Francisco-Javier Lozano MEMORIAS DE UN NUNCIO
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(Portada) Francisco-Javier Lozano MEMORIAS DE UN NUNCIO (Contraportada:) (Solapas) Mons. Francisco-Javier LOZANO nació en Villaverde de Iscar (Segovia) el 28 de noviembre de 1943. Ordenado sacerdote: 19 marzo 1968. Ordenado Arzobispo tit. de Penafiel: 25 julio 1994. Estudios: Universidad de Sevilla: Profesorado Enseñanza General Básica. Seminario Mayor de Sevilla (1959-62): Latín. Filosofía. Universidad Pontificia de Salamanca: Bachiller en S. Teología (1962-65). Pontificia Universidad Gregoriana, Roma: Licenciatura en S. Teología (1965-67). Escuela de Biblioteconomía, Biblioteca Apostólica Vaticana, C. del Vaticano (1968). Pont. Academia Alfonsiana (1969-71) (Pont. Universidad Lateranense, Roma): Doctorado en Teología Moral (1972). Universidad de Santo Tomás de Aquino, Roma: Doctorado en Filosofía (1974). Escuela diplomática de la Santa Sede (Pont. Academia Eclesiástica), Roma (1973-76). Pontificia Universidad Lateranense, Roma: Doctorado en Derecho canónico (1977). Universidad de Valencia: Licenciatura en Filosofía Pura (1978). Cargos: Catedrático de Teología Moral en la Facultad de Teología de Sevilla (1972). Del 1976 al 1984: Secretario y Consejero en las Nunciaturas Apostólicas de: Lagos (Nigeria), Pretoria (Africa Meridional), Harare (Zimbabwe), Belgrado (Yugoslavia), Guatemala. Del 1984 al 1994 Jefe del Departamento América Latina - España en la Secretaría di Estado (Ciudad del Vaticano). Nuncio Apostólico en Tanzania (Dar-es-Salaam, 1994-98). Nuncio Apostólico en la República Democrática del Congo (Kinshasa, (1998-2001). Nuncio Apostólico en Croacia (Zagreb, 2003-2008). Nuncio Apostólico en Rumanía y Moldavia (2008-2016). Idiomas: Español, Italiano, Francés, Inglés, Portugués, Alemán, Serbo-Croata, Ruso, Kiswahili, y Rumano. Autor de varios libros sobre temas teológicos, filosóficos, canónicos y de numerosos artículos en revistas especializadas. (TEXTO) Memento audere semper Duc in altum HOMBRES QUE DEJAN HUELLA IN NOMINE DOMINI Que el Señor te proteja y te guarde Todo libro que se precie necesita un prólogo y el de éste gira en torno al arrepentimiento. Nada más congruente con la condición cristiana, con el carácter sacerdotal, con el pertenecer a la Iglesia jerárquica y haber dedicado la vida a una diplomacia vaticana honesta y responsable. Acceder a contar mi vida y milagros tras la insistencia de algunas personas de mucho seso y que bien me quieren, no ha sido fácil para mì por muchas y variadas razones. Detenerme ahora en explicarlas sería tarea ardua y de dudosa utilidad. Si al final accedì, dejé bien claro que sería de todo punto ridículo, grotesco, inmoral no decir la verdad de lo que he hecho, visto, pensado y me ha sucedido. Todo ello desde mi yo, en perspectiva y según la escala de valores de un cristiano, de un sacerdote que además no es tonto. Me pongo en la tesitura de un hipotético futuro lector y lo veo ávido de enterarse y juzgar todo aquello que un nuncio cuenta sobre sus avatares y especialmente sobre las personas que ha conocido, tratado y tenido intimidades. No lo juzgo ni me extraña, aunque ante la vida larga de un profesional avezado en torno al mundo hay muchas otras cosas y temas que van por delante en importancia y son màs capaces de enseñar algo. Pido perdón a Dios Nuestro Señor y a los hombres y mujeres, viejos y niños, ricos y pobres, santos y perversos, blancos, negros, listos, ababoles, creyentes y ateos por el mal que haya podido haber hecho. Cuando el escándalo sin precedentes provocado por el devastador vendaval de los abusos sexuales por parte de clérigos (durante las últimas décadas) está en su ápice, no me resisto a dejar constancia que condeno todo lo que sea abuso a menores (y a mayores), repruebo el gran negocio de los abogados en procesos de indemnización y resarcimiento (muchos de ellos falsos) y lloro amargamente y me aflijo por el daño mortal que le están haciendo a la Iglesia católica, la más vulnerable y mayor vìctima por todo lo que estamos viendo. Profeso mi condición de católico y sacerdote de la Iglesia jerárquica a la que no quiero ni por mientes renunciar, perjudicar o poner en entredicho. Respeto, defiendo y enseño con limpia conciencia y convicción plena cuanto contenido en el Catecismo de la Iglesia Católica porque en él encuentro todo lo necesario para mi salvación eterna en Jesucristo, nacido de María, segunda persona de la Santísima Trinidad, Camino, Verdad y Vida. Jesucristo salva y fuera de Él no existe ni es posible la salvación y remisión de los pecados. Él es nuestra alegría ya en este mundo y, para los elegidos, el comienzo de la felicidad que se continúa en la eternidad. El universo entero, con sus enigmas sin fin y su capacidad de asombrar y llevar a Dios, no tiene sentido sin Cristo. Todo lo anterior es de tal peso y tan definitivo que no admite controversia ni dudas, so pena de perderse para siempre. Ante estas realidades transcendentes y reveladas todo lo demás bajo el firmamento palidece y se ve como pasajero, relativo, finito. Palabras estas del más grueso calibre que podrían parecer desproporcionadas ante algo tan tenue y prosaico como el prólogo de un libro que cuenta las nimiedades de un españolito de la cuenca del Duero que llegó a Arzobispo y embajador. Estamos, por tanto, en declaración de intenciones y principios para que nadie se llame a engaño. Estas abundantes páginas y profusión de documentos se pueden arrojar tranquilamente a la basura si pusieran en entredicho verdades incontrovertibles y decisivas como lo son muchas de las que acabo de reseñar. Una tentación siempre acechante en casos como éste es la de parangonar, equiparar, compararse con otros, con otras situaciones, con casos y cosas similares. Pero para alguien que para entonces habrá acaso desaparecido de la escena de este mundo no debería ser motivo de particular quillotro o desasosiego, a no ser el de evitar el escándalo. No tengo pretensiones. No me mueve el interés material. No quiero llamar a engaño. Ni deslumbrar. Ni ponerme en frágil pedestal. Al pan pan y al vino vino. * * * * * * * * * UNA VIDA DE QUIJOTE Comienzo a teclear estas páginas en una soleada mañana romana de septiembre y me invade la sensación del que partió para la “guerra de los cien años”: que no sabía ni a dónde iba ni cuánto iba a durar. La duración, el tiempo - categoría que todo lo invade y condiciona - es en mi caso limitada, muy limitada. Punto fijo en su comienzo: otoño de 1943, si quiero referirme - aunque sólo sea de oídas - a mi nacimiento en Villaverde, tierra de pinares, en una España pobre, triste y fría. El tiempo y la memoria son protagonistas de esta vida de quijote con sus altos y bajos, sus pecados y sus virtudes; sus verdades en la nebulosa de los recuerdos de lo que fue y lo que pudo ser. Me remito fundamentalmente a fechas y eventos de los que fui testigo o protagonista. Me apoyo en el recuerdo, en la memoria para dejar rastro de mí en escritos dispares, variados y desiguales a golpe de computer y tecnología. El hidalgo que encabeza esta narración se revolvería en su tumba al escuchar las últimas palabras – computer, tecnología - y seguro que, lanza en ristre, arremetería contra mí en desaforado galope. Pero al aproximarse reconocería en este pobre curita a uno de los suyos en la gigantesca y arriesgada tarea de desfacer entuertos. Porque, en el fondo, eso es lo que más destaca en el devenir de este celtibero nómada, peregrino de un mundo sin fronteras, al que la Providencia divina llamó al sacerdocio y los avatares a la diplomacia vaticana. Todo ello sin merecerlo. Poner rumbo a la guerra de los cien años, a la ardua labor de bucear en los recuerdos para enjaretar las páginas de toda una vida se contrapone con la otra figura imaginaria del guerrero que vuelve de la batalla con su baúl a cuestas y el propósito de sacar de él las cosas nuevas y viejas que ha de contar con veracidad y lo mejor que sepa, pero sin poner ni quitar nada a lo que la vida misma puso en su camino y la Providencia le hizo merced. “Las del alba serían” al comenzar su andadura y tras jornadas, meses y largos años bajo el peso del astro sol se aproxima el caballero andante al ocaso de sus días entre temores y dudas de no haber enderezado entuertos ni haber protegido al huérfano o defendido a la viuda. Amanece y anochece. Surge la vida y se acaba. Y entre los dos paréntesis hay que compilar un texto que ahuyente la tentación del fracaso, de la mediocridad, de un vivir estéril cuya única recompensa sea el olvido. La generalidad de los humanos, cuando se acopian y engendran pretenden con ello sortear el olvido, pasar por el mundo dejando huella. Ningún verbo, ningún escrito es comparable a la vida nueva en el seno materno. Desde que la palabra, el Verbo, se hizo carne, toda vida remite al origen de la vida en el misterio de Dios. Por eso encadenar frases, conjugar verbos, añadir epítetos referidos a la vida es intentar imitar la acción de crear, de derrotar a la muerte, de debelar el olvido. Se escribe porque no se quiere morir. Se emborronan páginas como gritos de vida. Se dice lo que se sabe (y lo que se inventa) para que la ceniza no tenga la última palabra, para que se sepa que se ha pasado por aquí, que se han dejado huellas de vida aunque nadie te haya llamado marido y papá. Siempre me impresionan las ceremonias de canonización a pesar de haber asistido a tantas. Son ellos y ellas los que han dejado las huellas más profundas por los caminos del mundo. Y casi ninguna de ellas/os ha engendrado, ha hecho fructificar su ovario o su esperma fecundante.