José Rodolfo Mendoza

Lecturas en el tren

Liú

Es el centro de una gran ciudad; el bullicio de la gente, de los autos, y hasta el estruendo de un avión, resuena en la inmensa pared que flanquea el lado oeste del Abastos Hung. La calle que da a su frente, muy amplio y de dos grandes y llamativas santamarías, es algo ancha, incluyendo un buen apartadero en el cual funciona una línea de taxis algo improvisada por carros no muy nuevos.

Esta es atendida por choferes humildes y atentos que en gran medida le resuelven un problema al abasto, pues su fuerte clientela demanda a diario servicios a todas partes de la cuidad siempre muy congestionada de Norte a Sur. Hay entre los más o menos siete u ocho choferes de la línea, uno de nombre Francisco, a quienes sus compañeros llaman “el catire”. Es joven, alto, robusto y siempre bien vestido; además de peinarse bien y usar buen perfume; hasta buen mozo es. Entre todos se destaca, más por su buena atención y honestidad que por su apariencia; y eso ya lo saben muchos clientes de Liú, la cajera principal y dueña del negocio.

Ella es china, nacida en una intrincada provincia de ese milenario e inmenso país, llegada a Venezuela casi niña ya hoy de algunos treinta años bien representados. Como toda buena china es de carácter recto, pero más afable que el promedio de ellas casi todas respondonas y hasta malasangres, como dicen los viejos en nuestro país. Es atenta con sus clientes y se vale de un castellano –poco común entre ellos- bien hablado y de poco acento chino. Ella tiene dos niños que corretean por todo el negocio entre pasillos y anaqueles, bulliciosos y sonrientes, que de cuando en cuando penetran en el fondo del abasto, por allá, detrás de la carnicería, perdiéndose por buen rato y aislándose del gentío.

Todos los clientes, sobre todo mujeres, plantan conversación con ella más que con las dos restantes cajeras pese a ser nativas; ello sin perder el control de todo cuanto sucede prácticamente en los seis pasillos que componen el mediano negocio. En las conversaciones sale a relucir de todo, desde los precios hasta el tráfico, que es “infernal”, desde el trabajo de los embaladores hasta el almuerzo de ese día; y a todo Liú da respuesta y pone atención. Causa verdadera simpatía entre los clientes su sonrisa siempre amable y sus gestos que incluso se convierten en una pasadita de mano por el hombro a muchos de ellos sean hombre o mujer.

Incluso algunas clientas, algo más osadas, han llegado a preguntarle por su esposo, al que extrañamente nunca ven portar por ahí y que nadie conoce. Pero Liú es prudente, siempre evade la conversación con sonrisas y gestos inconclusos sin dar mayor explicación. A diario, Francisco, “el catire”, está atento a todos los clientes, ahí, en el umbral de la puerta principal, vayan a viajar con él o no. Por supuesto que muchas clientas lo prefieren como chofer antes que a otros, por lo que nunca se da abasto para atenderlas a todas. Sin embargo, entre carrera y carreara, al tener por delante el turno de sus demás compañeros, ayuda a los clientes a acarrear sus bolsas y cajas incluso hasta sus carros particulares, después de lo cual recibe con sencillez su propina, sea poca o sea mucha. El nunca pasa el umbral de esa puerta; nunca lo ha considerado necesario. Por su parte Liú respeta y cuidad el trabajo de los taxistas por razones obvias, sin embargo traba poca conversación con ellos y mucho menos ofrecerles amistad, pues tácitamente considera, por sus cánones culturales, que eso es cosa de los clientes y los embaladores.

Una tarde, poco después de abrir, pasadas las tres, Liú se encuentra sentada frente a su registradora algo ensimismada, muy pensativa, aprovechando la soledad del negocio a esa hora. A poco llega una clienta con algunos tres o cuatro artículos en mano y la saluda:

_ ¡Hola, Liú!

_ ¡Hola, Señora Carmen, cómo está!

_ Bien, mi amor. Te veo muy seria, tú no eres así

_ No, Señora Carmen, tranquila

_ ¿Seguro?

_ Bueno, es el dueño del negocio, que no entiende cómo es el trabajo aquí, con los clientes y con los empleados

_ ¿Es tu esposo?

Liú calló por instantes mirando a la sexagenaria, no en su curiosidad, sino en su preocupación. Después de una mirada, medio ladina y medio cómplice, le dijo moviendo su cabeza como si su respuesta se hayara entre dos aguas

_ Bueno… sí y no. Es como este aparato –señalando el visor electrónico- a veces sí a veces no

_ ¿Dónde está él? Y perdóname mi amor, pero tú sabes que no es curiosidad

_ Es como este aparato, Señora Carmen; si tú le acercas el producto lo ve, si no se lo acercas entonces no lo ve; con eso le digo mucho

_ Tranquila, mi amor, yo sé como son los hombres, sean chinos o de donde sean Liú es físicamente bien formada; ella se haya fuera del formato común de casi todas las mujeres chinas. Los hábitos de esa cultura son milenarios y parecen haber sido sembrados genéticamente en cada uno de ellos y ellas cual marca de fábrica. Son lacónicos al responder, también ásperos, pero precisos. Parte de su ética es la poca comunicación con gente que no sea de su raza; ser herméticos en su intimidad y criar a sus hijos como chinos estén donde estén. En el caso de su idioma nativo son harto celosos, pues para ellos, su gramática, ideográfica y compleja, es un blindaje ante otras culturas; es una forma de evitar ser vulnerados en el preciado mundo de sus secretos que tanto interesan al resto del mundo.

Pero Liú parece haber roto ese molde; al menos es lo que aparenta por la afabilidad de su trato y sus abiertas conversaciones, que como ya vimos, llegan a la intimidad con personas ajenas a su mundo. Sus dos cachorritos chinos también parecen ser así; juegan frecuentemente con los niños visitantes sin restricciones de su madre, compartiendo incluso con ellos galletas y otras chucherías que Liú les dispensa. Por ello siempre recibe lisonjas de sus clientes: ¡Caramba, Liú, no pareces china! ¡Dios guarde a tus hijos, se parecen a los míos!

Un buen día planta esta conversación:

_ ¡Hola, mi amor, cómo te va! – le pregunta una clienta-

_ ¡Bien, gracias, ¿Y a usted?

_ ¡Bien! Te maquillaste linda hoy ¿Vas para una fiesta?

_ Sí, claro, a esta fiesta de todos los días frente a esta máquina

_ Es bromeando, Liú, yo sé que lo único que tú haces es trabajar

_ Y tiene mucha razón, Señora, es lo único que hago

Tal vez sin desearlo, Liú dejaba entrever, como ser humano al fin, un dejo de soledad e inconformidad en sus palabras. La clienta, una de esas mujeres ya maduras que por años la había visto hacerse una buena gerente en su negocio, después de introspeccionar sobre la actitud de la joven asiática, le respondió:

_ Yo tengo una hermana de tu edad, y se parece a ti

_ No creo ¿Así, fea como yo?

_ ¡Por favor, mi amor, tú eres una china muy linda, pareces más bien una venezolana! Además, te maquilas y tratas a la gente muy bien, como son las mujeres de mi país

Liú respondió con una sonrisa reivindicándose ante su admiradora. Al instante emergió de su yo una expresión existencial y sincera _ ¿Así me comparas?

_ Ustedes son muy trabajadoras e inteligentes

_ Y las venezolanas envidiablemente bellas

La china también respondía con lisonjas sinceras que creaban que creaban una gran empatía con mucha gente incluso fortuita que compraba en su abasto. Desde niña Liú siempre sintió atracción por la comida criolla, gustando especialmente de la cachapa y el pabellón, como también acostumbraba a cantarles el cumpleaños a sus hijos al estilo de las familias nuestras. Había algo en ella que la identificaba con las costumbres venezolanas, que la hacía cercana a un pueblo que obviamente, por profundas razones, no era el suyo. Sin embargo, su estilo natural chino, hablaba de acendrados principios que la sujetaban, tal vez en contra de su voluntad, a su familia y sus ancestros.

Sabemos que el ser humano posee caracteres inherentes a su ADN como especie que lo hacen predecible en su conducta biológica y en su forma de adaptación al cosmos por un ordenamiento superior, no obstante, creemos que nunca llega a conocerse a sí mismo lo suficiente como para predecir en sí conductas inesperadas. Y nos referimos a todas las razas del planeta, a todas las culturas y formas de vida al interior aún de los pueblos más apartados y remotos; en fin, todos somos humanos y sujetos a una psique, a un espíritu y a una voluntad individual llamada libre albedrío. Y Liú no es ni más ni menos que eso; es un ser humano, que aunque de hábitos distintos a los de nuestro pueblo, no deja de ser una mujer dotada de sentimientos y pasiones que la hacen tan terrenal como cualquier otra mujer de este mundo, como cualquier otra mujer venezolana.

Y es que pese a su carácter afable, femenino y muy sociable, sabe guardar distancia, apariencia y cuidado en todo momento. Liú cuida celosamente de su imagen, del qué dirá su familia y de la buena atención en su negocio. “Para ser china es muy aseada” – dicen algunos clientes muy observadores-. En realidad es pulcra en su persona, lo cual también se refleja en la limpieza y apariencia de su negocio que siempre luce impecable, cosa poco común en los abastos chinos. Y es por todas esas costumbres y atributos por lo que están cosas por suceder. Sí, suceder en ella, en su persona, en su ser más íntimo. Pero no lo presiente, no imagina lo que aguarda por ella ahí, a la vuelta de sus ojos.

Todo transcurre sin sobresaltos, si novedades; todo en su vida deviene sin nada significativo que no sean las extraordinarias ventas de ese año que han sido históricas. Una de tantas noches; sola en su apartamento alquilado, como es costumbre entre ellos, es asaltada por una nostalgia, que aunque fugaz, fue intensa como pocas veces le había sucedido. Vive con una hermana menor y un primo recién llegado Cantón más sus dos cachorritos; niño y niña de cinco y siete años respectivamente. Entre otras cosas gusta de la música romántica, de la salsa y de leer de cuando en cuando literatura sobre farándula nacional e internacional. Acostumbra a dormir siempre después de las diez luego de acomodar a los niños y dejar todo bien recogido en su apartamento bien amoblado y decorado como excepción en sus costumbres de inmigrantes asiáticos.

Ahí, sin sueño, y después de bañarse y frotar todo su cuerpo con fina y rica

Crema humectante, se metió en su impecable y mullida cama. Se hayaba en vaporosa dormilona, con crema anti máscara para el maquillaje y desmontados sus lentes de contacto que la ayudaban a corregir su miopía que la acompaña desde muy joven. El momento era propicio para una buena reflexión, para dar un paseo por su vida y por sus cosas más secretas; ahí se dijo:

“Me gusta la religión de esta gente ¡Son tan libres y alegres en sus creencias! Hasta les sirve para justificar sus pecados; si es que a eso se le puede llamar así. Yo creo hacerlo a mi forma, yo no sé si eso basta para lo que soy y de donde vengo, pero me gusta la libertad de esta gente, y creo que nada me costaría ser en algo como ellos; o… más bien como ellas, que disfrutan de ser bellas y libres. Lo segundo creo que es imposible. Lo de bella… No exactamente, pero sé que algo tengo; tantas mujeres venezolanas no creo que en eso me digan mentiras; además, eso es mío y no le pertenece a mi religión, ni a mi familia; en cambio Yon, cree haberme comprado como una mercancía.

Creo que como mercancía la compraste, Señor, pero como don, todo lo demás es mío, aunque dispongas de él tan contadas veces. Sé que la palabra, para mi necesidad, no es libertad; ni de actuar ni de practicar, pero sí de escoger mis momentos. Robar un poco para mi vida no es pecado; tal vez podría ser una falta. Todas las mujeres de este país lo hacen, o lo han hecho alguna vez, y aunque yo no soy mujer de este país, en algo quiero parecerme a ellas. ¿Podré pedir a ese Dios en que creen algo para mí? Porque el mío es como muy exigente; creo que no me lo concederá, mucho menos perdonármelo. Esa señora Omaira, que me habla mucho de Dios, me da confianza en sus palabras. Habla con fe, pero con libertad. Me dice que su Señor es bueno, amoroso, pero exigente en muchas cosas. No sé en cuáles cosas, pero en eso del amor y del sexo, debe ser complaciente, porque aquí las mujeres son felices con sus parejas y hasta sin ellas. Hoy te pido, Señor de Omaira, y de toda esta gente, que me ayudes a ser feliz, como ellas, aunque sea a ratos. No sé si lo merezca o no, pero es lo que siento y quiero”.

Liú, a sus treinta años de edad, y a sus nueve que lleva casada con Yon, también hojea las páginas de su vida, año a año, desde que era una niña en su país natal, y ella se dice no recordar pecados, o faltas graves en sus hábitos y costumbres de su pueblo, cree no tener de que arrepentirse ni razones para ser acusada por su dios. Al parecer, el Señor de Omaira, cree le pueda conceder alguna libertad sin que ello se convierta en pecado, y si así fuere –cree ella-, él está siempre dispuesto a perdonar. Cada noche, frente a su amplio y lujoso espejo, confiesa sus deseos y sus temores. Se observa detenidamente de pie a cabeza escrutando sus dones de mujer y así se pregunta para qué nació. Se siente humana de verdad, sin dejar de decirse, con cierto reclamo, que también es china. También se sabe bonita, de buenas curvas, como las venezolanas. Se dice: “Yon nunca está”; los negocios lo alejan cada día más de ella; siempre ocupado en los Estados Unidos; Liú siempre lo llamó el chico más vanidoso de toda China.

UNA ILUSIÓN FUGAZ

Está el Abastos Hung repleto un sábado en la mañana. Sus cuatro cajas registradoras facturan y facturan sin parar; una de ellas es atendida por la hermana de Liú, otras dos por un par de jóvenes criollas, y la cuarta, como es lógico, ella; la preferida por muchos clientes, incluso por hombres que pocas veces dejan de ofrendarle, muy al estilo nuestro, un piropo suave, pero intenso, a lo que Liú no deja de responder con su eterna sonrisa.

El trajín es fuerte y los taxistas ese día parecen hacer su agosto. Por momentos se presenta congestión por los lados de la caja principal. Su primo, que nada entiende ni habla el castellano, poco ayuda en esos complicados casos. En ese instante Liú, resuelta como es, le dirige unas palabras en chino al familiar y este se dirige a los pasillos a ojear por aquello del robo y la mercancía entre las carteras; al parecer el oficio principal para el que fue traído del lejano país. El atasco se acentúa mientras Liú mira en todas direcciones sin demandar más ayuda que la de sus pocos empleados y si poder apartar la vista un instante de su caja principal. Sin embargo conserva la calma, pues su cordura y su prestigio es parte de lo que ella atesora para hacerse querer entre ese pueblo que hasta hoy la ha respetado y le ha dado riquezas.

Pero algo está por suceder en medio del fragor del acarreo de cajas y bolsas llenas de víveres y otros productos. El momento es para Liú el más complicado de los últimos años; teme de robos, pero también del bochinche y la mala atención a sus clientes; ello siempre le ha preocupado. Le hablan de aquí y de allá, le preguntan precios, calidades, y sabe que para todo debe tener acertada respuesta. Pese a su buen talante está algo angustiada al ver que minuto a minuto se complica la situación. Hay mucha gente dentro y mucho movimiento y excesiva bulla en el atrio del negocio por la gente que ha comprado y que no termina de salir ni partir hacia la calle ni desde los taxis. Mucha gente entra y sale sin pasar por las cajas; tal vez no sea cosa grave, pero Liú teme perder el control y a eso le teme por razones ya dichas. Inesperadamente, y cuando más necesitaba de una ayuda real, aparece por el costado izquierdo de su caja, que se haya contigua a la oficina de administración, aparece Francisco, el taxista, quien le dice:

_ Señora Liú ¿Puedo ayudarla en algo?

_ Bueno… No sé, no sé en qué, pero…

_ Ya sé, quédese tranquila

_ Pero… ¿Y sus carreras? Hay mucha gente que necesita transporte

_ No se preocupe, afuera hay muchos carros, mientras que aquí la cosa está enredada

_ Y… Qué va a hacer

_ Tranquila

Ipsofacto Francisco comenzó a organizar la mercancía de los clientes ahí varados por falta de embaladores como siempre sucede en esos casos. El parecía adivinar la angustia de Liú, parecía interpretar sus órdenes por telepatía. En ese momento, con gran resolución, colocó sendas sillas y cajas vacías tratando de obstruir los pasadizos a los costados de las cajas evitando así la salida indiscriminada de la gente. A poco, si acaso algunos cinco minutos después del follón. Todo volvió a la normalidad. A todas éstas, Francisco continuaba controlando y aparcando la mercancía y atendiendo a los clientes como copia al carbón de lo que la preocupada china haría estando en su caso: atención cordial y sonrisa gratis.

Más o menos una hora estuvo Francisco en esa tarea mientras pasaba la crisis. Parecía no importarle su negocio del taxis, parecía haber renunciado a sus habituales carreras de los sábados que siempre eran las mejores de toda la semana. Dieron las diez y aún permanecía como un soldado; fiel a su tarea con gran desprendimiento. En horas de medio día ya el número de clientes era menor y con ello amainaría el trajín del abasto y la angustia de Liú. Para ese momento Francisco había partido con una carrera hacia un pueblo cercano dejando la estela de su perfume que por momentos había impregnado el ambiente; a ello respondería Liú sólo dejando correr su mirada hacia la puerta de su negocio tratando de ubicar a Francisco para agradecer su solidaridad con su discreción acostumbrada.

Pero el solidario taxista no regresaría hasta en horas de la tarde, cuando de nuevo, pero en menor proporción, regresarían los clientes y un nuevo alboroto. Liú, con su prudencia de siempre, estaba atenta a su llegada; necesitaba hacerle una pregunta. Su expectación por ello era agradable, despertando un ánimo, que sin darse cuenta, aquello la había apartado momentáneamente de su negocio. En ese instante, una de sus cajeras criollas le dice: _ Vio, señora Liú, que Francisco es calidad

_ ¡Ah… Sí, nos ayudó en el momento justo

_ Atiende muy bien, debería tener un negocio en vez de manejar taxis

_ Claro, pero que no sea Tan estresante como éste

_ Yo lo conozco, señora Liú, él es anti estrés

Liú, ante tales halagos hacia Francisco, sólo sonrió y cayó con cierto regocijo. En ese momento el reloj marcaba las 12:30 y se dio la orden de cerrar para ir a almorzar y reanudar acciones a las 3pm. Yon, su esposo, había comprado hacía ya un año, la última vez que estuve en el país, una buena caja fuerte la cual empotró en una pared de un cuarto del fondo del abasto que había sido preparado por Liú para el descanso suyo y de los niños en el ínterin del almuerzo. La había equipado con aire acondicionado y televisor para evitar tener que ir diariamente a su apartamento algo lejos del negocio.

Inexplicablemente, la joven asiática había fijado la imagen de Francisco urgida de verlo. No sabía cómo, pero debía dirigirse a él espontáneamente; estaba extrañamente agradecida; una forma de extraño agradecimiento. Llegaron entonces las 3pm y la inmensa Santamaría comenzó a rechinar ante el tumulto que ya se encontraba frente al abasto ansioso por penetrar tras la luz ahora más tenue del sol que se lanzaba rauda hasta el fondo, allá, en la propia carnicería. Nuevamente se inundaron aquellos pasillos de clientes mientras Liú y su equipo ya estaban listos para la batalla. También los taxis se encontraban ordenados al frente, menos el de Francisco, quien seguramente estaba por llegar.

La tarde transcurría con buena venta y su propio trajín distinto al de la mañana. El embalaje fluye bien y los taxistas van y vienen ante la expectación de Liú, quien no dejaba de mirar y mirar hacia el refugio de los taxis buscando a Francisco. Estaba por ocurrir lo esperado. Era inusual ver a la dama asiática transar conversación con personas más allá de su entorno de clientes y empleados, pues al resto de las personas, les brinda su sonrisa pero sin diálogos que no sean de unas pocas palabras. Ya entrada la tarde las ventas bajaron su intensidad, lo que aprovechó Liú para relajarse un poco frente a su caja a eso de las 5: pm. Se encontraba ahí, organizando vauchers y tickets de alimentación, cuando de pronto, esta vez ya no por su costado derecho, sino desde sus espaldas, le dicen:

_ ¡Buenas tardes, señora Liú!

_ ¡Buenas tardes! –No reconoció su voz-

_ Muy ocupada ¿Verdad?-Entonces volteó- _ ¡Disculpe, señor Francisco, es que todo este papelero…

_ Yo me enredaría todo, usted es muy organizada

_ No, sólo un poco

Sus miradas nunca se habían cruzado así. Pese al corto diálogo se miraron prolongadamente, con intensidad, casi que con detalle. Ambos intercambiaron sus cálidas sonrisas como cartas de presentación de ambos. Ella había estado macerando palabras desde la mañana para él; él, con algo de ángel y demonio, creyó preciso el momento abordarla. Sacó ahí una lisonja espacial para ella; quizás la había estado construyendo no se sabe desde cuando, pero fue hermosa y apropiada para el momento:

_ ¿Puedo decirle algo, señora Liú?

_ No, soy yo quien tiene que hablar con usted

_ Está bien, pero sólo oiga esto que le voy a decir

¿Imaginó Liú aquello que Francisco le diría? ¿Por qué estaba emocionada de sólo dirigirle la palabra? Estaba sin embargo pendiente de su entorno: a un lado su hermana, más allá las otras dos cajeras, en la puerta su primo, y ahí, medio agrupados, los embaladores. Pero por una magia especial, junto a la discreción de ambos, nadie estaba atento a su diálogo. A poco, con voz y expresión poética, le dijo:

_ Si Dios me diera fortuna, lo primero en comprar sería este abasto

_ Y… Eso por qué

_ Porque me gustaría hacer negocio con una dama tan bella como usted

_ ¡Caramba, señor Francisco, no esperaba esas palabras de un caballero!

_ Precisamente, porque sólo los caballeros pueden darse cuenta de ciertas cosas

_ Cómo cuáles

_ Que hay que estar ciego para no ver

_ ¿No ver qué?

_ Lo que hay que ver en usted

_ Y… Qué hay que ver en mí

_ Lo que el ciego de su marido ha dejado de ver Aquella mujer inmóvil, como estatua de mármol; sin aliento y sin palabra alguna. Lo miró a los ojos ofreciendo, sin proponérselo, algo profundo, más allá de las mismas palabras. El en cambio movía sus ojos algo ariscos, como escrutando algo, como preguntándose qué había dicho a su dama de Asia. Al volver en sí, Liú sólo atinó a preguntarle:

_ ¿Cuánto le debo por los servicios de esta mañana? Usted estuvo mucho tiempo ayudándonos y abandonó su negocio del taxi

_ No se preocupe, señora Liú, usted me necesitaba más

_ Pero…

_ No, Liú –la tuteó-, sólo quiero su aprecio; eso no se compra ni con dólares

Al momento, desde afuera, alguien solicita una carrera; ahí le dice:

_ ¿Se da cuenta? Usted me produce suerte –se retiró-.

Todo aquello fue como mucho en tan poco tiempo. Liú está confundida, pero emocionada; más discreta que nunca. No pudo evitar sentir una emoción fugaz, que como una saeta, atravesó su pecho dejándola sin aliento.

UN EXTRAÑO AMOR DE LA CHINA

Transcurridos varios días después de aquel encuentro, Francisco, prudente como siempre y alegre como nunca, frecuentaba ahora más a menudo la caja de Liú sin descuidar sus tareas de taxista. Con la misma discreción, Liú correspondía a sus cortas visitas hablando poco y diciendo mucho con su mirada suave y su bella sonrisa. Uno de esos días el carro de Liú sufrió una avería y debió enviarlo un par de días al taller. Esa noche, cuando estaban por cerrar el abasto, una de las cajeras criollas preguntó Liú:

_ Señora, cómo se va a ir a su casa si no tiene carro

_ ¡Verdad, no lo había pensado!

_ No pues, tranquila, Francisco le hace la carrera; mejor nadie

_ No, me da pena, él puede estar ocupado

_ No… Para el negocio nadie debe estar ocupado

_ Está bien, entonces llámalo, por favor Nadie imaginaría siquiera un ápice de lo que entre ellos estaba por suceder. El acuerdo por la carrera fue muy natural, era por llevar a toda su familia hasta su apartamento. Al llegar, ella canceló y el aceptó el monto sin objetar, al contrario, recibió más de lo supuesto. Al día siguiente se repetiría el servicio; y con la misma atención, Francisco acomodaría a los niños y al resto de ellos en su modesto automóvil.

Ese acercamiento los emocionaba por igual. Más aún, con ávida intención, propiciaban encuentros, que aunque a los ojos de todos parecieran fortuitos, eran el resultado de la suerte que da el amor a primera vista y de circunstancias que se hacían dulcemente cómplice para hablarse y mirarse de cerca. Cualquier motivo era bueno para que Liú y Francisco se acercaran, para que aproximaran sus cuerpos, que ya, por encima de mismísima ropa, habían comenzado a vibrar y a gritar silenciosos deseos.

A todas esas, la bella mujer de Asia, continuaba sus noches solitarias amasando su pasión y pidiendo al Dios de Omaira, su afectuosa clienta, un regalo para sus sentidos, para su ser, que también se había forjado en esta tierra de belleza y pasión por la vida. Con discreta malicia, desde días atrás, Francisco, por su parte, había dejado correr la especie, entre cajeras y clientes muy selectos, de su soltería y de una paternidad, que pese a sus treinta y siete años, aún no llegaba. ¿Qué buscaba Francisco? ¿Qué era lo que Liú deseaba en su yo más íntimo? ¿En realidad a Liú le interesaba el estatus familiar de Francisco? ¿Le quitaría a la china el sueño aquello que oía decir del simpático taxista?

Y es que las ilusiones de una mujer como ella sólo las puede entender ella misma: china, bonita, afable, solidaria, y hasta politeísta. Tal vez, con un poco de imaginación, la cual nunca debe faltar, si lo que se quiere es acertar, podríamos creer, que Liú se estaba impregnando de la magia de esta tierra santa, que quiere satisfacer su ego sintiéndose parte de ella y pareciéndose a su gente, sobre todo a sus envidiables mujeres. Las necesidades de su cuerpo son algunas de ellas, las ansias de su alma creyente también la empujan, pero la refrena su dios, al que al parecer todavía no termina de conocer. Ella no está cierta si él está dispuesto a concederle el preciado regalo. Sin embargo, en el plano de lo terrenal, y no sabe por qué, confía en Francisco, en su seriedad y su discreción.

Secretamente, en uno de esos tantos encuentros de trabajo, siempre él, al costado de su caja registradora, pudieron acordar un encuentro; aún sin día ni hora, mucho menos lugar. En el ínterin de esa misteriosa cita a ambos se los come el deseo, cosa que prodigiosamente han sabido disimular. Y estaba por suceder. Pero Liú debe medir y calcular todo milimétricamente; todo debe salirle bien. Su resolución para ello es plena, y así se lo ha hecho saber a su dios y así se lo ha pedido a Dios; el de Omaira. Por ello no siente ya nada que la ate; ya ni sus convicciones morales traídas de la China, ni su deber de madre o de esposa, la van a contener. “Su marido”; más bien su esposo, acostumbra a llegar intempestivamente, pero sabe que no habrá de hacerlo por esos días. De su relación con él, nadie en este mundo la conoce; la familia de Liú lo cataloga de malo.

Francisco, entretanto, sólo espera por ella. En él las cosas no son distintas. Efectivamente es soltero, pero tiene un hijo al que no conoce, una vida personal apartada del bullicio y abundante en secretos. Piensa que con la china no tiene nada que perder y mucho que ganar, pero en verdad le gusta aquella mujer; sobre todo su mirada, que permanentemente lo invita al secreto, que lo tienta al placer y a acercarse a alguien de una cultura que despierta su curiosidad. El se ha venido tomando las cosas en serio con el pasar de los días, aunque siempre se haya mostrado ladino en eso del amor y las mujeres. También el confía en ella; más en su entrega que en sus convicciones. La siente presa del deseo a cada momento que la tiene cerca. Y eso lo pudo comprobar una mañana, cuando dentro de su oficina, resguardados de todas las miradas, y tras el silencio de un solitario día de trabajo, la tomó entre sus brazos, y dándole un certero beso, sintió el temblor de su cuerpo y el quemante vapor de su boca.

UN DOMINGO

Fue un domingo, ya por la tarde, cuando los hechos, para ellos fortuitos, se harían cómplice del momento por ellos anhelados. Esa tarde, como a las 3: pm, recibe Liú una llamada a su celular. Se trata de un paisano, dueño de una quincalla vecina, quien le comunica que hay humo negro brotando de la parte de atrás de su abasto, donde éste limita con un taller al fondo. Ella se alarma, aunque lo tiene asegurado. Comunica de inmediato la novedad a su hermana y a su primo y les dice:

_ Me voy enseguida

_ Pero cómo, Liú, la batería de tu carro no anda bien. ¿Por qué no llamas al señor Francisco, él te puede llevar

_ ¿Y si no puede?

_ Pero llámalo, él es de confianza, es urgente

Mejor no pudo ser; su propia familia le serviría el postre en una bandeja de plata sin nadie proponérselo. Así lo hizo, y al llamarlo, ni corto ni perezoso, Francisco acudió a ella como un relámpago. Ya en el sitio, ambos abrieron la pesada Santamaría después de echar un vistazo por los lados de la calle que da al taller por la parte de atrás. Penetraron al negocio lanzando por delante la angustia de Liú quien estaba convencida de que su negocio se estaba incendiando. Con la misma premura cerraron la gran puerta y encendieron las luces al tiempo que Francisco se internaba hacia el fondo del abasto, quien sin conocerlo, debía conducirse hacia el lugar de donde estaría brotando la negra humareda. Liú pensaba en todo cuanto había que perder en su habitación, pues nada de lo allí existente estaba cubierto por el seguro. También era su preocupación los daños a terceros por haberse caracterizado por años como buena vecina de todos los comerciantes de la zona.

Después de algunos instantes ya han revisado todo el interior del abasto y nada ha sucedido; nada está caliente y no hay humo por ninguna parte. En ese momento Liú se espicha de sus nervios y Francisco sólo atina a exclamar:

_ ¡Gracias a Dios todo está bien!

_ ¡Sí, gracias a Dios!

Cuando ambos se miraban ya más tranquilos, suena el celular de Liú, y después de asentir un par de veces, entonces sonríe y cuelga.

_ ¿Quién era? –Preguntó Francisco-.

_ El paisano, me dice que esté tranquila, que se trata de un montón de basura que se está quemando detrás del abasto, en un taller

_ Sí, yo sé, es un taller grande que está por la otra calle

_ Ya el dueño lo está controlando

Una vez despejadas las dudas, y luego de ese corto intercambio de palabras, llegó el momento en que nuevamente cruzarían sus miradas; un tanto traviesas, otro tanto expresivas; sin dejar de ser insinuantes. Estaban solos; nadie sospechaba de ese fortuito y mágico momento. Como es natural la incitativa de cualquier devaneo, o insinuación, debía surgir del hombre; ella, por su parte, no esperaba menos que ver brotar de Francisco un gesto irreverente, que arrebatara aquella pasividad que entre ambos, por días y días, estaba pidiendo a gritos emociones distintas. Sin proponérselo, tal vez, Liú toma la delantera tácitamente; ahí clavó sus ojos como dardos en la boca de quien igualmente esperaba con creces ser correspondido. Y así fue. Todo comenzó cuando las fuertes manos de Francisco cubrieron con suave pulso las caderas de su bella asiática; la pegó fuerte a su cuerpo y ella correspondería cerrando sus ojos y dirigiendo su boca ya entreabierta a su fuente de los deseos; otra boca cálida y húmeda que esperaba sin medida de tiempo.

Liú cortaba su aliento a cada palmo de ropa y carne que las inmensas manos de Francisco tocaban con precisión exquisita. Y es que en adelante todo debe quedar en la imaginación, porque Liú es así; íntima, demasiado secreta como para revelarnos por entero sus pasiones, su estilo desaforado y ardiente en su intimidad. Sin embargo algo se puede oír, y nada ver. Debía Francisco sellar su boca con apurados y firmes besos que ella misma propiciaba para evitar se escaparan sus altisonantes tonos y gemidos de placer que emergían de los abismos donde por mucho tiempo había estado dormida su pasión. Todo fue tan rápido como ardiente. Para ellos ese momento fue un siglo y un maremágnum de fuego y humedad. Sucedió ahí; improvisado, no se sabe dónde; si en el piso, en el cuarto de descanso, o sobre trastes diseminados a raíz de la refriega. Muchas cosas dijo ella a su oído mientras él sólo se limitaba a sujetarla con vigorosa fuerza y abundantes besos. Ignoraban todo a su alrededor; no les importó el mundo en aquel momento. Se trató de una entrega total; sin mezquindades ni reparos, como si antes hubiera habido otras entregas en cuerpo y alma o si se tratara de un amor pasado por horas y horas de infinita locura.

*

Habían pasado varios días de intenso trabajo en el negocio, pero entre ellos no cesaban los abundantes devaneos que guardaban el misterio de aquel amor como un tesoro, como el fruto de aquella tarde que parecía haber dejado para ambos por igual un sello de amor eterno. Las noches y los días transcurrían mientras sus sueños parecían crecer como la hiedra, envolviendo sus corazones y sus vidas. Cada noche, en la soledad de Liú, en su cuarto a media luz, impregnado de aromas, y entre sábanas y ropa íntima, su pensamiento vuela como ave silente y nocturna, hasta enlazarse con el de su nuevo consorte, quien tampoco la aparta un instante de sus profundos pensamientos e intensos deseos. Ambos entrelazan su imaginación, sus fecundas ideas, como vislumbrando cada día una nueva oportunidad para anudar sus cuerpos urgidos de nuevos encuentros.

Desde entonces, desde que se sumergieron ese domingo en el mar de la luz, sus únicos encuentros se daban ahí, en el extremo de la caja principal del abasto y en las contadas veces que podían topar fugazmente sus bocas en el recinto cerrado de la oficina. También, de cuando en cuando, las veces que tras cualquier excusa, pedía Liú a Francisco le hiciera la carrera junto a su familia hasta su apartamento. ¿Sería coincidencia? Pero el carro de Liú, casi que último modelo, se accidentaba frecuentemente, lo que parecía no importarle mucho. Para ambos cualquier oportunidad era buena; no desperdiciaban el más mínimo momento para hablarse con la mirada, para cruzar sus deseos, sin que hasta ahora alguien pudiera notar la más mínima seña de aquel romance.

Pero no todo es color de rosas, como siempre sucede en las cosas del amor. ¿Por qué? Después de varios meses de aquellos amoríos, de haber vivido el encanto de perfumes e intensas pasiones, de haber soñado con la gloria, sucedería lo que Francisco nunca imaginó y lo que Liú, en el fondo de sus dudas y confusión, siempre la creyó una posibilidad. El siempre ha estado resuelto, y ella expectante día tras día pese a su prudencia. A él sólo lo refrenan la cordura y las decisiones de ella, pues respeta todo cuanto hay detrás de sus costumbres y de su a veces extraña forma de hablar y de actuar.

Entretanto las ventas se incrementan, y como es lógico, junto con ello el trabajo a lo largo de toda la semana. Ahora Francisco es más útil; conoce mejor las responsabilidades de Liú al frente de su negocio. La ayuda con desprendimiento, mientras ella, por debajo de cuerdas, retribuye sus servicios, ya no sólo con buen pago en dinero, sino con las especias del amor auténtico que vale más que el propio oro. Incluso, ahora depende menos de sus carreras del taxi, razón por la cual lo estaciona en oportunidades frente al abasto sin moverlo durante el día ocasionando el reclamo de algunas clientas:

_ ¡Caramba. Señora Liú, Francisco ahora no nos quiere llevar!

_ No, no es que no les quiera llevar, lo que pasa es que hay mucho trabajo aquí adentro y él me ayuda mucho; se le paga bien

_ No lo desperdicie, tremendo ayudante

La amable mujer asiática, en su interior, sin embargo nada la perturbaba, siempre estaba segura de no despertar sospechas con todo y esos comentarios al parecer tendenciosos. Había llegado, a pocos meses de esa relación, a hablarse con la mirada. Estaban compenetrados; puede decirse, a esa altura de sus relaciones, que se habían enamorado a consecuencia de esos encuentros de sexo y de placer que cada vez eran más intensos y más perfectos. El había mejorado económicamente. Siempre estaba al día con los anaqueles, con su orden y limpieza, lo cual mantenía agradada a Liú y admirado a sus clientes, quienes a cada momento alagaban el buen servicio y el aspecto siempre deslumbrante de pasillos y de la mercancía muy limpia y organizada como en los grandes supermercados.

UN ENCUENTRO FINAL

El domingo de esa semana que transcurría fue su último encuentro. ¿Por qué? Es que ese terrible azar del amor, el de esas aventuras tan hermosas y exquisitas, no puede ser para siempre. Dios te concede el amor como su mayor virtud, te lo da sin mezquindad, ni reparos, pero el mundo y sus miserias te lo niegan, y más aún, los propios errores humanos son su peor enemigo. Y es porque el deber y el placer se topan tantas veces en una puja de fuerzas en la que siempre termina dominando más lo que conviene que lo que se quiere. Al menos para Liú es de esa forma, quien en medio de sus sentimientos y pasiones, termina convencida de ello.

Llegó entonces la oportunidad de volver a encontrarse, de volver nuevamente a escalar la cumbre del placer y de hundirse en el cálido mundo de las mieles. Ambos se desean como a nada ni a nadie, desean hallarse solos y regocijarse en la tibia piel de sus cuerpos ansiosos. Testigo nuevamente sería aquel callado y acogedor cuarto de reposo. Testigos de sus gemidos fueron el silencio y la tarde y las estrellas pululantes y luminosas del placer. Ambos acostumbraban fundirse en un solo ser tras los incontables dejos de suspiros, su sumían en hondos e irrepetibles besos, en un éxtasis increíble entre un criollo cualquiera y una hermosa y enigmática mujer de China. Después de varios minutos; en que exhaustos, como salidos de un sauna, y parecer azotados de placer, la hermosa asiática tornó a preguntarle al aún jadeante Francisco:

_ ¿Qué piensas de mí?

_ Creo que tú no me dejas pensar

_ No entiendo

_ Yo tampoco

_ Sin más juegos de palabras, Francisco, ¿qué crees de mí?

_ ¿Te puedo responder con una pregunta?

_ ¡Vaya, hago una y me responden con otra! Está bien, hazla

_ Esta pregunta te va a gustar

_ ¿Cuál?

_ ¿Todo esto es verdad?

_ ¡Francisco! Liú parecía traspasar los ojos de aquel hombre de tanta pasión guardada. El con los suyos recorría el rostro de Liú expresando mil cosas, mil preguntas sin respuesta. El calló por instantes, y al regresar de su silencio trémulo, estremecido, y con más angustias que certezas, le dijo:

_ Hasta hoy creo no creer nada, de algo sí estoy seguro

_ ¿De qué? Dime, por favor –preguntó ansiosa-

_ Creo que te amo, Liú

_ ¡Francisco, por favor, no me digas eso!

Al instante el rostro de Liú se volvió grave y triste, sus ojos se cargaron de lágrimas y luego enmudeció por instantes. Pero a poco volvería en sí sólo para decir:

_ Yo no sé, Francisco, yo no sé qué va a pasar con nosotros

_ Debes decirme cosas que aún no me has dicho, Liú; porque de mí ya tú sabes todo

El incierto diálogo fue interrumpido por el timbre del celular de Liú. Debían marcharse, pues aquella llamada, lacónica y de respuesta fría, cambió su ánimo del cielo a la tierra. El preguntó:

_ ¿Qué pasó?

_ Nada, es sólo que debemos irnos

Francisco, pese al rebato que causó la llamada, entendía que aquella mujer era más obligación que toda cosa en su vida. Había aprendido a conocerla, a mirar más allá de sus palabras y sus gestos, pero también sabía que nada podía hacerla cambiar. Sin embargo nunca imaginó tal desenlace; su imaginación no llegaba a tanto. El se había metido en el alma aquel amor extraño, aquel amor divino, aquel amor de Asia. El sólo podía creer y saber lo que de ella veía; que a su entender, ya era mucho, además bueno y hermoso, que era honesto. Sabía que lo necesitaba; al amor más que a ella misma, por ser ella inalcanzable. La vida íntima de Francisco está llena de ese amor que nunca sintió desde niño en su larga y trágica orfandad; ese amor llenó a plenitud todos los momentos que pasaron juntos. Francisco nunca imaginó un “pero” tan amargo para un amor tan íntegro y real como el que estaba sintiendo por su extraño amor de China.

Llegaría el lunes; ese lunes para nunca olvidar. En esas primeras horas de la tarde, cuando el abasto da una tregua al intenso trajín entre las cajas, Francisco pregunta a una de las cajeras después de regresar de su casa:

_ ¿Dónde está la señora Liú? _ En la oficina –respondió una de ellas-

No sabía qué cosa era, pero algo lo refrenaba, algo le hacía resistencia al intentar tocar la puerta de la oficina. Había algo extraño en él, en su talante siempre dispuesto y optimista. Sin embargo, la atracción de aquella mujer era más fuerte que su voluntad y su ánimo siempre especial por ella. A poco se decide y toca delicadamente la puerta y llama:

_ ¿Puedo?

_ Sí, pase

Estaba Liú en un rincón de la reducida oficina, allí, frente a su santo, frente a Khuang Kum, el patrono de los chinos que representa la prosperidad en los negocios. Tenía sus manos recogidas palma con palma contra su pecho, en típica pose de reverencia china. Mostró Liú una sonrisa extraña, que sin dejar de ser bella, como siempre, no era la acostumbrada. Estaba circunspecta, introspectiva; tornó él a decirle:

_ Está extraña, señora Liú

_ No, soy la misma de siempre –cerró la puerta-

_ ¿Rezabas?

_ Sí, oraba al patrón

_ Es muy bueno ¿verdad?

_ Sí, lo es

Sólo como un detalle Francisco buscaba su mirada y ella la evadía. En ese lugar de sus primeros y fugaces besos, ahora se mostraba esquiva, hasta la sintió áspera para su estilo siempre anuente y fresco, como ella siempre había sido. Sintió Francisco, por primera vez en su vida, un desdén, un dejo lejano de soledad y un inexplicable vacío que lo tornó grave, dueño de palabras que desde entonces debió callar para dar paso un ánimo de desilusión y extraño desprendimiento. Sólo le dijo:

_ Estoy afuera

_ Está bien, señor Francisco.

TODO TERMINÓ

Dos días después, siendo ya más de las tres de la tarde, el abasto, por primera vez en dos años, fue abierto por la hermana de Liú junto a su primo, quien accionaba la manilla dejando oír el crujir de la vieja Santamaría hasta la calle. Francisco, atento como siempre a esa rutina, sintió nuevamente un cierto vacío al no ver junto a ellos a la siempre sonriente y afable Liú. El estaba a la expectativa, pues sabía que ella había salido intempestivamente para su apartamento y no había entonces regresado. Aunque sereno, recostado aún de su coche, mil cosas pasaron por su mente; ahí se preguntó:

“¿Qué le habrá pasado? ¿Por qué no llega? ¿Qué estará haciendo? Yo no sé en qué va a parar todo esto, pero debo estar consciente de que ella es así; toda extraña, secreta y rara, aunque haya pasado lo que ha pasado. Presiento algo. Y no sé que será, pero sé que para mí, si no es malo, tampoco será bueno. Bueno, sólo Dios sabe lo que me conviene o no. De algo si estoy seguro, y es de que me acostumbré a ella en poco tiempo; tal vez ella también a mí; por lo menos eso es lo que me hacía sentir. Y lo siento aún, aunque ella no lo crea. No sé si pensará que soy interesado, que busco lo material porque tiene tremendo negocio; tal vez al principio sí, pero ahora me doy cuenta de que la quiero, de que si fuera una limpia también estaría dispuesto a casarme con ella, porque sé que es buena, trabajadora; y como buena china; digo yo, es fiel”.

Pero algo ocurría a sus espaldas, algo que todos sabían menos él. Irónicamente, su con Liú, no fue mayor que aquél que ahora se tejía a su alrededor. Todos parecían saber de qué se trataba: las cajeras, los embaladores, algunos clientes; y hasta el paisano que la alertó del incendio, quien a eso de las cuatro de la tarde, se acercó al negocio con actitud expectante. El continuaba sereno; entonces decidió acercarse a la entrada del abasto con la discreción de siempre. Entretanto, las cajeras en lo suyo, conversaban y reían con la hermana de Liú quien fungía de jefe en su ausencia. Y es que por las mismas normas impuestas por Liú, por su estilo gerencial y laboral, el cual siempre era impecable y discreto, Francisco estaba impedido de preguntar algo, de atreverse a indagar en esas cosas a las que la discreta mujer no permitía el acceso de otra persona que no fuera ella misma. Estaba atado; no podía, por una pegunta imprudente, despertar la más mínima sospecha.

Francisco notó el abasto más limpio que de costumbre; reluciente, como si estuviera a la venta, o se preparara todo para una fiesta. Se sentía extraño, como si por primera vez pisara aquel negocio; como un desconocido. Sintió como si un espíritu distinto se hubiera apoderado de todo aquello, como si un poder desconocido hubiera podido cambiar el ambiente en otrora acogedor para sí y para su adorado tormento de Asia. Todo cambió su ánimo; nada podía imaginar, nada podía presentir. Decide entonces aislarse nuevamente acercándose nuevamente a su automóvil y mirar las cosas desde lejos. De pronto, en uno de los parqueaderos, ahí, frente al abasto, se estaciona un automóvil lujoso, de último modelo, importado. Es un coche plateado, brillante, de vidrios ahumados y silencioso como el viento. Al cabo de uno instantes, Liú se baja del coche por la puerta trasera derecha seguida de sus dos hijos. Luce bien vestida, como si estuviera en trámites para una fiesta; los niños igual, a quienes echa por delante siempre con su acostumbrada parsimonia.

Pero desde la puerta del chofer aún nadie aparece. Francisco tiene sus ojos clavados allí disimulando su interés ante el resto de sus colegas que comparten con él aquella novedad. Estos hacen los comentarios de siempre; esos que juzgan a su modo la vida de quien no conocen; mientras Francisco sonríe obligado y trata de rumiar cuanto está viendo. Al fin se abre la puerta del lado del chofer y sale del lujoso automóvil un hombre enfluxado. Es de baja estatura, muy pálido de tez pero sonriente; es chino. Calza unas sandalias finas, un traje igual, pero más allá de ese elegante atuendo, luce reloj, esclava y anillos todos muy brillantes y hermosos. Francisco continúa confundido, sin palabras, nada entiende, nada de lo que está viendo tiene un ápice de lógica para él. Se siente aislado, ajeno a todo aquello; tanto, que le parece nunca haber estado ahí, como si nunca hubiera conocido a aquella gran mujer, como si nunca hubiera pasado por su vida.

A poco ella penetró en el negocio escoltada por aquel hombre que reía y saludaba a todo el mundo como si lo conociera desde siempre. Las cajeras por su parte igualmente le correspondían con efusivos saludos mientras su hermana y su primo lo recibían con reverencia a su clásico estilo. Todo, en efecto, parecía la recepción de una fiesta, el recibimiento y agasajo a alguien especial. El ambiente se siente impregnado de un ambiente distinto, de un ánimo alegre que contrastaba con la diaria rutina de un abasto en el que las ventas y el trabajo intenso son su signo característico.

Ahí, recostado de su carro, Francisco permanece inmutable, ajeno, sin explicación alguna. Después de unos minutos del entusiasta recibimiento la familia en pleno comienza a recorrer los pasillos del abasto y sus anaqueles haciendo comentarios y gestualizando complacidos de lo que veían, como si se tratase de un recorrido turístico. A poco uno de los embaladores se acerca a él y lo llama

_ ¡Señor Francisco, venga!

Se acercó contrariado y dudoso, pero inmutable;

_ Qué hay

_ ¿Vio, ahí está el esposo de la señora Liú?

_ ¡Ah, sí ¿verdad?! _ Es un chino millonario, llegó ayer de los Estados Unidos

_ Okey… Está bien, gracias por la información

_ ¿No va a entrar? Usted también es empleado

_ No, chamo, yo no soy empleado; ayudo, que es otra cosa

Como pudo Francisco se zafó de aquello y regresó a su carro y continuar en su pose de pensador griego. Las palabras del muchacho cayeron en su ánimo como una ofensa, pues se sintió por momentos como un tonto útil, como si lo que hubiese entregado durante todos esos meses se perdieran como el humo en el vacío. Su alma, irremediablemente, quedaría enriscada, confusa, llena de abatimiento, al sentir que todo lo vivido junto a aquel amor, fugaz y hermoso, parecía una pesadilla, como si la presencia del chino millonario e intruso, fuera una sentencia de muerte para todo aquello. Francisco se hacía mil preguntas, acomodando a cada una de ellas una respuesta sin saber si acertaba o no a su fárrago de dudas.

Ante el mundo Liú mostraba una aparente sencillez y transparencia; cualidades que la diferenciaban del resto de las mujeres de su raza y cultura, sin embargo, y como irónico contraste, Francisco se preguntaba: “Cuántos secretos guardará Liú”. En tal situación, un hombre como él, nacido en esta tierra, y criado en el marco de una cultura como la nuestra, no podía esperar menos que una explicación, aunque de igual forma entendía, y se definía a sí mismo, como un suplente; un exquisito y especial suplente.

No dejaba Francisco de albergar alguna esperanza; remota, pero esperanza al fin de reanudar su romance, aquello que aún él creía imposible de acabar. Creía en ese caso, que lo prudente sería no aparecerse por lo menos en un par de días por el negocio; claro está, sin despertar sospecha…Aparece el chino y desaparece Francisco. Después de un par de días ausente decide presentarse con su auto acomodándolo en el refugio como de costumbre. A poco comienza a abrirse la Santamaría y se inicia en él gran expectación. Sus ojos como flechas se clavan en el umbral de la inmensa puerta siguiendo centímetro a centímetro cada palmo de suelo que se descubre. Buscaba ansioso algo que llenara su curiosidad; quién sabe si a Liú junto al chino, o sólo a su hermana y a su primo, imaginando a su amor de Asia ausente, separada de su habitual sitio de trabajo como todos los días.

Pero no fue así. Poco después de abierto el abasto él desmonta su vehículo y se acerca a la entrada con la naturalidad de siempre. Ahí saluda al personal y finge sonrisas como nunca lo había hecho. Departe con ellos la cotidianidad de su conversación sin mostrar la inquietud que le hormiguea en todo el cuerpo. Después de varios minutos, cuando apenas comenzaban a entrar algunos clientes, Liú se asoma a la puerta de la oficina y lo llama con una seña siempre igual. Mil cosas, en el corto trayecto, pasaron por su mente; buenas y malas. Creemos que las buenas eran remotas, muy remotas, como un sueño; las malas, por supuesto. Imaginó ahí al chino millonario, rebosante de felicidad y bañado de buenas ropas y brillante joyas; a ella sonriente, como siempre, como si nada hubiera pasado; acaso lo esperaban para despedirlo, o reclamarle algo, o pedir un nuevo favor como persona útil, en fin, mucho más que eso pasó por su cabeza, pero caminó altivo, sin dudas; también él, como siempre.

Pero nada fue así. La encontró sentada en su modesta silla, en ropa de trabajo, sencilla, como ella suele hacerlo. El se espichó de la presión que traía, resopló casi en silencio; sintió que un peso extraño le bajó por todo el cuerpo y trató de presentar su expresión también sencilla de todos los días. Pero no pudo prescindir de una en particular; mirarla a los ojos y tratar de recordarle los momentos vividos. Pero el final sería trágico, sórdido e inexplicable. Su mirada había cambiado; era otra persona. Francisco sintió la actitud de una desconocida, como si todo aquello hubiera sido borrado por un poder extraño, por una magia perversa y fría, como si fuera un amor del nunca jamás.

Francisco no obstante sacó lo peor de sí, es decir, su orgullo, su odioso orgullo, su bajo sentimiento del yo que habita en las cavernas del alma, pero de lo cual, creemos que pocos seres humanos, pueden desprenderse. Creyó por instantes haber comprendido todo tras la fría y grave expresión física de Liú; entonces correspondería de la misma forma después de preguntarle:

_ ¿Para qué soy bueno, señora Liú? –Sin mediar saludo-

_ Desde hoy, señor Francisco, le voy a agradecer que sólo continúe haciendo sus carreras frente al abasto, por favor, los clientes lo necesitan. Voy a contratar fijo a uno de los embaladores para que haga el trabajo que usted hacía. Muchas gracias por todo.

Regresó una vez más Francisco a su actitud de una semana atrás, cuando estuvieron juntos rozando el cielo; le preguntó:

_ Pero… Todo termina así

_ Nada comenzó y nada termina, señor Francisco, usted seguirá siendo el taxista y yo la señora Liú

_ Y…

_ No sé si algún día usted, o el mundo, podrán comprender todo esto. Señor Francisco, usted seguirá siendo de aquí, y yo seguiré siendo china.

FIN

UN MATRIMONIO PARA DOS

Aquí se trata de una pareja de treinta años de matrimonio siempre juntos, sin traición; dos personas cabales cada quien con metas propias y disímiles. Ellos nacieron químicamente puros para vivir unidos casi que por acuerdo providencial. Soledad y Próspero; dos personas; dos mitades no se sabe si del mismo fruto, pero como el agrio y el dulce, como el blanco y el negro, como la tormenta y la calma, que la una no puede vivir sin la otra.

No importa como sea narrada esa vida juntos, no importan los espacios ni el tiempo, es decir, dónde, cuándo ni cómo sucedió y se consumó la historia; sólo necesitamos saber, al final, qué fue de ellos, de su amor, de su íntima relación, de sus afectos y sus vidas, aunque aún, después de treinta años, estén todavía juntos. ¿Hijos? Sí, dos: varón y hembra; nacidos en ese orden.

_ ¡Próspero, mira el balance, creo que completamos el dinero para lo de la casa, por fin!

_ ¡Que bueno, déjame ver!

El negocio de Soledad, de diseños exclusivos y finos en ropa para damas, había subido sus ventas significativamente en los dos últimos años. Próspero, por su parte, mayorista ocasional en el Mercado Principal, también había tenido un par de años muy buenos por contratos exclusivos con restaurantes de renombre en la ciudad. Por ese mes de octubre hicieron balance general mancomunado y las cifras fueron halagüeñas como para poder acceder definitivamente a su gran aspiración: una casa en Altos de Golondrinas; zona privilegiada a las afueras de la ciudad. Una bonita tarde de finales de ese mismo mes tomaron su auto camino de los Altos; así conversaron:

_ Mami, ¿crees que el banco apruebe el crédito?

_ Yo creo que sí, de todas maneras tú tienes muchos amigos alrededor de ese banco para que hagas algo con ellos

_ Pero no más que tú, Sole, que le vendiste ropa a todas esas mujeres de la Gerencia

_ No comparado con esos almuerzos y paellas que les has llevado

_ Recuerda, mami, hablando de todo, que la gente de la Cámara de la Construcción nos invitó este jueves a la celebración de su aniversario, y te quiero llevar _ Papi, no creo que pueda, jueves y viernes tengo reunión, y tú sabes…

_ Está bien, mami, pero por favor dedícame el sábado

_ Okey

_ ¿Seguro?

_ ¡Por favor, Próspero, cuál es la duda!

_ Está bien

El medio profesional de Soledad desde recién graduada le absorbía tiempo más allá del necesario. También su concepto de la amistad era poco común; no aflojaba una “juntica”, como siempre se lo recordaba su madre. Próspero no era menos, pero más hogareño; menos activo en eso de la vida social.

Dados ambos a los viajes al extranjero siempre andaban detrás de reunir buen dinero para conocer “culturas distintas y hacer amistades”, siempre bajo la convicción de que ello era necesario en otros países. El, escéptico en política, muy pragmático, y poco creyente, pero de negociaciones a más seguras mejor. Ella, cabeza caliente desde el bachillerato, gustó siempre de las veladas poéticas y musicales de contenido social y político; todo ello sopena de sus exquisitos gustos y excentricidades un tanto vanidosas que a menudo despertaban comentarios al margen de sus oídos. ¿Qué obnubiló a Soledad de Próspero, qué la prendía a él más allá de los apetitos naturales del cuerpo? ¿Sería acaso su aplomo, su siempre “sí” a las reuniones de clubes y de amigos, o su espíritu productivo y emprendedor de sueños materiales, o sería su apego a este mundo, concreto y simple, quien por su origen extranjero le garantizaba estabilidad en el hogar con rebosante amor paternal?

Sus amores de adolescente habían entronizado en ella la imagen del hombre perfecto. ¿Cuál? Por supuesto a imagen y semejanza de sus sueños, de sus aspiraciones, lo cual, a la postre, no serían más que debilidades. Recordemos. Una tarde, en su liceo de los sueños, donde pasaba la mayor parte del tiempo pensando en Pablo, su primer y tormentoso amor, conversaba así con una de sus “amigas íntimas”:

_ Chama, yo no sé tú, pero lo noto demasiado místico

_ No, Soledad, arrogante, y no te quieres dar cuenta

_ Más bien exigente, pero me gusta así

_ Si fuera exigente, como tú dices, te reclamaría las escapadas que te das con nosotras para el Ateneo y la Universidad

_ Yo creo que debo ser como él _ ¿Cómo?

_ Así, que lee mucho, que sabe de todo

_ Chama ese tipo te tiene ciega.

Tal vez, en su adultez, en su vida matrimonial de los primeros años con Próspero, Pablo en sí ya no era un dolor de cabeza, pero lo sembrado en ella, por él; un joven ya adulto, con metas algo definidas, levantó en su mente la imagen de ese hombre modelo; eso sí, fue su verdadero tormento. Sin ella evocarlo, sin racionalizarlo siquiera, vivía un eterno sobresalto por simples motivos que traían a su memoria su noviazgo y su tormento de sueños junto a Pablo en su cuarto y quinto año del bachillerato. Uno de esos días, cuando apenas llevaba casada un año con Próspero, coincide como siempre en el ateneo con Aida, su amiga íntima de siempre, aquélla, quien siempre con mayor madurez y realismo, era su confidente casi desde niña. Tomándose un café, en uno de esos espacios que ambas rebuscaban para solazarse en sus recuerdos de adolescente y sueños de amor, Aida le pregunta:

_ ¿Cómo te va con Próspero, chama?

_ Coño bien; el carajo no es político, pero tampoco rechaza el tema

_ Yo lo he oído hablando, y creo que ni pa’llá ni pa’cá

_ Okey, pero tampoco me lo prohíbe; eso se lo puse claro el mismo día que nos conocimos

_ Pero hay una diferencia insalvable entre ustedes

_ ¿Cuál?

_ Coño, que a ti te gustan los reales y la política, dos vainas… Que… No sé

_ Ya va, Aida, los reales que a mí me gustan son los que me gano, y tú lo sabes, para mí la política es otra vaina; es para servir, para hacer vainas por este país

_ Está bien, no te vayas a arrechar conmigo

_ Tranquila, pendeja. Okey, y a él ¿qué le gusta?

_ Sólo los reales

_ Y cuál es el problema que tú ves en eso

_ Que tú eres dual y él es unívoco

_ ¡Coño, estás dominguera, Aida! _ Bueno, uno a veces rebusca palabras, que aunque no sean las correctas, te haces entender

_ Para que tú veas, chama, yo me siento bien con él

_ Claro, te complace en todo

_ Esa vaina sí es verdad, es lo mejor que tiene

_ ¿Siempre será así? No sé, me pregunto yo

_ Si yo pudiera ver el futuro Aida –en actitud de reclamo- no estaría sentada aquí

_ ¿Recuerdas lo de Pablo? Eso aún está fresco, no lo niegues

_ No, chica, qué fresco va a estar eso

_ Óyeme bien, Soledad; no dije Pablo, dije lo de Pablo

_ Y… ¿Cuál es la diferencia?

_ Que el problema no es él en sí, es tu coco, es ese ideal que no te dejará nunca en paz

Aida hacía las veces de su otro yo, de esa entidad amarga que habita en la consciencia. Esa amiga era su referente humano, su manual de consultas recurrente e ineludible. Era Aida lo que Soledad no quería oír, pero tenía que hacerlo. Y es porque Soledad tiene muchas virtudes, pero terribles contradicciones que la han acompañado desde niña. Aida siempre ha sido de la tierra, menos soñadora, pero atrevida en su intimidad como ninguna. Después de varios minutos la ruta de la conversación estaba llegando a lugares escabrosos:

_ Acaso es malo vivir con ideales, chama?

_ Yo no hablo de ideales, yo hablo de metas, de objetivos de vida, que son vainas concretas. Tú siempre Soledad, con esa lealtad al amor, pero deslealtad con el cuerpo

_ Y… Cómo es eso

_ Tú puedes ser leal a tus ideas, pero el cuerpo es otra cosa

_ ¡Ah, ya sé por donde vienes!

_ ¿Qué sabes?

_ Te conozco, Aida; te empataste con Genaro, y tu marido se tiene que calar esa; claro, sin saberlo

_ Si no lo sabe entonces no se está calando ninguna _ ¡Que bolas, Aida!

_ Dime una vaina Soledad

_Qué

_ Suponte que…

_ Suponte nada, chama

_ Sólo por un momento, como un ejercicio de imaginación

_ Okey, dale

_ Suponte que te encuentras sola con Pablo, en un cuarto, por equis circunstancia de la vida, entonces viene el tipo y te mete un jamón, ahí, al lado de la cama ¿No te vas a dar con furia?

_ Que va, chama, yo tengo un marido y punto

_ ¿Y ter perderías de esa, aprovechar de hacer aquello que no hiciste con él cuando eras una chama?

_ Aida, ese no es el punto

_ Tú siempre evadiendo la vaina, como si la vida todo el tiempo te dará otra oportunidad. Yo, en ese caso, no lo pelo; total es algo que queda entre dos, y que además le darías un gusto a tu vida que de seguro te cambiaría

Soledad volteó su cara buscando aliento ante las indecorosas sugerencias; era como si algo le hubiera movido el piso, como si el tiempo no hubiera pasado, como si en lo profundo de su ser, aún latiera la viva llama de un sueño de amor; de amor frustrado. Debatían en su interior lo posible y lo imposible, lo profano y lo sagrado. Lo uno, que late químicamente en lo que un día fue el santuario de su cuerpo, lo otro; la necesidad de estar en paz con ella misma, con una consciencia inquisitoria más allá de su cotidianidad. Después de unos instantes, estremecida, le responde:

_ Chama, yo no puedo estar toda la vida en eso, olvídate de Pablo y de todo ese pasado que pasado es

_ Tú todavía no me has entendido, Soledad. La cosa no es Pablo, te repito, es lo que él representa en tu vida; esa frustración de hacer lo necesario y no lo deseado

_ Mira, Aida, el papá de un buen amigo decía, que hay que hacer lo que a uno le conviene y no lo que le gusta

_ Sí, claro, una dieta, la que al final terminas por aborrecer Soledad vio a su amiga levantarse de la silla donde se hayaba con visible actitud de reclamo, tratando de demostrarle con ello el futuro que le aguardaba. No movió Soledad sus labios ni para media palabra; quedó ahí incierta, envuelta en sus dudas de siempre, ante ese juez de su consciencia tan implacable como una condena. A poco, después de responder con otra mirada, atinada e incisiva, Aida le respondió:

_ No me gusta tener que decirte las cosas de esta manera, amiga, pero no me dejas otra salida

Soledad la miró nuevamente esta vez más abatida, pues no tuvo más argumentos, ni respuesta posible; había quedado demolida ante la contundencia de aquellos razonamientos; que sin compartirlos, en su moral de mujer íntegra, no dejaban de retumbar en su yo de hembra frustrada. Soledad no pudo entonces contener una lágrima que corrió sin complejos ante Aida; ésta volvió a decirle:

_ Chama, perdóname, pero es que yo te quiero, y sé que no has hecho lo mejor para ti; el tiempo me dará la razón, y espero que ya no estés vieja para arrepentirte.

SU NUEVO COMPROMISO

Después de aquel encuentro con su amiga, en el que no le fue nada bien, pasaron casi tres años de matrimonio con Próspero. Ellas se veían sin embargo a menudo; siempre teniendo como tema sus típicas conversaciones existenciales. Aida no dejaba de recordarle cosas, de advertirle cosas sobre los hombres, sobre quienes eran y lo que buscaban en la mujer. Soledad, pese a ello, tomaba las cosas con cierta ligereza; a decir verdad, una forma de vida desembarazada de compromisos propios del hogar: cocinar, lavar, planchar, limpiar una casa, atender su marido en lo cotidiano. Jamás imaginó soledad, en medio de sus convicciones que tenía de niña y adolescente, por influencia de un padre extranjero, pero poco exigente en eso del hogar, quien la inducía a ser una mujer libre de compromisos que la ataran como ama de casa, que ese mundo sin esas responsabilidades comenzaría a desvanecerse.

Un buen día, cuando se hallaba husmeando en una de esas revistas de moda y confección, Próspero se le acerca y le dice:

_ Sole, tenemos que hablar

_ De qué se trata, mi amor - Sin voltear- _ De nosotros, mami, de qué otra cosa pudiera ser

_ No sé, de tantas cosas

_ No creo, Sole, no creo que no te imagines de qué se trata

_ Es que son muchas las cosas de qué hablar y que tú nunca las tratas conmigo

_ Mami, pero yo te cuento todo, yo no tengo secretos para contigo

_ No me refiero a eso

_ ¿Y entonces a qué?

_ Tú y yo sólo hablamos de tus negocios y los míos, del trabajo; casi siempre de lo cotidiano, pero nunca hemos leído juntos un cuento chino o una novela de Gallegos, o un poema de Amado Nervo

_ Pero no puedes negar que hablamos de política; es lo que más te gusta ¿o no?

_ Okey, pero siento que siempre lo haces para llevarme la corriente, no porque comulgues con mis ideas

_ ¡Ahí está, fíjate! Los “revolucionarios” siempre son así –Marcó comillas con sus dedos

_ No entiendo. Y… Además, por qué haces ese gesto; ¿es que lo pones en duda?

_ No es eso, Soledad, es que a veces creo que te angustia más perder una reunión política que dejarme esperando en la casa

_ No, Próspero, no lo veas así. Yo no quiero volver a discutir esto nuevamente contigo

_ Pero entonces qué es

_ Coño, que este es un matrimonio de dos, y que aquél, el del Partido y los compañeros, es un matrimonio de muchos

_ Primero, Soledad; el coño está demás, y segundo; me parece descabellado que llames matrimonio a tu militancia en el Partido

_ Okey, tal vez no sea la palabra correcta, pero tú sabes que yo tengo obligaciones allá que son muy distintas a las que tengo contigo

Ante estas palabras de su mujer Próspero dejó correr un instante mientras sonreía introspectivamente. A poco Soledad pregunta

_ Y… ¿Esa risita? _ No sé, mami, tú sabrás qué es lo más importante para ti

A Soledad por instantes le preocupó la fugaz ironía de aquellas palabras, sin embargo se centró emocionalmente y respondió:

_ Perdona, mi amor –Se le acercó y metió su cara entre su cuello- Yo considero que a veces uno juega con las palabras, pero nada más

_ Es cierto, mami, nos pasa a todos. Pero vayamos a lo que vine; tenemos que hablar

_ Está bien, papi, dime

_ Quiero tratar contigo un tema que es vital para mí, para nuestro matrimonio; por lo menos eso es lo que yo creo, no sé tú

_ Está bien –Sonrió pícara-. Dime

_ Han pasado tres largos años, y más, y aún no hemos procreado; nuestra familia debe crecer

Tras aquellas palabras Soledad pareció haberse enfriado entre los Brazos de su marido. Breves segundos esperó para retirar su cara del calor de su pecho para luego mirarlo a los ojos dubitativamente. Sus gestos mostraron desconcierto, una actitud fuera de su habitual seguridad, tal y como si por momentos no entendiera el significado de aquellas oraciones de Próspero. Ahí se retiró definitivamente de entre sus brazos y se arrimó a la ventana que da al jardín a procesar aquello que por momentos la dejó aturdida; se dijo:

“Esto se complica. Que le digo yo a éste. ¿Será mío o de él el problema? Eso no está en mis planes aún. En Europa las mujeres no paren tan jóvenes; primero se desarrollan como personas, como profesionales, y luego crían. Yo no sé qué piensa él, pero lo voy a dejar que hable”.

_ Y… ¿Qué crees tú, mi amor?-Pregunto suavemente-

_ Yo quiero criar mientras esté joven, y después de viejos que ellos vean de nosotros, no llegar dando brincos y saltos con un niño que más bien parezca nuestro nieto

_ Claro, mi amor, debemos pensar en eso. Qué vamos a hacer

_ En tres años nunca nos hemos cuidado, y…Nada

_ ¡Ah! ¿Y entonces?

_ Creo que debemos ir al médico, mami, debe haber algún obstáculo

_ Es cierto, mi amor, no es normal que después de tres años no haya salido yo preñada _ ¿Le pongo día a esto?

_ Si, papi, cuando quieras

_ Mañana mismo pido la cita, hay un buen ginecólogo amigo mío

_ No, mi amor, ahí si es verdad que no te voy a complacer; iremos a mi ginecólogo, el que me ha visto desde hace varios años

_ Pero… Ah, no te he dicho, ésta es una doctora

_ Está bien, Próspero, pero es que yo confío en el mío

_ ¿Es que no te gustan las doctoras?

_ No es eso, mi amor. Además, te voy a hacer una pregunta: ¿Por qué cambiar de médico sin consultármelo?

_ Está bien, Soledad, iremos al tuyo. Pero te digo; esta doctora estudió en el exterior

_ Por favor, Próspero, eso no tiene nada que ver, los médicos ahora estudian mucho y todos saben lo mismo

_ Me extraña eso, Sole, porque a ti te gusta más el extranjero que tu propio país

_ Te oyen los compañeros del Partido y van a decir que soy medio apátrida. Yo sé; es que tú menosprecias este país

_ ¿Te das cuenta? Ahora soy yo quien dice: “No digas eso”

_ Yo creo que sí, porque de una u otra manera siempre andas comparando y descalificando

_ Okey, Soledad, pero tú también tienes descendencia extranjera, y te la pasas pensando en otros mundos. Creo que estamos a la par

_ De ninguna manera, joven; tú naciste fuera de este país, yo nací aquí, y eso es una gran diferencia ¿oyó?

_ Mami ¿Viste donde hemos llegado?

_ Es verdad, nos desviamos, pero que conste que fuiste tú quien lo trajo hasta aquí

_ Cierto, mami, no debimos llegar a esto, disculpa

Soledad lo miró incierta; se mezclaban en ella muchas emociones. Era su marido, pero no dejaba de decirse, muy para sus adentros: “No deja de ser un extranjero en este país”. Admiraba de él sus detalles, sus flores del noviazgo que aún aparecen de vez en cuando dándole un aire de Don Juan; gesto que le da a sus sueños de mujer nostalgia infinita. Pero últimamente lo ha notado más simple, más pragmático y hablando más de su país que de cualquier otra cosa. Sin embargo se aman, sienten necesitarse el uno al otro, como una fuerza mayor.

Ella deseaba como nunca leer sus pensamientos, tratando de hallar en él todo cuanto Aida comentaba acerca de los hombres y sus verdaderas intenciones. Por el contrario ella sentía, que por su madurez, por los años que él le llevaba, podía adivinar los suyos. Siempre tenía Próspero una respuesta, una salida adecuada, que más que adecuada, eran siempre punzantemente lógicas. Extrañamente Próspero daba lugar al idealismo, a lo romántico, sin dejar de ser atento y cariñoso, lo que hacía sentir a Soledad un dejo de sombra sobre la imagen de su príncipe azul , el cual estaba segura, que Próspero nunca lo sería.

Soledad veía en él una mezcla de afecto y protección, de sobriedad sin dudas, de afabilidad perenne, pero con rigor. Y aunque llenara todo esto mucho de sus ansias, de su fórmula de hombre perfecto, comúnmente no la complacía. Indudablemente que todo eso la hacía sentirse bien, pero también la conducía a cumplir con un código de deberes que reñía con sus deseos e inquietudes más hondas. A decir verdad, la inquebrantable condición moral de esta mujer la maniataban, la hacía esclava de un infinito apego a la razón, al respeto por normas, que sin ella asumirlo, la torturaban. En todo ello parecía haber un vacío entre el yo de sus principios y sus pensamientos, de donde sus deseos, sus inquietudes de mujer apasionada y libre, quedaban cual convidado de piedra; mudos y fríos, en sus entrañas desaforadas y cálidas. ¿Cuánto tiempo más debía Soledad cargar con eso?

UN DILEMA

Dos años después de intensos tratamientos, nace Luis Ángel; un adorable niño para Próspero y Soledad. Ella está rozagante de salud, todos los abuelos pletóricos de felicidad, y el niño blanco y bonito desde el propio nacimiento. Son meses aquellos de intenso trajín para la familia, pues desbordaban todos alegría luego de sentir un gran triunfo de la ciencia ese parto que se creyó casi imposible. Una de esas tardes, con algunos tragos en la cabeza, y con una euforia jamás vista en él, Próspero dice en una de sus reuniones de celebración que empataba una con la otra: “¡Carajo, y yo que había pensado en un bebé de probeta; digo si hubiese sido necesario”! Aquello no le pareció en nada gracioso a Soledad puesto que nunca se lo refirió a ella ni siquiera una vez. Esa tarde el niño cumplía tres meses y el padre abarrotó la sala de regalos adelantados para su edad, diciendo con igual euforia: “¡Nada le faltará a mi hijo, en esta casa tendrá todo”! .En cierta forma Soledad se regocijaba en todo aquello, en cada frase grandilocuente de su emocionado marido. Lo veía moverse de un lado a otro atendiendo a ambas familias y a sus amigos como nunca lo había hecho; la bonanza de gastos y presentes delataban su posición económica y su carácter de botarate bajo influencia alcohólica.

También sentía Soledad que toda aquella prosperidad había llegado para quedarse, que la bonanza era buena, pero tenía que ponerle control, pues como revolucionaria, no dejaba de meter en su comparador, la rebosante abundancia de su hogar, con lo leído y visto en documentales acerca de los niños biafranos. En uno de esos pasajes de esa tarde, se le acerca a Próspero y le pregunta:

_ ¿Estás feliz, mi amor?

_ ¡Que felicidad, mami, claro que estoy feliz, que lindo todo esto!

_ Mi amor, no quiero ser inoportuna, y de antemano perdóname, pero quiero hacerte una pregunta

_ No, mi amor, tú nunca eres inoportuna para mí

_ Tal vez no sea el momento, porque sé que estás celebrando y echándote tus tragos, pero dime: ¿En verdad tú pensaste alguna vez en eso del bebé de probeta?

_ Mami, durante estos tres años por mi cabeza pasó de todo, pero nunca te lo dije

_ ¿Vas a seguir bebiendo?

_ No sé, mi amor, tal vez, y por favor no me cortes el momento

_ Está bien. Pero quiero hacerte otra pregunta

_ Vale, mami

_ ¿Por qué compraste todos esos juguetes y no me consultaste

_ Mami, creo que para traerle cosas a mi hijo debo consultarle es a mi consciencia

_ ¿No crese que es mucho?

_ Me extraña que objetes eso, porque tú con tus amigas sólo hablan de abundancia. Además, en esta casa, ni a ti ni a él, les faltará siquiera un alfiler; este será nuestro trono- Concluyó eufórico-. Por primera vez Soledad lo oía expresarse así; tan resuelto, tan desinhibido, tan franco. Esa actitud de su marido pareció alertarla de algo recóndito dentro de ella, pareció haber hecho dispara algún dispositivo profundo en su mente lo cual motivó cierta introspección:

“Este lo del hogar se lo está tomando muy en serio. Bueno, él sabrá. Pero lo que soy yo debo buscarle solución temprana. Necesito reunirme mañana con Amílcar, el Partido va a hacer su congreso y si no me avispo no voy a poder ir. Tengo que aprovechar estos días al máximo, tengo que reunirme con mucha gente y cada día cuenta. Le diré a Clemencia que venga esta semana a quedarse con el niño hasta en la noche, y a éste…Bueno, que vaya sabiendo que una revolucionaria no sirve para estancarse”.

PASARON AÑOS

En el atrio del ateneo se encuentran Soledad y Aida, habían acordado ver y analizar juntas una video conferencia de la socióloga norteamericana Eva Peterson; luchadora afrodescendiente, cuya tesis de 1967: “LA LIBERACION FEMENINA EN USA”, está hoy en boga en los círculos académicos del mundo. Fue ésta, su tesis doctoral presentada en Harvard la cual se ha convertido en una forma de clarividencia social. Se saludan con la efusividad de siempre agregando algunos arrumacos; cosa que Próspero siempre le había cuestionado. Tomó la iniciativa Aida:

_ ¿Cómo estás, mami? –La miró como a su hija-

_ Bien. ¿Y tú?

_ Aquí, un poco jodía del estómago, pero bien. ¿Y Próspero, y los chamos?

_ Todos bien, en la casa. El papá se quedó cocinando un pasticho, y después, según él, le van a hacer una casa al perro

_ Chama, pero esas vainas las venden hechas

_ Sí, yo se lo dije, pero como él es arquitecto frustrado, quiere que Luis Ángel aprenda; compró las herramientas y todos los materiales

_ Eso me parece bien, chama; tú deberías enseñarle a Celeste diseño de modas

_ A ella no le gusta esa vaina; yo se los hago y ella se los pone; que aprenda otra cosa Se dirigieron a la sala de espectáculos procurando un par de butacas bien ubicadas. Previo al video, había un revuelo de amigos y conocidos del medio político a los que Soledad, en aras de extender su tertulia con Aida, trataba de eludir metiéndose en su asiento cuando ya su compañera parecía estar embutida en el suyo. Ese momento era una prueba de fuego para Soledad. Debía decidir entre atender toda aquella parafernalia política que concurría al evento o conversar algunas otras cosas que tenía pendiente con Aida. ¿Cuál de ambas prefería? Era evidente, que su actitud esquiva para con los amigos en ese momento, hablaba de su necesidad de tratar su intimidad con su eterna confidente.

Pero su popularidad es manifiesta. La mayoría de los allí presentes desean saludarla, acercarse a ella y mostrarle sus afectos siempre intactos pese al transcurrir de los años. No es Soledad mujer de muchos estudios, ni académica sobresaliente, tampoco es intelectual de renombre, no obstante se mueve entre los aventajados con mucha soltura y simpatía. Tiene amigos, y hasta admiradores, en todos los estratos de una sociedad polémica, en una ciudad políticamente dividida en dos bandos: opositores y revolucionarios.

Y es porque su talento es indiscutible. Tiene una química en su accionar cual pegamoscas; incluso para los recién conocidos. Goza del afecto y admiración de gente acomodada de todo el país, tal y como si tuviera algún abolengo. Tal es así, que en la ciudad; aquí, donde nació y ha vivido siempre, la creen apta para cargos políticos y oficiales de importancia. Su marido en cambio se mueve a trastienda; sólo los más íntimos le preguntan por él. Pero lo tiene siempre a tiro; anda en su sombra; el tipo es infalible en eso de asistirla y ayudarla en asuntos puntuales de su hogar y su intimidad. De hecho, uno de los cuatro celulares que siempre la acompañan, es exclusivamente para él y sus dos hijos.

Frecuentemente se reúne con intelectuales, empresarios, gente de los medios, y hasta comparte veladas con un importante grupo de señoronas frustradas y sin oficio de cierto renombre social, es decir, una capacidad mimética asombrosa, pero natural, sin malicia ni poses preestablecidas. Esa tarde andaba como siempre: metida en trapos y zapatos de marca y de exquisita confección a su más personal estilo. Insiste en no levantarse de su asiento mientras saluda desde allí como amarrada a su entrañable amiga; ésta le dice:

_ Chama, te lanzas de alcaldesa… Y arrasas

_ Coño sí, chama, mi mamá me dice que sólo me falta por conocer al diablo

_ ¿Y la postulación que te iban a hacer para el Ministerio por Caracas, en qué paró?

_ No, no quise aceptarla; entre Próspero y los dos chamos me es imposible en este momento _ ¿Y… Clemencia, no te puede ayudar?

_ Lo que pasa es que ella no pude que darse más de dos noches, el resto me tengo que quedar yo, y tú sabes cómo es la vaina con Próspero

_ ¿Y él no puede?

_ Sí puede, Aida, pero después me cobra todo con creses; tú sabes, hecho el bolsa

_ ¿Sabes a quién vi ayer? Y me preguntó por ti

_ A quién

_ A Julio Gallardo, el morenazo que se te pareció a Pablo

_ ¡Coño, chama, te juro que si entrara por esa puerta, lo sentaría al lado mío

_ Eso lo que está es bello. Y… ¿Sabes algo?

_ Qué

_ Es soltero

_ Tú sabes que yo no estoy interesada en eso, Aida

_ ¿Seguro?

_ Okey, me erizo, pero hasta ahí

_ Yo me excitaría

_ Loca –Ambas chancearon-

Aida miró a su amiga y la sentía vivir en dos mundos. La admiraba por su entereza, por sus justas valoraciones, por su acendrada moral de esposa; pero tenía para ella un “pero”. Por instantes calló:

“¿Hasta cuándo podrá Aida sostener esa doble vida? ¿Será que podrá seguir caminando al borde de ese precipicio? No me va a decir a mí que es feliz viviendo entre un imposible y una cotidianidad monótona. Porque si no se lo propone, toda la vida vivirá “entre fuerte y dulce, como el guarapo” Y saber que sirve para tantas cosas; sí, claro, pero sin felicidad propia”.

_ ¡Aida!

_ ¡Que! –Reaccionó-

_ Me miraste raro, chama, toda introspectiva

_ Sí, Soledad, no puedo evitar preocuparme por ti _ Ya sé lo que estás pensando; olvídate de eso

_ La que tiene que olvidarse de un poco de vainas eres tú

“¡Buenas tardes, compañeros! Vamos a dar inicio a esta jornada de videos de contenido social promovida por nuestra institución. Hoy comenzaremos por una conferencia dictada por una socióloga norteamericana sobre Emma Paterson en 1967; aporte que para la época fue subestimado por esa sociedad; no por su contenido, que se relacionaba con los bebés dejados solos en casa por el nuevo rol laboral y sindical de la mujer, sino por el sentimiento anti feminista existente tanto en Europa como en Estados Unidos. LA LIBERACION FEMENINA EN USA, es hoy una tesis de impactante relevancia, ya no sólo para los Estados Unidos en sí, sino que la camarada Paterson previó una realidad que hoy el mundo occidental, y más allá, está viviendo. Gracias por su atención; ah claro, y la calidad del video, que no es tecnológico”.

SUS CONTRADICCIONES

A eso de las 5pm; ambas en el cafetín del ateneo, sostienen una tertulia con un grupo de amigos conocedores e interesados en el tema como era la costumbre en este tipo de actividades. Habló el poeta Argüello:

_ Mira, Soledad, yo soy muy poeta y bohemio como ustedes saben, pero también soy medio conservador

_ Pero será ahora, chamo

_ ¡Claro, los hijos me obligaron!

_ Por qué lo dices Argüello –Preguntó Aida-

_ Yo particularmente me he dedicado a mis hijos; no me quedó de otra. La madre se fue y me los dejó chiquitos; arrancó pa’ Francia. Y… ¿Sabes? Yo lo acepté, porque según sus razones iba a buscar “nuevos horizontes” para ella y para nosotros; pero como que se le perdió el camino, porque después de siete años, mire –Hizo un gesto-, no ha vuelto _ ¿Pero tiene contacto permanente contigo?

_ Antes llamaba mensual, después cada tres meses; los dos primeros años, después cada año, hasta que se olvidó de este mundo; va para dos años y medio que no se reporta. Yo particularmente no la voy a buscar, ella conoce bien sus obligaciones

_ Algún día tenía que tocarle a uno de ustedes, porque en este país lo contrario es el pan de cada día; el hombre deja la peluca y no se le ve más la cara, mi amor

_ Está bien, yo no digo que las mujeres derecho a decidir por sí solas, pero yo creo que los hijos son tan importante como lo personal, por lo menos mientras estén chamos – Refutó el poeta-

_ Yo también lo creo así, Soledad –Afirmó Aida-

_ Eso lo que demuestra es que un hombre solo puede criar a sus hijos, tal y como lo hacen muchas mujeres en este país

_ Okey, Soledad, eso tiene su verdad y su peso, pero yo te quiero hacer una pregunta: ¿Tú dejarías a tus hijos solos y te irías lejos a buscar nuevos horizontes?

_ No, Argüello, son cosas distintas

_ Distintas no, Soledad; la mujer, el hombre y los hijos son iguales ante la sociedad, en sus derechos, yo lo que creo es que la negra Peterson tiene razón cuando habla del rol histórico de la mujer: “madre ante todo”

_ En algo tiene ella razón, estoy de acuerdo, pero… ¿Dónde queda la profesional, la persona, y la mujer? –Replicó Soledad- Yo creo que el peo es el capitalismo; es lo que subyace en todo eso

_ Chama, pero no todo puede ser el capitalismo; no puede ser siempre el mismo culpable, el peo también es existencial, también es el cada quien. Además, Eva Peterson diferencia la vaina cuando habla del papel del Estado, al cual, en el socialismo, lo considera parte actuante, mas no determinante. Ella es clara cuando establece fronteras entre tu responsabilidad y la del Estado; el empleo, los derecho de los chamos; vainas que sí estoy de acuerdo que a la burguesía y a las empresas no les importa

_ Sí, Argüello, pero es que en Estados Unidos, particularmente, el peo es el consumo, que es lo que jode a esa sociedad, y es lo que Peterson trata de demostrar en su tesis, que esa enfermedad, la consumir cuanta basura hay, está por encima de todo, hasta de los propios hijos

_ Yo voy a opinar –Intervino Aida- En ambos casos estamos dejando solo al niño, sea por lo que sea _ A eso me refiero -Habló el poeta-. En uno te lo cuida el Estado, en el socialismo, en el otro, o lo dejas solo o te lo cuida un extraño y pagando

_ El problema de la soledad del niño depende de donde se vea

_ Mira, Soledad, por donde lo veas, soledad es soledad –Dijo Aida y sonrió-

_ ¡Verga, mano, que cacofonía tan arrecha! –Todos rieron-

_ Okey, pero la vaina es seria, porque viva yo donde viva, y sea como sea, siempre estarán conmigo

Estas últimas palabras de Argüello parecían ya darle respuesta al dilema. Aida y Soledad se querían entrañablemente, pero en eso tenían divergencias. Y es que Soledad es feminista como ninguna mujer en este país; tan es así, que en contraste a lo que debe ser una revolucionaria, parecía más bien una típica burguesa; siempre buscando quien le cuidara los muchachos y desprendida de los oficios del hogar. Por influencia de su padre, no se sabe si buena, a fin de cuentas, le atormentaba planchar, lavar y cocinar como las mujeres cotidianas del país. Bromeaba en serio con sus amigas cuando aseguraba con rigor no ser cachifa. Muchas veces, la propia Aida, la cuestionaba así: “No te gusta ser cachifa, pero no te desprendes de una; eso es contradictorio”.

Soledad cargaba con esa cruz de sus contradicciones a cuesta, pero buscaba siempre buenos ardides para salir bien parada en todas esas discusiones al respecto. Llegó incluso alguna vez a hablar de roles femeninos y complejos bajo la influencia categorial de Robert Merton; clásico norteamericano de la sociología que frecuentemente utilizaba para referirse al falso paradigma capitalista de la moralidad social. Comúnmente, ante los llamados de atención que representaban los cuestionamientos de Aida a sus contradicciones, que la golpeaban severamente, ella respondía: “Cada quien con su rol”. Sin embargo, las más de las veces, eran respuestas espasmódicas, de posturas acomodadas a su conveniencia, carentes generalmente de otros argumentos.

¿Era todo aquello sólo un forraje? ¿Buscaba acaso ella impresionar para ganar adeptos? ¿Sólo apelaba a clisets bien rebuscados para tapar limitaciones de otro tipo, o eran reales sus desplantes intelectuales de citas apropiadas y oportunas? Eso sólo lo sabía ella. Frecuentemente basaba sus diatribas, políticas y cotidianas, en un tono de voz firme, bien colocada y sonora. Expresiones como: “Mi amor, la gordura es un problema ético”, a lo cual le acomodaba gestos muy apropiados concluyendo siempre sus rutinas con sus manos ceñidas a su ropa y a su vientre alardeando de delgadez y frugalidad en su dieta. Asimismo acostumbraba, por su virtud de buen oyente, a memorizar toda aquella expresión que le agradara, guardándola celosamente para luego darle un uso magistralmente infalible. Después de breves minutos de silencio, cuando Aida y el poeta Argüello aún discurrían sobre la conferencia de Peterson, tomó parte en la última idea de la tertulia buscando engancharse oportunamente:

_ ¿Entonces cómo ese el asunto de la Peterson y la virginidad?

_ Muy sencillo, Soledad –Intervino el poeta-. En aquella época, todo el mundo hablaba de la virginidad casi como un tabú; eso hoy es una vaina irrelevante, aunque en la época mortificaba como un reducto de la moralidad de los padres y el hogar. Pero para darle un contrapeso al asunto, y tratar de equilibrar todo ese peo, Eva Peterson introduce un término, o para ser más “científico, una categoría nueva: “La virginización de la mujer”.

_ Y… ¿Cómo lo procesas tú? –Pregunto Soledad-

_ La virginidad, según esta socióloga, es una vaina de la historia sagrada que comenzó con Eva y no con María; en cambio, la virginización es una realidad sociológica e histórica que se consagra precisamente con María Santísima, pero que tuvo su origen, no en Caín y Abel como dualidad del mundo a partir de Eva, sino con Sarah y Agar, desde el momento en que la una y la otra asumen el peo de la maternidad en formas distintas. Asegura Peterson que lo verdaderamente sagrado es lo maternal y no lo virginal

_ ¡Ah, claro, la eterna pregunta de la que ella habló: ¿Es María grande por virgen o por madre?-Intervino Aida-

_ Y también esto. Ella afirma, según sus investigaciones, que en los Estados Unidos, desde la década de los sesenta, las muchachas; digamos las chamas de los catorce en adelante, por los mismos roles que comenzaba a jugar la mujer en esa sociedad, como madre, el asunto del cuidado de sus hijos, era entregado al joven mismo, lo cual, en el caso de la hembra, su virginidad pasaba a ser propiedad individual, es decir, un artículo del que ella disponía según su albedrío. Pero me gustaría oír tu opinión, Soledad, esa es la de la socióloga

_ Y te la voy a dar, Poeta. Teresa de Calcuta, por poner un ejemplo, fue una santa, sin embargo fue considerada por el mundo entero, como la madre de la generación contemporánea; lo que quiere decir que puedes ser madre siendo virgen

_ ¡Correcto! –Respondió Aida-. Entonces esto da respuesta a lo que hablábamos hace poco, Soledad

_ Qué cosa _ Gua, que el rol de madre es más importante que el de mujer profesional y otras vainas; es, para ella, lo verdaderamente sagrado ¿o no? Es lo que yo entendí en esa parte de la conferencia

_ Además del peo de la soledad del hogar por lo de la liberación femenina –Culminó Argüello-

Aquellas convicciones de sus amigos cercaron a Soledad. Seguramente habría insistido en que la sociedad gringa es una realidad muy particular, tratando así de justificar, que en su país, como en otras docenas de países del mundo, también ocurriría lo mismo producto de consumismo; flagelo, del que irónicamente, ella era un modelo de víctima, condición que nunca había querido asumir, incluso, desde que era una quinceañera.

SUS PROBLEMAS

Se halla Soledad en el “PRIMER ENCUENTRO DE MUJERES REVOLUCIONARIAS DE LOS ESTADOS CENTRALES”. La sala de conferencias del Hotel Grand está repleta; parecían haber acudido al evento las más batalladoras, radicales y conocidas de las cuatro Entidades. Se siente como pez en el agua, y más por haber logrado un derecho de palabra en ese acto conseguido por su gente del Partido. Son las 4pm, y el día si acaso le ha alcanzado para comer a tiempo. Desde las 6.30am salió de casa, no obstante mantiene comunicación telefónica con su familia. Suena su celular de familia y atiende; es Próspero:

_ Aló

_ Hola, mi amor

_ Hola, papi. ¿Dónde estás?

_ Yo aquí, en casa, como siempre ¿Y tú?

_ En el Encuentro, esperando un derecho de palabra

_ ¡Caramba, que bueno! Te llamo porque voy con los niños al centro comercial; compraremos los accesorios para decorar el área del jardín interno, como habíamos quedado para hoy

_ Okey, pero yo salgo temprano de aquí, espérenme

_ ¿Tú crees? _ ¡Claro, ya me toca intervenir!

_ Está bien, te llamo luego

_ Sí, por favor

Sus dos hijos, de nueve y once años respectivamente, de cada diez veces que iban de compras, nueve lo hacían solos con su padre. Incluso, hasta el mercado los domingos, cuando la regla era la ausencia de Soledad lo cual siempre justificaba con múltiples razones. Nuevamente ese día se movería en el vaivén de esas olas. Ella no podía, aún con su influencia, adelantar su participación; menos aún irse, pues se estaba jugando un buen cargo en la Administración Pública.

Se desenvolvía Soledad en ese medio con soltura y se expresaba con gran propiedad; siempre ayudada por ese espíritu de admiración y solidaridad de sus numerosos amigos y seguidores que estaban con ella en casi todos los actos públicos. A poco anunciaron:

“En breve estará con nosotros la Señora Soledad Castillo, la joven y tenaz luchadora por los derechos de la mujer, quien ha aceptado, como siempre, una invitación para traernos sus buenas y bellas convicciones en pro del nuevo rol de la mujer en el siglo XXI”.

Había departido esa tarde, previo a su mensaje, con algunas invitadas extranjeras que conocían del evento a través de varios consulados acreditados en la ciudad. Como revolucionaria, debía hacer llegar sus inquietudes a esos países a objeto de dar a conocer de cerca las ideas que estaban moviendo la revolución desde hacía ya varios años. Era ella un ejemplo de lo que el feminismo estaba alcanzando, aunque ello fuera, en su realidad personal, sólo un discurso. Le tocó al fin el turno, se subió al pódium de oradores y se prendió del micrófono como si tomara a un toro por los cachos. De deslumbrante rojo y hermoso cabello suelto, al fin pudo hablar después de sentirse impulsada por la voracidad existencial de sus retos.

“¡Buenas tardes, compañeras todas de la lucha revolucionaria por el nuevo rol de la mujer en el siglo XXI! –Alzó su voz y reventaron los aplausos-. Ante todo quiero darle gracias al Movimiento de Mujeres Revolucionarias por la organización de este Encuentro, y luego felicitar a todas las luchadoras sociales por nuestros derechos aquí presentes, porque ustedes representan genuinamente los nuevos tiempos que vivimos y están por venir. Quiero entra sin preámbulo al tema de una vez. Antes de subir a esta tarima hablaba con unas compañeras de lucha de unos países hermanos y estuvimos tratando una parte muy sensible de nuestro estatus en relación a nuestra vida en matrimonio. Entre esas cosas surgió lo que parece recurrente pero que nosotras mismas lo hemos mantenido aislado de nuestro discurso, es decir, no sincerado. Porque yo - y perdonen que hable en primera persona- , desde bachillerato, había soñado con una ley para nosotras, la cual ya, en nuestro país, existe. Sin embargo eso no basta. Nada hacemos con una ley revolucionaria, con un cuerpo jurídico adaptado a los nuevos tiempos, si nosotras mismas aún vivimos ancladas al viejo paradigma que la sociedad históricamente nos ha obligado a respetar como el canon y rol femenino por excelencia. Nuestra libertad, compañeras, comienza por nosotras, por revisarnos en lo más íntimo del alma y nuestras consciencias y no continuar lanzándole a los hombres una responsabilidad que creo siempre ha sido nuestra”.

En otro lugar de la ciudad, retirado de ahí, y mientras Soledad discurría en sus convicciones, se encuentra su marido y sus dos hijos ya escogiendo los adornos para la renovación y mejoras del ambiente del jardín interno de su casa. Y es que Próspero comparte con sus hijos hasta los más pequeños detalles. Los atiende en todas sus inquietudes y los complace en todo cuanto puede. Mientras miran la vidriera de una zapatería toma a su hija por la barbilla y le pide:

_ Abre la boca, mami, por favor

_ Qué pasa, papi

_ Debes cuidar más tu cepillado; fíjate, desayunaste, y creo que no te aseaste

_ ¿Y mi hermano?

_ El es más cuidadoso, tu mamá lo programa fácilmente. Hija, tienes la dentadura igual a la de tu tía Lourdes

_ Y… ¿Cuándo la voy a conocer, papi

_ Pronto podremos viajar, hija, pero no comente esto delante de su mamá ¿Okey?

_ Okey, papi

Continuaron una hora más recorriendo el comercio y escogiendo todo cuanto necesitaban. Ya estaba cayendo la noche y tocó a Próspero arriar su par de ovejas rumbo a la casa después de esperar a Soledad largo tiempo. Entretanto ella, después de su encendido discurso, y de ser aplaudida a rabiar por la concurrencia, comienza su viacrucis de despedida mientras miraba a cada instante su reloj y su celular con su mente puesta ahora en el dónde se hallará su familia.

Sabía que se había excedido en el tiempo de espera de su familia, pero sentía, luego de su discurso, que había buena química por ella en todo el ambiente pese a sentir un vacío respecto de su hogar; un dilema tormentoso del que habría, por no querer o por no poder, separarse jamás. Esa ambigüedad existencial la agobiaba, la cargaba sobre su cabeza cual espada de Damocles. Y ella lo sentía, lo sabía, pero era su verdad subyacente, era su ética formal quien le hablaba desde lo más íntimo. Sentía y conocía de su fragilidad sentimental pero sin reparar en ella; era esa lucha titánica al estilo romano entre lo práctico y conveniente y lo moralmente sustentable; comúnmente se debatía entre una humildad y humanismo profundos y una vanidad subyugante, o viceversa. A poco, después de zafarse del montón de abrazos y felicitaciones, hace un aparte y marca el celular:

_ Aló –Atiende Próspero-

_ ¡Hola, mi amor ¿Dónde estás?

_ De regreso a casa, con los niños

_ Pero por qué no me esperaron -Reclamó-

_ Mami, los niños estaban ansiosos y tuve que traerlos a comprar todo

_ ¿Compraron todo?

_ Sí, compramos todo, y mañana a primera hora comenzamos a trabajar en casa

_ ¿Pero por qué no me esperaron, vale?

_ Mami, tú sabes que te esperamos lo suficiente, y… Bueno, decidimos venirnos solos

_ Pásame al niño, por favor

_ Espera –Le pasó el teléfono a la niña-

_ ¡Hola, mami, bendición!

_ ¡Dios te bendiga, mi amor ¿Cómo les fue?

_ Nos fue bien, mami, escogimos cosas muy bellas con mi papá

_ ¿Y tu hermano? Por favor, pásamelo

_ ¡Hola, mami, bendición!

_ ¡Dios te bendiga, mi muñeco! ¿Cómo te fue, qué compraste?

_ Yo nada, mami, todo lo escogieron mi papá y Celeste, tú sabes que yo no sé de eso

_ Hijo, discúlpame por no haber estado con ustedes, pero fue que aquí el asunto se hizo largo

_ Tranquila, mamá, habla eso con mi papá

Pasada la conversación telefónica con su familia sintió un respiro algo forzado. A su entender - aplicando el mecanismo psicológico de la evasión- aquello estaba “bajo control”; en cambio, ahí, en el evento, aún su nombre andaba de boca en boca con lisonjas a montón al tiempo que su imagen de mujer resuelta destellaba en la mirada de mujeres de todas las edades y niveles sociales. Su ego se regodeaba en el excitante rumor del gentío; allá, en el automóvil donde regresaba a su casa su familia, su mente también viajaba con pesadumbre.

SUS ABISMOS

Años pasaron y en Soledad se habían afianzado sus convicciones políticas y también sus contradicciones existenciales. Sus hijos ya adultos, y su marido cada vez más prendido de ellos y a su hogar, se convirtieron en su perenne dolor de cabeza. Para entonces, sin embargo, había logrado uno de sus grandes objetivos: ocupar importantes cargos en la Administración Pública; todo ello bajo el amparo e influencia del Partido y su renombre como cuadro revolucionario. Ella atendía mil cosas a la vez; desde sus cinco celulares hasta las más inesperadas reuniones de gobierno al cual defendía con vehemencia.

Era no obstante obvio, que a su familia la atendía a diario; más teléfono que personalmente; eso se había hecho ahora más frecuente. Por su parte, Próspero nunca mostró públicamente algún cambio desfavorable en su ánimo, pero guardaba cosas que en su momento recriminaría con mucha fuerza apenas tuviera la oportunidad. ¿Estaban entonces afectadas las relaciones maritales? ¿Habría descompuesto los lazos matrimoniales aquel estilo social y político de Soledad? ¿Estaría resentida ella por la falta de solidaridad de su marido para con su vida pública? Pues sí. Aquel matrimonio se había venido abajo inusitadamente. Sólo quedaba como vestigio de lo que un día fue, una sonrisa compartida en reuniones públicas las pocas veces que se les veía juntos. Pero Soledad nunca imaginó lo que estaba sucediendo en su familia más allá de las solas relaciones íntimas y personales con Próspero. Jamás asumió, tan ilustre mujer, que su personalidad estuvo siempre divida en dos mitades: la pública y la familiar, pese a haberlo comprendido a la perfección desde hacía años atrás. Era una contradicción entre el saberlo en su razón y tener que asumirlo en la vida real, en lo concreto, entre tener querer y tener que ser.

Una tarde, rara vez temprano en su agenda, decidió regresar a su casa impulsada por un extraño deseo de compartir el calor de su hogar junto a los suyos. Virar su coche, y tomar esa larga avenida hacia las afueras de la ciudad, como ave a pernoctar en su nido, avivaba sus contradicciones. Dejar el bullicio de las oficinas, el corneteo de las calles y las alabanzas de sus amigos, muchos de ellos con iguales o semejantes devaneos con la vanidad y los frívolos gustos, para dirigirse sola a batallar con su despiadada existencialidad camino de un invernadero, sería para ella muy tortuoso. A la intimidad de su pecho, de su mente y sus recuerdos siempre despiadados, sólo tenían acceso sus fantasmas, sus dudas, sus infelices desaciertos, con los cuales debía lidiar todo el trayecto sin saber ni tener a quién echar las culpas de vivir en esos abismos, en esos profundos abismos de su vida.

Iba esa tarde más melancólica que nunca. Iba despacio en su coche tratando de refrenar el tiempo, tal vez desando olvidar, o regresar de esos abismos, para con ello poder borrar lo infeliz que le ha sido el pasado y procurar escribir una nueva historia, esta vez más auténtica, o quizás pasada por el sueño de las fábulas y lo imposible. Vivió Soledad en ese momento un encuentro consigo misma, se hayaba separada del mundo exterior; por primera vez en su larga vida de hogar propio había sentido tal necesidad, aquella de reconciliarse con su deber de esposa, de madre y de señora y ama de casa. La idea la hacía regocijarse, sonreír a solas, esperar un caluroso recibimiento de parte de su amada familia; algo así como un reconocimiento al esfuerzo de ese día por recuperar lo que nunca debió haber abandonado. Mas por ironía, no sabía Soledad lo que en ese momento se urdía en su contra. ¿Había en su casa un conciliábulo, o se instalaba un tribunal inquisidor en el momento menos esperado? No imaginó jamás lo que ese día le aguardaba, la terrible sorpresa que su propio destino le vino tejiendo en sus narices sin que ella se percatara en lo más mínimo. Así fue el desenlace de esta historia.

AL FINAL

Soledad prosigue desplazándose suave en su coche ahora surcando la delgada carretera entre las agreste montañas que conduce a Altos de la Golondrina. Ha repasado el guión de su vida en el largo trayecto como si se tratase de una película; más bien de una patética novela de televisión. Incluso, en su momento, fue invadida en su memoria por esos espectros burlones, que desde días atrás, han estado acechándola sin piedad recordándole una vida de felicidad y sobresaltos vivida a girones. Y es que en sus últimos años no la ha podido acomodar de otra forma que no sea a retazos; se maneja siempre a destiempo, sin respeto a un formato; ni siquiera ha podido asumir un horario; irónicamente, son sus amigos, el Partido, sus circunstancias y sus improvisaciones quienes marcan sus pautas. Su familia; y así lo siente ahora con mucha fuerza, es su “feliz recompensa”, su reducto de paz y tranquilidad que ha venido, de un tiempo esta parte, reclamando los verdaderos espacio en la agenda de su vida.

Le han servido esos minutos del corto viaje para querer y tratar de ajustarse e ello. Ese corto tiempo, frente al volante de su coche, parecen haberla reprogramado desde muy adentro, como si después de una tempestad llegaran la calma y la reflexión. Parsimoniosa y queda se aproxima a la calle de sus últimos y más cálidos recuerdos, donde ha visto crecer a sus hijos y solazarse con Próspero soñando aquel mundo virtual que hoy la atormenta. Soledad refrena su auto una y otra vez, como quien quiere y no quiere llegar. Estaba dubitativa; cosa extraña en su estilo siempre resuelto y ágil. Se debatía entre la necesidad melancólica de llegar temprano a casa, como no lo había hecho en años, y el deseo intermitente de regresar al sobresalto de la vida social; creemos que por una cuestión de orgullo, de no querer dar su brazo a torcer, de no dar marcha atrás en eso del estilo impuesto a su familia, a la que creía controlar y dominar desde siempre. Soledad, en su tribulación, no sabía si era presa de una u otra cosa, o más bien del temor de preferir esos ambages, y continuar viviendo entre dos mundos, que según sus cálculos, eran equidistantes.

Ha llegado por fin a su casa y está frente al portón automático, que de sólo pulsar el control, se abrirá como siempre, semejando los brazos anuentes de un amo de llaves. Sabe ahí a su familia; la cree como siempre, frente al televisor, expectantes ante algún video siempre del gusto común. En ese instante, aún dentro del carro, y por primera vez también en años, mira sus manos y las nota vacías; entonces se detiene a pensar:

“¿Qué te pasa, Soledad? Tú no eres así, pajúa y dudosa. Decide; o una vaina o la otra, o vienes o vas. Tengo algo extraño aquí dentro del pecho; no sé qué me ha traído a mi casa a esta hora; lo que sí sé es que no es bueno. Déjate de esas vainas, Soledad – Se dice con fuerza-, jamás te has dejado llevar por impulsos ni bobas intuiciones, es tu razón la que puede, y así siempre lo has hecho bien”.

Después de unos minutos, atiborrada de ideas que cruzan su mente como rayos, resueltamente termina de estacionar el carro. Sin embargo, aún en ese momento, no logra despojar su yo de su doble proceder. En ese caso, su yo racional; el político, la regocija en la revolución y su proceso que ha sido de grandes logros al tiempo que copa la más de sus horas; el otro, el subjetivo, el sentimental, escondido y minúsculo, empero la atormenta. Se decide a bajar del carro y a poco abre la puerta de su bella casa. Está tranquila, como de costumbre, pero percibe, en medio de su silencio, un halo extraño sin precisar qué es, sin imaginar siquiera de qué se trata. Avanza entonces, mostrando la resolución de siempre, por el largo corredor hacia el estar donde siempre se han reunido en familia a tomar sus decisiones en equipo; claro en teoría, porque al final de cuentas, ella y Próspero siempre lo han hecho inconsultamente cada quien por su lado y al margen de los deseos de sus dos hijos. Llega entonces al estar y no los encuentra, no están como siempre a esa hora y se detiene un instante. Después de esa rara ausencia continúa hacia el comedor donde va siempre a recalar y dejar sobre la mesa sus exagerados bolsos de mano que nunca la abandonan. Recibe ahí su primera sorpresa. Ve, sentadas en la mesa, en actitud grave y formal, sus tres amadas figuras: su marido y sus dos hijos. Se detiene confundida y recorre sus rostros notando en ellos una actitud para ella insospechada. Tienen mirada escéptica, fría; los notó como rostros impenetrables, algo nunca visto en ellos; por lo menos en sus hijos. Por instantes, eludiendo un no sabía qué, obvia aquella actitud y les dice:

_ ¡Cónchale, tan caladitos y serios ahí sentados y tenemos que trabajar ¿Se les olvida que es navidad y hay que cambiarle la cara a esta casa? ¿No y que íbamos a modificar lo del corredor y los floreros?

Sus palabras, cargadas de una falsa energía, parecieron habérselas llevado el viento, haberse perdido en medio del silencio casi lúgubre de toda la casa y en la inerte y fría actitud de su familia. Tras su arenga, sin embargo permanecieron inmutables, como si hubiese hablado con las paredes; volvió a decir:

_ ¡Vamos, pues, los materiales para trabajar tiene ya varios días en el closet del patio, y yo me vine hoy temprano para ayudarlos!

A esto tampoco reaccionaron; la miraron con desdén. Después de sacudir su cabeza un par de veces preguntó:

_ ¿Qué pasa, tan mala soy que no merezco una respuesta?

_ Hola, mi amor –Respondió Próspero-

¡Vaya, parecían mudos!

_ Por favor, siéntate, Soledad, necesitamos hablar contigo

_ ¡Guao! Me sorprende y me asusta esa formalidad

_ Sí, mami, esto es muy formal

_ Y… Ustedes ni siquiera bendición mamá

_ ¡Ah! Cierto, madre ¡Bendición! –Exclamó el varón-

_ ¿Qué te pasa, Luis Angel? Ese no es tu ánimo, nunca me habías respondido así

_ Siempre hay una primera vez, Soledad –Respondió Próspero con ironía-

_ ¡Perdón, mami, bendición! –Exclamó esta vez Celeste-

_ ¿Se pusieron de acuerdo ustedes o qué? _ No, Soledad, no exactamente, pero si estuvimos hablando y hemos llegado a un acuerdo

_ Me imagino que el asesor eres tú, Próspero

_ No, Soledad, tú bien sabes que nuestros hijos tiene criterio propio

_ Pues, ignorante yo de lo que se traen, entonces soy toda oído

No pudo Soledad evitar sentir un serio temor, sentir la incertidumbre como punzante dardo detrás de aquellas palabras que tarde o temprano habrían de llegar. Ipsofacto la embarga una terrible culpa al respecto, pues siente que aquella actitud familiar es también su responsabilidad. Está desconcertada; no atina palabras de momento, pero sí imagina el origen de todo. Pero sabemos que es equilibrada en sus emociones, centrada en los momentos difíciles; cosa ésta aprendida de su oficio en la política. Ahí muestra entonces su seguridad de siempre, su oratoria cuerda y precisa; lo propio fue reacomodar su inmensa cartera al lado de sus inseparables anteojos de sol y de sus cuatro celulares que nunca estaban más allá de unos centímetros de sus manos. Después de varios minutos de tensión, y de rumiar su incertidumbre, acomodó su cabello recogiéndolo en una cola de caballo y se dispondría a desafiar el tribunal que había estado esperando por ella.

_ ¡Echen pa `fuera entonces!

_ Queremos comenzar por decirte, Soledad, que no se va a hacer ninguna modificación que tú hayas previsto para los cambios interiores de la casa

_ ¿Y eso por qué tan contundente y consensuado?

_ Precisamente porque fue un acuerdo unánime

_ Pero si yo había decidido eso desde hace dos meses, y ustedes estuvieron de acuerdo, por qué entonces ahora me excluyen del proyecto

_ No, Soledad, no es exclusión; que de paso es una palabra como muy política, y segundo, te recuerdo que nunca estuvimos de acuerdo; por lo menos Celeste y yo; Luis Angel en esa oportunidad no opinó, y quien calla otorga

_ Ya sé, al final decidiste tú, Próspero

_ Esa es tu apreciación, mi amor, pero creo que está decidido; nosotros no queremos modificaciones este año

_ Okey, pero denme una razón que me convenza; creo tener derecho a eso ¿O no? _¡Claro, mi amor, te la voy a dar! Mira a tu alrededor, fíjate en cada rincón de esta casa, en cada detalle, en cada cosa y en cada lugar donde ellas están, y pregúntate quién lo ha hecho, quién lo ha ideado, diseñado y ejecutado

_ Quedemos claros, Próspero, que aquí el constructor eres tú, pero también debe quedar claro que todo esto ha sido el esfuerzo de ambos

_ Esfuerzo, Soledad, no es sólo poner el dinero, también son muchas otras cosas

_ Pero te he complacido en todo; nunca dije que no a la mayoría de tus ideas, que reconozco que siempre eran mejores que las mías para eso

_ En eso estoy de acuerdo contigo, mi amor; nunca, o casi nunca, objetaste mis propuestas, y es precisamente ahí donde está el problema

_ ¿El problema?

_ Sí, mi amor, el problema

_ ¿Cuál, por favor? –Preguntó sorprendida-

_ Que este imperio, este castillo, lo concebí yo, lo diseñé yo, y a él le puse lo mejor de mi vida, porque tú nunca, pese al dinero que aportaste, espiritualmente nunca le pusiste ni un gramo de esfuerzo

_ No seas injusto, Próspero, y menos delante de nuestros hijos; este imperio, como tú lo has llamado, también me pertenece espiritualmente

_ No, Soledad, sólo invertiste dinero, pero no afecto, ni pasión; puedes compartirlo con nosotros eternamente, pero no imponer criterios y mucho menos cambios

_ ¡Vaya! En este momento me siento como una extraña en mi propia casa

_ Creo más bien que los extraños somos nosotros para ti, Soledad; lo único que debería parecerte familiar es tu frecuente ausencia en esta casa

_ ¡No entiendo toda esta actitud de ustedes! Bien bueno, pues, esperar más de veinte años para venir a echarme en cara todo esto; y más tú, Próspero

_ No, mi amor, siempre debiste recriminártelas tú misma, pero como no fue así, entonces optamos por hacerlo nosotros hoy

_ ¡Ah…! ¿Es que se trata de los tres?

_ Sí, de los tres, Soledad

_ Pero has hablado tú solo

_ Está bien, mamá, hablaré yo; -Intervino Luis Angel- Por la mente de aquella mujer pasaron miles de cosas al instante, pero nunca aquellas a las que tenía que darle respuestas jamás calculadas; eran verdades que su familia había guardado como amargas verdades. Miraba con agudeza a cada uno de ellos buscando en sus ojos algo que le permitiera adelantarse a sus palabras; cosa a lo que los tenía acostumbrado; particularmente a sus hijos desde niños, a eso de adivinar lo que estaban por decir. Jamás imaginó Soledad, que como madre, recibiría tan duras e insospechadas críticas. Después de ligera introspección intervino quitándole la palabra a su hijo:

_ Ya sé, sí, ya sé. Van a decir que he sido exigente, que soy perfeccionista, que no me ocupo del menú del almuerzo cada día y que me la paso más afuera que en la casa; eso ustedes me lo han dicho siempre y siempre lo he entendido

_ No, mamá, nunca lo has entendido –Sentenció Luis Angel-

_ Pero lo dices con mucha contundencia, hijo

_ ¡Te extraña, verdad, mami?

_ ¡Claro, viniendo de ti me extraña!

_ Pero tu actitud, mamá, nunca me ha extrañado, porque te conozco; en cambio tú, no te has dado tiempo para conocer a tu familia

_ No señor, Luis, habla por ti

_ Está bien, mamá –Hizo una pausa- Lo que voy a decir va con los dos, para ser justo. Y no lo tomen como un reclamo, es sólo que quiero por primera vez delante de todos ustedes, que quiero pensar en voz alta, elevar mi queja al cielo, a Dios, o al techo, si alguien me va a oír. Quiero empezar por decirles que los amo, que los he admirado siempre, a ambos por igual; aunque mucha gente, digo, amigos comunes de la familia, se hayan dado cuenta de algo paradójico

_ ¿De qué, hijo? –Preguntó expectante Soledad-

_ De que tú me hiciste a tu imagen y semejanza, mamá, y que mi papá haya hecho a Celeste a la suya; algo así como que cada quien agarró el suyo

_ Eso no es así, Luis Angel

_ Si, mamá, es así

_ Déjalo continuar, Soledad, es su verdad, aunque nos duela

_ No, Próspero, eso no es así

_ Es lo que tú crees, mami, pero déjalo continuar; te queda mucho por oír _ ¿Puedo continuar? –Inquirió Luis Angel- Siempre he estado seguro de que entre ustedes nunca hubo secretos, ni traiciones; ni de una parte ni de otra. Sin embargo, sí hubo una terrible falla

_ Insisto, hijo ¿Cuál?

_ Fue tan cerrada esa relación, tan hermética, que ahí nunca hubo espacio ni para mi hermana ni para mí

_ Eso no lo entiendo, Luis Angel, eso me extraña, y por favor no me culpes

_ Ya lo vas a entender, mamá. Mi hermana y yo jamás los vimos discutir; sus diferencias siempre las trataron en silencio, a puerta cerrada, por decirlo así; disque para no traumatizarnos y para no poner en riesgo nuestra estabilidad emocional. ¡Mayor error! Nunca, ninguno de los dos, nos dio acceso a su intimidad; claro, en el mejor sentido, y sé que me comprenden; algo así como que unos extraños para ustedes

_ ¡Vaya, Luis, en verdad no te conocía, no sabía que guardabas esos resentimientos

Próspero y Celeste entretanto parecía árbitros de pin pon. Era una escena jamás vista en esa familia, pues todo cuanto hablaban, generalmente, estaba más allá de lo cotidiano, del quehacer sencillo y natural de una familia cualquiera. Cultura general, estudios, proyectos, viajes, críticas en política, los amigos, marcas de vehículos, de ropa, socialismo, aventuras del día en la calle, entre otras, eran los temas más oídos; nunca se hablaba de lo más elemental: de ir juntos al abasto, del precio de la harina para arepas, del vamos mamá a limpiar el jardín, de por qué regresaste papá tan tarde del taller, o si la doméstica padecía o sentía tal o cual cosa. En fin, una familia de grandes tareas sociales que no supo vivir su intimidad, como si todo entre ellos era perfecto.

Pero la mayor sorpresa para Soledad estaba por darse. Después de un breve silencio, y de cruzar miradas casi nuevas y desconocidas para la familia, Luis Angel concluyó:

_ No es resentimiento, mamá, ni es reclamo, es como les dije; una verdad en voz alta. Voy a terminar

_ Ten cuidado con lo que vayas a decir, hijo

_ Peor es callar, mamá. Tú misma me enseñaste a decir la verdad, aunque fuera pesada

A Soledad se le quebró el ánimo; su voz y sus gestos se volvieron graves y resignados; sólo dijo _ Está bien, hijo, di lo que tengas que decir

_ E eso voy. Anoche estuvimos hablando mi hermana y yo muy relajados; diciéndolo más claro: en frío. Fíjense, ni ella ni yo, recordamos nunca un regaño fuerte, un jalón de cabello, o una nalgada; y que porque los tiempos, según ustedes, son otros, y eso, aunque les parezca mentira, y hasta paradójico, no se lo agradecemos. Incluso nos llegamos a preguntar la diferencia entre muchos de nuestros amigos comunes y nosotros dos, en relación a quiénes eran más felices; o ellos o nosotros

_ ¡Caramba, nunca pensé que llegaría a eso!

_ Pero llegamos, mamá. Y la conclusión fue que ellos estaban más llenos de hogar, de papá y mamá, que ellos recuerdan a sus padres con respeto por los castigos recibidos; de palabras y de manos

_ ¿Entonces hemos sido malos por no reprenderlos y no pegarles nunca?

_ Mami, quisieron ser los padres perfectos pero nunca lo lograron; pero lo que sí fueron siempre, y por ello los admiramos, una pareja perfecta; tal para cual. Tú con tu contradicción entre ser socialista y vivir de las marcas, de la vanidad y los buenos diseños, en querer ser perfecta ante nosotros y ante el mundo, y mi papá igual, pero la otra cara de la moneda

_ Y… Cómo es eso –Ahora le tocó preguntar a Próspero-

_ Dije que la crítica era para ambos, y debo ser justo, papá. Tú también el padre perfecto: jamás un regaño, un gesto fuerte, siempre pendiente de la casa, pero nos aislaste de tu mundo exterior. Sólo un círculo de amistades también vanidosas y siempre llevándole la corriente a mi mamá y a sus amigos revolucionarios. Y que conste, no los estoy juzgando, y creo que mi hermana tampoco. Mi conclusión es la siguiente: ustedes, y creo que mi papá habló al comenzar esto, de un castillo, que por estar fundado en una bonita y respetuosa comunidad de sentimientos, no se ha venido abajo como castillo de arena; pero que por ustedes, más nuestros amigos que nuestros padres, es más o menos un castillo de naipes: colorido, bien armado y admirable desde afuera, como el que lo mira desde lejos, pero que al acercarse, se daría cuenta que con un soplido podría derrumbarse. Y esto último es para los dos. Esta es una familia hermosa, envidiable para muchos, pero un hogar… No, no es lo que quiero decir – Pensó Luis Angel en voz alta-. Quiero decírselos en pocas palabras: un matrimonio para dos.

Nótese que Celeste no abrió la boca; el hermano parece haber hablado por ella. No sabemos si el joven atinó en todas sus conjeturas, si aquel matrimonio otorgó o respondió, si aquel tribunal contra Soledad terminó también juzgando a Próspero y a su vez a una forma de vida propia de los matrimonios de cierto estatus y de conceptos “modernos” en la educación de los hijos y del hogar. Si ese matrimonio permanece o no estable, es cosa que queda a su criterio; no, más bien a su imaginación.

Fin

TAMBIEN ES MIA

Son las riberas de Yaracual, un caudaloso río que surca fértiles tierras de hermosos parajes y de una prosperidad eterna. Háyase allí, el cacique Polanco; así conocido por la fama y tradición de familia cuyas tropelías y ejecutorias en sus tiempos de cuatreros y pendencieros son inconfesables. Esa tarde está solitario en el muelle principal de su hacienda; solazado, nailon en mano, más pescando de su mente una treta, que las guabinas que tanto le gustan.

Tiene ya pasados los setenta; curtido está de tantas aventuras, así como de dinero, que le sobra hasta para comprar caprichos, como el de hacerse llamar Don Eufrasio; Don Eufrasio Polanco, que lo obtuvo a fuerza de caciquear a los varones de su pueblo y de arrancarle a muchas familias el honor de sus hembras más jóvenes. Pero no deja, pese a su carácter resuelto e impulsivo, de ser bellaco y comedido en momentos difíciles. Gustaba de parrandear en tropa para imponer su ley, pero también de gazapear solitario para procurarse la belleza y el silencio, a veces impuesto, de las más bellas y jóvenes de la comarca.

Trama por esos días ponerse en Isolina, viuda de un compadre vecino suyo cuyos rezos aún no han terminado. Es joven la muchacha, muy joven; algunos veintidós años; según sus cálculos. El argumento en este caso no es difícil; es dinero, que ella no tiene; procura entonces amasar las ideas y la forma de llegarle con la prudencia del caso para no despertar sospecha. Sobre todo de su familia, cuyas críticas teme por saber a sus hijos hombres y mujeres de bien a quienes ha educado contrario a su propio pasado cargado de manchas que ninguno de ellos siquiera imagina. Tiene ganado a montón; también una famosa quesera y varios negocios en el mercado; todo ello atendido por hijos y parientes buenos administradores.

Sin embargo todos, todos en el pueblo y más allá, saben de su recio carácter y del no pedir permiso para blandir un puñal, o una peinilla, y hasta una escopeta para enfrentar dificultades y hacer justicia siempre a su modo. Mastica chimó como si fuera goma de mascar, usa alpargatas todo el día, mete su cuerpo de bodoque en gruesas franelas de algodón y no prescinde de un pantalón de caqui trescientos sesenta y cinco días al año. Es rechoncho, blanco, pero curtido, de poca dentadura y de colmillo saliente, de caminar cambado; a decir verdad: poco agraciado. Nunca le ha faltado un sello de fábrica paterna: una muñequera de cuero heredada de su abuelo la cual lleva con orgullo en su mano izquierda como insignia de guerra.

Está sentado ahí, en un sillón campesino, emplazado al borde del muelle y a tiro de su lancha de rápido motor que lo lleva río arriba y abajo recorriendo sus varios miles de hectáreas patrullando y comandando, más que sus tierras, el señorío de sus caprichos. Por instantes sonríe en pícara introspección dejando perder su vista a través del inmenso y permanente verdor de aquella tierra que lo vio nacer y le ha prodigado todos sus bienes; ahí se dice:

“Bueno, Eufrasio, a gato viejo… Ratón tierno, como decía mi abuelo. ¡Cómo me gusta esa muchacha, caray! Ya llevo varios años de viudo, pero no quiero seguí más noches solo; necesito compañía. Además, que tanta vaina con mis hijos; no le piden permiso a uno pa’ hacé lo que quieren. Yo voy a hacé mí vaina callaíto, como nunca lo he hecho, pero va a sé en serio”.

Esa tarde subió a Campo Viejo, caserío que se haya a casi una hora río arriba a buscar nadie sabe qué. Regresó tarde, ya cayendo la noche. Llegó acompañado de un muchacho, a quienes pocos conocían, pero en quien él al parecer confiaba buenas cosas. Casi obscuro llegaron a la casa de la hacienda, donde vive permanentemente y donde tiene su cuartel general, obviando los lujos de su casa en la ciudad que su hija mayor, solterona y mal encarada, cuida como una fortaleza. Más de treinta, entre peones, familiares y sirvientes, habitan en la hacienda. Su caporal es incondicional con él, pues ejecuta sus órdenes, sea cual sea, al pie de la letra. Como hábito, poca de esa gente, tiene licencia para dirigirse a él sin que antes los interpele. Sólo la hija solterona de la casa principal objeta sus decisiones; algo parecido a lo que su madre en vida sólo podía hacer. Al llegar cerca de los corrales, acompañado del casi extraño acompañante, Eufrasio llama fuerte a uno de sus peones:

-¡Candelario! -¡Voy, Don Eufrasio!

Casi que parándose firme junto a él llegó el peón:

-¡A la orden, Señor! - Prepárele al joven aquí una bestia bien ensillá; y le da un buen avío ¡Rápido! -Sí, Señor.

Mientras aquel hombre salía volando a lo suyo El Cacique Polanco quedaba ahí secreteando con el joven. Ese mismo día habrían de comenzar murmuraciones entre toda aquella gente; particularmente, eso, nunca, Don Eufrasio, lo había hecho. El rumor, sólo esa noche, ya había llegado hasta la ranchería de la hacienda río abajo cerca de la carretera, en el puente de El Paso. Polanco nunca ha sido persona de entablar largas conversaciones ni de confiar sus cosas más que al eco de su sombrero de pajilla que sólo se quita para dormir. Ese hecho, en particular, se notó extraño, al parecer, nunca antes había invitado a alguien a su casa y menos a esas horas. Allí esperó por Candelario algunos quince minutos, y entretanto, alguien, de tanto personal que por allí fisgonea entre candiles y sombras, observa una negociación. Polanco, además de entregarle al joven, un buen caballo y su avío, discretamente le entregó unos cuantos billetes doblados al muchacho quien con entusiasmo partió quién sabe hacia dónde.

Polanco, como de costumbre, se dirigió a su hamaca colgada en el pasillo que da a la entrada de la casa a esperar su voluminosa cena compuesta mayormente por carne cualquiera sea ella. A poco se acerca Lorenzo, uno de sus hijos mayores y le dice:

-Papá, hoy es el último rezo de su compadre Natalio ¿Usted va a ir? -¡Claro, hijo! No he ido a ninguno, es justo que vaya hoy -Dicen que va a ir el Padre Sebastián, aunque Natalio haya sido un hombre humilde -Sí, claro, humilde pero hacía bien sus cosas.

Su hijo extrañó aquel comentario, pues viniendo de un hombre áspero y lacónico como su padre, sonaba muy complaciente. Pero todo quedó ahí, entre la retirada prudente de Lorenzo y una expresión expectante de Polanco que apenas pudo disimular su dejo de entusiasmo por la invitación. Quedó ahí entonces el viejo huraño esperando por su cena maquinando lo suyo y atento a las buenas nuevas que el extraño ordenanzas más pronto que tarde debía hacerle llegar.

EN EL REZO

Son las 9pm. y aún no comienzan los rezos de esa última noche. El altar estaba pródigo de flores y de sirios, de imágenes nuevas y de un blanco de satén y sobrios rasos que deslumbraban a propios y extraños. Como pueblo chiquito, los comentarios y las especulaciones eran tan grandes como la propia imaginación de toda su gente. Natalio Vera, en sus buenos tiempos, fue caporal de hacienda; y hasta llegó a tener lo suyo, pero quedó muchas veces en ruina por mujeriego y mal administrador. En su último año había adquirido algún modesto negocio del cual se decía no andaba bien, sin embargo, era Isolina, una bella muchacha de Pueblo Grande, lo mejor que había adquirido en toda su vida, según la opinión de los veteranos; entre ellos, el cacique Polanco.

Y es que la curiosidad; más que la fe, el respeto y la amistad, movía a aquel pueblo hacia ese último rezo. Es tierra caliente Yaracual, pero ello no refrena la montonera, que ya a las diez, se ha agolpado al novenario ocupando cada silla y cada rincón de la modesta casa de Natalio, cuyos rezos, han atraído más gente, que una tarde de toros coleados en el pueblo. Aquello está por comenzar, pero aún faltan invitados, que son, por supuesto, los viejos con real atraídos por las cimbreantes caderas y lo bien dotada que está la viuda más bella que se haya visto en años en todo el lugar.

Los viejos zorros se acomodan discretamente por acá y por allá mostrando su mejor cara de velorio sin delatar su acecho a una presa a la que consideran posible. Ya comienza el primer rezo, de tres, que habrán de terminar en la madrugada. Isolina entretanto está desenfadada dirigiendo aquella abundancia que incluía cigarrillos y buenos quesos. Por su parte el sacerdote ya se despide, luego de terminar sus oraciones por Natalio, repartiendo bendiciones incluso a quienes no la pidieron; pues estar en aquel condumio, en sí, ya lo era. Todos están, pese a su mojigatería, atentos a algo que deba suceder para convertirlo en el corrillo de esa semana. No saben qué, pero saben que sucederá.

Y han de creerlo porque toda aquella abundancia ya es un gran chisme. Los carcome la duda, más bien una desbordante intriga por saber quién está detrás de todo aquel bacanal; nadie se come el cuento de que Natalio fue tan previsivo como para dejar su entierro y su velorio con tales despensas. Pero algo sí está por suceder que disipará dudas pero dará que comer a los chismosos e intrigantes de siempre. Estaban en el ínterin todos departiendo esperando el segundo rezo, pero más aún, esperando lo esperado, atentos a lo que debía suceder y no había sucedido. Iban a dar ya las doce cuando a una media cuadra de la puerta de la casa, entre los numerosos carros bien acomodados en las orillas de la cerca de alambre, busca estacionarse un doble tracción grande y terroso bien conocido en toda la región.

Ipsofacto se levantó el murmullo que corrió como una ola desde la puerta hasta el gran patio repleto de gente: “¡Llegó el cacique!” “¡Era el que faltaba!” “¡Por algo llegó de último!” Y no se equivocaban en sus dudas. Doña Claudia; la rezandera, también setentona y vecina de Natalio, es la primera en hablar con su acostumbrada discreción al respecto:

-Pendiente, Sol –dice a su hija-, que aquí hay gato enmochilao -¿Por qué, mamá? -¿No te das cuenta, chica, ya le están acomodando uno de estos viejos con real de marido a la pobre Isolina -¿Verdad, mamá? -¡Mija, cuando el río suena, piedras trae!

La noticia de la llegada de Polanco revoloteaba como pájaro, sobre todo por los lados del patio, donde generalmente se acumulan quienes llegan de último. Lorenzo y Paco, los dos hijos mayores de Polanco, son de esos que llegan al final, pero antes que su padre, que es demasiado independiente de un tiempo acá. Están parados recostados de un taparo casi en el fondo, donde nadie oye lo que hablan:

-¿Acompañamos a mi papá, ya llegó? -No, Paco, después se molesta -Últimamente está raro, hermano -Sí, pero déjalo tranquilo, él sabe lo que hace.

El gentío no podía disimular su curiosidad. Apenas Polanco de bajó del rústico todas las miradas comenzaron a caer sobre él como si se tratara de un divo. Venía por el camino obscuro como contando sus pasos; sólo dejaba entrever su figura gruesa dejando ver un sombrero grande y fino poco acostumbrado en él. Sorpresa. Llegó a la puerta de la casa trajeado casi que de fiesta; sólo le faltó la corbata, que de seguro, además de no saber hacerle el lazo, no le habría alcanzado para darle la vuelta a aquel cuello tan grueso como el de una res.

-¡Buenas noches! –Saludó al llegar a la puerta- -¡Buenas noches! –Saludó el gentío-

Penetró en la casa poniendo por delante su rostro siempre grave y harto conocido por sus ojos saltones y su colmillo solitario y enorme. Lo escoltaron miradas numerosas tras sus anchas espaldas hasta la propia sala, ahí, donde lo aguardaba también, impecablemente vestida, la joven y bella Isolina. Con pasmosa discreción Polanco la saludó estirando su mano y recibiendo adicionalmente de ella un gesto liviano que en nada parecía comprometerla. Sin embargo algo los delató inequívocamente. El cacique Polanco, como personaje de referencia en su pueblo, era precisamente una referencia por su estilo único al vestir y al actuar, y esa noche, evidentemente, había roto el molde del pasado, había delatado prematuramente, como un adolescente, todo cuanto la gente de ese pueblo estaba por confirmar esa noche.

Y era que la discreción de todos esos días, acordada seguramente por ambos, se vino al suelo con el último hecho del recibimiento; Isolina había reservado una silla cercana al altar donde se sentaría Polanco en posición privilegiada. Entre ellos no hubo más palabras en casi toda esa noche. Pero todo había quedado claro; el candidato fue quien picó adelante, pues a su ahijado, un mozo de diecinueve años, en plena gravedad de su compadre, le había regalado un buen caballo y unas cuantas reses junto a un lotecito de tierras todo con documentación y muy en secreto hacía ya dos meses. La parte de Isolina estaba por verse.

MESES DESPUES

Para la gente de ese pueblo todo estaba dicho, incluso para la familia de Polanco, pero nada era evidente. Aquella tácita relación permanecía en silencio, que según la actitud de los comprometidos, era un secreto que debían guardar hasta no se sabía cuándo. Isolina no salía de su casa ni Polanco la visitaba; sólo que el muchacho de Campo Viejo, el desconocido amigo del cacique, ahora manejaba una camioneta que éste recién había comprado para atender las “necesidades de la viuda de su compadre”, según las palabras de la gente y hasta de su familia que para ellos eran sagradas.

Empero las especulaciones estaban a la orden del día. No faltó quien comenzara a sembrar la cizaña movido por esas bajas pasiones humanas que despiertan la envidia y el egoísmo, por esas miserias del alma que sólo buscan deshacer ilusiones y la felicidad del otro por aquello de no querer “ver ojo bonito en cara ajena”. La primera en exhalar veneno fue Caridad, la mujer de Lorenzo:

-Qué te parece, mi amor, ahora el amiguito de tu papá hasta carga chequera; en el pueblo ha pagado con ella -Yo sé, Caridad, pero esa plata es de él, qué puedo hacer yo -Gua, hablar con tu tío Pedro, el Doctor, para que le ponga freno a eso; tu papá lo respeta mucho como hermano; es lo que siempre se ha visto -No, Caridad, yo conozco a mi tío, el es diferente a mi papá, pero en eso sé que no va a intervenir.

A Pedro, su hermano menor, a quien crió e hizo médico, le guarda una admiración casi sagrada; parece amarlo más que a sus propios hijos. Sin embargo, y pese a la respuesta que diera a su mujer, Lorenzo considera que ello es una opción si las cosas pasaran a mayores. También Alberto, uno de los Hermanos de Polanco, borracho y falta de juicio, gazapea siempre por los predios de Isolina llevando chismes para allá y para acá tratando de buscarle una caída a la bella mujer. Paco tampoco deja de hacer lo suyo a través de Carmencita, la solterona, quien intima en algunas cosas con su padre, pero que por sobre todas las cosas, lo ama y lo respeta infinitamente.

Una tarde de tantas llega Paco a la casa del pueblo a hablar con su hermana. Comenzó por hacer un rodeo con comentarios mal sanos sobre Isolina y el amiguito de su papá, a lo que ésta respondió:

-Mira, Paco, tú debes tener mucho cuidado delante de quien dices esas cosas, porque lo que está en juego no es la reputación de esa muchacha, sino la de mi papá; además, se trata de su felicidad y no de la tuya, así que anda buscándole acomodo a esos chismes que te pueden meter en problemas con mi papá -Está bien, Carmencita, pero mi papá, aunque tú digas lo contrario, está haciendo el ridículo; tú ves, enamorao de una muchacha que puede ser hasta su nieta -Muy bien, ahí tienes razón, pero qué podemos hacer nosotros, dime. Esa es su plata; no se la ha quitado a nadie, y si esa es su felicidad, no te olvides que ya pasa bien los setenta y quiere vivir después de viejo -Limpio es que lo va a dejar esa mujer, tú vas a ver.

Como ellos, estaba casi toda esa familia, incluyendo a la política, que parecía tan preocupa como la gente del pueblo. En calles, haciendas, entre pescadores, labriegos del campo y viejos ricos, no había otro tema del cual hablar. Aquella, hasta ahora secreta y muy conocida relación, causaba críticas, admiración, desdén, envidia y hasta inspiración en los más entendidos. ¡Caray, quién iba a creer que el cacique…! ¡No me imagino a esa pareja haciendo…! ¡Te aseguro que no es por amor…! ¡Esa familia…Cómo estará! ¡Desearían muchos darse ese gusto con ese mujer que está tan…!

Entre tantas esas eran las más comunes expresiones salidas hasta de su propia familia. Nadie podía imaginar cómo sería aquel matrimonio si llegara a producirse. Polanco no es hombre pichirre, pero se ha sabido administrar incluso en la abundancia. Cada quien se imagina una boda, cada quien saca sus cuentas y hasta ya ha pensado en cómo se vestirá ese día. Pero la familia del cacique no piensa igual. Quieren todos detener lo que consideran una locura de su padre y no saben cómo, pero saben que sucederá. Eufrasio Polanco, de un tiempo acá, es otro. Se ha vuelto más dócil, más conversador, se ríe ahora de cualquier cosa y comparte más con sus amigos y su familia. Y aún así, nadie, hasta ahora, le ha comentado ni una pizca de todo aquello, lo cual a él, en su entendido, significa aprobación de lo que está por decidir.

Cuatro meses después de aquel último rezo el recuerdo de su compadre no se ha perdido, pues los vivos, para amasar conveniencias y sostener vivas las esperanzas de algún beneficio, que aunque por carambola, los toque en algo. Es así como se sostiene aquel misterio de lo que habrá de ser entre Polanco e Isolina. Una noche, en reunión de familia, conversaron así:

-Los he llamado a todos –dijo Lorenzo-, incluida Caridad; la única de toda la familia política, para que hablemos de lo que todos saben. Mi papá habló conmigo anoche y me dijo que hablara con todos ustedes, porque él cree que ya es el momento de que todos lo sepan; aunque alguien pueda reírse -El único que no sabe que todo el mundo lo sabe es él -comentó Alberto con sarcasmo- -Ya va, Alberto, no te precipites, déjame hablar. Mi papá considera que ya ha pasado suficiente tiempo como para tomar una decisión definitiva en su vida. El dice que ya mi mamá tiene tiempo en manos de Dios y que ella no verá con malos ojos que él formalice una nueva relación. También cree, que su compadre ya cumplió en esta vida y que su memoria no será deshonrada con ello -Al grano, Lorenzo –Lo emplazó Alberto- -Se quiere casar Con Isolina, y no quiere que nadie, más que nosotros, lo sepamos -Yo no creo que mi papá sea tan tonto como para ignorar esta situación, lo que creo es que es más zorro de lo que todos creemos -Puede ser, Paco, pero no deja de ser una vergüenza para todos –Aseguró Alberto- -Más de la que tú eres no –intervino Carmencita-, que no hay en este pueblo quien no se exprese de ti como “el borracho”, que nunca te has ganado medio en tu vida, que todo te lo ha dado mi papá - Ya va, aquí no vinimos a esto, vinimos a aclarar nuestra situación de familia, no a agravarla -Está bien, Lorenzo, pero no le permitamos a éste que se exprese así de nuestro padre, que si bien puede estar cometiendo un error, también es verdad, que todos aquí, en este pueblo, desearían darse un gusto con ese…

Esta última intervención de Carmencita parecía poner las cosas en su justa dimensión. Presente en la reunión, además de Lorenzo, Alberto, Paco, Carmencita y Caridad, la nuera más antigua de la familia, se encontraba Juvencio, el menor de todos los Hijos de Polanco, apodado el sute, o el bobote, como lo conocían en la región por su manera lenta y torpe de hablar. Faltaban por opinar precisamente Juvencio y Caridad, a quienes se les dio la palabra por una tradición de hermanos:

-Yo no me meto en las cosas de mi papá, él siempre me lleva con él sin preguntarme si quiero o no quiero ir; él me quiere y yo lo quiero, por eso…Mmm. Me callo.

Aquellas palabras de quien no podía decir más sacaron dos lágrimas de Carmencita, quien dijo públicamente al borde del llanto:

-Por eso mi mamá se lo encomendó a mi papá especialmente antes de morir, porque sabía que era lo mejor de esta familia y de este pueblo; aunque tenga sus problemas.

Todos se miraron y asintieron sobre aquella opinión; no sólo Carmencita veneraba a su madre, sino que era la parte moral y el lado flaco de todo ello. Lorenzo entretanto parecía tener una carta bajo la manga al dejar la última palabra a su mujer, quien gozaba de autoridad y confianza en toda la familia. Al parecer nadie sospecha de las intenciones del otro, pero tampoco ninguno de ellos parece querer dejar tanto dinero en manos de una recién llegada que está por tomar el mando sin la aprobación de ellos. Toca entonces la palabra Caridad, quien antes respira profundo para calcular bien y controlar su yo que es del tamaño de esa enorme casa. Al fin atina como empezar y dice:

-Don Eufrasio es un hombre inteligente; él sabe del mundo más que nosotros, y es además un hombre generoso; lo ha demostrado. Sin embargo, y no es que vaya a hacer el papel del abogado del diablo, pero voy a tratar de pensar como Isolina. Esa muchacha, según lo que sabemos, viene de la nada; de por allá de un pueblo donde apenas aprendió a leer y a escribir. Yo que ella estaría pensando en el dinero; digo, en mi familia, en la pobreza de donde vengo y en la manera de salir de ella; porque Natalio, aunque trabajador y productivo, no fue quien pudo resolverle su problema. Creo que eso no tiene discusión ¿cierto? –Todos asintieron y ella continuó-. Pienso, y sigo pensando como ella; lo más difícil, es acostumbrarse a esta familia. Ella deberá, si lo que quiere es matrimonio, convivir con cada uno de nosotros y nosotras, porque quiéralo o no, seremos su nueva familia. De lo que sí estoy, digo, debemos estar claros, es que Don Eufrasio necesitará, no en este momento, pero sí más adelante, mucha ayuda -No entiendo, Caridad -Replicó Carmencita-, no sé de qué ayuda hablas -Muy fácil. Y aquí debemos hablar claro. Todos, absolutamente todos, debemos cuidarle las espaldas a Don Eufrasio -Y...Cómo es eso -Ya te explico, Paco. Y voy a seguir pensando como Isolina. Y la pregunta va para ti, Alberto: ¿si tú te casaras con una vieja viuda y millonaria, como la canción de Santiago Rojas, en qué pensarías? -Ya va, Caridad, esa pregunta más bien devuélvesela a Paco, que fue por donde empezaste, porque la respuesta de éste ya sabemos cuál va a ser -Está bien; a ti, Paco, qué pensarías o qué harías en ese caso.

Maquiavélicamente Caridad estaba llevando la conversación a su terreno, ese donde precisamente la carambola juega a favor del que menos lo espera. Sólo Carmencita posee algo de malicia, pero no lo suficiente como para dudar de quien lleva en la familia más de veinte años conociendo de todos sus pormenores. Después de barajar sus cartas y afinar sus primeros dardos entre aquellas palabras, continuó:

-Sé que no es tan fácil, ni para un hombre ni para una mujer, atreverse a responder, pero inténtalo -Esto no es mamadera de gallo, porque se trata de mi papá, pero no es mala la pregunta; nos podría pasar; digo, a los jóvenes –todos rieron tras la chanza-. Vamos a hablar claro, y ahí tiene razón Caridad. Creo que te estás refiriendo… -La miró-. A los cachos, y no me equivoco –Recorrió la mirada entre todos ellos buscando aprobación- -No sé, la pregunta queda en el aire –Habló Caridad y sonrió sugestivamente-

A Carmen, particularmente, no le gustaba el camino que había tomado la conversación. No terminaba de asentir aquello por lógico y crudo que fuera. Sus parámetros morales no le permitían ese tipo de comparación y menos con su padre, pues ignoraba el pasado sórdido de un hombre pasado por el tamiz de una vida de pobreza y vicisitudes que esa solterona no podía imaginar. Igual a ella, el resto de sus hermanos también desconocían del pasado sentimental, de a quien, no por azar, desde joven llamaron “el cacique Polanco”. Paco se atrevió a decir:

-Esa chama es bella, y joven; y eso es lo que mi papá está viendo, pero… -Pero qué, Paco –inquirió Carmencita- -Ahí es donde está el peligro -Peligro de qué -¿Tú no quieres entender, Carmencita? Si mi papá se casa con esa muchacha se va a convertir, como decía mi mamá, en el hazme reír de todo este pueblo -Ya va –intervino Alberto-. Yo creo que quien debe responder eso es Caridad; total, ella está pensando por la tal Isolina ¿no es así? -Responder qué, Alberto -Bueno, Caridad ¿si tú te casaras con un hombre de esa edad, siendo tan joven, le montarías cachos, sí o no?

Esa última pregunta causó mucho impacto entre todos, pero era muy válida, sobre todo para ella, pues Lorenzo calló y quedó mirando a Caridad quien parecía haber caído en su propia trampa. La hábil mujer respondió:

-Ah no, Alberto, en eso sí es verdad que no te puedo complacer; una cosa es ponerse en sus zapatos y otra cosa es saber quién es ella en verdad. Yo, gracias a Dios, nunca me he visto ni me veré en esa situación. Ahora, lo que sí puedo, es opinar en una supuesta futura relación entre ellos -Okey –insistió Alberto-, dinos, pues -¡Coño, que en ese caso, no nos queda más que estar atentos-hizo un gesto-, tú sabes, estar pendiente de todo ¿me explico?

Las opiniones de Caridad en el seno de esa familia parecían no pesar, pero terminaban imponiéndose por la falta de consenso entre hermanos muy impulsivos al tratar sus cosas más importantes. En ese instante se dejó oír una expresión cruda pero muy atinada de Paco:

-Aquí nadie tiene nada a su nombre, y esa mujer se puede quedar con todo ¿es ese el problema o no? -no, ese no es sólo el problema, también es: ¿quién le va a decir algo a mi papá si esa mujer llegara a cometé una vaina? -Cierto, Lorenzo –afirmó el borracho-¡y con lo arrecho que es ese señor, que no masca pa’ mandate al carajo y ofrecete unos planazos! Yo ahí si es verdad que no me meto.

Todos se miraron las caras aceptando como definitivas aquellas palabras que parecieron ahuyentar cualquier pretensión de esos vástagos, que más que respeto, lo que sintieron fue siempre miedo por aquel padre de poco hablar y de mucho actuar sin importarle quién estuviera por delante.

OTRAS BODAS

Nunca antes, en toda aquella comarca, una expectativa de boda causó tanto revuelo. En Yaracual no se hablaba de otra cosa en las bodegas, en las fiestas, en cada hacienda, en los caminos y calles, y hasta en la propia familia, para quienes ya no era una novedad, o un chisme, sino el terrible desenlace de la vida de un hombre, cuya decisión, estaba por cambiarle, según ellos, la historia, incluso a la vida de todo un pueblo. Entre ellos, es decir, entre los pájaros bravos de esa región, como acostumbraban a llamar a esos sementales que riegan y riegan hijos por allá y por acá, nunca se había presentado situación semejante. El común de los casos siempre fue empreñar muchachonas a fuerza de real sin importar su origen o condición, sin reparar en la moral ni en sus consecuencias. Y el cacique Polanco fue uno de ellos; tal vez el más típico de todos esos especímenes; de él se dice, que empreñó a medio pueblo, que nunca pidió permiso, y que en cada romance que surgía de entre los devaneos amorosos de cada pareja, con ello también surgía el riesgo de involuntarios incestos. Alguien un día, de los viejos más conservadores del lugar, alguna vez dijo: “Aquí, uno no sabe con quién se rejunta; hasta puede resultar familia; por eso tanto tarado en este pueblo”. Que hasta se llegó a comentar, entre bares y borrachos, que la propia Isolina, podría resultar hija del cacique. Pero no, de eso se curó a tiempo el propio Eufrasio. Tampoco nadie imaginó nunca, que el viejo bellaco, había puesto en práctica su servicio de inteligencia, pues una de las tareas encomendadas al misterioso joven ordenanzas, fue precisamente esa; la de confirmar, que no fuera Isolina, uno de esos accidentes de parrandas que él comúnmente sufría al andar pajareando por esos caminos y pueblos. Ocurrió que ese invierno, de intensas lluvias y de grandes haciendas inundadas, el infortunio tocó en algo los predios de Polanco. Aconteció, que buena parte de sus mejores sembradíos de maíz, yuca, lechosales y algunos potreros, quedaron bajo las aguas por varias semanas. Las pérdidas fueron cuantiosas, y con ello, las buenas finanzas de Eufrasio Polanco, entraron en cierta situación de austeridad y de ciertos compromisos con sus deudores de tradición. Pese a ello, Polanco no desmejoró en su talante, en su trato afable y optimista de ese último año. Sabía que gozaba de solvencia económica en los bancos y de su prestigio como hacendado en toda la región. Por esos días los tendenciosos y egoístas dejaron correr la especie de su quiebra, de una situación difícil y hasta de una debacle. Pero la actitud del cacique se prestaba a dudas; se oían opiniones encontradas en torno a su real situación. Y todo ello porque no se dejaba de hablar en cada rincón de la resonada boda, de los preparativos que hablaban de su inminente compromiso con la bella Isolina. Al contrario, todo, en los corrillos de la familia y amigos cercanos, era de una fiesta por todo lo alto. Incluso, por esos días, compró un sedán último modelo para el paseo de la novia por todo el pueblo y sus alrededores. Sólo la intriga se paseaba entre la gente, sólo los chismes perseguían a la cotizada hembra de apenas veintidós años. Pero la mayor preocupación de toda la gente era el aislamiento de Isolina, quien permanecía en su casa sin tratar siquiera con los propios vecinos. Todos se preguntaban: “¿Serán esas las órdenes del cacique? ¿Es en realidad esa su forma de ser? o… ¿Quiere aparentar ser más seria y recatada que todas? Sólo se le veía salir en compañía de familiares y personas muy allegadas al cacique, particularmente del joven ordenanzas contratado por él. Frecuentemente se le veía en tiendas de la capital de ese Estado donde las compras eran a manos llenas. Al parecer no reparaba en gastos, lujos ni caprichos; mas nunca se le vio en esos menesteres en compañía de su prometido. Nadie hablaba de fecha posible para el casamiento, pero los preparativos no cesaban un día. Ese fin de semana sin embargo se dejó correr la bola de que se haría en la gran hacienda de Polanco, que éste había mandado a construir un gran caney en La Montañita, tal vez el paraje más bello de la hacienda y de casi toda esa región. Y no era mentira, porque el movimiento de camiones cargados de materiales para ello delataba las intenciones del viejo Polanco. También se habló de contratar una conocida orquesta para el baile y de cocineros y mesoneros de esa capital para atender, según, a los cuatrocientos o quinientos invitados que plenarían el lugar ese día. Nadie se daba por invitado, pero tampoco por excluido de esa lista. La expectativa era enorme, al punto de que todo el pueblo, no sólo se sentía invitado, sino animado por aquella boda, seguros todos sus habitantes de que nunca habría otra igual. Polanco con más de setenta, e Isolina con veintidós, ya era suficiente como para llenar la imaginación de gente acostumbrada a vivir entre los rediles de una moral que no alcanzaba a ver más allá de lo común, de la tradición de matrimonios entre iguales; por decirlo de alguna manera. Y es que no se podía evitar que los más osados imaginaran lo suyo, que especularan sobre la posible intimidad de aquel par de seres, que sin casarse, ya les habían cortado todos los trajes habidos y por haber. También entre la gente común se conversaba igual a como lo hiciera su familia en aquella conocida conversación donde Caridad tomara la batuta de la familia. Era lógico que se hablara de ellos; sobre todo del futuro de esa relación: de cuánto duraría, de cómo harían para sostenerse juntos, de cómo haría la bella mujer para no caer en la tentación de jugarse una aventura, de ser fiel a un hombre al que su única gracia era tener dinero. Un buen día, en un rincón de la plaza del pueblo, también otros conversaron así:

-Coño, paisano, yo no creí al cacique capaz de una vaina así -Tiene real, paisano, y eso lo puede todo -¡Claro! –Intervino un tercero-; él, comprarse ese capricho, que está como le dá la gana, y ella, resolvé pa’ siempre su situación económica -¡Por supuesto! Y también a toda su familia, que no tiene di donde caerse muerta, porque estoy seguro de que mucho de lo que el cacique tiene lo pondrá a su nombre -En eso estamos claros –Habló un cuarto paisano-. Ahora, lo que no se ha dicho, es otra cosa -Vamos a ver si es lo mismo que estoy pensando -Yo creo que sí. Pero aquí si debemos cerrar el círculo para hablar –bajó la voz-. Yo no sé cómo va a hacer Polanco para… -Creo que deben tener mucho cuidado con los comentarios, ustedes saben que el cacique no es juego.

Era natural que la gente tuviera sus temores para con esos comentarios sabiendo del carácter y la resolución del cacique para callar a cualquiera. Todos en ese pueblo le temían, le guardaban, más que respeto, miedo por sus acciones para silenciar, en otros tiempos, situaciones que hubieron de comprometerlo. Pero el pueblo nunca calla, es una fuente inagotable de creatividad, de contagios y de sorpresas. Por esos días, inusitadamente, comenzó una ola de matrimonios que despertaron el asombro de todos, lo cual, para el imaginario popular, no era casualidad, sino señal de nuevos tiempos. Sin embargo, parecía que sólo el matrimonio del cacique causaba admiración, pues era el más comentado, el dolor de cabeza de propios y extraños, pese a que las otras posibles bodas estaban rodeadas de algunos escándalos públicos. Petra Loaiza, por ejemplo, una viuda millonaria de Pastizal, el segundo pueblo en importancia de la zona, también anunciaría a familiares y amigos su boda con Santos Colina, un joven emprendedor de veintiocho años que se iniciaba en el negocio de víveres siendo hijo de un bodeguero. También un ex alcalde del pueblo, quien por sus actividades extrañas en la administración pública muchos años atrás, había hecho dinero, y que ahora le ofrecía como haberes de matrimonio, a una joven y bella universitaria, una empresa cárnica incluido un nuevo matadero paralelo al municipal; él pasaba largo de los sesenta y ella sólo diecinueve años. Por su parte, Nicolás Baute, un joven de veinticinco años, buenmozo, desconocido, y recién llegado al pueblo desde los lados de los llanos, se aseguraba en las esquinas y en las plazas, se iba a casar con Isidora, una sesentona llamada la wiskysera dueña de buenos almacenes en la capital que últimamente estaba frecuentando el pueblo en sus carros siempre muy lujosos. Es un hábito muy de ese pueblo el preocuparse más por la fortuna y los bienes de de su gente que de cualquier otra cosa. Sobre todo cuando hay tantos “grandes cacaos” allí, acostumbrados a hacer su voluntad, pero más a que le hagan la venia y a sentirse dueños y señores de la vida de sus pueblerinos y de regodearse ante las miradas de soterrados pretendientes. Pero el mayor de todos ellos es Polanco y su bella prometida, quienes han despertado un interés sin igual por su compromiso. Una tarde, cuando el cacique merodeaba por el pueblo luciendo a su “doncella” de compras en la panadería, se le acerca Osmunda, mejor conocida como “la bruja”, lectora de cartas y tabaco. El la conoce por su fama y como personaje del pueblo desde que era mozo, pero desdeña de lo que sabe y dicen de su sabiduría. Se acerca a él y le dice casi en presencia de su prometida:

_ ¡Hola, señor Polanco! _ Hola, Isidora, cómo estás _ No tan bien como usted, que se va a casar de nuevo

El cacique se metió la mano en el bolsillo de atrás para sacar su cartera, pero todo quedó ahí; la también setentona mujer detuvo su acción con un gesto y una palabra: _ ¡No, Polanco! Yo no me acerqué a usted para eso, yo me gano el dinero con mi trabajo, aunque muchos no crean en él _ Está bien, disculpa. ¿Entonces para qué? –Lució algo despectivo- _ Sólo quiero adelantarme en el tiempo _ No entiendo _ Se lo voy a explicar; digo; si usted me lo permite _ Mira, mujer, yo no tengo mucho tiempo para esto, pero te voy a oír

Polanco le puso una mano en el hombro y la corrió hacia un lado alejándose de la camioneta y de su prometida. El lugar, por supuesto, no estaba solo, pues como toda carretera de pueblo, el tráfico y los curiosos nunca faltan. Aquella entrevista causó revuelo, provocó los comentarios de siempre, aunque sólo hayan intercambiado estas pocas palabras: _ Dime rápido eso que quieres decirme _ Cómo no, señor Polanco. Un día la vida lo va a llevar a una encrucijada, y usted tendrá que tomar una decisión; pues tome la más sabia, aunque no le guste, pero desde ahí, desde ese momento, cambiará su vida; y por qué no, también la de este pueblo, que bastante lo está necesitando. Gracias por oírme.

Sin más, aquella mujer giró y tomó la carretera sin aparente rumbo fijo. Detrás dejaba a Polanco dudoso, escéptico, pero también como de costumbre: desembarazado de supersticiones y falsas creencias. Sin embargo, no dejaba el cacique de sentir curiosidad por la seguridad con la que hablara “la bruja”. En el trayecto, mientras manejaba, Polanco no sabía por qué, pero de momentos, relacionaba el misterio de aquellas palabras con las otras cacareadas bodas, que al igual a la suya, se anunciaban como si se tratara de fiestas patronales. Por otra parte, Isolina fue incapaz de mencionarle media palabra al respecto; parecía ser una de sus virtudes; esa, que a los hombres como Eufrasio Polanco, valoran como de una buena mujer: la discreción. Aquel hombre era de pocas palabras, pero de muchas introspecciones; de reflexiones, que pese a su fama de áspero y agresivo, las hacía sin comunicar nunca nada a nadie. Era de pocos amigos, de andar siempre solo, de esos que practican la doctrina de: “Mejor solo que mal acompañado”. Por eso nadie lo conocía más allá de lo aparente; ni siquiera su propia familia, a la que mantenía aislada de sus secretos aunque envuelta siempre en las comodidades propias de los hacendados. No fue posible para sus hijos ni sus hermanos, atreverse nunca, durante los largos meses que duró el compromiso, a referirle lo más mínimo respecto a su alocada decisión. Los mórbidos días que habían vivido, tanto la familia como el pueblo, acabarían probablemente el día de la boda; todo se acallaría al consumarse aquel hecho trascendente para todos; mientras que para algunos, sin embargo, sería tan trágico como sórdido, tan inaceptable como curioso; casorio que copaba la escena, que opacaba el resto de aquellas disparatadas bodas que nadie se explicaba de dónde habían salido. Como hecho insólito, apenas en un mes, ya se habían realizado todas ellas; faltaba sólo la del cacique. Entre tanto, la bruja había corrido mucha gente de su casa y de su presencia en las calles que se acercaba a ella para preguntarle qué había hablado con Polanco. Se formó durante ese último mes un fárrago de especulaciones en torno al cacique e Isolina, por todos esos días la bruja fue el centro de atención de propios y extraños, de jóvenes y viejos, a tal punto, que el ranchito de Osmunda ahora se la pasaba llena de gente queriendo consultarse con el tabaco y las cartas, más por curiosidad que por fe verdadera.

SUCEDIÓ ASÍ

Con la fastuosa boda también llegarían nuevas consejas. Por meses se habló de esa fiesta, de ese matrimonio, por cuyos gastos, debería durar para siempre. El mayor de los corrillos eran los bienes que habrían de pasar a manos de Isolina. Se hablaba de una de las haciendas, de mil cabezas de ganado, de unos negocios en la capital y de un trasporte de gandolas, que al parecer, ya estaban a nombre de la bella mujer. Otra de las fábulas era que Isolina le daría hijos al cacique que nacerían tarados porque la creían su hija, que esos hijos degenerarían la estirpe de los Polanco; esa impronta de vagabundo y semental irresponsable que dejó sembrado en los caminos dolor y abandono. Se decía tanto de aquella pareja, que mucha gente llegó a creer, que se trató de la salvación del pueblo, del fin de muchos males generacionales, mientras otros, por el contrario, creyeron que se trataría de la perdición del verdadero amor entre las parejas, que fue el peor ejemplo que se pudo dar a los jóvenes de toda la región. Todo aquello parecía poner sobre los hombres de Polanco y su esposa la responsabilidad del futuro de toda esa generación a la que no le quedaría otra cosa que negociar antes que amarse. Pero aún así aquel pueblo no cejaba en su cotidianidad, en sus rudimentarios hábitos de criticar lo insulso, de gastar su tiempo en las cosas más banales de las que siempre se ocupó. Varios meses después aún se hablaba del flux tornasol del cacique y de sus zapatos de charol, del vestido a la criolla de Isolina y de lo mal que le lució aquella inmensa rosa roja en la cabeza. Todo aquel discurso popular parecía girar únicamente alrededor de un matrimonio que sólo sirvió para inspirar las más ácidas críticas del pueblo de Yaracual, para saciar la emponzoñante voluntad de aquellos que no supieron más en la vida, que descargar sus frustraciones con aquellos que se atrevieron a dar pasos insospechados por caminos difíciles y tortuosos, como el de romper con ataduras tantas veces imbéciles. Y es que en medio de aquella vorágine que ocasionó la llegada de esa boda nadie imaginaba lo que a su interior verdaderamente sucedía, nadie imaginó jamás lo que al interior de ella sucedería como hecho sorprendente. Al pasar de dos años la curiosidad de toda esa gente pueblerina estaba más activa que nunca. Desde los más pobres hasta los más ricos vivían atentos a lo que sucedía en la gran hacienda, donde a un par de kilómetros, de la que siempre fue la casa principal del cacique y su montonera, éste mandaría a construir una gran quinta hecha exclusivamente para él e Isolina. Lucía cual castillo de amor, cual morada idílica, lo cual causaba la envidia de propios y extraños. Para los más, dos años era mucho para esa pareja; para otros el tiempo corría como pólvora, vaticinando cada día un fracaso que celebrarían gustosamente. Incluso, la familia Polanco, parecía haber asimilado esa relación matrimonial, como un hecho más de esos a los que el bellaco Eufrasio los tenía acostumbrado sin dar la mínima explicación. Transcurrieron ese par de años allí en La Montañita con los consortes sin dar nada de qué hablar. Todo parecía normal, como si se hubiesen casado dos mozos en plenitud de vida. Polanco cada día en sus faenas de siempre se mostraba sano, rozagante de salud, como si ese par de años lo hubiesen rejuvenecido; se mostraba afable, pero a su vez guardando aquella distancia y hermetismo de siempre incluso entre los suyos. Por su parte Isolina se mantenía hermosa, sin atisbo de preñez ninguna. Él siempre dominante y severo, dedicado a su nueva mujer noche y día, pero sin dejar de cumplir con su familia en el más mínimo de los gastos de siempre. Ella, pese a los vaticinios de la gente, y hasta a los de sus hijos y allegados, permanecía sola, pues en ese tiempo no llevó a vivir con ella, ni siquiera a su propia madre. Un buen día, para acabar con la perfección de aquel romance, vieron en los negocios del pueblo, a Isolina comprando víveres en compañía de un nuevo capataz contratado hacía pocos días por el cacique y manejando su propia camioneta. Era lo que aquel polvorín de chismes había estado esperando por dos años para desatar sus mejores fuerzas. Aquella escena, sin parpadear, llegó como una saeta a “la polanquera”; así llamada en el pueblo la casa principal donde vivió el cacique los últimos cuarenta años al interior de la gran hacienda con toda su descendencia. Los primeros en hacerse eco de la cizaña, y de darle calor a los comentarios malsanos de la muchedumbre, fueron sus hijos y sus hermanos, quienes al parecer también están al acecho de la menor oportunidad para ir por la destrucción de ese matrimonio. A todos ellos los asfixiaba la duda, la mórbida curiosidad de no saber qué le había y qué no le había dado su padre a la joven y bella muchacha. Lo cierto es que querían arrebatarle, fuera lo que fuera, lo que el cacique hubiese puesto a su nombre. Ese día se soltó el aquelarre, todo el mundo ya daba por hecho la deslealtad de Isolina con el cacique. Era cierto, que el nuevo capataz, era buenmozo, algo joven y ajeno al pueblo; pero también era verdad, que otro joven también extraño, el ordenanzas que le había servido también esos mismos dos años, desde que comenzara aquel romance entre ellos, andaba a toda hora, día y noche, montado a caballo, arriba y abajo como escolta de Isolina. Todo consistía en desprestigiarla; primero ante la familia, luego en el pueblo, y así dejar correr la perversa especie de la traición de Isolina contra el temido Polanco. Pero hubo más. Unos días después de aquel primer hecho, Polanco debió salir inusitadamente hacia la capital por unos negocios, dejando a Isolina en La Montañita, según las viperinas lenguas populares, al cuidado del capataz y bajo la vigilancia del joven ordenanzas por un par de días. Fue suficiente aquello para que su familia se ensañara contra ella de esta manera:

_ Qué te parece, Paco, ahora la niña de los ojos de mi papá, además de andar por ahí quién sabe en qué con el capataz, ahora también la deja sola en La Montañita, “al cuidado de los dos susodichos ¡Qué te parece! _ ¿Zamuro cuidando carne? Yo creo, Lorenzo, que a mi papa le está pegando ya la chochera _ ¿Chochera, tan activo y tan jodío que es mi papá? _ Coño, hermano, esta vaina hay que hablarla con todos, esa mujer no puede burlar a mi papá de esa manera _ Okey ¿Pero le vas a comentar eso a Alberto, y al Sute? _ A ellos no, pero sí a Carmencita, y a los tíos _ Bueno, a ellos sí, pero que nada salga de aquí; recuerda que Polanco es un tigre, y todo esto es muy delicado.

Por un par de meses todo quedó hasta ahí. Las cosas, siempre en control de Polanco, parecían volver a la normalidad acallando la familia. Pero ese huracán llamado Yaracual no cesaba de hablar de aquello, desayuno, almuerzo y cena. Así como no dejaba Isolina de andar con el par de extraños en la camioneta del cacique, siempre desenfadada haciendo sus compras y diligenciando en el pueblo, tampoco paraba ese molino de las lenguas de la gente de moler y moler la intimidad de aquella pareja. Todo el mundo hablaba de los “cuernos del cacique”, pero nadie se atrevía siquiera a mirarlo o acercarse a él en ningún momento y lugar. Sabía la gente, que no le temblaría el pulso a aquel hombre, para volarle la cabeza a cualquier equivocado con su mujer. Era preferible sacarle pencos a un toro bravo que atrever a rozarse siquiera con el cacique por algún asunto personal. También su familia pensaba igual, pero alguno de ellos debía tomar el riesgo de referirle a Eufrasio Polanco que su mujer lo estaba engañando. Al parecer, lo de Isolina y el capataz estaba pasando de los comentarios a lo cierto. En el pueblo sólo se oían cosas como estas: “Yo lo sabía, Gertrudis, que esa mujer, tan joven y guapa, no iba a soportar más de un tiempito a ese señor viejo y feo”. “Claro, eso se veía venir, tarde o temprano ella le daría tostón al cacique; y tan arrecho que es”. “¿Será que no se da cuenta, un hombre tan bellaco como Polanco?”. “¡No joda, y quién se atreve a decirle algo a ese señor!”

De ese talante eran los comentarios en cada esquina. Pero esa crítica demoledora más temprano que tarde llegaría su fin. Porque mientras estas se saciaban en boca de los envidiosos y mal vivientes, de la gente común, así como de todo aquél que le apeteciera un epíteto o un comentario contra Polanco y su mujer, su familia buscaba la forma de penetrar aquel escudo blindado que era el carácter del cacique y su personalidad abrupta e inaccesible. Pasaban los días y las reuniones entre los hijos y los hermanos de Polanco eran cada vez más seguidas sin que para nada aportaran una solución concreta. Se hayaban entrampados entre haber aceptado ante la gente el bochornoso hecho y el no ser capaces de enfrentarlo con la vergüenza y la dignidad que su apellido comprometía.

Sin embargo apareció una luz al fondo del túnel. Provino esta vez del menos pensado de sus hijos: “el borracho”; Alberto Polanco. Ese día, en reunión de ese último domingo por la tarde, pidió la palabra la cual se la concedieron a regañadientes; pero así habló:

_ Ustedes me van a perdonar, pero no han caído en cuenta de algo _ Bueno, vamos a oírte, Alberto, a ver si alguna vez dices algo sensato _ Yo creo que sí, tío Carlos, no veo otra forma de decirle a mi papá semejante verdad _ Pues dilo, sobrino, porque hasta hoy no hemos encontrado la forma _ A eso voy. Todavía nos queda un último cartucho, que creo pueda ser el que resuelva toda esta vergüenza que estamos pasando; porque lo que soy yo, he tenido que pelear en el pueblo varias veces, por las miraditas y las puntas de la gente cuando uno pasa por cualquier lado; ustedes saben que es así _ Sí, es verdad, Alberto, eso no lo podemos negar, que a todos nos afecta por igual, pero necesitamos que nos des esa solución ya –Habló con angustia Lorenzo, su hijo mayor- _¡Okey! Creo que al único, al que mi papá pudiera oír, no estoy seguro, es a mi tío Pedro; al Dr. Pedro Polanco.

Todos se miraron las caras entre sorprendidos y alertados. Ninguno de los presentes objetó ni un ápice la propuesta quedándose callados tratando de digerir el asunto. A poco, entre dudas y suaves gestos, habló Carlos, el hermano mayor del cacique:

_ Mira, no había pensado en eso, y a este loco se ocurre Pedro _ Pero… No es mala la idea, mi tío Pedro, más que su hermano menor, creo que son los ojos de su cara –Intervino Carmencita- _ Yo lo digo por eso, porque por lo que vemos, él quiere más al Dr. Polanco, que a sus propios hijos.

Aquella opinión fue tácitamente otorgada sin ningún comentario. Todos asintieron aquello como una verdad irrefutable por tratarse de una relación entre dos hermanos como pocas veces en la vida todo ese pueblo había conocido. De nadie hablaba Eufrasio Polanco con más orgullo que de su hermano Pedro; para él, “el mejor médico del país”. Era ese galeno el hermano menor de ocho que había parido Ernestina Suárez de Polanco, mujer de respeto por haber sido la comadrona de Yaracual cuando no había, a cien kilómetros a la redonda, siquiera un dispensario donde ir a parir. El muchacho nació hasta simpático, estudioso y con espíritu de volar por el mundo. Particularmente, el cacique lo protegió desde niño como si se tratara de un hijo, además costeó sus estudios, incluyendo los de medicina en la capital del país. A decir verdad, era el orgullo de toda esa familia y de todo el pueblo mismo, pues cuando el Dr. Pedro Polanco llegaba dos veces al año a Yaracual, todos querían saludarlo y estrecharle la mano de pura admiración. La reunión terminó así:

_ ¿Quién hablará con mi tío Pedro? -Preguntó Paco- _ Será mi tío Carlos, creo que es el más indicado _ No está mal la propuesta, Lorenzo, pero yo no puedo viajar tan lejos, recuerden que son ya más de ochenta y que no me siento bien, sobrinos _ Yo creo, tío, que no hay necesidad de ir a la capital para eso, creo que mi tío Pedro, al decirle que es algo urgente de mi papá, él de seguro vendrá a Yaracual _ Es verdad, Alberto, es tu segunda mejor idea de tu vida _ ¡Claro, tío Carlos, mi papá sé que le va a parar bolas a él!

El ochentón, también ganadero y resuelto como todos los Polanco, aceptó llamar a su hermano menor y contarle vía telefónica, lo suficiente para hacerlo venir en ayuda de quien había sido casi su padre desde niño. Por esos días la familia se llenó de expectativas en torno a la gestión del tío Carlos, convencidos de la llegada a Yaracual del Dr. Polanco, halado por una razón de extraña emergencia. Todos se mantuvieron expectantes, deseosos de resolver aquella inmoralidad en la que los había metido un hombre acostumbrado a burlar la moral de familias enteras; ¡que ironía! un cazador cazado, un burlador de corazones burlado por una mujer joven y bella, como esas a las que tanto desdeñó sin importar el descrédito de su familia y de su pueblo. ¿Acaso se acercaba el fin de esa historia? ¿Cómo habría de terminar aquel matrimonio rodeado de incertidumbre y críticas? ¿Se desataría entonces en Yaracual un vendaval de pasiones y hasta de un final inenarrable? Lo cierto es que aquel zumbido de comentarios no había parado un instante por más de dos años, que se había tejido una historia inédita con un final incierto y peligroso, donde lo más esperado, ante el mórbido y mal espíritu de los impíos, era escuchar la infausta noticia de un hecho de sangre. Pasaron entonces dos semanas después de aquella entrevista familiar. Se corría entre ellos el rumor de la inminente llegada del supuesto salvador de la patria, de aquel galeno sesentón que vivía en la capital del país, que apreciaba a su familia, pero siempre se mantuvo distante de sus pormenores. Una tarde, a las tres, el pueblo fue sorprendido con la llegada, a la estación de servicio, de un carro último modelo, muy lujoso, propio del estilo de los Polanco. Después de llenar su tanque, se estacionó frente al restaurante y bajó del vehículo, el Dr. Pedro Polanco; llegó sólo, como cosa extraña para los pueblerinos. Con poca discreción, los más osados lo miraban agradados y extrañados a la vez; lo saludaban con efusividad, mientras otros, más atrevidos, le expresaban la extrañeza de aquella visita fuera de temporada. Pero la cordura y prudencia del galeno acompañaban su siempre cálido saludo hasta con los más humildes. En ese breve ínterin le salieron al paso: enfermos, viejos amigos, gente imprudente, y hasta los pedigüeños de siempre como en todo negocio de carretera.

Pero habría de completarse el libreto de aquella escena con lo inesperado para todos; cuando se disponía a montarse en su coche, se le acercó Osmunda, “la bruja”, quien se desbordó en admiración Por él:

_ ¡Caramba, doctor Polanco, que honor volverlo a ver en nuestro pueblo! _ Tú lo has dicho, Osmunda, nuestro pueblo, me da gusto igualmente verte de nuevo; tú siempre igual _ No deja usted de ser el muñeco de siempre _ Más viejo sí, mija _ ¿Puede oírme dos palabras, mi querido doctor? _ ¡Claro, claro, dime! _ Ud. es un hombre sabio, doctor Polanco. Su llegada a este pueblo, no resolverá la que vino a hacer, pero le dará tranquilidad a unos y amargura a otros. Es todo cuanto voy a decirle _ Toma, Osmunda _ No, doctor, yo no me acerqué a pedirle; únicamente quería ayudar en algo.

La mujer se retiró como el viento, al igual que en el último encuentro con el cacique. Pedro Polanco no dio mayor importancia a sus palabras, sin embargo estaría atento; él sí era un hombre creyente. Desde ese momento se volverían a soltar las amarras de nuevas consejas, de fantasías que sólo pueden salir de las entrañas de esos pueblos. Esa breve conversación no dejó de despertar esta vez mayores intrigas, intensos corrillos que recorrerían toda la región cargados cizaña y envidia. Ahora sí era verdad que hasta el gato sabía lo del cacique e Isolina, pues recién se enteraba el único que faltaba por conocer del asunto: el reconocido Dr. Polanco; oriundo también de Yaracual. Llegó al fin el esperado mesías a la “polanquera” cayendo la tarde. Lo esperaban ansiosos todos los hijos del cacique junto al tío Carlos; libreto en mano, como quien va a dirigir una tragicomedia. Todos lo rodean desbordados en saludos y admiración, plenos de cariño, pero sin poder ocultar su pesada carga moral. La cena; de buena carne, yuca, ensalada y quesos, ya desbordaba la enorme mesa del gran corredor. Pedro, aún no terminaba de digerir todo aquello, no comprendía cómo su hermano más querido pudo haber llegado a eso. En medio de la alegría de estar nuevamente con su familia, sin embargo instrospeccionaba a cada rato sobre el terrible papel que le tocaba jugar en las próximas horas. Él, más que ninguno de ellos, conocía de las bondades de su hermano, pero también de su genio, de ese talante callado pero resuelto a cualquier cosa. No dejaba aquel hombre, ahora despojado de su condición de médico, de pensar como hombre común, de sentir igual incertidumbre que sus otros hermanos y sus sobrinos. Terminada la cena, debía ahora reunirse con ellos para enterar bien de todo. Necesitaba estar seguro de la verdad pese a su primera impresión desde que entrara al pueblo, pues se podía olfatear, y se podía ver, en la actitud de la gente, que había algo en común, que todos compartían “un secreto”, al que el único que no tenía acceso, era su hermano Eufrasio Polanco. El galeno, pasada cada hora, lo invadía una angustia a la que trataba de controlar pidiendo a Dios lo iluminara para enfrentar esa difícil situación. Ya tarde en la noche, cuando se acalló el ruidoso ambiente familiar, y se acercaba la hora de la verdad, sólo tres de ellos discutirían los términos del escabroso encuentro entre los dos hermanos. Así acordaron actuar:

_ Yo sé que te pudiste dar cuenta, desde que entraste al pueblo, de toda la verdad _ Sí, Carlos, es cierto, esa muchacha, a la que por cierto no conozco, se la está jugando a Eufrasio. Esto no es fácil, pero si ustedes confiaron en mí, tengo que tratar de sacarlo de esta burla _ Aunque nos duela, Pedro, pero nuestro hermano, es el hazmerreír del de toda la gente ¿Cómo vas a hacer, tío, para hacerle saber a mi papá lo que está sucediendo? _ En este momento no sé, Lorenzo, pero Dios me dará las palabras adecuadas para que ello no desate una desgracia _ Ahí está Carmencita, tío, hecha un mar de angustia; va a gastar el rosario de tanto rezar por todo esto _ Vamos a tener fe, yo sé que él a Pedro lo va a escuchar y le va a hacer caso _ Yo no estoy seguro, tío Carlos, si mi papá no va terminar matando a esa muchacha _ Esa es la duda de todos, pero peor es, que sea él, quien la encuentre en algo y se vaya a echar una vaina. Yo mañana voy a hablar con él, temprano, pero si ustedes no le han dicho que yo vengo… _ Tranquilo, tío, él lo que no sabe es si es hoy o mañana cuando tú llegas, pero sí sabe que tú vienes _ Lo que pasa es, que cuando yo voy a venir, siempre se lo digo a él primero, y esta vez ni lo llamé ni nada _ Tranquilo, que le dijimos que tu venías porque querías verlo y a otros asuntos personales tuyos.

LLEGÓ LA HORA

Amaneció y Pedro Polanco ahora estaba más decidido que el día anterior. Era un asunto de honor lo de su hermano y una tarea que debía cumplir conforme a ello. Pensaba en todo, pero confiaba en su amistad y en el afecto que compartían desde que apenas él era un niño. Necesitaba de una voz interior que lo convenciera de que lo que iba a hacer era lo correcto. Entretanto, en el pueblo, hervían las especulaciones sobre la inesperada visita del doctor Polanco y su conversación con la bruja Osmunda, porque todo cuanto tuviera que ver con el cacique e Isolina, era asunto de importancia hasta para “el perro”. En la casa de la hacienda, por su parte, todos amanecieron comiéndose las uñas bañados de angustia y preocupación por la suerte de aquella entrevista. Al fin, a eso de las siete, el doctor Polanco se sube a uno de los todoterreno de la casa y se dirige a La Montañita a verse con su hermano. No se sabe por qué, pero se fue bien vestido, con buena chaqueta, como si fuera al consultorio y no a una casa de hacienda, como siempre lo acostumbraba al venir de vacaciones. La gente en el pueblo parecía saber de aquello, de lo que estaba por suceder, probablemente por algún lengua floja de la familia y por las lenguas viperinas, que como serpentina, lanzan al viento la intimidad de las personas como si se tratara de un carnaval. La familia, a esa hora, quedó pegada de los santos, clamando al cielo y pidiendo a Dios un milagro. Aquellos dos kilómetros se volvieron para Pedro tortuosas leguas mientras rumiaba una y otra vez cada palabra que habría de decir, mientras se llenaba de valor y de voluntad para tratar de convencer a aquel hombre de naturaleza callada pero violenta de aceptar con resignación la dura verdad. Llegó entonces a la entrada de la bonita casa destacada con el nombre de “Isolina”, cuyo frente es un rosal y sus corredores adornados con rústico pero buen gusto. Tocó Pedro la corneta al llegar al frente y desmontó como quien llega a su propia casa.

_ ¡Hermano! –Llamó fuerte- -Voy – Se oyó la inmediata respuesta-.

Para Pedro, aquel encuentro era una prueba de fuego, tal vez la más ruda que la vida le había puesto; para Eufrasio Polanco, un encuentro más con su hermano querido. Pero fuera lo que fuera las cartas estaban echadas para la gran verdad. A poco salió Eufrasio, ataviado como siempre: sombrero, alpargatas, franela blanca y sus favoritos: pantalón de caqui. Lo recibió como en efecto nunca recibía a ningún otro; con una sonrisa plácida que salía de lo más hondo de su corazón. Se abrazaron y se fundieron en un cariño mutuo, profundo, auténtico. Lo llevó al interior de la casa tomado de la mano como si se tratara de viejos tiempos, como cuando el galeno era apenas un niño. Llegaría entonces un momento irónico, un primer momento difícil de los que habría que enfrentar esa mañana: conocer a Isolina. No se atrevía Pedro a preguntar por ella; pero no hizo falta, pues como cosas de Dios, él le dijo:

_ Hermano, lamento no poder presentarte a mi mujer, ayer tuvo que ir a la casa de su mamá; la señora está enferma y… _ Tranquilo, hermano, mejor así, de esa manera podremos hablar mejor _ ¡Claro, claro! Dime, qué te trae por ahí.

El decorado de la sala de aquella casa le hacía las cosas más difíciles a Pedro. En cada pared se podían contar hasta tres y cuatro armas de fuego entre antiguas y modernas, colecciones de puñales y de fuetes por todas partes, como hablando en callado idioma del carácter de su hermano. Lo invitó al patio, donde igual había piezas antiguas de carretas y de artillería recién adquiridas semejando un museo de viejas guerras y renovados bríos. Intercambiaron afablemente por unos minutos sobre cosas de trabajo de ambos siempre Eufrasio pendiente de las brillantes operaciones de su hermano. Pero tocaba a Pedro cambiar el ánimo de aquella conversación. No sabía de momentos cómo hacerlo, pero debía comenzar sin más reparos. Comenzó por mirarlo, a los ojos directamente, como ambos siempre lo hacían. Trató Pedro de adecuar su expresión a lo que iba a decir y lo logró:

_ ¿Qué pasa, hermano?, esa cara me dice algo _ Sí, Eufrasio, pasa, y mucho _ ¿Tienes algún problema? _ Bueno… Sí, porque si es un problema para ti, es un problema para mí _ No entiendo Pedro, de qué problema se trata

Ambos entraron en un ánimo denso, nunca visto entre ellos. Ahora le tocaba al cacique ajustar su talante al nuevo rumbo de la conversación; giró hacia unas sillas agrupadas hacia uno de los corredores del gran patio invitándolo a tomar asiento y comenzar a hablar, ahora sí, de lo que Eufrasio Polanco nunca imaginó su hermano alguna vez podría referirle. Pedro no dejaba de observarlo un instante, tratando de adivinar sus pensamientos, sus cambios internos, aquello que pudiera darle conocimiento para anticipar su conducta. En efecto pudo observar su cambio de ánimo; de feliz y extrovertido, a grave y ceñudo. A poco se sentaron, y Pedro entendió que debía ser él quien llevara la iniciativa de la conversación. Optó por rebrembrar el pasado, por pasearlo, pacientemente, por aquella vida bucólica de Yaracual y sus hermosos parajes siempre verdes y por sus correrías de niño, que tenían como mejor recuerdo, la protección de su querido hermano Eufrasio llevándolo a caballo cubriendo su cuerpo y dándole las riendas en muchos trayectos. Buscaba el galeno preparar el ambiente psicológico para quitarle sus naturales bríos, sus arrestos de bellaquería y machismo de los que hacía uso todos los días del santo mundo. A todas esas, El viejo setentón lo escuchaba como siempre; atento, extasiado de oír, entre tanto lenguaje coloquial de todos los días, a alguien, que en la expresión de ese propio pueblo, era la de “usted si habla bonito”. Continuaba las remembranzas el doctor pero sin dejar de atisbar en sus gestos, en su cambio de ánimo, tratando de relajarlo y llevarlo por el camino más largo a la verdad, pero, según su criterio, el más conveniente. Al cabo de varios minutos pregunta el cacique:

_ Hermano, que bueno que tú recuerdes todo eso, porque yo nunca dejo de recordarte, especialmente a ti, y eso me hace muy feliz, pero tú mejor que nadie me conoces. No he querido interrumpirte, porque te admiro y siempre me gusta como tú hablas, pero me hablaste de un problema, que creí entender, era mío _ Sí, hermano, es cierto, pero como el asunto es tan delicado, tan grave, he querido acercarme a ti y a las cosas más queridas que ambos tenemos: nuestra amistad y nuestros recuerdos de familia. Sé que quieres que vaya al grano, pero antes debo pedirte paciencia, nada de angustia, y mucho menos violencia _ En realidad no sé lo que vas a decirme, pero en la forma en que me estás hablando… No sé, no te puedo garantizar nada; tú sabes cómo soy _ Claro, Eufrasio, es por ello que quiero prepararte, para evitar consecuencias, a las que tú también sabes, nunca desearía, que por mis palabras, se pudieran presentar _ Te adelanto, Pedro, que a la persona que menos desearía yo involucrar en un problema serías tú _ Pero te repito, hermano, si es tu problema, estoy involucrado; eso no se puede evitar _ Entonces trataré, con el favor de Dios, de tomarlo de la manera como me lo estás pidiendo; pero te repito, hay cosas que yo no puedo evitar.

Pedro introspeccionó y respiró profundo delante del cacique sin disimularlo. Buscó un último recurso; ordenar sus ideas y atinar a las palabras correctas, tal y como haría con el familiar de una paciente al que hay que comunicarle lo inevitable. El rostro del cacique, a todas estas, sin embargo no se veía desencajado, pero sí expectante. El galeno no dejaba de detallar aquellos cambios; sabía de la psicología en esas circunstancias, ha vivido por más de treinta años experiencias difíciles en el ejercicio de la cirugía, pero esto era otra cosa, era algo mucho más complejo. Lo ayudó, como mejor aliado, el hecho de no percibir gran ansiedad, en un hombre, de por sí, siempre sereno, pero resuelto. Con este último diálogo culminaría toda esta historia:

_ Hermano, el amor que te tengo, me impide más vacilaciones. Todo se trata de tu esposa, de tu relación con ella y tu futuro _ ¿Creo que no la conoces? Es sólo una pregunta, hermano _ Cierto, Eufrasio, no la conozco; de referencias sí, porque las veces que he venido, que han sido pocas últimamente, no había podido visitarte. Pero siempre estuve enterado de tu matrimonio, y tú sabes, no vine por el viaje del que hablamos en esa oportunidad _ Dele contra el suelo, hermano, como decía nuestra vieja ¡que Dios la tenga en la gloria! _ Sí, a eso voy. Lo que te voy a decir, Eufrasio, no es un chisme, y menos viniendo de mí; yo siempre compruebo las cosas antes de hablar _ Claro, como buen médico _ Correcto. Yo no te voy a recriminar el que te hayas casado con una mujer muy joven para ti, ni que le hayas dado cuanto le hayas dado porque ese es tu dinero y te lo has ganado trabajando duro y nadie tiene que meterse en eso. Además, hermano, pienso que venir a decirte aquí, a tu casa, lo que voy a decirte, no es lo correcto, debí haber escogido otro lugar _ Tranquilo, hermano, tú jamás molestarías en mi casa. Ahora, respecto a lo otro, eso está claro, y yo sé que mis hijos, y nuestros otros hermanos me lo han criticado, aunque no de frente, pero… ¿Qué puedo hacer yo? _No, no hermano, no se trata de eso, es algo más grave _ Okey, hermanito, soy todo oído _ Coño, hermano, se trata de una vaina que yo, y que la familia, ya no soportamos y que no estamos dispuestos a seguir soportando _ Entonces la vaina es grave, de verdad _ Sí, Eufrasio, muy grave. Yo, en lo particular, no puedo aceptar, que sigas siendo el centro de todas las críticas en esta región; eso, no puedo aceptarlo, a tal punto, que estaba dispuesto a invitarte a mi casa para decírtelo, y hasta comunicarte, que me daba ya pena volver al pueblo _ Hermano, dígalo ya, sea lo que sea y pase lo que pase _ Coño, hermano, su mujer, desde hace un tiempo, pude comprobar, también vive con tu capataz, con el capataz de esta hacienda _ Y… ¿Cuál es el problema, Pedro? Yo también la cojo.

FIN

La Niña

Todo comienza ahí, en el mismo barrio, en la misma calle y en la misma cuadra; más preciso, frente a la casa de Dolores Moncada. Es una familia vecina suya; los Linares. Es Rogelio Linares el padre de cinco niños: Rogelito; el mayor, luego Victoria, Demetrio, María Luisa y José Luis; así en ese orden, hasta el menor. La Niña, como la llama su tía, es la madre de esas criaturas; una mujer joven y bella, de un moreno bronceado que cargaba de cabezas a más de uno en ese barrio. No mostraba La Niña los estragos de cinco partos; más bien acostumbraba a pasearse de la casa a la bodega, y viceversa, martirizando a los solteros y arrancando lujuriosos piropos a los casados del lugar como si se tratara de una soltera aspirante a marido. Como bella, lucía con arrogante vanidad, unas caderas cimbreantes siempre abrazadas por faldas y pantalones ceñidos como una segunda piel; todo ello sin mencionar unos ojazos negros y un perfil que hacía lamerse el bigote a viejos y jóvenes por igual. Era sin duda alguna la atracción de las cuatro de la tarde, cuando salía a comprar el café y el pan de la merienda en la bodega de la esquina. Por su parte, Rogelio había llevado su prole a vivir al lugar hacía poco más de dos año; su hijo menor había nacido apenas a unos días de su mudanza. Chofer de un camión fletero en los telares, acostumbraba ciertas veces a venirse a pie algunas diez cuadras desde la empresa donde dejaba la carga para evitar responsabilidades. Es hombre bajo de estatura, pero fuerte. El se acerca a los cuarenta, La Niña aún no llega a los treinta. Una sonrisa siempre a flor de labios, y un breve y oportuno saludo a todos sus vecinos, lo hacían lucir simpático, lo cual acompañaba de unos bigotes chorreados y una fina y blanca dentadura como carta de presentación. Nunca, como es costumbre en esos barrios, faltaba un valentón que se arriesgaba a seguirla de cerca alimentando su ego con buenas lisonjas, aún a riesgo de la presencia inesperada de su marido que la celaba hasta de sus propios hermanos. Desde de su llegada a esas calles de tierra había una actitud de solivianto por los hombres hacia ella e ironía y severidad en los continuos reproches de las señoras casadas por el desenfado de la bella mujer al caminar. Todo aquello era la fuente de un nuevo suceso, de circunstancias que se conjugaban para formar, día tras día, la esencia de un país que vive así, que se hace de esas cosas pequeñas, que una tras otra, se vuelven inmensas y dramáticas. Rogelio Lanares tenía preferencia por tratar con una vecina en especial; con Dolores. Le inspiraba confianza; tal vez algo más. Inducía a La Niña a cultivar su amistad y sus consejos. Un sentido muy interno le hacía prohibir a su mujer el trato con los demás vecinos; de hecho, su única visita, era a la casa de dolores una o dos veces por semana. La situación en su casa, pese al sueldo de Rogelio, no era buena, pues el alquiler, y los gastos mínimos que generaba aquella prole, algunas veces rebasaba su sueldo. De sus limitaciones sabía bien dolores, quien se enteraba en detalles de boca de La niña, quien no tenía la lengua tranquila más que para callar sus intimidades ladinas y riesgosas. Dolores es prodigiosa en eso de descubrir las pretensiones de engaño, y La Niña no iba a ser la excepción. En una de esas conversaciones que rayaban en la confesión Dolores le respondió: _ No sé de qué o de quién me hablas, Niña, pero tus palabras, no son claras _ No importa Dolores, yo me entiendo; después te digo El supuesto de la conversación dejó a Dolores cavilando después de que ésta cerrara la puerta como huyendo hacia adelante lo cual despertó en ella una cierta preocupación que iría creciendo en los días posteriores. Aquella remota complicidad entre ambas comenzaba a inquietar a Dolores, pero al mismo tiempo germinaba en su mente un acercamiento a la verdad, una sospecha que cada día cobraba fuerza tras cada visita de la bella mujer a la casa de los Moncada. Y es que las conversaciones entre ambas se prolongaban con la intención sutil y suspicaz de La Niña en insinuarle cosas escondiéndose detrás de cada palabra. Un domingo, en horas de la tarde, cuando eran frecuentes sus visitas, llegó esta vez la pareja: Rogelio de gancho con su mujer. Se adentraron por el zaguán raudos hasta el patio atraídos por el sabroso olor donde se hayaba Dolores haciendo unas cachapas domingueras ya a punto de llamar a la ristra de muchachos que ella también tenía. Llegan sonrientes; ahora Rogelio rodeando el cuello de su mujer en expresión de abundante afecto, mientras ella lo abraza por su ya algo abultado abdomen. Dolores ve aquel cuadro y dibuja una sonrisa en sus labios mientras refleja en su mirada que va directo a los ojos de aquel hombre, quien a su vez responde con casi idéntico gesto. ¿A qué se debía aquel cruce de miradas? ¿Había algo en entredicho? ¿o era que coincidían en la misma percepción?. Ahí se saludan: _ ¡Buenas! _ ¡Caramba! ¿Y eso? –Preguntó Dolores- _ Bueno, vecina, es domingo; y no crea que he venido por las cachapas, que sé las hace muy buenas, vengo a reclamarle que usted no nos visita _ No, no es que yo tenga a menos visitarlos, Rogelio, sino que con la visita de La Niña a mi casa es suficiente _ ¡No creo! Sepa que mi casa se honraría con su presencia _ Gracias, Rogelio _ Es verdad –dijo La Niña-, yo puro vengo pa´cá y ella nunca nos visita, mi amor; es bueno que se lo reclames Dolores sintió aquellas palabras como un cumplido de una mujer acostumbrada a imprimirle un dejo de falsedad a sus oraciones. En esos años sesenta, como hoy, la pasión, el amor, la verdad y la mentira, siempre han sido lo mismo. Tal vez una época más cándida era aquella, pero el hombre y la mujer, han tenido siempre la misma condición: pasión antes que todo. Entretanto, la conversación, como siempre, se ha extendido por horas, paseada por la cotidianidad de esos tiempos y curtida por las necesidades de la época. Y era que hablar de política para ellos no era tema central; no tenía ésta la importancia de hoy, porque vivir, trabajar, y otros oficios, no era asunto que la gente de entonces vinculara al gobierno, sin embargo, sus noches tenían otros bemoles; por ejemplo: noches calladas y solas, pero algo más obscuras, donde la televisión era diversión temprana y donde las mentes no se encontraban sobrecargadas de tanta vanidad ni sufrían los estragos que produce la sociedad dineraria de nuestro tiempo. Rogelio parecía feliz al lado de aquella Venus que le daba vigor. Ella aparentaba una entrega de mujer realizada, hogareña, y algo tímida. ¿Quién de los dos fingía más? Esta pregunta ocupaba la preocupación de Dolores. Su instrucción no pasaba del cuarto grado, pero leía periódicos, revistas, vendía productos cosméticos, y por ello, debía estar enterada del último grito de la moda. Por todo ello no era fácil confundirla; menos engañarla. Su olfato de mujer era fino, agudo, como el del sabueso; difícilmente se le escapaban detalles o gestos echados a volar sin pretensión. Ínterin la visita continúa ya prolongada hasta entrada la noche. La conversación, al final, ha llegado a temas escabrosos, pues además de hablar someramente de democracia, de los hijos, otro tanto del trabajo y las finanzas, y hasta de muertos y aparecidos, culminó con asuntos de pareja, del amor y de sexo, que por extrañó “azar”, Rogelio la llevaría por los caminos de la traición hasta referirse crudamente al tema de los cachos: _ ¡Mire, Dolores, mujer que a mí me dé tostón, le paso una pico e´ loro por el cuello! ¡Caramba, Rogelio, quien lo escucha se asusta! _ Es un decir, Dolores, pero cada hombre tiene su estilo _ Primero tiene que comprarla –dijo La Niña-, porque que yo sepa, el tiene una sola navaja, y no es así ¿verdad, mi amor? Pese a la chanza, las palabras pronunciadas por Rogelio fueron algo desconcertantes para Dolores. El tono de su voz, aunque su mujer se inmutara ante ello, estuvo acompañado de un gesto recio y grave, dejando en la discreta vecina de los Linares un rastro de temor y de dudas.

*

Estamos ahora en la casa de La Niña. Sabemos que su situación no es buena. Una tía suya, mujer ya vieja, vive con ella desde los primeros meses de su boda. Su sala está casi despoblada de muebles, y los pocos que hay, curtidos por el uso de años, dan un aire de pobreza a aquella casita de apenas dos cuartos, una cocina estrecha, así como otros reducidos espacios que dan a un patio vacío que se debe cruzar para llegar al baño. Sus cinco hijos lucen siempre sus pies descalzos y su troco desnudo; menos la hembrita, la menuda Victoria, que al parecer gozaba de la preferencia de su tía vieja. Sus miradas son tristes, como sus carencias, que están a la vista, en un ambiente hogareño y puro; lo uno reflejo de lo otro. Un televisor solitario en la sala es encendido a las cuatro de la tarde como única diversión, momento en que los niños se agolpan frente a él casi devorándose el blanco y negro alegrando sus caras. Igual motivo de alegría para ellos era la llegada de Rogelio cada tres días, cuando el pito del camión se anunciaba una o dos cuadras antes. Podía llegar a cualquier hora, igual que irse; no anunciaba las primeras, pero sus partidas dejaban siempre una escena de llanto y cruces a mano alzada de la tía vieja y de Dolores quien siempre estaba pendiente de los momentos críticos de los Linares. Uno de los linderos, en el patio de la humilde casita, es una palizada tosca y escuálida, de viejos alambres de púa y de pate ratones que apenas rebrotan en invierno. A través de ella se distingue el patio de la casa de doña Lola, que con su alero y baño contiguos parecen compartir la intimidad. Vive con esta septuagenaria un nieto suyo: Juan Ramón. Es un joven de tez clara; alto y fuerte, de ojos vivos y pícaros, que aunque aparente más edad, no excede los veintiún años. Tiene como costumbre La Niña bañarse por las noches en su patio al aire libre; en un ambiente penumbroso que dibuja su escultural figura, ahí, al lado de la batea. Su tía no ve aquello con buenos ojos, pero La Niña es desenfadada casi para todo. Un día, cuando ésta resoplaba con fruición, tras cada totumazo de agua fría de vaciaba desde su cabeza, su tía le reprocha: _ Niña, por favor, no te bañes ahí, para eso tienes un baño _ No, tía, tú sabes que yo sufro de calores _ Sí, pero eso a Rogelio no le va a gustar _ Sólo que tú se lo digas _ Yo no, pero alguien le podría ir con el chisme _¿Quién, tía? _ Además, Niña, al lado hay hombres _ Tía, hombres hay en todas partes _ Claro, y a todos les gusta ver _ El que no ve es porque es ciego. La atrevida mujer hablaba fuerte, buscando trascender los límites de aquella palizada tan débil como cómplice. En ese instante se acerca la nerviosa señora a la propia puerta del patio saliendo del vaporoso ambiente de la cocina y le reclama: _ ¿Por qué hablas tan fuerte, chica? _ ¿Fuerte? _ Sí, casi gritas _ Lo que pasa, tía, es que esta agua fría, a esta hora, aaaaah, me excita. La aplomada setentona miraba la silueta de su sobrina moverse en lo obscuro, la cual parecía, tácitamente, renunciar a cualquier reparo o norma de pudor. La bella mujer, pese a la hostilidad de su tía, continuaba su sensual conducta esta vez con contorsiones suaves e insinuantes cada vez que vaciaba la totuma de agua fría del inmenso barril sobre su cabeza; aquel cuerpo, apretado de tentaciones y contenidos deseos, dejaba la deslizar, caderas abajo, hasta rutilar en sus hermosas piernas ante la exigua luz del lejano bombillo. En fin, el hogar de La Niña, es un contraste entre limitaciones al comer y al vestir, y el derroche de osadía de una mujer que pareciera vivir en otro tiempo, o en otra parte. Unos días después de esa sesión sexo virtual conversa con Dolores, quien esa vez la visitó: _ Dime, Dolores ¿no está chévere cambur? _ Pero esas palabras son de los pavos, Niña _ Bueno, si ya yo no lo soy, él sí es, y eso vale _ Ya entiendo; me trajiste a esta conversación, sólo para decirme que el muchacho te gusta ¿no es verdad? _ No, Dolores, fue por casualidad –se expresó grácilmente- _ Y… Cuándo regresa tu marido _ Según… Y que hoy _ Ya lleva más de tres días fuera ¿cierto? _ ¡Caramba, le llevas la cuenta mejor que yo _ Lo que pasa, Niña, es que tú pasas muchos días sola con esos niños, y… _Tranquila, Dolores, por eso estoy con mi tía _ Perdóname que me meta, Niña, Pero… ¿Qué haces tú tanto para la casa de tu papá, allá en La Pedrera? _ No sé si te he dicho que mi padre es lo único que yo tengo, que me ayuda en todo; porque si no fuera por él, imagínate _ ¿Seguro que te apoya en todo? _ Bueno… En casi todo _ Lo que pasa, Niña, es que yo creo, que si tú no trabajas, deberías permanecer más tiempo en tu casa, con tus hijos. ¿Rogelio sabe eso? _ ¡No, cómo se te ocurre! Lo que pasa es que como él me deja tanto tiempo sola; porque tú sabes que me ha dejado hasta más de una semana sin saber de él _ ¿No será eso más bien una excusa, Niña? –Dolores la interpeló maliciosamente- _ Yo lo que pienso es que te preocupas más por Rogelio que por mí _ No me evadas, Niña, tú sabes que mi preocupación es por lo niños. La Niña volvía a actuar y a mirar desenfadadamente. Era escurridiza, difícil de manejar en la conversación. Dolores para el momento se hayaba sentada en la vieja poltrona de la sala que parecía tener tantos años como la tía vieja. La Niña, sentada en un taburetetico, se movía sobre él, cruzando sus piernas a cada momento sin poder ocultar su talante, a ratos mojigato, y a otros patético, por harta hipocresía. Ya legando la noche, repentino, se oye a un par de cuadras la inconfundible bocina del camión de Rogelio arrancando el grito emocionado de los cinco muchachos: ¡Mi papá!, así como una mueca leve y rugosa en el rostro de La Niña _ ¡Llegó tu marido! _ ¿Te vas a ir? _ No, esperaré a que llegue, él dice que nunca lo visito Los niños corrieron a la puerta todos alborozados coreando con sus voces brillantes y desordenadas: ¡Mi papá, mi papá! Al instante La Niña se levantó y se dirigió a su cuarto a medio organizarlo ante la discreta pero aguda mirada de Dolores, quien por la expresión de sus ojos, parecía guardarse para sí el misterio de todo aquello. El camión ya se siente encima de la puerta de la casa tras las varias aceleradas que Rogelio le imprimía para hacerse sentir. Dolores no podía evitar sentir en la intención de aquellos rugidos de dinosaurio que emitía el camión un ánimo subjetivo y grave. Pero como siempre, Rogelio desmonta con su buen talante y cargado de sorpresas para sus hijos y su hogar. Entretanto La Niña regresa de su cuarto de labios recién pintados recogiendo sus negros y brillantes cabellos escoltada por su tía quien sonríe a Dolores y le dice: _ Ahy, señora Dolores, que alegría cuando llega Rogelio _ Lo quiere más que a mí –Dice La Niña con un mohín- _ No es eso, Niña, es que él te quiere mucho, y yo quedé por tu madre, que tanto te quiso _ No recuerdes tanto a mi mamá, tía, ella está muerta, y la vas a poner en pena _ Ojalá no esté ya –murmuró- _ Te oí, tía; y no sé por qué dices eso _ Gua, Niña; ¿estará feliz ella viendo cómo te bañas en el patio y a esa hora? _ ¡Por favor, tía! –Volteó y la fulminó con la mirada- _ ¡Bueno, bendito sea Dios, llegó Rogelio, y eso es lo que importa! A todas éstas, Dolores también con delicadeza y prudencia se acomodaba el cabello y sus faldas en la rodilla a la espera de Rogelio. Sin embargo no perdía atención a lo que sucedía entre tía y sobrina, a su juego de palabras que algo ocultaba. Al fin se oyen de regreso las voces de los niños por el corto zaguán y tras ellas la pisada fuerte de Rogelio y su voz cuando dice: _ ¡Buenas noches! –Adelantando su presencia- _ ¡Buenas noches!- Respondió Dolores- _ Su mujer corrió a su encuentro abrazándolo y besándolo al tiempo que la tía esperaba a los niños para recoger el montó de bolsas que ya traían en sus manos aparatosamente. Al encuentro con Dolores le dirigió una mirada abierta y alegre, más por la presencia de aquella dama, que por la propia llegada a su casa. Con una interjección exclamó: _ ¡Caramba! _ Sí, ya sé lo que va a decir, Rogelio: ¡Pájaro de mar por tierra! _ No, se equivocó, Dolores; voy a decir más que eso _ Qué será entonces _ Que es un honor para mí, tenerla en mi casa _ Me consiguió de chiripa, oyó, porque ya me iba cuando oímos la corneta _ Y… ¿Ya la conoce usted también? _ Creo que todos los vecinos, Rogelio, porque usted la toca a la hora que sea; es inconfundible _ Es para alegrar al barrio y para prevenir al que esté haciendo cosas indebidas _ En ese caso alerta a todo el mundo _ Bueno… Algunas veces. Nuevamente hacían su aparición palabras, que en la boca de aquel hombre, y al entender de Dolores, mucho guardaban del carácter y las intenciones del hombre. Así, después de recibir Dolores, indiscretamente, algunos halagos de su parte, y de ver la alegría en aquellos niños que no dejaban de causarle lástima y preocupación, comedidamente se despidió a sus labores hogareñas no sin antes decir a manera de sobreentendida aclaratoria: _ Bien. Vine a saber de los niños; Rogelio; mi mamá siempre está pendiente de ellos y me manda a que les dé una vuelta de cuando en cuando _ Yo lo sé, Dolores, y le agradezco el gesto _ ¡Buenas noches para todos, hasta mañana!

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Pasaron pocos días, y tras un nuevo viaje de Rogelio Linares al occidente del país, La Niña continuó sus devaneos con la lujuria; más bien con el peligro. Insiste en bañarse tarde por las noches al acecho de la mirada nocturna y felina de su joven vecino. El chorrear del agua era ya una clave para entrar en estrecho contacto con la tentación y la punzante lujuria. El espigado y fuerte Juan Ramón, obviamente, reaccionaba cada noche ante aquel llamado al placer que producía el agua y el tentador baño de su Venus nocturna. Oculto entre los pate ratones podía una vez más contemplar a través del tenue tras luz del pequeño patio, la exquisita silueta de su bella fuente de intensos deseos. Ella lo sabe ahí; siente aquella aguijoneante mirada recorrerla de pie a cabeza, lo que le causaba una excitación que disfrutaba dejando correr sus manos ahora resbaladizas y espumosas desde sus senos hasta poco más debajo de sus caderas. Ambos sabían el uno del otro, de sus evidentes e indiscretas presencias. Una de esas noches, ausente Rogelio y dormida su tía, inicia La Niña nuevamente su arriesgado y lujurioso juego a la luz de la luna llena e inmensa ya puesta en el zénit de casi la media noche. Juan Ramón acude a la cita como siempre, sólo que esta vez lo hace en paños menores y dispuesto a todo. Pero algo inaudible para ellos, parecía decirle a ambos, que siendo el lugar un cómplice, junto al exquisito ambiente de la noche, el silencio no era sin embargo un buen aliado para los gemidos que emanarían propios de un forcejeo de placer que todo aquello pudiera causar. Pero Juan Ramón, en un atisbo de prudencia, optó por meterse al baño y no por saltar aquella talanquera que no estaba seguro de saber adónde podría llevarlo. Decide pararse ya desnudo en la puertecita de éste, cuyo frente da franco, a los predios donde La Niña apaga intensamente sus calores nocturnos. Ella puede desde allí, pese a la penumbra, mirarlo parado como estatua griega; perfecta, atrayente. Decide entonces el joven enfrentar aquello respondiendo igual al llamado tentador de la hembra. La luna está en plenilunio, con penetrante luz; parece la diosa sobrarse en belleza y querer disputarle a la Venus terrenal aquel momento de placer que está por consumarse. La escena está servida para cualquier cosa, para cualquier rebato de locura y desenfreno. El silencio ahora es mayor; se ha venido, minuto a minuto, apoderando de la noche sin perturbación ninguna. Sólo los ladridos lejanos de los perros se dejan oír desde los lados del cerro y a través de los obscuros callejones tan solos como un cementerio. Nadie sabe cómo y cuántas veces practica el sexo esta mujer durante el mes con su marido, pero es notable, que por su ansiedad, parece no poder esperar, parece ser atrevida y desaforada en lo íntimo, y ahora, descarada ante el espejo de la soledad y la tentación. Sabe a Juan Ramón presa fácil de su juego y a su merced cada noche que pasa. Puede con gran suspicacia mirarlo frente a ella; lo delata, a cuerpo entero, el nácar de la luna; y ella no desperdiciará el momento para comérselo con la mirada. El siente sus ojos negros e insinuantes acariciarlo todo, recorrerlo y devorarlo en toda su virilidad. Hay extremo sadismo en ella, pero cándido placer en el joven inexperto. El responde quedándose firme frente a ella, desafiando la osadía de aquella hembra que parece no medir riesgos al jugar con el fuego de la pasión desmedida. Ambos saben que no es ese el momento para trascender el límite de lo posible, pero insisten en su juego. El saca, sin proponérselo, un inusitado coraje de su hombría y se coloca en el umbral de la puerta del baño ya despojado de toda ropa íntima. Está tembloroso, estremecido todo, ya en erección plena y desafiante. Por su parte ella se paraliza de repente al mirar la valentía del joven; y más aún al mirar aquel formidable miembro que la apunta deseoso de perforarle sus carnes tibias y sus partes ya lubricadas y afanosas. Siente la mujer una excitación extrema; suplica un coito a distancia. Y lo sugiere con un movimiento en sus caderas harto obsceno y atrevido. El sabe que no podrá esa noche llegar a esa fuente de placer infinito, pero tiene una alternativa. Ella está vaporosa, de una fogosidad silente y exquisita, mientras inicia una serie de contorsiones que virtualizan una penetración. El ya no resiste y opta por un gesto firme y decidido. Comienza entonces una masturbación lenta, como de nunca acabar. La hembra está que revienta, y sin otra alternativa, lleva su mano derecha a su entre piernas y comienza a frotarse su punto cero con igual cadencia. El agua ha dejado de chorrear dando paso al silencio mientras se deja oír la jadeante respiración de La Niña quien ya deja escapar copiosamente sus líquidos vaginales. Mientras, al otro lado, Juan Ramón, ya consume todo el placer de sus entrañas sujetándose a su pene, imaginando aquellas caderas y aquellas piernas abiertas de la mujer que lo trae de cabeza hace ya muchas noches. En su momento, cada quien en su clímax, ambos emite un sonido silbante e intenso, que llama al otro a vivir su éxtasis, al placer más intenso que pueda sentir el cuerpo humano. En ese instante, pasadas las once de la noche, se deja oír como una detonación, el cornetazo del camión de Rogelio, rasgando así de súbito, el velo del silencio y las sombras junto al nudo de placer que ahí se consumaba. El joven, después de descargar sus entrañas, da un paso atrás, aún estremecido, y apura su regreso al interior de la casa; ella, por su parte, precipita tres o cuatro totumas más de agua al tiempo la tía enciende la luz de la cocina quien nerviosamente le dice a media voz: _ ¡Niña, apúrate! _ ¡Sí, tía, ya voy! _ ¡Niña, por el amor de Dios, vete a tu cama! Pero esa mujer es de sangre fría; sabe cómo borrar el rastro de sus ligerezas y manejarse con su habilidad natural ante esas situaciones. Esa noche recibiría a su marido más amorosa que nunca, haciéndole ver, que su intimidad, era territorio exclusivo de Rogelio Linares. Cómo saber, si fue para ellos más intenso el placer del imaginario coito, o la contracción y el rebato producido por el estridente cornetazo.

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Una vez más conversan Dolores y su inquieta vecina al olor del café de las cuatro de la tarde. La Niña está nuevamente de visita, radiante y bella, de pelo suelto y pantalones cortos, una vez más desafiando la paciencia y la cordura de los hombres del barrio. Dolores, toda sobria, de bata casera, como siempre, le pregunta con suspicacia: _ ¿Sabe tu marido de esos pantaloncitos, Niña? _ No creo –Respondió con frialdad- _ Niña, tú podrías ser mi hermana menor, o porqué no, mi hija _ ¿Y eso? _ Porque me voy a tomar la libertad de decir algo, y me vas a perdonar _ Tranquila, Dolores, a ti te lo acepto _ Tú eres atestada, Niña _ ¿Por qué? _ Porque tienes que disimular en la bodega lo que te traes con fulanito _¿Con fulanito? _ Sí, Niña, tú sabes de quién te hablo _ No, Dolores, es únicamente un vecino como cualquiera. Y dime una cosa, amiga ¿cómo es que sabes tanto y nunca te ves por ahí? _ Me lo dice un pajarito _ Pero ese pajarito inventa, es muy chismoso _ Si fuera chismoso no te diría las cosas como yo te las digo _ Insisto, Dolores, te preocupas más por Rogelio que por mí _ No trates de engañarme, Niña, tú sabes que no es así; son tus hijos lo que me preocupa _ Pero es que ellos no tienen nada que ver en esto _ ¿Cómo puedes ver las cosas tan simples, Niña? _ ¿Cuál es el problema? _ Sólo por un momento imagina lo peor _ Lo peor de qué, amiga _ Que le vayan a Rogelio con el chisme _ Perro cuál chisme; no sé de qué me hablas. Dolores, impotente ante el descoco de la Niña, no encontraba la forma de resolver aquello que más temprano que tarde se le vendría encima a esa familia. Ella podía olfatear cada paso, cada cosa que sucedía en el barrio, podía comprender lo que sucedía en ese pedazo de cuadra entre sus vecinos por complejo que fuera aquel entramado de problemas, aquel torbellino de pasiones propias de un país que no sabe vivir de otra manera. Y es que Dolores es una de esas mujeres, de las tantas que hay en esta tierra, capaces de representar y defender los más excelsos valores de un pueblo, de una cultura amasada con amor y dolor, con un coraje y una bravura, pese a no saber de dónde le viene. Pero sabemos que le viene del tiempo, de esta tierra, de sus padres y de Dios. Dolores representa, en esos momentos difíciles, confusos, representa a todas las mujeres de su tiempo, de todos los tiempos y todas las épocas que su país ha vivido. Ella podía adivinar cuanto sucedía detrás de esas paredes, podía imaginar lo que estaba por suceder ahí por sublime o profano que fuera. Sabía ella; y no sabía cómo, aquello que tenía lugar en patios nocturnos, en esquinas ventiladas por corrillos a pleno sol. No sabía cómo, pero sabía, de las pesquisas de Rogelio detrás de una verdad, incluso presintiendo difíciles momentos, cuya crudeza, la traían desconcertada hacían ya muchas lunas. Después de unos largos minutos de silencio, ambas introspectivas, como sucede en las , Dolores decide ir un poco más allá en la conversación y le pregunta: _ Definitivamente, Niña ¿qué vas a hacer cundo todo se te venga encima? La Niña continuó hundida en su mudez seca y fría. Sin embargo, por un gesto fugaz de los ojos, y por una mueca incrédula de Dolores, pareció sentirse descubierta. Por su poca mayor edad, pero por su acendrada experiencia, ésta parecía llevarla a donde quería; a una reflexión aunque fuera muy breve. Por momentos parecía haber logrado su cometido, pues la gravedad de lo planteado, por demás sórdido e inesperado para la bella mujer, la hizo rebobinar cada loca idea suya, cada momento vivido en el obscuro y lujurioso patio, cada encuentro y cortejo en la bodega de Gregorio. Sus hijos sólo pasaban por su mente como débiles hojas llevadas por el viento de su insensatez; su marido parecía tal vez un compromiso que ya tenía trece años paseándola por la misma rutina. ¿Sería todo esto el preámbulo de un suceso mayor? La pregunta que Dolores hizo parecía haber afectado en algo la frialdad de La Niña. Por momentos se enrareció el ambiente. Pareció Dolores haber tocado el suiche de la razón de su cerrada mente; sin proponérselo tal vez, llevó a la osada mujer a aguas turbulentas, logrando por instantes sembrar la duda en torno a su conducta ligera y . Sin embargo, continuaba ella en su mudez revelando una cierta dificultad para digerir la difícil pregunta. Dolores, entretanto, aprovechando el impacto de aquello, se retiró a buscar un par de tazas de café sin dejar de sentir cierto regocijo causado por la grave expresión mostrada por La Niña. Esta, al mirar a Dolores regresar con sendas tazas, como únicos testigos de la conversación que aún restaba, reveló una mirada de ausencia aún comprometida con una respuesta para ambas incierta. Aquel instante mudo gritaba en silencio muchas cosas. Pero Dolores parecía dispuesta a encarar la realidad pese al costo que ello tuviera. Por su parte, la otra se notaba resuelta a desnudar su verdad sin reparar en riesgos. Eran dos caracteres frente a frente, dos personalidades distintas, con moral distinta, pero el mismo país, las dos caras de una moneda que jugaban a imponerse la una sobre la otra. ¿Cuál de las dos saldría triunfante? ¿O es que acaso ambas ganarían en la refriega? Seguro que sí, pues la verdad es siempre la mejor resulta de todo cuanto pueda estremecer las almas. Se llegó entonces la hora de la verdad. Y es que Dolores la había estado transmutando por muchas noches y días y no perdería esa oportunidad. Las tazas de café, tras la actitud casi desafiante de Dolores, lucían en sus manos como dos argumentos, una especie de duelo entre dos mujeres de un mismo pueblo, de un mismo barrio y de una misma cultura. El café humeaba, pero el pulso de la sobria vecina, estaba sereno, cauteloso. La Niña recibe su taza sin demudar su rostro, como aceptando el reto. Dolores entonces dibuja leve sonrisa, detrás de la cual, seguramente, saltaría como quemante chispa una nueva pregunta. Ante su actitud, ya descubierta por la otra, se endurecen ambos rostros y deciden entonces consumar el duelo. Ahí La Niña lanza su mirada más recia contra los ojos francos y firmes de Dolores adelantándose con una pregunta: _ ¿Qué te traes tú, vecina? _ No entiendo la pregunta, Niña _ Más claro. ¿Qué te traes tú con Rogelio? _ No me gusta tu pregunta, y mucho menos tu cara _ No tengo otra, Dolores, y… Creo que es muy claro lo que te estoy preguntando Aquello confundió mucho más a Dolores, sin embargo la riposta no se hizo esperar: _ Tú sí es verdad que eres… _ ¿Eres qué, Dolores? _ Tú sí eres apretá, cuando te ves comprometida… Entonces tratas de comprometer al otro Y es porque tal vez, en su falta de cordura, La Niña esgrimió un argumento justo en el momento en que más lo necesitaba. Y ello, es posible, que sin proponérselo, puesto que cree en sus verdades por débiles que puedan ser. Sentada cómodamente, La Niña le da un primer sorbo a su taza ahora lanzando una nueva mirada esta vez sí con la intención de sobreponerse a la actitud resuelta de su vecina de intentar husmear en su intimidad. Hasta ese momento Dolores siente perder el duelo, pero no se resigna. En su segundo sorbo vuelve La Niña a lanzar un nuevo ataque sonriendo para sí. Dolores no reacciona aun manteniendo su taza reservando artillería. Ocupa cada una los extremos de la mesa teniendo sólo de por medio el humilde e impecable mantel como escenario de la contienda. Sabe Dolores que la lucha frontal con aquella mujer descocada ya no es posible; no puede ni debe librarla en un tú a tú sabiendo de la personalidad ladina e inmadura de su vecina. No debe tampoco ser despiadada como ella sí lo es; debe más bien hallar la salvación antes que la destrucción de aquella oponente, que más que exponerse a una crítica y a un daño moral irreversible, exponía a toda su familia a una desgracia. Decide en ese momento proponer un velado armisticio al decirle: _ Debes resolver ese problema pronto, Niña _ Yo no sé a qué problemas te refieres, pero si es a lo de mi amigo Juan Ramón _ Sí, es a eso a lo que me refiero _ Pero eso no es problema, vecina _ ¿No es para ti un problema tu familia? _ Depende _ Depende de ti, Niña _ Todo depende de Dios _ ¿De Dios, dijiste? _ El todo lo puede; es lo que dice la gente. Con aquella respuesta Dolores se sumergió en una profunda incógnita. Trató de leer la mirada de aquella mujer y encontrar en ella algo menos desconcertante; pensó Dolores incluso, en un raro desquiciamiento, en un posible trastorno de personalidad de su vecina. Entendió definitivamente que todo aquello era una guerra sin sentido, que su oponente ya ni siquiera entendía el asunto como un duelo de rivales, sino como a una posible enemiga, como una intrusa que pretendía incursionar en los escabrosos y obscuros territorios de su exclusiva privacidad. Así entonces, al advertirse Dolores de su error, cambió en ciento ochenta grados su actitud diciendo: _ Es verdad, Niña, Dios hace milagros, y yo le pido en este momento, que haga uno de ellos con esta situación. Se levantó entonces de la mesa abandonando su agria actitud y cambiándola por otra menos severa y peligrosa. Sin embargo no dejaba de leer el semblante cada día más descocado y sorprendente de aquella irresponsable mujer. Por instantes la taza de café se convirtió en un antifaz de medio rostro que le permitió encontrar en sus ojos cuanto buscaba en ella. En ese instante, como una voz interna, como un yo superior a sí misma, Dolores introspeccionó: “Deja todo esto hasta aquí, ella nunca te entenderá, porque ella misma no se entiende”.

Noches después

Llegó una noche más, una como tantas, pero distinta a todas. Nadie, en todo el barrio, esperaba de ella más que ver acontecer lo de todos los días. A eso de las nueve la expectativa no era otra que la novela como el entretenimiento de grandes y chicos, para luego a las diez, comenzar a recoger su pobreza del día y llevársela a la cama junto a sus miedos por muertos y aparecidos lo cual también era parte de todas y cada una de esas noches. Los Linares no son la excepción; están ahora frente al televisor devorándose una vez más el blanco y negro de su pantalla, casi todos sentados en el suelo mientras el menor de ellos se ha quedado dormido calentando el frío lugarcito con su desnudo cuerpo. Así uno a uno irán cayendo vencidos por el sueño hasta tocarle el turno a la tía vieja quien comenzará a pescar sin poder digerir más que algunos titulares de, noticiero. Entretanto, presa de su peligroso juego, La Niña se pasea de su cuarto a la puerta de la calle, por la cual sólo transitan uno que otro paisano acompañado por las sombras de la noche que los escoltan hasta las entradas de los obscuros callejones que conducen hacia los lados del cerro. Rogelio había salido esa tarde bien temprano, según hacia Barinas; bien cargado. Miraba la bella mujer, cada vez que salía a la puerta, con mucha intensidad hacia la casa de Dolores; todo parecía en calma. Son ahora más de las diez y sólo se escucha cruzar el zaguán de esa casita las voces ininteligibles de alguna película, cuyo volumen, es lo único que le interesa a la expectante mujer para cubrir sus verdaderas intenciones, que hasta ese momento, nadie sabe cuáles son. El perro de su casa: sultán, aún a esa hora está callejeando. Ella sale hasta la esquina semi alumbrada a llamarlo, y después de varios minutos y llamados, extrañamente el perro no aparece. Desde bien temprano, Dolores está metida en su trajín pero no se delata; sólo la observa desde el postigo de su ventada a través de la tenue cortina como quien vigila a un sospechoso. ¡Sultán! ¡Sultán! Se dejan oír muy nítidos por toda la cuadra sendos llamados a su perro, pero sin dejarse sentir más que el silencio del barrio que duerme apacible. Pero pese a la hora, ya casi las once, La Niña continúa inquieta, por supuesto, por la ausencia del perro. Sin embargo, hay en ella otra inquietud; más bien su expectativa principal. Y esa tiene otro origen; se la causa otra cosa, otra ausencia. Nadie, a esa hora, como es natural, vigilaba ahora aquella trama. Incluso Dolores había desde hace rato renunciado a ello después de persignarse y meterse en su cama y entregar como de costumbre su sueño a Dios. Ahora sí se sabía sola La Niña definitivamente, lo sentía a flor de piel, sabía de la proximidad de la media noche y con ella el sueño cómplice de todo el barrio. La televisora está por cerrar sus transmisiones, y aún, salida del zaguán de la casita, se deja ver la delgada cinta de luz que se cuela por las rendijas de la puerta anunciando desde adentro que hay vigilia. La señal es clara, muy evidente. Ínterin, la bella mujer deja correr los minutos curucuteando en la cocina haciendo tiempo, esperando algo. De repente emerge un ruido desde la puerta de la calle; su respuesta es apagar el televisor. Del silencio de la noche, y a través del zaguán, brota un “trac, trac”; éste sale de su puerta. Pero no se asusta; ha identificado al intruso, sabe de quién se trata. ¡Por fin! exclama a soto voche desde la sala. Acto seguido apaga la luz de la cocina y va a revisar su prole y a mirar la camita donde duerme su tía profundamente. Desde ahí siente el suave crujir de la puerta de la calle y se dirige entonces, pisando muy suave, al estrecho zaguán donde habrá de encontrarse con el extraño visitante. Con igual cuidado es ella ahora quien cierra la puerta sigilosamente para luego sujetar por una mano al espigado Juan Ramón. Sin más espera lo toma del cuello y lo besa firmemente en la boca por largos segundos para luego preguntarle con silente osadía: _ ¿Estás nervioso? El muchacho, aún estremecido por el rebato de aquel beso entre las sombras no responde; sólo tiembla _ Estás frío, y temblando – Vuelve la osada mujer a susurrarle-. Continúa sin hablar Juan Ramón y opta la hembra por llevarlo de la mano hasta el patio cruzando la sala frente a los cuartos y la cocina. Esta vez la noche es obscura, sienten la Venus que algo le falta: es la luna y su nácar sensual. Apenas si pueden verse de cerca mientras las torpes sombras de sus cuerpos delatan el fuelle que ya media entre ellos. Lo conduce hasta allí, al lugar de sus eróticos baños nocturnos, donde como experta cirujana del sexo, tiene ya todo preparado para una intervención de emergencia. Hay en el sitio una toalla inmensa muy olorosa a cuarto de mujer aseada. También hay champú y jabón de suaves fragancias y una silla de su comedor tipo pantry aguardando como montura de dócil y amaestrada yegua. Pero la noche es extraña, sorprendente. Desde algunas cinco cuadras, desde la avenida principal, entretanto, se mueve a paso firme, casi que contando cada uno de ellos con un desenfado único, un hombre en esa dirección; ya está cerca de las calles de tierra. Son pasadas ya las doce de la noche y las calles están íngrimas, calladas y cómplices. Un perro lo sigue, interrumpiendo su trote de cuando en cuando por los castañetazos de los dedos del caminante impidiendo con ello que el animal se le adelante. Pero la noche trae consigo un halo extraño. Todos los vecinos duermen al compás del inmutable silencio mientras la sombra del caminante se estira hasta lo alto de las cornisas de las humildes casitas una vez que éste se aleja del radio de luz de las lámparas de las esquinas. El continúa su marcha firme y lenta al tiempo que juguetea con el perro haciéndolo dar saltos poniéndole la mano como señuelo. A todas éstas, La Niña en su patio, actúa con frialdad pese a su jadeo, pues cree tenerlo todo bien controlado. Está estremecida apenas con los primeros juegos; su entrepiernas está hecho aguas. El joven igual, pero más tembloroso. Están ahí, abrazados, jadeantes, casi sin aliento sin siquiera haberse descubierto sus deseosos cuerpos. Ella toma la iniciativa de comenzar el camino hacia las tibias carnes de Juan Ramón que ahora desespera; comienza a soltar las amarras de su cintura con una pasmosidad desesperante. El joven espigado se deja llevar pero sin quitar un instante su aguda mirada del obscuro interior de la casa dese donde espera ver salir en cualquier momento alguien que descubra todo aquello. Ya logra la mujer despojar al inexperto joven de su pantalón que ahora cae como desmayado al suelo para nuevamente meter a su pupilo en un interminable beso y cortarle una vez más su resoplado aliento. Juan Ramón responde sujetándola fuerte por las caderas recogiendo con fuertes palmos la sedosa falda que se desliza silenciosa carnes arriba. La Niña se lo quiere comer de una vez, pero prefiere jugar otro tanto confiada en el supuesto control que tiene de toda aquella trama. Ahora la Venus se cuelga del cuello del muchacho buscando prolongar el beso que apenas lo deja respirar. Vuelve a susurrarle al oído esta vez sintiendo el fornido y rígido pene de Juan Ramón el cual siente querer taladrarle el vientre aún cubierto por la seda de su ropa íntima: _ La noche es larga, Juan, no te preocupes por nana Él sólo asiente con su cabeza y sus ojos entre abiertos, pues la voz no le sale. En ese instante uno de los niños tose en uno de los cuartos rompiendo de súbito la intensidad del momento. Los cuerpos se alejan un instante mientras todo queda suspendido brevemente para luego reanudar la marcha hacia el éxtasis que tanto esperan. Transcurren segundos y ella le dice a baja voz: _ Tranquilo, ese es José Luis, siempre tose de noche. Aún así Juan Ramón no está convencido, pero mantiene su erección tan firme como su estado de alerta. Esta vez es él quien arremete apurando las acciones subiendo con premura las faldas y asiéndose a las fuertes y voluminosas nalgas de la Venus imaginando ya una desenfrenada penetración. Es ella ahora quien se deja llevar por las ansias casi incontrolables del afanoso y robusto joven. Él intentan ahora desprenderle su ropa más íntima con arrolladora fuerza cuando lo refrena y le dice: _ Espérate, Juan, más suave, que es más rico Éste oye su proposición pero no la acata; quiere desnudarla de una vez por todas. Ahí vuelven ambos a olvidarse del mundo y se sumergen nuevamente en aquel preámbulo de excitación y placer. Ella lo suelta ahora del cuello y deja correr sus tibias y maliciosas manos pectorales abajo hasta llegar al orillo de su interior. El muchacho está ardiendo y sabe de sus pretensiones, entonces concede a aquellas manos el derecho a despojarlo de su última ropa íntima. Comienza entonces la bella mujer a soltar las ataduras para liberar aquella fiera enjaulada. Ambos se sienten ya muy cerca de lo que por largos y desesperados días han estado esperando. Comienza entonces la hembra a liberar al joven de su última ropa íntima y se sujeta al formidable miembro como quien se prende a aquello que la llevará a la gloria. Le dice con voz trémula: _ Siéntate, Juan, ahora sí, siéntate. A todas éstas, el caminante nocturno, aún incógnito para todo el barrio, y aún más para La Niña, se acerca a cada instante a un objetivo que tiene bien claro. De sus intenciones nadie sabe, pues como todos los enigmas de la noche, ello será sorprendente, inesperado, y sórdido. ¿Quién es? ¿Por qué a esa hora? ¿Acaso tiene algo premeditado? Nadie sabe, pero interdicto se ha tejido una conseja entre mujer y hombres que habrá de destejerse una vez consumadas las pasiones que siempre han movido el mundo de las tentaciones y el pecado. Ya está cerca aquel hombre; pero no se impacienta, luce inmutable, seguro de algo que sólo él sabe. Mientras, el conticinio del patio de la humilde casita, continúa siendo cómplice de una traición que ya casi se consuma. Pero todo ocurre en medio del más voraz deseo por la carne, del más absoluto y silente placer por esperar oír, como coro de ángeles, el gemido de las almas al momento de subir al éter solitario y puro donde nos lleva el sexo y sus confines. Juan Ramón, Ahora despojado hasta los talones de toda su ropa, se sienta con ritual obediencia a las órdenes de Venus en aquella silla ad hoc, emplazada ahí, a orillas de la endeble palizada que separa a ambas casas. La Niña entretanto, con intensa frialdad, contempla la pose del joven mientras termina de despojarse de la seda de sus pantaletas que ahora destilan los fluidos que por rato han estado emanando de las tibias entrañas ahora sí dispuestas a todo. Se coloca frente a él en posición de combate, mientras que con una lentitud desesperante y mórbida, le pide las manos al estremecido Juan Ramón al tiempo que abre sus gruesas y nacaradas piernas acercándose ya definitivamente a la fuente del más hondo placer entre los humanos. Pero no todo es completo. Al correr de unos pocos segundos, cuando la exquisita penetración es inminente, alguien toca a su puerta y llaman: _ ¡Niña! ¡Niña! – es una voz de hombre – Como un rayo, pero inmutable, se viste a medias cubriéndose con la inmensa toalla que se quedó esperando por el ansiado baño para dos. Ipsofacto enciende la luz de la sala mientras logra oír los ladridos de su perro que ya rasguña la puerta. Vuelven a llamarla: _ ¡Niña! ¡Abre, Niña! La mujer ya ha identificado la voz, no obstante se detiene ciñéndose a la manija de la puerta y pregunta: _ ¿Quién es? _ Soy yo, Toñito, aquí está el perro El animal vuelve a ladrar y ella responde con una nueva pregunta: _ ¿Qué pasó, Toñito, por qué llamas a esta hora, vale? _ Es que me llevé el perro para que me acompañara hasta la casa de mi tía Berta _ Te voy a abrir, pero dejas entrar sólo al perro, vienes mañana, que mi tía te necesita _ Pero déjame entrar un ratico, Niña, quiero verte _ Baja la voz, Toñito, por favor, mi tía está dormida _ Está bien, prima, entro callaíto, pero déjame verte _ No, Toñito, ya te dije que no. Suponte que llegue Rogelio en este momento; no le va gustar encontrarte aquí; tú sabes como él piensa _ Está bien, prima, está bien, pero no te pongas brava, que te pones fea. Mañana vengo temprano a hacerla los mandaos a mi tía ¿Me esperas? _ No sé, Toñito, mañana precisamente hay una reunión de padres y representantes en la escuela de los niños y tengo que ir _ ¿Entonces no te voy a ver mañana? _ Habla bajito, coño, que te van a oír los vecinos _ No importa, que crean que es tu marido _ Bien lejos, pana _ Está bien, primita –bajó la voz y payaseó- _ Y deja los aguajes, que estás muy viejo pa ‘la gracia.

La Niña estaba áspera con el primo a quien acostumbraba a tratar muy bien; el también joven preguntó entonces: _ ¡Qué te pasa, mi amor, estás rara! _ No es nada, chico, es que me estaba quedando dormida cuando llamaste. Y no te vuelvas a llevar el perro sin decírmelo; si Rogelio se entera se va a arrechar _ ¡Rogelio, Rogelio, Rogelio! ¿Hasta cuándo Rogelio, Niña? _ ¡Gua! ¿Quieres que lo bote? _ No, a quien quiero que botes es al otro _ ¡Ah pues! ¿Te falta un tornillo, Toñito? _ No, primita, es echando vaina, me voy. Pero te veo rara, tú no eres así _ Adiós, vienes mañana – casi corriéndolo-.

El primo se retiró con la parsimonia de siempre pero poco convencido. No sabía de qué, pero así estaba. De inmediato La Niña cerró la puerta y se dirigió al patio en volandillas. Pero al pasar por la sala una alcabala la detuvo: la voz de su tía: _ ¿Qué pasa, Niña, quién era? _ Tranquila, tía, era Toñito, que vino a traerme a sultán; se lo llevó y no me dijo _ Acuéstate tú, que ese anda de noche calle arriba y calle abajo y se levanta tarde _ Sí, tía, a eso voy:

Ahí continuó rumbo al patio algo angustiada pese a su frialdad. Encontró entonces a sultán ladrando muy cerca de la empalizada mientras lo mandaba a callar con mucho rigor. Esa actitud del perro era evidente; Juan Ramón había saltado los alambres de púa sin ella saber cómo, pero segura estaba que él ya estaba en su cama pasando el susto.

¿Cómo acabaría todo aquello?

Pese a todo ambos tórtolos continuaban su atrevida aventura. Ella mantenía sus juegos nocturnos y húmedos con el casi doncel Juan Ramón a través de la cerca de alambre como único testigo de sus osadas proposiciones sexuales. Metiéndolo cada día más entre su copiosa y peligrosa tela de araña, él sin embargo disfruta el juego. Y es que aunque los ojos no vean los corazones parecieran sentir y comprender las cosas más allá de la razón. Noches después de aquel rebato que metió a Juan Ramón en apuros, parecía, al menos para la Venus, que nada había sucedido. Rogelio nuevamente estaba a punto de partir una noche rumbo al oriente del país con su camión esta vez cargado de aceites y lubricantes. En ese momento, marido y mujer sostuvieron esta conversación: _ ¿Cuán regresas mi amor? Últimamente esos viajes están durando mucho _ Niña, si tú me lo pides, cambio de trabajo _ ¿Y así estarías con nosotros todas las noches? _ ¡Claro, mi amor! _ ¡Guao, sería fantástico! _ Sí, pero este trabajo, por los riesgos, paga mejor _ Claro, mi amor, eso de andar en carretera solo y de noche _Y también… _ También qué, papi _ Dejar a mi mujer sola muchos días también es muy riesgoso _ Y a los niños también mi amor _ sí, pero a ellos los cuidan muchas personas, en cambio a ti sólo te cuida tu consciencia.

La Niña, tras aquellas palabras, se quedó mirándolo díscola y dudosa, como quien recibe un mensaje sin rumbo pero preciso. En ese instante, mientras la tía llena nuevamente de bendiciones a Rogelio, aparece en escena Toñito; con sonrisa ladina, pícara, rodeado de halo siempre sospechoso a los ojos del hombre de la casa. Saluda al llegar a la sala: _ ¡Buenas noches! ¡Coño, ese camión está full, Rogelio, está hasta el copete! _ ¿Quieres viajar pa ‘oriente? _ No, pana, no puedo, mañana tengo que matá un tigrito por ahí _ Será un gatico, porque nunca cargas real –rezongó la tía Lucía- _ Bueno, tía, se hace lo que se puede _ Lo que tengo entendido –dijo Rogelio-, y perdóname, Toñito, es que duermes de día y callejeas de noche _ Precisamente, esos gaticos, de los que habla mi tía, cazan por la noche _ Hasta que llega un perro bravo y se lo come _ Miren, me parece que esa conversación, no tiene sentido, están hablando tonterías.

Esas últimas palabras de Rogelio no sonaron limpias, no parecieron un juego. La bella mujer, con suspicacia, lograba empatar la conversación de minutos atrás con su marido y ese fugaz y desagradable cortocircuito entre Rogelio y Toñito. Ya despidiéndose ambos, en la puerta del propio camión encendido y presto para arrancar, y dejando a sus hijos recogidos en casa con pertrechos para varios días, él se despide de su mujer a quien ama de verdad: _ Niña, por favor, cuida mucho a mis hijos, y cuídate tú, piensa que las paredes y la noche tienen ojos. Te quiero mucho.

Su hombre la besó firmemente como tenía tiempo no lo hacía. Ella respondió igual, sólo que su cuerpo no sintió placer mientras su mente quedó estremecida, extrañada, pero con poca reflexión, como era su naturaleza. Pudo no obstante, la mujer, rebobinar unas palabras que éste, par de meses atrás, dijera en casa de Dolores: “Mire, Dolores, mujer que a mí me dé tostón, le paso una pico ‘e loro por el cuello”. Como era su costumbre, Rogelio dio un par de cornetazos que sonaron muy fuerte, muy agudos, como si se tratara de un barco que zarpaba dejando en el puerto una carga de afectos y una conseja de amor interminable. ¿Por qué lo hacía? ¿Quizás alertaba al barrio de la soledad de su familia? ¿Pretendía con ello encargarle a Dolores una responsabilidad que no era la suya? Simplemente partía con su fe puesta en Dios y sus ánimas, a las que nunca olvidaba y a quienes pedía con gran devoción cuidara de su familia. A eso de las nueve partió calle abajo dejando confundidos en la noche el polvo de la calle de tierra y la cinta de luz de los faros del camión, que al girar en la última cuadra, también dejaría el rumor del motor y su eco en el silencio de una noche más de aquel barrio que se disponía a dormir tranquilamente. Desde aquel momento pasaron dos noches de calma, sin prescindir de los baños nocturnos y atrevidos de La Niña Y Juan Ramón; éste último, como destinatario de una lujuria infinita. Sin embargo, un día después, llegada la media noche, Dolores se encuentra en la casa de La Niña al presentarse un problema de salud: _ ¡Que vaina, Niña, son casi las doce y la farmacia más cercana está a ocho cuadras! _ Temprano estaba bien, Dolores, sólo me dijo que le dolía la barriga, pero no parecía fuerte _ Pero está prendió en fiebre ¿no se lo notaste? _ No, no creí que fuera a ponerse así _ Y Victoria, cómo sigue _ Está dormida, era apenas un dolorcito en una pierna –respondió la tía Lucía- _ Para mí esto es viral –Afirmó Dolores- _ Puede ser –dijo Lucía-, pero él ayer estaba flojo de la barriga, ¿no serán parásitos? _ NO creo, Lucía, los parásitos no dan fiebre _ Y fíjese, Dolores, el Toñito, que parece más bien un fantasma todas las noches por esas calles solas, hoy no se le ocurre aparecerse por ahí _ Y lo peor es que yo no tengo en la casa ni una aspirinita _ Yo sé, Dolores –Intervino La Niña-. Pero a mí no me importaría ir a esa farmacia a esta hora. Y Rogelio que no llega, se accidentó por un asunto de una rueda, y viene es mañana, ya tendría que estar aquí _ ¿Cómo lo sabes, Niña? –Preguntó la tía- _ Porque temprano vino el encargado del estacionamiento y me dijo que había llamado por teléfono diciendo que estaba accidentado y que llegaba mañana _ Claro, entiendo tu preocupación, estás… _ Sí, Dolores, amanezco sin medio _ Toma, mija –Se metió la mano en el sostén-, coge estos cinco bolívares para que compres mañana algo para los niños y coman, pero debemos bajarle al muchacho la fiebre ya. Vamos a bañarlo mientras aparece la medicina _ Voy a comprarla _ No espérate, le voy a decir a Leo, que está despierto, que te acompañe _ No, Dolores, no molestes a tu muchacho, ya bastante haces _ Pero sola no vas a ir ¿verdad? _ No, no te preocupes, voy a llamar a Juan Ramón; seguro que Doña Lola me lo presta para que me acompañe.

Terrible desenlace

A Dolores no le extrañaba la seguridad con que aquella mujer se refería a su joven vecino. Era público y notorio aquel empate que ya andaba de boca en boca. Ella no desperdiciaba oportunidad para acercarse a Juan Ramón; parecía estar enamorada ciegamente. Mientras Dolores y la tía coordinaban esfuerzos para bañar a la criatura, se oían afuera las voces de Juan Ramón y La Niña ya listos para salir a procurar algún anti pirético en la farmacia. Es una de esas tantas noches de barrio, callada y apacible, donde el rumor del viento, húmedo y suave, anuncia la lluvia que aún tardará en llegar, pero que no anuncia lo que está por suceder. Pero ella; la noche, en su misterio, siempre envuelve cosas inesperadas. A poco la ilegal pareja prenden el camino a la farmacia transitando aquellas calles solitarias, semi obscuras y con su usual concierto de grillos y sus fantasmas que moran en cada recodo, a cada trazo de sombras a través de las cuales la gente de barrio las cruza siempre apurada por el temor a oír esas voces de la noche que nunca duermen. Pero La Niña es mujer de armas tomar; no le teme a las sombras de la noche y sus fantasmas, ni a las calles solitarias y mudas; sólo le teme a quedarse sin el placer, a dejar su suerte en manos de otro, a que la señalen como casta y tonta señora “de Linares”. Y es que los conocidos consortes no desperdiciaban tiempo, ni perdían oportunidad para juntarse. Están seguros de que nadie los mira; están a sus anchas; casi que por primera vez autorizados para salir juntos de sendas casas. Están a sus anchas, se amparan en el reparo de una fiebre infantil para una vez más cometer sus fechorías de amor. Han recorrido apenas tres cuadras cuando son nuevamente presa fácil de sus intensos deseos ante los cuales sucumben acomodándose en un recodo de esos que abundan en el barrio. Ahí se abrazan y besan queriéndose comer el uno al otro. Poco después, al encontrar el ajuste ambos cuerpos, se hunden en un beso que llegó casi al desmayo. De repente la Venus interrumpe el éxtasis: _ ¡Ya, Juan Ramón, mi hijo! _ Sí, vamos –Responde el joven aún tembloroso-

Cuando han recorrido una nueva cuadra, La Niña se detiene súbitamente y pregunta al muchacho volteando hacia atrás: _ ¿Sentiste algo, Juan? _ Cómo qué _ No sé, sentí algo o alguien detrás de nosotros. Pero vamos.

Continuaron una cuadra más y nuevamente la mujer de detiene e insiste: _ ¡La pinga, creo que alguien nos está siguiendo! _ ¿Tú crees? Yo no lo he sentido _ Es extraño _ Pero… _ No creas que es un muerto o algo así; estoy segura que alguien nos sigue, y es una persona, es humano _ ¿Nos regresamos? ¿Tienes miedo? _ No, sea lo que sea, no va a impedir que le compre la vaina a mi hijo.

Nuevamente reanudaron la marcha esta vez con el sobresalto de la mujer que volteaba a cada instante hacia atrás tratando de captar algo más concreto. Comenzaron entonces a pasar como terribles y fugaces cuadros por su mente las palabras de su marido, cuando hacía ya tres noches le dijo: “…las paredes y la noche tienen ojos”. En ese instante se apoderó de ella el temor, el fantasma de la duda, una inusual reflexión en su mente que le hizo considerar por instantes lo indebido de su conducta. Se dijo:

“¡Coño, no creo que sea Rogelio que nos está siguiendo! No. Deben ser vainas mías; él no está aquí, llega es mañana. Pero sea quien sea yo estoy buscando una medicina para mi hijo, y eso justifica todo”.

_ Qué pasa, Niña-Pregunta desconcertado Juan Ramón- _ Coño, que estoy asustada; alguien nos sigue y no lo vemos _ Entonces vamos a apurarnos _ Sí, claro.

Al caminar una cuadra más al fin divisan el bombillito rojo del turno de la farmacia; eso les dio un segundo aire para continuar. Estaban ya apenas a una cuadra de llegar, cuando esta vez ven que alguien, por la esquina de la farmacia, una cuadra por delante de ellos, atraviesa la calle casi corriendo y se detiene ahí, en la acera de enfrente. Aparentemente es un hombre, de atuendos obscuros, de mediana estatura. Se ha parado frente a la farmacia; desde ahí ambos lo pueden ver. Se detienen; la mujer se pone por delante del joven y pregunta: _ ¿Quién será ese carajo? _ ¿Tú crees que pueda ser un ladrón, Niña? _ No sé, y no creo, porque los ladrones si no se dejan ver mejor _ Entonces vamos a terminar de llegar, porque hay que comprar el remedio _ Claro, a eso vinimos, y mi hijo lo necesita.

En su interior la mujer, pese a sus dudas, algo le decía que no era un ladrón. Más bien pensó en alguien que la vigilaba por orden de su marido. Pero… ¿Quién podría ser? ¿Acaso pagó para eso? Sabía que Rogelio no ganaba lo suficiente como para pagarle a un detective, y que sería una majadería de su parte si así fuera. Sin embargo ambos estaban nerviosos, algo asustados por el misterio de todo aquello. Al fin llegaron a la ventanilla de servicio nocturno de la farmacia, y La Niña, mientras Juan Ramón, sin quitar un instante la vista de aquel personaje desconocido, compró las aspirinas infantiles, y dijo: _ ¡Vámonos rápido, Juan!

No habían caminado media cuadra, cuando el misterioso hombre se acercó ligeramente a ellos y les ordenó: _ ¡Epa, ustedes, párense ahí!

Ipsofacto ambos se detuvieron y dieron el frente al extraño individuo. La mujer, en medio de su estado de nervios, pareció haber identificado aquella voz. Mientras el hombre se acercaba Juan Ramón apuño sus manos muy nervioso, listo para cualquier cosa. Sin embargo La Niña, siempre altiva y valiente, se adelantó al tipo y le preguntó: _ ¿Quién eres tú, qué quieres?

El individuo, con chaqueta obscura y una gorra vieja y terrosa, escondía su cara debajo de la visera. Éste, al sentirse increpado por la mujer, no le quedó otra cosa que revelar su identidad. Pero antes de hacerlo, sacó del bolsillo de la chaqueta un arma. Se trataba de su primo Toñito, quien amenazante y decidido, los apuntó con un revólver y les dijo: _ Se podrán burlar de Rogelio, pero no de mí, par de traidores _ ¡Qué vas a hacer, Toñito –Preguntó aterrada La Niña- _ Somos amigos, Toñito _ Un amigo no hace lo que tú has hecho.

Después de que todo el barrio oyera, cuatro detonaciones que aturdieron el silencio de la infausta noche, no se supo más de esa historia.

FIN