LAS RAÍCES DEL DUENDE:

LO TRÁGICO Y LO SUBLIME EN EL

DISSERTATION

Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for

the Degree Doctor of Philosophy in the Graduate

School of The Ohio State University

By

Francisco Javier Mora Contreras, MA

*****

The Ohio State University 2008

Dissertation Committee: Approved by Professor Samuel Amell, adviser

Professor Stephen Summerhill ______Professor Jorge Abril Trigo Adviser Spanish and Portuguese Graduate Program

ABSTRACT

Within the world of Andalusian music called , popular language first, and later intellectualised reflections by cultural elites have coined a term, duende [charm, charisma, magic…], whose purpose is either the process of generation of artistic creation, or the specific manner of emotional intercommunication between artist and audience, or the formal objectifying of the tragic spirit in a peculiar manner of flamenco expression called cante jondo [deep song]. Ever since Federico García Lorca in the 1920s, and from very distant disciplines and sciences, a number of theories have emerged, one of whose main axis has been the attempt to clarify such an ineffable experience. Therefore, this work intends to do a critical survey of some of the texts which flamencology considers canonical for the understanding of duende and cante jondo. We will not regard cante jondo here as a subset of styles within the flamenco musical current, but as a particular way of interpreting this kind of music, consisting of the expression of tragic and pathetic contents subjected to minimalist, primitivist forms developed during the second half of the 19th century, following the premises of romantic aesthetics. For that very reason, we

thought it necessary to do research into the concept of the tragic and its links to the

aesthetic category of the sublime in the context of the reflections on art produced in

European pre-romanticism and romanticism.

ii

One of the aims of the present study is precisely to link the experience of duende to the experience of the sublime, considered as a phenomenon of the transcendence of being in search of the ultra-sensitive. However, we also intend to displace the clichéd notion that flamenco is an eminently tragic genre, given its stylistic variety, which allows for a wide emotional range, with room for anything from overflowing cheerfulness to the deepest sadness.

Finally, the thesis underlying the above considerations consists of the affirmation that theories about duende and the tragic have been used as a political instrument to forge a national/regional project on the basis of certain ethno-cultural differential traits, capable of facilitating the identity development of the Andalusian community, and by extension, of the Spanish one. Moreover, those same theories have been used to institutionalise a canon preserving some so-called pure forms contained in cante jondo as opposed to other spurious forms which arise by contact of the autochthonous folklore with foreign musical trends in the context of the cultural industry and the market economy. Thus certain sectors of flamencology favour flamenco as a magic, ritual, orientalist modality linked to the private sphere, within or beyond the limits of art, as opposed to a different flamenco, considered as artistic, play-oriented, scenic, occidentalist and associated to the mass culture promotion channels.

iii

To those who were in the hardest moments. ... And the rest is silence.

A Fátima y a nuestro hijo Mateo.

iv

ACKNOWLEDGMENTS

Esta tesis doctoral no podría haberse realizado sin los consejos de algunas personas que, en función de sus propias inquietudes intelectuales, me han ayudado a pensar sobre el flamenco en direcciones que ni yo mismo había sospechado. Debo agradecer las lecciones que recibí en el programa de doctorado del Department of

Spanish and Portuguese (OSU) entre 1996 y 1999, y en especial las de los profesores

Jorge Abril Trigo, Stephen Summerhill, Ignacio Corona, Maureen Ahern, Samuel Amell.

Sus enseñanzas siempre resultaron estimulantes; su amistad y su trato cordial reconfortantes. También a aquellos que hicieron mi estancia en Norteamérica más grata:

Jane Ferrier, Leslie Raihall, Mark Valentine, Sury Neos, Derek Petrey, Adrián Hierro,

Rosa Matorras, Heather Sinclair y, muy especialmente, Carmen González. Con ella el camino se hizo mucho más hermoso.

Agradezco también su valiosa ayuda a: José Carlos Rovira (UA), que hizo posible mi estancia en EEUU y a Ángel Herrero (UA) que propició mi vuelta y con los que siempre estaré en deuda. Pedro Aullón de Haro (UA), cuyas observaciones sobre lo sublime me han despejado el camino en los momentos en que mis fuerzas intelectuales flaqueaban. Marisol Campello (UA) que me ayudó con la confección y los arreglos posteriores del formato de la tesis. Gonzalo Navarro que hizo lo propio con la bibliografía y me aportó observaciones interesantes para la lectura de Platón, Descartes y

Kant. José María Esteban y Carlos Álvarez, quienes me proporcionaron abundante

v

material discográfico y bibliográfico. Raquel Cambai me ayudó con la traducción al inglés del sumario. Salvador Banda, por sus observaciones en materia de flamenco en largas charlas nocturnas o diurnas en Alicante y Madrid. A Juanjo Llorens y Pablo

Montes que me dieron “cobertura logística” en Madrid. Félix Grande y Francisca Aguirre por su amistad. Lucía Yang, que me acogió generosamente en su casa durante el último tramo de la travesía.Y, muy especialmente, a mi director de tesis, Samuel Amell, a quien agradezco de todo corazón su amistad, paciencia y confianza.

vi

VITA

August 29, 1967...... Born – Alicante,

1989...... Licenciado en Filología Hispánica,

Universidad de Alicante, Spain.

1992...... Licenciado en Filología Inglesa.

Universidad de Alicante, Spain.

1994…………………………………Tesina de licenciatura, Universidad de

Alicante, Spain.

1996-1999...... Graduate Teaching, The Ohio State

University.

1999-2000...... Profesor Asociado, Dpto. de Comunicación,

Universidad de Alicante, Spain.

2001-2002…………………………...Profesor AYEU, Dpto. de Comunicación,

Universidad de Alicante, Spain.

2002-present…………………………Profesor TEU, Dpto. de Comunicación,

Universidad de Alicante, Spain.

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PUBLICATIONS

1. Williams, Raymond: “El sistema mágico”. Telos, 61 ( 2004): 95-103. (Traducción al español de Francisco Javier Mora).

2. Raúl Rodríguez y Kiko Mora. “La publicidad como intertexto”. Publifilia, 7 (2003): 5-16.

3. Raúl Rodríguez y Kiko Mora. Frankenstein y el cirujano plástico. Una guía multimedia de semiótica de la publicidad. Universidad de Alicante, 2002.

4. Kiko Mora. “Corrientes subterráneas: las poéticas del 50 española e hispanoamericana (o viceversa). América sin nombre, 3 (2002): 79-88.

5. Francisco Javier Mora. “El estridentismo mexicano: señales de una revolución estética y política”. Anales de literatura hispanoamericana, 29 (2000): 257-275.

6. Francisco Javier Mora. “Rafael Alberti, ese extranjero”. Las literaturas del exilio republicano de 1939. Barcelona: Gexel, 2000: 551-561.

7. Francisco Javier Mora. “Literatura y esquizofrenia: en torno a Las Rubáiyátas de Horacio Martín de Félix Grande”. Poesía histórica y (auto)biográfica. Madrid: Visor, 2000: 431-441.

8. Francisco Javier Mora. El ruido de las nueces. List Arzubide y el estridentismo mexicano. Universidad de Alicante, 1999.

9. Francisco Javier Mora. “Exilio y nostalgia en la poesía de Mario Benedetti”. Mario Benedetti. Inventario cómplice. Universidad de Alicante, 1999: 287-301.

10. “Francisco Javier Mora. “El conventillo como imagen de la modernidad de Buenos Aires (1880-1930)”. Escrituras de la ciudad. Madrid: Palas-Atenea, 1999: 111- 128.

FIELDS OF STUDY

Major Field: Spanish and Portuguese.

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TABLE OF CONTENTS

Abstract...... ii Acknowledgments...... v Vita……………………………………………………………………………….. vii List of tables……………………………………………………………………… xi

Capítulos

Prefacio…………………………………………………………………………... 1 Introducción…………………………………………………………………….. 9 Capítulo 1.- Los inicios de la flamencología tradicional...... 46 1.1.- La propuesta de Demófilo: pureza y gitanofilia…………………………….. 47 1.2.- Hugo Schuchardt: el germen de la heterodoxia…………………………….. 64

Capítulo 2.- La recuperación del cante jondo y el flamenco………………….. 75 2.1.- El Concurso de cante jondo de Granada de 1922…………………………… 75 2.2.- Manuel de Falla: La orientación musicológica del flamenco……………….. 101 2.3.- La “fiesta del cante y del baile andaluz” de Sevilla (1925)…………………. 110 2.4.- La respuesta de José Carlos de Luna: cante grande y cante chico…………. 124

Capítulo 3.- El duende y lo sublime………………………………………….… 137 3.1.- Lo sublime: aspectos teóricos generales……………………………………. 137 3.1.1. El origen del concepto de lo sublime: el tratado del Pseudo-Longino y su influencia en el neoclasicismo…………….………………… 139 3.1.2. El prerromanticismo y el origen moderno del concepto de lo sublime……………………………………………………………………………. 145 3.1.3. Kant y el idealismo de lo sublime……………………………….…… 155 3.1.4. Schiller y lo sublime moral……………………………….………….. 167 3.2.- El duende: lo sublime flamenco………..…………………………………… 181 3.2.1. Pequeña historia semántica de lo sublime y el duende…………...….. 182 3.2.2. Federico García Lorca: hacia una poética total del cante jondo….…... 185 3.2.2.1. Lorca, entre la intuición y la razón………………………….... 185 3.2.2.2. Cante jondo y origen del duende: la versión mitopoética……. 192 3.2.2.3. “Teoría y juego del duende”: un ensayo sobre lo bello y lo sublime (flamenco)………….…………………………... 197 3.2.3. La producción y recepción del flamenco en la psicología,

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antropología y filosofía del arte…………………………………... 217 3.2.3.1. Duende y Tarab…………….…..…………………….………. 217 3.2.3.2. Apostillas para una revisión de la teoría de la emoción flamenca de Ricardo Molina…………………………………. 235 3.2.4. Philippe Donnier y la matemática del duende…………..……….……. 324 3.2.5. Una poética contemporánea del cante jondo y dos negaciones de lo sublime……………………………………...………………. 271 3.2.6. ¿Quién sabe lo que puede el cuerpo?: algunas notas sobre la memoria y el duende……………………………………………… 290

Capítulo 4.- Flamenco y tragedia……………………………………………….. 306 4.1.- La transfiguración de Dionisio: tragedia y mito en Nietzsche y Lorca……... 307 4.2.- El concepto de lo trágico y su repercusión en la identidad del flamenco.…... 316 4.2.1 La evolución de la tragedia……………………………………..……… 333 4.2.2. La tragedia como misión regeneradora del arte…….…………..…….. 348 4.3.- La restauración de la Unidad Primordial………..…………………………... 355 4.3.1. Panteísmo y fetichismo……………………….………………….……. 355 4.3.2. Embriaguez y sacrificio……..…………..………………………….…….... 369

Conclusión……...... 379 Bibliografía………..……………………………………………………………... 389

x

LIST OF TABLES

Table 1. Esquema de los valores aplicados al cante jondo y el flamenco…...... 386

xi

PREFACIO

Hay un pasaje de los Cuadernos de la cárcel de Gramsci que puede explicar uno de los objetivos de este trabajo: “El punto de partida de cualquier elaboración crítica es la toma de conciencia de lo que uno realmente es; es decir, la premisa «conócete a ti mismo» en tanto que producto de un proceso histórico concreto que ha dejado en ti infinidad de huellas sin, a la vez, dejar un inventario de ellas. Por tanto es un imperativo comenzar por recopilar ese inventario” (en Said, 27). Dejando a un lado la optimista pretensión gramsciana de “tomar conciencia de lo que uno realmente es”, pues bien se puede opinar que uno deja realmente de ser lo que es justo en el momento en que ha tomado conciencia de ello, o bien que uno no es más que el conjunto de sus sucesivas destrucciones sobre las que el yo imaginario proyecta sus deseos, me conformaré entonces al menos con un objetivo en este sentido más modesto: tomar conciencia de por qué, en un determinado momento de mi historia personal, el flamenco se convierte, como el , el jazz, el blues, las canciones de Leonard Cohen, Lou Reed, Chavela Vargas,

Cesarea Évora, Joaquín Sabina, Zelia Duncan, Fionna Apple, Ben Harper, Calvin

Russell, Dani Klein, Paolo Conte o Tom Waits, en una de las razones más poderosas de consuelo para una vida que entonces devoraba con el insaciable apetito de la alegría, la angustia y el desgarro personales. Sin embargo, tengo que advertir desde el principio que no soy andaluz, ni gitano, y ni siquiera he nacido al amparo de un ambiente familiar donde el flamenco constituyera un hecho referencial de nuestras vidas. Nada de eso. En 1

realidad mis primeros recuerdos del flamenco se limitan a un disco de

andaluces que se oían por navidad en la casa de mi pueblo en el Levante español donde,

si mal no recuerdo, se podía escuchar a Manolo Escobar, Juanito Valderrama y Dolores

Vargas “La terremoto”. Sé que había otro LP (Tablao flamenco) donde cantaban Álvaro de la Isla y Pepa de Utrera que, al menos en lo que respecta a mis hermanos y a mí, jamás tuvimos el más mínimo interés por acercarlo al tocadiscos. Luego, claro está, conservo en mi memoria algunas imágenes, casi como fotos fijas, de películas protagonizadas por

Pastora Imperio, y Lola Flores que debieron de reponerse en los años

setenta y de algún programa de televisión donde actuara Antonio el bailarín o Peret. Es

decir, mi conocimiento del flamenco venía a ser poco más o menos tan precario como el

de la mayoría de los españoles de mi edad de la época, andaluces o no. Debió de ser a

finales de los setenta cuando tuve mi primer contacto, carnal me refiero, con el flamenco.

Para entonces llegó a casa un disco de Paco de Lucía titulado (publicado

en 1973) que contenía una canción que revolucionaría el concepto mismo de la música

flamenca: se llamaba “Entre dos aguas” y el guitarrista de Algeciras no la tocaba ni por

seguiriyas, ni por soleares, ni por cualquiera de los palos de vinculación directa con los

cantes denominados primitivos sino mediante una forma hipercodificada y claramente

mestiza: por rumbas. Aquel encuentro, que puedo calificar sin duda como una revelación,

me hizo prestar una mayor atención a la guitarra flamenca, de manera que empecé a

escuchar algunos discos de los dos tocaores más prestigiosos y famosos del momento:

Paco de Lucía (El duende flamenco de Paco de Lucía, 1972; Almoraíma, 1976; Sólo

quiero caminar, 1981) y Manolo Sanlúcar, quien había publicado un disco cuyo título

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contiene una clara resonancia mairenista (Mundo y formas de la guitarra flamenca,

1972), al tiempo que disfrutaba de otras formas híbridas como la que se denominó

“flamenco-rock” o “rock andaluz” y cuyo exponente más representativo fue Triana, con un disco también revelador: Hijos del agobio (1977).

El segundo momento importante para mi afición al flamenco se produjo a principios de los noventa cuando cayeron en mis manos tres trabajos discográficos que considero desencadenantes de mi interés, ya más consciente, por este género musical: se trata de Y es ke me han kambiao los tiempos (1990) de Ketama y Blues de la frontera

(1987) e Inspiración y locura (1990) de Pata Negra. Es evidente que lo primero por lo que me sentí atraído fue por aquella mezcla de conexiones entre el flamenco y el reggae, la bossa nova, el jazz, el funk o el hard rock, pero a medida que escuchaba una y otra vez determinadas canciones pude ir apreciando estilos que entraban de lleno en la órbita flamenca, aunque, claro está, con un aire ciertamente contemporáneo. Decidí entonces emprender el camino inverso, el de regreso a los orígenes del flamenco con el talante de quien no sabe muy seguro a dónde va pero con la intuición de que lo que va a encontrar bien puede ser algo valioso porque sabe de dónde viene. Pero también con la necesidad imperiosa de entender la historia del flamenco de la misma forma en que entendía Walter

Benjamin la historia en general; es decir, como un proceso in reverse: no conocer la historia pretérita para conocer el presente, sino entender el presente para que nos ilumine las sombras agazapadas del pasado. No conocer a Caracol y a para comprender a

Camarón y a Paco de Lucía, sino todo lo contrario. Y empecé, como parece lógico, escuchando los discos de los cantaores más encumbrados del momento (toda la década

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del 90), Camarón de la Isla y , y seguidamente los de José Menese, Lole

y Manuel, Vicente Soto Sordera, Rancapino, Antonio Fernández Díaz “Fosforito”,

Manuel “Agujetas”, La Paquera de Jerez, Bernarda y Fernanda de Utrera, Antonio

Mairena, Tía Anica la Piriñaca, , Antonio Chacón, hasta llegar a los

primeros cantaores de los que se tienen registros sonoros como la Niña de los Peines,

Manuel Vallejo, Diego Bermúdez “El tenazas”, El cojo de Málaga, Manuel Torre, La

Argentinita ...etc. Eso sí, sin perder nunca el oído a la joven generación de cantaores que

practican un flamenco más ortodoxo como Maite Martín, Ginesa Ortega, Miguel Poveda,

Duquende...etc.

He contado esto fundamentalmente por dos razones. En primer lugar para afirmar

que debo a los últimos heterodoxos mi modesto conocimiento y mi entusiasmo por el

flamenco considerado más “puro”, aunque yo me encuentre entre los que prefieren

denominarlo “clásico”. Lo que significa que, al menos en lo que a mi experiencia

personal concierne, aquellos resultan un acontecimiento saludable no sólo para la

evolución del género sino para la supervivencia (¿está realmente amenazada?) de las

formas más tradicionales. En segundo lugar para señalar que esta tesis doctoral que me

propongo escribir nace como una voluntad de superar un complejo de inferioridad,

motivado por mi tardía vinculación con el flamenco y por mi lejanía de los lugares

geográficos donde se ha gestado y desarrollado con mayor solidez. No haré mía, por

tanto, aquella copla exculpatoria que dice: “Qué culpita tengo yo,/ de no saber el ,/ si nací en Almendralejo,/ provincia de Badajoz,/ ¿pa qué habré nacío tan lejos?”. Supongo que a ese impulso interior obedece parte de esta futura investigación.

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Sin embargo, intentaré convertir este defecto en algo que se parezca a una virtud.

Espero haberlo hecho al menos en alguna ocasión en estas páginas. Agustín Gómez, en el

prólogo al libro de Philippe Donnier, escribía acerca de la necesidad de un estudio objetivo del flamenco, pues “si el fenómeno [del flamenco] se siente más desde dentro, se ve mejor desde fuera” (en Donnier, 8). Creo que esta afirmación no es siempre verdad, y además Donnier no es el mejor ejemplo de ello, pues, a tenor de lo expuesto en su libro, su experiencia del flamenco desde dentro ha sido rica e intensa. Pero también es cierto que la flamencología, es decir, el tipo de discurso ideológico sobre el flamenco que se dio fundamentalmente en el tercer cuarto del siglo XX, ha impuesto a este unos valores identitarios que han presionado con enorme fuerza a cualquiera que haya estado sobreexpuesto a ese discurso, lo que no es mi caso. Un discurso, por otro lado, que no se ha mantenido en los estrictos límites académicos sino que ha calado hondo en la construcción simbólica de este arte en el aficionado de a pie. Al menos, mi falta de contacto íntimo con ese discurso, me permite afrontar el problema sin los prejuicios fuertemente enraizados del mismo.

Me he de contentar entonces con mi propia experiencia del flamenco, que es periférica, como ya he explicado, en algunos sentidos. Lo que sé del flamenco lo sé por los libros, por la escucha privada y confortable (o no tanto) del material fonográfico en los rincones del mundo donde he estado, por las charlas con amigos aficionados, por los recitales a los que he asistido como espectador y por algunos lugares que he frecuentado donde el flamenco se encuentra más conectado con la vida cotidiana.

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Por otro lado, durante más de una década dediqué una buena parte de mi tiempo a la práctica de la música como cantante en algunos grupos de heavy-metal y hard rock, y recientemente en alguna banda de blues-rock. Soy consciente de que el flamenco y estos estilos se parecen muy poco. Pero también tengo muy claro cómo se siente alguien cuando canta, la importancia fundamental del cuerpo en la ejecución, la inevitabilidad de una cierta dramaturgia que no está reñida con una sincera actitud, la posibilidad de emocionar a la gente y emocionarse no sólo con lo que se dice, sino con la manera en que se dice. Todo eso es patrimonio de la música vocal en general, y no de una sola.

Esta tesis doctoral no es tanto un trabajo sobre el flamenco, que también lo es, sino más bien acerca de lo que se ha pensado sobre él. Es un metadiscurso y habla, por tanto, el lenguaje de Polonio. Los escritos sobre el flamenco han sido propensos en sus peores ejemplos, que constituyen una lista más larga de lo que sería deseable, a una crítica impresionista de la peor clase, a una retórica verbosa y grandilocuente donde, en lugar de enfrentarse a los problemas que plantea el estudio de este arte, se exaltan sin más autoridad que la valoración subjetiva y arbitraria las virtudes del mismo. Cuando la crítica del flamenco se convierte en un mero panegírico, la sombra de la sospecha se alza inmediatamente sobre él. Y esto no ayuda a comprenderlo, ni tampoco a amarlo. Roland

Barthes ha señalado que la lengua se las arregla bastante mal cuando tiene que interpretar la música. Una de las mejores pruebas de ello es que la predicación o bien “toma de manera fatal la forma más fácil, más trivial: el epíteto” (1995: 262), o bien –como asevera Steiner- “se refugia en el pathos del símil” (1989::34). En consecuencia recogeré la invitación barthesiana que propone a modo de juego de sociedad: hablar de la música

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sin emplear un solo adjetivo, epíteto se entiende. Reconozco que a veces ha resultado

difícil e incómodo hacerlo y, probablemente, habré cometido más de una falta. La intención no es sólo mía, pues la crítica seria lo ha hecho desde siempre, aunque con menos frecuencia que en los últimos treinta años.

Por supuesto, cuando uno escribe sobre música, siempre planea la cuestión de si se puede decir algo significativo de ella, sobre su sentido, sobre su naturaleza. Estoy con

Steiner en que la mejor manera de interpretar las artes es ofreciendo más arte, de que todo arte serio y comprometido consigo mismo es un acto crítico. Las mejores interpretaciones, en el sentido de versión como actividad hermenéutica, que se han hecho de Velázquez han sido las de Picasso y Francis Bacon. Hopper se entiende mucho menos sin Vermeer. Lo mismo que Toquinho sin la samba, contra la que reacciona. El western

no puede ser el mismo desde Sin perdón. Hitchcock tampoco desde Lynch, ni Capra

desde Jarmusch, dos lecturas de Norteamérica completamente contrapuestas. La mística

adquiere otro cariz con Ginsberg y The Doors, aunque ambos me parezcan un fiasco.

Piazzola reconduce el tango hacia el instrumentalismo puro sin apagar por completo la

nostalgia que Gardel le procuraba. Las mejores interpretaciones que se han hecho de

Manuel Torre son las de Manolo Caracol y Antonio Mairena. El baile de Tomasito es una

respuesta a Michael Jackson y al breakdance de ultramar. Morente y Coltrane, cada uno

desde su tradición, dialogan con el flamenco de un modo que la crítica universitaria no

tiene acceso. Cualquier tentativa discursiva al respecto, por brillante, seductora o

ingeniosa que nos parezca o lo sea, resulta siempre insuficiente porque las obras de arte

tienen una lógica del sentido que va más allá de los fundamentos de la razón. El alcance

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de esa lógica sólo puede conseguirse mediante objetos que dialogan en el arte y no sobre

él. Con todos los respetos, Steve Vai o Arturo Ripstein leen mejor el barroco que Omar

Calabrese o Irlemar Chiampi.

Dicho esto, se comprenderá la intención modesta de esta tesis doctoral que no pretende sino exponer en primer lugar una síntesis de lo reflexionado hasta ahora sobre el duende y los conceptos de lo sublime y lo trágico en el cante jondo, y aportar, siquiera parcialmente, algunas consideraciones que o bien me parecen incongruentes en cada uno de los postulados teóricos, o bien necesitan de una profundidad mayor. Mi propia aportación a la teoría del duende resulta de vincularla con una forma particular de lo sublime, y también a las relaciones con la memoria y al concepto del “shock”. Estoy seguro de que, si este trabajo tiene alguna vez lectores, encontrarán deficiencias como yo creo haberlas encontrado en algunas de las teorías aquí analizadas.

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INTRODUCCIÓN

Las cosas extraordinarias sólo pueden ser balbuceadas.

Ernest Hello

En un artículo de El País Semanal del 18 de marzo de 2007 titulado "Al ritmo del

nuevo flamenco", Amalia Castilla escribe que los orígenes del flamenco "hay que

buscarlos en el seno de algunas familias gitanas y en sus fiestas domésticas en el siglo

XIV". Ni una cosa ni la otra se pueden demostrar hasta hoy. Me pregunto cuáles son las

pruebas que justifiquen esa afirmación, porque las investigaciones que sobre esta modalidad musical se han realizado en los últimos veinte años van en otra dirección.

Difícilmente el flamenco podría ser gitano habiendo nacido en el siglo XIV, pues lo que

está documentado hasta ahora es que las primeras oleadas de gitanos entraron en la

Península en 1425, es decir, en el siglo XV. La prueba que lo testifica es un

salvoconducto que Alfonso V el Magnánimo envió a las autoridades de la Corona de

Aragón con la orden de permitir circular con libertad por el territorio a Juan de Egipto

Menor y a las gentes que lo acompañaban. Además, si el flamenco se hubiera gestado

durante esos siglos, encontraríamos referencias a un modo peculiar musical o

coreográfico de los llamados cantes y bailes gitanos, cosa que no ha sucedido. La

vinculación más temprana de la palabra “flamenco” con este género musical de la que se

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tiene constatación data de 1846 y lo cierto es que, por lo que se ha podido demostrar hasta la fecha, el flamenco se gestó a finales del siglo XVIII y se desarrolló hasta formar un estilo perfectamente delimitable y codificado durante el siglo XIX en las tabernas, academias de baile y teatros de la Andalucía urbana y no es un invento gitano, o al menos no de forma exclusiva: su inserción en la incipiente cultura de masas del momento sirvió como vía de popularización de los gustos culturales de las nuevas clases sociales urbanas; es decir, el folklore tradicional andaluz se aflamencó según la moda gitanista y orientalista de la época a partir del concurso tanto de payos como de gitanos. Reconozco que resulta más atractivo y vende más alimentar la fanfarria romántica de que el flamenco nació en una cueva gitana en la noche de los tiempos, pero los hechos, como diría Lenin, son tremendamente testarudos.

Parece un hecho completamente admitido por la crítica que el flamenco se gesta en Andalucía entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Desde ese momento hasta la actualidad hay un gran número de textos (en su sentido más laxo) que han tratado, de una u otra forma, este género musical y que, cada generación intelectual de la reciente historia de España ha hecho hincapié en unos textos u otros, de acuerdo a unos intereses muy concretos. Intentaré asumir desde el principio que el contenido de las obras literarias (cuadros de costumbres, novelas, relatos, piezas teatrales), cinematográficas, pictóricas o periodísticas (crónicas, artículos de opinión ..., etc) así como el corpus total de las obras ensayísticas, que intenta ampararse en su carácter científico para ofrecernos un rostro lo más fidedigno posible del fenómeno en cuestión, es hijo de su tiempo y viene condicionado por una serie de prejuicios e intereses

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(ideológicos, económicos, políticos, sociales..., etc) que, paradójicamente, lejos de

distorsionar la veracidad de los hechos como algunos pensarían, han ido añadiendo sucesivos enfoques para una mejor aprehensión, lógicamente provisional y transitoria, de

la verdad.

El primer texto canónico que hace referencia al fenómeno del flamenco en su

forma germinal como forma y espectáculo musical se encuentra en la Carta VII de las

Cartas Marruecas de José Cadalso, escritas hacia 1789. La Ilustración, como luego sucedería con un grupo muy importante de la generación de la modernidad española, fue una corriente intelectual contraria al fenómeno que lo consideraba una expresión del atraso secular del país y lo vinculaba, no sin razón, a los ambientes más bajos de la escala social. Sin embargo, del texto de Cadalso ya es posible extraer determinadas características que en líneas generales acompañarían al acontecimiento que pretendo estudiar:

- que la etnia gitana es un elemento importante desde su mismo origen.

- que es un espectáculo restringido, pero a fin de cuentas espectáculo, en el

sentido de que concurren artistas y espectadores.

- que es un fenómeno en el que concurren la voz, las guitarras, un

acompañamiento de palmas, jaleos y castañuelas y el baile protagonizado por

ambos sexos.

- que es un espectáculo fundamentalmente nocturno donde el vino tiene una

presencia decisiva.

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- que existe una vinculación entre los elementos de la hidalguía española en

decadencia (lo que se conoce como los “señoritos andaluces”) y los miembros de

las clases más desfavorecidas socialmente. Fenómeno que, un siglo después,

sucedería con el tango porteño donde los llamados jailaifes (del inglés High Life)

acostumbraban a relacionarse con el lumpen y la bohemia urbana en las tabernas y

prostíbulos portuarios de Buenos Aires y Montevideo fundamentalmente.

- Que sucedió en la Baja Andalucía.

- Que ya en ese momento, el flamenco se utiliza como forma de transacción

comercial.

El romanticismo español, como en general el perteneciente al contexto europeo, en su busca por acercarse y recuperar el sustrato folclórico, lo que en definitiva constituiría la “esencia” o el “alma” de los pueblos, encuentra en el flamenco un filón que explotar. No sólo para la literatura española, sino para la del resto del mundo occidental, contagiado por el sarampión del orientalismo de origen dieciochesco,1 España es la

cantera donde excavar un mundo todavía perdurable que está sucumbiendo ante los

avances del progreso industrial en los países más avanzados. Importantes para cotejar el

concepto que del flamenco y, por extensión, de Andalucía, como legítima representante

de una identidad española que es necesario reforzar por causa del empuje de los

movimientos nacionalistas, son los libros The Zincali (1841) de George Borrow, Cuentos

de La Alhambra de Washington Irving, A year in Spain, by A Young American (1829) de

Longfellow, Gatherings From Spain (1846) de Richard Ford, Voyage en Espagne (1843)

1 Sobre el “orientalismo” como discurso ideológico de carácter imperialista, cfr. Said.

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de Teophile Gautier, Carmen de Prosper Merimée o De París a Cádiz de Alejandro

Dumas, entre otros. En lo que respecta a las letras españolas me ha sido muy útil el libro

de José Luis Ortiz Nuevo sobre la imagen del flamenco en la prensa sevillana del XIX

(1991) y Escenas andaluzas (1847) de Serafín Estébanez Calderón. Este libro constituye

el primer intento por conceder un valor positivo a un acontecimiento de indudable raíz popular, reducido hasta entonces al ámbito de las tabernas, gañanías, ventas y viviendas

de arrabal y, por lo tanto, al margen del gusto burgués y de las reflexiones de la “alta

cultura”.

Será precisamente en la segunda mitad del XIX cuando aparezca lo que se

considera el primer trabajo erudito sobre flamenco. Antonio Machado y Álvarez, padre

de los Machado, publica en 1881 su Colección de cantes flamencos en donde se incluyen

cerca de novecientas coplas entre soleares, soleariyas, seguiriyas, polos, cañas, ,

serranas y de varias modalidades de la toná como la liviana, el martinente, la debla y la

toná grande. El documento es importante no sólo por ser el primero de un campo de

estudios específico que en los años cincuenta de este siglo Anselmo González Climent

denominaría flamencología, sino porque muestra bien a las claras la necesidad de abordar

el estudio de este fenómeno cultural desde una perspectiva multidisciplinar. Algo que

ahora no nos parece en absoluto original dada la moda/corriente de los Cultural Studies, pero que hacia 1881 constituye desde luego una singularidad. En el texto del padre de los hermanos Machado es posible constatar que el estudio del flamenco abarca desde la musicología a la literatura y la filología, del folclore a la antropología social, de la sociología a la historia y es posible identificar algunos de los problemas todavía

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pendientes por resolver en la actualidad: a saber, las tensiones que se dan en su seno entre

lo culto y lo popular, el impacto de la comercialización por causa de su inserción en la

cultura de masas (a mediados del XIX aparecen los primeros café cantantes) y las

consecuencias derivadas de su carácter oral que le otorgan una dimensión política de

resistencia contra la cultura establecida.

La generación de la modernidad española, para cuyo análisis la crítica literaria

estableció, desde Pedro Salinas a Guillermo Díaz-Plaja, una línea divisoria bastante

radical entre noventayochistas y modernistas, división que no comparto en absoluto,2 reaccionó ante el flamenco de diversas formas, en ocasiones ambiguas.3 Desde el elogio

más encendido de Manuel Machado, Salvador Rueda, Emilio Carrere o Guillermo de

Torre, hasta la crítica más exacerbada de Azorín, Eugenio Noel o Baroja. Si para los primeros el era el genuino producto castizo de una ética y una estética decadente en boga en la mayor parte de Europa, para los segundos el género constituía, precisamente por los mismos motivos, un ejemplo evidente del atraso histórico y la quiebra de valores que había llevado al país a la catástrofe.

La postura del grupo andaluz de la generación del 27 con Federico García Lorca a la cabeza estuvo abiertamente a favor del flamenco. El cultivo de la poesía llamada neopopular en referencia a la influencia del cancionero y romancero tradicional (dentro del que se encuentra el grueso de los cantes flamencos) y la celebración del Concurso de

2 Cfr. Ricardo Gullón, Direcciones del modernismo; M. Calinescu, Five Faces of The Modernity; M. Berman, All That Is Solid Melts Into Air; Lili Litvak, España 1900: modernismo, anarquismo, fin de siglo o I. M. Zavala Colonialism and Culture.

3 Cfr. el artículo de Manuel Ríos Ruiz (1992).

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Cante Jondo de 1922 apadrinado por Lorca y Manuel de Falla en Granada contribuyeron

(veremos en qué medida y en qué direcciones) a una revalorización de un género musical abandonado a su suerte por los intelectuales de la época.

A partir de la inmediata posguerra comienza a surgir un interés mayor por el

flamenco tanto desde el campo de la crítica como de la poesía, que es lo que en este

trabajo me interesa estudiar. Tomás Borrás, José María Pemán, Luis Rosales, aunque por

distintas motivaciones, asumen un papel activo en el reconocimiento del arte

gitanoandaluz. Surgen además en los años cincuenta y sesenta algunos libros

fundamentales en direcciones divergentes: Flamencología (1955) de Anselmo González

Climent, Teoría de Andalucía (1957) de Ortega y Gasset y, sobre todo, Mundo y formas

del cante flamenco (1963) de Ricardo Molina y Antonio Mairena. No es momento de

extenderse ahora sobre ello pero este último libro reivindica como raíz fundamental del

cante flamenco el sustrato étnico gitano (la llamada teoría “gitanófila”) y que ya había

sido expuesto, aunque no con tanta rotundidad, por Antonio Machado y Álvarez y

Federico García Lorca. Al mismo tiempo, algunos de los diversos grupos poéticos en

torno a los años cincuenta como Caballero Bonald, Ricardo Molina o Rafael Montesinos escriben poemas altamente intelectualizados o pasados por el cedazo de la “alta cultura” que obligarán a reconducir el concepto del flamenco hacia otras direcciones.

La crítica de los años setenta, dentro la que se encuentran los libros, clásicos ya,

de Caballero Bonald (Luces y sombras del flamenco, 1975) y Félix Grande (Memoria del

flamenco, 1979) inciden en la línea gitanófila e insisten en establecer el origen del

flamenco en algún momento desconocido entre los siglos XV y XVIII arguyendo que la

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represión política y la marginación social a la que se sometía al pueblo gitano había forzado a éstos a mantener su arte y, por extensión, toda su cultura al margen del espacio y la mirada pública. Sin embargo, en 1976 Luis Lavaur publicó un libro que pasó, no diría yo tanto desapercibido como ignorado, con el título de Teoría romántica del cante flamenco que se coloca claramente en contra de las posturas gitanófilas en boga. Lavaur sostiene que el flamenco es un producto típicamente romántico que surge a causa de y, paradójicamente, como reacción a la corriente musical más de moda en aquel momento: la ópera italiana; al mismo tiempo que suaviza, sin dejar de concederle la importancia que merece, la influencia gitana en dicho arte.

Los años 80 y 90 han asistido a la absoluta y completa aceptación del arte flamenco hasta el punto de haberse convertido (con lo que se ha denominado “Nueva generación de jóvenes flamencos”) en un espectáculo prioritario de la cultura de masas, en España y en otros lugares del mundo. La aceptación internacional del flamenco en las figuras de Paco de Lucía y Antonio Gades por parte de la “alta cultura” en los años setenta ha dado paso a una comunión generalizada con grupos como Ketama, Radio

Tarifa o los Gipsy Kings (cualquiera de ellos es posible encontrarlo en tiendas y bibliotecas de EEUU, por ejemplo). Este hecho ha provocado el interés de numerosos

investigadores dentro y fuera de nuestras fronteras, los cuales han aportado nuevos

significados a un arte que ahora más que nunca está en constante evolución. Considero

esenciales en esta década las aportaciones de Bernard Leblon (El cante flamenco entre

las músicas gitanas y las tradiciones andaluzas, 1991), J. Woodall (In Search of The

Firedance, 1992), Génesis García Gómez (Cante flamenco, cante minero. Una

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interpretación sociocultural, 1993), Gerhard Steingress (Sociología del cante flamenco,

1993), T. Mitchell (Flamenco. Deep Song, 1994), W. Washabaugh (Flamenco. Passion,

Politics and Popular Culture, 1996) y las recientes colecciones de artículos sobre flamenco tituladas Flamenco y nacionalismo y The Passion of Music and Dance respectivamente editadas por Steingress y Washabaugh en 1998.

El libro de W. Washabaugh aparecido en 1996 me parece absolutamente fundamental en el sentido de que pone en diálogo explícito las nuevas corrientes con la anterior dentro de la que estaría Félix Grande. Pero no sólo por esta razón: cuestiona la teoría de que el flamenco no ha sido un arte comprometido políticamente. Divide además a la flamencología en tres tendencias: la primera que incluye la prensa popular y los escritos biográficos (la vida de los santos, más o menos), la flamencología que Steingress denomina “tradicional” y que avanza y defiende posiciones sobre la historia y clasificación de las formas musicales del flamenco y la llamada “flamencología científica”, despegada de la unión sentimental con el flamenco y que concibe el fenómeno mucho más inmerso en el proceso cultural general de la modernidad. Frente al

“Top-down method” que define un estilo en términos de su origen y evolución, como si las actuaciones contemporáneas fueran reencarnaciones o calcos de realidades pasadas, propone el “Bottom-up approach” que muestra poco interés en definir géneros e identificar objetos pero que se preocupa más por establecer la red de significaciones en la cual se ve envuelto cualquier aspecto de la vida cultural.

En el año 1993 el profesor austriaco Gerhard Steingress publicó un libro titulado

Sociología del cante flamenco donde hizo probablemente una de las revisiones más

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polémicas y a la vez rigurosas que sobre este género musical se realizaron en la década

pasada. No es momento todavía de comentar la importancia de este libro y ahora sólo

querría señalar que uno de sus méritos fue elaborar un recorrido histórico-crítico de la

investigación sobre el flamenco,4 señalar las diferentes fases que ha atravesado en

función muchas veces de los condicionamientos ideológicos, políticos y culturales a los

que este área de conocimiento 5 se ha visto sometido a lo largo del tiempo. Steingress

(1993: 89-101) estableció cuatro momentos o fases de esta investigación que tiene ya

algo más de un siglo:

Fase primera: “La iniciativa sevillana”

Se trata de una serie de proyectos con el fin de dar a conocer e impulsar en

Andalucía las nuevas teorías del positivismo, el darwinismo y el monismo hegeliano y

que tuvo su aplicación en los trabajos sobre folklore andaluz. Se inició con la fundación

en 1869 de la Revista Mensual de Filosofía, literatura y Ciencias de Sevilla por Federico

de Castro y Fernández y Antonio Machado y Núñez, este último, abuelo de los poetas

Antonio y Manuel Machado. La revista duró apenas cinco años y fue relevada en 1877

por otra de carácter científico-literario titulada La Enciclopedia, en la que Antonio

Machado y Álvarez, padre de estos dos poetas, publicaría ensayos sobre literatura

4 Luego se haría otra revisión con aciertos desiguales (cfr. Cruces Roldán 1998).

5 No podemos llamar a la flamencología una disciplina, y mucho menos una ciencia. Los estudios sobre el flamenco se realizan, en sus mejores ejemplos, a partir de disciplinas como la historia (Ortiz Nuevo, sociología (Carrillo Alonso, Steingress, García Gómez), la antropología (Caro Baroja, Molina, Cruces Roldán, Wassabaugh), la estética (Grande, Caballero Bonald, Martínez Hernández), la musicología (Rossy, García Matos, Donnier, Torres), la etnomusicología (Leblón, Steingress, Torres), la semiótica y el psicoanálisis (González Bañuls y Pérez orozco, Tarby), y libros de orientaciones disciplinares eclécticas (Grande, Ríos Ruiz, Blas Vega, Molina y Mairena, Navarro).

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popular, especialmente andaluza. Será en este momento cuando Machado y Álvarez trabe amistad con Hugo Schuchardt, profesor en lenguas románicas de la Universidad de Graz

(Austria), quien estimuló al profesor sevillano a centrarse en tareas relacionadas con el

folklore andaluz que darían algunos frutos de importancia, entre los cuales destaca la

Colección de cantes flamencos. Esta primera fase tendría su apogeo y final con la

inauguración en Sevilla de la sociedad “El Folk-Lore Andaluz” en noviembre de 1881.

Fase segunda: “El Folk-Lore”:

Corresponde a esta etapa la intensificación en toda España del trabajo sobre los distintos folklores regionales, aunque la extensión del campo de trabajo fue tan vasta que la atención al flamenco se redujo al trabajo citado, a la introducción que Gustavo Adolfo

Bécquer hizo para la publicación del libro de Augusto Ferrán titulado La soledad.

Colección de cantares populares y originales (1861), al Primer cancionero de coplas

flamencas populares, según el estilo de Andalucía, de Manuel Balsameda y González, y

Die Cantes Flamencos de Hugo Schuchardt, publicados ambos en el mismo año que el

trabajo de Machado y Álvarez, y a diferentes artículos de menor extensión publicados

entre 1869 y 1881 por este mismo autor. Más tarde, y tras el creciente y sonoro antiflamenquismo patrocinado por algunos miembros del realismo español (Clarín, por ejemplo) y de la “generación del 98”, surge a principios de la década de los veinte una nueva tentativa de estudio riguroso de este género musical a partir de los trabajos de

Federico García Lorca, Manuel de Falla y Joaquín Turina que culminó con el ya legendario “Concurso de cante jondo” de Granada (1922) y que tuvo como objetivo

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revalorizar una música que, en opinión de los estudiosos de la época, se había visto degradada con su entrada en el mundo del café-cantante y de la llamada “ópera- flamenca”, o lo que es lo mismo, en la incipiente economía de mercado en la que por aquellas fechas se desarrollaba en España.

Fase tercera: la flamencología.

Coincide con la publicación de un estudio de Anselmo González Climent titulado

Flamencología en 1955 y con la primera Antología del cante flamenco editada por el sello discográfico Hispavox en el año anterior. A raíz de este libro quedará acuñada la palabra “flamencología” para el estudio de este género musical, si bien no está exenta de polémica por cuanto hay que diferenciar “entre la tarea de la investigación sobre el cante y su versión ecléctica generalmente orientada hacia la apología del cante... y evitar la identificación de la flamencología como campo de investigación o teoría del flamenco con “Flamencología” de González Climent, concepción ideológica del cante” (Steingress

1993: 99). Se produce en este período un verdadero “renacimiento” del interés por reformar entre los intelectuales y aficionados, un interés que no se daba desde la década de los veinte. Se trató de una justificación del cante en términos socio-culturales y antropológicos, una revalorización de la afición como superestructura ideológica del cante, y una reorientación de las formas más auténticas y serias en trance de desaparición. Según Steingress “la razón del “renacimiento” del interés intelectual y artístico por el cante fue sobre todo la situación socio-cultural en que se encontraba la

España de la postguerra, es decir, el resurgimiento de un nuevo tipo de conciencia

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nacional en la tarea de la cultura andaluza” (1993: 97). Se considera también un período

donde se puede establecer con mayor claridad una de las dialécticas inherentes al

flamenco: la moderna versión conservadora de proteger el cante más puro y antiguo en tanto esencia de lo genuinamente español y por lo tanto en aquellos momentos

“genuinamente franquista”, es decir como una especie de reserva espiritual que dio

legitimidad en términos ideológicos al régimen autoritario, en tensión con otra moderna

versión más progresista de construir el cante como piedra angular de una “nueva cultura”

con miras al futuro y, por tanto, incompatible con el régimen. Observamos, pues, como se

trata de una etapa “consciente” de la formación del flamenco como arte donde su

evolución hay que interpretarla a partir de ahora “desde la dialéctica entre tradición e

innovación como clave del proceso artístico” (Steingress 1993: 98). Sin embargo, la

Flamencología de González Climent está a caballo entre la antropología, la metafísica y

una mística pseudorreligiosa que nada tenía que ver con las interpretaciones positivistas

de los estudiosos del folklore de finales del XIX y cuya hegemonía durante esta etapa

oscureció o imposibilitó un estudio más objetivo de la materia. La culminación de estas

interpretaciones se dio con la publicación de Mundo y formas del cante flamenco de

Ricardo Molina y Antonio Mairena en 1963, donde, como veremos más adelante, la

excesiva apología del género suprimió la posibilidad de una interpretación más sosegada

y cabal del flamenco, sin por ello dejar de constatar los avances que en esta materia el

libro produjo.

Esta etapa fue también la de su institucionalización o “academización” a partir de

la inauguración en Jerez de la Frontera de la “Cátedra de Flamencología y Estudios

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Folclóricos Andaluces” en 1958, y otros centros de investigación como el “Centro de

Estudios de Música Andaluza de flamenco” en Madrid, “Centro de Actividades

Flamencas “ en Sevilla, “Estudios Flamencos” en Granada, “Museo del Arte Flamenco” de Jerez; la proliferación de los “Concursos Nacionales de cante” (Córdoba, Cádiz, Jerez,

Málaga, Sevilla, Madrid) y la formación de numerosas peñas flamencas.

Fase cuarta: El “post-mairenismo”, fase científica de la flamencología crítica.

Esta fase correspondería al período comprendido entre los años setenta y la

actualidad y se caracteriza por una revisión profunda de las opiniones vertidas por la

flamencología tradicional. Steingress opone aquí el concepto de “flamencología

tradicional” al de “flamencología científica”. El primero estaría compuesto por la suma

de las interpretaciones individuales de ciertos aficionados, poetas y eruditos que

encuentran en el flamenco una visión esencialista y “pseudofilosófica” del mundo o una

manifestación folclórica. En contraposición al primero, la flamencología científica se

debe al trabajo de investigadores de diferentes disciplinas que explica el flamenco como

un fenómeno cultural ligado a la realidad social y su desarrollo histórico. Se encamina

pues a un análisis de tipo científico-historicista que intenta ver el flamenco como un

cuerpo vivo que anida en una sociedad cambiante y que genera nuevos modos artísticos

en diferentes géneros, en lugar de encapsularlo en un tiempo pretérito o ahistórico. Se

trata entonces de una etapa deudora de los trabajos de Rodríguez Marín, Schuchardt,

Demófilo en el siglo XIX y de investigadores anteriores a esta cuarta etapa como Ramón

Menéndez Pidal, García Matos y Caro Baroja. Es decir, de establecer una metodología

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científica que de luz a los numerosos puntos oscuros del flamenco, sabedores de que,

como dice Steingress, “el arte nunca se disuelve en la explicación racional, pero tampoco

es el arte mismo el que puede explicar su contenido racional....La flamencología moderna

científica no rechaza la afición como motivo de dedicación al cante, pero no la acepta como explicación del mismo” (1993: 101). Evidentemente, aunque no los menciona quizá por temor a dejarse alguno en el tintero, Steingress se refiere a investigadores como

Génesis García Gómez, José Luis Ortiz Nuevo, William Washabaugh, Cristina Cruces

Roldán, Enrique Baltanás...etc.

Pero la propuesta de Steingress en aquél libro citado contiene por lo menos dos olvidos patentes, dos libros que a nuestro juicio articularon una época que actuaría de bisagra entre las fases tercera y cuarta y que correspondería al período que cubre la agonía del franquismo y la transición democrática española (1970-1982 aproximadamente): son Teoría romántica del cante flamenco (1976) de Luis Lavaur y

Memoria del flamenco (1979) de Félix Grande. Ambos libros parten de una metodología distinta y llegan a conclusiones que difieren sustancialmente entre sí pero supusieron, a pesar de algunos errores inerciales, el inicio de una disensión con muchas de las opiniones canónicas de la flamencología tradicional y abrieron el camino a los trabajos posteriores de la llamada flamencología científica. Mientras que Memoria del flamenco obtuvo un reconocimiento casi unánime por parte de los estudiosos del tema, siendo reeditado sucesivamente en 1987, 1995, 1999 y 2002, el libro de Lavaur, mucho más

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radical en sus postulados, quedó relegado al olvido y sólo se le ha recuperado a finales de la década pasada.6

Esta etapa es también la de los inicios de una revolución musical en el mundo del flamenco cuya influencia nos llega hasta la actualidad a partir de la publicación de un disco de Paco de Lucía titulado Fuente y caudal (1973) donde uno de los cortes paradójicamente “metido de relleno” (Álvarez Caballero 1995: 298) y titulado “Entre dos aguas” supuso no solamente un “hit” de ventas sino también una revelación de las numerosas posibilidades que este género musical podía ofrecer. Es la época también del flamenco-rock cultivado especialmente en Sevilla con grupos como Triana, Alameda,

Veneno, Smash, Tabletóm y Medina Azahara y de la publicación de otro de los discos señeros del cambio que en el flamenco se estaba produciendo: La leyenda del tiempo

(1979) de Camarón de La Isla; por no hablar también de la consagración definitiva de este género en el mercado internacional de la música popular.7

En la actualidad, el flamenco es un estilo musical reconocido mundialmente (lo que no significa que sea una música universal), que no solo ha influido en músicas foráneas como el jazz, sino que se ha introducido en el modo de composición de estilos diferentes dentro de la música popular del país, hasta el punto de que parece un hecho evidente que lo que caracteriza a la música popular española, lo que constituye una impronta decisiva para su identificación etnicitaria de cara al exterior, es precisamente su

6 En 1999, es decir, veintitrés años después de la edición princeps, se ha reeditado esta obra con prólogo de Gerhard Steingress.

7 Sobre las fusiones entre el denominado “rock progresivo” y el flamenco dentro del movimiento underground de Sevilla en la década de los setenta, cfr. Iglesias (2003).

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deje flamenco. En proporciones muy variables según los estilos, grupos y tendencias, los productos musicales para el consumo masivo contienen ciertos elementos rítmicos, vocales e instrumentales que acaban por aflamencarlos, siendo su flamenquización el elemento que funciona no solamente como rasgo distintivo inmanente frente a otras músicas del mundo, sino como valor de signo identitario que lo dota de una condición mítica e ideológica de cara a su posicionamiento en el mercado de la industria cultural.

La tendencia actual de una buena parte de la industria discográfica española es aflamencar los estilos musicales y una prueba fehaciente de ello es que los artistas y grupos más consagrados, salvando algunas excepciones, se han apropiado de esta característica. Sin entrar ahora en valoraciones y, como digo, en proporciones variables, hay algo de flamenco en La Cabra Mecánica, Estopa, Muchachito Bombo Infierno, Kiko

Veneno, Melendi, Rosario y Antonio Flores, La Mala Rodríguez, Los delincuentes, Andy y Lucas, Camela, Malú, Albert Plá, Bebe, , David Bisbal, Antonio

Orozco, Nuria Fergó, Manolo García, Falete, Martirio y un largo etcétera.8 Dejando a un lado el hecho de que el flamenco en sí vive un momento de esplendor, lo que significa una negación de los pronósticos más pesimistas de la flamencología, lo cierto es que algunos de sus rasgos más característicos se han inoculado en gran parte de la música pop española. Así, debido al carácter tan peculiar de su legado, el flamenco, en términos generales, no sólo ha conservado su espacio propio al evolucionar como una forma viva de manera coherente con el cambio de los tiempos, sino que ha contaminado a los estilos

8 Nótese que esta lista no tiene en cuenta aquellas tendencias y grupos que se encuentran en la órbita del denominado “Nuevo Flamenco”, como La Barbería del Sur, Mártires del compás, Ojos de Brujo, Niña Pastori, El Bicho, Navajita Plateá, Raimundo Amador, Radio Tarifa, Concha Buika…etc. Sobre el particular, cfr. Clemente (1996, 1998 y 2002).

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adyacentes con su mano de rey Midas. La plañidera nostalgia de un cante pretendidamente puro de la que algunos han llamado irónicamente “flamencolía” resultaba en realidad un intento de conservación de los cantes tal y como se codificaron en el siglo XIX, fenómeno completamente antinatural en una música que se ha caracterizado por su constante transformación a lo largo de este siglo. Semejante tentativa hubiera derivado en la fosilización de los estilos y su encapsulamiento en una coordenada histórica que no podía dar cuenta de las sucesivas transformaciones sociales, económicas, culturales e ideológicas que se han producido a lo largo del siglo XX. Es decir, se hubiera transformado una música popular viva en folklore.

A la hora de plantearme una reflexión pausada sobre el contenido de este trabajo, han ido surgiendo numerosos problemas que, supongo, cualquier investigador responsable tiene que hacer frente. El primero importante con el que me encontré fue el hecho de que en la búsqueda de lo genuinamente flamenco tenía que abordar el estudio de todo el cruce de culturas que se dan a lo largo del tiempo en este fenómeno. La labor de rastreo de fuentes podía por sí mismo no sólo constituir una tesis sino también una modesta enciclopedia, con el consiguiente efecto de producir sobre mí una especie de síndrome de Penélope y sobre el trabajo un claro desequilibrio entre los dos polos sobre los que gravita: el cante jondo y lo sublime-trágico. En realidad, la lectura de los flamencólogos españoles hasta los años 80 me había costado, lo digo con todo el respeto, una deformación científica. ¿Hacía falta o era posible descubrir la esencia del flamenco para después abordar el otro problema? El hecho es que la flamencología de las décadas anteriores (como dice Steingress “más una pasión nostálgica que una ciencia”) había

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conseguido estructurar una suerte de elementos más o menos homogéneos que cubrieran conceptualmente este género musical a costa, claro está, de congelarlo en el tiempo y establecer unas características esenciales que dudo incluso pudieran cumplirse en su origen pero cuyo engranaje patina de largo en la realidad actual.

La primera parte de mi trabajo, pues, no podía consistir en un resumen pormenorizado de la evolución del flamenco desde su origen (cualquiera que fuere) hasta la realidad más o menos reciente. Y además, poco podría añadir yo a lo dicho ya en los libros de Caballero Bonald, Félix Grande, Génesis García Gómez, Bernard Leblón,

Álvarez Caballero, Fernando Quiñones, Gerhard Steingress…etc.

En el capítulo primero intentaré establecer las bases de un debate sobre la identidad del flamenco que ha transcurrido casi sin interrupción durante todo el siglo XX.

Es decir, me propongo analizar la fase segunda de la que habla Steingress, en la que se produce un discurso a modo de polémica, aunque polémica sorda como veremos, de los dos libros fundacionales de los estudios sobre el flamenco, publicados en 1881:

Colección de cantes flamencos, de Antonio Machado y Álvarez (1848-1893) y Die Cante flamenco, de Hugo Schuchardt (1842-1927). La cuestión es pertinente para esta tesis doctoral porque la polémica abre un debate sobre la identidad del cante jondo y la identidad del flamenco. Para Machado y Álvarez (Demófilo), existiría un cante gitano puro de origen remoto en el tiempo denominado “cante jondo”, que se refiere a unos estilos determinados (soleás, , tonás, , saetas, serranas), y que al rebasar el estricto círculo familiar en el que se había gestado, aquél se habría contaminado de otras músicas de procedencia folklórica hispana y extrapeninsular

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haciéndole perder sus rasgos característicos y convirtiéndose en otra modalidad musical

con estilos característicos llamada “flamenco”. En términos de Demófilo, se habrían

hecho “gachonales”.9 Frente a esta “tesis hermética” del cante, la posición de Schuchardt

considerará la posibilidad no de un cante gitano puro y remoto en el tiempo, sino la de un

cante “agitanado”, es decir, “a lo gitano” y completamente moderno, fruto de la

convergencia de una cultura eminentemente rural que se había transformado gracias a la

inmigración a los núcleos urbanos y una bohemia artística agitanada (entre la que había,

naturalmente, gitanos10) que alimentaba los sueños del romanticismo, primero en forma

de y entreactos en los teatros de variedades y luego, ya como género autónomo,

en el reducido espacio escénico del café-cantante, trasunto castizo del cafe-chanson

francés. En términos de Schuchardt, no es que los cantes gitanos se hicieran

“gachonales”, es que los cantes “gachonales” se agitanan, según la moda romántica de la

época. Con ello se niega entonces la división tajante entre flamenco y cante jondo.

Sin embargo, la vía abierta por el lingüista de Gotha quedó en un punto muerto, pues su libro tardó en traducirse algo más de un siglo. Al mismo tiempo, los escritos de

Blas Infante realizados a finales de los años veinte y que vinieron a suavizar la línea divisoria entre flamenco y cante jondo tampoco se publicaron hasta la década de los

9 “Gaché”, “gachó” y “Gachonal” son vocablos que los gitanos utilizan para referirse a los que no son de su raza y al cante que no suena gitano. El “agachonamiento” del cante se refiere a su proceso de “occidentalización”.

10 Es necesario observar el específico carácter multiétnico del gitano andaluz. “…los gitanos andaluces en general y los flamencos en particular es más que probable tengan su origen en un conglomerado de razas, más o menos oscuras de piel, que se unieron a las bandas de gitanos presentes en Andalucía a partir del siglo XV, a fin de evitar la expulsión. Este es el caso de los moriscos, negros, judíos, etc. intentar reducir la polícroma etnia andaluza a payos y gitanos es un despropósito y además atenta contra el sentido común” (Linares y Núñez, 213).

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ochenta, lo que permitió que la tesis de Demófilo al respecto no sólo perdurara a lo largo

del tiempo sino que se viera reforzada por las tesis de la fase mairenista del tercer cuarto

del siglo XX, que añadió un fuerte trasfondo ideológico de índole racial.

Al igual que sucediera en otros países la vanguardia en España estuvo atravesada por dos momentos más o menos sucesivos que corresponden al ultraísmo, impulsado por

Guillermo de Torre, y a la denominada Generación del 27. Mientras que el primero, de carácter exocéntrico, por emplear la terminología de Yurkievich (1984), acogió en su seno tendencias optimistas de carácter iconoclasta, modernólatra e internacionalista, el segundo, endocéntrico por tanto, manifestó en líneas generales, siendo los casos de Lorca y Alberti los más acentuados, un repliegue sobre sí mismo, sobre la propia tradición y una búsqueda de las fuentes ancestrales que dieran respuesta de alguna forma a la carencia ontológica y a la crisis existencial que supuso el estallido de la primera guerra

mundial y el consiguiente desvanecimiento de la fe en el progreso, entendido este término

sobretodo como lo que los miembros de la Escuela de Frankfurt llamarían algunos años más tarde la “razón tecnológica”.

Así, en el capítulo 2 me propongo continuar con el debate sobre la identidad del flamenco y del cante jondo a partir de los manifiestos programáticos de sendos concursos que se realizaron en Granada y Sevilla en 1922 y 1925 respectivamente. Para ese momento, el flamenco vive su momento, digamos, “operístico” que le vale una cierta apertura a públicos hasta ahora alejados de su órbita y que acceden no solamente a través de los espectáculos teatrales, sino también por medio de la radiodifusión. Después de describir los prolegómenos y las vicisitudes de unos concursos que se consideran

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pioneros en el desarrollo de toda una cultura de promoción de esta modalidad musical,

analizaré las diferentes estrategias de sentido de ambas propuestas que actúan sobre un

fenómeno que en aquel momento no puede desligarse de los diseños nacionalistas y

regionalistas más o menos solapados dentro del marco del desarrollo de un proyecto

andalucista que hunde sus raíces en el último tercio del siglo XIX. Las dinámicas de ambos concursos transcurren con el propósito unitario de salvaguardar el patrimonio

musical ancestral andaluz, pero divergen precisamente en la definición de lo que se

entiende por este patrimonio y los elementos que deben entrar en consideración.

Finalmente, el capítulo 2 se detiene en los trabajos de José Carlos de Luna y Blas Infante

porque las considero respuestas parciales a las teorías expuestas por Manuel de Falla y

Federico García Lorca en su concurso de Granada.

En consecuencia, el objetivo de estos dos primeros capítulos es que el lector empiece a comprender no sólo la dificultad con que los estudios sobre el flamenco tropiezan al analizar el origen y formación de esta música, sino también que la construcción identitaria del flamenco, o mejor dicho de las formas pretendidamente polares “flamenco/cante jondo” no puede circunscribirse a un fenómeno musical aislado,

sino a todo un complejo cultural que se ha instrumentalizado, en aquel momento y posteriormente, con intenciones claramente políticas y de marketing. Espero que en el desarrollo de los dos últimos capítulos, la cuestión haya quedado completamente aclarada.

Resulta harto imposible referirse a la tragedia y al concepto de lo trágico sin recurrir a una experiencia estética correlativa, aunque no exclusiva de la anterior, que es

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la experiencia de lo sublime. En la sección VII de la parte primera de A Philosophical

Inquiry into The Origin of our Ideas of The Sublime and The Beautiful, escrita en 1757,

Edmund Burke afirma que “whatever is fitted in any sort to excite the ideas of pain and danger, that is to say, whatever is in any sort terrible, or is conversant about terrible

objects, or operates in a manner analogous to terror, is a source of the sublime” (35). Dice

Burke a continuación que esta idea de lo terrible, “the common stock of everything that is sublime” (55), en tanto que sentimiento doloroso, constituye la emoción más intensa,

puesto que las emociones placenteras nunca adquieren tal grado de intensidad.

Precisamente Aristóteles, cómo ya se señaló en páginas anteriores, define la catarsis que

produce la tragedia como una purga de las afecciones de temor (phobos) (como

experiencia de lo terrible) y compasión (eleos) que la misma tragedia genera en la

representación de la acción dramática. Kant, casi una década más tarde que Burke

escribirá que “la tragedia se distingue, en mi sentir, principalmente de la comedia en que

la primera excita el sentimiento de lo sublime, y la segunda el de lo bello” (1919: 5).

Schiller, en sus estudios sobre este tema de 1795 y 1801, consideraba que lo “sublime

patético” constituía el principio fundamental del arte trágico (1992: 100). Y en pleno

siglo XX, Nicolaï Hartmann escribió que “lo sublime (…) aparece con mucha fuerza en la epopeya heróica: en las figuras, pero también en los destinos; en especial cuando los destinos resultan significativos y trágicos" (430). De manera que, se hace necesario un

extenso excurso sobre el concepto de lo sublime para después enlazarlo, si cabe, con

algunas de las experiencias que aparecen en el mundo del flamenco.

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Aunque el concepto de lo sublime, como vamos a mostrar, fue objeto de una

rigurosa teorización y animó los debates sobre estética en los decenios que actúan de

bisagra entre el siglo XVIII y XIX, desde el siglo XV la palabra “ ” comienza a ser

familiar dentro del discurso científico. Ya sea en alquimia, en metalurgia, en geología o

en química, el término se refiere básicamente a una completa transformación de la

materia en formas más puras. Sin embargo, el concepto de lo sublime, o de la sublimidad

si se quiere, ha resultado ser mucho más elusivo dentro del marco de las explicaciones

que la estética y la teología han ofrecido, donde rara vez se refiere a una completa

transformación de la materia y sí más bien a una purificación cualitativa de la conciencia, a una elevación que propende a alcanzar el umbral, una posición liminal privilegiada.11

Con todo, James Twitchell ofrece una deconstrucción lingüística de la palabra

“sublimidad” [sublimity], porque la considera mucho más útil que las reconstrucciones históricas de su uso en la ciencia, la teología o la estética. La descomposición etimológica de los términos griegos y latinos referentes a esta palabra acabaría por describir “the process of physically trascending external limits while simultaneously crossing a psychological boundary of conciousness” (3). Es por ello que “sublimidad” o sus derivados (sublimación, subliminal, sublime) se usan tanto en estética como en psicología. Burke, fiel al empirismo inglés, lo describirá como un conjunto de sensaciones físicas, Kant lo usará para explorar ciertos estados de conciencia, Schiller le

11 Sobre el particular y los párrafos siguientes, cfr. Twitchell (1983), y Cohn y Miles (1977).

32

añadirá un marcado sesgo moral, y Harold Bloom lo concebirá como una ruptura de las

formas poéticas.12

La palabra alemana sublimierung [sublimación] fue un neologismo acuñado por

Sigmund Freud que no ha perdido sus connotaciones alquímicas de “transformación en algo puro”, porque describe el proceso por el cual el superego reconduce la energía

sexual (libido) del yo hacia fines sociales más elevados. Lo que llamaríamos entonces

“civilización” sería, según Freud, el resultado de una sublimación, de una reconducción

del eros para la creación de la cultura.13 El concepto se afianzó y profundizó años más

tarde con la publicación de El malestar de la cultura (1930). De manera que nos

encontramos con el término kantiano Erhaeben que expresa la incapacidad de la razón de

procesar ciertas experiencias, y con el freudiano Sublimierung como desplazamiento

sexual al servicio de fines sociales. Compte-Sponville ha subrayado la diferencia

afirmando que la sublimación “no es el sentimiento de lo sublime, sino el volverse

sublime del sentimiento” (502). Para los fines de esta disertación, me ceñiré a la

elaboración del primer concepto, que puede aplicarse a la experiencia de lo sublime en el

flamenco y no a su alrededor. Dejemos a los Weiskel y los Ende que cumplan con su cometido.14 El que aquí se presenta es bastante más modesto.

12 Si no me equivoco, su teoría de lo sublime se expone de manera implícita en el análisis que Bloom hace sobre Shelley (1970: 374-401).

13 Freud realizó su primera exposición del concepto en el artículo “La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna”, de 1908 (2006, II: 1249-1261).

14 Cfr. Thomas Weiskel, The Romantic Sublime: Studies in the Structure and psychology of Trascendence (1976) y Stuart A. Ende, Keats and the Sublime (1976).

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Lo sublime aparece como categoría en primer lugar predominantemente adscrita a

la retórica en el tratado del pseudo-Longino y ya en el prerromanticismo aplicada en toda

su dimensión como concepto para la determinación del valor estético, tanto en la

naturaleza como en el arte.15 Sin embargo, como ha señalado Aullón de Haro, la

categoría de lo sublime, formalmente enunciada en el desarrollo histórico de la disciplina

estética, no impide que existan lo que denomina “formaciones de la sublimidad”,

entendida como “los modos posibles de la visión trascendente, en el orden que fuere pero

con resultados de elevación intensa de Espíritu” (2006: 22). Es decir, existen discursos de

la sublimidad a lo largo y ancho de la historia del pensamiento humano en la que lo

sublime, como categoría estética y enunciada como tal, se subsume.16 Rudolf Otto señaló

en un libro escrito en 1917 que el arte rupestre y la arquitectura paleolítica podían ser

comprendidos como aspectos iniciales de la sublimidad vinculada a lo sagrado,17 algo que sin duda se encuentra ya de una manera más implícita en Vico y Herder, retrotrayendo y ampliando así el arco histórico hegeliano que la asociaba a los momentos pre-clásicos de un “arte simbólico” producido en Oriente y concretado en el panteísmo de

15 Ronald S. Crane, en su reseña del libro de S. Monk sobre lo sublime en la Inglaterra del siglo XVIII distingue entre un “rethorical sublime” y un “natural sublime”, designando con ello las dos direcciones que tomaban las teorías de lo sublime en aquel momento. John Dennis, los hermanos Warton, Robert Young o Joshua Reynolds pertenecen al primer grupo que, usó el concepto para investigar las “cualidades del alma” en el arte. Addison, Burke, Hume, Akenside, Baillie y Reid, intentaron explicar la sublimidad como una respuesta afectiva a los fenómenos naturales.

16 “Lo sublime –dice Aullón de Haro- será entonces la categoría históricamente enunciada como tal y la sublimidad serán las formaciones de esa tendencia que no lleva explícita tal adjetivo sustantivado” (2006: 20). Aullón de Haro ha realizado muy recientemente un brillante recorrido histórico de los discursos de la sublimidad, fundamentalmente en Europa, titulado La sublimidad y lo sublime (2006). Que sepamos el único que se ha escrito en castellano sobre la materia. Sobre el particular, cfr. pp. 19-22.

17 Hay traducción española: Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid: Alianza, 1980.

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la poesía hindú, la poesía mahometana, la mística cristiana, y la poesía judía de las

Sagradas Escrituras.18

Mi intención en el capítulo 3 consistirá entonces en encontrar las diferentes

concepciones de la sublimidad que se han producido en la reflexión sobre el cante jondo,

y en particular sobre el concepto del “duende” lorquiano, luego tratado desde otros

puntos de vista por autores posteriores. Desde mi modesto parecer, creo que se impone

una corrección a la afirmación de Aullón de Haro de que “la única importante ideación vanguardista de lo sublime propiamente dicho fue la de Vicente Huidobro” (176). Sin lugar a dudas, dejando a un lado las consideraciones que pudieran hacerse de un poeta como Artaud y que no tienen espacio en esta tesis, las conferencias de Lorca sobre el flamenco y el duende y sus reflexiones sobre el arte y la poesía constituyen una propuesta alternativa a la del poeta chileno, dentro de un ámbito de la sublimidad marcado por el arrebato dionisíaco y el deseo erótico. Es más, creo, aunque no puedo fundamentarlo aquí tampoco, que la posición de Lorca se presenta dialécticamente en dos direcciones distintas: como el paralelo maximalista, pero humanizado y vuelto hacia el interior, de las configuraciones del mismo orden en el ámbito del monumentalismo futurista, y como el exponente maximalista de una sublimidad que en Huidobro tiende hacia el contrario, hacia el minimalismo.

Para comenzar este capítulo tercero, he creído necesario un extenso excurso sobre el origen y desarrollo del concepto de lo sublime en el prerromanticismo inglés y alemán

18 Cfr. Hegel (1989: 267-278). Sobre las formaciones originarias de la sublimidad, cfr. Aullón de Haro, 2006: 23-34.

35

fundamentalmente, pues allí encontramos las bases más cercanas de toda posterior

reflexión sobre lo sublime como categoría estética. La fundamentación lorquiana del

duende y su transposición al mundo del flamenco del cual a su vez es originaria,

verdadero eje central de esta tesis doctoral, dará paso a otras reflexiones sobre el duende

que se han producido posteriormente. Con ello discutiré algunas versiones alternativas

que se produjeron en los años 60 y 70 a través de dos libros poco estudiados hasta la

fecha: Misterios del arte flamenco (Ensayo de una interpretación antropológica), de

Ricardo Molina19 y El flamenco, vida y muerte, de Fernando Quiñones, quien desarrolla

su posición en el ámbito del psicoanálisis. Con respecto a la teoría de Molina, no

realizaré un comentario analítico de todo el libro, sino solamente de aquellos aspectos más íntimamente relacionados con la cuestión que aquí se dirime. Aunque la teoría del

duende en Molina se sostiene en parte como explicación de la naturaleza de la emoción

en el ámbito del flamenco, argumento que me parece perfectamente defendible, considero

que los presupuestos en los que se basa son difíciles de sostener. Desgraciadamente el

poeta de Puente Genil no vive para poder defenderse de estas rectificaciones y no parece

probable, al menos de momento, que alguien quiera defenderlas, pues las investigaciones

sobre el flamenco se han decantado en las últimas décadas más hacia aproximaciones

sociológicas, históricas y antropológicas que manifiestamente estéticas o filosóficas. Sin

embargo, a pesar de mis refutaciones, considero todavía que el libro de Molina es uno de

los más importantes que se hayan escrito sobre el flamenco. No sólo su aproximación

19 Se ha hecho mucho hincapié en el libro que Molina escribió junto a Antonio Mairena, titulado Mundo y formas del cante flamenco y, por el contrario, se ha prestado escasa atención a este libro al que considero de especial relevancia por su aproximación antropológica, a la que puede considerarse pionera de los ejemplares estudios posteriores de Cristina Cruces Roldán.

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antropológica, que alguien debería algún día desarrollar o criticar de manera explícita,

sino su vertiente más plegada a la estética, pues es el primero en aplicar las teorías de la

emoción musical modernas al género flamenco. En este sentido, su vinculación a las

teorías iniciales de Susan Langer, traducidas con cierta rapidez al castellano, abren un

amplio espacio de debate que esta tesis doctoral quisiera continuar, en este caso dentro de

las diferentes aproximaciones que al respecto se han realizado en los últimos cincuenta

años. Y este debate, hemos de ser justos, se basa en lo que se ha aprendido de la teoría

que he pretendido refutar. Como afirma Collingwood, “la refutación de una teoría falsa

(…) lo hace enfrentarse, no a la misma vieja cuestión otra vez, sino a una nueva, más

precisa en sus términos y por lo tanto más fácil de contestar” (105). En este caso, no

considero que la aproximación de Molina sea falsa por completo en lo que concierne al

duende, sino simplemente reduccionista.

Esta tesis doctoral debe leerse, además, como complemento y debate en algunos

de los postulados de dos libros de reciente aparición: Una poética del cante jondo del

profesor José Martínez Hernández, publicado en 2004; y La queja enamorada. Sobre el juego del duende de Federico García Lorca de Oscar Enrique Muñoz, publicado en

2005. Hasta ahora, y sin contar con las reflexiones serias y comprometidas de García

Lorca, Ricardo Molina, Luis Rosales o Félix Grande, no por casualidad los cuatro poetas, poco se había escrito con respecto al flamenco desde la perspectiva de la teoría estética, y el libro de Martínez Hernández venía a paliar una carencia importante en los estudios sobre este género musical: desarrollar una serie de categorías estéticas que pudieran ser operativas para su comprensión. Desde que comencé a pensar esta tesis hace ocho años,

37

ningún libro como estos dos mencionados se había acercado tanto a mis inquietudes y

preocupaciones sobre el flamenco y el duende. Como se comprobará, si se hace una

lectura comparativa de ambos textos, el libro de Martínez Hernández realiza una

reflexión profunda sobre “la condición trágica”, lo que constituye también uno de los ejes

fundamentales por donde esta tesis transita. Por otro lado, el libro de Muñoz ha realizado

probablemente la investigación más detallada hasta la fecha sobre el concepto del duende

en la producción artística de Lorca, aunque se mantiene ajeno a las posibilidades de su

aplicación al flamenco.

Con ellos mantendré un diálogo, espero que fructífero, con respecto a su negativa

a entender el duende como categoría perteneciente a una formación de la sublimidad. Mi posición es, con ciertas matizaciones, contraria a sus postulados, fundamentalmente

porque considero no sólo que mantienen una visión particularmente restringida de lo

sublime, circunscrita a las consideraciones kantianas al respecto, sino porque ciertos

modos de fruición estética del flamenco pueden no corresponderse enteramente con lo

que ellos exponen. Sin embargo, son ellos los que de alguna manera han considerado la

posibilidad de pensar de forma explícita lo sublime para el caso que nos ocupa. Y digo de

forma explícita porque la posición de Félix Grande con respecto al duende puede

concebirse como una forma de lo sublime marcada por un fuerte acento ético, de claras

resonancias schillerianas. Por supuesto, si alguna vez este trabajo adquiriera la forma de un libro, necesariamente tendría que contar con una amplia sección que abarcara su propuesta. El espacio restringido de esta tesis me obliga a guardar el respeto que su

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postura merece, y me parece que la mejor forma de hacerlo por el momento es con el

silencio.

Habiendo tratado del duende en el capítulo 3, se hacía necesaria una aproximación

al concepto de lo trágico en el cante jondo en el capítulo 4, precisamente porque es en lo

sublime patético donde encontramos la más alta expresión de la tragedia en el cante

jondo. Numerosos críticos del flamenco han optado siempre por esta vía para dar una

pátina de prestigio a esta música. Hasta el punto de que casi toda la bibliografía da por

sentada la condición trágica del flamenco. Sin embargo, mi propia escucha del género y

mis experiencias personales me indican que hay algo excesivamente tópico en esta

afirmación. Según yo lo veo, el flamenco no es esencialmente trágico. Lo que sí es

trágico es el cante jondo, aunque también dependiendo de quien lo interprete y de lo que

se deduzca del contenido de las letras. La consideración del flamenco como la

representación de la tragedia ha servido a algunos sectores de la flamencología no sólo

para explicar determinados aspectos de su fisonomía, sino también para valorar

jerárquicamente los diferentes estilos en vistas a la creación de un canon. Los estilos

trágicos, o las interpretaciones trágicas, son siempre mejores que los que no lo son.

Obviamente, la consideración de la tragedia en el cante jondo es originaria de

Lorca. Pero el poeta granadino maneja el concepto dentro de una lógica que sirve a los

propósitos de su poética de forma mucho más eficaz que a la poética del cante jondo,

donde no sólo hay contenido trágico. Y el problema se agudiza por cuanto esa afirmación se ha hecho extensiva a la generalidad del flamenco, lo que no es responsabilidad de

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Lorca, con el propósito de mantener una visión unitaria del fenómeno que ha servido

tanto a fines políticos como publicitarios.

Así, se hace necesario un análisis de la concepción trágica lorquiana y su relación

con las teorías de Nietzsche.

Mi intención, por tanto, es establecer la hipótesis de que si el flamenco nace como

uno de los hijos predilectos del romanticismo en España, necesariamente debe contener

las huellas de un período convulso en el que conviven la tragedia y la comedia, el

desgarro y la reconciliación. La tesis de Steiner en la que me baso de forma persistente

consiste en pensar que tras la Ilustración y la consiguiente destrucción del mito la

tragedia se debilita irremisiblemente. Después del Siglo de las Luces, ya no puede darse

la tragedia en toda su plenitud porque sencillamente ya no es posible creer en el mito.

Reconozco que esta teoría puede resultar discutible en alguno de sus postulados. Así

mismo lo pienso yo, pero en su conjunto me parece lo suficientemente persuasiva para

que podamos empezar a repensar el flamenco en términos algo menos restrictivos. No es

que afirme que en el flamenco no hay tragedia. Y tanto que la hay. Lo que digo es que el flamenco es hijo de su tiempo y su lenguaje también es el de la ironía y el carnaval. Así, lo que pretendo, al menos de momento en esta tesis, es suavizar la afirmación de que el flamenco es fundamentalmente tragedia. Y para ello no veo mejor manera de hacerlo que pensar sobre lo trágico y encontrar si sus fundamentos se corresponden, no ya con la generalidad del flamenco, si no con todo el cante jondo.

Una aclaración necesaria para terminar. Las nociones acerca de lo sublime y lo trágico en esta tesis doctoral no se aplican al universo entero de la música flamenca. Tan

40

sólo a una de sus modalidades, la del denominado cante jondo, lo que no constituye menoscabo alguno para otras reflexiones que aquí se producen pensadas para la generalidad del flamenco. El Diccionario enciclopédico ilustrado del flamenco de Blas

Vega y Ríos Ruiz lo define de la siguiente manera:

Denominación, de valoración subjetiva, que incluye aquellos estilos del cante flamenco en los que se aprecia solemnidad, primitivismo, profundidad y fuerza expresiva a través de los sentimientos y cualidades del intérprete, llegándose a considerar como máximo exponente de lo más original y básico de este arte (I, 148).

Es cierto que en la historiografía flamenca, las nociones de cante jondo y flamenco se han visto durante un período largo de tiempo seriamente enfrentadas. Como veremos en los capítulos 1 y 2 especialmente, la crítica hasta los años 70, con excepciones como la de Blas Infante y en cierta manera José Carlos de Luna, formula esta oposición en base a la diferenciación de unos estilos, considerados más puros y primitivos y que entran dentro de la orbita de lo que se considera cante jondo (martinetes, seguiriyas, tonás, saetas, serranas, soleares) y otros estilos, derivados de ellos o de otras procedencias folclóricas andaluzas, peninsulares o foráneas, que constituyen una modalidad aparte denominada flamenco. Para esta tesis doctoral no utilizaremos la noción de cante jondo a partir de la diferenciación estilística formal, sino la que más se utiliza en la actualidad sobre la base de una estética peculiar que constituye un subgrupo dentro de lo que entendemos comúnmente por flamenco. Es decir, todo cante jondo es cante flamenco, pero no todo cante flamenco es cante jondo. Aunque quepa la posibilidad de que ciertos estilos puedan contener una potencialidad mayor para la expresión jonda, es decir, honda, el cante jondo no será circunscrito, por tanto, a ningún estilo concreto, 41

sino a una forma peculiar de expresión flamenca. Como afirma Martínez Hernández,

“flamenco es lo que se canta y jondo cómo se canta” (55). ¿En qué consiste? Luis Lavaur

ya señaló sin ningún éxito en 1976 que el flamenco nació como respuesta castiza a la

moda imperante en España de la ópera italiana.20 Fue la última esposa de Fernando VII,

la reina de origen napolitano Maria Cristina de Borbón, quien introdujo el gusto por la

ópera en nuestro país y que en las décadas isabelinas alcanzaría su verdadero auge.

Sevilla tenía por entonces un cartel operístico que nada tenía que envidiar al de Madrid y

se representaban con asiduidad las óperas de Donizetti, Rossini, Bellini y Meyerbeer,

especialmente las más desgarradas y trágicas de la ópera italiana de todos los tiempos.

Actuaciones que, como ha señalado Lavaur, pasaban en ocasiones al ámbito doméstico

interpretadas por aficionados en las viviendas burguesas y acaudaladas de la capital. El

flamenco, entonces, respondió con una forma exterior distinta a la ópera, pero en su

intento de separación no pudo, o no quiso desgajarse de lo que más íntimamente les unía,

su temperamento romántico. Lavaur ha señalado en qué consiste este nexo de unión:

[El nexo de unión entre la ópera y el flamenco] consiste en que las congojas que retrepado en su luneta teatral saboreó el romántico con morbosa fruición, participando en las cuitas aireadas en el escenario por el tenor o la soprano de turno, eran hermanas gemelas de las que «metían en un puño» el alma de aquel «cabal» que a horcajadas en una silla de enea, o apoyando flamencamente el codo en el mostrador del «colmao», pero obediente también al signo de los

20 Nos referimos al libro Teoría romántica del cante flamenco. Raíces flamencas en la coreografía romántica europea. El libro es resultado de algunas reflexiones publicadas por el autor en la Revista de ideas estéticas a partir de 1968. Gerhard Steingress ha señalado las razones de la marginación de este trabajo: (“aparte del hecho de la mala distribución del libro) las peculiares circunstancias ideológicas y estéticas que acompañaron a la revitalización del flamenco en aquellos años; a saber: su contenido no encuadró en el marco neorromanticista del andalucismo popular agitanado que resurgió a partir de la segunda mitad de la década de los años cincuenta. El flamenco de entonces recibía su deseado rebautizo como «arte gitano-andaluz», y frente a esta solemne y casi unánime beatificación no cabían reflexiones heterodoxas como la del autor del presente libro” (en Lavaur, 7).

42

tiempos, se congestionaba de excitación y angustia jaleando en la «juerga» tabernaria el «Ay, ay, ay…» lacerante y reiterativo de su «cantaor». (…) El alto grado con que ambas manifestaciones, la operática y la «flamenca», entrañaron el cultivo intensivo del gesto y la mueca, rasgos sobresalientes insertos en el «ethos» meridional cuya floración dramática y musical estimuló el violento ramalazo romántico. (…) Una sensibilidad escorada hacia estos exaltados derroteros es la que posibilitó el surgir del «flamenco», una manera de cantar inaudita en Andalucía, que por su agrio sentimentalismo y el enorme énfasis de expresión resultó –ni más ni menos que la ópera-, perfecta hechura de los melodramáticos gustos del tiempo en materia de melodías (38-39).

De esta manera, lo que el andaluz flamenco suponía una evasión perfectamente calculada hacia derroteros estéticos completamente opuestos, no significó otra cosa que la aclimatación autóctona de una corriente expresiva predominante de la época:

Víctima de sus casticistas querencias, este andaluz testimonió evidentemente excesiva confianza musical en la salvaguarda vernácula que en su predicamento contra la exótica injerencia de la ópera podrían prestarle una guitarra y unas coplas tan suyas. Evidentemente también esa exagerada confianza le impidió percibir que refugiado en el reservado de una taberna, y mientras escuchaba viejas «cañas», «rondeñas», «polos» y «», cuyos tradicionales melismas cada vez se dilataban y amplificaban más, retorcidos por el lloricantar enfático y declamatorio de un mercenario «cantaor», con lo que sus ojos y oídos continuaban enfrentados era con la misma escena que en el teatro, y posiblemente en su domicilio particular, representaba la romántica damisela que casi se asfixiaba de emoción y congoja gorjeando al piano un aria de Verdi o de Bellini. (…) Y así fue que, entre emoción y sentimientos, combinados con un tanto de bético jolgorio, el «flamenquizante», de hecho, y por supuesto sin imaginarlo, transformó a la taberna y al colmado en un escenario donde prosiguió estremeciéndose al absorber por sus oídos los mismos ingredientes emocionales de una ópera, que disfrazados y disueltos en la música familiar, le habían acompañado en su huída. Así es que, aunque «flamenca», lo que terminó este hombre confeccionándose en forma condensada, para su vernacular deleite y

43

desahogo, y entrecortada por los «jondos» sollozos del jipío,21 fue una ópera tan romántica, pesimista, desmelenada y melodramática como la italiana que en aquel momento privaba por doquier. (39-40).

El cante jondo, como modalidad interna del flamenco, responde a este fenómeno

desde sus propios presupuestos, si cabe aún más escorados hacia la expresión narcisista

de los sentimientos dolorosos más intensos. El clima emocional del cante jondo se

desarrolla dentro de un complejo expresivo peculiar, es patético, doloroso y en muchas

ocasiones trágico y desesperado. Y a la expresión de esta tragedia responde con un arte

desnudo, reducido en muchas ocasiones a un arco melódico y a unas formas mínimos,

como un lamento fúnebre que recuerda mucho a la letanía gregoriana, con una voz ronca

y/o áspera por lo general. El cante jondo no es solamente cante hondo porque transmita

un contenido sentimental muy profundo, sino porque es un cante p’adentro, un cante que

se rumia, un cante implosivo y centrípeto que sólo en contadas ocasiones se permite una

exteriorización plena. Cantar por to lo jondo no es expresar solamente la gravedad de un

sentimiento ante lo terrible, sino cantar desde lo hondo, física y espiritualmente. Un cante

que, cuando todavía entre los flamencos no había quien cantara con el diafragma, nace

del pecho y la garganta. Es en definitiva, entre otras cosas, una cierta forma de expresar

el cante. Las alegrías, cante festero por derecho propio, interpretadas por Camarón son

jondas: el ritmo se aminora, la voz se recrudece, la expresión se entristece, se hace más

21 Jipío: “Sonido agudo, tal como un ay prolongado, que a intervalos lanza el cantaor y en el que se apoyan, por lo común, los tercios de entrada y salida de cada frase del cante. En ocasiones lo profiere el cantaor para entonarse” (Blas Vega y Ríos Ruiz, I, 385). Se trata de una deformación fonética andaluza de la palabra castellana “hipido”. 44

solemne. Lo mismo ocurre con sus . Ninguno de estos dos estilos pertenecería al grupo de los cantes denominados jondos, y sin embargo, en su voz lo son.

45

CAPÍTULO 1

Los inicios de la flamencología tradicional

46

1.1. LAS PROPUESTAS DE DEMÓFILO: PUREZA Y GITANOFILIA.

Los primeros estudios acerca del flamenco surgen en el último cuarto del siglo

XIX como colofón o residuo de anteriores investigaciones sobre el folklore que el

romanticismo europeo había impulsado como una forma de destapar el tarro de las

esencias nacionales de un continente amenazado por la dinámica destructora del progreso

y de la industrialización.

La crítica especializada (Grande 1999, Caballero Bonald 1997, Steingress 1993,

García Gómez 1993) ha asignado a Antonio Machado y Álvarez (1848-1893) la

paternidad no sólo de los estudios folclóricos en España, sino también de un campo de

estudios, la flamencología, cuyos avatares iniciales intentaremos exponer en este primer

capítulo. Con el pseudónimo de “Demófilo”, nombre que le sirvió de alguna manera

como declaración de principios, el padre de los hermanos Machado escribió en 1881 una

obra titulada Colección de cantes flamencos recogidos y anotados por Antonio Machado

y Álvarez (Demófilo),22 bajo los auspicios de la editorial El Porvenir de Sevilla y que

Félix Grande, uno de los críticos actuales más competentes en la materia, calificó en su

día de “tentacular y rigurosa” (1999: 435).23

22 El libro fue reeditado en 1975 en Cultura Hispánica y en 1998 por la editorial DVD.

23 Sobre la vida y obra de Demófilo puede consultarse Carvalho-Neto (1976) y Pineda Novo (1991 y 1992). Para las citas correspondientes a Memoria del flamenco de Félix Grande utilizaré por razones de comodidad de consulta la edición de Alianza de 1999, aún señalando que una lectura más amena, por el formato, tipo de letra y las ilustraciones que se acompañan, se encuentra en la edición conjunta de Círculo de Lectores y Galaxia Gütemberg de 1995.

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Hasta ese momento los textos que encontramos sobre flamenco lo tratan bien de una manera tangencial, bien como el motivo para el argumento o trasfondo de un ensayo

(Cadalso) o de una ficción literaria o dramática (a la manera de los cuadros de costumbres de Estébanez Calderón). Pero el libro de Machado y Álvarez tiene el mérito de abordar por primera vez y de forma específica un estilo musical que, si atendemos a las recientes investigaciones, estaba todavía en proceso de decantación (Ortiz Nuevo

1990).24

El libro de Demófilo tiene cuatro partes bien diferenciadas. Un prólogo en el que se analizan las peculiaridades del cante flamenco; una colección de 881 coplas convenientemente anotadas y divididas por apartados en soleares de tres y cuatro versos, soleariyas, serranas, seguiriyas gitanas, polos y cañas, martinetes, tonás y livianas, y deblas; la primera biografía de Silverio Franconetti, uno de los más importantes cantaores del siglo XIX junto con algunas coplas de su repertorio; y una relación de cantaores flamencos en el que consta su lugar de nacimiento y los palos o cantes que constituyen la especialidad artística de cada uno.

24 Demófilo atravesó por numerosas dificultades para llevar a cabo su labor de dirección de los estudios folklóricos en España, hasta el punto de que fue ignorado por otros investigadores que, en razón de envidias y recelos personales, fundaron otras sociedades paralelas a la suya. La escasa articulación institucional y unitaria de los estudios folklóricos en nuestro país, además de la falta de financiación e interés por parte de las autoridades locales y nacionales constituyen las causas del retraso de las investigaciones en comparación con otros países europeos como Inglaterra, Alemania o Italia. En carta de Demófilo a Schuchardt el 18 de febrero de 1882, el escritor sevillano se queja al filólogo austriaco de la traición de ciertos grupos de estudios folklóricos del país: “La Enciclopedia se hizo política, así me pagaron los tres años de trabajo en la Sección de Literatura Popular: los madrileños no sólo no me han ayudado sino que me han vuelto las espaldas, tomando de mi pensamiento lo que les ha parecido, apropiándoselo y constituyendo la Academia Nacional de las Letras Populares (a imitación del folk-Lore) y la Sociedad gemológica asturiana (Folk.-Lore de Asturias), sin darme siquiera cuenta de su Reglamento, ni acordarse de mí para nada” (en Steingress, 1996: 87).

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Es evidente que nadie que quiera acercarse con rigor a la cuna del cante puede pasar por alto este trabajo y diversos autores han señalado ya la importancia de este libro fundacional al tiempo que han realizado serias interpretaciones sobre el mismo

(Steingress 1993; Grande 1975 y 1999; Mercado 1982; García Gómez 1993; Mitchell

1994).

A la importancia de su carácter fundacional debe añadírsele en primer lugar el hecho de que el padre de los Machado realizó este libro con el asesoramiento de dos cantaores ilustres de la época: Juanelo de Jerez25 y Silverio Franconetti.26 Un hecho que en sí mismo con lleva ventajas y desventajas: la ventaja se produce del hecho de que los testimonios orales sobre esa etapa recaen sobre dos cantaores que han vivido en profundidad el cante y el contexto histórico y social en el que se produce. Pero la

25 Muy poco se sabe de este cantaor. Tan sólo que nació en Jerez de la Frontera en el siglo XIX, siendo cantaor de fama y prestigio. Según el propio Demófilo dejó “de cultivar la afición por hallarse enfermo de la garganta”, y dividió el “cante gitano” en cantes para bailar y cantes para escuchar (1998: 21). Evidentemente se estaba refiriendo en el segundo grupo a todos los cantes derivados de las tonás (martinetes, carceleras, livianas, tonás grandes, éstas dos últimas ya prácticamente desaparecidas cuando Demófilo escribió su libro).

26 Silverio Franconetti Aguilar es considerado junto al Fillo el cantaor más importante del siglo XIX. Según Demófilo (1998: 205) nació en Sevilla en 1831, aunque su partida de defunción afirma que nació en 1829. Murió repentinamente en Sevilla en 1889 a la vuelta de un viaje de Madrid donde tenía previsto establecer un café-cantante, según los testimonios de la prensa sevillana de la época (Ortiz Nuevo 1990). Federico García Lorca rindió homenaje a este artista en su “Retrato de Silverio Franconetti” del Poema del cante jondo y dentro de una sección titulada “Viñetas flamencas” apoyándose en la memoria de los que lo conocieron: “Su grito fue terrible./ Los viejos/ dicen que se erizaban/ los cabellos,/ y se abría el azogue/ de los espejos” (1996: 188). Hijo de Nicolás Franconetti, militar italiano, y de María de la Concepción Aguilar, miembro de una familia conocida de Alcalá de Guadaira. Pasó su infancia en Morón de la Frontera trabajando como aprendiz en la sastrería de su hermano. Fue en una fragua de Morón donde aprendió los diferentes estilos del cante interpretados por los gitanos que allí trabajaban y El Fillo lo apadrinó en uno de sus viajes a la ciudad. A partir de ese momento la vida de Silverio se torna azarosa. Por causas todavía no muy bien explicadas partió luego a Montevideo donde ejerció las labores de picador de toros y de soldado de la República del Uruguay. En 1864 regresó a España dedicándose plenamente al cante flamenco, como cantaor y como empresario. Fundó uno de los más célebres cafés-cantantes en Sevilla (“El café de Silverio”) contribuyendo a la conservación y a la difusión del flamenco. Para una consulta más detallada de Silverio y su época, véase VV.AA.: Silverio Franconetti. 100 años de que murió y aún vive (1989).

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desventaja viene en parte de que la memoria, como sabemos, es selectiva, precisamente

porque es “interesada”. Es un libro, pues, donde la memoria popular constituye la fuente

principal de información y cuyo análisis se articula a partir de la metodología de los

estudios folclóricos de la época.

Vamos a establecer en lo que sigue sus tesis fundamentales que sirvieron como punto de inicio y ejercieron una enorme influencia, no siempre para bien, en los estudios flamencológicos posteriores. Pero el hecho de que algunas de las opiniones vertidas por

Demófilo tuvieran un aspecto mistificador y mitificador y de que éstas transcurrieran sin

modificación alguna hasta casi un siglo después es responsabilidad casi exclusiva de unos

estudios cuyo trasfondo ideológico impedía un acercamiento más objetivo sobre la

materia y no de las declaraciones de un estudioso consciente de que la flamencología

constituía una vertiente subsidiaria del Folklore, una “ciencia niña” todavía en los albores

del siglo XX. Veamos cuáles fueron las aportaciones de Demófilo:

1) La hipótesis del origen y significado del término “flamenco”: denominación que los

andaluces nativos daban a los gitanos bien por la coincidencia de la entrada de esta etnia

en la península en las mismas fechas en que lo hicieron los flamencos holandeses; bien

como apelativo descalificativo que expresa la inquina con la que el pueblo español veía a

los naturales de Flandes, llegados a la corte de Carlos I y encargados de la administración pública, y que esta denominación despectiva se trasladó al gitano; o bien como epíteto

irónico-burlesco que se daba al gitano cuyas características físicas y vitales eran del todo contrarias a los naturales de Flandes (13). 50

2) El “cante flamenco” es una modalidad muy especial y genuina a la que no se le puede llamar “canción” (plenamente popular), ni “canto” (modalidad culta), y por tanto es el

“menos popular de todos los cantes populares”, puesto que es un género propio de artistas, los “cantadores flamencos” cuyas coplas populares, es decir, anónimas, hacían suyas, es decir, se individualizaban y se nominalizaban. Así, coplas del Fillo, del Pelao de

Utrera, de María Borrico...etc. (13-14).

3) El cante flamenco tiene su origen en el siglo XVIII y el primer cantaor del que se tienen antecedentes fidedignos fue tío Luis el de la Juliana (14).

4) Los cantes más antiguos, tabernarios en su origen, son los polos y cañas, tonás y livianas, seguillas gitanas, luego llamadas “seguirillas” o “siguiriyas”, martinetes y deblas

(14).

5) Los cantes no pueden ser considerados del todo populares puesto que el pueblo, con excepción de artistas y aficionados, desconoce esas coplas y son mucho menos numerosas que las canciones populares andaluzas (14).

6) El cante flamenco se ejecutó originariamente “a seco”, es decir, sin acompañamiento de guitarra o baile (13).

7) Se trata de composiciones donde predomina el elemento melancólico y triste de carácter personal con muy pocas referencias a asuntos de interés general o nacional, es decir, político (13-14).

51

8) En aquel momento (finales del siglo XIX) el cante flamenco es el producto de la

amalgama y “confusión” del sustrato poético y musical gitano y andaluz. Es, por tanto,

un arte gitanoandaluz fruto del crisol de estas dos culturas (13).

9) Los cafés-cantante marcarán la definitiva desaparición de un cante más puro, el “cante

gitano”, convirtiéndolo en un género mixto exageradamente andaluzado o “agachonado”

y que “será en el fondo una mezcla confusa de elementos muy heterogéneos; lo bufo, lo

obsceno, lo profundamente triste, lo desacompasadamente alegre, lo rufianesco,etc.etc.”,

lo que explicaría el carácter heterogéneo del público que acude a estos cafés (15).27

10) El cante flamenco es el menos nacional de todos y por tanto es inexacta la apreciación foránea de que es el más genuinamente español y popular,28 porque los

cantes son de autor conocido, tienen un asunto puramente individual, son escasamente

numerosos, la afición es minoritaria y es propio más de una clase del pueblo que de todo

él (15-16).

11) Existen “cantes para escuchar” que corresponden al cante “gitano” y “cantes para

bailar” más andaluzado y, dentro de los artistas, cantaores “generales”, es decir que interpretan todos los estilos como Silverio Franconetti, El Fillo, Tío Luis el de la Juliana,

Juan de Vargas...etc, aquellos que son especialistas en determinados aires musicales

27 La polémica puede abrirse a partir de la posibilidad de considerar ese público heterogéneo bien como causa o bien como efecto de esa mescolanza de géneros y estilos en que se convirtió el flamenco.

28 Nótese la agudeza de visión de Demófilo en tanto en cuanto es consciente de que la construcción de la identidad del flamenco obedece en esos momentos ya a una visión que proviene desde otros países europeos (fundamentalmente, como sabemos, de Francia, Inglaterra y Alemania). Esto abre un debate sobre la “colonización ideológica” del flamenco que Carlos Saura expuso con claridad en su película Carmen.

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como María Borrico, Frasco El Colorao, El Loco Mateo, excelentes intérpretes de ...etc. (21).

12) Los estilos del cante flamenco más puro, gitano o “jondo” son las soleares, rondeñas y malagueñas, la gitana, también llamada “siguiriya” o “playera”, martinetes, carceleras, tonás, livianas, deblas y peteneras. Los juguetillos o alegrías no entrarían dentro del elenco de estilos del flamenco “porque son más propias del carácter andaluz que del gitano” (16-22).

Hasta aquí la aportación de Demófilo en su libro de 1881. Pero todavía es posible completar su visión del flamenco y de la cultura popular a través de otros artículos fundamentales que fue escribiendo hasta su muerte por esclerosis medular a su regreso de puerto Rico, ya enfermo, en febrero 1893. Dos de ellos me parecen muy relevantes en tanto en cuanto amplían, perfilan y corrigen algunos conceptos desarrollados anteriormente. El primero de ellos es el “Post-scriptum” que escribió con ocasión de la publicación de Cantos populares españoles de su amigo Francisco Rodríguez Marín en

1883.29 El artículo expone la utilidad del método de clasificación realizado por el autor,

hace un inventario y balance de las obras puntales de carácter folklórico realizadas hasta

la fecha, entre ellas las de Cecilia Böhl de Faber y Lafuente Alcántara, y expone dos

conceptos de suma importancia, ya tratados en otros trabajos anteriores: el concepto de

“copla” y el concepto de “pueblo”.

29 El artículo fue recogido como epílogo a Cantes flamencos recogidos y anotados por Antonio Machado y Álvarez (Demófilo) en la edición de Cultura Hispánica de 1975 y con prólogo de Félix Grande, aunque, como se deduce por lo expuesto arriba, no pertenecía originariamente a este libro. Las citas que aquí se incluyan con respecto a este artículo provienen de esta edición. 53

Según Demófilo una de las virtudes del estudio de la copla y de otras

manifestaciones de la literatura popular consistía en la posibilidad de encontrar un apoyo inmejorable para una ciencia en ciernes que él denominaba “demopsicología” o psicología del pueblo,30 y porque en el estudio de estas coplas “hallan motivo de

interesantísimas investigaciones tanto el literato como el psicólogo, tanto el estético como

el historiador, tanto el filólogo como el que aspira a conocer la biología y

desenvolvimiento de la civilización y del espíritu humano” (1975: 283).

El concepto de “pueblo”, junto con el de “masa” y “multitud”, es, desde el

romanticismo, uno de los intereses primordiales de algunos investigadores de diversas

disciplinas y no es extraño que Machado y Álvarez encontrara en el folklore una vía para

el conocimiento del sentir popular, sus costumbres y su ideología, y que la crítica

posterior ha elaborado con aciertos desiguales (González Climent 1964, García Chicón

1987).

La noción de “pueblo” en Machado y Álvarez fue perfilándose a lo largo de sus

escritos desde 1868. En el momento de escribir su “Post-Scriptum” a la obra de

Rodríguez Marín afirma:

Para mí hoy el pueblo como la humanidad no existen; existen hombres, en grado distinto de desenvolvimiento y de cultura, en períodos distintos de vida con relación a la vida total de los hombres, hasta el último límite alcanzado en

30 La iniciación de la llamada psicología de las multitudes parte de las investigaciones del crimen individual y colectivo, que luego se extrapolan a las relaciones entre la sociedad y los nuevos medios de difusión. Tres son los iniciadores de esta nueva faceta de la psicología: el sociólogo italiano Scipio Sighele (1868-1913), y los médicos franceses Henri Fournial (1866-1932) y Gustave Le Bon (1841-1931). El primero, profesor de la Universidad de Bruselas, publica en 1891 La multitud delincuente. Fournial escribe en 1892 Ensayo sobre la psicología de las multitudes. Le Bon escribe en 1895 su Psicología de las multitudes.

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perpetua integración, llamando pueblo no a un ser impersonal y fantástico, a una especie de entelechia de que son órganos ciertos hombres a quienes por esta razón llamamos del pueblo, sino al grado medio que resulta de la cultura de un número indeterminado de hombres anónimos, es decir, que no han tenido la energía orgánica bastante para diferenciarse de los otros lo suficiente para tener una personalidad distinta y propia, razón que les obliga a aceptar y adoptar como suyo, completamente suyo, lo producido por otro. A esta, que no puedo llamar suma de hombres, aunque realmente lo sea, por hallarse sometida a una continua adición y sustracción que la más primorosa de las estadísticas no acertaría a registrar, llamo Pueblo, tomando por punto de partida, a falta de otro mejor, la que podía llamarse resultante de este paralelogramo de fuerzas. (...) El pueblo es para nosotros la serie de hombres, que, por las condiciones especiales de su vida, se diferencian entre sí lo menos posible, y tienen el mayor número de notas comunes; el pueblo lo constituyen esa serie de hombres de escasa cultura literaria y científica que visten de blusa o de chaqueta, se ocupan en ejercicios especialmente manuales, invierten su vida en tareas en su mayor parte mecánicas y con las que atienden a las necesidades de su vida; serie de hombres que por gastar la mayor parte de sus energías en esos trabajos y no disponer del exceso de actividad con que cuenta el hombre que tiene satisfechas sus primeras necesidades, comunica sus afectos y pensamientos dentro de una esfera de acción más reducida, que viene a modificar menos sensiblemente su progreso mental y a tenerle más cerca del estado primitivo del ingenio humano (1975: 298-299). En resumidas cuentas, el pueblo para Machado no es una masa amorfa indefinible y asustancial, sino un conjunto más o menos homogéneo de personas, aunque difícil de cifrar, sin conocimiento erudito, pero no por ello sin cultura, que viven de un trabajo generalmente manual y asalariado y cuyo mundo, precisamente a causa de la tarea imperiosa de cubrir las necesidades más básicas, se ve reducido a la experiencia cotidiana y se encuentra en constante proceso de retroalimentación.

Las teorías de Demófilo se basan indudablemente en el pensamiento del positivismo evolucionista de la época donde se comparan y extrapolan las funciones y

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etapas vitales de un individuo a toda la sociedad o a alguna de sus partes constitutivas.31

Este autor ve en el pueblo la “niñez de la humanidad” en el que predomina la franqueza,

el sentimiento y la fantasía y, por lo tanto, lo considera un estadio mucho más fructífero

para el ejercicio de la poesía, en tanto que la poesía erudita sería producto de un estadio

“adulto” (todo lo que no es el pueblo) donde el mundo es mucho más amplio y, por tanto, permite un espacio más propicio para la reflexión. Es decir, para Machado el hombre erudito mantiene o es capaz de mantener un cierto distanciamiento de su realidad exterior cotidiana, sabe idiomas, conoce mundo y, por tanto, es “menos esclavo de las circunstancias exteriores y del impulso que lo solicita” (1975: 300), lo que se refleja en su poesía, mientras que la popular “expresa siempre una relación más directa entre el objeto

sentido y el sujeto que siente [y] canta siempre sin mira interesada, sin fin preconcebido,

sin otro estímulo que el de su sentimiento” (1975: 300). Sin embargo, Demófilo fue muy

consciente de que la poesía culta y la popular se intersectan en ocasiones y ejercen una

mutua influencia a lo largo de la historia.

El segundo de los artículos que quisiera comentar constituye el prólogo de una

antología titulada Cantes flamencos/Colección escogida,32 editada por la Biblioteca del semanario satírico El motín en 1887, tomada de las colecciones de otros estudiosos del folklore como Don Preciso, Fernán Caballero, Lafuente Alcántara, Rodríguez Marín y el

31 Un paralelismo que, como señalara Calinescu (1996: 26), tiene una larga tradición desde San Agustín (Ciudad de Dios) a Francis Bacon (Novum Organum). Nietzsche, quizá por influencia de Pascal, también maneja esta metáfora (cfr. aforismo 147 de Humano, demasiado humano).

32 Machado y Álvarez publicó este libro debido a las penurias económicas en las que se encontraba, según se desprende de una carta enviada a su amigo Luis Montoto y fechada en Madrid el 21 de abril de 1887 (cfr. Pineda Novo 1992).

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propio Demófilo.33 En dicho prólogo Antonio Machado y Álvarez expresa la intención de elaborar un Cancionero popular español sin discriminación por cuestiones estéticas34 de unas cien mil canciones a partir de los trabajos de acreditados folkloristas de todas las regiones españolas como elemento indispensable para una comprensión más completa y fidedigna de la literatura de la nación.35

Por otro lado, Demófilo expande ahora la autoría de la copla flamenca a todo el pueblo, o al menos, a miembros integrantes de éste (1985: 14). Si en el trabajo anterior de

1881, el escritor sevillano había singularizado la autoría de esas coplas flamencas en

33 La antología, con una acotación preliminar de su hijo Manuel Machado, fue reeditada por primera vez por Espasa-Calpe en Buenos Aires sólo con el título de Cantes flamencos en 1947, donde hay una selección de soleares, seguiriyas gitanas, coplas, serranas y cantares. Aquí se citará este libro por la reedición de 1985.

34 En el “Post-Scriptum” Machado y Álvarez exalta el carácter científico de su trabajo afirmando “la necesidad de coleccionar y estudiar todas las coplas, tanto las buenas como las malas, tanto las que muestran un pensamiento delicado como las que envuelven un pensamiento grosero y egoísta; no de otro modo que el zoólogo estudia desde el reptil más repugnante hasta el ave mas primorosa, y el botánico desde la ortiga que punza hasta la rosa que embriaga con su perfume” (1975: 311).

35 La necesidad de recopilación y catalogación del folklore español fue probablemente el proyecto más ambicioso de Demófilo, que no llegó a llevar a cabo por numerosos obstáculos, tanto personales como externos. Demófilo era consciente de la necesidad de una amplia financiación pública para el desarrollo de sus trabajos, por lo que adoptó determinadas estrategias para intentar “forzar” de manera subrepticia la colaboración de personas que estuvieran en la mejor posición para ayudarle. En carta a Hugo Schuchardt, fechada el 7 de noviembre de 1883, expone al profesor austriaco sus quejas por la poca preocupación de las autoridades y una de las formas para poder implicarlos: “Es el caso que con el objeto de promover en las distintas regiones de la península la formación de centros de Folk-Lore análogos al de Sevilla y Frenegal, que han tenido por órganos el El Folk-Lore Andaluz y el Bético-extremeño, revista que Vd. Conoce, he pedido una conferencia a los señores Cánovas y Cautelar, a ver si podía interesarlos por una empresa que considero de interés nacional; pero no habiendo logrado aun dicha conferencia, cargado ya (amostazado, abroncado, fastidiado, incómodo) les he dedicado el artículo que le envío diciéndoles lo que, después de todo, creo verdad, a saber: que mientras desdeñan estas modestas empresas, no tienen idea ninguna, mi más que ambiciones pequeñas. Ahora bien, si Vd. Cree en conciencia que tengo razón, que la obra del Folk- Lore Español tiene verdaderamente importancia y que ellos obran mal al guardar un desdeñoso silencio, quisiera que, bien traduciendo el artículo, o bien extractándolo, lo hiciera insertar en un periódico de gran circulación de Viena (más bien conservador que liberal, si fuera posible). Haciendo que el periódico, de cuenta propia, excitando, especialmente, a los señores Cánovas y cautelar que son, a más de políticos, literatos, los obligase a contestar, dando, en cierto modo, a entender que en el extranjero es esperaba con curiosidad su contestación” (en Steingress, 1996: 94-95).

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artistas que, aún perteneciendo al pueblo, apenas eran conocidos fuera del círculo de la afición, ahora la asigna también a personas anónimas, hombres y mujeres de condición humilde, tanto reales como imaginarias, que no son conscientes de su labor artística:

A estos cantaores de profesión, que no sólo viven de lo que comen, sino de lo que cantan, han de unirse como autores, según he dicho, los infinitos Sánchez, Pérez y Garcías, que, así como los López, no son los Sánchez, Pérez y Garcías que conocéis,36 sino otros López, que en infinito número andan desparramados por esos mundos de Dios, arando, tejiendo, carpinteando, forjando, cosiendo, cavando, vareando aceitunas y rompiéndose el alma de mil modos,37 y ajenos por completo a que sus cantos y trinos son luego motivo de estas disquisiciones filosóficas, vamos al decir (1985:15).

Del artículo de 1883 y de éste de 1887 pueden extraerse también algunas conclusiones importantes acerca de la copla y la poesía popular:

1) La copla se compone de cuatro versos octosílabos romanceados, o sea, con rima

en asonante en los impares cuya función fundamental es expresar los sentimientos

del poeta y no existe prueba fiable alguna de que se cultivara como género en los

siglos pasados (1975: 275 y 296).

2) La poesía popular es predominantemente épica, como así lo atestiguan los

romances de todos los tiempos; es decir, constituye una representación objetiva de

lo real material; pero la copla, por su brevedad y especial estructura hace que el

hombre del pueblo no refleje más que su propio sentimiento: “la copla es, dentro

siempre de los límites convencionales, una poesía lírica dentro de lo épico; lo

menos lírico, si se quiere, dentro de lo lírico; lo menos épico, si se quiere, dentro

36 Demófilo es muy consciente del público para el que escribe, que no es precisamente el pueblo.

37 Algunos de estos oficios eran desempeñados mayoritariamente por gitanos: canasteros y fragüeros.

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de lo épico. La copla, por lo que llamaría un filósofo su esencialidad, es afectiva

siempre” (1975: 292). Es decir, que los asuntos cotidianos y los hechos históricos

que reflejan algunas coplas sirven siempre de causa o pretexto para la expresión

de un sentimiento individual y no tienen una intención documental per se.

3) A diferencia de los romances de ciegos y de los romances cultos, las coplas

populares carecen casi por completo de ripios (1975: 293; 1985: 16).

4) Toda poesía es siempre individual porque materialmente está compuesta por una

persona, pero la poesía popular bebe de las fuentes del pueblo, de una tradición

anónima donde el poeta agrega paulatinamente variantes, a veces casi

imperceptibles, en las que no es posible desentrañar cuál es la “poesía matriz” ni

asegurar que el pensamiento que encierra la poesía no haya sido muchas veces

antes declarado. Lo nuevo es “todo y nada”; todo porque otra copla exactamente

igual a la del Fillo no existe en parte alguna del mundo; nada porque no hay un

elemento que no haya sido mil veces repetido por individuos que se encontraron

en disposición análoga” (1975: 304).

5) Las coplas populares se distinguen de las eruditas en el estilo, los vocablos

empleados, los modismos, los giros y locuciones, construcciones sintácticas y los

“elementos ideales” y conocimientos del pueblo, aunque ello no significa que

poetas eruditos no puedan componer coplas populares de igual o superior valía,

siempre que se atengan al estilo popular (1975: 301).38

38 Sobre la diferencia entre la copla popular y la copla culta disfrazada de popular pueden consultarse los ejemplos de Demófilo (1975: 311-313).

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6) La copla popular es siempre carácter oral y cantado, por lo que solamente se las

puede juzgar atendiendo a la melodía y al tono emocional con el que han nacido y

con el que se expresan. “No es que la copla se pone en música como se puede

poner en música una oda (...) Una copla [que nace] escrita es una copla

estropeada” (1985: 15).

Hasta aquí las afirmaciones más importantes de Demófilo, algunas de las cuales

han sido sometidas a revisión en las décadas posteriores. Desde luego una de las más

polémicas tiene que ver con la supuesta aparición de un cante “gitano” en un período

anterior al vivido por Demófilo y que habría degenerado al mezclarse con la cultura

andaluza. El cante flamenco, por tanto, guarda relación con el gitano a través

precisamente de la convivencia de esos sinónimos (flamenco = gitano) pero, según este

autor, el flamenco nada tiene que ver ya (último tercio del XIX) con un anterior “cante

gitano”. En definitiva, para Demófilo los cantes flamencos muestran una fuerte influencia

andaluza (se hacen gachonales) y por lo tanto han perdido su carácter gitano, por lo que

tiene que haber existido un cante gitano “puro”.39

Esta aseveración (y alguna otra en relación con ella) ha sido puesta en cuestión

con brillantez por Gerhard Steingress (1993: 103-116). Según el profesor austriaco la

afirmación de Demófilo de que los cantes flamencos no son un género popular sino

creaciones individuales conocidas sólo por la afición y un público heterogéneo puede

entenderse de dos formas distintas: por un lado, que los cantes flamencos “eran

39 El origen de la polémica que todavía hoy pervive entre cantes “puros” y cantes “degenerados” está precisamente en esta declaración de Machado y Álvarez.

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composiciones nuevas a las que no les había dado tiempo de ser conocidas por el gran

público” y por lo tanto no podían ser “populares”.40 Esto se apoya en el hecho de que estos cantes eran fruto de creaciones individuales de artistas de condición marginal; y por

otro lado, que estas composiciones eran tan antiguas que habían desaparecido con el

tiempo y sólo eran conocidas por los especialistas (“especies listas”, que diría Cabrera

Infante). Esta afirmación se apoyaría en los tipos de coplas como polos, cañas, rondeñas,

malagueñas...etc., que Estébanez Calderón menciona en sus Escenas andaluzas como

derivadas de formas musicales más antiguas. De lo que surge inmediatamente la pregunta

de cómo si los cantes flamencos se basaron en estos bailes y cantos tradicionales pueden

ser modernos e individuales.

Para contestar a esta pregunta Steingress, apoyándose en las afirmaciones de

Hugo Schuchart que luego comentaremos, desliga dentro del flamenco en primer lugar lo

que es la composición lírica o copla flamenca (surgida a través de las formas románticas de la poesía individual moderna), de las formas musicales (“nueva modalidad” la llamaría

Manuel de Falla) que la acompañaron, basadas en tradiciones musicales más antiguas.

Por tanto los cantes flamencos tanto en su manifestación lírica como musical son modernos, aunque en la segunda faceta provengan de raíces más antiguas. El cante flamenco surge entonces en el marco del desarrollo de la cultura romántica como una apropiación popularizada de la poesía no-popular que daría lugar a la copla flamenca y como una reinterpretación de tradiciones musicales en desuso que se acomodó muy bien

40 Vemos pues como el sentido de la palabra popular lo utiliza Demófilo en una doble vertiente que no es en absoluto sinónima: popular en el sentido de “famoso”, de algo conocido por la mayoría de la gente y popular en el sentido de producción hecha “por el pueblo”. Es evidente que no es lo mismo y de esta confusión vienen algunos de los problemas que afectan al flamenco desde sus orígenes.

61

a la recuperación imaginativa del pasado en este período romántico. La atribución de la paternidad gitana de estos cantes ya degenerados vendría, según Steingress, de la moda

“gitanista” que imperaba en España y el extranjero y que se avenía también a la

perfección con la expectativa romántica:

Sin duda el costumbrismo español había generado el gitanismo como postura artística de la cual surgió la moda de atribuir una serie de bailes, poesías y músicas a los gitanos del Sur de Andalucía. El “mundo gitano” sirvió como metáfora artística para designar una serie de creaciones modernas que además de ser “gitanas” no se consideraron “populares” a causa de su carácter moderno. Sin duda, Demófilo escribió su “Prólogo” bajo la influencia del gitanismo costumbrista, identificando el gitanismo como postura artística con la realidad del mundo gitano de su época (1993: 106-107).

Al mismo tiempo Demófilo había dado otros argumentos que apoyaban la tesis del carácter no-popular de los cantes flamencos cuando afirmaba que estos cantes se basaban en las soleares,41 estrofa típica de la lírica popular española, que se convierten en

41 La soleá, junto con la siguiriya, se considera uno de los pilares fundamentales del cante flamenco. La soledad más antigua es una estrofa de tres versos octosílabos donde riman en asonante los impares, o sea, una tercerilla asonantada y su origen como forma independiente, según Vossler (2000: 20), se remonta al siglo XVI, aunque su prefiguración poética se encuentra en algunas jarchas del siglo XII (Ríos Ruiz 1972: 78). También puede constar de cuatro versos octosílabos rimando en asonante el primero y el tercero, y el segundo y el cuarto, denominándosela entonces también cuarteta asonantada o tirana (Quilis 1999: 103). En el mundo flamenco se le denomina soleá, aparece a principios del siglo XIX como fecha más temprana y es cantada en estrofas de tres (soleá corta, la más usada) y cuatro versos octosílabos bien asonantes, bien consonantes. Es considerada uno de los estilos básicos y sus letras responden a una temática muy amplia que va desde lo grave hasta lo intrascendente, aunque destacan sus alusiones a la vida, el amor y la muerte. Schuchart (1990: 54) afirma que antiguamente ese aire solía ser más vivaz y bailable. Rigurosamente se habla de cantes por soleá debido a la variedad de matices que tiene. Dentro de este estilo puede hablarse de la soleá apolá que se canta como remate del polo, soleá de cambio que se cantan con una entonación diferente como remate a una serie larga; soleá por bulerías cuyo compás se acerca al de la bulería pero sin llegar al brío de ésta; y soleariya forma abreviada de la soleá cuyo primer verso consta de tres o cinco sílabas y los dos restantes octosílabos. Sobre el origen del término existen varias teorías. Demófilo, sin aportar ninguna prueba fiable, afirma que el nombre de estos cantes es debido “a una mujer llamada Soledad, y no a su melancólica tristeza” (1998:16). Para Ríos Ruiz soleá no viene de la palabra “soledad” en cualquiera de sus modalidades (como nombre común, o como nombre propio) porque es un cante de diálogo y porque “nació como copla o trovo improvisado en los tajos de los campos bajoandaluces, entre las cuadrillas de gitanos escaldadores del trigo o vareadores de aceitunas, a pleno sol (no olvidemos que la 62

cantes flamencos a través de su adaptación al aire regional andaluz y a una forma peculiar

de cantar (a lo flamenco), de manera que “la fórmula artística empleada por los

“flamencos”, consistió en una combinación de ciertas tradiciones musicales consideradas

antiguas con una nueva poesía de tipo romántico y no popular [la copla flamenca],

fundada en las formas métricas de la poesía popular española [las soleares,

principalmente]” (Steingress 1993: 107).

El error, según el autor austriaco, proviene de la confusión que tuvo Demófilo al

asociar “gitano” a “flamenco”, cuando no existe constancia alguna de que existiera una poesía gitana autóctona ni antes ni durante el siglo XIX en Andalucía, pero sí consta la existencia de cantaores andaluces modernos vinculados directa o indirectamente con el mundo gitano que crearon un nuevo tipo de poesía popularizada y “agitanada” basada en una mezcla del habla popular andaluza, el léxico caló, la germanía y el argot. La cuestión recae entonces no en que los cantes flamencos sean producto de una reelaboración andaluza, tal y como afirma Demófilo, sino más bien que reasimilaron esa poesía moderna andaluza de tipo agitanado tan de moda a partir de finales del XVIII. No existe pues poesía gitana, sólo poesía gitanesca o agitanada cantada por artistas andaluces

románticos, o sea, “flamencos”. De ahí se deriva otro error subyacente en Demófilo, pues

este consideraba la “seguidilla gitana” o “siguiriya” como un género propio de los gitanos

cuando no era más que una gitanización de la “seguidilla común”.

recogida de aceitunas se llama soleo, y que solear –de sol- significa asolear, tender una cosa a secar)” (1972: 77). En cuanto al origen geográfico se las localiza en Alcalá, Triana, Utrera, Jerez, Lebrija y Cádiz, y algo después en Córdoba (Caballero Bonald 1997: 194).

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1.3. HUGO SCHUCHART: EL GERMEN DE LA HETERODOXIA.

La creencia de que la palabra que designa una cosa alude a su verdadera esencia o arranque original, es un error indigno de ser refutado, pero que implícitamente se sostiene todavía.

Francisco Rodríguez Adrados

Ya se ha dicho al comentar la obra de Demófilo que este autor inauguró una línea de

investigación que sienta sus bases en la creencia (sólo puede ser llamada así, como

veremos) de que los cantes flamencos constituirían una degeneración de cantes primitivos de origen gitano.

Esta posición permaneció casi inmutable durante largos años por dos motivos principales: el primero tiene que ver con la falta de atención que los estudiosos del flamenco tuvieron ante obras tan importantes como las de Menéndez Pidal o Caro Baroja, los cuales no hablaron directamente sobre este género musical pero sí aportaron indirectamente numerosas pistas para la dilucidación de algunas de sus zonas oscuras. El segundo motivo se debe a un problema de carácter histórico: la obra de Hugo Schuchart

Die Cantes Flamencos, publicada en el mismo año que el trabajo fundamental de

Demófilo sobre el tema, no fue traducida hasta ciento nueve años después, a pesar de las tentativas y las buenas intenciones del círculo de los intelectuales folcloristas.

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En efecto, sólo las primeras páginas de la obra del profesor alemán fueron traducidas y publicadas por Rodrigo Sanjurjo en el primer número de El Folk-lore Andaluz. Muchos años después aparecieron algunos párrafos en la obra de José Mercado La seguidilla

gitana (1981) aunque, según Steingress, faltos en ocasiones de rigor en la traducción.42

Finalmente, Gerhard Steingress, profesor del departamento de sociología de la

Universidad de Sevilla, en colaboración con Michaela Wolf y Eva Feenstra publicó en

1990 el libro completo de Schuchart, el cual desbarataba en gran medida las tesis defendidas por su amigo Demófilo y que podemos considerar el contrapunto a una línea gitanófila de investigación en la que los autores adscritos a esta línea ignoraron por desconocimiento lingüístico del alemán las razones expuestas en esta obra.

Die Cantes flamencos consta de dos partes principales cuya metodología se basa en la lingüística histórica comparada: una primera centrada en el origen del término, en algunos de sus modos principales (soleá, seguiriya) y en el estudio de las formas métricas más usuales (1990: 15-98); y una segunda, dedicada a la fonética andaluza y, por tanto, menos relevante para lo que aquí nos interesa (1990: 99-129).

42 Tras varios intentos de traducción, Demófilo sugirió a Schuchardt en varias cartas la posibilidad de que éste lo tradujera. En carta sin fecha exacta pero escrita en 1882, Machado y Álvarez expone las dificultades y la petición: “Sanjurjo ha sido nombrado catedrático de Madrid y ha trasladado allí su residencia; no podrá continuar la traducción; envíole los dos últimos plieguecillos que me envía para que me los devuelva corregidos: lo mejor sería que Vd. (que conoce ya bien el castellano) nos tradujera la monografía, y ya, bien solo, bien acompañado de R. Marín, le hiciera algunas pequeñas correcciones de estilo. Si no hacemos esto, la traducción va a ser el cuento de nunca acabar” (en Steingress, 1996: 89). Un año más tarde, el objetivo no se había cumplido y en carta del 7 de mayo de 1883, Demófilo vuelve a plantearle la propuesta: “se hace indispensable que en esta ocasión se sacrifique V. a mis deseos y traduzca al castellano su docta monografía Die Cantes flamencos para publicarla en la Biblioteca, que con el título Folk.Lore. Biblioteca de las tradiciones populares españolas, vamos a publicar, desde el mes próximo mis queridos amigos D. Alejandro Guichot, D. Luis Montoto y el que suscribe” (Ibid., 91-92). Luego, en carta del 9 de septiembre de 1885, reitera la petición: “Por qué no traduces el francés o al italiano o al español, que después de todo sería lo más sencillo, tu monografía Die Cantes flamencos. Si no nunca vamos a enterarnos de lo que dice” (Ibid., 103).

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Schuchart expone, siguiendo a Borrow, que la asimilación de gitano con flamenco

se debe a la costumbre de los pueblos europeos de denominar a esta etnia según los países

de donde parecían proceder. Así, se les llamó “egipcianos” (que derivó en “egiptano” y

luego en “gitano”), “bohemios” (de la zona de lo que ahora es Hungría, Chequia y

Eslovaquia) o “athinganes” (Armenia). En España la procedencia de los gitanos se

remontó solamente hasta Alemania como consecuencia de su expulsión de este país en el

siglo XVI y que produjo una fuerte inmigración gitana en la península ibérica. Al

principio se les denominó “germanos” pero, a causa de la identificación de los alemanes

con los habitantes de Flandes con los que los españoles estaban familiarizados, pasaron

luego a llamarse “flamencos”. Después se llamó “germanos” a todo tipo de bribones profesionales de donde deriva “germanía”, utilizada, junto con la jerigonza, por el

lenguaje gitano. Según esto, “flamenco” por identificación con “germano” (alemán) sería

sinónimo de “gitano”. Pero Schuchart señala algunas diferencias: “gitano” es usado con

un sentido metafórico como “astuto”, “zalamero” y se aplica a los cantes, mientras que

“flamenco” caracteriza a lo semejante a gitano, lo “gitanesco”. Flamenco entonces no es

sinónimo de “gitano”, sino de “agitanado” o a la manera gitana, que es algo distinto. Es

por eso, que los cantes flamencos, en lo que respecta al lenguaje, no son gitanos, sino

agitanados, pudiéndose entender en un doble sentido: “ora que se trate de un lenguaje

gitano andaluzado, ora de un andaluz decorado con el lenguaje gitano” (21). Schuchart elige el segundo camino y con él la teoría contraria a Demófilo. El profesor alemán ya había visto la contradicción del folclorista sevillano cuando afirmaba que el flamenco era

el resultado de la mezcla de la clase baja del pueblo andaluz y el pueblo gitano y la

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posterior afirmación de que esos cantes estaban “andaluzándose”. ¿Cómo podía

“andaluzarse” algo que ya tenía de hecho elementos andaluces desde su origen? El hecho

de que la mayoría de los cantaores de la época fueran gitanos no demuestra en absoluto

que el flamenco fuera de creación gitana. Lo que sí demuestra, y no es poco, es que en el

proceso de formación y desarrollo del género los gitanos tuvieron una importancia

fundamental. Creo sinceramente, como opino que cree gran parte de la flamencología

actual, que las afirmaciones de Demófilo sobre este asunto incluyen más una aportación gitana en lo que respecta a la música y al baile que en lo que respecta a la poesía.

Demófilo intuye, y no pasa de ser una intuición porque nunca lo demuestra empíricamente, que existió una genuina contribución gitana y que el agachonamiento del flamenco viene más bien de parte de la estructura musical (tanto armónica como melódica) que de la sustancia lírica. Se intuye que el “agachonamiento” del que habla

Demófilo es más bien una “occidentalización andaluzada”, tal y como luego demostraría

Manuel de Falla al hablar de la degeneración del cante jondo.

Por eso Schuchart es muy cauto al abstenerse en señalar si los gitanos, con respecto a la música y el baile, “se comportaron más como imitadores que como creadores” (23). En cuanto a la poesía lo tiene claro. Apoyándose en los trabajos de Friedrich Müller y

Miklosich sobre la música practicada por los gitanos en Hungría, Rumanía y Ucrania, afirma que los “gitanos son un pueblo de escaso talento poético, y las primitivas huellas de este arte que observamos entre ellos ponen de relieve la influencia de los pueblos con quienes cohabitan” (23). El estudio de Schuchart se basa en una investigación comparada entre las canciones supuestamente de origen autóctono gitano recopiladas por el pastor

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protestante George Borrow en su libro The Zincali; or an account of the Gyspsies of

Spain (1841) y la recopilación de cantes flamencos de Demófilo. Tras una comparación exhaustiva de las canciones de uno y otro libro Schuchart llega a la conclusión de que con respecto al lenguaje, no son especialmente diferentes y que el caló (dialecto romaní de los gitanos españoles) que aparece en la colección de canciones de Borrow sólo se distingue del español por su léxico. Ni la medida de los versos, ni la sintaxis, ni el contenido de las canciones varía fundamentalmente:

En suma, repito que no existen restos seguros de una originaria y real poesía gitana. Lo que Borrow nos ofrece como tales, se basa completamente en la poesía popular española. Parece que los gitanos que tradicionalmente fueron más cantadores que poetas, no se sintieron nunca especialmente tentados por ésta y menos aún a poetizar en su propio idioma. (...) Para los gitanos, el caló no gozó de ninguna manera de la fascinación poética que normalmente se halla en el idioma maternal, sino que les sirvió sobre todo como lenguaje secreto o directamente como germanía; en su estructura interna y su carácter era completamente español, más aún, no era muy apropiado para el verso corto y la asonancia debido a las frecuentes palabras largas y a los nominativos con acento final. A los gitanos que dominaban de igual modo ambos idiomas les convenía más y les resultaba más fácil servirse del español que les ofrecía rimas ya hechas y versos de uso común, y seguramente lo hicieron así, excepto en las ocasiones en las que necesitaban ocultar sus pensamientos ante los busnés (33- 34).43

Schuchart es muy claro al señalar que los gitanos se asimilaron con enorme facilidad a las tradiciones y costumbres andaluzas, a sus formas de trabajo, hasta el punto de que “casi fueron considerados como sus mejores representantes” (35). A este proceso de aculturación a gran escala por parte de los gitanos siguió una gitanización de los andaluces en pequeña escala, confirmada por la existencia desde el reinado de Carlos III

43 “Busné” es una palabra del dialecto calé que los gitanos emplean para referirse a a la gente extraña, es decir, a la que no pertenece a su cultura. Sobre el léxico calé, cfr. Ropero Núñez.

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de una “afición” por lo gitano en todos los estratos sociales de la sociedad andaluza, pero

sobre todo entre las clases media y aristocrática que no tenía que convivir con ellos. Esa

afición por lo gitano (el denominado “majismo”), cuyos antecedentes pueden encontrarse

en el ambiente picaresco de las novelas de Cervantes, dejó huellas imborrables en el

lenguaje jergal utilizado por las clases adineradas en las tertulias, en las juergas, y en la

creación de una literatura sobretodo dramática (sainetes y ) muy atenta a la

moda del momento. Las coplas recogidas por Demófilo demostrarían una reducción al

mínimo del caló como consecuencia del declive de esta moda y su afición hacia finales

del siglo XIX. En cuanto al contenido de las coplas, sustancialmente no difieren en nada de la poesía popular andaluza:

El lugar que la vida gitana ocupa en la poesía popular se ha ampliado en los cantes flamencos a causa de la influencia ya mencionada. Más vuelvo a recordar que las costumbres de los gitanos coinciden casi por completo con las de los andaluces. Sólo excepcionalmente se aceptan alusiones a lo peculiar, como por ejemplo, el ritual de la boda mencionado tanto en Borrow como en Demófilo (45). [...] Demófilo explica los cantes flamencos como “gitanos en su espíritu y acaso en sus construcciones, y andaluces en su forma exterior”. Desearía que hubiera aclarado esto. ¿Se manifiesta en los cantes flamencos el temperamento y el alma gitana? Se supone que se caracterizan por el estado melancólico que se les ha atribuido. ¿Pero, no puede ser también que la desgracia sufrida o los crímenes, en medio de un pueblo tan alegre como el andaluz, hayan dado lugar a sonidos impetuosos y melancólicos? Por ejemplo, los cantos de los presos andaluces: ¿Deberían sonar más alegremente que los de sus compañeros de infortunio sicilianos? (49-50).

En relación con la cuestión musical Schuchart es muy cauto y basándose en los

estudios musicológicos de Gevaert, sugiere que los gitanos bien pudieron haberse

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apropiado del canto moruno modificándolo y evolucionándolo recientemente, aunque confiesa que durante su estancia en Marruecos no escuchó nada parecido a los cantes flamencos, por lo que si hay algo genuinamente gitano habrá de encontrarse en el elemento musical.44 En todo caso reconoce algo muy importante que ha sido una constante dentro del flamenco: que las fronteras de demarcación interna de este género

son bastante laxas.

Otra de las afirmaciones de Demófilo para demostrar el origen gitano de algunos

cantes flamencos vendría de la suposición de que estos inventaron una forma llamada

“seguidilla gitana” o “siguiriya”, llamada también “playera” (de “plañidera”, según

Sbarbi), diferente de la seguidilla española. La primera estaría formada por una estrofa de cuatro versos de seis sílabas el primero, segundo y cuarto verso y un endecasílabo el

tercero (6,6,11,6), mientras que la segunda estaría formada por una estrofa de cuatro

versos heptasílabos los impares y pentasílabos los pares con un estribillo de tres versos

pentasílabos los impares y heptasílabo el sobrante (7,5,7,5-5,7,5). Según Schuchart tal

invención es muy conocida en la tradición hispánica. Si efectuamos una división en el

verso endecasílabo (6,6, 5+6, 6) nos daría en primer lugar una cuarteta de hexasílabos, lo

que se denomina una redondilla de arte menor que se utilizaba en los cantos fúnebres con

el nombre de “”. Así, la playera o siguiriya gitana sería una endecha con la

interpolación de un verso pentasílabo que en la mayoría de los casos presenta una alusión

de parentesco o de amistad, ya sea como parte de la construcción sintáctica o como

44 Steingress (1993: 124-125) ha señalado al respecto que estudios recientes hacen derivar el cante flamenco moderno de la música andalusí y que éste ha influido mucho en la música del Noroeste de África, lo que implica que en la época en que escribe Schuchart quizá ese elemento no estuviera aún desarrollado por lo que puede sostenerse la hipótesis de una posterior “orientalización” del cante. 70

invocación. Schuchart fue muy preciso al hablar del papel determinante de la música flamenca en la aparición de nuevas formas estilísticas de la llamada poesía popular. Es una música peculiar (la “nueva modalidad” de la que hablaría Manuel de Falla) la que convierte una copla popular en cante.

Esa redondilla de arte menor, por otro lado una forma básica de la canción lírica popular de toda Europa, apareció en España como una copla de versos octosílabos romanceados llamada también cuarteta y constituye el pilar básico de toda la lírica popular andaluza y el punto de partida de las sucesivas modificaciones poéticas empleadas por los cantaores del XIX para acomodarla al estilo musical empleado. Con respecto a esas modificaciones, Schuchart señala las siguientes:

1) la cuarteta originaria se transforma en sexteta como en el caso de la malagueña, la

rondeña, el fandango y los diversos aires flamencos, sin que la letra de la copla

experimente ampliación alguna (57).

2) Se interpola un verso o una parte de un verso fijo que expresa una relación

general con el conjunto de la estrofa y que puede considerarse el refrán de la

copla o una interjección en el tránsito entre canto y recitativo. Es el caso de la

“debla” donde se añade a los cuatro octosílabos un hexasílabo en caló

hispanizado. Además existen estribillos de tres versos que transforman la copla en

una de nueve como el caso de la petenera.

3) Los versos repetidos se reemplazan por otros nuevos y las invocaciones se

intercambian según el contexto. 71

En cuanto a las soleares, Schuchart (62-80) afirma que son coplas de tres versos

(tercetos) generalmente por disminución de la cuarteta, lo que en ocasiones producía una copla mutilada con un comienzo absurdo. Sin embargo, señala también que el origen de esta forma es más remoto que el cante flamenco por su conexión con los “stornelli” italianos, las “saudades” portuguesas y los “tercetos” gallegos. Existen pues cuartetas cantadas por soleá (soleares de cuatro versos), soleariyas o soleás quebradas (el primer octosílabo se reduce a un trisílabo) y soleares de tres versos que son las propiamente flamencas.

Así pues, en el año de 1881 y tras la publicación de los libros de Demófilo y

Schuchardt, ya estaban asentadas las posiciones y las líneas de fuerza de una polémica que habría de constituir el centro neurálgico de los sucesivos debates que se prolongarían durante todo el siglo XX. La ausencia de la traducción de la obra de Schuchardt hasta los años noventa permitió que algunas de las tesis de Machado y Álvarez discurrieran sin muchos obstáculos. Para la fecha antes mencionada, la polémica tenía como eje principal la que giraba en torno al origen del cante tanto en su faceta lírica como en su faceta musical. Y sobre su origen existían dos corrientes de opinión contrapuestas: el origen gitano de un cante que iba perdiendo su esencia por causa de su “andalucización”

(Demófilo) o el origen andaluz de un cante que se había agitanado (Schuchardt). Sin embargo, en los textos podemos reconocer el planteamiento de otros problemas que han constituido una fuente de intensos debates y a los que las distintas disciplinas académicas se han acercado siguiendo sus propios intereses: el estudio de los orígenes de la palabra

72

“flamenco” desde la filología y la historia; la posibilidad de encontrar otros factores

influyentes en el flamenco al margen de la impronta gitana por parte de la musicología y la etnomusicología; la problemática concepción de lo “popular” y lo “folklórico” aplicado al caso del flamenco y su no menos problemático desarrollo en el ámbito de la cultura de masas y la economía de mercado desde la sociología y los estudios culturales; la influencia étnica, geográfica y de género en la configuración y cosmovisión del flamenco desde la antropología; y, finalmente, la sugerencia de una teoría de la emoción y la expresión como categoría fundamental del arte flamenco desde la psicología y la estética. Todo ello se encuentra, bien de manera central o de manera marginal en estos textos fundacionales de la crítica del flamenco.

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CAPÍTULO 2

La recuperación del cante jondo y el flamenco

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2.1. EL CONCURSO DE CANTE JONDO DE GRANADA DE 1922.

“La leyenda de la Edad de Oro es muy antigua. No conocemos con exactitud la razón de tipo sociológico en que se apoya la veneración por el pasado; es posible que tenga sus raíces en la solidaridad familiar y tribal o en el afán de las clases privilegiadas de basar sus prerrogativas en la herencia. Como quiera que sea, la convicción de que lo mejor tiene que ser también lo más antiguo es tan fuerte, aún hoy, que muchos historiadores del arte y arqueólogos no temen falsear la historia con tal de mostrar que el estilo artístico que a ellos personalmente les resulta más sugestivo es también el más antiguo”. Arnold Hausser. Historia social de la literatura y el arte.

Uno de los rasgos más característicos (y curiosos) que marcan el flamenco desde sus orígenes hasta la actualidad, tal y como le ha ocurrido también al jazz (Berendt) o al rock (Grossberg), es que la crítica lo ha considerado siempre un género “en decadencia” o un arte “en proceso de degeneración”. Cuál y cómo fuera ese momento adánico del cante y en qué momento se produjo todavía es asunto por vislumbrar, aunque mucho me temo que a esto del “cante puro” como sinónimo de “cante gitano” le pase un poco como a las meigas: “haberlas haylas, pero nadie las ha visto todavía”. Hemos señalado la declaración de Demófilo con respecto a esa degeneración; también fue la apreciación de los miembros de la generación del 98 aunque por motivos distintos, y cuando se habla de los años veinte del ya siglo pasado se dice que “por entonces ya era un hecho la decadencia del arte flamenco” (Álvarez Caballero 1994: 211).45 El propio Falla en su

45 En la novela que abre la primera trilogía de Pío Baroja (La busca) puede observarse también esta sensación de agotamiento de las raíces del flamenco a principios del siglo XX. Manuel Alcaraz, el 76

escrito del año 1922 declararía que “ese tesoro de belleza –el canto puro andaluz- no sólo

amenaza ruina, sino que está a punto de desaparecer para siempre” (1972: 130). Recién

estrenada la década de los setenta del siglo pasado, el escritor gaditano Fernando

Quiñones escribiría también un libro de título significativo (El flamenco: vida y muerte)

en el que declara que “aceleradamente, los manaderos del flamenco están en vías de

agotamiento” (22). Fernández Bañuls y Pérez Orozco escribían en los ochenta, como

suscribiendo su agonía, que el flamenco “se resiste a morir, pese a los embates sin

compasión de la estupidez, la ignorancia y el arrogante poderío de la superficialidad y del

mercado, el dios inicuo que tiene por único objetivo el engaño, la confusión, la miseria

disfrazada de arte nuevo” (15). Y, ya en el umbral del siglo XXI, Ortiz Nuevo dedicaba,

de todo corazón pero con sorna, su último libro hasta la fecha a “los firmantes del

manifiesto que, en vísperas de la Bienal [de flamenco] del 96, pusieron el grito en el

cielo, diciendo, una vez más, que esto corría peligro” (2000). La explicación que

convierte al flamenco en un género hipocondríaco se deriva, casi unánimemente, de su

supuesto tránsito, sin posibilidad de retorno, de los espacios privados de socialización a

los públicos; de lo auténtico, amparado en la tradición, a lo espurio mediante su

contaminación con formas globales emergentes; de su sentido de fiesta ritual comunitaria

a espectáculo de masas; en definitiva de su inclusión como mercancía en el circuito de la

industria de la cultura, sin que pocas veces se tenga en cuenta, como ha afirmado deWaal

Malefyt, que es esa tensión dialéctica lo que contribuye a su propia vitalidad. Desde

personaje principal, está de juerga con su amigo Leandro en un tal Café de la Marina y escuchan la conversación de dos aficionados: “ Ya no hay artistas -decía el chalán-; antes venía uno aquí a ver el Pinto, al Canito, a los Feos, a las Macarronas... ahora, ¿qué? Ahora na; pollos en vinagre” (2001: 98).

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luego, a tenor de lo ocurrido durante todo el siglo XX, el flamenco parece un género cuya

decadencia tiene la salud de hierro y que ésta necesita ponerse a prueba provocándose su

propia enfermedad, tal y como les ocurre a los pacientes que sufren el llamado “síndrome

de Munchaüssen”.

Si durante el siglo XIX la culpa del declive del flamenco residía en los café-cantantes,

en los años veinte recayó en el “operismo”, una especie de “revolución minimalista” que

tuvo su máximo exponente en José Tejada Martín, apodado primero “Niño de Marchena”

y algo más tarde “Pepe Marchena”, un artista que, según Álvarez Caballero “minimizó el

cante, lo frivolizó, a fuerza de suavizarlo y dulcificarlo lo hizo superficial, puro artificio,

como si dijéramos le quitó seriedad” (1994: 224).46 El operismo o la “ópera flamenca”

eran espectáculos que proliferaron desde los años veinte hasta el inicio de la guerra civil que organizaban empresarios profesionales, entre los más conocidos Vedrines y Alberto

Monserrat, generalmente en plazas de toros y grandes teatros, lo que suponía un gran esfuerzo inversor.47 A pesar de que se ha dicho que la ópera flamenca introdujo la

orquesta en la música flamenca, aquélla sólo generalizó su uso, pues estudios recientes

confirman ya la presencia de grupos instrumentales en el teatro del último cuarto del siglo

XIX (Ortiz Nuevo 1990: 127). Además, promovió los cantes más ligeros como los

46 Sobre la impronta positiva y negativa que Pepe Marchena dejó en el flamenco puede consultarse Álvarez Caballero (1994: 384-386), Cobo ( y Linares y Núñez (1998: 227 y 236). Para escuchar los cantes de la primera época de este cantaor, cfr. Marchena (1996).

47 Blas Vega y Ríos Ruiz afirman: “El origen de su denominación se debe a que sus promotores aprovecharon ingeniosamente una disposición tributaria, por la que entre los espectáculos públicos, los de conciertos instrumentales y la ópera sólo tributaban el 3 por ciento, frente al 10 por ciento que tenían que tributar los de variedades, y no por el mero hecho de anunciar los espectáculos flamencos en cuestión con grandilocuencia o exaltación desmesurada, como normalmente se ha pensado durante mucho tiempo” (1990, II: 548).

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fandangos y fandanguillos, los aires levantinos y los cantes denominados “de ida y

vuelta”,48 invenciones, según Edgar Neville de “jilgueros de vía estrecha, que aprendían

una especie de montaña rusa musical, incorporaban estilos sudamericanos inventando

ellos mismos las letras más cursis y ramplonas que se han conocido jamás” (13). Surgió,

desde luego, como reacción y en competencia con una oferta variopinta de espectáculos

que proliferaban en los años veinte como el music-hall, las representaciones teatrales, los

cines, el circo, las varietés y el cuplé.

No es momento ahora de hablar largo y tendido de estos espectáculos, asunto que

además ya ha sido realizado por algunos autores (Álvarez Caballero 1994: 223-244, Blas

Vega, Grande 1999: 407-423... etc.), pero es preciso señalar que lo que se ha denominado el “cante bonito” de Pepe Marchena, una ejecución basada en el uso del falsete, del sonido nasal, de la floritura en la modulación de la voz y la ausencia de “rajo”49 tiene en

la actualidad toda una serie de seguidores en la novísima generación que ha sido

precisamente la que se ha apartado de las tendencias más heterodoxas de la generación inmediatamente anterior representada por grupos como Pata Negra, Ketama, La Barbería

del Sur... etc.: me refiero a Estrella Morente, Arcángel y, quizá en menor medida, Miguel

Poveda y Maite Martín. Ha sido precisamente esta generación nostálgica del cante bonito

48 Cantes de ida y vuelta: “Expresión que se emplea para designar en conjunto los estilos aflamencados procedentes del folklore hispanoamericano”. (Blas Vega y Ríos Ruiz, I, 148). Entre los cantes de ida y vuelta se encuentran las colombianas, , vidalitas, rumbas y milongas. Sobre el particular, cfr. Molina et alii. (1991) y Linares y Núñez (1998).

49 El “rajo”, denominado también voz “afillá” por ser El Fillo quien la prodigó originariamente, es una forma de cantar desgarrada, rota y profunda, lo que da a la expresión melódica un matiz trágico y melancólico. Aunque el “rajo” es específicamente flamenco, puede compararse, salvando las distancias melódicas, a la forma de cantar de Joe Cocker, Janis Joplin, Rod Stewart, Tom Waits o Billie Holiday o Chavela Vargas en lo que respecta al rock, el jazz, el blues y la ranchera.

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de Marchena y Jacinto Almadén quien se sitúa precisamente en una posición de defensa

de las raíces del flamenco más tradicional, lo que no deja de mostrar la paradoja del

hecho de que lo que antes era sinónimo de decadencia se convierta ahora en el factor de

salvaguarda del cante más “esencial”. Es decir que aquellos jóvenes que cantan sin rajo, normalmente payos, son ahora los defensores del cante más primitivo, mientras que los que lo hacen con rajo, normalmente gitanos, andan enzarzados en la fusión, a veces de forma muy irreflexiva pero en ocasiones también de forma muy brillante, de este arte con el jazz, la bossa-nova, el rock, el pop, el rap, el blues o la música electrónica.

Pues bien, la organización del Concurso de Cante Jondo de Granda de 1922 surge como reacción al género de la ópera flamenca y con el propósito de recuperar y conservar los cantes más antiguos como la seguiriya, la soleá, la toná, el polo y la caña, modalidades que en aquel momento estaban siendo sustituidas por cantes más fáciles al oído y sin la hondura trágica de los anteriores; en definitiva, de recuperar lo que se ha dado en llamar “cante jondo”.50

La idea inicial del concurso surgió a raíz de una conversación entre Manuel de Falla y

Miguel Cerón por los Jardines del Generalife granadino en la que se expusieron los

problemas de la posible desaparición del cante jondo.51 Con el motivo de atajar la muerte

50 Sobre las vicisitudes del concurso existe ya, además de los testimonios de la prensa de la época (Noticiero Granadino, La Voz de Granada, Gaceta del Sur, El Defensor de Granada, La Publicidad), una abundante bibliografía (Molina Fajardo 1963, 1972 y 1990; Gallego Morell 1972; Orozco y Ruiz Molinero 1972; Suárez Ávila 1972; Sopeña 1982; Byrd 1988; de Persia 1992; Leblón 1992; Álvarez Caballero 1994: 210-220; Grande 1992 y 1999: 369-406).

51 Muchísimo se ha especulado sobre la paternidad de la idea del concurso, y parece ser que ésta que exponemos es la versión más aceptada finalmente. Josephs y Caballero (1996: 68-71), tras la publicación de los autógrafos de García Lorca (Martínez Nadal 1975) afirman que fue éste el inspirador del concurso basándose en una carta escrita por el poeta granadino al músico Adolfo Salazar. Sobre la polémica carta y su interpretación puede consultarse de Persia (1992: 65-73). 80

de estos cantes pensaron en organizar un concurso entre cantaores no profesionales que

no estuviesen influidos por las nuevas modas.52 Para ello Manuel Cerón redactó una carta

con la propuesta del concurso que fue enviada al Ayuntamiento de Granada el 31 de

diciembre de 1921 y que reproduzco aquí por considerarla del máximo interés para lo que

después se comentará:

Un grupo de artistas amigos e íntimos de cuantos suscriben el presente documento pero que en todo trámite oficial y en general ante el gran público quieren, por distintas discretas razones, permanecer en el anónimo ante esa Excema. Corporación EXPONEN: Que el alto ejemplo ofrecido por las más cultas nacionalidades de Europa, preocupadas en investigar los orígenes de su arte musical, ha tiempo despertó, en algunos artistas y eruditos la idea de llevar a cabo en España un trabajo semejante; que nosotros, en la medida de nuestras fuerzas, nos propusimos colaborar en esta empresa, y que el resultado de nuestros estudios hoy ha llegado a superar nuestras primeras intenciones. Pues no solamente hallamos el germen inicial de una parte importantísima de nuestra lírica en los llamados cantos populares andaluces, sino que estos y singularmente el “cante jondo” (siguirillas, cañas, polos y soleares) se filtran y difunden desde hace muchos años por toda Europa y han ejercido, sin que de ello nos diésemos exacta cuenta, notoria influencia sobre esas modernas escuelas francesa y rusa que, por su revolucionarismo, tan distintas de nosotros creíamos. Es claro que en los términos de esta sucinta exposición no caben demostraciones; artículos, estudios y folletos sobre dicho tema serán publicados a su debido tiempo. Ahora bien, si a pesar de todo se acepta como bueno lo que, muy a la ligera, va esbozado, se comprenderá la importancia enorme de nuestro “cante

52 Algunas críticas al concurso vinieron precisamente por este motivo, aunque desde luego sin justificación alguna, porque en el espectáculo hubo también una participación nutrida de profesionales (Chacón, Manuel Torre, La Macarrona, Ramón Montoya) sólo que fuera de concurso. Félix Grande (1999: 382-383) ha señalado que uno de los propósitos del concurso era “encontrar nuevas voces puras, buscar nuevos veneros. (...) En las bases del concurso se tuvo buen cuidado de pedir especialmente la participación de los discípulos de estas y otras figuras. No estaban, pues, los organizadores, cerrados contra la maestría de los profesionales; sencillamente, deseaban que el protagonista final de ese Concurso no fuese tal o cual maestro sino el cante flamenco mismo”.

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jondo”, cuya originalidad insospechada se revela ahora como única en el mundo. Pero al mismo tiempo que le asignamos este valor tan alto, el vulgo de los españoles se aparta con desprecio de él como de algo pecaminoso y emponzoñado. Y es por esta actitud de perversión estética por lo que prefiere la cupletista al “cantaor”; y por esto, que de seguir así, al cabo de pocos años no habrá quien cante y el “cante jondo” morirá sin que humanamente sea posible resucitarlo. Permítasenos una aclaración sobre este último extremo que debe interpretarse literalmente. Técnicamente es imposible hacer la notación musical de estos cantos, y por lo tanto no pueden archivarse en ningún documento con la esperanza de ser desenterrados un buen día en el transcurso de los tiempos. Si la continuidad de los “cantaores” se interrumpe, se interrumpirá para siempre el “cante”. Fundamentalmente por esto, en evitación de este gran peligro, hemos querido organizar un gran Concurso de “cante jondo” que promueva, mediante estímulos de todas clases, un despertar de nuestras tradiciones líricas. En este sentido han de ir encaminados nuestros esfuerzos. Al pueblo nos hemos de dirigir y por el pueblo lo hacemos todo. Estableceremos en distintas ciudades andaluzas unas a manera de escuelas o academias donde durante cuatro o cinco meses los viejos “cantaores” de mayor prestigio inicien a los jóvenes en aquellos antiquísimos cantos. Después realizaremos una activa propaganda mediante conferencias en Madrid, Sevilla, y toda Andalucía, publicación de artículos en los mejores diarios y revistas nacionales y extranjeros, y cuando se nos opongan personas de roma sensibilidad que no vean este acto más que la realización de una “fantástica juerga”, pondremos todo nuestro interés en convertirlas o convencerlas. Granada, pues, que según las más serias investigaciones fue cuna de estos cantos, adquirirá ante el mundo, con motivo de esta fiesta, formidable prestigio; artistas de todas partes peregrinarán hacia ella y todos los sacrificios que ahora realicemos serán pródigamente recompensados. Por eso, por el tesoro espiritual de nuestra ciudad, por el bien material que habrá de reportarle –jamás otra alguna hallará sugestión análoga para el turista-, porque conciertos en Carlos V, carreras de caballos, exposiciones y corridas de toros pueden competir en modo alguno con esta fiesta, única, que se prepara. SOLICITAMOS de este Excmo. Ayuntamiento nos preste su concurso, incluyendo en el presupuesto que en breve ha de confeccionarse para el año próximo, una partida especial destinada al fin que nos proponemos. Llegada que sea la fecha de librar la cantidad que ahora se consigne, el Centro Artístico de Granada será el encargado de recibirla y administrarla.

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Que la cifra propuesta no sea inferior a doce mil ptas., las cuales servirán de base para nuestro programa, independiente de toda otra cantidad que podamos arbitrar por donativos de particulares y entidades. Es evidente que la insignificancia de nuestra petición dada la importancia del acto que nos proponemos realizar, mas la escasez de medios económicos será suplida con exceso por la colaboración directa y personal de los firmantes de este pliego. Esta fiesta tendrá lugar coincidiendo con las próximas del Corpus Christi y por escenario la Placeta de San Nicolás, cuya decoración dirigirá el gran pintor español Ignacio Zuloaga, quien además, ha ofrecido un premio de mil pesetas a la mejor siguirilla gitana que se cante (Maurer y Anderson: 132-133).53

Granda, 31 de diciembre de 1921 Por el Centro Artístico y Literario El Presidente ANTONIO ORTEGA MOLINA El Vocal de la Sección de Música E. ALCALDE

El Secretario FRANCISCO VERGARA

Por la Sociedad Nacional de Música El Presidente MIGUEL SALVADOR

MANUEL DE FALLA, JOAQUÍN TURINA, TOMÁS BORRÁS, FERNANDO GARCÍA VELA, ÓSCAR ESPLÁ, ENRIQUE DÍEZ-CANEDO, JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, JOSÉ GÓMEZ OCERIN, ALFONSO REYES, JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ ACOSTA, JOSÉ RUIZ DE ALMODÓVAR, MANUEL ÁNGELES, MANUEL JOFRE, ENRIQUE SÁNCHEZ MOLINA,

53 Molina Fajardo fue el primer editor de este documento (1990: 56). Según Maurer y Anderson la frase en cursiva no aparece transcrita ni en la versión de Molina Fajardo ni en la copia mecanografiada de la instancia que se conserva en el Centro Artístico de Granada, por lo que pertenece a una tercera versión escrita de puño y letra de Falla y que fue añadida después de recibir un telegrama del pintor alrededor del 24 de enero de 1922 (Ver de Arozamena).

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BARTOLOMÉ PÉREZ CASAS, RAMÓN PÉREZ DE AYALA, ADOLFO SALAZAR, CONRADO DEL CAMPO, MARÍA RODRIGO, ENRIQUE FERNÁNDEZ ARBOS, CARLOS BOSCH, PURA LAGO, AGA LAHOWSKA, FEDERICO GARCÍA LORCA, PABLO LAYZAGA, FERNANDO DE LOS RÍOS, HERMENEGILDO GINER DE LOS RÍOS, GABRIEL ALOMAR, RAMÓN MENÉNDEZ PIDAL, SANTIAGO RUSIÑOL, J. MARTÍNEZ RUIZ (AZORÍN), MANUEL AZNAR, LUIS ARAQUISTÁIN, FELIPE PEDRELL, IGNACIO ZULOAGA, ÁNGEL BARRIOS, ROBERTO GERHARD.54

Aquí está la nómina de ese nutrido grupo de intelectuales de toda España en su

lucha por la defensa del cante jondo. Los meses anteriores a la fiesta del Corpus, fecha en

la que se iba a celebrar el evento, muestran desde luego unos preparativos que tenían muy

poco de espontáneos y donde el pueblo llano participó de manera muy escasa. Así, se

abrieron “Academias” y una Escuela de Cante Jondo exclusivamente para iniciar en el

cante a jóvenes que quisieran participar en el concurso.

El día siete de junio se celebró una reunión en el teatro Palace para explicar el

significado y la dinámica del concurso. Fue una especie de encuentro de calentamiento y

al mismo tiempo una forma de legitimar de manera fehaciente y visible el acontecimiento

futuro a través de la participación de figuras relevantes de todos los sectores implicados.

El escritor Gallego y Burín realizó la apertura con la lectura de un folleto sobre el cante

jondo, Federico García Lorca, acompañado del guitarrista Manuel Jofré, recitó algunos de

los poemas que luego formarían parte de uno de sus libros más aclamados (Poema del

54 Maurer y Anderson afirman que algunos de los nombres citados no aparecen publicados en el texto de Molina Fajardo porque Falla recibió sus adhesiones a través de telegramas y cartas después de que el documento fuera entregado al ayuntamiento, esto es, entre enero y febrero de 1922. De entre los que no figuran en esta lista, destacan Federico Mompou y Miguel Llovet y de Morada, presidente este último de la Asociación de Música de Cámara (134). También, por supuesto, Edgar Neville, que había realizado su traslado de matricula de estudiante a la Universidad de Granada poco tiempo antes del concurso.

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cante jondo) y el guitarrista Andrés Segovia, con seguridad el instrumentista clásico más internacional del momento, interpretó unas soleares.

Finalmente, el lugar de la plaza de San Nicolás, elegido como escenario para el

concurso, se cambió a última hora por la de los Aljibes de la Alhambra con decorados y

diseño de los trajes, a la manera romántica, de las personalidades distinguidas a cargo del

pintor bilbaíno Ignacio de Zuloaga. Edgar Neville ayudó en la colocación de los

decorados y en la confección de panfletos y carteles publicitarios junto a Ramón Gómez

de la Serna. Jorge de Persia (1992: 48) ha señalado, recogiendo los testimonios

periodísticos de la época, que se habían dado instrucciones específicas sobre la forma de

vestir tanto de los hombres como de las mujeres: ellas “chaquetilla ajustada, falda y

mangas con volantes, peinado con raya en medio, mantilla prendida y chapinas”,

agradeciéndose evitar “los sombreros y trajes modernos”; ellos a ser posible “con

sombrero andaluz” y prohibiéndose “los trajes de etiqueta y el sombrero de copa”. Todos

los detalles del concurso fueron cuidadosamente previstos: Falla y Zuloaga, junto al

guitarrista Cuellar y la cantaora conocida como “La Gazpacha”, probaron las condiciones

acústicas del nuevo escenario, colocándolo sobre el aljibe cubierto que serviría de

excelente caja armónica y previendo además las mejores vistas desde la tribuna; el Centro

Artístico de Granada fijó un cartel en su edificio con los diseños de los trajes para los

artistas y las damas distinguidas que al día siguiente serían expuestos sobre maniquíes en

la tienda del anticuario Valdivia; se tuvieron además en cuenta todos los preparativos en

relación con la publicidad tanto nacional como internacional, las tarjetas de invitación, la

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presentación y puesta en escena, e incluso el diseño de las sillas de anea que habrían de

usarse para el espectáculo (Imagen nº 1).

Al mismo tiempo el concurso tuvo el beneficio añadido de toda una serie de

espectáculos con motivo de las fiestas del Corpus que servirían como caja de resonancia

y como marco contextual muy propicio para dicha celebración: inauguración del Real

Conservatorio de Música Victoria Eugenia; conciertos de la Orquesta Sinfónica de

Madrid con obras tanto de compositores clásicos (Mozart, Beethoven, Wagner...etc.) como contemporáneos (Debussy, Falla, Ravel, Turina...etc.); representaciones de la compañía de comedia de María Gámez con las “obras de costumbres gitanas” Rocío la canastera y Entre calé y calé, incluyendo charlas sobre el cante jondo y reseñas del concurso a cargo de Federico García Sanchiz; actuaciones de Antonia Mercé (La

Argentina) en el Coliseo Olimpia y en el Palacio de Carlos V; recitales de guitarra a cargo de Andrés Segovia; Exposición de Zuloaga en el salón de los Meersman del Paseo de los Mártires. Todo ello demuestra que el concurso tuvo un contexto muy propicio que ayudó en cierta manera a contrarrestar el aluvión de críticas que se vertieron sobre este acontecimiento. De Persia (28-57 y 115-167) ha investigado sobre la polémica suscitada en la prensa de la época donde se produjeron intensos debates. Las críticas expuestas por parte de los detractores del concurso recorren todo el espectro político e ideológico. Los conservadores hicieron hincapié sobre todo en el hecho de que se diera tanta importancia a un género de origen tabernario en detrimento de lo que consideraban el género español por excelencia: la . Por parte de los liberales los argumentos vinieron, de un lado, por el temor a convertir el espectáculo en una “españolada” o en “una juega distinguida”,

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cuando precisamente uno de los objetivos del concurso era evitar a toda costa la

promoción de esa imagen tópica de Andalucía, y del otro por la necesidad prioritaria de

atender con dinero público asuntos más importantes como la sanidad, el alcantarillado y

empedrado urbano o la educación primaria.

En los días previos a la celebración del concurso se efectuaron las pruebas

eliminatorias en la casa del Castril (hoy Museo Arqueológico Provincial). Por lo que

sabemos, se presentaron, a pesar de las bases del concurso, cantaores aficionados de muy

variado pelaje. La escena la cuenta Edgar Neville con prolijidad:

Allí estaban permanentemente don Antonio Chacón, don Manuel de Falla y don Ramón Montoya. Nos habíamos hecho [Neville y Lorca] tan amigos de ellos que también nos sentábamos junto al tribunal, dándonos una importancia loca, y por ello veíamos desfilar a toda la pléyade más extravagante de cantaores, desde la gitana granaína sosa, que pretendía cantar esos cantes gachós de las cuevas, hasta los fandanguilleros más cursis, dispuestos a salir de “smoking” a la primera ocasión. Y naturalmente, a algunos tipos fenomenales, como una mendiga que encontró Lorca en el Albaicín y que aún cantaba la liviana, cante sencillo y fácil que se emplea generalmente para templar la serrana, para coger el tono, pero que en aquella época se le había olvidado a la gente y nadie lo cantaba: Casita de dos puertas es peligrosa pa la madre que tiene la hija hermosa. (16-17) Finalmente, el evento tuvo lugar los días 13 y 14 de junio de 1922.55

Afortunadamente tenemos documentos gráficos y sonoros de lo que allí sucedió gracias a

55 Estas fueron las bases de las eliminatorias:

Tales pruebas se dividirán en dos clases de ejercicios. Primero: pruebas de admisión. Segundo: pruebas eliminatorias para premio. Empezarán dichas pruebas el día 10 de junio, a las diez de la mañana, debiendo estar presentes todos los inscriptos y entendiéndose que los que no asistan renuncian a concursar. 87

la iniciativa de Manuel de Falla y Federico García Lorca. La mejor descripción de aquel acontecimiento se la debemos probablemente al cronista del periódico El Liberal de

Sevilla que firmaba bajo el nombre de “Galerín” y que el 19 de junio de 1922 escribió

una larga glosa para el diario El defensor de Granada (en de Persia: 135-146). Según el

cronista asistieron unas cuatro mil personas al concurso, siendo la recaudación de más de

treinta mil pesetas, lo que superó con creces la aportación de doce mil hecha por el

Ayuntamiento. Veamos que nos dice Galerín acerca de la disposición espacial del

espectáculo:

Adosada a una rampa que termina en el jardín de los Adarves, está la tribuna del jurado. (...) Las tribunas laterales estaban totalmente ocupadas por bellas y distinguidas damas, ataviadas con preciosos vestidos, cuyos modelos fueron dibujados por el insigne Zuloaga. Allí hemos visto los mantones de Manila más raros y caprichosos del mundo. [...]

El ejercicio primero consistirá, para los concursantes a la primera sección, en el canto de una siguiriya gitana simple, sin el cambio. Para los de la segunda [serranas, polos, cañas y soleares] y tercera [martinetes-carceleras, tonás, livianas y saetas viejas], en el canto de una de las coplas que constituyen las secciones respectivas. Para los guitarristas, en el acompañamiento de los cantaores en el mismo ejercicio. Los cantaores y guitarristas que ejecuten sus canciones a satisfacción del jurado, pasarán las pruebas eliminatorias de premio. El segundo ejercicio, que corresponde a las pruebas eliminatorias, se dividirá en tres grupos correspondientes a las tres secciones del concurso, sin mezclar las coplas que correspondan a secciones diferentes. Para la primera sección el concursante cantará dos siguiriyas de diferentes estilos, a su elección. Para las secciones segunda y tercera, bastará con que ejecute dos coplas de los cuatro cantos que constituyen cada sección. Se considera de mérito preferente la ejecución de los cantos que, por su mayor antigüedad, están menos difundidos, puesto que el despertar interés hacia ellos es la principal finalidad del Concurso. Como para concurrir a la primera sección no se exige más que el canto de siguiriyas gitanas, debemos advertir que en las llamadas del cambio puede cantarse el martinete que a veces las acompaña. Una vez terminadas dichas pruebas eliminatorias, el Jurado designará entre los cantaores y tocaores que hayan concurrido los que habrán de tomar parte en el Concurso y la fiesta, que se celebrarán las noches de los días 13 y 14 [de junio]. Los fallos del Jurado y sus decisiones durante los ejercicios serán inapelables. El Jurado podrá suspender los ejercicios del concursante cuando así lo estime conveniente (en Falla 1972: 144-145).

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Frente a la tribuna del jurado se había instalado otra para la Prensa, en el respaldo de uno de los aljibes, cubierta la pared por tapices y platos de cerámica, y en medio de esas dos tribunas, el tablado de los artistas, al pie de la muralla de la Torre del Homenaje, en cuyas murallas se encendían preciosas bengalas, que daban al cuadro un efecto maravilloso. El alumbrado, muy tenue, de intento, para que lucieran más los encantadores bosques de la Alhambra (en de Persia: 136).

En cuanto a la estructura del espectáculo, éste se dividió en tres partes. La primera consistió en una presentación por obra del escritor madrileño Ramón Gómez de la Serna que hacía también las veces de maestro de ceremonia.56 La segunda parte la comenzaron

el cantaor José Cortés y el guitarrista Juan Soler por soleares y siguiriyas obteniendo un

éxito rotundo. Después le siguieron por turnos Manuel Caracol, un niño de entonces once

años acompañado por el Niño de Huelva, cantando por saetas y siguiriyas;57 Carmelita

Salinas, por soleares y siguiriyas y acompañado por Ramón Montoya; Paco Gálvez “el

Yerbagüena”, acompañado por el mismo guitarrista y cantando sobretodo por soleares;

Diego Bermúdez “el Tenazas”, un maestro retirado del cante de setenta años,58 acompañado por Montoya y que se prodigó en todos lo palos más “jondos”: cañas, polos, soleares y siguiriyas; y para finalizar esa primera parte se dio paso a un espectáculo coral

56 Sobre las propias impresiones de este autor en los prolegómenos y durante la celebración del concurso pueden consultarse las crónicas publicadas en el periódico El Liberal de Madrid los días 25 de mayo, 14, 15, 16 y 18 de junio de 1922 (también en de Persia: 121-134). Álvarez Caballero (1994: 212) afirma que en el programa provisional de los actos figuraba el poeta modernista Salvador Rueda como el designado para el discurso de presentación del concurso y que por motivos todavía hoy desconocidos desapareció completamente de los actos.

57 Manolo Caracol, nombre artístico de Manuel Ortega Juárez (1909-1973) es uno de los cantaores flamencos sevillanos más importantes de la historia. Sobre el particular, cfr. Blas Vega y Ríos Ruiz, I, 153- 157).

58 En realidad era alguno más: “El viejo tenía setenta y dos años. Se le borró el pico para que pudiera concursar” (Neville, 19).

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de aire más festero donde Manolo Caracol cantó alegrías y tangos para el baile de Juana

“La Macarrona” y acompañados a las palmas por una de gitanas del barrio

granadino del Sacromonte y al toque los guitarristas Montoya, Niño de Huelva y Manuel

Cuéllar.

Tras un descanso de media hora donde “se bebió de lo lindo”, la segunda parte

comenzó con un cambio hacia una iluminación más brillante y participando en primer

lugar algunas alumnas de la Escuela de Cante Jondo entre las que destacó Conchita

Sierra. Después y por turnos, Maria Amaya “La Gazpacha” cantó bulerías y

acompañado a la guitarra de Manuel Cuellar; El “Niño de Jerez” (Manuel Torre)

interpretó siguiriyas clásicas acompañado del “Niño de Huelva” con las seis cuerdas;59

Antonio Chacón interpretó siguiriyas y granaínas; y, para terminar, de nuevo una zambra de veinte gitanas bailó en grupos de cuatro, por parejas hasta quedar una sola. El espectáculo se prolongó hasta las dos de la madrugada. Según el testimonio de Galerín, el segundo día, donde hubo algunos cambios en el orden de aparición de los artistas, acabó a las doce de la noche y no fue tan lucido por causas diversas: meteorológicas, de una parte, porque cayó una tormenta de agua en la Plaza de los Aljibes y porque los artistas no estuvieron a la altura de la noche anterior: al parecer la abundante ingesta de vinos de la tierra socavó el brío de alguno de los participantes. De los escritos de Neville se colige que Diego Bermúdez cantó mucho mejor el día de las pruebas eliminatorias que los días del concurso. En su presentación en la casa del Castril se arrancó por las cabales de

Silverio y, afirma Neville, que de su boca “salió… un lamento hondo, terrible, fuerte,

59 Sobre la vida de Manuel Torre, cfr. de la Plata.

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denso, un llanto de siglos, una queja de todo un pueblo, una angustia suprema, y de repente una letra espeluznante: <Ábrase la tierra…>” (18). Pero llegado el concurso sus

resultados no fueron los esperados. El escritor madrileño lo ha relatado con el humor que

le caracteriza:

El Tenazas, el pobre, azorado por el ambiente, por aquella maravillosa plaza de los Aljibes, bien iluminada, con los grandes tapices rodeando el recinto, con el enorme tablado, trabucó las serranas:

Se murió mi esperanza yo fui al entierro, y un triste desengaño iba en el duelo.

La letra no era muy alegre, y todo lo acabó de estropear el pobre Tenazas, que se equivocó y repitió dos veces el segundo tercio, y no salía del entierro, y venga a decir que había ido al entierro, hasta que ya empezaron a darle el pésame los del público y se precipitó el final (19-20).

Según Galerín, los premios se repartieron de la siguiente manera:

Reunido el jurado se acordó declarar desierto el premio de honor y concederlos por este orden. Premio Zuloaga, 1.000 pesetas al cantaor Diego Bermúdez, de Morón. (...) Otro premio de 1.000 pesetas al niño Francisco Ortega, Caracol, de Sevilla. (...) Quinientas pesetas a la niña Carmen Salinas, de Granada. Quinientas pesetas a Curro Yerbagüena, de Granada, y a José Soler, de Linares. Trescientas pesetas a la señorita Gazpacha. Premios de ciento veinticinco pesetas a las niñas Concha Sierra y a La Goyita, de Granada. Se declararon desiertos otros premios. 91

Los premios de guitarra se han concedido: el de quinientas pesetas a José Cuellar, y al Niño de Huelva doscientas cincuenta. La Macarrona, el Niño de Jerez, Caracol y otros artistas eminentes han cobrado su contrato. (...) (en de Persia: 145-146).

Hasta aquí se han presentado los detalles de los prolegómenos y el desarrollo del

Concurso de Cante Jondo tal y como lo mostraron las crónicas de la época y las sucesivas

investigaciones realizadas al respecto. Ahora bien, cabe preguntarse cuáles fueron las consecuencias de la celebración de este espectáculo para la evolución del flamenco, tanto desde el punto de vista conceptual del término, como del más estrictamente musical.

Arcadio Larrea, por ejemplo, tiene una opinión muy negativa del acontecimiento (1974:

255-257). Luis Lavaur lo califica de “fiasco artístico” y de promover un concepto mistificado del flamenco como símbolo de una identidad suprarregional que expresaría el alma de todo el pueblo, cuando, siguiendo a Demófilo, sólo le pertenece a una parte minoritaria (90-93). García Matos dice que el concurso tuvo “resultados y consecuencias de alcance muy limitado” (1987: 93). Molina y Mairena aducen como causas del fracaso la no participación en el concurso de profesionales y, como consecuencia de ello, “ni los

discos, ni los teatros, ni las salas de fiestas acusaron el golpe. Y la afición general no

sancionó con su aplauso el fallo del jurado: la presentación al público de algunos de los

premiados en diversas ciudades españolas fue un lamentable fracaso” (70). Opinión que

contrasta claramente con la de José Manuel Gamboa, quien afirma que el concurso animó

el mundillo profesional del flamenco al conseguir que “las figuras del género, los

profesionales, dispusieran de nuevos y más amplios aforos para su expresión”, amén de la

recuperación del viejo cantaor José Bermúdez El Tenazas y el descubrimiento de Manolo

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Caracol (2005: 209). Cristina Cruces Roldán afirma que el concurso “no fue sino una

muestra de bondad pedagógica y amor hacia la cultura (...) poco adaptada a la época que

les tocó vivir a sus protagonistas, con una visión muy intelectualizada y oblicua que no contemplaba que, al cabo, el flamenco era también un arte escénico” (1999: 182). Salinas

Rodríguez afirma que “fue a partir de él cuando se le reconocieron al flamenco, por vez

primera, sus valores como arte popular, suscitándose con ello el interés por analizar las

circunstancias en que se desenvolvía, que no eran sino la consecuencia del devenir

histórico de la sociedad en que se modeló” (23). Steingress, refiriéndose a las estrategias

de legitimación de la identidad cultural, señala que Falla y Lorca “consiguieron

demostrar el valor histórico y artístico que el cante tenía para la reanimación y mejor

comprensión de la cultura andaluza moderna” (1998: 108) y Sharon Handley, en la

misma línea, afirma que el concurso “represented the beginning of a new andalucista movement which promoted Andalucía rather than Castile as the essence of Spanishness, emphasizing the hybrid nature of the Spanish identity rather than its uniformity” (51).

Suzanne Byrd demuestra que la polémica sobre el concurso en la prensa duró al menos hasta abril de 1923 (351-352), lo que significa que obtuvo una cierta resonancia pública.

Sin embargo, calibrar el asunto es una cuestión difícil. El sentido común nos dice que la preservación en la actualidad de algunos de los cantes más antiguos no puede obedecer sólo a un acontecimiento más o menos aislado como éste. Más bien pensamos que hay un conjunto de factores que lo han permitido: uno de ellos, probablemente el más importante, tenga que ver con el descubrimiento de la grabación fonográfica que posibilitó la conservación de algunas de las interpretaciones de los maestros más antiguos

93

y afamados del cante y la guitarra.60 Grabaciones que ya existían antes del concurso (las

primeras datan de 1890, en cilindros de cera) y que Manuel de Falla y Federico García

Lorca primero y José Manuel Caballero Bonald después, ampliaron hasta obtener un

archivo lo suficientemente extenso como para darnos una idea de la naturaleza del

flamenco durante el primer cuarto del siglo XX. Otro de los factores se debe sin duda al

diálogo intergeneracional de algunas familias de artistas flamencos que ha permitido no

sólo la conservación sino en ocasiones, lo que a nuestro juicio es más importante, una

reelaboración articulada, coherente y “natural” de los cantes antiguos.

Ahora bien, existen pocas dudas acerca de las aportaciones más palpables del

concurso. La primera ha sido señalada con claridad por Félix Grande como

el primer espaldarazo nacional –e internacional- que un notable grupo de personalidades del arte y la cultura (vale decir: los canales de comunicación más decisivos de la época) daban al hasta entonces siempre abandonado y, además, atacado arte flamenco. (...) el mundo de las artes cultas (tan influyente, ayer y hoy, a la hora de retrasar o acelerar la estimación general hacia un orbe expresivo, folklórico o no), es decir, el mundo de los mandarines, tan aficionados a veces a ser guardias de tráfico con respecto de la circulación de formas expresivas no “cultas”, ese mundo formado por intelectuales, artistas, periodistas, editores...etc., tan capaz de invalidar o de convalidar con su rechazo o con su aprobación la legitimidad de un arte nuevo (en este caso, de un arte muy antiguo y nunca envejecido), ese mundo, repito, tan influyente, podía ignorar o atacar con inerte comodidad al flamenco antes de 1922. Después de esa fecha, para atacarlo frontalmente tiene que tentarse la ropa o decidirse arrogantemente a hacer el ridículo (1999: 376-377).

60 En su conferencia sobre las nanas infantiles García Lorca aprecia la valía de este descubrimiento. (añadir cuándo se descubrió): “Ya ha llegado la hora de sustituir los imperfectos cancioneros actuales con colecciones de discos de gramófono, de utilidad suma para el erudito y para el músico” (1992a: 134). Hacia la misma época Blas infante recurre a “discos gramofónicos nacionales y exóticos” como fuente de ayuda primordial para el estudio de sus investigaciones (17).

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El concurso, desde la propuesta que le hiciera Miguel Cerón a Manuel de Falla en

su encuentro del Generalife, sirvió además de fuente de inspiración artística y de

reflexión teórica tanto al músico gaditano como al poeta granadino Federico García

Lorca, por señalar solamente los autores más visiblemente afectados y que más influencia

ejercieron. Es cierto que Manuel de Falla ya había acudido anteriormente a las fuentes de

la música popular andaluza y que desde hacía algún tiempo estudiaba las raíces del

flamenco, pero la preparación del concurso le obligó a dedicar todos sus esfuerzos en una

sola dirección. Cuenta J.B. Trend (1926), cronista del Times londinense y amigo de Falla,

que entre 1919 y 1920, fecha esta última en la que Falla se instala en Granada, acude

frecuentemente a la casa de Antonio Barrios “El Polinario”, un reconocido guitarrista

andaluz, y el pintor Manuel Ángeles Ortiz señala que una viejecilla, conocedora de

algunas antiguas formas del cante, visitaba casi a diario el carmen de la Antequeruela,

residencia de los hermanos de Falla, donde D. Manuel le hacía repetir incesantemente

antiguas tonás que el maestro intentaba transcribir al pentagrama (en Rodrigo 1984).

Pero, insisto, el concurso tuvo la virtud de acelerar un proceso de reflexión, hecho explícito en el cuaderno de presentación del concurso y titulado “El cante jondo (canto primitivo andaluz). Sus orígenes, sus valores, su influencia en el arte europeo” (Falla

1972: 121-147), que todavía hoy continua siendo un referente indispensable para conocer

el complejo mundo del flamenco y su influencia en la música clásica española, francesa y

rusa de los siglos XIX y XX.

Por lo que respecta a la obra de Federico García Lorca, no cabe duda al menos de

que los artículos teóricos sobre el flamenco se deben sin duda alguna al acicate de un

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espectáculo que exigía una concentración máxima de fuerzas para intentar legitimarlo por todos los medios posibles. Sin embargo, eso no significa que Lorca no tuviera en la cabeza desde tiempo atrás una elaboración más o menos articulada de la cuestión. Como muy bien han demostrado algunos autores (Josephs y Caballero 1996: 67-71; Martínez

Nadal 1975, vol I: XVI) el poeta granadino ya había escrito para noviembre de 1921 casi todas las piezas del Poema del cante jondo y en ese libro están ya todos los elementos que constituirán las claves de paso por las que transcurrirán las conferencias teóricas posteriores. No podía ser de otra manera en un poeta que había bebido de las fuentes de la cultura popular desde la cuna. Ahora bien, el concurso probablemente aceleró el proceso de una construcción ordenada de las ideas de Lorca que cristalizaron en la famosa conferencia de febrero de 1922 (Lorca 1994a).

En cuanto a los aspectos que más directamente afectan al flamenco y su desarrollo posterior, el concurso, a través de las afirmaciones de Falla, sirvió en primer lugar para

desliar, siquiera parcialmente, la madeja que existía en cuanto a las diferentes formas y estilos de este género. También sirvió para dar un impulso importante al instrumento de la guitarra, confinado todavía a unos patrones muy rígidos de ejecución. Y, en tercer lugar, sentó las bases e inauguró una tradición de concursos y festivales de flamenco que comenzaron días después en Cádiz (Quiñones, 2005, Larrea, 2004),61 Córdoba y, un año

después, en Huelva (Gamboa, 2005a) y Sevilla (Ortiz Nuevo, s/a), sirviendo de

61 Catalina León Benítez ha señalado en un libro reciente que el concurso de Cádiz “demuestra que la iniciativa de Falla y Lorca no era una postura aislada, pues los aires movían a la revitalización del flamenco en distintos lugares y formas, siguiendo la tendencia de volver a lo popular que preconizaría, en pocos años, la Generación Literaria del 27. Sin embargo, el planteamiento fue diferente pues el Concierto de Santa Cecilia no se concibe como un concurso sino como una forma de sacar a la luz pública y en un contexto académico, bien distinto del habitual, los cantes y toques que formaban el legado cultural del mayor maestro flamenco en Cádiz, esto es, Enrique el Mellizo (35).

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inspiración directa para el Concurso Nacional de Córdoba de 1956 en el que se descubrieron figuras del cante tan importantes como Fosforito y Fernanda de Utrera y se rehabilitó al fenomenal cantaor Juan Talega. Sobre el respecto ha señalado Félix Grande:

negar que Falla y Granada inauguraron un proceso de rehabilitación y revisión que integrarían después los concursos de Córdoba y Jerez, los concursos de cantes de las minas, los abundantes festivales de hoy, el despliegue de los estudios flamencológicos, el respeto de los intelectuales,...etc., sería negar demasiado (1999: 403).62

Pero no sólo. Resulta curioso que aunque el concurso tuviera como finalidad “el renacimiento, conservación y purificación del antiguo cante jondo” (Falla 1972: 140), la propia dinámica del espectáculo y la espontaneidad de algunos artistas hizo que la celebración desbordara las propuestas de los organizadores. Intentaré explicarme. El cuadernillo de presentación del concurso publicado anónimamente, aunque sabemos que fue escrito por Falla, intenta deslindar el cante jondo o “cante grande” del cante flamenco llamado también “cante chico”:63

62 No le falta razón a Arcadio Larrea cuando señala alguno de los efectos negativos de la expansión de los concursos, algo que hoy en día ha aumentado de manera exponencial y donde muchos pueblos de las comarcas andaluzas, manchegas, murcianas y extremeñas tienen su propio festival. Dice Larrea: “La abundancia de concursos y los pingües premios otorgados en algunos de ellos han creado auténticos profesionales, no ya del cante, sino de los concursos, como ha ocurrido también en otros campos, el literario entre ellos” (1974: 257).

63 Esta división en cantes grandes y cantes chicos, o entre cante jondo y cante flamenco, usada también por Lorca, no es compartida por muchos flamencólogos actuales “ya que la grandeza o jondura de un cante no se establece exclusivamente por la naturaleza de su estructura melódica, sino también por el desgarramiento, la intimidad y, en suma, la intensidad con que un cante, grande o chico, sea interpretado. De hecho, en determinadas gargantas los cantes grandes pueden carecer de dramatismo, de huracanamiento, así como en otras memorables gargantas un cante de los llamados chicos puede convertirse en estremecedor y sanguinario” (Grande 1992: 26). Lo mismo sucede con el duende. García Lorca, al que tantas veces se le acusa de excesivo purismo, habla del caso “de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María a quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano ¡Oh Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una dura serpiente de oro levantado” (1992b: 148). 97

Se considerará cante jondo para los efectos de este concurso, el grupo de canciones andaluzas cuyo tipo genérico creemos reconocer en la llamada siguiriya gitana, de la que proceden otras canciones aun conservadas por el pueblo y que, como los polos, martinetes y soleares, guardan altísimas cualidades que las hacen distinguir dentro del gran grupo formado por los cantos que el vulgo llama flamencos. Esta última denominación, sin embargo, sólo debiera en rigor aplicarse al grupo moderno que integran las coplas llamadas malagueñas, granadinas, rondeñas (tronco éstas de las dos primeras), sevillanas, peteneras,...etc., las cuales no pueden considerarse más que como consecuencia de las antes citadas y quedan, por tanto, excluidas del programa a que ha de ajustarse nuestro concurso (Falla 1972: 140-141. La cursiva del último párrafo es mía).

La afirmación de Manuel de Falla es muy clara y guarda muchas similitudes con la que hace Demófilo al respecto en su libro de 1881, a pesar de que no hay constancia de que aquél conociera la obra del escritor sevillano. Se deslinda, como vemos, un estilo y unas formas genuinamente “jondas” y de procedencia gitanoandaluza de unas formas

“flamencas” derivadas de las anteriores y del folclore andaluz tradicional. Pero resulta que el vulgo de la época no estaba equivocado porque lo que ahora denominamos música flamenca comprende tanto a las unas como a las otras. El cante jondo es solamente (el adverbio aquí no es peyorativo) una de sus partes constitutivas. Y esto quedó patentemente demostrado en aquellas noches de Granada, a pesar de las discriminaciones formales del maestro gaditano. La sección a concurso del espectáculo tuvo lógicamente que guardar unas reglas estrictas por lo que sólo se escuchó cante jondo. Pero la celebración fue algo más que eso. Fue un espectáculo donde necesariamente había de unirse lo que de natural se unía en cualquier academia, taberna, prostíbulo, corralón de vecinos o fiesta privada. Los cantaores profesionales cantaron, tocaron y bailaron

98

“jondo”, pero también interpretaron granaínas, tarantas, bulerías y, si hacemos caso a la

crónica de Galerín, durante el baile de la zambra del Sacromonte se oyeron “compases

del cuplé Canta Vagabundo” (en de Persia: 144).64 Por tanto, la división que hace Falla

bien pudo, ya digo, servir con la buena intención de desgranar lo que ellos consideraban

el grano de la paja al efectuar una primera distinción cualitativa de los estilos, pero los

artistas flamencos no hicieron otra cosa que volver a reunir lo que, por imperativos

formales, morales o de juicio de gusto, se había separado artificialmente. Ahora bien,

conviene no mitificar tampoco la supuesta “naturalidad” de la cultura popular. La

espectacularidad de la celebración motivada por la emergencia de la profesionalización

en las academias, teatros y café-cantantes y, consecuentemente, la relativa adecuación del

flamenco al gusto del público por necesidades comerciales motivó también en el

concurso algunos excesos por parte de los artistas tan “artificiales” como el intento de división genérica de Falla. Cuenta Hipólito Rossy (1966:60) que Falla expulsó airadamente a unas gitanas por tocar las palmas para acompañar soleares y siguiriyas gitanas, cuando resulta bastante obvio que estos estilos solo eran acompañados por guitarra y que la introducción de palmas, o sea, de un ritmo métrico “fuerte”, arruina su cadencia flexible y debilita la expresividad de la melodía y el texto.

En resumidas cuentas, si Manuel de Falla había provocado una ruptura que ha llevado de cabeza a muchos flamencólogos del ya pasado siglo XX, el propio desarrollo

64 No estoy afirmando de ninguna manera que el cuplé sea un palo flamenco. Lo que digo es que los artistas se contagian naturalmente de estilos que son vecinos, dándoles su propio sello personal. Este ejemplo de hibridación entre flamenco y cuplé lo podemos escuchar recientemente en algunas canciones de Martirio. Carmen París hace lo propio entre el flamenco y el folclore riojano, y Falete con el , el cuplé y la canción española. Lágrimas negras, el encumbrado disco de Bebo Valdés y Dieguito El Cigala combina la copla, el son, el jazz y el flamenco. Los ejemplos son innumerables.

99

del Concurso de Cante Jondo debería habernos hecho reflexionar sobre un asunto fundamental: que la cultura popular no se deja fácilmente manipular por la cultura de elite;65 que los cantes flamencos no son ni pueden ser fenómenos compartimentados sin relación ni contaminación alguna con otros fenómenos musicales de la época;66 y que lo que los intelectuales hoy llaman de forma casi consensuada “flamenco” es más o menos sinónimo de lo que entendía ya la gente corriente a principios del siglo pasado.

65 La opinión de Luis Lavaur es la opuesta a la que exponemos cuando afirma que “la verdad es que [el festival] terminó demostrando cabalmente lo opuesto que trató de demostrar; la inercia absoluta del pueblo como sujeto agente del “jondo” o del “flamenco” (95). Sin embargo, Lavaur escribe su libro cuando todavía no se había realizado un estudio completamente exhaustivo de los documentos relacionados con el concurso.

66 Dos ejemplos pueden demostrar lo que decimos: una noticia del periódico sevillano La Unión, publicada el 30 de abril de 1925, hace la crónica de una fiesta en Pino Montano donde la música de , shimmy y chotis de la Orquesta Castillo alterna con el flamenco de Chacón, las hermanas Pompi, el Niño de Marchena y el Niño de Huelva. También El Liberal cuenta en su crónica del 15 de mayo del mismo año la reapertura de un salón de baile (el Ideal Concert) cuyo programa incluye un cuadro flamenco, un sexteto de jazz y las actuaciones de María Olimpia (en Ortiz Nuevo, s/a: 37 y 47).

100

2.2. MANUEL DE FALLA: LA ORIENTACIÓN MUSICOLÓGICA DEL FLAMENCO.

La articulación teórica que el compositor gaditano realizó sobre el flamenco se halla expresa en un pequeño opúsculo escrito en 1922 con motivo de la celebración del concurso de cante jondo con el fin de legitimar este arte desde el punto de vista musicológico. Es precisamente dentro del campo de la musicología donde los análisis sobre el flamenco se han mostrado escasos hasta fechas relativamente recientes. Quizá entre las causas de este desatino se encuentre la dificultad intrínseca de un género que no se amolda ni armónica, ni melódica, ni en ocasiones rítmicamente, a los patrones respectivos de la música occidental, basada en la escala temperada y, hasta aquel momento, en la armonía tonal. También, desde luego, en la sospechosa y cerril actitud de muchos musicólogos y compositores españoles que, desde la tribuna de la música clásica, lo han mirado siempre con reservas o, lo que es peor, con arrogancia. La prueba más fehaciente de lo que decimos es que hasta hace relativamente poco tiempo los programas de estudio de la mayoría de los conservatorios superiores de música estatales de toda la geografía española no incluyen en su programa oficial una sola asignatura, ni teórica ni práctica, relacionada con la historia, instrumentación y cante flamencos.67

67 Un intento admirable se está haciendo en la actualidad en el Taller de Musics de Barcelona.

101

De manera que, a pesar de que Falla recibió el apoyo de numerosos compositores

e instrumentistas de gran calado (la nómina es larga: Turina, Felipe Pedrell, Oscar Esplá,

Adolfo Salazar, Federico Mompou, Ángel Barrios, Andrés Segovia, Miguel Salvador,

Pérez Casas, Fernández Arbou y Roberto Gerhard, éste último discípulo de Schöemberg),

el concurso no provocó la deseada estimación posterior por el flamenco de buena parte de

los miembros integrantes de la música culta, en sus distintos ámbitos y mediaciones:

compositores, intérpretes, profesores y público.

Algunos autores (Grande 1999; Leblón 1992) han señalado que tanto los escritos

de Falla como los de Lorca son soberbios ejemplos de una retórica (entendida ésta en sentido positivo) dispuesta con la intención de fintar los prejuicios que se cernían tanto sobre el género flamenco como sobre la etnia gitana y que eso les llevó en ocasiones a tomar posiciones un tanto vagas, aunque lo suficientemente convincentes como para llevar a cabo el proyecto que deseaban.

Ciñéndonos al escrito de Falla antes mencionado, el artículo, cuyas referencias más explícitas se encontraban en el Cancionero musical español de Pedrell y en el

Acoustique Nouvelle de Louis Lucas, estaba dividido en tres partes claramente diferenciadas. Por un lado se trataba de establecer un análisis de los distintos elementos musicales que componían el cante jondo ateniéndose a la fusión de culturas que convivieron en la península; por otro, la intención era legitimar el cante jondo a partir de su influencia en la música culta europea de mediados del XIX y principios del XX, en especial en Rusia (Glinka, Borodín, Korsakov, Balakirev) y en Francia (Debussy y

102

Ravel); y, como colofón, una parte dedicada a la guitarra y su influencia en alguno de

estos compositores.

Con respecto a la primera parte que es la que ahora más nos interesa, Falla es muy explícito en señalar, para la historia musical española en general y para el cante jondo en

concreto, las influencias del canto litúrgico bizantino adoptado por la Iglesia española, la invasión árabe y el establecimiento definitivo de los gitanos en Andalucía.68 Estas

influencias son muy visibles para el compositor gaditano precisamente en uno de los

“cantos andaluces” que tienen una antigüedad mayor: la siguiriya. En ella podríamos

observar ciertos elementos del canto litúrgico bizantino como los modos tonales de los

sistemas primitivos, el enharmonismo (“división y subdivisión de las notas sensibles en

sus funciones atractivas de la tonalidad”), la ausencia de un patrón rítmico organizado en

la melodía y la riqueza en ésta de inflexiones modulantes.

En relación con la influencia árabe, concretamente del canto morisco andaluz,

Falla disiente de la opinión de Pedrell. Para éste, la música española no debe nada a esta

cultura de los moros de Granada en sus aspectos estructurales y melódicos sustanciales,

porque derivan de los sistemas oriental y persa. Para Falla, el elemento morisco puede

localizarse en algunos ritmos y melodías especialmente en la danza y que no pueden

encontrarse en el modelo bizantino. Estos ritmos y melodías estarían en el origen de

muchas danzas folclóricas andaluzas como las seguidillas, el zapateado, las

sevillanas...etc., y también del cante jondo, lo que hace colocar en el centro de la

68 Aunque sea sólo como mero recordatorio, conviene decir que la ocupación bizantina de algunas zonas de Andalucía se produjo durante la segunda mitad del siglo VI y principios del VII. La invasión musulmana recorrió los siglos VIII al XV, y la inmigración de los gitanos se produjo a partir de 1425.

103

formación y la propagación del flamenco a la ciudad de Granada, algo que ha sido

después ampliamente discutido.69

La influencia gitana vendría a dar una “nueva modalidad” del canto andaluz que

sería el cante jondo. Es pues esta influencia un factor determinante, pero que no podría

haberse dado sin la fusión de los elementos anteriormente expuestos. En esto también

Falla es bastante claro:

Es el fondo primigénico andaluz el que funde y forma una nueva modalidad musical con las aportaciones que ha recibido (...) Que nadie piense sin embargo, que la siguiriya y sus derivados sean simplemente cantos trasplantados de Oriente a Occidente. Se trata, cuando más, de un injerto, o, mejor dicho, de una coincidencia de orígenes que ciertamente no se ha revelado en un solo y determinado momento, sino que obedece, como ya dijimos, a la acumulación de hechos históricos seculares desarrollados en nuestra península. ” (1972: 126 y 130).

Sin embargo Manuel de Falla, a pesar de señalar la aportación gitana, en ningún

momento parece declarar cuál ha sido en concreto su contribución. Señala, como

enseguida veremos, las aportaciones conjuntas de algunos cantos de la India (entiéndanse

gitanas) y otros pueblos de Oriente, pero en el desglose de las tres influencias antes

destacadas, si bien aporta elementos de las dos primeras, no señala ninguna que

pertenezca exclusivamente al ámbito de los gitanos.70 Espero que no se observe mala fe

en mis palabras. Lo que quiero decir es que Falla en este opúsculo no dejó explícita la

69 Sobre la aportación de las diferentes áreas geográficas a la formación y desarrollo del flamenco, véase Gamboa (2005: 447-468).

70 Martínez Hernández, a la hora de recordar el basamento musical en el que se sustenta el flamenco, hace exactamente lo mismo: nos habla de la aportación musical gitana “con sus peculiaridades dotes para la expresión musical”, una explicación que no resulta convincente por ser demasiado vaga, ya que no explica en qué consiste la particularidad expresiva gitana. Sin embargo, en el resto de las influencias parece tenerlo bastante más claro (cfr. 46-47).

104

influencia musical de los gitanos, no señaló cuál fue su aportación original. De entre las

contribuciones de esos cantos de la India y otros cantos orientales destacan, aparte del

enharmonismo primitivo antes mencionado, el empleo en el espacio melódico del límite

de una sexta que, gracias al enharmonismo, concede una riqueza de sonidos mucho más

vasta que lo que daría un intervalo así en la escala occidental; el uso obsesivo de una

misma nota acompañada de apoyatura inferior o superior, lo que permite obtener una

sensación de ausencia de ritmo métrico, tal y como sucedería a una prosa cuando se

canta; la afluencia de giros ornamentales que más que adorno superfluo (como sucediera

en la ópera flamenca) son inflexiones vocales que sirven de refuerzo y expansión

significante de la letra cantada;71 el uso de voces y gritos con que el público o los acompañantes jalean la interpretación de cantaores y tocaores.72

Este acercamiento musicológico al flamenco le sirvió al propio Falla para elogiar

al cante jondo dándole una pátina de prestigio a partir de una metodología respetada por

la cultura de elite y criticar de paso desde una disciplina científica las producciones de la

ópera flamenca. Una vez constituidos los límites del flamenco, mejor dicho del cante

jondo, de dotarlos de unas cualidades formales esenciales, podía tomarse como espurio

todo aquello que no se ajustara a esas cualidades. El flamenco de aquella nueva hornada

71 Falla era muy consciente del uso indiscriminado y gratuito que se estaba dando a estos giros por lo que una de las observaciones que se realizaron para el concurso fue la de preferir a “concursantes cuyo estilo popular de canto se ajuste a las viejas prácticas de los cantaores clásicos, evitando todo floreo abusivo y devolviendo al cante jondo aquella admirable sobriedad, desgraciadamente perdida, que constituía una de sus más grandes bellezas” (1972: 146).

72 Un poeta tan aficionado a la cultura popular como Antonio Machado vio en esa disposición coral un elemento de la tragedia griega, pero con matices, tal vez esos matices que entroncan directamente con la música oriental: “Lo clásico en el tablado flamenco es el jaleador, que recuerda al coro de la tragedia antigua, al llenar los silencios de la copla y de la guitarra con su “pobrecito” o su “hay que quererla”. Pero es mucho más sobrio y contrasta por lo piadoso y afectivo –este coro flamenco y reducido-, con aquel terrible y a veces superfluo jaleador del infortunio clásico...” (2001: 186).

105

habría perdido entonces muchos de sus rasgos inherentes como consecuencia de su

acercamiento a la música tonal europea: ampliación del intervalo melódico a la octava;

pérdida de la riqueza modal de las gamas antiguas sustituidas por el empleo frecuente de

las escalas mayores y menores; presencia de una métrica rígida en detrimento de la

flexibilidad rítmica...etc. Estos serían, más o menos, los rasgos constituyentes de ese

“agachonamiento” progresivo del que ya hablara Demófilo en su libro fundacional.

La aproximación musicológica de Manuel de Falla fue tanto una labor de análisis

científico como una estrategia retórica para salvar los numerosos escollos que se estaban produciendo para la celebración del concurso de cante jondo. El texto ha de entenderse en relación con sus posibles lectores de la época: personas más o menos instruidas muchas de las cuales recelaban de una música que olía a taberna y a mancebía y cuyos ejecutantes, muchos de ellos gitanos, pertenecían a los niveles más bajos de la pirámide social.

Bernard Leblon (1991 y 1992) ha apuntado alguno de los supuestos errores cometidos por Falla. En primer lugar, Leblón señala que el músico gaditano, al introducir el elemento bizantino, estaba buscando un origen prestigioso del cante porque existía una confusión entre la liturgia bizantina y música griega antigua. Serían los mismos bizantinos los que habrían colaborado a esta confusión al adoptar la teoría musical y sus denominaciones de los modos griegos. Una influencia, por tanto, original de la cultura griega servía para dotar al cante jondo de una sustancia nutricia que podía facilitar la recepción de esta música por parte de sus detractores. Pero lo cierto, al menos según

Leblón, es que la liturgia bizantina procede del sistema modal sirio. En segundo lugar, el

106

error proviene también de equiparar la liturgia hispánica primitiva con la bizantina,

porque aquélla era anterior a ésta y además “es ocioso buscar una relación entre el

flamenco y la música litúrgica primitiva en España, llámese hispánica, mozárabe o de

otra forma, ya que (...) esta liturgia, suprimida por el papa Gregorio VII en 1081,

desapareció casi totalmente en su aspecto musical, a pesar de la reconstitución efectuada

en seco por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros cuatro siglos más tarde, porque

estaba escrita en neumas, sin ninguna precisión de tonalidad” (Leblón 1992: 75).73

Además, como señala Martín Moreno (1985:26), los cantorales del cardenal Cisneros no recogen la música original de esta liturgia sino las reformas por él propiciadas.

Eso significa que para Leblón el cante flamenco no pudo recibir una influencia determinante del canto litúrgico bizantino. La propuesta de Leblón es reivindicar una postura gitanófila de Falla en lo que respecta a su herencia musical. Pareciera que el texto de Falla intentara no ser demasiado explícito con esta herencia por temor a las reacciones de los detractores del cante. Así, como luego sucedería con Lorca, se hace una diferencia entre castellanos nuevos (gitanos asimilados a la cultura andaluza) y gitanos bravíos

(tribus nómadas no asimiladas que viven al margen de la ley), siendo los primeros los que se dedicaron, entre otras tareas, al ejercicio del cante jondo. Según Leblón, las constantes referencias a los “cantos de la India”, descritas en el segundo apartado de la primera parte

73 El neuma era un sistema de notación musical anterior al que ahora maneja la teoría musical occidental. Estaba constituido por signos que se colocaban sobre las sílabas del texto, a manera de recurso mnemotécnico, pero que no precisaban ni la duración ni la altura de las notas, lo que dificulta la exacta entonación sin un conocimiento previo de la melodía. Más adelante surgió la idea de trazar líneas que originaron el pautado musical que ahora conocemos. Martín Moreno (1985: 26) señala que en el año 1929 Germán Prado realizó una notación bastante rigurosa de esos signos. También, como señala Hipólito Rossy el neuma tiene otro significado: “grupo de notas de adorno con que solían concluir las composiciones musicales del canto llano, que se vocalizaba sólo con la última sílaba de la palabra final del canto o fragmento” (41).

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del opúsculo de Falla, indican el uso de una terminología más “suave” que evitara

designar a los cantos gitanos de una manera directa. Resulta pues evidente para Leblón

que Falla quería dejar caer el mayor peso específico del origen del flamenco en la

aportación gitana.

Mi opinión no es tan radical y pienso que la lectura de Leblón, aun siendo muy inteligente, es un poco sesgada. Como ya expuse en algún párrafo anterior, todos los rasgos que definen lo que Falla llama “cantos de la India” son compartidos por otras músicas orientales y sólo podría entenderse de la forma en que lo hace Leblón si pensamos que Falla quería hacer de esos cantos primitivos indios el origen de toda la música oriental, cosa que no parece probable. La teoría de Falla acerca del flamenco, por tanto, es más orientalista que gitanista a secas.

La posición de Gerhard Steingress (1993: 62-68) es opuesta a las consideraciones de Bernard Leblón sobre la influencia de la liturgia primitiva en el cante jondo. Si para este autor tal influencia no pudo existir por los motivos antes mencionados, Steingress, tomando como base las afirmaciones de otros autores (Rossy 1988; Arrebola 1987), considera que, a pesar de que la continuidad de la liturgia primitiva cristiana se había visto interrumpida durante el período musulmán, el tradicional conservadurismo de la

Iglesia favoreció esa continuidad de la tradición oriental “a través del canto mozárabe y el canto gregoriano, como modalidades de la liturgia cristiana andaluza, para influir más

tarde como elemento decisivo en la formación del cante jondo como ‘liturgia secular’. El

‘orientalismo’ musical del cante jondo no surgió, pues, por generación espontánea y

como moda en el siglo XIX, sino que estuvo presente en el escenario de los cantos

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litúrgicos que serían utilizados por el pueblo andaluz y usados como ‘modelo’ para la asimilación y reelaboración de los cantos populares, tanto religiosos () como profanos (tonadas)” (1993: 64-65. Cfr. también, 1998: 75-78).74 Esto explicaría perfectamente la coherencia de un orientalismo romántico de nuevo cuño con la recuperación y adaptación de cantos populares andaluces y de otros lugares de la geografía peninsular que llevaban consigo una impronta oriental muy remota.

74 Se denomina canto mozárabe al canto litúrgico cristiano de influencias bizantinas, galicanas, ambrosianas, benedictinas e incluso irlandesas practicado durante la dominación árabe. Está constituido, por tanto, por melodías anteriores a ésta. La liturgia que rodea a estos cantos tuvo su máximo esplendor entre el cuarto Concilio de Toledo (613) y el fin del dominio visigodo (711), por lo que es más correcto denominarlos cantos visigodomozárabes. Se caracterizaban por contener una gran fuerza dramática en sus melodías. El canto gregoriano, auspiciado por la reforma del papa Gregorio Magno (fallecido en el 604) con la intención de unificar la liturgia desde Roma, se caracteriza en cambio por su “moderación expresiva y su serenidad trascendente”. La liturgia romana (construida paulatinamente a partir de la liturgia siria con predominio del idioma hebreo y posterior adición de elementos de la liturgia griega, especialmente el idioma hasta el siglo IV) convivía con otras liturgias de la Iglesia latina como la ambrosiana o milanesa, la galicana o francesa y la visigótico-mozárabe española. Todas conservaban tres componentes fundamentales: 1) canto a solo; 2) canto responsorial: el solista realizaba una parte y el estribillo se coreaba por los fieles; 3) canto antifónico: los fieles se agrupaban en dos grandes grupos cantando por turnos y uniéndose para cantar el estribillo. Esta reforma gregoriana, que recopilaba y ordenaba sistemáticamente el canto litúrgico romano desde sus inicios, fue aceptada sin problemas por franceses e ingleses, pero en la península sólo se implantaría primero en Cataluña (siglos IX-X), luego en Castilla y Aragón (siglo XI), permaneciendo Andalucía al margen hasta bastante tiempo después (cfr. Martín Moreno 1985: 23-37).

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2.3. LA “FIESTA DEL CANTE Y DEL BAILE ANDALUZ” DE SEVILLA (1925).

Tres años después del Concurso de Cante Jondo de Granada, una nueva asociación sevillana llamada “Fomento del Arte Popular Andaluz” organizó una fiesta- concurso de flamenco, de dos días de duración, que, entre otros fines, sirviera como pórtico a los fastos de la Semana Santa y la Feria de abril, y como escaparate para la

Exposición Iberoamericana que habría de celebrarse en 1929 en la capital hispalense.

Ortiz Nuevo (s/a) lo ha documentado con solvencia suficiente para poder comparar las similitudes y las diferencias que guarda con el concurso de Granada., asunto que trataremos de abordar después de relatar los pormenores y el desarrollo del acontecimiento sevillano.

La asociación sevillana organizó el concurso para los días 15 y 17 de abril en el patio del Gran Hotel Alfonso XIII, un nuevo edificio, todavía en construcción, que debía albergar a las personalidades más importantes que iban a visitar la Exposición

Iberoamericana de 1929. El día anterior al acontecimiento, hubo un ensayo general donde participaron exclusivamente los artistas aficionados. Según cuenta la crónica de El

Liberal, El Niño de San Lucar interpretó unas malagueñas al estilo de Silverio, Vaquerito de San Fernando cantó por soleares y malagueñas al estilo de Juan Breva, Juan Ponce por malagueñas de Juan Breva; Fosforito, Manuel Macías y El Cuqui por seguiriyas, y

Miguel Moreno por malagueñas al estilo del Niño de la Isla. Después vino el ensayo de la zambra, compuesta por siete mujeres y cuatro hombres, entre ellos Conchiya, Salud 110

Montoya, Cándida, Luis, Antonio y un niño de siete años llamado Juanillo. Para terminar este día preliminar apareció un cuadro sevillano formado por Consuelo Paredes, Antonia

Iberia, Reyes García, Rosarito Moreno, Isabelita Araujo y Marujita Álvarez.

El día 15 comenzó el concurso bajo la presidencia de los infantes don Carlos y doña Luisa de Borbón, sus hijas y sus sobrinas, las hijas del duque de Calabria, que ocupaban el palco presidencial. Después, tras el discurso de apertura de Manuel Blasco

Garzón, el espectáculo se ordenó de la siguiente forma:

1) Sevillanas bailadas por Consuelo Paredes, Manolita Ruiz, Reyes García, Rosario

Araujo, Conchita Paredes e Isabelita Moreno. Al cante, María La Macarrona y al

toque Baldomero Ojeda y El Niño de Ricardo.

2) Malagueñas interpretadas por los aficionados Vaquerito de San Fernando, Juan

Ponce y Miguel Moreno.

3) Soleás interpretadas por la profesional Luisa Requejo.

4) Medias granaínas, granaínas y fandanguillos del Niño de Marchena.

5) Fandanguillos de la aficionada Concepción Aguilar.

6) Seguiriyas de El Cuqui.

7) Seguiriyas interpretadas por Juan García Campos en el cante y la guitarra.

8) Tangos y alegrías interpretadas al baile y al cante por las Macarronas.

9) Fernando el Herrero interpretó cante jondo.

10) Zambra gitana compuesta por ocho o diez miembros.

El día 17 continuó el espectáculo de la siguiente forma:

Primera parte:

1) Malagueñas de Juan Ponce, acompañado por Baldomero Ojeda. 111

2) Seguidillas, soleares y martinetes de Juan García Campos, acompañado por el

Niño de Ricardo.

3) Seguidillas del Niño de SanLúcar, acompañado por el Niño de Ricardo.

4) Niño de Marchena, acompañado por Currito el de la Jeroma canta diversas medias

granaínas.

Segunda parte:

1) Malagueñas, seguidillas y medias granaínas de Luisa la del Requejo, acompañado

por Currito el de la Jeroma.

2) Medias granaínas, caracoles y tarantas de Antonio Chacón, acompañado por

Ramón Montoya.

3) Tangos y alegrías de las Macarronas.

4) Cuadro sevillano, acompañado por Baldomero Ojeda y Niño de Ricardo.

Tanto la sesión del día 15 como la del 17 terminaron a la 1:30 de la noche y después, se organizó un baile de salón en el comedor del hotel.

En cuanto al fallo del jurado, se estimó declarar desierto el primer premio de quinientas pesetas y premiar con doscientas cincuenta a Juan Ponce, Niño de Sanlúcar y

Juan García Campos.

Las noticias de los prolegómenos y el desarrollo del acontecimiento fueron recogidos en la prensa, concretamente en El Correo de Andalucía, El Liberal y La Unión.

De todas esas noticias, que fueron apareciendo desde primero de año hasta la fecha del certamen, pueden extraerse algunas de las intenciones de este concurso: la necesidad del

112

apoyo de las autoridades e instituciones locales y de los intelectuales;75 la “conservación

y mejoramiento de las diversas manifestaciones del arte popular de Andalucía” (7), pero

también la necesidad de una sanción pública de este arte; el deseo de “depurar y

enriquecer el arte del pueblo” (10); y el carácter privado de la fiesta a la que sólo podrían

concurrir los miembros de la asociación acompañados de sus familias, a ser posible por

mujeres, lo que implica la necesidad de añadir un plus de atracción al acontecimiento, tal

y como sucede en muchos locales nocturnos en la actualidad; un plus que segrega a la

mujer como posible espectador entendido, es decir, como miembro de pleno derecho de

los llamados “cabales”, y la perpetúa en su papel de florero, de resorte económico y de

blanco de la mirada masculina.

Algunas de las diferencias de este concurso con el de Granada resultan bastante evidentes, aunque ambos reflejan la necesidad de una apropiación de lo popular por parte de la burguesía, ya sea financiera, institucional o intelectual, en una dinámica que recuerda mucho al lema del despotismo ilustrado: “todo por el pueblo pero sin el pueblo”.

Ortiz Nuevo ha subrayado, para el caso de Sevilla, “la desfachatez de condenar el supuesto monopolio de una clase cuando se preparaba una fiesta absolutamente aristocrática total y selectiva” (s/a: 21). Cierto es que, tanto en uno como en otro concurso, los agentes que participan en la parte musical del espectáculo proceden del pueblo llano, pero sus actuaciones se producen siempre bajo la mirada rectora y vigilante de las instituciones.

75 Entre ellos Turina y, otra vez, Manuel de Falla. En muchas ocasiones se ha dicho que el compositor granadino acabó “escaldado” ante la incomprensión que el concurso produjo y la decepción de alguno de sus amigos ilustres. En todo caso, el concurso de Sevilla demuestra que Falla no se había desvinculado por completo de la cuestión flamenca.

113

La primera diferencia sustancial es que el concurso sevillano estaba desprovisto casi en su totalidad de un aparato teórico sistemático que legitimara, desde el punto de vista de la disciplina musicológica y estética, la importancia del flamenco. De manera que, en ese sentido, la propuesta sevillana no es tan compacta, se diluye en generalidades y es más propensa al tópico y a la retórica grandilocuente. En realidad, el espectáculo- concurso no sólo animaba los deseos de fomento del flamenco en general, sino que sirvió de la misma manera como promoción de esta nueva sociedad de amigos en busca de la captación de socios que la hiciera viable.76 El único manifiesto teórico del que disponemos fue redactado por José Andrés Vázquez77 y publicado en El Liberal el 5 de abril de 1927 (en Ortiz Nuevo, s/a: 19-21).

La segunda diferencia fundamental fue la exposición explícita de la participación de “elementos profesionales y no profesionales” (ibidem: 18). Entre ellos, participaron algunos de los que ya lo habían hecho en el concurso de Granada (Antonio Chacón y el

76 Una noticia publicada en El Correo de Andalucía el 17 de marzo expone en su párrafo final que “a esta oficina podrán acudir las personas que deseen pertenecer como socios al Fomento del Arte Popular Andaluz, para en su día poder asistir a la fiesta, a la que sólo tendrán acceso los socios de la entidad organizadora y familia” (en Ortiz Nuevo: 18).

77 José Andrés Vazquez y Pérez (Arazena –Huelva-), periodista, escritor costumbrista y actor. Escribió una novela titulada La Virgen del Rocío ya entró en Triana de la que se hicieron tres versiones cinematográficas: La blanca paloma (1942) en la que aparece como actor, dirigida por Claudio de la Torre; Sucedió en Sevilla (1955), dirigida por José Gutiérrez Maesso; y Camino del Rocío, dirigida por Rafael Gil (1966). Escribió novelas como Ese sol padre y tirano: novela de la sequía de 1905 (1909), Cuando volvió el prisionero (1923), Misterio sin dolor (1924), Títeres en la plaza (1935), Armas de Caín y Abel (1938), Héroes de otoño (1939) y El nieto de Don Juan (1942). Dentro del género ensayístico escribió Bécquer (1929), Velázquez, el pintor de la verdad (1942), Arias Montano: rey de nuestros escrituarios (1943), Miguel Mañara (1943), e Inés de Castro (1944). Como periodista y escritor de costumbres publicó El barrio de Santa Cruz de Sevilla: Ciudad- jardín (1920) y Sevilla en flor: itinerarios de primavera (1948). En el ámbito de la dramaturgia escribió la comedia rural Romero junto a la ermita (1955). Una recopilación de su obra ensayística y periodística podemos encontrarla en Epistolario bético (1918-1919), y en Artículos (1984). Además, tradujo del portugués Madrid Trágico (1938) de Leopoldo Nunes, Perfil de Salazar (1940), de Luiz Teixeira, Itinerarios de los portugueses en Sevilla (1944), de Antonio de Certima y gran parte de la obra de Mauricio de Oliveira. Realizó también algún trabajo sobre arqueología, como el titulado “La necrópolis hebráica de Córdoba” (1935). Es considerado, junto a Blas Infante al que le unió una gran amistad, uno de los padres del andalucismo.

114

Niño de Marchena), que no había puesto demasiado hincapié en este hecho, intentando desligar la faceta profesional de la aficionada. No ocurre lo mismo en Sevilla, donde se concede un papel sobresaliente a los profesionales, entre ellos (además de los mencionados) y como cantaores, Fernando El Herrero y Luisa Requejo; como tocaores,

Currito de la Jeroma, El Niño de Ricardo, Ramón Montoya y Baldomero Ojeda; y como bailaores, Las Macarronas, Rosario La Mejorana (que finalmente no actuó) y Eduardo

Heredia.

Para entender otras diferencias que no pueden pasarse por alto, me siento en la obligación de mostrar al lector la articulación teórica y los propósitos del concurso cuya redacción, como ya se ha citado, estuvo a cargo de José Andrés Vázquez:

El SIGNIFICADO DE UNA FIESTA. EL ARTE POPULAR ANDALUZ. Para aquellos espíritus frívolos y ligeros que siempre tienen a flor de labios un comentario superficial, porque nunca quisieron o supieron ahondar en el alma de las cosas, acaso no merezca el estímulo de un público y plausible reconocimiento la labor que lleva realizada hasta ahora la naciente institución Fomento del Arte Popular Andaluz. Y, sin embargo, nada se había hecho con tan recta y meritísima intención como esa labor que ya se tiene realizada, y que sólo es prólogo de una fecunda campaña que ha de tener hondas raíces y firme raigambre en el sentimiento andalucista de la ciudad, para mantener vivo y latente el cariño hacia nuestras más preciadas y admirables tradiciones, especialmente en este aspecto artístico de nuestros cantes y nuestros bailes, depósito sagrado que recibimos incólume de las manos de nuestros abuelos, y que por nuestra apatía e indiferencia ha sido despreciado considerablemente por un flamenquismo de fondo mercantilista y censurable, que escogió como pabellón que cubriera su mezquina mercancía lo más representativo y típico de un pueblo, y que nosotros tenemos hoy la obligación de volver a sus perdidos prestigios, velando por la pureza del arte y del sentir del pueblo, que no puede ser nunca patrimonio de clases, y mucho menos de conglomerados más o menos pintorescos, al margen del verdadero pueblo. Anualmente, y con motivo de nuestras fiestas abrileñas, a los extranjeros y a los nacidos en el propio solar nacional, para los cuales nuestras costumbres y nuestro arte tienen una singular atracción y que los predispone al 115

embrujo y al hechizo, se les ofrecen unas sesiones privadas de cantes y bailes, a base de andalucismo de pandereta y exportación, que las pocas veces que nosotros hemos presenciado nos ha hecho enrojecer de vergüenza. Profesionales adocenados y vulgares quieren ofrecer con su arte mecánico y sin brío, tan lejos del sentimiento popular, una síntesis de este maravilloso arte popular, emotivo y bravo, en el cual el alma del pueblo, viva y gozosa, se muestra tal y como ella es. De estas fiestas o sesiones viene después el absurdo concepto españolista o la falsa leyenda del andalucismo que circula por el mundo con notorio perjuicio y daño para las verdaderas características del alma y del arte andaluz. A destruir este falso concepto, a desvanecer la denigrante leyenda van encaminados los esfuerzos de los ilustres artistas que integran el Fomento del Arte Popular Andaluz, y el verdadero significado de la proyectada fiesta en el Gran Hotel no es otro que la reivindicación de nuestros valores folklóricos, ofreciendo al mismo tiempo un verdadero espectáculo de arte limpio y honrado, que muestre a propios y a extraños, en marco y lugar adecuados, y con los elementos más valiosos y representativos, el verdadero arte popular de Andalucía, el corazón de un pueblo lleno de sentimientos y melancólicas nostalgias, que el poeta anónimo, ese maravilloso romancero andaluz del alma inmutable, inmortalizó en los versos sentidísimos de una seguidilla gitana o en los fáciles y sencillos del más ingenuo cantar popular. Y en ese sentido de reivindicación del arte popular andaluz, que no puede continuar siendo mercancía de fácil y productiva exportación, porque terminaría por matar todo lo que de noble, elevado y espiritual hay en él, hundiendo sus raíces para siempre en el olvido nuestras más preciadas tradiciones, la fiesta anunciada debe tener el apoyo resuelto de quienes, amantes del verdadero espíritu andaluz, amén para éste sus pasados esplendores. No alcanza otra finalidad la próxima fiesta, que ha de tener la colaboración entusiasta de personas reales e ilustres organismos ciudadanos y pueblo, porque todos saben que nuestro pasado tiene un gran valor y el arte popular, síntesis representativa del alma andaluza, merece esa labor reivindicadora, en tan buena hora iniciada por hombres de espíritu abierto y corazón generoso (ibidem: 19-21).

Si observamos detenidamente el texto, la propuesta del concurso sevillano, tomada en comparación con la del concurso de Granada, muestra ciertas similitudes; en concreto, la necesidad de recuperación de un patrimonio cultural que se cree en trance de extinción; el deseo de devolver la pureza a la música popular andaluza evitando los tópicos de la “Andalucía de pandereta”; y, sobre todo, los ataques virulentos a su

116

mercantilización como consecuencia del turismo, tanto nacional como extranjero, y de la

sujeción a las demandas y expectativas de este turismo por parte de algunos

profesionales. En este sentido, el concurso de Sevilla comparte algo fundamental con el

de Granada y que tiene, sin duda, una lectura política identitaria en tanto se produce una

conversión de este arte en portador de una simbología colectiva aglutinadora. Sólo que,

como veremos en seguida, las descripciones de este arte varían sustancialmente dependiendo del concepto de identidad regional en el que se articule.

Las diferencias son igual de evidentes pero, a mi juicio, más significativas. En primer lugar puede observarse que el texto en ningún momento hace mención explícita ni a la palabra “flamenco” ni a la palabra “cante jondo”. Ya se ha explicado que, para Falla y Lorca, el flamenco sólo era el producto mercantilizado y espurio, disociado de otro, este sí auténtico, que era el cante jondo. José Andrés Vázquez sustituirá al primero por

“cantes y bailes andaluces” o “arte popular de Andalucía”, juntando en ello a lo que en la actualidad entendemos por flamenco en sentido amplio y otras formas folklóricas andaluzas; es decir, como dice el propio autor, desde una “seguidilla gitana” al “más ingenuo cantar popular”. Mientras que el segundo término lo sustituirá por el de “cante grande”, dotándolo del mismo significado que tiene el cante jondo, pero ocultando esta denominación.78 En segundo lugar y con la excepción señalada, el texto suaviza al

máximo la aportación gitana al afirmar que el flamenco “ no puede ser nunca patrimonio de clases, y mucho menos de conglomerados más o menos pintorescos, al margen del

verdadero pueblo” (mi cursiva). Entiéndase esta última afirmación en primer lugar, según

78 Aunque la sistematización teórica entre “cante grande” y “cante chico” la realizó José Carlos de Luna en 1926, es evidente que el término ya circulaba con asiduidad algunos años antes.

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creo, como referencia implícita a los gitanos, pero también al conjunto de la población de

la más baja condición social, una mezcla de lumpen-proletariado urbano que aglutina

tanto al obrero y al artesano gitanizado como a los miembros de la bohemia artística

citadina.

Tras este ocultamiento de lo flamenco, de lo jondo y lo gitano (también de lo

árabe, lo judío y lo morisco) se encuentra un proyecto de identidad regional (llamado

andalucismo) que intenta aglutinar por disolución a todos los elementos que la

componen, subsumiéndolos bajo la etiqueta de “lo andaluz”, en un doble proceso que la

crítica de la cultura y la etnografía ha llamado de “aculturación”, en su primera fase, y de

“enculturación” en una segunda.79 Evidentemente no podemos pasar por alto las políticas

de identidad que subyacen en el texto, ni el hecho de que el propio José Andrés Vázquez

fuera uno de los mentores intelectuales del andalucismo.80 En realidad, la redacción del

texto citado arriba está concebida, según creo, como un intento desclasamiento del arte

andaluz (del flamenco), de borradura de las fronteras interclasistas, con el objetivo de

conciliar, al menos de forma simbólica, los deseos identitarios de la burguesía con los de

los estratos más humildes, bajo la denominación, nada inocente, de “pueblo andaluz”.

Así, el valor de la cultura popular se ofrece como sustituto de la conciencia de clase

(Steingress, 1998: 70). Esta estrategia, muy típica de la lógica política burguesa de todos

79 Sobre los diferentes conceptos de hibridación cultural, a los que esta tesis no pueda prestar atención, pero que pueden constituir un referente fundamental para el estudio del flamenco y su cultura, cfr. Ortiz, Spitta, García Canclini y Benítez Rojo.

80 Un somero repaso a las fases por las que atravesó el proyecto político andalucista desde sus inicios en la revolución liberal de 1835 hasta su extinción con la llegada de la guerra civil en 1936 se encuentra en un artículo de Juan Antonio Lacomba Avellán titulado “Pequeña burguesía y revolución regional: el despliegue del regionalismo andaluz” (en V.V.A.A., 1979: 299-328).

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los países cuando le ha resultado necesaria, implica la eliminación, y consiguiente

sustitución, de una proyección de la identidad que se debate en un campo de conflicto de clases, absolutamente enraizado dentro de una lógica histórica determinada, la del tránsito del Antiguo Régimen hacia las formas emergentes de la modernidad, por la de una legitimación de la identidad naturalizada a través de una lógica que cabría denominar como etnicitaria, biológica y geográfica. Al igual que el texto de los intelectuales granadinos, éste va dirigido también para contentar a la burguesía, que podría encontrar en los elementos marginales un factor que los predispusiera negativamente para el apoyo del concurso. Pero a diferencia de aquél, se eliminan los diferentes agregados que componen una volátil y huidiza identidad andaluza bajo los presupuestos de una identidad más compacta que las sintetiza en el marco general de la cultura popular andaluza. De esta manera se introducía por la puerta falsa al flamenco dentro del universo del conjunto del folklore andaluz, lo que implica que la palabra

“flamenco” (y todo lo asociado a este fenómeno) contiene, todavía en los años veinte,

unas connotaciones peyorativas evidentes.

Sin embargo, la articulación teórica de José Andrés Vázquez, plegada como se ha

explicado al proyecto andalucista, sufrió algunas modificaciones (conscientes o

inconscientes), tanto desde las crónicas periodísticas como desde el discurso de apertura

de Manuel Blasco Garzón,81 que plantearon la fiesta-concurso como una reivindicación

81 Manuel Blasco Garzón (Sevilla 1885- Buenos Aires 1954), abogado de profesión, aparece en la famosa fotografía del homenaje a Góngora por parte de la generación del 27, homenaje que había organizado él mismo. Afiliado al partido radical de Lerroux y destacado francmasón, fue presidente del Sevilla C.F. de 1923 a 1925 y Ministro de Comunicaciones y Marina Mercante en el gabinete de gobierno republicano del Frente Popular, presidido por Manuel Azaña entre febrero y mayo de 1936, y Ministro de Justicia entre mayo y septiembre del mismo año. En octubre de 1936 es designado cónsul general de España en Buenos Aires y, acabada la guerra civil, es nombrado representante del gobierno en el exilio en Argentina. Escribió 119

circunscrita fundamentalmente a la cultura sevillana, situada ahora en el centro

gravitatorio de las manifestaciones del arte andaluz. Aquí y allá las notas se salpican con

acentos localistas que hacen mención al “sevillanísimo patio del Gran Hotel”, al “afán

universalista en las costumbres (…) que ha venido borrando en lo externo el carácter

típico de nuestra ciudad”, al intento de “contribuir a un necesario renacimiento del

clasicismo sevillano” y del “espíritu sevillano”. Ese “clasicismo sevillano” refleja, tanto

en lo que expresa como en lo que oculta, una doble tensión, generalizada en las

reflexiones sobre Andalucía desde la misma conquista de Granada en 1492, que hace

difícil una vía de consenso sobre su misma identidad y que se manifiesta en las

dualidades “Oriente/Occidente” y “local/regional”. Porque la mención al “clasicismo

sevillano” hace referencia en mayor medida al proyecto de una identidad andaluza

fuertemente enraizada en la cultura hispano-romana que en la musulmana, y más en una

cultura “localista” que “regionalista”. Esta estrategia política y cultural, que hace pasar lo

andaluz por el cedazo de lo sevillano, entendido como la más pura manifestación del

alma eterna andaluza, satisface de lleno tanto las aspiraciones de una elite local, burguesa

en emergencia y aristocrática en decadencia, como las de los miembros de los peldaños

más bajos de la escala social. Satisface a la burguesía empresarial en tanto se promociona

a la ciudad como el eje político y económico vertebrador de la región; satisface a la

aristocracia en tanto une el destino del linaje familiar con las raíces culturales de la

un estudio crítico del romancero español y una selección de poemas de la guerra civil española de poetas españoles e hispanoamericanos de su generación titulado España Heróica 1936-1939 (Buenos Aires, 1939) y un libro memorialista, Evocaciones andaluzas (Buenos Aires, 1941). Realizó el prólogo al libro de Roberto Gómez, Charlas de café sobre la guerra civil española (1937). Entre sus artículos ensayísticos ha publicado uno titulado “Jovellanos literato” (1945) Francisco Morales Padrón ha publicado en el 2000 una extensa biografía del autor en Manuel Blasco Garzón: un sevillano en el exilio; Evocaciones andaluzas.

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ciudad, ya sea en un tiempo anterior a la conquista musulmana como posterior a la

reconquista cristiana, y los legitima atendiendo al vector de la ancestralidad; satisface al

pueblo llano en tanto depositario de la tradición más auténtica; y los satisface a todos a la

vez como “eje y vórtice del sentido y la memoria” en la que lo local “adquiere así una

dimensión naturalizada que lo hace ser más trascendente que la nación o la región,

considerados en definitiva faltos de un principio de la realidad, que siempre queda marcado por el pueblo o la ciudad, como ratio ultima” (González Alcantud, 48).

Este fenómeno psico-sociológico, llamado por González Alcantud complejo de autoctonía se convierte en el complejo andaluz por antonomasia, que es tanto psicológico como cultural (simbólico), puesto que “combina los deseos de pertenencia a una unidad local y la legitimidad obtenida por la gestión del sentido de ésta” (González Alcantud,

15).

Ese complejo de autoctonía se revela también en ambos concursos puesto que se

organizaron para dotar de un sentido popular (local) y castizo (local) a las fiestas más

importantes de ambas ciudades: la fiesta del Corpus de Granada y la Feria de abril de

Sevilla. En realidad, en las crónicas y discursos con motivo del concurso de Sevilla, el campo de conflicto se extiende a una defensa de la autoctonía local de las costumbres, de la música y de la moda frente a otras costumbres, músicas y vestimentas foráneas, ya sean regionales, nacionales como extranjeras, muy en boga en los años veinte: es una lucha entre el flamenco y el folklore andaluz con acento sevillano frente al cuplé, el

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chotis, la murga, la banana, el fox-trot o el tango argentino.82 Pero es también la

reivindicación del vino en detrimento de la cocaína, el vermú y la zarzaparrilla,83 de la tapa frente al sándwich, de la mantilla frente al sombrero estrecho, del mantón de felpa o de crespón frente a la gabardina, y del sombrero de alas “sevillano puro” frente a la gorra madrileña. Steingress ha señalado con acierto que “el contenido político del flamenco… proviene desde fuera, es decir, de su instrumentalización como símbolo de una Andalucía tanto superficial y ligera como trágica y vital” (1998: 110).84 La labor primordial de los

intelectuales, apoyados después por la industria discográfica y los artistas, fue por lo

tanto politizar al flamenco como marca etnicitaria85 y convertirlo en una de las señas fundamentales, bien de la identidad nacional, bien de la identidad regional o bien de la identidad local, según los diferentes programas.

En este orden de cosas, algunos intelectuales de los años veinte respondieron con el neopopularismo andaluz al proyecto castellanista de la generación del 98.86 Pero

mientras el manifiesto de Falla y Lorca reelabora un proyecto de identidad andaluza al

margen de la cultura europea, con todas las consecuencias que ello acarrea, la propuesta

82 El lector ya advertirá la diferente concepción musical y expresiva del tango flamenco y del tango argentino. Ambos provienen del llamado “tango americano” de origen cubano. Sobre las relaciones entre la música cubana y el flamenco, cfr. Linares y Núñez (1998).

83 Dice el cronista Galerín en su libro Sevilla en broma (1925): “Se bebe cada día menos vino y se toman más cosas raras. Ya hay aquí [en Sevilla] quien toma hasta cocaína. Estamos cada vez más adelantados” (en Ortiz Nuevo, apéndice, 13).

84 Es la tesis también de Wassabaugh (2005). Sin embargo, otros autores han señalado la pertinencia de explorar el contenido político y de protesta social de algunos cantes flamencos (cfr. Ortiz Nuevo, 1985; García Gómez, 1993; Cruces Roldán, 2003b: 33-120).

85 Se entiende por etnicitario “a aquellos hábitos y rasgos culturales que un determinado grupo de personas considera como elementos diferenciadores con respecto a los demás, y consecuentemente, como marcas obvias de su propia identidad” (Steingress, 1998: 72).

86 Sobre el particular, cfr. Handley.

122

de los sevillanos suaviza la tesis orientalista y gitanista, lo que resulta menos incompatible con las tesis europeístas y modernizadoras de la generación anterior.

123

2.4. LA RESPUESTA DE JOSÉ CARLOS DE LUNA: CANTE GRANDE Y CANTE CHICO.

Unos años después de la publicación del trabajo de Manuel de Falla, José Carlos de

Luna (1890-1964), a quién un público relativamente numeroso conoce exclusivamente por su poema, fuertemente idealizado, sobre el cantaor el Piyayo87 y que fue, al menos

durante mi infancia, lectura obligada en la escuela primaria, escribió un primer libro

sobre flamenco titulado De cante grande y cante chico (1926).88 Blas Vega y Ríos Ruiz

han afirmado que, aunque prácticamente todas sus teorías han sido revisadas y superadas,

“su labor en pro del flamenco en una época de decadencia del género fue muy loable”

(424).

En esencia, de Luna realiza un pequeño estudio sobre los diversos estilos que entran

dentro de la órbita flamenca, atribuyendo a la caña ser “la manifestación mas antigua del

cante jondo” (1942: 23), cuya raíz geográfica originaria de este último se encontraría en

el triángulo formado entre Morón de La Frontera (Sevilla), Jerez (Cádiz) y Ronda

(Málaga).89

87 Nombre artístico de Rafael Flores Nieto (Málaga 1864-1941). Compaginó el cante con su oficio de vendedor ambulante. Se le conoce sobretodo por los aficionados gracias a de Luna, pero sería injusto negar que fue un creador de cierto genio y da paternidad a una variante del tango (tangos del Piyayo) que posee una armonía extraña al estilo ortodoxo y con aires de carcelera y guajira. En 1978 el Ayuntamiento de Málaga dedicó un festival en su honor.

88 Otros libros de tema flamenco del mismo autor son El café de Chinitas (1942) y Gitanos de la Bética (1951).

89 La flamencología ha sido muy propensa a establecer las áreas geográficas originarias del cante más antiguo a partir de una delimitación triangular. ¿Por qué triangular y no cuadrangular, por ejemplo? Además, resulta sospechoso que muchos de los estudiosos incluyan dentro de este triángulo, o en uno de 124

El estudio se presenta más como un estudio con pretensiones literarias que como un

trabajo sesudo de investigación puramente científica, aduciendo que precisamente por la

diversidad y temperamento de los estilos “resulta casi imposible dar al presente trabajillo

uniformidad y orden” (16). Le parece así mismo poco útil el rastreo de los orígenes a

falta de una documentación sólida al respecto pero, francamente, la argumentación de que

el flamenco tiene una ascendencia milenaria “pues los ruiseñores se salvaron en el Arca

de Noé” (16) no es de la naturaleza que preferiríamos cuando se estudia el origen del

cante. De manera que el autor se propone estudiar el flamenco restringiendo su radio de

acción al momento en el que escribe, la década de los veinte.

Si lo tratamos dentro de este capítulo es porque algunos autores, no sin razón, han

afirmado que este libro contiene fundamentos para suponerlo “una contestación polémica

al folleto de Falla” (Larrea, 2004: 239).

Sin embargo, las intenciones son muy parecidas. En un momento en que todavía el

flamenco es considerado para muchos música indigna de llamarse con tal nombre, porque

va asociada a comportamientos antisociales muy propios del lúmpen- proletariado y de la

bohemia artística urbanos, y donde todavía pesa mucho la influencia del antiflamenquismo de la mayoría de los intelectuales del 98, de Luna se propone, igual que los organizadores del concurso de Granada, destruir el tópico:

Siempre que se habló de él [el cante], se le añadió el sobrenombre de flamenco; siempre se le miró a través de una nube de humazo y vaharadas de manzanilla; desenvolviéndolo entre una chusma de rufianes y mujerzuelas –manoseada juerga- de la que se destaca un prócer marchoso y achulado, su mantenedor, y

sus vértices, el lugar concreto o la provincia en la cual ellos mismos han nacido. Ricardo Molina, cordobés de Puente Genil, estableció en 1960 los vértices de su triángulo entre “Cádiz, Ronda y Sevilla” (1977:12), para seis años más tarde modificarlo sobre los vértices “Lucena, Sevilla y Cádiz” (Op. cit: 61), lo que concede a la provincia cordobesa, incluida Puente Genil, una de sus paternidades.

125

un inglés flemático, sistemáticamente enamorado de una bailaora. Cuando precisaba cerrar el capítulo se armaba la bronca, y, trágica o cómica, era el entierro de soleares, siguiriyas, polos y alegrías (10).

Así mismo, queda patente también la intención de desmarcar al flamenco de los productos desnaturalizados e inauténticos que los teatros de otras latitudes españolas dieron en llamar “ópera flamenca”, muy de moda en aquellas décadas, y cuya máxima aspiración, según de Luna, era el beneficio empresarial en perjuicio del estético:

[Los cantes] se mercantilizaron en la escena, cuajándose en cromos de marcado catetismo, empalagando con un subido aroma, que quiere ser de campiña y no es sino perfume barato, mercado aprisa en cualquier droguería castellana. ¡Cante jondo! ¡Cante flamenco! ¡Cante andaluz!... ¡Cómo te comprendieron unos y otros! ¡Con qué mal ángel te trataron casi todos!” (11).

Hasta aquí las similitudes principales. Pero, ¿cuáles son las diferencias? En primer lugar su posición antiintelectualista con respecto al estudio del cante, una tendencia muy arraigada en el seno de algunas etapas de la flamencología, y cuya razón estriba fundamentalmente en que el flamenco, tomado no sólo como un arte “natural”, intuitivo y, como si dijéramos, silvestre, sino también como una vivencia integral, no puede ser aprehendido entonces mediante la exploración taxonómica y analítica del estudio científico. La diatriba contra la musicología y el folklorismo en el estudio de los cantes es patente:

“Hubo quienes (…) los diseccionaron con un escalpelo pedantescamente esgrimido, sacando de ellos eruditas observaciones gramaticales; o, con pinzas despuntadas y mohosas, fueron agrupándolos por series, como si se tratar de cuerpos de química orgánica” (11).

Sin embargo, ni el propio de Luna escapa a una cierta pretensión clasificatoria y el mismo título de su libro lo delata. Como vimos en una de las citas de la página anterior, 126

se insinúa que para el escritor malagueño “cante flamenco”, “cante jondo” y “cante

andaluz” son la misma cosa, y es de vital importancia señalarlo, pues no es el adjetivo lo

importante aquí, sino el sustantivo: “cante” es una modalidad musical peculiar de

Andalucía que se diferencia del “canto” o “canción”, ya sea folklórico o de cualquier otro tipo. De esta forma, la posición del libro se desmarca de las tesis del opúsculo de Falla,

que como ya hemos visto es mucho más excluyente, diferenciando cante jondo de cante flamenco en beneficio del primero. Para de Luna el cante jondo (o cante flamenco, o cante andaluz), en definitiva, el cante, se diferencia en cante grande y cante chico. Es decir, lo que para Lorca y Falla es cante jondo (los palos supuestamente más antiguos), para de Luna es, a grandes rasgos, cante grande, y lo que para los primeros es cante flamenco (los palos más modernos), para de Luna es cante chico. Así el escritor malagueño evita la discriminación negativa y abraza ambos términos dentro del mismo género, el del cante.90 Es verdad que todavía observamos en el libro una cierta

diferenciación jerárquica de ambos cantes, pero no es menos cierto que, para este autor,

el cante chico lleva, como un hijo o un sobrino legítimo, la sangre de sus venerables

ancianos:

Los enterados, o que pretenden estarlo, cuando menos, lo dividen [al cante jondo] en cante grande y cante chico. Estiman que el cante grande es el único digno de tenerse en cuenta y consideran el cante chico patrimonio de gritadores y profesionales de pocos recursos; formando dos castas o clases que creen perfectamente definidas y que nada tienen que ver la una con la otra. Yo niego rotundamente este aserto. Digo más: el cante chico es hijo del cante grande,… La solera nueva, cría y llega a vieja abocándose y tomando color; y si una cabeza llena de canas inspira veneración y respeto, una cabecita de niño, coronada de bucles sedeños, no causa desprecio; si no es muy sólido lo

90 Adviértase que esta subdivisión es sólo patrimonio del cante y no se extiende al terreno del toque o del baile, a diferencia de “jondo”, término que ha tenido más éxito en estos ámbitos.

127

que de ella sale, hay que pensar que, por ley de vida, ya la espolvoreará la nieve de la experiencia, trocando en seria la graciosa sesera de chorlito” (21-22).

Esta afirmación, que sigue un modelo más o menos biologicista, indudablemente tiene en aquel momento su calado, porque cante grande viene a diferenciarse por su antigüedad (y, por tanto, seriedad) frente a un cante chico más moderno (y, por tanto, también más alegre), pero sin efectuar una discriminación que los segregue en dos modalidades irreconciliables. El folleto de Falla vinculaba el grado de pureza de esta música a la mayor o menor antigüedad de los cantes y este criterio, erróneo o no, permitía

(en términos musicales pero también morales) dicha segregación. Sin embargo, de Luna no vincula la pureza al grado de antigüedad y, en ese sentido, supone el primer libro reconocido y publicado después del folleto de Granada que pretende suavizar esta disensión dentro del seno de la flamencología.

Por otra parte, se impone aquí una reflexión. En realidad, esta disensión puede producirse de multitud de maneras, en función del significado que asignemos al término

“pureza”. El criterio de antigüedad, al que podemos llamar entre nosotros “criterio generacional”, puede revertirse si considero la definición de “pureza” desde otro punto de vista. Podemos proseguir, si me lo permiten, con la misma metáfora biologicista empleada por de Luna, e invertir los resultados tomando otros argumentos. La pregunta sería la siguiente: dentro del recorrido de una extensa genealogía familiar ¿quiénes son más puros, aquéllos que pertenecen a las generaciones más antiguas de la familia o a las más modernas? Puedo contestar que a las más modernas, porque son ellas la huella manifiesta a través del tiempo de la supervivencia familiar, las que conservan un apellido cada vez más liberado de lo superfluo, las que custodian todo aquello que es fundamental 128

y que no les hace perder su abolengo, en definitiva, y por usar una terminología tan querida por Molina y Marchena, todo lo que constituye su “quintaesencia”. O, dicho en otras palabras, lo esencial de ese apellido ha quedado robustecido, blindado, por los embates del tiempo.

Pero puedo utilizar la metáfora del proceso de fermentación en la crianza del vino y el resultado vuelve a cambiar. La bebida más pura, la más noble, sería aquella que durante el transcurso de su fermentación y crianza en las barricas hasta su finalización ha evaporado todo lo superfluo y transformado los azúcares en alcohol y más allá de la cual el vino empezaría a perder algunas de sus cualidades esenciales. Es decir, lo puro está, como si dijéramos, a medio camino, en un grado óptimo que no se encuentra ni en su origen (mosto), donde todavía el líquido necesita tiempo para tomar cuerpo (y esa expresión metafórica….), ni en un posible exceso de permanencia en la barrica, pues su contenido acaba por estropearse y pudrirse: la descomposición del vino lo convierte en vinagre. Es decir, la pureza se halla aquí en un estadio intermedio considerado el más adecuado para su degustación, en donde parte del origen de la sustancia se ha transformado pero sin llegar a un momento en el que otras transformaciones le hicieran perder su carácter esencial. Visto así, entonces, el flamenco puro no sería el del Planeta, el Fillo o Silverio, sino el de Chacón, Mairena y Caracol, por citar sólo algunos de los representantes más sólidos de un arco temporal que, digamos, se encuentra a medio camino entre los orígenes y las últimas generaciones de cantaores.

Y, finalmente, puedo adoptar una postura sociológica de carácter relativista. Lo

“puro” vendría a ser aquello que mejor refleja y construye la realidad histórica (social, económica o cultural) de una época determinada en un marco geográfico también 129

determinado. De esa manera, el criterio de pureza se realiza sobre una base que lo circunscribe a un tiempo y un espacio dado. En este sentido, la guajira flamenca, por ejemplo, que articula Pepe Marchena en todo su esplendor en los inicios del siglo XX es tan pura como la bulesalsa de Ketama a finales del mismo siglo, y explica las diferentes posturas que el flamenco adopta con respecto a Cuba y la música cubana en tiempos históricos bien distintos.

Una vez explicada, someramente, la relatividad e inestabilidad del concepto de pureza, podemos volver de nuevo al hilo principal de este apartado. En páginas anteriores hemos afirmado que de Luna suaviza la tensión pergeñada en el Concurso de Granada entre cante jondo y cante flamenco elaborando las categorías de cante grande y cante chico de manera inclusiva: puede existir una cierta diferenciación jerárquica entre las dos, pero en todo caso no son formas excluyentes.

El cante chico, para De Luna, se forma además en una circunscripción geográfica mucho más extensa que el cante grande. El grupo principal del primero (tangos, caracoles, guajiras, alegrías y bulerías) encuentran su solar en la zona costera de la bahía de Cádiz: Puerto de Santa María, Puerto Real, Sanlúcar de Barrameda y La Isla de San

Fernando. Su espíritu costeño y carnavalesco y el frecuente contacto de la zona con las fuentes musicales de ultramar han dotado a estos estilos de un carácter más alegre y vivaz tanto en el ritmo como en la letra, en tensión con el cante grande, mucho más serio y lento:

Si algún cante serio asomaba por las salinas, lo mirabais cara a cara un ratillo; comenzaban a humedecerse vuestros ojos alegres cuando, haciendo una cabriola, os tirasteis atrás el castoreño de catite y, volviéndole la espalda, lo metisteis por alegre son de tangay (Ibid. 76).

130

Y en cuanto al contenido de las coplas:

Estas letras, unas veces llenas de pique y de gracia, otras ufanándose y presumiendo de espíritu piropero, se dejan traquetear o mecer por el son bonito de una musiquilla que no consiente que se prendan en los faralaes de su pomposo vestido ni tristezas ni amarguras, ni congojas ni suspiros de pena (Ibid. 83).

Pero no nos confundamos. De luna es muy claro al afirmar que estos estilos contienen el “sabor de todos los cantes. Sabéis a Cañas, a Martinetes, a Soleares (Ibid:

76), lo que implica una relación de inclusión de todos los estilos en una sola modalidad, llámese cante flamenco, cante jondo o cante andaluz. Al mismo tiempo parece que ha

sido el cante chico, que nace con acompañamiento de baile y, por tanto, se hace más

espectacular, el que fomentó la exportación del género a la capital y de allí a otros lugares

de la península.

Dentro del cante chico, pero en otro lugar distinto de las anteriores, en la zonas

montañosas del Camino Real de Andalucía91 surgieron las serranas, y abajo, como

derivación de éstas en las ventas de los caminos aparecen las caleseras y más allá en la

campiña los cantes de trilla o trilleras. Y de éstas, en la soledad de la noche de las casas

de los campesinos y yegüerizos, las nanas flamencas. Las temporeras, cante de gañanías,

cante de labranza, aparecen en Córdoba (Lucena, Aguilar, Cabra, Montilla) son un lazo

de unión entre las trilleras y caleseras y se canta por turnos. Cuando se hacen más vivas

se confunden con los fandangos. Es éste un “cante de fiesta para bailarse” (Ibid: 138),

91 El Camino Real de la Plata comunicaba dos de las ciudades claves de la historia medieval española, Toledo y Córdoba, siendo paso obligado ente Castilla y Andalucía por ser al camino más recto y corto durante la Edad Media y la Edad Moderna. Sus ventas y parajes, sitios de paso y posada de viajeros, fueron escenario de numerosos pasajes de la literatura cervantina.

131

típico de la campiña malagueña, cordobesa y onubense (alosnero) y, nuevamente, es

“nieto del cante grande”.

Sin embargo, tengo que reconocer que de Luna bascula a lo largo de su obra entre

dos definiciones implícitas de cante grande y cante chico, con lo que se añade más

confusión a las terminologías. La primera definición ya ha sido expuesta. La segunda

contempla la posibilidad de que cualquier cante, pero especialmente los derivados de los más antiguos, pueda ser considerado chico o grande en función de una determinada forma

de cantarlo unida a quien lo canta, pero el escritor malagueño no termina por aclarar en

qué consiste la diferencia. Cuando, por ejemplo, habla del fandango de Alosno,

considerado normalmente cante chico, cantado por Pépe Pérez de Guzman se transforma

en grande (Ibid: 147-149). Por tanto, el cante jondo es un cante grande, pero los cantes

derivados tambien pueden ser grandes o chicos.

Hipólito Rossy en los años sesenta escribía que “en cuanto a la subclasificación de los

cantes en grande y chico, más parece referirse a las dificultades para cantarlos que a la

clase o estilo de música de que estén formados” (Rossy, 15). Arcadio Larrea afirma que

“De cante grande… puede ser algo más que un simple recurso literario y significar, una

oposición, o cuando menos diferencia entre grande y jondo” (2004: 223), mientras que,

en la línea de Rossy, el escritor navarro parece apuntalar la diferencia entre cante grande

y chico a la mayor o menor dificultad de ejecución de los estilos:

En las respuestas a mis preguntas quedó establecido: la caña, el polo, la serrana y las malagueñas de el Mellizo y Chacón son siempre grandes; las soleares pueden ser hondas o grandes; lo mismo ocurre con mayor frecuencia de lo hondo en las seguiriyas; los martinetes siempre son hondos, como la debla o el cante que suelen presentar como tal; en cambio, otra debla que cantó Chiclanita 132

era grande. Los más de los otros cantes son livianos. La denominación de cante chico fue invención de José Carlos de Luna. ¿Dónde estriba la diferencia? Ya hemos notado la explicación de Falla. En todos los cantes jondos concurren: ámbito melódico de sexta; inicio en la nota más baja; tercios más breves. En los grandes; ámbito que excede la sexta, inicio frecuente en la nota media o alta; tercios dilatados y muy adornados. Cantes livianos92 son los que no exigen trabajo en el cantaor y tienen andadura ligera (Larrea, 2004: 238-239).

De forma que el modelo se subdivide en tres subestilos principales: cante hondo, cante grande y cante chico.

Arcadio Larrea, por tanto, afirma que el flamenco tiene un carácter triádico: cante jondo, cante grande y cante chico. Y sobrentendemos que los dos primeros tienen una mayor dificultad de ejecución y un ritmo más lento que el tercero. Sin embargo, sobre el cante chico quedan algunas preguntas por resolver: ¿cuál es su ámbito melódico? ¿En qué nota se inicia? ¿Cuál es la extensión de los tercios? ¿Debe entenderse que estos son más breves que los jondos? ¿Contiene muchos o pocos adornos? Como puede observarse ninguna de estas preguntas puede desprenderse de las teorías expuestas anteriormente.

Así las cosas, parecía inviable una utilización rigurosa de las categorías propuestas, y las teorías acerca de este asunto en los años sesenta del siglo pasado son un ejemplo palmario de la falta de acuerdo sobre una definición que satisfaga a todas las partes. Molina y Mairena, que utilizaron la palabra “flamenco” como fórmula general y como vía de consenso razonan con solidez la dificultad de la funcionalidad de dichos términos:

Tales denominaciones complican las cosas más que las aclaran. Además, nunca adquirieron la difusión popular de “flamenco”, siendo utilizados arbitrariamente

92 Según el diccionario de Blas Vega y Ríos Ruiz, el cante liviano es el “cante chico, en la acepción más peyorativa de la expresión, y cante de preparación en otros casos” (I, 148).

133

de tal forma que rebasando su función designativa entrañan siempre un juicio de valor. Así, son muchos los que llaman “jondos” a ciertos cantes que estiman superiores. Pero como tal valoración se basa en sentimientos y reacciones subjetivas, varía de unos a otros y la consecuencia es una anarquía incorregible. (…) Parecido es el caso de los cantes ‘grandes’ y ‘chicos’. Nuestro criterio coincide con el de Anselmo González Climent; que adoptó el término más acreditado por el uso: ‘flamenco’ abarca, en principio, a todas las modalidades conocidas del cante sin involucrar valoraciones ni estatuir jerarquías. (...) Respecto a ‘grande’ y ‘chico’ apenas hay nada que decir: ¿qué es ‘grande’ y qué ‘chico’ en flamenco? No podemos identificar lo grande con lo extenso ni con lo largo; tampoco lo chico con lo breve o corto. Hay bulerías ‘largas’ y seguiriyas ‘cortas’, de lo cual no podemos deducir que las primeras sean grandes y las segundas chicas. Lo grande y lo chico son conceptos de una incertidumbre e imprecisión evidentes. No faltan quienes los asimilan a categorías espirituales o mejor, sentimentales; así, ‘grande’ sería equivalente de ‘triste’, ‘radical’, ‘dramático’, mientras que chico hallaría su réplica en los frívolo, divertido, juguetón e intrascendente. Semejante interpretación nos conduciría a una inestabilidad absoluta. Pensemos en la realidad misma del cante: Hay soleares de intrascendencia tan notoria como esta de Manuel Machado que hoy canta todo el mundo: ‘No quiero decirte ná/ no vaya que te se ponga/ la carita colorá’, y hay tan dramáticos como una siguiriya. Tal: “A mi maré abandoné…”, de lo cual no podemos deducir correctamente que un cante sea más grande que otro, pues la “letra” no es ni fue nunca definidora de cantes, ya que suele peregrinar por ellos libremente… Tampoco podemos proyectar las significaciones de grande y chico al terreno estrictamente musical. Cantes de los llamados algunos chicos pueden ser musicalmente más ricos e intensos que los calificados de grandes. Nos queda sólo la reacción provocada. En este sentido unos cantes (¿cuáles?) producirían (¿en quién?) una impresión de grandeza (¿qué es una impresión de grandeza?) y en otros una impresión ¿de qué?, ¿de pequeñez? Confesamos sinceramente nuestra incapacidad para imaginar siquiera en qué consistirían tales impresiones. En nuestra experiencia no hemos conocido nada semejante (Molina y Mairena: 16-18).

El musicólogo Manuel García Matos ha realizado algunas observaciones al respecto que quizá nos ayuden a desenredar este maremagnun terminológico. Según este autor

134

Grandes eran, de modo principal, los que poseían mayor longitud, más anchura de ámbito melódico y sentimiento más fuerte; chicos, los no dotados de esas condiciones; así, había (y hay) tonás, siguiriyas, soleares, malagueñas, etc., grandes y chicas (García Matos, 1987: 91).

De lo que se deduce que no pueden ser sinónimos, como parecen a menudo, los vocablos “jondo” y “grande”, puesto que “siempre es ‘jondo’ todo ‘cante grande’, pero no siempre es ‘grande’ todo ‘cante jondo’ ” (Ibid: 15), sin que “se confundan estos términos, como muchos lo hacen, inclusive profesionales del cante, con las voces ‘largas’ y ‘cortas’,93 pues en puridad implican conceptos distintos, sin embargo de ofrecer entre sí

puntos de tangencias” (Ibid: 15, nota 3). Por tanto, el cante jondo puede ser, según las

características apuntadas arriba, grande o chico, y sobreentendemos que lo que no es

cante jondo, es decir, las formas derivadas de éste, lo que Falla llama “flamenco” es

siempre cante chico. Luego el cante jondo se deriva en cantes grandes y cantes chicos,

mientras los cantes derivados siempre son chicos.

Finalmente, podemos acudir al Diccionario de Blas Vega y Ríos Ruiz, puesto que los

diccionarios suelen realizar las definiciones más extendidas y normalizadas. Allí

encontramos:

Cante grande: Denominación de uso subjetivo, con la que se adjetiva a los estilos flamencos más solemnes, de ámbito tonal extenso y prolongado, y que también se aplica a cualquier cante bien interpretado. Cante chico: expresión que se utiliza, subjetivamente, para denominar los cantes festeros. Actualmente existe la tendencia a considerar la inexistencia de cantes chicos bajo tal concepto, pues entre los aficionados y teóricos se ha llegado a la conclusión de que ningún cante es chico si está bien interpretado.

93 Cante largo: “el que tiene una copla con muchos versos. // 2. El que, al interpretarlo, el cantaor repite algunos tercios o los prolonga con melismas, quejíos, repeticiones de palabras y redoble de tercios. Cante corto: El que tiene una copla con pocos versos.// 2. El que, al interpretarlo, el cantaor no prolonga los tercios de la copla”. (Blas Vega y Ríos Ruiz, 148)

135

Cante jondo: denominación de valoración subjetiva, que incluye a aquellos estilos del cante flamenco en los que se aprecia solemnidad, primitivismo, profundidad y fuerza expresiva a través de los sentimientos y cualidades del intérprete, llegándose a considerar como máximo exponente de lo más original y básico de este arte (148).

Tales definiciones, como vemos, se ajustan más a la última propuesta de García

Matos, aunque todas ellas acusen la relatividad de la valoración subjetiva. El cante jondo y el cante grande son solemnes, pero éste último abarca un mayor arco tonal y una ejecución silábica y de los tercios más prolongada, mientras que el concepto de cante chico se aplica a los cantes festeros, aunque en la actualidad cualquier cante festero pueda ser grande si se interpreta adecuadamente, aunque esto constituya siempre una valoración subjetiva. Así, el cante jondo es grande porque es solemne, pero puede haber cantes festeros, alegres, que también lo sean en función de su amplitud tonal y su buena interpretación. Pero, en función de otro criterio, el cante jondo y el festero pueden ser chicos si no se interpretan correctamente.

En resumidas cuentas, parece que los intentos de establecer terminologías generales sobre este género musical no han sido todo lo útiles que se pretendían. Lo importante es que las sucesivas contestaciones y polémicas que engendró el artículo teórico de Falla sirvieron para afianzar de una vez por todas el nombre de “flamenco”, en perjuicio del de “cante jondo”, que pasaría a constituir sólo una de sus modalidades, aquella que abarca los cantes pretendidamente más antiguos y de los que derivan el resto de las composiciones.

136

CAPÍTULO 3

El duende y lo sublime

137

3.1. LO SUBLIME: ASPECTOS TEÓRICOS GENERALES

138

3.1.1. EL ORIGEN DEL CONCEPTO DE LO SUBLIME: EL TRATADO DEL PSEUDO-LONGINO Y SU INFLUENCIA EN EL NEOCLASICISMO.

Lo sublime es el eco de un alma grande.

Longino, Sobre lo sublime

La primera teoría de lo sublime se produce ya en la antigüedad de la Roma Imperial, en un tratado breve titulado Sobre lo sublime, que se conserva incompleto en la

Biblioteca Nacional de París. Escrito en lengua griega, el texto data probablemente de la segunda mitad del siglo I d. C. y su autor es, también probablemente, Dionisio Longino, aunque hasta el siglo XIX se atribuyera erróneamente a Casio Longino, un teórico neoplatónico de retórica del siglo III.94 Obviamente no se puede negar, como ha señalado José García López, “la deuda que [el texto] seguramente tiene (…) con teóricos

antiguos como Dioniso Tracio, Horacio, Dioniso de Halicarnaso y Cecilio, entre otros”

(en Longino, 130),95 pero su originalidad devuelve mucho más que el pago de las deudas

contraídas con sus predecesores, sobretodo por la importancia que concede a las

94 Sobre los problemas en la datación del texto y su autoría, cfr. un pequeño resumen en García López (en Longino: 136-140).

95 La obra se dirige a un amigo o discípulo de nombre Postumio Terenciano y se despliega en forma de polémica a partir de un tratado anterior sobre igual tema escrito por Cecilio de Caleacte. Sobre este particular y algunos más con respecto al Pseudo-Longino, cfr (Aullón de Haro, 2006: 41-50).

139

emociones, la imaginación y, principalmente, a las cualidades y pensamientos del artista,

algo que no estaba presente en las elaboraciones teóricas anteriores.96 En consecuencia,

las primeras descripciones, que no definiciones,97 de lo sublime están indisociablemente

unidas a la retórica cuya misión, como tantas veces se ha recordado, consiste, en términos

psicológicos, en hallar la manera de afectar poderosamente al oyente mediante la

producción, en términos técnicos y creativos, de un discurso eficaz. Antes del tratado del

pseudo-Longino las consideraciones sobre el arte se manifestaban dentro de la órbita de

la categoría estética de la belleza, unida a la categoría moral de la bondad y la verdad;

pero es a partir de este texto que se produce un paso adelante en la creación de una nueva

categoría para el análisis artístico. Longino, pues, distingue dos tipos de efectos

interesantes, perfectamente compatibles, que pueden darse en el discurso retórico: la

persuasión, que es el efecto del discurso bello, y el éxtasis, que se manifiesta en una

exaltación y al mismo tiempo en una exultación del destinatario del discurso. Este último

efecto es propio del discurso sublime. De manera que el autor anónimo se centrará de

manera muy particular en lo que constituye la experiencia de lo sublime y en los recursos

que el poeta tiene a su alcance para realizar esa experiencia, pero, como ha subrayado

Umberto Eco, “deteniéndose siempre en los umbrales de la definición de una categoría

con la cual se pretendía definir un fenómeno indefinible” (1985: 166).

96 José Luis Molinuevo ha señalado que el origen del texto está “en la polémica entre los seguidores de Apolodoro, que preconiza una fundamentación racional de la retórica, y los de Teodoro, que la cifra en la pasión. En la órbita de éste último está el Pseudo Longino” (89). También cfr. (Aullón de Haro, ibid: 42- 43).

97 Al respecto se ha señalado que “aunque [el pseudo-Longino] establece la extensión, el ámbito de aplicabilidad, no es capaz de señalar la intensión, los elementos que entran en su definición” (Eco 1985, 165).

140

El tratado, excepcional en su época, ofrece ya el camino de ruptura de la concepción

clásica del arte que será retomado por lo filósofos prerrománticos. Al mismo tiempo que

encontramos un criterio de lo sublime de origen retórico, preocupado por la eficiencia del

discurso como tal, también existe otro, aunque sólo en forma germinal, de origen

filosófico: lo sublime es una superación de lo bello, un camino hacia lo alto. “Lo sublime

–dice el pseudo-Longino- reside en la elevación”, es decir, eleva el alma o el espíritu

según su deseo genuino: el deseo de entrar en contacto con lo divino del ser. Y es

precisamente esto lo que lo separa de sus predecesores, su preocupación por la grandeza

de los conceptos más que por la materialidad de su expresión.

El tratado distingue además los medios (o causas) que favorecen este tipo de discurso.

Unas son adquiridas, atribuibles a lo que los griegos llamaban tekné, como la cualidad de

la fabricación de las figuras (metáforas), la expresión generosa (la imaginación y la

libertad de elección de las palabras) y la composición digna y elevada. Otras son de

carácter innato, como la maestría en el dominio de las ideas y la pasión violenta y

creadora de entusiasmo. Estos dos últimos medios o causas de lo sublime son las que

revelan, en contraste con las otras, la doble naturaleza de lo sublime: la perfección y la

sabiduría, la elevación moral a la que tiende y la elevación del pensamiento en la que se

sustenta lo sublime, alimentan paralelamente una tendencia dionisíaca que contiene en potencia la ruina de la propia perfección. Es cierto que esta obra refiere el término sublime al estrecho marco de la literatura y la retórica, en cuanto designa un estilo “noble y elevado”, pero esta descripción resulta muy significativa. En efecto, en tanto la belleza se interpreta en las artes plásticas como “limitación”, la música y la poesía en cambio se

141

relacionan con la “ilimitación” de lo sublime. “En escultura –dice el pseudo-Longino- lo que se busca es la semejanza con el modelo humano, en literatura lo sobrehumano” (24).

Lo bello, pues, se aplica a las artes que exigen acabamiento o limitación formal y lo sublime a las que apuntan hacia una cierta infinitud o ilimitación. Es por ello que Jacques

Aumont afirma que “lo sublime longiniano ha sido una de las levaduras que han amasado la pasta clásica y la han hecho fermentar, pero también, al final, la han quebrado” (163).

¿En qué consiste esta quiebra fundamental? Lo explicaremos brevemente. La dualidad

Apolo-Dioniso cuyos polos, como ya se ha explicado, el clasicismo antiguo no trata como excluyentes sino como posibilidades de un mismo hecho, se siente durante la retórica latina y medieval como una oposición disyuntiva, pues la ideología cristiana en la que están imbuidas no consiente pensar el bien sino es sobre el fondo del mal. Es por ello que, durante este período, lo sublime se reduce lo máximo posible a su parte de maestría y de regulación compositiva, mientras que la parte sombría y apasionada se somete a una sublimación, mucho más en el sentido de la química que del psicoanálisis, es decir se diluye hasta la depuración en fórmulas convencionales. La exaltación de la que hablan los

retóricos latinos y medievales se refiere todavía mucho más a un entusiasmo puramente

convencional, integrado de forma reglada en la composición que se domina, en la forma

bella, que en el éxtasis místico, objeto todavía de sospecha y de persecución.98 Sin

embargo, en el tratado del que hablamos, y aquí radica la ruptura, se adivina una posible

y renovada conjunción del impulso apolíneo y dionisiaco de la Grecia antigua, sólo que la

98 Extraigo aquí la interpretación que sobre este asunto realiza Jacques Aumont (161-172).

142

tradición cristiana hasta el XVIII lo interpretó de manera sesgada y lo redujo, consciente

o inconscientemente, a un mero conjunto axiológico de reglas compositivas.

Así, lo sublime, se estableció a lo largo de los siglos, tal vez a pesar del pseudo-

Longino, como una categoría de la poética y de la retórica en el marco general de la

Teoría de los estilos y referida a la más alta cualidad del lenguaje. Como categoría

estética sólo operó de manera mucho más difusa hasta la llegada de las teorías poéticas y

estéticas modernas del prerromanticismo. Hasta ese momento, lo sublime todavía es una

cuestión de estilo (de gran estilo o de estilo elevado) fundamentalmente, pero se sitúa

justamente en el límite de las tendencias clasicistas que tienen en el equilibrio, la

perfección y la armonía los principios en los que se sustenta el concepto del arte, pues

“apelaba a las ideas de talento, pasión y fuerza expresiva y, por tanto era factiblemente

allegable a una subversión desintegradora del mismo [canonismo doctrinal clasicista]”

(Aullón de Haro, 1992: 24).

La edición princeps del tratado anónimo Sobre lo sublime fue publicada en la lengua

original por F. Robortello en Basilea en el año 1554, a la que sucedieron otras en

Venecia, la de Manuzio en 1555, Ginebra (1569 y 1612) y Oxford (1636), las dos últimas

con traducción latina. Pero fue la traducción al francés de Boileau en 1674, la que

permitió al texto una posterior difusión y apreciación crítica y la que lo colocó entre los

grandes de la literatura de la Antigüedad clásica.99 Todavía entonces, la “torpeza estética

99 A pesar de ello, un texto tan reconocido y canónico como el de Bickel (Historia de la literatura romana, 1960) no hace siquiera mención ni al libro ni al concepto. Por otro lado, Aullón de Haro ha señalado que Boileau “carece de agudeza en su interpretación y… en modo alguno fue capaz de atisbar la posibilidad futura o revolucionaria del concepto…. La novedad de la edición de Boileau ha sido acríticamente sobrevalorada” (2006: 77). Según el mismo autor, los tratadistas más respetados del siglo XVIII francés no tomaron como algo relevante lo sublime, lo que “debiera pesar en una reconsideración del lugar de Boileau 143

del siglo XVII francés”, en palabras de Aumont, mantenía un vínculo muy débil entre

sublimidad y entusiasmo. Boileau hablará tímidamente de lo sublime como “una cierta

fuerza del discurso para elevar y seducir el alma”, pero La Bruyére o La Motte-Houdard

todavía imaginaban que era un simple asunto de lenguaje y estilo, si bien durante la

primera mitad del siglo XVIII se empieza a distinguir “lo sublime” de un “estilo

sublime”. Lo sublime, por tanto, accede al Neoclasicismo asociándose a lo sorprendente

y a la categoría límite de lo maravilloso (sobre todo en el sentido ético y moral), pero en

el fondo reducido en gran medida a unas cuantas locuciones de carácter estilístico y

compositivo. Como ha afirmado Aullón de Haro,

durante estos diecisiete siglos, más los anteriores hasta tiempos de los presocráticos el pensamiento estético en su sentido estricto convivió confundido en particular con la Ética, o en otro caso, por la moral cristiana, esto es considerablemente desligado de la Retórica y la Poética y además, como es claro, sustancialmente ajeno a la posibilidad del más puro aspecto estético de la idea de Sublime en sentido fuerte o moderno (Ibid, 23).

en la historia y difusión de la categoría, así como en la comprensión del estatus neoclasicista y conservador de la tradición francesa” (Ibid, 89). Es decir, es el hecho de que no se leyera suficientemente la traducción de Boileau lo que explicaría la actitud fuertemente normativa y limitativa de la poética dieciochesca francesa.

144

3.1.2. EL PRERROMANTICISMO EN EL ORIGEN MODERNO DEL CONCEPTO DE LO SUBLIME.

El proceso de autonomía de la estética se funda en 1750 con Baumgarten,

determinado precisamente cuando la retórica clásica sucumbe junto a muchos de sus

presupuestos.100 El relevo, que se observa mejor en la transición de una poética clasicista

a lo que se ha denominado una “poética moderna”, se encuentra dentro del marco de una

nueva Estética más omnicomprensiva. Pero, en lo concerniente a lo sublime, Giambattista

Vico, con su Principios de ciencia nueva (1744),101 y sobretodo los empiristas y

prerrománticos ingleses (de Addison a Burke) serán los que, hasta ese momento,

desarrollarán con mayor fuerza su posibilidad, tanto en el ámbito de la naturaleza como

en el de la obra de arte.

La nueva teoría de lo sublime que desarrolla el proyecto estético moderno es una

teoría de la experiencia estética y sensible en general (no en vano se articula

originariamente como ciencia de lo sensible), pero fundamentalmente se despliega con el

100 La retórica se recuperará, ya en pleno siglo veinte, gracias al impulso de la neorretórica de Perelman, motivada fundamentalmente por la emergencia de los fenómenos de la comunicación social a gran escala.

101 Vico ya había observado la condición subjetiva de la experiencia de lo sublime: “La tarea más sublime de la poesía consiste en dar a las cosas insensibles sensibilidad y pasión, y es propio de los niños coger entre sus manos cosas inanimadas y, entreteniéndose, hablar con ellas como si fueran personas vivas” (I, II, XXXVII, pp. 114). Sobre el particular, cfr. Aullón de Haro, 2006: 94-96.

145

enganche de esta experiencia a uno de sus momentos, el de la emoción violenta y fuera

de control (ver Molinuevo).

Uno de los primeros en adoptar este nuevo enfoque,102 que desborda con amplitud la

estrecha aplicación de la interpretación usual del pseudo-Longino, es Edmund Burke en

su A Philosophical Inquiry Into The Origin of Our Ideas on The Sublime and The

Beautiful (1757). La reorganización que prepara Burke, auspiciada por el incipiente

desarrollo de la psicología a la que el mismo Kant también rendirá tributo en sus estudios

iniciales,103 se funda en el hecho de que el origen de las categorías y conceptos estéticos

del arte se encuentra en nuestras sensaciones y en los sentimientos que suscitan. Por tanto, lo sublime ya no podrá hallarse de modo completo en la obra en sí, sino solamente cuando se la asocia a un determinado sentimiento de parte del que la disfruta. Se trata de un giro, relativamente novedoso dentro del discurso estético, que sutura la grieta existente entre la intentio operis y la intentio lectoris, y que se desarrollará en otras direcciones con

la emergencia de la teoría estética de la recepción y de la psicología cognitiva del último

tercio del siglo XX. Es decir, es con las teorías prerrománticas, pero cuyo origen ya se

encuentra en el tratado de la Roma antigua, cuando se legitima, o se consolida, un

discurso estético que apunta la necesidad de analizar las estructuras de los textos mismos,

no sólo en correlación, sino como representación esquemática de los sentimientos

102 El primero en afrontar el concepto a contracorriente del clasicismo fue Silvain en su Traité du sublime (1732), pero su obra apenas tuvo repercusión. Sobre este autor, cfr. Giordanetti y Mis, 2005: 257-279, Monk, 1962: 37-42 y Aullón de Haro, 2006: 96-97.

103 Los casos más significativos son su Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza (1764) y sus Observaciones sobre lo bello y lo sublime, del mismo año.

146

producidos en el receptor.104 Y estos sentimientos pertenecen, como parece evidente, al orden del placer (fuente de la vida en sociedad y de la multiplicación de la especie) o del displacer (ligado al deseo de autoconservación, pero esta vez sentida como amenazada).

Un rasgo nuevo, por tanto, se ha deslizado en la descripción de lo sublime, que constituye

una experiencia y no un mero concepto. En la parte primera, sección II, que versa sobre

el dolor y el placer, se nos dice que estas experiencias son, desde el punto de vista lógico,

independientes la una de la otra. Es decir, que el placer no es simplemente la ausencia o

disminución del dolor, y viceversa.105 Pero lo cierto es que, por lo general, durante la mayor parte de nuestra vida lo habitual es encontrarse en un estado de indiferencia, o de tranquilidad si se prefiere, donde ninguno de esos dos sentimientos son preponderantes.

Si esto fuera así, parece posible que el sentimiento humano puede desplazarse desde un estado de indiferencia a otro de placer sin mediación del dolor, y viceversa. A estos estados no mediados los llamará Burke “placer positivo” y “dolor positivo”.106 Pero, a

104 Precisamente la lectura estructuralista que del pseudo-Longino ha realizado Umberto Eco se dirige por esta línea de demarcación: “El estudio de las estructuras de la obra nos proporciona, por lo tanto, la clave de la emoción estética que provoca y, al mismo tiempo, nos suministra el esquema de una emoción posible. Lo inefable no se muestra en el tejido de la obra analizada: pero la obra analizada nos suministra la trama de una máquina engendradora de inefable La definición de esta trama es la definición de la Emoción Estética. No una definición por esencia, porque la esencia de esta definición se transfiere al proceso de ajuste en virtud del cual partiendo del esquema –consumido- se engendra a través de la respuesta del consumidor el sentido de inefabilidad, el halo emotivo. Pero el esquema, la trama, son producidos precisamente para explicar lo inefable, en el momento en que se destruye y reduce una serie de artificios que lo hacen generalizable. Una estructura comunicativa es un tipo de respuesta emotivo-intelectual: he aquí las dos realidades a que nos lleva el análisis. Lo que estaba “en medio” –la obra como misterio inefable- ha desaparecido: pero al desaparecer nos ha dicho qué es la obra de arte y el sentimiento que engendra” (1985: 167).

105 Lo contrario pensaba Leonardo quien afirmaba que el placer y el dolor eran como dos hermanos gemelos (debió decir siameses) porque nunca se dan el uno sin el otro: “el origen del placer –decía- es el trabajo con dolor; los orígenes del dolor son los vanos y caprichosos placeres” (224).

106 “Many are of the opinión, that pain araises necessarily from the removal of some pleasure; as they think pleasure does from the ceasing or diminution of some pain. For my part, I am rather inclined to imagine, 147

partir de aquí, Burke realiza su movimiento crucial al eliminar de esta dicotomía al

segundo término, pues con este sentimiento doloroso nada se puede hacer en el terreno estético, ya que embota nuestras facultades y nos reduce a nosotros mismos sin

posibilidad de comunicación con los demás. De manera que, una vez borrado el dolor

positivo, y preocupado por dar a su estética una forma dual, Burke apela a una tercera forma de sentimiento para llenar ese vacío, que combina paradójicamente el placer y el dolor sin corresponderse totalmente ni con uno ni con otro. Aunque la disminución o supresión del dolor o el peligro no producen un placer positivo, todavía “has something in it far from distressing or disagreeable in its nature” (I, IV, 33). Para nominalizar este agradable estado que no es placer positivo, sino que surge de la disminución del dolor y

del peligro, el filósofo irlandés introduce el término técnico “delight”, es decir, lo

delicioso (o agradable). Por tanto, la afección del delight contiene sin duda una cierta

carga positiva, pero provocada por una causa negativa, en este caso por una privación. La

categoría asume, desde sus inicios modernos, una característica relacional (con el dolor)

y, en este caso, ambivalente. En resumen, la delicia es un dolor exquisito, un horror

placentero.

Una vez explicada esta cuestión, el siguiente paso fundamental del argumento de

Burke se produce en las secciones VI y VII de esta primera parte, a saber:

that pain and pleasure, in their most simple and natural manner of affecting, are each of a positive nature, and by no means necessarily dependent on each other for their existence” (I, II, 30).

148

a) Las cosas terribles, las descripciones de ellas, o los fenómenos asociados a

ellas, pueden excitar ideas de dolor y peligro en nosotros, por lo tanto

causando terror o una pasión similar.107

b) El terror y sus pasiones análogas son las más poderosas de todas, porque

atañen en última instancia a nuestro instinto de conservación.

c) Cualquier cosa que cause terror o algo parecido es una fuente potencial de

la pasión sublime.

d) Esta pasión surge cuando las cosas terribles que excitan nuestras ideas de

dolor y peligro en nosotros son moderadas, o contempladas a distancia. En

tales casos, nuestro estado de terror es así mismo moderado y se convierte,

por lo tanto, en agradable.

Paul Crowther ha mostrado su sorpresa de que los comentaristas de Burke no hayan señalado la importancia del estatuto del punto b, ya que, en principio parece superfluo en relación con la progresión lógica del razonamiento. Crowther afirma que el motivo para destacar esta característica de lo sublime se encuentra en el último punto:

Burke quiere fundamentar la naturaleza placentera de la pasión sublime en términos de

“agradabilidad”, una sensación que surge de la moderación del dolor y del peligro. Con ello logra el deseado contraste con la belleza (que es un “placer positivo”) en el nivel de la subjetividad, pero podría pensarse que la pasión sublime tiene menor importancia o

107 Aullón de Haro ha señalado, siguiendo a Garda, que fue John Dennis el que introduce por primera vez en la estética el concepto de terror, tan importante en Burke (2006, 79). Los escritos sobre lo sublime en Dennis aparecen tras un viaje que este autor hizo a Los Alpes y publicados en una revista bajo el título de “Miscellanies” en 1693. Cfr. Dennis, John. “Miscellanies in Verse and Prose”, en Critical Works, , Vol. II. Ed. Edward Niles Hooker. Baltimore, 1939-1943.

149

significación precisamente porque implica la mediación del dolor o del peligro. Lo

sublime parecería entonces un placer degradado. Sin embargo, al señalar que las pasiones

más poderosas emergen de nuestro sentido de mortalidad y del instinto de conservación, y al mostrar que lo sublime está conectado a ello, Burke puede investir a la pasión sublime de una intensidad y una profundidad que compensa su falta de positividad (117).

Crowther ha definido el concepto de lo sublime burkiano como lo “sublime existencial”, precisamente en referencia a que esta experiencia está unida a nuestro sentido de la

mortalidad, a la conciencia de la inevitable fragilidad de la condición humana.

Toda vez que Burke ha separado lo bello y lo sublime en el nivel de la subjetividad,

realizará otro paso fundamental en la parte segunda: analizar las cualidades objetivas de

los objetos que causan aquellas pasiones características de la sublimidad y la belleza. La

consecuencia que se puede extraer fundamentalmente de la parte segunda y que se deriva

de esta, digamos, reescritura de una fenomenología de la pasión sublime, se encuentra en

el hecho de que dicha pasión surge cuando el objeto afecta al sujeto de dos formas

diferentes: bien a través del impacto sobrecogedor y directo sobre los sentidos, o bien a

través de la mediación de las ideas de dolor y peligro. Para el primer caso, Burke elabora

en la parte cuarta una curiosa teoría de base fisiológica al sugerir que los objetos

inmensos, la oscuridad y otras cosas por el estilo causan vibraciones de las partes

oculares que “approach near to the nature of what causes pain and consequently must

produce an idea of the sublime” (IV, IX, p. 110). Para el segundo caso afirma que “the

only difference between pain and terror is, that things which cause pain operate on the

mind by the intervention of the body; whereas things that cause terror generally affect the

150

bodily organs by the operation of the mind suggesting the danger” (IV, III, p. 105). Es decir, en el dolor el cuerpo interviene sobre las ideas de la mente, mientras que en el terror es la mente la que interviene sobre el comportamiento del cuerpo.108

Teniendo esto como referencia, quizá podamos comprender mejor el pórtico de la parte segunda, que versa sobre la pasión causada por lo sublime:

The passion caused by the great and sublime in nature, when those causes operate most powerfully, is astonishment; and astonishment is that state of soul in which all its motions are suspended, with some degree of horror. In this case the mind is so entirey fulfilled with its object, that it cannot entertain any other, nor by consequence reason on that object which employs it. Hence arises the great power of the sublime, that, far from being produced by them, it anticipates our reasonings, and hurries us on by an irresistible force (II, I, p. 49).

En este caso, la pasión sublime, cuya característica fundamental es el asombro o la estupefacción, surge solamente mediante el impacto del objeto sobre nuestros sentidos.

Por ejemplo, una cadena montañosa, o un enorme valle, en sí mismos, no son amenazantes, y no pueden dar por tanto cabida al terror. Sin embargo, su mismo tamaño colma de tal manera a los sentidos que crea esa forma de dolor ocular preconsciente que

Burke relaciona como causa de la pasión sublime. La causa aquí, por tanto, es una causa material, en el sentido aristotélico (cfr. nota 17).

Seguidamente afirmará:

No passion so effectually robs the mind of all its powers of acting and reasoning as fear. For fear being an apprehension of pain or death, it operates in a manner that resembles actual pain. Whatever therefore is terrible, with regard to sight, is sublime too, whether this cause of terror be endued with greatness of

108 Se observa claramente que, a diferencia de Kant, idea e impresión resultan la mayoría de las veces indisociables.

151

dimensions or not; for it is impossible to look on anything as triffling, or contemptible, that may be dangerous (II, II, p. 49).

En este otro caso, Burke enfatiza la afinidad psicológica que permite que tanto el dolor como el terror se vea moderado en una pasión sublime. Pero aquí, la causa de la pasión está adicionalmente marcada en las cosas que, independiente de su tamaño, son juzgadas como peligrosas o amenazantes en sí mismas. Por ejemplo, independientemente del tamaño de algunos animales venenosos, éstos inspiran terror en sí mismos; y si comparamos una llanura con un océano de iguales dimensiones, el océano será más capaz, en sí mismo, de despertar el sentimiento de lo sublime que va unido al terror.

Así pues, y para recapitular, el análisis de las categorías estéticas de lo bello y lo sublime tiene en Burke dos perspectivas: la del sujeto que recibe la impresión causada por ciertas propiedades o cualidades del objeto;109 y las de estas propiedades mismas que

hacen que un objeto sea bello o sublime, placentero o doloroso. En la parte segunda se

ocupará de reseñar aquellas cualidades que las cosas deben poseer para ocasionar ese

sentimiento delicioso que causa la experiencia de lo sublime. Entre estas cualidades

señala la oscuridad o el exceso de luz, el poder, la vastedad, la privación, la inmensidad,

la infinitud, la magnificencia, la dificultad…etc. Pero de ello hablaremos más adelante

cuando tratemos del flamenco.

El paso final que completa la teoría de Burke se produce en la parte cuarta, donde se da cuenta de las “causas eficientes” de la agradabilidad sublime, experimentada como

109 Las influencias de esta aproximación se encuentran en el Tratado de las pasiones de Descartes y en el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, a pesar de que recurra con frecuencia a los clásicos y las alusiones al primero sean inexistentes y al segundo poco numerosas. 152

un dolor y/o el terror moderados. El mismo Burke define las causas eficientes como

“certain affections of the mind, that cause certain changes in the body; or certain powers and properties in bodies, that work a change in the mind” (IV, I, p. 104).110 Según

Crowther, Burke está aquí intentando salvar un escollo importante; a saber: si el filósofo irlandés relaciona la pasión sublime con lo agradable (placer negativo) que surge de la moderación del dolor y del terror ¿por qué entonces el dolor preconsciente que surge de nuestra percepción de objetos sobrecogedores debería contar también como algo

“agradable? ¿No sería mejor, se pregunta Crowther, tener simplemente un caso de dolor positivo débil, como tal? Para contestar a ello, Burke introduce una explicación psicológica de estas causas eficientes. Un estado de inactividad tiene por lo general un efecto debilitador en el cuerpo. En consecuencia, el mantenimiento de la buena salud requiere ejercicio mediante el trabajo que es fortalecedor. La proposición de Burke reside en que el trabajo constituye un dolor ligero que tiene una influencia vigorizadora en el

110 En toda la obra de Burke es notable la influencia de Aristóteles. De acuerdo con la Física y la Metafísica del filósofo estagirita la causalidad puede ser dividida en causas formales, materiales, eficientes y finales. Pero la noción de causa (aitía) en la Grecia clásica es más compleja y amplia que la que utilizamos hoy en día. Guthrie ha explicado que en este término siempre se encuentra la noción de “ser responsable de”, e “incluye a todos los factores que deben estar presentes para que algo se origine, sea de una forma natural o artificial” (235). La causa de algo es aquello que nos proporciona todo lo necesario para explicar por qué algo es y se comporta como lo que es. Son los principios por los que se rigen los entes. Así, para Aristóteles, la causa formal determina qué es algo, su esencia o su forma. La causa material es la materia de que está hecho algo. La causa eficiente determina qué la produce, lo que hace que la cosa llegue a ser; y la causa final es el fin por el que algo llega a ser. Para Burke, la causa formal de la belleza es la pasión del amor; la causa material está relacionada con aspectos de ciertos objetos tales como la pequeñez, la suavidad, delicadeza…etc. La causa eficiente es la que calma nuestros nervios; y la causa final es la providencia de Dios. Lo peculiar y original de la visión de la belleza en Burke es que no puede entenderse sobre sus bases tradicionales: proporción, armonía, o perfección. Lo sublime tiene también una estructura causal que la diferencia de la belleza. Su causa formal es la pasión del miedo (especialmente el miedo a la muerte); su causa material contiene igualmente aspectos de ciertos objetos tales como la vastedad, infinitud, magnificencia…etc; su causa eficiente es la tensión de nuestros nervios; finalmente, su causa final es Dios que ha creado y combatido a Satán, tal y como se expresa, al decir de Burke, en Paradise Lost de Milton. La exposición filosófica de Burke fue la primera en separar lo bello de lo sublime en sus respectivas categorías racionales.

153

cuerpo. Así mismo sucederá en las operaciones de la mente. De la misma forma que el trabajo es necesario para conservar la salud de las partes más “toscas” del cuerpo, las partes más “delicadas” sobre las que los poderes mentales actúan requieren una estimulación. Y es por medio del terror o del dolor preconsciente como las partes más finas reciben tal estimulación saludable.

154

3.1.3. KANT Y EL IDEALISMO DE LO SUBLIME

Sin duda, es el sensualismo francés e inglés el que alimentará las nuevas teorías

del gusto en el prerromanticismo, pero las teorías de Burke constituyen uno de los

antecedentes más directos del tratamiento que hace Inmanuel Kant de lo sublime en su

Crítica del juicio (1790).111 Sin embargo, su primera aproximación al tema la realiza en

un estudio, preparatorio de su etapa crítica, titulado Observaciones sobre el sentimiento

de lo bello y lo sublime (1764), con clara influencia de Hume. García Morente ha

advertido que “no era la intención de Kant dar en este libro una teoría científica de lo

bello y lo sublime, ni estaba aún en situación de poderlo hacer. En forma popular,

agradable, ingeniosa, y hasta chistosa a veces, se ocupa Kant de toda clase de asuntos

relacionados con la estética, la moral, la psicología, los caracteres, los

temperamentos…etc” (en Kant 1997: 34). Gustavo Cataldo ha señalado que la descripción empírica y la distancia que media entre lo bello y lo sublime no se reduce a

cuestiones de carácter estilístico y que la preocupación de Kant por los problemas

estéticos está ya determinada por el valor moral de las acciones y el descubrimiento de la

111 Octavio Paz ha señalado también que “la preeminencia del romanticismo alemán e inglés no proviene sólo de su anterioridad cronológica sino, tanto como de su gran originalidad poética, de su penetración crítica. En ambas lenguas la creación poética se alía a la reflexión sobre la poesía con una intensidad, profundidad y novedad que no tienen paralelo en otras literaturas europeas” (92).

155

dignidad humana. A partir de Kant, lo sublime estético estará íntimamente asociado a los valores antropológico-morales.

El punto de partida de las Observaciones es la participación primordial del sentimiento en el terreno de lo estético. “Aquí –dice Kant- no importa lo que el entendimiento capta, sino lo que el sentimiento siente”. Y ese juicio estético se funda en la capacidad que tiene el propio sentimiento de verse afectado por el placer o por el dolor, aunque el sentimiento de agrado no sea el mismo para lo sublime que para lo bello. La cita que escribimos a continuación deja patente la influencia de las ideas de Burke en estos conceptos:

La afección es agradable para ambos, pero de una manera muy diferente. La vista de una montaña, cuyas cimas nevadas se yerguen por encima de las nubes, la descripción de una tormenta enfurecida, o la descripción del imperio infernal que hace Milton, suscitan complacencia, pero con horror. Por el contrario, el aspecto de un prado lleno de flores, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando, la descripción del Elíseo en el relato de Homero sobre el cinturón de Venus, originan también una sensación apacible, pero que es alegre y risueña”.

De manera que frente al carácter risueño y alegre de lo bello, lo sublime se manifiesta bajo las trazas de lo terrible y lo desmesurado. La conexión de Kant con Burke en esta primera obra resulta a todas luces evidente, pero los argumentos cambiarán más tarde.

La forma de tratar el concepto de lo sublime en la Crítica del juicio mantiene en esencia los rasgos descriptivos de las Observaciones, pero ahora ya plenamente inmersos en su filosofía crítica trascendental.112 En realidad, y como veremos en las páginas

112 Para una mejor comprensión de los argumentos y la terminología kantianos me he valido de Hartnack, Rabade Romero et alii y García Morente. 156

siguientes, Burke y Kant están hablando de dos clases de experiencia diferentes de la

pasión sublime, aunque relacionadas. “Kant’s theory –dice Crowther- … is

fundamentally adressed to the aesthetics of our rational response to sheer overwhelming

excess of size or power. Burke’s theory, in contrast, is oriented towars the aesthetics of

those situations where excessive or less spectacular items are felt as painful or threatening” (115). Se entiende pues el privilegio que, en virtud de su trascendentalidad,

Kant otorga a la razón sobre la sensibilidad.

Al comienzo del libro II de esta tercera Crítica intitulado “Analítica de lo

sublime” Kant señala que tanto lo bello como lo sublime placen por sí mismos pero,

desviándose de Burke, dependen de un juicio reflexionante;113 es decir, su satisfacción no depende en última instancia de una sensación como lo agradable, es decir, no depende primordialmente de que sean placenteros, sino de la armonía producida entre la facultades sensibles y las del entendimiento (lo bello) o de, dijéramos, la armonía del conflicto de estas facultades con la razón (lo sublime).114 Como juicios, ambos son

particulares, es decir, subjetivos, pero se presentan con aspiraciones de universalidad.

113 Según Kant, se distinguen dos tipos de juicios: el juicio “determinante”, en donde se subsume un caso particular en lo general dado, y es una aplicación directa de los principios del entendimiento; y el juicio “reflexionante”, en donde, dado lo particular, el espíritu se remonta a lo general, en busca de una regla universal. A su vez éste sí requiere de un principio que determine y justifique su empleo. El juicio sobre lo sublime, como el resto de los juicios estéticos, no refiere la representación al objeto, sino al sujeto y al sentimiento que esa representación provoca en el sujeto. Los que se refieren al objeto mismo desde dónde se ha de partir para una regla general son los “juicios teleológicos”. (Cfr: García Morente, en Kant, 40-41).

114 En la Crítica de la razón pura, se entiende por “sensibilidad” o “intuición”, la facultad encargada de recoger los datos de los sentidos y formar sensaciones. Kant lo trata en la Estética trascendental. El “entendimiento” sería el encargado de formar juicios por medio de conceptos sobre los datos aportados por la sensibilidad. Kant se ocupa de él en la Analítica trascendental. La “razón” sería la facultad que une los juicios para formar razonamientos y se trata en la Dialéctica trascendental.

157

Pero, seguidamente, Kant se propone deslindar ambas categorías afirmando que la

belleza se refiere a la forma del objeto que es la que constituye su límite y, por tanto se

entiende como la “exposición de un concepto indeterminado del entendimiento” (§ 23),

mientras que lo sublime puede encontrarse en los objetos sin forma, en su infinitud o

desmesura, pero sólo en tanto nos conduce a pensar la totalidad de esa ilimitación, y en consecuencia se entiende como la exposición “de un concepto semejante [es decir, indeterminado] de la razón”.115 En cierta forma, podría decirse que lo sublime no es la

exposición de la razón misma, pero sí su metáfora. De manera que si en lo bello nace el

sentimiento de la concordancia de facultades, en lo sublime este sentimiento parece surgir

de la violencia de esas facultades y de la inadecuación entre la finalidad de la naturaleza y

ellas. Esta es la razón por la que se puede hablar de una belleza natural, pero no de una

belleza sublime. Como afirma Molinuevo, “la belleza natural, independiente de nosotros,

nos revela una naturaleza sometida a reglas y leyes como en un sistema. Pero en lo

sublime es precisamente lo contrario…: es su grandeza (sublime matemático) o su fuerza

(sublime dinámico), en definitiva su desmesura y su aparente salirse de esas reglas (138).

Al igual que Burke, lo sublime, a diferencia de lo bello, es considerado como un

placer negativo en el sentido de que el espíritu del sujeto (la mente, en la acepción

moderna) se muestra ambivalente ante un objeto que lo atrae al mismo tiempo que lo

repele, “produciéndose por medio del sentimiento de una suspensión momentánea de las

facultades vitales, seguida inmediatamente por un desbordamiento tanto más fuerte de las

115 De acuerdo con Kant, el entendimiento se maneja mediante una síntesis de la experiencia sensible y los conceptos y categorías. La razón opera con ideas de las cuales no hay experiencia sensible. Éstas son el mundo como totalidad, el alma inmortal y Dios. El uso legítimo de esas ideas es el uso regulativo.

158

mismas” (II, § 23, 184).116 Hasta aquí, la conexión con Burke es evidente, aunque el germen de este pensamiento estaba ya en el pseudo-Longino: “Lo sublime, cuando se produce en el momento oportuno, lo dispersa todo como el rayo y manifiesta de inmediato, concentrada, la fuerza del orador” (I, 4), sólo que el clasicismo no quiso, o no supo, apercibirse de su alcance. Aumont ha señalado al respecto, que ese descuido del

neoclasicismo se debe en parte a que esta capacidad de tensión y de descarga, semejante a

la del rayo (acumulación-liberación), pone en juego un modelo temporal difícilmente

aplicable a la pintura, un arte que el neoclasicismo tiene en alta estima (164). Pero

Longino se refería a la oratoria y, por tanto, a las artes temporales, lo que permitió que el

romanticismo, que tiene en la música, en la poesía declamada y en la de transmisión oral unos de sus principales valedores, se apercibiera del concepto de lo sublime como una

experiencia en el tiempo. Kant efectuará un paso más y renunciará, como veremos en

seguida, a la experiencia temporal como algo consustancial a lo sublime.

Kant define lo sublime como el nombre dado a “lo que es absolutamente grande”

(II, §25, 187, mi cursiva), entendida esta grandeza absoluta en tamaño o en poder o fuerza ilimitados. Es una cuestión de cualidad, no de cantidad o magnitud, que siempre son relativas. En la terminología de Peirce se trataría de una experiencia que denomina de

“Primeridad”, es decir, “el modo de ser de aquello que es tal como es de manera positiva y sin referencia a ninguna otra cosa” (8.328). Por ese motivo dice Kant que no podemos

116 Se comprende, por tanto, que la interpretación de Thomas Weiskel contenga una base psicoanalítica, construyendo el momento sublime como un suceso “económico de la mente”: cualquier pérdida de energía (por ejemplo, la ocurrencia del dolor o la ininteligibilidad) en un nivel debe ser compensada por una ganancia de energía (en forma placer o de significados) en otro nivel dentro de un campo constante. Cfr. The Romantic Sublime (1976) y las críticas demoledoras a Weiskel en Crowther (140-145) y Twitchell (6).

159

entender lo absolutamente grande como una cuestión de magnitud, porque la grandeza de

la magnitud de algo siempre es relativa en relación a otra cosa dentro del mundo sensible.

No hay nada tan grande en la naturaleza que, bajo otra relación, no pueda ser rebajado

hasta lo infinitamente pequeño, ni nada tan pequeño que, respecto de medidas más pequeñas aún, no puede ampliarse hasta un gran tamaño. El telescopio y el microscopio,

dice Kant, dan fe de ello. Por tanto, esta grandeza de lo sublime no puede encontrarse en

el mundo fenoménico, sino en el ámbito suprasensible o nuoménico, más allá del espacio

y del tiempo que son formas a priori de la intuición y que pertenecen todavía al dominio

de la sensibilidad. Lo sublime será, en consecuencia, lo que está fuera de toda medida, en

ese lugar de la subjetividad que es libre y capaz de actuar sobre principios racionales y de

emitir juicios a priori, es decir, independientes de los datos de la experiencia sensible.117

Se trata por tanto de un juicio que se establece no más allá de la experiencia sino más acá de la misma. Podemos comprender entonces que, a diferencia de Burke, Kant afirme que el término “sublime” no pueda ser aplicado a los objetos naturales en sí.118 La rigidez de

la exclusión del objeto fenoménico plantea indudablemente un problema que Paul

Crowther ha resuelto con elegancia al proponer que lo sublime sí puede aplicarse al

117 Kant distingue entre Erscheinung que es el fenómeno al nivel de la sensibilidad espacio-temporal, y Phenomenon que es el objeto conocido por el entendimiento al aplicar las categorías. El primero está formado por los datos de la percepción sensible junto con las formas a priori de la sensiblidad (espacio y tiempo).

118 “Sólo podemos decir que el objeto es propio para exponer una sublimidad que puede encontrarse en el espíritu, pues lo propiamente sublime no puede estar encerrado en forma sensible alguna, sino que se refiere tan sólo a ideas de la razón, que, aunque ninguna exposición adecuada de ellas sea posible, son puestas en movimientos y traídas al espíritu justamente por esa inadecuación que se deja exponer sensiblemente” (Kant, II, §23, 185).

160

objeto sin dañar el argumento básico kantiano. Crowther, en este aspecto como en otros que iremos detallando, can’t be Kant:

…whilst only the supersensible may be ultimately worthy of the term ‘sublime’ used in a purely descriptive sense, the aesthetic experience of the sublime which Kant is adressing in The Critique of Judgement is one which hinges on the capacity of certain natural phenomena to evoke an awareness of our supersensible self. In the sublime understood in an aesthetic sense, in other words, the relevant natural phenomena play a neccessary role. They are part of the aesthetic sublime’s full meaning. We have, therefore, reasonable entitlement to call them sublime (Ibid, 135).

Kant intenta después afrontar el problema de cómo el sujeto realiza el paso de un encuentro con los fenómenos naturales a una conciencia de nuestro yo suprasensible. En términos afectivos, se trata de un “movimiento mental” desde el dolor al placer, pero de ninguna manera esto constituye el argumento decisivo, porque dicho movimiento se refiere sobretodo a ciertas estrategias cognitivas sumamente complejas. Para explicarlas,

Kant realiza una distinción básica entre dos modos de lo sublime: el modo matemático y el modo dinámico.

LO SUBLIME MATEMÁTICO

Lo sublime matemático surge cuando la parte receptiva de nuestra facultad cognitiva (la percepción sensorial y la imaginación) se ven desbordadas por la inmensidad de algún fenómeno natural. Nuestra imaginación se muestra incapaz de representarse el infinito, pero nuestra razón puede pensarlo y el dolor que se adhiere a esta impotencia de la imaginación se transmuta en un sentimiento positivo de placer, o

161

exaltación, o entusiasmo, que va ligado al poder de la razón. Y este poder de la razón encarna un esfuerzo por aprehender la totalidad. Es evidente que con la mayoría de los objetos fenoménicos seremos capaces, tal y como exige la razón, de comprender su totalidad, en el sentido de que ninguna de sus partes o aspectos importantes están más allá del recuerdo en la memoria. Los podemos comprender con un sólo golpe de intuición. Sin embargo, cuanto más grande es el objeto, más difícil se vuelve esta tarea. Kant lo explica así:

…pues cuando la aprehensión ha llegado tan lejos que las representaciones parciales de la intuición sensible, primeramente aprehendidas, empiezan ya a apagarse en la imaginación, retrocediendo ésta para aprehender algunas de ellas, entonces pierde por un lado lo que por otro gana, y hay en la comprensión un máximo del cual no puede pasar” (II, § 26, 192).

Intentaré explicarlo con la inestimable ayuda de Crowther. Dado cualquier objeto fenoménico, existe una ley de la razón que demanda que comprendamos su totalidad en términos de una imagen simple o de una secuencia de ellas. Sin embargo, los fenómenos inmensos sobrepasan nuestra capacidad para comprenderlos al nivel de la percepción y la imaginación, pues una vez hemos aprehendido alguna de sus partes, nos obliga inmediatamente a correr en pos de las siguientes, y es en esa huída cuando perdemos, total o parcialmente, la proyección en la imaginación de las partes anteriormente aprehendidas. Si se me permite una metáfora un poco tosca y escolar, la experiencia descrita se parece a la de aquel que, cuando el tendero le entrega un cesto repleto de naranjas, se le caen unas cuantas y en su intento por apresarlas en el aire con las manos

162

acaban por caérsele otras tantas y al final resulta que sólo le quedan unas pocas en el cesto.

Retornando al caso que nos ocupa, no es necesario que para que se dé la experiencia sublime el objeto (ej: una pirámide, una montaña inmensa…) se encuentre en una proximidad real al sujeto, solamente que exista una referencia tácita o explícita al cuerpo humano. Incluso si el objeto inmenso se ve a distancia, nos damos cuenta que nos hace diminutos físicamente:

Reason demands –dice Crowther- that we comprehend the phenomenal totality of an item in the sense that none of those mayor parts or aspects which are, or which might be, encountered in direct bodily proximity to the item, are beyond recall in memory, or projection in imagination (Ibid, 137).

A partir de estos argumentos anteriores podemos ver cómo Kant llega a la experiencia de lo sublime. Los objetos naturales vencen con su vastedad nuestros poderes de comprensión perceptiva e imaginativa ocasionando un sentimiento de dolor. Sin embargo, puesto que esta lucha por la comprensión está instigada por el yo racional, el fracaso de nuestras facultades cognitivas en el nivel de lo sensible sirve para representar o ejemplificar la superioridad de nuestro ser suprasensible, y entonces ese sentimiento doloroso deja paso a uno placentero. Si lo he entendido correctamente, lo sublime matemático escenifica los límites impuestos sobre la sensibilidad, pero es la conciencia de esta imposibilidad lo que refuerza la razón, aquello que es supremo e infinito en los humanos.119 Ahora podemos entender mejor ese “movimiento mental” ambivalente del

119 “Ese objeto nos hace, en cierto modo, intuible la superioridad de la determinación razonable de nuestras facultades de conocer sobre la mayor facultad de la sensibilidad. El sentimiento de lo sublime es, pues, un sentimiento de dolor que nace de la inadecuación de la imaginación, en la apreciación estética de las 163

sujeto frente al objeto sublime del que habla Kant pues resulta repulsivo para la sensibilidad (que no puede comprenderlo) en la misma medida en que es atractivo para la razón (que sí puede pensarlo). Es por este juego “atracción-rechazo” por lo que la satisfacción en lo sublime puede llamarse “no tanto placer positivo, como, mejor, admiración o respeto, es decir, placer negativo” (II, § 23, 184).

LO SUBLIME DINÁMICO.

Lo sublime dinámico proviene, mejor dicho, tiene como punto de partida el desfallecimiento de nuestra sensibilidad ante una fuerza natural superior, que se manifiesta no por la desmesura de su tamaño, sino por la de su poder. Así lo expresa el propio filósofo de Koeninsberg:

Rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza (II, § 28, 204).

Sin embargo, Kant difiere de Burke en el sentido de que el primero no considera el sentimiento de terror o temor que provoca la naturaleza como propio de ninguna experiencia estética y, por tanto, como propio de lo sublime. De la misma forma que el individuo, seducido por los apetitos no puede juzgar sobre lo bello, el individuo,

magnitudes, con la apreciación mediante la razón; y es, al mismo tiempo, un placer despertado por la concordancia que tiene justamente ese juicio de inadecuación de la mayor facultad sensible con las ideas de la razón, en cuanto el esfuerzo hacia éstas es para nosotros una ley” (II, § 27, 199-200).

164

subyugado por el temor no puede juzgar sobre lo sublime. Contemplamos, en efecto, al mismo tiempo, con temor y atracción la fuerza superior de la naturaleza con tal que, y

esto es importante, no esté en riesgo nuestra existencia El sentimiento que provoca lo

sublime dinámico, por tanto no es de temor, sino de respeto o admiración.120

Pero, al igual que sucede en lo sublime matemático, en la inconmensurabilidad de la fuerza de la naturaleza, en nuestra propia impotencia imaginativa, se descubre al

mismo tiempo nuestra independencia y superioridad frente a ella. O dicho en otras

palabras, en el propio hecho de “poder pensar” lo sublime, lo absolutamente poderoso, se

pone de manifiesto la superioridad de nuestro espíritu sobre la naturaleza. Aunque el

hombre tenga que someterse de facto a aquel poder, la razón resulta ser aquel lugar

recóndito, independiente y libre en el que el hombre permanece sin rebajarse. Resuenan

en esta idea en primer lugar la reflexión sobre el hombre de Pico della Mirandola,121 sin

120 “El que teme no puede en modo alguno juzgar sobre lo sublime de la naturaleza, así como el que es presa de la inclinación y del apetito no puede juzgar sobre lo bello. Aquél huye la vista de un objeto que le produce miedo, y es imposible encontrar satisfacción en un terror que sea seriamente experimentado; de aquí que el agrado que proviene de la cesación de una pena sea el contento. Pero éste, cuando viene de la liberación de un peligro, es un contento con la resolución de no volverse más a exponer al mismo; aún más, no hay gana ni siquiera de volver a pensar con agrado en aquella sensación, y mucho menos de buscar ocasión para ello (…) Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro, y llamamos gustosos sublimes esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder medirnos con el todo- poder aparante de la naturaleza” (Kant, II, § 28, 204).

121 Las ideas más importantes sobre este particular las realiza Pico della Mirandola en su famoso Discurso de la dignidad humana. Sobre el hombre y haciendo alusión a la caída de Lucifer y sus compañeros afirma, según dice su Creador a Adán: “Te he colocado en el centro del mundo para que observes y percibas con facilidad todo lo que hay en él, y no te he hecho sólo celestial o terreno, no eres sólo mortal ni eres sólo inmortal, a fin de que venciéndote a ti mismo, con plena libertad a ti mismo te hagas; puedes degenerar hasta el animal, o renacer, en cambio como un ser semejante a lo divino. Los animales desaparecen de la Madre Tierra con aquello mismo que tenían, mientras que los espíritus son desde el principio, o bien desde muy pronto, lo que serán por toda la eternidad. Sólo tú, pues, tienes un desarrollo, un crecimiento, que a tu voluntad libre se somete, poseyendo en ti el germen de todas las formas posibles de tu vida” (en Buckhardt: 420). Aullón de Haro ha señalado la deuda que el idealismo alemán tiene con el concepto de “dignidad” como categoría estética “asociable justamente a lo sublime” (2006, 69). 165

duda los Pensamientos de Pascal,122 y el eco roussoniano de la tradición ilustrada en la

que predomina el sentimiento de la dignidad moral del hombre por encima de la

naturaleza y que Schiller llevará hasta sus últimas consecuencias.

Gustavo Cataldo ha señalado esa paradoja del descubrimiento de los valores

morales en los valores estéticos, pues Kant opera metódicamente en su Crítica del juicio sobre la base del enfrentamiento entre la facultad de sentir placer y dolor, verdadero locus del juicio estético, y la facultad de conocer y desear, lugar de los juicios lógico teóricos y los práctico morales. La determinación kantiana del juicio de gusto como una satisfacción desinteresada (es decir, que place por sí misma) alude justamente a ese intento de separar el juicio estético, tanto de lo meramente agradable, como de lo bueno. Y sin embargo, en el mismo corazón de lo estético comparece inevitablemente lo moral. El lugar de esa comparecencia es el que Kant denomina lo sublime. Precisamente la ilimitación e infinitud es la que provoca que los objetos ya no puedan ser interpretados en términos de

“pura presencia”, con su finitud y limitación, sino en términos de negación y de ausencia

(de lo “irrepresentable”, diría Lyotard) en el ámbito estético, pero esa negación, a diferencia de la estética vanguardista y postmoderna, todavía cumple una función enteramente positiva: la revelación, en la misma finitud de la naturaleza sensible, de la ordenación ilimitada del espíritu humano.

122 “El hombre no es más que un junco, el más débil de la Naturaleza, pero un junco que piensa. … Pero aún cuando el universo le aplaste, el hombre sería más noble que lo que le mata, porque él sabe que muere. Y la ventaja que el Universo tiene sobre él, el Universo no la conoce. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Esto es lo que puede ensalzarnos, no el espacio o la duración que nosotros podríamos llenar. Esforcémonos, por consiguiente, en pensar bien: he aquí el principio de la moral” (Pascal, XVIII-XI, 129). Cfr. también V-I y XVII-I.

166

3.1.4. SCHILLER Y LO SUBLIME MORAL

Junto con Inmanuel Kant, el pensamiento sobre lo sublime de Friedrich Schiller

constituye uno de los momentos cumbre del idealismo alemán, en cuanto al desarrollo de

las categorías estéticas se refiere. Y “cabe entenderse -dice Aullón de Haro- como

prerromanticismo, por cuanto el Romanticismo no fue sino la concreción o transformación desglosadora de una serie de elementos en aquél configurados" (2006,

119).123 Los escritos de Friedrich Schlegel o de Jean Paul Richter, ya inmersos

plenamente en el romanticismo, tendrán su apoyatura teórica en los autores señalados

arriba.

Schiller escribió, ahondando en la moralidad de lo sublime kantiano, tres obras al

respecto: De lo sublime (1793); Sobre poesía ingenua y sentimental (1795-1796); y Sobre

lo sublime (1801). La primera de ellas, consiste en un análisis riguroso y, tal y como reza

el subtítulo, en una ampliación de la tercera crítica kantiana, pero, según Aullón de Haro

dará un paso más allá “haciendo converger la idea filosófica en la Estética y en la

123 Ha señalado Vicente Jarque a propósito de Schiller que “el valor de su pensamiento deriva de su esfuerzo de proveer de una dimensión histórica más precisa o, cuando menos, de un contenido más nítidamente antropológico, y más objetivo, al formalismo estético desarrollado por Kant en la primera parte de la Crítica del juicio. En ese camino, la contribución de Schiller resultaría decisiva en orden a la determinación del papel mediador de la experiencia estética en el marco de una modernidad ya claramente dominada por la conciencia de la escisión. Sujeto y objeto, intelecto y sensibilidad, libertad y necesidad, espíritu y naturaleza, realidad y apariencia, teoría y práctica: todos los antagonismos que la filosofía crítica había sistematizado demandaban una vía de comunicación, cuando no una síntesis. Para Schiller, de un modo mucho más resuelto que en Kant, esa vía era la que ofrecía del arte” (en Bozal: 233). En el siglo XX, la obra de Marcuse se encuentra marcada por la vía abierta por estos dos autores.

Poética” (2006: 129). ¿Qué significa esto y por qué? Lo explicaremos brevemente.124

Schiller había aceptado de Kant el característico dualismo del comienzo de la historia humana, la conciencia de un conflicto antagónico insoluble y originario entre las pulsiones instintivas que obedecen a la naturaleza y la dimensión racional del hombre, lo que provoca lo que se ha denominado su “conciencia escindida”. Schiller articulará su visión de la historia, a diferencia de Kant, a partir del mito clasicista, institucionalizado por Winckleman, de la antigua Grecia en cuanto que reino de armonías, patria de la belleza y modelo de formación cultural en el sentido más pleno, como despliegue equilibrado de todas las potencias del espíritu en concordancia con su propia naturaleza.

Desde la Carta de un viajero danés (1785) hasta las Cartas sobre una educación estética

(1795), Grecia aparece como contrapunto al diagnóstico pesimista de la modernidad.

Frente a una Grecia que reunía “en una magnífica humanidad la juventud de la fantasía con la madurez de la razón” y donde “en aquel hermoso despertar de las fuerzas espirituales, los sentidos y el espíritu no tenían aún ninguna propiedad rigurosamente separada”, Schiller opone el desaliento de su época, dominada por el “espíritu de abstracción”, es decir por un razón que todo lo analiza, lo disecciona y, en el límite, lo fragmenta desde todos los puntos de vista. Frente al hombre griego que se guía por una naturaleza “que todo lo une”, el hombre moderno que sigue al entendimiento, “que todo lo separa”.125 Frente a un sujeto empírico, determinado por su sensibilidad particular que no se encuentra en contradicción con un sujeto ético, comprometido con una racionalidad

124 En lo que sigue, sintetizo lo expuesto por Jarque (en Bozal: 233-238).

125 En Bozal: 234-235.

168

universal, un sujeto fragmentado, tanto colectivo como individual, que ha perdido la conexión con la naturaleza, especializado sólo en una parte de sus capacidades sin conexión con la totalidad.

Desanimado por las consecuencias de la Revolución Francesa, cuyo proyecto acabó como sabemos en las manos despóticas de Napoleón, Schiller traza un panorama

de su época bastante catastrofista. Pero, no obstante, Schiller, como Kant, piensa que esa

ruptura era históricamente necesaria.126 Era necesario el sacrificio del hombre empírico

para servir de instrumento de la civilización en aras de los intereses generales de la

especie. Sólo que Schiller, a diferencia de Kant no se resigna al sacrificio y afirma que

“debemos ser capaces de restablecer en nuestra humana naturaleza esa totalidad que la

civilización ha destruido” (2005: 235). Esa nueva civilización ya no puede ser el ideal

griego sino la instauración de una “civilización superior”. Pero Schiller, a diferencia de

los Ilustrados que confiaron para la construcción de esta nueva civilización en la filosofía,

la política, y la ciencia, se servirá del Arte como aquel ámbito privilegiado capaz de

proveer un enlace entre el hombre y el mundo, la naturaleza y la cultura. Y es en este

lugar donde aparece el concepto de lo sublime, en tanto que táctica de asalto a la razón

ilustrada y como experiencia abarcadora de la totalidad.

126 En la Crítica del juicio, Kant distinguía tres etapas o estadios históricos de la razón: uno llamado “dogmático”, constituido por el racionalismo de Descartes y sus seguidores en el siglo XVII. Se trata de una razón pura (dogmática), que no necesita de los datos empíricos para progresar en su razonamiento. El segundo estadio es el llamado “escéptico” basado en las teorías empiristas de Hume. Aquí, la razón se somete a los hechos de la experiencia y ésta somete a escrutinio los hechos de la razón misma. Para Kant tiene un valor de tránsito, pero no de permanencia. El tercer estadio, el denominado “crítico” de la razón y que constituye el punto de partida de la filosofía trascendental kantiana, somete a examen no los productos de la razón, sino la razón misma, sus potencialidades, capacidades y límites, y es por ello que puede constituirse en el punto de partida para una filosofía de validez universal.

169

La definición de Schiller sobre lo sublime, de amplia resonancia kantiana, se encuentra en el primer párrafo de su primera obra sobre la materia:

Llamamos sublime al objeto cuya representación pone de manifiesto los límites de nuestra condición sensible y, a la par, la superioridad de nuestra naturaleza racional, y su independencia de toda constricción. Así pues podemos elevarnos moralmente –es decir, mediante las ideas- sobre lo que físicamente nos coloca en situación de inferioridad. Sólo somos dependientes como seres sensibles. En cambio, como seres racionales somos libres” (1992: 73).

LO SUBLIME TEÓRICO Y LO SUBLIME PRÁCTICO

Schiller diferencia entre lo “sublime teórico” y lo “sublime práctico”, encajando y

ensanchando las categorías kantianas de lo sublime matemático y lo sublime dinámico.

Según Schiller el ser humano tiene dos instintos; de un lado el “instinto cognoscitivo o

representativo” (impulso formal), que atañe al conocimiento y nos incita a cambiar la

situación en la que nos encontramos y a obrar activamente. Del otro, el “instinto de

autoconservación”, que atañe al sentimiento y nos impulsa a conservar nuestro actual

estado, a continuar el desarrollo de nuestra existencia (impulso material). Ambos

conforman lo que Kant denominaba el “impulso sensible”, orientado hacia los estímulos

materiales, hacia los contenidos naturales de la experiencia vital. Estos dos instintos son

totalmente dependientes de la naturaleza, y se manifiestan, en el primer caso, cuando la

naturaleza se muestra sin la condición necesaria para adquirir conocimiento, o cuando

ésta amenaza nuestra existencia, caso del segundo. Frente a esos instintos, la razón (el

“impulso formal” kantiano) se muestra independiente de la naturaleza, determinada por

las exigencias universales de racionalidad y de libertad; en primer lugar porque “nos

capacita para traspasar en el ámbito teórico las condiciones naturales para pensar más de 170

lo que podemos conocer” (ibid, 74); y en segundo lugar porque nos permite en el ámbito

práctico “desatender las exigencias de la naturaleza y oponernos con la voluntad a los

deseos” (ibid, 74). La representación del objeto que produce la primera experiencia es

“teóricamente grande” y constituye una “realidad sublime del conocimiento”. La que

produce la segunda es “prácticamente grande” y constituye una “realidad sublime del

carácter”. En el primer caso, la naturaleza se halla en contradicción con el instinto de

representación y se la considera adecuada para ampliar el conocimiento. En el segundo

caso, en oposición con el instinto de conservación, la naturaleza se considera como poder capaz de determinar la propia situación.

A continuación, Schiller se propone establecer una jerarquía entre las dos experiencias de lo sublime, asignando a lo sublime práctico una importancia más decisiva. ¿Dónde radica esta diferencia? Schiller la señala, con ejemplos, en relación a la totalidad o la parcialidad de la pérdida de nuestras facultades:

Lo sublime práctico se distingue de lo sublime teórico en que mientras aquél se halla en contradicción con las condiciones de nuestra existencia, éste lo está sólo con las del conocimiento. Un objeto es teóricamente sublime cuando lleva consigo la idea de infinitud que la imaginación se siente incapaz de reproducir. Es prácticamente sublime, en cambio, cuando entraña la idea de un peligro que nuestra fuerza física no se siente capaz de vencer. Fracasamos en el empeño de formarnos una idea del primero y en la tentativa de hacer frente al poder del segundo. El mar en calma es un buen ejemplo de lo teóricamente sublime. El piélago agitado por la tempestad, de lo prácticamente sublime. Una torre o una montaña elevadas pueden proporcionar la idea de realidad sublime del conocimiento. En cambio, si se inclinan hacia nosotros se transforman en realidades sublimes del carácter” (Ibid. 75-76).

171

Estas dos formas de lo sublime mantienen una misma relación con la facultad

racional, en el sentido de que provocan la capacidad para descubrir las fuerzas de la

naturaleza humana no sujetas a las exigencias de la naturaleza. Sin embargo, con relación

a la sensibilidad mantienen una conexión distinta. En lo sublime teórico, dice Schiller,

“se obstaculiza exclusivamente una manifestación aislada de la facultad imaginativa”

(Ibid, 76); en lo sublime práctico “se ataca el fundamento último de todas ellas, es decir,

la existencia” (ibid, 76). La representación de lo sublime teórico será un objeto infinito

que produce malestar a lo sumo, la de lo sublime práctico un objeto terrible, que provoca

espanto. Y es precisamente la intensidad de esta sensación segunda la que nos hace sentir

con más viveza la diferencia entre la facultad sensible y la suprasensible, la que proclama

con más fuerza la libertad de la razón y, por tanto, lo terrible “debe conmover más viva y

agradablemente que el infinito” y, por consiguiente, hace que “la sensación de lo sublime

práctico sea mucho más fuerte que la de lo sublime teórico” (ibid, 77).127

Sin embargo, para evitar confusiones, Schiller se apresta a distinguir lo que

considera “nuestra independencia práctica de la naturaleza” de la superioridad que podamos tener sobre ella, es decir, de que el ser humano pueda, como de hecho sucede, someter a la naturaleza mediante el esfuerzo físico o el entendimiento. Lo segundo no puede constituir una experiencia de lo sublime en tanto en cuanto el ser humano se vale

127 Seguídamente Schiller afirmará: “la grandeza práctica nos permite percibir la verdadera y perfecta independencia de la naturaleza, pues sentirse libre de condiciones naturales al ejercer la facultad representativa –no experimentar constreñida la existencia interior- es enteramente distinto de percibirse elevado majestuosamente por encima del destino, el azar y la necesidad natural y poder prescindir de su férrea legalidad. Nada reclama tan insistentemente la atención de la dimensión sensible del hombre como la preocupación por la existencia. Ninguna dependencia es más opresora que la de la naturaleza, que la de una fuerza dueña de su existencia. Y, sin embargo, se puede sentir libre de ella considerando lo sublime práctico” (Ibid, 78).”

172

de sus medios naturales que le son propios (destreza, astucia, fuerza física…etc.). Así, un

mismo objeto puede contener el fundamento de lo sublime práctico cuando sea terrible

para la sensibilidad, pero su fundamento se debilita toda vez que el objeto ha sido

domesticado mediante nuestra superioridad física o del entendimiento. El Nilo,

desbordándose anualmente por las crecidas y anegando amplias riveras del río puede constituir un objeto sublime. Reconducido su cauce por la presa de Assuán, reprimida su fuerza, deja de serlo. La fuente del placer que nos proporciona es “lógica, no estética: no es un gozo infundido por la representación inmediata, sino un efecto de la reflexión” (ibd,

81).

Ahora bien, y esto tiene una suma importancia, Schiller se apresura en seguida a afirmar que lo sublime no es cuestión del objeto en sí, porque puede darse un objeto terrible sin que por ello sea prácticamente sublime. Y ello por dos motivos interconectados: en primer lugar, hace falta que el sujeto perciba, en el ámbito de la sensibilidad, un objeto como terrible, porque si no es así no hallará experiencia alguna de sublimidad; pero, en segundo lugar, es necesario que la esfera libre de la razón nos haga sentir nuestra superioridad de ese objeto como seres racionales. Y para ello, el ser humano debe mantener una distancia adecuada en la que el objeto pueda ser contemplado como terrible, pero sin embargo, no infundir verdadero temor, pues en ese caso se anularía nuestro juicio estético y no constituiría una experiencia agradable.

En consecuencia, se producirá una experiencia sublime siempre que nos sintamos seguros de que el objeto no nos amenaza. Lo importante aquí es que tengamos la capacidad para representarnos en la imaginación esa fuerza capaz de alcanzarnos, por lo

173

que lo terrible sólo puede surgir en el plano ideal. “Sin embargo, -dice Schiller- la mera

representación del peligro, sobre todo cuando es suficientemente viva, despierta el

instinto de conservación que produce un efecto análogo al que provocaría una sensación

efectiva” (ibid. 82). Se comprende bien en esta cita, entonces, cómo Schiller, a diferencia

de Kant, había abierto con decisión la puerta a la experiencia de lo sublime en el arte y a

la posibilidad totalizadora de tender un puente entre éste y la vida.

De todas maneras, dice Schiller, esa “seguridad física” nos mantiene todavía en el

ámbito del juego, porque gracias a ella todavía no hay un verdadero ataque a nuestro

instinto de conservación y “nuestra audacia se basa en la convicción de que no es posible

ser víctima de ellos [los objetos]” (ibid, 83). En este caso esa seguridad física es causa de

sosiego solamente para la sensibilidad. Pero hay objetos que pueden ser sublimes cuando

la seguridad física no nos sirve, es decir, objetos ante los cuales no nos sentimos seguros

en ningún momento y que constituyen una fuente de lo terrible: el destino, las enfermedades, la muerte, las pérdidas irreparables, o el poder de la divinidad. Ante estos objetos la seguridad física externa es inútil, y solamente sirve la “seguridad interior o

moral”, que también es causa de sosiego y por tanto de agrado para la sensibilidad pero sólo de forma indirecta, es decir, a través de las ideas de la razón, verdadero locus del

juicio estético. “Contemplamos lo terrible sin temor -dice Schiller- porque nos sentimos

libres de su poder sobre nuestra constitución natural, bien por la conciencia de nuestra

inocencia, bien por la creencia en la indestructibilidad de nuestro ser” (ibid, 84).

Ahora estamos en mejores condiciones de entender la diferencia que el filósofo

alemán realiza entre lo grande y lo sublime. “Quién supera lo terrible es grande, quien no

174

lo teme, ni siquiera cuando sucumbe ante ello, es sublime… En la dicha cabe mostrarse

grande. Únicamente en la desgracia es posible exhibir una actitud sublime” (ibid, 88).

LO SUBLIME CONTEMPLATIVO Y LO SUBLIME PATÉTICO

Una vez que Schiller ha explicado los fundamentos de lo sublime práctico o

“sublimidad del poder” como a veces lo llama, realizará una nueva subdivisión dentro de la categoría, discerniendo lo “sublime contemplativo” de lo “sublime patético”, en función de la variedad de objetos que lo suscitan y de las diferentes relaciones que mantenemos con ellos. En primer lugar, Schiller considera que el efecto de lo sublime requiere la conjunción de tres elementos: un poder físico objetivo por parte de la naturaleza, una debilidad física de nuestro ser sensible y la superioridad de nuestro ser moral, aunque, el modo de alcanzarlo es accidental.

La definición de lo sublime contemplativo (del poder) es la que sigue:

En primer lugar, es posible que sólo se ofrezca a la contemplación un objeto considerado como poder –la causa del sufrimiento, no el sufrimiento mismo-. En ese caso, el sujeto que juzga produce en sí mismo la idea del sufrimiento, y transforma el objeto en una realidad temible para el instinto de conservación y en una realidad sublime para la persona en tanto que ser moral ( ibid, 90).

En lo sublime contemplativo, por tanto, la realidad pone el objeto peligroso, pero las otras dos condiciones son cumplidas por el propio sujeto. El objeto es peligroso pero ni nos enfrenta con nuestra naturaleza física ni con nuestra realidad moral. En consecuencia, el objeto “no conmueve tan violentamente el espíritu como para impedirle

175

seguir serenamente en actitud contemplativa” y, por tanto, “el efecto de lo sublime no es

tan fuerte ni de tan gran alcance como el de lo sublime patético” (ibid, 90-91). Esto

significa que esa representación del peligro es siempre voluntaria128 por parte del sujeto,

que domina con más soltura las representaciones que son propias de la actividad del

espíritu (imaginación para representarse el peligro real, y razón para mantener la

autonomía moral), aunque el alcance de lo sublime contemplativo sea menor, pues no

todos los seres humanos poseen capacidad suficiente para ello.129 El goce de lo sublime

contemplativo será menor, pero también estará menos adulterado, es decir, menos

contaminado por la actividad reservada a la naturaleza en este proceso.

Ahora bien, sucede que la experiencia de lo sublime contemplativo se ofrece en

una doble dimensión en función del objeto que excita el proceso. Por un lado en la

primera dimensión, existen objetos reales (“una tormenta en el mar”, “el verano sofocante de las zonas tórridas”, “los animales feroces y venenosos”…etc) que amenazan el fundamento de nuestra existencia como seres físicos, y objetos ideales (el tiempo, la necesidad, el deber) que son terribles “cuando la imaginación los pone en relación con el instinto de conservación, y se tornan sublimes cuando la razón los aplica a sus leyes supremas” (ibid, 91-92). Ambos tienen un fundamento real (objetivo) porque lo terrible aparece siempre que lo unimos a nuestra existencia física. Aquí el concurso de la fantasía no opera porque debe atenerse a lo dado. Por otro lado, en la segunda dimensión, el

128 Más adelante afirmará: “Todos los objetos referidos pertenecen a lo sublime contemplativo, pues en todos ellos corresponde a la fantasía exclusivamente presentarlos como realidades terribles, conservando nosotros la posibilidad de reprimir una idea que es obra nuestra” (ibid, 92, mi cursiva).

129 Se reconocerá aquí el engarce de esta idea con el concepto de “genio” y con la tendencia a considerar la reflexión estética como un espacio reservado a una minoría.

176

objeto no tiene un fundamento real sino que la fantasía “descubre lo terrible por

comparación, e incluso la que lo crea arbitrariamente” (ibid, 92). En este caso, lo

sublime contemplativo se produce con lo “extraordinario” y lo “indeterminado”. Veamos

estos dos casos.

Lo extraordinario sucede con mucha más frecuencia en la, digamos, “infancia

histórica del hombre” en la que cualquier fenómeno inesperado de la naturaleza aquél la

descubre como un enemigo hostil. Sin embargo, lo extraordinario se debilita en el

“estadio de la cultura”, aunque conservando sus vestigios con preferencia en la

“contemplación estética de la naturaleza, en la que el hombre se entrega deliberadamente al libre juego de la fantasía” (ibid, 93).130 Schiller da como ejemplos aquellas imágenes

poéticas de objetos, reales o ideales, que no mantienen un fundamento objetivo con lo

terrible: una gran calma, un gran vacío, la iluminación súbita de la oscuridad, un bosque

extenso y solitario, el silencio, la soledad prolongada e involuntaria,131 y lo secreto e

impenetrable. En todos ellos la fantasía, entendida como imaginación creadora, introduce

en el seno de un objeto inofensivo la potencia de su terribilitá.

Lo indeterminado también deja gran libertad a la fantasía, a diferencia de lo

determinado donde el entendimiento somete al objeto sin que aquella participe. Como

ejemplos, Schiller ofrece las representaciones de paisajes brumosos y claroscuros, los

fantasmas, lo velado y misterioso como el futuro después de la muerte, o la majestad

130 Se inserta aquí el concepto de “juego” en la producción artística y que los surrealistas utilizaron tanto en sus manifiestos teóricos como en sus realizaciones prácticas.

131 “Sin embargo, -dice Schiller, la soledad tiene un fundamento objetivo para el temor, pues la idea de una gran soledad incluye la del desamparo” (ibid, 94).

177

regia y divina que “acostumbra también a rodearse de misterio, para mantener

continuamente despierto con una invisibilidad artificial el sentimiento de respeto de los súbditos” (ibid, 96).132

Otra forma de lo sublime práctico es lo sublime patético. ¿En qué consiste?

En segundo lugar, cabe representarse objetivamente no sólo el objeto considerado como fuerza poderosa, sino también su carácter terrible para el hombre, es decir, el propio sufrimiento. En ese caso, el sujeto que juzga no hace más que aplicarlo a su situación moral y transformar lo terrible en sublime (ibid., 90).

Cuando la naturaleza pone el objeto terrible o peligroso, es decir como poder, al

tiempo que exterioriza su violencia actuando como poder fatal, entonces nuestro instinto

de conservación se ve amenazado en la realidad, obteniendo un sufrimiento verdadero

que nos impediría la libertad del espíritu y en consecuencia la imposibilidad del placer

estético. Es decir, el sufrimiento producido por el objeto no puede ser acusado de manera

directa, “sino sólo simpatéticamente” (ibid, 97).133 Pero, y esto es importante, a condición

de que el objeto sea un objeto artístico, es decir, una ficción “–o cuando existiendo en la

realidad no se presenta directamente a los sentidos, sino a la imaginación (…) La idea del

132 La observación se encuentra ya en Burke (cfr. II, III, 50-51).

133 Schiller tiene mucho cuidado en advertir que tampoco se puede dar lo sublime cuando presenciamos realmente el sufrimiento de otra persona: “Cuando el sufrimiento existe fuera de nosotros, produce lacerantemente un dolor simpatético en nosotros. El dolor compartido prevalece sobre el gozo estético” (ibid, 97).

178

sufrimiento ajeno, unida a la emoción y a la conciencia de la libertad moral interior, es sublime patéticamente.” (ibid, 97).134

La simpatía compartida por el sufrimiento ajeno en el ámbito de lo real constituye un sentimiento involuntario al que nos vemos obligados en función de una ley natural; por tanto, en este caso no rige nuestra libertad. Observar en la realidad el sufrimiento ajeno provoca una sensación dolorosa que se convierte en compasión, es decir, en un padecimiento verdadero por el prójimo, con lo que esa emoción, que está gravada con la intensidad de lo real, anega la actividad del espíritu libre. De manera que debe quedar claro que lo sublime patético se ofrece tan sólo en el arte:

Ahora bien, si lo que provoca la emoción –lo patético- ha de proporcionar el fundamento de lo sublime, no debe llegar a convertirse en verdadero sufrimiento propio. En medio de la emoción más profunda debemos distinguirnos del sujeto que sufre, pues la libertad del espíritu se arruina cuando la ilusión se transforma en verdad auténtica. Si el sufrimiento aumenta y adquiere una vivacidad tan grande que lleva a confundirnos realmente con el que sufre, quedamos incapacitados para dominar la emoción y pasamos a ser dominados por ella. En cambio, si la simpatía se mantiene dentro de los límites estéticos, reúne las dos condiciones principales de lo sublime: la representación sensible del sufrimiento y el sentimiento de la propia seguridad (ibid, 98).

Obviamente, se trata de una seguridad moral y no física, siendo aquélla y no ésta el fundamento de lo sublime patético y la fuente del placer que nos produce. Sin

134 Se verá inmediatamente la relación que su teoría podría mantener con respecto a las imágenes de dolor que aparecen diariamente en los medios de comunicación. De la cita de Schiller se desprende que la crónica escrita de un periódico que incluya una noticia sobre cualquier catástrofe real, natural o no, puede ser condición para la experiencia de lo sublime patético y, por tanto, para una experiencia estética. Pero, ¿qué ocurre con las imágenes fotográficas o televisivas de la misma noticia que, si bien no presentan el suceso directamente a los sentidos, sí mantienen una “fidelidad” representativa (visual o auditivo-visual) del suceso real, y por tanto mediada, que es propia del analogón fotográfico y la imágen cinética?

179

embargo, Schiller escribe que la libertad moral del ser humano ya se afirma en tanto que

posibilidad, finalidad ética (lo que debe ser) y determinación (lo que desea ser), independientemente de que luego se manifieste o no en una acción concreta. Si existe la posibilidad de sobreponernos a algo patético y terrible (aunque luego no se haga efectivo), como la muerte de alguien a quien amamos, es porque el imperativo del deber niega a esa pérdida la capacidad de influir sobre la autodeterminación de la razón.135

Aquí se encuentra la explicación de lo sublime patético como ese “horror placentero” al

que se refería Edmund Burke, y el fundamento del arte trágico:

Lo sublime patético exige, pues, dos condiciones principales. En primer lugar, la representación viva del sufrimiento, para despertar la emoción compasiva con la debida intensidad. En segundo lugar, la idea de resistencia al sufrimiento, para tomar conciencia de la libertad interior del espíritu. Gracias a lo primero, los objetos se tornan patéticos. Merced a lo segundo, lo patético mismo deviene sublime. De este principio derivan las dos leyes fundamentales de todo arte trágico: la representación del sufrimiento de la naturaleza y la de la autonomía moral en el mismo” (ibid., 99-100).

135 “Lo sublime –dice Schiller- exige capacidad espiritual de percibir la propia autodeterminación racional y sensibilidad para aprehender la idea de deber… capacidad de rendir homenaje efectivo a las puras ideas de la razón, aun en aquellos casos en que carece de la fuerza suficiente para obrar de acuerdo con ellas” (ibid, 99).

180

3.2 EL DUENDE: LO SUBLIME FLAMENCO.

181

3.2.1. PEQUEÑA HISTORIA SEMÁNTICA DE LO SUBLIME Y EL DUENDE.

LO SUBLIME

El recorrido semántico que el término “sublime” realiza en nuestro país en los siglos XVIII y XIX puede resultarnos ilustrativo de la manera en que el concepto va adquiriendo matices, recalando durante algún tiempo y proponiendo más tarde sentidos añadidos.

El Diccionario de Autoridades de 1739 reseña lo sublime como algo “grande, excelso, glorioso, eminente o alto”. Los sucesivos diccionarios desde 1780 a 1822 recogen la acepción bajo la misma definición. De 1832 hasta 1869 reducen la acepción a la definición de “excelso, eminente”. Pero aunque en el DRAE de 1884 y durante todo el siglo XX, lo sublime se sigue definido como “excelso, eminente, de elevación extraordinaria”, también se le añade una segunda acepción, de resonancia kantiana en su primera parte: “se emplea más en sentido figurado aplicado a cosas morales o intelectuales, y dícese de las producciones literarias o artísticas o de lo que en ellas tiene por caracteres distintivos grandeza y sencillez admirables. Una tercera acepción señala:

“aplícase también a las personas. Orador, escritor, pintor, sublime”. Es decir, parece que el uso más común del término se aplicó durante mucho tiempo a la generalidad de las cosas, y en España no es hasta finales del siglo XIX que el diccionario recorta un

182

significado que lo vincula de manera estrecha tanto a los asuntos morales como a la producción artística e intelectual, lo que resulta indicador de la incorporación tardía, al menos en el dominio público, de esta idea romántica en nuestro país.

EL DUENDE

El Diccionario de la Real Academia Española de 1739 contiene dos acepciones

para esta palabra, tomada aisladamente, y algunas más como expresiones figurativas o

familiares. Duende es una “especie de trasgo o demonio, que por infestar las casas se

llama así. Puede derivarse este nombre de la palabra Duar, que en arábigo significa lo

mismo que casa”. Una segunda acepción afirma que es lenguaje de germanía y significa

“ronda”. La palabra se aplica también en la expresión “moneda de duendes” a los

“maravedíes, tarjas, medios reales de plata y otras monedas endebles, porque como los

duendes tan aprisa se ven como se esconden; así las monedas de esa calidad se

desaparecen entre los dedos”. Así mismo, la expresión “parecer un duende” o “andar

como un duende” se refiere a los “modos de hablar con que se explica que alguna persona

anda siempre escondida, sola o por los rincones, a semejanza de los duendes, que por la

mayor parte habitan en las casas los lugares menos frecuentados de la gente”. A partir de

1791 además de ofrecer los mismos significados, el DRAE añadirá una nueva expresión y

un nuevo significado, y realizará algunas modificaciones de interés. Duende es el

“espíritu que el vulgo cree que infesta las casas y travesea, causando en ella ruidos y

estruendos”. A su vez, la palabra se hará sinónimo de “restaño”, un “género de galón o

trencilla de oro, plata, seda o lana, que se hace y sirve para guarnecer y adornar los

183

vestidos y otras cosas por el borde, o canto”. La expresión “andar como un duende” se definirá ahora como el “modo de hablar con que se explica que alguno se aparece en los parajes donde no se le esperaba”. Finalmente, se añade una nueva expresión: “Tener duende” es un “modo de hablar con que se explica que uno trae en la imaginación alguna especie [cosa] que le inquieta”.

De todo ello se extrae que la palabra “duende” puede tener una raíz oriental y se asocia, dentro del ámbito popular, a los espacios privados familiares menos frecuentados donde se esconden espíritus traviesos que infunden miedo o terror, a los momentos nocturnos, pero también a algo que dota de encanto a una cosa, a lo que es difícil de apresar o que surge con la misma rapidez inesperada con la que desaparece, a la soledad, y a un cierto grado de locura, perturbación o cuando menos, alienación del ritmo común de la vida. Las acepciones de la palabra “duende”, se asocian en consecuencia tanto a los objetos como a las personas, pero todavía sin vinculación alguna con la música o el arte en general. Estas acepciones, en nuestro país, se mantendrán a lo largo de todo el siglo

XVIII y XIX.

Ya en el siglo XX, el DRAE de 1927 añade una nueva significación, también propia del dialecto andaluz. Duende “son los cardos secos y espinosos que se sientan en las albardillas de las tapias para dificultar el escalo”. El DRAE de 1956, es decir, en pleno neojondismo, será el primero en que la palabra duende se vincule al mundo del flamenco.

También en Andalucía el término designará un “encanto misterioso e inefable”, citando expresamente la expresión “los duendes del cante flamenco”. La edición de 1989 reseña que “hablando de personas, tener encanto, atractivo…etc”, lo que indica que el término

184

duende aplicado al flamenco no sólo se ha generalizado en su uso (la palabra, lo hemos visto, está en circulación en los círculos flamencos al menos en la década de los veinte), sino que se ha popularizado y extendido al habla corriente en la actualidad con un sentido algo más restrictivo.

185

3.2.2. FEDERICO GARCÍA LORCA: HACIA UNA POÉTICA TOTAL DEL CANTE JONDO.

3.2.2.1. LORCA, ENTRE LA INTUICIÓN Y LA RAZÓN.

Los escritos teóricos acerca del flamenco que ha dejado el legado lorquiano han sido acogidos de manera desigual por parte de los investigadores posteriores. Desde la diatriba enconada hasta el elogio entusiasta, lo que no cabe duda es que Lorca supone un hito fundamental, para bien o para mal, en la construcción identitaria del flamenco. Algunas de las acusaciones en su contra no están exentas de razón. Incluso un autor tan receptivo al conjunto de la obra del escritor granadino como Félix Grande ha señalado con rigor en un libro monográfico sobre la relación entre el poeta y este género musical los errores flagrantes en los que incurrió,136 especialmente en el primer artículo, escrito en febrero de

1922, y titulado “Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado cante jondo”. Un artículo que aunaba esfuerzos en la tarea de reivindicación del cante jondo y de la promoción del concurso granadino. Cedamos la palabra a Félix Grande para ver cuáles fueron esos errores:

Federico coloca como ejemplos cuatro coplas cuya estructura literaria no es la estructura de la siguiriya: es la estructura de la soleá. (...) Un descuido más significativo es el de llamar (lo hará más de una vez: no es por tanto una errata) Manuel Torres al siguiriyero gitano Manuel Torre. (...) Pero a veces la ignorancia se presenta como muy ostensible: <

136 Cfr. Grande (1992: 24-36).

186

venido cultivando desde tiempo inmemorial...>>: no es verdad. (...) el cante flamenco propiamente dicho no presenta sus aurorales criaturas (las tonás) sino en el último tercio del siglo XVIII. [...] De mayor interés es el extravío genealógico de García Lorca cuando nos propone que <> son cantes derivados de la siguiriya: es un error, y no es liviano; el polo, aunque aflamencado más tarde, es un canto ya existente antes de la aparición de las primeras estructuras flamencas (las tonás); los martinetes y las carceleras son (...) derivaciones o reelaboraciones de las aurorales tonás, y la siguiriya de ningún modo es la matriz de los martinetes, las carceleras, las tonás, sino un cante que, por un lado, aunque de la misma familia de intensidad expresiva que los cantes sin guitarra (tonás, deblas, martinetes), posee una estructura rítmica distinta y una estructura métrica también distinta (...); y de otro lado, la siguiriya nace unas décadas después que los cantes a los que llamo originarios. (...) En cuanto a la soleá: no es, de ningún modo, un «derivado» de la siguiriya: sus estructuras métrica y rítmica son completamente distintas (1992: 24-27).

En cuanto a la confusión con respecto al nombre de Manuel Torre, sólo podemos

decir que es un error bastante comprensible por lo que aquí se explicará y que no puede achacarse, como hace Grande –o como hace Washabaugh al hablar de Bergamín (1996:

96)- a la escasa cercanía del poeta con los cantaores del momento; Blas Infante, por ejemplo, comete el mismo error en los años treinta. La razón estriba en que era de esta

forma como se denominaba a este cantaor en su tiempo. Manolo Barrios, en sus notas a la

recopilación del libro de Blas Infante, afirma que “el propio cantaó creyó siempre que

éste era su apellido. Muchos años después de su muerte, en la década de los 50, Juan de la Plata descubriría documentalmente su verdadero nombre, Manuel Soto Loreto, y su apodo, “EL Torre”, heredado de su padre, Juan, que era muy alto” (148).137 Así también

lo atestiguan dos carteles de la época que anunciaban a este cantaor para un espectáculo

137 Sobre la vida de este cantaor, cfr. de la Plata (2002). El lazo de unión entre Lorca y el Manuel Torre podría venir de la intensa amistad que unía a ambos con el torero Ignacio Sánchez Mejías.

187

de ópera flamenca y para la grabación fonográfica que la casa Odeón realizó de este

concurso.

Los errores señalados aquí por Félix Grande sirven para mostrarnos que, en el

momento de la redacción de artículo Lorca (entonces un muchacho de veintitrés años), en

lo que respecta a los conocimientos “técnicos” del flamenco andaba bastante

desencaminado: se equivoca en el origen y la genealogía de los cantes y no ha tenido un

contacto humano lo suficientemente estrecho con los artistas de la época. Además

descarga en los espacios de la taberna y el café-cantante la culpa de la mala fama y la

degradación espiritual y estética del cante. Una afirmación que tiene dos lecturas distintas

que, a mi juicio, no son excluyentes: o bien Lorca estaba practicando lo que Antonio

Machado denominaba (…) el “señoritismo cultural”, o bien, como en el caso de Falla,

estaba articulando una estrategia retórica para convencer a los detractores del concurso de

lo desacertado de su actitud. En cierta medida son los errores propios también de una

investigación todavía muy vacilante y de la confusión de ese genio de la música española que fue Manuel de Falla y que influyó, aunque no tanto como se ha dado a entender, en el artículo de Lorca. El poeta maneja datos incompletos, desacertados; algunas de sus interpretaciones son ingenuas, cuando no rayanas en el absurdo. Y sin embargo....

Y sin embargo “puede afirmarse, sin temor a yerro, que ni antes ni después de él hubo poeta que más profundamente haya captado el mundo y el espíritu de lo flamenco”

(Molina y Mairena, 74). Y sin embargo, “aquel muchacho, casi un adolescente, escribió sobre los aspectos más brillantes y tenebrosos de esta maravillosa música algunas de las páginas más esenciales, recónditas, certeras y reveladoras de cuantas han reunido el

188

fervor y la gratitud” (Grande, 1992: 13). Y sin embargo “convirtió el flamenco urbano en mito universal” (García Gómez: 119). Y sin embargo “el andalucismo de Lorca restituye al cante lo que le corresponde: sus innegables raíces mestizas, afrohispanas” (Rabassó y

Rabassó: 269). Y sin embargo, su artículo sobre el duende “contiene una de las más profundas reflexiones que se han dado desde la cultura española sobre la creación artística” y “es también una prodigiosa indagación poética sobre la génesis de la emoción en el arte” (Martínez Hernández: 132 y 134). Si Lorca parece desconocer los fundamentos básicos de este arte ¿a qué vienen entonces esos elogios? ¿Por qué es tan importante García Lorca en el conocimiento que tenemos del flamenco?

Caben aquí dos razones principales: la primera ha sido expuesta con amplitud por

Félix Grande en su libro García Lorca y el flamenco: García Lorca ha producido, digamos, un acto de revelación de lo inefable de este arte, ha desentrañado su sustancia nutricia. En palabras de Génesis García Gómez ha transformado “el alma herderiano- romántica en duende atávico-vanguardista” (120). Todo aquello que en el flamenco transciende su contenido lógico y racional, todo aquello que representa la esencia más

íntima en su vertiente ética y estética aparece comprimido en sus ensayos y libros de poemas referentes a esta música (Lorca 1992a, 1992b, 1994a, 1994b, 1994c y 1996). El escritor granadino ha elaborado toda una “poética” del flamenco en base a su capacidad de intuición. Mejor dicho, una poética del “cante jondo” porque no todo lo que allí se dice representa al flamenco en su conjunto. Sólo a una parte. Sus ensayos son, en buena medida, manifiestos de una teoría artística de corte neoplatónico o, si se quiere, más generalmente neoidealista, cuyo basamento fundamental gira en torno a los conceptos de

189

la “muerte”, el “amor” y la “memoria”, de los que se nutre un término fundamental para

la comprensión de este arte: el “duende”.

Allen Josephs y Juan Caballero (1996: 19-54) han aportado una segunda razón

que completa la expuesta por Grande y, en cierto modo, rebate. Es cierto que Lorca tuvo una intuición extraordinaria a la hora de encontrar el elemento misterioso del cante.

Grande habla de “iluminaciones”, de “revelaciones”, de explicaciones deslumbrantes más allá del conocimiento racional. El saber de García Lorca es un saber pre-lógico y de las afirmaciones de Grande se desprende que su conocimiento del flamenco está basado menos en datos empíricos (todavía pocos en aquella época) que en el fruto de su genio poético, o de una de las facultades de ese genio, aquello que los prerrománticos acuñarían con el nombre de imaginación creadora.138 Parece que a la ignorancia de su

conocimiento técnico opone su sabiduría intuitiva. Pero, si seguimos las explicaciones de

Josephs y Caballero, el último artículo que Lorca dedicó al flamenco, “Teoría y juego del

duende”, al parecer terminado de redactar y leído como conferencia por primera vez en

Buenos Aires en el Círculo de Amigos del Arte el 20 de octubre 1933, contiene más

elementos que no conviene menospreciar desde otro punto de vista.139 Constituye

sobretodo un recorrido histórico-antropológico del cante que no hubiera podido realizarse

138 El término lo definió Kant de la siguiente forma: “cuando bajo un concepto se pone una representación de la imaginación que pertenece a la exposición de aquel concepto, pero que por sí misma ocasiona tanto pensamiento que no se deja nunca recoger en un determinado concepto, y, por tanto, extiende estéticamente el concepto mismo de un modo ilimitado, entonces la imaginación, en esto, es creadora y pone en movimiento la facultad de ideas intelectuales para pensar, en ocasión de una representación (cosa que pertenece ciertamente al concepto del objeto), más de lo que puede en ella ser aprehendido y aclarado (1997, §49, 271-272).

139 Sobre la estancia de Lorca en Buenos Aires puede consultarse Pedro Villarejo (1986), Pablo Medina (1999) y Ian Gibson (1998: 429-456).

190

si no hubiera existido de parte del poeta granadino un estudio consciente (es decir,

racional) y erudito; el conocimiento del flamenco en Lorca pertenece al dominio de lo

que Juan Ramón Jiménez hubiera denominado un “instinto cultivado”, fuente del

conocimiento poético. El propio poeta, en una conferencia menos conocida, leída en

Buenos Aires en 1931, afirmaba que el cante jondo “no es una cosa baladí; tiene su

intríngulis, sus reglas, sus raíces, y su explicación a la vez que poética, es decir,

emocional, científica; es decir, disciplinada, de investigación, remontando el río sagrado

del tiempo en busca de sus fuentes” (1994b: 233):140

Lorca sabía mucho más de lo que en general se cree. (...) Es imposible trazar el proceso que Lorca empleó para llegar a su «estética», pero no es imposible señalar elementos que en conjunto apuntan a un conocimiento que es espontáneo e inconsciente quizá en un principio, pero que después únicamente puede considerarse consciente y hasta muy elaborado, como prueba en parte su genial ensayo sobre el duende (Josephs y Caballero: 27).

Evidentemente, entre el artículo primero y este último median once años. Durante todo este tiempo Lorca ha escrito y publicado entre otras cosas su Romancero gitano y

Bodas de sangre. Para ese momento de 1933 ha reflexionado profundamente sobre la

forma y el contenido de la tragedia que desembocará en la escritura de Yerma (1934) y La

casa de Bernarda Alba (1936) completando así su trilogía sobre la Andalucía rural. De

140 Oscar Enrique Muñoz ha señalado que los ideales de la sensibilidad lorquiana “son también objeto de la reflexión racional, son objeto de una ordenación teórica” (22). Estas afirmaciones contradicen también lo afirmado por Francisco García Lorca, hermano del poeta, con respecto a su forma de aproximación crítica: “...su apreciación y estimativa de valores artísticos, la ordenación de sus criterios, su apreciación de los fenómenos de realidad, se basaban siempre en lúcidas intuiciones espoleadas por la imaginación. Acaso no haya otro medio de verdadera crítica literaria, y sin duda este modo de producirse comporta una legítima vía de conocimiento” (139).

191

esta manera, “Importancia histórica...” y “Teoría y juego del duende” deben considerarse,

junto con las piezas de teatro y los libros de poemas antes mencionados, las claves principales de un recorrido estético producto de una penetrante reflexión sobre la identidad andaluza y, por intensión, sobre la identidad del cante jondo como una de sus mejores y peculiares expresiones.141

3.2.2.2 CANTE JONDO Y ORIGEN DEL DUENDE: LA VERSIÓN MITOPOÉTICA.

En “Teoría y juego del duende” hay un párrafo que ha sido muy comentado por los

especialistas porque amalgama en una sola estampa las culturas ancestrales que han

prestado su calor al duende. Cuenta una reunión de flamencos donde en una tabernilla de

Cádiz está cantando Pastora Pavón:

Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien preguntaron una vez: “¿Cómo no trabajas?; y él con una sonrisa digna de Argantonio, respondió: “¿Cómo voy a trabajar si soy de Cádiz?”. Allí estaba Eloisa, la caliente aristócrata ramera de Sevilla, descendiente directa de Soledad Vargas, que en el 30 no se quiso casar con un Rotschild porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas que la gente cree carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo el imponente ganadero Don Pablo Murube con aire de máscara cretense (1992b: 145- 146).

141 Usando la terminología jazzística los hermanos Rabassó han señalado que la escritura lorquiana “repite un voicing que aparece en sus diferentes manifestaciones estéticas. Tanto la poesía, como el teatro y la prosa reproducen, en cierto sentido, el mismo texto, que aparece siempre disfrazado, transformado, adquiriendo nuevas formas, aunque explicitando su trayectoria a partir de Poeta en Nueva York” (295).

192

Argantonio. Gerión. Tortuga romana. Máscara cretense. ¿Es esto fruto del azar y la intuición o de lecturas con las que García Lorca se había comprometido? De entre todas esas lecturas en las que Lorca hubo de encontrar el camino para sus reflexiones sobre las raíces del duende parecen destacar dos principales: el artículo de Adolfo

Schulten sobre los tartesios, primera civilización conocida de Occidente (“Tartessos”), y

El nacimiento de la tragedia de Nietzsche. El primero se publicó en Revista de Occidente en el año 1923 como resumen de su libro Tartessos. Contribución a la historia antigua de

Occidente. De este libro García Lorca toma el elemento milenario del arte y la identidad andaluza a partir de la cultura tartesia, unida a su supuesta antecesora, la civilización cretense y su culto religioso a los toros.

Hagamos un paréntesis. Tartesia fue la denominación que los griegos dieron a una comunidad situada en la cuenca baja del río Guadalquivir en el siglo I antes de Cristo y que, en sus momentos de mayor esplendor, llegó a ocupar toda la franja sur de la península desde Cartagena hasta Lisboa. Desapareció en el año 500 antes de Cristo. Este pueblo de navegantes recorrió las costas occidentales de la península y las orillas atlánticas europeas en busca del estaño, mineral imprescindible para la elaboración del bronce, tan preciado durante ese período. Fenicios (fundaron Gadir hacia el 1100AC), focenses, griegos y, algo más tarde, púnicos establecieron colonias y mantuvieron relaciones comerciales muy estrechas con los tartesios. Según la tradición poética griega, la monarquía tartesia tuvo dos dinastías legendarias o divinas: Gerión, monarca tricéfalo

193

que murió a manos de Hércules;142 y Gargoris, cuyo sucesor Habis fue un monarca

legislador al estilo de los griegos. Argantonio fue el rey tartesio que gobernó desde 630 a

550 AC, en el esplendor de esta civilización. Schulten creyó que se trataba de un pueblo colonial procedente de la Anatolia emparentado con los etruscos, es decir, de procedencia oriental, pero estudios posteriores (Maluquer, Vigil) han demostrado que se trataba de un pueblo autóctono de la Baja Bética que contiene elementos mediterráneos de la cultura megalítica e indoeuropeos de la meseta central española.143 Uno de sus rasgos de

identidad religiosa más manifiesto fue el culto a los toros puesto que en la llanura del

Guadalquivir se han encontrado figuras de toros de arcilla y sabemos por Estrabón que la

región abundaba en estos animales. Que este culto a los toros tenga algo que ver con el

culto micénico-cretense es algo que todavía no ha sido demostrado (Cossío lo considera

muy improbable –cfr. vol. I: 31), como también ha quedado ya clarificado que la cultura

cretense no fue antecesora de la cultura tartesia.

Este largo paréntesis puede explicar en cierta medida la elaboración histórica de la

identidad de una Andalucía cuyos ascendientes más lejanos son los tartesios.144

142 Según José María de Cossio, en su fundamental historia de la fiesta de los toros, la existencia del tirano Gerión parece rigurosamente histórica y, siguiendo a Florián de Ocampo, tenía en España una multitud increíble de ganado vacuno. Se cuenta que fue Osiris, gran señor de Egipto, y no Hércules el que lo derrotó. Los hijos de Gerión entonces vengaron su muerte en Egipto asesinando a Osiris. Fue Hércules, hijo de Osiris y llamado el Egipcíaco, y no el Hércules griego vencedor del minotauro, el que vengó después la muerte de su padre (vol. I: 25).

143 Otra de las razones para afirmar la procedencia autóctona de la cultura tartesia tiene que ver con su escritura. Como han demostrado algunos autores la escritura tartesia era semisilábica y no alfabética, como en un tiempo se creyó.

144 Sobre los orígenes de Andalucía puede consultarse un amplio resumen en un artículo de Rodríguez Neila titulado “En los orígenes de Andalucía: de Tartessos a la invasión árabe” (V.V.A.A., 1979: 11-51) y también Bendala (2000).

194

Independientemente de que Lorca errara en cuanto a la influencia en Andalucía de la

cultura cretense, un error que además, como hemos visto, no fue sólo suyo sino de la

época, lo que no cabe duda es de que el duende, elemento fundamental del cante jondo

(pero también, según el mismo autor, de otras formas de arte, no lo olvidemos) y, por extensión, de Andalucía, sienta algunas de sus bases en una cultura milenaria de raíces atávicas con una fuerte influencia de las religiones griegas mistéricas, tanto helenas como semíticas. El poeta de Granada hila fino al descubrir una raíz común entre la tauromaquia

y el flamenco. Una explicación que en Lorca es mítica y que, Génesis García Gómez la

convierte en sociológica, como veremos más adelante. Esa estampa evocada no refleja

solamente una reunión de lo que en términos flamencos se llama de “cabales”, mostrando

la mescolanza de clases sociales que se produce alrededor del cante.145 Refleja sobretodo

uno de los fundamentos esenciales de la identidad andaluza a la que se considera el ombligo de la cultura occidental. Pero una identidad andaluza despojada de todo pintoresquismo decimonónico, alejada de las trabas y la cuadratura de los clichés

superficiales. La labor de Lorca corre paralela en el campo literario a la que Manuel de

Falla realizó en la música: una “búsqueda con voluntad firme de una atmósfera profunda,

de un paisaje interior del alma hispana, un ahondar ‘en las cuevas profundas de la

sombra’, una incesante exploración de la realidad más allá de una temática o unas

145 Una situación análoga a la que se produce hacia los mismos años en la cultura porteña con el desarrollo del tango. También se da en la cultura del blues. Billie Holiday cuenta en sus memorias que los únicos lugares donde podían encontrarse juntos un negro y un blanco era en los clubs y en los prostíbulos. Es decir, allí donde podían mantener una actitud de complicidad, allí donde había un elemento que compartir: el secreto y el tabú.

195

melodías reconocibles”. Estas palabras de Uscatescu (1968: 144) sobre Falla son igualmente válidas como interpretación de la obra del poeta granadino.

Manuel Torre, el genial seguiriyero coetáneo del poeta, afirmó que “todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”. Esa frase la había pronunciado escuchando los

Nocturnos del Generalife de Manuel de Falla. Lo que hace Lorca es desarrollar a partir de aquí su teoría del duende:

Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España, y coincidió con Goethe que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: “Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”. Así pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. (...) Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo: es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto. (...) es, en suma, el espíritu de la tierra... (1992b: 142).

Inmediatamente después afirma que el duende “había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisiaco grito degollado de la seguiriya de

Silverio” (1992b: 142). Esas bailarinas de Cádiz son, indudablemente, las puellae gaditanae (ver ilustración 4), elogiadas por escritores romanos como Plinio, Marcial,

Juvenal, Polibio y Estrabón, que intervenían no sólo en fiestas privadas de los patricios romanos sino también en actos públicos. Y ese duende procedente de las religiones y cultos mistéricos había tenido una prolongación en el tiempo, se había extendido como una corriente continua hasta la seguiriya actual.

196

3.2.2.3 “TEORÍA Y JUEGO DEL DUENDE”: UN ENSAYO SOBRE LO BELLO Y LO SUBLIME

(FLAMENCO).

Origen filosófico del duende.

Como veremos en seguida, Lorca reconstruye una poética del cante jondo en su

“Teoría y juego del duende”, pero sobre el trasfondo más general de un discurso de la

sublimidad que pretende dar “una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la dolorida

España” (1992b: 141, mi cursiva).

El punto crucial de la conferencia del poeta granadino para abordar este problema

reside a mi juicio en la diferenciación de varias formaciones de la sublimidad que

basculan en torno a los vectores polarizados “exterior” e “interior”. Existirá pues una

visión trascendente auspiciada por un objeto exterior, divino o si se quiere maravilloso,

que influye en el sujeto para el conocimiento de lo suprasensible, y otra que se desarrolla

en el interior del espíritu del propio sujeto, sin el concurso de ningún objeto externo a él.

Lorca insiste varias veces en esta discriminación. El duende es un “demonio”, pero no

procede del exterior abordando a un sujeto pasivo como en el caso, dice Lorca, del

demonio teológico de Lutero, el católico, o el “mono parlante que lleva el truchimán de

Cervantes” (ibid., 142-143),146 sino que procede de una revelación, de una llamada, que

146 La cita es la siguiente: “…no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lucero, con un sufrimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía” (García Lorca, 1992b: 142-143). En lo que respecta a Lutero, Lorca se refiere a lo que relata el pastor de Eisleben en una carta que escribió el 1 de agosto de 1521 a su colaborador y confidente Philipp Melanchton. Allí Lutero reconocía que, habiendo sido tentado por el demonio, le arrojó a éste el frasco de un tintero. Los hechos ocurren en el castillo de Wartburg, no en Nuremberg, como afirma Lorca, donde el pastor 197

se desencadena en el interior del sujeto. Su deuda, por tanto, es otra. Aquella que tiene en origen, pero sólo en origen, al daimonión socrático y cartesiano:

El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal, que lo arañó indignado el día en que tomó la cicuta; y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como almendra verde, que harto de círculos y líneas, salía por los canales para oír cantar a los marineros borrachos (ibid, 143).147

Recordemos que Platón pone en boca de Sócrates el vocablo “daimón” (δαίμωυ) cuando quiere designar algo distinto a “daimonión” (δαιμόυιου). Ambos tienen relación con lo divino, el primero en sentido ya mitológico ya teológico,148 y el segundo en sentido moral o vocacional, por lo que el sujeto mantiene un vínculo distinto con ellos.

En la Apología de Sócrates, los “daimones” son entidades sobrenaturales que ocupan un puesto intermedio entre los dioses y los hombres, realizando una función de mediadores

protestante había sido desterrado por orden del emperador Carlos V y donde comenzó a traducir al alemán el Nuevo Testamento. Por otro lado, la alusión a Cervantes se refiere a la famosa escena del retablo de Maese Pedro, magistralmente narrada en los capítulos XXV y XXVI de la Segunda Parte de El Quijote (387-393).

147 La primera parte de este párrafo de Lorca se me resiste a una interpretación cabal. Los hechos del momento exacto de la muerte de Sócrates están narrados en las últimas páginas del Fedón de Platón (115a- 118c) y en las Memorabilia de Jenofonte. En ninguna de estas narraciones aparece el daimonión socrático. Aquí Lorca podría estar inventando para criticar el comportamiento de Sócrates en sus últimas horas, aduciendo que el daimonión se habría revelado contra la acción del filósofo sin que éste le obedeciera. Tal vez Lorca interpretó la muerte de Sócrates como un suicidio, pero esto significaría que no habría entendido su pensamiento en toda su dimensión. Por otro lado, la referencia a Descartes se refiere al lugar geográfico, Ámsterdam, en donde el autor escribió sus Meditaciones metafísicas. Sabemos que Lorca, fiel a su concepto del arte, modificaba en algunas ocasiones parte del contenido de las misma conferencia para adaptarla al público o para reelaborar alguna idea sobre la misma. En una versión distinta, aunque esta vez sin alterar el sentido general del texto, puede leerse: “…el demonio diablejo de Descartes, que a veces huía de compases y guarismos para ver adormecerse a la luna anaranjada en los canales” (Lorca, 1984, II, 92).

148 En sentido mitológico, esta concepción influyó en los pensadores neopitagóricos, platónicos eclécticos y neoplatónicos. En sentido teológico influyó en las corrientes religiosas, primero del judaísmo y luego del cristianismo. (Cfr. Ferrater Mora, I, 809-810).

198

(27c-d, pp.49-50) y en el Fedón son seres que mantienen una estrecha relación con los difuntos (113d).149 Mientras que el “daimonión” es una voz (φωνή) que surge desde el

interior y que se ha venido interpretando, bien como la conciencia moral en su sentido

más individual y subjetivo,150 bien como la expresión de una vocación intransferible de cada hombre al que adapta su existencia.151 Pero esta voz demoníaca es “negativa·, en el sentido de que siempre se dirige hacia una prohibición. La voz interior nunca le impulsa a la acción, sino que le señala lo que no debe hacer.152 Por lo que respecta a lo que hay que hacer positivamente, escribirá Compte-Sponville, “la decisión le corresponde a la inteligencia, más que a la moral” (144).

149 Por ejemplo, en El Banquete (202e y sigs.), Eros es pintado como un gran demonio, intermediario, como todo lo demoníaco, entre lo mortal y lo inmortal.

150 Una de las citas más reveladoras al respecto para sostener esta posición se encuentra en el Fedro. Tras conversar Fedro y Sócrates sobre la naturaleza dañina del amor, el segundo escucha una señal que le impulsa a negar lo discutido hasta ahora, como si su conciencia moral se rebelara contra la opinión común y le obligara a retractarse de lo dicho. La palinodia, donde Emilio LLedó ha traducido el daimón curiosamente por la palabra “duende”, comienza de la siguiente forma: “Cuando estaba, mi buen amigo, cruzando el río, llegó esa señal que brota como de ese duende que tengo en mí –siempre se levanta cuando estoy por hacer algo-, y me pareció escuchar una especie de voz que de ella venía, y que no me dejaba ir hasta que me purificase; como si en algo, ante los dioses hubiese delinquido” (242c, 333).

151 Esta segunda es la interpretación de Abbagnano, en la que se destaca que para Sócrates filosofar es una misión divina. Esa inspiración o voz divina, más que voz de la conciencia es, en realidad, el sentimiento de una investidura recibida de lo alto, propio de quien ha abrazado una misión con todas sus fuerzas. El sentimiento de la divinidad se halla siempre presente en la investigación socrática en calidad de sentimiento de lo trascendente, de lo que es superior al hombre, que le guía desde lo alto y le ofrece una garantía providencial. Dada la variedad de interpretaciones, Walter Burket ha en su libro Greek Religión (1994) la hipótesis de que los daimones no son una clase específica de divinidad, sino un peculiar modo velado de la actividad de lo divino.

152 El concepto aparece por primera vez cuando Sócrates en su defensa argumenta por qué no se ha interesado nunca por los asuntos de la ciudad, y sí por los del individuo: “La causa de esto … es que percibo en mí algo divino y sobrenatural… Y esto me viene sucediendo desde niño; se trata de una especie de voz que, cuando se manifiesta, me disuade siempre de aquello que pretendo llevar a cabo y jamás me empuja a ello” (Platón, 2004: 55-56). La traslación de esta propuesta al flamenco recoge solamente el sentido de voz interior a la que hay que obedecer, pero en dirección distinta: “Cantar jondo es, literalmente, obedecer (ob-audire) a nuestros sentimientos, oír y dejarse llevar por la voz interior de nuestras pasiones y afectos” (Martínez Hernández, 106).

199

El segundo demonio al que hace referencia Lorca es al demonio bromista, al genio maligno de Descartes, al que menciona el filósofo francés en diferentes lugares de sus

Meditaciones metafísicas, publicadas en 1641. Toda la filosofía de Descartes puede entenderse como una pugna por la doma del espíritu, como una forma de dominar lo que

constituye un don ingénito que hasta el momento se presenta irreductible a la razón. Pero

en la medida en que el don natural del genio puede ser metódicamente encorsetado según

las reglas de la ratio matemática, según el método de distinción y claridad de las ideas, se

despoja a aquel de su aura de oscuridad misteriosa. La filosofía de Descartes, como ha

señalado Arbaizar Gil, nace de un repliegue defensivo frente al asalto de lo pavoroso que

constituye aquella zona desconocida y excéntrica de la conciencia del hombre. De ahí que

se acabe estableciendo como un recinto amurallado que deja fuera todo lo que no pueda

ser objeto de aseguramiento por parte de la conciencia calculadora y que no se tolere

ninguna intromisión de la poesía y de lo imaginativo. Frente a la actitud receptiva del

poeta que experimenta la existencia como don, se encontraría la actitud cartesiana que

experimenta el mundo como propiedad, como posesión a asegurar y dominar (229). Así,

al final de la primera meditación, Descartes presenta al genio maligno como el gran

obstáculo que amenaza su proyecto:

Supondré, pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, me engaña, sino que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria sola en engañarme: pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y engaños de que hace uso, como cebos, para captar mi credulidad (120).153

153 Se observa aquí uno de los “topoi” más recurrentes de la literatura y el pensamiento del seiscientos: el mundo como ilusión y la vida como sueño. Shakespeare, Cervantes y Calderón se ocuparon del tema en profundidad. 200

Como se observa, la hipótesis del genio maligno significa el planteamiento de un problema lógico que luego retomará Kant en mayor profundidad: el problema de la racionalidad o cognoscibilidad de lo real. Como ha señalado García Morente, el genio maligno y sus artes de engaño simbolizan la duda profunda de la posibilidad real de la ciencia (en Descartes, 1982: 26). ¿Es lo real cognoscible y racional? ¿No será acaso el universo algo totalmente inaprensible por la razón humana, algo esencialmente absurdo e irracional? Se trata, por tanto, de la necesidad para la poética lorquiana de introducir de nuevo un elemento que perturba las condiciones de posibilidad de una razón, la cartesiana e ilustrada a fin de cuentas, que pretende erigirse autónoma y autosuficiente. Es decir,

Lorca plantea la posibilidad, no de una significación sino de una significancia del mundo y del ser humano en su relación con él, un espacio para lo sagrado y lo absoluto que no se pliega a los alegatos del conocimiento racional y que tan sólo un saber poético y artístico es capaz de catalizar.

Desde aquí, Lorca, del mismo modo que Schiller lo hará partiendo de Kant, desplazará una idea filosófica de la teoría del conocimiento, sustentada en la tradición platónica y racionalista, hacia el ámbito de la poética y de la reflexión estética en general.

El duende se concibe entonces como una poética anticlasicista que no puede verse sometida a los imperativos de la razón, de una poética visionaria que, lejos de escindir al sujeto de su relación con el mundo, lo integra dentro de su propio devenir.

Más allá de las consideraciones que Laffranque realizó en su estudio sobre las ideas estéticas lorquianas, un trabajo que imperdonablemente no se ha traducido todavía

201

al castellano, existen algunos trabajos que se han dedicado a profundizar específicamente en alguna de las influencias de la concepción lorquiana, como es el caso de Elizabeth

Bohning, Dieter Oelker o los hermanos Rabassó, a ampliar el concepto del duende a otros

ámbitos alejados de la cultura española, como el caso del también poeta Edward Hirsch, o

a realizar un estudio pormenorizado de la concepción poética lorquiana en relación al

duende dentro de la propia dinámica de su obra, tal el caso del reciente libro de Oscar

Enrique Muñoz.

Elizabeth Bohning y Dieter Oelker han estudiado la influencia del Dämonish de

Goethe en el concepto del duende lorquiano. Recordemos que Lorca había escrito que el

duende es “una fuerza fecunda, que se acerca en cierto modo a lo que Goethe llamó lo

demoníaco” (1984, I, 81) y que adapta la definición que el poeta alemán había dado al

hablar de Paganini, con quien guardaba una sincera amistad: “poder misterioso que todos

sienten y que ningún filósofo explica” (1984, II, 91).154 En esta dirección, Bohning ha

señalado en ambos su “expressed commitment to transform personal problems into great

poetry and drama, their insight into their threatening, destructive side of the daemon and

its close relationship to death, the god-like force of the Dämonish/Duende, and its vivid

expression in art, particularly music” (36). Oelker, por su parte, ha relacionado los

conceptos de estos dos autores por su carácter insensato, malicioso, benéfico e irracional, la naturaleza contradictoria de sus fuerzas que se presentan interferentes con el orden

154 Dieter Oelker ha señalado que la definición no es de Goethe sino de Eckermann, quien la formula al referirse a lo demoníaco tratado por Goethe en el cuarto tomo de Poesía y verdad.

202

moral, en un sentido extenso, y con las reglas del arte, en su sentido estricto (34-35). Nos centraremos ahora en analizar las diferentes concepciones poéticas lorquianas.

Ángel y Musa versus Duende.

La constitución de un modelo tripartito en la concepción estética lorquiana no hace sino que ahondar en una tradición filosófica occidental que pretende verbalizar diferentes formas de locura artística, de lo que ha venido en llamarse desde los griegos la inspiración. Ya Platón, en la Apología de Sócrates (22 b y c), se había referido de pasada a la inspiración como el rasgo definitorio de los poetas frente a otros hombres. Platón se ocupará después con mayor detenimiento en el Ión, el Fedro y en El banquete. El Ión recoge el tema de la inspiración, planteado ya por Demócrito en su fragmento 18, pretendiendo demostrar que éste no se produce por un cierto aprendizaje o una técnica, sino por una especie de don divino y que Platón metaforiza con la imagen de una cadena que magnetiza todos los eslabones, desde la Musa, pasando por el artista hasta alcanzar a los oyentes. La oposición fundamental se produce entre el conocimiento racional y el arrebato o entusiasmo. Sin embargo, como quiera que Platón está buscando las vías para el conocimiento genuino, considera que el conocimiento poético no tiene verdadera validez pues no puede comprenderse de forma racional. El poeta es sólo un intérprete, un médium que la divinidad utiliza para hablarnos. Platón, además, empleará distintos términos para esta disposición divina: entusiasmo, posesión y demencia (cfr. 534a, b, c).

Más tarde, en el Fedro, distinguirá cuatro formas de la locura divina que se corresponden con cuatro divinidades “asignando a Apolo la inspiración profética, a Dionisio la mística, 203

a las Musas la poética y la cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a

Afrodita y a Eros” (265b, 380). Oscar Enrique Muñoz ha sugerido que la palabra

“entusiasmo” sería la mejor para englobar a todas ellas bajo una sola denominación, pues

acoge la locura mántica o apolínea de la inspiración profética, la posesión de las musas de

la inspiración poética y la posesión de Afrodita de la inspiración erótica. García Lorca se

valdrá de Nietzsche para introducir también la última forma: el arrebato dionisíaco de la

inspiración mística, aunque tomará como ejemplos a los místicos españoles (Santa Teresa

y San Juan de la Cruz).

Los conceptos de lo apolíneo y lo dionisiaco están recogidos por el poeta

granadino a través de la dicotomía “ángel”/“musa”, por un lado y “duende” por otro,

decantándose, al igual que Nietzsche, por el segundo polo de la disociación (1992b: 142-

144).155 En este sentido la preferencia de ambos autores por lo dionisiaco revela una

inclinación por elementos asiáticos extraños a la racionalidad occidental (una Grecia arcaica cuyos referentes son Babilonia y los saces orgiásticos, en el caso de Nietzsche, y una Andalucía cuyos referentes son peninsulares pero con antecedentes remotos en Asia

Menor y la India, en el caso de Lorca). Sin embargo, las tres categorías de las que hablará el poeta granadino son elementos integrantes e indispensables de la creación estética.

“Ángel” y “musa” se encuentran fuera del individuo y su acción la ejercen sobre un sujeto más bien pasivo. El primero “ilumina”, “guía”.156 Tiendo a pensar que se asemeja

155 Muñoz es de la misma opinión, cfr. pp. 45.

156 Apolo era en el mundo olímpico la divinidad de la luz. Como veremos enseguida, Lorca utiliza, vía Nietzsche, el vocabulario empleado por Kant y Schopenhauer basado en la contraposición entre la “cosa en sí” y la “apariencia”.

204

a una inspiración súbita, que llega para avisarnos como en una “anunciación”. En cierta manera también conforma el sustrato de nuestro legado cultural y tradición artística y literaria. Muñoz lo asocia así mismo con la facilidad productiva del artista y con una posición distanciada y evasiva del mundo:157

Como categoría poética [los ángeles] representan las cualidades más descarnadas de la poesía, las cualidades más relacionadas con la observación y comprensión de la vida desde lo alto, sin emociones excesivamente fuertes debido a la hiperestesia del poeta que sufre este tipo de entusiasmo, para el que un contacto excesivo con la vida supone la propia destrucción (23).

Este mismo autor ha señalado otras características: el ángel de la poesía contemplará la muerte entonces de la misma forma desapasionada que la vida. El poeta es ensimismado y egotísta en tanto, ante la imposibilidad de integrar las disonancias del mundo, sólo se consuela en la armonía de la imagen construida de sí mismo o en la de un mundo ideal del que se obtiene la experiencia insalvable de dos mundos. Se trata pues, dice Muñoz, de “una poesía fundamentalmente intimista, de una ensimismada reflexión amorosa en lo trascendente, teñida de un dualismo final radical, en el que se busca la huída del mundo y de la vida” (29).158

157 Muñoz ha deslindado las categorías poéticas de Lorca a través de un estudio concienzudo y brillante de toda su obra. Al respecto, cfr, especialmente el capítulo primero, pp. 9-47.

158 Lorca había considerado a Juan Ramón Jiménez como uno de los potas paradigmáticos de la poesía del ángel y esa posición es correcta durante buena parte de su producción. Sin embargo, el poeta de Granada no pudo contemplar el desarrollo de su poesía finalizada la contienda civil española, y que constituye un giro notable en su concepción donde planea constantemente la fundamentación de una idea de lo sublime. En este sentido, Aullón de Haro ha subrayado que “en particular a partir de La estación total, que contiene un ineresante tríptico dedicado a «La voluntaria M[uerte]», la experiencia y la reflexión poéticas de Juan Ramón Jiménez abandonan tanto la mera evocación representativa como la introspección egocentrista que hasta ese momento más le distinguían y pasan a elaborar una caracterización espiritualista bien fundada e iluminadora de la belleza, la unidad, la totalidad y Dios” (170). 205

La segunda forma de inspiración o creación poética, la musa, que tiene en

Góngora, según Lorca, a su máximo exponente, “despierta la inteligencia”, engrasa los

mecanismos de la razón y del pensamiento y “da forma” a la obra.159 Y es este

fundamento socrático (“todo lo consciente es bueno”) de lo que Lorca también renegará, pues la “inteligencia es muchas veces enemiga de la poesía, porque imita demasiado” y porque no deja espacio ni para la imaginación ni para la sorpresa que llega a veces como

“langostas de arsénico”. La poesía de la musa se basará en un tipo de metáfora racional muy ligada al mundo de las imágenes y dependiente de la realidad a la que transforma mediante la traslación de una imagen a otra y en la que la inteligencia se ve sorprendida por la agudeza del ingenio. Se trata, como afirma Muñoz, de “presentar la erudición poética para el deleite de la inteligencia en un marco de muy fina y elaborada belleza”

(33). Se puede decir que tanto la poesía del ángel como la de la musa están vinculadas al mundo, pero mediante una cualidad distinta. El ángel mira el mundo con la actitud evasiva de la imaginación creadora, mientras que la Musa lo formaliza en un orden armónico de carácter racional. En este orden de cosas, la relación de la Musa con la muerte será también la de una actitud distanciada, pero esta vez “a partir de alguna

159 Dice Michel Schneider que la música “es, a la vez, lo más cerebral –una fuga a cinco voces, un cuarteto de cuerda son construcciones de la inteligencia humana comparables a los descubrimientos científicos o a sutiles razonamientos lógico-matemáticos-, y al mismo tiempo lo más concreto, lo más material, lo más carnal de las artes. Se produce aquí y ahora con el aliento, los músculos, la fatiga, pedazos de madera hueca, felicidad, cuerdas de naturaleza animal, depresión, pieles tensadas y deseo” (19). Creo que esta segunda parte es la que a Lorca le interesa para su definición del duende. Una versión ligeramente distinta de la diferencia entre el ángel y el duende la da la cantante María Jiménez: “Son similares, pero diferentes. (...) El duende quiere estar cuando hay un ambiente muy bueno, agradable. El ángel es el partenaire del duende, es el ambiente. Y sin buen ambiente, sin ángel, el duende se va. El ángel es colectivo y el duende de cada uno” (en Alameda 2002: 18). Otra vez se concede un carácter exterior y colectivo a la denominación de ángel y uno interior e individual a la de duende. “Ángel”, para María Jiménez, significa gozar de una predisposición colectiva o unas condiciones ambientales privilegiadas para la ejecución y recepción musical.

206

construcción intelectual o emotiva consoladora que aleje el problema” (26). Será también

una poesía oscura que juega con la capacidad oracular de la palabra poética para un

círculo de iniciados capaces de comprender el lenguaje en que se habla, pero sólo “como

derivación racional que juega con el misterio con el propósito de transformarlo en un

espectáculo de salón” (ibid., 34). Como resultado se produce una desaparición del poeta

tras sus objetos poéticos. Esta poesía de la musa es la que domina toda la producción

poética de la modernidad. Muñoz la entiende así:

Es el resultado de un vaciado de contenido de tradiciones sagradas como la órfica, la sufí, la gaélica o la nórdica para mantener simplemente la forma, la sensibilidad ante la técnica y el gozo lúdico en la materia, aunque siempre con un eco histérico en cuando que el nuevo credo materialista era expuesto para un grupo de iniciados capaces de entender una compleja simbología (ibid., 36).

De manera que para Lorca, la musa produce una poesía de la conciencia, entendida la

conciencia como la región del yo afectada por el mundo exterior,160 una conciencia que

se ve atada a las necesidades contingentes de la realidad. Entendida en términos kantianos, el ángel y la musa constituirían la poesía de la imaginación y el entendimiento,

respectivamente, aunque esto obviamente debe entenderse como formas ideales que las

obras de arte contienen en diversos grados y proporciones.

La elección de Lorca por el duende, como luego hará con lo trágico según

veremos en el siguiente capítulo, está marcada por un serio intento de renovación

160 Sobre el particular cfr. Deleuze (59-64). Aunque las obras de Freud fueron traducidas al castellano entre 1922 y 1934, parece que Lorca sólo tuvo un conocimiento de este autor a través de las conversaciones con el resto de la capilla surrealista española: Buñuel, Dalí, Larrea...etc. Sobre la presencia literaria del escritor vienés en España, cfr. Morris (79-85).

207

artística. Desde hacía tiempo, hasta el momento de la conferencia (1933) el poeta había

estado rumiando la necesidad de encontrar un nuevo cauce para la poesía que sustituyera o diera un nuevo sentido a los modos de creación propios de la vanguardia. Tanto en

poemas como el “Lamento por la decadencia de las artes”161 como en la conferencia

sobre Góngora, escrita en 1925-26 y revisada posteriormente en 1930, y, sobre todo, en

su ensayo “Imaginación, inspiración, evasión” (1928) Lorca expresa el estado de

agotamiento de las artes del ángel y de la musa, condenadas a las ataduras de la

imaginación que depende de la realidad. En este último ensayo leemos:

Mientras no pretende librarse del mundo puede el poeta vivir contento en su pobreza dorada. Todas las retóricas y escuelas poéticas del Universo, desde los esquemas japoneses, tienen una hermosa guardarropía de soles, lunas, lirios, espejos y nubes melancólicas para uso de todas las inteligencias y latitudes. El poeta que quiere liberarse del campo imaginativo, no vivir exclusivamente de la imagen que producen los objetos reales, deja de soñar y deja de querer. Ya no quiere, ama. Pasa de la imaginación, que es un hecho del alma, a la inspiración, que es un estado del alma. Pasa del análisis a la fe. Aquí las cosas son porque sí sin efecto ni causa explicable. Ya no hay términos ni límites, admirable libertad (1984, II: 16-17).

Sin embargo, el poeta de Granada se apresta rápidamente a señalar que el duende no ve el mundo como algo despojado de sí. Nada de él puede ser ajeno y distante.

Conciencia” significa aquí, como en Nietzsche, Freud, o Sartre, conciencia de sí mismo en la experiencia de la otredad. Es una experiencia de la inmanencia en la trascendencia.

161 El poema es este: En su estertor la lira agonizante/ el ambiente llenó de imprecaciones./ Ya no cantan, valientes cual leones,/ Lucrecio, Herrera, Campoamor y el Dante. //Por doquier yace roto el sentimiento,/ no queda del pasado apenas nada,/ Euterpe se retira avergonzada/ y ni el valle recoge su lamento.// Se acabaron las musas, los amores,/ los artistas, las artes, los poetas,/ ya no suenan las épicas trompetas/ y el mundo se quedó sin ruiseñores.

208

Una experiencia de la borradura de los límites entre un sujeto que ha abandonado la razón que lo escinde del mundo para abrazar el devenir. Tal y como sucede en la experiencia

amorosa, pues, a todas luces, el duende participa en gran medida de la inspiración

erótica.162 En consecuencia, ese mundo no es el mundo sensible que estimula la

imaginación y el entendimiento, sino el mundo suprasensible, el numen, del que la forma,

organizada mediante las dos facultades anteriores, sólo puede ser una sombra pálida,

imperfecta y degradada de éste. No se confunda este numen con la “Idea” platónica. Más

bien entronca con el concepto shopenhaueriano y nietzscheano de la “Voluntad”, como el

conjunto de las posibilidades y potencialidades múltiples y contradictorias de la

naturaleza previas a toda representación limitadora y, por tanto, finita e individualizadora.

Muñoz lo ha expresado con bastante claridad:

El duende ocurre como una voluntad que se objetivara mínimamente, desplegando en la intensidad de un instante todas las ideas que llaman a la vida, y es por ello que tiene el carácter límite de la muerte, el carácter de aquello que pasa a la forma desde el caos (o lo amorfo) para volver a sumirse rápidamente en dicho océano, de ahí su carácter agónico (42).

El duende, digamos, mantiene una posición “liminar” que se experimenta como

una transición casi imperceptible y retroactiva entre la forma y lo absoluto (amorfo).163

Es un movimiento de presencia y ausencia que Lorca atribuye a un tipo de “poética elemental” asociada al panteísmo y el primitivismo. En este sentido, parece lógico que

Lorca buscara una vía de solución en el flamenco, donde en algunas de sus coplas esa

162 Sobre el particular, cfr. Muñoz (80-100).

163 Sobre el concepto de “liminalidad” en el duende, cfr. Muñoz (101-110), basándose en las teorías de Víctor Turner.

209

actitud palpita con evidente fuerza, aunque hay que observar que el flamenco es menos

panteista de lo que lo fue el propio Lorca. Y era lógico también que Lorca se decantara

por las “artes vivas”, capaces como ninguna de manifestar el proceso inconcluso e

infinito de la creación y la destrucción tanto en el arte como en la vida. Y en esta elección

también se revelan los ecos de la teoría nietzscheana. La preferencia por lo dionisiaco en

Nietzsche tiene que ver con la recuperación de un mundo griego antiguo cuyos filones la

tradición sólo ha conservado de manera marginal: en las artes no tanto la arquitectura y la

escultura cuanto la música y la danza, sobre todo, en su vertiente popular;164 y fuera del

campo de las artes, ciertos elementos que se expresan en la sabiduría popular antes que en textos literarios y filosóficos. Así, el poeta granadino afirmará:

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que éstas necesitan un cuerpo vivo que interprete porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto (1992b: 147- 148).

La poesía del duende, para que se produzca, debe darse en las artes interpretativas,

con la presencia de un artista sin cuya participación la obra es materia inerte, incompleta.

El duende necesita del impulso vital del cuerpo, un arte que tan pronto se crea se destruye

en su propio devenir. Como afirma Martínez Hernández “su tiempo es el kairós, el instante presente, la ocasión o el momento imprevisible” (100). Es una poesía a la que

164 Las palabras de Nietzsche son reveladoras al respecto: “...todo período que haya producido en abundancia canciones populares ha sido a la vez agitado de manera fortísima por corrientes dionisiacas, a las que siempre hemos de considerar como sustrato y presupuesto de la canción popular” (2001: 70). En cuanto al baile Nietzsche afirma que la tragedia ática necesitó de “un nuevo mundo de símbolos, por lo pronto el simbolismo corporal entero, no sólo el simbolismo de la boca, del rostro, de la palabra, sino el gesto pleno del baile que mueve rítmicamente todos los miembros” (2001: 52).

210

interesa menos la creación en sí que representar en acto sus propios mecanismos de creación, informes y caóticos. De ahí el sentido de las palabras de Lorca:

El duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: “el duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde las plantas de los pies”. Es decir, no es cuestión de facultad sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir de viejísima cultura; es decir de creación en acto ().165

Si a estos fragmentos más “marginales” del arte le añadimos la atención que tanto

Nietzsche como Lorca prestaron al mito, entonces no parece haber duda que en ambos hay una preocupación muy parecida sobre los elementos dionisiacos de la tragedia.

Pero el duende, a diferencia de la musa y del ángel, hace del individuo un ser activo que ha de buscarlo y “despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre”. Es un elemento interior del individuo unido a la tierra y al gesto atávico de sus antepasados. Es, por tanto, también un prodigioso ejercicio de la memoria. De una memoria que

165 A pesar de que Lorca había definido a Bécquer, junto a Keats, Juan Ramón, Lippi y Garcilaso, como un poeta del ángel, esta noción de lucha se encuentra en un poema del poeta sevillano, una lucha que se produce precisamente entre la inspiración que fluye en lo absoluto y la razón que ordena el caos: “Sacudimiento extraño/ que agita las ideas/ como huracán que empuja/ las olas en tropel. // Murmullo que en el alma/ se eleva y va creciendo/ como volcán que sordo/ anuncia que va a arder. // Deformes siluetas/ de seres imposibles,/ paisajes que aparecen/ como al través de un tul. // Colores que fundiéndose/ remedan en el aire/ los átomos del iris/ que nadan en la luz. // Ideas sin palabras,/ palabras sin sentido;/cadencias que no tienen/ ni ritmo ni compás. // Memorias y deseos/ de cosas que no existen;/ accesos de alegría,/ impulsos de llorar. // Actividad nerviosa/ que no halla en qué emplearse;/ sin riendas que le guíen/ caballo volador. // Locura que el espíritu/ exalta y desfallece;/ embriaguez divina/ del genio creador. //Tal es la inspiración. // Gigante voz que el caos/ ordena en el cerebro/ y entre las sombras hace/ la luz aparecer; // brillante rienda de oro/ que poderosa enfrena/ de la exaltada mente/ el volador corcel. // Hilo de luz que en haces/ los pensamientos ata,/ sol que las nubes rompe/ y toca en el cenit. // Inteligente mano/ que en un collar de perlas/ consigue las indóciles/ palabras reunir. // Armonioso ritmo/ que con cadencia y número/ las fugitivas notas/ encierra en el compás. // Cincel que el bloque muerde/ la estatua modelando,/ y la belleza plástica/ añade a la idea. // Atmósfera en que giran/ con orden las ideas,/ cual átomos que agrupa/ recóndita atracción. // Raudal en cuyas ondas/ su sed la fiebre apaga,/ descanso en que el espíritu/ recobra su vigor. // Tal es nuestra razón. // Con ambas siempre en lucha/ y de ambas vencedor;/ tan sólo al genio es dado/ a un yugo atar las dos” (226-228).

211

salvaguarda la identidad de Andalucía.166 Aquí también hay paralelismo entre Nietzsche

y Lorca en tanto en cuanto contribuyen a centrar el interés del examen del ser humano en

el alma (duende- lo dionisiaco) antes que en el espíritu (ángel/musa- lo apolíneo): el

conocimiento del alma, a diferencia del espíritu, es el más difícil porque no puede recurrir a nada exterior para desarrollarse. Por esta razón no me parece afortunada la afirmación

de Stanton de que el duende es “the muse of flamenco” (32). Definir un término mediante

el otro significa despojar a ambos de lo que conservan como entidades autónomas en la

creación del flamenco. La musa, como también es lo apolíneo, representa el mundo de las

apariencias, la forma exterior, mientras que el duende, lo dionisiaco, constituye la

interioridad despojada de su arquitectura exterior. La musa pertenece al terreno de lo

bello; el duende al de lo sublime.167

El duende hay que despertarlo “en las últimas habitaciones de la sangre”. Génesis

García Gómez ha ofrecido, en términos sociológicos, una explicación de esta metáfora:

las habitaciones de la sangre serían los mataderos de las plazas de toros en donde se

juntan toreros, cantaores, aficionados y señoritos flamencos (131-134). Yo creo, sin

166 Y también la identidad española, en tanto en cuanto Andalucía representa para Lorca, como también lo será para Alberti, lo esencial o lo más representativo de la nación. En este sentido, Lorca es tan costumbrista como Estébanez Calderón y, al igual que éste, favoreció una visión de España plenamente romántico-nacionalista cuyo centro espiritual gravitó en Andalucía y Castilla. Las palabras del poeta de Fuentevaqueros no dejan lugar a dudas: “La musa de Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel mojado de Galicia, han de mirar con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo y tierra seca. Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno, y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende en España” (1992b: 155, la cursiva es mía). Sobre la construcción del concepto de España en el romanticismo y en la Generación del 98, cfr. Silver (50-73).

167 Para una exposición sintética de las diferencias entre las tres poéticas, cfr. Muñoz (44-46).

212

embargo, que la razón es otra y que el uso de esta metáfora podría venir del propio

significado etimológico de la palabra “duende”. La razón es filológica y semántica.

Según el diccionario de Corominas “duende” significó hacia el siglo XIII “dueño de una casa” y es contracción de “duen de casa”, locución cuya primera palabra es forma apocopada de “dueño”. A finales del siglo XV la palabra se usó con el significado de

“espíritu que se cree habita en una casa” y de “espíritu travieso que se aparece fugazmente” y el DRAE de 1739 añade “que por la mayor parte habitan en las casas los lugares menos frecuentados de la gente”. Lorca, que tiene un pensamiento organicista muy arraigado en el romanticismo, habría utilizado la imagen de la casa y una de sus partes constituyentes (la habitación) como metáfora del cuerpo, tal y cómo se hacía de manera frecuente en la literatura barroca (Saavedra Fajardo) a la que tanto debe.168 El

duende habita en las habitaciones más escondidas de la casa igual que el duende

flamenco habita en las últimas habitaciones de la sangre. Aunque no parece haber modo

de confirmar esta hipótesis, si la diéramos por válida redundaría en la visión de un Lorca

menos intuitivo de lo que en principio parece y que por otro lado, él mismo se había

encargado de difundir rechazando la técnica del automatismo psíquico surrealista e

insistiendo en la “estricta autoconsciencia” en la creación de sus imágenes.169 A mi modo

168 Lorca era propenso al uso del diccionario para componer sus metáforas. Cuando el poeta rememora un concurso de baile de Jerez de la Frontera señala que lo ganó una vieja de ochenta años frente a un grupo de chicas jóvenes: “…en la reunión que había allí, belleza de forma y belleza de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba sus alas de cuchillos oxidados por el suelo” (1984, II, 98). Maurer ha señalado que la octava acepción de cuchillo en el Diccionario de la Academia es “cada una de las seis plumas del ala del halcón, inmediatas a la principal, llamada cuchillo maestro” (Ibid).

169 En carta a Gerardo Diego en 1932 escribe: “si es verdad que soy un poeta por la gracia de Dios –o del diablo- también lo soy gracias al esfuerzo y la técnica, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema” (García Lorca, 2006: 403).

213

de ver, Lorca está aquí empleando parcialmente lo que Machado y el propio Lorca

denunciaban del barroco literario español: el recurso a la metáfora para proporcionar cobertura lógica a un concepto.170 Sólo que el “duende” no es exactamente un concepto,

pues no se atiene a ley del entendimiento, no es algo que podamos conocer, en el sentido

kantiano. La inefabilidad del fenómeno radica en la fisura producida entre el hablar y el

sentir que la misma palabra trata de cerrar. Su propia inconmensurabilidad produce

consecuentemente una cascada de explicaciones también metafóricas que se basan más

en una lógica interna de asociación más emocional que racional, que sigue no una ley del

entendimiento sino la propia ley de la poesía, metáforas que, en el decir de Edward

Hirsch, “arose so quickly that in order to be understood they demand a sympathetic

attentiveness, a capacity for rapid associations, for structured reverie, and a willing

suspensión of disbelief”, algo parecido a lo que Hart Crane denominaba “a logic of

metaphor, beyond the boundaires of ‘so-called pure logic’ ” (13).

Sin embargo, el duende posee también en la obra de Lorca una función mítica:

desde el aspecto psicoanalítico, nos sirve como proyección de un fenómeno del

inconsciente colectivo de una comunidad; desde el aspecto antropológico se constituye en

garante legitimador de una identidad, la del flamenco, que en el momento en que el poeta

escribe, estaba sufriendo cambios radicales como consecuencia de su inserción en la

todavía incipiente economía de mercado. Y desde el punto de vista poético y filosófico

funciona como símbolo. Schelling, como Sócrates en primer lugar, recordaba que el

verdadero artista es el instrumento de un poder que no domina, el mismo que da vida a la

170 Machado (2006: 1208)

214

naturaleza, el impulso vital que apunta a la reconciliación entre lo consciente y lo

inconsciente, entre lo finito y lo infinito.171 A esta síntesis, el ser humano no tiene acceso

por vías meramente intelectuales o reflexivas. De ahí que el flamenco en su búsqueda del

duende requiera la existencia de un mundo simbólico como espacio poético-mitológico

de intersección entre lo universal y lo particular. Sobre esta cuestión me extenderé lo

necesario en el siguiente capítulo. Pero se hace necesario señalar que el duende, en tanto

que mito (al igual que otros mitos del flamenco -la pena negra, el caballo, el candil, la

luna, el gitano, Andalucía toda-), funciona no sólo como un símbolo, sino que está

relacionado con las prácticas cotidianas, los ritos y la conducta moral y social de la comunidad en que se desarrolla.172 Sobre la importancia mítica del duende me extenderé

en el capítulo siguiente.

171 Sobre el concepto de “genio” en Schelling, cfr. Sistema del idealismo trascendental (VI, 414-415).

172 Sobre el papel de los mitos en la vida cotidiana, cfr. Malinowski, 107-146. Sobre los mitos en la obra de García Lorca y el cante jondo, cfr. Stanton (1978) y Correa (1970). Desde el punto de vista literario de los mitos, sigue estando vigente la aproximación de Frye (1990: 131-239), escrita en 1957. Sobre la estructura del mito del viaje y regreso en comparación con la estructura de la sonata, cfr. Storr, 111-114. La explicación del duende y, por extensión del flamenco, como guía para una conducta moral está elaborada por Grande (1992 y 1999).

215

3.2.3. LA PRODUCCIÓN Y RECEPCIÓN DEL FLAMENCO EN LA PSICOLOGÍA, ANTROPOLOGÍA Y FILOSOFÍA DEL ARTE

3.2.3.1. DUENDE Y TARAB

Ya hemos visto cómo la genealogía del duende según Lorca se remonta por una parte a la visión trascendente del demonio platónico y cartesiano, y de otro lado al impulso dionisíaco de los cultos mistéricos y la tragedia arcaica teorizados por Nietzsche. El punto de enlace con Andalucía se producía a través de la transmisión de esos cultos a la antigua civilización del sur de la península.

La interpretación que hace Fernando Quiñones del duende en su libro titulado El flamenco, vida y muerte adelanta su origen histórico a la influencia de la cultura islámica andalusí, que alcanzó su brillante desarrollo en nuestro país a lo largo de ocho siglos. En realidad, lo primero que aquí está en juego es la discusión sobre las posibles culturas que han hecho posible el flamenco. Quiñones sostiene que sin duda la “tesis arabista” o

“andalusí” puede ser defendida con mucha mayor solidez que, por ejemplo, la “tesis hebraica”, a la que sólo reconoce su influencia en el estilo flamenco de la saeta.173 Así, se afirma que el flamenco está en deuda con la poesía hispanoárabe de los siglos XII y XIII

(jarchas mozárabes y zéjeles) y “ciertas sensuales reminiscencias coreográfico-flamencas

173 Para la tesis hebráica, cfr. Azara, Cansinos-Assens. La tesis “arabista” del origen del flamenco fue defendida en primer lugar por Blas Infante.

216

de puro sello musulmán o indudables semejanzas externas del flamenco con mucho folklore oriental y norteafricano” (53). Algunos autores han señalado de forma más precisa el parentesco estructural (armonía, melodía, ritmo) expresivo, interpretativo ycreativo entre la música arábigo-andaluza y el flamenco que revelaría una estética unitaria y que se manifiesta, de forma muy resumida, en “la microtonalidad interválica, las escalas modales, la riqueza y acentuación rítmica, todo en torno a una filosofía

improvisatoria y ajena a toda rigidez metódica” (Osuna Lucena, 106). Otras

coincidencias se refieren al carácter ágrafo de sus patrimonios musicales, al uso de la

forma monódica, de la heterofonía,174 de preludios vocales e instrumentales, su carácter de poesía cantada y de música profana, el empleo de melismas que dan como resultado en el flamenco los “ayeos”, “jipíos”, interjecciones y locuciones interjectivas, así como la utilización de trinos y glissandos, entre los que destacan lo que Christian Poché denomina

“sílabas sin significado”, que alargan el discurso musical con fines expresivos,175 pero que constituyen también fórmulas musicales compositivas que se sitúan para solucionar

174 El Diccionario Harvard de la música define la heterofonía como “la exposición simultánea, especialmente en la interpretación improvisada, de dos o más versiones diferentes de lo que es esencialmente la misma melodía (en contraposición a polifonía). A menudo reviste la forma de una melodía combinada con una versión ornamentada de sí misma, la primera cantada y la segunda tocada en un instrumento. La técnica se encuentra abundantemente en músicas fuera de la tradición de la música culta occidental, especialmente en Asia Oriental, el Sureste asiático y en el Cercano y Medio Oriente. El término fue acuñado por Platón (Leyes, vii, 812D), pero sigue siendo dudoso si su acepción del mismo coincide con el uso moderno del término descrito” (507).

175 “En los poemas cantados del repertorio arábigo-andaluz se deslizan ciertas sílabas que prolongan el discurso musical; son sílabas desprovistas de sentido, pero cuya introducción obedece a ciertas reglas, puesto que se ubican en momentos particulares y nunca aparecen de improviso. Dichas sílabas han recibido el nombre de tarātīn, término probablemente derivado de tā-rā-tān, vocablo arábigo-andaluz de Marruecos. (…) Puede que en cierta época estas sílabas provinieran del mundo de la magia, o por lo menos estuvieran vinculadas a él. (…) Las sílabas sin significado son contrarias al espíritu de la música árabe, en la que cualquier texto cantado debe transmitir un sentido y ser comprendido claramente; sin duda, debían hacer referencia al universo maléfico del demonio en el inconsciente colectivo” (Poché, 64-66). El repertorio flamenco utiliza el vocablo “ti-ri-ti-trán”.

217

las discrepancias entre el tempo métrico de la copla y el tempo musical: “con ellas, el

cantaor convierte una sílaba (un tiempo métrico) en una unidad compuesta por varios

tempos melódicos, mucho más larga que aquella” (Fernández Bañuls y Pérez Orozco,

43). También, la técnica de la guitarra flamenca se considera una síntesis de la guitarra

castellana y la morisca, la primera tocada en arpegios rápidos y por tanto, rasgueada, para

el acompañamiento de danzas folclóricas locales y la segunda importada por los árabes

que usaban la misma técnica del punteado de los tañedores del laúd. Además, los

flamencos le añadieron el trémolo y el golpe percusivo sobre la caja del instrumento.176

Sin embargo, no se conserva ninguna melodía auténtica de los árabes españoles, por lo que se hace imposible un estudio comparativo musicológico serio que arroje mayor luz sobre lo que hasta la fecha sólo pueden ser conjeturas.177 La aportación de Quiñónes

irá encaminada entonces a descubrir un paralelismo o identidad en la génesis y

transmisión de la emoción artística, partiendo de la base de que el flamenco se nutre de la

“extrema sensibilidad” del árabe español, de lo que se ha denominado el “espíritu

oriental”, manifestado en una experiencia mística (religiosa) y/o estética (profana)

privilegiada denominada “Tarab”. Aunque es Quiñónes el primero en desarrollar con

176 Sobre el particular, cfr. Álvarez Caballero (2003), Cano Tamayo, Molina y Mairena (139-144), Gamboa (2005a: 350-377).

177 No se conserva porque, exactamente igual que ocurría y ocurre en el flamenco, la transmisión y enseñanza de la música árabe se debe exclusivamente a la tradición oral ya que no utiliza ninguna notación musical. El musicólogo francés Jules Rouanet, con la ayuda del músico judío de origen argelino Edmūnd Nathan Yāfil, imprimió desde 1904 una serie de fascículos que contenían diversas transcripciones de obras para piano del repertorio de las nūbas, ante la “necesidad de salvaguardar por escrito un patrimonio de la música andalusí” (Poché, 14). Para un recorrido sobre las posibles influencias (y divergencias) de la música andalusí y el flamenco, cfr. Ribera (2000), Cruces Roldán (2003a), Osuna Lucena (1995) y Romero Jimérnez (1996). Sobre la música andalusí o arábigo-andaluza, cfr. Osuna Lucena (1995), Cortés García (1996) y Poché (1997).

218

cierta profundidad la relación del tarab con el flamenco, Emilio García Gómez ya se lamentaba de la pérdida progresiva de ese caudal afectivo en la sensibilidad contemporánea, y que sólo podía encontrarse en los toros, en algún torneo deportivo o en

el cante jondo (1948, 184); y Anselmo González Climent hizo años después del arabista

madrileño una mención explícita del fenómeno definiéndolo desde la terminología

jasperiana como “la manifestación psíquica de la situación-límite”, que “representa un

enfrentamiento pasional con lo absoluto” (1989, 94).178

Según varias tradiciones, Al-Farabí (870-950), un filósofo chiíta del Turquestán que destacó tanto en la teoría como en la práctica musical, podía tocar el laúd durante una fiesta nupcial hasta hacer que el auditorio prorrumpiera en risas, derramara lágrimas o se durmiera profundamente.179 De hecho el laud, o ud en árabe, se conocía como amir-al- tarab, es decir, “príncipe de los encantos”, siendo este instrumento un eslabón en el origen de la guitarra española flamenca. Se considera que su obra titulada El gran libro de la música constituye la fundamentación teórica más importante acerca de este arte en

178 “Experimentamos la trascendencia en dos tipos de situaciones: en símbolos, o cifras, como mitos, dogmas, poesía, arte, vivencia estética, comunicación, etc., o en situaciones-límite, como por ejemplo, la inevitabilidad de la muerte, el sufrimiento, la culpa, etc.; la imposibilidad de evitar estas situaciones revela la presencia de la trascendencia. Situación límite y cifra por excelencia es el fracaso: en él acepta el hombre lo inevitable y lo insuperable y se abre a lo trascendente. En el fracaso se experimenta el ser” (Cfr. K. Jaspers, vol. III). 179 La actual República de Kazajistán reconoce en Al-Farabí su mayor gloria histórica: la Universidad Nacional del Estado Kazajo lleva su nombre y desde 1993 los billetes de más de 200 tenge, la moneda del país, muestran el supuesto retrato del filósofo. Al-Farabí escribió cinco libros de música, desarrollando bajo la influencia de Pitágoras la parte eminentemente acústica y matemática, a partir de la cuerda del laúd. Escribió obras de filosofía, matemáticas y medicina, comentarios a las obras de Platón y a las de Aristóteles, y aunque se han perdido muchas de ellas, nos han llegado unas treinta en su original árabe, seis en hebreo y tres en latín, aparte de algunos fragmentos. Al-Farabí, siguiendo la concepción primigenia de Al-Kindi (800-873), considera a Platón y Aristóteles como los fundamentadores del pensamiento filosófico, y como supone que no tiene sentido la existencia de un germen de discrepancia entre las opiniones de los dos más grandes filósofos, lo que llevaría al escepticismo, busca la concordancia interna entre ambos, en línea con la tradición del sincretismo neoplatónico.

219

el Islam.180 Allí se dice que los sonidos de la voz humana, a partir de la complejidad

emocional del ser humano y de la diversidad de las notas que pueden expresarla,

provocan en la persona que los escucha los mismos matices de sentimientos o de

pasiones, exaltándole, controlándole o tranquilizándole. La palabra para denominar esta especie de “arrebato”, “encanto”, “estado extático”, “embeleso místico”, pero también tanto “alegría” como “pena”, y que luego se difundió en la España musulmana es “tarab”.

El término se refiere también a un estilo de música particular que provoca las reacciones antes descritas y, finalmente, constituye un término general de la estética árabe que describe una forma de alegría o rapto estético en relación con un objeto artístico, aunque normalmente restringido a los actos de escucha: la música, la poesía y la recitación del

Corán. Dadas esas diferentes connotaciones, los estudiosos se han referido a una “cultura del tarab” de prácticas compartidas tanto sociales, culturales y estéticas, y a sentimientos relacionados con la producción y recepción de las artes auditivas (Shannon, 74). Según algunos autores, Tarab es origen de la palabra “trovador” y “trovo” en las distintas lenguas de origen latino y en Al-Andalus se empleaba para designar el canto (Galmés de

Fuentes, 135-143). Toda la filosofía mística musulmana de la Edad media tanto en

Oriente como en Occidente, desde este autor, pasando por Al-Anazí (781-857), Al-Misrí

(796-861), Avicena (980-1037), Algacel (1058-1111), Avempace (1085/90-1139) hasta

Ar-Rumí (1207-1273), por citar sólo los más importantes, afirma que la música es un medio de lograr el estado emocional, extático, que precede a la inspiración.181

180 La traducción al francés la hizo el Barón Rodolphe d’Erlanger (1872-1932) y fue publicada por P. Geuthner en París en 1959. Ha sido reeditada en 2001.

181 Sobre el particular, cfr. Ormsby, Shiloah (1979 y 2003), Farmer, Zuhur, y During, entre otros. 220

Una experiencia parecida a la narrada por Al-Farabí, se encuentra en la obra del polígrafo granadino Ibn-Al-Jatib (1313-1374), titulada Sacudida de alforjas para entretener el exilio (manuscrito de El Escorial nº 1150). Allí se narra una recepción en la

Alhambra, ofrecida por el sultán nazarí Mohamed V en 1362, durante la fiesta de inauguración de varias salas de la llamada “fortaleza roja”:

Al acabarse las recitaciones subió de tono el tumultuoso ruido del dhikr,182 que rebotaba en unas y otras paredes, duplicado por el eco de la nueva construcción. En el dhikr compitieron los expertos con la masa del vulgo. Hizo mucha mella en los ánimos. En las imaginaciones irrumpieron sentimientos de sumisión al poder divino y desgarramiento por el temor de Dios, que acabaron por producir enajenaciones. Tras ella vino la vuelta en sí. Y entonces la cerrada atmósfera se nubló con el ámbar del Sihr,183 cuya nube entoldó a los circunstantes. Fue vertida el agua de rosas, caída sobre las ramas de la familiaridad como un diluvio, hasta el punto que gotearon las barbas y se calaron las vestiduras. La flauta empezó a sonar para cerrar el programa protocolario (en García Gómez, 1988: 155-156).

El propio Alejandro Dumas, que estuvo en España en el otoño de 1846 y narró su viaje por el país en forma de carta a una desconocida (Impressions de Voyage. De Paris à

Cadix, 1847), ha dejado constancia de experiencias similares. En ese libro evoca la fiesta privada que en su honor se organizó en el piso superior de un café de Sevilla, donde bailaron Petra Cámara, Ana Garrido y una desconocida Carmen, de la que quedó

182 El “dhikr”, que significa en la religión sufí “memoria, recuerdo, invocación de los nombres de Dios”, es la repetición de alguna palabra laudatoria en exaltación de Dios acompañada o no de movimientos rítmicos, música y danza.

183 El “shir” es un encanto o brujería de carácter maligno. La escena hace referencia a un mecanismo de purificación, una de cuyas formas consistía en que los presentes, después de alabar a Allah, bebieran y se lavaran con agua.

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absolutamente prendado. Allí se bailó el olé, el vito y el fandango.184 Dumas cuenta la experiencia que vivió al ver y escuchar este último, bailado de forma inusual por dos mujeres, Ana y Petra, resaltando el contrapunto con el ballet francés, que no le gustaba:

El baile es un placer para la misma bailarina así baila con todo el cuerpo; los senos, los brazos, los ojos, la boca, los riñones, todo acompaña y complementa al movimiento de las piernas. La bailarina silba, golpea con el pie, relincha como una yegua en celo; se acerca a cada hombre, se aleja, se acerca de nuevo, cargando de ese fluido magnético que brota a raudales de su cuerpo encendido por la pasión. Entonces comprenda usted señora, a esos hombres que sienten al acercarse a ellos esa viva emanación de placer, esos hombres ganan la fiebre de la bailarina, la comparten, y vuelven a lanzar cuando les toca, en bravos, aplausos, en gritos, esta flama que les abrasa. Se habla de sueños de opio y de visiones de hachís; yo he estudiado unos y seguido otros, señora, nada de esto se parece al delirio de cincuenta o sesenta españoles aplaudiendo a una bailarina en el granero de un café de Sevilla (en Plaza Orellana, 635).

Quiñones, apoyado también en Emilio García Gómez, realizará una comparación entre una experiencia similar a las narradas arriba en la Sevilla del siglo VIII y otra que le ocurrió a él en la ciudad de Cádiz en 1948. La fiesta flamenca se produce en el barrio de las gitanerías de Santa María, en el caserón de un gitano llamado Charol, adonde concurre lo más granado del cante, la guitarra y el baile flamenco: Lola Flores, Manolo

Caracol, Rita Ortega, El Beni, Rafael Farina, Ramón Velez, Paco Aguilera…etc.

184 Se trata todavía de música folklórica preflamenca. De los tres estilos mencionados, sólo el fandango originará posteriormente formas genuinamente flamencas. El olé apareció probablemente en Andalucía a finales del siglo XVIII o principios del XIX, como derivado de la seguidilla, de la que conserva su estructura rítmica ternaria (3/8). En la época del viaje de Dumas, este baile era muy popular y su pujanza empezó a perderse a principios del siglo XX. Hoy sigue formando parte de los planes de estudio de Danza en los conservatorios dentro de la especialidad de denominada Escuela Bolera. Existe varios tipos distintos, algunos de ellos fundidos con el vito. Tal vez lo que vio Dumas fue precisamente una mezcla de los dos. Por otro lado, el vito tiene una estructura armónica muy parecida al olé, aunque a diferencia de aquél utiliza solamente la cadencia andaluza, con un compás ternario también, de 3/8. Todavía hoy está vigente en los grupos folklóricos andaluces y su melodía es conocida por todos en nuestro país. Sobre los diferentes estilos folklóricos y preflamencos en boga durante finales del XVIII y todo el siglo XIX, cfr. Hernández Jaramillo (2002).

222

Quiñones se refiere a un momento peculiar de la noche en el que se produce una tensión

emocional máxima que viene in crescendo mediante una especie de lucha entre las coplas

por bulerías de Chano Lobato y de Manolo Caracol:

Enajenado, uno de los gitanos asistentes muerde con fuerza el hombro de un amigo, que no ha de disculparlo porque, absorbido a su vez, ni se ha dado cuenta de la cosa. De allí a poco se ríe, se llora, se grita por el patio. A toda velocidad, gracia y dolor se entremezclan y funden en el cante, no hay ya modo de distinguirlas y el barroco, subiente crepitar del ritmo en palmas, pies y voces emborracha más que el vino de Chiclana en ronda. Ante los últimos tercios buleaeros de Chano Lobato, Caracol pierde la cabeza. Llorando, como si se asfixiara, se echa mano al cuello de la camisa y se la desgarra a jirones concienzudamente, hasta la cintura, para ofrecérselos en homenaje al otro cantaor: una operación del tarab, habitual en los viejos ambientes flamencos. Hay quien vocifera rarezas, quien murmura de un modo ensimismado, indistinguible, quien corre. Charol solloza. El vino baña caras y pechos… (Quiñones, 57).

Jonathan Shannon, que ha analizado la cultura del tarab actual en la ciudad siria

de Alepo, se maneja sobre una descripción muy parecida:

There is a sense that listeners cannot help themselves –they are moved to shout, sigh, and wave their arms about. Indeed, tarab-style musical performances are often accompanied by a running commentary of shouts, exclamations, sighs and gestures that are thought to express emotional states aroused in listeners by performers, who read these expressions as encouragement to continue a masterful performance.(...) It is not uncommon for people to shout, scream, cry, moan, dance and otherwise exhibit behaviour that we might define as “ecstasic” (74 y 77).

Los oyentes cannot help themselves. Curiosamente, la expresión tiene un correlato perfecto en la jerga flamenca: los participantes, cuando llega el momento cumbre emocional aludido, dicen de ellos mismos que “no se pueden aguantar”, o que determinado estilo o determinado cantaor “no se puede aguantar”. Se refieren con ello a 223

una pérdida del control (racional y emocional), bien de sí mismos, o bien de la obra artística actualizada en ese instante por el ejecutante. Es lo que los flamencos denominan también con la expresión “quitar el sentío”. Así mismo, ciertos intérpretes y estudiosos presuponen que la irrupción de ese arrebato emocional sólo puede conseguirse si los que allí participan como espectadores tienen un temperamento y una sensibilidad cultivados en la materia, lo que les permitiría “calentar” adecuadamente el ambiente y guiar al intérprete con jaleos de aprobación o palabras de repulsa, constituyendo “una difícil simultaneidad de artista y crítica, de creación y recreación” (González Climent, 1989:

124).185 En cierta medida forman un grupo exclusivo de connoisseurs, denominados sammî’a en la música tarab y cabales en el flamenco, cuyo papel también es el de servir de árbitros del gusto musical, ser “fieles vigías de la pureza y de la legitimidad del arte del pueblo” (ibid.: 124), en definitiva, una especie de “banqueros simbólicos” que diría

Bordieu, pero que no se prodigan en los medios de comunicación, sino que manejan su liderazgo de opinión en los ámbitos más reducidos de las reuniones y fiestas flamencas.186

185 Lo que, nuevamente, pone en tela de juicio la supuesta universalidad del flamenco, al menos en lo que se considera su adecuada recepción. Si el flamenco necesita de una sensibilidad experta, entonces difícilmente puede ser universal, en el sentido de constituir un referente familiar de escucha extendido a nivel global.

186 Sobre el particular, cfr. González Climent (1989: 123-126). Obsérvese que lo que se denomina el “aficionao” o el “cabal” en la jerga del flamenco no es más que el trasunto popular del diletante o aficionado a la música culta; en el siglo XIX especialmente a la ópera. La teoría de Lavaur, nada descabellada por cierto, insiste precisamente en que el flamenco surge en el siglo romántico como impulso de resistencia castiza, o nacionalista si se quiere, contra la moda imperante en nuestro país de la ópera italiana. La palabra “diletante” fue importada a España de Italia a mediados del siglo XVIII. “Dilettanti” es el gerundio de “dilettare” que deriva a su vez del latín “delectare” (encantar, agradar, regocijarse) y muestra muy a las claras la posición estética del Siglo de las Luces con respecto al arte. En la primera mitad del siglo XIX se forjó la voz “diletantismo” y fue adquiriendo connotaciones cada vez más peyorativas conforme avanzaba el siglo, designando a los que se interesan por una cosa de manera superficial. Posiblemente el positivismo, con su afán por la especialización, es el responsable de este cambio de 224

Sin embargo, Quiñones se apresta en seguida a distinguir el duende del tarab, aunque ambos se pueden producir correlativamente. El clímax del duende en el artista se produce gradualmente y en circunstancias emotivas excepcionales tales que ese frenesí llega a ser comunicable al espectador súbitamente.187 La recepción de ese éxtasis es lo que se denomina tarab, el “inmediato y espectacular reflejo [del duende] en la ya predispuesta sensibilidad de los oyentes” (Quiñones, 60). Se trata entonces de lo que

Jihad Racy denomina como un “modelo extático interactivo” –ecstatic-feedback model-

(1991), puesto que es el resultado de la interacción dinámica entre el ejecutante, la

música, la letra, los espectadores y el aparato paralinguístico y kinésico puesto en marcha

durante la actuación.

sentido. Sin embargo, tenemos que recordar que un diletante no es solamente el que siente delectación por las artes, sino también un conocedor de ellas, particularmente de la música, pues fue a sus aficionados a los que se les aplicó por vez primera el adjetivo, aunque después su uso se generalizara a otros ámbitos (Gramsci, por ejemplo, lo utiliza peyorativamente en el terreno político). Krause realizó una discriminación inclusiva dentro de este grupo: “Los que sin ser artistas se hallan dotados de sentido estético para el arte y se esmeran en cultivarlo son los aficionados (dilettanti, amateurs), la parte más selecta del público general. Pero inteligentes no puede llamarse sino a aquellos que, sin hacer profesión del arte, lo conocen científicamente, o en otros términos, entienden su ideal, la idea de la belleza y la teoría que de ambas se engendra, así como la historia de aquél, habiendo además educado su buen gusto merced al asiduo estudio de las principales obras producidas. Estos son jueces y mediadores entre el artista y el público; y si deben, con respecto al primero, guardar circunspección y mesura, no es menos cierto que nada hay tan elevado o tan profundo en el arte que pueda exceder de la competencia con que la sana crítica pronuncia sus juicios” (§51, 85). Se puede advertir que la palabra “cabal” designa a estos últimos, y su sentido denotado en castellano trasluce ese paralelismo, pues una persona cabal es una persona excelente en su clase y la expresión “no estar en sus cabales” significa “haber perdido el juicio”. No puedo extenderme en este asunto demasiado, pero es preciso señalarlo: el diletantismo traduce la diferencia en que los aficionados y los profesionales se relacionan con el arte. La oposición entre profesionales y aficionados surgió de la evolución del arte burgués desde el Renacimiento hasta la actualidad: la profesionalización fue necesaria para proteger la actividad artística en la medida en que la obra de arte se colocaba en un mercado y los mecenazgos iban desapareciendo. Las academias dieciochescas no hicieron más que acentuar esta separación. De lo que resulta, para el caso del flamenco, una paradójica ironía: los cabales, que normalmente defienden la pureza del flamenco, se han quejado desde los inicios de que su inserción en el circuito de la muy incipiente industria cultural del XIX y la profesionalización de sus artistas ha dañado profundamente las bases esenciales de este arte. Pero lo cierto es que ha sido la profesionalización la que ha posibilitado que exista un núcleo de aficionados a los que se les pueda llamar así . No hay aficionados sin profesionales. No hay cabales sin artistas (pagados).

187 La palabra árabe que designa ese estado extático del artista es saltana.

225

Por supuesto, existen factores extramusicales que pueden ayudar a la sobrevenida del duende y el tarab: el exagerado temperamento andaluz, la falta de sueño, el prolongado trasnoche, el alcohol, la excitación emotiva, la saturación de cante y baile, la influencia de una expectación mantenida…etc. En el estudio antes citado, Shannon se refiere también a “the particular modes of being performed, the occasion for music making, the time of the day, and the vagaries of human social interaction” (ibid., 75). Y tanto para una música como para la otra, el marco topológico más adecuado es la reunión

íntima: los árabes lo llaman sahra; para los flamencos será la cueva, el patio de vecinos, el cuarto doméstico,188 el reservao.

Y es aquí especialmente donde la explicación de Quiñones, basándose en las

aportaciones de Ricardo Molina, en un libro poco comentado titulado Misterios del arte

flamenco (1967), deriva hacia teorías de la emoción artística de índole psicológico y

psicoanalítico, alejadas ya en primer lugar de la mística islámica y, en segundo lugar, del

campo de la estética y la poética lorquianas. La tesis de estos autores se puede resumir de la siguiente forma: la llegada gradual del duende en el ejecutante (cantaor, tocaor, bailaor) puede provocar una eliminación total de la distancia psíquica que a su vez suscitaría de forma repentina el tarab, es decir, la plena identificación, emocional o de cualquier otra naturaleza, del espectador con el ejecutante. Veremos más adelante que esta tesis, a mi parecer, nos llevará a un problema estético de gran calado. Intentemos en

188 Chano Lobato publicó junto a su familia en el año 1996 un cd titulado Con sabor a cuarto. Las connotaciones son evidentes: cante íntimo, espontáneo, austero, familiar, con el solo concurso de la guitarra y las palmas, y sin concesiones al virtuosismo instrumental. 226

primer lugar desgranar sus partes constitutivas con el fin de hacerla más comprensible

mediante sus fundamentos.

El concepto de “distancia” en el arte es un viejo asunto. La distancia espacial

real, aquella que se produce de manera física entre el espectador y la obra ya fue tratada

en la Poética de Aristóteles. La distancia espacial representada, es decir, la que se

produce dentro de la obra fue motivo de preocupación en Occidente durante el

Renacimiento, en los tratados sobre la perspectiva de Alberti, Piero della Francesca, y

Leonardo, por ejemplo, y ambas asumieron especial importancia en las diferenciaciones

entre la escultura y el relieve. La llamada distancia temporal, producida entre el presente

actual del espectador y el tiempo remoto de la obra ha tenido especial relevancia por

ejemplo en la obra de Walter Benjamin, concretamente en su concepto del “aura”. Sin

embargo, los tratadistas flamencos mencionados se basarán en un término distinto,

reelaborado por Edward Bullough a principios del siglo XX, denominado distancia

psíquica, sin que esto signifique que los tipos de distancia antes mencionados no puedan

mantener en ocasiones una especial vinculación con la distancia psíquica que aquí

tratamos. Y digo “reelaborado” porque esa preocupación, como ya se demostró, está en el

origen de la experiencia estética de lo sublime tanto en Burke, como en Kant, como en

Schiller.189

189Resulta revelador que el ejemplo expuesto por Bullough en su artículo para explicar el concepto sea el de un objeto, la niebla en medio del océano, capaz de excitar la experiencia de lo sublime: “A short illustration will explain what is meant by 'Psychical Distance.' Imagine a fog at sea; for most people it is an experience of acute unpleasantness. Apart from the physical annoyance and remoter forms of discomfort such as delays, it is apt to produce feelings of peculiar anxiety, fears of invisible dangers, strains of watching and listening for distant and unlocalised signals. The listless movements of the ship and her warning calls soon tell upon the nerves of the passengers; and that special, expectant, tacit anxiety and nervousness, always 227

La distancia psíquica, según Bullough, viene a representar una especie de vacío

productivo entre nuestro propio yo y los afectos corporales y espirituales (sensaciones,

emociones o ideas) producidos en nosotros por los objetos. Esa distancia coloca al objeto

fuera del contexto de nuestras necesidades y metas personales, fuera de lo que denomina

nuestro “yo práctico” con el fin de enfatizar los rasgos “objetivos” de la experiencia e incluso interpretar nuestros afectos subjetivos “not as a modes of our being but rahter as characteristics of the phenomenon” (89). Se entiende entonces que la distancia psíquica contiene un aspecto negativo, inhibitorio, que es el recorte de los fines prácticos de las cosas y nuestra actitud práctica hacia ellos, y un aspecto positivo que constituye la elaboración de una experiencia distinta de la producida en la vida ordinaria y creada sobre las bases de esa acción inhibitoria de la distancia. Esa experiencia reveladora inusual generada por la distancia está en la base y constituye así mismo un principio de la

associated with this experience, make a fog the dreaded terror of the sea (all the more terrifying because of its very silence and gentleness) for the expert seafarer no less than the ignorant landsman. (...) Nevertheless, a fog at sea can be a source of intense relish and enjoyment. Abstract from the experience of the sea fog, for the moment, its danger and practical unpleasantness, just as every one in the enjoyment of a mountain- climb disregards its physical labour and its dancer (though, it is not denied, that these may incidentally enter into the enjoyment and enhance it); direct the attention to the features 'objectively' constituting the phenomenon - the veil surround you with an opaquensss as of transparent milk, blurring the outline of things and distorting their shapes into weird grotesqueness; observe the carrying-power of the air, producing the impression as if you could touch some far-off siren by merely putting out your hand and letting it lose itself behind that white wall; note the curious creamy smoothness of the water, hypocritically denying as it were any suggestion of dancer; and, above all, the strange solitude and remoteness from the world, as it can be found only on the highest mountain tops; and the experience may acquire, in its uncanny mingling of repose and terror, a flavour of such concentrated poignancy and delight as to contrast sharply with the blind and distempered anxiety of its other aspects. This contrast, often emerging with startling suddenness, is like a momentary switching on of some new current, or the passing ray of a brighter light, illuminating the outlook upon perhaps the most ordinary and familiar objects - an impression which we experience sometimes in instants of direct extremity, when our practical interest snaps like a wire from sheer over-tension, and we watch the consummation of some impending catastrophe with the marvelling unconcern of a mere spectator (Bullough, 88). Sobre el recorrido del concepto de “distancia psíquica” en el arte durante los últimos tres siglos, cfr. Cupchik (2002).

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producción y recepción artística.190 Sin embargo, la supuesta “objetividad” de la

experiencia estética no debe confundirse con la objetividad científica.191 El carácter

“impersonal” de la Ciencia significa que el científico debe excluir el factor personal para la obtención de resultados objetivamente válidos. En el Arte lo objetivo no puede ser nunca “impersonal” del todo y la distancia psíquica describe una relación personal, pero de un carácter peculiar en la que entran en juego tanto las emociones como las ideas. Esta peculiaridad reside en que el carácter personal de la relación ha sido “filtrado”, “cleared of the practical, concrete nature of its appeal, without, however, thereby losing its original constitution” (ibid., 91). Podría parecer, por ejemplo, que en cualquier película u obra teatral el conocimiento por parte del espectador de lo ficticio de los personajes provocaría esa distancia dejando en suspenso nuestra identificación con ellos; sin embargo Bullough afirma lo contrario, que es la distancia la condición previa que cambia nuestra relación con los personajes haciéndolos ficticios. La prueba de ello reside en que esta distancia, este cambio repentino del punto de vista interior, nos hace sentir también a los seres humanos y sus acciones reales y particulares que nos circundan como partes integrantes de una trama secundaria del gran teatro del mundo.

Este punto de vista peculiar que el sujeto adopta en la contemplación estética implica, por tanto, una relación personal pero distanciada, lo que lleva a Bullough a

190 También esta distancia proporciona el criterio de lo bello como distinto de lo meramente agradable, señala un paso importante para el proceso de creación artística, sirve como rasgo distintivo del “temperamento artístico” y constituye una de las características esenciales de la “conciencia estética”.

191 Ni tampoco, dice Bullough, la “subjetividad” del arte debe entenderse en el sentido ordinario como la expresión de un sentimiento personal o como la afirmación de directa de un deseo. En realidad, una de las intenciones declaradas del artículo es disolver las polaridades valorativas aplicadas al arte en términos de arte “idealista o realista”, “sensual o espiritual”, “individualista y tipista” mediante la afirmación de que “such opposites find their synthesis in the more fundamental conception of Distance” (Ibid., 90).

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denominar a esta paradoja fundamental del Arte la “antinomia de la distancia”. En cierta medida, la intensidad con que una obra de arte nos afecta está en proporción directa con el grado de concordancia con nuestras peculiaridades intelectuales, emocionales y con el carácter de nuestras experiencias vitales (principle of concordance), lo que explicaría que las diferencias de “gusto” con respecto a una misma obra de arte residen precisamente en la ausencia o presencia de concordancia entre los elementos de la obra y los distintos espectadores. Pero ese principio acarrea inmediatamente la antinomia de la distancia. Si nos sentimos identificados completamente con el personaje, si, por ejemplo, yo, urbanita acosado y exasperado por el tráfico diario, me siento como Michael Douglas al ver Un día de furia, esto me dará una conciencia más profunda de mi propia cólera, pero no podré “contemplar” la obra estéticamente, pues habré perdido totalmente la distancia con ella. Para poder apreciar la obra el requisito exigido es que “the coincidence should be as complete as is compatible with maintaining Distance” (ibid., 93). Es decir, para apreciar estéticamente una obra de arte es necesario que se parezca lo más profundamente a nuestra propia experiencia, pero al mismo tiempo hemos de mantener la distancia suficiente entre la acción de la obra y sus personajes y nuestros sentimientos e ideas personales. Este mismo requisito se aplica también al artista en la relación que mantiene con su objeto. Su obra puede formular una experiencia intensamente personal, pero sólo la distancia de esa experiencia le hará formularla de manera que haga a otros, como a él mismo, sentir toda la potencia del significado y la plenitud que posee para él mismo. Lo deseable entonces, tanto en la producción como en la recepción estética, es “the utmost dicrease of Distance without its disappearance” (ibid., 94). En consecuencia, parece que

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una de las presuposiciones de esta antinomia es la “variabilidad de la distancia”, y existen

dos grupos diferentes de condiciones que afectan al grado de distancia en cada caso: los

ofrecidos por la naturaleza del objeto, que puede imponer un grado mayor o menor de

distancia, y los ofrecidos por la capacidad individual. Obviamente de aquí se colige que

la variabilidad de la distancia es infinita y también, por tanto, la variedad de experiencias

estéticas, pues “not only do persons differ from each other in their habitual measure of distance, but that the same individual differs in this ability to maintain it in the face of different objects and of different arts” (Ibid., 94).

Además, existen dos formas por las que al artista o el espectador puede perder la distancia con la obra: la “infra-distancia” (under-distance), por defecto; y la “sobre- distancia” (over-distance), por exceso.192 Bullough afirma que existen determinantes

universales, como la enfermedad, la muerte, el sexo, o el cuestionamiento de las

sanciones éticas generalmente aceptadas, que, representadas en la obra de arte, se

emplazan en un punto liminal más allá del cual caen por debajo del límite de distancia y,

en lugar de apreciación estética, producen “concrete hostility o mere amusement” (Ibid.,

95). Ya nos hemos dado cuenta. Bullough habla justamente de esos objetos que hacen

aflorar nuestro instinto de conservación, que ponen en peligro nuestra vida material, ya

sea desde el punto de vista individual como social. De manera que existe un riesgo en lo

que Schiller denominara “lo sublime patético”, objetos que suscitan terror o una profunda

192 La primera sería característica de las obras demasiado crudas o realistas, la segunda del arte “idealista”, las artes de vanguardia, por ejemplo. A esto se refería en parte Ortega cuando habla del arte de su época como un “arte deshumanizado”.

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angustia, en el que el espectador puede perder su capacidad de contemplarlos

estéticamente porque se encuentran demasiado cerca de la emoción suscitada por ellos.

Cómo hemos visto en las primeras páginas de esta sección, los relatos de Al-Jatib,

Alejandro Dumas, Fernando Quiñones y Jonathan Shannon narran una experiencia, la del tarab y el duende, donde se ha producido una eliminación total de la distancia psíquica

(under-distance): de forma gradual entre el artista y su obra, en el caso del duende; de forma repentina entre el espectador, el artista y su obra, en el caso del tarab. En la terminología flamenca, la palabra “tarab” no se ha llegado a generalizar dentro de la jerga, sino que es la palabra “duende” la que abarca ambas experiencias, pero en todo caso, se trata de una experiencia que implica correlativamente ensimismamiento y enajenación, una especie de trascendencia desde la inmanencia. De manera que un fenómeno que para Bullough no forma parte en absoluto de la génesis de la experiencia artística,193 se convierte en el elemento fundamental, en el cenit de la emoción y del arte

flamenco. El duende se produciría, si lo pensáramos en términos de Bullough, por una

“infradistancia” entre el espectador, el artista y la obra, y ello arruinaría su placer

estético. Ahora entendemos mejor su sentido extático, pues “éxtasis” significa la salida de

uno mismo, la enajenación, el viaje que parte del interior del sujeto al encuentro de la

armonía con la naturaleza, la cura de la escisión de la unidad perdida del individuo con el

193 Bullough es muy claro al respecto: “Distance is a factor in all Art” (Ibid., 90).

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mundo de la que hablara Nietzsche.194 Me referiré a este asunto de forma más detenida en el capítulo 4.

Acabamos de explicar que tanto la experiencia del duende como la del tarab se producen mediante una eliminación de la distancia psíquica entre el artista, el público y la obra. Es decir, existe una correspondencia en términos de experiencia entre uno y otro fenómeno, pero esa correspondencia no demuestra en absoluto la supuesta paternidad andalusí, o su influencia directa en la experiencia flamenca que conocemos con el nombre de duende. Como ha señalado Cruces Roldán, tanto éste como otros elementos estrictamente lírico-musicales compartidos por el flamenco y la música andalusí “se camuflan a menudo entre productos que pueden tener origen independiente y que, a no dudarlo, comparten atributos con otras músicas populares del mundo y con el amplio universo de las músicas orientales (2003a: 125). Ni siquiera el hecho de que estas dos experiencias compartan un mismo marco geográfico nos adjudica el derecho de relacionarlas inequívocamente, pues la distancia temporal entre un hecho y otro es lo suficientemente amplia como para obligarnos a no olvidar toda cautela en este asunto.195

194 Quiñones dice que el duende y el tarab “hace perder la cabeza un poco a quienes llegan a experimentarlo –se requieren facultades y horas de vuelo-, los priva pasajeramente de su yo exterior, como si los devolviese a la infancia, a las fuentes de la vida y el mundo” (54).

195 Salinas Rodríguez ha señalado en su referencia a los posibles puntos de contacto entre distintas músicas populares que en ocasiones “estas similitudes podrían derivar de un proceso de convergencia de recursos expresivos dentro de condicionantes paralelos, sin que sea imprescindible una relación directa entre las colectividades (en este sentido, podría hablarse de unos universales del lenguaje)” (27-28).

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3.2.3.2. APOSTILLAS PARA UNA REVISIÓN DE LA TEORÍA DE LA EMOCIÓN FLAMENCA

DE RICARDO MOLINA.

La cuestión principal que Ricardo Molina intenta abordar, mediante una aproximación multidisciplinar (antropología, psicología, filosofía), consiste precisamente en dar una explicación plausible de cómo es posible esa identificación integral del artista con los espectadores. Su premisa fundamental, sin duda, es entender al ser humano y sus producciones artísticas como exponentes de un vínculo que une naturaleza y cultura, entender no que la naturaleza del ser humano es absolutamente cultural, como ha propuesto desde hace unos años el radical e, irónicamente en este caso, poco relativista culturalismo posmoderno, sino que algunas manifestaciones culturales mantienen una estrecha interdependencia con los factores biológicos.196 Dicho de otra manera, las producciones artísticas humanas, desde el punto de vista antropológico, están unidas a lo que Clyde Kluckhohn denomina “determinantes biológicos”. El antropólogo estadounidense afirma que los individuos de diferentes culturas tienen aproximadamente un mismo equipamiento biológico y que las personas pasan por experiencias semejantes, por ejemplo, el nacimiento, la invalidez, la enfermedad, la vejez, la muerte y otras situaciones propias de la condición humana (1974: 30). A partir de este postulado,

Ricardo Molina afirma como uno de los factores de la posible estimación universal del

196 “No existe, pues, -dice Kluckhohn- ‘una de dos’ entre la naturaleza y esa forma especial de educación llamada cultura. El determinismo cultural es tan unilateral como el determinismo biológico. Los dos factores son interdependientes. La cultura tiene su origen en la naturaleza humana y sus formas están restringidas tanto por la biología del hombre como por las leyes naturales” (31). Sobre los abusos del culturalismo determinista posmoderno, cfr. Eagleton (131-166).

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flamenco su vinculación a lo biológico,197 manifestado en ciertas formas flamencas más elementales y primitivas como las siguiriyas, los martinetes y las bulerías. Los contenidos primarios del cante y su elementalidad son “expresión directa de la angustia universal de la muerte, del misterio del sexo, de la alegría del ser” y esto los “hace asimilables a todos los hombres aunque no entiendan las palabras de la copla” (Molina,

1967: 61).198 Tengo que decir que la explicación de Ricardo Molina me resulta muy problemática en varios aspectos. Señalaré dos ahora mismo: en primer lugar, carece de una definición adecuada sobre lo que se entiende por “contenidos primarios” del cante.

De sus fundamentos parece desprenderse que esos contenidos primarios se refieren

primordialmente a ciertos aspectos musicales de la prosodia, la armonía, la melodía y el

ritmo, sin que el contenido de la letra ejerza una influencia determinante, y esto parece

197 Molina señala otra causa determinante: “Pecaríamos de obtusos atribuyendo el hecho a una sola causa. La rápida carrera ascensional del arte flamenco se debe a muchas circunstancias. (…) sus conquistas fulminantes son tributarias del progreso en orden a las comunicaciones y medios de difusión registrados en los últimos veinte años” (1967: 61). Sin embargo, yo no creo que el flamenco sea una música universal tout court. Y mucho menos universal algunos de los estilos más queridos por el autor. Universal es Paco de Lucía, Tomatito, Camarón, el baile flamenco y ciertos estilos sobretodo los de ritmo ligero como las rumbas, los tangos, los tanguillos y las bulerías. Pero las siguiriyas, las soleás, las tonás, las saetas, las serranas y los fandangos y sus derivados, por poner sólo algunos ejemplos, son más bien del gusto y la apreciación de una minoría, no sólo en el mundo sino también en nuestro país. Yo no diría que el flamenco es de esa clase de estilos que provocan un placer sensorial directo. El flamenco en general no se pliega a una fácil escucha y necesita un entrenamiento disciplinado del oído. Y ese entrenamiento es cultural, no forma parte del instinto biológico. La difusión del flamenco como consecuencia de la globalización de los medios de comunicación le ha permitido pasearse a lo largo y ancho del mundo con la consecuente ganancia de aficionados al género, pero aún así, siguen constituyendo una gran minoría, pero minoría al fin y al cabo.

198 Estamos aquí frente a una concepción de la música que Peter Kivy ha denominado la “teoría de la estimulación” de la expresión musical: la música tiene la capacidad de provocar verdaderas emociones; es decir sus cualidades expresivas son de carácter dispositivo: “cuando en circunstancias corrientes –escribe Kivy-, alguien dice que un pasaje de música es triste, o alegre, temible, turbador o deprimente, es porque, por lo general, sino siempre, le entristece o le alegra, le atemoriza, le turba o le deprime” (2005: 155). Sin embargo, la posición del filósofo norteamericano es muy otra: “Las cualidades expresivas de la música no son disposiciones para provocar emociones comunes y corrientes, sino cualidades perceptibles de la música. En otras palabras, percibíamos la tristeza, la alegría, la turbación o tranquilidad en la música, si convertíamos esa turbación o tranquilidad en una ‘cualidad fluida’, o en cualquiera de sus, por así llamarlas, cualidades ‘fenoménicas’ ” (ibid: 156).

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que es lo que justifica su afirmación de la posible universalidad del flamenco.199 Hablar de ciertos aspectos todavía no es desde luego elaborar una sólida teoría de la emoción musical. Molina ha explicado cuál es la naturaleza de ese supuesto contenido. Después intentará aclarar cómo la naturaleza de ese contenido se ve reflejada en esos aspectos musicales sin la ayuda de la copla. Y más tarde tratará de verificar de forma más desarrollada cómo es posible la transmisión de ese contenido al oyente. La exposición de los tres argumentos resulta, en mi parecer, discutible.

El segundo problema, relacionado con el anterior, también es de naturaleza teórica, pues defiende conjuntamente, sin exponer los numerosos problemas que acarrea, las tres tesis fundamentales que a lo largo de la historia se han hecho con respecto a la música en conexión con la emoción: la “tesis imititativa” o “mimética”, la “tesis proyectiva” y la “tesis expresiva”.200 La cita anterior de Ricardo Molina reúne a las dos

199 Platón afirmaba que los elementos generales o “primitivos” determinantes del contenido afectivo de la música eran el ritmo básico y el modo.

200 La tesis imitativa o mimética (Mimetic theory), también llamada representativa, consiste en defender que la música imita o representa las emociones humanas. La tesis proyectiva (Arousal theory) sostiene que la música despierta o provoca emociones en el espectador. La tesis expresiva (Expression theory) articula una defensa de que la música expresa las emociones. Normalmente las dos primeras teorías han resultado ir de la mano desde sus primeras fundamentaciones. Ya Platón en La República (III) afirmaba que los distintos patrones de intervalos tonales y los distintos ritmos recuerdan el carácter dinámico de sentimientos particulares y que ese recuerdo evocaba las mismas emociones en los oyentes. Aristóteles en su Política (VIII) la música tiene un impacto profundo en el carácter y el estado espiritual. Es decir, ambos filósofos asumen el rol de una audiencia activa. La música, al imitar estados de la mente, provocan estados similares en el oyente. En la Edad Media, la teoría proyectiva era la más defendida, aunque también presuponía la imitativa. En Las confesiones de San Agustín (Libro X, 33), la música tiene el poder de inspirar un sentimiento devocional, pero le interesa sobre todo el sustrato matemático, la proporción numérica inherente a la música porque sirve para apreciar el orden divino, que es la base de una conducta ética. La influencia de los pitagóricos es, sin duda, insoslayable. En el siglo XVI, el padre de Galileo, Vincenzo Galilei establece en el Dialogo della musica antica e della moderna (1581) los principios de un nuevo estilo que tiene en cuenta que cada modo y situación posee su ethos musical, de acuerdo con la teoría de las pasiones. El objetivo de la nueva música será obrar sobre éstas. Descartes fue también defensor de la teoría proyectiva. El propósito de la música era complacer y suscitar los diferentes afectos en nosotros. Pero Descartes negó en su Compendio de música (1628) que 236

últimas: la expresión de las emociones de angustia, incertidumbre y alegría del cantaor/a o bailaor/a suscitan afectos similares en el espectador porque se consideran sentimientos universales que tienen una base biológica. Resuena aquí sin querer la pretensión kantiana de la validez intersubjetiva de la emoción estética, aunque con una diferencia sustancial: el filósofo alemán recurre a la imaginación y la razón para demostrar tal validez, mientras que Molina recurre al instinto biológico. La posible universalidad de la que habla Molina se basa en los aspectos sensuales de la música que podemos encontrar en las disposiciones tonales, rítmicas y tímbricas del flamenco. Digámoslo ya: Kant habla de una emoción estética, una emoción particular que exige una distancia promovida por el

“libre interjuego” de las facultades; Molina habla de una emoción a secas, de una emoción no mediada, que recorre de manera directa y sin fisuras la distancia que va del cantaor al público. De manera que el flamenco, de acuerdo con el escritor cordobés, se las emociones provocadas fueran intersubjetivas, sino sólo producto de asociaciones personales, un asunto privado e individual en donde la memoria cumple una función determinante en la formación de las reacciones emocionales. En el siglo XVIII la teoría imitativa florece con fuerza, especialmente a partir de las teorías de Batteaux, pero con ciertas diferencias con respecto a Platón y Aristóteles. En primer lugar, el texto ya no es decisivo en la comunicación de las emociones y la música instrumental podía proporcionar una imitación objetiva de la emoción. Higgins ha señalado que la música absoluta significó el declive del vínculo tradicional entre música y ética. En segundo lugar, la música se concibe como un lenguaje natural que usa signos modelados por la naturaleza. El tono es a la emoción como la palabra a la idea. En tercer lugar, la teoría imitativa se desliga de la teoría proyectiva. La teoría expresiva surge en la Ilustración con la glorificación de lo universal y el énfasis kantiano en el carácter subjetivo de la experiencia. La teoría expresiva localiza el significado emocional de la música en el estado subjetivo del músico, pero entendido como universalmente accesible. Es en este momento cuando la teoría imitativa se debilita precisamente por el concurso de la música instrumental sin texto, lo que hacía la teoría muy endeble como forma de representación de una realidad emocional. Sin embargo, pensemos que todavía se busca representar no el yo privado, como haría después el romanticismo y el siglo XX, sino el “yo inteligible”, el yo universal. Estas tres tesis fueron duramente atacadas por el checo Eduard Hanslick en su On The Musically Beautiful (1854) y sentó las bases de una estética musical que pretende ser objetiva y científica, influyendo enormemente en el formalismo estético del siglo XX: Susan Langer, Leonard B. Meyer y Peter Kivy, que en el mundo anglosajón encarnan respectivamente la defensa de las tres tesis anteriores sobre la emoción en la música, no pueden dejar de reconocer la deuda que tienen con él, a pesar de sus diferencias constatables. Sobre un breve recorrido histórico acerca de las teorías filosóficas de la emoción en la música, cfr. Higgins (81-98).

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sitúa en los márgenes de una estética occidental moderna que halla sus fundamentos en la

distancia psíquica y la razón frente a la cual aquél respondería en sus propios términos,

los del arte mágico.201 Yo añadiría que, mal que les pese a algunos puristas incluido este autor, los del arte de diversión, según los casos.202 Siguiendo a Collingwood, tanto el arte

de diversión como el arte mágico tienen como finalidad la suscitación de emociones

(teoría proyectiva) a través de la representación de las mismas (teoría imitativa o representativa). Sin embargo, la diferencia está en el modo de hacerlo. Mientras que el arte de diversión suscita las emociones para disfrutarlas como algo valioso en sí mismo y son descargadas dentro de la diversión misma, el arte mágico enfoca las emociones con un objetivo que alcanza su validez y utilidad en la vida real. En el primero hay catarsis; en el segundo una finalidad práctica.203 Sin embargo, la concepción del flamenco como

arte mágico no se aviene a sus pretensiones de universalidad, porque la finalidad de aquél

es canalizar los problemas de la vida diaria de una comunidad concreta a través de unos

signos cuyo reducido contexto marca férreamente su significación. Fuera de ese contexto,

el arte mágico se contempla como otra cosa, como un particularismo exótico que le

201 La noción de “éxtasis” en el flamenco, completamente despojada de misticismo, tiene que ver con la unión emocional entre el artista y su público. Molina aplica los conceptos de la teoría del juego de Roger Callois para hablar del “ilinx” o “estado de vértigo”. Cuando esto sucede, Molina afirma refiriéndose al baile que “aparece el ‘duende’ y el baile se torna magia” (1967: 66).

202 Por supuesto el concepto no alude a un sentido necesariamente cómico o humorístico, sino a las representaciones que tienen como finalidad el entretenimiento y la descarga de emociones comunes y corrientes en cualquiera de sus modalidades.

203 Sobre el particular, cfr. Collingwood (61-103). Sobre está distinción conceptual encuentro al menos una debilidad. Se refiere al hecho de que el arte de diversión, el arte de masas, ha sido denunciado constantemente por los intelectuales apocalípticos, entre ellos la Escuela de Frankfurt, como un mecanismo que el poder ejerce para “adormercer” la conciencia política y social de las masas, una especie de forma negativa de cohesión social que favorece el control totalitario. En consecuencia, sí puede atribuírsele una finalidad práctica, y por tanto, una función mágica que sirve a los intereses de la clase dominante.

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concede un valor añadido, al margen de su sentido primigenio.204 Designar al flamenco fundamentalmente como un arte mágico significa constreñirlo en la demarcación geográfica, social y cultural a la que en principio pertenece y en la que encuentra su plena significación como tal. El incremento exponencialmente cuantitativo de los medios de comunicación y la industria cultural lo colocan en un contexto radicalmente diferente en el cual si la intención del artista pudiera albergar alguna cualidad mágica (cosa que, al menos en la actualidad, dudo) se vería disuelta en la recepción de los oyentes que no comparten ese vínculo.

Resulta asimismo desalentador, también por contradictorio, que los partidarios de la flamencología del tercer tercio del siglo XX, le hayan negado al flamenco la denominación de folclore, cosa que parece acertada, y al mismo tiempo lo hayan vinculado una y otra vez con el arte mágico, pues es allí dónde éste se puede dar con mayor naturalidad. Casos dentro del flamenco cuyo origen es manifiestamente mágico, como el estilo denominado la alboreá205, la nana,206 o ciertos cantos de trabajo de claro

204 Ya en los años treinta Collingwood habló de un “recrudecimiento del arte mágico” inconsciente en la crítica estética occidental: “…ahora que la relación entre el arte y la magia vuelve a cobrar importancia, sin que pueda ya descartársele con una rápida negación, corresponde al estético encontrar que la magia ha florecido, omnipresente aunque sin ser reconocida, entre los dirigentes (como ellos se consideran) de una sociedad cuya pretensión de alta cultura se basa en la creencia de que ha abandonado completamente la magia” (75).

205 La alboreá es un cante bailable que, con compás de soleá ligera o soleá por bulerías, forma parte del ritual de las bodas gitanas. Su letra más divulgada hace referencia a la virginidad de la novia. Aunque los gitanos se han atribuido este estilo como patrimonio exclusivo, hasta el punto de que sólo puede ejecutarse en las bodas y sin la presencia de payos, pues consideran la prueba de la pureza de la novia como elemento de su cultura específica, lo cierto es que Manuel Barrios (1980) ha señalado que la desfloración del pañuelo no es rito calé, sino castellano, costumbre que se derogó en España después del reinado de los Austrias.

206 La nana es un cante aflamencado procedente del folclore andaluz. Aunque a veces se acompaña de guitarra, lo frecuente es que sea un cante sin acompañamiento, pues es una canción de cuna que sirve para dormir a los niños. Bernardo el de los Lobitos ha hecho algunas interpretaciones fonográficas de este estilo. María Vargas y Enrique Morente, sobre el conocido poema de Miguel Hernández, han realizado también 239

sustrato folclórico que se han aflamencado como las trilleras, las pajaronas o las

temporeras207 constituyen elementos marginales y muy poco frecuentes en el repertorio

flamenco. Sin embargo, los estilos verdaderamente frecuentados por los artistas

flamencos no cumplen, al menos siempre y exclusivamente, una función mágica. Puede

que ciertos estilos jondos y flamencos como el martinete, la taranta o la minera, y la saeta, relativamente más alejados del folclore que los anteriores, desarrollaran en algunos contextos una finalidad práctica, la de animarse en las fatigas de los duros trabajos de la fragua y de la mina en los primeros casos,208 y la de excitar una emoción religiosa en las

procesiones de la Semana Santa en el último, pero lo cierto es que esos cantes se

realizaban y realizan a menudo en contextos que nada tienen que ver con los ahora

descritos. Puede ser también que cualquier cante flamenco ejecutado en el ambiente adecuado de la reunión íntima sirva para estrechar los lazos de una familia, o que una fiesta dónde el baile predomine descubra la ceremonia de un cortejo en el que los jóvenes buscan una pareja casadera. También aquí la función del flamenco es mágica, pero su

otras versiones interesantes, aunque no es un estilo frecuentado por los cantaores. Lorca dedicó un ensayo valioso a este canto (“Las nanas infantiles”), cuyas raíces se extienden por todo el Mediterráneo.

207 La trillera es un cante campero procedente del folclore andaluz. No tiene apoyo de compás en la guitarra y el acompañamiento se basa en los cascabeles prendidos en los arreos de las caballerías y las voces arrieras con las que se anima el trabajo de las bestias. Bernardo el de los Lobitos las adaptó al flamenco, según Blas Vega. Las temporeras se consideran originarias de la provincia de Córdoba y algunos autores las emparentan con las serranas y otros cantes levantinos como la cartagenera y la taranta. La temporera era cantada por un grupo de gañanes, cada uno de los cuales cantaba una copla distinta por turnos. Las grabaciones que poseemos son de carácter folclórico y tienen la particularidad de ser cantadas a coro, algo que es completamente impropio del flamenco original. Se considera en total desuso y no se conocen interpretaciones a cargo de cantaores profesionales. Lo mismo sucede con las pajaronas, cuyo radio de acción se amplía al suroeste de Jaén y son muy parecidas a las trilleras.

208 Sobre el particular, cfr. García Gómez, Cruces Roldán (2003b: 33-120) y Grande (1999: 296-318).

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valor artístico, igual que en los casos anteriores y al menos en el sentido en que lo entiende la estética moderna europea, es completamente secundario. Esto no significa, sin embargo, que la emoción mágica a la que Molina se refiere sea cualitativamente inferior porque no le estemos asignando una cualidad artística desde el punto de vista de la estética occidental. Sólo trato de probar que el flamenco, como otras formas musicales periféricas -el raegge, el blues o el son cubano por ejemplo- han mantenido dinámicas

diferentes según los contextos en los que se articulan. La valoración de la función mágica

del flamenco como su más alta expresión pertenece a la flamencología. Mi intención es

ser más cauto al respecto, puesto que las diferentes funciones de las artes no son

comparables; se encuentran en contextos diferentes que rigen formas de producción

también distintas. Otra cosa es que todas las diferentes épocas y civilizaciones hayan

“elegido”, por razones políticas, sociales, económicas o de cualquier otra índole, como

forma prioritaria una de las tres, de lo que resulta siempre un empobrecimiento de la

experiencia. En este sentido, el discurso de la flamencología se convierte en un intento

loable de recuperación del sentido mágico de la experiencia en el arte flamenco en un

momento en que la sociedad lo entiende, o lo experimenta, más bien como arte de

diversión. Pero para ello, utiliza un mecanismo perverso que consiste en dotar al flamenco de un contenido esencialista bajo el cual éste se define por una cualidad presuntamente pristina: su carácter mágico. Pero eso significa ocultar lo que desde hace tiempo se sostiene con más probabilidad de verdad: que el flamenco es un espectáculo desde sus inicios y que su sentido de ritual privado y secreto es en muchas ocasiones el

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reflejo de una necesidad de proteger ciertas señas de identidad, la del mundo gitano,

proyectándolas en un estilo artístico del que pretenden su paternidad exclusiva.

No resulta difícil apreciar la estrategia ideológica que subyace en esta

construcción, pues el denominado mairenismo,209 la corriente crítica (o acrítica, según se

mire) mayoritaria en el flamenco durante la etapa señalada arriba y a la que pertenece el

autor, ha defendido una vinculación de este arte con el primitivismo, su paternidad

exclusivamente gitana y su disfrute minoritario en el ambiente íntimo de la juerga,

características todas ellas que se pliegan con facilidad al arte mágico para instituir un

canon que tiene el papel de elucidar lo que es flamenco auténtico de lo que no lo es.210 La consideración del duende como un elemento esencial de esta especie de arte responde a la misma necesidad. Por el contrario, tratar al flamenco como un arte escénico vinculado a la industria cultural y al espectáculo de masas haría más difícil su adscripción a una posible función mágica de este arte, y más fácil a una función de entretenimiento que lo colocaría en el blanco de las miradas hostiles de las elites culturales. De ahí que Molina afirme que “no es el teatro, ni la monumental escena al aire libre de los Festivales

Artísticos, ni siquiera el reducido tablado de la Sala de Fiestas, el escenario propio del

209 Sobre el particular, cfr. Gamboa (2005b), Steingress (1998: 215-226).

210 En un libro reciente y valioso del que luego se hablará, Martínez Hernández vuelve a retormar la consideración magico-ritual del flamenco en el escenario primitivo de la reunión y la fiesta. Nuevamente la defensa de la autenticidad del flamenco se hace posible porque es algo más que espectáculo: “…el cante jondo es un arte ritual. Este carácter ritual está presente en cualquier modalidad de arte auténtico, ya que la creación artística es, en su origen remoto, producción mítica y simbólica anónima, búsqueda colectiva de un mundo otro y deseo comunitario de acercamiento a lo sagrado, a lo que está más allá de la experiencia cotidiana y, a la vez, en lo más profundo de ella. En el cante, debido a su primitivismo, la vinculación original entre arte y rito, la función mágica del arte, se hace aún más patente, está más fresca y es más visible para todos nosotros, como vestigio y testimonio presente de un proceso muy antiguo por el cual las diversas artes se desprendieron y evolucionaron a partir de los antiguos ritos, sobre todo desde el Renacimiento, como formas rituales secularizadas” (81).

242

arte flamenco… ¿Cuál es la razón de estas exigencias, de estas limitaciones?... se podría

contestar globalmente que el «duende» sólo allí aparece [en la juerga privada]” (1967:

90).

En consecuencia, mediante esta concepción se realiza una valoración del duende, y de paso una jerarquización de los estilos, que tiene mucho más que ver con la psicología que con la estética. Les pondré un ejemplo ilustrativo: el martinete que canta el trabajador en su fragua puede estar bien o mal ejecutado de acuerdo con la estética flamenca, pero esa buena o mala ejecución influye poco, si es que influye, en el

cumplimiento eficaz de la función a la que va dirigido. El fragüero no hace más ni mejores herraduras porque primordialmente cante artísticamente el martinete, sino porque éste, independientemente de su calidad estética, le predispone emocionalmente

para la tarea. Si Molina considera al flamenco como un arte mágico, entonces deberá dar cuenta de la eficacia de su función práctica para valorarlo, y que se demuestra en primer lugar en la eficiencia con la que el mago consigue una emoción adecuada para realizarla.

Las consideraciones estéticas, en estos casos, tendrán siempre un carácter secundario.

Por otro lado, se advierte también en el libro de Molina una confusión entre la función mágica del flamenco y su función lúdica, entre el arte como magia y como diversión. A lo largo del libro Ricardo Molina mantiene una estrecha conexión entre la magia y la catarsis, pero esto se debe, según mi parecer, a un serio malentendido.211 Ya se ha dicho que la magia procura una finalidad que se encuentra más allá del rito puesto

211 “Donde hay mayor unanimidad –dice Molina- es en admitir que la música ejerce una catarsis emotiva en el auditor” (1967: 70).

243

que debe tener consecuencias para la vida práctica. Pero la catarsis, entendida al menos en el sentido aristotélico, pertenece por derecho propio al arte de diversión (la tragedia y la comedia).212 Invito al lector a que encuentre en la Poética del Estagirita alguna vinculación entre magia y catarsis. Catarsis significa liberación de una sobrecarga emocional dentro de la diversión misma. Como afirma Collingwood, “una diversión es un recurso para la descarga de las emociones [catarsis] de manera que éstas no interfieran en los intereses de la vida práctica” (80). De este modo, la llegada del duende se ha entendido también como catarsis. La búsqueda del duende por parte del artista y el auditorio en una reunión íntima tendría como objetivo el contagio simpático de una intensa emoción que se evacua en el momento de su llegada. Pero esto no es tratar al duende desde el punto de vista estético, sino psicológico nuevamente. Por supuesto que el flamenco tiene que ver con las emociones humanas pero si el duende se describe, no sólo

como condición necesaria sino como condición suficiente, en términos de clímax

212 Elisa Ruiz García, siguiendo una opinión muy generalizada, ha escrito en su introducción a los Caracteres de Teofrasto que “es muy probable que Aristóteles escribiese una segunda parte de su Poética, que no ha llegado hasta nosotros, dedicada al estudio de la comedia (…) Suponemos que el fundador del Liceo teorizó sobre el concepto de risibilidad y trazó las líneas maestras de una estética del hecho cómico. En la obra que precisamente responde al nombre de Poética esboza una definición del género literario antagónico de la tragedia. (…) La pérdida del hipotético libro II dedicado a este asunto nos impide conocer con más detalle el desarrollo de sus elucubraciones. No obstante, algunos otros pasajes diseminados a lo largo de su producción nos ayudan a completar el panorama. En especial, Ética Nicomáquea IV 8, donde expone y contrapone tres tipos: el que se caracteriza por su agudeza y sus dos contrafiguras, tanto por exceso como por defecto, esto es, el bufón y el rudo. En este orden de cosas, el cultivo del ingenio tiene como corolario la liberalización de las tensiones interiores. Cabe suponer que la Catarsis es un efecto que también puede atribuirse, por extensión al género cómico. Por consiguiente, la mera descripción de determinados comportamientos o su puesta en escena son un vehículo idóneo para, a través de su ridiculización, provocar una sonrisa que despierte en el individuo la eúnoia y, al tiempo, fomente los vínculos de solidaridad” (En Teofrasto: 17-20).

244

emocional compartido, entonces no se diferencia en nada de una buena noche de sexo, de la ceremonia de entierro de Lady Diana o de un gol de Maradona.213

Si queremos considerar al “duende” como una categoría estética, tal y como fue la

pretensión de García Lorca, entonces debe referirse a una emoción estética, y no al tipo

de emociones no filtradas que procura el arte mágico y el arte de diversión. Según mi

modesto entender, el arte flamenco puede ser arte mágico, arte de diversión y arte

propiamente dicho (es decir en el sentido en que lo entiende la estética moderna), según

los contextos en los que se encuentre y las funciones hacia las que vaya dirigido sin

perjuicio de que los tres puedan ser juzgados también según sus cualidades estéticas,

aunque en los dos primeros este proceder pueda resultar en algunos aspectos secundario.

De manera que no puedo aceptar que el flamenco sea un arte mágico en esencia, porque

eso lo convierte en “un sistema cerrado que se contiene y refuerza a sí mismo y en el que

los objetos son lo que son porque son lo que son de una vez y para siempre, por razones

ontológicas que ningún material empírico puede expulsar o alterar” (Said, 106). Más

bien, creo, el flamenco ha estado desde sus inicios vinculado con más frecuencia al arte

de diversión y al arte en el sentido moderno propiamente dicho. Los escritos de los

viajeros románticos españoles y extranjeros y la temprana filiación del flamenco al teatro,

como divertimento en los entreactos, y al café-cantante dan buena fe de ello.

213 Esta objeción ya estaba expuesta por Hanslick en el siglo XIX: “Joy and sorrow can in the highest degree be called into life by music; to this we entirely agree. Bu could not even more intense feeling be caused by winning a big prize in a lottery or by the mortal illness of a friend? So long as we are reluctant to include lottery tickets among the symphonies or medical reports among the overtures, we must not treat the feeling it in fact produces as an aesthetic specialty of music or of a particular composition. How such feelings will be aroused by music depends entirely upon circumstances of each particular instance” (5-7).

245

Pero ahora debemos volver al principio de este subapartado. Ricardo Molina había

afirmado que los cantes más primitivos, sin importar la copla que los acompaña, son la

expresión de ciertas emociones particulares muy intensas asimilables por cualquier

espectador o participante, independientemente de la cultura en la que se haya formado

porque están vinculadas al instinto biológico. Pero para ello no parte de una teoría de la

expresión del arte sino de una teoría de la imitación o de la representación, basada en las

aportaciones de la filósofa norteamericana Susan K. Langer en su libro Nueva clave de la

filosofía.214 O, dicho de otra manera, el autor convierte en sinónimos la representación de

una emoción y su expresión, una diferencia que Langer establece entre la expresión lógica de una emoción (representación o forma significativa) y la expresión personal de la misma. Molina pretende dar un rodeo al problema parafraseando a la autora de la siguiente forma:

En realidad, aunque los fenómenos expresionales se basen en un estrato biológico, ellos no son “síntoma” sino “semántica”. Si el contenido del cante, el baile o el toque fuera la vida del sentimiento, entonces los símbolos no serían “sonidos”, ni “coplas”, ni “ritmos”, ni “figuras”. Estos son “formas simbólicas” que hablan a nuestro entendimiento a la vez que al sentimiento, como el lenguaje oral o escrito: son símbolo de la vida entera (96).

En rigor, más bien habría que decir que los símbolos a los que se refiere dejarían

de ser, en estricta terminología semiótica, símbolos. Serían lo que Umberto Eco

denominaría “signos naturales no intencionados de carácter indexical” (1972, 1978). Se

214 Cfr. Langer, en especial el capítulo 8 dedicado a la significación en la música (234-280). Sin duda, los estudios sobre el flamenco de los años 50 y 60, pero también en otros muchos campos, tienen una deuda con la labor de las editoriales latinoamericanas que publicaron numerosas obras de relevancia ignoradas por las editoriales españolas de la época. Para una crítica a la concepción de Langer, cfr. Budd (1988: 104-120) y Higgins (99-108).

246

necesita aquí salvar un problema que la semiótica del arte ha puesto sobre la mesa desde

sus inicios; a saber, la comunicación de sentimientos, ideas…etc., entre un artista y su

público esta mediada por un código. El arte es un lenguaje, un conjunto de formas

simbólicas y de reglas de combinación que, al tiempo que nos permiten la comunicación

de ideas o la expresión de sentimientos, llevan en su seno la posibilidad de malentendidos y errores en la interpretación, sobre todo en los casos en los que no compartimos el código o ignoramos el contexto. Desde el momento en que la música y el arte en general

pueden considerarse, según algunas teorías, como códigos de representación de ideas o

emociones, la representación comienza a jugar un papel doble y paradójico: como medio

de comunicación, pero también como su obstáculo potencial. Sin embargo, el caso de la

música como lenguaje impone algunas dificultades añadidas, por su carácter de “signo

vacío”. 215 Afirmar, por ejemplo, que la música expresa una emoción convierte al signo

musical en un simple medio, comparable al discurso representativo. Hanslick ya señaló

las diferencias entre un código y otro:

The essential difference is that in speech the sound is only a sign, that is, a means to an end which is entirely distinct from that means, while in music the sound is an object, i.e., it appears to us as an end itself. The autonomous beauty of tone-forms in music and the absolute supremacy of thought over sound as merely a means of expression in spoken language are so exclusively opposed that a combination of the two is a logical imposibility (42).

215 Sobre el concepto de representación, cfr. Mitchell (en Lentricchia y McLaughlin, 1995). Para una introducción sobre las teorías lingüísticas del arte, cfr. Goodman (1974) y calabrese (1997). Sobre la subversión de la teoría representativa de los signos mediante la música, y sobre los inicias en el siglo XVIII de la reflexión de la música como “signo vacío”, cfr. Barry (1987).

247

Pero hay que observar además que Molina incluye dentro de los símbolos

musicales a la “copla”, es decir, al conjunto de versos que el artista canta, introduciendo

entonces plenamente el universo de sentido que el texto soporta. No olvidemos que antes

el escritor de Puente Genil había afirmado que la comprensión de las letras de la copla no

era necesaria para la expresión de la emoción, pero ahora las introduce como quien no

quiere la cosa entre otros símbolos que de ninguna manera poseen la misma naturaleza

significante. Pero esto es hacer trampas. La música absoluta, pues de eso habla Molina

cuando despoja al flamenco de la copla, no habla (pero “hablar” ya implica un acusado

verbocentrismo) a nuestro entendimiento y nuestro sentimiento igual que el lenguaje

verbal por el simple hecho de que sus signos no tienen ni significado ni referente, al

menos en el sentido en el que lo tienen los signos verbales.216 Como dice Peter Kivy,

“como la música [absoluta] no es un arte representativo y, más importante aún, tampoco es un arte lingüístico, carece de elementos mediante los cuales ‘explorar’, en el sentido epistemológico… las emociones negativas o, en realidad cualquier otra cosa, salvo la música” (2005: 169). Y en otro momento: “La presencia del lenguaje, con todo su potencial para transmitir conceptos… aportan materiales para la estimulación de emociones comunes y corrientes que superan sobremanera cualquier otro elemento que

216 Aunque Molina utiliza a Susan Langer para la defensa de su exposición, parece no tener en cuenta la posición divergente de la autora entre el lenguaje verbal y el lenguaje musical. Según Langer, el lenguaje verbal utiliza “símbolos discursivos”, mientras el musical utiliza “símbolos presentacionales”, esto es, presentan una estructura básica paralela al mundo emocional que simboliza o, en otras palabras, son capaces de imitar de forma fluida la estructura secuencial y dinámica de los sentimientos. En otro momento Langer es muy explícita en la diferencia: “Desde el punto de vista lógico, [la música] no se trata de un lenguaje pues carece de vocabulario. Llamar a los tonos de una escasa sus “palabras”, a la armonía su “gramática”, y al desarrollo temático su “sintaxis” es una alegoría inútil, pues los tonos carecen de aquello mismo que distingue una palabra de un mero vocablo: connotación fija o “significado de diccionario” (261).

248

pueda postularse de forma razonable en la música absoluta” (ibid: 134). Las preguntas entonces se imponen: ¿cuál es el tipo de contenido emocional (sentimientos) y/o intelectual (ideas) que el sonido, el ritmo, la armonía, la melodía y las figuras que encontramos en el flamenco transmiten? ¿Es aceptable suponer que sentimientos tan definidos y complejos como la “angustia de la muerte”, “el misterio del sexo” y “la alegría del ser”, puedan estar representados o expresados (la diferencia en este punto es irrelevante) mediante estas cadenas de símbolos de una música a la que Molina ha despojado del texto y pretende que se comporte como si fuera música “absoluta”?

Para responder a la preguntas, aunque en el fondo no sea sino de manera muy parcial, Molina se basa en Langer y su concepción isomórfica de la música en relación con la emoción. ¿En qué consiste? El punto básico es que las estructuras musicales y las de nuestras emociones tienen una configuración similar, un poco a modo de lo que Peirce denomina un “icono diagramático”. En consecuencia, la música es simbólica de nuestra vida emocional.217 Conviene que citemos a Langer en algunos pasajes fundamentales que harán la exposición más comprensible:

La música no es causa ni remedio de los sentimientos, sino su expresión lógica… si la música es realmente un lenguaje de emociones, lo que ella expresa de manera primordial es el conocimiento que posee el compositor de los sentimientos humanos, no cómo o cuándo fue adquirido ese conocimiento… La música no es expresión personal sino formulación y representación de emociones, de humores, de tensiones y resoluciones mentales, una “representación lógica” de la vida perceptiva y receptiva, un manantial de captaciones, no una súplica de simpatía… Como tal [forma simbólica], [la música] debería tener, en primer término, características

217 El concepto de símbolo de Langer tiene un significado peculiar que no se ajusta a las terminologías semióticas más relevantes. Para Langer un símbolo es un signo o un conjunto de signos que tiene una estructura similar a lo que simboliza y que por tanto lo sustituye o se usa para pensar en él.

249

formales que fueran análogas a aquello que pretende simbolizar, sea lo que fuere; es decir, que si la música representara algo –un acontecimiento, una pasión, una acción dramática- debería exhibir una forma lógica que también pudiera tomar ese objeto (250, 253, 254, 258).

Así, Molina afirma que el cante, el baile y el toque son, en su naturaleza musical

un arte que reposa en la similitud entre ciertos aspectos de la vida interior y ciertas

propiedades consustanciales a la música: “Son el movimiento y su contrario el reposo, la

tensión y la relajación, el acuerdo y el desacuerdo, la preparación, la consumación, la

excitación, el cambio súbito, la coherencia, la anarquía…” (1967: 68-69). Sin embargo,

hablar de aspectos de la vida interior no es exactamente definir, como hace Molina, la

serie de emociones perfectamente acotadas y concretas que hemos mencionado anteriormente. En este sentido, se separa de Langer, pues la autora es de la opinión, en sintonía con lo que ya expusiera Hanslick en el siglo XIX, de que los pasajes musicales no simbolizan contenidos emocionales verbalmente especificables.218 Los símbolos

musicales son, por tanto, “unconsumated symbols”, formas significantes sin una

significación convencional. “Un compositor –escribe Langer- no solamente indica sino

que articula complejos sutiles de sentimientos que el lenguaje no puede ni nombrar”

218 “The representation of a specific feeling or emocional state is not at all among the characteristics powers of music. That is to say, feelings... depend upon ideas, judgments, and (in brief) the whole range of intelligible and rational thought, to which some people so readily oppose feeling. (...) Instrumental music cannot represent the ideas of love, anger, fear, because between those ideas and beautiful combinations of musical tones there exists no necessary connection. Then which moment of these ideas is it that music knows how to seize so effectively? The answer: motion.... Motion is the ingrediente which music has in common with emotional states and which it is able to shape creatively in a thousand shades and contrasts. (...) Whatever else in musis seems to portray specific states of mind is symbolic. That is to say, tones, like colours, possess symbolic meanings intrinsically and individually, which are effective apart from and prior to all artistic intentions” (Hanslick, 9, 11).

250

(240).219 Pero la teoría de Langer tiene un punto débil en este aspecto, y es que al hablar de la música como un fenómeno general no lo hace sobre ejemplos particulares. Tampoco lo hace Molina, que lo tendría aún más difícil puesto que se refiere a emociones muy definidas.

De manera que la función simbólica de la música que Langer expone se reduce a la comprensión del carácter básico de nuestra vida emocional. Con afirma Higgins, esta teoría “emphasizes the structural patterns that can be used to characterize either music or emotion, not the experience of either” (103). La música presentaría ciertos rasgos dinámicos de la vida afectiva para nuestra contemplación; es decir, no se describe en primer lugar como base para la satisfacción emocional, porque el atractivo es principalmente cognitivo. Y esta característica le supone a Molina un problema que debe sortear si quiere explicar el flamenco y el duende como agente provocador de intensas emociones:

Lo que ocurre es que en el arte flamenco el ímpetu emocional es enorme y cruza con su hálito primitivo las formas convencionalizadas, culturales, de expresión, sedimentadas en el curso de milenios. Así, existe un «frenesí» flamenco comunicable al espectador, que surge en raros momentos paroxismales. En ellos, la personalidad del artista caldea emotivamente las «formas canónicas» transformándolas en símbolos ígneos y destruyendo la «distancia psíquica» entre cante y auditor (1967: 96).

219 Roland Barthes ha llevado al extremo esta noción para el caso del arte contemporáneo y en confrontación con la música clásica: “Lo que se escucha por doquier … no es la llegada de un significado, objeto de reconocimiento o desciframiento, sino la misma dispersión, el espejeo de significantes, sin cesar impulsados a seguir tras una escucha que sin cesar produce significantes nuevos, sin retener jamás el sentido: este fenómeno de espejeo se llama la significancia (que es distinta de la significación): escuchando un «fragmento» de música clásica, el oyente se siente empujado a «descifrar» el fragmento, es decir, a reconocer en él (gracias a su cultura, su dedicación, su sensibilidad) la construcción, tan completamente codificada (predeterminada) como la de un palacio de la misma época; pero al «escuchar» una composición (habría que tomar esta palabra en su sentido etimológico) de Cage, estoy escuchando un sonido tras otro, no en su extensión sintagmática, sino en una significancia en bruto y como vertical: al perder su construcción, la escucha se exterioriza, obliga al sujeto a renunciar a su «intimidad» (1995: 256).

251

Le pido al lector que, en aras a la claridad, finja no haber leído la cuestión de la

“transformación de las formas canónicas en símbolos ígneos” hasta que se descubra en un futuro (lejano, supongo) su posible significación y que trate de retener tan solo la idea general. En todo caso, tendría que haber correspondido al autor la responsabilidad de definir el concepto de “símbolo ígneo” y cómo funciona si, como parece, constituye al menos uno de los elementos fundamentales, si no el fundamental, para la eliminación de la distancia psíquica, verdadero motor de producción de la emoción flamenca. Lo que de aquí se puede extraer es la intención de borrar las fronteras entre el arte y la vida, o, mejor dicho, de disolución del arte en la vida, donde los elementos primitivos del flamenco funcionarían como una especie de lenguaje compuesto por signos naturales que no sólo “iconizan” la emoción sino que son su parte constituyente. Es decir, a diferencia de Langer, los símbolos musicales de los que hablamos no mantendrían solamente una semejanza estructural y lógica con las emociones, sino que, en ciertos momentos climáticos, el símbolo deja de ser gesto convencionalizado para constituir no una representación de la emoción sino la emoción misma. Así, la flamencología pretendía devolver al flamenco a su estadio de “naturaleza”, de lenguaje arcaico, original y primigenio que se postula en el mundo y no sobre él; una prerrogativa romántica que, de

Vico a Herder, se encuentra también, no sin contradicciones, en las conferencias de

Lorca.

Terminaré con una última apostilla crítica que está relacionada con el tipo de emoción que Molina sugiere. Sabemos que la música nos perturba físicamente y que nuestra respuesta física a la música se parece a la respuesta emocional. Según algunas

252

teorías, especialmente a partir de las especulaciones realizadas con la música y los

sentimientos a finales del siglo XVI en los escritos de Vincenzo Galilei y la Camerata

Florentina, determinados ritmos o intervalos causaban respuestas emocionales que tenían

la misma configuración básica que la música. Los intervalos mayores, por ejemplo, se

consideraban “expandidos” en comparación con los intervalos menores, es decir, se asemejan al espíritu vital en un estado “expansivo”, que es el del goce o la felicidad. En

su libro The Languages of Music, Deryck Cooke extendió a finales de los cincuenta este

tipo de análisis a todos los intervalos de la tonalidad mayor y menor afirmando que las

sensaciones físicas de expansión, esfuerzo, gravedad y ascenso son sugeridas por los

intervalos construidos en las series de armónicos, y que las estructuras musicales

compuestas de estos intervalos pueden sugerir correlativos fisiológicos de cualidades

emocionales específicas. Si Ricardo Molina compartiera esta opinión que conduce a un

proceso conductista de estímulo-respuesta, entonces su explicación solamente daría

cuenta de la emoción en cuanto estímulo fisiológico. Pero si los estados fisiológicos son

todo lo que el flamenco imita, esa música no proporciona una imitación de una estructura

emocional completa, pues aunque los cambios fisiológicos puedan a veces tener como

resultado un sentimiento asociado a una emoción, esto no es lo que se llama con

propiedad una emoción. Sin embargo, Molina se decanta por emociones muy definidas en

toda su plenitud. Las repetimos: “la angustia de la muerte, el misterio del sexo y la alegría

del ser”. Y no se refiere meramente al mecanismo fisiológico de dichas emociones. Pero,

¿cómo puede hacerlo si ha despojado al flamenco de la copla, es decir, de un contenido

253

que alimente un proceso cognitivo que pueda suscitarlos? En mi opinión, no puede e

intentaré explicar por qué.

Según las teorías “cognitivas” para experimentar una emoción necesito dos

requisitos básicos: en primer lugar necesito lo que se denomina un “objeto intencional”.

Si siento angustia de la muerte (supongo que de la mía propia o de mis seres queridos) el

objeto intencional que motiva esa emoción es la muerte. Por regla general, no sentimos

angustia a secas, sino por algo en concreto (aunque sea inconsciente); en segundo lugar,

el análisis cognitivo establece que debe existir una creencia importante para afirmar que

me siento así. Si siento la angustia de mi propia muerte es porque tengo la certeza de que

un día voy a morir, aunque uno también pueda sentir angustia por creencias que no

tengan una base real. Sin embargo, estoy con Peter Kivy en que la suscitación por parte

de la música de emociones definidas como las anteriores no se corresponde en una

música que Molina ha pretendido absoluta para darle su carácter de universalidad.220 Si la música flamenca me conmueve, cosa que no dudo, debo entonces buscar el objeto intencional de mi emoción. Y ese objeto no es otro finalmente que la música flamenca misma. Los lectores podrían objetar que determinado pasaje musical nos angustia, nos entristece o nos alegra a través del mecanismo de asociación. Cuando escucho al

Agujetas en la grabación que hizo en “La Soleá”, un local de abolengo situado en la calle

Cava Baja de Madrid, recuerdo noches estupendas con un amigo que ha dejado de serlo, y su escucha me entristece. Pero esta emoción es irrelevante desde el punto de vista estético. Lo que yo sentiría en el caso de que el cante flamenco fuera música absoluta, tal

220 Sobre el particular y otros aspectos relacionados con la música y la emoción, cfr. Kivy (2005: 98-193).

254

y como propone Molina en algunos pasajes, sería la emoción de la belleza o la

grandiosidad o cualquiera de las otras categorías estéticas de esa música, una emoción que en todo caso es indescriptible, no tiene nombre, lo que no significa que sea misteriosa o inefable.221 Lo que nos conmueve de la música, dice Kivy, es “la miríada de modos en

que [el arte de la música] puede resultar satisfactorio, desde un punto de vista musical”

(2005: 138). En todo caso, no comparto la posición de Molina de que la copla en el

flamenco carece de relevancia. Si fuera así, la experiencia emocional de un cante tendría

las mismas cualidades que una interpretación de guitarra sola. Sólo hay que hacer una

prueba para refutar esta tesis: cuando salgo con amigos a escuchar algún concierto de

cante flamenco no comento mis emociones en los mismos términos en que lo hago

cuando salgo de un : la representación que impone el código lingüístico de la copla me permite expandir mis comentarios a partir de emociones suscitadas por la comprensión del texto y también por la escenificación del cantaor (el flamenco también es un arte teatral). El comentario que haría ante una forma musical absoluta como la que se produce en las recitales de guitarra flamenca expresaría desde luego emociones mucho más difíciles de describir y desde luego más plegadas a la propia forma de la música.

Creo que en el cante flamenco la música puede funcionar bien como elemento redundante

221 “Decir que el estímulo emocional que me genera la música es indescriptible no supone calificarlo, en modo alguno, de misterioso o inefable. Ciertas emociones comunes y corrientes son de carácter indescriptible. Si me siento conmovido por una puesta de sol, por el rostro de un niño o por un acto amable o generoso, no realizado por mí, sino por otra persona, ese sentimiento no responde a un sustantivo concreto. No se trata de tristeza ni de miedo, ni de rabia o gratitud: su nombre es su descripción. Lo mejor que pudo hacer para identificarlo es decir: «lo que se siente al ver una puesta de sol, la cara de un niño, o escuchar la historia de que alguien ha tenido un gesto de bondad con un perfecto desconocido». Son tres objetos intencionales distintos, tres sentimientos distintos: pero no tres sustantivos distintos. En un sentido del todo positivo estas emociones son indescriptibles, aunque difícilmente inefables o misteriosas” (Kivy, 2005: 136).

255

de la copla o como su contrapunto irónico o de cualquier otra naturaleza. Es decir, su significado se ve mediatizado por la música al que le añade una segunda dimensión que

lo matiza, con el que dialoga y al que puede incluso presionarlo en la dirección de un

estímulo fisiológico determinado. Pienso en una bulería cantada por Carmen Amaya que

tiene un ritmo vivo que invita al baile, pero cuyo texto expresa una angustia y un

desamparo absolutos. La emoción es extrañamente mixta y no se parece a las emociones

corrientes.

256

3.2.4. PHILIPPE DONNIER Y LA MATEMÁTICA DEL DUENDE.

La música es una aritmética secreta de alma, ignorante del hecho de que está calculando. Leibniz.

En el año 1986 el ingeniero físico-químico, profesor de guitarra clásica y musicólogo francés Philippe Donnier publicó en España un ensayo breve sobre el duende a raíz de la obtención del Premio de Ensayo “González Climent” del año anterior. Hasta lo que alcanza mi conocimiento, el trabajo ha pasado completamente desapercibido por la crítica flamenca y sin embargo puede arrojar una nueva perspectiva sobre el fenómeno que intentamos acotar. Las razones de este ninguneo no resultan difíciles de explicar, y se producen no sólo en el ámbito de la crítica sino de los propios artistas. Por un lado, existen prejuicios dentro del mundo del flamenco cuando alguien trata de sistematizar sus estructuras formales, aludiendo precisamente a que la partitura musical occidental no puede dar cuenta de las numerosas aperturas que esta música ofrece fuera del marco de la concepción clasicista de la música. Sin embargo, este argumento, que contiene un fondo de verdad, se disfraza en ocasiones con la pretensión de que el flamenco es una música atávica y misteriosa a la que no puede accederse mediante el conocimiento

257

racional.222 Vayan a preguntar a un guitarrista flamenco sobre la técnica del rasgueo, la manera en que ejercita el pulgar de la mano derecha o sobre los modos de rematar una falseta. En la inmensa mayoría de los casos, el artista evadirá la pregunta, la rodeará para hablar de otra cosa con la que tenga alguna relación indirecta, o acudirá a la palabra

mágica y misteriosa que sirve de comodín: el duende. En cierta manera resulta bastante

lógico. El flamenco profesional se desarrolla, salvo algunas excepciones, por clanes

familiares, cada uno con su propio estilo, y los artistas profesionales en muchas ocasiones

trabajan para ganar el sustento de toda una familia a la que también se les da un empleo

remunerado, bien como integrantes del elenco de músicos (palmeros, cajoneros223…etc.) que le acompañan, bien como representantes o empleados en trabajos relacionados

(conductores, guardaespaldas, modistas, técnicos de sonido) o no remunerados, como aquellos integrantes que se ocupan del cuidado de la familia en todas las demás dimensiones. Aquí también la información es poder y el artista flamenco lo sabe muy bien. Así, de nuevo, la concepción del flamenco como un objeto mágico le confiere un valor añadido que lo protege del saqueo y la auscultación de aquellos oídos que pudieran pervertirlo o imitarlo. La magia es secreta, y no se pueden descubrir los trucos del

222 Cruces Roldán ha señalado éste fenómeno mistificador: “Suele reducirse al flamenco al campo de «lo inefable», paso previo a la consideración de la investigación flamenca como una empresa inútil. La indiferencia y hasta el rechazo científico al estudio del flamenco tiene que ver con su falsa definición como una expresión espontánea, y por tanto efímera, cuando no «naturalizada», ajena al campo del conocimiento por su carácter racial, primario, instintivo, etc.” (2003b: 27).

223 El instrumento del cajón, de origen afroperuano, tiene una reciente historia dentro del mundo del flamenco, a pesar de la apropiación nominal que han realizado bajo la denominación de “cajón flamenco”. Rafael Santa Cruz ha narrado el momento de la introducción de este instrumento en esta modalidad musical: “Este instrumento desconocido en la península hasta hace unos 30 años [años 70], se empieza a utilizar luego de que, en una visita a Lima, le fuera regalado al guitarrista español Paco de Lucía, por el maestro ‘Caitro’ Soto, el cajón que unos minutos antes había tocado y con el cual impresionó gratamente al ‘tocaor’ andaluz. Paco de Lucía recibió el instrumento, lo llevó a España y lo introdujo en su propuesta musical” (50).

258

prestidigitador. De forma que podemos añadir otra significación al duende, tal vez la más

insidiosa: duende es la palabra que los flamencos eligen para no desvelar los secretos de

su arte. O si prefieren podemos buscar una más benevolente que no es incompatible con la anterior: el duende es la palabra que los flamencos utilizan ante su incapacidad de poder explicar la manera en que ejecutan determinadas técnicas que han sido aprendidas a lo largo de los años de manera natural e intuitiva224 y sin la ayuda de una formación

reglada y racional. Es decir, su conocimiento del flamenco y sus técnicas se han

adquirido al mismo tiempo (literalmente) que se produce su práctica mediante

procedimientos de ensayo y error y con la ayuda de los maestros. La cuestión es muy

sencilla: uno habla su idioma sin necesidad de que conozca su sintaxis. Con el flamenco ocurre lo mismo. En ese sentido, pero solamente en ese, podemos decir que el flamenco es un lenguaje natural.225

Donnier narra en su primer capítulo esta experiencia a la que hemos aludido arriba

y, ante su propia frustración, se propone descubrir parte del arsenal de las técnicas

flamencas que llevan a la experiencia del duende. Y lo hace partiendo de un contexto

muy concreto: necesita saber cómo es posible que músicos que horas antes no se

224 Se entiende aquí la intuición en el sentido en el que lo expresaba Walter Benjamín: “El objeto de la intuición es la necesidad de que un contenido que se presiente como puro llegue a hacerse perceptible. La aprehensión de esta necesidad es la intuición” (En Scholem: 140).

225 Ésta es posiblemente una solución a la aporía planteada por Sócrates. Recordemos lo que dice en la Apología con respecto a la sabiduría muy imperfecta de los poetas tras haberles preguntado por el significado de sus obras: “ casi todos los presentes podían habla mejor que ellos [los poetas] sobre los poemas que ellos había compuesto. Así pues, también respecto a los poetas me di cuenta, en poco tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración como los adivinos y los que recitan los oráculos. En efecto, también éstos dicen muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen” (22b y c, 156). El lenguaje es precisamente el lugar que revela la posibilidad de un conocimiento que se nos ofrece como un don. Podemos explicarlo racionalmente, como hace la lingüística y la semiótica, pero esto no es necesario para poder conocerlo.

259

conocían de nada puedan fundirse en un conjunto tan compacto que improvisa sobre la base de estructuras rítmicas muy complejas sin que se produzcan errores ostensibles. El duende entonces se entiende como la capacidad que tiene el músico para adaptarse espontáneamente y de manera adecuada a los requerimientos rítmicos y armónicos de cualquier estilo flamenco. Donnier narra su propia experiencia del duende en la que no olvida los factores contextuales de los que hemos hablado en el capítulo anterior:

En otra ocasión… tuve la suerte de acompañar a una bailaora en una juerga en algún sitio de Andalucía. No sabía nada de baile pero había otros dos guitarristas, flamencos de verdad. Al principio tocaba flojito para que no se notara demasiado la falta de conocimientos y seguía el ritmo impuesto por los demás. Poco a poco, la noche cálida, el vino y el calor humano que se desprendía de aquella reunión, hicieron que el Duende se apoderara otra vez de mí. Contratiempos, remates y llamadas impecables me salían sin que yo mismo me diese cuenta. Entre cante, baile y fino de la tierra, la noche nos llevó hasta altas horas de la madrugada y el Duende tuvo el buen gusto de acompañarme hasta mi cama. … No es que hubiera hecho nada del otro mundo, pero no obstante había conseguido cosas que me parecían incomprensibles al verlas hechas por otro (19).

A la razón de ese estado de perplejidad y estupor ante una ejecución musical lograda de la que uno se sorprende a sí mismo y que es producto de una aparente fuerza interior espontánea es a lo que pretende responder Donnier desde un punto de vista estructuralista.

La posición del autor galo con respecto al duende se circunscribe exclusivamente

al ámbito de ejecución musical, es decir, al ámbito de la producción y de la obra, y no

especialmente al ámbito del receptor. El duende es el producto de una inspiración

inducida por un control intuitivamente aprendido, pero luego interiorizado y, por tanto,

en algún modo ya inconsciente, de una serie de patrones rítmicos que pueden analizarse 260

desde el punto de vista matemático y que permiten un desarrollo múltiple y versátil del

compás básico flamenco. Según Donnier, “el Duende tiene que ser matemático” (20).

Analicemos un poco más en profundidad los fundamentos de ese eureka. Para ello, me

propongo establecer el concepto general sin entrar en detalle sobre las a veces complicadas explicaciones musicológicas a las que un lector convencional es normalmente ajeno.

El ensayo tiene una virtud que al mismo tiempo también puede ser un defecto.

Pues Donnier ha acotado su campo de investigación al estudio de la bulería en el toque de

guitarra y analizando exclusivamente las formas clásicas del flamenco, sin contar con la

revolución de la guitarra iniciada en los años setenta. Esto plantea consecuentemente

algunas preguntas. ¿Es distinta la experiencia del duende en la bulería que en otros

dominios estilísticos del flamenco o representa tal vez al duende en su más alto grado de

intensidad emocional? ¿O sólo se puede encontrar en la bulería? La razón que expone

para tal reducción es la siguiente:

Me interesé particularmente por la Bulería, pues tanta velocidad asociada a una estructura llena de quiebros rítmicos y medidas sorprendentes, supone un verdadero desafío al entendimiento del músico de cultura clásica. (…) Naturalmente, si el arte matemático del Duende se manifiesta de verdad, tiene en la Bulería su terreno abonado de elección para demostrar sus más altas capacidades (20).

En consecuencia, Donnier es partidario de una estética objetiva, de una

especulación analítica acerca de las estructuras de la “cosa” misma, de la autonomía de la

261

forma. Aquí, el duende debe hallar la fundamentación de su propia verificación en el

objeto.

Para el análisis de este ensayo, necesitamos en primer lugar establecer la

definición de “compás”, que en el mundo del flamenco no tiene la misma significación

que en la música clásica, y saber también qué es una “bulería”. El compás en el flamenco

es un ciclo rítmico-armónico que permite inmediatamente identificar el estilo de que se

trata. El flamenco tiene un compás básico organizado en una estructura de doce tiempos,

mientras que el compás en música clásica significa el conjunto del número de tiempos

comprendidos entre dos barras de cada “compás”. Por ejemplo, el compás de 4/4

representa no sólo que cada compás está formado por cuatro tiempos, sino que representa

una ley de ordenación de acentos que recaen sobre el primer tiempo de cada compás a lo

largo de la obra.226

La bulería es un estilo flamenco cuyo compás de doce tiempos se organiza rítmica

y armónicamente de una determinada manera y eso es lo que le diferencia de otros estilos

flamencos como la soleá, las alegrías o la seguiriya, cuyo compás es también de doce

tiempos pero su configuración rítmica y en ocasiones armónica, difiere.227 El compás

226 Nótese la importancia del patrón rítmico y acentual de ciertas músicas, cuya ausencia o aminoración les restan identidad. Los flamencos lo llaman “compás”, los jazzistas “swing” y los soneros cubanos “son”. Cualquier otra música que adopte estos patrones rítmicos se contagiará de un aire, de un sello inconfundible que le es ajeno y que le infunde una característica peculiar que condiciona el resto de la ejecución de la pieza. Estoy pensando, por ejemplo, en una versión que hizo Pat Boone de una canción de AC/DC, donde el swing, por no hablar de los arreglos instrumentales que lleva aparejado, transmuta toda la intención original. O en las ejecuciones de Paco de Lucía, John MacLaughlin y , donde el “compás” flamenco rige la dirección y las resoluciones de las obras.

227 La bulería es un estilo flamenco derivado directamente de la soleá y fue creado fundamentalmente entre mediados y finales del siglo XIX para acompañar al baile, aunque en ocasiones se ejecute en el llamado cante p’alante, es decir, donde el cantaor es la figura principal y se encuentra a solas o delante del cuadro flamenco. Su nombre se deriva de presuntamente de “burlería” (burla o engaño) o de “bullería” (griterío, 262

básico de algunos palos flamencos es el siguiente. En negrita se señalan los tiempos que van acentuados:

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12

De manera que tenemos un compás de doce tiempos con una estructura rítmica que acentúa el tercero, sexto, octavo, décimo y doceavo tiempo. Esta estructura rítmica está formada por una serie de “células naturales” o fundamentales que se agrupan del siguiente modo:

(1 2 3) (4 5 6) (7 8 9 10) (11 12)

Pero es a partir de este modelo básico donde se crean compases por agrupación irregular de los tiempos, por permutación de los grupos rítmicos o por permutación de grupos rítmicos y agrupación irregular de los acentos. De manera que, sin la intención de ser exhaustivos, podemos variar el modelo de compás básico de múltiples formas:

(1 2 3 4 5 6) (7 8 9 10) (11 12)

(12 1 2 3 4 5) (6 7 8 9 10 11)

(1 2 3 4 5 6) (7 8 9 10 11 12) jaleo), lo que en principio da una idea del tono expresivo festero, aunque existen muchas llenas de seriedad y dramatismo. Pedro Camacho, sin embargo, da otra versión: “Rítmicamente la bulería es un cante bolero, cuyo origen casi seguro sea el jaleo o canción jaleada propia para la danza eufórica y festera. En este sentido es una bolería. Cuando la ocurrencia gitana incorpora a la danza tradicional coplas de soleá o solearía, y acomoda arbitrariamente sus melodías, y alarga o acorta sus tiempos, y altera sus acentos, y juguetea con el ritmo, nace la bulería gitana, a la que sigue llamándose jaleo, jaleíllo o jaleo por bulerías” (en Blas Vega y Ríos Ruiz, I, 118). Existen innumerables variaciones dentro de este estilo, pero pueden distinguirse dos vertientes fundamentales. Las bulerías propiamente festeras y las llamadas “bulerías al golpe” o para cantar, cuya modalidad más definida es la “bulería por soleá”, con un ritmo menos vivaz que la primera. La geografía ha marcado también tres formas básicas, ligadas respectivamente a Jerez, Cádiz y Sevilla (en especial Utrera).

263

(12 1 2 3 4 5 6) (7 8 9 10) (11)

(7 8 9 10 11 12) (7 8 9 10 11 12)

(12 1 2) (3 4 5) (6 7 8) (9 10 11)

No les aburriré más con estos cifrados. Lo importante es retener la idea aquí de que el duende se establece por medio de una interiorización de patrones rítmicos que el artista realiza. Es una predisposición natural en la que el cuerpo constituye una parte fundamental del aprendizaje, porque el ritmo se hace sensible a través de él.

Sin embargo, por lo aquí expuesto el lector podría confundirse con las intenciones reales de Donnier. Es verdad que su exposición contiene numerosos ejemplos sobre la partitura, aunque ciertamente con una adaptación personal al estilo flamenco. Pero

Donnier mantiene una defensa a ultranza de las formas espontáneas en que se aprende esta música. Según él, la partitura sirve para la elaboración de archivos culturales, el conocimiento de las formas de los estilos antiguos que ya no se usan ni se transmiten oralmente, y para dar a conocerlo al cada vez más nutrido grupo de aficionados y profesionales extranjeros que conocen el lenguaje internacional de la música: tonos, claves, modos, ritmos y pentagrama. Pero la considera francamente perjudicial para la iniciación en el flamenco. Y la razón se parece mucho a la expuesta por Platón con relación a la escritura en su narración del mito de Teuth y Thamus que podemos leer en

La república. El estudio de la música sobre el pentagrama coloca a la memoria fuera del cuerpo y la mente del artista, en una especie de caja negra cuyo código media entre el artista y la música, alejando así la posibilidad de un conocimiento verdadero de ambos planos. La partitura produce en el sujeto una escisión con el mundo puesto que 264

transforma una experiencia acústica y auditiva de suyo en una experiencia gráfica y

visual, ajena a su propia naturaleza. El conocimiento mediante la partitura musical se

convierte así en una especie de conocimiento vicario que se actualiza en función de su

presencia ante la cual el sujeto responde dentro de los límites que ella misma le impone.

La exposición de Donnier del compás básico flamenco y sus alteraciones sirve

solamente para racionalizar algo que el artista flamenco tiene “como una pulsación

obsesiva más o menos inconsciente” (44). Pero no es en esas formas rítmicas analizadas

donde se encuentra de verdad el duende, sino en la capacidad de improvisar rítmicamente

sobre ese compás básico, alterándolo. El duende necesita de ese automatismo primero, de

una serie de “estructuras prefabricadas”, de una norma que rige solapadamente el

discurso musical flamenco pero para, sobre ella, transgredirla. No se puede transgredir

una norma sino se conoce de antemano. De lo contrario se convertiría en un mero accidente. Es precisamente el conocimiento de ese automatismo el que permite al artista

“dedicar todas sus energías a la expresión de emociones sin tener ningún miedo al fallo técnico o a la pérdida de memoria, como le ocurre al concertista clásico” (50). De manera que así, volvemos otra vez a una definición del duende que se basa en su carácter de pura

expresión de emociones. El duende recupera su espíritu burlón y bromista que se presenta

donde y cuando menos se lo espera: “Le encanta trastocar tiempos y notas, jugar al

escondite, colocar silencios en lugar de tiempos fuertes, disonancias en un acorde final de

tónica, etc.” (63). La misma palabra “bulería”, se dice que procede de “burlería” (burla o

engaño).

265

De ahí el peligro que Donnier encuentra en la academización del flamenco, puesto que un aprendizaje nota por nota de los cantes y falsetas de los estilos y los artistas principales, de manera completamente formal, anularía la espontaneidad de los músicos.

El autor galo es muy consciente de que no es la forma del flamenco lo importante sino el duende y propone una metodología de enseñanza similar a la del jazz: fijarse más en “la estructura rítmica y armónica que en el desarrollo lineal de una serie de notas que aprender de memoria” (69). Higgins ha señalado con claridad cuál es la naturaleza de estas partituras:

The notation of jazz “pieces” in fakebooks (anthologies of popular jazz works) consists of simple indications of pitch and rhythm for the basic opining melody. Jazz charts can be as minimal as a sequential list of chord changes that are to serve as the basis for improvisation (43).

Precisamente la ausencia de una exhaustiva información por parte de la partitura revela el grado de autoridad que se le concede y la intención de proporcionar al artista la posibilidad de ejercitar la imaginación musical de la forma más amplia posible. Lo mismo sucedería con el flamenco. Los recientes intentos de reunir ambos estilos en una modalidad denominada “jazz flamenco” se basan precisamente en la similitud de la concepción organizativa improvisatoria de ambos estilos.

En definitiva, el intento de Donnier, valioso en lo que concierne al análisis de las estructuras musicales, a la toma de conciencia de las múltiples posibilidades que encierran los patrones rítmicos a partir de un modelo matemático, para el caso del compás básico, y de un modelo informático para el caso de la construcción de las falsetas, es un intento fracasado en lo que concierne al duende. Se trataría tan sólo, 266

extrapolando libremente la terminología kantiana, de un duende adherente, porque

presupone un concepto y la perfección del objeto siguiendo a ese concepto (cfr. §16,

164). Y de esto es perfectamente consciente el musicólogo galo. El duende no puede objetivarse en la partitura, que es por naturaleza estática, ya que constituye un momento fugaz cuya intensidad emotiva se produce en el momento de la interpretación.

Interpretado desde la partitura es una emoción prefabricada y sin vida. El duende es una

lucha entre el creador o intérprete y su inspiración caótica, pero no con el fin de

domesticarla mediante la imaginación o la razón en una obra reglada por esas facultades.

No refleja el resultado de la lucha sino la lucha misma.

Dos observaciones que creo de interés para terminar este apartado. La primera

está relacionada con el hecho de que el ritmo y la armonía del flamenco se mantienen, a

diferencia de la música clásica, solamente de forma “sugerida”. La fluidez rítmica y

expresiva en el flamenco es siempre más importante que el rigor armónico según criterios

clásicos. Y esa expresividad se ve potenciada por una armonía y un ritmo inestable,

situados siempre en un estadio de liminalidad capaz de provocar innumerables

resoluciones posibles, lo que provoca en el espectador un efecto de incertidumbre y

sorpresa muy intensos. La emoción se convierte en una emoción vertiginosa. Como es

lógico, esas emociones de incertidumbre y sorpresa no se producen ni ante la muerte, ni

ante el sexo, ni ante el ser, como afirmaba Molina, sino ante el propio devenir armónico, rítmico y melódico de la pieza. Su objeto intencional es exclusivamente musical y no de orden metafísico o de cualquier otra naturaleza. Esto evidentemente, en lo que respecta a la música instrumental de modo exclusivo.

267

La segunda observación está relacionada con la desaparición de la emoción o la experiencia del duende en nuestro mundo contemporáneo. Donnier se refiere entre otros motivos, no sin razón, a la simplificación de los ritmos antiguos como producto de la necesidad de encontrar un público más amplio al que halagar los oídos con una escucha más fácil. Esa reducción rítmica a esquemas más propios de la música occidental reglada reduciría su versatilidad y su capacidad de sorpresa. Una advertencia que ya señalaba

Demófilo cuando protestaba contra el “agachonamiento” de los cantes. El duende, como

decía Lorca, es una creación en acto sin posibilidad de repetirse, es decir, se encuentra

sólo en la medida en que se ejecuta en un aquí y ahora donde la improvisación juega un

papel fundamental. En este sentido, lo que Benjamín llamaba la “reproductibilidad

técnica” del arte tiende a apagar el poder del duende. Una pieza flamenca puede sorprender por su incertidumbre rítmica y armónica en la primera escucha, pero si tengo la posibilidad de visitarla cada vez que lo desee exactamente en su misma configuración, la sorpresa acaba por extinguirse. La escucho como una estructura formal teleológica, como dispuesta de antemano por un plan previsto hacia un fin determinado. Ya no es una creación en acto, original y primigenia sino, como diría Baudrillard, su doble fantasmático. El placer de la incertidumbre y el vértigo de la espera de una forma inacabada, el placer de lo sublime, digamos, se transfigura en el placer de la expectativa cumplida, de una forma compacta y resuelta que nos halaga precisamente porque colma nuestra incertidumbre. Así, el placer de lo sublime se transforma en el placer de lo bello.

268

No puedo por más que apuntar esta observación cuyas implicaciones me llevarían fuera del terreno demarcado en esta tesis doctoral. Espero tener la oportunidad en un trabajo futuro de abordar este asunto en mayor profundidad.

269

3.2.5. UNA POÉTICA CONTEMPORÁNEA DEL CANTE JONDO Y DOS NEGACIONES DE LO SUBLIME.

Desde la poética lorquiana, tan sólo Félix Grande en los años setenta y ochenta

del siglo pasado se había ocupado de la reflexión estética del flamenco con una amplitud

suficiente para repensar algunos de los postulados iniciales. En otras obras anteriores de

la crítica flamenca, las consideraciones sobre el duende y la estética quedaban relegadas a algunas páginas que, aún siendo valiosas en algunos casos, resultaban de todo punto insuficientes. Recientemente, sin embargo, y con la pretensión de superar esa laguna histórico-crítica, Martínez Hernández ha escrito un libro que reconstruye un esbozo provisional para el desarrollo de una poética del cante jondo y que, a no dudarlo, se ve afectada en muchos de sus presupuestos por las consideraciones de los dos escritores mencionados anteriormente, pero también por el uso más o menos informal de ciertas categorías que son moneda corriente en el lenguaje del flamenco, lo que en absoluto menoscaba la importancia de esta obra.

El lenguaje coloquial del flamenco ha establecido algunos modos de categorización sobre la base de una serie de formas expresivas que tendrían un correlato más o menos fiel con ciertos estados emocionales, un conjunto de melotipos que contienen elementos atribuibles a géneros artísticos, categorías estéticas o cualidades emocionales específicos: “suele decirse con respecto a los estilos o palos –afirma

270

Martínez Hernández- que la seguiriya es trágica, la malagueña elegíaca, la soleá dramática y solemne, las alegrías graciosas, los tientos o la petenera melancólicos…etc.”

(113). Así mismo y en lo que respecta al cante flamenco en general, se han catalogado diferentes tipos de voz que dan como resultado variaciones expresivas que reconfiguran los estilos y los dotan de un nuevo carácter. Se habla de voz afillá, voz redonda, voz natural, voz fácil o cantaora y voz de falsete.

La voz afillá que predominó particularmente en el siglo XIX, es una voz ronca, recia, grave y relajada, y aunque “puede ser muy profunda, a veces es ruda y ordinaria, fácil de dominar” (Bls Vega y Ríos Ruiz, II, 804). En los años sesenta, Molina y Mairena consideraban a Manolo Caracol como el paradigma de esta voz, siendo especialmente apta para las siguiriyas, las bulerías, las tonás y las soleás. No es privativa de los hombres, pues María Borrico cantaba así también, como su descendiente Tío Gregorio.

Juan Talega, La Piriñaca y más recientemente Manuel Agujetas son claros exponentes de esta voz.

La voz redonda es, según Molina y Mairena una voz “dulce, pastosa y viril” (82) y también armoniosa aunque tampoco es patrimonio de los cantaores, pues La Serrana,

La Serneta y Pastora Pavón tenían esta cualidad, lo mismo que el hermano de esta última,

Tomás Pavón. Pericón de Cádiz y Beni de Cádiz también tienen esta tesitura vocal.

La voz natural se produce como una síntesis de las dos anteriores. Es una voz rajada en ciertos momentos, lo que comparte con la voz afillá, pero no bronca, sino con tendencia a la armoniosidad y exenta de impostaciones, lo que la diferencia de la voz de falsete. Manuel Torre constituye el ejemplo más temprano que conocemos. La voz de 271

Antonio Mairena, El Lebrijano, Manuel Soto Sordera y muy recientemente Miguel

Poveda pertenecen también a esta categoría.

La voz fácil o cantaora es una voz muy flexible, sin llegar a la impostación.

Molina y Mairena consideran a la Paquera de Jerez y a la Perla de Cádiz como sus

mejores representantes, en donde destacan por los cantes festeros, especialmente las

bulerías (83).

La voz de falsete, considerada poco apta para el cante jondo, está especialmente

dotada para los floreos y los arabescos. Se puede decir que esta voz irrumpió durante el

período de la denominada ópera flamenca (1920-1950). Se trata de una voz impostada

para suplir la carencia de una voz natural. Antonio Chacón y Pepe Marchena dieron con

esta voz una impronta muy particular a ciertos fandangos de Levante y a las malagueñas.

Rafael Farina y José Salazar Molina, apodado irónicamente “Marques de Porrina”, son

también exponentes claros de este tipo de voz.

A pesar de que la visión trágica del flamenco es la que ha predominado hasta la

fecha, cuya causa intentaré explicar en el próximo capítulo, lo cierto es que este estilo se

pliega con facilidad a un arco muy amplio de manifestaciones de la sensibilidad que van

desde la alegría más desbordante hasta la pena más desconsolada (lo que la distingue de otras músicas hermanas como el tango o el blues), y que pueden ser explicadas a través de ciertas categorías como lo armónico, lo elegante, lo gracioso, lo agradable, lo grandioso, lo grave, lo patético, lo conmovedor, lo solemne, lo sobrecogedor, lo terrible, lo fascinante y que podrían resumirse, grosso modo, en lo que la estética occidental ha denominado lo bello y lo sublime. Sin embargo, Martínez Hernández ha señalado que 272

esas categorías sólo nos pueden servir como punto de partida de elaboración de una estética, la flamenca, cuya fundamentación exige una reelaboración más autóctona de las categorías. Así, el autor elabora como una primera tentativa la distinción categorial para el cante flamenco entre lo bonito, lo bello y lo jondo, las dos primeras como cualidades compartidas por el flamenco y el arte occidental y ésta última “como una experiencia singular y diferente a todas las demás que el arte proporciona”; es decir, lo jondo sería lo que hace del flamenco un caso singular con respecto a otras músicas (114).

Martínez Hernández define lo bonito como una “cualidad sensible cercana a la belleza” que se manifiesta en la “unión de lo agradable y lo liviano, es lo bello disminuido, próximo a lo gracioso y a lo frívolo, que se manifiesta en el arte como juego fácil, diversión o entretenimiento” (115). Se trata por tanto de un puro juego de las formas para el puro deleite de los sentidos. En este cante predomina entonces la pura sensación sobre la espiritualidad. Recordemos que Kant había explicitado una diferencia entre el placer sensual (deleite) y el placer estético. En el primero los sentidos funcionan y su funcionamiento mismo es el origen del agrado, es un deleite que García Morente denomina “operativo” y cuya satisfacción Kant relaciona con la facultad de desear sobre una base estimular; mientras que el placer estético es “contemplativo”, no atribuimos a los sentidos la causa del placer que sentimos, aunque dependamos de ellos en primera instancia como condición indispensable.228

Hernández se refiere con ello a una forma “manierista” del flamenco en el que predomina la filigrana y la floritura, que se complace con el adorno, el arabesco y el

228 Sobre el particular, cfr. Kant (1997, §3-§7 y §54: 134-144 y 291-293) y García Morente (182-183).

273

virtuosismo vocal,229 a la manera del bel canto, al fin una estétique du gaspillage que afecta a la parte más superficial de nuestras emociones; es decir, según puede deducirse de sus afirmaciones, al componente fisiológico de las mismas. Otra acepción del cante bonito, no necesariamente independiente de la primera, es aquel en el que predomina la delicadeza expresiva, la complacencia en las formas, la dulzura y la contención emocional; es decir, un cante que emociona con agrado “sin herir ni lastimar en exceso, sin buscar el arrebato o la manía de los afectos” (ibid., 115). Se trata de refinar la emoción cruda, incidiendo más en la musicalidad que en la expresividad de la voz, en la melodía armónica más que en el timbre expresivo. Así, es un cante “cultivado” con predominio de la voz de falsete, ausente de patetismo, donde se busca más el lucimiento personal y el halago de un auditorio poco exigente. El cante bonito fue muy utilizado durante la etapa de la ópera flamenca, ya plenamente inmersa en el circuito comercial de la época, y tuvo la virtud (aunque para algunos sea un defecto) de extender el flamenco a lugares geográficos alejados de Andalucía.

Después de analizar la categoría estética de lo bonito, Hernández se refiere al concepto de lo bello, que sólo puede aplicarse al flamenco en el sentido en que lo toman los románticos. Frente a una belleza clásica, concebida como una cualidad que reside en la naturaleza de las cosas y en la que se destacan las cualidades de la forma, el equilibrio,

229 Entenderemos aquí el concepto de “adorno” como algo que no es un trozo constituyente de la representación total del objeto, sino que es algo exterior al mismo. Kant diferencia “adorno” de “ornato”. El adorno aumenta la satisfacción del gusto por su forma, es una manera de potenciarlo que constituye todavía un placer estético. Pero el “ornato”, también exterior a la representación del objeto, no consiste en la forma de la belleza sino en el encanto agradable que nos produce, un poco como señal deíctica que nos recomienda la alabanza del objeto y que, por tanto, daña la verdadera belleza (Cfr. §14, 160). Martínez Hernández debe referirse más al segundo concepto que al primero.

274

la proporción, la serenidad, la elegancia y la perfección, entendida como mimesis de la naturaleza a la que se accede mediante una tekné, y por tanto, obra de la razón, y no de la fantasía, que obedece a normas y principios generales para su producción, se encuentra la belleza romántica como expresión no de la armonía de la naturaleza, sino de su conflicto.

Una belleza que busca el choque perturbador, que se complace en lo excesivo, lo extraño, lo anormal y que es el fruto de la imaginación del artista, del genio como impulso natural que origina sus propias reglas para el arte sin seguir un modelo establecido. Es esta

última concepción de la belleza, “expresiva, intuitiva y patética” (ibid., 118) la que mejor puede adaptarse a la sensibilidad del flamenco, sin que por ello puedan darse en ocasiones formas estilizadas que se acercan más a la belleza clásica tradicional y que pueden tanto enriquecer al flamenco como desviarlo de su auténtica vocación. Así lo expresa Martínez Hernández:

El cante flamenco sólo puede ser bello en el sentido romántico del término, es decir, por su patetismo, naturalidad y libertad expresiva, porque si lo es en el sentido clásico deja de ser flamenco y se acomoda a una sensibilidad que le es extraña y que no le pertenece. (…) La belleza patética del flamenco exige que la armonía, la elegancia y la gracia se inclinen siempre hacia la intensidad emotiva (119-120).

Llegados a este punto, Martínez Hernández se propone abordar la última categoría, la de lo jondo que, según él, constituye una característica original del flamenco

y que hace de este género musical un caso singular, diferenciándolo del resto de la

música vocal occidental. El cante jondo es un cante con duende, hasta el punto de que

para este autor “el empeño de realizar una poética del cante jondo es equiparable al de 275

desarrollar una poética del duende” (ibid., 131). Una afirmación que no puedo compartir,

sino de manera muy parcial, tal y como intentaré explicar. El duende, concepto que

elabora estéticamente Lorca, es inicialmente una teoría de la inspiración y del genio, y por tanto, una teoría de la génesis del arte, de su modo de producción. El cante jondo, sin

embargo es su objetivación o, mejor dicho, una de sus posibles objetivaciones. Una cosa

es el proceso y otra cosa es el producto. El cante jondo es la manifestación sensible del

espíritu, de un impulso vital que se llama duende. Es cierto que el cante jondo puede

analizarse en función de ese proceso, pero no olvidemos que es también su manifestación

en una forma musical que es lo que le incardina en una coordenada histórica determinada,

la del romanticismo y la vanguardia. Recordemos que en “Teoría y juego del duende”

Lorca había señalado que “cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma

distinta” (1984, II, 109) y que éste podía encontrarse en ciertas obras de Cervantes, San

Juan de la Cruz, Santa Teresa, Jorge Manrique, Goya, Juan de Mena, Quevedo, el Greco,

Juan de Juni, Herrera…etc. Recordemos que nos dice que también todos los países son

capaces de duende y cita a Rimbaud230 y a Juan Sebastián Bach como ejemplos de artistas enduendados. Recordemos también que el duende se encontraba de forma

particular en la tauromaquia donde Lorca discriminaba distintas maneras de encontrarlo

en función de la tradición en la que estaba inserto:

Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su duende barroco y Cagancho con su duende gitano enseñan desde el crepúsculo del anillo a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la gran tradición española (1984, II, 107).

230 Tal vez, la conexión pueda relacionarse con la construcción del mito del Oriente y del Sur, tan típicamente romántica, que sirve al poeta francés para alejarse del pensamiento racionalista occidental.

276

Por tanto, Lorca ya señaló que aunque es en la música, la danza y la poesía oral

donde se produce el duende con mayor asiduidad, porque son artes en movimiento que

revelan su proceso de génesis, otras artes también eran capaces de mostrarlo. Y así mismo, también afirmaba que el duende podía darse en experiencias musicales que no eran propiamente flamencas. En este caso la labor del intérprete “enduenda” determinadas formas musicales que en principio carecen de esta cualidad expresiva:

Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María a quien yo le vi cantar el horroroso cuplé italiano «O Marí», con unos ritmos, unos silencios, y una intención que hacían de la pacotilla napolitana una dura serpiente de oro levantado (Ibid., 99).

Permítanme un ejemplo actual. Los españoles estamos bastante familiarizados con una canción que interpreta Rocío Jurado titulada “Se nos rompió el amor”, escrita por

Manuel Alejandro y Ana Magdalena. La interpretación de La Jurado contiene valores

estéticos sin duda apreciables como la riqueza expresiva y la perfección técnica vocal en

todos los sentidos (claridad, juego polícromo de graves, medios y agudos, bel cantismo,

contención, perfecta afinación…etc.) pero está completamente exenta de expresión jonda.

Los arreglos orquestales allanan la ejecución vocal, la facilitan. Su queja es suavemente elegíaca, como la carta nostálgica que envía el enamorado a un amante perdido hace ya tiempo. No hay dolor, sino tan sólo la memoria del mismo. La vida continúa. En la voz de Bernarda de Utrera, la canción se vuelve cante (por bulerías) en primer lugar, es decir,

277

se hace flamenca y también, por añadidura, jonda. Su queja se huracana, se hace patética

sin llegar al melodrama y al gesto exagerado o artificial (algo que le ocurre en ocasiones

a Falete en otras interpretaciones de la cantante de Chipiona), la voz se raja, corta el aire

como un cuchillo afilado, y la melodía lucha a brazo partido con los arreglos

instrumentales de la guitarra y la percusión. Su queja es trágica. No hay ni alivio, ni

consuelo, ni sutura. Frente a la elegía que distancia la experiencia dolorosa, la rabia y la

impotencia que la vive en toda su terrible presencia, la insoportable gravedad de un amor

with Time’s injurious hand crushed.231 La letra, salvo por la salida de la interpretación de

Fernanda, es la misma y el esqueleto de la canción también. Y sin embargo esta es jonda

y aquella no.

En consecuencia, una teoría del duende, esta vez no como principio generador del arte sino como categoría estética, sí puede corresponder a una teoría de lo jondo, pero no a una teoría del cante jondo, que es una de sus posibles manifestaciones sensibles. Es decir, todo cante jondo tiene duende, pero no todo lo que tiene duende es cante jondo. El duende, o lo jondo, al menos como lo interpreta Lorca, es una forma peculiar atemporal de relación sustantiva entre el sujeto y la naturaleza en el arte. Y el cante jondo designa una relación adjetiva entre una forma de canción y una expresión particular de la misma que la califica como una entre las posibles formas del flamenco y que tiene su inscripción histórica original en la modernidad finisecular del XIX. Lo específico del cante jondo es la manera flamenca en que el duende (o lo jondo) se manifiesta. En este sentido, por ejemplo, Billie Holiday no interpreta cante jondo, pero sí canta jondo. “Strange fruit”o

231 Shakespeare, Sonetos (LXIII, 144).

278

“Stormy weather”, pertenecen por completo a una estética de lo jondo, pero no a una

poética del cante jondo, sino a una poética, entre varias posibles, del blues.232 Comparen

si no la versión de “Stormy Weather” interpretada por Holiday, y la que interpreta Sara

Vaughan con Jimmy Jones y su orquesta. Nada que ver, a pesar de ser la misma canción.

Con Holiday la voz es desnuda y sobria, como un gimoteo que se va apagando en la

noche. El piano y la percusión actúan como un colchón desvencijado por donde la voz se cuela sin apenas resistencia. La cadencia melódica, que transcurre casi en todo momento sobre un registro mínimo, fluctúa constantemente de timbre, de velocidad; los acentos vocales basculan sincopados sin un orden preciso sobre un ritmo primario que se acelera o retarda en función de la expresividad de cada momento. Con Vaughan todo esto desaparece. La melodía de la voz se ciñe tanto al ritmo mucho más constreñido de la orquesta como al patrón que marca la armonía. El registro melódico se ensancha, se multiplican los adornos y los vibratos perfectamente afinados. Su voz ya no es un lamento, sino un olvido. Aunque la letra es la misma, la primera dice my man is gone and all this is a mess. La segunda: my man is gone. Much better for me. En la primera hay tragedia, en la segunda, reconciliación, es decir, comedia. Aquella es sublime, ésta es bella. Aquí no hay herida abierta sino cicatriz casi imperceptible. Es la diferencia que existe entre una outsider y una diva. La misma que existe entre Nina Simone, Janis Joplin o Bettye Lavette, por un lado, y Aretha Franklyn, Carmen McRae o Lisa Ekdahl por otro.

232 En esta línea de pensamiento se encuentra tanto el artículo de Hirsh antes citado como el libro de los hermanos Rabassó, quienes analizan la poética de Lorca y el cante jondo en conexión con la de Nicolás Guillén y el son cubano y Langston Hugues y el jazz. A pesar de que este último libro contiene algunos errores de base evidentes, por ejemplo, la adhesión sin paliativos a la tesis hermética del cante, resulta muy valioso como análisis del entrecruzamiento de la cultura española, cubana y norteamericana de la primera mitad del siglo XX.

279

A estas alturas, los lectores ya inferirán que lo jondo designa la visión de un sentimiento trágico de la vida, y sin embargo, Martínez Hernández se muestra reticente a

hacer equivalente lo sublime y lo jondo. Y aquí se encuentra la cuestión que me gustaría

comentar en las páginas siguientes:

El romanticismo se sirvió también de la idea de lo sublime para definir lo trágico, pero lo sublime no es idéntico a lo jondo, es la exterioridad de lo jondo, es lo jondo visto desde arriba. La categoría romántica de lo sublime presupone una concepción idealista, contemplativa, edificante y reconciliadora de lo trágico, mientras que el cante jondo se alimenta de la irresignación y el desconsuelo, de la sinrazón vivida como fatalidad. Lo sublime sería así lo jondo racionalizado e idealizado, moralizado y visto desde fuera, pero no vivido y sentido desde dentro. Lo sublime es la experiencia teórica de lo trágico, es la tragedia entendida como experiencia transitoria que puede ser superada y no como verdad última de nuestra existencia (Ibid., 122).

Creo que es necesario hacer algunas revisiones a esta postura. En primer lugar, y como ya se señaló en su momento, existen formaciones de la sublimidad que sobrepasan la categoría estética de lo sublime. Pero también, dentro de la misma categoría, lo sublime no es un término consensuado de una vez y para siempre. Ya vimos, por ejemplo, que Burke y Kant establecen una división tajante entre lo bello y lo sublime, división que no es compartida por otros autores posteriores y anteriores a ellos. Schiller, aún con todo el arsenal sistemático kantiano disponible en su mente, ya efectúa un nexo de unión entre ambos. Hay una belleza enérgica o áspera, sublime, y una belleza tierna o suave. El Kalligone de Herder también aglutina lo sublime en lo bello que “representa su origen, su época ruda, como también su final” (Aullón de Haro, 133). Schelling, en el ejemplar autógrafo del Sistema del idealismo trascendental (1800) había afirmado que

“no hay una oposición verdadera [y] objetiva entre belleza y sublimidad; lo verdadera y 280

absolutamente bello es siempre sublime, lo sublime (cuando lo es verdaderamente) es

también bello” (419). Las categorías nietzschianas de lo apolíneo y lo dionisíaco, trasunto

categorial de lo bello y lo sublime, no se articulan tampoco como opuestos

irreconciliables, sino todo lo contrario. El propio Martínez Hernández no es consciente (o

tal vez sí) de que la definición que ofrece de la belleza romántica contiene ya toda la

potencialidad de lo sublime. Por eso, creo, la definición que ofrece de este último

concepto la hace recaer sobre la posición que adopta el sujeto ante el objeto artístico y no

sobre el objeto artístico mismo, tal y como hace con la categoría de la belleza. Pero esto

puede crear confusión, pues las definiciones no se realizan sobre la base de los mismos

presupuestos. Martínez Hernández pretende resolver esta aporía identificando lo sublime

con lo trágico para darle un trasfondo objetivo, pero hemos de considerar que si bien todo

lo trágico es sublime, no necesariamente todo lo sublime es trágico, como bien podrá

deducirse de lo expuesto en la primera parte de este capítulo. La sublimidad, en términos generales que creo nadie podrá discutir, consiste en un modo de trascendencia del ser, en cuanto ser sensible, que se eleva (o se sumerge) hacia el ámbito de lo suprasensible en un intento de superar la escisión producida por la razón entre el sujeto y la naturaleza (para

Kant, será la razón misma la instigadora de esa unión, pero no tenemos por qué estar de acuerdo con él en este punto). Y lo trágico, en donde la tragedia como acción dramática es una de sus posibles manifestaciones, constituye una forma de pensar acerca de lo sublime, pero no es la única.

Veamos ahora la posición bastante similar que adopta Oscar Enrique Muñoz para

distinguir el duende, en la concepción lorquiana, de la categoría estética de lo sublime:

281

Conforme a esto, tampoco hay que confundir la noción de la terrible presencia con la kantiana de lo sublime. Lo sublime en la naturaleza son aquellos fenómenos cuya intuición conllevan la idea de infinitud, fenómenos que nos producen un sentimiento de dolor por nuestra incapacidad para imaginarlos. Lo desmesurado de la naturaleza, que escapa a nuestra capacidad sensible, impide cualquier esfuerzo de la imaginación para apreciar la magnitud de los objetos naturales. (…) La discrepancia de Lorca con estos planteamientos es radical: la polarización entre el objeto natural y el artista no se da en la sensibilidad panteísta de Lorca. Para Kant, el aspecto sublime de la naturaleza es tanto más atractivo cuando más terrible, con tal de que nos encontremos nosotros en un lugar seguro: nada se pierde en nuestra apreciación propia por el hecho de no haber seriedad en el peligro. Sin embargo, el artista enduendado está implicado en la obra y nunca puede alcanzar esa distancia con respecto a lo sublime que consigue el artista de la musa, sino que vive en plena zona liminal, vive en el peligro. La distancia con respecto al peligro supone el posicionamiento fuera de lo liminal, lo que impide cualquier encuentro con la terrible presencia, y el arte que se produce es tan sólo una simulación del contenido pleno de la naturaleza, es un arte de salón, ya sea del ángel o de la musa” (157-158).

En este caso, al menos, Muñoz se plantea la diferencia entre lo sublime y el duende exclusivamente en términos kantianos. De manera que en las propuestas de

Martínez Hernández y Muñoz nos topamos nuevamente con el problema de la “distancia psíquica”, ciertamente una preocupación que se encuentra como hemos visto en el origen de la concepción de lo sublime… y también del duende. Según estos autores, para que exista el duende se debe producir una eliminación de la distancia psíquica entre el artista

y su obra. “El cante jondo –dice Martínez Hernández- no tolera la simulación… ya que es

confesión pública y espontánea, creación en acto” (op. cit., 67) y la única regla para

cantar jondo es “la autenticidad, la perfecta coincidencia entre lo que se canta y lo que se

siente” (ibid., 68). Sin embargo, los argumentos se suavizarán en páginas posteriores,

pues Martínez reconoce que el artista flamenco “hace «como si» viviera en su interior lo

que narra en el decir de su cante” sirviéndose de una técnica vocal que recrea emociones 282

“que no se producen en el mismo instante en el que canta”, lo que implica “la distancia

psíquica necesaria para que el arte consiga su propósito último, la ficción desde la que

nace su verdad” (83). Sólo que “este carácter ficticio, convencional y simulador está

reducido en el cante jondo a su mínima expresión” (83). De manera que entonces, sí que

existe una distancia psíquica, sólo que mínima.233 Y es aquí dónde podemos empezar a

estar de acuerdo. La posición del artista con respecto a la experiencia del duende es la de una posición liminar, lo que significa, no como dice Muñoz, que el artista viva en el

peligro de lo abismal o de lo terrible, sino en el umbral, pues eso significa el término

anterior, allí dónde podemos sentir el peligro sin que constituya una amenaza por

completo real aunque lo suficientemente intensa para que dicha emoción conserve ciertas

características de la emoción verdadera. Si esto no fuera así, correspondería a los críticos que mantienen la anterior postura responder a la pregunta de cómo es posible que un artista o su público se encuentren plenamente en una situación aterradora, es decir, que amenace verdaderamente su instinto de conservación, y al mismo tiempo puedan ser capaces de quedarse allí parados y realizar o asistir a una obra de arte. No se entiende muy bien que la gente se reúna para tener ese tipo de experiencias tan desagradables, porque en el arte rige, en mayor o menor medida según los casos, el principio del placer.234 Y lo que se produce en la experiencia del cante jondo es ese tipo de placer

233 Consúltese lo dicho por Bullough acerca de la “antinomia de la distancia” en el apartado 3.2.3.1.

234 Crowther niega que la “clausula de seguridad” se presuponga necesariamente en tanto que en situaciones de extremo peligro es probable que en alguna ocasión encontremos el objeto que nos amenaza imponente y fascinante, y por tanto, una instancia de lo sublime (122). Sin embargo, yo no estoy muy seguro de ello. El hecho de que se pueda producir sólo “en algun ocasión” ya presupone que es una situación excepcional, aunque posible. Pero no me refiero a esto solamente. El hecho de que una situación extremadamente peligrosa pueda resultarnos fascinante proviene de su análisis posterior. Sin duda que las vivencias extremas producen una transformación del individuo y que algunas obras de arte pueden obrar también de 283

negativo al que se refería Burke. Por tanto, no se trata de un vivir en el peligro sino de un vivir ante el peligro. “El duende ama el borde de la herida –dice Lorca- y se acerca a los sitios donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles” (1984,

II, 105, mi subrayado). ¿No les parece a ustedes que esta definición del duende resulta muy adecuada para definir la experiencia de lo sublime, sin que por ello debamos caer rendidos a las consideraciones kantianas?

Según yo lo entiendo el duende es esa experiencia que podemos denominar como lo sublime flamenco. Pero no es Kant el norte hacia donde debemos mirar para encontrar la fuente de inspiración lorquiana, sino Herder y Nietzsche, un precursor y un epígono del

Romanticismo, quienes también elaboraron una teoría de lo sublime al margen de la propuesta por el filósofo de Köenigsberg, y que el poeta de Granada aprendió de su maestro Giner de los Ríos.

Herder había encontrado una forma de lo sublime precisamente en el canto popular de los pueblos primitivos. Ya en los Fragmentos (1767) el filósofo alemán había colocado a la poesía popular a la misma altura que la poesía griega clásica, indicando que la originalidad de esta poesía radicaba en el lenguaje vivo que aportaba el “espíritu” del pueblo. Luego, en la primera de las Silvas críticas (1769), Herder alaba a Lessing precisamente por un estilo que se desarrolla hic et hunc, “no de un escritor que ha llevado a cabo una obra, sino que la está realizando, no que pretende haber pensado, sino que piensa delante de nosotros” (1984: 7). En su Diario del mismo año, Herder había

esta manera, pero en el primer caso la experiencia de lo sublime se produce a partir de la distancia psíquica que es así mismo una distancia temporal del hecho vivido. Es decir, sólo cuando se ha superado el trauma.

284

criticado la literatura francesa clasicista al, digamos, enfriar la imaginación por su

acercamiento a la razón. El “genio” no podía encontrarse en ese contexto que pasaba por

ser el paradigma de la civilización, sino en las culturas y sensibilidades supuestamente

“bárbaras” o “primitivas” que habían hecho surgir las culturas nacionales.: allí donde, en

el seno de la lengua entendida como fuente de toda poesía, todavía sería posible

reconocer los rasgos característicos, las diferencias, las particularidades que constituirían la existencia concreta de cada pueblo. Pero será en el Ensayo sobre el origen del lenguaje

(1772), Shakespeare y las Cartas sobre Ossian, ambas de 1773, cuando sus teorías sobre el origen de la poesía y de los cantos primitivos se organicen de forma algo más sistemática. Así, al hablar sobre el falso Ossian, escribirá:

Cuanto más primitivo, esto es, cuanto más activo sea un pueblo… tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones… Cuanto más alejado esté el pueblo del pensamiento, el lenguaje y los modos literarios artificiosos, científicos, tanto menos estarán sus canciones hechas para el papel y tanto menos serán sus versos letra muerta (Ibid.,239).

De igual manera, tanto en Sófocles como en Shakespeare, las reglas no son arte,

en el sentido de artificio abstracto, sino “naturaleza”, es decir, un producto “genial” de la

realidad histórica concreta. Fueron precisamente estas actitudes las que llevaron al

filósofo alemán a recopilar, tal y como hiciera también Lorca siguiendo la estela de su

maestro, las canciones populares alemanas en sus Volklieder (1777-1778). Lo sublime en

Herder se produce en el énfasis en la acción y en la sensibilidad concreta del individuo,

en la realidad vital y, en general, en la experiencia particular entendida como la

dimensión auténticamente totalizadora. En sus obras se tiende a tomar como punto de

partida la sensibilidad individual, la experiencia concreta del ser humano, en lugar de los 285

principios abstractos en los que se enredaba la estética racionalista. Al mismo tiempo,

Herder osciló entre la construcción de un uso nuevo de las mitologías o de la producción de una nueva mitología para su época. En la base de su proyecto yacía su convicción de que tanto las viejas narraciones bíblicas y orientales, como el universo mítico de la antigua Grecia, la literatura popular o las sagas nórdicas, respondían a una capacidad mitopoética del ser humano, fuente de toda poesía, en la que alcanzaría expresión de una manera sensible, como imagen, pero universal y originaria, la experiencia auténtica deteriorada por las abstracciones de la civilización. Se trata, como también pensaba Lorca al hablar del duende, de propiciar una contemplación de las cosas como si fuera la primera vez.

Pero si en Kant lo sublime era una experiencia de la trascendencia del ser propiciada por la razón y por tanto, la música con su carácter hedonista no era muy proclive a su manifestación, para Herder poesía y música unidas constituyen el lenguaje propio del hombre. Los cantos populares en los que se tangibiliza a la perfección esa unión de origen de ambas artes viene a ser la fuente primaria de inspiración en orden a una renovación de la poesía y la música modernas. Pero en la música, como origen del lenguaje, no puede existir solamente el sonido instintivo del sentimiento, la inmediatez de la emoción en contraposición al proceso reflexivo de la razón, como era para los iluministas, sino la unión de sentimiento y razón, de reflexión e inmediatez, creación en la que todas las facultades humanas se hallan aún unidas, por encima de toda distinción abstracta. De esta forma, dice Fubini, “la dimensión cognoscitiva que los iluministas habían excluido de la música por considerar que ésta pertenecía a la esfera de la

286

sensibilidad, … es considerada por muchos románticos, desde una dimensión metafísica, como vía simbólica de acceso a verdades de otro modo inaccesibles” (271).

De manera que lo sublime en Herder, como lo será el duende lorquiano, es un

“sublime sensible” donde la razón actúa bajo mínimos todavía y todos los sentidos trabajan al unísono para recoger en la voz popular todo lo sensible de la naturaleza. Esa es la divisa de Herder, tan distinta de la de Kant.

Así las cosas, no puede extrañarnos que Lorca llamara al cante jondo “primitivo canto andaluz”. Al creer en la remotísima antigüedad de estos cantes, Lorca podía construir su propia teoría en base a los postulados de Herder. El cante jondo tiene duende por ser una manifestación del espíritu tosco, elemental, de un lenguaje originario en el que todavía la naturaleza se muestra en él con toda su plenitud. Ese lenguaje originario que habla el duende del cante jondo es el lugar de lo sublime, y, en la perspectiva lorquiana, puede ser denominado sin duda, sublime flamenco.

Claro está que el cante jondo no es un canto primitivo, sino un canto moderno, tal y como ya se ha demostrado en otro lugar de esta tesis. Igual que Herder tuvo su

Macpherson, también Lorca hizo pasar por antigua una modalidad musical que en muchas ocasiones se basaba en coplas de autor y que, aunque de forma rudimentaria, contenían toda una estructura codificada que se había desarrollado en el siglo XIX. Pero, al igual que ocurre con Herder, su tesis no se invalida por ello, pues según lo entendiera el primero la prioridad del lenguaje lírico-musical no debe entenderse en un sentido estrictamente cronológico: el rasgo de lo originario es algo totalmente ideal y renovable en cada nueva creación, en cada nueva expresión humana. El cante jondo no es un cante 287

primitivo, pero sí acusa ciertas particularidades de aquél. Es más bien un arte

“primitivista” que Lorca aprovecha para su propia poética vanguardista como proyecto de transformación del arte occidental.

288

3.2.6. “¿QUIÉN SABE LO QUE PUEDE EL CUERPO?”: ALGUNAS NOTAS SOBRE LA MEMORIA Y EL DUENDE.

Todo cuanto sé del mundo, incluso lo sabido por ciencia, lo sé a partir de una visión más o de una experiencia del mundo sin la cual nada significarían los símbolos de la ciencia. Todo el universo de la ciencia está construido sobre el mundo vivido y, si queremos pensar rigurosamente la ciencia, apreciar exactamente su sentido y alcance, tendremos primero que despertar esta experiencia del mundo del que ésta es expresión segunda. La ciencia no tiene, no tendrá nunca, el mismo sentido de ser que el mundo percibido, por la razón de que sólo es una determinación o explicación del mismo. Maurice Merleau-Ponty

Todo arte que tenga en contra a la fisiología es un arte refutado. Friedrich Nietzsche

En lugar de una hermenéutica necesitamos una erótica del arte.

Susan Sontag

Las teorías sobre la importancia del cuerpo, como voluntad y como representación, en la vida social, cultural, económica y política de las comunidades humanas a lo largo de la historia han obtenido un desarrollo particular en los últimos treinta años desde el campo del feminismo, el psicoanálisis y los estudios culturales. Lo que podemos denominar acaso como “la muerte de la metafísica” abrió también nuevas posibilidades a la filosofía,

289

aunque no ha sido sino a finales del siglo pasado cuando las universidades y otras

instituciones del conocimiento han superado este, llamémosle, prejuicio de la carne.En

relación a la comprensión del flamenco, el profesor norteamericano William Washabaugh

ha subrayado una paradoja fundamental al declarar que “por una parte, el cante es una práctica profundamente espiritual que reclama las facultades contemplativas. Por otra, el género flamenco es innegablemente físico e indiscutiblemente corporal”, subrayando además que la vacilación entre estos dos polos “está cargada de fuerza política” (1996:

127). Sin embargo, como ha sucedido con otros escritos acerca de la música europea, los estudios sobre el flamenco se han centrado casi exclusivamente en el componente espiritual del cante, relegando al cuerpo al mero papel de mediador o de instrumento de la expresividad del alma., cuando “en realidad, la centralización del cuerpo es una de las contribuciones más poderosas, además de invisible e inadvertida, de la música flamenca”

(ibid. 130).

Cuando Lorca rememora la escena de Pastora Pavón cantando en una taberna de

Cádiz dice que los allí presentes no le piden técnica, ni facultades, ni maestría, ni formas, sino “tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire” (1992b: 146).235 Se trata de algo más que cantar con sentimiento, con feeling, como se dice en la jerga del blues. El duende en el blues (y en su modalidad urbana, el jazz)

235 El genial trompetista de jazz Chet Baker escribió en sus memorias: “Me da la impresión de que la mayoría de la gente se deja impresionar sólo con tres cosas: la rapidez con que toques, los agudos que consigas, la fuerza y el volumen que le saques al instrumento” (39-40). Ni que decir tiene que esto exasperaba a un músico que rara vez pasaba con la trompeta del mezzo-forte. Aunque el concepto de la música en Baker es distinto del de Lorca ninguno de los dos pone el acento sobre las cuestiones “externas” de la música (las facultades, el virtuosismo, la perfección técnica), sino en una cualidad interior expresiva que los jazzistas llaman “soul” y los flamencos “duende”.

290

tiene su término sinónimo y se llama precisamente “alma” (soul).236 No es arbitraria la

comparación ni mucho menos. Cuando hablamos de duende y de soul hablamos de

memoria, del grito dolorido de los antepasados. En cierto sentido estos conceptos conservan un anclaje histórico: llevan consigo el poso de unas condiciones de vida de

explotación, persecución, marginación y pobreza sufrida tanto por las comunidades

negras de esclavos en los campos de algodón de Norteamérica como por las

gitanoandaluzas de los latifundios de Andalucía. Cuando al viejo gitano cantaor Manolito

el de María le preguntaron por qué cantaba había dicho: “Canto porque me acuerdo de lo

que he vivido”. Pero eso es tal vez sólo una parte del problema.

He afirmado que los conceptos son históricos sólo en cierto sentido: el espíritu es

histórico (Zeitgeist), se configura dentro de una encrucijada (lo que Bajtin llama un cronotopo), mientras que el alma campa solitaria fuera de todo tiempo y espacio. Y la palabra “alma” encarna también la victoria de esa Unidad Primordial de la que hablaremos en páginas posteriores, pues, siguiendo a Schopenhauer, el espacio y el tiempo singularizan lo que es, en principio idéntico. Por la acción de ellos, la unidad esencial del todo se convierte en multiplicidad.237

Pero cuando hablo de memoria no estoy hablando de memoria histórica, al menos

no en su sentido genuino. Eugenio Montale habla en un hermoso poema de una memoria

236 Uno de los discos más importantes de Ketama donde pueden encontrarse elementos de fusión entre el flamenco, la música afrocubana y el jazz se llama precisamente Pa gente con alma. El título refleja perfectamente la fusión musical que se produce en el disco a través de la forma vulgar del habla andaluza y cubana y este concepto jazzístico tan cercano al duende.

237“Pues el tiempo y el espacio son aquello en virtud de lo cual lo que en su esencia y según el concepto es uno y lo mismo, aparece como vario, como múltiple, bien en la sucesión, bien en la simultaneidad, son, por consiguiente: el principium individuationis” (Schopenhauer: 225).

291

sin la pesada carga de los atributos de la conciencia: “La memoria viviente es

inmemorial,/ no surge de la mente, no se hunde en ella./ Se añade a lo existente como una

aureola/ de niebla a la cabeza. Ya se ha esfumado y es dudoso/ que vuelva./ No tiene siempre memoria/ de sí” (en Arce: 203). El texto que sigue quizá pueda ayudarnos a afinar lo que quiero decir:

Un gitano puede desconocer los pormenores de la historia de su comunidad, y si los desconoce no puede recordarlos. Pero la memoria no es sólo un atributo personal. En la memoria de cada hombre late la memoria de su familia. En la memoria de una familia –y más aún si es una familia gitana- late la memoria de un pueblo. La memoria de un pueblo –y más aún si se trata de un pueblo marginado- puede tener cicatrizadas sus heridas: pero al menos las cicatrices estarán presentes entre los rasgos del carácter, en su relación con el miedo, en su cautela ante el poder, en su nostalgia de una calma siempre buscada y nunca conseguida; y desde luego en sus maneras de cantar. En la memoria de Manolito el de María –sobre todo cuando cantaba- latía su propia vida; latía también la suma de los recuerdos de su antiquísima familia y, por extensión, la suma de la historia y de las historias que fueron configurando el talante de los gitanos españoles. Ese latido añejo, subterráneo, pura energía oculta, puede ser preconsciente, silabeante, informe. Pero tiene su peso, y sin él la memoria no pasaría de ser un trivial inventario de los escasos hechos y de las emociones personales de un hombre. Pero las emociones nunca son sólo personales. El corazón no es nuestro: en parte sustancial es heredado. Todo lo que esencialmente nos define es acumulación, es una herencia.” (Grande 1992: 19- 20).

De las palabras de Félix Grande se desprende entre otras muchas cosas que se trata más bien de una memoria inconsciente, de una memoria que no sabe que sabe -diría Lacan-; tal vez, llevada al límite, de una memoria estrictamente corporal.

La memoria corporal puede entenderse en dos sentidos distintos, pero no excluyentes: de un lado, y como han demostrado algunos estudios sobre lenguajes no verbales (cfr. Birdwhistell, Davis, Knapp...etc.), a partir de la comprensión de que nuestro

292

aspecto físico está culturalmente programado. Los atributos del rostro, por ejemplo, tienen poco que ver con nuestra biología. En gran medida son “adquiridos” como consecuencia de una imitación, donde se demuestra que el ser humano es extraordinariamente sensible a las señales corporales de sus semejantes. El aspecto de nuestro rostro (una parte del cuerpo en la que, por cierto, inciden numerosas imágenes, tanto fotográficas como pictóricas, que versan sobre el flamenco) es una respuesta “a otras personas, a necesidades interiores, y también, en un nivel temporal de largo alcance, a expectativas culturales” (Davis, 55). Desde el punto de vista psicoanalítico Wilhem

Reich y Alexander Lowen también han señalado que los estados anímicos y ciertos problemas psicológicos suelen reflejarse a menudo en nuestras características físicas. Por ejemplo, la tensión en la boca, la garganta y el cuello podría derivar de una decisión de no llorar; o una pelvis sostenida en forma rígida puede haber comenzado como modo de refrenar las sensaciones sexuales (en Davis, 227). En este sentido, los rostros de Manuel

“Agujetas”, Bernarda de Utrera, Paco de Lucía, Juan Talega o Camarón son la expresión palpable de la memoria de un pueblo hambriento y perseguido a lo largo de su historia, pero aún más son expresión y respuesta a una situación de desamparo (individual o colectivo) de la que fueron testigos ¿Podemos siquiera imaginar un rostro similar en las nuevas generaciones de cantaores? ¿Hay algún signo “trágico” en los rostros suaves y apolíneos de Vicente Amigo, Estrella Morente, el Potito, José Miguel Carmona...etc.).

Por supuesto que con esto no quiero infravalorar los logros de la nueva generación. Sólo apunto a que sus rostros reflejan una memoria cualitativamente distinta producto de una experiencia también diferente.

293

Por otro lado, la memoria corporal puede entenderse como “la mémoire involontaire

des membres”, tal y como afirmaba Proust (cfr. pp. 18-24): la memoria se valdría de

algún gesto espontáneo de alguno de nuestros miembros anatómicos para retrotraernos a

una experiencia pasada “voltaria y confusa [que] nunca [dura] más allá de unos

segundos” (22). Precisamente Washabaugh ha señalado que el placer obtenido al

presenciar el flamenco se explica desde la vertiente tradicional afirmando que el cante

“actúa como la magdalena de Proust para sacudir la mente en desenterrados recuerdos

que, en la descarga, liberan al oyente” (2005: 89). Vamos a intentar explicar en qué

consiste exactamente este proceso.

Cuando un cantaor se aplica con rigor en los tercios de una siguiriya o de una minera

no sufre su conciencia, sufre su cuerpo, literalmente. Tía Anica la Piriñaca decía:

“Cuando canto a gusto, me sabe la boca a sangre”, pero no hay ninguna intención de

orden metafórico en la afirmación de la vieja cantaora. Para expresar su protesta no alude

a una reflexión más o menos intelectual de carácter histórico o sociológico, sino más bien

a una reacción corporal de uno de sus sentidos más íntimos: el gusto.238 Reproduce la

diferencia que va, en el sentido de Bergson, de la vita contemplativa (como señuelo de la

238 Los diferentes sentidos o, en términos topológicos, las diferentes “aperturas sensoriales corporales” se han categorizado convencionalmente en sentidos cercanos o de contacto (olfato, gusto, tacto) y distantes (vista y oído). Como ha señalado Pasi Falk (1997: 10) la organización sensorial en el sentido jerárquico depende de manera fundamental del desarrollo filogenético y del Orden cultural y social. En el Orden cultural y social en el que vivimos, la vista y el oído constituyen los sentidos predominantes. La actitud de Tía Anica, una labor que podemos llamar de intimación, supone entonces una resistencia, inconsciente si se quiere, contra esa predominancia. La cultura popular es muy proclive a estas resistencias. Adriana Varela, por ejemplo, canta un tango porteño de Stampone y Expósito titulado “Afiche” que expresa los sentimientos que deja una amarga separación amorosa. El shock que provoca la asunción de la “verdad” de la separación se muestra en términos de una percepción también de tipo gustativo: “luego la verdad/ que es restregarse con arena el paladar”. La textura “arenosa” de la voz de Varela es también el registro corporal de la asunción de esa verdad decepcionante.

294

conciencia) a la vita activa (como señuelo de la experiencia).239 La afirmación puede ser

reinterpretada, si se me permite, de esta forma: “mi sufrimiento no es por causa de lo que

he visto o he oído, sino porque cantando rememoro una sensación que sabe a sufrimiento”. Un comportamiento, digamos, nutritivo deviene irremediablemente en otro afectivo. El cante (como sonido táctil –me desgarra o me acaricia por dentro-), al igual que el baile (como gesto que tensa o relaja mis músculos, que tuerce mis articulaciones o

pone a prueba mis tendones), antes que nada pertenece a la intimidad del cuerpo.240 Por

esta razón pienso que el grito, que el flamenco traduce por las palabras “quejío” y “ayeo”,

no es la forma resultante de un sentimiento de desesperación, como se ha dicho

frecuentemente, sino más bien, según ya afirmó Lessing hace más de dos siglos, “la

expresión natural del dolor corporal” (43), la manifestación visible de un malestar

puramente físico. Puesto que, evidentemente, ningún cantaor se duele a priori de ningún

dolor físico cuando ejecuta un cante, a no ser que ya esté enfermo de antemano, los ayeos

que sirven de entrada a las coplas funcionarían no ya como expresión sino como actos

constitutivos de un dolor que resulta fundamental para el ejercicio verdadero de los

estilos más patéticos. Creo que aquí estriba la inversión radical en el planteamiento que

me gustaría proponer: la cuestión, a mi entender, no es, o no principalmente, “recuerdo

239 Cfr. Bergson, Materia y memoria (1896).

240 Isidoro Moreno afirma que “el quejío y los silencios, los tonos y la fuerza, la gestualidad de la voz, de las manos y de los pies, o los sonidos que pueden arrancarse a las cuerdas de una guitarra, son más importantes para comprender el flamenco que lo que dicen las letras de sus coplas” (en Cruces Roldán, 1996: 23). Como se ve, propongo aquí lo que nunca haría un psicoanalista de primera generación, que sería escuchar sólo el sentido de lo que se dice en las letras. Por eso Freud jamás entendió la música “absoluta”, aquella que carece de texto verbal. Soy consciente de que en el cante flamenco, por contener una letra, escucho, indisociables, sonidos y sentido. Pero, como afirma Schneider, “el timbre estruendoso o velado, (...) el ritmo agotado o maníaco, la frase desligada o ligada, no son exteriores a lo que se dice, sino que son lo que se dice” (18). La prosodia también habla. Por eso tengo la necesidad de sentirme seducido sólo por la voz, por lo que hay detrás de las palabras, o delante, o contra ellas.

295

que he sufrido, o he visto sufrir a mis semejantes y por eso canto”, sino “canto y por eso

sufro. Construyo en ese momento una experiencia original de sufrimiento”. Luis Rosales

dice lo mismo de otra forma: “no es que la queja cuaje en copla, como suele ocurrir en

todo cante popular, es que la copla cuaja en llanto” (63). El cante flamenco, como todo

arte verdadero, no manifiesta o constata una pérdida (aunque lo diga Machado), más bien

yo diría que la provoca, que la constituye. Creo que existe una diferencia sustancial entre

las palabras de Manolito el de María y las de Tía Anica. Una diferencia que estriba en la diferente motivación para el cante. El primero habla de una memoria consciente, y por eso su afirmación se explicita en un tiempo pasado. La segunda es una memoria involuntaria que se construye en el mismo momento de producirse la ejecución, por eso su afirmación está hecha en tiempo presente. En el primero se da un concepto del arte como “representación” de la vida (mimesis), en el segundo como “construcción” de la misma (poiesis).

Para entender a fondo el asunto podemos recurrir a Marcel Proust y a la

interpretación que de su obra capital hace Walter Benjamín (1991: especialmente 126-

132). En las primeras páginas del primer tomo de En busca del tiempo perdido el escritor

francés hace una distinción entre memoria voluntaria, que viene a ser una memoria

consciente y que pertenece al dominio de la inteligencia y de una memoria involuntaria,

debida al encuentro casual de un objeto que activa, sin la responsabilidad consciente del

sujeto, un pasado lejano. En el caso de Proust, el sabor de una magdalena le transporta a

su infancia en la pequeña ciudad de Combray con una intensidad mucho mayor que la

296

conseguida a través del uso consciente y voluntario de la memoria.241 La intensidad de este fenómeno, según Benjamín, provoca una experiencia, mientras que la memoria consciente articula una vivencia; traducido a la manera de Proust: sólo puede ser componente de la memoria involuntaria lo que no ha sido ‘vivido’ explícita y conscientemente, lo que no le ha ocurrido al sujeto como vivencia” (Benjamin 1991:

129), lo cual entronca directamente con la distinción psicoanalítica de Reik entre memoria (en el sentido proustiano de memoria involuntaria) y recuerdo (memoria voluntaria): “La función de la memoria es proteger las impresiones. El recuerdo apunta a su desmembración. La memoria es esencialmente conservadora, el recuerdo es destructivo”.242 Básicamente Freud (2001: 96-113), que no hace la diferenciación de Reik entre “memoria” y “recuerdo”, ya había afirmado que la memoria consciente no es la huella misma de un recuerdo sino solamente su sustituto (Ibid: 104). Para el padre del psicoanálisis el proceso de estimulación no deja en la conciencia (encargada de la memoria voluntaria), una modificación duradera de sus elementos como en el resto de los

241 Cfr. pp. 66- 70. El antecedente más o menos inmediato de la teoría proustiana de la memoria afectiva se encuentra en las Memorias de ultratumba de Chateaubriand y que Des Esseintes, el dandy solitario de la novela más famosa de Huysmans, A Rebour (1884), parodia de manera burlesca. Mallarmé también lo usa en un poema titulado “La pipa”. La mayoría de la gente ha sentido el tacto, el olor, el sabor, la visión o el sonido de un objeto o de una situación en particular que, de repente y sin el concurso de nuestra voluntad, ha estimulado un recuerdo lejano, agazapado entre las sombras de nuestra conciencia. Le ocurre también a Víctor, el niño salvaje de la película de Truffaut.

242 “Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas, (...) adormecidas o anuladas habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo” (Proust, 69-70, subrayado mío).

297

sistemas psíquicos, sino que, por así decirlo, se malgasta en el fenómeno de hacerse

consciente. Los residuos del recuerdo –dice Freud- “son con frecuencia más fuertes y

permanentes cuando el proceso del que han nacido no ha llegado jamás a la conciencia”

(Ibid: 103-104), o, dicho de otra manera, cuando se han registrado en el inconsciente.

Freud entiende la conciencia como el órgano de superficie del cerebro orientado

hacia el mundo exterior que sirve de receptor de las excitaciones. El constante ataque de

las excitaciones exteriores sobre este órgano habría modificado su sustancia de una forma

tan duradera que presentaría las condiciones más favorables para la recepción de las

mismas sin que sus elementos sufrieran ninguna alteración significativa. El análisis freudiano propone que toda impresión intensa que el sujeto vive puede derivar en una neurosis traumática si esa impresión se ha abierto camino hacia sistemas psíquicos situados en capas más profundas. La conciencia tendría entonces la función de presentarse como defensa frente a los estímulos, protegernos del shock, de alguna manera codificarlo para conjurarlo. Cuanto más habitualmente se registre el shock en la conciencia tanto menos habrá que contar con su repercusión traumática. Según el psicoanálisis la naturaleza del shock traumático se entiende por las “brechas que se abren en la defensa frente a los estímulos”. Cuanto mayores y más profundas sean esas brechas, mayor será la impresión. Así, tanto los sueños (sean placenteros o displicentes), como los juegos infantiles, como la memoria (voluntaria), que funcionan como repetidores de las impresiones vividas, constituirían una forma de organizar la recepción de los estímulos, un darnos tiempo para encauzar lo que una vez nos cogió por sorpresa. Es decir, estos mecanismos sirven de entrenamiento para el dominio de los estímulos y alivian la

298

recepción del shock. Así éste queda apresado, atajado por la conciencia que le da el carácter de vivencia en sentido estricto, pero siempre a expensas de la integridad de su contenido: una vivencia, en el concepto proustiano, es siempre objeto de una memoria degradada, una experiencia precaria.

En este sentido todo buen cantaor o cantaora tiene en sus manos (en este caso en su voz como vibración corporal) la magdalena de Proust. El artista busca a ciegas con su voz, más bien crea de repente y de forma bastante intuitiva, la impresión de una experiencia pasada que lleva consigo toda la carga sensitiva que la conciencia despejaría si ésta se pone en funcionamiento. Pero creo sinceramente que en el cante no actúa la conciencia en primera instancia. Es el cuerpo y sus operaciones las que hacen posible cualquier conciencia. Schneider dice muy proustianamente que “la música es la memoria de lo que el recuerdo no alcanza, por no haberlo vivido” (24), es decir, ella sabe de mí todo lo que yo ignoro. Aquí la experiencia se siente de nuevo por primera vez sin la posibilidad de repetirse, conservada en estado puro y completo como una herida, como un trauma, pues eso significa literalmente en griego.243 Una de las caras del duende

(tiene varias y todas están relacionadas) es precisamente la constitución de una experiencia traumática vivida en toda su plenitud. Es un acto neurótico. “El duende hiere

–dice Lorca-, y en la curación de esta herida que no se cierra nunca está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre” (1992b: 152).244 Y esa herida, en primer término,

243 Como dice Lorca, “el duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca” (1992b: 153).

244 Clitemenestra advierte de los desastres en el Agamenon de Esquilo: “No se ha cerrado la antigua herida, cuando nueva sangre está corriendo ya” (214). Alude así al destino trágico de un linaje familiar que bien pudiera tomarse como metáfora de la condición humana.

299

está producida por una voz que resuena dentro del cuerpo. Es una reminiscencia. Pero,

¿una reminiscencia de qué? De una felicidad o de una infelicidad (de lo segundo en el caso del cante jondo) todavía no anegada por la conciencia, una experiencia sin código, porque todo lo que nos hace felices o infelices nos coge por sorpresa.245

Se ha dicho en numerosas ocasiones como acusación que la música flamenca generalmente no tiene una intención reivindicativa. Yo creo que no es cierto. Pero no es

en las letras de los cantes, o al menos no principalmente, donde pervive esa

reivindicación: es en la forma de mirar, es en el rostro suplicante o dolorido, en el gesto

arrebatado del cuerpo que mendiga amparo, en el grito de rabia, en la mano que se tiende

para pedir hermandad o justicia.246 En la cultura popular, allí donde existe una desconfianza manifiesta y radical del lenguaje, es el cuerpo el que se expresa con toda su soberanía. La cultura popular sabe, antes que Freud, que Wittgenstein, que Barthes y que

Derrida, que el lenguaje es represor o esquivo.

245 Freud señala como uno de los rasgos de la neurosis traumática “el hecho de que el factor capital de la motivación parece ser la sorpresa” (2001: 91). El concepto de shock constituye un aspecto muy tratado en el debate de la crítica de arte contemporánea. Eduardo Subirats ha señalado que “el efecto de shock define en este contexto una experiencia artística específica basada en la sorpresa y la consternación, cuyo último sentido sería una transformación abrupta de la sensibilidad o de la conciencia del espectador... [y] es característico de situaciones en las que se produce una adaptación repentina de la conciencia individual a una realidad nueva e inesperada, por debajo del umbral de su actividad reflexiva, es decir, de una manera fundamentalmente automática” (1983: 35). Distingo aquí “felicidad” e “infelicidad”, de otro polo de términos, “alegría” y “tristeza”, éstas sí experiencias ya codificadas y dotadas de pleno sentido. Hans Magnus Enzensberger escribió en un poema alguno de los motivos por los cuales mienten los poetas: “Porque el instante/ en que la palabra feliz/ se pronuncia/ no es nunca el instante de la felicidad” (1998: 71). Es decir, la alegría es sólo la contemplación de la felicidad, no su experiencia. Con la tristeza ocurre lo mismo. Por eso creo que el lenguaje es una labor de interpretación y de distanciamiento (ver El susurro del lenguaje).

246 Camarón de la Isla canta lo siguiente en una bulería por seguiriyas con el título “Dicen de mí”: Si me ves un día la mirada perdida/ y la locura en el semblante/ apiádate de mí y no me maldigas/ porque las penas van prendidas/ al fleco del aire./ Si me ves un día los ojos vencidos/ llorando al alba/ apiádate de mí y no me maldigas/ que la desgracia se anida/ al cauce del agua./ Si me ves un día mirando al cielo/ suplicando a Dios/ apiádate de mí y no me maldigas/ que las tormentas respiran/ por los rayos del sol. 300

Ahora bien, creo que es necesario realizar algunos ajustes a la explicación que

acabo de aportar. Hemos dicho ya a lo largo de esta tesis que el duende supone el

encuentro del sujeto con situaciones límite como la presencia de la muerte, el lugar

mismo en que la experiencia dotada de pleno sentido amenaza con desintegrarse en un mero vacío significante, en un estímulo de shock. Por supuesto que esta es una

experiencia que puede darse ante el cante jondo ya sea por parte del público o por parte

del artista, o en ambos casos. Pero entonces, si pensamos que lo sublime es un término

operativo, no puede corresponderse enteramente con la experiencia del shock. Por lo que

hemos señalado anteriormente, y en especial a través de la visión del duende de Ricardo

Molina, lo que se produce en realidad según su propuesta es más una experiencia de

shock que una experiencia de lo sublime propiamente dicho. Necesitamos entonces,

establecer, como ha hecho Crowther, una distinción lógica y fenomenológica entre una

experiencia y la otra.

Para que se produzca el duende, que hemos denominado como lo sublime

flamenco, la distancia metafórica, mínima si se quiere, que se produce en la

representación del cante flamenco debería tender a facilitar nuestra respuesta en términos

de lo sublime. En términos generales solemos evitar siempre las situaciones

desagradables y cuando ocurren, lo más frecuente es que nos conduzcan a la acción, es

decir, aquella que nos pone a salvo del objeto doloroso o chocante. En esta lógica rige

normalmente la aversión. Sin embargo, existen ocasiones en las que nosotros solicitamos

experiencias dolorosas en la creencia de que al someternos voluntariamente a ellas se

desarrollará nuestra capacidad de hacer frente a los sinsabores de la realidad. Es decir,

301

nos sometemos a ellos con una finalidad práctica. Recordemos la frase de Benjamín:

“cuanto más la conciencia registra los choques, menos probablemente tendrán un efecto

traumático”. Por tanto, solicitamos la experiencia dolorosa como un medio para un fin

concreto; en este caso, arreglárnoslas mejor la próxima vez que suframos una experiencia

dolorosa involuntaria. Sin embargo, en el caso del duende, o de lo sublime, las

experiencias se solicitan en la creencia de que serán placenteras por sí mismas; son, por

tanto, en términos lógicos, desinteresadas. De manera que, a diferencia de las

experiencias negativas normales que se producen de forma involuntaria, el fundamento

lógico de lo sublime exige que lo solicitemos voluntariamente. Y a diferencia de las con

frecuencia raras ocasiones en que solicitamos voluntariamente una experiencia dolorosa,

su disfrute no presupone la creencia de que tales estados puedan derivar de alguna clase

de gratificación práctica.

Pensemos por un momento en un grupo de hombres andaluces que tras una

jornada agotadora en la herrería, la mina o la fábrica se dirigen al café-cantante o al reservao del colmado para escuchar cante jondo. Lo que buscan es la compensación de una emoción intensa, reafirmar el sentido de sus vidas frente a la monotonía de un proceso de trabajo alienante, algo que revierta en una profusión de estímulos sensoriales.

Esa fuente de diversión (en el sentido menos peyorativo que quepa imaginar) son compensaciones existenciales a la rutina de una vida diaria embrutecida por ocupaciones poco gratificantes. Claro es que estos hombres solicitan voluntariamente esos estímulos de choque sin que necesariamente crean que los estímulos a los que se exponen sean en alguna forma “curativos”. Pero la razón por la que los disfrutan (ya sea de manera

302

consciente o no) es porque rejuvenecen el sentido de su vida en medio de una monótona existencia. Sin embargo, creo que el duende no es un simple mecanismo estimular de choque. Por supuesto que en su naturaleza lleva toda la carga del shock, una suspensión

del ánimo que deriva en vértigo. Pero lo que da al duende su carácter distintivo es su

conexión con nuestro sentido de la mortalidad. La representación de sucesos o

pensamientos aterradores que se producen en el cante jondo proyectan un encanto

especial en nosotros. No se trata, o al menos no solamente, de la Einfühlung, de ese

sentimiento de empatía que nos identifica con esa víctima imaginaria del horror

encarnada en el cantaor que desgrana a pulmón abierto una solemne seguiriya: En el

suelecito/ yo me tenderé,/ y con las señales que mi cuerpo haga/ un hoyo abriré; ni

tampoco del sentimiento catártico de alivio ante el hecho de saber positivamente que no

somos nosotros las víctimas de ese sufrimiento. Aquí, es el espectáculo de la mortalidad,

de la vida que se ve acosada por la destrucción trágica, el que rejuvenece nuestra

sensibilidad. Ante dicha experiencia, el momento presente de la conciencia, nuestro

mismo sentido de estar vivos, se intensifica en una cualidad emocional que es

directamente puesta de relieve por la negación representada de la vida. A diferencia del

shock, que es una experiencia simple que rompe la monotonía, tenemos una en la que se

funda en última instancia toda nuestra aversión a la negación de la vida que supone dicha

monotonía. Ante la experiencia el suceso terrorífico se separa de su matriz inmediata de

realidades que le rodean y viene a simbolizar la dialéctica de la auténtica finitud humana.

Aquí sentimos vagamente y celebramos el hecho de que la experiencia vivida, la del

duende, debe su intensa y particular cualidad sentida al hecho de que tal experiencia está

303

constantemente acosada por la amenaza y la eventualidad de la muerte. Lo que hace el

cante jondo es representar una negación de la vida que interrumpe el desarrollo monótono

normal de nuestra existencia y hace los momentos presentes de la conciencia mucho más

vívidos. El duende constituye por tanto una reacción última y desesperada (pero

placentera al fin y al cabo) de la vida contra la muerte. El lugar del arte allí donde el ser humano es todavía soberano de sus fuerzas. Una victoria pírrica frente a la inexorable adversidad del destino humano.

304

CAPÍTULO 4

Flamenco y tragedia

305

4.1. LA TRANSFIGURACIÓN DE DIONISIO: TRAGEDIA Y MITO EN NIETZSCHE Y LORCA.

El carácter del hombre es su destino.

Heráclito

La tragedia es un deliberado adelantarse hasta el borde de la vida, donde el espíritu debe contemplar el abismo por más que corra el riesgo del vértigo. G. Steiner

Josephs y Caballero (1996: 26) han señalado la oportunidad de Lorca de llamar al grito de la seguiriya un grito “degollado”. Parece que el origen del duende coincide en el tiempo con el desarrollo de la tragedia, puesto que en Las bacantes de Eurípides, Penteo

(el dios que muere), sustituido en otros ritos por un toro o un macho cabrío, sufre lo que los griegos llaman sparagmos, es decir, su despedazamiento para ser comido.247

Y es aquí donde debemos hacer una referencia al Nacimiento de la tragedia de

Nietzsche.248 En realidad, como veremos en seguida, la lectura que hace Lorca del

247 De hecho, según algunas teorías la palabra tragedia procede de la voz “tragos”, el chivo que se sacrificaba en honor a Dioniso. Otras teorías sin embargo lo discuten: podría venir más bien, por vía metonímica, de “tragoi” como sinónimo de los sátiros, quienes utilizaban la piel de este animal como vestido (“tragé”) en torno a la cintura (cfr. Rodríguez Adrados (30-33)). Sobre el concepto de “sparagmos”, cfr. Girard (1995: 138-140).

248 Citamos esta obra de Nietzsche por la edición de Alianza con prólogo de Andrés Sánchez Pascual. Contiene además tres artículos-conferencias preparatorios escritos por el filósofo alemán en 1870, antes de 306

filósofo alemán es una lectura muy propia de la época en la que su impacto es más bien

“literario” o más genéricamente “cultural” (en el sentido de “crítica cultural”) que

“metafísico”, un cambio de orientación hermenéutica debido a los trabajos posteriores de

Martin Heidegger.249 Marie Laffranque (1967: 253) y Génesis García Gómez (1993:

126) han afirmado que el concepto de Lorca del duende hunde sus raíces en el romanticismo alemán. Las citas y los conceptos de Goethe y del propio Nietzsche usados por Lorca pueden avalar esta teoría. Sin embargo, Josephs y Caballero propondrán que el concepto lorquiano, aun desarrollado en forma dialéctica con las teorías de Nietzsche, es netamente autóctono, consideración que no estoy seguro de suscribir completamente. Lo que sí puedo aceptar como cierto es que si nos interesa la obra del pensador alemán en comparación con la de Lorca es porque ambas discurren acerca de las causas profundas que motivan el hecho trágico en general.

Nos encontramos aquí con un Lorca muy atento a las disquisiciones filosóficas en boga y, por lo tanto, parece que su intuición está de alguna forma domesticada por el conocimiento racional. Que hubiera leído a Nietzsche de primera mano o lo hubiera conocido, tal y como se ha sugerido, a través de su tutor Fernando de los Ríos, es un asunto poco relevante.250 Lo importante es que, como vamos a ver, conocía esa y otras

la publicación definitiva de la obra un año después. Estos artículos fueron publicados por primera vez entre 1926 y 1928. 249 Sobre la historia de la crítica del pensamiento nitzscheano cfr. Vattimo (2001: 189-230).

250 En la primera década del siglo XX ya se había traducido al castellano casi toda la obra de Nietzsche, generalmente del francés. La primera obra que se tradujo fue Así hablaba Zaratustra en 1900. Estas primeras traducciones, junto con algunos libros acerca del pensamiento del filósofo alemán (E. Lichtenberger, La filosofía de Nietzsche –1910-; y George Simmel, Schopenhauer y Nietzsche –1915), serían los primeros vehículos de transmisión de la obra de Nietzsche al mundo hispánico. Algo más tarde, entre 1932 y 1933, esto es, coincidiendo con la conferencia de Lorca sobre el duende, se publican en 307

obras del pensador alemán y no podemos estar de acuerdo, por tanto, con las

afirmaciones de Francisco García Lorca cuando dice que “hubiese sido él [Federico

García Lorca] incapaz de leer un libro de filosofía, incluso el más accesible a un hombre

de cultura media” (139). El artículo “Teoría y juego del duende” muestra meridianamente

el error de tal afirmación, y pone de manifiesto al mismo tiempo las similitudes y

diferencias que lo vinculan y separan con las tesis nietzscheanas.

Nietzsche había establecido el origen de la tragedia ática, cuyos representantes

fundamentales fueron Esquilo y Sófocles, a partir de la conjunción de dos figuras

antitéticas pertenecientes al mundo de los dioses griegos: Apolo y Dioniso (2001: 41-56 y

244-272). La desaparición de lo dionisiaco en la tragedia griega se habría producido,

según el pensador alemán, con la nueva concepción teatral de Eurípides, la epopeya dramática basada en el principio socrático de que “todo lo que es consciente es bueno”,

en la inclusión de un prólogo y un epílogo que con su método racionalista, junto con la

drástica disminución del coro y la música, renunciaba al efecto de la tensión dramática,

tan importante en la tragedia anterior. Una lectura de Medea o de Las bacantes, por citar

dos ejemplos conocidos del dramaturgo ateniense, nos descubre a personajes acechados por la sombra de la duda cuando analizan los motivos y las pasiones mismas desde una perspectiva lógica. Nos descubre también una crítica a los viejos mitos y las creencias tradicionales que reflejan la crisis intelectual y moral de toda una época. Una crisis cuya

ediciones Aguilar las Obras completas en doce volúmenes con traducción de Eduardo Ovejero y Maury. Sobre el particular, cfr. Sobejano (1967), y Jiménez Moreno (1973 y 1975).

308

marca visible e indeleble se encontrará en el pensamiento de la Roma Imperial, en los textos de Julio César, de Tertuliano, de Marco Aurelio y de Lucrecio.

Aunque seguiremos adelante con la argumentación de Nietzsche, conviene hacer una aclaración que me parece fundamental. Si seguimos las explicaciones de Barthes sobre el teatro griego (1995: 69-92), en gran medida antiaristotélicas y basadas a su vez en estudios muy posteriores a los realizados por Nietzsche -como los de Patzer,

Carpenter, Lesky y Else, por ejemplo- el origen de la tragedia no le debe nada directamente al culto de Dioniso y su relación siempre ha resultado forzada. La tragedia sería una “creación propiamente ateniense, a la que el dios, por simple vecindad, habría concedido su teatro y su patrocinio... [pero] nada en la tragedia puede proceder de lo irracional dionisiaco, ya sea demoníaco o grotesco” (1995: 78) porque la esencia de ésta, a diferencia del ditirambo, del drama satírico y de la comedia cuya filiación es dionisiaca, mantuvo desde el principio un carácter civil e institucional. Es decir, el himno-proemio que precedía a la narración trágica comenzó a proliferar, casi con exclusividad, como ditirambo (pieza coral narrativa en honor a Dioniso) solamente en un segundo momento por motivos estrictamente populistas, pues los tiranos deseaban ganarse el favor del público a partir del concurso de estos cantos en beneficio de uno de los dioses más queridos por la gente. Por tanto, la parte coral de la tragedia deriva de la poesía sacra de himnos varios y poco del ditirambo en un primer momento y en consecuencia su origen no puede ser dionisiaco.

Las afirmaciones de Barthes confirman lo que ya se sabe desde hace tiempo: que sobre el origen de la tragedia no existe ni mucho menos unanimidad y que todavía

309

estamos muy lejos de conseguirla.251 Sin embargo, para lo que aquí nos ocupa, resulta

poco relevante el hecho de que la tragedia tuviera un origen dionisiaco o no. Lo

relevante, a mi juicio, es que el concepto del duende y su relación con los elementos

dionisiacos funcionan para el mundo del flamenco como mito, esto es, en el sentido en

que lo toma el psicoanálisis, como una proyección concreta de un fenómeno racionalmente inaprensible. “El mito es el ropaje del misterio”, dice Thomas Mann. O en el sentido en que lo toma el idealismo romántico de Schelling: como un poder para

“sensibilizar” las ideas, transformar un concepto abstracto en figura, en una imagen

simbólica en el que los contenidos intelectuales puedan adquirir la presencia de una

“representación sensible”, pero donde esta representación se ve incapaz de agotar las

posibilidades de la idea.252 A la nómina de los logros de Lorca con respecto a la música

que tratamos habría que añadir precisamente la creación de un mito fundacional que

refuerza la identidad del flamenco en un momento en el que, como vimos en páginas

precedentes, se le creía en trance de extinción. En términos antropológicos el mito entra

en escena “cuando el rito, la ceremonia, o una regla social o moral, demandan

justificante, garantía de antigüedad, realidad y santidad” (Malinowski: 121). Como ya

señalara el antropólogo polaco, en lo que a la teoría sociológica se refiere, la

reconstrucción histórica del mito no es relevante puesto que sirve “para arropar ciertas

contradicciones creadas por los sucesos históricos y no para un registro histórico de los

251 Sobre las distintas hipótesis, cfr., por ejemplo, Rodríguez Adrados (21-101).

252 Es el significado que Goethe atribuye al símbolo frente a la alegoría: “La alegoría transforma la apariencia en un concepto el concepto en una imagen, mas de tal modo que el concepto ha de mantenerse en la imagen limitado y completo, siendo la imagen el verdadero interlocutor”, por el contrario “el símbolo transforma la apariencia en idea, y la idea en una imagen, de tal modo que la idea es en la imagen siempre infinitamente activa e inalcanzable” (En Bozal, 228).

310

mismos (...). [El mito] no puede ser historia puramente desapasionada, puesto que siempre está hecho ad hoc para cumplir alguna función sociológica, para glorificar a un cierto grupo o para justificar un estado de cosas anómalo” (ibid. 145). Sin la presencia de ese mito, que aún hoy tiene un peso importantísimo en su definición identitaria, el arte gitanoandaluz se habría resquebrajado porque habría perdido no sólo parte de la condición humana de su explicación sino también parte de su garantía de existencia dentro del cemento social en el que se articula. El duende, en tanto que mito, no se refiere a hechos objetivos, (¿!cómo podría objetivarse el duende¡?), sino a la quintaesencia de una experiencia musical que da significado y sentido a la vida humana. Pero no un sentido cualquiera, sino aquél que se produce, como explicaremos más detalladamente, a partir de la conciencia, o por lo menos el presentimiento, de la muerte. Es por esta razón por la que no puedo aceptar sin más una explicación tan “materialista” del duende como la que ha realizado José Manuel Gamboa, autor que por otro lado tiene ganado un merecido respeto en la crítica flamenca, cuando afirma que “tras el misterio de esos sonidos negros se encuentran, por ejemplo, las teclas negras del piano y los “colores” que producen. Es la física; no hay mayor enigma” (2005: 208). No tengo nada en contra de lo que pueda aportar la vertiente estructuralista de la musicología en esta parcela, todo lo contrario; Philipe Donnier ha realizado como hemos visto una aportación valiosísima al respecto desde esta disciplina, pero un concepto de tal calibre no puede despacharse en cuatro líneas saltándose a la torera lo que desde la teoría estética se ha venido proponiendo para el caso en recientes investigaciones.

311

Pero prosigamos con la teoría de Nietzsche. Según el filósofo todo arte está ligado

a lo apolíneo o a lo dionisiaco y sólo en determinados momentos de la historia se produce una fusión de estas dos categorías. Tal el caso de la tragedia ática y tal el caso de la ópera

wagneriana que luego rechazaría en favor de la música de Bizet.253 Esta disociación supone una antítesis entre “el arte del escultor” y, por extensión, todas las artes figurativas basadas en la representación de la apariencia de los mundos oníricos (los dioses Olímpicos) donde caben tanto las cosas bellas como las tenebrosas, y “el arte no escultórico” que tiene en la música a su mayor representante y al coro de la tragedia

“como simbolización visual de la música” (2001: 129). Ambas formas de arte son, en el sentido aristotélico, una “imitación de la naturaleza” en tanto en cuanto lo apolíneo y lo dionisiaco son “potencias artísticas que brotan de la naturaleza misma” (2001: 48). En la primera, el sujeto es consciente de que existe una realidad ahí fuera que puede ser interpretada a partir de la realidad soñada que sirve como antídoto contra los horrores de la existencia y que, al mismo tiempo, está libre de las emociones más salvajes. En la segunda se halla la esencia de lo dionisiaco cuyo analogón no es esta vez el sueño, sino la embriaguez.254

253 Cfr. “El caso Wagner” y “Nietzsche contra Wagner” (Nietzsche 2002: 21-74 y 77-108).

254 Como muy claramente ha señalado Gianni Vattimo en su libro sobre Nietzsche (2001: 26-32), el filósofo alemán quiso romper con la imagen (hegemónica en el mundo occidental a partir del cristianismo, confirmada durante el Renacimiento y subrayada hasta el hartazgo en la teoría estética hegeliana) de una Grecia apolínea dominada por la idea de armonía, belleza, equilibrio y medida, en suma, por todos esos rasgos que pasan por ser los “clásicos” y que se acomodan mejor a la escultura y la arquitectura. Frente a este mundo griego Nietzsche privilegia la imagen de una Grecia anterior más vital correspondiente al impulso dionisiaco, sensible ante el caos de la existencia y deseosa de sumergirse en él. Sobre el particular cfr. “Ensayo de autocrítica” (2001: en especial 30-31), una addenda que Nietzsche incluyó en la segunda edición de El nacimiento de la tragedia en 1886.

312

Pues bien, con la llegada de Eurípides y la constitución de la tragedia bajo los

fundamentos socráticos se reprimieron las fuerzas corporales y psíquicas (vierschrötig)

en que se basa la intuición en favor de la soberanía del racionalismo ilustrado

(aufklärung) unido al saber y a la inteligencia, de forma que Dioniso hubo de replegarse y

buscar su salvación “en las místicas olas de un culto secreto que poco a poco invadió el

mundo entero” (Nietzsche 2001: 119).255 Y Lorca, como vimos en la cita expuesta más arriba, recoge el testigo para afirmar que el asesinato de Dioniso por la cultura helénica halla su reparación en esas bailarinas tartesias (las puellae gaditanae) de la Península

Ibérica, que insuflaron con su espíritu una corriente subterránea milenaria que ha llegado

a solidificar los cimientos más profundos del cante jondo en la siguiriya de Silverio. En

cierta manera, Lorca completa ese camino al que Nietzsche había invitado a sus lectores

en El nacimiento de la tragedia: “Vosotros acompañaréis ese cortejo dionisiaco desde

India hasta Grecia” (2001: 173). Un camino circular que retorna de forma ideal a la India

a través de los gitanos españoles.

Esta afirmación tiene su máxima importancia porque creo que ha sido mal

interpretada por algunos sectores de la flamencología. En ningún momento Lorca apunta

una correlación formal entre el baile y la música de los tartesios con el flamenco, ni que

las bailarinas tartesias constituyan el origen del baile flamenco. Lo que sí dice es que

255 Roland Barthes ha señalado, en la línea de Nietzsche, una evolución en la tragedia “desde la interrogación trágica hacia la verdad psicológica” (1995:87). Según el autor francés, el comentario del coro tenía como función primordial interrumpir la acción relatada para interrogar sobre acciones futuras dependientes de dicho relato. El teatro aprovecha mediante este mecanismo la mitología y la utiliza como reserva de nuevas preguntas. Cuando la interrogación pasa progresivamente a adoptar contenidos más intelectualizados, la tragedia evoluciona hacia el drama, es decir, hacia la comedia burguesa, que se basa en los conflictos de caracteres y no en los de los destinos.

313

existe una correspondencia entre el espíritu trágico de aquella época y el que aparece en la cultura andaluza a través del cante jondo. Y esto, aunque pueda ser discutible, es mucho más sensato que lo otro. La mayoría de los estudiosos del flamenco, sin embargo, han optado por el otro camino, ya sea para apoyar esta tesis o para denostarla. Pero partían, a mi modo de ver, de la interpretación equivocada de una premisa de la que

Lorca no es responsable, sino sus sucesores.256

256 Una muestra de lo que decimos está en Hipólito Rossy: “No puede afirmarse de modo rotundo, por esas solas referencias históricas, que lo que cantaban y bailaban aquellas mozas andaluzas fuera precisamente el arte flamenco que ha llegado hasta nosotros; pero le andaría cerca” (30)... Los pasos de baile, los primores que hacen con sus ágiles pies, la gracia ondulante del torso y el artístico mover de brazos y manos por encima de la cabeza, son hoy, fundamentalmente, los mismos que dejaron boquiabiertos a los romanos de los primeros siglos” (62).

314

4.2. EL CONCEPTO DE LO TRÁGICO Y SU REPERCUSIÓN EN LA IDENTIDAD DEL FLAMENCO.

El cante jondo en la concepción lorquiana –lo ha señalado Stanton- es un mito

trágico y estoy básicamente de acuerdo en el diagnóstico, pero tal vez no pueda

extrapolarse de una manera tan automática al caso del flamenco en general sin efectuar

algunas correcciones. Creo que la mayoría de las consideraciones realizadas acerca del

flamenco tienen en cuenta solamente una de las vertientes del problema: la fatalidad, el

hondo patetismo (que, por cierto, no siempre es trágico, como ya señalara Aristóteles257),

la conciencia de la muerte desde su perspectiva más dramática, en definitiva, su

condición trágica. No es de extrañar, por tanto, que los especialistas (también Lorca en

gran medida) se hayan centrado en el análisis del cante jondo porque es aquí donde esa

vertiente se puede sondear con mayor facilidad. El resto de las composiciones flamencas no tendrían (o estaría muy debilitada) esta condición trágica porque no atiende a algunos de sus rasgos más pertinentes.

257 Aristóteles es muy cuidadoso al presentar esta distinción: sólo los lances patéticos que provocan la compasión y el temor pueden entrar dentro de la órbita de la tragedia. Afirma que “necesariamente se darán tales acciones [el lance patético en general] entre amigos, o entre enemigos, o entre quienes no son ni lo uno ni lo otro. Pues bien, si un enemigo ataca a su enemigo, nada inspira compasión, ni cuando lo hace ni cuando está a punto de hacerlo, a no ser por el lance mismo; tampoco, si no son amigos ni enemigos. Pero cuando el lance se produce entre personas amigas, por ejemplo si el hermano mata al hermano, o va a matarlo, o le hace alguna otra cosa semejante, o el hijo al padre, o la madre al hijo, o el hijo a la madre, éstas son las situaciones que deben buscarse” (174-175).

315

Ya hemos dicho que el cante jondo es esencialmente trágico y este hecho ha sido uno de los motivos por los cuales se le ha concedido el privilegio de ser la más “alta” expresión del flamenco, su ejemplo más “noble”. Dentro del canon flamenco la seguiriya, la soleá, el martinete, la debla, la saeta, la toná....etc., configurarían los estilos más

“serios” y, por lo tanto, han de ser por esta razón los más venerados y los que poseen un mayor valor artístico. Ya lo decía González Climent: “arte y anécdota en las situaciones- comunes del ‘cante chico’; tragedia y verdad en las situaciones-límite del ‘cante grande’”

(1989: 95). En el fondo y por desgracia continuamos usando como juicio de valor jerárquico (estético y moral) el planteamiento aristotélico de la división genérica de los tres niveles, por el cual la representación de los hechos y pensamientos más nobles de los hombres se encontraría en el género trágico, mientras que la de los más bajos y degradados pertenecerían al género cómico-grotesco.258 Extrapolado al flamenco parece darse una tendencia crítica análoga que revela que el cante jondo (denominado en ocasiones y no por casualidad “cante grande”),259 por su condición trágica, alberga

258 Dice Aristóteles en el párrafo segundo: “Más puesto que los que imitan imitan a hombres que actúan, y estos necesariamente serán esforzados o de baja calidad (los caracteres, en efecto, casi siempre se reducen a éstos solos, puesto que todos sobresalen, en cuanto al carácter, o por el vicio o por la virtud), o bien los hacen mejores que solemos ser nosotros, o bien peores o incluso iguales … (131). Northrop Frye ha señalado al respecto la necesidad de corregir al estagirita: “This pasaje has not received much attention from modern critics, as the importante Aristotle assigns to goodness and badness seems to indicate a somewhat narrowly moralistic view of literature. Aristotle’s words for good and bad, however, are spoudaios y phaulos, which have a figurative sense of weighty [importante] and light [liviano]. In literary fictions the plot consists of somebody doing something. The somebody, if an individual, is the hero, and the something he does or fails to do is what he can do, or could have done, on the level of the postulates made about him by the author and the consequent expectations of the audience. Fictions, therefore, may be classified, not morally, but by the hero’s power of action, which may be greater than ours, less, or roughly the same” (33). Uno de los análisis más lucidos que rompen la regla genérica de los tres niveles es el realizado por Erich Auerbach (1943) para el caso de la literatura.

259 La asimilación de ambos conceptos se produce y generaliza en los años veinte (cfr. nota). Ramón Gómez de la Serna, era conocedor también de que el cante jondo “se llama algunas veces también ‘canto grande’ ” (en Navarro Domínguez, 9, mi cursiva). En realidad como sabemos no es “canto” sino “cante”, lo que demuestra la tangencialidad de los conocimientos del escritor madrileño acerca de este género. 316

mayores cualidades estéticas y morales que los cantes festeros (o, “cante chico”) como las bulerías, fandangos de Huelva, tangos, cantiñas, cantes de ida y vuelta...etc.), puesto que estos últimos favorecen la representación de aspectos supuestamente menos

“comprometidos”, menos “profundos” o más “alegres” de la experiencia humana. ¿Cómo no comprender en esta valoración crítica la misma actitud que los estudiosos de la cultura popular denunciaban de la de sus homólogos de la cultura de elite? Si uno de los argumentos fundamentales de éstos contra la cultura popular ha sido siempre que dicha cultura banalizaba y degradaba los asuntos más profundos de la condición humana,

¿cómo no aceptar que aquéllos han mostrado la misma tendencia en el seno de su propio

campo de estudios?260 Desde la aparición de la ciencia del folklore y los estudios de los productos de la cultura de masas a lo largo del siglo XX, parecía que se iba a superar esa dicotomía porque ahora se comprende finalmente que toda la música popular puede ayudarnos a descifrar valores, esperanzas, mitos y visiones del mundo que constituyen el

260 Esa ha sido la actitud desde Demófilo, pasando por Lorca, Molina y Mairena, Caballero Bonald, Fernando Quiñones o Félix Grande. Veamos un caso frecuente ejemplificado en una reseña que Ángel Álvarez Caballero escribió el 26 de julio de 2002 para el suplemento El País de las Tentaciones a propósito de la salida al mercado del primer disco de la cantaora granadina Carmen Carmona: “Una nueva voz granadina, joven y de mujer, Carmen Carmona tiene 24 años y es gitana. Pertenece a familia de cantaores, no profesionales pero relacionada con conocidos flamencos. En esa su primera grabación abusa quizá de los temas rítmicos –rumbas, tangos-, que interpreta con buenas maneras, pero también demuestra buen hacer en estilos tan serios como la soleá y la siguiriya” (pág. 6, el subrayado es mío). Luis Lavaur ha señalado esta impostura a propósito de la ópera flamenca, a la que se acusa de haber pervertido las esencias del cante. Para este autor la causa es otra: “Obedece a que a los auditorios a granel, en otras palabras, el pueblo soberano, basta con que le dejen en paz sus enfervorizados amantes [del flamenco] para que muestre preferencia clara a enardecerse con «fandanguillos», «rumbitas» y cosas semejantes, consideradas por el purismo de Falla y del buen «cabal» algo así como la calderilla del «cante». Nada insólita la contradicción en que incurren los exquisitos en materia de música calificada por ellos como popular. (…) Pero la despectiva reacción que por su presunta falta de delicadeza provoca la «ópera flamenca» cultivada hoy, bajo etiquetas diversas por teatros y divulgada por la radio y la televisión, presenta ante el ánimo de los exquisitosuna deliciosa particularidad no exenta de ilación. Denostar lo que al pueblo divierte o deleita vuelve a encasillar lo que hoy se considera «flamenco» arquetípico en unenrarecido ambiente exclusivista y minoritario, lindante a veces con el snobismo. Por cierto, virtualmente idéntico al lugar que estética y socialmente ocupó el arte en el momento de su advenimiento” (46-47).

317

universo simbólico de una sociedad. Pero los sectores de la flamencología tradicional, o

más bien de la flamencología a secas, jerarquizaron el consumo de este arte al beneficiar

el arte jondo en detrimento del flamenco agachonado. De manera que, nuevamente, lo

que sostiene la férrea división en el flamenco entre una música seria (el cante jondo) y

otra banal (el flamenco folclorizado) no es el prejuicio en sí, sino la función que realiza cuando reconvierte una jerarquía de artefactos culturales en una jerarquía social e intelectual, cuando produce lo que Bordieu denomina un “efecto de distinción”: el juicio de gusto “culto” y “refinado” disfruta del cante jondo, mientras que el “inculto” y

“grosero” da rienda suelta a su pasión por el flamenco descafeinado. Aún más, la inserción del flamenco en la industria cultural propició que ese orden jerárquico social satisficiera sus demandas mediante la segmentación de audiencias y la consecuente creación de diferentes nichos de mercado. Steingress lo ha señalado muy perspicazmente:

fueron las condiciones tecnológico-económicas las que influyeron en la producción tanto del arte jondo como del flamenco folclorizado, dando lugar a un arte para pocos iniciados por un lado, y para consumidores corrientes por otro, determinando la aparición y divulgación de un arte para las elites del flamenco y para las masas de curiosos (1998: 219).

Pero entiendo que hay al menos otras dos razones. Por un lado, su grado de

“pureza” vinculada a la antigüedad de estos cantes y a su supuesta paternidad (o maternidad) gitana a la que se supone a salvo de fastidiosos contagios. Frente a esto sólo puedo decir algo que parece bastante obvio pero que necesita recordarse constantemente: que todo texto (ya sea lingüístico, pictórico, arquitectónico, cinematográfico, musical...etc.) es esencialmente heteroglósico, que sólo comienza a ser tal en el momento

318

en que establece relaciones dialógicas con otros textos (Bajtin); que el lenguaje existe

porque existe el otro, porque es trascendente (Steiner 1991b); que no hay ninguna forma cultural pura, ni aún las religiosas, porque es un discurso, un lenguaje que, como tal, no tiene principio ni fin y está siempre en transformación, y que aunque podamos hablar de

formas culturales más o menos regionales, nacionales, subcontinentales o continentales,

en modo alguno puede negarse la heterogeneidad de tales formas (Benítez Rojo); que ninguna obra puede dejar de padecer la “angustia de las influencias” (Bloom); que lo que en un momento determinado se nos aparece y nos gusta reconocer como una incontaminada expresión de localidad, puede revelarse como el resultado de una precedente contaminación con aportaciones de otras culturas eventualmente invasoras

(Buonnano); que las músicas tradicionales poseen una historia constantemente reinterpretada y adaptada a las exigencias de cada época en función de los cambios ideológicos, demográficos, mediáticos, económicos o sociales (Pelinski); que todo texto, en definitiva, es un intertexto, es decir, un texto entre otros (Barthes), un lugar de cruce y

de estallido de varios códigos que se hallan enlazados por un movimiento complejo, que

conjuga simultáneamente la afirmación del otro por reminiscencia y su negación a través

de su transformación -por intimación- (Kristeva). Quiero decir que no existe ni obra literaria, ni pieza musical que surja de la nada, pues éstas siempre se configuran en relación con otras obras y piezas que les preceden y les circundan en un diálogo que puede ser explícito o implícito, conformado por una dialéctica que puede ser positiva o negativa, pero que siempre está presente, como huella del otro o como terca sombra de su propia figura. Parafraseando a Greimas, de existir un cantaor puro en el flamenco sólo

319

podría ser Adán, feliz y solitario en su paraíso. Con la llegada de Eva, su lenguaje y su

canto se contamina. El lamento de Adán por la expulsión del Edén está ya contagiado de

la pena y la frustración de su amante. Ese lamento habla al menos dos lenguas. Una vez

invalidada la “tesis hermética” en la concepción del cante de la que luego hablaremos y

por la cual el flamenco se habría conservado en estado puro en las cuevas de los gitanos

de toda Andalucía, y una vez demostrado que el flamenco se codeaba desde su origen

conocido con otros estilos en las tabernas, academias, teatros y café-cantantes (cfr. Ortiz

Nuevo 1990; Osuna García; León Benítez; Pablo Lozano; Cobo; Rioja), la concepción

pura del cante no es más que un despropósito neorromántico alentado por sucesivas

generaciones de críticos del flamenco.

La otra razón, a mi entender, tiene que ver con el grado de complejidad técnica de

estos estilos. Se dice de ellos que, al menos en lo que respecta al cante, son los más

difíciles de ejecutar. Pero los mismos que dicen esto piensan, con Lorca, que el verdadero

cante no es una cuestión sólo de estilo, técnica, o de facultades, sino de duende. ¿En qué

quedamos? Me da la impresión, y sólo es una impresión, de que cuando se hace un juicio

de valor sobre el flamenco tomando como base la mayor o menor complejidad técnica

para glorificar o minusvalorar alguna de sus modalidades se hace con la boca pequeña,

porque todo conocedor del flamenco sabe que un palo fácil de cantar a priori puede

convertirse en uno extremadamente difícil, dependiendo de quién lo interprete (cfr. nota

34). ¿O es que hay alguien que pueda dudar de la dificultad de ejecución vocal de unas bulerías de Remedios Amaya, de unos tientos de Miguel Poveda, de unas sevillanas de

Camarón, o de unos de Manuel Soto Sordera, todos ellos atribuibles al

320

denominado “cante chico”? Creo ver aquí la extrapolación de un parámetro de valoración

que puede tener algún sentido para la música denominada “culta”, pero no tanto para la

música popular. En la música culta el grado de complejidad está patente en la propia

partitura. Uno puede darse cuenta de su dificultad con sólo leerla. Aunque las

interpretaciones de músicos posteriores pueden cambiar en cuanto al estilo, que trata

siempre de adaptarse a las nuevas sensibilidades y a las modas, el grado de complejidad

técnica no varía.261 “Scores –señala Jerrold Levinson- are generally taken to be definitive musical works, at least in conjunction with the conventions of notational interpretation assumed to be operative at the time of composition” (en Higgins, 41). Por supuesto que en el ámbito de la música clásica también existen casos en los que por diversos motivos ha sido imposible reconstruir con absoluta seguridad la forma original de algunas composiciones de un determinado autor. Piénsese por ejemplo, en la Música acuática de

Händel, donde no existe una primera impresión autorizada y sí todo un aluvión de ediciones individuales y colecciones, así como arreglos de la obra orquestal para cantante solista, dúo de trompa o clave. Pero casos como ese constituyen excepciones. Así mismo, existen situaciones en las que una refundición o versión posterior de la obra consigue, también por diversos motivos y durante un tiempo más o menos prolongado, constituirse en la “versión oficial” desbancando al original. Tomemos el ejemplo de la ópera Boris

Godunov de Mussorgski, cuyo primer estreno fuera de Rusia, concretamente en París el

19 de mayo de 1908, sigue la versión sustancialmente modificada que realizó Rimski-

Korsakov: alteración del lenguaje armónico y melódico, mayor protagonismo de la

261 Sobre el particular, cfr. Antoine Hennion (2002), especialmente el capítulo 1 (pp. 29-69) sobre las distintas formas de interpretación de la música barroca en la actualidad.

321

orquesta y cambios en el foco de la acción. O también los casos en que las condiciones de

grabación fonográfica rudimentarias han condicionado no solamente el número de

instrumentos y los consecuentes arreglos orquestales, sino también la duración de las

piezas a las que se ha sometido a severos cortes.262 En cualquier caso, exista o no una

edición princeps, haya una versión o varias, la partitura musical de cualquier compositor,

clásico o contemporáneo concede a éste una “autoridad” en un grado superior al

intérprete flamenco que en muchos casos es al mismo tiempo compositor. Y la partitura musical, del mismo modo que cualquier otro texto escrito, representa en este sentido

la legalidad de la letra, rastro irrecusable, indeleble (…) del sentido que el autor de la obra ha depositado intencionalmente en ella. (…) es un objeto moral: es el escrito como participante del contrato social; somete, exige que lo observemos y lo respetemos, pero a cambio marca al lenguaje con un atributo inestimable (que no posee por esencia): la seguridad (Barthes, 2002: 137-138).263

Rosseau, un músico afortunadamente frustrado en bien de la filosofía, lo supo ver así cuando afirmaba que en la ejecución musical clásica era preciso entrar en todas las ideas del compositor. Sin embargo, una soleá, tenga la paternidad que tenga (siempre parcial, si es que la tiene), puede ser más fácil o más difícil en función de la interpretación que se haga de ella, ya que no existe una partitura original que imponga una autoridad tan

262 Sobre el particular, cfr. Day.

263 Esto, por supuesto, de forma absoluta en tanto objeto en potencia u objeto ideal. Higgins afirma que la música nos hace a todos partidarios de Heráclito, pues una pieza ejecutada no es nunca absolutamente la misma dos veces. Y esas diferencias recorren un espectro que va desde las diferencias estéticas de la interpretación de la obra en su conjunto a pequeñas desviaciones en el ritmo y que son mínimamente perceptibles para el oído humano. “The fact that two performers working from the same musical score –or a single performer working from the same score on diferent occasions- can produce such markedly different results, often results of different aesthetic merit, is recognized and remarked upon by virtually everyone who considers the ontology of music” (199). No obstante, deberá reconocerse la mayor variabilidad y desviación en la música popular, ya que se transmite oralmente.

322

abrumadora.264 En el caso de las formas más primitivas del flamenco, al igual que sucede

en el jazz (Berendt, 21), la personalidad del músico que ejecuta es más importante que el

material que le ha sido entregado y esa característica se pliega sin obstáculos a los

propósitos y aspiraciones de un arte tan romántico como este. Es por ello que Juan de la

Plata hable de Manuel Torre y de su voz “siempre imponiéndose, con su gran

personalidad, por encima del cante” (2002: 54). Los tangos de Pastora Pavón, que tienen

un sello particular pero que no dejan de ser interpretaciones de tangos anteriores, cantados por Carmen Linares, por Ginesa Ortega o por Miguel Poveda; las malagueñas de Chacón, interpretadas por la Niña de los Peines, Manolo Caracol o Naranjito de

Triana; o las seguiriyas de Manuel Torre (que tal vez oyera de Enrique El Mellizo) en las versiones de Antonio Mairena, Chocolate o Manuel Agujeta son siempre una variación en virtud de su ejecución aquí y ahora.265 Al mismo tiempo, los cantaores generalmente

interpretan según el aire de cada palo. No se canta “la soleá”, o “la seguiriya” o “la

bulería” como si hubiera una sola manera de hacerlo, sino que se canta por soleares, o

por seguiriyas, o por bulerías, indicando con ello de manera orientativa el marco

privativo de referencia rítmico-melódico que hay que respetar. Más allá de ello, el artista

264 La dificultad para la transcripción del flamenco es doble: por un lado es imposible registrar mediante la notación musical occidental intervalos tonales que se encuentran por debajo del medio tono (microtonos), las múltiples variaciones rítmicas contrapuntísticas entre la voz, la guitarra y algún otro instrumento de percusión como las palmas o el cajón, e imposible también los diversos matices expresivos. Por otro lado, hay que tener en cuenta que, como han señalado Fernández Bañuls y Pérez Orozco, el flamenco constituye una lírica no sólo andaluza sino “en andaluz”, es decir en una variante dialectal que no se deja plegar a la norma ortográfica del castellano y que permite una flexibilidad silábica y una rapidez en la transición de las palabras consustancial a la composición y ejecución musical. La única posibilidad que existe es la transcripción fonética como sustituto válido de la grabación sonora. Sobre el particular, cfr. Fernández Bañuls y Pérez Orozco (36-40).

265 Obviamente, las variaciones no suelen ser “totales”, pues eso daría como resultado un nuevo cante. “Con que se modifique sustancialmente uno de los elementos que actúa en dicho proceso, el proceso en su totalidad –el cante- quedará sustancialmente modificado” (Fernández Bañuls y Pérez Orozco, 63-64).

323

de genio juega con absoluta libertad sus cartas. En ambos sentidos, el intérprete de gran parte del corpus flamenco constituye una figura específica propia del folklore y no puede

ser comparado ni con el compositor que ejecuta sus propias obras ni con el intérprete que

ejecuta las obras de otros maestros (otra diferencia, la música popular no tiene aura. Vid.

Dayan y Katz). Lo que diferencia un género del otro es la mayor maleabilidad del

flamenco frente a la mayor estabilidad de la música “culta”. Sin embargo, es verdad que

también el flamenco se ha basado en textos de procedencia literaria culta a lo largo de su

historia.266 Aquí las variaciones, que se producen sobretodo para adecuarse a la estructura

musical del cante, son bastante más escasas. Se canta a partir de los poemas de Lope, de

Calderón, de Bécquer, de Lorca, De Villalón, de Villaespesa, de Valle Inclán, de Juan

Ramón Jiménez, de José Martí, de Rubén Darío, de los hermanos Machado, de José

Asunción Silva, de Unamuno, e incluso de Jacques Prevert.267 Pero también algunas de

las letras de los pliegos de cordel que se han trasvasado al flamenco mediante las coplas

de ciego provenían en muchos casos de escritores y poetas de segunda fila que

necesitaban vender sus coplas para ganarse el sustento. De manera que, dentro de la

órbita del flamenco, tenemos, desde el punto de vista de la letra, una forma folklórica

“pura” o de “primer grado” que es de procedencia folklórica tanto en su origen como en

su transmisión, y una forma folklórica de “segundo grado”, bastante prodigada en el

género: folklórica por su transmisión, pero literaria, o al menos de autor conocido, por su

266 Eso sin contar que incluso parte de la poesía folklórica-popular que nutre gran parte del caudal flamenco contiene elementos de una poesía culta como la hispanoárabe medieval de tipo eminentemente refinado, académico y cortesano. (cfr. Quiñones, 53, Gutiérrez Carbajo…etc.)

267 Cfr. en la discografía: V.V.A.A. (2001a).

324

origen. En el primer caso es folklore no creado por ningún individuo y que ha surgido dentro del marco de algún ritual o de alguna otra forma y que ha sobrevivido a través de la transmisión oral (ya sea generacional o fonográfica) hasta el presente; y en el segundo caso es una obra más o menos reciente e individual (en lo que respecta a la letra y/o la música) que circula como folklore.268 Si la apropiación popular de una creación individual respeta, al menos durante un tiempo, tanto la música como la letra, nos encontramos con un folklore de segundo grado. Turina había explicado el proceso ofreciendo un ejemplo:

“El Niño de Marchena o la Niña de las saetas, exaltados por los vapores del vino, sacan una toná nueva que, al repetirla, se hace popular hasta el punto de creer que ha sido inventada por el pueblo; durante algunos años rueda por Andalucía, hasta que otros cantaores inventan fórmulas nuevas y se pierden poco a poco las anteriores” (25).

Por otro lado, si respeta sólo la parte musical, o sólo la parte textual, entonces podemos denominarla como folklore parcial de segundo grado. Tal es el caso, por ejemplo, de algunas de las coplas que componen el cancionero de Balsameda, publicado en 1881. Y tal es la intención, al menos, del poeta romántico Augusto Ferrán (La pereza,

1871) y de Joaquín Turina, quien pensaba que eran los compositores clásicos los que, en

268 Consustancial a este fenómeno y desde la llegada de los llamados “derechos de autor”, se ha producido también el fenómeno inverso, lo que constituye una usurpación del patrimonio colectivo. González Bañuls y Pérez Orozco lo denunciaban hace unos años: “Respecto a estos extremos, hay que denunciar el proceso deshonesto de algunos letristas, que no son verdaderos poetas creadores, sino piratas que expolian las coplas tradicionales, arrogándose una autoría indebida o adulterando otras de ellas, con la adición o sustitución de elementos de esas coplas, firmando el resultado –siempre peor que original- y hurtando en beneficio propio, lo que es patrimonio común. En nuestra tarea de recopilación de coplas, tenemos perfectamente documentada una larga serie de casos y letristas con nombres y apellidos que han incurrido en esta falacia. El registro general de autores sólo debe tener un nombre de autor de coplas flamencas: el pueblo andaluz. Y quien tenga oídos para oír, que oiga” (72). La desafortunada polémica abierta hace cuatro años por los herederos de Camarón de la Isla contra Paco de Lucía por el cobro de los derechos de autor a favor del primero está relacionada con este hecho. 325

sus obras de raigambre popular, debían escribir sus propios cantos, creando así lo que se

ha denominado un “folklore imaginario” que recoja más el espíritu que la letra de la

canción popular y que, tal vez en algún momento posterior, pueda ser absorbido como

algo propio del folklore genuino. Entre estas dos formas polares de folklore se produce

también toda clase de formas intermedias, cada una de las cuales constituye un problema

especial.269 Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las variaciones que se producen en el trasiego de un género musical a otro y en el que la autoría de la canción de partida, lo que en semiótica se denomina ante-texto, es conocida. Es el caso de las reinterpretaciones flamencas que, desde hace casi un siglo, se han hecho por ejemplo del tango argentino, y donde las tensiones entre la diferencia y la repetición pueden ser más acusadas, sobre todo desde el punto de vista musical, que en el flamenco de origen literario, pero menos que en el de origen folklórico puro.270 O de las versiones flamencas de canciones creadas

en otros idiomas como las de Leonard Cohen, Jacques Brel, Charles Aznavour o George

Moustaki. También me refiero, como ejemplo de otro caso especial, a la reapropiación popular de una forma antigua folklórica cuyo origen se tiene por culto y que podríamos denominar, con el permiso de los lectores, como folklore de vuelta. Turina, por ejemplo, afirma que hacia 1906 todo el mundo cantaba en Sevilla un estilo de canción folklórica que llevaba por nombre marianas.271 El compositor hispalense incluyó su línea melódica

269 Sobre estos conceptos cfr. Vladimir Propp (1984), especialmente el capítulo titulado “The Nature of Folklore”, publicado en 1946, pp. 3-15.

270 Joaquín Turina en los años cuarenta había afirmado que el antiguo tango había sido desterrado casi en su totalidad por el tanto argentino (90). Ya en los años 50 Lola Flores….. También Chano Domínguez.

271 Marianas: “de Mariana, nombre que se menciona en el estribillo de una de las letras más populares del cante que así se denomina y con la que se llamaba a una mona a la que los gitanos hacían bailar al compás 326

“como contraste a la saeta” en una parte de su obra El Jueves Santo a media noche, pero hacia 1926, según afirmaba, todo el mundo en esta ciudad creía que el tema popular era una composición suya inventada. Luego, el Cojo de Málaga, Niño de Constantina,

Escacena, Bernardo el de los Lobitos y mucho más tarde José Menese y José Salazar la

incorporaron a su discografía (cfr. Larrea, 1975: 386).

Este proceso, que constituye lo que hemos denominado folklore de vuelta, se ha

producido también en la formación y desarrollo de la guitarra y el baile flamencos. Los

campesinos emigrados a las ciudades a lo largo de los siglos XVIII y XIX conformaron

nuevas clases populares urbanas que, si bien conservaban parte de su folklore de raíces

agrarias, elaboraron un nuevo folklore popular que diera expresión a sus nuevas formas

de vida y a sus nuevos rasgos culturales. Ese nuevo folklore, todavía no netamente

flamenco, se manifestaba en las reuniones y fiestas vecinales, en las ventas y tabernas, de

una forma todavía espontánea o semiprofesional. Pero la moda popularista del

romanticismo vigente favoreció un creciente interés por este folklore en la burguesía, que cada vez más frecuenta estos lugares con la misma afición con la que acuden a la ópera en los teatros. Cuando este folklore hubo alcanzado un público suficiente se infiltró de forma inmediata en las academias donde se enseñaba y practicaba, al tiempo que subía a los escenarios teatrales, primero tímidamente en los entreactos y después como números independientes, presentados como cuadros de bailes nacionales y asumiendo un absoluto protagonismo. Ese folklore se convirtió en seguida en la referencia obligada de muchos compositores “cultos” que lo utilizaron como fuente de inspiración de sus obras y como

del pandero; en ocasiones se daba el mismo nombre a una cabra o a otros animales domésticos a los que se hacía bailar o subir y bajar por una escalera” (Blas Vega y Ríos Ruiz: 464).

327

piezas obligadas de sus repertorios musicales. Así, el folklore andaluz suburbano se

profesionalizó, perdiendo gran parte de su elementalidad autóctona, y pasó a integrarse en el dulcificado mercado de la música burguesa bajo los parámetros del academicismo, convirtiéndose en un producto de consumo digerible a su público. Por otro lado, y en la misma época, discurría otra facción cultivadora de un folklore menos domesticado que no había tenido oportunidad de integrarse y que se refugiaba en los ambientes de la

Andalucía bohemia y canallesca. Un folklore más agreste y menos digerible para los oídos académicos, pero cargado de mayor autenticidad. Ambas tendencias se excluían mutuamente. Pero por poco tiempo, pues los rasgos de una y otra acabaron mezclándose e interrelacionándose. Parte del academicismo acabó infiltrándose en ese folklore suburbial, más bronco y peleón, y parte de la autenticidad de éste acabó contaminando al que se componía para las academias y los teatros. De donde se produce la paradoja de que son las elites musicales burguesas y los profesionales del cante los que “domestican” musicalmente ese folklore suburbano, al mismo tiempo que exigen la recuperación de su pureza. El resultado de esa paradoja es lo que llamamos flamenco. Un ejemplo palmario de ello es la obra del guitarrista Julián Arcas, a quien Eusebio Rioja proclama como “uno de los padres del flamenco” (2002: 46). Y también el de Rafael Marín.272 El popularismo

del nacionalismo romántico atrajo la atención de estos guitarristas clásicos que dedicaron

parte de su carrera a convertir el folklore nacional en piezas de concierto reelaborando

también los aires andaluces pre-flamencos y flamencos que escuchaban para integrarlos

sobre patrones más académicos y dotándolos de una perfección técnica de la que

272 Rafael Marín escribió el primer método que se conoce para la guitarra flamenca en 1902.

328

carecían. Entre las piezas más sobresalientes de Arcas se encuentran las soleares, las

rondeñas y los panaderos. Estas piezas regresaron después a los tocaores más populares

(entre ellos y en primer lugar a Paco el Barbero) que las asumen no sólo como cosa propia, sino que invocan el nombre del autor como símbolo de prestigio. En 1912, el bailaor José Otero escribía que “los tocaores actuales, cuando ejecutan alguna composición en la guitarra para que los escuchen, dicen: Seguidillas gitanas de Arcas;

Malagueñas, javeras o granadinas de Arcas, y casi todos los toques y falsetas flamencas llevan el sello de Arcas” (ibid: 45). Para esa fecha los tocaores más importantes del primer tercio del siglo XX ya están en plena carrera artística: Miguel Borrull, Manolo de

Huelva, Javier Molina, Luis Molina, Ramón Montoya273.

Por tanto, el flamenco constituye un buen paradigma del proceso de hibridación

del flamenco que zigzaguea entre los dominios de la cultura burguesa y la popular. A lo

largo de la octava centuria del siglo XIX el género concertístico y el flamenco acusan

préstamos mutuos, tanto de temas musicales como de técnicas intepretativas. La música

de concierto se romantizó al acudir al dominio de lo popular, mientras que el flamenco se

hizo técnicamente más complejo gracias a las enseñanzas de la música “culta”. Por eso

no puede considerarse al flamenco como una forma folklórica más. Aunque este género

tiene una base folklórica, no es folklore en el sentido genuino, sino una forma reelaborada

plenamente moderna que trasiega lo popular en lo culto y viceversa.274 Uno de los

273 Rodrigo de Zayas ha afirmado a este propósito y con respecto al guitarrista Montoya: “Lo que iba a ser la prodigiosa técnica de Montoya, fue algo bastante atípico, en el sentido de que la inquietud inusual de Ramón le llevaría por senderos que, hasta entonces, nadie había hollado. El tocaor sevillano Rafael Marín fue quien le enseñó cómo se podía pulsar todas las notas de una escala en lugar de ligarlas como lo hacían ‘los antiguos’. (En Rioja, 1995: X-XI),

274 Sobre el particular, cfr. Rioja (1990), Steingress (1989) 329

secretos de su relativa longevidad es precisamente su facilidad de adaptación a las formas

musicales que lo rodean, su capacidad de dar expresión hasta la actualidad a los distintos

cambios ideológicos, políticos y sociales por los que ha atravesado.

Por lo demás, y retornando al tema que nos ocupa, todos sabemos que la música

es, afortunadamente, algo más que virtuosismo técnico, pues eso lo convertiría en una

artesanía y no en un arte.275 Aunque todavía existen herederos de Baumgarten que opinen lo contrario, la belleza del flamenco no reside sustancialmente en la perfección, sino en su capacidad expresiva. Eso por supuesto no significa que determinadas piezas, especialmente las instrumentales para guitarra que se graban en estudio, puedan ser interpretadas por el receptor como auténticas piezas de ingeniería musical. Las obras de

Paco de Lucía, como las de Juan Sebastián Bach en su género, añaden a su genio una

técnica extraordinariamente depurada y una concepción musical tan compleja y

totalizadora que son capaces de despertar en nosotros esa emoción estética que Kant

denominaría como lo sublime matemático. Algunos de los ejercicios para piano de

Shostakovich o de Czerny son de una complejidad deslumbrante y de una dificultad de

ejecución casi titánica, pero son eso, meros ejercicios. En el mundo del rock de finales de

los ochenta y principios de los noventa, constituye la diferencia, abismal a mi modo de

ver, que se produce entre la floritura barroca, gratuita y a modo de pastiche, de la guitarra

de Yngwie Malsmteem, y la filigrana, templada y contenida en ocasiones, prolija y

arrebatada en otras, pero siempre expresiva y oportuna, de la de Joe Satriani. Por el

contrario, ciertas piezas de Satie para piano, sencillas en su estructura y dóciles en su

275 Cfr. Collingwood (23-36).

330

digitación, pueden convertirse con una buena interpretación en un gesto de lo más perturbador para un temperamento melancólico. Tras él, Michael Nyman y Philipp Glass son solamente su pálida sombra. Y, por otra parte, no dudamos de que un genio como

Beethoven, si por obra de un milagro se levantara ahora mismo de su tumba, pudiera ejecutar correctamente una pieza de Bill Evans, de Duke Ellington, de James Taylor, o de

Chano Domínguez, más fáciles que cualquiera de sus sinfonías, pero donde estaría siempre ausente la formación avalada por un entorno cultural, étnico y social que es el que, en definitiva, dota del contexto que toda música necesita para sostenerse con autenticidad y que está sin duda presente en el propio acto de ejecución. El trombonista de jazz Bob Brookmeyer estaría de acuerdo con la afirmación que acabo de plantear:

“If I were a classical composer coming in to write jazz, obviously I would be unsuited. I would say all classical composers are unsuited to write jazz music. That is not their experience. That is not what their feet say. My feet say jazz music, so anything I write I think would come that way because that´s what I am” (en Enstice y Rubin, 73).

Es curioso. Brookmeyer obedece a sus pies cuando compone jazz. Hay una visión de la música muy terrestre en todo esto. Lorca afirmaba que el duende es “el espíritu de la tierra” y que para cantar con duende hay que hacerlo con algo que sube “desde las plantas de los pies”. A diferencia del músico clásico, el guitarrista flamenco mide los acentos rítmicos conformando un movimiento del pie que se produce de abajo hacia arriba, con el talón apoyado siempre en el suelo. El duende constituye una inspiración fundamentalmente procedente de la tierra, como un impulso interior que obedece al dictado de la sangre, de la cultura en la que se ha formado.

331

4.2.1. LA EVOLUCIÓN DE LA TRAGEDIA.

La tragedia, como género dramático, ha variado muy poco desde los clásicos. Lo

que sí ha cambiado sustancialmente ha sido su expresión teatral. En realidad, no es hasta

el siglo XVI que se asocia el concepto de la tragedia con el teatro; no se piensa que las

tragedias griegas fueran para ser representadas, sino solamente narradas. El concepto

medieval más corriente era el de una narración de la caída de un personaje antiguo o

eminente y es el teatro isabelino el que devuelve a la tragedia su sentido de

representación teatral. Desde Aristóteles hasta los sucesivos programas normativos de los

siglos XVII, XVIII y XIX tenemos una teoría poética de la tragedia, cuya meta es

determinar los elementos del arte trágico (personajes, estructura, espacio,

tiempo…etc.).276 También encontramos en el texto de Aristóteles algunas observaciones sobre el origen y la catarsis como efecto de ésta, y que no han estado exentos de encendidas polémicas hasta la actualidad.277 Pero será el romanticismo alemán, con

Schelling, Hegel, Hölderlin, Solger y Goethe, el que inaugura y acapara una filosofía

sobre lo trágico.278 Para Aristóteles la tragedia constituye pues su objeto, pero no su idea.

En la década de los sesenta del siglo pasado George Steiner mantuvo la tesis de una muerte de la tragedia después de las obras de Shakespeare y Racine. A partir de ellos,

276 Las primeras palabras de la Poética de Aristóteles definen su radio de acción: “Hablemos de la poética en sí y de sus especies, de la potencia propia de cada una, y de cómo es preciso construir las fábulas si se quiere que la composición poética resulte bien, y así mismo del número y naturaleza de sus partes, e igualmente de las demás cosas pertenecientes a la misma investigación, comenzando primero, como es natural, por las primeras” (126-127).

277 Algunos textos que considero fundamentales y que abren la polémica sobre la catarsis los encontramos en Hume, Freud, Budd y, en nuestro país, Eugenio Trías. Hablaremos sobre ello más adelante.

278 Sobre las distintas visiones de lo trágico en el romanticismo alemán, cfr. Szondy (173-296).

332

la tragedia en el teatro “se empaña o calla” (2001a:14). Peter Szondy, que también

comparte la misma idea, ha señalado la paradoja de que es justo en el momento en que la

literatura trágica “ha pasado a mejor vida” cuando se produce el aluvión de definiciones

sobre lo trágico, señalando que tal vez sea el género ensayístico de la época el que

constituya una tragedia por sí mismo o represente efectivamente a sus modelos (177). Es

decir, que si nos proponemos encontrar algún rasgo de lo trágico en el romanticismo, es

al ensayo adonde debemos acudir.

Las razones de la defunción que propone Steiner no están en absoluto distantes de

las aportadas por Nietzsche, cuyo libro antes citado versa más bien sobre la muerte de la

tragedia que sobre su nacimiento, a pesar del título. Según estos autores, la irrupción del

espíritu racionalista griego (socrático) y, luego, teológico-cristiano en el caso de

Nietzsche, y neoclásico (ilustrado) en el caso de Steiner dan al traste con el mito, que constituye la base de la auténtica tragedia.

En la antigüedad clásica, la representación de los ideales y comportamientos más nobles eran ejemplificados a través de las vidas de dioses, semidioses o héroes, en cualquier caso personajes que estaban a un nivel superior al nuestro en la cadena del ser.

Ésta era la lógica contrapartida y su modo de expresión en verso reflejaba esa elevación y

ese distanciamiento con el espectador. En definitiva, estas ficciones mostraban que el

padecimiento trágico era un sombrío privilegio de las clases distinguidas.279 La razón por

279 La división de la ficción en modos se concreta a partir del poder de acción del héroe o protagonista, que, básicamente, puede ser mayor que el nuestro, igual o menor. En términos generales, la tragedia clásica junta el mito y el romance. Siguiendo la exposición de Northrop Frye (33-34) el mito es la representación de los hechos de una divinidad, cuyo poder de acción es de una clase superior tanto al resto de los hombres como al de su entorno. El romance muestra los hechos de un héroe que se identifica como un ser humano, pero cuyas acciones son sobrenaturales. Su poder de acción, por tanto, es superior en grado al de los 333

la que Aristóteles exige que la tragedia constituya un drama de personas dignas se debe a

dos convicciones profundamente arraigadas en la mente de los griegos: la primera, de

carácter psico-sociológico, consiste en que la figura del rey o de algún otro alto

dignatario es una figura socialmente representativa y, por tanto, la suerte que corre es

ejemplar, válida y transferible a todos, incluidos los espectadores; la segunda, de carácter

psicológico y dramático a la vez, está relacionada con el efecto espectacular que resulta

del fracaso y la caída de una persona de más dignidad que la de un plebeyo. La

ejemplaridad y el contraste entre la categoría de la persona y el hundimiento producen un

impacto mayor en el público (Spang).

Sin embargo, con el surgimiento del drama isabelino y del teatro del Siglo de Oro español la situación cambia. El teatro se convierte en el gran teatro del mundo y ningún matiz del sentimiento le es ajeno. En ello hay también motivos de carácter práctico: la necesidad de contentar a un público que se decanta por la aventura, por el tumulto de la tragicomedia o de los cronicones, que se deleita con los bufones, con los “graciosos”, las

princesas y fantasmas de resonancia medieval, los interludios cómicos y con la acrobacia

y la brutalidad de la acción física. Esto se daba en el teatro popular, en Lope y en

Calderón, y por supuesto también en Shakespeare. Hay una mezcla de lo real y lo

hombres y su entorno. “The heroe of the romance –escribe Frye- moves in a world in which the ordinary laws of nature are slightly suspended: prodigies of courage and endurance, unnatural to us, are natural to him, and enchanted weapons, talking animals, terrifying ogres and witches and talismans of miraculous power violate no rule of probability once the postulates of romance have been established. Here we have moved from myth, properly so called, into legend, folk tale, märchen, and their literary affiliates and derivates”. Eso no significa, sin embargo, que en la tragedia antigua no aparecieran personas corrientes entre sus protagonistas. En ellas ya puede rastrearse la inclusión de personajes de extracción social media y baja, y no solo de dioses, reyes, o héroes. También el estilo elevado se combinaba en ocasiones con un lenguaje coloquial que no debía ser muy distinto del empleado en las plazas públicas y hogares privados de la Atenas de la época.

334

fantástico, lo culto y lo popular, lo trágico y lo cómico, lo noble y lo vil. La tragedia tiene

entonces una condición más “abierta”, porque escapa a la tradición de lo helénico. A

partir del siglo XVII el escritor teatral se debate entre este conflicto de ideales: de un lado, la tragedia neoclásica, que impone una vuelta al origen con la unidad de tiempo,

lugar y acción, la absoluta coherencia y economía en la que no debe haber nada que sea

inconsecuente con el efecto final, y con la disociación radical entre lo trágico y lo cómico; del otro, el teatro barroco con la ruptura de las tres unidades y la mezcla de las modalidades tonales del lenguaje. El escritor romántico, que intenta conjugar la tragedia clásica y la barroca, se enfrenta a la paradoja de reivindicar el teatro griego y repudiar al

mismo tiempo el neoclásico. Pero en realidad el debate está viciado desde un principio,

porque la interpretación de la tragedia que realizan los neoclásicos se conduce por la

rígida vía senequista. El primero en advertirlo fue Lessing en sus Cartas sobre la

literatura (1759). Según él, el neoclasicismo no es un nuevo clasicismo sino un remedo

de éste. Todo conflicto entre lo clásico y lo shakespeareano es falso y la línea divisoria

que marca un antes y un después en la evolución de la tragedia no está entre los clásicos y

los isabelinos sino entre éstos y los neoclásicos. En los primeros, por ejemplo, el uso de

apariciones espectrales nos convence porque tiene tras de sí la fuerza de una fe religiosa.

Con Voltaire sólo puede parecernos ya un artificio literario (cfr. Steiner 2001a: 22-24,

31-33 y 140-144). Es decir, el mito en la modernidad está constituido por una dialéctica

entre el pensamiento mítico primitivo y el pensamiento racional ilustrado (cfr. Vattimo

1990: 111-132) y este hecho constituye uno de los principales conflictos del

romanticismo. Por lo demás, la oposición tajante entre lo cómico y lo grave en el teatro

335

griego ha sido puesto en evidencia en más de una ocasión: “¿No se dan mezclados en la

vida lo serio y lo burlesco, lo trágico y lo cómico? ¿No da que pensar que sólo en Grecia

haya en el Teatro una oposición de géneros como la de Tragedia y Comedia?” (Rodríguez

Adrados, 24). El mismo Victor Hugo en su Prólogo a Cromwell había abogado también

por una conjunción entre lo cómico y lo trágico en el teatro moderno (2002: 38-49). Sin embargo, a pesar de esta divergencia, la opinión generalizada es que la tragedia, tanto en el teatro clásico como en el barroco, conserva todavía una esencial ligazón: el mito es todavía una parte fundamental e imprescindible de la cultura y de la vida cotidiana.

Frente a esta concepción, el teatro popular en España y durante la Ilustración, que es donde comienzan a gestarse y desarrollarse algunas de las formas que luego cristalizarían en ese género musical variopinto y que pasó en el romanticismo a denominarse con la palabra “flamenco”, tiene muy poco de trágico.280 Lo que predomina

de forma apabullante, como también ocurrirá en el romanticismo, es la comedia (cfr. nota

75). Las comedias populares o popularizadas de santos y de magia, muy presentes como subgénero codificado a lo largo del siglo XVIII y las más cercanas al pensamiento mítico y religioso, eran además compuestas por los mismos autores que componían sainetes, entremeses y fines de fiesta. Lo que sabemos por ahora, si nos atenemos a las informaciones ampliamente documentadas de Álvarez Barrientos, es que los espectadores no iban al teatro “a recibir prédica sino a divertirse” (78). Y que por mucho que el impulso contrarreformista de la Iglesia española quisiera utilizar el escenario como púlpito, lo cierto es que el propósito edificante estaba muy lejos de verificarse en la

280 La información que ahora tenemos es que la palabra flamenco pasa a usarse como modalidad musical hacia 1860.

336

realidad. Si las comedias de santos y de magos tuvieron éxito no fue porque el espectador sintiera o no como reales y materiales los hechos que allí sucedían, sino porque el género se contaminó de rasgos procedentes de la tradición del teatro español como la inserción de la trama amorosa, la música o la incipiente escenografía y tramoya que concedía una espectacularidad visual a lo que allí se representaba. Lo mágico y lo mítico, a diferencia de épocas pasadas -es preciso insistir en ello- responde a unas expectativas de evasión por parte del público y no a una ciega creencia. A diferencia de lo que sucede en el drama barroco, donde los desastres de la naturaleza como augurios, la aparición de brujas, sombras, fantasmas, espectros y otros fenómenos sobrenaturales son todavía relevantes en las creencias más arraigadas de la gente, el teatro del XVIII, tanto culto como popular, y la respuesta correlativa del público reflejan la tensión, los desgarros y la fracturas que se producen entre las antiguas formas de vida y la experiencia de unas nuevas que hemos calificado habitualmente con el nombre de Modernidad. Es decir, el pensamiento mítico y mágico, tan presente en la tragedia griega y barroca comienza a palidecer o a comprenderse bajo los auspicios del racionalismo emergente:

La comedia de magia, (...) si sobrevivió durante tantos años a pesar de las prohibiciones, adentrándose incluso en el siglo XIX y XX, fue porque supo conciliar lo antiguo con lo nuevo y conciliar también una visión crítica del pasado (en este caso, mágico) con la consideración emocional de ese pasado, distanciándose de las posiciones ilustradas, desde las que se atacaba una visión supersticiosa y, por consiguiente, la creencia en la magia. A diferencia de las comedias de figurón, que sí burlaban otros rasgos de la antigua mentalidad – recuérdese El hechizado por fuerza-, las comedias de magia no defenderán tales creencias, pero tampoco las satirizarán, aunque ejerzan un fuerte influjo a la hora de cuestionar la creencia en los poderes preternaturales del mago. Esta crítica no niega, sin embargo, la existencia de conocimientos mediante los cuales el hombre pueda manipular la naturaleza. Nos encontramos, pues, ante la consideración de la magia como ciencia o como conocimiento. De hecho, salvo en muy pocas

337

comedias, no hay pacto diabólico mediante el cual alcanzar unos poderes con los que obrar prodigios, sino aprendizaje con un maestro o a solas con libros. (...). De esta forma, el espectador, que cree o no cree en la magia, pero que tiene un conocimiento determinado de la tradición, y que, en todo caso, se divierte con algo que ve distante de él, se va desprendiendo de esa mirada legendaria y comienza a entender determinados fenómenos como resultado no de una acción sobrenatural, sino como resultado de los conocimientos científicos (Álvarez Barrientos, en Huerta y Fernández, 83).

Dicho en pocas palabras: la mayoría de la gente, de manera particular la que habita en las ciudades y que es espectadora asidua en los teatros, sigue conviviendo en su vida cotidiana con el mito y la magia, pero su apego a esta cosmovisión es más emocional que racional: no creo ni dejo de creer, pero, por si acaso, me atengo a las supersticiones.

La Revolución Francesa y los sucesivos estremecimientos políticos y sociales de

1830 y 1848 produjeron una liberación del pensamiento y de las jerarquías sociales sin

parangón en la historia anterior de Occidente. El romanticismo, que es su paralelo

artístico y filosófico, reacciona contra la decadencia del Antiguo Régimen tanto como

contra la parquedad imaginativa del racionalismo clásico. En el centro de ese impulso

vital está la concepción romántica de Rosseau, explícita en el Emilio y el Contrato social,

por la cual la miseria y la injusticia del destino humano no eran causadas por una caída original, por una mancha indeleble y pristina. Procedían de los absurdos y las arcaicas desigualdades de la estructura social producida por generaciones de tiranos y explotadores. Las cadenas del hombre, como también advirtiera Erich Fromm y toda la

Escuela de Frankfurt desde el punto de vista psicosociológico dos siglos más tarde,

habían sido forjadas por el hombre y a éste correspondía deshacerlas. En sus manos 338

estaba, pues, su futuro. El diablo mundo de Espronceda es un ejemplo claro de la

transformación del pecado original en pecado social. A partir del romanticismo la clave

de la tragedia está en el conflicto entre naturaleza y sociedad como polos que se repelen

al entrar irremediablemente en contacto. Una gran cantidad de textos de la época

promueven esa concepción de que sólo lo natural es moral, algo que defendería no mucho

tiempo después la medicina homeopática y que confirmarían con gusto actualmente todas

las tiendas naturistas de dietética alimenticia. En el centro de esta visión se encuentra en

gran medida también la tragedia lorquiana.

Esa visión romántica tuvo correlatos psicológicos específicos que implicaban una

crítica a la noción de culpa: un hombre podía cometer un crimen, pero había una causa:

su educación no le había enseñado a distinguir lo bueno de lo malo, o la sociedad le había

corrompido. Pero a la hora de la verdad el crimen siempre podrá ser reparado o el error tendrá una justificación.281 Es una justificación y/o una compensación lo que el

romanticismo promete a la culpa y los sufrimientos del ser humano. Su cualidad esencial

es no-trágica, pertenece a una mitología redentora y no puede, por tanto, originar ninguna

forma natural de teatro trágico, pues en éste el personaje no puede eludir ni la

responsabilidad de los hechos ni el consecuente castigo. La fatalidad del destino de Don

Álvaro y Leonor en la obra de Rivas puede ser injusta, ya que son víctimas del

trasnochado concepto de honor del orgulloso clan de los Vargas, pero en ningún caso es

281 Este pensamiento antitrágico sigue siendo el predominante en la actualidad. El periódico de Cataluña abría su portada el 28 de mayo de 2003 con el siguiente titular con relación al accidente aéreo de un avión que transportaba a militares españoles procedentes de Afganistán: “Tragedia evitable”. Contradictio in terminis strictu sensu porque si se encuentra una explicación racional para el desastre desaparece todo contenido trágico. La tragedia, por definición, siempre es inevitable.

339

arbitraria, como le ocurre a Edipo, pues en la obra de Sófocles no hay ninguna razón, justa o injusta, que justifique su desventura. Tan sólo un enredado conjunto de

casualidades prescritas y el empeño de éste por vislumbrar el sentido de su vida. No es el

sino lo que destruye a Don Álvaro, aunque el título del drama lo pretenda, sino una

causalidad, una conducta de honor todavía imperante en la sociedad española

decimonónica. Don Álvaro no es un “culpable inocente” como Edipo, pues éste último

ignoraba quién le provocaba, a quién mataba y con quién se casaba. Lo trágico de su

situación es que no pudo ni averiguar ni eludir el destino que le otorgaron los dioses. Ni tampoco el personaje de Rivas se enfrenta al “dilema de una culpabilidad ineludible” como Antígona, que vive el desgarramiento entre dos obligaciones igualmente poderosas donde su decisión, una cuestión de vida o muerte, implica inexorablemente no poder hacer el bien sin hacer el mal y donde el cumplimiento de una obligación provoca el incumplimiento de la otra, llevándola a una encrucijada de imposible solución.282

Finalmente, el suicidio de Don Álvaro está motivado por la idea redentora del amor: sin él, la vida se hace intolerable: Omnia vincit Amor. Pero la tragedia parece avisarnos de que es inútil destruirse por la falta de amor, pues es el mismo amor el que se encargará de destruirnos. “La tragedia –dice Steiner- quiere hacernos saber que hay en el hecho mismo de la existencia humana una provocación o una paradoja; nos relata que los propósitos humanos a veces van a contrapelo de inexplicables fuerzas destructivas que están afuera, pero muy cerca” (2001a: 96). Pero, como se ha dicho, el romanticismo promete una compensación porque tiene una profunda raigambre judeo-cristiana. Por eso

282 Utilizó aquí los términos de Kurt Spang (304-305).

340

Freud, como buen judío, es un escritor antitrágico. Con él, no es el destino lo que

destruye a Edipo sino su inconsciente.283 Las teorías de Marx, judío como Freud,

constituyen también un espléndido “macrorrelato” antitrágico porque pertenecen a una

cosmovisión redentora que promete el paraíso terrenal en una sociedad sin clases. La

lectura que hace Alexander Bogdanov sobre Hamlet en 1926 nos puede servir de

ejemplo: la solución, entendida en este caso como restitución de un orden precedente que

se había desmoronado, se debe a la capacidad del héroe de superar el conflicto entre pensamiento y acción. No importa que el héroe muera, pues tiene en Fortimbrás su sustituto; ni si quiera que el orden reestablecido sea contrario a los intereses de la clase

proletaria de la Rusia de principios del siglo XX. Lo que debe tomar como lección el

proletario es la necesidad de la toma de conciencia del problema y la lucha posterior que

apoye esa reivindicación. Por tanto, sólo a Nietzsche, de estos tres miembros que Paul

Ricoeur ha denominado la “Escuela de la sospecha”, puede aplicársele la denominación

de escritor trágico, y aún con ciertas reservas .

Gran parte de los debates que han animado las controversias sobre lo trágico en el siglo XX han planteado la cuestión de su posibilidad de desarrollo en el cristianismo o en otras religiones salvíficas y, existe casi común acuerdo sobre la imposibilidad de lo trágico cristiano por la simple razón de que la posible salvación anula la inextricabilidad del destino humano (Spang, 306). El mecanismo de un oportuno remordimiento, la posterior contrición y redención a través del amor (ya sea humano o divino), le permite al

283 Por eso, dice Eugenio Trías, “la audiencia unánime que puede despertar el Edipo Rey de Sófocles se prueba en razón de que en él se escenifica un conflicto inconsciente que todos vivimos en la profundidad de nuestra alma” (2006: 127).

341

héroe romántico participar de la emoción del mal sin pagar el precio que corresponde. Y ese peaje emocional de segunda clase se encuentra mucho más cerca del sentido de lo cómico que de lo trágico. En el caso español tenemos el ejemplo paradigmático del Don

Juan Tenorio de Zorrilla, el cual sigue la trayectoria típica del drama romántico: pecado, remordimiento, contrición y apoteosis salvífica: “Hoy has de morir: advierte/ que ya está echada la suerte; /confiesa a Dios tus pecados, /y ansí, siendo perdonado/ será vida lo que es muerte”.284 No hay tal actitud en Clitemnestra cuando da muerte a su esposo

Agamenón, ni en Medea cuando hace lo mismo con su infortunada descendencia. Sin

embargo, en el remordimiento y en el cielo como compensación, ya sea éste divino o

terrenal, hay una evasión de lo trágico. Por eso dice Steiner que la tragedia romántica es

una “casi tragedia”; es decir una comedia sin humor; es decir un melodrama.285 Esa es la diferencia entre el Fausto de Marlowe por un lado y el de Goethe o el de Lessing por otro.286 En Marlowe, como en el antiguo Prometeo esquileano, el héroe desciende a los

284 Es la versión romántica del “muero porque no muero” de los místicos: la vida como tránsito lastimero hacia una muerte que sólo es la promesa de la vida eterna. De ahí la crítica de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida al Tenorio de Zorrilla y la preferencia del escritor bilbaíno por el Fausto de Marlowe en detrimento del de Goethe (302-303).

285 En el mejor de los casos lo que se produce, según Kart Spang, es una tragicidad parcial o episódica, lo que implica que el hombre religioso puede vivir momentos trágicos, de desesperación, de desconfianza en la misericordia divina. “El creyente puede vivir idénticas circunstancias al trágico radical, sin embargo, a estas vivencias siempre les faltará la dimensión desesperada, el carácter definitivo e irreversible” (306).

286 A diferencia de Steiner, Marshall Berman (1991: 58-63) ve en esta evasión de lo trágico precisamente una de las condiciones de la tragedia del Fausto de Goethe: “Para comprender la tragedia del desarrollista [Fausto] debemos juzgar su visión del mundo no sólo por lo que ve –por los inmensos nuevos horizontes que abre a la humanidad- sino también por lo que no ve: las realidades humanas que rehúsa mirar, las posibilidades con las que no soporta enfrentarse. Fausto imagina, y lucha por crear un mundo en el que el crecimiento personal y el progreso humano se puedan obtener sin costes humanos significativos. Irónicamente, su tragedia surgirá precisamente de su deseo de eliminar la tragedia de la vida” (58, la cursiva es mía). Algo parecido ha dicho G. Sanders de Esperando a Godot, de Samuel Beckett: “lo trágico de esta existencia consiste en el hecho de que ni si quiera se le conceda tragicidad, siempre es farsa en su totalidad, sólo se puede representar como farsa: como farsa ontológica, no como comedia” (en Spang, 308).

342

infiernos aceptando la responsabilidad, consciente de que su naturaleza le impide arrepentirse. Este Fausto se parece en su conducta también al Hamlet y a todos los arquetipos del “hombre dionisiaco” de quienes hablara Nietzsche:

Ambos han visto una vez verdaderamente la esencia de las cosas, ambos han conocido y sienten náusea de obrar; puesto que su acción no puede modificar en nada la esencia eterna de las cosas, sienten que es ridículo o afrentoso el que se les exija volver a ajustar el mundo que se ha salido de quicio (2001: 80).

La asunción de esta verdad es lo que condena al héroe de Marlowe. En cambio el

Fausto de Goethe, como en la versión operística de Boito, se salva (bien a través del amor

-Steiner 2001a: 100-101-, bien a través de su confianza en el conocimiento -Subirats

1979: 49-52-, bien a través de su “deseo de desarrollo” –Berman 1991: 52-63-) y

Mefistófeles pierde la apuesta.287 Es la diferencia también entre el Don Juan de Moliere, y el de Byron o el de Zorilla, por mucho que en aquella los acontecimientos que presente provoquen con frecuencia la risa y por mucho que Moliere sea considerado el

“dramaturgo cómico de la Edad Aristocrática” (Bloom, 170). A partir del romanticismo se imponen en el teatro, de una u otra forma, los finales felices porque incluso si el héroe acaba mal ha obtenido una redención, ya sea moral, física o espiritual. Desde entonces hasta el cine de Hollywood y la publicidad actual esa es la visión predominante.288

287 Goethe ya había afirmado que en el conflicto trágico no “cabe resolución alguna”, lo inconciliable constituye el motor fundamental del caso trágico. Pero esta característica no formaba parte de su visión del mundo. En 1831 declararía a Zelter que no había nacido para poeta trágico, puesto que su talante era conciliador, figurándosele perfectamente absurdo lo inconciliable (en Szondy, 201).

288 Las palabras de Abrams coinciden también en este aspecto: “Los escritores románticos ni buscaron demoler su vida en este mundo en una búsqueda desesperada de algo nuevo, ni arremetieron desesperados contra la cultura heredada. El meollo de lo que tenían que decir era que el hombre contemporáneo puede redimirse a sí mismo y a su mundo, y que su único camino para este fin es reclamar y llevar a su realización 343

Si seguimos esta visión, que en todo caso marca una tendencia general con

previsibles excepciones (La condenación de Fausto de Berlioz, que resolverá

trágicamente lo que la versión de Gounod había dejado abierto y en suspense; Carmen de

Merimèe; también, contemporánea a nosotros, La reina de la noche de Arturo Ripstein), parece que el triunfo del racionalismo señala un punto sin posibilidad de retorno al contenido original de la tragedia, ya sea clásica, renacentista o barroca. En éstas las acciones de los mortales están circundadas por fuerzas que les trascienden y la totalidad del mundo es parte de la acción: la tormenta avisa de los tumultos y desastres del ser humano, el relámpago es un mensajero. Pero, como dice Steiner, “ya no podrá serlo más una vez que Benjamín Franklin (encarnación del nuevo hombre racional) haya remontado un barrilete hasta alcanzarlo” (2001a: 144). Eso explica en parte el rotundo rechazo que el público de Madrid brindó al estreno de Macbeth en 1838, la primera vez que una obra de Shakespeare se traducía directamente del inglés. La crónica de esta representación aparecida en el periódico semanal de literatura y artes El Alba apunta en esta dirección, y en este aspecto por lo menos, el público español del teatro romántico no es diferente del que existe en Europa:289

las grandes cosas positivas del pasado occidental. (...) Entre los principios de esos valores se contaba la vida, el amor, la libertad, la esperanza y la alegría” (439).

289 Según Vicente Llorens las obras de autores contemporáneos que se representaron durante el período romántico fueron predominantemente cómicas (Moratín, Bretón de los Herreros, Eugène Scribe) y melodramáticas (Ducange, Bouilly, Hartzenbusch). En cuanto a las obras de dramaturgos del Siglo de Oro español, las más representadas son también comedias (Rojas Zorrilla, Tirso, Lope, Moreto y Calderón, por este orden), pero en mucho menor número que las obras contemporáneas, lo que demuestra que el público español echaba muy poco en falta a los mejores dramaturgos de nuestro país. Además, a diferencia de Francia, el teatro español no tenía una Comédie Française que mostrara un repertorio constante de obras nacionales antiguas, por lo que prácticamente la totalidad de las que se representaron en España eran refundiciones en las que se modificaban o recortaban escenas, se suprimían o sustituían personajes, o se añadían elementos con el fin de ajustarse el gusto del público. Siendo la refundición un fenómeno lógico 344

En efecto, en una época en que por desgracia las más sagradas creencias no encuentran acogida en la mayor parte de los corazones, no podía ser bien recibido un drama empezado y conducido hasta su desenlace por la intervención de brujas, sombras y espectros, cosas que no sirven ya ni para intimidar a los niños (en Llorens, 382).290

Pero hay al menos otros dos motivos interconectados que provocan el

agotamiento de lo trágico en el teatro. La revolución francesa facilitó el ascenso al poder

de las clases medias y son estas las que ahora ocupan el centro de gravedad de los asuntos

humanos. Hasta entonces, como ya se indicó, sólo los grandes personajes públicos podían

desarrollar una acción acorde con la magnitud de la tragedia. Éstas contenían

generalmente una intriga basada en el mito, la leyenda o la Historia. Pero, a partir de

finales del siglo XVIII, la tragedia pasa del dominio público al privado, la historia se hace

íntima y con minúsculas. Y esa intimidad de la tragedia privada pertenece por derecho

propio más al campo del creciente arte de la novela que al teatro, la cual además se

ajustaba mejor al público fragmentado de la cultura urbana moderna. Al mismo tiempo,

el romanticismo promovió la primacía del Yo, un individualismo radical del ser humano

que también era ajeno a la tragedia clásica y al modo dramático, puesto que todo

fundamento clásico aspira a ese ideal de impersonalidad, a esa separación entre la obra y

durante el neoclasicismo durante el cual se trató de ajustar el teatro del XVII a las normas clásicas vigentes, Llorens señala la paradoja de que durante el romanticismo, precisamente en plena época de libertad creativa, se siguieran mutilando y alterando las obras de los mismos autores a quienes se rendía culto y se aconsejaba imitar. Desgraciadamente no ofrece una explicación para esa paradoja (cfr. 375-388).

290 Semejante es la reacción de Campoamor contra el uso de las metáforas petrificadas del romanticismo: “Es también ridículo llamar a la luna astro de luz porque todo el mundo sabe que es cuerpo opaco y su luz un reflejo del sol, y el que esto escribe da a entender que desconoce por completo las ciencias naturales, cosa extraña en uno que quiere ser poeta” (En Urrutia, 115). La introducción del cientifismo en la poesía tiene un precursor en la obra de Leconte de Lisle.

345

la contingencia del artista, al rechazo en definitiva de lo que Keats había llamado la

“sublimidad egoísta”.291 El artista romántico, por el contrario, busca la sintonía con su obra y la entiende como extensión o reflejo de su propio yo. Y aquí, nuevamente, es

donde la poesía lírica y la narración en primera persona le ganan terreno al teatro. El estudiante de Salamanca de Espronceda, publicado íntegramente en 1840, constituye en nuestro país una de las pocas excepciones donde la tragedia como concepto general conserva casi todo su valor. Como advirtiera Robert Marrast “la característica original, y por lo demás completamente nueva en la literatura española, de El estudiante de

Salamanca es que sólo mediante la muerte física del protagonista, Félix de Montemar consigue la divinidad acabar con el ser humano que se niega hasta su último instante de vida a desistir de su titánica actitud” (31).292 Pero ya no es teatro sino una rara avis, un cuento en verso (poesía narrativa) con estructura dramática desde la parte tercera donde la sombra del autor flamea tras las bambalinas.

291 Steiner (2001a: 104-105) lo ha explicado de una forma tan brillante que no puedo resistirme a citarlo: “Ocurre que el modo lírico es profundamente ajeno a lo dramático. El teatro es el ejercicio supremo de altruismo. Por un milagro de autodestrucción controlada que sólo confusamente podemos aprehender, el dramaturgo crea personajes cuyo resplandor vital está en proporción exacta con su ‘alteridad’, esto es, con el hecho de no ser imágenes, sombras o ecos del propio dramaturgo. Falstaff vive porque no es Shakespeare; y Nora porque no es Ibsen. (...) ¿Qué conocimiento nos es necesario tener de Racine para experimentar la intensidad de vida de Ifigenia o Fedra? Sin duda la creación de un personaje dramático está en relación con el genio específico del dramaturgo. Pero realmente ignoramos en qué forma. Los personajes son, acaso, esas porciones de sombra o vitalidad independiente dentro de la psique que el poeta no puede integrar a su propia persona. Son cánceres de la imaginación que insisten en su derecho a vivir fuera del organismo que les engendra (¿cuánto tiempo podría un hombre soportar un Edipo o un Lear, encerrado en su interior?)”.

292 El sentido de la tragedia de Montemar parece claro para Marrast: “Todos los temas o motivos aprovechados por Espronceda en esta parte cuarta proceden del fondo común de tradiciones anteriores ya utilizadas en romances, comedias y libros de hagiografía. Pero en esas últimas obras, su uso responde a un deseo de edificar al lector o al espectador y tienen un valor ejemplar dentro de la moral cristiana, porque en todos los casos el pecador acaba arrepintiéndose. Al contrario, estas manifestaciones de la ira de Dios no tienen ningún efecto en Montemar, que conserva libre su espíritu, incluso cuando le abraza el esqueleto. Antes de Espronceda, ningún escritor español había contado la historia de un hombre rebelde negándose hasta en la muerte a doblarse ante el poder divino” (39).

346

4.2.2. LA TRAGEDIA COMO MISIÓN REGENERADORA DEL ARTE.

Una vez mostrada la imposibilidad o, por lo menos, el debilitamiento del teatro

trágico en el romanticismo, quizá podamos entender ahora con mayor claridad el

proyecto de Nietzsche y el empeño posterior de Lorca.

Hemos hecho ya mención de que el filósofo alemán encontró un nuevo cauce para

la tragedia no en el teatro sino en “la magia de fuego de la música” (2001: 172), en la

ópera wagneriana, a pesar de sus enormes reticencias hacia este género musical en su

conjunto.293 Así que, en las postrimerías de la era romántica (segunda mitad del siglo

XIX), el ideal de la tragedia de la tradición clásica soporta el desafío no sólo de la prosa y

la poesía lírica, sino también de la música. Wagner y Verdi (y sus seguidores, Strauss y

Puccini, respectivamente), cuyas concepciones acerca de la ópera son radicalmente

diferentes, resumen lo mejor (también, a veces, lo peor) de este período. Para Nietzsche,

Wagner representaba el renacimiento del espíritu dionisiaco, su música personificaba el

milagro de la metafísica, encarnaba la filosofía de Schopenhauer y planteaba la esperanza

de una renovación de la vida espiritual de Alemania. Ambos argumentaron que la

tragedia había nacido de la música y de la danza y hacia ellas había de retornar, puesto

que el idioma moderno, contaminado por el escepticismo socrático y volteriano, era

incapaz de hacer brotar en la naturaleza humana las oscuras fuentes de la percepción

mítica. Pero la admiración del filósofo alemán por la ópera del maestro de Bayeruth

duraría poco. Ya en 1876, Nietzsche mostrará un solapado malestar en su ensayo sobre el

293 Las razones de este rechazo se encuentran explicadas con profusión en el capítulo 19 de El nacimiento de la tragedia (160-169).

347

primer festival en homenaje al compositor (Richard Wagner en Bayreuth); sin embargo, será entre 1888 y 1889 cuando su crítica se desate con mayor virulencia e ironía. Y, precisamente, uno de los argumentos fundamentales de Nietzsche contra la música de

Wagner será la creencia romántica en la redención a través del amor (o de la mujer como su correlato específico), una cualidad que, como hemos visto, dista mucho de pertenecer al contenido de la tragedia. “Quien conoce el corazón –escribirá Nietzsche-, ay, adivina qué pobre, desvalido, presuntuoso y dado a errar es el amor, aun el más profundo... cómo, más que proteger, destruye” (2002: 93). Habrá también otros argumentos: el sentido sensual de su música y, por tanto, la búsqueda del efecto (efectismo) y la necesidad de conmover los afectos a cualquier precio; la concepción de la música como un medio y no como un fin, al servicio de la literatura, del gesto y de la retórica teatral; la concesión al público; la atención sobre lo particular en detrimento del conjunto; la mezcla irresoluble del mito y la moral cristiana...etc. Wagner ya no es un aliado de Nietzsche sino sólo un artista que representa el estilo de la dècadence.

Así las cosas Nietzsche escribirá:

Envidio a Bizet por su valor, por haberse atrevido a esa sensibilidad hasta ahora sin lenguaje en la música culta europea, esa sensibilidad sureña, morena, tostada...(...) ¡Y cómo nos habla y nos sosiega la danza mora¡ ¡Cómo, en su lasciva pesadumbre, incluso nuestra insaciabilidad aprende de una vez lo que es saciarse¡ ¡Por fin el amor, amor retraducido a naturaleza¡ ¡No la elevación de la doncella, no la virgen ni su alteza¡ ¡Nada de una Senta Sentimental¡ ¡Sino amor sino, fatal, cínico, cruel e inocente, y en eso precisamente, naturaleza¡ ¡Amor, que por sus medios es guerra y por su fondo odio a muerte entre los sexos¡ No sé de otro caso en que la trágica broma que es la esencia del amor se exprese

348

con tal rigor, se formule tan temible como en el grito de Don José que cierra la obra (2002: 25).294

Esta afirmación de Nietzsche, junto a lo que se acaba de señalar en la nota 82, constituyen tanto un nexo de unión como de separación con el pensamiento lorquiano.

Ambos reconocen la superioridad de la sensibilidad “sureña”. Ambos conciben el amor como impulso instintivo y fatal, y no como agente redentor, lo que les emparenta en su defensa de la tragedia clásica. Pero para Lorca el logro del amor, como para todo el romanticismo, acabará en duelo por el constante acecho de las rígidas normas morales de la sociedad. Es cierto que en Lorca el instinto del amor destruye, pero lo hace porque se enfrenta inevitablemente con un código social que lo reprime. Nada hay de esto en la

tragedia clásica ni en Nietzsche donde el amor destruye por su propia naturaleza, porque

en sí mismo es destructor.

Además Lorca se apresura a explicar en su teoría del duende que Nietzsche se

equivocó, que “ese poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”, en

palabras de Goethe, no podía encontrarlo a través de sus formas exteriores ya fuera desde

294 La adopción por parte de Nietzsche de la música de Bizet constituyó una provocación para alemanes y franceses. Bizet utilizaba en su ópera un estilo italianizante que no armonizaba con el gusto francés tan dependiente del idealismo alemán. Begoña Lolo, en su prólogo al libro de Nietzsche ha señalado las diferencias entre estas dos actitudes: “Frente al concepto de ópera basado en el mito de Wagner, Bizet presentaba una obra asentada en la temática realista (...). Su concepto de ópera de números (arias, recitados,etc.) con tendencia al número cerrado rompía frontalmente con la idea de Wagner de una obra en la que el desarrollo dramático nunca se viese interrumpido. Frente a la idea de melodía infinita, la melodía finita; frente al simbolismo dramático-psicológico del leitmotiv, la rapidez en los cambios emocionales; frente al concepto de obra de arte total, la recuperación del modelo formalmente establecido; frente al artista integral, el artista unidimensional; frente al mundo abierto, otro más limitado” (13). Sin embargo, tomemos con cuidado las afirmaciones del filósofo alemán sobre Bizet, que sirvieron más como negación de la obra de Wagner que como afirmación de la del compositor francés. En carta a su amigo Fuchs el 27 de diciembre de 1888 escribirá: “Lo que digo acerca de Bizet no debe usted tomarlo en serio. Tan cierto como que existo, Bizet –lo diré mil veces- no me interesa, pero actúa fuertemente como antítesis irónica contra Wagner” (en 2002: 14).

349

el veneciano Puente Rialto o en la música de Bizet (1992b: 142). Hemos de entender

aquí, según creo, por formas exteriores no sólo la consideración de un determinado estilo

y estructura, sino también todo lo que al contenido, más o menos manifiesto, se refiere.

Porque el duende, como ya se advirtió, no se encuentra en lo exterior de la obra sino en

su interior (cfr. pp.70-71). Caballero Bonald lo expresa así:

El intérprete penetra de improviso en el territorio de una clarividencia, o de una capacidad de plenitud, que no reside ni en la significación del tema ni en los artísticos alardes de la música o la plástica –ni mucho menos en los virtuosismos de la voz o del gesto, sino en ese trasfondo expresivo –‘el duende’- donde mana el imprevisible chorro de la revelación flamenca (añadir referencia)(la cursiva es mía).

Digámoslo ya: para Nietzsche toda tragedia verdadera contiene por esencia la

plenitud de la fuerza dionisiaca. Para Lorca puede haber tragedia (entiéndase desde el

punto de vista exterior) sin duende... y también duende sin tragedia, sólo que a este

último aspecto apenas le dedicó su atención (cfr. nota 34). En este sentido sí puedo

compartir la afirmación de Joseph y Caballero cuando constatan que Lorca se desvía del

filósofo alemán. Es cierto que además Lorca inventa una mitología nueva que tiene una

profunda raigambre andaluza. Pero hay demasiadas analogías con el pensamiento

nietzscheano como para no concederle una influencia importante para los ensayos sobre

flamenco del poeta de Fuentevaqueros. Todavía señalaré algunas más en páginas

posteriores.

La crítica especializada en Lorca ha insistido considerablemente en los aspectos

trágicos y mítico-simbólicos de su obra, tanto en su poesía como en su producción

dramática (Correa 1970, Stanton 1978, Edwards 1983, Crispin 1985, Doménech 1985, 350

García-Posada 1985 y 1988). Sobre esta cuestión las opiniones de los estudiosos plantean solamente diferencias de matiz; sin embargo, en lo sustancial parece haber unanimidad.

En mi opinión, las últimas obras escritas por Lorca pueden considerarse trágicas, siempre y cuando no perdamos de vista que han pasado ya dos siglos de Ilustración y

Romanticismo donde la crítica social constituye uno de sus rasgos comunes definidores y, por lo tanto, la solución de los problemas del hombre ha de ser contemplada dentro de este contexto. Evidentemente, decir que a Lorca solamente le preocupa el aspecto social del ser humano supone una lectura tendenciosa de su obra. Elizabeth Bohning ha sugerido que “although the play’s tragic outcome depends to a degree upon the particularly strict proscriptions of Spanish society, Lorca develops the theme within a fatalistic, mythic framework” (34). García-Posada (1985) ha señalado que el motivo social es secundario en Bodas de sangre y Yerma y que en La casa de Bernarda Alba es principal, mientras que el contenido mítico es más acusado en las primeras que en la tercera. Desde el punto de vista formal, todavía en aquéllas el verso y el coro (algo inusual en el teatro europeo de la época) cumplen la función para las que el teatro clásico los destinaba, mientras que en ésta ejercen un papel poco significativo. Con respecto a su obra poética, parece evidente que, sobre todo en el Poema del cante jondo y Romancero gitano persiste un contenido trágico que arraiga claramente en el mito, pero esta característica ya no es tan visible en Poeta en Nueva York, donde predomina el acento crítico a la nueva sociedad capitalista de consumo y la necesidad de su transformación en un mundo más libre y creativo.295 Así que, la trayectoria de la obra lorquiana transcurre,

295 Eduardo Subirats lo ha entendido también en estos términos: “En este libro García Lorca describe con rasgos marcadamente expresionistas la degradación y la alineación humanas, los cuadros de racismo y 351

siempre con proporciones variables, entre el mito primitivo y, digamos, la razón social.

Muy pocos ejemplos coetáneos dignos de mención conservan todavía ese ímpetu donde

la fatalidad irracional lucha todavía por abrirse camino entre las determinaciones de las

“condiciones económicas” o los imperativos de un “inconsciente” cuya ropa por aquel entonces se pone a secar al sol cada vez con más frecuencia.

Entonces, si la sensibilidad del poeta granadino es predominantemente trágica, con las atenuaciones de las que hemos hablado, parece lógico que su lectura del flamenco se decantara exclusivamente hacia el cante jondo, que es donde puede observarse mejor este aspecto. En realidad todos los esfuerzos de Lorca, al igual que Nietzsche, irán dirigidos a la recuperación del sentido trágico tanto del arte como de la vida. Su producción dramática no es más (ni menos) que el intento de recuperación del teatro trágico en España tras dos siglos que sólo habían dado melodramas y comedias.

Obviamente la literatura del XIX y de principios del XX ya no podía reflejar la elevada condición de príncipes y reyes porque, salvo contadas excepciones, su objetivo se centra ahora en las clases medias y populares de la sociedad, lo que estaba en clara oposición con la tragedia clásica. No nos puede extrañar por tanto que Lorca intente superar esa contradicción tanto en el Poema del cante jondo como en el Romancero gitano, mediante

violencia, y las visiones de angustia, que, junto a los espectáculos de poder y opulencia, ofrece cualquier megalópolis moderna. Pobreza, explotación, mutilación del ser humano bajo la fría racionalidad del dinero y sus empresas civilizatorias, tal es el paisaje poético que dibujan estos versos. Pero García Lorca hace mucho más que describir un cuadro de conflictos humanos, y sonidos y colores estridentes (...) y lo que en principio es una descripción angustiante de seres oprimidos, vidas mutiladas, miseria y muerte, se transforma, lo mismo que si se tratase de un viaje místico, en un canto a la fuerza, a la resurrección de la naturaleza, a la sensualidad y a la creación” (1999: 56-57). ¿Acaso no es este el concepto de tragedia que los románticos han manejado durante el XIX? ¿Acaso esta visión redentora, esperanzada y reconciliadora no se encuentra en el centro del estímulo de un Shelley, un Wordsworth, un Goethe, un Hölderlin o un Novalis?

352

la aristocratización o elevación a un rango superior, no ya social sino moral, de uno de los grupos característicos que conformaban los sectores más humildes de la sociedad andaluza: el gitano, un personaje que además comprime en una sola figura los anteriores modelos utilizados por el romanticismo en su interés por los seres marginales de la sociedad: el pirata o el contrabandista, el libertino, la bruja, el emigrante o el nómada, el reo, la prostituta y el artista genial.296 Lorca lo expresa con claridad cuando expone sus ideas acerca del Romancero gitano:

El libro en conjunto, aunque se llama gitano, es el poema de Andalucía, y lo llama gitano porque el gitano es lo más elevado, lo más profundo, más aristocrático de mi país, lo más representativo de su modo y el que guarda el ascua, la sangre y el alfabeto de la verdad andaluza y universal (1994c: 359).297

296 Para un análisis de los diferentes héroes románticos, cfr. Argullol (269-314).

297 En efecto, Schuchardt ya lo había señalado en su libro: “los oriundos de India se asimilaron pronto a los latinos en todos su hábitos y se acomodaron tanto a las tradiciones populares andaluzas que casi fueron considerados como sus mejores representantes” (35).

353

4.3 LA RESTAURACIÓN DE LA UNIDAD PRIMORDIAL.

4.3.1 PANTEÍSMO Y FETICHISMO.

Pero todavía existen otros indicios que manifiestan la coincidencia de preocupaciones entre el poeta granadino y el filósofo alemán. Unos indicios que, desde luego, se encuentran en el corazón de gran parte de la meditación y el deseo románticos: el retorno de lo que se dio en denominar la “Unidad Primordial” donde el hombre conviva en armonía con la naturaleza. La filosofía romántica es así fundamentalmente una metafísica de la integración, cuyo principio clave es el de la “reconciliación” o síntesis de todo lo que esté dividido, opuesto y en conflicto. En efecto, la tesis de

Nietzsche en El nacimiento de la tragedia defiende que la unidad con uno mismo y con el mundo propio es el estado primigenio y normativo del hombre, cuyo signo es una plenitud de vida compartida y la condición de la alegría; el pensamiento analítico, que sustenta la filosofía socrática, separa al espíritu de la naturaleza, a la mente del cuerpo, y al objeto del sujeto, y esta división mata al objeto que separa y amenaza de muerte espiritual al espíritu del que lo ha separado. La figura de Apolo, entonces, representará el

354

principio de individuación (principium individuationis) de la multiplicidad dividida y

Dioniso la Unidad Primordial:298

Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre (2001: 46).

Evidentemente, Nietzsche parte, como tantos otros escritores románticos que le precedieron, de una tradición que hace equivaler el bien esencial con la unidad y el mal esencial con la separación. Y participa, con ellos, de esa conciencia desdichada de una unidad cósmica perdida que necesita reintegrarse y recomponerse para el reconocimiento de una vida plena. Sin embargo, no se trata sin más de una vuelta al origen, sino de la experiencia de un retorno que está, por así decirlo, contaminada en su misma esencia por la aventura desgarradora del viaje. Así, el núcleo del romanticismo participa con toda su intensidad de la tríada dialéctica –tesis (unidad de origen), antítesis (alienación, aislamiento, fragmentación) y síntesis (superación de las contradicciones, reconciliación

298 Esta idea se encuentra en su origen en las Enéadas de Plotino donde se sostiene que el primer principio es lo Uno, y que lo Uno es idéntico a lo Bueno. El concepto de “emanación” serviría para explicar la diseminación de esa unidad, puesto que el Uno indiferenciado, en virtud de la plenitud misma de su perfección, rebosa hasta todas las cosas existentes, a través de una serie de etapas o de “hipóstasis”: primero el espíritu, después el alma y, como límite más lejano posible, el universo material. Esas hipóstasis descienden a lo largo de la escala de lejanía creciente desde lo Uno que, a partir ese momento, es una escala de creciente división y multiplicidad. El pensamiento de Proclo (siglo V), San Agustín, la escuela hermética renacentista europea y el kabalismo judío continuaron esta tradición filosófica. Con diversos matices, este pensamiento pervivió en muchos románticos europeos: Hölderlin describe el pueblo alemán de sus días como los disjecta membra de los hombres íntegros; Hegel representaba la condición intelectual, económica y cultural de su siglo como la del “espíritu autoenajenado”; Marx reconoce en su época un momento donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”; Blake denomina “selfhood” a la orgullosa tentativa de una parte del todo de ser autosuficiente y de subordinar las otras partes a sus propios deseos y propósitos. Sobre el particular, cfr. Abrams (145-195 y 251-328).

355

con la realidad, identidad de sujeto y objeto, vuelta al paraíso).299 Es aquí donde podemos entender mejor cómo la disociación entre lo apolíneo y lo dionisiaco constituyen energías contrarias que se necesitan mutuamente. Constituyen una dialéctica cuya síntesis provoca como resultado la unidad originaria:300

Pero Apolo nos sale de nuevo al encuentro como la divinización del principium individuationis, sólo en el cual se hace realidad la meta eternamente alcanzada de lo Uno primordial, su redención mediante la apariencia: él nos muestra con gestos sublimes cómo es necesario el mundo del tormento, para que ese mundo empuje al individuo a engendrar la visión redentora, (...) Esta divinización de la individuación, cuando es pensada como imperativa y prescriptiva, conoce una sola ley, el individuo, es decir, el mantenimiento de los límites del individuo, la mesura en sentido helénico. Apolo, en cuanto divinidad ética, exige mesura a los suyos y, para poder mantenerla, conocimiento de sí mismo. Y así la exigencia del “conócete a ti mismo” y de “no demasiado” marcha paralela a la necesidad estética de la belleza, mientras que la autopresunción y la desmesura fueron reputadas como los demones propiamente hostiles, peculiares de la esfera no-apolínea (...) “Titánico” y “bárbaro” parecíale al griego apolíneo también el efecto producido por lo dionisíaco: sin poder disimularse, sin embargo, que a la vez él mismo estaba emparentado íntimamente con aquellos titanes y héroes abatidos. Incluso tenía que sentir algo más: su existencia entera, con toda su belleza y moderación, descansaba sobre un velado substrato de sufrimiento y de conocimiento, substrato que volvía a serle puesto al descubierto por lo dionisíaco. ¡Y he aquí que Apolo no podía vivir sin Dionisio! (2001: 60-61).

299 Este sentido de retorno se entiende también como una “progresión” a la manera de una espiral. Abrams lo ha explicado acertadamente: “Sólo por una extrema injusticia histórica se ha identificado al romanticismo con el culto del buen salvaje y con la idea cultural de un regreso a un estado primitivo de “naturaleza” sencilla y fácil que está libre de conflicto porque está libre de diferenciación y complejidad. Por el contrario, todos los escritores románticos importantes, (...) establecen como meta de la humanidad la recuperación de una unidad que ha sido ganada gracias a un esfuerzo incesante y que es, según los términos de Blake, una unidad “organizada”, un equilibrio de fuerzas opuestas que preserva todos los productos y poderes de intelección y de cultura” (258).

300 Nietzsche funda esa dialéctica de los contrarios generadores en el prototipo de la oposición y conflicto sexuales y la unión procreadora: “El desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisiaco: de modo similar a como la generación depende de la unidad de los sexos, entre los cuales la lucha es perpetua y la reconciliación se efectúa sólo periódicamente... Estos dos instintos tan diferentes, finalmente, por un milagro metafísico de la voluntad helénica se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte dionisiaca y apolínea de la tragedia ática” (2001: 41-42).

356

El pensamiento lorquiano gravita también sobre la idea del retorno al origen, la

búsqueda de la Unidad Primordial y la integración del ser humano con la naturaleza. Así,

el duende se define como el “espíritu de la tierra” (1992b: 142) y como la recuperación

de un espíritu seminal de la tragedia griega antigua. Es pues, tanto una vuelta al origen

cósmico como al origen del arte. Se señala además que los poemas del cante jondo

“nacen porque sí, son un árbol más en el paisaje, una fuente más en la alameda” (1994a:

220) y que “el andaluz, con un profundo sentido espiritual, entrega a la naturaleza todo su

tesoro íntimo con la completa seguridad de que será escuchado” (ibid: 220). La

concepción que Lorca tiene del cante jondo, como sucede con la tragedia, está animada

entonces por un sutil espíritu religioso. Pero entendamos aquí la palabra en su sentido

etimológico, más extenso, de religare (unir), es decir, de una intuición o un deseo por el

que el hombre advierte su dependencia de una grandiosa Unidad sin fronteras, una

inmersión en el Cosmos que determina las más diversas actitudes inclusivas con el

mundo y con sus semejantes. De ahí la lógica filiación panteista de algunas coplas flamencas. El viento, la luna, el aire, la higuera, la violeta, el romero, el limón, el agua,

comparten la existencia del ser humano, o se antropomorfizan, o sirven como metáforas

que nos ayudan a comprender nuestras humanas actitudes. Unos ejemplos bastarán:

En el cementerio entré Y hasta el romero me dijo Que era falso tu querer (popular)

Del olivo me retiro, Del esparto yo me aparto Del sarmiento me arrepiento

357

De haberte querido tanto

Como el agua clara Que baja del monte Así quiero verte De día y de noche (popular cantada por Camarón)

Me asomé a la muralla, Me respondió el viento: ¿Pa qué tantos suspiritos si ya no hay remedio? (popular)

Toitas las mañanas Me levanto y digo: El lucerito que a mí me alumbraba Ya no está conmigo. (popular)

En mi corazón Como el amargo En la corteza verde Verde del verde limón (Juan Carlos Romero cantada por Arcángel)

Vecina dame limones Dame sal y perejil Toma este beso De cal y jazmín (Juan Carlos Romero cantada por Arcángel)

358

Decía el filósofo inglés David Hume, al igual que Vico, que existe una tendencia

universal en el ser humano a concebir todos los seres, ya sean animados o inanimados,

como ellos mismos y de transferir a cada objeto esas cualidades con las cuales ellos están

familiarmente dotados y de las que son íntimamente conscientes. Esta concepción, cuyas

características mencionadas recorren con diferentes fines y funciones, por ejemplo, la

obra de Bretón, de Proust, o de García Márquez en el siglo pasado, conforma el

pensamiento fundamental de las sociedades más primitivas. Edward B. Taylor fue el que

desarrolló, dotándolos de su significación actual, los conceptos de “animatismo” y

“animismo”. El primero sería la doctrina de la vivificación de la naturaleza que se nos

muestra inanimada y el segundo, un estadio tal vez más avanzado, establece una teoría de

las representaciones del alma o una teoría de los seres espirituales en general. Ambos son

sistemas intelectuales que permiten concebir el mundo como una totalidad. Según Freud

(1999), la humanidad ha conocido tres sistemas intelectuales o concepciones del universo: animista (mitológica), religiosa y científica, siendo la primera base y origen de la segunda.301 El principio fundamental que rige este sistema animista es el de “la

omnipotencia de las ideas” y, como tal, es una teoría psicológica (Ibid: 104): se concede

un predominio absoluto a los procesos psíquicos sobre los hechos de la vida real. El hombre primitivo, por tanto, basa su poder en la enorme confianza en la efectividad de

301 En relación con esto, Roland Barthes (2002: 49-50) ha establecido tres formas diferentes del poder simbólico y polisémico de las sociedades que se corresponden con estos tres estadios intelectuales del pensamiento: una versión “arcaica” del simbolismo perteneciente a las sociedades míticas en las que el sentido se encuentra en todas partes (plantas, naturaleza, animales, relatos...etc.); un segundo régimen de “polisemia jerarquizada”, correspondiente con las sociedades religiosas, especialmente las monoteístas, en las que se reconoce que un signo tiene varios sentidos, pero que sin embargo uno es el privilegiado y verdadero; un tercer régimen de sentido, mucho más relativista, que admite la interpretación plural y que se conforma en las sociedades laicas y racionalistas.

359

sus deseos y le añade, como reserva de ayuda, un acto de voluntad a través de la técnica de la magia, que supone la representación de la satisfacción de ese deseo.302 Poniéndolo en términos psicoanalíticos, el principio de esperanza (Bloch) rige sobre el principio de realidad (Freud), aunque el pensamiento primitivo, que en un primer momento vive esta ambivalencia como tensión o frustración, acaba por establecer en ella una correlación positiva, necesaria y, en última instancia, coincidente: “el salvaje –dice Freud- cree poder transformar el mundo exterior sólo con sus ideas” (Ibid: 106).

El mecanismo principal del animismo es la magia que tiene, entre otras, la facultad de convertir a un objeto cualquiera en un fetiche. Etimológicamente esta palabra proviene del vocablo latino facticius que significa “artificial”, “hábilmente tramado”. En portugués derivó en feitiço y en castellano en hechizo (“encanto”, “brujería”). El concepto tiene un significado distinto según la orientación metodológica que se aplique, aunque en todas comparte una característica: es un substituto. Para la antropología que estudia las religiones animistas (Frazer, Taylor, Malinowsky, Levy-Strauss) ciertos objetos están investidos de un carácter sagrado, son objetos “mágicos” y, de forma más general, el fetiche es un objeto reverenciado irracionalmente. Desde este punto de vista antropológico los objetos materiales poseen atributos de las fuerzas de la naturaleza, pueden tener vida propia, alivian y curan enfermedades de tipo físico o somático, dan

302 Las opiniones de Malinowski se asemejan a las de Freud: “En su obsesión [la del salvaje] por la idea del deseado fin llega a verlo y sentirlo. Su organismo reproduce los actos sugeridos por las premoniciones de las esperanzas y dictados por la emoción de una pasión tan fuertemente sentida. (...) Todos estos actos y obras espontáneos hacen que el hombre prevea las imágenes de los resultados deseados, que exprese su pasión en incontrolables gestos, o que estalle en palabras que dejan abierta la puerta del deseo o que anticipan su fin. (...) Una fuerte experiencia emotiva que se desgasta en un flujo de imágenes, palabras y actos de conducta, puramente subjetivos, deja una profundísima convicción de su realidad, como si se tratase de algún logro práctico y positivo, de algo que ha realizado un poder revelado al hombre.” (88-90).

360

felicidad a los que lo poseen o bien nos defienden de algún peligro. En este sentido, el

fetiche hace cosas, tiene un carácter radicalmente activo. La semiótica contempla el

fetiche como un fenómeno metonímico y el fetichismo como un error o una perversión

semiótica, en el sentido de que, según Jhally “consiste en ver el significado de las cosas

como parte inherente de su existencia física, cuando de hecho ese significado se origina

por su integración en un sistema de significado” (en Sebeok: 109); es decir, el hombre

primitivo cree que el objeto en sí mismo esta revestido ya de la aureola de su deseo sin

ser consciente de que esa conexión depende de su inclusión en un patrón cultural

determinado.303 La semiótica ve también en el fetiche un modelo, un simulacro que es

más potente que el objeto al que sustituye: un signo “supernormal” que está ampliado por

un proceso de ritualización y que se encuentra en lugar de un deseo, de un objeto natural

o de una idea que un individuo ha sustituido por el objeto en sí mismo.

El fetichismo, como ya nos enseñó sir James Frazer, pertenece tanto a la llamada

magia homeopática o imitativa como a la magia contaminante o contagiosa:

Primero, que lo semejante produce lo semejante, o que los efectos semejan sus causas, y segundo, que las cosas que una vez estuvieron en contacto se actúan recíprocamente a distancia, aun después de haber sido cortado todo contacto físico. El primer principio puede llamarse ley de semejanza y el segundo ley de contacto o de contagio (33-44). 304

303 Pero no sólo el hombre primitivo. Marx ya señaló que el fetiche funcionaba como sustitutivo de las relaciones sociales y como forma de lograr determinados fines individuales. La publicidad, desde hace ya muchos años, es el ejemplo más claro de que el sistema mágico constituye todavía una parte importante de nuestro pensamiento y de nuestra cultura.

304 Corresponden estas leyes a la metáfora y la metonimia. Este modus operandi no sólo ha inspirado el modelo de Frazer, sino todas las tipologías de carácter estructuralista: el psicoanálisis freudiano (condensación y desplazamiento); la lingüística de Saussure (relaciones asociativas y sintagmáticas) y la de Jakobson (eje de selecciones y combinaciones); y la semiótica de Peirce (icóno e índice).

361

Esa magia homeopática sería la del muñeco que imita a aquél sobre el que se

quiere ejercer algún tipo de beneficio o maleficio, o la de las figurillas que se colocan

sobre el vientre de la mujer para estimular la fertilidad. Ejemplos de magia contaminante

serían el de la mujer encinta que se abstiene de comer la carne de determinados animales,

cuyos caracteres indeseables, por ejemplo la cobardía, podrían transmitirse al hijo que

lleva en su seno; o el del caníbal que, ingiriendo partes del cuerpo de otra persona, se

apropia de las facultades de que ésta se hallaba dotada.305

El contenido de algunas coplas flamencas está indudablemente impregnado de

este pensamiento mágico-panteísta. Quizá la copla paradigmática cercana a los ejemplos

que acabamos de citar sea una soleá cuyo contenido puede asociarse casi

incontestablemente a ciertos ritos de vudú, tan presentes al otro lado del Atlántico, lo que

demostraría además que existen también influencias americanas en el corpus de esos

supuestos “cantes puros” de procedencia gitana. La copla está en la colección de

Demófilo:

Agujitas y alfileres Le clavaran a mi novia Cuando la llamo y no viene.

Algunas de ellas presentan con claridad ese proceso de magia homeopática y contaminante por el cual algo que pertenece a una persona se convierte en un fetiche

305 Ambas participan de un deseo de unión de lo aparentemente dividido, pues en su funcionamiento rige la lógica del contacto: “La asociación por contigüidad equivale a un contacto directo. La asociación por analogía es un contacto en el sentido figurado de la palabra” (Freud, 1999: 103).

362

capaz de realizar el deseo de quien lo posee. Los cabellos de la mujer amada suelen ser

muy recurrentes:

De tu pelo rubio Dame tú un cabello Para hacerme una cadenilla Y echármela al cuello

Esta copla comprime los dos procesos: ya tengo el fetiche, tu cabello. En tu

ausencia, o en nuestra separación, él te sustituye, te señala, te lleva consigo y a la vez

conmigo cuando lo poseo. Si te tengo a través de este signo puedo cumplir mi deseo

(estar contigo, unido a ti), al que represento a través de una acción semejante a él: tomo tu cabello y me hago una cadenilla para echármela al cuello. Ya estás unida a mí para siempre. Veo el trasfondo trágico de este amor el cual llevo en parte como una condena

(cadenilla) que no puedo evitar y que probablemente acabará por destruirme. No me

“pongo” la cadenilla, sino que me la “echo” al cuello como si de una soga se tratase. Yo

soy el responsable de mi destrucción: la siento cerca y sin embargo no huyo, sino que la

acepto con todas sus consecuencias. Siento el fetiche como una ambivalencia de

sentimientos: el objeto me colma al mismo tiempo que me deja vacío: “tan pronto –dice

Barthes- el objeto metonímico es presencia (engendrando alegría) como ausencia

(engendrando desamparo)” (1999: 189).

Veamos otro ejemplo, quizá algo diferente en su sentido pero basado en los

mismos mecanismos:

363

Para cuando yo me muera Mira que te encargo Que con las trenzas de tu pelo negro Me amarren las manos.

Lorca mencionó esta siguiriya para demostrar la afinidad del cante jondo con los

cantos orientales más antiguos (1994a: 222).306 Bien pudiera ser así, aunque esta forma

de magia, tal y como hemos visto, forma parte de los mecanismos de pensamiento

universales del ser humano. El joven Werther también quiere que se lo entierre con la

cinta que Carlota le ha regalado. Y sin embargo, veo aquí un sentido diferente de la copla anterior: una esperanza; la esperanza del amor constante más allá de la muerte: polvo seremos, más polvo enamorado; la esperanza de la salvación a través de la pasión amorosa. A pesar de que el contenido, a primera vista, pudiera ser mucho más pesaroso que en el primer ejemplo, muy poco tiene de trágico porque plantea una solución redentora.

Pero, ¿cuál es la función fundamental o, por lo menos, la originaria de este pensamiento? Según Freud, resolver o explicar de alguna forma el problema de la muerte.

La fe en los espíritus contiene la creencia de que los seres humanos también tienen una

“animación”, de que las personas poseen almas que pueden abandonar sus residencias y trasmigrar a otros hombres o a otros objetos. Por tanto, la idea de la muerte se entiende como algo dinámico y regenerador y no como un estadio de acabamiento y disolución.

Estas diferentes concepciones, que subyacen, en formas más o menos atenuadas o

306 Luis Lavaur señala que esta imagen podría venir del drama romántico del malagueño Tomás Rodríguez Rubí titulado La trenza de tus cabellos (21).

364

robustas, en la historia del pensamiento de todas las épocas, han sido explicadas con

lucidez por Eduardo Subirats (1983: 369):

La muerte simple es el golpe brusco que siega fulminantemente el hilo de la vida. Pero la muerte adquiere una dimensión espiritual cuando no es la herida abrupta abierta en la carne de la víctima, sino el aguijón que estremece su existencia entera. Allí la sangre nubla la visión postrera de la última palpitación; aquí la vida se conserva intacta como escenario de la angustia, el vacío y la disolución interior. Allí el dolor gime por la vida que expira; aquí el temor retiene el horror de la muerte que penetra mudamente en la vida. Allí la muerte es sorda, es un fin; aquí la muerte es sublime, el firme comienzo de un universo de conquistas y de esplendor. En un caso, ella no tiene memoria, ni historia, ni progreso, ni superación. En el otro, es el principio de la conciencia, y de la memoria y de la historia. Es muerte en la vida y vida en la muerte, alma que vive para morir y muere de estar viviendo. Ella es tensión y proceso, y encierra la narración de su siempre insatisfecha superación.

La concepción nietzscheana se alinea con este segundo parecer, pues El

nacimiento de la tragedia constituye también una intuición y un viaje intelectual acerca

de la experiencia de la vida y de la muerte. Todo es uno, nos dice. La vida es como una

fuente eterna que produce individuaciones y que, produciéndolas, se desgarra a sí misma.

Por ello es la vida dolor y sufrimiento: el dolor y el sufrimiento de quedar despedazada la

Unidad primordial. Pero a la vez, la vida tiende a reintegrarse, a salir de su dolor y reconcentrarse en su unidad primera. Y esa reunificación se produce con la muerte, con la aniquilación de las individualidades. Pero es la muerte el placer supremo en tanto en cuanto es un reencuentro con el origen. Morir no es, sin embargo, desaparecer, sino sólo sumergirse en el origen, que incansablemente produce nueva vida. La vida es, pues, el comienzo de la muerte, pero la muerte es la condición de nueva vida. Sin embargo, y en

esto se desvía del pensamiento cristiano, no hay culpa, ni en consecuencia redención, sino

tan sólo la inocencia del devenir. Darse cuenta de esto, es pensar trágicamente. El 365

pensamiento trágico es la intuición de la unidad de todas las cosas y su afirmación consiguiente: afirmación de la vida y de la muerte, de la unidad y de la separación.

Si uno relee con atención los artículos de Lorca sobre el flamenco se dará cuenta de que esta concepción es fundamental en su teoría. El poeta granadino se apresura a explicar, en consonancia con la cita de Subirats, que “en todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan (...). Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro sitio del mundo” (1992b: 148).

Dejando a un lado la discutible exclusividad de nuestra española concepción, Lorca entiende la muerte también como un instante dinamizador de la vida. “Angel”, “Musa” y

“Duende” son los espíritus del poeta granadino, pero solamente al duende le asignará esa relación tan estrecha con la muerte. Tener duende significa no tanto tener una conciencia plena de la muerte, sino sentirla como un escalofrío, quedarse desamparado y asumir que

ésta es algo inseparable de la vida:

Cuando la musa ve llegar a la muerte, cierra la puerta o levanta un plinto o pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas (...) Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats y en las de Villasandino y en las de Herrera, en las de Bécquer y en las de Juan Ramón Jiménez. Pero, ¡qué terror el del ángel si siente una araña, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado¡ En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo (1992b: 151).

Y es aquí donde Lorca emparenta implícitamente, a mi modo de ver, al duende con la catarsis de la tragedia griega. El duende, como visión intuitiva de la muerte, hace

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sufrir y suscita un patetismo consistente en provocar en el espectador un sentimiento de terror y piedad: terror por sabernos frágiles y finitos; piedad o compasión por la misma razón.

Sin embargo, nuevamente tenemos que intentar ser cautos con las afirmaciones de

Lorca, puesto que su proyecto, como ya vimos, ofrece una visión parcial del asunto. ¿Por qué? Bueno, porque este genial poeta selecciona el pensamiento mítico como la visión fundamental del flamenco. El granadino afirma que “todos los poemas del cante jondo son de un magnífico panteísmo; consultan al aire, a la tierra, al mar, a la luna, a cosas tan sencillas como el romero, la violeta y el pájaro” (1994a: 220, mi cursiva). No es cierto. El panteísmo animatista palpita con evidente fuerza en el Romancero gitano y en Poema del cante jondo, tal y como nos han informado algunos críticos (Stanton, Correa), pero este motivo no es tan patente en el corpus de las coplas flamencas como Lorca ha querido hacer notar. Y no hay más que echar una ojeada a las coplas recogidas por Demófilo o

Balsameda para confirmar lo que aquí se expone. En cierto modo, Lorca es más flamenco de lo que realmente lo es el propio flamenco. Aunque el contenido del flamenco sienta algunas de sus bases en la lírica tradicional de origen medieval, recoge al mismo tiempo con toda su intensidad el espíritu dieciochesco y romántico contaminado, como ya vimos, por el espíritu racionalista de la época. Quiero decir con esto que para enfocar con seriedad el fenómeno histórico del flamenco necesariamente ha de reconocerse en él un proceso dinámico, y, por tanto, antiesencialista, que comprenda en cada punto las complejas interrelaciones que existen entre los movimientos y las tendencias que operan en su seno. Y el panteísmo en el flamenco constituye no un aspecto arcaico, pero sí residual, frente a otras características emergentes o dominantes muy propias de la época 367

en la que nace.307 Si el flamenco es, como han demostrado con claridad varios autores, fundamentalmente un fenómeno artístico urbano propio del romanticismo, dicho panteísmo no puede realizar en toda su plenitud la misma función que tenía en una sociedad de corte medieval y rural enraizada en el mito y en la magia. Más bien funciona como expresión de la nostalgia de un mundo en trance de desaparición que refleja la aguda tensión de un grupo social, marginado y bohemio, al que la ciudad no le ha rendido el tributo que esperaba, que experimenta la transición hacia la modernidad como conflicto y que libera parte de su energía en la evocación del mito del campo, en el tópico dieciochesco y romántico del “desprecio de corte y alabanza de aldea”.

4.3.2. EMBRIAGUEZ Y SACRIFICIO.

Una cuestión que considero de gran interés en relación con el deseo de la recuperación de la Unidad primordial y el espíritu trágico tiene que ver con la asociación

del flamenco y la embriaguez.308 En el artículo sobre el duende, Lorca, quien no pasa por

307 Tomo estos conceptos de Raymond Williams: “Por ‘residual’ quiero significar algo diferente a lo ‘arcaico’ aunque en la práctica son a menudo muy difíciles de distinguir. Toda cultura incluye elementos aprovechables de su pasado, pero su lugar dentro del proceso cultural contemporáneo es profundamente variable. Yo denominaría ‘arcaico’ a lo que se reconoce plenamente como un elemento del pasado para ser observado, para ser examinado o incluso ocasionalmente para ser conscientemente “revivido” de un modo deliberadamente especializado. (...) Lo ‘residual’, por definición, ha sido formado efectivamente en el pasado, pero todavía se halla en actividad dentro del proceso cultural; no sólo –y a menudo ni eso- como un elemento del pasado sino como un efectivo valor del presente. (...) Por ‘emergente’ quiero significar, en primer término, los nuevos significados y valores, nuevas prácticas, nuevas relaciones y tipos de relaciones que se crean continuamente (1980: 144-146).

308 En realidad no sólo el flamenco sino toda la música ha estado fuertemente unida a las drogas en la historia de la humanidad. Por reseñar sólo algún ejemplo concreto, La Historia general de las cosas de Nueva España, escrita entre 1529 y 1590 por el franciscano Bernardino de Sahagún y otras crónicas del dominico Fray Diego Durán y don Jacinto de la Serna dan fe de la existencia de unas setas embriagadoras que se consumían en ocasiones festivas, en el marco de ceremonias religiosas o en prácticas mágico- curativas. En ellas se habla de reuniones donde sólo se ingería como alimento chocolate y setas con miel. Llegado el momento del “tránsito” algunos contemplan con horror su propia muerte, otros encuentran la 368

ser desde luego un gran bebedor, cuenta la anécdota de una actuación de Pastora Pavón en la que, habiendo sido criticada por su forma de cantar durante toda la noche, decidió tomarse un gran vaso de cazalla y “se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con

la garganta abrasada, pero...con duende” (1992b: 146).309 En el otro artículo ya repetidamente citado, el poeta asocia el flamenco con el sacrificio y el vino (1994a: 23).

Estos hechos resultarían meramente anecdóticos si no tuvieran una estrecha relación con

lo que estamos aquí exponiendo. Trataré de explicarme en seguida.

Ante la nostalgia de un mundo más espiritual, ciertas drogas intensifican la

sensibilidad y la percepción. No hablo de sobredosis, de la suprema cogorza que se

produce por engaño, por ignorancia o por algún deseo autodestructivo. Cuando las

condiciones de consumo y la cantidad resultan adecuados, la persona se siente en armonía

con el mundo; prevalece la sensación de un retorno al origen en que la naturaleza y el paz tras el fallecimiento y otros se ven recompensados con la posesión de bienes materiales o con el incremento de su poder y éxito en el terreno sexual. Entre tanto se ríe, se baila y se llora, acompañados por aleteo sonoro de las flautas y el ritmo turbador del teponaxtle. De nuevo como en la Grecia clásica, como en las ceremonias de los derviches del mundo islámico, la música aliada con las drogas y con las experiencias místicas y mágico-religiosas: Tagore pedía a Dios que hiciera de él una caña que pudiera llenarse con su música. Las autobiografías de Billie Holiday (Lady Sings the Blues), de Charles Mingus (Menos que un perro) o de Chet Baker (Como si tuviera alas) basculan también sobre ese triángulo. Los macroconciertos y las discotecas donde se escucha rock, pop o tecno son el último ejemplo de la sólida relación existente entre la música y las drogas. ¿Por qué extrañarse o sorprenderse entonces de una actitud que lleva por lo menos tres mil quinientos años con nosotros? Bueno, quizá porque lo que en tiempos pasados era considerado un medio de conocimiento del mundo y de nosotros mismos, una suerte de viaje iniciático, ahora se ha convertido en un fin en sí mismo. Un gran salto al vacío que define desde muchos puntos de vista nuestra condición posmoderna. Pero ese es otro asunto que se desvía de lo que aquí tratamos.

309 Parece ser que Pastora tenía un apoyo en la bebida para alcanzar una mejor disponibilidad para el cante. Galerín cuenta en una crónica en El Liberal del 11 de abril de 1925 que Pastora Pavón, al pasar el Cristo Redentor por la calle Sierpes durante la Semana Santa sevillana, estaba muy nerviosa y que para cantar rechazó una copa de jerez en beneficio de un “morenito”, es decir una mezcla de café y coñac (en Ortiz Nuevo s/a: 22). El cronista taurino Antonio Díaz Cañabate habla de una juerga, en la que también estaba el torero Ignacio Sánchez Mejías, en un cuarto de un colmao sevillano a principios de los años treinta, donde pasaron toda la noche sin que Manuel Torre cantara una sola copla hasta las nueve y media de la mañana. A las tres de la madrugada Manuel Torre ya se había bebido “sus treinta copas de aguardiente” (en de la Plata, 2000: 103).

369

hombre vivían como una sola cosa. Se produce entonces, como afirmara Jünger en un

libro delicioso, el acercamiento. Albert Hofmann, el descubridor del LSD, relata la

experiencia en la que creía estar fuera de su propio cuerpo (“tránsito”, lo llama)

observándose a sí mismo, quizá como el rostro aterrado y desconocido de su imagen

reflejada en el espejo. La individualidad, entonces, se multiplica, pero no para dividir más

al sujeto, sino para acercarlo a sus otras alteridades. Es una división, por así decirlo,

unificadora. Resulta estimulante pensar que la archiconocida sentencia de Rimbaud (“Yo

es otro”), aquella que produjo la fractura fundamental del sujeto y con ella la crisis del

autor moderno como “auctoritas” en el terreno artístico, hubiera surgido tras el embate de

una de sus muchas experiencias alucinógenas.310

Cuando a partir del Renacimiento la realidad se desgaja del Yo, se reduce a

materia prima que se disecciona con escrúpulo, o a mercancía con la que se trafica sin él,

olvidando todo su trasfondo metafísico, sobreviene la crisis: el mundo interno y el externo se escinden. La experiencia del mundo tomado como un objeto al que el individuo se enfrenta ha llevado al desarrollo de la moderna ciencia natural y de la técnica, pero también de la crítica. De ahí la amarga denuncia de Nietzsche al mundo racionalista socrático. Señala Gottfried Benn en El yo moderno que superar esas

tensiones que provoca un trabajo embrutecedor, o un ocio mercantilizado, mediante la reunión de la conciencia y la sensualidad, mediante una intensificación de la vida

310 La hipótesis no parece descabellada si tenemos en cuenta el reciente descubrimiento de Olof Blanke, neurólogo del Hospital Universitario de Ginebra. Según Blanke y su equipo, la estimulación de una región del cerebro conocida como el girus angular es la causante de una anomalía transitoria en la representación mental de nuestro cuerpo, y donde, en ocasiones, el paciente es capaz de verse enajenado, es decir, fuera de su propio yo corpóreo. Este descubrimiento puede explicar así mismo el fenómeno parapsicológico de los llamados “viajes astrales”. Cfr. Jáuregui (2002).

370

consciente (“irradiación” lo llamará Jünger) sería ante todo una obligación moral de

cualquier ser humano. Para que haya vida ha de haber “vida provocada”, una vida sentida

como propia contra la dictadura de lo cotidiano.

Pero ya vimos que esta crisis que constituye el principio de individuación, lo que

Benn denomina la “neurosis de destino occidental”, ocurrió bastante antes del

Renacimiento. Tal vez con el principio helénico del agon (gr. “combate”), de la

superación mediante el trabajo, la astucia, la perfidia, la violencia y que tiene su

penúltimo aliado en el positivismo darwinista. Los griegos intentaron la curación de esa

imagen apolínea del mundo a través del complemento dionisiaco de la embriaguez.

Aunque el siglo XIX fue muy pródigo en autores que rendían su entusiasmo ante drogas

de todo tipo, desde Platón y Filón de Alejandría, quizá ningún filósofo había abordado

esta cuestión tan profundamente como Nietzsche:

Bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la primavera, que impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértanse aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. (2001: 45)

La embriaguez, por tanto, en su sentido más extenso. El sol, el aire, el viento, la presión atmosférica, la bebida narcótica desencadenan efectos euforizantes en personalidades que Jüng llamaría del tipo “hipersensitivo”. Un efecto que produce armonía. El sentido de la taberna que todavía existe en algunos lugares es el sentido de compartir una bebida que re-une. Por esta razón debemos considerar al flamenco como

371

un hecho comunitario desde sus orígenes que está determinado además por las condiciones de vida en las que se produce:

El flamenco, sí, constituye una experiencia personal íntima pero no individualista. Como también el beber en la cultura andaluza –no casualmente hay un nexo entre flamenco y alcohol-, el flamenco no es una experiencia para tenerla en aislamiento, individualmente, sino para compartir la pena honda o la alegría exultante con quienes sean capaces de interiorizarla y compartirla (Moreno Navarro, en Cruces Roldán, 1996: 27).

Al penetrar en el reino de la ebriedad, el ser humano se topa con un “poder elemental” que le lleva a trascender su propia individuación, así como el reino de pequeñas razones, hábitos y controles adheridos a ella. Para ser más exactos, le lleva a admitir una realidad sin causa, anegada por el azar o el devenir, donde no rige el principio lógico de razón suficiente. En otro texto mucho menos conocido (“La visión dionisiaca del mundo”, preparatorio de El nacimiento de la tragedia, leemos:

Todo lo que hasta ese momento se consideraba como límite, como determinación de la mesura, demostró ser aquí una experiencia superficial: la “desmesura” se desveló como verdad. (En Escohotado, 489).

Frente a la moderación y a la contención neoclásica, el romanticismo vive esta desmesura como pasión, como una extrema intensidad de la experiencia y como una revuelta convulsiva contra el orden burgués. Fischer lo entiende como “una gigantesca explosión” (48) (lat. ex plaudere: “estallido hacia afuera”). De Gericault, el gran pintor del romanticismo francés, Delacroix escribió que era “extremo en todas las cosas”. El cante jondo, que participa durante su período de formación de la sensibilidad romántica,

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no podía ser menos. Y esta es la razón por la que Lorca señala que en el cante jondo no

existe el “medio tono”. Sufre de lo que podemos llamar el “síndrome de Gericault”. El

duende, creo, es un soberbio ejercicio de desmesura, de desbordamiento irracional donde

el equilibrio y las formas codificadas no encuentran su razón de ser. Es la experiencia de la trasgresión de un límite, llámese razón, forma, norma, hábito, convención...etc.

La embriaguez dionisiaca puede aparecer en todas las artes, pero se da sobre todo en la música. Fischer afirma que “entre todas las artes, la música es la más alta para nublar la inteligencia, para embriagar, para crear una conciencia extática e, incluso, para hacer aceptar voluntariamente la muerte” (287-288). Por eso la confluencia de caminos en la palabra melopea. El flamenco (la música, el artista y por qué no el público) también es del tipo hipersensitivo. Siente su conjunción con los elementos de la naturaleza. De ahí el panteísmo del que habla Lorca: “el aire lloró/ al ver las penitas tan grandes/ de mi corazón”. A esa comunión del hombre y la tierra ayuda también el vino en la taberna, en el café o en la casa de algún “aficionao”. El duende es eso: el don de la ebriedad en su sentido más extenso, la revelación de una sacudida espiritual de los sentidos que presiente la cercanía de la muerte.

Aunque las referencias lorquianas al vino tienen más que ver con el mundo cultural islámico (concretamente cita a Omar Khayam e Ibn Hafiz),311 no se puede pasar

311 El primero, autor de Las rubaiyyatas (siglo XI) y el segundo, autor del Diwan (siglo XIV). La lengua árabe posee una enorme colección de cantos báquicos que en nada tienen que envidiar a los griegos. Esto nos debería poner en guardia sobre la supuesta eterna prohibición islámica del uso del alcohol. Según Escohotado “durante el Califato cordobés.... sabemos que la actitud era de suave reproche, sin llegar nunca a la penalización... En efecto, la idea de que entre los musulmanes estuvo prohibido desde los comienzos el zumo fermentado de la vid y otros frutos podría provenir de una confusión entre la religión mahometana y la brahmánica, donde ciertamente –ya desde el Vedanta- la sura o bebida alcohólica se considera fuente de miseria y de tinieblas... Mirándolo con cierta atención, Mahoma y Alí ... creyeron que el disparate es inevitable en ciertos grados de embriaguez, y que tales grados debían evitarse con una pena leve...Pero la 373

por alto que Dioniso, el supuesto inspirador de la tragedia, era también el dios del vino.

Las celebraciones a Dionisio están estrechamente relacionadas con los misterios eleusinos. Tal y como cuenta Ovidio en Los Fastos la diosa agrícola Démeter había donado en primavera estas celebraciones en agradecimiento por la recuperación de su hija

Perséfone, secuestrada por Hades, el dios del averno. La llegada del invierno señalaba el regreso anual de Perséfone al territorio de Hades como castigo a los dioses supremos por haber aceptado comida de aquél durante su primer cautiverio.312

La cura de la escisión del sujeto y la realidad profunda de la naturaleza que

ofrecían los misterios eleusinos permaneció todavía un tiempo con la llegada del

cristianismo: “este es mi cuerpo y ésta mi sangre. Quien toma mi cuerpo y bebe mi

sangre vivirá en mí”.313 Otra vez la comunión íntima con el espíritu a través del vino.

Luego llegó la mojigatería del cristianismo eclesiástico que nos separaba del Creador. La dualidad que pervierte todo sentido verdadero de la vida humana. La mística, perseguida

también por la iglesia, es la recuperación de ese cauce: San Juan de la Cruz, William borrachera no resultaba deplorable por suponer tratos con potencias satánicas...sino simplemente por hacer ridícula y mendaz a una persona.... Antes de inclinarse hacia el fundamentalismo, cuanto cabe decir del islam es que consideró estupefaciente la bebida alcohólica, prefiriendo otras drogas (opio, cáñamo, café) por no ver en ella una fuente de parejos despropósitos o mentiras, y por ser menos lesivas orgánicamente para el usuario” (253-254).

312 Sin embargo, parece ser que todo este drama representado anualmente era sólo el marco exterior de lo que ocurría, porque había un momento culminante constituido por una ceremonia nocturna en el templo de Telesterion que estaba reservada sólo para los iniciados, todos personajes relevantes de la sociedad (entre ellos Platón). Dice Hofmann que esa iniciación debió haber sido una iluminación, una contemplación visionaria más profunda, una mirada penetrante a la eterna causa de la creación. Píndaro y Cicerón hablan de esa experiencia como de una auténtica revelación. Probablemente el vino no podía ofrecer una visión tan profunda. La tradición cuenta que antes de la última ceremonia se les ofrecía una pócima, el Kykeon, compuesta de cebada y menta, pero también debió contener alguna droga alucinógena, probablemente extraída del cornezuelo de centeno, a partir del cual, tres mil años después, se extraería el principio activo para la composición sintética del LSD.

313 Como puede observarse el cristianismo primitivo reelabora la unión de lo apolíneo y lo dionisiaco: Apolo como dios de los cereales (pan) y Dionisio como dios de la vid (vino).

374

Blake, Ángelus Silesius. En esa búsqueda de la armonía la experiencia de la transformación puede ser dichosa o terrorífica, pero en cualquier caso produce una apertura de la conciencia. Quien lo prueba lo sabe.

Las alusiones lorquianas al vino, a la tauromaquia y al “grito degollado de la siguiriya de Silverio” nos colocan, finalmente, ante una concepción del cante jondo que, como en la tragedia, tiene mucho de acto sacrificial. La propia etimología del término

“sacrificio” se relaciona también con el deseo de recuperación de la Unidad Primordial: sacer facere: “hacer sagrado”, es decir, tender un vínculo entre el mundo humano y el divino. ¿Cómo no ver nuevamente en este gesto la necesidad de revalorizar un género al que por entonces se tacha cuando menos de mundano y superficial? En estas manifestaciones del poeta de Granada debemos apreciar, al menos eso creo, el implícito empeño por reivindicar la pureza del cante jondo precisamente también por causa de su naturaleza de rito de sacrificio.

Como ha señalado Dodds, en las muy diversas instituciones de los pueblos antiguos puede considerarse permanente el temor universal a la impureza (miasma) y su correlato, el deseo universal de purificación ritual (katharsis) (en Escohotado, 34). El mundo romántico que impregna toda la visión lorquiana es, sin duda, deudor de este patrón de valor tanto terapéutico como moral. El vocabulario empleado por Lorca deja muy poco lugar a las dudas cuando afirma que “no es posible que las canciones más emocionantes y profundas de nuestra misteriosa alma, estén tachadas de tabernarias y sucias... no es posible que la parte más diamantina de nuestro canto, quieran mancharla con el vino sombrío del chulo profesional (1994a: 207-208, mi cursiva). En otro

375

momento habla de “exaltar las claras bellezas y sugestiones de estos cantos (ibid.208, mi

cursiva), de que es “el único canto que en nuestro continente ha conservado toda su

pureza (Ibid. 209, mi cursiva), de que “es un llanto que limpia al espíritu llevándolo al

limonar encendido del Amor” (Ibid. 222, mi cursiva), de que “es una de las creaciones

populares más fuertes del mundo” (Ibid, 226, mi cursiva). Es decir, la concepción de todo

el flamenco en Lorca bascula sobre esa oposición de pureza/ impureza que constituye la

razón fundamental de la aparición de todo acto de sacrificio, pues éste va siempre

encaminado a resolver la tensión hacia el primero de los polos. Al concebir el cante jondo

como un sacrificio se le concibe también como un acto de purificación.

El cante jondo en la concepción del poeta granadino comprime además las dos

perspectivas básicas en las que se basa todo modelo sacrificial: de un lado “la tesis del

regalo expiatorio” (Taylor y Mauss) donde el cantaor, sacerdote y víctima de la

ceremonia, se sacrifica con un “grito degollado” para obtener un beneficio (llámese

duende, goce de una experiencia estética, éxtasis...etc.); y la tesis del “banquete

sacramental” (Robertson Smith) donde se produce un acto de participación y de reunión a

través del vino entre los miembros que acuden a la ceremonia.314 Es decir, y por conducir

el argumento a la hipótesis tratada en otros apartados, Lorca no se da cuenta de que

vinculando ambos modelos con el flamenco está afirmando que es a la vez un rito

“sagrado de respeto”, fuente de las prohibiciones y un rito “sagrado de trasgresión”, origen de la fiesta en general.315 Es a partir de esta doble naturaleza religiosa del

314 Adán y Eva, Isaac, Cristo, Penteo, Edipo o Ifigenia pertenecen al primer modelo.

315 Tomo los conceptos de Callois (71-163).

376

flamenco como también puede comprenderse su sentido tragicómico, en donde el respeto por la norma (el cante jondo: la adecuación de los estilos a un canon tanto formal como de contenido considerado puro) que da origen al tabú (la exclusión de los cantes flamencos “impuros”) alterna con actos de trasgresión donde ese respeto quede suspendido proporcionando una válvula de escape. El cante jondo, por tanto, necesita de lo que Lorca llama “cante flamenco” para su supervivencia, pues sólo a través de ciertos momentos periódicos de trasgresión se fortalece el sistema de prohibiciones. Esa y no otra, es la función de toda fiesta sagrada.

377

CONCLUSIÓN

Como hemos podido comprobar a lo largo de esta tesis, las consideraciones

lorquianas y de la llamada “flamencología tradicional” acerca de una división genérica

entre flamenco y cante jondo, basadas en la supuesta tradicionalidad de los segundos

frente a la modernidad de los primeros, se han demostrado manifiestamente falsas. Pero ello no ha impedido que este discurso haya calado hondo en la construcción identitaria de esta música como forma de proteger una serie de valores supuestamente autóctonos frente a lo que se ha percibido ya desde el siglo XIX como un ataque a esos valores mediante el contagio de formas pretendidamente puras y gitanas con otras modalidades musicales foráneas como consecuencia de los efectos de la globalización y su inserción en la industria cultural. El germen del debate se producía ya en 1881 con los libros de

Machado y Álvarez y Hugo Schuchardt, adelantándose a las disquisiciones fundamentales que se realizarían a lo largo del siglo XX. La disensión de Schuchardt parte de la base de que el cante jondo no puede ser un cante gitano pues el pueblo gitano siempre ha asimilado, bien que de forma muy personal, las formas musicales de las culturas con las que ha convivido. El flamenco, por tanto, sería una construcción moderna y urbana ligada a las clases sociales más desfavorecidas y a la bohemia andaluza, un nudo

complejo que trata de absorber el clima romántico bajo presupuestos nacionalistas y

casticistas. En este sentido, la comparación que hicimos entre las intenciones

378

programáticas de los concursos de Granada y Sevilla nos mostraron que la identidad del

flamenco se debate dentro de un campo de conflicto vertebrado por los proyectos andalucistas y nacionalistas de los años veinte que se vislumbraban como colofón de las propuestas románticas populares y que tendrían su fugaz desarrollo durante la República española de 1931. Mientras que el Concurso de Granada se aplicó en una lectura orientalista del flamenco, el programa sevillano obliteró todas aquellas características que pudieran resultar incompatibles con el modelo nacional propuesto, a pesar de que ambas partían con un mismo propósito: la recuperación del arte popular andaluz.

El recorrido crítico que hemos realizado sobre algunos de los textos más relevantes acerca del duende nos ha revelado que este concepto se aplica a diferentes cuestiones relacionadas con el cante jondo, aunque puedan estar vinculadas en algunos

momentos. En Federico García Lorca la noción de duende, de clara vocación herderiana,

se desarrolla fundamentalmente como una teoría de la génesis de la creación artística, una

versión neorromántica de la teoría del genio, en la que el artista busca con su lenguaje

artístico una aproximación a ese momento axial primitivo en que todavía la palabra y la

música constituían una sola relación con el mundo. Así, el duende se concibe como

evasión de la realidad (racional-instrumental) hacia regiones más cercanas a la naturaleza.

Pero al mismo tiempo, el concepto elaborado por Lorca se elabora como categoría

estética muy cercana a la visión dionisíaca de Nietzsche: el duende sería la manifestación

de la sensualidad y del instinto reprimido, la reivindicación del cuerpo como el lugar

donde se revela la lucha entre los mandatos de la razón y las exigencias del deseo erótico.

A diferencia de una parte de la estética romántica que tiene en lo sublime y lo trágico una

relación conciliadora con el mundo tanto en el arte como en la vida, el duende lorquiano 379

representa justamente la imposibilidad de esa reconciliación. Sin embargo hemos advertido la necesidad de diferenciar la estética lorquiana de la estética flamenca, pues sus consideraciones se reducen sólo esas formas expresivas que hemos denominado cante jondo y no al flamenco en general. En realidad el concepto de “duende” flamenco es una apropiación que Lorca realiza para justificar y redefinir en sus propios términos su poética, concebida como solución, o al menos como vía de escape de las poéticas realistas, impresionistas y temprano-vanguardistas que dominaban el panorama artístico de principios del siglo XX.

Al margen de estos enfoques sobre el duende, la flamencología de los años 50 y

60 del siglo pasado elaboró una teoría acerca de esta experiencia sobre la base de la expresión y transmisión de sentimientos entre el artista y su audiencia. El duende se entendería como el momento de máxima comunicación emocional en donde las fronteras entre la realidad (el público que asiste al acontecimiento) y la ficción (el cantaor que interpreta su cante) se habrían borrado. Quiñones quiso darle al flamenco una pátina oriental al señalar el origen de esta experiencia en un tipo de ritual que se producía en las reuniones y fiestas privadas andalusíes y que solía terminar con una experiencia extática, antepasada del duende, llamada Tarab. La supuesta universalidad del flamenco tendría su razón de ser precisamente porque es una música que expresa las aspiraciones y temores más elementales del ser humano. De ello se derivaba entonces que la copla, es decir, el texto verbal que ejecuta el cantaor, no tenía en realidad una importancia fundamental.

Pero si no tiene una importancia fundamental teníamos que preguntarnos cómo era posible que emociones tan sumamente concretas como “la angustia de la muerte, el misterio del sexo o la alegría del ser”, en palabras de Ricardo Molina, pudieran ser 380

transmitidas con eficacia con el solo concurso de lo que se denomina “música absoluta”.

Es decir, nos hemos preguntado si resulta plausible entender la melodía, la armonía y el ritmo flamencos como puente para la eliminación de la distancia psíquica entre el artista y un público cualquiera independientemente de su nacionalidad o realidad étnica, social o cultural. De este trabajo debería desprenderse que la universalidad no del flamenco como han propuesto algunos, sino de algunas de sus modalidades, tiene que responder en primer lugar a una conexión exclusivamente en el nivel de la pura sensualidad auditiva, es decir, material, y que la flamencología tradicional, con la ayuda de la industria cultural, ha sabido aprovechar perfectamente esta peculiaridad para introducir todo un complejo universo mítico del sentido, es decir, toda una superestructura ideológica, en base al primitivismo y la pureza de esta música, con el fin de satisfacer los deseos de una colectividad a nivel global que en los años sesenta y con el movimiento hippie buscaba formas de mejorar las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Para la flamencología tradicional la cuestión se planteaba en términos de reivindicación de una identidad andaluza con proyección universal, mientras que la industria cultural gestionó estas estrategias de sentido en el marco de la actividad económica. Así las relaciones siempre tensas entre una flamencología que propone la identidad de un flamenco de carácter atávico y tradicional y la industria cultural que pretende convertirlo en un fenómeno de masas, se destensan justamente cuando se produce un acuerdo en la manera en que esta música se presenta en el mercado: sea cante jondo o sea flamenco para masas éste llevará adherida siempre las denominaciones que todos conocemos: pasional, gitano, puro, popular, extático, primitivo…etc.

381

En la década de los ochenta del siglo pasado, una vez que se habían realizado

algunos progresos en el estudio del flamenco por parte de la musicología y

etnomusicología, Philippe Donnier realizó un intento de definir el duende en función de

las estructuras que se hallan implícitas en el estilo de la bulería a la que se considera con

toda razón paradigmática del compás flamenco. Se trataba entonces de un intento clasicista y formalista de devolver la sublimidad al objeto en tanto que máquina engendradora de lo inefable. Pero su análisis a partir de las partituras que muestran las estructuras de la bulería y su multiplicidad de combinaciones rítmicas (compases de amalgama) y acentuales sólo era una forma de demostrar la amplia variedad rítmica de algunos estilos que se pliegan al compás flamenco. Puesto que el duende no puede estar implícito en la partitura por ser una “creación en acto”, es decir, por participar de una actividad improvisadora que le es consustancial, resulta difícil objetivar al duende de esa manera. El duende se entendería aquí como la capacidad que tiene el músico para adaptarse espontáneamente a los requerimientos rítmicos y armónicos de cualquier estilo

flamenco. Bien entendido que esta espontaneidad no es fruto de un talento que parte de la

nada, sino de un aprendizaje inconsciente, de una pulsación interior, que se ha

transmitido oralmente de generación en generación dentro de las diferentes familias que

se han dedicado a este arte. Es decir, el duende, ni siquiera el flamenco, no puede ser

aprendido mediante una formación clásica cuya pilar fundamental es el uso de la

partitura, pues en primer lugar la partitura occidental no puede dar cuenta de los

intervalos microtonales, los acentos rítmicos y otras características; y en segundo lugar la

partitura impone una determinación interpretativa que arruina las posibilidades de una

ejecución que tenga en el “aquí y ahora” su razón de ser. A pesar de los esfuerzos del 382

autor galo, el duende no puede objetivarse en la partitura, que es por naturaleza estática,

ya que aquél constituye un momento fugaz cuya intensidad emotiva se produce por

sorpresa en el momento de la interpretación.

Si el duende refleja una, digamos, estética de la sorpresa, considerada como el

momento en que se produce una suspensión del ánimo, una debilidad de la facultad

racional por abarcar la totalidad de la experiencia, necesariamente teníamos que

vincularla con la noción de “shock”. Pero hemos encontrado que, a diferencia del shock

que se produce en condiciones normales y que en ocasiones solicitamos voluntariamente

como forma de evasión de la monotonía de nuestra existencia, el duende, entendido en

términos de lo sublime, configuraba una especie privilegiada de este fenómeno. Aquí

sentimos vagamente y celebramos el hecho de que la experiencia vivida, la del duende,

debe su intensa y particular cualidad sentida al hecho de que tal experiencia está

constantemente acosada por la amenaza y la eventualidad de la muerte. Lo que hace el

cante jondo es representar una negación de la vida que interrumpe el desarrollo monótono

normal de nuestra existencia y hace los momentos presentes de la conciencia mucho más

vívidos. El duende constituye por tanto una reacción última y desesperada (pero

placentera al fin y al cabo) de la vida contra la muerte. El lugar del arte allí donde el ser humano es todavía soberano de sus fuerzas. Una victoria pírrica, pero necesaria, frente a la inexorable adversidad del destino humano.

Referirse a la teoría del duende flamenco lorquiano como una reflexión sobre lo sublime patético dejaba la puerta abierta para reconocer el sentimiento trágico que domina en muchas de las composiciones del cante jondo. Sin embargo, la noción de lo trágico en el cante jondo ha invadido el espacio entero del flamenco hasta el punto 383

constituir uno de sus tópicos más recurrentes. Nosotros hemos intentado por un lado desarrollar en qué consiste lo trágico en el cante jondo, siguiendo las propuestas de Lorca

Nietzsche y Steiner, pero por otro lado, hemos intentado desvelar que la tragedia, una vez arrollado el mito por la razón ilustrada, deja de contener toda la plenitud de su fuerza antigua o barroca. Si el flamenco es hijo de su tiempo, la tragedia constituye tan sólo una de sus características en el momento de su gestación y no una cualidad esencial que domina de parte a parte toda la modalidad musical.

Si el duende y lo trágico ha constituido desde algunos discursos de la flamencología una cualidad necesaria para todo flamenco auténtico esto se ha debido a al menos dos razones que están estrechamente relacionadas: la constitución de un canon que jerarquice las diferentes modalidades en base a estas dos características y la reivindicación de lo incluido dentro del canon como una de las manifestaciones más genuinas de la cultura andaluza. La legitimación del cante jondo como la modalidad más importante dentro del flamenco se debe entre otras razones a la posición privilegiada que, desde Aristóteles, la estética ha concedido a la tragedia en tanto categoría estética como la forma más significativa y profunda del arte.

En realidad, el discurso ideológico de la flamencología tradicional ha aportado siempre, aunque en diversos grados, una versión bipolar de lo que en términos generales se entiende por flamenco. Este discurso ha sostenido firmemente la tesis de que el auténtico flamenco (el cante jondo) es algo que está más allá o más acá del arte puesto que es una manifestación mágico-ritual de influencia oriental que no puede plegarse a las categorías estéticas occidentales, mientras que el flamenco espurio, lo que se denomina

“flamenco folclorizado” se adecua a los presupuestos de un arte escénico a modo de 384

espectáculo en el que predomina la distancia psíquica entre los artistas y la audiencia.

Frente a fenómenos liminares del cante jondo se encuentran los fenómenos liminóides del

flamenco de masas. Frente a la espontaneidad de un arte natural y primitivo, el

aprendizaje académico de un arte sofisticado y moderno. Frente al imperativo de la

sangre, del caudal afectivo que emana de la conciencia colectiva de la comunidad

andaluza, la dictadura de los negocios y de las políticas económicas trasnacionales que

imponen un marco rígido de relaciones de mercado y una borradura de las diferencias

nacionales o locales. Frente a un arte minoritario, restringido a los espacios privados y organizado en torno a los cabales, “banqueros simbólicos” que vigilan por la pureza de la música, un arte de masas diversificado por nichos de mercado que tiene en cuenta tan solo los gustos hedonistas de los consumidores. Frente al duende que surge de la capacidad improvisadora de la ejecución presente en el contexto de la cueva o de la juerga privada en el colmado, las formas más o menos ensayadas a priori del espectáculo escénico. Frente a la reivindicación de un “flamenco de uso” que liga íntimamente la experiencia a las prácticas sociales y los deseos identitarios de la comunidad, la denuncia de un “flamenco de cambio” que fragmenta la experiencia y desterritorializa los espacios primigenios de escucha en una actividad puramente consumista. La tabla de abajo se propone como visualización de esta estrategia dicotómica.

385

Duende Angel/Musa Puro Impuro Primitivo Moderno (sofisticado) Rito Espectáculo Inmersión Contemplación Gitano Payo Popular Masivo Privado Público Arte Entretenimiento Cante jondo Flamenco folclorizado Sangre Dinero Cabales Consumidores Cueva Escenario Trágico Cómico/ pintoresco/ Auténtico Espurio Naturaleza Cultura Flamenco de uso Flamenco de cambio Liminar Liminoide Oriental Occidental Verdad Simulacro Espontaneidad Aprendizaje Transmisión oral Transmisión por partitura/fonográfica Table.1. Esquema de los valores aplicados al cante jondo y al flamenco.

La cuestión, paradójica e irónica al mismo tiempo, es que la industria cultural ha utilizado el “flamenco de uso”, es decir, su condición mágico-ritual como valor de signo que identifica a todo el flamenco bajo este patrón. Y ese valor de signo ha supuesto una inflacción cuantitativa de su valor de cambio. ¿Podemos pedir a este diseño de mercado una mayor eficacia tanto para el negocio discográfico como para la reivindicación de la identidad andaluza?

En resumidas cuentas, lo que he intentado en esta tesis doctoral es en primer lugar realizar una desconstrucción del discurso flamenco con el fin de intentar descubrir las 386

estrategias político-identitarias que subyacen a los textos mismos y en segundo lugar establecer algunos puntos de apertura que puedan favorecer el desarrollo de un discurso más actualizado. Soy consciente de que el discurso romántico es tan contagioso que en ocasiones me ha sido difícil desasirme de él, pero aún así, estimo que esas líneas de debate que he intentado abrir me ayudarán, al menos en lo que concierne a un trabajo posterior en forma de libro, a entender el flamenco desde una perspectiva y una sensibilidad contemporáneas.

387

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