artículos publicados por revistas especializadas; entre los más recientes se destacan: Teoría de la fábula, El ensayo y la identidad argentina, La fábula en la educación de adultos y Ensayo sobre el ensayo. Varios de sus libros han merecido premios de prestigiosas instituciones, como el Primer premio en ensayo del Fondo Nacional de las Artes (1989), Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1991), y Premio de la Secretaría de Cultura de la Nación (1992), entre los más destacados. Además, ha escrito guiones para radio y televisión. Actualmente desarrolla programas sobre temas culturales en la radio universitaria. Ha sido expositor en varias ediciones de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires y ha ofrecido conferencias en instituciones educativas y culturales sobre temas de su especialidad. [email protected]

DELIA DOMÍNGUEZ Academia Chilena de la Lengua

Delia Domínguez Mohr (Osorno, 1931), poetisa chilena, pertenece a la llamada generación literaria de 1950. Estudió Derecho en la Universidad de Chile, pero abandonó leyes para administrar el fundo familiar Santa Amelia de Tacamó. Jefa de redacción de revistas Orfeo y Paula, columnista, crítica literaria y panelista permanente en programas culturales de radio. Directora de la Sociedad de Escritores de Chile y de su revista Alerce. Miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua (1991) y correspondiente de la 312

Real Academia Española (1987). Su discurso de incorporación se tituló Señales de una Poesía Mestiza en el Paralelo 40 Sur. Sus poemas han sido traducidos a varios idiomas: alemán, inglés, mapudungun, portugués, rumano. Nominada cuatro veces al Premio Nacional de Literatura. Entre otros reconocimientos: Medalla de Oro Federación de Rodeo de Chile, por ser quien se ocupó más, en su literatura, de la tradición campesina chilena; Hija Ilustre de la ciudad de Osorno (1992); Premio Consejo Nacional del Libro (1996); Premio Universidad Mayor de Santiago (2001), por su trayectoria; Finalista del Premio Altazor de Poesía (2001); Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda (2005). Ha publicado 15 libros de poesía, entre ellos: La tierra nace al canto (1958); Parlamentos del hombre claro (1963); Contracanto (1968); El sol mira para atrás (1973, 1975, 1980); Pido que vuelva mi ángel (1982); La gallina castellana y otros huevos (1995); Huevos revueltos (2000); La gallina castellana y otros huevos (2002) en español y alemán por Curt Meyer-Clason; Clavo de olor (2004); Woman without background music (2006), en español e inglés por la Universidad de Massachusetts; El sol mira para atrás. Antología personal de poesía y prosa (2008). Muy preciada ha sido su publicación de Oficios a lo humano y lo divino, agendas anuales en 10 tomos, con textos español e inglés, que destacan la identidad chilena, las etnias precolombinas y su importancia en el espíritu del país. [email protected]

OSWALDO ENCALADA VÁSQUEZ Academia Ecuatoriana de la Lengua

Oswaldo Encalada Vásquez (Cañar, 1955). Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca (1979). Profesor de la Universidad del Azuay. Miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Últimas publicaciones: Diccionario de la vista gorda, El ángel editor, Quito. 2007; Naturaleza, lengua y cultura en el Ecuador, Corporación Editora Nacional, Universidad del Azuay, Quito, 2007; La casita de nuez (literatura para niños) El Conejo, Quito, 2007; Lengua y folclor, CIDAP, Cuenca, 2008; Artrología. CONESUP-Universidad del Azuay, Cuenca. 2009; Mitología ecuatoriana, Corporación Editora Nacional, Quito, 2010; El milizho, Alfaguara, Quito, 2010 (Premio Darío Guevara Mayorga, Quito, 2010); Gabichuela y el país de los estornudos, Santillana, Quito, 2010; Glosario del patrimonio cultural inmaterial del Azuay (coautor), INPC, Cuenca, 2011; Los pergaminos de 313

Jarislandia, Editorial Norma, Quito, 2011; Regionalismo, lengua y contrastes, Corporación Editora Nacional, Quito, 2011; Superstición y cultura en Ecuador, Corporación Editora Nacional, Quito, 2013; El abecé de la niña Lola, Universidad de Cuenca, 2013. [email protected]

DAVID ESCOBAR GALINDO Academia Salvadoreña de la Lengua

(Santa Ana, El Salvador, 1943). Poeta, narrador, dramaturgo, fabulista, aforista, antólogo y articulista. Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales. Se desempeñó como Director de la Biblioteca Nacional de El Salvador en 1971. Fue Director de Organismos Internacionales del Ministerio de Relaciones en 1972. Desde 1973 formó parte de la Comisión de Diálogo que negoció la paz con Honduras, luego del bélico de 1969, y que se firmó en 1980. Entre 1989 y 1992 fue miembro de la Comisión de Diálogo que negoció la paz interna en El Salvador, cuyo Acuerdo fue firmado en México, D. F., el 16 de enero de 1992. Es Académico de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, desde 1975, y fue Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua entre 2006 y 2011. Miembro del Consejo Ejecutivo de la UNESCO, en París, de 1993 a 1997. Actualmente se desempeña como Rector de la Universidad Dr. José Matías Delgado, en San Salvador. Publica semanalmente artículos de opinión en el periódico La Prensa Gráfica, de El Salvador. Desde 1969, ha publicado más de 60 libros en las diversas ramas literarias de su especialidad. Ha ganado premios literarios nacionales e internacionales en Guatemala, Costa Rica y España, el último de los cuales es el Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística, con su poemario Hombre hacia Dios (2011). [email protected]

VÍCTOR FUENTES Academia Norteamericana de la Lengua Española

Víctor Fuentes salió de España en 1954. Tras pasar por varios países de Europa y América, llegó a Nueva York, donde hizo estudios en la Universidad de Nueva York, doctorándose en 1965. Desde entonces fue 314

catedrático de español en la Universidad de California, Santa Bárbara. En la actualidad es profesor emérito y miembro numerario de la ANLE, desde julio del 2011. Ha publicado numerosísimos ensayos críticos y libros en sus áreas de especialización. Entre ellos destacan: La marcha al pueblo en las letras españolas (1917-1936),1980 y 2005; El cántico material y espiritual de César Vallejo; Benjamín Jarnés, biografía y metaficción. Con Buñuel, cine y literatura, ganó el Premio Letras de Oro, en 1989. Ha publicado también ediciones críticas de La Regenta y de Misericordia, y de dos antologías: Poesía bohemia española y Cuentos bohemios españoles. Ha sido coeditor de Ventana Abierta, revista latina de literatura arte y cultura (1995-2013). Es autor de una novela Morir en Isla Vista (de próxima publicación en versión en inglés) y dos libros de memorias: Bio-grafía americana (50 años de un inmigrante en Estados Unidos) y Memorias del segundo exilio español (1954-2010). [email protected]

MANUEL GARRIDO PALACIOS Academia Norteamericana de la Lengua Española

Ha publicado: Alosno, palabra cantada, Fondo de Cultura Económica (Antropología) México-Madrid; Aún existen pueblos, Centro de Cultura, Salamanca; De viva voz, Castilla Ed, Valladolid; Viaje al País de las Leyendas (Etnografía) Castilla, Valladolid; Álora la bien cercada, Castilla, Valladolid; El Abandonario (Novela), Calima Ed. Mallorca; LAbadi (Roman), Ed. LHaaa, Pa; El hacedor de lluvia (Novela), Calima, Mallorca; Le faiseur de pluie (Roman), Ed. LHaattan. Paris; Noche de perros (Cuentos), AR Ed. Sevilla y Calima, Mallorca; Nuit de chiens, Ed. LHaaa. Pa; Memoria de las tormentas (Novela), Calima, Mallorca; Dos historias de amor (Cuentos), Ed. Hispanoamericana, Málaga; Sepancuantos (Etnog.), Ed. Huebra. Aracena; El pámpano roto (Antrop.), Calima, Mallorca; Fabulario de las aves (Calima, Mallorca; Retablillo del aprendiz y el maestro (Cuentos), Ed. Huebra, Aracena; Diccionario de palabras de andar por casa, Universidad de Huelva; El cancionero de alosno, Castilla, Valladolid; Poemario de los juegos, Castilla, Valladolid; Historias de un destiempo (Cuentos), Onuba Ed.; Voces de la Sierra (Etnog.), Ed. Huebra; El clan y otros cuentos, Calima. Mallorca. [email protected]

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ISAAC GOLDEMBERG Academia Norteamericana de la Lengua Española

(Chepén, Perú, 1945). Reside en Nueva York desde 1964, ha publicado los siguientes libros, entre otros. En narrativa: La vida a plazos de don Jacobo Lerner (1978), Tiempo al tiempo (1984), El nombre del padre (2001), Tierra de nadie (2006) y Acuérdate del escorpión (2010). En poesía: De Chepén a La Habana (1973), Hombre de paso /Just Passing Through (1981), La vida al contado (1992), Peruvian blues (2001), Los autorretratos y las máscaras /Self-Portraits and Masks (2002), Los Cementerios Reales (2004), Libro de las transformaciones (2007), La vida breve (2011), Diálogos conmigo y mis otros (2013) y Libro de las Raíces/Saphi Libro (2014). En teatro: Hotel AmériKKa (2001), Golpe de gracia (2003) y Monos azules en Times Square (con Juan Martins, 2008). Su obra ha sido traducida a varios idiomas y publicada en numerosas revistas y antologías de América Latina, Europa y los Estados Unidos. En el 2001 su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner fue seleccionada por el Yiddish Book Center de Estados Unidos como una de las 100 obras más importantes de la literatura judía mundial de los últimos 150 años, y en el 2003 su obra Golpe de gracia recibió el Premio Estival de Teatro, en Venezuela. Actualmente, es Profesor Distinguido de Humanidades del Eugenio María de Hostos Community College de The City University of New York, donde también dirige el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista internacional de cultura Hostos Review. [email protected]

EDUARDO GONZÁLEZ-VIAÑA Academia Peruana de la Lengua Española

Estudió en la Universidad Nacional de Trujillo, Perú. Se graduó de abogado e hizo un doctorado en Literatura. A los 25 años de edad, obtuvo el Premio Nacional de Cultura del Perú con su libro Batalla de Felipe en la casa de las palomas (Losada). Es autor de unos 40 libros entre novelas, ensayos y libros de relatos. En 2000, su libro sobre los latinos que viven en los Estados Unidos, Los sueños de América (Alfaguara) traducido al inglés American Dreams (Arte Público, Houston 2005) y reeditado doce veces, obtuvo el Premio Latino de Literatura de los Estados Unidos. Antes, en 1999, había recibido el Premio Internacional Juan Rulfo por el relato Siete días en 316

California. El corrido de Dante (Arte Público, University of Houston 2006) es una novela que relata la odisea de la inmigración hispanoamericana en los Estados Unidos. En 2007, apareció en inglés como Dae Ballad (Arte Público, University of Houston 2007) y en italiano como La Ballata di Dante (Gorée Edizioni 2007). Además, con ella el autor ganó el Premio Internacional Latino de Literatura de los Estados Unidos 2007. Su obra Vallejo en los infiernos es la primera novela sobre la vida juvenil del gran poeta. Desde la década del noventa, González Viaña reside en los Estados Unidos. Es catedrático en Western Oregon University. [email protected]

ULISES GONZALES Academia Norteamericana de la Lengua Española

Ulises Gonzales (Lima, 1972), obtuvo la licenciatura en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Lima y se le otorgó la maestría en literatura inglesa en Lehman College, City University of New York, donde actualmente ejerce la docencia. Ha publicado la novela País de hartos (Estruendomudo, 2010). Sus cuentos han sido publicados en Revista de Occidente, The Barcelona Review, Frontera D, Luvina de Guadalajara y en Renacimiento de Sevilla. Ha publicado crítica literaria en Hueso Húmero y artículos en La Opinión de A Coruña y en El Comercio. Fue fundador de la revista de historietas Resina. Después de mochilear por toda Sudamérica y Europa decidió afincarse en Estados Unidos. Vive en Nueva York. [email protected]

PEDRO GUERRERO RUIZ Academia Norteamericana de la Lengua Española

Catedrático de la Universidad de Murcia, experto evaluador y colaborador de la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva, del Ministerio de Educación, así como de las agencias regionales de evaluación científica de Valencia, Castilla y León y Andalucía. Investigador Principal en proyectos de investigación internacionales con universidades de Estados Unidos y Canadá. Con quince libros de investigación y ciento doce artículos, así como seis libros de poesía, ha sido ponente invitado de cuarenta congresos 317

internacionales, miembro del Comité Científico de treinta congresos internacionales, editor invitado por revistas extranjeras para coordinación de monográficos, presidente de siete congresos internacionales, ha impartido, por invitación, más de cien conferencias en España y en el extranjero, así como dirigido quince tesis doctorales. Ha sido profesor invitado por las siguientes universidades: Kentucky, Asbury, Transylvania, Georgetown, Arizona, Glasgow, Indiana of Pensylvannia, Davidson, Toronto, Miami, Berna, Lausanne, La Habana, Nazareth of Rochester, St. John's, Niagara, Monroe Community, Columbia, Boston, Harvard y Cincinnati. Miembro de comités de revistas: Romance Quarterly, Cuadernos de ALDEEU, Letras Peninsulares; Scripta Mediterránea, Anuario L/L. Estudios Literarios; Lenguaje y Textos, Ocnos, Multiárea y Educatio Siglo XXI. [email protected]

JORGE KATTÁN ZABLAH Academia Norteamericana de la Lengua Española

Nació en Quezaltepeque, El Salvador, en 1939. Se tituló de Jurisprudencia en Chile (1963) y de Doctor en literatura española y latinoamericana en los Estados Unidos (1975). Ha publicado las siguientes colecciones de cuentos: Estampas pueblerinas (Costa Rica), Acuarelas Socarronas (España), Por el carnaval de la vida (Costa Rica), Cuentos de Don Macario (El Salvador), Pecados y pecadillos (El Salvador) y El Ilusionista (Estados Unidos). Es también autor de un libro sobre el tema de Don Juan en el teatro europeo (Ensayo, Ministerio de Educación de El Salvador). Sobre su narrativa se han publicado numerosos ensayos y se han dictado conferencias en varias universidades de Los Estados Unidos. Sus cuentos aparecen en revistas de España, Estados Unidos y Latinoamérica y figuran en antologías, centroamericanas y continentales. Muchos de sus relatos tienen lugar en Cojontepeque, una ciudad mítica localizada a la vera de Macondo y Comala. Durante casi dos décadas fue Jefe del Departamento de Español en la entidad educativa Defense Language Institute de los Estados Unidos, una importante academia de lenguas del Departamento de Defensa. En la actualidad es Director Emérito de ese Departamento de Español. [email protected]

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MARÍA ROSA LOJO Academia Norteamericana de la Lengua Española

María Rosa Lojo es argentina, hija de padres españoles. Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, se desempeña como Investigadora Prin- cipal del CONICET y es profesora del Doctorado en Letras en la Universi- dad del Salvador (Buenos Aires). Su obra de investigación y ensayo se ha plasmado en nueve libros y más de ciento sesenta artículos y capítulos de libro. Publicó siete novelas: la última, Árbol de familia (2010), y cuatro volúmenes de cuento. Bosque de ojos (2011) reúne sus microficciones y poemas en prosa. Obtuvo numerosos reconocimientos literarios, entre ellos: Premio del Instituto Literario y Cultural Hispánico de California (1999), Medalla de Plata al Mérito de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (2002), Premio Kónex a las Letras (década 1994-2003), Premio Nacional Esteban Echeverría (2004), Medalla de la Hispanidad (2009), Medalla del Bicentenario otorgada por la Ciudad de Buenos Aires (2010), Premio Saúl Taborda en Letras (2011). Su obra de ficción ha sido traducida parcialmente al inglés, italiano, francés, gallego y tailandés. [email protected]

FERNANDO MARTÍN PESCADOR Academia Norteamericana de la Lengua Española

Fernando Martín Pescador (Zaragoza, 1968). Doctor en Filología Inglesa. Ha dedicado gran parte de su carrera profesional a trabajar por y para la educación pública en España y en Estados Unidos. Ha colaborado en diversas publicaciones para la enseñanza del inglés en España con las editoriales Pearson, Heinemann y Oxford. Ha colaborado como redactor con el programa cultural La Mandrágora de Radio Televisión Española y como cronista y colaborador literario con el periódico Heraldo de Aragón. En 2004 publicó su primera novela, Hamburguesas (Editorial Xordica), una novela vivencial sobre la educación en un ghetto de los Estados Unidos. En 2012 publicó su segunda novela, Carabinieri (Editorial Xordica), un disparatado relato sobre el concepto de la seguridad en los inicios del siglo XXI. En 2012 pasó a formar parte del consejo editorial de la RANLE. En 2013 publicó la traducción al español del libro La Educación de los estudiantes de inglés para un mundo en constante transformación (Fuente Press), de Virginia Collier y Wayne Thomas. En 2013, también, se convirtió en 319

colaborador oficial de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Su bitácora literario-electrónica puede encontrarse en: http://fernandomartinpescador.wordpress.com/ [email protected]

MARICEL MAYOR MARSÁN Academia Norteamericana de la Lengua Española

Nació en Santiago de Cuba. Poeta, narradora, dramaturga, ensayista, editora, crítica literaria, traductora, directora de redacción de la Revista Literaria Baquiana y miembro correspondiente de la ANLE. Ha publicado más de veinte libros en diversos géneros literarios. Sus libros más recientes de poesía son: Poemas desde Church Street (2006) y Rumores de Suburbios (2009). En teatro: Trilogía de Teatro Breve (2012) y Las Tocayas (2013). Su obra ha sido traducida parcialmente al chino, inglés, italiano y sueco. Sus poemas, cuentos, obras teatrales, ensayos y artículos han sido publicados en revistas y antologías en América Latina, Asia, EE.UU., Europa y el Medio Oriente. Ha recibido varios premios y reconocimientos en Chile y Estados Unidos. Participó en la redacción de la Enciclopedia del Español en los Estados Unidos (Anuario del Instituto Cervantes) en Madrid, España (Santillana, 2008). La editorial Holt, Rinehart & Winston ha incluido su poesía en los libros de texto: Exprésate (2006- 2010) y Cultura y Lenguaje (2007-2010), que se utilizan para el estudio del español en las escuelas a nivel secundario de la nación norteamericana. En el año 2010 fue seleccionada entre los 100 latinos más destacados de la ciudad de Miami por su labor cultural. Para más información acerca de la autora: www.maricelmayormarsan.com [email protected]

JOSÉ MARÍA MERINO Real Academia Española

Coruñés de nacimiento (1941) es Hijo Adoptivo de León. Miembro de la Real Academia Española (silla m) donde ejerce el cargo de Vicesecretario. Tesorero de ASALE. Patrono de la Fundación de la Lengua Española y de la Fundación Alexander Pushkin. Nombrado Hans Christian Andersen Ambassador por el gobierno danés en 2005. Su obra literaria, dedicada a la 320

poesía en sus inicios, se centra en la novela, el cuento y el minicuento. Es además ensayista y antólogo de cuentos literarios y de leyendas. El mundo hispanoamericano está presente en muchas de sus obras. Ha sido galardonado con numerosos premios, entre los que destacan el Nacional de la Crítica (novela La orilla oscura) el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (novela Los trenes del verano/ No soy un libro); el Miguel Delibes de narrativa (novela Las visiones de Lucrecia) o el Torrente Ballester de narrativa (novela El lugar sin culpa). Su última obra publicada es la novela El río del Edén (Alfaguara, 2012) que ha merecido el Premio Castilla y León de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa. [email protected]

ROBERTO MODERN Academia Argentina de Letras

Poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, traductor. Doctor en Filosofía y Letras, Abogado y Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. Reside en Buenos Aires. Ex becario de la Fundación Alexander von Humboldt-Stiftung de Germanística, ha traducido a varios poetas alemanes, ha publicado numerosos ensayos sobre literatura alemana y ha sido profesor titular de esa materia en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de La Plata. Desde la publicación de su primer poemario, Distanciado cielo (1963), hasta la fecha ha publicado veinte libros de poesía, cinco volúmenes de piezas teatrales y diez de narrativa. Entre estos últimos, uno integrado por microficciones: El libro del Señor de Wu (1980). Últimas publicaciones: Teatro vol. 5 (2011); los libros de relatos Juegos de palabras (2011) y De manías y otras anomalías (2013) y los poemarios Hacia donde (2011), Reencarnaciones (2012) y Piccolo finale, gran finale (2014). Su obra ha recibido numerosos premios y distinciones. Es correspondiente de la RAE y de la ANLE y numerario de la Academia Argentina de Letras.

JUAN DAVID MORGAN Academia Panameña de la Lengua

Nació en Chiriquí, Panamá, el 6 de abril de 1942. Es abogado, egresado de la Universidad de Panamá (Suma Cum Laude), con una Maestría de la Univer- 321

sidad de Yale. Fundó, junto a su padre y su hermano, la firma Morgan & Morgan. Presidente del Patronato del Museo del Canal Interoceánico de Pa- namá desde 1996 y presidente de la Junta Directiva y de Síndicos de la Fun- dación Ciudad del Saber desde 1998; académico numerario de la Academia Panameña de la Lengua desde 2011; miembro de la Sociedad Bolivariana de Panamá, de la Cámara Panameña del Libro y Secretario de Asuntos Interna- cionales del P.E.N. Club, Capítulo de Panamá. Ejerció como miembro del Consejo Editorial y columnista del semanario El Heraldo (1995-2000) y del diario La Prensa (2000-2004). Actualmente es miembro del Consejo Consul- tivo de la revista centroamericana Estrategia & Negocios. Ha sido expositor en múltiples foros educativos, históricos, literarios y jurídicos, entre los cua- les cabe destacar su discurso en la inauguración del VI Congreso Internacio- nal de la Lengua Española celebrado en Panamá. Su obra literaria se compo- ne de los siguientes títulos: El pensamiento social de Bolívar (Ensayo 1968); Fugitivos del paisaje (Novela 1992); Cicatrices inútiles (Novela 1994; 2001); Entre el Cielo y la Tierra, Monseñor Jované y su siglo (Novela, 1996); Con ardientes fulgores de gloria (Novela, 1999); La rebelión de los poetas y otros cuentos (Cuentos, 2001); El caballo de oro (Novela, 2005); El silencio de Gaudí (Novela, 2007; El ocaso de los inocentes (Novela, 2011); Entre el honor y la espada (Novela, 2013).

FRANCISCO MUÑOZ GUERRERO Academia Norteamericana de la Lengua Española

Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Es- pañola (ANLE). Escritor. Ex secretario general de la Fundación del Español Urgente-Fundéu. Nacido en San Roque (Cádiz), se trasladó a Madrid para estudiar ciencias físicas. En 1981 ingresó en la Agencia Efe, donde fue ase- sor de la presidencia, secretario general de la Fundación Efe y jefe del Servi- cio de Publicaciones, Análisis y Estilo. Exdirector de la revista de lingüística Donde dice..., de la Fundéu. Colaborador del Libro de Estilo Garrigues y coautor de los libros de estilo de los colegios de abogados de Madrid y Gra- nada y del de Red Eléctrica de España; miembro de la Comisión Lingüística para la Terminología Española (COLTE), de la RAE. Ha organizado, coor- dinado e impartido cursos, talleres y conferencias sobre lenguaje en España, Portugal, Bélgica y Luxemburgo. Figura en los volumen colectivo de relatos Muelles de Madrid (Sílex Ediciones, 2003) y Cuentos sanroqueños (Edicio-

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nes SM, 2006). Es autor de las novelas El Bosque del Rey (Fundación Luis Ortega Bru, 2002), Las colinas del Edén (Random House Mondadori-Plaza Janés, 2006) traducida a varios idiomas y finalista del Premio Andalucía de la Crítica 2007 y Las puertas secretas de Sefarad (Tagus-Planeta, 2013). [email protected]

JOSÉ LUIS NAJENSON Academia Norteamericana de la Lengua Española

Nacido el 17 de Mayo de 1938, en Córdoba, Argentina. Reside en Israel desde 1983. Es Doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge, Inglaterra, y Miembro correspondiente en Israel de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, desde el año 2000. Escritor y poeta, ha publicado los siguientes libros de literatura: Nocturnas (poesía, 1959); Tiempo de arrojar piedras: cuentos de ficción política y religiosa (1981); Memorias de un Erotómano y otros cuentos (1991); Pardés-Sefarad (poesía, 1995); Diario de un Voyeur (novela, 2002); Licantropía y otros cuentos sublunares (2003); El juego ha terminado(novela); Cuentos con el Otro Borges y otros escritos (2010); El Secreto del General (novela, 2010); El traje de novio embrujado (2010); ¡Aquí hay gato encerrado! Y otros cuentos de horror y de coraje (2011). Ha recibido más de 60 premios literarios, entre ellos: Pe Pe A Cadeade Naaa (Agea, 1987); Pe Pe Baea de Pea (Baea, España, 1996); Primer Premio Ieaca de Pea, Cdad de Che(UNEAC, Saa Caa, Cba, 1999); Primer Premio en la categoría de Poesía, del II Concurso Ieaca de Rea Pea de Teca Mgca, de La Revelación (Madrid, 2008). [email protected]

JULIO ORTEGA Academia Norteamericana de la Lengua Española

Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima, y publicar su primer libro, La contemplación y la fiesta (1968), emigró a Estados Unidos invitado por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de 323

profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánicos y actualmente lo es del Proyecto Transatlántico. Ha dictado cursos en Harvard, NYU, Granada, Las Palmas, Puerto Rico, U. Central de Venezuela, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998, la Orden del mérito en Perú y la del Aguila Azteca en . Es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bitzoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). Sus últimos libros son La imaginación crítica (Chile, 2010), El sujeto dialógico (Mexico, 2010) y Trabajo crítico (La Habana, 2012). Es editor de las Obras de Carlos Fuentes en el Fondo de Cultura de México. De su crítica ha dicho Octavio Paz: Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso. [email protected]

GERARDO PIÑA-ROSALES Academia Norteamericana de la Lengua Española

Gerardo Piña-Rosales, escritor, fotógrafo, editor y profesor, nació en La Línea de la Concepción (Cádiz) en 1948. Hizo estudios superiores en la Universidad de Granada y en la Universidad de Salamanca. Ya en Nueva York (donde reside desde 1973), se doctoró por el Centro de Estudios Graduados de esa misma Universidad con una tesis sobre la literatura del exilio español de 1939. Desde 1981 ejerce como profesor de Literatura y Lengua españolas en la City University of New York (Lehman College y Graduate Center). Es director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Algunas de sus publicaciones son: Narrativa breve de Manuel Andújar (1988), La obra narrativa de S. Serrano Poncela. Crónica del desarraigo (1999); Odón Betanzos Palacios o la integridad del árbol herido (2005). En colaboración: Acentos femeninos y marco estético del nuevo milenio (2000); 1898: entre el desencanto y la esperanza (1999); Presencia hispánica en los Estados Unidos (2003); España en las Américas (2004); Hablando bien se entiende la gente (2010); Gabriela Mistral y los Estados Unidos (2011); El español de los Estados Unidos: E Pluribus Unum? 324

Enfoques interdisciplinarios (2013). Entre sus obras de creación destacan las novelas Desde esta cámara oscura (2006) y Los amores y desamores de Camila Candelaria (2014). [email protected]

ALISTER RAMÍREZ MÁRQUEZ Academia Norteamericana de la Lengua Española

Alister Ramírez Márquez (Armenia, Colombia) es comunicador social de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y tiene un doctorado en literatura hispanoamericana del Graduate Center, The City University of New York. Ha publicado Reportaje a 11 escritores norteamericanos (Planeta, 1996), la novela Mi vestido verde esmeralda (Ala de Mosca, 2003), traducida al inglés My Emerald Green Dress (2010) y al italiano Il mio vestito verde smeraldo (2010), ganadora del Premio 2005 de Literatura en la Categoría Internacional otorgado por el Círculo de Críticos de Arte de Chile. Asimismo es autor de: Andrés Bello: crítico (Ala de Mosca, 2005) y la novela Los sueños de los hombres se los fuman las mujeres (Planeta, 2009). Vive en Manhattan desde hace veinticinco años. Es profesor de español y literatura hispanoamericana en Borough of Manhattan Community College, The City University of New York. Colabora con Lecturas de El Tiempo de Colombia y revistas de literatura y arte hispanoamericanas. Es miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE). [email protected]

RAMÓN EMILIO REYES Academia Dominicana de la Lengua

Ramón Emilio Reyes, poeta, escritor, periodista y profesor universitario, ha publicado las novelas El testimonio, El cerco, Los amantes libres, La Tierra. Entre sus ensayos destacan Jorge Guillen, el mundo y las cosas, La ironía y otros temas en Nicolás Guillen, Poesía dominicana de hoy, Poesía puertorriqueña, además de 500 artículos literarios, sociales y culturales en periódicos y revistas de varios países. Ha dictado conferencias sobre Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, Pedro Henríquez Ureña, Walt Whitman, narradores norteamericanos actuales, teatro dominicano, el cuento 325

en la República Dominicana, poesía del Caribe. Ha sido profesor de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, Universidad Inter-americana y New York State University. Sus estudios de post-grado incluyen una Fulbright en Indiana University, y un postgrado en Lingüística, Estilística y Literatura Hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo, de Bogotá, Colombia. Actualmente dicta las catedras de Derecho Internacional y de Responsabilidad Civil en la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA). [email protected]

RAÚL RIVADENEIRA PRADA Academia Boliviana de la Lengua

Nació en Sucre, Bolivia. Fue director de la Academia Boliviana de la Lengua. Entre sus obras destacan: Rulfo en llamas. Un análisis comunicacional de El Llano en llamas y Pedro Páramo, Ed. Difusión, La Paz, Bolivia, 1980; El tiempo de lo cotidiano (relatos), Ed. Gramma, La Paz, Bolivia, 1987; El teatro de evocación de Guillermo Francovich, Ed. Signo, La Paz, Bolivia, 1988; Colección de vigilias. (relatos), Ed. Signo, La Paz, Bolivia, 1992; El grano en la espiga, Ed. Signo, La Paz, Bolivia, 1997; Historia del Teatro Experimental Universitario, Ed. Signo, La Paz, Bolivia, 1999; Troja literaria, Ed. Signo, La Paz, Bolivia, 2002; El laberinto político de Bolivia, Ed. Cinco, La Paz, Bolivia, 1984; Anglicismos en Bolivia, Ed. Signo, La Paz, Bolivia, 2000. [email protected]

VIOLETA ROJO Academia Norteamericana de la Lengua Española

Profesora titular de la Universidad Simón Bolívar. Doctora en Letras y Magíster en Literatura Latinoamericana, Universidad Simón Bolí- var; Licenciada en Letras Universidad Central de Venezuela. Research Fe- llow Kingston University (UK) 2000-2001. Individuo correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Ha publicado: Mínima Expresión. Una muestra de la minificción venezolana (2009); Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos (2009); con Héctor Abad Faciolince

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y Carlos Leáñez Aristumuño Antología de la novísima narrativa breve his- panoamericana (2008); Teresa Carreño (2005); El minicuento en Venezuela (2004 y 2007); Breve manual para reconocer minicuentos (1996 y 1997), así como numerosos artículos sobre literatura venezolana contemporánea, mini- ficción, historia y literatura, cine y fotografía. [email protected]

BRUNO ROSARIO CANDELIER Academia Dominicana de la Lengua

Filólogo, crítico literario, ensayista, profesor, novelista, orientador estético y promotor cultural, nacido en Moca, República Dominicana. Licenciado en Educación por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, de Santiago, y Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, España. Es Director de la Academia Dominicana de la Lengua, miembro correspondiente de la Real Academia Española y de las Academias Norteamericana, Filipinas y Puertorriqueña de la Lengua Española. Presidente del Ateneo Insular y creador del Movimiento Interiorista. Dirigió el Suplemento Cultural Coloquio de El Siglo y fue Director General de Bellas Artes. Ha publicado los siguientes libros: Lo popular y lo culto en la poesía dominicana, La imaginación insular, Tendencias de la novela dominicana, Ensayos lingüísticos, Valores de las letras dominicanas, El sentido de la cultura, El sueño era Cipango, El Interiorismo, La creación cosmopoética, Poesía mística del Interiorismo, De la vivencia estética a la experiencia extática, El ánfora del lenguaje, El Logos en la conciencia, La mística en América, La lírica metafísica y La intuición cuántica de la creación, entre otros libros. Fue galardonado con el Premio del Instituto de Cultura Hispánica, de Madrid, por Lo popular y lo culto en la poesía dominicana; Premio Siboney de Ensayo: por La creación mitopoética; Premio Nacional de Ensayo, por Tendencias de la novela dominicana (1988) y el Premio Nacional de Literatura. [email protected]

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ROSE MARY SALUM Academia Norteamericana de la Lengua Española

Rose Mary Salum (México). Es fundadora y directora de la revista bilingüe Literal, Latin American Voices y autora de los libros de cuentos de las arenas. Cuentos árabes, cuentos judíos (Literal Publishing, 2013; Vigía, 2014), Entre los espacios (Tierra Firme, 2002) y Vitrales (Edomex, 1994). En 2009 editó la compilación Almalafa y Caligrafía, Literatura de origen árabe en América Latina para la revista Hostos Review. Sus cuentos y ensayos han aparecido en las antologías Beyond Borders, Translations (Create Space, 2013), Cruce de fronteras: Antología de escritores Iberoamericanos en Estados Unidos (SubUrbano, 2013), Poéticas de los (dis)locamientos (Dislocados, 2012), Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes (Vagón azul, 2012), America nuestra: antología de narrativa en español en Estados Unidos (Linkgua, 2011), Professions (MLA, 2009), entre otras publicaciones. Por su labor literaria y editorial ha recibido el Author of the Year 2008 del Hispanic Book Festival, el Hispanic Excellence Award, 4 Lone Star Awards, 2 CELJ Awards, el Classical Award otorgado por la Universidad de St. Thomas, un reconocimiento por el Congreso de Estados Unidos, Mujeres Destacadas Award otorgado por la agencia periodística ImpreMedia. y tres nominaciones: el Nora Magid Award otorgado por el Pen America (2013), Ana María Matute (Torremozas, 2008) y el Maggie Award (2005). Reside en Houston, TX. [email protected]

CÉSAR SÁNCHEZ BERAS Academia Norteamericana de la Lengua Española

Doctor en Derecho (1988). Master of Education (2009), Maestro de Lengua Española (desde 1996), Poeta Laureado de Cambridge College (2004). Ha publicado: Memoria del retorno (Poesía), 1993; Travesía a la Quinta Estación, 1994; Con el pie forzado, 1994; En Blanco y Negro, 1995; Comenzó a llenarse de pájaros el sueño, 1999; Trovas del mar, 2002; Días de carne, 2004; Lawrence City and Other Poems 2007; Las aventuras de Pez Sabueso y Don Delfín, 2008; Sorpresa de Carnaval, 2008; La resaca y el polvo, 2010; Eclipse de mar, 2011; El cemí y el fuego, 2011; Tres bardos y

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una pasión, 2013; Todos al Tribunal, 2013; De la A a la Z, República Dominicana, 2013; River Muse-Tales of Lowell and Merrimack, 2013; Songs Fm he Cale Remai, 2013; Érase una vez la Patria, 2014. Reside en Massachusetts [email protected]

RAFAEL E. SAUMELL Academia Norteamericana de la Lengua Española

Rafael E. Saumell, Cuba. Graduado de la Universidad de La Habana (Licen- ciatura en Lingüística Francesa) y de Washington University en Saint Louis, Missouri (Doctorado en Español). Miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Autor de dos libros: la novela testi- monial En Cuba todo el mundo canta (2008) y del ensayo La cárcel letrada (2013), sobre la narrativa carcelaria en la isla. Ambos títulos fueron publica- dos por la Editorial Betania, Madrid. Ha publicado ensayos en varias anto- logías dedicadas a la Literatura Hispanoamericana, en revistas académicas y literarias de Cuba, EE.UU., España y Francia. Catedrático y Director del Programa de Maestría en Español de la Universidad Sam Houston, Texas. [email protected]

FERNANDO SORRENTINO Academia Norteamericana de la Lengua Española

Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. Sus cuentos suelen entrelazar de manera sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que no siempre es posible determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Parte de situaciones muy normales y cotidianas: pero, paulatinamente (y con toques de humor), se van enrareciendo y se convierten en insólitas o turbadoras. Algunos de sus libros son Imperios y servidumbres (1972), El mejor de los mundos posibles (1976), En defensa propia (1982), El rigor de las desdichas (1994), Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza (2005), El regreso (2005), Costumbres del alcaucil (2008), El crimen de san Alberto (2008), El centro de la telaraña (2008). Le pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete conversaciones 329

con Jorge Luis Borges (1974) y Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares (1992). Numerosos cuentos suyos han sido traducidos a diversas lenguas europeas y asiáticas. http://www.fernandosorrentino.com.ar [email protected]

GRACIELA TOMASSINI Academia Norteamericana de la Lengua Española

Doctora en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. (Argentina). Su tesis, sobre la cuentística de Silvina Ocampo, fue publicada bajo el título El espejo de Cornelia (1995). Investigadora de la Universidad Nacional de Rosario, integra con Stella Maris Colombo un equipo responsable de varios proyectos sobre literatura hispanoamericana que dieron lugar a los libros de autoría compartida: Comprensión lectora y producción textual. Minificción hispanoamericana (1998), Juan Filloy: Libertad de palabra (2000) y Reconfiguraciones. Estudios críticos sobre narrativa hispanoamericana de fin de siglo (2006), así a como numerosos trabajos sobre microficción considerados como pioneros en el desarrollo de la teoría, crítica y didáctica de este género. Es miembro correspondiente de la ANLE y Editora General Adjunta de la RANLE. Co-administra el blog Redmini, órgano académico de la Red de Internacional de Investigadores de Minificción. [email protected]

JUAN VALDANO Academia Ecuatoriana de la Lengua

Escritor ecuatoriano nacido en Cuenca, 1940. Miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española. Doctor en Filosofía y Letras con estudios en la Universidad de Cuenca, en la Universidad de Aix-en-Provence (Francia) y en la Complutense de Madrid. Profesor universitario y Viceministro de Cultura por dos ocasiones (1981-19984) y (2001-2003). Su obra literaria comprende los géneros de novela, cuento y ensayo. Entre sus novelas cabe mencionar: Mientras llega el día (Premio Nacional, 1990); Anillos de serpiente (Premio Joaquín Gallegos Lara, 1998); El fuego y la sombra (2001); La memoria y

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los adioses (2006). En el género del cuento y el relato corto: Las huellas recogidas (1980, Premio José de la Cuadra); La celada (Premio Joaquín gallegos Lara, 2002); Juegos de Proteo (2010, Premio Joaquín Lara): Antología Personal (2013). Cultor del ensayo literario, filosófico e histórico. En este campo cabe señalar: Humanismo de Albert Camus (1973); La pluma y el cetro (1977); Léxico y símbolo en Juan Montalvo (1980); Ecuador: cultura y generaciones (1985); Prole del vendaval (1999); Identidad y formas de lo ecuatoriano (2005, Premio José Peralta); Palabra en el tiempo (2007); Generaciones, ideologías y otros ensayos (2009); Los espejos y la noche (2009); La selva y los caminos (2012, Premio César Dávila Andrade). Coautor de la Historia de las literaturas del Ecuador (obra en 10 tomos). [email protected]

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Este libro se acabó de imprir el día 12 de noviembre, festividad de San Millán de la Cogolla, en los talleres de The Country Press, Massachusetts Estados Unidos de América

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