Geometrías del Poder: Lógicas y retóricas de una ciencia del territorio

Carlos Reynoso UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES1 http://carlosreynoso.com.ar [email protected] Versión 08.12 – Agosto de 2021

Ilustración de portada – Copia inglesa de un mapa Catawba en piel de venado, ca. 1721. Original presentado a Francis Nicholson, gobernador de Carolina del Sur en 1720. Los Catawba mismos son los del círculo denominado Nasaw, ubicado en el centro geométrico. Biblioteca del Congreso, Washington DC, Dominio Público. https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Indians:NW_of_South_Carolina.jpg. Basado en Gregory Waselkov (1989: 435-502, esp. 470).

1 Los aspectos técnicos de este trabajo se desarrollaron con recursos de los proyectos “Redes dinámicas y modelización en antropología – Nuevas vislumbres teóricas y su impacto en las prácticas”, UBACYT 20020130100662 (Programación Científica 2014-2017/2018) y “Dilemas y nuevas perspectivas de la comparación de redes sociales en Antropología”, UBACYT 20020170100703BA (Programación cien- tífica 2018-2020).

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0. Introducción: Las primeras Geometrías del Poder, literalmente

Precisamente porque el espacio se ha convertido en un anhelo de nuestro tiempo ... seduce incluso a los estudiosos a preferir el lema "espacio" para explicar y cubrirlo todo. ... La gente se ha satisfecho dema- siado fácilmente con los slogans sobre el poder que se encuentra en un espacio, o que emana de él, o so- bre la estrechez del espacio, la dominación del espa- cio, la magia del espacio. Walter Christaller según David Blackbourn (2006: 248), tomado de Hans-Dietrich Schultz (1980: 226-227).

0.1 – Genealogía y Arqueología de las Geometrías del Poder

En este libro se examinarán los principales acontecimientos que tuvieron lugar, que lo siguen teniendo y que sin duda lo tendrán en el futuro en torno de la idea de geometría del poder (en lo sucesivo, GP), un concepto que se fue articulando en un puñado de disciplinas endémicamente mal comunicadas entre sí y sometidas a una sucesión de mo- das epistémicas de impacto fluctuante, pero que en tiempos recientes goza de un percep- tible empuje en el mercado conceptual de las ciencias sociales o humanas por razones que distan de estar claras y que nunca son las mismas para cada opinador. Aquí pro- pongo entonces examinar la idea desde una perspectiva antropológica y en relación con problemáticas territoriales en una variedad de contextos para tratar de aquilatar su valor en la teoría y en la práctica a través de los casos y los contextos, a fin de deslindar si se albergan en ella los instrumentos fructuosos que se nos dice o si se trata de un enésimo retorno, con leves retoques, de un género metanarrativo agotado hace tiempo pero que cada tanto insiste en ofrecernos más de lo mismo y en encerrarse (o encerrarnos) en confrontaciones que ya han superado el término de su vida útil: la discusión inconclu- yente, narcótica y filosóficamente infecunda en torno de la primacía del espacio o del lugar, o sobre la precedencia del tiempo o del espacio, o sobre la prioridad de lo espacial o lo social, o sobre la dicotomía entre la revolución cuantitativa y el giro cualitativo de turno, todo ello acompañando a la clausura conceptual de las disciplinas sobre sí mis- mas, a la exacerbación del culto a personalidades que han dejado de ser creíbles, a la presión para sumarnos a discursos únicos y bogas teóricas que hoy al fin se saben efí- meras y para resignarnos al conformismo sancionado por la comunidad intelectual ante la declinación de las teorías ligadas a prácticas transformadoras y a tácticas de verda- dera resistencia. Una importante fuente de problemas para la GP es que lo que usualmente se entiende como tal es un cuerpo teórico heteróclito de límites difusos, de definición catacrética y de prestaciones polimorfas. No hay –como sí lo hay en el marxismo– un libreto previo al cual atenerse; cada quien está librado a su suerte, aunque los que tienen una trayec-

2 toria recorrida deben responder con cierta coherencia a los personajes que fueron com- poniendo. Pero a despecho de los amaneramientos intelectuales, de las encerronas auto- destructivas y de las retóricas inconcluyentes en las que el círculo rojo de las GPs do- minantes se enreda cada tantos años, ella no ha sido sólo una práctica académica occi- dental de un formato proclive a reprimendas de pedagogía moral y a consignas de pro- nunciamiento (pos)ideológico de prioridad palpablemente modesta ( for space!, geogra- phy matters!...) sino que es también una forma de organización gráfica y espacial del conocimiento que seguramente (y en algunas variantes) tiene algo para ofrecer. Es, ade- más, como habría dicho el geógrafo espacial , una fuente potencial de modelos de y para la lucha política, aunque ahora se revele que las tendencias que hace algunas décadas se creían progresistas y contrarias a los poderes hegemónicos se han ido inclinando hacia posturas cada vez más conservadoras, estetizantes y neoliberales a medida que el tiempo corre y el temple se doblega (Lacoste 1965; 1976; 2014 [1976]; Gentelle 2004; Zamora 2014b; 2019). Sintomáticamente, los marcos conceptuales que se han preciado de conocer mejor los resortes del poder y que se han embanderado detrás de una filosofía concentrada en ello distan de haber desarrollado metodologías, tácticas y estrategias concretas de resistencia susceptibles de modificar el estado de co- sas y hasta carecen de unos cuantos conceptos (ya veremos de cuáles) que surgieron en contextos, enclaves, corrientes teóricas, prácticas y disciplinas que han definido temá- ticas que pasan muy lejos de los asuntos que la geometría del espacio reclama como propios el día de hoy (Lacoste 1976; Friedman 1992; Calvès 2009; Cheater 1999: 1; Zimmerman 2000; Narayan-Parker 2002; 2005; Parpart, Rai y Staudt 2006). Hay muchas GPs, además, antes que una sola, y hay asimismo unas cuantas gemas me- todológicas que tocará recuperar ocultas entre los callejones sin salida, los pronuncia- mientos de propaganda, las tácticas de conveniencia y los laberintos retóricos en que se han complicado los geógrafos y los especialistas de variadas vertientes teóricas y espa- cios disciplinares. Sucede a veces que formulaciones por demás rutinarias pasan por momentos de intensa inspiración, y también a la inversa. Tanto las teorías como los li- neamientos prácticos emanados de las diversas GPs, por añadidura, son susceptibles de encontrarse en otras epistemes, en múltiples sistemas de estratos, espacios, lugares, lo- caciones, territorios y coordenadas en los más distintos contextos culturales y a muy distintas escalas. Estamos lejos de saber cuántas son las GPs que hay o que es posible que haya en el orden global y cuál es la configuración precisa de sus tipologías diferenciales. Eso es al menos lo que trasunta como corolario la imagen de la portada, una estilización geométrica de un mapa regional que se usó tres siglos atrás como instrumento iconoló- gico de persuación y de reafirmación cultural (más que como soporte informativo) en un juego simbólico y deíctico de poder territorial entre sociedades confrontadas y concebi- das como curvilíneas y centrales las más próximas y afines, y como ortogonales, rectilí- neas y periféricas las más diferentes y hostiles entre sí (Waselkov 1989: 470; Lewis 1998: lám. §4). Pocas de las GPs de inclinación discusiva de la academia occidental cultivan iconologías de este carácter. Otras GPs que revisaremos en el cuerpo de este libro se manifiestan de muy otras maneras, algunas de ellas sólo muy leve o circunstan- 3 cialmente geométrica (cf. fig. 01, 0.2, 0.3, 5.1, etc.). No todas las GPs que existen, por otra parte, poseen una iconología articulada o son capaces de estimular un régimen de representación imaginativa –en el sentido estricto de las palabras– capaz de definir el estilo de su geometría. Algunas GPs de las que se encuentran mejor posicionadas en el favor del público se dirían que son geométricamente vacías, logocéntricas, verbosas, iconoclastas, carentes de una imaginería reconocible. Esa circunstancia, al lado de los sucesivos giros y corrimientos de mira y de los recursos performativos que se han multiplicado en lo que va del siglo XXI, demuestra que a tra- vés de las épocas, las modas y las culturas ha habido y todavía hay un número indefini- do de GPs aparte de las que oficialmente llevan ese nombre o de las que consentimos en reconocer como de nuestra incumbencia. Algunos creadores (William Bunge es el pri- mero que se me ocurre) se expresan más a través de una signatura iconológica que me- diante un estilo literario. Hay además geometrías donde menos se las espera o donde hasta no hace mucho se hablaba de esquemas, patterns, sistemas, modelos, espacios, configuraciones, topologías, estructuras, rizomas, campos. Todo el tiempo formulacio- nes teóricas y prácticas espaciales que no pasaban por ser geométricas y no parecían te- ner el poder en su agenda se revelan GPs cuando se las contempla desde ciertas coor- denadas o se las contrasta con otras posturas más o menos explícitas a ese respecto. Hoy se diría que están surgiendo geometrías por todas partes. Uno se pregunta si al lado de las búsquedas legítimas no hay, inconscientemente al menos, un guiño hipócrita es- condido en esta empresa, una falla constitutiva que habría enervado a Spinoza, un sub- terfugio consistente en alentar paradigmas refractarios a todo indicio de métrica, de objetivismo y de axiomaticidad y que no obstante eso pretenden encarnar rigores y gozar de un predicamento casi fundacional haciéndose llamar geometrías, una denomi- nación que hoy tiene el lustre que en los años 60 y con el estructuralismo en el cenit ostentaban, digamos, el álgebra y la topología. Mientras que las aritméticas y el cálculo suscitan resquemores en no pocas de las ciencias nuestras que se imaginan, se pretenden o se resignan a ser blandas, ni el más fiero de los irracionalistas (a pesar de los dos si- glos consecutivos de mala prensa del modelo de Euclides) pondría en duda la belleza, el valor y la fuerza de las geometrías, menos todavía de las geometrías que han ganado fama de disidentes: alternativas, étnicas, diferenciales, fractales, monstruosas, hiperbó- licas, aperiódicas, revolucionarias, libertarias, no arquimedianas, no cartesianas, no pla- tónicas, no euclideanas (cf. Reynoso 2019c). Lástima grande, las más entre las autode- nominadas geometrías del poder no sacan ningún jugo de estas alternativas de lo imagi- nable. El enclave preciso en que se sitúa el punto de mira y los términos de la interpelación a emprender en este libro se entenderán mejor si se complementa su lectura con la de otros textos que fuimos desarrollando en paralelo y en los que abordamos otras geome- trías y espacialidades de interés geográfico y antropológico. Éstas han sido sucesiva- mente (a) la geometría fractal y multifractal como correlato de posibles concepciones alternativas complejas y no lineales del espacio, la forma y la (auto)similitud en dis- tintas sociedades; (b) la etnogeometría como manifestación cognitivamente pautada pre-

4 sente en las prácticas de la virtual totalidad de las culturas y vuelta a usar como herra- mienta identitaria en proyectos pedagógicos de empoderamiento y emancipación; (c) las modalidades transdisciplinarias de visualización, topología y análisis encarnadas en el campo de las redes sociales y la teoría de grafos como forma de representación figura- tiva y simbólica de las relaciones en general; (d ) las geometrías comparativas de curvas y superficies esféricas e hiperbólicas puestas a la luz por el trabajo convergente de las más diversas ciencias; (e) las geometrías axiales y convexas y los grafos justificados de la sintaxis que interpela el uso social del espacio; ( f ) los modelos geométricos y visua- les de representación de semejanzas y disimilitudes, comprendiendo desde el análisis multidimensional hasta el análisis de correspondencias múltiples de Pierre Bourdieu, pasando el análisis de componentes principales, las escalas de Guttman y el modelo de grilla y grupo reinventado por Mary Douglas y los especialistas en gestión de riesgo que siguen rindiendo a esta autora (poco frecuentada hoy en antropología sociocultural) un culto que se resiste a morir (cf. Reynoso 2010: cap. §3 y §5; 2011; 2019a: cap. §4; 2019b: cap. §6). Es como si hubiera entonces una multiplicidad de geometrías de la sociedad y de la cul- tura y como si todas ellas fueran en cierta forma geometrías en las que el poder, su distribución y su concentración distintiva ocupan enclaves y extensiones importantes y suministran eventualmente pautas, analogías y códigos para comprender, organizar y gestionar una multiplicidad de otros dominios. Tal diversidad de conceptos geométri- cos, por otra parte, coadyuva a imponer una cierta amplitud de criterios cuando se trata de ponderar si una determinada GP (la de Doreen Massey, o la de Paul Claval, o la de Claude Raffestin, o la que variopintas tribus de prosélitos le quieren endilgar a Michel Foucault) es o no es una geometría en algún sentido revelador y a la hora del balance determinar cuánto da y cuánto quita –técnica, académica y políticamente– que lo sea o no. Lo primero será entonces precisar el contexto. Aunque la expresión que denota ‘geometría del poder’ recién se consolidaría en el siglo que corre, es con el concepto de distancia social de Georg Simmel, acuñado hace no menos de 120 años, la idea con la que arranca una porción importante de las ciencias sociales sensibles a la espacialidad y la primera manifestación histórica de una sociolo- gía susceptible de interpretarse –como diría Spinoza– more geometrico: una aproxima- ción científica que se funda en un perspicuo componente de espacialidad, aunque éste sólo se haya escenificado a nivel discursivo y rara vez se lo haya articulado en el plano métrico, o se haya puesto acento en la representación gráfica o cartográfica, en la icono- grafía o la semiótica de la imagen o en la epistemología de la visualización (Simmel 1900; 1908; Spinoza 1980 [1677]; Viljanen 2011). Para quienes hemos trabajado largo tiempo en teoría de grafos y en el análisis de redes sociales y para quienes nos sentimos más alineados con un científico como Pierre Bour- dieu que con un filósofo como (pongamos) Michel Foucault, Simmel ha resultado ser un precursor de la sociología mucho más atinente, filoso y vital que, por ejemplo, otros candidatos a pioneros fundadores como Émile Durkheim, Max Weber o Gabriel Tarde. Unas cuantas entre las proliferantes intuiciones geométricas de Simmel son hoy reli-

5 quias del pasado pero otras dejaron una huella duradera aunque hoy poco visible. Lla- mativamente, las ideas que siguen vivas no son las de naturaleza “conceptual” (como él las llamaba) sino las de mayor potencial algorítmico, aunque su desarrollo en el conjun- to de la metodología simmeliana haya sido rudimentario para los criterios que hoy rigen en la vertiente dura de la grieta científica, escisión que ni remotamente pasa por la línea que separa las ciencias humanas de las ciencias naturales. Algunas de esas ideas de per- fil algorítmico son como secuencias procedimentales o estructuras de razonamientos ló- gicos (no siempre axiomáticos) pero algunas otras (por más que su métrica haya sido in- cipiente) son de carácter más netamente geométrico, imaginario o relacional, aunque Simmel rara vez cedió a la tentación diagramática o cuantitativa: no hay casi números en los alrededores de donde se encuentran esas nociones, y de los pocos que hay allí importa más, sin duda, su no-linealidad que su escala, su convexidad que su tamaño, su patrón de conjunto que su configuración puntual, sus cuencas de atracción que sus trayectorias exactas, sus pautas que conectan que sus rasgos inmanentes, su paridad o imparidad que su magnitud.2 Ahora bien, en la geometría en general, un campo multiforme, anidan algoritmos de las más variadas especies y de potencial heurístico casi inexplorado. Igual que sucede en o- tros ámbitos disciplinarios con los teoremas y las elaboraciones formales, los principios algorítmicos de la geometría tienden a viajar de una teoría a otra y de una a otra disci- plina, dominio semántico o aplicación, y en el camino se redefinen, se resemantizan, se sustituyen por otros más adecuados, se ajustan adaptativamente a ontologías, escalas y contextos específicos, se auto-corrigen merced a un trabajo colectivo convergente y abierto y se explotan desde ángulos imprevistos, mientras que a los discursos depen- dientes de objeto articulados en términos lingüísticos y aplicados por genios omnisa- pientes a dominios específicos, por sensitivos, “densos”, rizomáticos y expresivos que en ocasiones puedan resultar (y precisamente por eso), se distorsionan y se sesgan en cada paráfrasis, traducción o reaplicación que sufren (cuando no es que se calcifican o colapsan), ofrecen un rendimiento decreciente en cada repetición de la que son objeto y acaban saturados de retórica, embadurnados de eslóganes, atrapados en dialógicas y dia- lécticas de injurias que fingen ser debates, pasándose de moda y llevados por el viento. Dado que los algoritmos han sido siempre públicos y colectivos de origen (pues esa es su condición de supervivencia) y dado que las teorías se inclinan a ser cada vez más pri- vadas, personales y opacas, nada de todo esto debería extrañarnos.

2 Conviene relajar la exigencia de que una geometría deba ser imperiosamente métrica o numérica. A fin de cuentas, ninguno de los postulados euclideanos lo es. Una geometría no implica necesariamente arit- mética, ni tampoco cálculo y mucho menos estadística; de hecho, los modelos que se impulsaron durante la revolución cuantitativa en la geografía de los ‘50 y los ‘60 rara vez calificaron como modelos geométri- cos. Cuando en este libro llegue el momento de cuestionar a la geometría social de Donald Black o a la GP de Claude Raffestin o de Doreen Massey mi crítica no se basará en que ellas no son de carácter métri- co sino en la vaguedad de sus postulados relacionales y en el carácter figurativo y homuncular de su onto- logía, factores que han inhibido que se aplicaran en torno suyo herramientas de modelado conceptual, grá- fico, cronotópico, ritmanalítico o espacial a secas. Para una inspección rigurosa pero inteligible de la algorítmica, la teoría de grafos y la convexidad puede consultarse la introducción del hoy olvidado László Lóvász (1986), contemporáneo mío y alguna vez compañero de trabajo en Microsoft Research Center.

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Mis estudios críticos de la última docena de las teorías discursivas que han dominado el campo de las ciencias humanas y sociales a lo largo de cinco décadas (doctrinas en las que con la salvedad de las últimas dos o tres corrientes pocos estarían hoy dispuestos a embanderarse) no dejan lugar a muchas dudas. A medida que se alejan en el tiempo y al cabo de unos pocos años de fulgor, las teorías de tono verbal, una a una, pierden mo- mento y se van apagando, lenta pero incesantemente. Las dos últimas grandes modas globales de la antropología (el giro ontológico y el perspectivismo amazónico), sólo nombran al posmodernismo como referente histórico tildado por ellos mismos de “reac- cionario” o de “involuntariamente cómico”; esas últimas teorías también callan por completo los nombres de la fenomenología, del interaccionismo simbólico, de la etno- metodología, de la sociología del conocimiento, del giro hermenéutico, del poscolonia- lismo, de las estructuras disipativas, de la autopoiesis, del constructivismo radical, del pensamiento complejo moriniano, de la cibernética del observador, de la investigación social de segundo orden y de los estudios culturales cuya propaganda todavía resuena en los pasillos de la academia, en los suplementos culturales de los domingos o en los semilleros de pos-verdad de los congresos, pero cuyas usinas han dejado hace décadas de producir innovaciones y de cubrir las páginas de los journals mejor indexados. Es triste que así sea pero así es. Sus propias estrategias afines son las que más fuertemente proclaman su obsolescencia. Lo mismo sucede en los textos seminales del decolonialismo desde hace más de veinte años, ellos mismos prematuramente desempoderados ante el fiero embate del giro onto- lógico. En The darker side of the Renaissance: Literacy, territoriality and colonization del semiólogo argentino Walter Mignolo (1995), por ejemplo, escrito un cuarto de siglo atrás, no quedan rastros de la hermenéutica de Clifford Geertz, del simbolismo social de Mary Douglas, de la teoría frankfurtiana a la manera de Walter Benjamin, del marxismo estructural de Louis Althusser, de la antropología dialéctica norteamericana, de la etno- grafía experimental posmoderna, de las microsociologías fenomenológicas, de la rizo- mática deleuziana, de la deconstrucción, de la arqueología del saber o del giro espacial de Michel Foucault, por nombrar un puñado de templates teoréticos no muy alejados de su horizonte ideológico y que en épocas no muy distanciadas entre sí habrían sido de referencia inevitable. Las líneas de trabajo más dispuestas a mantener momentos algorítmicos y a poner el acento en ellos, en cambio, son decididamente más feas y más áridas pero más duras de matar y aunque muchas de ellas no vuelen muy alto encuentro que, con las excepciones del caso y aunque la escoria abunda, no se ponen tan huecas, tan obvias o tan repetitivas con el paso del tiempo. En las llamadas ciencias humanas ni todas las formulaciones discursivas incluyen algorítmicas ni existen algorítmicas puras; en algunas de aquellas ciencias el momento que más se aproxima a una algorítmica (la heterotopía foucaultia- na, el modelo enunciativo de la Arqueología del Saber, la descripción densa según Clifford Geertz, el análisis componencial de la antropología cognitiva, la fórmula canó- nica lévi-straussiana, la teoría cultural de grilla y grupo de Mary Douglas, el cronotopo de Mijail Bajtin, la multiplicidad riemanniana de Deleuze) es (como después tendremos ocasión de comprobar) de extrema vaguedad semántica, lo cual en una ciencia pródiga 7 en gestos retóricos no necesariamente opera en su detrimento. Pero mientras que a las algorítmicas genuinas siempre se las puede corregir un poco, algunas prosas que conten- gan momentos algorítmicos softcore como los descriptos se tornan incurables y no hay modo ni de conciliar las divergencias interpretativas que se desencadenan, ni de arre- glarlas cuando se descomponen, ni de evitar que se corran rumores de cancelación cuando se desprestigian, ni de inyectarles vida cuando se van muriendo, ni de asociarles técnicas de drill down que vuelen mucho más alto o que calen mucho más hondo de lo que lo hace el sentido común. En ocasiones, las formulaciones que conjugan lo discur- sivo y lo algorítmico tardan en revelar sus fallas. No hablo en abstracto. Más adelante (en el capítulo 3) veremos qué sucede, por ejemplo, cuando un sociólogo cuyos textos se leen hoy en día mucho más que los de Bourdieu descubre un día que el enunciado sociológico más exitoso que regaló a la profesión (y que en la GP más popular de todas nadie se abstiene de utilizar) puede haber sido en realidad la mayor metida de pata que él perpetró en su vida. Mientras que las algorítmicas se suelen integrar a los contextos teóricos más diversos, las formulaciones discursivas se identifican con la teoría y son interexcluyentes. En la geografía humana y en los estudios territoriales las algorítmicas se identifican con lo que el geógrafo Trevor Barnes llamaba “teorización epistemológica” mientras que las narrativas de tipo literario se engloban en el campo de la “teorización hermenéutica” (Barnes 2001: 546, 547). Mientras que incluso los conceptos más aparentemente im- prescindibles lexicalizados en la epistemología hermenéutica son tan fugaces como lo documentaba Foucault en Las Palabras y las Cosas (1966),3 las mejores entre las algo- rítmicas en general y las técnicas y prácticas geométricas en particular cuentan sus eda- des por décadas, siglos o milenios y se originan y manifiestan en gran número de cul- turas (cf. Reynoso 2006: cap. §5; 2018c; 2019c). Aunque varían según la perspectiva y la escala desde las cuales se las contempla, las algorítmicas bien construidas, por el con- trario (y aunque la replicación exacta de resultados y el acuerdo interpretativo han sido y siguen siendo una rareza), se encaminan a interpretaciones convergentes, no están aso- ciadas a ninguna corriente teórica en particular y (en tanto no presenten anomalías es- tructurales severas) pueden llegar a ser algo más perdurables. Son además, en los me- jores casos, susceptibles de desarrollarse y crecer más allá de la redundancia y la repe- tición y hasta de ejercer una saludable amnesia respecto del nombre de sus inventores particulares, los cuales en unos cuantos casos pueden ser más de uno o disolverse en el anonimato. Hay algunas algorítmicas tan exitosas que se han tornado inevitables a pesar de sus modalidades perversas, como la GP inherente a la teoría de los lugares centrales de Walter Christaller. Hay también algorítmicas fallidas en ciencias de la más variada

3 “[R]econforta y tranquiliza el pensar que el hombre es sólo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una forma nueva” (Foucault 1968 [1966]: 9). Esta frase sintetiza el antihumanismo que Foucault sentía com- partir con Lévi-Strauss, Lacan y Dumézil y que haría más explícito en la entrevista con Madeleine Chapsal el 16 de mayo de 1966: “Nuestra faena –decía entonces– es emanciparnos definitivamente del humanismo, y es en este sentido que nuestro trabajo es un trabajo político” (Foucault 1994d: 516).

8 dureza; algunas han sido fracasos estruendosos, como la ecuación psicológica de la con- ducta de Kurt Lewin, la teoría de catástrofes de René Thom, el análisis componencial, el modelo de energía orgásmica de Wilhelm Reich o (hay quien dice) la sociología del poder de Donald Black. Tras la fachada discursiva, la algorítmica latente en la obra de Georg Simmel ha sido en cambio ubicua, robusta y fructífera. De sus trabajos más plenamente relacionales, referi- dos a díadas, tríadas y tétradas y basados en nociones de distancia social se deriva tanto la teoría del equilibrio estructural de Fritz Heider [1896-1988] como la teoría de las coa- liciones en las tríadas de Theodore Caplow [1920-2015], así como un número crecido de microanalíticas reticulares, técnicas espaciotemporales y ritmanalíticas y (ahora) teo- rías de la anticipación que se multiplican cada año que pasa y de las que mucha gente cree, equivocadamente, que han sido invenciones de las cada vez peor llamadas ciencias duras (Heider 1958; Caplow 1974 [1968]; Zueva y Zuev 2015; Nadin 2015; 2016; Poli 2014; 2017; 2019). De esas analíticas se desprende a su vez el estudio de motivos y comunidades en las re- des que ha logrado trascender el campo de la sociología o la psicología social y ha pene- trado hasta la médula en la tecnología de las redes sociales y la teoría de grafos y en los microfundamentos matemáticos que las sustentan, así como en la tecnosfera atrapada en la cual transcurre buena parte de la vida que muchos de los occidentalizados vivimos cualquiera sea nuestro perfil existencial (Reynoso 2011: caps. 11 y 13; 2018: cap. 10; Cartwright y Harary 1956; Holland y Leinhardt 1979; L. C. Freeman 2004: 15-16, 30). Hoy en día ya no son las matemáticas las que imponen el límite, el horizonte y el rumbo a las búsquedas de la investigación social sino que son las metáforas desarrolladas en estas últimas y primordialmente las técnicas de grafos y redes las que definen los pro- blemas pendientes y aportan carradas de imágenes orientadoras y de metaheurísticas operativas a la tecnología, a la ciencia formal y a la vida cotidiana que discurre a muy pocos grados de separación de innumerables redes físicas y virtuales que constituyen el entramado de nuestras relaciones.4 Este es el nudo en el que habita lo más revolucio- nario y revulsivo de la transdisciplina. Lo que se está viviendo allí y ahora no es tanto efecto de la crisis de la representación o del declive de las ciencias sociales que preten- den foucaultianos, posmodernos y perspectivistas sino consecuencia, emanación y apo- teosis de sus algorítmicas escondidas y en estado de arte. Mientras la obra de otros precursores de las ciencias sociales sólo conserva un valor pa- trimonial progresivamente exiguo, el núcleo de las ideas relacionales y “geométricas” de Simmel (un autor considerado obsoleto en la antropología y en los estudios territoria- les) sobrevive en (y es vital para) la tecnología que usamos todos los días y a través de la cual somos a la vez usados, una tecnología sustentada por una auto-organización no

4 Una metaheurística es –si se me permite un desborde heterodoxo– un sistema simbólico de definiciones coordinativas que vincula una metáfora que mora en el registro imaginario con una algorítmica instru- mental que afecta al plano de lo real. Más adelante (pág. 141 y ss.) volveremos sobre esta definición axial.

9 lineal de férrea jerarquía y altísima complejidad aunque de apariencia engañosamente simple, monocorde y autosostenible. Si para algo han servido las geometrías subyacen- tes a la reticularidad ha sido para poner en evidencia que ninguna cosa es tan simple o tan compleja como parece, que todos los problemas más o menos tratables se resuelven o se aproximan a su resolución de manera indirecta y que (por tratarse de “problemas inversos”, en la terminología de Jacques Hadamard) existen innumerables formas alter- nativas de plantearlos y resolverlos, por lo que el dogmatismo teórico que se ha naturali- zado y tornado obligatorio en las ciencias sociales y humanas (y en el que todos –yo incluido– hemos incurrido alguna vez) dista de ser un artefacto infaliblemente prove- choso en la boîte à outils del investigador (Hadamard 1902; Pólya 1957). Por eso es que volveremos a ocuparnos de Simmel todas las veces que sea necesario, aunque no preci- samente aquí y ahora. Antes que surgiera la GP como concepto de las ciencias sociales hubo un llamado a la geometrización de la geografía en esas mismas precisas palabras a la que pocos historia- dores de esa disciplina prestaron atención. A mediados de los años sesenta Peter Hag- gett (1965) (el pionero de Bristol que impulsó el análisis de redes espaciales, la epide- miología geográfica y la hoy añosa Nueva Geografía), observando los hexágonos de Walter Christaller, las curvas de las costas marítimas de W. V. Lewis, la geometría multidimensional de Michael F. Dacey, las proyecciones cartográficas de William Brie- semeister, las topologías, grafos y redes de transporte de Karel J. Kansky [1918-2019], las superficies de erosión de la geomorfología de Sidney William Wooldridge [1900- 1963], los anacronismos dimensionales y alometrías de D’Arcy Wentworth Thompson [1860-1948] y las ondas de difusión de Torsten Hägerstrand llamó a recuperar “la olvi- dada tradición geométrica de la geografía” (cf. Werritty 2010: 231; Haggett 1994 [1983]; Wooldridge y Morgan 1937; Kansky 1963; Dacey 1966; Hägerstrand 1967; Morrill, Gail y Thrall 1988)5. El propio Haggett desarrolló plenamente ese enfoque al- gorítmico implementando modelos de análisis de redes espaciales que fueron cimiento para las tecnologías actuales complementarias a los Sistemas de Información Geográfi- ca. Haggett también desarrolló desde los años 80 a la fecha geometrías y redes de loca- ción que en el siglo que corre se demostraron esenciales en el modelado de la pandemia del COVID-19 y en la comprensión de los buenos y los malos usos de las retóricas que le competen (Haggett 2000; Cliff, Haggett y Smallman-Raynor 2004; Field 2020; Franchi-Pardo y otros 2020). Pero esas geometrías, lo mismo que los mapas axiales y convexos de la sintaxis espacial o que los mapas diagramáticos del norteamericano William Bunge, configuran un ca- pítulo de la geografía sustancialmente diferente a lo que poco después emergió como la GP, cuyas crónicas de flaca conciencia histórica y débil rigor metodológico nunca o rara vez se refirieron a esa experiencia casi medio siglo anterior, un episodio extrañamente

5 Cabe destacar que el llamamiento no prosperó y que Haggett (esta vez junto a Andrew Cliff y Allan Frey) eliminó el capítulo sobre “el olvido en que han caído los modelos geométricos” de la segunda edición de su Locational analysis… (Haggett y otros 1977: x) bajo pretexto de que el área había expe- rimentado un fuerte crecimiento y la convocatoria ya no era necesaria.

10 olvidado no obstante la relevancia que reviste y que ha vuelto a ponerse de manifiesto en estos días. En estos días, precisamente, muchas de las viejas geometrías que inquie- taban a Haggett se han reformulado como una nueva spatial science que discurre por un carril separado, con sus propios patriarcas, gurúes y tecnologías de excelencia, docu- mentadas en las infinitas colecciones de Springer Verlag pero sin plena visibilidad co- mo recurso público (Billinge, Gregory y Martin 1983; Morril 1983; Johnston 1997; 2020; Johnston y otr@s 2014a: 2014b; Gatrell y otros 2020). En esta tesitura ha ganado consenso la idea de que la geometría es algo así como el lenguaje de la nueva geografía (Bunge 1966; Harvey 1969; Johnston 2020). Para testear hipótesis geométricas se ha hecho costumbre explorar la literatura de las aplicaciones estadísticas de diversas disciplinas en busca de procedimientos relevantes, tales como el análisis de vecino más próximo para patrones de puntos, teoría de grafos para patrones de línea, modelos gravitacionales para flujos de migración y trend surface analysis para las dinámicas regionales (Johnston 2020). Pero aunque los métodos que podrían llamar- se geométricos florecieron aquí y allá de manera oportunista sólo raramente se pasó a la etapa más puramente geométrica que reclamaba Haggett, trasmutando las rutinas oca- sionales en métodos consolidados. En estas disciplinas sólo muy raramente se lleva el potencial disponible a su realización sustentable. No hay consecuentemente un método o conjunto de métodos asociados a la GP. Como tantas otras combinaciones de palabras y sintagmas posibles, la expresión ‘GP’ no es tampoco una marca registrada que se encuentre reglada por leyes de derecho de autor ni pertenece jurídicamente a una o a más disciplinas, o a la geografía en primer lugar. Se la ha usado, por ejemplo, para examinar la historia del castillo y la catedral de Kilkenny en Irlanda mediante un proceso de triangulación (Kearns 2012), para dar idea del rigor que acompaña a la filosofía de Baruch Spinoza (Viljanen 2011), para examinar el arte feminista de la artista polaca Zofia Kulik (Kowalczyk 1999) o para cimentar el ritma- nálisis derivado de la heterotopía de Henri Lefebvre (1996) la que acaba de resurgir viralizándose en no pocos ámbitos académicos y a la que más tarde interrogaremos con el detalle que haga falta (Henckel y otros 2013; Revol 2014; Mulíček, Osman y Seiden- glanz 2014; Osman, Seidenglanz y Mulíček 2016; Mulíček y Osman 2018; Gwiazd- zinski 2012; 2013a; 2013b; 2021). Los ejemplos podrían multiplicarse ad nauseam. Como suele suceder, hubo también momentos en los que la denominación de ‘GP’ se tornó improcedente y forzada. Ignoro por qué en algunos casos se habló de geometrías en vez de topologías, dispositivos, me- canismos, espacios o configuraciones del poder, o por qué no se habló de geometría cuando se manifestaban algunas que eran evidentes: pero así estamos y seguiremos es- tando, en un régimen de semánticas contaminadas y oblicuas, siempre ligeramente im- propias y perfectibles, como si hubieran sido personajes de locuacidad ingobernable o neologizadores crónicos como ciertos pos-estructuralistas los encargados de poner nom- bres a todo eso. Llamativamente, mientras que algunos pensadores se han pasado la vida negando pomposamente ser estructuralistas, pos-estructuralistas, antiestructuralistas, constructivistas o construccionistas (cf. Angermuller 2015; Berger 1992: 14 versus

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Massey 2005a),6 nadie se muestra ofendido cuando se le dice que una parte de su obra en la que se conjugan espacio y política califica como una GP. No toda la GP identificable como tal, empero, presta servicios de mensura o es tributaria del concepto de distancia social, por lo que vale la pena distinguir entre los distintos sig- nificados de la noción de distancia y estudiar las trayectorias de ambas series de ideacio- nes (geometrías y distancias) por separado. Y aquí es donde vamos al fin al grano, argu- mentando que la primera vez que la expresión ‘GP’ se muestra en público en un sentido parecido a alguno de los que hoy posee (aunque sin lograr perpetuarse en el nomencla- dor geográfico) es en Espace et Pouvoir, un trabajo de hace cuarenta y tres años del geógrafo económico francés Paul Claval [1932-] escrito en una lengua que quien pasa por ser la inventora de la idea (la británica Doreen Massey [1944-2016]) alegaba cono- cer, pero cuya literatura no solía frecuentar ni mencionar en sus bibliografías, insólita e inexplicadamente monolingües, escuálidas, selectivas y cerradas a pesar de las tempora- das de la autora en un puñado de países de América Latina (cf. Claval 1978 versus Massey 1993). Con todo, Doreen Massey es hoy y lo será por un tiempo, con justicia o sin ella (e independientemente de los altibajos de la experiencia con Chávez), la autora en la que el público y los medios piensan por defecto cuando de GP se trata. A lo que voy con estos circunloquios es a que algunos de los postulados de Claval (es- critos al menos quince años antes que Massey se aventurara en el terreno) son indiferen- ciables de similares apreciaciones de ella, una pensadora cuya chispa, carisma, don de gentes y buena voluntad aprecio enormemente pero cuyo predicamento en ciencias que tanto glorifican la originalidad me resulta inaudito en tanto que no hay en su obra mu- cho que pueda reputarse original y que (más allá del momento descriptivo) tenga visos de poder aplicarse para afrontar, iluminar y resolver problemas concretos de la vida so- cial, pues en una ciencia social de eso se trata. Ella ha tenido las mejores intenciones, a no dudarlo, y ha sabido comunicarse con una verba meliflua y una gracia atrapante; pero no me consta que haya sabido articular sus objetivos conceptuales con un rimero de datos de algún peso o con un dispositivo metodológico de alguna sistematicidad. Eso está por verse y lo veremos más adelante (pág. 71 y ss.). Es notable que Claval –todavía activo cuando este libro se comenzó a escribir– nunca reclamara la paternidad de la idea de GP. Claval ciertamente nombró a su colega man- cuniana un puñado de veces, pero por motivos circunstanciales o porque no hay casi nadie que alcanzara algún prestigio en la profesión a quien él no haya sentido la nece- sidad de nombrar (cf. Claval 2002: 35; 2005: 364 n14; 2007). Dado los textos que citó, él no pudo ignorar que ella reclamaba con alguna insistencia haber sido la inventora del concepto; pero entiendo que Claval no fue nunca la clase de profesional que gastara su tiempo y el nuestro hablando de sí mismo o enmendándole la plana a terceros, ni al- guien que se esforzara en silenciar el apellido de otros colegas cuando venían muy al

6 Existe acuerdo en que hay tres cosas que no hay ni puede haber apodícticamente en Francia en estado puro, y que ellas son  estudios culturales,  French Theory y  pos-estructuralismo (Starr 1995; Rey- noso 2000; Lotringer y Cohen 2001; Cusset 2005 [2003]: Angermuller 2015; Kauppi 1996; 2016).

12 caso, o alguien a quien sólo interesara la literatura escrita en la lengua de su provincia. Respecto de las ideas que ambos compartieron, aludiendo a todos pero sin nombrar a nadie escribía Claval: El enfoque cultural parte de una visión diferente de lo real [que descansaba en la idea de que la naturaleza y la sociedad son "datos" que el investigador no debe cuestionar]. [Aquel enfoque] rechaza la idea de que la naturaleza, la sociedad, la cultura o el espacio son identi- dades globales y homogéneas. Ese criterio nos hace descubrir el sentido que le dan los seres humanos a los decorados que los rodean y que, en gran medida, ellos han construido (Cla- val 2002: 21).

Amén de haber sido el iniciador absoluto de la expresión Claval me merece una breve referencia por haber sido impulsor de líneas de trabajo muy sólidas en geografía cogniti- va, en geografía cultural y en geografía regional, por haber puesto en valor la relevancia de la teoría de redes en los análisis espaciales décadas antes que el análisis de redes so- ciales y espaciales tomara impulso, por haber captado antes que ningún otro la extrema afinidad entre las redes y la geometría de los lugares centrales christallerianos y por im- pulsar la indagación de los vínculos entre geografía y poder en su “La géographie et les phénomènes de domination”, publicado nada menos que en la revista Espace Géogra- phique un par de años antes de acuñar la denominación de GP, aunque él mismo dejara de usar esta última con el correr del tiempo sin tampoco ofrecer razones que, pensán- dolo bien, habrían sido tan contingentes como la propia denominación (Claval 1973; 1976; 2001; 2003; 2005; 2006; Fall 2007). De hecho, nadie prestó atención a nada de esto, al extremo que no me consta que alguien haya remontado el rastreo de la denomi- nación inaugural de la GP hasta la copiosa obra de Claval antes que el presente libro comenzara a ser escrito alrededor del año 2017. La segunda vez que se usó la expresión ‘GP’ en una ocasión harto más exitosa (aunque todavía no reconocida en el mundo anglosajón como momento fundacional de la idea) parece que fue en un artículo del foucaultiano suizo Claude Raffestin [1936-], “Elé- ments pour une autre problématique en géographie politique”. Presuponiendo una espa- cialidad plana, lisa, lineal e isométrica escribía Raffestin: "El poder no se adquiere; se ejerce desde innumerables puntos" (Foucault 1976). Esta pro- puesta no solo es esencial sino también fundamental para el geógrafo porque permite visua- lizar sin espacialismo: estos puntos famosos constituyen un "campo" condicionado por la circulación de la energía y la información. De hecho, si hay ejercicio de poder, es éste el que controla la energía misma y en especial la información. Foucault postula así una geo- metría del poder cuyas referencias teóricas en el plano son estos innumerables puntos (Raffestin 1988: 280).

La palabra ‘geometría’ y sus derivados flexivos, sin embargo, no se encuentran en el texto de Foucault que Raffestin menciona y es muy improbable que se encuentren en lu- gar preminente en la obra foucaultiana publicada, en sus apuntes personales o en sus papeles inéditos, lo cual nos da una idea significativa de la naturaleza abstracta, anacró- nica y declamatoria de las imputaciones de espacialidad que se endosaron a Foucault sobre todo después de su muerte en 1984, cuando sus textos secundarios y apuntes pe- dagógicos comenzaron a multiplicarse y a aparecer aluvionalmente en prensa, superan-

13 do por mucho el volumen de su obra publicada en vida (cf. Crampton y Elden 2007; Philo 1992; 2012).7 La fidelidad filológica y la gestión de fuentes, como habremos de ver una y otra vez, no han sido puntos fuertes en la historiografía retrospectiva de las ciencias y las filosofías que lidian con el espacio, en especial cuando Foucault o alguien comparablemente polémico está de por medio o cuando hay conflictos de intereses entre las academias de distintas lenguas, disciplinas, orientaciones políticas, posicionamientos teoréticos y tradiciones intelectuales. Como fuere, seguiremos de cerca la concepción foucaultiana-raffestiniana de la géométrie du pouvoir en el capítulo correspondiente (pág. 183 y ss.). El hecho concreto es que la GP tardó en despegarse de la matriz de la geografía del po- der, aunque siempre quedó ligada al espacio, a la distancia o a sus respectivas represen- taciones gráficas o discursivas. En su libro más conocido, Pour une géographie du pou- voir, ocho años anterior a “Elements…” (traducido al italiano en 1981, al portugués en 1993 y al castellano en 2011, pero nunca al inglés, y casi 30 años anterior a la Geo- graphy of Power del radical inglés Richard Peet [2008]), Raffestin parece estar a punto de geometrizar el término cada tantas páginas, aunque sus referencias a geometrías terri- toriales son más bien de tono negativo, como cuando dice que [l]a geometría aparente de [Walter] Christaller y de [August] Lösch no es sino una modali- dad que permite la formulación fácil de una realidad compleja. Sin embargo, esta geometría es una ilusión que disimula la relación fundamental que se establece entre un lugar y una relación o, si se prefiere, una función. Los lugares centrales, como se les ha definido geo- métricamente, esconden una realidad más profunda: a saber, que son producto de la proba- bilidad diferencial de nudosidades humanas que hacen emerger una relación de poder con un lugar (Raffestin 2011 [1980]: 130).

En su musicalidad foucaultiana y en su imprecisión conceptual la última frase encubre una intencionalidad que se percibirá más congruentemente a medida que la narrativa más bien lineal que hoy pasa por ser la historia verdadera de las ciencias del espacio se vaya conociendo un poco mejor.

7 Sobre los usos concretos de la expresión “geometría” y sus derivados en la obra de Foucault véase pág. 153 más adelante.

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0.2 – La Teoría de los Lugares Centrales como Geometría Regional del Poder

Las aldeas judías se construyeron donde estaban las aldeas árabes. Ustedes no saben ni siquiera los nom- bres de esas aldeas árabes y no los culpo, porque esos libros de geografía ya no existen. No sólo los libros, las aldeas ya no están. Nahalal se estableció en el lugar de Mahalul, y Gvat en el lugar de Jibta, Sarid en el de Huneifis y Kar Yehoshua en el de Tel Shaman. No hay un solo lugar que se haya estable- cido en el área que no haya sido alguna vez un asen- tamiento árabe. Moshe Dayan Discurso en la Universidad de Technion, Haifa, 19 de marzo de 1969

Si hay algo que la geometría del alemán Walter Christaller [1893-1969] no fue, eso es, resueltamente, una ilusión, una mera apariencia, un simulacro. Ha sido y es, por el con- trario (echando mano de la nomenclatura que Clifford Geertz derivó del escocés Ken- neth Craik), un framework que brinda tanto un modelo de una distribución de ciudades en una región como un modelo para la organización del espacio territorial, un modelo espacial que está allí, ocupando precisamente un lugar central aunque se relaje su regu- laridad geométrica, se encubran su aristas prescriptivas y se eche mano de denominacio- nes sustitutas (Craik 1943; Geertz 1986 [1973]: 91). Hay que reconocer, empero, que la postura de Christaller ha sido objeto de un número sospechosamente alto de lecturas hi- percríticas engañosas o engañadas, hecho aparejado a una cifra también elevada de in- tentos de reivindicación, reinterpretaciones sesgadas, rechazos histéricos, canonizacio- nes, usos encubiertos y reciclados fragmentarios. Mientras que algunos profesionales calificados (como , el geógrafo británico/norteamericano de la revolución cuantitativa más citado durante un cuarto de siglo) hablan del “caso del modelo maltra- tado” y proporcionan referencias de aplicaciones exitosas, otros hacen referencia a las “falacias” que han florecido sin solución de continuidad a lo largo de 85 años tanto en la literatura derivada de Christaller como en la crítica del christallerismo (cf. Berry 1964; von Böventer 1969; Saey 1973; 1978; Nicolas 2009; 2015; Nicolas y Radeff 2002; Ra- deff 2012; Claval 2014: cap. 7.2 & 7.3; Radeff y Nicolas 2014; Van Meeteren y Poor- thuis 2018). La cuestión es bastante más complicada que eso. Dejemos entonces al mar- gen la GP de Raffestin (a la que volveremos a tratar más tarde [cap. §5.1]) y abordemos ya mismo el tratamiento de las múltiples geometrías jerárquicas de Christaller a las que muy pocos hasta hoy han visualizado como tales y tratado consecuentemente aunque su geometrismo sea conspicuo y sistemático. Lejos de poseer un estatuto imaginario, el modelo plasmado por Christaller en su diser- tación de doctorado Die zentralen Orte (1933a; 1941) –un texto jamás traducido al francés y al cual (por ende) Raffestin menciona y comenta pero nunca cita– fue total o parcialmente llevado a la práctica en una cifra que oscila entre unos cuantos cientos y unos pocos miles de veces. Sus procedimientos se convirtieron de hecho en tecnologías

15 urbanas, regionales o territoriales razonablemente sostenibles, algunas veces fallidas y ocasionalmente exitosas que se emplean todos los días sin que nadie se pregunte de dónde vienen, a quiénes se deben o a qué líneas de pensamiento o redes de poder resul- tan funcionales. Una bibliografía inabarcable que hace 40 años superaba los dos mil papers, libros y estudios de casos y que no ha hecho más que crecer y coagular casi como una ortodoxia de inesperada vigencia es, en todo caso, cualquier cosa excepto un indicador de un modelo que pueda reputarse obsoleto (v. gr. Beavon 1977: 3; Berry y Pred 1061; Claval 1966; 1973a; 2005). Mucho menos es, como se verá, una geometría pretérita, un evento histórico que ya no juega papel alguno en los juegos del poder que se mueven en la esfera global o que mueven sin más una parte del mundo. Éste es el momento entonces para caracterizar sucintamente las luces y las sombras de un proyec- to que fue la primera manifestación de una verdadera GP situada en las antípodas ideo- lógicas del modelo en el que acostumbramos pensar cuando se habla de tales menesteres y que fuera de Alemania recién sobrevino y se blanqueó décadas más tarde, bajo otras apariencias y enarbolando (tal como paso a describir) un signo político muy distinto.

Figura 0.1 – Diagramas de lugares centrales según Christaller (1933a; 1941) Arriba (Fig. 1): Sistema de Lugares Centrales según el principio de suministro. a) Trasmisión; b) Asignación; c) Tráfico. Abajo (Fig. 2). Sistema de lugares centrales según el principio de asignación administrativo. a) Asignación y Trasmisión; b) Tráfico. Si volvemos a la cita antedicha (pág. 14 más arriba), también resulta extraño que un au- tor tan comprometido políticamente como Raffestin deje en silencio, aborde superficial-

16 mente o ignore de plano el hecho de que Christaller fue no sólo posible miembro del partido nazi (y hasta posible aunque improbablemente un nazi de facto y quizá de iure) sino el geógrafo que llevó adelante un trabajo de aplicación de su famosa Teoría de los Lugares Centrales (TLC de aquí en más) en la Stabshauptamt Planung und Boden de las SS de Heinrich Himmler, planificando además o ayudando a planificar expresamente la reorganización poblacional de los territorios conquistados al Este de Alemania [Gene- ralplan Ost], lo que tras la invasión de 1939 significaba Polonia, con proyección a Rusia (Christaller 1933a; 1941a; 1941b). Nadie antes que él encarnó tan radicalmente la idea de un plan de ordenamiento territorial (POT), una nomenclatura surgida y siste- matizada en la Alemania nazi que (sin que se haya reflexionado mucho sobre ello) tipi- fica y vertebra con diferentes metodologías la geografía aplicada y la gestión espacial del territorio en la mayor parte del mundo habitado hasta el día de hoy. Aunque no han faltado autores prestigiosos, políticamente correctos y hasta bolchevi- ques, psicobolches, anarquistas y partisanos que lo defienden a capa y espada (Bunge 1977: 84; Hottes 1982; 1983; Tietze 2002) el hecho es que Christaller usó su TLC en consonancia con la planificación territorial del principio de liderazgo [Führerprinzip] del nacionalsocialismo (Fahlbusch, Rössler y Siegrist 1989a; 1989b; Rössler 1989; Robic 2001; Barnes 2012; Barnes y Minca 2013; Meusburger y otros 2015; Nicolas 2015; Michel 2016: 135, 138). Toda su terminología posee por ende un sello que no podría ser más normativo, jerárquico y autoritario. El hecho es también que la geometría de la TLC fue durante décadas (sin que nadie hurgara en sus condiciones de origen) la teoría formal por excelencia en la geografía regional, en la arqueología y la antropología urbana y en la gestión territorial de nada menos que los Estados Unidos, y ha sido el instrumento de preferencia en al menos tres clases divergentes de regímenes de poder (Hannerz 1980: 91-98). Nos dice Paul Claval: Incluso los modelos básicos (tales como la teoría del lugar central de Christaller) tienen di- ferentes interpretaciones: en la FRG [Alemania Occidental] es implícitamente un modelo de oferta orientado al consumidor, mientras que en la RDA se ha adaptado a la ideología de una sociedad orientada a la producción. En general, la geografía de la RDA se caracteriza por una terminología neo-positivista y neomarxista, mientras que al oeste de la Cortina de Hierro es una ideología de autoidentificación y conductismo (Johnston y Claval 2014 [1984]: 157).

Un elemento de juicio unánimemente descuidado por la bibliografía es lo que sucedió a los habitantes que habitaban el condado que Christaller diagramó en su mapa los efectos del desalojo y los planes de reasentamiento (cf. figura 0.3, pág. 45 más abajo). Pido al lector que observe un instante el diagrama autógrafo de Christaller y que considere que éste representa el escenario en el que sucedieron los siguientes hechos:8 El área se convirtió administrativamente en parte del Reichsgau Wartheland del Tercer Reich, dentro del distrito/condado (kreis) de Kutno. En diciembre de 1939, comenzó el re-

8 El texto siguiente fue entresacado y rearmado a partir de artículos de Wikipedia sobre Kutno, Warthegau y Reichsgau Wartheland intervenidos por quien esto escribe y combinado con datos de HolocaustRe- searchProject.org y otras fuentes de armado colectivo en el dominio público.

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asentamiento de acuerdo con las políticas raciales y étnicas nazis, que tenían como objetivo hacer que la población de la ciudad fuera puramente alemana. Las personas se vieron obli- gadas a abandonar sus casas temprano en la mañana con solo una hora de aviso y podían llevar sólo 50 kg de equipaje y una pequeña cantidad de dinero. El desplazamiento a me- nudo se llevaba a cabo con violencia. Las personas eran transportadas en camiones o vago- nes y luego en trenes sellados. El viaje duró hasta ocho días, en condiciones terribles. El 14 de abril de 1940, la mayoría de los profesores del distrito de Kutno fueron arrestados. […] Posteriormente, el 15 de junio de 1940, los alemanes deportaron 8.000 judíos al ghetto de Kutno. Toda el área de una antigua fábrica de azúcar ("Hortensja" o "Konstancja" según las fuentes) estaba rodeada por alambre de púas. El primer día, a los polacos se les prohibió abandonar sus casas, mientras que los judíos se vieron obligados a llevarse todas sus perte- nencias y proceder a cinco viviendas dentro de la fábrica. Soldados alemanes y miembros de las SS golpearon a los judíos que estaban en la calle. [...] En el año siguiente, 1941, de- bido a la sobrepoblación de personas reasentadas y las dificultades de transporte […] se fundó otro campo de concentración. Debido a las terribles condiciones en el campamento, unas 10 personas por día murieron de disentería. El 19 de marzo de 1942, el ghetto fue cerrado. Todos los judíos, en orden alfabético, fueron transportados a Koło y luego al cam- po de exterminio de Chełmno. Seis mil habitantes judíos de Kutno fueron asesinados allí, mientras que los ancianos que habían sido administradores del ghetto fueron asesinados en la misma ciudad de Kutno. Además, un campo de trabajos forzados operó en el área desde enero de 1942 hasta enero de 1945.

Es abusar de la credulidad del lector sugerir que Christaller no sabía nada de todo esto o que no se imaginara que en tiempos de conflicto una re-territorialización de gran escala implicaba una des-territorialización masiva previa. Sin embargo, el influyente geógrafo maldito William Wheeler Bunge [1928-2013] –reputado como el padre de la revolución cuantitativa en geografía, impulsor anarquista de las expediciones geográficas performa- tivas y geómetra del poder cuyas visicitudes iré narrando cuando haya ocasión– negaba que Christaller hubiera sido sido nazi en un paper titulado “Walter Christaller was not a Fascist” aduciendo (sarcásticamente, quiero creer) que fue un científico pionero y rigu- roso y se supone que los nazis detestaban los rigores de la ciencia y las exquisiteces de la razón. Contrariamente a eso, Bunge calificaba la contribución de Christaller como “el producto intelectual más refinado de la geografía”, una frase que –de cara a la barbarie de los acontecimientos– suena como un acto de chirriante provocación que a los que admiramos a Bunge siempre nos hizo ruido y al que nunca alcanzamos a digerir (Bunge 1968: 133; 1977; Goodchild 1962; Johnston y Sidaway 2016: 60, 65, 69, 72, 74, 90-91, 121; Benach 2017a; 2017b). Con las explicaciones que hay en el paper mencionado me temo que no alcanza. Como contra-argumento explícito al de esta perspectiva, en Les ennemis de Paris el geógrafo crítico Bernard Marchand desarrolla con precisión de detalle (y con la asisten- cia de la bibliografía más aguda, como el estudio de Bruno Wasser [1993]) los matices más finos de la postura ideológica de un personaje como Christaller y la forma en que su teoría se desenvolvió en la práctica, concretamente en el caso de Kutno. Escribe Mar- chand: Christaller, bien qu’il n’ait jamais été membre du parti nazi, ne pouvait manquer de s’inté- resser à ces concepts: il fut fortement influencé par le concept nazi de Volksgemeinschaft qui ajoutait à la «communauté» une valeur populaire et raciale (Fallbusch et alii, 1989b:

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125) dans le cadre des villages. Il collabora, entre 1935 et 1937, à la préparation d’un vaste atlas du Reich, puis devint directeur en 1939 de l’«Institut d’économie Communale» (Kom- munalwissenschaftinstitut) (cf. Fahlbusch et alii, 1989b, fort bien documenté).

Puede leerse el capítulo completo en línea (Marchand 2009: cap. La ville et l'État). No cabe duda que Christaller adoptó su TLC para esta línea específica de trabajos aplica- tivos en un documento altamente comprometedor que, por motivos que ignoro, escapó al protocolo de su propia destrucción (Christaller 1941a). Un investigador algo más tornadizo que Bunge, Richard E. Preston (1985), registraba por su parte todas las miserias que hacen al caso pero igualmente consideraba a Chris- taller un genio sub-valorado merecedor de apología y santificación. Wolf Tietze, editor fundador de la revista GeoJournal, sostenía que a partir de la década de los 60s la geo- grafía alemana “experimentó tendencias de harakiri autocrítico que hicieron que inclu- so los méritos de Christaller se pusieran en tela de juicio a raíz de diversos intentos de interpretar su teoría como modelo de planeamiento regional y ordenamiento del espa- cio”, titulación que utilizaba el propio Christaller (Tietze 2002: 338). Como ya he anti- cipado, el concepto de ordenamiento territorial o espacial [Raumordnung] que es inhe- rentemente autógrafo y recurrente en la obra de Christaller (1940; 1941b; 1950) pasó de algún modo al vocabulario de la gestión geográfica y de la burocracia administrativa de buena parte del mundo, América Latina inclusive. Los trabajos christallerianos de pos- guerra sobre ordenamiento territorial y gestión del espacio pasaron a ser parte de los materiales que se utilizan normalmente en planeamiento regional (Christaller 1957; 1965; Uhlmann 1979; Boesler 1982: 129-130; Berry 1988: 203-223; Gebhardt 1996; Bökeman 2015 [1982: 224, 257]; King 2020). Un problema adicional que confronta la coraza defensiva que se construyó alrededor de Christaller es que Trevor Barnes9 (2015) y otros colaboradores del libro de Paolo Giac- caria y Claudio Minca han documentado que el geógrafo efectivamente “se unió al par- tido nacionalsocialista en 1940”, utilizó terminología nazi y trabajó a las órdenes del archi-nazi Konrad Meyer-Hetling [1901-1973, NSDAP #908471 y SS #74695], a quien Christaller llamaba elogiosa y afectuosamente “el Padre del Planeamiento Regional”, con el objetivo de realizar tareas exhaustivamente documentadas de planeamiento de la región y ordenamiento espacial a fin de expulsar a polacos, judíos y a gitanos de aquí y

9 Aunque sus fuentes suelen ser más blandas y contemporizadoras, Trevor Barnes se me aparece por mo- mentos como el David Price de la geografía crítica, lo cual es por mi parte una especie de elogio. Price es, por si no se lo recuerda, el antropólogo que reveló los vínculos entre la antropología comparativa de Yale (de George P. Murdock para abajo) y las organizaciones más execrables del poder macartista (cf. Reyno- so 2019b). En materia geográfica, vale la pena recorrer los trabajos de Barnes, aunque más no sea como un antídoto saludable a la desconcertante idea de Michel Foucault según la cual no han habido polémicas sustantivas en el campo de la geografía. Lástima grande, en sus obras mayores Barnes ha prestado aten- ción acrítica a ciertas reelaboraciones terciarias de Kevin Hetherington (1997) sobre Foucault (pero no sobre Raffestin) y a rumias pos-políticas y autoindugentes de Bruno Latour sobre espacio y poder que me suenan particularmente oscurecedoras y vacías de referencias admisibles a los problemas más urgentes que enfrentan las ciencias sociales en general y las GPs en particular (cf. Barnes y Abrahamson 2017; Barnes y Shepard 2019).

19 de instalar austríacos y alemanes allá (Hottes 1983: 53; Preston 2009: 11; Schöning 2015; Christaller 1941a; 1941b; Michel 2016: 138). El mismo Preston que replica estos datos ha hecho un minucioso trabajo de hormiga sobre el desarrollo de los trabajos más burocráticos de Christaller en sus estudios comu- nitarios durante la guerra realizados en el RKFDV [Comisariado del Reich para la Con- solidación de la Nacionalidad Alemana] (cf. Fernández de Betoño 2018). En los reposi- torios en línea de la Biblioteca Nacional Alemana he localizado los registros de los trabajos christallerianos cuya existencia Tietze había tratado de negar (cf. además Koehl 1957).10 En el mismo año en que publicó su tesis (y omitiendo toda mención a la Te- rreur y a la guillotina) Christaller no tuvo mejor idea que escribir que [s]i el gobierno nacionalsocialista desea articular una nueva estructura del Reich y crear una estructura administrativa espacial y orgánica, entonces llevará a cabo una obra, guiada por el canciller Adolf Hitler, que [...] es sólo comparable a la transformación radical de Francia inmediatamente después de la revolución de 1789 (Christaller 1933b: 913; cf. Kegler 2010: 124).

Y en un ensayo titulado “Teoría y Ordenamiento del Espacio” [“Raumtheorie und Raumordnung”] agrega: [L]os ojos del pueblo alemán se abrieron después de la guerra perdida de 1914-1918: ¿cuánto vale el desarrollo y el progreso cuando el suelo se retira a la economía y cuando el espacio se vuelve demasiado estrecho para las personas, se pierde o se mutila? (Christaller 1941b: 117).

Cuando el hoy ignoto economista Friedrich Bülow censuró en el momento más pleno del Tercer Reich los trabajos de Christaller por ser a su juicio “demasiado teóricos”, Christaller (1941b) reaccionó incluyendo un plan de creación de una comunidad estruc- turada a la tradicional manera nazi (Volksgemeinschaft) como parte inconsútil de su a- parato conceptual. Este es un hecho que da que pensar. Ningún autor, sin embargo, pro- porciona el número de afiliación al partido nacionalsocialista de Christaller ni ese núme- ro se encuentra en las listas de miembros del partido hoy disponibles en línea, en los registros recientemente desclasificados en Bonn y Berlín, en los Bundesarchiv de Ko- blenz (esp. en los dossiers r49, r113 y r164) –el mayor repositorio en materia de geo- política nazi en general y sobre el geopolítico Karl Haushofer [1869-1946] en particu- lar– o en las mayores bibliotecas que he consultado o en las que sigo husmeando en lí- nea o en persona cada vez que se me presenta la ocasión (cf. Herwig 2016). Mechtild Rössler asevera que el número de pertenencia de Christaller al partido nazi es 8.375.670 y que él se afilió el 1° de julio de 1940, según lo asentado en el archivo per- sonal de Christaller en el Centro de Documentación de Berlín (Rössler 1989: 426 n17).

10 Puntualmente los etiquetados como “Propósito y preguntas básicas del Plano de Estructura del Reich tras la sugerencia del Dr. Walter Christaller” y el “Plan de reconstrucción en el antiguo Reich – Balance poblacional. Explicaciones del plan de distribución de la población del Dr. Walter Christaller”. Originalmente titulados “Zweck und Grundsatzfragen des Reichsgliederungsplanes nach dem Vorschlag von Dr. Walter Christaller” y “Umbauplanung im Altreich. Bevölkerungsbilanz. Erläuterungen zum Bevölkerungsverteilungsplan von Dr. Walter Christaller”, respecivamente, ambos de 1944.

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A pesar de las credenciales de Rössler (hoy una alta funcionaria de la UNESCO que cor- tó todo vínculo con sus investigaciones tempranas) estos datos no son de la mejor cali- dad; no he podido corroborarlos a partir de fuentes documentales confiables; no está tampoco claro a qué repartición de las muchas que se denominan Berliner Dokumenta- tionszentrum se refiere Rössler, ni cuál es el legajo personal de Christaller y dónde se encuentran los papeles, los microfilms o las fichas digitales que deberían existir sobre él. El número consignado no se encuentra en el rango usual de los registros del NSDAP o de las nóminas existentes en las capitales alemanas que estuvieron a mi alcance. Aun- que caben dudas de su oportunismo, de sus giros en redondo y de sus palabras untuosas, en torno al geógrafo circula todavía más calor que luz, un número desmedido de fake news y posverdades y mucha información contradictoria que se ha vuelto viral. De Konrad Meyer-Hetling, en cambio, se sabe que fue un agrónomo encargado del master plan de relocalización que derivó, con la inapreciable contribución de Christaller, en un plan para el desarraigo de innúmeras comunidades y en una agenda para la demolición de ciudades enteras (Giaccaria y Minca 2016: 9, 28, 199-217; Barnes y Minca 2013; Wardenga y otros 2011: 33).

CIUDADES AREAS TRIBUTARIAS CENTRAL PLACE Distancia Tamaño Población Población (Km.) (km2) Pueblo comercial (Marktort) 7 800 45 2.700 Pueblo central (Amtsort) 12 1.500 135 8.100 Asiento de condado (Kreisstadt) 21 3.500 400 24.000 Ciudad distrital (Bezirksstadt) 36 9.000 1.200 75.000 Pequeña capital de estado (Gaustadt) 62 27.000 3.600 225.000 Capital de provincia (Provinzhauptstadt) 108 90.000 10.800 675.000 Capital regional (Landeshauptstadt) 186 300.000 32.400 2.025.000 Tabla 0.1 – Tamaños y distancias en la héptuple jerarquía de lugares centrales. Basado en Christaller (1933a). Llamo la atención respecto de que estos hechos han permanecido tan ocultos por barre- ras lingüísticas, por sesgos políticos, por limitaciones técnicas y presupuestarias y por el aislamiento entre discipinas que en la rica y nutrida literatura sobre relocalización en la antropología de América Latina no se registra recuerdo de las prácticas de reasenta- miento y cambios forzosos articulados con arreglo al género de geometrías territoriales que Christaller llevó a su apoteosis, constituyéndose en un innombrado autor de refe- rencia para una multitud de proyectos en los países centrales y hasta en las periferias más recónditas del antes llamado Tercer Mundo. Ni los desarrollos ecuménicos de la TLC, ni Christaller, ni el Generalplan Ost, ni los planes de repoblamiento palestino en Israel (que después he de poner en foco) son mencionados en las bibliografías sobre re- localización comúnmente usadas en Argentina, Brasil y países circundantes ni siquiera como un horizonte de precedentes o como fuente de conceptos y métodos de relocaliza- ción a enriquecer, a superar, a contrastar, a corregir o a abandonar (cf. Scudder y Colson 1982; L. Bartolomé 1985; Lins Ribeiro 1985; Barabas y M. Bartolomé 1992). Lo mismo se aplica a la bibliografía antropológica o sociológica sobre el mismo tema escrita hacia la misma época o con posterioridad en otras partes del mundo y al propio

21 fondo bibliográfico utilizado por el Banco Mundial y otros organismos de financiación. En las circunstancias en que se hicieron esas investigaciones ese silencio era compren- sible debido a la falta de registros, a la inexistencia de motores de búsqueda, a las dife- rencias horarias entre las disciplinas y a las técnicas intencionalmente sesgadas de no- menclatura e indexación que se usaban a nivel planetario y que fueron comunes en Europa y en los Estados Unidos hasta después de la guerra fría. Ya entrado el siglo XXI un ocultamiento de semejante magnitud sería, estimo, más difícil de consumar.11 Hasta las décadas de 1980 y 1990 muchos de los proyectos de reasentamiento en muy gran escala acostumbraban ser fallidos, cuando no catastróficos. La crítica a los costos huma- nos y ambientales de esos proyectos era creciente hasta que estallaron los sonoros fra- casos de POLONOROESTE en Brasil (Wade 2016) y sobre todo el de Narmada Sardar Sarovar, en Gujarat, India, duramente cuestionados por Robert Wade (2021) y por el hoy asesor estrella del Banco Mundial, el antropólogo y sociólogo rumano-americano Michael (Mihail) Cernea, Premio Bronisław Malinowski 1995. Cernea fue quien logró, finalmente, que los proyectos de ese tipo concedieran a la gente precedencia absoluta [“Putting People First”] y que se colocaran en la órbita de la antropología aplicada, una idea acariciada primero que nadie en el contexto de los reasentamientos por el norte- americano Thayer Scudder y más hondamente por el argentino Leopoldo Bartolomé12 (1985: 10-11, 14, 18; Scudder 2005: 120-137; Catullo y Brites 2014; Koch-Weser y Guggenheim 2021; Wade 2021). Todavía en 1996, una década después de los trabajos de Bartolomé, David H. Bai de la Universidad de Alberta (revisando un libro de Cernea y Guggenheim sobre teoría de las aproximaciones antropológicas a las relocalizaciones) escribe que los procesos de reasentamiento han sido estudiados desde perspectivas físicas y económicas diversas excluyendo los acercamientos antropológicos y que ya es hora de dar la bienvenida a ese estudio innovador y esperar que las cosas también estén llamadas a cambiar para la propia antropología (Bai 1996; Cernea y Guggenheim 1996). Han habido por supuesto excepciones y al menos una de ellas es de veras sorprendente. Ocurre que ya en 1966-68 el geógrafo nigeriano Akin Mabogunje, galardonado con el codiciado premio Vautrin Lud de 2017, investigaba el impacto de la construcción del dique Kainji en Nigeria, recomendando medidas para aliviar el estrés de la población relocalizada que más tarde se volvieron canónicas en la literatura antropológica. En 1971 Mabogunje escribía un ensayo sobre la redistribución espacial de poblaciones

11 El antropólogo de referencia para el deslinde de estas manipulaciones sigue siendo David H. Price, de quien he tratado extensamente en mi estudio de las bases de datos antropológicas y de otras fuentes de in- formación masivas en el seno de la antropología comparativa (cf. Reynoso 2019b, disponible en línea). Véase Price (2003; 2004; 2008: 91-98; 2011a; 2011b; 2012: 2014; 2016). 12 Este mismo proceso de progresiva y creciente importancia de la antropología en esta clase de empren- dimientos se narra con otra periodización, otro nivel de detalle, otra perspectiva autoral y otros hitos defi- nitorios en un trabajo de Alejandro Balazote y Juan Carlos Radovich (2008), quienes compartieron diver- sos proyectos de relocalización con Bartolomé. Una visión más reciente con foco en otras latitudes y con otros protagonistas se refiere en el artículo de Robert Wade (2021) incluido en el libro de homenaje a Michael M. Cernea Social Development in The World Bank (Koch-Weser y Guggenheim 2021; véase también Wade 2016).

22 africanas. Su trabajo más conocido, Urbanization in Nigeria (1968), saludado como un refrescante logro antropológico por Hilda Kuper, utiliza sistemática y criticamente la TLC con énfasis en los conceptos christallerianos de rango y umbral y estrictamente aplicada a proyectos de urbanización y relocalización masiva (Cook 1999; Mabogunje 1968; 1971; 1985; 1990; 2010; Kuper 1970). Mabogunje alternó los métodos derivados de la TLC con una postura social moderadamente marxista, siendo el primero en sin- cerar la comunidad de miras y la convergencia de intereses entre la teoría regional de Christaller y los proyectos del Banco Mundial en la década de 1960 (Filani y Okafor 2006: 11). Mientras que el antropólogo Ulf Hannerz sostenía que los sistemas de luga- res centrales no siempre alcanzan a servir a la gente sino que las más de las veces se sirven de ella, Mabogunje se acerca muy tempranamente a lo que será la postura an- tropológica de “Primero la Gente” con su consigna de “Lo Último Primero” [Last Things First], implicando una revalorización humanista de los fundamentos científicos para abordar la crisis nigeriana de desarrollo (Hannerz 1980: 95; Mabogunje 1968; 1971; 1985). Hoy en día prevalecen modelos institucionales y académicos convenientemente aggior- nados, aunque todavía subsisten serias dificultades y la historia de la relocalización y el desplazamiento en nuestra disciplina sigue sin saldar las cuentas con sus propios pre- cursores en una geografía en la que el factor humano, las incumbencias temáticas y el orden de prioridades se definían hasta no hace mucho de muy otras maneras (Cernea 1993; Cernea y Maldonado 2018; Partridge y Halmo 2020). Como sea, el hilo de la his- toria, la arqueología y la genealogía de las metodologías de reasentamiento humano ma- sivo e involuntario de algún modo se quebró. Dada la sucesión de catástrofes humani- tarias acaecidas y las responsabilidades involucradas no es una especulación conspirati- va pensar que hubo quienes contribuyeron a quebrarlo y se empeñaron en ocultar las evidencias. Dado los hechos involucrados, la falla no se explica por la mera situación de aislamiento entre las disciplinas: hay algo bastante más sórdido que eso. La historia que resta contar es todavía más oscura. Ignoro en qué momento se efectivizó el corte, pero es fácil comprobar que la bibliogra- fía y los recursos que involucran proyectos de relocalización forzada, involuntary re- settlement o como llame el asunto en las distintas lenguas y tradiciones culturales no se encuentra indexada como la de cualquier otra temática de la geografía aplicada. Si se realiza una búsqueda en base a un nomenclador tal como resettlement o relocation, entre los veinte o treinta millones de links que se obtienen como resultado no aparecen hasta muy tarde referencias a Christaller, a Kutno, a los palestinos o a los beduinos del Negev; el sistema devuelve en cambio recomendaciones más o menos recientes del Banco Mundial al lado de un número de casos ridículamente pequeño en un registro atestado de lagunas. Los datos devueltos a la consulta no se compadecen con la con- tinuidad existente en las investigaciones de diversas disciplinas, sólo reconocida explí- citamente en un puñado de trabajos y puesta de manifiesto en la uniformidad termino- lógica a través de las lenguas: Unsiedlung, resettlement, relocalización. Una misma pa- labra aparece en títulos que van desde los trabajos de Christaller hasta el día de hoy, señalando una continuidad que permaneció invisible para todos sus participantes (v. gr. 23

Christaller 1937a; 1937b;13 Hesse 1944; 118; Koehl 1957; Huszár 1965; Scudder y Colson 1982; Bartolomé 1985; Cernea 1988; Rössler 1989; Partridge y Halmo 2020; Wade 2021). El tópico se encuentra oscurecido por una serie de historias acalladas y por esmeradas manipulaciones que vienen desde muy lejos y que continúan hasta la fecha. En este contexto una comparación contrastiva deviene imposible. En la actual circuns- tancia, más de un candidato a especialista en estudios territoriales, geografía humana y antropología del espacio acabará su formación académica sin haber oído hablar de Christaller más que como promotor de un esquemático modelo de hexágonos demasiado regulares, estilizados y euclideanos para ser verdad y como autor de viejos libros raros y tontos que casi nadie leyó, que alguna vez se usaron fugazmente y sin ninguna conse- cuencia en disciplinas situadas a muchos grados de separación y que se mencionó en trabajos científicos de hace cuarenta años bastante más de lo que se lo menciona hoy pero cuya memoria se obstina en perpetuarse. Mientras esto sigue sucediendo, las prácticas christallerianas se siguen implementando en formatos puros o temperados en las más variadas geografías y bajo distintos regíme- nes de poder para distintos efectos, proyectos de reasentamiento urbano, rural o rural/ur- bano inclusive. Consecuencia de ese género de desmemorias que arrancan desde la segunda posguerra es que a lo largo y a lo ancho de nuestra disciplina algunos han lle- gado a creer que no existían entonces y que no existen todavía marcos teóricos o meto- dológicos acabados anteriores a los años 80s que vertebren el campo de la relocaliza- ción forzada o forzosa, del poblamiento planificado, de la des-territorialización y de la re-territorialización urbana, regional, nacional y transnacional, siendo que el planteo de- rivado de Christaller sigue siendo (como también veremos) la fuente última, fons et ori- go, de los modelos dominantes en todos esos dominios cuyas aplicaciones abundan más allá de toda medida (cf. Claval 2005: 19-276). Por no haber existido en esa encrucijada y hasta hace relativamente poco los recursos tecnológicos de búsqueda y digitalización de textos que hoy son comunes, buena parte de los estudios territoriales latinoameri- canos, africanos y asiáticos omitió incorporar las experiencias, las transformaciones y la crítica de las geometrías de la TLC y de los estudios territoriales en los proyectos de gestión urbana y regional de la disciplina que tuvieron lugar a lo largo de cuarenta años y que es imperioso volver a revisar teniendo todo esto en mente. A tal fin he compilado una bibliografía sumamente básica sobre los usos arqueológicos y antropológicos de la TLC un poco más adelante (en la pág. 37 y ss.) para que el lector la inspeccione por su cuenta. En tanto esa inspección siga pendiente, nunca se sabrá hasta qué punto los planes articu- lados en la geometría christalleriana de ocupación fueron llevados a cabo ni quiénes fueron los responsables de cada etapa ni cómo fue el proceso de ocultamiento de prue- bas que debió llevarse a cabo, en la segunda posguerra y en lo que fue Alemania Orien-

13 El segundo texto de Christaller es precisamente su tesis de habilitación en Freiburg cuyo título podría traducirse como “Patrones de repoblamiento rural en el Reich alemán y su relación con la organización del gobierno local”.

24 tal, primordialmente, donde cundió el mito urbano de que Christaller llegó a ser miem- bro prominente o alto jerarca de la Stasi y que fue por tal motivo que nunca se le permi- tió ingresar a los Estados Unidos (Hottes 1983: 54). En su bella apología de William Bunge, Núria Benach ha llegado a decir que Christaller, “aunque contradictorio y con- trovertido por sus «servicios geográficos» al régimen nazi […], fue socialista y comu- nista durante gran parte de su vida” (Benach 2017a: 26 n17). Como fuese, Christaller acabó testificando a favor de Meyer en los juicios de des-nazificación, como si en ese entonces ya pensara diferentemente, tuviera la conciencia tranquila y fuera testigo y ga- rante inimputable de las buenas conductas de personajes tenebrosos en tiempos difíciles. Así como foucaultianos, deleuzianos y sartreanos se sienten con la autoridad moral sufi- ciente para silenciar que sus ídolos fueron impulsores y signatarios nunca arrepentidos del espeluznante manifiesto en favor de la pedofilia,14 lo concreto es que Christaller no fue en vida ni víctima de bullying ni objeto de lo que los argentinos llamamos escra- ches. La única verdad es que no fue por auténtico nazi sino por falso comunista que él no pudo entrar en América en la época de MacCarthy. Aun así, hasta hace relativamente muy poco no fueron muchos los que pensaban que su teoría podía ocasionar alguna cla- se de daño, contribuir al sostenimiento de regímenes despóticos, respaldar actos de extrema violencia étnica o favorecer GPs consagradas a lo abominable. En sus momentos de arrebato nacionalista, empero, mucho antes del fin de la guerra y de que se supiera quiénes habrían de resultar vencedores escribía Christaller estos párra- fos de una importancia difícil de exagerar: Debido a la destrucción del estado polaco y la integración de sus partes occidentales en el Imperio alemán, todo vuelve a ser fluido. No podemos restablecer las antiguas unidades prusianas en este momento. Tenemos que crear unidades totalmente nuevas planificadas so- bre la base del conocimiento de las leyes espaciales con el objetivo de crear comunidades espaciales alemanas viables en el Este. […] Éste es especialmente el caso de las regiones culturales y de mercado complementarias de los lugares centrales de cada rango, pero prin- cipalmente de las unidades más pequeñas (pueblos principales o Hauptdörfer). [...] Nuestra tarea será crear en poco tiempo todas las unidades espaciales, grandes y pequeñas, que nor- malmente se desarrollan lentamente por sí mismas (a menudo con resultados no deseados),

14 Sobre el cual no diré aquí más palabra por más que sienta que debería hacerlo, dado que las ideas de Foucault al respecto impactan mucho más en sus posturas sobre la sexualidad, el placer, la culpa y las asimetrías del poder de lo que la proximidad de Christaller con una ideología monstruosa afecta a los as- pectos técnicos de su herramienta geométrica. Sería de todos modos conveniente que el lector dedique unos momentos a la lectura de Foucault (1979; 1994c: 763-776), Monique Deveaux (1994: 236), Moni- que Plaza (1981), Linda Martin Alcoff (1996), David Halperin (2000 [1995]) y Guy Sorman (2021), así como el reporte de Foucault News para familiarizarse con las argumentaciones constitutivas de ese con- texto, para descartar la idea de que todo esto no es más que un falso argumento conspirativo y para in- terpelar los textos foucaultianos desde perspectivas más acordes con una realidad que se ha tornado cada día más incómoda, por más que exégetas y hagiógrafos (con el argentino Tomás Abraham [2021] a la cabeza) busquen hacer creer que semejante despropósito es un justo precio a pagar por ideas científica y filosóficamente invalorables (cf. https://fr.wikipedia.org/wiki/Apologie_de_la_pédophilie). Órdenes de magnitud más graves, inequívocas y gratuitas que esto (aunque consistentemente negadas por sus acóli- tos) me resultan las tardías inclinaciones de Foucault en favor del neoliberalismo, reveladas póstumamen- te por Michael Behrent (2009) y Paul Veyne (2010 [2008]). Véase también Jan Rehmann (2013), Daniel Zamora (2014), Mitchell Dean (2014) y D. Zamora y M. Behrent (2016). Sobre el cierre de este trabajo (págs. 208 y ss.) volveré a tratar la cuestión.

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de modo que estarán funcionando como partes vitales del Imperio Alemán tan pronto como sea posible (Christaller 1940).

No fue tampoco Heinrich Himmler o Konrad Meyer sino el propio Christaller quien to- mó cartas en el asunto y propuso un plan deliberadamente retrógrado y reactivo, esti- mando saludable recuperar la simbiosis equilibrada entre lo urbano y lo rural que impe- raba en la vieja y buena Edad Media. Tras una sucesión de episodios que no han llegado al conocimiento de los cronistas de la antropología rural hoy se sabe muy bien que [f]ue Christaller […] quien informó a Himmler de la relación entre una ciudad y el campo rural. Al igual que muchos otros en el Reich de Hitler, Christaller se inspiró en el patrón de asentamiento medieval en el que la vida urbana y rural se había equilibrado en una simbio- sis saludable. La revolución industrial había destruido esa armonía, el campo no era valora- do por la ciudad y como resultado esta última perdió su identidad (Dwork y van Pelt 1996: 240).

El modelo de Chistaller para ese continuum rural-urbano se despliega en una jerarquía discreta de 6 niveles. La jerarquía que se muestra en estas páginas (cf. bullet de la pág. 27) corresponde a la figura 0.3 (pág. 45) la cual representa uno de sus proyectos para la Polonia ocupada. Lo notable del caso es que la configuración es reminiscente de los dis- tintos mapas jerárquicos que en un contexto muy distinto presentó el presidente Hugo Chávez para la organización de los distritos motores, las comunas, los consejos comu- nales, las alcaldías, las regiones y el estado comunal de Venezuela bajo el régimen de la Nueva Geometría del Poder (NGP de aquí en más; ver pág. 114 y ss.). Esta coincidentia oppositorum no es de extrañar. El propio Christaller pensaba que su enfoque estratégico era “políticamente neutral” porque –decía– la distribución eficiente de mercancías y servicios es un objetivo compartido por todos los sistemas políticos (1933a: 135-136). Pienso que un marco teórico desde el cual se llama “neutral” a una metodología que es funcional a despotismos, centralismos, populismos, gobiernos liberales y dictaduras diversas debería reformularse mejor y preguntarse si sus métodos no patrocinan más bien alguna especie de “verticalismo polimorfo” posiblemente inevitable desde el punto de vista técnico, pero más fundado en la planificación y en la imposición de un orden je- rárquico que basado en principios de igualitarismo, horizontalidad, respeto mutuo y auto-organización. No acompaño la idea de neutralidad, pues una misma geometría no se neutraliza ni se redime ni cambia en tanto esquema geométrico cada vez que sirve al- ternativamente a cada uno de los autoritarismos divergentes. Quien crea sin embargo que el embrollo acaba aquí se llevará una sorpresa, pues todavía restan inspeccionar o- tras ocasiones parecidamente contrastantes que revelan pliegues aun más repulsivos de (como diría Freud) polimorfismo perverso. El papel de la geometría en todos estos pro- yectos fue oficiar –merced a la afamada y muy concreta parsimonia axiomática que le viene de Euclides– como fuente de toda validación y exactitud intentando inhibir la posibilidad de que se formulen argumentos incorrectos y se planteen preguntas equivo- cadas. Como podría adivinarse, en un esquema tan disciplinado la palabra clave es orden: El objetivo de la planificación regional ... es introducir el orden en formas urbanas o redes de transporte poco prácticas, obsoletas y arbitrarias, y este orden solo puede lograrse sobre

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la base de un plan ideal, lo que significa en términos espaciales un esquema geométrico. [...] [L]os lugares centrales estarán espaciados a igual distancia, para que formen triángulos equiláteros. Estos triángulos a su vez formarán hexágonos regulares, con el lugar central en el medio de estos hexágonos asumiendo una mayor importancia (Christaller 1941).

Como suele suceder en las configuraciones jerárquicas (desde Linneo hasta Abraham Maslow, pasando por el sistema de castas de Fetullah, la héptuple organización de la or- ganización del córtex visual en el modelo HMAX, la jerarquía de centros comerciales de William L. Garrison y David M. Levinson [2006: 51], la organización de centros de retail de Malcolm Proudfoot [1937], la óctuple tipología urbana de Sudáfrica según Ron J. Davies [1967], la pirámide de cinco tipos primarios de Arieh Sharon, el héptuple modelo OSI y las “líneas estratégicas” del Plan Simón Bolívar en la NGP de Hugo Chá- vez) la geometría que define el número de niveles de un sistema es universalmente constante y (por razones cognitivas y de economía combinatoria que se están comen- zando a comprender mejor) se corresponde con el orden de magnitud de entre 5 y 9 (ca- si siempre cercano a 6 ó 7) postulado por el psicólogo cognitivo George A. Miller [1920-2012] el día que se fundó la ciencia cognitiva en una ponencia que estableció la idea de “el mágico número 7 ± 2” (Miller 1956; Davies 1972: 171; ver Tabla 0.1). A lo que voy es a que en cualquier cultura imaginable y en cualquier configuración na- cional o territorial las geometrías jerárquicas usuales (en los estratos sociales de Colom- bia, pongamos, o en los perímetros relativos de los círculos en los mapas geométricos de los Catawba como el que se ilustra en la portada, o en la jerarquía de centralidades de la NGP de Venezuela) se encuentran en ese orden de magnitud y no en el orden de – pongamos– mil, tres, dos, ciento ocho o siete millones de capas, niveles, jerarquías, órdenes o sedimentos. De menor a mayor y con el hexágono como su figura más estruc- turante, éstos son los seis niveles de la jerarquía propuesta por Christaller:  Lugar Central de Orden 1 - Gruppendorf - Anillo de 6 caseríos en torno de una aldea principal (Hauptdorf ). Denotado ‘’.  Lugar Central de Orden 2 - Asentamiento administrativo mayor (Grossämter) - Grupos de 6 aldeas formando anillo en torno de un centro administrativo mayor (Amtssitz). Asentamiento de 22.500 habitantes, 3.000 de ellos en el centro administrativo. Denotado ‘’.  Lugar Central de Orden 3 - Condado mayor (Grosskreis) - Espacio de 3.200 km2 y 210.000 habitantes con foco en la ciudad principal del condado (Kreisstadt). Denotado ‘’.  Lugar Central de Orden 4 - Provincia pequeña (Reichsgau) – 32.499 km2 y 2.700.000 habitantes - Anillos de condados en torno a capitales provinciales (Gaugauptstädte). Denotado ‘’  Lugar Central de Orden 5 - Regiones urbanas mayores (Gaugruppen) - Cada región tiene entre 10 y 12 millones de habitantes, con foco en una capital regional (Reichsteildtadt) de entre 500.000 y 1 millón de habitantes. Las capitales regionales incluyen Frankfurt, Munich, Köln, Leipzig, Breslau y Hamburgo. Denotado ‘’.  Lugar Central de Orden 6 - Imperio (Reichstrum) - La jerarquía de regiones administrativas y de planeamiento estaba dominada por Berlín (Reichshauptstadt). Denotado ‘’.

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Si se examinan los niveles jerárquicos de la NGP de Chávez en el diagrama que he in- cluido en la pág. 124 se comprobará que son exactamente 6 y que se denominan “luga- res centrales” sin que nadie haya dado la explicación necesaria y sin que en ningún es- tudio académico precedente alguien se haya atrevido a explicar semejante coincidencia entre modelos cuyos estratos siempre rondan el número mágico de Miller. El planteo de Christaller (igual que el de August Lösch) se basaba en lo que en el fondo es una concepción hexagonal, isotrópica, jerárquica, euclideana, gravitacional, lisa, panóptica y abstracta de una geometría del poder que no obstante sus simplificaciones deliberadas (no muy lejanas del supuesto de la vaca esférica) es mucho menos metafóri- ca y platónica que cualquier otra que se haya propuesto y absolutamente más manejable, en principio, que un modelo aleatorio o estocástico susceptible de salirse de escala a poco de empezar (ver figuras 0.2 más arriba y 0.3 más abajo). Tanto en el esquema de Christaller como en el de Lösch se mantiene además un factor de anidamiento constante k. Este factor resulta de la división entre la superficie S del hexágono perteneciente al cubrimiento del plano mediante esas figuras y la superficie s del hexágono perteneciente a la cobertura primaria mediante los hexágonos menores tal que se satisfaga la propiedad de que la distancia entre los centros de los hexágonos me- nores sea 1:k = S/s (Sonis 2005). Desde ya que en la NGP dicho factor de anidamiento no está especificado como tal y la forma hexagonal s es sólo una aproximación grosera a los perímetros del espacio real; pero el número de niveles que va desde el pequeño ca- serío comunal a la totalidad del país y las amplitudes relativas de cada nivel de la jerar- quía hacen que la inclusión recursiva teórica y el anidamiento real se aproximen sufi- cientemente bien tanto en Polonia como en Venezuela y (tal parece) tanto en Sudáfrica pre- o poscolonial como en toda América pre- o poscolombina. Aunque no haya hexá- gonos visibles en la NGP, cada unidad convexa en las distintas escalas cubre la totalidad de la superficie sin dejar demasiados residuos o resquicios en blanco.

Figura 0.2 – Niveles 5, 6 y 7 de la jerarquía de la TLC Basado en Adam y Guermond (1989: 11)

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El modelo de la TLC ha intervenido de hecho en proyectos a veces abortados pero apli- cativos, como también ha sido el caso de su reflejo invertido, la NGP de Hugo Chávez, una especificación que, insisto, es de idéntico orden de magnitud y algo más que ligera- mente isomorfa. La capacidad del modelo teórico de Christaller como base metodoló- gica y como heurística para la reformulación empírica del espacio, la geometría territo- rial y el poder es –para no pocos geógrafos– incontestable. Escriben Jean Bernard Racine y Claude Raffestin: En geografía, el conocimiento vinculado al análisis 'científico' de los lugares centrales se ha transformado en estrategia y, muy precisamente, en una técnica para dominar e incluso ocu- par el espacio económico, político y geográfico. ¿Este conocimiento está teóricamente de- sarrollado? Aparentemente, los geógrafos de la nueva escuela que proviene de las obras de Walter Christaller apenas han dudado de esto, incluso si cada uno de ellos hoy reconoce que la organización jerárquica de los grupos urbanos es sólo una forma entre muchas otras que asumen las relaciones entre la gente [...]. Es así como el Tercer Reich decidió organizar "racionalmente" la distribución de las ciuda- des de mercado a lo largo de los planos de la Polonia conquistada. Sabemos que, desde este intento abortado, fundado explícitamente en las obras de Christaller, los ejemplos del uso de esta estrategia de dominación (militar, agrícola, comercial, social) se han multiplicado (Racine y Raffestin en Crampton y Elden 2007: 31-32).

Pocos entre los trabajos que exaltaron la teoría de Christaller o los que se apresuraron a vapulearla se han detenido a examinar qué es lo que la teoría realmente dice en sus fuentes originales, y cuáles son sus argumentos propiamente geométricos y los rigores que la acompañan. Van Meeteren y Poorthuis (de la Universidad de Vrije en Bruselas y de la Universidad de Ghent en Bélgica) resumen así lo que ellos llaman sus microfunda- mentos:

Entre las teorías de la ciencia espacial, la TLC de Walter Christaller ([1933a] 1966) es icónica. La TLC describe las relaciones posibles entre la distribución de la población y la provisión de funciones centrales: la procura de mercancía y servicios sujeta a la fricción de la distancia experimentada por el consumidor. Estas relaciones posibles dependen de la in- terrelación entre el número mínimo de clientes necesarios para que exista una distribución central (el umbral de una mercancía central) y la distancia máxima que un consumidor está dispuesto a viajar para obtener una función central (el rango). Esta interrelación define una distribución jerárquica teórica de los asentamientos. El paisaje ideal resultante, con su ca- racterística geometría hexagonal, se puede comparar con las observaciones empíricas (Rushton y otros 1967), lo que proporciona una explicación parcial de las geografías de asentamiento (Van Meeteren y Poorthuis 2018).

La TLC toma como punto de partida una serie de definiciones que es útil comprender. En esta serie un lugar central es un asentamiento que proporciona uno o más servicios a la población que vive en torno de él; se dice que los servicios básicos (por ejemplo, la venta de alimentos) son de bajo orden, mientras que los servicios especializados (como las universidades, los comercios especializados, etc.) son de orden alto. Que haya un servicio de orden alto implica que hay otros servicios de orden bajo alrededor, pero no la inversa. La esfera de influencia es el área, región complementaria o hinterland que se encuentra bajo la influencia de un lugar central. La teoría en sí consiste sólo de dos con- ceptos elementales, el umbral y el rango, descriptos en el párrafo de referencia.

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Los diferentes órdenes de asentamiento se disponen en una jerarquía: mientras más bajo es el orden mayor es el número de asentamientos; mientras más alto es el orden, mayor es el área servida. Dado que existe una relación inversa entre el tamaño y el número de asentamientos, cada lugar central atiende las necesidades de varios centros de rango in- ferior. El problema es entonces determinar el número de centros de grado inferior que quedan bajo la influencia de cada lugar central. En la tabla 0.1 de la pág. 21 más arriba (que registra el esquema válido para el sur de Alemania, mayormente campesina) los pueblos comerciales quedan a unos 7 km uno de otro, partiendo de la base de que la dis- tancia que se puede caminar en una hora –entre 4 y 5 km– podría ser el límite normal de área de servicio para los pueblos más pequeños. La distancia entre los centros de cada nivel superior se incrementa en un orden de  (o sea unas 1,7320501 veces) por enci- ma del valor precedente. Desde ya, cada región puede desviarse de la norma por un número de razones (industrialización, densidad de población, ríos, montañas, fertilidad del suelo, transporte y otras singularidades) pero nunca tanto como podría prejuzgarse. La cantidad de lugares centrales desde los más grandes a los más pequeños también si- gue una progresión constante de 1:2:6:18:54, etc. A quien piense que no es posible ajus- tar la trama de niveles hexagonales con la geometría del espacio real le recomendaría echar un vistazo a la figura 0.2 cuyas nomenclaturas e indicadores son auto-evidentes al igual que las rotaciones y los ajustes de escala que se le han aplicado. Lo importante no es tanto la exactitud de las distancias entre el modelo y la vida real, sino que ellas se encuentren en los mismos órdenes de magnitud y (como se dice en la teoría del caos y en la dinámica no lineal) se reacomoden en las mismas cuencas de atracción. Por más que ellas parezcan ser aproximaciones burdas o idealizaciones ociosas, tomar estas ideas en consideración puede ser crucial a la hora de distribuir los asentamientos de manera tal que el esquema regional o departamental resulte conceptualmente manejable y fun- cionalmente sostenible. Christaller llama k a la relación numérica existente entre los centros de una determinada categoría y los de la categoría inmediata inferior. En este esquema él distingue tres dis- posiciones principales de lugares centrales de acuerdo con otros tantos tantos principios:  el principio de mercado o comercialización (sistema k=3),  el principio de trans- porte (sistema k=4) y  el principio administrativo (k=7). Si lo que se pretende es esta- blecer un control administrativo conviene que no existan núcleos compartidos, lo cual implica que cada asentamiento dependerá de un único centro de rango superior. En este caso la relación k=7 es la más adecuada porque posee conexiones entre cada lugar cen- tral y los 6 centros más próximos. En cualquiera de los tres principios el número de cen- tros aumenta de forma progresiva a partir de una ciudad mayor de acuerdo con que la relación correspondiente sea k=3, k=4 ó k=7. Se forma entonces una trama de hexágo- nos superpuestos, de extensión diferente en función del lugar que ocupe cada núcleo en la jerarquía de lugares centrales.15

15 Richard Church (de la Universidad de California en Santa Barbara) y Thomas Bell (de la Universidad de Tennesee en Knoxville) han demostrado que el requisito de packing puede relajarse, lo cual habilita la posibilidad de que existan sistemas desempaquetados k=5 y k=6 (Church y Bell 2005). 30

Aun cuando este esquema es mucho más creativo y fundado de lo que es común en es- tas disciplinas, lo primero a tener en cuenta es que Christaller estuvo lejos de haber in- ventado ex nihilo todos los aspectos de su TLC; en rigor –y como suele suceder– el mo- delo es instancia nueva de una clase que ya existía. En un texto erudito y primorosa- mente detallado Paul Claval (1966; 1973a; replicado en Bailly 1978; refundido en Cla- val 2005: caps. §1 & §8;) demuestra que esta clase de modelos arranca desde mediados del siglo XIX y florece más tarde en variantes puras o hibridadas a partir de la década de 1950. Entre los precedentes reconocidos por los urbanistas franquistas se reconocen las experiencias de las colonizaciones llevadas a cabo por Benito Mussolini en el Agro Pontino italiano entre 1931 y 1938 donde se construyeron cinco ciudades (Littoria, Sa- baudia, Pontinia, Aprilia y Pomezia) a distancias que se dirían características del mo- y de [םיִבָׁש ֹומ] delo christalleriano. También se menciona el proyecto de los moshavim -construidos en la década de 1920 en lo que después sería el esta [ םֹוָׁובֹומ] los kibbutzim - proyectado y construi,[נהלל] do de Israel. El primer moshav conocido fue el de Nahalal do en 1921 por el legendario urbanista Richard Kauffman [1887-1958] sobre la base de parcelas triangulares imaginadas en principio por el arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohe [1886-1969], pionero del estilo modernista (junto con Frank Lloyd Wright, Le Corbusier y Walter Gropius) (Tamés Alarcón 1988: 6-7). El método de conquista territorial mediante el establecimiento de un número de colonias agrícolas en diferentes escalas no fue un concepto que hayan inventado Christaller o los urbanistas alemanes que le precedieron. Los romanos ya disponían de un método basado en la centuriación de las villae rusticae y los soviéticos hacían lo propio mediante los sovkhozy [совхо́зы] y los kolkhozy [колхозы] (granjas estatales y granjas colectivas). La versión que diseñó Christaller para Polonia se propagó a países vinculados con la Alemania nazi, como fue el caso de la colonización interna de la España de Franco que tuvo lugar entre 1943 y 1970, cuando se crearon algo así como 300 nuevas aldeas. La influencia alemana en España se acentuó con la visita del encumbrado Arquitecto del Führer Albert Speer [1905-1981] a Madrid en 1941, con la Exposición de Arquitectura Moderna Alemana en Barcelona en 1942 y con el impacto que el urbanista y miembro del partido nazi Gottfried Feder [1883-1941] ejerció sobre Pedro Bidagor Lasarte [1906-1996], el planificador urbano más importante de la era franquista e inspirador del Plan de Ordenamiento de Madrid (Sambricio 1987; Feder 1939; Vilanova i Vila-Abadal 2014). Feder fue un influyente arquitecto del Tercer Reich a la sombra y al amparo de Christaller, de quien copió su estilo de análisis regional y su inventario de funciones de servicios urbanos (Schenk y Bromley 2003). Mientras no toda la obra escrita de Christa- ller se consigue en línea por los carriles normales, los repositorios digitales de dominio público guardan diligentemente hasta la última letra de los manifiestos nazis y los pan- fletos antisemitas de Feder, amén de su obra urbanística. Es estremecedor comprobar la similitud entre los mapas de Christaller de la colonización de Kutno en Polonia, los pla- nos de Feder para Die neue Stadt y los mapas de la época de Franco que representan la zona de Orellana y Zújar del Plan de Badajoz y la de Ujar en Sevilla (Feder 1939; fig. 6 y 10; Fernández de Bretoño 2019; 2020: 171, fig. 6; Tamés Alarcón 1988; 8, figs. 1 a 3).

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El modelo de Christaller llega a los Estados Unidos tempranamente, incrustado en un artículo elogioso del importante geógrafo Edward Louis Ullman [1912-1976], impo- niéndose con facilidad como el modelo de geografía urbana y regional por antonomasia mucho antes que su creador original se hiciera conocido en Alemania y en los momen- tos en que Estados Unidos comenzaba a intervenir en la guerra contra los países del Eje, sin que ello menguara una pizca la popularidad del método christalleriano en ese país (Ullman 1941). El trabajo de Ullman en geografía urbana bien vale que le dedique un largo párrafo. Tras estudiar en Chicago y obtener su posgrado en Harvard, Ullman se encontraba desa- rrollando una especie de TLC cuando se encontró en 1938 con August Lösch [1906- 1945], quien le habló de la teoría de Christaller un par de años antes que éste empren- diera su proyecto polaco. Maravillado por la coincidencia de que la misma idea fuera “inventada” independientemente por tres autores, Ullman se abocó a la escritura de “A theory of location for cities” (1941), el artículo que presentó a Christaller en sociedad de este lado del océano aunque Christaller nunca pisó América. Pocos años más tarde ela- boró con Chauncy D. Harris el modelo urbano de núcleos múltiples, constituyendo una alternativa christalleriana a los modelos de la escuela de sociología de Chicago de Robert Park, Ernest Burgess y Homer Hoyt de quienes trataré en un par de páginas (Harris y Ullman 1945). En sus últimos años Ullman se interesó en la dialéctica del tiempo y el espacio, de lo que resultó su “Space and/or Time: Opportunity for Substitution and Prediction” (1974), una obra maestra anticipatoria originada en la Conferencia Anual del Instituto de Geó- grafos Británicos de 1973. En ella se señala (mencionando al pasar a Torsten Häger- strand [1916-2004] pero diacronizando expresamente los umbrales y límites de Chris- taller) que el espacio está parcialmente subsumido en el movimiento y que el tiempo está subsumido en el cambio, y que tiempo y espacio pueden sustituirse o medirse uno en términos del otro: “Sin cambio no hay historia; sin movimiento o comunicación no hay relaciones espaciales” (Ullman 1974: 129, 132). Vale aclarar que Ullman se trans- formó en representante egregio y operador de la geografía espacio-temporal christalle- riana en la combativa y anarquista Escuela de Seattle y que llevó su evangelio a Mon- tréal [1950], Roma [1956-57], Londres, Viena [1957], Salzburgo, Moscú [1965] y parti- cularmente a la Universidad de Haifa y la Universidad Hebrea de Jerusalén [1973] con las consecuencias que habrán de verse. Modelos parecidos a los de la TLC existen desde mucho antes que naciera Christaller. La mayoría de los biógrafos e historiadores ha destacado que en lo que a la idea de centralidad respecta el precedente de mayor relieve de la TLC es la teoría de la locali- zación de Johann Heinrich von Thünen [1783-1850] descripta en Der isolierte Staat (1910 [1826, 1842]; 2009 [1863]);16 éste se basaba en un esquema todavía más ideal de

16 Existe un programa para simular el modelo geométrico de von Thünen de renta de la tierra desarrollado por Philip Steadman de la Bartlett School y por un equipo de la Open University y almacenado por en el Centre for Advanced Spatial Studies en el UCL. El programa corre sólo en Windows y se lo puede encontrar aquí. No conozco hasta la fecha ningún modelo de simulación de dominio público 32 círculos concéntricos, espacios lisos e isotrópicos y relaciones lineales, tomando en con- sideración el precio de los granos y otras singularidades episódicas. La idealización del modelo nunca arredró el ánimo de von Thünen, quien trató la situación con el mismo refinamiento y claridad de visión con que lo harían más tarde Christaller y sobre todo Lösch. En la tercera parte inacabada del libro magno de von Thünen se lee que [l]a geometría pura se basa en completas ficciones: puntos sin extensión, líneas sin grosor; ninguno de estos elementos se puede encontrar en la realidad. No obstante, la geometría pura es la base irrefutable de la geometría práctica, y sin la primera, esta última no sería más que prueba y error (von Thünen 2009 [1863]: 76).

Recientemente se ha tornado habitual buscar y encontrar predecesores de la TLC a lo largo de todo el siglo XIX; los más renombrados son el viajero, explorador y geógrafo alemán Johann Georg Kohl [1808-1878], el matemático y geómetra francés Léon Louis Lalanne [Léon Louis Lalanne-Chrétien, 1811-1892] (descubridor –mediante un esque- ma de triángulos equiláteros– de la equidistancia de los centros administrativos) y sobre todo Jean Reynaud [1806-1863], autores todos cuyos documentos en los que se desgra- nan esos modelos desconocidos y asombrosos con títulos premonitoriamente christalle- rianos he localizado, puesto o instado a que se pongan en línea incluyendo el dato en la bibliografía al final de este libro (Reynaud 1841a; 1841b; 1841c; Kohl 1850 [1841]; Lalanne 1863; 1875; Robic 1982; 2001; Adam y Guermond 1989; Cotineau y Morphet 2016). La densidad del tejido de autores pioneros de la geometría christalleriana y el carácter azaroso y lacunar de la información se evidencian en la siguiente cita de una nota al pie de una reciente traducción del trabajo de Marie-Claire Robic (1982) por dos geógrafos del CASA que he completado y corregido para la ocasión, multiplicando el número de predecesores por un sensible orden de magnitud y alineando la bibliografía correspondiente: Walter Christaller (1966 [1933a]: [2, 74, 81] y 1938 [?]) cita y cuestiona a Johann Georg Kohl; René Maunier (1910) también lo menciona; ninguno de ellos nombra a Louis La- lanne. El último es, hasta donde sé, mencionado sólo por Keith S. O. Beavon (1977), quien lo conoce a partir de John A. Dawson (1969) y Philippe y Geneviève Pinchemel (1981). Paul Claval (1968) menciona, para el siglo XIX, sólo a J. G. Kohl y a otros autores menos inclinados a lo teorético, tales como Alfred de Foville [1842-1913], Adolphe Coste [1842- 1901] y Pierre Émile Levasseur [1828-1911] (Cottineau y Morphet 2016: 1 n1).

En el siglo XX preceden a la teoría de Christaller el modelo de zonas concéntricas de Ernest Burgess (Park y Burgess 1925) y el modelo sectorial del uso de la tierra urbana del economista norteamericano Homer Hoyt (1939) (asociado a principios segregacio- nistas y racistas).17 También es anterior a e independiente de Christaller el modelo gra-

que implemente algo similar a la TLC de Christaller fuera de los desarrollos de Arlinghaus que examina- remos más adelante. 17 En 1933 Homer Hoyt [1895-1984] publicó una lista de grupos raciales y les asignó puntaje decreciente de acuerdo con su impacto negativo en el precio de las propiedades. Esa práctica se llama redlining y es todavía hoy reconocida como legítima por la Federal Housing Administration (FHA). Según se docu- menta en un excelente reporte periodístico de Atlanta escrito por Bill Dedman y que ha sido ganador de un Premio Pulitzer, las nacionalidades de las que hay que precaverse son, crecientemente: 1. Ingleses, es- 33 vitacional de retail de William J. Reilly (1931), revivido por David L. Huff (1963) y presente en la “primera ley de la geografía” del geógrafo radical Waldo Tobler [1930- 2018] de la escuela de la Universidad del Estado de Washington en Seattle, el máximo especialista en flujos, métodos avanzados de proyección cartográfica y creador del pro- grama CSISS/Flow Mapper, una pieza de software para la representación de las dinámi- cas cartográficas que (con justicia o sin ella) muy pocos entre los geómetras del poder – ni siquiera en este mundo de desterritorializaciones, relocalizaciones y migraciones ma- sivas– tuvieron la iniciativa de investigar. Gravitacional, dije por ahí, y la idea bien se merece una contextualización más precisa. El modelo gravitacional ha sido marginal en geografía pero todavía se mantiene en Eco- nomía y concretamente en los estudios de comercio internacional. Hay una importante compilación contemporánea en el libro de Peter van Bergeijk y Steven Brakman (2010) que incuye monografías relativas a otros escenarios regionales y territoriales. La ecua- ción canónica que define a los modelos gravitacionales siempre es algo similar a esto: 푃퐵퐼∝푃퐵퐼훽 푖 푖 푗 푇푗 = 휃 퐷푖푗 donde Tij indica el comercio bilateral entre los países i y j. PDBi denota el volumen e- conómico de i medido por producto bruto interno y Dij la distancia bilateral entre am- bos países. Los parámetros α, β y θ se estiman a menudo como una reformulación log- lineal del modelo. En una palabra, la ecuación explica (o mejor dicho, describe formal- mente en términos de una hipótesis de trabajo) el comercio bilateral usando volumen e- conómico y distancia: cuanto mayores los socios comerciales, mayor el flujo comercial; cuando mayor la distancia entre los dos países, menor el comercio bilateral. En los mo- delos de Christaller, Losch y Reilly la distancia se estima en rangos discretos vagamente proporcionales pero no hay por lo común una ecuación lineal, log-lineal o logarítmica que describa la variación con sus valores de exponente preasignados aunque se presiente que esos valores nunca podrían ser iguales a ‘1’: desde Newton (inclusive) en más, todo modelo gravitacional ha sido en efecto no lineal; desde Benoît Mandelbrot para acá, se aprendió también que sería milagroso que el exponente sea un número entero. Cualquiera haya sido el modelo gravitacional christalleriano casi ningún geógrafo re- cuerda, imagina o admite que un esquema de pensamiento muy similar al que vertebra este género de teorías fue formulado con diez años de anticipación por el arqueólogo inglés William Matthew Flinders Petrie [1853-1942] en un modelo de distancias cien por ciento coincidente con el modelo de Christaller (pero de igual o mayor poder explicativo), encontrando casi las mismas cifras de separación en la jerarquía de los lugares centrales y postulando textualmente la vigencia de una auténtica geometría emic

coceses, irlandeses, escandinavos, 2. Italianos del norte, 3. Bohemios o checos, 4. Polacos, 5. Lituanos, 6. Griegos, 7. Rusos, judíos (de clase baja), 8. Italianos del sur, 9. Negros, 10. Mexicanos (Dedman 1989: 12). Al año siguiente de elaborada la lista Hoyt fue contratado por el gobierno federal para escribir los li- neamientos de la FHA. La lista no fue incluida, pero las advertencias sobre la influencia racial sí lo fue- ron; los criterios racialistas permanecieron oficialmente en la legislación hasta por lo menos 1977 (loc. cit.)..

34 del poder central y de los suministros en la gestión urbana del antiguo Egipto y de la Mesopotamia. Cito en inglés para minimizar distorsiones nomenclatorias: This regular production of food, artificially sown, provided larger supplies, which could be stored in greater amounts than were needed by the cultivators. This provided capital, and thus the means of extending power and control, which made a city-state possible. It has been noticed before how remarkably similar the distances are between the early nome capitals of the Delta (twenty-one miles on an average) and the early cities of Mesopotamia (averaging twenty miles apart). Some physical cause seems to limit the primitive rule in this way. Is it not the limit of central storage of grain, which is the essential form of early capital? Supplies could be centralised up to ten miles away; beyond that the cost of trans- port made it better worth while to have a nearer centre. If so, the unit of the nome, or Eu- phratean state, was the central corn store; and it was the central store of the surplus produc- tion which gave the power to form an independent city-state (Flinders-Petrie 1923: 3-4).

Aunque Claval ni siquiera menciona a Flinders-Petrie hemos tomado la Crónica de la Geografía Económica del autor francés como punto de partida para husmear (JSTOR, LibGen y Sci-Hub mediante) el interior de una bibliografía inacabable que no habré de referir aquí más que para señalar que en su período de gloria la TLC se expande en todo el mundo (Estados Unidos, Canadá, Brasil, Suecia, Suiza, Bélgica, Filipinas, Sudáfrica), incluyendo un olvidado experimento en el centro-norte venezolano sobre el que más tarde se va a montar, aseguro (aunque nadie hasta ahora se haya aventurado a decirlo), la NGP de Hugo Chávez Frías (cf. L. F. Chaves Vargas 1962-1963). Como veremos mucho más adelante (pág. 113 y ss.) hubo, de hecho, una intensa escuela venezolana de geografía urbana con destacados especialistas en la TLC y en sus variantes, una escuela que fue esencial en la gestación del modelo geométrico chavista a principios del siglo XXI pero de la que hoy, de golpe (Nicolás Maduro y Donald Trump mediante y desinte- gradas ya las utopías y cronotopías geométricas y geográficas a caballo de la conversión de Michel Foucault a la ideología neoliberal) a casi nadie le interesa tratar (Amaya s/f; 1979; 1999; véase pág. 218 y ss.). Escondido en el pliegue recursivo de los modelos de límite central de Christaller y Lösch, en la ley de rango-tamaño de Zipf e incluso en la NGP venezolana se encuentra una misma pauta de jerarquización geométrica que coin- cide con el principio estadístico de ley de potencia (la distribución que en inglés se lla- ma power law) o con la distribución lognormal (o de Galton-Gibrat), que son dos de las signaturas características de la complejidad, de las redes independientes de escala, de la geometría fractal y de las dinámicas no lineales en general y caóticas en particular (cf. Lara y Lagunas Arias 2016; Reynoso 2018: cap. §9). Algo similar sucede con la repre- sentación de jerarquías en los mapas de los nativos del este de los Estados Unidos de los tiempos de la colonización (Waselkov 2006 [1989]: 449). En el campo de la GP muy pocos antes de quien esto escribe han profundizado en esta correspondencia, aunque algunos autores han encontrado hechos tales como que los fac- tores de anidamiento responden al mismo exponente o han trazado (como Lahouari Kaddouri) paralelismos entre las geometrías y geografías de Zipf y de Christaller, aun- que sin dar el paso hacia la generalización estadística (Kaddouri 2004; Zipf 1949; Fon- seca 1988). Como si hubiera acabado de leer a Vilfredo Pareto escribía Christaller:

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1. Siempre encontramos que el número de lugares centrales que pertenecen a una categoría determinada aumenta con el rango de esa categoría: en términos generales, hay muchos lu- gares centrales pequeños, pero pocos lugares centrales grandes. ¿Cuál es la explicación de este hecho? ¿Existe una proporción fija entre los números de lugares centrales que pertene- cen a categorías sucesivas? 2. En algunas áreas encontramos muchas ciudades con una gran población, en otras áreas tales ciudades son excepcionales. ¿Hay alguna ley de ubicación o la ubicación de una ciu- dad se debe explicar individualmente? 3. Los lugares centrales a menudo se clasifican según su tamaño. ¿Son estas clasificaciones simplemente un recurso para sistematizar las cosas, o reflejan un hecho más fundamental, a saber. la existencia de tipos reales de lugares centrales? ¿Pueden estos tipos ser reconocidos y explicados? (Christaller 1933a: 63-65).

No estaría de más revisitar una observación que anoté hace poco más de una década en Análisis y diseño de la ciudad compleja (Reynoso 2010: pág. §5, n.2). La observación nos decía que en el campo de los estudios urbanos se comprobó que la definición cuan- titativa del umbral [cutoff ] a partir del cual un asentamiento califica como ciudad es clave cuando se trata de calcular, pongamos, la distribución del número de ciudades conforme a su número de habitantes, distribución que no es otra que la famosa ley de Zipf (1949), entendiendo aquí ‘ley’ en el sentido de distribución estadística. Desde los tiempos del admirable Felix Auerbach [1856-1933] (muerto en el año en que se publicó la disertación de Christaller y verdadero inventor de la ley de Zipf) se sabe que dicha distribución se puede aproximar bastante bien mediante una ley de potencia modulando el exponente ξ >1 (Auerbach 1913). El lingüista y filólogo George Zipf [1902-1950] fue el primero en proporcionar una explicación del fenómeno detectado por Auerbach; la ley se verificó una y otra vez, pero el exponente ξ ha demostrado ser sensitivo en extremo a la elección del valor de umbral, el cual (como siempre pasa en las definiciones coordinativas) será siempre arbi- trario (Blanchard y Volchenkov 2009: 15-17). En la práctica, sin embargo, alcanza con especificar el valor del cutoff en los estudios de casos y con mantenerlo constante en los trabajos comparativos (cf. Reynoso 2010). En su disertación de doctorado de la Univer- sité Paul Valéry de Montpellier sobre estructuras espaciales y puestas en red de aldeas para la regionalización del territorio, el mencionado Lahouari Kaddouri da cuenta de la distribución lognormal del anidamiento urbano y regional según Christaller y Zipf pero sin precisar el exponente, el cual es patentemente fractal y apenas una pizca mayor a ‘1’ (Dacey 1965; Davoine y otr@s 2016). La ley de potencia, incidentalmente, fue re-descu- bierta por el genial Waldo Tobler (de la incendiaria y entrañable Escuela de Seattle) agazapada en las dinámicas de migración, un fenómeno geométrico, geográfico y social de la más alta prioridad y que requiere del más fino insight y de la más ardiente imagi- nación metodológica (Brettel y Hollifield 2015; Tobler 1970; 2003; White 2016). Que la TLC confluya con la ley de Zipf de rango-tamaño y con la fractalidad nos está hablando de la fundamental extensibilidad del modelo hacia otros paradigmas de geo- metría que se saben de una potencialidad y una ubicuidad extraordinarias. El más im- portante de estos modelos es, naturalmente, el modelo de grafos y redes del que me he

36 ocupado tantas veces (Reynoso 2010: cap. §5; 2011a; 2018: cap. §10 & §11). Sería im- posible reseñar lo que se ha aprendido en los últimos años sobre la recombinación de la TLC con el Análisis de Redes Sociales (ARS). Alcanzará, creo, con enumerar un puñado de los últimos mejores textos y confiar en que el lector los examine con una perspectiva geométrica de reticularidad compleja: esto es, una geometría jerárquica, recursiva y no lineal, como lo sabían, cada quien en su generación, Paul Claval (1973b), France Gué- rin-Pace (1993; 1995) e (inesperadamente) (2013 [2012]: 110), el archi- rival de la fundadora de la GP, Doreen Massey, la misma que ha manifestado (como veremos) no entender palabra de todo esto y a quien le da más o menos lo mismo, créanme, el análisis de redes que la mecánica cuántica (Massey 2005a: 72-73). Dejando al margen los textos que meramente describen estrategias reticulares aplicadas a ciudades o a la tecnología de análisis de redes espaciales, la puntada inicial en esta modalidad de transiciones y cruzamientos fertilizantes la consumó la especialista en sistemas jerárquicos Denise Pumain (1992; 2006) en “Urban networks versus Urban hierarchies?”. Otro estudio característico de este estilo de transformación es el artículo de Roberto P. Camagni (1993) “From city hierarchy to city networks: Reflections about an emerging paradigm”. Una compilación imperdible es la que armaron Jean-Marc Off- ner y Denise Pumain (1996) con el título Réseaux et territoires. Significations croisées. Ya en este siglo y radicado en el Instituto de Investigación en Vivienda, Urbanismo y Movilidad de la Universidad de Delft en Holanda, Evert Meijers (2005) publicó “From central place to network model: Theory and evidence of a paradigm change”. Más re- cientemente Richard Shearmur y David Doloreux (2015) arremetieron con “Central pla- ces or networks? Paradigms, metaphors, and spatial configurations of innovation-related service use”. Lectura absolutamente esencial para comprender la transición entre el mo- delo jerárquico monocentral de Christaller y los modelos reticulares policentrales es la disertación de Martijn J. Burger (2011) sobre estructura y relaciones cooperativas y competitivas (“cooptición”) en redes urbanas. Con este último ejemplar ya hemos com- pletado un núcleo de suficiente entidad como para establecer un punto de partida para una futura GP basado en al ARS, la fractalidad y la complejidad, enclave prometedor si los hay. Dejo entonces al lector que estudie por su cuenta otras manifestaciones de esta reciente fiebre reticular, la cual parece ser cualquier cosa excepto una moda estéril destinada a esfumarse pronto. Aunque nos cueste creerlo, la teoría de los lugares centrales (junto a conceptos empa- rentados de Johann Heinrich von Thünen, Alfred Weber y August Lösch) se ha utiliza- do hasta el abuso en arqueología para describir jerarquías de sitios a nivel regional (Gro- ve y Huszar 1964; Morrill 1970; 1979; Hodder y Hassall 1971; Hammond 1972; Mar- cus 1973; Clarke 1977; Johnson 1977; Rood 1982; Steponaitis 1983; Gibbon 1984: 231; Kowalewski 1990; Vaughn y Crawford 2009; Rahman 2012). Con mayor pregnancia se lo ha explotado en antropología urbana y primordialmente en el planeamiento, diseño geométrico y ejecución de procesos masivos de crecimiento exponencial o de relocali- zación forzosa o forzada. Salvo en el sur de América Latina y en la antropología y la sociología de los Estados Unidos (como ya hemos tenido oportunidad de comprobar), en gran parte del mundo se lo ha visto de ese modo (Huszár 1965; Mabogunje 1968; 37

Chambers 1970; 1990; Soja 1968: 117; Riddell 1970; Sampson 1975; Blanton 1976: 249, 251-256, etc.; Cohen 1976; Crumley 1976: 61-66; Little 1976; Oliver-Smith 1977; Smith 1978; Hannerz 1980: 91-98; Belsky y Karaska 1990; Murphy y Hackenberg 1990; Potter y King 1995; Cowgill 2004; Murphy y otros 2015; Ginelli 2016). Ahora bien, en estas disciplinas y en los niveles en que los investigadores se asoman al estado de arte, toda ponderación del poder y de la flexibilidad de la TLC estaría incom- pleta si no se conocieran las elaboraciones de altísima resolución articuladas por Sandra Lach Arlinghaus (2006) y coordinadas con los más refinados métodos de visualización hoy en día disponibles en el dominio público.18 En el plano aplicativo fuera de los paí- ses centrales ha ganado relieve el estudio de Ron J. Davies (1972) sobre la geografía ur- bana de Sudáfrica, desarrollado con claridad, detalle y evidencia suficiente como para tornar superfluo que dediquemos aquí tiempo y espacio a una descripción del funciona- miento del modelo, particularmente relevante por su análisis de complejas y contencio- sas relaciones de poder. Consultando el trabajo de Davies el lector puede hacerse una idea cabal respecto de los pasos a seguir para internalizar la terminología propia del método, implementarlo en formato modélico y comparar el rendimiento del modelo re- sultante frente a otras alternativas estáticas o dinámicas de geometría regional. Guardo además para mi coleto la convicción de que el acartonado Christaller ha sido un personaje de intelectualidad más refinada, potente y retorcida que la que patentizan sus complicaciones personales con el poder del momento, su resistencia a la rumia episte- mológica, sus esporádicos pero incisivos raptos de abducción o sus giros retóricos in- cursos –en apariencia– en una especie de positivismo espasmódico, sintético y elemen- tal. Vuelvan a leer el texto del epígrafe que encabeza este capítulo, el mismo que nos dice que “la gente se ha satisfecho demasiado fácilmente con los slogans sobre el poder que se encuentra en un espacio, o que emana de él” y díganme, con una mano en el corazón, si ese razonamiento escrito por Christaller cuando Foucault era niño suena an- terior o posterior a las ideas en el mismo sentido del propio Foucault o a las expresiones que acompañan a las GPs espacializadas de Doreen Massey, de Claude Raffestin o de Paul Claval. Convengamos en que hasta aquí (y con las importantísimas salvedades de las experien- cias de Kutno, POLONOROESTE y Narmada Sardar) he descripto las luces del modelo, el cual, tras una cirugía que enmascare sus pecados de origen, contando con una buena algorítmica y bajo la retórica adecuada, puede que en lo que hace a sus resultados se

18 Vale la pena asomarse a la “conexión con la música fractal” que presenta Arlinghaus para ilustrar musi- calmente (1) el principio de comercialización (k=3), (2) el principio de transporte (k=4) y (3) el principio administrativo (k=7). La congruencia relacional entre las sonoridades y los patrones geométricos revela, por lo menos, algo de la extraordinaria estructuración de los procesos recursivos (cf. Arlinghaus y Arling- haus 2005). Si de música se trata está por verse la posible congruencia entre estos modelos y el ritmaná- lisis de Henri Lefebvre (1992; 2004) que revisaremos luego (pág. 167 y ss.) y con la notación “musical” del espacio/tiempo de Torsten Hägerstrand. En todo caso no hablemos de música si a ustedes les parece un campo de concordancias demasiado buenas para ser verdad; pero sí hablemos del ritmo como el en- clave transdisciplinario de una conflación geométrica entre el espacio y el tiempo a la cual muy pocos han interrogado hasta el día de hoy.

38 sitúe en el rango que va desde lo apenas OK hasta lo deslumbrante. En cuanto a sus sombras, ellas tienen que ver mayormente con sus facetas etnocéntricas y autoritarias, las cuales no se limitan a las peripecias de Christaller en Polonia y a las políticas del Le- bensraum antes y durante la Segunda Guerra que ya hemos tenido ocasión de revisar. El hecho más desconcertante es que hace relativamente poco se ha vuelto a descubrir que regiones enteras de la geografía de Israel en torno del asentamiento de Kiryat Gat en el Distrito Sur fueron planificadas, diagramadas y ejecutadas según las pautas geométricas del modelo territorial nazi de los lugares centrales con la anuencia implícita de Christa- ller sin suscitar ninguna resistencia, ya que él se definía para ese entonces (en la década contracultural de los 60) como una buena persona obediente de la ley, un geógrafo mul- tipremiado19 y un pacífico comunista de la Alemania Oriental algunos de cuyos mejores amigos eran judíos (Davidovich 2013; Trezib 2014). Ese proyecto de toque sionista fue llevado a cabo por el egresado de la Bauhaus y dise- ñador de los primeros kibbutzim de la posguerra Arieh Sharon [1900-1984]20 en su pa- pel de jefe de la organización ministerial Agaf Mechkar Ve-Tichun [Dirección de Inves- tigación y Planeamiento], imponiendo esquemas geométricos que se aplican hasta el día de hoy y que a nadie importa saber de dónde vienen ni a qué otros propósitos ideoló- gicos resultan funcionales. El contrasentido político no podría ser mayor. Fue –y así lo expresó Trevor Barnes (2015)– como si se hubiera usado un leitmotiv de Wagner para componer el himno nacional judío. Pero la práctica devino todavía más vejatoria cuando los israelíes decidieron aplicar métodos christallerianos diversamente modificados no sólo a sus propias relocalizaciones sino a las de los beduinos del Negev, a los palestinos sometidos a relocalización compulsiva o a las poblaciones judías de segundo orden re- patriadas desde el tercer mundo sin un plan aparente (Berry 1956; Oliver 1963: 34, 38; Brutzkus 1964; Berler 1970; Shachar 1971: 365-371; Belsky y Karaska 1990: 225; Troen 1994; Golan 1994; 1997; 2002; Tzfadia 2005; Evans 2008: 93-94; Dinero 2010: 66-67; Hershkowitz 2010). Escribe Steven C. Dinero, profesor de Sociología del Rowan College de Nueva Jersey en Glassboro, en una línea de estudios que los especialistas en antropología y en estudios territoriales de la relocalización no deberían seguir ignoran- do: La pieza central de esta iniciativa de desarrollo económico consistía en contemplar a los pueblos beduinos como "polos" económicos. Utilizando una versión revisada de Central Place Theory, que proporcionó la base de la nueva ciudad judía de Israel, este plan utilizó las siete ciudades existentes como [...] centros de crecimiento, desarrollo e innovación, que eventualmente se propagarían en forma de tela de araña a las áreas circundantes. El resul-

19 Christaller recibió el galardón “Outstanding Achievement Award” de la Asociación de Geógrafos Ame- ricanos (1964, in absentia), la medalla de oro Anders Retzius (1967) otorgada por el Rey de Suecia, la Medalla Victoria de la Royal Geographical Society (1968) y doctorados honorarios conferidos en 1968 por la Universidad de Lund en Suecia y por la Ruhr-Universität en Bochum, Alemania. -ex ,[1918-2014 ,ןיֹוןל היוא] con Ariel Sharon [; ןיֹוה היוא] Recomiendo no confundir a Arieh Sharon 20 Primer Ministro de Israel. Sobre el plan de viviendas de Arieh y su relación con la teoría de Christaller (de la cual aquél es su manifestación empírica quintaesencial) convendría leer los trabajos de Miriam Dreiblatt (2014: 19-21, 46, 48).

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tado final, tal como se previó tanto en la teoría genérica como en el plan presentado aquí, fue desarrollar una red de ciudades beduinas apoyada por estos polos económicos dentro de la cual todos pudieran beneficiarse, prosperar y crecer (Dinero 2010: 191).

Más allá de aquellos memes y de estas antinomias, utopías y heterocronías lo que más me inquieta es que el proyecto de Polonia y el de Kiryat Gat (para no hablar del caso de los beduinos en el extremo sur de Israel) distan de ser tan políticamente antitéticos co- mo lucen a primera vista. Kiryat Gat, después de todo, es aledaña a Gath, una de las ciu- dades protohistóricas de los palestinos a la que el bíblico Josué echó abajo con la venia del propio Dios y a la que los colonos judíos contemporáneos se creyeron con derecho a re-ocupar en el mismo sentido imperial en que los alemanes en procura de espacio vital tomaron las ciudades arrasadas de Polonia o los argentinos criollos del siglo XIX creye- ron que era justo y merecido emprender la “Campaña del Desierto” y enajenar (para uso y disfrute de los latifundistas) el territorio de los mapuches y de otros pueblos origina- rios. Algunos predecesores nuestros y ajenos creyeron esas cosas y muchos contempo- ráneos tuyos y míos todavía lo siguen creyendo, y es en contra o a pesar de ellos que nos hemos propuesto escribir el libro que se está comenzando a leer, pues tal parece que en la gestión del espacio no hay geometría aplicada al espacio humano que en su fuero íntimo no sea una GP o que no corra el riesgo de degenerar en las peores formas etno- céntricas y etnocidas que ella ha experimentado. Combinado con el modelo idílico de las ciudades-jardín (en su versión “alemana”, esencialmente nazi), la ejecución de la TLC en Israel es estridentemente idéntica a la arquitecturación jerárquica del caso polaco y al esquema de la NGP en Venezuela: El plan avanzó varios principios: localizar sitios para asentamientos rurales, dispersar cen- tros urbanos en todo el territorio del estado, dividir el estado en veinticuatro condados, ubi- car sitios para zonas industriales, delinear carreteras, etc. El plan creó una pirámide con cin- co tipos primarios de asentamiento en una relación jerárquica: gran ciudad, ciudad del con- dado de tamaño medio, centro urbano, centro rural y asentamiento rural. Una categoría principal que faltaba en el paisaje urbano antes de la fundación de Israel eran las ciudades medianas y los centros urbanos con una población de 6.000 a 60.000, principalmente en las regiones periféricas (Sharon 1951; Troen 1994). Estas ciudades, que se llamaron ciudades de desarrollo, se concibieron como centros económicos, políticos y de servicio regionales para asentamientos agrícolas remotos (Tzfadia 2005: 479).

En ninguna parte de la extensa bibliografía israelí sobre los modelos de planificación urbana desde los años ’50 hasta ahora se dejó entrever que el planteo de la TLC había si- do instrumentado por el alto mando nacionalsocialista para organizar compulsivamente la GP en el frente oriental. Se reconoció, eso sí, que la implementación en Israel respon- día a un modelo jerárquico que fue concebido por un régimen elitista capaz de movilizar los recursos públicos necesarios para la implementación del plan. Recién en 1991 con el plan TAMA 31 (de concepto espacial “metropolitano-concentrado”) y en el 2005 con el TAMA 35 (de “estrategia disjunta-incremental”) se comenzaron a explorar nuevas alter- nativas, pero en gran medida el modelo geométrico de la TLC ( junto con ideas del men- cionado modelo de la “ciudad-jardín” de Ebenezer Howard [1850-1928] y sus versiones eugenésicas, utópicas, patrimoniales, heterotopológicas, nazis, sionistas y racistas) toda- vía se mantiene sobre todo para la gestión territorial de poblaciones aristocratizadas y

40 distinguidas o, por el contrario, reclasificadas como de segunda y tercera categoría co- mo lo son, respectivamente, palestinos y beduinos, proletarios y gitanos, criollos e indí- genas, intelectuales del norte y nativos del sur (Howard 1898; Efrat 2004: 83-84; Tzfa- dia 2005; Ward 2005: 97-99; Hershkowitz 2010; Spanu 2020). Como quiera que fuese, el simplismo y el carácter abstracto, “ideal” y estático que se le imputa al modelo de Christaller creyendo que así se lo hace morder el polvo es incon- gruente con el hecho de que con eventuales ajustes su método funciona (como Claval sabe y hasta Raffestin reconoce) y que incluso es probable que llegado el caso funcione extraordinariamente bien. El método fue, después de todo, el momento aplicativo, la puesta en marcha de una GP en estado puro al servicio de una organización a la escala de un Reich, una GP de la cual abundan tributarios que el día de hoy despliegan mode- los de grafos, polígonos de Thiessen, teselaciones de Voronoy, triángulos de Delaunay, análisis del redes, multifractales y hasta recursos de Big Data, detrás de los cuales sigue accionando las cuerdas el mismo modelo geométrico de siempre, funcional al poder que ocupe circunstancialmente el trono pero con una capacidad adaptativa y una compleji- dad escondida que le ha permitido sobrevivir 85 años sin rivales visibles en el Olimpo de los métodos espaciales de ordenamiento de alcance territorial. Se trata de un método con una escalabilidad sin límites conocidos y (una vez superado el rechazo inicial que despierta una geometría fractal de hexágonos platónicos engañosamente estática y ele- mental) con una eficiencia para la cual no se ha encontrado todavía una explicación in- teligente aunque sus aspectos humanos y culturales dejen algo que desear (cf. Dacey 1965; Arlinghaus 2006; 2015; Arlinghaus y Arlinghaus 1989; 2005; Arlinghaus, Arling- haus y Harary 2002; Arlinghaus y Kerski 2014; van Meeteren y Poorthuis 2017). Tal como lo propone explícitamente el alter ego de Christaller, August Lösch, el cientí- fico siempre tiene la opción de contrastar la teoría con la realidad no ya para comprobar la verdad de la teoría sino para poner a prueba y mensurar la racionalidad de lo real (Saey 1973: 191). Daría la impresión de que mientras a los métodos los amañamos co- mo mejor podemos en base a herramientas cuyo manejo puede llegar a ser de una ine- narrable dificultad, a la realidad la podemos armar más o menos como nos venga en ga- na, dado que al final de día somos nosotros quienes la construimos discursivamente y en las lenguas sajonas, por añadidura, el discurso es tanto ‘libre’ como ‘gratuito’. El propio Christaller se fundaba en esta clase de ideas para justificar no pocos “desajustes” entre su teoría, sus diagramas y la realidad geográfica, llegando a decir que “ellos [los diagra- mas] no tienen nada que ver con la teoría misma, y sobre todo no pueden citarse directa- mente contra la validez de la teoría”, que es como yo traduciría “sie haben mit der Theorie selbst nichts zu tun und können vor allem auch nicht ohne weiteres als Beweis gegen die Richtigkeit der Theorie angeführt werden” (Christaller 1933a: 6). Sólo el microeconomista christalleriano Edwin von Böventer [1921-1994] de la Univer- sidad de Heidelberg, precursor de la geografía regional, supo entender a propósito de Christaller que todo modelo es un mapa, que (como sabía Gregory Bateson) un mapa no es un territorio y que es menester que un mapa excluya sistemáticamente casi todos los infinitos detalles que componen la realidad concreta hasta constituirse en lo que en las

41 ciencias complejas y en la dinámica no lineal hoy llamamos un modelo abstracto de di- mensionalidad deliberadamente baja: Viendo cuán ultrajantemente irrealistas son los supuestos de Christaller ¿cómo podríamos sorprendernos de las críticas iniciales que se hicieron a su libro? Nada de él estaba en armo- nía con los resultados de la geografía: ¿dónde en el mundo hay una llanura realmente ho- mogénea en el sentido físico o económico de la palabra? Mucho era también insatisfactorio desde el punto de vista de la teoría económica: consideren aunque más no sea la omisión de muchas de las infinitas interdependencias económicas en el espacio. También podrían ha- cerse muchas críticas a los procedimientos empíricos usados por Christaller: ¿cómo se pue- de medir el grado de centralidad de un poblado de una manera tan simple como la midió Christaller cuando usó para ello la cantidad de teléfonos? Más aun ¿cómo podría un modelo tan irreal compararse y ponerse a prueba contrastándolo con la realidad? Gran parte de la crítica es irrelevante. Sucede que la homogeneidad de la llanura era esen- cial para el análisis de los factores puramente económicos y Christaller estaba en lo correc- to al cortar el nudo de todas las complejas interrelaciones en el espacio […]. Incluso hoy en día no existe un modelo de un paisaje económico que sea satisfactorio desde un punto de vista teórico y al mismo tiempo abarcativo y operacional, dado que todos los modelos ope- racionales no son sino terribles simplificaciones (von Böventer 1969: 118).

Además de los posibles usos políticos de la teoría en los buenos y en los malos sentidos, dos de las muchas anticipaciones de la metodología de Christaller siguen hoy produ- ciéndome un cierto vértigo: (1) el temprano uso de la telefonía y del geoposicionamien- to como insumo modélico, anticipando el concepto de eigen-lugares y las prospecciones de la geometría distribucional de Strogatz, Ratti y Barabási en base a Big Data y tele- fonía celular de última generación, permitiendo comprender y visualizar la ciudad como un espacio de flujos y (2) una comprensión del principio de abstracción que sólo John von Neumann y otros pocos parecieron compartir, un entendimiento que el genial Györ- gy Pólya plasmó en un mantra que es para mí como la madre de todas las metaheurís- ticas, la clave cardinal del principio de modelado complejo: “Ningún problema –decía Pólya– es jamás resuelto de manera directa” (cf. Pólya 1957: 51; Reades, Calabrese y Ratti 2009; Ratti, Strogatz y otros 2010; Hövel, Barabási y otros 2014). La relativa eficiencia y robustez del modelo de Christaller requiere un comentario pa- rentético, debido a que (como bien lo intuía el profesor de antropología y Geografía de la CUNY David Harvey [1935-]) las geometrías jerárquicas recursivamente anidadas, pese a ser despreciadas por los teóricos progresistas, anarquistas y de la izquierda más revoltosa, escalan mucho mejor que los sistemas auto-organizados horizontales e iguali- tarios cuando se supera el límite de unos 15.000 agentes, interrelaciones o elementos. Harvey sabía muy bien que [p]ara resolver problemas a gran escala como el calentamiento global se necesitan formas de organización anidadas y por tanto en algún sentido «jerárquicas»; ahora bien, el término «jerarquía» es anatema en el pensamiento convencional [...] y extremadamente impopular en gran parte de la izquierda actual. La única forma de organización políticamente correcta en muchos círculos radicales es no estatal, no jerárquica y horizontal. Para evitar la conclu- sión de que podría ser necesario algún tipo de dispositivos jerárquicos anidados se suele eludir la cuestión de la eventual gestión de los bienes comunes a gran escala, necesariamen- te diferente de la escalas pequeñas y locales. […]

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Se da claramente un «problema de escala» analíticamente difícil que exige (pero no recibe) una evaluación cuidadosa. Las posibilidades de una gestión sensata de los recursos de pro- piedad común a determinada escala (como el agua compartida por un centenar de granjeros en la pequeña cuenca de un río) no se pueden trasladar por las buenas a problemas como el calentamiento global, ni siquiera a la difusión regional de lluvias ácidas contaminadas por las centrales energéticas. Cuando «saltamos escalas» (como les gusta decir a los geógrafos) toda la naturaleza del problema de los bienes comunes y las posibilidades de encontrar una solución cambian dramáticamente. Lo que parece una vía adecuada para resolverlos a una escala no lo es a otra. Y aun peor, soluciones patentemente buenas a una escala (digamos, «local») no se suman (o se encadenan) necesariamente para constituir buenas soluciones a otra escala (la global, por ejemplo) (Harvey 2013 [2012]: 110).

Después de todo, la NGP de Hugo Chávez se sirvió de un esquema geométrico jerárqui- co de gran escala para fines políticos que está en el lado opuesto de los que defendían tanto los empleadores de Christaller como los militantes anarquistas y decoloniales para quienes las únicas soluciones buenas son las que discurren en un único nivel. Dado el signo ideológico dominante en la geografía crítica desde los inicios del giro espacial es lógico que haya habido un puñado de acérrimos opositores a los sistemas jerárquicos; es lógico, también, que la idea de una geometría jerárquica en la que el poder se impone de arriba hacia abajo se haya convertido en anatema y que en nuestros tiempos se haya impuesto “el fetichismo de una forma organizativa (la pura horizontalidad) que dificulta la posibilidad de explorar soluciones apropiadas y eficaces”, una postura que ese movi- miento acabó compartiendo con el decolonialismo (Harvey loc. cit.; cf. Sitrin 2006; Holloway 2009 [2002]; Motta y Nilsen 2011). Pero no es poca cosa que un pensador tan equilibrado y políticamente insospechable como Harvey avale la necesidad de echar mano de esquemas jerárquicos cuando ello se requiere para preservar la escalabilidad del modelo. Doreen Massey no lo acompañó en esta trayectoria, con lo cual un frag- mento importante de la aventura de las GPs ha perdido la oportunidad de experimentar con la diversidad de las herramientas apenas el objeto superó cierta cota de tamaño. Eso será sin embargo materia de otros capítulos. Como suele suceder en las novelas negras y en la pulp fiction de las hipótesis conspira- tivas y a pesar que sus efectos colaterales son bien conocidos, ciertas GPs han probado ser pragmáticas, flexibles, hibridizables, extensibles, resistentes a fallas, escalables hasta la desmesura y resueltamente incombustibles frente a la crítica, incluso frente a aquella crítica que parecería estar con los pies sobre la tierra y que si la contemplamos con prisa no titubearíamos en encuadrarla en una epistemología de excelencia.21 Estamos lidiando

21 V. gr. la crítica de George Nicolas (2009), más concentrada en los argumentos de defensores incondi- cionales de Christaller (como Marie-Claire Robic [2001] o Hubert Kiesewetter [2010]) que en los pre- textos y retóricas de Christaller mismo. Exigiendo soluciones matemáticas y geométricas exactas que ya muy pocos demandan, que nadie consumó en toda la historia y que hoy están totalmente fuera de conside- ración, Nicolas se excede en una escolástica del deber ser que encuentra errores magnos en todas las in- flexiones argumentativas, fallando por ello mismo en explicar el triunfo de tales ideas en tantos y tan cali- ficados contextos. Marginalmente mejor fundamentadas son las críticas de Mélétis Michalakis y del mis- mo Nicolas (1986), la de Nicolas y Radef (2002) o la de Radef y Nicolas (2012) reunidas en el portal anti- christalleriano Centre et Hexacentre, aunque tampoco se priva la mayoría de ellas de una numerología de manual traspasada de furia justiciera.

43 entonces con instrumentos de dureza incontestable ante los que debemos decidir si nos hemos de apropiar de ellos para reorientarlos en el sentido que la ciencia y la ética nos dicte, o si los hemos de ceder al poder de turno, resignándonos al vaciamiento metodo- lógico que se ha enseñoreado en demasiados campos de nuestras disciplinas. El rasgo más sorprendente de la TLC (a pesar de los serios defectos de su promotor) tiene que ver con su capacidad de reformulación y con su complementariedad con los más variados marcos teóricos y metodologías, tal como se hace evidente en sus suce- sivos momentos y escenarios de re-emergencia que se manifiestan hasta el mismísimo día de hoy (cf. Allen y Sanglier 1979; 1981a; 1981b; Arlinghaus 1983; 1993; 1989; Ar- linghaus y Arlinshaus 1989; Meijers 2007; Mulligan, Partridge y Carruthers 2012; King 2020). A la larga resultó que muchas de esas geometrías que a primera vista parecen embrionarias han sido revulsivas, transformadoras e irreductibles más allá de toda duda razonable. Se necesitaron guerras perdidas, traiciones, archivos escamoteados y colap- sos políticos globales para sacarlas momentáneamente de circulación, pero a lo largo de ochenta años estas GPs de formato algorítmico se descartaron a veces aunque siempre encontraron la forma de retornar, lo que no necesariamente es una buena noticia. Y ade- más de duraderas, adaptativas y oportunistas esas geometrías demostraron ser ubicuas y polimorfas cualquiera haya sido su signo ideológico y el de su entorno: de algunas de e- llas (y podemos adivinar de cuáles) se sabe que se han evaporado en Polonia, natu- ralizado en Norteamérica, cristalizado en España, anticipado en Italia, desconocido en Argentina, interrumpido en Venezuela, confrontado en Palestina y resucitado en Israel.

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Figura 0.3 – Este mapa de 1941 muestra el patrón para la planificación espacial del distrito de Kutno en el voivodato de Łódź en el centro de Polonia ("Warthegau"), orientado según la TLC de Christaller. Según Der Generalplan Ost… – Materiales completos en http://www.dfg.de/pub/generalplan/planung_4.html

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Figura 0.4 – Mapa de Walter Christaller (1941a) de los lugares centrales en la Polonia conquistada. Basado en Joshua Davidovich (2013) y adaptado de Sandra Arlinghaus (2006).

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1 – Georg Simmel: Distancia social, tríadas y motivos reticulares

De manière générale, les relations à distance, même lorsqu'on dispose des instruments modernes de télécommunications, sont inférieures aux relations face-à-face dans la mesure où elles sont plus lentes, se prêtent moins bien au dialogue et sont appauvries par les pertes en ligne. La distance affecte donc sensiblement la domination, mais elle le fait très différemment selon les modalités de celle-ci. Paul Claval (1976: 149)

There has been an unfortunate lack of interest in situating network analysis within the broader traditions of sociological theory, much less in undertaking a systematic inquiry into its underlying strengths and weaknesses. Theoretical "precursors" of network analysis have often been invoked in passing –specially Durkheim and Simmel– but network analysis, itself a constellation of diverse methodological strategies, has rarely been systematically grounded in the conceptual frameworks they elaborated. Mustafa Emirbayer y Jeff Goddin (1994: 1412)

Afirmaciones como las que se consignan en el primer epígrafe han envejecido más en los cuarenta años que van desde el nacimiento de la GP de Paul Claval que los postu- lados geométricos simmelianos en los ciento veinte que nos distancian de ellos. El he- cho es que Georg Simmel pensaba la comunicación y la distancia en un plano más abs- tracto y más resistente a los avances tecnológicos que hicieron de los contactos a la dis- tancia algo más veloz, inmediato y omnipresente que los encuentros cara a cara, en con- cordancia con la compresión del tiempo-espacio de la que hablara David Harvey en The condition of postmodernity (1990 [1985]) y sobre todo en Explanation in Geography (1969), o con el estiramiento del tiempo-espacio y la constitución temporal-espacial de los sistemas sociales que planteara Anthony Giddens [1938-] en The constitution of so- ciety (1984: 34-40, 110-162) y en A contemporary critique of historical materialism (1995 [1981]: 26-108). Estos son textos que a su vez (a pesar del marcado conservadu- rismo thatcheriano de este último y del maná del cielo que su anti-izquierdismo sig- nificó para la derecha política de Inglaterra) lucen una o dos generaciones más actuales que la semblanza de Claval aunque son apenas entre seis y diez años posteriores. El presente y el futuro ya no son lo que eran. Como lo supo entrever Harvey, ni duda cabe que Simmel fue el precursor absoluto de esa nueva disciplina acabada de surgir y que ha dado en llamarse la ciencia de la anticipación (Simmel 2004 [1900]: 541-546; 1950 [1903]; Harvey 1990 [1985]: 11, 26, 79, 171, 272, 286, 289, 316, 347; Rosa 2013: xviii, 9, 45, 46, 53-55, 65, 120, 124, 242-243, 277, 299, 335 n57, 373 n102; Rosa y Sheuerman 2009: 19, 21, 41-59, 85; cf. Appadurai 2013; Chebanov 2015; Nadin 2015; 2016). Escribe Roberto Poli, sociólogo de la Universidad de Trento:

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Desde Simmel, tal vez el primer teórico de la sociedad de la aceleración, el lamento por la compresión espacio-temporal ha sido un motivo repetido con suma frecuencia, junto con la acusación de que el cambio económico, social y cultural es cada vez más rápido que en é- pocas anteriores (Rosa 2013; Wajcman 2015: 13). En este sentido se han propuesto muchas teorías, e incluso nuevas terminologías: el tiempo instantáneo (Urry), el tiempo intemporal (Castells), la compresión espacio-temporal (Harvey), el distanciamiento espacio-temporal (Giddens), el tiempo cronoscópico (Virilio), el tiempo puntillista (Maffesoli), o el tiempo reticular (Hassan) (Poli 2017: 154; cf. Poli 2014; 2019).

Esa compresión (a la que Doreen Massey no alcanzó a interpelar cabalmente y de la que las escuelas francesas de estudios territoriales no oyeron hablar) ha convertido los es- quemas teóricos de todas las GPs contemporáneas, incluso los de las más recientes, en un recurso necesitado urgentemente de actualización. La distancia espacial (esto es, la métrica de las geometrías involucradas en los modelos) ya no es un factor limitante en proporción a cuya magnitud su poder y su influencia decaen gravitacionalmente, sino que cuando la distancia se virtualiza su alcance se torna infinito y comienza a operar (como en la primavera árabe, en los twits de Donald Trump, en los actos de inducción persuasiva que torcieron el Brexit, en las penumbras orwellianas detrás del escándalo de Facebook o en fenómenos de intervención política que ni siquiera sospechamos) como si fuera una manifestación del poder mismo, o como una forma distinta de poder. Se trata de una forma de poder de máximo impacto, respecto de la cual todo se encuentra instantáneamente conexo y a un solo grado de separación, tal que recorrer más espacio no insume un minuto más de tiempo ni involucra un centavo más de más costo y todo tiene verdaderamente que ver con todo. Una pesadilla, como quien dice, aunque algunos piensan que se trata de una posible bendición, un punto de apoyo inestimable para las prácticas y un vector para el desarrollo de las ciencias por venir. En este escenario, todas las distancias espaciales y temporales se disuelven en el aire porque el espacio global es una red cuyo umbral de percolación es cero. Lo local y lo global, el tiempo y el espacio, el espacio y el lugar han de ser entonces repensados, en la medida en que en el espacio virtual todas las locaciones son multisituadas y (a los efec- tos prácticos) todos los acontecimientos son globales y se conjugan en tiempo real. Y a pesar de que todas las conexiones son en teoría bi- o multidireccionales y simétricas, el poder deviene más direccional, jerárquico y desigual que nunca. Como habría dicho Ro- bert Merton (otro sociólogo tan sensible a las geometrías como Simmel) la contracción del tiempo-espacio es como si fuera el principio de San Mateo en acción, la inflexión terminal en la que el poder se hace más incisivo, más eficiente y en último análisis más ríspido e intolerante (Merton 1968; cf. Warf 2008). La diferencia entre Simmel y el Claval anterior a su descubrimiento de las redes es que aquél pensaba desde el inicio en términos de redes, al punto de que hoy se lo reconoce como el pionero sociológico en la materia; Claval, en cambio, y excepto en su obra explícitamente reticular, fue primordialmente un geógrafo que pensaba el espacio de maneras más convencionales. Aun cuando muchos de sus trabajos descubren sistemas de redes articulando las geometrías de la TLC de Christaller, las redes de Claval son geometrías de posiciones y distancias en el espacio físico antes que redes en el sentido

48 conceptual, algorítmico y dinámico de la palabra (cf. Claval 1978; 2005: 13 versus Claval 1973). La bibliografía fundamental que nutre el esquema inicial de este capítulo es el denso y rico artículo del profesor de Historia, Ciencia Política y Ciencias Espaciales Philip Ethington (del Dornsife College de la USC) publicado en CyberGeo en 1997. Ethington es también quien aplica al modelo de Georg Simmel el carácter de una “geometría so- cial”, que aunque no aparece designada con tal expresión en ningún lugar de la obra simmeliana hay que convenir que está latente a lo largo de buena parte de ella. Otros autores que han trabajado la geometría social de Simmel han sido David Fearon (2004), James Chriss (s/f), Tim Delaney (2014: 99-101) y Robert van Krieken (2016). La base de esta geometría en proceso de recuperación se apoya en el concepto simmeliano de distancia social; nadie lo expresa con tanta claridad como Ethington: El concepto de "distancia social" comenzó en la mente de Georg Simmel como una inter- pretación compleja de la sociabilidad como formas de "distancia" tanto en un sentido geo- métrico (es decir, euclideano) como metafórico. Sin embargo, en manos del estudiante nor- teamericano de Simmel, Robert Park, y su "Escuela de sociología de Chicago" –sobre todo el trabajo de Emory Bogardus–, el concepto se empobreció al eliminar la sensación geo- métrica de distancia de Simmel (Ethington 1997).

A efectos de comprender el sentido preciso de su geometría los textos esenciales de Simmel son su Soziologie (1908) y previo a ella su Sociología del dinero (1900). En Soziologie escribe Simmel: Debe encontrarse, por un lado, que la misma forma de interacción social ocurre con conte- nidos completamente diferentes para fines completamente diferentes, y por el contrario, que el mismo interés sustantivo está revestido en formas totalmente diferentes de interacción social como su vehículo o tipos de realización: así como las mismas formas geométricas se encuentran en diferentes materiales y el mismo material adopta diferentes formas espacia- les, así es el ajuste correspondiente entre las formas de la lógica y los contenidos de la cog- nición (p. 24).

Hay en esta perspectiva algo más que un preanuncio del estructuralismo por venir y de la diversidad e inmediatez de las formas espaciales que hoy conocemos. No hay que lla- marse a engaño por los arcaísmos de estilo o por la tipografía gótica de las ediciones alemanas. Las referencias a la geometría son sólo discretamente abundantes a lo largo de este texto fundamental (cf. pp. 24, 27, 29, 144) pero su importancia es clave. Lo mismo vale para la idea de distancia social (pp. 19, 438, 514). En un artículo sobre la geometría social simmeliana, James J. Chriss (de la Universidad del Estado de Cleve- land) lo pinta particularmente bien: [L]a analogía geométrica puede extenderse al estudio de la sociedad, de tal modo que me- diante la cual se puedan identificar y definir las formas sociales; esto permite al sociólogo agrupar una miríada de fenómenos sustantivos bajo categorías formales más amplias o más abstractas. Pero en lugar de lados y ángulos geométricos, los elementos esenciales que com- prenden las formas para el análisis sociológico son simplemente la interacción social huma- na (o lo que Simmel llama "sociación"). Como explica Simmel (1950: 22), las formas sociales "se conciben como constitutivas de la sociedad (y las sociedades) a partir de la mera suma de hombres vivos. El estudio de esta segunda área se puede llamar "sociología pura", la cual abstrae el mero elemento de sociación (Chriss s/f).

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A medida que pasan los años y que la preocupación por el espacio se difunde en geo- grafía y ciencias conexas, no son pocos los teóricos que consideran que el giro espacial y territorial en las ciencias humanas se origina en la sociología de Simmel. Las rumina- ciones espaciales de éste se presentan en dos artículos, "La sociología del espacio" y "Sobre las proyecciones espaciales de las formas sociales" de 1903. Ambos artículos se incluyen revisados y ampliados en un solo capítulo de su Sociología de 1908 junto a tres ensayos: "El límite social", "La sociología de los sentidos" y "El extraño" (Frisby 1998; Fearon 2004). El sociólogo norteamericano Donald Black es generoso en sus referencias “geométricas” a ideas de Georg Simmel en el libro fundador de su geometría social, The behavior of law (1974: 36, 38, 41, 45, 87, 101, 160), un texto característicamente tacho- nado de toques antropológicos que tocará analizar en el capítulo siguiente. David Fearon (de la Universidad de California en Santa Barbara) nos proporciona un buen resumen de las cinco propiedades básicas del espacio que interesaron a Simmel, señalado como el gestor de una sociología del espacio: 1. Espacio de exclusividad: si bien no hay dos cuerpos que puedan ocupar el mismo es- pacio, el espacio social varía según la configuración y la exclusividad de los grupos que lo ocupan, tales como el estado nacional exclusivo o la iglesia católica universal.. 2. El espacio puede subdividirse para fines sociales y enmarcarse en límites. En contraste con las fronteras naturales, el límite social "no es un hecho espacial con consecuencias so- ciológicas, sino un hecho sociológico que se forma espacialmente"; los límites proporcio- nan configuraciones especiales para la experiencia y la interacción. Al reforzar el orden social dentro de las fronteras políticas (para reforzar el nacionalismo o el orgullo regional) y al resaltar las relaciones a través de las fronteras, esas invenciones adquieren un sentido de concreción. Los sociólogos estadounidenses, especialmente Robert Park, tomaron la idea de las fronteras sociales y la aplicaron a cuestiones de raza y clase social. 3. La localización o fijación de la interacción social en el espacio también influye en las formaciones sociales. La iglesia, por ejemplo, reúne elementos por lo demás independien- tes. El desarrollo urbano depende de la fijación e individualización del lugar, como la numeración de las casas y el nombre de las calles, y su fluidez. La modernización de las tecnologías de transporte y comunicación, sin embargo, permite interacciones más breves y flexibles o la no presencia física de individuos. 4. Todas las interacciones sociales podrían caracterizarse por su grado relativo de proximi- dad y distancia entre individuos y grupos. Con el aumento de la proximidad física, se debe administrar el "espacio personal", o cual puede conducir a extremos emocionales. Las idealizaciones y los estereotipos de los grupos pueden comenzar a descomponerse con la cercanía física. Sin embargo, con la concentración de población en las ciudades, los indivi- duos pueden "sobreestimularse" a partir de la frecuencia y el ritmo de las interacciones. Por lo tanto, los ciudadanos adoptan una postura de distancia social respecto de los demás asu- miendo una actitud reservada, desapegada o despreciativa. También pueden ajustarse a las últimas modas y modas de vestir como forma de preservar el anonimato. 5. La quinta dimensión de las relaciones especiales guarda relación con el cambio de ubica- ciones, tanto para el caso de grupos mayores (p. ej. tribus nómadas), como para el de individuos con funciones particulares (p. ej. vendedores ambulantes o viajeros). El ensayo de Simmel sobre “El Extraño” (o “El extranjero”) retoma la confluencia de tales individuos de proximidad espacial con otros de los que uno también es socialmente distante, que se en- cuentra fuera de un grupo y lo confronta (Fearon 2004: passim).

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Encuentro esta úlltima idea premonitoria de cierto tipo de conceptos trabajados por Walter Benjamin y de la categoría de stranger king de Marshall Sahlins (2008) o del argumento del carácter alóctono del poder según Luc de Heusch (1982: 26-27), no tanto por la jerarquización del extraño o de lo heterónomo sino por su singularidad. En su trabajo de ecología urbana Robert Park considera a los extraños como los migrantes y los miembros marginales de una sociedad. Simmel, sin embargo, enfatizó la “extrañeza” como un elemento de interacción social que todas las relaciones sociales mantienen en cierto grado. El extraño es un caso en el que “las relaciones espaciales no sólo deter- minan las condiciones de las relaciones entre las personas, sino que también son un símbolo de esas relaciones” (Simmel según Fearon 2004). Así como hay en su obra una sólida sociología del espacio la presencia de una geome- tría en los escritos de Simmel no es tampoco periférica. En su Sociología (1908) él lo establece con claridad: Así como la geometría determina qué es lo que constituye la espacialidad de las cosas espa- ciales, la sociología, como teoría del ser social en la humanidad que puede ser objeto de ciencia en otros sentidos incontables, está, pues, con las demás ciencias especiales en la misma relación en que está la geometría con las ciencias físicoquímicas de la materia. La geometría considera la forma merced a la cual la materia se hace cuerpo empírico, forma que en sí misma sólo existe en la abstracción. Lo mismo sucede en las formas de la sociali- zación. Tanto la geometría como la sociología abandonan a otras ciencias la investigación de los contenidos que se manifiestan en sus formas o de las manifestaciones totales cuya mera forma la sociología y la geometría exponen. Apenas si es necesario advertir que esta analogía con la geometría se limita a esta aclara- ción del problema radical de la sociología, que aquí se ha intentado. Sobre todo la geome- tría tiene la ventaja de hallar en su campo modelos extremadamente sencillos en que pue- den resolverse las más complicadas figuras; por eso puede construirse con notas fundamen- tales relativamente escasas que abarcan todo el círculo de las formas posibles (Simmel 2016 [1908]: 80-81).

Este género de enunciados nos invita a contemplar una instancia del genio científico en su esplendor, pues es sorprendente que la idea de modelo (que en ciencias humanas re- cién reaparecería medio siglo más tarde en manos del estructuralismo) aparezca asocia- da a esta concepción geométrica tan temprana y a una formulación que ha devenido un tanto extraña con el tiempo pero que sigue siendo deslumbrante. No me conta que exista en todo el ámbito de las ciencias sociales (o en el espacio de todas las ciencias) un solo autor que haya utilizado el concepto de modelo con anterioridad a Simmel y con tanta delicadeza y sentido de la oportunidad. Estoy hablando de una anticipación de no menos de veinte o treinta años respecto de John von Neumann o de cuarenta años antes de Claude Lévi-Strauss. Pero lo que más debería sorprendernos es la afirmación que esta- blece una idea tan refinada como la que expresa, como diciéndolo al pasar, que “[l]a geometría considera la forma merced a la cual la materia se hace cuerpo empírico, for- ma que en sí misma sólo existe en la abstracción” (Simmel 2016 [1908: 80]). No hay en todos los manifiestos que constituyen la GP de Doreen Massey, en los textos pos-es- tructurales que se deslumbran ante la construcción social de la realidad o en la literatura

51 que describe las tecnologías de modelado muchos enunciados epistemológicos que sean una pizca más exquisitos, potentes y fecundos que ése. Hay también anticipos de los isomorfismos (geométricos) del ARS en el estudio de Simmel sobre las díadas y tríadas (1902a; 1902b; 1955). Ante la magnitud de la distan- cia entre las anticipaciones y las realizaciones metodológicas cabría preguntarse qué se ha hecho del estudio de grupos que pululó en los libros de psicología social y de micro- sociología de los años 60s y 70s y que nunca llegó a golpear de lleno en la antropología sociocultural o en la geografía humana, distraídas por esa misma época en las ensoña- ciones de un giro interpretativo y en los preámbulos de un spatial turn (respectivamen- te) que parecían constituir en el mundo anglosajón las manifestaciones culminantes de teorización, lo mismo que lo eran las formas residuales del estructuralismo en el mundo latino más o menos por los mismos años, las mismas que convirtieron las estructuras en una mala palabra tanto para los teóricos marxistas como para los hermenéuticos (y en ambos casos por razones antagónicas que hoy percibimos igualmente espurias). Cuales- quiera sen los altibajos experimentados por el estudio de grupos, la contribución de Simmel a la discusión de sus procesos de formación y de su ontología siguen dando que hablar (Gilbert 1992 [1989]: 146, 158-161, 204; Sheehy 2006: 59, 70-71). En cuanto a las maneras estilísticas de Simmel, no hay que esperar de él que se demore en ilustrar visualmente sus formas y geometrías bajo la guisa de figuras geométricas. Idiosincracias aparte, el hecho es que no hay abundancia de diagramas o grafos en la literatura de la ciencia social temprana, Simmel incluido. A principios del siglo XX era prohibitivo editorialmente incluir esas figuras en una contribución científica y los edito- res por ende desalentaban toda forma de ilustración; cuando un libro incluía muchas ilustraciones lo anunciaba en la tapa porque ese era un valor agregado sustancial y una justificación de su alto precio; tampoco se sentía la necesidad metodológica de incluir- las; y tampoco es el caso que la figuración gozara de una dignidad científica especial, comparable a la notación formal de la lógica o de las matemáticas o a los glifos de la gramatología. Recordemos, por ejemplo, el nacimiento de la teoría de grafos en el artículo fundacional de Euler o la génesis de la geometría diferencial en la tesis de Riemann, en donde no hay ni los grafos ni los diagramas que se diría están haciendo falta; o pensemos en el maltrato de las geometrías, los grafos y las imágenes en las altas matemáticas, con el grupo Bourbaki a la cabeza propiciando una escritura simbólica tanto mejor cuanto más opaca, logocéntrica y abstrusa, literalmente. En no pocas de las corrientes matemáticas la figuración todavía no está del todo bien vista, por más que haya sido en la geometría y no en las altas matemáticas donde nació y se consagró un método axiomático que las matemáticas en general y la aritmética en particular no han alcanzado a integrar en todas las áreas y que en algunos dominios (articulados en base a funciones recursivas primitivas) se sabe incalcanzable. Cuando se lee su Sociología se percibe el número de aspectos en los que Simmel cla- ramente prefigura la GP que habría de nacer tantas décadas más tarde. Junto a numero- sas cavilaciones dispersas sobre la construcción social del espacio y sobre la artificio- sidad de las fronteras que empequeñecen los aportes de Doreen Massey, las digresiones

52 de Simmel sobre los límites sociales preanuncian los razonamientos de Claude Raffestin sobre el territorio como espacio delimitado, insinuaciones de dualidad incluidas: Quizá sea importante de uno u otro modo el concepto del límite en la mayoría de las rela- ciones que existen, tanto entre individuos como entre grupos. Siempre que los intereses de dos elementos se refieren al mismo objeto, la posibilidad de su coexistencia depende de que haya una línea fronteriza dentro del objeto que separe sus esferas. Esta línea divisoria, si es un límite jurídico puede significar el fin de la contienda; y si es un límite de poder acaso signifique su comienzo (Simmel 2016 [1909]: 551).

Estas expresiones prefiguran hasta la última tilde las geometrías territoriales del poder del traductor magno de la geometría griega, el científico cognitivo y poeta Reviel Netz (2007), responsable del punto más alto que se ha alcanzado, acaso, en todas las elabo- raciones conceptuales en la materia (cf. más abajo, pág. 205). Aplacados los fuegos de la polémica y con la excepción, naturalmente, de Donald Black y de los miembros de su escuela, la literatura canónica de la GP ha ignorado en general el nombre de Simmel, socavando su propia base sociológica y desaprovechando el enor- me potencial expresivo de su imaginería geométrica, acaso un poco excedida de adjeti- vación y afectación literaria. Aunque todo el mundo se jacta de pensar sociológica y relacionalmente, no recuerdo haber leído su nombre en las infladas bibliografías de Claude Raffestin o Claudio Minca o en las excesivamente compactas de Doreen Massey y tampoco en las proclamas verbosas de los que se autoconvocaron para celebrar el spatial turn. Pero más importante de todo eso es que Simmel es un claro predecesor de la teoría de redes en general y de la Web en particular según una creciente multitud de autores. La profesora de Comunicación e Información de la Universidad Rutgers y especialista re- putada en redes reales y virtuales Mary Chayko (2015) ha escrito un artículo en el que se pregunta si Simmel es acaso el primer teórico de la [World Wide] Web, abordando para sustentar su hipótesis el artículo incluido en la Soziologie (1908) del sociólogo, cuyo título se traduciría al inglés como “The web of group-affiliations”. Es notable que el título original del artículo de Simmel fuera “Die kreuzung sozialer Kreise”, que ven- dría a ser más bien algo así como “El entrecruzamiento de círculos sociales”. Fue el traductor al inglés, militante sionista, socialista y sociólogo Reinhard Bendix [1916- 1991] quien decidió que las ideas de Simmel se reflejaban mejor como “La red de las afiliaciones de grupo”. El propio Simmel, nos refiere Bendix, quería que sus ideas se entendieran en un sentido amplio, no restringido, de modo que Bendix escogió esos tér- minos para tratar de minimizar lo que él llamaba el “juego” irresponsable de Simmel con sus analogías geométricas (Simmel 1955 [1908]: 125; cf. Diani 2000; Pescosolido y Rubin 2000: 53). El alemán Reinhard Bendix no fue un traductor entre otros. Por el contrario, fue miem- -un grupo guerrillero sionista-so ,[ הרִיםצ יהרבבֹוש ֹוי] bro activo y líder de Hashomer Hatzair cialista que operó en Austria, en Israel antes de 1948 y con más bajo perfil en Buenos Aires hasta la actualidad, sobreviviendo hoy entre el barrio de Almagro y Balvanera a poquísimas cuadras de mi actual domicilio. En Israel el simmeliano Bendix mantuvo al-

53 guna relación con los proyectos de reasentamiento y con las políticas urbanas derivadas del modelo de lugares centrales de Walter Christaller. La guerrilla de Hashomer Hatzair ,ֹוָּלשלבה) sostenía que la liberación de la juventud judía podía alcanzarse mediante la aliyah migración, relocalización) a los kibbutzim judíos de Palestina. Tenemos aquí supervi- vencias de Christaller y de Simmel, ambos alemanes, con Christaller influyendo direc- tamente en Polonia y con Bendix usando a Simmel y a Christaller en Israel, participan- do los dos (Christaller y Bendix) en proyectos de des-localización forzada y re-locali- zación brutal, el uno casi ochenta años atrás al servicio de los nazis y el otro bastante después prestando letra a sionistas armados hasta los dientes: raros efectos de la GP en un mundo pequeño, con dos de sus pensadores aparentemente más antagónicos situados a muy pocos grados de separación. Es necesario puntualizar que la concepción geométrica de Simmel (a diferencia de lo que podría haber sido el régimen de lectura y escritura geometrizante puramente meta- fórica de Claude Raffestin, Donald Black y Doreen Massey) ha sido extraordinariamen- te útil para la comprensión de procesos sociales en el siglo XXI. La concepción simme- liana de intersección de círculos sociales y más en particular la distinción entre círculos sociales concéntricos y círculos entrecruzados [crosscutting circles], le ha servido al es- pecialista en movimientos sociales Mario Diani de la Universidad de Strathclyde en Es- cocia para el análisis de escisiones políticas y sus formas cambiantes y (aun sin el auxi- lio de representaciones gráficas) para la comprensión de situaciones en las que un actor pertenece simultánea o consecutivamente a varios círculos (cf. Diani 2000). Diani es ardoroso en su apreciación de las ideas de Simmel, una circunstancia que no es habitual en la reutilización del pensamiento de la obra de pioneros que se encuentran a mucha distancia espacial y temporal pero que en el caso de los seguidores de Simmel parece ser una constante (cf. Coser 1956: 16, 29-32, 33-40, 47, 49, 57-63, 101-104, 110-114, 127-137, 166-176, etc.; Merton 1968 [1949]: 17, 190, 211, 342-346, 364, 367-368, 373- 376, n58; Caplow 1974 [1968]; Breiger 1990; Emirbayer y Goodwin 1994: 1412, 1415- 1416; Emirbayer 1997: 288; Jaworski 1995; 1998; Bouchet 1998). En su tratado sobre Teoría Social, abiertamente simmeliano, escribe Robert Merton: En su libro The Functions of Social Conflict [1956], que intenta sistematizar algunas de las numerosas ideas de Simmel, Lewis A. Coser cita acertadamente la observación de José Or- tega y Gasset (1949; 1966 [1947]: 396-416) sobre el estilo de trabajo de Simmel: "Esa men- te aguda –una especie de ardilla filosófica– nunca consideró su tema como un problema en sí mismo, sino que lo tomó como una plataforma sobre la cual ejecutar sus maravillosos ejercicios analíticos". En ninguna parte se sostiene mejor este juicio que en el uso intermi- tente por parte de Simmel del concepto de visibilidad u observabilidad (Merton 1968 [1949]: 374 n58).

Hoy nos resulta curioso que el enfoque plenamente geométrico escogido por Simmel haya sido visto como su talón de Aquiles. Escribe Mary Chayko: A veces se argumenta que el trabajo de Simmel omite gran parte del contenido de la vida relacional en su enfoque sobre la forma y la estructura. En una primera revisión de Sozio- logie, el libro en el que aparece por primera vez “The web of group-affiliations”, Charles Ellwood opina que “No es que sus concepciones estén equivocadas, pero ... la comparación de Simmel de la sociología con la geometría no es muy feliz, porque la geometría no se 54

ocupa de los procesos orgánicos vivientes como lo hace la sociología” (1910: 65). El en- foque de Simmel en la forma más que en el contenido le permite tratar a todas las unidades sociales como equivalentes estructurales y explorar mejor sus dinámicas organizacionales interactivas. En el más de un siglo que ha transcurrido desde que se escribió el trabajo, las sociedades se han vuelto cada vez más complejas e intrincadas desde el punto de vista es- tructural, haciendo que el enfoque “geométrico” de Simmel sea aún más útil y necesario. Aún así, creo que Georg Simmel está infravalorado y subestimado entre los grandes teóri- cos clásicos. Su trabajo proporciona herramientas teóricas y analíticas sobre las cuales se han construido perspectivas tan críticas como el análisis de redes sociales. Describe cómo las afiliaciones grupales y las interacciones sociales se desarrollan e impactan tanto en el individuo como en la sociedad. Y presagia un mundo en el que el descubrimiento y la for- mación de conexiones sociales a través de la tecnología digital es constante y omnipresente, con consecuencias desenfrenadas, muchas de las cuales estamos empezando a discernir. Pero por más que su influencia sea ampliamente reconocida en los círculos sociológicos (aunque no lo suficiente para mi gusto), su relevancia en los campos de la comunicación, la información y los estudios tecnológicos es reconocida de forma demasiado irregular (Chay- ko loc. cit.).

El antropólogo filo-marxista Max Gluckman [1911-1975], legendario director de inves- tigaciones de la Escuela de de Manchester e impulsor pionero del análisis de redes so- ciales en el estudio de sociedades complejas en los albores de la descolonización escribe a su vez: Pues aunque diría que la mayoría de las ideas centrales expuestas en estos ensayos [simme- lianos] se han convertido en una parte aceptada de la antropología social moderna, ya sea directa o indirectamente derivada de Simmel o de alguien más, o por repetidas invenciones independientes, la forma en que estas ideas se formulan continuamente sugiere nuevas lí- neas de investigación e interpretación. Considero que al exhibir tanto el papel del conflicto en el establecimiento de las relaciones sociales como el intrincado entrelazamiento de la red de afiliaciones grupales a través de in- dividuos, los análisis antropológicos detallados de sistemas sociales particulares son más efectivos y convincentes que la presentación informal y el ulterior salpicado de ejemplos breves de situaciones de gran complejidad histórica que realiza Simmel. Pero en cada uno de estos ejemplos aparentemente casuales, él nos abre una gran cantidad de nuevos proble- mas, y estos problemas se formulan tan claramente que se pueden transponer a contextos sociales muy diferentes (Gluckman 1956: 374).

Los filósofos y sociólogos pos-sociales de la línea de Bruno Latour nunca se refirieron a la obra de Simmel como alternativa al sociologismo de Durkheim, inclinándose más bien hacia Gabriel Tarde [1843-1904], un pensador que plasmó un cúmulo de ideas etnocéntricas que pienso inadmisibles por razones que he procurado poner en claro en otra parte y que me entristecería reiterar aquí (cf. Latour 1999; 2000; 2002a; 2002b; Latour y Lépinay 2009 versus Reynoso 2019a: 227-250). En cuanto a Simmel como precursor (o acaso fundador) del ARS en mi tesis doctoral so- bre el tema yo había escrito: […] Simmel es uno de esos autores intensamente literarios cuyos libros, de pertenencia dis- ciplinaria incierta, se traducían y frecuentaban muchísimo medio siglo atrás hasta en colec- ciones populares [en la Colección Austral, por ejemplo], pero que poco a poco se han de- jado de leer. Sin duda habría que leerlo de nuevo pues su rara escritura, carente de todo ra-

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zonamiento explícitamente gráfico o matemático, es paso a paso una invitación al modelado basado en imágenes, como cuando dice: La interacción entre los seres humanos se concibe y se experimenta como algo que llena el espacio. Si los individuos viven dentro de ciertos límites espaciales y se encuentran aislados unos de otros, el espacio que hay entre ellos es espacio vacío. Pero si entablan relaciones recíprocas, ese espacio parece lleno y animado. [...] La existencia de una línea fronteriza so- ciológica entre grupos de individuos significa la existencia de una forma particular de inter- acción para la que no disponemos de un solo término. [...] Puede ser una línea que delimite los derechos de los individuos al final de la disputa o una línea que indique la delimitación de su respectiva influencia antes que la disputa se manifieste (Simmel en Caplow 1974: 30, 31; Simmel en Wolff 1950: 293). Más allá de las imágenes conceptuales que están clamando por su ilustración en grafos, la ideación relacional es asimismo explícita y definitoria: Una colección de seres humanos no deviene una sociedad sólo porque cada uno de ellos sea dueño de un contenido de vida objetivamente determinado o subjetivamente determinante. Se convierte en una sociedad sólo cuando la vitalidad de esos contenidos alcanza una forma de influencia recíproca; sólo cuando un individuo posee un efecto inmediato o mediato sobre otro, la agregación espacial o la sucesión temporal se transforma en una sociedad. Si por ende ha de haber una ciencia cuyo tema sea la sociedad y nada más, ella debe estudiar exclusivamente esas interacciones, esas clases y formas de sociación (Simmel 1908 [1971]: 24-25). Aunque Simmel ha anticipado con minuciosa prolijidad de detalle el problema de las redes grupales, proponiendo en pleno siglo XIX estudiar el poder y las jerarquías, escribiendo so- bre el tejido de las afiliaciones de grupo (1966 [1922]), inventando nociones tales como Zweierverbindung [dos conexiones] y Dreierverbindung [tres conexiones], la historia de la modalidad sociocéntrica es bien conocida y no malgastaré tiempo y espacio volviéndola a contar (Reynoso 2011: cap. §7)

Las conexiones simmelianas pronto devendrán díadas y tríadas a partir de la traducción del influyente Albion Woodbury Small [1854-1926] para los primeros volúmenes del American Journal of Sociology; Simmel no utilizó esa denominación, así como tampoco usó los términos de mónada o tétrada, pero el sentido conceptual de esas configuracio- nes no varía con el cambio de nomenclatura. Mención aparte merecen las críticas, a veces malignas, que los sociólogos conservado- res del establishment emprendieron contra Simmel. En realidad la cosa va más allá de que un crítico decida arremeter violentamente contra un recurso heurístico por razones mejor o peor fundadas. Estoy acostumbrado a las críticas feroces y cuando la ocasión lo ameritó yo mismo me he visto protagonizando algunas con júbilo caníbal, pero en este enclave la cosa se ha pasado de la raya y el hecho no es trivial. La acritud de la polé- mica, por el contrario, es un indicador que señala que cuando se invoca la geometriza- ción en un sentido más o menos estricto se está tocando un nervio. En casos específicos como los de Simmel, Donald Black y en ocasiones Christaller (o sus respectivos suce- sores) alcanza con que un sociólogo o un geógrafo cultural hable de geometría para que comience a tronar el escarmiento y la escritura se torne encrespada. Para muestra alcanza con esta diatriba del ultra-conservador Pitirim Sorokin [1889- 1968], un pensador situado en las antípodas de Simmel que es a la sociología del espa-

56 cio lo que hemos visto que fue George Nicolas a la teoría del lugar central (cf. pág. 43 más arriba) o lo que veremos que es Stephen Turner a la sociología geométrica de Do- nald Black (cf. pág. 66 más adelante). Escribe en efecto Sorokin: Desde un punto de vista puramente metodológico, el método sociológico de Simmel carece de método científico. Debo expresar mi total desacuerdo con la alta estimación del Dr. R[o- bert] Park o del Dr. [Nicholas] Spykman sobre el método sociológico de Simmel. Además de la deficiencia lógica anterior [debido al uso del término ambiguo 'forma': ibid., 501-502], el método de Simmel carece por completo de un enfoque experimental, de una investiga- ción cuantitativa o de un estudio fáctico sistemático de los fenómenos discutidos. En vano se buscará en su trabajo un método sistemático como el de la escuela de [Frédéric] Le Play o los principios metodológicos de las ciencias sociales desarrollados por A[ntoine Augus- tin] Cournot. . .; o principios como los de H[einrich] Rikkert [sic] y W[ilhelm]. Windel- bandt [sic] sobre la clasificación de las ciencias. […] o como el método de Max Weber de la "tipología ideal"; o los métodos cuantitativos de investigación de [Francis] Galton, [Karl] Pearson y A. Tchuproff; o incluso un estudio simple, cuidadoso y atento de los hechos de los que está hablando. Todo esto falta. Lo que sí hay representa sólo la generalización especulativa de un hombre talentoso, respaldado por el "método de ilustración" en la forma de dos o tres hechos incidentalmente tomados y, a menudo, interpretados unilateralmente. Sin el talento de Simmel, las mismas cosas parecerían pobres. El talento de Simmel salva la situación, pero sólo en la medida en que el talento compensa la falta de metodología cien- tífica. Bajo tales condiciones, convocar a los sociólogos para que retornen a Simmel, como hacen los Dres. [Robert] Park y [Nicholas] Spykman, significa devolverlos a una pura espe- culación metafísica falta de método científico. La especulación y la metafísica son cosas excelentes en su lugar, pero mezclarlas con la ciencia de la sociología significa echar a perder cada una de esas ciencias (Sorokin 1928: 502, n26; cf. Wolff 1950: xlvi).

Pasando piadosamente por alto el erizado name dropping en que se complica Sorokin y su estrambótica ortografía (repetida y aumentada en otras obras suyas), algunos autores de la escuela norteamericana salieron al cruce de la arremetida, echaron paños fríos y procuraron poner las cosas en su lugar, perdiendo la oportunidad de explicar las razones y las consecuencias de tamaño desencuentro (v. gr. von Wiese 1932: 44-47). Simmel salvó el pellejo y fueron sus críticos los que quedaron mal, pero el prestigio de la obra del sociólogo debió esperar el advenimiento del análisis de redes sociales y del estudio de grupos para ser plenamente reivindicado. No por nada en Dos contra uno: Teoría de las coaliciones en las tríadas Theodore Caplow (1974 [1968]: 25-35) dedica todo un capítulo a una encendida “alabanza a Georg Simmel”, fundador de la sociología junto al consagrado Émile Durkheim [1858-1917] (y, como quieren algunos, a Gabriel Tarde [1843-1904], Vilfredo Pareto [1848-1923], Max Weber [1864-1920] y Lester F. Ward [1841-1913], primus inter pares en la apretada y contenciosa élite de los padres funda- dores). Mucho más sorprendentemente, Simmel preanuncia formas de análisis que sur- gieron en la década de 1920 y están resurgiendo recién en la segunda década del tercer milenio; me refiero en particular al ritmanálisis geométrico codificado por Henri Le- febvre y aplicado a la política y el poder por Pascal Michon (2007: 197-198, 112, 124, 161-169; 2011; 2013; May y Thrift 2001: 33, 35, 138, 240; Fortuna 2009; Smith y Hetherington 2013: 1, 2, 7, 36, 64-65; Revol 2015: 157 n 455; cf. Mandelstam 1979 [1920]; Simmel 1981: 229, 234; ver más abajo pág. 177). No obstante la riqueza de sus contribuciones la escuela simmeliana hoy se encuentra un tanto caída en el olvido y hay

57 quien echa la culpa de ello a sus discípulos directos, cuyos aportes y desarreglos ten- dremos que investigar ahora. Comencemos el examen asomándonos a la obra de Robert Ezra Park [1864-1944], quien fue un sociólogo norteamericano alguna vez frecuentado por la antropología de mediados del siglo pasado como un antecedente directo de la temprana antropología ur- bana y el fundador de la afamada Escuela de Chicago en la que también participarían sociólogos y psicólogos sociales de la talla de George Herbert Mead, William Isaac Thomas, Florian Znanecki y (en segunda generación) los interaccionistas simbólicos Ervin Goffman y Howard Becker. En América Park fue alumno de Williams James; en Alemania estudió con Georg Simmel en Berlín y con Wilhelm Windelband en Heidel- berg. De regreso en América se unió al Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago.22 La disertación doctoral que Park escribió en su fase europea bajo la direc- ción de Windelband, Masse und Publikum se tradujo oportunamente al inglés pero per- maneció oculta durante casi 80 años; en ella aparecen unas cuantas referencias a su maestro Simmel y al concepto simmeliano de distancia social: Un evento es importante solo porque creemos que podemos hacer algo al respecto. Pierde importancia a medida que la posibilidad de hacer eso parece más remota. Un terremoto en China supone, en vista de nuestro provincialismo incorregible, menos importancia que un funeral en nuestra aldea. Este es un ejemplo de lo que se entiende por distancia social, que los sociólogos tratan de conceptualizar y, en cierto sentido, [usan] para medir las relaciones personales y las intimidades personales. La importancia es, en última instancia, un asunto personal; una cuestión de distancia social (Park 1972 [1904]: 111).

La máxima contribución de Park sobre la distancia social (y la más compacta) aparece en su estudio “The Concept of Social Distance as applied to the Study of Racial Attitu- des and Racial Relations” (1924), un trabajo en el cual no hay sin embargo ninguna referencia a Simmel o al proyecto de una geometría social. Park define la distancia social en términos claramente metafóricos: El concepto de "distancia" aplicado a humanos, a diferencia de las relaciones espaciales, se ha utilizado entre los sociólogos, en un intento de reducir a algo así como términos mensu- rables los grados y grados de comprensión e intimidad que caracterizan a las relaciones per- sonales y sociales en general. Frecuentemente decimos de A que está muy "cerca" de B, pero que C es distante y reservado, pero que D, por otro lado, es de mente abierta, compren- sivo, comprensivo y, en general, "fácil de conocer". Todas estas expresiones describen y, hasta cierto punto, miden la "distancia social". […] Ahora no sólo es cierto que tenemos una sensación de distancia hacia las personas con las que entramos en contacto, sino que tenemos la misma sensación con respecto a las cla- ses y razas. Los términos "conciencia racial" y "conciencia de clase", con los que la mayo- ría de nosotros estamos familiarizados, describen un estado de la mente en el que nos vol- vemos, a menudo súbita e inesperadamente, conscientes de las distancias que nos separan, o

22 Sobre la dinámica de la migración de teorías entre Europa y América la referencia obligada sobre el traslado y adaptación de las ideas simmelianas es el magistral libro compilado por Cherry Schrecker Transatlantic voyages and Sociology: The migration and development of ideas (Schrecker 2010: 5-6, 8- 10, 163, 165-166, 169, 240-244).

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parecen separarnos, de clases y razas a las que no comprendemos del todo (Park 1924: 339, 340).

Si bien Park entiende que las expresiones que connotan ideas de distancia social son en última instancia mensurables, está claro que son las expresiones mismas las que “en al- gún sentido” (1905) o “en alguna medida” (1924) miden la distancia social. No hay más medición que ésa. Alineando distintos razonamientos de distintas épocas queda claro que la concepción de Park respecto de distancias y medidas es cambiante y poco con- gruente. En algún momento, sin embargo, escribe: Es conveniente, para ciertos propósitos, concebir el contacto [social] en téminos de espacio. Los contactos de las personas y los grupos pueden ser entonces ploteados en unidades de distancia social. Esto permite la representación gráfica de las relaciones de secuencia y de coexistencia en términos tanto de unidades de separación y unidades de contacto. Esta concepción espacial puede aplicarse ahora a la explicación de las lecturas en contactos sociales (Park y Burguess 1921: 282).

Pero a diferencia de lo que sería el caso con Emory Bogardus [1882-1973], Park no intenta jamás articular una métrica concreta para diferenciar grados de distancia un poco más precisos y susceptibles de comparación.23

Tabla 1.1 – Antipatía (distancia social) entre las “razas” según Bogardus (1925a). Compárese con la lista de redlining de Homer Hoyt (pág. 33, nota al pie). Aun comparado con Simmel y Park, Bogardus, el principal codificador del concepto de distancia social, suena como un pensador de acendrado conservadurismo. En su History of Social Thought (1922) Bogardus describe la eugenésica con distanciamiento olím- pico, casi se diría que sin tomar partido, sin percatarse que se trata de una doctrina aborrecible. No se entretiene siquiera en mencionar la existencia de la sociología de Simmel ni, por el momento, en describir lo que sería su propio concepto maestro. Dis- tinto es el caso de su otro manual, The develoment of social thought (1960 [1940]). Este complicado momento de las transformaciones teóricas que llevarían al ARS y que pre-

23 La información clave sobre este momento geométrico de la sociología se encuentra almacenado en el inventario enigmáticamente selectivo del Mead Project de Robert Throop and Lloyd Gordon Ward (2007) de la Universidad de Toronto.

59 anuncia otras mutaciones de la ciencia social no será examinado aquí, donde preten- demos seguir otras trazas en la gestación de las GPs contemporáneas. Vale la pena destacar la presencia de Simmel en la teoría del equilibio social de Fritz Heider (1958), en el cual el modelo de base simmeliano adquiere una manifestación grá- fica y geométrica que consolidará definitivamente las entonces primitivas técnicas de visualización en el ARS. Heider no sólo se ocupó de elaborar visualmente su teoría sino que destacó el papel de la visión en los hechos sociológicos. A tal respecto Heider re- produce este párrafo de Simmel que incluye apreciaciones que hacen al concepto esen- cialmente geométrico de observabilidad: De los órganos sensoriales especiales, el ojo posee una función sociológica única. La unión y la interacción de los individuos se basa en las miradas mutuas. Esta es quizá la recipro- cidad más directa y más pura que existe en cualquier parte. La reacción psíquica más eleva- da, sin embargo, en las que las miradas de ojo a ojo unen a los hombres, no cristaliza en una estructura objetiva. La unidad que surge momentáneamente entre dos personas se presenta en la ocasión y se disuelve en la función. Tan tenaz y sutil es esta unión que solo puede mantenerse merced a la línea más corta y más recta entre los ojos, y la menor desviación de ella, el menor apartamiento de la mirada, destruye por completo el carácter único de esta unión. … Por la mirada que revela al otro uno se revela a sí mismo. Por el mismo acto en el que el observador busca conocer al observado, se rinde a sí mismo para ser comprendido por el observador. El ojo no puede tomar a menos que dé al mismo tiempo. … Lo que ocu- rre en esta mirada mutua directa representa la más perfecta reciprocidad en todo el campo de las relaciones humanas (Simmel 1921: 358 según Heider 1958: 77).

Heider fue traductor de Principios de psicología topológica de Kurt Lewin, acaso el texto más geométrico y diagramático de entre todos los citados en este capítulo, aunque el día de hoy nadie considere la figura de Lewin cuando se trata de hacer la crónica del desarrollo de la idea de una geometría relacional como la GP inherentemente es. Este desdén es comprensible, dado que el entero marco lewiniano (junto con parecidas ideas de Jakob Levy-Moreno [1892-1974], el inventor del psicodrama) fue considerado seu- docientífico por Martin Gardner (1988) y por otros críticos prestigiosos, por lo cual por más pionero de las geometrías relacionales que haya sido, hoy en día Kurt Lewin ya no es la opción aceptable que alguna vez fue (cf. Reynoso 2011: cap. §5). Una última clase de análisis basada en teoría de grafos con alto impacto en psicología social, ciencias políticas, dinámica grupal y sociología guarda relación con el concepto de equilibrio [balance], moderadamente utilizado en esas disciplinas a través de ela- boraciones que se remontan a las teorías del equilibrio social de Fritz Heider (1946), aunque la problemática se conoce desde la época de Simmel (1902a; 1902b). Resuena un eco de estas teorías en el texto clásico Dos contra uno: Teoría de las coaliciones en las tríadas de Theodore “Ted” Caplow [1920-2015], un autor que debería ser harto mejor conocido, en el cual llamativamente no se utilizan métodos que remitan a la teoría de grafos (Caplow 1974). Generalizada como teoría del equilibrio estructural, la teoría original de Heider se concentraba en la cognición o percepción individual de las situa- ciones sociales. La teoría del equilibrio puede que sea discutible a esta altura del desa- rrollo científico, pero es evidente que la implementación mediante grafos que a propó- sito de ella elaborara Frank Harary (1954) permite operacionalizarla mejor, utilizarla

60 como referencia para la contrastación y describirla en forma más sistemática, sobre todo cuando los grupos que constituyen el caso son más grandes que simples tríadas. En sociología se ha utilizado el término impreciso de equilibrio para describir grupos que funcionan bien juntos, carecen de tensiones, etcétera. En general, se estima que gru- pos de los tipos I y III (figura 1.1) serían equilibrados, mientras que los de los tipos II y IV no lo serían. Aquéllos se pueden distinguir de éstos porque forman circuitos de signo positivo (es decir que en su ciclo hay números pares de signos ‘–’). En lo que respecta a tríadas, Heider define como equilibrado un sistema en el cual hay tres relaciones positi- vas, o una positiva y dos negativas. Hay que pensarlo un poco, pero es fácil ver por qué: ‘Yo amo (+) a Juana’; ‘Yo amo (+) la ópera’; ‘Juana (+) ama la ópera’ es equilibrado; ‘Yo amo (+) a Juana’; ‘Yo amo (+) la ópera’; ‘Juana (–) detesta la ópera’ no lo es.

Figura 1.1 – Teoría del equilibrio, de Heider a Harary. Para tres sujetos, naturalmente, hay ocho configuraciones posibles de tripletes. Observaciones como éstas llevaron a Dorwin Cartwright y Frank Harary (1956) a pro- poner que se llamara equilibrado a un grafo signado y al grupo de individuos que re- presenta si todo circuito en él fuese positivo (Roberts 1978: 80). El enunciado del teo- rema que originó la propuesta es el siguiente: Un grafo signado es equilibrado si y sólo si los vértices pueden particionarse en dos clases tal que cada arista que vincula vér- tices dentro de una clase es ‘+’ y cada arista que vincula vértices entre clases es ‘–’. A partir de la demostración del teorema se sigue una cantidad de conceptos, de los cuales el grado de equilibrio es circunstancialmente útil; se lo define en términos de la relación entre el número de ciclos en un grafo signado S, o en los bloques de S, y la cantidad de líneas que deben negarse o de puntos que deben removerse para que S se equilibre. El equilibrio se puede restringir tomando en cuenta sólo ciclos de una cierta longitud; se habla entonces de n-equilibrio, 3-equilibrio, etcétera (Wasserman y Faust 1994: 232). Aunque sólo los especialistas los conocen, el número de estudios que ha utilizado teoría del equilibrio en términos parecidos a éstos en diversas disciplinas es demasiado alto para intentar referirlos; esto no implica, sin embargo, que se trate de una teoría aceptada por todos. El libro canónico sobre el tema es Balance in small groups de Howard F. Taylor (1970), aunque en relación con los temas que seguimos de cerca en este libro la lectura obligada sigue siendo el de Fred Roberts (1976: §3.1). En antropología, Claude Flament (1963) y Michael Carroll (1973) utilizaron el concepto de equilibrio de ciclo en su análisis del “átomo de parentesco” de Lévi-Strauss, un análisis que consideré fallido en su versión original pero por otras razones que por su realización gráfica o geométri- ca, un buen intento que no logró salvar de la caída a una idea estructuralista defectuosa desde su incepción.

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Independientemente del valor de la teoría heideriana primaria, a la larga se descubrió que la importancia del concepto de equilibrio en grafos radicaba no tanto en la coinci- dencia de sus postulados básicos con la realidad sino en la productividad de sus genera- lizaciones en el plano formal, en particular las generalizaciones de conglomerabilidad [clusterability] y transitividad, nombres de atributo que exhudan un aire a esos germa- nismos brutales que Gluckman encontraba en la escritura de Simmel cuando se lo mal traducía al inglés y que presagian tosquedades estilísticas como las que Marilyn Stra- thern o Doreen Massey perpetran sin intención; de hecho nociones de un género pare- cido de nombres raros pero de funcionalidad precisa se fueron templando en el ejercicio de una larga cadena de pruebas empíricas que hoy en día constituye la columna verte- bral de los conceptos métricos y de los constructos relacionales y estructurales del ARS (v. gr. Padgett 1999). En esa Biblia re-fundadora del ARS que supe desagraviar y cuestionar en sucesivos mo- mentos (el manual de las redes sociales de Stanley Wasserman y Katherine Faust) tanto Simmel como Heider son mencionados con una frecuencia proporcional a la vigencia sin flaquezas de sus ideas en la metodología analítica contemporánea (Wasserman y Faust 1994: 19, 292, 293, 342, 794 y 14, 94, 220, 223, 228, 234, 247-248, 520, 599, 776 respectivamente). Pero es significativo que, con el correr de los años, la idea de distan- cia social se haya despegado para siempre de su asociación con la perspectiva simme- liana y se utilice como un concepto técnico usual en el análisis de redes sociales cada vez que toca establecer las afinidades mas o menos estrechas entre miembros de una red, como sucede característicamente en el estudio de las relaciones de homofilia de Kazuo Yamaguchi (1990) o en relaciones variadamente conocidas como sesgo τ o sesgo de tríada σ en la teoría de la fuerza de los lazos débiles de Mark Granovetter (1973; cf. Fararo y Skvoretz 1987; McPherson y Smith-Lovin 1987; McPherson, Smith-Lovin y Cook 2001). A cuarenta años de que la distancia social se emancipara del aparato conceptual simme- liano en el que fuera concebida, muy pocos en todo este campo explosivamente expansi- vo mencionan ya el nombre de Simmel; pero ni duda cabe que las ideas que constituye- ron su geometría están, vivas y esenciales, en todas las pautas que conectan en el aná- lisis de redes sociales y en las ciencias de la anticipación del tercer milenio, y que el número de quienes hoy en día construyen sobre esa geometría de entrecruzamientos y multiplicidades, aunque todavía pequeño, no hace más que crecer cada año sin mucha prisa pero sin ninguna pausa.

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2 – Donald Black: Sociología pura y geometrías sociales

Después de leer la mayor parte de su producción garantizo que la expresión GP no se encuentra textualmente escrita en ningún rincón de la obra del sociólogo norteamerica- no Donald Black [1941-] pero lo esencial de su trabajo en las últimas cuatro décadas es indiscutiblemente geométrico y se sitúa, más precisamente, bajo el rubro de geometría social. Si el tema del poder no está más en primer plano es porque Black es esa clase de científico entrañablemente anglosajón que en materia de sociología ha abrevado más en Georg Simmel que en Émile Durkheim y al que en materia de poder nunca se le cruzaría por la cabeza leer (digamos) la obra de Michel Foucault o los textos de Doreen Massey más impregnados de pos-estructuralismo. Dada la escasa inclinación de Black hacia la diagramación, la métrica y la iconología, el tratamiento de su obra en este libro tiene sentido para mejor entender qué clases de razonamientos son estimadas “geométricas” en las ciencias sociales en general y en la gestión del espacio y el territorio en particular. Black se doctoró en Sociología en la Universidad de Michigan en 1968 y enseñó en Yale y en Harvard antes de instalarse en Virginia, en la misma institución en la que ha- bía trabajado otro sociólogo de la línea geométrica simmeliana, Theodore Caplow. Black se considera uno de los especialistas mayores en teoría de la ley y en gestión de conflictos y es el fundador y líder reconocido de la sociología pura, construida casi por entero en base a los principios de lo que él ha llamado geometría social (Black 1976; 1995; 2000). Aunque nunca llegó a disponer de un método formal, la geometría social de Black, deri- vada indirectamente de la distancia social simmeliana, no buca ser una metáfora sino que aspira a constituir una geometría en el sentido cabal del término: Los factores relevantes incluyen la distancia relacional y cultural que abarca un caso y su elevación y dirección en el espacio vertical: la ley es una función curvilínea de la distancia relacional y cultural, y la ley superior y descendente es mayor que la ley inferior y ascen- dente (1976: 16-28, 40-48, 73-78). Tales formulaciones son comprobables, generales, sim- ples, nuevas, y disfrutan de considerable apoyo empírico (Black 2002b: 669).

El carácter compuesto del espacio social implicado en la geometría se revela en este comentario a The behavior of law, el libro temprano en el que se presenta en plenitud tanto la teoría como su principal concepto: La teoría de Black proporcionaba también una nueva forma de conceptualizar tanto las va- riables independientes como las independientes de las explicaciones sociológicas. Cada una de sus variables independientes –los aspectos verticales, horizontales, corporativos, cultu- rales y normativos del espacio social– derivaba de una tradición mayor de trabajo sociológi- co. La estratificación, el elemento vertical, estaba asociada a Marx; la morfología, el ele- mento horizontal, a Durkheim y Simmel; la organización, el elemento corporativo, a We- ber; la cultura, el elemento simbólico, a Parsons; y el control social, el elemento normativo, a Ross y Sumner. Para un sociólogo en ciernes, la perspectiva de Black proporcionaba una forma abarcativa para unificar formas de otro modo dispersas de ver el mundo social de tal manera que no se necesitaba adoptar un único modelo teorético (1976: 194). 63

La formulación más completa de la metodología de Black aparece en una entrevista de realizada en conjunto por Marcelo Gomes Justo, Helena Singer y Andrea Bueno Buoro (con la consultoría editorial de Roberta Senechal de la Roche) titulada “The geometry of law” y aparecida en el International Journal of the Sociology of Law. Vale la pena reproducir en extenso los párrafos que describen la formulación: Dado que la sociología pura ignora a las personas, mis sujetos (tales como el comporta- miento de la ley y el comportamiento de la ciencia) son radicalmente diferentes de los sujetos de prácticamente todos los demás sociólogos. La forma en que explico la vida social también es diferente: lo hago a través de su geometría social: su ubicación y dirección en el espacio social. Así explico el comportamiento de la ley con la geometría de cada caso. ¿Cómo se ubica un conflicto en el espacio social? ¿Cuál es su estructura social, la forma del espacio social donde ocurre? El espacio social es multidimensional, incluidos los elementos verticales, horizontales, culturales, corporativos y normativos (véase en general Black 1976; 1995: 851-852). Conocemos la estructura social de un caso al observar la ubicación social de todas las personas involucradas en ella, tanto los adversarios como cualesquiera terceras partes, tales como testigos, abogados y funcionarios legales. Consideren la geometría de un homicidio: cuando alguien mata a un extraño, por ejemplo, la distancia relacional cubierta por el asesinato es mayor que cuando alguien mata a un amigo o pariente. Cada asesinato también tiene una estructura vertical. Si el asesino es, digamos, un miembro desempleado y empobrecido de la familia de la víctima mientras la víctima es el próspero patriarca de la familia, la matanza tiene una dirección ascendente (desde una elevación social más baja a una más alta) mientras la dirección del caso legal es descendente (contra un acusado debajo de la víctima). Estas características relacionales y verticales son sólo dos de muchos elementos que constituyen la estructura multidimensio- nal de cualquier caso de conflicto. Además, la estructura multidimensional de cada caso predice y explica cómo se manejará, cómo se comportará la ley de un caso a otro. La teoría de la ley pura proporciona una serie de formulaciones que predicen y explican el comporta- miento de la ley con su ubicación y dirección en el espacio social (ver Black, 1976, 1989, 1998). La teoría predice, entre otras cosas, la cantidad de ley, que es la cantidad de control social gubernamental de un caso a otro. El derecho penal aumenta con acciones tales como un llamado a la policía, un arresto, una acusación, una condena y cada grado de severidad en el castigo. La ley civil aumenta con acciones tales como el inicio de una demanda, una victoria para el demandante y cada grado de severidad en el recurso. Podemos predecir es- tos eventos con formulaciones como las siguientes: La ley es una función curvilínea de la distancia relacional (Black 1976: 40-46). Esto significa que los casos más cercanos y más distantes atraen la menor ley. Un caso relacionalmente cerrado (en el que las partes son miembros del mismo hogar o bien conocidos) atrae, por lo tanto, menos derecho que un caso más distante (en el que las partes son extrañas o están conectadas más débilmente). La misma formulación predice que un homicidio entre miembros de diferentes sociedades, incluso más distantes que extraños en la misma sociedad, atrae menos a la ley también. La evidencia de diversos casos y sociedades respalda mi formulación sobre la ley y la distancia relacional. He desarrollado varias otras formulaciones sobre la cantidad de leyes y cuestiones tales como el estilo de la ley (ya sea penal, compensatoria, conciliatoria o terapéutica), la forma de solución (ya sea mediación, arbitraje, adjudicación u otra cosa), la presencia y la naturaleza del partidismo (el apoyo que atrae a cada lado) y la amplitud de la responsabilidad (la asignación de responsabilidad). Toda esta teoría se aplica a los con- flictos en todas partes, en todas las sociedades y en todos los tiempos. Es una especie de teoría general que muchos han creído por mucho tiempo que era imposible (Black en Go- mes Justo, Singer y Bueno Buoro 1999).

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Es notable que haciendo tanto hincapié en la mensurabilidad objetiva de las dimen- siones, variables o aspectos sociales Black reconozca que la sociología todavía no ha desarrollado instrumentos de medición adecuados pero que las herramientas estarían próximas a lograrlo: Aunque las escalas populares proporcionan un medio satisfactorio por el cual los intervalos de la ley se pueden medir en algunos casos. … Cada uno es sólo uno de los infinitos modos en que la realidad puede estar sujeta a la cuantificación. Además, la sociología está entran- do ahora en un período de desarrollo en el que la invención de los sistemas de medición presenta una gran oportunidad para aquellos que harían una contribución duradera. A me- dida que avance esta era, se dedicará una vida útil a la cuantificación de la vida social, y se agregarán muchos nombres a los de Fahrenheit, Celsius y los demás (Black 1980: 214).

Con su tono asertivo y sus devaneos positivistas Black se ha granjeado la animadversión de una parte sustancial de la corriente principal de la sociología y de su área de influen- cia dentro y fuera de esa academia. El impacto de las teorías de Black en la literatura de los journals antropológicos y en nuestros programas de estudio es aun menor que el de la GP de Doreen Massey pese al compromiso del autor para con nuestra disciplina, per- ceptible desde sus años tempranos (v. gr. Black 1976). Hasta el día de hoy he logrado registrar una sola entrada referida a Black en todo el ámbito de AnthroSource, lo cual es ciertamente poco (Starr 1986). En lo que atañe a su influencia en la antropología ni Massey ni Black son rivales para las técnicas de cálculo de distancia social y para el análisis de grupos más o menos geométrico derivado de Georg Simmel, análisis de redes sociales inclusive. De puertas adentro de la sociología norteamericana es sin embargo otra historia, aunque Black y los blackianos siguen constituyendo una minoría. Más fogosos aun que Black en materia de geometría social y sociología pura son los miembros de una nutrida es- cuela que ha producido un tropel de investigaciones en áreas sociológicas de alta priori- dad o al menos de fuerte interés, tales como el terrorismo, los linchamientos, el crimen, los genocidios, los motines urbanos y otros fenómenos violentos y agonísticos, sin dejar de lado la gestión de conflictos, el arte, el chisme, los rumores, la ciencia y la religión (Campbell 2009; Senechal de la Roche 1997; Collins 2002; Cooney 1998; 2009; Cooney y Phillips 2002; Michalski 2008; Black 2002c; 2002c; 2004). Igualmente ardorosos han resultado sus críticos, quienes se han mostrado lo suficiente- mente influyentes como para que ni la sociología pura ni la geometría social blackiana, pos-blackiana o cripto-blackiana llegaran a aposentarse como ortodoxias duraderas en la sociología de los Estados Unidos, el único país en el que se ha practicado la geometría social y en el que resuena el llamamiento en favor de una sociología pura. Los más in- tensos entre los críticos han sido Klaus Eder (1977), David F. Greenberg (1983), Dou- glas A. Marshall (2008), David J. Scheff (2003), Stephen Turner (2000), Valeria Vás- quez Guevara (2015) y Kam C. Wong (1995). Vale la pena examinar sus objeciones una a una. El sociólogo alemán Klaus Eder (de la Humboldt-Universität de Berlín) ha presentado una de las críticas más ordenadas. En la sociología de Black, dice

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… las variables sociales se operacionalizan de una manera muy personal. La estratificación deviene diferenciación de ingresos, la morfología deviene diferenciación en el estatus polí- tico, la cultura deviene diferenciación en conocimiento, y el control social deviene diferen- ciación en respetabilidad. La vida social se reduce así a un sistema de estratificación global. Lo que a primera vista parece una teoría que abarca todos los aspectos de la vida (estratifi- cación, cultura, morfología, etc.) resulta ser una teoría de un aspecto de la vida social, a sa- ber, la diferenciación vertical y horizontal del estatus dentro de la estructura social. La teo- ría de Black promete más de lo que entrega. [...] Para concluir: debería haber quedado claro que el enfoque de Black no está exento de suposiciones sustantivas y que su lenguaje teó- rico no es formal y universal, sino implícitamente normativo. Una metodología que no pue- de controlar los límites de la aplicabilidad de la teoría que genera es simplemente una mala metodología (Eder 1977: 137-138, 141).

Tras destacar que Black es proclive a un estilo colmado de imperativos categóricos (p. ej. “ … ¡Obedeced estos mandatos!” [Black 2000b: 708]), afirmaciones extravagantes (p. ej. “... seguramente el descubrimiento más importante en la historia del pensamiento legal” [Black 2002b: 669]) y abierto desprecio hacia sus críticos (p. ej. “... la única dife- rencia entre la mayoría de los sociólogos y yo es que yo soy un sociólogo” [Black 1995: 850]) el teórico del ritual de la Universidad del Sur de Alabama Douglas A. Marshall asevera que Black inspira poca generosidad e invita a un minucioso escrutinio crítico. Tras ello, Marshall ataca frontalmente el proyecto entero de la “geometría social”, recu- rriendo nada menos que a Simmel como garante último de su cuestionamiento: La invocación frecuente de Black de "geometría social" como su analogía central insinúa una inspiración Simmeliana para su búsqueda. En este sentido, vale la pena señalar que Simmel (1908: 24, 31) mismo reconoció la imposibilidad de tal método en la práctica: "Una forma social separada de todo contenido no puede alcanzar la existencia más que una forma espacial puede existir sin un compañero material del cual es la forma es. … no hay un mé- todo seguro para extraer este significado sociológico de nuestro complejo hecho el cual, después de todo, es real sólo junto con todos sus contenidos " (Marshall 2008: 231, n4).

En el mismo simposio en el que Marshall presentó su ponencia más severa, Stephen P. Turner (de la Universidad del Sur de Florida) contribuyó con la crítica que más pone en la mira los aspectos geométricos de la sociología pura de Black; ella se publicó más tarde en The Sociological Quarterly y se titula “How not to do science”. Turner subió la apuesta de este modo: La crítica de Douglas Marshall a Donald Black establece los problemas esenciales con la "teoría" de Black. Este artículo trata sobre la filosofía de la ciencia de fondo a los proble- mas con las afirmaciones de Black, y presenta los problemas centrales como se han entendi- do normalmente e históricamente. Estos incluyen los siguientes: que la teoría es literalmen- te falsa, y no es defendible como una aproximación; que las magnitudes a las que se refiere su "geometría" no son magnitudes según la teoría de medición estándar: que la forma de la teoría impide la prueba por evidencia correlacional. Además, los fenómenos se explican mejor por explicaciones sociológicas cognitivas y no las sociológicamente "puros".. Todas las afirmaciones teóricas que ha hecho Donald Black son falsas. Ahí es donde debe- ría terminar cualquier discusión sobre la sociología del derecho de Black y su proyecto de sociología pura. La única razón por la que no ha terminado es que las discusiones sobre "ciencia" en sociología están empañadas de confusión. La confusión es más profunda que el simple punto de que la "teoría" sea literalmente falsa. Las magnitudes geométricas a las que se refiere la "teoría" no son magnitudes en el sentido normal o en algún sentido relevante. Su "teoría" no es una teoría en el sentido de la filosofía de la ciencia como pretende ser, ya 66

que carece de la estructura deductiva de una teoría. La razón por la que todavía estamos discutiendo sobre Black es la niebla de confusión que se ha generado sobre la "construcción de la teoría" en sociología durante décadas y no sólo por parte del propio Black (Turner 2000: 237).

Es una pena que Turner se precipite luego en una censura de tono neopositivista al con- cepto de medición de Black, una reprimenda que evoca la crítica que en su momento se le formuló a S. S. Stevens y a la que cuestioné en mi reciente libro sobre (precisamente) los modelos geométricos del análisis de datos en las ciencias sociales y demás metodo- logías de la comparación (Reynoso 2018a: cap. 2). Una parte de lo que Turner observa respecto de las fallas del modelo de Black es consistente y razonable, pero en algún mo- mento queda claro que Turner sigue aferrado a conceptos de adivitidad y linealidad que quedaron obsoletos en la época de Weber y Fechner, como cuando dice que “[l]as dis- tancias pueden sujetarse a experimentos que las agregan. Dos millas son dos veces una milla. La segunda milla es igual en distancia a la primera milla, y uno puede hacer expe- rimentos para mostrar que es así” (Turner 2000: 243). Y prosigue: Black y sus seguidores simplemente suponen que pueden medir la distancia, y que es una magnitud real. No tienen evidencia empírica del tipo relevante. Dirían que pueden predecir utilizando varias medidas que afirman son medidas de distancia. ¿Pero están midiendo algo en un sentido científico? ¿Y justifican la afirmación de que esta es una relación cuantitativa más que cualitativa? La respuesta a ambas preguntas es "no". No solo no hay evidencia de que los instrumentos que se utilizan para medir las magnitudes sean medidas de esas mag- nitudes –esto se supone–, no hay evidencia de que existan magnitudes allí para medirlas. Esto también se supone. El hecho de que haya una discusión entre partidarios y críticos acerca de si algo es una medida de la ignorancia no tiene sentido; ninguno de los dos lados tiene ninguna razón para pensar que están "midiendo" nada en absoluto. En el mejor de los casos, están identificando una escala y un instrumento que encajan con nuestro sentido in- tuitivo de la noción cualitativa, ordinal, de distancia social que predice algo estadísticamen- te. Pero decir esto es decir muy poco. La "geometría" a la que se refiere Black es puramente metafórica. La ciencia real funciona con evidencia. Aquí la evidencia es muy modesta: es evidencia de una cierta correlación (Turner 2000: Ibidem).

La crítica del profesor de Sociología de la NYU David F. Greenberg (1983) a la teoría de la ley de Black se estira demasiado en prescripciones kuhnianas y popperianas sobre el formato de las buenas y las malas teorías pero encuentra un punto fuerte en el des- velamiento de los postulados blackianos a propósito de la cuantificación de su geome- tría, acaso el punto más débil de su formulación. Greenberg señala que Black trata sus variables como variables ordinales, lo que es decir que puede haber más o menos ley, más o menos estratificación, más o menos cultura y así sucesivamente. La teoría propia- mente dicha tiene que ver con patrones de covariación de esas variables ordinales, o con la dirección de la ley en relación con esas variables. Por ejemplo, [L]a ley puede tener una dirección en el espacio vertical. Se puede mover de un rango alto a un bajo rango o hacia abajo, tanto como desde un rango bajo a un rango alto, hacia arriba. Una queja de una persona rica contra una persona pobre tiene una dirección hacia abajo […] Correlativamente, una queja tiene una dirección hacia arriba cada vez que se formula contra alguien más rico que quien la plantea ([Black 1976]: 21).

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Aunque el foco de Black en una dimensión cuantificable de la ley (su volumen) parece ofrecer la ventaja de su precisión hay ambigüedades en su operacionalización que Black no resuelve; nunca nos dice cómo es que en realidad se cuantifica. Si estamos intere- sados en las prohibiciones ¿debemos contar uno por uno los estatutos? Si un estatuto complejo contiene un cierto número de prohiciones ¿debemos contar cada sección? ¿Cómo se comparan los diversos tipos de penalidades? Por ejemplo ¿es una multa más severa o es menos severa que una pena de prisión? De acuerdo con Black en la Roma imperial […] la ejecución de un ofensor de una clase alta nunca era más severa que la decapitación, el método más gentil. Un ofensor de clase baja, sin embargo, estaba sujeto a métodos tales como la exposición a bestias salvajes, la hoguera y la crucifixión (Black 1976: 26).

Pero Black no nos dice –concluye Greenberg– cómo es que decidió que la decapitación era menos severa que morir en el fuego. La doctoranda Valeria Vázquez Guevara (2015) de la Escuela de Leyes de Melbourne, Australia, ha redactado un comentario de Moral Time de Black (2011) que no llega a constituir una crítica envolvente. No obstante me parece creativo que la comentarista puntualice unas cuantas observaciones frescas y desenfadadas sobre ciertas peculiarida- des argumentativas en los razonamientos de Black que nos dan la medida de su estatura intelectual: La teoría del tiempo moral, según Black, pretende dar una explicación científica del con- flicto, utilizando el concepto de tiempo y espacio desde una perspectiva sociológica, a la que llama tiempo social y espacio social. Los conceptos científicos como el grado, la des- viación y la distancia se aplican para medir y explicar la dinámica del espacio social y el tiempo social. Black sostiene que la dinámica entre el espacio social y el tiempo social es fluida, por lo tanto causa movimiento y, por lo tanto, conflicto. Sin embargo, este movi- miento y la distancia cambiante entre el espacio social y el tiempo social tiene sus raíces en los juicios morales: malos o buenos, ilegales o legales, morales o inmorales, propios o im- propios, etc. En resumen, el tiempo moral es lo que determina el alcance social de un conflicto. [...] La riqueza del libro en hechos históricos, antropológicos y actuales, a pesar de ser un acti- vo, también refleja elementos faltantes. En primer lugar, el autor utiliza generalizaciones que podrían llevar al lector a malinterpretar una cultura, una comunidad y, a veces, un país. Este fue el caso cuando Black se refiere a Andalucía en el sur de España. [...] Otra generali- zación arriesgada podría apreciarse cuando el autor analiza brevemente y declara que la causa raíz de los ataques del 11 de septiembre en los Estados Unidos, se debió a la envidia por su posición como la nación más poderosa del mundo: "el éxito de los Estados Unidos" también explica el surgimiento de una campaña radical de terrorismo (que los musulmanes consideraban una "guerra santa") destinada a matar a civiles estadounidenses y occidenta- les. […] Finalmente, no hay ninguna razón científica por la que el autor decida referirse a varias comunidades indígenas como 'indios' [...] cuando desde la Convención de Pueblos Indígenas y Tribales en 1989, el término 'indio' ha estado progresivamente en desuso para nombrar a los pueblos indígenas (Vázquez Guevara 2015).

Considerando el desatino que implica responsabilizar sin cualificación a los “árabes mu- sulmanes” por los atentados terroristas o afirmar que la envidia fue la causa de la vio- lencia o hablar de “indios” en términos parecidos a los que emplearía el general Custer, llama la atención que Donald Black, un sociólogo, abunde en referencias a teorías antro-

68 pológicas y a estudios etnográficos de casos que jalonaron la historia de nuestra dis- ciplina. Pero en sus incursiones en la antropología hay algo más que no nos conforma. Es verdad que sobre todo en The behavior of law (1974) las referencias a personajes del mundillo antropológico24 son generosas, mucho más de lo que lo han sido en las diver- sas variantes de la geografía (humana, social, territorial, cultural) que examinamos aquí y allá en este libro; pero cualquiera sea el grado de compromiso con esa manifestación de transdisciplinariedad, a la hora de la verdad hay muy pocos datos sobre la metodolo- gía de trabajo de campo y sobre el estatuto de las técnicas particulares (la observación participante, el diseño experimental, la elicitación cognitiva o la recolección lingüística) que son parte y parcela de la antropología. No se sabe a ciencia cierta si es verdad que en la sociología pura se ha emprendido algún esfuerzo en este sentido, o si se ha tra- bajado interdisciplinariamente con especialistas. No me consta tampoco que exista vali- dación de las observaciones geométricas blackianas por parte de las sociedades investi- gadas. Los “indios”, como él los llama, no son actores observados en otros contextos culturales a cuyas voces se presta relevancia sino personajes con perfiles y conductas funcionales a los objetivos del autor entresacados de páginas de la veintena de libros de antropología que a él se le ocurrió leer. Black, mientras tanto, está persuadido de que su modelo es genuinamente geométrico. Hablando de terrorismo, un tema que su esposa estudió en términos de geometría social, Black asegura que todas las variables escogidas por Senechal de la Roche son variables de distancia. Además de la distancia cultural y relacional, ‘desigualdad’ es una distancia vertical (igual que la diferencia y la fortuna), y la ‘independencia funcional’ es una es- pecie de distancia funcional (un grado de cooperación). El terrorismo cruza además o- tras distancias sociales –otras distancias verticales (tales como distancia radial, una dife- rencia en integración social), distancia organizacional (una diferencia en actividad social, tales como el modo de subsistencia). En otras palabras, el terrorismo puro golpea a través de enormes distancias y a lo largo de diversas dimensiones del espacio social (culturales, relacionales, económicas, jerárquicas, funcionales) y eso es lo que entiende Black como geometría (Black 2004). En cuanto a la crítica que yo me inclinaría a formularle, ella hincaría los dientes en la propensión de Black a sustituir la explicación individualista o psicológica (sustitución perfectamente legítima) por una argumentación esencialista de dudosa legitimidad, una especie de misplaced concreteness de grado superlativo, en el cual las responsabilidades y las acciones no son perpetradas por individuos y colectivos (y tampoco por grupos o sociedades) sino por estructuras. La postura filosófica de Black propende al universalis- mo, en el extremo opuesto al nominalismo de Nelson Goodman, Whitehead o Gregory Bateson. Obsérvese este razonamiento de fuerte universalismo proveniente de su trabajo sobre la geometría del terrorismo:

24 Adamson Hoebel, Barth, Benedict, Durkheim & Mauss, Epstein, Evans-Pritchard, Firth, Geertz, Gluckman, Goldenweiser, Meyer Fortes, Gulliver, Pospisil, Radcliffe-Brown, Sahlins, Schneider, Whiting.

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La violencia puede parecer un estallido impredecible o una explosión inexplicable, pero surge con precisión geométrica. Es impredecible e inexplicable sólo si buscamos sus oríge- nes en las características de los individuos (como sus creencias o frustraciones) o en las ca- racterísticas de las sociedades, comunidades u otras colectividades (como sus valores cultu- rales o su nivel de desigualdad). Pero los individuos violentos y las colectividades violentas no existen: ningún individuo o colectividad es violento en todos los ámbitos, y ni las teorías individualistas ni las colectivistas predicen y explican con precisión cuándo y cómo ocurre la violencia (ver Black 1995: 852-58; 2002d: 1-3). La violencia ocurre cuando la geometría social de un conflicto –la estructura del conflicto– es violenta. Toda forma de violencia tie- ne su propia estructura, ya sea una estructura de golpes, una estructura de duelo, una estruc- tura de linchamiento, una estructura de enemistad, una estructura de genocidio o una estruc- tura de terrorismo. [...] Las estructuras matan y mutilan, no los individuos o las colectivida- des (Black 2004: 15).

Black nos asegura que es la geometría social de los conflictos la que explica el litigio y la punitividad, y que la geometría social de las ideas es la clave científica que garantiza el éxito de su empresa. Y luego concluye, al borde de lo inescrutable, que la relación en- tre la ley y la distancia relacional es curvilínea, con la menor ley a lo largo de las distan- cias más cortas y más largas (tales como entre miembros de la misma unidad doméstica y entre naciones): una expresión cuyo sentido último me resulta enigmático. Lo mismo se aplica a la relación entre la ley y la distancia cultural (Black 1976: 40-46, 73-78). Todas estas expresiones son inapropiadas porque el carácter curvilíneo de la relación no dice nada sobre la linealidad o no-linealidad de ésta, ni tampoco aclara si el rango de valores posibles de una muestra cualquiera abarca unas pocas desviaciones estándar o denota desigualdades astronómicas. No es necesario recurrir a las protestas del penúl- timo positivismo en demanda de condiciones de aditividad para concluir que en la geo- metría de esta formulación hay algo que no funciona demasiado bien.

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3 – Doreen Massey – La GP de la protesta moderada

Ya en los años 1970 —mucho antes de que empezá- ramos a hablar del giro espacial en las ciencias so- ciales— el marxista y urbanista Henri Lefebvre elaboró su visión de una política del espacio. Para él, el espacio no es un mero objeto científico alejado de la ideología, una especie de contenedor neutral dentro del cual la vida social simplemente se desa- rrolla. Muy al contrario, para Lefebvre el espacio es el escenario y el producto de procesos ideológicos. Es la fuente y el objetivo de conflictos políticos. Łukasz Stanek (2011)

De dos décadas a esta parte, casi todos los que la han leído poco o mucho y unos cuan- tos de los que no lo han hecho en absoluto sindican a la inglesa Doreen Massey como la fundadora de la idea de una GP. La noción de geometría, sin embargo, no aparece en la obra temprana de Massey (p. ej. en Geography matters! [1986]), una obra que fue con- temporánea de un momento en el que faltaba todavía una generación entera para llegar, con el cambio de siglo, a lo que se llamó retrospectivamente el giro espacial, una infle- xión histórica que todos describen diferentemente pero a la que le fue estupendo y de la que todo el mundo finge ser o bien responsable, o compañero de estudios, secuaz o epí- gono de alguien que lo haya sido. En aquel clásico temprano de Massey la palabra place aparecía con frecuencia y en un tropel de sentidos, aunque todavía no en contraste bina- rio atenuado con space. La propiedad más valorada del espacio de Massey es la de ser construido, atributo que ha ejercido magnetismo sobre gran número de seguidores geó- grafos que se sumaron al gran público construccionista de la filosofía y las ciencias so- ciales, un público que en sus mejores momentos exigía ser distinguido de los construc- tivistas radicales pero que ha sido homogéneamente despreciado por los fundadores de la idea de la construcción social tanto como ha sido incondicionalmente celebrado por la autora. En los tiempos en que Doreen Massey escribió su obra la noción de un espacio social- mente construido impregnaba el aire, lo cual no es de extrañar en razón de la pregnancia de la idea de la gesellschaftliche Konstruktion que se propagó a los Estados Unidos y luego al mundo con The social construction of reality, obra del teólogo luterano austría- co y conservador monárquico Peter Ludwig Berger [1929-2017] y el sociólogo esloveno Thomas Luckmann [1927-2016], albacea y asistente incansable del husserliano Alfred Schütz [1899-1959]. Este último fue promotor de una sociología apoyada en el em- pirismo trascendental en una época (hacia 1936) en que Edmund Husserl [1859-1938] ya había girado hacia una fenomenología de la vida cotidiana (o del mundo de la vida) a la que Schütz conoció recién a fines de 1940, unos cuatro o cinco años más tarde de lo que habría podido esperarse (Berger y Luckmann 1966; cf. Schütz 1940: 165; Hacking 1999; Woodhead y otros 2001: 13, 27, 29, 34, 114, 151; Motyl 2009; Massey 2001: 10; 2005a: 137, 173). Es reconocido que al final de su vida Husserl se apartó de la línea

71 filosófica que había seguido tanto en Ideas (1913) como en Meditaciones Cartesianas (1931), cuestionando que se pudiera elaborar o poner en acción una ciencia rigurosa mediante un abordaje libre de supuestos, que es lo que Schütz buscaba lograr en el úni- co libro que publicó en vida (Schuitz 1967 [1932]) antes de trabar contacto personal con Husserl.25 La obra en que se materializó el giro de Husserl hacia la fenomenología de la vida coti- diana y en la que se encuentra el germen de la microsociología de inspiración weberia- na-fenomenológica es la Crisis de la Ciencia Europea y la Fenomenología Trascenden- tal (1970 [1936]; 2008 [1936]), de publicación póstuma. Mi hipótesis es que Schütz, que se preciaba de haber sido alumno dilecto de Husserl, de haber permanecido en con- tacto con él hasta los últimos días y de haber estado a punto de ser ungido como su su- cesor, no tomó conciencia del giro del filósofo desde la filosofía trascendental hacia el Lebenswelt hasta después de la muerte de su maestro (cf. Schütz 1940). Sus titubeos y su inexplicable demora en incorporar el último giro husserliano me han hecho dudar de algunas afirmaciones de Schutz sobre aconcecimientos de esa época que luego demos- traron no estar avaladas por elementos de juicio bien documentados. Algunas son ape- nas un poco más creíbles que las anécdotas y pinceladas de humor sobre Peter Berger que intentaron atenuar su bien conocido y progresivo conservadurismo y desdibujar su papel protagónico en el vaciamiento metodológico de una parte significativa de la ma- crosociología mundial, un efecto colateral indeseado que él ha sido el primero en reco- nocer (cf. Barber 2004: cap. §3, esp. pp. 43-45; Wagner 1983: parte §3, cap. §18; Rey- noso 2008: cap. §3.2 & §3.3). Es un hecho que Schutz mantuvo una amable relación con Husserl, pero no llegó mucho más allá que eso. Hay por cierto rastros de un conciso y respetuoso intercambio episto- lar en la documentación de la exhaustiva Husserliana, en la sección Briefwechsel (i. e. "Correspondencia") editada por Lars Schuhmann (1994: vol. IV, Die Freiburger Schule, pp. 481-497, disponible en el dominio público). Si bien Husserl reconoce haber leído con interés la mencionada fenomenología sociológica de Schüz no hay entre los mate- riales publicados (que comprenden 20 breves piezas epistolares entre abril de 1932 a abril de 1938) ningún comentario sobre el trabajo que Husserl estaba escribiendo y nin- gún compromiso u oferta laboral más allá de una retahila de corteses salutaciones for- males (Husserl 1970 [1936]; 1994). Si bien Schüz acompañó con su correspondencia los últimos seis años de la vida de Husserl, éste no mencionó la obra de su colega en ningu- no de sus textos importantes, ni mostró un interés profundo por la sociología de Schutz o de algún otro otro autor, ni comentó con Schütz detalles puntuales de la obra que él mismo tenía en carpeta, ni hay en Crisis huellas tangibles del pensamiento de Schütz. Al final del día, tampoco hay rastro de la filosofía husserliana en el trabajo de Berger y Luckmann o en esa corriente teórica dispersa en múltiples disciplinas (geografía inclusi- ve) que a la larga se embanderó en el mal llamado construccionismo social, que (ya sin

25 Lo mismo intentó hacer nuestro antropólogo Marcelo Bórmida durante toda su carrera y un cuarto de siglo más tarde, sin citar o mencionar jamás algún texto de Husserl en su bibliografía.

72 componentes filosóficos fenomenológicos) fue el movimiento ecuménico –en el sentido foucaultiano– al que acabó prestando apoyo y en el que inscribió su GP Doreen Massey (cf. Sergot y Saives 2016: 337, 339, 340, 342 etc.). Llama la atención el hecho de que no haya habido mención expresa del libro de Berger y Luckmann en toda la obra teórica de Massey; los elementos schutzianos y husserlia- nos también brillan por su ausencia, lo mismo que los materiales de signo fenomenoló- gico que alcanzaron a penetrar en la etnometodología y en el interaccionismo simbólico, dos de las más reconocidas “sociologías de la vida cotidiana” (Wolf 2000 [1979]). Co- mo quiera que hayan sido las cosas (y mal que le pese a Bruno Latour), The social cons- truction… ha sido uno de los best-sellers eternos de la microsociología y la sociología del conocimiento, considerado hace 23 años por la ISA (1998) como el quinto libro de sociología más importante del siglo XX en los Estados Unidos, una posición por delante de cualquier obra de Pierre Bourdieu.26 Aunque Massey nunca declaró leer el volumen ni reflexionó sobre la genealogía filosófica o ideológica de la idea, la construcción social de la realidad (y del espacio, prevalentemente) es parte y parcela de su modelo. Resulta llamativo que Massey se sirviera de ese resbaloso concepto sin incorporar la (auto)crítica que los creadores de la idea consumaron por esa misma época y sin advertir que con su falta de reflexividad incurría en la clase de construccionismo/constructivis- mo que Berger y sobre todo Luckmann encontraban repugnante. Este último pensaba del construccionismo que era “una teoría esencialmente metafísica en el sentido peyora- tivo de la palabra”, encontrando “desconcertante” que a él se lo llamara construccionista y afirmando que “cada vez que escuchaba la palabra ‘constructivismo’ o incluso ‘cons- truccionismo social’” él salía “corriendo a buscar refugio” (Massey y Allen 1984; Massey 1994: 2, 254; 1995 [1984]: 43. 65, 343, 351-352 versus Luckmann 1992: 4; Luckmann 2014 [Video]; Berger y Zijderveld 2009: 65-66; Berger 2011: 88, 95; Pfa- denhauer 2013: 95; Dreher y Vera 2016: 31; Eberle 2019; Hjelm 2019; Pfadenhauer y Knoblauch 2019). Berger llegó a decir que la literatura constructivista proviene de un caldero ideológico con el que él no tiene afinidad en absoluto (Berger 1992: 14). Entre otras muchas cimentaciones, el libro de Berger y Luckmann (del cual Massey se nutrió, pero sin citarlo expresamente en sus bibliografías y sin dejar mucha evidencia de haberlo leído o saber de su existencia) ayudó a sentar las bases de dicho giro espacial, del cual nadie de entre los cientos de personalidades que escribieron sobre él se arriesgó a decir cuándo es que comenzó exactamente, quienes están incluidos o excluidos entre sus responsables y cuándo es que se supone que ha terminado o que estará acercándose a su punto de repleción. El principal consenso que atraviesa el mentado giro de una punta a la otra es precisamente la convicción de que el espacio está, como rezaba el ve-

26 He dedicado un grueso capítulo a las ciencias sociales fenomenológicas en al menos dos de mis es- tudios sobre la teoría antropológica y su periferia (cf. Reynoso 1998: 89-123; 2008; 156-221). No obstante los frecuentes acomodamientos retroactivos que periódicamente sufren sus historias teóricas y sus biografías, lo dicho allí todavía se mantiene. La noción de la vida cotidiana de Berger y Luckmann no guarda ninguna relación, naturalmente, con lo que Ágnes Heller o Henri Lefebvre habían definido echando mano de la misma expresión ( Heller 1984 [1970]; Lefebvre 1991 [1947]; 2002 [1961]).

73 nerable cliché, socialmente construido, aunque ni Massey ni nadie dice cómo y cuándo fue que se construyó, a causa de qué, con qué objetivos y con qué constitución de agen- cias, qué atributos temporal o transculturalmente uniformes tiene tal constructo y cómo está compuesta la “sociedad” involucrada en el proceso, cómo se consensuaron las pro- piedades de sus constructos y cómo se las mantiene en el tiempo, qué sentido tiene in- sistir con tanta vehemencia en que el espacio está construido si todo en la realidad tam- bién lo está, qué cosas hay en el dominio público que no sean socialmente construidas, qué papel juega cada uno de nosotros en la tarea de su construcción y en su sostén, qué podemos hacer para (re)construirlo en base a una geometría más justa, por qué es que no tenemos ni hemos tenido acceso consciente a ese proceso y en qué varía éste a través de las sociedades, las clases, las epistemes, las circunstancias políticas, las comunidades y las modas cientificas (cf. Massey 1994b: 2, 4, 7-9, 13, 23, 121, 123 n4, 138, 143; 2005a: 10, 61, 101, 137, 173, 181, etc. versus Reynoso 2008: cap. §3.2 & 3.3). Tampoco queda claro hasta qué punto los argumentos en juego son auténticamente sociales y logran evitar todo rastro de un psicologismo individualista del cual Husserl procuraba escapar a toda costa. Es interesante observar la deriva de The Social Construction of Reality más allá de Doreen Massey. En el año 2015 se celebró (sin demasiado eco, a decir verdad) el 50° aniversario de su publicación, motivo por el cual se organizó un puñado de simposios críticos y celebratorios de los que salieron algunos textos de interés (Vera 2015; Sica 2015; Dreher y Vera 2016; Endreß y Nicolae 2016). Hay algo de wishful thinking en todo este proceso. Lo cierto es que la curva que mide la popularidad de un item o un autor es en este caso la misma que cabe esperar de un elemento sujeto al “ciclo infinito de modas emergentes y declinantes”, como lo ha expresado Héctor Vera, de la Universi- dad Nacional Autónoma de México (Vera 2015: 3). En 2004 (cuando comenzaron los cómputos de Google Trends) se nombraba el libro cuatro o cinco veces más de lo que se lo menciona en la actualidad a pesar de las tandas de celebración de 1991 y de 2016, reflejadas en ediciones de 1992 y 2017. Ya en 1992, en ocasión del 25° aniversario, Thomas Luckmann (1992: 4) llegó a asegurar que el éxito del libro se había debido a un alto número de lecturas desatentas y que muchos de los que lo citaban probablemente habían leído sólo el título y no lo habían entendido del todo bien (Noguera 1998). Es inevitable sentir que la lectura de Massey (si es que en verdad tuvo lugar) se encuentra entre esas lecturas desatentas que habían cuestionado los propios autores. A menos que ellos buscaran deliberadamente ese efecto (y hubieran sido partícipes necesarios del descalabro ulterior de la sociología norteamericana), una parte importante de la responsabilidad por las malinterpretaciones se debe empero a los propios autores. Así lo confesaba Peter Berger hace ya algún tiempo en frases que suenan como un acto de contrición: Quizá la palabra ‘construcción’ en el libro de Berger y Luckmann era infortunada, en la medida en que sugiere una creación ex nihilo, como si uno dijera: ‘No hay nada aquí más que nuestras construcciones’. Pero esta no era la intención de los autores; estaban demasia- do influenciados por Durkheim para suscribir a una visión tal. […] Lo que ellos proponían

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era que toda realidad estaba sujeta a interpretaciones socialmente derivadas (Berger y Zij- derveld, 2009: 66).27

A pesar de su evidente antropomorfismo y de su incontrolada metaforicidad (y a pesar de que lo que se quería decir era algo mucho más inofensivo), la idea de una construc- ción de esa indole fue un argumento que nos deslumbró cuando éramos jóvenes, al punto que operó como un axioma que se daba por sentado antes que como una hipótesis que necesitara demostración y que (sin necesidad de poner a Popper por las nubes) supiera al menos ofrecer algún flanco falsable. Algunos advertimos a tiempo, sin em- bargo, que la idea de que la sociedad puede literalmente "construir" ya sea espacios, rea- lidades o significados es acaso el mejor ejemplo de lo que Alfred North Whitehead o Gregory Bateson consideraban un caso incurable de misplaced concreteness. Este nombre describe la falacia de conferir a una abstracción la capacidad de realizar cosas concretas, un error de manual que ocasiona como corolario la confusión del mapa con el territorio una falacia en la que alguien que se presume geógraf@ debería guardarse muy especialmente de caer (Merriman y otros 2012). El argumento de la construcción social, por eso mismo, se ha tornado desempoderador y se ha puesto al borde de la insignifi- cancia en las tres últimas décadas, en las que la idea de “lo social” está cayendo en desgracia (aunque no sólo por eso) y en un momento en el que medio planeta habla –co- mo de un hecho consumado– del giro pos-social, pos-humano y pos-político de la geo- grafía o de la antropología, así como del declive de las ciencias antes llamadas sociales, de las ciencias del espacio, de las ciencias humanas o de la ciencia en general (Valentine 2001; Gabriel 2008; cf. Reynoso 2018a: caps. §5.3 y §6.1). Caso arquetípico es el del autodenominado antropólogo Bruno Latour, uno de los prin- cipales responsables del modelo pos-social en sus formas extremas a quien Massey citó unas cuantas veces sin que en rigor hiciera mucha falta y sin encontrar (ni haber busca- do) ninguna incongruencia entre los postulados de aquél y los suyos propios (1999e: 57; 2004a: 81; 2004b: 8; 2005a: 83, 138, 147-148). El hecho es que después de haber estado entre los más entusiastas en proclamar en favor de la construcción “social” de la ciencia en su libro ahora clásico Laboratory life: The social construction of scientific facts, pu- blicado en 1979, Bruno Latour y Steven Wolgar han borrado la palabra “social” del ti- tulo de la edición de Princeton publicada en 1986, a la han hecho desaparecer de la Web, donde alguna vez estuvo. Ni siquiera los sitios piratas de uso común guardan re- gistro de esa edición, lo que trasunta una rigurosa operación de limpieza. Al lado de la única mención del libro clásico de Berger y Luckmann, Latour cumple en informar que el marco de referencia sociológico propuesto en ese famoso libro puede considerarse fallido aunque se guarda de decir por qué.

27 Tanto Berger como Luckmann escribían en inglés pero pensaban en alemán. Ninguno de ellos se pre- guntó cómo podrían llegar a traducirse nociones de rancia tradición husserliana como Konstruktion, Bau- gewerbe, Bauwesen o Aufbau en una lengua sin casi vocabulario filosófico (bien lo sabía Charles Sanders Peirce) en la que no había una forma nativa (i. e. no latina) de decir “significar” que no fuera making sense, literalmente “hacer sentido”: una cabal invitación al descalabro.

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The tension between the existence of knowledge as pregiven and its creation by actors has long been a theme which has preoccupied philosophers (Bachelard 1953) and sociologists of knowledge. Some sociologists have attempted a synthesis of the two perspectives (for example, Berger and Luckman[n] 1971), but usually with somewhat unsatisfactory results. More recently, sociologists of science have convincingly argued the case for the social fabrication of science (for example, Bloor 1976; Collins 1975; Knorr 1978). But despite these arguments, facts refuse to become sociologised. […] [H]ow useful is [the term "social"] once we accept that all interactions are social? What does the term "social" convey when it refers equally to a pen's inscription on graph paper, to the construction of a text and to the gradual elaboration of an amino-acid chain? Not a lot. By demonstrating its pervasive applicability, the social study of science has rendered "social" devoid of any meaning (Latour y Woolgar 1986: 175, 281).28

Los párrafos citados, por supuesto, no existían en la primera edición del volumen. El nuevo subtítulo del libelo latouriano es ahora The construction of scientific facts a secas. Anudando una ambigüedad detrás de otra, Latour no explica cuáles habían sido los resultados obtenidos por Berger y Luckmann y por qué motivos los juzga insatisfacto- rios, ni dice por qué razón “los hechos se resisten a ser sociologizados” si los argumen- tos aducidos en ese sentido suenan convincentes (cf. Bazerman 1980; Latour y Woolgar 1986). Toda la argumentación (toda su obra, en rigor) está articulada conforme al mis- mo régimen de incongruencia. El anti-sociologismo y el anti-humanismo de Latour son de todos modos bien conocidos en los medios intelectuales, o deberían serlo a estas alturas (cf. Latour 1992). Cuando Massey incluye el nombre de Latour en su diligente rutina de name dropping de autores del día no cae en la cuenta de las teorías a las que son funcionales las citas que escoge, las cuales imponen nada menos que la disolución de lo humano y de lo social (estruc- turas sociales, sociedad y política incluida), una imposición latouriana no negociable que se encuentra a mucha distancia de la perspectiva más bien moderada y más moderna que posmoderna que Massey mantuvo casi todo el tiempo (cf. Massey 2004a: 81; 2005a: 83, 138, 147-148; Estéves Villarino 2012: 139). Aunque estoy en total desacuer- do con las consignas del pos-humanismo y del pos-sociologismo y de creer en cosas tales como la crisis de la ciencia o la muerte de la política en que se ha desbarrancado una parte importante del pensamiento intelectual contemporáneo no es éste, creo, el lu- gar para discutir semejantes extremos; me contento con señalar la magnitud de esta apa- ratosa disonancia en el modelo geométrico de Massey, pues no será la última que en- contraremos.

28 Nótese que en el primer párrafo citado Latour escribe mal el apellido de Luckmann cada vez que lo menciona sustrayéndole una ‘n’, lo cual es un error capital en Austria y Alemania. En el contexto en que vivió y considerando las personas con las que trabó contacto, no es indistinto que Luckmann haya sido un austríaco de estirpe o un judío en las puertas del exilio. En un texto que presenté en México sobre las astucias favoritas de Bruno Latour he señalado sus frecuentes errores en la escritura de apellidos sajones y británicos, incluso de algunos que son bien conocidos. Su régimen de lecturas y relecturas, por lo visto, dista de ser envidiable (cf. Reynoso 2014). Encuentro difícil tomar en serio argumentaciones de este calibre y citar en este libro autores de manifiesta incompetencia, por lo que pido las disculpas del caso.

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Cuando Massey se refirió admirativamente a la idea de la construcción social del espa- cio o del género no consideró ni por asomo la crítica que se desarrolló en torno de su pe- culiar sociología del conocimiento. Dicha crítica puntualizó en su momento la completa falta de una perspectiva de género o, más todavía, el sesgo decididamente sexista y con- servador que se fue acentuando y poniendo en más clara evidencia en la obra ulterior de Peter Berger (cf. Gordon Kelly 2009: 56 n2 y n6). Pero apuntemos ahora a la pre-his- toria de la idea de GP (o más bien, foucaultianamente, a su arqueología) porque tras setenta y siete páginas que ya han corrido no he acabado de esclarecerla. “La noción de power-geometry se introdujo por primera vez en Massey (1993; 1994a)”, afirma la propia Massey (1999c: 43), sin parar mientes en el hecho de que ese afijo guionado parecería denotar una especie de geometría de exponenciales y sin considerar que su propuesta sólo se propagó como el fuego una vez que, ya en el presente siglo, se la rebautizó con buen criterio como geometry of power, imprimiendo a la noción un nombre mucho más afin a la perspectiva del subalterno y al gusto prosódico del lectora- do latino, que es uno de los que más le ha brindado devoción. La diferencia entre ambas denominaciones no es trivial: power-geometry es un nomenclador que cualifica una geometría mientras que the geometry of power involucra ahondar en los atributos del poder, situar el poder en el centro de gravedad de la enunciación y encubrir el hecho de que la geometría podría ser beneficiosamente sustituida por ‘organización’, ‘estructura’, ‘pattern’ o ‘configuración’ como efectivamente lo ha sido en muchas circunstancias (v. gr. 1992: 78, 81; 1994b: 3, 59, 62, 162, 265, 271 n34; 1995 [1984]: 48, 53, 54, 59, 237, etc.; 1999d: 41; 2004b: 6; 2005a: 40, 71, 93, 95, 192; 2008 [2007]: 177. 198, 231). De hecho, en todo el modelo de Massey no se describe nada que pueda interpretarse como una geometría ni siquiera en el sentido laxo que Donald Black (1976) imprimiera al tér- mino; la GP de Massey, en otras palabras, comienza y se acaba en una forma de decir que nunca se plasma en un enunciado definido, claro y categórico capaz de albergar una algorítmica, trasmutar el discurso en modelo, imponer algún orden a los datos, imaginar una métrica y una lógica de magnitudes, definir un campo, alentar una iconología o sustentar una praxis. No soy el único que piensa de este modo: la amigable crítica del inglés Gary Bridge (de la Escuela de Estudios Políticos de la Universidad de Bristol) apunta que la GP de Massey permanece extrañamente elusiva tanto en la concepción del poder a la que sus- cribe como en la naturaleza de la geometría a través de la cual el poder supuestamente fluye (Bridge 1997: 611). Lo poco que Massey señala a estos respectos es además siste- máticamente derivativo. En su vibrante artículo sobre los juegos de poder en la geogra- fía crítica en lengua francesa y el olvido en que han caído los geógrafos renegados y perdidos, la geógrafa Juliet Jane Fall de la Universidad de Ginebra señala el éxito con- temporáneo de viejas ideas raffestinianas explícitamente relacionales, subrayando que fueron (re)inventadas en los círculos angloparlantes, particularmente por Doreen Massey en su libro for space (Fall 2007: 41 n5). No hay nada en la obra de Massey en este registro –aduce Fall y estoy de acuerdo con ello– que se no haya originado en la obra de Claude Raffestin.

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Si se examina la literatura que trata la relacionalidad y la espacialidad en términos de geometría en el pos-estructuralismo y más allá de él se comprobará que en los modelos discursivos o metafóricos la geometría de la que se habla no es específica de los flujos de poder que se escogen como instancias suyas y que con el mismo derecho podríamos hablar de geometrías de cualquier otra cosa, como fue el caso de múltiples autores, teo- rías y disciplinas que apelan a este mismo snowclone de afinidades francófonas incrus- tado en una episteme (o en una heterotopía) que nadie antes consideró como tal pero que ya suma un puñado de siglos: la géométrie du hasard (Blas Pascal, Godfroy-Génin [2000: 8]), la géométrie du mouvement (Schoenflies 1893), la géométrie du language (René Cuzin, Patrick Bellier [1989]), la géométrie du flirt (Claude Nori), la géométrie du divin, la géométrie du lexique, la géométrie du roman, la géométrie du syndicalisme, la géométrie du tapis, la géométrie du vivant y así hasta el fin del diccionario sin que lo que se dice geometría del poder, con sus métricas, sus configuraciones, sus axiomas y (sobre todo) su aparato deductivo o (para algunos) dialéctico asome más que en con- tados momentos. Lo de geometría es una figura del lenguaje, una forma de decir, se nos dice, como el tardío Clifford Geertz (2002) llegó a decir de los “sistemas” que antes afloraban des- preocupadamente a lo largo de su obra y artículo de por medio. Pero lo que sucedió con “la geometría…” ya había sucedido en otra época y en otras coordenadas con “la cons- trucción social de…”: si todo es socialmente construido o todo obedece a una geometría es posible que estas perspectivas ofrezcan menos provecho de lo que nos promete el wording con que se acompaña la idea. En lengua inglesa el escenario es todavía más pa- tético: si alguien le da por googlear una expresión como “the geometry of ” aun si ex- cluyen los punteros matemáticos encontrará como respuesta “the geometry of desert”, “the geometry of pasta”, “the geometry of meaning”, “the geometry of schemes”, “the geometry of gaussoids”, “the geometry of relations”, “the geometry of dynamics”, “the geometry of fears”… Averigüe el lector cuántas páginas de scrolling hay que dejar pa- sar antes que “power” haga su aparición y pregúntese cómo difiere el universo de sen- tido de los diversos ejemplares cada vez que aparecen manteniendo el segundo sustanti- vo constante, cuánta geometrización científica, analítica, práctica, política o intelectual- mente útil hay en cada geometría que se anuncia, o cómo ha revuelto esta “geometría” pre-moderna o anti-moderna (que ha retorizado y trasmutado en mera forma de hablar todo lo que toca) lo que fue alguna vez el propósito axiomático del proyecto inherente- mente “moderno” y “geométrico” de Baruch Spinoza, de René Descartes o de Blaise Pascal. Para colmo, incluso la frase the geometry of power aparece más o menos desde siempre en multitud de contextos semánticos muy alejados tanto de la espacialidad como de la geografía. Conviene retener el hecho de que es ella quien reclama la maternidad de ambas expre- siones por más que el lector paciente pueda hoy rastrear usos que le preceden en el tiem- po por parte de Paul Claval o Claude Raffestin (como ya hemos visto) o encontrar que en Rusia los trabajos del matemático Alexander Dmitrievich Bruno usaban power-geo- metry [lit. ‘geometría de exponentes’] desde por lo menos la década de 1970 para deno- tar operaciones logarítmicas de reducción y geometrización en el campo de las ecuacio- 78 nes diferenciales no-lineales en aras de la tratabilidad, una prueba adicional de que el cambio de denominación en la nomenclatura de Massey altera el sentido del nomencla- dor (Bruno 1997; 2000). En sus escritos tardíos Massey alterna entre una y otra forma del nombre, dando por sentado que no es preciso operar la demarcación de ninguno de los términos y creyendo de veras, tal parece, que cualquiera sea la denominación fue ella quien propuso la cópula por primera vez (2005a: 64, 82, 100-102, 130-131, 166, 179-180, 183; García y Rofman 2013). Cuando se realiza una búsqueda virtual de cadenas tales como “Geometry of Power” lo primero que se obtiene a lo largo de docenas de páginas son referencias a textos de o sobre el filósofo Baruch Spinoza, como por ejemplo el del finlandés Valteri Viljanen (2007) de la Universidad de Turku. También se encuentran textos relativos a la geome- tría arquitectónica de uso militar, como el del historiador de la arquitectura Paolo Bortot (2016) de la Universidad de Lisboa. Una de las menciones más tempranas de la idea de GP fuera de la geografía es la del finlandés Pekka Kohonen (1990) sobre la concepción del poder del filósofo noruego Johan Galtung. Hay por lo menos un artículo publicado en antropología que lleva la expresión “geometry of power” en su mero título para sig- nificar específicamente eso, pero que no hace mención del nombre de su inventora ni trasunta huellas de haberla conocido. Se trata de “Ethnicity and the Geometry of Power: The aesthetics of ethnicity in the imagination of the polity” del sudafricano Robert Thornton (2000). La expresión también aparece en diversos títulos de artículos en otras disciplinas (v. gr. en planificación urbana, en politología, en geopolítica y en estudios orientales) desde mucho antes que Massey dijera inventarla o con independencia de su acto de invención (v. gr. Petruccioli 1987; Jones 1987; Mearsheimer 1990; Thorsten y Sugita 1999); no es inusual que en estudios urbanos se hable incluso de shifting power- geometries (una expresión favorita de Massey) con total prescindencia de las ideas de Massey, Raffestin o Claval (Baeten 2001). El error de Massey, si se puede hablar de tal, es el de haber sugerido que ella fue la inventora de una expresión usual nunca inmensa- mente popular, a decir verdad, pero ya consolidada en el espacio interdisciplinario. Fue por la invención de la GP, de todas maneras, que los partidarios venezolanos y de- colonialistas de Massey celebran que se le haya conferido el premio Vautrin Lud, reco- nocido como el Nóbel de la geografía, un lauro que vale tanto como el premio Abel o la Medalla Fields para las matemáticas, el premio Turing para la computación o la Huxley Memorial Medal para la antropología. Algunos de los que han sido galardonados con el premio Lud (que con sólo dos excepciones se ha asignado siempre a pensadores que escriben en inglés, que tienen asiento en el primer mundo y que han dedicado no poco tiempo a hacer lobby o a hacer llenar los torvos formularios de nominación reservados para una élite de miembros institucionales) son [1991], Torsten Häger- strand [1992], [1994], David Harvey [1995], Doreen Massey [1998], Denise Pumain [2010], Yi-Fu Tuan [2012], Michael Batty del CASA [2013], [2015] de la UCLA, Akin L. Mabogunje de Nigeria [2017] y Jacques Lévy [2018], un cuadro de honor impresionante y consagratorio, aunque con un cupo femenino bastante módico.

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Los primeros estudios de Massey de los años 70s y 80s no ahondan en menesteres teoré- ticos y resultan hasta cierto punto impersonales; los últimos trabajos, en cambio, des- bordan de idiosincracia pero lo que se dice teoría (con su aparato metodológico, su des- pliegue conceptual, sus definiciones coordinativas, sus técnicas homologadas y sus re- glas de presentación de evidencia) permaneció sin desarrollarse fuera de un pequeño núcleo de supuestos heurísticos que oscilan entre los que son indemostrables, los que no significan gran cosa y los que se caen de su peso, con leve preponderancia de la segunda y la tercera variedad. Tampoco escribió Massey una disertación de doctorado ni siguió una trayectoria académica con cargos obtenidos por concurso en universidades conven- cionales. Tras estudiar en Oxford y en la Universidad de Pennsylvania hasta el nivel de Maestría en Ciencia Regional, ingresó como docente en la Open University, una institu- ción de indiscutible excelencia aunque un poco peculiar en varios respectos, experimen- tal a veces, transgresora otras, pero siempre cooptada en sus ramas humanísticas por las sucesivas ortodoxias y los dispositivos de poder de los alguna vez triunfantes estudios culturales (cf. Reynoso 2000). Han sido graduados de la OU, entre otros, el cibernético Gordon Pask, la fundadora de la empresa de anti-virus Natalya Kaspersky y el inventor de la Web, Tim Berners-Lee, así como la asesina serial Myra Hindley, con lo que quiero decir, en concreto, que a diferencia de las universidades de Oxford, Cambridge, Berke- ley o Seattle, la OU no es de esas instituciones que se afanen por imprimir un perfil profesional homogéneo o que haya jugado un gran papel o consolidado una larga tradi- ción en los estudios espaciales. Caso muy distinto es, por ejemplo, el University College de Londres, a cuyos representantes coterráneos más egregios en materia de análisis del espacio (Paul Longley, Bill Hillier, Julienne Hanson y el ganador del premio Lud Mi- chael Batty) Massey se las ha ingeniado para no nombrar jamás. En cuanto a la producción de Massey es mejor que vayamos por orden. El libro tempra- nísimo Capital and land (1971), escrito en colaboración con Alejandrina Catalano, es una descripción interesante sobre la propiedad de la tierra en Gran Bretaña para la cual las autoras reunieron una importante cantidad de información que resultó en una tipolo- gía que distingue tres modalidades de propiedad y explotación pero que no apunta en di- rección a lo que un cuarto de siglo más tarde se plasmará como la GP. El posiciona- miento político de la obra rinde tributo a posturas de izquierda independiente, sin que eso implique ninguna conexión con teorías de corte marxista de cierta complejidad o con participación en la militancia orgánica más allá de actos de presencia en (o de inter- cambio de ideas con) cenáculos althusserianos que en ese entonces estaban experimen- tando una intensa efervescencia. La crítica especializada reconoció el interés del libro pero señaló limitaciones y lagunas de orden metodológico que serían endémicas de los trabajos de Massey hasta el final de sus días. Escriben Michael Edwards y David Lo- vatt: [El libro] no trata adecuadamente la rentabilidad de la inversión en tierras: no intenta teori- zar sobre la relación entre los cambios en la propensión de las instituciones a invertir en tie- rras y la crisis de rentabilidad que periódicamente afectan al capitalismo británico. Esto es importante no sólo con respecto a la rentabilidad relativa de la inversión en tierras, sino también con respecto a las diferencias internacionales en la tasa de ganancia. Esta integra- ción bastante débil de la teoría y la investigación tiene al menos las siguientes consecuen- 80

cias. En primer lugar, no se explica la relación entre las formas de propiedad de la tierra y los cambios en el valor real relativo de la tierra. Esto también conduce a una apreciación débil del papel de la propiedad, en particular en la difícil cuestión de las rentas absolutas. [...] Las cuestiones de impuestos, leyes de fideicomiso, planificación y compensación po- drían haber enriquecido el análisis y arrojado luz sobre los mecanismos centrales y locales de la propiedad (Edwards y Lovatt 1978).

Quince años más tarde Massey pasó un año entero en Nicaragua, trabajando un tiempo en el Instituto Nacional de Investigaciones Económicas y Sociales de Managua (re- bautizado como INGES) donde colaboró con Marielos de los Angeles e Ixy Martínez. De esos eventos resultaron un artículo y un libro de sólido aparato descriptivo pero teo- réticamente inespecífico con un aire a investigación periodística intensiva como la de los dossiers de Le Monde Diplomatique (Massey 1986; 1987). Massey misma nunca es- tuvo enteramente feliz con el libro, escrito por obligación, con indisimulado hastío y sin poder de síntesis. Hoy en día no existe el menor rastro del paso de Massey por esa insti- tución. Sus seguidores siempre destacaron sus experiencias de terreno en Nicaragua, Venezuela y México, pero al menos en el primer caso el rédito del trabajo de campo parece haber sido magro; ella lo admite de buena gana: Cuando volví de Nicaragua, mi departamento me presionó mucho para publicar algo, en parte porque me había tomado un sabático de seis meses con el compromiso de publicar al- gún texto, de manera que acabé publicando un texto sobre Nicaragua y sobre los proyectos allí desarrollados. Con todo, siempre me sentí algo culpable porque me pareció que estaba utilizando Nicaragua para promover mi carrera. Afortunadamente, de aquel libro sólo se vendieron unos pocos ejemplares; por aquel entonces ya existían otros materiales mucho mejores sobre Nicaragua (Massey 2012: 52).

Aceptables o mediocres (como ella misma cree que son), en los textos sobre Nicaragua no se perciben ni siquiera anticipaciones primitivas de las ideas que conformarán la GP unos años más tarde. Está claro que la GP (o esta GP al menos) no nació de cuerpo entero e investida de toda su parafernalia sino que se fue agregando y fue tornándose polimorfa, multifacética y cada vez más abstracta, asertiva, correctiva y de tono evange- lizador. El primer escrito en el que Massey trata de la GP con su nomenclatura original es en un capítulo del libro Local Cultures, Global Change editado por Jon Bird, Barry Curtis, Tim Putnam, George Robertson y Lisa Tickner (1993). El capítulo se titula “Power-geometry and a progressive sense of place” y tiene que ver más bien con el fenómeno espacio-temporal de la migración y la movilidad, los flujos, los movimientos y las conexiones en todas sus variantes. Al principio es estrictamente una respuesta es- pecífica a las ideas vertidas por David Harvey en un desafiante artículo seminal (“From space to place and back again: Reflections on postmodernity”) incluido como hilo con- ductor en el mismo libro colectivo y en la misma sección sobre la economía política del espacio en un momento en el que el posmodernismo parecía llevarse todo por delante, instaurando un giro irreversible y de final abierto cuya efervescencia daba la impresión de que iba a durar mil años (Massey 1993). En el primer párrafo en el que se menciona la “power-geometry” Massey la describe con un inquietante exceso de endóforas y pronominalizaciones, tejiendo una especie de ta- quigrafía coloquial necesitada de una urgente revisión de estilo que de ahí en más ope-

81 rará como su marca de fábrica en un medio intelectual en el que a falta de una técnica virtuosa el refinamiento estilístico siempre fue la norma, una norma que a ella siempre pareció encantarle transgredir. Como sucede muchas veces en el campo de la filosofía (Foucault es el más excelso cultor de esta gimnasia) nunca queda muy claro si sus vehe- mentes afirmaciones son hipótesis que en algún momento habrá que poner a prueba o si son inducciones finales al cabo del análisis cuidadoso de alguna evidencia. Cualquiera sea el caso Massey no dice aquí nada nuevo que a alguien le interese salir a impugnar o que no forme parte –como diría Bateson– de lo que todo escolar debería saber: Ahora quisiera plantear aquí un simple punto, que es sobre lo que uno podría llamar la geo- metría del poder de todo eso, la geometría del poder de la compresión del tiempo-espacio. Pues diferentes grupos sociales y diferentes individuos se ubican en formas muy distintas en relación con esos flujos e interconexiones. Este punto concierne no solamente al hecho de quién se mueve y quién no, aunque sea un elemento importante de eso; es también sobre el poder en relación con los flujos y el movimiento. Diferentes grupos sociales tienen dis- tintas relaciones con esta movilidad de alguna manera diferenciada: algunos están más a cargo de ella que otros; algunos inician flujos y movimientos, otros no; algunos están más del lado en que se recibe que otros; algunos están efectivamente aprisionados por ella (Mas- sey 1993: 62).

Amén de sus proverbiales conmutaciones entre lo improbable, lo obvio y lo carente de interés, esta densa especificación me despierta dos géneros de preocupaciones. En pri- mer lugar nos encontramos aquí con una acentuación recurrente de la idea de flujo. Ahora bien, en los textos de Massey esos flujos simplemente están allí, invocados una y otra vez, página tras página y renglón de por medio, pero sin que ella elabore su con- figuración, detalle su dimensión microanalítica, describa los modelos teóricos que se le refieren, tipifique sus ritmos y sus tiempos o aunque más no sea evalúe la varianza de género que registran, si es que la hay. Tampoco identifica las técnicas de abordaje que en otras partes se aplican a los flujos ni los repositorios de datos que existen para su tratamiento en una multitud de campos disciplinarios, tales como los estudios de diáspo- ras, migraciones involuntarias y transnacionalismos o las investigaciones de punta em- prendidas por la red IMISCOE, por la revista Forced Migration Review, o por los omi- nosos documentos de la JCD [Joint Data Center on Forced Displacement] (2021) tres más entre las instituciones y colectivos especializados a los que Massey nunca nombró (Nikielska-Sekula y Amandine 2021; Imiscoe 2021,). Una vez más, las ideas de Massey no son rivales para las de los geógrafos y teóricos multidisciplinarios de la migración que han elaborado –cada quien en su parcela– el es- tudio de flujos a todas las escalas, en todos sus matices y desde todas las perspectivas, proporcionando incluso herramientas para modelar, visualizar y sobre todo comparar sus complicadas geometrías, sus dinámicas, las relaciones fechnerianas entre las distan- cias migradas y las distancias percibidas y los retorcidos juegos de poder en torno suyo (Hägerstrand 1957; Tobler 1970; 2003; Phan 2005; Hardwick 2008; 2014; Brettell y Hollifield 2014; Cartwright, Kriz y Huni 2010; White 2016; Gold y Nawyn 2019). Lo lamentable de esto es que los estudiosos de la migración en otros cuarteles disciplinares también han abrazado esa misma política de aislamiento con el mismo resultado empo- brecedor. El sociólogo norteamericano Douglas S. Massey (una de las grandes figuras

82 en los estudios de la migración y la desigualdad) describió ese estado de cosas hace ya casi un cuarto de siglo: Los científicos sociales no abordan el estudio de la inmigración desde un paradigma com- partido, sino desde una variedad de puntos de vista teóricos en competencia fragmentados a través de disciplinas, regiones e ideologías. Como resultado, la investigación sobre el tema tiende a ser estrecha, a menudo ineficiente, y se caracteriza por la duplicación, la falta de comunicación, la reinvención y las disputas sobre los fundamentos y la terminología. Sólo cuando los investigadores acepten teorías, conceptos, herramientas y estándares comunes, el conocimiento comenzará a acumularse (Douglas Massey 1994: 700-701).

La insinuación de Doreen Massey de que su propia GP podría ser la solución a este dilema no es más que wishful thinking ¿Qué la geografía importa? Sí, sin duda; pero no puede con todo ni es una bala de plata que pueda ser de utilidad en un terreno al cual conoce tan imperfectamente y en el que se ha instalado una política de compartimientos estancos que ella no cuestiona y cuyas reglas implícitas acata, convencida de que la geografía posee de antemano todas las herramientas que se requieren y de que no hay nada nuevo o difícil que debamos aprender. Los efectos del aislamiento, empero, están a la vista. No sólo la nueva ciencia simmeliana de la anticipación de Poli y otros (2014; 2017; 2019) que trabaja las algorítmicas contemporáneas de la compresión del espacio- tiempo se encuentra aislada de la teoría de la anticipación de A. A. Ujtomsky (el genui- no inventor del concepto de cronotopo), de la ciencia de la anticipación de Mihai Nadin (2017) y de la idea tradicional de compresión témporo-espacial de David Harvey sino que el pensamiento de Massey a todos esos respectos se ha desarrollado con total pres- cindencia de esas nociones que ya hemos visto estrechamente emparentadas (cf. pág. 47); y así sucede con todo. No es de extrañar entonces que las teorías de la GP y áreas circundantes deban reinventarse una y otra vez y que siempre dejen una sensación de improvisacién, insuficiencia, cuando no de la más taxativa ineptitud. En segundo lugar, admito que mi prolongada ordalía como traductor puede haber ses- gado mi flaca apreciación de la escritura de Massey, pero el hecho es que mientras hay unos cuantos críticos que celebran los valores estéticos de su escritura y la eficacia re- tórica de sus argumentaciones también hay un pequeño núcleo de observadores enca- bezados por el profesor de políticas públicas John Rennie Short (2008) que ha percibido sus estrecheces estilísticas, sólo comparables a las de la antropóloga galesa Marilyn Strathern y por demás evidentes. No es mi impresión subjetiva: una media docena de colegas y comentaristas comparten mi aprehensión y han dejado constancia de ella por escrito. Escribe el especialista en globalización Matthew Sparke, profesor de política de la Universidad de California en Santa Cruz y geógrafo de la Universidad de Washington en Seattle: Valiosas como pueden ser para matizar nuestras concepciones del espacio político, las afir- maciones de Massey sobre el lugar a veces se argumentan con no poca torpeza. En busca de un vocabulario y de una forma de hablar que no fijen el espacio de una vez por todas, sus frases los invocan con frecuencia mediante una mezcla a-verbada de símiles, metáforas e innovaciones en inglés de sonoridades germánicas que son dificiles de leer. “Los lugares no como puntos o áreas en mapas, sino como integraciones de espacio y tiempo; como eventos espacio-temporales” ([Massey 2005:] 130). “Lugares como asociaciones heterogéneas” (p.

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137). “Lugares como acreciones de encuentros” (p. 139). “Una política del mirar-hacia- afuera [outwardlookingness] desde el lugar más allá del lugar” (p. 192). “Fetichismo no- espacial” (p. 165). “Espacios simplistas [single-minded]” (p. 178). “No intrínsecamente coherente” (p. 141). […] Quizá la falta de verbos en estas frases pretenda hacernos pensar sobre las formas en que el espacio es pre-fijado por nuestros conceptos pre-concebidos de procesos socioeconómicos particulares (Sparke 2005).

Volvamos a la cita de Massey que precede a la anterior y comprobemos que en esta instancia lo suyo no califica todavía como una GP de propósito general sino como una alternativa puntual a la compresión de tiempo y espacio de la que hablaba Harvey en su contraste entre espacio y lugar en el contexto de la movilidad y la migración como fenó- menos de la era posmoderna: ¿De qué condiciones de posmodernidad se trata? (se pre- gunta Massey) ¿De las condiciones de posmodernidad de quiénes? Son preguntas que han sido apremiantes alguna vez, sin duda, pero que no atañen al meollo de los proble- mas actuales y para las que una vez que el posmodernismo se ha domesticado y el pos- estructuralismo degeneró en rutina ya no estamos obligados a exigir contestación. Son preguntas que tampoco resultan tan perentorias como alguna vez lo parecieron en un contexto en el que las prioridades son otras, son de vida o muerte y ya no se satisfacen con respuestas tranquilizadoras bons à penser o con reflexiones distractivas, intelectua- listas y estetizantes que sólo resultaban justificables cuando se pensaba (como a los pos- estructuralistas tempranos que las inspiran les fascinaba pensar) que no había nada im- portante fuera del texto o –como preferían los foucaultianos– de la enunciación. Son preguntas, en fin, que no se derivan de su visión personal de la geografía o de las problemáticas del espacio sino que se presentan como correcciones a otras preguntas que han estado en la agenda de la comunidad geográfica y de los científicos sociales desde hace (creo yo) demasiado tiempo, y que han merecido respuestas que a ella no la conforman, a las que no encuentra necesario considerar o a las que muy probablemente desconoce. Si yo fuera geógrafo quizá encontraría que las preguntas que Massey formu- la son de alta originalidad; como no soy geógrafo ni mucho menos sólo puedo decir que en cincuenta años de profesión científica las respuestas que ella propone y que nos ha- blan de espacios y flujos porosos, multiformes, elásticos, abiertos, no binarios y depen- dientes de perspectiva articulados bajo la foma de discursos de modas ya viejas que ya he escuchado infinidad de veces, las más de ellas cuando yo era muy joven. Mi punto de vista sobre esos asuntos se encuentra en textos sobre (y contra) la fenomenología, la hermenéutica, el posmodernismo, el pos-colonialismo y los estudios culturales plas- mados en libros que he puesto en el dominio público y que ya he comenzado a olvidar (Reynoso 1998: 89-123; 1999; 2000; 2008; 156-221; 2013; 2014). Más allá de todo eso las tradiciones orales vigentes en los pasillos de la geografía atri- buyen a Massey la elaboración y refinamiento de la idea de sentido del lugar [sense of place] y el énfasis en el carácter culturalmente múltiple, poroso, dinámico, cambiante y colectivo de dicho sentido en un mundo global (1993; 1994b). En realidad la idea de sentido del lugar tiene una larga trayectoria en la geografía humana y también en la fe- nomenología filosófica y en la teoría arquitectónica, confundiéndose y compartiendo atributos con la identidad de lugar, el apego [ place attachment], la topofilia y un enjam-

84 bre de conceptos más o menos característicos de una multitud de disciplinas en el seno de múltiples contextos intelectuales (cf. Bachelard 1957: 30, 141; Barrell 1972; Tuan 1974; 1975; 1977; Relph 1976; Prenshaw y McKee 1979; Vanclay y Higgins 2008; Najafi y Bin Mohd Shariff 2011). Antes y después de los trabajos de Massey han habido incluso intentos de “medir” el sentido del lugar, articulando una genuina geometría espacial todavía activa (con su perspectiva de género y su registro de diferencias cultu- rales) a la que la autora, nuevamente, ni siquiera le dedicó una ventana de tiempo (Sha- mai 1991; Shamai e Ilatov 2005; Jorgensen y Stedman 2011). El más importante de esos estudios de mensuración, liderado por el geógrafo israelí Shmuel Shamai (del Instituto de Investigaciones del Golan en la Universidad de Haifa) contempla la variación del sentido del lugar en contextos multiétnicos y en situaciones de relocalizaciones forzadas regidos por enormes diferencias en las estructuras de poder (Shamai, Arnon y Schnell 2012; cf. Ager 1999; Boneh 1993, De Wet 1993; Dinero 2002). Por el momento las técnicas desplegadas en esos estudios son mayormente esta- dísticas, desbarrancándose en las correlaciones de Spearman y Pearson y las pruebas de significancia que suelen ser de rigor y desconociendo el descrédito que ha caido sobre la prueba estadística de la hipótesis nula al lado de otras viejas rutinas paramétricas. Ha- bría sido preferible que se echara mano de algún método geométrico de análisis multidi- mensional o de análisis de correspondencias à la Bourdieu, como estuvo a punto de ha- cerlo Bradley Jorgensen al triangular sentido del lugar con capital social y redes socia- les; pero por lo menos los conceptos en torno del sentido del lugar y de las relaciones geométricas del poder se han clarificado un poco en el proceso de su formalización aunque Massey nunca se enterara de ello (cf. Reynoso 2018a: cap. 3; Jorgensen 2010; Jorgensen y Stedman 2011). Igual que pasa con la maternidad de la idea de GP, Massey elude hablar de la invención del concepto de sentido de lugar, poniendo en escena un ritual de evitación configurado para dejar flotando la impresión de que se trata de un concepto suyo. En el último traba- jo que mencioné de ella, Massey reconoce cualificadamente que el antropólogo Allan Pred [1936-2007] estuvo trabajando en esa línea “aunque en una perspectiva algo dis- tinta”, pero omite referirse a los estudios (rigurosamente materialistas) en los que ese geógrafo de la Universidad de Berkeley elaboraba tales conceptos dinámicos en fecha muy temprana, en la década del 80 para ser más precisos, colaborando con Torsten Hä- gerstrand en la gestación de la geografía del tiempo [time-geography], escribiendo un artículo inequívocamente titulado “Structuration and Place: On the Becoming of Sense of Place and Structure of Feeling” y un libro llamado nada menos que Making histories and constructing human geographies: The local transformation of practice, power re- lations, and consciousness (1990) en el que no deja ninguna de las ideas de Massey sin anticipar o profundizar, sentido de lugar, construcción social, relaciones de poder y “geometrías” estructurales literalmente incluidas, además de toda la algorítmica que se pueda necesitar (cf. Pred 1981; 1982; 1984: 284, 293; 1989; 1990). Algunos autores encuentran interesantes las vueltas de tuerca que Massey imprime a la contraposición entre tiempo y espacio o entre espacio y lugar, a sus eventuales fusiones

85 entre ideas propias y ajenas y al propio sentido del lugar. Yo en cambio las encuentro li- vianas, fatigando (con una indiferencia casi militante hacia la mereología filosófica)29 una dicotomía que arranca desde Platón, pasa por Kant, Whitehead, Husserl, Heidegger y se sobresatura antes y después que ella descubriera la tensión entre lo local y lo global o entre las partes y el todo en la obra de geógrafos que ella tampoco demuestra haber leído concienzudamente y que son de la calidad de Yi-Fu Tuan (1977), de Edward Ca- sey (1996; 1997), del geógrafo anti-christalleriano Georges Nicolas (1999), del herme- neuta Bruce Janz (2017), de los arqueólogos del paisaje Erich Hirsch y Michael O’Han- lon (1995), de las poscolonialistas Tracey Banivanua Mar [1974-2017] y Penelope Ed- monds (2010) y de los antropólogos turnerianos Dara Downey, Ian Kinane y Elizabeth Parker (2016), entre otr@s mil. No puedo evitar pensar que Massey ni siquiera ha advertido que su pregunta se inscribe en el corazón de la mereología, que la riqueza de exploraciones en ese dominio de cara a la geografía es abismal y que ella y el grueso de las grandes figuras del establishment de la geografía crítica contemporánea han afrontado la problemática con anteojeras dis- ciplinares y han diferido o (tal parece) cancelado la oportunidad de conocer e incorporar ese mundo, inmiscuyéndose en cambio en áreas de la ontología y la metafísica con las que no han podido hacer gran cosa. En todo caso (y esta observación no afecta sola- mente a Massey) si la disciplina de la geografía humana está ansiosa por adoptar pers- pectivas filosofantes a propósito de relaciones de ese orden, habría hecho mejor en abrirse a la mereología filosófica acumulada a lo largo de milenios (digo bien) que en citar fragmentos de elucubraciones pos-estructuralistas entendidas a medias que en al- gunos casos introducen un montón de ruido en el sistema y que en otros casos ni siquie- ra logran poner en foco la cuestión. Winston Churchill espetó una vez a un rival parlamentario que encontraba que sus dis- cursos eran interesantes y originales, pero nunca simultáneamente; no desaría que fuera así, pero esa es la sensación que me asalta cuando confronto las observaciones de Massey sobre espacio y lugar y otras del mismo género discursivo en el camino a insta- lar la discusión académica sobre las GPs de un modo que valga la pena. A fin de cuen- tas, hay abundancia de investigaciones geométricas atentas a la problemática mereológi- ca bajo el signo de la fractalidad que han resuelto con cierta elegancia unos cuantos de los intríngulis que se les plantearon, que han ganado justa reputación y a las que ella, una vez más, trata como si nunca hubieran existido (v.gr. Arlinghaus 1985; 1993; Ar- linghaus y Arlinghaus 1989; Batty y Longley 1994; Dauphiné 2012). El segundo artículo que aportó a la idea de power-geometry es “Double articulation: A place in the world”, incluido en un libro colectivo sobre los desplazamientos que hoy atormentan el mundo y en el que se continúa la discusión surgida en torno de espacio y

29 Esto es, el campo de la filosofía que interroga las relaciones entre el todo y las partes. No es razonable que una geografia que se precia de relacional, por poco fractal que sea su espíritu, ponga entre paréntesis la experiencia de milenios de las más diversas filosofías (occidentales y de las otras) con esa rela- cionalidad recursiva esencial (cf. Reynoso 2019b: 241).

86 lugar empezada a propósito de David Harvey (Massey 1994a). El artículo versa sobre las relaciones entre lugares y comunidades en un momento en que los avatares de la si- tuación han hecho que las comunidades ya no estén necesariamente ligadas a un lugar y en el que los lugares albergan no una sino varias comunidades. Mientras que la noción de comunidad ha sido objeto de estudio intenso (alega Massey, sin consignar estadísti- cas y sin dar nombres) no ha pasado lo mismo con la noción de lugar. Algunos autores como Harvey –continúa– encuentran que los lugares son el momento de la estasis, que son portadores de una esencia inmutable, argumentando que hay una comunicación potencial entre lugar e identidad social. De allí resulta el carácter conser- vador y eventualmente reaccionario que se asigna al lugar local en contraste con el espa- cio global. Es usual que se promuevan las identidades de los lugares ligándolos al patri- monio. Harvey sugiere que es inevitable caracterizar el lugar en términos de su pasado, y de un pasado que resulta ser estático. El ejemplo al que Massey recurre para contestar esa idea es el de los docks de Londres y sus complejos procesos de reformulación, des- criptos con economía de datos aunque con un toque de distinción. Pero –prosigue– no hay un pasado esencial del cual sentirse nostálgico; tampoco las interacciones con el exterior son cosa nueva. Es además problemático caracterizar un lugar por contraposi- ción con otro que se encuentra fuera. Más bien se lo debe caracterizar a través de la par- ticularidad de las relaciones con eso que está fuera, lo que ella cumplimenta mediante otra frase averbada levemente incorrecta (“una constitución internacionalista del lugar local y su particularidad”) por cuanto no se trata aquí de un pintoresco crisol de “nacio- nes” sino del encuentro problemático de todo género de diversidades. Diciendo oponerse al esencialismo imperante, Massey asevera que se trata de construir el sentido del lugar de la localidad en el mundo (su identidad) de un modo que tenga el coraje de admitir que es abierto, sin dejar de reconocer y apreciar su carácter único y es- pecífico. La tradición tampoco debe ser cerrada y centrada en sí misma sino que se debe reconocer la apertura del pasado. De todas maneras, siempre habrá múltiples memorias de las tradiciones. Lo global está además en todas partes y de un modo u otro ya impli- cado en lo local, una forma de decir (imagino) que todo es híbrido, que ninguna dife- rencia y ninguna similitud son significativas, que hay diversidad de opciones y que todo tiene que ver con todo. Estas son frases y conceptos de altísima obviedad y bajísimo riesgo cuya dosificación apunta a ser recurrente en su escritura. La razón por la que Massey retrospectivamente alegue que ese artículo, junto con “Po- wer-geometry and a progressive sense of place” (1993), constituye el andamiaje origi- nario de la noción de GP francamente está más allá de lo que soy capaz de discernir. Fuera de la conciliación entre el afuera y el adentro o de lo global y lo local, y salvo que se ponga mucha buena voluntad, no hay en “Double articulation” la menor referencia a algo que se pueda llamar una geometría; la propia palabra ‘geometría’ está conspicua- mente ausente y con el ‘poder’ sucede aproximadamente lo mismo. En el texto en cues- tión ni siquiera hay a propósito de lo global esa perspectiva ingeniosa y discretamente geométrica que asoma en Apollo's Eye: A Cartographic Genealogy of the Earth in the Western Imagination de ese estupendo geógrafo que fue Denis Cosgrove (2001) o que

87 brilla (aunque con altibajos) en la geometría y geografía del poder más explícita del la- mentado cartógrafo John Brian Harley [1932-1991] en su “Maps, Knowledge and Po- wer” (1988). Lo mismo puede decirse de la escalofriante síntesis del americano Timo- thy Barney (2009: 2015) sobre la cartografía del poder en la guerra fría o de la destem- plada imaginería expresionista del Atlas de la Guerra Nuclear de William Bunge (1988). Es notable que eludiendo una vez más la consulta de la bibliografía relevante Massey escriba más tarde en un estilo en el limen de la pomposidad, protestando contra una ce- guera que nunca fue tal y confundiendo (o no distinguiendo suficientemente), tanto el mapa con el territorio como los mapas cartográficos con los mapas sociocognitivos, entidades que en otras ciencias y modalidades teoréticas se ha aprendido que conviene distinguir. En un nueva muchedumbre de expresiones esencialistas escribe Massey : La renuencia a abordar la forma cambiante de la globalización a lo largo del tiempo está a la par con, y refuerza, la ceguera ante la posibilidad de que pueda tomar diferentes formas ahora. El espacio –aquí el espacio global– trata de la contemporaneidad (más que de la con- vocatoria temporal), trata de apertura (más que de inevitabilidad) y también trata de rela- ciones, fracturas, discontinuidades, prácticas de compromiso. Y esta relacionalidad intrínse- ca de lo espacial no es sólo una cuestión de líneas en un mapa; es una cartografía del poder (Massey 2005a: 85).

Nótese que Harley, de todas maneras, falleció un par de años antes que Massey creyera inventar el concepto de GP,30 por lo que es de lamentar que ella no haya establecido un diálogo creativo ni capitalizado las perspectivas del cartógrafo que (con todos los defec- tos que poseía y con otros que le han endosado) han sido tanto o más geométricas, espa- ciales y centradas en el poder que las suyas propias. Dado que es ella misma quien ha invocado la poderosa idea de una cartografía del poder, la ausencia de lecturas de la obra de Cosgrove, Haggett, Bunge, Rose-Redwood o Barney en la GP de Massey es todavía más lamentable. Incorporando una parte esencial de la obra de Harley en su bi- bliografía y nombrando sin mayor comentario este preciso artículo de Massey sólo co- mo referencia representativa de una geografía cultural de la globalización (p. 272, n.32) había escrito en efecto Cosgrove: La idea de ver el globo parece también inducir deseos de ordenar y controlar el objeto de la visión. En la apertura de su ministerio terrenal, el Cristo Apolo fue trasladado a un punto panorámico en el desierto para ofrecerle el dominio sobre el globo terrestre. Emperadores, reyes, estados y corporaciones han cedido ante tentaciones similares, imaginando globos te- rráqueos y panoramas globales para proclamar la autoridad territorial. Las duras realidades del gobierno se han suavizado en aparente armonía gracias a la coherencia pacífica de la visión sinóptica.

30 Recién en for space (2005a: 106-108) Massey menciona a Harley (1988; 1990; 1992) a propósito del debatido códice Xoxotl, pero pocos renglones después de eso los comentarios cartográficos se desvían hacia un enrevesado despliegue de jerga posmoderna y pos-estructuralista referida a códigos, sub-textos, significados, palimpsestos, representaciones y decodificaciones, un remolino de ideas que incurre en gestos hermenéuticos, semiológicos y estructuralistas incompatible con el espíritu y la letra de lo que ella privadamente creía que era la deconstrucción. Más adelante (pág. 192) revisaremos la crítica aplastante y convergente de Barbara Belyea (1992: 1-2), Matthew Edney (2015) y Reuben Rose-Redwood (2015: 4) a la cartografía simultáneamente textualista y deconstruccionista de Harley, crítica que le cabe también de lleno a Massey por incurrir en el mismo género de inconsistencias.

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Darse cuenta de la visión apolínea requirió la asistencia representacional de la geometría es- férica, arte gráfico y el arte literario. La historia de tales representaciones es compleja, está relacionada tan estrechamente con la lujuria por la posesión material, el poder y la auto- ridad cuanto con la especulación metafísica, la aspiración religiosa o el sentimiento poético (Cosgrove 2001: 5).

De ningún modo entonces los vínculos entre la geometría, la cartografía (real o imagina- ria) y el poder son un rasgo original del pensamiento de Massey, quien aparte de su re- ferencia episódica al códice Xoxotl nunca se interesó realmente por la cartografía aun- que ésta haya florecido como una genuina y expresa GP entre la década de 1990 y la primera década de este siglo, tras el precedente excepcional de la alucinante y frenética cartografía radical de William Bunge (cf. Akerman 2009; 2017; Harley 1988; Bunge 1969; 1971: 134; 1988; Craib 2000; Greene y Kuswa 2012; Lourence 2015; cf. Barney 2015). Esa cartografía crítica, inherentemente colmada de recursos geométricos de es- cala, magnificación, direccionalidad, iconografía y esquematización, constituye una GP que tanto Raffestin como Claval y Massey dejaron al margen en beneficio de una “car- tografía” incorpórea, declamada y demasiado obvia, lo cual nos habla a las claras de la fragmentación y del encogimiento del campo geográfico. Se trata de una cartografía que nos hace imaginar lo que una GP globalizada, diversa, colectiva, dialógica, abierta, material, reflexiva y transgresora podría o debería haber sido. Tampoco hay lugar para la geometría esférica de Cosgrove y otros en el artículo de Massey “Imagining globalization” (1999d) en el que la autora retoma las mismas obse- siones en torno del espacio-tiempo que mostraba en el escrito fundacional de 1993, in- cluyendo la definición del movimiento como centrado en la guionada power-geometry. Pero los interlocutores ya no son Harvey y el posmodernismo clásico sino los estudios culturales en inflexión poscolonial, con Homi Bhabha y su The location of culture (1994) en posición central y con Stuart Hall reconvirtiendo el proyecto marxista del CCCS para que devenga una ortodoxia más, empujando al proyecto entero de los estu- dios a un rendimiento decreciente, a una traición de sus principios igualitarios (denun- ciada oportunamente por Raymond Williams y por Edward Saïd) y a un declive con es- casos precedentes en la historia académica que ya le había llevado a un estado de exhau- ción varias décadas atrás (cf. Reynoso 2000; Williams 1997 [1989): 222; Speranza 1988: 5-6). Massey destaca en “Imagining…” la importancia de considerar la globaliza- ción en términos espaciales como si nunca se lo hubiera hecho de ese modo; le resulta fácil consumar eso, pues ella tampoco hurga en la inmensa literatura previa sobre el te- ma, ni interroga el poder desde la perspectiva foucaultiana (o desde una perspectiva crítica material y concreta), ni computa (dado que repudia la historia por su a-espa- cialidad y su obsesión por el tiempo) cuántos y cuáles han sido los procesos mayores de globalización que han ocurrido arqueológica o genealógicamente a través de las epis- temes, ni traza el más mínimo mapa para escrutar distintivamente las geometrías y los flujos locales y los globales, ni examina realmente el estado de la cuestión a través de las disciplinas: La “globalización” parecería ser un asunto intrínsecamente espacial. Pero ¿todos los que exploran la globalización piensan espacialmente? De hecho no es así, tal como argumento

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en el texto que sigue. Y la diferencia entre pensar la globalización espacialmente y pensarla a-espacialmente es considerable y significante. Finalmente esos dos temas (relaciones de poder y espacio-tiempo) se vinculan en lo que he llamado geometrías del poder del tiempo- espacio (Massey 1999d: 28).

En varias entrevistas Massey se ha preciado de escribir sus textos con lápiz y blocs de notas sin echar mano de procesadores de texto, sin procurarse acceso a la web, sin expe- rimentar la globalización tecnológica de primera mano, sin asomarse a los repositorios infinitos y sin aproximarse a los movimientos teóricos que han surgido al compás de la más dramática compresión del espacio-tiempo que ha habido a caballo de la nueva geo- metría digital, algo que el antropólogo George Marcus abordó hace ya más de dos déca- das en términos de etnografía multisituada y que el visionario Marshall McLuhan, trein- ta años antes que Marcus, caracterizaba como allatonceness, la anulación absoluta del tiempo y el espacio, la sincronización total (Marcus 1995; Reynoso 2008: cap. §6; Mc- Luhan y Fiore 1967: 63; cf. Massey 2012: 63-64). En un plano más prosaico, el rechazo de la tecnología de edición ha ocasionado que el estilo de Massey resulte a menudo poco pulido, que sus contradicciones proliferen a pocas páginas de distancia, que el texto quede tachonado de promesas incumplidas y ca- bos sueltos, que los matices se transformen en polaridades binarias, que las malas ideas se repitan tantas veces como las buenas y que la información no se verifique o referen- cie con el grado de rigor que hoy es rutina. Fuera de los textos fundacionales de la GP en sendos capítulos de libros colectivos (Massey 1993; 1994a) el concepto se cita sospe- chosamente poco pero adquiere una visión de género más orgánica en Space, place and gender (1994b: 3-4, 164-167, 265), no se menciona en High Tech Fantasies (Massey, Quintas y Wield 1992) o en la segunda edición de The Social Divisions of Labor (1995 [1984]), está latente pero tampoco se nombra en el pedagógico y experimental City Worlds (Massey, Allen y Pile 1999) –del que muy pocos comentaristas han hablado desde entonces– se anuda en su mejor forma en el infrecuentemente leído e inconse- guible Power-geometries and the Politics of Space-Time (1999e) y tras cinco largos años de un abandono que nadie ha logrado explicar encuentra una expresión más deta- llada (aunque episódica y cambiante) en su obra maestra, que puede que sea el enigmá- ticamente minusculizado for space (2005a: 64, 82, 100-102, 130-131, 166, 179-180, 183). Gran parte de los últimos trabajos mayores de Massey se embarca en una crítica que se distrae más en realimentar polémicas con quienes en principio estarían de acuerdo con ella que con sus verdaderos rivales en materia de teoría y política; tomando partido por el espacio en detrimento del lugar, redefiniendo espacio y lugar de no menos de treinta maneras distintas y mezclando despreocupadamente sus atributos, Massey se embarca en una constelación de microcríticas no siempre sustanciales contra el marxista David Harvey, el posmoderno Edward Soja [1940-2015], el radical Richard Peet y “el sobreva- lorado” Henri Lefebvre [1901-1991], autor de trabajos indiscutiblemente pioneros sobre espacio, lugar y demás categorías en juego en las geografías del poder, tiempo inclusive (Massey 2005a: 2, 6, 8, 17, 21, 37, 68, 99, 138-142, 183-184, 185, 201 n18, 203 n21).

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Lefebvre es atacado con una virulencia que sólo se explica porque se trata de un conten- diente formidable, muchas de cuyas ideas tornan innecesarios los pronunciamientos de Massey, tal como lo prueba sin margen de duda el epígrafe que he escogido para este capítulo. El fallecimiento de Lefrebvre en el interregno entre las décadas le ha dejado imposibilitado de contestar; David Harvey ha respondido a Massey con visible fastidio, contraponiendo unas consignas con otras en párrafos que tampoco son representativos de lo mejor de él; el norteamericano Richard Peet fue capaz de publicar su libro seminal titulado nada menos que Geography of Power (2007) sin mencionar a Doreen una sola vez; y Edward Soja, por último, la ha nombrado en forma esporádica y con prisa digna de mejor causa, prefiriendo por mucho ocuparse de los textos de Massey de la primera época. La dura polémica en la que Massey soñaba estar envuelta nunca se materializó verdaderamente y nunca pasó tampoco de ser una pequeña, insular y provinciana triful- ca académica en la que nadie más que ella siguió batiendo el parche hasta morir. A nin- guno de sus interlocutores geógrafos de primera línea le interesó nunca el concepto de GP como para dedicarle unas líneas en contra o a favor. Los seguidores de Massey lo pintan todo muy distinto, desde ya, y sobre todo en sus obituarios, resonantes de un fuerte tono beatificador, la declaran vencedora irrebatible de todas las batallas que libró. Como sea que haya sido, es aleccionador observar los términos contenciosos con que invisten sus relatos en una disciplina que, según Michel Foucault, nunca ha producido polémicas que merezcan recordarse (Herrera 2016 versus Foucault 1980). Es notable la forma en que el tiempo se ha cobrado su tajada en un libro que tiene me- nos de 15 años, cuyas elaboraciones de base se tramaron en los ‘90s pero que hoy sue- nan como si fueran décadas anteriores. Caso a cuento son las observaciones de Massey en for space sobre las nociones hegelianas del tiempo y el espacio que ella toma de di- versos textos de Louis Althusser [1918-1990], un autor al que ella comenzó a citar un cuarto de siglo demasiado tarde, cuando ya había pasado su cuarto de hora (cf. Massey 2005a: 40-41, 197 n11, 199 n6 versus Lewis 1972; de Ipola y Trèves 1976; Benton 1984). O me parece a mí o Massey no advierte que casi todo lo que ahí se discute de- bería revaluarse tras la confesión que Althusser (ya al filo del estallido de su demencia femicida en 1980) hizo a su amigo el teólogo Jean Guitton y en la que admitía que aun- que él poseía una biblioteca muy amplia en realidad “sabía muy poco de filosofía” y en concreto de la filosofía de Spinoza, Kant y Hegel, y que si bien conocía bastante de las obras tempranas de Marx, todavía no había leído El Capital en la época en que escribía los textos de introducción al marxismo por los que fue tan bien conocido y al cabo de los cuales muchos de los lectores crédulos se asquearon del gauchisme fácil y dieron por cancelada sus visitas guiadas a la obra de Marx. Eran tiempos en que la cultura ge- neral imperante era tan floja y la circulación de ideas tan poco crítica que nadie parecía estar en condiciones de leer un libro importante sin depender de una exégesis (Althusser 1992: 278, 279; Guitton 1988)31. Era una época no muy distante a los tiempos en los

31 Advierto al lector interesado que algunos de los textos de Althusser anteriores a su lectura de El Capital y en el que abundan afirmaciones mal fundadas son “Sobre el marxismo” [1953], “Nota sobre el materia- lismo dialéctico” [1953], “Sobre el joven Marx” [1961], “Contradicción y sobredeterminación” [1962], 91 que The complete idiot’s guide to Communism, Making sense of Marx, Marx para Prin- cipiantes y Karl Marx for Dummies habrían de ser sobresalientes éxitos de taquilla sólo legibles por simples de espíritu que no tuvieran la más ligera idea del asunto ni recursos para obtener información de otra manera, leyendo los originales, por ejemplo (Elster 1975; Carlisle 2002; Del Río 2004 [1974]). En el mundo francófono de esos entonces, era Althusser quien se encargaba de proveer –a un nivel harto más pretencioso– esa pe- dagogía parasitaria de intermediación que hoy los medios digitales (DuckDuckGo, Wi- kipedia, AnthroSource, Jstor, YouTube, LibGen, SciHub, Internet Archive) suministran mucho más eficientemente. Hoy en día existen desmontajes de (pongamos) el concepto de ideología o el de gobernabilidad que no dejan en pie prácticamente nada en pie del pensamiento althusseriano y de sus reflejos en el pos-estructuralismo (cf. Rehmann 2013: cap. vii & cap. xi). Es doloroso comprobar que Massey se despacha insustancialmente sobre Hegel y Marx reposando en retorcidas interpretaciones althusserianas a través de páginas enteras, sin consignar una sola prueba de lectura directa de aquellos filósofos en la bibliografía y sin poner en cuestión la solidez de lo que Althusser (uno de los autores más desprestigiados del siglo XX) refirió sobre esas enrevesadas, eurocéntricas y hoy por completo incondu- centes digresiones filosóficas sobre el tiempo y el espacio, un campo que la antropolo- gía ha sabido trabajar mejor y que de todos modos no es, en absoluto, el dilema más atroz que se cierne sobre la gente que lleva su vida más allá de la mirada de los cafés intelectuales hacia los que Massey orienta su pedagogía (cf. De Ipola y Trèves 1976; Johnson 1981; Sánchez Vázquez 1983 [1982]; Benton 1984; Elliott 1994; 2006 [1987]: 255-300; Ingold 2006: 892-893; Olarieta Alberdi 2008; Massey 2005a: 40-41, 197 n11, 199 n6 y n13). Entre los trabajos de Massey menos conocidos se encuentra un raro ensayo compartido con Stuart Hall y Michael Rustin titulado “After neoliberalism: Analysing the present”, un difuso “vocabulario [althusseriano] de la economía”, un intento de redefinición del debate (económico), un proyecto para repensar el orden mundial neoliberal y una pro- puesta para desplazar el neoliberalismo, todo ello en coautoría con el mismo Rustin. Los ensayos fueron pensados para salir al cruce de lo que parecía ser una crisis terminal del neoliberalismo a raíz del colapso mundial de los años 2007-2008 (Hall, Massey y Rus- tin 2015). En ese entonces parecía que el capitalismo (o el neoliberalismo al menos) iba a terminarse la semana próxima. El libro fue publicado en 2015, un año después de la muerte de Hall y dos años antes del fallecimiento de la propia Massey y tiene el aire de una publicación colectiva con acceso abierto que no ha sido revisado editorialmente

“Los ‘Manuscritos de 1844’ de Karl Marx” [1963], “Sobre la dialéctica materialista” [1963], “Marxismo y humanismo” [1963]. La lectura que se trasluce en Lire le Capital (1968) debe más a Étienne Balibar que a Althusser y aún así hace agua en materia de conocimiento de la filosofía dialéctica precedente desde Herbart hasta Gauss, Riemann y Lautman (cf. Scholz 1982). He conseguido localizar, poner o ayudar a que se pongan los textos tempranos en línea para que pueda ponderarse la magnitud de las fallas althusserianas y la futilidad y contingencia de la red de comentarios seudo- y anti-marxistas en que se ve atrapada Doreen Massey sin acaso percatarse de ello.

92 como es costumbre hacerlo. En lo que a Massey concierne, el volumen está afectado por una especie de mirada selectiva incapaz de asimilar críticamente la inestabilidad mental del propio Althusser a partir de 1980 y la caída de su propio modelo, así como el giro público y notorio de Michel Foucault hacia (precisamente) el neoliberalismo y sus defensores entre los nouveaux philosophes, giro que se hizo público poco tiempo antes de esa fecha y que examinaré hacia las últimas páginas de este libro (cf. pág. 218). Llama la atención el número de publicaciones en circulación en las que los tópicos de conversación característicos del pos-marxismo, el pos-colonialismo y el pos-estructura- lismo, más o menos independientemente, son equiparados con charlas de café y con la indiferencia hacia los valores de verdad, constituyendo un género que Stephen Pfohl ha propuesto llamar, imaginativamente, social science fiction: una denominación bien aco- gida por la antropología de un modo que la vincula, a su vez, con el estatuto incierto de la idea de “ficción” en la obra de Clifford Geertz y Michel Foucault, un argumento a su vez tratado con empatía variable o con ambigüedad por el historiador norteamericano Hayden V. White [1928-2018] (cf. White 1973; 1985: 238-259; 278; Foucault 1980: 193; Pfohl 1990; 1992; cf. Foucault en Faubion 2000: 242-244; Han 2013: 39-55). Im- putar a los géneros posmodernos y afines como ficciones, pos-verdades o charlas de café no es una línea de argumentación en la que quisiera complicarme, pero me llama la atención que sean los propios implicados los que reclaman, descontracturadamente, que su obra se considere de ese modo. En América Latina al menos, donde los reclamos de justicia, verdad y castigo a los culpables distan de ser cháchara vacía, el coqueteo pos- fundacional con la ficción, el relato, el pensamiento débil y otras formas estetizantes de relativización y negacionismo no nos merece a todos la misma simpatía. En una entrevista tardía publicada bajo el nombre “Hay que traer el espacio a la vida”, Massey recupera del ideario de Althusser dos puntos fundamentales: la postura en favor del feminismo y la afirmación del carácter dinámico y construido de las estructuras, sintetizada en la página 94 de Para leer el capital en lo que Althusser pensaba que era “la [frase] más intensamente citada en todos mis libros” (Massey en Velázquez y Var- gas 2008: 332; Althusser y Balibar 1970 [1968]: 96). No deseo entretenerme aquí en una crítica en forma, pero la perspectiva feminista de Althusser (maridada a un tóxico y fatal impulso a la violencia de género) ya sabemos qué inestable era, qué menguado espesor tenía y cómo fue que terminó. En cuanto a la crítica de Massey al estructuralismo (cuya decisión de permanecer en el plano sincrónico por razones metodológicas razonablemente justificadas ni ella ni Al- thusser entendieron bien) el mismo Althusser, desmemoriado, la contradice treinta pági- nas más tarde al defender al marxismo de exactamente la misma acusación (Althusser y Balibar 2004 [1969]: 120). Los científicos sociales latinoamericanos, familiarizados con Antonio Gramsci desde temprano y conocedores de las críticas de Mario Margulis, Eliseo Verón, Emilio de Ípola, Ernest Mandel y Juan Carlos Portantiero, siempre pensa- mos que las hermenéuticas estructural-marxistas y pos-marxistas de personajes dados a la intermediación radicícola como Althusser, Mouffe y Laclau no son utilizables ni aun en pequeñas dosis sin previo ejercicio de una hercúlea puesta al día, de una contextuali-

93 zación precisa, de una prolija revisión del aparato erudito y de una intensa lectura exe- gética (v. gr. Mandel 1970). Como antropólogo me encuentro obligado a decir que la evaluación antropológica de Althusser tampoco ha sido muy benigna y que, de cara a la problemática cultural, habría sido importante que Massey la hubiera tenido un poco más en cuenta (cf. Bloch 1983: 159; Terray 1975; 1977; Rey 1971: 20, 24, 52; 1975; 1977). De todas formas las lecturas que Massey ha hecho de la obra de Althusser se refieren a piezas de época que ya no son vigentes en ninguna disciplina. La imagen de Althusser pasó por unos cuantos altibajos a través del tiempo, pero po- dríamos decir que experimentó una resurrección con la (re)edición póstuma y traduc- ción de On The Reproduction Of Capitalism: Ideology And Ideological State Appara- tuses (2014 [1994]) que ocasionó que ya bien avanzado el siglo XXI diversos autores, en la huella de Étiene Balibar, comenzaran a preguntarse sobre las similitudes y discre- pancias entre el pensamiento de Althusser y los cursos de Foucault en el Collège de France. Foucault y Althusser habían sido estrechos amigos, así como rivales clásicos, zwei feindliche Brüder. Hoy en día existe una bibliografía inacabable sobre estos parale- lismos y distanciamientos, los que dibujan una geometría (una dialéctica, se diría) sobre la que a Doreen Massey nunca se le ocurrió pensar (cf. Montag 1995; Pérez Navarro 2007; Kelly 2014; Balibar 2015; Simons 2015; Özpolat 2020). También la antropología del poder sintió y sigue sintiendo todavía este cimbronazo althusseriano (Donham 1990; Leone 1995; Lacy y Rome 2017; Griffin 2018; Kurtović 2019; Robinson 2019 [2001]). Aun cuando toda esta refiguración ocurrió en vida de Massey, es obvio que sus intereses apuntaban en otros sentidos. Su imagen de Althusser, basada en lectutas hundidas en el tiempo, difirió ampliamente de la que hoy está todavía viva. La autora ha sido crítica del star system que acabaron instituyendo el posmodernismo y los estudios culturales pero for space es, acaso, el texto más dócil de Massey frente a la irrupción de las modas y el más anodino desde el punto de vista antropológico, lo cual es desafortunado en la trayectoria de alguien que ha hecho tanto hincapié en la causa de la diversidad (cf. Massey 1994b: 79-83; 2012: 49-50, 52). Los estudios culturales en los que ella misma abreva no fueron tampoco los que articularon el proyecto de la Univer- sidad Abierta bajo el signo del marxismo británico de Raymond Williams, E. P. Thomp- son y Richard Hoggart; fueron más bien la paráfrasis de un Antonio Gramsci masticado y digerido para el lectorado británico por el argentino Ernesto Laclau [1935-2014] y los estudios culturales pos-marxistas, marxistas estructurales y posmodernos de Stuart Hall, los mismos que se posmodernizaron, se dejaron seducir por la opacidad de una sintaxis lacaniana a la que adoptaron como marca de fábrica, se fusionaron con la teoría pos- colonial y desembarcaron en 1992 (bajo la fiscalización corporativa del inimputable La- rry Grossberg) en las conferencias triunfales de Urbana-Champaign, con los antropólo- gos de la escuela antropológica posmo de la región yanki haciendo acto de presencia y celebrando jubilosos sus propias exequias, que en alguna medida fueron también las nuestras (Massey 2005a: 11, 25, 27-28, 29, 42-45, 55, 151, 165 versus Reynoso 2000). Es mi creencia que si Massey deseaba hacerse de una concepción gramsciana del espa- cio y el poder habría debido acercarse a las ricas elaboraciones del propio Gramsci y de

94 sus analistas geógrafos en vez de enredarse en las lecturas imaginativas de Ernesto La- clau, una figura que fue a Antonio Gramsci (creo yo) lo que Louis Althusser fue a Karl Marx o acaso algo bastante más tenebroso que eso. La propia Massey supo cuestionar la postura de Laclau cuando este refrendó (buscando zafarse de la camisa de fuerza del gramscianismo) una oposición taxativa entre lo temporal (como dinámico y disruptivo) y lo espacial (como dominio de la estasis), sentenciando que la política es necesaria- mente a-espacial, un dislate más necio y gratuito de lo que Massey misma fue capaz de soportar (Laclau 1990 versus Massey 1992). Las similitudes entre las ideas de Gramsci y las de Massey a propósito del lugar, la espacialidad, el carácter político de lo espacial, el poder, lo local y lo global son verda- deramente hondas y es lástima que ella no llegara a familiarizarse con la escritura de Gramsci y a trascender así los pocos enunciados con los que se conformó (cf. Jessop 2005; Saïd 2001: 458). La bibliografía sobre Gramsci, la geografía, el espacio y el poder, en fin, es amplia y sustanciosa y habría sido positivo que Massey llegara a Gramsci (y a Marx) por la vía directa y no por el camino de las lecturas didácticamente sesgadas y multitudinariamente contestadas de las que ella no fue responsable pero que fueron las que terminó escogiendo (cf. Fontana 2010; Ekers, Hart, Kipfer y Loftus 2012; Kipfer 2018; Loftus 2020). En esta literatura –y como en geografía lo demos- traron Nathan Sayre y Alex Loftus con espléndida elocuencia– se ha analizado como en ningún otro contexto la forma en que (como decía Marx) “los individuos están ahora regidos por abstracciones”, abstracciones como ‘espacio’, ‘naturaleza’, ‘escala’ y (tanto como cualquier otra) ‘poder’, que a la postre producen relaciones especiales distintivas, una naturaleza devenida commodity, así como nuevas formas de jerarquías escalares que podríamos pensar (es mi intervención) como su geometría: una idea más rica y precisa, a no dudarlo, a la mera metáfora de la construcción social de la realidad (Loftus 2015; Sayre 2008; Marx 1993 [1857]: 64, itálicas en el original). Aunque se traga entera la oposición deleuziana entre las multiplicidades continuas y las discretas cuyas extravagancias he debido desenmascarar laboriosamente en otros traba- jos, Massey misma ha dado en el clavo de no pocas limitaciones y contradicciones del pos-marxismo y el pos-estructuralismo con una claridad de conceptos que en ocasiones vale su peso en oro (Massey 2005a: 21; cf. Reynoso 2018: 252-285). En uno de sus pasajes más intensos, creíbles y pulidos (aunque con incrustaciones y nudos sintácticos no siempre bien resueltos) ella ha dicho de muchos de los intelectuales de los primeros momentos del campo posfundacional: Apruebo a Bergson por sus argumentos sobre el tiempo, celebro la determinación del es- tructuralismo de no dejar que la geografía se convierta en historia, aplaudo la insistencia de Laclau de la íntima conexión entre la dislocación y la posibilidad de la política… Es sólo cuando ellos empiezan a hablar del espacio que siento rechazo. Intrigada por la falta de explícita atención que le prestan, irritada por sus supuestos, confundida por una especie de doble uso (donde el espacio es a la vez el gran ‘ahí afuera’ y el término elegido para carac- terizar la representación) y, finalmente, contenta a veces al encontrar sus cabos sueltos (sus propias dislocaciones internas) que hacen posible desenredar esos supuestos y dobles usos y que, a su turno, provocan una reimaginación de espacio que no sólo es más de mi gusto, sino más a tono con el espíritu de sus propias búsquedas (Massey 2005a: 18).

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Como hemos visto, Massey abrevó en materia de gramscianismo en el pos-marxismo y en los cultural studies ingleses de los años 90, afectados ambos por lo que podríamos llamar un síndrome terminal de insuficiencia bibliográfica, tal como lo documenté una generación atrás en mi libro sobre Apogeo y Decadencia de los Estudios Culturales: En efecto, el interesante tratado de David Harris sobre los efectos del gramscianismo [en los estudios culturales] pudo ser escrito sin mencionar una sola obra, frase o palabra de Gramsci, y sin ni siquiera la delicadeza de incluir un texto gramsciano cualquiera en la bi- bliografía como para cubrir las apariencias (Harris 1992: 206-214). Lo mismo sucede en la discusión de Jennifer Slack sobre el concepto gramsciano de articulación (Slack 1996), en el cuestionamiento de David Chaney a las teorías de la hegemonía (Chaney 1994), o en la crítica de Jim McGuigan al populismo cultural (McGuigan 1992), textos todos en los que las ideas de Gramsci se supone desempeñan un papel substancial (Reynoso 2000: 52).

Otra víctima propiciatoria de los embates de Massey ha sido, naturalmente, David Har- vey (cf. Peet 1977). En su artículo para la importante compilación de Kanishka Goone- wardena & al sobre el espacio, la diferencia y la vida cotidiana en la obra de Henri Le- febvre, Christian Schmid (2008) dice que una de las críticas más agrias a los que estu- vieron sujetos los trabajos de Harvey sobre la posmodernidad durante la época de oro del posmodernismo enfatizaba el carácter derivativo de su concepción de la vida coti- diana y la diferencia, pero que algunas de esas críticas cañonearon su objeto, sucum- biendo a las tentaciones del día y acabando por atacar al marxismo in toto. Acto seguido Schmid se refiere al artículo de Massey “Flexible Sexism” (1991), al cual –salvo un par de observaciones– dejaré al margen de mi reseña por su escasa relación con temas geo- gráficos y geométricos. Sólo vale la pena registrar que en ese texto Massey cuestiona un par de importantes libros del momento posmoderno (uno de Edward Soja y otro de David Harvey) tildándolos de hostiles al feminismo y afirmando (a pesar de sus innúmeras incursiones en la flânerie) que las mujeres no pueden ser flâneuses por cuanto no se espera de ellas que sean observadoras (en vez de observadas) y que puedan caminar solas por las calles de una ciudad (Massey 1991: 47-48). Massey también fustiga a los antropólogos posmodernos (James Clifford, George Marcus, Michael Fis- cher) y hasta al posmo primordial Jean Baudrillard por su sesgo machista. Pero como siempre sucede con sus alegaciones feministas, no es nunca ella la generadora de los argumentos, consistentes del primero al último en un bricolage de citas de Nancy Fra- ser, Donna Haraway, Sandra Harding, Frances E. Mascia-Lees, Gillian Rose, Jane Flax, bell hooks, Luce Irigaray, Teresa de Lauretis y otras cuantas del género. 32 Es una lástima que el argumento mismo de la imposibilidad de una mujer flâneuse no sea de su

32 El momento de gloria de Massey en materia de feminismo (y más concretamente de teoría queer) fue en el contexto de las Doreen Massey Reading Weekends que ella inspiró en su Lectura Hettner de 1998 en Heildelberg y cuya reseña se documenta en BASSDA (2006). BASSDA es acrónimo de Bettina Büchler, Anke Strüver, Sybille Bauriedl, Sabine Malecek, Doreen Massey y Anne von Streit, quienes recordaban las lecturas como un acontecimiento épico. Fueron seis fines de semana en otros tantos lugares de Europa. Aunque ya existía feminismo en la geografía alemana (v. gr. Wastl-Walter 1985; Binder 1989) Massey fue la figura convocante y el recurso táctico que usó el grupo para conseguir financiación. Ninguna de las lecturas que se tomaron como ejes de discusión, sin embargo, corresponde a una obra de su autoría.

96 propio coleto sino que esté sacado de un texto de Janet Wolff (1985) sin casi cambiar palabra. Coincido con Schmid respecto de que la respuesta de Harvey (1996) a esas críticas es- tereotipadas (por su tendencia recurrente a reducir los movimientos no clasistas a cultu- ra mercantilista posmoderna) puede no haber sido satisfactoria. Sólo porque muchas de ellas eran intelectual o técnicamente pobres, muchos marxistas y pensadores de izquier- da acostumbraban (o acostumbrábamos) a no responder adecuadamente las críticas has- ta que ya fue demasiado tarde y el pensamiento marxiano ya no pudo retomar la iniciati- va. Pero lo que vale la pena rescatar de esa querella es el apercibimiento (demorado pero contundente) de la postración de un posmodernismo que lleva cuarenta años tocan- do el mismo tambor, concomitante a la caída de Massey (una pensadora marxista según declaraciones propias y opinión de muchos) en un anti-marxismo de escuela primaria, posmoderno y setentista, y en unos estudios culturales anclados en los peores facilismos de los años noventa, ésos que en plena época de Margaret Thatcher se abocaron a desa- lentar la militancia poniendo “política” y “ciencia” entre comillas. Por eso es que hay ahora una larga veintena de trabajos que se preguntan desde sus mismos títulos qué se ha hecho del posmodernismo y de otras cosas que hasta ayer dábamos por sempiternas y que hoy están bajo asedio crítico o alejadas de los primeros planos: la semiosis, el sig- nificado, el rizoma, la cultura, la sociedad, la identidad, el sujeto, la construcción social de la realidad (cf. Reynoso 2011b; 2019a). A su tiempo, Massey se sumergió en los placeres del pos-estructuralismo de origen francés cuando llegó la ocasión de hacerlo, aunque no tuvo tiempo de articular la auto- crítica como en el campo de la geografía y en teoría urbana fue el caso del estadouni- dense Edward Soja (1997: 21) y del británico de origen Richard Peet (1998: 194-246), quienes ante la menor señal de decadencia supieron abandonar con buen timing un bar- co que se estaba hundiendo hacía más de veinte años, aunque luego volvieron a las an- dadas de estilo posmo cuando no supieron encontrar formas más rentables de mante- nerse a flote (cf. Benach 2010; 2012). En materia de posicionamiento en el ámbito del pos-estructuralismo, Massey estuvo una pizca más cerca de Michel Foucault que de Gilles Deleuze, pero a medida que avanzaba el siglo XXI la influencia de Deleuze-Guattari y también del último Guattari fue toman- do más protagonismo en su obra tardía. Ella se confesaba pos-estructuralista pero su pos-estructuralismo ha sido extrañamente variable e incompleto y nunca dependiente de la influencia de un escritor pos-estructuralista en particular. Con frecuencia ella afirma- ba fuera de cámara que uno de sus temas favoritos de discusión era la obra de Michel Foucault (a la que conocía harto fragmentariamente), pero no mencionaba en absoluto los trabajos de Claude Raffestin pese a que éste (como habrá de verse, pág. 125 y ss.) propuso la idea de una GP foucaultiana unos cuantos años antes que ella aunque basán- dose en razones enteramente distintas (Massey 2005a: 21, 49; Raffestin 1988: 280). Cinco o seis veces en su carrera Massey (aunque atinó a quejarse de la indebida acen- tuación del tiempo en detrimento del espacio) consideró que Foucault no desarrolló la espacialidad como podría haberlo hecho. Ella nunca fue, es cierto, comprometidamente

97 foucaultiana. A lo largo de su obra Massey siempre dio vueltas a un mismo par de pá- rrafos sacado de la entrevista de Hérodote a Foucault sobre la Geografía y sólo una vez dedicó tres renglones particularmente insípidos a musitar conceptos que orbitaban la idea foucaultiana de heterotopía, a la cual no llamó por su nombre y de la cual tratare- mos de aquí a un par de capítulos (Massey 1991a: 36, 65; 1994b: 13 n1, 244, 249, 264, 270 n15; 1999e: 6, 7; 2005a: 21, 49 versus Foucault 1980: 63-77; 1986 [1967]; véase cap. §6.3 más adelante). Es el día de hoy que las ideas que se promueven la GP no logran traspasar ciertas fron- teras y que el movimiento en general ha fracasado en cuanto a integrar verdaderamente la multi-, la trans- o la inter-culturalidad, o aunque más no sea las perspectivas expresa- das en otras lenguas en países vecinos (Francia, Alemania e Inglaterra) que comparten no pocas de sus mismas raíces culturales. A lo que voy es a que cuando hoy en día un antropólogo o un científico social apela a la GP como recurso del método, es casi seguro que su entendimiento del concepto se deri- va en parte de Massey y en parte de Raffestin sin que nadie se detenga a considerar que ambas definiciones, metodológicamente hablando, no connotan lo mismo aun cuando su afinidad sentimental y su posicionamiento en las coordenadas progresistas sean igual- mente populares y notorias. Massey y Raffestin comparten, de hecho, un mismo estilo de corrección política softcore, por lo cual unas cuantas de sus consignas se superponen y se refuerzan. Es por esa razón que encuentro chocantes sus maniobras de evitación recíproca y el mantenimiento de las barreras idiomáticas que bien avanzado el siglo XXI resultan por demás injustificables. Es importante señalar que no obstante sus deleuzianismos discursivos, Massey ha sabido poner el dedo en la llaga respecto de la radical inutilidad de un conjunto de ideas rizomáticas, aunque sin haber percibido (a mi juicio) cuál es el problema fundamental que las afecta (2005a: 173-174; cf Reynoso 2013; 2019a). También es equívoco su uso de la idea de deconstrucción, a la cual muchos entre los pos-estructuralistas en los que Massey reposa se empeñan en seguir interpretando en una forma explícitamente cuestionada por el propio Derrida (cf. Massey 2005a: 49-54, 109-111, 113, 175). Para decirlo en pocas palabras (pues lo he hecho tantas veces que me fatiga hacerlo de nuevo) Derrida mismo ha insistido en que la deconstrucción no es un método, y mucho menos un método crítico. Si bien en las ciencias sociales la de- construcción es referida en una colección de significados diferentes (no siempre ligados a la metodología) los elementos que la sustituyen y por los que se deja determinar (‘es- critura’, ‘huella’, ‘différance’, ‘suplemento’, ‘himen’, ‘fármaco’, ‘margen’, ‘encentadu- ra’, ‘parergon’) se han perdido de vista. Lo mismo sucedió con la bibliografía en que el concepto derrideano es definido, clarificado, reformulado, reciclado u oscurecido (Derrida 1971 [1967]; 1997 [1989]: 25-26, 27; Derrida y Caputo 2009 [1997]). Las refe- rencias inevitablemente telegráficas de Massey a los tótems del pos-estructuralismo y a sus ideas más icónicas ha ocasionado que quienes la siguen (y quienes se conforman con eso) pierdan gravemente el rumbo y se precipiten en definiciones atolondradas que los meta-seguidores del futuro reproducirán al pie de la letra.

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Caso a cuento es la reseña de Phil Hubbard sobre espacio/lugar en el prestigioso Dic- cionario Crítico de Conceptos Claves de la Geografía Cultural; tras caracterizar el aporte de Massey (1991) a ese respecto, Hubbard celebra la decisión de la nueva geo- grafía crítica de concentrarse en las relaciones de poder y en el papel del lenguaje espa- cializado en la construcción del sujeto [self ] vía Foucault, Butler, Derrida, etcétera (Butler 2005: 46). Si bien los autores nombrados han usado algunas de esas palabras en algún momento de su obra, jamás lo han hecho en esas exactas combinaciones ni po- niéndose de acuerdo todos ellos en nociones que llevan una o dos epistemes o ‘giros’ de atraso, divergencia y extravío.33 Culpa de ello es la tendencia de Massey (también presente en el perspectivismo antro- pológico) a practicar lecturas emasculadas cuando del pos-estructuralismo se trata; caso a cuento son las referencias a las Negociaciones de Deleuze (1990) omitiendo los párra- fos consagrados a confesar las operaciones deleuzianas de falsificación y enculage y la blandura de sus objeciones a la postura de Deleuze (y a la de Derrida) en materia de ideología, como si no acabara de comprender los conceptos implicados y como si des- pués de sendos escándalos sobre los que el pos-estructuralismo en fuga ha querido echar tierra todavía se pudiera tener fe en su carácter progresista, si es que no revolucionario (cf. Derrida, Eribon y Wolin 1993; Wolin 1993; Ambroise-Rendu 2006). A lo largo de buena parte del libro Massey procura encontrar concepciones abiertas, multifoliadas y dinámicas del tiempo y el espacio, protestando ora contra Laclau, ora contra Harvey, o contra Lefebvre, o incluso contra Deleuze, pero sin llegar a enlazar concepciones que se puedan llamar geométricas, sin dar con ningún contenido que se pueda decir innovador y sin mostrar un estudio de caso que demuestre la aptitud del método frente a diversos escenarios culturales. Sus disquisiciones sufren, todo a lo largo, el hecho de ser de un espesor antropológico demasiado exiguo y circunstancial, como si todas las culturas favorecieran perspectivas espaciales y temporales uniformes y todas se las arreglaran con un mismo género de concepción (casi siempre de resabios pos-estructuralistas) de las ontologías y las políticas implicadas en la articulación del espacio y el tiempo. El trabajo de Massey en el que más extensamente se despliega el concepto de GP es probablemente Ciudad Mundial (2008 [2007]; 2010 [2007]), una evocación de la ciudad de Londres contemplada a diversas escalas. No me motiva aquí resumir el libro en sí,

33 Hubbard confunde aquí tres modas o “giros” sucesivos experimentados por las ciencias sociales y el mundillo intelectual en la segunda mitad del siglo pasado:  el giro interpretativo o giro cultural (que acentuaba la hermenéutica, el rol del sujeto y los sistemas simbólicos),  el giro lingüístico del estructu- ralismo (que postulaba modelos sintácticos de inspiración semiológica y lingüística) y  el giro pos-es- tructuralista (que ponía en crisis, furiosamente, tanto al self como al significante y al modelado inspirado en las ciencias del lenguaje). La confusión no finca sólo en las ambigüedades de Massey sino que es co- mún a buena parte de la geografía del momento y a su sustentación pos-estructural (véase Sullivan y Ra- binow 1979; Sarup 1993 [1988]; Derrida 1971 [1967]; 1981 [1967]: 47-89; Foucault 1997 [1982]: 225; Dreyfus y Rabinow 2001 [1982]). Como se verá luego, las disquisiciones foucaultianas sobre el self y las dimensiones espaciales del poder engranan con dos mundos conceptuales distintos y jamás se encuentran en los mismos contextos.

99 sino destacar algunos de los usos de la idea de GP, la cual se utiliza cada vez en un sen- tido diferente, dejando la sensación de que se trata de un concepto comodín apto para desempeñar la función que haga falta en cualquier contexto de problematicidad. Lo que sigue es una selección incompleta de los pocos y espaciados momentos en que se precisa la idea: El espacio urbano es compartido, no un mosaico de diferencias simplemente yuxtapuestas. Este lugar, como muchos lugares, tiene que ser conceptualizado, no como una simple diver- sidad, sino como un lugar de encuentro y de trayectorias potencialmente conflictivas. En- caja dentro de (y está internamente constituido por) geometrías complejas de poder diferen- ciado. Esto implica una identidad que es múltiple y está internamente fracturada (p. 102). La geometría del poder, altamente centralizada en el Reino Unido, tiene efectos sobre el po- tencial de todas las regiones integrantes. Es una fuerza crucial en la producción de desigual- dad regional económica (p. 121). El “desempeño” de las economías regionales indudablemente depende de los recursos inter- nos y de cómo son movilizadas, así como del tejido de las relaciones –las geometrías del poder– dentro de las cuales se ubica una región. Ambos aspectos necesitan ser tomados en cuenta (p. 122). Separar unos pocos flujos monetarios de esta compleja geometría de relaciones de poder es perderse la totalidad de la imagen. Es también imaginar regiones como territorios ya cons- tituidos entre los que pueden pasar flujos. De hecho esos flujos forman parte de relaciones más amplias por medio de las cuales las regiones están continuamente constituidas (pp. 147-148). Sin embargo dentro de las geometrías de poder que construyen en esta división espacial del trabajo Londres y las otras regiones inglesas, y por otro lado Escocia y Gales, ocupan posiciones muy distintas. Mientras que cada región es una permeable intersección de una multiplicidad de trayectorias, y mientras todas las regiones están complejamente interco- nectadas, cada una es distinta en términos de su posicionamiento en relación con estas conexiones más amplias. [...] El equilibrio de las geometrías del poder dentro de las cuales estas regiones se ubican significa que tienen mucho menos espacio autónomo para manio- brar, o sostener, fuerzas globales mayores (p. 179). Si el espacio es conceptualizado de manera relacional, como producto de prácticas y flujos, compromisos, conexiones y desconexiones, como el resultado constante de relaciones so- ciales movibles, entonces los lugares locales son nódulos específicos, articulaciones, dentro de esta geometría del poder más amplia. Es esta constitución relacional que torna tan in- adecuada esa retórica de regiones y países como entidades autónomas, que pueden ser presentadas para su aprobación o rechazo por “su” éxito o fracaso (p. 187). Una buena cantidad de ciudades del Reino Unido (Manchester, Birmingham, Newcastle, Glasgow, Liverpool, y las regiones) han sido en su momento lugares locales dominantes dentro de las relaciones globales imperiales. Actualmente, sin embargo, se ubican dentro, y están internamente constituidas por medio de geometrías de poder que las posicionan de maneras subordinadas y comparativas dentro de la economía mayor (p. 189). Más bien lo que se requiere es una política que esté preparada no sólo para defender sino para desafiar la naturaleza del lugar local, su papel dentro de las geometrías del poder más amplias. Lo que se requiere es una política que reconozca, en lugar de desviar persisten- temente, el papel de lo local en la producción y el mantenimiento de lo global (p. 190).

El momento clave en este popurrí de atribuciones esencialistas es aquél en el que la GP se define como “una fuerza crucial en la producción de desigualdad regional”, plasman- 100 do una de esas explicaciones metafísicas de las relaciones de poder que Foucault amaba poner en cuestión y dejando de considerar que pueden haber distintas calidades de GPs. En este teatro de entidades animadas, la política se prepara, reconoce, desvía, mientras las geometrías del poder posicionan, construyen, influyen en los desempeños y tienen efectos; las relaciones sociales, por último, producen espacio. Debido a que el marco envolvente es pos-estructural (y, consecuentemente, pos-social y pos-político) no sub- sisten rastros de auténtica agencia y acción humana, social y política, salvo como ema- nación de la propia geometría antropomorfizada. Queda sin saberse, a todo esto, si va- riando la geometría en algún sentido y en alguna magnitud (y de alguna manera que ni siquiera se esboza) sería posible revertir, mitigar o eliminar esa desigualdad y los efec- tos que la acompañan. Uno quiere creer que sí, pero en todo el libro no se indica cómo hacerlo. En lo que respecta a la escala intra-urbana tampoco hay nada en esta instancia que se parezca a lo que se ha logrado en materia de comprensión del uso social del es- pacio en los modelos fractales de Sandra Arlinghaus o en los mapas convexos de la sin- taxis espacial, aportes sobre los que Massey guarda total silencio. Queda también per- fectamente claro que desde el punto de vista de la estricta geometría el modelo cien por ciento contemplativo de Massey es órdenes de magnitud más rudimentario que el que teníamos en la época de Christaller, Ullman o William Bunge. No soy el único que ha encontrado puntos negativos en este libro, uno de los más dura- mente tratados por la crítica. Escribe John Rennie Short, especialista en cuestiones urba- nas y profesor de políticas públicas de la Universidad de Maryland: Que Londres sea una ciudad global hendida por la desigualdad, cuya identidad es formada por élites financieras no es una proposición enteramente original. Que a Massey le tomen 231 páginas de texto y notas para marcar estos puntos indica el grado de repetición y el grado de la relación gordura / músculo de su prosa. Gran parte del libro se lee como si fuera un primer borrador necesitado del hacha de un editor para podar la maleza de vaguedades repetidas. Breves destellos de insight aparecen aquí y allá con raros pasajes de vibrantes descripciones. Hay una sección (pp. 29-30) donde ella describe el placer y la excitación de ser una flâneuse urbana en esta ciudad dinámica. Es energético e iluminador, pero es un bri- llo momentáneo en una prosa de plomo. [...] En su mayor parte el libro decepciona. No se adelantan nuevas teorías, no se generan nuevos datos y no se presentan nuevas entrevistas. Para ser un trabajo sobre el concepto de la ciudad global el libro es curiosamente parro- quial. Hay muy poca contextualización histórica del presente rol de Londres. Ha sido una ciudad global por siglos, un hub central en el imperio británico, pero en el análisis de Mas- sey la globalización queda como un invento de las útimas dos décadas (Short 2008: 949).

Tras una crítica sumamente elogiosa escribe Henry Yeung, del Departamento de Geo- grafía de la Universidad Nacional de Singapur: A veces me siento un poco desconcertado por las críticas de Massey al neoliberalismo co- mo uno de los principales contribuyentes a la desigualdad en Londres y, para el caso, del Reino Unido en su conjunto. Más específicamente, parece equiparar el neoliberalismo a la importación mayorista de la codicia estadounidense: "La importación del modelo estado- unidense de paquetes de compensación astronómicos está en el corazón de los problemas de pobreza y desigualdad de Londres" (p. 92). Creo que existen otras fuerzas socioeconómicas complejas en acción, tales como las condiciones preexistentes, tan bien analizadas en su propio estudio sobre las divisiones espaciales del trabajo. Para mí, el Reino Unido es proba- blemente el factor más importante que agrava la realidad histórica y geográfica de la de-

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sigualdad. En otro caso, no estoy seguro de que se pueda culpar simplemente de la desi- gualdad de Londres "al diez por ciento de los blancos varones de mayores ingresos". Com- prendo que para un libro de esta naturaleza existe la necesidad inevitable de apuntar a un "culpable" en particular. Pero no estoy convencido por el resultado final, el cual parece ser un poco monocausal y de enfoque limitado. Otro punto a señalar es que la autora es a veces un poco demasiado celebratoria y/o apologética del gobierno de Londres bajo Ken Living- stone (con quien Massey está estrechamente relacionada). En la pág. 85 se nos dice que "el rango y el acance de las ideas, planes y estudios que se han producido bajo su mandato es por cierto impresionante", y en la nota al pie #6 de las pp. 225-226 ella prefiere elaborar basándose en los planes en vez de evaluar su implementación. Uno pensaría que la política de implementación es tanto –si no más importante– que los planes oficiales (Yeung 2008).

En algún momento Massey escribe sobre la responsabilidad del geógrafo, argumento que (con sus supuestos de participación de actores concretos en posiciones individua- lizables) no suena muy congruente con sus premisas de construcción social del espacio, con su silencio respecto de la agencia y la materialidad constitutiva de la geografía ra- dical norteamericana o con la doctrina –ciertamente antagónica– del espacio como algo que “está en la mente” de los individuos, difiriendo indefinidamente el tratamiento del espacio como materialidad (Massey 2004b). En ese texto se torna evidente el uso de la idea de lo relacional como concepto-puente para dar lugar a una avalancha de figuras que recorren todo el registro que va de los pleonasmos a los truísmos, cuidando que ca- da tautología que se escenifica aparezca respaldada por una autoridad reconocida. Mas- sey nos dice entonces cosas tales como que espacio y lugar no son antagónicos porque tal como lo acordarían Arif Dirlik o Martin Heidegger todos los lugares están en el es- pacio; o que el ferrocarril (en un ejemplo tomado de Bruno Latour) es al mismo tiempo local y global; o que (siguiendo a Arturo Escobar) “desde una perspectiva antropoló- gica, es importante subrayar el emplazamiento de todas las prácticas culturales, el que se deriva del hecho de que la cultura se desarrolla en lugares y que es materializada a través de cuerpos”: obviedades pasmosas, apenas unas pocas de entre las muchas que ella ha prodigado y yo he coleccionado esmeradamente, armando un inventario des- bordante que compilé off the record, que fuera de las que se me escaparon preferí silen- ciar aquí por escrúpulos de vergüenza ajena pero que me encantaría regalar al lector que me lo solicite a la menor insinuación. Más interesante pero de ningún modo original es la crítica de Massey a la “geografia de muñecas rusas”, frase con la cual se refiere a los emplazamientos recursivos, anidados, incrustados desde lo local a lo global; la idea ya fue precisada en Alemania por Christa- ller y Lösch y en Estados Unidos por Ullman, Tobler, Dacey, Nystuen y todos los miembros de la escuela de Seattle, quienes fueron capaces de percibir y esclarecer la naturaleza escalar, autosimilar y jerárquica de tales estructuraciones, cuantificándolas y cartografiándolas cuando cabía hacerlo (cf. Dacey 1965; Billinge, Gregory y Martin 1983). Y ya que estamos embarcados en puntualizaciones, diré que Massey no demues- tra familiaridad ni con la idea de recursividad ni con el escalamiento exponencial que la recursividad presupone en escenarios “fractales” y no lineales, dinámicas geográficas inclusive.

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Las lecturas de Massey en geografía urbana consignadas en la bibliografía de for space y en la de sus obras mayores son siempre selectivas, refiriéndose a la centralidad y a la dispersión espacial de las ciudades globales mencionando oportunamente el libro clási- co de Saskia Sassen (1991) pero callando una vez más los nombres de otros que aborda- ron ese tema sesenta años antes, o los nombres de Arlinghaus, Kerski y Batty que lo hi- cieron mucho más tarde pero con herramientas modélicas y conceptuales de excelencia. El problema de la responsabilidad, en fin, es aludido pero no tratado frontalmente; su tratamiento, en todo caso, se agota en un ejercicio de buena conciencia que no es com- parable, una vez más, al que se le ha dado en la geografía de la intervención de la es- cuela de Seattle o en la geografía performativa de Columbia Británica antes que la geo- grafía radical se convirtiera en la más mansa y contemporizadora geografía crítica, escuela ésta a la que a nadie se le ocurriría incluir en una lista negra y a la que incluso Massey aceptó prestarle deferencia.34 No todos los días los críticos del modelo de Massey están a la altura de lo que cues- tionan, pero algunas veces se escapan de las reglas de la etiqueta académica, corren al- gunos albures y dicen lo que deben decir. Aunque en ocasión de escribir el obituario de Doreen Noel Castree se daría vuelta como un panqueque, una crítica que escribió sobre ciertos hábitos de escritura de Massey es digna de ser tenida en cuenta: Las nuevas ideas son la moneda que compra el éxito en el mercado académico; la innova- ción intelectual, dirían algunos, es principalmente un medio para el avance profesional. Por otro lado, podría argumentarse que sean cuales sean las razones de su reciente ascenso a la supremacía disciplinaria, es poco probable que las nociones relacionales de lugar marquen una gran diferencia para el pensamiento y la acción en el mundo en general. Escritas en len- guaje arcano y sepultadas en libros y revistas, estas ideas, podría decirse, carecen de los medios para 'filtrarse' de los sitios de su producción: las universidades. A pesar de cierta va- lidez, ambos argumentos seguramente son exagerados. La justificación y el impacto del tra- bajo intelectual están subdeterminados por los imperativos del proceso laboral académico. […] El uso que hace Massey (1994) de la distinción deliberadamente sobregirada entre un sentido de lugar "progresivo" y otro "regresivo" quizás haya hecho que el vocabulario nor- maivo de los geógrafos críticos devenga insuficientemente sutil. Es demasiado simplista suponer que la miríada de luchas en el mundo basadas en el lugar se alinea de tal manera que su relativa apertura o cerrazón puede evaluarse de acuerdo con una polaridad progre- siva/regresiva (Castree 2004: 134, 136 n4).

Esta incursión de Massey en un inesperado simplismo no es un hecho aislado en su pro- ducción. En “The geographical mind” un texto popular editado por David Balderstone en una colección de materiales para las cátedras de geografía de la escuela secundaria, Massey (2006), sin mucho margen para elaborar matices, declara que gran parte de lo que llamamos espacio es –como lo anticipé– “algo que está en la mente”. Massey nada más agrega a esa frase, fenomenológica si las hay, y deja las cosas ahí, sin aclarar (por ejemplo) si la mente es lo mismo que la conciencia (o que el conocimiento), o si la men- te misma ha sido o no socialmente construida, como pareceria ser el caso si queremos

34 Sobre responsabilidad, activismo y compromiso cf. Peet 1977; 1998; 2000; Mercer 1983; Blomley 2006; Gregory y Pred 2005; Sparke 2007; Johnston y Sidaway 2016 [1979]: 69-74; Rose-Redwood 2016.

103 librarnos de la bête noire del esencialismo. Un lector crítico debería preguntarse qué significa concretamente todo eso en un momento en el que estamos aprendiendo más bien (ciencia cognitiva y neurociencia social mediante) que mucho de lo que “está en la mente” proviene no tanto de la mecánica de la percepción y la cognición del espacio como de esquemas cognitivos (en el sentido de Fredric Bartlett) que recién se están co- menzando a conocer y en los cuales la cultura y la experiencia juegan un papel pre- ponderante. Los enunciados mentalistas e idealistas de Massey, además, que nos dicen que todo lo real es en realidad mental, ideal o imaginario, incurren en un exceso que vendría a ser el opuesto al postulado del carácter real de los conceptos abstractos: ambas son patologías del intelecto bien conocidas contra las cuales recomiendo leer cada 24 horas artículos tales como “Regions on the mind is not equal regions of the mind” o algún otro referido al mismo tema del siempre imaginativo geógrafo John Agnew (1999). Agnew tampoco resuelve el fondo del dilema pero por lo menos no cree (como sí parecería creerlo Massey) que está descubriendo la clave de toda la GP al costo de un renglón de retrué- canos, de cinco citas de autores posmodernos y de un marco conceptual cognitivo del cual no está seguro de cuál podría llegar a ser. Encuentro además insatisfactorio postular el carácter “mental” del espacio sin disponer de una teoría de la mente en un momento en que las teorías de punta en el plano de la cognición espacial son de naturaleza geométrica, en el que la geografía cognitiva es una ciencia constituida, integrada en un conjunto científico que ya ha dado su propio giro reflexivo y que se está preguntando sobre sus propios condicionamientos sociocultura- les. Los congresos interdisciplinarios bienales COSIT (Conference On Spatial Informa- tion Theory) organizados en torno de la geografía cognitiva, la cognición espacial, los mapas cognitivos y áreas conexas arrancaron en 1993, el mismo año en que Massey ar- ticuló su GP. En esos congresos ha ganado fuerza la convicción de que la percepción, la memorización y la categorización del espacio son las dimensiones que engendran nada menos que las primitivas de la lógica, las matemáticas, la percepción y concepción del tiempo, el lenguaje y, por supuesto, de la topología, la geometría proyectiva y la geo- metría en general (Gärdenfors 2000; 2004; Mix, Smith y Gasser 2010; Tommasi y otros 2012; Chilton 2014; Zenker y Gärdenfors 2015; COSIT’ 93; COSIT’95; COSIT’97; COSIT’99; COSIT’2001; COSIT’2003; COSIT’2005; COSIT’2007; COSIT’2009; COSIT’ 2011; COSIT’2015; COSIT’2017). No es infrecuente que Massey nos fatigue contrapo- niendo las perspectivas “abiertas” a las “cerradas”, pero lo último que está dispuesta a hacer es abrirse ella misma a la perspectiva del actor y a sus contextos, o emprender tra- bajos de campo en el campo, o afrontar cara a cara la diferencia cultural arbitrando los recursos teoréticos necesarios, o abrir el juego metodológico a la interdisciplinariedad en los enclaves que más dramáticamente demandan hacerlo, o tomar contacto con con- cepciones multiculturales del espacio, la imagen y la geometría que llevan las posibili- dades de integración de las artes y las ciencias más allá de lo que ella ha podido ima- ginar en el pleno sentido de la palabra (cf. Reynoso 2019c).

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A pesar del silencio de la autora en lo que respecta a las prácticas cruzadas y a las ferti- lizaciones interdisciplinarias, la GP a la manera de Doreen Massey se aposentó en algu- nos rincones de la antropología y en alguna otra ciencia social que han encontrado al- guna afinidad electiva con el pos-estructuralismo y con el giro espacial de la geografía, pero aun no es un nomenclador que se haya instalado a título permanente en los progra- mas de estudio. Durante unos dos o tres años hubo un puñado de apretados intentos de conciliar la GP con la antropología, como los de Roberta Raffaetà y Cameron Duff (2013), Sandhya Ganapathi (2013), Kinga Pozniak (2013), Sarah Ives (2014), Derek Pardue (2014) y Ángeles Montalvo Chávez (2015), pero no hay indicios que se haya constituido un seguimiento disciplinario firme; lo que se percibe más bien es una ten- dencia que se diría menguante coronada por un silencio que ya se está prolongando una pizca más de lo razonable. En cuanto a los textos que reflejaron la influencia de Massey, ellos no se inspiraron tanto en el embrollo repetitivo que se desencadenó en for space (2005a), un texto amor- fo y deambulatorio, sino más bien en el manifiesto mucho más temprano de Space, pla- ce and gender (1994), un libro aderezado por un feminismo traído y llevado por los vendavales propios de su época que suena justiciero pero un tanto estereotípico y falto de sincronización y sentido del ritmo. El libro es como un trampolín que anticipa los principales argumentos de for space, repitiendo arengas de corrección política que ya estaban gastadas a mediados de los noventa. Anclado en Inglaterra, el texto, demasiado largo y poco estimulante, tampoco hace justicia a la diversidad cultural que la perspecti- va global presupone y exige, un tema cuya geometría Donald Black maneja en un regis- tro también precario pero desde mucho antes y con mucha mayor soltura (aunque en una disciplina en la que nadie cree). Por lo general, los usos de la GP de Massey vienen en tanda con los aportes de “otros geógrafos marxistas y posmodernos” (Harvey, Lefebvre, Smith, Soja) o de antropólogos más o menos contemporáneos (Gupta y Ferguson, los Comaroff, García Canclini, Appa- durai) y son inespecíficos en materia metodológica, híbridos en materia teórica y vacíos en términos de técnicas y tecnologías de carácter geométrico, cartográfico o iconoló- gico. Las más de las veces el texto replica aserciones de bajo riesgo tales como que los lugares no tienen una esencia eterna y monolítica sino que están en continuo proceso de construcción, o que el espacio y el lugar no son conceptualizaciones incompatibles ni están situadas en una jerarquía, o que la espacialidad tiene tanta o mayor importancia que la temporalidad o que toda contraposición es dañina (aunque ella misma se dedique a contraponer la mayor parte del tiempo). Los potenciales usuarios de un modelo como el de Massey encuentran además que otros teóricos –eventualmente antropólogos que ocasionalmente han nombrado a Massey como Margaret Rodman (1992) o Miriam Kahn (2011)– se han posicionado en enclaves conceptuales parecidísimos sin necesidad de echar mano de la GP, la cual, de todos modos, dentro y fuera de su disciplina de influencia sirve por ahora más como condimento teorético fast food servido en dosis homeopáticas que como plato principal gourmet.

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En la antropología que toma más en serio las propuestas de Massey no se ha registrado tampoco crecimiento de la actividad en torno de la GP sino un estancamiento casi abso- luto en los cinco o seis años anteriores a la pandemia, como si se hubiera ahondado la fisura entre las disciplinas o como si existieran otras corrientes (y aquí sospecho del giro ontológico) que han venido a ocupar el nicho de los marcos de referencia bien rankea- dos, conocidos por todos, atestados de insistencias que permiten una lectura fácil y de eslóganes plausibles que nadie discutiría. Se trata de posturas garantizadas por el patro- cinio de celebridades filosóficas y por una metodología prêt-à-porter que se reduce a la aplicación –mediante one liners sentenciosos– de alguna categoría abstracta a algún fe- nómeno concreto. En este escenario las anécdotas de la vida personal y las reminiscen- cias de sus andanzas como flâneuse por las calles de ciudades inglesas adquieren un relieve cuya atinencia no he logrado comprender. Un alto porcentaje de la escritura de Massey está dedicado, en efecto, a sus flâneries por Kilburn High Road y otras calles británicas, relatos de andanzas a las que sus admi- radores celebran como magníficos ejercicios de estilo. Pero lejos de ser un aporte fresco y original a los estudios urbanos y a la nueva geografía, este género literario (que alcan- zó su pináculo en el romanticismo del siglo XIX con Balzac, Baudelaire, Flaubert, Zola, Maupassant y Domingo F. Sarmiento) ha sido evocado y teorizado por una multitud de filósofos como Walter Benjamin, quien lo definió como “una construcción a partir de puros hechos, con completa eliminación de la teoría” (1972; 1983; 2006: 24, 34, 71, 84- 86, 90, 100, 145, 157, 163, 188-189, 210), y también por urbanistas y geógrafos como Michel de Certeau (1984 [1980]: 91-111), Henri Lefebvre (1976a) y Mike Featherstone (1998) (cf. Sarmiento 1922; Goldate 1996; D’Souza y McDonough 2006; Cuvardic García 2009; Nuvolati 2009; Boutin 2012). Mucho antes que todo esto Georg Simmel (1950 [1903]: 413-414) reflexionó sobre la actitud blasé y la mutua reserva de los urba- nitas en La vida espiritual y las grandes metrópolis; Simmel también había descripto la figura opuesta del flâneur en El Extranjero, un texto que todavía se deja leer a más de un siglo de haber sido publicado (2012 [1908]). Respecto de la posibilidad de incorporar conceptos de Doreen Massey a la antropología política (o a la antropología económica, jurídica, cultural o social) quisiera llamar la a- tención sobre el hecho de que los marcos pos-estructuralistas, por su elisión o esquema- tización de los sujetos protagónicos, de los actores, del proletariado, de los subalternos, de las jerarquías, de las clases sociales o de la sociedad sin más no parecen ser los más adecuados en esta coyuntura. El pos-estructuralismo puede que sea deslumbrante como estimulación a flor de piel pero es un viaje de ida, un nihilismo que no ofrece alternati- vas, premios-consuelos o suplencias para las perspectivas que omite o invalida arguyen- do que las supera, las aniquila o las deconstruye. Aunque ella misma ha sido desman- telada hace tiempo, hoy por hoy tampoco hay sustitutos creíbles de la economía política que no hayan sido arrasados por los procesos políticos de cambio y por el acoso de prácticas necesitadas de respuestas urgentes y concretas, el decolonialismo incendiario primero que ninguna. No tengo nada en contra de prodigar consignas, que a veces son un brusco pero eficaz recurso de comunicación y que otras veces hasta yo he utilizado en pequeñas o en no tan pequeñas dosis; pero hay que tener cuidado con ellas porque 106 tienden a sustituir a los razonamientos analíticos, incluso a los mejores razonamientos cualitativos, descriptivos o hermenéuticos que nuestras ciencias han sido capaces de imaginar y sin los cuales una práctica transformadora sería impensable. La blandura y el escaso número de reseñas verdaderamente críticas que se han inter- puesto a la GP me preocupa pero no me sorprende. La geografía regional propuesta por Massey en los 80s también despertó un puñado de críticas, entre las cuales se destaca ésta, apretadísima, escrita por el geógrafo político Allan Cochrane y publicada típica- mente en la emblemática, estimulante e intransigente revista Antipode:35 […] El intento de Massey de generar una nueva geografía regional tampoco acaba de resul- tar, y ello por dos razones principales: primero, no queda claro qué podría significar desa- rrollar conceptos teóricos que al mismo tiempo incluyan referencias a algún espacio único (regional o local); y en segundo lugar, el resultado de esto parece ser un movimiento hacia un estucturalismo fragmentado o un microestructuralismo, con muchos de los mismos pro- blemas que los marxismos estructurales a los que pretende sustituir, pero sin la crítica gene- ral del capitalismo implicada por ellos (Cochrane 1987: 357-358).

El geógrafo cultural Mark McGuinnes de la Facultad de Geografía y Ciencias Ambien- tales de la Universidad de Birmingham ha formulado críticas parecidas, a primera vista amigables pero en el fondo demoledoras: La narrativa colorida de Massey (¡una metáfora apropiada!) es, por supuesto, una descrip- ción particular, localizada y privilegiada de la Gran Bretaña urbana contemporánea [...] y esto está implícito en el texto de todos modos. Mi argumento es, por lo tanto, no que Mas- sey sea felizmente inconsciente de estos temas; de hecho, en la pieza referida aquí ella es más consciente que la mayoría de nosotros de los lugares diferenciales (su "geometría del poder"); pero la experiencia de Kilburn High Road que ella describe podría verse fácilmen- te como una construcción occidental y blanca muy particular de un mundo de diferencia. [...] Mientras que Massey difícilmente podría ser acusada de simple exotismo u orientalis- mo en su paseo por la tarde en Kilburn High Road, la preocupación es que tales descripcio- nes desmienten un sentido no problemático del yo blanco y, para tomar prestada la expre- sión de Laura Donaldson, una "colusión pasiva" con una cultura racista que permite que a- quellos con un cierto color de piel pasen por el lugar sin experimentar obstáculos. […] Ella toma algunas ideas claramente sofisticadas de la existencia poscolonial y luego describe un geo-emporio de la diferencia, reproduciendo tal vez algunas de las viejas mitologías blancas sobre Occidente y su centralidad (McGuinness 2000: 228).

Por mucho margen, la crítica más dura y más ajustada a los hechos que se ha hecho de la obra de Massey es la del antropólogo Tim Ingold de la Universidad de Manchester, para quien el espacio de Massey es más bien lo que los antropólogos acostumbramos a llamar el mundo. En su mejor momento, en estado de gracia y antes de haber sido coop- tado por la moda aletargante del giro ontológico escribía Ingold:

35 Antipode: A radical journal of geography (“publicada, o mejor dicho, mimeografiada en la Universidad de Clark”) fue en su momento el órgano de difusión del ala más revoltosa y utópica de la Escuela de Seattle y de los movimientos hiper-radicales de la geografía. Aunque cuando ella murió no pocos obi- tuarios la tildaron inmerecidamente de “geógrafa radical”, Massey nunca mencionó palabra respecto de la escuela, del movimiento o de su órgano a pesar de haber publicado en la revista cuatro artículos no sé si convencionales, pero por cierto no particularmente transgresores (Peet 2000: 951; cf. Harvey 1972a; Waterstone 2002; Massey 1973; 1986; 2005b; 2008).

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Esta ruta podría llamarse la reificación de la hiperabstracción: comience con una abstrac- ción, conviértala en una cualidad de algo aún más abstracto, y luego imagine que esta meta- abstracción está concreta y pluralmente presente en el mundo, instanciada en las mismas cosas a partir de las cuales todo el proceso de abstracción comenzó en primer lugar. Para los filósofos, la atracción de esta estrategia radica en su circularidad: en ningún punto del ciclo se requiere realmente observar o involucrarse directamente con el mundo mismo. Una vez que el hábito se establece, se sale rápidamente de control, pero permite que los au- todenominados teóricos mantengan la ilusión de que mientras hablan entre sí en un lengua- je lúdico tan arcano que resulta impenetrable para cualquiera que no juegue el mismo juego, en realidad están en las calles con las multitudes y cambiando el mundo. Es una ilusión resumida en la imagen (y para muchos aspirantes a intelectuales, el sueño) del café de Pa- rís: un lugar cuyo caché casi mítico descansa en el aparente cierre de la brecha entre el dis- curso teórico y la experiencia vivida mientras que en realidad asegura que el primero no se vea incomodado por ninguna intromisión no deseada de la segunda. Es probable que muchos lectores de este libro queden con la impresión, como de hecho a mí me sucedió, de que son simples espías en una conversación íntima (o incluso en una rumia en soliloquio) a la que realmente no pertenecen, por no haber leído con precisión a lo largo las mismas callejuelas que leyó el autor. Ella tiene un caso poderoso por plantear, pe- ro ¡ésta no es la manera de predicar a los inconversos! Tal vez sea el antropólogo en mí quien habría deseado más observación, más compromiso con los tipos de sabiduría perfec- cionados por los aspectos prácticos de la vida, en lugar de los pronósticos tediosamente prolíficos y pretenciosos de los aspirantes a intelectuales de café, la mayoría de los cuales parece estar convencida de que la totalidad de la historia humana se equilibra en el punto de apoyo de la transición de la modernidad a la posmodernidad (Ingold 2006: 892-893).

La antropomorfización abstracta del espacio y del poder y el incurrir en formas atenua- das de los mismos sofismas que se cuestionan han sido en parte responsables de esta fal- ta de conciencia reflexiva y del escamoteo de la dinámica real. Confrontada con la NGP venezolana, Massey (2009) debió reconocer que en esa atronadora geometría espacial del tercer mundo –una voluntariosa doctrina socialista de inspiración marxiana a fin de cuentas– había un componente dinámico y dispositivos o motores de cambio de los que su modelo carecía: El concepto de "geometría del poder" ha sido energizado con una dinámica no prevista por su autora. […] [H]e revisado las implicaciones que la experiencia venezolana ha dado al concepto"; […] estaba habituada a ver mapas estáticos, pero en Venezuela es un proceso muy dinámico, en el tiempo y en el espacio. Hay muchas temporalidades involucradas (Massey según Blackberry [ca. 2009]; el subrayado es mío).

Massey no dice palabra sobre la naturaleza jerárquica y centralizada de la NGP chavista, ni de su estrechísima similitud con la geometría jerárquica de Christaller, ni de su ava- sallamiento de las geometrías de los puebos originarios, ni sobre el hecho de que el manifiesto por excelencia de la geografía cuantitativa (Theoretical Geography de Wi- lliam Bunge, su otra sombra negra) postula militantemente desde mucho antes que ella decidiera ser geógrafa que los lugares no son únicos, que son globales y universales, que el espacio es social y políticamente construido, que los patrones geométricos expre- san a menudo injusticias y desventajas en la sociedad contemporánea y que la geometría es la base de la cuantificación y la herramienta central del pensamiento geográfico revo- lucionario, el núcleo duro e irreductible de una política emancipadora, pues lo primero a hacer con la desigualdad es tener idea de su magnitud para recién después arbitrar los 108 recursos para hacerle frente (Bunge 1966 [1962]; 1966a; 1966b; 1974; Goodchild 1962; Peet 1977; Merrifield 1995; Bunge, Cox y Macmillan 2001; Popelard, Elie y Vannier 2009; Werritty 2010; Farina 2012; Barney 2015: 200-213, 192-200; Barnes 2017; Benach 2017a; 2017b; Bergmann y Morrill 2017). Trevor Barnes ha descripto Theoretical Geography de Bunge (insólitamentte dedicado a Walter Christaller) como “un himno meticulosamente ejecutado a las matemáticas del espacio geográfico que ayudó a transformar la disciplina de la geografía en una ciencia espacial”. Escogiendo el arte antes que la ciencia y (más lamentablemente) escribiendo ciencia entre comillas, Massey, como anticipé, nunca mencionó el nombre de “Wild Bill” Bunge, geógrafo radical y geómetra antiacadémico, acusado de obscenidad por proferir en clase palabras de cuatro letras, antimilitarista rabioso, opositor a la guerra de Vietnam, defensor de los squatters a golpes de puño, manifestante perpetuo en territo- rios marginales, expulsado de la enseñanza, alguna vez forzado (igual que el “sobres- timado” Henri Lefebvre) a manejar taxis, instigador de la anarquista geografía perfor- mativa, cultivador del “arte de la protesta social”, cartógrafo radical, comunista confeso, precursor del uso de “emoticones” radiactivos en su cartografía posnuclear y mucho más excluido que ella del jet set de la geografía crítica, pero cuya voz estridente está empezando a escucharse como nunca en la segunda década del siglo que corre (cf. Barney 2015: cap. 5; Heynen y Barnes 2011; Pickles 2004: xv, 15, 22, 63-64, 184-186, 199 n4, 201; Mizuoka y otr@s 2005; Glass y Rose-Redwood 2014; Johnston 2020; véase también Bergmann y Morrey 2017 versus Massey 2004c). En la ciencia social clásica había un vocabulario sobre la diferencia o la distancia social que hasta Simmel avalaba, unido claramente a una métrica muchas veces elemental pero de la cual la GP de Massey carece por completo. Dudo mucho que Massey haya fre- cuentado semejante literatura, pues no hay señales de ella en for space al menos; pero recordar sus lecturas de El Capital de sus años tempranos (antes que se contaminaran con los sesgos althusserianos que imponía la época) no le habría venido mal, pues en ese libro escandalosamente poco leído (El Capital, quiero decir) se encuentran muchas de las posibles respuestas a las preguntas que ella luego formuló como si hubiera sido la primera en hacerlo. Me disculpo por esta nueva puerilidad, pero si la geometría le es esencial a Massey para entender la diferencia y comprender que “el poder es siempre di- ferencial” y que “es posible pensar geometrías menos desiguales”, en El Capital puede que no haya mucha espacialidad explícita, pero hay más geometría diferencial del poder que lo que la geografía humana, económica, regional, radical o social euroamericana (la de ella incluida) podría llegar a requerir. De El Capital en el siglo XXI de Thomas Piketty (veinte años posterior a la primera GP masseyana) mejor ni hablar (cf. Massey 2006: 48-50; Piketty 2014 [2013]). Leyendo la obra de Massey se percibe que de pronto ha desaparecido de ella lo esencial de la geometría del espacio, esto es, todo rastro de métrica, escala, jerarquía, magnitud, diferencia, desigualdad, relacionalidad o factor que habilite la menor comparación entre casos o algún grado de justa diagnosis. No hay, en suma, una metodología asociada a los postulados teóricos de Massey, como si la elección de una perspectiva filosófica en

109 lugar de un abordaje científico basado en lo que ella llama “extrapolaciones de las cien- cias naturales” ocasionara que el diseño de un instrumental metodológico a la altura de los problemas esté completamente de más (2005a: 72-73).36 La concepción marxista del espacio (Lefebvre inclusive) ya poseía una dinámica y ésta no sólo concernía a una dialéctica que ya pcos defienden; hasta una heterotopía materialista había en ella, como se verá con nitidez de aquí a dos capítulos. El hecho es que todo el vocabulario marxista referido al espacio elaborado en el siglo XX ha sido y sigue siendo político, diacrónico y geométrico; no encuentro entonces mucho sentido en exigir una mirada encabalgada en la política, la dinámica y la geometría mientras se homologa una instancia que acaba desacreditando lo mismo que reclama como fundamento y hasta la idea misma de fun- damentación. Tampoco imagino a Marx y a los marxianos más imaginativos argumen- tando cosas tales como que “el capital está socialmente construido” o que “es algo que está en la cabeza de la gente” y dejando las cosas ahí. En cuanto a la dimensión cultural que preocupó a Massey durante unos meses o en oca- sión de sus giras por el Tercer Mundo o de sus contribuciones a compilaciones o simpo- sios temáticos, el inacabado volumen 3 de El Capital (complementando los esbozos de los textos “etnográficos” de Marx) incluye un amplio capítulo sobre las formaciones pre-capitalistas que bien puede haber sido estragado por el tiempo y estar inundado de estereotipos, simplismos e ingenuidades pero que testimonia una inquietud hacia otras dinámicas culturales que en Massey hemos visto profusamente anunciada en nombre de la diversidad pero nunca verdaderamente emprendida más allá del despliegue mecánico de ese concepto apto para toda ocasión (cf. Marx 1991 [1894]: cap. §36, pp. 728-748; Krader 1988). Aprecio de Massey su magnetismo y su empuje, pero poco más que eso. La culpo, por el otro lado, de haber aportado su grano de arena a la disolución del marxismo crítico en geografía, abriendo la puerta y legitimando a un círculo de pensadores que transiciona- ron del marxismo estructural al pos-marxismo (Althusser, Laclau, Bhabha) que no intro- dujeron una sola idea propia al proyecto de una GP y que se la pasaron regalando toda suerte de consignas anti-marxistas a lo peor de la derecha filosófica, política y científica que en ese contexto comenzó a imponerse de una vez y para siempre en la intelectuali- dad europea a pesar de estar montada en una ideología de segunda selección (Starr 1995; Patai y Corral 2005; Kauppi 2010; Rehman 2013). Si el error más flagrante per- petrado por el pos-estructuralismo deleuziano es un error geométrico (esto es, interpre-

36 Siguiendo al antropólogo norteamericano Johannes Fabian (un posmoderno temprano con inclinación a la hermenéutica a quien le daba por defender a Clifford Geertz), Massey incluye a “las ciencias de la complejidad, la geometría fractal, la mecánica cuántica y todo eso” [sic] en el canon de las ciencias natu- rales. Es embarazoso tener que aclararlo, pero la mecánica cuántica y la geometría fractal nunca estuvie- ron en la misma liga epistemológica ni se atienen a la misma clase de modelado; tampoco es razonable in- cluir entre tales ciencias de la naturaleza a los modelos computacionales, matemáticos o geométricos. Me- nos lo es todavía pretender que la geografía cuantitativa en la línea de (por ejemplo) el transgresor Wi- lliam Bunge constituye un fisicalismo newtoniano “políticamente regresivo”. Cierto es que hay gente que piensa de un modo parecido; pero tratándose de Massey, tan sensitiva ante la banalidad de incurrir en modas pasajeras y en estereotipos intelectuales, era de esperarse que ella lo pensara un poco mejor.

110 tar la noción riemanniana de Mannigfaltigkeit como un sustantivo colectivo llamado a sustituir al concepto de sociedad y no como un valor de variedad apto para expresar cur- vaturas) en este libro veremos al colectivo de la GP que se constituyó en séquito de la proclamada inventora de esa idea sumarse a la línea foucaultiano-deleuziana de Rogério Haesbaert e incurrir en un gazapo geométrico igualmente monumental: esto es, preten- der ocuparse de la desigualdad política a través de un marco (la rizomática) que carece de jurisdicción –por decisión propia y expresa– sobre todo lo que se funde en procesos generativos y sobre todo lo que implique génesis, causalidad, agencia, historia y dife- rencias de jerarquía, magnitud y poder, perdiendo por ello la capacidad de acometer las comparaciones concomitantes y comenzando a encomillar no sólo la idea de ciencia sino la de práctica política.37 En sus años crepusculares Massey devino artífice esencial de esos encomillados a veces patéticos que sus seguidores elevaron a la dignidad de epistemología. Lo mejor y más perdurable de Doreen Massey, sin duda, son sus pronunciamientos en el manifiesto por una nueva política urbana, suscriptos por John Allen, Allan Cochrane, Ash Amin y Nigel Thrift al filo del milenio, una visión de corte político sin pretensiones teoréticas y sin divismos autorales compartida por otros autores alineados en el ala más radical de la geografía del momento (Allen, Cochrane y Massey 1998; Amin, Massey y Thrift 2000; Worpole y Greenhalgh 1999; Sandercock 2000; Hillier y Rooksby 2005). Paralelamente a las elaboraciones de Massey se desarrolló una especie de spin off de la GP, una variante concentrada más específicamente “en la significación de los posiciona- mientos escalares de grupos sociales y clases en las GPs del capitalismo”. Los nombres claves de este movimiento tienen que ver con un apretado conjunto de marxistas, filo- marxistas y (cripto-)anti-marxistas especializados en problemáticas de escala (Kelly 1999; MacLeod 1999; Swyngedouw 2000; Sheppard y MacMaster 2004). Esto implica que las dinámicas de la GP se han reformulado de muy otra manera como fenómenos de restructuración y resignificación de escala no siempre fáciles de expresar o de entender. Esos fenómenos se expresaron a su vez en un estilo enunciativo homuncular y enrare- cido difícil de operacionalizar en el que ya no se buscaba evitar el efecto de misplaced concreteness, en el que no sobrevivía ni siquiera la traza de una algorítmica o de alguna clase de métrica fuera de una taxonomía escalar inestable en la que el espacio mismo se ha licuado en una cibergeografía global de comunicación instantánea camino a transfor- marse pronto en la Smart City de la segunda y tercera década del siglo XXI (cf. Good- child 2004; Rassia y Pardalos 2017; Sonn y Lee 2020). Escribe así el bio-ingeniero, geógrafo y planificador urbano Erik Swyngedouw de la Universidad de Manchester: La escala espacial debe entenderse como algo que se produce históricamente; un proceso que siempre es profundamente heterogéneo y controvertido. Si la capacidad de apropiarse del lugar se basa en el control del espacio, entonces la escala sobre la cual se extienden las

37 Aunque no veremos perpetrar ese error a Doreen misma, quien supo cuestionar agudamente los binaris- mos y los flujos cerrados propuestos por Deleuze y por los geógrafos que (pasando o no por el tamiz de las ideas de Massey) se atienen a las intuiciones del filósofo (cf. Massey 2005a: 173-174 versus Haesbaert 2011).

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líneas de comando influirá fuertemente en la capacidad para apropiarse del lugar. Más im- portante aun, dado que el poder de apropiarse del lugar siempre es discutido y disputado, las alianzas de grupos sociales o clases forjadas en una determinada escala espacial moldea- rán las condiciones de apropiación y control sobre el lugar y tendrán una influencia decisiva sobre las posiciones relativas del poder socio-espacial. La reorganización continua de las escalas espaciales es una parte integral de las estrategias sociales y las luchas por el control y el empoderamiento. En un contexto de regulaciones sociales y ecológicas heterogéneas, organizadas a nivel corpóreo, local, regional, nacional o internacional, las personas móvi- les, los bienes, el capital y los flujos de información hipermóviles impregnan y transgreden estas escalas de maneras que pueden ser profundamente excluyentes y desempoderadoras para aquellos que operan en otros niveles de escala. Las configuraciones geográficas como un conjunto de escalas interactivas y anidadas (la "Gestalt de escala") se producen como enfrentamientos temporales en una lucha perpetua transformadora y, en ocasiones, transgre- sora, de poder socioespacial. […] Estas luchas cambian la importancia y el papel de ciertas escalas geográficas, reafirman la importancia de otras y ocasionalmente crean escalas signi- ficativas completamente nuevas, pero lo más importante es que estas redefiniciones de es- cala alteran y expresan cambios en la geometría del poder social fortaleciendo el poder y el control de algunos y desempoderando a otros, […] lo que ocasiona profundas y perturbado- ras consecuencias para las "geometrías" del poder socio-espacial (Swyngedouw 2000: 70- 71).

Desde esta perspectiva inherentemente millenial, sobreactuada y de engorrosa superflui- dad, la GP socioespacial se expande en el dominio público emancipada de la tutela de Massey, a quien ya no siempre se reconoce como artífice de la idea fundante y a quien sus propios seguidores de la última ola están empujando paulatinamente hacia el segun- do plano. Los masseyanos jóvenes dicen ahora más o menos lo mismo que ella pudo haber dicho, pero expresándolo de una manera sinuosa que ella no habría podido em- plear. Todavía subsiste un fuerte culto a la personalidad pero el crepúsculo de los últimos héroes del sentido-de-lugar y del espacio-como-verbo puede que ya no esté muy lejos. La segunda edición de la voluminosa Encyclopedia of Human Geography conser- va rastros residuales de la obra y la trayectoria de activista de Doreen Massey pero omiten incluir al menos un artículo sobre GP (Kobayashi 2020). Hoy por hoy las algorítmicas de la complejidad son antagónicas a toda esa retórica (v. gr. Harrison, Massey y Harris 2006). El milenio se lleva mal con toda ciencia que no sea colectiva, participativa, auto-organizada, socialmente construida, abierta y metodológi- camente orientada, exigencias que siempre se mantuvieron como expresiones de deseos pero que esta vez (en el ámbito de la complejidad al menos) parece que van en serio. Conjeturo consecuentemente que la obra de Massey y de otros personajes singulares como ella mantiene todavía su impulso pero que sus días están contados, no sólo porque las condiciones de producción teórica y de consumación práctica se han transformado sino porque los objetos en los que la mirada se posa y a los que el análisis singulariza ya no son los mismos. Si hay algo que definitivamente ya no se estila en los espacios que han experimentado tanto el decolonialismo como la genuina complejidad es el arquetipo de personaje influencer, figura estelar, personaje de culto, gurú, individuo iluminado o señalador del rumbo conceptual, un perfil que ella encarnó como muy poc@s supieron hacerlo, escribiendo como había que escribir en ese momento exacto para lograr preci- samente ese objetivo.

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Insisto en ello: tal como tendremos ocasión de comprobar más adelante (cap. §5.3, pág. 162 y ss.) ni el tiempo ni el espacio son hoy lo que eran hace tan sólo quince años, ni en sus escalas ni en sus naturalezas ni en las perspectivas desde donde se los contempla. Más allá de las alharacas y de las hipérboles que acabarán desinflándose antes de la pró- xima pandemia, es evidente que los acentos han cambiado y las geometrías (ahora por siempre plurales) ya no son tanto la fuente y el origen de la dinámica social (el funda- mento metafísico, como había dicho Foucault) sino estructuras que cambian según los resultados de luchas y polaridades que nunca se apaciguan y que se desenvuelven, mul- tiplicativamente, en un campo a través de las culturas y de las epistemes, en un ámbito del conocimiento que ya nadie por sí solo está en condiciones de comandar o de usar como coartada para imponer su ideología favorita o para persuadirnos del fin de las ideologías. Aun sin haber llevado sus ideas a las últimas consecuencias y de no haber rayado a la altura de “Wild Bill” Bunge, de Tim Barney, de Richard Peet y de otros indisciplinados insignes que dejaron la geografía dada vuelta, no cabe duda que la propia Doreen Massey, por acción u omisión, por efecto legítimo o por obra de algún malentendido, contribuyó a que así fuera.

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4 – Nueva Geometría del Poder en Venezuela

[E]l territorio y su organización político territorial, […] tiene[n] un peso sumamente grande a la hora de pretender hacer cambios revolucionarios; una revo- lución no puede serlo realmente si no enfoca el pro- blema geográfico y de la distribución del poder polí- tico, económico, social y militar sobre su espacio. Hugo Chávez (2007)

After a resounding election victory in December 2006 this project, led by Hugo Chávez, had moved in a more explicitly socialist direction (its own cha- racterisation) and in this context five «motors» had been set out to carry the revolution forward. The fourth of these motors is to build «a new power- geometry» (la nueva geometría del poder). Here, then, a geographical concept is being put to positive political use. Indeed, as will be seen, part of what lay behind the proposal was an impressive recog- nition of the existence and significance, within Ve- nezuela, of highly unequal, and thus undemocratic, power-geometries. Doreen Massey (2009: 20)

Dado que la NGP que surgió al empuje de las reformas propuestas por el presidente Hugo Chávez [1954-2012] en Venezuela fue un fenómeno político que envolvió y mo- vilizó a todo un país desde al menos el año 2006 la cantidad de información disponible sobre el asunto y la multitud de opinadores, analistas y trolls a favor y en contra alcanza todavía hoy guarismos de un elevado orden de magnitud, lo que nos obliga a ser par- ticularmente selectivos. Pretendo que el criterio de selección que nos oriente en este ca- pítulo sea estrictamente geométrico, destacando entonces las dimensiones, las métricas y las estructuras del movimiento más que los significados cambiantes y los contextos volátiles, y procediendo también a un examen de las analogías y los isomorfismos existentes con otras de las múltiples GPs, examen del cual resultaron algunos de los hallazgos y constataciones más importantes del libro que se tiene entre manos. Políticamente al menos, la NGP es un proceso dinámico que sólo tiene sentido en el contexto de los “cinco motores” constituyentes: Con la finalidad de acelerar la marcha hacia el socialismo, Hugo Chávez anunció la puesta en acción de cinco motores constituyentes. El primero estaba relacionado con la Ley Habi- litante, aprobada por la Asamblea Nacional, que permitía al Ejecutivo legislar por su cuenta en diversidad de materias que hubieran sido de la natural competencia del Poder Legislati- vo. El segundo motor estaba dirigido hacia la reforma de la Constitución con miras a sentar las bases del modelo socialista, proyecto que sería presentado a mediados de 2007. El tercer motor, denominado Moral y Luces, se refería a la difusión de los valores socialistas a través de la educación. Modificaciones radicales en la distribución de los poderes públicos en el espacio nacional conformaron el cuarto motor, también denominado la nueva geometría del poder que llevaba implícita una revisión del ordenamiento político-territorial del país. Por último, el quinto motor constituyente estaba representado por los consejos comunales que 114

eran instancias de participación, articulación e integración entre las diversas organizaciones comunitarias, grupos sociales y los ciudadanos y ciudadanas, que permiten al pueblo orga- nizado ejercer directamente la gestión de las políticas públicas y proyectos orientados a res- ponder a las necesidades y aspiraciones de las comunidades en la construcción de una so- ciedad de equidad y justicia social (Banko 2008).

No hay prácticamente ningún trabajo académico referido a la geometría propiamente dicha que subyace a la NGP, o a la vinculación genética o a los isomorfismos formales entre ésta y otras GPs, la de Doreen Massey primero que ninguna. El vínculo específico entre esta GP y la NGP venezolana ha sido examinado por Ana María Isidoro Losada (2013) de la Freie Universität de Berlín en un artículo que se titula, extrañamente, Geo- graphie der Macht (no Geometrie der Macht) y que permanece en el dominio público sin traducir de su original alemán. En ese trabajo la autora proyecta esclarecer la forma en que se estableció el contacto inicial entre la GP de Massey y el gobierno venezolano, un tema sobre el que sigue sin haber mucha noticia y que en estos momentos de cambio y hecatombe política está perdiendo muchos de sus materiales otrora en línea (cf. tam- bién Isidoro Losada 2012; 2015). A pesar del trabajo de Isidoro Losada muchos de los hechos han quedado en tinieblas. ¿Cómo llegó la GP a ganar semejante protagonismo político, un fenómeno inédito en las ciencias humanas, muy por encima de la participación de Anthony Giddens en la gestión de la Tercera Vía de Tony Blair en Inglaterra o de la asesoría de Ernesto Laclau en la justificación argumentativa del primer populismo kirchnerista en Argentina? A menos que haya habido un consejero oculto, tal parece que fue el propio Chávez quien tenía conocimiento de primera mano de la obra de Massey, de la misma forma en que alguna otra vez demostró conocer pormenorizadamente obras de Antonio Gramsci, de Laclau o de Noam Chomsky, algunas de las cuales discutió en público sin libreto arma- do y mucho más coherentemente de lo que unos cuantos intelectuales han sido acapces de hacerlo (v. gr. Maira 2007). En la década de 1980 algunos geógrafos venezolanos estaban al tanto de los ensayos de Karl Johann Kautsky [1854-1938] y de Rosa Luxem- burgo [1871-1919] sobre la organización del territorio nacional, una literatura que Hugo Chávez me consta que frecuentó pero de la que no hay constancia que Massey la cono- ciera (L. Chavez 1980). Si hubo un mentor encubierto que anoticiara a Chávez de los trabajos de Massey éste pudo haber sido Ricardo José Menéndez Prieto, ministro de ciencia y tecnología de la República Bolivariana y geógrafo de profesión, más tarde y hasta hoy (junio de 2021) vicepresidente de Planificación en el gobierno de Nicolás Maduro; otros hablan en cambio de Raúl Tovar, de quien se consiguen muchos materiales aunque ninguno estric- tamente encuadrado en la NGP (Cisterna y Ricci 2014). Escribe Ana María Isidoro Losada: Las analogías con el trabajo de Doreen Massey y el terminal de las geometrías de poder no son un accidente. En 2007, Massey aceptó una invitación del gobierno de Chávez para ob- tener localmente una impresión del proceso de transformación iniciado y sobre el intento de la aplicación práctica de sus geometrías de poder intercambiar ideas. La atención se centró en la medida en que las relaciones asimétricas existentes de poder y dominación se pueden reducir a través de la reorganización de espacios político-administrativos, socioproductivos

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y territoriales (acción) y lugares locales (Massey 2009: 19 ss.). La nueva geometría de po- der del gobierno sirve como un modelo e instrumento político-estratégico para remodelar las áreas centrales de la sociedad (Barreto 2011a; 2011b; Biardeau 2007). Las cuestiones es- paciales relacionadas con aspectos del uso y control del territorio rural, marítimo e insular y el redimensionamiento político-territorial son de la mayor importancia en este contexto. Se hace especial hincapié en la reorganización de las estructuras económicas y de producción, así como en la transformación socio-territorial ([Aló Presidente, 21/1/2007; Idem n° 275, 14/3/2007; Idem n° 276, 18/3/2007; Idem n° 299, 14.1.2008; Chávez 2008]; Chávez 2007) (Isidoro Losada 2013: 334).

En el segunda década de este siglo la NGP , todavía bajo la vicepresidencia sectorial de Menéndez Prieto, parece haber sido sustituida o complementada por la Cartografía So- cial o la Cartografía del Poder, de la que en toda Latinoamérica se habla mucho pero se sabe poco. Una búsqueda de la expresión encomillada “cartografías del poder” en la Web del día de hoy (8 de julio de 2021) retorna más de 30.000 punteros, un poco por encima de la cifra que se obtiene agregando “Venezuela” al string de búsqueda (Torres 2012; Moro Abadía 2003: Núñez González, Zambra-Alvarez y Aliste Almuna 2017). En este campo no se habla prácticamente nunca de Doreen Massey o de otros geómetras del poder: el nombre de referencia es más bien Michel Foucault. El único reporte autógrafo del viaje de Massey a Venezuela no especifica quién le cursó la invitación, ni aclara si ella conversó o no con Chávez, ni cómo fue que Chávez tomó conocimiento de su concepto. Lo que se reporta con más detalle es el trayecto desde el aeropuerto al centro de Caracas por un camino puntuado por grandes carteles. Lo que no se dice es cuáles fueron los hechos que condujeron a ese trance y cuáles fueron las consecuencias que se siguieron de él. Por sus conmutaciones idiomáticas el reporte me- rece citarse en su original inglés: On my way into the city, through the mountains from the narrow strip of coastal plain to which the airport clings, I’d already seen, slung across a whole block of flats, “Rumbo al Socialismo Bolivariano”, and everywhere were invocations of “Todo el poder al pueblo”. But there was also a more detailed, almost pedagogical, series of hoardings, spelling out “the five motors of revolution”. Some listed all five; others proclaimed just one. And what we had just passed was a huge announcement for the fourth: “La Nueva Geometría del Poder”. The new power geometry. This is a concept I’ve been arguing for, and trying to work with for some years, and now here it is, in huge letters, and at the heart of one of the most radical of attempts to shift the balance of power, to re-imagine society, in a Latin America that is, once again, trying to re-invent itself and to refuse its supposed destiny of subordination to the imperium in the North. Clearly, this engagement as a “public intellec- tual” is going to be different from anything I’ve tried before (Massey 2008: 492).

Convenientemente, Massey silencia el hecho de que la NGP omite por completo la pers- pectiva de género que es consustancial a su versión de GP y cuya ausencia en la doctri- na marxista (junto con el notorio desinterés del marxismo por el espacio) hizo que en su momento, antes de su epifanía marxista a través de la obra de Althusser, Massey tomara distancia de la doctrina madre (Velázquez y García Vargas 2008: 339 versus Bunge 1966 [1962]; Lefebvre 1969; 1974; L. Chavez 1980; Harvey 1984; 2012; Claval 1993; Harvey 2001; Smith 2000; 2001; Cox 2005; Mitchell 2013).

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Cualquiera haya sido el procedimiento por el cual el modelo de Christaller decantó como la NGP es esencial recordar que Venezuela contaba con escuelas de primerísimo nivel de geografía en general y de geografía urbana en particular desde al menos 1960, con pioneros de la talla de Luis Fernando Chaves Vargas [1934-1988] de la Universidad de los Andes y de Marco-Aurelio Vila Comaposada [1908-2001] de la Facultad de Eco- nomía de la Universidad Central de Venezuela (Chaves Vargas 1962; 1963; 1965; Ama- ya s/f; 1979; 1999). Ninguno de los geógrafos que fueron discípulos de Chaves Vargas y Vila Comaposada y que están en ejercicio, sin embargo, ha reportado contactos con investigadores de la línea teórica de Massey o con Massey misma. Desde el punto de vista técnico y salvo el apercibimiento por parte de Massey de que la situación venezo- lana es de extrema desigualdad no hay prácticamente nada que vincule las formas de la NGP con los enunciados de la GP original salvo en el sesgo ético que resulta de una común orientación en favor de los oprimidos. Llama la atención el carácter centralizado en última instancia de la NGP, la que en este sentido toma distancia de la geografía crítica británica en general. En el artículo 11 del anteproyecto se incluyó el concepto de la NGP en sustitución de la noción de división política que venía aplicándose desde la Constitución chavista de 1999. De este modo, la distribución del territorio en estados y municipios pasaría a formar parte de una estruc- tura piramidal, con la figura presidencial ubicada en su cúspide. Desde este punto estra- tégico sería posible crear o eliminar entidades políticas, modificar la delimitación de las jurisdicciones de estados y municipios y, en definitiva, controlar el conjunto de rela- ciones políticas que habrían de entrelazarse desde la base de la pirámide hacia arriba, dentro de un orden vertical subordinado al presidente de la República (Banko 2008). Geométricamente hablando (y dado que el modelo general de la NGP presupone una clara estructuración jerárquica) el poder de los instrumentos comunitarios que emana desde abajo no parece del todo bien integrado al sistema conceptual. Unos cuantos críticos han señalado un retroceso en el reconocimiento de las autonomías indígenas en relación con la constitución chavista de 1999 o con la Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas [LOPCI] sancionada en diciembre de 2005 (Angosto 2008: 29; 2010; Arenas 2009: 166-167; Mosonyi 2009; Orellano 2016). El modelo de la NGP choca con un conflicto emergente de una dualidad estructural que hace que sea difícil imaginar de qué manera el problema indígena, “aunque pensado desde arriba, pueda ser verdaderamente accionado desde abajo” (Angosto 2008: 20). Es por demás evidente que aquí estamos ante un dilema de escala; David Harvey, como vimos, había pensado en ello; Doreen Massey positivamente no; Chávez sin duda lo hizo pero no pudo o no quiso resolver el problema que el modelo planteaba (Harvey 2013: 110 versus Massey 2007; 2008; 2009). En ocasión de una mesa redonda en la Universidad Autónoma de México en marzo de 2010 Massey enumeró las cosas que estaban bien y las que estaban dudosas en la NGP venezolana; entre estas últimas identificó siete, la última de las cuales se refiere genéri- camente a la tensión entre lo local y los vínculos con el centro del poder. Luego caracte- rizó cinco dificultades adicionales y objetó el proyecto de la NGP en términos que el

117 documento de la mesa no transcribe y que hubiera sido interesantísimo conocer. Pero en ningún caso Massey identificó el problema indígena como tal, como sí lo hicieron Alexander Mansutti Rodriguez y Catherine Alès (de quienes me ocuparé más adelante, pág. 121) y como también lo hizo, magistralmente y abriéndose a otras voces, el antro- pólogo venezolano Luis Fernando Angosto (2010; cf. Arenas 2009; Ramírez Velázquez 2010): En este punto parece haber una clara ligadura con esa corriente etnomarxista ortodoxa que contempla el «retraso tecnológico» como arcaísmo, condición ahistórica y obstáculo para el desarrollo socialista, independientemente de la percepción de los diferentes grupos huma- nos frente a qué debe constituir el desarrollo social. A pesar de la positiva defensa discursi- va que desde el Gobierno se hace de los valores de la participación y la autogestión, no pa- rece haber espacio para considerar el deseo político de algunos pueblos indígenas que, hasta el día de hoy, y por diferentes circunstancias (entre las que hay que incluir la voluntad polí- tica), han mantenido modelos de economía y consonante organización social no basados en el desarrollo de riqueza material de cambio y en la generación de plusvalías. […] La NGP, convertida en único modelo para el ordenamiento político-territorial, contiene en relación a los pueblos indígenas un elemento integracionista no consonante con valores de participa- ción democrática radical. Está sustentada por una visión de desarrollo que no contempla (al menos todavía no lo ha mostrado) la posibilidad de coexistir con modelos diferentes de pro- ducción, organización social y de relación con el ambiente. Algunos de estos modelos vo- luntarios han demostrado sobradamente ser sostenibles y han contribuido al equilibrio vital del planeta en el que vivimos. [...] El movimiento indígena venezolano enfrenta un escena- rio en el que hasta el momento sólo se ha sabido defender dos posturas: o la vía socialista actualmente asociada a la NGP (que implica una particular comunitarización de derechos) o la vía de equiparar identidad indígena = derechos diferenciados = derecho a titulación de tierras. Ninguna de las dos es adecuada para el total de una población (la «indígena») que, a pesar de ser definida bajo la misma categoría, presenta gran variedad (y riqueza) de condi- ciones objetivas y subjetivas de organización humana (Angosto 2010).

Una auténtica GP, me permito creer, debió haber atacado y resuelto este problema antes que ningún otro. Chávez, por su lado, exigió sometimiento de indígenas, afros y campe- sinos varios a sus cambiantes posturas entre la descentralización comunal y la recentra- lización ordenadora en documentos que, orwellianamente, estuvieron masivamente en línea alguna vez en YouTube o en The Internet Archive pero con el tiempo y los even- tos políticos encontraron la forma de desaparecer. Massey ni siquiera reparó en esa tensión dialéctica. Por el contrario, operó la totalidad de sus juicios con un cierta so- berbia corporativa, como si su geografía crítica de espacios, lugares y sentido del lugar hubiera sido suficiente para afrontar una cuestión que es antropológica por donde se la mire pero que jamás se planteó como tal. En cuanto a la NGP en sentido estricto, Daniele Di Giminiani, geógrafo de Caracas y re- ciente Director General de la Oficina de Integración de Asuntos Internacionales del Mi- nisterio del Poder Popular para la Comunicación e Información del gobierno de Nicolás Maduro, describe la GP caracterizándola del modo más geométrico (o más bien, más dimensional y cuantitativo) que es dable encontrar en la literatura del movimiento. Esta descripción es más reminiscente del aparato multidimensional de Donald Black que de la caracterización de Doreen Massey, quien (amante de escribir “ciencia” entre comi-

118 llas, como era normativo en su época y en su medio intelectual) nunca se distrae en notaciones matematizantes o axiomáticas de ningún tipo. Escribe Di Giminiani: Estos objetivos se apuntalan en tres elementos que el presidente denominó: distancia, ex- tensión y volumen o contenido. Ahora bien, si entendemos al espacio como algo material y como tal posee un conjunto de características que, en sí mismas, no dependen de la socie- dad, pero que se transforman en sociales en la medida en que la sociedad los incorpora a su dinámica podemos entender entonces que: Distancia: Es la cualidad de extenso que posee el espacio material, que sumada a la cuali- dad de desigual distribución y presencia de atributos en dicha extensión, imponen a las practicas sociales una mediación necesaria para acceder a aquellos atributos necesarios allí donde estén y contar con ellos allí donde se les requiera. Extensión: Es la carga de constructos y transformaciones relictos del pasado, y que suele considerarse como tiempo pasado materializado en el espacio; este puede ser pensado como una “segunda naturaleza” que, en tanto materializados en el espacio, podrán intervenir en los procesos sociales en la medida que la sociedad los reincorpora según sus intenciones o necesidades. Volumen o Contenido: Es la cualidad que posee el espacio material de manifestarse en tres formas territoriales aire, tierra y agua (mar territorial); de allí que se exige la comprensión de su verdadero funcionamiento, así como el conocimiento de los procesos reales que lle- van a operar las interrelaciones entre estas formas territoriales y el hombre, ya que toda re- lación lleva implícita la existencia de un poder, pues todas las relaciones son asimétricas y en ellas siempre alguien es favorecido. En ese sentido, se toma la famosa relación entre (M) mercancía y (D) dinero: MDM’; donde M (mercancía adquirida) es mayor de M’ (mercan- cía proporcionada), se transfiere y se modifica para su empleo y explicar lo que se plantea en este elemento de la nueva geometría del poder; ahora la relación será: IEI donde I es la información territorial y E la energía transformadora del poder comunal. Es decir, que tal como lo plantea Raffestin (1983) el reordenamiento de las tres formas territoriales está en torno a las relaciones “informacionales” entre personas y las instituciones. Por lo anteriormente expuesto podemos entender que la nueva geometría del poder es la sumatoria de Gtria= D + E + V o C. Doreen Massey (1994) enfatiza que la geometría del poder es el resultado de cómo los diferentes grupos sociales tienen relaciones distintas con los movimientos migratorios ya diferenciados: algunas personas se encargan más de ella; algunas inician flujos y movimientos, otras no; algunas están en posición de recibirlos más que otras; algunas están efectivamente encarceladas por ellos. Por lo antes descrito, pode- mos establecer que el posicionamiento diferenciado de grupos sociales crea los flujos loca- les entre ciudad y campo o entre ciudad y ciudad, haciéndolos más transparentes y que he- chos aparentemente estáticos de desigualdades territoriales se transforman en conjuntos de relaciones de poder, experimentadas directamente, entre aliados situados de forma desigual y geográficamente distantes (Di Giminiani 2007).

Así como la dirección y dimensionalidad de las transformaciones descriptas en estos párrafos remite a la sociología pura de Donald Black con dejos simmelianos y a la diná- mica geométrica de flujos de Waldo Tobler (2003) y Doantam Phan (2005), algunos de los esquemas que describen la reorganización funcional de la jerarquía urbana reflejan las terminologías y las escalas que utilizó Walter Christaller en su reordenamiento de los territorios polacos ocupados por la Alemania nazi en 1941 (cf. Briceño 2007; Chris- taller 1941; Davidovich 2013; ver más arriba pág. 46).

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Esto es por demás significativo dado el signo político diverso entre las políticas de iz- quierda de Hugo Chávez (y de Doreen Massey) y el carácter imperial del proyecto na- cionalsocialista de apropiacion del Lebensraum al este de Europa montado en un con- cepto-raíz que viene de Friedrich Ratzel [1844-1904], el maestro de Franz Boas. Parti- cularmente notable es la definición convergente de la ciudad como centro de organiza- ción territorial y el uso de la nomenclatura de “lugares centrales” en ambos proyectos. Ninguno de los propagandistas, comentaristas y detractores de la NGP chavista (o hasta donde sé tampoco Massey) mencionó jamás el nombre de Christaller, lo cual orilla lo insólito si recordamos la extracción christalleriana de los geógrafos venezolanos en los años 60 y el hecho de que el ya nombrado Chaves Vargas (de orientación marxista y pionero de la TLC y de la geografía comunitaria en Venezuela) permaneció en Polonia doctorándose en geografía entre 1967 y 1970 y no pudo desconocer los planes de Chris- taller de relocalización que hemos comentado más arriba (cf. pág. 17). Ningún autor deslindó tampoco antes que quien esto escribe el paralelismo de la NGP con la “nueva forma de geografía aplicada” llamada “geografía de gobierno local” [Ko- mmunalgeographie] que Christaller desarrolló en el Kommunalwissenschaftliche Ins- titute de la Universidad de Freiburg y que no hay que confundir con su más famosa TLC. El instituto de ciencias comunales estaba por ese entonces bajo la dirección de Theodor Maunz [1901-1993], autor del infame “código legal de los campos de concen- tración” [KZ-Recht] y oficial a cargo de “Judíos en la Ley” [Referent für Judentum in der Rechtswissenschaft] en la Organización de Abogados Nacionalsocialistas (Seeliger 1964: 43-45; Rössler 1989: 423; Rüthers 2016). Un rasgo fundamental de la similitud entre la TLC y la NGP venezolana radica, como hemos visto, en el papel central que juega la ciudad en relación con otros niveles de organización del tejido territorial (cf. Aló Presidente n° 297 [2007]: 9’30”). Dice el Anteproyecto de Reforma Constitucional de la República Bolivariana de Venezuela en su artículo 16: La unidad poltica primaria de la organización territorial nacional será la ciudad, entendida esta como todo asentamiento poblacional dentro del Municipio, e integrada por áreas o extensiones geográficas denominadas Comunas. Las Comunas serán las células geo-huma- nas del territorio y estarán conformadas por las Comunidades, cada una de las cuales consti- tuirá el núcleo espacial básico e indivisible del Estado Socialista Venezolano, donde los ciudadanos y las ciudadanas comunes tendrán el poder para construir su propia geografa y su propia historia. A partir de la Comunidad y la Comuna, el Poder Popular desarrollará formas de agregación comunitaria político-territorial, las cuales serán reguladas en la Ley, y que constituyan formas de Autogobierno y cualquier otra expresión de Democracia Directa (Chávez Frías 2007b).

El concepto de comuna responde al mismo principio de organización local que el que se encuentra en la geografía comunal que complementa a la TLC. Durante su permanencia en Freiburg Christaller publicó su tesis de habilitación Asentamientos rurales en Ale- mania y su relación con la administración de comunidades (1937b) y también un más breve “Estudio de las comunas y las geografía de asentamientos” (1937a). Fue entonces él, construyendo sobre ideas de los tempranos teóricos de la locación como sus com- patriotas Johann Heinrich von Thünen [1783-1850] y Alfred Weber [1868-1958], quien engendró la geografía comunal sobre un modelo geométrico (Haggett 1967; Barnes

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2012; Rössler 1989; Preston 2009; Barnes y Abrahamson 2017: 116; von Thünen 2009 [1863]). Quien quiera haya sido el redactor anónimo que escribiera los borradores de la NGP olvidó atribuir la idea a quien pudo haber sido su real gestor. Desde aproximadamente 2015 se ha puesto en marcha una versión sustituta de la NGP redefinida como una alternativa para el socialismo basado en un estado comunal, repli- cando algo de la teoría comunal de Christaller pero sin nombrarlo y sin mencionar tam- poco la derrota chavista en el plebiscito del 2007. El nuevo modelo procede sin olvidar a Massey pero reposando más bien en modelos teóricos eclécticos (de acentos pos-es- tructurales) arrimados por el geógrafo humano brasilero Rogério Haesbaert de la Uni- versidad Fedferal Fluminense (Suárez 2015). Considerando los enredos metodológicos de la teoría posfundacional, las lamentaciones y las prácticas de des-conocimiento de las que escribe Mariana Ortega (2017) y la trayectoria de Haesbaert, autor del ultra-de- leuziano y gelatinoso El Mito de la Desterritorialización (2011 [2004]), me permito diagnosticar que puede ser bastante más problemático el remedio que la enfermedad (Cisterna y Ricci 2014). Como antes dije, en Venezuela no faltaron nunca geógrafos de orientación marxista. Luis Fernando Chaves Vargas desarrolló una parte importante de su carrera en Polonia, donde tomó contacto con las teorías de Christaller y otros autores que seguían tanto la TLC como la geografía comunitaria, desarrollando metodologías que instalaría una vez regresado a Venezuela (Chaves Vargas 1971a; 1971b; 1976; 1978: 191; 1979; 1982; 1983; 1984; 1986). Chaves Vargas falleció en 1988, el mismo año en que Hugo Chávez ganó su primera presidencia pero mucho antes que en Venezuela comenzara a esbozarse la NGP. Ni uno solo de los textos en que se manifiesta la NGP menciona el nombre del geógrafo venezolano ni siquiera como lejano predecesor. Para quien está medianamente al tanto de los acontecimientos es un hecho que la NGP venezolana no se implementó de manera orgánica debido tanto al plebiscito perdido por el chavismo en diciembre de 2007 como a los eventos posteriores a la muerte de Hugo Chávez en marzo de 2013. La derrota acaeció un par de meses después de la pomposa y reiterativa presentación mediática de la NGP en el farragoso Aló Presidente n° 297 del 7 de octubre de 2007, ya mencionado, en el cual el tema ocupa unos pocos minutos dis- persos en más de seis horas de soliloquio en presencia de toda la jerarquía del gobierno, Maduro incluido, pero con casi nula participación de científicos y asesores expertos. Bastante tarde en mi elaboración del tema descubrí un trabajo que desde su mismo título prometía investigar la relación entre la NGP y los indígenas de Venezuela. Éste ha sido “«La géométrie du pouvoir». Peuples indigènes et révolution au Venezuela” de Alexan- der Mansutti Rodríguez y Catherine Alès (2009), publicado en el conspicuo y más bien conservador Journal de la Société de Américanistes.38 El segmento del artículo que se

38 El profesor Rodriguez es jubilado de la Universidad Nacional Experimental de Guayana en Venezuela y actualmente trabaja en la Universidad de Educación en Ecuador. Catherine Alès, por su parte, es antropóloga del Grupo de Sociología Política y Moral del CNRS. A la fecha (mayo de 2021) estoy planeando conectarlos para recabar información sobre la NGP.

121 refiere de lleno a la GP (pp. 186-190) desarrolla puntualmente el problema (de momen- to no resuelto) de las múltiples contradicciones entre las políticas de integración a nivel nacional y la integridad de la cultura tradicional indígena, pero no se refiere ni aun sumariamente a la GP en particular. Tampoco se dice mucho sobre el proyecto o las fuentes documentales de la GP, figurando la expresión sólo en un título y un subtítulo sin desarrollo ulterior. Dos años después de su artículo sobre la GP y ya decretado caduco el programa de la NGP en toda Venezuela los mismos autores publicaron “Mou- vement Indien et Révolution Bolivarienne: Une Inquietante Aphonie” (Alès y Rodrí- guez 2009) en el que se debería hablar de afonía sino más bien de disonancia. Este último texto ya no nombra a la GP, la cual se ha disuelto en el seno de una revolución que en el texto se ha tornado inespecífica y de la cual se habla en un tono bastante me- nos amigable. Otros ensayos de los mismos autores proporcionan información adicio- nal, aunque ninguno contribuye a una elucidación de carácter técnico de las geometrías implicadas en el proyecto (cf. Mansutti Rodríguez 2012). Llama la atención que Man- sutti Rodríguez y Alès no mencionen a Doreen Massey y que tampoco la geógrafa en sus publicaciones, en sus apuntes inéditos o en su agenda personal haya registrado el nombre de nuestros colegas venezolanos. Cuando Doreen Massey escribe Ciudad Mundial (2008 [2007]: 21, 218, 220, 228), pu- blicado en Caracas apenas acabado de traducir, menciona a Chávez un par de veces pero ya no tiene nada nuevo que decir de la NGP bolivariana, de su propia GP o de la oscura relación entre ambas. Nunca se produjo hasta hoy un estudio estrictamente científico y geométrico ni un análisis de los pormenores que llevaron desde la TLC venezolana de los sucesores de Chaves Vargas en la escuela de geografía de la Universidad de los An- des o desde la geografía crítica de Massey a la elaboración canónica de la NGP. Algu- nos documentos importantes que me consta haber visto pero que no almacené en su mo- mento (como aquél en el que Chávez pone en caja a los indígenas aduciendo que las or- ganizaciones no centralizadas, autónomas y políticamente diversas le hacen el juego al imperialismo bucando “dividir el país en pedacitos”) han sido retiradas recientemente de los registros históricos39 y de la Web comúnmente accesible por alguien que sabía cómo hacerlo y me temo que ya no son recuperables. La documentación técnica se ha sacado de la vista y algunos sospechan que nunca existió, o que lo único que hubo es lo poco que aquí he podido mostrar. Los antropólogos con los que interactué en la Uni- versidad de Zulia en Maracaibo en el año 2008 eran mayormente no-chavistas o anti- chavistas a los que no interesaba la cuestión que yo ya estaba tratando de deslindar cuando el proyecto estaba todavía vivo. Desconozco por ende la historia académica de estas hibridaciones, así como las circunstancias precisas de su origen, de la elaboración

39 Me refiero a los archivos de http://www.abn.info.ve.go de (pongamos por caso) el 1 de febrero de 2007 que deberían estar albergados en los repositorios de The Wayback Machine, la memoria histórica de la Web [véase https://web.archive.org/web/20070901000000*/http://abn.info.ve/]. El archivo existió en esa fecha y con esos contenidos, tal como consta en Arenas (2006: 166 n20). Es notable que el mismo Chávez haya sido el impulsor capital de la constitución descentralizada antes de caer bajo la incluencia de la GP de Doreen Massey.

122 formal de su modelo, de los autores que intervinieron en ellas y de su ulterior disolución y diáspora en tiempos tormentosos. A menos que se diseñe una investigación que logre penetrar en los repositorios que subsisten, encontrar y abordar serenamente la infor- mación faltante, restituir la información censurada e interrogar a los testigos potenciales no es de esperar que los hechos se desvelen.

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Figura 5.1 – Reordenamiento funcional de la estructura urbana en la NGP según Briceño (2010). Compárese con el esquema territorial de Christaller (1941) (pág. 46 más arriba). Las Comunas y Comunidades del Artículo 16 del Anteproyecto están subsumidas en los centros micropolitanos y los centros urbanos menores respectivamente (cf Chávez Frías 2007b). Véase la recurrencia del número seis para las jerarquías regionales y de la expresión “lugares centrales” de primero a sexto orden.

124

5 – Géométries du Pouvoir

That point connects up with a hypothesis I would put to you: if there are such points of collision, ten- sions and lines of force in geography, these remain on a subterranean level because of the very absence of polemic in geography. Whereas what attracts the interest of a philosopher, an epistemologist, an archaeologist is the possibility of either arbitrating or deriving profit from an existing polemic. Michel Foucault (1980: 64)

5.1 – El poder en Occidente: La perspectiva desde París

Amén de suministrar un resumen de algunos de los postulados fundamentales de la GP en lengua francesa, la mayor parte de las expresiones reunidas en este capítulo y que co- menzarán a revisarse en el párrafo que sigue constituyen una muestra de algunas estrate- gias retóricas y manifestaciones intelectuales derivadas de la obra de Michel Foucault [1926-1984], coincidentes en tratar principios abstractos como si fueran entidades ho- munculares y concretas y homologando esa extraña táctica literaria sin rastros de agen- cia individual y sin actores ni instituciones responsables como su forma normal de argu- mentación. Nos hemos habituado tanto a esas formas discursivas afectadas y artificiosas que no llegamos a advertir que no pocos de los razonamientos foucaultianos escenifican un realismo platónico extremo, contradictorio con la cláusula expresada en los cursos del Collège de France sobre biopolítica que promulga el mandato cuasi goodmaniano de que “los universales no existen” y que se propone instaurar una modalidad de discurso que no incurra en los vicios de lo que Foucault llama esencialismo, lo cual no es, a juz- gar por éstas y otras evidencias, la misma cosa a la que muchos de nosotros llamaríamos con ese nombre (cf. Foucault 2007 [2004]: 15-19 versus 1971 [1967]: 33; 1992 [1970]: 41). La consigna que expresa el veredicto de no-existencia es una afirmación inesperada para un filósofo que habla del “poder”, del “espacio” o de las “heterotopías” como si cada uno de esos significantes denotara otras tantas categorías ontológicas invariantes a tra- vés de las culturas y las epistemes, contrariando así sus creencias sobre las discontinui- dades epistémicas y las dependencias contextuales expresadas en su obra temprana, cláusulas a las que él mismo mantiene bajo extremo acoso crítico en su obra más tardía aunque sin sacar todas las conclusiones emergentes de sus propios cambios de posición, sin aclarar cuáles son los momentos en que su registro alterna sin previo aviso entre lo irónico, lo literal, lo imaginario y lo ficticio y sin deslindar cuáles son las ideas-fuerza de su obra inicial que todavía se mantienen y cuáles son las que él mismo se encargó de dictaminar caducas (Foucault 1968 [1966]; 1985 [1969]). Pese a que para Foucault no hay nada que pueda jactarse de ser universal, algunos pocos pero cruciales eventos y

125 fenómenos referidos prevalentemente en la etapa arqueológica de su filosofía (las hete- rotopías, para el caso) ocurren “en todas las culturas”, aunque (dando por sentada su re- presentatividad y su significancia) la ejemplificación provenga esencialmente de Fran- cia y su periferia.40 Aunque los principios y argumentos foucaultianos chocan contra la idea de una diversi- dad que siempre fue un supuesto básico de la antropología y que nunca se encontrará pronunciada, planteada o suscripta por él, no han faltado antropólogos que se volcaran apasionadamente a favor de esa filosofía paradigmáticamente europea e inconfundible- mente parisienne. Muchos de ellos, si no todos, provienen de la antropología posmo- derna norteamericana, como es el caso de George Marcus, James Clifford, James D. Faubion, Michael M. J. Fischer, Neni Panourgiá y (sobre todo) el recientemente falle- cido Paul Rabinow [1941-2021], practicante del género de las etnografías experimenta- les del primer posmodernismo antropológico. Aunque la modalidad tuvo su momento y quien estuvo más cerca de lograrlo fue precisamente Paul (quien trabajó en alianza con el filósofo heideggeriano Hubert Dreyfus [1929-2017]) nunca llegó a cuajar una antro- pología de impronta cien por ciento foucaultiana. En otras publicaciones he tratado el surgimiento, el apogeo y la decadencia de la antro- pología posmoderna que marcó un giro radical en la disciplina y que nos hizo despertar de unos cuantos sueños dogmáticos devenidos pesadillas pero que hoy se encuentra an- quilosada, sumida en la monotonía, rechazada por al menos dos pos-estructuralistas de primerísima línea y encaminada al abandono, por lo que no planeo ahora seguir ha- ciéndoles perder el tiempo con asuntos cuyo interés ha caído en picada en lo que va del presente siglo, al extremo de no ser siquiera nombrados en los textos capitales del pers- pectivismo y del giro ontológico hoy dominantes (Reynoso 1991; 2008: cap. §6; 2019a; Guattari 1993; 1996 [1986]; cf. Fernández de Rota 2012). Foucault no fue en modo al- guno “posmoderno” en el sentido explícito de Lyotard o Baudrillard, pero los antropólo- gos que contribuyeron a gestar la rama disciplinar de la French Theory lo fueron arque- tipicamente y en general lo siguieron siendo en los cuarenta años transcurridos desde entonces (cf. Gil 2007). Lo penoso del caso es que la antropología, escindida entre el ejercicio de una crítica gris e inconcluyente de las alternativas filosóficas, un descono- cimiento generalizado del legado foucaultiano y un apoyo acrítico a la obra de Foucault, perdió una oportunidad preciosa de dialogar de manera creativa con el desafío represen- tado por esa forma peculiar de universalismo implícito o (como diría Rabinow) de cos-

40 Sobre las tensiones entre las lecturas arqueológicas y genealógicas de Foucault véase el profundo y mi- croscópico análisis de Béatrice Han (2002 [1998]) aceca de las tres oleadas de la teorización foucaultiana en torno del poder en las ciencias sociales. El tercer modo favorecido por Foucault es llamado por algu- nos autores el de la problematización (Flynn 2005: 43 y ss.: Barnett 2015). En relación con el feminismo véase específicamente Deveaux (1994). Los trabajos de Chris Philo (2012) presentan una periodización distinta. Llama la atención que ni las categorías cronológicas, ni los rasgos distintivos de cada período, ni la selección de los textos representativos coincidan entre las mencionadas y entre las muchas otras perio- dizaciones que se han propuesto, para no hablar de las desavenencias relativas al uso de modernismo, posmodernismo y pos-estructuralismo para caracterizar aspectos del pensamiento de Foucault (v. gr. Bruns 2005; Brännströmm 2018; Mohammadi 2018; Chow 2021).

126 mopolitanismo crítico (Rabinow 1986: 258 versus Krupat 1992). En la geografía y la antropología francesa que acogió ideas foucaultianas (un movimiento de pequeño cala- do, como lo puso de manifiesto el antropólogo [ex-]marxista Maurice Godelier al lado de otros pensadores más recientes como Johannes Angermuller [2015]) no hay tampoco un componente multicultural, pluralista y relativista como el que a veces asoma, carac- terísticamente culposo, en los países de habla inglesa, ambientes posfundacionales fou- caultianos inclusive (cf. Fall 2005; 2007 versus Panourgiá 2009; Panourgiá y Marcus 2009). Invito entonces a echar una mirada al epígrafe de Foucault que encabeza este capítulo, un párrafo amañado a los tropezones en respuesta a una pregunta que los geógrafos le plantearon a boca de jarro pidiéndole que diera explicación de su escaso interés hacia la geografía, sólo comparable a su confesa ignorancia de la arquitectura o a su inopia a propósito de la geometría, que él quizá no reconozca pero que yo no he dudado en im- putarle. Cuesta creer que no haya sido un particularista o un nominalista el que escribie- ra el texto reproducido en ese epígrafe, un enunciado escurridizo que no está a la altura de la interpelación que se le contrapuso y en el que Foucault pontifica con un juicio sin- tético a posteriori y sin subjuntivos sobre un tema al que ostensiblemente no conoce tan- to como debería y al cual en toda su trayectoria nunca había dedicado antes (ni le dedi- caría después) ni el fondo de lecturas ni el tiempo de maduración ni las páginas de escritura que el asunto exige. La situación de la antropología, de la arqueología y de la arquitectura vernácula en la obra foucaultiana es acaso más precaria que la de la geogra- fía. Aunque cueste creerlo y aunque lo corroboren las demoradas investigaciones de Eli- sabetta Basso (2019; 2020) y Arianna Sforzini (2020), la “antropología” que Foucault tiene en mente la mayor parte del tiempo que dedica a cuestionarla es más bien la refle- xión católica, catequística y dogmática que se conoce como antropología filosófica (his- tóricamente lindante –vía Arnold Gehlen [1904-1976]– con el nacionalsocialismo) antes que la disciplina de base etnográfica que en una ciencia más centrada se acostumbra lla- mar con aquel nombre (cf. Foucault 1968 [1966]: 9, 221, 243, 252, 254-257, 368 versus Bert 2017). En materia antropológica Foucault desarrolló un estudio que se mantiene inédito en los archivos de la Bibliothèque Nacionale de Francia (Archives Foucault, ca- jas §42, §43 y §46) en algún momento no precisado entre 1954 y 1955, basado en un pe- queño fondo de lecturas de piezas clásicas de la primera mitad del siglo XX, lecturas que se practicaron cuando él era demasiado joven y sin que volviera a trabajar la cues- tión.41

41 Véase video de Elisabetta Basso sobre la crítica de Foucault a las ciencias sociales (“entre la psicología y la filosofía”) en https://www.youtube.com/watch?v=5nHM2_4vFzo&feature=youtu.be; los autores cita- dos son prácticamente los mismos. Entre las experiencias vitales de Foucault con la disciplina se cuenta un puñado de lecturas antropológicas (Do Kamo de Maurice Leenhardt, un poco de Pierre Clastres –de moda en ese entonces– algo de Mauss y un artículo no muy memorable de Lévi-Strauss) al lado de una juvenil “defensa de la etnología”, indeciblemente ingenua, reportada por el sociólogo Jean-François Bert (2017), todo ello en los años 50s. Hay muy poco que agregar que realmente valga la pena. Basso, Bert y Sforzini se muestran entusiasmados con su fichado de lecturas juveniles en perpetuo borrador, pero dado lo poco halagüeño de los resultados el lector queda con la sospecha de que si eso posee alguna importan- cia lo mejor habría sido callar. 127

En ningún texto foucaultiano el filósofo prestó atención al trabajo de teoría etnográfica emprendido por los antropólogos, ni siquiera al que desarrollaron los partidarios inscrip- tos en el posmodernismo que escribieron Writing culture y que le han dedicado una parte importante de sus vidas (Clifford y Marcus 1986: 238-240, 241, 260-261). En un par de ocasiones Foucault nombra a Lévi-Strauss sólo para decir de él mucho menos de lo que todo el mundo sabe y sin desarrollar ninguna idea concreta. En una entrevista Foucault llegó al extremo de afirmar que Lévi-Strauss formaba parte de “una reflexión teórica que concedía una importancia cada vez más reducida […] a la experiencia inme- diata, vivida, íntima de los individuos. […] [S]i hay alguien que está lejos de la expe- riencia vivida es sin duda Lévi-Strauss, cuyo objeto era la cultura más ajena posible a la nuestra” (Foucault 2012 [1994]: 33). El objeto mismo de la antropología no le ha merecido reflexiones más atinadas. Salvo en una sola de las seis o siete mil unidades culturales existentes (y salvo en el Islām un puñado de veces) nunca se ha pensado, dicho, hecho o escrito algo que a Foucault le in- teresara tratar que no fuese un puñado de anécdotas retenidas a partir de unas pocas (muy pocas) lecturas etnográficas o experimentadas en su cuestionado viaje por el Irán de los Ayatollahs o por países selectos del Mghreb visitados en plan orientalista . No hay tampoco nada que haya discurrido más lejos del pensamiento de Foucault que el métier que da razón de ser a nuestra disciplina y que no es otro que dar cuenta de la multiplicidad de opciones existentes, de la diversidad que atraviesa todos los campos de la sociedad y la cultura y a la que todo el espectro de escuelas antropológicas en mutua confrontación rinde sin embargo la misma reverencia (cf. Abélès 2008; Reynoso 2018a). Las brevísimas, resbalosas y jamás establecidas referencias foucaultianas a la existencia de heterotopías “en todas las culturas, en todas las civilizaciones”, no suenan ni siquiera creíbles por cuanto la idea no fue precisada como habría sido menester con- signando aunque más no fuese un ejemplo bien contextualizado de una heterotopía aca- bada tal como se manifestaría en configuraciones sociales, contextos culturales, episte- mes o territorios radicalmente otros (cf. Foucault 2004b; 1986 [1967]). Vista a la distancia, la influencia de Foucault afectó primordialmente a los antropólogos interesados en el poder, tópico sobre el que el filósofo detentaba si no el monopolio, sí un predominio indisputado en el mercado intelectual. Pero disuelta ya la antropología política que derivaba de la veterana antropología social inglesa, con el marxismo antro- pológico francés en retirada bajo los golpes de Pierre Clastres primero y de Jean Baudri- llard después, con Maurice Godelier al garete y enganchado como furgón de cola del perspectivismo marginal de Marilyn Strathern tras haber violado todos los códigos de la ética en su escabrosa reseña de la iniciación Baruya y debilitado al compás de la menta- da crisis de la representación un giro interpretativo, fenomenológico y simbólico que vemos ahora que no calaba tan hondo ni llegaba tan lejos como se creía, el poder (al la- do de la identidad) devino uno de los temas capitales de la antropología de los ’80 y ’90 al abrigo (y como nota al pie) del emergente pos-estructuralismo en general y del mo- mento foucaultiano en particular.

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Nuestra disciplina no fue la única en recibir el impacto de la obra de Foucault. La mayor parte de los estudios posicionados en los alrededores de la teoría poscolonial y del ulte- rior movimiento decolonialista también recibió su cuota de influencias foucaultianas y pos-foucaultianas; pero incluso la matriarca del poscolonialismo Gayatri Chakravorty Spivak (1988) sabía que Foucault, aunque se lo creía alineado con los progresistas, los igualitarios, los utópicos y los anti-sistema (desde la crítica a Mao Zedong en los sesen- ta hasta el apoyo devocional a Khomeini en sus últimos años), no lograba disimular el fondo eurocéntrico y francocentrípeto de su filosofía y (concomitante a su depreciación de la antropología) su desinterés olímpico por les pensées autres. Foucault siempre insi- nuó –malgrado la experiencia ganada en sus mal conocidas incursiones de corresponsa- lía en Túnez e Irán– que la validez local o universal de sus alegaciones sobre el poder, la sociedad y la cultura y sus respectivos valores de verdad no era algo por lo que habría que hacerse mala sangre y que incluso sus panfletos más detestables sobre la mujer en la revolución iraní atesoran verdades reveladas de “espiritualidad política” universal (cf. Foucault 1998b; Ghamari-Tabrizi 2016; Brännström 2018; Mohammadi 2018 versus Stauth 1991; Afary y Anderson 2005).42 Cierto es que hay en los textos de Foucault numerosos recordatorios de que su crónica se refiere a “Occidente” o al pensamiento o a la historia “Occidental”, pero lo Otro de Occidente resulta ser, casi siempre un “Oriente” casi siempre acotado al Islām de los tres países musulmanes por los que pasó, como bien nos recuerda el pos-colonialista in- glés Ian Almond (2007: 22-41) –por entonces en las Universidades de Erciyes y Boğa- ziçi– en un bello y punzante libro sobre el nuevo orientalismo, en el cual Foucault, mu- cho más que Derrida, ocupa un sitial descollante. Entre el Occidente y el Oriente fou- caultiano –implica Almond, y coincido con eso– no hay espacios pertenecientes al resto del mundo, lugares otros, que no sean o bien calcos idénticos u opuestos binarios, refle- jos perfectos, ditanciamientos absolutos o contraimágenes idealizadas de los lugares nuestros. En la imposición de Foucault como uno de los dos referentes franceses por antonomasia en la antropología americana de los 80 para acá (el otro ha sido sin duda Pierre Bour- dieu) se pone en evidencia que su filosofía no estaba diseñada para funcionar como toolkit listo para usar en una ciencia constituida sobre los modelos mecánicos, estadís- ticos, sistémicos o interpretativos de costumbre. El problema de la integración de su pensamiento al arsenal de recursos del antropólogo se resolvió simplemente poniendo entre paréntesis y postergando ad calendas graecas el análisis reflexivo de cómo que- daría articulado el aparato teórico y metodológico al cabo de la hibridación episte- mológica, situación que se mantiene hasta la fecha. El hecho es que la integración se realizó expeditivamente, dando por sentado el carácter armónico de los elementos de juicio a los que se recurría y sin poner en foco la adecuación de las categorías implica-

42 No menos bochornosas fueron las discusiones entre Foucault y el feminismo a propósito de la posturas androcéntricas de aquél, tanto a propósito de su admiración unilateral hacia la revolución iraní como en relación a su tornadiza Historia de la Sexualidad (Fraser 1989; Bartky 1990; Ramazanoğlu 1993; Soper 1993).

129 das a los contextos correspondientes o el carácter exógeno, fragmentario y descentrado de los vocabularios conceptuales. Ya no importa entonces que las categorías de las que se trata sean emic o etic, una distinción malentendida en Francia y ya caída en el olvido en todas partes. Jamás sucedió, después de todo, que Foucault planteara que alguna de sus argumentaciones fuera sólo una hipótesis de trabajo provisional que debería ser co- rroborada transculturalmente, o que constituyera un componente teórico que debería ser coordinado con algún otro procedente de la obra de otro investigador o emanado de otros contextos sociales, o modificado conforme a los cambios que ha sufrido última- mente un determinado estado de la cuestión (v. gr. la compresión del espacio-tiempo, el redescubrimiento del campo, el triunfo de la cronotopía, la demanda desbordante de métodos ritmanalíticos), o con arreglo a la creciente, menguante o estancada capacidad de resolución de las herramientas disponibles. En la bibliografía hay abundancia de ejemplos de uso de conceptos foucaultianos (el más notorio de los cuales es el de heterotopía) como si fueran aptos out of the rack para afrontar la diferencia cultural y útiles para dar cuenta del fenómeno que cuadre en el escenario que corresponda. Caso a cuento es el libro de Joanne Tompkins Theatre’s he- terotopias: Performance and the cultural politics of space (2014). La argumentación de Tompkins se beneficia de la indistinción entre diferentes nociones espaciales (place, space, emplacement, territory, location, stage) dando por hecho que todos los espacios de algún interés son sin más trámite heterotopías, arguyendo que estas heterotopías “ayudan a dar forma a los contextos sociales”, asegurando (sin proporcionar referencias) que en la escritura de Foucault la idea de heterotopía está vinculada indefectiblemente con el tema del poder, implicando que todos los estilos teatrales a través de las culturas conciben del mismo modo el espacio de la representación e introduciendo factores de agencia ajenos al pensamiento de Foucault. Así expuesto, el caso de Joanne Tompkins es aleccionador, aunque más no sea porque ella no hace nada que se priven de hacer muchos de los foucaultianos que uno conoce. Más adelante volveré sobre esta cuestión. Esta situación (etnográficamente hablando) ha tenido su costo y ese costo no está toda- vía saldado. Mientras que Edward Saïd [1935-2003], a pesar de la enorme admiración que sentía por él, cuestionaba el porfiado eurocentrismo de Foucault y su tendencia a universalizar sobre casos tomados de la realidad europea,43 tanto Ann Laura Stoler (1995: viii) como Stephen Legg (2005; 2007) y Crampton y Elden (2007: 11) sabían, asimismo, del “asombroso” y “desconcertante” silencio de Foucault sobre la génesis co-

43 “[S]us debilidades fueron bastante marcadas aunque, creo, no estropearon seriamente la calidad y el poder de sus puntos fundamentales. El más sorprendente de sus puntos ciegos fue, por ejemplo, su des- preocupación por las discrepancias entre su evidencia básicamente limitada a Francia y sus conclusiones aparentemente universales. Además, no mostró ningún interés real en las relaciones que su obra tenía con escritoras feministas o poscoloniales que enfrentaban problemas de exclusión, confinamiento y domina- ción. De hecho, su eurocentrismo era casi total, como si la "historia" en sí tuviera lugar sólo entre un gru- po de pensadores franceses y alemanes. Y a medida que su trabajo posterior se volvió más privado y eso- térico en sus objetivos, parecía aún más desenfrenado en sus generalizaciones, pareciendo implícitamente burlarse del trabajo quisquilloso realizado por historiadores y teóricos en los campos que él había apartado de su alcance” (Saïd 1984: 10).

130 lonial de la modernidad europea, sobre el imperio y sobre la construcción mutua de las metrópolis y la periferia. Por venir de la boca de quien fue durante un breve tiempo un ardiente foucaultiano y un@ de l@s (tres) @adres fundadores del pos-colonialismo la queja de Saïd, sobre todo, merece que se la cite extensamente: De ser un audaz movimiento de intervención a través de líneas de especialización, la teoría literaria estadounidense de finales de los años setenta se retiró al laberinto de la "textuali- dad" arrastrando consigo a los últimos apóstoles de la textualidad revolucionaria europea – Derrida y Foucault– cuya canonización y domesticación transatlántica les parecía a ellos mismos demasiado triste como para alentarla. No es demasiado decir que la teoría literaria estadounidense o incluso la europea acepta ahora explícitamente el principio de la no inter- ferencia, y que su modo peculiar de apropiarse de su materia (para usar la fórmula de Al- thusser) es no apropiarse de nada que sea mundano, circunstancial o socialmente contami- nado. La "textualidad" es el tema un tanto místico y desinfectado de la teoría literaria. Tal como se practica hoy en la academia estadounidense, la teoría literaria ha aislado en su mayor parte la contextualidad de las circunstancias, los eventos, los sentidos físicos que la hicieron posible y la hicieron inteligible como resultado del trabajo humano (Saïd 1983:3-4).

Al menos un ensayo escrito por Karlis Racevskis (2005) de la Universidad del Estado de Ohio detalla minuciosamente los puntos de acuerdo y los desacuerdos entre Saïd y Foucault, aunque el objetivo último de Racevskis haya sido desacreditar la lectura fou- caultiana que llevó a cabo Saïd remarcando su carácter convencional y su incompleti- tud. De todas maneras uno de los argumentos mejor desarrollados en el artículo de Ra- cevskis es el paulatino desengaño que Saïd experimentó apenas acabado de publicar, precisamente, Orientalismo (2003 [1978]). Una de las causas de su desencanto tuvo que ver con la cuestión palestina. En la primavera de 1979 Saïd fue invitado por Juan Paul Sartre y Simon de Beauvoir a una reunión sobre la paz en el Medio Oriente que tuvo lugar en París, precisamente en la casa de Foucault, aunque Foucault (que estaba entre el público) escogió no intervenir. Saïd encontró la reunión profundamente decepcionan- te, concluyendo que ni Beauvoir ni Sartre “sabían absolutamente nada sobre el mundo árabe y eran fantásticamente pro-Israel” (Singh y Johnson 2004: 75). El momento cul- minante del encuentro fue una presentación de Sartre quien “habló durante quince o veinte minutos sobre cuán grande era Anwar Sadat”44 pero, para asombro de Saïd, “no pronunció palabra sobre los palestinos”. En su propia casa, Foucault también perma- neció sin participar. Racevskis recuerda el episodio: Saïd se encontró con Foucault en esa ocasión pero la conversación que tuvo con él fue muy decepcionante. "Podría decirse que se estaba retirando de la política –recuerda Said– que había perdido interés en la política. [...] Años después, Saïd descubrió que lo que él había interpretado como falta de interés hacia la política había sido la forma en que Foucault evi- taba discutir sobre los palestinos. "A fines de los 80s" –recuerda Saïd– "Deleuze me dijo que él y Foucault, alguna vez amigos muy estrechos, habían chocado fatalmente debido a sus diferencias sobre Palestina, Foucault expresando apoyo para Israel, Deleuze para los pa-

fue el presidente de Egipto que firmó el [1981-1918 , محمد أن ور ال سادات] Muhammad Anwar el-Sadat 44 tratado de paz con el israelí Menahem Begin a instancias de Jimmy Carter, por lo que recibieron los tres el Premio Nóbel de la Paz precisamente en 1978, el año en que se publicó Orientalism.

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lestinos. No es de extrañar que él no quisiera discutir sobre Medio Oriente conmigo" (cita- do por Marroucchi 2004: 92) (Racevskis: 2005: 85 versus Saïd y Muñoz 2000).

Racevskis acaba denunciando la incomprensión de Saïd hacia las claves últimas de la filosofía de Foucault y hacia su particular forma de compromiso y sensibilidad, todo lo cual ocasiona que el padre del poscolonialismo acabe esperando que la filosofía fou- caultiana le ayude a cambiar el estado de cosas cuando el propósito del filósofo es muy otro y está (para Racevskis) mucho más allá de lo que el palestino está en condiciones de entender. Racevskis siguió matizando estas gastadas ideas algunas veces más y otros o bien se subieron a la caravana o manifestaron furibundas ideas en contrario (Courville 2007; Jung 2010; Freire 2011; Jirn 2015; Vendevive 2017; Varol 2017; Moosavinia, Racevskis y Sarokolaei 2019; Simon 2019; Mishra 2021; Rahim 2021). Siendo que la estructura argumentativa del libro principal de Saïd se deriva de su honda comprensión de unos cuantos conceptos foucaultianos fundamentales al lado de una profunda lectura de Franz Fanon, mi interpretación de los hechos es por supuesto muy otra, por lo que mi balance inclina la balanza en detrimento del otro contendiente. Lo que Saïd no compren- día era otra cosa. Lo que Saïd no entendía es que un filósofo que se supone ha profun- dizado en los los resortes del fenómeno (y que ha permitido que llegáramos a creer, por ejemplo, que su escritura ofrece formidables recursos para resistir al poder) haya to- mado la postura que tomó en lo que respecta a la contienda de Medio Oriente, en donde la tremenda asimetría de fuerzas y las diferencias en el ejercicio del poder se perciben con tan elocuente transparencia. Mi única objeción a las observaciones de Saïd es que con respecto al perfil ideológico de Foucault tal vez debió haberse percatado antes que el filósofo no pensaba como él creía, como en algún sentido lo afirman Dietrich Jung y Jin Suh Hirn basándose en el congénito anti-humanismo y el anti-individualismo del filósofo (Jung 2010; Jirn 2015; Brahimi y Fordant 2017). No obstante los desencuentros personales y las copiosas, amplias y profundas críticas que lo invadieron apenas acabado de escribirlo, el libro más éxitoso, impactante y ar- quetípico de Saïd, Orientalism: Western conceptions of the Orient se sitúa reverencial e incondicionalmente bajo el influjo magistral del filósofo (Saïd 2003 [1978]: 3, 14, 22- 23, 94, 119, 130, 135, 188, 362, 364-365, 368, 370 versus Saïd 1983; 1984; 1986; cf Chuaqui 2005). Más que eso, el libro (un año anterior al desventurado encuentro de Pa- rís) ha sido instrumental en la penetración de la French Theory en la intelectualidad nor- teamericana, antropología posmoderna de Texas y del Medio Oeste a la cabeza. French Theory significa aquí, como su nombre lo indica, la apropiación de las filosofias france- sas que en América llamamos posmodernas, pos-estructuralistas y/o pos-fundacionales por parte de los escritores y científicos sociales norteamericanos y (secundariamente) por los británicos y sus respectivos replicantes en América Latina, en ambos casos con Michel Foucault como protagonista principal hasta la primera década de este siglo (in- clusive) cuando en América Latina comenzó a ser desplazado por Gilles Deleuze, figura orientadora del giro ontológico de Philippe Descola y del perspectivismo amazónico de Viveiros de Castro (Cusset 2005 [2003]: cap. §13; Clifford y Marcus 1986: 3, 5, 12, 92, 239-241, 251, 261; Marcus 1995: 102; Starr 1995; Rabinow, Marcus, Faubion y Reed 2008: 4, 17, 19, 26, 41-42, 47, 51, 61, 88; Faubion y Marcus 2009: ix, 17 n12, 42, 63,

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74, 80, 87, 146-147, 157, 171, 177; Patai y Corral 2005; Angermuller 2015; Kauppi 1994; 1996; 2016). Al margen de estas puntualizaciones, con el correr de los años se ha ido constituyendo un pequeño clique de antropólogos y una comunidad de geógrafos que han girado en torno de la aplicación por parte de sus disciplinas de concepciones foucaultianas del po- der en todas las variantes que los especialistas han etiquetado diversamente: concepcio- nes enunciativas, estructuralistas, neo-estructuralistas, epistémicas, arqueológicas, ge- nealógicas, ligadas al poder/conocimiento, biopolíticas, neoliberales, etcétera, estrate- gias que no han sido coordinadas sistemáticamente, cronotopos cuya validez nomencla- toria simultánea es dudosa y a los que cada quien renombra, describe, contrasta y repo- siciona a su antojo. Este etiquetado terminó articulando el aparato defensivo de una es- trategia viva devenida movimiento póstumo, a mitad de camino entre una ciencia del espíritu abierta y un dogma intelectual cerrado, y a la cual la numerosidad y los delica- dos matices de los distintos Foucaults disponibles le viene como anillo al dedo para conmutar, reacentuar, combinar o silenciar contextos enunciativos según haga falta y para poner fuera de combate, sin hacer más nada, cualquier conato de objeción política, ética o epistemológica puntual (Sangren 1995; 2000; 2017: 74 n16, 149, 198 n9, 199 n13, 204 n28, 315 n12, 337, 339 n2; Kipnis 2003; véase Deveaux 1994; Philo 2012; Abraham 2021). En antropología y en geografía humana el problema –entiéndase bien– no finca tanto en la obra de Foucault sino en el uso astuto que los foucaultianos extran- jeros a la filosofía hacen de ella como herramienta integrable tal cual viene de fábrica a un método científico o disciplinario, a una metodología espacial o a una praxis política para los cuales no fue de ningún modo diseñada. Las críticas más deletéreas y devastadoras del pensamiento foucaultiano y de los usos a los cuales se lo asigna no proceden tampoco del interior de la antropología ni atacan de lleno lo que aquí nos interesa que es, en última instancia, las geometrías del poder, la di- mensión espacial y la heterotopía, tres temas fundamentales que ninguno de los críticos más nombrados de su obra integral (y tampoco ninguno de los hagiógrafos magnos) se consagró a elaborar de lleno o se dignó siquiera a tratar (cf. Giddens 1984: 145-161; Merquior 1988 [1985]; Habermas 1987 [1985]: 238-293; Derrida 1989 [1967]: 47-89; Han 2002 [1998]; Harvey 2000 versus Deleuze 1988; Eribon (1995 [1994]); Halperin 2000 [1995]; Dreyfus y Rabinow 2001 [1982]; cf. Geertz 1978). Hablando de crítica lo primero a dejar en claro es que no toda ella es de primera agua o de primera mano. Más allá de las críticas y de no pocas contracríticas sustanciosas hay un área liminal ocupada por las “críticas monstruosas” amañadas por anti-foucaultianos, sub-intelectuales secta- rios y trolls amarillistas de la conspiración así como por las excusas abogadiles y las prácticas de reanimación y apoteosis que intentan los adeptos más acríticos y los adictos más cerriles (v. gr. Bloom 1987: 379; Rothbard 2011). Entre estos últimos se cuenta por desdicha el propio Foucault, quien, carente de la sere- nidad que uno esperaría de semejante luminaria, suele enredarse en nerviosas confronta- ciones ad hominem con polemistas de segundo orden o con lectores eventuales que no le han comprendido bien, vociferando titubeos al borde de una crisis de nervios (muy

133 alejadas del fluir de una escritura “demasiado bella para ser verdad”) contra detraccio- nes a las que no les daba la talla, dejando sistemáticamente sin contestar las críticas de pensadores de mayor entidad que habría sido necesario que se respondieran, las del palestino Edward Saïd entre ellas (Foucault 1971a; Deleuze 1988; Eribon 1995 [1994]: cap. §2 versus Megill 1985: cap. §5 y §6; Judt 1992; Paglia 1992; Miller 1993). Es ver- daderamente triste que no haya sido así porque no todos los días se tiene la oportunidad de intercambiar ideas con estudiosos de la estatura de Foucault. Como decía José Gui- lherme Merquior en un libro antiguo pero sin fisuras, “[l]os maestros estructuralistas –y Foucault lamentablemente no es una excepción– tienen una molesta costumbre de eva- dirse de las objeciones críticas en lugar de enfrentarlas” (Merquior 1988 [1985]: 285). Por nuestro lado, dejaremos tanto las exaltaciones como las buenas y las malas críticas en reserva, encareciendo la lectura de ambos subgéneros hasta la última coma pero evi- tando extraviarnos en su detalle aquí y ahora. Parte de las lagunas y disonancias perceptibles en la visión foucaultiana pueden expli- carse, pienso, por la relativa inexistencia de una cabal antropología del poder capaz de ganar espacio en la intelectualidad francesa de los años 60 y 70 y dialogar con aquélla, un hecho sobre el que nuestra disciplina no ha reflexionado suficientemente. Las críticas antropológicas sustanciales del pensamiento de Foucault a propósito del poder, amén de ser apenas un puñado escaso y no rayar excesivamente alto, son más de una década pos- teriores a la muerte del filósofo. Aun así, un segmento importante de la intelectualidad angloparlante y de sus repetidores en América Latina consideró el pensamiento foucaul- tiano sobre el poder y su presunto giro espacial no sólo necesario sino también sufi- ciente para apuntalar sus propias prácticas. Si de poder se trata, el importante trabajo del antropólogo Louis Dumont [1911-1998] en Homo Hierarchicus (1970 [1967]) es nueve años anterior a la Histoire de la Sexua- lité (1976) pero por más que en su trama el poder está estructurado en relación con la je- rarquía y el territorio el libro nunca pudo hacer sombra a las ideas de Foucault/Raffestin en ese terreno por razones que en estas páginas apenas alcanzaré a esbozar y en las que la geometría del poder no es lo que está en foco. Lo concreto es que en esta temática la memoria antropológica entró en un cono de sombra. El libro de Dumont (quien nunca nombró a Foucault, fundándose en los trabajos de Arthur M. Hocart [1883-1889], de John Henry Hutton [1885-1968], del inmenso Mysore Narasimhachar Srinivas [1916- 1999], del todavía activo McKim Marriott y de otros eruditos hoy más bien olvidados) conoció una difusión considerable, aunque no la notoriedad requerida para que Foucault o Raffestin le prestaran atención. La definición de poder que sostiene Dumont (“el ejer- cicio de la fuerza legítima sobre un territorio determinado”) tampoco trasuntaba mucha originalidad; su concepción del territorio da la definición por sentada sin explicar tam- poco de dónde procede la legitimidad de su fuerza (1970: 194). Por razones que habría que investigar mejor, la visión de Dumont no se impuso como una plena antropología. Respetada en América Latina y tempranamente traducida al español fue de hecho muy poco leída en Francia, Inglaterra y Estados Unidos que es donde se decide el destino de las teorías antropológicas (Dumont 1970 [1967]). En la India el modelo de Dumont no fue competencia para la antropologia de Mysore Narasimhachar Srinivas [1916–1999], 134 considerado el máximo especialista indio en el sistema de castas y la estratificación so- cial y confrontado con las ideas del autor de Homo Hierarchicus (Srinivas 1962; 1987). Por diversos motivos más o menos circunstanciales, pero sobre todo por mil razones ati- nentes a la dinámica de las modas teoréticas, a la larga se impuso la concepción pura- mente filosófica, como si la antropología renegara de sus propios avances y no atinara a hacer valer sus hallazgos particulares. Pero si la antropología estuvo retraída e incomu- nicada consigo misma, la sociología también fue incapaz de trabar el diálogo necesario con la filosofía. Aunque existen sociologías acotadas a dominios de la más variadas es- pecies (yo mismo dicto seminarios regulares en un posgrado de Sociología del Diseño, sin ir más lejos) no existe tampoco una adecuada sociología del poder más allá de un puñado de referencias decimonónicas que hoy sólo sirven para el recuerdo; pero esa será otra cuestión que preferiría no tratar aquí. Acostumbrada a lidiar con sociedades horizontales o con jerarquías minimalistas, iguali- tarias o difíciles de comparar, la antropología del último medio siglo nunca se sintió có- moda con el poder. Incapaz de producir una versión propia del concepto, debió importar alguna preexistente en una disciplina extranjera, previsiblemente carente de todo atisbo de diversidad y de todo ejercicio comparativo. Si buscamos bien encontraremos unas cuantas experiencias antropológicas que testimonian preocupaciones por el poder en la virtualmente difunta antropología política y en la llamada antropología transaccional; esas exploraciones han sido a todas luces insuficientes. Mientras que el tema del poder en la vieja antropología constituía un capítulo del dominio político que nunca llegó a ser una “categoría cultural” murdockiana y que nunca logró emanciparse como un campo o una especialidad temática por derecho propio, buena parte de la antropología del poder en el mundo de habla inglesa en tiempos recientes es, manifiestamente (y como diría Donald Black), una geometría social (proto)foucaultiana o, por lo menos, una geometría social pos-estructuralista con tendencia a lo que ahora se llama más bien posfundacio- nal, siempre con mutables pero nutridas referencias a ideas de Foucault. Estas ideas desembocan en un asfixiante y conformista culto a la genialidad del filósofo que con- tribuye a que se estime superfluo todo desarrollo metodológico ulterior y (habida cuenta del giro de Foucault hacia el neoliberalismo) toda militancia política y todo proyecto de intervención en lo real. Ha habido, desde ya, una antropología política referida a cues- tiones de poder, pero (al igual que la sociología política o que la teoría de la ciencia política propiamente dicha) ha tenido poca saliencia como para constituir una opción frente al marasmo foucaultiano. Los foucaultianos de la línea de Rabinow ni siquiera han consentido en nombrarla (cf. Gledhill, Bender y Larsen 1988; Gledhill 2000 [1994]; 2007; 2009; 2018; Gupta y Ferguson 1992; 1997; 1999; Robins 1994; Nader 1996; Cheater 1999; Kurtz 2001; Rhodes 2001; Kipnis 2003; Victoria 2016 versus Abélès 2008: 2009). Los trabajos realizados desde el marco de la antropología marxista de ha- bla inglesa sobre el concepto foucaultiano del poder han sido muy pocos y marcada- mente críticos (cf. Sangren 1995). Al cabo, la mayor parte de la antropología del poder del último tercio del siglo pasado y de lo que va del siglo XXI (con las excepciones anotadas) constituye una bordadura

135 alrededor de un acopio de frases foucaultianas que parecen venir a cuento de éste o aquél dato observacional afanosamente textualizado, con lo que se ha perdido la oportu- nidad de elaborar una genuina perspectiva etnográfica del poder y de la diversidad de sus (etno)geometrías particulares. En una palabra, aunque antropológicamente hablando la teoría de poder de Foucault (geométrica o no) deja que desear por su clausura etno- céntrica, su antropomorfismo, sus marcas de idiosincracia y su estrechez de foco, y aun- que en la antropología las relaciones entre las estructuras de poder y el territorio se ha- bían estudiado unas cuantas veces, nuestra disciplina no fue capaz (en las décadas que lleva manifestándose el agónico crepúsculo de la antropología política) de imaginar y abstraer un concepto de poder y de articular, promover y conferir masa crítica a una teoría en condiciones de hacerle competencia a lo que Foucault o el triplete Foucault- Rabinow-Dreyfus alguna vez tuvieron para ofrecer (cf. Miller 1954; Shah 1955; Marriott 1960; Dumont 1970 [1967]: cap. §7, “Poder y territorio”, 193-212 versus Cohen 1965; Gledhill 2009). Al principio de este libro hemos comprobado que fue en Francia y no en Inglaterra don- de la GP surgió con el preciso nombre que hoy detenta y donde la geografía que estaba en manos de Claude Raffestin se geometrizó en torno de las delimitaciones, la reorgani- zación y las escalas que definen la territorialidad, un concepto que en la GP de Doreen Massey se pone en escena muy tardíamente y sin mención de origen y que no tenía en su versión raffestiniana los tonos deleuzianos y anti-fundacionales que se le impusieron después (v. gr. Raffestin 1980; Massey 2008 [2007]: 28, 147, 151, 212; Haesbaert 2011). Incluso cuando trata del territorio, de la desterritorialización, de la territorializa- ción y de la re-territorialización Raffestin no menciona a Deleuze y se abstiene de uti- lizar conceptos rizomáticos. La misma desatención presta Raffestin a Derrida y a su pa- rergon o a Kristeva y sus conceptos espacializantes de chora y kehre (West-Pavlov 2009: 37-168, 247). Nótese, a todo esto, que Raffestin basa su réplica apenas modifica- da de la concepción foucaultiana del poder en la lectura de un único texto, que no es otro que el primer volumen de la Historia de la Sexualidad, sazonándolo con una buena dosis de la geografía política de Henri Lefebvre (Foucault 1976; Lefebvre 1976b; 1977; 2000 [1972]). Este despiece es un elemento de juicio que habrá que tener en cuenta para comprender la especificidad de la géométrie du pouvoir francofónica frente a la GP anglosajona y latinoamericana. Durante los últimos veinte o treinta años en la geografía, en la car- tografía crítica y en los estudios territoriales la influencia de la filosofía rizomática y del deconstruccionismo ha sido más arrasadora en los países de habla inglesa que en la pro- pia Francia, donde el pensador pos-estructuralista dominante es por amplio margen Mi- chel Foucault, padre putativo del movimiento de la antropología posmoderna norte- americana derivado del simposio de 1984 en Santa Fe de Nuevo Mexico y plasmado en Writing culture (Clifford y Marcus 1986). De todas maneras, mientras los antropólogos especializados en poder de los Estados Unidos se han manifestado entusiastas a propósi- to de Foucault (y un poco menos también de Derrida y bastante menos del recientemen- te entronizado Giorgio Agamben), la anthropologie du pouvoir de los franceses (como lo ha demostrado Marc Abélès en un artículo perfecto) ha permanecido más reticente 136 frente al pos-estructuralismo en general y al foucaultianismo en particular (Lemieux 1967; Balandier 1978; Verlet 1996; Abélès 2008; 2009; de Heusch 2009). En Francia, paradójicamente, los antropólogos han reposado en otras concepciones del poder, emic o etic, que provienen de la antropología misma, tanto de la francesa, prevalentemente, como de la antropología social inglesa de entre los 40s y los 80s, ninguna de las cuales (a diferencia de las geografías culturales, críticas o sociales británicas) depende de (o manifiesta familiaridad con, o muestra simpatía hacia) las elaboraciones derivadas de Foucault. Lo que me preocupa grandemente de las expresiones foucaultianas y raffestinianas so- bre el poder es –e insisto en ello– la presunción de su universalidad en el espacio y en el tiempo sin dedicar una página a sopesar las evidencias antropológicas e históricas que deberían respaldar esa clase de supuestos. Sucede lo mismo que sucedía con Doreen Massey frente a la cuestión indígena en Venezuela, un tema que ella no tocó y que no se podría ni siquiera abordar coherentemente sin que medie un intenso trabajo etnográfico de años etnía por etnía, región por región, territorio por territorio. En cuanto a que las GPs de Foucault, Raffestin o Massey sean antropológicamente utilizables tal cual vie- nen, en los tres casos a la vista me inclino a ser escéptico; no es de esperar que la nueva situación global modifique ese estado de cosas y fuerce a que la teoría se ponga a la al- tura de las circunstancias, pues parecería que en el estado actual de la práctica científica no son los acontecimientos ni las realidades ni las evidencias los motores que orientan la teoría sino las ruminaciones personales de los sucesivos profetas pensantes que se in- corporan al panteón teorético y a los que se rinde tributo pretendiendo usarlos selec- tivamente en lecturas de perspectivas variadamente retorcidas para fines ajenos a su órbita, a su experiencia y a su disciplina de actuación. Mientras que David Harvey (por poner un nombre) invocaba la compresión del tiempo- espacio como un elemento de juicio que empujaba a formular las preguntas distinta- mente, el objeto de la investigación del último Foucault (ya dejado atrás y hoy tornado casi ilegible su desahuciado modelo arqueológico) se aborda como si fuera atemporal e invariante por cuanto el método que se le aplica es irreflexivo respecto de los sesgos mutables de su propia perspectiva, tratando a su objeto como si no fuera propio de un contexto cultural o de un momento histórico que en treinta años se ha convertido en algo muy distinto de lo que fue en tiempos en que plasmaba teorías a las que más tarde ni siquiera él se preocupó en defender, descolocando a todos los que habían adoptado sus ideas tempranas (cf. Deveaux 1994; Han 2002 [1998]; Philo 2012). Prestemos atención, de todas maneras, a las formas homunculares que asume el discurso foucaultiano y raffestiniano sobre el poder para luego preguntarnos si es posible hacer que de ellas decante una geometría que sobreviva a los sucesivos cambios de idea de quienes forjaron el modelo póstumo que hoy está en rigor. Veamos primero un atisbo de expresiones características vertidas por Foucault o por los interlocutores –guionados por él– que fingen entrevistarlo: Situando el presente en el origen, la metafísica obliga a creer en el trabajo oscuro de un des- tino que buscaría manifestarse desde el primer momento. La genealogía, por su parte, resta-

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blece los diversos sistemas de sumisión: no tanto el poder anticipador de un sentido cuanto el juego azaroso de las dominaciones (Foucault 1991: 8). La teoría no se totaliza, se multiplica y multiplica. Es el poder quien por naturaleza opera totalizaciones, y usted, usted dice exactamente: la teoría por naturaleza está contra el poder. Desde que una teoría se incrusta en tal o cual punto se enfrenta a la imposibilidad de tener la menor consecuencia práctica, sin que tenga lugar una explosión, incluso en otro punto (Ibid. 58) Si los discursos como los de los detenidos o los de los médicos de las prisiones son luchas, es porque confiscan por un instante al menos el poder de hablar de las prisiones, actualmen- te ocupado exclusivamente por la administración y por sus compadres reformadores (Ibid.: 62). El poder en el sentido sustantivo, 'le pouvoir', no existe (1980: 235). Claramente es necesa- rio ser un nominalista: el poder no es una institución, una estructura, o una cierta fuerza de la que ciertas personas están dotadas; es el nombre dado a una compleja relación estratégica en una sociedad dada (La voluntad de saber, p. 123 de la traducción de C. Gordon).

Y veamos ahora un florilegio de aforismos raffestinianos sobre el poder y sus geome- trías, una selección que sirve además como un buen resumen de su posicionamiento: […] Sin divisiones el poder no tiene ninguna referencia, ninguna estructura, ya que no sabe cómo ejercerse (Raffestin 2011 [1980]: 119). […] [L]os revolucionarios, imbuidos de legalidad, van a proyectar sobre el territorio fran- cés, en sus primeros sueños, una rejilla geométrica que no tiene otra justificación teórica ¡que la de tener redes equivalentes! El primer reflejo se parece a una utopía euclidiana. Se trata de la expresión de un nuevo poder que representa al objeto de su gestión fuera de cual- quier consideración de la realidad y que, por lo mismo, homogeniza el territorio. Es el do- minio abstracto que no puede expresarse más que en términos geométricos (Idem: 120) […] Los revolucionarios descubren rápidamente, sin saberlo, que la instauración de un or- den geométrico no tiene sentido sino ahí donde la historia no dejó ningún trasfondo, ningu- na sedimentación. La inercia de la historia es demasiado grande como para ser negada sin daño. Por eso, la antigua división sobrevivirá en la nueva. Fue necesario componer “el pre- sente integrando el pasado para asegurar el futuro”: “la nueva división administrativa de Francia en departamentos no fue, como se ha escrito con frecuencia, una obra arbitraria y apresurada, sin fundamentos históricos.” Y Saboul agrega: “Por el contrario, aparece como un enlace útil entre las necesidades de una administración moderna y las aportaciones de la geografía y de la historia: ella ha respetado, mucho más de lo que se reconoce generalmen- te, las antiguas peculiaridades.” No es menos cierto que una verdadera relación de poder, que apostaba por la división del territorio francés, se inició entre partidarios de un sistema geométrico (como [Jacques Guillaume] Thouret) y partidarios de un sistema que conside- rara las tradiciones de la historia (como [Honoré Gabriel Riqueti, conde de] Mirabeau). Éste dirá: “Quisiera una división material y, de hecho, propia a las localidades, a las circunstan- cias, y no sólo una división matemática, casi ideal y cuya ejecución me parece inviable.” (Ibid.: 121) […] Destruir o borrar los antiguos límites es desorganizar la territorialidad y, en consecuen- cia, cuestionar la existencia cotidiana de las poblaciones. Una modificación drástica de los límites habrí|a conducido a un enfrentamiento con el nuevo poder. En el fondo, en muchos casos, las provincias crearon sus departamentos: [...] División, subdivisión, cierto, pero no desmantelamiento geométrico: la voluntad revolucionaria se afirma, sin destruir irremedia- blemente el trasfondo histórico. De hecho se asiste a un cambio de escala en la estructura territorial, pero no a una destrucción de ésta. ¿Qué es, finalmente, un División, subdivisión, cierto, pero no desmantelamiento geométrico: la voluntad revolucionaria se afirma, sin des- 138

truir irremediablemente el trasfondo histórico. De hecho se asiste a un cambio de escala en la estructura territorial, pero no a una destrucción de ésta. ¿Qué es, finalmente, un Depar- tamento? Es “una subdivisión de un espacio considerado como políticamente homogéneo, económicamente neutro, administrado de manera centralizada y cuya dimensión promedio está ligada al estado de las técnicas para mantener el orden y el control político de finales del siglo XVIII (Ibid.: 121-122). […] El mimetismo es la no-diferenciación, la pérdida de las diferencias. De hecho, es la de- saparición superficial de las diferencias, ya que en el fondo el Estado, lo hemos visto, per- manece tan lúcido como se puede en su relación con lo económico. Pero, por eso, acepta la obliteración de sus contextos territoriales: hay una contradicción entre la actitud del Estado, que calca la economía y los contextos en los que ésta se apoya. El Estado incita la organi- zación de una división con una geometría variable que no es compatible con la gestión polí- tica tradicional. Hay ahí una deformación de la acción política (Ibid.: 123). […] El poder busca controlar y dominar a los hombres y a las cosas (Ibid.: 44)

Antes de hacer algún comentario recapitulemos la avalancha de las personificaciones que se acaban de poner en escena y sus predicados respectivos: la metafísica obliga a creer, la teoría multiplica y se multiplica, una teoría se incrusta en algún lado, las pro- vincias crean sus departamentos, la voluntad revolucionaria se afirma, la contradicción calca la economía, el estado permanece lúcido, acepta la obliteración o incita la organi- zación, la relación de poder apuesta a la división, el poder no sabe como ejercerse, el poder busca dominar a los hombres y a las cosas, el nuevo poder homogeniza su territo- rio, el dominio abstracto se expresa en términos geométricos y así hasta el éxtasis. Fren- te a este alud de figuraciones y viñetas antropomorfizantes, uno está tentado a responder con una frase igualmente homuncular pero reflexivamente consciente de serlo y acotada al metalenguaje: en este enclave teórico omnisciente en el que ninguna aserción es sub- juntiva, provisional, atenuada, dependiente de escala, necesitada de evidencia o aunque más no fuese popperianamente falsable, la búsqueda del efecto literario ha aniquilado la posibilidad de articular un modelo. Comparativamente, los atributos del flogisto estaban definidos con más precisión. Aquí cabe una observación epistemológica a propósito del último ejemplo del primer muestrario. El hecho es que la peculiar sinuosidad del nominalismo foucaultiano no es una salvaguarda capaz de evitar el contrasentido del realismo (esto es, postular la rea- lidad y el carácter concreto de lo abstracto): que el poder no sea “algo” que se adquiere, que se posee y que pueda perderse45, que nunca se mayusculice y que pretenda ser sólo

45 Si fuera así, habría que preguntarse qué fue lo que le pasó a Muammar al-Gaddafi, a Hosni Mubarak o a Saddam Hussein en ocasión de perder el poder que sin duda habían tenido. La validez de las afirmacio- nes ontológicas (lo que el poder ‘es’ o ‘no es’) acaso se comprenda mejor si se aborda como una instancia que depende de la perspectiva, de la escala de tratamiento y de los modos de enunciación. A todo el mun- do le consta (y no es necesario que Foucault nos lo enseñe) que el poder no es una cosa material que se pueda comprar en cuotas por quintal métrico; pero ¿no existen acaso circunstancias en las que actuar como si el poder fuera una entidad sustantiva sirve para ganar insight en algún aspecto del fenómeno, para ponderar su magnitud o incluso para incidir sobre él? Cuando se saca del trono a algún poderoso ¿no que- da acaso un perceptible vacío de poder? ¿No es acaso epistemológicamente más grave antropomorfizar un fenómeno como si fuera un sujeto (como Foucault no trepida en hacerlo) que considerarlo en la mate- rialidad que le cabe en tanto objeto? (v. gr. Pólya 1957 [1945]: 51, 114, 133).

139 el nombre de una relación no deshace el nudo de la falacia de misplaced concreteness, sino que sólo lo posterga, lo escamotea por un rato, nos distrae, nos disuade. El esencia- lismo permea de todos modos la totalidad de las argumentaciones; las abstracciones, aunque ahora se diga que sólo son nombres de conceptos o de una colección de rela- ciones, siguen siendo en este esquema dispositivos dotados de materialidad y de fuerza causal aunque en los papeles se pretenda que la causalidad importa poco y que la vieja física social de los sociólogos importa todavía menos. René Thom [1923-2002], el creador de la casi olvidada teoría de catástrofes, decía en su mejor momento que sus modelos perseguían el objetivo no de predecir aconteceres o de perfeccionar el aparato inductivo sino de poner coto a la arbitrariedad de la descripcion. En las formulaciones que estamos revisando el propósito parece ser el contrario, como si se buscara coartar el desarrollo metodológico que debería surgir a partir de los enun- ciados e inhibir todo lo que no sea su propia floración enunciativa: una exuberancia sin capacidad de poner límite a las interpretaciones divergentes, una textualidad frondosa a la cual (ante el desborde de un puro ejercicio de estilo sin indicaciones metodológicas) los seguidores no tendrán más opción que replicarlo como mejor se pueda en el ejercicio histriónico de hacer como que aplican un método. Se me hace cuesta arriba que con es- tas reglas de juego (que no dependen del valor de ningún conjunto de parámetros y de ninguna serie de condiciones lógicas o empíricas y que no dejan tampoco lugar ni a la agencia ni a la política ni a los aconteceres) puedan armarse, ponerse a prueba o falsarse hipótesis y conjeturas científicas, imponerse algún orden a un conjunto de fenómenos como fruto de la aplicación de un principio filosófico (como el que parecía animar a La Arqueología del Saber),46 fundamentarse algún programa para cambiar algún estado de eventos o aunque más no fuera poner coto a la descripción descontrolada como hemos visto que exigía Thom (cf. Thrift 2000: 269; Thrift y Dewsbury 2000: 412; Sibley 1995: 85). Como lo ha remarcado Nigel Thrift (2007: 56), el énfasis foucaultiano en textos, enunciaciones y discursos involucra como contrapartida muchas omisiones trágicas; basta pensar en lo que podría haber hecho Foucault (como brillantemente lo hizo Reviel Netz [2007] en su genuina geometría del poder) con cosas tales como el alambre de púa, con las armas de fuego o con las drogas de prescripción (ver pág. 205 más abajo). Igual que lo hacían mis recordados amigos y colegas Santiago Wallace y Gerald Berre- man (colaborador este último del propio Dumont), en mi práctica docente e investiga- tiva siempre desaconsejé recurrir a Michel Foucault como proveedor de un marco con- ceptual listo para copiar y pegar en el documento descriptivo de la estrategia a seguir en una investigación empírica (Berreman y Dumont 1962). Nunca estuve seguro que una

46 No hay empero en ese texto metodológico referencias a las heterotopías, presentadas en sociedad ape- nas dos años antes (cf. Foucault 2002 [1969]). Se sabe que el modelo arqueológico fue abandonado tem- pranamente por Foucault y tratado más tarde con cierto fastidio; pero el problema es que los trabajos en los que se presenta la idea de heterotopía son precisamente de esa época, la misma en la que Foucault privilegiaba mucho más al tiempo, a las heterocronías y a la sucesión temporal de epistemes autoconte- nidas que al espacio y a las configuraciones arquitectónicas en las que el poder se ejerce (cf. Foucault 1968 [1966]; 1984 [1967]; 1985 [1967]; 2002 [1969]; Philo 2012).

140 filosofía en crudo, por brillante e inspiradora que sea (y pocas cosas hay en la vida inte- lectual más estimulantes que los mejores raptos de la imaginación de Foucault) pueda oficiar de insumo metodológico o marco conceptual de referencia a un trabajo científi- co, por más blanda, cualitativa, transgresora o anarquista que sea la ciencia o la anti- ciencia que la incorpora. El flujo del discurso literario y el armado de un modelo formal o semi-formal no tienen la misma estructura ni responden a las mismas exigencias. El mapeado de aquél sobre éste, miembro a miembro, suele ser problemático, cuando no imposible, en tanto falte una pieza equivalente a lo que en la vieja epistemología en ge- neral (y en los campos geométrico y topológico en particular) instanciaba un conjunto de ‘definiciones coordinativas’, ‘reglas-puente’ o ‘reglas de correspondencia de escala’ capaces de establecer relaciones sistemáticas entre dos instancias escogidas subjetiva y arbitrariamente en las que anida alguna especie de geometría (Reichenbach 1958 [1927]: 4, 5, 37, 88, 103, 114, etc.). Viene bien ahondar un poco en estas definiciones. El libro culminante de Reichenbach se titula significativamente La filosofía del Espacio y el Tiempo. En él Reichenbach formula una observación relacional que no difiere mucho de similares observaciones relacionales efectuadas por Weber, Fechner, Stevens y Bateson que he descripto en un reciente libro sobre los dilemas de la comparación en las ciencias sociales y humanas (cf. Reynoso 2019b: cap. §2). En su momento más resueltamente batesoniano escribe Reichenbach: Infortunadamente, la discusión filosófica del convencionalismo, desorientada por su nom- bre inadecuado, no siempre presenta el aspecto epistemológico del problema con suficiente claridad. Del convencionalismo se ha derivado la consecuencia de que es imposible hacer una afirmación objetiva sobre la geometría del espacio físico, y que estamos lidiando sólo con arbitrariedad subjetiva; el concepto de geometía del espacio real se consideró carente de sentido. Este es un malentendido. Aunque la afirmación sobre la geometría se basa en ciertas definiciones arbitrarias, la afirmación misma no deviene arbitraria; una vez que las definiciones se han formulado, se determina a través de la realidad objetiva lo que es la geometría concreta. Usemos nuestro ejemplo anterior: aunque podemos definir la escala de temperatura arbitrariamente, la indicación de la temperatura de un objeto físico no deviene una cuestión subjetiva. Seleccionando una cierta escala podemos estipular un cierto número arbitrario de grados de calor para el cuerpo respectivo, pero esta indicación posee un signi- ficado objetivo una vez que se agrega la definición coordinativa de la escala. Por el contra- rio, es la significación de las definiciones coordinativas prestar [to lend] un significado ob- jetivo a las medidas físicas. En tanto no se advertía en qué punto del sistema métrico ocu- rrían las definiciones arbitrarias, todos los resultados de la medición eran indeterminados; sólo descubriendo los puntos de arbitrariedad, identificándolos como tales y clasificándolos como definiciones podemos obtener mediciones objetivas en física. El carácter objetivo de las afirmaciones físicas se trasmuta así en afirmaciones sobre relaciones. Una afirmación sobre el punto de abullición del agua ya no se considera una afirmación absoluta, sino como una afirmación sobre una relación entre el punto de ebullición y la longitud de la columna de mercurio. Existe una afirmación objetiva parecida sobre la geometría del espacio real: es un afirmación sobre la relación entre el universo y un conjunto de varillas rígidas. La geo- metría escogida para caracterizar esta relación es sólo un modo de hablar; sin embargo, nuestra conciencia de la relatividad de la geometría nos permite formular el carácter ob- jetivo de una afirmación sobre el mundo físico como una afirmación sobre relaciones. [...] El único camino hacia el conocimiento objetivo conduce a la percepción consciente del rol

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que la subjetividad juega en nuestros métodos de investigación (Reichenbach 1958 [1927]: 37; el subrayado es nuestro).

A todo el mundo le tienta que su entramado conceptual pase por ser una geometría, pero (aunque las alternativas sean muchas) para merecer ese bonus hay que disciplinar inteli- gentemente las analogías, imaginar una estrategia de representación adecuada, pensar de veras en términos relacionales y resignarse a afrontar una curva de aprendizaje que a veces resulta prohibitiva. Nadie dice que en toda variedad de ciencia vaya a ser cosa fácil establecer una lógica de escalas, relaciones y criterios comparativos, aunque algu- nos (como Simmel, Christaller, Zipf, Arlinghaus y los fractalistas, los analistas de redes, Hägerstrand, Tobler, Haggett, Lefebvre, Michon y los teóricos del ritmanálisis)47 logra- ron hacerlo y muchos otros (como Donald Black o el propio Bateson) al menos lo inten- taron. Por eso es que no me resulta honesto que alguien se ampare en el prestigio y en la carga semántica y en la eficacia pragmática de una geometría si al menos no lo intenta seriamente. Expresiones que resultan iluminadoras en un razonamiento filosófico o en una enuncia- ción coloquial se revelan complicadas o imposibles de representar en un modelo a me- nos que “la metafísica”, “la relación de poder”, “el estado”, “las provincias”, “el poder mismo” y demás entidades sustantivadas en el discurso puedan programarse como agen- tes o actantes discretos que poseen atributos predicables o que ejecutan acciones preci- sas con consecuencias definidas mediante formalismos coordinativos y relacionales que el modelo de Foucault expresamente excluye de consideración. No es después de todo al trabajo científico lato sensu ni a la geometría como tal a aquello a lo cual Foucault pre- tendía hacer una contribución. En entrevistas que introducen un momento reflexivo él se pensaba a sí mismo como proveedor de una boîte à outils, una caja de herramientas públicamente accesible, útil para pensar de otras maneras: “non un système, mais un ins- trument: une logique propre aux rapports de pouvoir et aux luttes qui s’engagent autour d’eux […] à partir d’une réflexion […] sur des situations données” (Dits et écrits III: 427). La obra primaria escrita, empero, no muestra signos de estos objetivos, que sólo emergen bajo presión de la mayéutica periodística, fuera de cámara, contra las cuerdas y de muy mala gana, en la que (equivocadamente) se partía del supuesto de que lo instrumental es una categoría más básica y más fácil de alcanzar que lo sistemático y que hacer algo concreto es menos complicado que pensar en términos abstractos. En este esquema foucaultiano armado a la medida del explícito y proverbial antagonis- mo pos-estructuralista con la agencia, con la verdad, con la evidencia y con la vida real, la naturaleza ontológica de los agentes y de las acciones permanece oscura toda vez que se definen en términos metafóricos, homunculares y parafrásticos que son en sí muy sugerentes pero a los que no corresponde ninguna métrica, medida de intensidad o mag- nitud espacial o temporal que (reglas coordinativas mediante) revele a su vez alguna forma, singularidad, distancia, escala, configuración, esquema procesual o, en suma, geometría. A falta de métricas (o de atributos equivalentes), con la mera descripción

47 Respecto de estos últimos véase más adelante, pág. 177 y ss.

142 nunca puede saberse cuánto falta para que sobrevenga un cambio u ocurra un estallido. Sé que ante esos espacios afincados en la textualidad, en la enunciación o (a lo sumo) en una pragmática puramente discursiva, reclamar métricas, escalas y modelos es mucho pedir, pero me conformaría que los promotores del método concedan algún principio heurístico que permita traducir la pomposa poesía en idioma foucaultés a enunciados in- teligibles en una lengua vulgar más pedestre pero referida con claridad suficiente a ins- tancias y relaciones concretas, para así examinar con mayor certidumbre si algún canon de implementación o alguna alternativa de entendimiento interepistémico, interteórico o interdisciplinario es a fin de cuentas posible. Hubo una vez un filósofo y matemático brillante, precursor y figura prominente del perspectivismo filosófico que se llamó Alfred North Whitehead [1861-1947] y que fue, entre otras cosas, no sólo el compañero de correrías de Bertrand Russell [1872-1970] sino el genio agudo que inspiró gran parte de las ideas de nuestro Gregory Bateson [1904-1980]. La idea clave que Bateson y los antropólogos debemos a aquel filósofo admirable es la identificación de la falacia de misplaced concreteness y la invitación a que, por buenas razones, dejemos de incurrir en ella o seamos al menos conscientes de sus efectos (Whitehead 1978 [1929]: 18, 93-94; 1967 [1918]: 68-70; Bateson 1935: 178-179). Así fue que la antropología aprendió de Bateson nociones tales como que “la cultura”, “la economía” e incluso “la psiquis” (y aquí diríamos también “la geometría del poder”, “las heterotopías” o el “poder” mismo) son construcciones convenientes, sí, pero hasta ahí muy poco más que eso. Cae de maduro que tales abstracciones no debe- rían ser sujetos protagónicos (o entidades homunculares dotadas de fuerza causal) ac- tuantes en la descripción de un estado de cosas o en una explicación científica, en la comprensión filosófica o en el esclarecimiento político de por qué las cosas han llegado a ser como son y cómo se podría hacer para cambiarlas. Foucault, como todo intelectual sagaz, sabía perfectamente esto, pero no quiso o no pudo aplicarlo reflexivamente hasta las últimas consecuencias. Por más que algunos definan esa plaga de un modo idiosin- crático y que nadie parezca darse cuenta del truco, no encuentro sentido a comunicar que se quiere trascender o combatir la plaga del esencialismo y del pensamiento causal estrecho si por imposición de las palabras que se usan (“sin divisiones el poder no sabe cómo ejercerse”…, etc.) no es posible salirse ni un instante de las reglas del juego que ese género de textualización instala. Ahora bien, la virtual totalidad de la literatura de sello foucaultiano en este dominio in- curre en esa falacia de la concreción fuera de lugar casi todo el tiempo, lo cual ha difi- cultado históricamente su operacionalización o (si no se quiere usar una palabra tan car- gada de connotaciones positivistas) su plasmación en modelos. Más delicado que esto, sin embargo, es el hecho de que la ubicuidad del poder y la falta de especificidad de sus manifestaciones conspiren para que la actitud frente al poder se agote en la resignación y el desempoderamiento, toda vez que tras el advenimiento del posmodernismo y según la visión de sus propios codificadores, los proyectos revolucionarios y los programas emancipatorios, transformadores o reformistas (en tanto “metarrelatos”) han perdido credibilidad por definición.

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Raffestin es expresamente consciente de que en una elaboración “conceptual” (como él la llama) sin reglas de coordinación empíricas se saben imposibles de sostener una métrica y una práctica de modelado. Este no es un problema específico de las ciencias mal llamadas blandas; en las más altas matemáticas la teoría de catástrofes de René Thom, fundada en la topología, experimentó el mismo género de limitaciones, lo cual al cabo la hizo desaparecer sin componendas ni medias tintas del repertorio de las ideas vigentes. El problema no radica tampoco en el carácter metafórico o cualitativo del planteo, ya que nada hay de malo ni de limitante en las metáforas o en las analogías en sí: las metaheurísticas hoy en uso en las teorías y las prácticas de la complejidad son de hecho proclives a expresiones desvergonzadamente metafóricas y analógicas, pero (merced a ingeniosas geometrías coordinativas) en ellas anidan algunas de las algorítmi- cas recursivas más potentes que se conocen.48 El problema con las metáforas raffesti- nianas es que no se encuentran coordinadas entre sí (o entre ellas y sus sentidos litera- les) más que a través de imágenes imprecisas, inexplicadas y mutantes; la vaguedad de su esquema relacional sumado a su incontrolada polisemia y a la intercambiabilidad de los términos es lo que obstaculiza la representación algorítmica de cada problema, dicho esto en el sentido más técnico de la palabra y considerando la representación como uno de los momentos iniciales más delicados y definitorios en el despliegue de la meto- dología (O’Hara 1992; Rothlauf 2006; Fraga, Salhi y Talbi 2018). De ningún modo el umbral mínimo de la precisión enunciativa y las tácticas de una re- presentación adecuada son exigencias exclusivas de una algorítmica digital: gran parte de las dificultades de la antropología interpretativa y del público y confeso cul de sac de la Verstehen derivan de esta clase de silenciamiento discursivo en el que se hace evi- dente que al optimismo hermenéutico de los años setenta se le fue la mano y que aparte del escándalo de la inducción hay algo turbio en los cuarteles del género de investiga- ciones mal llamadas cualitativas (cf. Mendelson 1979; Vattimo 1997; Rothbard 2011: 895-932). La geometría euclideana misma, a fin de cuentas, no fue expulsada de su trono por los humanismos sentimentales del espacio, el lugar y la forma, o por las lectu- ras rizomáticas de la geometría diferencial que repercuten hasta en las “multiplicidades” de Doreen Massey, sino por otras geometrías alternativas de igual o superior rigor axio- mático y calidad enunciativa. La encrucijada en la que se encuentra el esquema de Raffestin, silenciado unánimemente por los demás cultores de la GP de orientación pos-

48 Algoritmo genético, programación evolutiva, colonia de hormigas, simulación de templado [simulated annealing], inteligencia de enjambre, búsqueda tabú, escalamiento de colinas, memética, algoritmo del salto de la rana arrastrada, algoritmo competitivo imperialista, búsqueda cucú, algoritmo del murciélago, optimización del enjambre de luciérnagas, búsqueda armónica y muchas más. Se buscará en vano en la justificación de las escuelas hermenéuticas y de las mal llamadas “cualitativas” tamaño nivel de metafori- zación y semejante profusión de definiciones capaces de coordinar las metáforas más literarias y las algo- rítmicas más complejas; es de ello sin embargo que se trata una de las concepciones más creativas del ejercicio científico. Ninguna algorítmica está exenta del riesgo de impulsar a sus usuarios a proferir consignas imbéciles; pero (a diferencia de lo que fueran los indefendibles panfletos de Foucault sobre la revolución iraní) las metaheurísticas, más que cualesquiera otros formalismos, están siempre atentas, sistemática y reflexivamente, a que se presente esa eventualidad. De allí los métodos reflexivos de prueba que en la ciencia y en la geometría son de rigor pero de los que la filosofía se cree dispensada.

144 estructuralista, me recuerda el extremo analogismo que el antropólogo Clifford Geertz encontró en el sociologismo durkheimiano de Mary Douglas. Diez años atrás, en mi libro Corrientes teóricas en antropología me referí a ello en términos que aquí vuelven a ser relevantes. Respecto de la vaguedad de los enunciados douglasianos a propósito de las relaciones entre el pensamiento simbólico y la sociedad contaba yo que escribía Geertz en un texto hoy imposible de encontrar: El pensamiento “depende” de las instituciones, “surge” con ellas, “encaja” con o “refleja” a las instituciones. Estas “controlan” el pensamiento, o “le dan forma”, “lo condicionan”, “lo dirigen”, “lo influencian”, “lo regulan” o “lo constriñen”. El pensamiento luego “sostiene”, “construye”, “soporta” o “subyace” a las instituciones. La tesis tartamudea, alega Geertz. [...] Los sociólogos del conocimiento o los antropólogos de la mente, desde Mannheim has- ta Evans-Pritchard (el mentor de Douglas), han oscilado entre la afirmación de la versión fuerte del durkheimismo (el pensamiento es un reflejo directo de la sociedad), en la que ya nadie puede creer, y la versión débil (el pensamiento está influido en algún grado por sus condiciones sociales y a su turno influye sobre ellas) que difícilmente diga algo que alguien pueda negar. Geertz cree que Douglas no puede ser criticada por no resolver la cuestión, que bien puede resultar insoluble. Pero sus métodos dejan la cosa en el mismo estado en que la encontraron: a la deriva. Y Geertz concluye, cruelmente: los comentarios, como es- cribía Gertrude Stein, no son literatura (Geertz 1987: 37 según Reynoso 2008).

No hay tampoco un componente sociológico bien delineado en todo el marco concep- tual de Raffestin, quien en materia de sociología no trae a cuento ni a Émile Durkheim, ni a Gabriel Tarde, ni mucho menos a Georg Simmel, a Park o a Bogardus, o aunque más no fuere a Anthony Giddens. Cuando Raffestin habla de “campo del poder” dilapi- da la oportunidad de referirse a Pierre Bourdieu, lo que también lo desliga de los mé- todos geométricos de los que éste echaba mano que han penetrado de lleno en todas las disciplinas circundantes y que hemos referido en otros trabajos (v. gr. Reynoso 2018a: cap. §4). No es de extrañar tampoco que la GP de Raffestin haya bajado el tono de las métricas inherentes a la distancia social simmeliana y que no haya podido tampoco ser objeto de una reutilización sistemática o de una operacionalización creativa. Hay algo también en la postura de Raffestin que la asemeja a la de Donald Black, en el sentido de que éste sabe que una geometría plenamente desarrollada debe derivar en una o varias métricas o patrones sistemáticos y engendrar una o más técnicas de modelado, pero es consciente que los tiempos no están todavía maduros para siquiera iniciar tal emprendimiento. Escribe Raffestin: Escogimos voluntariamente la vía de la conceptualización para llegar a una adecuación en- tre la problemática y los instrumentos de investigación. Algunos intentos de medición y de modelación que hicimos no son sino pruebas para apreciar la condición unívoca de los con- ceptos, ya que nos pareció prematuro “medir” y “modelar”. Creemos que hemos abierto líneas de investigación que nos proponemos retomar posterior- mente en una perspectiva cuantitativa y formalizada, sin “abandonar” los modelos presta- dos, sino construyendo modelos simples y coherentes con la problemática relacional. Nues- tro primer objetivo, por el momento, se alcanzó: proporcionar medios para aprehender las relaciones de poder y aportar conceptos para captarlas en un contexto espacio-temporal. Nuestro segundo objetivo fue seguir una concepción que nutre a este libro en su conjunto: el objeto de la geografía humana no es, para nosotros, el espacio, sino la práctica y el cono-

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cimiento que los hombres tienen de esa realidad que llamamos espacio. Parece audaz, in- cluso presuntuoso, en estos tiempos de incertidumbre epistemológica, asignar un “objeto” a la geografía humana. Tal vez, pero no hay que equivocarse en eso; incluso quienes siem- bran dudas no dejan de referirse a un objeto, que no es sino un “demiurgo escondido” que les permite “pensar”. Es el tema del poder el que nos obligó a asumir nuestras convicciones, ya que no se expresa plenamente más que en las relaciones (Raffestin 2011 [1980]: 189).

Aunque Raffestin es un autor muy apreciado que “espacializó” el concepto foucaultiano de poder consagrándose a título perenne en el campo de los estudios territoriales, hemos encontrado en su geometría varios factores que no resultan convincentes. Entre ellos se destaca la metaforización forzosa y la polisemia deliberada de una concepción de la geometría que jamás deviene métrica, la falta de conceptos verdaderamente relacionales a despecho de una insistencia continua en las relaciones (derivada del carácter igual- mente polimorfo y genérico del poder en Foucault), todo ello acompañado por un e- sencialismo tenaz que a la larga se torna ingobernable. La bibliografía fundamental para hacerse una idea de lo que llegó a ser la GP elaborada en lengua francesa comprende por un lado la obra de Paul Claval (1978) y por el otro la de Claude Raffestin (1988: 250; Raffestin y Turco 1991), así como la de otros autores que en el último cuarto del siglo pasado utilizaron un concepto que estaba en el aire sin vincularlo necesariamente con Foucault y anticipándose a Raffestin en por lo menos diez años. De hecho el propio Raffestin (un foucaultiano que en su entusiasmo toca a veces los extremos de la hagiografía acrítica) alterna en ambas obras referencias a Fou- cault y a Claval como originadores intercambiables de la expresión, aunque como ya he dicho Foucault nunca plasmó por escrito su compromiso geométrico mientras que Cla- val sí lo hizo, aunque fugazmente. Entre fundadores y usuarios finales han habido unos cuantos que se han servido de la idea de las géométries du pouvoir a efectos muy dispares (Gascon 1995; Klauser 2012; Vertinsky 2016). Es Raffestin, sin embargo, quien usó el concepto como materia prima para concebir su idea del territorio antes que a la inversa, lo que ya es de por sí mucho decir. Las relaciones entre las geometrías y el poder aparecen en el contexto de la de- marcación, los límites, la territorialidad: Sin divisiones el poder no tiene ninguna referencia, ninguna estructura, ya que no sabe có- mo ejercerse. En la famosa fórmula “dividir para reinar” encontramos esta preocupación. El ejercicio del poder implica la manipulación constante de la oposición continuidad versus discontinuidad. El juego estructural del poder induce a asegurar tanto la continuidad, des- plazando los límites, como la discontinuidad, creando nuevos límites. No es excesivo pre- tender que el poder, para mantenerse o para reacondicionarse, necesita apoyarse en ese juego geométrico de los límites. Es un juego paradójico, permanente. No, los límites no son inocentes, ni son naturales, ni tampoco arbitrarios. No nos persuadi- mos de ello lo suficiente. Ellos forman parte de nuestro juego de la reproducción social: producción, intercambio, consumo. La reproducción social no es, finalmente, otra cosa que la territorialidad, ya que los límites son vividos, consumidos (Raffestin 2011 [1980]: 119; el subrayado es nuestro)

Hélène Bergues, notando que Raffestin arranca de la definición foucaultiana del poder para luego derivar hacia la suya propia, señala acertadamente que

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[l]a lectura de Foucault es prodigiosamente estimulante, pero no proporciona herramientas operativas, ninguna medida de "poder", ninguna identificación objetiva de sus efectos. El "poder" a la manera del éter de los físicos o el flogisto de los químicos es consustancial a cualquier relación, pero es imposible separarlo o aislarlo y trazar así el mapa preciso. Cons- ciente de esta vaguedad, Cl. Raffestin adopta una definición más clara: el poder es una combinación de energía e información, la energía misma tomada en el sentido amplio de la organización (Bergues 1981: 1201).

Aunque en esta especificación imprevistamente blackiana no presta ninguna atención al planteo de una géométrie du pouvoir, Bergues recupera como un hecho positivo que Ra- ffestin eche mano de una buena dosis de teoría de grafos para materializar su análisis. No obstante, la crítica advierte que, curiosamente, Raffestin no aplica su propia concep- ción del poder y retorna a la noción tradicional pre-foucaultiana del poder estatal, defi- nición que subyace tanto a las políticas de población que él traza como a la recolección de los datos con los que él opera. Otros autores han notado que aunque Raffestin mate- rializa sus representaciones relacionales con diagramas de flujo de energías y grafos de comunicación, resulta desconcertante que en la discusión raffestiniana del poder el es- pacio haya sido sugerido pero no directamente disecado (Fall 2007: 10). Los “grafos” de Raffestin –conviene aclararlo– no son todos propiamente tales, sino que despliegan una panoplia de distintas familias diagramáticas (vectores, diagramas de autómatas, tablas, redes de circulación, esquemas de feedback, diagramas de flujo) en unas cuarenta figuras reminiscentes de la edad de oro de los enfoques informacionales, de la teoría de catástrofes y la teoría de autómatas y carentes de toda unidad estilística o conceptual; ninguno de los diseños, por otra parte, se aproxima a lo que yo aceptaría de- nominar una representación geométrica (Raffestin 2011 [1980]: 28, 42, 46, 47, 48, 49, 50, 56, 57, 58, etc.). Más aun, el espacio y el territorio de Raffestin han sido impugna- dos como abtractos y discursivos. Yves Lacoste y A. L. Sanguin, en sendas reseñas exclamatorias, han advertido que tanto Raffestin como Paul Claval prescinden de la he- rramienta más fundamental de la geografía, esto es ¡mapas! (Sanguin 1983: 325; Lacos- te 1981: 155); huelga decir que en otros campos de la GP se han reportado ausencias análogas (Short 2008: 949). La reseña más dura del libro de Raffestin acaso sea la del geógrafo belga Christian Kes- teloot (1983), quien tampoco dice palabra sobre la naturaleza geométrica del marco teó- rico: El libro da la impresión de una larga lista de definiciones y descripciones de nociones y conceptos, sin utilizar éstos hasta el final para explicar en profundidad un hecho geográfico. Estos conceptos son tan generalizados o idealizados que pierden todo poder explicativo. Nada se dice cuando uno postula desde el principio que "el poder es inmanente en todas las relaciones" (p. 43), sin especificar los diferentes orígenes y significados de estas relaciones. Ya se trate de relaciones entre capitalistas y trabajadores, entre organizaciones estatales o religiosas y la población, entre poblaciones y territorios, entre empresas y estados, por men- cionar solo algunos casos considerados por Raffestin, en todas partes el poder es de la mis- ma naturaleza para sus ojos: él es "en cuanto a los medios movilizados, una combinación variable de energía e información" (p. 47). Esto conduce inevitablemente a proposiciones cuya utilidad real para una geografía del poder está limitada por su generalidad. Por ejemplo: "El poder apunta al control y a la do-

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minación de las personas y las cosas" (p. 45), lo que permite a Raffestin volver a los ele- mentos habituales de la geografía política clásica, a saber, la población, el territorio y los recursos; o bien "todo poder que se instaura unifica, centraliza, concentra, homogeneiza ..." (p. 107), lo que debe ser comparado unas pocas páginas después con "Sea lo que fuere, el poder siempre evoluciona entre dos polos", polos a los que él a la vez utiliza y manipula: el de la unidad y el de la pluralidad" (p. 118) (Kesteloot 1983: 308).

Cuando las expresiones más destructivas no son las observaciones críticas sino las citas textuales y las contradicciones entre ellas creo yo que estamos ante problemas de diseño científico de la clase más insidiosa. Todo ponderado, el geógrafo Francisco Klauser (2012), de la Universidad de Neuchâtel, encuentra similitudes entre los espacios semióticos de Raffestin y las esferas del discuti- do Peter Sloterdijk (1998; 1999; 2004). Klauser percibe fuertes conexiones entre el “pensamiento a través de la territorialidad” de Raffestin y el “pensamiento a través de las esferas” del heideggeriano Sloterdijk. Ambos autores apuntan al estudio de los me- dios concretos y abstractos (instrumentos, ‘sistemas de pensamiento’ y ‘sistemas de sig- nos’) que median las composiciones relacionales del estar-en-el-mundo de los humanos. La territorialidad de Raffestin no sería así muy ditinta de las ‘geometrías esféricas vitas de la comunalidad humana’ pensadas por Sloterdijk. En un esclarecedor articulo archivado en los invalorables documentos de la Universidad de Ginebra Juliet Jane Fall (2007), geógrafa de la Open University, examinó crítica- mente la escisión entre las geografías humanas francófona y anglófona y encontró una división territorial que guarda relación necesariamente con diferencias temáticas sino más bien con estructuras institucionales, prácticas académicas y estilos de debate, man- teniendo así artificialmente separadas las respectivas geografías y geometrías del poder de Claude Raffestin, John Allen e Yves Lacoste, entre otros importantes cultivadores del género. Con muy otras palabras pero en el mismo sentido se han manifestado Anssi Paasi (2005: 770) de la Universidad de Oulu en Finlandia y Claudio Minca (2005) de la Universidad Macquarie en Australia. Por esos avatares contingentes, Raffestin quedó tipificado a la larga como un geógrafo maldito, más citado en Italia, España y Sudamé- rica a través de traducciones que en la geografia francesa, suiza o belga a pesar de la comunidad de idioma (cf. Allen 2003; Fall 2007: 7; Martin 2017).

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5.2 – Espacialización y geometría

Apenas puedo reprimir el impulso de proponer aquí una desafiante hipótesis de trabajo que reza que a excepción del americano Jeremy Crampton y del inglés Stuart Elden (2007), los espacializadores post-mortem de Foucault –tales como Edward Soja (1989: 16-21; 1996: 145-163), Kevin Hetherington (1997), Dehaene y De Cauter (2008), Russell West-Pavlov (2009) y Mariangela Palladino y John Miller (2015)– todos geó- grafos y angloparlantes) no mencionan al geometrizador capital de la herencia foucaul- tiana (el suizo Raffestin), ni le dan cabida a sus aportes, ni se interesan por interrogar sus aportes a la disciplina, ni lo invitan a participar de sus compilaciones colectivas. Más importante que eso es que en su tratamiento del modelo espacial de Foucault nin- guno de ellos habla de geometría y mucho menos de una GP. Salvo Elden (2002), ade- más, todos se basan en ediciones de textos foucaultianos desparejamente traducidas al inglés, fragmentarias y no siempre óptimas y desatienden (o desconocen, por razones que no se alcanza a comprender) todo lo que se elaboró en Francia respecto de las GPs reales y explícitas en las dos últimas décadas del siglo que pasó. Todos ellos, junto a otros que se fueron sumando (cf. Lossau y Lippuner 2004; Cox 2005; Döring y Thielmann 2008; Assmann 2009; Warf y Arias 2009; Withers 2009; Lehnert 2011; Barrows 2016) han ido construyendo un metarrelato de ribetes imagina- rios a fuerza de malentendidos, anacronismos y medias verdades (iniciadas acaso por Edward Soja [1989]) que quieren instalar la idea de que han sido los pos-estructuralistas los responsables de la espacialización de la geografía y de la conversión de una ciencia empírica marginalizada en una ciencia social líder de nuestros tiempos, y que fueron también ellos los que empezaron a concebir el espacio como una construcción social y un producto de la cultura, cuando lo cierto es que fueron los geógrafos marxistas o inclinados hacia la izquierda de los Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia, veinte, treinta o más años antes y con buena parte de la prensa y del mercado en su contra, quienes llevaron delante esa iniciativa e inauguraron esa clase de ideas (Bunge 1964: 28; 1973; Harvey 1972b; 1981; Hegoa 1973; Castells 1999 [1974]: 141-276; Lefebvre 2013 [1974]; 1976a; 2000 [1972]; REMICA 1974; Vieille 1974; Adamo y otros 1976; Santos 1977; Claval 1977; Gottdiener 1985; 1993; cf. Stanek 2011: passim). Más oculta aun que la que proviene de la tradición del revisionismo marxista es la contribución a la espacialidad de la geografía anarquista de Élisée Reclus [1830-1905], Piotr Kropotkin [1842-1921] y tantos más, magistralmente documentada por Federico Ferretti y otros (2017) en un libro imperdible para aquel a quien le interese desvelar la génesis de un giro espacial un poco más auténtico en los estudios territoriales y comprender la persis- tencia de ideas libertarias y revolucionarias en las visiones performativas contemporá- neas y en las geografías y geometrías del poder en especial. Hecha esta comprobación, es oportuno recordar que no todo el mundo participa de la idea de que ha habido algo así como un giro geográfico o espacial reciente y que éste posee las características que se aducen en la corriente principal. El geógrafo John Agnew, de la Universidad de California en Los Angeles, por lo menos, no lo cree así: 149

A juzgar por las señas y los guiños intercambiados por los participantes en las conferencias y por el contenido de esta revista, dos afirmaciones sobre "sociedad y espacio" han sido ampliamente aceptadas sin cuidadoso escrutinio. Una es que las ciencias sociales (tanto las ortodoxas como las radicales) han sido o son en gran parte "a-espaciales". La otra es que ha habido un "giro geográfico" reciente en una serie de campos tales que el privilegio de los argumentos estructurales e históricos está ahora bajo el desafío de las imaginaciones geo- gráficas revividas. Estas afirmaciones a veces aparecen juntas, pero nunca implicando la una a la otra. En mi opinión, ambas están equivocadas. Se puede hacer que el momento posmoderno aparezca como un momento geográfico. Más sustantivamente, se podría señalar la participación conjunta de geógrafos y otros en paneles de conferencia sobre diversos temas ambientales y políticos. Pero, ¿dónde están las princi- pales reformulaciones de algunas de las "grandes" preguntas de las ciencias sociales en líneas geográficas reconocibles –las raíces del orden y el conflicto social, el desarrollo del sistema de estados moderno, el carácter del capitalismo– que emana de fuera de los con- fines de la geografia académica? ¡Gran parte de la geografía en esas variedades de ciencias sociales a la que uno podría apuntar para evidenciar un "giro" o un "renacimiento" invo- lucra modelos geométricos de centro-periferia que los propios geógrafos han encontrado cada vez más insatisfactorios! La indudable popularidad de la terminología geográfica en títulos de libros y sesiones de documentos en conferencias, por lo tanto, usualmente no va más allá del uso retórico o del contexto o escenario que durante mucho tiempo ha sido característico de las geografías ocultas de las ciencias sociales. La ausencia de referencias espaciales o contextuales explí- citas en un importante compendio reciente de las disputas en el pensamiento social [...] podría llevar a la conclusión de que hay una falta de atención explícita a la geografía en la mayoría de las corrientes contemporáneas de pensamiento social, y no tanto un amplio interés hacia ella. Incluso si se pone el reclamo a la mejor luz posible parecería que es al menos muy prematuro invocar un giro geográfico en las ciencias sociales como caracte- rística fundamental de este fin-de-siécle intelectual. ¿El próximo fin-de-siécle tal vez? (Ag- new 1995: 379-380).

Cada vez que sus partidarios angloparlantes celebran los brillos de los principios de espacialidad de Foucault (y lo hacen recurrentemente) se me despiertan ganas de narrar la historia verdadera, que a mi juicio es exactamente la contraria. A pesar de la excitada frase sobre el advenimiento de la espacialidad en el temprano apunte sobre la hetero- topía (1984 [1967]), lo cierto es que la concepción original sobre los mecanismos del poder expresados en Folie et déraisson (1961), en Las Palabras y las cosas (1968 [1966]), en El orden del discurso (1992 [1970]) y en su disertación doctoral Madness and civilization (1971 [1967]),49 en los que un poder mayormente represivo se articu- laba con el susodicho orden discursivo y se manifestaba en el espacio (como cualquier otra cosa se manifestaría), sufrió más tarde una de-espacialización radical en los tres volúmenes de La historia de la sexualidad (1978 [1976]; 1990 [1985]; 1986 [1984]) y en los cursos del Collège de France sobre biopolítica de 1978-1979 (2007 [2004]), en

49 Esta disertación es (junto con La arqueología del saber, pero por otras razones) un texto que el propio Foucault reconoció fallido. Foucault nunca pudo responder a las filosas observaciones de Hans Christian Erik Midelfort (1980) de la Universidad de Virginia e historiador de la locura en Alemania en el siglo XVI, expresadas en el contexto de una crítica de gran fino que en realidad afecta a supuestos hermenéu- ticos, gestión de fuentes y hábitos argumentativos que el filósofo conservó toda su vida (véase además Midelfort 2000).

150 los que se nos dice que el poder ya no se ejerce sobre lugares, espacios y territorios sino más bien desde redes de bio-poder insertas en el cuerpo que actúan como la matriz for- mativa de la sexualidad misma, con énfasis en la corporalidad y en lo sexual (Abélès 2008: 115). Ese giro ha sido más drástico y más difícil de componer, acaso, que el giro que transformó la arqueología en genealogía, que es el giro foucaultiano al que todo el mundo llega (Mahon 1993). Aparte de Marc Abélès y de Anthony Giddens (quien lo comparó desfavorablemente con Ervin Goffman) también ha sido sensible a los aspec- tos poco satisfactorios de la espacialización en la obra de Foucault el fundador del pos- colonialismo, Edward Saïd, quien además percibió que en sus últimos textos el poder se tornaba acromegálico, omnipresente y sobre todo unopposable (Saïd 1986: 153-154; Giddens 1984: 145-160). Frente a él no caben alternativas, ni revoluciones, ni utopías. Las razones de la disputa póstuma entre Saïd y Foucault dan para mucho, pero ya hemos tratado de ellas en el apartado precedente (págs. 130 y ss.). El elemento de juicio clave en mi afirmación del carpacter mitológico del giro espacial proviene inesperadamente de Foucault mismo. En la entrevista de 1977 con Lucette Finas incluida en Power/Knowledge (originariamente publicada en Quinzaine Litteraire y titulada “Les rapports de pouvoir passent à l'interieur des corps”), el propio Foucault, oponiéndose a lo que más tarde devino la prédica canónica de sus espacializadores, reconoce en una autocrítica acotada pero inequívoca que la solución provista en sus textos más proclives a tratar el poder como mecanismos esencialmente jurídicos ejerci- dos en ámbitos, espacios y lugares (en cárceles, manicomios, panópticos, ghettos y lu- gares de exclusión: heterotopías, a la larga) era esencialmente inadecuada (Foucault 1980: 183-184, 186-187; Abélès 2008: 115). Cito la versión en francés, pues las traduc- ciones al inglés y al castellano incluyen algunas fallas y aparentes correcciones sintácti- camente mínimas pero semánticamente significantes: Je crois dans cet Ordre du discours avoir mêlé deux conceptions ou, plutôt, à une question que je crois légitime (l'articulation des faits de discours sur les mécanismes de pouvoir) j'ai proposé une réponse inadéquate. C'est un texte que j'ai écrit à un moment de transition. Jusque-là, il me semble que j'acceptais du pouvoir la conception traditionnelle, le pouvoir comme mécanisme essentiellement juridique, ce qui dit la loi, ce qui interdit, ce qui dit non, avec toute une kyrielle d'effets négatifs: exclusion, rejet, barrage, dénégations, occulta- tions... Or je crois cette conception inadéquate. Elle m'avait suffi cependant dans l' Histoire de la folie (non pas que ce livre soit en lui-même satisfaisant ou suffisant), car la folie est un cas privilégié: pendant la période classique, le pouvoir s'est exercé sur la folie sans doute au moins sous la forme majeure de l'exclusion; on assiste alors à une grande réaction de rejet où la folie s'est trouvée impliquée. De sorte que, analysant ce fait, j'ai pu utiliser, sans trop de problèmes, une conception purement négative du pouvoir. Il m'a semblé, à partir d'un certain moment, que c'était insuffisant, et cela au cours d'une expérience concrète que j'ai pu faire, à partir des années 1971-1972, à propos des prisons. Le cas de la pénalité m'a convaincu que ce n'était pas tellement en termes de droit mais en termes de technologie, en termes de tactique et de stratégie, et c'est cette substitution d'une grille technique et stratégi- que à une grille juridique et négative que j'ai essayé de mettre en place dans Surveiller et Punir, puis d'utiliser dans l' Histoire de la sexualité. De sorte que j'abandonnerais assez vo- lontiers tout ce qui dans l'ordre du discours peut présenter les rapports du pouvoir au dis-

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cours comme mécanismes négatifs de raréfaction (Foucault 1980: 183-184; Dits & Écrits III: texto 197).

Forma parte de esos textos desautorizados L’Ordre du discours, la larga conferencia inaugural dictada el 2 de diciembre de 1970 en el Collège de France (Foucault 1971b). Contradiciendo este testimonio muchos de los promotores del giro especial foucaultiano perseveran en el rizamiento de un rizo atávico que el propio Foucault procuró desmon- tar y sobre lo cual retornó varias veces desde aquel reportaje de 1977 hasta su muerte en 1984. En “Technologies of the self”, originado en una conferencia impartida en Ver- mont en 1982 Foucault había aseverado: Perhaps I've insisted too much on the technology of domination and power. I am more and more interested in the interaction between oneself and others, and in the technologies of individual domination, in the mode of action that an individual exercises upon himself by means of the technologies of the self (1997 [1982]: 225).

Aunque su intento de poner sobre el tapete cuestiones referidas al sujeto [self ] y a la subjetivación podrían juzgarse demasiado pocas y demasiado tardías (y contradictorias con su postura a ese respecto en varios momentos de su obra), estas observaciones son importantísimas. La presencia de estos juicios en entrevistas, charlas y clases no pensa- das para su lectura en libros no debe llamar a engaño, dado que no hay en general refe- rencias foucaultianas explícitas sobre el poder más que en entrevistas y reportajes ma- yéuticos, dialógicos y polifónicos que una vez muerto Foucault se compilaron para dar la sensación de una obra de amplia escala, congruente, consistente e inconsútil sobre el poder, un poco como se hizo con Charles Sanders Peirce a propósito de una semiótica que nunca existió orgánicamente como tal y que cada quien rearma según le dicten sus escrúpulos o la falta de ellos (Rabinow 1984: 239-272; Gordon 1986 [1984]; Foucault 2012 [1994]; Faubion 2000). Si hay un giro en la trayectoria de Foucault ese giro pasa por un traslado desde el exterior del espacio hacia el interior del cuerpo, desde la locura y la represión hacia el placer y la sexualidad. Ese giro explicaría, sobradamente, el olvido en el que el propio Foucault mantuvo su concepto de heterotopía durante casi un cuarto de siglo: el espacio físico y material, sen- cillamente, nunca estuvo en el pináculo de sus intereses como para llamarlo por su nom- bre y había quedado, por ende, fuera de la matriz de su perspectiva. Es por eso que los espacios de expulsión, relocalización y reterritorialización de Walter Christaller o de William Bunge, incluyendo las palpables heterotopías de exterminio y devastación de Kutno, de Auschwitz o de Detroit, se encuentran fuera de alcance de lo que una pers- pectiva foucaultiana (en la que no hay lugar para la agencia ni mecanismos para deter- minar actancias, subjetividades y responsabilidades) está en condiciones de tratar en tanto concepción política del poder ejercido en un espacio. Al basarse en traducciones los foucaultianos anglófonos han perpetrado además, como anticipé, las confusiones conceptuales más extravagantes. Peter Johnson (2006), del De- partamento de Sociología de la Universidad de Bristol, describe algunas de las dificul- tades en la comprensión de espacios, sitios, lugares y emplazamientos que han surgido en la literatura foucaultiana en lengua inglesa como consecuencia de la errónea traduc-

152 ción de Jay Miskowiec50 del texto sobre los lugares otros que apareció póstumamente en la revista Diacritics (Foucault 1986 [marzo de 1967]). Al final del cuento, en fin, ni siquiera los que se confabularon para espacializar a un filósofo que se había apartado manifiestamente de las cuestiones espaciales y que no poseía una obra sistemática y cuantiosa sobre el asunto (más allá de apuntes programáticos que dejó en el olvido y de obras juveniles de las que cada tanto renegaba) se han podido poner de acuerdo en la manera correcta de llevarlo a cabo; lo más que se ha logrado es hacerle decir a Foucault que todas las cosas suceden en el espacio y que este espacio exhibe –como es forzoso que suceda– geometrías, topologías y configuraciones que le son propias y que por ello es en ocasiones un espacio otro. Las poquísimas veces que Foucault habla de geometría, por otra parte, su falta de com- petencia y su orfandad de lecturas sobre el tema sale a relucir para quien quiera ver. Aparentes excepciones a la ausencia de la idea de geometría en la obra foucaultiana son algunos pasajes en Histoire de la Folie (1961: 100, 245, 246, 380, 448-451), en Las palabras y las cosas (1968 [1966]: 88, 131, 135, 137, 346), en L’Ordre du Discours (1971b: 20, 40), en la Metafísica del poder (1991), en los Dits et écrits II (1994b: 16, 151, 159, 165), en El Nacimiento de la Biopolítica (2007 [2004]: 333), en El poder, una bestia magnífica (2012 [1994]: 241) y un pequeño etcétera. El número de menciones es extraordinariamente bajo para la cantidad y el volumen de los textos; las citas aparecen además siempre en la periferia de la enunciación, ocupando un plano secundario e in- volucrando a terceras partes en frases de no más de tres o cuatro renglones que pare- cerían ser interpolaciones sin desarrollar teorética o epistemológicamente. En Securité, territoire, population (2004: 15), citando a Alexandre Le Maître [164?-17??] en una clase de 1977-78, Foucault hace sin embargo una rara observación propiamente christa- lleriana: Le Maître ve la relación entre la capital y el resto del territorio de diferentes maneras. Debe ser una relación geométrica en el sentido de que un buen país es uno que, en resumen, debe tener la forma de un círculo, y la capital debe estar justo en el centro del círculo. Una capi- tal al final de un territorio alargado e irregular no podría ejercer todas sus funciones nece- sarias (p. 28 de la versión en inglés, p. 30 de la traducción castellana).

Esto es lo más cerca que estuvo Foucault de referirse a una GP territorial o regional. Ese trabajo no estaba publicado cuando Raffestin escribió sus líneas sobre la GP; nunca en vida ni póstumamente (y ni a favor ni en contra) Foucault citó a Christaller o a von Thünen alguna vez. Para testimoniar la precariedad de los conocimientos geométricos de Foucault alcanzará con mencionar un ejemplo que me sugirió Camilo Lozano Rivera (comunicación perso- nal). En El orden del discurso decía Foucault que (solamente a título simbólico) debe- mos tener presente

50 A quien se le ocurrió traducir emplacement como site y localisation como emplacement algunas veces sí y algunas otras no.

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[…] le vieux principe grec: que l'arithmétique peut bien être l'affaire des cités démocrati- ques, car elle enseigne les rapports d'égalité, mais que la géométrie seule doit être enseignée dans les oligarchies puisqu'elle démontre les proportions dans l'inégalité (1971b: 20).

Quien busque en los antiguos textos griegos fundamentos que atestigüen semejante polaridad casi lévistraussiana quedará defraudado. Foucault no proporciona pistas sobre las fuentes en las que consta “el viejo principio griego” o sobre una dualidad parecida, o sobre la época de la historia en que se fijó semejante idea. Béatrice Han (2002 [1998]), de la Universidad de Essex, sostiene que las referencias foucaultianas a una aritmética ligada a “relaciones de igualdad” y a una geometría relativa a “proporciones en la desi- gualdad” se corresponden a ideas de Platón y de Aristóteles, respectivamente, pero no se arriesga a decir mucho más. A mi juicio la atribución carece de sentido pues nada hay en todo el campo de las matemáticas o de las geometrías griegas que incline la perspec- tiva en un sentido o el otro. Aritmética y geometría, por otra parte, se interpenetran e in- terimplican desde el día uno: la geometría de Euclides, por ejemplo, trata la magnitud geométrica en términos aritméticos y en toda Grecia no se hace otra cosa con las figuras de la geometría más que medir y contar. Como puede verse en mi Dilemas de la Com- paración, la Similitud y la Diferencia (2019b) las medidas de proximidad y distancia son en rigor las mismas; su connotación igualadora o diferenciadora depende de cómo se las use, se las vea o se las interprete y no tanto del sistema de gobierno que haya en un momento dado. Los egipcios, los babilonios y los hindúes descollaron antes que los griegos mismos tanto en aritmética como en geometría y no tuvieron jamás gobiernos democráticos ni oligarquías. El quiasma en que se ha metido Foucault, en fin, me merece tan poco crédito como su aparato erudito, poblado de no pocas referencias imprecisas a la obra de autores raros, invariablemente francoparlantes. En los albores de la musicología comparada este géne- ro de disparatadas ‘variaciones concomitantes’ y analogismos abundaba como la mala hierba pero mediando el siglo pasado en esa disciplina aprendimos a prescindir de ellas. En Grecia la geometría y la aritmética, por añadidura, se desarrollaron conjuntamente y en relación a una enorme variedad de circunstancias políticas y culturales, tal como lo demuestra la lectura de los textos clásicos y helenísticos, de los estudios científicos y de los fragmentos que van desde Tales de Mileto [624 aC-546 aC] pasando por Pitágoras de Samos [550 aC-495 aC], Euclides de Alejandría [320 aC-280 aC], Arquímedes de Siracusa [287 aC-212 aC], Eratóstenes de Cirene [276 aC-195 aC]51, Claudio Ptolomeo del Alto Egipto [100 -170], Hypatia de Alejandría [350-415] y unos cien más, disponi- bles todos en línea el día de hoy, a quienes he revisado escrupulosamente buscando en vano el quiasma y los contrastes señalados por Foucault. “Griego”, además, es un calificativo vago, por decir lo menos, que no guarda congruen- cia ni con las similitudes ni con las diferencias que pueden encontrarse en un corpus que atraviesa casi mil años, que incorpora elementos de las más variadas culturas, que prota- gonizó al menos un proceso ecuménico, multidireccional y ramificado de globalización

51 El inventor de la geografía, incidentalmente.

154 en la época helenística y que se ha desenvuelto en muchas más y en muy distintas epis- temes que las que Foucault llegó a enumerar (Allan 1877, 1881, 1884; Szabó 1978; Knorr 1989; Netz 1999; Cuomo 2001; Christianidis 2004; Netz 2004; 2007; 2017; Netz y Noel 2011a; 2011b).52 La pregunta que cabe hacerse es si las analogías foucaultianas de (pongamos) Las Palabras y las Cosas o de los momentos dedicados a la emergencia del razonamiento científico en Historia de la sexualidad (2002 [1976]: 58-70) vuelan más alto o si son tan pueriles, aventuradas y fallidas como las que revolotean en torno a le vieux principe grec. Mi convicción es que en algunos casos podría ser así, en otros francamente no; pero no es de este género de cacería barata en procura de lo menos peor de lo quisiera ocuparme en este libro. Al cabo de tantas vueltas y búsquedas, cualesquiera sean los esfuerzos que se hagan no alcanzan para probar sin la menor sombra de duda que haya existido un interés foucaul- tiano por la idea de una ‘geometría del poder’ y que de ello se hayan derivado resultados tangibles. Al igual que pasa (escandalosamente, creo yo) con la ‘diversidad’, la palabra no aparece ni una sola vez en la obra publicada o en las compilaciones mayores de obras de Foucault sobre el poder; tampoco se encontrará allí o en las clases del Collège de France sobre el territorio mención del apellido de Raffestin o apreciación de la obra geográfica ardientemente foucaultiana elaborada y publicada por éste (cf. Faubion 1980; 1988; Foucault 1980; 2004; 2006 [2004]; 2007 [2004]). A lo largo del trabajo que se está leyendo se comprobará que en el campo de la GP en lengua francesa es el primer término (la geometría) el que permanece más indefinido, mientras que las formas y los matices del poder divergen en un abanico de definiciones cada vez más abstractas y ho- munculares, a las que tanto los testamentarios como los antagonistas del filósofo, en un carrusel interpretativo, les hacen decir lo que ellos necesitan que digan en cada giro de la enunciación. En algunos de los intercambios heteroglóticos que pueblan la literatura encontramos que Foucault (quien no es el mismo ni suena con la misma elocuencia cuando escribe que cuando se expresa oralmente) se ve compelido a decir del poder lo que nadie imaginaría que efectivamente llegó a decir: El poder no es omnipotente, omnisciente; ¡al contrario! Si las relaciones de poder produje- ron formas de investigacion, análisis de los modelos de saber, fue precisamente porque el poder no era omnisciente sino ciego, y porque estaba en un callejón sin salida. Si se ha constatado el desarrollo de tantas relaciones de poder, de tantos sistemas de control, de tantas formas de vigilancia, fue precisamente porque el poder seguía siendo impotente (Foucault 2012 [1994]: 117).

En el interin, el fiero y rabioso concepto foucaultiano del poder se ha domesticado y ha perdido un fragmento importante de su significado, aquel que desde Pascal y Spinoza denotaba no tanto los poderes de la política como las fuerzas y precisiones del razona-

52 En la bibliografía sobre las matemáticas griegas el trabajo de Netz reviste un valor especial para la comprensión sanamente des-foucaultizada de las GPs y para comprender los fundamentos de los proce- dimientos deductivos tanto en el plano visual como en el enunciativo (cf.. Netz 1999). Revisaremos el im- pacto de Netz en la geometría (bio)política pos-colonialista del siglo XXI más adelante (pág. 192 y ss.).

155 miento axiomático, lo que hoy en día se connota hablando de la geometría del poder y el poder de la geometría, como sugiriendo que ambas ideas se presuponen mutuamente y se anudan en el espacio, en la forma, en la proyección cartográfica y en las dinámicas del territorio (cf. Harley 2001: 51-82; Andrews 2001; Korey 2007; Godfroy-Génin 2008; Dupré y Korey 2009; Viljanen 2011). Pasemos ahora del poder al espacio, lugar en el que es posible al fin pensar alguna clase de geometría aplicada. Pero aunque ya hemos visto que Foucault figura en el registro histórico como uno de los responsables de la nueva reflexión pos-estructural sobre el espacio conocido como “el giro espacial” esta asignación es negada por el expreso e insigne desinterés de Foucault sobre temas geográficos y espaciales, tal como lo prueba el texto del cual extraje el epígrafe que encabeza este capítulo y la inexistencia de escri- tos foucaultianos referidos al asunto, con una sola aunque importantísima excepción que se origina, increíblemente (y acaso sin que Foucault lo haya sabido) no en las fuentes usuales de la filosofía posfundacional sino en la biología evolucionaria. Más todavía, la única reflexión foucaultiana sobre las relaciones entre espacio y poder se encuentra en un reportaje concedido en sus últimos años al antropólogo Paul Rabinow titulado “Spa- ce, Knowledge and Power” y aparecido en la revista de arquitectura Skyline en 1982 (cf. Faubion 2000: 549-564). Las respuestas de Foucault a las preguntas de Rabinow suenan como distraídas y carentes de foco y es claramente el antropólogo quien impone los rit- mos y sugiere a un Foucault adormecido y apático las cosas a decir y los apellidos a in- vocar. Pero lo que más me interesa compartir de ese reportaje son los pasajes que pare- cen refutar de antemano la posibilidad misma de cualquier GP en el pensamiento de Foucault. Ignorando las crecientes críticas que ha merecido la ideología de Le Corbusier desde los años 60 (y que he tratado con detalle en uno de mis últimos trabajos) Rabinow y Foucault dialogan de este modo: P: Entonces, no piensas en Le Corbusier como un ejemplo de éxito. Simplemente dices que su intención fue liberadora. ¿Puedes darnos un ejemplo exitoso? R: No. No puede tener éxito. Si uno encontrara un lugar, y tal vez hay algunos, donde la libertad se ejerce efectivamente, uno encontraría que esto no se debe al orden de los objetos, sino, una vez más, a la práctica de la libertad. Lo que no quiere decir que, después de todo, uno también puede dejar a las personas en los slums, pensando que simplemente pueden ejercer sus derechos allí. […] P: Entonces, una vez más, la intención del arquitecto no es el factor determinante funda- mental. R: Nada es fundamental. Eso es lo que es interesante en el análisis de la sociedad. Por eso nada me irrita tanto como estas investigaciones –por definición metafísicas– sobre los fun- damentos del poder en una sociedad o la autoinstitución de una sociedad, y así sucesiva- mente. Estos no son fenómenos fundamentales. Sólo hay relaciones recíprocas e intencio- nes, y brechas perpetuas entre unas y otras (Faubion 2000: 355-356; el subrayado es nuestro; véase Reynoso 2019c: 38-39).

En su momento dudé entre subrayar el razonamiento patafísico y circular que deriva el ejercicio de la libertad de la práctica de la libertad o la implicancia que establece que el poder no está supeditado a una geometría o arquitectura que opera como uno de sus

156 fundamentos. Sea por problemas de traducción o por otros factores, ninguna de las alter- nativas está expresada con contundencia y claridad suficiente; pero de todas maneras queda claro que si hubo en el campo filosófico un giro espacial ligado (o no) a una GP, Foucault dudosamente tuvo que ver con ello. Y que a diferencia de lo que sostiene bue- na parte del foucaultianismo (y a pesar de que para Foucault “nada es fundamental”) la disquisición sobre lo que para él ha sido o sigue siendo positivamente “fundamental” o “esencial” es uno de los tópicos recurrentes en su obra sobre el conocimiento y el poder (Foucault 1980 [1972, 1975, 1976, 1977]: 14, 21, 25, 39, 41, 42, 55, 57, 62, 67, 69, 75, 82, 88, 90, 94-95, 100, 104, 105, 116, 120, 122, 124, 131, 132, 133, 140, 150, 180, 185, 190, 196, 211, 216, 218, 233, 242, etcétera). Contrariando lo que conviene al común de los foucaultianos que están al asedio de formas disciplinarias inéditas, la plenitud del mentado spatial turn no es de ningún modo anterior al siglo XXI: Foucault llevaba 15 años muerto cuando la idea de giro espacial hizo su aparición en sociedad. La vinculación activa o la desvinculación reac- tiva entre el concepto y la mal llamada revolución (cuantitativa) en geografía dista de estar clara y depende una vez más del perfil ideológico de quien la reseñe; tengamos en cuenta, finalmente, que denigrar el imperio del tiempo y de la historia tampoco obliga, sin otra alternativa, a exaltar el predominio del espacio y de la geometría ni conduce a abordarlos de manera sistemática (cf. Pumain y Robic 2002). A pesar de su afición por los quiasmas y las oposiciones binarias, Lévi-Strauss consagró su vida a hacer lo pri- mero sin incurrir jamás en lo segundo. Las más de las veces el susodicho giro espacial consiste en imputar a pensadores consa- grados ya fallecidos un interés por el espacio que cuando vamos a verificarlo no está donde se supone que debería ni expresado con la fuerza que corresponde. Lo que encon- tramos en su lugar es un discurso que claramente continúa subordinando el espacio al tiempo, un modelo de enunciación que sigue concibiendo el espacio como una obsesión estructuralista, métrica y moderna, Aunque ya no está empeñado en la búsqueda de los primeros motores, de las verdades últimas y de las fundamentaciones que en un mo- mento acercó la filosofía a la ciencia (Foucault 1972; 1980; 1980 [1972], 1975, 1976, 1977; Philo 1992; Gregory 1994: 21-22, 26-29, 191-193, 254-261; Casey 1997: 183- 186, 241, 286, 297-301, 461-461; Soja 1989: 16-21, 24, 66, 119; Peters y Kessl 2000; Elden 2002; Legg 2005; Mizuoka y otros 2005: 466; Crampton y Elden 2007; West- Pavlov 2009 esp. cap. §3; 2012; Hetherington 1997; Raffestin 2011; Palladino y Miller 2015).53 Recordemos siempre que fue el Claude Lévi-Strauss de La Pensée Sauvage (1974 [1962]) el exponente primero y más auténtico de la sincronicidad y la atempo-

53 No existe ninguna lectura espacializante de la obra de Foucault cuyo autor, por lo general geógrafo, no se afane en documentar sus quejas por la arbitrariedad de todas las demás lecturas, por puristas que ellas aleguen ser. Véase p. ej. Megill (1985: 220-251); Philo (1992: 138); Gregory (1994: 151); Eribon (1995: cap. 2); Hetherington (1997: 46-47 n10); Elden (2002: 3, 93, 120; 2014: passim). Dejo al lector que busque otras instancias, convencido de que en este campo no hay nada más fácil que encontrar que ese género de aspavientos autoindulgentes que sólo procuran encubrir (bastante malamente) un plan casi urinario de marcaciones territoriales y de reclamos de prioridad intelectual.

157 ralidad por antonomasia y el máximo contendiente de los modelos diacrónicos del mate- rialismo histórico encarnados entonces en la obra de Jean-Paul Sartre, con quien Fou- cault escogió confrontar en una escala cataclísmica pero en un registro más acotado en el que no es el espacio lo que disputa su primacía al tiempo y a la historia. La invención contra viento y marea de un Foucault espacializado comienza recién en 1991, siete años después de la muerte del filósofo. Los foucaultianos embarcados en esa invención pasan por alto el hecho de que tanto la arqueología como la genealogía son conceptos impregnados de temporalidad; ni hablar de las numerosas obras foucaultianas tituladas como Naissance de la Clinique, de la Prison, de la Médecine Sociale, de la Biopolitique… y también como Historie de la Folie, de la Sexualité, du Présent.... His- toire, en fin, es una palabra que aparece 452 veces en Las Palabras y las Cosas en un rol protagónico, ritmando el flujo de la prosa a razón de una vez por página. Lo propio sucede con otras expresiones propias del registro temporal. La episteme misma es un concepto que se define asociado a una cronología y aunque el traspaso de una episteme a la siguiente nunca se describe ni se explica como la ciencia requiere hacerlo, toda la lógica de la arqueología foucaultiana está recorrida por una temporalidad constitutiva perfectamente convencional, expresada en las mismas palabras que se usaron siempre. Mientras que el común de los pos-estructuralistas ha practicado un raro idioma lacania- no en los límites de la jerga, Foucault –el último de los dinosaurios, como lo ha llamado Baudrillard (1977; 3)– ha sido poseedor de un estilo denso y complejo pero más bien clásico, coherente con esa descripción y asentado en las mismas prácticas temporales que el común de los historiadores. En Las Palabras y las Cosas Foucault escribe: [E]sta investigación arqueológica muestra dos grandes discontinuidades en la episteme de la cultura occidental: aquella con la que se inaugura la época clásica (hacia mediados del siglo XVII) y aquella que, a principios del siglo XIX, señala el umbral de nuestra moder- nidad. […] [A]l nivel de la arqueología se ve que el sistema de positividades ha cambiado de manera total al pasar del siglo XVIII al XIX. […] Puede verse que esta investigación responde un poco, como un eco, al proyecto de escribir una historia de la locura en la época clásica; tiene las mismas articulaciones en el tiempo, iniciándose a fines del Renacimiento para encontrar, al principio del siglo XIX, el umbral de una modernidad de la que aún no hemos salido (Foucault 1968 [1966: 7-9]).

Como quiera que sea, cualquiera que cuente con unos pocos minutos puede arreglárse- las para conjugar un puñado de renglones de manera tal que Foucault aparezca propo- niendo un marco espacial en fuerte confrontacción con los lugares comunes de la tem- poralidad. Los párrafos en los que expresa esta disyunción se cuentan sin embargo con los dedos de una mano. Conforme escribe Edward Soja en Thirdspace, de acuerdo con Foucault la filosofía moderna tendió a tratar el tiempo como “lo rico, lo fecundo, lo vivo, lo dialéctico” mientras que en contraste concibió el espacio como “lo muerto, lo fijo, lo no dialéctico, lo inmóvil” (Soja 1996: 15). El belga Bruno Bosteels de la Univer- sidad de Columbia, por su parte, recuerda la frase de Foucault que decía que “[q]uizá deberíamos decir que algunos de los conflictos ideológicos que animan las polémicas de hoy oponen los píos descendientes del tiempo y los voluntariosos habitantes del espacio (Foucault 1986 [1967]: 22; Bosteels 2003: 117). Mientras los codificadores de la French Theory ponen bajo una luz crítica la imagen del tiempo en Foucault, otros, ba-

158 sándose en bibliografía rara vez consultada por los geógrafos y por nosotros mismos en este libro consideran la concepción foucaultiana de la temporalidad como un elemento cardinal en el ejercicio de la resistencia, lo cual contradice de plano el metarrelato de los gestores del giro espacial (Lilja 2018; Foucault 1976, 1988, 1990 [1985], 2004a, 2007). Los creadores del giro espacializante constituyen una segunda ola de la French Theory dos generaciones más tardía que la corriente original así designada, originariamente ligada a las alas más radicales de lo que alguna vez fue el estructuralismo (Starr 1995; Merquior 2005; Kauppi 2016). Desde el principio el giro espacial se reconoce reflexiva- mente como una construcción. Chris Philo, quien intenta destilar un pensamiento “geo- gráfico” posmoderno con visos de geometría que se manifestaría todo a lo largo de la obra de Foucault, reconoce (contrariando otras lecturas espacializantes como la de Bosteels [2003]) que dicho pensamiento espacializado es un artefacto que se construye en la lectura que él mismo promueve: No estoy sugiriendo que Foucault inspeccione consciente o sistemáticamente su conceptua- lización de espacio, lugar y geografía, ni tampoco implicando que podamos extraer algún principio coherente pero no declarado que pueda estar informando la conducción de sus in- vestigaciones históricas sustantivas. Pero lo que afirmo es que una lectura atenta de los ar- gumentos de Foucault sobre la historia sugiere una visión de cómo funciona la vida social – una visión en la que ciertos vocabularios (a menudo espacializados) se emplean para captu- rar una determinada ontología (también espacializada)– lo cual definitivamente invita a quienes investigan el pasado a que tomen en serio la importancia del espacio, el lugar y la geografía para las historias que están tratando de contar (Philo 1991: 140).

La geografía/geometría/topología/espacialidad foucaultiana (si se la puede llamar de al- guno de esos modos) resulta entonces de una “lectura atenta” [close reading], un ejer- cicio que podría plantearse respecto de cualquier otra obra escrita de cualquier otro pen- sador, puesto que todo en la vida o en la cultura sucede en un espacio y transcurre en al- gún escenario o lugar y se supone que no hay nada más importante que el contexto. Lo más probable es empero que todas las lecturas obtengan resultados divergentes pues, co- mo he dicho, Foucault no escribió nada sustantivo sobre el tratamiento sistemático del espacio y cuando se expidió sobre la cuestión fue para admitir –un poco erizado por cierto y transparentando su falta de lecturas– que como filósofo no le quitaba el sueño un asunto que no había despertado en la disciplina que se ocupaba de él ningún debate que valiera la pena (1980: 62). He contado un poco más de 300 ocurrencias de la pala- bra espacio y de otros vocablos asociados en Las palabras y las cosas; la mayor parte de las veces el uso de la expresión es metafórico o enunciativo y nunca, ni por acci- dente, la palabra denota espacios físicos, geométricos, geográficos o arquitectónicos salvo cuando se refiere a panópticos, prisiones o lugares de encierro que para los años 80 él ya había dejado al margen de toda consideración. No hay entonces nada o hay muy poco que avale la existencia de un pensamiento espa- cial definida, específica y productivamente foucaultiano. Aun cuando todo el mundo estaba buscando eso, lo que efectivamente sucedió en esas condiciones no fue más que una avalancha de interpretaciones discrepantes de traducciones a veces incompetentes en la que cada hermeneuta nos atiborró con sus propios preconceptos sobre lo que pudo

159 haber sido el pensamiento foucaultiano sobre el espacio, algo sobre lo que el propio Foucault (como sucede también en plan póstumo con otros profetas posfundacionales de la espacialidad como Deleuze, Guattari y Derrida) ha probado tener relativamente poco sustancioso que decir, cuando no es que se le da por admitir que enfatizar los aspectos arquitectónicos o espaciales que dan cuerpo o imponen elementos limitantes no fue más que el principal error que alguna vez perpetró. En este registro, Chris Philo afirma en su artículo sobre la geografía de Foucault que ella implica un cabal giro geométrico, una idea que ha tenido sus seguidores desde prin- cipios de los 90s aunque el propio Philo, con el tiempo, debió barrerla bajo el tapete. Desdichadamente la geometría foucaultiana involucra el abandono de las historias de poder político en beneficio de las historias de poder social. Si hay una geometría en Foucault –y estoy persuadido de que no la hay– de ninguna manera es una cabal géo- métrie du pouvoir. La geometría foucaultiana estaría codificada (siempre según Philo) en Madness and civilization (1967 [1961]), traducción abreviadísima de Folie et dérai- son: Histoire de la folie à l’age classique, un libro demasiado temprano para contener un giro que “deja atrás la historia del poder”, tópico este último que Foucault recién abordaría bastante más tarde aunque lejos del final de sus días. La versión abreviada de ese grueso libraco (traducida desparejamente por Richard Howard) fue sustituida años más tarde por History of Madness, una edición crítica que incluye numerosos apéndices y bibliografías en una traducción mucho más adecuada de Jean Jhalfa y Jonathan Murphy (Foucault 2006 [1961]). Pero incluso en la edición más completa existente las referencias de Foucault a la geometría son decepcionantes. Por si alguien lo duda cito, parafraseándolo, absolutamente todo lo que hay sobre geometría en ese libro, res- petando el canon de permanente misplaced concreteness que hoy llamaríamos más pro- piamente esencialismo sin que nos arda la conciencia: La época clásica inventó un hogar y un lugar de redención encontrando un espacio de con- finamiento en la geometría imaginaria de su moralidad (Ibid.: 86); las visiones sobre los centros correccionales fueron disecadas bajo una luz impiadosa en la obra de Sade, donde estaban sujetas a una riguosa geometría del deseo (Ibid.: 360); cuando la revolución comen- zó, [Jean-Charles] Musquinet [de Beaupré] utilizó una forma similar de geometría (Ibid.: 429); la geometría fantástica del confinamiento purificaba su espacio de sus contradicciones reales, haciéndolo compatible, en lo imaginario al menos, con los requerimientos de la so- ciedad (Ibid.; 431).

Desearía poder decir “etcétera” pero la verdad es que en las 767 páginas de la monu- mental obra no hay ni un ápice más que eso: todos los acontecimientos suceden en el es- pacio de algún sitio; tal sitio posee una geometría característica que se corresponde a su vez, analógicamente (con una capacidad de distinción que no vuela mucho más alto que la caracterología de los signos del zodíaco, que las dicotomías de los griegos pre-helé- nicos o que los simbolismos sociogénicos a los que tiempo más tarde renunció Mary Douglas), a los dictámenes y constreñimientos de algún orden social, episteme, cultura o momento histórico, aunque los “espacios otros” emic o culturalmente específicos de los cuales se ocupa la antropología no hayan sido jamás interrogados más que desde el

160 lado occidental de la ecumene y desde los enclaves más dados a una filosofía que hoy nos parece toda ella decididamente proclive al conformismo y al sentido común. A pesar de los intereses en contrario por parte de una geografía a la que Foucault se obstinó en ignorar y habiendo observado la evidencia disponible publicada, inédita, pen- diente de publicación, radiofónica o taquigráfica, no hay más alternativa que concluir que no hay entonces mucha geometría y espacialidad de las que hablar en la obra de Mi- chel Foucault. Por algo es que el promotor más ruidoso del “giro geométrico” de Fou- cault desistió de insistir en semejante anacronismo callando en su obra madura toda memoria de ese argumento juvenil (cf. Philo 1992 versus Philo 2012). Convengámoslo, entonces: por más que habría sido estimulante que así hubiera sido, no ha habido ma- yormente espacio para el espacio en la obra de Foucault con la posible excepción de lo que sigue.

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5.3 – Heterotopía, cronotopía, ritmanálisis

Fuera del ejemplo demasiado obvio del Panopticon en Vigilar y castigar (1975) la excepción es, por supuesto, el texto de Foucault sobre heterotopía, un esbozo programá- tico escrito antes de salir escapando de Sidi-Bou-Saïd (Túnez), un ensayo que no es tan- to geométrico o geográfico como topológico, con una fuerte carga hermenéutica y des- criptiva que procede pedagógicamente, coleccionando ejemplos de heterotopías posibles al vuelo de la facilidad de la palabra y de la fluidez de la escritura (Foucault 2002 [1975]: 192-234; 1984 [1967]). Pero si bien la evidencia sobre la espacialidad que algu- nos comentaristas encuentran en la obra de Foucault puede que sea significativa (close reading-&-rewriting mediante), ella no es ni específica del pensamiento foucaultiano ni ha sido gestionada reflexivamente por él. Es más bien algo que se le imputa a Foucault y que él ha terminado aceptando con cierta renuencia, pasando muy por encima del a- sunto o reputándolo metafísico, o simplemente no tratando el tema en el término de su vida a excepción de un par de renglones en el comienzo de un ensayo abandonado, en una conferencia radial también temprana o en otra conferencia radial que está deposita- da en unos cuantos servicios de streaming de la Web pero que hasta hoy nadie editó crí- ticamente con un aparato erudito comparable al que se desplegó (por ejemplo) en la publicación de las clases del Collège de France. Esto no es sin embargo lo peor que ha sucedido. La heterotopía luce para muchos como si fuera una invención de Foucault pero es en rigor una idea mucho más antigua y consolidada que estaba en discusión en- tre los biólogos evolucionarios, entre los anatomistas y entre los médicos clínicos desde un largo siglo antes que Foucault teatralizara su (re)invención y la contextualizara al menos de dos maneras contradictorias. La heterotopía es, en efecto, un concepto originado en parte en la biología evolutiva de Ernst Haeckel [1834-1919], un marco en el cual ella contrasta con la idea de heterocro- nía, mucho más popular esta última en el campo de las ciencias de la vida (McKinney 1988; McKinney y McNamara 1991; Hall 1999: 375-392; Smith 2002). Es notable que a través de las disciplinas y de las teorías la heterotopía siempre se ponga en contraste con otro concepto; en Foucault el contraste inicial será entre utopía y heterotopía, tér- minos entre los que luego se interpondrá un espejo que resulta ser, confusamente, otra utopía; en Lefebvre el contraste se establece entre heterotopía y isotopía; en Haeckel y en Hall entre heterocronía y heterotopía y en los experimentos pos-lefebvrianos entre heterotopía y cronotopo bajtiniano, un término derivado a su vez (como habrá de verse) de las categorías opositivas que pensara el ignoto fisiólogo ruso y soviétivo Alexei Aleveyevich Ujtomsky [1875-1942], un creador mayúsculo y luminoso al cual Foucault nunca se interesó en recordar. Heterotopía y heterocronía es la oposición que más elegantemente mapea con la dialéc- tica del espacio-tiempo de la geografía crítica desde Harvey hasta Doreen Massey. Pero eso sí: ni Lefrebvre, ni Foucault, ni Harvey, ni Massey, ni Sandin, ni Casey, ni Soja, ni Hetherington, ni Tompkins, ni Palladino & Miller, ni Dehaene & De Cauter, ni May & Thrift, ni Johnson, ni Topinka, ni Gross, ni Perea Acevedo, ni Nal, ni Elden & Cramp- 162 ton, ni García Alonso, ni Cenzatti, ni Fenocchio ni los más renombrados expertos en el espacio-tiempo heterotopológico que hemos visto rondando el concepto antes del día de hoy mencionan jamás a Haeckel o a Ujtomsky y a sus tempranas geometrías de las transformaciones en el tiempo y el espacio, consumando un ritual de evitación que, da- dos los hábitos imperantes, no puedo decir que me extrañe demasiado. Algunos co- mentaristas de la heterotopía (Hetherington, por ejemplo) saben o intuyen que es un tér- mino médico, pero no avanzan ni un paso a partir de esa constatación. María García Alonso, a diferencia de tant@s otr@s, informa que “el concepto llegó desde la clínica”, pero sin indicar de qué manera Foucault llegó a ello ni precisar la literatura original. Escribe García Alonso: En el siglo XIX la Academia Médica de París, interpretando las teorías de Lébert, un médico especializado en tumores, acuñó las palabras heterotopía —que se traduce al español como ‘error’ de lugar— y heterocronía —que se traduce como ‘error’ de tiempo— para designar a los órganos o tejidos que se encuentran desplazados del sitio donde se encuentran habitualmente (García Alonso 2014: 335-336).54

El Lébert mencionado podría ser Hermann Lebert [1813-1878], médico que trabajó al- guna vez con Pierre Paul Broca [1824-1880], un médico, anatomista y precursor de la antropología física y la antropometría que fue un poligenista y un teórico destacado del racismo científico. “Heterotopía” y “heterocronía”, como ya he dicho, habían sido con- ceptos propuestos por Haeckel (quien fue otro eminente racista científico y que acuñó “ecología”, “phylum” y “filogenia”, entre otras palabras). Hacia 1870 eran términos extremadamente comunes en fisiología patológica incluso fuera de Alemania y hasta en España según consta en un viejo volumen de anatomía patológica (cf. García Sola 1877: 729-731). Entiendo que es coherente que un concepto tal como la heterotopía surja en un contexto intelectual tendiente al racismo como expresión de algo que no es normal, que es distinto o que está corrido de su lugar propio u originario, sea ese lugar un τόπος de la medicina, la fisiología o la biología, como es aquí indefectiblemente el caso. Que Foucault usara esas palabras sin sentir la necesidad de explicar de dónde provenían y cuáles eran sus connotaciones originales es por lo menos extraño. La biología del evolucionismo también tiene sus mitos de origen, por lo que tampoco se encuentran fácilmente ambas expresiones en los textos de Haeckel en los que se ha co- rrido la voz que están y cuyos vínculos en línea incluí en la bibliografía (cf. Haeckel 1866; 1868). Como sea, decía Haeckel noventa años antes de Foucault en otro libro que el mentado y que fue su Antropogénesis: Las alteraciones o falsificaciones cenogenéticas del proceso evolutivo palingenético origi- nal se basan en gran parte en la producción gradual de un cambio de fenómenos, que se ha ido determinando lentamente durante muchos milenios mediante la adaptación a las cam- biantes condiciones embrionarias de la existencia. El desplazamiento puede referirse tanto

54 Incidentalmente diré que no he encontrado comprobación que –como afirma García Alonso– Doreen Massey (1999) haya incorporado u homologado alguna vez el concepto de heterotopía más que aludiendo alguna vez al contexto donde se hace referencia a ella (ver pág. 94 más arriba).

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al lugar como al momento de la aparición. Al primer tipo de desplazamientos lo llamamos heterotopía, al segundo heterocronía. Los desplazamientos de lugar o heterotopías conciernen sobre todo a las células, es decir, a las partes elementales de las que están compuestos los órganos, y también a los órganos mismos. Así, por ejemplo, las gónadas o glándulas sexuales en el embrión del hombre y la mayoría de los animales superiores tienen su primer origen en el prospecto germinativo me- diano. Por otro lado, la ontogenia comparativa de los animales inferiores nos enseña que originalmente no vinieron aquí, sino en una de las dos hojas germinativas principales. Poco a poco, las células germinativas han cambiado su posición y han migrado desde su sitio ori- ginal en el prospecto mediano que ahora parece ocurrir. Una heterotopía similar se somete a los canales de los riñones primitivos de los vertebrados superiores, cuyos canales original- mente tenían que estar en el elemento externo. También en el origen del mismo mesoder- mo, las heterotopías, que están conectadas con las migraciones de los cálices embrionarios de una hoja a otra, juegan una parte importante (Haeckel 1877: 11-12, 691).

En este esquema la heterotopía se entiende como el cambio evolutivo en el patrón de desarrollo espacial mientras que la heterocronía denota el cambio en la velocidad y el tiempo de evolución, un desplazamiento en el tiempo, una dislocación del orden filoge- nético de sucesión. La heterocronía haeckeliana es de supremo interés porque puede producir novedades constreñidas a lo largo de las ontogenias ancestrales, y por lo tanto resulta en la invalorable posibilidad de trazar paralelismos entre la ontogenia y la fi- logenia de las geometrías. En todos los escenarios el grado potencial de variancia es in- finito y no siempre es sencillo remontar las trayectorias: la heterotopía puede producir nuevas morfologías a lo largo de trayectorias diferentes a las que generaron la forma de los ancestros (Zelditch y Fink 1996; Klingenberg 1998). Durante buena parte de la historia los biólogos prefirieron pensar, como dije, en térmi- nos de heterocronía; recién hace pocos años la biología experimentó su “giro espacial” a tono con el redireccionamiento de las modas transdisciplinarias, aunque todavía hoy la heterocronía es la opción que se manifiesta dominante en las ciencias más pagadas de sí, alimentadas (en las variantes que mejor cotizan, como es el caso de la rizomática) por la pretensión de entronizar el tiempo por encima del espacio, por más que el tiempo de la historia (sobre todo si es dialéctico) sea para una filosofía no historicista y no mate- rialista objeto de fiero cuestionamiento (cf. Torra Borràs 2014: 96-97 con referencia a Foucault 1984 [1967]). Mientras hay cientos de estudios y libros enteros de biología que versan sobre heterocronía no hay un solo volumen completo en el que la heterotopía biológica, anatómica o medicinal reciba una tajada comparable. Es mi impresión sin embargo que (independientemente de la mala imagen que pueda tener hoy la figura de Haeckel, con justa razón) una cabal comprensión de los conceptos haeckelianos podría brindar inspiración a quienes busquen comprender no sólo el cambio de la significación y la forma de los lugares y territorios sino interrogar con refinada precisión descriptiva las clases de transformaciones y las cuencas de atracción posibles e imposibles de las geometrías a través del tiempo. Esto difiere sustancialmente de la futbolización esencia- lista y agonística del tiempo y el espacio como factores antagónicos en que ha acabado degenerando la filosofía pos-estructuralista en general y la narrativa de Foucault en particular.

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A la mayoría de los foucaultianos que se expresan en cátedras, libros y redes no parecen atraerles las ideas heterotópicas y heterocrónicas de Haeckel y de la biología derivada de él. A unos cuantos les habría venido bien saber que heterotopía es un término más médico que biológico cuya génesis precisa se desconoce pero que denota una malposi- ción, ectomía [= escisión, extirpación] o coristoma [un “tejido normal en una localiza- ción aberrante”], significando también algo trasplantado a (o relocalizado en) un lugar o posición que normalmente no ocupa (Dorland’s Illustrated Medical Dictionary, 2012, p. 856; Sohn 2008). En todas las definiciones en circulación (excepto en biología evo- lucionaria y en la órbita de influencia de Henri Lefebvre) el término connota una ano- malía respecto de una indefinida “situación normal”; en ninguna de las definiciones fuera de esas mismas órbitas, sin embargo, el concepto designa transformaciones bien definidas que sean a la vez espaciales y temporales como las que “el sobrevalorado Henri Lefebvre” (como lo llamaba Doreen Massey) alcanzó a imaginar primero que nadie en las ciencias humanas. Cierto es que el uso del término por parte de Foucault fue algunos meses anterior; pero Lefebvre supo derivar de él diversas clases de modelos (y no sólo metáforas) que a Foucault ni se le cruzaron por la cabeza. Hace algo más de once años me ocupé de la fructuosa noción foucaultiana de hetero- topía, a la que me referí brevemente sin hacerle mayor justicia pero sin tampoco fanta- sear demasiado en una conferencia sobre límites y fronteras realizada en Bogotá, en un evento atravesado de contenidos territoriales fuertemente raffestinianos pese a que si hay un concepto foucaultiano al que Raffestin nunca prestó la menor atención ése es precisamente aquél (Raffestin 2011 [1980]; 1988; cf. Reynoso 2009b). Tampoco el geó- grafo escocés Chris Philo se ocupa de esa idea (ni de Raffestin, por cierto) en su agu- dísimo y exhaustivo ensayo sobre las geografías y geometrías de Foucault o en su tipifi- cación de las diferentes modalidades epistemológicas adoptadas por el filósofo a pro- pósito del espacio, presunto “giro geométrico” inclusive (1992; 2012). Insólitamente, Philo incluye en su bibliografía el artículo sobre los espacios otros y la famosa refe- rencia de Foucault sobre la enciclopedia china de Borges sin molestarse en averiguar cuáles podrían ser las problemáticas conceptuales desarrolladas en el cuerpo de ambas publicaciones, a las que paso a describir ahora (Philo 1992: 148, 160 versus Foucault 1968 [1966]; 1984 [1967]). El primer uso que conozco del concepto de heterotopía en la obra de Foucault es en Las palabras y las cosas (1968 [1966]: 3). La versión clásica más acabada está en “Des es- paces autres”, un pequeño apunte sin anotación erudita escrito para una conferencia dic- tada en el Círculo de Estudios Arquitectónicos el 14 de marzo de 1967 que en algún momento se salió del script fundamentalmente arqueológico que dominaba su filosofia en ese tiempo y que por eso mismo quedó en estado de vida suspendida hasta que los gi- ros espaciales de los geógrafos críticos (mayormente angloparlantes) lo sacó póstuma- mente del olvido un cuarto de siglo más tarde, cuatro meses después de la muerte de Foucault (1984 [1967]). Entre la primera versión de Las palabras y las cosas y “Des es- paces autres” hay una tercera fuente, pocas veces estudiada, una trasmisión de radio de la Estación France Culture repartida entre el 7 y el 11 (o el 21) de diciembre de 1966 (con producción de Robert Valette), cuyo vínculo pongo aquí al alcance del lector para 165 su consulta. En el repositorio de Valette que referencio en el vínculo se encontrará, in- documentadamente, algo más de material, como por ejemplo “Les Contre Espaces, Lieux Réels Hors De Tous Les Lieux” o “Juxtaposition d'espaces Incompatibles” que parecen corresponderse con secciones de charlas radiofónicas del mismo año presen- tadas con otros nombres. Hay además un CD de INA Mémoire Vive (2015) de largos 44 minutos sobre utopía y heterotopía disponible en Spotify igualmente virgen de estudio exhaustivo durante varios años. Ignoro, en definitiva, si alguno de estos documentos es refrito total o parcial de algún otro (cf. además Johnson 2006; 2013; 2016; Foucault 2004b; 2008 [1966]; 2009 [1967]; 2010 [2009]; Defert 2010; Topinka 2010; Nal 2015; Perea Acevedo 2017: 80-83; Gross 2020). La primera aparición del concepto de heterotopía en Las palabras y las cosas (1968 [1966]) se origina en una idea tomada de “El idioma analítico de John Wilkins”, (re)- publicado en Otras inquisiciones (1952) del escritor argentino Jorge Luis Borges [1899- 1986]. La historia, que gira en torno de una clasificación imaginaria sacada de una en- ciclopedia china inexistente, ha sido narrada tantas veces que no volveré a reproducirla aquí. Convengamos que la idea borgeana es particularmente citable como instancia de una imaginación literaria creativa y hasta deslumbrante, pero no guarda una relación precisa con el concepto de heterotopía más que como ejemplo de una yuxtaposición que sería imposible excepto en el espacio del lenguaje, un espacio impensable y contra- dictorio, idea complicada por el hecho de que la palabra y la idea de espacio no aparece en toda la extensión del artículo de Borges aunque así lo crea Peter Graham Johnson, gestor del portal foucaultiano Heterotopían Studies y doctor en Filosofía de la Universi- dad de Bristol. Johnson, quien manifiestamente no ha leído la obra de Borges, considera a éste “un filósofo y escritor argentino”, autor de una selección de “ensayos sobre litera- turas del mundo, matemáticas [sic], metafísica, religión y lenguaje”, una caracterización harto deficiente de una obra peculiar que al menos en el ensayo sobre la lengua de Wilkins no guarda relación explícita con espacio alguno.55 Ninguno de los autores implicados en los estudios heterotópicos establece, a todo esto (y Foucault menos que nadie), que John Wilkins [1614-1672] existió efectivamente, que es un personaje al que los viejos lingüistas conocemos bien, que su idioma analítico fue un intento lingüístico real tanto o más peculiar a los ojos actuales de lo que Borges lo pinta y que el ensayo de este último se publicó en el diario La Nación del 8 de febrero de 1942, quince años antes de la apenas aceptable traducción de Paul Bénichou, Sylvia Bénichou-Roubaud, Jean-Pierre Bernès y Roger Caillois que fue la que llegó de algún modo a manos de Foucault sin que éste estimara necesario brindar estos datos. Mi sospecha es que Foucault no atinó a separar del todo la parte real de la parte imagi- naria de la parodia borgeana precisamente por desconocer el carácter de la contribución

55 En el polo opuesto a Peter Johnson se encuentra el recordado escritor mexicano y anti-relativista Rubén Chuaqui Numan del Centro de Estudios de Asia y Africa del Colegio de México, autor de memorables ensayos sobre Edward Saïd y sobre las relaciones entre Saïd y Michel Foucault que se refieren con hon- dura a la obra de Borges (Chuaqui Numan 2005; 2019; Álvarez 1996).

166 efectiva de John Wilkins en el contexto de una práctica (las lenguas filosóficas construi- das) que constituye una constante en las epistemes del siglo XVII y en el Movimiento por un Lenguaje Internacional (o por un Lenguaje Perfecto) pero que no se restringe al cronograma de esa episteme sino que conoció manifestaciones anteriores y se mantuvo hasta bien comenzado el siglo XXI (Guérard 1921: 216-219; DeMott 1958; Knowlson 1975; Porset 1979a; 1979b; Slaughter 1982; Dolezal 1986; Eco 1995 [1993]; Maat 2004; Lewis 2012). Lejos de proponer una lengua utópica que documentara un uso es- trambótico del lenguaje usado en lugares imaginarios, con su An Essay Towards a Real Character, and a Philosophical Language Wilkins (1686), junto a otros estudiosos del lenguaje de la época como Gottfried Leibniz [1646-1716] o el escocés George Dalgarno [1626-1687], procuraban establecer el plan para una lengua filosófica que sustituyera, en plena edad de la razón, a un idioma al que las contingencias de la historia y la arbi- trariedad del signo habían tornado inapropiado para el uso racional.56 Aunque Foucault y los foucaultianos intenten hacerlo pasar por una heterotopía más o como representati- vo de una utopía casi gulliveriana, el ensayo de Wilkins intenta romper con la arbitra- riedad puesta de manifiesto en la ideación de la enciclopedia ficticia. Resta a fin de cuentas aclarar qué es un real character. Si hubiera leído atentamente los artículos relevantes de la Encyclopédie (lo que a mi juicio nunca hizo a total conciencia) Foucault habría encontrado que bajo el encabezado de “Charactère” Jean-Baptiste le Rond D’Alembert [1717-1783] (mucho antes y más sólida y fundadamente que Borges, Eco o Foucault) había puesto en tela de juicio los intentos de formular lenguajes filo- sóficos que habían sido comunes en el siglo precedente. Una vez más, ninguno de los autores nombrados identifica el artículo de D’Alembert con alguna precisión. Todavía hoy es difícil encontrarlo en el dominio público. Foucault cita abundamente la Encyclo- pédie en Las Palabras y las Cosas pero no se refiere nunca a ese artículo exacto, acaso desorientado por un título que parecía no venir a cuento a propósito del tema de los lenguajes analíticos o charactères, pues es de éstos (“como el volapük de Johann Martin Schleyer [Sprague 1888] o la romántica interlingua de Peano [1903]”) y no de lugares reales o literarios (o de heterotopías, en fin) de lo que Borges, Wilkins o D’Alembert están hablando. Atrapado en su propia verbosidad, sin mayor dominio de la literatura en inglés o de la teoría lingüística y con un aparato erudito manejado con displicencia, las tres veces que Foucault menciona a Wilkins en Las palabras y las cosas ( como criatura literaria de existencia incierta nombrada y satirizada por Borges [pág. 1 de la traducción castellana],  como autor de An essay toward real character [sic] de 1668 del cual no se dice pala- bra [pág. 91 nota 21] y  como un escritor situado entre 1775 y 1795 a más de cien años de distancia del personaje histórico [pág. 245]) el filósofo no acierta a percibir que se trata siempre de la misma persona, embarcada en un Real character que no es otra

56 He intervenido intensamente en la redacción de varios artículos en línea de autoría colectiva a fin de establecer un contexto para comprender el fenómeno de las lenguas artificiales, al que Borges ha prestado mayor atención a la que Foucault le concedió en su momento “arqueológico” (véanse Referencias).

167 cosa que una posible nomenclatura o lexicografía universal, un personaje que ocupó un sitio culminante un poco tarde en la episteme correcta pero en un enclave que había hecho su aparición en el siglo VII en una obra titulada Auraicept na n-Éces que habla de estudiosos decididos a crear un lenguaje llamado Goídelc (gaélico), reapareciendo en el siglo XII con la Lingua Ignota de “la santa patrona de los conlangs”,57 Hildegard von Bingen [1098-1179]. Hay una larga serie de intentos más o menos bien documentados que se ha prolongado viral pero subterráneamente hasta el día de hoy, como si la tempo- ralidad concreta de las epistemes no se afincara en una época concreta y acotada (Co- llings 1986; Higley 2007; Cheyne 2008; Wahlgren 2021). Cuando leí Las Palabras y las Cosas apenas cursando mi adolescencia me sedujo la idea de que existieran epistemes que ocasionaban que, por ejemplo, la medicina “mo- derna” del siglo XVII fuera más afín a la filosofía del lenguaje y a otras ciencias y prácticas de ese mismo siglo que a la medicina del siglo XIX; la demostración del aserto era anecdótica y poco sistemática pero la hipótesis principal lucía endemoniadamente estimulante. La decisión foucaultiana de escoger un tópico como los lenguajes construi- dos para ilustrar un rasgo característico de la modernidad emergente es sin embargo de- safortunada, toda vez que esos juegos del lenguaje comienzan muchísimo antes del siglo XVII (con Pāṇini, tal parece) y se continúan hasta el día de hoy, haciendo caer en pe- dazos la idea misma de un habitus epistémico transversal, acotado y representativo de una temporalidad específica. Según las fuentes y los criterios instrumentados hay entre cien y un par de miles de len- guajes construidos (conlangs, engelangs), lenguajes artísticos (artlangs), lenguajes lógi- cos (loglangs), lenguajes ficticios (ficlangs) y algunas otras especies variadamente utó- picas, ucrónicas, alohistóricas, contrafácticas, atemporales, heterocrónicas, cronotópicas y heterotópicas; si bien el siglo XVII experimentó en efecto un pequeño pico en materia de lenguas filosóficas, la mayoría de estos idiomas artificiales se arracima, como dije, entre fines del siglo XIX y la época actual. Contemplar estos procesos a la luz del limi- tado repertorio epistémico, de la imprecisa dicotomía espacial propuesta por Foucault y del giro hacia el espacio imaginado por sus sucesores hace que corramos el riesgo de perder la rica diversidad y la precisión conceptual que supimos conocer en ese dominio, mejor gestionado en la actualidad por un grupúsculo de oscuros nerds tecnológicos que por los custodios venerables de la filosofía. Haciendo gala de una indiferencia olímpica hacia la terminología lingüística básica y sin arañar la superficie de los aspectos cognitivos, semánticos y pragmáticos implicados, Foucault, igual que Borges o que Umberto Eco, llegó a la conclusión de que la bús- queda de lenguajes perfectos (sean ellos ficticios o filosóficos) está atravesada por toda suerte de dificultades que él busca imputar a la estrechez del modernismo o a la pobre imaginación de la mentalidad científica, hecho que después de no menos de dos mil intentos a lo largo de otros tantos años podríamos decir que sospechábamos de ante-

57 “Constructed languages”. Véase la lista de lenguajes construidos registrados a la fecha.En seguida se ilustrarán otras clases.

168 mano pero que imputaríamos a muy otros motivos. Tras comparar a fondo los principa- les programas llevados a cabo en el siglo XVII el holandés Jaap Maat de la Universidad de Amsterdam ha expresado mucho más bella e inteligentemente la frustración y la gloria de estas búsquedas infructuosas: [W]hereas both Dalgarno and Wilkins were aware that compromises between conflicting goals were necessary to achieve a practicable language, Leibniz unconditionally believed that a perfect language was possible. His underestimation of the problems involved and his failure to appreciate the diversity of linguistic practice perhaps helps explain why he never saw practical results. From a long-term perspective however, in the history of ideas the im- plementation of realistic projects has often proved to be less fruitful than the pursuit of impossible dreams (Maat 2004: 394).

No me complicaré aquí en otra discusión bizantina del concepto de heterotopía, el cual me resulta un aporte conceptual rudo, caótico y gastado por el uso pero interesante y de posible potencial, por más que yo esté persuadido que Foucault erra el punto cuando en “Les espaces autres”, en una elocución de estilo oral ansiosa y sin el acabado propio de sus otros textos lo supone merecedor de […] no tanto una ciencia, un concepto tan prostituido en este momento, sino una especie de descripción sistemática que tendría como objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análi- sis, la descripción, la ‘interpretación’, como gusta decirse ahora, de esos espacios diferen- tes, de esos espacios otros, una especie de contestación a un tiempo mítica y real del espa- cio en que vivimos, descripción que podríamos llamar la heterotopología (Foucault 1984 [14 de marzo de 1967]).

Tres meses y pocos días antes, en la conferencia radial del 7 de diciembre de 1966, la demanda había sido muy otra y reclamaba con énfasis rotundo por una ciencia en pleni- tud, lo que nunca Foucault había hecho hasta entonces y lo que jamás volvería a hacer en relación a ningún otro concepto: Pues bien, yo sueño con una ciencia –y sí, digo una ciencia– cuyo objeto serían esos espa- cios diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos. Esa ciencia no estudiaría las utopías –puesto que hay que reservar ese nombre a aquello que verdaderamente carece de todo lugar– sino las heterotopías, los espacios ab- solutamente otros. Y, necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría, se llamará, ya se llama, la heterotopología. Pues bien, hay que dar los primeros rudimentos de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo (Foucault 2004b: s/pág.).

Tenemos aquí entonces un petitorio en solicitud de una ciencia o cuasi-ciencia particular precedida por el insistente reclamo de saberes positivos compartimentalizados en una é- poca en que las barreras disciplinares caían estrepitosamente o eran puestas sistemática- mente en cuestión, una demanda en la que, por añadidura, estaba impregnada por la idea de una “descripción” que en una sola frase se usa en tres ocasiones, sentidos y niveles de tipificación diferentes, como si el discurso hubiese sido escrito a las apuradas y nunca vuelto a revisar, que es lo que sucedió según todos los indicios. La ejemplificación con la que Foucault envuelve el concepto, con alusiones a “espejos” heterotópicos que fomentan la idea involuntariamente estructuralista de un “exacto o- puesto” de la heterotopía (a saber: la utopía) pero sin precisar la ontología o la especifi- cidad epistémica de ninguna de esas entidades, tampoco es la casuística más feliz que 169 pueda imaginarse. Hasta los autores más comprometidos a favor de las posturas de Fou- cault admiten que el texto de “Des espaces autres” es un sumamente impreciso: Volviendo directamente a la heterotopía, el grupo de verbos que Foucault usa para describir estos diferentes espacios es deslumbrante y algo confuso. Ellos ‘reflejan’, ‘espejan’, ‘repre- sentan’, ‘designan’, ‘hablan’ de todos los otros sitios pero al mismo tiempo ‘suspenden’, ‘neutralizan’, ‘invierten’, ‘disputan’ y ‘contradicen’ esos sitios. Continúa apoyando su ar- gumento al proporcionar, más bien de forma didáctica, una lista de principios y, quizás de manera burlona, una amplia gama de ejemplos (Heterotopian Studies 2012a; 2012b – Cf. el registro radiofónico de “Les Hétérotopies”, 1966).

Las heterotopías nombradas por Foucault son chocantemente heterogéneas, incluyendo heterotopías de crisis al lado de escuelas de internado, casas de descanso, hospitales psi- quiátricos y prisiones, cementerios, teatros, cines, jardines, museos, bibliotecas, villas de vacaciones, baños turcos musulmanes, saunas, cuartos de motel, prostíbulos, barcos de crucero, parques temáticos y colonias.58 Otros autores han agregado otras heteroto- pías generando una congestión multitudinaria en la que el concepto se confunde con o- tras clases de categorizaciones descriptivas, con una multiplicidad de opciones que da por resuelta la dificultad existente de hablar en términos de semejanzas y diferencias y que a la larga presupone la existencia de lugares neutros no-heterotópicos, lugares de re- ferencia, sí-lugares y una caterva de instancias y emplazamientos de la normalidad que jamás se definen con alguna precisión y que cada glosador interpreta y multiplica a su antojo en uno de los festivales de asociaciones libres más variopintos que he tenido oca- sión de conocer en el mundo intelectual (cf. Gregory 1994: 151, 158, 170 n218, 256, 275, 297, 300, 373; Genocchio 1995; Soja 1996: 154-163; Casey 1997: 297-301; Hethe- rington 1997: cap. §3; Lees 1997; Barnes 2004: 573-576; Johnson 2006; 2010; Cenzatti 2008; Dehaene y De Cauter 2008; Saldanha 2008; Sandin 2008: 78; Lehnert 2011; Heterotopian Studies 2012a; 2012b; Palladino y Miller 2015). En la visión peculiarmente deleuziana de Marcus Doel (profesor de Geografía Humana de la Universidad de Swansea en Gales) la noción de heterotopía participa marginal- mente en una definición de la espacialidad pos-estructuralista como algo que se cuali- fica en términos de heterotopía (un espacio diverso [manifold] sin medida común), cacofonía (múltiples componentes desprovistos de orquestación regularizada) y disemi- nación (infinita diferenciación, diferimiento y remisión de significado, valor, referencia, intencionalidad y sentido) (Doel 2000). No hay detrás de esta nomenclatura fulminante, de esta teorrea característica de un estilo pos-deleuziano diseñado con el propósito de deslumbrar millenials y positivistas residuales, profundización ulterior en el concepto que nos motiva, cuya significación particular –por lo demás– se da por conocida.

58 Inesperadamente, Foucault no contempla los procesos de gentrificación como fenómenos heterotópicos o como fenómenos urbanos sui generis. La idea de gentrificación (tremenda idea, aunque con no pocas facetas cuestionables) fue acuñada por la socióloga británica marxista Ruth Adele Glass [1912-1990]; su conexión con el concepto de heterotopía me parece evidente aunque el problema merecería ser mejor es- tudiado (cf. Glass 1964; sobre una teoría no estetizante de la gentrificación véase Neil Smith 1979a; 1979b; 1982).

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No pocos entre los glosadores de heterotopías quieren imaginarlas como instrumentos o sitios de resistencia y lucha contra las hegemonías, como espacios de contestación o como enclaves desde donde construir una crítica de la modernidad, nociones que ni por asomo se mencionan en los textos o discursos foucaultianos referidos al concepto ni re- flejan el estilo quirúrgicamente vaciado de programas políticos propio del momento “ar- queológico” de Foucault (cf. Genocchio 1995: 38 y 43; Soja 1996: 68; Hetherington 1997: 21; Bosteels 2003: 120; Johnson 2006: 87; Topinka 2010: 55 n6). El lector puede comprobar a través de la bibliografría que la palabra “resistencia” (o sus equivalentes) no aparece en ninguno de los textos foucaultianos referidos a la heterotopía o escritos en la misma década. Acaso el récord de la audacia hermenéutica corresponda a la interpretación de un traba- jo de Brian J. L. Berry y William L. Garrison (1958) inscripto en la tradición más cien- tificista y cuantitativa de la TLC, una monografía en la cual Trevor J. Barnes (2004: 574), en plan sarcástico (creo) identifica una heterotopía ejemplar por cuanto el condado de Snohomish, estudiado en función de ecuaciones, tablas, notaciones simbólicas y gra- fos, “ya no es una región sino un diagrama de hexágonos, valores computados de cen- tralidad funcional, una línea de regresión”. Cualquier cosa, entonces (argumentaba Da- vid Harvey, no precisamente en tren de elogio), puede devenir heterotopía. Vean si no lo que argumenta Barnes (aunque tampoco sé si lo dice en serio o si está maquinando una broma pesada como otras que se traman en ese mismo texto): [Las] heterotopías "presuponen un sistema de apertura y cierre que las aísla y las hace pene- trables. En general, el sitio heterotópico no es de acceso libre como un espacio público. O bien la entrada es obligatoria [...] o bien el individuo tiene que someterse a ritos y purifica- ción. Para entrar en una se debe tener un cierto permiso y hacer ciertos gestos. Además, in- cluso hay heterotopías completamente consagradas a estas actividades de purificación" (Foucault 1986: 26). La entrada a los lugares de la revolución cuantitativa, como veremos, involucró precisamente tales actos consagrados de purificación, de sumisión a la lógica in- maculada de las matemáticas (Barnes 2004: 576).

Además de la refiguración cuantitativa de Snohomish, de las (inexistentes) matrices gramianas de Rushton o (¿por qué no?) de las multiplicidades geométricas de Gilles Deleuze, a cualquiera de nosotros se nos pueden presentar otras instancias heterotópicas como las que se hallan en la bibliografía: habitaciones de recreos, colchones de home- less en las veredas de los centros urbanos, bunkers del narcotráfico en la ciudad santa- fesina de Rosario, campamentos de migrantes refugiados en Europa, prisiones de Ro- hingyás en Myanmar o de ilegales centroamericanos y mexicanos separados de sus hij@s en la frontera gringa, antiestructuras turnerianas impermanentes betwixt and between, aguantaderos de delincuentes en fuga, casas tomadas, relocalizaciones masi- vas, ciudades fantasmas posnucleares, campos de prisioneros o puertos de embarque esclavos devenidos exhibiciones, circuitos turísticos en el corazón de las favelas, mitas y yanaconas en América precolombina, cibercafés, ghettos límbicos, reservaciones indígenas y hasta lugares distintivos definidos no se sabe muy bien cómo y cuándo en (o por) las culturas otras, entre otros ejemplos tomados de la realidad.

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Se hace difícil imaginar lugares que no sean heterotopías, o definir criterios para deslin- dar si algunos de ellos son más o menos heterotópicos que otros y (sobre todo) para determinar si podemos operar sobre ellos para alterar el estado de cosas o si sólo cabe esperar más de lo mismo: observar y tomar nota, leer y abocarse al coleccionismo de ejemplares para el gabinete de curiosidades, administrar el cambiante inventario como mejor se pueda, resignarse a la futilidad, publicar un enésimo informe igual a tantos o- tros ya publicados, relajarse y gozar. Lo cierto es que no sé para qué puede servir uni- versalizar una categoría condenada a denotar particularidades de objetos tan incontro- ladamente heterogéneos y que se manifiestan tan extravagantemente variables a medida que los pedagogos enfrascados en el tema van consignando ejemplos de sus casos pro- bables, articulando (como si el métier de los operarios pos-estructuralistas fuera ése) un catálogo teratológico necesitado urgentemente de una geometría que lo delimite, lo ordene, excluya aquello que lo trivializa y agregue al modelo un poco de valor instru- mental para que, al final del día, sirva para algo y justifique el ingente costo social de nuestro trabajo. Descartada la mitología de su utilidad como recurso para empoderar la resistencia (sobre todo ahora que Foucault se inclinó hacia el neoliberalismo), no quisie- ra creer que éste es el punto más alto al que pueden llegar la ciencia y la especulación intelectual o el límite de la lucidez a la que puede llevarnos una ciencia impregnada de esta clase de filosofía. A tal punto la heterotopía ha confundido los ánimos de los antropólogos que el fou- caultiano George Marcus (deslumbrado en ese entonces por el surgimiento de los estu- dios culturales) la encuentra útil y hasta esencial como concepto comparativo. Vale la pena citar largamente el argumento en el que la heterotopía, siglo y medio después de la fundación del método comparativo, es vista como una opción capaz de articular el em- peño de una disciplina que Marcus (siguiendo a Foucault) cree virgen de conceptos teó- ricos: The postmodern notions of heterotopia (Foucault), juxtapositions, and the blocking together of incommensurables (Lyotard) have served to renew the long-neglected practice of compa- rison in anthropology, but in altered ways. Juxtapositions do not have the obvious meta-lo- gic of older styles of comparison in anthropology (e.g., controlled comparisons within a cultural area or "natural" geographical region); rather, they emerge from putting questions to an emergent object of study whose contours, sites, and relationships are not known befo- rehand, but are themselves a contribution of making an account which has different, com- plexly connected, real-world sites of investigation. The postmodern object of study is ulti- mately mobile and multiply situated, so any ethnography of such an object will have a com- parative dimension that is integral to it, in the form of juxtapositions of seeming incommen- surables or phenomena that might conventionally have appeared to be "worlds apart." Com- parison reenters the very act of ethnographic specificity by a postmodern vision of seemin- gly improbable juxtapositions, the global collapsed into and made an integral part of para- llel, related local situations rather than something monolithic and external to them. This move toward comparison as heterotopia firmly deterritorializes culture in ethnographic wri- ting and stimulates accounts of cultures composed in a landscape for which there is as yet no developed theoretical conception (Marcus 1998: 186-187).

Vista la posición de Marcus, boyando la deriva todavía hoy (a 36 años de Writing cul- ture y 16 años después de la multi-sited ethnography) y habiendo él reputado a la etno-

172 grafía antropológica como carente de una concepción de la cultura teoréticamente articulada, no es de extrañar que el antropólogo Marshall Sahlins, como bien me consta, no se haya avenido a dirigirle la palabra hasta el día que murió (cf. Panourgiá y Marcus 2009: 20, 32, 235, 255 versus Reynoso 2008; 2019a). Pero si en algún sentido la heterotopía como concepto teórico es un problema pendiente de resolución lo mejor en esta coyuntura es no esperar que me ocupe aquí de resolverlo. Lo primero a propósito de la heterotopía es que se trata de un asunto tan vagamente expuesto, posicionado en un contexto tan incierto y con tal amontonamiento de atributos que puedo jurar que no existen dos interpretaciones parecidas en la literatura sobre lo que Foucault intentó decir cuando echó mano del vocablo (cf. Kahn 2011: 140 y ss.). En algún momento los descifradores de foucaultianismos estimaron que las heterotopías equivalen o se aproximan o no son diferentes o sí son totalmente distintas o por el con- trario son complementarias o son opuestas a ideas tales como los no-lugares de Marc Augé o de la liminalidad de Victor Turner y Van Gennep o a los no-espacios de Michel de Certeau o al TercerEspacio de Edward Soja o a los espacios paradójicos de Gillian Rose o a los espacios representacionales de Henri Lefebvre (cf. Lefebvre 1970; 1974; Soja 1996: 145-163; Bosteels 2003; Augé 2007 [1992]; Dehaene y De Cauter 2008: 5; Maier 2013; Knight 2015; Johnson 2020). Ahora resulta que todos los conceptos son el mismo concepto, y no hay otra cosa que heterotopías. Todo se ha tornado tan igual- mente posible y tan gris que nada es en absoluto convincente. Hay, como se ve, juicios para todos los gustos con amplia ocasión para el disparate. El propio Soja (1996: 15), un autor progresivamente orientado hacia el centrismo, expresa que Foucault llena esos lugares heterogéneos con su trialéctica o triángulo discursivo de espacio, conocimiento y poder, lo cual, en lo que respecta al texto al que Soja mismo pretende atenerse contiene tan poco valor de verdad como las aristas comparativas que Marcus había diseminado en su exégesis. Aturdido por la eufonía de los términos y en- tretenido en foucaultizarlo todo a como dé lugar, Soja no advierte que ni allí ni en Las Palabras y las Cosas ni en las conferencias radiales de Valette el poder juega explíci- tamente papel alguno en la definición del concepto.59 Desde ya que cuando se mencio- nan cárceles y manicomios el juego del poder está muy claro y los foucaultianos cele- bran la pirueta heterotopológica aunque el poder no se nombre; por supuesto que el panóptico introduce no sólo una heterotopía de poder sino un principio geométrico, con lo que Foucault parecería anudarlo todo; pero ¿Disneylandia? ¿los parques temáticos? ¿los cines? ¿las playas? ¿las lunas de miel? ¿En qué proporción de lugares heterotópicos el poder juega un rol primordial? ¿Nadie advirtió que la primera versión de las hetero-

59 De hecho, Soja es un antiguo marxista que trabajó intensamente en Kenya cuando joven, que mantuvo vínculos con Edoardo Mondlane (el primer PhD de Mozambique, ligado al FRELIMO) y que enseñó métodos cuantitativos en los Estados Unidos al regreso de su periplo africano. Pero cuando un militante en el filo del fundamentalismo materialista se convierte a un credo anti-materialista y estetizante tan polimorfo y seductor como el pos-estructuralismo nunca se sabe lo que puede pasar. Soja tuvo ideas interesantes cuando joven, antes de subirse a la caravana en la cual su voz no se distingue mucho de las otras.

173 topías, confrontadas con las utopías en Las Palabras y las Cosas, sólo tenía que ver con espacios de enunciación? ¿De veras a nadie se le pasó por la cabeza que en un taxon que incluye a Auschwitz en el mismo espacio conceptual que Disneylandia hay algo que está tremendamente mal? Ninguna reseña sobre la heterotopía estaría completa si silenciara las anomalías, polise- mias, incongruencias, sesgos y todo un zoológico de singularidades señaladas incluso por los cultores del pos-estructuralismo y hasta por los heterotopólogos de primera línea para luego pasar a otra cosa o sustituir las críticas por los elogios sin aviso previo. En esta tesitura, el mismo Edward Soja piensa que las heterotopologías de Foucault son “frustrantemente incompletas, inconsistentes, incoherentes, enfocadas estrechamente en microgeografías particulares, miopes y ubicadas demasiado cerca, desviadas y desvian- temente apolíticas”, empujándonos a reconocer que por lo menos esta ejemplificación anecdótica y asistemática genera tantos problemas como los que resuelve (Soja 2006: 192). Para Peter Johnson, autor de uno de los trabajos más exhaustivos sobre heteroto- pía, la definición del concepto es “esquemática, abierta y ambigua” y la noción misma es “una idea elusiva” (2013: 790) mientras que Hilde Heynen (2008: 312) estima que la noción es “demasiado resbalosa” y lisa y llanamente “indecidible”; hincando el diente, Robert J. Topinka (2010: 55) argumenta que el fallido delineamiento que hace Foucault del tópico “no lo reduce a una definición del término sucinta y no problemática, tor- nando el tratamiento académico del asunto sumamente difícil”. No es incomprensible que David Harvey (2000: 185), calando un poco más hondo, afirmara que “la excursión heterotópica de Foucault acaba siendo exactamente tan insustancial como la Geografía de Kant. No sorprende que [Foucault] haya dejado el ensayo sin publicar”. Todo lo que hay en el mundo puede llegar a ser heterotopía, con lo cual el método heterotopológico no hace más que dejarnos en el mismo punto de partida: El cementerio y el campo de concentración, la fábrica y los centros comerciales, Disney- landias, Jonestown, los campamentos de milicias, la oficina abierta, New Harmony, las co- munidades cerradas son todos sitios de formas alternativas de hacer las cosas y, por lo tan- to, en cierto sentido heterotópicos. Lo que a primera vista parece tan abierto en virtud de su multiplicidad aparece de repente como banal: un lío ecléctico de espacios heterogéneos y diferentes dentro de los cuales cualquier cosa "diferente", como quiera que esté definida, podría pasar (loc. cit.).

Arun Saldanha (2008) (antiguo alumno de Doreen Massey en la Open University) pien- sa que el concepto es fundamentalmente defectuoso, que está al servicio del estructura- lismo en el peor sentido y que falla por cuanto reduce la diferencia espacial a una tota- lidad trascendental. Los propios exégetas partidarios de los Heterotopian Studies admi- ten que la descripción de la heterotopía es por momentos confusa y que el abandono de la idea por el propio Foucault levanta ciertas dudas sobre su utilidad potencial. Se sabe, además –por infidencia de Daniel Defert (2004), el editor del CD sobre “Utopías y Heterotopías” que grabó Foucault (cuya cambiante localización en la Web remitiré a vuelta de correo a quien lo necesite)– que el propio autor no estaba conforme ni con el concepto ni con su propia caracterización del mismo (Saldanha 2008: 2082). A la larga,

174 empero, ni siquiera infidencias tan reveladoras hicieron mella en el impacto intelectual de la idea. Entre las críticas a la idea de heterotopía que he referido y otras más que se podrían escoger destaca particularmente que escribió David Harvey en su artículo “Cosmo- politanism and the Banality of Geographical Evils”: If “space is fundamental in any form of communal life,” then space must also be “funda- mental in any exercise of power,” he argued. The implication is that spaces outside of power, heterotopia, are impossible to achieve. But, like Kant with respect to geography, he lets the idea of heterotopia remain in circulation but does not take responsibility for its content, leaving it to others to pick up the pieces. And when asked in 1976 by the editors of the newly founded radical geography journal Herodote to clarify his arguments, Foucault gave evasive and seemingly incomprehending answers to what, on the whole, were quite reasonable probing questions (Foucault 1980). By refusing again and again to elaborate on the material grounding for his incredible arsenal of spatial metaphors, he evades the issue of a geographical knowledge proper to his understandings (even in the face of his use of actual spatial forms such as panopticons and prisons to illustrate his themes) and fails to give tangible meaning to the way space is “fundamental to the exercise of power.” And his final admission that a proper understanding of geography is a condition of possibility for his arguments —the Kantian propaedeutic once more— seems like a tactic to get his geogra- pher interlocutors off his back. In any case, he never elaborated on his final recognition that “geography must indeed necessarily lie at the heart of [his] concerns.” Nor, interestingly, have any of his followers taken up this challenge (Harvey 2000: 538-539).

Como deslindamos en Diseño y Análisis de la Ciudad Compleja (2011) y con las actua- lizaciones del caso, los urbanistas y los antropólogos urbanos tienen sobrado acopio so- bre las ciudades y espacios anómalos que poseen algo de heterotópico, que son también contrastantes con alguna pauta no analizada de “normalidad” y que se han referido con nombres coloridos e incontables desde más de medio siglo antes de los no-lugares de Marc Augé: subtopias (Nairn 1955), nonplaces (Webber 1964), non-places (Weiner 2002), non-sites (Smithson 1996 [1968]), flatscapes (Norberg-Schulz 1974), place- lessness (Relph 1976: 105, 109, 117), the placeless city (Harvey 1990 [1985]: 295), the global city (Sassen 1991), les non-lieux (Augé 1992), exopolis, scamscapes, nowheres (Soja 1992), the generic city (Koolhaas y Mau 1995), the serial monotony (Boyer 1988), the mechanically reproduced cities (Savage 1995: 49), the thin places (Vogeler 1996), the interchangeable urban spaces (Savage y Warde 2005), the no-place spaces (Featherstone 1994: 392), the invented environments (Huxtable 1998), nowheresness (Arefi 1991), heterocronotopias (Bal 2008; 2011) y hasta there is no there there de Gertrude Stein, decididamente el más refulgente, el primero y más creativo de toda la galería de marbetes, nunca hasta ahora citados en tal número y variedad (Stein 2004 [1937]; cf. Bosteels 2003). Ninguno de todos esos autores anteriores a la invención de la french theory por Sylvère Lotringer y Sande Cohen (2001) o por François Cusset (2005 [2003]) mencionaba por cierto a Michel Foucault en tiempos de forjar sus categorías. En torno de estos espacios raros de origen o enrarecidos por la exégesis se ha trabajado mucho, ni duda cabe, pero hemos puesto siempre el carro delante del caballo, enredán- donos en la ponderación de diferencias y similitudes antes de tener calibrada una geo- metría que proporcione (como pretendía Georg Simmel con un espíritu sereno que ya no

175 se acostumbra) una definición precisa del concepto, una enumeración de los criterios de normalidad que se administran, una taxonomía de las variedades, una tipología de las transformaciones y una medida de la magnitud de las distancias y proximidades concep- tuales entre lugares y cosas, pues de eso se tratan los conceptos que se pretenden rela- cionales (cf. Reynoso 2019b: passim). ¿No era Foucault quien instaba a que se consti- tuyera un abordaje sistemático –o una ciencia específica– donde hoy por hoy no hay más que un superpoblado gabinete de curiosidades? Lo que sí me llama la atención es que Raffestin no utiliza en absoluto semejante con- cepto, acaso el único con un promisorio potencial geométrico entre las pocas ideas espa- ciales que Foucault no inventó pero a las que pasa plausiblemente por haber inventado. Es igualmente llamativo que existiendo dos conceptos de heterotopía en Francia, el uno urdido por Foucault, el otro propuesto por Lefebvre, nadie –a excepción de David Har- vey, Edward Soja y un pequeñísimo puñado de geógrafos– se haya detenido a elaborar esta circunstancia (cf. Soja 1996: 145-163; Harvey 2013: vii-viii; Stefan Kipfer, Goone- wardena, Schmid y Milgrom en Goonewardena y otros 2008; Ghannam 2016; Sacco, Ghirardi, Tartari y Trimarchi 2019). La pregunta entonces es por qué hay circulando un rimero fatigoso de heterotopías antes que una sola, por qué extraño motivo Foucault y Lefebvre se empecinaron en callar los nombres de Haeckel o de Ujtomsky, por qué nadie aprovecha tampoco la destreza gana- da en biología en materia de formas y transformaciones para nutrir un poco una ejempli- ficación de variada atinencia (como la que desganadamente, sin convencimiento, sin sentido del humor y sin hondura emocional amontonó Foucault) y por qué a nadie la multiplicidad y la divergencia de las definiciones de heterotopía que existen o la cre- ciente ridiculez de muchas de las interpretaciones secundarias en circulación parece im- portarle demasiado. Hay, sin embargo, una luz al final del túnel. El concepto de heterotopía de Lefebvre se origina en L’irruption de Nanterre au sommet (1968: 105) traducido al inglés al año siguiente como The Explosion: Marxism and the French Upheaval (1969: 118) y se re- cupera en La révolution urbaine (1970). David Harvey lo utiliza en Ciudades rebeldes (2013 [2012]). En todos los casos, tanto en Lefebvre como en Harvey, el concepto tiene un contexto y una estabilidad de los que la versión foucaultiana carece, contexto que está dado por el contraste entre heterotopía e isotopía y su compleja relación con “topo- grafías”, lo cual le confiere un posicionamiento en un campo geométrico de antagonis- mos (Elden, Lebas y Kofman 2003; Elden 2004; Stanek 2011; Erdi-Lelandais 2014: 111).60 Es notable que mientras los foucaultianos ortodoxos sostienen que el concepto de hete- rotopía fue abandonado e ignorado hasta después de la muerte de Foucault, el hecho es

60 Recomiendo formalmente basarse en la versión inglesa del texto de Harvey por cuanto la edición en castellano, amén de los comprensibles deslices y traiciones del traductor, está expurgado de los apéndices y los índices analíticos.

176 que Lefebvre lo utilizó apenas acabado de acuñar, lo trabajó en el Seminario CRAUC [Centre de Recherche d’Architecture, d’Urbanisme et de Construction, 1968-1970] (ins- pirado en los trabajos del semiólogo Algirdas Greimas [1917-1992]), dirigió una vivi- ficante disertación doctoral referida a temas conexos tan tempranamente como en 1976 y lo enriqueció metodológicamente hasta el final de su vida aunque procurando, sí, no nombrar a Foucault (Lefebvre 1968: 81, 86; 1969: 118; 1970; 1992; 2003 [1970]: 2003 [1970]: 9, 11, 37-40; 2004; Cossalter 1976). Entre paréntesis, otra recuperación temprana del concepto que se inspiró en Las pala- bras y las Cosas corrió por cuenta del novelista Samuel R. Delany en su obra Triton, luego renombrada como Trouble on Triton: An ambiguous heterotopia, pensado (fou- caultianamente) como respuesta a la novela The Dispossessed: An Ambiguous Utopia de Ursula K[roeber] Le Guin [1929-2018], hija célebre del antropólogo Alfred Kroeber. Ambas novelas generaron una rica bibliografía con amplias referencias a Foucault, aun- que Delany no lo nombra en la novela, citando en su lugar –como epígrafe– una frase de Símbolos Naturales de nuestra antropóloga Mary Douglas, en la que ésta pronuncia con- ceptos sobre el análisis estructural de los símbolos de cuño societario que no tienen un pelo de foucaultianos y de los que ella renegó más tarde (Le Guin 1974; Delany 1976; cf. Easterbrook 1997). Pero no sólo hay geometría en la heterotopía lefebvriana sino también una temporalidad articulada, un pulso polirrítmico, una prosodia de acentos, contrastes e intensidades. A partir de la noción foucaultiana Lefebvre elaboró su propia versión del concepto, una versión de la que otros autores derivaron la idea de heterocronotopía, combinando las categorías primitivas con la de cronotopo, originaria esta última de la fisiología de Ale- xei Alexeyevich Ujtomsky y convenientemente resemantizada en el trámite por Mijail Bajtin [1895-1975] (Holquist 2002 [1990]; Bal 2008: 36). En base a todas estas nocio- nes las escuelas moravas, checas, francesas y suecas de geografía desarrollaron en la década que corre sendos conjuntos de métodos imaginativos que permiten calcular, visualizar y hasta escuchar los múltiples ritmos de ciudades y lugares, integrando una opción latente en la heterotopía/heterocronía haeckeliana, construyendo sobre los ci- mientos del análisis rítmico de Lúcio Alberto Pinheiro dos Santos [1889-1950] y de la dialéctica de la duración de Gaston Bachelard [1884-1962], articulando todo en un so- berbio marco interdisciplinario que va desde Marx hasta Gödel, Escher, Bach (pasando por Simmel) y unificando las nociones hasta entonces dispersas de lo espacial y lo tem- poral.61 El punto de partida lo había anudado Lefebvre en Rythmanalyse, el último libro que es- cribió, aquel en el que la heterotopía y la heterocronía, juntas como siempre debieron estar desde Ernst Haeckel, alcanzan, literalmente, el más pleno estado de arte. Hoy en

61 Algunas referencias recientes de los lefebvrianos a conceptos malamente sustentados e innecesarios (como la teoría del Actor-Red de Bruno Latour y el concepto deleuziano del ritornello) afean el conjunto pero no llegan a invalidar el intento. Sobre estos conceptos, sus antropologías fraudulentas y sus posibles alternativas véase Reynoso (2013; 2019a).

177 día hay un puñado de ritmanalistas que se inspiran en diversas trayectorias de la idea geométrica del ritmo y que tienen en este milenio un segundo momento de reactivación con centro de gravedad en la obra de Pascal Michon sobre ritmo, poder y globalización (Pinheiro dos Santos 1931; Bachelard 1936: cap. §8, “Le rythmanalyse”; 1957; Mes- chonnic 1995; Guyard 1996; Crang 2001; May y Thrift 2001; Highmore 2002; Lefebvre 1992; 2004; McCormack 2002; Mels 2004; Horton 2005; Michon 2005; Michon 2007; Evans y Jones 2008; Meyer 2008; Edensor 2005; 2006; 2010; Ansaldi 2010; Delacroix 2010; Galam 2010; Koch y Sands 2010; Neuhaus 2010a; 2010b; Michon 2012; Simpson 2012; Sobral Cunha 2012; Henckel y otros 2013; Michon 2013; 2018a; 2018b; 2018c; 2018d; Smith y Hetherinton 2013; Revol 2014; 2015; Mulíček, Osman y Seidenglanz 2014; Neuhaus 2015; Barrows 2016; Cunha 2016; Osman, Seidenglanz y Mulíček 2016; Osman y Mulíček 2017; Mulíček y Osman 2018; Nash 2018; Michon ***). Algo de una especie de ritmanálisis está latente en estas inesperadas expresiones de Al- thusser en Para leer El Capital (Ediciones Maspero, 1965), citadas por el polémico car- tógrafo del poder Yves Lacoste [1929-], legendario fundador de la revista Hérodote, re- sucitador de una geopolítica hoy dada por difunta y precursor indiscutido del decolonia- lismo. Escribía Althusser: Para cada modo de producción existe un tiempo y una historia propios, acompasados de manera específica, del desarrollo de las fuerzas productivas; un tiempo y una historia pro- pios de las relaciones de producción […]; una historia propia de la superestructura políti- ca…; un tiempo y una historia propios […] de las formaciones científicas […]. La especifi- cidad de cada uno de estos tiempos, de cada una de estas historias [está basada] en un deter- minado tipo de articulación en el todo, esto es, en un determinado tipo de dependencia res- pecto del todo. [… ] Es decir, la especificidad de estos tiempos y de estas historias es dife- rencial, puesto que está basada en las relaciones diferenciales que existen entre los distintos niveles del todo (Althusser 1965, t. 2: 47).

La geometría del ritmo es, en la óptica de Lefebvre y de Michon y tras las huellas de Marcel Mauss y Evans-Pritchard y de la geografía del tiempo de Torsten Hägerstrand, una cabal géométrie du pouvoir (Mauss 1950 [1936]; Thrift 1977; Thrift y Pred 1981; Hägerstrand 1982; 1985; Meschonnic 1995; Miller 2005; Michon 2005; 2006; 2007; 2015 [2010]; 2016 [2005]; 2018a; 2018b; Shaw 2010; Saussy 2016). El hecho es que Lefebvre identifica las relaciones de poder como una parte crucial en la producción de los ritmos espaciales en general y urbanos en particular. Las percepciones sensoriales y corporales, lejos de ser neutrales y subjetivas, se manifiestan en escenarios en los que las ideologías sociales se comunican a través de prácticas dinámicas de la percepción y el cuerpo (Howes 2005; Edensor 2005; 2010). Para comprender las geografías cultu- rales, los significados, los valores y las prácticas de los lugares es esencial examinar de qué formas los ritmos se intensifican, alteran o desaparecen a medida que los diferentes grupos sociales efectivizan sus reclamos del espacio a distintas escalas. De estas diná- micas resultan siempre complejidades, desajustes, polirritmias, desórdenes y cacofonías las cuales se originan en contradicciones, acomodamientos, coaliciones, asincronías, reversiones, contrapuntos, trayectorias cruzadas, itinerarios disjuntos, intervenciones y resistencias frente a fuerzas coercitivas que mandan marcar el paso, atenerse a un tempo

178 inflexible o suspender el tiempo en el encierro de la prisión (Lefebvre 1996: 239; cf. Cunha 2016; Michon 2016 [2005]). Las geometrías de Lefebvre y de Michon son otras tantas GPs, pues el ritmanálisis es – desde el punto de vista emic, se diría– una herramienta identitaria tanto como una analí- tica que sirve para articular los tiempos y los acentos de la lucha. Una vez más estas me- táforas parecen aclarar más de lo que oscurecen precisamente porque son controlada- mente geométricas: un cambio en la geometría de un ritmo se entiende con más senci- llez que cualquier otra forma de representación del cambio; éste puede se puede expre- sar tanto visual como auditivamente, incorporando aspectos de asincronicidad, simul- taneidad, heterofonía y contrapunto imposibles de representar por otros medios. Aunque la visualización es todavia más una promesa que una realidad, no hay casi analogías en este campo en efervescencia que no engendren hipótesis de trabajo, que no iluminen los hechos y que no inflamen la imaginación. En cuanto a las múltiples relaciones que se están trazando entre el ritmo y el poder, siguiendo el rumbo de Lefebvre y con amplias referencias a Georg Simmel, Siegfried Kracauer, Walter Benjamin y Victor Klemperer ha dicho el más entusiasta de sus promotores recientes, Pascal Michon: La democracia liberal [...] ha reemplazado los "cuerpos disciplinados" del pasado por "cuer- pos fluidos" […]. En el plano físico, los modelos rítmicos mecánicos y disciplinarios se han abandonado parcialmente para dejar espacio a la astenia y la arritmia, que no son menos no- civas para la individuación. A este respecto, la disolución es ahora tan avanzada y tan gran- des los riesgos de desarrollar formas autoritarias de re-ritmificación, que una re-ritmifica- ción democrática de la corporeidad es uno de los principales problemas políticos del siglo que comienza (Michon 2005: 452).

Las formas de representación de estos fenómenos todavía no han coagulado en un estilo gráfico estándar más allá de la notación musical clásica o de los grafismos que propuso Hägerstrand para su geografía del tiempo (véase figura §5.3.1); cada tanto algunos de los estudios que se realizan ensayan nuevas perspectivas aplicándolas a nuevos objetos. Predigo que si se desarrolla alguna forma de notación rítmica ella adoptará alguna de las modalidades gráficas reticulares como la que imaginaron el canadiense Godfried Tous- saint y su grupo de la Universidad McGill en Montreal. Hay incluso una herramienta, Rhythm Necklace, que permite obtener representaciones de ritmos basados en grafos desde un teléfono celular (Toussaint 2003; 2004; 2005a; 2005b; 2013). En cuanto al tra- tamiento de cronotopos existen unas cuantas aplicaciones. Habidatum Chronotope, por ejemplo, es una plataforma que permite la agregación de registros en niveles de datos analíticos y su visualización en el espacio-tiempo, permitiendo explorar patrones, tendencias y anomalías en territorios, regiones, ciudades, vecindarios, manzanas y edifi- cios. Pensado para el uso de negocios, puede adaptarse con un poco de ingenio al trata- miento geométrico de datos científicos. Hay otras herramientas más, sin duda, que que- da al lector localizar. Cada mes que pasa, con cada nuevo congreso que se realiza el panorama cambia.

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Figura 5.3.1 – Ejemplo de descripción en geografía del tiempo. Conceptos fundamentales – Basado en un diseño de Miyuke Meinaka Licencia Creative Common Attribution Share-alike 3.0. Hasta el momento la joya de la corona en materia del análisis del pulso de una ciudad o un territorio puede que sea el Programmable City Project, financiado por la Comunidad Europea y auspiciado por la Maynooth University de Irlanda con curaduría de Rob Kit- chin. Las palabras claves de este proyecto son ritmanálisis, gobernancia algorítmica y la Internet de las Cosas. Se encontrará una nutrida documentación y deslumbrantes estu- dios de caso en el portal de http://progcity.maynoothuniversity.ie/, donde hay una am- plia disponibilidad de materiales, software, un working paper esencial de Paolo Cardu- llo y docenas de presentaciones sobre el impacto de la programabilidad del espacio tiempo y de los repositorios de datos en la construcción de “una aproximación equiva- lente a la que permiten las prácticas etnográficas de la antropología social” abocada a la comprensión y operación integral de ciudades inteligentes que no son sino ciudades sus- tentables basadas en la participación activa y en tácticas de re-apropiación (dignas de los tiempos de Wild Bill Bunge) por parte los colectivos sociales (Crang 2012; Coletta y Kitchin 2016; Cardullo 2018; Malsen 2018; cf. Lefebvre 1996). Hay un componente francamente utópico en todo esto, que se encontraba en ebullición hasta que estalló la pandemia; hay quien dice que la pandemia pudo ser amortiguada en contextos en los que la smart city era una realidad en marcha, pero no hemos de abrir esa línea de discu- sión en este sitio ni en esta edición del trabajo (v. gr. Rassia y Pardalos 2017; Sonn y Lee 2020). Entre las sombras del pasado queda el concepto original de cronotopo, propuesto, como dije, por el fisiólogo de Leningrado A. A. Ujtomsky y elaborado luego por Bajtín, quien

180 escuchó estas ideas en el verano de 1925 en una conferencia sobre el cronotopo en bio- logía y estética (Bajtin 1981: 84; Chebanov 2015; Holloway y Kneale 2000). En un oportuno artículo sobre la teoría ujtomskyana de la dominancia biológica y social que tiene algo más que un toque simmeliano escriben Elena Zueva y Constantin Zuev de la Academia Rusa de Ciencias en Moscú: Al vincular el tiempo y el espacio, Ujtomsky siguió la teoría de Minkowski, que confirmó que las ideas de espacio separado y tiempo separado no son más que sombras de la realidad. La medida real es un intervalo entre eventos, donde el tiempo y el espacio están unidos y son intercambiables. La distancia a una ciudad cercana se puede medir en kilómetros u ho- ras de viaje en automóvil o a pie. Desde el punto de vista del modelo que anticipa la reali- dad, estas son descripciones complementarias. Ujtomsky usa el concepto de cronotopo tam- bién en otro sentido, relacionado con la capacidad de armonización y sincronización de e- ventos. Esto ya fue visto con referencia a la dominación. "La asimilación del ritmo", la coordinación del tiempo, la velocidad y los ritmos, es una condición previa para formar un sistema funcionalmente unificado a partir de elementos espacialmente segregados. Esto se relaciona con el cerebro humano, pero también con los fenómenos sociales y naturales. Sin embargo, para Ujtomsky el concepto de cronotopo encontró su significado principal como un análogo de la dominancia, no sólo con referencia a procesos neurofisiológicos, sino tam- bién a procesos externos, mayormente sociales (Zueva y Zuev 2015: 30).

El Minkowski mencionado no es otro que el geómetra lituano-polaco del espacio-tiem- po Hermann Minkowski [1864-1909], algunas de cuyas imaginerías métricas (la distan- cia de Manhattan, por ejemplo) he tratado en mi reciente estudio sobre comparación, las distancias y los métodos geométricos de análisis de datos (Reynoso 2019b). Lo notable de todo esto es que la heterotopía de Foucault y Lefebvre, la heterocronía de los teóricos actuales del espacio-tiempo y el cronotopo bajtiniano tienen todos ellos sus orígenes ya sea en la biología de Haeckel o en la fisiología de Ujtomsky. Bajtín lo sabía e informó de ello, pero Foucault y Lefebvre/Harvey lo callaron, barrunto que por razones que son por lo menos irregulares pero que tocará a otro investigar. Además de a precursores cuyas cronotopías y geometrías del ritmo han estado hasta ahora tan escondidas como las de Ujtomsky y Minkowski (y pienso en la obra de Mar- cel Mauss y en los sorprendentes dioramas temporales de E. E. Evans-Pritchard), uno está tentado de agradecer a Michel Foucault y a Mijail Bajtín, pues a fin de cuentas has- ta conceptos tan enmarañadamente elaborados como los suyos pueden servir de mucho en el contexto justo, con los complementos necesarios y en las manos adecuadas (cf. Mauss 1971 [1938]; Evans-Pritchard 1940: 94-138; Michon 2018c; 2018d). Lo peor que podría suceder es que el nuevo campo vuelva a encerrarse en la logorrea sentenciosa de la enunciación, o que quede atrapado en las prisiones del lenguaje de las que los mejores entre los geógrafos y los filósofos que les dieron letra no supieron escapar en su mo- mento, hundiéndose en una verbosidad redundante y afecta a la morosidad de las longi- tudes inacabables (típicas de –por ejemplo– la oralidad latosa de los cursos del Collêge de France) que ya no están a la altura de la comunicación inteligente, aireada, acabada- mente contextualizada, interdisciplinaria y abierta a la que se puede aspirar en el siglo XXI.

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Amén de los estudios híbridos que unifican los conceptos de análisis rítmico y cronoto- po, a comienzos de la tercera década del siglo XXI se perciben al menos dos escuelas incomunicadas que giran en torno de concepciones más ujtomskianas que bajtinianas: una de ellas se formuló en Praga y en Brno en torno de Robert Osman y Ondřej Mulí- ček; la otra se ha manifestado en París alrededor de Luc Gwiazdzinski con un toque posmoderno pero significativamente libre del pos-estructuralismo foucaultiano o deleu- ziano que se ha tornado mandatorio en estos trances (Mulíček, Osman y Seidenglanz 2014; Gwiazdzinski 2012; 2013a; 2013b; 2019; 2021; Gwiazdzinski, Maggioli y Straw 2013; Blommaert 2015; 2018; Adams y Gahegan 2016; Osman, Seidenglanz y Mulíček 2016; Drevon, Gwiazdzinski y Kein 2017; Osman y Mulíček 2017; Mulíček y Osman 2018; De Fina y Perrino 2019; cf. Simmel 1981: 229) Recién estamos comenzando a asimilar los estudios emanados de la revista Rhuthmos y de los análisis de Pascal Michon en tiempos de pandemia, así como del invalorable especialista en algoritmos Julian Henriques (2020) y los textos colectados en el volu- men de Paola Crespi y Sunil Manghani (2020), vibrantes y originales aunque contami- nados por una leve dosis de deleuzianismo. Mención especial merece el denso ensayo lefevbriano de Andrea Mubi Brighenti y Mattias Kärrholm (2018) sobre una territorio- logía de ritmos y melodías de la actividad cotidiana (cf. además Brighenti 2010; Reid- Musson 2017). La experimentación geométrica parece ser el camino, más que la enésima futbolización del espacio y el lugar, del espacio y el tiempo, de lo social y lo pos-social, de la estruc- tura y la historia o de lo local y lo global. En el ritmanálisis y en sus análogos de la he- terocronotopía y la geografía del tiempo los resultados son todavía de calidad variable y restan desarrollar aspectos de la geometría del ritmo y de la dinámica de redes que per- mitan evadirnos de la jaula del lenguaje y del textualismo que preocupaban a Fredric Ja- meson y a Edward Saïd y que cada tanto resurgen en las nuevas investigaciones. Puede que a la larga el proyecto acabe naufragando, pero la experiencia es promisoria, la má- quina está en marcha y la acción recién comienza.

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6 – Geometrías del Conocimiento y Poder

De esta historia se aprende de qué manera el descui- do de la geometría […] puede conducir a un grave sufrimiento y pestilencia, de lo cual los griegos de Delos son un ejemplo, y se aprende por contraste de qué manera el buen consejo y descubrimiento de la ingeniosa invención de Platón [el método de doblar el cubo con ayuda de aparatos mecánicos auxiliares] muestra que la geometría y el estudio de la propor- ción forman un arte noble y necesario, uno que pue- de rescatar una tierra y sus habitantes de un gran pe- ligro. Si se niega este campo todo tipo de desorden y arrogancia surge entre la gente, como ahora es de- safortunadamente el caso. Príncipe y señor miseri- cordioso, […] pueda la geometría y el estudio de la proporción merecer [debida atención] en vuestro reino y servir para aguzar el espíritu, como fue el caso para vuestros venerables ancestros, quienes tu- vieron este tema en alta estima, como puede verse en la delicia sostenida en la noble creación de la Kunstkammer y en otras obras semejantes.62 Lucas Brunn, Euclidis elementa… (1625)

6.1 – GPs en los albores de la era moderna Cuando en los inicios de este libro afirmé que geometría, conocimiento y poder se saben interimplicados desde mucho antes que Raffestin hablara de ello o que Doreen Massey reclamara la maternidad de la idea me basaba en el hecho de que un puñado de antropó- logos inclinados a los estudios cognitivos estábamos tomando el asunto muy en serio aunque no haya sido entonces la geografía ni los estudios territoriales nuestra fuente primordial de información. Con el propósito de comprender mejor los variados entre- cruzamientos entre las tres ideas, en este capítulo presentaré algo así un leve muestreo o un fichado emergente de seguimientos a la manera clásica (o de googleados más o me- nos caprichosos) de expresiones que denotan o connotan ‘geometría’, ‘poder’ y ‘cono- cimiento’ en distintas lenguas, soportes, portales mediáticos y contextos simplemente para confirmar o desconfirmar aquella hipótesis.

62 Duplicar el volumen de un cubo (lo que se conoce como el problema délfico) es un planteo geométrico milenario que (como finalmente lo probó Pierre Wantzel en 1837) pertenece a una familia de problemas que no puede resolverse mediante regla y compás, aunque puede ser resuelto por otros medios, como lo sugiere Brunn. La historia tiene un toque frazeriano que los más viejos entre los lectores antropólogos encontrarán familiar. La referencia a Delfos se deriva de un texto apócrifo atribuido a Platón, en el que se narra que en el año 429 a. C., Pericles, gobernador de Atenas, murió víctima de la tifoidea que plagaba la ciudad. A raíz de este suceso algunos de los atenienses deciden ir a Delfos para hacer consultas al Oráculo de Apolo y averiguar la forma de detener la epidemia. El Oráculo contestó que debían erigir un nuevo altar en forma de cubo cuyo volumen duplique el del altar existente. Se intentó hacerlo, conjeturo, pero lo cierto es que no se lo logró y no se pudo por ende evitar el desastre por ese medio. La pandemia se disipó pasado un tiempo pero el problema geométrico que se planteó permanece sin resolver hasta hoy.

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Es así que la bibliografía que permitió armar este capítulo comprende textos referidos a la GP desplegada en la Ética de Spinoza, a la geometría estocástica del azar formalizada por Blaise Pascal en sus anticipaciones a la teoría de juegos, a los microfundamentos geométricos de la cartografía desde comienzos de la Edad Moderna y a la geometría im- plicada en el análisis de objetos auxiliares de la investigación científica en la Kunstkam- mer de la Corte de Dresden, exhibidos en una sala que exalta el poder de la geometría y que se mantiene desde principios del siglo XVII (Brunn 1625; Spinoza 1980 [1677]; Curley 1988; Cosgrove 1988; 2001; 2002; 2008; Bukovinskà 2005; Warner 2008; Ko- rey 2007; Godfroy-Génin 2008; Dupré y Korey 2009; Viljanen 2011). Lejos de crearse en las últimas generaciones al empuje de perspectivas pos-estructuralistas, la noción de GPs, ligada más bien a los poderes de la geometría, encapsula algunas de las ideas bási- cas de la modernidad y, a los efectos prácticos, nace con ella. Vemos primero el caso de las GPs implicadas en la Cámara de Arte de la corte de Dres- den. En un libro llamado de plano Geometry of Power / The Power of Geometry basado en una exhibición del mismo nombre y en el que no se menciona palabra de la geogra- fía, del espacio, de Massey, Claval o Raffestin escribe Michael Korey, curador del Mu- seo de Arte del Estado: No es un catálogo completo de los artilugios en el Kunstkammer real, sino más bien una se- lección juiciosa de elementos particularmente maravillosos, con explicaciones de la ciencia y la tecnología subyacentes y relatos de los contextos sociales y culturales en los que fueron creados y utilizados. En un nivel, estos objetos muestran lo que los artesanos podrían lograr con materiales costosos y patrones adinerados. En otro, muestran que los Electores, como otros gobernantes europeos de la época, apreciaron la importancia de las matemáticas prácticas para el desarrollo y mantenimiento de sus estados (Korey 2007; el subrayado es nuestro).

El principal investigador que colaboró con Korey es Sven Dupré, profesor de una desusada cátedra de Historia del Arte, Ciencia y Tecnología en la Universidad de Ams- terdam, cuyos estudios me llevaron a adentrarme en escondidas obras en escritura gótica del alemán Lucas Brunn [1575-1628] , nunca traducidas y nunca editadas en imprentas industriales. Brunn fue un euclideano apasionado contratado como curador en Dresden mucho antes que la curaduría fuese una profesión establecida; según lo plasma el texto de Euclidis elementa citado en el epígrafe, fue uno de los primeros desde los tiempos del oráculo de Delfos pero medio siglo antes de la NGP en subrayar el papel de la geo- metría como fuente, motor y tecnología del poder (Brunn 1625; Dupré 2014). Otros estudios en la misma línea son los de Bettina Marten, Ulrich Reinisch y Michael Korey (2012), Festungsbau, y el de Hans Gebhardt y Helmuth Kiesel, Weltbilder (2004), el cual aborda el tema de la construcción cultural de la identidad, incluyendo un precioso capítulo del antropólogo cognitivo Jürg Wassmann (de la Universidad de Hei- delberg) sobre las GPs del espacio y la memoria en Papua Nueva Guinea (Wassmann 2004). Por alguna razón, toda esta rama de estudios de ‘geometría’ o ‘conocimiento’ en relación con el poder se desenvuelve a través de textos publicados en alemán y holan- dés; no hay por ejemplo traducción de los últimos libros mencionados ni páginas de la Web sobre Lucas Brunn en inglés o en castellano.

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Es sorprendente que el concepto de la geometría como instrumento del poder ya estu- viera explícito entre los fundadores de la Kunstkammer de los electores de Sajonia, una cámara de arte establecida alrededor de 1560 y albergue de la más rica colección de a- paratos científicos de la época. En ella trabajó un visitante ilustre, Johannes Kepler [1571-1630], colaborador de Tycho Brahe [1546-1601], a quien Brunn sustituyó como matemático de la corte de Rodolfo II en una época en que las cortes despedían a sus astrólogos y alquimistas y comenzaban a tener astrónomos y geómetras a su servicio. Cámaras de arte y ciencia parecidas a la de Dresde (como la de Kassel en Hesse o el gabinete de física de Leiden) se llamaban a veces Wissenschaftkammer, espacios en los que se desarrollaban eventos antropológicos; Krzysztof Pomian llamaba “semióforos” a los objetos de curiosidad sistemáticamente heterogéneos que allí se almacenaban (von Mackensen 1997; Pomian 1990 [1987]: 5; Bennett y Talas 2013). Invito a considerar que estas cámaras o galerías anteceden en por lo menos cien años a los más antiguos museos públicos conocidos. En el mismo siglo en el que estos conocedores instruían a los poderosos la GP hizo su irrupción en la filosofía. La idea de una GP, por cierto, no se encuentra textualmente en esas mismas palabras en toda la obra de Spinoza, quien si bien nunca fue sirviente, servidor o consejero de un rey siempre intuyó que el rigor de la geometría y la fuerza del poder se entretejen en una metafísica común. No se trata (entiéndase bien) sólo de que el conocimiento sea poder o que aquél constituya la precondición de éste, como más de una vez parecería implicar Foucault. Para que ello ocurra el conocimiento en cues- tión ha de ser geométrico: no necesariamente axiomático pero sí de tesitura algorítmica, expresada de un modo que procura (como hemos visto que proponía Thom) amortiguar la infinita arbitrariedad de la descripción, proporcionar (como lo expresaba Christaller) un principio de orden o un sistema de coordenadas y servir de fundamento a las prác- ticas (cf. Christaller 1950 versus Nicolas y Radeff 2002). En este contexto, la idea de GP fue propuesta por el historiador finés de la filosofía Valtteri Viljanen al comienzo de la década precedente sin especificar sus fuentes, dando por sentado que es una forma de decir común en la ciencia o en la intelectualidad contemporánea para referirse a la obra magna del filósofo que estableció los cimientos de la modernidad: La idea guía de mi interpretación es que Spinoza elabora, especialmente en la última mitad de la sección inicial de la Ética, una metafísica particular de las esencias y sus poderes que está diseñada para capturar la arquitectura causal básica del mundo. Lo que es más impor- tante, la doctrina que he denominado "geometría del poder" da forma al principio del cona- tus, que por lo tanto no puede ser apropiadamente separado de sus amarres metafísicos. Es especialmente importante recordar la conexión que tienen los puntos de vista de Spinoza sobre la causalidad con la geometría y la concepción de la causalidad formal involucrada en ella; este modelo de causalidad interna perteneciente a las cosas geométricas subyace a los intentos de Spinoza de construir una teoría de la acción de las cosas finitas que, a pesar de no tener nada que ver con la finalidad, le permite afirmar que está dotado de algo que dirige la forma en que sus poderes causales son ejercitados (Viljanen 2011: 125).

El trabajo de Viljanen es de alto impacto y se benefició de reviews exultantes de Mi- chael Della Rocca de la Universidad de Yale, de Mogens Laerke, de John Morrison de la Universidad de Columbia y de Stepan Schmid, todos filósofos de la primera línea spi-

185 nozista contemporánea, cuya calidad y erudición raya muy por encima de los enculages filosofantes de Gilles Deleuze sobre el expresionismo filosófico de Spinoza, compara- bles a sus ilegibles mamotretos sobre Michel Foucault en el hecho de que en ninguno de los ellos aparece una discusión siquiera aceptable sobre la geometría en general y sobre la GP moderna en particular (Deleuze 1981 [1970]; 1986; 1990 [1968]: 22-22, 46, 100. 108, 134-135, 137, 158, 176, 202, 317 versus Viljanen 2007: 29-35 & passim; 2011; Reynoso 2019a: 224-285). Es de agradecer que Viljanen, contrariamente a la tendencia del momento, evite caer en la tentación de esas retóricas de la intermediación vírgenes de un firme fundamento geométrico. Las ideas de Paul Claval, de Claude Raffestin y de Doreen Massey en las que se echaba mano de la GP estaban en el aire en esa época (hace hoy siete años) pero Viljanen no las nombra ni se refiere prácticamente nunca a geografías, espacios, lugares o territorios. Ahora bien, otros autores antes que Viljanen han considerado geométrico –en particular, euclideano– al método axiomático utilizado por Spinoza para preservar el valor de ver- dad de la cadena temporal de su discurso o para encontrar geometría mediante una alter- nativa rigurosa que evade la tentación de la teleología (Curley 1988; Melamed 2015). Es por eso que llama la atención que un calificativo como ‘geometría’ que en una época era un indicador y un garante de máximo rigor haya devenido con el tiempo una metáfora difusa que no conserva de la geometría ni la axiomaticidad de sus procedimientos ni las métricas y sistemas de coordenadas asociadas desde siempre a la noción. El régimen de pensamiento que en los albores de la era moderna se llamaba geometría después se lo prefirió llamar matemáticas, pero el maridaje que se puso en escena entre las libertades de la estocástica y las coacciones del determinismo, aunque estuvo rodea- da de un aura de confusión, resultó resiliente. Alrededor de medio siglo antes de la Ética de Spinoza, Blaise Pascal [1623-1662], el más temprano constructor de una geometría del azar explícita y relacionada con dinámicas no muy distintas que las que rigen la teoría de juegos, amagó escribir un opúsculo titulado Géométrie du hasard, problemá- tica a la cual se refirió en su correspondencia con Pierre de Fermat [1601-1665]. Pascal nunca llegó realmente a escribir el opúsculo pero siempre acarició la idea de que el azar es una especie de ritual con fuertes componentes agonísticos, una combinación de incer- tidumbres y reglas, de conciliación y rivalidad, de probabilidades y constreñimientos en torno a lo que puede ser o no puede ser posible y, en suma, una cabal teoría de juegos, una especie de matemática o de geometría de una cierta clase de poder al mismo tiempo caprichoso y coactivo (Pascal 1964-1970; Godfroy-Génin 2000: 8). Al mismo tiempo que sostuvo que el corazón tiene razones que la razón no conoce y que entonó no pocos ditirambos al azar y a la incertidumbre, Pascal es el filósofo algorítmico que ha impac- tado más fuertemente en las ciencias de la información, diseñando la Pascalina (un apa- rato que prefigura las computadoras modernas), plasmando el triángulo binomial epó- nimo que luego se identificó con el triángulo fractal de Sierpiński e inspirando a Niklaus Wirth un lenguaje de programación que lleva su nombre. En una línea geométrica parecida se encuentran los estudios de fenomenal erudición del recordado geógrafo cultural Denis Cosgrove [1948-2008] sobre la iconología (y la geo-

186 metría) inherente a la geografía, los mapas y el paisaje (Cosgrove 1988; 2001; 2002; 2008a; 2008b). Mientras se cierran los cabos sueltos que quedaron desperdigados a lo largo del libro, la cartografía del poder,63 confrontada con sus denuncias y con sus con- trapartidas, será el tema vertebral de la sección conclusiva del último capítulo (7.3, pág. 205), bastante más adelante, ya en las inmediaciones de una conclusión.

63 Entendida raffestinianamente como cartografía del territorio, pues los mapas son siempre políticos.

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6.2 – Geometrías del Conocimiento, Poder y Pedadogía

We don't need no education. We don't need no thought control. No dark sarcasm in the classroom. Hey, teacher, leave them kids alone. All in all it's just another brick in the wall. Roger Waters, “Another brick in the wall” (1979)

Un punto de partida para esta sección del ensayo deliberadamente breve podría ser el libro de la educadora sudafricana Debbie Epstein Geographies of Knowledge, Geome- tries of Power: Framing the future of higher education (2008). Hasta donde sé, ese titu- lo configura el primer uso de la idea de GP en ciencias de la educación. No hay en todo el libro, por cierto, la menor referencia a pedagogía geográfica, ni a Doreen Massey, a Raffestin o a Claval. Foucault mismo sólo merece una somera mención marginal (p. 155), algo que habría sido impensable una década antes en un libro referido al poder. En las ciencias de la educación propiamente dichas la venguardia de la GP está repre- sentada por el pensamiento de Donald Brent Edwards Jr. (Edward y Brehm 2015; Ed- wards, Libreros y Martin 2015) de la Facultad de Educación de la Universidad de Hawai’i en Mānoa. Edwards es un educador crítico autor de una obra inmensa que prac- ticó relevamientos y diseñó planes de educación social y políticamente sensibles tanto en América Latina (El Salvador, Colombia, Ecuador y Brasil) como en el Sudeste Asiá- tico (Cambodia, Indonesia), así como en Kenya, Zambia y Estados Unidos. A diferencia de Massey, cuando de pedagogías críticas se trata Edwards continúa hasta el día de hoy recordando y rindiendo tributo a Paulo Freire, de quien un par de párrafos más adelante nos ocuparemos con algún detenimiento. Edwards y los suyos tampoco se inspiran en la obra de Massey sino que toman el con- cepto de GP del influyente libro de los australianos Fazal Rizvi de la Universidad de Melbourne y Robert Lingard de la Universidad de Queensland (Rizvi y Lingard 2010: 15, 50, 65) sobre políticas educativas en la globalización. En el libro de Rizvi y Lingard los conceptos de Massey (a quien se toma por especialista full-time en globalización, cosa que no fue ni por asomo) son genéricos del spatial turn de los 70s y 80s; “geome- tría” no es allí sino el nombre bombástico que se usa en esa ciencia distanciada más in- clinada a la docencia rutinaria que a la investigación creativa para expresar sencillamen- te distintas pautas de relaciones cambiantes y de circunstancias específicas en la educa- ción a través de las geografías. Curiosamente, el concepto no llega a los autores por la vía de los trabajos clásicos de Massey sino que se origina en “The spatial construction of youth cultures” (Massey 1998), un artículo suyo rara vez citado en su disciplina y en el cual la idea de GP –acuñada cuatro años antes– ni siquiera se desarrolla. En el estudio que realizó en conjunto con Julián Antonio Victoria Libreros y Pauline Martin (2015) sobre implementación de políticas educativas en El Salvador, Edwards toma el concepto de “geometría de políticas de implementación” no de los trabajos de Doreen Massey sino de la “geometría de inserción” definida por el educador Robert Cowen (2009) del Instituto de Educación de la Universidad de Londres. En su contexto

188 original esa geometría se refiere al préstamo de esquemas en el marco de las políticas educativas. Cowen, a su vez, tampoco toma elementos de los trabajos de su compatriota Massey sino que la extrae de su propio coleto para referirse a muy diversas formas, giros, cambios, historias, transformaciones y flujos experimentados en ese dominio.  Alguna vez, en una época más optimista y más utópica que muchos de nosotros vivimos cuando jóvenes, las ciencias o las políticas críticas de la educación estaban dominadas por la Pedagogía del Oprimido del educador brasileño Paulo Freire [1921-1997]. Esa pedagogía adoptaba los principios del marxismo con componentes gramscianos que to- davía no se sentían como lastres vergonzantes. Pese a que la aceptación del marxismo en general ha caído por tierra en buena parte del mundo, el libro sigue siendo un texto o- bligatorio y motor dinámico en numerosas carreras de ciencias de la educación en buena parte de América Latina, donde continúan en funcionamiento un abanico de Cátedras Libres Paulo Freire, Cátedras Abiertas e instituciones relacionadas con esa clase de pro- puesta revolucionaria en la que “Libre” es la palabra clave. Las etnomatemáticas de Ubiratan D’Ambrosio [1932-] y las etnogeometrías de Paulus Gerdes [1952-2014], tam- bién concebidas como proyectos de empoderamiento cuestionadores de la desigualdad, guardan estrechísima relación con esa línea de proyectos (Gerdes 2012 [1991]: 136,150; cf. Reynoso 2019c: cap. §6). Aunque sus objetivos parezcan hoy cada vez más inalcanzables y ella misma no haya llegado a una plena consumación, no haya dispuesto de los recursos que merecía y no haya alcanzado a hacer pie en Europa o en Estados Unidos la pedagogía del oprimido no ha demostrado ser una geometría del conocimiento fácil de superar. Sobreviven en la red de redes las antológicas entrevistas entre el fundador reconocido de las etnomate- máticas (Ubiratan D’Ambrosio) y Paulo Freire, quien sigue siendo el pedagogo más se- minal e influyente del siglo XX en América Latina (véase más abajo, pág. 316). No es algo que yo recomendaría dejar pasar. El día de hoy estas ciencias, en América Latina al menos, están siendo cooptadas, para bien o para mal, por al menos dos perspectivas que están lejos de abrazar compromisos revolucionarios parecidos a los de Freire y que son (1) el modelo pedagógico ligado al pensamiento complejo de Edgar Morin (contra el cual me he expedido en otra parte) y (2) los modelos de conocimiento/poder derivados de autores que parecen salidos de la misma orientación relativista y particularista de Doreen Massey (1999d) pero que se han manejado con total independencia del repositorio bibliográfico ligado a la GP (cf. Freire 2000 [1970]; Reynoso 2009; D’Ambrosio 2012 versus Rivzi y Lingard 2010; Edwards y Brehm 2015; Edwards, Victoria Libreros y Martin 2015). Doreen Massey se preció alguna vez de su cercanía a las posturas de izquierda: “Creo que pertenezco –decía, retorciendo y reasignando la deixis pronominal como ella sabía hacerlo– a aquel tipo de escuela marxista (o, mejor dicho, gramsciana) según la cual tú formas parte de algo más” (Massey 2012: 48). Claro está que esa escuela se inscribía en la modalidad inglesa de marxismo-gramscianismo que se expandió por las islas al ritmo

189 de lo que fueron los estudios culturales bajo la dirección de Stuart Hall y de la influen- cia del argentino Ernesto Laclau y su enrarecida interpretación pos-marxista de Antonio Gramsci que he puesto en duda mas arriba (pág. 94). Esta hermenéutica, ciertamente, pegó más fuerte en Gran Bretaña que en mi propio país, donde prevaleció el texto más bien tardío de Laclau sobre el populismo (Laclau 2005).64 Como quiera que sea, es cu- rioso que Massey acabara escribiendo sobre pedagogía para un lectorado latinoameri- cano desde un enclave de izquierda (aunque fuese una postura marxista-althusseriana) sin mencionar a Paulo Freire siquiera una vez; de Ubiratan D’Ambrosio, Lúcio Alberto Pinheiro dos Santos y Paulus Gerdes, de sus pedagogías geométricas y de sus experien- cias multiculturales tampoco le ha parecido importante ocuparse, como si la construc- ción de una pedagogía geográfica para lectores británicos tuviera su demanda satisfecha y no hubiera lugar para contribuciones de otras latitudes por valiosas que fuesen sus geometrías. Aunque las corrientes a las que Massey prestó apoyo han alegado situarse del lado de los oprimidos, los excluidos, los subalternos y los diferentes, ha habido ciertamente a lo largo y a lo ancho de las diversas ciencias humanas y pos-humanas un claro proceso de des-marxificación y sobre todo des-gramscianización (si se me permiten estas expresio- nes) concomitante a la adopción de perspectivas posfundacionales con giros hacia el poscolonialismo en el primer mundo y hacia el decolonialismo en el tercero que con- virtieron los viejos proyectos emancipatorios en ejercicios de estilo de textualización in- telectual sin una política de transformación concomitante. Massey, al igual que todos y cada uno de sus inspiradores pos-estructuralistas, estaba alineada con esta clase de tác- ticas, las que resultaron a la larga exitosas en el plano global aunque por razones muy otras que su excelencia metodológica o su capacidad de empoderamiento.

64 En mi estudio sobre Apogeo y Decadencia de los Estudios Culturales he dejado en claro que un número de detalles de la lectura gramsciana llevada a cabo por Ernesto Laclau (deslumbrante o letárgica, ése no es el punto) es mayormente obra de su imaginación. Prueba de ello es su conato de imposición del con- cepto gramsciano de “articulación” como un elemento clave del pensamiento de Gramsci. Tal cual lo ha demostrado Fredric Jameson (1993: 51 n7) antes que yo lo corroborara mediante técnicas de full-text search (cf. Reynoso 2000: 58 versus Mouffe y Laclau 2001 [1985]: 105-114, esp. 138), a pesar de la opulencia acromegálica de la bibliografía referida (que incluye textos en ruso que ni Laclau ni Mouffe pudieron haber leído) Gramsci jamás utilizó ese concepto, ni el de re-articulación, ni ningún otro pare- cido. Como quiera que fuese, y haya sido por los displays de demostraciones ficticias, por la jerga pe- dante o por otras razones más o menos sólidas, Massey (2012: 47) acabó desencantándose de lo que los estudios culturales de la línea del CCCS y la plúmbea retórica de Laclau habían llegado a significar.

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7 – Tres procesos de cambio a modo de conclusión

Give me a map; then let me see how much Is left to me to conquer all the world... Christopher Marlowe, Tamburlaine, Parte II, V.iii: 129-139.

7.1 – Excursus: Tendencias en la construcción de las modas científicas – Reflexiones académicas de un Senior Technical Advisor

Al inicio de este libro afirmé, a modo de hipótesis de trabajo, que en ciencias sociales las formulaciones discursivas que en sus primeros días suenan promisorias pero que po- seen elementos formales, matemáticos o geométricos elaborados por debajo de cierto umbral de intensidad, precisión semántica y potencial operativo tienden a declinar al cabo de un lapso variable de tiempo, tanto más rápidamente cuanto más y más fuertes alternativas teoréticas existan en el segmento del mercado que ellas ocupan. El caso lí- mite en antropología puede que haya sido el estructuralismo, el cual poseía un método cuasi algorítmico saliente y pomposo pero paso a paso indecidible, de escaso valor de uso y en extremo mutable, al lado de una inaudita imprecisión conceptual que ocasionó que entrara en baja de cincuenta años a esta parte apenas se percibió que ni un solo aná- lisis estructural etic podía ser aproximadamente replicado, émicamente validado o pues- to en práctica de alguna manera y en algún contexto (Reynoso 1986; 1990; 2008: cap. §4). Muerto y sepultado el estructuralismo, el caso de referencia del cual se ha ocupado el tronco de este libro es el conjunto de teorías y prácticas que pueden englobarse en las geometrías del poder, cuyo análisis en profundidad pone de manifiesto esa misma ten- dencia a largo plazo y el mismo género de aporías aunque su naturaleza conceptual, su escala, su ontología y su inserción teórica sean la mar de disímiles. De pronto parecería que los procesos de cambio que experimentan tales orientaciones textualizadoras responden a mecanismos semejantes en todos los lugares y en todas las épocas, como si a cada destello de ingenio creador y tras un período de gracia le siguie- ra una trayectoria que no puede ser sino descendente, un itinerario a tono con las curvas (todas iguales a través de los dominios) que describen la difusión de novedades, su es- tancamiento y su declinación. Se trata de un proceso que según todos los indicios (sea por rendimiento decreciente, por aparición de nuevas alternativas o por saturación) se atiene a los mismos derroteros descriptos primero por Everett Rogers [1931-2004] y luego por Barry Bayus & al una y otra vez (v. gr. Rogers 2003 [1962]; Bayus 1988: 767, figs. §2 & §3). La tendencia que se impuso en la academia de desalentar la mención de bibliografía de más de (pongamos) tres o cuatro años de antigüedad eximiendo a unos pocos “clásicos” de esta imposición contribuye a acelerar el paso de las modas acortando los plazos de sus vigencias; incluso los clásicos reconocidos comienzan a ser mal vistos al cabo de (como mucho) 15 ó 20 años después de su momento de clímax,

191 con tendencia a la baja conforme el tiempo pasa. En la modalidad más afín a lo que pasa por ser científico, sólo los fundadores de las tendencias más salientes y robustas reviven cada tanto, las más de las veces para ser objeto de crítica por parte de murmuradores pertenecientes a movimientos posfundacionales autodenominados deconstructivistas, que a ese menester parasitario dedican una parte importante de sus afanes. Aunque las curvas que connotan el éxito de los procesos de difusión sean sumamente variables es sabido que las matemáticas de estos procesos se atienen a leyes de potencia relativa- mente uniformes. Es tiempo de llamar la atención sobre un argumento que ha estado latente a lo largo de todo este libro, una cláusula que nos habla del paso inexorable de las modas científicas de la modalidad discursiva. No sólo no existen estudios de la difusión, estabilización y declinación de las modas teóricas en las ciencias (sociales o de las otras) sino que una mera búsqueda en la Web basada en strings tales como “theoretical fashions in social sciences” o “modas teóricas en ciencias sociales” (o “modas teóricas” a secas) es inter- ceptada por Google y por otros buscadores y transformada del lado del servidor entre el momento del ingreso del query, el armado de la respuesta y la devolución de los resul- tados al cliente. En vez de obtener respuestas a esas preguntas lo que recibe el usuario son respuestas atinentes a la teoría de la moda, a los cambios en el largo de las faldas, en el maquillaje o en los estilos de peinado y otras banalidades parecidamente inocuas. En éste y en otros casos que son objeto de tabú las transformaciones que sufre la consulta no preservan el sentido de la pregunta que se hace, lo cual es señal de una intervención procedimental ad hoc pre-codificada y consensuada mediante manipulaciones que no son de dominio público. Por tal motivo sucede como si la dialéctica de las operaciones de búsqueda experimentara un sintomático malentendido. Aunque el código que los instrumenta tampoco es públicamente accesible, es sabido que las consultas que inician la búsqueda digital se revisan siempre y se corrigen de manera automática en el back end para enderezar errores ortográficos o ambigüedades, coartar expresiones de violencia o manifestaciones delictivas y reducir el espacio de búsqueda, pero la intervención de la que estamos hablando afecta a un dominio semántico parti- cular y revela la actuación de reglas no documentadas. A la fecha, en ningún caso que yo haya experimentado o que el lector puede experimentar aquí y ahora las respuestas obtenidas en ese dominio puntual de transacciones (i. e. las modas teóricas) tienen que ver estrictamente con las preguntas que se formulan.65 Las búsquedas realizadas en in- glés en el software bing de Microsoft o en DuckDuckGo funcionan un poco mejor que

65 Me encuentro formulando estas preguntas desde abril del 2006 con Google,y desde agosto de 2009 con bing y desde el 5 de setiembre de 2018 con DuckDuckGo; al día de la fecha (21 de junio de 2021) este procedimiento continúa siendo objeto de interferencia bajo cualquier combinación de buscadores, nave- gadores y sistemas operativos. No he probado búsquedas en otros idiomas que los aquí indicados. No des- carto que diferentes perfiles de usuario eliciten respuestas personalizadas. Téngase en cuenta que Google (por ejemplo), sabe perfectamente quién es la persona que formula la pregunta, que esa información en particular es públicamente recuperable y que siempre se utiliza y modula para entregar no tanto punteros a los elementos que existen sino las respuestas que Google (o el poder político o corporativo que esté detrás) cree que satisfacen a cada usuario minuciosamente perfilado.

192 en el caso de Google intercalando uno o dos vínculos correctos entre las primeras pocas respuestas, pero si se busca lo mismo en castellano o con más detenimiento la intercep- ción vuelve a ser evidente, como si se hubiera acordado e impuesto a priori un código de autocensura que desalentara preguntar ciertas cosas. Hablar de modas en filosofía, en las ciencias formales y en las ciencias mal llamadas blandas es por lo visto un tema tabú, al extremo que ni siquiera Thomas Kuhn [1922- 1996] se atrevió a poner las modas científicas decididamente en foco; el epistemólogo anarquista Paul Feyerabend [1924-1994], por su parte, se refirió a la existencia de mo- das aquí y allá pero no sintió necesidad de desarrollar el punto, contentándose con su- gerir trivialmente que “lo que está de moda” es inherente a lo que coincide con el para- digma dominante en algún momento, sin investigar las dinámicas y las geometrías recu- rrentes en la práctica de las ciencias humanas y sin reconocer la perdurabilidad de las algorítmicas y su independencia epistémica a través de las décadas y, si se descuidan, de los siglos y (en ocasiones) los milenios.

Figura 7.1.1 – Diagrama de Google Trends para Clifford Geertz (azul), Mary Douglas (rojo), Stuart Hall (amarillo) y Doreen Massey (verde) desde el 1-ene-2004 hasta el 13-ago-2018 para Estados Unidos. A lo largo de trayectorias siempre descendentes, los últimos picos de Geertz (30-oct-2006), Douglas (16- may-2007) y Hall (10-feb-2014) coinciden con las fechas de sus decesos. El fallecimiento de Massey casi no tuvo impacto en el país de referencia. https://trends.google.com/trends/explore?date=all&geo=US&q=Clifford%20Geertz,Mary%20Douglas,St uart%20Hall,Doreen%20Massey Aunque la censura opera también sobre ella, el ciclo de vigencia de las algorítmicas se manifiesta distintamente a lo que es el caso en la esfera discursiva. Técnicamente ha- blando y aun con sus sesgos y esquematismos, las ideas algorítmicas de Arquímedes, Pareto, Milgram, Simmel, Mandelbrot, Euler, Richardson, von Thünen, Lefebvre, Christaller o Flinders-Petrie, en efecto, lucen como si se hubieran acabado de pensar; nadie investiga, mientras tanto, cuál es la trayectoria usual de las ideas, los paradigmas o las epistemes de naturaleza no formal. Lo único que se sabe de sus itinerarios es que cada tanto sobrevienen, duran un tiempo y finalmente se disuelven, sin excepciones de monta, eternizándose en la nostalgia del registro histórico pero sin casi actuar fuera de él (cf. Feyerabend 1981: 123, 217, 220, 224 n11, 314 n47, 326; 1986 [1975]: xvii, 34; 1993 [1975]: 12, 35, 122 n17, 249; Lakatos y Feyerabend 1999: 23, 25, 29, 37).

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Desde por lo menos el estudio clásico de Alfred L. Kroeber [1876-1960] sobre el princi- pio de orden que se manifiesta en los sistemas de la moda, publicado hace ciento dos años en American Anthropologist, han habido innumerables estudios de las modas en la industria, los diseños y las costumbres pero prácticamente ningún análisis sistemático y reflexivo de las sucesivas modas teóricas experimentadas en las diversas ciencias. Dada la trampa interpuesta por los buscadores de la tecnología dominante y por las indexacio- nes sesgadas que hemos referido, si esos estudios existieran serían inencontrables o apa- recerían ordenados con una prioridad muy baja, al fondo de la lista, donde ningún inves- tigador apremiado por la escasez de tiempo, paciencia y recursos se molestaría en llegar (Kroeber 1919).

Figura 7.1.2 – Diagrama de Google Trends para Gilles Deleuze (azul), Michel Foucault (rojo), Jacques Derrida (amarillo) y Giorgio Aganbem (verde) a nivel mundial desde 2004 a la fecha con el valor máximo normalizado a 100. Nótese que Derrida sólo supera a Foucault en ocasión de su fallecimiento el 9 de octubre de 2004 y que todos los autores referidos tienden consistentemente a la baja. https://trends.google.com/trends/explore?date=all&q=Deleuze,Foucault,Derrida,Aganbem. Mientras que la generalidad de los autores ligados a las formas narrativas de teoría su- cumbe a la gerontofobia de los tribunales académicos, a nadie se le objetaría utilizar téc- nicas basadas en metaheurísticas evolucionarias o análisis de correspondencias múlti- ples, teoría de grafos, diagramas de Voronoi, geografía del tiempo, análisis multidimen- sional, herramientas de ritmanálisis, estadísticas no paramétricas, TLC, wavelets o ARS para probar un punto en una investigación. Algunas de esas técnicas acaban de producir- se pero muchas de ellas, correspondientemente optimizadas, cuentan su edad en décadas o en siglos y están alcanzando recién hoy su estado de mayor refinamiento. Otras mu- chas no coagulan tampoco como teorías acabadas, sino que derivan en técnicas adapta- bles a infinitos escenarios teoréticos y a un número indefinido de perfiles ideológicos como fue el caso de la TLC sirviendo sucesivamente a Hitler, a los Estados Unidos de la Guerra Fría, al sionismo y a la República Bolivariana. No me consta, a todo esto, que un eclecticismo razonable apoyado en una técnica pedestre pero eficaz sea mucho peor que adherir a una teoría deslumbrante pero destinada al pronto olvido. Mientras los grandes simposios transdisciplinarios sobre métodos y técnicas avanzadas se suceden y se multi- plican en toda la ecumene, la era de las Grandes Teorías de larga duración y de autoría individual parece estar llegando a su fin, un acontecimiento que en el tercer milenio se aceleró exponencialmente al compás de la compresión digital del espacio-tiempo, un e- vento que ni Kuhn ni Feyerabend, fallecidos al promediar los noventas, tuvieron oportu- nidad de presenciar o predecir.

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El lector puede poner a prueba estas afirmaciones trabajando con alguna herramienta de medición de tendencias; yo he usado Google Trends, el cual sólo mide las tendencias desde 2004 a la fecha (figura §7.1.1 y §7.1.2). Jugando con los nombres y las locaciones se puede uno llevar sorpresas que no se reflejan en mi transacción: resulta que Euclides, Arquímedes, Gauss o Riemann sobrepasan cuantitativa y cualitativamente a muchos de los contemporáneos que se les ponen por delante; resulta también que ninguno de los escritores favoritos de nuestra generación lo sigue siendo ahora; que ni Foucault ni De- leuze están en su mejor momento y que malgrado las corrientes y las corporaciones editoriales que se sirven de ellos poco a poco declinan (como cuando Routledge cede la primacía a Springer); que cuesta mucho discernir la existencia de Giorgio Agamben y que Lévi-Strauss (no incluido en esa búsqueda) se mantiene dificultosamente a flote sólo gracias a su homonimia con una cierta marca de pantalones. Las trayectorias de los estilos discursivos puros, cualesquiera sean, puede que se man- tengan estables en el ámbito intelectual pero su situación en el campo de la investiga- ción de punta es muy distinta. En el plano de las teorías híbridas de formalización débil es el componente algorítmico el que por lo común se manifiesta recesivo. Es así enton- ces que un proceso parecido al de la disolución del polo geométrico en beneficio de la perspectiva metafórica como el que Philip Ethington había observado en la adopción del pensamiento de Georg Simmel por parte de Robert Park y de Emory Bogardus, lo he- mos visto presentarse aquí magnificado en la progresión que fue desde el primitivo ma- terialismo levemente althusseriano de Doreen Massey en los tempranos 80s hasta su ul- terior bricolaje y apología discoordinada de todas y cada una de las modas globales que sacudieron el último cuarto del siglo XX: los estudios culturales de Stuart Hall en In- glaterra y de Larry Grossberg en América, el posmarxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, el posfeminismo de Gillian Rose, el feminismo posmoderno de Mascia-Lees y Nancy Fraser, la teoría queer de Teresa de Lauretis y Judith Butler, la antropología posmoderna de James Clifford y George Marcus, el pos-colonialismo de Homi Bhabha y Gayatri Chakravorty, el pos-estructuralismo de Deleuze, Guattari y Derrida, y el giro pos-social y pos-humano de Bruno Latour, todos parejamente dosificados, sin que falte ninguno, en porciones rítmicamente intercaladas, saturados al 95% de autocomplacencia posfundacional y traídos a cuento cada pocas páginas, vengan a no al caso. Dado que el despliegue retórico sustituye a la algorítmica, los resultados se agotan en enunciaciones que en el mejor de los casos pueden sonar plausibles e inspiradoras pero que son de ori- ginalidad dudosa y de utilidad práctica disputable en un momento en que una formula- ción rigurosa, responsable, empoderadora y políticamente comprometida de las ciencias sociales se ha tornado un artículo de extrema necesidad, uno de los pocos elementos de juicio que puede justificar nuestro elevado costo social ante nuestra propia conciencia. Hasta donde conozco, y cualquiera sea el valor que cada quien le asigne a cada uno de ellos, ninguno de los movimientos bricoleurs del último cuarto de siglo, metodológica- mente hablando, ha aportado nada que parezca a una heurística positiva novedosa apo- yada en conceptos o herramientas de tratamiento geométrico susceptibles de aplicarse en proyectos de transformación, puesta en valor, reterritorialización, redistribución, jus- ticia espacial o empoderamiento y capaz de arrojar alguna luz nueva sobre las proble- 195 máticas del poder. Por eso fue, por ejemplo, que en el pasaje de la GP de Massey a la NGP de Chávez en Venezuela que tuvo lugar mientras el continente hervía, lo único que alcanzó a pasar de aquel modelo a éste fue el nombre del proyecto, mientras que la metodología y las técnicas homologadas provenían indisimulablemente de la TLC de Walter Christaller, una doctrina de fundamento geométrico que en ese entonces cargaba con 70 temporadas en sus espaldas.66 Es notable que nadie se percatara, a todo esto, que las geometrías implementadas en el modelo de Hugo Chávez no guardaban ninguna re- lación con las formas teóricas de la GP oficial, identificada en Venezuela y en las nacio- nes y academias más inclinadas al populismo con el modelo de Doreen Massey. A pesar de la reconocida locuacidad de Chávez y de las profusas declaraciones que desparra- maron unos y otros, él siempre guardó el más cauto silencio sobre la materia. Por otra parte, y aunque las metaheurísticas de complejidad constituyen una excepción significativa, muy rara vez ocurre que las ideas trepen cuesta arriba desde las formu- laciones metafóricas a las algorítmicas. La forma normal a la que se apegan esas trans- formaciones es más bien la opuesta: a diferencia de lo que fuera el caso con Lévi- Strauss y la fallida axiomatización del matrimonio Kariera o con su famosa fórmula ca- nónica del mito, muy pocos se molestaron en formalizar, en refinar o en interpelar de manera axiomática o modélica (geométricamente, dirían Blas Pascal, Baruch Spinoza o Reviel Netz) las metáforas de pensadores relativamente próximos a aquél como pudie- ron haberlo sido Derrida, Foucault y Deleuze. Algunas de las teorías o formas filosófi- cas (en particular las de este último) ya eran derivaciones discursivas de ideas formales (autómatas celulares, cálculo infinitesimal, fractalidad, dinámica no lineal, teoría del caos, geometría diferencial) que se elaboraban en muy pequeñas dosis y en posiciones descentradas en las obras mayores, manteniéndose tortuosamente enunciadas y muy por debajo del nivel de saliencia respecto del contexto discursivo que prevalece abrumado- ramente en ellas (cf. Reynoso 2015 [2006]: 318-328; 2013). De todas maneras, y como lo demostró el auge de la French Theory, los filósofos invo- lucrados como inspiradores de teorías empíricas van y vienen en el favor popular depen- diendo de factores de alta contingencia que sería ocioso e inconcluyente tratar aquí. Nadie sabe dónde y alimentando qué teorías concretas de la modalidad discursiva po- dremos encontrar a Foucault, a Derrida, a Deleuze, a Guattari o a Giorgio Agamben el quinquenio que viene. Los cuatro primeros pertenecen al círculo de los fundadores y en cierto modo tienen su perpetuidad garantizada hasta tanto el colectivo científico decida encerrarlos en el registro de los autores históricos, para lo cual falta sin duda largo tiem- po; de las modas aplicativas que se derivan de ellos y que se encuentran a cuatro o cinco grados de separación de las filosofías o de las algorítmicas originales no sé si se puede

66 Barney Warf (geógrafo de la Universidad del Estado de Florida) sostiene que la compresión de tiempo y espacio brindada por los tendidos de fibra óptica refleja los poderosos intereses del capital internacional y constituye por tanto un ejemplo de “geometría del poder” en el sentido de Massey. En las redes que resultan de ese tendido, sin embargo, y dados los efectos de dicha compresión, es la topología virtual de las relaciones y no la geometría real de las distancias el factor relevante: es una topología del poder (y no una GP) lo que está en juego (Warf 2008: 184; Massey 1993).

196 decir lo mismo. En todo caso (y mientras su retórica está meridianamente clara) la ló- gica de la sucesión de las modas y las dinámicas de la vigencia de las ideas en general en un mundo hiperconexo (a cuyo esclarecimiento quisiera contribuir este libro escrito bajo pretexto circunstancial de estudiar los procesos inherentes a la GP) está todavía pendiente de desarrollo.

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7.2 – Geometrías del poder, decolonización y campos de la biopolítica

Las ecuaciones son sólo la parte aburrida de las ma- temáticas. Prefiero ver las cosas en términos de geometría. Stephen Hawking [1942-2018], según Kristine Larsen (2005: 43) En su corrida hacia el polo metafórico (o hacia la “teorización hermenéutica” de Trevor Barnes) y en el proceso de buscar alternativas para (o excusas contra) un proyecto e- mancipatorio más allá del marxismo ortodoxo y de sus alternativas posmarxistas, nin- gún movimiento comprometido en algún momento con alguna GP (y con la NGP vene- zolana particularmente) ha sido más ambivalente que el decolonialismo, con el resultado de que en materia de acción política éste se encuentra hoy, a pesar de su autoimagen transgresora, en una posición más conservadora y timorata que la de algunos viejos pro- gramas de revuelta en la poco conocida geografía anarquista o en el seno de la propia geografia crítica (como los de William Bunge, Derek Gregory, Waldo Tobler...). Re- cién en este tramo del siglo XXI y en manos de indígenas, aborígenes y pueblos origina- rios se ha manifestado un decolonialismo algo más combativo, reflexivo y autocrítico que está comenzando poco a poco a sacarse de encima los acentos lacanianos de la French Theory, el lastre literario del textualismo y la camisa de fuerza posestructuralista (Barnes 2004b; Dabashi 2008; 2020; Rose-Redwood 2015; 2016; Lucchesi 2018; Moosavi 2020).

Figura 7.2.1 – Red Sky’s Migration Map. Según G. Malcolm Lewis (1998: 83), basado en Selwyn H. Dewdney (1975).

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En la gran escala, el decolonialismo es visto por algunos como la enésima encarnación de las contra-corrientes nihilistas y transgresoras del orden establecido que azotan perió- dicamente a las humanidades; en antropología se cuentan entre ellas (1) la etnometodo- logía y sus secuelas, incluyendo las ficciones etnográficas del hoy innombrable Carlos Castaneda; (2) las microsociologías fenomenológicas anti-parsonsianas convergentes con las corrientes filo-, cripto-, seudo- y anti-marxistas del Interaccionismo Simbólico en el arco que va desde Herbert Blumer hasta Erving Goffman, pasando por Eduardo Menéndez; (3) la antropología psicodélica anti-sistema de Allan Coult y sus continua- ciones en el revival de la psicodelia en el siglo XXI con centro en el ácido lisérgico y en la ayahuasca respectivamente; (4) la antropología crítica/dialéctica que luego cooptaron Dell Hymes, Stanley Diamond y Bob Scholte, (5) las “antropologías del mundo” y las “críticas indígenas” mayormente tributarias del posmodernismo y de los estudios cultu- rales que algunos profesionales quisieron ofrecer como alternativa a la antropología escrita en las metrópolis y (7) los estudios culturales en versión marxista de la Universi- dad Abierta primero y (8) en versión posmarxista/posmoderna después, derivando luego hacia un cúmulo de versiones divergentes a caballo entre los area studies, el multicultu- ralismo y el poscolonialismo de molde clásico de Spivak-Bhabha-Saïd (cf. Reynoso 1991; 2000; 2008: caps. §3.5, 3.6 & 3.7; Lins Ribeiro y Escobar 2008; Ramos 2017). Algunas de las últimas corrientes se originaron en interacción con el estamento estu- diantil de las carreras de letras, de filosofía o de ciencias de la educación, mientras que las demás son nativas de las ciencias sociales en general; todas ellas fluyen de abajo ha- cia arriba y desde fuera de la academia hacia adentro, con las excepciones, coaliciones y acomodamientos del caso. Alineado con el Foro Social Mundial – FSM [o World Social Forum – WSF] y partícipe de muchas de sus iniciativas, el decolonialismo ha sido de todas esos movimientos el que concitó y concita mayor fermento entre l@s estudiantes, l@s millenials y las comunidades virtuales, aunque sería tal vez inexacto aseverar que se originó exclusivamente en y para ell@s. Malgrado sus diferencias de matiz y de constituencias y la diversidad interna de sus manifestaciones, el núcleo de los reclamos críticos de todos los giros de ruptura en con- tra de las disciplinas, las modernidades y los saberes convencionales es básicamente el mismo desde la época de los presocráticos. Si el decolonialismo suena a primera vista muy distinto, más vivo, más auténtico y más poderoso que las rebeliones del pasado es porque las redes virtuales magnifican exponencialmente su imagen y su impacto, disi- mulando con su ubicuidad, su viralidad y su fervor multitudinario el carácter volátil de los saberes que se construyen, los cuales, créase o no (y al igual que las viejas modas de revuelta a las cuales copian cada vez con menor reflexividad), están destinados a morir más temprano que tarde a menos que alguna buena idea, algún factor interviniente o un factor exógeno estimulante logre que se perpetúen. Hace hoy un poco más de medio siglo la buena idea fue la construcción social de la realidad (o del espacio en geografía) elemento de juicio que ha sido descartado por sus propios creadores; hasta donde al- canzo a ver a la fecha no hay todavía a la vista ninguna buena idea que exhiba un perfil comparable.

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Aunque con los años se ha entronizado un pequeño panteón de personalidades carismá- ticas iberoamericanas de producción copiosa y verba inflamatoria (el argentino Walter Mignolo, el peruano Aníbal Quijano [1930-2018], el chileno Alejandro Vallega, el por- torriqueño Ramón Grosfoguel, el rosarino/mexicano Enrique Dussel, el colombiano Santiago Castro Gómez) el decolonialismo no es un movimiento unificado que responda a una jerarquía vaticana, que se inscriba en un organigrama de disciplina académica y que suscriba a un canon teórico o ideológico unificado. Por tal razón se superpone a (y se confunde con) otras manifestaciones horizontalistas y antidisciplinarias que com- parten un mismo desdén por las geometrías jerárquicas del poder pero que para mante- ner una mordida en el market share y un cierto gradiente de crecimiento a veces tiene que transar, consolarse con lo que se consigue y disciplinarse al amparo de los poderes constituidos (cf. Sitrin 2006; Holloway 2009 [2002]; Motta y Nilsen 2011). Sintomático de este estado de cosas es que un autor como Walter Mignolo deba dedicar un número inusitado de párrafos para explicar a sus lectores por qué a pesar de su espíri- tu indisciplinado no tiene más remedio que asentarse en los Estados Unidos, hacerse la- boriosamente de una altísima posición en la academia, mantener el ritmo protocolar de publicaciones arbitradas y escribir sin acento extranjero en el idioma del imperio (Mig- nolo 1995: viii-x; 2007). Nos encontramos con el mismo género de pretextaciones que habían atiborrado en su momento al movimiento pos-colonial, ocasionando que cuando Ella Shohat se preguntaba ¿cuándo es que empieza el pos-colonialismo?, mi admirado historiógrafo turco Arif Dirlik [1940-2017] le respondiera, sin pelos en la lengua, que éste “comienza cuando los intelectuales del tercer mundo se van a vivir al primero” (Shohat 1992; Dirlik 1998: 52). Alojarse en Fuerte Apache, Calcutta, Ciudad Juárez, El Salvador o la Franja de Gaza sería una decisión congruente con las ideas insurrectas que se sostienen, pero el esplendor neogótico de la Ivy League, los placeres de un penthouse frente a la NYU o la opulencia del american dream en Stanford o Silicon Valley ofre- cen mejores condiciones para afrontar la heroica empresa de textualización que les aguarda a quienes aspiran a mantenerse como los próceres de una rebeldía literaria cu- yas consecuencias se agotan en el placer de una lectura plagada de adjetivos intensos y de una escritura asertiva que ignora la subjuntividad.67 Conforme a confesiones conver- gentes (y a pesar de su casting mayormente latino) ni duda cabe que el movimiento se originó en el meollo cultural de los Estados Unidos (Castro-Gómez y Grosfogel 2007). En los últimos años se ha agregado una inlexión decolonial al añoso poscolonialismo asentado en África (Diagne y Amselle 2020).

67 El punto alto en la actuación de Mignolo puede que sea su ataque frontal contra las ideas de Slavoj Žižek, autor de una obscena apología del eurocentrismo y de una áspera defensa del poder colonial, para no hablar de su embarazosa conferencia en Bolivia en el año 2011. Igual que sucede con Deleuze y Nietz- sche, o con Viveiros de Castro y Gabriel Tarde, en sus argumentaciones de tono decolonial Mignolo no puede menos que depender en última instancia de autores de referencia eurocéntricos y racistas, comen- zando por Heidegger y Nietzsche (Žižek 1998; 2009 versus Dabashi y Mignolo 2015). Solamente un falso autor de un libelo contra Edward Saïd y de– [اب ن وراق] ex-musulmán como el orientalista Ibn Warraq panfletos que empequeñecerían a Salman Rushdie– exhibe semejantes extremos de europeocentrismo.

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La empresa decolonial muestra variadas aristas que han favorecido la alternancia de dis- tintas tácticas comunicativas. Aunque se está muy lejos de homologar una metodología canónica y uniforme, en el núcleo del movimiento decolonialista hay una expresa preo- cupación por documentar con tecnología digital lo que podríamos llamar una cartografía y una GP alternativa, desde la cual se están generando repositorios, punteros y weblogs (no necesariamente inclinados al kitsch) que señalan ejemplares que testimonian esas prácticas. En un apéndice referido a portales y páginas fundamentales (pág. 313 y ss.) he incluido los vínculos a los más útiles, impactantes y representativos de esos testimo- nios. Uno de los portales de manifiestos más importantes consignados allí podría ser la Deco- lonial International Network, la cual incluye a la fecha una página dedicada a la NGP de Venezuela. También es concurrido el sitio de la Red de Pensamiento Decolonial, aun- que hoy por hoy su foco en materia de GP sea muy módico y resulte difícil dar con él. El Decolonial Atlas es un voluntariado cartográfico de obvio significado para la gesta- ción de una nueva GP que ha ido ganando poco a poco su perfil distintivo, aunque no es un Atlas en el sentido cartográfico o topológico. Posee una rica sección de proyecciones alternativas para agregar a la aborrecida proyección de Mercator, a la idolatrada de Gall- Peters y a otras impensadas que veremos en breve (pág. 206 y ss.). Otro sitio destacado para comprender el grado de simbiosis entre las GP, los movimientos contestatarios de la geografía y el proyecto decolonial es el de la revista Cardinalis del Departamento de Geografía de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. En un enclave más convencional se encuentra la revista Horizontes Decoloniales de otrora socialista Pluto Press de Londres, fundado en 2015 y vigente hasta poco antes de la pandemia. La cartografía de contestación también está bien representada en los medios gráficos. En materia de mapas críticos y heterodoxos con sus peculiares geometrías de grafos, el ejemplar culminante, históricamente, acaso sea el Red Sky Migration Chart: Ojibwe, el cual ilustra la ruta de migración de los Ojibwa desde lago Leech hasta el río San Lo- renzo, donde recibieron la religión Mide (fig. §7.2.1). Apenas intentamos desentrañar esos grafismos advertimos que las cartografías y las geometrías alternativas y perifé- ricas, tanto las antiguas como las (pos)modernas, siguen siendo todavía mal conocidas por la comunidad de los estudiosos espaciales y por los voceros característicos de la GP, de muchos de los cuales se ha dicho que son como alérgicos a los mapas (Sanguin 1983: 325; Lacoste 1981: 155; Fall 2007: 14-15). Al final de este capítulo conclusivo ahon- daremos en el fenómeno de las representaciones espaciales del poder (materiales o vir- tuales) algunas de las cuales ofrecen variantes representacionales y geométricas de esté- tica creativa y potencial inexplorado. Uno de los textos culminantes de la cartografía del poder en el seno de la teoría decolo- nial es quizá The darker side of the Renaissance: Literacy, territoriality & decoloniza- tion del mencionado Walter Mignolo (1995), inspirado en la cartografía crítica de John Brian Harley (1988; 1989) junto con un caudal de referencias al posmodernismo antro- pológico, a la deconstrucción y a los estudios poscoloniales, con dos únicas y enrevesa-

201 das menciones de la obra de Foucault (pp. 5 y 22) pero con la ausencia conspicua de los nombres de Claval, Massey y Raffestin. Dos capítulos de ese libro ricamente documen- tado son de relevancia para un enfoque desde las GPs: el capítulo §5 (“El centro móvil: Etnicidad, Proyecciones geométricas y territorialidades coexistentes”) y sobre todo el §7 (“Poniendo las Américas en el mapa: La cartografía y la colonización del espacio”). El libro es de un nivel de erudición más que aceptable para los estándares un tanto laxos abrazados por el movimiento, aunque se encuentra perceptiblemente por debajo del que acostumbraba desplegar en otras épocas Brian Harley, su ídolo confeso. Lástima grande, Mignolo cedió a la tentación de prestar crédito a Francisco Varela, a sus estructuras enactivas y a su mística fraudulenta y orientalista pero no ha sabido sacar el jugo a las cartografías críticas de Waldo Tobler o a las territorialidades recursivas de Guntram Herb que venían mucho más al caso, técnica y políticamente, que una teoría constructivista que acabó sus días negando la existencia de la realidad y degenerando en vulgar propaganda de la escuela New Age, con el presidente George Bush (padre) y el Dalai Lama incluidos entre sus personajes de referencia (cf. Tobler 1970; 2003; Reyno- so 2006: caps. §2.5.3 y §2.5.4 versus Watzlawick y otros 1988; Watzlawick 1994; Ma- turana 1996; Varela, Rosch y Thompson 1991). Si algo puede imputarse al lado sombrío del decolonialismo es que éste no siempre ha sabido discernir inteligentemente que los cabecillas posfundacionales, los constructivistas radicales y los allegados fundamenta- listas de la eurocéntrica French Theory de los que siguen dependiendo (y a los que apo- yan por las razones equivocadas) forman más parte del problema que de la solución. Más allá de eso, uno de los textos de la geografía y la cartografía crítica que se asocia- ron expresamente con las inquietudes decolonialistas fue Decolonizing the Map: Car- tography from Colony to Nation editado por James R. Akerman (2017), el cual incluye una introducción sobre cartografía y decolonización de Raymond B. Craib (2017) que es imprescindible para hacerse de una visión de conjunto de esta confluencia de mo- mentos teóricos. Un capítulo ulterior a cargo de Magali Carrera (2017) contiene una mención esencial sobre el carácter accidentado de la representación cartográfica: Arraigado en el sistema de tenencia de tierras medieval de España, este mapeo insistía en que el poder imperial emergía de la supuesta territorialidad. En contraste, al ejemplificar que "el territorio nunca es un espacio homogéneo", las poblaciones indígenas imaginaron la tierra como un espacio de origen, donde los habitantes no sólo estaban ubicados sino que dominaban el espacio a través de conexiones primordiales y una integración completa en el paisaje. Estos mapeados localizaban el territorio en la red de la cultura y la historia más que en la matriz de la geometría (Carrera 2017: 103).

Desde el año 2006 y más intensamente en lo que fue la segunda década del siglo XXI y continuando hasta hoy comenzó a desarrollarse en el seno de la geografía más radicali- zada una biogeometría del poder y una geografía del campo [camp geography] fuerte- mente decolonialista ligada a las investigaciones de Richard Ek, Claudio Minca y Paolo Giaccaria e inspirada en el pensamiento poscolonial de autores como Paul Gilroy y Reviel Netz, al lado de Giorgio Agamben, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Jacques Derrida y los posfundacionales de siempre, con el fantasma de Foucault todavía pre- sente y ofreciendo lo suyo pero en marcado retroceso (Ek 2006; Giaccaria y Minca

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2010; Minca 2015; cf. Gilroy 2000; Netz 2007). Han sido esenciales en la gestación de este movimiento en pleno desarrollo los estudios sobre la geometría, la estética y la arquitectura urbana de Auschwitz/Oświęcim y otros campos de exterminio; estos estu- dios se convirtieron en referencias obligadas en los años noventa y en la primera década del milenio; se destacan en particular “Holocaust topologies: singularity, politics and space” de David Clarke, Marcus Doel y Francis McDonough (1996) y “‘Out of place’ in Auschwitz” de Andrew Charlesworth y otros (2006). Característico del estilo y el al- cance del actual estilo de bio/geopolítica es este exaltado párrafo de Claudio Minca, al- gunos de cuyos motivos de preocupación comparto mientras otros me resultan una pizca paranoicos y hasta posiblemente insinceros y desempoderadores. La convergencia entre la postura de Minca y las consignas críticas del último decolonialismo es evidente pese que la primera, derivada de una filosofía en expansión, no es lo que se dice una doctrina grassroots, emanada de las bases: Geography is indeed facing the camp today and must engage with its deeper spatialities. Biometrics and bio-surveillance are rapidly blurring traditional state borders and practices of bordering are becoming clearly more pervasive, although often less visible. Dead spaces of (bio)metrics, new bio cartographies and actual bio-geometries are constantly reproduced to monitor and control our movements and sometimes even our individual behavior, while they have the capacity of penetrating even the most banal of our practices. In doing so, they are supported by new technologies that fundamentally reconceptualize the human body, the ‘bios in us’, while we are constantly translated by their calculative rationalities into a spa- tialized ‘population’, into numbers, into pure biological entities; our flesh is (electronically) being stamped again, to provide the substance of a brave new (geocoded) world populated by presumed ‘complex adaptive systems’ applied to people and their landscapes of the eve- ryday. Health, biosecurity and anti-terrorist strategies, in case of but not limited to emer- gency, continue to create new camps, while ‘camp thinking’ continues to operate by repla- cing race with culture, as noted by [Paul] Gilroy (2000 […]), and to produce new forms of ‘bioregionalism’, still active and ambivalently supported by institutions nationally and in- ternationally: Bosnia, Ukraine and Palestine come to mind, to mention a few recent crises (Minca 2015: 81).

El filósofo de cabecera de esta sub-corriente que está al día de hoy tomando impulso es casi exclusivamente el italiano Giorgio Agamben (1998 [1995]; 2004 [2002]) quien pro- porciona las definiciones a desarrollar en la literatura canónica que son fundamental- mente tres: el campo como paradigma biopolítico, el estado de excepción y (desdicha- damente) la interpretación más conspirativa imaginable acerca del carácter ficticio del Coronavirus, digna de Trump, de Macri o de Bolsonaro, que ha disparado una fuerte respuesta por parte de más de un especialista en el terreno, crítica que comparto en sus líneas generales aunque –conociendo el paño– soy consciente de que toda la verdad del mundo no alcanzará para frenar el impacto de las ideas del filósofo en la comunidad intelectual. Los objetivos dominantes en la obra de Agamben son que el campo sus- tituya a la ciudad como paradigma biopolítico de Occidente y que se tome conciencia respecto de que el estado de excepción ha devenido la regla. La ciudad ya fue y está per- diendo aceleradamente prensa. Esto es mucho más que la dialéctica de lo rural y lo urbano. El campo al que alude Agamben incluye los campos de concentración, de detención, de tránsito, de identifica-

203 ción, de refugiados, militares, de entrenamiento, de asilo, etc., con lo cual el autor busca que el campo pase a ser pensado como la institución moderna por antonomasia y como biotecnología espacial característica de nuestros tiempos, a los cuales considera domi- nados por un ethos primordialmente moderno. Todo esto suena incurablemente viejo, gastado, conservador. Era Giuseppe Verdi –en el siglo XIX– quien proponía “Torniamo all’antico e sarà un progresso”. O estoy equivocado o hay resonancias del primer Christaller (el más nostálgico de la belleza y equilibrio de los modelos medievales) en este vuelco hacia el modelo bucólico. Y hay también resabios de la multiplicación descoordinada de ejemplos propia del movimiento heterotopológico en esa proliferación de campos que empequeñece a la aproximación de la que ya hemos hablado entre Oś- więcim y Disneylandia. Tras Agamben, y con el precedente no siempre reconocido de los trabajos del estudioso magno del nacionalismo, de la propaganda, de la cartografía persuasiva y de la territo- rialidad Guntram Henrik Herb (1989; 1997), los nuevos militantes de la biopolítica re- claman (igual que lo hacen los foucaultianos heterotópicos) que se instituyan formal- mente los ‘estudios de campo’ en el espacio más amplio de las ciencias sociales en ge- neral y de la geografía política en particular, partiendo de la base de que las geometrías cerradas, delimitadas y territoriales del campo (igual que esas epistemes micro/macros- cópicas) encierran las claves geométricas de la sociedad total y que todo asunto que contenga elementos de ese tipo merece una ciencia aparte (cf. Minca 2015: 74; Diken y Laustsen 2006; Ramadan 2013). Una vez más, ni falta hace decir que aparte de las más honrosas excepciones la geometría como tal (en tanto criterio para garantizar el rigor proposicional y el valor de verdad de un reclamo que no llega a ser siquiera inteligible) dista de estar satisfactoriamente desarrollada. El tono apocalíptico y claustrofílico de la prosa de Agamben simplemente replica un apretado conjunto de ideas sobre Auschwitz como paradigma de la modernidad que ya había fatigado sin tanta paranoia su in-nombrado connacional Gianni Vattimo veinte años antes (cf. Vattimo 1986 [1985]; Vattimo y Rovatti 2006 [1988]; Reynoso 2013; 2019: 344 versus Agamben 1998 [1995]). Mientras que Vattimo se apoyaba primordial- mente en Nietzsche y en Heidegger, Agamben condimenta esas ideas con lecturas exal- tadas de referentes posfundacionales (Michel Foucault, Bruno Latour, Gilles Deleuze) proverbialmente débiles en materia de raza, género, clase y alteridad cultural y propul- sores o inspiradores de las tácticas pos-políticas, pos-sociales y pos-relacionales que hoy ocupan las primeras planas. Este paquete de posturas es lo último que estaría nece- sitando un re-pensamiento radical que pretenda de veras salirse de la cárcel del lenguaje, experimentar la diversidad de las culturas, comprometerse con los movimientos en re- beldía y (de una vez por todas) entrar en acción, parar de hablar y contribuir a que se haga algo, como bien supieron hacerlo los mejores geógrafos radicales que jalonan el registro histórico y a los que nos hemos referido aquí y allá, comenzando por William Bunge y su escuela y llegando (si se descuidan) hasta la Doreen Massey más movimien- tista (Massey 1999; Jonas, McCann y Thomas 2015: 36, 40–2, 52, 62).

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La noción de campo de la biogeometría del poder representa al mismo tiempo un des- plazamiento y una profundización de similares conceptos foucaultianos, lo cuales se ven sustituidos por un abordaje que magnifica su topografía/topología (como lo expresan Giaccaria y Minca) o más directamente su geometría, como lo explora el historiador de las matemáticas Reviel Netz, el máximo especialista mundial en Arquímedes y autor de estas líneas impresionantes de fluir deductivo entre euclideano y simmeliano, escritas al comienzo de un libro ingoldiano que inaugura lo que llamaríamos la GP del alambre de púa, resolviendo de una manera original y dolorosa algunas de las tensiones clásicas entre el tiempo y el espacio: Defina usted, sobre la superficie bidimensional de la tierra, líneas a través de las cuales el movimiento debe impedirse, y tendrá uno de los temas claves de la historia. Con una línea cerrada (esto es, con una cuva encerrando una figura) e impidiendo el movimiento desde el exterior de esa línea hacia su interior, usted deriva la idea de propiedad. Con la misma lí- nea, e impidiendo el movimiento desde el interior hacia el exterior, usted deriva la idea de prisión. Con una línea abierta (esto es, con una curva que no encierra una figura) e impi- diendo el movimiento en cualquier dirección, usted deriva la idea de frontera. Propiedades, prisiones, fronteras: es impidiendo el movimiento que el espacio entra en la historia (Netz 2007: xi).

Reprimiendo la tentación de recurrir a bibliografía declamatoria y sobre todo a la es- critura de Foucault (a quien menciona una sola vez y con agudo sentido de la oportuni- dad [p. 151]), Netz, rara avis en estas latitudes teóricas, apela a documentación histó- rica concreta y comparativa procedente de autores que ha leído en sus propias lenguas o a fuentes de la Grecia arcaica que ha traducido él mismo, articulando en tiempo real una fresca y rigurosa concepción de los espacios otros y una comprensión de las relaciones entre la aritmética, la lógica y la geometría mucho más sabrosa que aquella que preten- dió vendernos Foucault sin haber leído (lo conjeturo, lo ratifico y lo apuesto) ninguno de los textos que debió leer cuando nos quiso enseñar sin saberlo él mismo cosas tales como la diferencia entre la aritmética y la geometría en la cultura griega (cf. Netz 1999; 2004; 2007; 2017; Netz y Noel 2011a; 2011b versus Foucault 1971b: 20; 2008 [1984]: 13; cf. pág. 153 más arriba). Desde el punto de vista de la territorialización y la reorganización política, la (segunda) GP más revulsiva de todas, la NGP venezolana, es otra vez regresiva a este respecto, un poco como pudo haber sido la GP centralizada que se puso en marcha sin conciencia de ser tal cosa en los años más grises de la Unión Soviética y que ahora, cuando hace un veintenio que el Soviet ya no existe, se ha hecho posible repensar bajo una nueva luz (v. gr. Mathieson 1969; Mulligan, Partridge y Carruthers 2012). Es notable que cuando manifestó su aval a la NGP chavista Doreen Massey no tuviera mucho que recomendar a ese respecto; es llamativo que no atinara tampoco a percibir ningún retroceso entre las políticas propuestas desde el centro del poder bolivariano en lo que va desde la constitu- ción (chavista) de 1999 hasta el proyecto de 2007, aunque por cierto señaló sus temores de que la NGP acabara centralizando el poder en una sola persona (Angosto 2008; 2010 versus Massey 2007): un acto de consultoría razonable pero modesto que podría haber protagonizado cualquier peatón con sentido común que pasara por allí.

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7.3 – De las cartografías del poder al programa neoliberal de Foucault

Everything is related to everything else, but near things are more related than distant things. Waldo Tobler – Primera Ley de la Geografía (Tobler 1970: 236)

La posibilidad de escoger entre un número crecido de técnicas de proyección es un ele- mento de juicio que vincula la cartografía con diferentes manifestaciones del poder y de las resistencias que se les contraponen. Hace relativamente poco se ha tomado concien- cia del carácter ideológico y del fuerte sesgo propio de métodos proyectivos que mu- chos geógrafos consideraban neutros, estimaban precisos y creían carentes de connota- ciones. Entre esos métodos era prominente el método cilíndrico de Mercator, creado por el geógrafo y cartógrafo flamenco Gerardus Mercator [más precisamente Gerhard Kra- mer, 1512-1594], la figura más notable de la escuela neerlandesa de cartografía en su período de máximo esplendor. Mercator había creado en 1569 una colección de mapas de enorme valor histórico que publicó con el nombre entonces inédito de Atlas y que se hizo conocido como Cosmologia,68 un término que continuó usándose hasta la actuali- dad pero que hoy pero se reserva más bien para las visiones del mundo o Weltan- schauungen (Mercator 1595 [1569]). También se llaman ‘atlas’ (siguiendo a Mercator) a las colecciones de cartas o mapas individuales que describen un manifold en topología y en la geometría diferencial riemanniana, en la que cumple una función análoga, anto- lógicamente mal comprendida por Gilles Deleuze y por los deleuzianos que siguen a Viveiros de Castro (cf. Reynoso 2019a: 224-286). Históricamente, la primera proyec- ción de Mercator se encuentra en otra obra del mismo año, Nova et Aucta Orbis Terrae Descriptio ad Usum Navigantium Emendata, una colección planisférica distribuida en 16 mapas separados, hoy en el Dominio Público., que yo recomendaría inspeccionar a quien siga sin comprender qué cosa es un manifold topológico. Aunque se sabe que la proyección cilíndrica de Mercator es enormemente distorsiva en altas latitudes y que es por tal razón que se la ha puesto al servicio de los más diversos fines ideológicos, ella se encuentra homologada por virtualmente todas las oficinas na- cionales y transnacionales de cartografía. En las últimas décadas su preponderancia ha disminuido un poco, pero sigue siendo la metodología que en todo el mundo pasa por ser suficientemente satisfactoria a todos los fines prácticos, la navegación primero que ninguno. En el año 2005 Google Maps adoptó la variante Web Mercator, también lla- mada Google Web Mercator, Spherical Mercator, WGS 84 Web Mercator o WGS 84/Pseudo-Mercator, la cual apenas difiere de la proyección original, habiéndose con- vertido en el estándar de facto en toda la Web por más que en 2017 se discontinuaran algunas de sus ampliaciones.

68 Atlas sive Cosmographicæ Meditationes de Fabrica Mundi et Fabricati Figura

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Figura 7.3.1 – Planisferio en proyección cilíndrica de Mercator entre 85°3'4"S y 85°3'4"N © Daniel R. Strebe – Licencia Creative Commons Share-Alike 3.0. Nótese el estiramiento de la distancia entrte paralelos conforme aumenta la latitud. Europa queda tan grande como América del Sur y Groenlandia más grande que África. Los orígenes de la técnica proyectiva de Mercator están aceptablemente bien documen- tados, aunque por un tiempo el reputado bioquímico y sinólogo británico Joseph Need- ham [1900-1995], de erudición monumental, hizo correr la voz de que ella se había ori- ginado en China durante la dinastía Song [960-1279]. Se trata, sin embargo, de un mal- entendido muy común, dado que esos mapas chinos se atienen a la proyección equi-rec- tangular, atribuida a Marino de Tiro, a quien el griego Claudio Ptolomeo [ca. 100- 170dC] ubica alrededor del año 100 dC (cf. Snyder 1987: 38-50, 90, 112; Crane 2003; Taylor 2004; Holzer y otr@s 2015).69 La técnica es decididamente anterior a la de los mapas de Mercator pero utiliza una proyección muy distinta y no está de ningún modo “enmendada para los navegantes”. Algunos especialistas se han manifestado escépticos ante afirmaciones de este calibre; este es el caso del prestigioso gurú de las técnicas pro- yectivas John Parr Snyder [1926-1997] quien alegaba (refiriéndose a los mapas chinos)

69 Marino de Tiro [Μαρῖνος ὁ Τύριος. 70-130 dC] fue un cartógrafo y matemático que fundó la geografía matemática dos milenios antes de la revolución cuantitativa. Sus mapas son los primeros en todo el impe- rio romano que muestran nada menos que China mil trecientos años antes de Marco Polo. Nadie recuerda hoy a Marino, pero él es el creador del término “antártico”, propuesto por él para referirse al círculo opuesto al ártico. Marino ejerció infuencia además sobre el geógrafo árabe Abū al-Ḥasan ʿAlī ibn al-Ḥu- sayn ibn ʿAlī al-Masʿūdī [896-956], autor de un verdadero atlas (en el sentido de Mercator y de Riemann) con los países árabes rigurosamente en el ombligo del mundo (al-Masʿūdī 1841 [956]).

207 que “no hay trazas de proyección en estos crudos mapas” (Needham 1971: 371 versus Snyder 1993: 48; Monmonier 2004: 13). El tratamiento analítico del poder de los mapas y más precisamente de los distintos mé- todos de proyección (Hammer, Mollweide, ortográfico, Gall-Peters, Mercator, azimutal equidistante, Globular, Miller, Robinson, Breisemeister, Lambert, Kavraiskij, Van der Grinten, Hobo-Dyer, Winkel-Tripel, Goode, Putniņš, Boggs, Fuller…) es uno de los tó- picos canónicos de la cartografía crítica, no siempre embarcada en la retórica guerrillera del decolonialismo, la postura teórica y la orientación política que hoy prevalece en el abordaje de estas problemáticas (Monmonier 1996; 2004; 2010; Klinghoffer 2006; Short 2009; Lapaine y Usery 2017). El trabajo definitivo sobre la tipología geométrica de las proyecciones cartográficas sigue siendo Map Proyections: A working manual del mencionado J. P. Snyder (1987), aunque después de casi cuarenta años está necesitado de actualización en materia de inventario tipológico. Complementario a este manual se encuentra An Album of map projections de J. P. Snyder y Philip M. Voxland (1994 [1989]) y el clásico Flattening the Earth: Two thousand years of map projections (Sny- der 1993). El trabajo del canadiense Donald Fenna (2006) aporta un más que aceptable complemento explicativo de estas bibliografías. A la fecha una de las listas más exhaus- tivasy actualizadas de proyecciones, de sus respectivos layouts y de sus inventores es la que proporciona Wikipedia. Ninguna enumeración es comparable a la de los inventarios de Snyder en general y a la de los suplementos de Flattening the Earth en particular (Snyder 1993: passim)

Figura 7.3.2 – Proyección de Gall-Peters – Gratícula de 15° © Daniel R. Strebe – Licencia Creative Commons Share-Alike 3.0. África y Sudamérica aparecen magnificados

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La existencia de tantos métodos alternativos obedece al hecho de que es imposible apla- nar sin distorsionar, tal como lo probó el formidable matemático que fue Leonhard Euler cuando ya se encontraba totalmente ciego (Euler 1777). La solución de Mercator es imaginativa y aceptablemente práctica y es también revolucionaria en un montón de respectos geométricos, pero se la sabe propensa a fallas gigantescas de distorsión en las más altas latitudes. Si se observa la figura 7.1, Groenlandia da la impresión de ser más grande que varios continentes situados a latitudes más bajas. El parámetro comparativo que se suele invocar es África, que mide 30,37 millones de kilómetros cuadrados. Groenlandia mide sólo 2,17 millones, pero en la carta parece más grande que América del sur (17,84 millones), que Australia (7,60 millones) y que África, por supuesto. Por cosas como esas es que han surgido docenas de alternativas que suscitaron actos de repulsa, escándalos y hasta movilizaciones, como ocurrió con la famosa y más tarde desacreditada proyección de Gall-Peters (propuesta en 1967 por el alemán Arno Peters [1916-2002] sobre el modelo del clérigo escocés James Gall [1808-1895] de 1855) en la que se respetan las dimensiones en materia de superficie pero con una mayúscula distor- sión de la forma geométrica. Esta “fealdad” señalada por los críticos no impidió que la proyección fuera escogida por la UNESCO y por otras oficinas del más alto nivel y que fuera homologada por grupos tales como la OTAN, OXFAM o el Consejo Mundial de Iglesias, reconocidos los dos últimos por su inclinación favorable a lo que alguna vez se llamó Tercer Mundo, Abya-Yala, los pueblos originarios o como quiera que se lo deno- mine ahora (Giaimo 2017; Bellone y otr@s 2020). Para mal o para bien, la proyección de Peters es la alternativa escogida por corrientes que engranan con la nueva teoría de campo y con las formas más radicales del decolonialismo, en tanto que la proyección azimutal de Winkel-Tripel o Winkel III de 1921 es la favorita de los seguidores de la re- vista National Geographic y de numerosas instituciones y libros de texto. Sin inclinarse por una proyección específica, muchas organizaciones renegaron de las geometrías ci- líndricas de proyección en muy duros términos. Así lo expone Snyder: El uso omnipresente e inadecuado de las proyecciones de Mercator y "Peters", así como la existencia de muchos de los mismos problemas en cualquier proyección cilíndrica (todos los paralelos de igual longitud, etc.), llevó a la Asociación Cartográfica Americana a emitir una resolución de 1989 instando a los editores y agencias "a dejar de usar mapas del mundo rectangulares [cilíndricos] para propósitos generales o exhibiciones artísticas". Fue respal- dada por otras siete importantes organizaciones geográficas y cartográficas (Snyder 1993: 166).

Mientras que en muchos aspectos las propiedades de las distintas proyecciones acos- tumbran cambiar más o menos caprichosamente, hay uno en el que todas ellas tienden a concordar en el caso de los planisferios globales. Siguiendo a Mercator, la inmensa mayoría de las proyecciones –y la de Gall-Peters no es la excepción– coincidieron en colocar a Europa onfálicamente en el centro del mundo aun antes que se asignara el valor de cero al meridiano que pasa por Greenwich. Mercator había sido el primero en hacerlo en Europa, pero al-Masudi ya lo había imaginado de ese modo 800 años antes. Estas concordancias llevaron a que a partir de ese peculiar historiador del arte que fue Samuel Youngs Edgerton [1926-2021] se hablara de un “síndrome de Omphalos”, un

209 fenómeno de la más pura geometría del poder que acompaña al hecho de que cada pue- blo que se cree divinamente escogido como centro del universo procure posicionarse simbólica, geométrica y cartográficamente en ese punto exacto (Edgerton 1987: 26). Este síndrome se puede rastrear en mapas muy separados en el tiempo y en el espacio, tales como los de la antigua Mesopotamia con Babilonia en su centro, en los mapas orientales centrados en China, en los mapas griegos y en el αφαλός propiamente dicho con centro en Delfos, en los mapas islámicos centrados en La Meca y en los mapas del mundo cristiano en los que primero Jerusalén y más tarde Roma se ubican como el “ver- dadero” umbilicum orbis terrarum. Corolario de estas cartografías en el nuevo mundo es el Mapamundi del Reino de las Indias en la página 1000 de la Nueva crónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala (1615). El efecto de todas esas geometrías “posicionalmente realzadoras” en la conciencia so- cial del espacio es difícil de medir y por universalista que sea uno sería un exceso suge- rir que las características comunes del diseño geométrico en un puñado de tradiciones culturales contribuyeron a visiones del mundo iguales en todas partes (Harley 2001: 66; Fotiadis 2009; Westphal 2013; Kupfer 2014; Finn 2017). Pocos han estudiado estos fe- nómenos más bellamente que el profesor de Filosofía de la Universidad de California en Santa Cruz Rasmus Grønfeldt Winther, siempre en la huella de las investigaciones de Edgerton (Winther 1984; 2014; 2020). Lo que haría las veces de la lista completa de la cartografía de los ombligos y contra-ombligos del mundo (correlato de la lista de pro- yecciones existentes en Wikipedia o en los estudios de Snyder) es una tarea todavía pen- diente. Un aspecto notable de la geometría cartográfica concierne a las estrategias de examen analítico de los mapas elaborados por los nativos de América del norte en el siglo XVII, cuya función no era tanto incluir detalle morfológico como reflejar relaciones sociales y políticas implicadas en las relaciones de poder. Echando mano de nociones que se re- montan a Georg Simmel, a Robert Park y a Emory Bogardus, Harley nos introduce en una reflexión simmeliana y geométrica sobre el particular elaborada por el antropólogo Gregory Waselkov de la Universidad del Sur de Alabama: Un cambio tal en la perspectiva de los cartógrafos requirió un nuevo conjunto de conven- ciones para representar su mundo social... La distancia social (basada, por ejemplo, en el grado de parentesco entre grupos sociales) y la distancia política (el grado de cooperación entre grupos, o el grado de control sobre los grupos) podrían ser efectivamente mapeadas, pero sólo reemplazando las medidas absolutas de la distancia euclidiana por una vista topo- lógica y flexible del espacio (Walsekov 2006 [1989]: 443 – Según Harley 2001: 178).

A la larga el enfoque de Harley se desmerece al aplicar como solución a los problemas que él plantea un anti-positivismo de escuela dominical y un giro “deconstruccionista” que ya hemos visto que no estaba en el ánimo de Derrida y que el mismo Derrida defe- nestró como parte de la lectura que ciertos medios universitarios (“pienso en particular en Estados Unidos…”, protestaba él) habían hecho de su obra (cf. Derrida 1997 [1987]: 25-26 versus Harley 2001: 160-161). En lo personal recupero de la obra monumental de Harley (y de la de sus colaboradores David Woodward y G. Malcolm Lewis y de la de autores inspirados por ellos) mucho más el trabajo de elicitación y el rastrillaje de fuen-

210 tes que las facetas interpretativas y de valoración conceptual, las cuales han sufrido de lleno el embate de la crítica purista, pequeña y cancerbera del gremio posfundacional y se han mostrado por ende mucho menos perdurables en la imagen pública. Además de sus aportes puntuales y de su perspectiva multidisciplinaria, el costado más memorable de la obra de Harley es la riqueza de sus fuentes de inspiración, entre las que se destaca el amplio artículo de Waselkov (1989) “Indian Maps of the Colonial South- east”, el cual revela estilizadas geometrías que nutrieron las cartografías tempranas de los colonizadores ingleses, deviniendo herramientas productivas de gestión del poder de alta importancia estratégica. Uno de los mapas de Waselkov (copia inglesa de otro ela- borado en la cultura Powhatan, a la que perteneció Pocahontas) figura en la portada de este libro; otros más son representaciones cartográficas reducidas a esquemas geomé- tricos distintivos para aliados y enemigos, denotando sus distancias relativas y las mag- nitudes de su peligrosidad. La combativa cartógrafa Cheyenne Annita Hetoevéhotoh- ke’e Lucchesi (2018) presenta una imagen análoga que reproduce el Mapa de Ecatepec- Huitziltepec, también conocido como el Códice Quetzalecatzin. Éste fue dibujado por un artista anónimo en 1593, lo que implica que es uno de los menos de cien mapas in- dígenas anteriores al 1600 que hoy existen y en el que se combinan técnicas europeas con rasgos estilísticos y materiales indígenas En los mapas desarrollados bajo los principios de representaciones propios de estas epistemes las claves de la simbología deben entenderse ya no conforme a nuestros pro- pios modos de significación sino de acuerdo con simbolismos propios y ajenos que re- cién ahora se están comenzando a desentrañar. Claves en esta semiosis son los trabajos monográficos de Lauren Beck sobre la cartografía de Mercator como theatrum mundi y como texto cosmográfico o sobre los signos ideográficos de la cartografía española del siglo XVI, obras que demandan atención incluso si se admite con Denis Wood (2000) o con Franco Farinelli (2003; 2007; 2009; 2016 [2003]) que el arte de la cartografía ha muerto y que ya no puede haber cartógrafos después del GIS, o si se está de acuerdo con el Kollektiv Orangotango+, el cual sostiene que todo mapa y todo Atlas es político y que ha llegado la hora de las contra-cartografías (Beck 2005; 2008; Maier 2016).70 Han habido quienes se las imaginaron para vincular la terminación de la cartografía con la traída y llevada crisis de la representación, snowclone univitelino de la idea de la cons- trucción social del espacio y al que que hemos puesto en cuarentena más arriba y en o- tros lugares (Pickles 2003: 27-59; Olsson 2007; cf. Reynoso 2019c). No son pocos los cartógrafos que descreen de la existencia cabal de mapas indígenas en los Estados Unidos o en sociedades sospechadas de primitivismo, como si los pueblos ágrafos –por el sólo hecho de no haber sido escolarizados a la usanza occidental– estu-

70 De acuerdo con otros geógrafos críticos como Bernat Lladó Mas y Núria Benach, Farinelli (basándose en un caldo de buenas y malas razones) asevera que merced a la red, lo virtual, el paisaje y el globo, la geografía ya no puede ni debe obedecer el punto de vista dictado por el mapa, sino que debe abrirse a plu- ralidad de perspectivas y relatos. Ningún autor educado en geografía, no obstante, ni aun en los campos del poscolonialismo y la decolonización, se ha abierto a modelos ajenos a la órbita euroamericana.

211 vieran imposibilitados de emprender formas gráficas, glíficas, icónicas o ideográficas de expresión que no requieren alfabetización escolar.71 Cuando digo esto estoy trayendo a colación el problema de las incapacidades cognitivas imputadas con demasiada ligereza a las culturas otras, un hábito que algunas de nuestras ciencias acostumbran prodigar sin cumplir el requisito de la investigación previa y sin sopesar la posibilidad de que existan formas alternativas de representación como (por ejemplo) los mapas mentales, los es- quemas de orientación, los mapas de estrellas y varillas de Micronesia, los sistemas oceánicos de navegación como el etak de los Puluwat, la deixis corporal, las innumera- bles geometrías de la imaginación, los diseños ostensiblemente cartográficos de los tam- bores saame documentados por Jouko Keski-Säntti, Ulla Lehtonen, Pauli Sivonen and Ville Vuolanto (2003), las cartas locacionales descriptas en los textos mitológicos tro- briandeses según Elizabeth Harwood (1976) o los elementos de juicio convergentes se- ñalados por los nombrados Hetoevéhotohke’e Lucchesi, Wood o Farinelli (Reynoso 1993: 238, 249; Pentikäinen 1987; 2010; Ahlbäck y Berman 1991; ver colección). Esta ofuscación conceptual de las ciencias humanas afecta de lleno a nuestra comprensión de la cognición espacial. El propio Lewis (1979) escribía, por ejemplo: La evidencia prehistórica del mapeado en América del Norte es controvertible. Hasta hace poco, existía una tendencia a clasificar como mapas redes no pictóricas, no geométricas y de otra manera inexplicables que se producen en tallas de roca (petroglifos) en muchas par- tes del continente. Si bien la mayoría de estas no son cartográficas y otras no son prehistó- ricas, una minoría puede ser ambas cosas. Una roca de basalto junto al río Snake en Idaho conserva una red muy erosionada pero profundamente tallada, que parece ser el curso del río y de sus afluentes principales para tal vez mil millas debajo de su fuente, junto con ca- denas montañosas adyacentes representadas por medio de círculos. […] Una investigación sistemática de éste y otros ejemplos de petroglifos supuestamente cartográficos hace mucho tiempo que está pendiente, pero están muy dispersos, son difíciles de fechar y, a menudo, son remotos o difíciles de alcanzar. Además, como lo evidencian los mapas nativos del pe- ríodo histórico temprano, las representaciones indias de redes reales (ya sean drenajes, ru- tas o límites) no se dibujaron a escala y se caracterizaron por grandes distorsiones de direc- ción, es decir, tenían más en común con un plan del Metro de Londres que con un mapa de Ordnance Survey. Por lo tanto, relacionar sus representaciones con redes reales en ausencia de evidencia de apoyo es una práctica dudosa y los petroglifos prehistóricos no están acom- pañados por tal evidencia (Lewis 1979).

Conviene aclarar que la habilidad de los nativos americanos y de los pueblos ágrafos en general de trazar mapas simbólicos de una cabal GP ni puede ser puesta en duda a priori ni debe ser atribuida unilateralmente a la influencia colonizadora. En primer lugar, el propio Cristóbal Colón descubrió la existencia de una tradición cartográfica entre los in- dios de América en su cuarto viaje de 1502 cuando el 30 de julio o un par de días des-

71 La forma canónica de esta clase de teorías del déficit es la imputación operada por Marilyn Strathern y por Eduardo Viveiros de Castro que establece que las sociedades que se atienen a ontologías amazónicas u oceánicas carecen de sistemas de numeración y conteo consistentes en conjuntos o series finitas o infi- nitas de unidades discretas. Contrariamente a estas peregrinas hipótesis de déficit cognitivo, la existencia de esta clase de sistemas en culturas consideradas como las más primitivas ha sido abrumadoramente do- cumentada. Véanse las referencias a los trabajos de Glendon Lean [1943-1995] y de Geoffrey Saxe en Reynoso (2019a: 207-211). Cf. además Wolfers (1981), Epps (2006), Owens, Lean, Paraide y Muke (2018), Chan (2021), etcétera.

212 pués divisó una canoa de transporte [Maya] que transportaba a “un anciano capaz de di- bujar una especie de mapa de la costa” [de Honduras] a quien Colón –persona de tan pocas luces en otros respectos– decidió inmediatamente llevarse con él (Winsor 1891: 442; De Vorsey 1978: 71; De Vorsey Jr. 1998: 65-66). En segundo lugar, más culturas de las que imaginamos poseyeron o poseen todavía prestaciones del orden de la cartografía que conocemos espantosamente mal. En mi libro sobre Etnogeometrías (escrito en paralelo con el que se está leyendo) he documen- tado con algún pormenor el desarrollo de manifestaciones cartográficas de los Inuit que revelan una rica expresividad iconológica, una perfecta realización técnica y una ima- ginativa materialización artística que de ningún modo pudieron adquirirse en una acade- mia de corte occidental (Reynoso 2019c: cap. 10; cf. Belyea 1992b). En tercer orden, han habido y todavía hay estudiosos que sostienen que dicha capacidad cartográfica se manifiesta incluso en pueblos cazadores-recolectores “paleolíticos, me- solíticos, neolíticos y calcolíticos” (como se acostumbraba decir) que dejaron testimonio en sus representaciones rupestres y sobre todo tipo de soportes, manifestando en ellas regularidades y diversidades que la literatura reciente de las geometrías del poder ha ig- norado hasta hoy pero que habrá que expurgar críticamente e integrar algún día a nues- tras bases de referencia. Sin ir más lejos, los volúmenes de historia de la cartografía de John Brain Harley, David Woodward y G. Malcolm Lewis incluyen repositorios de cartografía prehistórica, antigua y medieval de Europa y el Mediterráneo, cartografías tradicionales islámicas y del sudeste asiático y cartografías africanas, americanas, árti- cas, australianas y del Pacífico (Lewis 1979; 1981; 1986; 1987a; 1987b; Lewis y Wood- ward 1998; Harley y Woodward 1987; 1992; Woodward y Lewis 1998; Harley 2001). Si alguna vez parece que las influencias en el ejercicio cartográfico siempre han ido de los colonizadores a los colonizados se hará bien en leer la abundante literatura que G. Malcolm Lewis ha consagrado a seguir el hilo del flujo opuesto, proporcionando no digo una demostración apabullante de esa alternativa pero sí, serenados los ánimos, un amplio y precioso conjunto de hipótesis de trabajo de variada verosimilitud y poder de disuación. Que las modalidades no naturalísticas y no convencionales de tales iconogramas o esce- nificaciones semiofóricas testimonien la existencia y la antigüedad de una genuina GP fundada en (o concomitante a) alguna clase de sistema absoluto, relativo o egocéntrico de representación plasmado en algún soporte permanente o elicitable en el trabajo de campo es algo que de lo cual ya no caben tantas dudas como otrora, según lo testimo- nian el artículo de Harley “Maps, knowledge, and power” y el prefacio de John Har- wood Andrews “Meaning, Knowledge, and Power in the Map Philosophy”, así como la virtual totalidad de los casos referidos por ambos autores (Harley 2001: 51-82; Andrews 2001). A la luz de estos elementos de juicio, obstinarse en afirmar que la GP fue inven- tada por tal o cual académico o intelectual euroamericano a finales del siglo pasado o a comienzos del presente constituye una argumentación de un etnocentrismo logocéntrico injustificable, más todavía si es el que habla quien se jacta de ser responsable de tamaño acto de invención.

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En cuanto a las manifestaciones actuales o recientes de la cartografía del poder, para el profesor de la Universidad del Sur de Maine (Portland) Matthew Edney (2009: 45; 2007), quizá el más lúcido estudioso de la GP intrínseca a los mapas imperiales, el Im- perio es una construcción cartográfica y la cartografía moderna es la construcción mis- ma de la imagen del imperialismo moderno. Desde principios de la edad moderna – dicho de otro modo– los principios geométricos en la cartografía han ido de la mano con el ejercicio del poder imperial aunque ya no haya emperadores identificables como ta- les. La literatura al respecto en el campo de la teoría y la historiografía cartográfica con énfasis en los juegos de poder inherentes al trazado y lectura de mapas es extensiva y aunque los mejores títulos se han producido todos en el nuevo milenio, la documenta- ción que avala esta afinidad electiva se remonta más allá del inicio del siglo XVII (cf. p. ej. Wood 1977; 1977b; 1978: 1978b; 1978c; 1980; 1992; 1993; Harley 1988; Wood y Fels 1992; Harley y Zandvliet 1992; Turnbull 1993 [1989]; Mignolo 1995; Monmonier 1996; Black 1997; Pickles 2004; Edwards 2006; MacMillan 2006; Edney 2007; Aker- man 2009; Wood 2010; Meusburger, Gregory y Suarsana 2015; Lucchesi 2018). Uno de los textos más desafiantes de los últimos tiempos es el de Denis Wood, John Fels y John Krygier (2011) sobre el poder de los mapas (o los mapas del poder), un tó- pico que reconstruye y ahonda un libro ya clásico del primer autor, The Power of Maps (Wood y Fels 1992). El argumento más desafiante de Wood es que en Occidente los mapas no son anteriores al imperio global que se disparó con el mal llamado “descubri- miento”. El primer capítulo de su libro (disponible en línea) se titula “Los mapas flo- recen en la primavera del Estado”. La página en que se expone el capítulo y se anuncia el libro lleva el encabezado, igual de impertinente, de “No había mapas antes de 1500”, un hecho en el que a muchos de nosotros nunca se nos había ocurrido pensar –quizá porque no fue realmente así– pero que se inclina a ser, por decirlo de este modo, apro- ximadamente cierto. Es verdad que hay textos tales como The Earliest printed Maps: 1472-1500 de Tony Campbell (1988) y The World Map 1300-1492: The persistence of Tradition and Transformation de Evelyn Edson (2007), aunque el mapa más antiguo tratado en ambos libros es de 1436. Los mapas anteriores son sumamente escasos y al- gunos no se atienen a las definiciones usuales. Como sea, hay algunas decenas de mapas más tempranos y hasta yo mismo he aportado más de uno a las listas públicas más cono- cidas que van cambiando todo el tiempo, pero no puede decirse que la cartografía tal como hoy se la conoce fuera una práctica floreciente en Europa antes de (digamos) el año 1402. Si recordamos la anécdota recién referida de Colón y su nativo cartógrafo acaecida en 1502, la idea de que los mapas vinieron del viejo mundo donde ya existían al nuevo mundo donde no había ninguno queda como una expresión de deseos de la mentalidad colonial. Puede que de algún modo sea verdad, pero –una vez más– no es obviamente toda la verdad; siempre cabrá que tener en cuenta el estado de la cuestión fuera de la tradición europea y recordar dos principios inteligentes de la buena estadís- tica: que la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia, y que lo que es muy poco probable no es de ningún modo estrictamente imposible. Como una importante conclusión a extraer de la larga experiencia de la cartografía crí- tica y de sus peculiares GPs, propongo que todas ellas vuelvan a leerse a la luz de los 214 procesos de vaciamiento metodológico y de inclinación hacia el plano metafórico que ha asediado a otros giros e instancias del pensamiento científico que aceptaron some- terse a las modas dominantes, que se resignaron a la acentuación de las heurísticas nega- tivas en detrimento de los proyectos de cambio, que están más concentradas en derribar al positivismo que en proporcionar heurísticas practicables y que se consagraron a la mansa genuflexión ante los genios mediáticos más encumbrados en cada uno de los star systems que se fueron sucediendo. Un documento en particular, mantenido en formato digital y actualizado periódicamente por el geógrafo metacrítico Matthew W. Edney (2007) ilustra esta situación que podría- mos caracterizar como de minimalismo teórico, en la que los sucesivos críticos preten- den resolver su metodología mediante referencias escuetas a consignas del giro discur- sivo imperante: la deconstrucción para Harley (condimentado por un Foucault igual- mente fragmentario), un Foucault arqueológico en cuentagotas y sin heterotopías para Claude Raffestin, los estudios culturales tardíos y el poscolonialismo en jerga lacaniana de Homi Bhabha para Doreen Massey y así todo, en una misma pendiente hacia una actitud anómica que nunca advierte la gradual pérdida del horizonte político, que pocas veces osa atravesar las barreras disciplinarias y lingüísticas y que jamás se pregunta a qué proyecto pos-social, pos-científico y pos-político podría ser funcional el pensamien- to único, la celebración mesiánica y el culto a la personalidad en el que todos ellos se precipitan y que ha terminado des-geometrizando y fagocitándose el proyecto entero de las geometrías del poder (cf. asimismo Edney 2005). Todos esos autores encendieron fuegos que tardan en apagarse. En lo que hace a la deconstrucción, “Deconstructing the map”, el trabajo más ampliamente citado de John Brian Harley (1992 [1989]) sigue discutiéndose con toda la furia un tercio de siglo des- pués de haber sido escrita, al punto que Google Académico arroja al día de hoy (21 de junio de 2021) 3.170 citas del artículo original en otros trabajos publicados e indexados, una cifra que todavía experimenta un leve aumento cada día que pasa (Mignolo 1989; Clayton 2015; Edney 2015; Rose-Redwood 2015). La discusión de referencia es ejemplar y marca una constante que atraviesa otras ins- tancias de la cartografía crítica pos-estructuralista de los 80 y 90, un paradigma carac- terizado por una confianza excesiva en un modelo prescriptivo que ha estado girando en torno de autores-estrellas, que ha sido abordado las más de las veces a través de biblio- grafías incompletas y opiniones de terceros y que ha estado saltando alegremente, sin definiciones coordinativas, desde las disciplinas intelectuales hasta las implementacio- nes científicas y también a la inversa. Lo que dice el geógrafo decolonialista y miembro genuino del movimiento de ocupación indígena Reuben Rose-Redwood sobre el uso insatisfactorio de los textos de Foucault como marco de referencia del conocimiento/po- der por parte de Harley se aplica también, mutatis mutandis, a similares apropiaciones minimalistas, ínfulas de superioridad intelectual y autocomplacencias presentes en la o- bra de Doreen Massey, de Edward Soja e incluso de Claude Raffestin hacia las respecti- vas figuras posfundacionales que cada uno de ell@s ha decidido santificar. Por eso es que me inclino a pensar que si vamos a seguir jugando el juego pos-estructuralista (lo

215 que en este tercer milenio ha dejado de ser novedoso), sería importante que por lo me- nos nos empeñáramos en hacerlo bien. Sobre esas inflexiones filosofantes de las cien- cias humanas del fin del milenio y sus vicisitudes en manos de una crítica que se ha tornado demasiado fácil nos escribe Rose-Redwood con una contundencia y una sensi- bilidad que no se ven todos los días: Los críticos han subrayado las deficiencias conceptuales de la teorización del poder de Har- ley, así como su lectura errónea de la noción de poder / conocimiento de Foucault debido a su dependencia excesiva de los comentarios de fuentes secundarias en detrimento de los textos primarios mismos (Belyea 1992a). Esto es bastante cierto, pero deja de lado un punto más amplio, y esto es que la apropiación de Harley del trabajo de Foucault tenía mucho en común con la descripción dominante de Foucault por parte de los muchos académicos que escribían en la década de 1980, descripción que redujo en gran medida este último a un teó- rico de control social, del poder disciplinario y de la vigilancia. Por lo tanto, una de las afir- maciones principales de Harley es que el mapa es un "panopticón espacial" a través del cual "se disciplina el mundo" –el mundo está normalizado y somos prisioneros de su matriz es- pacial (1989: 13)– es perfectamente coherente con la forma en que Foucault fue caracteriza- do (¿caricaturizado?) también por otros comentaristas en los años ochenta. En los años transcurridos, a medida que las conferencias de Foucault en el Collège de France se han ido traduciendo y publicando, ha surgido un "nuevo Foucault" que en muchos aspectos “se a- parta de las presunciones de él como cronista-teórico de un poder totalizante y discursiva- mente constituido” (Philo 2012: 496). Así que incluso si Harley de alguna manera hubiera conseguido captar al Foucault ‘correcto’ en 1989 –cualquiera sea lo que esto significara en ese momento– la formación de ‘Foucault’ como un objeto discursivo ha sido en sí mismo un blanco móvil (Hannah 2007), y todavía necesitaríamos re-evaluar el ‘Foucault’ de Har- ley desde el punto de vista de los ‘nuevos Foucaults’ del siglo XXI (Rose-Redwood 2015: 4).

A esta altura de la argumentación me es ya difícil no recomendar que el lector estudioso de las problemáticas territoriales y de la antropología del espacio se aproxime a la obra de Rose-Redwood, neo-anarquista de la Universidad de Victoria (Columbia Británica, Canadá), frecuentador de trabajos de geografía radical que ni siquiera los seguidores de “Wild Bill” Bunge se atreven a nombrar y autor de rigurosas monografías teoréticas de la mejor y más cabal geometría del poder (v. gr. Rose-Redwood 2016; Rose-Redwood y Bigon 2018; Rose-Redwood, Barnd, Hetoevėhotohke’e Lucchesi, Dias y Patrick 2020). Ambos autores (Bunge y Rose-Redwood) tienen en común haber trabajado en distintas ocupaciones y revueltas en Seattle, una ciudad de la que guardo una entrañable memoria y cuya universidad pública guarda tanta relación con las riquezas escondidas de una posible GP como pueden guardarla las de Londres o París. Sobre el riquísimo venero de geografía radical anarquista invito a que se lean los trabajos recientes de Federico Ferre- tti y otros (2017; Ferretti 2018). Conviene estar alerta a la degeneración de este movi- miento de “universalización” en una nueva variante de los gestos más gastados del de- colonialismo (v. gr. Schelhaas, Ferretti, Reyes Novaes y Schmidt di Friedberg 2020). Como ya lo establecieron en su momento Gayatri Chakravorty Spivak y Edward Saïd (aunque no sin ulteriores retrocesos), renunciar al europeocentrismo implica sobre todo renunciar al exotismo de utilería de pensadores tan encarecidos como Foucault, Deleuze y Guattari y sobre todo sus epígonos millenials.

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No es casual que Rose-Redwood mencione al escocés Chris Philo, profesor de geografía de la Univeridad de Glasgow y ultra-foucaultiano de la primera hora, escudriñador al mismo tiempo miniaturista y monumental de la pavorosa obra que comenzó a acumu- larse y a desenvolverse anacrónicamente tras la muerte del filósofo. Philo es un inves- tigador que comenzó con el pie izquierdo pero que hoy es el ejemplo culminante de lo que un geógrafo que se atiene a una teoría decantada a partir del corpus foucaultiano podría llegar a ser y pocas veces lo fue. Notemos que Philo, pese a ser geógrafo y pos- estructuralista, nunca menciona ni a Doreen Massey ni a Raffestin, cuyas observaciones sobre Foucault a propósito del poder y del espacio trasuntan un conocimiento más su- perficial que el suyo (cf. Philo 2004; 2012; Hannah 2007 versus Raffestin 1980; 2007 [1997]; Philo 1992; Raffestin y Butler 2012; Raffestin y Turco 1991: 46, 47; Massey 2005a: 21, 49). La crítica de Matthew Edney converge con la de Rose-Redwood, aun- que esta vez el autor, con rara lucidez, pone la mira en los malentendidos entre los geó- grafos y la figura de Derrida: Independientemente de las muchas ambigüedades del análisis de citas, no obstante, es evi- dente que tales citas recurrentes despliegan ''deconstruir'' como una piedra de toque para los enfoques cartográficos críticos en lugar de una guía conceptual o metodológica detallada. Los estudiosos citan el ensayo para señalar lo que creen que encarna: los mapas como un medio para el poder; cartografía como ideología; sofisticación crítica y teórica; y el rechazo de la violencia intelectual y política hecha en nombre de la objetividad e instrumentalidad científica. El ensayo ha devenido mito y se ha vaciado de sustancia. Por lo tanto, como una marca de pertenencia, o de un relamo de pertenecer a una tribu académica en particular, el "deconstruir" no es tanto icónico como es totémico (Edney 2015: 10).

La crítica de la polímata canadiense Barbara Belyea de la Universidad de Alberta añade más leña al fuego: Un vistazo a las notas de sus artículos muestra que el conocimiento de Harley sobre Derrida y Foucault se obtuvo en gran parte de comentarios sobre su trabajo en lugar de su propia escritura. Harley no estaba solo en su renuencia a conocer a los escritores franceses en su propio terreno. Incluso el vanguardista historiador estadounidense Hayden White se quejó de que "el pensamiento de Foucault aparece revestido de una retórica aparentemente dise- ñada para frustrar el resumen, la paráfrasis, la cita económica con fines ilustrativos o la tra- ducción a la terminología crítica tradicional". Lo que White y Harley querían hacer, y lo que la escritura de Foucault no permite, fue simplificar y sacar efectivamente los dientes de un cuerpo de ideas que son radicalmente diferentes de los conceptos y procedimientos "crí- ticos tradicionales". La traducción del francés al inglés presentó otro problema. Para acer- carse a Derrida y Foucault, Harley se basó en la visión general de la teoría literaria de Terry Eagleton, en el estudio de la deconstrucción de Christopher Norris y en un par de artículos editados por Quentin Skinner. Cuando recurrió a los propios textos de los escritores france- ses (en traducción), citó a menudo los prefacios de los traductores en lugar de los textos mismos. También consultó colecciones de extractos y entrevistas como Power/Knowledge de Colin Gordon [Foucault 1980] y Foucault Reader de Paul Rabinow [1984]. A partir de estas fuentes, Harley dibujó un nuevo vocabulario impresionante y algunas ideas diluidas e inconexas. Términos como deconstrucción, texto, intertextualidad, discurso y episteme, así como frases como "arqueología del ... conocimiento" y "jerarquización del espacio", añaden brillo a sus argumentos (Belyea 1992a: 1-2).

Belyea arremete luego contra un grupo de cinco párrafos entresacados de los textos de Harley y demuestra con cierta delectación pero atinada relevancia de qué manera Harley

217 toma conceptos en apariencia deconstruccionistas y los mezcla indiscriminadamente con elementos de la semiología clásica o de la vieja iconología de Panofsky o con las escarceos estructuralistas sobre símbolos (con las que también se distrae Raffestin) y hasta con una distinción entre “poder interno” y “externo” contra la que el propio Fou- cault arremetió en su momento (cf. Raffestin y Turco 1991: 47). Nada hay tampoco en De la Gramatología –señala acertadamente Belyea– que fundamente las ideas de Harley en cuanto a la necesidad de tratar los mapas como “textos” cuyo significado habría que deslindar, una idea hermenéutica y semiológica que no fue del todo ajena al pensamien- to de Doreen Massey. Si tiene algún sentido, la deconstrucción es, ante todo, desmonta- je de los fantasmas transteoréticos de textualización que tuvieron en común las estra- tegias hermenéuticas y estructuralistas hasta los años 60 exclusive. Lo importante de este género de críticas (cuya líneas argumentales en general comparto) no radica tanto en que señale las debilidades de un texto particular de Harley sino que la misma clase de argumentos es aplicable a la totalidad del momento pos-estructuralista de la geografía crítica de habla inglesa, sea que se trate de Massey, de Thrift, de Harley o de Soja y que se refieran a Derrida, a Foucault, a Mouffe o a Laclau. Quien se dedique a revisar –por ejemplo– el uso del concepto foucaultiano de heterotopía a lo largo de la literatura de los estudios territoriales, la antropología y la geografía del espacio en busca de equívocos, disonancias y malos entendidos no volverá con las manos vacías. Este mismo escenario convulsionado se manifiesta también en el resto de los casos que cons- tituyen el blanco de nuestra crítica.  Al principio de este libro habíamos señalado que el ultimísimo Foucault, de quien los foucaultianos del giro espacial y el posmodernismo se siguen negando a comentar, pro- movió lo que se ha dado en llamar una apología del peor neoliberalismo entonces emer- gente a instancias de sus discusiones sobre la biopolítica y la gobernabilidad en las que ya no quedan rastros de ninguna geometría ni del espacio, ni de los espacios otros ni del poder panóptico (Dean 2014 versus Foucault 2007 [2004]; 2008 [1984]; 2010 [1982- 1983]; 2011 [1983-1984]; 2018 [1981-1982]). Los más encendidos cultores antropoló- gicos del foucaultianismo ni siquiera se dieron por enterados de que en su giro hacia la biopolítica Foucault más bien se dedicó a mantener en sordina las banderas de la crítica desde la izquierda o la centroizquierda y comenzó a rendir un culto entusiasta al nacien- te proyecto neoliberal que se estaba afincando en la década de 1980 (cf. Abélès 2008: 2009; 2017: 1-3, 34, 51-52, 72-73, 93; Rabinow, Marcus, Faubion y Reed 2008: 4, 17, 19, 26, 41-42, 47, 51, 61, 88). La bibliografía relevante sobre esta polémica no ha alcanzado todavía las primeras pla- nas en América Latina pero al inicio de la tercera década del siglo está empezando a ganar cuerpo. Entre los textos principales –que oscilan entre los ardientemente críticos, los desembozadamente neoliberales y los que se pretenden cómplices de una “resisten- cia al poder” cada vez menos creíble– están los de Michael Behrent (2009). Paul Veyne (2010 [2008]), Serge Audier (2011; 2012), Călin Cotoi (2011), Gary Becker, François Ewald y Bernard Harcourt (2012), Geoffroy de Lagasnerie (2012), Jan Rehmann

218

(2013), Daniel Zamora (2014), Serge Audier (2015), Daniel Zamora y Michael Behrent (2016), David Newheiser (2016), David Hancock (2017), Mitchell Dean y Daniel Zamora (2018; 2019; 2021), Stephen Sawyer y Daniel Steinmetz-Jenkins (2018) y el relativamente equidistante Edgardo Castro (2018). Algunos trabajos críticos publicados en los primeros años puede que no estén a la misma altura, como el letárgico panfleto de Jean-Marc Mandosio (2010), el de José Luis Moreno Pestaña (2011) y algunos otros libros y artículos que superan la marca de lo inaceptable y que prefiero dejar en el si- lencio. Algunos de esos trabajos son casi tan anodinos como la entrevista en contra del pos-estructuralismo en general que concedió Maurice Godelier a Gastón Gil (2007) y que se publicó en la revista Avá de la Universidad Nacional de Misiones en un momento en que el foucaultismo filosófico ya no era la amenaza más aciaga que se cernía sobre la antropología de raigambre científica. En el ala más crítica frente a los brotes de neoliberalismo así reza un párrafo de La dernière leçon de Michel Foucault: Sur le néolibéralisme, la théorie et la politique de Geoffroy de Lagasnerie, filósofo y sociólogo francés situado –con más firmeza que Godelier– en la más intransigente de las izquierdas: Foucault ne prononce pas, dans ces leçons, la moindre critique à l’encontre du néolibéra- lisme – alors qu’il emploie des formules très sévères à l’endroit du marxisme et du socialis- me. Foucault commente les textes des néolibéraux, il décrit la façon dont les politiques me- nées en Allemagne par Helmut Schmidt ou en France par Valéry Giscard d’Estaing s’ins- crivent dans ce cadre de pensée, mais jamais il n’exprime l’amorce d’une prise de distances avec ces programmes. Bref, la tonalité de l’ouvrage ne paraît pas critique. Tout se passe comme si Foucault était happé par son objet, fasciné par lui (de Lagasnerie 2012: [13]).

Aunque sus acólitos se resisten a contemplara Foucautl como un anti-marxista con todo lo que ello implica, su posición a propósito del marxismo era por completo la opuesta. El escritor Claude Mauriac recuerda que durante una demostración en 1975 a la que asistió junto a Mauriac y Daniel Defert, Foucault fue invitado a improvisar unas pa- labras sobre el fundador del socialismo moderno, a lo que respondió exaltado con estas frases “brutales y burlonas”: No me hables más de Marx. No quiero oir hablar más de ese caballero. Ve y pregúntale a los profesionales. A los que se les paga para que lo hagan. A sus sirvientes civiles. Por mi parte, he terminado complementamente con Marx (según Macey 1993: 348).

Foucault fue en cambio resueltamente efusivo en su ditirambo sobre los “nouveaux phi- losophes” anti-marxistas (Bernard-Henri Lévy, André Glucksmann, Maurice Clavel, Michel Le Bris, Christian Jambet, Guy Lardreau), los portavoces más vocales de la emergente sensibilidad política (Dews 1979; Miller 1993: 310-311; Behrent 2009: 547; Foucault 1994e: 277-281; Tarifa 2008; Christofferson 2004; 2009; Mokaddem 2009; Angermuller 2015: 60-68; Carassai 2016). Uno de los espaldarazos que favorecieron el giro de la intelectualidad francesa hacia la derecha (Foucault incluido) fue la aprobación incondicional y consagratoria que Foucault regaló a Les Maîtres Penseurs (1980 [1977]) del ideólogo derechista André Glucksmann [1937-2015] en “La Grande Colère des Faits” [1977] y en “Pouvoir et stratégies” [1977], reseñas escritas cuando Foucault dictaba sus primeros cursos en el Collège de France, reunidas póstumamente en el volu-

219 men 3 de Dits et Écrits (Foucault 1994c: 277-281, 418-428). El libro de Glucksmann Les Maîtres Penseurs, de tremendo impacto en Francia, se basa en citas nutridas y en extremas interpretaciones de Folie et Déraison, de Histoire de la Folie y de La Naissance de la Clinique de Foucault, interpretaciones que éste luego admitió como co- rrectas, una a una, incluyendo la hemenéutica del Panopticon y la concepción del cuer- po, así como el tratamiento característicamente foucaultiano de los Gulags, cuya revela- ción –por vía de Solzhenitsyn (2002 [1974])– estaba por entonces estremeciendo al mundo. Más todavía, Foucault prefirió romper con sus amigos Claude Mauriac y Gilles Deleuze antes que atemperar su opinión en favor del más enardecido filósofo del anti- comunismo (Christofferson 2004: 198).72 En los intercambios subsiguientes al descubrimiento del Foucault neoliberal en la déca- da pasada hay unas cuantas defensas denodadas y de buena factura elaboradas por los mejores de entre los foucaulâtres; una de ellas es la del nombrado Stuart Elden (2014), reputado curador del portal ultra-foucaultiano Progressive Geographies, quien echa las culpas de las inexactitudes en que incurren los críticos a su desconocimiento de las edi- ciones póstumas de Foucault en lengua francesa o a su incomprensión de los exquisitos hábitos argumentativos del filósofo; otra defensa encendida se reproduce en los innúme- ros ensayos sobre gobernabilidad del sociólogo alemán Thomas Lemke, quien espera que los pocos textos foucaultianos todavía pendientes de publicación aclaren hacia dón- de vuela el pensamiento de Foucault y acaben por sacarle las castañas del fuego (v. gr. Lemke 2002). Dada la magnitud de las metidas de pata del filósofo en materia de antici- pación política, posicionamiento personal y comunicación científica, es muy dudoso que eso sea lo que vaya a ocurrir. Habida cuenta de las muchas y muy malas apreciacio- nes llevadas a cabo por el propio Foucault y dada la magnitud del daño ocasionado por el neoliberalismo en materia de política real en las cinco décadas transcurridas desde los cursos del Collège hasta el día de hoy, cabe muy poca duda sobre cuál es el bando sobre el que debería caer el peso de la prueba. En una entrevista que lleva el título de “Cómo fue que Foucault interpretó tan mal al neoliberalismo”, Zamora (2019) afirma que en el movimiento neoliberal emergente en la década de 1970 en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos Foucault entrevió la promesa de un nuevo orden social, más abierto a la autonomía del individuo y a las formas de vida experimentales. Está documentado que no fue así como funcionó la cosa (Peck y Tickell 2002; Collier 2009). A la luz de lo que ha operado el neoliberalismo en las décadas que siguieron a su muerte y cualesquiera sean las excusas ante una toma de postura pro-neoliberal tan poco equilibrada, conjeturo que este último Foucault, defini-

72 Hay además de todo esto una historia negra en las relaciones de Foucault con la idea de Gulag, referida por Sergei Prozorov (2014) y que no podemos desarrollar a fondo en esta versión del libro. El principal problema es que Foucault no había estudiado de primera mano el problema de la prisión y el castigo en la Unión Soviética y sólo alcanzó conocimiento del fenómeno del Gulag a través de los nouveraux philo- sophes y del libro de Solzhenitsyn (Foucault 1977; 1994 [1976]; 2003 [1977]; Kharkhordin 2001). Hay un extenso tratamiento en el artículo de Jan Plamper (2002) y en el muy desparejo ensayo de Gabriel Rockhill (2020).

220 tivamente, se mostrará de cara al futuro como el más difícil de digerir y justificar. Aun- que se sitúa muy lejos del tedio que alcanzó con su obra menos inspirada que en mi opi- nión fue aquella con la que clausuró su período arqueológico –La Arqueología del Saber (1985 [1969])– el último Foucault que sus albaceas dieron a conocer en el inicio del siglo XXI no fue tampoco el más lúcido políticamente hablando. Lo más importante para nosotros es que la publicación del Foucault que restaba leer, con o sin sus aristas críticas y sus escándalos concomitantes, no alcanzó para resolver el atasco en que se encontraba su obra sobre el giro espacial que otros quisieron adjudicarle y sobre las geo- metrías del poder que los mismos cultores y epígonos de la French Theory, acaso con las mejores intenciones, creyeron necesario imaginar.  En algún momento hay que preguntarse también si la compresión del tiempo-espacio, la aceleración del cambio y la materialización/virtualización de la red simmeliana de afi- liaciones de grupo no ha convertido el proyecto de la GP (ligado a territorios, espacios y distancias a la vieja usanza) en una especie de anacronismo, en un programa académico que en su momento no prestó la debida atención a la diversidad, a la escala de los even- tos y a los procesos de cambio y que no supo tampoco ganar una zona de confort en el propio nicho disciplinar puramente discursivo en el que surgió. En este punto propongo un ejercicio en el que contrastemos la expansión alcanzada por la “red” o el “entrecruzamiento” postulado por Simmel con el modesto market share que logró la GP en el contexto de sus respectivas disciplinas. En el primer caso observa- mos que el análisis de redes en general y de redes sociales en particular (no ligadas al apellido de ningún autor específico) han logrado una masa crítica cuyo volumen supera a la del resto de las corrientes teóricas u opciones metodológicas de las respectivas dis- ciplinas de origen (antropología, sociología, psicología social) por un obsceno orden de magnitud. En el segundo comprobaremos que la GP, dispersa en una multiplicidad dis- cordinada de variantes monárquicas en discordia que no se leen ni se hablan entre sí, es apenas una corriente minoritaria, una opción entre muchas que no llegó a ser ni siquiera un modelo dominante en alguna modalidad (regional, urbana, crítica, política, económi- ca, humana, pos-humana) de, por ejemplo, la geografía, y que quedó latiendo sin salirse mayormente de ahí. A la GP el cambio experimentado por los contextos, el tiempo y el espacio la descoloca; a las teorías de redes el cambio le sienta bien y ya no es necesario perder tiempo preguntándose si el paradigma reticular funciona o no, pues el propio mundo ha cambiado y sigue cambiando en buena medida merced, precisamente, a las prácticas que tales teorías han engendrado. Pues sí, es posible que la géométrie du pouvoir haya sido una consigna excéntrica cuya prioridad no era a fin de cuentas tan apremiante y cuyas visicitudes no fueron tampoco algo sobre lo que existiese curiosidad o demanda. A nadie que tenga idea de la saliencia relativa de las ideas en un mundo en el que el tiempo, el espacio y las locaciones han dejado de ser lo que eran hace (pongamos) quince o veinte años, puede ocurrírsele pensar que la GP tal como ha llegado a ser constituya un concepto que vaya a rayar alto

221 en la conciencia de la gente, de los científicos o de los intelectuales dentro y fuera de la academia quince o veinte años a partir de ahora. Formulada esta observación e integrada la GP de modalidad discursiva al arcón de las piezas de época siempre fugaces con las que me he entretenido a lo largo de mi carrera creo que ha llegado el momento de arriesgar una predicción: en tanto las geometrías con las que se lidia no sean objetivamente tales en el sentido algorítmico de la palabra llega- rá el momento en que se saturará la combinatoria de las ideas felices y que las GPs con- ceptuales (como las habían llamado Simmel y Raffestin) deban seguir el mismo destino de otras modas que han sacudido la disciplina a lo largo de las décadas, tal que hablar de GPs en el futuro tenga tanta utilidad analítica como poner hoy el centro de atención en “la fenomenología del poder”, “el poder como sistema cultural”, “la construcción social del poder”, “la semiología del poder”, “el análisis componencial del poder”, “el poder como texto”, “la autopoiética del poder”, “la cibernética del poder”, “la economía política del poder”, “la dialéctica del poder”, “la deconstrucción del poder”, “las ontolo- gías del poder” y un largo etcétera de pesadillas de tiempo perdido, redundancia y rendi- miento decreciente tal como pudieron haber sido, como en un momento llegaron a serlo o como en algún rincón nostálgico y arrinconado de las ciencias humanas globales lo siguen siendo residualmente el día de hoy. Pero dado que hay geometrías de muy diversas calidades, hay algunas luces aquí y allá a las que no se les hay prestado casi atención. No son pocas las díadas geometrizantes que podrían haber oficiado de correctoras o de fuentes de inspiración a una géometrie du pouvoir de más alto vuelo; me refiero en particular a la vieja pero no antigua géométrie du mouvement de Arthur Moritz Schoenflies [1853-1928], inventor de la notación simé- trica que lleva su nombre, tío-abuelo de Walter Benjamin y (a mi juicio) uno de los ta- lentos escondidos de la geometría aplicada. Sus elaboraciones combinan los elementos básicos de un grupo con los movimientos permitidos para construir las tablas periódicas de simetrías que permiten ordenar un campo de variedades infinitas en unas pocas cla- ses universales y comprender mejor las precondiciones y los constreñimientos del fenó- meno.73 Las elaboraciones de Schoenflies y en otro orden las de la escuela de Patrick Bellier (1989)74 constituyen, creo, una clase de modelos como la que debió intentar ar- ticular la escuela completa de la géométrie du pouvoir para que comencemos a pensar (por ejemplo) en la posibilidad de que existan dinámicas y transformaciones de la polí- tica o el poder que (igual que en las gramáticas o que en el lenguaje) no necesariamente involucran causas concretas únicas o escalas definidas de tiempo y que se manifiestan convergentemente al cabo de procesos de distinto orden, de final abierto e independien- tes de su ontología.

73 Véase mi página sobre las simetrías en la cultura en http://carlosreynoso.com.ar/simtrias. 74 Desdichadamente homónimo de un médico conspiracionista que ha montado su celebridad en tiempos de la pandemia y al que no prestaré más referencia que la que acaba en este punto.

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Otro de los hallazgos más destacables que han surgido en la elaboración del libro que se está acabando de leer es la constatación del paralelismo existente entre las concepciones geométricas más recalcitrantes de la izquierda y la derecha política, vale decir, entre las GPs de Hugo Chávez y la de Walter Christaller, así como la utilización desembozada de esta última en el modelado y ejecución de los asentamientos judíos en la antigua Palesti- na y en la relocalización de los beduinos del Negev. En otras palabras, los mismos plan- teos de siempre en términos de una misma geometría jerárquica continúan hasta la fecha con módicos retoques mientras medio mundo repite el sonsonete que reza que la TLC nunca funcionó, que sus fundamentos matemáticos y geométricos son rudimentarios y que hace más de medio siglo que ya nadie le presta crédito (cf. Davidovich 2013; Trezib 2014; Kegler 2015; Dacey 1965). Mientras nos apegamos a esas proclamas, la vida real nos contradice. Es un hecho insólito e incontrovertible que la NGP venezolana es varias veces más semejante en forma y función a la TLC abiertamente jerárquica de Walter Christaller que a la GP de Doreen Massey o a la géométrie du pouvoir de Claude Raffestin. Dando cumplimiento a los peores sueños húmedos del pensamiento conser- vador, los instrumentos de lo que sin duda ha sido la extrema derecha y las herramientas de lo que pasa por ser la extrema izquierda resultan ser de algún modo los mismos, lo cual es, probablemente, lo peor que podría suceder (aunque haya sucedido tantas veces). También es sorprendente el aislamiento en el discurren las distintas corrientes de la GP (incluso entre pensadores de la misma línea política) y los silencios que mantienen geó- grafos críticos que leen y escriben en países próximos pero que sufren la maldición de hacerlo en distintas lenguas y para distintos públicos. Tampoco han habido casi cone- xiones entre la geografía crítica y la cartografía crítica, aun cuando ambas confluyeran en su momento buscando inspiración ( faut de mieux) en la obra de autores como Mi- chel Foucault o Jacques Derrida: causa de ello es que aunque ha habido una cartografía del poder no habido un giro espacial en la cartografía, pues el espacio al que esa práctica involucra ya estaba allí y no era una metáfora opcional superimpuesta a un campo de relaciones abstractas. Los debates a los que se refiere Harvey en Spaces of capital (2001) y los que se desarrollaron en la revista radical Antipode tampoco encuen- tran a cada autor en su mejor estado ni componiendo sus mejores ocurrencias. Aunque Foucault (genialmente, sin duda) prefería los debates a los acuerdos, los debates prolon- gados se tornan rutinarios, fatigan, se afean, se diluyen, degeneran en soliloquios. El es- pacio, además, significa demasiadas cosas y cada quien tiene en mente a su respecto ideas que ni siquiera colisionan de lleno con las de sus colegas y que a las pocas sema- nas no se mantienen coherentes ni siquiera en el interior de sus propias obras. Las raras veces que Harvey se refiere positiva o negativamente a Massey, pongamos, no es la GP de esta autora lo que está sobre el tapete. Del mismo modo, que Raffestin o Rabinow espacialicen a Foucault sin tener nada que decir sobre las heterotopías suena como una especie de extravagancia que demanda una explicación que nunca se elaboró. Pocas veces encontraremos que los razonamientos espaciales o geométricos de cada quien estén entre los que más congruentemente se desarrollaron en las respectivas agendas. Llama la atención, por ultimo, que la GP de la corriente principal haya echado mano de una terminología que ya había prosperado en el contexto filosófico del siglo XVII, en el 223 apogeo del primer pensamiento axiomático moderno y de la cartografía imperial, acon- tecimientos que no por nada fueron contemporáneos y mutuamente retroalimentantes. La concordancia terminológica, concomitante a un cambio radical de sentidos, es un he- cho que ha sido convenientemente pasado por alto por los codificadores contemporá- neos de la geografía territorial y de la antropología del espacio y el paisaje, pero que (por su posible potencial explicativo) convendría que nos esforcemos por tener en cuenta la próxima vez.

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