Amancio Muñoz Las murallas frente a mí.

LAS MURALLAS FRENTE A MÍ.

Poco antes de cumplir los diez años, salí de mi pueblo natal Constanzana hacia Ávila donde permanecí, interno en un colegio, hasta terminar el antiguo bachillerato superior y el curso preuniversitario a los diecisiete años. Aunque son muchos y buenos los recuerdos que atesoro de mi paso por el internado de siete años en el Colegio Diocesano, y desde luego muy distintos de los que algún lamentable personaje famoso de nuestro tiempo pretende extender para influir, a su desviada manera, en las mentes y voluntades de tanta buena gente que existe en nuestra sociedad, hoy no me voy a referir a ellos, quizá lo haga algún día. Lo que pretendo exponer en el presente relato es poner de manifiesto algunas situaciones y momentos vividos que puedan ayudar a explicar no sólo lo que todas las personas bien nacidas puedan sentir hacia su cuna o patria chica, sino también y sobre todo estampas y datos que pongan al descubierto el sentir y la forma de vida de aquellos tiempos, referidos por supuesto al entorno de Constanzana.

En el año 1.955, aún en la postguerra, las vías de comunicación en España eran contadas, quizás las imprescindibles para unir las grandes urbes y asegurar en cierta medida el abastecimiento, ya que todavía la automoción era muy escasa y el disponer de un automóvil sólo estaba al alcance de los muy pudientes, y por supuesto, vedado totalmente en nuestra comarca. En ese contexto, podéis imaginar cómo se hallaba Constanzana y los pueblos de su entorno.

Para ir a Ávila, había dos salidas: una a la carretera de Ávila - Salamanca, y otra, a la carretera de Ávila – Arévalo, además del ferrocarril Ávila-Salamanca. La más socorrida era la primera, pues se accedía a la misma con menos dificultades y se ofertaban varios puntos desde los cuales se podía llegar a vía asfaltada, aparte de que también era la más próxima. No existían otras carreteras en la zona, ni siquiera los caminos de tierra actuales que fueron acondicionados y saneados cuando se llevó a cabo, años después, la concentración parcelaria.

Los medios para el citado viaje eran tres: primero, el tren; segundo, el coche de línea, y tercero, el coche de punto.

I.- Los viajes en tren.

El acceso por ferrocarril tenía como referencia obligada la estación de a la que se llegaba, generalmente en carro de mulas, a través de aquellos caminos de arena, tortuosos, enlagunados y con tantísimos baches repletos de toneladas de barro que hacían del camino, ya de por sí muy largo, una verdadera odisea que a mí se me antojaba, en aquellos tiempos, como rememoradora de las andanzas de Ulises en la Grecia antigua. La epopeya se agravaba al atravesar , pues por su “calle larga” era tal la acumulación de baches y la profundidad que se alcanzaba con el carro hundido en el fango, que el llegar al final del pueblo, sin haber perecido en el intento, te hacía sentir victorioso en la batalla o, al menos, haber conseguido un armisticio en la lucha contra aquellos albañales que se unían y formaban un todo en aquellos embalses malolientes de puchas, lodo y cieno.

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No obstante, el hacer el trayecto hasta el tren en carro, que podía durar en torno a las dos horas, tenía sus ventajas con respecto a hacerlo en otros medios como en burro, en bicicleta o en el coche de San Fernando (un rato a pie y otro andando, como era el dicho popular que por entonces circulaba); es decir, el carro te permitía abrigarte con aquellas mantas muleras y los cobertores, ir sentado en los costales rellenos de paja, e incluso podías protegerte los pies con la estufa más ecológica que yo, al menos, he conocido (un ladrillo calentado a la lumbre y envuelto en trapos).

La dinámica y aventurada travesía finalizaba, por el momento, con la llegada a la estación férrea donde a la espera de rigor (pues generalmente se salía con mucha anticipación respecto a la hora prevista de llegada del tren), se iba a adicionar el conocido “retraso” de la mayoría de los convoyes en aquellas fechas, con lo que el sonido del silbato o el pitido del tren parecía hacerte despertar de una pesadilla madrugadora (nunca fue el término más adecuado, pues téngase en cuenta que la hora de salida de casa solía hacerse antes de las cinco) y emprender una nueva etapa del recorrido en la que la configuración y montado estructural del ferrocarril iba a estar en armonía con las costumbres y cultura propias de los usuarios de la época.

Ya en la estación, la momentánea era típica y pintoresca: el jefe de estación aparecía uniformado con traje oscuro y detalles rojos y verdes en las bocamangas y en la gorra de plato, lo que unido a la silueta del tren que parecía estar sujeto al cielo por el humo oscuro desprendido de aquellas máquinas de vapor, al ruido acompasado de compás binario que en aquella época simulábamos los muchachos con “el poco puedo, poco puedo, de Madrid a Toledo” que producía el mecanismo de automoción, al pitido tan agudo y lejano del tren que surcaba varios kilómetros en las anchas llanuras de mi tierra, al silbido próximo del jefe de estación que indicaba el reinicio de la marcha del convoy, a los ruidos característicos de las bajadas de las barreras en el paso a nivel y los llamados cambios de agujas, al diseño de los vagones muy distantes de las figuras aerodinámicas actuales, a los bancos de madera interiores situados en las estancias de los viajeros…, todo estaba en perfecta sintonía y constituía el medio apropiado para el trasiego de aquellas gentes que se dirigían a la capital de la provincia en un viaje que en aquellos años suponía seguramente muchas cosas a la vez.

Por ello era muy frecuente ver a personas (vestidas con traje de pana o al menos pantalón o chaqueta de ese tejido y “tocados” con la boina “sin capar”, la de “los domingos” o el pañuelo negro en la cabeza de las mujeres) cargadas con cestas conteniendo animales como gallos, patos, etc., otros con grandes maletas hechas de cartón, otros con colchones, otros con huevos y alimentos, y en fin, un montón de enseres que sería largo de describir pero que entonces estaban en consonancia con las necesidades de subsistencia que existían en muchas familias españolas y especialmente en las ciudades en las que el autoabastecimiento no era tan factible como en las zonas rurales.

El viajero solía ser muy amigable, espabilado y con una garganta a prueba de bomba que convertían las tertulias de los departamentos de los trenes en verdaderos gallineros rebosantes de simpáticas anécdotas y que constituían seguramente el mejor medio de intercomunicación social y de contraste de vivencias existente en la época.

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Con todos los alicientes mencionados, el largo camino, dado el tiempo que se empleaba en recorrerlo (no olvidemos que salíamos de casa sobre las cuatro o las cinco y finalizaba sobre las diez), se hacía mucho más corto y, sin apenas darte cuenta, te habías adentrado en las estribaciones de la capital abulense que, observada desde aquellas elevaciones serranas, nos ofrecía sus mejores galas monumentales.

II.- Los viajes en coche de línea.

Eran varios los puntos en los que se podía coger los llamados “coches de línea”, el más popular de ellos era conocido como “La Serrana”, si bien ignoro el origen o el motivo de dichas denominaciones. El punto más cercano era , por lo cual fue en el que más veces tomé ese medio de locomoción.

Jean Piaget, sociólogo francés, que estudió las diversas etapas en la vida del niño, atribuía el hecho de la increíble capacidad que tenía el menor para el aprendizaje a su receptividad sin límites, a su maleabilidad y a su falta de conocimientos unida a las ganas de aprender que hacen que las primeras imágenes se vayan grabando en el subconsciente de la personalidad, al modo de una película de cine, que las hace casi indestructibles al mero paso del tiempo.

Pienso humildemente que dicho autor tiene toda la razón, pues guardo y recuerdo perfectamente, en mi ya menguante memoria, aquellas madrugadas de invierno en las que, debido a mis primeros estudios, me disponía a viajar a Ávila.

Aún recuerdo la voz de mi madre que, apenas me había dormido debido a la inquietud interior que sentía pensando en lo que me iba a encontrar y en lo que iba a dejar, me decía : “Hijo arriba, que ya son las cuatro”. También tengo grabado el momento en que hacía el recorrido por las distintas habitaciones de mi antigua casa, quizás en una aptitud infantil, para despedir a mi abuelo Francisco y a mis hermanas y hermanos mientras dormían y de que apenas se enteraban de mi despedida como era lógico, dado mi sigilo, excepto uno de ellos, Gundo, que lejos de continuar durmiendo parecía estarme esperando para decirme “algo”, que sólo él sabía decir, y que surtía en mi fuero interno una sensación especial tan favorable que mitigaba mi posible desazón. ¡Qué privilegio tenerte como hermano!

Antes de subir al carro que nos acercaría a Fontiveros, mis padres y yo desayunábamos en aquella cocina tan oscura y tan grande, o al menos a mí así me lo parecía, en la cual mi padre ya con anterioridad había animado la humilde lumbre de paja con astillas y palos de pino reservados solamente para días y momentos especiales del año y cuyo fuego producía, además del calor vitalmente necesario, resplandor suficiente para iluminar aquella estancia tan recordada.

El camino hacia el coche de línea transcurría sin grandes sobresaltos, excepto los repentinos brincos del carro que se negaba a aceptar sin respuesta los cambios bruscos de altura en la horizontal del camino producidos por los innumerables baches que, ¡cómo no!, adornaban el sendero. -3-

En la entrada a Fontiveros se producía la misma situación calamitosa que anteriormente he descrito de los baches de Collado de Contreras (no se ofendan las buenas gentes de ese querido pueblo, pues creo recordar que era una situación normal en todas las localidades de ese entorno), aunque bastante más minorados; sin embargo, al llegar a la altura de la antigua botica y especialmente a la plaza del pueblo todo iba a aparecer distinto debido, sin duda, a todo el entramado que llevaba consigo el trazado y paso de los coches de línea de La Serrana.

Durante el tiempo de espera a la llegada de los autobuses ya se iniciaba una densidad social (número de contactos sociales) considerable, favorecida por el conocimiento mutuo de muchos de los viajeros debido a la pertenencia a localidades próximas. Todas esas “parlas” se solían producir en la plaza junto a las puertas de dos bares que entonces existían, ignoro si aún siguen funcionando actualmente, así como en el interior de aquéllos; uno, bastante grande, creo que se llamaba Valverde o algo parecido, tenía estilo de cafetería y sala de juego de cartas por la existencia de bastantes mesas, en el cual el olor del café recién hecho surtía a las pituitarias e incitaban al segundo desayuno que bien merecíamos; otro, pequeño, que daba esquina a una callejuela, olía fuertemente a orujo o aguardiente y solía ofrecer buenos aperitivos, pinchos y bocadillos a los clientes, siendo sus dueños o regentes un matrimonio de mediana edad entonces, muy agradables y serviciales.

A la llegada de los autobuses procedentes de Madrigal de las Altas Torres (algún día de la semana, creo, también procedían de Flores de Ávila), se producía bastante movimiento entre los que esperaban, hasta que unos y otros tomábamos el asiento en el que proseguiríamos el viaje al destino proyectado, dejando en solitario la estatua de San Juan de la Cruz que había presidido impertérrita el alborozo.

Por la estrecha carretera íbamos a dejar atrás Pascualgrande, Crespos y Chaherrero donde se enlazaba con la carretera Ávila – Salamanca. En este trayecto, el Sol empezaba a romper obstáculos dando claridad y vida a los campos, pero también conseguía molestar a la mayoría de los viajeros que reteníamos aún “los ojos de sueño”. Tomada la carretera general (como se decía vulgarmente), la lentitud del autobús y el ruido acompasado te invitaban a evadirte y es lo que yo solía hacer durmiéndome un rato.

Con la llegada a las primeras estribaciones de la Sierra de Ávila y debido, sin duda, a los múltiples cambios de rasante y a las numerosas curvas, te ibas a desperezar contemplando los terrenos de encinas plagados de piedras de granito, con cuyo paisaje sobrepasabas el último pueblecito del trayecto, La Alamedilla.

En breves momentos se llegaba a un pequeño cerro en el cual mi madre, portento de sabiduría, bondad y cariño, solía advertirme de buena fe: ¡Mira ya estamos llegando hijo, ya se ven las Murallas! Ignoraba mi ser tan querido que mis sentimientos no eran muy coincidentes con respecto a su espontánea reacción emotiva.

Efectivamente, la presencia cercana de aquellas Murallas solía producir en mi interior reacciones encontradas, y constituían un frontispicio en el que rebotaban los

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sentimientos de aceptación y rechazo. Por un lado, su visión significaba la proximidad de Ávila y el pronto reencuentro con todo lo que implicaba el internado y la vida en el Colegio. Por otro, el dejar atrás la convivencia familiar y el entorno mediático amigable en el que había pasado mi primera infancia. Ninguno de los aspectos me era adverso, todo lo contrario, pero tenía que dejar uno para continuar en el otro.

En primer lugar, la vida en el Colegio suponía la vuelta al aprendizaje, que me era agradable, pero también comprendía el regreso a las normas, la disciplina, los numerosos y admirables amigos, los juegos y deportes competitivos, las salidas y espectáculos recreativos de los jueves y los sábados por la tarde (que eran los únicos medios días no lectivos, además del domingo), las visitas culturales a ciudades y monumentos históricos, las excursiones a Sonsoles y al Río Alberche, y, un sinfín de actividades muy bien programadas por ese gran equipo de educadores y profesores que, entonces, regían aquel centro. De entre éstos recuerdo muy especialmente al padre Agapito Díaz (de ), hombre afable y sencillo (cosa normal dada su inteligencia y preparación), al que tuve la suerte de tenerle como profesor del idioma francés durante dos años, marchó un tiempo a Suiza para ejercer de padre espiritual de tantos españoles que en aquellos años emigraban a Europa, y escribía maravillosos artículos de prensa en un medio de comunicación de la Iglesia cuyo nombre no acierto a recordar. También recuerdo al padre Mariano (de Sotillo de ), sacerdote muy distinto del anterior, era un personaje muy recto y duro y solía jactarse de que eran pocos jóvenes en Ávila a los que él no hubiera abofeteado, pero como profesor (de latín) era muy claro y preciso y resaltaba su eficacia aunque fuera a base de “sangre, sudor y lágrimas”; el padre Jesús Barrena (de Santibáñez de Béjar) era persona comedida y espiritual, lo tuve algún curso de profesor de Lengua Castellana; el padre Jesús Romero (de Salvadiós) que aunque no le tuve de profesor era persona amiga de escuchar y de solucionar problemas; don Marcelino, uno de los pocos seglares, fue mi profesor de matemáticas tres cursos, nunca me negó la Matricula de Honor, y su posterior marcha por su acceso a la cátedra de matemáticas de la Universidad Complutense de Madrid supuso una pérdida irreparable para los cursos de ciencias del colegio… y, en fin, pondría muchos más pero la lista se haría interminable y no es ese el objeto que persigo con estas simples palabras.

En segundo lugar, los fotogramas de la primera infancia vivida en mi pueblo de nacimiento me llevan, dejando a un lado el cobijo e influencia familiar, al recuerdo de un determinado ambiente o medio físico y de unas actividades concretas puestas en escena por personajes determinados.

Constanzana, en aquellos años cincuenta, al igual que los demás pueblos de España, adolecía de casi todos los servicios urbanos considerados mínimos: agua, alcantarillado, pavimentación de calles o teléfono; aunque disponía de luz eléctrica era débil y pulsante, provocándose numerosos apagones, lo que hacía necesario el conservar en la reserva los antiguos candiles y carburos, así como las velas.

La carencia de agua corriente era suplida con la posesión de pozos en el interior de las casas, generalmente en los corrales, así como por “La fuente del pueblo” que estaba

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ubicada en una explanada existente en el lugar que ahora ocupan la antigua Casa Sindical y lo que se ha dado en llamar cariñosamente “La fuente informática”, al parecer, por la cantidad fluyente de información que debe salir de la misma.

El pozo de la fuente estaba protegido con una pequeña caseta, en forma de iglú, redolada de cemento, y en uno de sus laterales habían dejado su impronta los zagales gallegos (que por entonces venían a temporear en la siega veraniega) por medio de una impresión en letra casi caligráfica recordando su origen de El Barco de Valdeorras (Orense). En su frontal estaba colocada la manivela que al accionarla con los brazos, dando vueltas, hacía salir el agua por los dos caños existentes donde se colocaban los cántaros o se bebía directamente, cayendo el agua sobrante en una pila de piedra; si el agua rebosaba este recinto vertía en una especie de regadera formada en el terreno que dirigía las aguas al inicio de la salida al camino de Cabezas.

En el conjunto de la fuente existían otros elementos, quizás desechados de tiempos anteriores, como un brocal de pozo de piedra de granito, una piedra redonda muy grande de la misma clase de piedra y dos pilas de piedra también de granito, lo cual (seguramente colocados allí sin intención artística alguna) embellecía sobremanera al conjunto, o, al menos, remediaba en algo su supuesta fealdad, según los gustos.

Pero en aquellos tiempos la fuente no sólo cumplía la función de importante servicio urbano, sino que con frecuencia se convertía en el centro neurálgico del pueblo y el lugar privilegiado de relaciones sociales, tanto para niños como para jóvenes: para los niños era un lugar preferente para los juegos con la arena y para esconderse, entre las piedras y los yerbajos, en los juegos de escondite que nosotros lo llamábamos “lorí”, también para “enredar” con la fuente hasta que nos llamaba al orden el “tío Paco”, secretario y sacristán del pueblo, que vivía al lado (hoy es la casa de Luci); para los jóvenes era un lugar de encuentro de chicos y chicas, ya que éstas acudían con los cántaros a por el agua en un ritual casi diario antes de la postura del Sol y con cuyo pretexto pasaban un rato con el resto de las jóvenes y los jóvenes del pueblo.

La falta de alcantarillado se suplía con la existencia de los penosos albañales que se formaban como consecuencia del vertido de las aguas utilizadas en las tareas domésticas de limpieza y lavado y que, además de desprender un olor apestoso, empeoraban el calamitoso estado en que solían encontrarse las calles que, faltas de toda pavimentación, retenían el agua de las lluvias y se hacían casi intransitables para personas y carruajes en invierno.

Debido a la falta de teléfono, la comunicación por carta se erigió en el medio preferido de enlace entre personas queridas. La carta sirvió, durante muchos años, para dar noticias y saber estados, para expresar sentimientos y manifestar deseos, para compartir alegrías y dar ánimos, para mandar felicitaciones y pésames,…constituyendo, además, un modo de practicar el sano y recomendable ejercicio de enriquecer el vocabulario y la ortografía personal. En aquella época la llegada del correo era esperada, por muchos, con ansiedad y esperanza.

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Dada su significación en mi futura formación cultural, en esta rotación de la vida rural a la vida urbana de entonces, no tengo duda de que fue muy influyente el paso desde la “escuela” del pueblo al “colegio”; el paso desde la “Enciclopedia Álvarez”, tan repasada y asumida con los maestros del pueblo, a los libros de texto. No obstante, guardo en mi psique buenos recuerdos de mi primer contacto con la enseñanza infantil y de las primeras aventuras con la pandilla de la infancia.

Las imágenes de mi paso por la escuela del pueblo alcanzan hasta el momento de mi incorporación a aquella escuela mixta (es decir, única para chicas y chicos), comandada por una maestra conocida como doña Concha, creo que era de un pueblo llamado , que vivía en la casa del maestro situada pared con pared con la antigua casa de mi padre. Entonces iríamos a la escuela unos sesenta alumnos, entre chicos y chicas, y la impresión que guardo es que existía un desorden total, especialmente para los más pequeños ya que en los últimos pupitres, que eran para dos personas, fácilmente los ocuparíamos más de cinco críos, con lo que algunos se pasaban la mayor parte del tiempo haciendo el gato o el perro, dando brincos por el suelo y sonidos onomatopéyicos, lo que al resto nos producía la distracción suficiente como para compensar el abandono. Ajenos a esta jerga estaban los mayores, de entre ellos recuerdo a Pura, Moisés, Bea, Gaudita, Ana Mari, Teodoro, etc., y especialmente a Teofi con sus tonos graves en la lectura del “Patito”; con ellos coincidí poco tiempo ya que terminaban la escuela y yo la empezaba. A aquella maestra puede que la sucediera otra a la que llamábamos señorita Eduvigis, a la que recuerdo por sus rijas en los ojos y por su intrínseca contrariedad entre la exagerada y aparente religiosidad y la crueldad de sus castigos físicos que rayaban, si no sobrepasaban, el ilícito penal. Después, nos acogimos al amparo educativo de doña Rosa Mesanat de la cual lo que más recuerdo eran sus permanentes ausencias que eran suplidas por sus dos tías (ambas ya muy ancianas) que residían con la misma en la antes citada casa del maestro, y con las cuales la anarquía imperante resultaba episódica, hasta el punto de hacer pis (los chicos) en los tinteros como protesta de no dejarnos salir a la calle, después de haber agotado, con creces, el número de permisos concedidos, para tales menesteres, por aquellas buenas señoras, y arrojarlo con astucia junto a su mesa. Mención aparte merece, para mí, el paso por la misma escuela unida de la señorita Pilar no sólo porque seguramente fuera la última profesora que cerró el ciclo de la escuela como mixta (no estoy seguro de que así fuera dada la proliferación de maestras), sino sobre todo porque durante su estancia recibí mi Primera Comunión. La estela que guardo de esta profesora es de una joven muy estilizada, elegante y femenina, de unos modales educados, y procedente, al parecer, de una familia de Ávila cuyo padre debía ocupar un buen cargo en la Administración de aquel tiempo. Por las tardes, finalizada la escuela, acudíamos a la Iglesia a la catequesis los que íbamos a tomar la Primera Comunión donde nos recibía don Agustín (el párroco, que creo era de ), al que recuerdo por su semblante vivaracho e inquieto y por las estampas que nos daba como premio si acertábamos alguna pregunta difícil del catecismo. En aquélla ocasión, y como producto de la explosión demográfica española tras la Guerra Civil, tomaron conmigo la Eucaristía todos estos: Elisa, Sagrario, Manola, Tere (hija de Tomás), Claudio, Venancio, Julio, Fili, Dosio, Pascual, Andrés y Primo, así como Hermógenes, Lali y Lumi de Jaraices, donde entonces no existía Iglesia. En total dieciséis, cifra alta hasta para aquellas fechas.

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Siento no recordar con exactitud el momento ni las circunstancias en que fue dividida la antigua escuela mixta en dos: una para chicas y otra para chicos, aunque sospecho se produjo durante el verano de 1953, cuando yo iba a cumplir los ocho años de edad.

Cuando estaba unida, la escuela ocupaba un rectángulo de aproximadamente quince metros de fondo por unos diez de ancho; tenía la entrada por el frontal que se unía al pequeño recinto del Ayuntamiento (hoy desaparecido), y para llegar a aquélla existía un estrecho pasillo que los chavales llamábamos los “soportales de la escuela” en los cuales hemos agudizado nuestros sentidos con infinidad de juegos infantiles y donde esperábamos, en fila, la orden de entrada dada por la maestra de turno. En el lateral que miraba al solano tenía tres ventanas y en la pared del fondo estaba colocada la tarima con la mesa de la profesora, las pizarras y los mapas, y distribuidos en aquella zona la esfera y algún armario conteniendo la escasa biblioteca de libros de lectura.

El paso por la escuela de los chicos (por lo tanto, ya dividida), aunque fue corto, lo máximo dos años, lo recuerdo en todos los detalles, no sé si porque ya la edad (8 y 9 años) era más apta para la captación de mensajes, o porque ya la mente estaba más centrada en las cosas primarias y se despreocupaba de las más accesorias. El estreno de aula nueva supuso también cambio ¡cómo no! de maestro, ¿cuántos van?, siendo ahora un señor bajito y regordete, al parecer, de Chaherrero, que no estuvo ni una semana, siendo suplida su ausencia por su sustituto del que tampoco recuerdo su nombre pero al que alguien le “bautizó” con el sobrenombre de “Calvuri”. Este profesor (algunos dudaban de que fuera maestro) fue tomado a chirigota por algunos, sin duda por no llegar a conocerle, posiblemente por su forma de vestir o por su aspecto algo paleto (¿qué pensaría él de los demás?), pero en el aspecto educativo era un ejemplo a seguir; era un señor muy trabajador y se partía el pecho enseñándonos problemas, geografía, lengua, etc., con un arrojo que para sí quisieran otros; recuerdo de él que nos acompañaba los domingos a misa hasta Cabezas o Donjimeno, ya que hubo un corto periodo de tiempo en el que en Constanzana no la había (¿sería por enfermedad de Don Agustín? ¿O quizás por su muerte?).

A tan respetable profesor, le sucedió otro más baladronado pero quizás menos práctico y experto en el difícil “arte de educar”; se llamaba Alardo, creo, y permaneció en Constanzana, por lo menos, hasta mi finalización en la Escuela a los 9 años y mi marcha al Colegio en Ávila. Aún tendría que señalar la importancia que tuvo para mí ese verano, ya que en esos dos meses (julio y agosto) fui preparado para el examen de ingreso por mi admirado maestro, Cipri, quién en tan corto periodo de tiempo dejó en mí una huella imperecedera.

Desde mi incorporación a la nueva escuela recuerdo que siempre permanecí en el mismo pupitre, que estaba ubicado en la primera fila de la columna situada a la izquierda según se accedía por la puerta, junto a la ventana que da vistas a la antigua “casa del curato”, siendo casi siempre Primín mi compañero. Durante este período destacaría los avances conseguidos en la resolución de problemas matemáticos con el apodado “Calvuri”, y, las para mí no entendibles peleas que la mayoría de los días preparábamos a la salida de las clases, formando dos bandos contrarios: los de “la calle arriba” y los de “la calle abajo”,

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arrojándonos tierra e incluso piedras en una costumbre temporal de la que desconozco el “eminente” patrocinador, y que terminaban con la marcha a nuestras casas respectivas donde dejábamos las carteras y volvíamos enseguida a reanudar otros juegos más divertidos y civilizados en la plaza, la fuente o en los antiguos soportales de la Iglesia.

No quiero dejar de aludir al resto de los chicos que iban conmigo a clase durante el último año de mi asistencia a la escuela del pueblo, y que, además del nombrado Primín, eran los siguientes: Elpidio, Mero, Heri, Juanito, Nano, Ceci, Miguelito (ya estaba en Ávila), Claudio, Venancio, Julio, Fili, Dosio, Pascual, Andrés, Sebas, Moisés, Chules, Victorino, Kili, Bernardo, Carlos, Geño, Pelegre, Alejandro, Salvio, Floro, Teo, Poli, César, Paco, Zosi, Próspero, Toñin (el del Guarda), Toñin (del tío Justino), y quizás alguno más de los pequeños como José Luis y Severiano que no recuerdo si fueron al final o lo hicieran después, y alguno más que se me haya olvidado, en cuyo caso le pido anticipadamente disculpas. No puedo tampoco asegurar si fue en este año o en el anterior en el que habían dejado la escuela Luis, Félix, Lute y Eutimio por llegar a la edad máxima establecida. Seguramente de todos ellos (entorno a 40) aprendí algo o mucho que me habrá servido a lo largo de mi existencia, y, sin duda, todos dejaron en mí buenos recuerdos, ignoro cuál sería la impronta que yo pude dejar en ellos, deseo haya sido recíproca. Pero hablando de trazas, recuerdo que en una ocasión pude ver, por entonces, el cuaderno de deberes de Sole (hija del tío Porfirio), lo cual constituyó, sin duda, para mí un ejemplo de buen hacer, dado su orden, buen gusto y una letra redonda perfecta que plasmaba o dejaba entrever la gran inteligencia y personalidad singular de su autora; permitidme, aquí y ahora, en voz alta, hacer una reflexión fluida de la sabiduría popular de nuestra tierra: ¡Cuántas mentes privilegiadas perdidas, con el montón de “merluzos” que nos mandan!

También fue durante mi asistencia a dicha escuela cuando fui confirmado por el Obispo de Ávila de entonces, Don Santos Moro Briz, que era natural de Santibáñez de Béjar; recuerdo del obispo su cabeza redondeada y pequeña, su habla pausado e intencional, y sobre todo los preparativos de su recibimiento solemne, pues se hacían arcos con ramas de árboles, tanto en la entrada a los soportales de la Iglesia como en la entrada a la Escuela e íbamos todo el pueblo a recibirle y, en primera fila, los escolares portando banderitas españolas de tela o papel. Quizás fuese la última visita obispal que se hiciere a Constanzana con tantos honores, propios de la época y del Estado católico que se proclamaba en los Principios Fundamentales del anterior régimen dictatorial, sustituido como sabemos por el actual Estado aconfesional, que establece nuestra Constitución, más acorde con el justo principio de libertad religiosa.

Con el enunciado de todos los recuerdos e imágenes expuestos, aunque de una forma simple y sin entrar en más detalles que llenarían un montón excesivo de páginas, doy por concluidos los dos aspectos de la confluencia en los sentimientos visionarios de las Murallas, pero sin olvidar la existencia de otras rutas y líneas integradas en el concepto de “coches de línea” de las que no tengo nada que exponer debido a las escasas ocasiones en que las utilicé y no haber quedado grabadas en mi memoria, restando solamente apostillar que dichos autobuses, de los que no me acuerdo a que Empresa pertenecían, solían confluir en Arévalo procedentes de distintos orígenes y seguían su camino a Ávila a través de la carretera que pasa por Tiñosillos.

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III. Los viajes en coche de punto.

Se integraban en ese genérico y llamativo concepto de “coches de punto”, los pequeños microbuses y furgonetas tipo DKW, propiedad de particulares que, debidamente autorizados, se dedicaban al traslado de viajeros entre localidades y tenían establecidos itinerarios fijos para días determinados, sin perjuicio de su posible alquiler para viajes privados, no incluidos en las rutas regulares, como bodas u otros actos sociales o familiares.

De los que accionaban por Constanzana, los más conocidos eran: El “coche del Parralo” que era de un señor de Collado de Contreras y cuya ruta más conocida era la que hacía los martes y algún día más de la semana a Arévalo; en él viajé en algunas ocasiones siendo muy pequeño, seguramente para acudir al dentista don Luis que me extrajo la mayoría de las piezas dentarias en mi infancia; recuerdo que en el recorrido se pasaba por Langa (¿) y que, casi siempre, viajaba en el primer asiento delantero la que conocíamos como “señorita Guillerma”, una señora, soltera, que vivía en Constanzana en la casa situada detrás de la antigua Casa Sindical y que actualmente debe ser propiedad de Kili.

El “coche de Bañez”, cuyo propietario era de Fontiveros, y que hacía varias rutas e itinerarios que no sabría muy bien precisar. También viajé en él en varias ocasiones, pero por motivos muy dispares y discontinuos en el tiempo.

Posteriormente, ya estando en Ávila, conocería a otros como Victuro el de Narros, Jesús el de Villaflor, Juanito el de La Nava, y algunos más que se reunían con Mero en la Plaza de Italia. Pero, sin duda, el que atesora mis recuerdos y el que se podría considerar el verdadero coche de viajeros de Constanzana era “el coche de Mero”.

Efectivamente, “el coche de Mero” empezó a funcionar poco tiempo después de mi inicio del bachillerato (septiembre de 1955), y pronto se convirtió en una referencia obligada o en un servicio imprescindible para los viajes a Ávila, evitando, en gran medida, las peripecias que someramente he relatado para tomar el tren o el coche de línea, aunque aún habría muchas ocasiones en que haríamos el recorrido en aquellos medios debido a la falta de coincidencia de fechas entre el inicio del colegio y los días en que Mero tenía señalados los viajes a Ávila (lunes y viernes) .

Tengo las imágenes grabadas de tantas veces en las que mis padres y yo salíamos de la vieja casa y nos dirigíamos a la plaza a “coger” el coche de Mero. Recuerdo el silencio y la soledad reinante, en aquellas horas de madrugada todavía oscuras por ser anteriores al orto del Sol; los cielos grisáceos y el ambiente triste y húmedo producido por la neblina, la escarcha o la llovizna que generalmente solía acompañarme en mi despedida, tan diferentes de la alegría de la tarde anterior, en la que después de haber aprovechado al máximo el tiempo de los juegos infantiles, iba a la casa de mi hermana Eña (siempre llena de alegría y atareada en el cuidado de sus hijos, pero a la que Dios quiso segar su vida en plena juventud) a despedirme de ella y de mis maravillosos sobrinos.

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Cargado el equipaje y distribuidos en los asientos, la compañía de mis padres y la simpatía de Mero unidas al inicio de las conversaciones entre los viajeros (todos conocidos por ser de los tres pueblos próximos: Constanzana, Cabezas y Donjimeno), me iban a permitir dejar atrás las vivencias recientes con menor esfuerzo del que yo pensaba.

Generalmente, Constanzana era el último pueblo de admisión de viajeros, aunque en varias ocasiones hemos vuelto por Donjimeno o por Cabezas. Iniciábamos el viaje por el camino de , de arena, con innumerables baches y trozos del trayecto en los que la peña del suelo hacía patinar ¡y de qué forma! las ruedas de la DKW, siendo necesario en innumerables ocasiones bajarse del coche e incluso empujarle, y salimos de muchos aprietos gracias a la valentía de Mero que demostró repetidamente su pericia y gran valía no sólo como persona sino también como profesional. Llegado a Papatrigo, en poco tiempo se llegaba a San Juan y se accedía a la carretera Salamanca-Ávila por la que ya de forma más cómoda alcanzaríamos la capital amurallada.

La compañía de mis padres suponía que la entrada al colegio se retrasase hasta por la tarde, con lo cual ese día lo pasaba placenteramente en unión de mis seres queridos, con los cuales iba a comer al restaurante “La Viña”, situado en la Plaza de Santa Teresa (Mercado Grande) en edificaciones adosadas a las Murallas que hoy ya han desaparecido, en el que, aunque no era precisamente un hotel de seis estrellas, se comía muy bien y se pasaba el rato muy entretenido porque al mismo acudían muchos compañeros y amigos del colegio, también en unión de sus familiares.

Dada mi corta edad, recuerdo que me resultaba especialmente duro el momento en el que tenía que despedir a mis padres, unas veces en el colegio y otras en la Plaza de Italia donde dejaba estacionado el coche Mero, pero el posterior reencuentro con los amigos y compañeros mitigaban pronto esa situación propia de la etapa infantil.

IV. El regreso en las vacaciones.

En aquellas fechas el internado suponía permanecer en el colegio durante todos los meses del trimestre, regresando únicamente al domicilio familiar en Navidad, Semana Santa y los meses de verano. Por ello, la llegada de las vacaciones no sólo era tan deseada para el descanso de la mente, sino sobre todo por la emoción que nos producía la vuelta a casa, el estar de nuevo con nuestros padres.

En esos días precedentes, siempre aparecían los exámenes trimestrales que, a pesar de su importancia y dificultad, eran bien recibidos al mirarlos como precursores de relajaciones venideras. Tal era el ahínco con el que esperábamos el final del trimestre que, generalmente, el día anterior lo considerábamos ya como vacacional, especialmente por las noches, en los dormitorios, una vez finalizados los exámenes y las clases.

Perdonadme la osadía de relatar esta anécdota ocurrida en una ocasión, en ese último día, en la que estaba de semana el padre Isidoro, sacerdote que ejercía de administrador del

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colegio, persona sencilla y bondadosa, pero que tenía una manía destacable, y era que le gustaba sobremanera hacer de “sabueso” imitando a Sherlock Holmes, y por la cual le habían puesto el apodo de “Aniceto”. Alguien pensó que esa noche Aniceto no nos dejaría hacer ninguna travesura, dada su constante y puntual vigilancia, por lo cual se convino que, en el dormitorio en el que yo estaba encuadrado, se pusiese encima de la puerta entreabierta la papelera que era de grandes dimensiones, y así se hizo. Una vez apagadas las luces, uno de los alumnos imprevistamente ventoseó con gran intensidad, cuando reinaba un silencio sepulcral, por lo que la “onda sonora” le llegó a Aniceto con toda su energía y amplitud, quién con la velocidad del rayo acudió a la habitación, de tal manera que le cayó encima de la cabeza la papelera, previamente colocada para tal fin; pero al intentar dar la luz para descubrir al autor de tan “belicoso zambombazo”, cayó pillado con la papelera empotrada en la cabeza y resultó lesionado sin importancia. Ante tal situación, las risas se nos hicieron indomables y el pobre don Isidoro nos castigó a todo el dormitorio a pasar, de rodillas con los brazos en cruz, toda la noche en el pasillo; pero la algarabía se contagió y varios otros dormitorios corrieron nuestra suerte.

A pesar de que aquélla noche, y otras muchas que serían preaviso vacacional, dormíamos escasas horas, no nos afectaba a la vitalidad del día siguiente, pues el posible sueño era compensado con el júbilo del inicio del descanso en nuestras respectivas moradas.

Al finalizar el primer trimestre, las fiestas de Navidad me traen a la memoria el acto que llamábamos “correr las castañas”, ya que el día de Nochebuena, por la tarde, nos reuníamos, por un lado, los chicos, y por otro, las chicas. Al igual que una asociación gregaria, nos concentrábamos todos los chicos en la plaza, de donde iniciábamos el recorrido de puerta en puerta cantando villancicos, o algo parecido, pero haciendo ruido festivo, pidiendo el aguinaldo. En la mayoría de las casas nos daban castañas, de ahí que lo llamásemos “correr las castañas”; en otras nos daban algunas “perras”, gordas o chicas (la perra gorda valía 10 céntimos, y la perra chica valía 5 céntimos de peseta); en otras, unos cuantos higos, y, la Epifania (la criada de la Guillerma que recibiría un Premio Oficial por el Ministerio de Trabajo como ejemplo de lealtad al trabajo doméstico), algunas nueces. Procurábamos adelantarnos a las chicas, ya que alguien pensaba, ¡qué listo!, que daban más al que llegaba el primero, ¿sería verdad? Terminado el recorrido, los mayores nos ponían en fila india en los soportales de la Iglesia, para ampararnos de las inclemencias del tiempo, y allí se hacía el reparto de la “gran recaudación”, que, a pesar de que entonces éramos muchos chicos, se hacía con rapidez. No obstante el frío que hacía algunos años, merecía la pena la tournée, pues te pasabas unos momentos graciosos, divertidos e inolvidables.

Otra actividad que recuerdo de las Navidades, era la de tocar los cencerros, ya que en aquella época, los chicos nos reuníamos casi a diario y llevábamos cada uno un zumbo o un cencerro de los utilizados por las ovejas, las vacas u otros animales, y salíamos en grupos por los distintos lugares del pueblo, haciéndolos sonar. No supe nunca a qué se debía aquella costumbre tan simple, pero graciosa por lo absurda; ni tan siquiera sé si se trataba de una costumbre o una “idea genial” de las que solían surgir entre los “grandes pensadores” del momento. La extensión de la cencerrada no podía faltar al llamado “Pinar de los Pepes”, y hasta allí nos íbamos, algunos días, tocando las “improvisadas y simuladas panderetas”.

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Tampoco puedo olvidar el cúmulo de tiempo que pasábamos en los “soportales de la Iglesia”, que desaparecieron con la reforma habida en aquélla hará casi unos cuarenta años, y los cuales, como su nombre indica, se trataban de un contorno techado y pareado por los dos laterales que servía como de antesala a la entrada al templo; para solventar el desnivel con respecto a la antigua calle, que era considerable, se había rellenado con tierra y el suelo se había empedrado, en su mayoría con cantos rodados y piedras de mayor tamaño, excepto los bordes alrededor de las paredes que estaban reforzados con cemento y el pasillo central directo a la puerta de entrada al recinto de la Iglesia, cuyo piso era de grandes piedras de granito, lo mismo que los dos pasos, muy anchos, que precedían a la puerta de entrada.

Muchos eran los días en esas vacaciones navideñas en los que pasábamos grandes ratos en aquellos soportales jugando a las “perras” o al “saque”, nombres con los que denominábamos al juego que consistía en sacar de un recinto o cuadro, previamente marcado o establecido, las monedas que se acordase jugar, por medio del golpeo con otra moneda llamada “perravieja” por tratarse de monedas antiguas y sin valor oficial al haber sido retiradas del curso legal. Eso, si nos encontrábamos fuertes económicamente, pues en otro caso, que eran los más frecuentes, jugábamos a las “machorras”; consistía este juego, en introducir en un hoyo formado en el suelo una machorra arrojada desde una línea previamente definida; llamábamos “machorras” a los huesos de las aceitunas; las blancas valían el doble que las negras; ganaba el que primero acertase a dejar la machorra lanzada en dicho agujero y el premio eran todas las machorras que previamente se hubiesen apostado y depositado en dicha hendidura. También jugábamos a los “cromos” que era igual que el de las “perras”, lo único que se sustituían las perras o céntimos por unos dibujos de papel que solían venir en diferentes productos de consumo, como era en el chocolate, en las galletas, etc.

También era muy frecuente en dicha época, el jugar a “chirle-mango-tero”, nombre que es abreviatura de uno más largo, y que consistía en competir un grupo contra otro; al grupo perdedor le “tocaba quedarse” y, por lo tanto, todos sus integrantes se tenían que poner unos detrás de otros en la posición de burro, de forma que no quedasen huecos sensibles entre el trasero de uno y los hombros del siguiente; los integrantes del grupo ganador tenían que saltar y colocarse, unos detrás de otros, encima de los burros perdedores. Si los ganadores lograban, por su situación, que uno de los burros cediese por el peso de los que se le hubiesen colocado encima, continuarían otra vez de ganadores; si no ocurriese tal cosa, que era lo normal, el saltador de los ganadores que lo hubiere hecho en primer término cantaba en voz alta las posiciones de chirle-mango-tero, marcándoles simultánea y claramente, y fijando una de ellas; dichas posiciones correspondían en el brazo, sucesivamente, a la muñeca, el codo o el hombro, y. en el dedo, se correspondían con la falange, falangina y falangeta. Si el burro designado por los compañeros perdedores acertaba la posición fijada por el ganador cantante, se convertiría su grupo en ganador; en caso contrario, continuarían de perdedores. Ejercía de comodín para el apoyo del burro inicial y de árbitro para vigilar la veracidad de la posición marcada, un tercero neutral para ambos grupos.

No era el fútbol, por entonces, una afición muy extendida por aquella comarca; por ello los chavales no eran muy proclives a su práctica; no obstante, la afición de algunos, entre

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los que me encontraba, propiciaba que echásemos buenos partidos entre el montón de muchachos que entonces nos reuníamos en Navidad; recuerdo, los encuentros que jugábamos en las eras, sobre todo los días festivos, los de la “calle arriba” contra los de la “calle abajo”. Resultaba graciosa esta distinción en un pueblo tan pequeño; la división era una línea imaginaria que tenía como referencia divisoria la pequeña cuesta que formaba la calle Real a la altura del albañal de la casa del tío Anastasio (hoy medio caída); pertenecíamos a la “calle arriba” los que vivíamos desde allí con dirección a Jaraices y Fontiveros, y eran de la “calle abajo” los que vivían desde ese lugar con dirección a la laguna de la Ahoguera del camino de Cabezas. ¡Qué disfrute tan fastuoso con aquellas palizas que nos dábamos a jugar!

La Nochebuena era una gran fiesta familiar, similar a las actuales, aunque con una presencia insustituible, la de nuestros padres, que para los que vamos cumpliendo años ya no es posible; también se diferenciaban porque la presencia de turrón y de dulces era muy diferente de la actualidad. Después de la celebración en familia, los chavales y los “mozos” salíamos en casa de la Evarista a jugar a las cartas, y posteriormente, muchos años, rondábamos las calles cantando y haciendo el gamberro. En ocasiones se decía “La Misa del Gallo”, lo que servía de pretexto para anticipar la reunión masculina, ya que en aquella época era impensable que las chicas y las “mozas” pudiesen salir a esas horas de casa. ¡Qué vergüenza de aquella sociedad tan machista e intolerable!

Las fiestas de Navidad y de Año Nuevo no tenían nada especial, si acaso la solemnidad religiosa, pues la Iglesia (entonces muy coqueta con su piso de grandes piedras de granito sobre las que se distribuían los “reclinatorios” tan artísticos y originales, colocados sin alineación alguna y solamente situados en torno al correspondiente “hachero” familiar que servía de candelero para las velas de cera y guarda de los misales), solía estar repleta, y el cántico de villancicos alegraba sobremanera tan importantes celebraciones.

El día de Reyes más que esperado, como lo es ahora para los niños, era más bien lo contrario, pues suponía el final de esas vacaciones y, como además los recursos económicos de los padres escaseaban notoriamente, la supuesta llegada de los Magos apenas si la notábamos, aunque en mi casa era seguro que nos dejasen una pequeña anguila que, a mi personalmente, me producía gran ilusión.

El inicio del segundo trimestre se afrontaba con fuerza no sólo tras el llenado pulmonar con el aire puro de mi pueblo, sino también con la regeneración anímica reportada por el cariño de los padres; además, recuerdo, que ese trimestre iba a ser muy especial pues en él celebraríamos a lo grande la fiesta del colegio (Asunción de Nuestra Señora), los días de Santo Tomás de Aquino y Santo Domingo Sabio, así como la semana de ejercicios espirituales y las misiones que, en Ávila por entonces, revestían una especial solemnidad. ¡Cómo añoro al detalle aquellos momentos tan sorprendentes en los que todos los colegios nos congregábamos en la Catedral! ¡Cómo suplía mis dudas de fe el sonido sinfónico del órgano acompañando a aquel coro catedralicio de voces tan inmaculadas, armónicas y elegidas!

-14- En seguida los exámenes trimestrales nos anunciarían la proximidad de la Semana Santa. Con qué nitidez recuerdo, de regreso en el coche de Mero, la cercanía de Constanzana anunciada con la visión de , hundida tras el pequeño cerro, pero erguida con orgullo por encima de las humildes edificaciones que parecían servirla con sumisión. ¡Qué alegría interior, una vez más, sentía ante el regreso a mi patria chica! Entonces me preguntaba a mi mismo si esa emoción sería normal; pero más tarde, tras los intensos avatares de la vida que me proporcionó mi profesión y el deambular constante por lugares y situaciones tan dispares que es difícil imaginar, comprendí los sentimientos de otros, similares a los míos, que de forma pública, dada su fama, sabiduría y renombre reconocido universalmente, proclamaban “el encanto” de su pequeño y, a veces también desconocido, pueblo natal.

El Domingo de Ramos se celebraba con humildad, pero era destacable la celebración religiosa con la procesión de los ramos alrededor de la Iglesia y también es de reseñar la confección de cruces, durante la misa, por parte de algunos, con los troncos de los ramos de laurel que habían sido repartidos previamente. Era costumbre en ese día estrenar algo, pues rezaba el refrán de que: “Quien no estrena en Domingo de Ramos, no tiene ni pies ni manos”.

Las tardes de Jueves Santo me traen al recuerdo el olor a alcanfor que se extendía por la Iglesia, procedente seguramente de las pellizas, americanas u otras prendas de caballero que posiblemente habían permanecido recluidas en los armarios y sacadas a escena en día tan relumbrante; también recuerdo el repique de campanas que evocaba la muerte de Jesús y el traslado del Santísimo, bajo palio, desde el Altar Mayor (entonces cubierto con el Monumento hecho de lona o algo similar, de aspecto oscuro, y con pinturas o impresiones alusivas al origen o la creación del mundo) al altar de San Pedro en el que iba a permanecer instalado el Sagrario hasta la celebración de la Pascua. Del Viernes Santo recuerdo el sonido de las carraclas o carranclas y la existencia de las llamadas “bulas”, cuyo pago te permitía la dispensa de algunos sacrificios (ayunos y abstinencias). También era destacable el llamado “Vía Crucis” en el interior de la Iglesia que, a los muchachos dado el espíritu activo que suele acompañarlos, nos resultaba muy “movido y divertido”, ¡qué contradicción!, ya que en cada una de las estaciones había que arrodillarse y levantarse varias veces, lo que nos producía algarabía; también se iba dando la cara a la representación de cada una de las catorce estaciones del Vía Crucis que, entonces, se hallaban perfectamente representadas no sólo con el dígito en números romanos sino también con unos artísticos cuadros, lienzos o láminas enmarcadas, muy coloristas y de extraordinario realismo religioso que, al menos a los chavales, nos reprimían las manías aventureras e inquietas.. Terminaban los actos religiosos con la celebración del Día de Pascua.

Pero para los chavales, en esas vacaciones, lo menos importante eran esas celebraciones religiosas, a pesar de que era imperativa la asistencia a ellas; mucho más entretenidos nos resultaban los diferentes juegos que ocupaban nuestro tiempo en esa semana entera de asueto. Entre ellos, destacaría los partidillos de fútbol en la plaza, entre entrada y salida de la Iglesia, o en las eras, si el tiempo iba a ser mayor; el tango, la calva, el juego de dola, y, por supuesto el frontón que se jugaba ¡pásmense!, contra la pared de la torre de la Iglesia. ¡Qué poco respeto y cuidado demostrábamos hacia lo único valioso que teníamos!

El tercer y último trimestre iba a ser el más alegre de todos, seguramente porque la luminosidad y la duración de los días contribuirían a realzar los muchos encantos naturales y

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artísticos de Ávila; además, como dice el refrán “la primavera altera”, y las neuronas parecían abrirse y hacerse más receptivas a la captación y al aprendizaje, facultad humana que, como sabemos, suple con creces la falta de instintos con respecto a los que poseen los animales.

Era de destacar el mes de mayo, que llegó a ser conocido como “el mes de las flores”, no sólo porque era el apogeo de la floración de las plantas, sino porque dicho mes era dedicado, en aquellos tiempos tan impregnados de catolicismo, a la Virgen María, lo que en mi colegio, regido por sacerdotes, llevaba consigo una excesiva sobrecarga de los actos religiosos. Sin embargo, recuerdo con simpatía aquellos rezos y plegarias, y, por supuesto, las ofrendas presididas por aquel canto tan conocido y entonado del “Venid y vamos todos con flores a porfía” que ya conocía de la escuela de mi pueblo.

También era en ese mes, cuando tenían lugar las diferentes excursiones al campo y a otras ciudades. Recuerdo con cariño especial las realizadas, a pie, al santuario de Sonsoles, donde participábamos en innumerables y divertidos juegos y concursos, y, en autocar, a los pueblos de Burgondo y donde nos bañábamos en el precioso Río Alberche (hoy ya muy cambiado por la aglomeración y explotación turística de la zona) y pasábamos un día inolvidable. Igualmente resultaban maravillosas las visitas culturales a ciudades cercanas como Segovia, Madrid, Salamanca, El Escorial, Toledo, el Valle de Los Caídos, La Granja…, en las cuales aprendí con detalle su historia, sus antiguas costumbres, sus culturas, los estilos arquitectónicos y pictóricos, etc, de los tesoros monumentales que albergan, lo cual me sirvió de base esencial para visitas realizadas con posterioridad.

A mediados de junio, salvo los años de reválida que eran en 4º y en 6º y en el curso preuniversitario, iban a finalizar los exámenes finales y, posteriormente, la alegría en la recepción de las notas que compensaban los largos ratos de estudio pasados a lo largo de todo el curso. Esto se uniría a la emoción contenida ante el inicio de unas vacaciones tan largas: las de verano.

En los pueblos de La Moraña, ya se apreciaba con notoriedad la llegada del estío y los campos presentaban un color amarillo y un aspecto seco, que te hacía añorar los campos verdes que habías dejado en el inicio de la primavera. No obstante, todo suele tener dos caras, y la buena, en este caso, era el incremento de personas que se veían por los campos atareadas en las faenas agrícolas y también ganaderas, ataviadas con los sombreros de paja que eran de uso generalizado en esta época del año. Dicha presencia campestre no sólo era de hombres sino también de mujeres, las cuales se protegían de los rayos solares con las llamadas pamelas, también de paja como los sombreros, y con finalidad muy distinta de las pamelas usadas por las bellas damiselas de la aristocracia inglesa.

Efectivamente, en aquella época “la moda” era estar blanquito o blanquita; por eso, el no disponer del oportuno sombrero o pamela era signo de indigencia, y supondría parecer “negro” o “negra” y ser mal visto entre los “innovadores” de las personalidades modales. No obstante, yo personalmente usaba en contadas ocasiones dicho sombrero; primero porque el

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que me correspondía era de segunda o tercera mano, y segundo, porque me gustaba estar quemado aunque a alguien le pudiese parecer contrario a lo que “se llevaba”, lo que para mí nunca supuso ningún tipo de traba.

Por esas fechas de San Juan ya habían comenzado las tareas de recolección veraniegas, que se iniciaban con la siega de las algarrobas, lo que implicaba la presencia en los campos de los segadores, entre los que sobresalían por su cantidad y fonación parlante los “gallegos”. Éstos eran personas muy trabajadoras e inteligentes; recuerdo que en casa de mi padre siempre acudía el mismo “mayoral” (El señor Manuel), que era el jefe de la cuadrilla, y que todos los años me traían un pequeño regalo, siempre relacionado con la cultura o la música, no pudiendo nadie imaginar lo que aquello representaba para mí; procuro poner en práctica, en mi vida cotidiana, algunas enseñanzas recibidas por aquellas gentes de tanto talento.

Apenas se “habían echado eras”, cuando llegaba la fiesta de San Pedro, el 29 de junio, lo cual constituía, entonces, un acontecimiento importante, deseado y esperado por todos, lo que iba a permitir una celebración solemne y concurrida. Me hace gracia recordar los preparativos del día anterior en el que nos cortaban el pelo, nos dejaban bañarnos en las pilas de piedra del corral, lo ceremonial de la matanza y desuello del cordero regalado por mi abuelo, las carreras para coger al gallo viejo y a los capones que campaban sueltos en el corral, y, un sinfín de imágenes que plasman la ilusión que todo ello redundaba en el ánimo susceptible y maleable de las abiertas mentes infantiles.

Bien pasada la alborada del día 29, se iba a incrementar el delirio de los chiquillos cuando los músicos empezaban a “dar las voleás” (llamábamos así a la ronda o serenata alrededor del pueblo), cuyos sonidos acompasados del bombo y el tambor, acompañados por los dúos de saxofones y trompetas, iban a levantar el ánimo y a acelerar el ritmo en la colocación de las corbatas en los hombres y de los velos en las mujeres que se disponían a asistir a la Misa.

En el interior del templo, repleto a rebosar, se apreciaba un olor agradable a jabón que rivalizaba con el perfume exuberante de las chicas. La dilatada celebración iba a romper su monotonía en la consagración, con la entonación repentina del himno nacional por parte de los músicos que, en especial a los niños, producía una alteración en su distracción o ausencia, en forma de sorpresivo susto. A continuación de la Misa, se celebraba la Procesión en honor del Santo, momento que generalmente era acompañado por un espléndido Sol que parecía no querer perderse tan emotivo y singular acto, al cual asistía el pueblo en pleno y los llamados “forasteros” que, por aquellas fechas, eran abundantes; el acompañamiento de la orquesta ponía de manifiesto la buena sonoridad de las calles y callejuelas de mi pueblo, realzando con elegancia la buena compenetración y salero de Sindo y sus hermanos de que solían amenizar anualmente el evento.

Finalizados los actos religiosos, la presencia de las llamadas “confiterías” en la plaza nos llenaba mucho más a los muchachos que todo lo anterior, por lo que era el momento de

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ojear las ofertas de dulces que nos ofrecían “la Simona” de , “la Filo” de Arévalo y algún otro que solía acudir extemporáneamente. Nuestra preferida entonces era la Simona, pues se trataba de una señora muy agradable y cumplida, y demostraba tener más aguante con los chicos que la señora de Arévalo que nos inspiraba más respeto y distanciamiento. Ambas solían regalarnos, al final de la fiesta, trozos del carburo que habían utilizado para iluminar sus puestos en la noche, con los cuales, al día siguiente, íbamos a fabricar una especie de petardos que, sin duda, revestían cierto peligro para los usuarios.

La compra de caramelos (largos, de figuras, almendras, avellanas…) iba a ser cíclica durante todo el día, tratando de aprovechar al máximo para que los dulces nos durasen mucho tiempo. Recuerdo que yo los guardaba en el locero, hecho de obra, que tenía mi madre en una esquina de la llamada “sala grande”, disimulados entre el cristal y la loza reservada para los días importantes, y que, como mucho, me duraban dos o tres días, desapareciendo mucho antes de lo que yo preveía.

En las horas del mediodía, la canícula solía apretar sin piedad y eran muchos los años en que la situación se volvió tormentosa, aunque cedía sin mucho tardar. ¡Sin duda, se notaba la mano de San Pedro! Tras la comida y la siesta, sobre todo de los mayores, empezaban los juegos de la pelota (frontón) y años después algunos partidillos de fútbol contra los pueblos vecinos.

Antes del anochecer empezaba el baile en la plaza, la cual era regada copiosamente por los “mozos” amigos de cooperar, con calderos de agua, para aminorar el polvo que el suelo de tierra y arena acostumbraba a levantar. El “baile de la tarde” terminaba antes de las doce, parando para cenar; era costumbre el invitar a los forasteros más amigos, por lo que todas las casas se llenaban de gente joven en la cena. Pasadas las doce se iniciaba el segundo baile, éste ya en lugar cerrado (salón de los panaderos o en el de la Evarista), el que era conocido como “la velada” y que iba a durar hasta altas horas de la madrugada. El día después solía ser de melancolía, resaca y de resignada esperanza en la llegada de un nuevo San Pedro.

Continuaban, en pleno auge, las faenas de recolección cerealista constituyéndose en centro de atención las eras, en las que se recogía la siega acarreada desde las tierras, se trillaba o hacinaba la mies, se amontonaba después de trillada en los llamados “peces” y se limpiaba separando el grano de la paja.

Para el acarreo de la mies, se instalaban en los carros unos “pinchos o tacones” que servían para su sujeción y colocación, y el acabado del cargamento constituía, para los entendidos, un objeto de alabanza o de crítica según el arte y la practicidad plasmada en la distribución de los haces, dándose algunos piques competitivos entre “mozos y sirvientes” de unos u otros “amos”. El acarreo comenzaba en las primeras horas de la madrugada y los viajes echados se extendían para ser trillados en el día, o bien se hacinaban para una trilla posterior.

La mies extendida para ser trillada constituía la llamada “parva” por la cual iban a pasar los trillos, tirados por mulas o vacas, constantemente a lo largo del día hasta que se

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estimaba que la trilla había concluido, procediéndose a su amontonamiento, por medio de la “rastra”, en unos montones que se denominaban “peces”. Esta misma operación se realizaba diariamente empezando con las algarrobas, después con la cebada, después el trigo y el centeno, y por último los garbanzos, si se habían sembrado. Finalizada la trilla se iniciaba la “limpia” que consistía en separar el grano de la paja, utilizando la “máquina limpiadora”; con el grano se formaban los “muelos” que con posterioridad iban a nutrir a los costales para su “acarreo” a las paneras, y, por último, se trasladaba la paja a los pajares.

El trillo era un apero formado por uno o varios tableros de madera gruesa, completamente plano para rasear la parva y ligeramente alzado en su parte delantera; en su parte inferior estaba repleto de abundantes piedrecillas cortantes, cuyo efecto iba a ser el corte o trillado de las pajas. Al principio de todos los veranos acudían unos señores a empedrar los trillos, procedentes del pueblo de Cantalejos (Segovia). ¡Cuántas sensaciones y divertimentos experimentábamos los chavales en dar vueltas y vueltas subidos en aquellos monótonos pero, al mismo tiempo, distraídos utensilios!

Todas las tareas enumeradas requerían una actividad continua y exclusiva, y como la estancia en las eras solía ser permanente se hacían “cabañas” de palos y escobas, a la sombra de las cuales se merendaba, se descansaba y, en ocasiones, se dormía. También en ellas se guardaba la “barrila” del agua, y eran centros de reunión para los mayores y de juegos para los niños. Tampoco los llamados “moscarrones de Santiago” querían ser echados en falta, por lo que al “bajar el Sol” se congregaban y zumbaban con reiteración y pesadez en la picota de la chozuela.

La realización de todas las faenas citadas llevaba consigo un trasiego y un tráfico de carruajes y de personas constante, lo que hacía del verano la época más bulliciosa del año. Los diversos caminos de arena tenían una constante circulación por el paso continuo de carruajes y de animales, y las calles del pueblo estaban animadas y alegres por el ajetreo constante, muy lejos de presentar la soledad que reina en la actualidad.

En aquella época no eran muy abundantes las huertas, sobre todo grandes superficies sembradas de remolacha o de patatas, actividades que proliferarían con posterioridad; sin embargo, en casa de mi padre ya era notable la siembra de esos productos, por lo que gran parte del tiempo de aquellos veranos me lo pasaba haciendo “canteros y canteros” de “eses”, por donde correría el agua, y quitando hierbas que volvían y volvían a brotar. Creo que el terreno estaba “picado”a la hierba, como decían entonces los entendidos, y el desconocimiento de los herbicidas desproveían a las tareas de su objetivo esencial.

En aquellos veranos tan afanosos, también existían tiempos para los juegos, siendo las horas de la siesta y las noches los más tolerados y admitidos para el asueto. En las horas de la siesta los chicos nos reuníamos a la sombra de la esquina de la antigua “casa del curato” y, tumbados en el suelo, nos contábamos nuestras aventuras y vivencias; en numerosas ocasiones, aprovechando el descanso de los mayores, nos dirigíamos a la laguna de “La Ahoguera” (así llamada porque según cuenta la tradición resultaba peligrosa y a finales del

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siglo XIX se habían “ahogado” en la misma un hijo y un padre que intentó salvarle; por deformación del lenguaje vulgar, también se la conocía como La Hoguera, al ser suprimida por cacofonía, la repetición de la vocal “a”), donde nos bañábamos acompañados de ranas y renacuajos, pero salíamos tan llenos de cieno y mezcla, (seguramente hoy día los “sabios” lo llamarían “chapapote”) que precisamente ello constituía la señal delatora que nosotros teníamos que negar. Más de un “capón” me gané, al descubrirme en los brazos aquel sarrillo blanco que se quedaba pegado en la piel.

Después de la puesta del Sol, y tras colocarnos las zapatillas de lona con piso de esparto que solían vender en la tienda de tía Ana María o de Doro, nos reuníamos en la fuente del pueblo, en la plaza o en los soportales de la Iglesia, dependiendo de qué “tocase”, donde íbamos a pasar ratos jugando difíciles de olvidar. Uno de los juegos más frecuentes en esas noches era el de “cadena”, en el cual, al principio, sólo se quedaba uno, el cual tenía que pillar a al que él decidiese por su cuenta; una vez cogido, se unían ambos de la mano y salían en pos de otro jugador, el cual, una vez alcanzado, se unía a los otros dos, y así sucesivamente, hasta formar una gran cadena que finalizaba cuando era pillado el último jugador libre. También jugábamos en muchas ocasiones “a cortar”, en el cual el que se “quedaba”salía corriendo detrás de uno, el cual era liberado si en el espacio entre ambos pasaba o cortaba otro distinto, que pasaba a ser el perseguido, y así sucesivamente hasta que, por no producirse corte frecuente, era pillado el perseguido, el cual pasaba a ser el corredor seguidor.

Otros muchos eran los juegos que practicábamos, pero lo que me hace más gracia es el protocolo con que los iniciábamos, echando a suertes para determinar quién se quedaba, o, si el juego lo requería, para empezar a elegir a los componentes de cada grupo. Los métodos más usados eran el ir dando entre los integrantes el llamado “Mi papá”, cuyo texto distribuido en sílabas, no ortográficas sino convenidas, era el siguiente: “Mi / papá / tenía un/ cajón/ lleno/ de puntas / dime / niño / cuán / tas / son”. Otra forma de sortear era ir contando pies alternativamente hasta que uno montaba encima del contrario; el que montase elegía en primer lugar al compañero que quisiera, o bien su grupo era el que quedaba “encima”. Seguramente existían métodos más sencillos y rápidos que hubieran evitado la pérdida de tiempo, pero creo que la solemnidad de los utilizados formaban parte integrante esencial del juego o requisito “sine qua non” para su práctica.

A lo largo de aquellos veranos, únicamente eran festivos el día de San Pedro, ya expuesto, el “18 de julio” que era el día del Alzamiento Nacional (es decir, el día en que se inició nuestra triste Guerra Civil), el día de Santiago y Nuestra Señora de Agosto. Resultaba pusilánime el que en los indicados días estuviese prohibido trabajar, e incluso hubo algún caso en el que alguien fue multado por la Guardia Civil, y que, sin embargo, el resto de los domingos del verano no fuesen de “precepto oficial”, como se decía, y que, por supuesto, no eran festivos, aunque hubiese obligación religiosa de asistir a Misa. ¡Que cacao mental! Los chavales lo poníamos más sencillo y lo primero que aclarábamos, al salir de Misa los domingos, era quién hacía fiesta y quién no. Generalmente nuestros sufridos ascendientes

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eran muy tolerantes, dada nuestra corta edad, pero algunos chavales preferían incluirse entre los “pobres sacrificados” (aunque no tuviesen gran cosa que hacer) para aparentar ser más “mozo” y responsable que los demás.

En las tardes de esos días festivos solíamos acudir al “Pinar de los Pepes”, que constituía el lugar más atractivo y seductor que existía en el pueblo, pues a su encanto natural con aquellos pinos tan altos, el olor aromático de su entorno y la pureza de su aire, se unía su cercanía, pues se encontraba en el inicio del cerro del camino a Donjimeno. ¡Cuánto añoro los numerosos paseos y los ratos de juegos pasados en dicho paraje! Recuerdo especialmente algunas tardes de los últimos domingos de verano en las que Pablo, que respecto a mi panda ya era “un mozo”, se subía “gateando” a los pinos y nos alcanzaba numerosas piñas a los chavales que nosotros asábamos con las “tamujas” y “escamochábamos” todos en corro alrededor del montón formado por los piñones “espulgados” y que posteriormente repartíamos a puños; era un gesto más de tantos como exhalaba, mi posterior amigo muchos años después Pableras, que ponían de manifiesto su extraordinaria bondad y especial altruismo. También recuerdo los tragos de agua fresca que echábamos al regreso en la noria de Nodes, situada a medio camino entre el pueblo y el añorado pinar.

Fue también en esos contados días de fiesta veraniegos cuando jugábamos algunos partidos de fútbol contra otros pueblos colindantes. Me viene a la memoria cuando Pascual, el padre de Pascualín que vivía en la plaza, nos llevó a todos los muchachos en el remolque de su tractor a jugar contra los de Papatrigo, así como el montón de “familiares” que se me presentaron y la atención y simpatía de las gentes de ese pueblo; también recuerdo el viaje, igualmente en un remolque de tractor, que hicimos para jugar contra los chicos de , y de los partidos que echábamos contra los de Cabezas en los prados de la Reguera, a mitad de camino entre ambos pueblos.

El objetivo de la finalización de las tareas o “el terminar de eras”, solía fijarse para el día del Cristo, 14 de septiembre, pero la realidad es que pocas veces se acababa en esa fecha, y, varios años he reiniciado los estudios en Ávila y aún quedaban “eras sin barrer”.

Lo cierto es que se hubiese acabado o no de eras, el día de la romería del Cristo de los Pinares estaba ahí, y vienen a mi memoria los golpes de martillo, procedentes de los colgadizos del corral de mi casa, con los que mi padre, en la madrugada, procedía a la instalación de los arcos de madera en el carro que iban a servir de sujeción de la colcha que se colocaba, a la forma de las carrozas de la más conocida Virgen del Rocío, para proteger del sol, del aire, de la lluvia y otros elementos atmosféricos ariscos que podían surgir, a los viajeros que, con emoción, se dirigían a visitar al Cristo en su romería.

Se salía temprano, pues el largo camino entre pinares se devoraba el tiempo, y, para colocarse bien en la “rueda” y asistir a Misa antes de la Misa Principal, las mulas engalanadas con sus mejores aparejos (¡qué elegantes iban la Dalia y la Cebra, recién esquiladas y con aquellos artísticos dibujos marcados en sus grupas!) tenían que demostrar el porqué de su predilección para tan importante evento.

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Ya bien avanzado el camino entre pinares, la afluencia era numerosa y efusiva, y solían iniciarse las competiciones entre los carros que resultaban enojosas para la mayoría, quien “premiaba” a los pretenciosos “valentones” con abucheos merecidos por sus ridículas “gestas” en adelantamientos peligrosos.

En la explanada existente junto a la Ermita (hoy ya totalmente cambiado) se iba a formar, con los carros alineados uno al lado del otro y dispuestos en círculo, la llamada “rueda” integrada por varias filas. Las mulas eran desenganchadas del carro y atadas al mismo, donde permanecerían con sosiego afanadas con sus “cebaderas”.

Resultaban atractivos los puestos de juguetes que entonces se instalaban formando un paseo desde la puerta del templo hasta la primera fila de la rueda, y cuyos artículos llamativos, chocantes y espléndidos nos hacían despertar ilusiones a los más pequeños.

El comienzo de la Procesión provocaba una gran algarabía entre los padres que se apretaban y pisaban para subir “en las andas” a los niños. La presencia de la imagen del Cristo producía conmoción, año tras año, entre sus devotos, pues realmente su larga y oscura cabellera, su túnica granate, sus ojos hendidos y su faz morena, pobre y misteriosa, contrastaba con la luz y la alegría imperante entre los romeros congregados, y solía embargarte una sensación que parecía hacer encogerse el alma y exaltarse el corazón. La marcha tambaleante de la figura del Cristo era acompasada por el vaivén de los grandes racimos de uvas colgantes de la Cruz, y se iba abriendo paso, alrededor de la Ermita, a los sones de las jotas entonadas por “Los Valientes” de la Nava y bailadas por la gente que pugnaba, con garbo, contra los cardos y la arena que plagaban el recorrido.

A la sombra del carro, sobre las mantas tendidas en el suelo, y sentados en los costales rellenos de paja, íbamos a dar buena cuenta de los sabrosos guisos que la víspera habían cocinado con esmero nuestras madres, ya sabedoras del incremento de apetito que producía el aire del campo.

Tras la comida los muchachos nos volvíamos a reunir y bajábamos al Río que allí hace una hondonada llena de álamos, chopos, moreras y zarzas, donde visitábamos el manantial natural conocido como La Manotera con cuyo pequeño chorro nos refrescábamos y aminorábamos el adormecimiento propio de la hora de la siesta.

A media tarde despedíamos al Cristo y se daba inicio a la corta, pero concurrida, verbena que era el preludio de la vuelta a casa y el dejar en solitario a los santaneros con el Cristo, pues se trataba de evitar la noche y el camino de vuelta era largo.

En aquellos años eran pocas las familias de mi pueblo que acudían a la romería, pero solían ser fijas. Existía una costumbre, que nunca supe su finalidad real, que era el prender, por los que no acudían al Cristo, unas “chisqueras” u hogueras en mitad del camino para impedir el paso de los romeros que regresaban. No tengo ningún pesar por no haber asistido nunca a dicha “diversión” tan extravagante y absurda.

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Generalmente unos días después del Cristo empezaba el período lectivo lo que suponía el fin de tan largas vacaciones y el regreso al internado del Colegio.

V. La despiadada emigración.

El inglés Ravenstein estudió los movimientos migratorios en Inglaterra a finales del siglo XIX y estableció la conocida “Push Pull Theory” o la “Teoría de la Expulsión – Atracción” según la cual se afirma que los individuos se desplazan de su lugar de origen, bien porque se ven “expulsados”del mismo, bien porque se sienten “atraídos”por otro lugar.

En este sentido, y según se deja entrever, aunque no se diga, en los relatos expuestos con anterioridad, el nivel de vida existente en Constanzana y en toda la comarca morañega, estaba lejos de ser boyante y placentero para la mayoría de las familias que, dedicadas en cuerpo y alma a la agricultura o a la ganadería, no veían grandes recompensas al esfuerzo de su trabajo. La abundancia de la oferta de mano de obra producida por la proliferación de familias cargadas de hijos (familias numerosas) no estaba siendo compensada con la creación de nuevos puestos de trabajo que fueran sustituyendo a los que se iban destruyendo con el avance y el lento progreso de la mecanización en la agricultura, sobre todo con la aparición del tractor que constituyó el hito más importante en esa tecnificación.

Por otro lado, la firma de los Tratados de Roma y el Tratado de la C.E.C.A. por algunos países europeos, supuso un gran avance en la economía de estos países que reclamaban para sus industrias mano de obra suficiente para colmar sus objetivos de desarrollo, y veían cómo los países no firmantes, entre ellos España, quedaban en la estacada económica y sin esperanza en su próximo porvenir.

Por último, y lo más importante, el inicio de la revolución industrial española producida a mediados de los años sesenta dio paso al fenómeno llamado de la urbanización, que llevó consigo el “éxodo rural” y el cambio desde una España predominantemente rural a una España predominantemente urbana.

Todas estas circunstancias y otras que serían específicas de cada persona o situación familiar y que sería incorrecto e innecesario describir e indagar, iban a ser las que, de manera lenta pero constante, procederían a despoblar hasta límites insospechados la comarca en la que se adscribe Constanzana.

Efectivamente, ya a principios de los años sesenta, cuando yo finalizaba mis iniciales estudios en Ávila, cada vez que acudía al pueblo en uno de esos periodos de vacaciones descritos, se notaba y contaba la ausencia, por su marcha, de alguna familia o de personas aisladas, especialmente jóvenes integrantes de familias que, por el momento, quedaban en el pueblo. En esos primeros años de la década de los sesenta, estas emigraciones eran muy

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escasas y las más destacadas eran las producidas a Europa, consecuencia del despertar económico producido en Alemania, Francia, Italia, Luxemburgo, Holanda y Bélgica, además de Suiza que siempre fue país receptor de emigrantes.

Mayor importancia tuvieron las emigraciones producidas posteriormente, a mediados de los años sesenta, a los centros industriales de ciudades como Madrid y Barcelona, que iban a absorber la mano de obra de gran parte de la población rural española y que iban a dar lugar a lo que se ha dado en llamar “el éxodo rural” por el cual una gran parte de la población rural abandonó el campo para trasladarse a la ciudad. Este movimiento migratorio, sí resultó decisivo en el acontecer demográfico de Constanzana que vio decrecer considerablemente sus vecinos en escaso periodo de tiempo.

A pesar de la “atracción” que podía ejercer la floreciente industria española, Constanzana aguantó con decencia los primeros envites, arropada en la esperanza que podía generar la implantación del regadío, pero el camino emigratorio iniciado en la segunda mitad de los años sesenta ha continuado su ritmo, en unas u otras formas, y ha seguido atacando en forma continua a su escasa población actual.

Seguramente una gran parte de esas personas que, por unas u otras causas, abandonaron su cuna natal sintieron, en alguna ocasión, esas sensaciones nostálgicas propias de todo bien nacido que deja atrás el entorno de su infancia y en el que convivieron, más o menos tiempo, en unión de sus ascendientes o descendientes, según el caso. Quizás a más de uno le haya producido recato el reconocerlo, e incluso le pasara silenciosa la fase en la que el maldito desarraigo vence al natural dictado de las entrañas.

Puede que, hace unos años, la distancia fuese obstáculo importante en la evitación del temido desarraigo; sin embargo, actualmente con la universalidad de las comunicaciones y el avance de la información esas barreras sean mucho menores, y como decía Mac Luhan hoy el mundo es una “aldea global”, y más teniendo en cuenta que la emigración de Constanzana fue eminentemente nacional y cualquier punto de España hoy en día está “al tiro de una piedra”. Deseo que todos ellos, repartidos probablemente por las diecisiete Comunidades Autónomas de España, se hayan integrado en los diferentes lugares de destino, como a todos nos corresponde, y que todo el bienestar del mundo nos sea repartido por igual para continuar con fortaleza seguir siendo embajadores de nuestra humilde, pero excepcional cuna.

VI. Epílogo.

España, como país por el que han pasado numerosas y variopintas civilizaciones, es un Estado muy diverso, plural y rico en los vestigios arquitectónicos dejados por aquéllas. Por eso, en nuestros viajes a lo largo y ancho de la “piel de toro” vamos descubriendo año a año, periodo a periodo, esa multiplicidad de monumentos e insignes obras que nos muestran el buen gusto y las artes de nuestros antiguos predecesores, y nos quedamos con el gesto boquiabierto ante la belleza de tantos monumentos y obras de arte existentes en las diferentes ciudades y comarcas nacionales. -24-

Realmente me sería difícil destacar alguno de ellos, dada mi pasión especial por el arte y la cultura de todo tipo: arquitectura, escultura, pintura, música, literatura,… Yo diría que adoro todo lo bello, y, por supuesto, los árboles, las plantas y sus flores y sus frutos.

Por lo que respecta a los monumentos, realmente creo que he visitado los más importantes y significativos de España, desde Granada a Pamplona; desde Valencia a La Coruña; desde Gerona a Toledo; desde Palma de Mallorca a Burgos; desde León a Jaén; desde Pontevedra a Castellón; desde Tenerife a Tarragona; desde Vitoria a Oviedo; desde Los Pirineos a Sierra Nevada,…En fin, trazando todas las líneas turísticas que imaginariamente queramos delinear. Creo que todos irradian arte por doquier, y establecer jerarquía entre ellos me sabría a sacrilegio. Sin embargo, creo que a pesar de todo, mi predilección es rotunda “Mis Murallas de Ávila”.

El recinto amurallado de Ávila es uno de los testimonios más reveladores de la repoblación de la zona o de la capital de Ávila llevada a cabo en los años siguientes a la reconquista de Toledo (1.085). Constituye el perímetro (rectangular) más completo del Medievo español, con sus 2.500 metros de largo y unos doce metros de altura media, en el que sobresalen sobremanera por su perfección, belleza y simplicidad sus numerosos torreones semicirculares y sus puertas de acceso que exhiben con orgullo su sencilla elegancia, no sólo en horas diurnas sino también y especialmente en las nocturnas donde la iluminación hace resaltar su encanto casi natural. En el sector oriental se levanta la más fuerte de sus torres, el Cimorro, que es el ábside de la Catedral incorporado al recinto.

Las puertas de las murallas eran el único lugar que permitía el paso al interior del espacio cerrado. Las murallas de Ávila, tiene numerosas y bellas puertas, entre las que sobresale la que llamábamos el Arco de San Vicente, para mí magistral; la Puerta del Mercado Grande o Plaza de Santa Teresa; la Puerta del Rastro, la de la Santa, el Arco de la Cárcel, y el Arco del Puente del Adaja. Creo que he enumerado todas, aunque de todas las maneras no recuerdo más.

Esta admiración por las Murallas de Ávila es lo que me imbuyó el título del presente artículo, en el que para explicar las vivencias de mi infancia en mi lugar de nacimiento, he utilizado el artilugio de enfrentar irónicamente las dos cosas que me son más emotivas: Por un lado, Constanzana, mi pueblo y lo que representa como símbolo, y por otro, las Murallas de Ávila y lo que representan, para mí, como elección.

Don Rafael Mendizábal, Presidente de la Audiencia Nacional y años después Presidente del Tribunal Supremo, al que tuve de profesor en asignaturas de segundo y quinto curso de mi Licenciatura de Derecho, solía reiterarnos que, en el aspecto jurídico, era fundamental la interpretación de lo quiere decir la ley, de lo que quiere expresar la norma. Y solía añadir, en plan socarrón: “Pero también el interpretar lo que pretenden o quieren decir las personas”. Por eso, en este aspecto, quisiera destacar que mis únicos objetivos, al escribir o relatar estas experiencias personales de la infancia, es distraer e informar a quienes sentimentalmente puedan estar más próximos a mi persona, por haber nacido, vivido o ser

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descendientes en algún modo de mi pueblo natal o conexionados con lugares similares a aquél, y que, por consiguiente, puedan tener algún interés en conocer o recordar situaciones anteriores referidas a ese medio ambiente. Igualmente tendrían por finalidad el poner de manifiesto, también aquí en estos humildes pueblos morañegos, el éxito del hombre como especie, fundamentado en su capacidad intelectiva que le permite la transmisión de generación en generación de la cultura aprendida, pues, sin duda, el progreso y avance conseguidos en nuestra sociedad son notorios y las diferencias entre situaciones temporales son abismales, con el débito importante de la despoblación rural.

No quisiera dejar sin resaltar la trascendencia, en el acontecer de Constanzana, de la generación que me precedió, para reconocer a ese grupo numeroso de matrimonios y de personas que fueron nuestros padres, abuelos o bisabuelos (según el caso) y que, con la larga carga de penurias, necesidades y falta de recursos que padecieron, fueron capaces de extender la alegría y la dignidad entre nosotros con sus esfuerzos, dedicación y valentía.

Todos ellos, la mayoría cargados de hijos, se convirtieron en guardianes de nuestra felicidad y se hicieron merecedores de un verdadero homenaje, por supuesto, mucho más meritorio de los que hoy proliferan a tantas y tantas personas que sólo hicieron “nada”. Yo, por mi cuenta, ya les llevo incluidos en mi particular Cuadro de Honor, ubicado en lo más profundo de mi corazón, allí donde se refuerzan los sentimientos y se diluyen las maldades. Pero para todos, a los pocos que viven y a los muchos que ya murieron, se me dispara una pregunta, que ellos entenderán, y que de mi mente fluye a borbotones: ¿Cómo pudisteis darnos tanto sin tener vosotros nada?

Por último, quisiera cerrar los ojos, apretar los párpados y tener un sueño irrealizable. Observaría la concentración en la plaza del pueblo de todas y todos los constanzanenses, ¿o constanzaneros?, en unión de sus consanguíneos o afines, en una noche cálida, pero dulce, de San Pedro, en la que tras bailar un pasodoble, como sólo lo saben bailar las mujeres y los hombres de mi tierra, y con una copa de champán en la mano, brindásemos unidos en un solo grito, tan fuerte, que rebotase en las Murallas de Ávila y mandase su eco a nuestra sobria, vigilante y sufrida Torre, con el lema: ¡VIVA CONSTANZANA!

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