“Donde Mueren Los Pájaros” Indice
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“DONDE MUEREN LOS PÁJAROS” POLO GODOY ROJO (SELECCIÓN DE CUENTOS Y RELATOS) - AÑO 1994 – INDICE BELZOR RÍOS ................................................................................. 1 DESPUÉS DEL MALÓN ................................................................... 7 EL GALLERO.................................................................................. 11 AMOR DE MONTONERO ............................................................... 18 JUSTO GÓMEZ, BAQUEANO........................................................ 25 MEMORIAS DEL GUITARRERO.................................................... 32 LA TRAMOYA ................................................................................. 37 LA MUERTE LLEGA POR LA ESPALDA...................................... 40 NOMBRAR LA TIERRA.................................................................. 45 ANGELES........................................................................................ 49 LA RUBIA........................................................................................ 54 WOLFRAM ...................................................................................... 63 HOMBRE ENTRETENIDO .............................................................. 67 AMORES Y NO MATUASTOS ....................................................... 70 DONDE MUEREN LOS PAJAROS ................................................ 76 SOLITA............................................................................................ 83 SENDERO ABAJO.......................................................................... 88 BELZOR RÍOS Las débiles brasas de lo que fuese crepitante fogón, iluminaban el interior del alejado toldo. Belzor Ríos, tendido sobre su poncho pampa, las miraba apagarse mientras la luna, en cuarto menguante, se acercaba al poniente. Un airecillo helado silbaba por las hendiduras de cuero y en su volar errante cargaba en sus alas el apagado rumor del festín indígena que crecía tumultuosamente en la toldería lejana. El hombre, con intervalos cada vez más cortos, daba chupadas al grueso cigarro; a la luz de las brasas se distinguía su rostro de rasgos finos y regulares, como tallado en la dureza del quebracho. Durante los diez años que llevaba en la toldería, jamás se había sentido tan nervioso. Tres veces se había levantado para cerciorarse de que los caballos estaban donde él los dejara. Otras tantas veces había observado la descansada marcha de la luna y, con oído atento, esperaba decreciera el rumor del tamborileo ininterrumpido, de los gritos desaforados y del canto, que más parecía ya un rugido sordo, amenazante. En los últimos días Belzor Ríos se encontraba desconocido; él, el hombre sin entrañas, el gaucho malo que no se achicaba a nadie en el entrevero que se ofreciera, este hombre de alta talla y firme musculatura, que se había ganado el respeto de los indios por la bravura y seguro conocimiento que tenía de la dura vida del desierto y para quien el corazón no existía, lo había sentido renacer de pronto a la sola presencia de una niña cautiva. Alrededor de doce años tendría ella, cuando tras un malón, Belzor la divisó amarrada a un grueso horcón en el interior de un toldo; y fue esa noche cuando el hombre toro, el hombre que no se había doblado jamás ni al planazo más bien pegado, sintió aflojársele las piernas y sus labios repitieron en silencio una palabra que pensaba haber olvidado ya para siempre: - ¡M’hija! Desde aquel momento tuvo especial cuidado en disimular sus sentimientos. No, no podía haberse equivocado. En todo era igual aquella niña a su hija. Además los salvajes habían andado maloqueando justamente por la zona de Renca cuando apareció en el toldo. Tenía que ser ella; no podía equivocarse. Por eso todo el pasado al que ya creía haber arrancado para siempre de su vida regresaba de instante en instante, con su carga de ternuras, dudas y sinsabores. Hasta que una noche, arrastrado por su ansiedad, en un descuido del centinela se coló por debajo de los cueros del toldo. Entró gateando, buscándole sediento el rostro con los ojos. - No si’asuste; soy cristiano. – Apenas alcanzó a decir en susurrada voz, cuando el grito de pavor de la niña lo ahuyentó de inmediato. Y quedó a esperar y desesperarse. La duda, esa gran duda que lo asaltaba, no le daba ni un momento de paz. Porque si la cautiva era su hija, tenía que salvarla cuanto antes, tal vez escaparse juntos de ese lugar. A la quinta noche, aprovechando de nuevo un final borrascoso de festín en la que todos caían liquidados por el alcohol, pudo llegar hasta ella sin que nadie advirtiera su presencia. Tal vez más resignada a entregar su destino a la más débil esperanza, la niña le permitió aproximarse sin gritar. Belzor contempló anhelante a la luz de la luna, como un enamorado, el rostro de la niña, que se encogió temblando como un animalito cautivo. – No tenga miedo; soy cristiano amigo... quiero salvarla. – Solamente un sollozo hondo, como arrancando de un pecho que se parte, le respondió. - No llore... atienda. Yo la voy a sacar di’aquí – continuó diciendo en voz baja – Eso sí, tenemos qu’esperar el momento, ¿sabe? – Caía la luna frondosa de luz y el río del silencio, en los instantes en que cesaba el largo ulular, pasaba arrastrando sollozos. Belzor no se cansaba de mirarla, en tanto esperaba una señal amistosa de ella, algo que le indicara que creía en él y en el ofrecimiento que le hacía. Pero la niña continuaba muda, con la mirada baja, tiritando, envuelta en las hilachas de su vestido. Estaba visto que desconfiaba de él; de él que estaba dispuesto a todo para ofrecerle la libertad. Cuando para cerciorarse de que nadie se acercaba, dio unos pasos largos hacia la rústica puerta, inesperadamente la voz enronquecida de ella lo contuvo. - ¡Don...! – Belzor giró rápidamente. - ¡Diga, m’hija! - ¿Es cierto lo que me dijo? – se quedó mirándola sin responderle. - Eso de que me sacaría – siguió diciendo en tanto fijaba en él sus grandes ojos suplicantes. - ¿M’está por creer lo que le dije? - Sí... – Belzor dio unos pasos respirando aliviado. - ¡Así me gusta! Ya veo que podemos ser güenos amigos. – Levemente asintió con la cabeza la niña, sin sacarle los ojos de encima. Y las frases volvieron a quedar como encajadas en el silencio. Podía oírse latir el corazón de la cautiva. - Entonces... ¿me sacará di’aquí? – preguntó ansiosa con débil voz levantando ligeramente la cabeza y dejando ver los ojos llenos de lágrimas. - ¡Cómo que me llamo Belzor Ríos! - dijo con firmeza. - ¡Belzor Ríos! – Al repetir ella en nombre en voz baja, patentizaba asombro. Luego, demudado el rostro, pareció encogerse como una hoja que se achicharra y sus labios pronunciaron unas palabras apenas susurradas, como si le quemaran la boca. El odio brillaba en sus ojos. - ¡Qué le pasa! Mire, ahura que somos amigos, quiero que me diga si usté nu’es del lau de Renca – preguntó acercándosele. Como mordida por una víbora y ahogando el grito, respondió airada, dando vuelta la cara: - ¡No soy de Renca! ¡No! – agregó con rabia y resentimiento y sollozó de nuevo. - Güeno... – expresó el hombre desorientado – Había creído... Jué por saber nomás... ¡Le juro que ni un cabello le voy a tocar! – Y de inmediato, ansioso por arrancarse de una vez la preocupación que lo mortificaba, añadió: - Eso sí... pa’esa noche que venga a sacarla, me gustaría saber cómo se llama usté. – Pareció poner el alma en las palabras. Tras una ligera vacilación, le respondió segura, mirándolo a los ojos, desafiante: - Carmen... Carmen Olmos. - Carmen Olmos... – repitió incrédulo, desanimado. Quedaba en claro que esa niña no era su hija como había llegado a imaginar. Y luego, sin agregar palabra, se alejó como atontado. Esa noche se desveló dando vueltas y vueltas a sus ideas. Y al amanecer la decisión estaba tomada; por el recuerdo que le había traído esa criatura, por ese relámpago de felicidad que había hecho estremecer sus dormidas fibras de hombre, se propuso ayudarla a escapar, aunque se jugara la vida en ello. A la semana creyó llegado el momento de cumplir con su palabra. Y cercana ya la medianoche, saltó en su pangaré enseñándole el camino al zaino que montaba la niña. Sin embargo, no habían avanzado mucho, cuando su oído le anunció a lo lejos la presencia de una partida indígena. Todos sus planes se venían abajo y hasta su misma cabeza peligraba en caso de ser descubiertos. Sin embargo, conocedor de las sendas más escondidas y de los secretos refugios que ofrecía la zona, optó por dejarla oculta en el más seguro escondite a la espera de mejor oportunidad. Habían alcanzado a llegar a la “Laguna del Toro” a dos leguas de la toldería y ahí quedó ella en un chocil disimulado en el tupido espartillal. No había otra salvación. Luego de entregarle los chifles y la ración de comida que llevaba y hacerle todas las recomendaciones para que nada intentara hasta que él estuviera de regreso, se alejó rápidamente. Porque estaba seguro que al descubrir la fuga de la niña, los indígenas la rastrearían con saña. Al llegar de vuelta encontró la toldería convertida en un panal al que han amenazado. No la dejarían escapar así como así a la cautiva, cuya huída habían descubierto ya. Y disimulando sus sentimientos, tomó partido al lado de ellos, explicó cómo pudo haber escapado y hasta sugirió la mejor manera para salir en su persecución. Justamente consiguió comandar la patrulla volante que rastrearía la zona de la laguna y más de una vez tuvo que contener la fiereza de los indios que porfiaban por prender fuego a sus enmarañadas riberas. - No si’apuren – les