My El año pasado participé en un coloquio sobre el cine de acción en la Universidad Lingnan, de Hong Kong. ¿Qué mejor ocasión para reflexionar sobre el trabajo de montaje cinematográfico en todas sus formas? Poseído por el aliento cinético de los fragmentos que había estudiado minuciosamente, en una de mis observaciones improvisadas, en mi esfuerzo por captar y señalar el carácter estimulante, único, de esos momento de acción mareante, osé emplear el término "cine puro". Un movimiento poco prudente. Todo el mundo, incluidos mis mejores amigos, se sintió obligado a decirme, en ese momento y en público, o después en privado, "¡el cine puro no existe!". El cine es gloriosamente impuro como lo han demostrado los teóricos, de André Bazin a Alain Badiou. Propone la amalgama y la transformación que ofrecen las otras artes y los otros medios. Cosa aún más extraordinaria, no hay nada en ninguna película que se pueda caracterizar de "específicamente cinematográfico". La búsqueda de una especificidad fílmica (así nos dice la lectura crítica) es un sueño peligroso, una ilusión que nos devuelve a los fantasmas tranquilizadores del arte por el arte. Retirarse a los placeres del cine puro es una forma de evitar la impureza caótica del mundo, de la cultura, de la historia y de la ideología. Bazin se burlaba amablemente de los puristas que volvían su mirada nostálgica a los buenos tiempos pasados del cine mudo, del "Cine con C mayúscula", como decía él. Hoy, según la sabiduría universitaria moderna de los "estudios culturales" angloamericanos, el cine es esencialmente un ensamblaje audiovisual móvil preso en el flujo de la sociedad del espectáculo. Para retomar los términos de Raymond Chandler sobre el matrimonio, se rompe y se compone todos los días. Yo todo eso lo sé, lo sé. Reconozco la verdad de los argumentos en favor de un cine impuro, múltiple, contaminado, promiscuo. Y sin embargo... Eisenstein creía en la definición de una especificidad cinematográfica, y Hitchcock elogiaba lo que llamaba "película pura". ¿Estaban equivocados, era una ilusión lo que guiaba su imaginación y su creatividad cinematográfica? Por mi parte, ese día en el que me sentí tan solo, ante el micrófono, en Hong Kong, no pude sino recurrir a un instintivo grito del corazón: "El cine no es una pieza vieja intercambiable en la maquinaria cultural", afirmaba yo. "Si tal fuera el caso, ¿por qué estamos aquí estudiándolo, hablando de él? Si no hay algo que el cine puede hacer y que ningún otro arte puede hacerlo, si no sentimos la fuerza que ejerce, ¿por qué demonios molestarnos con todo esto?" El silencio reinó ante estas palabras, acompañado de miradas severas o reprobadoras por parte de mis colegas. Algunos me miraban con una inquietud angustiada, paternal, como si acabara de revelarme como un perturbado, un inadaptado. Pero unos jóvenes estudiantes de rostro fresco que se sentaban modestamente al fondo de la sala parecían haber apreciado mi explosión. Y sus sonrisas entusiastas me llevaron veinticinco años atrás. Los jóvenes aman el lenguaje de la pasión, de la sensación, la intensidad. Desde el momento en el que el cine se liga a una emoción de sus vidas (la música, el baile o la militancia política) se convierte en algo vibrante en tanto causa artística, en un misterio que experimentar. La mayoría de los cinéfilos y de los cineastas viven ese instante de juventud en el que el cine es ante todo una cuestión de sentimiento, de convicción apasionada en un estado de urgencia, de necesidad, en el que la aserción reemplaza a la argumentación racional, lógica, paciente. El joven cinéfilo afirma ante sus mayores de alma muerta: "¿No veis la intensidad, la novedad, la riqueza de ese objeto-cine ante vuestros ojos? ¿No sentís lo que yo siento?" Es exactamente lo que decía Jacques Rivette sobre Howard Hawks en uno de los grandes credos de la crítica: "La prueba está en la pantalla, si no la veis no puedo convenceros." Bazin también era consciente del momento en que la pasión vence a la demostración lógica. "Nunca se convence a nadie mediante argumentos", escribió un día. "La convicción que se tiene aporta mucho más". De repente, el joven cinéfilo inflamado ve la totalidad, la totalidad del cine, de la vida, del mundo. Las relaciones entre los distintos elementos se aclaran. Ya no hay foso entre lo que siente el sujeto individual y lo que el objeto (todos los objetos, incluyendo el objeto-película) propone. La existencia se desarrolla sin interrupción sobre un plano de intensidad inmanente. No hay tampoco un foso entre la forma y el contenido: las películas se comunican directamente con los cuerpos alerta, mediante ritmos, pulsaciones, ondas de choque, a través de apariciones deslumbrantes. Es el reino del pensamiento sensual, de la iluminación instantánea que brota de la pantalla. (...) Sin embargo, intentar traducir ese instante de revelación o de iluminación en términos concretos puede llevar toda una vida, y, con el tiempo, la fuerza biológica y el sostén de la juventud terminan por abandonar al espíritu. "I was so much older then, I'm younger then than now", cantaba en My Back Pages, cuando tenía apenas veintitrés años. Esa paradoja dice la verdad: el momento de juventud de la certeza absoluta, de la exactitud y de la confianza en sí mismo, retrospectivamente parece el momento original de la sabiduría y de la madurez, el Edén efímero y flotante del que caemos enseguida. La cuestión es: ¿cómo vivir con esta memoria de la juventud? ¿Cómo seguir fiel a esas intuiciones, desarrollarlas hasta el punto de expresión más conseguido? Como muchos de nosotros perdemos el valor y perdemos el contacto con el instante iniciático de la iluminación, la historia intelectual y cultural está llena de virajes poderosos y renegados: comentaristas políticos que se pasan de la izquierda a la derecha (pocas veces al revés), músicos que trocan la anarquía por un sonido tibio, cineastas que abandonan la vía de la transgresión... Pero es aún más patético esforzarse en seguir Forever Young (otra canción de Dylan), fijo en una postura de juventud agresiva, como un punk de cuarenta años blasfemando y eructando en escena, un maduro novelista maduro tratando de escandalizar al burgués, al público medio, como un vulgar adolescente.... Los jóvenes cinéfilos son fácil, casi naturalmente, deleuzianos. No del Deleuze de los libros sobre el cine (demasiado puros y duros para jóvenes de dieciocho años) sino el del Anti Edipo. Son deleuzianos antes de haber leído a Deleuze, e incluso antes de haber oído hablar de él. Puede que ni tengan ganas de leerlo, o de hacerlo con atención. Poco importa: la conexión tiene lugar, desencadena algo. Para la juventud, el lenguaje del deseo (el ensamblaje, la multiplicidad, la trayectoria, el rizoma) es irresistible. Hojean a Deleuze en busca de la filosofía pop con la que él soñaba y que a la vez temía a medida que se convertía en la realidad mutilada, aterradora, de las emisiones de televisión. Yo tenía diecisiete años cuando empecé a leer a Deleuze y Guattari traducidos al inglés, en una edición australiana, hoy difícil de encontrar, con el título de Language, Sexuality and Subversion, y veintiuno cuando escribí y canté una canción dedicada a Deleuze titulada Pop Philosophy, en un grupo musical que formaba parte de la new wave de Melbourne a principios de los años ochenta. Durante todos esos años me pregunté, como muchos otros, cómo traducir mi impresión sobre la obra de Deleuze, un sentimiento de un alcance todoterreno, al lenguaje de la crítica de películas, de la crítica de cine y en la teoría de cine. Aún me hago la pregunta. En esa época de los años ochenta nacía, en mí y en gente que conocía, un deseo singular: el de hablar de cine en términos de formas, de contornos, de ritmos, de intensidad, de efectos, en el sentido a la vez técnico y emocional de la palabra. Pero no de significados. El"sentido" era el mal residuo de una crítica literaria y teatral pasada de moda, de un enfoque que, aplicado al cine, no hablaba sino de temas abstractos (de personajes, siempre esa absurda especulación sobre lo que los personajes de ficción sentían o pensaban). En Australia, en los años setenta, la vieja escuela se había rejuvenecido adoptando maquinalmente los instrumentos del estructuralismo francés (de golpe los ensayos sobre cine se llenaban de listas de oposiciones estructurales binarias dispuestas en forma de esquema). Pero en mi patria se encontraba pocas veces la inspiración de un Roland Barthes o la ligereza del movimiento postestructuralista del momento: era todo más bien del tipo "durante las obras, el negocio continúa". Faltaba todo en esas instantáneas cinematográficas reductoras, producidas por análisis literarios resecos: el movimiento, el color, la carne de los actores, el sonido y la música, la atmósfera, el humor... no solamente toda la superficie material de la película sino también lo que esconde, lo que planea, invisible: los ensueños, los fantasmas, la sugerencia de otras películas. (...) Escribir nos remite a la cuestión diferida del sentido (aunque las ganas estén ahí, no se puede escribir una crítica de cine únicamente en términos de ritmos, de colores y de formas). Y después, frente al vértigo de la página en blanco, se presentan otras consideraciones a nuestro espíritu: historia, contexto, lo que Barthes llama la doxa de las sórdidas opiniones heredadas, toda la maquinaria social de la ideología de la que esperábamos escapar mediante la inmersión en la pantalla... Un programa crítico únicamente fundado en la intensidad (¡viva la intensidad, abajo el sentido!) está abocado al fracaso o al mutismo (yo sufrí año y medio de un bloqueo de escritura paralizante, cuando tenía veinte años) porque se estrella contra las riberas inefables de una aserción inexpresable, apasionada. En una vida de crítico hay muchos textos no escritos; todos tenemos nuestro pequeño Libro de los pasajes metido en un cajón o en nuestra cabeza (una montaña de notas esperando tomar forma en un libro, una superconferencia, la organización de un programa definitivo). Quizá no sea algo trágico el dejar toda una cantera de trabajos inacabados. (...) Abandonamos algunas de nuestras intuiciones de juventud porque nos hacemos personas diferentes, conscientes de otro tipo de realidad a múltiples niveles. El tiempo que pasa aporta a veces cambios bienvenidos, y sin duda, darse cuenta retrospectivamente que nunca hemos dejado de escribir y publicar lo mismo es aún peor que el sentimiento de que nunca lograremos nuestro "gran proyecto". Más vale dejar que la identidad derive, se disuelva y se modifique con el paso de los años, que los proyectos nazcan de la bruma errante de los intereses, las intuiciones, los deseos... Sin embargo queda el recuerdo de la criatura inflamada que fuimos en nuestra juventud, una imagen que nos desafía a vivir en su nombre, a honrar su espíritu, a no decepcionarla. Un poeta (no me acuerdo quién) escribió: "Cuando volvemos a encontrarnos con los fantasmas de nosotros mismos, perdidos desde hace mucho tiempo, inevitablemente los decepcionamos". Así que emprendo de nuevo la búsqueda de la intensidad del cine puro con la que empezó mi viaje de crítico... Paul Willemen afirmaba algo sorprendente: que las palabras clave de los estudios cinematográficos (como montaje o puesta en escena) no tienen, en realidad, el sentido convencional que les damos. Disimulan un significado secreto o, mejor dicho, una complejidad insondable, algo de lo que es difícil hablar, algo difícil de definir. Nosotros utilizamos esas palabras estándar para ayudarnos a designar algo, una determinada potencia del cine, que aún no comprendemos. Y yo sospecho que esa noción absurda del cine puro es, al menos para mí, uno de esos términos que indican, que "presienten" un océano que bulle de energías, en lo más profundo de la corteza terrestre del cine. Hace poco me encontré una justificación filosófica bastante enigmática de la noción de cine puro a lo Hitchcock: el cine puro no designaría un conjunto de montajes, de movimientos de cámara, de gestos de actores, de planos y de puntos de vista, sino (según esta argumentación), algo que se abre camino a través del objeto-película total para volverlo coherente, algo como la voluntad conceptualizada por Schopenhauer, una versión cósmica del impulso vital. La voluntad como intensidad inexpresable, la chispa que une la imaginación del artista con la del crítico. Cuando miraba el año pasado a esos estudiantes sentados al fondo de la sala en Hong Kong (mis camaradas secretos a pesar del cuarto de siglo de vida adulta que nos separa, gracias al espacio de nuestra comunidad cinematográfica mundial) recordé a otro estudiante que vino a verme el último día de un curso sobre cine que impartí en 1983 (tenía yo entonces la edad de Dylan cuando escribió My Back Pages). "He descubierto lo que es el cine para usted", dijo el joven, "lo que significa, lo que le aporta". Yo estaba impaciente por escuchar el psicoanálisis salvaje del profesor que haría el estudiante. Pronunció una única palabra: energía. Adrian Martin, Trafic, nº 50, 2004.