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(Portada)

Francisco-Javier Lozano

MEMORIAS

DE UN NUNCIO

(Contraportada:)

(Solapas)

Mons. Francisco-Javier LOZANO nació en Villaverde de Iscar (Segovia) el 28 de noviembre de 1943. Ordenado sacerdote: 19 marzo 1968. Ordenado Arzobispo tit. de Penafiel: 25 julio 1994.

Estudios: Universidad de Sevilla: Profesorado Enseñanza General Básica. Seminario Mayor de Sevilla (1959-62): Latín. Filosofía. Universidad Pontificia de Salamanca: Bachiller en S. Teología (1962-65). Pontificia Universidad Gregoriana, Roma: Licenciatura en S. Teología (1965-67). Escuela de Biblioteconomía, Biblioteca Apostólica Vaticana, C. del Vaticano (1968). Pont. Academia Alfonsiana (1969-71) (Pont. Universidad Lateranense, Roma): Doctorado en Teología Moral (1972). Universidad de Santo Tomás de Aquino, Roma: Doctorado en Filosofía (1974). Escuela diplomática de la Santa Sede (Pont. Academia Eclesiástica), Roma (1973-76). Pontificia Universidad Lateranense, Roma: Doctorado en Derecho canónico (1977). Universidad de Valencia: Licenciatura en Filosofía Pura (1978).

Cargos: Catedrático de Teología Moral en la Facultad de Teología de Sevilla (1972). Del 1976 al 1984: Secretario y Consejero en las Nunciaturas Apostólicas de: Lagos (Nigeria), Pretoria (Africa Meridional), Harare (Zimbabwe), Belgrado (Yugoslavia), Guatemala. Del 1984 al 1994 Jefe del Departamento América Latina - España en la Secretaría di Estado (Ciudad del Vaticano). Nuncio Apostólico en Tanzania (Dar-es-Salaam, 1994-98). Nuncio Apostólico en la República Democrática del Congo (Kinshasa, (1998-2001). Nuncio Apostólico en Croacia (Zagreb, 2003-2008). Nuncio Apostólico en Rumanía y Moldavia (2008-2016).

Idiomas: Español, Italiano, Francés, Inglés, Portugués, Alemán, Serbo-Croata, Ruso, Kiswahili, y Rumano. Autor de varios libros sobre temas teológicos, filosóficos, canónicos y de numerosos artículos en revistas especializadas.

(TEXTO) Memento audere semper Duc in altum

HOMBRES QUE DEJAN HUELLA

IN NOMINE DOMINI Que el Señor te proteja y te guarde

Todo libro que se precie necesita un prólogo y el de éste gira en torno al arrepentimiento. Nada más congruente con la condición cristiana, con el carácter sacerdotal, con el pertenecer a la Iglesia jerárquica y haber dedicado la vida a una diplomacia vaticana honesta y responsable. Acceder a contar mi vida y milagros tras la insistencia de algunas personas de mucho seso y que bien me quieren, no ha sido fácil para mì por muchas y variadas razones. Detenerme ahora en explicarlas sería tarea ardua y de dudosa utilidad. Si al final accedì, dejé bien claro que sería de todo punto ridículo, grotesco, inmoral no decir la verdad de lo que he hecho, visto, pensado y me ha sucedido. Todo ello desde mi yo, en perspectiva y según la escala de valores de un cristiano, de un sacerdote que además no es tonto. Me pongo en la tesitura de un hipotético futuro lector y lo veo ávido de enterarse y juzgar todo aquello que un nuncio cuenta sobre sus avatares y especialmente sobre las personas que ha conocido, tratado y tenido intimidades. No lo juzgo ni me extraña, aunque ante la vida larga de un profesional avezado en torno al mundo hay muchas otras cosas y temas que van por delante en importancia y son màs capaces de enseñar algo. Pido perdón a Dios Nuestro Señor y a los hombres y mujeres, viejos y niños, ricos y pobres, santos y perversos, blancos, negros, listos, ababoles, creyentes y ateos por el mal que haya podido haber hecho. Cuando el escándalo sin precedentes provocado por el devastador vendaval de los abusos sexuales por parte de clérigos (durante las últimas décadas) está en su ápice, no me resisto a dejar constancia que condeno todo lo que sea abuso a menores (y a mayores), repruebo el gran negocio de los abogados en procesos de indemnización y resarcimiento (muchos de ellos falsos) y lloro amargamente y me aflijo por el daño mortal que le están haciendo a la Iglesia católica, la más vulnerable y mayor vìctima por todo lo que estamos viendo. Profeso mi condición de católico y sacerdote de la Iglesia jerárquica a la que no quiero ni por mientes renunciar, perjudicar o poner en entredicho. Respeto, defiendo y enseño con limpia conciencia y convicción plena cuanto contenido en el Catecismo de la Iglesia Católica porque en él encuentro todo lo necesario para mi salvación eterna en Jesucristo, nacido de María, segunda persona de la Santísima Trinidad, Camino, Verdad y Vida. Jesucristo salva y fuera de Él no existe ni es posible la salvación y remisión de los pecados. Él es nuestra alegría ya en este mundo y, para los elegidos, el comienzo de la felicidad que se continúa en la eternidad. El universo entero, con sus enigmas sin fin y su capacidad de asombrar y llevar a Dios, no tiene sentido sin Cristo. Todo lo anterior es de tal peso y tan definitivo que no admite controversia ni dudas, so pena de perderse para siempre. Ante estas realidades transcendentes y reveladas todo lo demás bajo el firmamento palidece y se ve como pasajero, relativo, finito. Palabras estas del más grueso calibre que podrían parecer desproporcionadas ante algo tan tenue y prosaico como el prólogo de un libro que cuenta las nimiedades de un españolito de la cuenca del Duero que llegó a Arzobispo y embajador. Estamos, por tanto, en declaración de intenciones y principios para que nadie se llame a engaño. Estas abundantes páginas y profusión de documentos se pueden arrojar tranquilamente a la basura si pusieran en entredicho verdades incontrovertibles y decisivas como lo son muchas de las que acabo de reseñar. Una tentación siempre acechante en casos como éste es la de parangonar, equiparar, compararse con otros, con otras situaciones, con casos y cosas similares. Pero para alguien que para entonces habrá acaso desaparecido de la escena de este mundo no debería ser motivo de particular quillotro o desasosiego, a no ser el de evitar el escándalo. No tengo pretensiones. No me mueve el interés material. No quiero llamar a engaño. Ni deslumbrar. Ni ponerme en frágil pedestal. Al pan pan y al vino vino. * * * * * * * * *

UNA VIDA DE QUIJOTE

Comienzo a teclear estas páginas en una soleada mañana romana de septiembre y me invade la sensación del que partió para la “guerra de los cien años”: que no sabía ni a dónde iba ni cuánto iba a durar. La duración, el tiempo - categoría que todo lo invade y condiciona - es en mi caso limitada, muy limitada. Punto fijo en su comienzo: otoño de 1943, si quiero referirme - aunque sólo sea de oídas - a mi nacimiento en Villaverde, tierra de pinares, en una España pobre, triste y fría. El tiempo y la memoria son protagonistas de esta vida de quijote con sus altos y bajos, sus pecados y sus virtudes; sus verdades en la nebulosa de los recuerdos de lo que fue y lo que pudo ser. Me remito fundamentalmente a fechas y eventos de los que fui testigo o protagonista. Me apoyo en el recuerdo, en la memoria para dejar rastro de mí en escritos dispares, variados y desiguales a golpe de computer y tecnología. El hidalgo que encabeza esta narración se revolvería en su tumba al escuchar las últimas palabras – computer, tecnología - y seguro que, lanza en ristre, arremetería contra mí en desaforado galope. Pero al aproximarse reconocería en este pobre curita a uno de los suyos en la gigantesca y arriesgada tarea de desfacer entuertos. Porque, en el fondo, eso es lo que más destaca en el devenir de este celtibero nómada, peregrino de un mundo sin fronteras, al que la Providencia divina llamó al sacerdocio y los avatares a la diplomacia vaticana. Todo ello sin merecerlo. Poner rumbo a la guerra de los cien años, a la ardua labor de bucear en los recuerdos para enjaretar las páginas de toda una vida se contrapone con la otra figura imaginaria del guerrero que vuelve de la batalla con su baúl a cuestas y el propósito de sacar de él las cosas nuevas y viejas que ha de contar con veracidad y lo mejor que sepa, pero sin poner ni quitar nada a lo que la vida misma puso en su camino y la Providencia le hizo merced. “Las del alba serían” al comenzar su andadura y tras jornadas, meses y largos años bajo el peso del astro sol se aproxima el caballero andante al ocaso de sus días entre temores y dudas de no haber enderezado entuertos ni haber protegido al huérfano o defendido a la viuda. Amanece y anochece. Surge la vida y se acaba. Y entre los dos paréntesis hay que compilar un texto que ahuyente la tentación del fracaso, de la mediocridad, de un vivir estéril cuya única recompensa sea el olvido. La generalidad de los humanos, cuando se acopian y engendran pretenden con ello sortear el olvido, pasar por el mundo dejando huella. Ningún verbo, ningún escrito es comparable a la vida nueva en el seno materno. Desde que la palabra, el Verbo, se hizo carne, toda vida remite al origen de la vida en el misterio de Dios. Por eso encadenar frases, conjugar verbos, añadir epítetos referidos a la vida es intentar imitar la acción de crear, de derrotar a la muerte, de debelar el olvido. Se escribe porque no se quiere morir. Se emborronan páginas como gritos de vida. Se dice lo que se sabe (y lo que se inventa) para que la ceniza no tenga la última palabra, para que se sepa que se ha pasado por aquí, que se han dejado huellas de vida aunque nadie te haya llamado marido y papá. Siempre me impresionan las ceremonias de canonización a pesar de haber asistido a tantas. Son ellos y ellas los que han dejado las huellas más profundas por los caminos del mundo. Y casi ninguna de ellas/os ha engendrado, ha hecho fructificar su ovario o su esperma fecundante. Han conjugado la palabra amor en todas sus acepciones y significados pero fuera del lecho, sin contacto de carnes, renunciando a engendrar. Porque el amor es fecundo de mil maneras y todas ellas destierran el olvido. Las generaciones futuras – muchas o pocas, decenas o millones de seres – te recordarán porque has amado, porque has dado la vida a manos llenas sin pedir nada a cambio. Las cicatrices del guerrero que regresa hablan de sus batallas. Su cansado caminar evoca la juventud de un día. Del baúl de sus recuerdos saca lo nuevo y lo viejo para que se vea, para que se sepa. Al ocaso de sus días pone por escrito lo que todos saben o lo que muchos ignoran esculpiendo así la estatua que pueda verse desde lejos, que resista al tiempo y las distancias, que perdure en los recuerdos. Sócrates no escribió libros pero hubo testigos de sus palabras y de sus hechos y por su medio ha vencido la mudez y el olvido de los siglos. Los periódicos de cada mañana están atiborrados de miles de artículos condenados todos ellos – o casi – al olvido, a la cruel papelera o al basurero. Raramente sus autores perduran, vencen la batalla al tiempo. Y en esa ingente marea de escritos, imágenes, grabaciones, palabras hay gente que emerge, que logra vencer la batalla al tiempo y al olvido. ¡Que me recuerden, que no se olviden de mí!, piensa el escritor curvo ante el teclado. Instrumentos modernos como Google, Wikipedia y muchos otros que no conozco se encargan de poner coto a la desmemoria. En tiempos pasados era el libro de bautismos y nacimientos, el registro civil, el catastro, el archivo de la escuela, de la universidad, de la policía y no mucho más quienes daban fe de escuetos y sobrios datos del aparecer de un individuo en escena y su salida más o menos callada por el foro. Hoy en día – y no digamos mañana – las cibermemorias de los mega computers almacenan millardos de datos, muchos de ellos puestos automáticamente al día por un programa adhoc; datos que en gran parte no son conocidos ni por los interesados, protagonistas de las noticias. Y seguramente el sistema tecnológico es mucho más resistente que el inflamable papel de los archivos, aunque el riesgo de destrucción de las gigantescas cibermemorias existe y cómo. Para bajar los humos y engreimientos de la modernidad baste pensar que sólo unas cuantas explosiones nucleares bastarían para dar al traste con Google y Wikipedia. Se toca aquí – sin quererlo y como de pasada – el monstruoso y devastador tema de una guerra nuclear. Pero no por soslayarlo la cosa sería menos real. No deja de sorprenderme y suscitar serios interrogantes constatar que en Europa han sido muchos los siglos de guerras y enfrentamientos continuos hasta el 1945. ¿Cómo ha sido posible ahora, me pregunto, un periodo de relativa paz tan largo? Lo de relativa es obligatorio puesto que mirando al mapa y en nuestros días, gentes que se matan entre ellos es moneda corriente, pero es que son varios los miles de amenazantes bombas nucleares emplazadas en potentes cohetes propulsores las que pueden llegar a cualquier lugar del globo y en cualquier momento. El equilibrio es a mi modesto parecer muy inestable y los riesgos de una conflagración nuclear muy real. Mejor dejar este espeluznante tema porque no lleva a ninguna parte. Pero ahí queda. Decía más arriba que me remito a fechas y eventos, categorías ambas del factor tiempo, el antes y el después, la nebulosa del big-bang y el apagón definitivo de esa modesta estrella que llamamos sol. Pero el espacio es la otra categoría – unida en curvatura al tiempo desde los orígenes - que sustenta lo extraterrestre y lo humano. A esto último me refiero: los espacios en que he vivido, los mares y cielos que he surcado, las montañas, los ríos, los continentes, los pinares de mi pueblo. De nuestro redondo mundo he pateado una gran parte: desde Punta Arenas, en el meridión de Chile, a Oslo y Sídney, Denver y Kuala Lumpur, Tokio y Lima, Kinshasa y New Delhi, Pekín y Villaverde. A una hora bien precisa vi por primera vez la luz y en un espacio bien delimitado. Lo mismo ocurrirá cuando cierre los ojos para siempre y mi único espacio sea la caja de un ataúd. Durante este breve arco de tiempos y espacios se ha desplegado para mí el teatro del mundo. Muchos lo parangonan a marionetas e hilos que mantienen en vilo la ilusión o dejan caer al héroe en un revoltijo de miembros rotos. Yo creo (pido perdón por el protagonismo apodíctico sin derecho a réplica) y sé que el Gran Titiritero tiene clara entidad (en el misterio) y nombre preciso (aunque sea el innombrable). Son éstas palabras de contenido tan real las que suscitan en el escribiente un sobresalto alegre y confiado. Descubrirlas cada día como nuevas ha sido una de mis aspiraciones secretas y nunca definitivamente lograda. Condición itinerante del que hace camino al andar; siempre en marcha nunca en meta el corazón sigue inquieto hasta en Ti descansar

Una mirada en perspectiva El dicho “cualquier tiempo pasado fue mejor” es tentación de viejos. Y sin embargo el pasado hay que afrontarlo y juzgarlo, con todos los riesgos que ello conlleva. Han pasado 50 años desde que crucé el umbral del palazzo Severoli, lo cual te da ya inevitablemente una cierta perspectiva. Ilusión es probablemente la palabra dominante en los comienzos. ¿Decepción el término que colora el final del recorrido? Pues no. Por lo menos hasta ahora. La verdad es que me sigue acunando la persuasiva percepción de haber llegado a la meta. No tengo ambiciones. Esto serena el ánimo y pacifica las pasiones. Algo así como asumir en lo íntimo el hecho de que se ha llegado a donde se quería llegar. Rumiar es probablemente tentación de viejos. Pero también de sabios. Y en la solazante placidez de una puesta de sol, de un ocaso, puede despuntar con nuevos bríos el ansia de libertad que ha sido santo y seña de tantas gestas y aventuras. El 20 de julio del 2015 amaneció para mí la aurora de la libertad total, del hacer lo que te venga en gana. Aún desde la persuasión de que somos sujetos encadenados, dependientes, limitados me queda todavía un resquicio para aspirar al zafo, quito y horro. Y desde esta holgura, despego y soltura se mira hacia atrás y se compara. No me extrañaría que a un buen número de colegas míos (tanto maduros como bisoños) les esté asaltando la sospecha de que con el evangelismo de Francisco están perdiendo terreno e incluso deleite en ser y sentirse nuncios, diplomáticos de la Santa Sede. Y creo que con esto ya he dicho bastante. Focalizando el detalle y comparando, ven que un cierto número de colegas han dicho (hemos dicho) adiós al cargo anticipando un buen trecho el techo de los 75. Otros van renqueando hacia la salida tras bajarse el telón. La tragedia, farsa o comedia ha llegado a su fin. Los maquillajes se diluyen y quedan al descubierto las cicatrices de un agónico desenlace o los vergonzantes compromisos de componendas y arreglos en aras de un diálogo más formal que efectivo. Hablar en nombre o por boca de otros es de todo punto aleatorio, pero a veces incluso los secretos se transparentan en una mirada triste. Ser o no ser, querer y no poder he aquí el dilema. Y, en las arenas movedizas de la diplomacia, acecha de por vida un implacable sentimiento, un temor, una duda: la frustración. Releyendo programas de actividades y episodios vividos en África aflora de nuevo en mi mente el propósito que guia el hilo de mis relatos: no quejarse, no quillotrarse, no lamentarse. Resistir, soportar, aguantar, saber sufrir es de hombres. Cuando me llegó también a mí el turno de coger la malaria no cedí ni un centímetro a la tentación del lamento: ¡pobre de mí! Casi todos los que vivían conmigo en la nunciatura tenían también la malaria. ¿Por qué había de ser yo un privilegiado? Los mosquitos no hacen distinción de clases. Renuncias, privaciones, carencias, despojo, desamparo, en una palabra: pobreza era el caldo de cultivo en que viví durante años en el África subsahariana. En varias ocasiones estuve al borde de la muerte y esto me redime cuando se repite el tópico de que los diplomáticos se dan a la buena vida. A Dios gracias me propuse casi siempre objetivos realizables, asequibles, al alcance de mi mano. Caminé por la cuerda floja en multitud de ocasiones y a veces, tras un traspié, a punto estuve de estrellarme. Pero la mano invisible de Quien todo mima y conserva recompuso misteriosamente el equilibrio. Al filo de la navaja conocí y amé; al filo de la navaja supe ser fiel y servir a dos señores. Y, sin esperar ovaciones, di una mano al vacilante, abrí mi bolsa al mendigo de afecto, puse la hombría, la lealtad, el quijote que llevo dentro en el pendón de guía de mi diario caminar.

Aviso a navegantes Son éstos unos párrafos para poner sobre aviso. Cual si uno oteara el horizonte para no dejarse sorprender por escollos que medio emergen, pecios a la deriva o incluso nubarrones imprevistos que puedan crear desasosiego o amenacen con empujar hacia los acantilados. Y lo primero que se me ocurre tiene su origen en las facilidades de la tecnología. Durante siglos, los hombres y mujeres que pluma en ristre se proponían emborronar papeles con un proyecto de memorias, tenían que echar las cuentas con los intercalados, los incisos, las correcciones infinitas y todo un cúmulo de imponderables. Hoy se trata sencillamente de posicionar el cursor ante dos palabras, dos párrafos o dos capítulos y comenzar a teclear como lo más natural del mundo, sabiendo que lo nuevo que se escribe va a encajar en cuestión de segundos y sin costes adicionales. También esto tiene sus riesgos, entendámonos, pero son muchísimas más las ventajas. En definitiva, que el tajo del escribidor no tiene confines y prácticamente no se cierra nunca. Solo la muerte pone la palabra fin. Dicho esto - que es bastante obvio – me dispongo a perfilar los avisos para navegantes con algunas anotaciones – bastante obvias también - . Y la primera podría caber en lo que atañe al apartado: repeticiones. Pasar nuevamente ante una persona o un evento conlleva, entre otros, el riesgo de repetir o, lo que es peor, decirlo en modo diverso y que pudiera aparecer no en total sintonía. El dicho latino “repetita iuvant” explica ya bastante y justifica eventuales reiteraciones. Aunque pudiera aparecer medio cómico, repetiré esta frase latina cuando haya lugar. En el intento de desvanecer sorpresas, o incluso irritaciones, pido indulgencia por el intercalado de textos tomados de enciclopedias, libros o periódicos. El computer, a este respecto, aguanta todo lo que le echen. Y permite, además, saltarse impunemente cuantas páginas le venga a uno en gana sin necesidad de explicación alguna ni sospecha de que se está haciendo algo irreversible. Todo, absolutamente todo es corregible y justificable con la tecnología. La acumulación de fotografías entreveradas en el texto (o textos, como se prefiera) es fruto de un proceso de aluvión. Igual que una idea se engancha a otra como las cerezas, una foto se relaciona con otra a gusto del consumidor. La mayoría sigue pensando que una imagen dice más que mil palabras. No lo discuto, pero la imagen muda palidecerá siempre ante cualquier fruto del pensamiento humano, que es interactivo. Y si la imagen es lo que es y vale lo es merced al pensamiento. El saldo negativo es enorme: en 2016 se publicaron en nuestro país 224 millones de libros, de los cuales casi 90 millones terminaron en el purgatorio. De los títulos con ínfulas de best sellers se imprimen a sabiendas muchos más ejemplares de los que pueden absorber sus lectores, porque se piensa que son las gigantescas pilas de libros las que venden los libros. Los cálculos erróneos y las esperanzas frustradas de los editores también llevan cientos de miles de libros directos al tanatorio. Como el almacenamiento tiene un alto coste para las empresas del sector, esos millones de desahuciados acaban en talleres de las afueras donde son triturados, aplastados y convertidos en una masa amorfa: la pulpa de papel. Calladamente, se transforman en otros libros, nacidos a costa de canibalizar a sus predecesores fracasados, o los reciclan en otros productos nuevos y útiles, como tetrabriks, servilletas, pañuelos, posavasos, cajas de zapatos, embalajes —la versión contemporánea de las togas para atunes de Marcial —, o incluso rollos de papel higiénico, que nos convierten a todos en émulos intestinales de los huéspedes de aquella pensión de Brighton. Entre los avisos para navegantes ganan en espesor los relacionados con la verdad o el engaño, la honestidad o el disimulo, la realidad o la ficción. Nos estamos adentrando en el mundo de los valores, que dan no sólo espesor sino que son el fundamento y base de una narración que merezca ser leída. Cualquier indulgencia con el respeto a ellos debido conduce invariablemente a la papelera, sepultura cierta y física antaño, o virtual como en nuestros días tecnológicos. Si lo que se quiere contar no es lo que se sedimentó en la memoria a través de los años (y de los escritos, documentos y personas aún vivientes con sus respectivos testimonios) sino desiderata y fantasías, entonces apaga y vámonos. Para terminar con una boutade, se me ocurre que el título ya clásico y sólidamente acuñado de “Memorias” podría ser parafraseado más modestamente con “Lo que aún recuerdo”, “Lo que todavía no se me ha olvidado”. Y es ese “aún” el que dirige el inexorable dedo acusador al elemento olvido, deterioro, desgaste, descuido y preterición.

INFANCIA Y JUVENTUD

Nací - según me dijeron – un 28 de noviembre en tierra de pinares. A las puertas del invierno “La mujer muerta” comienza a cubrirse de nieve, y su silueta se vislumbra ya desde Villaverde en los amaneceres claros. En la España de aquellos días lúgubres y noches insomnes por temor a represalias, el hambre era moneda corriente. Sólo con bastante dinero, apoyos políticos o cercanía a los campos de cultivo se podía estar seguro que habría algo en el plato a las horas señaladas. En la cuenca del Eresma mi familia producía prácticamente todo lo básico para subsistir; incluida la leche y el queso de las vacas de mi abuela, aparte de la bandada de gallinas que aseguraban huevos y carne de pollo los días de fiesta. En la primera casa de la izquierda en la foto-dibujo junto a la carretera nací yo. Lo que se ve de ella es lo que llamamos la trasera, por donde entraban al corral el carro y los animales.

La fachada da a una placita conocida como las Cabachuelas con un pozo artesano en el centro donde las mujeres venían desde muy temprano a por agua en cántaros y vasijas.

(En el caño de las Cabachuelas con Cruz Calle, Ulpiano, la Soco e hijas)

El girar de la rueda y el caer del agua me acunaba al amanecer en aquellas temporadas que allí viví y me anunciaban que había llegado el nuevo día. El Certificado de nacimiento que sigue atestigua que fue un 28 de noviembre

del 1943 cuando mi madre me dio a la luz.

Probablemente esta es la primera foto que conservo como baby. Habían

conseguido criarme rollizo. A los seis años me acaeció el primer trauma. Deslizándome como otras veces por la barandilla de hierro que conducía al primer piso de nuestra casa me caí de costado desde una altura de unos dos metros y me fracturé el fémur izquierdo. El médico del pueblo, D. Rafael Molinari, me enyesó mal la pierna y el hueso fraguó montándose en los extremos rotos; resultado que al quitar el yeso la pierna resultaba ser dos o tres centímetros más corta que la otra. Consulta de médicos especialistas para resolver el problema y al final quien dio mayores garantías fue un curandero, que propuso romper de nuevo el hueso mal anudado y colocarlo como se debía. El resultado fue positivo pero el método fue primitivo. Y muy doloroso.

Y ésta es la segunda foto de infancia. Con mi hermana Mayte en caballito de feria.

Pila bautismal de Villaverde En noviembre del 2017 la televisión provincial de Segovia divulgó un reportaje sobre Villaverde, mi pueblo, en el que dedican particular atención a esta pila bautismal de la adjunta foto. Y con razón, puesto que se trata del objeto artístico más antiguo de la villa: año del Señor de 1572. Contaba “la Mary” – como llamamos a la segunda hija de mi madrina María, que introducía al reportero en la iglesia parroquial – que la caída de la pesa del reloj provocó una fractura que más tarde sería subsanada. Añadir que esa pila bautismal es testigo vivo de cuatro siglos y medio de la pequeña historia de un pequeño pueblo de Castilla en el que yo vi la luz. Porque precisamente de eso se trata: de la luz, la estrella radiante de la fe católica que recibí en el agua de aquella pila bautismal de las manos del cura Don Prudencio, que confió a mi familia el encargo de que no se apagara porque era lo más grande que un ser humano posee.

Mi partida de Bautismo en el libro de Bautismos de la parroquia de Villaverde

Mi bautismo y primera comunión Acabo de mencionar más arriba el nombre del sacerdote que me bautizó un 12 de diciembre (y redactó a mano mi partida de Bautismo), el primer cura con el que tuve un contacto directo, el primer párroco del que conservo un recuerdo visual aunque vago. Don Prudencio tenía una nube en un ojo – así decíamos en Villaverde – y acaso su capacidad de visión se reducía a la del solo ojo bueno. De los comentarios en el pueblo conservo la anécdota de que cuando iba de caza se cubría el ojo nublado con una venda para poder apuntar con mayor seguridad. Sí conservo memoria de haberle visto en ocasiones a lomos de su burro ir hacia el pinar en busca de algún conejo o paloma torcaz que echar al puchero. Por lo demás, es poco lo que puedo decir de él aparte de que en la misa dominical nos largaba unas prédicas cumplidas y moralizantes y que en su sotana negra lucía vistosas lámparas que su gobernanta no daba abastos a limpiar. Me resisto un poco a sacar a relucir comidillas a propósito de su ama de llaves pero a título de inventario no me resisto a hacer mención de una jovencita de aquel tiempo que vivía con su madre en la casa del cura. Con el pasar de los años, ya como sacerdote y sobre todo como nuncio, la he tratado con cierta asiduidad, sobre todo epistolar. Alguien me contó en Villaverde que cuando murió D. Prudencio la joven Dolores lloraba desconsoladamente y dejaba oír el lamento de “¡ay, mi padre!”, a lo que su madre, el ama de llaves, o alguna alma piadosa que la oía la reconvenía instándola: no hija, que no tienes que decir eso.

Abside del templo parroquial

Y ya en terreno de comidillas, dejar constancia de mi agradecimiento al cura de mi pueblo porque no descuidó mi trascripción en el libro de bautismos. Peor suerte corrieron mis padres en el libro de matrimonios. Pues sí. Resulta que cuando fui a entrar en el seminario pidieron, entre otros documentos, el atestado de hijo legítimo y el párroco de la época, Don Martin, quedó aterrado (mas no era el único caso) al ver que Don Prudencio no escribió ni una palabra sobre la boda que ofició. El asunto se arregló yendo algunos testigos presenciales al obispado de Segovia, donde recompusieron y certificaron la ceremonia. Para enmendar la plana del párroco que me bautizó y que tenía una nube en un ojo decir ahora que Don Martín, su sucesor, era persona castísima si las ha habido. Feo también, muy feo – calvo, narigudo y cojitranco de ojos azules – pero nunca dio que hablar lo más mínimo en lo que a faldas se refiere. Su madre, que durante muchísimos años (murió nonagenaria) fue su gobernanta o ama de llaves (en Italia la llaman “tridentina”), le hacía marcaje de hombre a hombre, o sea que su Martinito no se descarriaba ni aunque lo hubiera intentado. Fumador si los hay y primer motorista del pueblo a lomos de su Guzzi roja; las varias décadas de su pastoreo en Villaverde (de donde salió como cura jubilado con residencia en Segovia) se recuerdan como tiempos de bonanza en los que el rebaño obedecía a la voz del , surgían vocaciones al seminario y a la vida consagrada, todos absolutamente se casaban por la Iglesia (¡faltaba más!) y nadie daba escándalos o intentaba relaciones extraconyugales. O tempora, o mores! que diría el clásico.

Don Martin el cura y Calixto el alcalde

La fotografía que sigue lo dice casi todo sobre el niño bueno en el día de su primera comunión. Lo formal del gesto y la actitud bendecidora de Jesusito ya son elocuentes y persuasivas, pero es el traje y ornamentos lo que pone las cosas en su punto. Por si lo hubiera olvidado, esta foto me recuerda y me asegura que fue ese el día más importante de mi vida de niño. El agua del bautismo en aquella pila del 1572 me permite ahora acercarme con la inocencia de mis seis años a Jesús Sacramentado y recibirlo en mi alma casi infantil. No hay más que fijarse en los detalles del atuendo que llevo: guantes blancos, cruz dorada, brazalete eucarístico, libro de rezos, pajarita de caballero de punta en blanco con chaqueta cruzada y pantalones largos de adulto para recibir la Eucaristía por primera vez.

Juventud divino tesoro Pensar y escribir sobre los años jóvenes cuando se está ya en los setenta parece un ejercicio retórico de dudosa fiabilidad. Y sin embargo la cosa es posible e incluso aconsejable para que al mirar el árbol frondoso o la caída de sus últimas hojas otoñales no se olviden las raíces de donde nació todo. Ellas extraen y vehiculan la sabia. Cuando entré en el seminario de Sevilla estaba para cumplir dieciséis años. Ya había aprobado el primer curso en la Escuela Normal de Magisterio y me orientaba hacia una vida en el mundo de la enseñanza. Mis padres – y especialmente mi madre – estaban determinados a que yo consiguiera un título universitario. Probablemente el incentivo para no cejar en su propósito era lo que oían de mis maestros: es un chico muy listo. También es cierto que los tiempos estaban cambiando y la España de Franco comenzaba a dar posibilidades de estudio a capas sociales que nunca habían accedido a ciertas profesiones y cargos. El número de los estudiantes aumentaba a buen ritmo y ya no hacía falta ser de familia pudiente para acceder a las aulas universitarias. Mi actividad fundamental – y casi diría absorbente – de niño y adolescente era sencillamente el estudio. Había siempre exámenes que hacer y era necesario prepararse lo mejor posible para afrontarlos. Mi madre tenía clarito que para aprobar los exámenes había que estudiar muchas horas. Recuerdo que en los días fríos del invierno me traía el desayuno a la cama para que continuara estudiando calentito bajo las mantas hasta que fuera la hora de ir a la escuela. Esto lo hizo siempre. Cuando me acompañaba al Instituto de Huelva para los exámenes me despertaba tempranísimo para que estudiara, luego desayunábamos y en el camino al Instituto oíamos Misa. Ya en el edificio docente, en lugar de permitirme hablar con los chicos examinandos, me recluía tras las cristaleras del jardín para que siguiera estudiando hasta antes del momento mismo en que nos llamaban los profesores para entrar en el aula.

Benedicta, mi madre El estudio se me daba bien, pero es que además era lo que había hecho siempre, y yo lo consideraba la cosa más natural del mundo. Está fuera de duda que yo era un estudiante atípico: vivía en un pueblito, con medios muy limitados, con profesores de ocasión pero que, a Dios gracias, eran competentes (aparte de que gocé casi siempre de enseñanza personalizada, todo un privilegio), en un ambiente familiar armonioso y austero, y con la idea base de que me estaba preparando para sobresalir entre los demás. Mi ingreso en el seminario cambió todos los proyectos y me introdujo en una vida religiosa y académica totalmente desconocida para mí y que se reveló altamente enriquecedora. Había sido estudiante como lobo solitario y ahora formaba parte de la gran manada que te enseñaba constantemente cosas nuevas. En pocas palabras: el seminario de Sevilla me abrió al mundo de la cultura.

En la terraza sur del seminario de san Telmo, desde 1992 sede de la Presidencia del gobierno andaluz.

Seminarista en Sevilla. Bachiller en Salamanca. Licenciado en Roma

A mi regreso de Villaverde en el verano del 59 la cosa estaba ya decidida: iría al Seminario. El cura Manuel Gandullo, sabiendo que era con Doña Bene con quien había que cargar la suerte, puso todo su empeño y refinada estrategia en presentarle favorablemente la cosa, resolviendo de un plumazo las dificultades que presentaba mi mamá y asegurándola sin la menor sombra de duda que su hijo tenía vocación sacerdotal y, por tanto, tenía de ir al Seminario. La verdad es que, en la familia, la noticia de mi vocación no fue bien acogida. O, por lo menos, no externaron signos de complacencia. En Villaverde no faltaron voces en el sentido de: “¿Paquito cura? ¡Si le gustan mucho las chicas!” De mi abuela, tíos etc. no me llegaron comentarios, aunque supongo que lo aceptaron bien. La que se impresionó bastante, por lo que me dijeron, fue mi hermana Mayte. Ella estaba con una amiga, Maryluz, en un pueblo de Huelva, Rosal de la Frontera. Mi madre la llamó por teléfono para informarla y, por lo que luego supe, fue tal su impresión que estuvo todo el día llorando. El Seminario de Sevilla representó – como digo - mi apertura a la cultura. No solamente al estudio. Tras el Curso Especial de latín (dedicación preferente), algo de griego, historia de las religiones y otras asignaturas de relleno, pasé a los tres años de filosofía, que polarizaron toda mi atención y esfuerzos. ¡Cuánto disfruté con la filosofía! Recuerdo como profesores estelares a D. José María Garrido Luceño, historia de la filosofía, y “al dominico”, profesor de Metafísica, el asturiano Ramón Suárez. En su conjunto, el profesorado, libros, ambiente de estudio, calidad del alumnado, libertad intelectual etc. era probablemente superior (o por lo menos, no inferior) a la facultad de filosofía de la universidad estatal. El régimen de internado, la disciplina, la vida espiritual, el celibato y un largo etcétera favorecían sin duda el estudio, la dedicación, los buenos resultados, las ambiciones de no pocos de nosotros, alumnos de San Telmo. Cada final de curso se leían los nombres de los alumnos que habían obtenido sobresaliente en todas las asignaturas. Eran muy pocos. En el curso 59-60 estaba yo.

De Sevilla a Salamanca Después de cuatro años en el seminario de Sevilla llegó el momento de ascender en posición académica y perspectivas de futuro. Al terminar el último curso de filosofía (era un trienio) se planteaba para algunos el pasar a una universidad para iniciar la Sagrada Teología. Esta es la escalera noble de la Universidad de Salamanca.

El segundo por la izquierda es mi paisano Ángel Galindo, entonces de la Pont. Universidad de Salamanca. Los otros tres son profesores de la junta de gobierno. Justo sobre la cabeza del primer profesor de la izquierda está mi VICTOR en esta escalera central. Fácilmente identificable el lugar por el resplandor de la

lámpara de pie situada en el rincón.

Mi llegada a Salamanca fue a comienzos de octubre del 63. ¡Con baúl… y un colchón! Me lo había prescrito el médico contra el asma. Desde la parada del coche de línea en el centro de la ciudad continué en taxi al Colegio Mayor San Carlos. Estaba ya oscureciendo cuando llegué a la habitación que me habían asignado, en la parte vieja, en el tercer piso. En toda la Clerecía (así se llamaba el amplio edificio jesuítico) no había ni un ascensor, naturalmente. Pero uno tan contentito de estar en la Ponti, ser joven y con toda una vida por delante. El otoño salmantino, como casi todos los otoños que conocí (hablo del hemisferio norte) era agradable, fresquito al atardecer y tonificante cuando el timbre nos despertaba a eso de las 6 de la mañana. Confrontarse con casi doscientos seminaristas de toda España en San Carlos fue una gran experiencia para mí; probablemente para todos, o casi. Saludar, de dónde eres, qué curso estudias, en qué piso vives etc. eran preguntas de rigor. Yo venía de Sevilla, pero hablaba con acento castellano viejo, lo cual provocaba otras preguntas adyacentes en mis interlocutores. Soy sevillano de un pueblo de Segovia, aclaraba yo. Viniendo de un seminario, aunque grande y más bien liberal como el de Sevilla, el impacto con la Universidad de Salamanca se dejaba sentir. Yo lo asumí con bastante compostura y buen talante. Las materias a estudiar ya me eran familiares, los profesores estaban a la altura de las circunstancias (alguno que otro sólo pasable) las ganas de estudiar muchas y el régimen interno de San Carlos de lo más adecuado para rendir y prepararte al sacerdocio. De modo que mis dos años de Salamanca fueron - dicho expeditamente - placenteros y bien aprovechados. Recuerdos de San Carlos tengo muchos y variopintos. Decidir hacia dónde dirigir ahora mi atención no es sencillo. Entre otras cosas porque hay episodios banales que a nivel personal dejan huella y otros transcendentes que se quedan en la trastienda de la memoria y el interés. Cierto que el asesinato de John Fitzgerald Kennedy en Dallas es difícil de olvidar: 22 de noviembre de 1963. Creo que íbamos al salón de actos para seguir las noticias de la televisión. Impactante, muy impactante. Eran los años del concilio. No faltaban noticias, referencias, documentos, reuniones, estudios sobre lo que estaba acaeciendo en Roma. Pero si lo comparo con mis recuerdos a partir de octubre del 65 la cosa no tiene color. El colegio español de Roma era una caja de resonancia de lo que se masticaba en el aula conciliar, cosa que no sucedía en San Carlos. Probablemente las resistencias de una parte consistente del episcopado español hacia los nuevos aires de reforma se dejaban sentir en aquel colegio mayor de la conferencia episcopal e incluso en la universidad (también de la conferencia episcopal). En otras palabras: en Roma todo nos llegaba directamente, sin filtros ni rémoras; en Salamanca llegaba lo que querían “los de arriba”; o lo que no podían filtrar porque la cosa se convertía ya en torrente y era muy difícil parar los pies a profesores vanguardistas como el liturgista Casiano Floristàn, Luis Maldonado, Pere Tena y otros. Se me abren las puertas de Europa El obispo auxiliar de Lyon, Mons. Alfred Ancel, del Instituto del Prado, mantenía contactos con estudiantes de la universidad de Salamanca y de otros lugares, sobre todo en España y en Italia, con objeto de difundir la espiritualidad de la que él era mentor. Junto a Lyon, en una pequeña localidad llamada Limonet, tenía un seminario donde organizaba durante el verano encuentros para estudiantes de teología interesados en el mundo del trabajo y las aperturas que el concilio en acto estaba indicando a la Iglesia. A través de un sacerdote, Mons. -Gaudin, Superior del Instituto, enviado suyo a Salamanca, algunos estudiantes concertamos un sejour en una parroquia francesa y seguidamente una o dos semanas en el seminario de Limonet. A mí me fue adjudicada una localidad de l’Auvergne, en el macizo central, no lejos de Clermont-Ferrand y Sant’Etiene. Una mañanita de julio del 65 me aferro a mi maleta de cartón – muy en sintonía con la España de las estrecheces – y endosando la sotana con fajín negro, tipo jesuita, que me habían confeccionado en Salamanca, me pongo a la salida de Sevilla dispuesto a llegar a mi destino francés a golpe de dedo. Y lo conseguí. Desde Madrid me oriento hacia Burgos y seguidamente Irún, puesto de frontera. Era la primera vez que pisaba el país vasco. Ya en territorio galo, un tipo conduciendo un Peugeot de color verde oscuro acoge el implorante mensaje del dedo pulgar de mi brazo oscilante. Me otea con rostro más bien risueño y le digo en francés a dónde quiero ir. Me imagino los cálculos veloces de sus neuronas: ante mí un curita español con maleta, la sotana me da una cierta seguridad, de él puedo sacar alguna ventaja, por lo menos voy a tener compañía, si me para la policía llevar de pasajero a un ensotanado acaso pueda ser una garantía. Ah, se me olvidaba decir que el señor tenía toda la pinta de ser gitano. Hablaba el español al modo gitano y lucía tez aceitunada. Al oscurecer estábamos en Périgueux (la ciudad de Dominique Moratinos) y sugerí ir a dormir al seminario. Nos acogieron bien, de modo que el gitano encontró cena, cama y desayuno gratis. Después de horas de viajar juntos se había establecido entre nosotros una cierta buena relación y se ofreció a dejarme en la estación del ferrocarril que me llevaría a mi parroquia de destino. A la hora del almuerzo estaba ya con D. Manuel, el calvo párroco que me acogió de mil amores. A pesar de los muchos años que han pasado, recuerdo aún cada detalle de su rostro de cura de pueblo. Era una comunidad de tres sacerdotes tipo “obreros” y en su compañía aprendí muchas cosas; no todas para aplicarlas en mi vida pero sí motivos de reflexión y discernimiento. Las diferencias con una parroquia de España eran abismales. Por la mañana iban a misa cuatro viejas y el resto de la jornada la dedicábamos prácticamente a trabajos de pintura y carpintería; y ése era el estilo sacerdotal por el que habían optado. Ellos me trataban como a un estudiante de Salamanca que les había sido confiado por el Superior del Prado para que conociera cosas nuevas. Por supuesto que lo primero que aprendí es que la Iglesia en Francia tenía cada vez menos relevancia social mientras que en el país de donde yo venía teníamos mucho que decir, que influir, que enseñar y nuestro papel era todo menos que marginal en lo social, cultural, político y un largo etcétera. ¿Que las cosas han cambiado? De eso no cabe la menor duda. Y no siempre a mejor. De la parroquia me llevaron en coche hasta Limonet para iniciar el seminario de charlas y encuentros programados por El Prado. Fue muy interesante, y no tanto por los contenidos – que más o menos ya conocía – sino por los seminaristas franceses e italianos con los que me codeé. Me puse en contacto con el seminario de los Padres Blancos en Le Puy y el santanderino Cesáreo Calvo me acompañó a ver la ciudad con su famosa “aguja” y su iglesita en lo alto. Con otro seminarista de la diócesis de Salamanca (Varona, su padre reproducía a ciclostil los apuntes de la Ponti) – siempre haciendo autostop – llegamos a Ginebra. En cierto modo, aquel viaje representa para mí el comienzo de una vida alrededor del mundo.

Años 1965 - ss.

Roma, otoño 1965 La carta de D. Germán González Domingo, rector del Colegio Español de Roma, decía que el ministerio de educación me había adjudicado una de sus becas y que había sido admitido en el colegio; que en breve recibiría información sobre el viaje colectivo en tren de Barcelona a Roma. Así fue, y en la fecha señalada estaba yo en la estación de ferrocarril de la ciudad condal con mi maleta y mi carga de ilusiones saludando al nutrido grupo de estudiantes – más de un centenar – del colegio español. Había salido de Sevilla en tren y en la estación de Madrid – era ya de noche – me crucé en el andén con Adolfo Petit Caro, sacerdote del Opus Dei, también con destino a Roma por primera vez. Con el pasar de los años nos haríamos buenos amigos. Al amanecer de aquel día glorioso de octubre dejaba mi maleta en la consigna de la estación y me encaminaba a pie a Las Ramblas. Era mi segunda visita a la ciudad condal en dos meses y esta vez con alas en el alma porque mi destino era Roma. A eso del mediodía me senté en un bar de la Plaza Real y me tomé la cerveza más placentera de mi vida. Casi medio siglo más tarde he vuelto al mismo bar y me he tomado la misma cerveza con gambas “a la gabardina”, como en aquella memorable ocasión. El tren salía a eso de las nueve de la noche, pero varias horas antes estábamos ya allí la mayoría de los pasajeros de nuestro colectivo para – como en mi caso – saludar por primera vez a mis futuros compañeros de estudios. Fueron intercambios raudos pero provechosos y augurantes de amistades duraderas. Control de pasaportes en Portbou, apagón de luces para dormir algo, salida del sol y espectáculo radiante a lo largo de la costa azul. Fue un viaje en tren memorable; el único que he hecho a Roma sobre raíles. Los siguientes fueron en coche, en avión y en barco. Ventimiglia - de nuevo los pasaportes - me daba la bienvenida a Italia, que se convertiría en mi segunda patria. Toda la costa ligur y toscana me parecía una maravilla. Se hizo de noche y ya habíamos hablado todo lo que teníamos que hablar de modo que nos preparamos al encuentro con Termini y con el autobús del colegio que nos esperaba. Aurelio Coro era el vicerrector, un asturiano jovial de cejas negras y muy pobladas que nos daba la bienvenida, especialmente a los nuevos. ¡Qué emoción atravesar Roma de Termini a Piazza Carpegna! La foto que sigue inmortaliza el último y mayor grupo de seminaristas en el Pontificio Colegio Español de San José, via di Torre Rossa 2, antes de la paulatina y anunciada fusión con el Altemps.

(de der. a izq.) Primera fila: Francisco-Javier Lozano (Sevilla), Adolfo Petit Caro (Sevilla), José María López (Ávila), Jesús Conde (Madrid), Juan José Bassa (Tarragona), D. Cipriano Calderón, D. Antonio Castro, Rector D. Germán González, Don Andrés Roca, D. Aurelio Coro Prieto, Miguel Martín Rollìn (Toledo), José Martín Montero Santaella (Mondoñedo), Antonio Amiano Salaverría (San Sebastián) y Miguel Ángel Suárez Garmendia (Santander) Segunda fila: Jesús Nieto (Palencia),Miguel Ángel Canturri (Andorra), Gonzalo Solano (Guadalajara), Antonio Lorenzo Camarón (Zamora), Carlo M. Viganò (Pavía), José María Antón Martin (Segovia), (No ident.), Miguel Esparza (C. Real), Felicísimo Martínez de Santiago (Valladolid), José Fabregat (Tarragona), Valentín Miserachs Grau (Vich), José María Balenciaga (San Sebastián), Josep Ruaix Vinyet (Vich), Jesús Ferro Ruibal (Santiago), (No ident.), Cristóbal Rodríguez Galera (Albacete), (No ident.), (No ident.), Francisco Borraz Girona (Zaragoza), (No ident.), Fernando de Rodrigo Bores (Sevilla) y Jimmy Giménez Porcuna (Tarragona) Tercera fila: F. Sánchez-Blanco Parodi (Sevilla), Jordy Cors Meya (Barcelona), José Antonio Múgica Casares (San Sebastián), Valeriano Baíllo (Toledo), Manuel Mallofret (Sevilla), F.J. Sàdaba Garay (Bilbao), (No ident.), (No ident.), Ángel Urbán (Sevilla), Pedro Jiménez Planas (Sevilla), Lorenzo Alcina Rosselló (Mallorca), Vicente Cerdeiriña (Santiago), Domingo Gil Baro (Sevilla), Rafael Pastor García (Toledo) Jesús Rey Marcos(Madrid), (No ident.), Mario Cappellino (Italia), Alberto Novau Molins (Urgel), José Manuel Pérez Gómez (Salamanca), (No ident.), (No ident.), Antonio González Villén (Ciudad Real), (No ident.), (No ident.), Giovanni Ambrosio ¿? (Italia), JL Sandoval Cascajo (Valladolid), Martí Visa (Barcelona), Ignacio Meléndez (Valladolid), Jaume González-Agapito (Barcelona), José María Goñi Galarraga (San Sebastián), Pascual Giner Albalate (Valencia), Casto del Amo (Valladolid) y Jesús María Montserrat Santgrà (Barcelona). (Faltan más de 10. Se agradecen eventuales correcciones)

Viniendo de un colegio vetusto, antiguo, austero y muy frío en invierno como era San Carlos, emplazarme ante la arquitectura moderna y transparente de mi nueva residencia fue todo un regusto. Mi habitación en el tercer piso del segundo pabellón (el primero lo ocupaban los señores obispos, convocados en concilio), pequeña pero suficiente y acogedora, me satisfizo. Todo era atractivo y nuevo para mí. Desde mi ventana veía el amplio jardín con varios campos de deporte, tenis y fútbol incluido. La Misa de comunidad la teníamos en la cripta; la iglesia – donde fui ordenado sacerdote en marzo del 68 - no había sido aún terminada; el rector – segoviano como yo – me causó muy buena impresión. Las primeras conversaciones de contenido con mis compañeros versaban como era lógico sobre la Gregoriana y los planes de estudio. Pero el tema permanentemente en el aire era el concilio, que llegaba a su quinta y última sesión. Ya desde mis primeros pasos romanos comprendí que los horizontes se me abrían exponencialmente, todo se agigantaba, lo que tenía ante mí era lo máximo, a más no se podía aspirar como seminarista. Pero me quedaba todavía tanto que aprender, que descubrir, que rezar.

Descubro la plaza de San Pedro, mi patria

Un plácido atardecer del otoño romano del 65 puse mi pie por primera vez en la plaza de San Pedro. Era el 16 de octubre a las 5 de la tarde, a las 5 en punto de la tarde. Para la pequeña historia de un pequeño hombre nacido en un pequeño pueblo en tierra de pinares fue un momento histórico. Y yo creo que ya entonces lo presentí. Había un no sé qué de mágico en aquella plaza, en aquellas columnas, en aquel aire romano que invitaba al gozo intenso y también a la reflexión, a la escucha de algo capaz de cambiar la vida de un joven. Eran las cinco de la tarde de un 16 de octubre único, irrepetible. Salían aún Obispos de la basílica de San Pedro tras las tareas conciliares vespertinas. Yo me dirigí al sagrato y mira por dónde – pura casualidad – veo descender las primeras rampas al obispo de Perpiñán, Mons. Joël-André-Jean-Marie Bellec, que me había amablemente albergado en su casa. Fue un encuentro muy afortunado y estoy seguro de que al pastor galo le agradó ver en Roma a aquel desconocido que, dos meses antes, llamó a su puerta pidiendo posada de camino a Barcelona. Le hubiera agradado mucho más poder adivinar que estaba saludando a un futuro nuncio, a un oficial de la Secretaría de Estado que durante diez años presentaría cada miércoles al Papa en aquella misma plaza los grupos de peregrinos de lengua española venidos de todo el mundo. La plaza de san Pedro, mi patria. Ciertamente que he atravesado esta plaza más veces que ninguna otra del mundo. Que he asistido a más ceremonias aquí que en ninguna catedral del mundo. Que las piedras de este pavimento – los famosos “sampietrini” – son testigos de mis pasos aquella tarde de otoño del 65, así como de aquellos diez años dirigiéndome cada mañana a mi oficina de la terza loggia, y en 1994 de la salida por la puerta grande, junto con mis familiares, paisanos y amigos un día de Santiago, Patrón de España, tras mi consagración episcopal.

La vida en el colegio español de Torre Rossa Fueron cinco los años de mi estancia en aquel colegio, del que conservo memoria agradecida y en el que viví momentos importantes. Día que descuella entre todos es el 19 de marzo del 1968, cuando fui ordenado sacerdote. Había terminado la teología en junio del año anterior pero opté por quedarme un tiempo como diácono antes del presbiterado. El colegio al que llegué en el 65 era sólo para seminaristas; los sacerdotes – más de un centenar – estaban en el palacio Altemps, pero a los cuatro años – como estaba previsto - comenzó a ser desmantelado y nos juntamos todos en Torre Rossa. Los seminarios, colegios y convictorios en Roma eran – espero no exagerar – varios centenares. Hoy muchos menos. Pero es que las universidades de la Iglesia – de ciencias sagradas, sobre todo – eran (y continúan siendo) más de veinte. O sea, que la población estudiantil clerical o asimilable era enorme. Por supuesto que no teníamos relación con la gran mayoría, pero teníamos conciencia de pertenecer a un estamento académico eclesiástico de mucha envergadura. Cuando en el 1965 llegaban a la piazza della Pilota los autobuses de los numerosos colegios, aquello era una verbena por número y colorido. Los que más destacaban, por supuesto, eran los alemanes con sus sotanas rojas rojísimas; los griegos en azul intenso, varios colegios religiosos de color blanco, el pardo de las familias franciscanas, los fajines de múltiples colores (los españoles en azul) y los sombreros – en España, con vocablo antiguo, se llamaría la teja – y bonetes de todas las marcas y hechuras. Una auténtica verbena que “helas!” desapareció como la espuma apenas los vientos del concilio arreciaron. Yo fui de los que asistieron (como protagonistas) al sepelio de todo aquello: coronillas, sotanas, tejas, fajines, calzado y calcetines. Con el presbiterado me llegó también la función de celebrar la misa en parroquias. La mayoría decían la misa en el colegio, pero un grupito íbamos fuera. Comencé yendo a la capilla de una clínica de religiosas (Villa Benedetta) a pocos minutos del colegio. Al volver de vacaciones me propusieron ir a la parroquia Preciosísima Sangre, mucho más lejos pero también con una vida pastoral más intensa. El párroco era D. Cesare Gandolfi, un hombre bueno pero demasiado aristocrático para sintonizar con la gente del barrio.

Teología y política. Rafael Alberti y Díez-Alegría Uno de los atractivos para los estudiantes que veníamos a Roma era confrontarnos con el mundo democrático; en otras palabras, salir de la España de Franco y respirar el aire europeo. Para los eclesiásticos éste era un enclave único; en primer lugar porque, a diferencia de otros países como Alemania, Francia o Estados Unidos, aquí constituìamos un grupo muy consistente, bien relacionado entre nosotros y sin perder contacto con España; todo lo contrario. Personalmente tuve la oportunidad de ser testigo del mayo del 68, que en modo alguno fue un evento sólo parisino sino europeo y mucho más. En las universidades civiles italianas el fermento del mayo francés estaba en plena ebullición y se sintonizaba de muchas maneras y en tantas manifestaciones. La población eclesiástica estudiantil de la ciudad eterna seguía con la máxima atención todo lo que ocurría a su alrededor, especialmente en los colegios mayores de punta; y entre ellos estaba el español, con el grupo catalán y vasco que daban la pauta en política anti régimen. Ésta era una de las cosas que más preocupaban al rector, mi paisano D. Germán González. Aunque personalmente yo no estaba muy involucrado en cuestiones estrictamente políticas – mi dedicación al estudio era, digamos, absorbente – las conversaciones en el comedor con los compañeros, los contactos en la universidad, las frecuentes y detalladas noticias que nos llegaban de España eran suficiente para estar en el ajo y simpatizar con la oposición. Todo eso estaba de moda. Además ¿qué clase de estudiante y joven moderno se podía ser sin respirar y asimilar los vientos de Europa? Por citar algún personaje involucrado en política e influyente en los medios estudiantiles eclesiásticos españoles se me ocurren dos: José María Díez- Alegría y Rafael Alberti. Había otros muchos, claro, pero, como digo, yo no es que me dedicara a eso; seguía más a los teólogos que a los políticos, incluidos los del régimen. Rafael Alberti vivía en Roma (dos de sus abuelos eran italianos y una abuela irlandesa) como pupilo del partido comunista. Con su dinero y apoyos consiguió un apartamento en Trastevere, Via Garibaldi, 88, donde residía junto con su mujer María Teresa León (o compañera, o como se quiera llamar) a la que también saludé. Se me ocurrió que un contacto con él podría ser interesante y, ni corto ni perezoso, una mañana de primavera fui a verle a su casa; era el 6 de marzo del 70. Naturalmente había llamado antes por teléfono. Saludos de rigor, presentaciones, expresión de la simpatía de los estudiantes españoles a su persona y su obra poética (parte de todo esto me lo inventaba sobre la marcha) y motivo de mi visita: invitarle al colegio español de Torre Rossa a una conferencia y encuentro con la juventud clerical española. Los tiempos y los aires nuevos se prestaban a esto y a más. Respuesta de Alberti: muchas gracias etc. pero yo no es que estoy en el exilio y combatiendo al régimen por gusto; mi presencia en una institución española como el colegio de Torre Rossa sería por mi parte una capitulación y no tengo ninguna intención de llegar a tanto; mantengo relación con un grupito de estudiantes del colegio, de hecho tenemos reuniones periódicas para hablar de poesía y corregirles sus trabajitos. Resultado: que mi visita fue interesante, se aclararon posiciones, mi relación con Alberti seguiría, pero de contactos con la España oficial ni hablar. Volvió a nuestro país (1977) y a su Puerto de Santa María natal, donde murió con más de noventa años y la convicción de que el comunismo no tenía futuro. Díez-Alegría era un jesuita (al final exclaustrado) profesor en la facultad de ciencias sociales de la Gregoriana, que gozaba de predicamento entre la disidencia y los partidos de oposición. Tenía un hermano general del ejército, su familia estaba bien acomodada, en una palabra, gente a la que le iba bien en la posguerra. Que uno de ellos y jesuita le plantara cara al régimen en conferencias y publicaciones no sólo llamaba la atención sino que indicaba caminos a seguir. Y a los estudiantes españoles nos agradaban las posiciones de este profesor en favor de la democracia y, por ende, las críticas a Franco y su régimen autoritario. El mayo francés fue un fenómeno único que visto a medio siglo de distancia suscita sorpresa y admiración. Pocas veces la clase estudiantil ha protagonizado un evento de este tipo tan radical y original. Además, ha sido el último de la época contemporánea, lo cual lanza al aire la pregunta: ¿es que desde el 68 la juventud duerme? La guerra del Vietnam fue acaso un catalizador para los jóvenes del mundo occidental. También la invasión de Checoslovaquia por los tanques rusos. Recuerdo que ese día de agosto de 1968 me encontraba yo en Londres, y precisamente en Trafalgar Square; junto a mí estaban sentados en los escalones unos estudiantes de Praga viviendo la tragedia y haciendo cábalas sobre su futuro. Nuestra historia hasta la caída del muro de Berlín estuvo marcada por la presencia del comunismo y la amenaza del nuclear (de ambos bandos). Es simplista e irreal querer reducir la historia sólo a un par de factores que parecen determinantes del futuro. Empero, la pregunta sobre el protagonismo o “hacerse el sueco” de la juventud posterior a la mía sigue en pie. Y es un interrogante seguido de una acusación grave: ¿es que los jóvenes, los universitarios europeos han sucumbido a la droga del bienestar? Fenómenos actuales como el de los millones de hombres (y, en cierta manera también mujeres) con más de treinta años que ni estudian ni trabajan y que viven en casa a costa de sus padres ancianos, te hacen pensar que la juventud no es ya lo que era. Cuando veo esos estadios de fútbol llenos de gente joven (no hablemos de los masivos conciertos rock) que se desplaza incluso a otros continentes para asistir a un partido, me pregunto: ¿y de dónde sacan el dinero? ¿quién se lo da? En definitiva: ¿cómo adormecen su conciencia de jóvenes? No creo que para la juventud de hoy el mayo francés signifique gran cosa. Es verdad que el querer vivir bien ha sido la aspiración de todos en cualquier época, incluido el período de la guerra fría. Pero que el querer vivir bien aniquile todos los demás valores y aspiraciones, es una tragedia. Y esto nos llevará al desastre.

Mi ordenación sacerdotal : 19 – III - 68 En junio del 67 concluí la licencia en Sagrada Teología en la Pont. Universidad Gregoriana con veintitrés años y medio. La edad canónica mínima para recibir el presbiterado eran 24, pero una dispensa de pocos meses se consideraba normal y se concedía sin problemas. No obstante, yo había decidido permanecer algún tiempo como diácono y no pensé en la ordenación sacerdotal al terminar la teología. Como actividad académica tenía ante mí el bienio de teología moral en la Pont. Academia Alfonsiana, regida por los PP. Redentoristas (Bernard Häring, Hortelano, Vidal, Koch, Vereecke, Murphy y otros muchos); una facultad dependiente de la Pont. Universidad Lateranense que gozaba de prestigio; encuadraba una buena cantidad de alumnos y en ella había decidido presentar mi tesis de doctorado. En el colegio español, desde hacía décadas, la fecha para ordenaciones era el 19 de marzo de cada año, solemnidad de San José, patrono del centro y faro espiritual del fundador mosén Sol y sus sucesores. Fue ese día del 68 (año símbolo si los hay por la revueltas estudiantiles y la invasión de Praga por los tanques rusos) cuando el cardenal Antonio Samoré impuso las manos sobre mí invocando al Espíritu Santo. Éramos un grupo de seis candidatos al presbiterado, dos o tres al diaconado y alguno para órdenes menores. De los seis quedamos en activo José María Ferrer, de Barbastro, y yo; los demás (españoles), secularizados; pero había también un cubano del que he perdido el rastro.

Vinieron de España para el solemne evento mis padres, mi hermana y su novio Juan-Mateo. Para ellos fue un gran acontecimiento poder visitar Roma por primera vez. Se alojaron en el colegio. Mi hermana Mayte lucía una espléndida peineta con vestido negro que llamaba la atención; agarró un buen resfriado que incluso la obligó a quedarse un día en cama, si mal no recuerdo. También de los otros neo presbíteros vinieron familiares, menos del cubano. Los padres de Bonifacio Cabrera, canario, trajeron coche y nos lo prestaron un día para recorrer la ciudad. Ferrer no tenía madre, vino sólo su papá. José Manuel, el salmantino (otro de los secularizados), tenía varios hermanos y vinieron todos. De Antonio Lorenzo Camarón, zamorano, vinieron los padres; un caso trágico: años más tarde me dijeron que se había suicidado. Además de los familiares, nos acompañaban amigos de estudios y conocidos de Roma. A todos invité a las catacumbas de San Calixto para celebrar al día siguiente mi primera Misa. Fue una elección muy a tono con los aires conciliares: la Iglesia de las catacumbas, el mismo lugar donde celebré el 26 de julio del 94 mi primera Misa como arzobispo y nuncio.

Mirando la foto en la que doy el beso de paz al cardenal Samoré se encadenan acontecimientos futuros e imprevisibles. Él, diplomático de la Santa Sede, estaba ordenando a un futuro colega. ¡Quién nos lo hubiera dicho! Pero cinco años más tarde sí que se lo dije cuando me crucé con él tras asistir a una conferencia en el centro de estudios de la iglesia de Montserrat de Roma: Eminencia, estoy haciendo los cursos en la Academia. Su respuesta: no sé si darle la enhorabuena. Sus palabras (lo adiviné más adelante oyendo los comentarios de algún nuncio) traslucían desencanto y frustración; por lo visto, a pesar de los cargos importantes que había desempeñado, no logró el puesto que ambicionaba. ¡El gran pecado del “carrierismo” en la Curia! La verdad es que el rapapolvo del Papa Francisco en vísperas de Navidad ilustrando los pecados capitales de la Curia Romana no iba descaminado. Merece la pena releerlo (22.XII.2014).

German González, rector del Colegio Español Por supuesto que sigo estando profundamente agradecido a Samoré por haberme ordenado sacerdote. Me consagró veintiséis años más tarde de arzobispo un pupilo suyo: , consagrado por él en el 1978. Me acompañaban el día de San José: el rector D. Germán González Domingo, D. José María Piñero Carrión, amigo de Sevilla y futuro rector, José María Sanz Vila , vicerrector (fallecido en Alemania prematuramente), y otros muchos. Y el día de Santiago del 94: Antonio Hiraldo, Mariano Sanz (ambos presbíteros asistentes), los cardenales Casaroli, Martínez, Tauran, Marchisano, colegas de la Secretaría de Estado, bastantes sacerdotes venidos de España, etc. etc. Mucho ha llovido desde aquel día de san José del 68 pero todo lo bueno (y también lo malo) que me ha sucedido y he vivido en la Santa Iglesia de Dios viene de allí. Sacerdos in aeternum.

Los neopresbíteros son recibidos en audiencia por Pablo VI el 20 de marzo del 1968

Viaje a Londres y Paris El primer verano ya de cura (1968) tomé un vuelo chárter en Barajas (única vez en que he visto pesar a los pasajeros, uno por uno. Sic!) que aterrizó en Londres; era mi primera estancia en territorio de lengua inglesa y me defendía bastante bien. Mi intención era – según creo – dirigirme a alguna parroquia para ofrecer mis buenos servicios de cura durante algunas semanas pero luego cambié mis planes. Me alojaba en una especie de hostal para estudiantes, en la zona de Westminster, regentado por algún clérigo anglicano y comía el clásico bocadillo de queso. Visitaba la gran ciudad persuadido de que me encontraba en un lugar importante y cargado de historia y de futuro. Aparte de los grandes monumentos – que en años sucesivos visitaría con detalle en varias ocasiones – recuerdo con gran interés y sentido de lo novedoso el Speaker’s Corner en Hyde Park. Creo que el evento sucedía los domingos y convocaba en aquel lugar durante la mañana a toda una serie de personajes cuyo único objetivo era: hacerse oír, reunir auditorio, proclamar a voz en grito (pero sin megáfono) lo que pensaban, lo que proponían, las bondades del mensaje del que se creían mesías. Y la verdad es que una buena parte de los vociferantes eran predicadores bíblicos o cuando menos de corte religioso y que urgían a la conversión. Uno de ellos – comedido en su porte y estilo – lanzaba su pregón subido a una escalera para ser mejor visto y oído. El que más me sorprendió fue un griego de baja estatura que vociferaba como un energúmeno intentando ser entendido en una lengua que hablaba cuajada de errores pero con un objetivo bien preciso: denunciar y anatematizar con los más duros términos el régimen militar de los coroneles en su helénico país. Era pura dinamita en sus palabras, pero de modo particular en sus gestos amenazantes y gritos de condena. Todo ello dentro de la más depurada ideología comunista, de la que se presentaba como heraldo y miembro beligerante del partido más leninista del mundo redondo. Para uno que venía de la España de Franco todo aquello era sorpresivo y un avance de lo que años más tarde se fue abriendo paso en la piel de toro. Algún día llovió y el panorama del centro se me fue haciendo algo monótono, de modo que decidí marcharme a París y así evitar, entre otras cosas, tener que pagar en la pensión de los anglicanos. Llegué a Southampton en tren y continué con el ferry, un paseo de unas dos horas que fue muy agradable y soleado. En París tenía como contacto a Paco Mansilla, cordobés, que estaba en la parroquia de Saint Philippe du Roule, en la rue du Faubourg Saint- Honoré y me buscó un alojamiento con las religiosas de l’Assomption en el distrito 16, en rue de l’Assomption. Allí decía la Misa en francés cada día y podía también comer. A aquella comunidad pertenecía Belén, la hija religiosa de mi madrina María, pero no estaba entonces. Era mi primera visita a la gran ciudad del Sena y me gustó mucho. Me iba andando desde el convento al Trocadero en casi una hora. Caminar junto al río era un gran placer; siempre había cosas nuevas que mirar y admirar. Subir al Sacre Coeur fue emocionante; también bajar a Pigalle y sus fulanas. Volví a pasear por todo aquello más tarde en varias ocasiones durante mi vida y siempre aprendí cosas nuevas. La cultura francesa – a pesar del monopolio americano desde la posguerra hasta hoy – sigue siendo punto de referencia para todo aquel que quiera emanciparse de la masa amnésica y manipulada en las democracias occidentales.

Año 1969

Comenzar diciendo que la del 69 es la primera agenda que, de momento, conservo completa. Confiar solo en la memoria, en los recuerdos, es bastante aleatorio. Por supuesto que iniciaron a sucederse eventos y a aparecer personajes dignos de reseña propiamente a partir del 1973, el turning point de mi vida pública e internacional. Antes de esa fecha hay siete años como estudiante en Roma y otros dos previos en Salamanca que son como la zanja sobre la que fui colocando los cimientos que me permitieron poder dirigirme al Presidente de la Academia con un “curriculum vitae” de una cierta consistencia.

Mi primera visita a los USA Agradezco aún a Jesús Pérez Saturnino, compañero seminarista en San Telmo y vecino de pupitre en el gran salón de estudio (justo donde ahora tiene su despacho el presidente de la Junta de Andalucía), porque despertó en mí el apetito a la lengua inglesa. Un día mirando hacia atrás veo que tiene abierta una gramática de inglés; intercambio con él algunas frases y llego a la rápida conclusión de que esa lengua hay que estudiarla, es la lengua del futuro si no ya del presente. Enseguida compré el libro y me puse manos a la obra. En mi bachillerato se estudiaba el francés, que yo conocía y chapurreaba. Don Roberto Bellostas, el aduanero de Rosal que me hacía de profesor, lo sabía muy bien y ello me había estimulado a practicar con él. Mi paso a Salamanca significó una primera apertura al mundo de las lenguas, pero aún modesta; luego estuve en Francia unas semanas y a la vuelta me encontré con la grata sorpresa de que tengo que ir a Roma, mi nueva patria. La Gregoriana corroboró lo que ya sospechaba: para andar por el mundo o se habla inglés o no puedes dar un paso. Me encargaron a mí en el colegio español organizar los cursos de inglés; contacté una escuela de lenguas y comenzamos unos veinte alumnos a recibir las clases de un británico (solo le faltaba el paraguas y el bombín) que llegó tarde a Torre Rossa el primer día. Pagábamos los alumnos de nuestro bolsillo. Aquello fue una introducción seria y con el paso del tiempo me pasé al magnetófono y las casetes, que te enseñaban lo mismo y que, por el mismo dinero, o sea gratis, estaban disponibles a cualquier hora. Desde entonces – con alguna excepción – he sido autodidacta con las lenguas. Y no me ha ido mal; el secreto es muy sencillo: estudiar, estudiar y estudiar. Practicando algo, claro. El primer verano ya de cura tomé, como ya dicho, un vuelo chárter en Barajas que aterrizó en Londres; era mi primera estancia en territorio de lengua inglesa y me defendía bien. A los pocos días – visto que aquello no daba para mucho – me fui a Paris, a un convento de monjas. Regresé de Paris a Madrid y continué mis vacaciones de verano del 1968 pero prometiéndome que al año siguiente iría a los Estados Unidos de América. En efecto, a través de sacerdotes del Altemps, en Roma, que ya frecuentaban los USA, me puse en contacto con la cancillería de la archidiócesis de Nueva York y quedamos en que pasaría julio y agosto en Pine Bush, un pueblecito hacia el norte siguiendo el curso del Hudson, no lejos de Middleton. Este es el anuncio que tienen colgado hoy (a. 2018) en Internet (composición de letras superpuestas) sobre el soporte de ladrillo claro que yo conocí al llegar por primera vez el 2 de julio del 69.

Y este es el interior del templo con las vidrieras de la entrada, las dos banderas que yo conocí, el amplio coro y debajo las portezuelas a los confesionarios donde yo me sentaba los sábados por la tarde aguardando a los penitentes.

El párroco David Hordern estaba muy orgulloso de su flamante iglesia, que había logrado construir sobre todo, creo yo, con la aportación de los numerosos católicos que iban a Pine Bush y alrededores para las vacaciones estivas. Durante el invierno la feligresía se reducía drásticamente. Me trató bien con su estilo de irlandés 100 % americano. Vino al aeropuerto a esperarme y me llevó con su coche a la parroquia. Era el miércoles 2 de julio del 69 y había aterrizado en Nueva York a las 14H00 tras 7 horas y media de vuelo con Iberia. En Pine Bush tenía mucho tiempo libre y lo dedicaba al estudio y a practicar la lengua inglesa con la gente y con la TV. Naturalmente yo había ido a Estados Unidos sobre todo para conocer un nuevo mundo y especialmente Nueva York el escaparate, el pórtico, la capital del imperio. En cuanto pude tomé un autobús que me llevó a Manhattan para pasar allí un par de días. Era el domingo 20 de julio y puse mis reales pies en la Gran Manzana por primera vez tras casi dos horas de viaje. Fui huésped de los padres agustinos que animaban los cursillos de cristiandad desde su casa para retiros del Bronx. Allí me orientó Richard Cornwall, agustino del Nebraska y compañero mío de curso en Salamanca. Fue mi primer baño de americanismo. Me desplazaba en metro y caminaba horas y horas por el centro y sur de la “gran manzana”. Coincidió mi visita con la llegada de Neil Armstrong a la luna: una fecha histórica si las hay (20.VII.69). Lo retransmitieron desde Nueva York para España el segoviano Cecilio Rodríguez y el lepero Jesús Hermida. El domingo sucesivo, día 27 de julio, me subí en Manhattan a un Greyhound que me depositó a las 5 a.m. del día siguiente en Washington D.C. Recuerdo que fue una noche calurosa a la que siguió un día húmedo en compañía de José Antonio Vigara O.P. que me hospedó en el College of Studies que tenían los dominicos en la capital federal. Fue una jornada de visitas precipitadas de la que no recuerdo casi nada. (Menos mal que en el invierno del 2018 me pasé allí bastantes días y, a lomos de mi bicicleta, pude gozar de todos los rincones de la capital; aparte de que también en el invierno del 2011, con una gran nevada, me paseé por Washington D.C. y la nunciatura). Mi vida en Pine Bush era de lo más pueblerina pero muy instructiva para mí. Con frecuencia estaba solo en la parroquia y ello me permitía hacer lo que se me antojaba. Después de la siesta iba a la piscina de los vecinos, a casa de Arthur, un católico al que el párroco David Hordern no estimaba porque estaba divorciado. Mi actividad más importante - y para lo que yo estaba allí como sustituto – eran las Misas del domingo. Pine Bush era lugar de veraneo para la gente de la ciudad y la presencia católica se agrandaba en los meses de vacaciones. Los días de diario tenía sólo una docena de personas en la Misa; entre ellos mi gran amigo James Bonney, jubilado, irlandés de origen (como la mayoría de los parroquianos) y católico a machamartillo. Él corregía mis ejercicios de inglés. Fueron los días en que Edward Kennedy tuvo el accidente en la isla de Chappaquiddick (18.VII) donde murió ahogada la joven Mary Jo Kopechne y la televisión no hacía más que comentar esa noticia. Mi impacto con la cultura americana en blanco y negro – y especialmente mi viaje a Washington D.C. - me llevó a mandar al diario ABC de Sevilla algunos artículos comentando lo que veía. Uno de ellos lo titulé “América en blanco y negro”. El viernes 22 de agosto me embarco en el Kennedy Airport para Madrid donde aterrizo a la mañana siguiente. En Sevilla hacía 45 grados a la sombra y me esperaba la familia para bautizar a mi primera sobrina, Mayte, que había nacido el martes 19 de agosto.

Woodstock Cuando nació mi sobrina Mayte estaban pasando aún por delante de mi casa en Pine Bush, NY, coches, furgonetas, motos y todo medio de locomoción hacia Woodstock, o mejor dicho a la granja del señor Max Yasgur, en Bethel (64 km al suroeste). Fue un acontecimiento memorable, epocal, del que tomé las dimensiones reales sólo con el pasar de las semanas y los meses. Y sin embargo yo había sido testigo presencial (aunque ausente) desde mi observatorio de Pine Bush, pueblecito que estaba justo en el camino hacia el primer gran festival de música rock. Recuerdo que aquella carretera secundaria del up State New York comenzó inesperadamente a poblarse de transeúntes, desperdigados al principio y auténtica caravana al final. Yo, como recién llegado a los USA, lo miraba todo con curiosidad y comedimiento. Hice alguna tímida pregunta en la parroquia y en casa de mi amigo James Bonney, pero tampoco ellos tenían las ideas muy claras puesto que era un fenómeno único y nuevo para todos. Sólo con el pasar de los días (y de las caravanas) nos fuimos aclarando sobre las proporciones y transcendencia del evento musical, juvenil y casi revolucionario que daría la vuelta al mundo. Lo primero que se me hubiera ocurrido hoy ante un desfile gigantesco y multicolor como aquel habría sido unirme al carro de los peregrinos rock para ver lo que pasaba y experimentar lo que se barruntaba; tampoco ellos sabían bien (aparte de los organizadores) lo que se iban a encontrar. Pero en aquellos días de agosto y con la miel en los labios de mi primera experiencia americana, me daba por satisfecho con ser mudo testigo al pie de la carretera de Pine Bush. Lo que veía en la televisión ya era mucho. Eran además los días del gran escándalo Edward Kennedy con motivo del accidente en la isla de Chappaquiddick, como ya he dicho; las noticias importantes se sucedían sin pausa tras el histórico reciente 20 de julio, llegada del hombre a la luna, y el trasfondo de la guerra del Vietnam con la interminable lista de caídos (más de 60 mil, si mal no recuerdo) que cada noticiario repetía lúgubre y machaconamente en cada hogar de los USA. Que he guardado buen recuerdo de Pine Bush y sus gentes lo demuestra el hecho de que cuando en junio del 2002 quise hacer un viaje turístico y solitario a Boston y New York me pasé por mi parroquia de Infant Saviour para saludar a la gente que aún me recordaba; no muchos a decir verdad. Me cogía prácticamente de camino hacia Boston, donde me pasé un par de días visitando la capital de Massachusetts, que aún no conocía.

Año 1970

Verano del 1970 en el South Bronx La parroquia de San Pio V fue mi lugar de apostolado y de inmersión en la vida americana a partir del domingo 5 de julio de 1970, en que saliendo del aeropuerto de Barajas aterricé felizmente en el John Fitzgerald Kennedy Airport. Conociendo ya un poco sobre los transportes colectivos, evité el taxi y me fui directamente al metro que me llevó a las inmediaciones de mi nueva parroquia. Era ya por la mañanita temprano del lunes 6 cuando me planté ante la fachada de aquella iglesia que con tantos esfuerzos y determinación había levantado de la nada el irlandés Rev. Fagan en el ya lejano 1906. Ahora el párroco se llamaba John Downes, los coadjutores Robert J. Carden y Francis J. Toner y el joven diácono Dennis J. Sullivan, actual obispo de Camden (a. 2017). La religiosa que me daba clases de inglés se llamaba Mary J. Lynch y estaba tocada del ala, o sea que tenía la vocación en un hilo. Yo creo que dejó los hábitos de allí a poco. He aquí la fotografía de la fachada del templo: la casa parroquial a la derecha (según se sale) y a la izquierda la casa de la comunidad de religiosas dominicas que estuvieron al cargo de la High School parroquial femenina hasta que cerró poco antes de mi llegada. Uno de los cientos de casos de cierre en los USA que llevaron a la Iglesia Católica a perder el terreno que durante décadas había conquistado a través de la educación de calidad.

La parroquia de St. Pius V, en pleno mogollón portorriqueño estaba ubicada en la 145th Street East. Mi ventana daba a la entrada de una escuela: una atalaya ideal para ver el mundillo hispanohablante y negro de una zona pobre de Nueva York. A la parroquia venían con frecuencia personas a pedir y les dábamos un vale con el que podían adquirir alimentos en la tienda cercana de un conocido nuestro. Vivir en Manhattan tenía sus ventajas ya que mi día libre lo dedicaba íntegro a recorrer y visitar todo lo interesante: museos, bibliotecas, la calle 42, el Rockefeller Center, the Music City Hall, the Cloisters, y muchas otras cosas y parajes. Me desplazaba con frecuencia en bicicleta y esto tenía un atractivo añadido. Llegué un día hasta el sur de la gran manzana para ver de nuevo el socavón descomunal en el que construirían las torres gemelas, the World Trade Center. Centenares de camiones (aún no se fabricaba el mastodóntico que vemos hoy en las minas de Canadá y similares) sacaban tierra para poner los cimientos que se desmoronarían un 11 de septiembre, treinta y un años más tarde (ese día cambió la historia moderna). Naciones Unidas era uno de mis destinos preferidos, aunque la visita de verdad la hice solamente en enero del 2011 con mi amiguete el indio Kuriakose. En las cercanías del palacio de cristal se hallaban centenares de oficinas y representaciones diplomáticas que también atraían mi atención. Estuve una mañana en el cuchitril de televisión española (el espacio en Manhattan se paga caro) con Jesús Hermida y Cirilo Rodríguez. Se pusieron contentitos al ver que un cura ilustrado y joven había tenido especial interés en visitarlos.

Asamblea conjunta Obispos-sacerdotes Terminado mi primer curso, 70-71, en Montserrat, volví a España y, a diferencia de los años anteriores, ese verano no fui a los USA para asì dedicarle más a tiempo a los trabajos de mi tesis que ya estaba en la recta final. Mi estancia en la playa con mi familia sería, imagino, más larga que de costumbre aunque sin marginar mi dedicación al estudio y actividades pastorales en parroquias, comunidades religiosas y entre los amigos. Una de las citas obligatorias y para mí muy esperada era pasar unos días con mi abuela Ramona en Villaverde. Hasta allá me fui con el coche de mi padre, lo cual me daba autonomía de movimientos. En mi camino de vuelta a Sevilla hice una parada en Madrid atraído, sobre todo, por un evento eclesial que se desarrollaba en las dependencias del Seminario Mayor del 13 al 18 de septiembre 1971. Aparte de la presencia de todos los obispos, contaba con representaciones del clero de todas las diócesis, lo cual había ya suscitado una gran expectación porque un ágora de estas características puede (como de hecho sucedió) levantar mucha polvareda. Oliéndome el asunto y visto que tenía tiempo y medio de locomoción me fui hasta la madrileña calle de San Buenaventura donde se ubica el Seminario Conciliar de San Dámaso inaugurado en 1906

Las sesiones se celebraban en el gran salón de actos (planta baja) y en su entorno habìa numerosas mesas con material relativo a la reunión, libros y publicaciones, y un nutrido grupo de chicos y chicas, que atendían a los participantes en el evento. Allí me crucé con alguna persona conocida con la que dialogué para que me pusiera al tanto, a la vez que me facilitara los programas y hojas ciclostiladas (aun no estaban en auge las fotocopiadoras) relativas a temas, ponentes, noticiarios y orden del día. Pululaban los periodistas ansiosos de declaraciones sensacionales y noticiones. Imagino que puesto que el Episcopado no tenía ganas de levantar polvareda en torno al evento - y que al aparato del régimen tampoco le interesaba dar publicidad a lo que allí estaba sucediendo - la prioridad en cuanto a divulgación era mantener el asunto bajo control. En pocas palabras, que mi visita al Seminario Conciliar mereció la pena y que cuando a finales de febrero del año siguiente surgió el escándalo del documento de la Congregación del Clero, capitaneada por el cardenal de los USA John Wright, yo ya contaba con algunas claves de lectura que me permitieron entender mejor la cosa. La Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes, celebrada en septiembre de 1971 para reflexionar preferentemente sobre las principales cuestiones del clero, fue un gran acontecimiento eclesial, que marcó el punto culminante del enfrentamiento entre dos mentalidades existentes en el clero y con graves repercusiones en el campo socio-político. Aunque al cardenal Vicente Enrique y Tarancón no le gustaba usar la palabra «desenganche» para calificar el momento culminante en el que se produjo la ruptura con el pasado en las relaciones Iglesia-Estado, sin embargo la prensa de aquellos días y quienes después han tratado el tema han situado la hora del «desenganche» en dicha Asamblea. Pablo VI envió un telegrama de animación y bendición a los asambleístas el día de la apertura, firmado por el cardenal secretario de Estado, Jean Villot. Los ecos de la asamblea, ya desde el comienzo, resonaron como un cañonazo en las alturas políticas de la nación. Asistieron 76 obispos, tres de ellos dimisionarios, además de los sacerdotes delegados de cada diócesis. Es un hecho que nunca en España, ni a nivel diocesano ni nacional, se había hecho un ensayo de compulsa del sentir del clero, que permitiera conocer la problemática religiosa de conjunto y la mentalidad o mentalidades predominantes. Pero varios meses más tarde, hete aquí, que estalla la polémica provocada por un «misterioso» documento romano, anunciado en la prensa antes de que lo conociera el cardenal presidente de la Conferencia Episcopal. El 21 de febrero de 1972, por la noche, le llamó al card. Tarancón un periodista para decirle que una agencia había distribuido la noticia de la existencia de un documento en el que la Santa Sede llamaba la atención al Episcopado Español sobre las conclusiones a las que había llegado la Asamblea Conjunta. El 27 de febrero le entregaron al cardenal un sobre que contenía una carta del obispo Guerra Campos, secretario de la Conferencia Episcopal Española, con la fotocopia de una carta firmada por el prefecto y por el secretario de la Congregación del Clero, cardenal Wright y monseñor Palazzini, respectivamente, con fecha del 9 de febrero, acompañando un «comunicado» de la Congregación que Tarancón acababa de leer en los periódicos media hora antes. Todo esto contribuyó a aumentar la confusión y las dudas del cardenal; confusión que se hizo mucho más inquietante y grave cuando en los periódicos leyó que se hablaba explícitamente de que la Congregación del Clero actuaba con autorización superior. El 28 de febrero el cardenal Tarancón marchó a Roma y entregó en la Secretaría de Estado una carta dirigida al cardenal Villot, diciéndole que necesitaba saber el valor y la obligatoriedad del documento; qué sentido tenía esa frase «con autoridad superior», ya que muchos pensarían que se trataba de la misma persona del Papa; si era posible saber cómo un documento de esta clase había llegado a una agencia periodística y por medio de ella a la opinión pública. El Papa tuvo conocimiento inmediato de la carta de Tarancón a Villot y al día siguiente, 29 de febrero, al recibir en audiencia a los miembros del Consejo Permanente del Sínodo, al que pertenecía el cardenal, Pablo VI le dijo: «Esté usted tranquilo: el documento que usted pedía ya está hecho. Esté usted tranquilo. Pero he de hablar con usted. Mañana nos veremos». A Pablo VI no se le escapó nada de lo que había pasado. Efectivamente, en la audiencia privada el Papa le preguntó al cardenal muchas cosas sobre España y la Conferencia. Por eso, en el discurso inaugural de la Asamblea Plenaria de la CEE, del 6 de marzo 1972, en el que explicó lo ocurrido, Tarancón pronunció estas textuales palabras sobre cuanto le había dicho el Papa: «Dígales a los obispos que sigo con mucho interés los trabajos de la Conferencia. Que he podido comprobar que la Asamblea Conjunta con sus defectos y fallos ha producido un fruto psicológico muy importante. Que confío en que ahora sabrán encontrar el camino para determinar unas conclusiones que no solo estén en conformidad con la doctrina y con el espíritu de la Iglesia, sino que sean viables y concretas; lo peor que podría pasar es que por ser irrealizables se quedase todo en el papel. Dígales que el lunes celebraré yo la santa misa por la Conferencia Episcopal y por la Iglesia de España y que el Papa personalmente y la Santa Sede están siempre para servirlos y ayudarles; pueden confiar plenamente en nosotros». Aunque Pablo VI renovó su confianza personal en el cardenal presidente y en la Conferencia Episcopal, sin embargo allí quedaban estos dos elementos fundamentales: que la Asamblea había tenido defectos y fallos y que sus conclusiones deberían estar en conformidad con la doctrina y con el espíritu de la Iglesia. Pocos días después recibió Tarancón una carta del card. Villot, que respondía a sus peticiones y clarificó sus dudas. «Doy gracias a Dios -dijo nuestro cardenal al final de su discurso dirigido a los obispos- porque se ha podido desenredar esta madeja que tanto nos ha hecho sufrir. Yo me atrevo a pediros a todos serenidad y amor para que se restablezca la paz y la armonía entre todos nosotros y para que la unidad del episcopado en torno al Vicario de Jesucristo pueda ofrecer una seguridad absoluta al Pueblo de Dios que nos ha sido encomendado». En la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes celebrada en Madrid se discutieron los problemas que más preocupaban a los católicos conciliares: separación Iglesia-Estado, autonomía económica de la Iglesia, el deseo de que los obispos no formasen parte de organismos políticos, la petición de perdón por no haber sabido ser agentes de pacificación en la posguerra española. El rechazo a la Asamblea y sus conclusiones por parte del mundo oficial del régimen y por una parte del clero español fue espectacular. En cierto sentido, el cardenal Tarancón cayó en desgracia porque eclesiásticos romanos darían a entender al nuevo Papa, Juan Pablo II, que, si la Iglesia se había debilitado en España, se debía a la política de una parte de sus Pastores. Dio la impresión de que se les achacaba no haber actuado ni defendido los derechos eclesiásticos tal como lo hacían los católicos polacos. Al ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal Tarancón se propuso dos objetivos: aplicar a España las orientaciones del Vaticano II en lo referente a la independencia de la Iglesia de todo poder político y económico, y procurar que la comunidad cristiana se convirtiese en instrumento eficaz de reconciliación para superar el enfrentamiento entre los españoles que había culminado en la guerra civil.

Al hablar de los cambios de mentalidad experimentados en España en tan corto espacio de tiempo, escribió el cardenal en sus Confesiones: «Al obispo se le critica y se le “contesta” aun en su presencia, y tiene que ganarse todos los días su confianza y el respeto de los sacerdotes y de los seglares. Por eso he dicho yo algunas veces que ser obispo se está poniendo cada día más difícil, aunque, si he de ser sincero, resulta más apasionante. Porque te sientes continuamente estimulado a superarte, a no proceder ni mandar a la ligera, a atar todos los cabos para merecer la confianza y el respeto». Año 1971

Mis veranos en los USA Mi amigo Richard Cornwall, agustino, creo que ya se había ido a Santo Domingo como misionero pero me dejó en New York otro amiguete chino/cubano que ya conocía yo desde el año anterior, John Lau. Tenía un viejo coche Dodge, mod. Dart (que también se fabricaba en España) y que había comprado por 200 dólares. En España nuevo costaba una fortuna. Mi regreso a Madrid, esta vez volando con Panam, creo que fue el jueves 3 de septiembre a las 21H30 con llegada al día siguiente a las 09H55. Tras un año de pausa, volví a los USA el verano del 72 repitiendo parroquia: Pine Bush. Aquello ya lo conocía bien y por tanto fueron pocas las novedades, aparte de mis visitas periódicas a Nueva York los días de asueto. Habían cambiado el coadjutor; ya no estaba Ralf Curcio, que era al mismo tiempo capellán militar en West Point; con él visité detenidamente la academia, no muy lejos de la parroquia. El nuevo – no recuerdo su nombre - era adicto al wiski y en un par de ocasiones tuve que reemplazarle en la Misa porque no acertaba a dar la comunión, hasta tal punto le temblaba la mano. Mi última visita a los USA como coadjutor sustituto fue en el verano del 73 a la parroquia de St. Frances de Chantal, en el norte del Bronx. Salí de Barajas con la compañía World Airways el martes 26 de junio a las 17H50 y llegué a Kennedy Airport a las 20H30. El 1° de julio fue mi primer domingo en la parroquia: ayudé a dar la comunión por la mañana, bautizos a las 15H00 y S. Misa a las 18H00. El sábado ya dije Misa a las 09H00 en Preston, el monasterio de nuestra comunidad de religiosas clarisas (Poor Clares). Los coadjutores se llamaban Raftery, Grippo (con melenita) y Durkin. Los sábados por la tarde confesábamos. Otra de las actividades frecuentes era ir a las Funeral Homes para rezar un responso por los recién fallecidos; también bautizos y alguna boda. He aquí el templo de factura moderna en ladrillo visto.

El párroco, Mons. Joseph Devlin, era un irlandés pequeñito y amable que se había hecho acreedor a aquella comunidad católica de la clase media. Con los otros sacerdotes, arriba mencionados, me llevé muy bien. Fui alguna vez a la playa en Long Island (donde conocí a Mrs. Rosen, judía) y me encontré con algún compañero del colegio español también veraneante como yo en Nueva York con los que visité Staten Island (me acompañó el toledano José María Pablos Martín). Conocí a una chica de la parroquia (mucho más joven que yo) llamada Madeleine Doherty que estudiaba para ser policía de Nueva York. Me hizo una foto (bastante malilla) que luego enmarcó sobre madera enlacada. Aún la conservo en mi piso de Sevilla. Le gustaba decir alguna palabra que otra en francés, sobre todo “manger”, que puso en la foto suvenir. El monasterio de las religiosas Poor Clares (clarisas) estaba en el número siguiente, el 192, en la misma calle de la parroquia, que era el 190 de Hollywood Av. Mis recuerdos de la parroquia y sus buenas gentes son muchos y variopintos, pero todos palidecen ante el evento que decidió mi vida: la llegada, el miércoles 8 de agosto, de una carta del cardenal Bueno Monreal en la que me informaba que había sido admitido como alumno de la Pontificia Academia Eclesiástica de Roma. Aquello lo cambiaba todo, todo mi futuro. Desde aquel momento mi vida tomaba nuevos derroteros, algo que aún no conocía pero que presentía como brillante y lleno de sorpresas. En ese futuro de vida diplomática, los Estados Unidos pasaban a ser posible meta – junto a otras muchas - de mi deambular por el mundo como representante del Papa. Nunca podré dar gracias a Dios suficientemente por haber dirigido la mente y voluntad del Excelentísimo Nuncio Felice Pirozzi incluyéndome en la lista de los nuevos alumnos para el curso 73-74 en Piazza della Minerva 74.

Estudiar, escribir, publicar libros Para uno que se pasa la vida entre libros, no pensar en publicar alguno creo es difícil de entender. Otra cosa es llevarlo a la práctica, pero la idea seguro que surge y tienta. Pasar a la categoría de autor es un salto, es un título, un ascenso ciertamente. Y un riesgo. Y se corre – creo yo – porque se tiene algo que decir. Pero ¿quién no tiene algo que decir? Y a renglón seguido: ¡se dicen tantas tonterías, tantas obviedades, tantas perogrulladas! Una cierta protección a ese riesgo lo representa el vivir y moverse en el mundo universitario, en actividades de investigación, abierto siempre a la creatividad. De esta manera se dispone de las herramientas idóneas para distinguir entre el oro y la paja, lo nuevo y lo repetitivo, lo que interesa y lo que se mustia entre un ocaso y un amanecer. Subyacente a lo anterior – y a veces motivante – es el querer aparecer, ser conocido, contar con pedestal para que te vean; en breve: la vanidad, la notoriedad. Una tentación que no respeta ni a los premios Nobel, imaginémonos a los clérigos ilustrados. Al hilo del tiempo y en la estela siempre fluctuante de la memoria cuento ahora la génesis de Divorcio y nuevo matrimonio, mi primer libro, mi exordio en la palestra del mundo editorial. La elección del tema tiene mucho que ver con el periodismo, lo noticioso, los temas de frontera tan de moda en el periodo conciliar. Concebí la idea, oteé el panorama editorial y me orienté hacia los Padres del Verbo Divino, en Estela (Navarra). Sin ningún otro apoyo (las cosas importantes en mi vida las he hecho solito, sin padrinos ni recomendaciones) les escribo una carta e ilustro mi propuesta. Me responden que sí y, a renglón seguido, dejo aparcado los trabajos de tesis doctoral para enjaretar el libro que pretendo dar a los tipos. No me llevó mucho tiempo. Ya contaba con mucho material escriturístico, documentación y evolución histórica. Había que dar cuerpo a la teología base y poner en lenguaje moderno la problemática pastoral proponiendo soluciones aperturistas.

Aquel libro fue mi tarjeta de visita para mis alumnos en el Centro de Estudios Teológicos de Sevilla y para mis colegas de facultad. El clima conciliar favorecía los aperturismos y excusaba a los osados. Pero imagino que los guardianes de la ortodoxia hispana no dejaron de señalar nombre y apellidos del nuevo heterodoxo a Roma. Por eso me sorprende un poco que la Secretaría de Estado diera su “nihil obstat” para mi aceptación en la Academia. Otro motivo de agradecimiento a Dios Nuestro Señor, que tapó el ojo del censor o entremezcló los papeles para que no emergiera en superficie la temible acusación: doctrinalmente inseguro.

Los volúmenes que ulteriormente di a los tipos anclaban en el siglo séptimo de nuestra era y por tanto resultaban inofensivos: ningún peligro para la carrera de un joven diplomático de la Santa Sede (cosa muy distinta – como diré más adelante - le ocurrió a Paco Navarro, y lo siento). Incluso me atreví a publicar en Guatemala un tratado teológico de mariología. Tenía yo un manuscrito elaborado para el curso que impartí en la Escuela de Teología para seglares (Sevilla, 1973) y la visita del Papa a Centroamérica diez años más tarde fue ocasión propicia para llevar a la imprenta mis reflexiones sobre la Virgen María, Nuestra Madre y Señora, en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Se ofreció a ello el rector del Seminario Mayor de Guatemala, el salesiano P. Roncero y puse en la portada la foto de una imagen, talla colonial de la Virgen que los estudiantes habían regalado al Papa en su visita. De este libro publicaron algunos capítulos en la edición dominical de un periódico de la capital, El Gráfico, y recuerdo que mi jefe, el nuncio Oriano Quilici, me echó un rapapolvo porque vio en todo ello un apoyo al Opus Dei que él odiaba cordial y visceralmente. Incluso escribió una carta a Roma para denunciarme. Mons. Martínez Somalo, delante de Mons. Álvaro del Portillo y su secretario Javier Echevarría, aludió una mañana de domingo entre risas y en mi presencia a aquel personaje anti-Opus y a todo lo demás. Los dos últimos libros que di a la luz (en el intervalo hubo cinco o seis más) fueron uno en Croacia y otro en Rumanía, como colofones de mi mandato. El primero fue iniciativa exclusiva de la Conferencia Episcopal, que había hecho lo propio con mi antecesor en el cargo.

O sea, que fue un obsequio de los obispos, los cuales encargaron a un franciscano conventual, el Padre Ljudevit Maračić, hacer una selección de mis discursos, artículos, homilías y mensajes durante los cinco años de servicio. Resultó muy bien la cosa de modo que cuando ya entraba en la recta final en Bucarest decidí hacer lo mismo. Pero esta vez la iniciativa fue exclusiva del nuncio, que puso incluso el dinerito (cinco mil Euros) para resarcir a los franciscanos conventuales de la Editorial Seráfica (465 páginas, 60 fotos a colores, precio de costo del volumen 5 Euros. Trabajamos mucho pero ahorramos más). También estos dos volúmenes funcionaron como tarjetas de visita; para bien o para mal, pero de cualquier manera presentan y dejan constancia de lo que dije e hice.

Año 1972

Mis compañeros en via Giulia Llegué al centro de estudios para postgraduados de la Iglesia nacional española de Santiago y Montserrat, en via Giulia, el sábado 17 de octubre del 1970. Al día siguiente celebré la Santa Misa como sacerdote residente e investigador. Ser admitido en aquella institución significaba, entre otras cosas, tener resuelto el problema del pago de la pensión, cosa que no sucedía en el colegio español, donde se había convertido en un préstamo del ministerio de educación y no una beca como lo era al principio. El ritmo y sistema de vida era similar, pero lo vetusto del grande palacio y contigua iglesia en la Roma antigua, junto al hecho de que parte de los residentes eran personas ya de una cierta edad (algunos de ellos profesores y canónigos), le daba a la casa un cierto tono de reposo y venerabilidad con su hermoso patio, biblioteca e instalaciones; aparte de que, a diferencia de Torre Rossa, todos vestíamos con sotana. El grupo de los más jóvenes éramos sacerdotes que preparábamos la tesis doctoral y ello prestaba jovialidad y viveza a la institución. Entre éstos se encontraban Ricardo Blázquez (hoy – a. 2017 – cardenal arzobispo de Valladolid), José María Berlanga, de Madrid, José Eguìa, de Vitoria, José Antonio Sayés, de Navarra, Emilio Aliaga, el ecónomo, Enrique Farfán, de Valencia pero gaditano de origen, José María Martí Bonet, de Barcelona, Vicente Collado etc. El otro grupo, el de los “venerables”, lo componían Mosén Isidro Gomá, Juan Ezquerda, Arimòn Girbau, Goñi, Capdevila, Mestre, Ruiz de la Peña, Tellechea, Oñate, Jiménez Urresti, Larrabe y otros. Ya este repertorio de nombres y apellidos suscita la sospecha de que los de lengua catalana y vasca eran mayoría. Bueno, pues ahí queda la cosa. Don Antonio Vicent, de Madrid, era una institución aparte. Llevaba preparando la tesis desde hacía por lo menos tres lustros y creo que se murió sin llegar a presentarla. Pero nos divertíamos muchísimo con él por su amena conversación y el bonete con el que se cubría la calva apenas barruntaba que se acercaba el invierno. Su cargo oficial era el de sacristán, o sea, responsable del buen funcionamiento de la iglesia, donde había cada domingo a mediodía una Misa para la comunidad hispanohablante (venían cuatro gatos) y también abría sus puertas a las 8 de cada mañana, con la Misa de comunidad que todos concelebrábamos y donde nos acompañaban las tres o cuatro chicas consagradas de la librería Sorgente que teníamos justo enfrente, en via Montserrato. El punto culminante de la actividad de Vicent era la fiesta de Santiago, con su Misa solemne con coro alquilado y todo; en la casa teníamos un organista, que ampliaba estudios de música sacra. Después del 25 de julio, Antonio Vicent y los demás cargos fijos de la casa podían marchar de vacaciones. Hasta esa fecha había una obligación de presencia de cara a la Obra Pía, que era la que pagaba los gastos de funcionamiento y reformas. Esto último implicaba en modo relevante a la Embajada de España ante la Santa Sede, que era la gestora de la Obra Pía con sus múltiples propiedades históricas en Roma, y por ende al gobierno español. El nombramiento del rector y vicerrector de la institución dependía en buena medida del brazo secular. De hecho se originó por entonces un pequeño conflicto porque fue nombrado un vicerrector contra los deseos y en lugar del candidato propuesto por el rector, D. Justo Fernández Alonso, leonés. El elegido por la Obra Pía fue Mariano Martínez Tárrega, de Murcia, afiliado al Opus Dei. No se dio por vencido el leonés hasta lograr echarle y reemplazarle con José Luis Novalín, asturiano que, al cabo de los años, le sucedería como rector. Y ya en temas de sucesión, diré que Novalín designó como vicerrector suyo a Mariano Sanz González, sacerdote de Villaverde de Iscar, con el que estoy emparentado porque nuestros abuelos, Benedicto y Sergio, eran primos hermanos. Es el actual rector de Montserrat (sustituido luego el 14.I.2020).

La iglesia española de Roma Los dos cursos vividos en Montserrat fueron placenteros y, aparte la vida tranquila en una casa bien equipada para el estudio, pude conocer toda una serie de personas (y personajes) de la Iglesia española que pasaban por allí como invitados a nuestra mesa o como residentes por unos días en las habitaciones que había disponibles a discreción del rector. Recuerdo con admiración y afecto a D. Maximino Romero de Lema, antiguo rector que, como obispo de Ávila y luego como secretario de la Congregación del Clero, venía con frecuencia a via Giulia 151. En dos años di por concluido mi trabajo de tesis doctoral y el 21 de marzo del 72 la defendí en el Alfonsianum, facultad de Teología Moral en el marco de la Universidad Lateranense.

Catedrático en el Centro de Estudios Teológicos de Sevilla El curso académico 72-73 en Sevilla significaba para mí una novedad importante: había sido alumno durante décadas y ahora me había convertido en profesor. Un profesor esperado en el CET, Centro de Estudios Teológicos de Sevilla, la capital de Andalucía occidental (...o de Andalucía tout-court vistas sus dimensiones y relevancia con respecto a Granada). Había salido de aquel Seminario Mayor de San Telmo en el 1963 para ir a Salamanca y volvía ahora al hilo de los dos lustros como catedrático. El CET, por número de alumnos y plantel de profesores, era una especie de Facultad de Teología del sur de España (declarada luego formalmente en 2019). A ella concurrían los seminaristas de varias diócesis además de jóvenes religiosos de diversos institutos. El patrón era el cardenal de Sevilla, quien constituía la junta de gobierno asistido por varios obispos sufragáneos y superiores religiosos. Mi ocupación más relevante fue el curso sobre teología del matrimonio que impartí en 53 lecciones a los estudiantes del último año. Entre ellos estaba Juan del Río

(fallecido prematuramente de COVID- 19 el 28 de Enero de 2021 a los 73 años). También me encargaron de las lecciones sobre el sacramento del Orden, y por la tarde, en la Escuela de Teología para Seglares, enseñé Mariología a padres de familia y religiosas. En conjunto una actividad académica de cierta entidad que me satisfacía y me mantenía todo el día ocupado. Fui muy bien acogido por mis colegas profesores y con una cierta expectación por los alumnos, que querían oír cosas interesantes y nuevas de un flamante doctor recién llegado de Roma. Que los pareceres me fueron favorables lo demuestra el hecho de que hacia final de curso fui nombrado Catedrático, título del que no todos gozaban y que otorgado a sólo unos meses de mi exordio significaba un claro voto positivo. No sabían ellos (ni yo tampoco) que el tal título se iba a quedar en el baúl de los recuerdos con mi regreso a la ciudad eterna, y esta vez con carácter definitivo. Para incluirme en la nómina diocesana del clero de Sevilla mi Ordinario, el Sr. Cardenal José María Bueno Monreal, me nombró capellán de monjas de clausura. Un cargo liviano que me llevaba cada tarde hacia las ocho a celebrar la Eucaristía con aquellas almas contemplativas del Convento Santa María del Socorro, de las Concepcionistas Franciscanas, en la calle Bustos Tavera. Pero no era mi única actividad pastoral; mi ex-párroco de S. José Obrero, Manuel Garrido Orta, luego canónigo lectoral del cabildo hispalense, quiso asociarme a su labor con las estudiantes del Colegio del Valle, una institución de lo más chic de Sevilla, regentada por las religiosas de los Sagrados Corazones. A las 13H15 los días entre semana decía Misa para aquellas chicas – jovencitas diría yo, casi casaderas – que se deleitaban entre fervorcillos y la voz bien timbrada de un joven capellán. Hice amistad en aquel colegio con alguna que otra religiosa. La madre Mercedes Dìaz-Trechuelo fue mi interlocutor más frecuente. Persona de mi edad y de cultura superior, daba clases y tenía contactos con la clase alta sevillana, a la que pertenecía. Su instituto religioso de los Sagrados Corazones fue paradigma, creo yo, de la gran crisis que embistió la España postconciliar en uno de sus bastiones tradicionales: las escuelas y colegios de la Iglesia. Las religiosas de esta comunidad y de tantas otras esparcidas en el país y en el mundo sintieron la urgencia de pasar precipitadamente de ser profesoras de ricas a maestras de pobres. La mayoría de ellas provenían de las clases acomodadas y tenían títulos universitarios. Los centros que regían estaban ubicados en lugares clave y equipados para niñas de la clase bien. Las monjas se quitaron la toca y malvendieron los grandes solares de sus edificios y jardines. El colegio del Valle se convirtió en parque público (una parte cedida a la cofradía de Los Gitanos) y en palacetes de viviendas caras en una de las avenidas mejor comunicadas de Sevilla. Las religiosas prepararon sus petates y se fueron unas al nuevo colegio de San Juan de Aznalfarache, en los aledaños de la capital, y otras a sus casas como gente privada en busca de empleos modestos como testimonio de la Iglesia de los pobres. A este instituto religioso perteneció la madre Asunción Ramírez (luego se hizo Cruzada de la Iglesia), de la que fui tan amigo en Roma. Mercedes, en plena ebullición, participaba de este sentir colectivo pero continuó dando clases en la Escuela de Magisterio de la Iglesia. Nos encontrábamos alguna que otra vez y me transmitía sus inquietudes y preocupaciones ante el inédito panorama eclesial español. Durante un encuentro me contó que nuestro común amigo Manolo Garrido se había dejado engatusar por una cordobesa. Y lo sentí mucho pero logró superar el tirón. Con Manolo tuve relación continuada hasta su muerte, ya bien metido en los ochenta y aquejado de una insuficiencia renal que lo encadenó durante años a la férrea diálisis. Una peor suerte – a ojos de humanos – llevó a Mercedes a ser compañera de viaje con otras religiosas camino de Madrid en coche. A varios kilómetros pasada Écija, en una curva algo pronunciada, la conductora perdió el control del vehículo y se fue a estrellar contra un obstáculo dejando malheridas a las cinco ocupantes. Mercedes murió a los pocos años. Mis actividades apostólicas y académicas eran numerosas y variadas. Lo hacía con gusto, con empeño y con responsabilidad reflexiva sabiendo que muchos esperaban algo de mí y yo me sentía en la obligación de dar algo de lo que había recibido en Salamanca y en Roma. No faltaban los que me buscaban y pedían mi colaboración; algunos movidos por intereses que no siempre coincidían con los de la Iglesia a la que yo quería servir en cuerpo y alma. Uno de ellos fue D. Juan Reig Martín, director del Colegio Mayor Fernando el Santo, en la avenida de La Palmera. Era el 10 de noviembre del 1972. Los tímidos aperturismos de la dictadura habían convocado elecciones por el llamado tercio familiar y este señor – adicto al régimen – había salido elegido. Asesorado por personas de Madrid quería crear en Sevilla un centro de estudios sobre la familia y para ello convocó algunos especialistas en la materia, entre ellos yo; también a Pedro Jiménez Planas, titulado en psicología por Lovaina (ex compañero mío durante algunos años en San Telmo y en Roma), un profesor de la universidad de Sevilla, de nombre Isidoro Manzano, con poblada barba negra, y otros. En pocas palabras, un grupo de técnicos para acometer la empresa que convenía a este hombre del régimen. La cosa no llegó a buen puerto sobre todo porque la deriva política que a grandes pasos se avecinaba no estaba dispuesta a pactar con elecciones por el tercio familiar y cosas parecidas. El atentado a Carrero Blanco, la reorganización de los partidos políticos con base real, la vejez del dictador y otros eventos epocales abrieron España a Europa y a la democracia. El 9 de mayo del 73, miércoles, eché mi carta al Presidente de la Academia, Arzobispo Felice Pirozzi. Acompañaba mi escrito con una reseña de datos personales y preparación académica. El 24 del mismo mes, jueves, recibo cumplida respuesta del Nuncio Pirozzi en sentido interlocutorio. Algo era algo. La puerta no se había abierto pero tampoco se había cerrado. Mis quehaceres en el CET, en El Valle y con mis monjas de clausura seguían el ritmo propio de un final de curso. El verano estaba a las puertas y yo no quería renunciar a mi viaje a los USA. Esta vez, mi parroquia – a la que ya he aludido - se llamaba Sainte Frances de Chantal, en el norte del Bronx, entre los puentes Throgs Nek y White Stone. Allí me llegó la carta del cardenal Bueno y Monreal. Era el miércoles 8 de agosto y en ella mi arzobispo escribía: Querido Lozano, el Presidente de la Pontificia Academia Eclesiástica… En breve, me decía: que había sido llamado a la Escuela Diplomática de la Santa Sede para el próximo inminente curso, que él accedía gustoso a la petición del Nuncio Pirozzi y que me encomendaba al Señor en mi nuevo servicio.

La madre Asunción Ramírez, de los Sagrados Corazones y luego Cruzada de la Iglesia Es uno de esos casos paradigmáticos de religiosas que perdieron la brújula durante el concilio y que se dedicó luego a hacer la guerra por su cuenta. La conocí durante el invierno del 1969 por el trámite de José María Estudillo. Ella, junto a la hermana Inés, vivía en un pisito adjunto a una capilla (cerrada al público) que el Vicariato confió a sus cuidados y que estaba situada en el corazón del gueto de Roma. Madre Asunción llegó allí emulando el itinerario de otras religiosas que durante nuestra larga historia aterrizaron por la ciudad eterna con un mensaje y una estrategia que pretendían hacer vida para salvación de la Iglesia (en crisis). Su actitud radical era la acogida, crear comunidad, abrir la pastoral a los nuevos tiempos del concilio y de la modernidad. Su método era invitar a un café, una comida, una Eucaristía en familia y, de esta manera, aglutinó en torno a aquel cenáculo una serie de sacerdotes y seminaristas amigos, casi todos del sur de España y algún que otro latinoamericano. Yo caí por allí desde Torre Rossa con mi motorino una fría mañana de invierno y quedé favorablemente impresionado por la religiosa gorda, andaluza y de muy cautivadora conversación que estaba perdiendo su ya escaso cabello y que al poco tiempo decidió cubrirse con una peluca, como se puede apreciar en la foto ante la mezquita de Marbella

Frente a la mezquita de Marbella en 1979

Contertulios, que yo recuerde, eran Gonzalo Flor, Fernando Camacho, Miguel Oliver cuando venía a Roma, también Paco Navarro y otros muchos sacerdotes (casi todos jovencillos) de los colegios romanos. Yo era de los apreciados ya desde el principio (como doctorando y futuro profesor), pero se dio un salto cualitativo a mis respectos cuando en 1973 ingresé en la Academia de los diplomáticos. Contemplando el panorama a décadas de distancia veo (o barrunto) un típico producto del concilio que revolucionó casi todo y supuso el pistoletazo de salida hacia lo desconocido, el futuro incierto, la transformación de la Iglesia Católica. A cualquiera se le ocurriría inmediatamente preguntarme: ¿para bien o para mal? He aquí la madre del cordero. La trayectoria de aquel conciliábulo en el corazón del gueto de Roma es fácil de predecir y, posteriormente, constatar: hubo vitalidad, entusiasmo y esperanzas propias de aquella juventud clerical en torno a una vieja religiosa; pero resultados, lo que se dice resultados, más bien flacos. Desde la atalaya del Vaticano - donde he morado la mayor parte de mi vida, sin dejar de circular por el mundo redondo – oteo el devenir de la historia, la evolución de las culturas, proceso global y degeneración de las costumbres, las trampas mortales y las invenciones geniales tan prometedoras (con tal de que el egoísmo y el odio global no desencadenen explosiones nucleares en cadena, repito). El fenómeno actual (pasajero, ciertamente) de la pederastia en miembros del clero podría oscurecer la visión de conjunto de la civilización cristiana y su obra humanizadora en el mundo. Estamos metidos de hoz y coz en la diatriba de cada día en titulares de periódicos, TV, radio y el universo infinito de la tecnología comunicadora. Pero desde aquella atalaya puedo otear lo mucho de bueno, constructivo y progresista que la Iglesia católica promueve; y, a la vez, los gigantescos pecados, egoísmos y gérmenes de destrucción que el mundo genera irresponsablemente a escala mundial. ¿Presuntuoso? ¿Ciego e ignorante? Podría ser, pero nadie me puede discutir que vivo desde hace años en la atalaya del evangelio y que mi catalejo me permite ver en la lejanía - y más allá de las brumas - el mal que nos atenaza y el bien que lo sobrepuja. Entretanto vivimos también en el ruedo ibérico, itálico, europeo, americano y mundial los desafíos a una Iglesia, firme en sus fundamentos sobre la verdad y el bien, pero sometida a los vendavales de la historia y las culturas que quieren destruirla; sin darse cuenta de que las primeras víctimas serán la verdad y el bien, y acto seguido la humanidad y sus logros. De puertas para adentro nos debatimos en nuestro mundo eclesiástico con temas candentes como evolución y ruptura, fidelidad y pecado, ortodoxia y herejía. Todo ello con nombres propios, terminología conocida, protagonistas viejos y nuevos, sobresaltos, amenazas, espadas alzadas. ¿De dónde nos vendrá el auxilio? Y el mismo salmista nos da a renglón seguido una respuesta que es esperanza y luz.

Año 1973 El cardenal Bueno (o mejor dicho, buenísimo) y Monreal Esta es la última carta, con fecha 19 de enero 1982, que el cardenal me escribió antes de la trombosis de dos semanas más tarde; del 3 de febrero.

Conservo esta carta como oro en paño. Por lo que contiene y por lo que significa para mí. Ella retrata al cardenal Bueno de cuerpo entero. Una persona de muchísimos valores y con poquísimas pretensiones. Un hombre humilde en toda la extensión de la palabra. Por eso lo querían tanto en Sevilla. Todos, comenzando por los curas. Se excusa con gran elegancia y actitud evangélica del encargo de escribir un prólogo para mi libro. Pero la verdad del declinar mi pedido creo yo que es la falta de tiempo. Era un pastor muy ocupado y necesitaba horas para enjaretar algunas páginas como él quería. Cualquier otro se lo hubiera encargado a un colaborador y santas pascuas, compromiso cumplido. Pero él no, él hacía las cosas en primera persona y no se amparaba en las ideas de otros. Y, sin embargo, ahí tienen esta carta, larga y pensada; generosa en contenidos y entrañable en amistad y afecto. Le dedico un largo apartado a este pastor ejemplar de la Iglesia porque así me sale de dentro y porque bien se lo merece. Y no me resisto a suscribir lo que Carlos Ros dice en su artículo comparándolo con el cardenal Spínola. A partir del verano del 74 mis visitas a mi cardinal y Ordinario (nominal) fueron fieles y sin falta. La cordialidad reinaba en nuestros encuentros y mi posición de diplomático pontificio tenía su peso en nuestras relaciones. O sea, había evidente deferencia por parte del cardenal pero sobre todo campeaba mi sentimiento de gratitud a aquella persona que me dio permiso para volar por el mundo y llegar a ser nuncio apostólico.

La noticia de la trombosis me resultó, como a todos los demás, muy dolorosa. Desde entonces no volví a verle. En primer lugar porque se pasaba los veranos en un pueblo de Navarra, pero sobre todo porque prácticamente no se podía comunicar con él; había perdido el uso del habla, solo emitía sonidos guturales ininteligibles y repetitivos. Una pena. La trombosis cerebral la atribuyeron las malas lenguas al encuentro con el Papa ese mismo día, durante el cual el cardenal Buenísimo le había planteado, entre otras cosas y casos, el de Juan-Luis Reina, ex-administrador del seminario, que se había enamorado de una ex-religiosa con la que quería casarse. Carlos Ros alude a este episodio que yo no descarto en absoluto y que bien pudo ser el detonador que abrió brecha en la arteria tensionada. La verdad total solo la conoce Dios, pero los indicios ahí quedan. Y como no hay dos sin tres, me permito referirme por última vez a mi amigo Ros (fallecido el 5 de enero de 2020, a los 78 años) porque viene a mi mente su última publicación que tituló Pedro Segura y Sáenz. Semblanza de un cardenal selvático. A este libro se refiere el periodista R. Pérez Barredo en “El diario de Burgos” (11.III.2018) cuando, entre otras cosas, escribe: La última biografía sobre el religioso burgalés arroja luz a los capítulos más sombríos de su vida, a la vez que descubre otros de enorme enjundia que permiten conocerlo con más profundidad. Por ejemplo, en “Pedro Segura y Sáenz. Semblanza de un cardenal selvático” su autor, el sacerdote y teólogo Carlos Ros, confirma uno de los rumores que siempre acompañaron al cardenal: que había tenido un hijo fruto de una relación con Pepita, quien fuera su única cuñada. No habla a humo de pajas el biógrafo: la desclasificación de archivos secretos del Vaticano le permitió confirmar que Roma inició una investigación sobre este turbio asunto, coligiéndose en la Santa Sede que el cardenal había embarazado a una joven, Pepita Ferns, y que para ocultar el pecado tuvo la ocurrencia de desposar a su único hermano soltero, llamado Vidal, con la muchacha, quien daría a luz un niño llamado Santiago. Tamaño escándalo sólo podía encubrirse con habilidad y mucho poder. Pero no es a este discutido episodio del cardenal Segura al que me quiero referir, sino a lo que dice Francisco Correal en “El diario de Sevilla” (1.XI.2020) cuando narra el primer encuentro de Bueno Monreal con el purpurado Segura, a quien sucedería como Arzobispo Coadjutor: La reunión duró media hora. "Fue la media hora peor de mi vida", reconoció el cardenal Bueno a Francisco Gil Delgado, canónigo y periodista. El biógrafo de Bueno Monreal rescata los términos de aquel encuentro con palabras del arzobispo coadjutor: "Le enseñé el documento de la Nunciatura y me dijo que no era suficiente, que no era conforme a derecho esa manera de relevar a un prelado. Y cogió el documento, lo rompió y lo tiró".

The turning point El turning point de mi vida fue ciertamente mi ingreso en la Pontificia Academia Eclesiástica en 1973. A los dos días de bautizar a mi sobrina Laura, cogí mis bártulos y eché a volar. Y esta vez el vuelo era sí de Sevilla a Fiumicino como otras veces, pero el destino final era el mundo redondo. Entré por las puertas del palazzo Severoli un 22 de octubre y era la primera vez que lo hacía, a pesar de haber pasado siete años en la ciudad eterna. Al ir conociendo a mis 35 compañeros académicos, me persuadí de que aquellas añoranzas y aspiraciones oyendo las canciones de Sanremo en una fría noche sevillana no habían sido hueras pretensiones. Estaba a la altura de las circunstancias, y a la hora de alcanzar metas, nunca fui de los últimos. No lo sabía yo en aquel momento (o no quería saberlo) pero la Accademia frente al elefante de Bernini quería decir “la carriera”. Y no había otra en la Iglesia. Y yo estaba allí dentro, en el circuito, para correr, llegar, alcanzar metas.

Filas de abajo arriba - De derecha a izquierda Primera fila: 1 André DUPUY – 2 Jean Paul GOBEL – 3 Franco CROCI – 4 + Felice PIROZZI – 5 Peter ZURBRIGGEN – 6 Emery KABONGO- 7 Jaume GONZALEZ AGAPITO Segunda fila: 8 Jean Louis TAURAN – 9 John G. KOENIG – 10 André DEJARDINS – 11 David TANNER - 12 Silvano FORNO - 13 Renzo FRATINI – 14 Mario GIORDANA – 15 Benvenuto FRERINI – 16 Pietro AMATO – 17 Salvatore GRISTINA – 18 Philippe XUAN THUONG – 19 Antonio GOLIA – 20 Ciro BOVENZI – 21 -22 Vincenzo NOTO – 22 Jan BIELASZEWSKI – 24 Francisco Javier LOZANO Tercera fila: 25 Riccardo CRAVERO -26 Antonio SOZZO – 27 Luigi GATTI – 28 Erwin ENDER – 29 Bruno MUSARO – 30 - 31 Joseph CHENNOT – 32 Vincenzo MONTI - 33 Thomas YEH – 34 Astolfo ASTOLFI Fueron nombrados nuncios los números: 1, 2, 5, 13 14, 21, 24, 26, 27, 28, 29, 30, 31 y 33 Cardenales: NN. 8 y 30 El N. 6 nombrado Obispo en Zaire – El N. 8 Secretario en la Sec. de Estado(II Sección) – El N. 17 terminó arzobispo de Catania Total de los que llegaron al Episcopado: 18 Murieron prematuramente: NN. 15, 19 y 25 Falta Antonio BUONCRISTIANI que terminó como arzobispo de Siena.

Los tres años que pasé en la Academia fueron fabulosos. En ella hice estudios (livianos para mi gusto) que compaginé con la presentación y defensa de mi tesis doctoral en filosofía en la Pont. Universidad de Sto. Tomas (Angelicum) en 1974. Llegué a Piazza della Minerva 74 pocas semanas antes de cumplir los treinta. Miro a alguna foto de la época y me veo pletórico, lleno de vida y energía. También de ambiciones… como todo académico que se precie. Había aún en la Academia una cierta mayoría de italianos, casi la mitad. Los demás venían desde Vietnam y la India hasta California, pasando por los países de la vieja Europa. Y dos negros. Fui amigo de todos. Con todos me llevé bien. A todos nos unía un sentimiento, espíritu de cuerpo. Sabíamos lo que queríamos y estábamos dispuestos a conseguirlo.

Año 1974

Mi abuela Ramona El 3 de Enero llego a Boecillo para estar con mi abuela Ramona

Mi relación con ella era muy especial, sobre todo porque, según mi parecer y sensaciones, me consideraba el nieto preferido. Existía ciertamente un aprecio recíproco que surgía a buen seguro de los lazos familiares y de sangre, pero también de la inteligencia, no solo del corazón. Mi abuela era una persona inteligente; ni culta ni cultivada, como era la tónica en aquella España triste, pobre y fría de la posguerra. Pero inteligente. Se quedó viuda todavía joven. Su marido, mi abuelo Benedicto, murió antes de cumplir los cincuenta a causa de una banal operación de apendicitis que se complicó con pulmonía. Uno de esos percances de hospital que podrían ocurrir incluso hoy pero que en aquella Segovia de los años treinta era el pan nuestro de cada día. De la noche a la mañana la Ramona – como la conocían en el pueblo – se encontró viuda, pobre y con cuatro hijos que sacar adelante. No le vi nunca un indumento que no fuera de color negro, medias hasta arriba aún en medio verano y pelo recogido en moño con raya al centro. Ojos muy azules. Una auténtica madre coraje en la pluma de B. Brecht. De sus relaciones con su marido no supe mucho, pero las alusiones que a él hacía eran de entrega, dedicación, sintonía.

Mi abuelo Benedicto

En su casa de junto al caño en la plazoleta de Cabachuelas nacimos mi hermana y yo. Ramona era mi punto (prácticamente único) de referencia en Villaverde. Si iba al pueblo puntualmente cada verano era sobre todo por ella, que vivía para su nieto. Cuando llegó la carta de mi madre a Guatemala en enero del 83 contenía, por desgracia, una noticia esperada. Murió a los 92 años.

Merry del Val, español Cuando visité por primera vez el cuarto piso de la Academia me impactó ver en un cuadro la figura hierática de un español que había sido académico del 1885 al 1891 y presidente del 1898 al 1903. , de origen sevillano, ha sido probablemente una de las personas más vinculadas a esta institución puesto que fue también residente en la casa cuando trabajaba en la curia romana; se trasladó al Vaticano sólo al ser nombrado Secretario de Estado en el 1903, cargo que desempeñaría hasta la elección de Benedicto XV en 1914. La historia personal de este eclesiástico es bien conocida; más en Italia que en España puesto que pasó la mayor parte de su vida en el Vaticano y en Gran Bretaña. He leído con particular atención todo lo que cuenta sobre él Juan de Andrés en el grueso libro ya mencionado Cien años de historia, donde su nombre aparece con gran frecuencia y siempre mostrando cercanía e interés por todo lo español y en particular por el colegio fundado por Don Manuel Domingo y Sol, beato. Prueba de ello es que ordenó sacerdotes el día de san José en más de veinte ocasiones. Aunque vivió poco tiempo en España, creo que ha sido el eclesiástico español más importante que ha habido en la Curia Romana desde Alejandro VI. Murió en 1930 a consecuencia de una operación de apendicitis que fue hecha en el Vaticano, no en una clínica; alguien me dijo (a lo mejor es un simple bulo, pero insistente) que la causa de su muerte fue por sofocamiento: no le dijeron al cirujano que tenía dentadura postiza y con la anestesia se le atragantó. Diego de Espinosa, segoviano

Con el cardenal Merry del Val me crucé (virtualmente) en la Academia en 1973. Con Diego de Espinosa también me crucé (incluso virtualmente) yendo desde mi pueblo hacia los pinares y rastrojos de Almenara, Bocigas, Puras y Llanos, que según dice el cantar son, “cuatro pueblecitos de chicha y nabo”. Nada que ver el final burlón de la coplilla con el ilustre segoviano a quien dedico este párrafo laudatorio. Nacido en Martín Muñoz de las Posadas (provincia de Segovia) en 1513 y fallecido en Madrid en 1572. Licenciado en derecho por Salamanca, oidor de Valladolid, regente de Navarra, Presidente del Consejo de Castilla, obispo de Sigüenza, Inquisidor General, regente del Reino, cardenal. Felipe II le tenía en tal aprecio y consideración que mandó comprar para Espinosa algún lugar para establecer su casa con el título de marqués (a expensas del propio rey). El cardenal Espinosa no aceptó ni la compra ni el título, pero a cambio hizo una petición que le fue concedida: el establecimiento de una feria franca en la villa de Martín Muñoz de las Posadas. La concesión fue de mercado un día a la semana, los lunes y de feria una semana al año, en septiembre. Como el rey insistiera, aceptó construir un palacio modesto a condición de poner en la fachada el escudo real, para demostrar así que el edificio era levantado por mandato de Felipe II. Este edificio se conserva aún en la plaza Mayor de la villa y sirve como Instituto de enseñanza.

Falleció el 5 de septiembre de 1572 con 59 años y fue enterrado en una capilla, que él mismo había fundado un año antes a sus expensas, en la iglesia de la villa, en un mausoleo con una magnífica escultura orante del cardenal en mármol y alabastro realizada por Pompeo Leoni. Felipe II le estimó siempre y está escrito que dijo de él: Tengo un Ministro cortado a la medida de mi deseo y provecho universal de mis súbditos... y justo antes de morir dijo a sus hijos: Aquí está enterrado el mejor de mis Ministros...

Desde el pueblo del cardenal, pasando por Santiuste y Coca, de puras raíces ibéricas, se llega en poco más de media hora a Villaverde, último pueblo segoviano a las puertas del castillo de Iscar, ya en el altiplano portillano. Y no por simples pujos de toponimia, sino por recordar al amigo y acaso algo pariente, me acerco sigiloso a Alcazarén, aún en tierra de pinares, cuyo camposanto, desde el lunes 9 de marzo del 2020, acoge piadosamente los restos mortales de Don José Jiménez Lozano, escribidor, como él mismo quiso apelarse. Si alguno de sus amigos, como el maestro Santiago, Armando Represa o algún otro, tuvieran a bien invitarme un día a hacer un recorrido por las “rutas del escribidor de Langa”, me uniría a buen seguro a la comitiva haciendo un alto para rendir homenaje al mausoleo de Martín Muñoz.

Año 1975

La vida en Piazza della Minerva 74

Tres años sin desperdicio. Yo ya había estado en diversos colegios y residencias, pero “il palazzo Severoli” superaba a todos por elegancia, tenor de vida y ... futuro. Allí estaban ni más ni menos que los futuros nuncios. Allí se hacía “la carriera”. Y prácticamente no había otro lugar en Roma; ni en el mundo, claro está. La Curia Romana - y no sólo – era lugar propicio para los ambiciosos y clérigos con ganas de ascender. Muchos de los puestos de mando estaban en manos de gente que había ido creciendo dentro de la curia: individuos (a veces) virtuosos, otros del montón, otros decididamente trepadores. Tal había sido el tenor durante mucho tiempo. Durante los tres últimos siglos se había consolidado en Roma (con altos y bajos frecuentes) un centro eclesiástico para puestos de mando. Era la Pontificia Accademia Ecclesiastica, cuyo nombre de pila en 1701 fue “Accademia degli Ecclesiastici Nobili” y así se la conoció durante más de dos siglos; luego se cambió en “Pontificia Accademia dei Nobili Ecclesiastici” o similar, y en 1939 se optó por el nombre actual. Su composición histórica fue muy variada. Dato dominante - aparte la proporción abundante o escasa (o casi nula) de jóvenes pertenecientes a familias nobles - es que la mayoría fue siempre italiana. En mi tiempo la cosa había ya cambiado bastante; éramos casi mitad y mitad. Y hoy en día los italianos ya no son mayoría. Mi actividad académica durante aquellos tres años fue (dicho brevemente, para no aburrir): dos cursos de derecho canónico (licenciatura) en el Laterano, los cursos internos de la Academia, la defensa de mi tesis doctoral en filosofía en el Angélico y los cursillos de preparación para la tesis en el Laterano; la presenté en 1977, cuando vine por primera vez de vacaciones desde Pretoria. Esta foto fue tomada durante la audiencia anual concedida por Pablo VI a la

Academia Era el 1° de marzo del 75, a mediodía, en el apartamento pontificio. No cabe duda que el haber sido alumno de la Academia nos hace sentir a todos nosotros miembros de un mismo cuerpo. Casi nos da un poco de regustín decir (o pensar): sí …. pero no es de la Academia. Es el “esprit de corp” que domina incluso en nuestros días. Hay algún diplomático de la Santa Sede (pocos, muy pocos a decir verdad) que no ha estudiado en la Academia; ellos como si nos pidieran perdón … y algunos de los nuestros como si les perdonaran la vida. ¡Bobadas! Recuerdo que Félix del Blanco (que llegó a nuncio sin ser de la Academia) me dijo en cierta ocasión, sin rencor: vosotros sois los presumidos de la Curia.

Mi primera experiencia en la Secretaría de Estado Durante el verano anterior al año en que éramos destinados al extranjero hacíamos un mes de prácticas (estage, se dice ahora) en la Secretaría de Estado. Yo lo hice en el mes de julio del 75. En la Secretaría me asignaron al “Ufficio Spedizioni”, el negociado que se encarga de hacer salir por los canales adecuados toda la correspondencia. Mi labor era sencillita: anotar en un libro todos los documentos en salida. Algo que exigía poca preparación pero que se revelaba muy útil: poder leer todos los papeles que pasaban por mi mano. Era esto en realidad lo que buscaban los Superiores: que el académico se enterara lo más posible de lo que se cocinaba en las altas esferas. Junto a mí, como responsable, estaba un religioso español, el padre Rafael Martín Morillo, escolapio. Había también dos laicos simpáticos: Mario Cherubini (padre del luego famoso cantante Jovanotti) y Luigi China. Con Cherubini (en Cortona, su pueblo) y Mons. F. Croci. Al grupo de mi curso, que éramos nueve, nos hicieron volver también algunas semanas durante el otoño; en parte porque al parecer no teníamos excesivos estudios que hacer en la Academia y en parte porque podíamos echar una mano a la gente de “la terza loggia”. En este segundo período me asignaron al archivo. Mi labor - sencillita de nuevo - era localizar los documentos que los minutantes pedían; a mí me daban el folio de pedido y me paseaba por los estantes hasta dar con lo que buscaba. Un quehacer tontuelo pero que, al igual que el anterior, me permitía tener acceso a toda la documentación de la Secretaría de Estado … que es de lo que se trataba. El religioso junto a mí era Enrico Barbano, josefino piamontés, al que ya conocía porque era el responsable de la iglesia del hospital en que yo había celebrado la Santa Misa diariamente durante mi último año en el colegio Español, o sea, el curso 1969- 70. Todos estos religiosos nos miraban (y trataban) a los académicos como “futuros nuncios”; lo cual era la verdad. Ellos nos veían de jovencitos allí y al cabo de 20 años leían nuestro ascenso a “Capo Missione”. A finales de julio del 75, exactamente el 25, murió de cáncer linfático, con sólo 66 años, S.E.R. Mons. Felice Pirozzi, mi primer Presidente en la Pont. Accademia Ecclesiastica. Le había sucedido en 1974 S.E. Mons. Domenico Enrici, y a éste S.E. Mons. Cesare Zacchi en 1975, o sea que tuve cada año un Presidente distinto. De la Secretaría de Estado encargaron a Mons. Zacchi participar como representante oficial a las exequias. Le acompañamos tres académicos que estábamos en casa justamente a causa del mes de estage: Golia, Bovenzi y yo. Salimos de Roma en coche el sábado 26 después de comer para estar en Pomigliano d’Arco a las 17H30, hora del funeral. En la parroquia asistimos a la S. Misa de cuerpo presente y a continuación fue el entierro. Todo se desarrolló con normalidad hasta que, hacia el final del rito fúnebre, se presentó en la iglesia Giovanni Leone, Presidente de la República italiana, que había sido su amigo de infancia (me imagino) puesto que nació también en Pomigliano. El espectáculo al que tuve que asistir me dio una gran pena. Pirozzi, que toda su vida había sido una persona ordenada y que odiaba el barullo, tuvo que ser testigo desde el ataúd de aquel alboroto: personas que saltaban por encima de los bancos, gritaban, se subían a las sillas, corrían de acá para allá porque querían ver al Presidente Leone. Pirozzi, Pirozzi, con lo que tú has odiado siempre toda algarabía y alharaca, verte insultado de esta manera por tus propios paisanos.

Año 1976

Lagos: mi bautismo africano Repito que los tres años de Academia fueron para mí sumamente gratificantes. Era volver a la vida, estudios y ritmos de mi largo y fructuoso periodo romano (1965-72) y ello me hacía sentir bien, muy bien. Pero claro, la Academia no era sino el trampolín para dar el salto al mundo redondo. El mes de abril 1976 fue para el grupo de mi curso el momento de emprender el vuelo. Ya a comienzos de marzo esperábamos el nombramiento y efectivamente así ocurrió el día 8. Lozano a Nigeria. Cuando le dije por teléfono a mi madre que me habían destinado a Lagos, lo confundió con Laos, en el extremo oriente. No, mamá, esto es en África. No sabía ella (ni yo) que el nuncio en aquel caluroso país era Girolamo Prigione, personaje de armas tomar. Compra del baúl grande, viaje para decir adiós a la familia, recogida del billete de avión … y via! Salí de Fiumicino un 16 de abril tempranito y antes del mediodía aterricé en Lagos, en el corazón del África negra y subsahariana. Paso los controles de policía, con pasaporte y visado diplomático, recojo la maleta (los baúles iban como cargo), salgo fuera, miro, miro, busco una sotana blanca, alguien que me diga bienvenido, pero nada. Allí no me esperaba nadie. Como hasta la puesta de sol quedaban aún muchas horas, no me inquieté. Tras una espera razonable, decidí ir a llamar por teléfono a la nunciatura; proyecto vano, puesto que los teléfonos en Lagos no funcionaban, y menos los públicos. Menos mal que, yendo a la búsqueda del hipotético (e inexistente) teléfono, vi a uno de sotana que venía hacia mí con aire de amigo: perdona, no sabíamos que llegabas hoy; nos lo ha dicho hace una hora el representante de Alitalia que te ha visto en la lista de pasajeros. Diego Causero, al que yo sucedía en el cargo, tenía ya su nombramiento para Madrid. Y estaba la mar de contento de ir a una nunciatura buena, pero sobre todo de perder de vista a Prigione, que le había hecho incluso llorar en alguna ocasión. Esto, claro, nunca me lo dijo, pero lo fui viendo bastante pronto a pesar de que el tal Prigione al poco de marcharse Diego tuvo que ausentarse a Italia para enterrar a su madre. O sea que al menos aquel periodo lo perdí gozosamente de vista. Comenzar la carrera diplomática en el África pura y dura y con un jefe déspota tiene su miga. Pero eran tantas las cosas nuevas que tenía que ver y vivir…. La llegada a mi primera nunciatura fue normal; ciertamente interesante para uno que comienza. Saludé a las religiosas irlandesas, a los empleados (la mitad se llamaban Friday). E inmediatamente, claro está, me llevó Diego arriba, al despacho del Señor Nuncio Apostólico, el ya mencionado Prigione. Se mostró afable, jovial. Este primer contacto directo no me resultó repulsivo, a pesar de la mala fama que tenía (y tuvo hasta el final de sus días) entre los secretarios. La situación de su anciana madre presagiaba un próximo viaje a Italia, Liguria. Así fue y, como digo, nos permitió a Diego y a mí respirar un poco. Ciertamente Diego respiraba mejor puesto que ya tenía el baúl listo para Madrid. Los primeros días de trabajo en mi oficina fueron normales, interesantes, reveladores de novedades. Hasta la marcha de Causero ocupé una mesa junto a la de Sister Mary McHugh, religiosa de las Medical Sisters, de Irlanda. Persona muy amable y de buen carácter (con un ojo a la virulé). Coincidimos muy pronto en detestar a la otra religiosa, Sister Blandina Ryan, la aliada y protegida de Prigione. O sea, que yo tenía dos enemigos en casa: Prigione y Blandina, que le adulaba impúdicamente las 24 horas del día. Esta foto en el jardín muestra la nunciatura al fondo y junto a mí Sor Mary y Friday, el cocinero

Tras un par de semanas volvió el nuncio. Ya Diego se había marchado y era yo su único interlocutor (… y víctima propiciatoria). No pasaron muchos días y una nueva llamada de Italia informó que la madre del nuncio estaba en las últimas. Enseguida tomó un vuelo y llegó justo para decirle adiós en el lecho de muerte. Tuve ocasión de oírle llorar mientras le hablaba por teléfono. Hasta tal punto quería liberarme del torturador que estaba dispuesto a cualquier estratagema para perderle de vista. El clima de Lagos no era el más adecuado para un asmático, eso cualquiera lo puede entender, pero yo hubiera seguido allí si no me hubiera topado con un elemento como Prigione. Total, que decidí agravar los ataques de asma. En tal situación cualquier médico no tendría más remedio que certificar que mi permanencia en aquel clima tropical me provocaría un daño irreparable. En efecto, llamamos al médico y certificó que no era aconsejable que yo siguiera allí. Prigione no se negó en absoluto a la evidencia. Después de oír al médico y recibir su informe por escrito, se puso ante la máquina y comunicó a los Superiores que, a pesar de mis buenas disposiciones y deseos de continuar allí los ataques de asma podrían provocarme un daño irreparable. El resultado no se hizo esperar: a las tres semanas llega el telegrama criptado con mi traslado a Pretoria. ¡Hurra! Para terminar el capítulo Prigione, diré que a su vuelta de Italia yo había concertado ya la publicación de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y Ghana. Y poco antes de mi llegada a Lagos se habían hecho públicas las relaciones diplomáticas entre Nigeria y la Santa Sede. La presentación de las cartas credenciales al jefe del Estado, general Obasanjo

fue en el mes de junio. Ministro de Exteriores era el coronel Joseph Garba, católico, y al que visité alguna vez en su casa para concertar la cuestión de las Credenciales; recuerdo que mientras hablábamos, sentados sobre una alfombra en el suelo, él se tocaba los dedos de los pies. Buena persona ( … pasando por alto la violencia institucional de aquel régimen de militares). El tal Garba presidió años más tarde la asamblea general de Naciones Unidas. Mi periodo en Lagos fue interesante e instructivo. Los recuerdos que afloran con más intensidad acaso no sean los más importantes pero sí los que más me impactaron, diría yo. Por ir de menos a más: el frenético croar de miles de ranas en torno a la nunciatura. Lagos era una ciudad sin alcantarillado, o mejor dicho, con las aguas residuales circulantes a cielo abierto. Podía llover con gran intensidad. De hecho una mañana al correr la cortina de mi ventana vi una especie de extraño muro frente a mí. Eran sencillamente seis árboles que con el agua y el viento habían cedido en sus raíces y habían caído así, todos juntos, en grupo, haciendo como una pared de tres metros de alta y 30 o 40 de larga. Gracias a Dios eran árboles de la propiedad de enfrente, no la nuestra. Las noches de la nunciatura en Lagos estaban vigiladas por un guarda nocturno armado. Armado de arco y flechas. Sic! Ello no quita que a los dos meses de mi marcha entraran ladrones y se llevaran una pesada y robusta caja fuerte, de las dos que había, arrojándola desde el balcón. Hizo un buen hueco en el suelo. ¿Dónde estaba el africano con arco y flechas? Chi lo sa! La cercanía de la nunciatura a la playa - no más de un kilómetro - invitaba a dar paseos por la arena. En realidad era la única diversión del lugar. Por las tardes, antes de la cena, me sentaba a ver el mar. En aquella playa, paseando con un par de amigos italianos un domingo por la tarde, descubrimos el cuerpo de un niño ahogado. No tendría más de ocho años. Algunos africanos que caminaban delante de nosotros miraban el cuerpecito sin vida y continuaban su marcha impertérritos. A mis amigos italianos les dije que, a la vuelta, yo iría a la cercana estación de policía a informar. Así lo hice. Me costó lo suyo porque el que escribía lo que yo le iba diciendo era bastante torpe. Nada sorprendente en Lagos. A la mañana siguiente, a eso de las 11 llegaron dos policías a preguntarme dónde estaba el niño ahogado (y eso que lo había explicado con pelos y señales la tarde antes). Los metí en mi Volkswagen y los llevé directamente al sitio. El cadáver estaba aún allí; alguien lo había cubierto con un par de hojas de palma. Venía con nosotros un camioncillo cuyo conductor, pertrechado de guante, agarró a la criatura de modo displicente y lo tiró sin más a la caja. No vi ninguna piedad en todo el episodio. Luego me explicó un tal Cappa, hijo del constructor Pietro Cappa, oriundo de Biella, piamontés, muy conocido en Lagos, que estos hechos eran normales allí; que él vio durante tres o cuatro días el cadáver de un hombre junto a una de sus obras y sólo cuando comenzó a apestar mucho se lo llevaron. En la playa me reunía con amiguetes españoles y argentinos del gremio de la construcción; también con italianos de la industria del petróleo. A pie de obra organizaban simpáticos almuerzos a los que a veces me invitaban. A los argentinos me los presentó el encargado de negocios, “el negro” Mario Luis Palacios, un tipo simpático y hombre de bien, en la foto con cara de circunstancias durante la recepción en su embajada el día de la fiesta nacional. Mario Palacios “el negro” Recuerdo que fue hasta el aeropuerto, lo cual suponía dos o tres horas de coche, para decirme adiós cuando me trasladaron a Pretoria. Guardo de él un gratísimo recuerdo.

Diplomáticos en Nigeria. Obispos Si he de poner algunos nombres mencionaría “al negro Palacios” y luego a Alipio Zorrilla, un embajador cubano, negro, muy negro pero con su buena dosis de inteligencia latina, a quien Paco Navarro había conocido en Dar-es- Salaam algunos años antes y con el que tuve algunas conversaciones interesantes. Los dos diplomáticos con los que mantuve más trato fueron Ramón de Miguel y Mario Palacios. Con Ana y Ramón me vi con cierta frecuencia; vivían, como otros muchos diplomáticos, cerca de la nunciatura, en Victoria Island. Fue encargado de negocios a.i. durante meses, visto que a su jefe, Sebastián de Erice (tío de Álvaro y José Pedro), no le tiraba mucho Lagos. Era un profesional de categoría. Dice mucho el que haya terminado su carrera el 5 de mayo del 2017 como embajador en París. Tenía por amigo un corrupto nigeriano que le prestaba el barco los fines de semana y nos invitaba a los íntimos. En lo que al terreno eclesiástico se refiere, recuerdo el episodio del nombramiento del obispo de Ikot-Ekpene, Dominic Ekandem a cardenal la Pascua del 76. Causero se marchaba a los pocos días; llegó un telegrama criptado y comencé a ponerlo en claro. Creo que comenzaba así: Temendo disguido plico diplomatico di Pasqua informoV.E.R. che il Santo Padre ha elevato alla porpora cardinalizia S.E. Mons. D. Ekandem, Vescovo di Ikot- Ekpene … ecc… Cuando estaba en estas tareas llaman a mi puerta. Eran dos obispos misioneros irlandeses, que habitualmente residían en la nunciatura cuando venían a la capital. ¡Cómo es de reservado el secretario! – me dijeron-, hemos oído ahora en la BBC que el Papa ha nombrado cardenal a un nigeriano… etc. Yo no había terminado aún de descifrar el mensaje. Seguí con mi tarea y al poco otra llamada a la puerta. Esta vez era un misionero irlandés, párroco de la zona del aeropuerto: le traigo - dijo - este saco diplomático que un parroquiano mío que trabaja en el aeropuerto, lo ha visto tirado en un rincón y al leer Vaticano ha dicho: esto es de mi Iglesia, y me lo ha traído a la parroquia. Total que el mensaje criptado, las noticias de la BBC y la valija diplomática decían todos lo mismo. Diego Causero, como “senior man”, me sugirió: visto que el teléfono no funciona, vamos a la parroquia donde reside Mons. Ekandem a comunicárselo. Los Obispos estaban en Lagos con ocasión de la asamblea plenaria de Pascua. Cada uno residía en un sitio y ya habían abandonado la sede de la conferencia episcopal a eso de las cinco de la tarde. Con el Fiat grande que nos habían dejado en prueba (el chófer había quemado el motor del Mercedes en un viaje con el nuncio) nos encaminamos por la jungla de Lagos en su peor momento de tráfico. Tardamos casi tres horas en recorrer 10 kilómetros. Llegamos a la parroquia y Ekandem estaba sentado en una terracita sonriente y dispuesto a escuchar nuestras nuevas; que eran viejas porque la BBC y otros canales ya habían divulgado que su nombre estaba entre los nuevos cardenales. Felicitaciones, comentarios, parabienes, proyectos de viaje a Roma; y Causero y yo de vuelta a la nunciatura y al caótico tráfico de Lagos con el Fiat grande prestado que se calentaba lo suyo forzando el motor en primera y segunda.

La vida en la nunciatura De la nunciatura de Lagos (Victoria Island) conservo no muchos recuerdos y no muy placenteros. La verdad es que un jefe malnacido te puede agriar la vida. Menos mal que era mi primer puesto diplomático y con la carga de ilusión y novedad con que llegas se pueden superar no pocos obstáculos. Entre las personas, lugares y eventos que suscitan en mi mente un cierto agrado (ninguna nostalgia, por supuesto) podría citar: algunos misioneros, algunos diplomáticos, algún español e italiano de la colonia de contratistas, la cercanía de la playa, ciertos recibimientos o invitaciones y pare usted de contar. Tuve alguna relación con los miembros del Opus Dei en Lagos. El responsable era Roberto Lozano, de México. El otro sacerdote (que creo se marchó hastiado o algo así) era granadino. Se corrió la voz de que el tal Roberto era primo mío (pura invención) y que por eso me habían mandado a mí a Lagos: para echarles una mano. El representante de Alitalia, Luigi Rosetti, era un “simpaticone”; casado con una irlandesa protestante (cosa que irritaba a Prigione), vivía cerca de nosotros y nos traía él mismo a mano la valija diplomática desde el aeropuerto. Hacer una gestión en la ciudad era una lucha de titanes. Me mandó un día el nuncio a aclarar lo del pago del teléfono. Entrar en aquella oficina, encontrar aquellos personajes, ver cómo maltrataban los papeles arrugándolos, destruyéndolos, cómo no se aclaraban con los números, el modo de hablar, la agresividad hacia el blanco y qué sé yo. Todo un mundo que yo no conocía y que me descubría cosas insólitas e imprevistas. Sólo pensar que los soldados que dirigían el tráfico tenían una cuerda en la mano con la que golpeaban a los conductores que no se comportaban bien dice ya bastante. Pero ¿cómo podía uno comportarse en un caos integral como el de las calles de Lagos? Otro día me mandó el nuncio al taller donde estaba el Mercedes negro al que el chófer había quemado el motor por no darse cuenta de que perdía aceite. Toda una experiencia. Allí estuve esperando varias horas consciente además de que mi presencia era totalmente superflua. Al final de junio tuvimos el recibimiento de la Fiesta del Papa. El fluido eléctrico se marchaba con cierta frecuencia en Victoria Island, uno de los lugares privilegiados (para ricos); el resto de la ciudad era chabolaje sucio y maloliente (Lagos no tenía alcantarillado; sólo caces abiertos). Justo antes de comenzar a llegar los invitados se fue la luz. Prigione me mandó a los comercios del centro para hacer frente al problema. Había que comprar velas, o lamparitas, o pilas para alumbrar algo la casa. Estuve dos o tres horas con el chófer dando vueltas para conseguir algo. Al volver pusimos el Mercedes con los faros encendidos para iluminar el jardín. Estuvo así más de dos horas; resultado que la batería se dañó. Pero bueno, salimos del paso. El tráfico de Lagos era una cosita. En las horas punta se iba a paso de burro. Recuerdo en una ocasión (también después de cenar) quiso el nuncio que fuéramos al aeropuerto a recoger la valija diplomática. La distancia era de unos 30 kilómetros, pero a las tres horas de camino (conducía siempre yo) me dijo: vámonos a casa, no llegaremos nunca. La verdad es que había una sola carretera desde Lagos al resto del país y estaba siempre atascada. Ya quedaba poco para el aeropuerto, pero veíamos a algunos andando y con la maleta al hombro para no perder el avión. La capilla de la nunciatura, que daba directamente al jardín de la entrada, servía un poco de parroquia para toda aquella zona. Aparte de algunos diplomáticos - puesto que Victoria Island era zona de embajadas (junto a nosotros, en Anifowoshe Street, estaban los noruegos) - la gran mayoría eran hombres, empleados en las casas “de los ricos”. También venía a Misa Tony, libanés, con su rubia mujer irlandesa y los niños.

El libanés nos solucionaba algunos problemas de aduanas y otros asuntos. Recuerdo que para retirar unos cajones de libros (breviarios para los sacerdotes, exactamente) tuve que ir un día al puerto con Tony. Aquello era ambiente altamente nigeriano. Todos robaban, todo lo robaban, todo lo rompían. Breviarios empecé a ver por el suelo nada más llegar: sucios o medio rotos. Y como los libros no se comen, esta mercancía corría menos peligro. Cosa totalmente distinta cuando se trataba de las cosas de comer y beber que pedíamos varias veces al año a la firma Alberti, de Trieste. Había que darse prisa en retirar las cajas nada más salir del barco o de lo contrario llegaban vacías a la nunciatura. Durante mi tiempo se establecieron también relaciones diplomáticas con Ghana, como ya he aludido. Me encargó el nuncio concertar la fecha de publicación con el ministerio de exteriores de Accra. Toda una epopeya. Se hablaba por teléfono con Accra a través de Londres y había que apalabrar la llamada el día antes y yendo a la central de teléfonos. Desde casa nada monada. Los teléfonos eran prácticamente de adorno; casi nunca funcionaban. Se calcula que la mitad de los coches estaban en las calles de Lagos porque el teléfono no funcionaba. Logré por fin hablar con el ministerio de exteriores e incluso concerté una visita para formalizar el evento. Mi viaje a Accra fue breve pero interesante. Lo primero que constaté fue que la vida allí era menos caótica que en Lagos; más pobre, pero menos desagradable. El arzobispo era persona afable y buena.

Accra. Palacio del Gobierno La foto muestra al fondo el palacio del gobierno, de clásico estilo colonial british. Al día siguiente de mi llegada fui al ministerio de exteriores. Un ministerio pobre en un país pobre. Había concertado cita con el jefe del protocolo y a su despacho me orientó el ujier de la puerta. Quedamos en una fecha para anunciar simultáneamente en Accra y en el Vaticano el establecimiento oficial de relaciones. Cuando ya dejaba su despacho vino otra persona y me dijo si podía ir a saludar al ministro. Naturalmente, le respondí. El ministro, general Felli, fue una de las futuras víctimas del golpe orquestado por el conocido Flying-Liutenent Rawlling, que gobernó el país durante un largo periodo. El golpe tuvo lugar a los pocos meses de mi visita a aquel ministro afable que me vio pasar por delante de su despacho con la sotana (tenía la puerta abierta, naturalmente) y le dijo a su secretario: dígale al curita que venga a verme. Lo pasó por las armas junto a algunos otros el tal Jerry Rawlling. Personaje de muchas cualidades: por ejemplo mujeriego agresivo. Me contaron de primera mano que la secretaria de la embajada de España en Accra, Anunciata, soltera y muy bella por cierto, al final de una cena donde estaba el Liutenent (ya Presidente) la invitó a ir a su casa. Ella, oliéndose la tostada, dijo que no y se montó en su coche para largarse a toda prisa. Pero el coche del Rawlling la seguía y ella, para salvarse de la violación inminente, se coló precipitadamente en una embajada frente a la que pasaba y desde allí pidió auxilio y protección. La embajada era ni más ni menos que la nunciatura en Accra.

Anunciata Fernández de Córdova

Nigeria: la corrupción institucionalizada

Exponente del grado de corrupción del país que encontré en el 76 es el contrato abierto que el gobierno nigeriano hizo público para importar cemento. Los enormes ingresos que le venían de la venta de crudos del delta del Níger les permitía hacer locuras como ésta: cualquier barco cargado de cemento que llegara al puerto de Lagos tendría puntual pago por la carga y una dieta de 10.000 dólares por cada día de espera. Resultado, que un 7 de junio, desde el radar de un carguero español que estaba haciendo cola y cuyo capitán nos había invitado a cenar una buena paella valenciana a bordo, pudimos contar 147 puntitos o sea barcos que hacían cola en el puerto de Lagos para ser descargados. Con el modesto número de grúas disponible sólo había muelles para que atracaran diez barcos a soltar el cemento. Aparte la insensatez de los gobernantes (compensada naturalmente con suculentas mordidas), la picaresca hizo inmediata irrupción en el famoso contrato abierto de Lagos. El capitán de turno llegaba a las inmediaciones del puerto, avisaba por radio que se había puesto en la cola y desde ese momento comenzaba a acumular dietas hasta que no fuera descargado. De modo que el espabilado capitán de turno llegaba a Lagos con carga no de cemento sino de hierro (o vacío, que es igual), acreditaba su presencia y ponía rumbo a Corea para descargar el hierro; o si estaba vacío, paraba en la India y cargaba hierro para Corea. Allí cargaba el cemento (o en la India) y a las varias semanas llegaba nuevamente a Lagos acreditando su turno en la cola para recibir las sabrosas dietas de espera y el precio de la carga de cemento. Esta era la práctica común y bien conocida por las autoridades nigerianas. Me contaba Ramón de Miguel, el joven encargado de negocios de la embajada de España en Lagos, que no mucho tiempo después de nuestra paella a bordo del barco español se encontró con el ministro nigeriano responsable de los contratos de cemento y le comentó lo del radar y las dietas cobradas abusivamente por centenares de cargueros. Respuesta seca del ministro: that is not your business!

Foto tomada con mi cámara (y trípode) durante un paseo en barco por las afueras de Lagos. En el centro Ramón de Miguel. Con Ramón y Ana, su mujer, nos divertíamos algún que otro domingo paseándonos en el yate de uno de aquellos corruptos y ladrones hasta la médula que lo ponía a nuestra disposición. Era de las pocas distracciones agradables a que uno podía aspirar en Lagos; y eso a costa de aceptar favores de un corrupto; claro, que él era generoso porque le compensaba a la hora de importar productos de España y aparecer en la embajada como amigo.

La mujer de la tumbona es Ana, junto a Manuel Viturro y el encargado de negocios de Venezuela. Manolo no sabía en ese momento que pasando los años le nombrarían embajador de España en Caracas y que de allí saldría mal porque una conjura de políticos y militares lo pusieron en la picota y hubo que trasladarlo. Tampoco Ana sabía por entonces que el 1 de abril de 1989 nos veríamos nuevamente en Roma. Luego volví a encontrarla con Ramón años más tarde en Bucarest, como invitados de Pablo García-Berdoy. Me contaba el representante de Alitalia que la compañía hacía suculentos negocios con estos corruptos que transportaban de Italia en avión hasta el mármol de Carrara. Lo de los cuartos de baño de lujo les pirraba por lo visto. Hubo alguno – según me decía Luigi Rosetti - que había instalado grifos de oro (no dorados, !de oro!) en los lavabos de su mansión. Y todo ello en un país donde la mayor parte de la población vivía en la más sórdida miseria. La electricidad llegaba sólo a las casas de los ricos, cuando llegaba. Los teléfonos funcionaban raramente. Había sólo una carretera que conectaba Lagos con el resto del país; salida por el aeropuerto. Resultado: que estaba permanentemente atascada; tardar solamente dos horas en los treinta kilómetros al aeropuerto era una gran suerte. Conocía yo a gente, y más de uno, que habían echado hasta siete horas en el intento de retirar la valija diplomática o subirse a un avión … si no había ya despegado. El último trayecto había que hacerlo a veces a pie y con la maleta al hombro. Entre mis amigos italianos estaban los de la empresa de hidrocarburos ENI. Pagella era un toscano de mucho temple que me contaba cosas increíbles sobre los regalos que su compañía hacía a los corruptos del gobierno para obtener licencias de explotación de crudos en el delta del Níger, territorio de la famosa Biafra, ensangrentada por la guerra en el intento de hacerse independiente durante los años sesenta. Y no es que había que hacerlo de tapadillo, no, no: a plena luz del sol y como la cosa más normal. También eran amigos míos los dueños de la empresa Capa, constructores. El viejo Capa llegó a Nigeria hacía treinta años y había amasado una importante fortuna haciendo contratos ventajosos con los corruptos del gobierno. Todos los dirigentes de su compañía - comenzando por su hijo - y artesanos cualificados eran de Biella, su ciudad natal piamontesa. Fueron entre los primeros de Lagos que llegaban a sus oficinas del centro en barco para evitar los enormes atascos de los coches.

De Lagos a Pretoria La perspectiva de pasarme tres añitos con Prigione no me seducía en absoluto. De modo que – como ya dicho - cargué la suerte y, con el aval de un médico, el nuncio escribió a la Secretaría de Estado pidiendo que me trasladaran. A las tres semanas llega el telegrama con mi traslado a Pretoria. Se habían quedado rezagados en la Academia dos compañeros que no habían acabado los estudios en marzo como el resto del grupo y que ahora en junio ya estaban listos. Le tocó la china a Ciro Bovenzi y para final de ese mes lo tenía yo de pimpante sucesor en Lagos mientras que el que suscribe hacía su equipaje para decirle en breve a Prigione: a non rivederci! A Bovenzi tampoco le fue bien “el clima”. En dos palabras, el único que ha aguantado a Prigione (por dos veces) ha sido Manuel Monteiro. Don Girolamo murió en 2017 en su ciudad natal con más de noventa años. Con Bovenzi fue choque frontal y súbito y de nuevo el murmullo entre el personal que donde estaba Prigione estaba el infierno para el colaborador. Propusieron a para Lagos pero el toscano dijo que era flojo de hígado y que aquel clima le iba fatal. Al final mandaron a Renzo Frattini, marquisano (y actual nuncio en Madrid). Mi vuelo era Lagos – Kinshasa, única ciudad del África subsahariana (junto con Nairobi) que tenía conexiones con el Johannesburgo del apartheid. Aterricé en el aeropuerto de Kinshasa cuando aún había sol. Con un taxi me fui a la ciudad a tratar de dar con la nunciatura. Tarea no fácil porque preguntar allí a la gente es perder el tiempo. Me paré en una embajada, donde estaba sólo el portero, pero logramos averiguar más o menos por dónde quedaba la avenida Goma, en el barrio Gombe. Ya de noche llegamos al lugar, salió mi colega Lorenzo Gatt, maltés, que pagó el taxi y me llevó a mi habitación en el primer piso. El nuncio era Mons. Antonetti, ligur de bien, con el que hablé amigablemente durante las comidas y que calificó a su paisano Prigione de “trombone”. Con Gatt dimos algunos paseos por la ciudad sin sospechar que con el pasar de los años yo ocuparía el cargo del nuncio Antonetti.

Allí no había mucho que ver aparte del gran rio que separaba las dos capitales más cercanas del mundo. Me acuerdo que desde Brazzaville, de régimen pro- comunista, se oían unos potentes altavoces dirigidos hacia Kinshasa insultando mañana y tarde al régimen corrupto de Mobutu Sese Seku.

Con Lorenzo Gatt mi primera visita a la parroquia de San Pedro de Kinshasa. La segunda fue el domingo 27 de junio de 1998 El vuelo Alitalia a Johannesburgo salía a las 17H20 del viernes 13 de agosto. La corrupción se hizo sentir también en el aeropuerto cuando el funcionario de la aduana, fisgando en mi maleta me obligaba a que le diera dinero. Del pasaporte diplomático el tipo casi se reía, pero logré zafarme sin ceder a su prepotencia. A lo mejor yo fui caso único. La mayoría seguro que daba dinero a aquellos indeseables. Fue la última experiencia desagradable en el África negra. Sobrevolar Johannesburgo de noche fue una gozada. Tanta luz, tantas avenidas, tantas piscinas, tanto coche. Pero claro eso era desde arriba y en la distancia. A ras del suelo y en la cercanía la cosa era mucho mejor. Las instalaciones del aeropuerto eran iguales o mejores que en Europa; con toda seguridad más limpias. Sólo pensar en lo que había visto los meses anteriores me dejaba estupefacto. ¡Y no había salido de África! Tras el control de pasaportes me esperaba mi colega Jean Claude Perisset quien me llevó al sitio donde estaba sentado mi nuevo jefe, un hombrecillo pequeño, rubito y con bastón.

La Delegación Apostólica: Pretorius Street eight hundred Mons. Poledrini estaba algo preocupado con la marcha de Perisset porque por lo visto no se le daban bien las cuentas y el suizo se lo llevaba todo como un reloj. Íbamos camino de Pretoria y ya a los pocos minutos me pregunta: y a ti ¿cómo se te dan las cuentas? Bien, normal, dije yo. Parece que esto ya tranquilizó un poco a mi nuevo jefe. Llegamos a la residencia, una casa no muy grande en el número 800 de una de las varias largas avenidas que del oeste iban al centro de la ciudad. Los árboles de jacaranda a ambos lados y por todas las calles de los alrededores ofrecían un espectáculo impactante en primavera cuando estallaban millones de flores y todo lo inundaba el azul intenso. Era el 13 de agosto del 1976 en el Sudáfrica del apartheid. Viniendo de la rocambolesca, anárquica y corrupta Lagos llegar a un lugar civilizado y limpio la cosa causaba impresión. Ya sobrevolar Johannesburgo al aterrizaje era impresionante: la cantidad de luz eléctrica, el número de coches que circulaban, la vegetación que se adivinaba en las avenidas, la abundancia de piscinas – algunas de ellas iluminadas – que se veían desde arriba, las pistas del mayor aeropuerto de África en aquella época. Todo me hacía presentir que había tenido suerte. Era invierno en aquel hemisferio y la cosa resultaba incluso agradable tras el sofocante y húmedo calor tropical. La Delegación tenía unos modestos calentadores eléctricos empotrados en las paredes de las habitaciones y ello contrarrestaba el frio de la noche. De la casa se ocupaban dos religiosas dominicas alemanas, Sister Emily y Sister Philippa, ayudadas por María, una mujer africana, delgada y fumadora, que venía cada día; luego estaba el jardinero Daniel, aquí en la foto (fotolozano) – que tenía permiso para vivir con nosotros (¡territorio blanco!) - y un chófer, Thomas, que vivía con su familia en Mamelodi, la township junto a Pretoria. El personal de oficina lo componían la secretaria de Mons. Poledrini, Marisa

Bruni, casada y con tres hijos, y un párroco que se ocupaba de la administración ordinaria, Mons. Hughes. Se llama Delegación Apostólica la representación de la Santa Sede sin carácter diplomático oficial, o sea que no teníamos relaciones diplomáticas con el apartheid. En el Ministerio de Exteriores sabían que éramos diplomáticos, pero sin carácter de reciprocidad. Nos renovaban los visados en nuestros pasaportes diplomáticos, pero no se sentían obligados a concedernos privilegios. De hecho mi predecesor, Perisset, batalló lo suyo para que nos permitieran el uso de valija diplomática, pero no lo consiguió y nos veíamos obligados a meter nuestro paquete de correspondencia oficial en la valija de la embajada de Italia. Esta era la praxis normal en la decena de casos de misiones nuestras con carácter sólo de Delegación Apostólica. Había un empleado del Vaticano que se pasaba por la Farnesina, en Roma, casi todos los días para retirar o entregar correspondencia. Dándole vueltas al asunto se me ocurrió un día (el Delegado estaba de vacaciones) escribir una carta al entonces ministro de asuntos exteriores, el Sr. Pik Bota, diciéndole: como Vuestra Excelencia sabe, esta Delegación Apostólica es, al mismo tiempo, Nunciatura Apostólica para el reino del Lesoto, con quien tenemos relaciones diplomáticas. Le ruego que nos autorice el uso de valija diplomática a entregar y recibir en el aeropuerto de Johannesburgo con destino Maseru y Roma. El tal Bota, famoso luego en su lucha contra los cubanos de Namibia y los Front Line States de Nyerere, Dos Santos, Samora Machel y compañía, me contestó diciendo: de acuerdo, concedido. El mismo Pik Bota que cuando la programada visita de Juan Pablo II al Lesoto en 1988 (14-16 de septiembre) el avión papal no pudo aterrizar en Maseru a causa de la pista (demasiado corta; a esa altura sobre el nivel del mar la densidad del aire es menor), dio permiso para que lo hiciera en el Jan Smuts (Mandela lo cambió rebautizándolo Oliver Reginald Tambo). Diplomáticamente la cosa no era tan sencilla (había una normativa aérea internacional muy estricta contra el apartheid), pero la racionalidad sudafricana y los deseos de Pik por agradar, haciéndonos un gran favor, resolvieron rápidamente el asunto: organizaron un convoy por tierra hasta Maseru. Todos los particulares del contratiempo me los contó Mons. Edward Cassidy en Roma cuando era Substituto y superior directo mío, y que el 25 de marzo del 79 habría sucedido a Poledrini en 800 Pretorius Street. Los cuatros años que pasé en Sudáfrica fueron de coco y huevo. Cuento y no acabo. Lo primero, diré que el arzobispo Alfredo Poledrini estaba más bien fastidiado de salud; siendo además un poco tímido de carácter – y con no excesivas ganas de trabajar, que todo hay que decirlo – delegaba con gusto y frecuencia en su número dos, el que suscribe. Había sido nuncio en Zambia (su primer puesto como jefe de misión) y aunque Sudáfrica significaba un claro ascenso y una vida más confortable, sufría de un proceso degenerativo en el sistema nervioso motor y su pierna derecha la controlaba cada vez menos. Tenía verdadero horror a caerse durante una ceremonia y de hecho le ocurrió en más de una ocasión. El pobre. Usaba con mucha frecuencia sedativos para dormir y todo ello influía en sus capacidades intelectivas. En resumidas cuentas que necesitaba ayuda cercana, constante y competente. Para no hacer demasiado largo el cuento concluyo diciendo que el que hacía de jefe de misión en Pretoria era yo. Y en Roma lo sabían pero la solución era dolorosa: retirar a Poledrini del servicio. Lo que decidió el asunto creo yo fue un incidente ocurrido durante el periodo de mis vacaciones anuales de 1978. Según me contaron las religiosas (a Sor Emily había sucedido Sor Jephta como superiora) un día después de la siesta Poledrini sale de su apartamento gritando y diciendo cosas disparatadas; completamente alterado y fuera de sí. Las dos religiosas se alarmaron muchísimo y Sor Philippa, la cocinera (una bávara campesina de armas tomar) ni corta ni perezosa telefoneó al arzobispo de Pretoria, Mons. George F. Daniel, diciéndole que llamara a Roma para pedir que cambiaran a Mons. Poledrini. El mismo Mons. Daniel a mi regreso me contó todo y que le había respondido a la religiosa dominica que eso él no lo podía hacer, no era de su competencia. Total que mi jefe se lo fue pensando, y comprendiendo que la cosa no mejoraba sino que iba a peor, se animó y con mucha pena pidió a los Superiores que lo relevaran del cargo. Estuve más de medio año como encargado de negocios, hasta que llegó desde Dacca (Bangladesh) mi nuevo jefe ya entrado el invierno del 1979. La verdad es que para mí entre estar sólo o con Mons. Poledrini no había gran diferencia; yo sabía que tenía que hacer las cosas, él me daba carta blanca en todo, los asuntos yo los conocía bien (o al menos así lo creía) de modo que llevaba adelante la barca sin mayores sobresaltos y con gran gusto de ser contramaestre autónomo.

…………. continuará