“DONDE MUEREN LOS PÁJAROS”

POLO GODOY ROJO

(SELECCIÓN DE CUENTOS Y RELATOS)

- AÑO 1994 –

INDICE

BELZOR RÍOS ...... 1 DESPUÉS DEL MALÓN ...... 7 EL GALLERO...... 11 AMOR DE MONTONERO ...... 18 JUSTO GÓMEZ, BAQUEANO...... 25 MEMORIAS DEL GUITARRERO...... 32 LA TRAMOYA ...... 37 LA MUERTE LLEGA POR LA ESPALDA...... 40 NOMBRAR LA TIERRA...... 45 ANGELES...... 49 LA RUBIA...... 54 WOLFRAM ...... 63 HOMBRE ENTRETENIDO ...... 67 AMORES Y NO MATUASTOS ...... 70 DONDE MUEREN LOS PAJAROS ...... 76 SOLITA...... 83 SENDERO ABAJO...... 88

BELZOR RÍOS

Las débiles brasas de lo que fuese crepitante fogón, iluminaban el interior del alejado toldo. Belzor Ríos, tendido sobre su poncho pampa, las miraba apagarse mientras la luna, en cuarto menguante, se acercaba al poniente. Un airecillo helado silbaba por las hendiduras de cuero y en su volar errante cargaba en sus alas el apagado rumor del festín indígena que crecía tumultuosamente en la toldería lejana. El hombre, con intervalos cada vez más cortos, daba chupadas al grueso cigarro; a la luz de las brasas se distinguía su rostro de rasgos finos y regulares, como tallado en la dureza del quebracho. Durante los diez años que llevaba en la toldería, jamás se había sentido tan nervioso. Tres veces se había levantado para cerciorarse de que los caballos estaban donde él los dejara. Otras tantas veces había observado la descansada marcha de la luna y, con oído atento, esperaba decreciera el rumor del tamborileo ininterrumpido, de los gritos desaforados y del canto, que más parecía ya un rugido sordo, amenazante. En los últimos días Belzor Ríos se encontraba desconocido; él, el hombre sin entrañas, el gaucho malo que no se achicaba a nadie en el entrevero que se ofreciera, este hombre de alta talla y firme musculatura, que se había ganado el respeto de los indios por la bravura y seguro conocimiento que tenía de la dura vida del desierto y para quien el corazón no existía, lo había sentido renacer de pronto a la sola presencia de una niña cautiva. Alrededor de doce años tendría ella, cuando tras un malón, Belzor la divisó amarrada a un grueso horcón en el interior de un toldo; y fue esa noche cuando el hombre toro, el hombre que no se había doblado jamás ni al planazo más bien pegado, sintió aflojársele las piernas y sus labios repitieron en silencio una palabra que pensaba haber olvidado ya para siempre: - ¡M’hija! Desde aquel momento tuvo especial cuidado en disimular sus sentimientos. No, no podía haberse equivocado. En todo era igual aquella niña a su hija. Además los salvajes habían andado maloqueando justamente por la zona de Renca cuando apareció en el toldo. Tenía que ser ella; no podía equivocarse. Por eso todo el pasado al que ya creía haber arrancado para siempre de su vida regresaba de instante en instante, con su carga de ternuras, dudas y sinsabores. Hasta que una noche, arrastrado por su ansiedad, en un descuido del centinela se coló por debajo de los cueros del toldo. Entró gateando, buscándole sediento el rostro con los ojos. - No si’asuste; soy cristiano. – Apenas alcanzó a decir en susurrada voz, cuando el grito de pavor de la niña lo ahuyentó de inmediato. Y quedó a esperar y desesperarse. La duda, esa gran duda que lo asaltaba, no le daba ni un momento de paz. Porque si la cautiva era su hija, tenía que salvarla cuanto antes, tal vez escaparse juntos de ese lugar. A la quinta noche, aprovechando de nuevo un final borrascoso de festín en la que todos caían liquidados por el alcohol, pudo llegar hasta ella sin que nadie advirtiera su presencia. Tal vez más resignada a entregar su destino a la más débil esperanza, la niña le permitió aproximarse sin gritar. Belzor contempló anhelante a la luz de la luna, como un enamorado, el rostro de la niña, que se encogió temblando como un animalito cautivo. – No tenga miedo; soy cristiano amigo... quiero salvarla. – Solamente un sollozo hondo, como arrancando de un pecho que se parte, le respondió. - No llore... atienda. Yo la voy a sacar di’aquí – continuó diciendo en voz baja – Eso sí, tenemos qu’esperar el momento, ¿sabe? – Caía la luna frondosa de luz y el río del silencio, en los instantes en que cesaba el largo ulular, pasaba arrastrando sollozos. Belzor no se cansaba de mirarla, en tanto esperaba una señal amistosa de ella, algo que le indicara que creía en él y en el ofrecimiento que le hacía. Pero la niña continuaba muda, con la mirada baja, tiritando, envuelta en las hilachas de su vestido. Estaba visto que desconfiaba de él; de él que estaba dispuesto a todo para ofrecerle la libertad. Cuando para cerciorarse de que nadie se acercaba, dio unos pasos largos hacia la rústica puerta, inesperadamente la voz enronquecida de ella lo contuvo. - ¡Don...! – Belzor giró rápidamente. - ¡Diga, m’hija! - ¿Es cierto lo que me dijo? – se quedó mirándola sin responderle. - Eso de que me sacaría – siguió diciendo en tanto fijaba en él sus grandes ojos suplicantes. - ¿M’está por creer lo que le dije? - Sí... – Belzor dio unos pasos respirando aliviado. - ¡Así me gusta! Ya veo que podemos ser güenos amigos. – Levemente asintió con la cabeza la niña, sin sacarle los ojos de encima. Y las frases volvieron a quedar como encajadas en el silencio. Podía oírse latir el corazón de la cautiva. - Entonces... ¿me sacará di’aquí? – preguntó ansiosa con débil voz levantando ligeramente la cabeza y dejando ver los ojos llenos de lágrimas. - ¡Cómo que me llamo Belzor Ríos! - dijo con firmeza. - ¡Belzor Ríos! – Al repetir ella en nombre en voz baja, patentizaba asombro. Luego, demudado el rostro, pareció encogerse como una hoja que se achicharra y sus labios pronunciaron unas palabras apenas susurradas, como si le quemaran la boca. El odio brillaba en sus ojos. - ¡Qué le pasa! Mire, ahura que somos amigos, quiero que me diga si usté nu’es del lau de Renca – preguntó acercándosele. Como mordida por una víbora y ahogando el grito, respondió airada, dando vuelta la cara: - ¡No soy de Renca! ¡No! – agregó con rabia y resentimiento y sollozó de nuevo. - Güeno... – expresó el hombre desorientado – Había creído... Jué por saber nomás... ¡Le juro que ni un cabello le voy a tocar! – Y de inmediato, ansioso por arrancarse de una vez la preocupación que lo mortificaba, añadió: - Eso sí... pa’esa noche que venga a sacarla, me gustaría saber cómo se llama usté. – Pareció poner el alma en las palabras. Tras una ligera vacilación, le respondió segura, mirándolo a los ojos, desafiante: - Carmen... Carmen Olmos. - Carmen Olmos... – repitió incrédulo, desanimado. Quedaba en claro que esa niña no era su hija como había llegado a imaginar. Y luego, sin agregar palabra, se alejó como atontado. Esa noche se desveló dando vueltas y vueltas a sus ideas. Y al amanecer la decisión estaba tomada; por el recuerdo que le había traído esa criatura, por ese relámpago de felicidad que había hecho estremecer sus dormidas fibras de hombre, se propuso ayudarla a escapar, aunque se jugara la vida en ello. A la semana creyó llegado el momento de cumplir con su palabra. Y cercana ya la medianoche, saltó en su pangaré enseñándole el camino al zaino que montaba la niña. Sin embargo, no habían avanzado mucho, cuando su oído le anunció a lo lejos la presencia de una partida indígena. Todos sus planes se venían abajo y hasta su misma cabeza peligraba en caso de ser descubiertos. Sin embargo, conocedor de las sendas más escondidas y de los secretos refugios que ofrecía la zona, optó por dejarla oculta en el más seguro escondite a la espera de mejor oportunidad. Habían alcanzado a llegar a la “Laguna del Toro” a dos leguas de la toldería y ahí quedó ella en un chocil disimulado en el tupido espartillal. No había otra salvación. Luego de entregarle los chifles y la ración de comida que llevaba y hacerle todas las recomendaciones para que nada intentara hasta que él estuviera de regreso, se alejó rápidamente. Porque estaba seguro que al descubrir la fuga de la niña, los indígenas la rastrearían con saña. Al llegar de vuelta encontró la toldería convertida en un panal al que han amenazado. No la dejarían escapar así como así a la cautiva, cuya huída habían descubierto ya. Y disimulando sus sentimientos, tomó partido al lado de ellos, explicó cómo pudo haber escapado y hasta sugirió la mejor manera para salir en su persecución. Justamente consiguió comandar la patrulla volante que rastrearía la zona de la laguna y más de una vez tuvo que contener la fiereza de los indios que porfiaban por prender fuego a sus enmarañadas riberas. - No si’apuren – les decía – Ya la encontraremos o solita volverá di’hambre. Eternos, se le hicieron los días hasta que se calmaron un poco y, a escondidas, pudo escapar de nuevo a la laguna. Esa noche, a la luz de un débil fuego, se complació en hacer revivir sus sufrimientos deteniéndose largamente en la contemplación de los hermosos rasgos del rostro de la niña que tanto le hacía recordar a su hija. Pero, por más que le hablaba, por más que intentaba ganar su confianza, solamente conseguía que ella le mostrara un rechazo cada vez más franco. - ¿Todavía no cree, m’hija, que voy a darle la libertá en cuantito pueda? – Ella lo miraba en silencio y luego, un sollozo era toda la respuesta. Hasta que en una de esas noches en las que, lejos, lejos, le era posible llegar para llevarle alimentos, Belzor sintió que afloraba afiebradamente todo su pasado, su vida entera de tanto mirarla en silencio, de tanto parecerle que sentía cerca la que tan lejos había quedado y no pudo callar más. - Mire, niña, solamente pa’qui’usté deje di’andar dudando ‘e mí, porque eso me lastima, le voy a hablar como hace mucho nu’hablo, ¿m’entiende? Porque no quiero que recele más ‘e mi persona. Yo l’i hi dicho que voy a sacarla di’aquí sin tocarle un cabello y no porque sea cristiana, como usté ‘tará pensando, qu’esas son cosas qu’a mí ya no m’importan, sino porque l’hallo igualita a m’hija, a la qui’hace añares que no veo. Mientras el hombre liaba otro chala, a ella le pareció ver que se le empañaban las pupilas, siempre de mirar quemante. - Tan parecida a m’hija, que pa’esa fecha debe tener su misma edá... y así de morenita, con su misma carita redonda, con sus ojitos güenos, así, así como usté, ¿no le digo? – La emoción le hizo temblar las palabras. Calló luego por un momento. Se enderezó enseguida, avizoró el horizonte y tras avivar el fuego que moría, se sentó de nuevo en el tupido pellón. - ¿Tiene mucho sueño? Como ella no respondiera, continuó diciendo: Mientras no se quede dormida, le voy a contar todo lo que me pasó en aquella tierra de cristianos. La niña, con los codos fijos en las rodillas y el rostro moreno apoyado en las palmas, se convirtió en un interrogante. Pausadamente empezó a hablar. - M’enamoré en Renca di’una ‘e las Avendaño, qu’era ‘e las familias pudientes del lugar. Yo, pa’ qué mentir, era un don nadie; lo poco que tenía lo ganaba tropiando. Alguna vez me gustaba jugar algunos patacones al monte y echar mis güenos tragos también, que pa’eso era hombre, pero nada más. Ella, qu’era más donosa qui’una flor, s’enamoró de mí y si’allanó, vaya a saber por qué, a compartir mi ranchito, pobremente alhajado, pero en el que no l’iba a faltar ni amor ni qué comer. Ahí, a orillas del río Conlara, vivíamos felices y pa’ mejor, Dios nos regaló una niña preciosa. Qué más podía pedir yo. ¡Pero qué poco sabe el hombre del corazón de la mujer! Ella, ya le digo, m’hija, parecía feliz en mi rancho, aunque yo no me daba cuenta que no había podiu olvidar del todo su cuna ‘e rica. Es cierto que no le podía dar en el gusto en muchas cosas, como le llevo dicho, porqu’eran un lujo, pero regalona como era ‘e sus padres, allá había d’ir con sus “invenciones” y todo lo conseguía. Yu’iba poco a su casa, porque nu’era bien recibiu y así, porque yo tenía que salir y pa’no quedarse sola o porque ‘taba enferma o por cualquier otra cosa que inventaba, siempre hallaba razón pa’ nu’estar donde debía... en nuestro rancho; todo tenía que ser en su casa, aunque me doliera, nada le decía... a más, ¡qué malo podía haber en eso! Pero, sabe usté, m’hija, ¿cómo me pagaba ella esa confianza que le daba? Con el engaño. ¡La muy pícara m’engañaba con un canalla! Era un mocito muy rico que se dejaba ver por Renca de cuando en cuando y que iba a hacer bailar el espuelín en casa de ella. Y l’empezó a llenar el ojo. Un güen día ella no volvió al rancho. Con vergüenza y todo salí a preguntar por ella, pero nadie me sabía dar noticias... me desesperé buscándola... Era como si se la hubiese tragau la tierra. ¡Desgraciau! Solamente yo no sabía lo que pasaba, solamente yo que ni una sola vez había querido pensar, cuando mi’apuraba la duda, aquello que... Al poco tiempo, en un boliche, un borracho me pegó con la verdá el guascazo más duro que se le puede pegar a un hombre. Y quedé a andar a ciegas, como si ya no tuviera a nadie en el mundo ‘e blancos, ¿comprende? Y un güen día, corrido por las habladurías, mortificau a más no poder, ¡como un perro amoscau me gané pa’ las tolderías! – Calló por un momento. El silencio más profundo reinaba en aquellas soledades de la pampa. - Llegué aquí pa’ olvidarme ‘e todo... pero no jué fácil – continuó diciendo en tanto chupaba con nerviosidad su cigarro. – Aunque había viviu hecho a todo rigor, semejante golpe m’hizo doblar no más las guampas. Y yo sufría más que nada por m’hijita, que me quería mucho y me seguía ande juera. ¡Angelito! ¡Qui’habrá siu d’ella! ¡Hijita ‘e madre tan sin cabeza y de padre tan desgraciau! – Se lamentó con amargura. La niña cautiva que lo miraba sin pestañar desde que empezara la historia, sollozó de nuevo, como si acabara de despertar. - Pero hinché nomás el lomo y aguanté aquí lo que viniera. No pedí favores a nadie en la toldería, no me anduve con lamentos ni me li’achiqué a nadie tampoco, y así, poco a poco, me gané la confianza de cacique más bravo qu’hi conociu. Y por eso, ya lu’ha visto, mi mundo es éste. ¡Lo demás... qué! Si a veces me parece que ande antes tuve el corazón, ahura solamente tengo una piedra. Por muchos días con sus noches, aquellas palabras quedaron sonando en el chocil de la laguna. Hasta que llegó la noche, esa que Belzor había esperado con tanta impaciencia. Velando todavía, escuchaba cómo la algazara india se apagaba poco a poco en esa noche de serenidades, cerca de la toldería principal. El alcohol empezaba a hacer en sus habitantes el efecto que esperaba. Se levantó ansiosamente y fue adonde estaban los dos caballos ensillados, que relincharon al conocerlo. Belzor Ríos dio unos pasos más hacia la toldería. Un aire frío le quemó las orejas; la luna continuaba bogando muy abajo y de cuando en cuando gruesos nubarrones negros la cubrían nublando los arenales plateados. Se detuvo a escuchar de nuevo. Las cajas apenas si sonaban ya. A la luz de la fogata que todavía se enderezaba en débiles llamas, contempló los cuerpos caídos y otros que se bamboleaban ululando, a punto de hacerlo ya. Comprendió que era el momento esperado. Montó en su pangaré y llevando el zaino de tiro, se largó a todo galope sobre los médanos. No tenía tiempo que perder. Todavía, lejos, lo alcanzó el son descolorido en el que un indio volcaba un amargo sentimiento. Llegó al chocil de la laguna sacudido por una emoción desconocida. Él, que no había tenido miedo jamás, lo sentía como nunca en aquel momento. Una vez adentro, rápidamente levantó a la niña en sus membrudos brazos y la sentó en el apero del zaino. - ¡Vamos! – dijo y emprendieron la marcha a largo galope. La carrera tenía que ganársela al alba, para que ella pudiera escapar. Aguzando el odio, Belzor, sintiendo la niña el corazón lleno de miedo e incertidumbre, anduvieron más de cuatro horas, apenas si dando un corto respiro a los caballos. A la hora de amanecer, la “Laguna del Chañar” los esperaba. Al llegar pensaron que Dios no los había abandonado. Ya las primeras claridades destacaban el lomo suave de los médanos que se sucedían interminablemente. Algún algarrobo o chañar raquítico quebraba aquella armoniosa línea que inquietaba con violencia el corazón del gaucho más pintado. Por primera vez lo sentía así también Belzor. Y no quiso pensarlo más. Su misión estaba cumplida. Como el devoto que se aproxima a tomar gracias de una virgen, se acercó a la niña y reteniendo en su mano la frágil de ella, se la besó con emoción. - Belzor Ríos ha cumpliu su palabra. Ya usté es libre, m’hija. ¡Siga su camino qu’está a salvo y que Dios me l’ayude! – La niña no pudo contener sus lágrimas. - No llore; con eso aumentará la tristeza que me deja. Eso sí... le voy a rogar que si un día llega a pasar por Renca, pregunte por m’hija; y si da con ella, digalé, digalé a mi Elenita, que yo, su padre, espero que me haya perdonau... y que si es así, me ponga en sus oraciones alguna vez, que yo... que yo nunca l’habré di’olvidar. - Ella lu’habrá perdonau ya... vamos a Renca... – se mordió los labios demudada la niña. Y agregó casi ahogada por la agitación: - Don Belzor... vamos, ¿quiere? - No puedo, m’hija... no puedo, comprenda. Yo no soy ya más qu’un pobre salvaje... ¡y solamente en las tolderías puedo tener cabida! – Y tras envolverla en una última mirada de ternura, como si se arrancara del pecho un puñal envenenado, dio con violencia media vuelta, montó de nuevo y clavándole las espuelas a su pangaré, emprendió el regreso a todo galope. - ¡Don Belzor! – gritó ella rompiendo todas las ataduras a recuerdos que la atormentaban. Ese hombre no podía haber mentido. Todo lo que oyó hablar de él en su casa tenían que haber sido calumnias. No lo dudaba ya. El remordimiento por haberlo tratado con desprecio le inquietaba cada vez más la conciencia. Y un viejo cariño al que creía definitivamente muerto, despertó en su corazón. - ¡Tata! – gritó con todas sus fuerzas queriendo alcanzarlo con el grito, allá en el punto mismo donde él parecía volar sobre los médanos. - ¡Tatita! – volvió a sollozar; pero a su grito parecían destrozarlo las tempranas tolvaneras que enredaba el aire sobre las arenas guadalosas. Y cuando el jinete estaba a punto de perderse, cuando no era más que un leve punto a lo lejos, mesándose los cabellos, Elena Ríos puso de nuevo su caballo rumbo a la toldería y al tranco emprendió el regreso.

DESPUÉS DEL MALÓN

Cuando el alba subió por las colinas y recuestos, el padre Sixto la esperaba hacía horas ya. La alta y delgada figura se movió en la luz y ganó la calle despareja y áspera de pedregullo. El aire fresco de la madrugada le infló los pulmones y jugueteó mansamente con su barba rojiza y con la sotana raída y deslustrada. Tenía enrojecidos los ojos por muchas noches de insomnio y en el rostro anguloso y demacrado, la tajante señal de una honda preocupación; las manos finas y nerviosas ciñeron el blanco cordel a la cintura y los ojos pequeños y de vivo mirar escudriñaron anhelantes todos los senderos que dibujaba ya la luz difusa del amanecer. Mientras el lucero cobraba altura en la inmensidad de la bóveda celeste que caía más allá de las sierras, el padre Sixto, escuchando las palabras de San Mateo: “Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación”, y desbordando el corazón de aflicciones, continuó esperando en medio del silencio más profundo. Hacía varios meses que una segunda invasión de los ranqueles había arrasado con cuanto existía en la aldea de Renca. Milagrosamente los pobladores habían logrado escapar, apenas si con lo puesto, hacia las colinas cercanas, en desesperada fuga por tierras fragosas y quebradas. Todo quedó a la merced de los invasores que, ávidos, cargaron con el botín deseado y remataron su fiesta de pillaje destrozando y quemando cuanto no les era posible llevar. El padre Sixto, apenas si cargando con el espino del Milagroso Señor de Renca, había conseguido huir también hacia los altos roquedales en medio de la dispersión general. Parte de la noche y mitad del día siguiente estuvo aislado en el monte, alerta el oído, esperando que el tropel de los cascos le anunciara la retirada del cruel invasor, que en los últimos tiempos, seguro de que los debilitados fortines no les ofrecían mayor resistencia, no se contentaba con excursiones relámpagos, sino que, cuando les parecía bien, acampaban durante un día o dos como en propio dominio. Por fin, cuando desde su hontanar comprobó que el invasor se alejaba, a paso calmo, temblándole las manos de desasosiego, solo, regresó deseoso de comprobar qué había sido de la capillita que él viera perderse entre gruesas nubes de humo al alejarse. Como una lluvia mansa el llanto le llenó el corazón frente al cuadro que tuvo ante sus ojos. De la capilla apenas si el altar y las fuertes murallas de adobe y parte del campanario quedaban en pie. Lo demás, imágenes y ornamentos habían sido destruidos. El mismo aspecto desolado y tétrico ofrecía el caserío, como si las furias de reciente terremoto lo hubieran sacudido en forma despiadada. En aquel momento evocó el esfuerzo realizado por todos para levantar poco a poco aquella aldea pequeña, pero que se alzaba a la vera del Conlara con tanta pujanza y que hasta entonces pareciera haber estado protegida por el Señor del Espino al que los pobladores veneraban. Pero por dos veces consecutivas el río había sido transpuesto y los pobladores diseminados a los cuatro rumbos, lacerados en su fe, menguados en sus esperanzas y lanceados por la furia rebelde que les había llevado a descargar sobre ellos todo el odio acumulado por las traiciones y atropellos de los cristianos. ¿Qué hacer? El padre Sixto bebió en silencio sus lágrimas y naufragó en tal desolación, sin esperanzas de auxilio, sin posibilidades de conseguir manutención, amenazado por el retorno de alguna partida de indios, que aún en contra de todos sus deseos, emprendió una marcha desazonada. Bajó por la barranca gredosa del río, bebió largamente del agua cristalina, llenó cuidadosamente los chifles, contempló por última vez a lo lejos las ruinas de la capilla y, subiendo por la barranca opuesta, dejó atrás el río que culebreaba entre verdes esplendorosos. A eso de medianoche, en tanto se reponía de su incesante andar, oyó a lo lejos algo que le pareció un gemido que a veces se prolongaba en atiplado llanto, cediendo su turno luego a un fúnebre aullido que resbalaba lastimeramente sobre el aire en sombras. - Aquel que llora es un hijo del Señor – se dijo y olvidado de su fatiga avanzó guiado tan sólo por su oído, entre agudos piquillines y churquis agresivos que se prendían de su sotana con saña. Cuando le pareció estar cerca, aumentó sus preocupaciones; avanzó cuidadosamente, inquieto el corazón, estremecida el alma por aquel lamento desconsolado. Al llegar a un desplayado, el cuadro que vio a la pálida luz de las estrellas lo consternó más todavía: un niño de diez u once años, tendido boca abajo, sollozaba sin consuelo. El padre Sixto se le acercó suavemente. - ¿Quién eres hijo mío? – le preguntó en tanto le buscaba el rostro intentando reconocerlo. El niño no hizo movimiento alguno. Por un momento quedó mirándolo absorto. - ¡Querido! ¡Di qué tienes! – volvió a hablar el padre Sixto, en tanto inclinándose le acariciaba la cabeza. Tornó el niño a mirarlo y exclamó como si no creyera lo que estaba viendo: - ¡Padre Sixto! -¡Pedrito! – Le ayudó a levantarse, le dio parte de su torta, le alcanzó el chifle y después, sentado, escuchó la historia del muchacho que era la de casi todos los pobladores de la aldea destruida. - ...Y así quedé solo. De nadie supe. Me gané p’al campo buscando ‘e salvarme... hi pasau mucho miedo y hambre, padre. – Y luego preguntó entre un entrecortado sollozo: - ¿Usté no vio a la mama o al tata, padre? - No, hijo, no los vi – respondió. – Pero es seguro que estarán bien. Además, consuélate, porque ya no estás solo. El Señor nos acompaña, ¿ves? – Y con gesto pausado puso antes los ojos del niño, el pequeño santo clavado en el espino, alumbrado levemente por un pedacito de luna. - ¡El santito nuestro! – dijo el niño besándolo. - ¿Quieres irte conmigo? - ¿Adónde, padre? - A donde sea; lejos de la desolación que dejamos atrás, lejos de todo lo que nos recuerde que un día fuimos felices y que ya no podremos serlo nuevamente. Una mano llena de gratitud recibió por toda respuesta. Y una pregunta que era un ruego: - ¿Y me dejará llevar también al Clavelito? – El padre Sixto no comprendía. - ¿Qué no lu’ha visto, padre? – añadió al tiempo que señalaba hacia un perrito lanudo que dormitaba con el hocico pegado a la tierra, no lejos del amo. Muchos días anduvo todavía el padre merodeando la aldea, sin decidirse totalmente a llegar, bajó quebraditas, se perdió en las abras procurando hablar con sus conocidos que habían buscado seguro refugio en las serranías, conformes con la vecindad de algún providencial ojo de agua. - Hijos, ¿no vuelven a Renca? – les preguntaba al encontrarse con algunos de ellos. Y las voces rudas que respondían desalentadas: - No, padre; ¡pa’ qué! - Yo retorno allá a llevar al Señor a su morada. ¿Por qué no me acompañan? Y las mujeres y los niños, hambrientos y semidesnudos, que le respondían como pidiéndole perdón: - Iríamos... pero es segurito que los indios volverán... y les tenemos mucho miedo, padre. Él no se daba por vencido y apelaba en apoyo de su iniciativa a las palabras de San Mateo: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá”. ¿Por qué desesperáis? – preguntaba clamante, ansioso por convencerlos, hundiendo la luz de sus ojillos en los que no querían entenderle. - ¿Cómo se animan a dejarlo solo al Señor? – Y aunque sus palabras conmovían vivamente a los oyentes, no cedían sin embargo. Estaban acobardados. - Volverán los indios, padre. Están muy bravos y quién sabe si otra vez alcanzaremos a salvarnos. ¿Qué vamos a hacer en defensa si no contamos con armas ni güena caballada? Nos tienen sobraus... Si el gobierno nos mandara un güen piquete... - Pediremos y nos mandará. - No, no... – finalizaban diciendo con los brazos caídos. - Está bien. Me iré solo y una semana los esperaré allá teniendo en guardia al Milagroso Señor para que vuelvan a poblar en su vecindad. Si para entonces no lo rodean con la fe que dicen poner en Él, tomaré otro camino, le buscaré trono en otros corazones más agradecidos donde crean de verdad en la pureza de su amor y lo busquen sin cansarse con los ojos para fortalecer su humana debilidad. Y cruzaba de aquí para allá la alta figura del padre Sixto, venciendo con su entusiasmo el agobiamientro de años que tendía a encorvarlo más y más, aleteando la sotana a todo viento, ágil el pie en la gastada usuta, que parecía llevarlo como sobre alas de milagro sobre roquedos y plantas espinosas. Su palabra dulce, pero terminante, llegaba y sacudía a todos los corazones. - Una semana esperaré allá y vuestro deber es regresar. No lo olvidéis, hermanos. Ahora, apenas si contando con la compañía de su pequeño sacristán, comprendía que estaba a punto de vencerse el plazo de una espera que se había hecho larga y desesperanzada. El último día había llegado. En vano en las mañanas anteriores había batido las campanas que volaban dando sones sobre el desamparado caserío. No le había afligido la soledad en la que miraba transcurrir los días ni la posibilidad de tener que marcharse después a donde le destinaran; su preocupación era más profunda y dolorosa. ¿No era suya la culpa de que sus feligreses hubieran perdido totalmente la fe por aquella debilidad que lo llevara a huir después del malón? Largas noches había pasado sufriendo amargamente por aquello, pidiendo a Dios fuerzas para no desesperar; y aquella tremenda soledad, aquellas ruinas perdidas en el más pavoroso silencio, lo conturbaban. Pero ya el día definitivo había llegado, lo había esperado de pie, impaciente y combatiendo permanentemente con la vieja duda que le ensombrecía los ojos y lo hacía ir de un lado para otro, como sin sentido. Finalmente, incontenible, había trepado por la semidestruida escalera a lo que quedaba del campanario a otear el horizonte con desesperación. - ¿No vienen, padre? – la voz del niño lo sacó de sus cavilaciones. - ¿A quién esperas? – respondió ocultando su desazón y sin poder acallar su mal humor. - A la gente, padre. Ahora se cumple el plazo que les dimos, pues – agregó muy resuelto el niño. Y de nuevo se quedaron mirando a lo lejos, ansiosos y en silencio. La mañana empezaba a dibujar nítidamente las colinas verdegueantes, los suaves aledaños, la hondonada del río, los senderos abiertos y semiborrados entre los ásperos pedregales. Y fue de pronto, como bajando de los carrizales más altos, que unos puntos empezaron a tomar forma y movimiento. El padre Sixto se llevó las dos manos al pecho. Luego, extendiendo la diestra, tras un suspiro, dijo: - ¿Ves? ¿Ves aquello? – su voz era ronca y temblorosa. - ¡Sí, sí, padre! ¡Vienen! – y se abrazaban y reían, trepados arriba y el perro saltaba y aullaba compartiendo la alegría de todos. Y de inmediato, agitaron con fuerzas las campanas y el metal de su voz se extendió en cantos y en himnos por sobre las ruinas, llenó el cielo, invadió los senderos y salió al encuentro de las familias que regresaban, cansadas y aún temblorosas, pero anhelantes de ver a su rancho y al santito querido, decididos a pagar con sacrificios y “mandas” aquella ahora de cruel descreimiento que habían tenido. El sol bailoteó en los picachos y se perfumó con todas las hierbas de la hondonada para salir a festejar la llegada de los que retornaban. Y allá, en lo alto, desde aquel pedazo de torre que ya se venía abajo, el padre Sixto dejaba caer mansamente consoladoras lágrimas, en tanto el niño, señalando las forman que se percibían claramente ya, gritaba: - Padre, ¿no ve? Aquel del sombrerito cario es tata y más atracito viene mama con las chicas montadas en la cebrunita. ¿No es un milagro, padre? Sobre la orfandad y la ruina, por obra de la fe, amanecía de nuevo la esperanza en la aldea de Renca.

EL GALLERO

Vio luz en la ventana de “El Trompezón” y se aproximó. Tenía hambre y empezaba a sentir frío. Tres caballos desensillados, dando el anca al sur, aguardaban tiritando. Como la puerta estaba cerrada, temeroso de que pudieran echarlo si llamaba, se acurrucó sobre el umbral y ahí se quedó esperando. - ¿Me tiene el gallo un ratito, m’hijo? – un hombrecito flaco que salió de entre la sombra le depositó en los brazos un gallo con las plumas mojadas. - Póngase al reparito pa’ que no se moje – le indicó con voz tiple y quejosa – Ya salgo, ¿sabe? – y tras empujar la puerta, dando unas zancadas al caminar como si saltara, entró al boliche. Dios seguía espolvoreando fragancias desde la fina llovizna. Como la puerta quedara un poco entreabierta, con el gallo que estaba adormecido en sus brazos, se entretuvo en mirar hacia el interior. El mechero humoso borroneaba las figuras, dejaba caer un tenue vislumbre sobre la estantería desmantelada. Empezó a sentir sueño y el frío se le fue ganando por los huesos. Halló agradable el calorcito que tenía el gallo y se acurrucó apretándolo más contra su cuerpo. Empezaba a tupirse más y más la llovizna que azotaba desde el sur, cuando apareció de nuevo el hombre con su gorra chiquita, haciendo sonar las bombachas al caminar. - Gracias, m’hijo. ¿Lo molestó mucho? – preguntó el hombre recibiéndole el animal. - No, no. Se estuvo quietito nomás – respondió entregándoselo con cuidado, en tanto se quedaba con el olor a pollo mojado en las manos y en la camisita vieja. - ¡Viene fiero del sur! ¿Ande iba usté, m’hijo? – preguntó echando a andar. - Yo no tengo ande ir – contestó el niño, trotando a la par del hombre. - ¡No diga! – exclamó extrañado buscándole el rostro en la oscuridad. - ¿Qui’uisté nu’es de doña Cruz? ¿Que nu’es el Nachito? - Sí, era, hace mucho que nu’estoy más con ella. Me pegaba, por eso... - ¡Caray! – Dejó la exclamación en lo más profundo de la noche, en tanto se rascaba la cabeza como buscando una idea que le permitiera arreglar el asunto. Solamente se oía el golpear apresurado de los pasos y el grito lejano de algún tero por la costa del río. - ¿Y no quiere venir conmigo? – preguntó después de un rato. – Puede pasar la noche en mi rancho. A más, falta mi’anda haciendo un chico. Como no le respondiera, se detuvo y se propuso convencerlo. - En mi rancho habrá un lugarcito pa’ usté. Y no le faltará un cuerito pa’ tender. ¿Ah? ¿Qué le parece? – Como el niño siguiera sin decidirse, lo tomó resueltamente de la mano y continuaron caminando con rumbo al río, encogidos los dos, recibiendo en la cara la llovizna helada y con la noche espesa tapándole la espalda. La sombra de un perro venía siguiéndolos. Continuaron chapoteando barro entre remolinos de agua y hojas amarillas que desprendía de los árboles el viento sur. Un fuerte olor a chilca les llegó desde el río. De pronto dieron con la sombra del ranchito. - ¡Entre compañero! – Nacho le obedeció tiritando; recibió el gallo que le entregaba, en tanto él se ocupaba de prender el mechero. Luego, de un envoltorio de papel sacó un pan y un pedacito de queso, hizo partes y le dio una al niño. En seguida se ocupó de hacer fuego como pudo, con ramitas secas que sacó del techo, puso un tarrito con agua, acomodó el gallo en una rústica jaula y le tendió un cuero y una caronita vieja para que se acostara. - Ésta será tu cama, m’hijo – Nacho que todavía temblaba de frío, se acostó de inmediato. El hombre, en tanto, seguía alimentando el fuego con más ramitas, sacó una botella con vino y empezó a beber. Desde su cama, a la luz de alguna llamita que esporádicamente alzaba su pureza, le veía al hombre el rostro flaco, negro, huesoso, la boca fruncida y unos mechones de pelo duro que se le desparramaban por la frente, en tanto manejaba con gran habilidad el mate, la botella con vino y el cigarro, hablando consigo mismo sin parar. - Un chico mi’hacía falta, claro que sí. Usté Nachito, me viene como anillo al dedo. Yo li’haré un lugarcito y nada li’hay faltar, m’hijo. Soy pobre pero tengo un corazón de madre. Eso sí, usté me cuidará el gallo. Yo solito no puedo hacer todo, ¿comprende? Y a este gallo hay que cuidarlo mucho porque vale oro, ¿sabe? El día que gane una riña grande, ya verá cómo nos paramos pa’ todo el viaje. Se fueron apagando las brasitas y entonces pareció arder más el fuego en la cabeza del hombre. Nacho, entre sueños, le escuchó contar historias de gallos muertos, de mujeres cautivas, de miserias infinitas. No supo hasta qué hora gorgoteó el vino en la garganta del hombre ni hasta cuándo avivó el fuego golpeando tronquitos, en tanto el viento helado se metía silbando por las hendijas del rancho. Bien temprano lo despertó al otro día. Bebieron juntos un tarro de mate cocido y luego el hombre se dispuso a salir. - Ahura que tengo quién me cuide la casa, voy a buscar un güen trabajo – dijo sonriendo y ladeando la boca descarnada. Nacho, mirando la desolación del rancho y del lugar de la barranca donde estaba enclavado, empezó a pucherear. - ¡Qué le pasa! ¿No quiere quedarse solo? Vamos, entonces – y de inmediato, metiendo el gallo bajo el brazo, empezó a recorrer el sendero cavado por la corriente la noche anterior, seguido por el niño y el perro. Cuando llegaron a la plaza el niño empezó a quedarse. - ¿Qué le pasa, m’hijo? - Es que áhi ’ta l’agüela y me va a pegar – dijo Nacho señalando a una anciana que descansaba afirmada a un árbol. - ¡Güeno, no llore, carasta! Quédese por aquí. Voy a hablar con don Ciriaco por lo que le dije y cuando salga le voy a decir a ella que me lo dé a usté. No llore. Tengamé el gallo – le pidió entregándoselo. Se quedó escondido detrás de un algarrobito, desde donde espió todos los movimientos de su protector y de su abuela, que esperaba, vaya a saber qué cosas, con su vieja falda llena de remiendos, a la puerta de una casa de familia. No tardó en salir el gallero dando saltitos al caminar y haciendo sonar sus amplias bombachas. Vio enseguida que conversaba con su abuela y hablaba haciendo señas a la vez, sin poder acertar con las cosas que le estaría diciendo. - Ya tuito ‘ta arreglau – le dijo al llegar al lugar donde él estaba. No tenga miedo. Su agüela mi’ha dicho que lo tenga con tal que lo cuide. Yo l’expliqué bien cómo se lo voy a cuidar. Y don Ciriaco mi’ha dau un güen trabajo en un desmonte, ¿sabe? – Y siguieron caminando hacia el rancho. Arriba, el sol brillaba como un espejo reluciente y, en lo más hondo del cielo, como pequeñas anclas que apenas se deslizaban, planeaban unos caranchos. Siguieron avanzando, saltando pozos y barrancas abiertas por las crecientes de la noche. - Ahura podré ganarme unos pesos – comentó el gallero -. Y usté me lo cuidará al gallo. Porque con este gallo, m’hijo, vamos a ganar plata en arrobas – siguió diciendo ya en el rancho en tanto hacía fuego y acomodaba la ollita para el puchero -. Yo quiero ser rico, Nachito, pero no pa’ vestirme ‘e señor, sino pa’ otra cosa. Algún día le voy a contar. Y con el Bronce segurito que ganaré la plata que necesito, ¡cómo qui’hay Dios! ¡Toquelé las patas! ¡Mire que púas tiene! ¿Y los ojos? Hay sangre pura, m’hijo, ¿se da cuenta? Muchas veces me lo han queriu comprar los señores poniéndome una pila de billetes por delante, pero no, no lo vendo, no señores. – Luego de una pausa, añadió: - Y usté m’hijito, va a ser un gran gallero. Yo le voy a enseñar a prepararlo – y el entusiasmo le animaba la cara flaca. Y así empezaron los días de gallero para Nacho al lado de ese hombre flaco con cara de castigado y del perro de orejitas paradas y cola larga y peluda. Cuando el gallero regresaba en la noche del trabajo, lo primero que buscaba era su gallo. Luego se lavaba y preparaba la comida, un asadito a veces, a otras un pedacito de pan con queso o chicharrones con pan. Lo soltaba al gallo para verlo caminar con paso elástico, airoso el largo cuello y luego le preparaba la comida como si fuese para un hijo. Le hablaba en voz baja y cuando lo asentaba de nuevo en el suelo, lo hacía con tanto cuidado como si fuese un cristal lo que depositaba, al tiempo que le besaba la cresta roja. - Así tiene que ser, ¿sabe? – Nacho lo miraba y miraba indiferente, sin decir palabra. Como pensaba que nunca se ocuparía de ese oficio, llegaba a la conclusión de que no había nacido para gallero. Y en las noches, mientras la vela parpadeaba, ya tendido en su jerguita, le oía conversar sin cuidarse si él dormía o no. - ¿Sabe, m’hijo, cómo me llamo? Porque yo tengo un nombre también, no vaya a creer que no. No soy el gallero, como me dicen. Me llamo Mártiro Dolores... ¡Pucha! – Pareció dolerle el nombre. Levantó del suelo el porrón de ginebra y se mandó un trago largísimo. - Yo no conocí a mi mama, ¿sabe? Me la robaron los indios y nunca más la volvimos a ver. Tata murió di’abatimiento al poco tiempo y a mis hermanos los desparramaron a todos; los dieron, ¿sabe? Pero yo siempre sueño que l’ando buscando y llega un día que por fin la encuentro. No sé si será cierto, pero cuentan que ya sacaron a todos los cautivos ‘e las tolderías. Ella no volvió; pero tengo esperanzas ‘e que esté viva. Y pa’ eso quiero ganar plata, ¿sabe? Pa’irme un día al sur y andar por donde dicen que la tuvieron cautiva. Esta plata que junto es pa’jugarla en una sola apuesta al Bronce. Al mismo diablo l’hi de jugar si se me aparece. Porque con mi gallo no le tengo miedo a nadie – y otro taco de ginebra la afirmaba en su fe. Lentamente resbalaba el sebo de la vela y Nacho caía y caía en el sueño profundo de los ángeles y lo acompañaban en él gallos, muchos gallos, gallos cacareando, púas de gallos como puñales, ojos de gallos pidiendo misericordia, remolinos de plumas de todos colores y en medio de todos ellos, inclinado, echando su Bronce, Mártiro Dolores gritando con voz lastimera: - ¡Todo lo que tengo lo juego a las patas de mi Bronce, señores! Algunos días, con el gallo bajo el brazo, Nacho iba a llevarle agua o tabaco con hinojo y se quedaba largo rato acompañándolo en el desmonte. Parecía mentira que siendo tan flaco pudiera tener tanta fuerza y aguante, porque le daba y le daba sin parar al hacha y al pico, barriendo con churquis y troncos a todo viento. - Con esto si’aumenta mi plata, Nachito, y cualquier día llegará al pueblo un hombre con mucha plata y entonces me jugaré entero a mi gallo – y se quedaba mirando a lo lejos, con la cabeza echada un poco para atrás, como si estuviese rogando a todos los santos que eso sucediese cuanto antes. Llegó el invierno y el vientecillo sur que corría por el valle le cortaba las carnes como nunca. Tiritando en la resolana comía el maíz tostado que le dejaba ya preparado Mártiro Dolores para que acompañara el tarrito de mate cocido. Allí se quedaba al solcito oyendo tiritar el río entre las piedras. Luego salía a corretear con el Zorro por las arenas y se revolcaban como dos niños, sin cansarse. Cuando Nacho no daba más, regresaba al rancho y le daba de comer al gallo, tal como le había indicado Mártiro Dolores. En las noches, el gallero dejaba el bracerito cerca de la puerta con las brasas bien encendidas y así se acostaba calentito en su cama de caronillas y encima se echaba el jergoncito viejo. En tanto el hombre le seguía hablando y hablando siempre del mismo tema. Un ronquido de Nacho lo volvía a la realidad y entonces cambiaba el destinatario de su charla y conversaba largamente con el gallo; en otra, como si fuese a responderle, se dirigía a la botella vacía, en cuyo pico temblaba la luz de la vela. Pocos recordaban un invierno tan frío como aquél. Pero para Nacho eso no era nada. La gente andaba alegre y el pueblo, por consiguiente, también lo estaba. Es que todos se preparaban para la gran fiesta de la patria. “Ningún argentino debe faltar a nuestras fiestas”, ha dicho el intendente y todos parecen obedecerle por los entusiastas preparativos que realizan. Mártiro Dolores, en cambio, solamente piensa en su gallo. Anda como afiebrado preparándolo. Pareciera tener la absoluta seguridad de que está llegando para él el gran día que ha vivido esperando, ese día en que su gallo le permitirá llenar los bolsillos de plata, como siempre sueña y sueña. Ya de noche, medio a escondidas, saca una chuspa y cuenta una y otra vez la plata que tiene y la guarda de nuevo, cuidadosamente escondida. Con mayor prolijidad todavía le prepara el alimento para el Bronce, le afina las plumas, se las engrasa, lo arroja desde lo alto para que caiga y endurezca las patas y se queda largo rato mirándolo como si fuese un ídolo. Y luego, junto a la botella de grapa, parece desvariar: - Se da cuenta lo que irá a ser cuando la encuentre y le diga, ¿ mama? Yo soy su hijo, el Mártiro Dolores. Claro... yu’era chiquito, entonces, mama. – Y la ternura le iluminaba las palabras. El día ocho de julio, al anochecer, llega con la noticia: - ¡Mañana será, Nachito! - dice agitado, un brillo raro tiene en la mirada, como si una chispa de locura cruzara por ellos y una sofocación pareciera desfigurarle el rostro. -¡Lu’hi visto con mis ojos! El chino viene con plata. Y viene a ganar. ¡Justito es el que viviu esperando! – Y camina de un lado para el otro, se tironea las patillas y mira hacia todos los rincones como si estuviese aguardando que de repente se levantara algo malo oculto en el mismo rancho. - Llegó despuecito ‘e las doce – continúa diciendo – en un macho negro, grandote, con montura chapiada en plata y con plata en cabezadas y riendas con virolas qu’es un lujo. A la legua se conoce qu’es riquísimo el hombre – ponderó -. Más alto que yo, retinto, con un chambergo aludo, unas botas negras hasta las rodillas, relucientes, cara seca, puro hueso y una barbita ‘e chivato. ¡Y lo vi a su gallo también! ‘Taba atau a una estaca. Parece ‘e fierro, no le miento, Nachito. ¡Pero nu’áhi ser pa’ tanto! Mi Bronce lo tendrá que poder. ¡Fácil! La jugada ya ‘ta hecha... – Se le secaba la boca, le ardían los ojos y cada vez respiraba con mayor dificultad como si se estuviese ahogando. - ¿Y es muy grande el otro gallo? – preguntó impresionado Nacho sin poder ocultar su miedo. - ¿No le digo que sí? Pero es igual... Mi Bronce no se le achica a nadie habiendo plata en juego. Será mañana a la tarde... – le oye decir como si estuviese soñando -. Y apostaré hasta las últimas chirolas. - ¿Y si pierde? – Tiene mucho miedo Nacho. Él avienta los brazos como para hacer volar lejos tal idea. - ¡La boca se li’haga a un lau, carajo! – Y ya en sueños, en lo más profundo, le oyen repetir una y cien veces, como si rezara: - ¡Mañana...! ¡Mañana...! Y cuando pinta el alba el día nueve, los pasos secos, nerviosos del hombre, anuncian que el momento ha llegado. Nacho se ha puesto la camisita vieja, bien lavada y el gallero unas bombachas nuevas, amarillas, amplias, que lo hacen más flaco todavía y luce, a demás, flamantes alpargatas bordadas. Al despuntar el sol, entre el brillo de los aleros, las descargas de cohetes y el hondear de banderitas en el frente de las casas, contando con gran concurrencia, la fiesta empieza en la plaza. Cuando finaliza, entre el entusiasmo de la gente, que da repetidos vivas a la patria, Nacho se da cuenta de que se ha separado del gallero, pero no importa. Allí, en un boliche, están cantando Abundio y Felisardo y se acerca. ¡Cómo cantan esos hombres! No se cansaría jamás de escucharlos. Siguen los juegos para todo el mundo y las risas y gritos de triunfo llenan de claridades el día. Más tarde empiezan las carreras de sortijas y el baile popular en medio de la plaza. Cuando se da cuenta, el sol se ha corrido al poniente. Entonces dispone salir en busca del gallero. Divisa desde lejos la bandera colorada que anuncia el reñidero y no duda de que allí habrá de encontrarlo. Y como tiene que ser, ahí está, afirmado a una pared, rígido, sin una sonrisa, como tajeado el rostro por una sombra filosa. Al verlo llegar, sin decir palabra, le entrega el gallo y pasa por la puerta dando zancadas, envueltos en sus bombachas amarillas. Al quedar solo con el animal, Nacho lo mira y se lo apega a la cara, con cariño. - Tenés que ganar, Bronce, ¿sabís? No tarda en regresar Mártiro Dolores; lo encuentra más flaco todavía. - ‘Ta chicaniando este viejo ‘e porra. Seguro qu’el gallo d’él es nochero, por eso ‘ta mañosiando pa’ empezar la pelea. Pero que m’importa. Lo mismo li’haré saber qu’esto nu’es chacra di’azafrán – dice pasándole suavemente la mano por el cuello estirado del animal. - Vamos – lo invita de pronto. Entran. Hay mucha gente rodeando la cancha y otros llegan haciendo comentarios. - ¿Ganará el gallo del Mártiro Dolores? - ¿Y con qué... pican las avispas? – Crece el bullicio. El patio va quedando totalmente en sombras. Algunos gallos ya han peleado. Cantan desde las jaulas como anunciando el día. - ¡Treinta pesos al Bronce! – gritó uno lanzando el desafío. - ¡Pago! – responde el dueño del Negro mostrando un puñado de flamantes billetes y relucientes chirolas en las manos. - ¡Cincuenta al Bronce! - ¡A mi juego mi’han llamau! Pago y pago nomás – dice el viejo alborozado copando todas las paradas -. Y vayan cayendo, nomás, señores, que tengo pa’ darles en el gusto a todos esta tarde – grita arrogante el forastero, ardiéndole la cara huesosa y temblándole la barba renegrida de chivato. El juez golpea las manos y se presentan los rivales. Mártiro Dolores parece no poder respirar y los mechones de sus pelos duros le molestan más que nunca al caérseles sobre la cara. - ¡Igual en peso y a reventar! - ¡Di’acuerdo! – asienten los dos hombres. - Convenido también que si al toque de oración la lucha es pata, seguirán hasta reventar con las luces. - Di’acuerdo – vuelven a asentir los contendores a la vez. - A los presentes les queda prohibido hacer apuestas en voz alta una vez empezada la riña ni tirar dinero por encima de los gallos – manda el juez con firmeza. Más se aprieta la concurrencia y un vaho cálido de tabaco y sudor sube espeso desde la rueda. Nunca se ha visto tanta plata junta ni tanto entusiasmo alrededor de un reñidero en Villa Dolores. - ¡Cien más al Bronce! - ¡Pago! – Y el forastero sigue y sigue copando todas las paradas y sus ojos redondos y saltones, cubiertos por el ala ancha de su sombrero negro, miran burlones a unos y a otros. - ¡Aquí los gallos! – ordena enérgico el juez y les observa el plumaje y las púas a los animales. De inmediato los hombres depositan frente a frente a los gallos. - Si no dan pico habrá careo – aclara el juez finalmente. Pero ya el Bronce, avanzando decididamente, al primer tiro violento le baja limpia la cresta al Negro. Pero éste reacciona y chorreando sangre se le aproxima, bravos los ojos, firmes las patas, como picoteando el aire. De pronto lanza el feroz puazo y le saca plumas apenas, cuando el Bronce, como una luz, tira de revoleo un golpe que le da de refilón en la fuerte pechuga del rival. Mártiro Dolores, arrodillado a la orilla del ruedo, mudo, pareciera querer ayudar a su gallo haciendo fuerza con las manos y con los pies. Más billetes y chirolas salen de las chuspas y tiradores de los villadolorenses y por señas y en voz baja se entienden con el forastero que continúa copando todas las paradas. Apenas mueven la cabeza los concurrentes, apretados, todos inclinados sobre el tambor, atrapados por el ritmo endiablado que tiene la pelea. Es riña dura, pareja, sin respiro para uno y otro. El Negro, con dos puñaladas terribles, ha debilitado al Bronce, pero éste no afloja ni un tranco y con la cabeza chiquita, con movimientos de víbora en el cuello, fintea eligiendo el sitio donde asestar el próximo golpe. Se escucha apenas la respiración de los hombres sobre el roce nervioso, endurecido, del paso de los animales que levantan en su trajinar sin pausa un leve polvillo parduzco. De pronto, fulminante, el Bronce salta y de un puazo le cierra un ojo al Negro. Ve más sangre, le tiemblan las patas y le vibra el cuello como una cuerda a punto de estallar. Y otra vez va a la carga, pero el Negro, medroso, se le gana bajo el ala. Mártiro Dolores presiente que sus sueños están a punto de hacerse realidad. No puede perder nunca su gallo esta pelea. Ya lo tiene a su disposición a su rival... ¡Sí, sí, ya lo tiene! De un momento a otro habrá de liquidarlo. Desarmado, desorientado, el Negro camina apresuradamente como si se dispusiera a escapar. El Bronce, encarnizado, lo busca de nuevo con fiereza, lo alcanza, parece medir cuidadosamente el golpe, al que descarga de pronto con la velocidad del rayo y todos ven cómo salta el ojo del Negro y se convierte en un montoncito de tierra y sangre. - ¡Está ciego! ¡Está ciego! – exclama la concurrencia. El otro ojo hace rato que lo tiene cerrado. - ¡Sigue la pelea! ¡Es a reventar! – recuerda enérgico el juez. -¡Está ciego! – se escucha el murmullo dolorido. Pero no... tal vez no totalmente ciego, porque ese golpe que tiene la ferocidad de una puñalada de mortal, no ha sido lanzado al aire sino a su rival, que se ha salvado raspando de ser degollado. Más aún se conmueve la mosquetería. El Bronce pierde más y más sangre. Nadie se mueve del ruedo. Nadie respira. Exhaustos, pero bravos hasta la muerte, los combatientes luchan por vivir. El corazón de los hombres, que más se apretujan, está golpeando como un tambor. Y es un remolino aquello y una furia de acecidos y de golpes y en un inesperado borbollón de espuelas y de plumas, el Bronce da con el pico en tierra. Lo villadolorenses quedan helados. Solamente el forastero mira aquello con la misma sonrisa fría que no lo ha abandonado desde que empezó la pelea. - ¡De cabeza el Bronce! – ordena el juez. Las sombras de la tarde borronean las figuras. Suenan tristes las campanitas de la capilla dando el toque de oración. De inmediato, dos faroles grandes inundan de luz el redondel. Mártiro Dolores, temblando, toma a su gallo por el lomo con las dos manos y lo asienta proporcionándole la cabeza al rival. A tientas, el Negro saca otro violento tiro y yerra. El Bronce respira apurado, mira a uno y otro lado como enloquecido, chorreando sangre de la cabeza a las patas, igual que su contrincante, que se mueve a tientas. Y dispara también un golpe que pareciera ser el último, el de “difuntiar” pero no lo acierta. El Negro, en el mismo momento en el que el Bronce cae tras su fallido ataque, lanza otro puazo terrible, una puñalada mortal que da en el blanco inesperadamente. Aleteando, entre estertores, desparramado su plumaje que brilla como cobre derramado en medio del ruedo de luz que dibujan los faroles. Y un ronquido horrible, que hace estremecer a los presentes, manda de espaldas a Mártiro Dolores en el mismo momento en que se acerca a levantar su gallo. - ¡El Negro, señores! – proclama con voz inalterable el juez. - ¡El Negro! – Y el forastero alarga el brazo y empieza a recoger más y más chirolas y billetes entre los apostadores del Bronce, que miran sin comprender cómo Mártiro Dolores sigue allí, tendido, como buscando las estrellas. - Ese hombre está muerto, caballeros, como su gallo. – grita el forastero con su cavernario vozarrón, enaltando la cabeza, paseando por sobre todos su mirada altanera y la sonrisa burlona, en tanto sigue llenando el ancho tirador con el dinero que continúa recibiendo con indiferencia, como si no le interesara mayormente. Uno de los presentes trae un espejo y se lo aproxima a la boca del caído, en tanto otros le cepillan las manos. - ¡Está muerto! – sentencia apesadumbrado. - ¡Está muerto el Mártiro Dolores! ¡Ha muerto el Mártiro Dolores...! - se corre la voz enseguida. Cuando alguien, tras el revuelo, pregunta por el forastero, ya no está. Por ninguna parte se lo encuentra. Se ha hecho humo con su gallo en su macho negro, que va cargado, según dice el último que lo vio, con dos pesadas alforjas llenas de plata. - ¡Pa’mí que jué mandinga! – dice un viejo persignándose, mientras sigue buscando en las sombras, con los ojos achicados, el bulto del hombre aquel que no ha dejado ni rastros. Entre el bullicio, Nacho queda como perdido. Cuando se resuelve a salir, la noche lo aprieta con sus sombras y no halla qué hacer. Por la plaza a oscuras no se ve ni un alma. Solamente uno que otro jinete cruza al galope por las calles. Desde un cerrado callejón le llega el insulto de unos borrachos. Tiembla de miedo y de frío. Todo lo hace sufrir esa noche. La soledad lo espanta como nunca. Cuando su miedo es más grande, cuando no puede contener sus ganas de llorar, escucha un suave tropel y al darse vuelta se encuentra con el Zorro, que le expresa su alegría dando saltos y pegando cortos aullidos. Cruzan la plaza y cuando se da cuenta, el perro puntea adelante con rumbo al rancho. Lo alcanza y lo aprieta con toda la fuerza de sus brazos. - ¡No, Zorro, allá no! – Y llora con desesperación. Pero el perro insiste y él vuelve a clamar con terror, colgándosele del cuello: - ¡No, Zorro! ¡No, vení! – e intenta hacerlo volver. La noche los cubre de sombras y los deja revolcándose bajo unas pálidas, temblorosas estrellas.

AMOR DE MONTONERO

Un viento frío que bajaba de las cumbres, silbaba por los tabaquillos. Leves copos caían cadenciosamente, se arremolinaban y como pelusillas, pasaban flotando al bajo profundo, que se ahumaba con una nubazón pegadiza, negra, agorera. El jinete, encogido bajo el grueso poncho, con las manos ateriadas, dejaba avanzar a voluntad su caballo, que lo hacía muy lentamente. Ni un rastro alcanzaba a percibir, ni una senda entre la cerrazón y ya la noche se le venía encima. El deseo de ver a su madre cuanto antes, lo había tentado a cortar camino por una serranía abrupta, totalmente desconocida para él. Por referencias, a media tarde debía dar, en una bajada, con un rancho de piedra en el lugar llamado “La Tinajita”, pero hasta esa hora, no lo había localizado. Dudando, se detuvo y parándose en los estribos, oteó detenidamente el panorama. Lejos le pareció distinguir un hilo de humo que se encumbraba y un manchón verdinegro como trepando el altozano. - Por áhi... por áhi puede ser... – Y ya más conforme, extrajo de sus alforjas el chifle y tras echar un grueso trago de aguardiente, animó nuevamente a su caballo. No había andado mucho bajando el pelado pedregal, cuando percibió un apagado campanilleo de cencerro. - ¡Ah, ah! – dijo como para oírse y ya con la esperanza de un tibio refugio brillándole en los ojos, se dejó llevar por el caballo entre la nieve y la oscuridad que se tupían más y más. Un ojo de luz le ubicó el rancho contra el cerro y le aventó toda duda la perrada que se le vino encima como para achurarlo. Defendiéndose como pudo, sujetó su caballo en el patio resbaladizo. - ¡Ave María Purísima! - ¡Sin pecau concebida! ¡Apíese, forastero! Sin hacerse repetir la invitación, se descolgó pesadamente. Estaba como pegado al apero después del traqueteo de todo un día sin parar. - ¡Qué noche pa’ campiar sendas! - ¡Doy gracias que topé con el rancho di’un criollo! – dijo sacudiéndose el poncho. Tenía los pies congelados. A la leve claridad, podía ver a su interlocutor, un hombre ya entrado en años, de voz y modales suaves, que iba y venía llevando al ramadón las piezas de su recado. - Dentre, mozo... dentre sin cumplius... vaya calentándose. Cuando pisó en la galería alta y estrecha, la luz del mechero descubrió su rostro curtido, de rasgos firmes. Al entrar, su estatura llenó de sombras el humilde aposento. - Ésta es m’hija. - Gracias, don. – Y adelantándose fue a saludar a la joven. - Haga sin cumplius, como en su casa, - lo instó el anciano -. Deje por áhi el poncho y caliéntese. En una conana grande había depositado ya la niña un montón de vivísimas brasas. Al quitarse el poncho el forastero dejó al descubierto una chaquetilla descolorida y toscamente zurcida en varias partes. - L’hi di’acomodar el flete y enseguida vuelvo. Mientras, usté, m’hija, prepárele algo sustancioso ‘e comer, ¿sabe? – y salió de inmediato sin hacerle asco a la mala noche. - ¡Ta’ güeno esto! – Acercó sus manos a las brasas y un a agradable sensación de bienestar le recorrió el cuerpo. Al echar un ligero vistazo a la habitación, sus ojos, de paso, se detuvieron en el rostro de la niña, que lo miraba a su vez de reojo, sin poder disimular la desconfianza. Era jovencita y aunque vestía con humildad, resaltaba lo proporcionado del cuerpo. Las mejillas rosadas, los ojos negros de criolla, el cutis que tenía la pureza de la nieve. - ¡Qué prenda me vine a encontrar! ¡Esto me viene como anillo al dedo! – pensó haciéndosele agua la boca al tiempo que hacía un recuento de los meces que llevaba sin ver una pollera ni siquiera tendida a secar. - Sírvase... – El mate le entibió las manos y la proximidad de la niña le hizo correr cálido estremecimiento. -¡Vale la pena perderse, si mielcitas como éstas si’han di’hallar al final! – continuó pensando al ver que se alejaba con el mate, a tiempo que algo fuerte como un aguardiente sentía abrasándole las venas. - Fiera la noche, ¿no? – dijo por comentar algo. - Ah, ah... ¿es baquiano usté? - ¡Di’ande! Nunca corté estas sendas. - Tatita dice que sólo un güen baquiano es capaz ‘e dar con nuestro rancho en noches como ésta. - O de no, la mano ‘e Dios puede acercarlo a un perdido a su salvación, ¿no le parece? – Al clavarle sus ojos relampagueantes, descubrió que las mejillas de la dueña de casa se habían coloreado fuertemente. Afuera, entre un apagado roce de seda, la nieve seguía cayendo y cayendo desde un cielo borrascoso. Un perro se sacudió repetidamente en el ramadón y sobre eso se oyeron temblar los pasos del dueño de casa. - Ya quedó bien seguro su flete – le aseguró restregándose con fuerza las manos y escudriñando al forastero con sus ojos chiquitos. - ¡Lo contento que ‘tará mi pingo con haber dau con su rancho! – ponderó riendo bajo. Aunque faltaban las palabras, la cordialidad estaba presente en los rostros y acercaba los corazones. El dueño de casa se desvivía por servir con lo mejor a su huésped, y éste, entre plato y plato, y luego entre un mate y otro, iba sintiéndose más y más ganado por la bondad de los pobladores del ranchito de piedra. Le parecía encontrarse descargado de armas, empezando en ese momento una vida nueva, borrada de su existencia todo carrerear angustioso, sendas y más sendas oscuras, emboscadas, gritos de venganza y de odio, que eran parte de su vida, a la que jugaba minuto a minuto. - ¿Otro mate? - Hace ya mucho que no los tomaba tan ricos... - Transcurría la noche y el montonero liberado de su fiereza combativa, sintiendo allí un desconocido sosiego, sentía ganas de confesarse. - ¡Qui’hacerles! El Chaco pa’mí es como un padre. Él hace y deshace de mi vida. A un grito d’él, áhi tiene qui’andar mi lanza buscando pecho enemigo ande clavarse. – Y luego de un corto respiro, seguía y seguía hablando como un borracho: - Aunque ustedes me ven metiu en semejante baile, les juro que nunca hago mal a nadie... me tengo por hombre güeno... – Se le empalideció el rostro moreno y la voz, entonces, le tembló ligeramente en tanto con una de sus manos se acomodaba el bigote renegrido. - Pero algún día m’hi de sosegar... como qui’hay Dios... Mama me lo pide siempre ¡y ya ‘ta muy vieja la pobre! – El alma del niño que añoraba a la madre distante con el pedazo manso del hombre, le brilló en los ojos. - Y claro... sufre muy mucho. – El anciano estaba pendiente de sus palabras y la niña, siempre a la distancia buscándolo de reojo, hacía las cosas rápidamente para no perderse una coma de su conversación. - Es una desgracia ir a la guerra teniendo atrás madre o mujer que lo llore. Libre áhi ser el hombre mientras anda jugando su vida por defender una idea... solita d’él, ¿no le parece? – Hablaba con voz profunda y lenta, con la fuerza del que expresa pensamientos largamente madurados en la estación del dolor; y entonces, una cicatriz reciente que le cruzaba la mejilla derecha, parecía avivársele. El dueño de casa poco dijo después de su vida de pastor serrano. Cuando la niña se fue a dormir, acercándose más al forastero, le habló con tono confidencial: - Es l’único que tengo en la vida. Si no la tuviera, ¡pa’qué iba a vivir yo! Di’un año me la dejó la finada. Y ya van pa’ veinte... De lo demás no m’importa nada... ¡sólo ella! – en el rostro una sonrisa ancha y triste le desplisaba arrugas. – Güena y alentada es m’hija... No dijeron más. Uno y otro se quedaron encendiendo sueño en el candil tembloroso. - Mañana al alba... – La gruesa voz del montonero quedó resonando en la noche. Y al asomar el nuevo día le tomó la palabra y lo llevó con el corazón reverdecido, sobre el pingo que se hundía hasta las ranillas en la nieve. - ‘Ta a su entera disposición mi rancho – le había repetido el viejo al despedirlo y llevaba en los suyos gravados los ojos de la niña, que parecían rogarle un pronto retorno. Pero cuando subió la cuesta, divisando el rancho enmantado de blanco, comprendió que era de hombre no volver más a “La Tinajita” si no quería sufrir y hacer sufrir lo nunca sufrido.

*** Pero la primavera había traído pájaros nuevos y en el campamento montonero se habían multiplicado las tonadas de amor. Después de meses venía atravesando el campo a media tarde y al llegar a aquel cruce de senderos, se encontró sin saber qué hacer. Muchas cosas pasaban tumultuosamente por su corazón. Cuando echó pie a tierra, sintió que la primavera quemaba abajo. Por no perder la costumbre, apuró del chifle unos tragos largos; luego fumó una chala y enseguida otro más tratando de despejar sus ideas. El recuerdo de la serranita lo tironeaba con fuerza hacia ese rumbo. -¡Paloma! ¡Cada vez me gustás más! – Pero pensaba a la vez que si llegaba a aflojar por darle gusto al corazón, muchas cosas podrían suceder y tendrían su costado doloroso: abrírsele al Chacho que había sido como un padre para él, por ese amor que lo punzaba constantemente. Casarse con la serranita y llevarla consigo, lo que significaría matar al viejo de pesadumbre y soledad; o tener que dejarla quién sabe en medio de qué desolaciones si esos ideales a los que no podría renunciar jamás, lo llevaban de nuevo a guerrear. Aquello era para pensarlo largo, muy largo. Pero hasta ese momento todas sus cavilaciones eran inútiles. Y cuando se declaró vencido, halló la solución: - Que sea mi pangaré, el que disponga. – Montó y dejándole las riendas sueltas, lo animó. Recordando tal vez los buenos morrales de maíz que el dueño del ranchito de piedra le diera la vez anterior, decididamente el animal encaminó sus pasos hacia “La Tinajita”. Fue más linda esa noche todavía. La primavera le había hermoseado aún más el rostro a la serranita, su voz sonaba más cariñosa y lucía un vestido floreado, como otra primavera que se le ofrecía para ver y oler toda la vida. - Lu’esperábamos – le dijo el anciano al verlo llegar tendiéndole las manos llenas de afecto. - Nunca podría olvidarme ‘e los güenos amigos. – Al desmontar comprendía que allí estaba la paz, esa felicidad hogareña que desde tanto tiempo atrás desconocía totalmente. - M’hija también lu’esperaba – se acercó a secretearle no bien llegó. – Tal vez con la primavera güelva, mi’anunciaba... y ya ve, justito. Un perfume desconocido le llenó el alma: - ¿Será que me quiere ella también? – se preguntó sobresaltado y feliz. Pero no pudo continuar escuchando sus propios pensamientos porque ella se hacía presente alcanzándole el primer mate. Los ojos del hombre, que la buscaban como muertos de sed, encontraron por fin los de la niña con su pregunta y la respuesta fue firme. Bastó el instante en que se cruzaron las dos miradas; luego la niña bajó de inmediato la cabeza, ruborizado el rostro. Otra vez se acusó de cobarde, de estar buscando lo que nunca podría ser. Pero ¿cómo no mirarle el rostro gracioso, ese hechizo que le venía del dulce mirar, de su alma que parecía asomarse a ellos? - Soy hombre ‘e respeto – había dicho la vez anterior y ahora se escuchaba repitiendo lo mismo. - ¡Si mi’habrá puesto hoyos la vida pa’rodar! Pero hombre soy pa’ saber cuerpiarlos – reflexionaba con voz profunda. Y lo hacía para escuchar mejor las palabras que no lo dejaban flaquear. Porque los ojos de la serrana ya le habían dado a entender que todos los senderos estaban abiertos para ella, si quería llevarla. ¡Qué tentación! Él era un hombre, estaban en primavera, y además, su caballo era de ancas y tenía un andar como para pasear reinas si es que se ofrecía. - ¡Linda condición ‘e mozo! ¡Así áhi ser el hombre qui’un día se lleve la mano ‘e m’ija! – comentó el viejo chupando su cigarrito y los ojos se le llenaron de un agua tibia. Calló el montonero. Desde el fondo de sus recuerdos se alzaron otra vez entre densa polvareda, gritos, insultos, olor a sangre y a sudor y el tropel de los pingos desbocados huyendo enloquecidos por los montes. - Yo nunca podré tener mi rancho... – Se lamentó dejando caer su cabeza. - Esto pasará... – intentó consolarlo el viejo. – El Chacho ya s’irá a sosegar, ¡qué tanto! - Pero mientras, ya ve. ¡Qué vida, caracho! Di’aquí pa’allá siempre, sin un rancho, sin un amor... sin nada... – Repentinamente se puso de pie y abrió grandes los ojos con la fiereza del montonero en acción. Adentro, el corazón acorralado golpeaba como en un largo galope. - ¡Pero mi tierra lo manda! La voz de la serrana lo serenó: -¿Qui’acaso va tan apurau, otra vez? - Tengo pocos días pa’ ver a mama... la pobre ‘ta solita y m’espera. – ‘Ta poco menos que tirada allá en los llanos... Nada más qui’ un ratito la veré... nu’hay tiempo pa’más. Si nu’hay alce pa’ nadie, ¿no le digo? ¡Di’un hilo ‘ta colgau nuestro pellejo! Y tenimos que defenderlo de día y de noche, si no... Jamás hasta entonces había sentido tan brutal necesidad de desahogarse. Le parecía que en ese momento acababa de descubrir que la muerte noche y día venía pisándole los talones. - Pero un día siquiera podía quedarse con nosotros, ¿no le parece, tatita? - Y... si él así lo dispone, con mucho gusto. Pero ya estaba irguiéndose con la resolución tomada: - Son ustedes muy buenos, pero no puedo. Tendré que marcharme y será mañana al alba... Y el amanecer, rebosante de trinos, le tomó la palabra. - ¿Volverá? – más que los labios, los ojos de la niña formularon ansiosos la pregunta al despedirlo. - Volveré – le respondió sin firmeza. Estaba como en el aire y lo demudó enseguida la rabia pensando que había sido tan poco hombre. Se alejó al tranco lento, mirando todas las cosas que iba dejando atrás como si alguna vez hubieran sido suyas. El sendero bordado de verbenillas, el viejo coco abanicando el rancho, las cabras que trepaban retozando las ásperas laderas; cuando el caracol pedregoso lo dejó arriba, asomó la pampa rocosa con toda su desolación y sintió como si el alma se le escapara. Detuvo el caballo y se dio vuelta; abajo el rancho se encendía en verdes tonalidades. ¡Qué ganas tuvo de verla a la serranita por última vez! De todas maneras ya la había perdido para siempre. Jamás volvería a ese lugar. Por eso no pudo negarse a ese sentimiento y se apeó. Enseguida, la vería trajinar, como todos los días, por el patio rodeado de enredaderas y de vides que trepaban por las ramas del alto coco. Se había empeñado en descubrirla, cuando por el sendero que escondían los hualanes oyó resbalar piedras, como si alguien subiese corriendo. Y ella apareció de pronto allí, en el alto, desde donde él la buscaba ansioso. - ¿Usté? – preguntó sofocada. Cantaban en el bajo los zorzales, aromaban las piedras y el molle florecido ponía su corazón en toda la amplitud de la copa para que se sirvieran de su miel a voluntad las abejas. - ¿Se da cuenta?, se me cansó el pangaré – comentó riendo, en tanto, ya desmontado, buscaba sediento las manos de ella.

*** Un año y medio se había ido. Quién sabe por qué, se preguntaba el montonero, la muerte que más emboscadas le tendía, lo había respetado. Y eso que él era siempre de los primeros en arriesgar el cuero, en salir de entrada como ciego dando y recibiendo. - ¡Vamos a defender nuestro suelo ‘e los intrusos hasta dejar los huesos! – gritaba el “Chacho” que nunca se andaba con chicas y tras sus palabras, el tropel de los cascos rebotando en la lejanía y la humareda y el fuego, el rejón afilado, la gritería infernal iba otra vez con ellos. ¡Cuántos quedaban tirados como perros en la soledad de los campos! Y no faltó tampoco el que acobardado por el hambre y el acoso incesante de la muerte, huyera como enloquecido alguna noche, desertando. Ahora que regresaba sobre campos yermos, cabizbajo, rotoso, quebradas todas sus fuerzas por la brutal noticia que lo había alcanzado desde “Olta” se avivaba amargamente en su memoria la desaparición de su compañero Maidana. Quién sabe en qué montes oscuros lo había barajado la noche o qué ideas lo condujeron a abandonar a sus jefes y amigos sin decirles una sola palabra. Pero no, no era hombre para esto; si había sido siempre de los más corajudos y resueltos. Ahora, en esa soledad sin orillas, lo extrañaba más que nunca. Había sido tan buen amigo, tan de confianza, que solamente a él había llegado a confiarle cosas de su vida, sentimientos íntimos y esperanzas que a nadie contara. Y por cierto que aquello de la serrana escondida como un tesoro allá por “La Tinajita”. ¡Cómo no iba a extrañarlo si había sido un amigo sin vueltas! - ¡Maidana...! – Al final de todo no lo tenía a él ni a su madre tampoco; ella no había podido soportar tanto tiempo de soledad y de zozobras. En ese andar desazonado y sin rumbo, se había levantado el recuerdo del beso de la serranita en aquel día de despedida en el rancho faldero, cuando a duras penas venció su intención de cargarla en ancas de su pingo llevándosela para siempre. Ahora, como una brasa muy débil, su esperanza parecía querer revivir, alumbrar de nuevo; y era el rostro de la donosa de “La Tinajita” la imagen que lo acompañaba pintándole días dorados. Y así, sintiendo que su corazón endurecido empezaba a despertar, entró a bajar la escarpada cuesta siguiendo ese rumbo a la hora en que las estrellas empezaban a desvelarse. Cuando divisó la lucecita del rancho, relinchó con alborozo el caballo y sintió temblar su corazón. Al pisar el patio, los perros lo recibieron con fiestas; le extrañó, en cambio, ver que el dueño de casa se quedaba plantado como un poste, sin decir palabra. Pensó que era por la emoción de verlo de nuevo, de saber que venía a cumplir la palabra empeñada y lo apretó en un abrazo largo. Aspiró hondamente el olor a membrillo con que el otoño endulzaba el aire. - ¿Usté? – atinó a decir el viejo, observándolo con detenimiento a la débil luz que escapaba de la habitación, a tiempo que se apartaba de él como si estuviese mirando una aparición. - Sí, sí... soy yo; aquí’toy... ya ve... he vuelto. – Intentaba con su alegría borrarle tanta perplejidad. - Sí, sí... me doy cuenta, pero... ¿sabe? – Se rascaba la barba el anciano, pero continuaba permaneciendo con los ojos enormes abiertos, inmóvil, pétreo. - ¿Y María? – preguntó sin poder sujetar más su ansiedad en tanto daba unos pasos hacia la galería presintiendo ya algo grave. - Oiga, no, no... ¡Atienda! – lo contuvo la voz ronca, angustiada. - ¡Qué pasa! ¿Me quiere decir de una vez? – Era ya un rugido su voz y los músculos tensos, nuevamente vivos, le hacían sentir todas las espinas de la tierra que le parecía estar pisando otra vez. - Es que... justamente, hay algo que le debo contar. - ¡Quiero saber tan sólo dónde está María! - Sí, sí, a eso iba. Le voy a contar... resulta qui’a poco d’irse usté, la última vez, nos llegaron mentas ‘e su muerte. -¿Que yo...? ¿Y quién trajo ese infundio? – Le saltaron en borbollón las palabras, ardieron sus ojos como en lo más vivo de la batalla y hasta el pelo largo y la barba negra y sucia parecieron encresparse por la indignación. - Maidana... Jacinto Maidana – susurró el viejo. - ¿Maidana? ¿Maidana mintió eso? – sintió que las manos se le convertían en garras. - Después qui’usté tuvo aquí l’última vez, él empezó a llegar por este rancho de cuando en cuando. -¿Y...? – preguntó con ansiedad. - Él nos contó la primera vez que vino lo de su muerte. M’hija lo sintió mucho... y resulta qui’ahora... - Pero ella, ¿dónde está? ¡Solamente eso quiero saber ahora...! - ¡Pa’ qué! ¡Ya no tiene remedio! Se fueron... son felices, ¿entiende? A usté le tocó en esta güelta la parte más mala de la guerra. - ¡Con Maidana... con Maidana se jué! – dijo con amargura. - Sí, sí... quién iba a pensar qui’usté llegara a volver. - Sí, tiene razón – dijo luego de una dolorida pausa. – ¡Son cosas ‘e la guerra y en esta güelta me tocó perder! Un aire fino y frío le silbó por los huesos y lo obligó a soltar la cabeza sobre el pecho. Claro que se daba cuenta de lo que había pasado; cosas de querer como nadie a su suelo nativo, de defender con uñas y dientes un ideal, al que se había entregado por entero. Por eso estaba así, agonizando por fuera y por dentro. ¡Claro que sí! ¡Cosas de la guerra! – pensó en tanto sentía que un gran vacío lo iba cavando por dentro. Como dos postes huecos, sin decir palabras, se abrazaron las sombras. Luego, pausadamente, montó en el pangaré que fue dejando sobre las piedras el lúgubre golpear de los cascos.

JUSTO GÓMEZ, BAQUEANO

De sobra se sabía quién era el viejo Justo Gómez. Su historia era larga y se había desparramado por todo el norte de San Luis, corridos por los llanos de La Rioja, ponderado alrededor de los fogones en San Juan. Era vivo y tenía más mañas que mula zaina. Chiquitito, encogido, con el ponchito desteñido al hombro, chupando siempre como ausente su cigarro de chala, los ojos de gato entre las tupidas cejas, denunciaban su corazón filoso como un cuchillo. Cuando él decía “pucha” o “miesca”, ya el bufoso estaba en su mano echando humito. Y tan dispuesto que cuando daba a entender “ir, a tal parte” era porque ya estaba llegando también, montado a pie o en lo que fuera. Para la baraja no se conocía otro más peine que él, pues nunca le había de faltar la carta de triunfo en la mano y otro no había de ser el que diera el primer manotón al candil si el caldo se ponía espeso o el que arrojara el sorpresivo puñado de tierra a los ojos de su oponente si lo agarraban mal pisado y las papas quemaban. Pero aquella vez hacía falta un baqueano, un hombre que no fuera a hacer perder el rumbo a una tropa de hacienda muy importante que debía ser entregada en San Juan; que supiera, además, ubicar bien las aguadas y señalar con precisión las mejores pasturas donde llegar a la hora tal para dar respiro a los animales y poder, luego, con gran exactitud, calcular el grado de resistencia del arreo para que alcanzara a cruzar, sin desfallecer, la región de 1 desiertos, que los había y de muchas leguas. Y para eso el viejo Gómez que ni pintado. Como arriero, no tanto, porque ya 2 pisando los setenta , aunque enterito todavía y muy aguantador, le faltaba el empuje necesario que el oficio exige. De tal manera fue, pues, nada más que por baqueano que lo contrató el Capataz, aún conociéndole todas las mañas. Tres días de marcha llevaban ya y él había demostrado que no era infundada su fama. El calor sofocante, la sed y el cansancio traían aplastado al arreo y más lejos se les hacía “La Botija”. La tierra reseca y floja se levantaba como una ceniza, los emponchaba entero, se les entraba por los ojos y la boca se les quedaba pegada en las gargantas resecándoselas. Las botas con vino caliente y los chicles con agua, se alzaban a cada momento con temblor de fiebre hasta las bocas y parecían clarificar los gritos: ¡Juira! ¡Juira, mañoso! - ¡Jui, jui, jui...! ¡Güella, Mochito! – Atropellaban las mulas a los novillos que se apartaban de las sendas borrosas y el golpeteo de los guardamontes y el restallar de los chicotazos en el anca de los animales, les vencía la resistencia a avanzar, a meterse en esa gris desolación de arenisca, pajonal y cielo de plomo, que les llenaba los ojos.

1 Este párrafo está confuso, y probablemente incompleto. Ha sido transcripto textualmente del libro original. 2 Idem (1) - ¡Juira, novillo ‘e porra! – Y otra vez Casimiro por delanteaba con el encuentro de su caballo a un tostado emperrado en pegar la vuelta y le dejaba llover chicotazos en el anca sudorosa, ya charqueada por la filosa cola del rebenque. - ¡Despacito por las piedras, muchacho! – le gritaba levantando las manos el viejo Justo, viendo que la rabia le hacía perder los estribos a su bisoño compañero. - ¿Pero no lo ven al tostau ese? ¡Ya me tiene cansau! – Y el único ojo que le había quedado en la cara flaca, le chaguaba la rabia al Casimiro. Por un rato el novillito con la cabeza gacha, desflecando hilos de cansancio el belfo brillante y cálido, parecía conformarse, pero a poco andar, se apartaba de nuevo, se metía detrás de algún tronco seco o tupida ramazón y ahí se quedaba, brava la mirada, plantado sobre las patas firmes, tirada para abajo la cabeza amenazante, como dispuesto a morir en defensa de sus ganas de volver a la querencia. - ¡Afa! ¡Desgraciau! – Y desmontando el Casimiro y flexionándose como un alambre, lo cubría de azotes y de palos. - ¡Pacencia, Casimiro, pacencia! – Intentaba calmarlo de nuevo el viejo. - ¡Qué pacencia ni pacencia! Este tostau tiene el uñudo en el cuerpo y yo se lo voy a sacar a lazazo limpio. – Y cuando de nuevo estaba por empezar a repetir golpes, el viejo Justo se descolgó pesadamente de su cabalgadura y mientras se acercaba a las chuequeadas como loro viejo, le fue hablando pacientemente: - Así no, muchacho... Esperáte, hom... así, mirá y aprendé. ¡No siás tan chambón! – Tocándolo despacito con el cabo del rebenque y hablándole al tostado como si fuese un chico, lo hizo salir mansito, mansito. - ¡Juira! ¡Juira! – Se escuchaban más adelante los gritos que iban resultando ya inútiles para algunas bestias porque el cansancio las doblegaba haciéndolas balar, como gritando “¡Basta!” - Van aflojando fiero, don Justo. ¡Qui’hacemos! - Veia... ya himos de salir d’este secadal. A eso del anochecer llegaremos a un campo de güena pastura y agua hallaremos... descuide usté. Siguieron la marcha, paciente, despaciosamente, aquello, a momentos, era un solo jadeo y golpe apagado de pesuñas y a otras un mar de silencio; los jotes, que los acompañaban, se habían quedado con el día en las ramas secas de algún muerto algarrobo; la luna les enseñaba el rumbo ceniciento de la borrosa huella y a su luz se veían como fantasmas acurrucados, las blancas osamentas, ya aliviadas de su bárbara sed. Tras poco andar, entraron en una zona boscosa, y al llegar a un gran desplayado, el baqueano indicó un ranchito diciendo: - Ahí ‘ta el “Bebedero viejo”, ¿lo ve? Y así nomás fue. Los animales bebieron desesperados y tranquilizados, luego de mordisquear un poco se echaron a descansar. Mientras los rondines ocupaban el lugar asignado y el resto entraba a desensillar y tender las matras para estirarse, el viejo, mirando al sur y echando unas leñitas al fuego, les advirtió: - No se dejen cair en los cuerpos como tejos, muchachos, que va a llegar la tormenta... ¡Y quién sabe! El diablo no duerme... puede ser brava. – La noche, pesada, silenciosa, parecía darle la razón. Capaz nomás qui’así sea, Justo – dijo don Loncho, un hombre con muchos años encima, pero prudente, amigo de hablar poco y muy respetado por todos. El cansancio que cargaba como bolsas de plomo la espalda de los hombres y les aflojaba las piernas endurecidas, les dejaba caer por la boca el silencio estrellado de la noche. Se oía el chirrear de las lonjas del asado, uno que otro monosílabo y de vez en vez el paso del vino por algún garguero, quemante como rescoldo. - ‘Ta cansada la gente – dijo en una de esas el viejo Justo, medio atorado con un pedazo de carne. - ¡Cómo pa’no! – fue la respuesta de don Loncho, de cuyo rostro se había borrado ya su sonrisa permanente. Las llamas, bailoteando, bronceaban el rostro de los hombres que formaban la gran rueda. Más allá las mulas pellizcaban todavía golosamente las hierbas. La hacienda, echada, rumiaba lentamente. Uno que otro resoplido alertaba la noche y algún colcón dejaba oír su fúnebre lenguaje desde la cerrada ramazón. Pero aquella profunda serenidad, en un abrir y cerrar de ojos fue violentamente barrida. - ¡Ya se vino la tempestá! – se le oyó gritar al viejo Justo, peleándole al viento las pilchas que le arrebataba; a la vez, sin perder el tino, se lo veía zapatear con furia sobre las llamas del fogón, como un bailarín de malambo, que hubiera enloquecido en su ardor por apagarlas. No hubo tiempo para más. La punta del viento se abatió con furia sobre la alta ramazón de los árboles añosos, pasó arrastrándose bajo como una creciente oscura de polvo y hojarasca y el reventón intempestivo del trueno hizo espantar a los novillos que se levantaron repentinamente como una bandada de palomas. Dando un bufido, pegaron media vuelta las mulas; don Loncho, viendo fiero el asunto, tiró un manotón a las riendas y no las alcanzó; perdido por perdido, ensayó otro capujón alcanzando a prenderse de un correón. Fue en ese instante que sintió un fuerte tirón que intentaba sujetarlo desde atrás; a la luz de un relámpago, alcanzó a distinguir al viejo Justo, la melena al viento como penacho de coracero, que dispuesto a escapar de aquel remolino de locura, había alcanzado a prenderse de su ponchito y allá iban los dos, como alma que lleva el diablo, arrastrados por la mula que huía espantada. Como cincuenta metros habían recorrido así en la oscuridad, volando por entre las ramas, árboles y churquis, salvando el bulto milagrosamente de troncos y espinales, cuando en una de esas se llevaron por delante un grueso tronco de algarrobo y ahí quedaron. No habían alcanzado a enderezarse, cuando oyeron aproximarse un tropel horrendo. Como cuzcos acobardados se parapetaron tras el mismo tronco, cuando balando enloquecidos, con un ruido infernal de pesuñas y ramas que sonaban como tiros al quebrarse, pasaron los novillos en su ciega carrera. Todavía sintiendo temblar la tierra por aquel enloquecido aluvión, tiritándole la barba, habló el viejo para decir: - ¡De la que nos libramos, compañero! - ¡Por suerte nu’himos muerto aplastau como sapos! – le respondió don Loncho como saliendo de una pesadilla. Sabía que un milagro los había salvado. - ¡Vino fiera la mano esta güelta! - ¿Ti’has lastimau? – Sólo alcanzaba a distinguir el bulto del viejo. - Un chichonazo en la frente, nada más. ¿Y vos? - Una pelagiadura en la cara... ¡De la que nos salvamos...! Alejándose el tropel de la hacienda seguí haciendo remecer la tierra y los bramidos, ora lastimeros o embravecidos y el grito de los hombres llamándose unos a los otros, o dando fuertes clamores hacían semejar aquello al purgatorio. - ¿Y ahura qu’hacemos, Justo? - ¿Yo? Prender un cigarrito ‘e chala, Loncho. ¿Y vos? - Y yo... prender otro si es que me convidás... porque ya ‘toy viendo qu’hi perdiu hasta la tabaquera – dijo sin alterarse. Empezaban a echar humo, cuando grito va y grito viene, tanteando a lo ciego en medio de la oscuridad, fueron reuniéndose todos los arrieros que habían quedado a pie como ellos. El balance del desastre daba dos bajas en hombres que habían sido pisados por los animales y otros cuantos muy golpeados. Tratando de conservar la serenidad, el Capataz armó de nuevo la rueda y empezó a deshilachar sus preocupaciones. - Güeno, muchachos... ustedes ven, ando con la yeta encima. Hi quedau sin hacienda, hay dos hombres malamente golpiaus y además, todos estamos a pie. Qué les parece a ustedes... ¿qué podimos hacer? Nadie dijo nada. El silencio se hacía más pesado sobre el abatimiento. La tormenta seguía tronando alto y se iba lejos sin dejar caer ni una sola chispa de agua. Los rostros, gruñidos por una bailoteante llamita, hablaban de una honda preocupación que cada hombre de cuclillas, rumiaba muy adentro. Unos se sobaban las manos, otros algún pie torcido. Los demás, con la cabeza baja, aspiraban como con rabia y sed el humo amargo de un cigarro de chala. - Les pedí una opinión – insistió el Capataz echándose la vieja manta al hombro, - el menos como el que más me puede dar la suya en esta ocasión. – Los ojos doloridos parecían implorar. - ¿Qué me decís, Loncho? - Nada puedo decir, porque no soy conocedor de estos parajes. De no, con gusto. – Y siguió chupando su cigarrito. - ¿Vos, Justo? - Y... yo no sé – respondió acomodándose el viejo chiripá amarillento. - ¿Vos, Juan? ¿Tomás? – Ninguno dijo esta boca es mía. - ¡’Ta los gauchos estos! – Les tocó el amor propio con rabia el Capataz. Fue el viejo Justo el que sintió más vivamente el chuzazo. - ‘Ta bien – dijo acomodándose el sombrerito. – A mí me parece que lo que debimos hacer, es tomar mate y después dormir. Cuando aclare, juntaremos las pilchas y buscaremos las mulas, que nu’han di’andar lejos. A más – agregó como fatigado de tanto hablar – hagalé una promesa a la Dijunta Correa pa’que li’arrie l’hacienda p’al norte; nosotros cortaremos deraceras con ese rumbo y a la tarde ya la podremos juntar. Todos se habían quedado mirándolo al viejo sin entender ni jota. No sabían si hablaba en serio o si les estaba tomando el pelo. - ¿Y por qué l’hacienda áhi tomar al norte y no al sur qu’es donde tiene la querencia? – preguntó Juancho, luego de una pausa, como para ponerlo en apuro. Era retobado el viejo y de pulgas ariscas, así que ahí nomás se le volvió sobre el lazo. - A mí mi’han pediu una opinión y l’hi dau. Al que no le guste, que se calle o que se vaya a rascar a la casa de su agüela. - ¡’Ta bien, ‘ta bien! – apaciguó apurado el capataz que ya se veía venir otra desgracia encima. Y agregó: - En eso de la promesa, ‘toy di’acuerdo, porque sólo un milagro puede hacer que me junte con los animales y desde ya, perdiu por pediu, se l’hago a la Dijunta Correa, como indica el amigo Justo. – Algunos asintieron con la cabeza y otros torcieron la boca como diciendo: - ¡El viejo Justo está reloco! - Eso sí – continuó diciendo el Capataz, - me gustaría saber por qué piensa que l’hacienda va a buscar al norte, en vez de rumbiar pa’la querencia. Quedó mudo el aludido, luchando sin duda por vencer al indio que se estaría muriendo de ganas de mandarlos a pasear a todos de una vez, por desconfiados. - Disculpe, don Justo, si es que m’hi abusau – aclaró el Capataz. Entonces se quitó el sombrero el baqueano, dejando al aire los pelos de la cabeza, duros, parados, se rascó medio por detrás de la oreja y después de humedecerse los labios secos, empezó a hablar desganadamente. - Vea, don, lueguito parará el viento sur y entonces, l’hacienda s’echará a descansar, ¿m’entiende? Aparte del alba se levantará viento norte; entonces, como los animales van a estar sedientos, olfatiarán como locos el agua ‘e La Laguna Amarga, que si’halla a seis leguas di’aquí. Quiere decir que si nosotros salimos junto con lo qui’arranquen los animales de donde s’encuentren, vamos a poder juntarlos al atardecer y tiene que ser antes que lleguen a la laguna pa’no dejarlos beber, porque animal que llegue a tomar d’esa agua, áhi nomás quedará la pata dura. Nadie dudó más. Todos parecieron acordarse, entonces, que don Justo Gómez, siguiendo a La Chapanay o con las partidas del Chaco, no una, sino muchísimas veces, había cruzado esos desiertos en todas direcciones. Cuando el sol empezó a pintar, los que encontraron las mulas entraron a cortar camino en la dirección señalada por el baqueano. Algunos hombres se quedaron campeando sus cabalgaduras y otros dos, cargando los heridos, emprendieron el regreso. Duro fue el andar de ese día. Otra vez quebrados terrenos, malezales, bosques cerrados, en partes, con el peligro de los pumas y viborones, la sed quemándoles la garganta y el desaliento y el cansancio chamuscándoles las palabras, achicharrándoles los pensamientos. Pasado el mediodía cortaron los primeros rastros en listas hondas que avanzaban decididamente hacia el norte. Entonces empezó a volverles el alma al cuerpo. No iban errados. Más allá fue uno que otro animal apareciendo como dejaritado, con el testuz al aire, olfateando con desesperación el agua, babeante el hocico, lastimero el balido, alargando más y más el tranco a impulsos de su desesperante sed. Cuando dieron alcance al primero, el milagro que estaba haciendo la Difunta Correa se les hizo patente. De uno a uno fueron juntándolos no sin trabajo, ya que la laguna los atraía con la promesa del agua que venteaban en el aire, haciéndoles cambiar el rumbo. - Hay que darles muy duro, porque van a seguir porfiando fiero. La sed los mata, hay que dejarlo, nomás, patrón, porque al “Balde” tenimos que llegar con l’oscurana, porque si no todos van a parar la pata. Y entraron a ponerle fuerte, olvidados de la sed y del hambre, déle azote y grito a las bestias, muchas de las cuales rendidas, se dejaban caer como un montón de huesos. El tostado rebelde, que tanto lo había hecho renegar a Casimiro, fue uno de los primeros en quedar tendido, abiertas las pupilas, enloquecido, clamando por un poquito de agua. Los otros, al ventear el “Balde”, llenaron el oscurecer de balidos y nerviosos golpes de pezuñas; envueltos en un remolino de polvo, con el último aliento, mojaron el hocico en el agua fresca que sacaban sin cesar los hombres en los grandes noques. La tropa estaba salvada. Y así, de “balde” en “balde”, un día alcanzaron el primer arroyo en tierras de San Juan y poco después la hacienda era entregada a su comprador. Cobró el importe el Capataz, pagó a sus hombres, cumplió la promesa hecha a la “Dijuntita Correa”, llenaron sus alforjas y chifles y se dispusieron a emprender el regreso. Cuando pagaba la vuelta de vino del estribo, el Capataz llamó aparte a don Loncho. - Le quiero pedir un gran servicio, amigo. - Usté manda, patrón. - De los patacones cobrados, ya pagué a todos y separé pa’ los gastos ‘e la vuelta, quiero que si’haga cargo del resto. - ¿Yo? – le brillaron los ojos bajo las tupidas cejas. - Sí; hagamé la gauchada. Hi visto cosas que no me gustan. Sospecho que mi’asaltarán a la güelta. Y a usté le tengo confianza, por eso. -Si así lu’ha dispuesto... – Y recibiendo los patacones que le alcanzaba el patrón, los desparramó a todo lo largo y ancho de su viejo tirador. Bien sabía el Capataz por qué lo había elegido. A más de ser hombre de agallas, se contaban de él muchas cosas que lo hacían aparecer como protegido de Dios o por el diablo. No era cuestión de meterse con él. Entre otras se sabía que una noche había entrado a su rancho un individuo y que trató de coserlo a puñaladas cuando él dormía. Sin embargo, al primer golpe que le dio, debió arrojar el puñal con la hoja doblada como una lata, porque ese cuerpo flaco al que había intentado ultimar, era de fierro o piedra, y no de carne y hueso. - Ningún puñal podrá nunca contra las palabras que digo antes de dormirme – le habían oído comentar más de una vez a don Loncho, haciendo abrir grandes los ojos a sus casuales oyentes. Ya con los patacones en su poder, no se habló más de aquel asunto. Un día habían andado por el camino de vuelta, cuando a la noche, como si los hubiera tragado la tierra, desaparecieron el viejo Justo y uno de los muchachos arrieros. - Mal olor le tomo al guiso – comentó don Loncho al Capataz al enterarse de la fuga. Será mejor que me corte solo. Si los asaltan, diga que la plata me la llevé yo y que me la quiten si son hombres. Y así lo hicieron.

*** Los arrieros no pudieron menos que pensar que era cierto cuando se decía de don Loncho, que era brujo, adivino o algo por el estilo, cuando a la noche siguiente dos individuos emponchados les cayeron encima de repente inmovilizándolos y apretando al Capataz cuando estaban dormidos. - ¡La plata! – les gritó uno de ellos. - ¡No la tenimos! ¡Ya se la llevaron! - ¿Quién? - ¡Don Loncho se la llevó! - ¿Pa’dónde? - ¡No sé... se cortó solo! ¡Él se la llevó! - ¡’Ta que l’hicieron linda! ¡Pero lu’agarraremos ande sea al viejo ese! - ¡No vayan a hacer desatinos, por favor! – les rogó el Capataz cuando vio que guardaban los puñales y se alejaron hechos unas fieras. Llevándoles las alforjas y los tiradores, las sombras aquellas se hicieron perdiz en medio de la noche oscurísima. A todos les pareció que la voz de uno de aquellos emponchados era la del viejo don Justo.

Con los ojos bien abiertos y la mano en la cintura cerca de donde encajaba el puñal, don Loncho dejó la oscura huella que venía siguiendo y se raleó para lo más cerrado del bosque. Cuando llegó la noche, lo alumbraba una alegre llamita en un desplayado y unos mates lo refrescaban. Aseguró luego la mula a pocos pasos suyos, avivó el fuego, en el que puso algunos palos gruesos, tendió el apero y se acostó. El sueño lo buscó enseguida; tanto zangoloteo le traía los huesos molidos. Pero antes de caer rendido se persignó, dijo las palabras redobladas que acostumbraba repetir todas las noches y sólo entonces se dejó llevar por el sueño. Sin embargo, más de una vez esa noche, los bufidos y los estirones que pegaba del cabestro la mula, lo despertaron sobresaltado. - ¡Noche fiera, caray! ¡Qué te pasa, petisa! – pero la mula continuaba pateando, bufando y amusgando las orejas, como si los rondara el diablo. Durmió poco y mal; cuando venía el alba, ensilló, arrolló el lazo y lo ató a los tientos. Al asomar el sol, cortó el rastro de un enorme puma sobre la tierra húmeda de rocío; se le echó encima por darse el gusto, nomás, y a pocas varas dio con un desplayado en el que parecía el mismo “uñudo” se hubiera estado revolcando. A más de los rastros del bicho, había otros de cristiano. Observando aquí y allá, encontró entre los churquis una tira de tela amarillenta, descolorida, que le pareció haber visto no hacía mucho. Ya sobre los pastos, el rastro del cristiano y un hilo grueso de sangre que no se cortaba fue, además, lo que vio con preocupación. - ¡Pelea brava ha siu! – pensó entre los bufidos de la mula. - ¡Pobre hombre! – Y sin poder arrancar todavía de su cabeza el pensamiento de quién había sido el desgraciado que tuvo ese encuentro con puma tan bravo, continuó el viaje de regreso al sereno andar de la mula. Un día y una noche más anduvo sin dar con rancho alguno, hasta que por fin llegó a Candelaria. Allí habían quedado de reunirse con el capataz y sus compañeros, que ya lo esperaban impacientes por conocer lo que pudiera haberle ocurrido. - De que lo siguieron, ¡’tamos seguritos! – le repitieron. - ¡A tiro lu’han teniu...! ¡Si lo llevaban al rastro! ¡Usté tiene un Dios aparte, don Loncho! - Y güeno... ya ven; cuando uno se porta bien, Dios no lo deja de la mano. ¡Otra vez l’hi sacau linda! – y sonriendo, con su sonrisa de bueno, se encogía de hombros. Ya en el pago, no pasó mucho tiempo sin que se supiera que el viejo Justo había regresado poco después y que se encontraba en su rancho, medio perdido en una isleta del monte; pero no se dejaba ver por nadie, comentaban. – “S’esconde como un enfermo ‘e la peste” – agregaban. Eso fue hasta que alguien, más sagaz, pudo acercarse a escondidas y no tardó en desparramar lo que había alcanzado a ver. El viejo Justo estaba muy herido; y no eran de puñales tales heridas, aunque algunas sobre el pecho lo parecieran, sino de uñas afiladas, que le habían desgarrado parte del antebrazo y le habían hecho volar limpio el párpado de un ojo. Además, se supo, el mismo rostro del viajo tenía unos arañazos profundos, que dejaban pensar muy bien que era el sismo mandinga el que lo había marcado a fuego para todo el viaje.

MEMORIAS DEL GUITARRERO

Era yo un muchacho chico cuando una tarde me mandaron a buscar unas árganas a lo del padrino Juan. Mama ‘taba segura de que no m’iba a demorar porque tenía que cruzar un campo donde todos sabían qui’asustaban y yo nunca m’iba a animar a volver de noche por áhi. Clavau entonces que volvería temprano. Cuando llegué vi atau al algarrobo grande dos caballos muy lindos, bien aperados, tapados de sudor. Yo no los había visto nunca ni las marcas que tenían eran de las conocidas. Tenían que ser forasteros los qui’andaban en ellos. Me bajé, di el mensaje, m’entregaron las árganas que iba a buscar y ya le mandaron recuerdos a toda la familia; pero yo, a todo esto, no despegaba el ojo ‘e las piezas, porque bulla se oía adentro y algo estaba pasando. Me quedé un ratito haciéndome el distraído, acomodando el aperito, sacando los abrojos ‘e la cola ‘e mi Bayo, medio con ganas de irme porque la noche se me venía encima y ya se m’empezaba a encoger el cuerito de sólo pensar que tenía que cruzar el campo por la “Cruz del Descabezau” en medio de la oscuridá, pero también con ganas de saber quiénes eran y qué hacían esos hombres adentro. Esos cálculos ‘taba haciendo, cuando sonó una guitarra. ¡Qué bonito que sonó la guasa! ¡Fue como una bocanada de aire dulce, alegre, que me llenó el alma! Como quien no quiere la cosa, me arrimé hasta la puerta donde había ya otros dos chicos y fue entonces cuando vi a ese hombre desconocido de larga melena renegrida y ojos hermosos haciendo correr sus dedos, como de seda, por las cuerdas de la guitarra. ¡Quedé como si me hubieran hecho algo de brujería! Fue como si de pronto me hubieran llevado a otro país de maravillas donde las cosas que veía y pensaba no eran de este mundo. Eran aromas diferentes los que percibía, colores que nunca había visto ni imaginado, historias nunca oídas que me hacían apurar el corazón por sentimientos nuevos. Y aquel hombre muy blanco y de mirada ausente que la dejaba perder en la lejanía, ahora alumbrado apenas por la luz de la vela, seguía sacando por la boca de la guitarra voces que parecían hacerme hervir la sangre y sentía el grito caliente que ya me reventaba la garganta. Ni cuenta me di del tiempo que había pasado allí, cuando unos brazos comedidos me acomodaron las árganas en el caballo y pegándole un chirlo en el anca, me despacharon de vuelta. Nunca supe eso ni me acuerdo tampoco en qué momento pasé por el campo embrujado. Iba prendido de las estrellas y el cielo de la noche se me imaginaba una gigantesca guitarra que soltaba sobre el campo su aire perfumado y lleno de sueños. Desde entonces comencé a vivir como ausente de todas las cosas: de mama, de mi caballo regalón, de los deberes que tenía que cumplir. Vivía soñando con tener una guitarra. Y el día que la tuve y supe que era realmente mía, porque el viejo Polonio me la había dado a cambio de muchos días de trabajo, sentí que allí encontraba de nuevo, enterito, al muchacho dichoso que naciera aquella noche, y que mi corazón estaba dentro de la guitarra en toda mi alma. La dejaba caer mansita sobre mi pecho y empezaba a hacerle correr los dedos, acariciándola como había visto hacer al forastero aquella noche. Yo era el hombre y ella la tierra y el cielo y los dos nos juntábamos para cantar. Era el pasado y todo lo por venir, todas mis esperanzas y todos mis dolores y los de todos los hombres lo que mis dedos arrancaban como en un sueño distinto, de sus cuerdas. Y nos hicimos compañeros, amigos hasta la muerte y anduvimos senderos estrellados y muchos amaneceres nos vieron todavía avivando estrellas, llena la boca de versos, estremecido el corazón de amor. ¡Si me habrá abierto puertas la guitarra, si me habrá ganado amigos, si habrá echo caer lágrimas escondidas a más de una buena moza! Tengo mil cosas pa’ contar, mil versos pa’ recordar. Y los dejaré ir cayendo despacito, de noche en noche, de esas noches claritas, cuando las estrellas parecieran acocarse a conversar con uno. Ahora me acuerdo que una vez dispuse ir a visitar a un primo que vivía en “El Realito”; era un día y medio de viaje a buena marcha del caballo por zonas poco menos que desiertas. Me puse las mejores pilchas, cargué las alforjas con algunas cositas que podía necesitar y salí poco antes de las doce. Como no era muy conocedor del camino, había pensado que me quedaría a hacer noche en “El Balde de Escudero”. Anduve y anduve y ya se hacía de noche y desde buen rato atrás que no encontraba ni un rancho pa’ preguntar por qué mundos andaba; todos eran senderos borrados, campos desiertos y luego montes y montes. Me disponía a tirar los cueros bajo cualquier árbol, cuando alcancé a distinguir una luz. Llegué. Era un boliche. Me acuerdo que había tres o cuatro hombres afirmados a un mostrador destartalado. El candil apenas ardía. Vi que estaban tomando la vuelta y que uno de ellos era muy joven. Saludé y apenas si me contestaron. Se acercó luego el bolichero y me preguntó qué se me ofrecía. Le pedí alojamiento, porque ya estaba viendo que no iba a encontrar otra cosa donde hacer noche; me dice el patrón, que era un viejo grandote con cara de malo: “no tenemos cama ni pasto ni nada”. Le pedí entonces algo para comer, porque venía de lejos. “No hay nada”, me contestó. “Déme dos kilos de maíz para el caballo, por lo menos”. “Tampoco hay”, me volvió a decir. “Bueno”, dije mirando al grupo que estaba afirmado en el mostrador, “Ahora sí que . Yo y mi caballo vamos a tener que dormir al palo y a lo gallo”. Ninguno dijo ni palabra. Estaba visto que el bolichero no quería saber nada conmigo. Me habría visto, a lo mejor, cara de bandolero. Bastante ofendido me disponía a salir, cuando se me acercó el más joven de los parroquianos y me alcanzó un vaso con vino invitándome a tomar. Le di las gracias y me serví. A todo esto yo había notado mucho movimiento en la casa; entraban al despacho mujeres y chicos, buscaban cosas y salían apurados, se sentían pasos en las otras piezas, en la galería, en el patio tropeles de caballos que llegaban, ruidos de muebles que cambiaban de un lugar a otro. Entramos a conversar con el amigo este, en un aparte, y ya me contó que había novios en la casa y que él no era invitado porque le arrastraba el ala a una de las niñas y que el patrón no era gustoso. En eso que estábamos, apareció de nuevo por el despacho el dueño de casa y con cara más fiera todavía, dirigiéndose a mí, me dijo que disculpara pero tenía que cerrar el negocio. Me toqué el sombrero, di las buenas noches, como si nada hubiera pasado y salí para seguir viaje. Nos quedamos conversando junto a, la puerta con el amigo, cuando oímos un tropel entre los montes y junto con pegado, aparecieron los novios a caballo y a todo galope entre los tiros al aire y el alegre reventar de cuetes. Ya vimos que se bajaban de sus cabalgaduras muchas niñas y jóvenes. Entonces, viendo tanta alegría y bullicio, me di cuenta que era una tremenda injusticia que yo fuera a pasar ahí cerca la noche tirado en medio ‘e los campos teniendo mis habilidades. El asunto se había puesto lindo. La reunión se había armado en medio del patio y, por supuesto, nos acercamos a mosquetiar con mi amigo. En cuanto entraron los novios, ya les cantaron una canción dedicada, acompañados por una guitarra desafinada. Me dio pena, porque los cantores iban por un lado y la guitarra por otro. Cuando terminaron, le digo al joven despreciado con el que estábamos del lado de afuera, “Pídase la guitarra y yo me comprometo a hacerlo llegar hasta la misma cabecera de los novios”. Le pegó un brinco el corazón a mi amigo y dice, “Vea, soy amigo del novio, pero, claro, él... ahora, usté m’entiende, ¿no?” Pucha qui’había siu di’aguante corto mi amigo. ¡Qué tanto ahora y qué mañana! Escríbale cuatro letras, dígale que quiere darle las buenas noches y que para eso precisa una guitarra, pensé. En eso pasó un chico a nuestro lado y le preguntó: “¿Sabís cuál es el novio?” “¿Y no?” me contestó. Ahí nomás hice las cuatro rayas y le digo, “Andá, llevále este papel y tomá estas monedas”. El muchacho salió saltando en una pata y enseguida ya vi que el novio se levantaba, conseguía la guitarra y la mandaba con un hermano de la novia. Riéndose le dice: “¿Así qui’has aprendido a cantar?” “No”, si’atajó mi amigo. “Es este mozo que les va a dar música a los novios”. Era una guitarra negra, muy linda. La igualé haciéndola sonar apenas, la acomodé sobre mi pecho con cariño y ya la pulsé; daba gusto hacerla sonar. Era de esas guitarras que se entregan al alma del cantor y con las que pueden decirse cosas que uno nunca pensó que fuera capaz de decir. Cuando la tuve a punto, le digo a mi cumpa, “Ahora me la va a sostener bien firme para poder hacerle las corridas en arpegio hasta la boca, ¿sabe?” Me miró como si no me hubiera entendido. Los novios estaban sentados a la cabecera, al lado de los dueños de casa y los padres del novio y más allá, otras señoras y niñas más donosas, que daba gusto mirar. En cuanto hicieron un poco de silencio, arranqué haciendo una escala que les hizo abrir grandes los ojos. Algunos se pararon y otros empezaron a acercarse para el lado de la quincha; parecían no creer en eso que estaban escuchando. Canté el primer verso y me les largué con otro bordoneo distinto. Ya veía que todos estaban con los ojos pintados por la emoción. “Ya me los metí en el bolsillo a estos viejos”, pensé contento y seguí. Cuando iba por el segundo verso ni uno solo había quedado en su lugar, tres o cuatro me sostenían la guitarra y otros me estaban pasando la mano por el hombro. Cuando terminé con los versos, estrujándome y medio en el aire, me pasaron hasta la cabecera donde estaban los novios que querían conocerme; a todo esto, ardían los cuetes y los tiros, toriaban los perros, ululaba como indiada el negraje pasándose sus buenos tacos. Y de mi socio, ¡qué les cuento!, en medio de los remolinos ya se había acomodado y estaba pegadito al lado de “su pior es nada”. “Usté sí qui’aprovecha la guitarra”, me dijo el novio. “La toca desde la clavija hasta la boca, ¡caray!” y me pasó un potrillo de vino. Nos hicieron sentar en el sitio de preferencia y me pidieron que cantara otro verso para los dueños de casa. “¡Qué me iba a hacer rogar!” Yo nu’era sonso de ahora. De tanto andar los caminos había aprendido versos que pegaban justito según juera l’ocasión. Si se trataba de un viejo al que debía conquistar, ya me largaba con el Concierto de la calandria y el jilguero o con la Historia del muchacho de la poca suerte o con La pluma del caburé. De modo que entré a complacerlos. Arranqué despacito y le fui haciendo desgranar sonidos a la guitarra hasta cerca de la boca y por la prima y la segunda. Aquello parecía una lluvia de trinos de pajaritos, según yo me lo imaginaba. Y mirándoles la cara de asombro, me decía: “¡Ahora están sabiendo lo que es un criollo guitarrero!” Apenas si les di tiempo para que se aliviaran con un suspiro, cuando con todo sentimiento que cabía en mi pecho les entoné la No llorés mi alma. Ahí aflojó todo el orgullo del dueño de casa, que hasta entonces había estau como empacau. No bien terminé el canto, ya si’acercó y me dijo: “¿usté es el joven qu’esta noche me pidió alojamiento y pasto p’al caballo?” “Sí, señor”, le contesté. “Bueno, ya tiene todo, ¿sabe? Su caballo está comiendo y usté pase a la mesa, ésta es su casa; y vaya sabiendo que de aquí no se va a ir hasta que no le aprendamos todos los versos que sabe”, dijo abrazándome. “No, señor, le va a salir muy caro”, le contesté bromeando y él me respondió pegando una risotada y dándome otro abrazo. “No importa, vamos a comer”. Ya los cabritos estaban en la mesa y a mi compañero lo divisaba un poquito más allá hecho un caramelo al lado de una morocha que era una flor. En cuanto terminó la comilona, se armó el baile. ¡Estaba muy lindo aquello! Era gente tan buena que enseguida parecía que todos nos habíamos criau juntos. En una de esas, oí comentar en una rueda lo linda que estaba la María. Me arrimé al socio y le pregunté cuál era la María. “Es aquella gordita que está ahí”, me dijo. “Esa es la chica con la que yo afilo”. Ya me lamenté de mi mala suerte. “Qué pasa”, me preguntó con apuro. “Nada”, le contesté, “sino que estaba pensando conquistarla. Le iba a cantar un verso, pero si es la que pretendés vos, que se vaya, total, mañana te vas del pago y chau”. Y diciendo esto, se fue, trajo la guitarra y me la pasó. Como sabía un canto para cada nombre de mujer, ya le canté la Despedida a María: “Adiós, María adorada / este recuerdo te dejo / vaya triste, idolatrada / yo en un instante pensaba / no sufrir esta pasión / pero mi fiel corazón / piensa en ti, dulce María / que sólo en la tumba fría / te olvidará tu cantor.” Cuando terminé de cantar el último verso, la moza, que había estado suspirando cortito, no pudo más y se cubrió los ojos para esconder las lágrimas. Linda fiesta fue esa que duró hasta el otro día a la noche. Nunca me voy a olvidar. Me halagaron con todo lo que yo quería. El lunes por fin pude seguir mi camino entre los abrazos de la gente y pedidos de que volviera cuanto antes al “Balde de Escudero”. Esa noche llegué a la casa de mi primo y no pensé más que en descansar. Al otro día, cuando quiero acordar, empezó a caer gente, despacito, como quien no quiere la cosa, de a pie, a caballo, en sulky, de uno, de a dos. Malicié que era para esa misma noche el fandango que había preparado mi primo por mi visita. Y esa tarde nomás se armó la farra que daba gusto. Había algunos paisanos que tocaban la guitarra, otros que cantaban, pero yo me hacía el desentendido, seguía sentado haciéndome el ignorante, conversando con una tía vieja, pero eso sí, con el ojo a las criollas para ver a cuál me le iba a apuntar más tarde. Cuando me preguntaron si sabía música, les dije que todavía no había tenido tiempo de aprender. Me estaba reservando, porque sabía que no bien les cantara la No llores mi alma o cualquier otro canto, ya no me iban a dar respiro. Cuando estaba la fiesta en lo mejor, como a eso de las diez de la noche, se oyó un tropel por el patio, luego alguien dijo: “Son dos forasteros” y ya se oyó que tocaban las manos. Cuando se asomó mi primo, oí una voz gruesa y conocida que daba las buenas noches y decía: “Soy el bolichero del ‘Balde’ y vengo porque somos muy buenos amigos con un mozo cantor que estuvo en casa las otras noches y que ahora debe estar en esta reunión”. Era nada menos que el bolichero que llegaba con otro amigo de él. Ya salí y dice el viejo con la cara llena ‘e risa: “Vengo siguiéndolo, amigo, y usté disculpe, porque no puedo olvidarme ‘e lo lindo que canta usté y quiero escucharlo cantar otra vez”. Ahí nomás los que ‘taban presentes le capajaron las palabras y algunos se enderezaron diciéndome: “Ah, con que no sabía la música, ¿no? Aquí lo vamos a ver”. Y sin perder tiempo me alcanzaron la vigüela. Antes de que me acomodara nomás, medio afirmado a la muralla, me dice el patrón atusándose los bigotes: “cante, amigo, la No llores mi alma”; y bueno, qué se le va a hacer, ya que estamos en el baile... La igualé como a mí me gustaba, la hice sonar con un bordoneo especial que tenía para hacer parar la oreja al más distraído. Fue suficiente. Cuando terminé de cantar la primera estrofa, se levantaron todos los que estaban adentro, los de afuera se estrecharon en la puerta y hasta los que estaban asando los chivos sacaban la cabeza por arriba. Ya m’estaba faltando el aire cuando hice el acorde final. Lo mismo que en boliche, todos querían saludarme, aplaudían como con rabia y tiraban cuetes y tiros que era aquello un infierno. Cuando pasó un poco el entrevero, se me acerca el otro mozo que había venido con el bolichero del “Balde” y me dice entregándome un papelito: “esto le manda María”. ¿Qué podía decirme? Si al final yo con ella había hablado muy poco; está bien que le había dedicado un verso y había bailado una pieza con ella, pero nada más. No hallaba qué hacer para sacarme la curiosidad, hasta que pude escabullirme a un rinconcito para leer: “Amigo”, decía, “no he podido olvidar sus versos ni sus palabras. Si estima en algo a su amiga, no deje de volver por aquí, como me lo prometió. Le haré saber entonces por qué se lo pido”. Escondí el papel y me quedé pensando en aquella linda mujer a la que yo, sin proponérmelo, había turbado sin duda. Claro que me hubiera gustado muchísimo conversar otra vez con ella, porque era la flor codiciada en muchas leguas a la redonda, y más con la esperanza de merecer algo. En ese momento me daba cuenta de que tenía razón aquella vieja cada vez que me repetía: “Vea, mozo, cante lo que quiera y a quien quiera, pero no les cante a las chicas mías porque ellas sufren mientras usté se divierte”. Siguió la fiesta ardiendo por las cuatro puntas. Canté toda la noche, como me lo pedían y, aunque quería estar alegre, aquel mensaje me había producido una pena que no me era posible disimular; y era raro, porque pensaba y pensaba mucho más de lo que acostumbraba hacerlo por una mujer. Al otro día temprano el camino me esperaba y busqué sendas nuevas para seguir, porque ya por el “Balde” no podía volver. María iba a quedarse esperando inútilmente. También el patrón, un buen hombre al fin, y mi amigo, al que no podía jugarle tan mala pasada. Aunque fuera por una mujer como la que él amaba. Quedaban atrás muchos adioses; el compromiso de volver que difícilmente cumpliría; no me gustaba mucho repetirme. Yo era así; me hacía amigos, despertaba amor en las mujeres, conocía lugares y parajes y me iba lejos, enseguida, con mis sueños y mi guitarra. Ya sabía que en alguna hachada iba a ir a parar donde tendría que darle al hacha de sol a sol para parar la olla; pero también, que allí cerca, habría un sábado a la noche con otras manos amigas, copas a compartir con criollos nobles que entregaban su amistad hasta la muerte, otros ojos de mujer que se humedecerían cuando yo le dedicara una canción de amor. Olvidado de mis penurias, siempre con mi guitarra, la noche, el alba, la música en el alma y versos, muchos versos nuevos, que los caminos sin fin me iban enseñando.

LA TRAMOYA

Habíamos dejado atrás la hermosa quebrada, rica en pastos naturales y agua manantía. El sol se alejaba hacia el poniente y la sierra lucía esplendorosa sus tintes azulados. Veníamos en silencio; tan sólo el paso de las cabalgaduras se dejaba escuchar; dos o tres veces intenté iniciar el diálogo, pero el viejo que me acompañaba me había respondido tan sólo con monosílabos. Muy de paso había oído contar que la hermosa propiedad que atravesábamos había sido de su pertenencia en un tiempo; de ahí que viniera pensando que ese mutismo suyo pudiera obedecer al peso de tantos recuerdos que lo traerían conmovido. Acabábamos de trasponerla cuando, deteniendo su cabalgadura, me dijo: - ¿No quiere que demos un resuellito a los animales? Detuve mi caballo de inmediato al lado de un tala corpulento. El viejo desmontó también; tenía los ojos lacrimosos y una emoción profunda parecía dominarlo. - ¡Viera usté lo que tengo que sufrir cada vez que paso por aquí! ¿No sabía usté que todo esto jué de mi pertenencia? – Le respondí con vaguedad. Él, como tratando de ganar tiempo para serenarse, le aflojó la cincha a su caballo. - Esta hermosa propiedad qui’ha visto, jué mía y la teníamos llena de sembrados y de animales que daba gusto ver; vivíamos en l’abundancia y como esto nu’es todo, éramos muy felices; ¿qué más podíamos pedir? Pero... ¡cómo es la vida! Miré su blusa pobre y desteñida, su rostro flaco avejentado por los sufrimientos, y recordando la pobreza del rancho en que vivía y su conmovedora soledad, quedé en suspenso. - Baje un cojinillo y siéntese, si gusta, que le voy a contar de qué manera vine a quedar así, como usté m’está viendo. Obedecí; a lo lejos los zorzales se embriagaban con sus propios trinos; un airecillo serrano jugueteaba despeinando el penacho blanco de mi anciano compañero. - Vivíamos en esa casa qui’usté vio al pasar, con mi mujer y diez hijos. Ya le dije que no nos faltaba nada. Pero perdone... sí, teníamos un motivo ‘e sufrimiento; uno de mis muchachos había nacido sordomudo; pero era tan entendido, tan bueno y respetuoso, que a todos nos robaba el corazón... Era locura el cariño que sentía por su madre; ¡hubiera visto usté cómo si’afligía cuando la veía enferma o contrariada por algo! Ángel se llamaba. En ese tiempo, - continuó diciendo – pa’ la caza del lion y otros bichos dañinos tenía varias armas largas y ninguno había aprendido a manejarlas tan bien como m’hijo, como Ángel. ¡Qué puntería! ¡L’hubiera visto usté bajar águilas en la cumbre! Y no paraba en eso su habilidad. Era güen pialador y jinete como ninguno, ya le digo. Jué pa’ese tiempo que vino a vivir al sur de nuestra propiedá un vecino que se vino rico de la noche a la mañana. Decían qui’andaba en tratos con un “ave negra”, tipo pueblero muy listo y lleno de embrollos, al que no le faltaban sonsos pa’ desplumar. – Hizo una pausa en el relato; me miró y sonrió con amargura; empezaba a comprender su dolor, toda esa pena que adivinaba en cada una de sus palabras. - Una mañana – continuó diciendo – ya iba a salir cerro arriba a campiar unos animalitos, cuando oí que me decía la vieja: - Atienda, se mi’hace qu’están hachando p’al bajo. – Era cierto; un galopar di’hachas se oía; no perdí tiempo y montando ahí nomás, le pegué al galope a ver qué era lo que pasaba. Ese monte del bajo, bien sabían todos, nadie podía tocarlo; yo lo tenía por sagrado y por eso, mientras mi’acercaba, crecía mi rabia pensando que’un don Juan di’ajuera me viniera a pisotiar lo que yo respetaba y hacía respetar. Desde lejos ya vi que cuatro hombres estaban hachando mis árboles y cercando al mismo tiempo con mucha prisa en mi propio campo, ¿se da cuenta? Eché un vistazo y me volví sin llegar; ciego ‘e rabia volví a las casas en busca de algún arma; le conté sin perder tiempo lo qui’había visto y todos los muchachos grandes dispusieron acompañarme; eran cuatro y cargando armas, salimos a averiguar quiénes eran los intrusos y por qué ‘taban áhi. Llegamos en un soplo; hice quedar en un reparto del monte a mis hijos y yo me adelanté. Entonces vi qui’al frente ‘e los hacheros estaba mi vecino dándoles ordenes. - ¿Por orden de quién ‘tan haciendo este cerco? – les grité mientras caminaba hasta el lugar donde ellos estaban. - Por la mía, don – me contestó secamente mi vecino, parado frente a sus peones que habían dejado su trabajo parta mirar lo que pasaba. - Me va a hacer el servicio de salir ya mismo di’aquí, - le dije con fuerza. – Una sonrisa de burla se pintó en la cara de aquel pícaro. Era hombre joven todavía, grandote y juerte, por eso se me quiso insolentar. - ¿Y qué piensa hacerse respetar usté? – me dijo mirándome con insolencia. Yo nu’estaba pa’ desafíos. - Sí, señor, - le contesté - ¡y ya mismo me deja libre el campo! – Nu’había terminau ‘e decir eso, cuando vi que los hacheros corrían a esconderse tras unos algarrobos grandes que había, en tanto mi vecino hacía lo mismo tras el anca de su caballo. Adivinando lo qu’estaba por ocurrir, me di vuelta como picau por una víbora hacia donde habían quedau los muchachos. ¡Qué julepe! Lo primero que vi jué a Ángel que les apuntaba con la carabina, al tiempo que les gritaba en su lengua más confusa todavía por la rabia: - ¡Juera, guachos! ¡Juera ‘el campo! – Yo sabía bien de lo qu’era capaz cuando alguien di’ajuera nos ofendía o quería hacernos daño, por eso, sin pensarlo dos veces, me crucé adelante levantando los brazos y a señas pude hacerle entender que bajara la carabina. ¡No sabe usté a lo que mi’había expuesto! Nadie dijo esta boca es mía; haciéndose los desentendidos, di’uno por uno fueron dejando la propiedá. - Ya ‘tará pensando qui’áhi terminó el cuento, pero no, ya verá... – Se pasó las manos de piel dura y rugosa por la cara, como si quisiera quitarse esa máscara de años que le ensombrecía el recuerdo y luego de alargarme la tabaquera, continuó diciendo: - No me demoré en casa más qu’el tiempo necesario pa’ cambiarme ‘e ropa y me juí a Larca a poner la denuncia. El comisario, qu’era un güen zorro, mi’atendió mejor que nunca y se puso a hablarme de güeyes perdius, cosa que me llamó l’atención pero, al fin, me dije, debe ser qu’el hombre ‘ta con la güena y nada más. Quedamos en que lo notificaría a mi vecino y risita va y risita viene, cuando acordé mi’había demorau más ‘e la cuenta. ¡Ya verá usté la cama que mi’habían tendido! Cuando al tranco de mi caballo volvía a casa pensando en todo aquello, se me cruzó en el camino un vecino que m’hizo una pregunta que me dejó helau: - ¿No sabís pa’ dónde va la policía a toda juria? P’al lau ‘e tu casa. – Me dio un golpe el corazón y le clavé las espuelitas al cebruno dudando si llegaría a tiempo. Acababa de maliciar todo. Pero jué inútil. Por más guasca que le di, lo mismo llegué tarde. Por mi hija Jesús supe después cómo habían sucedido las cosas. Acababan de sentarse a la mesa a l’hora ‘el almuerzo, bajo esos nogales que todavía están en el patio y qu’era lugar pa’ todas las reuniones familiares, cuando di’un repente, a todo galope, rayó la patrulla en la puerta ‘e calle. ¡Mire cómo vinieron las cosas! El sinvergüenza aquel mi’había ganau de mano en hacer la denuncia y di’acuerdo con el comisario, los milicos iban a mi casa p’arriar a todos mis muchachos y conmigo también ande m’encontraran. ¡Y a mí ni palabra me dijo! Como le digo, al verlos llegar, salió m’hijoJuan, mansamente, como un hombre ‘e trabajo qu’era a ver qué sucedía; si él no tenía nada que temer, por el contrario y pa’ esto que me lo recibieron con el grito de: “¡Date preso”! No se resistió. ¡Pa’ qué! Mi vieja, con los ojos enormemente abiertos, me contaba la Jesús, con el corazón que se le volaba, no atinaba a nada; todos habían quedau como mudos y paralíticos; el único que les tomó el tiempo jué Ángel. Se ganó disimuladamente pa’ la cocina, di’áhi pasó a una pieza que tenía una ventana que daba al patio y en unas d’esas, cuando la milicada se disponía a arriar a todos como si fueran bandidos, Ángel, ya con el arma montada, les pegó el grito desde la ventana: ¡Juera, juera, guachos! Como un solo hombre todos se dieron vuelta y al ver aquello se quedaron del color de la cera. Señorcito mío... si nu’era pa’ juguete ver a aquel muchacho con la cara encendida como una brasa por la rabia. Jesús comprendió bien lo que ‘taba por pasar y áhi nomás por señas y pa’ que no se arrebatara, le daba a entender que dejara el arma, porque la mama se podía morir. Él entendía todito y ya le dije que nada había en el mundo que quisiera más que a su madre. Lo convenció al fin y todos lo vieron bajar el arma y quedarse ahí, afirmado, con los brazos cruzados, brillándole de rabia los ojos; les volvió el alma al cuerpo a los milicos y como los muchachos eran tan humildes, la vieron linda pa’ seguirla y entonces sacaron las esposas y empezaron a engrillarlos, como si se tratara de criminales. Mi vieja, qui’a todo esto si’había venido haciendo la dura pa’ no gritar, qu’estaba aguantando por demás ya porque era floja ‘el corazón, al ver aquel atropello no pudo con un sofocón y cayó como una lonja al suelo. Pegó un grito mi hija Jesús y corrió a socorrerla, pero ya la desgraciada estaba encima. De nuevo hizo una pausa mi acompañante; la noche empezaba a rodearnos con su sombra silenciosa. Luego, con voz más apagada, continuó diciendo: ¿Cómo no himos de lamentarnos de tener que pasar a veces por este mundo desencontrado con todas las cosas, si no somos más que figuritas en manos de alguien que nos hace ir y venir a su entera voluntá? Yo pude haber llegau a casa un poco antes, los policías no podían haber usado los grillos porque sabían bien que nu’éramos personas di’hacer mal a nadie, podrían haber desarmado a Ángel, en fin muchas cosas podrían haber sucedido de otra manera y esta historia no la hubiera tenido que contar jamás. Pero se ve que todo estaba dispuesto así y así nomás tuvo que ser. Ángel, como l’iba diciendo, había quedau empacau junto a la ventana mirando el cuadro aquel sin saber qué hacer. Era un muchacho pichón todavía y para él nada resultaría comprensible de todo ese aparato que veía. Pero cuando vio caer a su madre, esa madre a la que él siempre besaba hasta cansarse y con la que jugaba como si juese un niño, tal vez pensó, digo, qui’había sido muerta por aquella gente extraña qui’había llegau a pisotiarlo todo. ¿Y qué podía hacer él? Sin saber cómo pedir razones, sin necesitarlas tampoco ya, alzó la carabina y en un segundo la bala jué a dar donde él había apuntado. Al llegar poco después, ‘taba el muerto en el patio y de los otros milicos no había ni rastro. Y áhi empezó el peregrinaje. Juí con los muchachos al pueblo y nos entregamos. Yo mismo entregué a mi pobre Ángel, señor, yo lo llevé porque pensaba que los hombres sabrían comprender lo que le cuento y harían pronto justicia. Pero no, no quisieron entender nada d’esto y me lo mandaron que se pudriera en una cárcel de la ciudá. ¡Cómo! ¡Si el pobrecito nu’era pa’ eso! A él le gustaba el campo, la libertá y sólo era feliz y podía pasar por la vida cargando su desgracia, allí en su casa, al lau ‘e su madrecita querida. ¿Cómo iba a poder vivir entre cuatro estrechas paredes? ¡No... No...! – Débilmente me llegaron sus últimas palabras. La emoción lo sofocaba. Luego, en voz muy baja, agregó: Al poco tiempo entregó su alma al Señor, sin que pudiera recibir ni siquiera el último beso de su madrecita... y el juicio siguió adelante y la cadena ‘e tramoyas también. Ya todo s’estaba desmoronando. Y ya ve, anduvo el tiempo y me quedé a sufrir, solo en mi rancho, qu’es l’único que me queda, esperando la justicia ‘e Dios qu’es la más alta y verdadera. La noche nos había tapado. De cada árbol, de las claras estrellas que nos iluminaban, se levantaba el recuerdo de Ángel y de su injusto calvario.

LA MUERTE LLEGA POR LA ESPALDA

- ¡Levantá, sucio! – le grita mientras le apunta firmemente con el revólver; chispeantes los ojos en la cara crispada y barbuda. - Vea, Díaz... – intenta alegar el otro que viste un uniforme marrón desteñido, con jinetas que algún tiempo fueron doradas, en tanto trata de levantarse trabajosamente sobre el camino de barro. - ¡Nada! – lo ataja terminante. - ¡Ha llegau tu hora, Barboza! - ¡Y cómo viniste a cáir en mis manos! – agrega torciendo la boca. Ahora, de pie, inmóvil, lo mira desafiante, aunque sabe que todos los intentos que haga para zafarse de esa difícil situación, serían inútiles. Porque la crueldad del cuatrero Díaz no es simplemente cáscara. En más de una oportunidad, borracho, le ha cortado la punta de la lengua a un caballo vivo, nada más que por divertirse. Y en los entreveros, cuando ha despachado a alguno, lo ha hecho con saña, como si gozara de ver cómo “se iban lentamente”. Además, para desgracia del cabo Barboza, desde hace tiempo que se la tiene bien jurada. - ¡Andá largando tus cosas! – Obediente a la orden, el cabo mete las manos en los bolsillos y saca un papel, unos pocos pesos arrugados y algunas monedas que alcanza a Díaz. - ¡Todo, hi dicho! – le vuelve a gritar con voz ronca que sale de su pecho de oso. Con resignación, de nuevo el cabo Barboza se hurga los bolsillos y no encuentra nada. Luego de una leve vacilación, alzando los brazos, desprende una cadenita que lleva al cuello y se la entrega junto con la medalla de oro que sostiene. - ¿Con que santulón el hombre? – y suelta una risotada de fumador y alcoholista empedernido. - ¡Ahura hincáte áhi! – sigue diciendo al recibírselas. – Te voy a dar un minuto pa’ que encomendés tu alma a Dios... o al diablo qui’hay ser más amigo tuyo. – Y continúa dejando caer como cascotazos su risa entrecortada. Tal vez en ese minuto se descuide Díaz y pueda... pero no alcanza a esbozar una sola idea que no sea dar la patada traidora o el salto felino sobre el arma que el otro sostiene con los ojos bien abiertos. No; es imposible. - ¡Que t’hinqués, t’hi dicho! – El cabo se larga de rodillas sobre el barro, tal como se lo exigen, en tanto Díaz, sin dejar de apuntarle, empieza a desenvolver el papel que le alcanzaba y a curiosear, medio de reojo, lo que en él estaba escrito. La alborada se deslíe, oscuramente, en una garúa insistente que forma gotas en la fina ramazón de los árboles. Hasta hace un momento el silencio montesino del amanecer, demorado por la nubazón baja y cerrada, solamente había sido alertado por el monótono cantar de un gallo, hasta que fue trizado luego por dos galopes distantes, que al acercarse por la huella mojada, desierta y resbaladiza se volvieron desenfrenada carrera. - ¡Date preso, Díaz! – gritaba el de atrás con el sable en alto. Pero el perseguido, echado hacia delante el bultazo de su cuerpo, pegada la cara a la tabla del pescuezo de su flete, sólo atendía a exigirle más y más, hincándole con fiereza las espuelas, sin darle alivio. - ¡Tan luego el desgraciau de Barboza! – razonaba amargado. - ¡Tan luego el venir a agarrarme con las manos en la masa! ¡Segurito que me va a charquiar! – Y buscando siempre campo afuera por el callejón, exige más y más a su caballo esperando sacarle ventaja que le permitirá llegar a un lugar donde sabe que el monte tupido y espinoso le facilitará la huida. - Y monta en güeno, el desgraciau, - murmura sintiendo que se le encoge el cuero como nunca, cuando de reojo divisa que el caballo empieza a taparlo en la alocada persecución. - ¡Pero no se va a dar el gusto de hacerme podrir en la cárcel! ¡Antes nos vamos a ver las caras! – Se asegura el sombrero aludo, pesado por el agua de lluvia y guasquea con más fuerza a su caballo, tapado ya por la espuma. Saca el revólver y piensa que cuando lo tenga bien a tiro, le vaciará el cargador. - ¡Alguna vez me tenía que pasar esto por burro! – Y va a entrar a analizar cómo no se le ocurrió que de tan repetido el juego, para alguien que tuviera la paciencia de seguirlo, no le iba a resultar muy difícil dejarlo al descubierto. Porque todo era simple: cuando no andaba dando un golpe “gordo” con sus compinches, entonces, como para despuntar el vicio, robaba algún ternerito en campo vecinos, se hacía seguir por la vaca hasta el esquinero, donde hábilmente ayudaba a la madre a salir sin dejar rastro y de inmediato la entregaba alguno de sus socios que lo esperaba oculto en la espesura del monte... pero no le dan tiempo a seguir pensando, porque el golpeteo de los cascos se le viene encima, lo obliga a pensar tan sólo en que tiene que salvar el pellejo en ese momento y le da más y más fustazos a su cabalgadura, a la vez que, con prudencia, lo va levantando de la boca con las riendas, porque sabe que una costalada en ese terreno fangoso puede resultarle fatal. El cuatrero Díaz ha olvidado desde cuándo se envició de tal manera que lo ha llevado a hacer del robo el oscuro oficio que le permite vivir sin más trabajo que el de aparentar una vida decente y que le ha dado, además, un prestigio de hombre de agallas, corajudo, brutal a veces, del que hay que cuidarse, hombre que pesa en el boliche que pise en muchas leguas a la redonda, en los que bebe y juega, grita, manda, se desboca y se da el gusto de imponer siempre su fuerza bruta y su prepotencia. De él nadie se ríe ni tampoco se le escapa. Porque no hay otro más vivo que él; y eso se le ha hecho carne desde que era muchacho. Por eso los tiene a todos, autoridades, amigos y enemigos, metidos en un puño. - De Díaz no ser ríe nadie – acostumbra decir pisando fuerte y atusándose el largo bigote renegrido. - Y ni se reirán... – finaliza diciendo siempre mientras acaricia el cabo negro de su revólver. Hace mucho que aprendió a jugar con taba cargada y si alguien le estorba en sus intenciones, sabe bien cómo hacerlo a un lado de su huella. Porque es hábil para el cuchillo, de certera puntería con el revólver y más que todo eso, vive para “primerear” y sin asco cuando hay que “dar”. Por eso todos lo miran con miedo o con el respeto que nace de eso mismo. Y unos y otros, encogiéndose por dentro, siempre lo andan apantallando. Y la adulación empieza con él, sigue con el flete y remata en la mujer. Que es, linda, moza joven todavía, con más de un encanto, pero que fue mal ganada, y eso lo saben todos. Se la quitó, precisamente, con una zancadilla rastrera hace años a ese hombre de rostro fino y ojos penetrantes que ha largado tras el suyo un caballo más seguidor que perro leonero. Un hombre que no afloja nunca ni lo negro de la uña, que es bravo como el que más en los entreveros, difícil de madrugar y que, para más, no le va a andar con chicas justamente por “aquello”. Sin embargo, no sabe que para el cabo Barboza aquella es historia pasada que no merece ser recordada por nadie y que si espolea más y más a su flete alazán es porque quiere darse en el gusto de cumplir una vez más con su deber y demostrar, de paso, que su recelo de que el tal Díaz no era un individuo de uñas cortas, no era un simple acto de venganza originado en cuestión de polleras, sino su buen olfato de guardián del orden que hacía algo más que tomar mate y dejar pasar el tiempo pitando en chala. Y ahora, aunque ya lo tiene al alcance de su revólver, no le va a disparar porque quiere agarrarlo vivo, quiere tenerlo cara a cara para ver cómo se defiende cuando él le presente en la comisaría todas las pruebas que pacientemente le ha ido acumulando en contra y con las que piensa pagar todas las hechas y por hacer. Aunque ya viene amaneciendo y sabe que eso lo favorece, no puede aflojarle a su montado ni un instante, porque, no lejos, el bosque se espesa más y más a orillas del callejón desde donde parten senderos escondidos que el otro conoce como a la palma de su propia mano. No, tiene que ser allí mismo donde le dé alcance; por eso le ajusta más las piernas a su alazán, que, respondedor hasta la muerte, entiende lo que le están pidiendo y en cien metros ya lo tapa a su perseguido. - ¡Entregáte, Díaz! – Es un clarín triunfal el grito del cabo Barboza. - ¡Tu agüela! – oye bien que le responde el cuatrero alzando el brazo amenazador hacia atrás. Pero ya lo tiene, lo tiene... Se pasa las manos por los ojos para quitarse el agua de lluvia que le molesta; lo va a descolgar del caballo como a un higo, con su sable. Busca la orilla de la huella para apareársele; ya está; lo principal está; lo demás será fácil. El caballo de Díaz pega una costalada, pero atento, lo levanta de un violento tirón de riendas, cuando el suyo, a la vez, en ese pedazo donde el camino parece estar enjabonado, se le va y cae apretándole una pierna. El sable vuela para un lado y el revólver para el otro. El cabo, mordiéndose, intenta escapar de esa trampa; patalea y se queja el alazán, pero en el esfuerzo resbala hacia la cuneta y aprisiona fuertemente al perseguidor. Díaz, al darse cuenta de que algo raro ocurre, se da vuelta, observa aquello y como una luz regresa y cae sobre el cabo Barboza. Sin perder tiempo lo ayuda a zafarse del caballo, que, al fin, consigue también enderezarse y se sacude violentamente a un costado, haciendo sonar las caronas. Ahí lo tiene ahora, pálido, derrotado. Rascándose el grueso bigote, el cuatrero lo mira pensando cuál será la manera más divertida para sacarse de encima ese individuo y de una vez para siempre; algo que lo haga sufrir, pero que a la vez lo lleve lentamente al desenlace, de manera que sea solamente esa idea la que le llene la cabeza martirizándolo, pensando que paso a paso, inexorablemente, va camino a la muerte, una muerte muy lenta, que no llega nunca y que es él, Díaz nada menos, el que va a liberarlo de esa tortura, de una sola manera y de una vez para todas, cuando realmente se le antoje. - Va a ser güeno. – Se sonríe jugando con la impotencia del cabo Barboza. - ¿Ya rezaste? – le pregunta. Y tras de una pausa en la que los ojos burlones no se apartan un instante de su vencido, añade: - Levantá nomás... - ¡Acabemos di’una vez con esto, Díaz!, - le pide rabioso el cabo en tanto intenta incorporarse. - ¡Mirenló al mozo que m’iba a joder a mí! ¡Cuándo...! – Y el odio parece quemarle el rostro mofletudo, de piel endurecida de iguana y en el que brillan como brasas sus ojos saltones. - Te voy a despenar di’un solo balazo, pero no así, te das cuenta. Te voy a despachar como a mí me gusta... despacito, Barboza, porque no me gusta ser cruel. – El cabo mira cómo un hilo de agua chorrea del sombrero aludo de Díaz. Pareciera que la madrugada va a aclarar un poco; pero no se oye ni un ruido; el silencio ha vuelto a ser hondo, pegajoso, como ensuciado por ese barro chirle que moja el camino. Barboza ya no espera; no tiene de quién esperar. Y eso que el aire mojado de la primavera lo está invitando a vivir y los pastos de la orilla llaman a retozar en ellos. - Seguí caminando hasta donde yo te diga... andá contando... tal vez te deje llegar hasta diez... ¡Ah! Y no se te ocurra darte vuelta, ¿no? - Usté manda, - le responde el cabo con voz firme. Ya está todo resuelto; no hay defensa posible. Ni una fracción de segundo le han dado para intentar, por lo menos, zafarse de sus garras. Salieron mal las cosas. A veces la taba se da vuelta. ¡Paciencia!, - piensa derrotado. - ¡Andando, cabo!, - oye que le grita. Firme el mentón y los pasos, inicia la marcha de espaldas al cuatrero sobre el callejón barroso, donde empieza a brillar el día, húmedas las botas, sintiendo que la llovizna le moja con su agua dulce los labios quemados. Díaz, parado, como la sombra de un gigante en medio del camino, lo mira alejarse pesadamente; lo dejará avanzar otro poco; le estirará la angustia; probará qué tal anda su puntería a media distancia; mientras tanto examina como al descuido las cosas que el cabo acaba de dejar en su poder. Ya ha arrojado el papel, una basura sin valor, piensa. “Estos milicos son unos pobres diablos. Y esto ni pa’ una caña alcanza”, se dice guardando en el bolsillo los arrugados billetes. En tanto continúa mirando lo que le queda en la mano izquierda, la derecha continúa firme apuntando a Barboza que avanza lentamente haciendo cloquear las botas que se le pegan en el barro grumoso. Le queda la medalla. Va a arrojarla burlón a un costado, decidido ya a hacer el disparo, cuando alcanza a distinguir en ellas esas iniciales... sí, son las de ella, las de su mujer cuando era soltera... le mintió entonces. Dos años atrás, como no se la veía puesta, al preguntarle le respondió que la había perdido; le mintió, claro que le mintió... cómo no dudó entonces que se la podía haber regalado al canalla ése... ése que en un tiempo había sido su novio... De pronto se empezaba a explicar con la rapidez del relámpago muchísimas cosas; fue por eso sin duda que el Chueco Luna, que no tenía pelos en la lengua, se había atrevido a gritarle como le gritó delante de todos, aquella palabra infame que achica y abochorna a cualquier hombre por culpa de la mujer. Y por eso, sin duda también, porque andaba de boca en boca, aquellas sonrisas maliciosas de los otros cuando él se jactaba de la forma en la que lo despachó de una sola vuelta al Chueco... estaba claro: mientras él vivía fanfarroneando en los boliches durante el día y ocupando las noches en realizar sus fechorías, el cabo Barboza, tranquilamente aprovechaba sus horas de pesquisa para entenderse con sus antigua novia a la que, bien sabía, no había podido olvidar. Y ella... ella... ¡la mosca muerta! Las venas del cuello se le habían hinchado ya al punto de estallar y sentía endurecidos por la indignación los puños. - ¡Juna...! Barboza avanza. No intentará huir como un cobarde. Eso no irá a poder decir jamás Díaz de él cuando cuente, sacando pecho en rueda de adulones, detalles de su muerte. No. Eso nunca. Además, le está agradecido, Porque pudo haberlo degollado ya como a un peludo. Más de una vez lo hizo con otros. Piensa primero en su madre, luego en su mujer y una lágrima se le confunde con las gotas que caen del cielo cuando recuerda su hija de un puñadito de años, a la que no verá más. Se la encomienda a la Virgen de la medallita, ésa que encontró una vez en una olvidada calleja del pueblo y de la que no quiso separarse más diciendo que le había traído suerte. En ese momento siente que pesan más las botas, a punto tal que le parece que no va a poder continuar echando el tranco y las piernas como muertas. Pero todo ya pasará... pasará... el aire fresco con la lluvia, el llamado triste de un pájaro por las ramazones. Solamente quedará otra vez, el húmedo silencio, el cielo plomizo, todo el cielo encima. Después, más tarde, tal vez la mañana plena, que sembrará de diamantes las hojitas tiernas de los árboles. No hay tiempo para más... siete... ocho... nueve... seguro que ya le hará el disparo... apretará el gatillo... sí... sí, se oirá escapar el balazo y de inmediato sentirá un ligero dolor, un ardor quemante, nada más en la espalda... un instante más... se lo imagina ya cerrando un ojo para afinar la puntería... y después... el cabo Barboza habrá terminado sus días... diez... once... – le dijo hasta diez, pero sigue contando mecánicamente. Pero todavía no... todavía no...¡Por qué tanto! Las sienes se le vuelan sacudidas por la sangre, más se le pegan las botas en el barro. Está a punto de perder la serenidad... ya no da más... no puede seguir avanzando... se le ha secado la boca... le parece que empieza a asfixiarse... ¡Pero ya! Ha sonado el disparo... ya sentirá el punzazo caliente... luego caerá, no verá más, no sabrá de nada ya... pero no siente nada todavía a pesar de que el estampido ha hecho volar los pájaros del monte vecino... Sigue avanzando como un autómata... tal vez le haya errado... pero no ha oído silbar cerca suyo la bala... no, no... ya no soporta más... cualquier cosa es mejor que esa tortura... por eso, decididamente, dispuesto a todo, se da vuelta para enfrentar de una vez por todas la muerte... y entonces lo ve al otro, al cuatrero Díaz, tendido, con agujero en la sien, enterrada la cara en el barro blando, con el revólver, humeante todavía, caído a un costado de su gigantesco cuerpo de oso.

NOMBRAR LA TIERRA

“Entre la espada y la pared”...; a su padre le había oído repetir esa frase muchas veces. Pero ella entonces era chica y no entendía muy bien su significado. Ahora lo comprendía. Ahora sí sabía muy bien lo que era estar entre la espada y la pared. Y lo sabía dolorosamente, porque ella misma se encontraba en esa situación, sin salida posible. Necesita escapar, zafarse del cerco que se estrechaba cada vez más y más. Sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos otra vez en tanto la llama de la vela seguía bailoteando en su solo pie. Mirándola viva, movediza, se le figura en ese momento un gnomo y absorta en esa idea, escapa con él como llevada de la mano y llega de nuevo a la estación de la alegría. Vuelve a aquella ventana de su casa campesina que daba a un sendero verde, como nacido en la primavera y a un buen mozo que va cantando por él. Le siguen sus ojos, curiosos primero por saber quién era ese forastero, ansiosos después, deseosos de detenerlo, de conseguir la manera de hacerlo retornar hasta su soledad de niña campesina. Piensa que de tonto se le apura el corazón. Y en ir y venir ocupará el día, pero aquella figura y aquella linda canción estarán presentes en la continuidad de los instantes. Se encuentra diferente, sedienta, gozosa, esperanzada sin saber por qué, presintiendo claridades nunca imaginadas; y cuando ese mismo sendero va entrando en la noche, le devuelve el viajero, el mismo viajero con la misma canción y luego, sin salir de su asombro, lo ve golpeando las manos en la misma tranquera de su casa. Enseguida le oye hablar con su padre. Sí, es joven y buen mozo y viene en busca de trabajo. Se arremolinan los días y hay hojas frescas y abejas zumbadoras, canciones enamoradas y un beso y otro y un mirarse profundamente los ojos y hasta encontrarse con el claro arroyo del alma; un óvalo surge entre el reventar de blancos racimos de acacias y ve la casita recién levantada, el primer árbol, el horno, todo lo suyo. La hicieron como la hormiga, de un palito, de una simple fibra de paja y otra, amansada con barro y mucho, muchísimo amor. Después, su hombre fuerte, su Juan, regresando por los senderos en el linde de la noche, con las manos doloridas, sí, pero cargadas de esperanzas. Cuando las hachadas quedaron lejos, se hizo hachero y del acero que hería los árboles, pasó a empuñar la reja del arado que hería la tierra; éste en cambio, le alimentaba las semillas. De la venta de aquellos frutos y del pasto, alcanzaba para pagar las libretas de los proveedores y todavía sobraba para comprar un arado más, para agregar otra lonjita de tierra a la que ya tenía, algo para los chicos y también, para que ella luciera su misma donosura de soltera, un bonito pañuelo para la cabeza, un lindo par de zapatos. Les bastaba en aquel tiempo nombrarse, “Juan”, “María”, para sentir que seguían ellos, sus dos hijitos, con sus risas, con las primeras travesuras, llenando la alegría la sucesión de los días. Con los ojos enormemente abiertos, continúa mirando la llama de la vela que sigue y sigue bailoteando en un solo pie. Un gruñido la sobresalta y desde un bulto que se mueve en una silla junto a la puerta, escucha al hombre que barbota palabras ininteligibles entre dientes, preso en su mundo de infierno y de alcohol. Está a punto de gritar el espanto que le ha subido como un terremoto desde las mismas entrañas, pero alcanza a contenerse. Como si con eso fuera posible escapar de todo aquello, sopla con fuerza la vela y queda arrinconada hacia la otra orilla de la cama, cubriéndose los ojos con la mano, respirando apenas, queriendo no despertar más bultos de ese mundo de pesadilla que la rodea. Se había desvelado esa noche esperándolo, cuando oyó los cascos de dos cabalgaduras que avanzaban hasta detenerse en la misma puerta y la bulla de una conversación larga e incoherente. Más tarde los abrazos, la despedida interminable, las promesas de amistad eterna y por último los pasos tambaleantes del hombre, su Juan, la voz babosa, el fuerte vaho a alcohol. - ¡María...! – Ella, al sentir morder su nombre, tembló hasta las lágrimas. Pero el hombre volvió a decir María con más fuerza y de inmediato empezó a descargar su rencor, ya sin importarle si lo escuchaban o no. - ¡Buen canalla tu padrino, el don José ése! Como si yo no li’hubiera matau el hambre... Me traicionó, ¿te das cuenta? ¡María...! Cuando llegué al boliche me recibió de lo más zalamero. ¡Si será zaino! – Por un momento se calla. Con un ojo que saca desde debajo de la colcha, lo ve afirmado a la puerta, sosteniéndole apenas y chupando desazonado un pucho. - Adentro ya estaban a “punto caramelo” unos cuantos y haciéndose el dormido “El Ñato”, ¿te das cuenta, María? No sé por qué será que donde vaya me tengo que encontrar con ese tipo. Empecé a tomar con rabia, ¿me escuchás, María? Porque ya había dispuesto qu’esa noche uno de los dos nu’iba a salir vivo del boliche. - ¡Qu’hizo, Juan! ¡Diga! – soltó la pregunta enderezándose, sin poder contenerse ya. La miró con desprecio, como para pisotearla, y el grito áspero le dio en la cara con la bocanada de alcohol: - ¡Cállese, le dijo! - ¡Juan! – gimió la mujer como perro azotado. - ¡Mujeres! ¡Cobardes, caray! Es mejor no contarles nada. Pero conmigo nadie juega, ¿sabís? Yo no soy barrilete ‘e nadie. Sí... áhi s’iba a ver quién era más hombre. Y l’entramos a poner al clarete. El Ñato me buscaba la boca, pero yo decía... esperáte nomás, negro, ya te voy a servir con agua florida y de la güena, dejáme nomás que cargue otro kilová más. Y ya cuando me tocó derecho, llegó como convidau a las casas, ¿sabís, María? ¡Maricas! Son cuerudos en la casa d’ellos, pero cuando yo les muestre mi cabo negro, ¡es mejor que s’hinquen a rezar! ¡Ya sabías, María, no ti’asustés si algún día te vienen con la noticia de que lo hi despenau al Ñato y a sus lindos cumpas! No sabe si se ha callado o no, pero entre sollozos se dormita. Le seguirá oyendo hablar, sin embargo, cada vez que se despierta de nuevo, de sus peleas, de viejos resquemores que le llenan el patio. Nunca ha podido darse cuenta cuándo empezó su calvario. Tal vez fue para el mismo tiempo en que se acabaron las hachadas; entonces, recuerda, lo vio llegar ebrio por primera vez. Otra vez lo vio llegar como perdido. Fue cuando soñaban con segar el trigo, un día lunes, se acuerda bien y el domingo a la noche una manga de piedra barrió con todo. Desde entonces, cualquier cosa que le salía mal era motivo para hacer largas estaciones al regresar en “El Tropezón” o en el boliche que viniera. La miseria empezó a estrecharlos. Todo parecía juntarse: malas cosechas, precios que no alcanzaban ni para pagar las semillas a veces, pero que enriquecían a los acopiadores. Juan parecía no darse cuenta de nada, no comprender que estaba entregando su vida a cambio de nada. Pero ella se desesperaba viendo cómo todo el fruto de sus sueños y esfuerzos, empezaba a escapárseles. Un arado este mes, una vaca el otro para cubrir las deudas y así a lo largo de todo el año, sin esperanza de recuperación. Otros vecinos huían del lugar acosados por la pobreza, pero ella se rebelaba. No era posible. Tan sólo allá, muy de vez en cuando, Juan parecía asomar a la superficie, escapar de ese submundo de rencores y frustración en que vivía sumido. - María, - le dijo una tarde con su voz gruesa y lenta al hablar – me doy cuenta que m’estoy enviciando más y más y que vamos de mal en pior. Usté ve que la plata no nos dura en el bolsillo lo que un pollo gordo en la casa de un pobre. Algo tendremos que hacer... por eso... - ¿Irnos a Buenos Aires? – Quedó helada al oírle hacer la propuesta y como él insistiera con la humildad de los que desean hacerse perdonar, empezó a alegar en contra de tal idea. - ¿Qué no le da pena, Juan, pensar tan sólo que tengamos que dejar tirado lo poco que nos queda? ¿No se acuerda cuánto sacrificio nos costó hacer la casita, regar a balde los árboles para que no se nos secaran? ¿No se acuerda de todo eso, Juan? – El hombre callaba, se tumbaba para adentro, enmudecía. Otro día retornaba con la idea con la misma humildad y al firme alegato de ella le respondía: - No vamos a tirar las cosas, María, vamos a venderlas. – En vano esperaba respuesta. Ella no agregaba palabra y como su estuviera muy ofendida ni tan siquiera lo miraba después. Así, cada vez más, las palabras parecían chocar contra un muro y se iban volviendo más y más escasas. Y Juan, entonces, desaparecía por días de su casa y de todo el vecindario. A veces, al regresar de sus largas farras, buscaba acercársele, intentaba hablar con ella y los ojos de perro fiel del hombre la miraban como pidiéndole perdón. En su turbación la mujer no comprendía ni quería comprender nada de lo que él le explicaba. Y más se endurecía en su empeño, por eso desde el alba a la noche, arañaba con rabia la tierra, quería meterse en ella, salvarla para salvar su felicidad. Sin embargo, más de una noche se despertó sobresaltada porque un gran sentimiento de culpa la mortificaba sin sosiego; pero una y otra vez luchó por desecharla, ya que no podía siquiera imaginarse viviendo lejos de su casa, trajinando día y noche entre ómnibus y trenes veloces, entre estrépitos y apurones, codeándose, empujándose todo el día con gente sin rostro. No alcanzaba a imaginar todo eso sin sentirse enferma, sin pensar que sus hijos, que todos ellos, eran amenazados por oscuros peligros. Esa noche, oyéndolo delirar a Juan, el fantasma del miedo se le enrosca de nuevo como una víbora devoradora en la boca del estómago; otro ronquido, otros murmullos lóbregos del bulto que sigue tumbado en la silla la estremecen. Sabe que ya no hay escapada posible. Así no puede continuar más. Debe encontrar una salida, sea como sea, desde su soledad, por entre esa oscuridad que se le ha vuelto espesa, agresiva, irrespirable. Pasan y pasan los segundos por su cabeza como un vendaval oscuro. Cuando ya parece decidida a consentir a favor de los ruegos de Juan. Flaquea de nuevo y se encuentra donde estaba antes: defendiendo a muerte su idea, con la noche que sigue pasando afuera y por su alma. Es una ciudad oscura y tenebrosa la que se le hecha encima como un gigante monstruoso escapado de sus cuentos de niña; tiembla de nuevo y apenas alcanza a contener el grito cuando ya el horror va a partirle la garganta. Logra escapar y se refugia en sus árboles, en el horizonte lleno de luz, en sus gallinas, en el patio donde juegan todo el día sus hijos. Por un momento descansa. ¡Cómo dejar todo eso que tanto le ha ayudado a soportar toda clase de penurias para poder seguir! Pero allí están de nuevo los ojos de Juan, no los del borracho, sino los del hombre bueno y guapo que es Juan. Rogándole que lo saque de ese tembladeral, que volverá a ser el que fue si lo arranca de las aguas infectas en que ha caído. Y de nuevo siente la tortura que la cerca, que la lleva al borde de la locura y luego la arrastra... va dando tumbos y tumbos sobre los minutos y allá por el alba se da cuenta que ha alcanzado esa resolución y se prende de ella como de un hierro candente, con toda su salma, decidida a todo. Hay otro corto remolino de días y de hojas secas, de figuras que se van quedando inertes y a las que derriba con solo soplar. - Juan, nos iremos de aquí. - ¿Qué dice? – Los ojos desmesuradamente abiertos dicen más que las palabras. - Sí, nos iremos. - ¡Se lo pedí tantas veces! ¡Gracias, María! Yo sé que allá todo será distinto. Hay mucho trabajo y estaré lejos de las malas juntas; aquí no se piensa más que en jugar y en beber. Continúa apretando fuertemente la decisión, temerosa de que en cualquier momento su fidelidad a la tierra la traicione. - Sí, allá será distinto. - Si, María, - le responde entusiasmado y es de nuevo el mismo hombre aquel que respondía con dulzura “María”, vibrando entero cuando ella lo buscaba con los ojos y toda su donosura diciéndole “Juan” -. Allá, - continúa -, no nos faltará agua por lo menos... y además, usté sabe, hay mucha riqueza. - Sí, sí... – aciente con las manos juntas, mordiéndose los labios para no gritar... “Todo será distinto, sí, distinto, días y noches llenas de rostros extraños, de miedos, entre ruidos y gritos y neblinas. Sí, y mucha riqueza, muchísima riqueza, aunque siempre seguirá siendo riqueza ajena”. Agua de ajenjo le llena la boca. - ¡Apuráte, mamá! – los chicos le gritan en ese momento desde el molinete de la puerta que da al patio, ese molinete que hicieron cuando la vaquita mocha se entraba a pisotear el jardín. - Vamos... vamos, mamá! – vuelven a llamar los niños y están contentos y apurados por salir de una vez a tomar el tren, pero ella no; mirando las dos piezas que han quedado vacías, el patio desierto, los árboles solitarios, se siente a cada instante más y más desolado. Sobre su negro silencio canturrea el agua de la acequia evocándole los días felices y aunque está haciendo lo posible por salir, por arrancarse de allí de una vez por todas, la retiene todavía el álamo, esa varillita que ellos plantaron el primer día que llegaron y que ahora acaricia las nubes y sus ojos se quedan como pegados a los senderos estrechos que la llevan a todas partes. “Ya voy”, “ya voy”, quiere gritar, pero no puede y sigue allí clavada, sintiendo cómo va muriéndose, cómo va derrumbándose su vida segundo tras segundo, quedándose en ese pedazo de tierra, con todo eso que era pedazo de ellos mismos: la quintita, el ciruela, el hornito para asar el pan. Le sudan las manos y siente sed. “María”, “María”, le parece que la nombran los árboles, la esquina de la casa, el viejo palenque de atar los terneros. - ¡Mamá, que llegaremos tarde! – El grito de los chicos la arranca finalmente, le cortan aquel cordón umbilical que la sujeta a su casa. Se afirma en un horcón de la ramada, cierra los ojos y nombra en voz baja a su tierra por última vez, suave, lentamente, acariciando las sílabas, despidiéndose para siempre de lo que ya ha dejado de pertenecerle: ¡“El Duraznito”! Dos lágrimas le hacen arden los ojos al desprenderse de su tierra. En ese mismo momento, al dar el primer paso, siente que ya no es más que una mitad de sí misma, la mitad que marcha en busca de Juan, de ese hombre bueno y honesto que debe seguir estando en alguna parte de Juan, al que intentará recuperar más allá de todos sus miedos, de ese fantasma terrible que se levanta entre humos renegridos y ruidos de una ciudad a la que imagina cada vez más monstruosa. La otra mitad suya queda allí, con la frente afirmada al horcón, repitiendo como en un rezo el nombre de la tierra querida: ¡“El Duraznito”!

ANGELES

Los tres bultitos están acurrucados junto al fogón cascarudo. La noche anda afuera sembrando sueños encogidos de frío. - No le vas a contar, - le ruega la más grande – Yo no robé... lu’hallé en el recreo... - ¡Mentira! – Al chico le brillan los grandes ojos y se pone de pie, con furia. - ¡Te lo juro! Mi’acusaron porque sí... – Se le van a caer ya las lágrimas. - ¡Es mío...! – La más niña alza el cuaderno resobado como baraja vieja y junto con el lápiz entero, lo esconde tras la espalda como para defenderlo de algún zarpazo. Las lágrimas le llenan el pozo de los ojos. - ¿No te da lástima? – Otra vez la voz de Paula intenta ser convincente. – No solamente a vos te gusta hacer deberes... a ella también y nunca tiene con qué. - ¡Qué m’importa! ¡Yo le voy a decir al papá en cuantito venga! La Purita llora. La mayor le pasa un brazo por sobre los hombros. - Por qué estás tan malo – añade mirándolo con resentimiento. - ¡Qué m’impota! - Acordáte que la mamá no te enseñó a ser así. Me vas a hacer pegar vos. - ¡Mejor! - ‘Ta bien, Pedrito! – Y se sienta al lado de su hermana. El niño entreabre los labios culposos para replicar de nuevo, pero enmudece y lentamente se deja caer sobre el rústico banco, con las piernas flojas, revuelto el cabello retinto, arrebujándose mejor en el ponchito viejo que le cubre su desnudez. La vela entre cierra su ojo amarillo, ganosa también de irse a dormir. En el fogón, sobre las últimas brasas, la pava panzona bisbisea chismes antiguos. Inmerso en la soledad de la noche, el rancho es nada. - ¡Pedrito! – lo zamarrea enseguida la Paula. – No te durmás! ¡Ya va a llegar! - ¡Mentira! ¡Si ni’ha llorau el choco en la puerta! – Apenas puede alzar la cabeza pesada de sueño; los ojos vuelven a cerrársele solos. - Ahura li’ha dau por entretenerse hasta la noche... Niña, ¡despabiláte, vos! – Remece a su hermanita que ha dejado caer la cabeza en su falda e intenta enderezarla. - Ya vamos a comer el zapallito asau... ‘Ta rico... ¿Tomás el olor? – De entre la ceniza, escapa el dulce, invitante aroma del fruto asado. - No quiero. ¡Vamos a dormir, Paula!, - le dice la Purita. - ¡Tengo frío! Se estremece y queda encogida, más apegada a su hermana, pidiéndole calor. - No se duerma... yo tengo miedo... puede venir algún borracho. – Los ojos puros, velados, buscan hacia fuera, desconfiados. - Cuando él llegue, - continúa - , vos Pedrito, decile... a vos ti’hace caso... ¿no vis? El niño sacude la cabeza apenas y deja oír una especie de gruñido. – Decile – prosigue la chica -, que no s’entretenga tanto en el boliche. - Yo no... – refunfuña bajo el poncho. Paula, con los ojos agrandados, queda parapetada tras el miedo. Los más chicos, poco a poco empiezan a respirar más y más pesadamente, ya pisando el agua liberadora del sueño. Está completamente sola. Por el agujero que hace las veces de ventana, divisa un pedazo de cielo estrellado. Nerviosa, sin saber qué hacer con las manos, se ajusta más el pañuelo a la cabeza. - ¡Jesús! ¡Qué noche fría! ¡Y que no venga! – Todavía no ha llorado el perro chico en la tranquera anunciando la llegada de él; entonces se oirá el sulky, luego la bulla del hombre conversando con el moro y por fin, sus gritos y el pesado arrastrar de su pierna sobre el suelo petrificado por el hielo. Abre más grandes los ojos candorosos y siente que tiene frío en el corazón. Esa pierna tiesa golpeando con dureza en el suelo, la impresiona, la hace temblar, llorar silenciosamente. Su madre le dijo que era un hombre bueno, que Purita y ella necesitaban un padre, que por eso... su madre era blanca, donosa, tenía grandes ojos verdes, una bondad y una guapeza... su madre... ¿Pero por qué sucedió aquello después? No puede borrar de su memoria la noche en que el hombre, ese hombre, apareciendo de entre las sombras, pasó el umbral y ella lo vio, alto, grueso, un poco viejo, con un largo bigote y ojos de turbio mirar, que alzaba una pierna trabajosamente y la arrastraba después para dar el paso. - Paula, ¡abrazálo a tu papá! – No, no podía creer; tenía miedo. Temblaba sin poder dominarse. - ¡Paula! – oyó que le volvía a decir a tiempo que con la mirada le daba una orden terminante. Solamente entonces, cerrando los ojos para no ver eso que le daba pánico, se le arrimó con la humildad de un cuzco dominado a azotes, pero aquel momento, todo aquello que sucedió entonces, no había muerto, por el contrario, había quedado vivo, vivo allí en su pecho, alzándose como un martillo, como un árbol que se desploma de repente sobre un indefenso insecto. Después de un tiempo oyó decir: - Se jué a cargar el carro una tarde ‘tando muy bebido... entonces, al caer, se clavó una espina en la rodilla y di’áhi quedo así. Le parece oír una pierna que se arrastra, sorda, odiosa, pisoteándole sus cantos, sus risas, su vida toda de criatura, persiguiéndola como si ella fuese una mujer que puede cargar con todo el peso de la casa y de la vida de todos ellos. Su madre le comprendía ese miedo que le andaba por los ojos; por eso intentaba disculparse a veces, pero ella no alcanzaba a entenderle y huía llorando a refugiarse en su rincón preferido del monte. Después llegó el niño hijo de él. ¿Por qué lo quería tanto su madre? ¿Por qué las dejó a su hermana y a ella, así, a un lado, como si no valieran nada? Desde lejos, Paula buscaba con los suyos los ojos claros de su madre, como si fuese imposible todo acercamiento, como si un tembladeral se hubiese interpuesto de repente entre una y otra. Sacude la cabeza; no quiere recordar así a su madre. Prefiere añorarla bajo un paisaje lleno de cielo, de árboles florecidos y con su padre, su verdadero padre, riendo con ellos. Se da vuelta. La pava resopla apenas. Se levanta, da unos pasos y el vestido se le engancha en un banco; todas las suyas son hilachas; no protesta. Se acerca el fogón y de un fuerte soplo hace volar la flor de la ceniza, dejando el vivo corazón de las brasas. Regresa y se siente en el cajón petizo sobre la falda le quedan las manos como muertas. Se las mira pequeñas y lastimadas. Desde que se la llevaron a su madre, con ella ha cumplido todo el trabajo que realizaba la irremplazable. Si embargo, ella, desde su pequeñez de hierba, comprende que le falta lo que a su madre la alentaba: el cariño de todos. Para ella, en cambio, solamente hay desprecio, mentiras, malas palabras del padre, miedo, sombra, ¿por qué? La pregunta se le vuela a un murciélago que chilla satánicamente en la negrura del cielo. Los fantasmas que inventa la vela parece que van abalanzársele encima. Siente que la soledad, a la que mira como un oscuro pozo sin fondo va a romperse en llamas en su pecho. - ¡Pedrito! – llama buscando escapar de esos brazos infernales que intentan llevársela. - ¿Ah? – Abre grande los ojos el niño. Un perro llora lejos. Otros torean gozosos en la tranquera que chirría al abrirse. - ¡Ya viene! – exclama con susto y, poniéndose rápidamente de pie se despereza. - ¡Pedrito! – insiste la Paula acercándosele y bajando más la voz: - No le cuento aquello, ¿quiere? Y dígale que me deje ir mañana a l’escuela. - ¡Yo no! Decíle vos, ¡qué tanto! – responde de inmediato, sacando pecho, como si fuera un hombre, como si fuese su mismo padre, al que tanto se le parece en sus seis años. - A usté li’hace caso... y a mí me gusta ir a l’escuela. - Ayer juiste. - Peru’hacía un mes que faltaba. Ya oyen el sulky que se aproxima rodando lentamente, trayendo siempre como atado a las ruedas el alborozo de los perros. - Yo voy a desatar solita el sulky cuando llegue, pero decíle... decíle que no nos pegue más a la Purita y a mí. - Yo no... Si’ustedes se portan mal... ¡qué! – Frunce los labios y queda con la mirada perdida sobre la débil lumbre. - Cómo es usté, ¿no? Nosotros tanto que lo queremos, pero usté... - Yo... – Se corta; queda pestañando seguido. El silencio se cierra otra vez. La cocina estrecha, parece más grande y vacía. Paula se queda mirándolo. A pesar de todo lo que les hace, Paula no se explica por qué lo quiere tanto al niño. Tal vez porque al mirarlo halla siempre en los ojos de él aquellos de su querida madre o tal vez porque ella lo quería tanto que siempre se desvivía para darle todos los gustos. - El papá me va a tráir un lápiz... mejor qu’el de la Pura. - No le vaya a contar eso, ¿quiere?, - le ruega otra vez acercándosele. - ¿Y qué no decís que se lo dio la Señorita? - Sí, ella se lo dio al último... pero mi’acusaron ... yo no lo robé. - Sí, que no... - Si usté le cuenta, le va a creer y nos dará unos lazazos. ¡No sea así! El sulky, rodando apenas ya llega. Los tres, como vizcachitas, se estrechan en la puerta que da sobre el ancho patio. El viejo algarrobo seco de implorante esqueleto, está florecido de titilantes estrellas. - ¡Huep...! El grito grueso retumba como un trueno en la cocina en cuanto detiene su caballo. Pesadamente se descuelga y da unos pasos bamboleándose. - ¿Desatamos? - ¡No! – La respuesta es una bofeteada. - ¡Desgraciau...! – continúa. - ¡Yo le voy a enseñar! Atau se va a quedar hasta mañana! – El moro se queda bajo la helada que cae, estirando los ojos, esperando inútilmente que lo alivien de sus arreos. Entra primero que todos a la cocina y los niños le siguen antes que los perros. - ¿Va a tomar unos matecitos? - Mate... – dice ladeando la boca en una sonrisa despectiva – Veníme nomás con el mate... – Añade sardónico, soltándose desde arriba sobre el banco y dejando extendida la pierna sin flexión. - Papá... – Pedrito se le apega zalamero. - Me vas a engañar con el mate... – lo interrumpe. Bajo la porra enredada le llamean los ojos alcoholizados al hombre. Paula siente que la Purita se el apega más, tiritando como un animalito. ¿Qué estará por contar de Pedrito? - Papá... – otra vez. Vacila un instante, un instante que abre un suspenso de abismo; en medio de él, sigue buscándole los ojos al niño para rogarle que no las acuse. - ¿No me trajo un lapicito?, - prosigue, por fin. El pecho de las niñas se baja, aliviadas de un gran suspiro. - ¿Lápiz? ¡Hummmm! – Las palabras nacen tartajosas, pesadas y gruñe como un cerdo. - Quiere que... - ¡No! – grita con toda la boca. Paula queda detenida, tiritando sobre el hilo del llanto. - Yo tengo qui’hablar con ustedes... mucho, muy mucho... y ustedes tienen qui’hacer lo que yo les diga, caraspa, ¿m’entienden? – Sube el tono de la voz hasta el último grado. Después de eso todos saben que llega la tormenta. - Sí, papá – a penas se oye el asentimiento. Pero la violencia no cede ante esa temblorosa ternura. - A guascazos... sí, señor... como que me llamo Jacinto Alturria. Los brazos que se han estado sacudiendo como cabo de hacha, se sosiegan y dejan asentar por un momento las manos sobre la cara barbuda. - Papá... - ¡Cállate! – Con fuerza aparta a un lado al niño y la rabia le sube caliente por la cara, le asalta los ojos, le tuerce la boca y lo levanta. - Y vos, Paula, ¡has robau... has robau...! - Con el índice la encañona como con un revólver. La niña está pálida, rígida, apretada, deformada la cara por el miedo. La noche, afuera, sigue volcando segundos vacíos. - Yo... yo no... – Se desfibra la voz lastimada por el llanto. La Purita, buscando la protección de la sombra, cerca de los perros, siente que el miedo le licua los ojos. Pedrito está de pie, mirando ansioso lo que sucede. - La señorita mi’ha dicho... ella mi’atajó esta mañana... has robau un lápiz... ¡Decí que no...! ¡Decí que no...! – La furia le alza el brazo poderoso. - No... Yo no... – La protesta se le deshace en la garganta. - ¡Decí algo, ladrona de porquería! – Y la pesada mano del hombre se descarga sobre la cabeza de la chica y va a continuar enfurecido dando golpes cuando el grito lo detiene. - ¡No! ¡Yo juí...! Yo saqué el lápiz, papá. – Pedrito, con los labios carnosos temblantes, encendidos a punto de estallar los mofletes, lo enfrenta de pie, firme, con los brazos a los costados como le han enseñado en la escuela. El hombre gira la cabeza lentamente, como si en ese momento acabara de enterarse de que allí hay otro hombre. La vela, como si quisiera mezquinar la toma de un rápido estado de conciencia, se lo escamotea al chico sorbiendo su propia lumbre. - ¿Vos? - Yo, papá. - ¡Cómo! ¿Que no te compro, acaso, todo lo que ti’hace falta? - Pero la Purita no tenía y... y a ella también le gusta escribir. - ¿La Purita? – Todavía no puede entender. - Sí, la Purita... Todos los ojos, todos los corazones están clavados en él. El viejo lo mira detenidamente, extrañado, abriendo la boca como atontado. - ¿Qui’usté, qui’usté, m’hijo, la quiere a la Purita? – le pregunta sin terminar de comprender. - Y a la Paula también, - agrega con voz gruesa, plantado allí, como un torito. Y el hombre, aquel hombre gigantesco, empieza a achicarse, a achicarse cada vez más, a atiplársele la voz, a resumirse constreñida por la emoción. - ‘Ta bien... ‘ta bien... vayan nomás a dormir... - ¿Y el sulky? - Dejen nomás... Yo lo voy a desatar. – La noche se lleva a los tres bultitos al sueño. Sobre la tierra helada, una pierna se arrastra como acariciándola. Después, los pasos de un caballo. Y el monólogo de siempre en la cocina con los perros. - Vos Gaucho y vos Pastor saben bien cómo era la finada. Y así han saliu los hijos, ¿no ven? Ese Pedrito vale oro, ¡caray! Eso sí, claro que no debe robar. Mañana mismo li’hablaré y m’entenderá. Claro que sí... ¡Qué corazón tiene ese chico! No, si cuando yo digo qu’es de oro su corazón... Y seguirá dejando caer recuerdos y recuerdos entre los ojos adormilados de los perros y el dulce olor a zapallo asado, hasta quedarse sin noche.

LA RUBIA

Todo empezó en esta misma fonda, mi’acuerdo. Sí, es la misma. Y tal vez el medio libro y el vaso lleno que me está esperando al alcance de la mano. Todo está lo mismo que aquella noche, cuando llegué por primera vez. Pero mi corazón no; mi corazón ya no es lo mismo. Sí, mi’acuerdo que estaba en esta misma mesa, aquella noche, con mi atadito de mi ropa al lado esperando al patrón que vendría a llevarme a la chacra. Había llegado a ese lugar para trabajar en la cosecha y estaba seguro de que me iba a ir bien. Como a mis amigos que todos los años volvían del sur a la querencia luciendo pilchas nuevas y con el tirador lleno de billetes. En eso, de un grupo que se apretaba junto a otra mesa, sacaron una guitarra; se agrandó la rueda enseguida y aumentaron los vasos. No pasó mucho sin que si’alegraran los muchachos; y la tristeza mezclada con la alegría, cuando quisimos acordar, nos había juntado a todos. Y así jué como, no sé en qué momento, la guitarra llegó a mí poder y cuando me di cuenta, ya la estaba afinando. Era mi güena compañera y no me hice rogar. Cuando hallé el tono justo, canté. Y mal no lo debo haber hecho porque, al terminar, los obligos y las invitaciones de los nuevos amigos se hicieron más tupidas. Nunca juí amigo del vino, pero sí de los que se me arrimaban con güenas intenciones. Y el Zurdo, al que conocí en aquel momento, se me acercó como amigo y al final me convenció y me llevó a un baile que había en su casa. Llegamos y me quedé mosquetiando, desde la oscuridad; parecía qu’estaba lindo. Buena música y chicas bien arregladitas había. Ya m’entusiasmé. Enseguida nomás el Zurdo me presentó como cantor. Yo, por momentos, no podía dejar de pensar en mis pagos y me sentía triste; era la primera vez qui’andaba tan lejos y solo; pero la guitarra, ese patio aromado a madreselvas, las estrellas claritas, todo hicieron que fuera cantando más y mejor en cada vuelta. Jué entonces cuando descubrí unos ojos de mujer que me miraban fijamente. ¡Qué ojos más hermosos! Yo quería hacerme el desentendido, tenía que hacerme el desentendido, porque allá en el pago había dejado “mi pior es nada”, pero esos ojos volvían a buscarme y por momentos parecían desafiarme a que me les acercara. - ¿Quién es? – le pregunté al Zurdo sin poder contenerme. - La Rubia. La Rubia... Y la Rubia no era solamente unos grandes ojos negros sino que era una jovencita en la que todo era para ver y admirar. ¡Qué mujer! Yo no era ciego ni manco ni tenía un pelo de sonso. Por eso mi’olvidé de todo lo demás y juí acercándomele despacito, mi’acuerdo. - ¡Otro medio litro, don Cruz!

Aquella noche en la casa del Zurdo cuando se mi’acercó para preguntarme si yo era la Rubia, me pareció que estaba entrando al cielo. Porque desde que lo viera llegar al baile, tan simpático, tan güen mozo, pensé que ese hombre tenía que ser para mí, que con él y no con otro, tenía que compartir mi vida. Para más, contaba como jamás oyera hacerlo. Después... jué sentirlo cerca, oírle preguntar que cómo me llamaba, de dónde era, y “usté es la chica más bonita que hay en el baile y me gusta... lástima que tendrá novio”. Cuando le contesté que no, pareció quedar dicho, porque nos entendimos desde el principio sin necesidad de decirnos una palabra más. Yo no había sido chica de darle entrada a cualquiera, no porque la madrina me mezquinara como a hueso ‘e santo, sino porque no había encontrado todavía el hombre que mi corazón solicitaba. Y de pronto, con las primeras palabras, se me aparecía ahí diciéndome: “Lisandro, para servir a usté”, sentir que él era el hombre que estaba esperando, entregarme a sus brazos y rogar que la noche no terminara nunca. Después, la felicidad... Pero, ahora, desde hace un mes, ¿qué puede haberle pasado? Sale a la calle sin decir palabra y ya sé que no volverá en todo el día. Si pregunto a algún chico si no lo han visto, me dirá que sí, que está en la fonda. Si digo “con quién” me dirán siempre lo mismo: “Solo; está tomando”. ¿Qué le pasará? Antes llegaba el sábado a la chacra y todo era una fiesta. Ahora llega de la chacra se lava, cambia de ropa y desaparece. ¿Por qué pudo cambiar así, Dios mío? ¡Y ésta plancha que no calienta! - ¿No volvió el Lisandro, Rubia? - No, todavía no. - ¿Qué le importará a la vecina? Soplaré la vela y lo seguiré esperando. En una d’esas vuelve y mi’habla.

- ¡Otro vaso, don Cruz! – Miro por la puerta y se mi’hace que la noche viene y se mete no sólo en los rincones de esta fonda sucia, sino que está porfiando por entrar en mi corazón también. Lo que faltaba. Y la voz del viejo plomero borracho que no deja de venir ninguna noche y la de la chinita esa que escandaliza gritando ajuera, me molestan, me suenan a matraca vieja, a piedras tiradas dentro de un tarro. ¡Sí pudiera saber por qué estoy así! Pero no entiendo. ¡Qué desagusto siento! ¡Qué rabia tan grande tengo! Y lo gracioso es que no sé por qué. Poco a poco empecé a ver mal todo lo que me rodeaba y nada puedo hacer por cambiar. Y por más vueltas que doy, no hallo la punta del hilo. Yo vine aquí a trabajar, a ganarme unos pesos y a volverme a mis pagos. Allá m’esperaban. Y de entrada que se me cruza la Rubia en el camino. No era mujer para que al hombre al que le diera corte la dejara pasar. Y ella, justamente a mí empezó a buscarme los ojos aquella noche. Al principio hubiera querido decirle “Déjeme tranquilo, no me comprometa, en mi alma hay otros retratos a los que usté no puede venir a arrancar a los tirones...” ¡Pero no! ¡Cuándo! De entrada no más la Rubia se me había entrado como puñalada en el pecho ¡y quién la sacaba! Todo vino hecho y derecho. Y cuando a los quince días se mi’ocurrió decirle como por tantiarla, “¿te animarías a venirte conmigo?”, me dejó sin respiración al contestarme “esta misma noche, si querés”. Y por eso jué que le dije, sin pensarlo dos veces: “Mañana, entonces”.

“Mañana, entonces” – me acuerdo que me dijo aquella noche. Y cuando me besó en la puerta del patio, cerca de la madrugada antes de irse, estaba segura de que así nomás tendría que ser. ¿Por qué iba a contestarle que lo pensaría, si desde que lo conocí estaba ya dispuesta a seguirlo hasta la muerte? Mi madrina sabría comprenderme. Había sido buena conmigo, es cierto pero yo también con ella. Me dio el hogar que no tenía y le estoy muy agradecida. Tal vez me mezquinó demasiado. Se olvidó que ya tengo dieciocho años y que en las cosas del corazón sé bien lo que debo hacer. ¿Por qué iba a negarme si me estaban ofreciendo la felicidad que yo buscaba? La felicidad debe encontrarse, pienso yo, junto al ser que se ama y que nos corresponde. ¿Qué me podía importar, entonces, que solamente pudiera ofrecerme una cuja hundida y una mesa de cajones? Mejor así. Los dos juntos íbamos a ir haciendo todo lo que faltaba. Comprando de a poquito lo que pudiéramos. Me dijo que sería su reina. Y yo iba a hacer de él mi rey. Haría todo lo que le gustara para verlo siempre contento. Cocinaré, pensaba, le tendré la ropa limpia, adornaré el cuartito y me pondré los vestidos que a él le gustan. Y cuando vuelva los sábados del trabajo, saldremos a pasear... y les haré dar envidia a ciertas personas. Después... aquella noche tan oscura, esperándolo en la puerta de calle y, por fin los pasos de él. Ya tenía mi valijita en la mano y sobre la cama había dejado la carta para mi madrina pidiéndole perdón. ...Ya es más de la medianoche y no vuelve. Me cambió por un vaso inmundo de vino. ¡Si es para dejarse morir llorando!

Otro sábado a la tarde y estoy de nuevo en este rincón de la fonda, con su olor a vino, a fiambres y con el medio litro por delante. Me busco adentro con rabia, para saber qué diablos tengo, pero no encuentro nada. Y estoy triste y ando todo el día como empiojado. ¡Me cache! ¡Qué distinto a los días de antes! ¡Qué alegría cuando llegaba el sábado! Al volver de la chacra ella me esperaba en la puerta con su vestido más lindo y sus besos. Si parece mentira que ahora seamos los mismos... en seguida empezaba el mate y ya me traía un pedazo de biscochuelo, de ese biscochuelo que le salía tan lindo. Después, a la tardecita, nos arreglábamos y salíamos a pasear, ella contenta y yo orgulloso de llevarla colgada del brazo, festejando todo lo que decía, feliz porque hasta los más pitucos me la miraban como para comérsela. Pero no hay caso. Ahora ya somos otros. ¿O seré yo nomás el qui’ha cambiado? Porque ya no me gusta el trabajo, no lo aguanto al patrón de la chacra y cualquier día lo voy a mandar al mismo diablo con madre y todo. Y lo que antes veía como al nidito donde tenía bien guardada a mi prenda, ahora se mi’antoja como una cueva oscura y sucia. Ya no aguanto estar ahí. Para colmo, ahora le ha dado por llorar. Y me pregunta un montón de veces qué tengo. ¡Qué se yo! No puedo contestarle, por eso me quedo mudo como una tapia. Y vengo a este lugar a seguir buscando los motivos de mi rabia, pero no los encuentro... solamente descubro esta amargura y un odio loco por todo lo que me rodea. - ¡Otro medio, he dicho! – Y no tiemble por este sopapo que le doy a la mesa porque si se rompe, yo se la pagaré ¡Qué si’ha pensau!

Sé que esta noche volverá más tarde que nunca y con más olor a vino. Sé también que no me dirá una sola palabra. Sé quedará sentado en el rincón más oscuro, con la botella de vino al lado. Cuando me levante, se acostará. ¡Dios mío! ¿Li’habrán hecho mal a Lisandro? Porque este que llega ahora los sábados no es ni la sombra de aquel que me miraba y que nunca volvía a casa sin traerme un regalito, aunque fuera una soncerita. Pero, ¿por qué esta así? Yo no le hecho nada. Me porté siempre como una buena chica. Y vivo esperándolo. Acomodándole la ropa arreglando el cuartito lo mejor posible para que todo le resulte lindo al llegar. Porque lo quiero. Si no fuese así, ya podía haber hecho como otras que conozco. Ir alguna noche al cine con el lechero que siempre me dice piropos o con el verdulero, que es buen mozo y quiere acariciarme la mano cada vez que me da el vuelto. Pero yo no soy d’esas... No sé, realmente, qué le pasa... Ahora me dan miedo sus ojos llenos de rabia. Pero, ¿por qué? Eso quisiera saber yo. ¿Tendrá otra mujer en la chacra? ¿O será aquí en el pueblo? Sí, debe haber otra y tengo que saber quién es. Porque si no, voy a volverme loca.

Ahora le dio por celarme. Y no se queda callada. Y como no sabe de dónde viene la bronca, tira palos a lo ciego. Sobre que ando con la sangre revuelta, ¡tengo que aguantarle ahora los chillidos! Y la Turca del almacén, que es una viva, se ha dado cuenta de que algo malo le anda pasando a la Rubia, por eso cuando voy a comprar cigarrillos, me regala pastillas y me dice “cuentelé que yo se las di para que rabie”. Yo no se lo voy a decir, pero no faltará vecina que le vaya con el cuento. Es lindota la Turca, pero sé que nu’es pa’ este perro ese hueso. Además, ¿qué puede ver ella en mí, que no soy más qui’un muchacho abandonado que ni se afeita si quiera? ¡Qué amargura tengo! Pero debo terminar con todo esto de una vez! Porque, o voy a matar alguno o me volveré loco si no consigo calmarme. Tengo que escapar. Con estar en la fonda tomando vino y más vino, no voy a sacar nada. Será cuestión de que un día de estos cargue el mono al hombro y me largue por las vías hasta donde se acaben.

Estoy mirando su camisa recién planchadita y los zapatos al lado de la cama, como esperándolo, me da por pensar que son como una parte de él y que por eso tienen que saber por qué sufre tanto; y por qué hace sufrir. Porque, ¡cómo me hace sufrir, Lisandro! Cómo podía pensar la noche que lo conocí que tan pronto me ocurriría esto... Y aunque a veces pienso que todo esto no es más qui’una horrible pesadilla, sin embargo no lo es, estoy bien despierta y sufro por su abandono. Hoy no probaré bocado. No puedo comer. Menos desde que sé de dónde puede venir mi desgracia. ¡Turca infeliz! Y ya sé que le regala pastillas le hace bromas y le pide que no se pierda, que vuelva. ¿Y qué puede ver la Turca en él para que lo busque así? Pero ¿qué culpa tengo yo de que a ella le gustara el Juan y el Juan en cambio me buscara a mí? Aunque ella debiera saber que nunca le di corte. Si no me gustaba. ¿Y entonces? Ya llegará la noche y estaré sola y con mis ganas de llorar otra vez. Ahora que le acomodo la ropa, me doy cuenta que falta una camisa y un pantalón. ¿Qué los habrá hecho? ¿Los estará llevando a otro lado para irse después con la Turca? ¡Desgraciada! será mejor que se cuide y que no se deje agarrar conmigo si un día llego a encontrarla por la calle.

Así vienen las cosas. Ayer un chambón acomodó mal unas bolsas de maíz y cuando fui a descargar la mía, se me vinieron encima desde la pila. Por suerte que soy liviano y pude pegar un salto a lo gato, que si no me quedo encerrado bajo las bolsas para todo el viaje. Cuando se me pasó un poco el susto, me senté a pensar... ¿Y si me hubieran aplastado las bolsas? ¿Cuándo iban a enterarse en mi casa de lo que me había pasado? ¡Qué golpe me dio el corazón! Primero jué mama la que se me acercó diciéndome: “No deje d’escribirme, m’hijo, en cuanto llegue”. Y yo que ni me había acordado de la promesa que le hiciera entonces ni de nada de allá. Me temblaron las piernas y me corrió un sudor frío. Anoche no pude pegar los ojos. También... Jué pensar y pensar. Veía y mi’acordaba de tantas cosas, que me parecía mentira las hubiera olvidado del todo en tan poco tiempo. Allí estaba la Rosarito y yo a su lado prometiéndole palabra de casamiento para cuando volviera del sur; y ella pagándome con un beso cada esperanza que le iba dibujando. Y mama que nos cebaba mate debajo del algarrobo grande del patio y nos miraba como bendiciéndonos. Pero, ¡qué me había pasado! ¡Cómo me había olvidado de ellas así! Claro que ahora alcanzo a comprender. Jué llegar aquella noche no pensando en otra cosa que en volver pronto al pago, encontrarme de entrada con la Rubia y quedar, desde ese momento, como embrujado. Nada veían mis ojos que no fuese ella. La Rubia esperándome a toda hora, ella llenándome el alma con su cariño ella dándome todo lo que mi corazón buscaba. Después, mi hastío, mi rabia, sin saber por qué ni desde dónde venían... Ahora ya lo sé... era mi corazón que no había podido olvidar lo que dejó allá, pero al que yo quería engañar con otros cantos, arrullos y risas. Pero anoche, después del susto, jué la voz de mama dándome los últimos consejos, la de Rosarito diciéndome “te esperaré siempre”, entrando como por una ranurita en mi oscuridad. ¡Como para dormir estaba! Desde ese momento he estado como partido en dos. Uno, el que llegara al pueblo y se enloqueciera por la Rubia. Otro, el que había salido un día de allá, de Conlara al que sentía despierto de nuevo y el que protestaba y se avergonzaba por todo lo malo que había hecho al olvidarlas. ¿Qué harían la Rosarito y mama sin tener una sola noticia mía? ¿Qué pensarían? ¿Y qué dirían los vecinos que sabían que nos íbamos a casar con la Rosarito en cuantito volviera? Y entonces, el otro pedazo que se embravecía defendiendo a la Rubia a la que no quería perder por nada del mundo. Y entonces, otra vez la rabia y la amargura llenándome el corazón. ¡Como para dormir andaba! Pero ahora que sé de dónde me viene todo esto, le pongo punto final y listo. Esto se termina ahora mismo. - ¡Otro medio, don Zenón! - ¿Otro más? - ¿Y no? - ¿Qué le pasa que li’ha dao por reírse solo? - Y... ¿cómo le va? ¿Qué no sabía? Me vuelvo... me vuelvo al pago. - ¿Con la paloma? - ¿La paloma?... ¡Qué paloma ni paloma!

Vino el sábado y se jué a la fonda. Volvió a la madrugada, como siempre. No abrió la boca para nada. Me dejó unos pesos sobre la mesa, más que otras veces, me di cuenta después. Luego se volvió; parecía que iba a decirme algo. Me fijé bien, tenía los ojos llenos de lágrimas. Pero de repente dio la vuelta y se jué a trancos largos. ¡Sí será sonso! Como si no supiera que si me decía media palabra con cariño, ¡me l’echaba en sus brazos y lo comía a besos! Pero no... Desde ayer que me parece oír a cada momento una voz en la cocina o junto a la cama, por la ventana que da a la calle, que me dice: Lisandro no vendrá más... Lisandro se va... se va para siempre. Quiero conformarme pensando que es mentira, que no puede ser, pero no puedo. Y me quedo llorando como una viuda. Y si se juera, ¿qué irá a ser de mí? Porque ahora, aunque sea con su rabia, viene y sé que tendré para comer y con qué pagar la pieza. Y además tengo la esperanza de que en cualquier momento pueda ser el mismo di’antes. Llegará contento, le daré mate, me lo recibiré sonriente y diciéndome cosas lindas... Luego me besará y jugando como un chiquilín, me despeinará y pelearemos y me tirará a la cama y me besará y besará hasta que seremos unos locos los dos, igual, igual que antes. Pero, ¿y si no vuelve?

Sin golpear la puerta del escritorio del patrón, entré y le dije: usté me pidió que me quedara quince días más hasta terminar la cosecha y he cumplido. Vengo a que me arregle la cuenta. Además quiero que me haga llegar a la estación del pueblo, como me prometió. Me gustaría llegar a la nochecita cuando esté por entrar el tren a la estación. Me miró como diciéndome, ¡“qué bicho lu’habrá picau a éste”! ¡Pero a él qué l’importa! Ahora que he dispuesto pegar la vuelta, ¡qué linda la veo a la Rosarito y cómo se pone de contenta la carita de mama, como su estuviera adivinando que pronto volveré a besarla!

Este sábado tampoco vino. Hace ya quince días que no pisa por aquí. ¿Y si no lo veo más? ¿Qué podré hacer sola? Por él dejé todo lo que tenía, amigas, madrina, ¡todo! El corazón, como porfiando, me dice a cada rato que no lo veré más. Y todos mis sueños son con víboras, que es traición o si no con fuego o con agua negra de creciente. Las pocas cosas que tengo, me parecen frías, heladas mis polleras. Y la ropa de él, abandonada allí, como si fuera de un muerto, como queriendo decirme algo sobre él, pero sin saber cómo hacerlo... Solamente sirve para hacerme llorar, afuera, cae una lluvia finita que hace más oscura la tarde. Y siento como apretado el corazón y me pongo a llorar como un sonsa.

Llegamos a la estación cuando el tren hacía oír su pito entrando ya. Bajé mi bagallito pobre del sulky, le di la mano al patrón y corriendo bajo la llovizna que empapaba, trepé al vagón de segunda. Busqué un rincón para sentarme y me eché el sombrero sobre los ojos. Mejor será que nadie me vea, pensé, así nadie le va con el cuento. A los que se quedan, que Dios les ayude. En eso, unos golpes dados en los vidrios de la ventanilla me hacen enderezar y lo veo al “cara de caballo”, el vendedor de diarios que me mira con su cara de pillo y empieza a gritar para que lo oigan los que lo acompañan, “mirálo al Lisandro, acá va; se está haciendo la rana”. Pero cuando corrió a juntarse con la barra, lo vi caer al tiempo que el tren se ponía en marcha. ¡Menos mal! No lo vi más. Atrás quedaba el pueblo con la Rubia. La tarde oscurecida por la llovizna pareció querer entrárseme al corazón y sentí de pronto un dolor como si me lo estuvieran estrujando. ¿Qué irá a ser de ella? ¡Pobrecita! Pero... ¿por qué no le dije que me iba? ¿Por qué dispuse dejarla así, sin decirle ni palabra? Aunque también, si le hubiera dicho la verdad me hubiera armado un escándalo de padre y señor mío y quién sabe cómo iba a terminar el asunto. Tal vez hubiera tenido que ser así nomás. El tren cruza los últimos baldíos y por todas partes la veo a la Rubia. ¡Qué hermosa y qué buena! Como mujer me dio todo y como compañera reconozco que se desvivió por atenderme a cuerpo de rey. ¿Por qué la abandoné así, entonces? No, eso no es de hombre; lo que está mal, está mal. Corre el tren y me parece que allá, con ella, está toda la vida... aquí, en cambio, es el infierno. Soy un cobarde. ¿Por qué huyo así? No, no puedo seguir adelante; tengo que volverme y dar la cara; me he portado como un cobarde, lo reconozco. Estuve confundido, no sé, pero ella no se merece que le haga esto. ¿Por qué la voy a matar de pena? No. Ahora en cuanto llegue a la primera estación, me bajo y tomo el tren de vuelta... Ahora sí, me parece más fresca la noche, se me ha serenado el corazón y todo parece alegrarse. En cuanto llegue el tren, alzaré mi bagallito y bajaré.

A la luz de la vela, Virgencita, me parece que me estás mirando y que te das cuenta de mi desesperación. Es cierto que te tuve olvidada en el fondo del baúl y que ahora, por esto que me ha sucedido, me acordé de vos y te he desenterrado. Perdonáme, Virgencita, pero no tengo a nadie para que me ayude y quiero que Lisandro vuelva pronto a mi lado. Hacé que vuelva... hacéle saber que le voy a perdonar todo, pero que vuelva a mi lado. Hacéle saber que nunca más seré celosa ni egoísta, que no protestaré más porque vaya a la fonda o se junte con sus amigos... Pero que vuelva a mi lado. ¡Traemeló, Virgencita, en cuanto aclare el día!

Está vacía esta estación de pueblo pobre. El tren se marcha y me quedo mirando cómo se aleja. Siento una cosa rara, una pena pesada como una piedra, que me está apretando el corazón. ¿Por qué me he bajado aquí? ¿Y mi madre que me estará esperando en Conlara? ¿Y la Rosarito que se pasará los días dele llorar y llorar por mi culpa? Algún fondín hallaré... Necesito tomar unos vasos de vino para saber qué debo hacer. Ya viene el alba y no se ve ni un alma por las calles.

Lo he soñado anoche, Virgencita... y veía cómo me lo traías de la mano. ¿Ves cómo cada día creo más en vos? Está amaneciendo y en cuanto abran el almacén iré a comprarte una vela para alumbrarte. Seguro, seguro que me habrás escuchado y me lo traerás. Ahora me secaré los ojos, arreglaré el nidito para que lo halle limpio y luego me vestiré con lo mejor que tengo para que me halle linda como nunca. Quiero estar bonita, muy bonita, para cuando llegue Lisandro. ¡Qué mal que te has portado! ¡Me parece mentira! Pero igual ya te he perdonado. Ahora borraré estas ojeras para que no te des cuenta de lo grande que ha sido mi dolor.

Perdí la cuenta de los días que pasé en ese pueblo miserable; y también las veces que llegué a la ventanilla de la estación a preguntar por el horario de los trenes. A veces, cuando las ganas de ver a la Rubia me enloquecían preguntaba de los trenes que salían para el sur. Si en cambio era la imagen de la Rosarito la que parecía llamarme con tristeza, quería saber la hora de salida de los trenes que iban para el norte... ni sé tampoco las veces que llegué a las tienduchas a comprar regalos para la Rubia, cuando no eran después, collares y telas para la Rosarito... anduve muchos días como perdido y llegué a sentir como si las dos fuerzas que tironeaban dentro de mí fueran a despedazarse. Y me dolía la cabeza y quería olvidarme y para eso tomaba más y más vino. Hasta que un día me escuché, frente a la ventanilla diciendo: - A Conlara. ¿A Conlara? – me preguntó el jefe como si dudara de que pudiera haber un pueblo con ese nombre. – Sí, señor; a Conlara, - le respondí. Y conté la plata que guardaba hecha un rollo en el bolsillo; apenas si me alcanzó para pagar el boleto. Ahora corre y corre el tren en medio de una gran polvareda. Todo el día y toda la noche que llevo de viaje, no he hecho más que pensar en lo mismo. ¿Por qué estoy tan seguro de que la Rosarito me estará esperando después de haber pasado nueve meces sin tener una sola noticia mía? ¿Y si se cansó de esperarme? ¿Y mama? ¿Por qué pienso que voy a encontrarla tan linda y tan sana como la dejé? Y a ratos, como si me sacudieran negros remolinos, otro montón de preguntas me salen al cruce. Y la Rubia, ¿se irá a ir con otro? ¿Con quién? ¿Con el carnicero? ¡Pobre Rubia! En cuanto llegue a Conlara le escribiré pidiéndole perdón. Sí, sí, lo haré aunque me cueste mucho escribir una carta. Parece que está por amanecer y entra toda la fragancia del pago cada vez que abren una ventanilla. ¡Conlara! No necesito que lo diga el guarda para saber que ya vamos llegando. La alegría que hay en mi corazón, ya me lo ha anunciado. ¡Conlara! Ya llegamos. Que sea lo que Dios quiera.

No puedo esperarlo más. Mañana debo entregar la pieza. Tantos días y ni una sola noticia suya. Tiene que ser cierto lo que anduvo diciendo el diariero, que se volvió al norte, a la casa de él. No tengo a dónde ir. ¡Qué vergüenza! ¡A dónde podré ir con mi atadito de ropa! ¿Por qué mi’habrá hecho esto Lisandro? ¿Por qué me dejó tirada así? A alguno tiene que haberle dicho algo, por qué si no, de dónde iba a salir el lechero diciéndome que por qué no me ponía vestido de luto y el carnicero que me hizo llegar ese papel que rompí sin leer. ¿Qué si’habrá pensado? Ya sé que estoy encerrada... que me será muy difícil hallar una salida decente. Pero no daré el brazo a torcer. No habrá de verme la Turca ni sus amigas mendigando favores por la calle. Eso sí que no. Llevo un atadito con lo mío y nada más. Alguien cargará con lo que dejo. Ya está bien cerrada la puerta. Me parece que ésta es la noche más oscura que he visto en mi vida. No se ve un alma por las calles... y como nunca, no sé en qué rancherío aúlla tan triste un perro que pareciera estar viendo un difunto por la calle sucia y oscura.

El bulto andrajoso, cubierto por un rebozo negro, se acercó cautelosamente hacia la punta del mostrador y desde allí, con su mano sarmentosa, hizo una seña. - Ya sí’ha ido, - dijo con vos baja y ronca. - ¿Quién? – La Turca encandilando con sus grandes ojos sombreados, se acercó para escucharla mejor. - Ésa... la que sabimos las dos... ya se jué... - ¿Ah, sí! – La sonrisa le iluminó la cara. - ¿Está segura? – La vieja, con sus ojos llenos de nubes donde se desparramaban unas lágrimas viejísimas, asintió moviendo la cabeza despeinada. - Yo mismo la vide salir anoche... llevaba un atadito en la mano. Y en el cuarto ya nu’hay naides. - ¿Y sabe adónde se fue? - Eso nu’importa. Naides lo sabrá... Yo cumplí... ahura le toca a usté. - ¡Pobre Rubia! – exclamó la Turca estremeciéndose. Luego caminó hasta el cajón del mostrador, sacó un billete y disimulando, a escondidas de dos clientes que esperaban, se lo entregó a la vieja. Ya con el dinero en la mano, arrastrando la pollera negra, cruzó la calle que estaba hecha un barrizal y por entre la sombra de los altos yuyos, se perdió lentamente en la oscuridad de los baldíos...... - ¡Otro medio litro, don Cruz! - ‘Ta bien; pero es el último. Ya es hora de cerrar, ¿sabe? - ¡Hora de cerrar...! Pero ¿usté me conoce a mí o no me conoce? - Cómo no, Lisandro, que lo conozco. Desde que vino aquí a hacer su primera cosecha, ¿si’acuerda? - ¡Qué no...! A más, si mi’habrá visto sentau aquí mismo tomando solito mi medio litro en esta misma mesa mugrienta. ¿Es así o no es así? - Sí, cómo no; así es. - ¿Y entonces? - ‘Ta bien, tome tranquilo. No necesita golpear tanto la mesa. - ¿Tranquilo? ¿Es que se puede tomar tranquilo? Usté sabe que no puede ser... hace mucho que no puede ser... años, a lo mejor. - ‘Ta bien. Olvídese de eso. Pa’ qué recordar lo qui’hace sufrir. - ¿Y qué l’importa, ah? Si yo le digo que mi’atienda, me tiene qui’atender. No porque me va sucio y sin afeitar, no me va a atender. ¿O es que mi plata no vale igual que la del rico? - Yo nu’hi dicho eso. - Güeno... cuando yo le digo que mi’atienda, me tiene qui’atender. ¿O no somos amigos? - Por supuesto, Lisandro. - Entonces, atienda lo que qu’estoy contando y no me ponga cara di’aburrido. - ‘Ta bien. Cuente, don Lisandro. Nu’importa que ya me sepa de memoria su historia. - De memoria... Jué entonces que llegué al pago con la ilusión d’encontrarla a ella. ¡’Ta la Rosarito! ¿No le digo? ¡Cómo son las mujeres! Ya andaba entreverada con otro. Y la mama, ¡qué le digo! Enojadísima conmigo por el papelón qui’había hecho. ¡El papelón! ¿A qué me iba a quedar allá? ¿ No le parece? Pa’ qué penar allá, pensé, cuando aquí la tenía a la Rubia que me estaría esperando... ¡Qué mujer la Rubia! ¿Si’acuerda don Cruz? - Sí, cómo no me voy a acordar... Era muy linda. - ¡’Cha qu’es pijotero p’alabanciar! Nu’era linda... ¡Era requetelinda...! ¡Era una preciosura! Así era la Rubia. ¡Qué mujer! ¡Flor de mujer! ¿Así es que no la vio más? - No, nunca más. - ¿Qué se hizo La Rubia? Al mes justito cuando volví, ‘taba el cuarto solo. No había ni rastros de ella. ¡Juna! ¿Qué se hizo? ¿Dónde diablos se jué? Y hace años que la busco ya y nada. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! ¡Otro medio, don Cruz...! Y no me rezongue, por favor. Sólo en el vaso de vino puedo encontrarla y aliviar mi pena... La Rubia... ¡Qué mujer...! ¡A su salú, caballero!

WOLFRAM

Pensó que se había salvado arañando. Acababa de salir de un boquerón de sombras abierto entre un peñón y malezas donde entregara su bolsita conteniendo wolfram a cambio de un puñado de billetes que ni tan siquiera alcanzara a contar, cuando, como fantasmas, apenas si a dos metros, vio avanzar cautelosamente a dos sombras. - Son los milicos que mi’andan cuidando, - se dijo guareciéndose tras el tronco de un grueso algarrobo. Los bultos no se detuvieron. Poco a poco oyó amortiguarse los pasos. Era más allá de la medianoche y una leve vislumbre dibujaba contra el cielo de borrosas estrellas los picachos que coronaban la sierra. - ¡Juna! – rezongó en voz baja. - ¡Por poco mi’agarran! Cuando los vio hundirse cuesta abajo, tomó para el otro lado y prendiéndose de churquis y yerbajos, sobre la rugosidad de los peñones, se fue dejando caer. Ya en el plan del bajo se sintió a salvo, pero de todas maneras, pensando en que tal vez lo hubieran conocido o fueran a buscarlo a su propia casa considerándolo sospechoso, apuró el regreso. Cada día se hacía más difícil entregar el mineral; no había duda que desde un tiempo está tarde, desconfiaban de él. Todo esto había empezado un día, cuando en el túnel, a cientos de metros de profundidad, entre el ruido de perforadores y el estallar ensordecedor de dinamitas, en un alto de la tarea, le había dado por quejarse antes sus compañeros. - ¡Basura ‘e trabajo! - Duro. El agua chorreaba de los murallones negros, pringosos. La veta se abría profunda, rica, como una gruesa y brillante yugular. - ¡Riqueza pa’ otros! – Y con la punta del pie hizo rodar una pesada piedra de puro mineral. Le pareció entonces que su protesta era amplificada por las galerías abiertas hacia uno y otro lado y cobraba más fuerza y vida sobre el ir y venir de las zorras y el duro y silbante zumbar de los ascensores. - ¡Riqueza pa’ otros! – Por largo rato oyó su voz que volvía de entre la oscura y misteriosa maraña de sombras, con timbre desconocido de dolor y de odio. La luz de las lamparillas les iluminaban los rostros graves, sudorosos, sucios por el polvo flotante. - ¡La tierra lo entrega, pero así también se cobra! - el otro tenía voz cansada, débil, como si más allá de su garganta ya no quedara nada. - Vaya, ¿no le digo? La tierra entrega sus tesoros pero tiene un gusto y se lo da; ¿no se dio cuenta? Le gusta pitar en chala di’hombres. Miró de nuevo a su compañero en aquella endeblez, en aquellos ojos tristes que se oblicuaban a la luz, pensó que no quedaba en él más que el pucho de un “chala”. - ¿En qué ha quedau pensando? – Las palabras lo levantaron, comedidas. - En esto... en lo que estamos dando a cambio ‘e nada... en mis pichones. Tenía el corazón blando. Una lágrima se le fue por dentro rodando hasta la sofocación de su alma. Se había ilusionado en que ese trabajo en la mina le daría para tener a los suyos sin tanta estrechez como la que habían soportado en el campo lejano, sin agua, sin nada. Por eso había dejado un día el rancho donde naciera. Pero se había engañado. Allá, en tanto, la casa se desmoronaba y los cercos se cubrían de yuyos. Y aquí, todo lo mismo, con el mismo hambre y sólo segura la multiplicación de los hijos. Cuatro niñas y Pascualito, el muchacho que tanto se hiciera esperar. Pensando en los ojitos llenos de gracia del niño, acordándose que ya le decía papá con palabras frescas como recién venidas del cielo, más fuerte clavaba la piqueta, más hondo se le iba sobre la veta. Tenía que mejorar de posición. - ¡Pa’ qué tanto! ¡Pare! – Su compañero le contuvo el brazo. - ¡Pa’ qué hacerse ‘e mala sangre! – continuó diciendo. Estaban solos; el capataz se había alejado. Lumbraradas saltaban aquí y allá. De pronto, el remezón del estruendo hizo descolgar algunas piedras de la techumbre, las que tintinearon sobre los cascos protectores. Tras unos minutos, sobre el silencio de catástrofe, retornaron las palabras. - ¿No ve? ¡Pa’ eso! ¡Un garrotazo di’arriba y a mano con todo el mundo! Luego miró hacia todos lados, se inclinó azorradamente, recogió un puñado de piedras pequeñas allí desperdigadas y como hábil escamoteador, las hizo desaparecer por la cintura. - ¡Pero a mí no m’embroman! ¡Eso sí que no! – continuó diciendo. Sólo entonces comprendió que el otro lo observaba con desconcierto. - ¿Y usté? – Con la mirada expresó el resto. - Yo no. Nunca lu’haré, - respondió agriamente. - ¿Cuándo va a escapar d’ese infierno, entonces? – Se chupó los labios secos. - ¡Zoncera ‘e decencia! ¡A mí no me vengan con esas! A más qu’esto lo da la tierra... comprenda, nu’es robar. ¿No ve? La beta gorda pa’ los gringos... pa’ mí un puñadito ‘e polvo... ¡qué le va a hacer! – Otro estruendo le sepultó las palabras. Lamparitas de luz amarillenta iban y venían entre la sombra húmeda, caliente, sofocante. - ¡Yo no lu’haré nunca, amigo! - Cada uno sabe sus cosas... pero acuérdese ‘e lo que le digo... un puñaito que li’hace! Tómelo como un regalo ‘e la tierra. Después había añadido: - Así di’a poquito, ¿entiende? El recibidor viene tales y tales noches a cuales parejes. Es hombre vivo pa’escabullir el bulto y paga bien. - ¡Un puñaito que li’hace! – La idea quedó prendida en su cerebro. Si lo hiciera podría volverse algún día a su rancho del campo, pero no como un vencido, no como un muerto de hambre; podría arreglar la casita, arar con ganas y comprar las semillas que necesitara, comprar también una vaquita para la leche y un petiso para Pascualito. Así sería lindo. Además aspiraría allá aire puro que aviva la llama de la vida. ¡Y a reírse entonces de la tierra honda que le gusta pitar en chala de hombres! Soñaba despierto desde entonces, se desvelaba, le dolía ver a su pobre mujer arruinada, haciendo milagros para repartir entre tantas bocas hambrientas un miserable pedazo de pan. - Un puñaito ‘e wolfram por día... lo pagan bien... haga la prueba... es fácil...! – Y tanto machacaron esas ideas en su cabeza que llegó el momento en que cayeron vencidos sus últimos escrúpulos. Para aliviarse de la parte de culpa que sentía, se confesó ante su mujer. Ella se opuso al principio, pero pareció convencida al fin. - Cuídese mucho, ¿oye? – Desde que vinieron a la mina, ella quedaba siempre temblando cuando su hombre salía con rumbo al túnel. Hasta que no lo veía regresar, todo embarrado, sucio, desteñida la cara, desalentado, no podía arrancar de su cabeza los pensamientos sombríos. Siempre sucedían desgracias. Pero desde que lo dejó hacer su voluntad, aunque temblaba igual, tenía por lo menos una esperanza... algún día podrían escapar de ese tembladeral. El hombre se daba maña para hacer pasar a la salida del pique, ese puñadito de mineral que sacaba diariamente escondido en la vaina del cuchillo, que era un mocho puro cabo, en la tabaquera y en otra tira de cuero como vaina larga que ataba cuidadosamente, bien arriba, en la cara interior de una de sus piernas. Se sentía triunfante y en cada vuelta alzaba más coraje. - ¡No, a mí no me va a jumar la tierra! ¡Faltaba más! – Tendría para sus hijos una vaca lechera, para su gauchito un petiso negro y para él, todo el aire del campo que ya le andaba faltando a sus pulmones. - ‘Ta güeno ya; déjese d’eso... lo pueden pillar, ¿entiende? – le había pedido suplicante su compañera la noche anterior. - ‘Ta bien... ya nu’iré más, mujer. Esta noche entregaré l’último juntau y listo... a volar cuantito antes. Ella no quiso creerle. Se le acercó bondadosa, limpia, anhelante. - ¡Dígame que no m’engañará, Pascual! - ¡Ciertito, pues! – Y había reído satisfecho alzando más en la alegría su figura de hombre alto y fornido. - ¡Qui’otros s’embromen aquí! – había concluido diciendo. Cuando se hizo la noche, como en iguales circunstancias anteriores, anduvo conversando con unos y otros para dejarse ver; después, cuando fue la hora convenida, despistando a todos había hecho entrega de lo suyo al “turco” que bajaba del pueblo y recibido el importe correspondiente en un rollo de billetes. Un suspiro de alivio le expandió el pecho. Todo estaba terminando; en adelante iba a vivir como Dios manda. Ya le parecía verlos a todos contentos en la casita de campo; a su mujer ordeñando, a su hijo montado en petiso zaino, a todos los demás, felices. Apretó más el paso recordando que a su muchacho lo había visto muy decaído durante el día. Acarició los billetes que le llenaban la mano. Ya terminaban por fin esa vida de ratas que llevaban. Con el otro poco que había reunido de igual manera, le alcanzaba para escapar. Lo de los milicos no había pasado de ser un susto. Al asomar para el alto, sobre la baranda rocosa, le llamó la atención ver la luz encendida en el cuartucho. Se le enfrió la sangre. ¿Lo esperaban los milicos o era que su hijo estaba más enfermo? Se acercó con cautela y antes de entrar, se detuvo a espiar. Su mujer estaba sola. Ya un poco más tranquilo entró. - ¿Qué pasa m’hija? – La vela hizo aletear las sombras. - ¡’Ta quemando muy mucho! – Junto a un montoncito de colchas viejas, la madre velaba. Pascual asentó su mano morena y grandota en la frente del niño y comprobó que era cierto. - ¡Pucha! – Se le llenaron los ojos de lágrimas. - ¡Qué tiene, m’hijito! – El niño, al oírlo, abrió los ojos de pupila vidriosa, se chupó los labios resecos, y volvió a caer en su territorio de sueño y fiebre. - ¡Mire lo que l’hi tráido! – añadió mostrándole el puñado de billetes. - Déjelo que duerma. L’hi hará bien. El hombre se conformó. Depositó un poco de billetes bajo la almohada y guardó el resto. Ya con las manos libres, sentado en la cama, se entretuvo en acariciar los cabellos del niño. - ¿Nadie vino? – preguntó tras un largo silencio. - No... ¿qué lu’han visto? – el miedo se reflejaba en su rostro. - No... no si’asuste. La noche siguió desgranando largos, silenciosos, interminables minutos sobre el pecho agitado del niño. - ¡Qui’haremos! ¡Diga! – Le temblaba la voz a la mujer, que tenía un desconocido acento. - Ya si’ha’i componer; esperaré un poquito. Sin poder escapar de su ansiedad, volvió enseguida a tocarle la frente. - ¡No; qué voy a esperar! ¡’Ta pior! Le llevaré la consulta al médico del pueblo. - Esperesé a qui’amanezca, siquiera. - No; puede ser tarde pa’entonces, ¿nu’entiende? - ¿Y en qué había d’ir a esta hora? - A pie nomás. P’al alba ‘taré de güelta. Di’allá me traerán. Ella quiso estirar otras razones para que se demorara, pero el hombre, luego de besar a su hijo, ganó decididamente la puerta. Cortando camino por entre la sierra, apurando el paso más y más, no tardaría mucho. - Mañana todo ‘tará listo – pensaba. – Con los remedios que le voy a tráir se pondrá güenito. Y después, la casita linda, sin una piedra en el campo, la vaca lechera, el peti... - ¡Párate Pascual! – Desde atrás de un tapial de sombras, sobre los churquis, dispara el grito. - ¡Los milicos! – El corazón le manda un golpe de sangre. Un aletazo de culpa le sube desde el inconsciente y sin dejarlo asentar reflexiones, lo hecha a todo correr. - ¡Que te parés, te digo! – Pero el hombre corre más y más, dando vueltas, agachándose, esquivando el impacto que presiente. - ¡No ti’has d’ir, maula! – Pero el hombre sigue corriendo más y más, dando vueltas, como pretendiendo huir de su destino. El fogonazo deja su rosa de luz, suena el disparo y el plomo certero lo descuelga de la vida y lo deja estirado, abiertos de brazos y piernas sobre un espinal, entre un desparramo de pensamientos felices.

*** A la mañana, todavía cabecea la madre junto a la cama del niño, y éste, disminuida la fiebre juega con un puñado de billetes.

HOMBRE ENTRETENIDO

¡Vaya si tiene años el viejo Nacho! Pero los lleva como si nada. Más allá de los setenta, todavía se da el gusto de dormir en medio del patio y de levantarse junto al lucero. Toma unos amargos lentamente, luego recorre el gran patio y abriendo los brazos como un aguilucho, pega un silbido largo y penetrante. Al oírlo, se ponen nerviosas las cabras, vuelan alto las palomas, patos, chingolos y chuñas, los terneros guachos se atropellan por escapar y, en fin, todo bicho que camina para la oreja porque conoce que ese silbido de la madrugada no es broma y que el que no obedece a este primer llamado de atención y se pone alerta para emprender la retirada de inmediato, habrá de pasarla muy mal. Saben que de quedarse merodeando por ahí será para vérsela con unos perrazos que tiene el viejo, ¡que Dios me libre! Y porque lo tienen visto una infinidad de veces también, saben que por detrás de aquéllos irá un muchacho para quitárselas a las presas, porque de lo contrario no hay más que echar a la olla o cuerear según sea el bicho una vez que ellos le den alcance. Después que ha quedado el patio limpio, saca dos baldes con maíz y afrecho, pasa a los corrales de palo a pique y allí los reparte; luego, con silbidos cortos y suaves, en distintas escalas, va marcando diferentes llamados, a cada uno de ellos empiezan a acercarse por grupos los animales, contentos todos y saboreándose. Terminada esa faena, pareciera que don Nacho ha trabajado demasiado ya, porque luego de pasar atenta revista a sus cuadros, se sienta en un tronco caído, como fatigado, saca su guayaca de cuero overo, arma un cigarrito, chupa y chupa, y cuando lo arroja es porque en el mismo ha prendido otro y sigue, sigue echando humo, envolviendo con él sus pensamientos dejándose ir. Después, cuando la ve tecleando a la tabaquera, regresa a las casas a corto paso, descuelga de un horcón una lonjita semisobada, la apretuja, la restrega otro poco, saca el cuchillo que lleva a la cintura, corta un tiento finito, cose algunas puntadas donde el recado necesita ayudándose con la lesna y se da por satisfecho. A todo esto, sigue mateando y cuando se le termina el agua de la pava, levanta el torzal, camina sin ningún apuro hasta donde dormita el marchito de chacaneo y como si de pronto se le hubiera despertado una urgencia desconocida, le dice a su mujer: -Tengo qu’ir a buscar la vaca azulejada, que dende ayer no baja al agua. Pero antes de irse, sale con las tijeras a la sombra del algarrobo, tusa el macho, vuelve al ramadón, saca el apero viejo, ensilla con prolijidad, coloca los guardamontes, vuelve al rancho y parando la nariz ñata como perro peludero, se deleita olfateando el asado; piensa que no se puede ir todavía; ya en la cocina, come lentamente, gustándolo, un buen pedazo de carne rociada con abundante vino y vuelve a prendérsele a la bombilla sumido en hondas cavilaciones; cuando quiere acordar, como ve que ya es muy sol alto, deja la salida al campo para después de doce. Corta otra lonjita a la que afina con el cuchillo y arregla una rienda. Luego come un locrito, siempre como si le hubiesen comido la lengua los pájaros, sale después a la ramadita, fuma un buen rato y mirando el solazo de fuego que cae en el patio, se tiende feliz en una carona y ahí se queda, solito con sus pensamientos, en su propia isla interior, como si todos los demás de la casa no existieran. Cuando le parece que el sol ha bajado, se levanta, empieza otra vez con el mate y sentado pierna arriba en un banquito petiso, fuma de nuevo hasta dejar boqueando la tabaquera. Si la cebadora se cansa o se aburre, cosa que siempre sucede porque él no abre la boca más que para chupar la bombilla, llena de nuevo la pava y sigue cebando él. Finalmente, con las piernas adormecidas se levanta, llega hasta el algarrobo grande, abre los brazos y pega la misma serie de silbidos de la madrugada, se alborotan todos los alrededores, alza la cabeza el machito que dormía ensillado su siestita, se llega hasta el corral, abre una puerta, cierra otra, arrea algún animal hasta la represa, los mira por arriba y por abajo, se demora deleitosamente estudiando algún rastro, vuelve de allá, se prende de nuevo a la bombilla, arma unos cuantos cigarritos de chala a los que fuma parsimoniosamente con la mirada perdida en los últimos montes que se divisan a los lejos y como a todo esto el sol ya va cayendo, desensilla el machito, lo lleva hasta la represa, le da de beber y lo deja en libertad. Al otro día, por fin arranca para el campo en su macho viejo en busca de la bendita vaca azuleja y cuando lo va cruzando escucha unos pasos de mula y al mirar, se encuentra nada menos que con su compadre. - ¡Cómo le va, compadre! - Y... como a los viejos, ni d’esto ni di’aquello. - ¿La comadre, los ahijados y los chicos? Con el saludo se pasan la guayaca de a caballo nomás y empiezan a conversar, primero de enfermedades, de la sequía de la hacienda flaca, del toro lindo del compadre, del caballo tal o cual, que es un mañoso y cómo vino a aprender tales mañas, luego pasan a los terneros embichados, del daño que anda haciendo el león y enseguida es la pregunta si no vio andar un animal, que no era de por ahí, que tenía una marca desconocida, más o menos así y entonces ya desmontan, uno para dibujarla con el pie medio descalzo en el desplayadito donde están, y el otro para verla más de cerca; después siguen con cuentos de perros cimarrones y de borracheras memorables y en eso se acuerdan de aquella vez cuando estuvieron ocho días farreando juntos y ríen con picardía de niños. -¿Y si’acuerda, compadre, del Lisandro? Cuando ya nu’habíamos dejau ni kerosén pa’tomar, buscamos la puerta y nos dimos con el Lisandro, atravesau en el lumbral durmiendo la mona, ¿si’acuerda? Lo hicimos sacar a la rastra, pero el bolichero dijo... y dejelón, pues, total aquí ya nu’ha quedau en qui’haga daño... Qué güen tomador era el Lisandro, ¿no? - Pues compadre. - ¿Y si’acuerda qui’allá por la madrugada, contó el bolichero, despierta el Lisandro y pide que li’abran la puerta pa’ ir a otra parte donde hubiera vino, aguardiente o kerosén o cualquier otra cosa pa’ destorcer? Festeja el compadre tan lindo recuerdo y de nuevo la guayaca empieza a pasar de mano en mano. Si quedan en silencio por un momento los dos, es porque cada uno está pensando la historia que va a acollarar con la otra en cuantito le toque el turno. - ¿Pero si’ha fijau, compadre cómo vienen los muchachos di’ahura? – dice ya tomando el hilo del nuevo relato que va a hacer. – Los otros días ‘taba en lo de don Félix y en eso ve que se están saliendo los machos del corral. - ¡Loncho! – lo llama a uno de sus muchachos y nada. Lo llama otra vez y nada... ¿Ve?, dice y le grita más juerte. A las cansadas, el otro como si estuviera despertando, dice en medio del humo de la cocina: - Ou... Levantá, andá, atajá los machos que si’han saliu. No puedo, le contesta el Loncho. ¿Y qué ‘tais haciendo, ah? – Toy pitando; ¿Qué n’oye? - ¿No le digo? Los muchachos di’ahura... una basura... – Y se rasca con la uña la barbilla morena. El compadre asiente bajando la cabeza y dice como desde muy lejos. – No valen un pucho, ¿no? Y siguen contando cuentos y mentiritas, en contrapunto y ya cansados de estar parados se han sentado en cuclillas, después cruzando las piernas y con las asentaderas en el suelo más tarde, han ido corriéndose sobre la sombra de los montes que se les iba y tras de ellos, los perros y los machitos que están con las riendas en el suelo. Así han llegado las doce, la media tarde, la tarde y ya cuando el aire fresco les avisa que la oración se les viene encima, dice el compadre Nacho: - ¡Eh, báchiro, compadre, qu’es tarde! ¡Mire! – y le señala el poniente por donde el sol hace un rato ya que se ha ido. - ¡Ah, ah! ¿Vamos, compadre? – y acomodándose el sombrerito sudoroso y descolorido y fingiendo susto como los chicos raboneros cuando están a punto de ser descubiertos, se ponen de pie. Los machitos al ver que se han levantado, por fin, se ponen contentos, los perros se sacuden dejando la cueva que se han hecho buscando la frescura y en el suelo queda el pucherío en una larga lista como langosta muerta. Regresan muertos de sed y con la guayaca seca y la lengua dolorida de tanto menearla. La mujer, en el rancho, que no ha hecho más que pensar en todo el día “pobre Nacho, dónde andará con semejante sol”, al verlo llegar le sale al encuentro con la pregunta: - ¡Cómo si’ha entreteniu tanto, hombre! No le contesta o contesta con un ademán vago, desmonta del machito y avanza adormecido, encorvado, hurgando porque sí su tabaquera vacía. - ¿Y halló la vaca? – lo sigue la mujer. - Y güen... un rastro l’hi cortau más allá del “Pejecito”. - ¿Rastro, dice? – Le resplandece de picardía el rostro. – Si la vaca ‘taba al lau ‘e la represa y el chico l’arrió pa’ las casas. Se agacha un poco más para dejar pasar. Lo ha tocado fiero. En silencio sobre el ruido de las usutas cascarudas, se acerca al cántaro descuelga el porongo y se le prende al agua, muerto de sed. Y en tanto bebe, piensa que al fin, eso no importa, porque ha pasado uno de sus días más felices, un día de esos que a él más la gustan.

AMORES Y NO MATUASTOS

El rancho se hunde entre los cardos rusos y “uñas ‘e gato”. Espinas arriba y abajo. Un viento caliente del norte bosteza sostenidamente su pereza. Sentado en su silla petisa de cuero, chupando su cigarrito junto a la puerta que mira al norte, el viejo, pierna arriba, se deja adormecer por sus pensamientos. - Agüelo... pu’allá viene una. - ¿Qué dice su chico ‘e porra? – Fastidiado sacude la mano con dureza, como para espantar una mosca. La criatura ha interrumpido en el patio el acarreo de tierra que llevaba en una cadena de latas de sardina y continúa mirando a lo lejos. - Que más allá del desplayaíto viene una, - repite pasándose las manos sucias por el pelo lacio y largo que le adelgaza la cara sumida y paliducha. - ¡Déjese ‘e joder! – masculla el viejo y vuelve a caer en el remolino de pensamientos que lo arrastran. - Vida perra ésta... y ya van... ¡qué sé yo! ¡Como cuatro días van ya que me tienen di’aquí p’allá como maleta ‘e loco!” pero me la van a pagar, como qui’hay Dios los Arce. ¡Trompetas! La vez que consigo agarrar una changa pa’ ganar un rial, mi’han de robar las dos ruedas del carro petiso. ¡Qui’uña ‘e gente! Y pa’ qué buscar un rastrito siquiera... no dejan nunca ni seña. ¿Y dar cuenta a la polecía? Güeno... es perder el tiempo... entre ellos s’entienden. ¡Basuras! Y yu’aquí con las manos cruzadas y sin cinco. ¿Pa’ mi? Es lo de menos... me las aguanto... no mi’hace ni la tos pasarme dos o tres días sin probar bocau... un charquicito ‘e zapallo, un caldito con el “gustador”, ya está... me sustenta. Pero el otro no... es delicau. Ah, no... pa’él, lo güeno, lo mejor... si no, ahí nomás monta el picazo. Y todo por culpa ‘e la finadita que lo malcrió... De balde yo le decía: - No li’haga en todos los gustos... es un perjudico... pero no... cada antojo d’él, era una orden y ahí ‘ta. Y a más, el chico precisa pan, li’hacen falta unos tragos ‘e leche... él sí, es chico todavía, ¡qué embromar! Ablandan el corazón los güérfanos... pero ¿a quién se le puede ocurrir, carasta, asentar una vela encendida en un tambor lleno ‘e nafta? Sólo un borracho... sólo al padre d’él... y es claro... tenían que volar todos como una chalita con rancho y todo. ¡Y bendito sea Dios! ¡El angelito que tuvo que salvarse! ¡Qué cosas tiene la vida! Güeno... a m’hija, la pobre, que Dios li’haya dau su santo descanso. – En un suspirito largo se le va muy lejos el recuerdo. - Agüelo... se viene, nomás. ¿Qu’en será, agüelo? – Como si lo levantaran desde el fondo de un pozo, vuelve a abrir agrande los ojos y se incomoda. - ¡Que me deje di’amolar, l’hi dicho, amigo! - P’acá viene ... bata amarilla... a lo menos. - Sí viene ahi llegar. Levantáte d’ese resplandor que li’ha de hacer mal. Enseguida me va a venir con que le duele la barriga. ¿Ya puso agua en la tinaja? - No, agüelito. - Eso había di’hacer más bien antes d’estar bolaceando. - ¡Uff! Si es barro nomás lo qui’hay en la represita. - En cualquier rato ahi llover. - ¡Bah! Si no se levanta ni una nubecita, ¿no ve? – los ojos tristes del niño suben hasta el cielo barrido duramente por el viento. - ¿Pero qué sabe usté... me quiere decir? Ya lo conoce; deja pasar y luego le pregunta: - ¿Hago un jueguito, agüelo? - ¿Y qué va a poné en el juego, ah? - L’oyita petisa... – Los ojos agrandados por las orejas, se alegran como si fuesen cierto lo que está soñando. - Como si hubiera algo qu’echarle... Y entienda que ya l’hi dicho que se deje d’embromar... ¡qué tantas polcas y mazurcas ralas! El chico se coloca de espalda a la pared de adobe y se queda distante, hurgando adentro su resentimiento. Al quedarse quieto siente que el hambre le raspa la barriga. Las piernas débiles, morenitas y sucias, parecen viejas raíces de algarrobo que lo están apuntalando. El viejo se acomoda mejor en la silla, se pasa suavemente la mano por el pelo canoso y grasiento, sacude la cabeza y vuelve a entrecerrar los ojos. El viento norte, cada vez más cargoso, le desparrama los pensamientos, aventándole el recuerdo de sus últimos animalitos muertos de sed, del tiempo cuando podía arar el día de punta a punta. Vuelan los cardos, arañan el techo, algunos, corren dándose vuelta por el patio otros, entre una polvareda cenicienta y cálida.

Los recuerdos ingratos siguen machacándole el corazón; vuelve de nuevo y se ve llegando a la policía en ese momento, con su gran pañuelo al cuello, las alpargatas floreadas y oliendo a agua florida, haciéndole los bajos a la chinita del agrandau ‘e Lucero y cortando grande él también, como li’había gustau toda la vida. ¿Qué sacaría con eso? ¡’Ta el sonso! ¿Si no digo? Novillo maniau y de noche... Yo... yo que mi’acuesto todos los días con las gallinas... Güeno, esto es un decir, porque gallina no me queda ni’una pa’ remedio... ni el gallo viejo... el hambre m’hizo barrer con todo, ¡qué se va a hacer! ¿Ve? ¿Y la chinita que no llega? Güeno, si’habrá vuelto... o habrá agarrau pa’ otro lau... ¡Mejor! – Sus ojos chiquitos la buscan más allá de los cardales, entre la polvareda y el sol que resquebraja la tierra, pero no la encuentran. Se acomoda el bigote y vuelve, sin querer, a seguir espulgando esos mismos recuerdos. Menos mal que don Ciriaco me dio una manito y el comisario se dio güelta, gracias al voto... tendré que darle esta güelta el voto, total... Ahí ya puede saber que todas eran matufias del los Arce... ¡Trompetas! Ellos nomás se lu’habían comiu al novillo, ¿no les digo? Y áhi cerca me tenían escondidas las ruedas ‘el carro petiso! Se valen de qui’uno es viejo y no tiene horcón ande arrimarse pa’ cargarle los muertos. Por suerte que ya mañana podré entrar a trabajar... pero... y ahura... pa’comé este día, ¿di’ande saco un rial? Porque también hay que comer en este día... no se lo puede saltar... ¡esa es la macana! A lo mejor si voy y lo encuentro con la buena al “Turco”, me fía una yerbita aunque más no sea... El otro compadrón podría andar trabajando p’ayudar con algo en vez de pasárselas pechando mostradores en los boliches y ponderando sus grandezas... vistas en otro poder... Pero... ¿y la chinita? ¿Qué s’hizo la chinita? - Agüelito... veya... veya... ya viene yegando ésa... – La manita negra y sucia se alarga señalando. - ¿Cuál, m’hijo? - ¡Ufff! Agüelo... usté ya no ve ni cabras ensilladas. Pero véala... si viene como una ternera asoliada. - Se mi’hace qu’es la chinita ‘e Lucero. - Muy aparente es... ¡Lástima nu’estar el Juan, agüelo! – Se muerde los labios y le bailan los ojitos. - ¡Qué va a estar ese compadrón! Salga y espántele los perros no seya que l’hagan hilachita y la tengamos que pagar por güena. El viento arenoso recibe los gritos del niño y los castiga lejos, sombríos, traspasados como por una flecha de hambre tras los montes que desfallecen más allá del rancho chupados por la sed. - ¡Gaucho! ¡Escopeta...! ¡Tigre...! – Los ojos asustados de la muchacha se asoman al alma del viejo. - ¿Nu’está Juan, don Barroso? - La ansiedad le vuelve más bonito el rostro. - No m’hija. Pase más adelante. ¿Qué me la trái por acá? - Resulta que... – Se retuerce las manos; tiene la cara morada; con los dientes sostiene las dos puntas del pañuelo blanco que le cubre el cabello retinto. Gruesas gotas de sudor le humedecen la frente joven. - ¿Qui’anda haciendo por estos desamparos, m’hija? – Insiste quejoso. - Resulta que... como le decía... güeno, ¡vengo juida, don! – El viejo, al oírla, pega un salto como picado por una araña y queda en pie, tenso, sostenido por su asombro. - ¿Qué m’está diciendo? - Que me vine ‘e casa; tata no quiso darme el consentimiento pa’ casarme con Juan... y como él me dijo que s’iba a ir del todo al sus si no... - ¿Y usté sabe ande se jue ese trompeta? - P’al lau del pueblo agarró anoche. - ¡Juna! ¡Pero cómo se li’ocurre venirse así nomás, m’hija! ¿No se da cuenta en el compromiso que me pone? ¡Lo que me faltaba! – Chupa con fuerza el pucho y las mejillas hundidas no le dejan más cosa viva que los ojos. - Es que lo quiero a Juan, por eso... disculpe, don... A más, ya nu’es vida la que me da tata... siempre borracho... - siempre insultando... - ¿Y qué va a hacer aquí? Nu’hay ni en qué cáirse muerto, ¿no ve? Lo qu’el gana no li’alcanza ni pa’ los vicios. Como p’alimenta mujer... - Él me dijo... - ¡Mentiras... perras mentiras, esu’es lo que li’ha dicho! Se le han encendido los ojos por la rabia. ¿Qué no se da cuenta? Mire... asómese... Con la mano le descubre toda la miseria que hay adentro. La muchacha pasea la mirada por el rancho semioscuro, donde tan sólo alcanza a distinguir un cajón sostenido por cuatro patas que hace las veces de mesa y un viejo catre de tientos. Aprieta fuertemente los labios para no reventar en llanto y saca fuerzas para insistir. - Esu’es lo de menos... yu’hi de trabajar aquí en lo que sea, ¿sabe? Se afirma a la pared sosteniendo con una mano la pollera a la que el viento quiere arrebatársela. - ¡Bendito sea Dios! ¡Qué bicho porfiau es la mujer! ¡Cuándo iba a tener paz, yo! ¡Si nu’es por roto es por descosiu! Ahura l’único que falta es que venga su tata, le dé una güena soba a usté y a mí una golpiadura ‘e mi flor. – El pensamiento le arquea la osamenta y le echa la cabeza hacia delante, con la mirada fija en el suelo. - No don... si nu’está en las casas, - le dice como si hubiese encontrado la solución. - ¿Ve? ¡Qui’antojo! ¡Peru’hay que volver, pues! - Yu’estaba sola con la Panchita. - ¿Y tuvo alma pa’dejarla tirada? ¡Angelito ‘e Dios! - Es que... ¿sabe? Yu’hi pensau que, después, si Juan quiere, la voy a tráir también... es chica, pobrecita... qué gasto va a hacer... y a mí solamente es pegota... Ande voy me sigue como pollito güérfano... – Dos gruesas lágrimas se le descuelgan calientes por la mejillas. - Claro que sí... – duro por dentro, se atusa el bigote el viejo y añade burlón con voz pastosa: - Y después va y lo busca a su hermano, el que sigue, después al otro, al otro y al otro y al fin a su tata también, si gusta... total, somos poquitos por aquí, y ya ve, el rancho es grande... ¡ufff! Muy grande y la plata entra en paladas, ¿no ve? Tenimos ‘e todo: yerba, harina, carne, galleta... ‘e todo, ¿no le digo? - Deme la galleta, agüelo. – Por una rotura de la pared de chorizo, desde adentro asoman los ojos suplicantes del niño que gritan el pedido. - ¡Cállese! ¡Si yo digo, su chico ‘e porra! La muchacha sigue inmóvil, buscando la sombra de la pared, con una mano en la amplia cadera saliente, brillantes sus ojos de enamorada, vistosa con su blusa amarilla, aunque no alcanza a esconder los pies, cuyos dedos asoman impertinentes desde las zapatillas rotas. - Esta rama no se me va a atar, ¡carasta! – masculla de repente el viejo, tras masticar mil pensamientos en un segundo y se levanta como disparado por un resorte de la silla y sale al patio. - ¿Ande va, don? - A buscar un testigo, pa’ cuando llegue la polecía a buscarla... por qui’ha’i venir... usté es menor de edá... - No, don... si... - No, no... a mí no me vengan con estos bailes – protesta alzando un brazo yéndose a las chuequeadas. - ¡Nu’haga eso, don! , - le suplica ella siguiéndolo hasta el patio que quema como un horno. - No venga con lloros, ¡yo sé bien lo qui’hago! – Y todavía rezonga sacudiendo más fuerte el brazo como para aventar su fastidio: - Con las necesidades qui’andamos pasando y todavía esto... una arrimada... ¡Si no digo! – Bajo el algarrobo de rala sombra, monta en su flaco, se asegura el sombrero, le pega unos talonazos con rabia y se aleja royendo amargos pensamientos. - Si será... Justamente ahora que nu’hallo ni un rial pa’ comer nosotros si’ha’i venir una allegada. ¡Juna! Juro que si llego a agarrar una gallina a tiro, aunque sea ajena me la traigo. ¡Ya nu’es vida esto ‘e no darle nunca el gusto al diente! Caldito y charqui... charqui y caldito... ¡jué perra! Pasteles nunca. ¡Y tanto que si’ha golpiau uno pa’ llegar a esto! El resentimiento y la rabia hacen que se muerdan fuertemente los labios. Va por un sendero estrecho entre cardos, cruzando el solazo de enero. La sombra, chiquita, se le pega al lado. El overo viejo, agacha la cabeza, la levanta solamente cuando una matadura del lomo lo quema de dolor. Los cuatro perros van trotando adelante. Largas las leguas, como puestas al trasluz las costillas. El viento arrastrado, le llena los ojos al viejo y se le mete entre el bigote y la barba rala por la boca reseca. - La pluma esta... güena cosa había siu. Tierra irán a comer con el Juna. - ¡Tata! ¡Ande va! – lo sujeta saliendo de entre los yuyales una voz agria y deshilachada. - ¿D’ande salís áhi, loco? – El overo viejo se ha detenido sin necesidad de que lo sujeten. - ¿Y no ve? Me pilló el día... – Y la risotada le hace brillar la cara redonda y morena. - ¿No sabías qui’ha llegau l’Aurora a casa? – Quiere retarlo, avergonzarlo con sus palabras llenas de rabia. - ¿Se vino nomás? Ah, viejo... ¡Esos son amores y no matuastos! ¡Hace roncha su hijo ande pisa...! – Y echándose para atrás se quiebra en la cintura y suelta un alarido interminable: - ¡Piujujuuuuuuuuuuuuu! – Se queda después inmóvil, como para que lo miren, la cara llena de risa, petiso, con el sombrero aludo y ceniciento tirado a la nuca, volándosele el pañuelo blanco con grandes manchas moradas, colorados los ojos, babosa la boca y abrazando como con cariño dos botellas de vino y sosteniendo la maleta que le cuelga del hombro, hasta la boca de mercadería. - ¿Y p’ande va yendo si se puede saber? – Con Juan trastabilla la pregunta. - A buscar un testigo y después a la polecía pa’ dar cuenta d’esto. - Pero hombre... ¡déjese ‘e macanas! Venga. – le toma las riendas del caballo y se lo da vuelta de un solo tirón, dejándolo de cara al rancho. - Yo nu’hallo por bien hecho esas cosas, ya lo sabís. - Pero no s’enoje, homb... si no vamos a vivir arrimaus... nos vamos a acollarar con cura, padrino y todo... ¿qué le parece, ah? – Y lo mira, alegres los ojos, haciendo pie para que no lo arrastre el, viento que le infla las bombachas. - ¡Linda l’has hecho! – se le oye la protesta al viejo, en medio de una oleada de viento que por poco no se le va con la blusa. - Güeno... ¡qué tantas pulgas ariscas! Los gustos son gustos dijo una vieja y... Más vivamente resplandece todavía el aire de fiesta en la cara del muchacho: - Y ahura mesmo vamos a empezar a festejar, ¿no le parece? - ¡Como festejo te va a dar el viejo Lucero en cuantito ti’agarre! – Reniega el viejo en voz más baja, aflojando. - ¡Si puede... m’empresta un peso! – Y da dos saltitos de zamba para atrás, tambaleándose. – Tome un trago y Santas Pascuas, - agrega alcanzándole una botella. – Linda l’Aurora, ¿no? ¡Qui’ojos tiene la china! Como pa’ andar a oscuras con ella... con esos faroles, ¿no? El viejo ha capujando la botella y le hace unos gorgoritos como si estuviese muerto de sed. Después, con el dorso de la mano se seca los labios y se saborea arrugando la cara. - Cosa linda l’Aurora... Y respondedora, ¿ah? En cuanto l’hice una señita ahí nomás se vino con el mozo. ¡Ah, muchacho! ¿Nu’es así, tata? – Como el viejo no le responde, insiste: - Es o nu’es... - Cada uno sabe sus cosas, - le responde lentamente. Los tragos de vino ya lo han dejado por dentro más blando que corazón de penca. - Eso... Y a mí me regusta la prenda... y mi’ha respondiu... y sobre el pucho, como se precisa. Linda l’Aurora, ¿ah? - Y tras interrogarlo insistentemente con la mirada, apura antes de la respuesta el contenido de la botella hasta dejarla tecleando. - ¿Y qué llevás ahí, en la maleta? – La curiosidad del estómago salta, olfateando con los ojos el saco de lona. - Harina, pimienta y pasa di’uva pa’ los pasteles... ¡que si’ha créido! Ya va a saber qué mano tiene l’Aurora pa’ los pasteles. - ¿Y qui’acaso ya sabías que s’iba a venir la chica esa?- ¿Y no? Cuando el viejo me la negó, l’hice creer a ella que si no se venía a vivir conmigo, m’iba a ir pa’ siempre ‘el pago... y se vino nomás... ¡Hay que saberle la güelta a las mujeres, viejo! Y su hijo se las sabe... muy bien se las sabe... ¿ah? Sonsito le salió su hijo, ¿no? – Y de nuevo lo obliga con la botella. Por el garguero del viejo pasa el vino caliente como si fuese agua manando de heladera vertiente. - ¿Así es que va a ser con pasteles la cosa? – Una risita le sube ahora del estómago luego de dejar vacía la botella y los ojos se le dilatan ansiosos. - ¡Y claro! ¡Que si’ha pensau! ¿Qué soy un cualquiera? No, no, ¡caracho! ¡Con pasteles y todo áhi ser mi’acollare, que pa’ eso el “Turco” fía! Se le hace agua otra vez la boca al viejo pensando en semejante banquete. - Y qué vamos a estar haciendo aquí. Vamos, nomás, entonces, pues. – Habla ahora como si lo hubiesen descargado de muchos kilos de cansancio, y, rejuvenecido se quiebra el ala del sombrero en cuanto el otro le da el consentimiento con la cabeza, le encaja un talerazo al overo viejo y empieza a medir por leguas los metros que faltan para llegar al rancho. - ¡Linda l’Aurora! Y con pasteles... ¡Piujujuuuuuuuuuuuuu! – El grito del muchacho se enreda entre los cardos que siguen volando con violencia aventados por el viento norte y se desbanda sobre la dolorosa soledad del descampado inmenso. Un perro, muy lejos, parece responderle llorando. Antes que alcancen a pisar el patio con su promesa de fiesta, les sale al encuentro la sombra flaca del chico, sujetándose con las dos manos las tiras del pantalón abolsado, al que ya se lo arrebata el viento. - ¡Se jué l’Aurora!, - les grita. No han oído bien y siguen avanzando. - ¡L’Aurora se jué...! – insiste gritando con más fuerza el chico y entonces sí, se detienen de sopetón y uno a otro se miran desconcertados. - ¿Se jué? – preguntan tras un instante de duda y al unísono. - Sí. - ¿Ande? - Y a la casa d’ella, pues. - Pero... ¡cómo...! – Los ojos de Juan, que la siguen buscando asombrados por el rancho, no comprenden. - Dijo que pa’ pasar una vida ‘e perros acá, que más s’iba a pasar hambre allá, junto a la Panchita... así dijo ella... ¡yo que sé...! - ¡Perra...! – La rabia de Juan aplasta contra el suelo la botella de vino. - ¿Se da cuenta? Si será... – razona el viejo ofendido. - Pu’allaaaaaa va... – continúa diciendo el niño alargando las sílabas y levantando el brazo a la altura del horizonte polvoriento. Borrándose lejos, se ve el bultito amarillo culebreando entre los cardos. Atrás el rancho, el charquito de la represa da las últimas boquiadas muriendo de sed.

DONDE MUEREN LOS PAJAROS

De nuevo oyó que los niños lloraban. Sus ojos, que desde largo rato atrás estaban perdidos divisando por el carril que se borraba en cenicientos jarillales, se asomaron al rancho vecino, ancho, petiso, castigado por el viento. Del otro lado del patio plomizo vio cuatro o cinco bultitos, con las manos en la boca, apretándose los sollozos. La madre iba y venía adentro, como si estuviese acorralada entre cuatro paredes. Algo, que ella no alcanzaba a escuchar, les decía con voz que más parecía un sollozo plegado al coro doliente de sus hijos. Sin pensarlo, la “Señorita” miró el lavatorio grande donde derramaba toda el agua que le quedaba al hacer entrega de sus vasijas. Un gran malestar le estrujó el estómago. De nuevo se sintió fuertemente mareada. Afuera empezaba a insinuarse ya un sol de fuego, el de todos los días, que aplastaba los árboles y ardía los pastos. Las vainas, aún verdes, de los algarrobos del patio, caían con el golpe seco de los pájaros muertos. Como esos que ellos veían llegar volando en cuanto la luz dibujaba el rancho y caer a su puerta dando el último aletazo. Tal vez adivinaban ese poquito de agua que escondía como un tesoro y en su terrible desesperación, se lanzaban tras ella sin tener ya más fuerza que para llegar a dejarse morir soñando con que sus picos resecos la alcanzaban. Nunca, antes, desde que estaba en ese lugar, había visto tales cosas. Era estremecedor verlos sobre la tierra dura y seca, estirada como un cuero yaguané, que parecía resollar rescoldo, inmóviles, abiertos los picos, distendidas las alas. Sólo alguna perdiz lloraba en ese momento por los bajos desolados, pidiendo agua inútilmente o una vaca soltaba su postrer quejumbre en algún desplayado, abriendo desmesuradamente la boca, para quedar, definitivamente, con los ojos dados vueltas, tras la inútil búsqueda de las aguadas del cielo. No recordaba la “Señorita” cuánto tiempo hacía que ya no necesitaba abrir la puerta en el rancho para dar clases. No concurría ningún niño. Habían quedado a pie y los que observaban el burro o el caballito, diariamente pasaban por el callejón ayudando a sus padres a arrear la majadita de cabras o la última vaca hasta la represa o el pozo balde distante, donde pensaban conseguir, a precio de oro, un poco de agua para darles. También ellos, todos los de la casa, desde muchos días atrás, venían bebiendo el agua turbia de la represa, esa agua que se pegaba a la garganta, hacía sentir sucio el paladar y despertaba un ansia mayor de beber y beber hasta conseguir que se despegara esa cáscara de tierra que allí se adhería fuertemente. Dos días antes habían recogido en cuanta vasija fue posible hasta el último barro con mojarras que quedaban en el corazón de la represa. La esperanza de lluvia que vinieran alimentando, era esa rama seca que desgajara el último viento. Se levantaban negras barras hacia el sur, anuncio fijo de lluvia en cualquier tiempo, pero que ahora era sólo el trueno ensordecedor quebrándose más allá de los quebrachales y el largo ulular del viento desmenuzando las nubes en su tierra cenicienta. Don Polonio, el dueño de casa, pasaba sobre ese suelo caliente, encorvado, silencioso, como cerrando la marcha de un cortejo fúnebre. No le quedaban con vida más que dos burros. Todo lo demás era un desparramo de osamentas. Pero no podía, ni pensar siquiera, en bajar los brazos. Allí en el rancho estaban su mujer y un montón de pichones. Cuando al amanecer la “Señorita” escuchó golpes en la puerta, saltó de la cama a abrir, sobresaltada, pensando en las mil cosas que la acosaban sin tregua y en las que ya no alcanzaba a distinguir entre pesadillas nocturnas y realidades de cada día. Al destrancar la puerta vio sorprendida a don Polonio, de pie, con el sombrero en la mano. - Disculpe, “Señorita”, ¿no? Pero resulta qu’hi dispuesto llegar hasta “El Hinojito” con los chicos a ver si consigo un poquito di’agua... Ya nu’hay nada más que esperar, - añadió desconsolado. Ella alcanzó a divisar en el patio a los dos burros viejos, que apenas se sostenían en sus patas, ya atados al desvencijado carrito. - Por eso vine a pedirle todas sus vasijas, - añadió suplicante. – Así traigo todo lo más que pueda. No disponía más que una jarra y un tarrito en los que guardaba el agua turbia. Rápidamente lavo el lavatorio grande, derramó todo el contenido en él y se las alcanzó. -¿No tiene otra? – La cara buena del hombre le rogaba. - No, no... es todo... Así es que... ¿Y cuándo piensa volver? – La incertidumbre la turbaba. - Al cair la tardecita, si Dios quiere... no puede ser di’otra laya... ¡si’tamos allá sin un trago di’agua! – Y dándose vuelta, se alejó a paso lento, haciendo sonar las viejas bombachas. - ¡Que les vaya bien, don Polonio! – Lo alcanzó con un saludo en su deseo ferviente. Lo vio llegar al carrito, cargar cuidadosamente sus vasijas junto al barril, baldes y tarros de su pertenencia y luego de ayudar a subir a sus hijos que andarían entre los nueve y diez años, haciendo chasquear el rebenque, puso en marcha los burros que salieron recostándose el uno contra el otro. Cuando los perdió de vista tras los jarillales, quedó escuchando el traqueteo lento que se perdía a ratos y reaparecía de pronto, limpio, sonoro, entre la luz sofocante, como si estuvieran llegando de regreso. Caminó luego hasta el bordo alto de la represa que pegaba con el monte virgen y desde allí intentó todavía localizarlos, acompañarlos con el pensamiento, empujarlos. Lejos se perdía la tolvanera. Era lo único que quedaba de ellos. Regresó por el sendero que se estiraba esquivando churquis sobre el campo muerto. El sol ya parecía darse vuelta arriba como una gran bola de fuego. Y el silencio del espanto flotaba sobre todas las cosas. Entró a su cuarto y quiso entretenerse dando vuelta cuadernos y revistas mil veces leídas. Pero no pudo concentrarse. El drama se levantaba de cuanto miraba o tocaba y venía a embestirla con furia. El sufrimiento de sus alumnos, las privaciones de todo orden de sus vecinos, las pérdidas que afligían y arruinaban a los más desamparados, las sentía castigándolos como en carne propia. En los tres años que llevaba de maestra en el “Rincón de la Luna”, era la primera vez que las dificultades llegaban a extremos tales. Todos los otros inconvenientes de aclimatación, aislamiento y pobreza, había logrado superarlos, pero ésta le abrumaba. Ya el invierno había sido excesivamente riguroso y los castigó con plagas despiadadas. El recuerdo de aquellos días aumenta su sofocación. Quiere arrancárselo de la memoria, pero viene a golpearla hasta lo más hondo, haciéndola estremecer. La epidemia fue pavorosa; contadas personas, unas pocas elegidas pudieron escapar; ella, entre otras cuatro o cinco en todo el vecindario. Y sin la posibilidad de auxilio médico alguno. En el pueblo tan distante no había para qué pensar. Recuerda que aquella fue una noche extremadamente fría. Toda la familia de don Polonio, incluido él, estaban en cama atacados de gripe, con altísima fiebre y sin que tuvieran quién les arrimara un jarro con agua. Ella había abandonado casi por completo su cuarto, que distaba unos metros, para consagrarse a la atención de los doce o trece enfermos, cuando no era que se hallara corriendo hacia otros vecinos para ofrecerles también su atención. Esa noche ya les había hecho todas las fricciones que creyó conveniente y repartido la olla de té de yuyos que les preparara. Se disponía a retirarse a su cuarto cuando de pronto, la madre, con desesperación, le alcanzó el niñito de pecho que tenía a su lado, víctima de un ataque repentino que se lo llevaba. Cuando lo recibió en brazos, se le dieron vuelta los ojitos. Asustada, desconcertada sólo atinó a frotarle fuertemente la cara y los brazos y luego corrió a abrigarlo con cuanto halló a mano; pero la criatura estaba rígida y sin respiración. Del pensamiento que ya había muerto la sacó la desesperación de la madre. - ¡Hágale algo, por Dios, “Señorita”! - Sí... sí, ya... – Pero no atinaba a nada. Siguió corriendo desde un rincón a otro del rancho sobre los enfermos que estaban acostados en el suelo totalmente aturdida. - ¡“Señorita”! – le clamó de nuevo la mujer. Se quedó inmóvil, con el niño en brazos, mirando hacia arriba, buscando a Dios. Y fue entonces cuando, al ver las tortas de barro que asomaban entre las viejas cañas del techo, se acordó del “sahumerio de las cuatro esquinas” que había oído decir recomendaban las médicas del lugar en casos semejantes. Pero ni los cuatro palitos que indicaba la receta había en el rancho... allí no había nada de nada. Sacudida por los sollozos de la madre, por hacer algo, hurgó un tarrito en el que había unas ramitas de alhucema y sin perder un instante, desnudó totalmente al niño, echó las ramas sobre las brasas vivas del bracero, lo acercó y sosteniéndolo lo más cerca posible de ellas, le fue dando repetidas vueltas para que recibiera el humo sobre todas las partes del cuerpo. De inmediato lo envolvió lo mejor que pudo y cuando pensaba en la manera de eludir las preguntas reclamantes de la madre, sintió un sacudón violento que estremecía de pies a cabeza a la criatura y al observarla, vio con asombro que abría los ojos. Fue de no creer; pero así lo volvió a la vida. ¡Vaya si había sido cruel el invierno! Y ahora el verano y su sequía con las necesidades multiplicadas, con la aflicción de todos, de las que ella participaba, haciéndole sentir todo lo suyo, pueblo, padres, amigos, lejos, muy lejos, y ella, allí, en medio de una salvaje soledad, en el centro de un cerco que iba cerrándose más y más... Entonces, un grito, un grito con el estallido de toda su desesperación, amenazaba con quebrar su garganta. Con gran esfuerzo, diciéndose cobarde una y mil veces, lograba contenerlo, aunque sintiendo que corría por su espina dorsal, destrozándole las vértebras. No podía soportar esos pensamientos. Quedarse quieta, inmóvil, era dejar que la tapara la sombra. A media mañana de ese día, vino la mujer a pedirle un poquito de agua. Llenó un jarro grande y se lo alcanzó. - Vayan tomándolo de a poquito, porque se acaba... y después... - Disculpe, “Señorita”, pero usté sabe cómo son los chicos... cuando menos hay, más quieren... y ahi s’echan a llorar, de no... - Es que es así la sed... yo estoy sufriendo por no tomarme el poquito que me queda de una sola vez. - Pero a l’oracioncita ya áhi venir él con l’agua. – Y se fue llevando entre las dos manos el tesoro contenido en el jarro, entristecido el rostro arruinado y sudoroso. Para preparar el almuerzo había gastado otro poco y después de comer no pudo sufrir sin beber unos tragos largos de esa agua, dulce, pero con fuerte gusto a tierra. A la tarde de nuevo cruzó el patio la madre, acompañada por sus hijos llevando el jarro vacío. - Discúlpeme, “Señorita”, pero ya nu’hallo qui’hacer. Usté habrá oído cómo lloran. – Le llenó el jarro otra vez y luego, observando cómo a los cinco chicos se les iban los ojos hacia el lavatorio, llenó un vaso y le fue dando una cantidad igual de tragos a cada uno. - Ya ha’i volver Polonio al cáir la tarde... y entonces sí que vamos a tomar agua rica... porque ponderan lo linda qu’es el agua del “Hinojito”. Dios ha de querer que vuelva cuanto antes. – Y se alejaron un poco más conformes. El aire caldeaba la tierra y el cielo se extendía duramente gris. Algún desesperado balido lejano, el llanto conmovedor de alguna criatura más allá de las cañadas, era todo lo que se derrumbaba en la tarde y caía sobre los seres sensibles con sus lanzas de desesperación. Y después, nada más; ni el golpear de los bujes ni el traquetear de los burros ni un grito de los niños, nada... Instintivamente, inquieta, fue a mirar por centésima vez el agua que le quedaba; cada vez que lo hacía, el miedo a quedarse sin una gota y que no regresara pronto don Polonio, le exprimía el estómago. Es que, a lo sumo habría allí dos jarros, nada más. Acercó el rostro al agua para olerla y aspiró profundamente. ¡Qué ganas le dieron de bebérsela toda, de terminar de una vez con esa sed que la mortificaba y después que sucediera cualquier cosa! El llanto de los niños, que otra vez, sin duda, eran víctimas de la misma tortura, la contuvo. ¿Y si no regresaban con el agua esa tarde? ¿Qué harían? De nuevo estuvo al borde del grito cuando en la imagen borrosa que le daba el agua, se vio en el rostro una profunda marca que le dejaba el miedo. Dando pasos apresurados, empezó a ir de uno a otro extremo de la pieza, pero el taconeo le traía siempre el mismo pensamiento que buscaba alejar. – La sed... esta sed... la sed de ellos... mi sed... ¡la gran sed! Cuando el sol cayó incendiando los montes, subió de nuevo al borde de la represa; los chicos la acompañaban. Ansiosos se le fueron los ojos para el norte, siguiendo el sendero que culebreaba entre corpulentos árboles y churquis agresivos. - ¿Ya se divisan, “Señorita”? - No distingo muy bien, pero me parece que allá lejos se mueve un bulto gris; deben ser los burros. – Puesta en punta de pie, alargando el cuello hermoso, mentía. No veía nada y lo peor era que, tampoco sobre ese silencio que tenía la tersura de un cristal, la sensibilidad de una fina caja de resonancia, no se percibiera ni un solo rumor, nada. En tardes así, estaba acostumbrada a escuchar desde leguas los más variados ruidos y golpes... Un hachazo, los mazazos en algún mortero, el grito de un pastor arreando muy lejos sus cabras. Pero ahora no, no... - ¿Ya vendrá el tatita? – Había dejado de sollozar la pequeña para hacer la pregunta. - No ha de tardar; segurito... - ¡Qué rica l’agüita que nos trairá! – Y se restregaba las manitas. Regresaron a la casa. Luego bebieron entre todos. Con desesperación creciente, otro jarro de agua. Ya no pensaban en su hambre sino solamente en beber. Y empezó a pesar como una cruz la sombra que se hizo noche larga, sorprendente, hondamente callada. Veinte veces por lo menos prendió la vela. Cada vez tenía más seca la boca, más y más sentía hormiguearle la garganta. Hasta le pareció en un momento que se le apuraba el corazón. Un jarro de agua tal vez le quedaba o poco menos para beber, pero la detenía el miedo de lo que les esperaba al otro día sin agua y más todavía, esa segura desesperación de los niños, a la que no podía arrancar de su imaginación. Se quedaba despierta, anhelante, escuchando con el oído de un perro. Pero todo era en vano. Cuando de nuevo la vencía el sueño, era el carrito dado vuelta con toda el agua derramada en el guadal lo que la hacía desesperar o, de inmediato, una gran creciente de agua negra, aceitosa, la que llegaba violentamente, la cubría un instante y la arrastraba luego, arrancándole ese grito horroroso que la despertaba al fin. -¡Agua... un poco de agua! El día amaneció igual. Al levantarse vio a los niños en la puerta, que lloraban chupándose las manos y a la madre, yendo y viniendo, desatinadamente, revueltos los cabellos, perdida la mirada. Corrió de inmediato a llevarles su consuelo. - ¡Y no llegaron, ya ve! ¡Ya nu’hallo qué pensar! – le confesó desalentada la mujer. - Ya llegarán. Habrán salido esta mañana de vuelta. - Un poquito de agua, “Señorita”, - le imploró una de las criaturas, que todavía no había terminado de vestirse. - No le dé, “Señorita”. Pide de mañosa nomás. Sabía que no era así. Si ella también estaba muriéndose de sed. Se acordó del poquito de agua que se había mezquinado pensando en ellos. Por eso no vaciló. - Vamos a casa. – Se consolaron de inmediato. Al llegar miró ansiosa el lavatorio, al que imaginaba casi lleno... pero la realidad estaba allí, muda, descorazonadora. - ¿Y se la piensa dar? - Sí. La guardé para ellos. - ¿Y qui’haremos si Polonio no viene? - Ya lo pensaremos. Hay tiempo. – Sabía que no, que el momento definitivo había llegado. Porque ¿a dónde podían recurrir, hasta dónde llegar cargando esos pequeños que empezaban a enloquecerse ya, si todos los vecinos que vivían cerca se habían ido corriendo por la necesidad y la sed? El puesto más cercano, donde tal vez pudieran conseguir un poquito de agua quedaba a dos leguas. - ¿Un traguito, “Señorita”? - Sí, sí... – Se había quedado pensando. Decididamente, al fin, vertió todo el contenido en el jarro y se lo alargó. - ¡No! – intentó contenerla la mujer. - ¿Y después? – añadió, ¿me quiere decir qué vamos a hacer? – Los chicos abrían grandes los ojos presenciando la escena, sin comprender. - Si no llegan a venir pronto, ¿me quiere decir qui’haremos? – volvió a repetirle ansiosa, como perdida, seca la boca, torpe el gesto. El miedo las inmovilizó. Fue como si súbitamente se hubieran convertido en bultos de piedra, expectantes, afinando el oído, pendientes de un remoto sonido, de un ruido que les revelara el regreso de la esperanza. - Diga, ¿ah?, - continuó diciendo la mujer. - ¿No si’oye nada, mama? - Nada. - ¿Ni se ven?, - preguntó el más petiso enaltándose en puntas de pies en dirección al ojo en la pared que hacía las veces de ventana. - No... no... - Beban, chicos... – y decididamente la “Señorita” le alargó el jarro al que estaba más cerca. - Yo último, - discutió uno – así me tomo hasta la borrita. - ¿A todita vas a dejar que se la tomen? – La mujer, desolada, no alcanzaba a explicarse todavía aquello. - Déjelos. Tienen mucha sed. - ¿Y después? – se desesperó la mujer retorciéndose las manos. - Dios nos ha de mandar. - Sí, sí... tiene razón, - y suspiró hondo, como aliviada. Como cabritas sedientas los niños bebieron hasta la última gota. - ¿Me da la raspita ‘el lavatorio? - ¡Pero hijo! – No necesitó de la respuesta para beberse ahora con rabia, como si ella fuese la única culpable de todo lo que estaba ocurriendo. - Iré hasta “El Algarrobito”; ya lo he dispuesto. Cómo no me van a dar un botella con agua, siquiera. - ¿Si’anima? – Parecía no creerle. - Tengo que animarme. Aquí... - Entonces... bueno, “Señorita”... – pareció rejuvenecerse y se le alegraron los ojos. - Voy a buscar otra botella para que lleve dos... dos botellas, “Señorita”. Y que vaya Leandrito a acompañarla. No podía perder ni un segundo. Si la mañana avanzaba, le cortaría la salida o la derrotaría muy cerca en medio del campo de guadales ardientes, en los que parecía llamear el sol. - Volveremos a la tardecita. - ¡Que Dios los ayude! - Salieron con el pequeño Leandro varando las dos botellas. Ella hubiera querido bromear, hubiera querido aparentar alegría, pero la preocupación le cerraba todos los caminos. - ¿Va triste, “Señorita”? - No, no... ¿por qué? - Porque va tan callaíta... – De nuevo intentaba disimular, pero otra vez las mil vicisitudes de su vida de maestra campesina la acosaban y sentía desfallecer su ánimo. - Me ha sucedido ahora lo último ya... después de esto, si termina bien no soportaré un día más en este lugar... – Los pasos se ahogaban en la tierra encendida, quemante y el sudor les corría por los rostros encendidos. – Todo lo sufrido, un poco por la necesidad de trabajar, lo más por amor a estos niños, a esta gente tan buena, tan noble... pero no podré más, seguro que no. Cuando escape de este momento infernal, conseguiré un caballo o, aunque sea a pie haré las veinte leguas hasta el pueblo y me iré para no volver... ¡no volveré jamás a esta tierra maldita...! – Y el dolor de los pensamientos le anegaba los ojos. - “Señorita”... me voy cansando... mire, se mi’ha empollau un pie. - Te lo ha quemado la tierra... – Se mordió los labios. Era lo que faltaba; que no pudieran seguir. - ¿Nos sentamos en esta sombrita? – Accedió. Nunca había visto el cielo tan semejante a una laja gris. En un momento le pareció que se derrumbaba aplastándolos. Se habían quedado sentados bajo el algarrobal de rala sombra, cada uno escuchando el clamor de su propia sed, mojándose los labios con la punta de la lengua, sin hallar salida, pero sus pensamientos en medio del brasero del día que parecía llamear más y más. - ¡“Señorita”...! – casi gritó enderezándose Leandro y levantando un dedito, añadió: - ¡ói...! - ¿Qué? – ella no oía nada. - El carrito... – Aunque se puso de pie, ella seguía sin escuchar nada. - ¡Son ellos! ¡Son ellos! – gritó el niño tras un corto silencio dando saltos. Ya no cabía duda que era el traqueteo del carrito lo que apenas alcanzaba a escuchar. Y sin pensarlo dos veces, dispuso emprender el regreso para dar la buena noticia a los que esperaban en la casa y lo hicieron sin sentir el cansancio que los llevaba aplastados. Y en la casa, todos juntos ya, quedaron bajo el ramadón, encendidos por la algarabía. Pero en lo mejor, la señal de regreso cesó repentinamente. - Ya ni si’oyen – Comentó alarmado uno de los chicos. - ¿Qué les puede haber pasau? – interrogó angustiada la mujer. Sobre el silencio tirante no se oía zumbar ni una mosca. Iremos a averiguarlo, - opinó la “Señorita” y todos salieron por la huella donde todavía se veían los rastros dejados por el carro el día anterior. Más de media legua caminaron y en un recodo del camino tuvieron la gran sorpresa que les hizo olvidar de la sed y les llenó de alborozo primero y de pena después; porque allí está el barril húmedo, oloroso a agua clara y las vasijas como invitando a beber, pero también los dos burros vencidos por el cansancio, chorreando sudor, arrodillados en el camino, gachas las cabezas, sin que hubiera poder de Dios que los hiciera seguir. Todo cuanto intentaban para reanimarlos, mojarles la cabeza, abanicarlos, ayudarles a enderezar, resultaba inútil. - ¡Animales ‘e Dios! ¡Ahura sí que no dan más! – Y ya sin poder con su desaliento, don Polonio bajó los brazos. Afirmado al carro, contó que todo el viaje de ida y lo mismo el regreso, había sido una sola lucha con los animales que caían rendidos por la debilidad y la fatiga. - Desátelos nomás, don Polonio. ¿Cómo entre todos no vamos a poder arrastrar el carrito hasta las casas? - Así si’hará, “Señorita” – respondió el hombre rascándose la cabeza, como si dudara todavía. Y de inmediato unos se prendieron de las varas y otros se prepararon para empujar de atrás como las atatangas. A la voz de mando de don Polonio, reiniciaron la marcha esperanzados. ¡Cómo pesaba ese barril con agua! Llegaron al patio sudorosos, jadeantes, cuando más insoportable se hacía el calor, con su carga preciosa. Y por fin los niños pudieron beber hasta hartarse. - Aquí están sus vasijas, “Señorita” – Y de ese balde que le alcanzaba don Polonio, empezó a beber con la misma ansiedad con que lo hacían los niños, esa agua clarita, a la que imaginaba con una deliciosa frescura. Le pareció linda de nuevo la vida, buenísima la gente, amorosos más que nunca los niños, acogedor el árbol, alegres los senderos... y cubriéndose los ojos para ocultar las lágrimas, sólo deseó ardientemente que lloviera de una vez para empezar de nuevo a dar clase en su olvidada escuelita.

SOLITA

Desde que pensó en salir a juntar un poco de yuyos en la quebrada, le aletea alegremente el corazón. Siempre le sucede lo mismo cuando se propone bajar al pueblo. Esa mañana, cuando todavía no despunta el sol por las cumbres, que están ahí nomás y aun cuando hace bastante frío se ha levantado animosa como nunca. Después de cubrirse bien la espalda con la vieja capita que tejieron sus manos en lejanos tiempos, larga las cabras, barre a la ligera el patio, “no sea que vaya a venir gente”, muele un puñado de maíz para su mazamorra, toma unos mates y sale hacia “el bajo de las calagualas” a juntar tomillo y peperina. No están lindos los yuyos porque los primeros fríos los han aplastado bastante. Pero igual, con lo que alcanza a juntar y otro poquito que tiene de antes ya en la casa, completa dos bolsas a las que carga en su vieja zainita. Toma otros mates a la apurada, porque no quiere que se le haga tarde, se peina apresuradamente, se acomoda bien la capa que en un tiempo fue negra y llevando el animal de tiro empieza a bajar por las sendas pedregosas. Lejos, en el valle lleno de colores, divisa el pueblo, un redondelito apenas, con la capilla y las pocas casitas blancas luciendo entre los huertos que ya empiezan a amarillear con la entrada del otoño. Cruza el arroyo, que lleva su escaso caudal clarísimo, sigue por un sendero abierto en la quebrada, vuelve otra vez a cruzar el mismo arroyo, sube, costea el cerro áspero y agresivo y sigue siempre igual la marcha, entre el silencio al que solamente rompen los pasos lerdos de la zainita y el silbo de uno que otro zorzal, que por el profundo mollar parecieran andar despidiendo el otoño. Antes era su viejo el que llevaba los yuyos al pueblo y a veces también algún cabrito para vender; pero desde que murió, es ella la que tiene que salir a buscar las provisiones. Cierto es que le quedaron dos hijos, pero a la chica no se animaba a mandarla sola; además, al poco tiempo se fue a Buenos Aires ocupada por unos veraneantes. Al principio le escribía y cuando sus conocidos le preguntaban por ella, muy contenta les contestaba una por una las noticias que había recibido. Después las cartas fueron escaseando, sus vecinos casi ni le preguntaban por ella, hasta que, finalmente, no recibió ni una carta más y los vecinos parecieron haberse olvidado de que ella tuvo una hija alguna vez. Y el muchacho... ¡qué iba a ir al pueblo con esa misión! Era tan agrandado, pobrecito... “¿Yo ir a llevar los yuyos al pueblo? ¡Pero no, mama, cómo piensa!, se decía mirándola con una sonrisa burlona. En eso había salido igualito al padre, que era tan amigo de cortar grande. Ella, mirando para otro lado de vergüenza, solía oírle hablar al finado de sus arados de discos, cuando no tenía más, y no sabía cómo no lo había vendido ya, que uno chiquito y muy viejo de una reja o de sus trojes llenos de maíz, siendo que apenas había alcanzado a cosechar unas pocas bolsas que guardaba en un rincón de la pesebrera. Y así le había salido el hijo, flojo, embustero, amigo de las diversiones y soñador de grandezas, nada más. Al llegar la tarde, se ponía su trajecito viejo, acomodaba en el bolsillo el pañuelito bordado y una lapicera igualmente vieja, que ni siquiera escribía y decía: “Me voy a ver las chicas de ‘Los Puestos’ o de ‘El Recuerdo’ y salía. Pensar en trabajar, nunca, hasta que la hermana le mandó el pasaje para que se fuera a la gran ciudad. Las veces que le escribió al principio fue para hablarle nada más que de lo hermoso que era Buenos Aires, de las peñas a las que concurría, de las diversiones de toda clase en las que participaba. De trabajo, nada. Mandarle plata o siquiera una encomienda con alguna ropita, jamás. Desde hacía largo tiempo ya, también había dejado de escribirle. Mientras desgrana sus pensamientos, sigue por la senda bajando y subiendo, cruzando el arroyito que se enrosca a los cerros como una viborita juguetona. Y a su costado, el estrecho sendero que la acerca lentamente al poblado. Un viento frío que ha llegado de pronto, la obliga arrebujarse en su capita. Pero no siente lo destemplado del tiempo, porque a medida que se acerca al pueblo, le salta más el corazón de alegría. Y así siempre, con la yegüita de tiro, llega atardeciendo ya, al boliche que queda a la entrada del pueblo. Baja las dos bolsas con yuyos y entra por la puertita del lado. Por allí los deja siempre. Luego pasa al despacho, donde la recibe el saludo del bolichero. - ¿Cómo le va, doña Carmelita?, - le pregunta. - Biencito, nomás, - contesta con humildad sacudiéndose la vieja pollera y acomodándose de nuevo la capa que le cubre la espalda. Y mientras el dueño del pequeño almacén se pierde entre los rústicos estantes y viejo mostrador atendiendo a los clientes que van llegando, ella busca el rinconcito amigo de siempre y se sienta en un banquito. Está tibiecito el ambiente, con un agradable olor a yerba y siente una gran felicidad allí. No le importa nada de lo que sucede a su alrededor. Desde esa esquina no le saca de encima los ojos al dueño del boliche, que va y viene diligente detrás del mostrador. - Muchacho parecido al padre. ¡Si es igualito al Editardo!, - piensa y el corazón le sigue latiendo con una suave, dulce alegría. Se acurruca más en la esquinita y queda buscando recuerdos. ¡Cuántos le trae ese hombre! Ella era joven, no mal parecida y más de un mozo se allegaba al rancho de sus padres buscando la oportunidad para hablarle, pero ella no entregaba su corazón a ninguno porque no le gustaban. Un día viajaron con su padre a Renca a pagar una promesa al Milagroso Señor. Eran muchas horas de viaje, por eso llevaban sus provisiones para el camino. Habían salido muy temprano en el sulky aquel día y al hacer un alto para darle un descanso al caballo, al reparo de un algarrobo que bordeaba el camino, acertó a pasar un amigo de su padre, con el que hacía años que no se veían. Reconocerlo e invitarlo a hacer rueda fue una sola cosa. Y el amigo andaba con su hijo. Y le bastó verlo a ella para pensar que ese muchacho era el que estaba esperando su corazón. Y él, para felicidad suya, le demostró igual entusiasmo. Poco pudieron hablar a solas en ese momento. Pero quedaron en reunirse de nuevo en Renca. Y después de la novena, empezó para ella una noche colorida, llena de bullicio y de movimiento, salas iluminadas y carpas en las que los músicos no cesaban de animar el baile. Y se dejaron llevar por el compás de la música y ella entonces escuchó las palabras que desde chica vivía soñando le diría alguna vez el muchacho este, al compás de la música más hermosa que pudiera conmoverle el corazón. Fue inmensamente feliz. Cuando cerca del amanecer su padre la invitó a retirarse, ya estaban de acuerdo en que volverían a encontrarse en “Los Papagayos”, donde al cabo de poco tiempo habría un casamiento al que ellos estaban invitados. ¡Cómo regresó de feliz! Daba gracias a su suerte por no haber aceptado antes a ninguno de los candidatos que se le acercaron. ¡Este sí que era un hombre, este sí que le llenaba de amor los ojos y el corazón! Lo mira otra vez al bolichero y ve de nuevo en él a aquella dulce ilusión que iluminó su vida. Los mismos ojos, la misma boca; cerrar los ojos y escucharle hablar, es escuchar a Editardo, igual, igual. Entonces le parece que él de nuevo ha llegado y que de nuevo de un momento a otro pronunciará suavemente su nombre, como en aquella noche feliz. Llevada por la ilusión anhelando deslumbrarlo, quiso entonces estar de los más bonita para aquella noche; y pudo conseguir el vestido que mejor le sentara; su padre le compró en el pueblo unos zapatos muy bonitos y se arregló y peinó como para que ningún hombre dejara de sentirse atraído por su presencia cuando hiciera su entrada en la sala de fiesta. Y llegó el día tan esperado. Y con sus padres viajó por la tarde a “Los Papagayos”. Desde lejos las luces anunciaban que la fiesta estaba ya en lo mejor. Llegaron. Y ella entró a la sala con el corazón que se le volaba. ¡Ansiaba tanto ver de nuevo a Editardo! ¡Tanto había pasado soñando y soñando con que ésa sería la noche más feliz de su vida...! Los dueños de casa la recibieron con cariño y le buscaron la mejor comodidad en el grupo de sus amigas. Desde que entró lo buscaba con ansiedad. Tendría que haber llegado ya. Sin embargo no se le veía por ninguna parte. ¿Dónde estaría?, se preguntaba impaciente. El sueño de que Editardo la estaría esperando en la puerta en el momento en que ella llegara, se había desvanecido. No podía contener su gran ansiedad. ¿Acaso habría tenido algún inconveniente para concurrir? ¡No hallaba qué pensar! Cuando aumentaba su incertidumbre, la sacaron a bailar un vals. Fue entonces cuando entre los giros del baile, al pasar cerca de una puerta que comunicaba con otra habitación, vio en ella a su pretendiente atendiendo con mucha dedicación a otra niña. No supo cómo no cayó muerta en ese momento. Una sofocación insoportable la ahogaba y pidió ser llevada a su asiento. No supo nada más de la fiesta. En cuanto le fue posible, le pidió a su padre que la llevara de regreso. ¡Acababan de apuñalear a su sueño más hermoso! Después, al poco tiempo, despechada, accedió casarse con el primero que se acercó a solicitar su mano. Que no fue otro que aquel muchacho alabancioso que por todo bien no tenía más que un ranchito muy pobre y una tropillita de cabras. Pero nunca pudo borrar de su corazón a aquel hombre tan ingrato, aunque siempre luchó por no pensar más en él. Pasaron años. La vida la castigó con dureza. Un día, vieja y sola ya, al llegar al pueblito comprobó que habían abierto un boliche nuevo. Entró como por conocer y se encontró con que, al frente del mismo, estaba un muchacho que era igual, igual a su inolvidable Editardo. Poco después se enteró que era precisamente, hijo de aquel hombre. Y aunque ella se oponía, su corazón porfiaba y porfiaba por llevarla hasta ese lugar donde él estaba y donde podía renovar, sin molestar a nadie, el sueño más lindo de su vida con sólo quedarse ahí, mirándolo. Por eso se sentía tan feliz de estar sentada en ese rinconcito, oyéndolo hablar, reviviendo momentos dichosos de su vida. Y allí se olvida de todos sus sufrimientos y es feliz y solamente ansía que él nunca sepa por qué está sentada en ese banquito, sin ningún apuro porque la atienda, como una devota que en silencio, puede estarse horas y horas escuchando su dulce voz interior. Un bullicio de niños en una pieza contigua y los gritos de “¡abuela, abuela!”, le hacen volver la cabeza a ese lugar y divisa a una anciana bien vestida; sin poder evitarlo, piensa que pudo ser ella la mujer que está ahí rodeada por sus nietos y por tanta comodidad. Pero por esas cosas del destino está donde está y no tiene nada más que lo poquísimo que tiene. El destino... el destino, se repite y dos lágrimas le humedecen los ojos. Se pasa la mano por los cabellos como para disimularlas. - Doña Carmelita, - la llama de pronto el bolichero. Al escucharlo, se endereza sobresaltada. – Ya está lista su bolsita. - Gracias m’hijo, - le dice aproximándose al mostrador. - ¿Me puso fósforos y velas, también? - Recibe la bolsita y la encuentra pesada. - ¿Qué no mi’ha puesto cosas de más?, - vuelve a preguntarle sonriendo. Siempre le parece que ese hombre tan bueno le da mercadería de más por los yuyitos que le lleva. - ¡Qué esperanza, doña Carmelita! Su peperina es la mejor... por eso. - Y eso que ya no puedo juntar como antes, m’hijo. A más, los veraneantes llegan hasta muy arriba y l’arrancan a toda... ¡hacen cada estropicio...! Hay que llegar hasta arribita ‘el cerro y mis pierna s ya no dan más... - ‘Ta bien doña Carmelita... Vaya tranquila, nomás, antes de que se li’haga la noche. Adiós. Que le vaya bien. - ¡Gracias, m’hijo! ¡Que Dios me lu’ayude!, - dice humildemente pasándose una mano por la cara como si quisiera desplisarse las arrugas. Cuando sale a la calle se da cuenta que falta poco para que se entre el sol. Carga en el viejo aperito su bolsa con provisiones, se acomoda bien la capita porque el viento está más fuerte y frío y otra vez, con la yegüita de tiro, empieza a desandar el largo camino. - ¡Vamos, zainita! – Pasa cerca del algarrobo viejo, parada de carreros y de arrieros y no bien deja atrás las últimas casas del pueblo, cruza el arroyo por primera vez, detiene la marcha, arrima el animal al bordito y sube. El viento helado la obliga a encogerse; su ropa vieja no la abriga nada ya. Continúa la marcha. La yegüita no necesita que la animen ni que le enseñen la senda. Contenta vuelve a la querencia a un paso lento pero parejo, que no variará hasta llegar. Y ella, entre el arroyo que cruza, la cuestita que sube, el arroyo otra vez que se destrenza y la colina, las laderitas pastosas y la sierra al frente que se acerca en el anochecer con su mole oscura y gigantesca, va renovando los sueños de su corazón, aquella vieja historia que él se empeña en hacer revivir una y otra vez, haciéndola olvidar del frío y del hambre que le aguijonea el estómago. Llega a su rancho en el alto con el sendero totalmente borrado por la noche. Están vivas, cristalinas las estrellas. Baja la bolsita, desensilla y suelta la yegua. Se acerca al corral de las cabras, las cuenta, ve que no falta ninguna y cierra la puerta. Pero el perro pastor no está. Desde la noche anterior que lo ha notado inquieto. Se le ha acercado dos veces gimiendo, como pidiéndole permiso para alejarse. Sale para el lado del bordo y lo llama a gritos: - ¡Sultán! ¡Sultán! – Espera un momento, pero el perro no aparece. Le grita con fuerzas hacia el bajo y tan sólo le responde el silencio. Resignada, levanta la bolsa, entra en su piecita por cuyas ranuras silba el viento, prende la vela y se sienta en su vieja silla de cuero. -¡Tan solita qu’estoy, Dios mío!, - dice mirando las viejas paredes desnudas, su cama hundida, el aparadorcito, la vieja caja de cuero y en el esquinero, la Virgencita, que es todo cuanto tiene. De la bolsita va sacando cada cosa y las deposita en la mesa, lentamente. Levanta una vela y los fósforos, se acerca al rinconcito de la Virgen y reza pidiéndole protección para sus hijos, pide por todos sus vecinos, también le ruega para que le cuide la yegüita y el Sultán, para que le aumente el número de cabras, por su salud, por el pan de cada día... y pide, pide... En la cascadita de la añosa huerta el agua le hace coro con sus letanías dolorosas de toda la vida. Luego, con las manos juntas y apretadas, chupada la boca, entrecerrados los ojos, se queda largo rato pensando todo lo que le ha sucedido esa tarde y en las cosas que tiene el destino. Ella, allí, rodeada por la soledad y allá, otra mujer que bien pudo ser ella acompañada por la alegría de vivir con sus nietos y rodeada de felicidad. No quiere pensar más y se levanta; se dirige a la puerta en el mismo momento en que llega el Sultán. Al verla el perro se detiene con la cabeza gacha y la cola llena de culpa entre las piernas, sin dejar de acezar. - ¿Estas son horas de venir? – lo reprende. - ¡Pícaro! Ya sé de dónde venís. – Mueve el perro la cola y desahoga su alegría por saberse perdonado, en cortos gañidos. - ¡Pícaro! ¡Andá al corral! – Y sale el perro contento, a los saltos y ella se queda mirándolo hasta que se pierde en la noche. El viento de la sierra la azota, pero no lo siente; sigue como perdida en ese mar de recuerdos que se avivan cada vez que va al pueblo, con la mirada en la montaña que se levanta como un gigante oscuro y al elevar los ojos a las estrellas, le parece reconocer a las mismas que en un tiempo lejano alumbraron su felicidad.

En “Los Papagayos”, antes de cerrar la puerta del boliche, el hombre mira cómo el invierno, traído por el fuerte viento sur, se hecha cruelmente sobre las amarillentas huertas. Cierra, apaga la luz del despacho y pasa a la habitación donde ya lo espera la mesa tendida. - ¡Noche fiera!, - dice en tanto se sirve un vaso de vino. - ¡Pobre del pajarito que quedó lejos del nido esta noche! Su mujer lo escucha sin decir palabra en tanto seca unos vasos; no halla por donde empezar para quitarse una vieja preocupación que tiene. Desde la otra habitación llegan las voces de los niños a los que la abuela intenta hacer dormir. La mujer da unas vueltas por la habitación y por fin, suspendiendo sus tareas, se decide a hablar: - ¿Vino doña Carmelita? - Sí, ¿Qué no la viste?, - le responde probando de nuevo el vino. - Me pareció haberla visto, pero no estaba muy segura. Como vi unas ramitas peladas de peperina en el patio, pensé que ella las había traído. - ¡Pobrecita! ¡Es lo poco que puede traer ya! - Sí, pero vos lo mismo le das la bolsa llena de provisiones. Para limosna me parece mucho ya, ¿no? - No, no es limosna... cómo te puedo decir... se trata de una ayuda... sí, una ayuda. - ¿Ayuda?, - pregunta ella deteniéndose para escucharlo mejor. - Perdonáme; creo que hice mal en no decírtelo antes. Pero como no me gusta verte disgustada te voy a contar ahora por qué lo hago. - ¡Más vale tarde que nunca! – comenta la mujer componiendo un poco la car. - Sucede que cuando mi padre, con el que supimos ser muy compañeros, s’enteró que yo pensaba poner mi bolichito aquí me dijo que le parecía recordar que por estos lugares vivía doña Carmelita y que estaba muy pobre. Me contó que ella había sido una buena chica y que él se había portado muy mal con ella en su tiempo de joven. “Y aunque al poco tiempo me arrepentí de mi acción”, me dijo, “ya era tarde. Carmelita si’había casau con otro. Nu’había nada qui’hacerle ya”, me dijo. “Tal vez lu’hizo por despecho” y agregó después: “si’alguna vez llega a verla y nota que anda muy necesitada, le pido que li’arrime una ayudita como a usté le sea posible. Ella se lo merece; jué una chica muy güena y yo un ingrato...” Así mi’habló, mi’acuerdo bien. Y eso es lo que hago cuando doña Carmelita viene por aquí. Me parece que de la manera en que lo hago estoy ayudando a pagar una gran deuda de amor. La luz de la lámpara dejó ver cómo la mujer había recuperado totalmente la serenidad; él, en tanto, mirando el vaso de vino y con el recuerdo de su padre, oyendo el viento castigar afuera con furia, se había quedado pensando en “esas cosas que tiene el destino”.

SENDERO ABAJO

Lo sorprendió la noche lejos de la casa. Cuando quiso acordar, los zorzales habían enmudecido y los cerros enormes se le vinieron encima con su cerrazón de sombras. Le había sido imposible regresar cuanto antes como se había propuesto. Al oscurecer, cuando quedó sin posibilidades por falta de luz, de seguir construyendo la pirca, buscó las cabras para regresar, comprobó que faltaban cinco. Como sabía que el puma rondaba cerca desde hacía unas noches, no pudo abandonarlas a su suerte, por más apurado que estuviera. Y hasta que logró encontrarlas entre piedras, bajos oscuros pajonales, se le fue como una hora más. ¡Tan luego en el día en que se había propuesto no demorarse! Mientras la cabra madrina puntea batiendo el cencerro, no puede alejar de su mente los pensamientos que perturban su paz. Dos años han pasado ya que ese puesto cimbreño de su padre, del que nadie quería hacerse cargo porque quedaba tan distante, cerro arriba, perdido en la soledad y el aislamiento, sin vecinos cerca ni buenas sendas. Pero él lo pidió porque se sentía fuerte, capaz y con muchas ganas de trabajar. Además, las ilusiones las había compartido desde novios con María y al casarse, no les pareció difícil hacerlas realidad. Agrandaron la casita, pusieron muchas plantas, limpiaron bien el “ojo de agua” para tenerla en abundancia y araron cada pedacito de tierra negra que fueron descubriendo. Pero hasta entonces nada le había resultado favorable. Las heladas, los vientos endemoniados que bajaban desde las cumbres, la peste en los animales. Pero entre ellos se apoyaban y así sostenían su sueño. La tremenda soledad que a veces los calaba profundamente la combatían trabajando más y soñando. Si la tierra no daba frutos, por lo menos el jardín de sus sueños no dejaba de poblarse más y mejor. Y era el hijo, el sueño del hijo el que mejor florecía en sus corazones y el que los fortalecía en los momentos más difíciles. Cuando él llegara, todo resultaría posible; no había más soledad en “Las Peñas” ni habría cabida para una sola pena. Y el tiempo se había acercado y todo parecía estar ya al alcance de la mano. Ella era empeñosa e infatigable y parecía dejar parte de su vida en cada semilla que enterraba, en cada raíz que sus manos dejaban bajo tierra. Por eso, cuando él le propuso llevarla anticipadamente al pueblo para que no corriera riesgo alguno en el momento feliz que esperaban, ella se negó. - ¿Por qué? ¿No ves que estoy bien? ¿Cómo te voy a dejar solo tanto tiempo? Si falta mucho todavía. - Pero es que... - No importa... nada me va a pasar. - María... para una mayor tranquilidad... - Hay tiempo, te digo. Yo te avisaré cuando esté cerca. - Que no sea muy tarde nomás. Desde hacía una semana que la encontraba decaída y una señal de preocupación adivinaba en sus ojos. - ¿Cómo estás? - Bien, bien... – le respondió. - Pero, es que veo... - Si no juera así, te lo diría. – Y siguió haciendo las mil cosas de la casa, atendiendo la lechera, separando las cabras, cuidando la huertita. Desde entonces trató de no alejarse mucho de las casas y dejó cosas sin hacer en el pueblo para que ella no quedara sola. Cierto era que a María no le había preocupado quedarse un día entero y la noche cuando fue preciso, sin la presencia de él, porque nunca tenía miedo. - ¿Quién va a llegar por aquí? – decía. – Ni los cucos si’animan a arrimarse. Y entonces, ¿a qué le voy a tener miedo? – Cierto que jamás se había acercado un alma por aquel paraje. Nunca pasaba nadie. Y vecinos no conocía ninguno, porque no los había. - ¡Qué valiente que es María! – pensaba. – Una mujer como yo quería... una mujer así... – y repasaba toda la belleza que encontraba en ella, su sencillez, la sinceridad, ese modo tan suyo de mirar, su manera de estar siempre contenta y manifestar su felicidad por las pequeñas cosas que la rodeaban. Era muy poco lo que tenían en bienes, pero tal vez por compartirlos con quien amaban, parecía alcanzarla para gozar plenamente de la vida. - María... qué buena es... ¡y qué hermosa! Se el había adelantado mucho la cencerrera, que ya llegaba a la casas. A deshoras, es cierto, y tan luego en ese día que se había propuesto volver más temprano preocupado porque la había encontrado pálida y decaída al levantarse. Pero igual le había cebado el mate de la madrugada y luego de prepararle la alforja para que pasara el día afuera, se la había entregado despidiéndolo con un beso. - No se demore... - A la tardecita ya ‘taré de vuelta. La cabra puntera redobla el trote y hace repicar a fiesta el cencerro llenando de gloria las honduras de la noche. Ya divisa, al transponer la última lomada, la lucecita de su casa. Se alegra el corazón, más cuando el Guardián, el perro que deja para acompañar a María, lo envuelve con sus fiestas y cortos aullidos. Pero llega al corral y ella no sale a recibirlo, como es su costumbre. No ve tampoco ningún movimiento en el interior de las piezas. ¿Qué puede estar haciendo? Porque María nunca se queda quieta. Preocupado, cierra apresuradamente la puerta del corral y avanza a pasos largos haciendo sonar las ushutas. Entra ansioso a la piecita y la encuentra tirada en la cama, sobre la colcha. Se ha puesto el vestido nuevo, ese que se hiciera hacer últimamente, amplio y cómodo. - ¿Qué le pasa?, - le pregunta asustado. - ¿Por qué si’a demorau?, - le responde la joven tratando de enderezarse con dificultad. - Las cabras... se me perdieron y... – La encuentra muy pálida, casi blanca. - ¿Qué tiene? ¿’Ta muy enferma? - No amanecí bien esta mañana... m’hi sentiu muy descompuesta todo el día. - Nu’haberme dicho. - Pensé que ya pasaría. - ¿Y ahora? – Los ojos se le han agrandado y le tiemblan las manos ligeramente. Sabe que no puede esperar ayuda de nadie. Nadie pasa por esos cerrizales escabrosos, nadie llega por ese lugar. - Podía buscar el caballo. Nos iríamos al pueblo – dice ella con voz quejosa. - ¿Así? ¿Estando usté así? Además, ni la Morita que es mansa, anda cerca. ¿Quiere que li’haga un tecito? – Mira hacia todos lados. No sabe por dónde empezar ni para qué. Se siente perdido. - No, no. No mi’hacen nada. Ya hi’tomau. La voz es dolorosa. Él comprende que está haciendo un gran esfuerzo para disimular el dolor, aunque no lo consigue. Le mira el rostro, que de fresco y lozano se le ha vuelto ajado y ceniciento y le encuentra los ojos sin la luz que los hace tan hermosos. La lamparita agranda contra la pared su sombra y pinta las pocas cosas que la pieza guarda. - M’ire caminando, entonces. Vamos ya, ¿quiere? - No, es que no podrá. ¡Cómo va a ir así! - Siquiera hasta lo del maestro. - ¿Le parece que podrá? – La mujer se endereza con dificultad. Se pone de pie y tambaleándose da dos pasos y se apoya en él. - Estoy muy mariada... pero vamos, ¿quiere? - Hasta lo del maestro... – Ahora es él el que levanta esa esperanza. No será la primera vez que el maestro ha puesto una inyección a tiempo. - Yo la llevaré... la llevaré alzando. - Como sea. Vamos, pero ya mismo, ¿quiere? – le ruega. Sale al corredorcito, se quita las ushutas a los tirones y se calza las alpargatas. Ella lo espera apoyada en la puerta, con el vestido nuevo y con las manos en el vientre, como acariciando al hijo soñado. El hombre vuelve nervioso, entra a la pieza, levanta su mantita, sopla la lámpara y pone el candado a la puerta. Cubriéndole la espalda con la manta y con sumo cuidado, como si se tratara de algo muy frágil, la levanta en sus brazos fuertes. - Vamos, - le dice. - Que Dios nos ayude – musita apenas la mujer. Siente que los brazos de ella le acarician el cuello. No, no pesa tanto. Eso sí, le parece oír que respira con alguna dificultad. Avanza a pasos cortos. No se habitúa todavía a distinguir la senda a la débil claridad de la noche. Antes de cruzar el arroyo, que por suerte no lleva más que un hilo de agua, da la orden de volverse al Guardián, que lo ha seguido. Y empieza a descender. La senda se estrecha y subiendo y bajando se abre entre los peñones agresivos y peligrosas profundidades. Nada oye. Apenas si lejos, el susurro del agua entre las piedras, la respiración fatigada de ella, alguna piedra que resbala al abismo a su paso y un lejano alikuko que deja oír su grito hueco y agorero. - ¿Va bien? - Sí. ¿No se cansó todavía? - No. ¡Qué me voy a cansar! – Es cierto; no está cansado. Pero cada vez le parece que María pesa más. Ahora distingue mejor el sendero y se descuelga en las bajadas resbalosas con mayor seguridad. Un atajacaminos empieza a acompañarlos. Vuela bajo, adelante y se asienta a esperarlo. Cuando van llegando de nuevo, alza el vuelo suave y rasante siempre sobre el sendero que van recorriendo. Al pasar por “Las Tres Cascadas”, recuerda las veces que en algunas tardes, vinieron a tomar mate y a gozar de tanta belleza. - “Las Tres Cascadas”... - ¡Qué hermosura! El rumor de la caída del agua y el olor a tomillo y peperina le avivan a ella también aquellos momentos dichosos. - ¿Cómo se siente? Por un momento no le da respuesta. Luego dice: - No sé qué contestarle... - La verdá... - ‘Toy mal... siento que me asfixio. Siento... - ¿Quiere descansar un ratito? - No, no... Si usté nu’está muy cansado, sigamos, ¿quiere? Llegando a lo del maestro... está cansado, es cierto, muy cansado; pero no puede desoír ese ruego. - Sí, el señor maestreo... – Mira el cielo. Las estrellas parecen refrescarle al alma. El murmullo lejano, grave, de las cascadas, le llega como un coro doloroso de rezadoras. - Dios... hacé que pueda llegar pronto a lo del maestro. ¡Hacé que él la salve...! – Siente que un sollozo le estrangula el corazón. ¡Cómo quisiera poder rezar! ¡Cómo quisiera echarse a llorar en ese instante mismo! Se detiene un minuto, apenas para cambiarla de posición, para acomodarle la manta, porque ha refrescado mucho, para estirar el brazo derecho que se le ha adormecido y continúa andando. El sendero sigue siempre igual. Duro, torvo, agresivo, encajado entre los cerros afilados, que le muestran su negro perfil y al costado la senda que se estrecha traidora en desfiladero. Pero él la conoce de memoria. Claro que jamás pensó recorrerla a tal hora y de esa manera. Así llevando carga tan doliente, que desde que empezó, hace un buen rato ya, no deja de quejarse. Apura el paso y siente, lo que nunca, que se le van los pies, que tiene las piernas muy flojas. Es que trabajó mucho ese día, trabajó sin descanso. Y ahora es, además, el miedo el que lo hace aflojar por entero. Pero no. Tiene que ser fuerte. Debe seguir y seguir. Ahí, en sus brazos, lleva todo lo suyo. La mujer y su hijo. Ese hijo que les daba fuerzas para enfrentar la soledad y todos los infortunios que habían sufrido en ese rincón cerrero. Respira hondo y va queriendo recordar todo lo que proyectaba hacer para cuando él llegara. - Ya se ve la luz del pueblo, María. Ya no estamos tan lejos. En cuantito lleguemos se pondrá bien. – Ella nada le responde. Ha dejado de quejarse. Pero la oye respirar muy cerca de su oído. - Ya cuando vuelva, ¿sabe? Me pondré a hacerle la cunita. Porque no se puede apurar tanto ese pícaro. Me dará tiempo, ¿no es cierto, María? El silencio; y sus pasos otra vez. Y la noche. Ya el atajacaminos se quedó lejos, cansado de acompañarlos. Le parece, a veces, que sus pasos retumban lejos, hondos, en las holladas profundas. No le contesta. Sintiendo de nuevo como muerto el brazo, la cambia de posición y sigue la marcha. Ahora hay arbustos a la vera del sendero, que van en aumento a medida que descienden. Achaparrados y duros espinillos le raspan sin piedad los brazos y lo estrechan los tabaquillos y hualanes. Siente seca la boca y le parece que le arden los ojos y la frente. Pareciera que las zampas, arrastrándose, quisieran arrebatarle la carga, que cada vez pesa más y más. - Tengo que seguir... debo seguir... – Cada vez siente más débiles las piernas y la desesperación por llegar lo ahueca y siente que está cavando torvamente en su interior. Solamente escucha sus pasos torpes, lentos, vacilantes, como si fuesen un borracho. Ya no intenta ningún diálogo. Desde hace rato que la escucha respirar con mucha dificultad; y más se asusta y trata de alargar cuanto puede el debilitado paso. Ya no es tanto lo que falta; por eso exige un esfuerzo más. Sigue. Ya no quedan estrellas. El cielo se ha cargado con unas nubes oscuras, densas. No se divisa una luz, fuera de las del pueblo que se borronean a lo lejos y en lo más bajo. Ni una luz para la esperanza, piensa. Para poder decir, “¡ahí, ya falta poco, vamos!” Para sus ojos en ese momento, todo es un borrón de tinta negra. El pueblo... Desde ese alto ya solían divisarlo clarito cuando bajaban temprano desde el cerro. La iglesia, el puñado de casitas blancas bien distribuidas alrededor de la plaza. ¡Qué lindos eran esos amaneceres cuando venían los dos alegremente soñando, ansiando llegar para ver a los amigos, para hacer las pequeñas compras! Ahora nada. Desde ese punto ya se enancha el sendero. Ya han quedado atrás las torrenteras tumultuosas, los desmoronamientos sobrecogedores de piedras ariscas. Cuando haya doblado esa curva, ya podrá decir que ha llegado. Entre las sombras alcanza a distinguir, a la distancia, el álamo de la casa del maestro. ¡Por fin...! Le dirá: “maestro... maestro... hágame una gauchada. La María, ¿sabe?” Y él ya estará de pie a esa hora y le sanará a su María con una inyección milagrosa, de esas que él conoce. Siente que un hálito de esperanza le altea en el corazón. Y sonríe. Porque se acuerda lo que le sucedió al maestro, no hace mucho y que el propio gringo contara el caso. Habían tenido la fiesta de la cooperadora, de la que él era el tesorero, según dijera y a eso de las cuatro de la mañana fue a golpear la puerta del maestro. - ¿Quién es? - ¡Maestro! – que le grita el gringo. - ¿Sabe que erramos la cuenta? - No importa qué le respondió, tal vez con sueño todavía. – Es lo mismo, mañana recontamos el dinero y arreglamos. – No, maestro, es la Gina, ¿sabe? Ya no espera más. Y el maestreo no tuvo más que atar el sulky y llevar a la Gina al pueblo para que diera otro varón a la patria. Otra cuenta había sido la equivocada y no la de la cooperadora. ¿Por qué con él no podrá pasar lo mismo? ¿Por qué el maestro no va a poder aliviarla? Después de ahí, al pueblo, hay un paso. Y el médico hará lo demás. Otra vez siente que sus fuerzas no dan más. Sus piernas apenas si lo sostienen y la boca se le ha resecado. Pero continúa la marcha. No puede quedarse faltando tan poco. Si lo hiciera, tal vez fuesen esos mismos minutos los que ella necesita para seguir viviendo, gracias a las manos buenas del maestro. Nunca, ni la carga más pesada ni el árbol más duro han logrado rendirlo por cansancio. Nadie podrá decir, que cuando se jugaba la visa de la mujer que amaba, la abandonó por agotamiento. No, no puede ser. Sigue. Ya la senda se ha hecho acogedora y algunas estrellas lo acompañan. Ya llegarán. No, no puede quedarse. Respira hondo y se siente animado. De pronto, presta mayor atención. Por un momento se ha olvidado de ella. Aguza el oído porque le parece que no respira. Luego le parece percibir en el cuerpo de ella un ligero estremecimiento. Se detiene. De la muñeca de la cual la sostiene corre la mano hasta la pequeñita de ella y entra a temblar. Está fría... le pega el oído al pecho y no percibe un solo latido... ¡Ya no... Ya no...! Llenos los ojos de lágrimas, reanuda la marcha como un autómata. Se detiene de nuevo y se deja caer sobre una gran piedra. La acuesta cuidadosamente en sus piernas, le acomoda el vestido nuevo y pega su rostro largamente al de ella. - ¡María! – El álamo de la casa del maestro está a quinientos metros. Ya no llegará a tiempo. Largo rato queda sumido en su dolor. Cuando alza de nuevo los ojos y distingue con claridad las formas del álamo con el que ha soñado durante toda su marcha, ya se oye diciendo al llegar: - Maestro... por favor, présteme la pala más afilada. Alza los ojos al alba que ya viene y descubre una estrella grande, luminosa y a su lado, una pequeñita que apenas alumbra. - ¡María! – Cuando se seca los ojos divisa el pueblo al que la alborada lenta con su iglesita y su puñado de casas en el canto estridente de los gallos. Allá, a un costado del caserío, duerme calladamente el cementerio.

*** FIN ***