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LA FUNCIÓN DEL LECTOR

EN LA PROSA METALITERARIA DE MIGUEL DE UNAMUNO

DISSERTATION

Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for

the Degree Doctor of Philosophy in the Graduate

School of The Ohio State University

By

Luis Álvarez-Castro, Ph.D.

* * * * *

The Ohio State University 2005

Dissertation Committee: Approved by

Professor Stephen J. Summerhill, Adviser ______

Professor Salvador García Castañeda Adviser

Professor Donald R. Larson Spanish and Portuguese Graduate Program

ABSTRACT

It is customarily accepted among critics that Miguel de Unamuno’s poetry is a direct expression of both his longing for eternal life and his consequent interest in his audience as recipients of his legacy. The purpose of this dissertation is to apply this assumption to the study of Unamuno’s fictions in order to determine the extent to which the interest in the reader shapes his writing.

By conceiving of his prose as a means of immortality, Unamuno explores the power of literature to articulate the inner self and more importantly to communicate with others. His fictions are deeply metafictional in both nature and scope, for they spring from a literary conflict—the desire to live eternally in the work—and provoke a second literary conflict—the need to control the audience’s response in order to attain that desire.

The originality of Unamuno’s fictions and the controversial creation of the ‘nivola’ are the result of combining metafictional experimentation with an attempt to constrain the readers’ hermeneutic freedom. The role that the reader plays in such fictions is twofold: on the one hand, the reader is an autonomous subject who is faced with new literary conventions and daring alterations of the traditional realms of reality and fiction. On the

other hand, the reader becomes subjugated in the sense that his or her ability to create

meaning is restricted by an ‘existential blackmailing’: the reader’s identity and his hope

ii for eternal life is strengthened or weakened depending on his or her interpretation. Thus

Unamuno’s prose offers a unique blend of ontology and hermeneutics.

Vida de don Quijote y Sancho (1905) and Cómo se hace una novela (1927) are non-conventional essays—half literary criticism, half autobiography—that expose the intentional fallacy and declare the reader’s authority to freely interpret texts. In both of them, Unamuno asks for the reader’s collaboration in the process of meaning-making but

also he reveals his purpose of shaping the reader’s consciousness. This contradiction

adopts a fictional form in Niebla (1914) and San Manuel Bueno, mártir (1933). The

reader of these texts is presented with several interpretive options—did Augusto Pérez

commit suicide or was he killed by his author? Is Manuel Bueno saint and martyr or is he

not? But the response to such choices is far from arbitrary: it is somehow inscribed in the

text by means of metafictional strategies that convey a threat of depersonalization.

iii

AGRADECIMIENTOS

Completar esta tesis doctoral supone el fin de un viaje que ha durado cuatro años.

Viaje en el tiempo y por supuesto en el espacio, durante el cual he acumulado una formación intelectual y unas vivencias personales que de un modo u otro se transparentan en sus páginas. No podría haber realizado este trabajo sin tales experiencias, y por ello quiero agradecer a mi tutor, el profesor Summerhill, y a los profesores García Castañeda y Larson su ayuda para que este viaje fuera posible, en primer término, y su constante apoyo y magisterio durante toda la travesía que me ha llevado a este punto. Tengo también palabras de agradecimiento para la doctora Macián, por lo mucho que aprendí mientras trabajé a su cargo, y a la profesora Davis por sus palabras de ánimo y consejo y por permitirme escribir este trabajo en la comodidad de su casa. Asimismo quiero expresar mi gratitud a los compañeros de viaje, particularmente a Iker y Jorge, con quienes he compartido las dichas y desazones del expatriado, y por supuesto a los familiares y amigos que desde España me han trasmitido en todo momento su cariño.

Gracias también —y especialmente— a Heather, por compartir conmigo un año lleno de emociones. Por último, he de mencionar que esta investigación se ha llevado a cabo con la ayuda financiera de la Tinker Foundation a través del Center for Latin American

Studies, y de la Office of Internacional Affairs, de The Ohio State University.

iv

VITA

November 2, 1973 ……….. Born – Valladolid, Spain

1998 ……………………… Visiting Instructor, Macalester College (MN)

2002 ……………………… Ph.D. Hispanic Philology, Universidad de Valladolid

2001 – 2004 ……………… Graduate Teaching Associate, The Ohio State University

2004 – present …………… Senior Lecturer, The Ohio State University

PUBLICATIONS

1. “La historia como fundamento de lo poético en la teoría literaria de Miguel de Unamuno.” Selected Proceedings of the Pennsylvania Foreign Language Conference (2002). Ed. Gregorio C. Martin. Trafford: Grelin Press, 2003. 7-18.

2. “La vida no es un auto sacramental, de Alejandro Cuevas: una autobiografía ficticia a la quinta potencia.” Memorias y olvidos: Autos y biografías (reales, ficticias) en la cultura hispánica. Eds. Jesús Pérez Magallón et al. Valladolid: Universitas Castellae, 2003. 13-23.

3. Entries in Diccionario General del Teatro. Eds. Ricardo de la Fuente and Sergio Villa. Salamanca: Almar, 2003. Passim.

4. “Ángel Ganivet: la creación literaria como proceso catártico.” Siglo diecinueve 7 (2001): 75-86.

5. With Ricardo de la Fuente. Eds. El escultor de su alma y otros textos dramáticos. By Ángel Ganivet. Valladolid: Universitas Castellae, 2000.

6. “Ángel Ganivet y la Historiografía literaria del Modernismo español.” Literatura modernista y tiempo del 98. Eds. Javier Serrano Alonso et al. Santiago de Compostela: Universidad, 2000. 197-213.

v 7. “El sentimiento del amor en Dolor y La Roja, dos proyectos dramáticos desconocidos de Ángel Ganivet.” Ganivet y el 98. Eds. Antonio Gallego Morell and Antonio Sánchez Trigueros. Granada: Universidad, 2000. 211-220.

8. “Ángel Ganivet y sus Cartas finlandesas: ideas sobre la mujer en el fin de siglo.” Estudios sobre la vida y la obra de Ángel Ganivet. Ed. M. Carmen Díaz de Alda Heikkilä. Madrid: Castalia, 2000: 15-26.

9. El universo femenino de Ángel Ganivet. Granada: Diputación Provincial, 1999.

10. With Ricardo de la Fuente. “Una colección de manuscritos ganivetianos.” Ínsula 615 (1998): 25-28.

11. With Consuelo Puebla. La conjugación verbal española. Valladolid: Universitas Castellae, 1997.

FIELDS OF STUDY

Major Field: Spanish and Portuguese Literatures and Cultures

vi

ÍNDICE

Abstract ……………………………………………………………………………….... ii

Agradecimientos …………………………………………………………………...... iv Vita …………………………………………………………………………………...... v

Introducción ……………………………………………………………………...... 1

Primera Parte: Presupuestos teóricos y críticos ……………………………………..... 16

1. El punto de partida: Unamuno y la “salvación en la palabra” ………………...... 17

2. Unamuno y las teorías de la recepción literaria ………………………………...... 38

2.1 Del soborno estético al chantaje existencial ………………………………. 38 2.2 Panorama teórico ………………………………………………………….. 46 2.3 Unamuno, el lector y la crítica …………………………………………….. 64

3. Teoría y crítica de la metaliteratura …………………………………………... 74

3.1 La metaliteratura en la historia ……………………………………………. 79 3.2 Enfoques de la metaliteratura ……………………………………………... 84 3.3 La metaliteratura y el lector ……………………………………………... 107

Segunda Parte: Comentarios de textos ………………………………………………. 114

4. Miguel de Unamuno, autor del Quijote ……………………………………... 115

5. ¿Quién mató a Augusto Pérez? La relación entre autor, personaje y lector en Niebla …………………………………………………………………….. 139

6. Cómo se lee una novela (hecha por Unamuno) ……………………………... 166

7. Responsabilidad hermenéutica e implicación afectiva en San Manuel Bueno, ¿mártir? ……………………………………………... 197

8. Conclusiones ………………………………………………………………… 227

Obras citadas ………………………………………………………………………… 236 vii

INTRODUCCIÓN

Porque eso de encontrar placer en la investigación por la investigación misma, eso de deleitarse en la caza técnica de pequeñas verdades, eso es tan patológico como matar el tiempo haciendo solitarios con la baraja. Cuando no es un opio para matar profundas penas. Y esto no puede pedírsele a un joven. Miguel de Unamuno (OC: IX, 989)

El primer capítulo de todo trabajo académico tiene siempre algo de justificación, pues la exposición de aquello que pretende estudiarse quedaría incompleta sin un razonamiento de por qué el objeto de estudio es precisamente ése y no otro. Con ser esto habitual, creo no obstante que los comentaristas de Miguel de Unamuno estamos obligados a una especial generosidad en nuestras excusas debido a la ingente bibliografía crítica suscitada por este autor. Acerca de este aspecto ha escrito Oromí:

Todos saben muy bien, tanto en España como fuera de ella, cuán discutida ha sido la personalidad de Unamuno y la multitud de controversias que ha suscitado el examen del valor de la misma. Se han proferido juicios tan opuestos y sentencias tan peregrinas, que, si uno quisiera formarse un criterio por lo que se ha dicho y escrito, no sabría ciertamente a qué atenerse. (10)

Si tenemos en cuenta el detalle de que Oromí hacía estas declaraciones en el año

1943, puede el lector hacerse una idea de las proporciones actuales de dicha bibliografía.

En efecto, de Unamuno se ha escrito mucho. En el momento de escribir estas páginas la

Biblioteca Nacional de Madrid posee más de 1.300 publicaciones con el término

“Unamuno” en su título, una cifra que desciende al millar si hablamos del catálogo

1 electrónico de MLA International Bibliography (con la salvedad que uno y otro catálogo recogen obras distintas en muchos casos). Con respecto a tesis doctorales, la base de datos TESEO del Ministerio de Cultura español recoge 89 que incluyen el término

“Unamuno” en su título, y el catálogo de Proquest Digital Dissertations eleva esa cantidad a más de 120. Es muy fácil constatar, por tanto, que de Miguel de Unamuno se ha escrito y se sigue escribiendo mucho. Pero, ¿qué hay del otro lado de la balanza?

Quiero decir: ¿se corresponde esta fecundidad crítica con un interés por parte del público lector hacia la literatura unamuniana? Lo cierto es que hace ya tiempo que don Miguel se convirtió en figura clásica de las letras españolas, una situación que llegó a conocer en vida, de hecho1, y títulos como Niebla o San Manuel Bueno, mártir están siempre presentes en los planes de estudio de educación secundaria y universitaria tanto en

España como en Estados Unidos —cito estos países por ser los polos académicos entre los que se inscribe este trabajo—.

Sin haber realizado ningún estudio de sociología de la literatura con que avalar mi

afirmación —ésta sería materia para otra tesis doctoral—, me atrevo a decir que

Unamuno tiene en nuestros días más críticos que lectores; que lectores “vocacionales”, al

menos, pues no deberían contar como tales los estudiantes persuadidos por sus profesores

(que por lo general son los críticos a los que me refería antes) a tomar entre sus manos un

libro de Unamuno. Con este prejuicio en mente, y desde mi triple perspectiva de profesor,

crítico y también lector vocacional, lo que me propongo en este trabajo es justificar por

1 Recordemos, por ejemplo, que el primer número de la Revista Hispánica Moderna (1934) se dedicó en buena parte a la obra de Unamuno, cuyo discípulo Federico de Onís dirigía la revista a la sazón. 2 qué deberíamos seguir leyendo a Unamuno y recomendar su lectura a otros, una aspiración que confío sea suficiente para justificar todas las páginas que siguen.

Dicho muy brevemente: leer a Unamuno implica una doble experiencia del poder recreativo y recreador de la literatura, y ello no por casualidad, sino en respuesta a la voluntad muy consciente del autor de hacer del lector el elemento primordial de la escritura. Escribe Fernández Urtasun que “[u]na obra de arte puede llegar a producir una gran fascinación incluso a su propio autor. Esto sólo es posible —y sólo tiene sentido—, si encuentra en ella algo de lo que no se siente dueño” (157). Nada más ajeno a la autoridad creativa del escritor que la recepción de sus obras llevada a cabo por el público lector. Unamuno fue plenamente consciente de esa dependencia, pero no se resignó a delegar toda la responsabilidad hermenéutica en sus lectores: de ahí su continua presencia, a veces enfadosa incluso, en sus escritos. Cualquiera que se haya acercado alguna vez a la obra de Unamuno habrá sentido una constante interpelación por parte de la voz narrativa de sus novelas, el sujeto lírico de sus poemas o bien el guía argumentativo de sus ensayos y artículos periodísticos. Esta particularidad no ha escapado a los distintos directores y guionistas que han adaptado sus textos. Así, por ejemplo, en la versión televisiva de Niebla realizada en 1978 por Fernando Méndez-

Leite, don Miguel no se limita a protagonizar su famoso enfrentamiento con Augusto

Pérez sino que aparece también al comienzo y al final de la cinta, introduciendo y dando término a su historia. Otro ejemplo: en el reciente montaje de Fedra llevado a cabo por el

3 grupo vallisoletano “Teatro Lorca” bajo dirección de Pilar Conde2, Unamuno encabeza el reparto para leer al público el exordio que el Unamuno real leyó en el Ateneo de Madrid con motivo del estreno de esta tragedia en 1918, pero una vez leído no se retira sino que permanece en escena durante toda la representación, sentado en un escritorio desde el que contempla las evoluciones de sus personajes conforme escribe las palabras que estos pronuncian. Por supuesto, esta particularidad de la literatura unamuniana tampoco ha escapado a sus numerosos críticos, quienes además han advertido de la naturaleza falaz o cuando menos problemática de esa aludida importancia del lector en sus obras. Señala a este respecto Olaso:

Quien lee por primera vez a Unamuno tiene la impresión de que va a hallar en él a uno de esos raros escritores que cuentan con el lector, que le hablan a alguien. [...] Todo está supeditado, hasta lo que se dice, al deseo efectivo de que ese decir llegue al lector. Imposible mayor halago y ventaja aparente para éste. Y, sin embargo, el diálogo con Unamuno es casi imposible. Su lector oscila entre dos extremos: o es todo el Universo menos Unamuno, es decir poca cosa, o es un ser tan próximo a él que también desaparece, esta vez porque lo devora la excesiva cercanía. (13-4)

Lo que la crítica no ha aclarado suficientemente aún es el porqué de este gran interés de Unamuno hacia el lector. Mejor dicho; se ha estudiado la íntima relación que se establece entre el receptor y el sujeto lírico de sus poemas a la luz del ansia unamuniana de inmortalidad, pero falta por trasladar ese análisis a su narrativa, un vacío crítico que quisiera paliar en lo posible con estas páginas. Naturalmente, los distintos géneros literarios condicionan unas también distintas relaciones entre autores y receptores, del mismo modo que establecen unas diversas fórmulas de autoconsciencia creativa para los

2 Lo que sigue es una descripción del montaje realizado en septiembre de 2004 en la Sala Borja de Valladolid. 4 primeros y diversas competencias interpretativas para los segundos. Por ello, las conclusiones de quienes han estudiado el papel del lector en la lírica unamuniana no pueden aplicarse directamente al análisis de su prosa, si bien representan precedentes críticos de gran valor. Batchelor llamó la atención hace años sobre la conexión entre los recursos metaliterarios de sus novelas y su ontología, si bien su intuición apenas fue retomada por la crítica posterior. Indicaba el citado autor:

Unamuno not only felt inspired to write nivolas by the need of immortality but that very need actually determined the shape of the nivola. Immortality, or unending projection of self, led directly to the living of the nivola by means of interior duplication, the novel within the novel technique which has the effect of rebounding into eternity. The nivola represents a unique effort to immortalize self in the very process of novel writing. (28)

Mi estudio se centrará en la obra narrativa de Unamuno para determinar la particular concepción de la comunicación literaria —o lo que es lo mismo, de las relaciones entre autor, texto y lector— que plantea. Especial atención se prestará a las distintas estrategias ensayadas por Unamuno para controlar en lo posible la recepción de sus obras, y cómo el uso de dichas estrategias le conduce a la práctica de una narrativa de acusado carácter metaliterario. Estos serán, pues, los términos claves de mi investigación: metaliteratura y recepción.

Al tiempo que de Unamuno se ha escrito mucho, han sido muchos los temas y abordajes tratados por la crítica. De esta heterogeneidad es responsable el propio eclecticismo de don Miguel, quien no dejó un género literario por cultivar y hasta intentó crear alguno nuevo para verter en palabras todo cuanto quería decir sobre un sinfín de asuntos. “Escritor de ensayos filosóficos que los filósofos estiman literarios, fue también autor de novelas, dramas, tragedias que los literatos entienden no se tienen en pie por su 5 peso de ideas”, apunta Iglesias Ortega (24) en referencia a una de las peculiaridades de la bibliografía crítica unamuniana: la enorme dificultad de disociar lo literario de lo filosófico en el estudio de sus textos. Pese a mi interés principalmente literario, he de anticipar que el análisis de las funciones del lector en la narrativa metaliteraria de

Unamuno también será un punto de contacto —de fricción, incluso— entre distintas parcelas del pensamiento unamuniano tales como la estética, la metafísica, la filosofía del lenguaje o la ontología, por citar sólo algunas de .

Extender mi análisis de las funciones del lector a toda la narrativa de Unamuno

hubiera supuesto un proyecto desmesurado, de modo que he seleccionado cuatro textos que además de cubrir un amplio periodo de tiempo considero especialmente rentables desde un punto de vista crítico: Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Niebla (1914),

Cómo se hace una novela (1927) y San Manuel Bueno, mártir (1931)3. El criterio que he seguido para seleccionar estas obras es el papel protagonista que, de un modo u otro, juega el lector en todas ellas, unido a la importancia que en ellas concede Unamuno a la

literatura: ya sea como tema explícito o bien como “principio estructurador del sentido

del texto” (Sánchez Torre 65). Por lo que hace a su afinidad genérica, sólo dos de estas

obras son novelas (o “nivolas”), mientras que las otras dos pueden considerarse —con

más o menos reservas— ensayos, si bien he creído oportuno considerarlas a todas como

textos narrativos. Lo cierto es que resulta muy difícil trazar una línea divisoria de tipo

3 Hay que advertir que en algunos casos existe un notable lapso entre las fechas de composición y las de publicación. Niebla, por ejemplo, se redactó originariamente hacia 1907, y Cómo se hace una novela presenta una enredada historia textual a la que se hará referencia en el capítulo correspondiente. Para terminar, San Manuel se publicó por primera vez en marzo de 1931, en la colección “La Novela de Hoy”, aunque su fecha de composición es noviembre de 1930. 6 genérico entre estos cuatro textos, cuya original fusión de rasgos pertenecientes al ensayo teorético, la ficción narrativa y la confesión autobiográfica los convierte precisamente en

ideales fuentes primarias para este estudio. En cierto modo, Unamuno pertenece a esa

nueva casta de escribas que describe Barthes en Crítica y verdad, y cuya revolución

consiste en la confusión de los géneros tradicionales:

[...] desde hace cerca de cien años, desde Mallarmé, sin duda, está en curso una reforma importante de los lugares de nuestra literatura: lo que se intercambia, se penetra y se unifica es la doble función, poética y crítica, de la escritura; no basta decir que los escritores mismos hacen crítica: su obra, a menudo, enuncia las condiciones de su nacimiento (Proust) o incluso de su ausencia (Blanchot); un mismo lenguaje tiende a circular por doquier en la literatura, y hasta detrás de sí mismo; el libro es así atacado de flanco por el que lo hizo; no hay ya poetas, ni novelistas: no hay más que una escritura. (47)

Una única escritura es también la de Unamuno, a pesar de la riqueza y variedad de

su producción; la reflexión metaliteraria y la preocupación por el lector representan una

constante en buena parte de ella y desde luego en los cuatro textos objeto de este trabajo,

y por ello creo que el mejor modo de hacerles justicia estética y sentar las bases para un

estudio fructífero de los mismos es comentarlos en un orden estrictamente cronológico.

Cada uno de estos cuatro textos servirá de clave interpretativa para los demás, ya que mi intención es permitir el diálogo entre ellos y también con el resto de la literatura unamuniana: su poesía, el resto de su narrativa y muy especialmente sus artículos y

ensayos serán llamados a declarar como testigos en este proceso crítico abierto en

nombre del lector. Dicho proceso se dividirá en dos partes íntimamente relacionadas: la

primera, compuesta por tres capítulos, contiene una exposición de los presupuestos

7 teóricos y las tendencias críticas desde los cuales se llevará a cabo el análisis de los cuatro textos citados, materia de sendos capítulos que constituyen la segunda parte.

A pesar de lo que esta estructura aparenta, no pretendo que mi trabajo se articule estrictamente en un doble movimiento teórico/práctico como suele ser habitual en las monografías que primero despliegan un aparato teorético para luego aplicarlo —a manera de demostración— en el análisis de un corpus más o menos amplio de textos. En honor a la verdad, mi concepción del lector y de lo metaliterario son fruto tanto del estudio de las teorías que comentaré en la primera parte como de la lectura de esos mismos textos cuya interpretación será materia de la segunda. Prefiero, en suma, mostrar el recorrido natural de mi argumentación aun a riesgo de confesar su circularidad antes que incurrir en una falacia hermenéutica: en primer lugar, porque creo que de ese modo concedo a los textos primarios la primacía ontológica que merecen (al fin y al cabo, ninguna teoría literaria puede ser anterior a la literatura, a menos que ella misma se erija en género literario); y, en segundo lugar, porque al reservar la especulación teórica para el apartado final de las conclusiones, permito al lector un contacto menos prejuiciado —y más sugerente, confío— con dichos textos primarios así como con los principios teóricos que me hayan guiado en su exposición. En definitiva, sería una indigna paradoja que un trabajo parcialmente inspirado en la estética de la recepción aspirara a cancelar la proliferación de sentidos de los textos objeto de su estudio e imponer a su destinatario un único camino para su comprensión.4

4 Escribe Warning con respecto a los estudios de vocación recepcionista: “El camino puede ser largo y habrá que prestar atención a que no se pierda de vista en su curso aquello de lo que en verdad se 8 El segundo capítulo rastrea las fuentes del interés de Unamuno por el lector, que he situado en el centro mismo de su intenso anhelo de inmortalidad. Tras comentar la plasmación de este anhelo en su producción lírica, demostraré cómo el papel relevante del lector en los versos unamunianos encuentra una perfecta analogía en su prosa, si bien a través de mecanismos retóricos diversos como corresponde a la diferencia de géneros.

Las implicaciones estéticas, hermenéuticas y psicológicas del protagonismo del lector en la narrativa unamuniana será materia del tercer capítulo, en el que se reserva un lugar de preferencia para el repaso de las principales teorías de la recepción literaria y el examen

de su posible aplicación a la crítica unamuniana. El cuarto, por su parte, desarrolla un

similar repaso referido esta vez a las teorías de la metaliteratura, en general, y más en

concreto a aquellas que conciernen a la narrativa y al papel del lector en los procesos de

creación y recepción literarias. Quedará así el camino preparado para los comentarios de la segunda parte, cuyas líneas directrices adelantaré brevemente aquí.

Vida de Don Quijote y Sancho, que en lo sustancial es un tratado sobre el

erostratismo, es un excelente campo de estudio para lo que propongo denominar la

potestad hermenéutica del lector; es decir, el grado de libertad interpretativa prefigurado

por el texto. La libérrima interpretación de la obra cervantina que ofrece aquí Unamuno

plantea necesariamente la duda de si él mismo, como autor, concede la misma libertad a

los receptores de sus escritos. Su actitud como lector está apoyada por múltiples

declaraciones como la que sigue, perteneciente a un artículo de 1904:

trata: el lector de literatura. Quien vuelve a los textos cuando la teoría ya está lista, apenas encuentra ya lector para sus textos” (32). 9 Un libro es hijo de su autor y de un país y de una época dados, y es fructuoso estudio el de estudiar el libro como producto del tiempo y del país y del autor que lo produjeron. Pero un libro, sobre todo si entra en el caudal perenne de la literatura universal, o merece entrar en él, una vez dado al público, no es ni de su autor ni de la época y país en que se produjo, sino de todo el que lo lea y de la épocas y los países todos. (OC I, 1193)5

Ahora bien, ¿se corresponde esa actitud con la que demanda a sus lectores? Junto al tema de la libertad interpretativa, otro asunto central en la Vida es el del efecto emocional de la lectura o, dicho de otro modo, de la influencia afectiva del autor sobre el lector. A esto se refiere uno de los pasajes más impactantes de este ensayo:

Mira, lector, aunque no te conozco, te quiero tanto que si pudiese tenerte en mis manos, te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieses descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo inacabable. Si no he logrado desasosegarte con mi Quijote es, créemelo bien, por mi torpeza y porque este muerto papel en que escribo ni grita, ni chilla, ni suspira, ni llora, porque no se hizo el lenguaje para que tú y yo nos entendiéramos. (OC III, 241)

Mi opinión es que este intento de persuasión sobre el lector anula por necesidad la libertad interpretativa que Unamuno decía concederle pero, a la postre, sólo a sí mismo se permite, y tal vez es este predominio de la función pasiva del lector sobre la activa lo que ha generado no pocas reacciones de disgusto entre los receptores de este originalísimo ensayo.

Niebla es probablemente la obra de Unamuno que más se ha leído y también de la que más se ha escrito. Desde la perspectiva de este estudio, una de los aspectos que me interesa destacar de ella es su estrecha relación con las ideas sobre el lector expresadas en

Vida de Don Quijote y Sancho. El pasaje más celebre de la nivola, esa escena en la que

5 A lo largo de este estudio, las referencias a las Obras completas de Unamuno se indican mediante las siglas OC, seguidas del número de tomo (en romanos) y de página (en arábigos). 10 Unamuno, transfigurado en personaje literario, se inmiscuye en el mundo de ficción para dialogar con Augusto Pérez, constituye la primera formulación —embrionaria aún— de un tipo de comunicación literaria que definiré en el capítulo tercero como chantaje existencial. Recordemos dicha escena:

No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima... (OC II, 670)

Lo que Augusto hace aquí es un desesperado intento de convencer a su creador

para que le permita seguir existiendo, y para ello le amenaza con un tétrico memento mori

que hace extensivo al lector. No hay, pues, un chantaje propiamente por parte del

personaje, ya que Augusto no advierte a Unamuno “si usted me mata, yo le mataré”, sino

que le recuerda que todos han de morir. No obstante, el lector de la nivola sí es víctima de

un chantaje por parte del narrador, quien le transmite el desasosiego existencial de los

personajes y le obliga a hacerse responsable del destino del desdichado Augusto: la

interpretación de su muerte (suicidio o asesinato) dependerá de su posicionamiento como

lector ante el debate entre el autor y el personaje. La lucha entre Unamuno y Augusto es

en definitiva una recreación narrativa del que ya había detectado al comentar el

Quijote: la muerte del escritor a manos de sus propias criaturas. Años más tarde, en el

prólogo a Cómo se hace una novela, escribiría: “Es cierto; el Augusto Pérez de mi Niebla

me pedía que no le dejase morir, pero es que a la vez que yo le oía eso —y se lo oía 11 cuando lo estaba, a su dictado, escribiendo—, oía también a los futuros lectores de mi relato, de mi libro, que mientras lo comían, acaso devorándolo, me pedían que no les dejase morir” (OC VIII, 721).

Cómo se hace una novela supone un notable desarrollo en el planteamiento de esta conflictiva relación entre autor, obra/personaje y lector. El arranque de este

inclasificable texto, fusión de autobiografía, novela y ensayo literario, deja a las claras la

angustia existencial que pretende participar al lector:

Héteme aquí antes estas blancas páginas —blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!— buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada istante [sic]. (OC VIII, 729)

Esa angustia se plasma en una amenaza que, dirigida en un principio contra U.

Jugo de la Raza, el protagonista de uno de los planos narrativos del texto, no tarda en

inquietar a sus receptores: “Cuando el lector llegue al final de esta dolorosa historia se

morirá conmigo” (OC VIII, 735). Esta nueva formulación del chantaje existencial

favorece la íntima comunicación de autor y lector, unidos por su destino mortal, y así la

dominación psicológica por parte del autor deja paso a una activa colaboración por parte

del lector. Escribe Unamuno en una de sus glosas al relato de Jugo de la Raza: “Esto que

ahora lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no

es así es que ni lo lees” (OC VIII, 761). En último término, será esta colaboración, este

que Unamuno hubiera llamado “con-sentimiento”, lo que determina la función del lector

en esta obra y a la vez conforma uno de los significados esenciales del texto, que a pesar

12 de la engañosa claridad de su título sólo desde esta perspectiva puede entenderse como un tratado de narratología:

Cómo se hace una novela, ¡bien!, pero ¿para qué se hace? Y el para qué es el por qué. ¿Por qué, o sea, para qué se hace una novela? Para hacerse el novelista. ¿Y para qué se hace el novelista? Para hacer al lector, para hacerse uno con el lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical. En cuanto se hacen uno se actualizan y actualizándose se eternizan. (OC VIII, 768)

San Manuel Bueno, mártir, por último, ofrece una distinta consideración de la

figura del lector que sin embargo puede describirse como una síntesis de las anteriores.

Decía páginas atrás que la reflexión metaliteraria es una constante en los textos que

analizo en este trabajo. Sin embargo, es preciso señalar la diferencia cualitativa entre lo

que podemos denominar de manera provisional una metaliteratura temática y otra

funcional.6 Con lo primero me refiero a las obras que expresamente tienen por asunto, o al menos por uno de sus asuntos, su propia epistemología. Tanto Vida de Don Quijote y

Sancho como Niebla y Cómo se hace una novela se adaptan a esta definición: el personaje que es consciente de su condición ficcional y se rebela contra ella, el narrador que reflexiona sobre su quehacer, las diversas apelaciones al lector ya comentadas... son ejemplos de la distancia entre realidad y representación que genera este tipo de metaliteratura temática. También la metaliteratura funcional tiene por objeto la disociación de realidad y representación, pero lo logra a través de mecanismos implícitos.

En este caso, el texto no tiene aparentemente a la literatura como su tema principal o al

6 Esta distinción se basa en la caracterización de Hutcheon de dos tipos de metaficción: una que el lector experimenta abiertamente a través de referencias explícitas del autor, y otra implícita en la que el receptor se ve obligado a alterar sus procedimientos habituales de interpretación a causa de la propia estructura del texto (31 y 139). 13 menos no contiene referencias explícitas a su naturaleza literaria, y sin embargo obliga al

lector a replantearse el sentido de dicha naturaleza. Mi opinión es que San Manuel es una

muestra paradigmática de este segundo tipo. Desde un punto de vista temático, la novela

es grosso modo la historia de las relaciones de un sacerdote con su comunidad; pero

desde un planteamiento funcional, lo que propone al lector es toda una alegoría de la

interpretación.

“El hombre quiere que le engañen, dice Kierkegaard” (Unamuno, Maragall 80).

Estas palabras, que Unamuno escribe en una carta a Joan Maragall fechada en 1909,

contienen el germen de San Manuel. La religión como engaño, la vida como engaño y,

sobre todo, la lectura y la literatura misma como engaños, son los temas que subyacen a

la peripecia de este cura de aldea. Lo que marca la distancia entre estos dos planos de

significación, el superficial y el profundo, es el complejo tratamiento discursivo al que

Unamuno somete la historia narrada. Ya desde el título de esta novela, el lector se

encuentra con un reto interpretativo: me refiero al epíteto “mártir”, una simple palabra

que condiciona toda la lectura de la obra y se convierte en clave de su sentido. Lo más

interesante es que ni siquiera sabemos a quién atribuir la autoría de ese adjetivo, pues si aceptamos el artificio narrativo urdido por Unamuno, éste es mero editor de un relato escrito por Ángela Carballino. Editor; esto es, lector. Lo crucial en este subterfugio es por tanto que Unamuno se convierte en lector de sí mismo, con lo que el grado de comunión espiritual con sus receptores se acentúa al máximo. San Manuel está condenado a la nada como persona, pero su condición de personaje le otorga la inmortalidad. Unamuno, consciente desde antiguo de que sus personajes son una amenaza para su perpetuación, se

14 presenta no como creador sino como puro lector suyo, mientras que los lectores de su relato se enfrentan al trance de dejar morir para siempre a San Manuel y de ese modo condenarse a sí mismos, o bien creer en la salvación eterna de su alma para así inmortalizarse con él y, por supuesto, con Unamuno. En este caso, pues, el chantaje existencial favorece una perfecta adecuación de las dos funciones hermenéuticas (activa y pasiva) del lector, quien es libre para interpretar el sentido del adjetivo “mártir” y por extensión de toda la novela, aunque del ejercicio de dicha libertad depende su propia redención.

15

PRIMERA PARTE

PRESUPUESTOS TEÓRICOS Y CRÍTICOS

16

CAPÍTULO 1

EL PUNTO DE PARTIDA: UNAMUNO Y LA “SALVACIÓN EN LA PALABRA”

Así, desde el vacío último de la fama, pues dejará de lucir algún día como una ciega estrella errabunda, Unamuno se atreve a dar el salto, siquiera como exigencia ética, a una verdadera inmortalidad sustancial. Pedro Cerezo Galán (410)

Thus a book is not a book, it is the means by which an author actually preserves his ideas, his feelings, his modes of dreaming and living. It is his means of saving his identity from death. Georges Poulet (46)

Cuenta la tradición que en el año 356 a.C., durante la misma noche en que

Alejandro Magno vino al mundo, un hasta entonces desconocido pastor griego prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso —una de las siete maravillas del mundo antiguo—, el cual resultó totalmente destruido. Eróstrato, que así se llamaba el pirómano, fue condenado a morir en la hoguera y debido a la atrocidad de su delito la sola mención de su nombre se prohibió a las generaciones futuras; un castigo éste segundo si cabe más severo que el primero, puesto que había sido precisamente el deseo de inmortalizar su nombre lo que impulsara a Eróstrato. La figura de este humilde pastor, elevada a la categoría de mito y así preservada en la historia, había necesariamente de fascinar a alguien tan obsesionado con el problema de la inmortalidad como fue Miguel de

Unamuno. Y así fue, en efecto. Tema de un libro varias veces anunciado pero nunca

17 escrito7, y motivo recurrente en su obra ensayística, lírica y narrativa, el erostratismo representó para él “la enfermedad del siglo”, tal como la define Fulgencio

Entrambosmares en Amor y pedagogía (OC II, 383); el estigma de una modernidad secularizada cuya única esperanza de lograr la perduración del yo se cifra en la perpetuación del nombre, esto es, en la fama8. Si en Vida de Don Quijote y Sancho se explica que “el ansia de gloria y renombre es el espíritu íntimo del quijotismo” (OC III,

228), Unamuno profundiza en las raíces filosóficas de esta noción en otro ensayo compuesto por la misma época, en el que afirma: “Esa terrible ansia de renombre y fama, que azotó a los espíritus en la antigüedad greco-romana, y que empezó a enloquecerlos en el Renacimiento, no es sino una enfermedad religiosa; es el modo de acallar la devoradora sed de persistencia eterna” (OC III, 1100).

Que Unamuno sufrió esa “devoradora sed” es algo bien sabido, pues numerosos

estudiosos han demostrado la importancia capital que presenta en su pensamiento el

problema de la inmortalidad.9 En su Diario íntimo, una obra publicada póstumamente y

7 Sendas cartas a Pedro Múgica y Leopoldo Gutiérrez Abascal informan de que entre 1903 y 1904 Unamuno concibió un ensayo titulado “Eróstrato o de la gloria” o bien “Eróstrato o de la inmortalidad” para que formara parte de su Tratado del amor de Dios, y más tarde como una obra independiente que sin embargo no llegaría a finalizar.

8 No hay duda de que el concepto unamuniano de modernidad se funda en el de secularización. Sostiene al respecto en Del sentimiento trágico de la vida: “Y la famosa maladie du siècle, que se anuncia en Rousseau y acusa más claramente nadie en el Obermann de Sénancour, no era otra cosa que la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma, en la finalidad humana del Universo” (OC VII, 284). No estaría Unamuno por tanto muy lejos de la noción de Max Weber de “world disenchantment”, que Cascardi adopta como punto de partida para su análisis de la identidad moderna.

9 Escribe por ejemplo Serrano Poncela: “Henos aquí, pues, ante el gran tema de Unamuno, el que resume y condiciona todo su filosofar y al que aboca toda su meditación ontológica frente a la existencia: el tema de la inmortalidad del alma como única posibilidad de trascendencia existencial” (124). Dar noticia de todos los trabajos que estudian esta cuestión sería tema para todo un artículo, pero valgan como muestra los ensayos de Abella Maeso, Azaola, Blanco y Fernández Turienzo. También hay autores que han satirizado 18 que ofrece una crónica de la crisis espiritual de 1897, las reflexiones sobre la muerte tienen una especial preponderancia. Por un lado, Unamuno expresa su rebelión contra el destino finito del ser humano, pero más interesante resulta su dilemática disyuntiva entre dos modos de escapar a ese destino trágico: “Cuando esa idea de la muerte, que hoy paraliza mis trabajos y me sume en tristeza e impotencia, sea la misma que me impulse a trabajar por la eternidad de mi alma, no por inmortalizar mi nombre entre los mortales, entonces estaré curado” (OC VIII, 807). Más adelante en esta misma obra confiesa: “he vivido soñando en dejar un nombre, viviré en adelante obsesionado en salvar mi alma”

(OC VIII, 835), palabras con las que se confiesa víctima de “la enfermedad del siglo”, es decir, del erostratismo, al tiempo que expresa su voluntad de sanarse y así salvarse. ¿Se cumplió este deseo? En cierto modo ésta es una de las preguntas que pretendo responder en este trabajo, por lo que aún es pronto para intentar contestarla. Lo que sí puede indicarse es que las referencias a esa doble inmortalidad, la religiosa que aspira a

eternizar el alma y la secular que atiende a la consecución de la fama, se repiten a lo largo

de toda su obra e incluso aparecen con anterioridad a la crisis de 1897. El protagonista

del relato “Una visita al viejo poeta”, publicado en 1889, es en mi opinión la más

temprana encarnación ficcional10 de esta lucha:

la obsesión de Unamuno por vivir eternamente; Julián Sorel (seudónimo tras el que se escondían Modesto Pérez y Pío Baroja) comenta en este sentido: “Resultaría divertido, si no resultara irreverente, echárselas de más Dios que Dios mismo, aspirar a crearle, y nada más que para que le conceda la inmortalidad a un catedrático de griego” (48).

10 La última edición del Diccionario de la Real Academia Española (2001) recoge al fin este adjetivo, lo cual me permite eludir con legitimidad académica el calificativo ficticio, que se define en dicho diccionario como “fingido, imaginario o falso” o “convencional, que resulta de una convención” (1053), y por tanto hacía poca justicia a una literatura tan poco fingida y convencional como la de Unamuno. 19 ¡Mi nombre! ¿Para qué he de sacrificar mi alma a mi nombre? ¿Prolongarlo en el ruido de la fama? ¡No! Lo que quiero es asentar en el silencio de la eternidad mi alma. Porque, fíjese, joven, en que muchos sacrifican el alma al nombre, la realidad a la sombra. No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman personalidad los literatos, ahogue a mi persona (y al decirlo se tocaba el pecho). Yo, yo, yo, este yo concreto que alienta, que sufre, que goza, que vive; este yo intrasmisible..., no quiero sacrificarlo en ideal abstracto, a ese yo cerebral que nos esclaviza... (OC II, 518-9)

No hay que esperar, pues, al Diario íntimo para hallar trazos de esta preocupación.

De hecho, dos de sus poemas remiten a un tiempo anterior al del citado relato y en el que

ya se sentía prisionero del afán por conseguir la gloria. En el primero de ellos, fechado en

1909, al recordar su juventud se define como “un muchacho pálido, / triste, con la tristeza

del que sueña / días de gloria” (OC VI, 533). En el segundo, titulado “Mi vieja cama”

(1910), relata: “En sueños hoy reanudo en ti la trama / de los viejos recuerdos trozo a

trozo / de cuando aun sin apuntarme el bozo / era mi pena ya conquistar fama” (OC VI,

344). Antigua preocupación, por tanto, y que en realidad nunca abandonaría al rector de

Salamanca, quien sólo unos días antes de morir registrará en su Cancionero: “deje al

menos en este pobre verso / de nuestro eterno anhelo el postrer hito” (OC VI, 1423). Pero

no es lo más importante el que Unamuno hiciera del ansia de inmortalidad un tema

central de su obra; lo que resulta crucial en un planteamiento literario de este asunto es

que Unamuno buscara en la escritura el logro de tal inmortalidad. Azaola dedicó hace ya

muchos años un extenso artículo a “las cinco fórmulas principales mediante las cuales

pretendió Unamuno vencer a la muerte” (55). Dichas fórmulas serían la disolución de la conciencia individual en la colectiva del pueblo; la reproducción carnal (en los hijos) y

espiritual (en los discípulos); la persistencia en la memoria de los demás (es decir, la

fama); y por último dos muy relacionadas pero que el crítico considera por separado: la

20 inmortalidad del alma y la redención de Cristo. A la luz de esta clasificación podría objetarse que el deseo de perpetuarse en su obra literaria no es sino una más entre las muchas “batallas de Unamuno contra la muerte”, aunque es mi opinión que la literatura

—y también la política, una actividad que Azaola no toma en consideración11— constituye para Unamuno el medio más asequible al individuo moderno de lograr la inmortalidad en un mundo secularizado. Más aún, con el cultivo de la literatura libra

Unamuno al menos tres de las cinco batallas enumeradas por Azaola, pues gracias a la fama el yo del autor se compenetra con su pueblo al tiempo que genera descendientes espirituales. Veamos a continuación cómo lo dicho hasta aquí se plasma en otros de sus textos.

En su ensayo Del sentimiento trágico de la vida, que en buena medida no hace sino desarrollar y elaborar para el público temas ya anticipados en su Diario íntimo, la

lucha por la fama se presenta como un consuelo más o menos resignado. “Cuando las

dudas nos invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso

empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama, de alcanzar una sombra de

inmortalidad siquiera” (OC VII, 140), proclama en este ensayo, y por ello advierte: “El

que os diga que escribe, pinta, esculpe o canta para propio recreo, si da al público lo que

hace, miente; miente si firma su escrito, pintura, estatua o canto. Quiere, cuando menos,

11 No obstante, Unamuno nunca considera esta otra forma de inmortalidad superior a la escritura. Afirma en un artículo de 1918: “Cánovas sabía que la gloria literaria es más duradera que el poderío político y mucho más sabrosa. Político fue ahí, y presidente de la república, el gran Sarmiento, y vive, sin embargo, más merced a su gloria literaria” (OC IX, 1571). Por otro lado, su drama Soledad (1921) escenifica el conflicto entre estas dos formas de acción, la política y la literaria, encarnadas respectivamente en los personajes Pablo y Agustín. Cómo se hace una novela (1927), por último, elabora una compleja interdependencia entre ficción, política e historia de la que me ocuparé en uno de los capítulos de este trabajo. 21 dejar una sombra de su espíritu, algo que le sobreviva” (OC VII, 139). Esta visión un tanto peyorativa de la fama se modifica en otros ensayos posteriores, lo cual sólo puede interpretarse como consecuencia de un progresivo desengaño. De este modo, lo que en

1913 se calificaba de “sombra de inmortalidad” adquiere una formulación mucho más esperanzadora sólo un año más tarde. El siguiente fragmento contiene una decidida defensa de la fama, transfigurada en una suerte de inmortalidad secular:

Porque la vida es una cosa y el alma otra. Murieron Homero y Platón y Moisés y Virgilio y Shakespeare y Goethe y el Dante y Miguel Angel, y Rafael y Mozart y Cervantes y Velázquez y Racine y... tantos y tantos otros genios, pero sus almas quedan y alientan y viven en sus obras. Aparte e independientemente de si se cree en el alma humana como una sustancia separable del cuerpo y no una mera función del organismo vivo, una sustancia espiritual que sobrevive a la muerte; aparte e independientemente de la concepción religiosa cristiana de la inmortalidad del alma, cabe creer en ésta en otro sentido, en el de que sobrevive en la cultura humana e incorporada a ella. Y apenas hay quien no deje algo detrás de sí. (OC IX, 1254-5)

En un artículo de 1915 significativamente titulado “Salvar el alma en la historia”,

Unamuno se cuenta entre los “intelectuales angustiados más de salvar nuestro nombre, lo que nos individualice, que nuestra alma” (OC VII, 1000), y ese mismo año escribe al respecto en otro artículo:

¿Es que hay otro mundo? Sí, el que yo me creo y llevo dentro de mí. Estas mismas líneas os parecerán mejor o peor, me traerán alabanza o vituperio, me serán mejor o peor pagadas, pero yo habré vivido, escribiéndolas, la amarga tristeza que me las dicta; yo habré vivido la desilusión que me las inspira. [...] Otros se inyectan morfina. Yo opto por escarbar y hurgar en mis llagas, por enconar mi principal llaga, la de la conciencia de la vanidad final de todo, porque sé que sólo así superaré el dolor. (OC IX, 1336)

Hacia el final de su vida, lo que arriba tildaba de desengaño en la inmortalidad religiosa es ya patente. Escribe en un artículo de 1932: “Cuando se hace algo no queda el

22 hecho sino la hacedora, la palabra. Que la palabra fue al principio y la palabra será al fin.

¡Dejar un nombre! Es todo lo vivo que hay que dejar, un nombre que viva eternamente.

Lo demás, son huesos” (OC VIII, 1185). Una idea que se repite en su Cancionero, uno de cuyos poemas, fechado en 1934, concluye con estos versos: “Echa a volar, pues, tus quejas, / que su vuelo / será todo lo que dejas / en el cielo” (OC VI, 1406). El erostratismo, entonces, ha perdido paulatinamente su condición de “enfermedad religiosa” para transformarse en analgésico o tal vez narcótico de la conciencia agónica

del escritor, quien se ve forzado a hacer del texto un paraíso cuando no, al menos, una

tierra de promisión.

No hay duda de que es en su producción lírica donde Unamuno expone de una

manera más explícita su deseo de inmortalizarse en su obra. De hecho, cuantos autores se

han interesado por sus versos o bien por su ideario poético, aunque no fuera desde una

perspectiva exclusivamente filosófico-religiosa, se han visto obligados a tratar esta

cuestión12. Imízcoz Beunza confirma en su análisis de la poética unamuniana que “[a]nte

la presencia demasiado acuciante y constante de la muerte —difícil de soportar— busca

en la poesía el consuelo de haber nacido para morir” (Teoría 80-1). Romero Luque, por su parte, tras observar que para Unamuno “la actividad de la escritura no supone en ningún caso una mera catarsis solipsista, sino un afán de comunicación y, con él, la pervivencia del autor y su obra” (70), concluye más adelante: “Don Miguel de Unamuno pretendía alcanzar como meta definitiva de su existencia conseguir la perdurabilidad.

Para lograr este fin se dio a los demás a través de sus escritos y, especialmente, de su

12 Además de los estudios que voy a comentar a continuación, entre los más recientes trabajos sobre la lírica unamuniana cabe destacar la monografía conjunta de Blasco, Celma y González. 23 poesía” (82). Lo cierto es que ya desde su primer poemario, publicado en 1907, el verso se concibe como un discurso destinado a resguardar la conciencia de su autor del anonadamiento de la muerte. Leemos en “¡Id con Dios!”, la poesía que abre el libro:

“Estos [cantos] que os doy logré sacar a vida,/ y a luchar por la eterna aquí os los dejo;/

quieren vivir, cantar en vuestras mentes,/ y les confío el logro de su intento” (OC VI,

167). Este deseo adquiere un acento más desesperado en “Para después de mi muerte”, en

donde Unamuno se cuestiona la posibilidad de vivir por siempre en su creación:

¡Y que vivas tú más que yo, mi canto! ¡Oh, mis obras, mis obras, hijas del alma! ¿por qué no habéis de darme vuestra vida? ¿por qué a vuestros pechos perpetuidad no ha de beber mi boca? [...] ¿Dónde irás a pudrirte, canto mío? ¿en qué rincón oculto darás tu último aliento? ¡Tú también morirás, morirá todo, y en silencio infinito dormirá para siempre la esperanza! (OC VI, 173-4)

A este mismo libro pertenece un poema en el que el tema de la literatura como

forma de inmortalidad adopta un nuevo tratamiento, pues el centro de atención se

desplaza de la escritura a la lectura, que es donde Unamuno deposita finalmente su

esperanza de una vida eterna:

Junto al fuego leía Quintín Durward mi hijo; así también yo lo leyera antaño y así mis nietos habrán acaso de leerlo un día. Y así vive Quintín como vivimos nosotros, sus lectores. (VI, 303)

24 El lenguaje literario como materia —y, a la vez, forma— inmortalizadora volverá a ser tema de un soneto incluido en el libro De Fuerteventura a París, fechado en París

en 1924: “De estas rimas con el frágil hilo / de la palabra, poderoso aliento, / un sonoro

diamante hago del viento / y armo a mi afán de eternidad asilo” (OC VI, 725). Pero las

dudas siempre ensombrecen el sueño de eternizarse en el poema. La composición número

1.351 de su Cancionero, fechada en 1929, nos traslada de nuevo a la condena del

erostratismo propia de la época del Diario íntimo. Dice el poema: “Posar ante el vulgo

necio, / pagado de vanidad, / es pagar a ínfimo precio / pega de inmortalidad” (OC VI,

1306). Por último, el irresoluble enfrentamiento entre el intelecto y la fe, la lucha agónica

entre lo que Unamuno definía como la lógica y la cardíaca en Del sentimiento trágico de

la vida13, se expresa poéticamente en otra composición del Cancionero, esta vez del año

1934: “Quieres clavando tus momentos, / corazón, / darle a la eternidad cimientos / sin razón” (OC VI, 1402).

De este breve repaso de la lírica unamuniana se desprende que la consideración

del discurso literario como refugio para la conciencia del escritor, no está en absoluto

exenta de dificultades. De hecho, en las citas anteriores no sólo se manifiesta la carga

emocional que sobredetermina —en un sentido psicoanalítico— la lírica unamuniana14, sino que también es posible comprobar cómo Unamuno es muy consciente de los

13 El término aparece ya en Vida de Don Quijote y Sancho: “Frente a todas las negaciones de la lógica, que rige las relaciones aparienciales de las cosas, se alza la afirmación de la cardíaca, que rige los toques sustanciales de ellas” (OC III, 210).

14 English define “overdetermined” en su diccionario de psicoanálisis como “having many causes: applied esp. to a behavior disorder or a dream process that has many causes or determining factors” (366). Según mi interpretación, la literatura unamuniana tendría una sola causa, el ansia de inmortalidad, pero espero demostrar en las próximas páginas que la complejidad de dicho anhelo puede entenderse como una multiplicidad de causas. 25 diversos obstáculos que dificultan el logro de sus deseos de individuación y perpetuación, lo cual no obsta para que él insista en otorgar a su obra una función que va mucho más allá de lo artístico. Y es que en sus textos aspira no sólo a sobrevivir, sino también a haber vivido, como confiesa en un artículo compuesto durante su destierro parisino de

1924: “debo decirle que yo, propiamente, no vivo de escribir, sino que vivo para escribir, que mi vida es mi obra y mi obra es, a la vez, mi vida” (OC VIII, 616). La obra de

Unamuno, pues, no representa meramente una literatura cuyas implicaciones exceden los límites de la estética; lo que sus textos plantean es el intento de reformular esa estética, de

crear una nueva literatura en virtud de las facultades ontológicas —en torno al ser— y

hasta metafísicas —acerca de la eternidad del ser— que él atribuye al discurso literario.

Según advertí más arriba, no es mi intención aquilatar la validez de este intento desde un

punto de vista filosófico o teológico, ni tampoco de indagar en la sinceridad del mismo,

cuestiones que ya han sido abordadas por la crítica15. Mi interés es principalmente literario, y desde este punto de vista la pregunta que suscita el erostratismo unamuniano

es la siguiente: ¿cómo afronta la escritura un autor que concibe la literatura como una

estrategia subjetiva de individuación y eternización? Un interrogante que puede

desglosarse en dos preguntas conexas: ¿en qué medida y a través de qué procedimientos

condiciona la escritura de un autor el hecho de recurrir a la creación literaria como forma

vicaria de inmortalidad? Para resolver estas dudas se hace preciso analizar los obstáculos

al proyecto unamuniano de perpetuación literaria, esos mismos obstáculos que se

15 Algunos de los críticos que más incisivamente han cuestionado la sinceridad de Unamuno en éste y otros aspectos de su pensamiento y su literatura son Abellán, Sánchez Barbudo y Sender. Éste último, por ejemplo, le dedica lindezas de este jaez: “La verdad llana y simple es que con frecuencia Unamuno era insoportable en su obra y en su vida” (9). 26 transparentan en los versos arriba transcritos y que podemos sintetizar en tres: las limitaciones expresivas del lenguaje, la disolución de la identidad en la obra literaria y finalmente la dependencia hacia el lector. Hablemos ya del primero de estos obstáculos, ese “frágil hilo / de la palabra” al que aludía el poema de 1924.

Comenta Barthes en su ensayo Crítica y verdad que “[e]l escritor no puede definirse en términos del papel que desempeña o de valor, sino únicamente por cierta conciencia de habla. Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza” (48). Según este criterio, Unamuno es un consumado escritor. Y no empleo el adjetivo consumado de un modo gratuito, puesto que su caso es el de un autor plenamente consciente de la constricción ideológica

—sensu lato— que todo lenguaje impone a quien lo usa y, en consecuencia, procura fraguarse una lengua propia en la que salvaguardar su yo.16 “El lenguaje de que me sirvo para vestir mis sentimientos y mis ideas es el lenguaje de la sociedad en que vivo, es el

lenguaje de aquellos a quienes me dirijo” (OC III, 879), explica Unamuno en un artículo

de 1906, y sin embargo el escritor debe luchar para imprimir su timbre personal en esa

lengua colectiva, ya que “el poeta verdadero no puede cantar más que en dialecto, pero en

el suyo propio, individual” (OC III, 1328), según declara en un ensayo dedicado al poeta

catalán Joan Maragall. Si admitimos con Lacan que el lenguaje es un elemento

constitutivo, fundacional incluso, de ese yo, y no un mero instrumento a su disposición,

16 Esta preocupación no es original a Unamuno en modo alguno, pues está registrada en los orígenes de la filosofía occidental. Platón, en su diálogo Fedro, ya lamentaba que los discursos escritos no pudieran sostener un diálogo con su lector, pues serían siempre sordos a las preguntas de éste, ni pudieran tampoco defenderse de los abusos que contra ellos cometiera un lector malintencionado o simplemente malinformado. 27 debemos concluir que la aspiración de Unamuno conduce en última instancia a una irresoluble aporía. “La multiplicidad de las escrituras instituye una Literatura nueva en la medida en que inventa su lenguaje sólo para ser proyecto: la Literatura deviene la utopía del lenguaje” (76), afirma Barthes como colofón a su ensayo sobre El grado cero de la escritura, y la lucha de Unamuno por labrarse un discurso personal —esa “lucha por la expresión” a la que alude Blanco Aguinaga (Unamuno 71)—, muy bien puede explicarse a partir de lo que el francés denomina en ese mismo libro “tragicidad de la escritura”

(75), esto es, la incapacidad de las convenciones históricas para decir el compromiso del

autor con su presente. Se lamenta Unamuno en el artículo “Intelectualidad y

espiritualidad”, de 1904:

¡Miserable menester el de escribir! ¡Lastimoso apremio el de tener que hablar! Entre dos que hablan, media el lenguaje, media el mundo, media lo que no es ni uno ni otro de los interlocutores, y ese intruso los envuelve, y a la vez que los comunica los separa. ¡Si fuera posible ir creando el lenguaje a medida que se habla lo pensado...! (OC I, 1140)

Pero las limitaciones del lenguaje no se reducen al ámbito de la comunicación

interpersonal; también juegan un papel decisivo en la formación de la subjetividad del

escritor. Pasamos así al segundo de los obstáculos, la alienación del individuo en la

palabra. El uso del lenguaje produce un desdoblamiento en la conciencia del sujeto,

máxime si se trata de un uso reflexivo, como sucede en el ejercicio de la escritura. La

teoría de Lacan sobre el lenguaje como medio de ingreso en el orden simbólico resulta

aquí de utilidad, pues subraya la exterioridad de la lengua al sujeto al tiempo que niega la

posibilidad de una subjetividad no lingüística. Van Haute resume así el conflicto a que

esta teoría aboca: “By inscribing in language in this way, the being of needs becomes a

28 subject. This subject, however, is essentially a split or crossed-out subject that can never coincide with itself” (26). Luego el único modo de devenir individuo, es decir, conciencia subjetiva, es renunciar por siempre a nuestra imagen mítica pre-lingüística. Trasladando estas ideas a nuestro campo de estudio, cabría decir que el intento unamuniano de sobrevivir en la palabra está condenado al fracaso desde el momento mismo que

Unamuno toma la pluma, dado que el discurso literario —como todo discurso— distorsiona y ofusca la subjetividad del escritor, la cual, por otro lado, sólo puede conocerse (porque sólo puede ser subjetiva) a través del lenguaje. Aunque Barthes no se refería a este problema al hablar de la “tragicidad de la escritura”, creo que este lema bien puede aplicársele, pues la literatura es el campo privilegiado para su exploración. De hecho, señala el mismo Barthes en Crítica y verdad:

Causa un profundo malestar (un malestar de identidad) el imaginar que se pueda ser propietario de cierta habla y que sea necesario defenderla como un bien en sus caracteres de ser. ¿Soy, pues, anterior a mi lenguaje? ¿Qué sería ese yo, propietario de aquello que precisamente lo hace ser? ¿Cómo puedo vivir mi lenguaje como un simple atributo de mi persona? ¿Cómo creer que si hablo es porque soy? Fuera de la literatura quizá sea posible mantener esas ilusiones; pero la literatura es precisamente lo que no lo permite. (35)

El individuo no puede ser anterior al lenguaje porque es el lenguaje lo que hace al

individuo; “it is language which speaks, not the author”, aclara Barthes (“Death” 143), y en consecuencia es la obra la que hace al escritor, como ya reconocía Unamuno en una cita reproducida más arriba, lo cual plantea un nuevo problema a su deseo de perpetuación literaria. “¡Y que vivas tú más que yo, mi canto!”, exclamaba en “Para después de mi muerte”, porque en efecto será únicamente el lenguaje lo que perdure cuando la conciencia de su creador —que en rigor es su criatura— haya desaparecido. En

29 suma, la “inscritura” del individuo en la escritura (tomo prestada esta expresión de

Carreño) constituye una “ficcionalización del yo” que acarrea dos procesos de alienación igualmente dañinos para el proyecto unamuniano. Por un lado, y haciendo uso de la terminología lacaniana, el cultivo de la literatura supone una recreación del tránsito desde el orden pre-lingüístico de lo imaginario al orden de lo simbólico, como resultado de la cual el sujeto —que ya era un individuo alienado por el lenguaje— sufre un nuevo grado de alienación al convertirse en autor. En este sentido advierte Unamuno en el prólogo a un poemario de Juan Arzadun, fechado en 1897, que el escritor no es más que un “ente de razón o ficticio fantasma, al que sacrificamos no pocas veces la propia personalidad

íntima” (OC VIII, 894). Por otro lado, y como consecuencia lógica de esta alienación de segundo orden, la obra literaria absorbe metonímicamente a su creador y de ese modo le deniega su ansiada individualidad: “No, no sobreviviré yo..., sino mis obras. Mis obras me sobrevivirán...” (OC II, 796), reconoce con amargura el protagonista del relato “Don

Martín, o de la gloria”, publicado en 1900. El hombre de carne y hueso que fue

Unamuno, debe pues luchar contra ese otro Unamuno que aparece en los manuales de literatura y además, por si esto no fuera poco, contra sus propias criaturas: sus personajes, sus historias, los títulos de sus libros... ya que todos ellos son una amenaza a su aspiración de vivir eternamente. El yo que Unamuno desea preservar de la muerte es sólo un deíctico, un pronombre vacío de todo contenido que, como tal, carece de identidad propia, mientras que los sujetos de sus enunciados literarios, aquellos que sí poseen una densidad subjetiva (simbólica) particular y por tanto son susceptibles de perduración, no

30 se corresponden sino imperfectamente con el yo de la enunciación que los generó.17 A esto se refería Unamuno en el poema 1.351 del Cancionero, donde calificaba de mera impostura al “yo autorial” y de postiza inmortalidad la ganada a través de dicha figura, pero es en sus comentarios al Quijote donde este conflicto del autor sacrificado a y por su

propia obra adquiere su mejor expresión. En su Diario íntimo, en una época en que su obra literaria era sólo un germen, dejó Unamuno constancia de una duda que lo atormentaba; si la personalidad de sus criaturas de ficción habría de suplantar algún día a la suya propia:

Vive en nosotros el recuerdo de las personas queridas que se nos han muerto; pero al morir nosotros, ¿morirá ese recuerdo? Moriremos nosotros y quedará nuestro recuerdo en la tierra. ¿Qué es ese recuerdo? Y al morir las personas que guarden piadosa memoria de nosotros, morirá en la tierra nuestro recuerdo. Dejo un nombre, ¿qué es más que un nombre? ¿Qué seré más que los personajes ficticios que he creado en mis invenciones? ¿Qué es hoy, en la tierra, Cervantes, más que Don Quijote? (OC VIII, 785)

Muchos años más tarde, quince después de haber escrito su controvertida Vida de

Don Quijote y Sancho, la duda deja paso a la certeza al decir que “Cervantes creó un

Quijote, y cuando soñemos con él acaso no veamos sino al loco manchego, no a quien lo

imaginó; sólo quedará del escritor un nombre: su obra le habrá matado” (OC IX, 367).

Una vez más la “tragicidad de la escritura” se impone entre el autor y su deseo. Unamuno recurre a la literatura persuadido de que en ella podrá saciar su hambre de inmortalidad,

17 Con respecto a estos conceptos, que acuñados por la lingüística estructuralista han pasado al vocabulario psicoanalítico, explica Van Haute: “The subject of the statement and the subject of the enunciation are therefore not two different subjects; the same subject constantly objectifies itself in the statement, and is overtaken by the signifier in the performance of the enunciation. The subject that presumes to find itself in the statement is constantly overtaken by its own truth—which is to say, by the signifier that gives it its form” (57). 31 pero no tarda en comprender que esa inmortalidad es privilegio exclusivo de sus creaciones. Esas batallas contra la muerte a las que se refería Azaola, pues, son

sumamente complejas cuando concentramos nuestra mirada en su proyecto literario de

perpetuación: la lucha con el lenguaje, con su representación como autor, con sus

personajes, con sus obras... no son más que manifestaciones de una feroz lucha por la

individuación que —recordemos a Lacan— sólo puede librarse haciendo uso de un arma

que es al mismo tiempo su principal enemigo: la palabra. Pero Unamuno no está solo en

este difícil combate. A su lado cuenta con un poderoso aliado que, no obstante, opondrá

el tercer y definitivo obstáculo a su empeño: me refiero al lector.

Si hay un tema que aparece en los escritos de Unamuno de manera aún más recurrente que el de la inmortalidad, ése es el de las relaciones entre autor y lector. En cierto modo, ambas cuestiones son una sola, pues la empresa unamuniana de sobrevivir en su obra necesita imperiosamente de la colaboración del lector. La lectura, ciertamente, se convierte para Unamuno en la manifestación palpable de que su sueño de vivir por siempre puede realizarse:

Y, por mi parte, me ha ocurrido muchas veces, al encontrarme en un escrito con un hombre, no con un filósofo ni con un sabio o un pensador, al encontrarme con un alma, no con una doctrina, decirme: “¡Pero éste he sido yo!” Y he revivido con Pascal en su siglo y en su ámbito, y he revivido con Kierkegaard en Copenhague, y así con otros. ¿Y no será ésta acaso la suprema prueba de la inmortalidad del alma? ¿No se sentirán ellos en mí como yo me siento en ellos? Después que muera lo sabré si revivo así en otros. (OC VII, 314)

Así se expresa en La agonía del cristianismo, de 1931. Un año más tarde,

atormentado por la duda de su destino personal, vuelve Unamuno a confiar a la lectura la

consecución de su anhelo de inmortalidad al hilo de un prólogo para Las cerezas del

32 cementerio, de Gabriel Miró. Lo interesante es que en esta ocasión también hace partícipe

a sus lectores de su esperanza: “ni a Miró, ni a mí, ni a ti, lector, nos está reservada la

nada, que es el olvido, porque tú, lector, revivirás en Miró leyéndole, oyéndole, a la vez

que Miró revivirá en ti” (OC VIII, 1127). En otro artículo fechado en 1936, cerca ya de

su muerte, declara: “no sé ni cuántos ni cuáles acudirán a mi entierro. Lo que deseo es

que me entierren, que me adentren en sí aquellos que me hayan leído. Que son los que me

han hecho” (OC VIII, 1146). La importancia de esta alianza ya se advertía en los versos

de “¡Id con Dios!”, donde la voz lírica confiesa a sus potenciales receptores que sus

cantos “quieren vivir, cantar en vuestras mentes”, y se hace mucho más patente en el

poema “Para después de mi muerte”, una composición que al decir de Carreño contiene

una “humillante petición” al lector (314). No sé si “humillante” es el adjetivo más

adecuado para describir el grado de dependencia que une a Unamuno con sus futuros

lectores, pues creo que la relación entre ambas instancias de la comunicación literaria es

más compleja que una mera sumisión del emisor a la autoridad del receptor. En cualquier

caso, este poema publicado en 1907 sintetiza a la perfección el dramatismo de este

triángulo formado por el autor, su obra y el lector:

Sí, lector solitario, que así atiendes la voz de un muerto, tuyas serán estas palabras mías que sonarán acaso desde otra boca, sobre mi polvo sin que las oiga yo que soy su fuente. ¡Cuando yo ya no sea serás tú, canto mío! (OC VI, 173)

33 Afirma Carreño al comentar este poema que “Unamuno cifra en el lector su más

deseada permanencia al escribir” (314), con lo que estoy plenamente de acuerdo, y añade

este crítico una interpretación bíblica de la relación establecida entre autor y lector que

considero muy sugestiva:

[...] el reflejo del “yo” lírico en el lector, y ese continuo encarnarse como “persona” en la voz de quien lea sus versos, asocia otro texto evangélico: las palabras medulares que Cristo dirige a sus apóstoles (oidores de la Palabra) la noche de la cena: “Haced esto en memoria mía” —“hoc facite in meam commemorationem”— (Lc 22, 19) que Unamuno transforma en “leed esto en memoria mía”. (316)

El poema 828 del Cancionero, escrito en 1929, es junto a “Para después de mi muerte” la más lograda expresión lírica de la misión inmortalizadora que confiere

Unamuno al lector. Teniendo en cuenta la fecha de composición de ambos poemas puede concluirse que, en lo esencial, el sentido de dicha misión no cambió a lo largo de su trayectoria literaria; aún en 1929 el lector es el depositario de la máxima ambición de

Unamuno:

Cuando me creáis más muerto retemplaré en vuestras manos. Aquí os dejo mi alma-libro, hombre-mundo verdadero. Cuando vibres todo entero, soy yo, lector, que en ti vibro. (OC VI, 1188)

Unamuno aspira a estar eternamente en sus escritos, de manera que el lector pueda actualizar su memoria en el acto de la lectura. A esto se refería Carreño con el símil de la conmemoración. Pero también aspira a ser eternamente, a colonizar el espíritu del lector con el suyo propio, preservado en sus obras, tal y como expresa el poema anterior. Siguiendo con la imaginería religiosa, cabría entonces hablar no ya de 34 conmemoración sino de auténtica comunión espiritual, y el mandato evangélico que mejor se adaptaría al deseo de Unamuno sería el de “tomad y comed; éste es mi cuerpo”

(Mt 26, 26), trocado en “tomad y leed; esto soy yo”.

* * *

Hasta aquí el comentario de los tres obstáculos que encuentra Unamuno en su travesía literaria hacia la eternidad, los cuales pueden interpretarse como tres fases complementarias y sucesivas de alienación a las que todo escritor se enfrenta en el proceso de creación literaria: en primer lugar alienación de sus ideas, que para poder comunicarse a los demás deben soportar el arancel de la lengua; alienación también de la propia conciencia del escritor, cuya identidad se moldea en discurso literario que le brinda la palabra yo para individualizarlo al tiempo que lo despersonaliza; y alienación al

fin de ese yo del autor vertido en su obra en el momento de ser recibida ésta por su

público. Ahora ya tenemos respuesta al doble interrogante que planteaba unas páginas

más atrás: ¿en qué medida y a través de qué procedimientos condiciona la escritura de un

autor el hecho de recurrir a la creación literaria como forma vicaria de inmortalidad? En

cuanto a lo primero, hemos comprobado cómo toda la obra unamuniana —sus ensayos,

su narrativa, su teatro y por supuesto su lírica— ofrece el doble testimonio de su “avidez

ontológica” y de su obsesión por perpetuarse en sus escritos18. Con respecto a lo segundo,

18 La paternidad de esta afortunada expresión le corresponde a Meyer, quien explica: “Hay en Unamuno una avidez ontológica que va más allá del simple deseo de inmortalidad dentro del cual se la quiere, con harta frecuencia, encerrar. La sed de inmortalidad, la angustia ante el problema de la supervivencia, constituyen en Unamuno un tema dominante, que tal vez es la forma más sensible para el 35 los procedimientos que ensayará Unamuno para lograr dicha perpetuación son fundamentalmente tres: la reflexión metalingüística, la exploración de las conexiones entre vida y literatura —o, lo que viene a ser lo mismo, entre realidad y ficción— y el intento de control de las reacciones del lector; tres estrategias que se corresponden respectivamente con las tres fases de alienación arriba descritas. El primero de esos aspectos, la reflexión metalingüística, ha sido abordado con profundidad por diversos estudiosos de la obra de Unamuno19, pero no sucede así con los otros dos: la exploración metaliteraria y la preocupación por los mecanismos de recepción literaria, los cuales constituyen el objeto de atención del presente trabajo.

Mainer sostiene en su clásico ensayo sobre La edad de plata de la cultura española que “el sentido de la comunicación de Unamuno con sus lectores” es el “tema central de toda su obra” (253). La afirmación me parece muy plausible, pero quisiera corregirla diciendo que el tema central de la literatura de Unamuno es, precisamente, la literatura, lo cual no deja de ser una lógica consecuencia de sus ansias de inmortalidad.

“Salvación en la palabra”, la cita con la que se abría este capítulo, es el título de un poema de Carlos Bousoño perteneciente a su Oda en la ceniza (1967). Pues bien; según

se demostró en el análisis precedente, Unamuno no tarda en comprobar que su proyecto

de perpetuación no puede escapar del “proceso enajenador de la creación literaria” (París

47). Dicho de otro modo, que la pretendida “salvación en la palabra” sólo conduce a una

hombre del anhelo ontológico; sin embargo, no es más que una manifestación particular de una pasión más esencial, la pasión o anhelo de serlo todo, el querer serlo todo” (23-4).

19 Entre la bibliografía dedicada a esta materia destacan las monografías de Blanco Aguinaga (Unamuno), Franz (Word), Huarte Morton, Jiménez Hernández, Laín y Lottini. 36 “salvación de la palabra”, pues sólo al verbo y no a quien lo pronuncia le está reservada

la vida eterna. Y sin embargo... ¿qué destino le aguardaría al verbo sin nadie que lo

tomara en sus labios?

Acosado por el deseo de hacerse inmortal en su obra y por la que generan los factores de alienación inherentes a la escritura, Unamuno hace de la creación literaria una indagación en la propia epistemología del discurso literario en la que, como señalaba Mainer, las relaciones entre autor y lector (en sus múltiples facetas) tienen un lugar preferente. A fin de examinar de qué maneras se manifiesta esa indagación epistemológica a lo largo de la producción prosística de Unamuno, los dos próximos capítulos ofrecen sendos análisis de las conexiones entre las ideas de Unamuno en torno al lector y los principios básicos de la estética de la recepción, y de las diversas teorías de la metaficción con que pueden relacionarse sus experimentos narrativos.

37

CAPÍTULO 2

UNAMUNO Y LAS TEORÍAS DE LA RECEPCIÓN LITERARIA

The art object—like every other product—creates a public of artistic taste and capable of enjoying beauty. The production thus produces not only an object for the subject, but also a subject for the object. Karl Marx (apud Jauss 195)

2.1 DEL SOBORNO ESTÉTICO AL CHANTAJE EXISTENCIAL

Ante la pregunta: ¿qué papel desempeña el lector en la escritura de un autor que se niega a morir?, dos ensayos emblemáticos de la teoría literaria contemporánea se vienen fácilmente a la memoria. Me refiero a “La muerte del autor”, de Barthes, y “¿Qué es un autor?”, de Foucault. Wyers ya relacionó estas dos obras con Unamuno en un artículo donde se contrasta el concepto de autoridad literaria de los franceses —lo que

Foucault denomina “función autorial” (108)— y el del español, una divergencia que tiene principalmente que ver con lo psicológico:

Neither Barthes nor Foucault views the Author’s demise with any sense of pathos or tragedy. On the contrary, it is a kind of liberation […]. Unamuno, as his readers know, reacts to the thought of the author’s death with an apprehension and denial that color and

38 determine all his conceptions of subjectivity, language and the writing subject. (“Unamuno” 329)20

Barthes concluye su ensayo con una frase que en buena medida ha

condicionado los estudios literarios de las últimas décadas: “the birth of the reader

must be at the cost of the death of the Author” (“Death” 148). Será nuestro cometido

comprobar hasta qué punto el intento unamuniano de perpetuarse en su obra no se

realiza también a costa del lector, invirtiendo por tanto los términos del aforismo

barthiano. Foucault, por su parte, indaga las razones del cambio producido en la

sociedad moderna con respecto a la relación entre escritura y muerte:

Our culture has metamorphosed this idea of narrative, or writing, as something designed to ward off death. Writing has become linked to sacrifice, even to the sacrifice of life […]. The work, which once had the duty of providing immortality, now possesses the right to kill, to be its author’s murderer, as in the cases of Flaubert, Proust, and Kafka. That is not all, however: this relationship between writing and death is also manifested in the effacement of the writing subject’s individual characteristics. (102)

Como apunta Wyers, “Unamuno would agree with Barthes and Foucault that the author cannot remain the owner of the text”, ya que él es muy consciente de que “the author’s life depends on his readers and therein lies the problem” (330 y 341). En efecto, aquí radica el problema, y también la diferencia entre las ideas de Unamuno y las de los citados autores: en su consideración del lector, pero también del autor y aun del texto

20 La comparación entre las ideas del español y los franceses puede resultar improcedente o simplemente innecesaria, pero quiero detenerme en ella —para desmentirla— porque sigue siendo un tópico entre la crítica, muy presumiblemente para revestir el pensamiento de Unamuno de una aura de postmodernidad mediante la cual acreditar su vigencia. Valgan como ejemplo estas palabras de Longhurst: “Unamuno termina Niebla proclamando al parecer la autonomía del arte, como hará en San Manuel Bueno, mártir y en La novela de don Sandalio. El autor ha muerto; sólo vive el lector. [...] Toda la polémica suscitada por el aforismo de Roland Barthes “Dans le texte Seúl parle le lecteur” ya está en el Unamuno de principios de siglo XX. Es más, la idea central del estructuralismo en torno al papel fundamental del lector en la construcción del sentido es absolutamente unamuniana” (150). 39 como entes individuales. El ensayo de Barthes debe más su fama al efectismo de su título que a los principios de la teoría de la intertextualidad que prefigura. Y es que, si lo leemos con atención, comprobamos que en su argumentación la figura del lector resulta tan des-integrada (tan des-construida) como la del autor. El primer párrafo del ensayo se cierra con la afirmación que “writing is the destruction of every voice, of every point of

origin. Writing is that neutral, composite, oblique space where our subject slips away, the

negative where all identity is lost, starting with the very identity of the body writing”

(142). La escritura, en suma, es un espacio privilegiado para la “différance” derridiana;

un espacio que exige la muerte del lector no menos que la del escritor. Frente a la idea

tradicional del texto como emanación del autor, como producto determinado de un

individuo creador también determinado, Barthes sostiene que “the modern scriptor is born simultaneously with the text” (145), lo que en cierto modo sustituye la noción de muerte por la de resurrección, y por otro lado recuerda las palabras del propio Unamuno cuando confesaba la equivalencia entre su yo y su obra. La diferencia radical entre el

francés y el español viene dada por su incompatible consideración del sujeto, y por ello

no concuerdo del todo con Wyers cuando afirma que “Barthes and Foucault are heirs to

the kind of thinking about consciousness exemplified by Unamuno” (325). La perspectiva

intertextual de Barthes conduce a una interpretación discursiva de la realidad, según la

cual lo único existente es la palabra, una palabra que además es siempre ajena.21 “The text is a tissue of quotations drawn from the innumerable centers of culture”, apunta

21 Instalado cronológicamente entre Unamuno y Barthes, Bajtín también reflexionó sobre la problemática del lenguaje: “La palabra del lenguaje es una palabra semiajena. Se convierte en “propia” cuando el hablante la puebla con su intención, con su acento, cuando se apodera de ella y la inicia en su aspiración semántica expresiva” (110). 40 Barthes, y por ello cualquier atisbo de personalidad o individualidad autorial debe suplantarse por la noción de “a ready-formed dictionary, its words only explainable through other words, and so on indefinitely” (146). Foucault, en una semejante línea de pensamiento, concluye que “the author does not precede the works” (118-9). Que

Unamuno era muy consciente de la problemática del lenguaje ya se demostró en el capítulo anterior, luego sería posible establecer cierto paralelismo entre las ideas de los tres autores acerca de la dependencia del escritor con respecto a la palabra. Lo que

Unamuno se resistiría a aceptar es la absoluta impersonalidad que Barthes deriva de dicha problemática. Una impersonalidad que en primer término afecta al autor: “Succeeding the

Author, the scriptor no longer bears within him passions, humours, feelings, impressions, but rather this immense dictionary from which he draws a writing that can know no halt”

(147), pero que en última instancia atañe también al lector:

The reader is the space on which all the quotations that make up a writing are inscribed without any of them being lost; a text’s unity lies not in its origin but in its destination. Yet this destination cannot any longer be personal: the reader is without history, biography, psychology; he is simply that someone who holds together in a single field all the traces by which the written text is constituted. (148)

El autor que Unamuno quiso ser no se corresponde con el que Barthes describe o preconiza, pero tampoco el lector en quien Unamuno depositó su esperanza de inmortalidad puede reconocerse en el que diseña la teoría intertextual del francés. Tanto

para Barthes como para Foucault, subvertir la categoría tradicional del autor significa

liberar el potencial semántico de la literatura y eliminar su proyecto teleológico. La tesis

de Barthes es que “to refuse to fix meaning is, in the end, to refuse God and his

hypostases—reason, science, law” (147), mientras que Foucault arguye que “[t]he author 41 is therefore the ideological figure by which one marks the manner in which we fear the proliferation of meaning” (119). La avidez unamuniana de perpetuación y el relieve que tal anhelo necesariamente asigna al lector, nos conduce así a un apasionante conflicto en el que la hermenéutica se solapa con la ontología. Unamuno no puede permitir que su yo

se disuelva en la palabra, pues es esa misma palabra la que debe perpetuarle, la que ha de

repetir por siempre aquellas pasiones, talantes, sentimientos e impresiones que Barthes

negaba al escriba moderno. Se trata por tanto de una literatura dotada de una teleología

bien definida, y también de un significado bien concreto: el mismo Unamuno; pues es su

personalidad lo que transmite a quienes la leen, y su recepción exige que también sus

lectores sean personalidades conscientes. El autor que Unamuno quiso ser remite a la

figura ideológica que mencionaba Foucault, con la particularidad de que su control sobre

la “proliferación de significados” trae aparejado un deseo de controlar la subjetividad del

receptor: leer a Unamuno nos fuerza a tener una historia, una biografía y una psicología

—en contra, de nuevo, de las tesis de Barthes—, pues de ellas van a depender las del

propio autor.

Son dos, por tanto, los puntos de vista desde los que puede analizarse la función

del lector en la literatura unamuniana. El primero tiene que ver con la configuración y

proliferación de significados y más concretamente con la autoridad hermenéutica. Desde

este planteamiento, la duda a despejar es la siguiente: ¿se corresponde la importancia que

Unamuno concede al lector como garante de su inmortalidad con una escritura que

promueve la activa participación del receptor en la creación de sentidos? El segundo

punto de vista está muy relacionado con el anterior porque es en cierto modo

42 prolongación suya, y se refiere a los mecanismos de formación y control de la subjetividad que el proyecto unamuniano de inmortalidad literaria pone necesariamente en marcha. Al margen de su responsabilidad en la actualización semántica de los textos, o mejor dicho, como consecuencia de ella, el lector de Unamuno se ve inmerso en una relación simbiótica con el autor que tiene por objeto la mutua sensibilización de sus conciencias. La elaboración de significados lleva así acarreada una reformulación de la

identidad del sujeto lector, cuyo yo experimenta la invasiva presencia del yo del autor.

“Cuando vibres todo entero, / soy yo, lector, que en ti vibro”, apremia la voz lírica en el

poema 828 del Cancionero, una sentencia que como anticipé páginas atrás parece más

bien la amenaza de una colonización psicológica en toda regla; o al menos, la expresión

del deseo de su realización. En tales circunstancias, ¿será posible para el lector de

Unamuno asumir la autoridad hermenéutica de sus textos sin sucumbir a dicha

colonización? Ésta es la pregunta que suscita el segundo de los planteamientos, de

manera que en este estudio de la función del lector el tratamiento de las diversas teorías

de la recepción literaria nos hace desembocar en un análisis de las teorías sobre la

formación de la subjetividad.

El psicoanálisis ofrece un interesante entrecruzamiento de esos dos tipos de

teorías, pues del mismo modo que Freud recurrió a la literatura como un campo de

recolección de datos para sus investigaciones sobre la psique humana, varios teóricos de

la recepción literaria han desarrollado sus modelos a partir de nociones tomadas del

psicoanálisis. Holland, probablemente el más conocido entre estos, justifica el gusto por

la ficción con la tesis de que: “Literature creates a hunger in us and then gratifies us”

43 (76). Más adelante amplía esas palabras diciendo que: “the introjection necessary for full experience of a work depends on two conscious expectations: first, that the work will please us; second, that we will not have to act on it. If either expectation is defeated, our fusion with the work breaks down and we “snap out of it”” (98). De la rápida caracterización de la literatura unamuniana hecha hasta aquí se desprende que no es precisamente placer lo que el lector va a hallar en ella, sino el lamento agónico de un individuo que se resiste a morir y desea arrastrar al receptor de su obra a esa misma agonía. Además, tanto la dimensión hermenéutica de su escritura como la ontológica obligan a una especial participación del lector, de modo que ninguna de las dos premisas establecidas por Holland parece cumplirse en el caso de Unamuno. Y, sin embargo, no por ello sus lectores (no todos ellos, al menos) se escabullen —“snap out”— de sus textos. ¿Por qué? La solución puede estar en un concepto básico del psicoanálisis al que

Holland se refiere repetidamente: la sublimación, que él define como “the changing of a forbidden impulse or idea into something socially or morally aceptable, or [...] pleasurable to the individual’s ego” (57). Sin utilizar todavía ese término, Freud comparó por primera vez la estética literaria con los mecanismos de defensa del subconsciente en su ensayo de 1908 “The Relation of the Poet to Day-Dreaming”. En tal ensayo se explica:

You will remember that we said the day-dreamer hid his phantasies carefully from other people because he had reason to be ashamed of them. […] But when a man of literary talent presents his plays, or relates what we take to be his personal day-dreams, we experience great pleasure arising probably from many sources. How the writer accomplishes this is his innermost secret; the essential ars poetica lies in the technique by which our feeling of repulsion is overcome, and this has certainly to do with those barriers erected between every individual being and all others. We can guess at two methods used in this technique. The writer softens the egotistical character of the day- dream by changes and disguises, and he bribes us by the offer of a purely formal, that is, aesthetic, pleasure in the presentation of his phantasies. (182-3)

44 La idea que me interesa resaltar en esta cita es la de “soborno” (“he bribes us”)

Según Freud, lo que nos induce a tolerar y aun disfrutar las ficciones literarias es, en conjunción con la transformación que el autor opera sobre sus fantasías (en esto consiste propiamente la sublimación), la falsa seguridad de que esos materiales tienen un valor meramente estético. Y digo falsa seguridad porque, como Freud apunta, la certeza del lector es únicamente el resultado de un soborno: el autor nos ofrece belleza a cambio de nuestra aceptación de sus fantasías. ¿Es esto mismo lo que Unamuno lleva a cabo en sus obras? ¿Es también un soborno estético lo que hace que sus lectores no se escabullan de sus textos? No exactamente. En mi opinión, la función que Unamuno atribuye al lector en su literatura no se funda en un soborno estético sino en lo que podría denominarse un chantaje existencial: interiorizar sus ficciones y de ese modo inmortalizarle es el precio que Unamuno obliga a pagar al lector a fin de no arrebatarle su propia certeza ontológica, puesta en entredicho por una confusión de límites entre la realidad y la ficción. Sostiene

Poulet que la lectura “is the act in which the subjective principle which I call I, is modified in such a way that I no longer have the right, strictly speaking, to consider it as my I” (45), pero este proceso de alienación sólo esclarece uno de los dos polos que articulan la función del lector en la literatura de Unamuno, el ontológico. Con respecto al otro polo, el hermenéutico, el lector es una figura activa y soberana. El papel que desempeña este lector, en definitiva, es doble, como lo es también el significado de la palabra sujeto. Hacia el final de su célebre ensayo sobre los aparatos ideológicos del

Estado, reflexiona Althusser sobre la ambigüedad semántica de dicho término:

In the ordinary use of the term, subject in fact means: (1) a free subjectivity, a center of initiatives, author of and responsible for its actions; (2) a subjected being, who submits to 45 a higher authority, and is therefore stripped of all freedom except that of freely accepting his submission. […] There are no subjects except by and for their subjection. That is why they ‘work all by themselves’. (136)

Lo que Althusser atribuye a los mecanismos de dominación ideológica me parece

perfectamente aplicable a la relación autor-lector. También el lector es un sujeto activo a

la vez que pasivo, un individuo libre que sin embargo sólo puede ejercer su libertad al

someterse a la conciencia autorial, al convertirse en una “presa del lenguaje” (Poulet 43).

De cómo los receptores de la obra unamuniana pueden ser víctimas de un chantaje

existencial, verse forzados a realizar un inverosímil proyecto de inmortalidad literaria, y al mismo tiempo “trabajar por sí mismos” —“work all by themselves”—, es decir, conservar su potestad hermenéutica, se ocupará el resto de este trabajo. Por el momento, el objetivo de este capítulo será exponer las bases teóricas que me permitirán llevar a cabo ese estudio desde los principios de la estética de la recepción.

2.2 PANORAMA TEÓRICO

La notable presencia del lector en la literatura unamuniana y más aún la libertad interpretativa que presuntamente se le concede en ella, tienen un referente teórico en las doctrinas de la estética de la recepción formuladas en el último tercio del siglo XX.22

Según señala Terry Eagleton, esta corriente metodológica determina un cambio decisivo

en la evolución de la epistemología literaria: “A muy grandes rasgos, la historia de la

22 Este epígrafe ofrece un análisis instrumental, y no exhaustivo, de los conceptos clave de la estética de la recepción. Una síntesis de los postulados de esta modalidad de crítica literaria puede encontrarse en los trabajos de Acosta Gómez, Beach, Freund, Holub, Mayoral, Suleiman y Crosman, Tompkins y Warning. 46 teoría literaria moderna se podría dividir en tres etapas: preocupación por el autor

(romanticismo y siglo XIX); interés en el texto, excluyendo todo lo demás (Nueva

Crítica); en los últimos años, cambio de enfoque, ahora dirigido al lector” (95). Un

cambio de enfoque que puede simplificarse como el tránsito desde una perspectiva

ontológica de análisis textual —estudio de la esencia literaria— a otra fenomenológica —

estudio de la percepción literaria—, según la cual el texto sólo existe en cuanto proceso

de lectura (Zima 55-80). Jane P. Tompkins, editora de un volumen que citaré

profusamente en las páginas que siguen, sintetiza así esa evolución:

In the context of Anglo-American criticism, the reader-response movement arises in direct opposition to the New Critical dictum issued by Wimsatt and Beardsley in “The Affective Fallacy” (1949): “The Affective Fallacy is a confusion between the poem and its results… It begins by trying to derive the standard of criticism from the psychological effects of a poem and ends in impressionism and relativism” (p. 21). Reader-response critics would argue that a poem cannot be understood apart from its results. Its “effects”, psychological and otherwise, are essential to any accurate description of its meaning, since that meaning has no effective existence outside of its realization in the mind of the reader. (ix)

Con todo, Tompkins es cautelosa a la hora de considerar esta corriente una revolución en el panorama de los estudios literarios, tal como han hecho otros autores. En su opinión, lo que distingue a estas teorías de sus predecesoras es más una cuestión metodológica (de forma) que epistemológica (de fondo): “The essential similarity between New Criticism and reader-response criticism is obscured by the great issue that seems to divide them: whether meaning is to be located in the text or in the reader. The location of meaning, however, is only an issue when one assumes that the specification of meaning is the aim of the critical act” (201). En el nuevo escenario teórico y crítico dejado por la irrupción del postestructuralismo y concretamente el fenómeno cultural de

47 la deconstrucción, resulta imposible seguir afirmando que el propósito del análisis literario sea la búsqueda de un sentido textual (ya sea unívoco o plural), y es por ello que mi estudio funda sus bases teóricas en la combinación de las teorías de la recepción con otros discursos que las complementan y perfeccionan. Soy consciente de que las teorías de la recepción literaria han sido ampliamente refutadas y abandonadas desde hace al menos dos décadas, mas no por ello puedo persuadirme de que carecen de geniales vislumbres todavía aprovechables, muy especialmente para estudiar la obra de Miguel de

Unamuno.23

De las numerosas plasmaciones teóricas que ha tenido este acercamiento fenomenológico a los estudios literarios desde su primera difusión por la Escuela de

Constanza, me interesan especialmente aquellas que consideran las relaciones de orden psicológico que se establecen en el texto entre autor y lector. No en vano sostiene Iser que la historia de las relaciones entre ambos son el factor clave en la evolución del género novelesco (Implied 102-3). Dicho de otra manera; de las múltiples teorías que pueden clasificarse bajo los membretes generales de “estética de la recepción” o “estudios de recepción literaria”, las que más resonancia tendrán en este trabajo serán aquellas cuya atención por el lector no implique el rechazo ni mucho menos la negación del agente emisor de la comunicación literaria: el autor. Como señala Wolff, “[t]he centrality of the author in the sociology of literature is a vital matter, and a modified conception of authorship does nothing to alter this fact” (136), pero ambas instancias —autor y lector—

23 En buena medida, comparto en este sentido el parecer de Davis y Womack: “Despite the increasing hegemony of new, often politically conscious forms of literary critique, the contemporary theoretical project clearly holds a revered place for formalist criticism and reader-response theory” (154). 48 no sólo se necesitan mutuamente desde la perspectiva de la sociología del arte; también para un análisis psicológico e ideológico —sensu lato— de la literatura debemos tener a ambas en consideración, pues sólo así la lectura se convierte en ese “phenomenon that mixes, and, one might even say, stages, the moments of agency that operate in the subject and the object” (Smith xxi).

Las ideas de Georges Poulet pueden servirnos de ayuda para interpretar la literatura unamuniana por cuanto este crítico concibe el proceso de recepción literaria como una forma de comunicación entre las conciencias del autor y el lector. Para Poulet, con palabras que parecen reproducir la mentalidad de Unamuno, un libro no es un objeto material, una cosa inanimada, sino una conciencia. Mediante la lectura,

I am aware of a rational being, of a consciousness; the consciousness of another, no different from the one I automatically assume in every human being I encounter, except that in this case the consciousness is open to me, welcomes me, lets me look deep inside itself, and even allows me, with unheard-of license, to think what it thinks and feel what it feels. (42)

Esta aparente libertad, no obstante, acarrea según Poulet una fascinante alienación

psicológica. Convertido en una “presa del lenguaje” (43), el lector asume una nueva

identidad en virtud de la cual la palabra “yo” deja de significar lo que designaba antes de

comenzar la lectura. “Whenever I read, I mentally pronounce an I, and yet the I which I

pronounce is not myself” (44-5), de manera que el lector no sólo pronuncia como suyas

palabras que no le pertenecen, sino que piensa como propias ideas gestadas en otra

conciencia: “Because of the strange invasion of my person by the thoughts of another, I

am a self who is granted the experience of thinking thoughts foreign to him. I am the

49 subject of thoughts other than my own. My consciousness behaves as though it were the consciousness of another” (44).

Aunque Poulet sostiene que un libro puede entenderse como un medio de salvar la identidad del autor de la muerte —véase la cita que encabeza el capítulo anterior—, también advierte que el biografismo inherente en este planteamiento es equívoco cuando no simplemente falso. Y es que esa nueva identidad con la que el lector reviste la suya no puede ser la del autor de carne y hueso que escribió la obra literaria, sino una conciencia existente sólo entre los límites del texto (46-7); pero, lo más importante, existente sólo gracias a la colaboración del lector: “a work of literature becomes at the expense of the reader whose own life it suspends a sort of human being, that it is a mind conscious of itself and constituing itself in me as the subject of its own objects” (47).

A pesar de lo dicho, Poulet está lejos de interpretar esta temporal alienación en términos de una colonización psicológica, ya que sostiene que la conciencia del lector nunca llega a ser completamente absorbida por la del texto. No se trata de anulación o sustitución, por tanto, sino de acumulación, aunque Poulet atribuye papeles muy distintos a los partícipes en el proceso de lectura:

Doubtless, within this community of feeling, the parts played by each of us are not of equal importance. The consciousness inherent in the work is active and potent; it occupies the foreground; it is clearly related to its own world, to objects which are its objects. In opposition, I myself, although conscious of whatever it may be conscious of, play a much more humble role content to record passively all that is going on in me. (47)

Aquí radica, en mi opinión, el punto débil de la argumentación de Poulet, al

menos cuando se analiza desde una perspectiva afín a la estética de la recepción. El papel

meramente pasivo que asigna al lector no se corresponde con sus propias ideas acerca de 50 la conciencia generada en el texto, pues es precisamente el lector quien ha de generarla y por consiguiente su función va mucho más allá de registrar lo que sucede: antes ha de crearlo.

Wofgang Iser, sin duda una de las principales figuras de los estudios de recepción literaria, retoma las tesis de Poulet para configurar su teoría de la identificación. Según

Iser, “the identification of the reader with what he reads [...] is not an end in itself, but a stratagem by means of which the author stimulates attitudes in the reader” (Implied 291).

En el curso de tal identificación, que desde luego es un proceso más activo de lo que

Poulet concedía, el lector ha de confrontar sus pensamientos con otros ajenos, pero además —y sobre todo— ha de reconocer y ser consciente de su capacidad para realizar dicha confrontación. Poulet había advertido que el lector no sólo da existencia al yo del texto, sino que también le da conciencia de su existencia (47), y en la misma línea se sitúa Iser al afirmar:

The need to decipher gives us the chance to formulate our own deciphering capacity— i.e., we bring to the fore an element of our being of which we are not directly conscious. The production of the meaning of literary texts […] does not merely entail the discovery of the unformulated, which can then be taken over by the active imagination of the reader; it also entails the possibility that we may formulate ourselves and so discover what had previously seemed to elude our consciousness. (Implied 294)

La identificación conduce a una experiencia de auto-conocimiento que resulta

especialmente intensa cuando el lector se enfrenta a una literatura no convencional.

Según Iser, “it is only when the reader is forced to produce the meaning of the text under

unfamiliar conditions, […] that he can bring to light a layer of his personality that he had previously been unable to formulate in his conscious mind” (Act 50). Por analogía con el

51 término lingüístico, Culler se refiere a la “competencia literaria” como la gramática interna que permite al lector transformar enunciados en estructuras literarias dotadas de un peculiar sentido (Tompkins 102). Esa gramática se compone de las experiencias lectoras previas, y por ello las obras que no responden a los modelos tradicionales suponen un importante reto interpretativo en el que no sólo la institución literaria es sometida a revisión, sino la propia identidad del lector. Las grandes obras de la literatura, sostiene Culler, se caracterizan por provocar un “questioning of the self and of ordinary

social modes of understanding” (116), y pienso que ese mismo efecto puede atribuirse a

las novelas de Unamuno que comentaré en los próximos capítulos; unas novelas, por otro

lado, que por diversas razones que analizaré en su momento bien pueden considerarse

vanguardistas o al menos no convencionales.

Otro autor que aborda la cuestión de la lectura como mecanismo de formación de la conciencia es Walter Benn Michaels. En su estudio de la teoría del sujeto de Peirce,

Michaels contempla las repercusiones que el abandono de la neutralidad cartesiana tiene para la interpretación literaria. Una vez rechazada la existencia autónoma del texto y el lector, según la cual éste último puede ejercer su libertad y generar un número ilimitado de sentidos (postura activa) o bien aceptar el significado propuesto por la obra (postura pasiva), el crítico debe abandonar el planteamiento dualista que opone el sujeto al objeto para admitir que “el ser, como el mundo, es un texto” (Tompkins 199). Continúa

Michaels:

In Peirce’s view, then, the self is already embedded in a context, the community of interpretation or system of signs. The rhetoric of the community of interpretation emphasizes the role readers play in constituting texts, while the rhetoric of the self as a sign in a system of signs emphasizes the role texts play in constituting consciousness— 52 the strategy in each case is to collapse the distinction between the interpreter and what he interprets. (199)

No hay diferencia entre lector y lectura, puesto que el lector no es sólo un

intérprete: también es interpretación. Michael ofrece un modelo de recepción que

resuelve el conflicto entre los modos activos y pasivos de lectura, al tiempo que aporta un

nuevo marco teórico en el que insertar la doble naturaleza —hermenéutica y ontológica—

de la comunicación literaria a la que me refería en el capítulo anterior.

El concepto de “comunidad interpretativa” manejado por Michael nos remite a los trabajos sobre recepción literaria de Stanley Fish. En la introducción a su célebre libro Is

There a Text in This Class, Fish propugna una peculiar relación entre interpretación y texto que en rigor es la que distingue a la estética de la recepción de otras modalidades de análisis literario: “The relationship between interpretation and text is thus reversed: interpretive strategies are not put into execution after reading; they are the shape of reading, and because they are the shape of reading, they give texts their shape, making them rather than, as is usually assumed, arising from them” (13). Al negar al texto la categoría de “objeto” que la crítica tradicionalmente le atribuía, en el sentido de que ese objeto no puede considerarse existente con anterioridad al proceso de lectura, Fish parece depositar en el individuo lector la entera responsabilidad hermenéutica.24 Sin embargo,

según él no es el lector sino la sociedad lectora quien determina en última —y en

primera— instancia el modo que en que se leen los textos:

24 I. A. Richards, quien suele considerarse un precursor de los estudios de recepción literaria en Estados Unidos, ya había negado la naturaleza objetiva de las obras de arte al señalar: “Whether we are discussing music, poetry, painting, sculpture or architecture, we are forced to speak as though certain physical objects [...] are what we are talking about. And yet the remarks we make as critics do not apply to such objects but to states of mind, to experiences” (22). 53

[…] it is interpretive communities, rather than either the text or the reader, that produce meanings and are responsible for the emergence of formal features. Interpretive communities are made up of those who share interpretive strategies not for reading but for writing texts, for constituting their properties. In other words these strategies exist prior to the act of reading and therefore determine the shape of what is read rather than, as is usually assumed, the other way around. (14)

Tampoco el hecho de convertir a las comunidades interpretativas en los focos de

significación literaria implica dotarlas de una existencia objetiva y precisa, puesto que

“interpretive communities are no more stable than texts because interpretive strategies are not natural or universal, but learned” (172). Del mismo modo que Fish abandona sus primeras intuiciones acerca de la distinción entre lectura e interpretación para concluir que todo es interpretación (porque sin ésta no hay lectura posible), su consideración de los textos, los lectores, las comunidades interpretativas y las estrategias de interpretación anula toda clasificación binaria, toda distinción entre categorías subjetivas y objetivas, y aboga por la absoluta y constante interdependencia entre las diversas instancias involucradas en el proceso de recepción.

En este repaso de las principales teorías de la recepción, la perspectiva sociológica que Fish imprime a su noción de comunidades lectoras trae a colación las tesis de Jauss, quien puede considerarse junto a Iser el más influyente teórico de la Escuela de

Constanza. Mientras que Iser desarrolla una fenomenología de la recepción a partir de los

trabajos de Ingarden, el interés de Jauss es fundamentalmente histórico. Acosta Gómez

deslinda estos dos métodos al señalar que la diferencia esencial entre la estética de la

recepción y la historia de la recepción se basa en el diverso énfasis que se realiza sobre

los elementos del triángulo semiótico: la estética parte del texto para explicar la recepción

54 del lector y se preocupa por el “lector implícito” —una categoría textual—, mientras que

la historia parte de la recepción del lector para explicar el texto y se preocupa por el

“lector real” —es decir, un individuo histórico— (160). El concepto de “horizonte de

expectativas” en el que Jauss fundamenta su proyecto para una historia de la recepción,

parece acentuar la dicotomía texto/contexto, si bien Jauss insiste en que ambos se

modifican recíprocamente:

A corresponding process of the continuous establishing and altering of horizons also determines the relationship of the individual text to the succession of texts that forms the genre. The new text evokes for the reader (listener) the horizon of expectations and rules familiar from earlier texts, which are then varied, corrected, altered, or even just reproduced. (23)

Ya nos refiramos a la evolución de las convenciones que regulan la recepción de textos, ya a la transformación en las características que determinan la pertenencia —y pertinencia— de un texto a un género literario, el instrumento de cambio es la “distancia estética”, que Jauss define como el grado de disparidad de una obra artística con respecto al horizonte de expectativas en el que se produce y/o recibe. Esta noción de “distancia estética” será interesante a la hora de evaluar la originalidad de la narrativa unamuniana y específicamente el efecto de tal originalidad en el lector, pues, como afirma Jauss, la historia de la literatura ofrece ejemplos de textos capaces de revolucionar las sociedades que los acogieron; de revolucionarlas no sólo en lo concerniente a las categorías estéticas dominantes, sino en aspectos aún más profundos de la identidad humana: “Thus a literary work with an unifamiliar aesthetic form can break through the expectations of its readers and at the same time confront them with a question, the solution of which remains lacking for them in the religiously or officially sanctioned morals” (44). 55 Esta capacidad del texto literario para modificar a su receptor pone de relieve la noción de lectura como proceso de comunicación. De este aspecto se ocupó con detenimiento Castellet en una obra pionera de los estudios de recepción literaria en

España: La hora del lector, publicada originalmente en 1957 y recientemente reeditada en su versión definitiva. Imbuido del pensamiento existencialista y el compromiso social de Sartre, Castellet concibe la escritura y lectura de novelas como dos respuestas a una misma carencia íntima: “al escribir, el novelista parte de una insatisfacción por la propia vida y por la vida de su entorno. Y al lector le empuja a leer esa misma insatisfacción. El propósito de mejorarse y mejorar nuestra vida está, pues, en ambos, y la obra literaria les ofrece una oportunidad única en cada caso” (43).

La modalidad narrativa en que Castellet funda su observaciones sobre la novela moderna es el nouveau roman francés. De su estudio concluye que “con la desaparición gradual del autor, como tal, de las páginas de sus libros, acontece la simultánea aparición del lector en el ámbito creador de la obra” (51)25, aunque también advierte que esta nueva narrativa encierra una interesante paradoja en lo que concierne a las relaciones entre autor

y lector. Por un lado, la nueva novela parece equiparar a autores y lectores, privando a los primeros de los privilegios ostentados en la narrativa tradicional y ofreciendo a los segundos la posibilidad de re-crear activamente lo que leen. Por eso dice Castellet que

“[l]a hora del lector [...] es, en realidad, la hora del equilibrio entre dos hombres que se descubren iguales en una tarea común” (51). Por otro lado, sin embargo, el acusado

25 Estas palabras recuerdan vivamente las de Barthes al preconizar el nacimiento del lector a costa de la muerte del autor, palabras comentadas al comienzo de este capítulo, aunque debe hacerse la salvedad de que el ensayo del teórico francés se publicó en 1968, una década más tarde que la primera edición del libro de Castellet. 56 experimentalismo de la nueva novela supone un serio peligro para la efectiva comunicación entre el autor y el lector, y en esto consiste “la triste paradoja de que “la hora del lector” se ha convertido en “el tiempo del divorcio entre autor y público”” (73).

La problemática que Castellet detecta en la narrativa de los años 50 es perfectamente aplicable al caso de Unamuno, pues sus novelas también ofrecen un ejemplo de experimentación literaria unida a un profundo interés por el lector. Al término de su ensayo, Castellet vuelve a referirse al “divorcio entre autor y público”, lamentándose de que “a medida que el escritor concedía mayor margen creador al lector,

éste se alejaba, incapaz de asumir su responsabilidad, por no estar suficientemente preparado, de las obras que, más que nunca, le estaban destinadas” (79-80). El panorama descrito por el crítico catalán es sumamente paradójico, sarcástico incluso, pues en cierto modo recuerda la infame consigna de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.

Refiriéndose al arte vanguardista de entreguerras, Ortega había detectado un divorcio semejante entre artistas y público, aunque en ese caso no había paradoja alguna puesto que el arte deshumanizado se declaraba abiertamente opuesto a los gustos generales.

Castellet, por el contrario, insiste en que la novela experimental de los 50 necesita más

que nunca del lector y apela más que nunca a él, pero ¿se trata de un interés genuino o tal

vez similar al paternalismo de los absolutistas ilustrados? La pregunta, obviamente, debe

extenderse a Unamuno, y a lo largo de los próximos capítulos tendremos ocasión de

responderla. Para acabar este comentario del ensayo de Castellet, hay dos párrafos que

quisiera destacar por la luz que pueden arrojar sobre nuestro análisis de la narrativa

unamuniana:

57 No olvidemos que le lector medio—ajeno a los problemas de la creación e interesado únicamente en sus resultados—ignora, en la mayor parte de los casos, que la literatura y el arte modernos, por primera vez en la historia, cuentan con él, no como lector o espectador pasivo, sino como miembro dinámico del proceso de creación. Pero toda creación tiene una gestación laboriosa y difícil, dolorosa y paciente. Y si el escritor o el artista conciben con dolor su obra ¿qué tiene de extraño que, una vez que el lector o el espectador quedan elevados a una superior condición creadora, se les exija una participación laboriosa y difícil, dolorosa y paciente en su turno creador? (64)

Pocos autores habrán insistido tanto como Unamuno en el dolor de la escritura, pero sus esfuerzos habrían resultado en vano de no lograr transmitir al lector el sentimiento de que también la lectura es dolor. De acuerdo con las ideas de Unamuno sobre la literatura esbozadas en el capítulo anterior, la idea de un “divorcio entre autor y público” es inaceptable, y cabe pensar que un propósito fundamental de sus experimentos narrativos es precisamente educar al lector, informarle de su nuevo papel co-creador, a fin de conseguir una comunión entre autor y público imposible a través de los moldes tradicionales.

Suponiendo que un texto no convencional pueda transmitir con éxito al lector el nuevo papel activo que ha de desempeñar en su recepción, ¿significaría eso una mayor libertad interpretativa, tal como parecen sugerir Castellet y otros autores? Según Culler, la respuesta a esa pregunta es rotundamente negativa o al menos se hace preciso reformular la cuestión en distintos términos. Del mismo modo que la narratología estructuralista distingue toda una serie de instancias interpuestas entre el individuo de carne y hueso que escribe y firma una novela y las diversas voces gramaticales que sustentan el relato, debemos distinguir entre el individuo de carne y hueso que toma entre sus manos esa novela y el sujeto lector que en última instancia efectúa su interpretación.

Es así como pueden evitarse algunos de los callejones sin salida a los que conducían las

58 teorías de Poulet, pues, por ejemplo, las dudas sobre el mayor o menor grado de alienación experimentada por el lector se resuelven al tomar en consideración estas palabras de Culler: “[t]o read is to play the role of a reader and to interpret is to posit an experience of reading. [...] To read is to operate with the hypothesis of a reader and there is always a gap or division within reading” (67). Sus afirmaciones son muy valiosas a la hora de analizar textos que, como los de Unamuno, hacen alarde de la autonomía hermenéutica concedida al lector: primeramente porque hemos de ser conscientes de que dicha autonomía —o su falta— no remiten a un individuo de carne y hueso sino a un sujeto lector —esto es, una categoría discursiva, sólo posible por, en y para el texto—; y, en segundo lugar, porque al exhibir tal condescendencia con el lector el efecto estético buscado es muchas veces contrario a esa pretendida libertad. Para Culler, “the more active, projective, or creative the reader is, the more she is manipulated by the sentence or by the author” (71).26

Entre las diversas caracterizaciones teóricas que han intentado clasificar dicha

categoría discursiva del sujeto lector, “sólo posible por, en y para el texto”, según escribía más arriba, la más extendida es la noción de “lector implícito” de Iser. Con este concepto, Iser pretendía superar las limitaciones del “superlector” descrito por Riffaterre, el “lector informado” de Fish o el “lector ideal” de Wolff. Según su propia explicación, el lector implícito:

26 Como en tantos otros respectos, el Quijote ofrece un magistral ejemplo de cómo la presunta libertad interpretativa concedida explícitamente al lector puede no ser más que un artificio narrativo. Sin entrar en el terreno de la metaliteratura, que será tema del próximo capítulo, ni adelantar aspectos del comentario de las novelas de Unamuno, que a su vez serán materia de los siguientes, quisiera apuntar aquí una idea que considero igualmente aplicable a la obra maestra de Cervantes y a la narrativa unamuniana: ser libres para interpretar un texto no es de ninguna manera lo mismo que ser obligados por el texto a interpretarlo libremente. 59

[…] embodies all those predispositions necessary for a literary work to exercise its effect—predispositions laid down, not by an empirical outside reality, but by the text itself. Consequently, the implied reader as a concept has his roots firmly planted in the structure of the text; he is a construct and in no way to be identified with any real reader. […] The concept of the implied reader is therefore a textual structure anticipating the presence of a recipient without necessarily defining him: this concept prestructures the role to be assumed by each recipient, and this holds true even when texts deliberately appear to ignore their possible recipient or actively exclude him. Thus the concept of the implied reader designates a network of response-inviting structures, which impel the reader to grasp the text. (Act 34)

Los focos de atención de mi trabajo son, por un lado, el hombre de carne y hueso que fue Miguel de Unamuno, y por otro lado, los hombres y mujeres de carne y hueso que han leído, leen y leerán sus novelas. Podrá reprochárseme que en el marco de un estudio literario —esto es, textual— tal interés ‘personal’ carece de legitimidad, pero lo cierto es que el propósito de mi investigación es dilucidar lo que la narrativa unamuniana puede aportarnos a nosotros, lectores de un recién estrenado siglo XXI, para lo cual necesito centrarme en el peculiar tipo de relación entre autor y lector suscitado por nuestro escritor.27 Eso no implica, no obstante, olvidar que el texto es el único medio por el cual es posible la relación entre autores y lectores, y por ello la noción de Iser de

“lector implícito” resulta de gran utilidad crítica: páginas atrás me refería al intento de

Unamuno de controlar la recepción de sus obras, y ahora resulta claro que tal intento se

reducirá a su capacidad para elaborar un lector implícito a la medida de sus deseos.

27 Holland, a quien ya hice referencia al comienzo de este capítulo, combina planteamientos propios de las teorías de la recepción y el psicoanálisis para desarrollar un “transactive criticism” o “crítica transaccional” que él mismo define como “feeling, thinking, and writing about literature from a firm acceptance of the human relationship between reader and work” (xv). Lo que me interesa resaltar de sus palabras es el adjetivo “humano”, que describe bien mi actitud ante la cuestión. 60 Un repaso de las teorías de la comunicación literaria no puede prescindir de las aportaciones de Umberto Eco en el ámbito de la semiótica. Uno de los conceptos que mayor atención ha suscitado entre la crítica es el de “obra abierta”, con el que Eco se refiere a los diversos grados de colaboración estética que el receptor de una obra artística

(ya sea literaria o de cualquier otra clase) puede experimentar. En primer lugar, Eco se desmarca del concepto tradicional de “apertura estética”, basado “en una colaboración teorética, mental del usuario, el cual debe interpretar libremente un hecho de arte ya producido, ya organizado según una plenitud estructural propia (aun cuando esté estructurado de modo que sea indefinidamente interpretable)” (Obra 84). Para describir lo que entiende por obra abierta en el sentido posmoderno de la expresión28, el autor italiano menciona varios ejemplos musicales en los que “el usuario organiza y estructura,

por el lado mismo de la producción y de la manualidad, el discurso musical. Colabora a

hacer la obra” (84). Según esta segunda interpretación, una obra abierta no es aquella cuyo desenlace resulta ambiguo o es incluso inexistente; la apertura estética que propone

Eco es mucho más compleja y también sugestiva, pues se fundamenta en una indefinición epistemológica de la obra en sí, la cual sólo adquiere categoría de obra artística —se hace, y en consecuencia se interpreta como tal— gracias a la mediación del receptor.

Cabría decir que la indeterminación genérica de algunos de los textos de Unamuno que serán objeto de estudio en este trabajo, tales como Vida de Don Quijote y Sancho y muy especialmente Cómo se hace una novela, puede atribuirse a su apertura estética, en el

28 Debido a las múltiples connotaciones teórico-críticas del membrete posmoderno, he de advertir que Eco no emplea este término para definir su noción de obra abierta, aunque considero que resulta adecuado para distinguirla cronológicamente de la idea tradicional (moderna) de apertura estética. 61 sentido que Eco da al término: al fin y al cabo, será el lector quien habrá de hacer dichos

textos para en última instancia leerlos como una biografía, una novela, un tratado de

narratología, o las tres cosas a un tiempo. Pero la importancia de las ideas de Eco para el

análisis de la literatura unamuniana no termina aquí. Entre los dos extremos de obra

abierta ya comentados, el tradicional y el posmoderno, describe un punto medio

correspondiente a la “obra en movimiento”, que define así:

[...] es posibilidad de una multiplicidad de intervenciones personales, pero no una invitación amorfa a la intervención indiscriminada: es la invitación no necesaria ni unívoca a la intervención orientada, a insertarnos libremente en un mundo que, sin embargo, es siempre el deseado por el autor. El autor ofrece al usuario, en suma, una obra por acabar: no sabe exactamente de qué modo la obra podrá ser llevada a su término, pero sabe que la obra llevada a término será, no obstante, siempre su obra, no otra, y al finalizar el diálogo interpretativo se habrá concretado una forma que es su forma, aunque esté organizada por otro de un modo que él no podía prever completamente, puesto que él, en sustancia, había propuesto posibilidades ya racionalmente organizadas, orientadas y dotadas de exigencias orgánicas de desarrollo.” (96)

Las conexiones de este tipo de “obras en movimiento” con el concepto de “lector

implícito” de Iser son patentes. Eco las desarrolla en Lector in fabula, un libro cuyo

subtítulo representa toda una declaración de principios: La cooperación interpretativa en

el texto narrativo. Partiendo de dos presupuestos muy próximos a las teorías de Iser, el

primero, que “[e]n la medida en que debe ser actualizado, un texto está incompleto”

(Lector 73); y el segundo, que “el texto está plagado de espacios en blanco, de intersticios

que hay que rellenar” (76), y haciendo una particular reformulación del “horizonte de

expectativas” de Jauss, Eco llega a la conclusión de que el intérprete de un texto no puede

ignorar ni debe exceder las expectativas de sentido inscritas en el texto mismo, del mismo

modo que un autor está obligado a contemplar las expectativas de sentido de sus

62 eventuales receptores en el momento de la escritura. Si la recepción de todo texto ya está prefigurada en sus páginas, la comunicación literaria se concibe entonces como el movimiento interpretativo gracias al cual el lector reproduce y hace suyas las estrategias de creación de sentido puestas en práctica por el autor. Este tipo de intérprete es según

Eco el “Lector Modelo”, aquel “capaz de cooperar en la actualización textual de la manera prevista por él [el autor] y de moverse interpretativamente, igual que él se ha movido generativamente” (80).

Eco comparte con Iser la convicción de que las instancias de la comunicación literaria sólo tienen validez teórico-crítica en cuanto rasgos discursivos concretos y observables. Así, el “lector modelo” no es una mera esperanza, sino una creación textual promovida por determinadas estrategias literarias susceptibles de interpretación. A Eco

—y puedo decir que a mí también— no le interesa la multiplicidad de lecturas que es fruto “tanto de una cooperación con el texto como de una violencia que se le inflige”

(83). En cambio, “lo que aquí nos interesa es la cooperación textual como una actividad promovida por el texto” (84). A lo primero lo llama “uso”, mientras que reserva para lo segundo el término “interpretación” (85). El ámbito propio del “lector modelo” es la interpretación y no el uso, pues el “Lector Modelo es un conjunto de condiciones de felicidad, establecidas textualmente, que deben satisfacerse para que el contenido potencial de un texto quede plenamente actualizado” (89). Y no sólo esto; también el autor al que tiene acceso el intérprete durante su proceso de lectura, el autor cuyas estrategias ha de identificar y asimilar, será una entidad puramente textual. De la misma forma que el autor empírico elabora una hipótesis de Lector Modelo que se plasma en

63 una determinada estrategia textual, el lector empírico debe construirse un Autor Modelo a partir “de los datos de la estrategia textual” (90).

A pesar de los numerosos precedentes —cuando no prejuicios— biográficos, históricos y estéticos que inevitablemente acompañan la lectura de una novela de

Unamuno, cualquier lectura de cualquier autor, de hecho, lo cierto es que lo único persistente son las palabras, el propio texto, y será en ese texto donde Unamuno habrá de pelear por su inmortalidad. De nada servirán los comentarios de un crítico para persuadir a un lector de lo que no haya leído —sentido, vivido— por sí mismo, como tampoco de nada sirven los comentarios de un autor para redimir su obra, si esa obra no ha logrado salvarse por sí sola. Termino este epígrafe con una cita de Eco en la que retoma el clásico debate sobre la falacia intencional en unos términos que no sólo hago míos, sino que informarán mi acercamiento a las novelas de Unamuno en los siguientes capítulos:

[...] podemos hablar de Autor Modelo como hipótesis interpretativa cuando asistimos a la aparición del sujeto de una estrategia textual tal como el texto mismo lo presenta y no cuando, por detrás de la estrategia textual, se plantea la hipótesis de un sujeto empírico que quizá deseaba o pensaba o deseaba pensar algo distinto de lo que el texto, una vez referido a los códigos pertinentes, le dice a su Lector Modelo. (Lector 93)

2.3 UNAMUNO , EL LECTOR Y LA CRÍTICA

Una vez expuestos algunos de los principios básicos de las principales teorías de la recepción, ¿podemos establecer alguna relación entre ellos y las ideas de Unamuno en torno al lector? ¿Y entre tales principios y la praxis literaria de nuestro autor? ¿Podemos incluso considerar a Unamuno un teórico de la recepción avant la lettre? Muchos críticos

64 se han hecho antes estas mismas preguntas. Vauthier representa una actitud ecléctica o conciliadora en este debate, ya que a pesar de relegar la metodología interpretativa de la

teoría de la recepción en favor de la narratología estilística, reconoce que el “llamamiento

a la responsabilidad co-creadora del lector es una constante en Unamuno” (Niebla 122), y

admite asimismo:

Con todo, entiendo que la obra de Unamuno es y puede ser un terreno de predilección para el crítico que quiera poner énfasis en el papel del lector. En efecto, es particularmente llamativo el papel que don Miguel atribuyó al lector tanto dentro como fuera del relato, pese a que todos los críticos no estén de acuerdo a la hora de valorar el sentido que merece tal interés. (40)

Es cierto que la filiación avant la lettre de Unamuno a la teoría de la recepción es causa de disensión entre la crítica. A pesar de que Jurkevich constata la escasez de trabajos dedicados al Unamuno teórico de la recepción o bien al estudio de su narrativa desde esa perspectiva crítica (“Unamuno” 79, nota 8)29, lo cierto es que dicha filiación cuenta con numerosos defensores. Entre ellos destaca Iser, uno de los más importantes representantes de esa corriente, quien propone San Manuel Bueno, mártir, junto al

Quijote, como ejemplo de utilización de uno de los dispositivos de control de la lectura a disposición del autor: el hueco o vacío de información, causante del multiperspectivismo

(“Interacción” 235-6). También Summerhill vincula a Unamuno con la teoría contemporánea al sostener que “there is little doubt that he was developing a serious and coherent perspective within a phenomenology of literature which anticipates many aspects of current debate in reader-reception and hermeneutics” (61), y en la misma línea

29 El reciente artículo de Rodríguez Pequeño, que desde presupuestos de Jauss e Iser estudia la historia de la recepción de San Manuel Bueno, mártir, sería la excepción a este vacío crítico en relación con el segundo tipo de trabajos mencionados por Jurkevich. 65 argumental se sitúan otros autores. De Toro justifica la trascendencia del autor en la obra de Unamuno en función de su posición intermedia entre la realidad autorial y la ficción literaria:

El elemento que hace posible la relación entre autor histórico y personaje ficticio es el lector. De aquí entonces que el lector fuera una preocupación constante para Unamuno y por esto concibe una estética básicamente orientada hacia aquél, estableciéndose una relación triple de autor-personaje-lector. Esta relación consta de dos aspectos centrales: por una parte el lector como co-autor de la obra literaria y por otra como portador de la problemática del autor histórico. (363)

Sigamos con el repaso. Ricardo Gullón advierte que “[c]on otro vocabulario, el

suyo propio, dice don Miguel cosas cuya semejanza con la teoría de la recepción es

visible” (“Teoría” 332). Zavala afirma que la literatura de Unamuno “[e]s una invitación

metalingüística al lector a colaborar, a llenar los vacíos del texto” (134), palabras que

recuerdan las de Iser. Dotras, en un capítulo de su monografía expresivamente titulado

“El lector como nuevo productor de la obra literaria”, parte de un análisis de Niebla para

señalar que las ideas de Unamuno sobre la lectura “constituyen aportaciones teóricas que

suponen un antecedente de las teorías actuales sobre la estética de la recepción” (120), en

particular las modernas teorías fenomenológicas de la interpretación textual. Sharp, quien

dedica un capítulo de su tesis doctoral “Nivola: The Ambiguous Mirror of the Self” al

papel del lector en la narrativa unamuniana, sostiene que Unamuno “anticipated many

concepts in current reception theory when he dealt with the reader’s role in the creation

of the text” (199), además de indicar que “little has been published specifically about

Unamuno’s relationship with his reader” (200). Otros nombres que deben citarse en este

66 apartado son los de Valdés30, La Rubia Prado31 y Alejandro Martínez, quien entiende la apertura hermenéutica del texto en busca de un lector que complete el discurso autorial como la principal manifestación del dialogismo que caracteriza el pensamiento de

Unamuno. Así, escribe con respecto a la muerte de Augusto Pérez en Niebla:

El autor no da margen para descifrar el misterio de aquella muerte, pero deja la puerta abierta al lector para que colabore en ese espacio sin fronteras precisas, donde las alternativas implicadas exigen la necesidad del diálogo, de la lucha de la conciencia consigo misma en perenne duda, frente a las situaciones que se oponen. No queda margen para la verdad única, pues todo diálogo implica un movimiento de oposición que se combate de continuo. (58-9)

Parece que el criterio más invocado por quienes identifican las ideas de Unamuno sobre el lector y su propia praxis creativa con los postulados de la estética de la recepción es la participación activa del lector en el proceso interpretativo, con lo que la función de

éste sería clausurar la naturaleza de opera aperta de la literatura unamuniana. Sharp, que

toma la angustia existencial de Unamuno como clave de su literatura y muy en especial

de las relaciones entre autor, obra y lector (20), insiste en que su narrativa se caracteriza por la riqueza de significados posibles, una multiplicidad que la autora explica desde una perspectiva estilística:

Through self-contradictory forms of “antitestimony” he sought to stir the reader to co- author the story with antithetical ways of thinking similar to his own. Thus, by means of paradoxical textual structures, ambiguous combinations of fiction and reality, and

30 En la “Introducción” a su edición de Niebla escribe: “La premisa de la forma del texto de Unamuno es el encuentro en la recepción del lector. Unamuno insiste en que toda recepción se forma de una manera insuperable desde el punto de vista del receptor. Es decir, siempre se recibe el objeto percibido o leído de una manera unilateral y nunca simultáneamente” (15).

31 Este crítico detecta en Unamuno la idea de lectura como proceso: “la noción de que un texto tiene “esencia” o un significado antes de ser leído, significado que el lector tiene que encontrar en el texto, queda en Unamuno reducida a un torpe sinsentido” (Unamuno 33). 67 presentations of the inner conflicts of characters, the reader was led to doubt, to question, and to be caught up in the conflicts of life. (125)

Curiosamente, los detractores de una identificación de la teoría unamuniana del

lector con la estética de la recepción se fundan igualmente en la noción de opera aperta

para sostener sus tesis. Ángel R. Fernández sostiene que la aparente indefinición de las novelas unamunianas es sólo eso, apariencia, pues esconde un absoluto control del significado por parte del autor: “el emisor apela continuamente al lector; intenta

mediatizarlo, acosarlo con reiteradas “marcas” que distribuye a lo largo del texto. Es

decir, el autor quiere que el conjunto de competencias del lector-intérprete sean las que él

desea” (330). Puede que Unamuno se distinga en el grado en que recurre a esta estrategia,

pero dicha estrategia como tal está presente en cualquier texto literario y hasta forma

parte del repertorio teórico de Iser, quien sostiene que “para que la comunicación entre

texto y lector tenga éxito, de algún modo la actividad del lector debe ser controlada

claramente por el texto” (Iser, “Interacción” 228). La idea central del artículo de

Fernández es que “Unamuno intenta presentar los relatos como cerrados (una sola

interpretación) aunque desde un punto de vista formal (el desenlace) los presente como

abiertos. Y exige del lector más que una cooperación, una sumisión a la dirección que él

impone” (331). No quedaría resquicio, por tanto, para la libertad interpretativa del lector,

ya que la literatura unamuniana sólo posibilitaría una lectura única; mejor dicho, doble:

“o el rechazo o la aceptación del sentido que el autor había previsto en su estrategia

(referida siempre a su yo como sujeto de la enunciación textual)” (332).

Navajas, quien observa que “la crítica sobre Unamuno no ha dado atención a la teoría del lector en este autor” (“El yo” 513), parte en sus estudios sobre esta cuestión de 68 una desconfianza similar a la de Fernández en lo relativo a la coherencia entre la teoría unamuniana del lector y su praxis literaria. Atendiendo sólo a la primera, “Unamuno se vería convertido en un propugnador avant la lettre de los principios de la teoría de la recepción” (512), pero un estudio de la segunda revela ideas opuestas. Sin negar por tanto la evidente presencia de la figura del lector en la obra de Unamuno, Navajas sostiene que dicha presencia no debe interpretarse como importancia ni mucho menos como protagonismo: “Los textos de Unamuno reconocen la inevitabilidad del lector pero la circunscriben y limitan y, en última instancia, acaban menguando o suprimiendo la función del lector en la obra” (512-3). La conclusión, pues, es que Unamuno mantiene una actitud falaz hacia el lector; sus obras están muy lejos de la apertura hermenéutica por él postulada, ya que en rigor ponen en práctica una “descalificación del lector” que

“se realiza por medio de un mecanismo de duplicidad. Entiendo duplicidad en una doble

acepción: (1) como “doblez” o engaño a que se somete al lector; (2) como dualidad o

conflictividad entre significados opuestos” (513). Lo interesante es que, a pesar de haber negado a Unamuno el título de precursor del recepcionismo, ambas acepciones de la duplicidad remiten a conceptos característicos de dicha corriente crítica. Como ejemplo del primer sentido de duplicidad, Navajas se refiere a los paratextos de las novelas unamunianas: “En general, los prólogos y los epílogos de Unamuno, además de no concretar el significado del texto, lo hacen más indefinido, abriéndolo en nuevas direcciones múltiples”. Él interpreta esta dispersión semántica como “[l]a defraudación de una expectación” (517) y, en consecuencia, como una estafa hermenéutica, pero en rigor se adecua perfectamente al diagnóstico de Foucault sobre el concepto posmoderno

69 de autoría comentado páginas atrás: la desaparición del autor como figura ideológica que simboliza el temor a la proliferación de significados (Foucault 119). También la segunda acepción de duplicidad remite a esta proliferación de significados, pues como ejemplo de ella alude Navajas a la “dualidad o conflictividad entre contenidos semánticos opuestos”

(517).

En otro lugar, propone Navajas una sugerente interpretación de las relaciones autor/lector en Unamuno que desde luego pretende desmentir los tópicos al respecto:

“Considero que Unamuno constituye uno de los casos manifiestos de la literatura moderna en los que se revela la negación de la posibilidad de unas vías de comunicación efectivas entre sujetos a través del acto literario. Ni siquiera en Beckett puede hallarse esa negación con tanta intensidad” (Unamuno 76). Luego en su obra no hallaríamos una pluralidad de sentidos sino un discurso eminentemente monológico y cerrado, cuando no una representación de la imposibilidad de todo sentido:

Las obras de Unamuno tienen a concluir claramente y transmitir un significado inequívoco. De ese modo, el lector ve restringidas sus posibilidades de separación con relación al texto. Se quiere provocar en él la anuencia más que la disidencia. La obra de Unamuno aspira a persuadir, haciendo del lector un cómplice de la semántica textual. Un cómplice cuya parcialidad hacia el texto sea fiable e intensa. (87)

Por otra parte, también estoy de acuerdo con Navajas cuando apunta que

“Unamuno oscila entre el reconocimiento del engrandecimiento del yo que la obra

produce y la conciencia del peligro de que la obra provoque una alienación personal”

(77), pues, según indiqué en el anterior capítulo, considero que el componente

metaliterario de la obra unamuniana es fruto de esta oscilación.

70 Recapitulando, este repaso de la bibliografía crítica dedicada al motivo del lector en la literatura de Unamuno pone de manifiesto no sólo la diversidad de opiniones al respecto, sino más concretamente la dificultad de clasificar dichas opiniones con relación a la estética de la recepción, como bien ilustran los casos de Fernández y Navajas. Con todo, podemos extraer varias conclusiones. En primer lugar, se hace patente la necesidad de distinguir entre el Unamuno teórico y el creador literario, o al menos de recelar de sus declaraciones explícitas, a la hora de evaluar su concepto del lector. Por otra parte, es posible que la indistinción entre teoría y práctica sea precisamente la causa de que distintos críticos propongan los mismos textos como ejemplo de libertad interpretativa o férreo control autorial, aunque creo que esta disensión crítica se debe más bien a una confusión de planos epistemológicos. Considerada a la luz de la doble dimensión hermenéutica y ontológica desde la que propongo analizar la función del lector en la literatura unamuniana, las paradojas, ambigüedades y otras fórmulas de pluralidad semántica se proyectarían en la esfera histórica del lector y no tanto en la del significado

de los textos, de manera que su obra conseguiría el efecto de hacer sentir al lector que lo

que lee es real mientras le hace dudar de su propia existencia. Finalmente, tanto los

críticos que postulan la apertura hermenéutica de la literatura unamuniana como aquellos

que la discuten, coinciden en señalar una doble actitud —cordial y agresiva— del autor

implícito hacia el lector. Sharp, por ejemplo, afirma que las relaciones autor/lector en

Unamuno responden a una dialéctica de colaboración y dominación “motivated by his

hope to “eternalize” himself through those who read his works” (183). También Navajas,

aunque con otros términos, se refiere a esa doble actitud. Por un lado, constata la

71 agresividad invasiva del discurso unamuniano desde un punto de vista lingüístico/hermenéutico: “Si, como indica Poulet, el lector es siempre de alguna manera invadido por el texto, las obras de Unamuno no sólo aspiran a invadir al lector sino a anegarlo bajo el torrente verbal del autor” (“El yo” 520). Pero, seguidamente, advierte que tal agresividad redunda en beneficio del lector desde un punto de vista psicológico:

“Creo que no sería improcedente postular que la misma admirablemente obsesiva magnitud del esfuerzo de Unamuno para definir su identidad puede reorientarse y concebirse como una orientación para el lector para definir la suya de una manera más legítima y libre” (522). Fernández, por último, escribe al respecto:

Su relación con el lector es una muestra de exigencias que van más allá de lo que convencionalmente aceptamos. Su intérprete-modelo queda configurado con unos rasgos bien definidos que excluyen toda relación superficial y que sobrepasan lo puramente filológico. No basta con la competencia lingüística. Hay que llegar a la identificación vital. (335)32

En efecto, la obra de Unamuno tiene muy poco de convencional en lo que concierne a las relaciones autor/lector; demanda de su receptor una “identificación vital” que va mucho más allá de “lo puramente filológico”, y de ese modo incumple las dos reglas básicas del placer estético formuladas por Holland: “first, that the work will please us; second, that we will not have to act on it” (98). Recordemos lo que decía Holland sobre los textos que no satisfacían estos dos requisitos: provocaban la huida del lector. Si esto no sucede con la literatura de Unamuno —al menos no de manera generalizada— es

32 En términos similares a los de Fernández, Tollinchi se refiere a las enfadosas peculiaridades del estilo unamuniano, entre las que descuella “la voluntad de exacerbar al lector. Con todo lo cual, Unamuno a veces llega al límite de lo que una mediana inteligencia puede tolerar y dentro del cual puede tomarse en serio a un filósofo, o por lo menos a un intelectual” (118). 72 debido a una peculiar fusión de hermenéutica y ontología, según decía antes, pero también a algo más: a que Unamuno, en sus intentos por vincular los procesos de interpretación literaria a los mecanismos de formación de la subjetividad, se ve obligado a superar los moldes estéticos tradicionales y forjar una literatura de marcado carácter experimental, una literatura que en modo alguno responde a las expectativas tradicionales que informan las tesis de Holland y, en consecuencia, exige del lector un nuevo modo de aproximarse al texto. Escribe Livingstone:

La existencia no puede ser intelectualmente demostrada; debe ser sentida con una intensidad emocional. [...] Por consiguiente, la función esencial del arte, en opinión de Unamuno, es muy clara: crear una auténtica vida en el lector al proyectar dentro de él una angustiosa duda sobre su propia existencia. Un propósito así radica necesariamente en un concepto básico de la inseparabilidad de vida y arte, ya que la incursión de lo real dentro de lo imaginario y la ficción dentro de la existencia real del artista hace del arte una forma de vida. Para Unamuno, la función de la creación artística es en último análisis ayudar al creador a descubrirse a sí mismo, a realizarse, o dicho en forma aún más dramática, a crearse. (183)

Olvida Livingstone decir que la otra “función de la creación artística” para

Unamuno es la creación de su receptor, ya que el Unamuno escritor parece reprochar a su lector lo mismo que recrimina al Sumo Hacedor en su poema “La oración del ateo”:

“Sufro yo a tu costa / Dios no existente, pues si Tú existieras / existiría yo también de veras” (OC VI, 359). En cualquier caso, una y otra creación —la del autor y la del lector— sólo podrán llevarse a cabo en el seno de una escritura metaliteraria que explore las posibilidades del discurso ficcional para decir al individuo y hacerlo inmortal.

73

CAPÍTULO 3

TEORÍA Y CRÍTICA DE LA METALITERATURA

[L]a novela es menos el relato de una aventura que la aventura de un relato. Jean Ricardou (apud Orejas 76)

For innovation itself to be a subject in a novel, the author needs direct cooperation from the person who is to perceive that innovation—namely, the reader. Wolfgang Iser (Implied 29)

El interés que demuestra Unamuno por la figura del lector a lo largo de su obra es una peculiaridad de su estilo que bien puede interpretarse como metaliteraria, de tal manera que un análisis de dicho interés trae necesariamente aparejado el estudio de la naturaleza metaliteraria de su escritura. De hecho, numerosos autores han relacionado la literatura del vasco con la renovación estética de carácter experimental llevada a cabo durante el primer tercio del siglo XX. Ya en esa misma época, en un artículo aparecido en

1923, Juan Chabás recurre a una de las invenciones unamunianas para caracterizar la novelística de Gabriel Miró:

Hasta que no surja una preceptiva-patrón de la nivola podremos llamar así a toda narración a la que no convenga el nombre de novela. Por esto si hay dificultad en admitir que G. M. es un novelista, parece sencillo afirmar que es un nivolista. Así habremos de hacerlo hasta que generalmente no se conciba la novela de un modo muy distinto del que se viene haciendo todavía [...]. (Apud Ródenas de Moya 116)

74 En fechas más recientes, Gil Casado retoma ese mismo término para describir la narrativa experimental de los años 60, “una novelística de diseño antirrealista, que se propone revisar radicalmente los procedimientos narrativos establecidos y consagrados

por el uso. Es lo que en su día Unamuno denominó “nivola”” (17). Pero no sólo emplea

la terminología unamuniana para definir esa corriente de la novela contemporánea;

también considera a Unamuno precursor de la misma al decir que “[e]l creacionismo

experimental se inicia en nuestras letras en 1914 con la publicación de Niebla” (107).

Similares argumentos sostienen Encinar y Orejas. Para la primera, “[l]a técnica y la temática de gran parte de las ficciones de Miguel de Unamuno permitirían incluirlas de lleno en el mundo moderno” (46), mientras que el segundo afirma que “Niebla es, desde su mismo arranque, una novela metafictiva” (234), y dice de Cómo se hace una novela que “[p]ese a la apariencia ensayística se trata, en definitiva, [de] una metanovela” (237) cuyo discurso teórico constituye una completa teoría de la metaficción (63), lo que convertiría a su autor en pionero de tales estudios en España con más de medio siglo de adelanto sobre las teorías aparecidas contemporáneamente. Se hace preciso, en suma, abordar los puntos de contacto de la obra unamuniana con la teoría y praxis metaliterarias por mucho que ello nos obligue a toparnos con un problema, y es que la teoría de la metaliteratura es un campo donde la divergencia de opiniones puede compararse con la que caracteriza los estudios sobre el posmodernismo y en el que, a diferencia de estos, ni siquiera existe un acuerdo terminológico; así, nos informa el propio Orejas que en los trabajos sobre metaliteratura referidos a la narrativa:

[...] se ha hablado y se habla de metanovela, antinovela, aliteratura, metatexto, intertextualidad, hipertextualidad o de literatura en segundo grado. De novela reflexiva, 75 autorrepresentacional, autoconsciente, autogenerativa, escriptiva, autotemática, autofágica, narcisista, ensimismada o de creacionismo experimental. Se han empleado conceptos como metanarración, duplicación interior, literatura del agotamiento, autocrítica de la escritura, mise en abyme, récit speculaire o texto-espejo, abysmal fiction, autofiction, self-begetting novel, surfiction... (22)

No es el propósito de este estudio elaborar una teoría completa de la

metaliteratura, pero sí será preciso poner un poco de orden —o al menos intentarlo— en

esta “babel terminológica” (Orejas 22) con el fin de acotar conceptualmente el ámbito de

lo metaliterario y de ese modo perfilar una tipología crítica que nos guíe en la

interpretación de las diversas funciones que la figura del lector desempeña en las cuatro

obras objeto de nuestra atención.

Ninguno de los términos enumerados por Orejas en la cita anterior estaba en

circulación en tiempos de don Miguel, pero a buen seguro que de haberlo estado el rector

de Salamanca hubiera dedicado uno de sus artículos a denunciar la imprecisión

etimológica en la que se fundan palabras como metanovela o metaficción. Advierte

Sánchez Torre que “metaliteratura es un término ambiguo, mal definido en muchas

ocasiones y aceptado sin discusión en otras” (10), pero en realidad resulta aún más

problemático el término metaficción, que es el más usado por la crítica anglosajona y

también el preferido por buena parte de la hispana. Con respecto al prefijo griego meta,

su empleo responde a una doble analogía, con metalenguaje en primer término y de manera indirecta con metafísica. Muchos de los autores ocupados en esta cuestión han recordado el origen anecdótico de este último término, y cómo su acepción primigenia

(‘junto a’, ‘a continuación de’), referida a la colocación de los textos aristotélicos de filosofía primera con relación a los de física, se modificó notablemente en el neologismo

76 jakobsoniano metalenguaje. De poco sirven las observaciones de que “un metalenguaje, etimológicamente, no es un lenguaje acerca del otro lenguaje, sino un lenguaje dentro de, en el interior del lenguaje y, por tanto, el lenguaje que habla de sí mismo desde sí mismo” (Sánchez Torre 20), porque el valor semántico del prefijo heredado por metaficción no es ninguno de los dos etimológicos sino el analógico ‘acerca de’ o ‘sobre’.

Coincido con Gil González en que “no debe preocuparnos la adecuación del léxico crítico, sino su rigor conceptual” (20), por lo que no voy a insistir más en la pertinencia de un prefijo que ya ha sido aceptado mayoritariamente por los estudiosos de la literatura para nombrar a toda una familia de discursos autorreferenciales: la metanovela, la metapoesía, el metateatro, etc. Sin embargo, no quisiera dejar de señalar otra incoherencia del término metaficción, precisamente porque en este caso la selección de vocabulario amenaza seriamente a su rendimiento conceptual: me refiero al significado del lexema ficción. El conflicto que voy a describir a continuación no afecta al término inglés metafiction, ya que es fruto de una errónea traducción literal al español. El inglés fiction no equivale al español ficción; se trata de uno de esos “falsos amigos” contra los que todo profesor de idiomas previene a sus alumnos, pero de los varios autores españoles que utilizan dicha palabra sólo Gil González (39) y Ródenas de Moya (aunque

éste de un modo bastante tangencial) parecen reparar en ello. Sostiene el segundo crítico que, “una vez despojado de su ambigüedad y de su esclavitud al Posmodernismo”, el término metaficción “designa, así, no sólo las narraciones imaginarias (la fiction en lengua inglesa) autorreflexivas, sino cualquier obra de arte verbal no meramente argumentativa que haga de sí misma, de sus procedimientos de construcción, lectura o

77 interpretación, un objeto de referencia” (14). En efecto, fiction no debe traducirse por

‘ficción’, sino por ‘narrativa’ o, a lo sumo, ‘novela’, pero vamos a dejar para más adelante las implicaciones de esta inadecuación terminológica ya que antes de profundizar en ellas es conveniente hacer un detenido repaso de algunas definiciones de lo metaliterario —y empleo conscientemente este término como antídoto genérico a la reducción semántica de otros como metaficción o metanovela—, un repaso para cuya elaboración me ha sido de gran ayuda el libro de Francisco G. Orejas sobre La metaficción en la novela española contemporánea.

La bibliografía suscitada por lo que la crítica anglosajona denomina metafiction ha crecido considerablemente desde que ese término fuera acuñado por William Gass en un artículo de 1970. En la conclusión de dicho ensayo, dedicado a la artificiosidad narrativa de Jorge Luis Borges, John Barth y Flann O’Brien, afirmaba Gass en respuesta a cuantos críticos preconizaban el fin de la novela atribulados por su progresiva complejidad experimental, que “[m]any of the so-called antinovels are really

metafictions” (25). A partir de entonces han sido muchos los autores que han prestado

atención a esas particulares novelas de la novela, novelas sobre la novela o bien novelas

en la novela, para las que han ideado la pléyade de calificativos con que dimos comienzo

a este capítulo. Glosar todas esas definiciones nos alejaría demasiado del objeto de este

trabajo y además la crítica hispánica cuenta con recientes aportaciones a la historia de la

teoría de la metaliteratura, a las que remito al lector interesado33. Descartada esa revisión

33 Véanse al respecto los capítulos introductorios de los libros de Dotras (9-32), C. J. García (13- 8), Orejas (21-94) y Sobejano-Morán (passim), y de las tesis doctorales de Gil González (15-84) y Cifre Wibrow (19-72). 78 exhaustiva, me propongo un cotejo de las más salientes de esas teorías desde una triple perspectiva de especial relevancia para el subsiguiente estudio de la obra unamuniana: la periodización de la metaliteratura, la diversidad de planos diegéticos, discursivos y

temáticos en que puede manifestarse, y el papel del lector que prefigura.

3.1 LA METALITERATURA EN LA HISTORIA

El desarrollo de la teoría de la metaliteratura corre parejo al de los estudios sobre la posmodernidad, lo cual nos obliga a considerar los límites temporales de la llamada literatura autorreferencial si queremos aplicar dicho concepto a la obra de un escritor fallecido en 1936. Pueden distinguirse tres actitudes críticas en lo relativo a la historicidad de la metaliteratura: hay quien define ésta como la expresión literaria característica de la posmodernidad (Hutcheon); algunos autores extienden su alcance a todo el siglo XX, aunque con diversos matices para su plasmación moderna y posmoderna (Waugh, Ródenas de Moya, Cifre Wibrow), y otros, por último, encuentran rasgos metaliterarios en los orígenes mismos de las literaturas vernaculares, sin negar por

ello su presencia en las clásicas (Alter, Dotras, Orejas). Con respecto a lo tercero, indica

Orejas que “aun tratándose de un concepto que no surge hasta los años setenta y que se

aplica, básicamente, a obras escritas a partir de la década previa, es innegable la

existencia de una narrativa de metaficción avant la lettre, tanto en la española como en la

historia de la literatura universal” (182), y Dotras defiende una opinión semejante al

definir por partida doble al Quijote “como primera novela moderna que la sitúa en los

79 orígenes de la misma, y como primera metanovela que inicia una tendencia que surgirá, con mayor o menor empuje, en diferentes épocas literarias” (11). En el extremo opuesto del espectro crítico se situaría Sánchez-Pardo González, quien afirma que “[l]a metaficción es una práctica literaria que se incardina dentro de un amplio contexto cultural denominado “postmodernismo”” (41), tesis que viene a reproducir la opinión de una parte substancial de la crítica cuya principal representante es Hutcheon. No obstante, tanta razón tienen los defensores de esta postura como quienes reivindican la condición metaliteraria del Libro de Aleixandre (Ródenas de Moya 16), puesto que unos y otros no se están refiriendo a lo mismo. Dicho de otro modo: los intentos de historiar la metaliteratura están condenados a ser una discusión bizantina mientras no exista un consenso conceptual en lo relativo a la noción de meta(literatura/ficción/novela/etc.) y a sus diversas manifestaciones textuales, pues tal noción deja de ser operativa para la crítica cuando puede aplicarse sin mayores distingos a, valga el ejemplo, El conde

Lucanor y Fragmentos de Apocalipsis; pero, por otro lado, en cualquier estudio de la literatura del siglo XX dicho consenso conceptual resultaría insuficiente si no se extendiera también a las nociones de modernidad y posmodernidad, por ser los códigos estéticos, ideológicos y no en menor medida historiográficos en que lo metaliterario se inscribe.

Esta doble labor de definición es la que acomete Waugh en su teoría de la

metaficción, a partir de las ideas de McHale sobre la diferencia de “dominante” en las

literaturas moderna y posmoderna. La “dominante”, una herramienta teórica

estructuralista, es en palabras de Jakobson “l’élément focal d’une oeuvre d’art: elle

80 gouverne, détermine et transforme les autres éléments. C’est elle qui garantit la cohésion de la structure” (apud Ródenas de Moya 83). Pues bien; McHale, quien considera lo posmoderno como una fase evolutiva perteneciente a la modernidad, explica las diferencias entre las literaturas pertenecientes a estas dos estéticas como el tránsito de una dominante epistemológica a otra ontológica (9-10). Ello lleva a Waugh a distinguir entre dos tipos de metaficción, la primera orientada hacia la conciencia y la segunda hacia la ficcionalidad, que se corresponderían con la literatura moderna y posmoderna respectivamente.34 Dotras, quien hace suyo el criterio de Waugh en la conclusión de su

estudio (195), explica así esta clasificación: “si el aspecto central en la metaficción moderna era la autoconciencia textual, en la metaficción posmoderna la problemática esencial de la creación literaria se centra en el hecho de escribir, en la escritura en sí misma, lo que por otra parte provoca un mayor grado de autorreflexión lingüística” (177-

8). A partir de las tesis de Waugh, por tanto, resulta posible aplicar con propiedad el concepto de metaficción a la obra de un autor como Unamuno, cuya cronología vital coincide con la modernidad. Sin embargo, ¿qué hacer con esos rasgos que Waugh atribuye a la metaficción posmoderna —preocupación ontológica, autorreflexión lingüística— y son patentes en la literatura del vasco? ¿Debemos por ello declarar a

Unamuno escritor posmoderno? Ródenas de Moya se enfrenta a este mismo problema en su estudio de la narrativa vanguardista, pues si, por un lado, constata que “[g]ran parte de las novelas llamadas rutinariamente “de vanguardia”, escritas entre 1923 y 1936, tienen un carácter metaficcional” (18), por otro lado advierte que las tesis de McHale y Waugh

34 Véanse las páginas 14-15, 21-28 y 102-103. 81 plantean un obstáculo al caracterizar algunos rasgos de dichas novelas como privativamente posmodernos. Incluso cita una obra de Unamuno para exponer su argumento de que “la narración modernista española presenta una caracterología peculiar dentro del Modernismo europeo, debida en parte a la situación sociopolítica heredada de la Restauración y, en parte, a la tradición literaria autóctona, que hace que se antepongan muchas veces las cuestiones ontológicas a las epistemológicas, como en Niebla” (89). La solución que plantea este crítico, y que provisionalmente podemos aplicar a nuestro caso, se basa en el análisis del código modernista de Fokkema e Ibsch, quienes sostienen “que los dos factores distintivos de la literatura modernista son (a) la incertidumbre epistemológica y (b) la autorreflexión metalingüística y metaficcional” (82). Finalmente,

Ródenas de Moya opta por conservar la dicotomía dominante epistemológica / dominante ontológica referida a la distinción modernidad/posmodernidad —mas de una forma flexible, no excluyente—, al tiempo que atribuye a la literatura de todo el siglo XX una dominante autorreferencial (17, 87).

La autorreferencialidad sería, pues, la nota distintiva de la literatura posterior a la

crisis del realismo, una coyuntura histórico-estética a la que Unamuno perteneció

plenamente como la crítica ha indicado repetidas veces y tendremos ocasión de

comprobar también aquí. Pero, ¿en qué consiste exactamente esa autorreferencialidad?

Ródenas de Moya, el crítico que nos ha conducido hasta este punto, escribe al respecto:

[...] propongo considerar que la dominante de la ficción contemporánea, esto es, la que queda amparada bajo las etiquetas de Modernismo y Posmodernismo, es autorreferencial. La reflexividad ha impregnado, con su reivindicación de la necesidad del metalenguaje y la sugestión de la paradoja, el pensamiento contemporáneo desde, por lo menos, la Aufklärung alemana. La literatura (como las otras artes) no ha sido ajena a ese espíritu especular de los tiempos y ha convertido su forma en materia de contenido, su contenido 82 en discusión teórica o delación de las técnicas constructivas, ha interiorizado [...] la zozobra epistemológica [...] así como [...] el estupor de la relatividad de la existencia [...]. (87)

Esta definición, además de conjugar las dominantes epistemológica y ontológica a

las que nos hemos referido antes, enfatiza el solipsismo de la metaliteratura mediante el

uso de los términos “autorreferencial”, “reflexividad”, “metalenguaje”, y “especular”. Lo

metaliterario, pues, constituye una alternativa a la estética realista para aquellos autores

que debido a un desengaño de los procedimientos miméticos de representación, a una

desconfianza en la moderna categoría filosófica de sujeto o a ambas cosas, producen un

discurso que sólo puede dar cuenta de sí mismo sin por ello dejar de cuestionarse. Apunta

Ródenas de Moya:

El artista del Modernismo, de forma análoga al romántico, está escindido entre el que crea y el que se observa creando. Pero, a diferencia de éste, que separa la imaginación de la lucubración, el modernista es incapaz de delimitar en compartimentos estancos cada una de esas actividades, dando origen a un arte autocrítico, embarazado por su propia poética. (90).

Si el ideal mimético del Realismo, expresado por Stendhal (aunque éste lo

atribuye a Saint-Real) al frente de uno de los capítulos de Le rouge et le noir, de 1831, definía a la novela como “un miroir qu’on se promène le long d’un chemin”, a comienzos del siglo XX se produce una profunda renovación estética y los escritores deciden detener

ese paseo del espejo: no para romperlo, pues ello implicaría la anulación de la naturaleza

semiótica del lenguaje, algo a lo que éste no puede renunciar, sino para cambiar su

orientación, dirigiéndolo hacia la propia novela. Nace de este modo la novela del

novelista, o de la novela, o bien la novela sobre la novela, o en la novela, formas todas

ellas que puede adoptar la plasmación narrativa de lo metaliterario, puesto que la 83 autorreferencialidad estética se manifiesta en una pluralidad de planos diegéticos, discursivos y temáticos que a continuación analizaremos a través del repaso de las principales definiciones de metaliteratura.

3.2 ENFOQUES DE LA METALITERATURA

Varias páginas atrás había mencionado a Gil González como uno de los pocos críticos que reparan en las dificultades que ofrece el préstamo del inglés metaficción. Es el momento apropiado para recordar sus palabras:

Metaficción, entre nosotros, apuntaría ingenuamente al ámbito de la ficción en y/o sobre la ficción, si bien el significado del anglicismo “fiction”, en cambio, remite específicamente a relato de ficción, y el derivado, por tanto mejor podría haberse traducido por metanarrativa. De mantener la voz original, ¿qué concepto de ficción manejaremos? En las órbitas semánticas de creación, construcción, simulación, sin rechazar las connotaciones derivadas de fingir, nos encontramos entre las acepciones de representación y de invención [...]. (39)

De manera que, atendiendo a los valores originales de fiction y ficción en cada

una de sus respectivas lenguas, el término inglés metafiction sólo podría aplicarse a la

literatura narrativa mientras que metaficción serviría para clasificar obras de arte tan

disímiles como ciertos poemas de Ángel González, el film 8 ½ de Fellini, Las Meninas de

Velázquez o los Seis personajes en busca de autor de Pirandello. Pero no siempre es así.

Quiero decir que a pesar de algunas excepciones —Orejas dedica un capítulo de su

monografía a las “Otras formas metafictivas”, entre las que incluye el teatro, la poesía, la

pintura, el cine, la televisión, la música y el hipertexto de internet (153-81)—, el empleo

generalizado del anglicismo metaficción con el sentido de metanovela o metanarrativa

84 priva a los críticos de habla hispana de una versatilidad terminológica que redundaría en una mayor claridad conceptual35. Como las distintas teorías de la “metaficción” ponen de manifiesto, la autorreflexividad literaria —eso que he venido llamando metaliteratura de un modo genérico— influye en muchas facetas del hecho literario, de las cuales no todas remiten a su naturaleza ficcional; es más, algunas ni siquiera se identifican con la creación literaria per se, sino con su modelización teórica o bien con su recensión crítica.

En uno de los primeros estudios sobre la materia (sólo posterior al inaugural de Gass),

Scholes indica que la metanarrativa “assimilates all the perspectives of criticism into the fictional process itself” (106). Aludía antes a la imagen del escritor reflejando su quehacer en el espejo de Stendhal, vuelto ahora hacia sus cuartillas y no hacia el paisaje, y creo que es una buena forma de representar esta literatura que se critica y analiza a sí misma, según la definición de Scholes. Otros autores refuerzan esta noción de la metaliteratura como fusión de tres ámbitos: la creación, la teoría y la crítica literarias, pero es importante que nos fijemos en el modo en que se describe e interpreta tal fusión.

El estudio de Boyd, The Reflexive Novel: Fiction as Critique, deja a las claras ya desde su mismo título la concepción de su autor acerca de la literatura autorreferencial.

Al igual que Scholes, fundamenta sus ideas en una suerte de ecuación: metaliteratura = literatura + crítica, y justifica esta mixtura de disciplinas a partir de una crisis de los métodos tradicionales de representación artística. El desenmascaramiento a comienzos del siglo XX de lo que él denomina la “mimetic fallacy” aboca a la autorreferencialidad o,

35 Como anécdota estadística, puede señalarse que de los ocho recientes trabajos españoles sobre la narrativa autorreferencial que he manejado para la elaboración de este capítulo, sólo uno utiliza la palabra metanovela en su título, otro opta por el término autorreferencia, un tercero combina los de autoconsciencia y metaficción y los cinco restantes emplean metaficción. 85 mejor dicho, al cuestionamiento de toda referencialidad. Admitir la imposibilidad de reproducir la realidad es un paso previo para discutir la existencia de esa realidad, y por ello la novela reflexiva renuncia a la creación de mundos ficticios y adopta como su asunto principal “the relationship between “real” and fictional worlds” (23). En suma,

“the reflexive novel seeks to examine the act of writing itself, to turn away from the

project of representing an imaginary world and to turn inward to examine its own

mechanisms” (7). El término “reflexive novel” acuñado por Boyd me parece

especialmente afortunado por su doble significación: por un lado, alude a la naturaleza

especular de la metaliteratura, mientras que por otro remite a su función teórico-crítica.

Lo que distingue a la novela reflexiva, pues, es que se refleja a sí misma en su hacerse al

tiempo que reflexiona sobre las convenciones del género. ¿Se implican necesariamente

estas dos características la una a la otra? ¿Podríamos considerar metaliteraria una obra

que sólo presentara una de ellas? Las ideas de Boyd nos sirven para vislumbrar dos

ámbitos de lo metaliterario, el del “reflejo” y el de la “reflexión”, que por el momento

podemos identificar respectivamente con los ejercicios autocrítico y teórico inscritos en

el proceso creativo.

Alter no utiliza en su trabajo la etiqueta “metafiction”, sino que prefiere hablar de

“self-conscious novel”; esto es, “novela que se sabe novela”. Su definición de la misma se

basa en una tipología que, a primera vista, no parece describir dos clases o

procedimientos distintos de escritura sino tan sólo una diferencia de grado (es decir,

cuantitativa y no cualitativa):

A self-conscious novel, briefly, is a novel that systematically flaunts its own condition of artifice and that by so doing probes into the problematic relationship between real- 86 seeming artifice and reality […]. A fully self-conscious novel, however, is one in which from beginning to end, through the style, the handling of narrative viewpoint, the names and words imposed on the characters and what befalls them, there is a consistent effort to convey to us a sense of the fictional world as an authorial construct set up against a background of literary tradition and convention. (x-xi)

Sin embargo, y aunque el propio Alter no lo explica abiertamente, sí hay una

interesante diferencia entre la “novela autoconsciente” y la “plenamente autoconsciente”:

ésta viene dada por la noción de intertextualidad. Efectivamente, una novela puede

abordar las relaciones entre realidad y ficción (hasta aquí el primer tipo) sin por ello

hacer explícita su condición de heredera de toda una tradición literaria (rasgo distintivo

del segundo tipo). El concepto de intertextualidad ha gozado de gran predicamento en la crítica europea hasta el punto de desplazar al de metaliteratura o metaficción en los trabajos de Kristeva o Genette36. Haciendo uso de la terminología que éste último elabora

en Palimpsestos, cabría redefinir la novela “autoconsciente” como metatextual, con la

particularidad de que establece una relación de comentario reflexiva (es la propia novela

la que se critica a sí misma). Por su parte, la “novela plenamente autoconsciente”

combina la metatextualidad con la hipertextualidad (la relación del texto con los

hipotextos de su tradición literaria) y la architextualidad (relación con el conjunto de

categorías que condiciona la existencia del texto). Si bien todos esos términos, en un

sentido lato, se refieren a una misma literatura que implícita o explícitamente toma como

36 Orejas (52) previene de la falta de equivalencia conceptual entre las teorías de la intertextualidad y las de la metaficción, aunque llega a escribir que “no cabe duda respecto a que todo texto metafictivo, ficción sobre ficción, es un auto-hipertexto o hipertexto” (60). Estoy de acuerdo con que estas dos teorías pueden beneficiarse de sus respectivas soluciones para interpretar el hecho literario, pero el fenómeno de la intertextualidad es más amplio que el de la metaficción y sólo puede identificarse con éste cuando se trata de un procedimiento consciente y discursivamente explícito. Es decir, que todo hipertexto sí es metaficcional pero no toda metaficción ha de ser hipertextual, al menos no conscientemente (Orejas sostiene todo lo contrario, 104). 87 referente su propia creación o las convenciones del género al que pertenece, a la hora de establecer clasificaciones internas es evidente que proclamar la naturaleza ficcional de la realidad, incluir en el relato novelesco las vacilaciones discursivas del narrador o elegir para los personajes de una novela los nombres de célebres figuras literarias del pasado, aun con ser todos ellos artificios metaliterarios. No creo que la doble tipología de Alter pueda superponerse a la que induje de las ideas de Boyd; quiero decir que no me parece que la “novela auto-consciente” sea eminentemente especular mientras que la “plenamente auto-consciente” se caracterice por ser reflexiva, ni viceversa. Si esta equiparación no puede llevarse a cabo es porque Alter y Boyd no se refieren a las mismas dimensiones de lo metaliterario, y así sus definiciones resultan incompatibles. Mas no por ello dejan de ser suplementarias, precisamente porque ayudan a deslindar tales dimensiones.

La dicotomía reflejo/reflexión, una vez examinada a la luz de las relaciones intertextuales que motivan la novela “plenamente autoconsciente”, se desglosa en dos nuevos pares: crítica/autocrítica, de un lado, y teoría/autoteoría, del otro. De esta manera, se apunta a cuatro posibles manifestaciones de la metanarrativa: la elección como asunto novelesco de principios particulares (críticos) o generales (teóricos) de lo literario referidos a la misma novela que se escribe o bien a otros textos. Éste es, grosso modo, el

criterio que sustenta la definición de McCaffery, quien distingue dos tipos básicos de

metaficción:

First, that type of fiction which either directly examines its own construction as it proceeds or which comments or speculates about the forms and language of previous fictions [...]. A second, more general category refers to books which seek to examine how

88 all fictional systems operate, their methodology, the sources of their appeal, and the dangers of their being dogmatized. (16-7)

Esta distinción entre el interés crítico (particular) y teórico (general), que Dotras

considera innecesaria por redundante (18), me parece justificada por responder a dos intenciones autoriales diversas que se plasman en textos de también distinto signo. No obstante, tanto las novelas que desvelan el proceso de su composición o el de otras, como aquellas que amplían su marco de análisis a todo un género o incluso a la institución literaria en pleno, pueden hacerlo sin violar los límites establecidos por la estética realista entre lo real y lo ficticio. En este sentido, la noción de metaliteratura de Christensen insiste en la importancia del carácter especular de estas obras al decir que “[m]etafiction is regarded as fiction whose primary concern is to express the novelist’s vision of

experience by exploring the process of its own making” (11), pero fuera de su definición

quedarían las novelas en las que, tal vez sin referencia alguna a su proceso de elaboración, la atención se dirige hacia el ser —el qué, y no el cómo— de la ficción. La voluntad metaliteraria, pues, puede manifestarse en un plano meramente temático- discursivo o bien funcional-diegético: un novelista puede hacer que uno de sus personajes denuncie la “falacia mimética” en el seno de una narración realista o bien eludir toda referencia literaria en un texto que haga saltar en pedazos las convenciones genéricas. De

este segundo tipo de narrativa se ocupa Federman, cuyo interés se centra en una literatura

antirrealista que más que cuestionar la realidad de la ficción pone en duda la propia

realidad de “lo real”. El término que escoge para nombrarla no es ninguno de

meta- sino un derivado analógico de surrealismo, “surfiction”, que explica así:

89 [...] the only kind of fiction that still means something today is that kind of fiction that tries to explore the possibilities of fiction; the kind of fiction that challenges the tradition that governs it; the kind of fiction that constantly renews our faith in man’s imagination and not in man’s distorted vision of reality —that reveals man’s irrationality rather than man’s rationality. This I call SURFICTION. However, not because it imitates reality, but because it exposes the fictionality of reality. (7)

No es difícil reconocer en esta definición la irreverencia iconoclasta de la literatura vanguardista o el experimentalismo de los años 60 y 70. Sin duda que esas obras presentan un acusado componente metaliterario (llámese sobreficcional), pero la teoría de Federman —como sucedía con la Christensen— adolece de un reduccionismo demasiado simplificador37. Dicho en términos castizos, en su definición son todos los que

están pero no están todos los que son, ya que también son metaliterarias (aunque ya no

subficcionales) obras en las que una representación mimética y racional sirve de marco a

la especulación o la crítica literarias.

Mucho más comprensiva es la teoría de la metaficción de Linda Hutcheon, la cual

—dejando a un lado su orientación exclusivamente posmoderna— representa un notable

avance en la clasificación de los procedimientos metaliterarios. Hutcheon, que califica a

la metanovela de “narcissistic narrative” debido a su autocomplaciencia estética y

endogamia representativa, la define como “fiction about fiction, that is, fiction that

includes within itself a commentary on its own narrative and/or linguistic identity” (1).

Hasta aquí, podría decirse que esta “narrativa narcisista” se limita a incluir entre sus

temas el comentario de su naturaleza literaria y lingüística, sin por ello plantear una

quiebra del estatuto ontológico del texto ficcional. Sin embargo, unas líneas más

37 Igualmente simplificadora, aunque por otras causas, resulta la noción de Kellman de “self- begettting novel” o novela autogenerativa, la cual “projects the illusion of art creating itself” (3). No obstante, dicha noción parece definir bien la originalidad de Cómo se hace una novela. 90 adelante, Hutcheon hace hincapié en tal ruptura al referirse a “metafiction” como “a term given to fictional writing which self-consciously and systematically draws attention to its status as an artefact in order to pose questions about the relationship between fiction and reality” (2). Este cuestionamiento de los límites entre la realidad y la ficción no se produce por igual en todas las obras metaficcionales, ya que se manifiesta a través de dos modalidades básicas (diegética y lingüística) y dos formas de presentación (abierta y encubierta). Con respecto a la metaficción lingüística abierta, cada novelista puede cultivarla con mayor o menor optimismo, es decir, con mayor o menor confianza en la eficacia representacional del lenguaje:

Many texts thematize, through the characters and plot, the inadequacy of language in conveying feeling, in communicating thought, or even fact [...]. Other texts, on the other hand, thematize the overwhelming power and potency of words, their ability to create a world more real than the empirical one of our experience. (29)

Algunos críticos tienen reparos en aceptar las formas encubiertas de metaficción,

primero por la dificultad de su detección (la propia Hutcheon tiene problemas para ofrecer ejemplos de todas ellas) y segundo por la excesiva amplitud conceptual que otorga al término. El peligro, en definitiva, de aceptar como metaliterarias ciertas técnicas que no son tales sino producto impensado de la escritura, sería “convertir en potencialmente metaliterario a todo texto literario” (Sánchez Torre 67)38.

La teoría de Spires, expuesta en Beyond the Metafictional Mode: Directions in the

Modern Spanish Novel, nos introduce en el estudio de la metaliteratura aplicado a la

38 Acerca de este peligro, escribe Ródenas de Moya que el término metaficción perdería todo su rigor si se diera “paso dentro de su denotación a cualquier texto narrativo susceptible de ser leído alegóricamente como una referencia a sí mismo, sea al proceso de construcción, sea al proceso de recepción e interpretación” (102, nota 23). 91 narrativa española. Aunque su concepción de lo metaliterario es más paradigmática y sincrónica que sintagmática o diacrónica, a la postre introduce una distinción histórica entre el modo metaficcional propio de la modernidad y ese “más allá” que él identifica con la “self-referential novel” o novela autorreferencial de los años 70. Lo que separa a ambas modalidades es, además de un tránsito de lo particular a lo general, el paso “from

unmasking the conventions to foregrounding the process of creating fictions” (16). Que

este interés por el proceso creativo de la escritura sea privilegio de la narrativa

posmoderna es bastante discutible, como tendremos ocasión de comprobar en nuestro

análisis de la prosa unamuniana; en cualquier caso, su caracterización del modo

metaficcional es muy sugestiva:

If we accept the fictional mode as a triad consisting of the world of the fictive author, the world of the story, and the world of the text-act reader —subject of course to interior duplication by means of embedded stories— a metafictional mode results when the member of one world violates the world of another. […] Such violations of the boundaries separating the three worlds, boundaries that have come to be accepted as sacred conventions of fiction, call attention to the arbitrariness of the conventions and thereby unmask any illusion that what is being narrated is real rather than mere fiction. (15-6)

En esta triple articulación de la obra narrativa propuesta por Spires funda

Sobejano su análisis de la metanovela. Como el resto de autores españoles cuyas teorías

comentaré a continuación, Sobejano parece más interesado en una tipología de la

metanovela que en su estricta definición, una actitud que hago también mía por

parecerme más eficaz desde un punto de vista crítico, aunque no por ello dejo de

reconocer los riesgos que entraña. Tras hacer recuento de diversas teorías anglosajonas de

la metaficción, Sobejano distingue entre una noción amplia del término (que se

92 correspondería con la de novela autoconsciente de Alter y Waugh) y otra restrictiva (la de

Spires y su novela autorreferencial), la primera de las cuales denomina “novela escriptiva” mientras que reserva para la segunda el término “metanovela”. En función del mundo narrativo que este segundo tipo de novela privilegie con su representación autorreferencial (el del autor, el lector o los personajes), distingue entre “metanovelas de la escritura”, “de la lectura” y “del discurso oral”. Concuerdo con Orejas en que esta clasificación puede resultar un tanto rígida a la hora de comentar textos que presenten rasgos correspondientes a los tres tipos de metanovela señalados por Sobejano (75), pero al mismo tiempo creo que dicha tipología, siempre que no se utilice de un modo excluyente, aporta una sugestiva estratificación de los diversos niveles narrativos en que lo metaliterario se manifiesta. Con respecto a lo que llama “novela escriptiva”, dice que la acepción del término “novela autoconsciente” en que se basa “es tan comprensiva que parece generalizable a todas las novelas que ponen de relieve su virtud innovadora, su diferencia epistemológica, su consciencia de una rica textualidad literaria” (4). En suma, lo que distingue uno y otro tipo de novela es una cuestión ontológica: la violación de

mundos referenciales a la que se refería Spires es propia de la “metanovela” y no se

produce en la “novela escriptiva”, que no obstante presenta un acusado carácter

experimental e intertextual.

Gil Casado, quien, recordemos, adjudicaba a Unamuno la paternidad de la novela

experimental española, “radicalmente opuesta a los supuestos que gobiernan el realismo”,

escribe que “[l]a novelística del creacionismo experimental, o metaficción si se prefiere, es aquélla donde la ficción se convierte en materia novelable, lo que supone poner al

93 descubierto los resortes de la novela y captar la interioridad del proceso creador, a la vez

que se exhibe la forma narrativa y sus posibilidades” (107). Sus palabras recuerdan el

título del célebre discurso de ingreso en la Academia de Pérez Galdós, pues si un dogma

del realismo narrativo era la consideración de “la sociedad presente como materia

novelable”, el precepto máximo de la metaficción será el de “la novela de todos los

tiempos como materia novelable”. Ahora bien; los rasgos que Gil González atribuye a la

metaficción, además de no ser necesariamente simultáneos, pertenecen todos ellos al

plano de lo metaliterario que más arriba denominé temático-discursivo, con lo cual una

parte significativa de recursos metaliterarios —los relativos al plano funcional-

diegético— quedarían fuera de su definición. También Castro García se refiere

principalmente a ese plano temático-discursivo en su descripción de las técnicas

metafictivas:

Uno de los procedimientos más frecuentes que utilizan los novelistas para entablar una dialéctica en torno a la creación literaria consiste en la invención de un personaje escritor o profesor de literatura que reflexiona sobre temas literarios al mismo tiempo que inserta en la narración abundantes motivos culturalistas y citas textuales. [...] Otro procedimiento muy común consiste en introducir una historia de ficción dentro de la historia que se cuenta; o exponiendo ante el lector el personaje escritor que muestra la génesis y el proceso de creación novelesca como tema nuclear. (52-3)

Ninguno de estos dos procedimientos implica la transgresión de los límites

convencionales entre realidad y ficción; ni siquiera el segundo, que se corresponde con la

noción de mise en abyme desarrollada por Dällenbach y que equivale a las de “obra dentro de la obra” o “duplicación interior” (Dällenbach 25), puesto que en algunos casos

94 la introducción de nuevos niveles ficcionales tiene por objeto acentuar la ilusión de realidad del nivel que sirve de marco narrativo a los demás.

Sánchez Torre es autor de una monografía dedicada al estudio de la metapoesía, si bien muchas de sus observaciones son de utilidad para una teoría de la metanovela ya que su análisis de la lírica se sustenta en una reflexión general sobre la metaliteratura. En primer lugar, distingue esta clase de escritura del resto de textos que versan sobre la literatura al indicar que “la metaliteratura [...] es, por encima de todo, literatura, una revisión literaria de las convenciones de la literatura” (27), una distinción que no es

baladí si tenemos en cuenta la indeterminación genérica de algunas obras unamunianas

como Vida de Don Quijote y Sancho o Cómo se hace una novela. Seguidamente, establece una clasificación mediante la cual sitúa “lo metaliterario en el seno del sistema tripartito de lo que llamaremos los metaniveles del texto literario. A cada nivel del discurso corresponde un metanivel que se ocupa del primer nivel o nivel-objeto” (30).

Esos niveles-objeto son tres: lengua, texto y literatura, y a ellos se refieren respectivamente los metaniveles lingüístico, textual y literario. Tal como se definen esos metaniveles, ninguno presupone la confusión de realidad y ficción; el primero equivale al

“metalenguaje de la lengua natural” (32), y la diferencia entre el segundo y el tercero es similar a la que establecía McCaffery: al nivel metatextual corresponden “el conjunto de enunciados que incorporan la reflexión del texto sobre sí mismo” (43), y al metaliterario

“el conjunto de los enunciados que éste despliega para la tematización de la reflexión sobre la literatura” (65). A pesar de que el autor insiste en que dicha tematización ha de ser constitutiva de la obra —“el principio estructurador del sentido del texto” (65), en sus

95 palabras—, lo cierto es que estos tres metaniveles apenas se diferencian desde un punto de vista funcional-diegético. Por otro lado, Sánchez Torre sostiene que la imbricación de teoría y creación literarias que caracteriza a la metaliteratura no hace de ella un discurso esencialmente distinto de “la literatura en sentido corriente” (82), una idea que sólo comparto con respecto a la metaliteratura de índole temático-discursiva pero no así a la funcional-diegética, ya que ésta denuncia la falaz objetividad de la teoría al tiempo que reconoce su naturaleza de simulacro mimético/ficcional, con lo cual representa en última instancia la bancarrota no sólo del discurso realista sino de todos los discursos.

Aunque con otros nombres, la distinción de estos dos planos metanarrativos, el temático y el funcional, articula los conceptos de metaficción elaborados por Gil

González y Cifre Wibrow en sus respectivas tesis doctorales. El primero parte de un planteamiento lingüístico y concretamente pragmático según el cual la novela es esencialmente un acto comunicativo que a su vez representa un acto comunicativo, para

luego definir la metaficción “como la manifestación en el relato del discurso”, es decir, la

representación de una representación (348). Finalmente, combina las taxonomías de

Sánchez Torre y Genette para distinguir “los dos grandes objetos de la enunciación metaficcional: el plano del texto narrativo, y el del discurso novelístico y literario en general” (56), los cuales general respectivamente una metanarratividad y una metadiscursividad que en función de la instancia narrativa pueden plasmarse en el texto de un modo extradiegético, diegético o hipodiegético (349). Para Cifre Wibrow, dichos planos constituyen sendas manifestaciones diacrónicas de la metanarrativa a las que la autora denomina “novela autoconsciente” y “metaficción”, respectivamente. Con su

96 clasificación pretende “deslindar la autorreferencialidad contemporánea de otras formas anteriores de autorreflexión literaria” así como “desmarcar la metaficción de otra serie de

estrategias autorreferenciales como la intertextualidad, la parodia y las imágenes

especulares con las que suele confundirse” (74). Según esta autora, lo que distingue a la

metanarrativa posmoderna de la moderna (es decir, a la metaficción de la novela

autoconsciente) es la explicitación de técnicas hasta entonces sólo empleadas de un modo

implícito y la ruptura de barreras entre lo real y lo ficticio. Pero además de esta distinción de orden estético plantea una diferencia pragmática: si los autores postmodenos recurren a la metaficción “para sacar a relucir la ficcionalidad de la propia obra y para hacer una denuncia de la artificiosidad de sus propias representaciones”, la novela autoconsciente propia de la modernidad pretende todo lo contrario, es decir, “legitimar sus formas de proceder” (212).

La definición de metanovela que propone Carlos Javier García comparte con la de

Cifre Wibrow el interés por introducir un criterio pragmático que ayude a distinguir las

novelas que reafirman la falacia mimética mediante técnicas autorreferenciales de

aquellas que las emplean para violar las convenciones del género (24-8)39. No obstante,

García concibe ambas tendencias como posibilidades sincrónicas y no sucesivas:

La metanovela es la novela de la novela: la que el narrador, o un personaje, cuenta, y cuyo tema es la elaboración de la novela, inquiriendo en su proceso en la relación de la ficción con la realidad. Se compone de comentarios y relatos que de forma declarada o figurada tienen como objeto la escritura y la creación misma. En unos casos, (primera modalidad) contribuye a subrayar el verismo de los hechos [...]; en otros casos, (segunda modalidad) la invención de esa novela (interior), su construcción, es objeto de

39 Aunque la monografía de García se publicó un año más tarde que la tesis de Cifre, de ahí que me ocupe de ella en un segundo término, no quiero dar a entender que sus ideas se basen en las de dicha tesis, la cual por evidentes razones cronológicas el primer autor no podía haber consultado. 97 novelización, presentándose como forma de indagación en el yo del autor ficcionalizado/dramatizado. (28)

Una vez descritas estas dos modalidades, que denomina respectivamente

“metanovela mimetizante” y “metanovela, sin más” (29), su estudio se centra en las variedades de la segunda. Resulta de interés su aclaración terminológica en torno al vocablo metanovela, pues en ella refleja su concepción principalmente endógena (no intertextual) de lo metaliterario: “[p]or analogía, metanovela designa, en términos lingüísticos, a la novela (primer nivel) en la que se habla de la novela que se está escribiendo (segundo nivel)” (30). Esta noción, un tanto reducida porque no contempla otras técnicas aparte de la mise en abyme, se complementa con una clasificación estructuralista de los procedimientos metanovelescos “en dos categorías generales: la discursiva y la especular. En la primera modalidad los comentarios metafictivos aparecen formulados en el tiempo de la enunciación; en la segunda se insertan en la historia narrada” (31). Aunque en un primer momento la metanovela discursiva parece referida al plano temático y la especular al funcional, lo cierto es que una y otra pueden manifestarse en cualquiera de ellos, pues el hecho de que los elementos autorreferenciales del relato pertenezcan al tiempo del enunciado (historia) o al de la enunciación (discurso) no obliga a una ruptura de los límites convencionales entre la realidad y la ficción. Teniendo en cuenta que, siguiendo la argumentación de García, ni siquiera esa ruptura tiene por qué suponer el fin de la ilusión referencial (es el caso de la metanovela mimetizante), la clasificación resulta un tanto confusa desde un punto de vista pragmático.

Dotras sugiere que “[l]a novela de metaficción es aquélla que se vuelve hacia sí misma y, a través de diversos recursos y estrategias, llama la atención sobre su condición 98 de obra de ficción y pone al descubierto las estrategias de la literatura en el proceso de creación. En esa autodenuncia de su propia ficcionalidad, se plantean cuestiones en torno a la naturaleza del arte y las relaciones entre el arte y la vida, la ficción y la realidad” (27-

8). Esta sintética definición alude a tres importantes aspectos: en primer lugar, la pluralidad de técnicas a través de las cuales se plasma la voluntad autorreferencial; segundo, la importancia de la (con)fusión de realidad y ficción; y tercero, el alcance general (no sólo referido a la obra en cuestión) de la reflexión teórico-crítica que anima la metaliteratura. No obstante, cuando la autora hace una larga enumeración de “los diferentes recursos, técnicas y estrategias más comunes de la metaficción” (30) se hace patente la inadecuación de la anterior definición, puesto que un buen número de esos recursos son meramente temáticos y por tanto no afectan a la relación entre realidad y ficción cuyo cuestionamiento se proponía como conditio sine qua non de la metaficción.

Con respecto al antirrealismo inherente a la metaficción, escribe Dotras que “en toda novela de metaficción se encuentra presente como elemento esencial la dicotomía realidad/ficción” (28), pero la presencia de dicha dicotomía no implica su tratamiento en contra de las convenciones, tal y como advierte García al hablar de la “metanovela mimetizante”. Por otro lado, Dotras incluye entre “las principales características de la metaficción [...] su carácter lúdico” (28)40, un rasgo que también Alter considera peculiar de la narrativa autorreferencial tal vez por efecto de su relación con la posmodernidad. Es fácilmente demostrable que la metaficción recurre en muchas ocasiones a la ironía, la

40 Las otras características son “el antirrealismo, la autoconsciencia, la reflexividad autocrítica, [y] su particular concepción de la función lectora” (28). Sobre ésta última volveré en la sección final del capítulo. 99 parodia hipertextual o el juego con las convenciones literarias, pero a diferencia de

Dotras, quien afirma que “lo lúdico es intrínseco a lo metanovelístico” (191), no me parece que esos procedimientos sean inherentes a su esencia.

Ródenas de Moya elabora una teoría de la narrativa autorreferencial con el propósito de explorar la utilidad crítica de dicho concepto en el análisis de la novela vanguardista española. Este apunte no es gratuito, pues importa recordar que su consideración de lo metafictivo no tiene como marco de aplicación la literatura posmoderna. Con palabras que ya reproduje al comienzo de este capítulo, nos advierte que su uso del término metaficción se extiende a “cualquier obra de arte verbal no meramente argumentativa que haga de sí misma, de sus procedimientos de construcción, lectura o interpretación, un objeto de referencia” (14). Si antes tildaba de endógena la definición de García, ésta de Ródenas me parece inmanente puesto que prescinde de cuestiones intertextuales para centrarse en la autorreferencialidad de un texto del tipo

“novela de la novela” (García se refería más bien al tipo “novela en la novela”). Sobre esa definición general y a partir de una clasificación de la enunciación narrativa semejante a la empleada por Spires (en la que distingue los mundos del autor, los personajes y el lector), describe tres variedades que “se registran comúnmente de forma sincrética en una misma obra”: la metaficción discursiva o enunciativa, diegética y metaléptica. La primera y la tercera suponen una violación de los límites convencionales entre la realidad y la ficción, bien por intromisión del narrador u otra instancia discursiva

extradiegética en el mundo “real” del lector (caso de la metaficción discursiva), bien por

la porosidad de los mundos del autor, narrador y personajes (metaficción metaléptica). La

100 metaficción diegética, por su parte, “no perturba la ilusión ficcional pero induce, tropológicamente, una interpretación autorreferencial de la obra” (15). Al margen de esta taxonomía, Ródenas de Moya incluye en su teoría una crucial observación acerca del sentido y alcance de esa ruptura del estatuto ontológico de la ficción a la que tantos estudiosos de la metaliteratura hacen referencia:

Cualquier ademán de explicitación del autor implícito genera ipso facto otra instancia enunciativa, y así sucesivamente. El origo del discurso es, de este modo, literalmente inexpugnable y las familiares transgresiones de autores que conversan con sus personajes o que cortejan a sus heroínas son sólo representaciones de una transgresión. La sedición permanece represada en el texto y resulta inocua —acaso desdichadamente— en el mundo real del escritor y el lector. (15)

Ya había advertido Gil González que la metaficción no puede pasar de ser la

representación de una representación, pero es necesario insistir, como lo hace Ródenas,

en que la narrativa experimental más rupturista, esa “sobreficción” de la que hablaba

Federman, con su violenta disolución de las barreras que separan lo real de lo imaginado,

opera en el fondo con los mismos mecanismos que el realismo mimético. “El

anonadamiento que ocasiona la desjerarquización de niveles ontológicos es, con todo, un

juego de artificio, montado justo sobre las mismas bases de la ilusión realista: la

capacidad que tiene el texto ficcional para abstraer de su medio al lector y transportarle a

un orbe distinto” (95). Existe, no obstante, una neta diferencia entre la ilusión referencial

producida por las metaficciones discursiva y metaléptica y la que genera la metaficción

diegética, pues sólo las dos primeras cumplen con este requisito: “[l]a enseñanza que

pueda proporcionar la ficción literaria autorreferencial no puede ser sino enseñanza sobre

la ficción de la realidad” (112).

101 Las dos últimas monografías españolas sobre el tema de la metaficción de las que voy a ocuparme fueron publicadas en 2003 y las dos tienen como objeto de estudio la novela española de las últimas décadas, a la que Orejas califica con el adjetivo

“contemporánea” y Sobejano-Morán con el de “postmoderna”. Ambos autores, por otro lado, adoptan el término “metaficción” en su vocabulario crítico, aunque uno y otro le atribuyan sentidos diversos desde un punto de vista teórico. El concepto de metaficción expuesto por Orejas parte de la afirmación, inspirada por Genette, de que la novela es el

“género hipertextual canónico” (103); la novela autorreferencial, por tanto, representaría esa cualidad en grado sumo al transformarla en “auto-hipertextualidad”. Ésta es su definición:

Obras de ficción (fundamentalmente en prosa, de carácter narrativo) escritas a partir de los años sesenta (lo que no significa que la tendencia haya surgido en ese momento), que exploran los aspectos formales del texto mismo, cuestionan los códigos del realismo narrativo (en ocasiones, sirviéndose de ellos) y, al hacerlo, llaman la atención del lector sobre su carácter de obra ficticia, revelando las diversas estrategias de las que el autor se sirve en el proceso de creación literaria. (113)41

Advierte Orejas que una cosa es caracterizar una tendencia narrativa como la

metaficción y otra distinta identificar sus procedimientos y rasgos específicos. En cuanto

a los primeros, “los procedimientos más usuales son la novelización del propio quehacer

creativo; es decir, la “novela de la novela”; la “estructura en abismo” [o mise en abyme];

la narración enmarcada o los relatos intercalados; los recursos paródicos e hipertextuales

y la ruptura de los códigos formales” (127)42. Con respecto a sus rasgos o aspectos, destaca la autoconsciencia y autorreflexividad en el plano del enunciado (o historia) y la

41 Prescindo de las cursivas empleadas en el original. 42 Prescindo de las cursivas empleadas en el original. 102 ficcionalidad e hipertextualidad en el plano de la enunciación (o discurso) (134). Esta

distinción entre los planos del enunciado y de la enunciación sirve para determinar dos

tipos básicos de narrativa metaficcional que se corresponden en lo esencial con los

apuntados por Ródenas de Moya: la metaficción “diegética o “autodiegética” se acusa

“en el plano de la historia narrada, manteniendo la ilusión ficcional”; en segundo lugar, la

metaficción “enunciativa o discursiva” provoca una “ruptura con la ficcionalidad de

carácter tradicional [...], afecta no tanto (o además de) a la historia narrada cuanto (de

forma más clara) a la organización del relato o discurso” (592). Esta tipología permite

incluir bajo el membrete de lo metaficcional a textos que adoptan como campo

referencial su propio proceso creativo o cualquier otra dimensión del hecho literario,

tanto si para ello transgreden las convenciones del realismo mimético como si las

respetan. Sin embargo, la noción general de metaficción que Orejas había planteado no

parece dejar sitio para esa autorreferencialidad no transgresora, o al menos plantea ciertas

ambigüedades: si por un lado constata que, “[p]ese a lo que pueda parecer, metaficción

no se contrapone a realismo, aunque sí al concepto restringido de obra realista como

sinónimo de texto que trata de reconstruir, mostrar o reproducir fielmente la realidad”,

por otro lado califica a la metaficción de “forma de literatura en segundo grado” (101), lo

cual revela un prejuicio realista, el que la novela debe ser representación mimética de un

referente “real”, y finalmente afirma que la “principal característica [de la metaficción] la

constituye el deliberado quebrantamiento de los códigos que rigen el sistema narrativo de

ficción convencional” (126).

103 Sobejano-Morán es autor de una completa tipología de la metaficción con cuyo

comentario pondré fin a este epígrafe. Más interesado en clasificar las diversas

manifestaciones textuales de la narrativa autorreferencial que en ofrecer una definición

general de esta tendencia novelesca, su descripción de la misma incluye todas las

dimensiones de lo metaliterario mencionadas hasta el momento:

Por norma general, la instancia metafictiva provoca un cortocircuito en la diégesis narrativa para intercalar un comentario crítico o teórico; y aunque esta instancia metafictiva es autorreferencial en la mayor parte de los casos, no influye para que la novela en la que se encuentra textualizada pierda su valor referencial. [...] Son metafictivas, como ya se ha dicho, aquellas novelas que textualizan una reflexión crítica sobre la ficción. Pero lo importante es identificar la naturaleza de esta reflexión para determinar si la instancia metafictiva se centra en una crítica o teoría explícitas sobre la novela en curso o sobre la ficción en general, si se propone como una consideración metafísica sobre la identidad fictiva de los personajes, si va orientada a resaltar la materialidad del signo lingüístico, si, como indica Dällenbach, refleja algún aspecto narrativo del texto enmarcante, o si hace explícita la subversión de alguno de los códigos narrativos. (23)

Consideradas como técnicas destinadas a la consecución de un efecto estético,

Sobejano-Morán distribuye correlativamente las cinco modalidades que dicha “reflexión

crítica sobre la ficción” puede adoptar entre otras tantas funciones metafictivas:

“reflexiva, autoconsciente, metalingüística, especular e iconoclasta” (23). La función

reflexiva “[s]e produce cuando la instancia metafictiva reflexiona crítica o teóricamente sobre las convenciones narrativas que intervienen en la construcción de la novela en curso o de otras novelas” (23). Esa reflexión ha de ser explícita; es decir; ha de tener una plasmación discursiva, pues de lo contrario toda novela podría considerarse metaficcional. La función autoconsciente “se materializa cuando los personajes del mundo novelado reconocen explícitamente su identidad fictiva, cuando una de las voces narrativas o lector fictivo reflexionan abiertamente sobre el papel que desempeñan en la 104 ficción, o cuando los sistemas de significación textual revelan abiertamente su constitución fictiva” (24). Relacionando esta tipología con la de Ródenas, la función reflexiva podría corresponder a la metaficción diegética, en la que se salvaguarda la ilusión mimética, mientras que la autoconsciente se asemejaría por igual a la discursiva y la metaléptica. Con todo, no me parece sencillo distinguir la función autoconsciente de la reflexiva en el caso de una novela que reflexiona sobre sí misma. En tercer lugar, “la función metalingüística opera cuando la instancia metafictiva teoriza explícitamente sobre los sistemas de significación, o cuando hace ostentación de su identidad lingüística” (24). El propio autor es consciente de las objeciones que pueden hacerse a esa segunda modalidad “internalizada” de la función metalingüística, ya que “toda novela es consciente de su forma lingüística y trata de hacer alarde de su virtuosismo léxico”

(25). Ya hice referencia con anterioridad a los problemas críticos que suscita la llamada metaficción implícita, que en un caso como éste se confunde con la narrativa experimental, la cual no tiene por qué ser metaficcional sensu stricto. Poco hay que explicar sobre la función especular, “equiparable a la reduplicación interior o mise en abyme de Dällenbach” (26), salvo que en ella incluye Sobejano-Morán “el conocido recurso narrativo del manuscrito hallado, cuya escritura, sólo existente en el mundo de la ficción, se reproduce o refleja íntegramente, o con algunas alteraciones y variantes, en el texto que lee el lector” (27). Por último, la función iconoclasta “tiene lugar cuando la instancia metafictiva acarrea consigo algún tipo de subversión o violación narrativas, y normalmente entraña el desafío a una lógica racional cartesiana” (27). Precisamente es de

índole lógica el reparo que sugiere esta quinta función, ya que no considero que esté en

105 un mismo plano epistemológico que las cuatro restantes. Sobejano-Morán subdivide la

función iconoclasta en varias categorías: “ficción paradójica”, “juegos con la voz

narrativa”, “violaciones de niveles ontológicos” y “violaciones en la presencia física del

libro”, las cuales (con excepción tal vez de la última) pueden ser también subcategorías

de las funciones reflexiva, autoconsciente, metalingüística y especular.

* * *

En conclusión, este repaso de las principales teorías de la metaficción se salda con

tres corolarios: desde un punto de vista terminológico, se impone precisar el sentido de

los vocablos metaliteratura, metaficción y metanovela (por referirme sólo a los que incumben al estudio de la narrativa) con el objeto de dedicarlos a la descripción de fenómenos textuales diversos. Desde un punto de vista historiográfico, esa misma precisión terminológica ayudaría a distinguir la evolución de las técnicas comúnmente

agrupadas bajo el membrete de metaficción, cuyo origen se remonta al de la propia

novela aunque se considere la literatura posmoderna como el momento de su apogeo. Por

último, desde un punto de vista conceptual se hace necesaria la clasificación de esa

variedad de técnicas, las cuales parecen agruparse en dos grandes categorías: una

epistemológica, relativa a las nociones de autorreferencialidad e intertextualidad; y otra

ontológica, relacionada con la autoconsciencia y la transgresión de las convenciones del

realismo mimético. Comparto con García el convencimiento de que “es preciso agrupar

los procedimientos metanovelescos de acuerdo con su función” (18), lo cual implica un

cambio de perspectiva hacia los procesos de recepción textual.

106 3.3. LA METALITERATURA Y EL LECTOR

Queda aún por explorar una última dimensión de lo metaliterario, la del tipo de lectura que esta literatura demanda y por ende el tipo de lector que instaura en su discurso. Dicho en términos de Iser, ¿qué lector implícito prefigura la narrativa autorreflexiva? Este aspecto de la metaficción, además de ser el que más incumbe a la materia del presente estudio, ayudará a perfilar con más detalle los contornos de la metaliteratura hasta aquí esbozados por cuanto la función del lector en dicho discurso no puede disociarse de los atributos epistemológicos y ontológicos de esta clase de literatura.

De manera rotunda, afirma Hutcheon que “metafiction has two major focuses: the first is on its linguistic and narrative structures and the second is on the role of the reader” (6). Si

antes decía que la crisis del realismo narrativo se resuelve en un cambio de orientación

del espejo Stendhaliano, el cual los autores de metaliteratura dirigen hacia su propia

actividad creativa, habría ahora que añadir que otra superación del modelo mimético no

menos trascendental que ésta es la que consiste en orientar el espejo de la novela hacia su

destinatario, el lector, sorprendido así ante una inesperada exposición del acto de

recepción literaria43 que en último término le obliga a cuestionarse la esencia más íntima

de su ser. Comenta a este respecto Holland: “These books-within-books and plays-

within-plays create a deeper, inner sense of uncertainty, an uncanny feeling such as

43 Ródenas de Moya propone otra imagen para explicar esta evolución del paradigma estético: “Se trata de fijar la mirada en la escena al otro lado del cristal y pasar a fijarla en el cristal mismo, y aun en la imagen del observador reflejada en el cristal” (94). 107 seeing my reflection in a mirror move and act by itself would produce. Because we fuse with a work of art, to call its reality into question is to question our own” (99).

La mayoría de teóricos de la metaficción coinciden en afirmar la función relevante del lector en ese tipo de literatura. Afirma Sánchez-Pardo González que “[e]n la metaficción, el lector como principio activo de la interpretación cobra gran protagonismo y forma parte del marco generativo del propio texto” (9), pero debemos atender a los procedimientos textuales que motivan dicho protagonismo y sus distintos matices. Dos factores son los más decisivos; por un lado, la autorreferencialidad de la metaficción —el hecho de que la literatura adopte como “asunto” a la propia literatura— no sólo afecta a cuestiones epistemológicas en un sentido filosófico amplio sino también, y primordialmente, al proceso de recepción del texto. Por otro lado, la violación de los límites entre realidad y ficción —que puede darse con independencia de la autorreferencialidad del texto— se traduce en una violación de las convenciones estéticas y por tanto en una inadecuación del horizonte de expectativas brindado por la obra y el aportado por el lector. Escribe Carlos Javier García al respecto:

[...] si entendemos la novela como representación del mundo por medio de la palabra, lo relatado por el narrador puede aparecer como un mundo pretendidamente real (“realismo”), o como un mundo al que se declara imaginario. Esta última forma, al dejar al descubierto su carácter ficticio, no exige al lector la comprobación de la fidelidad de lo relatado con el referente. (38)

Sin embargo, tampoco la novela realista provoca en el lector la necesidad de

comprobar la veracidad de sus historias o personajes. Simplemente, los aceptamos como

ciertos mientras dura la lectura, aun sabiendo que son producto de la imaginación de un

autor. Por lo tanto, la diferencia entre la novela realista tradicional y la metanovela no se 108 funda en las relaciones del mundo real con el mundo novelesco, sino de éste con el lector.

Tan ficción son La Regenta como Niebla, los dos ejemplos que propone García como casos contrarios de “fidelidad de lo relatado con el referente”, y el lector es bien consciente de ello en todo momento de su lectura: los personajes de una novela no son más reales que los de la otra, ni tampoco sus acciones, y cuando García sugiere que “[l]a

ilusión de realidad creada en La Regenta puede engañar al lector y despertarle la

curiosidad de comprobar el referente” (38), calculo que tal curiosidad puede referirse,

como mucho, a los espacios de un relato que, por cierto, está preñado de guiños

metaliterarios e intertextuales (la mise en abyme de la representación del Tenorio, la imaginación libresca de don Víctor Quintanar, etc.) Ahora bien; es claro para cualquiera que haya leído estas dos novelas que nuestra actitud ante una y otra es muy distinta; no

tanto porque Clarín nos infunda el deseo de pasearnos por la Catedral de Oviedo y

Unamuno no haga lo propio con las calles de Salamanca, sino porque cada uno de ellos

plantea a su receptor un pacto de lectura opuesto: mimético el primero; metaficcional el

segundo. Albaladejo nos recuerda que la pragmática de la ficción realista se basa en la

“distinción entre realidad efectiva y realidad ficcional, que se acerca a aquélla, pero no

traspasa la barrera ontológica que las separa” (127), de manera que el lector nunca llega a

confundir lo ficticio con lo real a pesar de que admita su semejanza. El pacto de lectura

quedaría establecido en los siguientes términos:

[...] el autor y los lectores participan en el hecho ficcional realista con un acuerdo en el que el primero actúa semánticamente produciendo realidad ficcional que tiende a la realidad efectiva sin abandonar el ámbito de la ficción y en el que los lectores interpretan semánticamente esa realidad especial como ficción que, orientada a la realidad efectiva, no se confunde con ésta. (128)

109 Si la “ilusión” mimética no pasa de ser un artificio literario que el lector ha de interpretar como tal —de los peligros de no hacerlo así nos ilustró ya Cervantes—, la autorreferencialidad metaficcional no es más que una ilusión de distinto signo, un artificio que también necesita el acuerdo de autor y lector para lograr su propósito estético. La consecución de dicho acuerdo no es sencilla, o, por mejor decir, no es posible hasta que el lector no haya comprendido sus términos. Puesto que la metaficción no se rige por las mismas normas que la narrativa tradicional, una parte no desdeñable de su reflexión sobre lo literario ha de estar enfocada a la propuesta de un nuevo pacto de lectura que sirva a su destinatario para interpretar el texto que tiene entre sus manos.

Sánchez Torre dice del discurso metaliterario que, al igual que el metalenguaje con respecto a la lengua:

[...] tiene como efecto inmediato una revisión del código de convenciones que rige la creación y descodificación de textos literarios y, en definitiva, origina procesos similares de revisión y redefinición de ese código de convenciones, hasta el punto de que su descodificación requiere la incorporación de nuevas expectativas de lectura, la sustitución, por tanto, de los viejos códigos por códigos en los que se integren esas nuevas exigencias. (25)

Lo interesante es que tanto la revisión de los viejos valores como la adopción de los nuevos es un proceso que se lleva a cabo con la misma lectura, ya que, “como el metalenguaje, la metaliteratura proporciona, a quien la crea y a quien la recrea, conocimiento sobre la literatura, pero un conocimiento que se hace a la vez que se escribe o se lee, un conocimiento simultáneo al propio manifestarse de la función metaliteraria”

(Sánchez Torre 26). La fusión de teoría, crítica y creación literarias que se produce en la metaficción tiene por tanto unas notables consecuencias para el lector, de quien escribe

110 Hutcheon: “[d]isturbed, defied, forced out of his complacency, he must self-consciously establish new codes in order to come to terms with new literary phenomena” (39). Quiero destacar el adverbio que emplea Hutcheon para describir la relación del lector con el texto metaficcional, “self-consciously”, pues para muchos autores la metaficción exige por parte del lector una recepción más activa que la requerida por la narrativa convencional. Sobre esto escribe Dotras:

Frente a la pasividad de la lectura tradicional, el lector de metaficción, advertido de la artificialidad de lo que lee, está forzado a cambiar la perspectiva asumida en cuanto a lector y a mantener una actitud crítica. [...] La metaficción reclama una lectura atenta, un mayor grado de participación del lector y no un paseo relajado por sus páginas. (30)

Otra palabra llama la atención en este fragmento: “forzado”, y es que el mayor

grado de participación hermenéutica que prefigura la metaficción no necesariamente

implica una mayor libertad interpretativa. Hutcheon dice del lector de esta clase de

literatura que “he is left to make his own meaning, to fill the void, to activate the work”

(150). Pero ¿es esto realmente así? ¿Deja la metaficción al lector abandonado a su suerte en el empeño de dilucidar su significado? La misma autora afirma en otro lugar de su monografía que los textos narcisistas —así se refiere a los autorreferenciales— deben enseñar al lector “how to play the literary music” (139) a través de técnicas explícitas o encubiertas, una postura que defienden otros críticos. Apunta García que uno de los rasgos distintivos de la metaficción es la internalización (ficcionalización, podría también decirse) de las figuras del autor y el lector, de forma que “[e]l lector virtual ha de ajustarse al rigor impuesto por el texto. No atenerse a éste implica dislocar su lógica”

(56). Orejas, en términos similares, sostiene que “la literatura de metaficción responde a

111 una estrategia autorial deliberada y exige la presencia de un lector cómplice, que acepte el juego propuesto” (113). Porque juego es la particular relación entre instancias narrativas

y lector por la cual éste cree asistir al trabajo de aquellas, convertido en testigo del

hacerse del relato conforme avanza en su lectura. Gil Casado apunta al respecto:

La exploración del quehacer literario la percibe el lector como un plus. Es como si el escritor le invitase a su lado y, haciéndole un guiño de complicidad, le enseñase los hilos que mueve en su mundo de ficción, permitiéndole participar en los secretos del oficio. Naturalmente, se trata de una suposición que forma parte de la ficción. Bien visto, el altruismo del autor tiene propósitos calculados de antemano. Las apariencias engañan: lo que pretende es la monopolización del lector. (109)

Parece, por tanto, que a pesar de que el “lector constituye una categoría esencial

en el análisis de la obra metafictiva, dado que es él quien, en definitiva, ha de

interpretarla en esa clave, modificando la expectativa genérica de lectura de un texto

literario de ficción” (Orejas 594), su función no es completamente libre, sino que consiste

en ejecutar un papel previsto, inscrito en el propio texto. Si el receptor, aferrado a una

competencia lectora convencional, considera inaceptable el papel propuesto por el texto

metafictivo, el artificio autorreferencial se desbarata y la obra marra en su propósito

estético —a la manera de un texto paródico que no se interpreta como tal—; si, en

cambio, el lector reconoce la distorsión a la que el texto metafictivo somete a su

horizonte de expectativas y hace suyos los rasgos del lector implícito, se produce la

paradoja señalada por Dotras de que “la destrucción de la ilusión de realidad” no provoca

el distanciamiento del receptor “sino que, por el contrario, el grado en que el lector se

mantiene inmerso en la novela no disminuye” (188).

112 La “monopolización del lector” a la que se refería Gil Casado es una noción básica para nuestro estudio de la prosa metaliteraria de Unamuno, pero no debe hacernos olvidar el principio opuesto de autoridad hermenéutica junto al cual genera una tensión dialéctica. Opina Sobejano que “poner de manifiesto la aventura de la escritura no puede hacerse sin atentar contra el hechizo que la novela siempre quiso ejercer sobre la conciencia del lector” (apud Orejas 72). No obstante, dicho atentado no tiene como consecuencia la anarquía; la metaficción supone un pronunciamiento contra las convenciones lectoras con el fin de proponer otras nuevas, no menos convencionales, lo cual no puede producirse sin el consentimiento del lector. La literatura metaficcional ejerce sobre su destinatario un hechizo aún más potente que el del realismo mimético, y por ello mismo necesita especialmente de su participación. La novela de metaficción, indica Ródenas de Moya, es “una novela con prospecto, con instrucciones de uso; una novela que prescribe su propia lectura, pero no por ello una novela interpretada” (93).

Siempre queda un resquicio para que el lector ejerza su autoridad hermenéutica, convertida en una materia de responsabilidad por obra y gracia de la suspensión de las antiguas convenciones44.

En resumen; tal y como sugiere la cita de Iser que encabeza este capítulo, la metaficción puede ser una modalidad de escritura —y así la han concebido la mayoría de autores que de ella se han ocupado—, pero la metaficción es por encima de todo una particular manera de leer.

44 Escribe Hutcheon que la misión de la literatura metaficcional es “to turn in on the reader, forcing him to face his responsibility for the text he is reading” (138). 113

SEGUNDA PARTE

COMENTARIOS DE TEXTOS

114

CAPÍTULO 4

MIGUEL DE UNAMUNO, AUTOR DEL QUIJOTE45

[...] el Quijote es un libro tan grande que cada cual puede encontrar en él lo que le dé la real gana [...]. Mariano Pardo de Figueroa (apud Alberto Navarro 52)

¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores podemos ser ficticios. Jorge Luis Borges (85)

Al analizar las direcciones de la moderna hermenéutica literaria, Naomi Schor critica la excesiva simplificación del concepto de “interpretación” en el célebre ensayo de

Susan Sontag “Against Interpretation”. Sontag hacía equivaler “interpretación” con

“traducción” y en un nivel subtextual con un patriarcado ideológico que sometía los

textos a una violación (165 y 182). Barthes y la semiótica dieron un paso decisivo al

interpretar la “interpretación” como un fenómeno que no se aplica al texto, sino que

ocurre en el texto mismo. De ese modo, el carácter metaliterario del texto va más allá de

la consideración auto-reflexiva de su naturaleza lingüística para alcanzar una

45 Mientras escribía este capítulo me ha llegado la noticia de la prematura muerte del profesor José Luis de la Fuente Bastardo, fallecido el 19 de enero de 2005 a los 40 años de edad. Su recuerdo me evoca imágenes de la antigua Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, entre cuyas paredes quedarán su espíritu y magisterio para siempre. 115 preocupación hermenéutica: “novels are not only about speaking and writing (encoding), but also about reading, and by reading I mean the decoding of all manner of signs and signals” (168). El punto crucial de esta nueva concepción del acto interpretativo es que la

interpretación deja de ser una opción, un ejercicio libre, para convertirse en una obligación impuesta por el texto:

The shift away from the illusion of an interpretive option toward a recognition of the interpretive constraint requires the introduction of a term which [...] will serve to distinguish between two types of interpreters: the interpreting critic, for whom I reserve the term interpreter, and the interpreting character, whom I will refer to henceforth as the interpretant. (168)

Los autores que Schor elige para ejemplificar su noción del “interpretante” son

James, Proust y Kafka, pues sostiene que “the vicisitudes of hermeneutics in our time

reduplicate, with an inevitable time-lag, the vicissitudes of the interpretant around the turn of the century” (170). Como en tantos otros casos en los que se debate la esencia de la modernidad o bien las cualidades del arte metaficcional, el Quijote ofrece una perfecta muestra del conflicto hermenéutico al que Schor se refiere. En esa novela Cervantes diseña un catálogo de personajes obsesionados por determinar las categorías de lo real e imaginario, categorías que llegan a confundirse de tal modo que incluso se propone una votación para decidir si cierto objeto es una vulgar albarda de asno o un rico jaez de caballo (I, 55). La realidad, así como lo que se entiende por verdad, no es más que el voto de la mayoría, nos enseña Cervantes, pero esta lección pertenece más bien al ámbito de los interpretantes, no de los intérpretes, utilizando la terminología de Schor. Para nosotros lectores, el aspecto crucial de la obra maestra cervantina es la coacción hermenéutica que el discurso narrativo plantea a sus receptores. 116 La libertad interpretativa es un tema de relieve a lo largo de las dos partes del

Quijote. Ya desde el comienzo mismo del libro, en el prólogo, un Miguel de Cervantes

ficcionalizado advierte al “[d]esocupado lector”: “puedes decir de la historia todo aquello

que te pareciere, sin temor que te calunien [sic] por el mal ni te premien por el bien que

dijeres de ella” (9-10). Mis alumnos de un curso de educación general sobre el Quijote se

mostraron bastante sorprendidos ante mi insistencia al recalcar la originalidad y

trascendencia de esas palabras, pues al fin y al cabo, me recordaron, todo lector es libre de interpretar cualquier novela a su antojo. Y así es, en efecto, pero esa libertad a

posteriori con respecto al acto de la escritura no siempre se corresponde con una

conciencia a priori de la misma por parte del novelista. Más aún; en el caso del Quijote, la libertad interpretativa del lector no sólo está prevista y aceptada, como demuestra la declaración de Cervantes en el prólogo, sino que su peculiar estructura literaria la hace inexorable. Los silencios, contradicciones y ambigüedades que resultan del entrecruzamiento de instancias narrativas —el autor árabe Cide Hamete, su traductor y finalmente el editor cristiano, que podemos o no identificar con Cervantes— nos obligan a interpretar la historia de don Quijote, a tomar partido —por ejemplo— cada vez que los desatinos del manchego compiten con su agudeza, haciendo imposible una mera lectura aquiescente. Valga como muestra este alegato del “primer autor” de la historia, referido a la inverosimilitud de los sucesos narrados por el caballero tras su descenso a la cueva de

Montesinos: “Tú, letor [sic], pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo

ni puedo más” (829). De manera que todo lector es libre de interpretar una novela a su

arbitrio, tal y como me recordaban mis alumnos, pero esa libertad adquiere un sentido

117 muy particular cuando es el texto mismo quien nos obliga a interpretarlo (a interpretarlo libremente, no obstante). Eso es lo que sucede en el Quijote, y Miguel de Unamuno no quiso escapar al hechizo de esa coacción; el resultado fue su Vida de Don Quijote y

Sancho.

Unamuno siempre negó cualquier relación entre la concepción de su ensayo — llamémosle así por el momento— y el tercer centenario de la publicación del Quijote, pero lo cierto es que su aparición en 1905 obliga a considerarlo en el contexto de los

discursos, publicaciones y demás actos conmemorativos que tuvieron lugar en esa

fecha.46 Dicho tricentenario acaecía en una España muy necesitada de mitos culturales,

liderazgos ideológicos y exaltaciones de su (supuesto) esplendor pasado, como bien

señala Alberto Navarro en su edición crítica de la Vida:

A pocos años del desastre del “98”, la celebración del tercer Centenario de la publicación de la primera parte del Quijote (1905), fue ocasión favorable para que escritores españoles e hispanoamericanos dirigieran su mirada a las grandes creaciones literarias representativas del genio hispano, y, en especial, al Quijote. (54)47

46 Unamuno compuso la primera versión de su ensayo en el verano de 1904, si bien el proyecto venía de antes, según atestiguan diversas referencias epistolares. El 1 de enero de 1904 escribe a Leopoldo Gutiérrez Abascal: “No he quitado nada de lo que le leí [durante su encuentro en Astorga en diciembre de 1903], pero le he añadido lo más jugoso, lo más vehemente, lo más humano. Sobre todo unas notas sobre Aldonza Lorenzo [...] y una feroz arremetida a Antonia Quijana” (González de Durana 166). El 3 de junio comunica al mismo corresponsal que su libro “podría lo mismo intitularse “Imitación de nuestro señor Don Quijote” y no sé por qué se me antoja que será el de más éxito y el que pasará por más mío” (González de Durana 144). A esa primera redacción, centrada en la glosa del texto cervantino, añadió en el otoño de ese año otra de igual extensión en la que amplía las conexiones entre Don Quijote y San Ignacio de Loyola. El texto final se concluyó en los primeros días de 1905, según escribe a González Trilla en carta del 6 de enero: “He estado completa y casi totalmente entregado a la tarea de poner en limpio mi Quijote. Apenas he hecho otra cosa. Ha habido día en que me he llevado siete y más horas en eso. Lo terminé hace dos días. Además soy muy lento en mis cosas” (Epistolario Americano 205).

47 Añade Navarro más adelante: “Unamuno, como otros escritores de aquellos años (Azorín, Maeztu, Ortega, Ramón y Cajal, etc.) se acerca a las principales obras y mitos literarios (el Cid, La Celestina, La vida es sueño, Las moradas, de Santa Teresa, Don Juan Tenorio, etc.) con ánimo de descubrir en ellos y, sobre todo en el Quijote, la “filosofía española”, “la clave de nuestro destino” como individuos y como pueblo” (91). 118 El ensayo unamuniano podría entonces analizarse como fruto de una mentalidad generacional —ya sea de nombre regeneracionista, noventayochista o modernista— o bien como una manifestación más de la serie de operaciones intelectuales conducentes a eso que Inman Fox ha titulado acertadamente como La invención de España. En cualquier caso, lo que me ha movido a incluir la Vida de Don Quijote y Sancho en este estudio es su acendrada originalidad, una singularidad que emana de la peculiar actitud

crítica de Unamuno hacia el Quijote y cuyo resultado es no pocas veces la

disconformidad o incluso la irritación de sus lectores.48 El objeto de este capítulo será pues analizar la Vida en cuanto que plasmación teórica y demostración práctica de las

ideas de Unamuno en torno a la lectura en general y a la crítica literaria en particular, con

la intención de aplicar más tarde tales ideas al comentario de su producción narrativa.

Afirma Navarro que esta obra “es el comentario más original poético e interesante

del Quijote y el que ha ejercido y sigue ejerciendo mayor influencia dentro y fuera de

España” (112). No en vano, es según René Wellek el ensayo más cercano a una obra de

verdadera crítica literaria que produjo la llamada generación del 98, si bien este autor no

puede ocultar sus dudas acerca de su naturaleza genérica:

48 El propio Unamuno, tan consciente siempre de la posible recepción de sus obras y en especial de los juicios adversos motivados por razones personales y no estéticas, advierte en su ensayo: “Pudiera muy bien suceder que estos mis comentarios a la vida de mi señor Don Quijote provocaran en esta nuestra España, como han provocado algunos otros trabajos míos, discusiones y vocerío; pues bien: os aseguro desde ahora que los más furiosos en vocear por ellos no los habrán leído” (OC III, 221). Con todo, no es muy arriesgado pensar que estas protestas fueran ante todo un modo de atraer la atención sobre su obra, la cual le reportó considerables beneficios económicos. Escribe a Juan Arzadun el 24-11-1909: “Mis dos últimos libros [Recuerdos de infancia y mocedad y Poesías] me cuestan todavía dinero, aunque cada vez menos. Y gracias que mi Vida de D. Quijote cubre con mucho exceso tal déficit” (Epistolario Americano 340). Por último, es preciso recordar que en la época de la publicación de este libro Unamuno se sentía marginado por las principales publicaciones periódicas, a quienes acusó de la tibia acogida brindada a su ensayo. En este sentido escribe a Santiago Valentí Camp en carta del 9-5-1905: “Mi “Quijote” va vendiéndose en medio de la hostilidad, más o menos silenciosa, de los publicistas del antiguo régimen. Estoy contento de él” (apud Tarín Iglesias 193). 119

No estoy seguro de que el libro de Don Quijote pueda considerarse como crítica literaria en un sentido estricto, pero ha tenido tanta influencia en la historia de la crítica del Quijote que no puede quedar sin mención. Apenas es una obra de crítica si a la crítica se la define como un intento de encontrar el auténtico significado de una obra de arte. (408)49

Las cursivas en el fragmento son mías, pero en lugar de discutir lo mucho que de

discutible hay en semejante concepción de la crítica literaria quisiera reproducir otro

párrafo en el que Wellek concede al autor vasco una agudeza crítica que parece superar a

la de su comentarista: “Unamuno es conocedor de problemas como la respuesta del

lector, la diferencia entre una primera y una segunda lectura y toda la cuestión de

nuestras ideas preconcebidas cuando nos sentamos ante un libro que se llama “novela” o

“poema” o “comedia”” (409). En efecto, si algo caracteriza la Vida de Don Quijote y

Sancho es el soberano desprecio que en ella exhibe Unamuno por “nuestras ideas preconcebidas” acerca de la novela de Cervantes, por un lado, pero muy especialmente acerca de lo que implica leer una novela y escribir un ensayo crítico sobre ella. Al mismo tiempo, como varios críticos han detectado, su ensayo contiene una muy personal teoría y práctica de la interpretación, lo cual convierte a la Vida en un texto fundamental para analizar las ideas de Unamuno en torno a la lectura. Comenta Jurkevich al respecto: “As his Vida de Don Quijote y Sancho proves, Unamuno’s interest in the phenomenology of reading and reception was not a passing one: he was himself a great reader, interpreter,

49 Con respecto a la primera idea, que en absoluto comparto, escribe Wellek: “La llamada Generación del 98, que incluye al poeta Antonio Machado, no produjo ningún crítico literario auténtico, aunque un contemporáneo muy poco más joven, Miguel de Unamuno, adquirió fama con su obra Vida de Don Quijote y Sancho (1905)” (407). 120 and creator of literature” (“Fallacy” 77). Maestro, por su parte, menciona la Vida como un hito en el desarrollo de la pragmática de la literatura:

Acaso uno de los ejemplos palmarios de lo que constituye un proceso semiósico de transducción lo representa la obra de Miguel de Unamuno titulada Vida de Don Quijote y Sancho (1905), en que el autor transmite (hipertextualmente) su personal transformación de los personajes del Quijote cervantino, lo que desde el punto de vista de la pragmática de la comunicación literaria configura una de las manifestaciones más transparentes de la expresión estética del efecto feed-back. (25)

No obstante, la recepción crítica de la Vida no siempre ha contado con declaraciones tan encomiásticas como éstas o la arriba transcrita de Navarro, muy probablemente como consecuencia de ese desprecio por parte de Unamuno —nada disimulado, como tendremos ocasión de comprobar— al que aludí antes. Ramón J.

Sender, quien profesó una tenaz animadversión contra el rector de Salamanca, comenta al respecto que “[e]n el grupo del 98 había una tendencia a considerar a Cervantes como un pobre diablo que acertó en el Quijote por casualidad. Y Unamuno comenzaba a decir algo sobre Cervantes con las palabras siguientes, que repetía a menudo: “Ese pobre Cervantes cuyo Don Quijote es más mío que de él...”” (17). Añade a continuación Sender, “[e]l mito literario y filosófico de don Quijote está formado hace mucho tiempo. Unamuno ha contribuido muy poco a él. Su Vida de don Quijote y Sancho es una cadena de glosas sin gracia ni ingenio. Su interpretación es pobre y vulgar” (18).

Interpretación pobre y vulgar. Tal vez, si el referente es la obra Cervantina y más en concreto su “auténtico significado”. Es desde este punto de vista que muchos críticos

han censurado los excesos de Unamuno en su ensayo. El mismo Navarro admite que

121 “llega a formular extremosas afirmaciones que no pueden tomarse a la letra” (85), una postura que en lo esencial coincide con la defendida por Ribbans:

[...] hay que sustraerse también de las idiosincrasias críticas del autor estudiado; por eso es imprescindible no aceptar como normas incondicionalmente aceptables sus opiniones harto heterodoxas, como cuando afirma, por ejemplo, la superioridad del personaje creado —Don Quijote— sobre el autor Cervantes o cuando se empeña en que no existe ninguna válida diferenciación de género literario [...]. (“Obra” 9-10)

De nuevo, es una cuestión de incompatibilidad de convenciones crítico-literarias

lo que condiciona la recepción del ensayo unamuniano. Y no podía ser de otro modo,

pues toda actividad interpretativa —como toda actividad lectora— depende en grado

sumo de convenciones pre-existentes: al fin y al cabo, la superioridad del autor sobre el

personaje es una “opinión” tan “idiosincrática” como la opuesta defendida por Unamuno,

aunque no “heterodoxa”; he aquí el término clave. Desde el punto de vista de la

“ortodoxia” literaria, no cabe duda que la estricta clasificación de la Vida como ensayo

crítico resulta sumamente problemática. Con certeza, el ejemplo más palmario de esta

dificultad es la manera en que Unamuno resuelve la glosa del capítulo VI de la primera parte del Quijote. Por su brevedad, podemos transcribir el comentario en su integridad:

“Aquí inserta Cervantes aquél capítulo VI en que nos cuenta “el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”, todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto” (OC VII, 83). Si este capítulo VI, terreno abonado para la crítica cervantina y los historiadores de la literatura renacentista, y que ha sido tema de monografías completas (Baker), no le interesa lo más mínimo a Unamuno, ¿qué es lo que le interesa entonces del Quijote? O dicho de otro modo, ¿con qué actitud crítica se acerca 122 a la obra de Cervantes? Un modo de responder a estas preguntas es recurrir a las numerosas cartas en que Unamuno participa a sus amigos del proceso de composición y recepción de la Vida.

La primera de esas cartas que contiene referencia al ensayo tiene fecha del 4 de diciembre de 1900 y está dirigida a Alberto Nin Frías. En ella Unamuno anuncia:

“proyecto publicar unas Meditaciones sobre el Quijote, escritas según lo leo y releo”

(Badanelli 15).50 Al mismo corresponsal le participa el 15 de agosto de 1904 del peculiar

método utilizado en la redacción del ensayo: “El caso es que hará cosa de dos meses cogí

un día el Quijote y una cuartilla de papel, [...] abrí aquel, y empezando por su primera

línea fui entretejiendo con sus pasos y pensamientos culminantes mis libres meditaciones.

[...] Me ha resultado una filosofía y más bien una teología a la española, a la genuina

española” (Badanelli 33-4). Luego en ningún momento se propone Unamuno escribir un

tratado de crítica literaria a la lettre; filosofía y teología son los asuntos que le incitan a

releer el Quijote y a dejar constancia cuasi-taquigráfica de ese proceso de lectura. Pues

aquí radica una de las peculiaridades de la Vida: en este obra Unamuno prescinde de las habituales falacias hermenéuticas —como explicar el arranque de una obra a la luz de su desenlace— para brindar al lector una glosa del texto cervantino que reproduce la experiencia temporal y progresiva de la lectura original. En cierto modo, por tanto, esta técnica permite al lector de la Vida releer mentalmente el Quijote al mismo tiempo que

50 Con un título idéntico publicaría Ortega y Gasset una década más tarde (1914) su personal contribución a la corriente ensayística —casi un género literario por derecho propio— que analiza la filosofía e idiosincrasia españolas al hilo de un comentario de la obra cervantina. 123 Unamuno le ofrece sus comentarios. Pero, comentarios... ¿a qué o de qué? Acudamos de nuevo a su epistolario.

El 11 de agosto de 1904, en plena fase de redacción de la Vida, escribe a

Leopoldo Gutiérrez Abascal: “Yo estoy en período de plena actividad. Me he pasado cosa de dos meses sin hacer apenas más que unos comentarios o más bien meditaciones sobre el Quijote y ahora las estoy ampliando y enriqueciendo. [...] No creo haber puesto más alma en ninguna otra de mis obras” (González de Durana 148). Y unos meses más tarde, concretamente el 11 de diciembre, anuncia a Víctor Ruiz Armesto: “Yo estoy ahora metido de hoz y de coz en mi obra capital, en el trabajo en que pongo más de lo mío, en que más espíritu llevo derramado” (EI I, 173).51 Si reparamos en los términos alma y espíritu de las citas anteriores, resulta obvio que Unamuno no pretende componer un

tratado filológico al uso sino algo más; tal vez, incluso, algo enteramente distinto. Así se

lo hace saber a Pedro Múgica en carta del 28 de diciembre: “Creo no haber puesto en

ninguna otra [obra] más pensamiento, pero de lo que estoy seguro es de que en ninguna

otra he puesto más pasión, más vehemencia, más alma ni mayor calor de estilo. Por

supuesto, no es un comentario erudito ni literario” (Fernández Larraín 337). En otra carta,

esta vez dirigida a Luis de Zulueta y fechada sólo un día después que la anterior,

hallamos una explicación más precisa del auténtico sentido de la Vida:

Yo no sé si habrá más pensamiento o más arte que en mis anteriores trabajos, pero en ninguno he puesto más vehemencia ni más pasión. Creo haber hecho mi obra más personal y más propia comentando una ajena. Odios, amores, ternuras, indignaciones, sarcasmos, esperanzas, recuerdos, gritos de júbilo y de desconsuelo, todo lo he vertido

51 Para facilitar las referencias bibliográficas, en adelante las citas del Epistolario inédito se indican mediante las siglas EI, seguidas del número de tomo en números romanos. 124 allí. Y empieza a entristecerme, porque doy en pensar si no será que con esa obra me despido de mi juventud. (Unamuno, Zulueta 82-83)

Luego al leer la Vida de Don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes

Saavedra, explicada y comentada por Miguel de Unamuno —que éste es el título

completo del libro—, ¿estamos ante un ensayo de crítica literaria o una autobiografía?

Manuel Azaña dio una certera respuesta a este interrogante en su conferencia sobre

“Cervantes y la invención del Quijote”, al decir: “El comentario de Unamuno a la vida de

Don Quijote y Sancho entraña, como movimiento lírico, una revelación del espíritu

quijotesco del autor, acaso la mejor autobiografía espiritual de un español moderno”

(Azaña 23-4).52 Lo cierto es que el propio Unamuno declaró sin ambages el carácter autobiográfico de su obra. Por ejemplo, escribe el 5 de marzo de 1905 a Amadeo Vives:

“¿Por qué hay gentes que se empeñan en buscar ideas en mis escritos cuando estas no son sino meras notas, sin valor propio, para dar mis congojas, mis pesares, mi terror ante la perspectiva de la nada y mi victoria final?” (EI I, 188). Todo lo cual lleva a afirmar a

Navarro:

En efecto, el gran poeta y pensador, más que en comprender a Cervantes y a sus personajes, centrará su empeño en expresar con patéticos y líricos acentos de singular belleza su apasionado sentir y pensar sobre España, sobre el histórico o ahistórico vivir español, y sobre su íntima y angustiosa lucha en torno a la vida que pasa como sueño, la fama, Dios, la muerte y la inmortalidad del pobre ser llamado Unamuno. (94)

Este carácter autobiográfico —presente, por lo demás, en buena parte si no en toda la producción de Unamuno— es la fuente del heterodoxo subjetivismo al que varios críticos se referían en las citas arriba transcritas, y del cual hemos de ocuparnos todavía.

52 Conferencia pronunciada en el club femenino “Lyceum” el 3 de mayo de 1930. 125 En el diccionario personal de Unamuno, objetividad y erudición eran términos casi sinónimos por los que nunca sintió simpatía alguna. La razón es que ambos implicaban una impersonalidad contra la que él luchó durante toda su vida. Así, todavía

en 1933 escribía en un artículo: “¡Objetividad! Ni una cámara oscura de fotógrafo, y eso

que no tiene alma. Para dar impresiones objetivas hay que tener alma de cántaro o de

cañón: vacía. Espíritu objetivo es el de un anti-profeta” (OC VII, 1108). Por eso su Vida

de Don Quijote —“su Don Quijote”, como tantas veces se refirió a su ensayo— no podía

ser objetiva en modo alguno: porque su interés está en la vida y no en los libros.

Recordemos el comentario al escrutinio de la biblioteca, pero recordemos simplemente la

palabra que encabeza el título de su ensayo: vida. En un artículo sobre “Algunas

consideraciones sobre la literatura hispano-americana”, fechado en noviembre de 1905 y

publicado en otoño del año siguiente, Unamuno nos ofrece una nueva clave para la

interpretación de su obra: “El culto a Don Quijote puede ser y es fuente de poesía, es

poesía el culto mismo; el culto al Quijote, al libro, no es más que literatura. Y en esto

estriba todo: en fomentar el culto a las almas, no a las letras” (OC III, 924). A diferencia

pues del célebre discurso quijotesco sobre las armas y las letras, el debate unamuniano se

plantea entre las almas y las letras, o mejor dicho: a favor del subjetivismo interpretativo

y en contra de la erudición. A este respecto incluirá la siguiente aclaración en el prólogo a

la segunda edición del libro, aparecida en 1914: “es una libre y personal exégesis del

Quijote, en que el autor no pretende descubrir el sentido que Cervantes le diere, sino el

que le da él, ni es tampoco un erudito estudio histórico” (OC III, 62). Unos meses antes,

había escrito a Pedro Múgica: “Detesto a esas gentes que desinteresándose del fondo

126 ideal y emocional de una obra andan hurgando en su estilo, su lengua, sus giros, su sentido histórico etc. Cada vez aborrezco más al erudito” (EI I, 315).

Los comentarios de Unamuno al Quijote se fundamentan en un argumento clave:

la autonomía de la obra literaria con respecto a su autor. Es ésta una idea que además de

vertebrar la Vida aparece expuesta en numerosos escritos suyos, tanto de la época como

posteriores. En “Sobre la lectura e interpretación del Quijote”, un artículo publicado en

abril de 1905, se pregunta Unamuno: “¿De cuándo acá es el autor de un libro el que ha de

entenderlo mejor?”. Y su respuesta pone a las claras lo que —valga la derivación—

podemos calificar de desautorización del autor: “Desde que el Quijote apareció impreso a

la disposición de quien lo tomara en mano y lo leyese, el Quijote no es de Cervantes, sino

de todos los que lo lean y lo sientan” (OC I, 1230). Luego la obra no pertenece a su autor,

sino a los lectores que la actualizan; más aún, la obra es sus lectores, según explica en ese

mismo artículo refiriéndose a las Sagradas Escrituras: “Si la Biblia tiene un valor

inapreciable, es por lo que en ella han puesto generaciones de hombres que con su lectura

han apacentado sus espíritus” (OC I; 1231).53 Unamuno sólo apunta aquí una intuición que ha sido desarrollada por las teorías literarias de orientación sociológica; a saber, que en el caso de obras clásicas sancionadas como tales por la institución literaria, el lector no se enfrenta tanto al texto o a su autor en el proceso de interpretación cuanto a la comunidad de lectores que antes que él realizaron ese mismo proceso. Más que textos,

53 Unos meses antes, en un artículo titulado “El perfecto pescador de caña”, ya había expuesto esta idea al hilo de sus comentarios a la obra de Isaac Walton: “un libro es hijo de su autor y de un país y de una época dados, y es fructuoso estudio el de estudiar el libro como producto del tiempo y del país y del autor que lo produjeron. Pero un libro, sobre todo si entra en el caudal perenne de la literatura universal, o merece entrar en él, una vez dado al público, no es ni de su autor ni de la época y país en que se produjo, sino de todo el que lo lea y de la épocas y los países todos” (OC I, 1193). 127 por tanto, lo que leemos en la mayoría de los casos son lecturas. Pero Unamuno no llega a realizar este salto, no traspasa la autoridad hermenéutica de manos del autor a las de

una comunidad interpretativa más o menos abstracta, y gracias a ello se arroga el derecho

de interpretar el texto cervantino —todo texto, en realidad— con entera libertad. En rigor,

lo que aquí he calificado de “autoridad hermenéutica” no es para él sino una

“superstición” erudita, como ahora veremos.

Por la misma época en que aparecieron la Vida de Don Quijote y Sancho y “Sobre

la lectura e interpretación del Quijote”, Unamuno compuso un extenso artículo “Sobre la

erudición y la crítica”. Aparecido en La España Moderna en diciembre de 1905, este

artículo era en realidad la respuesta de Unamuno a una reseña que hiciera Camille Pitolet

de las dos primeras obras. Sabemos por todo lo dicho hasta aquí que Unamuno no

pretendía con su Vida hacer un estudio académico del Quijote, y por ello no pudo ocultar

su indignación cuando los críticos del momento analizaron su libro desde tal punto de

vista.54 Pues bien, en “Sobre la erudición y la crítica” escribe:

La superstición literaria, que arranca acaso de cierta especie de religión de la literatura que desde el Renacimiento ha venido fraguándose, esa superstición es más despreciable que las más bajas supersticiones a la antigua usanza. No se me alcanza por qué el Dante, Shakespeare o Cervantes han de ser más intangibles que uno cualquiera de los santos que la Iglesia católica ha elevado a sus altares, y por qué los mismos que se permiten cualquier chocarrería contra éstos, se revuelven contra el que se atreva a tocar la canonización literaria de que aquéllos gozan. (OC I, 1264)

54 La muestra más contundente de dicha indignación la encontramos en una carta a Pedro Múgica del 4 de julio de 1911. Unamuno acababa de recibir los comentarios de un hispanista alemán a su Vida, y confiesa a su amigo Múgica, un filólogo que a la sazón vivía en Alemania: “El Hölle aquel me ha asqueado por todos. Le envié mi “Vida de D. Quijote” y me escribió una carta señalándome casi todas las erratas que se me habían escapado, que eran bastantes y algunas tremendas. Me hizo sin duda un gran servicio, pero ¿es corrector de pruebas ese señor?, ¿quería demostrarme su conocimiento del castellano? Del libro mismo, del alma que en él puse, de su espíritu bueno o malo, ni palabra. ¿O es que cree que sólo ahí, en la docta Alemania, hay espíritu? ¿O es que le desprecia?” (Fernández Larraín 353). 128 Frente a esa ortodoxia, Unamuno levanta su voz de hereje para no sólo reclamar su derecho a interpretar libremente el texto cervantino, sino también para afirmar la neta superioridad de ese texto con respecto a su autor.55 Usando los mismos términos que

Sender empleaba en la cita antes reproducida, Unamuno confiesa a Pedro Múgica en carta del 28 de diciembre de 1904:

Me tiene completamente sin cuidado lo que quiso decir Cervantes, que era un pobre diablo, muy inferior a su obra. Sólo me interesa lo que yo quiero ver en el “Quijote”, que para el caso se me aparece una obra sin autor y que no es de una época ni de un lugar determinados. El texto cervantino no es sino un pretexto para que sobre él levante yo mis propias elucubraciones. (Fernández Larraín 337)

Una vez que el autor deja de considerarse como el depositario del significado del texto —y por tanto se manifiesta el error de la falacia intencional—, el lector se ve libre para traspasar otros límites que la crítica tradicional consideraba inviolables. Por ejemplo, la frontera entre realidad y ficción. En la Vida, Unamuno pone a los personajes del

Quijote por encima de su autor, afirma que éste ni siquiera los comprendió del todo, y llega incluso a decir que Cervantes sólo existió para que Don Quijote y Sancho pudieran encarnarse en su obra y así hacerse inmortales. La intención provocativa de estos argumentos es evidente, y de hecho no han dejado indiferente a ningún lector de su ensayo. Cuentan por ejemplo que el mismo Primo de Ribera, tras hojear un ejemplar de la

Vida de Don Quijote y Sancho que alguien le había regalado, exclamó ofendido: “¿Cómo se atreve el autor a negar a Cervantes la paternidad del Quijote?” (Esplá Rizo 394). Tal vez ese atrevimiento de Unamuno, que por entonces ya estaba exiliado fuera de España

55 No utilizo el término hereje gratuitamente, pues andando el tiempo la Iglesia Católica le nombraría “hereje máximo y maestro de herejías”. 129 por orden suya, doliera al dictador más que todos sus anatemas contra la Corona española. A pesar de todo, lo interesante de estos juicios no es su grado de heterodoxia, más o menos provocativa; lo realmente principal es que en ellos Unamuno concede la misma esencia ontológica al escritor y a sus criaturas y puede de este modo lograr una completa empatía con las últimas. Esta noción no es nueva en la Vida. Ya aparecía al comienzo de su libro Paisajes, publicado en 1902:

Los lugares cantados por excelsos poetas y en que éstos pusieron el escenario de sus perdurables ficciones son tan históricos como aquellos otros en que ocurrieron sucesos que hayan salvado los mares del olvido. Los famosos campos de Montiel no evocan más el fratricidio de Enrique de Trastamara que las hazañas de Don Quijote. Y ¿es que tiene acaso para nosotros el rey bastardo mayor realidad que el ingenioso hidalgo manchego? (OC I, 57)

Y antes aún, en 1898, en un artículo de la colección De mi país: “Hoy que los

antiguos Zurbarán, Leguizamón, Zariaga, Martiartu, Múgica, Butrón, no son sino parte

del polvo que pisamos, ¿qué más resultan para nosotros que los héroes de ficción? ¿Qué

más nos es Alejandro Magno que Don Quijote, o Cabot que Robinsón?” (OC I, 178-179).

Llegamos así al punto clave de la cuestión. Precisamente porque Don Quijote es uno de

los personajes más vivos —si no el que más— de la tradición literaria española,

Unamuno siente una irrefrenable atracción hacia él; porque también él quiere vivir con

semejante intensidad, y por ello no duda en refutar las opiniones de la crítica o del mismo

Cervantes que no contribuyan a su deseo. Al fin y al cabo, “¿Qué es hoy, en la tierra,

Cervantes, más que Don Quijote?” (OC VIII, 785), había escrito Unamuno en su Diario

íntimo.

130 El subjetivismo interpretativo deja paso a un arrollador autobiografismo, como ya habíamos apuntado antes, pero ese autobiografismo adopta ahora una nueva luz. Ya no se trata tan sólo de que Unamuno incorpore en su ensayo diversas preocupaciones personales al hilo de su lectura del Quijote; es que en realidad se está leyendo a sí mismo, transfigurado en un personaje novelesco que reniega de cualquier paternidad autorial. A nadie sorprenderá entonces que la filosofía encerrada en el Quijote y que Unamuno pretende desvelar y predicar, sea precisamente el anhelo máximo del escritor vasco, la fe en la inmortalidad:

El ansia de gloria y renombre es el espíritu íntimo del quijotismo, su esencia y su razón de ser, y si no puede cobrarlos venciendo gigantes y vestiglos y enderezando entuertos, cobraráselos endechando a la luna y haciendo de pastor. El toque está en dejar nombre por los siglos, en vivir en la memoria de las gentes. ¡El toque está en no morir! ¡En no morir! ¡No morir! [...] Ansia de vida; ansia de vida eterna es la que te dio vida inmortal, mi señor Don Quijote; el sueño de tu vida fue y es sueño de no morir. (OC III, 228)

En este sentido, comenta con perspicacia Alberto Navarro en su edición de la

Vida: “Las ansias de renombre, las ansias de no morir, están en la raíz de la locura y del actuar del Quijote unamuniano, es decir, en lo más hondo del alma de Miguel de

Unamuno y Jugo” (102). Esta empatía llega al extremo de la identificación, como sostiene Blanco Aguinaga al apuntar que en este ensayo, “through an apparently paradoxical, yet purely dialectical, process, he affirms himself by an act of identification with Don Quixote in whom he finds (quite properly) the perfect secular example of self- creation through imitation and alienation” (“Authenticity” 59). Con todo, tal empatía no sería de interés alguno si Unamuno no pretendiera contagiar con ella a otros lectores. A los demás lectores del Quijote, en primer término, pero principalmente a los lectores de

131 su ensayo. Ése es el doble alcance de esta declaración, incluida en el último párrafo de la

Vida: “No puede contar tu vida, ni puede explicarla ni comentarla, señor mío Don

Quijote, sino quien esté tocado de tu misma locura de no morir” (OC III, 254). Es aquí donde la Vida de Don Quijote y Sancho deja de ser un mero catálogo de las ideas unamunianas en torno a la lectura y la interpretación para convertirse en una plasmación práctica de su original consideración del lector y sus relaciones con él.

Al margen de la mayor o menor objetividad crítica pretendida por Unamuno, y

por tanto de la eficacia de su ensayo para lograr una mejor comprensión del Quijote en cuanto que obra literaria, la Vida ha generado desde su publicación una sensación de desasosiego o incluso irritación y disgusto en muchos de sus lectores. En el prólogo a

Amor y pedagogía, el mismo Unamuno —ficcionalizado mediante el uso de la tercera persona— había dicho del autor de esa novela que “[p]arece fatalmente arrastrado por el funesto prurito de perturbar al lector más que de divertirle, y sobre todo de burlarse de los que no comprenden la burla” (OC II, 305), luego no es la primera vez que una obra suya provocaba tal reacción, ni tampoco se trataba por tanto de un efecto involuntario.

Probablemente nadie como Ortega y Gasset ha sabido describir dicha impresión de malestar provocada por la lectura de la Vida cuando, en una carta personal, escribe que

Unamuno “ha tenido de hacer sobre el libro más simpático del universo [...] el

libro más antipático y repelente de la tierra” (336). ¿A qué obedece este sentimiento? En

mi opinión, es consecuencia directa de la particular relación con el lector establecida por

Unamuno en su texto, la cual es fruto a su vez del subjetivismo interpretativo ya

comentado. Decía más arriba que la peculiar estructura de la Vida permite a su lector una

132 relectura del Quijote en la compañía de Unamuno, pero es momento de corregir esa

apreciación. Lo que Unamuno posibilita y aún provoca en su ensayo no es una lectura

conjunta de la obra de Cervantes sino un careo entre el Quijote del lector y el Quijote de

Unamuno, en un primer momento, y en última instancia entre el propio yo del lector y el de Unamuno.

En las semanas e incluso meses que siguieron a la publicación de la Vida,

Unamuno se disculpa frecuentemente en sus cartas personales por no disponer del tiempo

suficiente para contestar debidamente a sus corresponsales, al tiempo que les remite a su

ensayo —a su Quijote— como forma de suplir tal deficiencia comunicativa. Es cierto que

dicha actitud tiene mucho de mal disimulado reclamo publicitario —sobre todo si

tenemos en cuenta que muchos de sus corresponsales estaban en posición de escribir

reseñas sobre su obra—, pero dejando esto a un lado lo que destaca es la íntima relación

que Unamuno establece entre autor, texto y lector. Valga como ejemplo este fragmento

de una carta del 5 de mayo de 1905 al dramaturgo Eduardo Marquina: “En el libro mismo

[la Vida] va lo más de lo que pudiera decirle; tómelo como una conversación con usted.

Es libro que va dirigido a cada uno de los lectores, no a todos ellos, no a la masa” (EI I,

189).

Esta intención de dirigirse a individuos concretos y no a un público abstracto no

es única de la Vida, pues Unamuno la expresó repetidas veces a lo largo de su obra. En un

ámbito no estrictamente literario, además, se corresponde con su célebre definición al

comienzo de Del sentimiento trágico de la vida de la filosofía del hombre de carne y

hueso en oposición a las generalizaciones. En el artículo “¡Ramplonería!”, publicado por

133 la misma época que su ensayo (10 de julio de 1905), hallamos una declaración que nos ayuda a comprender en su justo sentido el fragmento de la carta a Marquina y consecuentemente ilumina la actitud de Unamuno hacia el lector en su ensayo sobre el

Quijote:

Lo primero que se necesita para escribir con eficacia es no tener respeto alguno al lector, que no lo merece. Porque el lector, ese que llamamos lector, el lector benévolo, el paciente lector, el que no es sino lector, de las acotaciones, el lector X, es un ente que no debe preocuparnos. Yo no escribo para lectores, sino para hombres; y si el hombre que hay en ti, el que ahora lees estas líneas, si ese hombre no se interesa en ellas, no me da una higa e tu honorabilidad toda. Si me lees para aprender algo, has echado por mal camino. (OC I, 1245)

Sería un error, por tanto, acercarse a la Vida de Don Quijote y Sancho con la

pretensión de “aprender algo” sobre la tal novela. Unamuno no pretende hablar de

literatura en su ensayo, como ya hemos comentado más atrás; son las almas lo que le

interesan, y desde esta perspectiva, su obra, a la que —provisionalmente— he venido

calificando de ensayo, se plantea entonces no como una autobiografía sino como un texto

en el que se censura, se exhorta y, por encima de todo, se inquieta el espíritu del lector.

En suma, el comentario de Unamuno en torno al Quijote se trata principalmente de un sermón cuyo objetivo primordial es desasosegar al lector. Unamuno expresó este objetivo

bien a las claras en varios pasajes de la Vida. En ocasiones de manera indirecta, como al

glosar el capítulo VII de la segunda parte, en el cual Don Quijote persuade a Sancho para

que lo acompañe en una nueva salida, sobre lo que escribe Unamuno: “Hay que inquietar

los espíritus y enfusar en ellos fuertes anhelos, aun a sabiendas de que no han de alcanzar

nunca lo anhelado. [...] las inquietudes del ángel son mil veces más sabrosas que no el

134 reposo de la bestia” (OC III, 155-6). Y en otras ocasiones, como en estas emotivas líneas con las que concluye su ensayo, y en las que se sintetiza a la perfección su original postura ante el lector:

Mira, lector, aunque no te conozco, te quiero tanto que si pudiese tenerte en mis manos, te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieses descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo inacabable. Si no he logrado desasosegarte con mi Quijote es, créemelo bien, por mi torpeza y porque este muerto papel en que escribo ni grita, ni chilla, ni suspira, ni llora, porque no se hizo el lenguaje para que tú y yo nos entendiéramos. (OC III, 241)

Tenía razón Ortega y Gasset, pues, al tildar este libro de “antipático y repelente”.

Con ello sólo hacía honor a su autor, quien en 1899 había escrito en otro de sus ensayos espirituales —otro de sus sermones—, titulado “Nicodemo el fariseo”: “Muévete en todo género de fantasmagorías, distráelos, deléitalos, conmuévelos si puedes; pero no les toques las eternas realidades, ni quieras pasar para con ellos de las bellas apariencias que recrean el ánimo o le arrancan a lo sumo lágrimas de molicie. No quieren pensar en eso, ni sentirlo” (OC VII, 379). Y, sin embargo, esto es lo único que interesa a Unamuno cuando lee los escritos de otros. Así al menos lo confiesa en el citado artículo

“¡Ramplonería!”: “La mayor parte de las cosas que leemos, ni nos irritan. Cuando yo pongo ante mis ojos un papel impreso, no voy a buscar en él la confirmación de mis ideas, ni que el autor me convenza de la que expone, ni, en rigor, voy buscando ideas, sino emociones y sugestiones” (OC I, 1249). Emocionar y sugestionar, incluso al precio de la irritación; esto es lo que hace Unamuno en la Vida; obligar al lector a pensar y sentir, aun en contra de su voluntad, “las eternas realidades”. Para ello, no escatimará

“extremosas afirmaciones” ni “opiniones harto heterodoxas” como medio para sorprender

135 o, por qué no, indignar al lector. Sobre esto escribiría unos meses más tarde de la publicación de la Vida, en un ensayo titulado “Sobre la consecuencia, la sinceridad”:

[...] siempre que hablamos a otro, hay algún barullo en el interior de este otro; siempre tenemos que calcular el desgaste que nuestra expresión sufre en la trasmisión al prójimo y al ser por éste recibida, y, en consecuencia, tenemos siempre que reforzarla. El que nos oye tiene otras preocupaciones que no las nuestras, otras ideas, otras atenciones; y como nuestras palabras van a romper el curso de sus pensamientos, y acaso a desviarlo, nos es forzoso darles énfasis, exagerarlas, para que las reduzca a sus debidos términos. (OC III, 890)

La elección del Quijote como marco de referencia para sus comentarios, para la

sustancia de su sermón, le permite desarrollar una lectura íntima, visceral, en cuyos

reproches a determinados personajes de la novela y hasta al mismo Cervantes, demuestra

Unamuno vivir el texto como Don Quijote vivió sus libros de caballerías o la

representación de Maese Pedro. Hechos uno el personaje y su comentarista, Unamuno

lanza su reto espiritual al lector: atrévete a contemplar tu alma; ten coraje para abismarte

en tu espíritu hasta poder declarar con el inmortal caballero, “yo sé quién soy”. Don

Quijote es para Unamuno el héroe de la voluntad y de la fe, pero ante todo un infatigable

luchador por la gloria, es decir, por la inmortalidad. En su ensayo, la fascinación por la

duradera fama literaria del personaje le lleva a la descalificación de su autor, Cervantes.

Pero esta rebelión contra la figura autorial es en realidad una rebelión contra el Dios que

no le asegura su inmortalidad personal, y por ello dicha autonomía hermenéutica es una

potestad que Unamuno se arroga a sí mismo pero no concede a sus lectores, temeroso de

que éstos pudieran desdibujar su visión de Don Quijote y por tanto arrebatarle el placer

de forjarse su propio destino inmortal.

136 “Cuando un autor entrega una obra al público, esa obra es ya del público, y todos y cada uno de sus lectores tienen perfecto derecho a interpretarla a su modo”, escribe en

1916. En lo sustancial, mis alumnos del curso del Quijote certificarían estas palabras, y no hay duda de que todos nosotros disfrutamos de ese derecho al leer la Vida de Don

Quijote y Sancho. Sin embargo, lo que Unamuno pretende en su sermón-autobiografía- ensayo crítico no es promover la libre interpretación del Quijote sino hacer partícipe al lector de su desasosiego espiritual, una actitud que se repetirá en todas sus grandes obras y más concretamente en las tres novelas que analizaré a continuación. En todas ellas,

como ya sucediera en la Vida, la lectura será en el que autores, personajes e

intérpretes fusionen sus existencias en un anhelo de prolongarlas eternamente, pero será

posible apreciar importantes diferencias en el papel que Unamuno reserva al lector en

cada una de ellas. En Vida de Don Quijote y Sancho Unamuno aspira a la consecución de

ese ideal de mediante la identificación con el personaje literario, y así las últimas palabras

de su sermón, dirigidas a Don Quijote, son: “Intercede, pues, a favor mío, ¡oh mi señor y

patrón!, para que tu Dulcinea del Toboso, ya desencantada merced a los azotes de tu

Sancho, me lleve de la mano a la inmortalidad del nombre y de la fama. Y si la vida es

sueño, ¡déjame soñarla inacabable!” (OC III, 254). No obstante, tal identificación sólo

cobra verdadera carta de naturaleza cuando el lector la reproduce y hace propia. A

diferencia de Pierre Menard, el protagonista del célebre cuento de Borges, Unamuno no

pretende escribir otra vez el Quijote, sino transmitir su Quijote al lector de tal manera que

la fama del caballero redunde en la suya propia.56 Dicha alianza entre autor y personaje,

56 Recordemos el pasaje en que se explica el proyecto de Menard: “No quería componer otro 137 realizada a expensas tanto del creador original —Cervantes— como del lector, no se repetirá en las tres novelas objeto de los próximos capítulos. La lección que Unamuno extrae de la escritura de la Vida es que su empatía con el ser de ficción no puede realizarse en términos de igualdad: aunque imaginó hacerse inmortal transfigurado en un nuevo Don Quijote, el personaje será siempre más poderoso que él y terminará aniquilándole, como sucedió con el mismo Cervantes. La referencia más clara a este temor aparece precisamente en un texto dedicado a la memoria de un escritor fallecido; se trata del “Discurso en el Ateneo de Salamanca, en la velada en honor de don Benito Pérez

Galdós con ocasión de su muerte”, donde leemos: “Cervantes creó un Quijote, y cuando soñemos con él acaso no veamos sino al loco manchego, no a quien lo imaginó; sólo quedará del escritor un nombre: su obra le habrá matado” (OC IX, 367). Este discurso se compuso en 1920, pero es evidente que Unamuno tenía ya conciencia de este problema al escribir Niebla, pues en esta novela el personaje no será ya el aliado junto al cual luchar por la inmortalidad sino el adversario a combatir en una pugna en la que, ahora sí, el lector jugará un papel decisivo y explícitamente incorporado en el discurso narrativo.

Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran — palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes” (86). 138

CAPÍTULO 5

¿QUIÉN MATÓ A AUGUSTO PÉREZ?

LA RELACIÓN ENTRE AUTOR, PERSONAJE Y LECTOR EN NIEBLA

No es el propósito del arte hacerle la vida confortable al burgués gordo para que éste pueda asentir con la cabeza: “¡Si!, ¡sí!, ¡así es como es! ¡Y ahora vamos a comer!”. El arte, en la medida que se propone educar, mejorar a los hombres, o para ser más efectivo de cualquier manera, tiene que matar al hombre rutinario y cumplidor con su trabajo, debe aterrorizarle igual que la máscara aterroriza al niño, como Eurípides aterrorizaba a los ciudadanos de Atenas que se iban del teatro dando tumbos. Ivan Goll (apud Díez 17)

A character may be able to exist without a creator, but he cannot exist without a reader. Victor Ouimette (181)

Niebla, una de las obras que más ha cimentado la fama de Miguel de Unamuno, y que se cuenta entre las máximas contribuciones de las letras hispanas a la literatura universal, estuvo a punto de permanecer oculta en un cajón durante toda la vida de su autor. Esa suerte había corrido Nuevo mundo, una novelita que se publicó póstumamente en 1994, y en ambos casos la razón fue la misma: el temor de Unamuno a una recepción adversa, es decir, a la incomprensión del público. Mientras que el epistolario unamuniano

ofrece una crónica bastante completa de la composición de Nuevo mundo y la pésima

impresión causada en los lectores del manuscrito, todos amigos suyos, la génesis de

Niebla apenas presenta referencias. Valdés, en la introducción a su edición del texto,

139 llama la atención sobre “este silencio unamuniano tan excepcional en este escritor que

solía informar a sus amigos a través de su copiosa correspondencia del trabajo que tenía

en marcha” (47). Ciertamente, al tratar de la Vida de Don Quijote y Sancho tuvimos ocasión de constatar esa costumbre, que Unamuno suspende (no abandona, pues la retomará en obras posteriores) en la época en que escribe Niebla. No obstante, el

“silencio unamuniano” al que aludía Valdés no es absoluto. He podido encontrar una

mención indirecta al proceso de composición de esta novela. Se trata de un comentario

incluido en una carta dirigida a Diego Mendoza el 30 de junio de 1909: “Ahora he

empezado una novela por el estilo de Amor y pedagogía. Voy buscando lo bufo trágico”

(Epistolario Americano 331). Una sola referencia epistolar, y ni siquiera fehaciente por

cuanto el título de la novela no aparece de forma expresa. ¿A qué se debe este vacío

documental? A la desconfianza, como ya anticipé más arriba.

Niebla se publicó en 1914, si bien esta primera edición reproducía en lo esencial

un manuscrito fechado en 1907 en Bilbao, que aún se conserva en la Casa-Museo de

Salamanca. Resulta de gran importancia tener en cuenta esta cronología, pues atendiendo

tan sólo a la fecha de publicación podríamos concebir Niebla como un corolario narrativo de Del sentimiento trágico de la vida, ensayo aparecido en 191357, cuando en realidad se trata de una exploración de algunos de los temas abordados en la recién comentada Vida de Don Quijote y Sancho. Luego Unamuno concibe la escritura de Niebla al tiempo que

57 Por supuesto, no olvido que la primera redacción de este ensayo, titulada “Tratado del amor de Dios”, también se había iniciado a comienzos de siglo, según podemos comprobar —una vez más— en las referencias epistolares. Por ejemplo, escribe a Fernando Íscar Peyra el 12 de marzo de 1912: “Lo de la “La España Moderna” me ocupa mucho. Son más de una docena de años de labor invertidos en la preparación de este trabajo ¡y no lo parecerá! Sólo está hecha de un tirón la redacción definitiva” (apud Pérez-Lucas 154). 140 emprende su producción lírica (su volumen Poesías aparecerá precisamente en 1907), en una época en que vigila atentamente la repercusión editorial de “su” Quijote, y sobre todo, en una fase creativa marcada por la acogida mayormente negativa de su experimento narrativo Amor y pedagogía, publicado en 1902. Califico esta novela de experimento porque debe considerarse —y así lo ha hecho la crítica reciente— como la primera nivola unamuniana, esto es, la primera novela en la que Don Miguel aspira conscientemente a superar el modelo mimético de la narrativa tradicional.58 El que

Unamuno no hubiera ideado aún el neologismo “nivola” en 1902 no significa que Amor y pedagogía no fuera sumamente innovadora. De hecho, la voz impersonal que suscribe el

prólogo a la primera edición se refiere a ella como “esta novela o lo que fuere, pues no

nos atrevemos a clasificarle” (OC II, 305). Y lo que es más interesante todavía; esa misma voz —personalidad interpuesta desde la que habla Unamuno— declara al comienzo de dicho prólogo: “Hay quien cree, y pudiera ser con fundamento, que esta obra es una lamentable, lamentabilísima equivocación de su autor” (OC II, 305). Quienes así creían eran cuantos amigos de Unamuno habían tenido ocasión de leer el manuscrito, ese “desahogo humorístico-novelesco”, tal como lo define él mismo en carta a José

Enrique Rodó (Epistolario Americano 137). Jiménez Ilundain, por ejemplo, tras confesar que “la impresión que me producía [la lectura] era mala”, apunta: “Yo creo más bien que a lo hecho por usted le llamarían por aquí afán de épater le bourgeois” (apud Valdés 55).

Y a buen seguro que la intención provocadora de Unamuno alcanzó un completo éxito.

Dicho de otro modo: Amor y pedagogía causó enorme perplejidad entre el público lector

58 Para un detallado estudio de la originalidad estética de Amor y pedagogía, analizada en el contexto de la novelística completa de Unamuno, véase el reciente trabajo de Vauthier (Arte). 141 e indignación incluso entre la crítica del momento. De ahí que Unamuno mantuviera en casi completo secreto la composición de Niebla, una novela aún más provocativa que la anterior, y no se decidiera a publicarla una vez concluida. Al fin y al cabo, Niebla era un nuevo “desahogo”, tal como explica a Matilde Brandau de Ross en carta de 1916: “He publicado una novela malhumorística Niebla, que no me he atrevido a enviarle porque la creo muy poco acomodada a su manera de ser y a la situación de su espíritu. Es algo corrosivo y acre en que desahogué malos humores y una concepción nada grata de la vida” (apud Valdés 55-6). Tras varios años de olvido, por tanto, Unamuno optó finalmente por publicar su obra. Valdés ha publicado en la introducción a su edición de

Niebla varias notas inéditas que Unamuno incorporó al manuscrito de 1907. La última de ellas, que contiene un plan de conclusión para la novela, ofrece valiosa información acerca de su rescate editorial:

Así había de terminar esta mi novela que como tal doy por definitivamente fracasada. [...] Lo que hay es que el amigo Carrere me venía con gran insistencia solicitando a que para “El cuento semanal” le diese un cuento y mientras preparaba y escribía mi Historia de Amor me acordé de este aborto de novela guardado bajo un sobre azul como quien guarda en alcohol el feto promogénito y me dije: he aquí una solución. (49)

Tal como resume Valdés, “Unamuno abandona su novela radical al no encontrar

comprensión de Amor y Pedagogía. Cuando la rescata es, según nos explica, para sacar

un cuento del manuscrito” (55). Es interesante notar el vocabulario que usa don Miguel

para referirse a Niebla en la cita anterior: un “aborto de novela” que “como tal doy por

definitivamente fracasada”. Es decir, malograda como novela, pero no como... “nivola”.

Unamuno supo explotar con maestría la ambigüedad de ese supuesto nuevo género

142 narrativo, una etiqueta con la que se defendía atacando de las posibles críticas negativas: en efecto, Niebla era un “aborto de novela”, él mismo lo reconocía, mas representaba el perfecto espécimen de una nueva especie.59 Con todo, no muchos años después de la

publicación de esta novela —perdón, nivola—, Unamuno parece cansado del debate

crítico que su neologismo había causado —y causaría durante muchos años más—, y

reconoce abiertamente su inocente burla.60 Lo hará en el prólogo a sus Tres novelas ejemplares y un prólogo, de 1920:

Eso de nivola, como bauticé a mi novela —¡y tan novela!— Niebla, y en ella misma lo explico, fue una salida que encontré para mis... —¿críticos? Bueno; pase— críticos. Y lo han sabido aprovechar porque ello favorecía su pereza mental. La pereza mental, el no saber juzgar sino conforme a precedentes, es lo más propio de los que se consagran a críticos. (OC II, 971)

En definitiva, como advierte Vauthier, “nivola” es un neologismo ficticio en el sentido de que su paternidad corresponde no a Unamuno sino a uno de sus personajes,

Víctor Goti. Es Goti quien acuña y explica el significado del término a Augusto Pérez en el transcurso del capítulo XVII, algo que el propio Unamuno se vio obligado a recordar en el prólogo a la tercera edición de Niebla, aparecida en 1935.61 Por lo tanto, considerar efectivamente a Niebla como un texto representativo de un nuevo género narrativo, la

59 El éxito indiscutible de este término contrasta con la indiferencia con que fueron acogidos otros neologismos de semejante cuño. Además de la “nivola”, y con una idéntica intención de señalar la necesidad de renovación de los géneros literarios tradicionales, Unamuno se refirió también a la “druma” (OC V, 483), la “opopeya” y la “trigedia” (OC II, 551).

60 Un rastreo y comentario de los juicios críticos motivados por el concepto de “nivola” sería materia de toda una monografía. Para un buen muestrario y resumen de los mismos, véase Ricardo Díez (97-144); Fernández (Teoría 15-62); Jurkevich (“Unamuno”); Øveraas; y Vauthier (Niebla 32-8).

61 Leemos en dicho prólogo: ““Esta ocurrencia de llamarle nivola —ocurrencia que en rigor no es mía, como lo cuento en el texto— fue otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquiera otra que así sea. Es decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse” (OC II, 552). 143 nivola, es un arriesgado ejercicio hermenéutico equivalente a considerar a Víctor Goti el prologuista “real” de la obra. En ambos casos estamos violando la supuesta frontera entre realidad y ficción, anulando el lapso ontológico entre el ser del personaje de ficción y el del individuo de carne y hueso que lo crea o lo lee. Y sin embargo, a pesar de las trascendentales consecuencias de estas interpretaciones por las cuales elementos nativos del mundo ficcional —ya sea un neologismo, ya un personaje/prologuista/¿autor ficticio?—, desbordan los límites del texto para colarse en el mismo plano de realidad de quien los creó, ambos ejercicios hermenéuticos se han realizado: Ribbans relata con cierta sorna y perplejidad la anécdota de que el nombre de Víctor Goti podía encontrarse en los ficheros del British Museum bajo el rótulo de “prologuista” (“Estructura”109). Al

mismo tiempo, y sin generar controversia alguna hasta fechas relativamente recientes, el

concepto de “nivola” se ha convertido en una categoría crítica aplicable no sólo a Niebla

sino a la novelística completa de Unamuno e incluso al panorama narrativo español de la

época. Estas intromisiones de la ficción narrativa en la realidad fenomenológica son

consecuencia directa de la lectura de Niebla. Quiero decir que están no sólo

condicionadas por el texto sino previstas, prefiguradas en él. En rigor, la confusión de

realidad y ficción es el lógico corolario de una lectura atenta del texto, por cuanto Niebla

es un magistral modelo de escritura metaliteraria.62

Entre las referencias de Unamuno a esta obra, y además de las ya citadas, hay dos

que considero especialmente ilustrativas para comprender las implicaciones de Niebla

62 Afirma a este respecto Zubizarreta: “Nivola, aunque ligera excusa para eludir la crítica al contenido de ideas e inusitadas técnicas narrativas, es, sin duda, término que apunta a lo que llamamos meta-novela” (“Introducción” 20, nota). 144 con respecto al modo metaficcional y las funciones del lector en la creación y recepción literarias. En el artículo “Mis paradojas de antaño”, publicado en agosto de 1915, habla de “mi última novela, Niebla, dedicada a la ingenuidad pública” (OC VIII, 352). La segunda alusión aparece en el “Prólogo-epílogo” a la segunda edición de Amor y pedagogía, fechado en 1934. Desde su madurez artística y personal, al evocar el éxito

internacional de su novela Niebla —traducida a la sazón a diez idiomas—, confiesa que

“en ella acerté, más que en otra alguna, a descubrir el fondo de la producción poética, de la producción de leyendas” (OC II, 312). En estas dos citas se condensan los dos aspectos que mencionaba antes y constituyen el objeto de este capítulo: la relación texto-lector

(origen de los estudios de recepción) y la relación texto-literatura (germen de la metaficción), dos cuestiones que de hecho se funden en una sola, la relación entre literatura y vida.

Por “ingenuidad pública” pueden entenderse muchas cosas, pero poniendo en conexión estas palabras con las declaraciones de Unamuno en contra de la crítica tradicional y en torno a su broma de la “nivola”, cabe concluir que dicha “ingenuidad” es de naturaleza eminentemente estética, y en particular lectora.63 Niebla, ese “aborto de novela”, es un texto dirigido precisamente a los lectores de novelas; es decir, a los lectores tradicionales de novelas tradicionales, cuya ingenuidad se pone a prueba desde

63 Recordemos, además, que Víctor Goti alude en su “Prólogo” a “los tesoros de candidez ingenua y de simplicidad palomina que todavía se conservan en nuestro pueblo” (OC II, 544), los cuales ejemplifica con las controversias suscitadas por algunos escritos de Unamuno.

145 la portada misma del libro, clasificado como “nivola”.64 El resultado de este ataque a las convenciones lectoras es bien previsible: la incomprensión, un efecto que puede fluctuar entre los polos de la extrañeza y el disgusto. No es la primera vez que hablamos de sentimientos semejantes al tratar de la recepción de un texto unamuniano. Lo hicimos en el capítulo anterior, dedicado a la Vida de Don Quijote y Sancho, y es obvio que en este respecto existe una conexión entre ambas obras.65 Más aún. El afán de perturbar al lector es una constante en los cuatro textos analizados en este trabajo y, en buena medida, en la producción completa de Unamuno, con independencia del género literario. En un plano

teórico, esta concepción de la literatura se forja en sus años de militancia socialista, una

época de duros ataques al esteticismo y defensa de un arte “útil”. Asegura por ejemplo en el artículo “Función social del arte”, publicado en diciembre de 1896:

Ver en el arte no más que un instrumento de diversión y pasatiempo, o, cuando más, un beleño que nos haga olvidar nuestras penas, un calmante, un opio tal vez, es ver en él algo, pero es ver bien poco todavía. Sí, el arte debe obrar como calmante, como sedativo, hasta como narcótico a las veces, mas también cual excitante e irritante. (OC IX, 688)

A esta convicción utilitaria se sumará, tras su crisis espiritual de 1897, un enfoque moral de la obra artística que impregnará todos sus escritos y muy especialmente los

64 Por desgracia, ninguna de las ediciones críticas más difundidas en el ámbito académico (me refiero a las de Cátedra y Castalia) reproducen en sus portadas este efecto metaficcional tal como se configura en el texto. Sí es cierto que la edición de Castalia, preparada por Zubizarreta, respeta esa formulación en la portadilla interior: el título, Niebla, va seguido de la indicación entre paréntesis “Nivola”, y finalmente del apunte: “Prólogo de Víctor Goti”.

65 La relación intertextual entre Niebla y el Quijote ha sido comentado por numerosos críticos, pero no tanto entre Niebla y Vida de Don Quijote y Sancho. Apunta Øveraas sobre este particular: “No se trata, pues, de buscar la clave del uso que del Quijote se hace en Niebla leyendo las opiniones del autor sobre el asunto. Se trata de ver cómo se utilizan incluso los artículos de Unamuno sobre el Quijote, no sólo el propio Quijote, en Niebla. Deberá hacerse una lectura intertextual de Augusto no sólo a partir del Quijote, sino también a partir de la lectura del Quijote por Unamuno” (51-2). 146 cuatro analizados en este trabajo. Excitar o irritar al lector ya no sería entonces una mera

“función social del arte” sino el ineludible deber ético del escritor. El mismo año que se publicó Niebla, Unamuno escribió el artículo “Manuel Machado y yo”, en el que hilvana una reseña de la Guerra Literaria con sus comentarios acerca del público ideal: “Yo quiero un público que deje de serlo, es decir, que piense por su cuenta. Y por eso procuro darle que pensar, yéndole contra el pelo. Y he logrado fidelísimos adeptos, que son los que se irritan por mis cosas” (OC VIII, 307). Dos años más tarde, en 1916, vuelve a exponer su ideal de público lector en términos agresivos:

Son tantos los libros que se escriben que le dejan a uno como estaba y pasan por él como si tal cosa, o aun le vuelven tonto, que conviene escribir para volverles locos a los lectores. No me importaría nada el que se me achacase el haber vuelto loco a uno de mis lectores; lo que me dolería es adormecer la ramplonería de muchos de ellos. Mientras haya quienes se irriten de lo que les digo y aun me insulten, todo va bien. (OC IX, 1364)

No está de más leer estas declaraciones con cierta prevención, pues podrían no ser sino sutiles justificaciones a las críticas adversas. No obstante, la praxis literaria de

Unamuno tal como se muestra en Niebla confirma su deseo de hacer pensar por sí mismos a sus lectores e incluso, por qué no, de volverlos locos.

Decía más arriba que el lector convencional de novelas convencionales se

enfrenta a la radical originalidad de Niebla desde la portada misma del libro, en la que se informa de que dicha obra no es una novela sino una nivola. Pero, ¿qué sucede una vez abierto el libro? Una nueva dificultad se nos presenta, y es la de saber a ciencia cierta dónde comienza tal “nivola”: ¿en el capítulo primero? ¿O tal vez antes? Øveraas intenta solucionar esta duda distinguiendo entre el texto novelesco propiamente dicho y sus paratextos: 147

Niebla consta de un prólogo, una respuesta al prólogo (“post-prólogo”), un texto narrativo de 33 capítulos con el título de “Niebla” y un epílogo titulado “Oración fúnebre por modo de epílogo”. Para evitar malentendidos, distinguiremos entre Niebla, es decir, el texto en su totalidad, y “Niebla”, título que corresponde a la narración de 33 capítulos (la parte más considerable de Niebla). (14)

No obstante, los tres paratextos que enmarcan el relato de “Niebla” son tan

ficcionales como éste. De lo contrario, habríamos de considerar a Víctor Goti un

individuo real que realmente prologó el libro de Unamuno (como hicieron algunos bibliotecarios, según Ribbans). Este carácter ficcional de los paratextos es aún más acentuado en el epílogo, pues el personaje encargado de clausurar el relato es... Orfeo, el perro de Augusto Pérez. Por si esto fuera poco, basta con comparar el prólogo y post- prólogo de la primera edición con el prólogo que Unamuno añadió a la tercera edición, para advertir la diferencia: el prólogo de 1935 es un texto periférico que introduce la novela mas no se introduce en ella, mientras que los prólogos de la primera edición son parte de la narración.66 Tal como advierte Øveraas, “[e]l texto está dispuesto para engañar al lector, para que “el lector de novelas” reduzca Niebla a la parte de Augusto de

“Niebla”” (25), cuando en realidad no es posible distinguir entre ambas.67 El relato de la vida de Augusto, al que Øveraas se refiere como “Niebla”, no comienza en el capítulo I sino en el prólogo de Víctor Goti, y por lo tanto “Niebla” y Niebla son una misma cosa.

66 En la clásica edición de Escelicer que he utilizado como texto de referencia, García Blanco ordena cronológicamente estos tres prólogos en lugar de anteponer el de 1935, de manera que (tal vez inconscientemente) contribuye a acentuar aún más la confusión entre realidad y ficción que esos paratextos plantean.

67 Criado Miguel no sólo distinguió entre el texto y los paratextos de Niebla, sino que incluso dividió el relato de “Niebla” en dos partes, antes y después de la intervención del Unamuno-personaje: “La presencia explícita del autor en el texto a partir del capítulo XXXI supone, creo yo, el fin de la novela y la adenda de un ensayo cuyo tema es la autonomía o dependencia del personaje” (86). 148 Muy relacionada con la cuestión de la estructura del texto —es decir, con la pregunta ¿dónde comienza y termina el relato?— está la interrogante: ¿qué es lo que cuenta ese relato? Pues otra convención fundamental del lector tradicional de novelas tradicionales es que las novelas contienen una historia, un asunto, un argumento. Los comentaristas de Niebla han propuesto numerosas explicaciones sobre su(s) argumento(s) y su plasmación y desarrollo en la estructura narrativa. Una de las más complejas es la de

Valdés, quien sostiene en la introducción a su edición:

Niebla es un juego de espejos, un laberinto de apariencias y simulacro. Este laberinto está compuesto de cinco círculos concéntricos, cada uno incorporando al anterior y cambiándolo [...]. Los cinco círculos concéntricos son los siguientes: (1) la realidad textual de quien escribe (consta del prólogo y postprólogo); (2) la realidad textual del protagonista en la narrativa (comprende del capítulo I al VII); (3) la realidad textual de los personajes como entes de ficción (engloba los capítulos VIII a XXX); (4) la realidad textual del protagonista ante el que escribe (abarca los capítulos XXXI a XXXIII); (5) la realidad textual del protagonista y el que escribe ante el lector (constituida por el epílogo). (22)

Valdés distingue por tanto cinco planos de existencia, cinco niveles de realidad entre los que parece establecerse una jerarquía dependiendo de su cercanía o lejanía con respecto a un sexto plano de existencia que Valdés no menciona: el del lector.

¿Significaría esto que en Niebla nos encontramos con cinco —o tal vez seis— argumentos distintos? Advierte Zavala con respecto a Niebla: “Se equivoca el lector que

busca en la novela una anécdota, un eje central; el texto carece de sujeto como eje de la

representación” (87). En rigor, decir que la novela presenta múltiples relatos o niveles

estructurales equivale a decir que no posee ninguno, siempre que una u otra afirmación

parta del concepto tradicional de argumento contra el que Unamuno se pronunció en

numerosas ocasiones. Quizá la más contundente de esas manifestaciones se halla en el

149 epílogo de La novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez, fechado en diciembre de

1930:

Mis lectores, los míos, no buscan el mundo coherente de las novelas llamadas realistas — ¿no es verdad, lectores míos?—; mis lectores, los míos, saben que un argumento no es más que un pretexto para una novela, y que queda, ésta, la novela, toda entera, y más pura, más interesante, más novelesca, si se le quita el argumento. [...] No son mis lectores de los que al ir a oír una ópera o ver una película de cine —sonoro o no— compran antes el argumento para saber a qué atenerse. (OC II, 1184)

Pero no hay que esperar a 1930 para encontrar juicios similares. En el próximo

capítulo comprobaremos hasta qué punto Cómo se hace una novela es una respuesta a ese

problema del argumento literario, y desde luego en Niebla hay una exploración de dicho

asunto desde una doble perspectiva temática —lo que el narrador o los personajes

dicen— y funcional —lo que el autor hace. Antes de profundizar en el comentario de

estos aspectos, quisiera reproducir un fragmento del artículo “Divagaciones de Navidad”,

publicado en enero de 1916, es decir, poco después de la aparición de Niebla:

Yo no debo acomodarme al preconcepto que de mí se haya formado tal o cual lector, ni aun los más de ellos. [...] No; mi obligación, mi sagrada obligación, es introducir la discordia en sus espíritus y hacerles dudar de lo que tenían por indudable; mi deber, mi sagrado deber es, desde este mi retiro, donde cultivo mi guerra íntima, suscitar la íntima guerra en sus espíritus. ¡Si quieren argumentos, si quieren informaciones, que lean a otro! Y si me leen que me tomen como soy, y que empiecen a pensar en cómo son ellos mismos. (OC IX, 1365)

Lo que me interesa de este párrafo es la confluencia de las dos nociones

apuntadas, el rechazo de Unamuno a los argumentos convencionales —mejor dicho, a la

convención del argumento narrativo— y su particular concepción de la relación autor-

lector. Ambas nociones están íntimamente relacionadas, por supuesto, pues la ausencia de

un argumento fácilmente identificable por el lector será la estrategia empleada por 150 Unamuno para cumplir el “sagrado deber” de inquietar su conciencia. Niebla nos ofrece un perfecto ejemplo de lo dicho.

Esta novela de una longitud más bien media despliega tal proliferación de relatos que resulta casi imposible reducirlos a una unidad de sentido. Ya hemos mencionado cómo Øveraas distinguía por ello entre dos grandes marcos narrativos, el de “Niebla” y

Niebla, mientras que Valdés prefería hablar de cinco realidades textuales que pueden identificarse como otros tantos niveles narrativos. En realidad, los fragmentos que componen Niebla son más de cinco: tenemos la novela sentimental que protagoniza

Augusto, entreverada de ridículos pasajes seudo-existenciales; a su lado, la otra novela sentimental protagonizada por Eugenia y su amante Mauricio, un relato que sigue al pie de la letra las convenciones de su género; alejada de cualquier convención realista, la novela del perro Orfeo, a quien el narrador confiere el don de la palabra; en esta misma vena metaliteraria, la novela de un personaje (Víctor Goti) que está escribiendo una novela de la cual sólo conocemos referencias indirectas; junto a esa novela “referida” se insertan otras novelitas como la del fogueteiro o la de Avito Carrascal, un personaje perteneciente a Amor y pedagogía y que nos conduce a la última novela: la novela de un autor que está escribiendo una novela (el Unamuno del post-prólogo y el capítulo XXXI).

No es mi intención apurar el número exacto de relatos desarrollados en Niebla, sino tan sólo enfatizar su aparente falta de unidad narrativa, pues es en esta aparente fragmentación donde se plantea el principal reto de Unamuno al lector.

Declara Unamuno en un artículo publicado en 1923: “De la decena de novelas, entre largas y cortas, que llevo publicadas, no hay acaso ninguna que tenga la unidad

151 íntima, esencial, profunda, que Niebla, a pesar de su costante [sic] divagación, y esa novela la comencé al azar, creando sus personajes según la escribía. Eran más bien ellos los que se iban haciendo” (OC VII, 1474). No es momento de discutir la técnica del

“viviparismo” expuesta por Unamuno en “A lo que salga” y convenientemente rebatida por Jurkevich y otros críticos68, pero desde luego la afirmación de que Niebla es una novela de “unidad íntima, esencial, profunda”, merece un comentario. Varios años antes de su publicación, en 1910, había explicado en la “Conversación primera” de sus

Soliloquios y conversaciones: “La unidad la da el tono, no el argumento. No son los escritores fragmentarios los que menos unidad íntima nos muestran” (OC III, 376). La pregunta, pues, sigue en el aire: ¿qué determina la “unidad íntima” de Niebla? En mi opinión, es la actitud de Unamuno hacia el lector lo que genera dicha unidad de tono, pues en su búsqueda de un texto literario no convencional —es decir, una antiliteratura69— que desconcierte y/o desasosiegue a su receptor, se ve enfrentado a la

necesidad de novelar sobre el proceso mismo de la escritura creativa. Decía antes que

Niebla carece de un argumento único, pero si contemplamos los múltiples fragmentos

que la componen desde una perspectiva metatextual descubrimos que en realidad sí existe

68 Afirma Jurkevich: “viviparismo has little to do with writing sin plan previo, since both it and oviparismo most definitely include careful planning, thinking, and some form of gestational process” (“Unamuno” 67). La complejidad narrativa de Niebla y las fases de redacción que se advierten en el manuscrito original desmienten cualquier juicio de Unamuno sobre su composición improvisada, como recientemente ha apuntado Franz (Niebla 155-66). Por ello, “viviparismo” también se ha interpretado como una especie de escritura orgánica opuesta al mecanicismo del “oviparismo” (La Rubia Prado, Alegorías 79- 88).

69 Tomo esta idea de Øveraas: “A través de la discusión del status de la literatura y del deseo de crear una literatura “no-literaria”, surge un texto muy literario, artificial y textual, en el que la literatura llega a ser, literalmente, el centro de atención. [...] Niebla tiene que convertirse, necesariamente, en su propia negación” (93). 152 un asunto recurrente: la propia literatura. Explica Vauthier a este respecto que “en Niebla está representada, o mejor dicho, se está representando la magia de la función narrativa.

El telón se abre delante de nuestros ojos y nos ofrece en miniatura el mundo literario por completo: autor, narrador, texto, lector, crítico. Todos están presentes al mismo tiempo dentro y fuera de las novelas” (Niebla 169). Estamos por tanto ante una obra sumamente artificiosa, que exuda literatura por todos sus poros, y por ello Øveraas arguye que

“Niebla se cierra sobre sí misma en estructura circular, imagen de la obra como universo ficticio, apartado y aislado de la realidad” (91). En mi opinión, es la novela realista tradicional la que mediante su precisa ilusión mimética se aleja de la realidad del receptor, de su auténtico aquí y ahora, mientras que la antiliteratura propuesta por

Unamuno en Niebla consigue todo lo contrario: una extraordinaria implicación del lector.

Ricardo Gullón ha dicho de Unamuno que es “probablemente el escritor español más inclinado a novelar-vivir el acto creativo, convirtiendo la novela en auto-reflexión y en tema de la novela misma” (“Teoría” 333). Esa “vocación metanovelística” a la que se refiere el mismo crítico es evidente en Niebla, que Nicholas describe como “un ejemplo de metaliteratura; es una obra autorreflexiva que llega a ser completamente consciente de su propia dimensión literaria” (28). No obstante, hemos de ser cautos con el vocabulario que empleamos, pues la obra en sí, el texto como tal discurso, no puede ser consciente de su naturaleza literaria. Sí que puede serlo su autor; y no sólo esto: debe serlo, pues es obvio que todo escritor es consciente de su actividad creadora, mas no por ello todo texto es metaliterario. Al mismo tiempo, no es menos obvio que todo lector de novelas es consciente de su carácter ficcional, incluso cuando su autor pretende desorientarle

153 sustituyendo la tradicional nomenclatura con un neologismo como “nivola”. ¿Dónde radica entonces la mencionada autorreflexividad? En el proceso de lectura, por supuesto, un proceso que la metanovela hace explícito al incorporarlo como tema de la narración, pero lo que es más importante; un proceso que algunas metanovelas —Niebla, entre ellas— internalizan de tal modo que la interpretación del texto va indisolublemente unida al cuestionamiento por parte del receptor de su función como lector.70 En suma, si Niebla es una “obra autorreflexiva”, como Nicholas sostenía, lo es porque obliga al lector a reflexionar sobre sí mismo.

La metaficción no es un tipo de literatura “ingenua”, como ya se indicó en el capítulo dedicado a esta materia. Lo que sí es ingenuo es pensar que el autor de un texto metaficcional quiere hacer partícipe al lector del proceso de la escritura, pues tal solidaridad no es posible: la lectura sólo puede comenzar cuando la obra ya está concluida. En este sentido, cuando Longhurst señala que “Niebla, pues, es obra de un escritor que dramatiza, o noveliza, los problemas y las dudas con que se enfrenta durante la escritura” (147), podemos creer que Unamuno compone esta novela como un diario o confesión, pero no es así. “Los problemas y las dudas” existen, pero no en el texto de

Niebla, compuesto por una mano firme que en todo momento controla el curso de la narración y manipula —o al menos intenta manipular— a sus receptores. Escribe

Jurkevich:

70 Comenta Dotras al respecto: “El proceso de lectura, que en la estética realista resulta más bien inconsciente, se hace especialmente consciente en la metanovelística. La apelación directa al lector, además de ser una manifestación de autoconciencia textual, tiene como consecuencia la ficcionalización de la figura del lector. De esta forma el mundo del lector se integra en el textual” (119-20). 154 By “reinventing” the novel, Unamuno thereby gains the artistic freedom that allows him to manipulate the customary reader/author relationship. At the same time that Unamuno uses the reader’s willing suspension of disbelief to lull him into accepting Augusto’s viability as a self-determining entity, he ends the “novel” by violating the very literary convention he had initially espoused. Unamuno not only robs Augusto of his human “reality,” but he just as easily plays the reader for a fool for having accepted generic convention in the first place. (Elusive 81-2)

Luego la ilusión mimética de la novela realista no es en modo alguno más

artificiosa y ficcional que la ilusión antimimética del texto metaficcional, como Unamuno

se complace en demostrar en Niebla. Tomemos como ejemplo el capítulo XXXI, en el que se produce la célebre entrevista entre Augusto Pérez y Miguel de Unamuno.71

Habitualmente se interpreta este episodio como un combate desigual entre el personaje literario y su creador, dotado de un poder omnímodo sobre él. No obstante, para que se produzca esa supuesta “rebelión” del personaje contra su autor es necesario que éste pierda su autoridad. Indica La Rubia Prado que “[l]os personajes autónomos de un escritor orgánico pueden rebelarse contra su autor como los galeotes liberados hicieron con don Quijote” (Unamuno 135). El ejemplo me parece plausible, sobre todo si recordamos la enorme influencia del Quijote y la Vida de Don Quijote y Sancho sobre

Niebla. Sin embargo, los galeotes liberados apedrearon a Don Quijote, no a Cervantes.

¿Contra quién se rebela por tanto Augusto Pérez? No contra el individuo de carne y hueso que lo ideó, sino contra su representación literaria que interviene en el relato en el capítulo XXXI y previamente en el post-prólogo de la obra. Øveraas, quien se refiere a

71 Refiriéndose a este capítulo Zubizarreta hace un comentario que me parece muy significativo: “No hay, sin embargo, suficiente fundamento textual para explicar por qué Augusto quiere hablar con el autor Unamuno y va a Salamanca a visitarlo” (“Introducción” 52). Aquí tenemos un buen ejemplo de la confusión de convenciones narrativas y procedimientos anti-miméticos que Unamuno opera en Niebla, pues no deja de llamar la atención que Zubizarreta discuta la verosimilitud o pertinencia de una escena perteneciente a una novela cuyo epílogo reproduce las reflexiones de un perro. 155 éste último como “Unamuno” (entre comillas), explica que él “pierde su autoridad absoluta en el momento en que empieza a afirmarla explícitamente”, puesto que “[e]l poder del narrador omnisciente y su posición de conocedor de la verdad dependen de su invisibilidad” (64-5).

La autoridad narrativa de la voz responsable de articular el relato, su dominio sobre los personajes que actúan en él y sobre la verdad misma de dicho relato, dependen

de su invisibilidad. Así sucede con el narrador omnisciente de la novela realista

tradicional (y por tal entiendo la decimonónica), cuyas facultades se han comparado

muchas veces con las de un dios: presente en todas partes mas visible en ninguna. Pero

Unamuno, ya lo sabemos, no pretende acomodarse a esa tradición al escribir Niebla. No

podía hacerlo, pues en su Vida de Don Quijote y Sancho se persuadió de que el personaje

literario es siempre más poderoso que su narrador e incluso su autor. ¿Cómo evitar esta

desventaja? Unamuno probará a hacerlo de tres maneras en Niebla.

La primera de ellas es renunciar a su entidad no textual para des-encarnarse en el

mundo ficcional de sus criaturas, convertido en un personaje más. Gullón señala que esto

se produce en toda su novelística: “Sabiendo que el personaje sobrevive al autor,

Unamuno decidió ser su propio personaje, y para no encontrar entre las figuras ficticias

candidatos a la inmortalidad capaces de competir ventajosamente con él, reiteró el mismo

juego de suplantación e identificación en todas y cada una de sus novelas”

(Autobiografías 248). Haciendo uso de uno de sus neologismos a los que era tan

aficionado, la crítica ha observado en la narrativa unamuniana un acentuado

autobiografismo según el cual Unamuno recurre a la creación literaria para materializar

156 alguno de sus “yos ex-futuros”.72 En Niebla, el personaje de Víctor Goti bien podría

interpretarse como un alter-ego de Unamuno, pero además de este caso de identificación

contamos con otro de identidad: el personaje Unamuno que firma el post-prólogo y

dialoga con Augusto Pérez en el capítulo XXXI. Esta es una circunstancia única en su

producción narrativa, pues al margen de su presencia en los prólogos a las sucesivas

ediciones de sus novelas y alguna referencia pasajera en boca de algún personaje —en Un

pobre hombre rico o El sentimiento cómico de la vida, por ejemplo73—, sólo en Niebla

Unamuno se lanza a las tablas de la acción novelesca para compartir escenario con sus personajes.

No obstante, crear un personaje literario con su nombre y apellidos que charla con otro personaje literario en el despacho-librería de su casa rectoral en Salamanca, no garantizaba la inmortalidad al Unamuno de carne y hueso que escribía esa escena. Para conjurar definitivamente el riesgo de que sus criaturas novelescas le arrebataran la fama

que tanto ansiaba, Unamuno no sólo debía transfigurarse en personaje de ficción; debía

hacerlo de manera que eclipsara el atractivo de los demás personajes. ¿Cómo? Evitando

la identificación o empatía del lector con ellos; en esto consiste la segunda estrategia. Así

72 Gullón significativamente titula su monografía sobre la novelística del vasco Autobiografías de Unamuno, y Zubizarreta argumenta: “Unamuno desarrollaba en cada uno de sus personajes una de sus posibilidades de existencia a base de un yo real histórico, de un yo sicológico, del yo de una posibilidad que no se realizó, o de un yo nacido de las múltiples perspectivas de las relaciones humanas” (Unamuno 82). Con respecto al concepto de “yo ex-futuro”, su sentido podría definirse como la persona que ya no podremos ser.

73 En esta novelita, fechada en 1930 y publicada conjuntamente con San Manuel Bueno, mártir en 1933, Celedonio, un ridículo erudito de la estirpe de Fulgencio Entrambosmares, comenta al protagonista: “Yo, por mi parte, Emeterio, he empezado ya a escribir una disertación apologético-exegético-místico- metafísica sobre el rejo de Rahab, la golfa que figura en el abolengo de San José bendito. Y te hago gracia de las citas bíblicas, con eso de capítulo y versillo, porque yo no soy, gracias a Dios, Unamuno” (OC II, 1206). 157 se explica el peculiar carácter de Augusto Pérez, muy alejado del que típicamente se espera en un héroe literario o simplemente en el protagonista de una novela. Zubizarreta

observa que Augusto es una figura cómica durante los primeros treinta capítulos,

mientras que en los tres últimos ese “tono ligero” se torna “incisivo y cruel sarcasmo”

(“Introducción” 29). No todos los críticos admiten la existencia de dos momentos en la

caracterización del personaje, sin embargo. Øveraas relaciona la comicidad de Augusto

con sus absurdos monólogos, carentes de verdadera hondura filosófica, y por tanto

extiende su caracterización ridícula a todo el relato (45). Valdés, por el contrario, señala

que desde el primer momento “el narrador presenta a Augusto con desprecio mordaz”

(25). Creo que estoy más de acuerdo con esta tercera interpretación, pero no es lo más importante que Augusto Pérez sea objeto de las burlas o el desdén del narrador; lo crucial es la reacción del lector ante el personaje, y ambas cosas no van necesariamente unidas.

El lector puede simpatizar con el protagonista de un relato incluso si los demás personajes e incluso el narrador lo ridiculizan: el Quijote es buena muestra de ello. Todo depende del tratamiento irónico de esa ridiculización, y del grado de empatía que el lector

sienta hacia el resto de personajes o el narrador. En el caso de Niebla, se da la paradoja de

que todos los personajes que rodean a Augusto —el supuesto protagonista de la novela— poseen mayor atractivo que él. Y no hay que pensar en Víctor Goti —el supuesto co- protagonista—; Mauricio, los criados de Augusto, incluso la portera del edificio donde vive Eugenia tienen mayor relieve como personajes que él. Al lector se le hace imposible por tanto establecer una conexión empática con Augusto, porque en rigor no es un

158 personaje de bulto sino una máscara vacía, una sombra que ni siquiera sabe desempeñar su papel como ente de ficción y se “rebela” contra su creador.

La Rubia Prado observa no obstante una evolución en esta figura: “Al principio de la novela vemos que Augusto no tiene dirección a donde ir cuando sale de su casa; su punto de llegada, que él no puede ni tan siquiera sospechar al principio de la novela, pero va paulatinamente descubriendo, es el ser capaz de expresar su ansia y pasión de y por la existencia” (Alegorías 176). No creo que esto sea así, pues de producirse este desarrollo psicológico el personaje recibiría la simpatía del lector, y en mi opinión tal identificación no se produce: Augusto es una marioneta, un figurón casi esperpéntico desde que se le menciona por primera vez en el prólogo de Niebla hasta el epílogo en que su perro reza por su memoria.74 La prueba la encontramos en el tantas veces nombrado capítulo XXXI, donde el lector puede experimentar el placer de asistir a un original careo entre la realidad y la ficción; puede tal vez asombrarse ante la sutileza de los argumentos desplegados por uno y otro contrincante, pero en ningún momento siente lástima por

Augusto. No lo hace cuando en las primeras líneas del capítulo el narrador comunica su resolución de suicidarse, ni tampoco cuando el personaje Unamuno le revela su condición ficcional y más tarde decide matarle en castigo a su obstinación; ni siquiera cuando se le aparece en sueños al final del relato. De hecho, para hacer del todo imposible que el

74 No comparto por tanto la idea de Zubizarreta de que la dimensión metaliteraria de Niebla nace de “un serio compromiso del artista con el proceso de la creación de la obra de arte, o, quizá más exactamente, de una muy singular solidaridad del creador con sus criaturas de ficción” (“Introducción” 25). En mi opinión no es tanto compromiso ni solidaridad cuanto desconfianza y cierta envidia lo que impulsa a Unamuno a desentrañar los mecanismos de la ilusión literaria. En este sentido estoy más de acuerdo con Valdés cuando describe la relación entre el autor-narrador-personaje Unamuno y Augusto Pérez como “una lucha sin piedad por el poder de parte del narrador y por la autonomía (y, por lo tanto, la libertad) de parte del protagonista” (23-4). 159 lector sienta piedad por Augusto, el narrador le priva de una muerte digna y hace que su final sea tan ridículo como toda su existencia: fallece tras un empacho en el capítulo siguiente. En consecuencia, lo que el lector aprecia en el capítulo XXXI no es la culminación de un proceso de formación de la identidad en Augusto, sino en el autor- narrador-personaje Unamuno y por extensión en sí mismo, en el lector. Son Unamuno y el lector quienes a lo largo de la novela van “paulatinamente descubriendo” su capacidad y aun necesidad “de expresar su ansia y pasión de y por la existencia”, usando palabras de La Rubia Prado. La epifanía de ese descubrimiento llega con esta respuesta de

Augusto al personaje Unamuno: “Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que, no una, sino varias veces, ha dicho que Don Quijote y Sancho son, no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?” (OC II, 667), seguida de la amenaza de Augusto a su creador:

No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima... (OC II, 670)

Es difícil sentir compasión hacia alguien que nos amenaza de muerte, y Unamuno funda en esta certeza su chantaje existencial al lector: éste habrá de colaborar con el

autor-narrador-personaje Unamuno para matar al personaje insurrecto y de ese modo

impedir un triunfo ontológico de la ficción sobre la realidad. Mediante esta tercera y

definitiva estratagema, el autor determina la interpretación de su obra para así asegurarse

el triunfo sobre sus personajes y en última instancia sobre la muerte. Muerte es 160 precisamente el término clave que el lector debe considerar a la hora de interpretar el texto, pues el conflicto argumental de Niebla, expuesto ya en los paratextos del relato, es el siguiente: ¿quién mató a Augusto Pérez?

Afirma Zubizarreta que “la duda más importante que aparece en Niebla es la que afecta a la realidad de la existencia misma del protagonista” (“Introducción” 43), pero en realidad el reto interpretativo que Unamuno plantea al lector en esta novela tiene tanto o más de trama detectivesca que de indagación filosófica. Recordemos cómo se inicia la novela; es decir, cuáles son las primeras palabras del “Prólogo” firmado por Víctor Goti:

Se empeña don Miguel de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su libro en que se relata la tan lamentable historia de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte, y yo no puedo menos sino escribirlo, porque los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos en la más genuina acepción de este vocablo. Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que los psicólogos llamen libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel de él. (OC II, 543)

En este primer párrafo la mención a la “misteriosa muerte” de Augusto corre pareja con la sutil confusión entre realidad y ficción que se desprende de poner en un mismo plano de realidad a Goti, Pérez y Unamuno. Con todo, el prólogo se cierra con una nueva alusión a la muerte de Augusto, un motivo que de esta forma se convierte en el tema central de la novela:

Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea; pero no es cosa que me ponga yo ahora a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar, en descargo de mi conciencia, que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de suicidarse que me comunicó en la última entrevista que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no sólo idealmente y de deseo. (OC II, 548)

161 El breve “Post-prólogo” firmado por Unamuno se dedica principalmente a rebatir la anterior afirmación de Goti, una discrepancia que no hace sino anticipar la ya comentada entrevista del capítulo XXXI. En cualquier caso, cuando el lector inicia la

lectura del primer capítulo y asiste a la presentación (cómica o sarcástica, según las

versiones) del protagonista, sabe que su cometido consistirá en averiguar las

circunstancias de su muerte y más en concreto en dilucidar si fue o no un suicidio. La

novela no se abre a múltiples interpretaciones, pues sólo caben dos. Enfrentados a la

pregunta de ¿quién mató a Augusto Pérez?, Cerezo Galán no cree posible la solución del

misterio, y afirma: “La novela queda abierta a una doble lectura: ¿se salió Augusto con la

suya, suicidándose, como cree Ludivina (II, 676), o bien murió como lo había condenado

su autor? ¿quién lleva la razón? Donde no puede penetrar el lógos, sólo subsiste el

símbolo. A la postre queda la niebla, como símbolo polivalente de la condición humana”

(590).75 La Rubia Prado, quien no comparte este recurso a la ambigüedad, explica:

Si se acepta que Unamuno mata a Augusto se está aceptando que Niebla fracasa como novela orgánica en la que los personajes son sus propias acciones y en ellas, de las que son responsables, crecen; si se acepta que Augusto se suicida, puede considerarse que Niebla tiene éxito como novela orgánica. Sobre esto no hay actitud intermedia; ambas opciones excluyen la contraria. (Alegorías 185)

En consonancia con su interpretación organicista de la literatura unamuniana, este crítico sustenta la segunda opción (190). Por mi parte, creo con La Rubia Prado que el lector de Niebla no puede eludir el compromiso de elegir una sola de las dos opciones

75 También Øveraas defiende una solución intermedia y al referirse al enfrentamiento entre “Unamuno” y Augusto afirma: “El destino de cada uno depende de quien tenga razón. Pero ninguno de los dos la tendrá” (43). Al margen de quién tenga o no razón, no debemos excluir al lector de este conflicto, pues su destino corre el mismo peligro que el de los personajes de la novela. 162 que el texto plantea. No obstante, a diferencia de él considero que el entramado metaliterario de la obra fuerza a sus receptores a inclinarse por la versión del autor- narrador-personaje Unamuno, y ello porque no es una mera concepción estética lo que tal decisión pone en juego sino la vida misma del lector; su conciencia de sí mismo.

En el “Comentario” que Unamuno puso al frente de Cómo se hace una novela declara con respecto a la muerte de Augusto: “Es cierto; el Augusto Pérez de mi Niebla

me pedía que no le dejase morir, pero es que a la vez que yo le oía eso —y se lo oía

cuando lo estaba, a su dictado, escribiendo—, oía también a los futuros lectores de mi

relato, de mi libro, que mientras lo comían, acaso devorándolo, me pedían que no les

dejase morir” (OC VIII, 721). Había dicho páginas atrás que Augusto es un personaje sin

entrañas, de complejidad psicológica sólo aparente, y que debido a ello el lector podía

presenciar sin sufrimiento su muerte. Aún lo sostengo, si bien llegados a la conclusión de

este capítulo he de precisar la relación que se establece entre este personaje y el lector.

Varios críticos han señalado cómo uno —si no el principal— de los efectos perseguidos

por Unamuno en Niebla es transmitir al lector la inseguridad existencial que atormenta a

Augusto. Jurkevich, por ejemplo, escribe: “Niebla thus succeeds in blurring not only the lines of distinction between the fiction of characters and the reality of authors, but also in leading its reader to an awareness of the questionable nature of his own existence”

(“Unamuno” 78). En este mismo sentido señala Valdés que “la realidad de Niebla no es la de un mundo pretérito o de un hombre distante. La realidad es el sentimiento de ser que cada lector tiene al leer la obra” (14). Lo cierto es que dicho efecto está explícitamente planteado en el capítulo XXX, donde Goti expresa a Pérez su deseo de que “el lector de

163 la nivola llegue a dudar, siquiera fuese un fugitivo momento, de su propia realidad de

bulto y se crea a su vez no más que un personaje nivolesco, como nosotros”, y más tarde

revela que “lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista” (OC II,

664). En “El dolor de pensar”, un ensayo publicado en 1915, insistirá Unamuno en esta

idea al confesar al lector: “Si pudiera, mi mayor placer sería imbuirte la duda de tu propia

existencia real y sustancial” (OC VIII, 348). Sin embargo, ¿cómo puede el lector de

Niebla interiorizar el conflicto existencial de un personaje con quien no puede

identificarse? Dotras se hace esta misma consideración en la conclusión de su estudio

sobre la novela:

Al hacer una caricatura de su protagonista Unamuno convierte su novela, aunque sólo sea parcialmente, en una farsa, y de ahí que pierda trascendencia ya que elimina el sentido trágico del conflicto interior de la búsqueda del yo. Si a lo bufo y lo grotesco se le añade la trivialización del argumento todo ello acaba por anular el verdadero drama humano. (124)

De ser esto así, Unamuno habría fracasado en su doble empeño de inmortalizarse y encender en el lector ese mismo anhelo de perpetuación. Sin embargo, es precisamente la superficialidad del carácter de Augusto, su condición de caricatura, lo que aporta “el verdadero drama humano” a la obra. La clave para interpretar el sentido de este personaje la encontramos en el citado ensayo “El dolor de pensar”:

Yo no te hablo más que a ti, lector, a ti sólo, y cuando más solo estés, cuando estés no más que contigo mismo. Yo no quiero ser, lector, sino el espejo en que te veas tú a ti mismo. ¿Qué el espejo es cóncavo o convexo y de tal especie de concavidad o convexidad que no te reconoces y te duele verte así? Pues conviene que te veas de todos los modos posibles. Es la única manera de que llegues a conocerte de veras. Si nunca te has visto sino en reflexión normal, tal como te retratas en la lisa sobre haz de una charca tranquila, donde ni la más leve brisa riza las aguas, entonces no sabes quién eres. No sabrás quién eres hasta que, al verte un día de tal modo deformado por el espejo, te preguntes: “¿Pero éste soy yo?”, y empieces a dudar de que tú seas tú, empieces a dudar 164 de tu existencia real y sustancial. Aquel día empezarás a vivir de veras. Y si eso me lo debieras, podría yo decir, lector, que te había criado [sic]. Lo que es mucho más que haberte engendrado. ¿Me entiendes? (OC VIII, 349-50)

Augusto es ese espejo curvado donde el lector puede contemplar su imagen

deformada. Por eso no puede poseer una verdadera personalidad, pero tampoco generar

en los lectores de su historia un sentimiento de simpatía o identificación. El lector,

reflejado en la paródica agonía existencial de Augusto, rechaza lo que ve, rehúsa aceptar la posibilidad de no ser más que un ente ficcional, nivolesco, y en última instancia adopta el lado del autor-narrador-personaje Unamuno para eliminar la fuente de su desasosiego.

Tal como explica Víctor Goti al mismo Augusto, no sólo él carece de personalidad; todo personaje es una máscara, o mejor, un espejo a la espera de que un lector le preste su

imagen:

—[...] El alma de un personaje de drama, de novela o de nivola no tiene más interior que el que le da... —Sí, su autor. —No, el lector. (OC II, 663)

Es el lector, en suma, quien mata a Augusto Pérez. Somos nosotros. Lo hacemos cada vez que revivimos su historia, obligados por el chantaje existencial al que nos somete el juego metaficcional desarrollado por Unamuno en Niebla, y todo para reafirmar recíprocamente nuestras propias existencias.

165

CAPÍTULO 6

CÓMO SE LEE UNA NOVELA (HECHA POR UNAMUNO)

Mi biografía son mis obras. Miguel de Unamuno (Carta a Jean Cassou, EI II, 185)

La única certeza que tiene el escritor es la de su propio discurso y en este sentido la metaficción es profundamente realista pues la realidad más cercana al escritor es su propia realidad como escritor. Podemos afirmar con Sobejano que la metaficción es la búsqueda del sentido de la existencia en el sentido de la escritura: lo único que da razón de la existencia es lo que uno hace y, para el escritor, su hacer es su escribir. Teresa Imízcoz Beúnza (“Nivola” 332)

El 30 de septiembre de 1914 escribía Unamuno a Jiménez Ilundain: “Ayer cumplí cincuenta años; me quedan, pues, diez de vida activa y de remoción, pues abrigo la esperanza de que aunque viva más de cien, y en regular salud física, después de los sesenta seré un jubilado espectador de la tragicomedia del mundo” (Benítez 447). No podemos saber hasta qué punto don Miguel era en esta declaración, pero sí que el destino le reservó una vejez mucho más agitada de lo que él preveía. Justo cuando se cumplía ese plazo de diez años que menciona en su carta, y como consecuencia de una larga lista de provocaciones a la Corona que precisamente se habían intensificado a partir

de 1914 debido a la ambigua neutralidad de España en la primera guerra mundial,

Unamuno fue condenado al destierro por el directorio militar comandado por el general

Primo de Rivera. La experiencia de ese exilio, voluntariamente prolongado hasta 1930, 166 tuvo diversas plasmaciones literarias: De Fuerteventura a París (1925), La agonía del cristianismo (1925-1931)76, el Romancero del destierro (1928), y sobre todo la obra que

será objeto de análisis en este capítulo: Cómo se hace una novela (1925 y 1927).

En 1924, pues, a los sesenta años de edad, Miguel de Unamuno se vio convertido

—a su pesar y también a su sabor— en el protagonista de una odisea política que lo

enfrentaría al dictador de Primo de Rivera y al mismo Alfonso XIII, en un principio, pero

que se prolongaría durante el proyecto truncado de la Segunda República y el comienzo

de la guerra civil, hasta su propia muerte el 31 de diciembre de 1936.77 Ese “jubilado

espectador de la tragicomedia del mundo” que Unamuno imaginaba en 1914 nunca llegó

a existir, y en su lugar se forjó la figura de un rebelde, defensor a ultranza de la libertad y

la dignidad humanas, consagrado a una lucha quijotesca tan desproporcionada que el

mismo Unamuno llegó a dudar si su papel era el de un héroe o el de un mero histrión. De

estas dudas brotará el germen de Cómo se hace una novela, a cuyo editor francés, Jean

Cassou, confiesa en una carta del 29 de enero de 1926:

Y ahora, como siempre conviene escudriñar el ex-futuro —eje de la tragedia— voy a decirle el que pude haber sido, el hombre dócil y civilizado y resignado. Ah, si ese pobre Unamuno no estuviese torturado por una pasión incomprensible o devorado tal vez de un satánico orgullo podía ser hoy Presidente o ex-Presidente del Consejo de Ministros como lo fue Maura, y acaso Presidente de la Academia Española, y ¿quién sabe? conde, marqués o lo que sea, y toisón de oro, y además premio Nóbel —a petición del rey— y... ¡tantas cosas! Pero... ¿Qué quiere ese pobre Unamuno? ¿Lo sabe él mismo? Parece que dice que no quiere nada más que vivir pero... ¡para siempre! Vivir con su obra, y, ¿si pudiera ser más? (EI II, 187)

76 Al igual que sucedió con Cómo se hace una novela, este ensayo se publicó primeramente en francés y más tarde en español, de ahí que incluya esas dos fechas.

77 Para un detallado estudio de la ideología y actividad políticas de Unamuno véase el libro de Urrutia. 167 Cómo se hace una novela no es una las obras más populares de Unamuno; no es lectura recomendada en cursos de literatura española como lo son los otros tres textos analizados en este trabajo, y de hecho ni siquiera cuenta con una edición crítica actual.78

Sin embargo, la crítica ha coincidido desde siempre a la hora de subrayar su importancia.

Marías, en su clásico ensayo sobre Unamuno aparecido en los años 40, habla de Cómo se hace una novela como un libro “genial y frustrado, clave de su obra entera” (67), aunque

por desgracia no aporta razones para justificar su afirmación. Zubizarreta, autor del

estudio más extenso dedicado a esta obra, concluía en 1960 que “Cómo se hace una

novela es obra clave de la vida, pensamiento y expresión de Unamuno. Construcciones

metafóricas, motivos, temas y técnica de su vida y obra enteras, en sus múltiples facetas,

aparecen en ella claramente estructurados” (Unamuno 320). Y la atención no ha

disminuido con el tiempo. Díez advertía en 1976 con relación a este texto que “poco se

ha dicho sobre la teoría de la novela que formula e implementa y su relación con la

modalidad confesional existencialista” (11), un vacío del que se han ocupado diversos

estudiosos en los últimos años. Fernández Urtasun, por ejemplo, dice de Cómo se hace

una novela en un reciente trabajo: “Autobiografía, reflexión y ficción se mezclan hasta límites imprevisibles, haciendo de esta obra un exponente privilegiado de modernidad literaria” (20). Por mi parte, mi interés en esta obra es doble. Con respecto a la obra en sí, pretendo analizar el complejo dispositivo metaliterario que configura el texto y la

78 La única edición crítica realizada hasta la fecha es la de Paul R. Olson, publicada en 1977. Tengo noticia, no obstante, de que Bénédicte Vauthier prepara una edición conjunta de Cómo se hace una novela y del inédito Manual del Quijotismo que verá la luz en breve. Acerca de estos dos textos escribe Vauthier: “no considero el inédito Manuel de quijotismo y el ya publicado Cómo se hace una novela como dos libros distintos, sino como un libro único del cual sólo una parte llegó a la edición” (“Manual” 27). 168 especial instancia lectora que éste genera. En segundo lugar, con respecto a la trascendencia de la obra en el conjunto de la producción unamuniana, y más concretamente a su relación con los otros libros estudiados en este trabajo, considero que

Cómo se hace una novela permite establecer un vínculo entre las dos novelas más célebres de Unamuno: Niebla y San Manuel Bueno, mártir. Como Marías y Zubizarreta, creo por tanto que Cómo se hace una novela es una obra “clave”; clave para comprender la particular concepción unamuniana de la escritura y sobre todo de la lectura que se manifiesta en otras de sus obras, según espero demostrar en las próximas páginas.

Quisiera retomar la cita de Fernández Urtasun reproducida en el párrafo anterior.

En ella, la autora aludía a tres aspectos que la crítica acepta generalizadamente como las tres facetas constitutivas de Cómo se hace una novela: “Autobiografía, reflexión y ficción”. En efecto, cuantos autores han comentado esta obra han señalado la gran dificultad de clasificarla genéricamente. Podría decirse incluso que la obra se resiste a

toda clasificación, del mismo modo que el propio texto se resiste a la clausura, según

comprobaremos más adelante.79 Si la noción de organismo vivo puede aplicarse a alguna

obra de Unamuno —y La Rubia Prado lo ha demostrado en varios casos80—, Cómo se

hace una novela es desde luego el ejemplo más paradigmático. Novela, ensayo y

autobiografía se combinan en ella, como apuntaba Fernández Urtasun, mas de una forma

tan íntima que el resultado es un género híbrido radicalmente original cuyo rasgo más

79 Advierte Olson acerca de esta peculiaridad: “es significativo que las últimas palabras de la obra no tengan la cualidad estilística de un final definitivo, lo que sugiere la imposibilidad de terminar definitivamente una obra que es en el fondo la vida misma del autor” (“Introducción” 11).

80 Sus libros Alegorías de la ficción y Unamuno y la vida como ficción contienen análisis de diversos libros de Unamuno desde la perspectiva del organicismo poético. 169 característico es la exploración de las posibilidades y funciones de la escritura y la lectura. Esta conciencia metaliteraria ya es evidente en el propio título del libro, y como dato anecdótico la portada de la edición crítica realizada por Olson en 1977 representa una caja de herramientas, símbolo del carácter instrumental sugerido por el sintagma

“cómo se hace”. Sin embargo, Cómo se hace una novela no es en absoluto un manual de

“bricolaje” literario, según su título o dicha portada podrían sugerir. No se trata de uno de esos libros didácticos en los que se instruye al escritor novel en las normas de la composición literaria. En realidad, el reto interpretativo que esta obra presenta al lector es el de descubrir, en primer lugar, la engañosa evidencia de su título para finalmente comprender que Cómo se hace una novela efectivamente propone una teoría de la novela,

si bien en unos términos que en nada se corresponden con el significado convencional de

novela.81 Interpretar esta obra, por tanto, es tan sencillo —y tan complejo— como interpretar su título. Tal como señala García, “[l]a clave que resuelve estas paradojas se encuentra en el sentido “existencial” que el autor da a la palabra “novela”. En el curso de la narración se establecen múltiples equivalencias del término novela” (69). No sólo se ofrecen múltiples acepciones del término novela; el propio discurso de Cómo se hace una novela es un complejo tejido de textos diversos, de distintas novelas, a través de las cuales Unamuno pone a prueba —explícita y también implícitamente— el sentido de la creación literaria. ¿Qué es, en definitiva, una novela para Unamuno y cuántas componen el texto de Cómo se hace una novela? Para responder estas preguntas es preciso repasar las opiniones de la crítica acerca de la clasificación genérica del libro. Según Olson,

81 Señala De Nora en este sentido: “no tiene el carácter didáctico que el título haría suponer, ni es fácilmente clasificable como género” (38). 170 quien se inclina por una adscripción a la “nivola” (Chiasmus 170), lo que esta obra

demuestra es el afán de Unamuno por superar los moldes literarios tradicionales y

eliminar las distinciones entre realidad y ficción; o dicho de otro modo, entre

autobiografía y novela:

[...] la obra de Unamuno Cómo se hace una novela es la culminación de un proceso anti- novelístico iniciado en Amor y pedagogía, llevado a una cumbre de maestría artística en Niebla, y continuado aquí, más allá de la novela anti-novela, más allá del arte mismo, precisamente por el afán de convertir la vida —y la realidad misma— en novela, historia escrita para siempre. (“Introducción” 17)

Orringer sostiene una opinión semejante al decir que “su originalidad consiste en el equilibrio dinámico que establece entre dos modos de discurso: autobiografía que busca la perpetuidad de una novela, y novela que aspira a la veracidad de una autobiografía” (213). No obstante, mientras que Olson recurría al término “anti-novela” para referirse al texto, incidiendo por tanto en su naturaleza metaficcional82, este autor

rechaza su carácter novelístico y prefiere calificarlo de ensayo filosófico (214). Sostiene

Orringer que la naturaleza teológica y filosófica de las fuentes de esta obra “no deja lugar a dudas sobre la índole filosófica de Cómo se hace una novela, más bien un ensayo de metafísica que una lección de metaficción. Se trata de un ensayo dotado de una forma

única, que responde al anhelo que sentía Unamuno de la inmortalidad en una época sobremanera difícil de su vida” (223).

Frente a estas posturas que privilegian respectivamente el componente ficcional y ensayístico del texto, otros autores centran su atención en su valor autobiográfico. Criado

82 Según expliqué en el capítulo dedicado a las teorías de la metaliteratura, los términos “anti- novela” y “metanovela” han sido empleados como sinónimos por diversos autores. 171 Miguel, quien excluye Cómo se hace una novela de su análisis de la narrativa unamuniana, se limita a decir de esta obra que es “un apunte o anotación autobiográfica

para una posible novela” (11). Díez, por su parte, indica que “Cómo se hace una novela

más que una enunciación de teorías estéticas es una presentación parabólica de su

situación existencial, de la crisis de un desterrado” (27).

Puesto que Unamuno no acata las convenciones genéricas al uso, al intentar clasificar esta obra corremos el riesgo de emplear nombres distintos para designar un mismo tipo de escritura. Al fin y al cabo, de poco sirve decir que Cómo se hace una novela es una autobiografía ficticia, una metanovela o un ensayo filosófico, si no aclaramos lo que entendemos por cada una de esas denominaciones y, al mismo tiempo, lo que el propio Unamuno entendía por ellas. Como ejemplo, en el “Comentario” plantea al lector: “Es más que una novela la vida de cada uno de nosotros? ¿Hay novela más novelesca que una auto-biografía?” (OC VIII, 724). En este sentido, creo más pertinente la comparación interna que la denominación externa; me explico. Opino que es más ilustrativo valorar el puesto que ocupa Cómo se hace una novela en cuanto que indagación metaliteraria y práctica compositiva dentro de la producción completa del vasco que intentar encasillarla en unos moldes que Unamuno sólo tuvo en cuenta para transfigurarlos. De este modo, la pregunta no sería si Cómo se hace una novela tiene más de ensayo que de novela o viceversa, sino si su efecto sobre el lector la acerca más a, pongamos por caso, Vida de Don Quijote o Sancho, Del sentimiento trágico de la vida, o

Niebla. En definitiva, mi aproximación a esta obra parte de su consideración como

172 epílogo de Niebla y prólogo de San Manuel Bueno, mártir en lo relativo al papel del lector en las ficciones unamunianas.

Los intentos de clasificar genéricamente esta obra han ido habitualmente de la mano del estudio de su estructura, lo cual no resulta más sencillo que lo primero, pues dicha estructura es “casi caótica” (Olson, Chiasmus 160). Para Nicholas, por ejemplo, el

texto es una “colección de fragmentos novelescos, referencias literarias, evocaciones

históricas, discusiones críticas, comentarios personales sobre política, religión, y

filosofía” (93-4). Fernández Cifuentes subraya su fragmentarismo al señalar que “ lo que

se le ofrece [al lector] no es un discurso continuo o una sucesión convencional de

fragmentos, sino más bien un texto descuartizado cuyas partes se reúnen en un orden

equívoco, como destinado a desdibujar la imagen final más que a facilitarla” (54).

Coincido con Cerezo Galán en que esta estructura proteica y disgregada es consecuencia

directa de su acusado autobiografismo. Según este crítico, el libro es “el relato torturante

de una crisis. Y como tal, nada hay en él consistente, ni siquiera la forma, fragmentaria y

rapsódica, rota por frecuentes incisos y digresiones” (671). Por ello no podemos

considerar como meras anécdotas las numerosas referencias sobre su situación como

desterrado y los constantes ataques a las figuras políticas de la España del momento que

Unamuno incluye en el texto. Cuando Olson sostiene que “los elementos de invectiva

personal y diatriba política son, en realidad, lo que hay de menos valor positivo y

duradero en toda la obra” (“Introducción” 24), me parece que lo que pretende indicar es

que Cómo se hace una novela no es un libro de historia sino la crónica de un individuo

que vive en la historia. En efecto, poco puede aprender el lector contemporáneo de este

173 texto sobre la crisis de la monarquía española en la antesala de la primera república, un asunto que por lo demás puede resultar ya demasiado lejano. Sin embargo, la manera en que Unamuno experimentó dicha crisis es lo que sustenta toda la obra. Unamuno escribe en un momento de honda confusión, soledad y amargura, consciente de que su obstinación en no regresar a España mientras se prolongue la dictadura puede costarle la muerte en el destierro, en el “des-cielo”, como él mismo decía, pues lejos de España también lo estaba de la religión de sus padres y en definitiva de la posibilidad de ganar su cielo. Al componer la versión definitiva de esta obra en 1927, han transcurrido ya tres años de alejamiento de su familia, sus clases y su labor de publicista en España, un alejamiento que, no podemos olvidar, era voluntario desde que en el verano de 1924 se negara a acogerse a la amnistía general decretada por el rey. Abrumado por su propia obstinación, asqueado de la vileza de sus enemigos y decepcionado por la cobardía de los que suponía sus amigos; así se encuentra Unamuno mientras escribe esta obra, y por eso confiesa en el prólogo compuesto en 1927:

[...] no puedo recordar sin un escalofrío de congoja aquellas infernales mañanas de mi soledad de París, en el invierno, del verano de 1925, cuando en mi cuartito de la pensión del número 2 de la rue Laperouse me consumía devorándome al escribir el relato que titulé: “Cómo se hace una novela”. No pienso volver a pasar por experiencia íntima más trágica. (OC VIII, 709)

Es muy probable que el Unamuno que escribía esto en Hendaya gozara de un

ánimo más optimista que cuando residía en París, pero eso no significa que su situación

personal fuera menos trágica, según se desprende de las partes añadidas al texto original.

Nada ha cambiado, en rigor, y el drama que asola su conciencia es el de saberse

personaje, o más bien actor, expuesto a la mirada de todos y también a la incomprensión 174 de todos en su papel de salvador de la dignidad nacional. Así, puede que “los elementos de invectiva personal y diatriba política” no sean lo más duradero de la obra en cuanto que documento histórico, según afirmaba Olson, pero no hay duda de que resultan esenciales en la génesis y desarrollo de Cómo se hace una novela. Unamuno explica al inicio del núcleo central que tras leer “La piel de zapa” de Balzac tuvo la ocurrencia de escribir “una novela que vendría a ser una autobiografía” en la cual quedaría inmortalizado junto a sus enemigos (Alfonso XIII, Primo de Rivera), pues “¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas?” (OC VIII, 731). Esa proyectada autobiografía no llegaría a realizarse en los términos acostumbrados, como ya he indicado al referirme a la estructura de la obra, sino que Unamuno combinó los pasajes inequívocamente autobiográficos con otros aparentemente ficcionales que sin embargo son igualmente autobiográficos. En efecto, la tragedia de U. Jugo de la Raza es la misma que atormenta a don Miguel, y ambas tienen su referente artístico en el mencionado cuento de Balzac.

Valentín, el protagonista de “La piel de zapa”, posee un talismán que le permite alcanzar todos sus deseos, pero por cada uno que satisface el tamaño de su talismán disminuye y con él su propia vida, hasta que ambos desaparecen juntos. Jugo de la Raza, por su parte, está fascinado por una novela en la que leyó esta desconcertante sentencia: “Cuando el lector llegue al fin de esta dolorosa historia se morirá conmigo” (OC VIII, 735). Al igual que su personaje y que el personaje de Balzac, Unamuno siente que su vida está determinada por una instancia ajena a su voluntad, cuyo destino está sin embargo indisolublemente ligado al suyo. En su caso no se trata de un talismán mágico ni de un

175 libro, sino del yo público que ahoga su personalidad íntima, oculta a los demás. Declara a este respecto en las primeras páginas del núcleo central:

Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España, y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos —es consabido— y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. (OC VIII, 733).

El único valor de su destierro voluntario, de ese “des-cielo” que le ha sumido en

una crisis existencial comparable a la de 1897, es manifestar su oposición al régimen de

Primo de Rivera y Alfonso XIII y contribuir en lo posible a su extinción, pero al mismo

tiempo Unamuno sabe que él mismo dejará de existir cuando tal extinción se produzca.

“He aquí que hago la leyenda en que he de enterrarme” (OC VIII, 734), añade a

continuación, y en otro momento del texto se pregunta: “¿Por qué obstinarme en no

volver a entrar en España? ¿No estoy en vena de hacerme mi leyenda, la que me entierra,

además de la que los otros, amigos y enemigos, me hacen? Es que si no me hago mi

leyenda me muero del todo. Y si me la hago, también” (OC VIII, 745).83

En pocos textos desnuda Unamuno su conciencia con la sinceridad con que lo hace en pasajes como los citados arriba. Con todo, lo verdaderamente original de esta obra no es la evidente relación del libro con la peripecia vital de su autor; lo que hace

único a Cómo se hace una novela es el autobiografismo del propio texto, el registro de su génesis, proceso compositivo y hasta aventura editorial en el discurso literario, de forma

83 Este conflicto se reproduce en el drama de Jugo de la Raza, a quien se le presentan dos opciones: “o acabar de leer la novela que se había convertido en su vida y morir en acabándola, o renunciar a leerla y vivir, vivir, y, por consiguiente, morirse también. Una u otra muerte, en la historia o fuera de la historia” (OC VIII, 748). 176 que, como explica Olson: “En sus grandes rasgos, la estructura de Cómo se hace una novela corresponde a la historia externa del texto, tanto en lo que se refiere a su creación como a la historia de su publicación” (“Introducción” 10). Sin duda, los avatares de este texto constituyen por derecho propio una novela que por fuerza ha de fascinar a los teóricos posmodernos de la intertextualidad, ya que convierten al texto de Cómo se hace una novela en un discurso aparentemente autónomo, que crece de sí mismo conforme sus distintas partes (o etapas) entablan un diálogo que parece no tener fin y en el que los límites entre historia y ficción —es decir, entre el interior y el exterior del texto— se desdibujan progresivamente.

La obra que hoy en día conocemos por el título de Cómo se hace una novela es el resultado de una serie de traducciones, comentarios y adiciones que no sólo dificultan su adscripción a un determinado género literario, como ya hemos mencionado, sino la misma identificación del texto como un discurso coherente, unitario y limitado. Al fin y al cabo, la composición de esta obra se prolongó durante casi tres años.84 Todo empezó a finales de 1924, cuando Unamuno escribe las primeras líneas de un texto en el que pretendía dejar constancia de su experiencia del destierro. Abandonado ese intento por varios meses, lo retoma en el verano de 1925 y finalmente entrega un manuscrito —hoy perdido85— al editor francés Jean Cassou, quien lo traduce al francés con el título

Comment on fait un roman. Precedido de un prólogo escrito por el propio Cassou —

“Portrait d’Unamuno”—, el texto se publicó en el Mercure de France el 15 de mayo de

84 Tomo los datos sobre la historia del texto del exhaustivo análisis de Zubizarreta (21-27).

85 Zubizarreta informa que la pista de dicho manuscrito se pierde en Alemania, donde se publicó una nueva traducción del texto (325). 177 1926. No es casualidad que esta obra de Unamuno se publicara en Francia y, además, en francés. Unamuno había expresado insistentemente su negativa a publicar nada en España mientras durara la dictadura, y por ello la primera versión española de Cómo se hace una novela aparece en Argentina.86 Corre el año 1927, y Unamuno se ve obligado a re- escribir sus palabras a partir de la traducción de Cassou, pues no dispone de su manuscrito original. Consciente del paso del tiempo entre ese presente de 1927, ya asentado en Hendaya, y el pasado parisino de 1925, no se resiste a jalonar su auto-

traducción con comentarios que distingue con corchetes del texto primigenio, y además

añade un prólogo, un comentario al “Retrato” de Cassou, que también traduce, y una

“Continuación” dividida en dos partes. Este es el texto final —más bien una constelación

de textos— que publicaría en 1927 la editorial Alba de Buenos Aires. Pero no termina

aquí la complejidad de Cómo se hace una novela. A esta estructura externa hemos de sumar los distintos niveles narrativos que componen lo que suele denominarse su núcleo central, esto es, la traducción de la versión francesa publicada en 1926, y que la crítica habitualmente divide en tres: el relato autobiográfico de Unamuno, la novela hipotética

de Jugo de la Raza y, por último, la novela que este personaje lee.87

Debido a su extremo carácter metaliterario e intertextual, privilegiar alguno de los rasgos genéricos o componentes estructurales del texto sobre los demás supone una

86 Escribe al respecto: “En España no quería ni quiero escribir en periódico alguno ni en revistas; me rehúso a la humillación de la censura militar. No puedo sufrir que mis escritos sean censurados por soldadotes analfabetos a los que degrada y envilece la disciplina castrense y que nada odian más que la inteligencia” (OC VIII, 737).

87 Explica Longhurst a este respecto: “En Cómo se hace una novela tenemos a un escritor que tiene como proyecto el escribir una novela sobre cómo escribir una novela y que para ello usa la anécdota de una persona que lee una novela. Hay por lo tanto tres novelas, la última de las cuales tiene a un personaje- lector” (144). 178 injusta simplificación. Cómo se hace una novela no puede reducirse a una autobiografía novelada, o una novela autobiográfica, ni un ensayo de materia literaria o filosófica; lo es todo a la vez, pues es pura textualidad, un discurso que se desvela al lector en el proceso mismo de devenir discurso. En este sentido, la lectura de esta obra nos enfrenta a varias dimensiones —a varios problemas— de la creación y recepción literarias, algunas de las cuales son formales (están plasmadas en la estructura externa del discurso), otras temáticas (se insertan en el texto como asuntos sobre los que se escribe) y otras, finalmente, funcionales (en el sentido de que determinan la recepción y moldean la competencia literaria del lector), si bien será frecuente que éstas últimas sean consecuencia o de algún modo estén implícitas en las dos anteriores.

Separar netamente los elementos temáticos de los formales no es posible ni tal vez sea recomendable, pues de lo contrario podría incurrir en una simplista dicotomía sustancia/forma que desde varias décadas atrás se ha desterrado de los estudios literarios.

Tal dicotomía sería especialmente improcedente al analizar un texto en el que Unamuno llega a proponer una identidad entre los procesos de escritura y lectura, y en el que por tanto se niega la idea de una materia preexistente al discurso. Eso significaría aceptar la existencia de un pasado, de un momento anterior al acto de escribir-leer, pero según indiqué más arriba el único tiempo de esta obra es el presente. De esa manera autor y lector se identifican, como explica García:

Al lector representado en el texto se le provoca instándole a orientar el descifrado por medio de una estrategia que haga desaparecer el desfase entre escritura y lectura. Así, desplazado el tiempo cronológico del relato a un plano secundario y puesto de relieve el presente del autor/lector, se consigue que ambas instancias de la cadena comunicativa [...] coincidan. Unamuno no busca la evasión del lector ni le impone un tiempo ajeno; desea

179 que éste, al leer, le releve y afirme en su función creadora. Si escribir es vivir en el tiempo, la lectura que se propone en la novela complementa esa afirmación. (73)

Y anulada la distancia entre autor y lector, es decir, entre los momentos del

enunciado, la enunciación y la recepción, resulta imposible concebir un tema, un significado, que no sea también forma, discurso. Afirma La Rubia Prado:

Así, el texto queda radicalmente abierto a todo tipo de añadidos, notas e interpretaciones, no sólo por parte del autor, sino por parte del lector que re-crea el texto al leerlo. En último término, la noción de que un texto tiene “esencia” o un significado antes de ser leído, significado que el lector tiene que encontrar en el texto, queda en Unamuno reducida a un torpe sinsentido. (Unamuno 32-3)

A pesar de todo, creo necesario mantener la distinción operativa entre tres

dimensiones de lo metaliterario (estructural, temática y funcional) porque en última

instancia eso nos llevará a distinguir entre tres modos de escritura auto-consciente que, si

bien aparecen conjuntamente en Cómo se hace una novela, pueden igualmente darse por

separado.

Con respecto a los aspectos formales, habría que hacer referencia al modo en que

se articulan los distintos niveles discursivos que constituyen el texto. El propio Unamuno

brinda una clave para comprender esta articulación al término de su “Comentario” al

“Retrato de Unamuno” compuesto por Cassou.88 Tras aclarar que ha insertado varios añadidos entre corchetes en el texto original de 1925, explica: “Con esto de los comentarios encorchetados y con los tres relatos enchufados unos en otros que costituyen

[sic] el escrito, va a parecerle éste a algún lector algo así como esas cajitas de laca

88 Este “Comentario”, por cierto, es el prólogo más extenso que Unamuno antepuso a ninguna de sus obras, incluido el de Tres novelas ejemplares y un prólogo. 180 japonesas que encierran otra cajita y ésta otra y luego otra más, [...] y al último, una final cajita... vacía” (OC VIII, 727). Basado en esta descripción, García (79) aporta en su estudio de Cómo se hace una novela una representación gráfica de su estructura, en la cual cada parte del texto comprende a las siguientes a manera de una sucesión de marcos superpuestos. Sin embargo, esta representación espacial no da perfecta cuenta de la relación existente entre los distintos segmentos del texto: muestra tan sólo el orden en que aparecen dispuestos en el libro, pero no el orden en que fueron escritos y desde luego no el que adquieren en la conciencia del lector una vez aprehendida la totalidad de la obra.

Frente a esta disposición espacial, creo que la organización de las diversas piezas de ese rompecabezas llamado Cómo se hace una novela obedece a un criterio eminentemente cronológico: es el tiempo lo que obsesiona a Unamuno desde el sobrecogedor arranque del núcleo central:

¡Héteme aquí ante estas blancas páginas —blancas como el negro porvenir: ¡terrible blancura!— buscando retener el tiempo que pasa, fijar el huidero hoy, eternizarme o inmortalizarme en fin, bien que eternidad e inmortalidad no sean una sola y misma cosa. Héteme aquí ante estas páginas blancas, mi porvenir, tratando de derramar mi vida a fin de continuar viviendo, de darme la vida, de arrancarme a la muerte de cada istante [sic]. (OC VIII, 729)

Como también es una aguda conciencia temporal lo que se transparenta en las

entradas en forma de diario con que termina el texto. A pesar del fragmentarismo y la

multiplicidad de relatos, la sensación temporal que gobierna la lectura de Cómo se hace una novela es la de un presente eterno, inactual, que se corresponde con el momento de la

escritura. Un presente dilatado, por tanto, como lo fue también el proceso de composición

de esta obra, pero el artificio creado por Unamuno hace que el lector se sienta testigo de

181 ese hacerse durante los casi tres años que duró, con el fin de involucrarle en su desasosiego.

Otro aspecto formal de gran interés, que en realidad es consecuencia del anterior, es la estructura abierta de la obra. Me refería en el párrafo anterior al diario “con que termina el texto”, pero ¿podemos decir propiamente que este texto tenga un término? En realidad, Cómo se hace una novela presenta no uno sino tres finales, los tres muy distintos entre sí, y de los cuales sólo el segundo se asemeja a un auténtico desenlace.

Fernández Cifuentes alude a esta apertura como uno de los rasgos más peculiares de su

estructura: “la expresión más cabal de un discurso que no acepta la fijación, de un relato

que no se cierra, es seguramente la multiplicidad de los finales, corregida y subrayada por

la negación de todo final” (57). El “núcleo central” se cierra con un interrogante dirigido

explícitamente al destinatario prefigurado en el texto: “Y tú, lector, que has llegado hasta

aquí, ¿es que vives?” (OC VIII, 754). Se hace preciso recordar aquí la conversación entre

Augusto Pérez y Víctor Goti en la que éste explicaba cómo la función primordial del arte

era hacer dudar a sus receptores de su propia existencia. Eso mismo es lo que Unamuno

había ensayado en Niebla, y de nuevo en Cómo se hace una novela insiste en negar al lector la cómoda observación auspiciada por la literatura tradicional. Frente a esta función pasiva del lector que no espera ser interpelado por el texto, ni interiorizar como propias las angustias en él vertidas, “Unamuno por lo tanto asigna al lector un papel activo y central. Al crear o recrear el mundo ficticio durante la lectura, el lector proyecta en el libro su propio ser íntimo y crea su propia versión del mundo. La lectura se convierte en espejo de la conciencia del lector” (Longhurst 145). Este primer final, por

182 tanto, no implica la clausura del texto. Al contrario, supone una prolongación del discurso

en la conciencia del lector y por consiguiente una representación especular de la tragedia

de Jugo de la Raza. Todo lector muere cuando termina la lectura; esto es, muere como

lector, según se explica varias veces en el mismo texto89, de ahí que Unamuno obligue a los lectores de su obra a plantearse el sentido de su propia existencia antes de inquirir por el destino de cualquier personaje: “Todo lector que leyendo una novela se preocupa de saber cómo acabarán los personajes de ella sin preocuparse de saber cómo acabará él, no merece que se satisfaga su curiosidad” (OC VIII, 750). Fiel a esta idea, el “núcleo central” concluye sin ninguna información sobre el fin de Jugo de la Raza: “Y ahora,

¿para qué acabar la novela de Jugo? Esta novela y por lo demás todas las que se hacen y no que se contenta uno con contarlas, en rigor no acaban. Lo acabado, lo perfecto es la muerte, y la vida no puede morirse. El lector que busque novelas acabadas no merece ser mi lector; él está ya acabado antes de haberme leído” (OC VIII, 753).

Sin embargo, al emprender la escritura de la “Continuación” desde su nueva residencia en Hendaya, a la vista de su querido País Vasco, Unamuno decide —o al menos, se ve con fuerzas para— poner fin a la novela de Jugo. La primera parte de esta

“Continuación” dice en su última línea: “Y así es, lector, cómo se hace para siempre una novela”, tras la cual añade el autor: “Terminado el viernes 17 de junio de 1927, en

Hendaya, Bajos Pirineos, frontera entre Francia y España” (OC VIII, 762). De los tres

89 “El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua” (OC VIII, 736). Más adelante, hacia el final del núcleo central, Unamuno replica así a los lectores que insisten en conocer el destino de Jugo de la Raza: “¿Y cómo acabarás tu, lector? Si no eres más que lector, al acabar tu lectura, y si eres hombre, hombre como yo, es decir, comediante y autor de ti mismo, entonces no debes leer por miedo de olvidarte de ti mismo” (OC VIII, 754). 183 finales de la obra es éste el que más se acerca formalmente a los requisitos de un desenlace, si bien no es menos suspensivo que el primero. La diferencia es que, mientras el final del núcleo central afectaba principalmente al lector y su responsabilidad existencial como co-creador del texto, el colofón de esta primera parte de la

“Continuación” se refiere al propio Unamuno y su deseo de prolongar su existencia en la de los demás. El párrafo que precede a la última línea ya transcrita desarrolla una particular concepción de la literatura en la que se funden las nociones de ficción e historia.90 Alfonso XIII, Primo de Rivera o Martínez Anido, explica Unamuno, no son simplemente el blanco de sus críticas o el tema de sus reflexiones; son sus creaciones, sus personajes: “Si ellos me hacen pensar y hacerme en mi pensamiento —que es mi obra y mi acción—, yo les hago obrar y acaso pensar. Y entre tanto ellos y yo vivimos” (OC

VIII, 762). Dejar de pensarlos, por tanto, dejar de escribir, implica dejar de ser ya que el autor prolonga su existencia en la de sus criaturas, en esto caso en las figuras políticas que considera creaciones suyas, y por ello se ve obligado a retomar la pluma y, valga la redundancia, continuar la “Continuación”. Esta segunda parte, que se distingue de la primera por su forma de diario, comienza con estas palabras escritas sólo cuatro días después: “¿Terminado? ¡Qué pronto escribí eso! ¿Es que se puede terminar algo, aunque sólo sea una novela, de cómo se hace una novela?” (OC VIII, 763).

90 Confiesa al comienzo del “Núcleo central”: “Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos” (OC VIII, 732). Esta idea, por supuesto, ya había sido desarrollada en Vida de Don Quijote y Sancho. En relación con el valor autobiográfico de todo escrito, incluso los históricos, comenta a Ortega y Gasset en una carta del 4 de octubre de 1919: “En los grandes libros de historia lo que se aprende de humano es conocer al historiador” (143). 184 Unamuno no puede terminar su obra por la misma razón que ninguno de nosotros

“podemos sentirnos como no existiendo”, según explicaba en Del sentimiento trágico de la vida (OC VII, 131). En consecuencia, la última entrada del diario concluye con una referencia a Primo de Rivera, su talismán, el personaje en quien cifraba su pervivencia.

Apunta Fernández Urtasun al respecto: “Por fin, el 7 de julio de 1927, Unamuno pone definitivamente el punto final a una novela que deja sin acabar” (90). Efectivamente, porque esa novela no se terminó hasta el 31 de diciembre de 1936, y en realidad ni siquiera entonces, porque como había soñado Unamuno sus sucesivos lectores la han venido re-escribiendo hasta hoy.91

El componente metaliterario de Cómo se hace una novela también ofrece aspectos

de interés desde un punto de vista temático. A esta dimensión pertenecería el componente

autobiográfico del texto comentado ya páginas atrás, no tanto por tratarse de un relato en

el que Unamuno habla de sí mismo sino porque en él hace evidente su proceso de

composición, y también los motivos de “vida como libro” y “vida como novela” que

organizan en buena medida toda la obra. Estos motivos, por tanto, tienen una clara

repercusión en la estructura del texto y también en el tipo de recepción que se demanda al

lector, pues, como apunta La Rubia Prado, Cómo se hace una novela lleva a cabo una

inversión de la teoría mimética de la representación artística: “La fórmula “vida como

poesía o novela” de Unamuno pretende ser una alternativa real a la aproximación “poesía

o novela como vida” que está en la base de la representación tradicional y siempre

91 Sobre este aspecto, al que volveré a referirme al término de este capítulo, comenta La Rubia Prado: “De hecho, al elevar el lector el texto a la calidad de novela, y con ello incrementar su / conciencia y su vida, el lector está incrementando la vida del autor al hacerlo vivir en el tiempo, re-vivir, otorgándole inmortalidad” (Unamuno 58-9, nota). 185 supone el aplazamiento alegórico de la poesía/novela como signo frente a la vida en la representación más tradicional” (Unamuno 43-4). El arte no imita a la vida, en suma, lo crea, y por ello hacer una novela equivale a fraguarse una existencia:

Así pues, en una primera acepción, una verdadera novela es un texto con suficiente capacidad de sugerencia para hacerme a mí, como lector receptivo, un autor, un re- creador. Al re-crearlo le otorgo al texto la dignidad de verdadera novela, o sea, de texto que incrementa la conciencia de su lector. En una segunda acepción, novela es la vida auténtica de un ser humano. (La Rubia Prado, Unamuno 58-9)

Esta interpretación existencial del término novela es esencial para comprender el

valor metaliterario de esta obra, pues además de iluminar el sentido auténtico de su título

permite integrar todos los elementos de su fragmentaria estructura. Según Vauthier, la

relación entre dichos fragmentos es tan inestable y problemática que el propio texto

impide su armonización:

En mi opinión, la sobrevaloración del componente novelesco de la obra se debe a la minoración cuando no al rechazo de la dimensión diarista de la misma. Una decisión que conlleva luego que se menoscabe el componente político tanto del núcleo como de los añadidos. Finalmente, y por paradójico que resulte, podemos decir que esa doble “minoración” es la que permite que se sobrevalore el componente humano de la novela: el hacerse el novelista, en cuanto representante del hombre universal, en detrimento de su dimensión metaliteraria: el hacerse una novela, en cuanto respuesta al fracaso histórico del novelista. (“Manual” 33)

Sin embargo, creo que en mi análisis he demostrado cómo los diversos relatos de

Cómo se hace una novela no son sino representaciones de un mismo conflicto existencial, de modo que privilegiar lo novelesco sobre lo autobiográfico resulta imposible —pues en rigor son una misma cosa—, al tiempo que Unamuno elimina la distinción entre historia y novela al proclamar que sus adversarios políticos no son más que sus personajes.

186 Quisiera ocuparme ahora de otro elemento metaliterario de orden temático que si bien no plantea consecuencias para la estructura del texto, como hacían los anteriores, sí posee gran importancia desde un punto de vista funcional. Me refiero a las referencias que incluye Unamuno en su obra acerca de los escritores españoles de su tiempo. La edición definitiva de Cómo se hace una novela se publicó en 1927, como ya sabemos.

Atendiendo a esta fecha de composición y a su acusada originalidad artística, no sería

difícil caracterizarla por tanto como una obra vanguardista, pero ¿qué opinaba Unamuno

sobre la vanguardia literaria? En el “Comentario” al “Retrato” de Cassou se refiere en dos

ocasiones a la poesía pura de una manera muy poco favorable, pero no es eso lo que más

me interesa reseñar.92 Da la circunstancia de que la segunda redacción de su libro

coincidió con el homenaje a Góngora que daría carta de naturaleza al grupo poético

conocido como la generación del 27, y de ello deja constancia don Miguel en dos de los

añadidos al núcleo central. En el primero de ellos consigna: “Y ahora, en estos días mismos de principios de junio de 1927, recibo un número de La Gaceta Literaria de

Madrid que consagran a don Luis de Góngora y Argote y al gongorismo los jóvenes culteranos y cultos de la intelectualidad española” (OC VIII, 747). Y más adelante:

“Todo ese homenaje a Góngora, por las circunstancias en que se ha rendido, por el estado actual de mi pobre patria, me parece un tácito homenaje de servidumbre a la tiranía, un servil y en algunos, no en todos, ¡claro!, un acto de pordiosería” (OC VIII, 750-1). Su

92 En el primer párrafo del “Comentario” se burla de los seguidores de Bremond que califican a Dante de mero poeta de circunstancias diciendo que también los Evangelios son escritos de circunstancias (OC VIII, 719). Más adelante, referirse a la poesía pura, comenta: “pura como el agua destilada, que es impotable, y destilada en alquitara de laboratorio y no en las nubes que se ciernen al sol y al aire libres” (OC VIII, 724). 187 opinión queda bien clara en estos dos fragmentos. Lo que es importante recordar es que el propio Unamuno había sido invitado a colaborar en este homenaje al tricentenario del nacimiento de Góngora, a través de una carta enviada por Jorge Guillén y suscrita por

José Bergamín, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Federico García Lorca y Rafael Alberti.

En su respuesta, fechada el 15 de febrero en Hendaya, Unamuno dispensa su participación en los mismos términos que luego repetiría en su libro:

Por lo que a mí hace me he propuesto desde hace algún tiempo y en virtud de experiencias íntimas de mi destierro, limitar mi contribución a la obra de la cultura española ahí, en esa ex-España, a lo estrictamente necesario que me imponga la dura necesidad del pan de mi familia, a obra de esclavo. [...] No me es lícito celebrar a ningún espíritu de la España eterna [Góngora] mientras el ruin inespíritu de Primo de Rivera siga mandando y deshonrando el santo nombre de mi patria. (EI II, 210)

A resultas de esta invitación, Unamuno mantuvo una breve relación epistolar con

el director de La Gaceta Literaria, Ernesto Giménez Caballero, una figura fundamental en la introducción y desarrollo del arte vanguardista en España, y también de la ideología política vinculada a una parcela de dicho arte, el fascismo. Resulta irónico por tanto leer la advertencia que le dirige Unamuno el 16 de marzo de ese mismo año acerca de “esas

Literaturas de vanguardia que casi siempre encubren políticas —santísima palabra que de la ética hace religión— de retaguardia” (EI II, 214). En rigor, el rechazo de Unamuno al homenaje a Góngora era fruto de sus convicciones políticas y no tanto estéticas, o mejor dicho, de una concepción cívica de la literatura por la cual el poeta había de ser un héroe para su pueblo. La indiferencia de los jóvenes escritores ante el devenir de la vida pública española constituía para él entonces un crimen tan grave con el de los mismos gobernantes que tiranizaban la nación. A este respecto escribe a “GeCé” el 28 de marzo:

188 “Yo no sé lo que les pasa a muchos de ustedes, y de los mejores, que como al pobre

Maeztu, no han visto —no han querido ver— todo lo demoníaco, todo lo tenebroso, todo lo impío, todo lo inhumano que hay en esa horda que asaltó el poder el 13-IX-1923” (EI

II, 217). La recomendación final a Giménez Caballero, fechada el 4 de junio, resulta de nuevo irónica si consideramos que ambos autores se verían unos años después envueltos en el horror de una guerra civil a la que asistieron desde bandos enfrentados:

Y déjense de gongorinadas y armas al hombro. No me parece que podemos distraernos con esas mandangas cuando ese repugnante rufián [...] sigue vomitando las heces de sus borracheras en el regazo de España. Dudo poder volver a pisar ese suelo, pues los llamados ahí intelectuales —o cultos, si usted quiere— me están haciéndome avergonzarme de tener que ser español. (EI II, 223)

Todo escritor posee una responsabilidad social, pero también el cultivo de la

literatura impone una responsabilidad que podríamos llamar existencial, y que además se

extiende al lector. Con este asunto voy a terminar el apartado de la dimensión temática de la metaliteratura en Cómo se hace una novela. Al comienzo del diario con el que concluye la “Continuación”, Unamuno glosa un artículo de “Azorín” sobre el libro

Aparte, de Jacques de Lacretelle, en el que el autor incluyó un diario para explicar el proceso de composición de su novela. Unamuno, quien —recordemos— acaba de iniciar

él mismo un diario, escribe al respecto: “Todo novelista, con motivo de una novela suya, podría escribir otro libro —novela veraz, auténtica— para dar a conocer el mecanismo de su ficción” (OC VIII, 763). La profundidad intertextual de este pasaje es casi de vértigo, pues sus palabras dan lugar a una mise en abyme de varios niveles: Unamuno está

registrando, en forma de diario, las vivencias de un autor que escribe por segunda vez un

texto sobre cómo hacer una novela, y entre esas vivencias destaca la lectura de un texto 189 en el cual se analiza otro texto que combina la ficción novelesca con el diario metaficcional, de manera que, en última instancia, Lacretelle y Unamuno están haciendo lo mismo. En cuanto a los comentarios de “Azorín”, Unamuno no está nada de acuerdo con su analogía entre la novela y un reloj, y aprovecha para exponer su concepción organicista de la literatura:

Una ficción de mecanismo, mecánica, no es ni puede ser novela. Una novela, para ser viva, para ser vida, tiene que ser, como la vida misma, organismo y no mecanismo. Y no sirve levantar la tapa del reló [sic]. Ante todo porque una verdadera novela, una novela viva, no tiene tapa, y luego porque no es maquinaria lo que hay que mostrar, sino entrañas palpitantes de vida, calientes de sangre. [...] El relojero, que es un mecánico, puede levantar la tapa del reló para que el cliente vea la maquinaria, pero el novelista no tiene que levantar nada para que el lector sienta la palpitación de las entrañas del organismo vivo de la novela, que son las entrañas mismas del novelista, del autor. Y las del lector identificado con él por la lectura. (OC VIII, 764)

La ilusión de la mise en abyme desaparece aquí, pues Unamuno nos advierte que

su texto no representa lo que “Azorín” describe de la obra de Lacretelle. O tal vez,

Unamuno simplemente está expresando su deseo de poder haber hecho algo distinto,

desde la conciencia de su fracaso. No deja de extrañar, en este sentido, que critique a los

autores de diarios cuando él mismo está componiendo una crónica muy parecida a un

diario, y también que en un libro titulado Cómo se hace una novela inserte un comentario

como “[l]os mejores novelistas no saben lo que han puesto en sus novelas”. De hecho,

ese libro estaba supuestamente terminado; Unamuno había redactado sus últimas palabras

el 17 de junio de 1927, pero la lectura del artículo de Azorín le obliga a retomar su

escritura, un artículo que versaba sobre “[l]os novelistas que ahora hacen libros para

explicar el mecanismo de su novela, para hacer ver cómo ellos proceden al escribir” (OC

190 VIII, 763). Es ahora que pensaba haber concluido para siempre su libro, pues, cuando

Unamuno ofrece la más clara explicación de lo que había pretendido al componerlo:

Los hombres de diarios o de autobiografías y confesiones, San Agustín, Rousseau, Amiel, se han pasado la vida buscándose a sí mismos —buscando a Dios en sí mismos—, y sus diarios, autobiografías o confesiones no han sido sino la experiencia de esa rebusca. Y esa experiencia no puede acabar sino con la vida. ¿Con su vida? ¡Ni con ella! Porque su vida íntima, entrañada, novelesca, se continúa en la de sus lectores. (OC VIII, 764)

Esto mismo es lo que Unamuno quería buscar en su libro. Buscar a Dios, buscarse a sí mismo, eludir el fantasma de una muerte alejado de su patria y de los suyos, y sobre todas las cosas eludir el fantasma del ridículo, de exponerse a esa muerte en vano. Para todo ello necesita del lector, de un confidente a quien contagiar su angustia y en cuya conciencia perpetuarse, y por ello su obra no puede ser mera maquinaria de relojería; ha de retorcerse con las convulsiones de un torturado. Pero, ¿lo logra? Mucho antes de haber leído el artículo de Azorín en el que descubrió esa imagen del reloj, cuando ni siquiera se había publicado la versión francesa de Cómo se hace una novela, Unamuno escribía a su editor Cassou: “Perdóneme mi impaciencia [por verla publicada] mas tengo prisa en vivir y para mí vivir es vivir —crecer, cambiar, soñar— en los otros, en mis lectores, en mi posteridad contemporánea (y pase la aparente paradoja)” (EI II, 179). La recepción —esa

“posteridad contemporánea”— de su obra en 1927 no podía ser la misma que en 1925, porque ni siquiera él como autor era el mismo individuo. Por ello en la segunda redacción de su obra tiene que volver a crear a su lector, y a sí mismo con él. El 28 de junio de

1927, por las mismas fechas que componía su diario, aclara al respecto en una carta a

Warner Fite: “Y el cómo se hace una novela se reduce a cómo se hace un novelista, o sea

191 un hombre. Y cómo se hace un lector de novela. Y si no me doy a mi lector él no se dará a mí” (Epistolario Americano 514). Unos días más tarde Unamuno desarrollará esta idea en la última entrada del diario:

Cómo se hace una novela, ¡bien!, pero ¿para qué se hace una novela? Para hacerse el novelista. ¿Y para qué se hace el novelista? Para hacer el lector, para hacerse uno con el lector. Y sólo haciéndose uno el novelador y el lector de la novela se salvan ambos de su soledad radical. En cuanto se hacen uno se actualizan y actualizándose se eternizan. (OC VIII, 768)

Considero que, a pesar de sus esfuerzos, Unamuno creó en Cómo se hace una novela un artificioso y complejo... mecanismo, y no el texto orgánico que proyectaba.

Creo, en consecuencia, que su libro es “genial y frustrado”, como sostenía Marías, y que

él mismo fue consciente de ello según demostró al prolongar su “Continuación” tras la

lectura del artículo de Azorín. Cuantos críticos han estudiado Cómo se hace una novela

han aludido a la simbiosis entre autor y lector que en ella lleva a cabo Unamuno. Esta

fusión entre creador y receptor tiene dos facetas, pues aunque ambos se necesitan

mutuamente para consolidar sus existencias, como se explica en el fragmento anterior, es

obvio que sus funciones en el proceso de comunicación literaria son dispares. En virtud

de esta simbiosis, por tanto, cada uno consigue lo que anhela. El autor, Unamuno,

la inmortalidad del lector, mientras que éste ambiciona el poder creativo de aquel.

Comenta sobre lo primero Orringer:

Como Jugo de la Raza, con quien se identifica, [el narrador] depende para su existencia de la existencia de sus lectores. Llega, empero, a una solución ingeniosa. Dada la identidad de narrador y Jugo, el narrador ha de contar la historia de Jugo sin darle un fin. [...] Con todo, la cuestión inicial queda en pie: ¿logra la inmortabilidad [sic] el autor- narrador de Cómo se hace una novela? Todo depende, según va dicho, de la existencia eterna de su público de lectores, la cual, a su vez, depende de la existencia de un Dios de amor, dispuesto a inmortalizarlos. (221) 192 Con respecto a lo segundo, aunque uniendo ambas facetas, Fernández Cifuentes explica que “Unamuno anula igualmente la distancia autor-lector [...]. La lectura de

Unamuno compagina dos relaciones: una de continuidad entre autor y lector, por la que el primero prolonga su “existencia” en el segundo [...]. Otra de recreación, por la que el lector se vuelve autor de la novela con la “asistencia” del primero” (52). Sin embargo, ¿se da efectivamente esta simbiosis en Cómo se hace una novela? En su primera faceta, cabe decir que Unamuno goza de una inmortalidad simbólica cada vez que alguien lee una de sus obras, o que alguien las comenta, como estoy haciendo ahora mismo, por lo que su afán sí se ha logrado en cierto modo. Ahora bien, ¿convierte eso a sus lectores en unos co-creadores? Hacia el final de la “Continuación” explica:

El hombre de dentro, el intra-hombre —y éste es más divino que el tras-hombre o sobre- hombre nietzscheano— cuando se hace lector hácese por lo mismo autor, o sea actor; cuando lee una novela se hace novelista; cuando lee historia, historiador. Y todo lector que sea hombre de dentro, humano, es, lector, autor de lo que lee y está leyendo. Esto que ahora lees aquí, lector, te lo estás diciendo tú a ti mismo y es tan tuyo como mío. Y si no es así es que ni lo lees. (OC VIII, 761)

Así como el Unamuno autor de Cómo se hace una novela “no es sino un lector más que crea y re-crea, traduce y re-traduce su novela” (La Rubia Prado, Unamuno 39), los lectores del texto adquieren una responsabilidad autorial sobre el discurso y en consecuencia sobre su sentido. Afirma por ello La Rubia Prado que “Unamuno está siendo aquí eminentemente pragmático como teórico de la lectura, y ciertamente está en sintonía con el postestructuralismo contemporáneo que huye de la intencionalidad del autor o la noción de que un texto tiene un significado fijo. El significado lo marca el lector en el acto de la lectura” (ibid.). Ahora bien, me pregunto una vez más, ¿hasta

193 dónde llega la autoridad hermenéutica del lector? Unamuno incluyó en el “Prólogo” un párrafo muy interesante a este respecto:

Eso que se llama en literatura producción es un consumo, o más preciso: una consunción. El que pone por escrito sus pensamientos, sus ensueños, sus sentimientos, los va consumiendo, los va matando. En cuanto un pensamiento nuestro queda fijado por la escritura, expresado, cristalizado, queda ya muerto, y no es más nuestro que será un día bajo tierra nuestro esqueleto. (OC VIII, 710-11).

Lo escrito pertenece a quien lo lee, admite por tanto Unamuno, pero ¿qué sucede

cuando lo que leemos es el alma de quien lo escribió? En ese caso apropiarnos del texto,

re-escribirlo en nuestros términos, no es otra cosa que alienarnos en la conciencia del

autor. En esto radica el juego de la metaficción unamuniana. Ouimette, quien titula el

capítulo dedicado al estudio de Cómo se hace una novela, “The Triumph of Fiction”, indica acerca de la implicación del lector en el texto:

Jugo de la Raza is not real, but rather a problem, a hypothesis designed to concern the reader as directly as possible and provide an outlet for Unamuno to test the tensions he feels within his own life. Jugo de la Raza does not succeed in freeing himself from either of the fictional forces with which he struggles as a creation in a novel or as a reader of a novel. If the reader wishes to be real, he must fight similar forces and free himself into a degree of independence that permits clear progress as an actively participating individual in the creation of life. (184-5)

Unamuno aprendió en su lectura del Quijote que algunos textos pueden obligarnos a ser libres para determinar su sentido, lo cual es un caso bien peculiar de libertad interpretativa. En Cómo se hace una novela su insistencia en postular la capacidad re- creadora o co-creadora del lector tiene como único fin sancionar su propia identidad, grabar su recuerdo en la “posteridad contemporánea”, de modo que sus palabras pueden entenderse invirtiendo los términos: ¿para qué se hace una novela? Para hacer al lector, y

194 que así éste haga al novelista. Olson, quien traduce el se de Cómo se hace una novela con un valor reflexivo y no pasivo, concluye uno de sus estudios sobre este libro: “It becomes clear that for Unamuno the question as to how a novel makes itself is identical with the question as to how a reader participates in its making, and ultimately, with the question as to how the human personality makes itself” (Chiasmus 174). Estoy de acuerdo que para

Unamuno esas tres cuestiones son una sola, pero lo son porque ni la novela, ni el lector, ni tampoco el autor pueden hacerse a sí mismos: cada uno de ellos es hecho por los demás; su dependencia es recíproca.

Varias páginas atrás había destacado la importancia del tiempo en esta obra. De hecho, tanto Jugo de la Raza como Unamuno hallan un refugio de paz en el pasado, según se explica al comienzo de la “Continuación”:

En sus correrías por los mundos de Dios para escapar de la fatídica lectura iría a dar a su tierra natal, a la niñez eterna, y en ella se encontraría con su niñez misma, con su niñez eterna, con aquella edad en que aún no sabía leer, en que todavía no era hombre de libro. Y en esa niñez encontraría su hombre interior, el eso anthropos. [...] Y este hombre de dentro se encuentra en su patria, en su eterna patria, en la patria de su eternidad, al encontrarse con su niñez, con su sentimiento —y más que sentimiento, con su esencia de filialidad—, al sentirse hijo y descubrir al padre. O sea, al sentir en sí al padre. (OC VIII, 758)

Unamuno escribe estas palabras en Hendaya, y cuanto atribuye a su personaje

define su propia situación. Cómo se hace una novela es un texto que no logra identificar

al lector con el conflicto representado porque la voz autorial llega a ser abrumante. Sin

embargo, es mientras compone la segunda redacción de esta obra y reflexiona acerca de la necesidad de fundir a autor y lector en uno y de buscar sosiego espiritual en el pasado, cuando concibe una magistral novela que pondrá en práctica muchas de las cuestiones

195 metaliterarias exploradas en sus libros anteriores. Me refiero, claro está, a San Manuel

Bueno, mártir. En definitiva, y retomando el debate sobre su clasificación genérica,

Cómo se hace una novela puede considerarse una ficción frustrada, pero desde luego se trata de un genial ensayo en el sentido literal de este término. Una puesta a prueba de la capacidad creadora de la literatura en la que se recoge la experimentación metaliteraria de sus obras previas y se columbra lo que vendrá más adelante. Por todo ello, como afirma

Ouimette, “may truly be considered the key to his work” (133).

196

CAPÍTULO 7

RESPONSABILIDAD HERMENÉUTICA E IMPLICACIÓN AFECTIVA

EN SAN MANUEL BUENO, ¿MÁRTIR?

Lo malo del dolor se cura con más dolor, con más alto dolor. No hay que darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres. Y hay que ser. Miguel de Unamuno (OC VII, 275)

La crítica no ha escatimado los elogios hacia esta novela breve que Julián Marías,

Francisco Ayala, Ricardo Gullón y otros muchos consideran la obra maestra de

Unamuno. Eugenio de Nora dijo de San Manuel Bueno, mártir que es “con seguridad la

más honda y representativa, la más entrañable de todas sus novelas, y —estéticamente—

la más perfecta que salió de su pluma” (38). Morón Arroyo lleva aún más allá esta

ponderación al declarar que “para mi gusto, y según mis conocimientos, es la mejor

novela española después del Quijote” (“Novela” 158). En mi opinión, el factor que más

contribuye a suscitar estas alabanzas y otras semejantes es el mismo que me ha movido a incluir esta novela en mi estudio: con San Manuel, Unamuno logra llevar a la perfección un modelo de escritura metaliteraria que venía ensayando durante décadas y había dado destacadas muestras como las tres obras analizadas hasta aquí; una escritura que concede al lector una inusitada y engañosa importancia por cuanto le confiere de manera explícita

197 la autoridad hermenéutica del texto al tiempo que le condena a compartir la agonía existencial del autor. Todo esto, que ya estaba presente en Vida de Don Quijote y Sancho,

Niebla y Cómo se hace una novela de una manera epidérmica, superficial, adquiere en

San Manuel Bueno, mártir un relieve mucho más pronunciado gracias precisamente a la sutileza con que Unamuno entreteje y disfraza su original concepción de la lectura en una narración que aparenta ceñirse al realismo convencional. Escribe Zubizarreta:

Unamuno no sólo logra que el lector se interese por las angustias del personaje—y del autor—, sino que le causa una cierta simpatía. El personaje debería afirmarse, salvarse en la creación literaria, vencer a la vida insegura, nacer definitivamente y enfrentar y superar la muerte en opinión del lector. A través del personaje autobiográfico, Unamuno ha logrado provocar esa compasión que reclama para sí mismo. (Unamuno 95)

Pido perdón por la pequeña argucia, y es que estas palabras del crítico peruano se

referían en realidad a Cómo se hace una novela. Sin embargo, creo que sirven mejor para

explicar el efecto de San Manuel sobre el lector, pues opino con De Toro —cuyas ideas

tendré ocasión de comentar más adelante— que es en ésta última donde realmente se

produce la implicación receptiva que Unamuno había perseguido a lo largo de su

producción: no mediante una exposición de orden temático sobre las relaciones autor-

texto-lector sino a través de su cuestionamiento en un plano operativo, funcional.

Llama la atención que el proceso de composición de San Manuel Bueno, mártir, no haya dejado huella en el epistolario de Unamuno. Las únicas referencias a la novela aparecen con posterioridad a su publicación, y no aportan ninguna información relevante más allá de la habitual —y casi protocolaria— confesión de su identificación afectiva con

198 la obra.93 Algo similar había sucedido con Niebla, como recordará el lector, de manera que apenas sabemos nada sobre la génesis de sus dos novelas más leídas y celebradas. Sin embargo, no creo que este silencio obedezca a las mismas razones en ambos casos.

Mientras que la dilatada redacción de Niebla se mantuvo casi en secreto para ahorrarse críticas severas, pienso que la gestación de San Manuel no tuvo resonancia debido a su celeridad, por una parte; y, por otra parte, al hecho de que Unamuno no necesitaba ninguna publicidad para su novela: triunfalmente recibido a su regreso del exilio en febrero de 1930, el público esperaba con ansiedad su primera producción literaria, y a buen seguro que esta novelita que clausuraba un vacío de publicaciones de Unamuno en

España de seis años, no dejó indiferente a nadie.

A pesar del mencionado silencio epistolar, es posible reproducir los hitos más significativos de la historia del texto. San Manuel Bueno, mártir apareció en 1931 en la revista La Novela de Hoy, antes de recibir su forma definitiva y agruparse con Una historia de amor, rico o El sentimiento cómico de la vida y La novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez, en la edición de Espasa-Calpe de 1933. El manuscrito original del texto está fechado en Salamanca, noviembre de 1930, sólo cinco

93 El 25 de marzo de 1934 escribe a Emma H. Clouard que en esta novela “puse lo más íntimo y más dolorido de mi alma” (EI II, 317). Días antes de su muerte, el 1 de diciembre de 1936, comenta a Quintín de Torre: “Esto último [San Manuel] es, creo, lo más íntimo que he escrito” (EI II, 351). Dada la temática religiosa de la novela, declaraciones como éstas podrían esgrimirse para demostrar la sintonía ideológica entre autor, autor implícito y personajes, como hace por ejemplo Stevens al interpretar al sacerdote ateo como un “yo ex-futuro” de Unamuno y afirmar: “Don Manuel hizo lo que su autor no había podido hacer: engañar para salvar” (267-8). Serrano Poncela arguye, por su parte: “San Manuel Bueno pone al descubierto las raíces, hasta entonces escondidas, de una antigua contienda entre la fuerte corriente existencialista humana y atea que a veces le atosiga y el existencialismo cristiano de Kierkegaard, su maestro” (187). No obstante, no debemos olvidar que Unamuno escribió palabras semejantes acerca de casi todas tus obras; es decir, que el personaje de San Manuel no tiene más de Unamuno que Joaquín Monegro, la tía Tula o su Don Quijote. 199 meses después de la primera visita de Unamuno al lago de Sanabria, cuyos parajes legendarios inspirarían el escenario de la novela, y apenas nueve desde que pusiera fin a su destierro voluntario en Hendaya. Con todo, estos datos cronológicos que constituyen lo que podríamos llamar la historia externa de la novela, no ofrecen tanto interés como su historia interna, sobre la cual sabemos además bastante. Por “historia interna” me refiero a los precedentes temáticos y conceptuales de San Manuel que podemos identificar en la

producción de Unamuno, pues si la redacción final del texto fue un tanto apresurada,

como indicaba antes, eso fue posible porque muchas de las ideas vertidas en la novela

habían preocupado a don Miguel desde antiguo. Por ello podemos considerar San Manuel

Bueno, mártir como la cifra de su literatura, y afirmar con Valdés que “esta obra recoge y

culmina los rasgos distintivos de la narrativa unamuniana” (77).

Rubio Tovar indica en su edición de la novela que el argumento general de la

crisis de las convicciones y el más concreto del cura ateo habían aparecido varias veces

en los escritos de Unamuno (36-38). Por razones de espacio, dicho crítico sólo ofrece un

ejemplo de cada uno de esos aspectos, pero creo que resulta necesario analizar con más

detalle los precedentes de la novela a fin de lograr una mejor comprensión de su sentido.

Con respecto a la figura del sacerdote, nos informa Robles: “la del don Manuel de la

novela es en la vida real la historia de un sacerdote amigo íntimo de Unamuno —cuyo

nombre oculta por respeto y pudor—, llamado Moisés Sánchez Barrado, amigo también

del padre Cámara, obispo de Salamanca y redactor de La semana católica de Salamanca,

revista publicada bajo su protección” (“Lectura” 88). Unamuno se refiere a este hombre

en su correspondencia de 1904, aunque ya en 1899 aludía a un “ejemplar de cura sin fe”

200 en una carta a Jiménez Ilundain. Años más tarde, en uno de los artículos de la colección

Sensaciones de Bilbao titulado “Francisco de Iturribarría” (1919), recuerda su amistad

con un sacerdote bilbaíno que al parecer padecía el mismo mal que San Manuel, aunque

sólo nos dice de él que sufría un torturante secreto (OC VIII, 563-5). Dejando a un lado

los referentes biográficos, otro antecedente interesante sería el cuento “El maestro de

Carrasqueda”, de 1903, que Mata Induráin ha estudiado en relación con San Manuel. Si

bien el crítico advierte que no considera dicho relato un precedente directo de la novela

de 1931, lo cierto es que las conexiones que señala son innegables:

El primer paralelismo lo tenemos en el tema de fondo: “El maestro de Carrasqueda” nos presenta a una comunidad aldeana que vive espiritualmente animada gracia al esfuerzo de un hombre de valía excepcional, y algo similar ocurrirá en San Manuel. [...] Además, como sucede en la novela, la evocación del guía ocurre poco después de su muerte y por parte de una persona que llegó a conocerle en vida. Si, a la hora de la agonía, don Manuel pide que le lleven junto al altar para morir en el seno de la iglesia [...], don Casiano es llevado en el mismo trance a la escuela, que era su púlpito [...]. En la novela, el sacerdote se identificaba de forma muy clara con Cristo, con el Cristo agonizante en la cruz. Pues bien, en “El maestro de Carrasqueda” son varias las alusiones cristológicas referidas a don Casiano [...]. (315-6)

Que don Manuel tiene mucho de Jesucristo ha sido advertido por muchos comentaristas, y Valdés por ejemplo jalona su edición de la novela con un buen número de notas explicativas sobre el origen bíblico de numerosos pasajes del texto, pero hay otra figura —literaria, para la mayoría de nosotros, casi histórica, para Unamuno— que le

presta también numerosos rasgos: se trata del héroe cervantino. Según afirma Cerezo

Galán, “la analogía con don Quijote está buscada expresamente a lo largo de la novela”

(Máscaras 723), y París describe al personaje como un “Quijote metido a cura de

parroquia aldeana y acompañado por un fiel escudero, Lázaro Carballino” (268).

201 En cualquier caso, más importante que la caracterización específica del personaje es el planteamiento del conflicto que lo define. El martirio de don Manuel no obedece a una mera crisis personal de fe94; su agonía es fruto de su responsabilidad ya no sólo religiosa sino cívica para con su pueblo, un asunto que se había asomado en numerosas ocasiones a los escritos de Unamuno. La plasmación más certera y a la vez más cercana al caso de don Manuel aparece en uno de los “Diálogos del escritor y el político”, titulado

“El guía que perdió el camino” y publicado en 1908. Se plantea allí el político:

Dime, si un Papa perdiera la fe en su propia infalibilidad pontificia o no la tuviera cuando le preconizaron, ¿le sería lícito declararlo? ¿Sería humano, sería moral, que por un mezquino motivo de amor propio —porque eso de aparecer sincero no es más que una cuestión de amor propio mezquino—, sería humano, digo, que por tal egoísta motivo dejara a miles, a millones de almas, faltas de apoyo espiritual? (OC V, 966)

Indica Vauthier que el contraste entre precedentes textuales como el anterior y el

tratamiento del tema en la novela ha provocado la perplejidad entre la crítica:

[...] el mayor “problema” que ha planteado y que, por lo visto, sigue planteando la “interpretación” de San Manuel Bueno, mártir reside en lo que los críticos suelen presentar como una contradicción entre la tesis —¿reaccionaria?— de la obra y la actitud —más bien progresista— de Unamuno, quien, hasta la fecha, se había dado a conocer como excitator Hispaniae, despertador de conciencias. (“Huellas” 152)

En rigor, la crisis que experimenta don Manuel es una variante sacerdotal de un

dilema que no tiene necesariamente un parentesco religioso: me refiero al compromiso

del héroe entre el interés particular y el general. Aunque en términos distintos, Valdés

alude a este conflicto al señalar que esta novela “reúne todo el pensamiento unamuniano

94 Señala en este sentido Cerezo Galán: “la personalidad de don Manuel es más compleja que la del cura ateo, dictador teocrático, a la que se ha querido reducir. En él ha condensado Unamuno, más aún que en don Quijote, todos los registros del alma trágica” (729). 202 dentro de la metáfora básica de nuestro escritor: “lluvia en el lago”” (66-67). El motivo del héroe, que Unamuno aprendió en Carlyle95 y cuya representación en la obra de don

Miguel ha sido estudiada en profundidad por Ouimette, sería por tanto un ingrediente

fundamental de la configuración del personaje, posiblemente en mayor medida que los

referentes biográficos arriba comentados. Sostiene Ouimette en su completo estudio de la

teoría unamuniana del heroísmo (31-37, 46-49), que las relaciones entabladas entre el

héroe y su pueblo no difieren de las que se establecen entre dos individuos cualesquiera,

de manera que la personalidad del héroe se configura como la de cualquier otro hombre:

en primer término, tiene su origen en una lucha por diferenciarse del mundo y escapar de

la muerte; y, por otro lado, en su proceso de auto-conocimiento necesita en todo

momento del otro, del prójimo, bien para reflejarse en él, bien para tratar de imponerse a

él en un intento de salvarse a sí mismo de la nada. Ambas premisas se manifiestan con

claridad en la historia de don Manuel, aunque la relación de este personaje también

presenta dificultades, precisamente las mismas que sustentan la complejidad

interpretativa de la novela.

En su ciclo de conferencias Sobre los héroes, de su culto y de lo heroico en la

historia, publicadas en 184196, Carlyle estudia seis manifestaciones del heroísmo: el dios,

el profeta, el poeta, el sacerdote, el literato y el rey. A partir de la noción de intrahistoria,

Unamuno propuso en muchos de sus ensayos una identificación entre las figuras del

profeta, el poeta y el literato según la cual el escritor encarna el alma de su pueblo y le

95 Para un examen de la influencia del autor escocés en Unamuno, véase el ensayo de Clavería.

96 On Heroes, Hero-Worship and the Heroic in History. Las conferencias fueron pronunciadas en 1840, aunque el libro resultante no se tradujo al español hasta 1893. 203 brinda sus obras con una doble intención evangélica: “consolar al triste” y “despertar al

dormido”. De la primera de estas obras de caridad poco hay que explicar: se trata de una

purgación del dolor que remite a la expresividad catártica y al consuelo que proviene del

sufrimiento compartido. Con respecto a la segunda, Arístides (25-30) relaciona ese afán

de inquietar y desasosegar al lector con el pasaje del Evangelio de San Lucas (12, 35-48)

en el que se anuncia que el Hijo del Hombre se presentará a cualquier hora y premiará a

quienes le esperen despiertos. Dormir, en este sentido, significa la paz y la inconsciencia

de quienes renuncian a su propio ser por renunciar al dolor, una cobardía moral que el

héroe no puede tolerar. Aquí radica la paradoja a la que aludía Vauthier, pues el ejemplo

de Don Manuel contradice la definición carlylinana de heroísmo y las propias tesis de

Unamuno, quien había declarado en Del sentimiento trágico de la vida: “La caridad no es

brezar y adormecer a nuestros hermanos en la inercia y modorra de la materia, sino

despertarles en la zozobra y el tormento del espíritu” (OC VII, 275). Este fragmento está

extraído unas líneas más adelante del que usé para encabezar el capítulo, en el que se

insiste en el postulado existencial de la inevitabilidad el dolor. Pero don Manuel parece

negarse a aceptar ese postulado; mejor dicho, su martirio habría consistido en soportar

por sí solo el dolor de todo su pueblo, para de ese modo librarle del sufrimiento que

acarrea el conocimiento de la verdad.

Comparto totalmente con Morón Arroyo la idea de que el epíteto “mártir” con que

Unamuno adorna al nombre de San Manuel en el título de la novela, “condensa toda la

obra y su sentido” (“Novela” 161). Por eso lo he escrito entre signos de interrogación en

el título de este capítulo, para subrayar su importancia y a la vez cuestionar su

204 pertinencia. No debemos pasar por alto que, del mismo modo que la santificación de don

Manuel es cosa exclusiva de Ángela Carballino —pues ella misma nos informa que la diócesis está promoviendo un proceso de beatificación (San Manuel 115)97—, también su tratamiento como mártir es decisión particular de su evangelista. Sólo en dos ocasiones se refiere a él usando ese adjetivo, y las dos tienen lugar después de su muerte, como es lógico (San Manuel 159, 163)98. Por lo tanto, en lo concerniente al término “mártir” no se cumple la advertencia de Valdés de que “[p]ara el tiempo en que el lector llega a la revelación del secreto de don Manuel ya ha recibido numerosas observaciones de Ángela predeterminando su interpretación” (29). Sin embargo, no hay que esperar a la muerte del patriarca para que lo consideremos un mártir porque el Unamuno-editor, consciente de la fecunda carga significativa del epíteto, lo incluye en el título para que así la lectura de la historia de este sacerdote se convierta en la resolución de un enigma que es en realidad un caso de conciencia: ¿por qué es don Manuel un mártir? La crítica ha ofrecido diversas respuestas a este interrogante, si bien en ningún caso se ha cuestionado el criterio de la

evangelista y su editor. Repasemos algunas de esas opiniones. Valdés, por ejemplo,

comenta: “Don Manuel personifica la cruz del nacimiento al estar situado entre la fe y la

duda de su pueblo. Esta personificación le hace no solamente santo, sino mártir, porque

toma la duda y la sufre por todos” (86). Cerezo Galán, por su parte, indica: “Don Manuel

sentía el abandono de Dios, que le había hecho incapaz de creer, y sólo le mostraba el

97 En el momento de redactar este capítulo me ha sido imposible acceder al tomo II de las Obras Completas de Escelicer. En consecuencia, las citas a la novela se refieren a la edición de Cátedra preparada por Mario Valdés.

98 Con anterioridad a la muerte del sacerdote, durante una conversación con su hermano en la que éste le revela el secreto de don Manuel, Ángela exclama: “¡Qué martirio!” (San Manuel 143). 205 rostro seductor de la nada. En este no poder creer, queriendo creer, estuvo su martirio”

(732). Ricardo Gullón incide en una nueva faceta, la de su sacrificio público, lo cual traslada el conflicto personal del personaje a una dimensión colectiva: “El autor quiso subrayar la pasión padecida por el personaje, su vivir en el filo de la navaja, su muerte como testigo de una fe no compartida. Y como los mártires del pasado, muere en público, ante el pueblo, para aleccionarle y fortalecerle” (Autobiografías 353-4). Por último, París, en una línea similar a la de Gullón, sostiene que don Manuel es un mártir por ser “un testigo en quien la acción absorbe totalmente la fe” (266).

Efectivamente, Unamuno recurrió varias veces a la etimología para definir mártir como testigo, y llegó a escribir en Vida de Don Quijote y Sancho que “son los mártires los que hacen la fe más bien que ser la fe la que hace mártires. Y la fe hace la verdad”

(OC III, 211). Si acudimos a la objetividad del diccionario académico, la primera acepción de mártir es “persona que padece muerte por amor de Jesucristo y en defensa de la religión cristiana”. Según el relato de Ángela, don Manuel murió por causas naturales y no víctima de los tormentos de infieles, pero también es cierto que su silencio era “en defensa de la religión cristiana” (1331). La segunda acepción es “persona que muere o padece mucho en defensa de otras creencias, convicciones o causas”. Desde este segundo punto de vista, don Manuel sería un santo y mártir del ateísmo. La tercera y última acepción dice: “persona que padece grandes afanes y trabajos”. Sin duda que éste es el caso de don Manuel, atrapado entre el deber de consolar a su pueblo y el remordimiento de su conciencia. Ahora bien, ¿podría ser su martirio una refinada forma de egoísmo?

Pues lo que hace Don Manuel es invertir los términos de la confesión vertida por

206 Kierkegaard en su Diario: “No puedo comprenderme a mí mismo si no es en la religión, ante Dios. Pero entre los hombres y yo se levanta un muro de desavenencias. Ya no tengo con ellos un idioma común” (apud Arístides 49). Es con Dios con quien no puede comunicarse Don Manuel si no es a través de sus semejantes, y por ello no puede revelarles su verdad, que tal vez ni siquiera sea la verdad.

Roberts describe esta novela como “una de sus descripciones más conmovedoras del exilio del hombre de la eternidad y de las dudas y profunda comprensión humana de una figura realmente consciente de ese exilio” (5). En efecto, Unamuno compuso su obra tras su retorno a España, pero San Manuel Bueno, mártir tiene una gran deuda con su

experiencia del destierro. Podría incluso decirse que se trata de su gran obra del destierro,

por encima de Cómo se hace una novela y La agonía del cristianismo, por cuanto don

Manuel sufre del mismo mal que había aquejado a don Miguel durante su crisis parisina: ambos son víctimas del “des-cielo”. Escribía en 1925 en el “Preludio” a su colección de artículos Desde Hendaya:

[...] ahora aquí, desde Hendaya, en la frontera franco-española y en mi dulce nativo solar vasco, en este solar en que se respira una varonil niñez colectiva, ahora aquí quiero, sacudiendo la terrible murria de estos meses de prueba, volver a encontrar para vosotros, lectores de mi alma —quiero decir los que sabéis leer en mi alma, los que leéis mi alma, que es la vuestra—, volver a encontrar aquel que fui, aquel que os fui. (OC VIII 645)

Ese reconstituyente reencuentro con la patria se repite en la “Continuación” de

Cómo se hace una novela, aplicado a U. Jugo de la Raza (OC VIII, 758), pero su más

lograda manifestación literaria será San Manuel Bueno, mártir. El mayor tormento de

Unamuno durante sus días de exilio en París no es la distancia física que lo separa de su

tierra, sino la conciencia de su lejanía espiritual con la tradición intrahistórica de sus 207 antepasados. Por ello se considera, más que un des-terrado, un condenado al des-cielo, porque privado de dicha tradición no existe posibilidad de salvación ni inmortalidad. O,

según él mismo lo explica en el “Prólogo” de Cómo se hace una novela”: “Porque nuestra

desesperada esperanza de una vida personal de ultra-tumba se alimenta y medra de esa

vaga remembranza de nuestro arraigo en la eternidad de la historia” (OC VIII, 709).

Comenta Cerezo Galán que don Manuel “[n]o es un impostor, porque no persigue ganancia ni ventaja alguna” (725). Es cierto que este sacerdote renuncia al medro personal y a cualquier recompensa material, pero también que su relación con su feligresía es sumamente interesada. Nos cuenta Ángela hacia el comienzo de sus memorias: “Decíase [...] que en el seminario se había distinguido por su agudeza mental y su talento y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna” (San Manuel 119). No “quería ser sino” de su pueblo, porque en realidad no podía ser sino en él. En el “Prólogo” a la edición de 1933, al explicar Unamuno que el denominador común de los personajes de sus tres relatos era el “pavoroso problema de la personalidad, si uno es lo que es y seguirá siendo lo que es”, añade: “Don Manuel Bueno busca, al ir a morirse, fundir —o sea salvar— su personalidad en la de su pueblo” (OC II, 1122-3), palabras que no hacen sino repetir lo que el propio sacerdote confiesa a Ángela cuando ésta le aconsejaba una vida monacal:

“Yo no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo?” (San Manuel 129)99.

Don Manuel necesita de sus paisanos como U. Jugo de la Raza necesita de su tierra

99 El protagonista del drama La esfinge (1898), Ángel, había exclamado una idea casi idéntica: “¡No es posible perderse salvando a los demás!” (OC V, 212). 208 ancestral y el propio Unamuno de la “vista tantálica de Fuenterrabía” (OC VIII, 709) durante la pasión de su destierro. Desterrado también, mas en su caso de la fe de sus padres, don Manuel representa la figura del incrédulo que vive de las creencias de otros, un personaje del que habla Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida: “Un

individuo suelto puede soportar la vida y vivirla buena, y hasta heroica, sin creer en manera alguna ni en la inmortalidad del alma ni en Dios; pero es que vive vida de parásito espiritual” (OC VII, 125). Don Manuel, ¿santo, mártir o parásito espiritual?

Afirma Vauthier que “Don Manuel no “engaña” jamás, en el sentido estricto de la palabra, al pueblo” (“Huellas” 162), pero para confirmar su tesis y despejar la pregunta anterior se hace preciso analizar la veracidad del sacerdote: ¿en qué consiste su verdad y, por consiguiente, su secreto?

Decía unas páginas antes que el pretendido martirio de don Manuel puede identificarse con una de las manifestaciones del heroísmo. En el ensayo “¡!”, uno de los varios sermones laicos que escribió Unamuno a resultas de su crisis espiritual de

1897, encontramos la siguiente gradación: ““Doy cuanto tengo”, dice el generoso. “Doy cuanto soy”, dice el héroe. “Me doy a mí mismo”, dice el santo” (OC I, 953). Por su desprendimiento y compasión don Manuel alcanzaría el grado de héroe, pero no el de santo, ya que para esto, para “darse a sí mismo” habría de revelar su descreimiento. Por

ello mismo, y a pesar de las analogías con Moisés que se sugieren en el texto, don

Manuel no puede considerarse un profeta según la definición del propio Unamuno, quien

explica en el ensayo de 1923 “El deber del profeta”: “es el que habla (feta) delante (pro)

del pueblo, el que no calla lo que el espíritu, que es la Verdad —y la Vida— le inspira”

209 (OC VII, 671-2). Miguel de Unamuno sí se consideraba a sí mismo un profeta, un héroe cívico que por no callar la verdad sufrió los atropellos de las autoridades; el más severo de ellos su destierro entre 1924 y 1930, pero no olvidemos sus destituciones como Rector de la Universidad de Salamanca en 1914 y, por dos veces, en 1936.100 Por el contrario, don Manuel Bueno se guarda la verdad para sí, con lo que cree proteger a su pueblo del dolor que ésta le provocaría, pero también se niega a sí mismo la posibilidad de compartir su espíritu con los demás. “Cada uno de nosotros puede dar a sus prójimos sus ideas o sus actos o su dinero; mas lo sumo que les puede dar, lo más precioso, es darse a sí mismo. Y darse a sí mismo es desnudarse el alma, poniendo a la luz la intimidad de sus entrañas”

(OC V, 1060), había sugerido Unamuno en el ensayo “¡Ensimísmate! (Una vez más)”, de

1915, un consejo que tampoco sigue su personaje. Y no son éstas las únicas ocasiones en que el proceder de don Manuel desmiente las ideas expuestas por su autor en obras precedentes; los ejemplos de esta contradicción abundan.

En diciembre de 1903 Unamuno publicó un artículo que era la contestación a una encuesta. Su título: “¿A su juicio, dónde está el porvenir y cuál debe ser la base del engrandecimiento de España?”. Creo que este fragmento constituye una de las alusiones más antiguas al conflicto que articula las relaciones entre don Manuel y su pueblo:

No espero una resurrección acabada de España mientras no se modifique la base de su conciencia colectiva. Mientras en aquello que es lo más íntimo y entrañable, lo que nos da motivos e vivir e ideal de vida, deleguemos nuestra participación activa, acudiendo a personeros e intermediarios, difícil nos será educarnos a fraguarnos una vida independiente y libre de todas las demás cosas. El que no se ejercita a establecer por sí y

100 En el artículo “El profeta y el rey”, que por su fecha de composición (1919) podemos leer como una de sus muchas invectivas contra Alfonso XIII, explica: “Más de sacerdote que no de profeta tiene el rey. Porque el profeta vive de la verdad y para la verdad, y el sacerdote, lo mismo que el rey, del dogma y por el dogma. Y la verdad no es el dogma” (OC IX, 1067). 210 ante sí, de un modo cualquiera, sus relaciones con el cielo —aunque sea rompiéndolas o negándolas— apenas logrará fijar sus relaciones con el mundo, mediante el trabajo. (OC IX, 881-2)

La pereza espiritual redunda en la apatía cívica, concluye Unamuno, y por ello dedica varios ensayos a denunciar tanto la indolencia moral de la sociedad como las excesivas atribuciones de la Iglesia. En cuanto a lo primero, se lamenta en una conferencia pronunciada en 1906 de que “[u]no de los principios cardinales de la vida espiritual del español es el de delegar: no quiere tomarse el trabajo de pensar por sí”, un vicio que afecta a todos los órdenes de la vida pero que tiene funestas consecuencias en lo relativo a la religión. Continúa diciendo en esa conferencia:

Me contaba un amigo que dio en un tiempo en estudiar medicina persiguiendo el conocimiento de sus propias dolencias, y como empezara a hacerse aprensivo imaginándose padecer la enfermedad cuya descripción acababa de leer, se dijo: “Dejémoslo: no me importa saber si tengo hígado o pulmones y para qué sirven; ahí está el médico, cuyo oficio es curarme, y si me mata, por su cuenta. Y esto que digo del médico —añadía—, lo digo del cura; no quiero quebrarme la cabeza estudiando cosas de religión; ahí está el cura, a quien pagamos para que las estudie, y si nos engaña, allá por su cuenta. (OC IX, 197)

Eso mismo podrían decir los feligreses de don Manuel: “si nos engaña, allá por su cuenta”, ya que la holgazanería espiritual implica el cese de toda responsabilidad moral; una suerte de inmunidad que se ampara en la obediencia a la autoridad eclesiástica.

Acerca de esta segunda materia, las amplias prerrogativas de la Iglesia, no es el poder material o político de esta institución lo que le preocupa a Unamuno, sino su enervador dominio sobre las conciencias. Comenta en un artículo de significativo título, “Guerra civil” (1904):

211 En vez de darle al pueblo una luz y dejarle que se busque por sí mismo su camino, se le ha metido en un carro y se le lleva a oscuras por senderos que no conoce, diciéndole: “Confíate a nosotros, los que te conducimos a tu felicidad eterna; por ti mismo te extraviarías, porque no conoces los caminos; nosotros, que hemos recibido en sagrado legado el mapa de la vida y de la muerte, nosotros te llevaremos a su fin; todos los demás te engañan”. (OC IX, 891)

Este asunto aparecerá en muchos otros textos. En una conferencia sobre “La esencia del liberalismo” dictada en 1909, explicaba al respecto: “La libertad de pensamiento obliga a pensar, y es más cómodo y más barato tomar pensado: la libertad religiosa nos quita la cómoda almohada del credo, sobre que se duerme bien el sueño sin ensueños del alma” (OC IX, 248).101 Años más tarde, en “Algo sobre la civilización”

(1915), alude a la necesidad de “civilizar la religión cristiana”:

Con esa fórmula sólo se ha querido decir que la religión no puede ser objeto de especialización ni de técnica profesional, que no es admisible ministerio sacerdotal, que en ningún caso ha de admitirse a un hombre como medianero entre otro hombre y Dios. [...] Y en este sentido civil o laico, como opuesto a eclesiástico se entiende que el ciudadano como tal, en cuanto ciudadano, tiene plenitud de función política y de función religiosa... (OC IX, 1297)

Ese mismo año de 1915 afirma en el ensayo “Guerra y milicia”: “Los pueblos se entregan a un sacerdote para no tener que pensar su religión; delegan en él la preocupación del destino último del hombre” (OC IX, 1012). Es decir; la culpa —si es que cabe hablar de culpa— no le corresponde enteramente a la Iglesia. Si los creyentes renuncian a cuestionarse su propia fe y prefieren acogerse al “Eso no me lo preguntéis a

101 Hemos de recordar que don Manuel acostumbraba a rezar el Credo en su parroquia para dejar que la fe de sus feligreses supliera su silencio al llegar al pasaje que cifraba su tormento: “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable” (San Manuel 123). 212 mí...”, no es por coacción sino por simple pereza. En el artículo “Homo hominis canis” reformula la filosofía de Hobbes y Nietzsche para explicar su tesis:

Homo hominis lupus, el hombre es un lobo para el hombre, dijo Hobbes, pero podría muy bien cambiarse el aforismo y decir: Homo hominis canis, el hombre es un perro del hombre. Y hay más hombres caninos o perrunos que no lupinos o lobunos. ¿Y ello por qué? Por holgazanería. Viene muy ancho eso de sacudirse la responsabilidad de tener que dirijirse y guiarse uno por sí mismo. La obediencia suele ser una forma, la más refinada acaso de haraganería. Para hacer uno lo que le mandan no necesita quebrarse demasiado la cabeza. La moral de esclavos, que decía el otro [Nietzsche], no es sino moral de haraganes. (OC IX, 1019)

En este mismo artículo, Unamuno se dirige a sus lectores en unos términos que vuelven a contraponerse a la postura de don Manuel: “tu oficio no debe ser lazarillear a los ciegos, sino abrirles los ojos a la luz y a la sombra. Porque quien no ve la sombra tampoco ve la luz. Y quien no duda no cree” (OC IX, 1019). Sin duda no hay auténtica fe, sostiene Unamuno, pero tampoco sin ella puede haber Dios. En el artículo “La religión civil del erizo calenturiento” (1918) vuelve a repetir la idea de que “[n]o hay hombre que deba ser medianero entre otro hombre y Dios”, pero esta vez para afirmar que es la propia existencia de Dios la que se pone en peligro por dicha mediación:

“Porque Dios vive de que los hombres luchen contra Él, de que le busquen con tormentoso anhelo, de que le anhelen” (OC IX, 1043).

Existen por lo tanto numerosas declaraciones de Unamuno en las que se censura el tipo de actuación que será característica de don Manuel y sus feligreses, aunque también hay testimonios que corroboran su actitud. En realidad no cabría hablar de contradicción, como indicaba antes, sino de una evolución; de un progresivo desengaño en la integridad moral de la sociedad por parte de un Unamuno cada vez más

213 desencantado con su propio pueblo. La convicción que determina las relaciones de don

Manuel con sus feligreses es en rigor un complejo de superioridad moral. Él no cree a su pueblo capaz de soportar de la nada ultraterrena con el que él debe enfrentarse a diario, y de ahí su silencio, su piadoso engaño. Durante su arresto domiciliario en el invierno de 1936, días antes de su muerte, Unamuno recibió la visita del periodista Nikos

Kazantzaki. En su crónica de dicha visita, Kazantzaki recuerda estas palabras de don

Miguel, tan próximas a las de su don Manuel:

El rostro de la verdad es temible. ¿Cuál es nuestro deber? Ocultar la verdad al pueblo. [...] Engañar, engañar al pueblo para que el miserable tenga la fuerza y el gusto de vivir. Si supiera la verdad, ya no podría, ya no querría vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo tiene necesidad de ser engañado. Esto es lo que sostiene en la vida. Justamente acabo de escribir un libro sobre este asunto. Es el último. (Apud Rubio Tovar 111-12)

El libro al que se refiere es San Manuel Bueno, mártir, por supuesto. El Unamuno

que había denunciado en soledad las mentiras y desmanes de la corona; que había sufrido

la penuria material y la nostalgia del exiliado mientras sus compañeros intelectuales

homenajeaban a Góngora; y que, otra vez en España, había presenciado el

desmantelamiento de la Segunda República en las mismas Cortes Constituyentes que

debían haber supuesto su nacimiento, sentía cada vez menos esperanza en las capacidades

de su pueblo. Y al acercarse al final de sus días, el Unamuno anciano que presenció el

“odio vesánico” —son sus palabras— de la guerra civil; que había sido obligado, en

calidad de Rector de la Universidad de Salamanca, a “depurar” los elementos desafectos

al nuevo régimen entre el profesorado (aunque nunca llegó a cumplir el encargo de las

autoridades militares); y que tras su temerario enfrentamiento con el general Millán

214 Astray había sufrido el desprecio de sus convecinos y el castigo de un arresto domiciliario, parece que había perdido definitivamente la confianza en su pueblo. Un pueblo que a su juicio era menor de edad moral y por ello necesitaba del engaño, de la tutela de quienes sí poseían la fortaleza para conocer la verdad, según confiesa al periodista que lo visita en su casa y había expresado en su novela. Los acontecimientos de los años 20 y 30 reafirmaron por tanto a Unamuno en esta idea, que en textos anteriores sólo aparecía en clave crítica, como hemos comprobado ya, o irónica. Leemos en el artículo “Un antinomiano”, publicado en 1903:

¡Aviado estaría uno si tuviera que tomar por sí resoluciones en los pasos todos de su vida! El hombre necesita quien le mande, no quien le aconseje. Y a este efecto le recomiendo las sustanciosas consideraciones que, respecto a la obediencia, hizo el jesuita Alonso Rodríguez en el capítulo X de su tratado V de la parte III de su libro sobre la perfección cristiana. Nada hay [más] seguro, venía a decir, que obedecer, pues si lo que por obediencia se lleva a cabo es algo mal mandado, allá el que lo mandó, que es quien responderá ante Dios; nosotros, con obedecer, cumplido, y por haber obedecido se nos absolverá. —¡Pero es una doctrina de cobardía! —repliqué yo—. Una doctrina que se reduce a sacudirse toda responsabilidad. —Tal vez —me dijo—; pero, ¿quién le ha dicho a usted que tengamos que ser valientes? ¿Qué mal hay en que el hombre sea cobarde, si lo es? (OC IX, 857-858)

Decía que textos como éste han de leerse en clave irónica, pues las frecuentes críticas de Unamuno a la moral jesuítica no permiten tomar por buenas las palabras de su interlocutor.102 Regresemos entonces a los años 30. En respuesta a algunos de los

comentarios suscitados por su novela, Unamuno publicó en octubre de 1933 el artículo

“Almas sencillas”. Este título provenía precisamente de una reseña cuyo autor prevenía

102 Valga como ejemplo de dichas críticas esta cita extraída del ensayo “Autenticidad” (1922): “Y es que nadie como los jesuitas ha defendido la fe implícita, la fe del carbonero. O sea la obediencia de entendimiento que dijo Iñigo de Loyola. El jesuita llega a más, y es a desconfiar de la teología. Cuanto menos se piense en problemas religiosos, mejor. Basta tomar el dogma ya hecho, el género de fábrica con su estampilla” (OC IX, 1127). 215 del “estrago que pueda producir en las almas sencillas” el relato de don Manuel.

Unamuno comienza por desmentir el autobiografismo del personaje al comentar que “es triste achaque de ineducación estética el suponer que es el autor mismo quien habla por boca de sus criaturas y no a la inversa, que sus criaturas —mejor: sus creadores— hablan por boca de él” (OC VIII, 1199). Y añade a continuación: “nada desconcierta más al lector medio, sobre todo si es de alma sencilla —o sea, menor de edad mental, ¡y feliz él con esto!—, que el hundirle en la intuición de la identidad entre la realidad y la ficción”

(OC VIII, 1200). Lo que me interesa de este fragmento es la identificación entre “lector

medio”, “alma sencilla” y “menor de edad mental”, pues si relacionamos esta

nomenclatura con la de las citas reproducidas en las páginas precedentes podemos

vislumbrar la respuesta a un interrogante esencial: ¿quién es el lector implícito de San

Manuel Bueno, mártir? Prosigue Unamuno en su artículo:

[...] hay que despertar al durmiente que sueña el sueño que es la vida. Y no hay temor, si es alma sencilla, crédula, en la feliz minoría de edad mental, de que pierda el consuelo del engaño vital. [...] cuando por obra de caridad se le engaña a un pueblo, no importa que se le declare que se le está engañando, pues creerá en el engaño y no en la declaración. Mundus vult decipi; el mundo quiere ser engañado. Sin el engaño no viviría. ¿La vida misma no es acaso un engaño? (OC VIII, 1200)

Las últimas frases son consecuentes con lo que Ángela explica a su hermano en el

trance de la muerte de éste (San Manuel 162) y sobre todo con lo que el Unamuno-editor

aclara al término de la novela.103 Sin embargo, la primera frase de la cita no parece

reflejar la actuación de don Manuel. Los esfuerzos del sacerdote se dirigen a mantener a

103 “Quiero también, ya que Ángela Carballino mezcló a su relato sus propios sentimientos, ni sé que otra cosa quepa, comentar yo aquí lo que ella dejó dicho de que si Don Manuel y su discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblo su estado de creencia, éste, el pueblo, no los habría entendido. Ni lo habría creído, añado yo” (San Manuel 167-8). 216 su pueblo dormido, ignorante de lo que él considera la verdad. Pero no a todo su pueblo.

Si nosotros lectores llegamos a conocer la historia de don Manuel es precisamente porque su secreto fue revelado, porque su espíritu atormentado se abrió en confesión a otro espíritu: el de Lázaro. ¿Significa esto que don Manuel cumplió en Lázaro la labor de

“despertar al durmiente”? No exactamente, si pensamos en ese sueño como la fe tradicional; pero es que hay distintos tipos de sueño. Escribe Unamuno hacia el final del artículo:

[...] aquí, en España, la inconciencia infantil del pueblo acaba por producirle mayor estrago que le produciría la íntima inquietud trágica. Quítesele su religión, su ensueño de limbo, esa religión que Lenin declaró que era el opio del pueblo, y se entregará a otro opio, al opio revolucionario de Lenin. Quítesele su fe —o lo que sea— en otra vida ultraterrena, en un paraíso celestial, y creerá en esta vida sueño, en un paraíso terrenal revolucionario, en el comunismo o en cualquier otra ilusión vital. Porque el pobre tiene que vivir. [...] Sí, será tal vez mejor que crea en esa grandísima vaciedad racionalista del Progreso. (OC VIII, 1201)104

Lázaro es un paladín del racionalismo y el progreso cuando retorna a su pueblo

natal tras una fructífera estancia en América. La figura del indiano ha dado diversas

manifestaciones literarias siempre caracterizadas por el contraste entre lo viejo —la

España que dejaron atrás— y lo nuevo, y el caso de Lázaro no es una excepción. Lo que

merece destacarse es que Unamuno no presenta a este personaje como un genuino

intelectual, sino más bien como un esnob alimentado por los prejuicios de la modernidad.

Las primeras palabras suyas que Ángela recoge en su memoria son ciertamente

104 Acerca del sentido que otorga Unamuno al término “opio” en su novela, explica Jurkevich: “Thus “opium” acquires several meanings in Unamuno’s novel: for the villagers it consists of religion; for Manuel it refers to his church ministry and physical activity; while for Unamuno it alludes to the cathartic effect of literary creation, which enables him to examine his psychological conflicts in fictional contexts” (Self 144-5). 217 antológicas: “En la aldea —decía— se entontece, se embrutece y se empobrece uno” (San

Manuel 135).105 Para él, sus paisanos son sólo “zafios patanes”, y al saber de su

admiración hacia don Manuel, “empezó a barbotar sin descanso todos los viejos lugares

comunes anticlericales y hasta antirreligiosos y progresistas que había traído renovados

del Nuevo Mundo” (San Manuel 136). Nos informa a continuación Ángela: “feudal y

medieval eran los dos calificativos que prodigaba cuando quería condenar algo” (San

Manuel 137). Y aquí termina su presentación caricaturesca, pues en seguida se convertirá en el discípulo de don Miguel, en el portador de su secreto. ¿Podemos sin embargo hablar de conversión en su caso? Para dilucidar esta cuestión se hace preciso analizar las

relaciones entre los tres personajes principales de la novela: don Manuel, Ángela y

Lázaro. Hasta el momento hemos prestado atención casi exclusiva al primero, en

particular a su caracterización y a los precedentes textuales del conflicto que encarna,

pero no creo que se pueda considerar el protagonista indiscutible del relato. Es cierto que sólo su nombre aparece en el título de la novela, pero también es cierto que su figura sólo se da a conocer al lector de un modo indirecto, referido. Comenta a este respecto Wyers:

Angela tells us about Don Manuel’s saintly self-abnegation but her narrative provides little anecdotal evidence of it; it is more a record than a recreation. The priest seems to slip away from us behind the idealized vision of his spiritual daughter. […] He exists for us less as a literary personage who discloses himself through his actions and words, than as an exalted image in the mind of a narrator whose reliability we have every reason to question. (Unamuno 115-6)

105 Coincido con Valdés en que esta frase refleja una de las tesis de la antropología de Unamuno, la ecuación civilización = vida urbana (135, nota), pero también creo que la elección de esta frase para presentar al personaje tiene una función principalmente satírica. 218 Uno de los primeros críticos de esta novela, Gregorio Marañón, se dio perfecta cuenta de que el conflicto moral de Ángela y Lárazo no era menos trágico que el de don

Manuel, y llegó incluso a decir que los dos primeros eran los auténticos protagonistas de la historia (apud Rubio Tovar 113). En términos semejantes, Blanco Aguinaga llama la atención sobre la presencia referida de don Manuel en el relato: “Con lo que resulta que no eran tres, como equivocadamente creíamos, los personajes que ocupan la escena en la

“memoria” de Ángela Carballino, sino apenas dos, Ángela y Lázaro” (“Complejidad”

290). Páginas atrás había expuesto la trampa que el Unamuno-editor tendía al lector al colocar en el título de la novela el epíteto “mártir”, pero resulta que ni siquiera la aparición del nombre del sacerdote en la portada del libro es inocente. Continúa Blanco

Aguinaga sobre el discutible protagonismo de don Manuel:

Extraño personaje y complejísima novela de su vida ésta en la que creemos estarle viendo y sólo tenemos reflejos de su imagen en la que si miramos bien, nada se perfila con la claridad que suponíamos al resumir el argumento y el conflicto de ideas dominante. Desde la primera palabra, misterio abierto a la meditación. Novela enigma en la que, quizá por primera vez, logra Unamuno crear un mundo libre, ficción en la cual los contrarios se cruzan y se funden dejando al lector sin ningún sostén conceptual definido. (“Complejidad” 296)

De los cuatro textos seleccionados para este estudio, sólo esta novela ha sido repetidamente analizada desde la perspectiva de la estética de la recepción, y ello en función de la apertura interpretativa detectada por la crítica. Uno de los máximos representantes de esta corriente teórica, Wolfgang Iser, se ha referido a “la abigarrada

historia de respuestas que ha provocado una novela como San Manuel Bueno, mártir de

Unamuno” (“Interacción” 235), una historia que han repasado en fechas recientes

Mercedes y Javier Rodríguez Pequeño. Valdés también funda sus alabanzas a la novela

219 en la densidad hermenéutica del texto: “La gran maestría de Unamuno, en esta su obra más filosófica y estéticamente lograda de todo lo que escribió, reside en que se mantiene abierta de principio a fin. No cabe duda que los conflictos de interpretación son parte

esencial de la elaboración de la novela” (29). Luego San Manuel Bueno, mártir no se

trata (solamente) de una novela sobre la crisis de la fe, ni tan siquiera sobre el heroísmo, sino que puede entenderse como una novela sobre la interpretación de novelas y, por tanto, como una metanovela. Concluye a este respecto Summerhill:

Thus, for this reader, the final “meaning” of the work is to show just how complex meaning is, which is to say that it advocates a full airing of views in all situations so as to promote a humanity which would be informed, enlightened and sensitive to the many sides found in every issue. One suspects that the public still has some way to go before reaching the level of enlightenment the work seeks. (76)

Larsen recurre a un símil plástico para explicar la pluralidad de significados que

genera esta novela: “Unamuno’s novel is much like a picture prepared by a defraction

grating process, where the flat surface of the page shows one image at one angle in one

specific light, but if rotated a certain number of degrees and into a different light, it shows

another figure or configuration, and so on for as many “pictures” as are in the picture”

(107). Esta comparación es válida para subrayar la multiplicidad de significados que según la crítica caracteriza a San Manuel Bueno, mártir, pero no da perfecta cuenta de su complejidad hermenéutica por cuanto Larsen da a entender que los diversos significados

—las distintas imágenes— contenidas en el texto son homólogos y simultáneos. Si atendemos a la estructura del relato, podemos concluir que esas distintas interpretaciones dependen del punto de vista y se corresponden con las diversas instancias narrativas, de manera que son jerárquicas y sucesivas. La imagen que abarca todas las demás es la del 220 Unamuno-editor, quien al final de la novela expone al lector el artificio del “manuscrito encontrado” y asegura que ha dado a conocer el texto “tal y como a mí ha llegado, sin más que corregir pocas, muy pocas particularidades de redacción” (San Manuel 167).

Este detalle no tiene por qué suponer una merma de la autoridad narrativa de Ángela, pues podría ser una concesión al tono realista de toda la novela: se trataría de justificar cómo alguien con apenas seis años de educación escolar106 había sido capaz de componer este texto. En segundo lugar está la imagen de don Manuel proporcionada por el relato de

Ángela, el cual a su vez se basa en los apuntes y confidencias de su hermano Lázaro —

tercera imagen—, que es quien tuvo un trato más íntimo con don Manuel. La cuarta y

última imagen sería la propia representación del sacerdote, pero como éste “apenas nos

ha dejado escritos o notas” (San Manuel 125), sólo se incorpora a la narración de Ángela

a través de la reproducción directa de sus diálogos y sólo en contadas ocasiones.

Señala Valdés que “[e]n esta novela los personajes actantes se encuentran bajo la

exigencia de hacerse representaciones de sí mismos y de los unos a los otros con fin de

poderse encontrar y comunicar” (18), y en cierta medida esa profusión de

representaciones recuerda una idea que Unamuno menciona en varios lugares; me refiero

a la identidad múltiple de cada individuo:

Usted recordará, lector y amigo mío, que en el prólogo a mis “Tres novelas ejemplares y un prólogo” me refiero a aquello de Oliver Wendell Holmes —¿cuándo lo traducirán?— de los tres y los tres Tomases que hay cuando conversan Juan y Tomás; el Juan real, conocido sólo de su Hacedor; el Juan ideal de Juan y el Juan ideal de Tomás y los tres Tomases análogos. Pues bien, lo mismo ocurre con el escritor —o el orador— y su público, que hay el escritor, el publicista, el orador, tal cual es, tal cual Dios le conoce; el

106 Ángela nos informa que ingresó en el colegio de monjas a los 10 años y estuvo allí hasta que fue “mocita de cerca de dieciséis años” (San Manuel 116 y 131). 221 que él mismo se cree ser y el que le cree —o le supone— su público. Y tres públicos: el que sólo Dios conoce, el pueblo tal cual es íntima y auténticamente; el pueblo tal cual se cree ser, si es que el pueblo se cree ser de algún modo, si es que el pueblo tiene conciencia de sí mismo, y el pueblo, por último, tal cual le cree el publicista, el orador, el político, el hombre público. ¿Cuáles los auténticos? (OC IX, 1226)

Los diversos puntos de vista que configuran la representación de don Manuel en

la novela podrían identificarse con los distintos planos de su identidad: la personalidad

del sacerdote no es la misma para Ángela, Lázaro, el resto de los feligreses ni para sí

mismo, pero la suma de esos puntos de vista crearía en el lector la ilusión de que su

ventajosa perspectiva le permite conocer al “auténtico” don Manuel. Esto, claro, si don

Manuel fuera el único protagonista del relato y en consecuencia cada nivel narrativo de

los cuatro arriba mencionados fueran meramente fragmentos de su identidad. Sin

embargo, si esta es una novela sobre los problemas de la interpretación, como ya había

apuntado antes, el protagonismo ha de recaer no tanto en el cura de aldea como en sus

discípulos y evangelistas; es decir, Lázaro, Ángela y el Unamuno-editor del texto final.

Comenta Jurkevich que tan importante como la información sobre don Manuel

que nos transmiten Ángela y Unamuno, es lo que estos nos revelan de sí mismos en sus

biografías del sacerdote (Self 148). Sin duda, tanto para el autor como para su personaje

la historia de don Manuel supone la escritura de una biografía muy comprometedora.

Para el primero, por las conexiones que pudieran trazarse —como de hecho se trazaron— entre las posturas religiosas de don Manuel y las suyas propias. Para la segunda, porque hacer público el secreto de su adorado “varón matriarcal” no es lo más recomendable en el contexto de su proceso de beatificación. Por ello sostiene Valdés: “El problema moral

no está en la mentira que vive don Manuel, ya que él no tiene opción, cree en la vida y no

222 cree en Dios, por tanto tiene que defender la vida, aunque sea en nombre de una ficción benigna llamada Dios. El verdadero problema moral está en las acciones de Ángela y

Unamuno” (19). Lo cual equivale a decir, llevando la argumentación a sus últimas consecuencias, que el problema moral reside en el lector y su interpretación de la novela.

Si se trata de un texto tan comprometedor, ¿por qué correr el riesgo? ¿Por qué lo

escribe Unamuno? La respuesta que suele dar la crítica se resume en estas palabras de

Carlos París: “san Manuel Bueno es nada menos que la salvación de don Miguel, su

última entrega a la esperanza en medio de la nada. La afirmación de que todo su dudar

encontrará una última justificación. Su perdón y salvación en medio del suicidio” (266).

Pero me interesa más la pregunta que suscita la lógica del relato: ¿por qué escribe Ángela

su peligrosa confesión? En el arranque del texto no nos da ninguna explicación, pues se

limita a decir que “sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino” la escribe (San Manuel

115). Valdés propone una razón muy plausible: “ella es la única sobreviviente que puede recrear la vida de don Manuel para que la puedan crear lectores futuros” (27), de modo que está obligada a ponerla por escrito incluso si con ello hace peligrar su beatificación.

El conflicto moral al que se enfrenta Ángela hace de ella una nueva mártir, por tanto, ya que su labor evangélica la convierte en testigo. Sobre esto explica Unamuno en el artículo

“Idea y acción” (1915):

Habría que ver lo que hubiese sido la obra el Cristo sin el Evangelio. Como que la Iglesia reposa en el libro tanto como en la obra redentora de su fundador. Sin el Libro, sin el Verbo, sin la Palabra, no hay Iglesia posible. Y el evangelista es mártir, es testigo, sin necesidad de derramar su sangre ni de dejarse crucificar, solamente contando cómo se le crucificó al Cristo. Y es una especie de crucifixión narrar con eficacia cómo fue otro crucificado. (OC IX, 1001, 19-6-1915]

223 No obstante, Ángela también podría haber tenido otras razones para componer su

“evangelio”. Kirkpatrick advierte que “Angela may exercise narrative control, but there is always an uncomfortable sensation that her opinion of her own importance to Don

Manuel is not adequately reinforced, even in her accounts of their direct interaction”

(101). De hecho, a lo largo de la narración queda de manifiesto la distinta actitud del sacerdote hacia Lázaro y Ángela. Sólo al primero le confesó directamente su secreto, que si llegó a oídos de Ángela fue porque su hermano se lo transmitió (San Manuel 141), y nos cuenta ella que tras oír aquello se fue a su cuarto “a llorar toda la noche, a pedir por la conversión de mi hermano y de don Manuel” (San Manuel 144). La diferencia vuelve a hacerse patente en la escena de la última comunión que administra don Manuel. Relata

Ángela:

Cuando llegó a dársela a mi hermano, [...] se le inclinó al oído y le dijo: “No hay más vida eterna que ésta..., que la sueñen eterna..., eterna de unos pocos años...” Y cuando me la dio a mí me dijo: “Reza, hija mía, reza por nosotros.” Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio [...]: “...y reza también por Nuestro Señor Jesucristo...” (San Manuel 153)

Por último, en la especie de testamento espiritual que don Manuel confía a Lázaro

y Ángela instantes antes de su muerte, vuelven a apreciarse las diferencias. A ella le pide

que rece “para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección de la carne y la

vida perdurable”, mientras que instituye a su hermano como su verdadero discípulo: “Sé

tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener al sol detenle y no te importe el progreso” (San

Manuel 157). Lo que todos interpretaron como la conversión de Lázaro no había sido

más que un fingimiento que tenía por objeto salvaguardar la paz espiritual del pueblo. Sin

embargo, al erigirse en sucesor de don Manuel, Lázaro renuncia a las falsas promesas del 224 progreso y abraza el nihilismo de su maestro (San Manuel 160); su conversión por tanto tiene lugar, mas no en el sentido religioso tradicional. Quien desde luego no experimenta ninguna conversión es Ángela. Criada en el engaño de don Manuel y educada en un colegio de monjas, las revelaciones de su hermano y las enigmáticas palabras del sacerdote apenas hacen mella en su fe. Ángela representa por tanto una de esas “almas sencillas” cuya exposición a la verdad no hace que abandonen su sueño, y por eso le dice su hermano en su lecho de muerte: “toda la verdad para ti, que estás abroquelada contra ella” (San Manuel 162). Incapaz de renunciar al sueño de la fe como su hermano lo había

hecho con el del progreso, hacia el final de su memoria trata de hallar una justificación

con que salvar a sus criaturas: “creo que don Manuel Bueno, que mi san Manuel y que mi

hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer

creerlo, creyéndolo en la desolación activa y resignada” (San Manuel 165). Algo similar

había escrito Unamuno en su primera novela, Paz en la guerra (1897): “El martirio hace la fe, que no la fe el martirio” (OC II, 296). De hecho, también el Unamuno-editor pretende inspirar la idea de que don Manuel logró la salvación de su alma, al relacionar su historia con el pasaje bíblico en que el arcángel San Miguel arrebata a Moisés de las garras del Diablo (San Manuel 167). En cualquier caso, la decisión pertenece únicamente al lector y éste cuenta con pocos argumentos para inclinarse por una u otra opción. Señala

Jurkevich que Unamuno se cuidó bien de dejar la cuestión sin resolver (Self 147), de manera que la principal responsabilidad del lector en esta novela consiste en determinar el destino de sus personajes; es decir, el destino de todos nosotros. ¿Creía realmente don

Manuel aún cuando él lo negaba? Entonces la salvación es posible para él así como para

225 el autor de su historia y los lectores de ésta. De lo contrario, todos estaríamos condenados a la nada.

Afirma De Toro que “la única obra donde el autor logra comprometer y envolver directamente al lector en la tragedia existencial del hombre frente al fenómeno de la muerte, es en San Manuel Bueno, mártir” (364). Sin duda, el lector de esta novela no

puede desentenderse del enigma que plantea el relato de Ángela: ¿creía realmente don

Manuel? Y no puede hacerlo porque en la respuesta a ese interrogante le va su propia

salvación; una vez más, pues, Unamuno intenta dirigir la interpretación de su obra

mediante el chantaje existencial de sus receptores. Continúa De Toro: “De este modo,

podemos hablar de una novela metafísica, es decir, novela que plantea problemas de la

existencia del ser y su tragedia frente a la plenitud del hombre, pero al mismo tiempo

novela mimética por ser filosofía viva, de “carne y hueso,” sentida por el lector como

tragedia y problema y no como mera abstracción” (365). Novela metafísica al tiempo que

mimética, pero por encima de todo perfecto ejemplar de metanovela en el que sin abordar

de manera explícita ningún tema literario se exponen los mecanismos de la interpretación

y se obliga al receptor a cuestionarse el sentido de la escritura y la lectura. Declara

Blanco Aguinaga: “más de una vez la lectura de San Manuel Bueno, mártir nos ha

sumido en dudas” (“Complejidad” 276), luego en última instancia esta novela de

Unamuno es un antídoto contra la pereza espiritual que su aparente protagonista pretendía

inspirar en su pueblo. Como dejó escrito don Miguel en Del sentimiento trágico de la

vida: “No hay que darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma, porque

cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres. Y hay que ser” (OC VII, 275).

226

CAPÍTULO 8

CONCLUSIONES

Recuerda que yo existo porque existe este libro, que puedo suicidarnos con romper una página. José Luis García Montero (96)

Nadie fracasa en la Historia cuando en ella queda y deja su obra y su nombre. Miguel de Unamuno (OC IV, 1234)

Nueva York, diciembre de 1979. Convención anual de la Modern Language

Association of America. Al término de una concurrida sesión sobre “La función de la crítica”, un joven profesor de literatura inglesa plantea esta pregunta a los ponentes de la mesa redonda: “What follows if everybody agrees with you?”, a lo que arguye el moderador del panel, un afamado catedrático: “You imply, of course, that what matters in the field of critical practice is not truth but difference. If everybody were convinced by your arguments, they would have to do the same thing as you and then there would be no satisfaction in doing it. To win is to lose the game. Am I right?” Esta escena tiene lugar en una de las novelas satíricas de David Lodge sobre el mundo académico —Small World

(319)—, y creo que la concepción crítica que pone de manifiesto es perfectamente aplicable a los estudios unamunianos y concretamente a éste. ¿Qué sentido tiene, al fin y al cabo, proponer una interpretación más sobre unos textos cuya bibliografía crítica

227 comienza ya a ser inabarcable? Como había anticipado en la introducción de este trabajo, mi intención al estudiar el papel del lector en Vida de don Quijote y Sancho, Niebla,

Cómo se hace una novela y San Manuel Bueno, mártir era ofrecer a la comunidad crítica una justificación del estatus de obras clásicas de dichos textos. Las dos novelas analizadas son sin duda alguna las dos obras de ficción más conocidas, leídas y estudiadas de cuantas Unamuno compuso, y los dos ensayos en que según mi interpretación se inspiran aquellas son asimismo las obras argumentativas de tema literario más comentadas. Así las cosas, ¿qué más podría decirse de cualquiera de ellas?

Lo que en mi opinión quedaba por aclarar era precisamente el origen de dicho interés:

¿por qué seguir leyendo estos textos escritos ya hace un siglo en el caso de Vida de don

Quijote y Sancho? ¿Por qué seguir recomendando su lectura a los estudiantes de literatura española? ¿Por qué, en última instancia, seguir escribiendo sobre ellos? Ahora es momento de recopilar las ideas esenciales de los capítulos precedentes para así dar respuesta a estas preguntas.

Afirma Iser, con términos que se admiten generalizadamente entre los teóricos de la recepción, que “meaning is no longer an object to be defined, but is an effect to be experienced” (Act 10). Lo que he intentado mostrar en este estudio es la naturaleza y alcance de esa experiencia para los lectores de la narrativa de Unamuno. En concreto, al analizar las estrategias empleadas para controlar la recepción de sus textos y la capacidad hermenéutica asignada en consecuencia a sus lectores, creo haber puesto de manifiesto que el interés de estas cuatro obras para el lector actual no es tanto un resultado de lo que dichas obras “significan”, sino de lo que “hacen” al lector. Retomando las palabras de

228 Iser, lo que demuestran Vida de don Quijote y Sancho, Niebla, Cómo se hace una novela y San Manuel Bueno, mártir es que el significado de una obra literaria no es un producto discursivo, un texto secundario que de algún modo sintetiza o glosa al primario, sino una experiencia íntima que será diferente para cada receptor. Esto, que es válido para cualquier obra, es mucho más obvio en la literatura de Unamuno por cuanto la noción de hermenéutica como proceso psicológico de formación de la identidad es precisamente el tema —evidente o velado— de buena parte de su escritura; ciertamente, de los cuatro textos aquí estudiados.

Cuando la literatura posee tal efecto en la personalidad del lector, la ficción y la realidad dejan de existir como conceptos antitéticos para fundirse en un solo ámbito. En esta confusión radica uno de los rasgos metaficcionales más acusados de la obra de

Unamuno. Escribía don Miguel en el prólogo a la tercera edición de Niebla, fechado en febrero de 1935:

Todo este mi mundo de Pedro Antonio y Josefa Ignacia, de don Avito Carrascal y Marina, de Augusto Pérez, Eugenia Domingo y Rosarito, de Alejandro Gómez, “nada menos que todo un hombre”, y Julio, de Joaquín Monegro, Abel Sánchez y Elena, de la tía Tula, su hermana y su cuñado y sus sobrinos, de San Manuel Bueno y Ángela Carballino —una ángela—, y de don Sandalio, y de Emeterio Alfonso y Celedonio Ibáñez, y de Ricardo y Liduvina, todo este mundo me es más real que el de Cánovas y Sagasta, de Alfonso XIII, de Primo de Rivera, de Galdós, Pereda, Menéndez y Pelayo y todos aquellos a quienes conocí o conozco vivos, y a algunos de ellos los traté o los trato. En aquel mundo me realizaré, si es que me realizo, aún más que en este otro. (OC II, 554)

Para un escritor que aspira a vivir eternamente en su obra, la literatura ha de ser

necesariamente más real que lo que suele llamarse “realidad”. No tiene sentido enjuiciar

la verosimilitud del intento unamuniano, porque como él mismo decía “en arte la

229 intención no salva”.107 El que ahora yo esté escribiendo estas páginas y sobre todo el hecho de que sus textos sigan siendo leídos es prueba suficiente de que don Miguel permanece de algún modo vivo entre nosotros. Y si esto sucede es porque dichos textos, y especialmente los cuatro analizados en este trabajo, dan más vida a quienes los leen.

Deslindar lo real de lo ficticio puede definir lo verosímil pero al precio de destruir lo verdadero. Y lo verdadero, para Unamuno, viene definido por la voluntad: la más

íntima verdad es lo que queremos que sea. Explica en “La ideocracia” (1900): “¿Ideas verdaderas y falsas decís? Todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejen, y en ideas falsas todo lo que la deprima y amengüe. [...] Verdad es aquello que intimas y haces tuyo; sólo la idea que vives te es verdadera” (OC: I, 958). No es posible, por tanto, seguir considerando la ficción como el reino de la falsedad cuando es precisamente esa ficción la que “eleva e intensifica la vida”; cuando es el mundo donde Unamuno y sus lectores habrán de realizarse, según confesaba en el prólogo de 1935.

Si la ficción y la realidad se confunden, también la metaficción deja de oponerse a la ficción realista. La ficción no imita o refleja la realidad sino que es esa realidad, y por ello los textos que exponen o cuestionan los mecanismos de la producción y recepción literarias son los más “realistas” de todos al ofrecer una visión inédita y también más completa de lo real. Advierte a este respecto Imízcoz Beunza: “considero que la metaficción en el fondo no es más que otra manifestación del realismo. Lo que ocurre es

107 Me refiero a las palabras finales del “Exordio” que escribió para el estreno de Fedra en el Ateneo de Madrid en 1918: “yo ya os he dicho mi intención. Si bien en arte la intención no salva. Decidid pues.” 230 que en vez de mostrar sólo una realidad externa, un mundo ajeno al escritor, muestra también la realidad de la propia escritura, de su proceso y del autor” (“Nivola” 326). En suma, el reproche de Smith de que “narrative theory has been slow to consider the relation of narrative to the construction of subjectivity” (90), podrá tal vez dirigirse a la moderna teoría literaria pero desde luego no a la práctica novelística de Unamuno, donde hemos podido comprobar que la identidad —tanto del autor como del lector, así como de todos los personajes involucrados en el relato— es el asunto principal de sus obras.

Como consecuencia de la vinculación entre escritura, recepción y personalidad, el

carácter metaficcional de los cuatro textos estudiados no redunda en una autonomía

discursiva; es decir, en la creación de un espacio verbal independiente. En este sentido,

podría decirse que Unamuno recurre a estrategias postmodernas —intertextualidad,

apertura hermenéutica, fusión de realidad y ficción, etc.— para lograr un efecto asociado

con la mentalidad moderna: la constitución de una identidad estable. Señala García:

“Declarada ficticia la referencialidad del texto, su construcción pasa al primer plano. Si el novelista mimético ficticio reproduce una realidad preexistente, el de la metanovela, al desenmascarar la ficcionalidad de lo que relata, instituye lo representado como espacio verbal autorreferencial” (145). En Unamuno no es así, pues sus obras metaficcionales tienen siempre como referencia la conciencia del lector. Una conciencia que sin embargo no es propiamente extra-textual, puesto que se configura en el texto.

Hay más rasgos metaficcionales en Vida de don Quijote y Sancho, Niebla, Cómo se hace una novela y San Manuel Bueno, mártir, que merecen una mención. En la primera parte y también a lo largo de los comentarios de la segunda parte, hice referencia

231 a dos grandes modos metaficcionales. Uno temático, según el cual una obra literaria es metaficcional porque emplea otra obra, personaje o principio estético como tema explícito de la voz narrativa o el discurso de sus personajes. Desde este punto de vista, el ensayo de 1905 es básicamente una glosa del Quijote, al tiempo que discute la autoridad de los escritores sobre el significado de sus obras y propone una revolución epistemológica: la consideración de la realidad como imitación de la ficción. Niebla cuenta entre sus personajes con una representación ficcional de su autor, con personajes extraídos de otras novelas de Unamuno y con un escritor cuya obra parece ser la misma que el lector tiene entre sus manos. Cómo se hace una novela es un proyecto narrativo enmarcado en una autobiografía con toques de diario donde se cuestiona la interdependencia de lo histórico y la vivencia íntima. Por último, San Manuel Bueno, mártir, se presenta mediante el recurso del manuscrito encontrado como la obra de una mujer que relata la composición de unas memorias a partir de recuerdos muchas veces ajenos.

Con ser muy interesante y una buena muestra de la originalidad de la literatura unamuniana, este modo temático no tiene una repercusión tan intensa en el lector como el segundo modo metaficcional: el funcional. En esta segunda manera, la literatura es también objeto de observación por parte de la literatura, pero no explícita sino implícitamente. Es decir, el cuestionamiento de determinados principios estéticos o convenciones narrativas no es el tema de conversación de sus personajes sino el significado mismo de la obra: el efecto que provoca en el receptor. Si el concepto unamuniano de identidad debe considerarse plenamente moderno —según indiqué al

232 comparar sus ideas al respecto con las de Barthes y Foucault—, no sucede así con la escritura que emplea para explorar dicho concepto. Advierte Beach acerca de la narrativa postmoderna: “In responding to these texts, readers experience a sense of disinheritance from their knowledge of modernist, realistic literature. In the process, they become self-

consciously aware of how they apply realist text conventions and the attitudes associated with a realistic, modernist worldview” (42). Con independencia del argumento de Vida de don Quijote y Sancho, Niebla, Cómo se hace una novela y San Manuel Bueno, mártir, lo cierto es que un resultado de su lectura es la desautomatización108 del proceso de recepción literaria. En los cuatro casos, el lector es siempre consciente de que está interpretando una construcción verbal y nunca se le permite adoptar la comodidad del

mero espectador. Este efecto es aún más relevante en la última obra porque en San

Manuel el modo metaficcional funcional prevalece sobre el temático, de modo que el

lector no espera que lo que va encontrarse en dicha novela es —entre otras cosas— la

plasmación de un conflicto hermenéutico que puede extenderse de manera general a todo

texto literario: ¿cómo se crea el significado? Y lo que es más importante, ¿para qué?

Gullón nos brinda una buena respuesta a ese último interrogante: “Leer a

Unamuno es recogerse en él para, desde ese recogimiento, ponerse en claro sobre uno mismo. Y este es el mejor servicio que su obra puede prestar al lector” (“Teoría” 333). La actividad hermenéutica se convierte así en ejercicio de introspección, y la

108 Este concepto clave del formalismo ruso es fácilmente observable en toda literatura metaficcional y de un modo particularmente acusado en la de Unamuno. Shklovsky lo define así: “The technique of art is to make objects “unfamiliar,” to make forms difficult, to increase the difficulty and length of perception because the process of perception is an aesthetic end in itself and must be prolonged. Art is a way of experiencing the artfulness of an object: the object is not important…” (Rivkin y Ryan, 16). 233 experimentación metaficcional tiene como resultado una escritura que al tiempo que trastorna las normas literarias establecidas, perturba conciencias. Pío Baroja, quien nunca se distinguió por prodigar las lisonjas entre sus compañeros de letras, dedica estas palabras a la narrativa de Unamuno en sus Memorias: “Sus novelas son pesadas

deliberadamente, no tienen interés psicológico, al menos general, ni dramático, ni

folletinesco. Muchas veces parece que están escritas para molestar al lector, y no sólo al

lector amanerado y rutinario, sino a todos...” (apud Ribbans, “Dialéctica” 153). No podía

ser más acertado el juicio de Baroja, pues eso es precisamente lo que Unamuno se

proponía: molestar; o dicho de otro modo, inquietar los espíritus. Lo comprobamos al

hablar de Vida de don Quijote y Sancho, pero también se detecta ese efecto en los otros

tres textos estudiados, en ocasiones mediante lo que he denominado un chantaje

existencial. Al leer a Unamuno, en definitiva, no hacemos sino leernos a nosotros

mismos, tal y como había expresado el narrador de una obra icónica de la modernidad, À la recherche du temps perdu: “Car ils ne seraient pas, selon moi, mes lecteurs, mais les propres lecteurs d’eux-mêmes, mon livre n’étant qu’une sorte de ces verres grossissants comme ceux que tendait à un acheteur l’opticien de Combray; mon livre, grâce auquel je leur fournirais le moyen de lire en eux-mêmes” (Proust 610).

Unamuno repitió hasta la saciedad, y la crítica ha venido a darle la razón a pesar de sus titubeos iniciales, que su mayor aspiración consistía en ser poeta. Pues bien; otro poeta, el granadino García Lorca, prologó su lectura pública de Poeta en Nueva York con unas palabras que parecen pronunciadas por don Miguel. Así se dirigía a su auditorio un escritor que moriría cuatro meses antes que Unamuno:

234 Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila porque lo que voy a hacer no es una conferencia, es una lectura de poesías, carne mía, alegría mía y sentimiento mío, y yo necesito defenderme de este enorme dragón que tengo delante, que me puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas. Y ésta es la lucha; porque yo quiero con vehemencia comunicarme con vosotros ya que he venido, ya que estoy aquí, ya que salgo por un instante de mi largo silencio poético y no quiero daros miel, porque no tengo, sino arena o cicuta o agua salada. Lucha cuerpo a cuerpo en la cual no me importa ser vencido. (163-4).

La lucha de Miguel de Unamuno es su obra literaria. Y mientras esta obra cuente con lectores, jamás habrá sido vencido por más que estos lleguen a opuestas conclusiones de las que él sostuvo. Sostiene Wyers que si Unamuno gozó de una enorme fama en su

época fue debido en parte “to the relative isolation of Spanish from European culture since the seventeenth century. He brought before Spain’s small reading public certain central intellectual and existential concerns of the late nineteenth and early twentieth centuries” (Unamuno xxi). Tal vez Unamuno no fuera más que un tuerto en un país de ciegos, pero en ese caso si su lectura puede todavía hoy decir algo a alguien es porque el individuo postmoderno no goza tampoco de una visión perfecta. En la película

Shadowlands (1993), dirigida por Richard Attenborough, el protagonista —el escritor

C.S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins— plantea una espinosa pregunta a un nuevo estudiante recién llegado a Oxford: ¿qué piensa usted acerca de la idea de que leemos para saber que no estamos solos? La pregunta y la idea hubieran intrigado a

Unamuno, sin duda alguna, pero tal vez lo que nos enseñan las cuatro obras de don

Miguel analizadas en este trabajo es que no sólo leemos para sentirnos hermanados con otros seres humanos: leemos para saber que no estamos solos, sí; pero por encima de todo leemos para saber que somos y soñar que seguiremos siendo por siempre.

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