El Colegio de Michoacán A. C. Doctorado en Ciencias Sociales

Usos y prácticas en el campo jalisciense. Ahualulco de Mercado y Lagos de Moreno frente al último embate de las reformas liberales (1873-1905) Tesis Que para optar al grado de Doctor en Ciencias Sociales

Presenta: s Miguel Ángel Isais Contreras

Director de tesis: Dr. Víctor Rogerio Romo de Vivar Gayol

Zamora, Michoacán Mayo 2017

Contenido Resumen...... 1 Abstract...... 2 Agradecimientos...... 3 Introducción...... 5 Espacio y delimitación...... 6 Los marcos legales de la sociedad...... 9 Estados de la cuestión...... 16 Fuentes...... 24 Conceptos...... 26 Organización de los capítulos...... 34 I. Sociedad rural: de la Intendencia de al estado de ...... 39 Introducción...... 39 1.1 Paisaje y poblamiento en torno a Guadalajara...... 40 Sociedades indígenas...... 55 Sociedades rancheras...... 63 Conclusiones...... 72 II. Usos y prácticas campiranas en los márgenes del estado...... 75 Introducción...... 75 Derechos sobre montes y bestias...... 76 11.1 Justicias, sociedad y religión en el campo jalisciense...... 83 Guadalajara y sus justicias rurales...... 87 Nuevas justicias rurales: jurados, guardias y acordadas...... 100 Los marcos de la religiosidad popular...... 105 Conclusiones...... 115 III. Idea y derechos sobre la propiedad en el paisaje jalisciense...... 117 Introducción...... 117 111.1 Transformación de la propiedad comunal en Jalisco...... 119 La reestructuración municipal frente a los bienes comunes...... 121 Individualismo, repartimiento y desamortización...... 125 III.II La codificación civil y la propiedad...... 136 Bienes muebles e inmuebles: el ganado y los espacios de uso común...... 139 III. III La propiedad en la legislación penal...... 143 El Código Penal y la defensa de la propiedad...... 144 Índices de criminalidad...... 151 Restricciones a las formas tradicionales de subsistencia:...... 158 el caso de los cortes de leña...... 158 Conclusiones...... 167 IV. Acción, respuesta y participación en el poder y la justicia locales .... 169 Introducción...... 169 IV.I Las escalas del poder local: comisarios, directores y jefes políticos 169 La interlegalidad: Justicia en fincas rústicas...... 180 El procedimiento judicial criminal...... 187 Jurados de calificación...... 193 Los defensores: artífices de la negociación y la instrumentalización étnico-social...... 197 El artilugio del testimonio: paternalismo y parentesco...... 205 IV. II La modernización de la justicia rural...... 207 De los juzgados constitucionales a los juzgados menores...... 207 Los agentes del Ministerio Público...... 211 Conclusiones...... 213 V. Lagos de Moreno: otras prácticas, otras identidades...... 215 Introducción...... 215 V.I La sociedad ranchera frente a los pueblos indígenas...... 216 La producción ganadera ...... 219 Vaqueros, sirvientes y administradores...... 223 V.II Resistencias cotidianas ...... 226 Patrones y sirvientes en el conflicto judicial...... 227 V.III La familia Sanromán frente a los derechos consuetudinarios...... 233 Los abigeos y las formas de justicia local...... 240 La leña y el acceso a los recursos...... 253 Conclusiones...... 259 VI. Ahualulco de Mercado: tierra, religiosidad y justicia...... 261 Introducción...... 261 Manuel del Río, hombre de gobierno, justicia y propiedad...... 262 La bonanza agrícola y los conflictos por la tierra...... 274 El inicio de una tensión: los bienes de cofradía de la Purísima Concepción...... 278 ¿Negociación o fanatismo? Fatales consecuencias ante un proyecto nacional...... 284 Intolerancia y protestantismo: visos de un conflicto local...... 288 Los escaños de la justicia...... 296 Lo que la Iglesia unió, ¿lo separó la tierra?...... 311 Conclusiones...... 314 Conclusiones...... 317 Anexos...... 327 Acervos...... 329 Bibliografía...... 329 A Indice de mapas, tablas, ilustraciones, gráficas y esquemas

Mapa 1. Subdelegación de Etzatlán...... 47 Mapa 2. Cantón XII. Ahualulco, 1898...... 51 Mapa 3. Subdelegación de Santa María de los Lagos...... 53 Mapa 4. Cantón II. Lagos, 1898...... 54 Mapa 5. Propiedades de las familias Serrano y Sanromán...... 225 Mapa 6 . Valle de Ahualulco, ca. 1929...... 281

Tabla 1. Cantones de Jalisco, 1824...... 47 Tabla 2. Cuadro de la División Territorial y Política del Estado de Jalisco, 1890...... 48

Ilustración 1. Carnicero ambulante...... 92 Ilustración 2. Marca de Toribio Oracia, , 1857...... 192

Gráfica 1. Detenciones en jefaturas de Jalisco, 1873...... 155 Gráfica 2. Detenciones por abigeato...... 156 Gráfica 3. Detenciones por robo...... 156 Gráfica 4. Delitos contra la propiedad...... 157

Esquema 1. Administración política de Jalisco (1824) 178 Resumen La presente tesis se introduce al estudio de algunos de los procesos legales y políticos que cambiaron el rumbo de la idea de propiedad en el campo jalisciense. Se pone interés en los efectos que tuvo el impulso de la propiedad privada durante el último tercio del siglo XIX sobre algunos usos y prácticas que en lo sucesivo terminaron por criminalizarse. En efecto, se atiende las respuestas que generó la aplicación de las últimas reformas liberales que se impulsaron, y otras se retomaron, una vez restaurada la república en 1867: la desamortización de bienes corporativos y la libertad de cultos. Para mostrar cómo esa modernidad ideológica y legal impactó en el contexto jalisciense se tomó como medio de contraste el funcionamiento de la justicia a nivel local, en especial, en los municipios de Ahualulco de Mercado y Lagos de Moreno. Entre estas poblaciones existieron pocas cosas en común, a no ser que momentáneamente figuraron como cabeceras de cantón y, por ende, fueron sede de jefaturas políticas. Lo que se destaca de la comparación de ambos municipios más bien fueron sus contrastes, pues mientras que Ahualulco se caracterizó por contener una mayor población indígena; en Lagos, por contrario, el enclave mestizo fue extendido gracias a la identidad ranchera que fue fortalecida por la individualización de los bienes comunes y por la paulatina independencia económica que desarrollaron algunos arrendatarios. Lo que también se desprende de dicha comparación es que las reformas tuvieron una aplicación distinta a nivel local, pues mientras que en Lagos el proceso fue en cierta manera exitoso, en Ahualulco llegó a presentar un episodio violento. En ambos contextos, prácticas como la posesión de ganados y el uso de montes y bosques sufrieron serias transformaciones ante un proceso legislativo que limitaba las acciones de la sociedad rural, cuanto más en la de aquélla que dependía de tales prácticas para su subsistencia.

Palabras clave: Lagos de Moreno, Ahualulco de Mercado, propiedad individual, justicia rural, reformas liberales.

1 Abstract The dissertation studies some of the legal and political processes that changed the course of the idea of property in the Jalisco countryside, especially the effects of private property during the last third of the 19th century on some uses and practices which henceforth came to criminalize it. Indeed, it analyzes the responses generated by the application of the latest liberal reforms once restored the Republic in 1867: the individualization of corporate property and the freedom of worship. To show how that ideological and legal modernity hit the Jalisco context was taken as contrast the functioning of Justice at the local level, in particular in the municipalities of Ahualulco de Mercado and Lagos de Moreno. Among these populations existed few things in common, unless their temporarily included headers of canton, and thus, they were political leaderships. The comparison of both municipalities generated some contrasts, because while Ahualulco was characterized by containing a larger indigenous population; in Lagos, on contrary, the mestizo enclave was extended thanks to rancher identity that was strengthened by the individualization of the common lands and gradual economic independence that some tenants developed. What is also clear from this comparison is that the reforms had a distinct local application, because while in Lagos the process was somewhat successful, in Ahualulco became a violent episode. In both contexts, practices such as the possession of cattle and the use of mounts and forests suffered serious transformations face to a legislative process that limited the actions of the rural society, especially that one that depended on such practices for their subsistence.

Key words: Lagos de Moreno, Ahualulco de Mercado, individual property, rural justice, liberal reforms.

2 Agradecimientos

Al cierre de esta investigación es preciso hacer una parada para considerar el tiempo y los recursos que la hicieron posible a lo largo de cinco años y, especialmente, para agradecer y reconocer el apoyo recibido por las personas que intervinieron directa e indirectamente desde sus inicios. En ese orden, debo mencionar el apoyo económico que de manera constante recibí como becario del Conacyt durante los primeros cuatro años y, posteriormente, a El Colegio de Michoacán por haberme otorgado una extensión de beca para el último año del programa de estudios. En ese mismo sentido debo agradecer y reconocer el apoyo que me brindó el doctor Víctor Gayol, director de la presente tesis, durante mi estancia en el Doctorado en Ciencias Sociales. Su disponibilidad y asesoría fue constante y me facilitó estar en contacto con investigadores, hoy los mejores especialistas, dedicados a la historia rural y de los pueblos indígenas de México. Así, también aprovecho para agradecer las muy valiosas aportaciones de la doctora Romana Falcón Vega y de los doctores Antonio Escobar Ohmstede, Edgar Mendoza García, Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell y Robert Curley Álvarez. De todos ellos recibí importantes aportaciones, ya fuera a través de los cursos complementarios a los que pude asistir de manera presencial, o los seminarios de avances de investigación (posteriormente seminarios de tesis), pues juntos me ayudaron a comprender y conciliar un particular interés por la justicia en medio de una historiografía rural diversa y compleja. En El Colegio de Michoacán también reconozco el apoyo que recibí de parte de la Coordinación del Doctorado en Ciencias Sociales, en un principio por la doctora Nicola Maria Keilbach, y posteriormente por los doctores José Antonio Serrano Ortega y Jorge Uzeta Iturbide, actual coordinador. La estancia de igual manera no me hubiese sido accesible sin las amables atenciones que en distintos momentos recibí de Eva Alcántar, Carla Marisol Jaimes, Laura Georgina Hernández y, especialmente, de Antonieta Delgado Tijerina. En su momento además recibí el gran apoyo de Marco Antonio Hernández y Verónica Segovia para la elaboración de los mapas que se presentan en la tesis. También fue de gran provecho haber asistido a una estancia de investigación en la Universidad de Texas en Austin durante un par de meses en los fondos de la Colección Latinoamericana Nettie Lee Benson, cuyo repositorio para la historia mexicana es rico y

3 vasto, y en donde pude recuperar valiosa información para la historia jalisciense con especial relación al fondo del gobernador Ignacio L. Vallarta. Durante esa estancia agradezco infinitamente el apoyo de Linda Gill, responsable del acervo, y de José Galindo Montelongo. De igual manera, dicha estancia no hubiera sido posible sin la asesoría del doctor Matthew Butler, quien fungió como profesor anfitrión. A lo largo de la investigación recibí el apoyo de gente valiosa que me permitió el acceso a importantes fuentes de información que han sido incluidas en la tesis, ya fuera en los archivos municipales de Lagos de Moreno y Ahualulco de Mercado, como en los archivos de concentración que actualmente se ubican en la ciudad de Guadalajara, tales como el Archivo Histórico de Jalisco (con la asesoría de Alejandro Téllez), el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara, en especial a la maestra Glafira Magaña Perales y a la hermana María Teresa Morales. En la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco, a los maestros Alejandro Solís y Laura Benítez Barba (Archivo Histórico del Supremo Tribunal de Justicia, de donde obtuve parte medular de la documentación), a María Guadalupe Martínez y a María Celia Montes, coordinadoras de la Biblioteca Histórica y de los Fondos Especiales, respectivamente. También a Mariela Bárcenas, coordinadora de la Biblioteca de El Colegio de Jalisco. Asimismo, agradezco a amigos y profesores que, con lecturas, revisiones, charlas y recomendaciones, apoyaron significativamente el desarrollo de la investigación e incluso mi orientación profesional; así, va también mi reconocimiento a Federico de la Torre, Jorge Alberto Trujillo, Elisa Speckman, Carlos Aguirre, Jorge Gómez Naredo, Verónica Vallejo, Graciela Flores, Jessica Marcelli, Claudio Jiménez, Pedro Cázares, Paulina Ultreras, Celina Becerra, Lilia Oliver, Sergio Valerio, Gladys Lizama, Sebastián Herrera, Ulises Íñiguez, Adrien Charlois, Laura Díaz. También a mis padres, Arturo y Gloriaf (cuya ausencia no deja de pesar), y a mis hermanos, José Antonio y Arturo Eduardo. No olvido en absoluto el apoyo que día a día y desde hace ya algunos años me sigue brindado Laura Benítez con quien, con aliento, paciencia y constante compañía, comparto no sólo el gusto por la historia y la investigación, sino además el deleite de ver crecer a Rodrigo Canek.

4 Introducción

La presente investigación tuvo sus inicios como parte de un proyecto que planteó problemas distintos dentro de un espacio que jurisdiccionalmente se mantuvo casi igual a lo largo del siglo XIX: el campo jalisciense. Entonces se perfilaron objetivos que guardaban relación con mis investigaciones e intereses previos, como la criminalidad y la administración de justicia, a diferencia que ahora pretendí hacerlo sobre la experiencia de la sociedad indígena alrededor de esos dos ejes. Sin embargo, el corpus de fuentes revisadas en un comienzo visibilizan intermitentemente esos actores dada la falta de especificidad étnica que las caracteriza, como las fuentes judiciales, cuya burocracia que les dio origen fue de las primeras en el siglo XIX que cumplieron con el nuevo estatuto político del país que daba fin a la estratificación étnica típica del Antiguo Régimen. De esta manera hubo que cambiar el rumbo y la perspectiva que partiera desde la política y necesidades ya no sólo de los indígenas de Jalisco, sino de su población rural en general para encontrar el momento en que sus usos y prácticas se toparon con marcos legales que las limitaron y persiguieron. Por tanto, era preciso identificar el curso de tales prácticas a través de la justicia, desde donde es posible hacer un reconocimiento de esa población, de sus prácticas y hasta creencias que se mantuvieron arraigadas en sus formas de subsistir, reclamar, resistir o negociar. Así, se reconoce que existió una constante necesidad de la sociedad de continuar obteniendo el mayor provecho de su entorno natural, como los bosques, montes, pastos y aguas, y de valerse en su vida cotidiana del uso de animales que facilitara su trabajo en los campos o que a lo menos cubriera una necesidad alimentaria o económica. La propuesta de esta investigación es ver a través de la justicia cómo distintos proyectos liberales, tales como el de la modernización judicial, la idea de propiedad y la secularización de la sociedad, tuvieron causes distintos dentro del mismo estado de Jalisco, el cual, conocido por su diversidad regional, ha sido poco atendido desde una perspectiva que permita identificar a los actores locales y sus respuestas a un proyecto liberal que tendió a radicalizarse a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Para dar cuenta de que en Jalisco su acogida fue heterogénea he optado por el estudio de dos regiones que si bien debieron abrazar el mismo proyecto liberal, sobre la marcha discreparon, se resistieron y lo adaptaron a las necesidades locales. Por un lado, como uno de los bastiones políticos y

5 culturales de los Altos de Jalisco, se encuentra Lagos de Moreno, cuya sociedad ranchera acogió rápidamente la propiedad individual y rechazó cualquier medida o acción que atentara contra sus bienes y creencias; y por el otro, Ahualulco de Mercado, lugar donde debió aplicarse con mayor rigor todo el compendio de reformas liberales, ya fuera con la individualización de la propiedad comunal desde inicios del siglo XIX, o por ser una de las primeras localidades de Jalisco, después de Guadalajara, en donde se ensayó con violento tropiezo la tolerancia de cultos, culmen expresión de las reformas juaristas.

Espacio y delimitación

Al inicio de la investigación me había planteado la posibilidad de ubicar el estudio en un espacio mucho más amplio, ajustándome a los límites jurisdiccionales que durante el siglo XIX ocupó el estado de Jalisco. No obstante, desde ese mismo momento se me había hecho la observación de que resultaba un espacio tan amplio que dificultaría su comprensión con las variables de análisis propuestas. Efectivamente, haber abarcado todo ese espacio no me hubiera permitido hacer un estudio minucioso como el que se pretende, pues el número de fuentes se incrementaría tanto que sería casi imposible abordarlas todas, incluso localizarlas. Como ha sugerido Alan Knight, la virtud que tienen los estudios regionales es precisamente la de acceder a una observación más detallada de la sociedad, de sus luchas cotidianas, de sus alianzas y sus relaciones de poder; sin embargo, la región también tiene el riesgo de perder mucho si no logra hilvanar sus resultados dentro de la historia nacional.1 2 Las regiones de la presente investigación no necesariamente se constituyen o se enmarcar a una jurisdicción política-administrativa (cantones, municipios, pueblos), sino que intenta balancear las dimensiones sistémicas de la región (económica, política y cultural) con su dimensión histórica particular para así articularla con el resto del estado y los espacios nacionales. Sin diferir necesariamente con Wil Pansters, Juan Pedro Viqueira ha ofrecido una metodología para hacer de la región un espacio de análisis más útil que no descarta su dimensión histórica. De lo que se trata es de identificar el desarrollo histórico de

1 Knight, “Armas y arcos en el paisaje revolucionario mexicano”, en Joseph y Nugent (comps.), Aspectos cotidianos de la formación del estado. La revolución y la negociación del mando en el México moderno, México, Era, 2002, pp. 56-57. 2 Pansters, Política y poder en Puebla. Formación y ocaso del cacicazgo avilacamachista, 1937-1987, México, BUAP / Fondo de Cultura de Económica, 1998, pp. 86-89. 6 las variables (por ejemplo, la aplicación de las leyes de Reforma o la modernización de la administración de justicia) sobre ciertos espacios o regiones para comparar los “desfases” que tales variables manifestaron en un mismo periodo de tiempo. Como advierte el mismo Viqueira, el método es más útil para plantear preguntas ya que confronta las regiones a través de proyectos o procesos políticos que en algún momento se desarticularon o desfasaron debido a sus condiciones locales. Me parece que un enfoque como éste tendrá mucha utilidad en la presente investigación, donde me interesa saber por qué Lagos de Moreno y Ahualulco de Mercado experimentaron un proceso heterogéneo en su incorporación a la formación del estado. Durante el siglo XIX Lagos y Ahualulco transitoriamente figuraron como cabeceras de cantón: Lagos al frente del cantón II y Ahualulco como cabecera de los cantones V y XII (de éste último a partir de 1891). Lagos de Moreno (antes Santa María de los Lagos) se caracterizó desde el periodo colonial por el asentamiento y el desarrollo de familias que basaron su subsistencia primordialmente en la ganadería hasta extender sus intereses y redes comerciales con el Bajío mexicano. Los asentamientos indígenas, aunque posteriores a la llegada de los españoles, se conformaron por tres pueblos ubicados al norte de la ciudad de Lagos: San Miguel de Buenavista, San Juan de La Laguna y Moya. Sobre el devenir histórico de tales asentamientos se sabe poco dado el interés y protagonismo que, se presume, adquirieron sus sociedades rancheras. A esta relación precisamente se dirige el interés sobre esta región, en donde la relativa convivencia entre españoles, mestizos (abocados a la cultura y economía rancheras) e indígenas se fracturó a lo largo del siglo XIX cuando las necesidades de éstos fueron cada vez más incompatibles con las formas de ejercer la propiedad. Así, si nuestra región alteña en ciertos momentos pareciera tener delimitaciones político-administrativas lo será en función de la relevancia de sus autoridades intermedias, quienes se situaban de acuerdo con la lógica de los cantones: comisarías, ayuntamientos, departamentos. Pero una subregión dentro de ese gran espacio puesto al control del jefe político se encontrará en la parte central del cantón, justo en los márgenes que comunican a sus dos ciudades entonces más importantes: San Juan de los Lagos y Lagos de Moreno. Esa franja fue escenario de tensiones que, si bien no 3

3 Viqueira, Encrucijadas chiapanecas. Economía, religión e identidades, México, El Colegio de México / Tusquets, 2002, pp. 396-413. 7 desbordaron en conflictos mayúsculos o violentos, representó un espacio en donde la idea de propiedad extendida por el liberalismo no era completamente visible ni compatible con las formas de subsistencia de la gente que vivió de esos terrenos, pues la propiedad particular de algunos rancheros y hacendados se diluía con los pocos terrenos comunes que quedaban. Caso distinto es el de Ahualulco de Mercado, población enclavada en una región principalmente agrícola y que contó, a diferencia de Lagos, con asentamientos indígenas originarios. La historiografía sobre Ahualulco es prácticamente nula, pese a que se cuente con algunos trabajos sobre la región de que forma parte (como han sido los casos de Tequila y Etzatlán); sin embargo, el espacio de estudio ha quedado concentrado a la villa de Ahualulco, cabecera de su propio cantón durante varios momentos del siglo XIX. Pero un espacio que tiene especial relevancia en este punto fueron las tierras de la cofradía de indígenas, que comenzaron a ser fuente de intereses y disputas dentro de los mismos indígenas y los propietarios y el clero local. Su importancia incide en que Ahualulco fue uno de los municipios en donde fueron muy evidentes las transformaciones de la propiedad territorial al ser claro testigo de los primeros intentos desamortizadores de comienzos del siglo XIX, circunstancia que refleja el acceso y aprovechamiento de los pueblos sobre su entorno, pese al establecimiento posterior de propietarios que encontraron en la región tierras fértiles para una agricultura progresivamente destinada a la planta de mezcales. La desamortización por tanto desató largos conflictos entre indígenas, párrocos y propietarios cuando éstos últimos acudieron abiertamente a la compra-venta de terrenos. El punto de partida es el año de 1873 en vista de que encerró algunos acontecimientos decisivos que trastocaron la economía y seguridad de algunos pueblos de Jalisco. Esa fecha marcó el aniquilamiento de las fuerzas de Manuel Lozada, indígena que fue perseguido como bandido desde mediados del siglo XIX desatando una revuelta que llevó a las autoridades a reforzar el aseguramiento de caminos mediante guardias y leyes que perseguían a ladrones y salteadores. En ese contexto se estableció la persecución de algunos delitos del orden común, en especial los que eran cometidos contra la propiedad, al ser promulgado en mayo de 1873 el decreto 350 que radicalizó la persecución contra el abigeato.4 De la misma manera, dos años más tarde se establecieron restricciones que en

4 Colección de los decretos, t. V, 2a serie, p. 222. 8 principio protegieron los intereses tanto de los ayuntamientos como de los propietarios, al establecerse medidas para que éstos tomaran control sobre los caminos y bienes comunes a través de contratos y cercamientos, lo cual condicionó al resto de la población para seguir aprovechando de tales recursos. 5 En este mismo contexto la religiosidad dentro de los pueblos se vio alterada cuando en 1874 fue elevada a rango constitucional la tolerancia de cultos, reforma que declaró formalmente el ingreso del protestantismo en México que, no obstante, ya estaba presente en Guadalajara desde 1872. A nivel local, y especialmente en Ahualulco, generó la inconformidad de párrocos y feligreses que se resistieron a seguir, tal vez a su propia consideración, la más radical de las políticas liberales. El cierre temporal llega hasta 1905, fecha en que el gobierno del estado introdujo las reformas que Porfirio Díaz aplicó al Código Penal del Distrito Federal agravando las penas a todos aquéllos que cometieran robos sin violencia, delitos que anteriormente se castigaban con arrestos de uno a once meses. Estas modificaciones también tocaron al robo de ganado, el cual se castigó con penas más severas si era cometido por medio de la matanza de reses. La reincidencia por robo igualmente fue modificada a través de un incremento en las penas de reclusión al igual que por la aplicación de los trabajos forzados.6 Sin embargo, a inicios del siglo XX las leyes de Reforma continuaron supervisadas por la todavía vigente figura de los jefes políticos, quienes en los Altos de Jalisco sancionaron a los párrocos que se resistieron a mantener el culto privado. Caso contrario el de Ahualulco, ya que pese fatídicos sucesos de 1874, el protestantismo se estableció y desarrolló con mayor fuerza. Así, aunque esta delimitación haya sido argumentada por la vía de las leyes, responde a una trayectoria en donde las políticas liberales no se detuvieron durante el porfiriato, pese a que cada región tomó una actitud diferente frente a ellas.

Los marcos legales de la sociedad

En el cambio de los siglos XVIII y XIX la sociedad aún se mantenía bajo marcos jurídicos que asignaron a españoles, indios y esclavos una cultura, una nación y por ende un derecho. De esa manera, la “carta de identidad” de la población debía llevar implícita una

5 Colección de los decretos, t. VI, 2a serie, p. 164. 6 Colección de los decretos, t. XXI, 2a serie, p. 361. 9 adscripción étnica, un claro indicio de procedencia y una buena fama que acreditar. Los sectores populares de los primeros años del siglo XIX, en especial indígenas y mestizos, a veces esquivaron los marcos propios de su condición haciendo uso de algunos recursos 7 legales e informales. Al diluirse los marcos jurídicos por los que se movió la sociedad colonial, primero por la Constitución de Cádiz y después por el Plan de Iguala, la sociedad debió añadir -más que reemplazar- a su adscripción étnica condiciones como la fama, el prestigio y la virtud ya fuera para poder acceder a la ciudadanía, o bien, para ser considerado por las nuevas instituciones (en donde se vincularon los propietarios) o no ser presa de los dispositivos de control social (asequible para los sectores populares). Entre mayores fueran las virtudes y mejores las opiniones, en mejores condiciones se estaba para vivir y reconocerse como una persona honrada, o bien, de asumirse como español y blanco. De esta manera, cuando la Constitución de Cádiz extendió la hispanidad a todos los nacidos y avecindados en las Españas (art. 5), algunos sectores de la sociedad novohispana, ya fuera mestizos e indígenas, adoptaron inmediatamente este nuevo marco legal. Por tal, no sería raro que William Taylor encontrara a inicios del siglo XIX que algunos indios inculpados se declarasen españoles por gracia de la “nación y constitución” .7 89 La Constitución de Cádiz fue el primer documento que, en su intento por declarar la nación española en ambos hemisferios, aparentemente disolvió la estratificación étnica en la Nueva España; no obstante, mantuvo tres exclusiones implícitas al momento de declarar la ciudadanía: las mujeres, los afrodescendientes y los “indios infieles”. En el caso de estos últimos, Bartolomé Clavero sostiene que la carta gaditana los dejó fuera de facto pues, al quedar suspendida la ciudadanía por incapacidad física o moral (art. 25), en tal circunstancia pudieron quedar los indígenas por una ideología que los mantuvo en minoría de edad. 10 Otras condiciones que conducían a la suspensión de la ciudadanía eran el

7 Sweet y Nash (coords.), Lucha por la supervivencia en la América colonial, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, pp. 7-17. 8 Mazín, “La nobleza ibérica y su impacto en la América española: tendencias historiográficas recientes”, en Bottcher, Hausberger y Hering (coords.), El peso de la sangre, pp. 63-76. 9 Taylor, “Amigos de sombrero: Patrones de homicidio en el centro rural de Jalisco, 1784-1820”, en Taylor, Entre el proceso global y el conocimiento local. Ensayos sobre el Estado, la sociedad y la cultura en el México del siglo XVIII, México, UAM-I / Miguel Ángel Porrúa, 2003, p. 206. 10 Clavero, “Constitución de Cádiz y ciudadanía de México”, en Garriga (coord.), Historia y Constitución. Trayectos del constitucionalismo hispano, México, CIDE / El Colegio de Michoacán / Instituto Mora, 2010, pp. 148-151. 10 servicio doméstico y el no saber leer y escribir, algo que no sólo podía tocar a indígenas, sino a los mestizos y a las demás castas. Con Cádiz, los españoles declararon y fortalecieron sus vínculos legales y étnicos; sin embargo, como lo demostró Taylor, esta autodefinición jurídica se extendió a más sectores sociales, pues se era español ya no por estrategias de identidad, sino por precepto constitucional. Fuera de esos nuevos marcos legales, la sociedad de finales del periodo colonial, en particular la del centro de la Intendencia de Guadalajara, mantuvo relaciones más estrechas entre las distintas etnias. A diferencia de Oaxaca, cuyos pueblos de indios se mantuvieron a lo largo del siglo XIX, en la región de Guadalajara éstos tendieron rápidamente a conectarse con las culturas mestiza y criolla en buena medida por la efectiva acogida que tuvieron los repartos de tierras desde comienzos del siglo XIX. La cultura ranchera por igual se transmitió y adoptó entre los indígenas a través del trabajo o el uso de la propiedad, tanto así que en algunos pueblos fue difícil identificar quien era indio o perteneciente a un pueblo en particular. 11 No obstante, como se verá en la investigación, esta clase de referencias étnicas no se descartan del todo entre más nos retiramos de la región de Guadalajara, en donde los administradores de las poblaciones locales hacían recordar el atributo étnico de la sociedad haciendo referencia a su origen o vecindad. Durante los primeros años de la era independiente los indígenas debieron adaptarse a las nuevas reglas del liberalismo para acceder a ciertos derechos a sabiendas de que sobre ellos se desdoblaría un proteccionismo por parte de las leyes, al no exigirles, por ejemplo, el pago de contribuciones directas o prestar servicios en las guardias nacionales. Además, el gobierno en su afán paternalista les proporcionó procuradores para que no fueran afectados en sus repartos de tierras. Medidas como éstas fueron operadas desde el gobierno del estado y no sólo sostenían la prevalencia de la población indígena, sino que además debía merecer (bajo un discurso escudado con las mejores intenciones) algunas facilidades para poder abrazar el proyecto liberal. Aunque ya había quedado anulada toda distinción étnica dentro del lenguaje del nuevo gobierno liberal, algunas élites y autoridades subalternas mantuvieron sesgos étnicos, de clase y de procedencia. Había quienes actuaban por el influjo de sus propias

11 Taylor, “Pueblos de indios de Jalisco central en la víspera de la Independencia”, en Taylor, Entre el proceso global y el conocimiento local, pp. 112-119. 11 “taxonomías mentales” dominadas por el efecto de hondos prejuicios que, por ejemplo, terminaban por asociar a un grupo social con una práctica específica. Por encima de la mera apariencia fenotípica, progresivamente algunos particulares y ofendidos utilizaron diferentes criterios de clasificación que ofrecieron a las autoridades referencias un tanto más específicas sobre la calidad moral, económica y étnica de los sospechosos a través de su procedencia geográfica, actividad laboral y lengua que dominaban. De esta manera, alcaldes, fiscales y defensores acudieron de manera alternada y estratégica a ese cúmulo de adscripciones socioétnicas para dar cuenta de un ordenamiento social que parecía estar vigente. Así, mediante una cuidadosa lectura y relectura de las fuentes, es posible identificar algunos discursos que ofrecen la idea de una sociedad que buscó mantener sus marcos socioétnicos, en donde algunas autoridades intermedias o locales emitieron un discurso pocas veces vinculado al “vocabulario de la ley”, es decir, con un lenguaje más coloquial que compartieron con las poblaciones que les tocó administrar, refrendando así tanto sus filias y clientelas como sus prejuicios y propio sentido común que le daban cause 1 3 a rumores y malestares posiblemente compartidos por la voz pública. Adscripciones de esta índole también se registraron entre los párrocos responsables de levantar los registros matrimoniales, en quienes llegó a existir una tendencia por degradar o modificar la condición racial de sus feligreses cuando existieron rumores o evidencias de una previa conducta criminal o pecaminosa. Durante el periodo colonial, por ejemplo, hubo acciones que quedaron asociadas con la negritud de algunas castas, aun cuando los censos los identificaran como mestizos y españoles. 121314 De esta manera, tanto autoridades como élites locales de los gobiernos liberales continuaron haciendo referencia a adscripciones socioraciales sobre las poblaciones que administraban en aras no tanto de

12 Farberman, “Etnicidad y crimen. Sociedad colonial y adscripciones socioétnicas en Santiago del Estero (siglo XVIII y XIX)”, en Sozzo (coord.), Historia de la cuestión criminal en Argentina, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2009, pp. 31-37. 13 Guerrero, “El proceso de identificación: sentido común ciudadano, ventriloquia y transescritura”, en Falcón, Escobar Ohmstede y Buve (comps.), Pueblos, comunidades y municipios frente a los proyectos modernizadores en América Latina, San Luis Potosí, El Colegio de San Luis / CEDLA, 2002, pp. 49-50. 14 Seed, “Social dimensions of race: City, 1753”, en Hispanic American Historical Review, Vol. 62, Núm. 4, 1982, pp. 594-595. Otra investigación que considera esta perspectiva es la de Castillo Palma, Cholula. Sociedad mestiza en ciudad india. Un análisis de las consecuencias demográficas, económicas y sociales del mestizaje en una ciudad novohispana (1649-1796), México, UAM / Plaza y Valdés, 2001, pp. 61­ 65; Morner, Estado, razas y cambio social en la Hispanoamérica colonial, México, SepSetentas, 1974. 12 mantener un ordenamiento social de corte colonial, sino de seguir una trayectoria difícil de romper en las primeras décadas dela era independiente. A inicios del siglo XIX, en los debates constituyentes tanto a nivel federal como estatal, los legisladores se dieron a la tarea de diseñar e imaginar el perfil de los individuos que conformaron la población y los que participarían en la administración de sus instituciones. La constitución general de 1824 sólo refirió a la ciudadanía como una condición que se antepuso para ejercer las funciones públicas, pero tocaba a los constituyentes locales delimitar los rangos en que debía definirse. Por tanto, algunos legisladores no hicieron sino retomar la constitución gaditana por ser el mejor documento conocido. Pero la ciudadanía desde los pueblos pudo darse de manera más compleja al superponerse que pusieron en práctica constitucionalismos antiguos y modernos en donde las comunidades decidieron a quiénes debían conceder la ciudadanía a través de sus usos y costumbres (prestigio, propiedad, residencia); razón por la cual al instaurarse la República, como sostiene Antonio Annino, el reto “no fue cómo implementar la nueva ciudadanía sino cómo controlarla, cómo expropiar a los pueblos-municipios de sus pequeñas ‘soberanías’ para asegurar la gobernabilidad de los nuevos espacios ‘nacionales’ ” . 15 Annino ha sostenido que la ciudadanía gaditana dentro de los pueblos fue en cierta manera su incorporación a la política moderna que corrió a inicios del siglo XIX, gestándose particularmente sobre una sociedad de tradición colonial que debió adoptar una política distinta dispuesta a separar la política de la justicia. Sin embargo, como es sabido, dicha transformación no se presentó de manera inmediata, pues el derecho de transición ha demostrado que esa modernización política, traducida tanto en codificaciones como en jueces y autoridades legas sujetas al imperio de la ley, no se presentó sino hasta la época de la Restauración (1871). Aunque la separación de la política y la justicia fue un trayecto largo, la ciudadanía fue un requisito para ocupar posiciones político-administrativas. Una vez que la Constitución federal de 1824 facultó a los estados soberanos para definir la ciudadanía, se retomaron sus nociones orgánicas en donde los ayuntamientos, más que los estados, en la práctica decidieron por razones de vecindad, clase o prestigio quiénes debían

15 Annino, “La ciudadanía ruralizada. Una herencia de la crisis imperial”, en Jornada Internacional de Debate «Los historiadores y la conmemoración de los Bicentenarios», Rosario, 2006. 13 acceder al voto, al gobierno y la justicia. De esta manera, la constitución jalisciense de 1824 sostuvo que para poder elegir y ocupar empleos populares sólo era necesario estar en ejercicio de sus derechos; es decir, ser mayores de 2 1 años, no ser deudores de los caudales públicos, “tener empleo, oficio y modo honesto de vivir conocido”, no estar bajo proceso criminal y saber leer y escribir (art. 20). De estas cinco condiciones una de ellas parecía tener connotaciones muy especiales y los ayuntamientos fueron la mejor autoridad para reconocerla: el modo honesto de vivir. Annino sostiene que la ciudadanía gaditana que se aplicó en México durante la segunda década del siglo XIX mantuvo una estrecha relación con la comunidad parroquial no solo para identificar los índices de población locales, sino además para reconocer la honradez de sus vecinos en personas que vivieron o fueron producto de un matrimonio de acuerdo con la iglesia católica, condición muy vista en una cabeza de familia. 16 17Por consecuencia, esta condición tal vez fue muy privilegiada por los ayuntamientos de la era republicana al reconocer a los nuevos ciudadanos con posibilidades de ocupar cargos públicos, una característica que muy posiblemente se mantuvo cuando fue adoptada la Constitución Federal de 1824, la cual reconoció y defendió el culto de la religión católica. La constitución jalisciense de ese mismo año fue en la misma dirección al anunciar el establecimiento de escuelas públicas en todos los pueblos con auxilio del catecismo de la religión cristiana (art. 260). De esta manera, la modernidad política dentro de los pueblos, así como estableció de manera explícita los requisitos para ejercer una ciudadanía activa, implícitamente reconoció su estructura parroquial como instrumento para identificar a los ciudadanos honrados. En Jalisco, a mediados del siglo XIX estos nuevos ciudadanos fueron llamados a conservar o recuperar la seguridad pública, y no me refiero a los ciudadanos armados por medio de las milicias, guardias nacionales o levas, sino a aquellos que por prestigio y honradez gozaron del respeto del gobierno para conservar sus armas y

16 Annino, “La ruralización de lo político”, en Annino (coord.), La revolución novohispana, 1808-1821, México, Fondo de Cultura Económica, CIDE, INEHRM, CONACULTA, 2010, p. 447; Constitución política de la Monarquía Española, 1812, arts. 12 y 22. 17 Escalante Gonzalbo, Ciudadanos imaginarios. Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana. Tratado de moral pública, México, El Colegio de México, 2002, pp. 197-205. 14 depositarlas en sus sirvientes y dependientes para perseguir y aprehender a los

“malhechores” . 18 Este proceso puede ser muy significativo ya no solo para entender la movilidad social y la lógica de la ciudadanía en los pueblos durante el siglo XIX, sino además para identificar que fue a través de ella como se facultó a los nuevos actores políticos, investidos posteriormente como alcaldes, comisarios y directores departamentales; es decir, justo como sucedió en el periodo colonial, 19 20 lo cual impidió en la práctica una efectiva separación del gobierno y la justicia. Bajo los esquemas de individualismo y propiedad los gobiernos latinoamericanos comenzaron a diseñar tanto su sistema político-administrativo como su concepto de ciudadanía que, como lo antepuso la constitución de Cádiz, se comprendió bajo una doble concepción de derechos: la ciudadanía civil y la ciudadanía política: la primera dirigida a todos los habitantes de manera casi esencial; y la segunda, sólo consagrada para aquellos capaces de representar la cabeza de una familia y demostrar tanto instrucción suficiente como un prestigio local. Estos requisitos se mantuvieron durante las primeras décadas del siglo XIX en el curso de los sucesivos gobiernos centrales y federales, los cuales, lejos de haber tenido opiniones contrastantes sobre este punto, realmente convergieron en el imaginario de los “hombres de bien” y “honrados”, entes dignos de representar una “clase media” que, aunque podía carecer de refinamientos aristocráticos, debía quedar distanciada de las costumbres y rasgos indígenas.20 La idea de ciudadanía de las primeras décadas del siglo XIX no puede ser entendida sin los cambios que se presentaron en los marcos étnico-jurídicos de la sociedad. De acuerdo con Alicia Hernández y Marcelo Carmagnani, la ciudadanía de estos primeros años manifestó formas orgánicas, en donde los pueblos y los ayuntamientos atribuyeron dicha

18 Colección de los decretos, t. IX, 1a serie, pp. 468-469. 19 Guerrero, “Curagas y tenientes politicos: La ley de la costumbre y la ley del estado (Otavalo 1830-1875)”, en Revista Andina, núm. 2, diciembre 1989. 20 Costeloe, La República central en México, 1835-1846. "Hombres de bien" en la época de Santa Anna, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 33-51. Esto no deja de reconocer el estrecho vínculo que existió entre los requisitos establecidos para la ciudadanía con los que aplicaba a la vecindad que, como sostiene Tamar Herzog, fue un modelo trasladado a la América española, pues a finales del periodo colonial la vecindad se mantuvo vinculada a la gente de una misma comunidad y casi con sus mismos elementos originales: como un status que implicó privilegios y responsabilidades. Herzog, Defining nations. Immigrants and citizens in early modern Spain and Spanish America, New Heaven and London, Yale University Press, 2003, p. 44. 15 condición mediante parámetros fundados en la vecindad, la residencia, el prestigio o la propiedad.21

Estados de la cuestión

La historiografía jalisciense dedicada al estudio de los pueblos de indios y la sociedad rural en general ha dialogado y debatido poco con la historiografía que se ha producido desde otras partes del país. A través de la revisión de algunas investigaciones se pueden identificar tres áreas de investigación histórica enfocadas al Jalisco rural. La primera de ellas se relaciona con los estudios demográficos y patrones de asentamiento; 22 2324la segunda, con el paisaje y el desarrollo de las economías regionales, a través de la producción, la propiedad y la vida en las haciendas y ranchos, estudios que no descartan la vida económica de los pueblos de indios; y la tercera, que acude a la resistencia de estos últimos frente a las políticas agrarias decimonónicas y al despojo de sus tierras comunes que el liberalismo legalizó, una veta interpretativa que mantiene relación con aquella que el revisionismo 24 historiográfico puso en crisis: la “leyenda negra”. El revisionismo de los últimos años dentro de la historiografía de la desamortización y de los pueblos de indios, ya no encuentra esta perspectiva como la única posible, antes bien tiene la ventaja de poder esquematizar esa tradición historiográfica, afortunadamente amplia, para valerse de ella al estudiar los procesos que transformaron la sociedad rural. En un comienzo fueron las posturas histórico-legalistas seguidas de lo que fue la vertiente marxista y militante que la mayoría de las veces confrontó dos polos hasta entonces

21 Hernández Chávez y Carmagnani, “La ciudadanía orgánica mexicana, 1850-1910”, en Sabato (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, Fideicomiso Historia de las Américas / El Colegio de México / Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 377­ 378. 22 Carbajal López, La población en Bolaños, 1740-1848: Dinámica demográfica, familia y mestizaje. Zamora, El Colegio de Michoacán, 2009; Torre, Cambio demográfico y de propiedad territorial en la provincia de Ávalos (siglo XVIII-XIX), Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 2012; Becerra Jiménez, Historia de San Juan de los Lagos en el siglo XIX a través de un padrón, Guadalajara, UNED, 1983. 23 Valerio Ulloa, Historia rural jalisciense. Economía grícola e innovación tecnológica durante el siglo XIX, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 2003; Fernández; Mucha tierra y pocos dueños: estancias, haciendas y latifundios avaleños, México, INAH, 1999; López Taylor, “Producción, mercado y trabajo en una región granera. El caso de la Hacienda El Terengo en La Barca, Jalisco. 1880-1930”, Tesis de Maestría en Economía, UNAM, 1998. 24 Aldana Rendón, La cuestión agraria en Jalisco durante el porfiriato. Estructura y luchas agrarias en Jalisco en el siglo XIX, México, Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México, 1983; Aldana Rendón, Proyectos agrarios y lucha por la tierra en Jalisco, 1810-1866, Guadalajara, UNED, 1986. 16 identificados y contrapunteados: pueblos de indios y hacendados. A partir de los años noventa del siglo XX, en su lugar se fue conformando una mirada todavía más minuciosa no sólo para detallar el origen de las rebeliones desatadas durante el siglo XIX, sino además para observar cómo un problema tan común, como la posesión y el acceso a la tierra, tuvo distintas vertientes bajo antecedentes muy particulares. Así, entre otras de las aportaciones metodológicas que han preferido utilizar algunos historiadores se destaca el estudio de figuras o actores sociales intermedios que rompen con los esquemas esencialistas de las sociedades rurales. Tanto los pueblos como las élites y las autoridades se han visto confrontados de forma fragmentaria por intereses disímiles, permitiendo observar que estos grupos no siempre se movieron en forma colectiva.25 26 27 Es muy sólida la historiografía que ha dado con la importancia del estudio de actores pertenecientes a medianas esferas político-administrativas y religiosas. Para el caso de Jalisco Eric van Young, en convergencia con Raymond Buve, sostiene que estos actores son importantes para cuestionar aquella perspectiva que concebía a las sociedades rurales desde polos opuestos, y dentro de ellos podían figurar tanto los mercaderes trashumantes como aquel grupo creciente de agricultores-ganaderos debido no tanto a su intermediación tipológica, sino funcional, pues con su intervención se activaban las economías domésticas. De similar parecer es William Taylor, quien considera que no siempre los gobernados estaban desvinculados del Estado, de sus gobernantes, y para establecer ese diálogo fue 27 destacada la función de intermediarios, como los párrocos de pueblos. Precisamente, el conocimiento que se tiene sobre el mundo agrario y social del Jalisco de los siglos XVIII y XIX, se ha debido en gran parte a los trabajos de Taylor y Van Young, los cuales han servido como punto de partida a otras investigaciones (incluida la

25 Marino, “La desamortización de las tierras de los pueblos (centro de México, siglo XIX). Balance historiográfico y fuentes para su estudio”, en América Latina en la Historia Económica. Boletín de Fuentes, México, núm. 16, 2011. 26 Falcón, “Desamortización a ras del suelo. ¿El lado oculto del despojo? México en la segunda mitad del siglo XIX”, en Historias desde los márgenes. Senderos hacia el pasado de la sociedad mexicana, México, El Colegio de México, 2011, pp. 99-124; Buve, “Caciques, vecinos, autoridades y la privatización de los terrenos comunales: un hierro candente en el México de la República restaurada y profiriato”, en Bonilla y Guerrero (eds.), Los pueblos campesinos de las Américas. Etnicidad, cultura e historia en el siglo XIX, Bucaramanga, Universidad Nacional de Santander, 1996, pp. 25.41. 27 Young, La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares de la Nueva España, 1750­ 1821, México, Alianza, 1992; Taylor, “Entre el proceso global y el conomiento local: Una investigación sobre la historia social latinoamericana, 1500-1900”, en William Taylor, Entre el proceso global y el conocimiento local. Ensayos sobre el Estado, la sociedad y la cultura en el México del sgilo XVIII, México, UAM-I / Miguel Ángel Porrúa, 2003, pp. 15-103. 17 presente tesis) para conocer las distintas dinámicas económicas, políticas y culturales de la vida campirana y de los pueblos jaliscienses. A la par que ellos, la obra de Robert Knowlton también ha contribuido, como un abordaje pionero, al conocimiento sobre las primeras leyes que individualizaron los terrenos de indígenas en el occidente de México, al dar cuenta de que el problema no inició a mediados del siglo XIX, con la ley nacional de desamortización, sino que fue una política que los antiguos ayuntamientos implementaron desde los primeros años de la República, incluso retomando los repartos que se realizaron en tiempos de la Diputación Provincial de Guadalajara (1814), que buscaron que las tierras fueran divididas con la finalidad de generar una economía agraria e ingresos al ayuntamiento. Pero también, recientemente, nuevas formas de analizar el campo jalisciense se han presentado. A veces por influjo de la antropología y otras por los estudios locales, los espacios rurales del pasado jalisciense se han vuelto más dinámicos y la revisión historiográfica que se ha tenido sobre ellos atiende nuevos temas y actores. Patricia Arias, por ejemplo, bajo el análisis microhistórico retoma las acciones de actores que circunstancialmente caracterizaron la vida política y social del municipio de Concepción de Buenos Aires, y sin considerar necesariamente una interpretación social antagónica, encontró que entre sus vecinos así como existió una profunda religiosidad también se 30 acudió políticamente al agrarismo posrevolucionario. Desde la historia política, los trabajos de Elisa Cárdenas y Guillermo de la Peña han aportado aspectos de la política local de los pueblos, en buena medida de privilegiados porfirianos que buscaron mantener su acceso al poder después de la revolución.28 293031 Desde un

28 La obra de ambos investigadores es amplia y aunque no llegan si quiera a la mitad del siglo XIX, han resultado muy esclarecedoras en esta investigación. A saber, Taylor, Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexicanas, México, Fondo de Cultura Económica, 1987; Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, Zamora, El Colegio de Michoacán / El Colegio de México, 1999; y de Eric van Young, además, La ciudad y el campo en el México del Siglo XVIII La economía rural de la región de Guadalajara 1675-1820, México, Fondo de Cultura Económica, 1989; Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, Fondo de Cultura Económica, 2010. 29 Knowlton, “La individualización de la propiedad corporativa civil en el siglo XIX: Notas sobre Jalisco”, en Historia Mexicana, Vol. 28, No. 1 (Jul. - Sep., 1978), pp. 24-61. 30 Arias, Los vecinos de la sierra. Microhistoria de un pueblo nuevo, México, Universidad de Guadalajara / CEMCA, 1996; Arias, Nueva rusticidad mexicana, México, CONACULTA, 1992. 31 Cárdenas Ayala, El derrumbe. Jalisco, microcosmos de la revolución mexicana, México, Tusquets, 2010; Peña, “Populismo, poder regional e intermediación política: El sur de Jalisco, 1900-1980”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea, núm. 16, 1993, pp. 115-158. 18 enfoque similar, trabajos como los de Robert Curley, Aaron Van Oosterhout y Laura Gómez Santana resaltan la política popular que desde los pueblos se hicieron a las reformas liberales que alteraron los espacios, por ejemplo, de la religiosidad y la propiedad. Estas últimas aportaciones historiográficas se han acercado a nuevas metodologías de análisis que no sólo visibilizan los actores, sino que lo hacen a través de sus prácticas religiosas, sus 32 políticas de género y hasta la manifestación e instrumentación de sus identidades. Estas líneas de análisis puestas en práctica sobre el Jalisco rural bien pudieran corresponder con una línea metodológica y de tiempo sobre la manera en que se ha entendido y estudiado la “región” en la historiografía y antropología locales, que bien va desde el sistema regional económico, donde se destacan los trabajos de Van Young y Antonio Ibarra; los inherentes al sistema cultural que, por ejemplo, ayudaron a caracterizar a los Altos de Jalisco como el espacio de una sociedad ranchera; hasta llegar al sistema político que ha privilegiado la transformación de los poderes locales con el estudio de los 34 caciquismos y las políticas populares. El espacio sobre los estudios religiosos en Jalisco también ha recibido algunos aportes pues, aunque ya es muy conocido el interés que produjo la Cristiada en la historiografía del occidente de México, la interpretación dominante a la que se llegó comúnmente resaltó el trasfondo agrario del movimiento. Sin embargo, algunas de las 323334

32 Curley, “Anticlericalism and Public Space in Revolutionary Jalisco”, en The Americas, Vol. 65, No. 4, Personal Enemies of God: Anticlericals and Anticlericalism in Revolutionary Mexico, 1915-1940, Abril de 2009, pp. 511-533; Curley, “’The First Encounter’: Catholic Politics in Revolutionary Jalisco, 1917-19”, en Butler (ed.), Faith and Impiety in Revolutionary Mexico, New York, Palgrave Macmillan, 2007, pp. 131-148; Gómez Santana, “Identidades locales y la conformación del Estado mexicano, 1915-1924: Cominidades, indígenas y pobres ante el reparto agrario en Jalisco central”, Tesis de doctorado en Ciencias Sociales, Universidad de Guadalajara, 2009; Oosterhout, “Confraternities and popular conservatism on the frontier: Mexico’s Sierra del Nayarit in the nineteenth century”, en The Americas, 71: 1, Julio de 2014, pp. 101-130. 33 Fábregas y Tomé, Fronteras y regiones. Una perspectiva antropológica, Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2002; Alonso y García de Quevedo (coords.), Política y región: Los Altos de Jalisco, México, CIESAS / SEP, 1990. 34 Young “Hinterland y mercado urbano: el caso de Guadalajara y su región”, en Young, La crisis del orden colonial, pp. 199-245; Antonio Ibarra, La organización colonial del mercado interno novohispano. La economía colonial de Guadalajara, 1770-1804, BUAP / UNAM, 2000. Sobre el sistema regional cultural, son imprescindibles las investigaciones de Andrés Fábregas: “Antropología cultura y región: una reflexión”, en Fábregas y Tomé, Regiones y fronteras. Una perspectiva antropológica, Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2002; Fábregas, Ensayos antropológicos: 1990-1997, Tuxtla Gutiérrez, UNICACH, 1997. Y para el caso del sistema de región política, son de importancia el ya citado de Peña, “Populismo, poder regional e intermediación política”, pp. 115-158; así como los de Zárate Hernández, Procesos de identidad y globalización económica. El Llano Grande en el sur de Jalisco, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1997; y el de Vries, “The performance and imagination of the cacique: some ethnographic reflections from western Mexico”, en Knight y Pansters (eds.), Caciquismo in twentieth-century Mexico, London, Institute for the Study of the Americas, 2005. pp. 327-247. 19 investigaciones recientes trasladaron su visión a expresiones semejantes que desde el siglo XIX se desataron en los pueblos de casi todo el país. Casos como los de Oaxaca, el estado de México, Yucatán y Michoacán son sólo algunos claros ejemplos de este singular, y a la vez, complejo interés por el México rural en donde se combinan la religión, la propiedad, la justicia y la etnicidad. Esto ha llevado a algunos historiadores a romper con los cortes de tiempo tradicionales de la historiografía mexicana, en donde los siglos XVIII y XIX parecen unirse formando una franja compuesta de márgenes culturales, políticos y legales poco delimitados. Si algo tienen en común estas investigaciones es que no solo se ubican en marcos temporales similares, sino que además ponen atención en las políticas de los pueblos frente a un estado en formación que a lo largo del siglo XIX buscó declarar su autoridad por encima de cualquier otra, especialmente la de la iglesia católica. Al hacerlo, intentó cambiar las costumbres de los pueblos, sobre todo porque ahí era donde las prácticas del Antiguo Régimen se mantuvieron. Otra corriente historiográfica con la que dialoga la presente investigación es la concerniente a los estudios sobre la administración de justicia en los pueblos. Para el caso de México y América Latina se cuenta con importantes trabajos que, así como distinguen un estrecho vínculo entre las costumbres y el derecho, encuentran que prácticas como el robo de ganado implicaron, unas veces formas control y otras también de resistencia. Por ejemplo, Deborah Poole encontró que el abigeato en el campo andino fue organizado por algunos caciques o gamonales con la intención de controlar las economías locales y para que ningún productor o ganadero estuviera por encima de ellos.35 36 Desde la perspectiva que apunta a la identificación de ciertas prácticas como forma de resistencia, a manera de discursos ocultos como se sugiera a través de los estudios de James C. Scott, se cuenta con

35 Wright-Rios, Revolutions in Mexican catholicism. Reform and revelation in Oaxaca, 1887-1934. Durham: Duke University Press, 2009; Traffano, “Los indígenas en su tiempo. Iglesia, comunidad e individuo entre política y conciencia personal. Oaxaca, siglo XIX.”, en Yael Bitrán (coord.). México: historia y alteridad. Perspectivas multidisciplinarias sobre la cuestión indígena, México: Universidad Iberoamericana, 2001, pp. 99-130; Butler, Popular piety andpolitical identity in Mexico's Cristero rebellion: Michoacán, 1927-29. New York: Oxford University Press, 2004; Vanderwood, Del púlpito a la trinchera. El levantamiento religioso de Tomochic. México: Taurus, 2003; Falcón, “El Estado liberal ante las rebeliones populares. México, 1867­ 1876”, en Historia Méxicana, núm. 216, abril-junio 2005, pp. 973-1048; Rugeley, Of wonders and wise men. Religion and popular cultures in Southern Mexico, 1800-1876, Austin, University of Texas Press, 2001. 36 Poole, “Paisajes de poder en la cultura abigea del sur andino”, en Debate Agrario, núm. 3, julio-septiembre 2008, p. 13. 20 la investigación de Arturo Güémez al identificar cómo la población indígena de Yucatán además de haber apostado por la confrontación directa contra quienes los explotaban, hubo otros que no tuvieron más opción que aceptar aparentemente la dominación, al menos visto así hasta entonces por la historiografía local, ya que Güémez sostiene que esos indígenas emplearon estrategias de resistencia que las autoridades no vieron como tales, sino como una expresión más de la criminalidad de los sectores populares, como fue el caso del robo o matanza de ganados. Al respecto, también resulta imprescindible la investigación de Mauricio Rojas quien constató cómo la transformación de la idea de propiedad se fue estableciendo en el campo chileno a mediados del siglo XIX al criminalizar progresivamente una costumbre muy extendida entre los sectores populares: el aparaguayamiento. Acción que se traducía como el usufructo de ganados ajenos como una respuesta legítima, aunque ilegal, a la que se acudía frecuentemente para hacerse justicia, o bien, resarcir algún daño incluso cuando las instancias legales se habían agotado. Las circunstancias llegaron a ser tan diversas e indefinidas que ni las mismas élites y autoridades locales conocieron, o fingieron desconocer, el significado de dicha práctica. No 38 obstante, lo que se demostraba es que comenzaban a ser sancionadas por las leyes. Cabe señalar que tanto Güémez como Rojas no hicieron un aparente uso de las teorías de James Scott, lo cual haría explícitamente años después María Aparecida de S. Lopes, quien por medio del uso de fuentes judiciales del estado de Chihuahua, pudo indagar desde otra perspectiva sobre los procesos de legitimación de la propiedad privada, así como la forma en que se criminalizaron algunas de las costumbres de los sectores populares a iniciativa de los propietarios.37 3839 Desde el lado de los estudios sobre la explotación “ilegal” de tierras, la historiografía al respecto es un poco mayor. Me parece son muy significativos a lo menos dos trabajos, el primero es el que hace Edward P. Thompson en su estudio sobre los bosques ingleses de Windsor y Hampshire, en donde las leyes acotaron y persiguieron las costumbres tanto de campesinos como de propietarios rurales bajo un propósito utilitario e

37 Güémez Pineda, “Resitencia indígena en Yucatán: El caso del abigeato en el distrito de Mérida, 1821­ 1847,” Tesis de licenciatura en Historia, Universidad Autónoma de Yucatán, 1987. 38 Rojas, “Entre la legitimidad y la criminalidad: El caso del 'aparaguayamiento' en Concepción, 1800-1850”, en Historia, núm. 40, julio-diciembre 2007, pp. 419-444. 39 Lopes, De costumbre y leyes. Abigeato y derechos de propiedad en Chihuahua durante el porfiriato, México, El Colegio de México, 2005. 21 ideológico, en donde se legitimó el poder de una oligarquía para preservar su estatus. “De allí -continúa Thompson- que el dominio de la ley no sea sino otra máscara del dominio de clase” .40 En otro momento Rosa Congost aplica la teoría de las fechas mágicas con la intención de desenmascarar el origen de aquellas leyes que criminalizaban los cortes de leña y el pastoreo en el Ampurdán del siglo XVIII, medidas que fueron creadas a solicitud de los grandes propietarios que se sintieron afectados por tales prácticas.41 42De esta manera, en ambas investigaciones persiste un interés por desestatalizar la idea de propiedad y la ley misma. El caso de México no ha sido la excepción. Desde los inicios del periodo colonial los pueblos tuvieron acceso a áreas comunes para cubrir varias de sus necesidades, ya fuera para la agricultura, el aprovechamiento de aguas, o la recolección de frutos y maderas, actividades que se hicieron casi sin solicitar permiso alguno y sin el temor de ser perseguidos por las autoridades dado que estaban en los términos de sus pueblos; sin embargo, algunos propietarios obtuvieron mercedes para extender sus tierras afectando así aquellas extensiones de los pueblos. Este proceso no se detuvo durante el periodo colonial, y en el siglo XIX los conflictos por el acceso a esos espacios se mantuvieron entre hacendados y pueblos, a diferencia de que el gobierno federal intervino poco después para declarar la protección de los bienes nacionales ante la inmoderada explotación de montes y bosques. El caso de Tlaxcala ha sido particularmente de los más atendidos en la historiografía mexicana, en especial los montes de la Malintzin. En primer lugar, está la investigación de José Juan Juárez, quien identificó cómo se limitaron las prácticas de los pueblos que explotaban casi desde tiempo inmemorial los campos de la Malintzin, todo desde el momento en que el ayuntamiento buscó incrementar sus ingresos. Una vía fue precisamente el arrendamiento de tales montes. Casi de manera complementaria Jesús Barbosa Ramírez acude al estudio del mismo espacio, pero haciendo énfasis en los delitos forestales. El trabajo presenta a través de fuentes de la Suprema Corte de Justicia cómo a pesar de haber quedado acotados los espacios para talar los montes, durante el siglo XX los gobiernos posrevolucionarios se

40 Thompson, Los orígenes de la Ley Negra. Un episodio de la historia criminal inglesa, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007. 41 Congost, Tierras, leyes, historia. Estudios sobre "la gran obra de propiedad", Barcelona, Crítica, 2007. 42 García Martínez, “La ordenanza del marqués de Falces del 26 de mayo de 1567: una pequeña gran confusión documental e historiográfica”, en Anuario de Historia de América Latina, Vol. 39, pp. 185-186. 22 mantuvieron en la misma lógica al grado de imponer vedas de recuperación. Por más que las autoridades federales limitaron la explotación de tales reservas, los pueblos esquivaron las restricciones aun durante el periodo cardenista. Otro trabajo importante es el de Alejandro Tortolero, quien ha dado cuenta de los usos y restricciones que desde finales del siglo XVIII se extendieron sobre algunos montes del estado de México, lo cual llevó a recurrentes conflictos entre los pueblos de indios y las haciendas.43 44 También, de manera destacada, se pueden encontrar los trabajos de Christopher Boyer, quien ha estudiado a los bosques como aquellos espacios en donde convergieron múltiples actores e intereses no sólo de grandes propietarios y de pueblos, sino hasta de minas y compañías ferroviarias, con cuya intervención los bosques padecieron una agresiva intervención capitalista. Fue tal su presencia a inicios del siglo XX que los leñadores indígenas de la sierra Tarahumara prefirieron extraer madera de sus bosques comunes para venderla directamente a las compañías ferroviarias.45 En últimas fechas, los estudios sobre la historia del derecho y del delito han detallado el funcionamiento de las formas de justicia local. Desde una perspectiva rural los estudios sobre gobiernos municipales han despertado interés en el funcionamiento de la justicia, en el entendido de que una de las facultades de los alcaldes fue resolver delitos menores en su calidad de jueces legos. Desde la antropología jurídica Victoria Chenaut acudió al estudio de fuentes judiciales de Cuyutla, Veracruz, para incluir un análisis de género que le permitiera indagar con mayor profundidad sobre las causas de divorcio que localmente se promovían. Con una perspectiva semejante, María Nely Mendoza ha dado cuenta del ejercicio de los alcaldes de San Miguel Tequixtepec, Oaxaca, extendiendo su análisis a todos los asuntos que los alcaldes atendían; por ejemplo, en los delitos contra la propiedad dedica una parte de su investigación a los juicios verbales levantados contra

43 Juárez Flores, “Las finanzas municipales y la desamortización de los bienes corporativos en la ciudad de Tlaxcala: El caso de los montes de La Malintzin (1856-1870)”, en Tortolero (coord.), Agricultura y fiscalidad en la historia regional mexicana, México, UAM-Iztapalapa, 2007, pp. 123-145; Barbosa Ramírez, “Las marcas del bosque. La tala clandestina en Tlaxcala a través de los expedientes judiciales, 1930-1950”, Historia judicial mexicana. Casas de la Cultura Jurídica, t. I, México, SCJN, 2006, pp. 899-941. 44 Tortolero Villaseñor, Notarios y agricultores. Crecimiento y atraso en el campo mexicano, 1780-1920, México, Siglo XXI / UAM-I, 2008. 45 Boyer, “Bosque, revolución y comunidad indígena en la época revolucionaria (1910-1940)”, en León- Portilla y Mayer (coords.), Los indígenas en la Independencia y en la Revolución mexicana, México, INAH / UNAM-IIH / Fideicomiso Teixidor, 2010, pp. 551-573. 23 abigeos, logrando identificar que dicho delito implicó distintas prácticas locales muchas veces no contempladas en la ley. En lo general, la presente investigación intenta dialogar de manera cruzada con varias vertientes historiográficas que han tenido por interés común el campo, la justicia y las políticas de los pueblos. Conocer la administración de justicia desde la perspectiva del delito ha ofrecido información importante sobre el significado que encerraron ciertas prácticas cuyos actores se resistieron a verlas fuera de la ley. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la distancia que había entre robar y tomar libremente lo que se podía encontrar en los montes ya no era necesariamente amplia. No es estudiar la justicia para medir e identificar la incidencia de delitos, sino para ver a través de ella cómo distintos proyectos nacionales no correspondieron con las necesidades de las poblaciones locales.

Fuentes

La localización de fuentes fue clave para que la presente investigación tomara el curso que ahora presenta. Esta se fortaleció en buena medida por el uso de expedientes judiciales provenientes del Archivo Histórico del Supremo Tribunal de Justicia del estado de Jalisco, capaces de demostrar a contrapelo discursos y prácticas de la población frente a la marcha de las leyes que restringieron algunos de sus derechos tradicionales. En estas fuentes se destacan también los discursos que las autoridades locales expresaron al momento de levantar sus averiguaciones, que no escaparon de ser producto de profundos temores, prejuicios y rumores de una población que cada vez actuaba fuera de la ley. Se sobreentiende que las fuentes judiciales son miradas desde el control y el poder que en principio se dedicaron a perseguir y sancionar las acciones de los sujetos que ellas inscriben, y para lograrlo era preciso “manipular el vocabulario” que, sin una cuidadosa lectura, pudieran hacer creer al historiador que los sujetos que ellos refieren pertenecían realmente a un “bajo mundo criminal” o eran una “amenaza” al orden social.46 Esta misma advertencia la hizo Edward P. Thompson contra la corriente de la Criminal Justice History al momento en que ciertos historiadores optaron por reproducir, sin valoración social

46 Joseph, “On the trail of Latin American bandits: A reexamination of peasant resistance”, en Latin American Studies Association, núm. 3, 1990, p. 25. 24 alguna, las representaciones y calificativos de la sociedad que fue depositada dentro de una “subcultura criminal”; una práctica que en principio, y como lo llegó a hacer la justicia penal, deshumanizó los sujetos que componían esas denominadas “bandas” y

“subculturas” .47 48 Las fuentes municipales también fueron de gran utilidad. Por un lado, de Ahualulco se rescataron las Actas de Cabildo, vitales para conocer la administración municipal e identificar los actores sociales clave que promovieron algunas políticas internas (abastecimiento de agua, instalación de escuelas, saneamiento, etc.). Por otro lado, el Archivo Histórico del Municipio de Lagos de Moreno ofrece una importante veta documental vista no sólo a través de sus Actas de Cabildo, sino porque también conserva información relacionada con otras dependencias del ayuntamiento, como la tesorería (oficina que se encargaba, entre otros asuntos, de recabar las contribuciones por efecto de tenencia y venta de tierras baldías o del registro de fierros para ganado). También cuenta con el fondo del Poder Judicial, el cual contiene una considerable cantidad de expedientes provenientes de los juzgados municipales que a lo largo del siglo XIX permanecieron sujetos a Lagos de Moreno, cabecera en donde se hallaba instalado el único juzgado de primera instancia del Cantón. Otro acervo importante es el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara, sin el cual hubiera sido imposible rescatar las manifestaciones y políticas locales que, desde Ahualulco o Lagos, los pueblos hicieron para mantener sus prácticas religiosas a través de la negociación con sus autoridades tanto civiles como eclesiásticas, permitiendo identificar los márgenes a veces poco claros que la sociedad tenía hacia una u otra. Asimismo, el fondo de Parroquias ha hecho posible rescatar los conflictos a los que llegaron los feligreses con sus párrocos a través de la administración de los bienes de cofradías. Un caso mucho más notorio en Ahualulco. En el Archivo Histórico de Jalisco también se almacena parte importante de la memoria de los pueblos, y al menos su fondo de Indios, recupera la forma en que las poblaciones negociaron con el gobierno la sucesiva implementación de las reformas liberales, ya fuera para mantener derechos sobre algunas tierras, revertir la prohibición de la

47 Thompson, Los orígenes de la Ley Negra, pp. 209-211. 48 Dicho literalmente a causa de que se encuentran en instalaciones de la Casa de Cultura de Ahualulco sin ser inventariados y debidamente resguardados, y mucho menos sin un proceso de clasificación estandarizado. 25 instrucción eclesiástica y el culto público, o para advertir la inconsistencia y corrupción de las comisiones repartidoras, entre otros. También fueron consultados algunos de los fondos de la Biblioteca Nettie Lee Benson de la Universidad de Texas en Austin. Especialmente en su colección de Manuscritos, fue posible revisar la correspondencia particular de Ignacio L. Vallarta, quien de 1873 a1875 ocupó el gobierno de Jalisco para posteriormente ejercer como Ministro de Relaciones Exteriores y, una vez esto, como Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Tan solo la correspondencia relativa a su periodo frente al gobierno del estado de Jalisco ofrece valiosa información que permite conocer desde una perspectiva distinta la vida política y social de Jalisco durante esos años. En ella se demuestra la preocupación que Vallarta tuvo sobre la seguridad en los pueblos y caminos a través de comunicaciones directas con varios de sus subalternos, en lo particular, generales de división y jefes y directores políticos.

Conceptos

A lo largo de la investigación se utilizan algunos conceptos que de alguna manera facilitan la interpretación de procesos ya sea de tipo legal, cultural o político. El primero de ellos tiene relación con el concepto de “Estado”. Por un sentido comúnmente establecido, un “Estado” -con mayúscula- refiere a una forma de gobierno o un conjunto de poderes extendidos y homogéneos dentro de un territorio dado, pero en los últimos años desde la sociología y la antropología se ha reconocido que, para entender el funcionamiento de ese estado aparentemente autónomo y distante de los conflictos sociales, era necesario comenzar a plantear interrogantes históricas para desenmascarar su triunfal ocultamiento. No obstante, desde la historiografía reciente se han hecho importantes aportaciones que van en ese sentido, pues aunque indirectamente pareciera que los historiadores estudian al estado dado que trabajan con las fuentes que éste ha generado, pocas en realidad indagan sobre la manera en que constituye y legaliza su poder.49 El estado, sostiene Philip Abrams,

49 Aquí se hace referencia a algunas las investigaciones dedicadas al estudio de los poderes locales, ya sea a través de sus dispositivos de control o a través de los agentes encargados de administrarlos que históricamente no han sido sino integrantes mismos de la sociedad que gobiernan. Véanse por ejemplo: Buve, “Caciques, vecinos, autoridades y la privatización de los terrenos comunales: un hierro candente en el México de la 26 es un proyecto ideológico que legitima y tolera lo indefendible, desatando una dominación naturalizada o desinteresada. En el mismo sentido apuntaría Paolo Grossi al invitarnos a ver las leyes precisamente previo al momento en que quedaron históricamente estatalizadas, y justo cuando el legislador decidió darle al poder de clase el verdadero rostro del poder del estado.50 Ahora bien, para identificar ese estado en apariencia débil e intangible, la antropología ha propuesto que puede ser a través de sus márgenes, en vista de que ellos mantienen una relación consecuente con el mismo estado, como lo es la excepción a la regla. Asimismo, los márgenes a menudo representan un espacio cuya constante o característica es el desorden, justo donde el estado es incapaz de revertirlo. En los márgenes su manifestación es incompleta, ilegible y frustrada al no poder siquiera monopolizar la violencia o la justicia.51 De esta manera, se estima que el estado que existió durante el siglo XIX estaba justo en el proceso de legitimar y extender ese dominio, ya fuera a través de las leyes, la administración de justicia y sus representantes más locales. Hablamos de un “estado” en formación -y en minúsculas- porque su funcionamiento fue tambaleante y fragmentario durante buena parte del siglo XIX, siendo el porfiriato de los últimos años el que tal vez articuló un estado más fuerte mediante la estandarización de leyes (codificación y reglamentarismo) y sistemas de mercado, de seguridad, de salud, de instrucción y estadística. En vista de que algunos de los temas que se introducen en esta investigación han sido planteados y discutidos desde otras disciplinas de las ciencias sociales, he buscado aplicar algunos conceptos que creo sensibilizan la investigación principalmente en la manera en que son abordados los actores y las relaciones sociales que se entrevén en las fuentes. Por tanto, algunas de las herramientas de análisis que aplica la antropología son

República restaurada y profiriato”, pp. 25.41; Delgado Aguilar, “Orígenes e instalación del sistema de jefaturas políticas en México, 1786-1824”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, núm. 28, julio-diciembre 2004, pp. 5-29; Falcón, “Desamortización a ras del suelo. ¿El lado oculto del despojo? México en la segunda mitad del siglo XIX”, en Falcón, Historias desde los márgenes. Senderos hacia el pasado de la sociedad mexicana. México: El Colegio de México. 2011, pp. 99-124; así como los estudios recopilados en Salinas Sandoval, Birrichaga y Escobar Ohmstede (coords.). Poder y gobierno local en México 1808-1857. Zinacantepec: El Colegio Mexiquense, El Colegio de Michoacán, Universidad Autónoma del Estado de México, 2011. 50 Abrams, “Notas sobre la dificultad de estudiar el estado”. En Antropología del estado, México: Fondo de Cultura Económica, 2015, pp. 17-70; Grossi, Mitología jurídica de la modernidad. Madrid: Trotta, 2003. 51 Das y Poole, “State and Its Margins: Comparative Ethnographies”, en Das y Poole (eds.), Anthropology in the margins of the state, Santa Fe, School of American Research Press, 2004, pp. 3-33. 27 retomadas en esta investigación con las evidentes reservas o dificultades que pueden manifestarse al hacerlo en una investigación histórico-social, ya que mucha de la bibliografía dedicada al estudio del estado o la justicia local se ha concentrado en sociedades contemporáneas, o bien, en aquellas que son ajenas a la realidad mexicana. Considero que esta condición coloca a la presente investigación en un diálogo interdisciplinario que tampoco ambiciona con una historia antropológica del campo jalisciense, sino que se nutre en algunos momentos de la antropología jurídica, pues advierte la coexistencia de normas y prácticas (asumidas a veces como derechos) que se negociaron o consensuaron con la ley del estado que, para el caso de Jalisco, no dejó de ser plural sino hasta bien entrado el porfiriato. Dentro de este periodo, la legalidad del nuevo régimen se confrontó repetidas veces con la legitimidad o el mantenimiento de múltiples costumbres que van desde lo económico hasta lo judicial. Márgenes que debieran pensarse más desde la interlegalidad, otro de los conceptos útiles para esta investigación. La discusión y formación de este concepto ha visto sus orígenes desde la antropología jurídica, y para el caso de México los estudios históricos sobre la justicia hacen un poco más complejo este desarrollo. Por un lado, un punto de partida puede llevar precisamente a destacar las investigaciones que se han dedicado al derecho de transición (1821-1871) a través de Refugio González, Jaime del Arenal, Elisa Speckman y Beatriz Urías, entre otros. Desde el periodo colonial el terreno de la justicia ya concebía implícitamente un pluralismo jurídico debido a la especificidad de derechos atribuidos no sólo en razón de grupos sociales (españoles, indios y esclavos), sino además por competencias jurisdiccionales, dada con convivencia del derecho real con el derecho canónico, y de éstos con los derechos locales. Al ponerse en marcha la transición al derecho liberal del siglo XIX se instituyó una justicia que sólo reconoció dos jurisdicciones: la federal y la local (de los estados). Sin embargo, durante la mayor parte del siglo XIX las fuentes del derecho continuaron acudiendo cotidianamente al derecho hispano al no contar los jueces con una codificación nacional que cubriera las necesidades judiciales vistas desde lo local; esto por más que se hayan formulado colecciones de leyes nacionales y locales que, no obstante, resolvieron o legislaron sobre ciertos aspectos de 52

52 Speckman, “Justicia, revolución y proceso. Instituciones judiciales en el Distrito Federal (1810-1929)”, en Mayer (coord.), México en tres momentos. Hacia la conmemoración del bicentenario de la Independencia y del centenario de la Revolución Mexicana. Retos y Perspectivas, México, 2007, UNAM-IIH, pp. 190-193. 28 manera casuista. 53 Esta circunstancia ya nos deja una advertencia clara de que el pluralismo jurídico en el siglo XIX no podía descartar la coexistencia de derechos que le permitió -u orilló- a los jueces resolver conflictos locales. Por otro lado, dentro de los primeros estudios de la antropología jurídica anglosajona se establecieron dos paradigmas por los que comúnmente se interpretó la justicia en sociedades no occidentales, siendo México un caso de particular interés. El primer paradigma fue el normativo, el cual, me atrevería a decir, puede quedar ligado con la manera en que generalmente la historiografía mexicana dedicada al estudio del derecho ha comprendido el tema del pluralismo jurídico: como la coexistencia de distintos niveles jurídicos que se articularon de manera jerarquizada. Es decir, el paradigma normativo, si bien advirtió la subsistencia y complementariedad de distintos niveles jurídicos, lo hacía desde una perspectiva institucional, por ejemplo, a través de la administración de justicia (los jueces) en sus niveles federal, estatal, municipal o local. De acuerdo con John

Comaroff y Simon Roberts, este paradigma confió primordialmente en su base legal.53 54 El siguiente paradigma que puso en crisis la visión normativa fue el procesuali el cual si bien consideró los grados normativos puso mayor atención en el impacto que ejercieron sus resoluciones en el contexto específico en que fueron aplicados, en los procesos y relaciones sociales. Una de las investigadoras representantes de esta perspectiva fue Laura Nader, precursora de la antropología jurídica en México bajo sus estudios en comunidades zapotecas en la década de los años sesenta del siglo XX. Sus resultados dieron pie a pensar la justicia local no sólo desde el lado de sus autoridades, sino desde la manera en que la sociedad respondió a los procedimientos reclamando derechos no escritos o manipulando la ley para dirimir conflictos domésticos. De esta manera, el paradigma procesual centró su atención en los actores sociales quienes accedieron a las normas con apego a su cultura, a sus valores, intereses y estrategias. Esta perspectiva justo se sitúa como uno de los antecedentes que dieron origen a la interlegalidad, que antepone una nueva crítica al derecho del estado y a la manera en que fue abordado el pluralismo jurídico. Con el auxilio de variables histórico-políticas

53 Urías, “De la justicia a la ley: Individuo y criminalidad en México independiente, 1821-1871”, Revista de Investigación Jurídica, núm. 21, 1997, p. 631. 54 Visto en Chenaut y Sierra, “Los debates recientes y actuales en la antropología jurídica: Las corrientes anglosajonas”, en Krotz (ed.), Antropología jurídica: Perspectivas socioculturales en el estudio de derecho, México, UAM / Anthropos, 2002, p. 121. 29 (género, poder, etnicidad, cambio social), la interlegalidad supone insuficiente la coexistencia y superposición de los niveles jurídicos, sino que juntos que construyen mutuamente. Lo que se propone, entonces es estudiar: “cómo el derecho estatal penetra y reconstruye los órdenes sociales por medios simbólicos y coercitivos, cómo se genera la resistencia hacia ellos, pero también cómo el derecho estatal es a su vez modificado” .55 Esta afirmación de Victoria Chenaut y Teresa Sierra nos permite imaginar las circunstancias que implicaban los usos del derecho y sus niveles no sólo desde el presente, sino incluso pensarlos desde el pasado a través de las evidencias judiciales. Alejandro Agüero, por ejemplo, ha observado para el caso argentino cómo la transición judicial de inicios del siglo XIX mantuvo vigentes sistemas probatorios del derecho hispano que empoderó a las comunidades y ciertos actores al momento de ir contra adversarios o potenciales ladrones a través de conceptos como el de la “fama pública”, lo cual era suficiente para iniciar un juicio.56 Desafortunadamente el estudio de Agüero no va más allá del periodo transicional donde posiblemente estos dispositivos de control accesibles a la comunidad fueron desapareciendo. Para redondear este ejemplo, en México el proceso codificador dio fin a este tipo de valoraciones probatorias que, particularmente desde el discurso de la defensoría de pobres de Jalisco, debían desparecer dada la asequible e injusta manera en que se podía atentar contra la integridad de una persona por desavenencias personales, o bien, porque la realidad económica y social impedía la ocupación constante de la población rural, una condición que podía disolver cualquier señalamiento infame. De acuerdo con las recientes reflexiones hechas en torno a la administración judicial que actualmente se aplica en algunos pueblos indígenas de México, se reconoce que aún persiste una estructura interlegal, cuya dimensión más local, la comunidad, continúa operando a través del prestigio y la jerarquía de acuerdo al sistema de cargos. Pero la interlegalidad no sólo implica la existencia de estos niveles locales de justicia (en donde se dirimen comúnmente asuntos relacionados con los indígenas), sino su misma interacción con los niveles superiores, como la justicia municipal o de distrito. Lo complejo de este espacio de transferencia es que precisamente entran en juego prácticas judiciales motivadas por la costumbre en escenarios en donde la profesionalización es la regla mientras la

55 Chenaut y Sierra, “Los debates recientes y actuales en la antropología jurídica”, p. 157. 56 Agüero, Castigar y perdonar cuando conviene a la República. La justicia penal de Córdoba del Tucumán, siglos XVIIy XVIII, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008, p. 349. 30 justicia se aleja más de la comunidad. Sin embargo, la clave está en detenerse en la justicia que se imparte desde el municipio, por ser precisamente el punto intermedio en donde se combinan la justicia de la comunidad y la justicia del estado, y en donde los valores de éste tratan de imponerse. Al conjugar las experiencias en los medios de las justicias local y regional, María Teresa Sierra considera que por lo general se combinan las siguientes condiciones: “una hegemonía debilitada del estado acompañada de una falta de estado de derecho y sumado a un sistema normativo indígena fragilizado es un campo fértil para la proliferación de prácticas de justicia extralegales y de violencia” .57 58La anterior cita parece que refleja perfectamente algunas de las circunstancias que se suelen encontrar durante el siglo XIX: un estado en inacabado proceso de construcción que al buscar cimentar un nuevo cúmulo de exigencias por medio de la propiedad, el mercado y el individualismo, fracturó derechos que los pueblos ejercieron por costumbre. Otro par de conceptos que están presentes a lo largo de esta investigación son los de paternalismo y economía moral. De acuerdo con Eugene Genovese, en el contexto de las plantaciones algodoneras del sur de Estado Unidos se estableció una identificación de los esclavos con sus señores a través de una dependencia que les permitió conservar, en algunos casos, sus unidades familiares y que incluso llegó a protegerlos del mal trato que pudieron haber recibido de sus capataces. Fue una forma de identificación que bien puede aplicarse para el contexto del México rural, en donde la hacienda fue escenario de similares relaciones sociales caracterizadas por la dependencia y la lealtad. A través de los procesos criminales que comúnmente se originaron en los pueblos, se pueden encontrar a lo menos dos contextos o circunstancias en las que se manifestaron estas relaciones de interdependencia: una vista a través de jornaleros que, al verse sorprendidos por la justicia, lograron obtener su libertad gracias al testimonio de sus patrones que daban fe de su honradez y dedicación al trabajo; o bien, por la manera en que hacendados y pequeños propietarios defendieron o atendieron los intereses de sus trabajadores, quienes buscaron a través de ellos la libertad ya fuera por su conducto e influencia con las autoridades locales.

57 Sierra, “Hacia una interpretación comprensiva de la relación entre justicia, derecho y género: los procesos interlegales en regiones indígenas”, en Sierra (ed.), Haciendo justicia. Interlegalidad, derecho y género en regiones indígenas, México, CIESAS / Miguel Ángel Porrúa / Cámara de Diputados LIX Legislatura, 2004, p. 26. 58 Genovese, RollJordan roll: The world the slaves made, New York, Pantheon, 1974. 31 Siguiendo a James Scott, el paternalismo pudiera ser interpretado dentro de las sociedades agrarias como un mecanismo que impidió el ejercicio de una política formal de los subalternos, puesto que una de las formas en que ejercieron la infrapolítica se circunscribió a la relación que mantuvieron con sus señores y patrones, ante quienes elevaron sus peticiones basadas en la subsistencia y la justicia; 59 o bien, a quienes solicitaban no alterar los marcos de su economía moral. De acuerdo con el precursor de este concepto, Edward P. Thompson, la economía moral es identificada como un conjunto de normas y obligaciones establecidas entre las élites y los pobres, relaciones de tipo consensuadas en función de la economía de subsistencia de estos últimos. Una premisa que, para el caso inglés, puede remitirse a la creación de las leyes de pobres de comienzos del siglo XVII, las cuales les otorgaban un proteccionismo que impidió que cayeran en el desamparo, obligando “moralmente” a las élites a mantener tales normas.60 Sin embargo, se habla de un rompimiento de esa economía moral cuando la relación y la responsabilidad que tuvieron unos sobre otros se interrumpe, provocando con ello el desamparo de los pobres. Para el caso mexicano es posible encontrar este tipo de relaciones, por ejemplo, durante el periodo colonial, cuando los indios quedaron bajo el “proteccionismo” de leyes privativas; o bien, durante los siglos XIX y XX, cuando estas mismas leyes fueron referidas por los pueblos indígenas en contra de los nuevos proyectos liberales que buscaban el fraccionamiento individual de sus propiedades. Otro concepto que no pretendo sea pasado por alto a lo largo de la tesis es el de identidad. He dado importancia a los trabajos de algunos antropólogos que estudian a las identidades locales a través del cambio social, dado que no se inmoviliza su identificación bajo el curso histórico. Considero que para el caso de Lagos de Moreno, como centro y punto importante de los Altos de Jalisco, se ha abundado en concebir una identidad ranchera sin notables variaciones entre el periodo colonial y la posrevolución, en particular, con la Cristiada,61 evento del que tal vez emerge -o con la que se fortalece- tal identidad. Sin embargo, poco se sabe sobre esa identidad durante el siglo XIX, en particular durante el

59 Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, México, Era, 2000. 60 Thompson, “La economía ‘moral’ de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII”, en Thompson, Costumbres en común, Barcelona, Crítica, 1995. 61 Alarcón, et. al. “Las debilidades del poder. Oligarquías y opciones políticas en los Altos de Jalisco”, en Alonso y García de Quevedo (coords.), Política y región, p. 130. Y muy recientemente: López Beltrán, Entre aromas de incienso y pólvora: Los Altos de Jalisco, 1917-1940, México, UIA / UACJ / El Colegio de Chihuahua, 2013, pp. 54-61. 32 proceso de desamortización y bajo la aplicación de las ulteriores reformas liberales. O bien, sobre la existencia o emergencia de otras que forzosamente han formado parte del mismo espacio y se relacionaron socialmente con aquéllos. Eduardo Zárate ha defendido que dentro del cambio social, así como algunas categorías culturales (identidades) pueden mantener su posición en sus relaciones sociales, también suele ser la causa y el momento para que otras categorías culturales emerjan. 62 Pongo por ejemplo aquí nuevamente la desamortización de mediados del siglo XIX, cuyo propósito precisamente fue generar una clase media rural a través de pequeños propietarios que antes a lo más podían arrendar las tierras que labraban. En Lagos, la venta de ejidos a cargo del propio ayuntamiento facilitó la adquisición de tierras a labradores que antes no las tenían, conformando en poco tiempo una nueva categoría cultural por la manera de cuidar su patrimonio y de relacionarse con otros sectores medios. Por contrario, en Ahualulco ese mismo proceso debió beneficiar a los indígenas, sin embargo muchos de ellos vendieron sus tierras ya no a pequeños labradores, sino a terratenientes industriales que expandieron sus propiedades aceleradamente. De esta manera, a lo largo de la investigación tendrá especial importancia el papel de algunos sectores medios que, o bien ya existían desde tiempo atrás, o se conformaron en el periodo de estudio. En el primero caso se puede identificar a los sirvientes y vaqueros, cuyas identidades sería difícil entender sin la relación de dependencia que mantenían con sus patrones. Los vaqueros, por ejemplo, solían estar desde una posición todavía más privilegiada, generalmente eran excelentes jinetes, sabían cuidar de los animales, ya fuera de alguna enfermedad o de quien amenazara con robarlos. De la misma manera ejercieron un don de mando a nombre de sus mismos patrones. Otros estudios han demostrado que también gozaban de una estabilidad laboral, pues apenas si estaban por debajo de los administradores, lo cual tampoco descarta que buscaran sacar provecho del poder que podían ejercer dentro de los márgenes y la población que vigilaban.63

62 Zárate Hernández, Procesos de identidad y globalización económica. El Llano Grande en el Sur de Jalisco, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1997, p. 17. 63 Ausdal, “Labores ganaderas en el caribe colombiano, 1850-1950”, en Acuña y Solano (eds.), Historia social del caribe colombiano. Territorios, indígenas, trabajadores, cultura, memoria e historia, Medellín, La Carreta Editores / Universidad de Cartagena, 2011, pp. 153-156; Slatta, Comparing Cowboys and Frontiers, Norman, University of Oklahoma Press, 1997, p. 80. 33 Entre las identidades del segundo grupo se pueden identificar algunos sectores medios del Jalisco decimonónico que en su acceso a la justicia y la administración, encontraron una forma de hacer notar su poder en el medio que vivían y administraban. Asimismo, y en tanto se modernizó la justicia local a través de autoridades legas, se fue vinculando la sociedad a nuevas formas de administrar la justicia y el gobierno, a una burocracia. De esta manera, el cambio social de la segunda mitad del siglo XIX bien pudo generar nuevas o distintas categorías culturales que aún no se han puesto en el imaginario social. Tal vez sea por razón de fuentes, y en nuestro caso, las implicaciones sociales patentes en las fuentes judiciales son afortunadamente amplias.

Organización de los capítulos

La tesis se divide en seis capítulos. El primero, “Sociedad rural: de Nueva Galicia a Jalisco”, es un abordaje que describe, en primer lugar, la conformación geopolítica del estado de Jalisco y de los sucesivos asentamientos de las regiones de estudio: Lagos y Ahualulco. Posteriormente se hace mención tanto del entorno natural al que tuvo acceso la población desde los primeros años del siglo XIX, como de las caracterizaciones sociales comunes en dicho entorno; por un lado, las sociedades indígenas y, por el otro, las sociedades rancheras. Esto con el propósito de reconocer su heterogeneidad y el componente político, económico y cultural de ambas sociedades durante el siglo XIX, aspecto hasta ahora no considerado por la historiografía jalisciense. El segundo capítulo, “Usos y prácticas campiranas en los márgenes del estado”, es un intento por mostrar el tipo de relaciones y prácticas de los sectores populares sin una presencia clara del estado, cuyos marcos de control no estaban suficientemente articulados ni extendidos. En todo caso, la seguridad y el gobierno se garantizaron desde los pueblos y ayuntamientos, en donde no sólo se mantuvieron marcos legales de Antiguo Régimen, sino además prácticas religiosas y costumbres, tales como la participación activa de los munícipes en las festividades del calendario litúrgico, o el uso libre de montes y bestias. Asimismo, busca demostrar que los márgenes jurídicos entre uno y otro régimen fueron más allá del corte político que provocó la Independencia, lo cual llevó a un pluralismo jurídico no homogeneizado sino hasta el último tercio del siglo XIX. No obstante, en medio

34 de estos márgenes donde quedó implícita una transición jurídica, los gobiernos locales se dieron a la tarea de implementar sus propias formas de control social que quedó en manos de las autoridades locales y sus vecinos, a través de jurados y guardias especiales de seguridad. El capítulo también intenta reconocer las rupturas que se presentaron en una de las estructuras más sensibles de la sociedad: su religiosidad. Se intenta mostrar las acciones locales frente a las dos oleadas de reformas liberales que buscaron desprender la influencia de la Iglesia dentro de la conciencia popular. En el tercer capítulo, “Idea y derechos sobre la propiedad en el paisaje jalisciense”, no sólo se hace una recapitulación sobre la individualización de la propiedad en Jalisco desde los primeros años del siglo XIX, sino que además es un intento por demostrar cómo ese proyecto liberal durante el proceso de codificación terminó por instituir la desamortización en el texto legal. El juez al final tuvo la obligación de aplicar estas reformas sin arbitrio alguno y con auxilio tanto de un código civil como de un código penal. Había que garantizar, por un lado, la transmisión de la propiedad individual con todas las especificidades vinculadas al entorno rural, y por el otro, había que defenderla de las antiguas prácticas que no hacía sino contravenir el proyecto liberal. Con un nuevo lenguaje legal fue preciso que más jueces letrados, instruidos en Derecho, se instalaran en los pueblos. El cuarto capítulo, “Organización política y jurisdiccional”, detalla la estructura y funcionamiento de la administración del gobierno y la justicia a nivel local. Asimismo, intenta demostrar que la justicia desde los pueblos quedó en manos de autoridades que muchas veces excedieron los márgenes de su jurisdicción ante la persecución de ciertos delitos, un proceso que dejó entrever que ciertas prácticas que atentaron contra la propiedad fueron progresivamente tipificadas hasta ser del poco o nulo conocimiento de autoridades legas. En ese momento entraron en juego dispositivos y actores claves sin los cuales no se comprenderían del todo las fases del procedimiento en donde personas ajenas a los juzgados tenían la posibilidad de calificar y expresar su opinión. Me refiero en específico a los jurados de calificación y a los defensores de pobres. Por lo cual, como una segunda parte del capítulo, el gobierno declaró su interés por modernizar la administración judicial la cual debía quedar cada vez más en manos de abogados y hombres formados en Derecho,

35 eliminando los jurados y obligando a los defensores a lo menos conocer un poco de derecho. Los últimos dos capítulos intentan mostrar las respuestas que, desde las dos regiones de estudio, se hicieron frente a los cambios instaurados por las reformas liberales, ya fuera en materia de justicia, gobierno y religión. En el quinto capítulo, “Lagos de Moreno: otras prácticas, otras identidades”, se destaca la actividad de actores sociales poco atendido dentro de la historiografía local, tales como autoridades medias, pequeños propietarios y dependientes de la economía ranchera: sirvientes, vaqueros y administradores. También se detalla cómo la justicia local fue procurada comúnmente por personas a quienes interesaba más cuidar sus propiedades y perseguir toda aquella práctica que las amenazara. El capítulo recupera el curso de algunas de las relaciones sociales extendidas entre algunas familias ganaderas de la región con la intención, por un lado, de cuestionar el papel y la identidad de la sociedad ranchera de Lagos y, por el otro, de ver cómo estos sectores se vincularon estrechamente con la justicia, el gobierno y la Iglesia locales. Se reconocen principalmente dos familias: los Sanromán y los Serrano, como a las que tocó durante el siglo XIX negociar y perseguir a las poblaciones o sujetos que vieron en el margen de sus propiedades los espacios de una subsistencia todavía legítima. El capítulo también destaca algunas de las manifestaciones de resistencia de sirvientes y jornaleros que comenzaron a ser vigilados por una nueva generación de pequeños propietarios a quienes preocupaba mantener el buen estado de sus bienes, siendo a la vez diligentes con la justicia y el gobierno. El sexto y último capítulo, “Ahualulco de Mercado: propiedad, devoción y justicia”, va un poco en el mismo sentido al retomar una tensión entre indígenas y propietarios que tuvo sus orígenes a comienzos del siglo XIX cuando entraron en disputa las tierras de la cofradía de indios del pueblo de Ahualulco. Una de las familias más interesadas en obtener esos recursos fue la de los Camarena. No obstante, el conflicto se vio interrumpido por un acontecimiento caracterizado por la violencia, la religiosidad y la justicia, que impidió momentáneamente la introducción del protestantismo en un espacio que aparentó ofrecer las garantías para que este proyecto funcionara. Las tensiones agrarias y políticas venidas desde tiempo atrás al parecer fueron disueltas o pospuestas para hacerle frente a una preocupación común: la defensa de sus párrocos y del culto católico.

36 Ambos capítulos guardan una estrecha relación al mostrar la respuesta de las élites y los sectores populares a las reformas liberales y a la modernización de la justicia. Ya fuera desde sus formas de subsistencia e idea de la propiedad, o desde su participación en la justicia o en las relaciones con sus autoridades civiles y eclesiásticas. Evidentemente Lagos y Ahualulco no transitaron al mismo ritmo ni respondieron de similar manera a los embates liberales; sin embargo, iniciaron su trayecto en la era liberal con los mismos marcos legales para llevar adelante la jefatura de un cantón. Varias condiciones debieron presentarse para que ambas localidades no siguieran el mismo rumbo. La especialización económica, la composición étnica y social, y la influencia de la Iglesia dentro de las conciencias y las instituciones, bien pudieran explicar esos desfases, y en ambos casos poco coincidentes con el curso que idealizó el proyecto liberal.

37 38 I. Sociedad rural: de la Intendencia de Guadalajara al estado de Jalisco

Introducción El presente capítulo establece algunas nociones formales del espacio por el que la investigación se desarrolla, y con ello identificar la base geopolítica e institucional en que las regiones de estudio trascienden y se definen entre el final del periodo colonial y la imaginación territorial y política de la época independiente. Como ya se ha mencionado, el territorio que conformó el estado de Jalisco a lo largo del siglo XIX fue un reordenamiento político-administrativo de lo que anteriormente fue la Intendencia de Guadalajara en su conformación temporal, y la Diócesis en sus aspectos temporales. Esto de entrada supone la relevancia que mantuvo la ciudad de Guadalajara como el lugar donde se establecieron las instituciones tanto de gobierno como de justicia, y alrededor de la cual las regiones debieron articularse económica y administrativamente. Plantear estos antecedentes acude también a la necesidad de mostrar el espectro social que debió integrarse a esas transformaciones a través de grupos sociales que la historiografía local no se ha detenido a comprender detenidamente, debido en parte a que los intereses de los primeros estudios sobre esta región se empeñaron en conocer y tener mayor certidumbre de las estructuras institucionales del poder. Por esta razón, si la investigación se concentra en un estudio histórico social que corre formalmente desde 1873, es de imperiosa necesidad saber cómo es que la sociedad de esta etapa posterior llegó a constituirse. También es importante a su vez saber qué tan diferenciada estaba, en términos étnicos, su población durante las últimas décadas del siglo XIX; o bien, qué nuevos elementos se introducen (culturales, políticos, económicos) dentro de los grupos sociales ya establecidos. He optado por remarcar estos antecedentes sociales a través de dos grupos o sociedades (rancheras e indígenas) que la historiografía misma me ha permitido diferenciar; sin embargo, abordarlos supone lo complejas que pueden ser cada una de ellas en la medida de los desarrollos regionales que aquí se estudian. No trataré en este capítulo de reelaborar una historia de la población del estado de Jalisco, sino con base en ese esquema dual y sumamente amplio, introducir algunas variables sociales que permitan

39 fragmentar esas sociedades y por principio conocer a la sociedad del último tercio del siglo XIX.

I.I Paisaje y poblamiento en torno a Guadalajara

La reciente historiografía sobre el México rural ha declarado una tendencia, a la vez que una recomendación, por extender los marcos temporales dentro de los estudios locales. Para muchos especialistas de las reformas agrarias de principios del siglo XX ya no es siquiera suficiente trasladar preguntas hacia el porfiriato inmediato para entender las causas de las crisis sociales, políticas y económicas que dieron como resultado a la Revolución.1 2En su lugar, han resuelto ir todavía más lejos hasta llegar incluso a las primeras décadas del siglo XIX para dar con las primeras reformas que de manera local se presentaron sobre la propiedad, como fueron las individualizaciones de tierras que desde fines del periodo colonial persiguieron los ayuntamientos; asimismo, para reconocer el desarrollo de otras entidades territoriales tales como los pueblos de indios, los latifundios, las haciendas, los ranchos, los ejidos, etc. Estas distribuciones territoriales fueron reconocidas en su mayoría desde el periodo colonial y quienes las aprovechaban buscaron la manera de preservar su uso frente a la individualización y restricción de dichos bienes. Visto desde lo local, esta perspectiva microhistórica y de larga duración no sólo ha permitido reconocer las familias y autoridades que se mantuvieron o desaparecieron del escenario económico, político y social, sino además identificar el tipo de relaciones que mantuvieron con otros pueblos y vecinos; de las tensiones desatadas y hasta de sus negociaciones y solidaridades; de su interés común por la tierra; al final, de su postura frente a un estado en formación que buscó imponer más control sobre los gobiernos y las justicias locales a través de autoridades ajenas e intermedias. Esta sugerencia me parece resultará muy útil para poder identificar procesos similares dentro de las poblaciones del campo jalisciense. Asimismo, servirá para entender

1 Roseberry, “‘Para calmar los ánimos de los vecinos de este lugar’: Comunidad y conflicto en el Pátzcuaro del porfiriato”, en Relaciones, núm. 100, otoño 2004, pp. 109-135. 2 Escobar Ohmstede y Butler, “Introduction. Transitions and closurers in Nineteenth -and Twentieth- Century Mexican Agrarian History”, en Escobar Ohmstede y Butler (coords.), México y sus transiciones: Reconsideraciones sobre la historia agraria mexicana, siglos XIX y XX, México, CIESAS, 2013, pp. 33-36.

40 cómo se transformaron algunas figuras encargadas de administrar el gobierno y la justicia a lo largo del siglo XIX, tales como los jefes y directores políticos, los alcaldes y jueces (legos y letrados), los comisarios, las guardias de seguridad o policías rurales. De igual manera, y en paralelo a esta red de autoridades medias, fungieron los defensores de indios y de pobres quienes se destacaron la mayoría de las veces por su comprometida intermediación. Su experiencia dentro de la justicia jalisciense del siglo XIX fue similar a la de las autoridades locales, pues desde los pueblos los defensores a veces fueron los mismos tutores o padres de los detenidos, o bien (lo cual no ha quedado todavía muy claro), hombres que por su escaso conocimiento en las leyes participaron recurrentemente en los juzgados de sus pueblos. Al respecto hay que advertir que sólo en las salas de lo criminal del Supremo Tribunal de Justicia con sede en Guadalajara los defensores debieron tener una formación en Derecho. Cada uno de estos actores implicados en la justicia tuvo una correspondencia directa con las autoridades del régimen colonial y omitir tal antecedente sería caracterizar al siglo XIX como un parteaguas político e ideológico que sólo fue posible con la formación del estado mexicano. Más bien, habría que advertir que, en esencia, estos actores mantuvieron su prestigio y posiciones de poder que muy pocas veces abandonaron. Por igual, los conflictos por el acceso o el uso de recursos y bienes comunes poseían una raíz colonial, condiciones que un cambio de régimen difícilmente borró; antes bien, algunas de esas relaciones continuaron, unas veces de manera armoniosa y otras con profundas tensiones. También es importante considerar que la mayoría de las cofradías cuyos bienes fueron tocados por las leyes y repartimientos del siglo XIX, se fundaron durante el periodo colonial, cuando parecía que sus funciones eran por fuerza piadosas y el valor de sus tierras 3 aún no caía en las especulaciones del liberalismo decimonónico. También se advierte que el liberalismo del XIX a veces no hizo sino refrendar un estado de cosas que se vivían en el campo; por ejemplo, al continuar con la venta y arrendamiento de tierras que retomaron rápidamente los ayuntamientos y que dieron pie a una primera era desamortizadora que agitó socialmente algunos pueblos. En respuesta, algunas comunidades se resistieron mediante el mantenimiento de usos y prácticas de subsistencia; y otras, lo hicieron a través de la negociación y el diálogo con el estado, lo 3

3 Young, La ciudad y el campo, pp. 58-70.

41 cual no hubieran podido lograr sin intermediarios locales, que iban desde un escribano hasta la autoridad política más inmediata. A finales del siglo XVIII las provincias de Zacatecas, Guadalajara y Aguascalientes, eran gobernadas, temporal y espiritualmente, por la Audiencia de Guadalajara y la diócesis del mismo nombre, respectivamente. Sus poblaciones compartieron amplias cañadas, montes, ríos, minerales y barrancos, y se movieron y abastecieron de lo que contenían esos paisajes, explotaban sus bosques y aguas, agostaban sus ganados en extensiones que no estaban claramente delimitadas y los transportaban por cañadas que incluso comunicaban con el centro de la Nueva España. Desde el siglo XVII fue factible el uso de carretas en los alrededores de Santa María de los Lagos dado que sus tierras eran muy llanas, facilitando a su vez el traslado de ganados en tres direcciones: hacia Guadalajara, el Bajío y Zacatecas.4 Comúnmente la gente se empleaba fuera de su lugar de origen, ya fuera para instalarse cerca de Guadalajara o de la ruta que conectaba con el Bajío, justo en dirección hacia los minerales importantes y hacia la capital de la Nueva España. La ciudad de León, por ejemplo, fue uno de los puntos más atractivos por sus abundantes y fértiles tierras, tanto que llamó la atención de varios forasteros provenientes de varios distritos de la región, como Guanajuato, Silao y Santa María de los Lagos.5 Una de las economías más estables de esta región fue la ganadería que se extraía tanto de Aguascalientes como de Santa María de los Lagos y que abastecía importantes ferias y certámenes ganaderos de provincias del centro de la Nueva España, como México y Puebla. Incluso, a finales del siglo XVIII Guadalajara participaba en este abastecimiento a través de las cabezas de ganado que provenían de Tepic y del sur de la Intendencia. En lo general, el ganado que se extraía de la Nueva Galicia llegó a ser redistribuido desde la ciudad de México hasta las provincias de Antequera y Veracruz.6 Un flujo comercial que no hubiese sido posible sin la existencia desde el siglo XVI de cañadas y caminos reales que conectaban ambos reinos a través del Bajío. Incluso, la presencia de los ganaderos de

4 Calvo, Por los caminos de Nueva Galicia: Transportes y transportistas en el siglo XVII, México, Universidad de Guadalajara, CEMCA, 1997, pp. 22-32; García Martínez, “El patrimonio cultural de las cañadas reales en México”, en Sigaut (ed.), Espacios y patrimonios, Murcia, Universidad de Murcia, 2009, pp. 29-39. 5 Brading, Haciendas y ranchos del Bajío. León 1700-1860, México, Grijalbo, 1988, pp. 94-99. 6 Serrera, Guadalajara ganadera. Estudio regional novohispano (1760-1805), Guadalajara, Ayuntamiento de Guadalajara, 1991, pp. 97-105.

42 Santa María de los Lagos fue tan significativa que proporcionaron ganado a los 7 chichimecas pacificados. Como sucedió por casi todo el virreinato, la Real Ordenanza de Intendentes de 1786 reorganizó el territorio de la Nueva Galicia ahora también de manera fiscal y administrativa. Fue de esa manera que bajo la Audiencia de Guadalajara se mantuvo no sólo un gobierno diocesano y judicial-administrativo, sino además las intendencias de San

Luis Potosí, Zacatecas y Guadalajara. 7 8 Esta última poco después dio forma a lo que comprendió desde el siglo XIX el estado de Jalisco. De acuerdo con la Descripción y censo general de José Menéndez Valdés, levantada entre 1791 y 1793, la Intendencia de Guadalajara estaba dividida en veintiséis subdelegaciones o jurisdicciones.9 Posteriormente, y casi al fin del periodo colonial, la Intendencia sufrió algunas modificaciones aunque se mantuvo con el mismo número de subdelegaciones, debido especialmente a la incorporación tanto de Colotlán y de Colima, como a la pérdida de Aguascalientes y Juchipila, que después formaron parte de la

Intendencia de Zacatecas.10 Pese a ello, el centro administrativo de la Nueva Galicia continuó gravitando alrededor de Guadalajara. Durante los primeros años del siglo XIX algunas poblaciones no llegaron a tener certidumbre de la estructura de sus autoridades, y parecía que los límites más tangibles eran los establecidos por las jurisdicciones diocesanas, ya que en lo “espiritual” las intendencias de Zacatecas y San Luis Potosí11 12se mantuvieron vinculadas a la diócesis de Guadalajara, especialmente por el funcionamiento casi ininterrumpido de la recaudación del diezmo. Sin embargo, se puede suponer que para la población de esos territorios no había límites territoriales y políticos tangibles, pues las

7 Chevalier, La formación de los latifundios en México. Tierra y sociedad en los siglos XVI y XVII, México, Fondo de Cultura Económica, 1982 (1956), p. 141. 8 O’Gorman, Historia de las divisiones territoriales de México, México, Porrúa, 2007 (1937), pp. 5-25; Ibarra, La organización regional del mercado interno novohispano: la economía colonial de Guadalajara 1770-1804, Puebla, BUAP / UNAM, 2000, pp. 50-53. 9 Acaponeta, Sentispac. Tepic, Santa María del Oro, San Sebastián, Ahuacatlán, Guachinango, Tomatlán, Sayula, Zapotlán, Amula y Autlán, Juchipila, Aguascalientes, Santa María de los Lagos, Guadalajara, San Cristóbal, Hostotipaquillo, Tequila, Etzatlán, Tala, Tlajomulco, Tonalá, La Barca, Tepatitlán y Cuquío. Véase Ibarra, La organización regional, p. 52. 10 Muriá, Historia de las divisiones territoriales de Jalisco, Guadalajara, INAH-Centro Regional de Occidente, 1976, p. 56. 11 No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando San Luis Potosí (1854) y Zacatecas (1863) establecieron sus propias diócesis. 12 Ibarra, La organización regional, p. 28.

43 rutas comerciales, al igual que las jurisdicciones diocesanas, eran más amplias y transversales. Las poblaciones de las que trata la presente investigación tuvieron patrones de asentamiento distintos y contrastantes entre sí. Aunque Ahualulco y Santa María de los Lagos presentaron similitudes de tipo jerárquico al ser cabeceras de cantón o de haber tenido eventualmente un propio sistema político-administrativo durante el siglo XIX, su composición socio-étnica era muy distinta producto de las diferentes dinámicas de poblamiento que se sucedieron a lo largo del periodo colonial. Entre Ahualulco y Lagos se encuentra la ciudad de Guadalajara, y la comunicación que podía darse entre aquellas dos poblaciones debía ser a través de ésta. No obstante, mientras que la economía de Ahualulco se mantuvo vinculada a la de Guadalajara, los productores de Lagos se movieron con mayor independencia debido a las redes comerciales que, incluso a inicios del siglo XIX, conservaron con ciudades del Bajío, en particular con León. La villa de Lagos está circundada por las sierras de Nochistlán y de Comanja, 1 3 siendo esta última de las partes más montañosas del estado alojando bosques importantes.

En ella confluyen tres ríos importantes: el de Lagos, el de la Sauceda y el del Cuarenta.13 14 Hacia el sur, o bien, hacia Guadalajara, durante buena parte del camino y una vez que se pasa por San Juan de los Lagos y San Miguel el Alto, al poniente salta a la vista el Cerro Gordo. Con un clima semiseco y con barrancos profundos y cañadas, la región no fue la más propicia para el asentamiento de pueblos indígenas originarios, pero en cambio sí lo fue para algunos españoles que encontraron en ella un aislamiento que les permitió el desarrollo de la economía y cultura que les caracterizaron. El camino que comunicaba a Lagos con Guadalajara a través de San Juan de los Lagos y La Barca, era de una superficie plana, condición geológica que desde muy temprano permitió un tránsito relativamente rápido por medio de carruajes en tiempo de secas, pero en época de lluvias se volvía pesado e intransitable por ser un terreno arenoso, arcilloso y pedregoso. Por tanto, si se venía de la ciudad de México para Guadalajara lo mejor era conectar a través de Irapuato y La Barca.15

13 Matute, “Noticia geográfica, estadística y administrativa de Jalisco”, en Boletín de la Escuela de Ingenieros de Jalisco, núm. 4, 1906. 14 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones en la Nueva Galicia. La alcaldía mayor de Santa María de los Lagos, 1563-1750, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 2008, pp. 40-46. 15 Bárcena, “Noticias geológicas de algunos caminos nacionales”, en Anales del Museo Nacional de México, tomo II, México, Imprenta de Ignacio Escalante, 1882, p. 312.

44 Sin embargo, la precipitación de lluvias regulares permitió la siembra de papa, cacahuate y trigo, y de varios huertos compuestos de naranjos, duraznos, nogales y membrillo. Asimismo la población sacaba provecho de las maderas que producían distintas árboles que crecían de manera silvestre, como encinos, pinos, cedros, álamos, quelites y huisaches.1617 18 Al centro de la Intendencia, justo al poniente de Guadalajara, nos encontramos con Ahualulco, población rodeada de colinas y cerros más pequeños, y que todavía en la primera mitad del siglo XIX tenía hacia el norte la laguna de Magdalena, manto que fue desecado en 1856 precisamente para irrigar el valle de Ahualulco. Este valle remata al sur y al oriente con las elevadas cordilleras de Ameca y Tequila, respectivamente (véase Mapa 1). Su abundante vegetación era fuente de subsistencia de los pueblos indígenas aledaños desde el periodo colonial. Y más al sur todavía se localiza el cerro de Ameca, ramal de la Sierra Madre. El valle de Ahualulco fue idóneo para un temprano poblamiento indígena que al poco tiempo supo explotar sus tierras y vegetación hasta llegar a ser una extensión importante del paisaje agavero. Todo gracias a su clima más templado y al provecho que se obtenía de los afluentes del río Santiago y de la laguna de Atemanica. De acuerdo con las primeras noticias sobre los asentamientos indígenas en el occidente de México, especialmente en la parte que le correspondería a Jalisco, desde el siglo XVI distintas memorias y descripciones reconocen la presencia de tepehuanes, huicholes, cazcanes y tecuexes, mismos que se movían por Etzatlán, Ameca, Nochistlán, Juchipila y Teocaltiche. Durante buena parte del periodo colonial Ahualulco perteneció a la alcaldía mayor de Izatlan (Etzatlán), provincia situada en el extremo noroccidental de la Nueva España y por lo tanto más en contacto con los territorios de la Audiencia de Guadalajara. Pero en el siglo XVIII, el alcalde trasladó su sede a Ahualulco, logrando que se instalara ahí mismo la subdelegación de acuerdo con la Real Ordenanza de Intendentes de 1786.19 Este proceso fue significativo para el desarrollo que después alcanzó Ahualulco

16 Bárcena, Ensayo estadístico del estado de Jalisco referente a los datos necesarios para procurar el adelanto de la agricultura y aclimatación de nuevas plantas industriales, Guadalajara, Gobierno de Jalisco, 1983 (1888), p. 475. 17 Matute, “Noticia geográfica”, núm. 2, 1906. 18 Martínez, Ahualulco. Notas geográficas del duodécimo cantón del estado de Jalisco, Guadalajara, Instituto Jalisciense de Antropología e Historia, 1973 (1893). 19 Gerhard, Geografía histórica de la Nueva España, 1519-1821, México, UNAM, 1986, p. 161.

45 a expensas de Etzatlán tras ser incorporadas estas dos provincias a la Intendencia de Guadalajara y dejar de pertenecer en definitiva a la Nueva España. 20 A finales del siglo XVIII la región de Ahualulco (constituida por las provincias de Tequila, Magdalena y Etzatlán) quedó rodeada de tierras boscosas cubiertas principalmente de pinos y robles. En su extremo nororiental se encuentra el cerro de Tequila, a cuyas faldas 21 el desmonte se aceleró ante la creciente producción y demanda del aguardiente de mezcal. Esta circunstancia llevó a que influyentes terratenientes de dentro y fuera de la región se interesaran por la buena calidad de sus tierras, lo cual los llevó a tener conflictos con las poblaciones indígenas. En los últimos años del periodo colonial, las poblaciones o villas20 2122 23 de Ahualulco, Etzatlán, y San Juan contaron con notable presencia indígena que compartían el paisaje con españoles, mestizos y castas; y, según algunas visitas y memorias, Oconahua, 23 San Marcos y Magdalena por entonces se mantuvieron como pueblos de indios. Durante la primera mitad del siglo XIX, la villa de Ahualulco no logró desmarcarse jerárquicamente de Etzatlán dado que desde 1824, cuando es declarado el Plan de División Provisional, nuevamente quedó subordinada a esta villa la cual encabezó el Cantón V. A partir de entonces Tequila fue otra de las villas de esa región que adquirió fuerza muy posiblemente por los capitales que dentro de ella se acumularon por el nuevo mercado de tierras, y muy estimulado por el incremento de la planta de mezcales entre unos cuantos particulares. Por entonces, el Cantón de Etzatlán quedó dividido en tres departamentos: Etzatlán, Ahualulco y Teuchitlán.

20 Muriá, Historia de las divisiones territoriales de Jalisco, p. 46. 21 Young, “Material life”, en Schell Hoberman y Migden Socolow (eds.), The Countryside in Colonial Latin America, Albuquerque, University of Nuevo Mexico Press, 1996, p. 50. 22 Dentro de las descripciones geográficas no quedan claras las definiciones que se tenían tanto de pueblos como de villas o congregaciones; esto en el entendido de que generalmente los pueblos figuraban como sinónimo de pueblos de indios, y las villas como una concentración de diversas etnias (Estrada, Pueblos de indios y educación en el México colonial, 1750-1821, México, El Colegio de México, 1999, p. 33). Se presume que a inicios del siglo XIX esta caracterización, al menos en Jalisco, ya no correspondía con ese modelo. Según lo manifestó Manuel López Cotilla en una nota aclaratoria de su descripción geográfica del estado, denominó pueblos a los lugares “en que no se exprese al citarlos si son ciudad, villa o congregación”. López Cotilla, Noticias geográficas y estadísticas del Departamento de Jalisco, Guadalajara, Imprenta del Gobierno, 1843, p. 33. De tal manera, a lo largo de la presente investigación haré mención de pueblos y villas indistintamente a excepción de las ocasiones en que haga mención explícita de “pueblos de indios”. 23 Menéndez Valdés, Descripción y censo general de la Intendencia de Guadalajara, 1789-1793, Guadalajara, Unidad Editorial del Gobierno del Estado de Jalisco, 1980, pp. 98-99. En su descripción de mediados del siglo XVIII, Joseph Antonio de Villaseñor identificó al pueblo de Magdalena como “república de indios”. Villaseñor y Sánchez, Theatro Americano. Descripción general de los reynos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones, México, Trillas, 1992 (1745-46), p. 427.

46 Cabe aclarar que el Plan de División Provisional del estado de Jalisco quedó comprendido por los 28 partidos que constituyeron la Intendencia de Guadalajara, mismos a los que en adelante se denominó “departamentos”. La creación de los cantones fue un complemento geopolítico declarado en la Constitución del estado de 1824, la cual dividió el territorio en ocho regiones o cantones (ver Tabla I).

Mapa 1. Subdelegación de Etzatlán

Tabla 1. Cantones de Jalisco, 1824 Cantón Cabecera Departamentos I Guadalajara Guadalajara, Tlajomulco, Tonalá, Zapopan y Cuquío. II Lagos Lagos, San Juan de los Lagos y Teocaltiche. III La Barca La Barca, Atotonilco el Alto y Tepatitlán. IV Sayula Sayula, Tuscacuesco, Zacoalco y Zapotlán el Grande. V Etzatlán Etzatlán, Cocula y Tequila. VI Autlán de la Grana Autlán de la Grana y Mascota. VII Tepic Tepic, Acaponeta, Ahuacatlán, Centispac y Compostela. VIII Colotlán Colotlán.

Fuente: Muriá, Historia de las divisiones territoriales de Jalisco, pp. 73-75.

47 La misma Constitución del estado de 1824 declaró que al frente de cada cabecera de cantón debía instalarse un jefe político, y en cada departamento un director político, retomando y robusteciendo a la vez la carta gaditana. En diciembre de 1846 Ahualulco 24 alcanzó el rango de villa y adquirió el apelativo del cura insurgente José María Mercado, situación que la colocó nuevamente en constante disputa con la villa de Etzatlán, pues un par de años después los indígenas del pueblo de San Juanito consiguieron de parte del Congreso abandonar Etzatlán para pertenecer a la villa de Ahualulco. Hacia 1857 la población del estado de Jalisco apenas si superó los 800 mil habitantes, de los cuales, poco más de 88 mil se registraron en el cantón de Ahualulco;26 sin embargo, la mitad de la población se encontraba avecindada en el departamento de Cocula, razón por la cual se puede suponer que la baja densidad de población del departamento de Ahualulco le haya impedido mantener a la cabecera del Cantón V. A partir de la segunda mitad del siglo XIX la importancia tanto de Tequila como de Ahualulco tomó tal fuerza dentro de su región que en 1868 el cantón fue encabezado por Ahualulco, pero poco más tarde, en enero de 1872, el Congreso creó el duodécimo cantón, cuya cabecera quedó instalada en Tequila, siendo este departamento con el que Ahualulco tocaría disputarse el control político del nuevo cantón.27 Este vaivén geopolítico dentro de la región Valles, considerado incluso de los más cerrados a lo largo del siglo XIX, no terminaría sino hasta 1891, cuando por decreto el Congreso del estado concedió la denominación de Ciudad a la villa de Ahualulco y de manera definitiva la cabecera del Cantón XII hasta que fueron suprimidas tales unidades políticas a comienzos del siglo XX.

Tabla 2. Cuadro de la División Territorial y Política del Estado de Jalisco, 1890

Cabecera de Cantón Departamentos Municipalidades

1. Guadalajara Guadalajara, Tlajomulco, Zapopan, Guadalajara, Cuquío, Yahualica, Ixtlahuacán del

Chapala, San Pedro y Cuquío. Río, Tlajomulco, Zapotlanejo, Tonalá, Zapopan,

San Cristóbal, Tala, Chapala, Jocotepec, Poncitlán,

Ixtlahuacán de los M embrillos y San Pedro.

2. L a g o s Lagos, San Juan de los Lagos, San Lagos, San Diego de Alejandría, San Juan de los

24 Colección de los decretos, t. IX, 1a serie, p. 479. 25 Colección de los decretos, t. XI, 1a serie, pp. 176-177. 26 Banda, Estadística de Jalisco formada con vista de los mejores datos oficiales y noticias ministradas por sujetos idóneos en los años de 1854 a 1863, Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco, 1982 (1873), p. 53. 27 Colección de los decretos, t. IV, 2a serie, p. 410.

48 Antonio y Ojuelos. Lagos, Unión de San Antonio y Ojuelos.

3. La Barca La Barca, Atotonilco, Arandas y Tepatitlán, Acatic, Atotonilco, Tototlán, Ayo el

Tepatitlán. Chico, Arandas y Jesús María.

4 . S a y u la Sayula y Zacoalco. Sayula, Amacueca, Chiquilistlán, Zacoalco,

Teocuitatlán, Tizapán, Tuxcueca, Santa Ana

Acatlán y Atemajac de las Tablas.

5 . A m e c a Ameca y Cocula. Ameca, San Martín Hidalgo, Cocula, Tecolotlán y

J u c h itlá n .

6. A u tlá n Autlán y Unión de Tula. Autlán, Unión de Tula, Ejutla, Ayutla y

Tenamastlán.

7 . T e p ic Territorio federal

8. Colotlán Colotlán, Totatiche y M ezquitic. Colotlán, Santa María de los Ángeles, Huehucar,

Totatiche, Bolaños, Chimaltitán, Mezquitic y

Huejuquilla el Alto.

9. Ciudad Guzmán Ciudad Guzmán, San Gabriel y Ciudad Guzmán, San Sebastián, Zapotiltic, Tonila,

T a m a z u la San Gabriel, Zapotitlán, Tuxcacuexco, Tonaya,

Tamazula, Quitupan, Mazamitla, Jilotlán, Tuxpan

y Tecalitlán.

10. M ascota M ascota y Talpa Mascota, Atenguillo, Guachinango, San Sebastián,

Talpa de Allende y Tomatlán.

11. Teocaltiche Teocaltiche, Jalostotitlán y La Teocaltiche, Mexticacán, Paso de Sotos,

Encamación. Jalistotitlán, San M iguel el Alto y La Encamación

d e D ía z .

12. Ahualulco Ahualulco y Tequila Ahualulco, Tequila, Histotipaquillo, Magdalena,

Amatitán, San Marcos, Etzatlán y Teuchitlán.

Fuente: Muriá, Historia de las divisiones territoriales de Jalisco, pp. 113.114.

Este acontecimiento fue motivo para que el profesor y vecino de Ahualulco, Bernardo M. Martínez, levantara un par de años después un elogio y un breve ensayo histórico (y tal vez el primero) sobre la ciudad que lo vio nacer. Martínez destacó la riqueza natural y mineral de la región, pues al estar próxima al volcán de Tequila, en sus laderas podían encontrarse obsidiana y basalto. En la parte media de las faldas del cerro-volcán de Tequila todavía se sacaba provecho de abundantes encinos, pinos y robles. Con cierta elocuencia, Martínez aún nos permitió imaginar las tonalidades del paisaje que imponía el cerro de Tequila visto desde el valle de Ahualulco:

49 Por su altura, con frecuencia, presenta una hermosa perspectiva, cuando en las primeras horas del día se encuentra su cima cubierta por las nubes, que van a formarle un penacho cuyo extremo toca al cielo y contunde el límite del horizonte; otras pequeñas nubecillas se levantan de su base y van elevándose lentamente y surcando por aquí y acullá, dejando entre ellas intervalos de un fondo plomiso, que al verlas he creído que la potente mano de algún titán, las arrojó con desprecio en el cuerpo de su antagonista inerte, quedando esparcidas, hechas girones y temblorosas entre escarpas y entre rocas. ¡No sé qué sería más hermoso: si estar contemplando siempre al cerro con sus nubes, o que desapareciera instantáneamente y despejara el horizonte!28

Uno de los intereses que pudieron haber perseguido algunas élites y autoridades de Ahualulco para llegar a ser sede de una cabecera de cantón tal vez fue no solo su facultad de ser el centro económico del cantón dadas sus atribuciones fiscales, sino que en ellas además se instalaron los jefes políticos y los juzgados de primera instancia. Llevaron el control del gobierno y la justicia locales y mantuvieron una relación más cercana con el gobierno del estado. A finales del siglo XIX en Ahualulco se instalaron muchos de los principales productores de vino mezcal de estado, tanto así que Bernardo Martínez logró identificar cuarenta y ocho fábricas en todo el cantón. A los industriales tequileros les interesaba estar muy vinculados en el gobierno y la justicia, y no en vano recordar que incluso un prominente tequilero llegó, aunque con cierta penuria, al gobierno del estado: Antonio Gómez Cuervo. Cuando a finales del siglo XIX fueron disminuidos los gravosos impuestos exigidos a los fabricantes de vino mezcal, la industria creció y algunos de ellos fueron premiados en las exposiciones de París.29 El caso de Lagos (Santa María de los Lagos) presentó un patrón de asentamiento muy distinto. En el siglo XVI escenificó la prolongada Guerra Chichimeca, serie de campañas que desplazaron hacia el noroeste a los grupos indígenas que entonces se mantenían en la región, principalmente guachichiles y cazcanes. Este desplazamiento perduró hasta las últimas décadas del siglo XVI y posibilitó un repoblamiento español, principalmente de rancheros y ganaderos. Algunos otros grupos indígenas de Teocaltiche y Jalostotitlán solo permanecieron como una minoría y terminaron por incorporarse a la

28 Martínez, Ahualulco, p. 34. 29 Martínez, Ahualulco, pp. 37-38.

50 economía española laborando en haciendas y ranchos. Las necesidades propias de los productores españoles generaron la incorporación de mayor mano de obra principalmente indígena, una circunstancia que dio origen al desarrollo de pueblos o reducciones de indios como San Juan de la Laguna. Durante el siglo XVIII de éste se desprendieron algunos 30 grupos para fundar los que serían los pueblos de Moya y San Miguel Buenavista.

Mapa 2. Cantón XII. Ahualulco, 1898

Signos convencionales

(fj) Cabecera de Cantón ® Id. de Departamento ® Id. de Municipio • Comisaría política o Hdas. y Ranchos •-----• Límites de cantones ------Id. de Departamento

RELACIÓN= 1:800000

Fuente: Elaboración propia con base en A. V. Pascal “Mapa del estado de Jalisco”, 1898. MOyB, 2124-CGE-7233-A.

Bajo estos patrones, y como lo ha sostenido Rosa Yáñez, puede explicarse tal vez cómo las sociedades indígenas del occidente de México se fragmentaron y posiblemente hayan quedado más predispuestas a ejercer en el siglo XIX la propiedad individual en la mayor parte del estado de Jalisco. Sin embargo, mientras que en algunas regiones se dio un proceso de desintegración indígena, en otras a lo largo del siglo XVIII se presentó un poblamiento mediante nuevos asentamientos de indígenas provenientes incluso del centro de la Nueva España para poblar la entonces frontera norte e “incivilizada” de la Nueva 30

30 Gerhard, The north frontier of New Spain, Norman and London, University of Oklahoma Press, 1993, pp. 104-107; Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e intendencias, pp. 132-150.

51 Galicia. A lo largo de los siglos XVIII y XIX tlaxcaltecas, otomíes y tarascos, entre otros, constituyeron una propia identidad, misma que al momento de los repartos de tierras del siglo XIX, llegaron a utilizar para afirmarse como pueblos a pesar de no haber sido indios 31 originarios. La conformación social del noreste de la antigua intendencia de Guadalajara y el mantenimiento de sociedades indígenas más activas y concéntricas en su parte central y occidental, permiten caracterizar dos sociedades con algunos contrastes. Por un lado, la sociedad alteña entraba al siglo XIX con una propia cultura y autonomía económica que desde antes los mantuvieron parcialmente alejados de Guadalajara pero que a su vez los vinculó con redes comerciales que iban más allá de los límites territoriales del nuevo estado de Jalisco. Al sur poniente de Lagos quedaba el pueblo de San Juan de los Lagos, punto que a mediados del siglo XVIII impresionó a Joseph de Villaseñor, pues su “milagrosa” imagen de Nuestra Señora de la Virgen María era “el consuelo de aquella comarca”. A finales del siglo XVIII Lagos se conformó como subdelegación y comprendió las poblaciones de San Miguel de Buenavista, Moya, San Juan de la Laguna, San Juan de los Lagos, Encarnación, Concepción de Mitiqui, Mezquitic, Xalostotitlán, San Gaspar, San Miguel el Alto, Santiago Tecualtitán, Teocaltiche, Santiago Mechoacanaejo, San Juan Huejotitán y San Francisco Tecualtitán. La mayoría de ellos se caracterizaron por su constitución pluriétnica y por haberse incorporado a la economía que giraban alrededor de los ranchos, pues de acuerdo con la visita de José Menéndez Valdés, la jurisdicción de Lagos contaba con un total de 295 ranchos sobre las 45 haciendas que se mantuvieron activas.33 A diferencia de Ahualulco, Lagos tuvo una posición mucho más estable y privilegiada dentro de su región. Desde inicios del siglo XIX figuró como cabecera del Cantón II, y uno de sus primeros departamentos subalternos fue la villa de Encarnación. Aunque en la primera mitad del siglo XIX mantuvo una intermitente relación política con la villa de San Juan de los Lagos, ésta al final se mantuvo como uno de los dos departamentos que constituyeron el cantón, y de los más importantes del estado dado su importancia31 3233

31 Yáñez Rosales, Rostro, palabra y memoria indígenas. El occidente de México, 1524-1816, México, INI / CIESAS, 2001, pp. 132, 156. 32 Villaseñor y Sánchez, Theatro Americano, p. 433. 33 Menéndez Valdés, Descripción y censo general, pp. 107-109.

52 ganadera y religiosa. En 1857 el cantón de Lagos fue el segundo más poblado del estado con poco más de 158 mil habitantes, sólo detrás del cantón de Guadalajara que casi alcanzaba las 163 mil personas. La estrecha relación jerárquica que mantuvieron Lagos y San Juan de los Lagos se vio reflejada incluso en su población, pues ambos departamentos rebasaron los 60 mil habitantes.34 Desde finales del periodo colonial Lagos tuvo como su límite septentrional las extensas tierras de la hacienda Ciénega de Mata, mismas que conectaban con la subdelegación de Aguascalientes; pero durante la segunda mitad del siglo XIX, y una vez constituido como estado, el gobierno de Aguascalientes reclamó para sí ante el Congreso de la Unión el departamento de Lagos, sobre todo por el interés que tuvo por las haciendas de Ledesma, Ciénega de Mata y El Tecuán. Por encima de la defensa que interpuso el gobierno de Jalisco, se destacó la participación de los mismos vecinos y el ayuntamiento de

Lagos declarando su rechazo al desmembramiento de su territorio.36

Mapa 3. Subdelegación de Santa María de los Lagos

34 Banda, Estadística de Jalisco, p. 52. 35 Muriá, Historia de las divisiones territoriales de Jalisco, p. 100. 36 Colección de los decretos, t. VII, 2a serie, pp. 374-380.

53 El cantón de Lagos sufrió algunas modificaciones en su composición departamental a partir de 1874, pues si bien se libró de ser incorporado al estado de Aguascalientes, ese año fue creado el municipio de Ojuelos. Poco más de una década después fueron creados los departamentos de San Diego de Alejandría, Unión de San Antonio y San Julián. Al haberse mantenido la ciudad de Lagos como cabecera de cantón durante todo el siglo XIX, le fue posible instalar, a diferencias de otras cabeceras, tres juzgados de letras, además de 38 los diez juzgados de paz que quedaron distribuidos por todo el cantón.

Mapa 4. Cantón II. Lagos, 1898

Signos convencionales

(<§) Cabecera de Cantón ® Id. de Departamento @ Id. de Municipio • Comisaría política o Hdas. y Ranchos ■-----■ Límites de cantones ------Id. de Departamento ...... Id. de Municipio -¿ d Ríos y arroyos

Fuente: Elaboración propia con base en A. V. Pascal “Mapa del estado de Jalisco”, 1898. MOyB, 2124-CGE-7233-A.

Así, a través de caminos ya bien establecidos, productores y jornaleros en general se movieron con aparente regularidad entre los cantones que constituyeron esta región (Lagos, Teocaltiche y La Barca), ya fuera para establecer y mantener intercambios comerciales o 3738

37 Muriá, Historia de las divisiones territoriales de Jalisco, p. 111. 38 Banda, Estadística de Jalisco, p. 227.

54 encontrar la propia subsistencia, respectivamente. Una movilidad que se extendió al Bajío con algunas ciudades de Guanajuato, y al norte con los estados de Aguascalientes y Zacatecas. Por otro lado, las sociedades indígenas establecidas al poniente de Guadalajara (hoy reconocida como la región Valles y constituida por los municipios de Arenal, Tequila, Teuchitlán, Ahualulco, Magdalena, Etzatlán y Ameca) aun conservaban algunos usos comunitarios en la forma de ejercer la propiedad. No obstante, aunque su presencia en dicha región fue muy significativa, desde mucho antes debieron negociar y luchar con propietarios españoles y mestizos por el aprovechamiento de recursos y caminos. Durante el siglo XIX tales relaciones se agudizaron ante el avance de las reformas liberales que los forzó no solo a dividir sus bienes, sino hasta a deshacerse de ellos mediante ventajosos contratos de compra-venta. Lagos y Ahualulco, respectivamente, bien pueden representar ejemplos nítidos de ese tipo de sociedades, cuya caracterización no los mantuvo aislados del resto de sus poblaciones. Las relaciones sociales dadas entre los rancheros, los productores, el clero, las autoridades locales y los indígenas fueron inevitables, antes bien, parte de la vida y las negociaciones cotidianas.

Sociedades indígenas

En el presente apartado es preciso comenzar haciendo una aclaración de lo que a lo largo de la investigación se entenderá por indio o indígena, y para que estos términos no parezca que se intercambian o que uno superpone al otro. La definición debe matizarse en vista también de que tan sólo el término indígena también cuenta con una doble acepción: una de carácter histórico, y otra construida por la antropología moderna (comunidades indígenas). En primer lugar, la categoría de indio fue instituida por la Corona desde los inicios del periodo 39

39 Sostengo la idea de un conjunto de “sociedades indígenas” dado que la historiografía reciente ya no reconoce una sola política y representación para los pueblos indígenas en general, ya fuera desde la opinión pública o la legislación de los siglos XIX y XX. Romana Falcón, por ejemplo, nos habla de distintos grupos indígenas que ya pueden identificarse a través de sus propias experiencias políticas y económicas, y que van desde los indios integrados a la sociedad mestiza, los “bárbaros” del norte del país, los que escaparon de toda fase de negociación e integración con la sociedad mexicana, o bien, los que desde dentro de ésta lucharon contra las políticas del liberalismo que rompía con muchas de sus prerrogativas constituidas durante el periodo colonial. Falcón, Las naciones de una república. La cuestión indígena en las leyes y el Congreso mexicanos, 1867-1876, México, Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, 1999, pp. 11-12.

55 colonial para asignar con tal denominación a una población atribuida a un derecho específico, sin importar su heterogeneidad social existente antes y después de la Conquista. En el mismo sentido, este abstracto legal también se configuró en un abstracto de identidad, pues aunque se suponía una diversidad indígena intrínseca, lo indio también sirvió “para marcar una población diversa -ahora marcada como indígena- subordinada al poder colonial” .40 Sin embargo, aunque el concepto de indígena surge en el siglo XIX por los estados liberales para rechazar aquella categoría que redujo a lo indio a una minoría de edad, en la práctica surgió una política que mantuvo vinculados a los indígenas a una normatividad específica a casi todo lo largo del siglo XIX, la cual se enfocó primordialmente en la individualización de sus tierras. 41 Es decir, para incorporar a los indígenas a la igualdad jurídica y a la ciudadanía, era preciso formular una legislación aparentemente proteccionista. Aunque ese proyecto liberal fue enunciado con las mejores intenciones, en el fondo se imaginó una ciudadanía muy vinculada con la idea de vecindad del periodo colonial, dirigida principalmente a la población blanca, criolla y mestiza cuyos valores culturales implicaron el matrimonio, el compadrazgo, el castellano y un mínimo grado de alfabetización. Sin embargo no todos los indígenas lograron cumplir los requisitos ni consagrarse con ese derecho. Posiblemente a muchos de ellos ni siquiera interesó la ciudadanía pues no existió la estructura -más que la dicha en la letra- que dejara de invisibilizarlos económica, cultural y políticamente. 42 A lo más fueron invitados a la ciudadanía no tanto para votar y a ejercer la propiedad, sino para ejercer su más preciada propiedad: la libertad de emplearse en las labores del campo y al cobijo de un honrado propietario. Con ello se ignoraba que quedaría imposibilitado de competir en un mercado que apenas les permitiría subsistencia.43 Marta Irurozqui matiza esta tendencia de las élites bolivianas que, a finales del siglo XIX, declararon la venta de las tierras de indígenas pues

40 Tutino, “Indios e indígenas en la guerra de Independencia y las revoluciones zapatistas”, en León-Portilla y Mayer (coords.), Los indígenas en la Independencia y en la Revolución Mexicana, p. 111. William Taylor incluso ha sostenido que indio en Jalisco a finales del periodo colonial bien hacía referencia a un “tributario de pueblo”. Taylor, “Pueblos de indios de Jalisco central”, p. 118. 41 Konig, “Introducción”, en Konig (ed.), El indio como sujeto y objeto de la historia latinoamericana. Pasado y presente, Madrid, Iberoamericana, 1998, p. 19; Tutino, “Indios e indígenas”, p. 115. 42 Escobar, “¿Para quién la ciudadanía en la primera mitad del siglo XIX en México?”, en Escobar Ohmstede, Mandrini y Ortelli (eds.), Sociedades en movimiento. Los pueblos indígenas de América Latina en el siglo XIX, Tandil, IEHS / FCH / UNCPBA, 2007, p. 67. 43 Tutino, “Indios e indígenas”, p. 123.

56 les convenía más afincarse como colonos que ejercer la propiedad. Manteniéndose cerca de los hacendado, obtendrían su protección, subsistencia y serían apartados de las “veleidades criminales” .44 45 Lamentablemente el conocimiento sobre la convivencia y políticas de los pueblos indios y las sociedades rancheras de Jalisco a lo largo del siglo XIX es fragmentario. La interpretación común que se ha dado en la historiografía jalisciense al estudio de los pueblos de indios no parece compartir el diálogo del revisionismo que actualmente se mantiene a nivel nacional. Por tanto, su conocimiento ha quedado muy vinculado con los estudios demográficos y agrarios, y a la vez con la clásica interpretación que privilegiaba el despojo que hicieron contra los pueblos de indios las élites y el régimen porfirista. En grado menor se han desarrollado investigaciones revisionistas que destacan y valoran el papel que también jugaron múltiples pueblos frente al gobierno y sus autoridades locales por la vía de la negociación. A diferencia de otras regiones mexicanas del siglo XIX, en especial del centro y sur del país, las poblaciones indígenas de Jalisco tal parece que se fueron incorporando a las formas del liberalismo al ir perdiendo su expresión política y económica más característica: la comunidad. Forzados a ejercer la propiedad privada o a desvincularse completamente de ella, algunas comunidades optaron por resistir y por terminar de desintegrarse, aunque otras se resistieron y mantuvieron el ejercicio de sus prácticas de subsistencia y modo de vivir. Insisto en esto último dada la importancia que ha tenido el estudio de la religiosidad popular de los pueblos del occidente de México. En este caso se puede situar, por ejemplo, la rebelión de Manuel Lozada, movimiento popular e indígena surgido a mediados del siglo

XIX y que por décadas se ha interpretado sólo bajo una perspectiva agraria.46 Aaron Van Oosterhout, al igual que otros en contextos diferentes, ha puesto atención en procesos políticos y culturales más amplios para entender la revuelta de Lozada, que puede tener incluso sus orígenes con los indígenas cofrades de Tepic que reclamaron a sus párrocos por

44 Irurozqui, “Las buenas intenciones. Venta de tierras comunales en Bolivia, 1880-1899”, en Reina (coord.), La reindianización de América, siglo XIX, México, Siglo XXI / CIESAS, 1997, p. 36. 45 Marino, “La desamortización de las tierras de los pueblos (centro de México, siglo XIX). Balance historiográfico y fuentes para su estudio”, América Latina en la historia económica. Boletín de fuentes, Instituto de Investigaciones Dr. José Ma. Luis Mora, núm. 16, 2011. 46 Oosterhout, “Confraternities and popular conservatism on the frontier: Mexico’s Sierra del Nayarit in the nineteenth century”, en The Americas, 71: 1, Julio de 2014, pp. 101-130.

57 la mala administración que hacían de sus tierras de cofradías. Un conflicto que Lozada supo capitalizar tiempo después. Pero la rebelión de Lozada también permite suponer su coyuntural circunstancia dentro de la representación de los pueblos e indígenas del Jalisco decimonónico. De esta manera, el lozadismo sirvió a las élites y autoridades de Jalisco para retomar con mayor fuerza el proyecto del liberalismo ahora con leyes que perseguían cualquier adhesión a la revuelta de Lozada. Por tanto, no es raro encontrar que en 1861 el gobierno de Pedro Ogazón declarara a Lozada y a los exjefes militares que lo acompañaban “asesinos y ladrones” . 47 48Esta circular igualmente ofreció recompensas para todo aquel que pudiera darles muerte. Bajo estos acontecimientos, la imagen del indio parecía que volvió a recuperar los prejuicios que se prevalecieron el periodo colonial: el indio como sujeto potencialmente bárbaro. Desde los primeros debates parlamentarios del congreso de Jalisco se hizo patente la deuda que parecían tener los liberales de los primeros años del siglo XIX con los indígenas, razón por la cual les prodigaron cierto proteccionismo en sus causas legales. En el entendido de que los indígenas padecían la miseria y de que aún se mantenían sin recibir las bondades de la educación, los legisladores jaliscienses creyeron conveniente exentarlos de ciertas obligaciones. Ese fue el caso de las guardias nacionales que se formaron en 1861, causa a la cual no podían servir hasta que no lograran superar su pobreza e ignorancia. Excepción que también parecía una medida precautoria ante las circunstancias de seguridad pública que había desencadenado el lozadismo; o bien, como si existiera el temor a prestarles las armas a los indios en un contexto en el que no garantizaban su fidelidad a las autoridades.49

47 Colección de los decretos, t. I, 2a serie, p. 82. 48 Así lo constata, por ejemplo, la presentación que se hizo del decreto núm. 39 de 1847 que rehabilitaba la formación de comisiones de repartimiento de tierras de indios: “La comisión se abstiene de analizar los voluminosos expedientes que provocaron las leyes protectoras que hoy están suspensas [...]. Todos ellos se fundan en el respeto a la propiedad de esa raza desgraciada, que hemos en cierto modo abandonado, y es la razón poderosa de que son dueños de los bienes que adquirieron sus comunidades. Ni un solo día [...], deben retenerse las propiedades de los infelices que han carecido sin culpa suya de ellas”. Colección de acuerdos, t. I, p. 143. 49 Colección de los decretos, t. I, 2a serie, pp. 291-293. Todo lo contrario sucedía durante esos mismos años en la sierra de Puebla, en donde el gobierno local intentó incorporar a los indios al servicio a las armas, ello en cumplimiento a las obligaciones ciudadanas. Thomson, “Los indios y el servicio militar en el México decimonónico. ¿Leva o ciudadanía?”, en Escobar Ohmstede (coord.), Indio, nación y comunidad en el México del siglo XIX, México, CEMCA / CIESAS, 1993, pp. 207-252.

58 Otra de las prerrogativas que recibieron los indígenas de parte del gobierno fue la instalación en 1856 de un abogado defensor de indios, pues para los gobiernos anteriores y subsiguientes si había una causa o política indígena que seguir era concretar de manera definitiva los repartos de sus tierras. No obstante, aunque los intereses de los gobiernos insistieron en este punto, algunos legisladores locales encontraron que estos procedimientos al buscar el aparente beneficio de los indígenas, en la práctica los estaban llevando a enfrentarse con un proceso que demandaba un mínimo conocimiento de la ley. Para contrarrestar ese panorama, Ignacio Aguirre Loreto aprovechó su investidura como diputado local para crear una colección de leyes dedicada particularmente a las tierras de indígenas. Pese a estos intentos, el discurso de algunos gobernadores no pudo ocultar la celeridad por resolver la individualización de las tierras, no importando si los indígenas estaban lo suficientemente instruidos para intervenir en pleitos legales y preparados económicamente para ejercer la propiedad individual. Antonio Gómez Cuervo lo dejó ver así ante los legisladores locales:

Es una necesidad imperiosa que no puede ocultarse a la Cámara, la de promover con especial ahínco, la civilización de esta clase infortunada, y el arreglo sobre sus cuestiones sobre propiedad por medio de disposiciones especiales que puedan conciliar estos intereses con los de los hacendados y municipios.50

A los viajeros que pisaron tierras jaliscienses a mediados del siglo XIX les impresionó más la vida “salvaje” de algunos indígenas que la de aquellos que podían encontrar en lugares como Guadalajara, Amatitán o los Altos de Jalisco, a los que vincularon más con la pobreza, la vagancia y la leperada. El atractivo de llegar hasta Tepic tal vez era encontrarse con los pueblos que tenían poco contacto con el “hombre civilizado”, tal fue el caso de los coras y los huicholes. Algunos fueron impresionados por las prendas coloridas que vestían, por su aislamiento permanente, por sus habilidades en el uso del arco y la flecha, y por ser a su vez “muy inofensivos” .51

50 Gómez Cuervo, “Memoria sobre el estado de la administración pública formada por el ejecutivo del estado de Jalisco, 1870”, en Urzúa y Hernández (comps.), Jalisco, testimonio de sus gobernantes, t. I, Guadalajara, UNED, 1987, p. 453. 51 Forbes, A trip to Mexico or recollections of a ten mounths’ ramble in 1849-50, by a barrister, Londres, Smith, Eldee, and Co. Collxhill, 1851, pp. 167-169.

59 El esfuerzo del liberalismo por tratar de establecer la propiedad individual entre los indígenas (a lo cual volveré más adelante), además de haber sido un proyecto que respondía a los nuevos intereses económicos que adquirió la tierra, fue una de las vías para declarar su civilidad. Tanto la nueva Iglesia nacional como el estado que apenas se formaba intentaron dirigir a sus feligresías y gobernados hacia el ideal de un nuevo sujeto devoto y ciudadano en toda su extensión. La primera, tal vez de manera más eficaz, lo hizo extendiendo el guadalupanismo sobre cada rincón del estado, una labor que iniciaron los obispos Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Diego de Aranda y Carpinteiro. Este último incluso tomó la iniciativa de retomar la cristianización de los indígenas de la sierra de Nayarit y bajo esa devoción mariana terminar con sus “costumbres paganas”. El segundo, el estado, prosiguió con su proyecto de ciudadanía a través de la propiedad individual, la educación y el trabajo, mismo que fue reforzado por la idea de que entre los indígenas no sólo había rudezas e ignorancia, sino además malos hábitos como la embriaguez y la vagancia, un pensamiento que se combinó con las ideas degeneracionistas que médicos, abogados y viajeros extranjeros arraigaron bajo el concepto de léperos.52 5354 Por razones como ésas, en 1868 los jefes políticos del estado fueron obligados por el gobernador a remitir a la Escuela de Artes y Oficios de Guadalajara entre cuatro y seis jóvenes indígenas de cada municipalidad, esto tal vez en apego a la extinta iniciativa del Segundo Imperio de instalar una Junta Protectora de Clases Menesterosas en el estado, de la que formó parte precisamente Ignacio Aguirre:

52 Un patrón semejante se hizo visible en la Arquidiócesis de Oaxaca, la cual, con tal de estimular y disciplinar las devociones populares acudió a una política más centralista implantando un programa que ya había dado resultados en Europa, como conceder los sacramentos cada día e incluso semanal y mensualmente, y concentrar las devociones hacia representaciones vinculadas con la santidad mariana; como lo fue el guadalupanismo. Wright-Rios, Revolutions in Mexican catholicism. Reform and revelation in Oaxaca, 1887­ 1934, Durham, Duke University Press, 2009, pp. 30-31. 53 Dávila Garibi, Apuntes para la historia de la Iglesia en Guadalajara, tomo IV, vol. 1, México, Editorial Cvltvra, 1966, p. 681. 54 Urías Horcasitas, Indígena y criminal. Interpretaciones del derecho y la antropología en México, 1871­ 1921, México, CONACULTA / UIA, 2000; Meyer, “La Junta Protectora de las Clases Menesterosas. Indigenismo y agrarismo en el Segundo Imperio”, en Escobar Ohmstede, (coord.). Indio, nación y comunidad, pp. 329-364. El médico francés Bénédict Morel, fundador de la teoría de la degeneración y quien jamás pisó el territorio mexicano, fue informado sobre las posibles causas de la degeneración de la especie que se acentuaba en México. Ésta era producida por varios factores, como una alimentación lograda a base del plátano y un clima excesivamente cálido, condiciones que producían apatía, repulsión al trabajo, miseria y un elevado índice de fertilidad, aunque también de mortalidad de infantes. Morel, Des dégénérescenses physiques, intellectuelles et morales de l’espece humaine et des causes qui produisent ces variétés maladives, Paris, Chez de J. B. Bailliére, 1857, p. 388.

60 El Gobierno tiene un positivo interés en que se imparta la instrucción suficiente a la clase menesterosa, [...] prefiriéndose a la clase indígena por ser la más necesitada de recursos y la más inútil para proporcionársela.55

Restaurada la república, el gobierno del estado retomó las anteriores reformas liberales relativas especialmente a la desamortización de tierras comunes y corporativas y a las limitaciones impuestas a la religiosidad popular a través de la prohibición del culto público. Frente a esas medidas es difícil ignorar la movilización indígena que, algunas veces de manera violenta y otras implementando los recursos legales, intentaba mantener usos y prácticas de ser y poseer. El liberalismo procuró que la incorporación indígena a ese cambio económico y político fuera pacífica y plena. Pero como se ha reconocido en otras regiones del país, el ejercicio que tuvieron los indígenas de las instancias legales para pedir y reclamar al estado el mantenimiento de sus prácticas consuetudinarias, también era expresión de su acceder a la ciudadanía, aunque no bajo las exigencias del estado: como una ciudadanía laica e individual.56 57 En Jalisco se presentaron acciones semejantes de indígenas que acudieron ante sus autoridades locales o, debido a la desconfianza que tenían de éstas, directamente con instancias más elevadas, como el gobernador. Una de las razones más comunes efectivamente era la posesión de la tierra, pero lejos de creer que era contra la individualización de éstas, era más bien para exigir repartos más equitativos o para denunciar malos manejos tanto de los ayuntamientos como de sus apoderados y las comisiones repartidoras, las cuales a veces actuaban sin siquiera consultarles. Otras veces, también acudían para quejarse de que vecinos u otros pueblos usurpaban sus tierras, ya fuera extendiendo su ganado o explotando sus maderas. Así también para solicitar la celebración de sus prácticas religiosas de forma pública. Por ejemplo, en 1867 los indígenas de Ciudad Guzmán solicitaron semejante licencia a sabiendas de la restricción de las

55 Colección de los decretos, t. IV, 2a serie, pp. 368, 633. 56 Traffano, “De cómo el católico fiel resolvió ser ciudadano. Indígenas, Iglesia y Estado en Oaxaca, 1857­ 1890”, en Acevedo Rodrígo y López Caballero (coords.), Ciudadanos inesperados. Espacios de formación de la ciudadanía ayer y hoy, México, El Colegio de México / CINVESTAV, 2012, pp. 71-96. 57 Por ejemplo, cuando los indígenas de San Juan de la Laguna se quejaron ante su comisario debido a la ocupación que había hecho el Ayuntamiento de Lagos sobre sus tierras. O bien, cuando los indígenas de Chiquilistlán se presentaron ante el gobierno para denunciar las dudosas labores de su comisión repartidora. AHJ, Gobierno, Indios, caja 12, exp. 10285; exp. 10298.

61 leyes. 58 Estrategia distinta tuvieron los indígenas de La Barca, quienes en 1887 solicitaron al gobernador les permitiera celebrar fiestas que tenían por costumbre realizar anualmente. Advirtieron que "si bien se celebran con el pretesto de la fiesta de un santo, distan mucho de ser religiosos"; por tanto, y advirtiendo el laicismo de sus autoridades, defendían que sus fiestas eran más por costumbre que por su religiosidad misma.58 59 La sociedad indígena del Jalisco decimonónico que se perfila como marco para los siguientes capítulos, eran una integración plural de actores que ya no necesariamente formaban parte de pueblos de indios, pues la primera desamortización local de 1825 debió orillar a muchos indígenas a abandonar sus pueblos. En vísperas del porfiriato hubo algunos que se mantuvieron al margen de las políticas liberales, conservando sus creencias y usos, siendo por consecuencia del interés de varios viajeros, naturalistas y antropólogos. Asimismo, hubo indígenas que prefirieron vender sus tierras para incorporarse o seguir trabajando en las haciendas, con sus vecinos, en los caminos; o bien, a buscar fortuna fuera de sus pueblos. Pero también, algunos otros decidieron conservar su vida en común y con sus prácticas habituales, no queriendo decir con ello que rechazaran las nuevas reglas de la ley. Durante los últimos años del periodo colonial, John Tutino pudo identificar por lo menos cuatro amplias categorías de indios a lo largo de la Nueva España. En primer lugar estaban los que constituyeron las repúblicas de indios; también estaban los que migraron a ciudades y puntos económicos importantes y terminaron por mestizarse; otra variable fueron los indios de misiones; y por último, los “independientes” .60 En semejante dirección fue William Taylor, quien definió como “pueblos centrífugos” a aquellos que estaban más cercanos a Guadalajara, condición que los predispuso a constituirse étnica y culturalmente complejos. En el caso de los indígenas, éstos ya tuvieron poco acceso a tierras cultivables, y en su lugar debieran especializarse a la producción y el comercio de las artesanías. Otros, situados a mayor distancia de Guadalajara, tuvieron que emplearse en actividades agropecuarias dentro de las grandes fincas rústicas; incluso, en la región donde se halla

58 AHJ, Gobierno, Indios, 1867, caja 11, inv. 10277. Otra petición similar fue la que presentaron los vecinos de Atemanica para que se les permitiera el culto público mediante procesiones en las calles, a la cual su jefe político ya se había negado. AHJ, Gobierno, Indios, 1887, caja 33, inv. 10625. O la de los indígenas de la Laguna, del cantón de Lagos, quienes solicitaron permiso en 1877 para sacar procesiones religiosas en la semana mayor. AHJ, Gobierno, Indios, 1877, caja 24, inv. 10465. 59 AHJ, Gobierno, Indios, 1887, caja 33, inv. 10647. 60 Tutino, “Indios e indígenas”, p. 112.

62 enclavado Ahualulco ya era posible encontrar indígenas empleándose como jornaleros y sirvientes en las haciendas.61 En el periodo de tiempo que enmarca esta investigación los indígenas generalmente tienden a disolverse en los documentos; sin embargo, existen algunas estrategias y fuentes específicas para identificarlos. De hecho, un primer indicio puede ser rastreando las actividades que los indígenas de inicios del siglo XIX realizaban ya fuera en el centro del estado o en los puntos donde sus asentamientos no fueron tan significativos, como el caso del centro del cantón de Lagos. En el penúltimo capítulo, en particular el apartado dedicado a la familia Sanromán, demostraré con algunos ejemplos que dentro de algún segmento de la sociedad laguense se mantuvo una forma de identificar a los indígenas a través de sus prácticas, tales como el corte de leña, al que parece fueron muy vinculados los pueblos de indios del norte de la ciudad de Lagos, en especial, los de San Miguel de Buenavista, quienes por necesidad de encontrar mayores recursos ingresaron y sacaron provecho de manera ilícita de las propiedades de algunos particulares. De esta manera, no porque los documentos generados por el estado omitieran por rigor burocrático cualquier mención o alusión étnica, necesariamente la sociedad debía hacer lo mismo en su vida fuera de los juzgados. Sin embargo, queda claro que el gobierno del estado mantuvo una política proteccionista hacia los indígenas, y con cuya legislación no será difícil dar con esa constante identificación que se hizo de los indígenas, a quienes por “ignorantes” e “incivilizados” había que prodigar las gestiones necesarias para que cumplieran con su supuesta integración.

Sociedades rancheras

Dentro de la historiografía del occidente de México pocos temas han podido atenderse con especial interés como el de las sociedades rancheras. Ya fuera por la vigencia que presentan estos actores en la sociedad actual o por las razones histórico-culturales que han dado a su peculiar identificación, tanto antropólogos como historiadores no dejan de debatirse sobre los rasgos comunes de esa identidad. En 1993 El Colegio de Michoacán fue sede de un Simposio Internacional sobre rancheros y sociedades rancheras, y una de las metas era

61 Taylor, “Pueblos de indios de Jalisco central”, p. 114.

63 saber qué impacto estaba produciendo el éxodo migratorio hacia Estados Unidos dentro de la conformación de tales sociedades. Todo parecía indicar que la identidad ranchera hasta entonces había mantenido estables sus rasgos esenciales (al menos desde la posrevolución, que ha sido el periodo más estudiado por los antropólogos); es decir, como si el episodio migratorio hubiese sido el primero en alterar los rasgos comunes de los rancheros. Sin embargo, el comentario hecho al final por David Brading, mismo que introdujo a manera de reflexión sobre su propio quehacer como especialista de las sociedades rancheras, ya hablaba de una fragmentación de tal identidad cuando a ella se incorporaron los arrendatarios y pequeños propietarios. En el caso de los primeros (a los cuales él mismo incorporó en sus estudios previos), existieron elementos para vincularlos con los rancheros dada su actividad ganadera y por su manera de ejercer la propiedad; sin embargo, tuvo sus reservas con los segundos (donde también cabían los campesinos). 62Lo que no negaba Brading era la existencia de rancheros pobres y ricos por efecto de distintos cambios sociales, sino que en muchos casos no alcanzaran a establecerse o reconocerse los mismo valores. Lo ranchero se ha reconocido como una categoría que no quedaba asociada con los peones o hacendados, ni con indios ni españoles. Eran más bien hombres de frontera en todos los sentidos, sujetos que circundaban los márgenes de las identidades que se extendían en el México rural. Pero la identidad ranchera no fue lineal ni geográficamente uniforme. Su definición propia ha dado pie a pensar que lo ranchero es también una construcción histórica, razón por la cual Esteban Barragán encuentra que sus orígenes pueden identificarse en los protagonistas de la “conquista silenciosa” que durante el periodo colonial estuvieron detrás de las campañas militares y evangelizadoras de los Altos de Jalisco. Aquellos hombres prefirieron las tierras áridas y distantes antes que instalarse en los ricos bosques y yacimientos.63 Se atribuye que su origen se dio entre aquellos españoles que obtuvieron pequeñas concesiones de tierras o vecindades que durante los siglos XVI y XVII generaron el paulatino poblamiento de la franja norte de la Nueva Galicia. Tras establecerse de manera aislada y sobre terrenos fronterizos, muchos apenas si lograron su

62 Brading, “A 25 años del encuentro con 'rancheros'”, en Barragán et. al (coords.), Rancheros y sociedades rancheras, Zamora, El Colegio de Michoacán / ORSTOM / CEMCA, 1994, pp. 63 Barragán López, Con un pie en el estribo. Formación y deslizamientos de las sociedades rancheras en la construcción del México moderno, Zamora, El Colegio de Michoacán / Red Neruda, 1997. p. 56.

64 subsistencia saliendo de sus fincas, ya fuera para arrendar otras tierras o emplearse en las haciendas más próximas. En el mejor de los casos, algunos lograron instalarse y ejercer como mayordomos hasta volverse imprescindibles para sus patrones; y en el peor de ellos, cubrían su faena temporal como alquilados o arrimados. Condiciones como éstas pudieron haber generado el perfil de esas sociedades que comprendían actores que así como eran pequeños propietarios, explotaban sus dominios de manera mucho más modesta que la de los hacendados. Comenzaron a constituir una cultura común que desde entonces se mantuvo ajena tanto a la de sus vecinos más acaudalados como a la de los pueblos de indios.64 De acuerdo con las memorias del médico y profesor sanjuanense, Pedro de Alba, el despoblamiento indígena de la región alteña correspondió con la ocupación que progresivamente hicieron grupos de españoles que no les interesó otra cosa más que su aislamiento y el acceso a “tierras nuevas”. No obstante, de Alba estaba tan convencido del “aniquilamiento” indígena y de su indisposición a la servidumbre agraria, que el trabajo que éstos desempeñaban fue cubierto por los futuros rancheros:

Los indios de esa zona, que ahora se llama "Los Altos de Jalisco", fueron barridos por las huestes de Ñuño de Guzmán y su soldadesca y eliminados como factores de trabajo; no hubo por ahí encomenderos que obligaran a los indios a trabajar para ellos; los extremeños, andaluces y castellanos que fundaron esos poblados tuvieron que convertirse en agricultores que abrieron las tierras nuevas con su propio esfuerzo y levantaron su cosecha con el sudor de su frente.65

Desde finales del periodo colonial había mestizos que también quedaron vinculados a la cultura ranchera dado que andaban y vestían a la usanza española, lo cual ya no correspondía con alguna etnia en específico, tornándose con el tiempo un estilo de vida y de ser asequible incluso para los indios, esto al menos en los campos del centro de la Nueva

Galicia.66 Estas condiciones, sostiene Barragán, se dieron gracias al arraigo de aquellos hombres libres en los márgenes de las grandes haciendas y los pueblos de indios. No

64 Brading, “El ranchero mexicano: campesinos y pequeños propietarios”, en Meyer, Ávila Palafox y Martínez Assad (coords.), Las formas y las políticas del dominio agrario. Homenaje a Frangois Chevalier, Guadalajara, CEMCA / Universidad de Guadalajara / UNAM, 1992, pp. 96-108. 65 Alba, Viaje al pasado. Memorias, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1958, p. 15. 66 Taylor, “Pueblos de indios de Jalisco central”, pp. 107-156.

65 pertenecieron a esos asentamientos y por tal tuvieron la inclinación por arrancharse en “tierras de pocos españoles y abundantes ganados”. Estos vaqueros y sirvientes errantes se movieron con la expectativa de afincarse donde los usos y la propiedad no les fuesen demandados. Paradójicamente, ese sujeto que en apariencia poco se sentía comprometido con sus vecinos y autoridades más distantes, fue el que posterior y casi indirectamente personificó la imagen que el liberalismo del siglo XIX intentó construir a través de la individualización de la tierra. Esta misma circunstancia es la que puede hacer distintos a los rancheros del siglo XIX con los del periodo colonial y con los del siglo XX. Sus posibilidades para acceder a la propiedad fueron mayores, lo mismo que su intervención y participación en los gobiernos y la justicia locales. Tal vez por su aislamiento voluntario, los rancheros de finales del periodo colonial lograron hacerse de riquezas que les permitieron estar más preparados para ejercer la propiedad individual. Algunos lo hicieron primero como arrendatarios y desde entonces lograron extender redes comerciales, aprovechando también el fruto de sus semovientes. Eran en esencia quienes sacaban mejor provecho de los bienes comunales, y una vez emitida la ley de desamortización de 1856, quienes aprovecharon su circunstancia para por fin ampliar o hacerse de alguna propiedad. En síntesis, se esperaba que ellos le dieran mejor uso a los bienes que los indígenas recién habían adquirido en propiedad, frustrando con sus acciones los supuestos ideales de la desamortización: volver a los indios propietarios en lo individual y así ser el modelo ideal de la ciudadanía en el entorno rural.67 Hubert Cochet ha demostrado la influencia que desde el siglo XVIII tenían las regiones del Bajío y, especialmente, las de Lagos de Moreno y Cotija, sobre la expansión ranchera que se dio en la sierra de Coalcomán durante el siglo XIX. Algunos rancheros se asentaron en la región en un principio como medieros en las haciendas, y otros por igual fueron atraídos por el reparto de tierras que se inició en Michoacán en 1828, presentándose, como lo define Cochet, un “enclave blanco”. Dicho establecimiento a la postre los llevó a tener conflictos con los pueblos de indios, con quienes se disputaron el uso de los bienes comunales pues, así como ese nuevo enclave ranchero sacaba provecho de las maderas de los montes, dejaba libre su ganado aun fuera de los límites de tierras que tenían derecho a

67 Barragán, Con un pie en el estribo, p. 105.

66 explotar. Esto, en palabras de Cochet, puede reconocerse como un “pastoralismo pirata” que a lo largo de los años les permitió reconocerse a sí mismos como dueños legítimos del territorio que iban ocupando.68 Este patrón, como se presentará en el caso particular de Lagos de Moreno, puede considerarse como característico de las sociedades rancheras del siglo XIX, las cuales generalmente consolidaron su asentamiento y virtual propiedad mediante un proceso lento de usurpación sobre los bienes comunes. Así lo ha constatado Ramón Goyas para el caso de la alcaldía mayor de La Barca, punto de entrada hacia los Altos de Jalisco, en donde la desaparición de los antiguos pueblos de indios permitió el desarrollo de las haciendas y ranchos ante una proliferación ganadera que, sin el repoblamiento indígena ahora a través de su mano de obra, fue un comercio difícil de mantener y expandir.69 Si los indios no pudieron o no supieron afrontar aquella supuesta oportunidad que los volvía propietarios a comienzos del siglo XIX con los recurrentes impulsos de individualización, algunos rancheros levantaron la mano para tomar ese papel. ¿Pero realmente era lo que se esperaba de ellos en el proyecto de las reformas liberales de la primera mitad del siglo XIX? A mediados del siglo XIX el viajero alemán Carl Christian Sartorius, asociaba los ranchos con pequeñas extensiones de tierra y muy parecidos a los cortijos españoles. Sus propietarios -los rancheros- dedicaban estas fincas ya fuera al cultivo o a la cría de ganados especialmente menores. Sin embargo, en las páginas de Sartorius es difícil reconocer una precisa definición de “ranchero”, a quienes situaba implícitamente entre los mestizos y los agricultores que se mantenían de la explotación de sus pequeñas propiedades. Se inclinaba por los primeros dado que los mestizos representaban el grueso de los pequeños propietarios y granjeros, y los consideraba una “clase industriosa, sencilla, valerosa y digna de confianza” y, en síntesis, “el corazón mismo de la nación mexicana”. Se inclinaba también por los segundos en vista de que los agricultores vivían al margen de las ciudades, de sus burócratas y dependientes. Esta clase de agricultores los había entre criollos y mestizos y disfrutaban de montar a caballo, pues es

68 Cochet, Alambradas en la sierra. Un sistema agrario en México. La sierra de Coalcomán, México, CEMCA / El Colegio de Michoacán, 1991,pp. 27-133. 69 Goyas Mejía, “Pueblos indios y propiedad en la alcaldía mayor de La Barca durante el virreinato”, en Liminar. Estudios sociales y humanísticos, vol. IX, núm. 2, diciembre de 2011, p. 169.

67 lo que más estimaban después de su mujer e hijos; eran conservadores en todos los sentidos: patrimonial y religioso; y liberales en cuanto a la forma de explotar la propiedad:

Es hombre apegado a viejos hábitos, a costumbres patriarcales, a la disciplina y el orden en la casa; es religioso, honesto en sus tratos, hospitalario y liberal; pero al mismo tiempo es morigerado y sencillo en su modo de vivir. Ha tenido pocas oportunidades de instruirse y, por lo tanto, es inculto y supersticioso; no tiene las refinadas maneras de la gente de la ciudad y no se restringe demasiado a sus pasiones. El amor y los celos le originan frecuentes enredos; el juego, en ocasiones, lo atrae, pero sólo en ocasiones festivas, cuando lo han excitado el baile y las bebidas.70

¿Realmente eran el “corazón mismo de la nación mexicana”, o acaso ésa fue sólo la impresión de los extranjeros? El prisionero de guerra francés, Ernest Vigneaux, tras haber escapado en Guadalajara de las fuerzas mexicanas, en su furtivo andar se dio el tiempo de conocer y tratar de cerca a los habitantes de los Altos de Jalisco y del Bajío. En este último punto llamó su atención el buen trato que recibió de la gente y entre algunos vaqueros encontró una “ignorancia prodigiosa” pese a sus audacias ecuestres, pues con su estilo de vida venturoso quedaban predispuestos al embotamiento. Eran ignorantes, decía, e incapaces de interpretar siquiera un mapa. Más de alguno le llegó a decir que eran “muy brutos”, pero a su parecer solo eran ignorantes. Al llegar al rancho de las Codornices, enclavado en el pueblo del Rincón (¿San Francisco del Rincón?), quedó impresionado por un espectáculo que ejecutaban otros personajes que igualmente llamaron su atención. Se trataba de una “recogida” (o charreada) en la que otros “caballeros intrépidos” ataviados de forma española demostraban sus virtudes en el manejo de la reata y en su manera de cabalgar. Poco después, al llegar a la hacienda del Comedero, dio con lo que a su parecer eran los contrastes de la sociedad rural: los peones y los rancheros. Según Vigneaux, el peón mexicano era un siervo, más de hecho que de derecho, y en nada se parecía al ranchero. Aquél apenas si vestía, era indolente y actuaba con la mínima capacidad moral e intelectual. Era rencoroso, rampante, y de sus filas salían aquellos léperos y vagos que asolaban las ciudades. Todo lo contrario era el ranchero, la vitalidad del país, “el futuro de sus instituciones, de su autonomía, porque él es francamente republicano y patriota”. En él destacaba la virilidad y su buen sentimiento de

70 Sartorius, México hacia 1850, México, CONACULTA, 1990 (1858), pp. 171, 277-278.

68 independencia; no era déspota como los citadinos. Apegado a ciertas creencias religiosas y a vivir de lo que le daba la tierra. La virtud del ranchero, insistía, se debía gracias a su abandono, dado que el hombre del campo no había estado cegado por el fervor furioso que producen las ciudades. Era hospitalario, leal y amoroso con su familia. Era tal la predilección de Vigneaux, que con un poco más de instrucción, pensó, esos rancheros 71 llegarían a constituir el nuevo temperamento de México. Es el momento en que surge la idea del ranchero como el digno representante de la ciudadanía rural mexicana, tanto que setenta años después y justo antes del brote cristero, el geógrafo estadounidense George M. McBride consideraba que los rancheros eran los “mexicanos típicos” del medio rural, y justo encontró que fue a partir de la ley Lerdo y las leyes de colonización que le sucedieron las que permitieron un incremento de los ranchos sobre todo en el norte y occidente del país, o bien, en regiones en donde la presencia indígena no fue significativa. Encontró que desde el fin del periodo colonial la mayoría de los rancheros eran mestizos y su contacto con los pueblos indígenas cada vez fue más estrecho pues, así como mantenían las costumbres de sus antepasados españoles, al igual aprendieron a laborar la tierra con la austeridad que caracterizaba a los indígenas. Sostuvo que su aislamiento de las grandes poblaciones, de los minerales y de las mejores tierras, generó en ellos una actitud indiferente hacia los proyectos nacionales, y en un futuro que no veía muy lejano calculaba que de ellos saldría la clase media que le daría estabilidad al país, pues sería capaz de obedecer la ley y mantener el orden sin resistencia alguna:

[...] es opuesto a los movimientos revolucionarios de cualquier índole y lo que más desea es que lo dejen tranquilo para cultivar en paz sus pocas hectáreas de tierra, sin ser molestado por la marcha de los soldados y las incursiones de las bandas rebeldes.71 72

Sin embargo, McBride olvidaba la estrecha relación que los rancheros guardaban con sus prácticas religiosas y que su indiferentismo y rechazo hacia la política central circunstancialmente los involucró en rebeliones que buscaban la defensa de ese aislamiento, de sus creencias y devociones, de su particular modo de subsistir. No en vano las políticas

71 Vigneaux, Souvenirs d'un prisonnier de guerre au Mexique, 1854-1855, París, Librairie de L. Hachette et Cia., 1863, pp. 433-434. 72 McBride, “Los sistemas de propiedad rural en México”, en Dos interpretaciones del campo mexicano, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, p. 142.

69 agraristas de la reforma de 1915 y la postura anticatólica que devino después los volcaron en una causa común y a veces violenta. No calculando esto, McBride todavía se atrevió a suponer que de haber existido más hombres como ellos, es decir, pequeños propietarios, se hubieran evitado tantas revoluciones: “El ranchero es una de las fuerzas estabilizadoras más 73 potentes que puede poseer el país”. El ranchero no podía ser ese ciudadano que buscaba el liberalismo decimonónico, no podía serlo ni lo quería, pues como ha sostenido Luis González, el ranchero era refractario a la nación y desobediente a las autoridades que no veía. Se interesaba solo por su entorno, por la “matria”, y no tenía más instrucción que la “crianza y el catecismo”:

Como quiera, el ranchero aún está lejos de ser un ciudadano ejemplar de la república. Ni acepta que la patria sea primero ni reconoce que a la hora de votar todos sean iguales, [...] ni confía en los planes, los discursos y las conductas de la autoridad suprema. El ranchero es una rémora para la democracia.73 74 75

¿Pero será justo creer que tales atributos eran propios de los rancheros dentro del occidente rural mexicano? Si bien la sociedad rural en general pudo no haberse sentido identificada con los proyectos nacionales, los indígenas fueron el sector que eventualmente tuvo más contacto con sus representantes locales, ya fuera como “beneficiarios” de los repartimientos de tierras, o por haber recibido la presión de la federación que, por medios coercitivos y hasta violentos, los incorporó a un nuevo cúmulo de reglas. Como lo ha identificado Peter Guardino para el caso de Villa Alta, en Oaxaca, el indiferentismo campesino e indígena hacia las políticas de los poderes federales y estatales se debió a que rechazaban regularmente las luchas y divisiones desatadas entre los poderes locales. Al menos en Jalisco esta actitud refractaria se diluía conforme avanzaba el siglo XIX, indígenas y rancheros se adecuaron poco a poco a las reglas del estado, ya fuera dialogando, negociando con él; pero cuando las medidas eran adversas, no descartaron ir más allá del reclamo.

73 McBride, “Los sistemas de propiedad rural en México”, p. 143. 74 González, “Del hombre a caballo y la cultura ranchera”, en Meyer, Ávila y Martínez (coords.), Las formas y las políticas del dominio agrario, p. 116. 75 Guardino, El tiempo de la libertad. La cultura política popular en Oaxaca, 1750-1850, Oaxaca, UABJO / UAM-I / El Colegio de Michoacán, 2003, pp. 411, 432.

70 Con base en reflexiones como ésta se puede considerar que la ciudadanía llegó inesperadamente a los rancheros, y éstos a su vez a los ideólogos del liberalismo, pues mientras que éstos esperaban terminar con las costumbres de los indígenas y, en general, con la desocupación en que se encontraba el grueso de la población rural, los rancheros o pequeños agro-ganaderos (como preferiría llamarlos Eric van Young) cubrían ese perfil casi sin pretenderlo. Recientemente se ha hecho una invitación a entender la ciudadanía fuera de sus ideales y presupuestos legales, incluso a dejar un poco de lado aquella visión que estima, principalmente en la historiografía, procesos inacabados de ciudadanía, como la que ejercían algunos pueblos al mantener la propiedad comunal o sus inclinaciones religiosas en medio de un proyecto que buscó eliminar tales prácticas; o la de vagos y criminales que eran refractarios al orden, la propiedad y demás valores cívicos. La propuesta es ver la ciudadanía a través de sus márgenes, de entender cómo se ejerció y no cómo se esperaba que fuera, dado que históricamente existieron sujetos que no se ajustaron a los parámetros de los tipos y modelos ciudadanos, lo cual pudo llevarlos a ignorar o rechazar esa supuesta garantía. 76 Los rancheros si bien no fueron el sujeto social que imaginaba el liberalismo a inicios del siglo XIX, en la práctica ejercían su ciudadanía utilizando los instrumentos legales de control para defender sus intereses, o bien, para ocupar importantes empleos administrativos y judiciales que les permitieron mantener el orden, las jerarquías y su prestigio. El protagonismo cívico y ejemplaridad moral de los rancheros en el México rural parece que fue más un evento repentino, lo cual representa un indicio del papel que jugó en el compendio de la ciudadanía orgánica mexicana. Asimismo, lo que muestran las impresiones de viajeros es que dentro del campo mexicano, en especial el jalisciense, ya cruzaban nuevas formas de poseer y usar la tierra entre una sociedad mayoritariamente mestiza que gustaba del habitus ranchero; es decir, a través del arrendamientos de tierras, la mediería y de la producción y explotación de ganados con expectativas más modestas. Estos hombres de campaña encarnarían al correr la segunda mitad del siglo XIX aquel ciudadano que se imaginaba como pequeño propietario por las primeras iniciativas individualizadoras.

76 López Caballero y Acevedo Rodrigo, “Introducción. Los ciudadanos inesperados”, en Ciudadanos inesperados. Espacios de formación de la ciudadanía de ayer y hoy, México, CINVESTAV / El Colegio de México, 2012, pp. 14-37.

71 Estas sociedades rancheras del siglo XIX difícilmente podían despegarse de su gusto por los animales, el cual se extendió progresivamente entre mestizos e indios a tal grado que llegaron a demostrar habilidades ecuestres, a lazar y montar como parte de su vida cotidiana. Su cultura ranchera ya no era exclusiva de los españoles y grandes ganaderos, pues había rancheros que combinaban la agricultura con la ganadería y la producción de mercancías como leche y quesos. Se hace esta relación entre agricultores y rancheros ya que comúnmente en los expedientes judiciales los agricultores aparecen como propietarios de pequeños ranchos. Por tanto, la mención explícita de “rancheros” para esta parte del siglo XIX debió quedar más vinculada ya sea con la historiografía y con el discurso a través de la literatura, la prensa y las memorias de los viajeros aquí mencionados, quienes en conjunto nos brindan un panorama, aunque subjetivo, de la sociedad del México rural.

Conclusiones

La conformación regional del estado de Jalisco a lo largo del siglo XIX evidentemente ya había sido configurada desde el periodo colonial, momento en el que se desarrollaron asentamientos y economías distintas que, para nuestro caso, perfilaron a las sociedades de Lagos y Ahualulco a perseguir y mantener formas de subsistencia y sociabilidad vinculadas con su medio geográfico y su interconexión con otras regiones. La sociedad laguense, por su parte, permaneció muy relacionada con varios puntos del Bajío, su mercado habitual. Sus sectores medios y más inferiores por igual estaban habituados a transitar por ese cinturón comercial empleándose en los distintos ranchos y haciendas que se hallaban extendidos. De esta manera, así como León o San Francisco del Rincón fueron puntos atractivos para jornaleros y pequeños comerciantes laguenses o alteños, Lagos igualmente lo fue para la población del Bajío o del sur de Zacatecas y Aguascalientes. De manera interna, la sierra de Comanja por igual continuó siendo muy necesaria para la subsistencia de muchos leñadores. Mientras, a inicios del siglo XIX la sociedad de Ahualulco quedó más vinculada con la ciudad de Guadalajara. Con los cambios producidos en el régimen de propiedad debido sobre todo el acelerado mercado de tierras que pudo haber desatado el reparto entre

72 indígenas en 1814, la especulación de varios prominentes propietarios de la región se hizo todavía mayor y grandes extensiones de tierra cada vez fueron quedando en menos manos. Como ya lo han supuesto William Taylor y Eric van Young, esto bien pudo haber producido el éxodo de indígenas y jornaleros hacia otras partes de la región, incluso hasta Guadalajara, para dedicarse al trabajo en las haciendas, a la producción y venta de artesanías, a la arriería o simplemente a un comercio de mucha menor escala con la compraventa de granos, frutas o animales. Estos pequeños intermediarios, también visibles en Lagos, pudieron haber preocupado a los grandes comerciantes y ganaderos pues se dudaba que sus mercancías fueran bien habidas, en espacial el ganado. Ello provocó que a lo largo del siglo XIX los nuevos o pequeños rancheros se organizaran y cuidaran entre sí para evitar, primero, ser víctimas de robo de ganado y, segundo, terminar comprando el de algún congénere vecino. La historiografía local que ha atendido el siglo XIX creo que nos ha arrojado a pensar el Jalisco rural bajo dos espectros sociales burdamente identificados, antagónicos: indígenas y grandes propietarios. Si he retomado estas sociedades es precisamente para desmenuzar un poco su conformación y valorar la relevancia que pudieron haber tenido otros actores medios. El siguiente capítulo no sólo es un intento por comprender los antecedentes de los marcos institucionales y de control del Jalisco rural, sino además una pequeña muestra de las formas políticas y de subsistencia de sus sectores medios en los márgenes de un estado todavía poco visible. De no hacer esta observación, creo que será más difícil imaginar la sociedad que se enmarca en la temporalidad concreta de esta investigación.

73 74 II. Usos y prácticas campiranas en los márgenes del estado

Introducción La propuesta que se hace a continuación es presentar una visión a ras de suelo tanto de la vida económica como de ciertas formas de subsistencia de la sociedad rural jalisciense en la transición de los siglos XVIII y XIX. Con esa advertencia, se propone el estudio de acciones y espacios que quedaban al margen del estado el cual no alcanzó a tomar verdadero control en el campo jalisciense, y si lo hizo, fue a través de aparatos de control o fuerzas de seguridad que tuvieron una composición híbrida (muy de acuerdo con las necesidades de cada localidad) e intermitente, sostenidas por los vecinos y aquellos que se sintieron más amenazados. En buena medida, es posible reconocer variedad de usos y prácticas consuetudinarios desde mediados del siglo XIX que aún se mantuvieron alejadas de la mirada del estado, el cual fue incapaz de normar varias esferas de la vida cotidiana de los pueblos. Más que el estado, los rancheros, comerciantes y pequeños propietarios fueron quienes se encargaron de vigilar los espacios más inmediatos a sus fincas, observando el acceso y tránsito de los forasteros y las costumbres de poblaciones vecinas que se introducían a sus terrenos, ya fuera sólo para cruzar, o bien, para extraer ganados, frutos y maderas. Se trataba de prácticas que, así como se hicieron de manera abierta en defensa de un derecho legítimo, otras veces también a sabiendas, muy posiblemente, de que tales acciones estaban fuera de la ley o que transgredían el régimen de propiedad privada. Por entonces, el estado en Jalisco careció por completo de leyes que atendieran cada aspecto de las relaciones sociales, lo cual parece respondió a que los intereses de los legisladores y jurisprudentes de entonces quedaron más inclinados a fortalecer las arcas del mismo gobierno, creando instrumentos que permitieran la captación de ingresos y que dieran marcha a una economía local, como fue el mercado de tierras. Materias como la salud, la higiene, la educación y hasta la misma seguridad pública aún permanecieron en manos de los pueblos y sus vecinos, quienes ante esa responsabilidad no esperaban mucho del estado.

75 Derechos sobre montes y bestias

Desde el periodo colonial la Corona reconoció el derecho de los pueblos que por costumbre ancestral tenían para sacar provecho de los pastos y montes en tanto que se reconocieron como bienes colectivos, sanción que se hizo recordar en 1758 por las leyes españolas que ordenaban a los dueños de estancias y bosques permitir el acceso a sus tierras a los pobladores vecinos para que cubrieran su subsistencia. 1 23Lo mismo sucedió eventualmente con los ganados mostrencos, cuando en los siglos XVI y XVII la ganadería novohispana en 2 general alcanzó una bonanza que fue difícil para algunos productores controlar sus hatos. Mucho ganado se volvió cimarrón y escapó a los montes, quedando a disposición de cualquiera que se topare con ellos. La Novísima Recopilación refrendó esta práctica (derecho) en la que quienes hallaren los ganados mostrencos tuvieron la posibilidad de apropiárselos toda vez que hicieran un manifiesto del hallazgo por sesenta días. Ambas prácticas o formas de derechos se mantuvieron todavía en el siglo XIX y su desuso y persecución se fue agotando en tanto una nueva legislación comenzó a limitar algunos espacios legítimos de la propiedad. En medio de tal estado de costumbres y derechos, no todas las prácticas fueron legítimas y hubo quienes aprovechaban la poca vigilancia que había en los caminos y los campos que hicieron de esos espacios el medio de su subsistencia. A finales del siglo XVIII Polonio Guizar, un labrador mestizo de Tlaltenango (localidad intermedia entre Guadalajara y Zacatecas), cuando podía se empleaba con varios propietarios; sin embargo, algunos de sus vecinos conocían su conducta y recurrencia al robo de ganados, siendo vigilado incluso por los tenientes de Acordada. Su vecino Cristóbal Santana afirmó conocerlo suficiente, pues de “chiquito era ladroncito”, y de mayor le llegó a robar algunas reses. Debido a las prisiones previas que Polonio tuvo, daba la impresión de que sus vecinos ponían cuidado sobre sus ganados.4 Tal vez por su cercanía con Aguascalientes, localidad que para fines del siglo XVIII hizo grandes extracciones de

1 Tortolero Villaseñor, Notarios y agricultores. Crecimiento y atraso en el campo mexicano, 1780-1920, México, Siglo XXI / UAM-I, 2008, p. 200. 2 Chevalier, La formación de los latifundios, p. 146. 3 Ley 5, Tit. XXII, Libro X. Novísima Recopilación, o Ley 8, Tit. XIII, Libro VI, Recopilación de leyes de Indias. 4 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 54, exp. 10, prog. 850.

76 ganado (particularmente desde la hacienda de Ciénega de Mata), Lagos y Tepic, algunos vecinos de Tlaltenango destacaron por ser importantes ganaderos. Durante el siglo XVIII operaban al menos en Zacatecas alrededor de 1,800 propietarios dedicados a la ganadería,5 y el caso de Polonio nos puede acercar hacia aquellos márgenes no tan formales de la vida en el campo jalisciense. Su simple existencia nos da cuenta del contrabando de reses que se incrementó a finales del siglo XVIII, cuando el precio de una cabeza se duplicó hasta llegar a los cinco pesos. Tratantes como Polonio garantizaron a muchos otros intermediarios precios más accesibles o, en su defecto, ganados que estaban exentos del monopolio de carnes: como el cerdo, la cabra y el pollo. Este cambio en el consumo de carnes hizo que los sectores más pobres de Guadalajara lo redujeran, o bien, lo sustituyeran con proteínas menos costosas, como el cerdo. Como Polonio hubo varios otros que se instalaron a inmediaciones de la ciudad de Guadalajara.6 7 Detrás de las tendencias y cifras favorables que caracterizaron a la economía ganadera de Guadalajara existieron flujos tal vez menos visibles que, si bien no impactaban directamente en el mercado de extracción, cumplieron un papel importante en el consumo interno de ganados y en la subsistencia de poblaciones y sectores intermedios. Acercándonos a lo que pudo ser, por ejemplo, la vida de un tratante de reses nos podemos dar idea de su intermediación en la vida social y en los juegos de poder. Así es como encontramos a Guillermo Guzmán, un tratante de ganado natural de Ameca que en 1808 aparentaba tener un comercio estable a través de la compra-venta de mulas bajo la ruta Zamora-Guadalajara-Amatitán-Tequila. Su comercio parecía resultarle muy estable al ser proveedor de bestias de algunos propietarios que entonces ya destacaban en la producción de vino-mezcal, como Thomas Orendain y Agustín Cuervo (Tequila), Ramón Cuervo e Ignacio Parra (Iztlán), y Rafael Pacheco (Amatitán). En sus correrías se acompañaba de su sirviente y compadre Desiderio Carrillo, a quien por cierto ya le debía algún dinero por el servicio de varios viajes. Pero cuando uno de sus notables clientes,

5 Esparza, Historia de la ganadería en Zacatecas, 1531-1911, Zacatecas, Universidad Autónoma de Zacatecas-Departamento de Investigaciones Históricas, 1978, p. 32. 6 Serrera, Guadalajara ganadera, p. 109; Young, La ciudad y el campo, pp. 56-57. 7 A diferencia de la Metrópoli, la mula en la Nueva España representó un híbrido mucho más útil para las faenas del campo, ya fuera para la carga o como medio de transporte, lo cual permitió que muy rápidamente se prefiriera su producción a la del caballo. Como apunta Serrera, aunque resultara ser una especie impura y minusvalorada según el sentir de los peninsulares, en la Nueva España llegó incluso a costar el doble que un caballo debido a su valor de utilidad, alcanzando los cinco pesos. Serrera, Guadalajara ganadera, pp. 189­ 197.

77 Thomas Orendáin, fue asaltado en su domicilio, él y su compadre Guillermo resultaron o sospechosos. Desiderio terminó por declarar que su compadre realmente no iba a Zamora, pues en un rancho a orillas de La Barca compraba reses robadas a un tal Matías, quien incluso preparaba las mulas con el fierro de su compadre, mismo que ponían sobre el que ya tenían algunas bestias. Según dijo Desiderio, Guillermo tenía regularmente este tipo de comercio con Matías y sus hermanos Marcelino y Vicente. Su compadre le hizo la advertencia que, aunque tales mulas le eran entregadas por esos vaqueros de La Barca, dijera que las habían conseguido en la villa de Zamora. Guillermo creyó que el fin no era bueno y terminó por confesar que efectivamente iban por ganado a La Barca. Al final, el ganado que recibió de Matías, fue robado de una finca de los hermanos Alejo y Juan José de la Mora. Así, ante el escribano receptor de la real cárcel, Matías de Argüelles, se le hizo la advertencia de que al haber comprado animales robados debía hacerse acreedor a la misma pena cual si los hubiera robado. Se le hizo la advertencia que como tratante de bestias debió desconfiar por el hecho de que la venta se la hicieron en lugares ocultos y “a precios tan bajos que luego dan a sospechar que la cosa que se vende es mal habida”. El ganado que entraba y salía de Guadalajara casi por fuerza debía pasar por las garitas donde había que demostrar su procedencia, destino y propiedad. Para el entorno comprendido de la Nueva Galicia y de la Nueva Vizcaya, los abastos de carnes debían ser regulados y autorizados por la Audiencia de Guadalajara, pues a finales del siglo XVIII ésta licitaba su venta e introducción a las distintas poblaciones mediante postura que presentaban los tratantes ganaderos. Aunque Eric van Young ha supuesto que los altos costos de la carne obligaron a los sectores populares reducir su consumo, vale hacer la reflexión de que éste fue sustituido no sólo por productos agrícolas, sino por proteínas en cierto modo procesadas. Así, es posible reconocer que los sectores populares tenían garantizada esta dieta a través de comunicaciones que dirigió la Audiencia a la junta municipal de Fresnillo, a la que exigió que no fuera gravado con impuesto alguno la venta de carnes secas o saladas y chicharrón de matanza, por ser éstos alimento de la “gente 8

8 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 171, exp. 17, prog. 2675.

78 pobre” .9 Por tanto, puede considerarse que con tales medidas la Audiencia no sólo cubría la alimentación de la mayor parte de la población con proteínas secas, sino que también atacaría de manera colateral el contrabando y el robo de reses. Para este periodo no se estiman las dimensiones precisas del robo de ganado ni de su relación con el comercio interno de carnes, aunque por testimonios sueltos y aportaciones historiográficas, ambas se reconocen como actividades recurrentes entre algunos sectores sociales y nos ayudan a suponer que el consumo de carne estaba muy extendido.10 Aunque se tiene conocimiento de la existencia de un reglamento de abasto de carnes para la Intendencia de Guadalajara, éste no ha sido localizado. En los Papeles de derecho de Juan José Ruiz Moscoso se pueden encontrar algunos asuntos relacionados con dicho abasto, como el remate que fue aprobado a Nicolás Enriques para surtir de carne a la ciudad de Guadalajara por el término de un año y extendido a ocho leguas a la redonda. No obstante, Enriques se comprometió a abastecerla hasta por tres años, pues no tuvo postor que alcanzara su puja. 11 12En cierto sentido, bajo este remate se estaba cumpliendo con la Recopilación de Leyes de Indias, que en su ley relativa al abasto de las carnicerías, no admitía que los remates se dieran entre clérigos, conventos y religiosos, sino entre personas 1 2 legas y llanas por el plazo de un año o el que considerara el gobierno de la provincia. De acuerdo con las ordenanzas de alcaldes de barrio reproducidas y adecuadas para la ciudad de Guadalajara en 1788, la vigilancia quedó a cargo de un nuevo grupo de comisarios de policía que se encargaría de conservar el orden, la tranquilidad y hasta la higiene públicos dentro de cada uno de sus cuarteles. Estas ordenanzas reconocieron el trascendental papel que tenía el elevado consumo y extracción de ganados, y por tanto creyeron conveniente establecer el cobro de un real por cada cerdo que se introdujera por el Puente del Río Grande, arbitrio que serviría para el mantenimiento de éste. Lo mismo se

9 Ruiz Moscoso, “Papeles de derecho de la Audiencia de la Nueva Galicia”, en Diego-Fernández Sotelo y Mantilla Trolle (estudio y edición), La Nueva Galicia en el ocaso del imperio español, Vol. II, Zamora, 2009, El Colegio de Michoacán / Universidad de Guadalajara, p. 360. 10 Ruiz Moscoso, “Papeles de derecho”, Vol. II, p. 377. Esto se puede corroborar cuando en 1797 la Audiencia exigió a los abastecedores de Zacatecas que la ración que anteriormente destinaban a los presos de las cárceles de sus respectivos distritos, después lo hicieran para la real cárcel, la cual por entonces carecía de suficiente carne. 11 Ruiz Moscoso, “Papeles de derecho”, Vol. III, p. 148. 12 Recopilación de Leyes de Indias, Ley X, Título VIII, Libro IV.

79 cobraría por el paso de otras mercancías como pieles, algodón, vino mezcal, aguardiente, 1 3 panocha y lana. Desde finales del siglo XVIII, el comercio que estaba por detrás del contrabando suscitó que las ventas del monopolio interno cayeran, y desde entonces se ha tenido razón de un comercio de carnes que comúnmente estuvo conducido por varias mujeres, quienes vendían ganado a precios mucho menores, algo que posiblemente estimuló su robo.13 14 Muy cerca de la ciudad de Guadalajara, en la villa de San Martín (entonces perteneciente a la jurisdicción de Tonalá), encontramos a una intermediaria con tales características que estableció dentro de la región de Guadalajara un mercado que posiblemente mantuvo la subsistencia de algún sector de la capital de la Intendencia. Ese fue el caso de Juana Bernal, alias la Chanita, una viuda española de 60 años de edad que en 1809 ya operaba como abastecedora de carnes. Durante la primera década del siglo XIX comerciaba con acarreadores y tratantes de reses valiéndose de éstos para abastecerse y vender sus productos.15 Es difícil saber realmente el giro comercial de Juana Bernal, así como afirmar que ella se dedicara abiertamente a comprar y vender reses “mal habidas”. Lo que sí se puede tomar en consideración es que mantuvo cierta relación con tratantes ganaderos que operaban en los alrededores de Guadalajara y que estaban bajo sospecha en sus respectivas poblaciones. En esa condición se encontraban Nicolás Delgado y Antonio Gutiérrez, de quienes se temió eran ladrones cuatreros. Por ejemplo, Delgado mantenía pleito con los indios de Tetlán por el robo que constantemente les hizo de sus plantas y animales, razón por la cual le perseguía Juan Antonio Garavito, teniente provincial de la Acordada en Guadalajara. En condición semejante se encontraba Gutiérrez, quien anteriormente fue preso por el mismo teniente Garavito por un caballo que se le encontró. En 1809 fue acusado de haber robado cinco bueyes en el punto de Tateposco, los cuales vendió a Chanita en San Martín advirtiéndole que dichos animales los había encontrado y que por tanto “no se descuidara con ellos y se los fueran a conocer”. Según dijo, la Chanita aceptó sin problemas la entrega matando las reses al día siguiente, y si tomó aquellas bestias fue

13 Ruiz Moscoso, “Papeles de derecho”, Vol. IV, pp. 190-192. 14 Young, La ciudad y el campo, p. 67. 15 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 101, exp. 7 y 17, progs. 1534 y 1544.

80 por “la ocasión de haberlos encontrado en el campo solos”, además de haber sido tentado por “el demonio” . 16 Juana Bernal defendió el buen giro de su comercio y aseguró que si compró las reses a Gutiérrez fue sin sospechar que eran robadas. Por tanto, las mató y consumió en su abasto vendiendo los cueros. Al verse implicada con quienes parecía eran sus proveedores, la Chanita debió carearse con Gutiérrez, encuentro tras el cual resultó declarada culpable. Una vez en prisión, su salud desmejoró y su hijo político solicitó fianza para que en su casa tratara su enfermedad. La Chanita terminó por morir en la cárcel sin haber obtenido esa gracia a tiempo. Posiblemente aquel proceso que se inició contra Juana Bernal puso bajo sospecha de las autoridades las transacciones que mantuvieron con ella otros tratantes de reses. Julián Ornelas, un gañán español que desde 1807 era acusado por varios vecinos del pueblo de Zapotlán de los Tecuaxes (hoy Zapotlanejo) por el robo de bestias dado que en 1810 intentó cruzar el puente de Tololotlán, 17 18jurisdicción de Tonalá, con la intensión de pasar algunos animales que le solicitó Juana Bernal. Al pasar mostró al teniente de Acordada de Zapotlán, José Luis Partida, el título del ganado para evitar pagar el peaje. Dicho título estaba a nombre de Juana Bernal. Cuando Ornelas fue detenido, en paralelo se seguía la causa contra Juana Bernal, por lo cual pudiera pensarse que algunos movimientos de ganado a inmediaciones de Guadalajara guardaban relación con el abasto de carne que mantuvo la Chanita en la villa de San Martín. No en vano, Alfonso Sánchez Leñero, alcalde ordinario de Guadalajara a la vez que prominente ganadero, lo interrogó por los tratos que tuvo con aquélla y las reses que le había vendido.19 Este caso expone a lo menos cuatro aspectos. En primer lugar, la existencia de flujos internos e informales del comercio y abasto de carne en torno a la ciudad de Guadalajara; en segundo, que en ellos participaron diversos actores sociales cuya intermediación no descartaba un mercado de bestias robadas; en tercero, la manera de proceder de la justicia ordinaria frente a una práctica que se multiplicaba por la región; y en

16 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 101, exp. 7, prog. 1534, f. 12. 17 Desde el siglo XVIII, el peaje en el puente de Tololotlán, como uno de los principales accesos a la ciudad de Guadalajara, suministró importantes ingresos para la capital de la Nueva Galicia alcanzando partidas que ascendían a los 1,700 pesos anuales. López Cotilla, Noticias geográficas y estadísticas del Departamento de Jalisco, Guadalajara, Imprenta del Gobierno, 1843, p. 28. 18 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 101, exp. 17, prog. 1544, f. 45. 19 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 101, exp. 17, prog. 1544, f. 16v.

81 cuarto, los intereses que tuvieron algunos particulares para controlar y darle cierta seguridad a sus giros comerciales, para lo cual se valieron del ejercicio del poder como representantes y mediadores judiciales, una predisposición que, como advierte John Tutino, se dio casi por todas partes al menos durante el periodo colonial.20 En lo que tocaba al uso y acceso a los bienes comunes, tales como aguas, maderas, pastos y montes, si bien durante la Colonia existía la propiedad privada, los márgenes de la propiedad rural normalmente no estaban lo suficientemente visibles y delimitados, lo cual tampoco quiere decir que aquellos espacios que carecieron de cercados o mojoneras debían considerarse comunes. Así como indígenas y poblaciones rurales entraron en conflicto con particulares por la invasión de tierras y explotación de sus propiedades, por igual hubo 21 propietarios que buscaron la manera de aprovechar bienes comunes de manera individual. Incidentalmente, la ganadería jugó un papel importante en estos conflictos que desde el siglo XVI tuvieron por lo general los pueblos frente a los ganaderos por el uso de esos espacios. Cuando el hato de éstos se multiplicaba, a veces no importaba si éste pastaba sobre tales tierras. Con la intención de resolver estas demandas, la Corona generalmente optó por dos soluciones: obligar a los ganaderos a construir sus propios cercados o reubicar a los pueblos inconformes. Esta interferencia de usos e intereses de particulares, como se verá más adelante, aun se presentaba hasta bien entrado el siglo XIX sobre espacios de territorio que aún permanecían sin estar plenamente delimitados. Márgenes en donde se efectuaban usos y esgrimían derechos que tras el diseño de nuevas leyes quedaban fuera de ellas. Aunque a mediados del siglo XVIII la Corona autorizaba los cortes de leña aún sobre propiedades particulares, éstos defendieron sus derechos alegando que sus tierras eran explotadas por los indígenas ya no con el fin de satisfacer una subsistencia, sino de engrandecer un comercio que rebasaba las prerrogativas que la Corona otorgaba a los 23 indígenas. 20212223

20 Tutino, Making a new world. Founding capitalism in the Bajío and Spanish North America, Durham and London, Duke University Press, 2011, p. 16. 21 García Martínez, “Los caminos del ganado y las cercas de las haciendas. Un caso para el estudio del desarrollo de la propiedad rural en México”, en Historia y Grafía, núm. 5, 1995. 22 León Meza, “El sistema productivo y comercial de la Nueva Galicia, siglos XVI y XVII”, tesis de doctorado en Historia por El Colegio de México, marzo de 2010, pp. 182-183. 23 Tortolero, Notarios y agricultores, pp. 200-201.

82 Ese sentir tuvieron los propietarios de la hacienda La Calerilla que se ubicaba a inmediación del pueblo de indios de San Juan de Ocotán, quienes a finales del siglo XVIII comenzaron a impedir que éstos ingresaran a sus tierras a cortar maderas, las cuales eran 24 vendidas en la ciudad de Guadalajara. A comienzos del siglo XIX el uso y valor de la tierra dio un vuelco vertiginoso que difícilmente es comprendido sin el sentido que adquirió la propiedad. A finales del siglo XVIII los usos y derechos que tradicionalmente tuvieron los pueblos de indios quedaron limitados en la medida en que algunos particulares daban cuenta de que la tierra comenzaba a tener un valor considerable en el mercado, ya fuera para su arrendamiento o venta.

II.I Justicias, sociedad y religión en el campo jalisciense

En los últimos años, algunas escuelas historiográficas de América Latina, en su interés por aproximarse a la historia del derecho desde una perspectiva menos formalista o dogmática, han dado con el estudio de los aparatos de justicia local tanto del Antiguo Régimen como de la fase poscolonial, por ser éste un periodo en el que se constituyeron y comenzaron a formarse los estados con instituciones híbridas y proyectos políticos que muchas veces quedaron sólo en eso. Este cambio de perspectiva intenta cuestionar la operación casi ininterrumpida de los marcos institucionales de los proyectos nacionales, y sus aportaciones características se desarrollan sobre espacios en donde la norma del legislador no llegaba fácilmente: el campo. Estas condiciones distanciaron aún más el diálogo entre las justicias del centro y las provincias al presentarse la transición de las independencias, momento en que los ayuntamientos daban cuenta de su autonomía y de su capacidad de administrar justicia, organizar elecciones y recaudar impuestos. Observar 2425

24 Serrera, Guadalajara ganadera, p. 335. 25 En el giro metodológico propuesto por la “historia crítica del derecho” las leyes y el “Estado” son vistos desde una perspectiva cultural, que al desnaturalizar su propia entidad son analizados desde una mirada más antropológica y local en busca de los discursos, actores y concepciones que les dieron origen. Esta corriente, razonada e impulsado por historiadores como Paolo Grossi, Antonio Hespanha, Pietro Costa, Carlos Garriga, entre otros, ha servido de apoyo para distintas investigaciones locales producidas en América Latina. Véanse, por ejemplo: Tío Vallejo, Antiguo Régimen y Liberalismo. Tucumán, 1770-1830, Tucumán, Universidad Nacional de Tucumán-Facultad de Filosofía y Letras, 2001; Rojas Gómez, Las voces de la justicia. Delito y sociedad en Concepción (1820-1875). Atentados sexuales, pendencias, bigamia, amancebamiento e injurias, Santiago, DIBAM, 2008; Agüero, Castigar y perdonar; Fradkin (comp.), El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la construcción del Estado en el Buenos Aires rural (1780-1830), Buenos Aires, Prometeo, 2008.

83 desde la frontera tal vez pudiera considerarse como la mejor manera de evaluar los alcances y la efectividad del estado. El interés sobre el funcionamiento de la justicia local ha generado en México y algunas regiones de América Latina múltiples investigaciones que han servido de marco de referencia para el presente estudio, y algunas arrojan conocimiento sobre las alcaldías provinciales de la Santa Hermandad. Sin embargo, en la Nueva España surgió una institución diferente: el Tribunal de la Acordada, creado por las presiones que recibieron a comienzos del siglo XVIII el virrey y la Corona por parte de los propietarios. Fue una institución judicial que se esperaba fuera capaz de vigilar y castigar los robos y el bandidaje que amenazaban las propiedades y la seguridad en el campo y en los caminos.26 La creación de la Acordada en la Nueva Galicia tuvo un origen semejante, pues la persona más interesada en instalar un tribunal de tales características fue un acaudalado propietario de Ahualulco: Manuel del Río, quien como como militar y subdelegado creyó estar en la mejor posición para ver por el bienestar de sus bienes bajo una propuesta que pudieron haber estimulado más propietarios como él. Realmente poco se sabe sobre las operaciones de la Acordada en la Nueva Galicia, pues la mayoría de las investigaciones han puedo mayor atención en el centro de la Nueva España. A lo sumo Barbara Montgomery se preguntó por el establecimiento de la Acordada en el Perú, pero lamentablemente las fuentes no arrojaron la información deseada, ya que a lo más pudo determinar que aquel tribunal continuó funcionando todavía en los primeros años de la era republicana. De no ser por la valiosa aportación de María Ángeles Gálvez

26 Los estudios sobre el Tribunal de la Acordada se han presentado de manera aislada a través de los últimos cincuenta años, y el primer periodo historiográfico se remonta a los años sesenta y setenta del siglo XX. El trabajo que inicia con esta línea de investigación es la tesis de Alicia Bazán Alarcón, seguida de las de Barbara G. Montgomery y Colin MacLachlan que, al igual que Bazán, construyen su investigación con fuentes provenientes del Archivo General de la Nación concentrando su atención al entorno inmediato a la ciudad de México. Bazán Alarcón, “El Real Tribunal de la Acordada y la delincuencia en la Nueva España”, Tesis de maestría en Historia de México, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 1964; Montgomery, “The evolution of rural justice in New Spain, culminating in the Acordada, and attempts by the Spanish Cromn to institute the tribunal in Peru”, Loyola University Ph. D., 1973; MacLachlan, La justicia criminal del siglo XVIII en México. Un estudio sobre el tribunal de la Acordada, México, Secretaría de Educación Pública, 1976. Ya muy recientemente, Odette Rojas retoma el conflicto que se desató entre la Real Sala del Crimen y el Tribunal de la Acodada debido a las muchas atribuciones que adquirió éste al aplicar justicia sin el procedimiento debido. Y, finalmente, está la investigación de Patricio Hidalgo, quien a diferencia de sus antecesores estudió la criminalidad rural en la Nueva España con fuentes especialmente obtenidas del Archivo General de Indias. Rojas Sosa, “‘Cada uno viva su ley’. Las controversias entre el Tribunal de la Acordada y la Real Sala del Crimen, 1785-1793”, en Estudios de Historia Novohispana, núm. 47, julio-diciembre de 2012, pp. 127-159; Hidalgo Nuchera, Antes de la Acordada. La represión de la criminalidad rural en el México colonial (1550-1750), Sevilla, Universidad de Sevilla, 2013.

84 Ruiz, con base en documentos del Archivo General de Indias, poco o nada se conocería sobre la Acordada en la Nueva Galicia, pues su investigación no sólo nos habla de una institución que buscó extender su control sobre los caminos y despoblados más remotos del centro del virreinato, sino que además generó una resistencia entre las autoridades 27 novogalaicas que buscaron extender más instituciones propias, como un tribunal. Pero ¿de qué leyes se valieron los jueces durante el periodo de transición? El cambio a los regímenes republicanos en América Latina orilló a los legisladores más radicales a pensar en un nuevo orden legal que rompiera, en primer lugar, con las leyes españolas y las costumbres que éstas privilegiaban, y que estuvieran encaminadas, en segundo lugar, a la formación de ciudadanos respetuosos a las leyes de una nueva “nación”. Tal circunstancia, de acuerdo con María del Refugio González, implicó una transición jurídica en dos sentidos: amplio y restringido. La primera hace referencia al cambio de gobierno o de régimen; mientras que la segunda, se asocia con un cambio de marcos legales, en principio por una constitución que fue seguida de un largo proceso de codificación. La creación del Código Civil de la ciudad de México en 1871 representó el final de esta transición en donde no sólo se sustituyeron leyes, sino que además se procuró la profesionalización de abogados y jueces, quienes debían abandonar el arbitrio judicial para abrazar el texto legal. Estos procesos de formación del estado llevaron a una transición jurídica que en la práctica y desde lo local hicieron que la administración de justicia combinara legislaciones de uno y otro régimen. Varias investigaciones recientes que abordan el tema de la historia de la justicia tratan sobre las dificultades a las que se enfrentaron algunos jueces al aplicar las leyes en medio de tales rupturas. Generalmente los magistrados y legisladores se instalaban en las capitales o en ciudades importantes, donde las novedades, que fueron pocas, se evaluaban para ser aplicadas en los juzgados. Se ponían a discusión, o a lo menos se conocían, los nuevos códigos y legislaciones, y en medio de esa transición las certidumbres eran pocas. En la provincia de Córdoba del Tucumán, por ejemplo, la transición judicial postindependiente no descartó la aplicación de la legislación hispana en la que incluso se mantenía incólume la racionalización cristiana del derecho, lo 2728

27 Gálvez Ruiz, La Conciencia regional en Guadalajara y el gobierno de los intendentes (1786-1800), Guadalajara, Unidad Editorial del Gobierno del Estado de Jalisco, 1996. 28 González, “Derecho de transición (1821-1871)”, en Beatriz Bernal (coord.), Memoria del IV Congreso de Historia del Derecho Mexicano, tomo I, México, UNAM-IIJ, 1988, pp. 433-454.

85 cual era bastante lógico en términos sociales, pues la ruptura sólo se estaba dando en el poder temporal.29 3031 En México, por igual se ha reconocido esa transcendencia de la legislación española, siendo María del Refugio González una de las primeras en advertirlo y considerarlo dentro de un marco de cincuenta años (1821-1871). Su interpretación ha sido un punto de partida de otros estudios locales como los de Jaime Hernández Díaz, Isabel Marín Tello, Leopoldo López Valencia y Mario A. Téllez, quienes han atendido la transición jurídica a través de la administración de justicia, la divulgación del derecho y el 30 establecimiento de los tribunales locales. Aunque la justicia de los gobiernos liberales siguió aplicando la legislación española, los legisladores se dieron a la tarea de crear, si no sus propias leyes, sí una legislación que rescatara las definiciones coloniales adecuadas a las circunstancias del siglo XIX. En el caso de Jalisco, el congreso local recopiló y publicó cada orden, ley, circular o decreto que tanto el Ejecutivo como el Legislativo emitieron desde 1824. No obstante, era cosa cotidiana que los jueces acudieran a la Novísima Recopilación de Leyes de España, a las Siete Partidas, o bien, a los manuales de jurisprudencia que desde España se introducían en la administración de justicia, como el Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia de Joaquín Escriche, los manuales de Práctica criminal de España de José Marcos Gutiérrez, quien asimismo anotó y reformó la obra de José Febrero. Pero no fue sino hasta mediados del siglo XIX, y ante la falta de una codificación nacional, en que nuevos manuales y recopilaciones de leyes fueron editados por abogados mexicanos; a saber, Las pandectas hispano-mexicanas de Juan N. Rodríguez de San Miguel, o el Nuevo Febrero mexicano editado por Mariano Galván Rivera, entre otros.

29 Agüero, “La justicia penal en tiempos de transición. La república de Córdoba, 1785-1850)”, en Garriga (coord.), Historia y Constitución. pp. 267-305. 30 Hernández Díaz, Orden y desorden social en Michoacán: el derecho penal en la república federal, 1824­ 1835, Morelia, UMSNH-IIH, 1999; Marín Tello, Delitos, pecados y castigos. Justicia penal y orden social en Michoacán 1750-1810, Morelia, UMSNH, 2008; López Valencia, “Entre la tradición y el imperio de la ley. La transición jurídica en Michoacán 1857-1917)”, tesis de doctorado en Ciencias Humanas, El Colegio de Michoacán, 2011; Tellez, La justicia criminal en el valle de Toluca 1800-1829, Toluca, El Colegio Mexiquense, 2001. 31 Leopoldo López Valencia ha encontrado incluso que en los últimos años del siglo XIX algunos jueces seguían aplicando las Siete Partidas sobre todo en los procedimientos, como fue la absolución. Esto pese a que se hallara bien establecida una propia legislación y códigos. López Valencia, Entre la tradición y el imperio de la ley, pp. 375-377.

86 Guadalajara y sus justicias rurales

Al cambio de los siglos XVIII y XIX la vida económica y política de la Nueva Galicia, atravesó por algunas transformaciones que parecían lógicas debido a las últimas reformas borbónicas, y fiscalmente determinantes al momento en que quedó instalado el Consulado de Guadalajara durante la última década del siglo XVIII. El poder económico de esta región decreció a principios del siglo XIX y un ejemplo de ello lo demuestra la disminución de la ganadería de extracción, hasta concentrarse en una economía generalmente interna. Las tierras para el ganado se redujeron para darle paso a un mayor desarrollo de la agricultura, 32 actividad a la cual se involucraron distintos grupos sociales, incluso algunos ganaderos. En ese mismo contexto, la sociedad de la entonces Intendencia de Guadalajara no tuvo más que reconocer otro tipo de autoridades investidas casi en las mismas personas que se mantuvieron en el poder desde tiempo atrás. Como refieren recientes investigaciones, las reformas borbónicas generaron una regionalización administrativa a través del municipio, mismo que adquirió cierta autonomía durante los primeros años de la era independiente, pues ante ausencia de un estado fuerte que los controlara continuaron con los arrendamientos y la creación de impuestos locales. Esto posibilitó una racionalización del poder a nivel local, en espacios donde anteriormente no llegó a existir un órgano administrativo capaz de coordinar sus distintas autoridades.33 En medio de estas reformas llegaron nuevas familias a Guadalajara e inmediatamente entendieron la manera de ejercer la política a nivel local sin desvincularse de sus empresas económicas. Por tanto, una vez que lograban establecer y expandir sus intereses empresariales, se hicieron de las clientelas y parentelas necesarias para ascender a posiciones claves de poder. En esa circunstancia se verían algunos prominentes ganaderos peninsulares, tales como Alfonso Sánchez Leñero, quien llegó a poseer una de las fincas rústicas más grandes de la Intendencia: La hacienda de Santa Lucía, de la cual extrajo hasta 800 toros en una sola remesa con destino al centro de la Nueva España. Asimismo, ocupó importantes cargos judiciales, como el de alcalde ordinario de primer voto en Guadalajara 323334

32 Young, La crisis del orden colonial, p. 253. 33 Tío Vallejo, Antiguo Régimen y Liberalismo, p. 153; Buve, “Los municipios y el difícil proceso de formación de la nación el siglo XIX. Algunas reflexiones sobre Tlaxcala”, en Miranda Pacheco (coord.), Nación y municipio en México. Siglos XIX y XX, México, UNAM-IIH, 2012, p. 20. 34 Serrera, Guadalajara ganadera, p. 151.

87 durante 1810. Sería difícil que al permanecer al frente de estas funciones, procurara, si no beneficiarse personalmente, al menos atender asuntos vinculados con sus giros económicos. Ya fuera como justicia o no, a Sánchez Leñero debió preocuparle, como ganadero, las operaciones de los tratantes de ganados, de los arrieros, de los abastecedores de carne, de los caporales, vaqueros y demás trabajadores de ranchos y haciendas que tenían contacto con animales; en fin, de velar porque los alcaldes de Hermandad y los tenientes de Acordada de todas las subdelegaciones vigilaran los caminos contra la amenaza de todo abigeo, ladrón y cuatrero. A lo largo de la obra pionera de Ramón María Serrera se nos ofrece, bajo estadísticas y nutridos estudios de caso, información sobre el desarrollo y caída de la ganadería de extracción, de las producciones y tipos de ganados que a través de su comercio (especialmente ganado mayor) concentraron algunas influyentes familias. Sin embargo, la obra de Serrera encierra varias interrogantes, pues da la impresión de tratarse de una economía que funcionó exclusivamente en los marcos de la legalidad; es decir, como si no hubiese sido amenazada o tenido como trasfondo prácticas al margen de las leyes, tales como el contrabando y el robo. Además, al poner principal atención en la producción de ganado mayor, dejó una franja vacía sobre las dimensiones del ganado menor (ovino, porcino y caprino). La explicación, como él mismo intuye, puede sustraerse a través del mercado que abastecía esta clase de ganado, que era generalmente interno y ejercido entre algunos pueblos de indios como parte de sus bienes de cofradía o de comunidad.35 36 Por lo general, el contrabando era difícil de detectar, pero se ha dado cuenta de intermediaros que aprovechaban su posición política para multiplicar sus ganancias a través de la reventa de ganados, como fue el caso del presidente de la Audiencia de Guadalajara, Santiago de Vera, quien junto a sus hijos instauró de manera ilegal una empresa que adquiría ganado, mediante coacción, a muy bajos precios. Los contrastes de esta producción frente a la extracción de ganado mayor eran abismales, pues si a finales del siglo XVI provincias como Lagos o Aguascalientes

35 Pocos años después de haberse dado a conocer en México la obra de Serrera, Eric Van Young anunció la poca claridad con que se interpretó el descenso de la producción y exportación de ganado a comienzos del siglo XIX, pues el cambio debió haber respondido, más que a las sequías prolongadas y matanzas excesivas, al giro de la economía rural que dio un nuevo uso a la tierra. En medio de tales transformaciones se desarrolló una economía informal nutrida por el robo y el contrabando a pequeña escala que se dio a inmediaciones de la ciudad de Guadalajara. Young, La ciudad y el campo, pp. 58-70. 36 Serrera, Guadalajara ganadera, pp. 325-380.

88 producían alrededor de cincuenta mil cabezas de ganado al año, los ganaderos indígenas de Tenamaztlán, por ejemplo, apenas si rebasaban las mil cabezas anuales, lo cual no quería decir que su producción careciera de importancia, pues básicamente era para el consumo interno. Al ser producto de bienes de cofradía, su venta estaba regulada por las autoridades eclesiásticas, las cuales organizaban subastas en donde ofertaban el producto a los mejores postores. Los conflictos entre párrocos y feligreses brotaron o se acentuaron debido generalmente a que las cofradías eran más supervisadas por los primeros. Al consolidarse su secularización en el cambio de los siglos XVIII y XIX se limitó a los párrocos el poder de decidir sobre la venta o arrendamiento de algún bien. A finales del siglo XVI, las cofradías de varios pueblos de indios (también de la región alteña como

Tepatitlán y Temacapulín) ya se destacaban con este giro económico.37 3839 A finales del siglo XVIII, al implantarse la nueva política fiscal por vía de las reformas borbónicas, se sabía de la estable capacidad financiera de los indios a través de sus bienes de cofradía y de comunidad y, en especial, de su producción ganadera; un tema poco estudiado para el siglo XIX. Como efecto de esta tendencia política, en Jalisco por ejemplo el congreso resolvió en 1835 que el expediente relativo a las reses que pertenecían a la cofradía de la parroquia de Compostela, desde entonces debía ser remitido al jefe político de Tepic.40 Silva Riquer insiste en la importancia de profundizar sobre este proceso dado que los pueblos de indios una vez que dejaron de verse obligados a los repartos de mercancías, tuvieron la facultad de dedicarse libremente al comercio entre los pueblos circunvecinos a la ciudad de México, cuyo ganado menor fue importante para el abasto de la capital. Del cobro de tales impuestos la Corona obtuvo jugosos recursos, una práctica que conservó la recién creada Secretaría de Hacienda en 1824 para recaudar de ahí la manutención del primer constituyente.41 Ahora bien, lo que también nos ayuda a sostener la

37 León Meza, “El sistema productivo y comercial de la Nueva Galicia”, pp. 188, 192. 38 Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, vol. II, Zamora, El Colegio de Michoacán / El Colegio de México, 1999, p. 461. 39 León Meza, “El sistema productivo y comercial de la Nueva Galicia”, p. 195. 40 Colección de los decretos, t. VII, 1a serie, p. 11. 41 Silva Riquer, “Participación indígena en el abasto de la ciudad de México. El caso del ganado entre 1831­ 1837”, en Bonilla y Guerrero (eds.), Los pueblos campesinos de las Américas. Etnicidad, cultura e historia en el siglo XIX, Bucaramanga, Universidad Industrial de Santander, 1996, pp. 155-170.

89 investigación de Silva Riquer, es que los pueblos de indios continuaron en la producción de 42 ganado menor, de la cual su beneficiario directo fue la capital. Para entender la especialización ganadera de los pueblos de indios al curso del siglo XIX es necesario conocer los usos que hicieron del ganado comunal. La investigación de Edgar Mendoza sobre el municipio de Tepelmeme, Oaxaca, reconoce que los indios ejercieron la ganadería a partir de la segunda mitad del siglo XVI, cuando tuvieron acceso a estancias de ganado menor. Pese a ser una actividad que acaparaban los caciques y que deseaban controlar tanto el clero como las autoridades locales, el comercio comunal de la ganadería se mantuvo, y con sus ganancias era posible financiar las fiestas religiosas. Algo que también se puede destacar es que el resguardo de los bienes que producía el ganado se mantuvo en constante oscilación a lo largo de los siglos XVIII y XIX, pues a la creación de nuevas cofradías varias cajas de comunidad se fueron quedando sin recursos, un proceso que se recrudeció al momento en que fueron aplicados los reglamentos de bienes de comunidad de finales del siglo XVIII, cuando la Corona exigió una contribución mínima a cada una de ellas. Como sucedió en Tepelmeme, varios pueblos de indios a inicios del siglo XIX continuaron ejerciendo de manera comunal sus bienes, y si anteriormente la Corona puso los ojos en las cajas de comunidad, los primeros ayuntamientos decimonónicos hicieron lo mismo, razón por la cual los pueblos preferían mantener sus bienes en cofradías. No obstante, un nuevo problema se desataría entre algunos cofrades y sus párrocos, pues éstos comenzaron a entender el nuevo valor económico de la propiedad; por tanto, así como arrendaban y vendían tierras a particulares (a lo cual tenían todo el derecho como administradores de esos bienes), lo mismo hacían con el ganado y demás efectos agrícolas de sus cofrades. Al menos para el caso de Jalisco se sabe poco sobre los mercados internos que abastecieron tanto los bienes de comunidad como los de cofradía, en donde el ganado jugó un papel importante para la subsistencia de sus productores, e incluso, para la de aquellos que de manera ilegal o ilegítima sacaban provecho de ese comercio, como los abigeos y los tratantes de bestias. A inicios del siglo XIX, los indígenas de Ahualulco así como poseían42 43

42 El mismo Silva Riquer ha supuesto algunas razones, siendo entre ellas que el ganado que producían los pueblos vecinos a la ciudad de México no podían recorrer largas distancias, como los puercos, especie que supone a la que se especializaron algunos indígenas en lo individual. 43 Mendoza, “El ganado comunal en la Mixteca Alta: de la época colonial al siglo XX. El caso de Tepelmeme”, en Historia Mexicana, vol. 51, núm. 4, Abril - Junio, 2002, pp. 749-785.

90 un sitio de ganado mayor como parte de sus bienes de comunidad, también contaban con bienes en la cofradía de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, constituidos por un sitio de ganado menor y tres caballerías.44 No obstante, lo que destacan otros estudios es que dichas tierras estaban generalmente arrendadas, pues para sus propietarios resultaba mucho más confiable contar con un pequeño ingreso, aunque fijo, que dedicarse plenamente a la producción de las mismas.45 De acuerdo con Serrera, y contrario a lo que sucedía en Tepelmeme y en varios puntos de Oaxaca, para los indígenas no era costeable dedicarse a la ganadería al no contar a lo menos con un rebaño significativo.46 Conocer el consumo y el número de expendios internos al menos de la ciudad de Guadalajara es una tarea difícil de resolver dada la poca información que se puede obtener; sin embargo, como lo ha demostrado el caso antes expuesto de Juana Bernal, encontramos que el ganado era una mercancía que se mantuvo muy bien valorada en el comercio informal. 47 Por tanto, en el curso de esas mercaderías el ganado debía recorrer largas distancias, condiciones que atraían tanto de tratantes de bestias como a aquellos que sólo querían aprovechar la oportunidad de tomar el que se les cruzara. Muy posiblemente a comienzos del siglo XIX Guadalajara fue de las pocas poblaciones dentro del estado que contaba con carnicerías o expendios de carne; fuera de ella, la venta de carnes y pieles generalmente se efectuaba a través de carniceros trashumantes, a quienes las autoridades pondría mayor control, hasta su casi desaparición a finales del siglo XIX.48 No en vano, el litógrafo italiano Claudio Linati, a través de sus impresiones que se llevó de la población mexicana, declaró que no había mejor personificación de la pereza y la suciedad que la de un carnicero ambulante, quienes casi

44 Serrera, Guadalajara ganadera, p. 344. 45 Menegus Bonermann, “Los bienes de comunidad de los pueblos indios a fines del periodo colonial”, en Escobar Ohmstede y Rojas Rabiela (coords.), Estructuras y formas agrarias en México, del pasado al presente, México, CIESAS / AGA, 2001, pp. 88-118. 46 Serrera, Guadalajara ganadera, pp. 346-347. 47 Por mención que en 1839 hizo el Reglamento para el arreglo del abasto de carnes de la ciudad de Guadalajara, es como sabemos que el ayuntamiento contaba con una casa para la matanza de ganado mayor y lanar ubicada en el antiguo pueblo de indios de Mexicaltzingo. Al frente de la casa quedaría un administrador quien vería que todos los ganados fueran legalmente adquiridos, y sólo él podía expedir las boletas para que las carnes fuesen trasladadas a los expendios. Otro propósito de la casa de Mexicaltzingo era centralizar la matanza de reses que algunos particulares efectuaban en sus propias casas para consumo personal. Colección de los decretos, t, VII, 1a serie, pp. 405-417. 48 Cossío Silva, “La ganadería”, en Daniel Cosió Villegas (coord.), Historia Moderna de México. El Profiriato. La vida económica, vol. VII, México, Hermes, 1974, p. 147.

91 por definición eran léperos que se cubrían solo con un manto ensangrentado mientras se paseaban por las calles de la ciudad fumando su cigarro.49

Ilustración 1. Carnicero ambulante

Boucher ainbulant dans México.

Fuente: Tomada de Linati, Costumes civils, lámina 19.

Como ya se indicó, si hubo una institución colonial que indirectamente se vio implicada en resolver asuntos relacionados con el ganado, fue precisamente el Tribunal de la Acordada, cuya jurisdicción se extendió formalmente, por orden del virrey Bucareli, hasta la Nueva Galicia en 1776 a través de sus tenientes o agentes locales.50 En 1745 el entonces segundo juez de la Acordada, José Velázquez Loera, de cuyo padre, Miguel Velázquez Loera, heredaría el cargo, ya tenía la intención de extender dicha jurisdicción debido a las acciones de algunos grupos indios del norte del virreinato, recomendación que por igual hizo en 1771 el visitador de la Nueva España, José de Gálvez a Bucareli. 51

49 Linati, Costumes civils, militaires et religeux du Mexique, Bruxelles, ChSattanino, 1830, lámina 19. 50 MacLachlan, La justicia criminal, p. 109; BPEJ, AHRAG, Ramo Civil, caja 446, exp. 10, prog. 7358, ff. 120f-120v. 51 Montgomery, “The evolution of rural justice in New Spain”, pp. 50, 72; Gutiérrez Gutiérrez, Los Altos de Jalisco. Panorama histórico de una región y de su sociedad hasta 1821, México, CONACULTA, 1991, pp. 361-362.

92 Hipólito Villarroel, quien además fue asesor de la Acordada, confiaba en su utilidad para la seguridad del virreinato, y por tanto creyó pertinente instalar un tribunal en la Nueva Galicia, justo en su capital: Guadalajara. Se trataría de un tribunal que contara con las mismas “facultades y prerrogativas” que el de la ciudad de México, con el que mantendría comunicación y auxilio.52 53 Aunque Barbara Montgomery señala que las ordenanzas de intendentes de 1786 debilitaron el poder de la Acordada, a nivel local las élites se hicieron de esa nueva normatividad para formar guardias de seguridad que incluso fueran reconocidas por la Corona. Ese fue el caso de Manuel del Río, quien como subdelegado en Ahualulco intentó ejercer también como juez de Acordada para el territorio de la Nueva Galicia. No fue sino hasta el periodo de Antonio Columna, penúltimo juez de la Acordada, cuando se estableció formalmente un tribunal semejante en la Audiencia de Guadalajara, justo y tardíamente, el siete de septiembre de 1811. Aunque se tenía consciencia de las previas solicitudes que hizo Manuel de Río para fungir como “Comandante en Jefe de la Acordada en la Nueva Galicia”, los fiscales de la Audiencia insistieron en el gran número de facinerosos y agavillados que había en los caminos y despoblados, y dado que no había “hacienda ni villa segura para ellos”, el tribunal de Guadalajara debía quedar sujeto a la Audiencia de la

Nueva Galicia.54 No se duda que con la incursión de los tenientes de Acordada la administración de justicia dentro de los pueblos generó conflictos de corte jurisdiccional con los alcaldes de hermandad, autoridades judiciales que a nivel estrictamente local perseguían a los infractores que ahora pretendía concentrar la Acordada.55 Para el caso del tribunal de la

52 Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben aplicar para su curación si se requiere que sea útil al rey y al público, México, CONACULTA, 1994, pp. 121-122. 53 Gutiérrez Gutiérrez, Los Altos de Jalisco, p. 356. 54 Bazán Alarcón, “El Real Tribunal de la Acordada”, pp. 205-206. 55 De acuerdo con Melina Yangilevich y María Paula Parolo, quienes han estudiado los jueces de la campaña argentina de principios del siglo XIX, la posición administrativa de esta clase de funcionarios (comandantes militares y jueces de campaña para el caso argentino) tiende a ser clave para entender tanto la formación del estado como las relaciones sociales y de poder dirimidas a nivel local. De igual manera dieron cuenta de las amplias atribuciones que tuvieron los jueces de orden militar, cuya función precisamente era perseguir los delitos de campaña, por encima de las funciones de los jueces y alcaldes locales. Yangilevich, “Crónicas de conflicto y desilusión. Prefecturas de campaña, juzgados de paz y comisarías en Buenos Aires (1857-1859)” y Parolo, “Entre jueces y comandantes. Formas de autoridad en la campaña de tucumana a mediados del siglo XIX”, en Barriera (coord.), La justicia y las formas de autoridad. Organización política y justicias locales en

93 Acordada de la ciudad de México, se ha demostrado las diferencias que tuvo con la Sala del Crimen de la Real Audiencia de México al momento de atribuirse cada vez mayor jurisdicción sobre la persecución de varios delitos. Esta manera de conducirse, de acuerdo con Odette Rojas, también reflejaba la crisis de la Acordada en vísperas de su desaparición, ya que la justicia ordinaria fue robustecida con la implementación de nuevos tenientes, como los alcaldes de barrio. 56 5758No obstante, estos empleados sólo tuvieron jurisdicción dentro de espacio urbanos, como en las ciudades de México, Oaxaca o Guadalajara, por lo cual, se puede inferir que la justicia rural no debió sufrir grandes cambios. Este proceso pudiera relacionarse con lo que sucedía en el campo jalisciense para esos mismos años, tiempo en que las hermandades locales se vieron subordinadas a los tenientes de Acordada. Los alcaldes de hermandad de la antigua provincia del Río de la Plata tenían un fuerte vínculo con la localidad que administraban, pues eran esencialmente vecinos “notables” nombrados por el cabildo. Generalmente no eran letrados y por consiguiente no tenían facultad sobre delitos graves, es decir, se consideraban como el directo antecedente de los jueces de paz y jueces conciliadores. Posiblemente el papel de los alcaldes de hermandad en México fue similar, una función que cayó normalmente en influyentes ganadores o productores a quienes parecía interesarles, primero, la seguridad de sus bienes y, después, la de los caminos y gente del campo. Una de las funciones básicas de todo alcalde de hermandad era precisamente conocer sobre “robos, hurtos y fuerzas de bienes muebles y semovientes”. Con estas facultades, por ejemplo, era imperiosa la necesidad que tuvieron algunos productores ganaderos para que estas acciones se persiguieran de manera contundente, o bien, ocupar esa función para verificarlo personalmente. Es probable que con ese impulso se animara a participar Miguel del Portillo, de quien se tienen indicios heredó importantes fincas ganaderas tanto en Toluquilla como en Tlajomulco. Su padre, Miguel del Portillo y Zurita, llegó a extraer hasta seis mil reses a Nueva España en un periodo de diez años a finales del

territorios de frontera. El Río de la Plata, Córdoba, Cuyo y Tucumán, siglos XVIII y XIX, Rosario, ISHIR CONICET-Red Columnaria, 2010, pp. 129-153, 107-127. 56 Rojas Sosa, “’Cada uno viva su ley’”, p. 156. 57 Garavaglia, “La cruz, la vara, la espada. Las relaciones de poder en el pueblo de Areco”, en Barriera (coord.), Justicias y fronteras. Estudios sobre historia de la justicia en el Río de La Plata (Siglos XVI-XIX), Murcia, Universidad de Murcia / Servicio de Publicaciones, 2009, pp. 93-94. 58 Ley I, Tit. XXXV, Libro XII, Novísima Recopilación.

94 siglo XVIII. 59 Al frente de las haciendas Toluquilla, Santa Cruz y San José de Huaje, Miguel del Portillo solicitó ante la Audiencia de Guadalajara ser alcalde de hermandad del distrito correspondiente a sus haciendas, incluidas dos leguas a la redonda, debido a la “frecuencia de latrocinios y salteos en despoblados y caminos”. En septiembre de 1794, a los pocos días que Portillo presentó su solicitud, el fiscal de lo civil de la Real Audiencia, Ambrosio de Sagarzurieta, le dio a conocer la respuesta de los oidores y presidente, quienes le autorizaron la comisión de Alcalde de la Santa Hermandad por “todo el valle de Toluquilla, haciendas propias, las que tenga en arrendamiento, administración, o en otra cualesquiera manera”, así como cuatro leguas más a la redonda de cada una de sus haciendas; esto pese a la advertencia que hizo el fiscal Sagarzurieta de lo perjudicial que sería colocar comisiones tan extensas en alcaldes que eran incapaces de vigilarlas.60 Ante la introducción de los tenientes de Acordada, éstos quedaron por encima de los alcaldes de hermandad, y en adelante debieron actuar bajo las órdenes del Real Tribunal y con independencia de la sala del crimen de la Audiencia.61 Como lo sostiene Colin MacLachlan, esta institución no fue bien vista por la Audiencia de Guadalajara, cuyas autoridades se rehusaban a prestar los auxilios necesarios a los tenientes provinciales de la Acordada establecidos dentro de cada subdelegación. Sin embargo, en los primeros años del siglo XIX existe la interrogante de si tuvo una presencia subordinada en la Intendencia de Guadalajara o si realmente ejerció control con la capacidad de sentenciar a nivel local a los reos que lograba contener en la cárcel real.62 En respuesta a tales conflictos jurisdiccionales, el virrey Branciforte dejó en claro que entre ambas autoridades, acordadas y jueces ordinarios, debía existir mayor colaboración permitiendo a los jueces locales realizar las persecuciones y capturas de los salteadores y sospechosos hasta elaborar los correspondientes sumarios. La sentencia debía correr a cargo directamente del Real Tribunal.63 Posiblemente las quejas de la Audiencia de Guadalajara no cesaron frente a las acciones de los tenientes provinciales, quienes debían presentar su pase de título como comisarios de Acordada. Pero algunos de éstos no respetaban tales disposiciones, al grado

59 Serrera, Guadalajara ganadera, pp. 156-158. 60 BPEJ, Manuscrito 315, Papeles de Derecho, Vol. I, 1800, f. 290v. 61 MacLachlan, La justicia criminal, pp. 114-115. 62 MacLachlan, La justicia criminal, pp. 153-154. 63 BPEJ, Manuscrito 315, Papeles de Derecho, Vol. I, 1800, f. 311.

95 de que en 1799 se le informó al juez mayor de Acordada sobre la corrección que se hizo al teniente provincial Nicolás Garavito, quien parecía actuaba con poca consideración de los ministros y alcaldes ordinarios, sin dar cuenta a su jurisdicción y sin siquiera conducirse “por oficio o de palabra”, al oidor semanero. Tal parece que el teniente Garavito además perseguía arbitrariamente cualquier delito, sin respetar aquellos que fueran leves y que eran materia de los alcaldes ordinarios.64 De acuerdo con María Ángeles Gálvez, la constante intromisión (como era visto desde la Nueva Galicia) del virrey y el tribunal de la Acordada sobre la jurisdicción de la Intendencia de Guadalajara, desató un nuevo episodio que puso a prueba la conciencia regional de Guadalajara, y con ello una lucha por conservar su autonomía. Sobre todo en tiempos de la intendencia de Jacobo Ugarte y Loyola (1791-1799), se demostró una abierta oposición frente a las iniciativas y acciones del virrey (concretamente el Marqués de Branciforte) quien buscó administrar justicia más allá de la Nueva España. Ugarte, bajo el consejo de su fiscal Sagarzurieta, ya desarrolló un proyecto para administrar justicia, aunque con independencia de la Acordada, sí con su reconocimiento. El plan fracasó y en respuesta el virrey comisionó al juez del tribunal de la Acordada para que administrara justicia personalmente. Una experiencia que le hizo ver al entonces juez Santa María y

Escobedo, lo difícil que era administrar y supervisar la justicia en tan extenso territorio.65 A principios del siglo XIX las labores entre la Acordada y las justicias locales llegaron a cierto acuerdo en el que los reos eran quienes llevaban la peor parte, pues al mantenerse varias comunicaciones entre el juez del Real Tribunal y los alcaldes ordinarios (algo que incluso se prolongaba por meses), los reos quedaban en la cárcel real de la Audiencia hasta recibir su sentencia. Como se ha podido constatar en algunos documentos de la misma Audiencia, los tenientes de Acordada se encargaban precisamente de la aprehensión de todo sospechoso de robo, mientras que las justicias ordinarias locales preparaban los sumarios para que así y a la distancia el juez del Real Tribunal emitiera su sentencia, o bien, aconsejara a los jueces ordinarios sobre qué proceso debía continuar la causa.

64 BPEJ, Manuscrito 315, Papeles de Derecho, Vol. II, 1800, f. 329v. 65 Gálvez Ruiz, La conciecia regional en Guadalajara, pp. 297-301.

96 Tras la muerte de Antonio Columna en 1812 se nombró como juez de la Acordada a quien entonces fuera capitán del regimiento de dragones de la Nueva Galicia, Luis Quintanar, cargo que finalmente no llegó a tomar debido tal vez por las necesidades de sofocar las rebeliones insurgentes. De cualquier manera, el tribunal fue disuelto con el surgimiento de la Constitución de Cádiz. Pero, ¿realmente se tuvo conocimiento de ello en los juzgados? Como se mostrará más adelante, en la Intendencia de Guadalajara la justicia rural mantuvo en funcionamiento la Acordada aún después de 1814, aunque más por desconocimiento que por el interés de mantener las atribuciones de quienes representaban aquel tribunal. Aunque las Ordenanzas de 1786 establecieron tenientes de justicia en cada una de las subdelegaciones, Menéndez Valdés refiere que no todas contaban con el propio,66 lo cual nos hace creer, como ha sostenido Marina Mantilla, que en aquellos puntos sin aparente justicia ordinaria se mantenía el control militar.67 El régimen de intendencias al haber traído un reacomodo de los poderes regionales instaló tenientes letrados en materia civil y criminal. En el diseño de esa nueva red de empleados debían asesorar (e incluso sustituir) al intendente, a los subdelegados y hasta a los alcaldes ordinarios. En la cima de la “causa de justicia” estaba el intendente, pues en el caso de las provincias a éste correspondió resolver en segunda instancia. Por tal, ellos debían velar porque sus subalternos (subdelegados y alcaldes) no cometieran abusos y procedieran con apego a todas las leyes de Indias al aplicar justicia en sus pueblos. En su “causa de policía” las Ordenanzas refrendaron la persecución contra “ociosos y malentretenidos”, tipos sociales altamente señalados y reprobados al poner en riesgo a los “bienaventurados” de los pueblos. Se puso la misma atención contra los “vagamundos” o “mendigos de profesión”, pues si se resistían al trabajo continuo debían ser destinados al servicio a las armas, a trabajar en las minas o al presidio forzado.68 Justo a través de la lectura que se puede hacer en las Ordenanzas encontramos la subordinación que tenían las justicias locales con relación al Tribunal de la Acordada, dado que los intendentes tendrían que garantizar que tanto los alcaldes ordinarios como los de hermandad debían auxiliar a

66 Menéndez Valdés, Descripción y censo de la Intendencia de Guadalajara. 67 Mantilla Trolle, “La Ordenanza de Intendentes en la Audiencia de Guadalajara”, en Jurídica Jalisciense, núms. 43-44-45, julio-diciembre de 2010, pp. 196-217. 68 Arts.59 y 60. Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de Intendentes de exército y provincia en el reino de la Nueva España, 1786.

97 los ministros de aquel tribunal en la persecución de “ladrones y otros delincuentes públicos” .69 7071 Onofre Andrade, alias Marañas, era un hombre que tenía la fama de ladrón de ganados y principalmente se movía por las subdelegaciones de Etzatlán, Compostela y Ahualulco. Por tales actividades ya había sido reducido a prisión en Ahuacatlán, de donde al poco tiempo se escapó. La subdelegación de Ahuacatlán contaba con dos importantes haciendas y una cofradía en la que se criaba ganado vacuno, caballar, mular y lanar; y fuera de ese giro, la población no tuvo otra actividad más que la siembra y la arriería. Asimismo contaba con un curato administrado por franciscanos, su propia cárcel y un teniente de justicia. Pero para demostrar la franqueable acción que se ejercía sobre aquellas jurisdicciones en materia judicial, a inicios de 1815, el coronel Manuel del Río actuó como juez de Acordada por varias subdelegaciones aun cuando este tribunal ya estaba aparentemente extinto. Ante las autoridades locales, del Río es referido como el juez, jefe principal o “comandante en jefe” del real tribunal de la Acordada, y precisamente él fue quien interrogó a Andrade. Al indagar sobre su “vida, hechos y costumbres”, personas que lo conocían afirmaron que “de pública voz y fama” Andrade era ladrón, ya que desde pequeño robaba puercos flacos, para después robar bueyes y mulas en las haciendas. Era tal su dedicación que incluso, afirmó alguno, llegó a demostrar destrezas ecuestres “para lazar 71 los ganados aun en los precipicios”. Así, Andrade tenía en su contra la notoriedad y fama de sus malos actos, sobre todo porque estas opiniones vinieron de gente con prestigio político y económico dentro de la región, como entre indios caciques y principales, hacendados y autoridades políticas. Por tal, después fue remitido con una barra doblada en los pies a la real cárcel de Guadalajara, lugar desde donde Manuel del Río intentó dictar sentencia, pues a fin de cuentas fungía como juez de Acordada. A Andrade le fue leída su confesión inicial, la cual, sin más opciones, ratificó y su causa fue remitida al procurador o defensor de presos, quien no pudo iniciar su alegato puesto que del Río retuvo la causa durante meses debido muy posiblemente a que las autoridades locales se venían enterando de que la Acordada fue

69 Art. 69. Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de Intendentes. 70 Menéndez Valdés, Descripción y censo de la Intendencia de Guadalajara, p. 86. 71 BPEJ, AHRAG, “Causa criminal contra Onofre Andrade, alias Marañas, por hurtos de bueyes”, 1815, caja 65, prog. 2579, f. 18.

98 inhabilitada; por tal, optó por remitirla al alcalde ordinario que la inició. El fiscal de la Audiencia reprochó tanto a del Río como al alcalde la iniciativa que tomaron. Del mismo modo, consultó al intendente la manera en que se debía proceder en esa clase de causas con evidente injerencia de la Acordada, pues a su entender dicho tribunal no se encontraba restablecido. Efectivamente, el intendente de Guadalajara, José de la Cruz, fue informado por el virrey de que la causa no debió resolverse sino por esa instancia. Por tanto, la determinación que tomó el fiscal fue haber procedido como precisamente lo había hecho Manuel del Río: que la suerte de Andrade se resolviera en primera instancia. Para aquel tiempo (1816), ya había pasado más de un año de cuando se inició la causa; sin embargo, aun faltaría el recurso de su defensor, quien a nivel local acudió a más testigos para intentar demostrar que Andrade guardaba algo de honor, dado que, tal vez por mero protocolo, cabía la posibilidad de que alguien diera fe de su “regular conducta [y] dedicación a su trabajo del campo del que subsiste y se mantiene con hombría de bien”. 73 Para conseguirlo había que encontrar otros testigos, como el cura de Ahuacatlán. Lamentablemente para Andrade el recurso no funcionó pues ningún testigo afirmó tal cosa. Su defensor, José María Parra, sólo propuso que por sus acciones podía ser merecedor a un año, “o cuando más a dos”, de obras públicas. Pero al final ¿qué legislación aplicó el alcalde de Ahuacatlán? Pues bien, si se apegaba a la “ley de Partida y doctrinas” sería acreedor a la pena de muerte,72 7374 75lo cual tal vez le pareció un exceso; por tanto, vio más convenientes aplicar la práctica local “por diversas consideraciones que nos rigen respecto de los de ultramar en la Península”. De esta manera, fue “de sentir” que lo más conveniente era aplicarle la pena de ocho años de presidio. Creyendo proceder en buena medida, remitió su sentencia a la Real Audiencia, donde le hicieron ver las faltas que cometió pues ni siquiera se les hizo saber la sentencia ni al reo ni al defensor. Además, a juicio del fiscal, la sentencia fue completamente arbitraria tras no hacerse una adecuada valoración de las leyes relacionadas con los delitos cometidos, pues tanto las Partidas como la Recopilación de Leyes de Castilla estimaban la pena de azotes. En cierta manera lo que buscaba el fiscal

72 BPEJ, AHRAG, “Causa criminal contra OnofTe Andrade”, 1815, caja 65, prog. 2579, f. 34. 73 BPEJ, AHRAG, “Causa criminal contra OnofTe Andrade”, 1815, caja 65, prog. 2579, f. 36. 74 Posiblemente el alcalde estaba sancionando por la reincidencia en el robo de ganado, pues en la Novísima Recopilación de Leyes de Castilla dicha práctica efectivamente debía llevarse al último suplicio. Ley XI, Título XV, Libro XII. 75 Ley XXV, Título XIV, Partida 7a; Ley III, Título XIII, Libro VIII, Recopilación de Leyes de Castilla.

99 era que el castigo fuera ejemplar para la sociedad aplicándole una pena de 50 a 200 azotes en la picota. Así, en abril de 1818 Andrade recibió cincuenta azotes en público para después cumplir con cinco años de presidio.

Nuevas justicias rurales: jurados, guardias y acordadas

Los primeros gobiernos de Jalisco no sólo se preguntaron por cuál legislación aplicar al momento de organizar una nueva administración de justicia, sino además qué clase de autoridades había que instalar en todo el territorio del estado. Al presentar su primer informe de gobierno en 1826, Prisciliano Sánchez dio cuenta de la difícil tarea que representaba transformar tanto las justicias como los gobiernos políticos en el interior del estado, y por más que se reglamentara su creación como lo dictaba la constitución recién adoptada, en muchos municipios continuó el “triste abatimiento e ignorancia en que se mantuvo a los americanos por tantos años”. A diferencia del ímpetu mostrado cuando fue legislador, reconoció que la implementación del sistema republicano sería lenta, y sin la ayuda de instrucciones sencillas y “acomodadas a su alcance” (tales como manuales y cartillas para formar padrones y elecciones, recaudar fondos y administrar justicia) sería igualmente imposible inculcarles el amor patrio. En lo tocante a la administración de justicia no encontró más que dos opciones: “leyes terminantes y claras que dispongan lo que debe hacerse por regla general en la ocurrencia de los casos; y jueces incorruptibles que las apliquen particularmente cuando el caso llegue” . 76 Sobre el primer aspecto, Sánchez confiaba que en muy poco tiempo el congreso tendría redactada una codificación que fuera capaz de valorar y renovar la legislación, pero mientras se daba esa gran aportación, el congreso se dio a la tarea de estudiar las legislaciones de otras repúblicas y de otros estados del país. No obstante, la legislación española era la más conocida, a la que los jueces estaban más acostumbrados y, evidentemente, la que se seguía aplicando por casi todo el territorio mexicano. Pese a ello,

76 Prisciliano Sánchez, “Memoria sobre el estado actual de la administración pública del estado de Jalisco, leída por el Excmo. Sr. Gobernador del mismo ante la Honorable Asamblea Legislativa el día 1° de febrero de 1826”, en Urzúa y Hernández (investigación, comp. y notas), Jalisco, testimonio de sus gobernantes, 1826­ 1879, t. I, Guadalajara, UNED, 1987, p. 60.

100 no había que adoptarla plenamente dado que las “virtudes populares que hoy son el alma de nuestro actual gobierno fueron crímenes horrendos en el absolutismo”. Sobre el segundo aspecto, la promoción de “jueces incorruptibles”, las condiciones en la mayor parte del estado no eran propicias para instalar jueces letrados o de derecho, razón por la cual, como lo manifestó al ser legislador, era viable extender las funciones de los “jueces de hecho”, es decir, de los jurados. Éstos no tenían conocimiento alguno sobre las leyes, pues lo único que calificaban era la existencia o no de los hechos, de las acciones, “y ya se ve que para esto no se necesita más luz que la que ministra la naturaleza a todo hombre que no está destituido de la razón”. Por tanto los jueces de derecho, auxiliados de esa manera por los jurados, sólo deberían “valorar” la culpabilidad de los acusados para así aplicarles la ley.77 Ese sistema de administración judicial recibió sus críticas por alguna fracción parlamentaria, pero Sánchez rectificó y aseguró que con los jurados la sociedad se vería más involucrada con sus instituciones, o bien, se pondría en práctica la ciudadanía entre los pueblos. El sistema tenía sus errores, advirtió, pero si no se tomaba el riesgo, jamás se llegaría a la perfección:

Los pueblos han entrado en necesidad de obrar: los ciudadanos han puesto en ejercicios sus facultades intelectuales; el uso facilita las operaciones y encamina el acierto. Esperemos, pues, el tiempo, y no desconfiemos de la empresa. [...] He despachado hasta el día negocios de una esfera para mi desconocida, me veo a la frente de un pueblo, que aunque dócil, es todavía neófito en las nuevas instituciones.78

Las justicias rurales tanto del periodo colonial como del siglo XIX operaban comúnmente por influjo de distintos marcos, como el de la legalidad, pero mucho también por el de la costumbre y el sentido común. Se trataba de distintos niveles de justicia que no sólo

77 De acuerdo con el Capítulo III de la Constitución del estado de 1824, relativo a los “Tribunales”, se establecía que en las causas criminales que merecieran pena corporal habría jueces de hecho, quienes serían nombrados en la cabecera de cada ayuntamiento y sus funciones se limitarían exclusivamente “a declarar si el preso es o no autor del hecho”. Artículos 224 a 227, Constitución Política del estado de Jalisco. 1824. En el reglamento de administración de justicia de enero de 1825 ya se hablaba de la manera en que se nombraría estos jueces, los cuales no debían de rebasar de 27 individuos por cada ayuntamiento. Su elección era secreta y debían ser removidos cada mes. Era requisito de los electores: ser ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, mayores de veinticinco años, vecinos y residente del ayuntamiento de donde resultaran elegidos, y “de probidad conocida”. Para que no quedara alguna suspicacia de que entre ellos pudiera existir alguna ventaja en el conocimiento de las leyes, fueron excluidos los alcaldes, los jueces de primera instancia y los diputados locales. Colección de los decretos, t. I, 1a serie, pp. 126, 438. 78 Sánchez, “Memoria”, pp. 63-64.

101 impartían las autoridades reconocidas por la Corona o el estado, sino además de la que también suministraron ciertos grupos de poder que incluso fueron forzados a aplicarla. Ya fueran los borbones o los sucesivos gobiernos liberales, ambos encontraron en el prestigio e influencia de hacendados y demás propietarios locales la ruta para poder instalar cierto orden y seguridad adonde las autoridades del centro no alcanzaban siquiera a observar. Aunque la justicia dentro de las haciendas no estaba regulada por el gobierno, ello no quiso decir que no existiera ni que fuera prohibida. No sólo era una justicia que el patrón aplicaba a sus sirvientes a veces en apego a sus relaciones paternalistas, sus funciones iban todavía más lejos, pues las haciendas no sólo eran fincas destinadas exclusivamente para el desarrollo de cierto giro económico, ellas contenían poblaciones complejas, tanto que algunas llegaron a constituir su propio ayuntamiento durante el siglo XIX. No era raro, por tanto, que el hacendado a veces fungiera como juez y sus mayordomos como 80 verdaderos comisarios, para darle forma así a “la justicia del patio de hacienda”. Durante los primeros años del periodo independiente, resulta impensable la justicia rural sin la existencia de las milicias cívicas, y posteriormente de las denominadas “guardias nacionales”. Sobre la operación de estas guardias realmente se sabe poco para el caso de Jalisco, y una noticia interesante se puede obtener de las memorias del viaje que hizo en 1850 a su paso por los Altos de Jalisco la soprano inglesa Anna Bishop. En su trayecto encontró patrullas compuestas por agricultores y residentes de los pueblos que protegían los montes y los caminos de los ladrones, aunque posiblemente estas fuerzas fueron más visibles debido a su propia visita. Una impresión semejante se llevó el abogado británico Alexander Clark Forbes, quien además de haber quedado maravillado por los paisajes que encontró a lo largo del río Santiago y a su paso por Tepic, también fue sorprendido por la manera en que aplicaban justicia las guardias nacionales tras ver cómo ejecutaron a un hombre que había asesinado a media docena de personas. Sin embargo, consideró que si aquél fue ejecutado fue más por no haber tenido el capital para evitar esa condena, pues si se tenía el suficiente dinero para pagar a un juez, era muy posible obtener 798081

79 García Martínez, “Los poblados de hacienda: personajes olvidados en la historia del México rural”, en Hernández Chávez y Miño Grijalba (coords.), Cincuenta años de historia en México, t. I, México, El Colegio de México, 1991, pp. 331-370. 80 Guerrero, “Curagas y tenientes políticos”, p. 339. 81 Travels of Anna Bishop in México, 1849, Philadelphia, Published by Charles Deal, 1852, p. 247.

102 la libertad. Finalmente quedó convencido de que ante una falta de jueces letrados por casi toda la república, la administración de justicia se mantendría en un prolongado letargo. Pero esa perfección no terminó por llegar, pues en 1848 el Supremo Tribunal de Justicia hizo la denuncia al Ejecutivo local de que las sucesivas revoluciones generadas por los vertiginosos cambios políticos no dejaron sino desorden social a su paso. Declaraba que se vivían tiempos en donde aquellos que habían formado parte de las milicias en defensa de un régimen, ahora integraban bandas criminales, debido especialmente a la inadecuada implementación de las guardias nacionales. Si ese ambiente de inseguridad se mantenía en la mayor parte del territorio de Jalisco, no era porque la ley no se aplicara, es decir, no era responsabilidad del sistema judicial, sino por dos razones o instancias previas: por la inobservancia de las leyes y por la ineficacia de las policías para prevenir los delitos. La alusión iba directamente contra los representantes del poder Ejecutivo y Legislativo: los comisarios y los legisladores, respectivamente. El gobernador José Guadalupe Montenegro exigió al Tribunal y su presidente poner remedio a ese ambiente de inseguridad, motivo por el cual y a regañadientes debieron presentar casi de manera inmediata un proyecto de ley para perseguir a ladrones y asesinos. El nuevo proyecto distó de ser original al menos en su definición, no así en la manera de medir el tipo de condenas, pues mientras que el robo violento se castigaba según el decreto de 1826 hasta con ocho años de prisión; en el de 1848, aprobado en 1851, el mismo delito se castigaría con la pena de muerte. Si el gobierno quería que el Tribunal aportara una iniciativa para prevenir esos delitos, la respuesta de éste no pudo ser otra a sabiendas de la poca consideración que tuvieron con las garantías de los agresores. Así lo demostró el artículo 8° del proyecto al proponer “la pena de muerte lenta”, que consistía en colgar del cuello a los delincuentes hasta morir. Pero si tal medida era repugnante entre los jaliscienses, otra opción que encontraron viable fue la del garrote o mascada, última pena ésta que al final se incluyó en la ley. La comisión del Tribunal tal vez pudo haberse sentido decepcionada, pues creyó necesario imprimir “cierto aparato de horror” a esta clase de ejecuciones, como hubiera sido: 8283

82 Forbes, A trip to México, pp. 156-169. 83 Manifestación que el Supremo Tribunal de Justicia del Estado Libre de Jalisco, hace a los habitantes del mismo, Guadalajara, Imprenta de Manuel Brambila, 1848.

103 [...] vestir al ajusticiado con un saco, en que por el pecho y la espalda hubiese un tigre pintado, signo de la ferocidad; es preciso convencerse de que estas apariencias obran maravillosamente en el pueblo, que no es filósofo en ninguna parte, ni vive de abstracciones.84 85

Particularmente en Jalisco, desde 1857 se formaron las denominadas “acordadas”, que mantuvieron una estructura similar a la que encabezaron los alcaldes de hermandad y en evidente alusión al anterior tribunal colonial. Las acordadas jaliscienses fueron uno de los instrumentos con que contó el gobierno del estado para contener en momentos de supuesta emergencia la criminalidad rural y, a su vez, para involucrar a la sociedad, en especial a sus élites locales, con la seguridad pública. Estos últimos tenían la obligación de perseguir y de vigilar que en las haciendas y ranchos no se emplearan sospechosos. Tanto los integrantes de las acordadas como sus jefes eran acreedores de ciertas garantías, pues así como a los primeros se les exceptuaba de toda carga concejil durante ese ejercicio, los jefes de las acordadas podían exigir gratificaciones. A partir de 1876 estas guardias fueron cesadas aunque el Ejecutivo local dejaba abierta la posibilidad de reinstalarlas en casos de emergencia. Sin embargo, aunque las acordadas o policías rurales que existieron durante el porfiriato fueron de carácter local y quedaron supeditadas a los jefes políticos, en determinados momentos actuaron con amplias facultades, pues así como capturaban y remitían a los sospechosos ante las autoridades judiciales más próximas, en otros momentos los ejecutaban por medio de la ley fuga.86 Para las élites liberales del siglo XIX era deseable que toda la sociedad abrazara y se comprometiera con las reformas; sin embargo, al final se toparon con sectores que se resistieron a ellas. Los magistrados jaliscienses estaban conscientes de ello y no vieron otro recurso que ser eclécticos en cuestión de leyes, “puesto que las costumbres de una sociedad

84 Proyecto de ley contra ladrones, asesinos y perjuros, presentado al Supremo Gobierno del Estado, en cumplimiento de su encargo, por la Comisión del Supremo Tribunal de Justicia, unida a la del Excmo. Consejo, Guadalajara, Imprenta de Manuel Brambila, 1848, p. 18. El artículo aprobado tampoco fue en sentido alguno menos atemorizante, ya que, si el propósito era ejemplificar el castigo entre la población, al final se resolvió que el cadáver de cada uno de los condenados sería colocado donde hubiera cometido su delito. Colección de los decretos, t. XII, 1a serie, p. 467. 85 En cierta manera no existió en la letra ninguna restricción aparente para la designación de los jueces de acordada, quienes sólo debían ser propuestos a los jefes políticos por medio de las autoridades locales. Una decisión que al final supuestamente tendría el gobernador. Colección de los decretos, t. XIV, 1a. serie, pp. 240, 250. 86 Vanderwood, Los rurales mexicanos, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p 154.

104 semejante son también eclécticas o mixtas de lo viejo y de lo nuevo, de lo atroz y de lo humano” .87 8889 Tras rescatar algunas de las expresiones de los primeros legisladores jaliscienses se percibe lo que parecía un desdén, así como una preocupación por la población rural que conservó usos que iban en contra del legalismo poco a poco implantado. Si algunos denunciaban las “rancias costumbres” de los pueblos, lo hacían tal vez para fomentar su desarrollo, labor en la que incluyeron a los hacendados y rancheros, pues con su ayuda se desarrollaría la agricultura: la fórmula para el desarrollo de la sociedad rural. El constituyente local de 1824 consideró tal proposición en vista de que había que sacar a “los infelices labradores de la miserable abyección” en que se encontraban. Sin embargo, la comisión estimó que los hacendados nunca facilitarían sus tierras para tal propósito: “porque entenderán que esta vecindad les puede originar algunos litis, o habituados a tenerlas inútiles se prometerán una ganancia ventajosa que en la actualidad no se les puede prestar”. La iniciativa fue rechazada más por el hecho de que los ayuntamientos sacaron las tierras “de los antes llamados indios”, arrendando las restantes en subasta pública. En respuesta a esa declaración, el diputado Vicente Ríos sostuvo que dicha iniciativa se hizo no sólo con el propósito de fomentar la agricultura y el comercio, sino de poblar los caminos, cuyos transeúntes frecuentemente eran amenazados por los ladrones.

Los marcos de la religiosidad popular

En el sentir de la mayoría del congreso local se mantuvo y defendió el culto católico, y fue tan apremiante considerarlo por la convicción de algunos de sus legisladores, como del clérigo constituyente Diego de Aranda, quien lamentó que se excluyera a los eclesiásticos para que pudieran ejercer como legisladores, pues entre muchos de ellos había verdaderos patriotas. Si de lo que se trataba era de seguir la voluntad general, Aranda no vio en el

87 Proyecto de ley contra ladrones, asesinos y perjuros, p. 7. 88 “Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco de 1824”, p. 305. 89 Diego Aranda y Carpinteiro fue uno de los clérigos más influyentes que participaron en las Cortes de Cádiz, razón por la cual de su participación en el congreso constituyente de Jalisco de 1823, en donde, como se muestra en la cita, luchó por equilibrar, o al menos mantener, la influencia de la Iglesia en el poder civil. Poco tiempo después destacaría como obispo de Guadalajara. Connaughton, Ideología y sociedad en Guadalajara

105 común de éste “la más ligera señal de que quieran excluir constitucionalmente ni de manera alguna al clero de la representación del estado, despojándole del derecho más sagrado entre los que le concede y goza de ciudadano” . 90 Argumentos como éste despejaron entre la mayoría del congreso la duda de si había que dar o no crédito a lo que desde los ayuntamientos exigían y rebatían contra el proyecto de constitución, como fueron los de Arandas y Ejutla. Especialmente, el primero elevó una inconformidad a la segunda parte del artículo sexto del proyecto, pues sostuvo que aunque se reconocía a la religión católica como la “religión del estado” sin tolerancia de otra, éste fijaría y costearía los gastos para la manutención de su culto. 91 Desde que fue puesto a discusión ese artículo, Prisciliano Sánchez habló de la pertinencia de prohibir la existencia de otros cultos en el estado, medida que le pareció adecuada en vista de que las “circunstancias presentes” eran otras, ya que la religión católica se practicaba de manera muy generalizada.

[La tolerancia se establecería] si nuestra población actualmente se compusiera de partes heterogéneas en religión, porque de no tolerar sus cultos se seguirá forzosamente la disolución de la sociedad; pero Jalisco es en su totalidad compuesto de católicos cuyo culto es verdadero y amado de todos sus habitantes con que el modo de introducir la desunión seria introducir otro culto extraño, lo que no sería político; y esta es la causa porque la comisión propone exclusivamente el culto católico.92

Por tal razón, extrañó a Sánchez el conjunto de inconformidades presentadas por algunos ayuntamientos y hasta de vecinos de la capital, punto que ni siquiera cuestionó el mismo Aranda, quien para ese tiempo vio seguros los intereses de la Iglesia en un estado que le daría su respectivo lugar y protección en las leyes; por tanto, la lógica respondió a que si la religión católica era la religión del estado (no la que reconocía sino la que lo definía), no debía haber inconveniente que los bienes de la Iglesia se administraran entre los bienes del estado. Pocos años después (1827) el Congreso local suprimió definitivamente los gastos

(1788-1753): la iglesia católica y la disputa por definir la nación mexicana, México, CONACULTA, 2012, p. 41. 90 “Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco de 1824”, p. 329. 91 “Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco de 1824”, p. 355. 92 Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco, núm. 2, t. II, 2 de mayo de 1824, p. 13.

106 del culto que se pagaban por el estado; y justo un mes antes bajo decreto prohibió que los 93 fondos municipales se destinaran para los gastos de las fiestas religiosas. Lo que no habría que dejar de destacar en medio de estas discusiones, es el dejo de menosprecio hacia las voces provenientes de fuera de la capital, las cuales, defendió el mismo Sánchez, quedaron bien representadas bajo el sistema republicano recién adoptado. Esquema justo para el estado y el país, pues había materias “difíciles y complicadas” que quedaban inaccesibles para el entendimiento de los pueblos. Esta percepción, como volveré en otro capítulo, se tenía no solo sobre la población rural, sino hasta de sus autoridades locales. Las acciones de munícipes y jueces locales forzosamente debían estar supervisadas por el gobierno y las salas del Supremo Tribunal; se desataron diferencias, como refiere Antonio Manuel Hespanha, entre sabios y rústicos.93 94 Pero al jurar el congreso de Jalisco la constitución de 1824 con el grito “¡Viva la religión católica, apostólica, romana, única verdadera!”, ¿acaso no fue como una forma de calmar el ánimo de los pueblos y el clero local para llegar tan solo a un acuerdo momentáneo cuando en ciernes ya se preparaba un proyecto laico? Muy posiblemente entre los primeros legisladores jaliscienses existió una inquietud de separar a la Iglesia entre los intereses del estado, razón por la cual éste asumió en un principio algunas de las funciones del clero aunque de manera más tímida hasta no declararse las leyes de reforma, ya fuera a través de los cementerios municipales o la imposición de los alcaldes frente a la autoridad que mantuvieron varios sacerdotes sobre sus feligreses. Incluso, una primera acción de la legislatura jalisciense fue la desamortización que hicieron en 1826 de los bienes que pertenecían al Hospital de Belén, entonces administrado por eclesiásticos; pues para que éstos evitaran pagar la contribución directa sobre las propiedades que tenían, la mejor opción era venderlas.95 Esto sucedió al ponerse en venta pública la hacienda de La Venta del Astillero, finca rústica que también comprendió extensos montes que al estar amortizados fueron del aprovechamiento de los pueblos vecinos. Pero el distanciamiento entre la Iglesia y el estado no tardó en tomar mayores dimensiones y ser de las principales políticas, aunque tímidas al principio, del liberalismo

93 Colección de los decretos, t. III, 1a. serie, pp. 14 y 34. 94 Hespanha, La gracia del derecho. Economía de la cultura en la Edad Moderna, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993. 95 Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco, núm. 21, t. III, 26 de abril de 1826, p. 168.

107 mexicano de la primera mitad del siglo XIX. Entre uno de los liberales de esta primera generación se puede mencionar a Valentín Gómez Farías, quien como senador por el estado de Jalisco (1825-1830), negó al clero de Guadalajara un reparto de curatos. Como era de esperarse, desde el cabildo eclesiástico de Guadalajara recibió al menos un reclamo por tales acciones, pues se le increpó haciéndole recordar el compromiso que en un comienzo dijo tener con las “buenas causas”, y por tal, como legislador que era, contuviera lo que otros “indios bozales” habían hecho contra el cabildo de Zacatecas. Como jalisciense que era le pidieron se compadeciera de su clero compatriota: “¿Por qué tanto encono con la pobre Iglesia de Xalisco? ¿Pues que no es este suelo el nativo de usted?”.96 97 De acuerdo con Marta Eugenia García Ugarte estas acciones se presentaron durante la primera reforma liberal dadas en varios momento de 1833, entre quienes además de Gómez Farías se encontraban los liberales José María Luis Mora, Lorenzo de Zavala y Miguel Ramos Arispe. El ideario de esta primera generación buscó la formación de ciudadanos con “espíritu crítico y racional” y, sobre todo, libres del fundamentalismo religioso. De acuerdo con García Ugarte, aún era muy pronto para instaurar una secularización mental e individual entre la sociedad, pues de manera inversa se reforzaron los vínculos entre el clero y los militares al no haberse tocado siquiera los fueros de éstos. Además de la resistencia de las élites locales que tenían asegurados sus intereses económicos y espirituales con la Iglesia. Sin embargo, encuentra que la desvinculación de los individuos al control religioso no se logró sino hasta el segundo momento de las reformas, a través del Plan de Ayutla (1854), mismo que dio cauce para que en 1855, por ejemplo, se reformara la Ley de Administración de Justicia que, además de suprimir el fuero eclesiástico y los tribunales especiales, impuso a la Iglesia trasladar sus causas judiciales a los jueces ordinarios civiles. La ofensiva más importante contra el clero 97 mexicano vendría poco después a través de la Ley Lerdo (1856). Sin embargo, es difícil sostener el argumento de García Ugarte entre más se ha profundizado en los estudios locales concernientes a la religiosidad popular ya que, al menos en el caso de Jalisco, no es posible suponer que la sociedad realmente hubiese

96 Biblioteca Nettie Lee Benson (en adelante BNLB), Manuscritos, Colección Valentín Gómez Farías, 5113, a ño 1831. 97 García Ugarte, “Liberalismo y securalización: Impacto de la primer reforma liberal”, en Galeana (coord.), Secularización del Estado y la sociedad, México, Siglo XXI / Senado de la República, LXI Legislatura, 2010, pp. 61-97.

108 manifestado un desapego de su religión, o bien, de sus autoridades eclesiásticas. Esto fue muy notorio cuando, por ejemplo, en el marco de las bodas de oro sacerdotales del León XIII (1888) varios miembros de la élite y grupos católicos de la ciudad de Guadalajara participaron en la elaboración de un Album en su honor. Varios de los estos grupos estaban presididos por influyentes personajes de la vida política local, como Manuel Mancilla, Agustín G. Navarro o José María González Olivares. A finales del siglo XIX era imposible ocultar la influencia y hasta el control que la Iglesia ejercía no sólo desde sus propios foros, sino además desde la educación a través, por ejemplo, del Liceo de Varones o la Escuela de Jurisprudencia.98 99 Incluso el mismo gobernador Ignacio Vallarta, quien es caracterizado como uno de los gobernantes jaliscienses que más se preocupó por implementar el paquete de reformas liberales, fue recriminado en 1879 por su amigo el militar Urbano Gómez de dar rienda al calendario litúrgico dando todas las facilidades a la Iglesia para el jubileo del 12 de diciembre. Le indicó que su hermano Francisco había autorizado que varias de las calles y fachadas de la ciudad fueran decoradas con macetas y carteles alusivos a la virgen, permitiendo el paso de procesiones con música, bengalas y gritos contra los protestantes:

No creas que yo extraño esto. De antaño conozco a Francisco y su fanatismo religioso; lo que me puede es la versión que a sus actos se están dando. Se dice que tú, queriendo granjearte prosélitos entre el clero y el partido conservador, has comunicado a tu hermano para que fomente esa clase de funciones religiosas y que la manifestación que acaba de pasar es obra tuya. 100

Con acciones como ésta que le fue recriminada al gobernador y su hermano, el culto católico parecía que no corría peligro alguno; antes bien, frente a las recurrentes prohibiciones ejercidas contra el culto público tanto a nivel local como federal, algunos pueblos, haciendo valer sus derechos civiles, acudieron a sus autoridades para que se les

98 Cortés Manresa “En defensa de la fe. Debates religiosos en Guadalajara en la segunda mital del siglo XIX”, en Carbajal López (coord.), Catolicismo y sociedad. Nueve miradas, siglos XVII-XXI, México, Miguel Ángel Porrúa / CULagos, 2013, p. 97. 99 Cortés Manresa “En defensa de la fe”, p. 101. 100 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta, Correspondencias, caja 5, carp. 6. 13 de diciembre de 1879.

109 permitiera seguir ejerciendo procesiones y actos públicos. Exigencias de esa naturaleza se presentaron cotidianamente, y muchas de ellas bajo las rutas de la legalidad. El tema de la religiosidad popular en México durante el siglo XIX resulta novedoso para algunas regiones en donde hasta hace poco sólo se conocía, o se discutía, sobre las luchas y alianzas político-ideológicas entre el estado y la iglesia católica; o bien, de la vertical constitución de ésta bajo perspectivas que no dejaban ver más allá del armazón de sus obispos y jerarcas. Así como se ha intentado demostrar hasta dónde operaba el estado fuera del centro y de las capitales, también faltaba ver hasta dónde la norma eclesiástica fue practicada dentro de los pueblos. En los últimos veinte años, ante el interés que despertaron los estudios locales, ya sea sobre los ayuntamientos o los pueblos de indios, se daba cuenta de que sus marcos institucionales estaban en buena medida fundados por un modelo cívico, por vía de la Constitución; y religioso, por ser el catolicismo no sólo un principio moral aprendido durante el periodo colonial, sino además, porque éste les permitió imaginar los

órdenes de su vida cotidiana, 101 102como su idea de familia, de honor o de ciudadanía, e 1 02 incluso de justicia y tal vez del uso de la propiedad. Algunos investigadores han sostenido que durante los inicios del siglo XIX la religiosidad popular presentó algunos cambios con relación al último siglo del periodo colonial, y uno de ellos fue que entre algunos pueblos el culto tendió a feminizarse progresivamente y a ejercerse más por iniciativa de sus feligreses que por la de sus párrocos, 103 lo cual iba asociado a un incremento en los conflictos dados entre ambos. Estos desencuentros tendieron a ser más constantes y abiertos y caracterizados por la participación indígena. Las disputas que se desataron a nivel macro entre la Iglesia y el estado se trasladaban a la vida cotidiana de los municipios, en donde los ayuntamientos también querían tomar el control de las parroquias, de sus bienes y hasta de las devociones. 104 Asimismo, varios pueblos se dieron cuenta de que sus párrocos hacían mal uso de sus bienes de cofradía, arrendando tierras y vendiendo ganados. O bien, que negociaban con particulares (a veces también sus enemigos) en donde quedaban en juego

101 O’Hara, A flock divided. Race, religión, and politics in México, 1749-1857, Durham, Duke University Press, 2010, p. 162. 102 Boyer, Becoming Campesinos. Politics, identity, and agrarian struggle in postrevolutionary Michoacán, 1920-1935, Stanford, Stanford University Press, 2003, p. 47. 103 Taylor, Shrines and miraculous images. Religious life in México before the Reforma, Albuquerque, University of New México Press, 2010. 104 O’Hara, A flock divided, p. 182.

110 sus bienes.105 Eran conflictos que se intensificaron conforme avanzó el siglo XIX al saberse que el gobierno del estado declaraba que las tierras de cofradías debían dividirse entre sus miembros. Por ejemplo, cuando los indígenas de pueblo de Zapotlán, jurisdicción de Compostela, se quejaron en 1854 ante el gobernador para anunciarle que el cura de su pueblo los despojó de bienes muebles de la cofradía de la Purísima. 106 107O cuando los indígenas de Teocaltiche pidieron al gobernador se realizara el reparto de tierras que hasta entonces había “estado en manos mercenarias y sus pingües productos sólo han servido para provecho de los diversos párrocos que ha habido en esta población, con grave perjuicio de la clase menesterosa del pueblo indígena que es a quienes deberían aprovechar”. Reclamos como éstos llegaron a conocimiento del gobernador, un ambiente que se reproducía por casi todo el país al ser un efecto de la política desamortizadora que intentó quitar a los párrocos la administración de los bienes de cofradías de indígenas. En Jalisco, el gobernador Pedro Ogazón elevó esta iniciativa en mayo de 1861, en donde los bienes raíces y semovientes debían dividirse entre “la raza indígena, para mejorarla, haciéndola sentir los goces de la civilización y emancipándola para siempre de la tutela del clero, que hasta hoy no ha sabido más que embrutecerla para poderla esquilmar” .108 La modernidad en los pueblos bien se pudo manifestar de esa manera, con la toma de conciencia de una política que se adaptó a las circunstancias y a las costumbres de cada localidad. Podemos identificar que fue una política selectiva con los proyectos del liberalismo. El civismo y el patriotismo inculcados a lo largo de la primera mitad del siglo

105 Por ejemplo, cuando varios "ciudadanos indígenas" de Cocula se quejaron en 1854 ante el obispo de la diócesis de que don Ignacio López construía una casa sobre el atrio del templo, "y nosotros animados de un celo religioso, no menos que por la mayordomía que ejercemos" en la cofradía. Para evitar ese cometido pidiendo le recordaron al obispo la declaratoria por decreto de 5 de febrero del corriente año en que se les facultaba para los trámites judiciales. López presentó escritura de propiedad. AHJ, Gobierno, Indios, 1854, caja 3, inv. 10161. 106 AHJ, Gobierno, Indios, 1854, caja 3, inv. 10168. 107 AHJ, Gobierno, Indios, 1886, caja 32, inv. 10617. Incluso, y con todo el espíritu de las leyes de desamortización, cuando los indígenas de San Cristóbal (Zapopan) pidieron en 1877 el reparto de varios terrenos, como el curato que perteneció a la Iglesia, así como el “campo mortuorio” y otros solares. AHJ, Gobierno, Indios, 1877, caja 24, inv. 10467. Desde la llegada de Ignacio L. Vallarta al gobierno del estado de Jalisco, sectores de la opinión pública lo acusaron por su exacerbado liberalismo al radicalizar la aplicación de las leyes de desamortización. En 1872, el químico jalisciense Vicente Ortigosa le hizo saber a Mariano Riva Palacio tales acciones del gobernador jalisciense, sobre todo al momento en que despojó a los padres zapopanos del huerto de su convento con la supuesta intención de crear una escuela agrícola. Proyecto que creía inviable. BNLB, Manuscritos, Colección Mariano Riva Palacio, exp. 9933. 108 Colección de acuerdos, t. III, p. 130.

111 XIX no fueron de grata y fácil asimilación tanto en Guadalajara como en los pueblos del estado. Las fiestas nacionales aun no eran tan diversas ni extendidas como lo fueron durante el porfiriato y la gente más bien celebraba con mayor libertad y regocijo a sus vírgenes, como las de San Juan de los Lagos o de Zapopan. De acuerdo con el testimonio de Ernest Vigneaux (1855), en Guadalajara era evidente el dominio que tenía la Iglesia sobre la población, en cuyas fiestas la gente se abandonaba a todos los excesos y sentimientos; muy diferente a como lo hacía en las fiestas cívicas, como la del 27 de septiembre (aniversario de la consumación de la Independencia), que se celebraba más por fuerza y con un entusiasmo enmudecido y frío.109 Sin embargo, creo no podemos esperar una inmediata incorporación desde los pueblos a sabiendas de que la capital del estado, en especial sus autoridades, preferían mantener una relación de consenso y armonía con la Iglesia, como sucedió con varios gobernadores, alcaldes y magistrados. Por ejemplo, en las últimas décadas del siglo XIX algunos pueblos de Jalisco se mantuvieron reticentes a hacer uso de los cementerios municipales que desde 1844 estableció el gobierno del estado.110 Los indígenas tlayakankis de Ciudad Guzmán fueron de los grupos que desplegaron una constante negociación con sus autoridades a nivel estatal y local. Por ejemplo, en 1888 solicitaron al gobierno del estado que no se les obligara a usar el panteón civil y, desde la década de los setenta, una vez declaradas las Leyes de Reforma, pidieron se les permitiera celebrar sus fiestas religiosas pese a que ya estaban prohibidas.111 Pero entre los años de 1872 y 1874, el gobernador del estado, Ignacio L. Vallarta, le dio instrucciones a su general de zona, Felipe Rubalcaba, para que intentara negociar con los indios ya no con su investidura, sino con el Gobierno general. Una estrategia que haría creer a los pueblos que la prohibición venía de más arriba:

No olvide U. aconsejar a los [indios] que toman empeño para las citadas procesiones, que se dirijan al Gobierno general solicitando la licencia y haciéndolos entender que sólo por él se puede conceder: el Gobierno general la negará indudablemente pero con esto conseguimos que el odio y el rencor de los indios no recaiga sobre Jalisco. Yo he seguido hablando con algunas personas de aquí [Guadalajara] para que den sus recomendaciones en igual sentido

109 Vigneaux, Souvenirs, p. 370. 110 Colección de los decretos, t. IX, 1a. serie, p. 113. 111 AHJ, Gobierno, Indios, 1888, caja 34, inv. 10684; 1879, caja 25, inv. 10488.

112 a su punto, y tanto de esto como principalmente de los esfuerzos de U. me expuso que el resultado será satisfactorio.112 113

Felipe Rubalcaba le contestó que el problema, “por más que se crea sencillo en Guadalajara”, era de “graves trascendencias” pues, aunque seguiría sus recomendaciones y contaba con la palabra de algunos indios para evitar la celebración de sus fiestas, éstos no se lo aseguraron dado que ellos eran alrededor de 14 mil indígenas. Por tanto, lamentaba decirle que aún no se conquistaba “la seguridad de que prescindan éstos señores de sus 113 farsas religiosas”. Buena parte de la correspondencia que Vallarta mantuvo al frente del ejecutivo del estado de Jalisco (1871-1875), demuestra que pretendió mantenerse en constante comunicación con casi todos sus subalternos, ya fuera con jefes y directores políticos o con los mismos generales que ex porfesso instaló al momento de desatarse las rebeliones de Michoacán que amenazaban con incursionar en el sur de Jalisco. La comunicación con la mayoría de ellos era casi de carácter confidencial, pues a través de ellos intentaba supervisar el trabajo de los munícipes, que suponía no eran adeptos a su gobierno. Sin embargo, un problema que también cruzó y preocupó a distintas poblaciones del estado fue la llegada del protestantismo. Cuando la segunda etapa de reformas liberales se puso en marcha a mediados del siglo XIX, la inercia de tales disposiciones continuó en 1874 cuando el estado garantizó en el país el ejercicio de todos los cultos a la vez que se declaró autoridad sobre todos ellos; esto tan solo un año después de haberse declarado prohibidas las “manifestaciones religiosas” fuera de los templos.114 En Jalisco, durante el gobierno de Ignacio L. Vallarta, se dio apertura a una denominación protestante: los congregacionalistas; y al final del siglo XIX también se permitió el acceso a metodistas y bautistas. Sus labores en la ciudad de Guadalajara no parecieron tener dificultades, ya que el gobierno les proporcionó las protecciones y hasta los inmuebles para instalar sus escuelas bíblicas. La dificultad se desató en el campo, espacio donde encontraron aparentes condiciones para instruir a una población dejada de lado por el gobierno pero no por las

112 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, caja 11, carp. 9. 12 de marzo de 1874. 113 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, caja 11, carp. 9. 13 de marzo de 1874. 114 Art. 1. “Ley de 14 de diciembre de 1874” y “Decreto de 13 de mayo de 1873”, Compilación de Leyes de Reforma, Guadalajara, Congreso del Estado de Jalisco, 1973, pp. 152-155.

113 parroquias locales, las cuales reforzaron sus propias escuelas advirtiendo a sus feligreses las graves consecuencias pecaminosas si se dejaban abrazar por los protestantes.115 Mientras, los círculos católicos de Guadalajara condenaban tales medidas y presagiaron un panorama que sucumbiría con las familias y la sociedad, pues la tolerancia en manos de un “pueblo ignorante” (del cual al parecer se sintieron protectores y portavoces) no podía tener otro fin.116 117Los casos de Lagos y Ahualulco son claros ejemplos de cómo se hizo frente y atendió esta intervención, pues así como en Lagos se pudo haber blindado el territorio ante cualquier tipo de aproximación de los protestantes, en Ahualulco se desató un violento episodio que llevó al asesinato del ministro estadounidense John Stephens a cargo de una multitud azuzada por su párroco (como lo expondré más adelante), como al menos quedó resuelto para la opinión pública. Parecía que lo que más molestó a las autoridades eclesiásticas y sus feligreses fue el relativo éxito de las campañas de los protestantes a través de la conversión de algunos vecinos que, al ser seducidos por los misioneros extranjeros con educación y hasta asesoría jurídica en razón de tierras, no recibieron de su parte -y en el mejor de los casos- más que el repudio, el señalamiento y la expulsión; pero en el peor de ellos, algunos católicos los persiguieron hasta apedrearlos y asesinarlos. Cosa que fue más común, como sostiene Alma Dorantes, en el medio rural. Casos se dieron en varias partes del país, y en Jalisco fue notoria tal intolerancia contra los vecinos convertidos al protestantismo, siendo el primer caso de fatales consecuencias el asesinato del converso Antonio Reyes tras haber realizado labores propagandistas en Zalatitán (Tonalá). Estos casos, aunque sin las mismas consecuencias, se repitieron en Atengo, Jocotepec, Zapotlanejo, Citala y Ahualulco, entre 117 otros puntos más. Volviendo al caso de Lagos, considerado por algunos como anómalo, resulta por demás interesante debido a la casi ausente operación del protestantismo, aunque todavía no son suficientes las evidencias que lo corroboren. La antropología de los últimos años ya había podido encontrar la intervención de otras religiones en los Altos de Jalisco; sin embargo, en los pocos puntos donde ésta se ha dado (particularmente en Ojuelos) comenzó

115 Dorantes, “Protestantes de ayer y de hoy en una sociedad católica: El caso jalisciense”, Tesis de doctorado en Ciencias Sociales, CIESAS-Occidente, 2004, pp. 273-274. 116 Cortés Manresa “En defensa de la fe”, p. 103. 117 Dorantes, “Protestantes de ayer y de hoy”, pp. 280-281.

114 a dividir sensiblemente a la población. Incluso, en otros puntos como Unión de San Antonio, el protestantismo no ha podido penetrar sobre todo por el particular rechazo a una 118 cultura estadounidense. A inicios del siglo XX el gobierno del estado insistió con la aplicación de las leyes de Reforma, especialmente en lo referente a la libertad de cultos, siendo Lagos de Moreno uno de los puntos donde los párrocos se resistieron a aplicarlas. Este rechazo se reprodujo por varios puntos del estado, como Jocotepec, Tlajomulco o Cuyutlán, y en los Altos se presentaron motines y manifestaciones de católicos y religiosos contra la tolerancia de cultos externos. Incluso, en 1905 el párroco de Lagos fue encarcelado por organizar una procesión pública que desató la violencia. Esta forma de hacerle frente a las reformas y a los protestantes, posiblemente orilló a las misiones congregacionalistas descartar labores proselitistas en puntos como Lagos.118 119 120121El sacerdote laguense, Agustín Rivera y Sanromán, aunque no publicó una obra que hiciera una crítica o postura relacionada con el protestantismo, en una de sus publicaciones dedicada a los efectos de las reformas liberales comparó a Juárez con Lincoln “y otros hombres célebres de la raza anglosajona”, pues 1 20 todos resultaban ser unos “sinceros protestantes”.

Conclusiones

Siguiendo la inercia de las últimas páginas, entender el campo jalisciense sin el factor religioso sería ver a su sociedad sin considerar la motivación de sus muchas acciones, o bien, afirmar que sólo se conducía por las normas que le dictaba el estado, al compás de las historias nacionales (formalmente urbanas) que iniciaron por separar lo político de lo religioso. Si bien fue difícil para los primeros gobiernos separar el gobierno de la justicia, igualmente lo fue separar las instituciones civiles del poder eclesiástico tanto a nivel local como estatal. Ello no se debía a que dentro de la sociedad hubiera una resistencia a ver su vida cotidiana en esas dos dimensiones (civil y religiosa), sino que eran prácticas o maneras

118 Alarcón, et. al, “Las debilidades del poder”, pp. 199, 211. 119 Dorantes, “Protestantes de ayer y de hoy”, pp. 283-284. 120 Rivera y Sanromán, La Reforma y el Segundo Imperio, Lagos de Moreno, Imprenta de López Arce, 1904, pp. 162-163. 121 Cárdenas Ayala, “Hacia una historia comparada de la secularización en América Latina”, en Palacios (coord.), Ensayos sobre la nueva historia política de América Latina, siglo XIX, México, El Colegio de México, 2007, p. 200.

115 de conducirse hacia la autoridad, de dirimir sus problemas ya fuera ante el alcalde, el juez, el cura o el jefe político. La primera mitad del siglo XIX fue un periodo de recomposición y formación de las estructuras del estado. Desde lo local, sus leyes, instituciones, dispositivos de control social y autoridades, no terminaron siendo un fiel resultado de lo que imaginaron los legisladores. El desdén de éstos hacia la población rural y sus atávicas prácticas y preferencias no sólo tuvo su fuente en el aspecto religioso, sino en la inercia del sistema colonial que les heredó una sociedad, especialmente rural e indígena, con profundos rezagos. El mejor camino para rescatarla e integrarla a un desarrollo económico fue iniciar con el reparto de las tierras de indígenas, a tan sólo un año de haberse promulgado la primera constitución política del estado (1825) -lo cual se atenderá en el siguiente capítulo. Lo hasta ahora visto apunta a conciliar y poner a dialogar la vida religiosa de los pueblos con su concepción de justicia, modernidad, legitimidad y derechos. De esta manera, entender la sociedad y la justicia rural sin la idea de propiedad sería otra forma de evadir las necesidades del pasado de la sociedad rural jalisciense. La propiedad, la costumbre, la etnicidad y la religiosidad al final no parecen ser elementos que se contraponen para comprender el pasado rural de Jalisco; sin embargo, no fueron del todo compatibles con las reformas que se anunciaron a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. Los siguientes capítulos, particularmente los dedicados a Lagos y Ahualulco, son un esfuerzo por mostrar que sus sociedades negociaron y se adaptaron a las imposiciones de un liberalismo que intentó distanciarlos de costumbres y vínculos personales (con párrocos especialmente) para aleccionarlos en una nueva forma de ejercer la propiedad y de reconocer la ley y la autoridad.

116 III. Idea y derechos sobre la propiedad en el paisaje jalisciense

Introducción Para comprender los procesos por los que transitó la idea de propiedad en México durante el siglo XIX, es necesario considerar no solo su devenir en el Antiguo Régimen, sino además dar cuenta de que el o los modelos que desde entonces se ponían en uso, venían desde el bajo Medioevo, tiempo justo en que el individualismo se proclamaba como una ideología que exaltaba tanto la calidad moral y económica del individuo que progresivamente tendría participio en materia de derecho. Pietro Barcellona ha señalado que ese principio vino a contrapuntearse con el ordenamiento natural del derecho, el cual entonces se entendía como general y plural.1 Al reconocerse el potencial económico del individuo, junto con él también quedaron liberados y aprovechados los bienes y recursos de manera individual, lo cual respondió a la nueva institucionalidad del mercado en donde el sujeto también se vio forzado (e irónicamente libre) a recolocar su fuerza de trabajo en el mismo medio. Por tanto, desde aquí se desprende un paralelismo que persiguió de manera optimista el individualismo, en donde el sujeto si bien ha quedado libre y facultado para participar como ciudadano en la vida pública, también lo estará para participar bajo la lógica de los mercados; es decir, como propietario, o bien, trabajador. Esta crítica nos lleva a pensar precisamente sobre la manera en que el individualismo al menos se introdujo en la realidad económica del México rural del siglo XIX, en donde se fue instalando un liberalismo que buscó formar un nuevo sujeto que fuera capaz de conducirse de manera individual a la manera de adquirir, poseer, denunciar, reclamar, vivir. En el discurso, esos fueron elementos mínimos para que los hombres fueran agraciados con la ciudadanía. Durante la formación de los estados-nación del siglo XIX, la propiedad se fue posicionando como un elemento cualitativo y regulador capaz de facultar a los sujetos para acceder al sufragio, ante lo cual quedaron exentos amplios sectores sociales, pues así como en Inglaterra la creciente élite propietaria consiguió nivelarse con la nobleza inglesa ante el parlamento (pues en el fondo todos eran propietarios), excluían a los sirvientes, campesinos

1 Barcellona, El individualismo propietario, Madrid, Trotta, 1996, p. 45.

117 y mendigos desposeídos.2 3En México, por ejemplo, esta condición se observa cuando el partido escocés vituperó la acción propagandística yorkina que pretendía involucrar a los sectores populares en las elecciones de la asamblea legislativa de la ciudad de México de 1826. Con el triunfo conservador, se estableció la personalidad moral y jurídica del ciudadano mexicano, el cual no necesariamente tenía que venir de la aristocracia ni mucho menos de los sectores populares; en lo esencial debía ser un hombre honrado, alfabetizado, padre de familia y, en buena medida, propietario de bienes inmuebles. Aquellas prácticas que contravinieran ese orden o diseño serían poco a poco volcadas a la informalidad, a lo furtivo, a lo pernicioso. Para defender y declarar esos nuevos marcos político-económicos la ley fue el instrumento que el legislador impulsó para desplazar los distintos dominios o derechos que por costumbre se ejercían principalmente sobre la tierra. Se presenta, como sostiene Paolo Grossi, el pliegue “moderno” de la propiedad.4 Grossi recomienda desvincularse de la visión totalizadora de la ley y en su lugar buscar las formas y prácticas sociales que la inspiraron. Su advertencia es clara, pues de lo contrario se vería de manera separada la cara normativa del derecho por encima de las prácticas sociales implícitas y que no necesariamente dependen de esa norma para existir o verse incluso reprimidas. No obstante, en la presente investigación se considera que ese mismo perfil punitivo de la ley puede ser una ventana para poder observar a contrapelo esas prácticas que son sancionadas o limitadas. Me parece, por tanto, que también puede ofrecer una posibilidad para despejar aquella “reducción” que ha hecho la ley sobre las complejidades sociales que también advierte Grossi.5 Es preciso, por tanto, presentar un balance entre la ley que define y delimita la propiedad, y la ley que persigue y castiga las acciones que la amenazan para el caso específico de Jalisco. El presente capítulo, que pareciera ser el que se constriñe más en el aspecto legal, no es tanto un recuento somero de la legislación jalisciense relacionada con la individualización de la propiedad, sino que, en primer lugar, se relaciona con las respuestas que desde Lagos y Ahualulco se hicieron sobre ellas, esto para dar seguimiento a los

2 Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Loche, Madrid, Trotta, 2005. 3 Warren, “Entre la participación política y el control social. La vagancia y las clases pobres de la ciudad de México y la transición desde la Colonia hacia el Estado nacional”, en Historia y Grafía, núm. 6, México, Universidad Iberoamericana, 1996, pp. 37-54; Michael Costeloe, La República central en México (1835­ 1846). Hombres de bien en la época de Santa Anna, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. 4 Grossi, La propiedad y las propiedades. Un análisis histórico, Madrid, Civitas, 1992, pp. 113-114. 5 Grossi, Mitología jurídica de la modernidad, Madrid, Trotta, 2003, p. 64.

118 desfases que las reformas fueron presentando. En segundo lugar, se trata de observar la traslación de todas esas disposiciones, casi todas de la primera mitad del siglo XIX, al momento culmen de la transición del derecho. Si se quería que las reformas realmente surtieran efecto, no bastaba con que se quedaran en la Constitución, había que introducirlas a la administración judicial de todos los días que no utilizaría sino un nuevo y único texto legal: el código. Creo que pocas veces se ha considerado al proceso codificador del último tercio del siglo XIX como un episodio importante y complementario de la historia agraria, dado que a través de él se plasman definitivamente (al menos para el periodo porfiriano) la legislación que declaraba y defendía la propiedad individual y de la nación, sin espacio alguno de cualquier práctica común.

III.I Transformación de la propiedad comunal en Jalisco

Para entender la realidad del campo jalisciense durante el siglo XIX es importante considerar las modificaciones que instauraron las reformas borbónicas como el antecedente que dio forma a la organización política-administrativa dentro de las provincias novohispanas. Ello puso en marcha múltiples adecuaciones que los distintos gobiernos de la América poscolonial hicieron sobre la legislación española. El reordenamiento jurisdiccional a nivel local refrendó los esquemas jerárquicos de la burocracia colonial, salvo algunas adecuaciones que fue necesario realizar para establecer una nueva identidad sustentada en la república. Los ayuntamientos instalados de acuerdo con el estatuto gaditano, en tanto nuevos administradores de los terrenos, intentaron incrementar y reconducir el destino de los bienes producidos por la población y, para lograrlo, fue preciso extender los arrendamientos de tierras, algo que debió fracturar los derechos esgrimidos por parte de algunos pobladores. Una práctica que ya aplicaban los subdelegados en años previos, lo cual provocó que varios pueblos reclamaran tanto el cese de dichos arrendamientos como la restitución de los terrenos.6

6 A lo largo de 1822 en Jalisco fueron presentadas varias solicitudes de pueblos que exigieron la devolución de lo que consideraban sus terrenos y que por decisión de los subdelegados continuaban en arrendamiento. En algunos casos, incluso reclamaron que tales terrenos quedaron en dominio directo de quienes arrendaban. Colección de acuerdos, t. I, pp. 2-18.

119 En el centro de estas rupturas y continuidades se encontraba la reconfiguración de la sociedad a través de nuevos elementos jurídicos capaces de darle sentido a la nueva nación: la ciudadanía y el individualismo: la primara destinada a aquellos capaces de ocupar y dirigir las nuevas instituciones (a través del prestigio, la propiedad y la instrucción); y el segundo, al cual había que conducir a los indígenas y la sociedad rural para ejercer la propiedad individual o, en su defecto, tener la libertad de emplearse donde les fuera posible. Especialmente lo indígenas debían desvincularse de sus pretensiones corporativistas y ser partícipes dentro de un proyecto conjunto, incluyente e individual. Las restituciones de tierras por vía de repartimientos, las colonizaciones y finalmente la desamortización fueron en su conjunto las medidas con las que se intentó eliminar la propiedad comunal, y con ello expandir un mercado de tierras que comúnmente quedó a disposición de propietarios que buscaban desarrollar y expandir sus dominios. En manos de estos hombres y patriotas (comerciantes, hacendados y rancheros) debía quedar garantizada la subsistencia de los amplios sectores sociales que quedaron sin acceso a tierras. Esta condición, en efecto, remarca aquella interpretación que hizo de estos propietarios los sujetos que se beneficiaron principalmente de las iniciativas liberales, lo 8 cual no estuvo del todo fuera de la realidad en el campo jalisciense. En tanto que algunas poblaciones (indígenas o no) quedaron bajo un nuevo y diverso cuerpo normativo producto de las independencias, a su vez se valieron de éste para, de manera intermitente, darle peso a sus demandas ante un estado que apenas intentaba articularse sobre las extensas composiciones rurales. Así, la sociedad parecía situarse frente a un cruce de caminos en donde múltiples conceptos jurídicos y leyes cargadas de buenas intenciones se posaban sobre el gobierno y la justicia. Sin embargo, los pueblos, y sus complejas sociedades que las integraron, aunque tuvieron la capacidad de llegar a manejar 78

7 De acuerdo con el Plan de Colonización del estado de Jalisco de 1825, que intentó “por todos los medios posibles” incrementar la población, los cultivos, la ganadería, el comercio y las artes dentro de su vasto territorio, se promovió la organización de “juntas patrióticas” que quedarían preferentemente compuestas por hacendados, mineros, comerciantes “y demás individuos capitalistas”, pues como vecinos notables y conocedores de las verdaderas necesidades que padecía su entorno, tendrían la capacidad de “arbitrar medios” y ayudar al establecimiento de los nuevos colonos. Colección de los decretos, tomo I, 1a serie, p. 397. 8 Para el caso de América Latina puede hacerse mención de los siguientes trabajos: Stern (comp.), Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes: siglos XVIII al XX, Lima, IEP, 1990; Salazar, Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX, Santiago de Chile, Ediciones SUR, 1985; Flores Galindo, Buscando un inca. Identidad y utopía en los Andes, México, Grijalbo, 1993.

120 las mismas reglas del juego a la par que las élites y sus autoridades, ejercían y defendían prácticas y derechos que justo iban en contra de esas normas.

La reestructuración municipal frente a los bienes comunes

Bajo la transición de las independencias devino la consolidación de distintos regímenes cuyas provincias (o estados para el caso mexicano) no solo tuvieron la facultad de desarrollar el ordenamiento de sus instancias de gobierno (a través de municipios, ayuntamientos, cabeceras, cantones, etc.), sino también de formular sus propias legislaciones conforme a las necesidades y condiciones que se extendían por sus territorios. Así, para que el curso de las nuevas leyes generara una paulatina transformación de las composiciones territoriales, mucho tuvo que ver la composición y existencia de pueblos de indios, el tipo de economía ejercido por sus élites y pobladores, o el acceso y disponibilidad de tierras, aguas y montes. Al erigirse en el siglo XIX algunos ayuntamientos de pueblos vino una reestructuración de las instancias administrativas que operaron el control a nivel local, tendencia originada durante los últimos años del siglo XVIII. La administración colonial que se estructuró desde lo rural no demostró grandes cambios en los primeros años del siglo XIX al haber mantenido el reconocimiento de algunos derechos, intereses y clientelas locales. La consolidación de los ayuntamientos mexicanos fue significativa para el sostenimiento no sólo de las localidades, sino de los gobiernos estatales ante los que debían rendir cuentas de su administración. Desde un comienzo, los alcaldes declararon la falta de recursos para poner en marcha sus gobiernos; por tanto, al ver que sus pobladores explotaban sus tierras comunales sin obtener ingresos significativos, algunos alcaldes se dieron a la tarea de administrarlas (una acción que para los pueblos pudo significar la enajenación de sus bienes) y así poderlas ofrecer en arrendamiento a particulares, algo que puso bajo sospecha la labor de los alcaldes en relación con acaudalados productores y propietarios. Tanto en Michoacán como en Jalisco los bienes de comunidad fueron desvinculados de los pueblos, medida que se reprodujo en varias partes del país, como en el

121 estado de México, en donde los propios de los pueblos pasaron a manos de los ayuntamientos en calidad de administradores.9 De acuerdo con las Bases para la formación de ordenanzas y fondos municipales emitidas el 1 de julio de 1825 por el congreso de Jalisco, los ayuntamientos debían cumplir con un amplio margen de obligaciones, y entre ellas ver por el buen estado de la salubridad, la seguridad, el orden, y las obras públicas, así como por la creación y el buen funcionamiento de las escuelas, hospitales y procesos electorales. Una de sus principales labores recaía en la “administración en inversión de los fondos municipales”. Por acuerdo del congreso local, dentro de tales fondos estarían los propios y arbitrios generados por “todas las tierras comunes que toquen respectivamente a su demarcación”. Como sucedió en otras entidades del país, estas tierras no fueron otras sino el fundo legal10 y las tierras que contaran con el título de “comunes”, algo que se prestó a posteriores confusiones. Los legisladores fueron más explícitos en este renglón, pues en la Instrucción para la formación de ordenamientos municipales del 6 de julio de 1826, por “propios” se debía entender todas las tierras, solares y fincas pertenecientes a los pueblos.11 12De acuerdo con esta Instrucción, el gobierno declaró su compromiso de gravar lo menos posible a los vecinos de los pueblos bajo contribuciones minuciosas e indirectas y con “igualdad proporcional”, a sabiendas posiblemente de que las composiciones de muchos pueblos no eran las mismas en todo el estado. Por tanto, aunque ya se perfilaba un diseño tributario en forma directa o sobre las personas, se procuró que para el caso de los pueblos éste continuara sobre sus “cosas”.

9 Birrichaga, “Una mirada comparativa de la desvinculación y desamortización de bienes municipales en México y España, 1812-1856”, en Escobar Ohmstede, Falcón y Buve (coords.), La arquitectura histórica del poder. Naciones, nacionalismo y estados en América Latina. Siglos XVIII, XIX y XX, México, El Colegio de México / CEDLA, 2012, p. 151. 10 Desde este momento se puede observar cómo la legislatura local ya reproducía lo que Bernardo García Martínez identificó como una confusión de la ordenanza del marqués de Falces de 1567 que, en lugar de suponer una extensión de terreno delimitada o de protección (600 varas) para evitar conflictos entre pueblos y estancieros, desde la real cédula del 12 de julio de 1695 esa extensión de terreno y aquélla primera ordenanza se reconocieron para iniciar solicitudes de otorgamiento de tierras corporativas. García Martínez, “La ordenanza del marqués de Falces del 26 de mayo de 1567: una pequeña gran confusión documental e historiográfica”, en Anuario de Historia de América Latina, 2002, pp. 163-165. Como posteriormente lo pudo detallar Felipe Castro, esa confusión dio inicio con la creación de variedad de pueblos y, por consiguiente, al incremento de conflictos a lo largo del siglo XVIII entre esos nuevos pueblos con los ya existentes, al igual que con pequeños propietarios y estancieros. Castro Gutiérrez, “Los ires y devenires del fundo legal de los pueblos indios”, en Martínez López-Cano (coord.), De la historia económica a la historia social y cultural. Homenaje a Gisela von Wobeser, México, UNAM-IIH, 2015, pp. 69-103. 11 Colección de los decretos, t. I, 1a serie, pp. 151, 360. 12 Colección de los decretos, t. I, 1a serie, p. 361.

122 Casos como los del estado de México han demostrado cómo la redefinición que hicieron los ayuntamientos sobre los bienes comunales generó una mayor actividad política de los pueblos, pues algunas tierras de común repartimiento fueron consideradas como parte de los propios que los ayuntamientos explotaron y arrendaron como terratenientes. Bajo esa advertencia, el congreso local extendió las facultades de los subprefectos para así imponer mayor control sobre esos contratos, ya fuera con el propósito de verificar el buen destino de esos bienes (que continuaban siendo de los pueblos bajo dominio útil) o con el de evitar actos fraudulentos por parte de las autoridades locales. Ello provocó recurrentes disputas entre los alcaldes y los subprefectos al grado de que aquéllos no reconocían la 1 3 jurisdicción que éstos tenían dentro de los ayuntamientos. De esta manera se percibe un intento tanto del gobierno federal como de los estatales de supervisar el funcionamiento de los ayuntamientos ampliando las facultades de los prefectos que previamente ya habían sido instalados en las cabeceras. Así, como sucedió en Tlaxcala, al acudir a esta política de carácter central los estados pretendieron recuperar el control sobre las contribuciones fiscales exigiendo a las autoridades locales informaran por la cantidad de pueblos que contenían y el tipo de propiedades y propietarios que los componían.13 14 De acuerdo con la Instrucción que giró el gobierno de Jalisco a los ayuntamientos en diciembre de 1825, refirió la manera en que debían recaudar las cuentas de sus fondos de propios y arbitrios, las cuales debían ser recabadas por el director político de cada departamento, y “con persona segura”, para así enviarlas al jefe político.15 Al menos el proyecto político de principios del siglo XIX no sólo consideró una certidumbre territorial a través de un orden político-administrativo articulado por los poderes estatales y los ayuntamientos, sino que además la base de su institucionalidad debió quedar constituida por individuos capaces de administrarla. De acuerdo con Antonio Annino éste fue el principio por el cual debía quedar consolidada la ciudadanía política que, en vez de fomentar el desarrollo de una cultura política entre la población, iba dirigida a la conformación de empleados públicos instruidos y honestos en quienes descansaría tanto la

13 Birrichaga, “El arrendamiento de los propios de los pueblos en el Estado de México, 1824-1825”, en Iracheta y Birrichaga (comp.), A la sombra de la primera república federal. El Estado de México, 1824-1835, Zinacantepec, El Colegio Mexiquense, 1999, pp. 313-328. 14 Galante, “Municipio y construcción del Estado (Tlaxcala, 1824-1826): Definición ante la ley y administración de justicia”, en Irurozqui y Galante (eds.), Sangre de ley. Justicia y violencia en la institucionalización del Estado en América Latina, siglo XIX, Madrid, Polifemo, 2011, pp. 169-201. 15 Colección de los decretos, t. II, 2a serie, p. 191.

123 representatividad y el sufragio como las justicias y gobiernos locales. Pero pudiera objetarse que no todos los esfuerzos por establecer las definiciones de ciudadanía llevaron este propósito, puesto que de manera paralela también se estaba considerando la conformación de ciudadanos pasivos que si bien quedaron impedidos de acceder a las funciones administrativas, debieron cumplir con un cúmulo de requisitos que les permitiera gozar de ciertas prerrogativas, como el acceso a la justicia, la libertad de emplearse y la propiedad plena o en usufructo. Desde que se instalaron los primeros gobiernos de Jalisco, fue clara la intención del Ejecutivo y de los legisladores de querer controlar las atribuciones de los ayuntamientos y de que éstos a su vez se mantuvieran al tanto y en constante comunicación con las autoridades centrales. Por ejemplo, en 1825 el congreso ordenó a los jefes políticos que los ayuntamientos pagaran la suscripción para poder recibir los diarios del congreso; poco después, ordenó a todos aquellos que tuvieran fondos para suscribirse a la gaceta del gobierno. 16 17Asimismo, a lo largo de la primera década de administración, sólo el gobierno era quien podía autorizar a los ayuntamientos imponer nuevos arbitrios en sus localidades, siendo el más socorrido el del degüello de reses y cerdos. En 1837 el ayuntamiento de Lagos aplicó medidas que incluso iban contra los derechos de poblaciones vecinas, como las de la municipalidad de San Juan, quienes elevaron ante su prefecto político una queja dado que el ayuntamiento laguense los había privado del acceso al agua con la creación de algunas presas. Poco tiempo después, las autoridades de Lagos intentaron aplicar un nuevo arbitrio de medio real por cada fanega de maíz vendida y consumida. Al estimar que esa iniciativa produciría “malas consecuencias”, el entonces gobierno departamental no autorizó su aplicación. 18 No fue sino hasta la década siguiente (1830-40) cuando los ayuntamientos buscaron otras alternativas para ensanchar sus ingresos, pues en su calidad de administradores tanto de las tierras de fundo legal como de las de comunidad, y a sabiendas de que legalmente eran los sucesores de las “extinguidas comunidades de indígenas”, encontraron la manera

16 Colección de los decretos, t. II, 1a serie, p. 47; t. III, p. 313. 17 Colección de los decretos, t. III, 1a serie, pp. 370, 382, 18 Colección de los decretos, t. VII, 1a serie, pp. 236, 286-289.

124 de arrendar o vender los terrenos que mejor les convinieron.19 20De ese modo se condujo el ayuntamiento de Ahualulco, al concedérsele licencia para vender el potrero de La Laguna. 20 No obstante, las comunidades indígenas advertían al gobierno sobre el mal uso que los ayuntamientos hacían de sus bienes, al enajenarlos o arrendarlos sin su autorización. Confrontaciones de este tipo, entre ayuntamientos e indígenas, fueron una constante que se extendió a todo lo largo del siglo XIX. Por un lado, los ayuntamientos buscaron implementar medidas autónomas ya fuera de carácter fiscal, administrativo o judicial con el fin de obtener mayores ingresos; y por el otro, los indígenas, al ser receptores de algunas de esas políticas, trataron de conservar sus prácticas y posesiones comunes denunciando esos agravios ante los representantes de las autoridades centrales, como los jefes políticos, quienes mantuvieron por orden del gobernador un estricto control sobre cualquier iniciativa que desde los municipios se anunciara. Aunque se pueden encontrar políticas similares entre los ayuntamientos de Lagos y de Ahualulco en la manera en que pretendieron ejercer su autonomía, en frente tuvieron una población que divergía con sus iniciativas y que generalmente acudían al auxilio de las autoridades centrales, como los prefectos y jefes políticos. Tal vez sólo así es como la autonomía de los ayuntamiento se venía abajo, más todavía por el estricto control que los gobernadores comenzaron a aplicar sobre ellos a través de los jefes políticos. El conflicto sobre el acceso a la tierra y recursos naturales se fue acentuando en la medida en que las políticas desamortizadoras se implementaron desde los gobiernos locales. Una época en que los ayuntamientos encontraron mayores instrumentos legales para obtener recursos, y de ganarse en lo sucesivo más conflictos con las poblaciones que administraban.

Individualismo, repartimiento y desamortización

Al proclamarse el federalismo en México, las antiguas provincias novohispanas fueron reconocidas como estados y territorios, y como tales, los primeros tuvieron la facultad de formar su propio gobierno interior a través de un gobernador, un congreso y un tribunal de justicia. La manera en que organizaron esos poderes fue materia de cada constitución local,

19 Colección de los decretos, t. V, 1a serie, pp. 183, 190, 211, 212, 333, 395. 20 Colección de los decretos, t. V, 1a serie, p. 441.

125 principio que dio pie a que cada uno de los estados legislara y ejerciera justicia donde lo creyó apremiante. Legislaturas locales como la de los estados de México, Oaxaca, Michoacán y Jalisco, sin advertir que fueran los únicos, iniciaron su administración tratando de implementar la estrategia de recaudación de ingresos por vía de los ayuntamientos. A consideración de la comisión de gobierno del congreso de Jalisco que formuló el decreto núm. 2 de 1825, el repartimiento de tierras que antes hizo la Corona española a los indios sin el dominio pleno de propiedad, fue la causa por la que éstos quedaron sumergidos en la miseria y tan “reducidos” como los romanos mantuvieron a sus esclavos. Haberles privado del dominio directo fue, a su consideración, la causa por la que la agricultura no se hubiese desarrollado, pues ante la ausencia de una “cosa propia”, trabajaron sin empeño ni interés. Así como el decreto reconoció la propiedad que tenían los indios de tierras, solares y casas, también declaró la facultad que tuvieron de enajenarlas a otros particulares, siempre y cuando no fuera en aquellos que tuvieran más de un sitio de ganado mayor. Los legisladores insistieron en esta última medida dado que al quedar esas propiedades con la posibilidad de integrarse al mercado de tierras, varios terratenientes desearían apoderarse de muchas de ellas.21 22 Por tal razón, dos años después de haber emitido el decreto hizo recordar dicho impedimento a todos aquellos ciudadanos que compraron “a los antes llamados indios”. Una vez concedida la propiedad a quienes usufructuaban la tierra ya fuera de manera individual o colectiva, el congreso jalisciense dio un segundo paso en 1828 cuando individualizó las tierras de comunidad. Pese a que estos repartos se hicieron con “la más posible igualdad en cantidad y calidad de terrenos”, esto pudo haber desatado tensiones dentro los pueblos de indios, sin descartar que entre otros pueblos esas mismas leyes les hayan llevado a organizarse y negociar con el estado, temas que lamentablemente no han sido muy atendidos dentro de la historiografía jalisciense. En este último caso se encontraban los pueblos de Ocotán y Jocotán al momento de verse impedidos de hacer uso de los Cuatro Potreros, conjunto de montes que entonces pertenecieron al Hospital de Belén. Desde el año de 1826, el gobierno del estado inició con la venta de las fincas

21 Colección de acuerdos, t. I, p. 131. 22 Aldana Rendón, Proyecto agrarios y lucha por la tierra en Jalisco, 1810-1866, Guadalajara, Gobierno del estado de Jalisco, 1986, p. 78.

126 rústicas de dicho hospital, mismas que estaban en propiedad de la Iglesia.23 Su venta fue una salida ante la ausencia de fondos suficientes para mantener el hospital, pues varias de sus fincas aún estaban sin arrendar. Sin embargo, para los administradores del hospital era difícil vender los Cuatro Potreros dado que los indígenas de Ocotán y Jocotán reclamaban esos montes como suyos “desde tiempo inmemorial”. Si tales eran las circunstancias, el administrador instó al congreso para poner en venta esas propiedades a los mismos indígenas, a lo cual accedió bajo la condición de que dichos bienes no los mantuvieran en comunidad.24 25 Con esas acciones el congreso no sólo pretendió garantizar algunos fondos para el hospital, sino que además intentó aleccionar a los indígenas sobre las formas legales de poseer y usar la propiedad. El congreso no se detuvo ahí, pues extendió el régimen de propiedad individual hacia las fincas urbanas que como bienes de comunidad se hubiesen levantado en terrenos del fundo legal. En abril de 1833 el congreso quiso apresurar los repartos al emitir el decreto 486, el cual obligó a los beneficiarios a refrendar sus títulos en caso de haberlos obtenido durante el régimen colonial; de no contar con ellos, debieron solicitarlos a sus respectivos ayuntamientos, pues de lo contrario perderían el derecho sobre esas tierras. Los legisladores dieron como plazo hasta 1836, límite que para muchos debió representar muy poco tiempo. Así lo manifestaron los indígenas de los pueblos de Otatan, Zapotlán del Rey, Jalostotitlán y Ahualulco, quienes ante el temor a perder sus tierras, solicitaron la derogación del decreto ya que aún no contaban con los títulos de propiedad.26 Estos primeros años del congreso casi corresponden a los que Jean Meyer ha identificado como la primera etapa de la historia legislativa de Jalisco en materia agraria (1812-1832), cuyo inicio se remonta a la proclamación que hicieron las Cortes de Cádiz de reducir los bienes comunes a propiedad particular.27 Esta cronología coincide con la que en 1849 realizó el legislador Ignacio Aguirre Loreto al presentar el primero de seis volúmenes de la Colección de acuerdos, órdenes y decretos sobre tierras, casas y solares de los indígenas, bienes de sus comunidades y fundos legales de los pueblos del estado de Jalisco. Las razones que motivaron a Aguirre por la publicación de una colección de leyes con

23 Colección de los decretos, t. II, 1a. serie, p. 340; t. III; p. 33; t. VII, p. 173.; t. VIII, p. 24, 304. 24 Colección de acuerdos, t. I, p. 137. 25 Colección de acuerdos, t. I, p. 139. 26 Colección de acuerdos, t. I, pp. 86 y 140. 27 Meyer, Esperando a Lozada, Zamora, El Colegio de Michoacán / Conacyt, 1984, p. 120.

127 semejante materia, fue porque desde que Jalisco se constituyó como entidad federativa, sus legisladores, con la intención de asegurar las propiedades de los indígenas, se dieron a la tarea de emitir sucesivas leyes que con el paso de los años escaparon del entendimiento no sólo de los mismos beneficiarios, sino hasta de las autoridades locales. Por tal razón, presentar un extracto o recopilación de esas leyes para ser distribuidos entre los juzgados de pueblos era necesario pare evitar conflictos, abusos y confusiones que hasta entonces se presentaron entre indígenas, particulares y ayuntamientos. Al ser el liberalismo la base de esa legislación, con la transición centralista que corrió a partir de 1835 no sólo se reestructuró la división política de la república (bajo la redefinición de los estados en departamentos), sino que además fueron interrumpidas las leyes relacionadas con los repartos de tierras. Una de las razones de la junta departamental fue precisamente lo perjudicial que resultó entre algunos pueblos la premura de la regularización de los títulos. Los repartos no se reiniciaron sino hasta 1847 con el retorno de la federación, y recordando a los indígenas retomar la formación de las comisiones repartidoras y el refrendo de sus títulos. Con el ánimo de continuar con su proyecto de individualización, el congreso implementó la restitución de los terrenos que originalmente fueron mercedados a los indígenas por la Corona, y que por distintas circunstancias terminaron en manos tanto de ayuntamientos como de particulares. Al formular dicho decreto, la comisión lo hizo en cierta alusión a los protectores de indios que fungieron durante el periodo colonial, pues a diferencia de aquéllos, los beneficiaban sin considerarlos menores o incapaces para administrarse legalmente:

Si los indígenas estuviesen reputados menores, como en la antigua legislación, no cabe duda en que entonces y solo entonces, necesitarían de administradores. Por fortuna no es hoy así, y los principios que regularizan la adquisición, la venta y la administración de los bienes de las comunidades, no es aplicable a las estinguidas de los indígenas, porque28 29

28 A mediados del siglo XIX aún no existía una recopilación de leyes accesible para los jueces, y no fue sino hasta 1872, durante el gobierno de Ignacio L. Vallarta, en que se resolvió recuperar la historia legislativa del estado a través de una Colección de los decretos, circulares y órdenes de los poderes Ejecutivo y Legislativo del estado de Jalisco, misma que alcanzó 38 volúmenes recuperando las leyes desde 1823 a 1872. Un proyecto que se extendió incluso hasta 1910 e una segunda serie o época. 29 Colección de acuerdos, t. I, p. 145.

128 además de que éstas no ecsistes legalmente, los individuos que las componían, son ahora iguales a los demás hombres que han nacido en la república mexicana.30

Al reputarse a los indios con iguales derechos al resto de los ciudadanos, ya no tendrían que contar con el auxilio de administradores ni ser sometidos a un “derecho nuevo”, únicamente debieron aplicar el reparto de sus tierras para poder ejercer con justicia dicha igualdad. Sin embargo, esto no se consumó sin la tutela del gobierno, su “protector nato”. Con estos argumentos, la comisión rehabilitó en 1849 las últimas leyes relativas al reparto de tierras a través de los decretos 114 y 121. Este último decreto, compuesto por 36 artículos, insistió en el reparto tanto de tierras comunes como de las fincas urbanas existentes en terrenos de fundo legal que fueran construidas con los fondos de comunidad, así como en la formación de las comisiones repartidoras. Para el congreso fue muy necesario hacer recordar tal medida a los indígenas, pues desde que quedó constituido el estado se concibió a los ayuntamientos como los sucesores de las extintas comunidades de indígenas, y por tal, cualquier tipo de propiedad, a excepción de las particulares, sería administrada por ellos. Parecía que el congreso hizo recordar esa serie de disposiciones por las reclamaciones que hicieron algunos pueblos sobre sus bienes de comunidad. Como fue el caso de los indígenas de Juchitán quienes, a través de su representante el licenciado Urbano Tovar, alegaron que fueron despojados de sus tierras por su ayuntamiento. Otros por igual exigieron a sus ayuntamientos los títulos de propiedad que debían entregarles. Asimismo, la comisión repartidora de bienes de comunidad de los indígenas de Ahualulco solicitó al gobierno les aclarase si el fundo legal debía formar parte de los bienes mercedados y, por tanto, susceptibles de repartirse. Dudas como ésta se presentaron dado que el decreto 121 de 1849 si bien advertía que los fundos legales se comprendieron de acuerdo a la legislación española antigua, no especificó qué clase de tierras se consideraban como tales, pues no sólo se citó la ordenanza del marqués de Falces de 1567, sino también la real cédula de 1687, es decir, la que al final otorgó tierras para la formación de pueblos. El gobierno respondió a la comisión de Ahualulco que los terrenos de fundo legal eran

30 Colección de acuerdos, t. I, p. 150.

129 aquellos “destinados al servicio y objetos públicos de los pueblos, por cuya circunstancia 31 las leyes anteriores los exceptuaban de la división entre indígenas”. Entre 1849 y 1854 los gobiernos de Joaquín Angulo y el de Jesús López Portillo se mantuvieron con la intención de culminar, o a lo menos de continuar, con los repartos de tierras en cada rincón del estado. En los distintos momentos que ocupó el gobierno, Angulo encontró que era poca la atención que se hizo a los repartos de tierras, ya fuera por la resistencia o desconocimiento entre algunos pueblos, o bien, por la obstaculización de algunos ayuntamientos y propietarios; razón por la que decidió ampliar los plazos a los pueblos para que integraran sus comisiones. Por su parte, López Portillo anunció en su informe de gobierno de 1852 los esfuerzos que se hicieron para que el estado se viera plenamente representado y reconocido en algunos cantones, como los de Lagos, La Barca, Colotlán, Ahualulco y Sayula, en donde los ayuntamientos actuaron con amplias facultades.31 32 33 Al llegar a la mitad del siglo XIX por casi toda América Latina se comenzó a desarrollar un “paradigma dominante” en el que, de acuerdo con Antonio Escobar Ohmstede, las políticas liberales intentaban instituir la propiedad individual y declarar con ello el fin tanto de la personalidad jurídica corporativa como de la propiedad comunal. 33 Como sucedió en México a raíz de la ley de desamortización de junio de 1856, por varios países del continente leyes similares fueron emitidas y se mantuvieron incluso hasta los primeros años del siglo XX. 34 Durante esos mismos años, leyes e iniciativas desamortizadoras se continuaron aplicando por casi toda América Latina, lo cual nos ayuda

31 Colección de acuerdos, t. I, pp. 155 y 184. 32 Jesús López Portillo, “Exposición que dirige al público..., gobernador que fue del estado de Jalisco”, en Urzúa Orozco y Hernández (investigación, compilación y notas), Jalisco, testimonio de sus gobernantes, t. I (1826-1879), Guadalajara, Gobierno del estado de Jalisco, 1987, p. 317. 33 Escobar Ohmstede, “La desamortización de tierras civiles corporativas en una ley agraria, fiscal o ambas? Una aproximación a las tendencias en la historiografía”, en Mundo Agrario, vol. 13, núm. 25, 2012. 34 En Chile, por ejemplo, las regiones de Concepción y Arauco también se vincula en tiempo y contenido al largo proceso desamortizados dado que por una ley emitida en 1853 el gobierno instaló medidas que apuntaron hacia una enajenación de las tierras de los pueblos mapuches, ante lo cual declaró suspendidos todos los contratos o “donaciones” que éstos hubieran entablado con poblaciones vecinas no indias. Rolf Foerster advierte que tales “donaciones” más bien representaban ventas sobre acciones y derechos, un formulismo que refrendaba las prácticas y conceptos que tenían los mapuches sobre la propiedad, pues para ellos las “ventas” a perpetuidad no existían; éstas sólo tenían vigencia hasta el tiempo en que los titulares del contrato morían, garantizando con ello el retorno de la propiedad y la subsistencia para sus descendientes. Foerster, “Los procesos de constitución de la propiedad en la frontera norte de la Araucanía: sus efectos esperados y no esperados en el imaginario y en la estructura de poder”, en Cuadernos de Historia, núm. 28, 2008, pp. 7-35.

130 a comprender que el caso mexicano dista mucho de ser el único que se puso en marcha. Así, podemos observar que, con semejante inspiración a la ley Lerdo de 1856, se edificó la ley colombiana de 1861 que desamortizó los bienes de manos muertas, y que en esencia buscó introducir los repartos individuales entre cada uno de los miembros de los resguardos indígenas. La medida, como en otras partes, fue tan elogiada como criticada, dado que para algunos de los propietarios y productores aledaños a dichas unidades corporativas representó una oportunidad para mantener y extender sus propias industrias, como la ganadería; mientras que para los indígenas se declaró una ruptura de su economía moral que gobiernos anteriores mantuvieron con ellos. De esta manera se puede explicar cómo previo a la desamortización lerdista, en diciembre de 1855 el gobernador del estado de Jalisco, Santos Degollado, ya había resuelto aplicar una reforma similar al poner en venta pública los ejidos de la ciudad de Guadalajara, siendo ofrecidos preferentemente a aquellos arrendatarios que estuvieron al corriente con sus pagos. De la ganancia obtenida de dichos contratos, un porcentaje se destinó a la construcción de “un teatro digno de los jaliscienses”, el cual después llevó su nombre: Teatro Degollado. Un par de meses después el ayuntamiento de Lagos acudió a una iniciativa semejante tras declarar la venta de los terrenos de propios debido al poco rendimiento que se obtenía de su arrendamiento que no iba más allá de 700 pesos anuales. Así, con su venta los ediles creyeron alcanzar la suma de 50 mil pesos, cantidad necesaria para aumentar el fondo municipal sin perjudicar al vecindario. En su exposición de motivos hicieron recordar que desde que las Cortes de Cádiz trasladaron a dominio particular los baldíos y tierras comunales, exceptuaron los ejidos por ser indispensables para la subsistencia de los pueblos, “excepción odiosa” pues propendía a los indígenas a mantenerse empobrecidos y degradados por el vasallaje en que se les mantuvo. Al ser “nivelados” a las demás clases de la sociedad a través de la ciudadanía y el reparto de sus ejidos, era preciso conocer cuántos de estos últimos permanecieron amortizados y sin población indígena que los reclamara.35 36 De esta manera, en febrero de 1856 se autorizó al

35 Knowlton, “El ejido mexicano en el siglo XIX”, en Historia Mexicana, vol. 48, 1998, pp. 6-7. 36 Aquí parece que el ayuntamiento de Lagos se valió de la circular que lanzó en 1851 el gobierno del estado hacia los jefes políticos para que indagaran en cada municipalidad a su cargo sobre el estado que guardaban las tierras repartidas entre los indígenas y las que administraban los ayuntamientos. Todo parecía indicar que el gobierno preparaba, bajo previo inventario, las condiciones para iniciar con la venta de los terrenos baldíos. Colección de los decretos, t. XII, 1a serie, pp. 431-432.

131 ayuntamiento de Lagos la venta pública de los terrenos de propios mediante la celebración 37 de remates. El ayuntamiento de Lagos demostraba actuar con amplia libertad en la venta de terrenos baldíos tras creer posiblemente finiquitado el reparto a que fueron acreedores los pueblos indígenas circunvecinos. Pero las reacciones ante tales atribuciones de los munícipes no se hicieron esperar entre los indígenas de San Juan de la Laguna quienes, a través de sus representantes, José María Nolasco y Tomás Rojas, elevaron en 1864 su inconformidad ante el gobierno del estado contra la cesión que hizo el ayuntamiento de Lagos de una franja del cerro de San Miguel a favor del prefecto político del Departamento del mismo lugar, el coronel Santiago Aguilar. Además de declararse como poseedores “desde los tiempos inmediatos a la conquista” de aquel terreno, los indígenas de la Laguna señalaron más “nulidades” en la venta, dado que debió celebrarse en subasta pública a través de pregones y de que ésta quedó en manos de un miembro del mismo 38 ayuntamiento. En respuesta, el munícipe de Lagos, Tirso Galván, aclaró que la cesión que se hizo a favor del coronel Aguilar sólo fue en arrendamiento, facultad que tuvieron como administradores de los terrenos baldíos, pues de haberse celebrado una venta debía ser con la autorización de los vecinos. En su propia defensa, el ayuntamiento argumentó que el terreno cedido era tan insignificante que no había sido solicitado por nadie. Antes bien, con su arrendamiento no sólo dejaría de refugio de bandidos y de “maldades de toda clase”, sino que además sería de beneficio público dado que el prefecto Aguilar fomentaría el desarrollo de la agricultura a través del cultivo de tabaco y algodón. Al final, el munícipe Galván lamentó que los indígenas hubieran servido de instrumento a personas que “explotando su voluntad los obligan sin conciencia a hacer gastos y a emprender viajes molestos y dispendiosos”. Retomando un poco la línea de tiempo, la inercia de la ley Lerdo tuvo todavía un efecto inmediato al declararse en diciembre de 1856 desde el Ministerio de Hacienda una nueva circular que anunció el reparto entre los indígenas de los bienes de cofradías, como 3738

37 Colección de los acuerdos, t. III, pp. 10-13. 38 AHJ, Gobierno, Indios, 1864, caja 10, núm. de inv. 10220.

132 las tierras y ganados.39 No fue sino hasta 1861 cuando el congreso de Jalisco reglamentara esa “reforma justiciera” no sin antes advertir que ese reparto era necesario para terminar con la codicia del clero, el cual mantuvo a sus feligreses -según dijo- embrutecidos y despojados de sus bienes.40 En medio de esa combinación de leyes varios pueblos indígenas retomaron nuevos litigios contra sus párrocos y otros particulares al creer que sus bienes tanto de comunidad como de cofradía estaban en peligro de ser enajenados. Por ejemplo, en Ahualulco los indígenas respondieron a esta última reforma al exigir el reparto de la hacienda denominada “La Cofradía”. No obstante, ésta se encontraba en poder del agricultor Pedro Camarena, quien refirió que la compró en 1856 por autorización del obispo de Guadalajara.41 Camarena aseguró la legalidad de su propiedad pese a que la hacienda se fundó como parte de los bienes de la cofradía de la Limpia Concepción, pues al haber quedado espiritualizados los bienes era factible enajenarlos. A través de la investigación hecha por el consejo de gobierno se resolvió que la fundación de la citada cofradía no se hizo conforme a la ley que las autorizaba en la Recopilación de leyes de Indias (ley 25, tit. 4, libro 1), ni con la real cédula del 24 de junio de 1682, que estableció que toda fundación de cofradía debía contar con la autorización real y eclesiástica. Llegado a este punto, si ya era complejo dentro de la historiografía identificar el proceso por el cual tuvo que pasar la individualización de los bienes de los pueblos de indios, al formar parte del mismo proceso los bienes de cofradía poco después de emitirse la Ley Lerdo, la comprensión del mismo se ha tornado todavía más compleja. Si se parte desde su fundación, una cofradía formalmente establecida debió contar con la licencia del rey, la aprobación del Consejo se Indias y la autorización del obispo respectivo; sin embargo, muchas no se establecieron bajo esa lógica y poco a poco terminaron bajo el control de los párrocos. Incluso, algunos de ellos, como sucedió comúnmente en la diócesis

39 Dublán y Lozano, Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la república, tomo VIII, México, Imprenta del Comercio de Dublán y Chávez, 1877, p. 324. 40 Colección de acuerdos, t. III, pp. 129-130. 41 Anteriormente Pedro Camarena fue arrendatario de la hacienda de La Cofradía, y desde entonces parte de ella la dedicaba a la planta de mezcales, pues en 1848 su mayordomo declaraba sobre la disposición que tenía Camarena de vender los mezcales que cultivaba. AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1848.

133 de Guadalajara, administraron los bienes de las cofradías como si fueran propios o de la misma Iglesia.42 43 En el caso de la cofradía de la Limpia o Purísima Concepción de Ahualulco se advirtió que carecía de la venia real. Razón por la cual, la fundación de la cofradía y los procedimientos legales que de ella se desprendieran debían considerarse nulos, como fue la venta que se hizo a Camarena. No sucedía lo mismo si la cofradía se repartía entre los indígenas porque sus bienes en esencia eran de comunidad. Así, en junio de 1861 el consejo de gobierno fue autorizado por el presidente de la república para repartir a los indígenas el valor de la hacienda de La Cofradía en que fue vendida en vez de los terrenos que la componían. Desde la municipalidad de Lagos también se presentaron litigios similares. Uno de ellos se desató entre los indígenas del pueblo de Moya y el juez letrado de Lagos, Gabriel Mosiño, quien en 1857 adjudicó el rancho de la Cofradía de la Virgen de Moya a José G. Campos. Lo interesante de este litigio es que inició en cumplimiento de la ley de desamortización de 1856 y no se consumó sino hasta que fue resuelto con arreglo a la ley de reparto de tierras de cofradía de 1861. Desde un comienzo la adjudicación presentó dificultades dado que así como Campos comenzaba a pedir a los indígenas la desocupación del rancho, el comisario de Moya se resistió a ejecutar la orden de Mosiño ante el temor de ser excomulgado por una ley que iba en contra de los bienes que administraba la Iglesia, o posiblemente también, a que velaba por los intereses de los indígenas; por tal, el jefe político lo sustituyó por un “vecino honrado” que obedeciera las leyes.44 Ante tales incidentes, el consejo de gobierno absorbió la causa y comenzó por suspender la orden del juez letrado. Mientras los indígenas de Moya intentaron demostrar con diversos documentos que el mencionado rancho pertenecía a la cofradía, Campos aseguró lo contrario. El consejo de gobierno no encontró elementos para favorecer a Campos a quien se le obligó a restituir a los indígenas el rancho de la Cofradía de la Virgen de Moya. Campos no se detuvo y buscó la intervención del presidente de la república quien en septiembre de 1862 ordenó al gobierno del estado reponer a Joaquín Campos en la

42 Taylor, Ministros de lo sagrado, v. II, p. 450. 43 Colección de los acuerdos, t. III, pp. 140-141. 44 Colección de los acuerdos, t. III, pp. 80-83.

134 posesión del rancho de Moya, pese a la investigación y documentos que presentaron los indígenas.45 Con estos ejemplos no sólo se puede constatar, como ya se ha hecho para otros estados del país que, pese a que se negaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas administrar y poseer bienes raíces, en la práctica acudieron a los tribunales locales y federales para declarar la violación de algún derecho o la enajenación de sus bienes. Robert Knowlton afirma que este proceso generó profundos conflictos sociales y jurisdiccionales pues, así como en las localidades los indígenas emplearon varios recursos legales para reclamar la posesión de tierras que supuestamente les eran enajenadas, desde la Suprema Corte de Justicia sus demandas perdieron su peso ante la improcedencia constitucional de las mismas. Los magistrados les recordaban que las corporaciones civiles ya no sólo estaban incapacitadas para tener propiedades en semejante calidad, sino además para acudir y reclamar justicia ante las autoridades, razón por la cual se puede explicar la sentencia que favoreció a Joaquín Campos, ciudadano que en lo individual reclamó justicia ante una instancia federal. De acuerdo con Knowlton, aunque muchas de las demandas indígenas terminaron por no proceder ante la Suprema Corte, ello demostraba que no sólo buscaron justicia a través de sus autoridades locales, sino que además elevaron sus demandas hasta las instancias superiores.46 Al iniciar la segunda mitad del siglo XIX se presentó, a lo menos en Jalisco, el segundo gran momento de su historia agraria, ya que tanto las primeras leyes de 1825 como los efectos de la ley de desamortización y de reparto de bienes de cofradías, intentaron consolidarse a través de un proceso codificador, el cual no consideró otra forma de propiedad salvo la individual. Lo codificación viene a cerrar formalmente todos aquellos derechos no escritos, ya fueran comunales o particulares, como refiere Rosa Congost. En su parte penal, como sucedió en Francia o España, prohibió prácticas como el espigueo y criminalizó otras como la recolección de leña.47

45 Colección de los acuerdos, t. III, pp. 146-147. 46 Knowlton, “Tribunales federales y terrenos rurales en el México del siglo XIX: El Semanario Judicial de la Federación”, en Historia Mexicana, no. 181, 1996, pp. 71-98. 47 Congost, Tierras, leyes e historia, p. 90.

135 III.II La codificación civil y la propiedad

La vinculación entre la propiedad y la ciudadanía se vio reflejada desde el Código Civil francés de 1804, en donde la propiedad se concibió como un derecho de poseer y disponer de las cosas en forma “absoluta”. Pero el surgimiento de esta idea se hizo frente a prácticas y derechos que se mantenían sobre realidades o tradiciones muy distintas. Estas leyes o códigos fueron pensados por juristas que bebieron y aprehendieron lo moderno dando la espalda a realidades que tenían en frente. La idea moderna de propiedad nació y continuó aislada de previas formas en que fue ejercida, mismas que en manos del derecho instituido por el liberalismo, no dejaron de perseguirse hasta desnaturalizarse. Por ello la recomendación antedicha por Grossi de desestatizar la noción de propiedad desde el momento en que fue redefinida por el individualismo. 4849 Al desvincularse la idea de propiedad al estado, pudiera hacerse lo mismo con la idea de justicia, pues se podrá indagar sobre áreas hasta ahora poco conocidas o pensadas, en donde las prácticas no guardaban estrecha relación con los discursos y la normatividad. Al lograr esa sensibilidad tal vez sea posible identificar cómo ciertos derechos o acciones, implícitamente consensuados, dejan de verse como tales, o bien, se restringen y criminalizan. Paolo Grossi ha indagado sobre los orígenes del pliegue “moderno” de la propiedad y señala que de antemano debieran considerarse algunos de los riesgos por las que comúnmente caemos los historiadores, y entre ellos se encuentra la visión individualista de propiedad, o bien, como la cosa que ha estado en el centro de constantes luchas y confrontaciones. A través del tiempo, la idea de propiedad ha podido reconocerse con muy diferentes matices y desvincularse de su esquema individual y de su carácter posesorio, dado que al reconocerse el uso colectivo que se daba a la tierra durante la Edad Media, éste sólo era para cubrir ciertas necesidades, cumplía con una efectividad. Es decir, tanto el “yo” como la calidad potestativa de la propiedad aun no existían.50 Una crítica sobre las leyes y los códigos concernientes a la propiedad nos permitirá verificar los nudos y problemas que encierra ese nuevo dogma jurídico para dejar de verlo como un cuerpo legal compuesto de datos absolutos y resueltos. Tanto los hombres que

48 Grossi, Mitología jurídica de la modernidad, p. 53. 49 Grossi, La propiedad y las propiedades. 50 Grossi, La propiedad y las propiedades, p. 33.

136 pensaron esas leyes como los que finalmente las aplicaron, fueron sujetos de “frontera”, o bien, intermediarios que transitaron entre márgenes poco definidos. Al rodearse de prácticas y dialécticas tradicionales se instruyeron con muy distintas formas de poseer y ejercer la propiedad. Pienso aquí, para el caso de México, no sólo en la aparición casi triunfante del Código Civil de 1870, sino además en la extendida aparición de leyes y decretos que le precedieron y que fueron materia de las páginas anteriores. Si hubo un documento que plasmó casi definitivamente la definición y los alcances de la idea de propiedad, fue precisamente el Código Civil del Distrito Federal de 1870, pues a pesar de haberse considerado en amplia medida para la realidad capitalina (urbana), incluyó algunas de las muchas circunstancias posibles que se podían presentar en el campo, espacio donde también era preciso instaurar una idea formal de propiedad, finalmente individual, transmisible, enajenable, perfecta. Pese a los esfuerzos que distintas entidades mexicanas hicieron por crear e implementar sus propias leyes y códigos, el Código Civil del Distrito Federal terminó con algunas de esas aspiraciones soberanas. Incluso, posiblemente terminó con el trabajo que desde el congreso de Jalisco efectuaba la comisión de códigos, integrada por los licenciados Emeterio Robles Gil, José María Verea y Esteban Alatorre, quienes en 1872 debían presentar los proyectos de código civil, penal y de procedimientos penales, 51 en el entendido de que desde 1867 ya se contaba en la entidad con una Ley de Procedimientos Civiles que de paso también fue inhabilitada poco después. A final de cuentas, en 1875 el gobernador de Jalisco, Jesús L. Camarena, autorizó la adopción del Código Civil del Distrito Federal y Territorios de la Baja California, y con él todas las disposiciones relacionadas con el primer título de su libro segundo, dedicado a “los bienes, la propiedad y sus modificaciones”. Desde sus primeros artículos, el código hizo énfasis en la calidad individual de la propiedad y de su correspondiente introducción en el mercado, aunque no descartaba las circunstancias en que se mantuvo la explotación en común. Referir a detalle el contenido y las materias que atendió el segundo libro del código civil a través de los ocho títulos y 609 artículos de que se compuso, sería atender múltiples situaciones que incluso escapan al objeto de esta investigación.

51 Colección de los decretos, t. IV, 2a serie, pp. 417, 422.

137 A manera de síntesis, el primer título sostuvo que prácticamente cualquier cosa podía ser objeto de apropiación y de comercio a excepción de aquéllas que por “su naturaleza o por disposición de la ley”, no podían ser poseídas en lo individual, o bien, porque se encontraban reducidas a propiedad individual, respectivamente. El segundo título atendió sobre los bienes muebles e inmuebles y su capítulo tercero quedó dedicado a “los bienes considerados según las personas a quienes pertenecen”, y no era otro asunto sino la distinción que existía entre la propiedad pública y privada (mismo al que volveré). El título tercero se refirió en específico a “la propiedad”, y su artículo 830 dejó abierta la posibilidad de la propiedad común sólo en los casos “en que la misma naturaleza de la cosa o por determinación de la ley, el dominio es indivisible”. Asimismo hizo mención sobre la propiedad de animales por medio de la caza y la pesca, así como de los tesoros y el denuncio y adjudicación de minas. Los últimos dos capítulos fueron dedicados a los derechos ejercidos sobre montes, pastos y arboledas, asunto al cual también regresaré. El cuarto título era materia de la posesión, dividida cualitativamente entre la de buena y mala fe. El quinto, “del usufructo, del uso y de la habitación”, el cual de manera explícita recordaba la imposibilidad de las corporaciones civiles para usufructuar o administrar bienes raíces. El sexto título, sobre las servidumbres legales y sus variaciones; y al final quedaron los títulos séptimo y octavo, que atendieron sobre las prescripciones para adquirir o liberarse de dominios, y de las propiedades del trabajo literario, dramático y artístico; en fin, también se integra de manera explícita una declaración de la propiedad intelectual. Ante esta amplia escala de circunstancias relativas a la propiedad, el propósito de la presente sección es dar cuenta de algunas interpretaciones que el código hizo sobre la propiedad privada frente a la propiedad común en vista de que esta última fue el tipo de dominio que caracterizó a la propiedad agraria durante casi todo el siglo XIX. Posteriormente, se indicará el estado de las nuevas formas de propiedad con relación a la explotación de montes y a la propiedad de ganados, temas que serán atendidos en los siguientes capítulos en el contexto de las regiones estudiadas. 5253

52 Código Civil, 1875, art. 830. 53 Código Civil, 1875, art. 968.

138 Bienes muebles e inmuebles: el ganado y los espacios de uso común

Además de haber representado la fase culminante del proceso de codificación en México,54 el Código Civil de 1870 fue el receptáculo de casi toda una serie de reformas agrarias que el liberalismo ensayó a lo largo del siglo XIX: desde los repartos de tierras a nivel local hasta la implícita nacionalización que hizo de los espacios públicos (1861), sin olvidar la ley general de desamortización de 1856. Retomando los artículos relativos a “los bienes considerados según las personas a quienes pertenecen” (arts. 795-826), el código civil guardó gran correspondencia con este proceso histórico-legislativo. Si bien declaraba como propiedad pública los bienes de uso común, aquella alusión de comunidad ya no coincidía con los derechos de uso y explotación conocidos. Tal parecía que el código daba ya un nuevo significado al “uso común” y éste más bien correspondió con un uso de tránsito. Daniela Marino ha identificado cómo se presentó este proceso en el estado de México, cuya legislatura fue capaz de presentar un código civil que coexistió con el del Distrito Federal. Precisamente encontró ese cambio de sentido dado al “uso común”, pues ya no sería posible hacer usos productivos, como el aprovechamiento de frutos, ni mucho menos de reparto y explotación de tierras.55 Así, aunque se mencionaba que entre los bienes de uso común quedaban las playas de mar, los puertos, bahías, ríos, esteros, entre otros; su uso fue similar al que se le daría a los puentes, calzadas, caminos, puentes, calles, plazas, fuentes y demás establecimientos públicos, es decir, “con las restricciones establecidas por la ley o por los reglamentos administrativos” que, cabría agregar, se venían estableciendo desde 1861 por el gobierno federal al querer reglamentar y limitar su uso. Sin presentar disposiciones de carácter penal de manera explícita, el código indicaba que aquellos que estorbaran el uso común de los bienes públicos, deberían pagar por los daños y perjuicios causados “y la pérdida de las obras que hubieren ejecutado”, última sanción ésta que hacía recordar la imposibilidad que existía de explotar esos espacios.56

54 González, El derecho civil en México 1821-1871. Apuntes para su estudio, México, UNAM-IIJ, 1988; Cruz Barney, La codificación en México: 1821-1917. Una aproximación, México, UNAM-IIJ, 2004. 55 Marino, “El régimen jurídico de la propiedad agraria en el Estado de México, 1824-1870: de la comunidad al individuo”, en Arenal y Speckman (coord.), El mundo del derecho. Aproximaciones a la cultura jurídica novohispana y mexicana (siglos XIX y XX), México, UNAM-IIH / Porrúa, 2009, p. 191. 56 Código Civil, 1875, art. 803.

139 Un capítulo interesante del título segundo es el relativo a los bienes mostrencos, cuyos artículos hicieron recordar usos y prácticas arraigadas en el campo mexicano, como la apropiación de cosas perdidas o abandonadas que carecieran de dueño aparente. De acuerdo con el código, nadie debía apropiarse de esas cosas; antes bien, en un plazo no mayor a las veinticuatro horas debían entregar la “cosa hallada” a las autoridades más próximas, las cuales darían los avisos correspondientes ya no tanto para dar con los dueños, sino además para ofrecerla en venta pública una vez transcurrido el plazo para que fuera reclamada. Pero si la cosa fuere un animal cuyo precio no excediera los 50 pesos, “la venta se verificará a fin del primer mes; si no llega á cien, se hará á los dos meses; y si pasa de 57 cien pesos, la venta se hará á los tres meses, depositándose su valor en todo caso”. Así es como llegamos al tercer título: “De la propiedad”, y de éste interesa especialmente el capítulo dedicado al “derecho de accesión”, el cual especificaba que todo lo que producían los bienes le daba derecho a su propietario de poseer lo que se incorporara a ellos “natural o artificialmente”. Aquí se hacía referencia a los frutos naturales, industriales y civiles, y dentro de cada uno de ellos existían muy diversas circunstancias. Especialmente, los frutos civiles eran los que posiblemente desataban más conflictos en las sociedades agrarias, y por tal razón, el código enlistó algunas disposiciones para tratar de resolver sobre situaciones específicas. Los frutos civiles podían ser los alquileres de muebles, la renta de inmuebles y todo bien adquirido por contrato. Asimismo lo eran los animales “sin marca ajena”, que al encontrarse en tierras de algún propietario, también le corresponderían a éste de manera accesoria “mientras no se pruebe lo contrario”. La sección dedicada a los frutos civiles también hacía énfasis, aunque implícitamente, de la defensa a la propiedad privada, fue así como se introdujo la noción de “mala fe” como el límite que llevaba a las personas a actuar dentro o fuera de la ley o de un contrato. Pero visto a contrapelo, con la sanción de la mala fe también se podían perseguir usos y prácticas que muy posiblemente se efectuaban en los terrenos comunes que con el tiempo terminaron por privatizarse. El artículo 889 podía expresarlo de esa manera:

Se entiende que hay mala fé de parte del edificador, plantador ó sembrador, cuando hace la edificación, plantación ó siembra, ó permite, sin reclamar que con material suyo las haga 5758

57 Código Civil, 1875, art. 815. 58 Código Civil, 1875, art. 815.

140 otro, en terreno que sabe es ajeno, no pidiendo previamente al dueño su consentimiento por escrito.

Por tanto, no se descarta que a consideración de este artículo ignorar estas leyes era talvez actuar de mala fe. Enseguida estaba el título cuarto: “De la posesión”. El capítulo fue de aquellos que mereció mayor atención por parte de la comisión que formó el Código, la cual quedó compuesta por los abogados Mario Yáñez, José María Lafragua, Isidro Montiel y Duarte, Rafael Dondé y Joaquín Eguíaliz. En su exposición de motivos lanzaron algunas opiniones que pudieran darnos a conocer los principios por los que partieron para formular los títulos correspondientes a la propiedad, y en el caso de la posesión advirtieron que aunque habían evitado definirla e incluirla en el código por ser “un verdadero escollo para todos los jurisconsultos”, su exclusión provocaría graves consecuencias y extravíos. 59 Parecía que con decir que la posesión era “la tenencia de una cosa o el goce de un derecho por nosotros mismos o por otro en nuestro nombre”, se caía en gran ambigüedad que era preciso explicar las calidades o formas de posesión. En esencia, la posesión sólo debía ser de buena fe, fundada en justo título, pacífica, continua y pública. Con la inclusión cualitativa de la buena o mala fe en lo concerniente a la posesión, se puede entrever que la comisión parecía que mantenía usos relacionados con los usufructos o los arrendamientos, y de los derechos que éstos tenían frente a los propietarios. De acuerdo con Pablo Macedo, al haber incluido la buena y mala fe se tenía como trasfondo impedir que el derecho protegiera a ladrones o usurpadores;60 razón por la cual, al ser la mala fe de apreciaciones tan ambiguas, ésta generalmente iba en detrimento de los poseedores, pues tanto era mala fe despojar de una posesión a otro mediante robo o violencia como aquél que poseía sin título y que “sin fundamento cree que lo tiene” .61 Para la comisión no existía gran distinción entre ambos:

Uno y otro son poseedores de mala fe; pero moral y legalmente hablando, es mucho más culpable el primero. Por lo mismo debe ser distinta la obligación de restituir; salvo ciertos

59 Exposición de los cuatro libros del Código Civil del Distrito Federal y territorio de la Baja California que hizo la comisión al presentar el proyecto al Gobierno de la Unión, México, Imprenta de E. Ancona y M. Peniche, 1871, pp. 44-47. 60 Macedo, “El Código de 1870. Su importancia en el derecho mexicano”, en Jurídica, núm. 3, julio de 1971, p. 253. 61 Código Civil, 1875, arts. 929 y 959.

141 casos que menciona el artículo 938, y en los cuales el segundo poseedor queda equiparado al primero.62

Entre las materias que también revelaban la importancia que adquirió la propiedad individual en el nuevo código, se encontraban algunas que atendieron sobre el usufructo pues, así como éste podía constituirse a favor de una o muchas personas, debía ser “simultánea o sucesivamente”. Asimismo, las corporaciones civiles que no podían adquirir o administrar bienes raíces, tampoco podían usufructuar.63 Implícitamente, el título también hacía recordar la ley general de 1861 que perseguía la explotación inmoderada de bosques y montes, pues si el usufructo caía sobre éstos, el usufructuario haría las talas o “cortes ordinarios que haría el dueño”, con apego a las ordenanzas y costumbres del país. En el mismo sentido, todo aquel usufructuario que cortara los árboles por el pie quedaba obligado a instalar renuevos, medida que se anunciaba no tanto con fines ecológicos sino para restituir al propietario de las cosas que se hizo uso durante el usufructo.64 Al tratar sobre ganados, así como el usufructuario tenía el derecho de usar de ellos aprovechándose de las crías, leche, lana y todo lo necesario para su consumo doméstico, también tenía la obligación de reponer con crías las cabezas que faltaren de acuerdo con la cantidad que recibió al inicio del contrato. Si llegara a morir todo por causa de una enfermedad o “acontecimiento no común”, el usufructuario sólo quedaría obligado a responder con los bienes o despojos que lograra rescatar. En síntesis, el Código intentó implementar una estabilidad entre los derechos esgrimidos entre los propietarios y sus usufructuarios y, por fin, imponer una regulación en la variedad de contratos que se podían o solían entablar en el campo. También intentó imponer un mensaje: que toda posesión en adelante se ejercería de manera individual, y para no advertir la existencia de usos colectivos, simplemente evitó mencionarlos, pues si se habló de usos o bienes comunes, se hizo ya fuera para identificar los bienes públicos o para destacar la relación común que pudo existir entre algunos propietarios particulares para acceder o explotar ciertos bienes.

62 Exposición de los cuatro libros del Código Civil, p. 46. El artículo 938 nivelaba estas circunstancias en los casos en que el poseedor hubiera adquirido la cosa con título traslativo a través de la fuerzo o el miedo. Código Civil, 1875, art. 938. 63 Código Civil, 1875, arts. 965, 966 y 968. 64 Código Civil, 1875, arts. 987, 988 y 1040.

142 IM.III La propiedad en la legislación penal

La “propiedad” figuró como un elemento que regulaba la integridad de las personas dado que era capaz de otorgarles derechos cívicos, claro ejemplo de las connotaciones de clase que implicaba desde finales del siglo XVIII. Esto último se vio reflejado con el movimiento de los levellers ingleses, y, posteriormente, con el predominio de la gentry y los yeoman. Durante el siglo XVIII estas nuevas élites rurales se consolidaron como una clase propietaria capaz de ejercer cierta presión sobre el parlamento y la justicia ingleses, al grado de buscar e instalar las medidas mediante las cuales defendían sus propios intereses (es decir, en el contexto de una “sociedad política”), ya fuera bajo la implementación de los cercamientos de forma individual como por si insistencia en castigar hasta con la pena capital los delitos cometidos contra la propiedad. Así, el espigueo en el Ampurdan del siglo XVIII, la caza furtiva en los bosques ingleses, o bien, los cortes y recolección de leña en los campos prusianos se volvieron prácticas que por el anuncio de una ley se tornaron, casi de la noche a la mañana, como acciones que debían perseguirse y castigarse hasta con penas ejemplares.65 De acuerdo con Karl Marx, entre más se arraigó la idea de propiedad privada entre los privilegiados de la Prusia decimonónica, lo que era bueno y útil para ellos debía ser bueno y justo para el resto de la sociedad y por tanto considerarse una norma; en consecuencia, las costumbres que le resultaran perjudiciales también lo debían ser en lo general. Y esta misma lógica pareciera que se fue presentando en aquellos contextos en donde la idea de propiedad se recondujo bajo el individualismo liberal, en donde el derecho consuetudinario de los sectores populares se volvió una amenaza para aquellos propietarios que defendían su propiedad y rechazaban la posesión comunal. Una medida para revertir las costumbres de los campesinos prusianos fue precisamente restringir y perseguir los cortes de leña. Marx consideró que tales sanciones escondieron injustamente una triple indemnización de la cual sacaban mucho provecho los propietarios: la primera de ellas incidió en que ellos eran quienes tasaban el valor de las maderas robadas; la segunda, establecieron su multa multiplicando su valor arbitrariamente establecido; y la tercera, sus

65 Congost, Tierras, leyes, historia, pp. 279-300; Thompson, Los orígenes de la Ley Negra; Marx, Los debates de la Dieta Renana, Barcelona, Gedisa, 2009.

143 intereses fueron protegidos por los guardabosques y las autoridades, quienes todavía se encargaron de aplicar una pena a los perjudiciales.66 En ese mismo contexto, el predominio de la ley operó sobre distintas formas de derechos. Como sucedió en la sociedad inglesa del siglo XVII, la valoración semejante de la ley penal llegó a abarcar todo y fue hasta más efectiva que cualquier acción y despliegue represivo, pues al estar por encima de cualquier institución social fue capaz de garantizar la gobernabilidad.67

El Código Penal y la defensa de la propiedad

Desde el año de 1826, fecha en que el ejecutivo del estado decidió perseguir a través del decreto 44 tanto a ladrones como asesinos, se entrevieron dos de los principales intereses que el gobierno defendió con mayor dedicación: la vida de las personas y la propiedad de sus bienes. De acuerdo con uno de los artículos de este primer decreto sobre la materia, eran ladrones todos los que pactaran “reunirse y organizarse para atacar las personas y propiedades agenas”. Esto debió haber respondido a dos razones; la primera, lógicamente, al elevado índice en que se cometían estos delitos de manera aislada; o bien, a la combinación que existía entre el robo y el homicidio en una misma comisión. Estas prácticas pudieron haber quedado estrechamente relacionadas con las denominaciones de “bandoleros” o “bandidos”, conceptos que si se revisa la legislación jalisciense de todo el siglo XIX, fueron poco empleadas, puesto que en su lugar se utilizó la expresión de “ladrones y asesinos”, una fórmula que al parecer poseía el mismo contenido atribuido al de

“bandidos” .68 Durante la tercera década del siglo XIX la incertidumbre que producía la formación del estado mexicano desató rupturas entre el centro del país y los estados, y en el extremo, de los ayuntamientos con sus autoridades locales, rupturas que ponían en práctica distintos proyectos o imaginarios de nación.69 Ello por supuesto implicó la enunciación de leyes que

66 Marx, Los debates de la Dieta Renana, p. 61. 67 Hay, “Property, authority, and the criminal law”, en Hay, et. al., Albion’s fatal tree. Crime and society in eighteenth-century England, Brooklyn, Verso, 2011 (1975), p. 56. 68 Colección de los decretos, t. II, 1a serie, pp. 298-310. 69 Buve, “Los municipios y el difícil proceso de formación de la nación el siglo XIX”, p. 25.

144 respondían a las necesidades e intereses locales, como fue la protección a la propiedad individual y la seguridad de las personas. Pero conforme se articulaban algunas de las reformas sociales de los proyectos liberales en la legislación fue notorio que, posterior al decreto 44 de 1826, los legisladores jaliscienses integraron a estas medidas la persecución de la vagancia, la cual vemos que ya se vinculaba al robo en el decreto 7 de 1846. En el artículo noveno de este decreto se anunció una persecución común que no se distinguiría sino hasta la aplicación del código penal: “Los indiciados de ladrones, y los vagos calificados de perniciosos o reincidentes, se destinarán al servicio de las armas, por cuenta del contingente de hombres que tiene que cubrir el estado”. Así, la triada asesinos, ladrones y vagos vuelve a repetirse en 1848, 1860, 1862 y 1868. En el decreto del primero de estos años se hacía una distinción entre el robo con o sin violencia, y en cada una de esas circunstancias iban desde vagos indiciados de robo hasta ladrones que infringieron heridas o la muerte de sus víctimas. Por tanto, así como los primeros podían alcanzar penas pecuniarias, encierros, servicios a las armas, destierros u obras públicas; los segundos 72 podían alcanzar hasta la pena de muerte. Desde el centro del país el presidente interino Ignacio Comonfort, con las facultades que le concedía el Plan de Ayutla y con la intensión de revertir el desorden social que pudo haber provocado la administración santannista, decretó la ley general de 5 de enero de 1857, mejor conocido como Ley general para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos .70 717273 Al tratar sobre ladrones, la ley general hizo una notable separación entre robo y hurto con la intención de acotar la gravedad que existía entre uno y otro delitos, lo cual colocaba al robo como una acción que casi forzosamente se cometía con violencia; todo lo contrario sucedía con el hurto, cuyas penas irían acorde con el valor de la “cosa hurtada”. Por ejemplo, si el hurto fuera cometido sobre animales, objetos religiosos o del gobierno, o bien, con abuso de confianza o reincidencia, la pena alcanzaría los 2 2 pesos de multa y hasta un año de prisión u obras públicas.

70 Estudios sobre el problema de la vagancia ya soy muy conocidos para el caso de la ciudad de México, a través del Tribunal de Vagos, véanse por ejemplo algunos de las trabajo incluidos en los siguientes títulos: Lida y Pérez Toledo (coords.), Trabajo, ocio y coacción. Trabajadores urbanos en México y Guatemala en el siglo XIX, México, UAM-I / Miguel Ángel Porrúa, 2001; Falcón (coord.), Culturas de pobreza y resistencia. Estudios de marginados, proscritos y descontentos. México, 1804-1910, México, El Colegio de México / UAQ, 2005. 71 Colección de los decretos, t. IX, 1a serie, p. 488. 72 Colección de los decretos, t. XII, 1a serie, pp. 466-469. 73 Dublán y Lozano. Legislación mexicana, t. VIII, p. 330.

145 A la llegada de Antonio Gómez Cuervo al gobierno de Jalisco durante la república restaurada, el compromiso que este gobernador tuvo con las élites industriales fue tan significativo que una de las materias más promovidas durante su vertiginosa gestión fue la de seguridad pública, pues de garantizarse ésta, era posible concretar el trasiego de las mercancías y la estabilidad de las economías regionales. Para intentar conseguirlo, en enero de 1868 se dio a la tarea de emitir el decreto 59, ley que persiguió casi sin distingo a ladrones, receptadores, cómplices y vagos.74 75 Con el auxilio de jurados y penas como las de prisión y el servicio a las armas es como Gómez Cuervo planeaba revertir algunas de las prácticas de los sectores populares. Tal parecía que fue la presión de parte de los sectores pecuarios que en 1873 se terminó por incluir el abigeato entre las prácticas a perseguir 75 dentro del decreto 59, al tratar de atacar así la compra-venta de ganado robado. Pero no fue sino hasta la aplicación del Código Penal de 1885 en que el espectro de delitos fue estructurado por el grado de peligrosidad de acuerdo a los intereses de la comisión que lo compuso,76 77 la cual fue presidida por el licenciado Antonio Martínez de Castro (no en vano, el código también fue conocido como el “Código Martínez de Castro”). Al comienzo de su exposición de motivos anunció que era necesario dejar de aplicar la legislación antigua que fue creada en “tiempos de ignorancia” y bajo gobiernos absolutos. México, decía, ya vivía bajo el dogma de la igualdad y con el goce de libertades y derechos. De manera recurrente acudió a los jurisconsultos franceses Bonneville, cuya opinión fue la que adoptó la comisión, y Joseph Louis Ortolan. En otro momento fue clara la decisión de dejar de aplicar la pena de muerte contra salteadores y plagiarios, lo cual se hacía por efecto de algunas leyes federales, y en su lugar se sancionarían con penas de prisión: “nadie podrá negar que hemos restringido muchísimo la aplicación de dicha pena [de muerte] y dado un paso de progreso en este punto”. A la par de haber generalizado las penas de prisión, el Código implementó, siguiendo aquí sobre todo a Bonneville, las penas pecuniarias en el sentido de que la riqueza por entonces ya sería el bien más perseguido por las personas,

74 Colección de los decretos, t. III, 2a serie, pp. 29-41. 75 Colección de los decretos, t. V, 2a serie, pp. 222-223. 76 A diferencia del código penal francés de 1810, el cual puso en primer lugar los delitos contra la “cosa pública” o la seguridad del Estado, seguidos de los delitos contra las personas y después de los delitos contra la propiedad; el código penal mexicano casi de manera inversa puso en el primero sitio los delitos contra la propiedad seguidos de los delitos contra las personas. 77 Martínez de Castro, Exposición de motivos del Código Penal vigente en el Distrito Federal y territorio de la Baja California, México, Inprenta de Francisco Díaz de Léon, 1876, p. 24.

146 más por aquéllas que no se intimidan por las penas de prisión: “nadie hay para quien no sea sensible el pago de una multa; sobre todo en estos tiempos en que el dinero se va haciendo el único título a las consideraciones del mundo, y en que la sed de oro hace que los 78 hombres olviden sus más santos deberes”. Otra de las penas que la comisión optó por desechar fueron los destierros, pues con ellos las autoridades no tenían pleno conocimiento de los sufrimientos y correcciones de los deportados, una pena que sólo debería aplicarse cuando se tratara de traidores y rebeldes, y sólo dirigida contra sus cabecillas. Como sucedió con el código civil del Distrito Federal, el código penal de igual manera fue adoptado en Jalisco, salvo que éste debió esperar quince años para ver su aplicación casi sin variaciones, pese a los esfuerzos que desde el congreso local se venían haciendo para la creación de uno propio. El código quedó integrado por cuatro libros; los dos primeros son descripciones, algunas de carácter procesal, sobre las detenciones, la gravedad de los delitos y las penas en general. El libro tercero fue materia de los delitos en particular, cuyo título primero atendía sobre los delitos contra la propiedad, donde precisamente quedaron los delitos de robo, abuso de confianza, fraude y daños contra la propiedad, despojo de inmuebles, entre otros. Al entrar en materia de los delitos contra la propiedad, el código intentó hacer una definición clara y breve del delito de robo, ésta inevitablemente dependió de otras circunstancias: “Art. 368. Comete delito de robo: el que se apodera de una cosa ajena mueble, sin derecho y sin consentimiento de la persona que puede disponer de ella con arregle a la ley”. El código penal mantuvo correspondencia con el código civil al momento de querer romper con prácticas que posiblemente se presentaban con mayor frecuencia en el campo y que con su ejercicio tendieron claramente a criminalizarse, como era, por ejemplo, el hacerse de bienes mostrencos sin rendir cuentas a nadie; una acción que sería calificada como “robo sin violencia”. Todo acusado de este delito o práctica debía, si no restituir, pagar con la mitad del valor de la “cosa robada”: 78

78 Martínez de Castro, Exposición de motivos, p. 28.

147 II. Cuando el que halle en lugar público una cosa que tiene dueño, sin saber quién es éste, se apodere de ella y no la presente a la autoridad correspondiente, dentro del término señalado en el Código Civil; o si antes de que dicho término expire, se la reclamare el que tenga derecho de hacer y le negare tenerla; III. Cuando el que halle en lugar público una cosa que no tiene dueño, no la presente a la autoridad de que habla la fracción anterior.79 80

El código además estableció una marcada diferencia entre los delitos que pudieran cometerse en los ámbitos urbano y rural, y sobre estos últimos se hacía énfasis de lugares “cerrados o abiertos”. Esta concepción espacial ya tenía sus antecedentes en la Novísima Recopilación cuando atendía a los ladrones y salteadores en “despoblado”, quienes debían ser juzgados en consejo de guerra. De hecho, la ley que antecede y casi define las razones espaciales de los delitos de robo incluidas en el Código Penal fue la ley general de enero de 1857, que en esencia fue el intento de un primer código penal federal. En dicha ley cometer los delitos en despoblado y durante la noche se tomarían con circunstancias agravantes, al grado de duplicar la pena. El Código Penal de 1885 también se expresaba de esta manera y consideraba, en primer lugar, que los robos cometidos en “campo abierto” merecían la pena de un año de prisión, pero si se cometían en un “lugar cerrado”, es decir, en la franja no habitada de una finca o vivienda que quedara rodeada de arbustos, piedras, cercas “o de cualquiera otra materia”, alcanzarían la pena de dos años de prisión farts. 381­ 386). Asimismo, los robos cometidos en “paraje solitario” también se castigarían con dos años de prisión. Aunque el código no hizo una definición de “campo abierto”, al menos refería que por “paraje solitario” no sólo se debía considerar un lugar despoblado, sino que además implicaba otras circunstancias que podrían darse dentro de una población, como la hora en que se cometía el robo. Otra medida que también se criminalizó fue el robo de durmientes en la medida en que se amplió el tendido ferroviario durante el porfiriato, aplicándose penas que iban hasta los seis años de prisión. La federación, más que cuidar los bienes de uso público, defendió los bienes e intereses de las compañías ferroviarias.

79 Código Penal, 1885, art. 378. 80 Verján Vásquez, “Bandolerismo en el siglo XIX. Una revisión legislativa”, en Cárdenas y Speckman Guerra (coords.), Crimen y justicia en la historia de México. Nuevas miradas, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2011, pp. 109-111.

148 El Código Penal ya no distinguió entre robos y hurtos, pues la gravedad sólo quedó establecida por la violencia y demás agravantes con que se ejecutaba un robo. Por tanto, si un robo se efectuaba provocando la muerte, violación o el tormento de las víctimas, se impondría la pena capital pese a la existencia de un régimen penitenciario. Además, el código a su vez terminó con la distinción que existía entre robo y abigeato, terminando éste por desaparecer al menos dentro de los registros criminales -como se verá más adelante. Otra incorporación que debió merecer un tratamiento especial en el código, fue lo relacionado con el “abuso de confianza”, un agravante que anteriormente apenas si se mencionó en leyes y decretos. De acuerdo con Martínez de Castro, más que una circunstancia agravante, el abuso de confianza era “un delito especial” dado que a su entender representaba dos delitos:

el de apoderarse alguno de una cosa ajena mueble, sin derecho y sin consentimiento de su dueño, que es lo que constituye el robo; y el de disponer indebidamente de una cosa ajena que se recibió en confianza, o a virtud de un contrato que no trasfiere el dominio.81

En posteriores capítulos el código penal también respondía a la legislación agraria de los últimos años y por tal era preciso contener las prácticas que tal vez se resistían al uso de la propiedad particular y a la progresiva desaparición de algunas tierras comunes, ya fuera por su nacionalización o por la consecuente venta y privatización que sobre ellas se venía gestando. De esa manera, y sin referirse a pueblos o corporaciones civiles, sólo indicaba que todo aquel que “haciendo violencia física a las personas, o empleando la amenaza” se hiciera de alguna propiedad o un derecho real ajeno, se hacía merecedor de hasta una pena de tres meses de arresto o multas que podían alcanzar los mil pesos. Igualmente, el capítulo octavo, al tratar sobre la destrucción y deterioros contra la propiedad ajena por incendio, parecía que buscaba contener más acciones de rebeldía, tal como si se tratara de una prosa de la contrainsurgencia:

El que incendie un registro, minuta ó acta originales de la autoridad pública, un proceso criminal, unos actos civiles, unos títulos de propiedad, un billete de banco, una letra de

81 Martínez de Castro, Exposición de motivos, p. 41.

149 cambio ú otro documento que importe obligación, liberación ó trasmisión de derechos, será castigado con las penas del robo.82 83

Con la misma atención se refirió implícitamente a otras prácticas consuetudinarias de los pueblos, tales como la roza y quema, que conforme avanzaba el siglo XIX fue ampliamente reprobada por los sectores industriales y científicos al atribuirle el deterioro de los bosques. Ya fuera por descontento o explotación habitual, el incendio de pastos, plantíos, cosechas, maderas o frutos se castigaba con seis años de prisión; mientras que el incendio de montes, bosques y selvas se incrementó hasta ocho años. Pero la comisión del código no paró en imaginar las circunstancias en que las propiedades podían llegar a ser amenazadas y deterioradas tal vez por vecinos inconformes, gavillas o pueblos en litigio. El código mismo dejaba abierta la intervención de esta amplia gama de actores sociales, inconformes o no, que no sólo serían perseguidos y castigados por incendiarios, sino además por destruir y deteriorar sementeras, plantíos e injertos por los distintos medios posibles, así como de matar o envenenar animales ajenos. Los integrantes de la comisión que crearon el código penal conocieron y calcularon el panorama y la serie de descontentos, pleitos, rebeliones y litigios que se extendían en el campo a raíz de las reformas liberales en materia agraria. El código precisamente buscó garantizar y contener, ya fuera desde el lado civil y o desde el lado penal, los efectos que esas políticas atrajeron. El propósito tal vez era que la desamortización finalmente se consolidara en un nuevo receptáculo donde podía hacerse efectiva en un nuevo cúmulo de materias civiles. Sin embargo, aquella implementación, incluso desde poco antes, llevó a muchas prácticas a ser objeto de persecución, a ser vistas como delitos y a quedar finalmente fuera de la ley. De acuerdo con esta nueva forma de garantizar el orden y defender la propiedad, fue lógico creer que el control y la persecución se dispararían sobre prácticas que entre muchos continuaron siendo legítimas. Por tanto, si esa era la trayectoria, sería viable indagar en los reportes estadísticos de criminalidad en el estado de Jalisco para constatar si las leyes fueron realmente efectivas contra el nuevo orden de delitos.

82 Código Penal, 1885, art. 466. 83 Código Penal, 1885, arts. 470 y 471.

150 Índices de criminalidad

De antemano se debe señalar que varios investigadores han carecido de estadísticas oficiales o confiables para reconstruir los índices de criminalidad tanto del periodo colonial como del México independiente. No obstante, quienes han podido contar con esas herramientas las han empleado sin tenerles absoluta confianza. Por ejemplo, Michael C. Scardaville, quien a través de los libros de presos logró conformar algunas variables estadísticas, pudo comprobar que los índices de arrestos eran mayores a los que reflejaban las estadísticas, en tanto que no todas las infracciones fueron reportadas y detectadas tanto por las guardias de policía como por los alcaldes de barrio. Esto, por tanto, le llevó no sólo a cotejar los registros de los arrestos con los libros de presos, sino a valorar la forma en que operaban las autoridades. Así, mientras que por un lado ponían mayor atención sobre los delitos sexuales, juegos prohibidos y escándalos cometidos en público; por el otro, ejercieron menor persecución contra la vagancia, comportamiento que desde la opinión de 84 los magistrados era de los que más se debían perseguir y corregir. Algunos años después, Gabriel Haslip-Viera también trató evitar caer en las confusiones que pudieran generar los reportes estadísticos. De hecho, encontró que un indicador más confiable de criminalidad no debía provenir de los libros o listados de presos, sino de los mismos registros de detenciones, en los que cabían muchas ofensas que muy posiblemente se perdieron antes de llegar a sus respectivas sentencias; ahí puede estar, según refiere, “la naturaleza y prevalencia del crimen”. Sin embargo, como también lo estimó Scardaville, el incremento de ciertos delitos respondió algunas veces a las prioridades de los gobiernos y las autoridades locales, así como a la efectividad de su procesamiento, más que a la verdadera tendencia que pudieron haber desarrollado. Por tanto, así como el tribunal de la Acordada pudo estar más preocupado en perseguir los delitos contra la propiedad; la Sala del Crimen hizo lo mismo con los delitos contra las personas; mientras que las autoridades municipales se dedicaban a controlar el desorden social. 8485

84 Scardaville, “Crime and the urban poor: Mexico City in the late colonial period”, a dissertation presented to the graduate council of The University of Florida, University of Florida, 1977. 85 Haslip-Viera, Crime and punishment in late colonial Mexico City, 1692-1810, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1991.

151 Poco tiempo después William Taylor, sin haberse propuesto una elaboración estadística de la criminalidad en Jalisco a comienzos del siglo XIX, logró lanzar algunos patrones sobre el predominio indígena en los homicidios cometidos en la región central de Jalisco, los cuales detectó que estaban muy vinculados con disputas previas sobre tierras y muy caracterizados por un “nebuloso” consumo de alcohol presente por lo general en reuniones y fandangos en donde casi cualquier excusa pudo generar un conflicto entre

“amigos de sombrero”. 86 87 Bajo estos estudios puede verse que la producción historiográfica tanto cualitativa como cuantitativa sobre la criminalidad en México ha tenido provechosos antecedentes para el periodo colonial pese a no haber contado con registros estadísticos públicos, como comenzó a suceder de manera más regular durante el porfiriato. Por ejemplo, a través de las memorias de gobierno Rodney Anderson se preguntó cuál era el origen del comportamiento delictivo en el estado de Jalisco y saber qué tan significativa fue la presencia de las “clases peligrosas” en la comisión de los mismos. Sin embargo, las memorias resultaron insuficientes dado que en lugar de demostrar un estado y tendencia de la criminalidad, más bien ofrecieron resultados que se obtuvieron ante la aplicación de ciertas leyes y políticas persecutorias. Poco tiempo después Victoria Chenaut se valdría de memorias similares para el caso de Veracruz, en cuyas estadísticas se percató de la ausencia indígena dentro de las cifras correspondientes al norte del estado, en donde de antemano se sabía sobre las violentas formas de resistencia étnica, mismas que eran disminuidas por las estadísticas utilizadas en las memorias de gobierno. Ante tales sesgos, consideró que una manera de acercarse a las distintas formas de resistencia indígena era precisamente a través del estudio de los delitos, lo cual hizo para el caso de los cantones de Papantla y Chicontepec, en donde a raíz del rastreo de algunos delitos contra las personas, la propiedad y el orden social, se percató que en una de las regiones más conflictivas del norte de Veracruz, Papantla, existía

86 Taylor, “Amigos de sombrero”. 87 Anderson, “Las clases peligrosas: crimen y castigo en Jalisco, 1894-1910”, en Relaciones, núm. 28, 1986, pp. 5-32.

152 una mayor tendencia en los delitos contra las personas; mientras que en Chicontepec, lo oo fueron los delitos contra la propiedad. Para el caso de la criminalidad en la ciudad de México a inicios del siglo XX, Pablo Piccato ya pudo contar con importantes y complejos reportes estadísticos, lo cual también le sirvió no sólo para reconstruir y cuestionar algunas tendencias delictivas, sino además para estudiar el medio institucional y las circunstancias políticas en que se presentaron, como fue la modernización de las instituciones porfiristas encargadas de reflejar el control que se tenía sobre todas las áreas de interés político, económico y social.88 89 Por tanto, no es raro ver que justo en este contexto se creó la Dirección General de Estadística, la cual utilizó las estadísticas de criminalidad no sólo para tener más certidumbres sobre sus dimensiones nacionales, sino además para exhibir el progreso moral del país ante las exposiciones internacionales. Con el mismo cuidado que han demostrado otros investigadores, Piccato no confió plenamente en las tendencias presentadas por las estadísticas. Así, encontró un número desconocido de muertes violentas que no terminaron por registrarse como homicidios, dado que muchas de ellas se daban en riñas; o bien, porque las detenciones por robo eran en su mayoría iniciadas por sospechas que tenían los policías. Como consecuencia, las cifras de arrestos ya no corresponderían con las de sentenciados. De esa manera, comenzó por verificar y cuestionar cada relación estadística por tipo de delito, puesto que cada uno respondía a una lógica, necesidad y comportamiento social distintos. Queda claro que las estadísticas históricas guardan gran relevancia para la historia social que se ha realizado en últimas fechas, puesto que no solo presentan las tendencias punitivas, más que delictivas, de una sociedad, sino que además reflejan las preocupaciones que los gobiernos tenían hacia materias específicas, como fue la protección a la propiedad. María Aparecida Lopes, en su estudio sobre los delitos de abigeato cometidos en Chihuahua durante el porfiriato, consideró oportuno hacer una revisión de las estadísticas del estado, lo cual le generó un primer obstáculo, pues si ciertos delitos se cometían más a diferencia de otros, ello debía corresponder evidentemente a un incremento de los mismos,

88 Chenaut, “Delito y ley en la Huasteca veracruzana (2da. mitad del siglo XIX)”, en La palabra y el hombre, núm. 69, 1989, pp. 85-104. 89 Piccato, City of suspects. Crime in México City, 1900-1931, Durham, Duke University Press, 2001.

153 o bien, a la predisposición que tuvieron las autoridades para perseguirlos y sancionarlos.90 Sin embargo, el delito de abigeato no se inscribía como tal dentro de los libros estadísticos, lo cual deja incierta la naturaleza o el motivo de muchos delitos, en este caso los robos. Dentro de las “Informaciones estadísticas de delitos” que se registraron en las distintas jefaturas del estado de Jalisco durante los primeros años que abarcan la presente investigación, se ofrece una valiosa descripción cualitativa sobre la condición social de los detenidos, como la edad, su origen, residencia, estado civil, delito, sentencia, ocupación, entre otros. Dentro de este mismo fondo documental me he podido percatar que fue justo a partir de 1888 que dentro del estado de Jalisco se hicieron esfuerzos por tratar de elaborar cuadros estadísticos más completos, toda vez que la Dirección General de Estadística del gobierno federal dio órdenes a las autoridades judiciales de todo el país para levantar una estadística nacional. La existencia de estos documentos ha permitido corroborar la incidencia de ciertos delitos sobre algunas regiones del estado; sin embargo, los datos para Ahualulco no son tan significativos como lo es para la región de los Altos, en particular de Lagos, donde el robo y el abigeato tuvieron índices elevados. Ahora bien, las estadísticas con las que cuento corresponden a un proceso de transición que va desde los simples listados por delitos con variables muy elementales hasta aquellos cuadros estadísticos más complejos realizados por una oficina especializada, así como por una metodología emanada desde el centro del país. Por tanto, a través de las “Informaciones estadísticas de delitos” de 1873 no sólo se podrá identificar la tendencia delictiva en Jalisco, sino que además será posible ubicar estas tendencias de manera geográfica. Si se toma una muestra de las poco más de 1000 detenciones hechas en las 31 jefaturas del estado durante el primer semestre de 1873, encontramos que el mayor número de detenciones fue por el delito de robo, seguido por el de heridas, riñas y homicidio, y en quinto sitio aparecían las detenciones por abigeato (ver gráfica 1 ). No obstante, debe hacerse la advertencia que, muy frecuentemente, los abigeatos se registraban como robos, lo cual se puede constatar a través de las fuentes judiciales; y si se toma en consideración que fue precisamente en el año de 1873 en que se reincorporaba el delito de abigeato de manera explícita en las causas perseguidas en Jalisco, no se descarta

90 Lopes, De costumbre y leyes.

154 que en algunas jefaturas no aplicaran aun tal distinción, misma que el código penal vino a disolver.

Gráfica 1. Detenciones en jefaturas de Jalisco, 1873

Fuente: AHJ, Gobierno, Estadística, Informaciones estadísticas de delitos, caja 407, exp. 5498.

Hecha esta aclaración, si se observan más detalladamente las tendencias de las detenciones por abigeato encontramos que las jefaturas de Lagos y San Juan de los Lagos fueron las que registraron el mayor número de casos, alcanzando entre las dos el 41 por ciento. Pero si se considera la advertencia anterior de la recurrente asociación que solía presentarse entre robos y abigeos, la tendencia de ambos no distaba mucho. Visto por cantones, encontramos nuevamente a la región alteña con elevados índices de detenciones por robo, tendencia que también compartían con el cantón de Guadalajara. De tal manera, la gráfica 3 presenta a los cantones de Lagos, La Barca y Teocaltiche alcanzar el 42 por ciento de los casos; mientras que el cantón de Guadalajara (compuesto por los departamentos de Cuquío, Zapotlanejo, Tlajomulco, Zapopan y Chapala) registró el 27 por ciento. Es preciso repetir que estas tendencias sólo representan la persecución que desde las principales jefaturas del estado se hacía frente a prácticas o delitos considerados posiblemente de la mayor importancia entre sus autoridades locales, lo cual no quería decir que en su mayoría siquiera alcanzaran una sentencia. También es pertinente reconocer que el camino que llevaba de Guadalajara a los Altos de Jalisco (región que contó con el mayor

155 porcentaje de detenciones) representaba el corredor comercial más importante de Jalisco, justo por ser el camino que incluso actualmente conduce a la ciudad de México.

Fuente: AHJ, Gobierno, Estadística, Informaciones estadísticas de delitos, caja 407, exp. 5498.

Fuente: AHJ, Gobierno, Estadística, Informaciones estadísticas de delitos, caja 407, exp. 5498.

156 En 1888, cuando el ingeniero Longinos Banda tomó la dirección del nuevo proyecto de estadística criminal de Jalisco, confesó que el trabajo era superior a sus fuerzas debido a que no contaba con el suficiente personal para hacerlo, pues sólo contaba con estudiantes de la Escuela de Jurisprudencia. 91 El resultado no fue el esperado puesto que el único “Cuadro gráfico de la criminalidad” se concentró sobre la ciudad de Guadalajara, emulando el Cuadro hecho para la ciudad de México. No fue sino hasta 1899 cuando se presentó un “Resumen por delitos” para todo el estado de Jalisco y del cual, a primera vista, ya se pueden obtener algunos indicadores específicos para cada delito con relación a cada uno de los partidos judiciales. Realizando un pequeño análisis del mismo, se puede observar que después de Guadalajara (con 1201 delitos), el cantón que presentó un mayor índice delictivo fue el de La Barca (compuesto por los municipios de Tepatitlán, Atotonilco y Arandas) alcanzando los 400 delitos, siendo las lesiones y el homicidio las acciones más recurrentes, seguido en menor cantidad por los delitos de robo.92

Gráfica 4. Delitos contra la_propiedad

2 5 0

200

150 150

1 00

. . ■ 50 1...... 1 ll.ill 0 Lagos Sayula A utlán C o cu la A m eca Teq uila C hap ala A ran d as La Barca C o lo tlá n M asco ta Z aco alco A h u alu lco Tepatitlán Atotonilco Teocaltiche Guadalajara Encarnación Jalostotitlán Ciudad Guzmán San Juan de los Lagos

Fuente: AHJ, Estadísticas, Estadística Criminal, 1899, caja 419, exp. 5532

Muy posiblemente entre estos tres delitos se integren otros que no están mencionados dentro de las categorías formales, por corresponder a las tipificaciones propias del código penal que entró en vigor en 1886, por tanto también se pueda estar

91 AHJ, Estadísticas, Estadística Criminal, 1888, exp. 5529. 92 AHJ, Estadísticas, Estadística Criminal, 1899, caja 419, exp. 5532.

157 hablando implícitamente de abigeatos, cuatreros, gavillas y salteadores, punto que hay que considerar pues si nos introducimos a la lógica de las rebeliones populares muchas de ellas fueron reprimidas como si se tratara de bandidos u otras forma de delitos contra la 93 propiedad (ver gráfica 4). Haciendo un acercamiento, encontramos que para 1899 los delitos de robo, abuso de confianza, incendio y destrucción mantienen una significativa tendencia en Guadalajara, seguida de Colotlán y Ciudad Guzmán. Es notorio para esta época el descenso que presenta la región alteña y en lo general los demás cantones. Una explicación posible no debiera ir dirigida tanto a un cese en la persecución, sino a una mayor implementación de los juzgados menores en el interior del estado y a que varios delitos se resolvieron desde esa misma instancia. Por tanto, estas tendencias e hipótesis formuladas al respecto deberán ser cotejadas con la administración de justicia verificada a través de las fuentes judiciales, y dar cuenta así de los delitos y comportamientos que posiblemente escaparon de aquellos listados y cuadros estadísticos. Esto por igual conlleva otro obstáculo debido a la tipificación de los delitos, ya que los informes rendidos por las jefaturas no correspondieron con los criterios de los secretarios encargados de recabarlos en la capital del estado.

Restricciones a las formas tradicionales de subsistencia: el caso de los cortes de leña

Si intentáramos entender de manera general la transformación que sufrió la propiedad en el campo jalisciense a través de las prácticas de los sectores populares, es preciso referir, por ejemplo, el caso de los cortes de leña que tradicionalmente se efectuaron sobre las tierras comunes y de particulares, y que a lo largo del siglo XIX esas prácticas tuvieron una paulatina restricción al dejar de ser derechos y convertirse en acciones fuera de la ley. Para contener esos usos, sucesivos gobiernos y legislaturas implementaron leyes y depositaron en distintas autoridades locales el cuidado de la propiedad privada y pública. Como se ha visto en los apartados anteriores, el trayecto de la ley fue largo pero lineal, pues tanto el gobierno del estado como el de la federación fueron fieles a la lógica del liberalismo 93

93 Falcón, “Límites, resistencia y rompimientos del orden”, en Falcón y Buve (comps.), Don Porfirio Presidente..., nunca omnipotente. Hallazgos, reflexiones y debates. 1876-1911, México, Universidad Iberoamericana, 1998, pp. 390-391.

158 económico que cayó sobre la propiedad. En la presente sección se mostrará cómo una práctica cotidiana de los pueblos inició por restringirse a nivel local, y casi resuelto de manera verbal, hasta representar una afrenta contra los bienes de la nación, y por tal, consignada en la justicia federal. El 12 de enero de 1855, los monteros Valentín Veles y Ramón Navarro de la Hacienda del Astillero (del departamento de Zapopan), aprehendieron a los jornaleros Anastasio Jiménez y Francisco Ramos por haberse robado unos horcones de roble. Una vez esto los presentaron ante el comisario de policía de dicha hacienda, Matías Gómez Valadés. A juicio de éste, los detenidos no eran más que “rateros”; sin embargo, y apoyado en el testimonio del montero Navarro, se sabía que en el monte se llegaban a reunir hasta veinte indígenas con el fin de sitiar y matar a los monteros que cuidaban y así poder acceder a las maderas. Por tanto, la causa levantada contra los jornaleros Jiménez y Ramos fue reconducida para indagar si éstos pertenecían a la “gavilla de naturales”. Un mes después de haber sido detenidos Jiménez y Ramos, el fiscal, Dionisio Quezada, indicó que siendo el delito “demasiado insignificante”, debía resolverse posiblemente en juicio verbal, esto de acuerdo con la ley de 13 de febrero 1854.94 Esta comunicación evidenciaba que para las mismas autoridades el robo no estaba claramente definido en cuanto a su gravedad, pues el comandante de policía, López Portillo, le hizo saber al fiscal que al no haber estado acompañado el “robo ratero” de circunstancias agravantes, como lo era el robo en gavilla, debía considerárseles inocentes.95 No obstante, la causa estuvo detenida un mes más dado que el juez de paz de Zapopan no le daba continuidad a la misma, razón por la que fue necesario que interviniera el prefecto para que apurara al juez. La justicia rural ya daba muestras de sus aletargadas operaciones ante un delito tan “insignificante” que, pese a deberse resolver en juicio verbal, mantuvo a sus autores detenidos por casi dos meses, debido lo cual sus esposas, María Catarina Ríos y Juliana María, se presentaron ante el fiscal “con el mayor respeto y

94 De acuerdo con esta ley expedida por Antonio López de Santa Anna, los reos de hurto simple cuyo valor no excediera de 25 o 100 pesos (dependiendo claro de la posición económica de los acusados), serían juzgados en juicio verbal por los comandantes generales, quedando incluidos los hurtos de ganado y bestias. Si las penas llegaran a exceder los seis meses de obras públicas, la causa sería resuelta por un tribunal supremo de guerra. Dublán y Lozano, Legislación mexicana, t. VII, p. 49. 95 De acuerdo con el decreto 605 de abril de 1835, se estimaba que los delitos por los cuales no debería formarse causa, es decir, resolverse en juicio verbal, serían aquellos en donde lo robado no excediese de diez pesos, siempre y cuando no existieran circunstancias agravantes. Los robos de esta clase se definirían “hurtos rateros”. Colección de los decretos, t. VII, 1a serie, p. 79; BPEJ, AHSTJ, Ramo Civil, 1840.

159 sumisión” para pedir su libertad. Apoyaron su petición al agregar que sus “cónyuges han vivido en honradez y sin dar mala nota de su persona”, manteniéndolas con su personal trabajo a ellas y sus familias de “numerosa” y “tierna edad”. Para el 11 de abril de 1855 el juez finalmente resolvió que los detenidos no formaban parte de la gavilla de naturales, razón por la cual, y debido también al tiempo que llevaban detenidos, obtuvieron su libertad. Este breve caso expuesto nos puede demostrar que pese a que el robo de maderas se consideró un delito que debió resolverse en juicio verbal, las autoridades no daban pleno conocimiento de ello, cuanto más en los juzgados rurales. Dado que en la mayoría de los estados del país ya se habían iniciado proyectos desamortizadores de tierras, las legislaciones locales algunas veces contravenían las iniciativas generales. Ese fue el caso cuando en diciembre de 1855, el entonces gobernador del estado de Jalisco, Santos Degollado, procedió a la venta de los ejidos de la capital del estado. Puesta en marcha la ley de desamortización de 1856, se exceptuaron de semejante medida los ejidos, en donde todo parece indicar quedaban incluidos los bienes de comunidad. Pero la constitución de 1857 no mantuvo explícitamente esa excepción, lo que pudo haber significado para algunas legislaturas la inclusión de los ejidos en el proceso de individualización. Algunas causas judiciales pueden dar testimonio de la aplicación de esta medida y que en lo sucesivo generó conflictos entras las poblaciones que mantenían el aprovechamiento común de los ejidos acudiendo de manera habitual a los cortes de leña. Casi 50 años después (1902), los indígenas de San Juan de Ocotán (también del departamento de Zapopan) solicitaron “la gracia y favor” del gobernador con sus “pobres y rudas letras” para que reconviniera a la autoridad de su cantón dado que tenía fuertes vínculos con sus “verdugos”, como lo era Melquiades Orozco, dueño de la Hacienda de la Venta del Astillero, quien les cobraba 25 centavos por asno cargado con leña sin importarle que portaban consigo sus propias boletas para hacerlo. Quienes se resistieran a pagar, sus vaqueros los golpeaban y los llevaban presos bajo una multa de seis pesos por asno. “Con el fin de seguir despojándonos de todo nuestro terreno [agregaron los indígenas] los ricos propietarios colindantes han asegurado que acabarán con nosotros, matándonos parcialmente en cuerdas, pues para ello cuentan con el apoyo de las autoridades”. 96

96 AHJ, G-9-902, caja 49, inv. 11108.

160 Animado por el secretario de gobierno, el director político del departamento de Zapopan, mismo que fue acusado por los indígenas, logró hacer sus indagaciones. Le confirmó que los indígenas de San Juan de Ocotán obtenían del propietario de la Hacienda de la Venta del Astillero boletas por el valor de 25 centavos para poder recolectar leña, válidas por un solo día. Sin embargo, tales boletas sólo eran válidas para recolectar leña del monte, más no “madera labrada”, razón por la que el administrador de la hacienda los remitió en calidad de ladrones. Esta respuesta del director político de Zapopan demuestra cómo la justicia rural quedaba fielmente cimentada no tanto en el proceder de sus autoridades municipales o justicias letradas, cuando las había, sino además en la confianza que depositaron en importantes propietarios locales a quienes se otorgaban amplias facultades para detener y remitir ladrones y sospechosos. En su solicitud los indígenas exigieron al gobierno la instalación de tribunales que les administrara la debida justicia; sin embargo, el director político manifestó que al ser la falta leve (“en virtud de valer una carga de leña 15 o 20 centavos”) no fue necesario consignarlos a una autoridad judicial, manteniéndose lo que parecía ser el ejercicio de los juicios verbales para esta clase de robos. Parecía que esta resolución judicial llevaba a las instancias de gobierno a perseguir una lógica que, de acuerdo con Raúl Fradkin y Andrés Guerrero, mantuvo patrones de “dominación doméstica”, es decir, de una justicia que se administraba de manera privada en ranchos, labores y haciendas, y que antecedía a la justicia institucional, pues los funcionarios y demás intermediarios del estado, formaban parte de ella como propietarios plenos. La respuesta del director político finalmente fue condensada en un curioso principio étnico que sostenía que la detención fue totalmente válida dado que el comisario, al ser de la misma condición que los detenidos, es decir, indígena, actuó sin compromisos contra sus cofraternos, dándole a entender al secretario de gobierno que el comisario había actuado conforme a la ley. Como si entre los indígenas de San Juan de Ocotán, pudiéramos pensar, no existieran diferencias e intereses disímiles. 9798

97 Esta fue una de las obligaciones que el gobierno de Jalisco, ante crisis de seguridad interna, exigió a rancheros y hacendados para perseguir y no dar refugio a bandidos, vagos, rateros y plagiarios, de lo contrario serían reducidos criminalmente por las leyes. Colección de los decretos, t. III, 2a serie, pp. 459-463. 98 Fradkin, “Introducción: El poder, la vara y las justicias”, en Fradkin, El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la construcción del Estado en el Buenos Aires rural (1780-1830), Buenos Aires, Prometeo, 2007, p. 23; Guerrero, “Curagas y tenientes políticos”.

161 El 20 de septiembre de 1873, acudieron ante el jefe político del 1er cantón de Guadalajara, Francisco González Martínez, algunos vecinos “pacíficos” quienes acusaban a varios “vagos y perniciosos” que tenían por costumbre “asaltar a todos los que concurren por leña” al cerro de San Miguel de Cuyutlán, Tlajomulco. Ante el comisario municipal de Cuyutlán comparecieron los quince acusados, quienes casi al unísono y en lo individual declararon que su acusación se debió a que el día 1 1 de septiembre se reunieron como “condueños y socios” para cuidar las partes del cerro que les había tocado en el reparto, estableciéndose por donde subía y bajaba la gente. Ese día reconvinieron a los individuos que bajaban con cargas de leña al reclamarles que las habían extraído de tierras de su propiedad; sin embargo, añadieron, nunca les quitaron nada. Algunos de los madereros detenidos agregaron que si se concentraban en tales puntos era por la falta de “guardamontes”. Por ejemplo, el labrador Crescencio Morales indicó que cuando acudió en compañía de varios indígenas ante el presidente de la junta repartidora de bienes de comunidad para solicitarle guardamontes en el cerro donde había “muchos destrozos por individuos que no consideraban con derecho”, éste les comunicó que no estaba en sus atribuciones instalar tales guardias. Para el día 16 del mismo mes recibieron respuesta del ayuntamiento, el cual les comunicó que debido a que ya se había realizado el reparto, ya no estaba obligado a poner guardamontes, ya que como legítimos dueños en lo individual debían cuidar por sí mismos sus propiedades. Ante esta indefensión que posiblemente pudieron haber sentido ahora como propietarios particulares, parece que no tuvieron más remedio que organizarse, como también lo señaló el labrador Cristino Pérez, con el fin de “reconvenir y darse a conocer como dueños de las partes que les tocó en el reparto” ante aquellas personas que, sin derecho alguno, dijo, “destrozaban sus propiedades”. Concluidas las primeras diligencias los acusados presentaron un escrito ante el jefe político de Guadalajara para denunciar a Macedonio Ramírez por ser la persona que azuzó a los demás vecinos para ir en su contra. Afirmaron que muchos de éstos aun no creían que el reparto estaba aprobado, continuando con “aquella costumbre arraigada que insisten en querer hacer uso de tales propiedades”, mismas que disfrutaron en mancomún por más de doscientos años. Por lo expuesto creyeron que era infundada esa acusación, dado que “sólo defienden sus propiedades, y los acusadores los criminan injustamente”.

162 Desafortunadamente el expediente no hace mención de un fallo o sentencia definitoria, sin embargo, puede demostrarnos las transformaciones de la propiedad territorial, sobre todo de la que dejaba de ser de uso y aprovechamiento común. Prácticas que tradicionalmente se consideraban legítimas paulatinamente comenzaron a atentar contra los derechos de otros volviéndose acciones furtivas e ilegales. En el curso de los pleitos que desencadenó la idea de propiedad debía intervenir la justicia ya que algunos pueblos o comunidades ejercieron una resistencia que, aunque no era llevada a la confrontación directa, provocó la reacción de los propietarios y autoridades locales. Así, continuaban con sus prácticas habituales de pastoreo de ganado y cortes de leña, o bien, destruían linderos y mojoneras que no reconocían legítimos. Por tanto, aquí pudo devenir la criminalización de algunas de las prácticas y costumbres que se desató sobre comunidades y facciones de pueblos. Algunas de ellas implícitamente identificadas por el código penal. En otro contexto, a lo largo del siglo XIX el cerro de Tequila fue un espacio conflictivo entre indígenas comuneros y propietarios particulares sobre todo por el aprovechamiento que veían importantes industriales tequileros sobre dicho entorno. En

1888 el cerro ya se encontraba dividido entre varios indígenas y vecinos accionistas,99 algo que para los primeros no debió haber quedado reconocido como un proceso legítimo dado que, a decir del jefe político de Tequila, Ignacio Vallejo, éstos continuaban destrozando los árboles “casi en su totalidad” sobre terrenos que ya no les correspondían. El mismo Vallejo continuó informando al secretario de gobierno que pese a que algunos indígenas aceptaron a plenitud el reparto tras promover sus respectivos títulos, permanecían haciendo uso común de sus propiedades.100 Los reglamentos que desde 1861 se aplicaban sobre los bosques y terrenos nacionales comenzaron a poner mayores restricciones, entre otras prácticas, a los cortes desmedidos de maderas. Paralelamente, los municipios, impulsados por el proceso de desamortización, se dedicaban a la venta de tierras baldías afectando, consciente o inconscientemente, los intereses y medios de subsistencia de varias poblaciones. En el reglamento federal sobre explotación de terrenos baldíos de 1881 se perciben algunas reformas como la creación e instalación de los agentes de la Secretaría de Fomento, quienes

99 Se cita que el reparto fue decretado por el gobierno del estado el 16 de agosto de 1882. 100 AHJ, G-9-888, caja 34, inv. 10672.

163 intervendrían en cada uno de los estados del país ya fuera para vigilar las acciones de los subinspectores y guardabosques locales como para asegurar que todo “delincuente” sorprendido en tala furtiva fuera conducido a los juzgados de distrito, lo cual anunciaba la criminalización de una práctica común que desde entonces sería perseguida por la justicia federal. 101 102103 Mientras tanto, en los estados, los particulares que quedaron en posesión definitiva de tierras baldías posteriormente veían que sus intereses se cruzaban con los de otros pobladores que tenían por costumbre usos sobre lo que ahora eran sus propiedades. Finalmente, las restricciones establecidas sobre los bienes nacionales se verían remarcadas cuando en 1894 Porfirio Díaz decidió reglamentar el tipo de sanciones a que se harían merecedores los infractores de acuerdo con el Código Penal, pues impuso mayor control 1 02 sobre la explotación de los bosques nacionales. La idea de “propiedad” extendida por las políticas liberales se enfrentó con distintos usos y prácticas, y fue el mismo liberalismo el que se encargó de identificarlos y sancionarlos como delitos en defensa de un “mercado posesivo pleno” que venía corriendo desde el siglo XVII. De acuerdo con Crawford Macpherson, ese modelo de relaciones quedó condicionado por los intereses de un ascendente grupo de hombres propietarios que lucharon por reconocer la “propiedad” como un derecho inalienable del hombre. En la Inglaterra del siglo XVIII, por ejemplo, esta nueva clase propietaria fue capaz de ejercer cierta presión sobre el parlamento y la justicia, al grado de buscar e instalar las medidas mediante las cuales defendían sus propios intereses, ya fuera bajo la implementación de los cercamientos104 como por su insistencia en castigar hasta con la pena capital los delitos cometidos contra la propiedad. 105 En México, particularmente en Jalisco, existió un proceso similar. Desde el periodo colonial la Corona tuvo un estricto control sobre los bosques y recursos naturales, obligando a los indígenas, por ejemplo, a repoblar las tierras que hubiesen talado. Ante la crisis política de la Corona durante 1813, las Cortes transfirieron el

101 Maza, Código de colonización y terrenos baldíos de la República Mexicana, México, Oficina Tip. de la Secretaría de Fomento, 1893, pp. 897-906. 102 Dublán y Lozano, Legislación mexicana, t. XXIV, pp. 36, 331. 103 Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, p. 64. 104 Roseberry, “Potatoes, sacks, and enclousers in early modern England”, en O'Brien y Roseberry (eds.), Golden ages, dark ages. Imagining the past in Anthropology and History, Berkeley, University of California Press, 1991, p. 27. 105 Hay, “Property, authority, and the criminal law”, p. 18.

164 control y cuidado de los bosques a las autoridades locales. Después de la Independencia, el gobierno mexicano no parecía tener una política semejante a la de la Corona, pues casi no puso restricciones al aprovechamiento de los bosques nacionales.106 107108Ante la centralización progresiva de la desamortización como parte nodal de la formación del estado liberal, la federación no sólo se abrogó la facultad de destinar el uso legítimo de las tierras hacia particulares, sino que además se declaró propietario de los montes y terrenos baldíos no destinados al uso privado; una declaración que sucesivamente fue formalizada durante el porfiriato a raíz de la publicación de la primera Ley de bienes nacionales (1902) en la que se definían y clasificaban los bienes de la federación, y en donde se comprendían tanto los de dominio público y uso común (mares, lagos, playas, puertos, bahías, esteros, caminos, montes, bosques, etc.) como los bienes pertenecientes a la hacienda federal, en donde cabían todos los inmuebles y edificios destinados al servicio público (bibliotecas, archivos, 107 museos, palacios, teatros, cárceles, etc.). Sin embargo, la enajenación de ejidos decretada por el gobierno de Díaz fue todavía más invasiva en cuanto a los espacios comunes de que disponían variedad de pueblos, pues uno de sus objetivos era poner en libre circulación las tierras para la construcción de los ferrocarriles sobre todo en el occidente y norte del país. Como es sabido, aunque estas labores en un principio debieron quedar en manos del propio gobierno federal, inmediatamente se presentaron dificultades técnicas y financieras para llevar a la práctica tal proyecto, haciendo necesario la incursión del capital extranjero que contó con concesiones y subsidios casi ilimitados. Las compañías ferroviarias pronto se instalarían sobre distintas regiones del noroccidente haciendo uso sin restricciones de los bosques o montes que tenían a su paso. El entonces Director del Observatorio Meteorológico Central, el ingeniero Mariano Bárcena, ya lamentaba esta situación al considerar que la construcción de las vías férreas había provocado “esa violenta destrucción de los bosques”. De semejante parecer fue el ingeniero Ignacio Matute, al atribuir a los “especuladores” la

106 Simonian, La defensa de la tierra del jaguar. Una historia de la conservación en México, México, SEMARNAT / CONABIO, 1999, pp. 63-69. 107 Dublán y Lozano, Legislación mexicana, t. XXXIV, pp. 1000-1014. 108 Bárcena, La selvicultura. Breves consideraciones sobre la explotación y la formación de los bosques, México, Oficina Tip. de la Secretaría de Fomento, 1892, p. 4.

165 responsabilidad de la destrucción de los bosques “para proveer a la demanda siempre creciente de las demás empresas ferroviarias” . 109 Al reconocerse que estos bienes por entonces ya eran considerados como recursos de la nación y por tanto sujetos a los tribunales federales, cualquier infracción cometida sobre ellos quedaría en manos de los juzgados de distrito, mismos que fungían como la instancia que defendía los intereses de las compañías ferroviarias.110 El 13 de octubre de 1896, el juez constitucional de Poncitlán, Jesús Navarro, remitió al juez de distrito una causa relativa al robo de durmientes verificado en la estación del ferrocarril de dicha ciudad. Misma comunicación presentó el director político de Poncitlán, Gerónimo Sahagún, quien encontró un trozo de madera de más de dos metros entre la milpa del marmolista Ignacio Baeza que, a juicio del jefe de la estación, Alejandro Carrillo, era propiedad del Ferrocarril, dado que ya había notado la desaparición de 22 durmientes. Baeza declaró ignorar que en su corral se encontraba un durmiente, pues no vivía en dicho punto, por lo cual añadió que alguien debió dejarlo ahí. Antonio Trujillo y otros leñadores y sirvientes de la estación informaron que varios durmientes fueron robados, aunque de cierto no pudieron asegurar que el autor hubiera sido Baeza. Para fortuna de éste, y de conformidad con el pedimento fiscal, no hubo persona responsable de los hechos. Esta clase de averiguaciones, aunque no fueron la constante dentro de las actas judiciales de los juzgados de distrito, revelan que el establecimiento de las estaciones ferroviarias significó una injusta enajenación para los pobladores que paulatinamente se vieron restringidos en su acceso a las maderas, dado que las obras ferroviarias arrasaban con las arboladas disponibles. Para muestra de ello puede citarse la causa de oficio levantada en enero de 1891 contra el jornalero Felipe Andrade por robo de leña en el juzgado de distrito de Zacatecas. De acuerdo con las diligencias levantadas, Andrade en compañía de su amasia, Felícitas Salas, cortó algunas de las cabeceras de los durmientes de la vía del ferrocarril central, leña valorizada por los peritos de la compañía (W. Kyle y Kenphill) en 25 centavos. Al quedar

109 Matute, “Noticia geográfica”, núm. 10, 1907. 110 Esta suposición se ha hecho debido a la casi ausencia de documentos judiciales a nivel estatal que atiendan sobre algún delito forestal; sin embargo, dentro de los expedientes, que igual son pocos, de los juzgados de distrito aparecen procesos por el robo de durmientes a las compañías ferroviarias.

166 comprobado el cuerpo del delito, y de acuerdo con los artículos 8 , 381 y 368 del Código Penal del Distrito Federal y territorios federales se condenó a Andrade a la pena de ocho meses de arresto. Desde la práctica judicial se puede observar cómo algunos propietarios se organizaban y perseguían cualquier acción o amenaza que creían caía sobre sus tierras aplicando una vigilancia que instalaban con sus propios medios. A lo sumo, las autoridades locales se limitaban a exigir a los leñadores sus permisos para ejecutar los respectivos cortes, de lo contrario, ejercerían en su contra aplicándoles penas de encierro. Sin embargo, a finales del siglo XIX en paralelo se contaba con una justicia federal que aplicaba encierros y altas penas pecuniarias casi sobre las mismas prácticas.111 Aparentemente cada vez era más difícil para aquellos que mantuvieron su subsistencia con el corte de maderas, saber distinguir entre los bosques o montes que les fueran permitidos para la explotación, de aquellos que ya quedaban protegidos por las autoridades federales. De no tener esa precaución, como hemos visto, se podían obtener penas todavía más graves.

Conclusiones

Como se hizo la advertencia en un comienzo, el presente capítulo intenta abordar los aspectos legales sobre la idea de propiedad dentro de la legislación del estado de Jalisco; sin embargo, es muy necesario observar cómo estas leyes fueron atendidas tanto en Lagos como en Ahualulco, resaltando el peculiar interés que tuvieron los indígenas de uno y otro lugar para defender sus espacios de acceso común y evitar que sus respectivos ayuntamientos los enajenaran. En un segundo momento, el capítulo creo ofrece elementos que visibilizan la trascendencia de dichas leyes a un conjunto de probabilidades que los redactores tanto del código civil como penal no descartaron. Es decir, y visto como parte del derecho de transición, el casuismo agrario terminó formando parte de un compendio en

111 De acuerdo con la fracc. IX del art. 4 del Reglamento de corte de madera en bosques y territorios nacionales de 19 de septiembre de 1881: se debía “imponer y hacer efectiva una multa de 6 pesos por cada árbol que se corte sin su autorización y consentimiento, exigiendo además el valor del árbol y dando cuenta a la Secretaría de Fomento con el expediente que se forme a fin que se examine si han sido arreglados a justicia sus procedimientos. Si se causaren otros daños y perjuicios, o no pudiere pagar la multa el delincuente, se consignará al juez de Distrito respectivo para que le imponga la pena correspondiente”. De la Maza, Código de colonización, p. 899.

167 donde trató de incluirse el mayor número de conflictos y circunstancias posibles por los que sería adecuado definir la propiedad y, por consiguiente, también defenderla ante prácticas que se mantuvieran o la contravinieran. Sin embargo, ahora tocaría indagar a qué autoridades tocó aplicar esta legislación, aunque cabe advertir que en la periodicidad de esta investigación (1873-1905) entraron en juego distintos marcos normativos hasta no adoptarse en 1 8 8 5 tanto el código civil como el penal de la Ciudad de México con ligeras modificaciones ajustadas a la situación local. Si la codificación conjuntó todo lo relacionado con la idea de propiedad pública e individual, intentó dejar cerrada la posibilidad casi de manera definitiva de cualquier forma o aprovechamiento común. El Código, siguiendo a Paolo Grossi, al separarse del casuismo lo hace también de las personas, de los lugares, de las relaciones y conflictos sociales que llevaron a construirlo. El proceso evidentemente no fue típico de México pues el código civil francés se proyectó hacia América Latina como el mejor modelo a seguir para introducir de manera compacta “toda la experiencia a un sistema articulado y minucioso de 112 reglas escritas”.

112 Grossi, La mitología jurídica de la modernidad, p. 77. En Chile, por ejemplo, entre los comentaristas del Código Civil de 1857 fue imperioso el concepto liberal y absoluto de propiedad; en particular, el contenido artículo 544 del código napoleónico. Brahm García, Propiedad sin libertad: Chile 1925-1973, Santiago, Universidad de los Andes, 1999, p. 19.

168 IV. Acción, respuesta y participación en el poder y la justicia locales

Introducción El objetivo del presente capítulo hace un esfuerzo por identificar, dentro del complejo organigrama político y judicial que se fue gestando en el estado de Jalisco, los sectores medios que fueron facultados para administrar las poblaciones locales. Conocer la ley, de que fue materia el capítulo anterior, sin saber quiénes eran los encargados de aplicarla impediría la comprensión de las tensiones sociales que se abordarán en los últimos dos apartados de la tesis. En el desarrollo de las siguientes páginas se hará mención del estado que guardaron la justicia y el gobierno locales ante el persistente control que impuso el gobierno del estado sobre autoridades poco instruidas en el Derecho y que no pudo remplazar sino a través de un progreso flujo de modernización que no acabaría sino hasta instituir funcionarios mejor preparados y, en apariencia, menos vinculados con las poblaciones internas. A finales del siglo XIX el jefe político continuó imprimiendo su control a nombre del gobernador pero, por si ello fuera poco, el poder judicial del estado también tuvo interés en supervisar las labores de sus subalternos. Así, mientras que el jefe político tuvo la consigna de vigilar el buen funcionamiento de los ayuntamientos, el Supremo Tribunal de Justicia introdujo una nueva serie de funcionarios que desplazaron las facultades judiciales de los alcaldes y comisarios. De tal manera, si se pretendía introducir la codificación en las jefaturas de las poblaciones del estado, se requería de hombres mejor entendidos en el Derecho y el procedimiento judicial. Con ello también se daría fin a otras instituciones judiciales que garantizaban o forzaban la participación de la sociedad en la justicia, ese fue el caso de las juntas de calificación compuesta por vecinos “honrados”. Un criterio similar se impuso a los defensores de pobres, a quienes se exigió, si no un título de abogado, sí los conocimientos mínimos en las leyes y el procedimiento.

IV.I Las escalas del poder local: comisarios, directores y jefes políticos

Durante el primer debate del proyecto de constitución para el estado de Jalisco, se formalizó la instalación de las jefaturas políticas y comisarías en apego a la constitución de

169 Cádiz. Para algunos legisladores, estos empleados gozaban de amplias facultades sin control alguno que los limitara, al proponerse que los comisarios fueran nombrados por los ayuntamientos y no por los vecinos, generando por tal la malicia de quienes llegaran a ser electos. A parecer de Prisciliano Sánchez los vecinos tenían el derecho de nombrar a sus representantes, incluso en poblaciones menores a las mil almas: “Es un derecho indispensable el que los gobernados deban nombrar a los gobernantes”. Por tanto, era preciso que después de declararse la constitución se reglamentaran sus funciones. De acuerdo con la constitución local de 1824, en los pueblos donde no existía ayuntamiento ejercía un comisario y un síndico procurador, punto que al ponerse a discusión sobresaltó a más de un diputado, ya que en los pueblos debía ponerse mayor cuidado al declararse que los síndicos procuradores no podían ser elegidos por sus propios vecinos, pues tales funciones, afirmó José Ignacio Cañedo, no se podrían extender a la sociedad hasta “que las luces de la ilustración” se propagaran en los lugares “más incivilizados” del estado.1 Diego Aranda y Carpinteiro, defensor de esa iniciativa, declaró que el papel de los síndicos era importante, eran los representantes de la comunidad y a ellos estaba encomendado el cuidado de los pueblos para conservar sus propiedades y bienes. Sánchez agregó que tales síndicos, como parte de la comunidad, a su vez supervisaban las labores de los comisarios. De esa manera, dijo, la sociedad comenzaría

a ver los intereses de la patria con amor, y para ello son muy buenos esos principios, pues de este modo se empiezan a desenrollar las luces, y se acostumbran a presentarse en público, de modo que si se quiere tener ciudadanos útiles al estado, es muy a propósito la medida que se propone, pues se podrá llamar el aprendizaje, del que ascenderán acaso al

santuario de las leyes.2

Cañedo por igual creyó que era difícil dar esa ilustración a los adultos, quienes fueron educados “bajo rancias costumbres y preocupaciones”. Con relación a algunos de los artículos correspondientes a la administración de justicia, la comisión se pronunció por la igualdad ante la ley dado que, para consolidar un proyecto de constitución

1 “Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco de 1824”, en Manuel González Oropeza y David Cienfuegos Salgado, Digesto Constitucional Mexicano. Jalisco, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2013, p. 282. 2 Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco de 1824”, p. 283.

170 verdaderamente republicano, era necesario eliminar las clases privilegiadas. El hombre no debía degradarse por su posición social ni procedencia, sino por su manera de obrar; sin embargo, a Prisciliano Sánchez le inconformó que el resorte de la federación no hubiera llegado todavía más lejos como para disolver los fueros de militares y eclesiásticos. A través del proyecto de constitución en primer lugar trató de incorporarse a la población a la administración pública de las nuevas instituciones y, en segundo, a su paulatina profesionalización para acceder a los oficios públicos. En esencia, de instalar en los pueblos nuevos funcionarios capaces de conducirse a través de un leguaje más articulado con el estado y sus leyes, y que desecharan toda clase de consideraciones y conclusiones fundamentadas en costumbres y sanciones antiguas ante un proyecto liberal que insertó nuevos principios cívicos y económicos. En enero de 1821 se presentó finalmente el primer reglamento de administración de Justicia del estado de Jalisco, un reglamento que operó junto con el del gobierno del estado. Se establecieron los distintos niveles de administración política y judicial, y al frente de ellos el reglamento situó un nuevo grupo de actores políticos e intermediarios, tales como jefes y directores políticos, alcaldes y comisarios. Su presencia fue clave para el devenir de los pueblos y villas del estado dado que a su vez formaban parte del entorno que administraban; es decir, que no ejercían tales cargos como sujetos que se preparaban ex professo. El prestigio y el poder económico con que contaron algunos actores, fue clave para ocupar tales cargos, tal vez como sucedió con los alcaldes de hermandad y subdelegados. Así, para poder rescatar algunos rostros de la sociedad jalisciense en su relación con la administración de la justicia criminal es preciso tomar en cuenta las acciones de aquellos intermediarios. De esa manera, la organización del gobierno y la justicia a nivel local fue una de las tareas primordiales de los constituyentes de Jalisco. Si bien la Constitución de Cádiz dotó de relativa autonomía a los ayuntamientos, modelo que adoptó a su vez la constitución mexicana de 1824, dicha autonomía no debía poner en peligro el gobierno de los estados. Fue preciso equilibrar los poderes a través de empleados capaces de garantizar los intereses del gobierno local, en los rincones en donde quizá aún no se reconocía esa autoridad y primaban otras, como la de la Iglesia, caciques e influyentes propietarios. Incluso, durante el breve gobierno de Luis Quintanar, se encomendó a los comisarios de policía a realizar

171 cada año los padrones de sus respectivos cuarteles, dejando de considerar los que elaboraban las parroquias. Aunque desde finales del siglo XVIII las reformas borbónicas buscaron limitar el control y administración que los párrocos tenían sobre las poblaciones, en la práctica y durante buena parte del siglo XIX no solo continuaron proveyendo a sus feligreses de los servicios espirituales, sino que además, y en tanto jueces, intercedieron en disputas domésticas, o bien en delitos y escándalos. Desde entonces, esa facultad de los

párrocos se intentó erradicar a través de los alcaldes.3 4 La reciente historiografía ha demostrado que los sectores populares tuvieron un recurrente modo de interactuar y negociar con el estado, de rechazar algunos de sus proyectos y de exhibir ante las esferas más altas posibles a los funcionarios que les afectaron. De esta manera, se ha reconocido que estos sectores no fueron receptores pasivos de las leyes, antes bien, conocieron las reglas del juego y se adecuaron al marco político

hegemónico.5 Pero ese diálogo con el estado no se dio solamente a gran escala y de manera directa, en medio fluyó una red de negociaciones locales encabezada por funcionarios que, en teoría, representaron los intereses de ese mismo estado. Una valoración semejante, por tanto, acercará e incluirá a estos sujetos intermedios con las poblaciones que administraban, viendo hasta qué grado intercedieron o sacaron ventaja sobre ellas. Aunque para el México del siglo XIX no se pueda hablar de un estado suficientemente articulado y extendido a cada rincón del país, el proyecto liberal buscó manifestar su control a través de funcionarios que casi eran asignados o removidos por los gobiernos locales. Estados, cantones, departamentos, municipios, pueblos y comisarías quedaron bajo el control de esas autoridades intermedias, y en cuya cima se encontró el gobernador. Sin embargo, con la intención de supervisar las labores de los ayuntamientos (tal como sucedió con la Ordenanza de Intendentes a través de los subdelegados), se reincorporó la figura del jefe político, una pieza clave dentro de la administración pública local, cuya mediación no escapó clientelismos a los que tuvieron acceso a través de una red

3 Colección de los decretos, t. I, 1a. serie, p. 82. 4 Connaughton, “Una frontera interna de inclusión/exclusión: la parroquia mexicana en los inicios del siglo XIX”, en Soto e Hidalgo (coords.), De la barbarie al orgullo nacional. Indígenas, diversidad cultural y exclusión. Siglos XVI al XIX, México, UNAM, 2009, pp. 229-252; Barral, “De mediadores componedores a intermediarios banderizos: el clero rural de Buenos Aires y la paz común en las primeras décadas del siglo XIX”, en Anuario IEHS, núm. 23 (2008), pp. 151-174. 5 Roseberry, “Hegemonía y lenguaje contencioso”, en Joseph y Nugent (comps.), Aspectos contidianos de la formación del Estado, México, Era, 2002, pp. 213-226.

172 de subalternos.6 En esencia, el jefe político fue un agente intermediario entre el gobernador y las autoridades locales, a saber, directores políticos, alcaldes y comisarios. En 1824, el estado de Jalisco experimentó algunos cambios en su administración político-territorial hasta que la constitución local no funcionó plenamente. Así, el congreso resolvió dividir al estado en ocho cantones, subdividido cada uno por departamentos. Prisciliano Sánchez, como representante de la comisión, argumentó que con tal división territorial se podría garantizar la autoridad del gobierno, cuya persona se multiplicaría a través de los jefes políticos.7 8 Las funciones de estas autoridades fueron similares a las de los anteriores subdelegados, y con atribuciones tan amplias se encargaron de hacer las visitas a cada uno de los departamentos de sus cantones para velar por la hacienda, la seguridad pública, la formación de milicias cívicas y, en lo general, administrar y supervisar el control político de todo su cantón, ejerciendo como intermediario entre los ayuntamientos y las juntas de policía locales. Como toda figura político-administrativa también contaron con el apoyo de un grupo de consejeros o junta de policía que se compuso de cinco vecinos de cualquier departamento del cantón. También contó con la ayuda de otros subalternos: los directores políticos quienes, a una escala todavía menor, representaron los intereses del gobierno al frente de cada uno de los departamentos de los cantones. Para garantizar que los intereses del gobierno quedaran asegurados en estos nuevos funcionarios, sólo los jefes políticos fueron nombrados directamente por el gobernador, esto tal vez para evitar que los intereses locales se antepusieran a los del estado; no así la administración dentro de los

6 Buve, “Caciques, vecinos, autoridades”, pp. 25-41; Delgado Aguilar, “Orígenes e instalación del sistema de jefaturas políticas en México”, pp. 5-29; Falcón, “La desaparición de jefes políticos en Coahuila. Una paradoja porfirista”, en Historia Mexicana, vol. 37. Núm. 3, 1988, pp. 423-467; Mijangos Díaz, La dictadura enana. Las prefecturas del porfiriato en Michoacán, Morelia, UMSNH / Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2008; Valerio, “Jefes y directores políticos en Jalisco durante el porfiriato”, en Estudios Sociales, núm. 20, 2000, pp. 12146; Vanderwood, Del púlpito a la trinchera. El levantamiento religioso de Tomochic, México, Taurus, 2003. 7 Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco, núm. 10, tomo III, 23 de septiembre de 1824, pp. 98-99. De esa manera, los ocho cantones de Jalisco fueron los siguientes, siendo la cabecera de cada uno de ellos la ciudad o el departamento que les daba nombre: I. Guadalajara, con los departamentos de Tlajomulco, Cuquío, Tonalá y Zapopan; II. Lagos, con los de San Juan y Teocaltiche; III; La Barca, con los de Tepatitlán y Chapala; IV. Sayula, con los de Zapotlán y Zacoalco; V. Etzatlán, con los de Cocula y Tequila; VI. Autlán, con el departamento de Mascota; VII. Tepic, con los de Ahuacatlán, Compostela, Sentispac y Acaponeta; y VIII. Colotlán. 8 Delgado Aguilar, “Orígenes e instalación del sistema de jefaturas políticas en México”, pp. 5-29.

173 departamentos, cuyos directores políticos y juntas de policía se eligieron por los vecinos bajo la supervisión del jefe político. Es interesante encontrar que con el nombramiento de estas autoridades que en teoría estuvieron por encima de los ayuntamientos (directores políticos y juntas de policía), lo que pretendió el gobierno era equilibrar los poderes locales a través de dos tipos de representaciones: una a nivel municipal y otra a nivel estatal, ya que todo aquel vecino que llegara a integrar dichas juntas debía perder el vínculo con el ayuntamiento al que pertenecían. A diferencia de los jefes políticos, los directores e integrantes de las juntas cantonales y departamentales no gozaron de sueldo alguno, siendo su labor una carga concejil. La administración política dentro de los ayuntamientos, aunque quedó al margen de las decisiones directas del gobernador, estaba supervisada por su representante de departamento: el director político. Al frente de cada ayuntamiento debió quedar un alcalde, cuatro regidores y un síndico procurador, pero su empleado más cercano fue el comisario de policía. Incluso, la constitución estimó que en los pueblos donde no existiera ayuntamiento, debió ejercer un comisario municipal con un cuerpo de procuradores. Como representantes del Ejecutivo local, los jefes y directores políticos tuvieron atribuciones sobre asuntos administrativos, militares y de hacienda tanto en las cabeceras de cantón como en cada uno de los departamentos. Por tanto, así como se encargaban de verificar el pago de contribuciones recabadas por los alcaldes y comisarios, por igual organizaban las guardias nacionales, así como el aseguramiento de la aplicación de las leyes y los decretos que el Congreso y el Ejecutivo emitieron.9 En el caso de la seguridad pública o la administración de justicia criminal, la responsabilidad también descansó eventualmente en ellos, ante lo cual no fue raro que el Consejo de Gobierno les llamara constantemente la atención al debido cumplimiento de las leyes y procedimientos. Si se observan los reglamentos instructivos del gobierno del estado tanto de 1824 como de 1851, los jefes y directores políticos, además de haber contado con atribuciones políticas, militares y de hacienda, también conocieron sobre delitos leves, pues entre sus funciones estaba precisamente cuidar el orden y tranquilidad públicos. Debe tomarse en cuenta que sus facultades eran aún mayores dado que todavía no se contaba, como lo proyectó Prisciliano Sánchez, con jueces de primera instancia debidamente formados en

9 Colección de los decretos, t. XII, 1a serie, pp. 330-338.

174 Derecho. En su lugar se encontraban los alcaldes, hombres cuyo único requisito para presidir un ayuntamiento era saber leer y escribir, ser mayores de 25 años, y vecinos del distrito del ayuntamiento en los tres últimos años antes de su elección. Lo que se trata de demostrar con el cuadro 1 (ver Anexos) es que, aunque los reglamentos de administración de justicia no incluyeron a estas autoridades dentro de ningún escalón judicial, los reglamentos instructivos de gobierno lo hicieron al encargarles la ejecución de las primeras diligencias en caso de no disponer de un juez de primera instancia. En el mismo caso estuvieron las recurrentes leyes contra vagos y ladrones; por ejemplo, el decreto 2 2 de 1861, que los incorporó como receptores de tales reos para la formación de las primeras diligencias y de los jurados de calificación. Después debían remitir la causa al alcalde, quien fungía como juez de primera instancia. 10 Un par de años después, el gobernador incluso les encomendó la organización de las fuerzas de seguridad pública dentro de todo el estado para contener los amagos de las gavillas y bandidos. Para lograrlo, debieron contar con el apoyo de los dueños de fincas rústicas a través de dinero, armas y hombres. 11 Como se sostendrá más adelante, esta última medida así como obligó a los propietarios locales (como hacendados y rancheros) a colaborar con las autoridades, les permitió conservar el ejercicio de su capital político, pues al coadyuvar al orden público aseguraban la protección de sus intereses y propiedades. Una autoridad clave para la justicia local fue el comisario municipal, quien operó, según la constitución local de 1857, sobre poblaciones menores a los seis mil habitantes. Tuvo injerencia sobre negocios civiles y penales, y dentro de esta última materia intervino de manera verbal sobre injurias y faltas leves; no obstante, también quedaron facultados para perseguir y aprehender a “toda clase de delincuentes” y por tanto encargarse de realizar las primeras diligencias de los sumarios. En segundo lugar se encontraban los alcaldes, quienes además de cumplir con las mismas funciones que los comisarios, también conocieron sobre injurias graves, delitos contra el orden público, hurtos simples y otros semejantes que se castigaran con “penas ligeras”; asimismo, en materia civil iniciaban los juicios de conciliación y cumplían funciones notariales donde no existiera escribano público.12

10 Colección de los decretos, t. I, 2a serie, pp. 313, 372. 11 Colección de los decretos, t. II, 2a serie, p. 51. 12 Colección de los decretos, t. I, 2a serie, pp. 121-124.

175 No debe descartarse que esta multiplicidad de funciones de los representantes del ejecutivo a nivel local (alcaldes, comisarios, jefes y directores políticos) haya puesto bajo la mira a tales autoridades por parte de la magistratura local, que advirtió recurrentes inconsistencias en el procedimiento que impartieron en su jurisdicción. Por tanto, no es raro encontrar que en 1874, posiblemente ante las saturadas funciones de los comisarios municipales, el gobernador del estado, Ignacio Vallarta, emitiera el decreto 409 en el que quedaron formalizados los comisarios judiciales, descargándole dichas responsabilidades a los comisarios políticos y con ello procurar mayor control en la administración local con representantes directos del poder judicial. Sin embargo, aunque este decreto pudo descargar de trabajo a los comisarios municipales, en el fondo fue una carga económica para los ayuntamientos, pues éstos, y no el poder judicial, debieron pagar sus sueldos. Algo que también distinguió a la justicia ordinaria dentro de los pueblos era que ésta se compuso de funcionarios que estaban en estrecha relación con el entorno y la sociedad que administraban. La modernización judicial que se presentó a partir de la segunda mitad del siglo XIX, intentó profesionalizar las funciones de los alcaldes quienes, en tanto jueces legos, no garantizaron una debita impartición justica. De hecho, incluso desde el periodo colonial se hicieron intentos por tecnificar la labor de los jueces, ya que sobre la marcha era imposible que éstos estuvieran al tanto del derecho vigente; no obstante, continuaron administrando justicia con base en la costumbre. 1314 A pesar de haberse profesionalizado algunas de las ramas de la administración judicial, se mantuvo el funcionamiento de justicias legas que, así como hicieron uso de nuevos instrumentos judiciales (tales como los jurados o las codificaciones), por igual mantuvieron vigentes algunas leyes del derecho antiguo. Los comisarios municipales, considerados en la presente investigación como el primer eslabón de la administración de justicia criminal, tuvieron algunas veces la capacidad de resolver sobre causas muy leves. Su labor quedó supeditada a la de los alcaldes y durante los últimos años del periodo colonial, sus funciones, al menos dentro de las ciudades, fueron similares a la de los alcaldes de barrio, los cuales se encargaban de hacer los rondines necesarios por vigilar las calles, haciendo cumplir las disposiciones que

13 Colección de los decretos, t. V, 2a serie, p. 470. 14 Chenaut, “Orden jurídico y comunidad indígena en el porfiriato”, en Chenaut y Sierra (coords.), Pueblos indígenas ante el Derecho, México, CIESAS / CEMCA, 1995, pp. 79-100.

176 los jueces y los cabildos les encomendaban. 15 En la ciudad de México, los alcaldes de barrio, o virreyes del barrio, gozaron de amplias facultades civiles, administrativas y criminales; sin embargo, conforme fueron centralizando el poder los jefes políticos, sus funciones quedaron delegadas a los celadores públicos.1617 De acuerdo con la Ordenanza de alcaldes de barrio de Guadalajara que entró en vigor en 1783, estos comisarios atendieron distintas causas de interés público que fueron el antecedente de los sucesivos reglamentos de seguridad, ornato e higiene emitidos durante el siglo XIX. Así, cada comisario tuvo la obligación de celar por la limpieza de las calles, de vigilar a las “gentes sospechosas, mal entretenidas, sin oficio, casas de prostitución, de juego, de refugio de perversos, de ebrios o ladrones o contrabandistas”. De registrar el ingreso de forasteros a la ciudad, “principalmente de sospechoso pelaje”; además de dar cuenta del número de “enfermos epidémicos” que hubiere en su cuartel. También, en materia de seguridad, debían sofocar las riñas, motines y desafíos, además de destruir impresos o pasquines sediciosos. En lo administrativo también tuvieron la obligación de enumerar la gente de cada casa, así como de los nacimientos y defunciones. Dicha ordenanza además advirtió que de poco o nada servirían tales comisarios si no operaban con toda autoridad, pues con ella no sólo podían aprehender a todo delincuente infraganti, “sino también a los que notoriamente 1 7 son perjudiciales”. Después de la Independencia, los comisarios se encargaron de formar los censos, de supervisar la recaudación de contribuciones, de auxiliar a todo aquel que fuera víctima de algún delito y, evidentemente de “cuidar la quietud y el orden público” ante la obligación constante de perseguir a cualquier vago, malhechor y escandaloso que perturbara el orden. Sus atribuciones, aunque bien se pudieran reconocer desde una posición subalterna visto desde la administración de justicia, eran por demás amplias, pues al tener el mayor contacto con la población que vigilaban, podía emplear sus facultades incluso para lograr

15 Pérez Castellanos, “Justicia ordinaria: la primera instancia, finales del siglo XVIII, incios del XIX”, en González Ramírez y Leopo Flores (coords.), Creación y trayectoria del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Jalisco, Guadalajara, Instituto de Estudios del Federealismo / Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Jalisco, 2005, pp. 39-58. 16 Serrano Ortega, “Los virreyes del barrio: alcaldes auxiliares y seguridad pública, 1820-1840”, en Illades y Rodríguez Kuri (comps.), Instituciones y ciudad. Ocho estudios históricos sobre la ciudad de México, México, 2000, Unidad Obrera y Socialista / Frente del Pueblo / Sociedad Nacional de Estudios Regionales A. C., pp. 22-60. 17 Ruiz Moscoso, “Papeles de derecho”, Vol. IV, pp. 207-208.

177 aprehensiones a petición de los vecinos más influyente y por conducto de sus vínculos, prejuicios e intereses personales. El funcionamiento de la justicia criminal desde sus niveles más locales puede darnos la imagen de una población efectivamente pequeña y por consiguiente con intereses muy comunes cuando se trató de los demandantes, cuya preocupación era mantener la seguridad de sus bienes; y para lograrlo aprovecharon sus relaciones paternalistas con sus trabajadores para en ellos asegurar sus propiedades. También puede identificarse que a nivel local las “pruebas semiplenas”, tales como el recurso de la “fama pública”, resultaron más efectivas por ser opiniones que incluso podían expresar los jueces y jurados.

Esquema 1. Administración política de Jalisco (1824)

Estado de Gobernador Jalisco I Jefe político y juntas Cantones cantonales I Director político y Departamentos juntas departamentales

Alcalde y Comisario de policía regidores y teniente L

Comisarios de policía y Pueblos procuradores

Una vez, y grosso modo dada la planeación de cómo quedaron organizados los gobiernos de los cantones a través de departamentos, municipios y pueblos, la tarea siguiente tuvo que ver con la manera en que se administró justicia sobre cada una de esas localidades. Aunque el mismo reglamento de gobierno facultó a todos los funcionarios con mínimas atribuciones judiciales, el reglamento de administración de justicia precisó los límites de su jurisdicción. No fue sino hasta 1861, durante el gobierno de Pedro Ogazón, cuando se reconoció de manera explícita que el primer escalón de la administración de justicia se hallaba

178 representado por los comisarios municipales. No obstante, esta ley guardó sintonía con la nueva constitución del estado de 1857, en la que se previó un interés por formalizar y modernizar las autoridades político-administrativas. Esto fue claro desde el momento en que quedaron declarados los tribunales de primera instancia del estado, en donde se reconocieron los de Lagos de Moreno, San Juan de los Lagos, Teocaltiche, La Barca, Atotonilco, Tepatitlán, Sayula, Ahualulco, Ameca, Autlán, Talpa, Tepic, Ixtlán, Colotlán y Ciudad Guzmán, además de los que contaba la capital del estado. Esto no quiso decir que antes no existieran estas instancias locales de justicia, sino que se introdujo una nueva condición para ocupar dicho cargo. Las reglas quedaron en la constitución, pues para ser juez de primera instancia ya dejaba de ser requisito la figura del alcalde, y en su lugar se estableció una mayoría de edad de 25 años y contar con cuatro años de práctica forense, además, por supuesto, de ser abogados titulados. No siendo esto suficiente, estas nuevas autoridades fueron nombradas directamente por el Supremo Tribunal de Justicia del estado. Asimismo, se estableció que los nuevos jueces ya no tenían que ser necesariamente vecinos de las poblaciones que administraran, ya que el Tribunal, a través del ministro fiscal, tendría una lista lo suficientemente actualizada de todos los abogados titulados en el estado para destinarlos a los municipios donde hicieran falta. De acuerdo con el cuadro 2 (ver Anexos), es como se puede observar que los jueces de primera instancia se instalaron como funcionarios que debieron trabajar muy de cerca de los comisarios y los alcaldes, supervisando sus procedimientos para tratar de garantizar que toda causa promovida fuera atendida por la instancia debida. De esta manera, y al menos en la letra, puede identificarse un parteaguas en donde se demuestra un interés del Tribunal por controlar las justicias locales, sobre todo limitando las facultades de los alcaldes, a quienes intentó convertir en funcionarios letrados, pues de acuerdo con esta nueva ley, los alcaldes ya no debían encargarse de asuntos municipales, sino exclusivamente judiciales. Tal fue ese interés que incluso se estableció que los secretarios o escribanos tanto de los alcaldes como de los comisarios también contaran con una formación en Derecho. En 1868, durante el gobierno de Antonio Gómez Cuervo, la administración de justicia volvió nuevamente a ser objeto de precisiones y a refrendar la dependencia de los 18

18 Colección de los decretos, t. I, 2a serie, p. 107.

179 poderes locales para con el gobierno y sus representantes. Incluso para supervisar las labores tanto de las jefaturas políticas como de los ayuntamientos, reorganizó las juntas cantonales posiblemente con el ánimo de equilibrar y supervisar a los jefes políticos. Tal fue esta situación, que la nueva ley para los empleados de la administración pública estableció que en los cantones ésta se depositaba en las juntas cantonales, una figura que en anteriores leyes y reglamentos no se definió abiertamente, pues al final a quien tocó presidirlas era al jefe político. Los asuntos de interés de estas juntas eran las mimas: el fomento de la instrucción, la apertura y mantenimiento de vías de comunicación, la higiene, la beneficencia y promover el ejercicio de cualquier negocio judicial. Así como esta nueva Ley concedió a las juntas cantonales relevancia y relativa independencia frente a los jefes políticos, también se les reconoció como “agentes auxiliares” del gobernador, a quien debían en adelante rendir cuentas. 19 20Ahora bien, aunque la administración pública parecía quedar mejor distribuida y formalizada entre las autoridades locales, en materia judicial el jefe político mantuvo su facultad de garantizar los procesos judiciales al excitar a los jueces de primera instancia, a los alcaldes y comisarios de cantón para que “administren pronta y cumplida justicia”; y en ausencia de éstos, “disponer la aprehensión de los criminales”. 20 Evidentemente, estas acciones solo las atendieron en la cabecera de su cantón, pues en el resto de los departamentos la labor quedó en manos de los directores políticos. A los ayuntamientos tocaron relativamente las mismas funciones salvo desde una escala menor a través de la instrucción de los delitos leves; sin embargo, su papel adquirió relevancia en materia judicial al tener que mantener el orden público, ya que debían prevenir los delitos y perseguir a los “malhechores”. No obstante, esta Ley guardó correspondencia con la de 1861 al buscar modernizar y profesionalizar la justicia local y dictar a los alcaldes la obligación que tenían de consignar a todo sospechoso a un juez competente.

La interlegalidad: Justicia en fincas rústicas A través del estudio de la justicia local se puede entrever no sólo el endeble funcionamiento de la administración judicial, sino además hasta el poco reconocimiento que tuvieron

19 Colección de los decretos, t. III, 2a serie, p. 148. 20 Colección de los decretos, t. III, 2a serie, p. 179.

180 algunos vecinos hacia sus autoridades locales, también sus vecinos al fin; pues así como se crearon alianzas, clientelismos y amistades entre ellos, en otros momentos surgieron diferencias y buscaron beneficiarse personalmente tras lograr ascender momentáneamente a ese poder.21 2223 Como ya se ha mencionado, la interlegalidad bien pudo identificarse bajo estas expresiones, en donde las poblaciones se resistieron o simulaban seguir las leyes que les imponían nuevas o ciertas autoridades, y en su lugar mantuvieron el uso de prácticas y normas que facilitaban su subsistencia. Una interlegalidad que sobrepuso prácticas consuetudinarias y legislaciones de antiguo y nuevo régimen. Desde el plano de la propiedad la historiografía ha identificado algunos ejemplos, como los condueñazgos, que fueron más visibles tras aplicarse la desamortización. O bien, como también se pretende considerar en esta investigación, el mantenimiento de prácticas que en algún momento fueron legítimas en su acceso a bienes comunes. Pero la interlegalidad también se manifestó entre otros actores, en este caso, entre propietarios que al querer limitar algunos usos y derechos que atentaban contra sus bienes, mantuvieron el ejercicio de formas de represión y control que estaban al margen de la modernización de la justicia local. Es así como podemos encontrar, aún durante la segunda mitad del siglo XIX, formas de justicia que la mayoría de las veces servía de soporte a la justicia ordinaria, pues bajo algunas circunstancias existió una justicia impartida por vecinos, por propietarios que posiblemente actuaron en coordinación o bajo el consentimiento de comisarios, alcaldes y jefes políticos, disponiendo de sus propias fuerzas y recursos para capturar y perseguir a ladrones y sospechosos. Cuando vemos a estos hombres, unas veces como vecinos y otras como funcionarios, es difícil tal vez encontrar una frontera de lo que por entonces se entendía como público y privado. Uno de los problemas para entender el funcionamiento de esa esfera bidimensional, de acuerdo con Alejandro Agüero, es que precisamente se busca poner atención a ese marco de justicias dado que la misma historiografía dominante se

21 Fradkin, La historia de una montenera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, pp. 149-152; Vanderwood, Delpúlpito a la trinchera, pp. 138-141. 22 Ducey, ”La comunidad liberal: estrategias campesinas y la política liberal durante la República Restaurada y el Porfiriato en Veracruz”, en Connaughton (comp.), Prácticas populares, cultura política y poder en México, siglo XIX, México, Juan Pablos / UAM-Iztapalapa, 2008, pp. 303-333. 23 Fradkin, ”La experiencia de la justicia. Estado, propietarios y arrendatarios en la campaña bonaerense (1800-1830)”, en Fradkin (comp.), La ley es tela de araña. Ley, justicia y sociedad en Buenos Aires, 1780­ 1830, Bueno Aires, Prometeo, 2009, p. 89.

181 había dejado impresionar por modelos de justicia estatalizada, mismos que no dejaban ver lo que sucedía en escenarios más locales. En su lugar debe aplicarse un esquema más flexible que permita imaginar que esas justicias (tradicionales y modernas) bien podían 24 formar parte de todo el “tejido normativo”. Como sucedió con los tenientes de Acordada a finales del periodo colonial, muchos de aquellos propietarios de haciendas y ranchos que tomaron justicia por su propia mano, en parte lo hicieron porque las jefaturas y las comisarías quedaban distantes, o bien, porque tal vez sabían que sus acciones serían validadas por éstas, puesto que además de mantener lazos con algunos de ellos, colaboraron con la persecución de malhechores. En cierta manera esto correspondió a una de las obligaciones que el gobierno, ante crisis de seguridad interna, exigió a rancheros y hacendados para perseguir y no dar refugio a bandidos, vagos, rateros y plagiarios, de lo contrario también serían perseguidos por las leyes.24 25 En 1873, Espiridión Villanueva, propietario de la Hacienda de Mirandillas, en el poblado de Ayo el Chico, fue notificado por sus mayordomos de que dos caballos le fueron robados de un corral de su propiedad. Villanueva decidió emprender su propia investigación hasta que pudo identificar, gracias a las indagaciones que realizó a unas huellas que encontró, la identidad del sospechoso, a quien enseguida buscó para aprehenderlo. Villanueva creyó actuar dentro de la ley, para lo cual, notificó por escrito al comisario municipal sobre lo sucedido y de sus efectivas indagaciones.26 El comisario acudió a la hacienda en compañía de sus propios peritos para verificar los informes de Villanueva. Las conjeturas de Villanueva parecieron ser ciertas, puesto que a su consideración las huellas resultaron ser las mismas que las de Lorenzo Zaragoza, el principal sospechoso. No obstante, desde antes de que presentara su informe al comisario, Villanueva ya había aprehendido al labrador Ángel Hernández, uno de sus sirvientes, pues también lo encontró como cómplice. Hernández fue interrogado por el alcalde, a quien le refirió que trabajaba con Villanueva en “las labores de siempre”; sin embargo, declaró algunos antecedentes de su relación con él, pues tiempo atrás lo acusó de robo de maíz, y

24 Agüero, Castigar y perdonar, pp. 18-20. 25 Colección de los decretos, t. III, 2a serie, pp. 459-463. 26 BPPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal de oficio por robo con violencia de dos cabos en la Hacienda Mirandillas, rotando dos paredes y una cerca”, 1873, caja 20, exp. 47151.

182 después de reclamarle le dio de cintarazos y le quitó su siembra que tenía con él “a medias”, así como sus instrumentos de labranza. Sin embargo, los caballos que le fueron robados a Villanueva no eran de su ganado de labor. Uno de ellos le era mucho más preciado por ser regalo de su hermano, se trataba de un “tardillo melado” que era cruzado, entero y árabe, y valuado en 150 pesos. Por tanto, y dando cuenta del amplio número de casos de abigeato cometidos en Jalisco para esos años, éstos se cometieron generalmente sobre ganado de poco valor (generalmente puercos valuados entre los dos y cuatro pesos), lo cual tal vez pudo haber facilitado su rápida venta o intercambio. Así, un caballo como el que le fue robado a Villanueva bien no podía negociarse en el mercado de semejante manera, lo cual nos puede llevar a interpretar ese robo más como una forma de resistencia, de una confrontación indirecta en respuesta a un agravio que rebasaba los límites del paternalismo. Al final, tanto Zaragoza como Hernández quedaron exculpados por el jurado; además, el defensor de ambos declaró impreciso el peritaje de Villanueva, pues las huellas que encontró, agregó, eran iguales “a la de muchos de su tamaño”, en el supuesto de que la mayoría de los labradores calzaban huaraches como parte de su vestimenta habitual. No obstante, dentro de estas formas intermedias o informales de justicia no siempre encontramos tanta iniciativa y disposición por colaborar como lo demostró Villanueva, pues hubo propietarios a los que no les importó dar cuenta de esos asuntos. El pueblo de Tequila fue de una de aquellas zonas jaliscienses que desde el siglo XVIII destacaron por su desarrollo económico, donde familias como los Cuervo o los Orendáin poseían diversas haciendas y ranchos por toda la región, enfocando sus capitales principalmente a la producción de vino mezcal, y con plantaciones extendidas hasta los municipios de Magdalena, Ahualulco, Teuchitlán y El Arenal. Así encontramos también a propietarios como Cenobio Sauza, quien fue propietario de un gran número de fincas rústicas y destilerías amasando un capital que superaba el millón de pesos. Sus intereses se extendieron por los municipios de Tequila y Tecolotlán siendo poseedor de tres haciendas:

La Labor, El Medianero y San Martín.27 Por tanto hay que resaltar que contó con un amplio número de personas a sus servicios; sin embargo, aparentemente esto no le impidió

27 Valerio, Historia rural jalisciense, p. 323; Luna Zamora, La historia del tequila, de sus regiones y sus hombres, México, CONACULTA, 2002, p. 84.

183 ocuparse de asuntos que afectaban indirectamente sus intereses y en donde sus trabajadores lo mantenían al tanto. Durante el mes de marzo de 1873 Sauza fue informado por uno de sus sirvientes que su antiguo empleado, Procopio Arellano, había robado un burro de uno de sus potreros. Arellano cinco años atrás trabajó con Cenobio Sauza en la Hacienda de San Martín, pero lo corrió por indicios de robo. El mismo Sauza señaló que esa medida de poco sirvió, pues siguió frecuentando la hacienda de manera clandestina. Como prominente empresario, Sauza mantuvo relación con otros propietarios y productores, como Luciano Gallardo, quien le comentó que el mismo Procopio antes también le había robado un caballo. A opinión de estos hombres Procopio era visto como “bandido”, sin embargo, Sauza sólo se fiaba en la opinión de la gente y en los malos antecedentes que tuvo de él. Pero tanto Sauza como Gallardo no se encargaban de perseguir a la gente que cometía robos dentro de sus propiedades, puesto que estas labores las depositaban en sus mayordomos y vaqueros. El mismo Gallardo declaró que conocía esa conducta de Procopio por conocimiento que le dio su mayordomo Alvino Ulloa, quien se encargó de su detención. Sauza por igual se respaldó en el testimonio del director político y también agricultor, José María Martínez, quien le dio noticia de los antecedentes de Procopio a quien detuvo por traer consigo un caballo que creyó había robado. Propietarios como Sauza y Gallardo difícilmente se entremezclaban en estos pleitos, puesto que en el fondo de todo se fiaron de los dichos de sus trabajadores, en quienes tuvieron origen las sospechas dado que a veces hasta resultaban ser los principales afectados. Por tanto no es raro ver que cuando se solicitó una nueva comparecencia de Sauza en el juzgado para carearse con Procopio, se dio noticia de que aquél se encontraba de viaje. Además, los prejuicios del director político fueron un factor importante ya no tanto para la detención de Procopio, sino además para mantener seguros los intereses de los propietarios con quienes muy posiblemente se identificaba como agricultor o ranchero que era. Finalmente, a Procopio no se le pudo comprobar el robo, pero tras las declaraciones que se anexaron a su causa relucieron otros robos de los que también resultó responsable.

Por uno de ellos fue condenado a un año de obras públicas.28

28 BPPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Procopio Arellano, por indicios de varios hurtos”, 1873, caja 20, exp. 47143.

184 No está por demás decir que en la región de Lagos esta práctica fue de lo más socorrida entre pequeños y grandes propietarios, quienes igualmente tuvieron a su servicio una servidumbre que no sólo mantuvo el buen funcionamiento de sus fincas rústicas, sino que además cuidaban tanto los intereses de sus patrones como los propios. Entre ellos hubo vaqueros que vigilaban los caminos aledaños a las fincas donde laboraban para evitar que se extraviaran los ganados o que forasteros extrajeran frutos, leña o ganados. Una revisión sobre las actas judiciales que fueron levantadas contra ladrones y sospechosos nos permite llegar a este tipo de aseveraciones, al grado de poder imaginar un paisaje todavía con escasos señalamientos o linderos de propiedad, en el que los ganados transitaban libremente y los caminos conectaban con montes que invitaban a su aprovechamiento legítimo. Lamentablemente para muchos ya no debió ser así pues, desconociendo, o tal vez evadiendo la vigilancia, al final fueron perseguidos y destinados a la comisaría más próxima, pues no se descarta que muchas de estas detenciones pudieron haberse resuelto sin la intervención de la justicia ordinaria. Queda claro que no es posible afirmar tal cosa ante la ausencia de fuentes que permitan verificarlo, ya que estaríamos ante circunstancias que fueron dirimidas de manera verbal entre propietarios y sospechosos (sobre todo si éstos eran sus propios trabajadores), y en donde todo terminaba con reprimendas y castigos comunes en el habitus paternalista de los propietarios. En el campo, tal vez más que en la ciudad, las personas estaban más habituadas a dirimir sus conflictos a través de un “acuerdo entre pares”, más cuando se extendieron relaciones entre los hacendados y sus trabajadores. Un proceso que, aunque no queda explícito en las fuentes judiciales, se deduce a través de las prácticas que en ellas se expresan, y se reproducen más, como así lo apuntó Isabel Marín Tello para el caso michoacano, en las prácticas que atentaban contra la propiedad, en 30 especial, al ganado. No obstante, se cuenta con documentos que ofrecen información de los conflictos que trascendieron a la arena judicial, y para ilustrarlo vale mencionar la causa que fue 2930

29 María Eugenia Ponce aplica el concepto de habitus tomado de Pierre Bourdieu para sustentar que entre los hacendados mexicanos se fueron estructurando marcos generacionales desde el periodo colonial que los distinguió del resto de la sociedad como una élite rural que compartió valores, privilegios, necesidades y expectativas económicas. Una de sus principales características fue el tipo de relaciones sociales que establecieron con sus trabajadores a través del paternalismo, en donde los trabajadores guardaron sumisión, respeto y hasta fidelidad a cambio de tener garantizados, en el mejor de los casos, un mínimo de satisfactores. “El habitus del hacendado”, en Historia y Grafía, núm. 35, 2010, pp. 51-91. 30 Marín Tello, Delitos, pecados y castigos, pp. 181-187.

185 levantada en Lagos contra Inés Ramírez, un gañán que, según lo declaró, tuvo que cambiar su vecindad a Zacatecas dado que temía las represalias por parte de los sirvientes de los hermanos Serrano, propietarios de la hacienda de La Estancia, lugar donde anteriormente vivió y trabajó. El supuesto temor de Ramírez se remontaba a la persecución y agresión que recibió de parte de uno de los sirvientes de los Serrano, Guillermo Aguinaga, por haber comido algunas tunas que extrajo de uno de los potreros de La Estancia. De acuerdo con Aguinaga, Ramírez no sólo comía tunas, sino que además preparó una vaquilla con una carga entera. Para los sirvientes de La Estancia, Ramírez más bien resultaba ser un ladrón reincidente, pues al poco tiempo regresó a uno de los potreros para querer tomar un tercio de leña, acción por la que sólo fue reprendido “por ser la primera vez”. A la segunda, Ramírez no tuvo mejor suerte y fue presentado ante el comisario de la hacienda. Al final, Ramírez confesó haber tomado dicha carga por la necesidad que tenían él y su esposa. Al no consumarse el robo y a causa de estar retenido Ramírez poco más de un mes, el juez de primera instancia resolvió liberarlo. Como en el caso anterior, los propietarios y supuestos afectados directos de las acciones o tentativas de robo, no acudieron a rendir una sola declaración y, en este último caso, los hermanos Carlos y Genaro Serrano tampoco fueron requeridos por las autoridades. Pareciera entonces que ellos depositaron estas diligencias en sus sirvientes, para lo que, creemos, también estaban plenamente facultados. Vemos, por tanto, que esta justicia pueblerina no obligaba a los propietarios a seguir las normas de la ley, dado que en el fondo las autoridades locales encargadas de aplicarlas muy posiblemente reconocieron la jerarquía de esos prominentes actores, quienes tal vez tuvieron asuntos más importantes qué atender. Parecía que la sociedad alteña quedaba vinculada por los giros comerciales concernientes a la cría y compraventa de animales, y por tanto buscó mantener un ambiente de seguridad óptimo para tales afanes. Pero cuando no eran los hacendados quienes, a través de sus trabajadores, vigilaron el buen estado de sus bienes, también lo hicieron aquellos rancheros que, como pequeños propietarios y ganaderos, se organizaron entre sí para perseguir y denunciar personalmente a quien les representó una amenaza. En julio de *

31BPPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Contra Inés Ramírez por indicios de hurto”, 1874, caja 95, exp. 52370.

186 1874 el gañán Gregorio González fue acusado de vago y afamado ladrón por algunos labradores del rancho de los Portales, en Jalostotitlán. La denuncia fue presentada por Luis Romo y respaldada por los dichos de otros labradores, quienes por la “voz pública” señalaron a Gregorio como vago, ladrón y tahúr de profesión. Aunque la denuncia fue presentada por labradores y pequeños ganaderos que tal vez creyeron conducirse con el sentir de la población y de las autoridades, ninguno de ellos supo de cierto alguna de esas acusaciones, dado que, como lo manifestó Nabor Pérez (otro de los agricultores quejosos), desconoció si había cometido algún robo; a lo más, les constó que no se ocupaba en trabajo alguno. Lo peculiar del caso es que a estos labradores les preocupaba la desaparición de varios animales y de quien más sospechaban era precisamente de Gregorio, quien dijo viajaba en repetidas ocasiones a Aguascalientes para vender puercos y gallos. Pese al 32 empeño que pusieron estos labradores, Gregorio fue liberado por el jurado calificador. Bajo este ejemplo, encontramos que entre los propietarios más modestos raramente lograron que sus demandas surtieran el efecto que deseaban, pues pese a que se organizaban entre sí para perseguir y señalar a sospechosos, la mayoría de las veces lo hicieron con presunciones y pruebas débiles, mismas que los defensores y jurados desecharon; ello pese a que muy posiblemente ese malestar de los rancheros fuera muy compartido entre quienes integraron los jurados. Lo que se propone aquí entonces, es que en medio de una justicia que estaba siendo reformada para limitar la acción de las autoridades legas, también se mantuvo una justicia que buscaban los sectores medios del campo jalisciense para defenderse de bandidos, forasteros y vecinos incómodos. Se trata de labradores, o bien, de nuevos rancheros que retomaron los esquemas de la sociedad disciplinaria de inicios del siglo XIX en la que no cabían vagos y presuntos ladrones.33

El procedimiento judicial criminal

Durante el periodo en que se enmarca la presente investigación (1873-1905), el procedimiento judicial funcionó de acuerdo con la Ley para el arreglo de la administración 3233

32 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta criminal contra Gregorio Gutiérrez por vagancia”, 1874, caja 8, exp. 49258. 33 Foucault, La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 2005, pp. 93-120.

187 de justicia de 1861. Quedó compuesta por 499 artículos, y como ya se ha mencionado, reflejó grosso modo el interés del poder judicial del estado de formalizar las labores de sus empleados. No es materia de este apartado hacer una descripción puntual de toda la Ley, sino identificar los artículos relacionados con el procedimiento aplicado en materia criminal; o bien, con el que se aplicó en la mayoría de las actas revisadas y con la labor de los funcionarios e intermediarios que en ellas intervinieron. Ya se ha hecho mención que esta nueva Ley depositó el poder judicial, en primer lugar, en los comisarios municipales, seguidos de los alcaldes, los jurados, los jueces de primera instancia y, al final, del Supremo Tribunal de Justicia. En lo tocante a los jurados, aunque fue una institución que se aplicó de manera intermitente desde años atrás, la Ley reservó sus funciones hasta que no se emitiera una ley orgánica específica, lo cual no sucedió sino hasta 1880 con la ley de jurados, sobre la que volveré en el siguiente apartado. Ahora bien, aunque la Ley de 1861 estableció las funciones de todos los empleados del Supremo Tribunal de Justicia e intentó detallar el procedimiento que debía seguirse en las causas tanto civiles como criminales, la falta de dicha ley sobre jurados imposibilitó hacer lo correspondiente con los juicios criminales. Por tanto, parecía que la materia que apremiaba al Tribunal era todo lo concerniente a los asuntos civiles, en donde se dictaron los pormenores para atender conciliaciones, juicios verbales, juicios por desahucio y testamentarías, principalmente. No obstante, lo que bien pudo establecer la Ley fue el número de empleados que se encargaron de toda la administración de justicia en el estado. Así, encontramos que la sede del Tribunal operó con cinco ministros, un fiscal, tres secretarios y un defensor de presos y pobres (para todo el estado), entre otros funcionario menores. Lo que también interesa destacar aquí es el número de empleados que distribuyó para los juzgados foráneos, al instalar quince jueces letrados para ocupar los distintos 34 juzgados de primera instancia del estado. Esto no quería decir que en cuestión criminal el procedimiento judicial guardara cierto suspenso, ya que un par de años después (1863) el gobernador Francisco Tolentino estableció que todos los asuntos criminales de Guadalajara debieron ser atendidos por los jueces 4°, 5° y 6 °, mientras que para los del resto del estado tal vez bastaría con los quince 3435

34 Colección de los decretos, t. I, 2a serie, pp. 217-218. 35 Colección de los decretos, t. II, 2a serie, p. 44.

188 jueces que se habían distribuido. A fin de cuentas, el procedimiento criminal no contó con una ley que lo especificara, pues en su lugar se acudió a los varios decretos contra ladrones, vagos y homicidas que desde pasadas legislaturas se establecieron. Leyes que, así como definieron y establecieron la gravedad de estos delitos, expresaron algunas formas de procedimiento, incluido el jurado. Con esto, vemos que la legislación penal normalmente se concentró en dos grandes figuras que correspondieron con delitos leves y graves: es decir, la que se aplicó contra vagos, ladrones y cómplices, y la que iba contra gavilleros, plagiarios y asesinos, siendo el procedimiento de cada uno diferente, ya que en el caso de los primeros muchas sentencias se resolvieron en primera instancia y se procuró mayor participación de la ciudadanía a través de los jurados; mientras que en los segundos, las sentencias se emitieron en segunda instancia, en manos de jueces letrados. No obstante, parecía que no apremiaba una ley de procedimientos penales para la mayoría de los delitos, ya que no fue sino hasta 1883 en que se estableció la primera, pero se advirtió que en ella no estaban incluidos los delitos por vagancia, por haber quedado ya prevenido en anteriores decretos. Pese a ello, esta ley guardó relación con el procedimiento que podemos identificar a través de las fuentes judiciales, pues cuando no tocó al juez conocer directamente sobre algún delito (como sucedía normalmente en los pueblos), correspondió a los alcaldes o comisarios formar las primeras diligencias en la averiguación de cada delito. Antes de que transcurriera el “término constitucional” de tres días podrían declarar bien presos a los reos, y bajo esa circunstancia tomar su declaración al ofendido, al denunciante y a los aprehensores. Si de ello resultaren indicios de haber sido el detenido autor del delito, se le tomaría a éste su declaración y el registro de su filiación o descripción fenotípica. A partir de aquí encontraríamos una ruptura con el procedimiento que antes se aplicó en las causas criminales, ya que, al establecerse los juzgados de primera instancia, los alcaldes, de acuerdo con la Ley de 1883, ya se encontraban impedidos para continuar con las causas (art. 7). Así, las subsiguientes fases del procedimiento, como la ejecución de la sumaria donde estaban los careos y la ratificación de declaraciones, quedaron bajo el conocimiento de los jueces. Si no hubiere citas interesantes que evacuar ni testigos que examinar a favor o en contra del acusado se tomaría al reo su confesión con cargos (art. 15). Asimismo, los

189 reos tuvieron el derecho de nombrar un defensor quien a lo más en tres días debía ratificar el nombramiento. Hasta aquí, lo que mostró la Ley fue el inicio para todos los delitos que no implicaran heridas. También perfiló algunas reglas generales para la emisión de las sentencias, al indicar que toda aquella que fuera presentada en primera instancia debía ser del conocimiento del acusador, del reo y su defensor, así como del Supremo Tribunal. De igual manera, toda sentencia en segunda instancia causaría ejecutoria si fuera de conformidad con la primera. Más adelante vemos que el artículo 34 reflejó el control que el Tribunal quiso mantener sobre todos los juzgados, al sostener que toda causa criminal no podía contar con menos de dos instancias “aun cuando el acusado y reo estuvieren conformes con la de primera instancia” .36 37 La supremacía de los jueces letrados igualmente se reflejó en los siguientes artículos, pues aún en los hurtos que no excedieran de 1 0 0 pesos, éstos prevendrían a los alcaldes en las causas. De igual manera lo que buscó esta ley, muy en sintonía con los códigos procedimentales de ese momento, fue garantizar una justicia sumarísima al menos en el caso de los delitos leves, los cuales no debieron demorar más de tres meses en recibir sentencia en primera instancia, y un mes si fuera en segunda. Asimismo, ya se encaminaba hacia la aplicación de penas pecuniarias que oscilarían entre los 2 0 y 1 0 0 pesos por encima de las penas de prisión u obras públicas, que a lo más debían durar cuatro meses. Ya era por demás decir que la misma Ley derogó todas las leyes y decretos que se ocuparon previamente de procedimientos civiles y todas las leyes que le otorgaron facultades judiciales a los alcaldes o jueces legos. Pocos meses después, el gobernador Tolentino reformuló el contenido de esta Ley ante la incorporación de los agentes del Ministerio Público, momento que, se propone aquí, se da un verdadero parteaguas dentro de la administración de justicia de Jalisco. De estos agentes, así como del procurador de justicia, volveré en los siguientes apartados, pero lo que sí cabría agregar es que ante el ejercicio de estos nuevos funcionarios el gobierno se vio

36 Colección de los decretos, t. IX, 2a serie, p. 127. 37 Desde 1853 todos los juzgados de primera instancia de la ciudad de México ya debían contar con un Ministerio Fiscal o Ministerio Público, figura hasta entonces reservada al Tribunal Superior. Speckman Guerra, “El arte de poner apuestas las razones. Culturas y lenguajes en el foro penal (Ciudad de México, 1871-1929)”, en Los caminos de la justicia en México, 1810-2010, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2010, p. 186.

190 obligado a emitir una nueva ley procesal, la cual se conformó bajo el Código de Procedimientos Penales que justo atendió las circunstancias consideradas en el Código Penal de 1885. Así, el Código de Procedimiento Penales de 1885 sostuvo que la cabeza de proceso o instrucción debía iniciar con los comisarios y los alcaldes, sólo para formular las primeras diligencias en la averiguación de un delito, hacer la aprehensión y declaración del reo y el nombramiento de su defensor. Ahora bien, aunque en estas primeras diligencias ambos podían dictar el auto de prisión o de libertad sobre ciertos delitos leves (los comisarios en no más de quince días y los alcaldes hasta en un mes), su resolución debió ser revisada por el juez de primera instancia, quien en 24 horas la trasladaría al agente del Ministerio Público. Aquí, entonces, vemos más explícitas las reformas en el procedimiento, dado que el agente ministerial tenía que expresar cuatro posibles conclusiones: I) la inexistencia de acusación, II) la incompetencia de los jueces instructores en el delito o III) ratificando la competencia de quienes lo instruyeron y IV) que el delito no fue lo debidamente instruido que sería necesario realizar nuevas diligencias (art. 253). Así, encontramos que el juez de primera instancia fungió como intermediario entre el agente ministerial y los alcaldes y comisarios al tener que devolver las causas a éstos ya fuera para permitirles continuar con el pronunciamiento de las sentencias o para declararles su incompetencia. En este último caso, tocaría al juez tomar la causa en tal circunstancia. Un capítulo posterior trató sobre el procedimiento dentro de los juzgados menores (de cuya práctica me extenderé más adelante), instituidos desde 1885 y reconocidos asimismo por el código de procedimientos. En calidad de jueces letrados, las sentencias de los jueces menores no pasarían a revisión previa de los agentes, pues sólo tocaría transmitirles el proceso para que formularan sus conclusiones. Las siguientes dos etapas del procedimiento quedarían en manos de los jueces de lo criminal y del procurador de justicia, presentados en los ayuntamientos del estado por los jueces de letras o de primera instancia. El procedimiento no difirió mucho a como se realizaba hasta entonces, salvo que, en esta ocasión, la supervisión del agente del ministerio público se presentaría en cada fase de la causa. Así, encontramos que toda vez que los jueces quedaron notificados de la detención de un reo, no debían iniciar la instrucción sin antes dar aviso al agente ministerial para que conociera de la misma y presentara posibles

191 agravios. Sólo así se iniciaba con el curso de las declaraciones tanto del acusado como del ofendido, quienes a su vez debían entablar un careo. Lo mismo se hacía con los testigos que previamente se citaran por ambas partes. Terminado esto, se formulaba el auto de formal prisión del acusado con los cargos como se establecieron en el código penal, y también se daba paso a que éste nombrara un defensor. De todo ello, nuevamente, debía quedar enterado el ministerio público. Como solía suceder con el robo de animales, fue necesaria la intervención de un perito para que diera fe de la propiedad y sus características, y un medio para comprobarlo fue la evaluación de sus fierros.

Ilustración 2. Marca de 'I'oribio Orada, Tenuila, 1S57

Fuente: AHMT, Justicia civil, 1839-1858, exp. 31.

Debe hacerse la aclaración que los registros de fierros fue una imposición que el congreso destinó a todos los ayuntamientos desde inicios del siglo XIX, como fue a través

192 del decreto núm. 500 de 1833, que para asegurar la venta de bienes mostrencos semovientes 30 obligó a los ciudadanos a registrar sus marcas “con que hierre sus semovientes”. De cada uno de esos registros se formaron extractos de fierros de todo el estado, mismos que quedaron distribuidos en cada ayuntamiento. Esto por tanto permitió a los peritos y autoridades locales tener mayor certidumbre de las marcas de fierros al momento de querer conocer, por ejemplo, la propiedad de algunos ganados que fueran robados o extraviados (ver Ilustración 2). Finalizada la instrucción, se trasladaría al ministerio público para que éste, a lo más en tres días, formulara sus conclusiones a la causa, intervalo mismo en el que se presentaba la defensa. Vistas las declaraciones, los careos, el peritaje, la defensa y los agravios, tocaba al juez dictar sentencia. De existir inconformidad sobre la misma de parte del acusado y su defensor, tendrían la posibilidad de apelar y contar con la representación de un defensor de oficio. De esta manera, encontramos que en las causas que se iniciaron a partir de 1886 ya dejan de figurar los funcionarios legos y los ciudadanos que se involucraron en función de jurados, y en su lugar se instaló un nuevo lenguaje escueto y legalista seguido de un extendido burocratismo que se inscribió a lo largo de acuses y notificaciones dados entre varias oficinas.

Jurados de calificación

Desde que fue puesto a discusión en el congreso de Jalisco el sistema de administración de justicia en el proyecto de constitución de 1824, Prisciliano Sánchez apuntó, con relación al juicio por jurados o por jueces de hecho, que éstos se habían admitido solamente para las causas criminales y con la única facultad de calificar los delitos. En opinión de José María Gil, otro eclesiástico constituyente y quien admitió su poca inteligencia en ese asunto, esa iniciativa no podía dar buenos resultados en los pueblos que permanecían en un “estado grande de ignorancia”. Por tal, integrar una novedad como ésa sólo les traería “mayor tortura y embarazo” al grado de que sólo se dependería de los jueces de hecho. La 38

38 Colección de los decretos, t. VI, 1a serie, p. 24.

193 constitución gaditana, agregó Gil, ya había advertido ello al grado de que tales jueces sólo ejercerían una vez que los pueblos “adquieran una ilustración”. Pocas veces, o tal vez nunca, se ha reconocido en la historia de la justicia en México a Prisciliano Sánchez como uno de los primeros promotores de los jurados. Según declaró, su importancia y novedad dentro del proyecto de constitución de 1824 radicó en que con su inclusión dentro de la administración de justicia la calificación de los reos ya no tendría que tardar años, como anteriormente sucedió con los detenidos por delitos que merecieron pena corporal. Pero irremediablemente los jurados a lo más debieron fungir como jueces de hecho, pues al volver a considerar tales ejercicios en los pueblos, Sánchez puso en duda su efectividad, de no ser hasta que “la ilustración no se haya propagado, principalmente en los pueblos”. El bueno ánimo que mostró Sánchez en un comienzo pareció no aplicarse igual en materia judicial:

[...] cuando la ilustración está garantizada en todas las clases del estado, y sean capaces los habitantes de Jalisco de determinar sus negocios por medio de jurados, pueden los

legisladores constitucionales establecer tan útil medida.39

Los jurados fueron instituidos en Jalisco desde 1825 principalmente para calificar los delitos de robo y vagancia. A lo largo del siglo XIX sus labores fueron intermitentes tras considerarse indispensables sólo en momentos de relativa emergencia e inseguridad públicas; o bien, como un filtro para prevenir las acciones de futuros criminales a través de la sostenida persecución desatada contra vagos y ladrones. En 1873 la institución de los jurados se mantuvo vigente por el decreto número 59 de 1868, el cual además de haber incluido la pena de destierro como máxima medida, incluyó el funcionamiento de los jurados, en donde debían participar cinco vecinos “honrados” elegidos al azar dentro de un padrón de veinte personas. Se hablaba de vecinos honrados en tanto que para poder fungir como jurado se requería saber leer y escribir, ser mayor de 25 años de edad y “de buenas costumbres y de probidad conocida” .40 Elisa Speckman Guerra ha detallado el funcionamiento de jurados semejantes para el caso de la ciudad de México, y su inclusión tuvo mayor relevancia para resolver las

39 “Diario de las sesiones del Congreso de Jalisco de 1824”, p. 352. 40 “Decreto núm. 5 9 . ”, en Colección de los Decretos, t. III, 2a serie, p. 34.

194 causas de ladrones y asesinos. Estos jurados guardaron alguna similitud con los que fueron establecidos en Jalisco, a diferencia de que en la ciudad de México también se impuso el requisito de ingresos estables. De acuerdo con Speckman, su implementación dentro de la administración de justicia se prestó a diversas opiniones, puesto que uno de sus inconvenientes era la escasa instrucción de los ciudadanos que participaban, y por lo tanto más susceptibles de ser impresionados por los defensores. Su desaparición finalmente se formalizó en 1929.41 Ante una posible empatía entre jurados y detenidos ¿sería atinado reconocer alguna relación paternalista entre ambos? En Jalisco, los jurados participaron en función de jueces de hecho y sólo podían fallar sobre la conducta y calificación de las personas, de su “hombría de bien” y de su “modo honesto de vivir”. Aunque su fallo no fue definitivo, pudo influir en la resolución de los jueces. Evidentemente, era una institución para calificar la vida de los hombres de los sectores populares. Como miembros de los mismos poblados de donde también eran vecinos muchos de los acusados, los jurados llegaron a conocer sus antecedentes, incluso los pudieron haber empleado en algún momento y por tanto saber su conducta. Esto por supuesto no fue un impedimento para poder ser un jurado, puesto que precisamente se trató de calificar la integridad de los acusados por medio de hombres que de antemano los conocieron. Por tanto, no puede descartarse que muchos fallaron a su favor porque conocieron su manera de vivir y de conducirse; tal vez los identificaban como hombres distraídos y ociosos, pero conocieron sus familias y hasta sus necesidades, a sabiendas de que deportarlos o llevarlos a la cárcel o al servicio a las armas representó un grave perjuicio para la subsistencia de sus familias. En síntesis, el jurado fungió más como un aparato que se encargó de reprender a los vecinos pobres y desobligados que como un efectivo instrumento para abastecer los contingentes de sangre. Antes bien, parecía que los jurados buscaron corregir sus conductas, tanto así como hicieron los hacendados con sus trabajadores al evitarles ir a la leva o al reprenderlos y amonestarlos por conductas licenciosas.42

41 Speckman Guerra, “El jurado popular para delitos comunes: leyes, ideas y prácticas (Distrito Federal, 1869­ 1929)”, en Cárdenas (coord.), Historia de la justicia en México (siglos XIX y XX), México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2005, pp. 743-788. 42 Rendón, “Aportaciones al estudio de las relaciones económico morales entre hacendados y trabajadores. El caso de dos haciendas pulqueras en Tlaxcala” en Nickel (ed.), Paternalismo y economía moral en las haciendas mexicanas del porfiriato, México, Universidad Iberoamericana, 1989, pp. 69-91; Teitelbaum, “Lo

195 Una práctica interesante dentro de la conformación de los jurados fue el derecho de los reos de recusar hasta tres de los cinco ciudadanos que escogían al azar, lo que les dio la oportunidad de elegir las personas menos perjudiciales o predispuestas a expresar un mal juicio contra su persona, esto lo inferimos pues el reo no estaba obligado a expresar sus razones. Sin embargo, el jurado fue una institución que para un sector de la población resultó una carga que debían excusar bajo cualquier pretexto. En repetidas ocasiones hubo ciudadanos que no acudieron a las convocatorias, por lo cual, y de no ser justificada su ausencia, se hicieron merecedores de multas; otros, rechazaron el encargo por temer alguna represalia por parte de los acusados, e incluso quienes se ampararon al declarar que legalmente no estaban comprendidos en la ley de jurados, ya fuera por minoría de edad o cambio de residencia. En 1878, en el periódico Juan Panadero se presentó otro argumento de peso sobre todo entre los habitantes de Guadalajara, pues al no creer que el gobierno cumplía efectivamente con su responsabilidad en materia de justicia y seguridad, vieron como un abuso pretender integrarlos a la administración de justicia cuando ese mismo gobierno era el que protegía a muchos de los bandoleros que terminaban frente a los jurados. En el ayuntamiento de la capital se reunieron alrededor de cien personas que recién fueron electos jurados para expresar al gobierno que no rendirían protesta por dicho cargo, pues al ser cómplice el gobierno de los criminales al conmutarles las penas, al ampararlos y hasta indultarlos, no reconocía ni les garantizaba las seguridades para desempeñarlo:

Porque un bandido [...] puede también, como ya repetidas veces lo hemos visto, cometer nuevos crímenes por venganza contra el ciudadano de recta voluntad que, obrando

conforme a sus inspiraciones, condenó al delincuente.43

Para las autoridades jaliscienses los jurados fueron una alternativa ya no sólo para calificar los delitos leves, sino también para calificar delitos más graves como el homicidio. En 1881 su nuevo promotor, el entonces gobernador Fermín González Riestra, fue en tal sentido que terminó por decretar una ley de jurados que no duró ni un año en operar. Años corrección de la vagancia. Trabajo, honor y solidaridades en la ciudad de México, 1845-1853” en Lida y Pérez Toledo (comps.). Trabajo, ocio y coacción. Trabajadores urbanos en México y Guatemala en el siglo XIX, México, UAM-I / Miguel Ángel Porrúa, 2001, pp. 115-156. 43 “Los jurados”, en Juan Panadero, núm. 567, Guadalajara, 17 de enero de 1878, p. 2.

196 después (1883), el gobernador que le sucedió, Antonio I. Morelos, los reinstauró, pero con las funciones ya mejor conocidas: para calificar los delitos de robo y vagancia. Pese a ello, su desaparición fue casi inminente con la llegada del primer código de procedimientos penales del estado, el cual no hizo mención alguna de ellos.

Los defensores: artífices de la negociación y la instrumentalización étnico-social

Durante el mes de abril de 1825 Antonio Ulloa, un labrador avecindado en Ahualulco, fue informado de que en el juzgado de Ameca se encontraban algunos de los animales que antes se le habían extraviado de la hacienda La Gavilana. Poco después supo que Vicente Villegas fue quien los robó, lo cual no le sorprendió, pues desde antes supo de sus prácticas en la venta de ganados ajenos y de dudoso proceder. Villegas confesó haber tomado aquellas bestias, pero fue por la insistencia que le hizo un tal Victoriano, de quien ni siquiera se logró su detención. Esa fue la primera ocasión en que Villegas se encontraba detenido por un delito, circunstancia a la que había llegado, según dijo, “por su mucha fragilidad” .44 Villegas, ahora como sospechoso de ladrón abigeo, debió demostrar, si no su inocencia, al menos algunos antecedentes de su honradez para aminorar su sentencia. Así, nombró como su primer defensor a José Cruz Uribe. Dentro de la historiografía sobre la administración de justicia en México, la defensoría o procuraduría de pobres ha sido un tema relevante en la medida que representaron actores intermediarios entre la justicia y la población. Algunas investigaciones han reconocido su importancia desde el periodo colonial dado que su papel era clave para entender la intermediación entre la sociedad y la audiencia, y más en concreto, entre los indios y los calificados pobres con sus autoridades. Cabe destacar que durante la administración de justicia colonial estos oficios eran enajenables, es decir, vendibles y renunciables; y a su vez sujetos a algunas restricciones, tales como la mayoría de edad, la limpieza de sangre y calidad étnica.45

44 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Causa contra José Vicente Villegas por ladrón abigeo”, 1825, caja 9, exp. 752, f. 6. 45 Víctor Gayol ha detallado cómo algunos de estos actores alcanzaron estos cargos a través de diversos mecanismos, como la venta, el remate y el arrendamiento; esto además de contar con la autorización de la

197 En la administración de justicia de inicios del siglo XIX la figura del procurador continuó, aunque sin las restricciones y acceso establecidos en el periodo colonial. De hecho, en el primer reglamento de justicia del estado de Jalisco de 1825 se estableció el funcionamiento de dos procuradores para los negocios de pobres y presos de la capital (con un sueldo de quinientos pesos anuales para cada uno), mientras que en el resto de las poblaciones esta labor recayó en los defensores de los reos. 46 Sobre estos defensores provinciales se sabe poco, ya que en los pueblos ejercer este cargo no implicó grandes requisitos, sino un adecuado uso de la administración y apenas un entendimiento básico de las leyes; o como lo infiere Andrés Guerrero, eran hombres que debían ser capaces de traducir los argumentos y palabras elididas de sus defendidos dentro del corpus legal y el leguaje del estado.47 De esta manera, y volviendo a la causa que fue seguida contra Vicente Villegas, encontramos que su primer defensor, José Cruz Uribe, trató de influir en el jurado al argumentar que Villegas debió quedar exento de toda responsabilidad dado que fue “seducido” por Victoriano, y por tanto merecer la libertad debido al tiempo que ya llevaba recluido. No obstante, días después Uribe rechazó su encargo, ya que al no percibir un ingreso por esa labor, era imperiosa su necesidad de mantener a su familia. La intervención de Uribe nos permite ver al menos cómo estos intermediarios tuvieron un limitado conocimiento de las leyes o, a lo menos, del procedimiento que debieron llevar las causas, al ser informado por el alcalde de Ahualulco de que su exhorto lo debió adjuntar al expediente por separado, “como se acostumbra”, y no haberlo inscrito en los espacios en blanco.

Audiencia de México. Véase Gayol, Laberintos de justicia. Procuradores, escribanos y oficiales de la Real Audiencia de México (1750-1812), 2 v., Zamora, El Colegio de Michoacán, 2007. 46 Colección de los decretos, t. I, 1a serie, p. 444. Esta medida se puede contrastar con la que se estableció en Argentina al reglamentarse la defensoría de pobres y menores, en donde se dio acceso a defensores no letrados debido posiblemente a que para los abogados porteños esa labor representaba una pesada tarea de la que ni siquiera recibían una remuneración. Barreneche, “¿Lega o Letrada? Discusiones sobre la participación ciudadana en la justicia de la ciudad de Buenos Aires durante las primeras décadas de independencia y experiencia republicana”, en Palacio y Candiotti (coords.), Justicia, política y derechos en América Latina, Buenos Aires, Prometeo, 2007, p. 192. 47 Guerrero, “El proceso de identificación: sentido común ciudadano, ventriloquia y transescritura”, en Escobar Ohmstede, Falcón y Buve (comps.) Pueblos, comunidades y municipios frente a los proyectos modernizadores en América Latina, San Luis Potosí: El Colegio de San Luis / Amsterdam: CEDLA, 2002, p. 49.

198 Muy posiblemente Uribe ni se enteró de ese llamado de atención, ya que para entonces Villegas contaba con un nuevo defensor, quien no pudo impedir la sentencia de tres años de presidio que recibió en primera instancia. Villegas apeló y la causa entonces se resolvió en segunda instancia, momento en el que contó con la ayuda del procurador de presos, Agustín Yáñez, funcionario que a diferencia de los defensores que le antecedieron en la misma causa, percibió un ingreso por dicha actividad (500 pesos anuales), y de quien justo podríamos esperar una exhortación con mayores fundamentos. Efectivamente, la defensa de Yáñez intentó aminorar la sentencia bajo argumentos legales y sociales. Desde la perspectiva legal, lanzó una crítica al decreto núm. 8 de 1825, que justo castigaba los delitos contra la seguridad pública, y cuyo primer artículo no distinguió entre el verdadero ejecutor de un crimen y un cómplice, pues al no ser “igual la malicia no debe ser igual el castigo”. Yáñez insistió que Villegas se encontraba en tal circunstancia; sin embargo, y pasando a sus argumentos que podemos identificar un poco más sociales, afirmó que esas faltas eran inducidas por “la necesidad y la sugestión”, así como por su ignorancia debida a 48 una “falta de educación”; indicios que dieron razón de su “muy corta criminalidad”. Ahora bien, así como con los anteriores defensores se identificó un legalismo limitado, en Yáñez, aunque encontramos mayores argumentos de este tipo, se acude a la persuasión por medio posiblemente de prejuicios muy generalizados sobre la población rural. Como lo veremos más adelante, conforme los defensores de los pueblos articularon las leyes con aspectos étnicos y sociales, armaron argumentos que muy posiblemente tuvieron efecto sobre la sensibilidad de los jurados. No está de más decir que pese al exhorto de Yáñez, el fiscal del Supremo Tribunal, José María Foncerrada, solicitó una agravación de pena, pues a su consideración no se desvaneció el delito. Al final, remató que sus argumentos eran “metafísicos” y de “muy fácil solución”. De acuerdo con Juan N. Rodríguez de San Miguel, en los foros de jurisprudencia no terminaba por reconocerse la labor de los defensores de presos, dado que muchos deslumbraban y conmovían a los jueces con las “armas de la elocuencia”. Se sostuvo que los defensores debían sujetarse a la narración exacta de los hechos, y a la relación que éstos guardaron con las leyes. Para Rodríguez de San Miguel era adecuado identificar esos artificios que iban en contra de la verdad, pero le pareció desmedido reducir el discurso del 48

48 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Causa contra José Vicente Villegas por ladrón abigeo”, f. 39.

199 abogado a hechos y leyes concretos, pues habría casos que sólo sería posible conocer y calificar si era bajo las circunstancias que se implicaban tanto en las acciones como en la vida social de los acusados:

La farsa, el embrollo, la superchería o las declamaciones afectadas, siempre serán medios reprobados pro la honradez y buen gusto; pero no las oraciones graves, patéticas, en que se procura ilustrar y aun mover a los jueces para salvar a un inocente del suplicio o minorar la pena al verdadero delincuente cuya criminalidad disminuyen sus personales circunstancias,

servicios que ha hecho al Estado, u otras importantes consideraciones.49

Tras haber presentado el jurista Ponciano Arriaga su solicitud para el establecimiento de la Procuraduría de pobres ante el Congreso de San Luis Potosí, el tema posiblemente generó alguna repercusión en otros estados. La petición de Arriaga hizo alusión a las serias omisiones que, desde la administración de justicia, se hizo frente a una población poco favorecida que sólo recibió, dicho con énfasis, la opresión de los alcaldes y la tiranía de los jueces. Muy posiblemente la defensoría de pobres ya existía desde antes en el contexto potosino; sin embargo, el exhorto de Arriaga buscó instituir sus funciones de una vez por todas a través de un reglamento (como así lo propuso) que estableció sus requisitos, su sueldo, obligaciones, competencia, e incluso los empleados que deberían estar a sus servicios, como un secretario fijo.50 Aunque Arriaga no hizo mención de los litigantes leguleyos que buscaban promover los negocios de pobres e indígenas, mejor conocidos como tinterillos o huizacheros, su solicitud pudo haber influido para que un año después desde el Congreso de Jalisco se decidiera vigilar y perseguir a esos falsos abogados que promovieron los intereses de indígenas en un contexto en que la individualización de tierras comunales se aplicaba desde 1825.51 Cuando la ley de desamortización de 1856 se puso en marcha en Jalisco, el tema de los procuradores de pobres fue nuevamente puesto a discusión, pues ante una posible

49 Rodríguez de San Miguel, Curia Filípica Mexicana. Obra completa de práctica forense conteniendo además un tratado íntegro de la jurisprudencia mercantil. México: Porrúa / UNAM, 1991 [1858], p. 456. 50 Arriaga, “Proposición del diputado..., sobre el Establecimiento de las Procuradurías de Pobres”, en Benítez Treviño, Ponciano Arriaga: Defensor paradigmático de los pobres, Toluca, UAEM, 2005, pp. 155-161. 51 Lira, “Abogados, tinterillos y huizacheros en el México del siglo XIX”, en Soberanes Fernández (coord.). Memoria del III Congreso de Historia del Derecho Mexicano (1983), México, UNAM-Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1984. pp.385-386.

200 multiplicación de pleitos sobre tierras de indígenas, el gobierno nuevamente trató de evitar las gestiones a través de huizacheros. Pero como de esa labor no se pudieron encargar los abogados de presos y pobres que oficialmente sólo los hubo en Guadalajara, se instituyó al menos un abogado especial de indígenas que habría de representarlos y defenderlos en sus negocios civiles. El decreto no parecía resolver todo, pues aunque se creó la figura del procurador de indígenas, éste no era suficiente para todas los pleitos que se veían venir; de esta manera, la intermediación no terminaba, pues si los negocios eran en Guadalajara, este procurador podía atenderlos personalmente, pero si eran del resto del estado, sólo podía ser 52 a través de un apoderado. En fechas posteriores, el gobierno intentó limitar las funciones de sus subalternos e informó al Supremo Tribunal que en adelante ya no se admitieran en los juzgados como defensores de reos a las autoridades administrativas, debido sobre todo al incidente que se presentó en Ciudad Guzmán, en donde el jefe político, Jesús Jiménez, fungió como defensor de su hermano, “con olvido de las disposiciones antiguas que prohíben a las personas poderosas abogar en los negocios judiciales que se sigan en los lugares donde con su influencia pueden coartar la libertad de los jueces para la imparcial administración de justicia”.52 53 La administración de justicia que se puede reconocer a través de los expedientes judiciales nos ofrece información de esta clase de intermediarios, quienes a veces fueron nombrados por los reos mediante una relación previa dada entre ellos, ya fueran antiguos patrones, vecinos notables e incluso familiares. Ese fue el caso del obrajero Cresenciano Sotomayor, quien quedó detenido en Tapalpa por supuestas obscenidades que profirió tanto al comisario como a otras autoridades, esto tras resistirse a que lo detuvieran por vagancia. Cresenciano fue calificado por un jurado, y como lo dictó el decreto 59 de 1868, pudo obtener el beneficio de un defensor, figura que depositó en su padre Rafael Sotomayor.54 Como se ha visto en otros casos, el padre de Cresenciano nutrió su exhorto con argumentos que implicaban una crítica a las condiciones sociales que hicieron difícil para muchos

52 Colección de los decretos, t. XIV, 1a serie, pp. 68-69. Aunque las funciones de estos procuradores fueron plenamente civiles, su intervención, como sostuvo Andrés Lira, fue clave para que la desamortización tuviera una aplicación sin tanta resistencia de parte de los indígenas, ya que, al verse debidamente representados, fueron “promotores del pacífico reparto”. Lira, “Abogados”, p. 388. 53 Colección de los decretos, tomo II, 2a serie, p. 88. 54 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta de jurado contra Cresenciano Sotomayor de Tapalpa / vagancia”, 1873, caja 36, exp. 47914, f. 11.

201 lograr una subsistencia. A su hijo se le acusó de tener un oficio y no ejercerlo, “este no es un defecto del artesano en las actuales circunstancias”. Tal vez para influir y crear empatía con el jurado, advirtió que esas circunstancias las padecían todos, “porque no hay protección al trabajo, porque el alza de los capitales ha puesto en bancarrota a los artesanos”, lo cual orilló a que mucha gente abandonara sus hogares en busca del sustento. Su hijo no era vago, pues no lo era el que “por falta de recursos no trabaja asiduamente”. Persuadidos o no por Sotomayor, los miembros del jurado otorgaron la libertad a su hijo. Hubo defensores que buscaban generar empatía con los jurados, a quienes decididamente buscaron convencer de que sus defendidos o eran inocentes o a lo menos merecían sentencias menos severas. Existieron variedad de recursos, y uno de ellos fue adularlos con su presencia en los juzgados. Así lo hizo Gerónimo Gutiérrez, quien defendió a varios acusados de robo y vagancia en el juzgado primero de lo criminal de Guadalajara. Gutiérrez inició su exhorto reconociendo el ejercicio del juicio por jurados, pues era una “institución alcanzada por los pueblos a costa de mil sacrificios, y a costa también de dolorosas experiencias”. Contrario a la lógica que se venía extendiendo ante la presencia de funcionarios letrados, defendió que los jurados obtenían sus resoluciones no sólo con datos bien fundados, sino además de manera “más libre y expedita” a como lo haría un juez ordinario porque éste actúa circunscrito por el lenguaje del derecho. El jurado, agregó, no tuvo otro límite que el de la conciencia privada,

cuyos votos reunidos forman el juicio que haciéndose público pronuncia su veredicto, es decir, que pronuncia la verdad, debe observar estrictamente todas las reglas del criterio

común; debe seguir todos los argumentos que conducen al descubrimiento de la verdad.55

Evidentemente que, dependiendo de la circunstancia y el perfil de los acusados, los defensores prepararon sus estrategias, y en cuestión de género parecía que también remarcaron algunos de los estereotipos depositados en las mujeres para desvirtuar su responsabilidad criminal. Por el indicio de algunos expedientes localizados, es común encontrar que las mujeres se vincularon a los delitos de robo o abigeato a través de una circunstancia más pasiva, es decir, como receptoras de lo que robaron sus esposos, amantes

55 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Juan Vazquez Rodríguez, Martín Ocampo, Andrés Quesada, Librado Prado, Salomé Flores, Magdaleno Medina, Susano Rovera, Pilar Ayala, Gregorio Rivero, Gerónimo Ruiz, Eligio Rosales e Isabel Rivera por indicios de la ladrones y vagancia”, 1873, caja 54, exp. 48419, f. 77. Subrayado del original.

202 o hermanos. Alejo Cavillo, quien defendió en Encarnación de Díaz a Antonio Lujano y Felipa Bermejo por los delitos de abigeato y receptación, sostuvo que Felipa, “siendo una mujer y además ignorante”, no podía considerársele responsable de lo que se le imputó. Calvillo, como defensor en primera instancia, entendemos que fue un procurador lego y eso lo expresaba al inicio de su defensa, al dirigirse al jurado con cierta empatía ya que, como agricultores (también entiéndase rancheros), bien entendieron el contenido del decreto contra abigeos, una práctica “que ha venido causando grave perjuicio a todos los que subsistimos del ramo dicho” .56 También se presentaron exhortos bajo argumentos étnicos y que igualmente dejaron escapar algunos prejuicios con los cuales los defensores intentaron generar una identificación con los jurados, al suponer que ellos pudieron tener semejante opinión. José Ladeño, quien defendió a Gregorio Rosales acusado por abigeato, expresó al jurado que en su cliente se presentaron las circunstancias que llevan al delito a muchos hombres nacidos en la pobreza. Ladeño mostró a Rosales como un hombre ignorante y sin grandes expectativas de trabajo; sin embargo, habló de un tipo social más que de las circunstancias propias de Rosales, pues lo juzgó, antes de defenderlo, de pertenecer a un sector social específico:

[Rosales] ha cometido una acción reprensible, hoy se ha transformado en un hombre criminal; pero Sres., esta acción innoble la pudo motivar la ignorancia, la falta de educación

a que por desgracia está relegada la clase indígena a que pertenece.57

Con estos ejemplos vemos que desde los pueblos los defensores, a veces con las “mejores intenciones”, aceptaron su encargo no sólo con el implícito compromiso de ver por sus defendidos, sino que a veces lo hicieron bajo argumentos que en vez de justificar, sancionaban sus circunstancias. Es difícil demostrar que los defensores, sobre todo los de pueblos, hayan acudido al ejercicio de tales argumentos para influir de manera más directa en la sensibilidad del jurado, pues cabría la posibilidad de que también los pronunciaban por un acendrado convencimiento.

56 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta criminal instruida conforme al decreto núm. 59 contra Pedro Mora, Antonio Lujano, Lorenzo y Felipa Bermejo por delito de abigeato”, 1874, caja 17, exp. 49546, f. 42-43. 57 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Gregorio Rosales por el delito de abigeato”, 1873, caja 9, exp. 46627, f. 19-19v.

203 Entre más se profesionalizó la justicia en los pueblos es posible identificar un proceso de aparente despersonalización, de una exclusión paulatina de la ciudadanía dentro de la administración de justicia que llevó a la desaparición de los jurados y los defensores legos, y por lo tanto, del predominio de un lenguaje mucho más técnico y codificado por las leyes. Por ejemplo, en 1906 el juzgado de primera instancia de Lagos trasladó la apelación que presentó Maximino Navarro de la sentencia que recibió por el delito de robo. Accedió a que su causa la promoviera el defensor de oficio de Guadalajara, Juan N. Córdova, quien parecía no tenía mucho oficio al respecto y sí alguna prisa (cabe resaltar que a comienzos del siglo XIX fungía como uno de los principales notarios públicos de Guadalajara), pues concluyó que la sentencia en primera instancia había quedado debidamente arreglada a la ley y por tanto desistió del recurso de apelación. Lo mismo haría unos meses después ante el recurso de apelación que buscó Martiniano González por un robo que cometió en Ahualulco. Su causa primero la recibió el defensor Genaro Amatón, quien no tardó en rechazarla por exceso de trabajo, pero al llegar a manos de Córdova éste rápidamente desistió de la apelación tras encontrar que en la primera instancia el delito había quedado ampliamente comprobado, aunque si quedara inconforme tenía todo el derecho de nombrar 58 otra persona para que lo patrocinara. Pudiéramos pensar que Córdova fue una excepción, ya que en otro momento encontramos a defensores que atendieron de manera más diligente y atenta su encomienda. Por ejemplo, el 1899 Salvador Brihuega apareció en representación de Pascual Martínez, quien fue sentenciado a un año y dos meses de prisión por el juez de primera instancia de Lagos. La labor de Brihuega resultó favorable para Martínez tras poder modificar su sentencia a la mitad de tiempo, gracias a que argumentó que su defendido no podía ser acusado de robo sino de complicidad.58 59

58 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1906, caja 1, exps. 135914 y 135915. Desde 1900 el Supremo Tribunal de Justicia del estado dispuso que toda apelación que se presentara en segunda instancia fuera promovida por los jueces y alcaldes para que los reos nombraran defensor, o bien, para que se les proporcionara uno de oficio. Así, evitar que las sentencias demoraran. Colección de los decretos, t. XX, 2a serie, p. 6. Conforme la labor de los defensores de presos se incrementaba, éstos ya no contaban con el personal suficiente para hacerlo con la celeridad deseada; así, en 1876 solicitaron al Supremo Tribunal un escribano propio que les ayudara en sus respectivas ocupaciones, pues dependían normalmente del escribano de diligencias del Tribunal. Su petición fue rechazada por la Secretaría de Acuerdos, al informar que el gobierno no estaba en condiciones de crear nuevos empleos públicos, más porque se vivían tiempos “de extremada y aflictiva angustia para el erario”. BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1876, caja 64, exp. 57560. 59 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1899, caja 65, exp. 121809.

204 El artilugio del testimonio: paternalismo y parentesco

Desde hace algunas décadas, en la historiografía mexicana se introdujo una perspectiva de análisis diferente sobre el estudio de las haciendas y fincas agrícolas. Ricardo Rendón, por ejemplo, introduce algunos elementos de la idea de economía moral promovida por E. P. Thompson para contrarrestar el predominio de los esencialismos que entonces eran muy socorridos en la historiografía. Uno de ellos fue la noción de paternalismo pues, así como el hacendado pudo recibir lealtad por parte de sus trabajadores, éstos a su vez llegaron a recibir protección y sustento de parte de sus patrones. Estas formas cotidianas de paternalismo las pudo detectar bajo un profuso análisis dentro de los registros o “estados” semanales de las haciendas en donde además de incluirse las partidas de producción y comercialización, también se daba constancia del número de trabajadores y del salario que recibieron.60 Aunque el presente estudio no se ha realizado con ayuda de documentos semejantes, el paternalismo buen puede registrarse implícitamente a través de otro tipo de documentos, en este caso, los expedientes judiciales. Durante el mes de abril de 1873, el jornalero Nazario Guzmán acudió con su patrón, Faustino Aguilar, para pedirle auxilio porque Ventura Villatoro le robó una frazada y un sombrero. En respuesta, Aguilar salió en busca de Villatoro quien lo recibió dándole de puntadas con un machete e hiriéndolo en la ingle. Villatoro terminó huyendo junto a los hombres que lo acompañaban. Conforme lo fueron revelando las declaraciones, lo único que intentó Ventura era recuperar esas prendas que afirmó eran de su propiedad y que Nazario ya antes le había hurtado. Lo curioso de ese caso es que quien finalmente levantó la demanda fue el mismo “amo” de Nazario tras pedir al jefe político de Ciudad Guzmán la aprehensión de Ventura.61 Una parte integral del procedimiento penal tuvo que ver con las pruebas, y las había a través de ocho medios: por confesión judicial, por instrumentos públicos o documentos privados, por peritajes, por inspección judicial, por fama pública, por presunciones y por testigos. Sobre estas últimas tres clases de pruebas será preciso que me detenga dado que

60 Rendón, “Aportaciones al estudio de las relaciones económico morales entre hacendados y trabajadores”. 61 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1873, caja 1, exp. 46270.

205 fueron las que más aparecieron en los documentos revisados. Tanto la fama pública como las presunciones adquirieron el carácter de pruebas semiplenas en vista de que hubo testigos que, “de oídas”, no formulaban un testimonio sustancial, pues solo se sujetaron al conocimiento de “actos sucesivos” de los hechos. Su importancia dentro del procedimiento radicó entonces en las veces en que estos testimonios se repetían entre los testigos. Por tal razón, el Supremo Tribunal intentó poner algunas restricciones a los testigos, dado que podían participar no sólo para ofrecer testimonio tanto a la parte acusadora como a los detenidos, sino además al Ministerio público, quienes debían presentar una lista con las personas más involucradas “en la sustancia y no en los accidentes”. A los testigos se les exigieron algunos requisitos concretos, como una mayoría de edad y que efectivamente conocieran tanto los hechos como las personas sin inducciones ni referencias de otras personas. En ese sentido también estaban aquellos que “por su probidad, por la independencia de su posición y por sus antecedentes personales”, gozaran de completa imparcialidad. Una característica que los conectó con aquellos hombres que gozaran de prestigio, ingresos y posiblemente propiedades. Pero un requisito que se prestó a ambigüedades fue el de poseer la capacidad, instrucción y el “criterio necesario para juzgar del acto”; o bien, que no fueran obligados a declarar por fuerza, miedo, engaño o soborno, cosas tal vez difíciles de comprobar (art. 434). En el foro jalisciense, algunos defensores de pobres rechazaban presunciones tales como la fama pública, pues ésta criminalizaba sólo por antecedentes a gran cantidad de vecinos que resultaban incómodos para quienes defendían la propiedad de sus bienes. Así es como vemos que el abogado Ignacio Matute en repetidas ocasiones acudía a este argumento para intentar desvirtuar la responsabilidad de sus defendidos ante los jurados, a quienes vio preciso instruir de manera elemental en los manuales clásicos de jurisprudencia, como el Diccionario de Joaquín Escriche. Matute se apoyó recurrentemente en diversas causas en este documento para hacer saber al jurado que lo que se juzgaba era el “rumor” y no la “fama”, ya que ésta, para ser considerada como tal, debieron pronunciarla “personas ciertas” de toda la población o su mayor parte; en tanto que el rumor era la afirmación, sin origen cierto, de una parte menor de ese población, “como la mitad, la tercera parte o la cuarta”. De manera concluyente afirmó que si la fama era un

206 motivo de certidumbre demasiado falible, era claro que la responsabilidad de los acusados fundados en ese motivo no debió ser “competentemente” demostrada.62 Estas condiciones fueron precisamente las que Matute encontró en la mayoría de las causas que le tocó atender como defensor de presos, un funcionario con el que lamentablemente sólo contaban los acusados del cantón de Guadalajara. Para el resto de los cantones, como los de Lagos y Ahualulco, las observaciones no llegaban, de no ser que fueran por delitos que debieran llegar a una segunda instancia. No obstante, en medio de un panorama acusatorio fundado la mayoría de las veces en esa clase de presunciones, los detenidos en los juzgados de primera instancia del estado de Jalisco tuvieron la posibilidad de “evacuar” esa certidumbre popular con el testimonio de sus más allegados quienes, a lo menos, debían ser personas ciertas. Ruperto Aranda y Fernando Baez fueron un par de gañanes que no gozaban de la mejor opinión de sus vecinos de Lagos, pues en 1867 entre el comisario y algunos labradores de la hacienda de La Troje les prepararon una acusación al suponerlos vagos y ladrones. Al rendir su declaración tanto Ruperto como Fernando rechazaron esos dichos y para demostrar su dedicación al trabajo citaron a algunos otros labradores que sabían de sus buenos antecedentes. Se trataba de anteriores patrones que efectivamente aseguraron haberlos empleado sólo durante algún corto tiempo, ignorando si después lo hicieron en otro lugar. Para mala fortuna de Ruperto, sus testigos no se presentaron en el juzgado, por lo cual el jurado lo encontró culpable.63

IV.II La modernización de la justicia rural

De los juzgados constitucionales a los juzgados menores

Cuando el Supremo Tribunal se dio a la tarea de modernizar la justicia rural, encontraba que uno de sus más grandes obstáculos radicó en los alcaldes o jueces constitucionales, a quienes progresivamente limitó sus funciones en materia judicial y exigió al Ejecutivo concentrar sus funciones en el ramo administrativo. No obstante, y como ya se ha indicado, los alcaldes mantuvieron su injerencia judicial y en las causas penales continuaron ya sea

62 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1873, caja 55, exp. 48516, f. 37v. 63 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, Lagos, 1867.

207 en la instrucción de delitos que rebasaban su competencia, o en la emisión de sentencias sobre delitos leves, todo bajo la supervisión de los jueces de primera instancia y, poco después, de los agentes del Ministerio Público. Además, el Supremo Tribunal instaló en

1873 visitadores para todos los juzgados inferiores del estado.64 Estos actores no fueron funcionarios improvisados, sino que formaron parte de un proyecto de control y modernización judicial más amplio, pues para ser visitador se requirió lo que por igual se exigía a los magistrados: un título de abogado, 30 años de edad y ocho años de práctica forense. Estos fiscales trashumantes serían los nuevos intrusos de los juzgados foráneos, adonde llegaron para verificar el procedimiento que seguían sus autoridades. José María Gutiérrez Hermosillo fue uno de ellos, y durante el mismo año de 1873 ejerció como visitador en el pueblo de Tonalá, donde encontró que el alcalde único del lugar, Juan Ortega, tuvo retenidos poco más de una veintena de expedientes criminales sin declararse el motivo, pues a lo más en algunos de ellos se expresaba al margen que habían sido concluidos “por haber avenídose las partes”. Pero no todo era responsabilidad del alcalde en turno, pues encontró expedientes suspendidos desde 1869. El alcalde Ortega no tuvo más que acudir al Tribunal para explicar lo sucedido al menos por las causas que retuvo durante su gestión, al señalar que todo se debió a que confiaba en los consejos que le daba su curial, quien en la mayoría de los casos le aconsejó suspender las causas. El asunto pasó a la Comisión de responsabilidades y encontró que la falta de Ortega no fue tan grave como para fincarle un proceso en su contra, pues se le reconoció como un hombre sencillo:

rústico, ignorante, que de buena fe dedica su tiempo en servicio público sin retribución alguna como lo son generalmente los que ejercen las funciones de Alcalde en los pueblos de indios, como el de Tonalá, que no tienen otra persona que el curial que les da el

ayuntamiento para que los dirija y de buena fe se sujetan a sus consejos.65

La comisión entonces resolvió que el curial era el único responsable, pues hombres como éste actuaron con tanta libertad que “manejan a los alcaldes a su arbitrio”. Por tanto, la visita de Gutiérrez Hermosillo no sólo sirvió para retomar el procedimiento de las causas retenidas, sino además para iniciar una causa contra el curial del juzgado de Tonalá.

64 Colección de los decretos, t. V, 2a serie, pp. 269, 271. 65 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1873, caja 44, exp. 48096, f. 6.

208 Un punto que es importante destacar a través de las fuentes a nivel municipal y que no necesariamente resolvieron los jueces de las salas del Supremo Tribunal de Justicia, salvo para revisarse y archivarse, fue lo relacionado con los juicios verbales y de conciliación, que para el caso de Jalisco a partir de 1889 atendieron los juzgados menores. Esta nueva forma de centralizar la justicia en manos de los jueces letrados se estableció durante el gobierno de Francisco Tolentino, quien en 1885 decretó que desde ese año en Guadalajara ya no existirían elecciones de alcaldes; en su lugar, el Supremo Tribunal de

Justicia instalaría cuatro jueces menores de primera instancia. 66 Desde esa fecha precisamente se promovió la instalación de jueces letrados al frente de dichos juzgados, los cuales, aunque debían ser nombrados por el Supremo Tribunal de Justicia, sus sueldos lo cubrirían los ayuntamientos con la promesa previa de que las partidas presupuestales aumentarían.67 Este es un momento en el que se puede constatar de qué manera la política liberal porfiriana intentó modernizar la justicia rural pues, además, en donde se estableciera un juzgado menor no hubo electos alcaldes en lo sucesivo, en el supuesto de que estos funcionarios tenían escaso conocimiento de las leyes. Una de las facultades de los jueces menores fue conocer sobre los delitos cuya pena no excediera de seis meses de arresto mayor o 500 pesos de multa, y al igual que los comisarios y alcaldes, tuvieron la facultad de iniciar los interrogatorios, solicitar pruebas y dictar sentencia, de lo cual informaban al ministerio público.68 Estos jueces en adelante ya debían ser abogados. De acuerdo con Antonio Manuel Hespanha desde los siglos XVI y XVII, dentro de los foros “cultos” del derecho existió una preocupación por tratar de homogeneizar el funcionamiento de las justicias periféricas, rurales, cuya estructura se caracterizó por un arraigo social signado por el prestigio de los hombres que llegaban a esas posiciones, y que en el sentir de los jueces “sabios” instalados en las capitales, los consideraban sus subalternos dada su rusticidad en la manera de proceder en justicia. Una justicia letrada no debía ser expedita ni sumaria, al contrario, debía meditarse y observarse detalladamente atendiendo todas las pruebas y juicios posibles.69

66 Colección de los decretos, t. X, 2a serie, p. 244. 67 Colección de los decretos, t. XII, 2a serie, p. 250. 68 Código de Procedimientos Penales, 1885, p. 77. 69 Hespanha, La gracia del derecho.

209 Conforme avanzó el siglo XIX encontramos que el Supremo Tribunal intentó guardar estrecha vigilancia sobre el procedimiento de sus subalternos y sobre todo de los jueces legos, y si encontró alguna inconsistencia, ésta la hizo saber en las causas que cotidianamente llegaron para su revisión. Además, la falta de una codificación hizo difícil para muchos jueces mantenerse al día de todas las modificaciones que se aplicaban a las leyes y decretos del estado. En abril de 1875 el alcalde 2° constitucional de Lagos trasladó al Supremo Tribunal la causa que fue levantada por el robo de un puerco contra Juan Reyes. En ella se declaró absuelto por el jurado, ante lo cual, el alcalde no hizo más sino transmitir esa sentencia a la Secretaría de Acuerdos. A los pocos días se le hizo saber al mismo alcalde que no estaba en sus facultades haber dado sentencia a dicha causa, pues esa clase de delitos debían resolverse ante un juez de primera instancia, con el cual contaba la municipalidad de Lagos. En respuesta, el alcalde aceptó la advertencia e igualmente 70 informó que haría lo mismo con otras causas semejantes que ya “estaba conociendo”. Tal era el control que mantuvo el Tribunal que en los últimos años del siglo XIX encontramos comunicaciones que rindieron los juzgados menores del estado al Supremo Tribunal, pues ante el creciente acceso que se dio a nuevas autoridades legas, éstas no estaban exentas de informar sobre las causas que habían recibido por las distintas autoridades que se encargaban de formar las primeras diligencias, ya fuera de parte de los jefes políticos, los comisarios o los alcaldes. Por ejemplo, Atilano Mendoza, quien durante 1899 fungió como juez menor de Ahualulco, ofreció pormenores de las instrucciones que comenzó contra varios sospechosos de robo y lesiones, lo cual también reflejó la buena y aparente comunicación que mantuvo con el jefe político del cantón. Con ello pudiera demostrarse que los planes de Supremo Tribunal de mantener una justicia en manos de jueces menos comprometidos con los intereses locales se hizo cada vez más efectiva. Esta aparente desvinculación de los jueces menores con su entorno ya se venía estableciendo desde 1894, cuando el Tribunal declaró su facultad de remover tanto a los jueces menores como de primera instancia a los partidos donde más conviniera.70 7172

70 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, Lagos, 1874, caja 62, exp. 54534, f. 11. 71 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1899, caja 96, exp. 120896. 72 Colección de los decretos, t. XVI, 2a serie, p. 253.

210 Los agentes del Ministerio Público

Otra figura judicial intermedia muy importante y que por igual tuvo que ver en la justicia local a finales del siglo XIX fueron los agentes del ministerio público, empleados instituidos por el proceso codificador y cuya función, para el caso de Jalisco, la estableció el ejecutivo a partir de 1883. En un principio debieron auxiliar en la administración de justicia, pero a partir de la década de los ochenta del siglo XIX, se encargaron de defender en los tribunales los intereses de la sociedad, monopolizando lo que anteriormente se entendió como causas de oficio, y al igual que los jueces menores, también debían ser abogados titulados.73 74 75Sin embargo, el reglamento guardó sus excepciones, al permitir, que en los partidos foráneos estos agentes no necesitaban el título de abogado, salvo algunas excepciones y a juicio del gobernador, ya que bastaba con que fueran conocedores del 75 Derecho. Pero como se ha podido observar en algunas fuentes judiciales a nivel municipal, sus funciones no terminaron por consolidarse ante una variedad de autoridades con distintas jurisdicciones en una misma localidad. Todavía a comienzos del siglo XX la sociedad acudió ante el jefe o el director político para presentar sus denuncias cuando éste progresivamente vio que sus facultades se limitaban ante el paulatino proceso de modernización judicial de finales del siglo XIX. Mientras los agentes del ministerio público consolidaron sus funciones, los jueces de primera instancia denunciaban su incompetencia para preparar las causas: no hacían los interrogatorios y careos ni presentaban las pruebas conducentes. En buena medida, estos agentes, como entidades intermedias y en el contexto de los pueblos, se encargaron de verificar el procedimiento aplicado por los comisarios judiciales, los alcaldes y los jueces menores. De acuerdo con el Código de Procedimiento Penales de 1885, estas autoridades locales debieron avisar a los agentes sobre todo proceso que iniciara con diligencias, así como dar razón de la instrucción “a fin de que procedan a

73 Colección de los decretos, ts. IX y XVIII, 2a serie. 74 Speckman, “Ley, lenguaje y (sin)razón: abogados y prácticas forenses en la ciudad de México, 1869-1929”, en Arenal y Speckman (coords.), El mundo del derecho. Aproximanciones a la cultura jurídica novohispana y mexicana (siglos XIX y XX), México, Porrúa / Escuela Libre de Derecho / UNAM-IIH, 2009, pp. 354-356. Colección de los decretos, t. IX, 2a serie, p. 200. 75 Colección de los decretos, t. XXI, 2a serie, pp. 27-28.

211 la averiguación de los delitos y al descubrimiento de sus autores, cómplices y encubridores” (arts. 29 y 70). No fue sino hasta 1897 cuando se reglamentaron por primera vez las funciones de los agentes del Ministerio Público, destinando tres agentes para la ciudad de Guadalajara y uno para cada una de las cabeceras de partido del estado. Principalmente, lo que anunció este nuevo reglamento fue la concentración de la administración de justicia a través de un nuevo funcionario: el procurador de justicia. Este debió cumplir con los mismos requisitos que los agentes ministeriales y dependió directamente del gobernador, a quien mantuvo al tanto y propuso todas “las medidas económicas y disciplinarias” para hacer efectivo el Ministerio Público y, en general, la administración de justicia. Lo que se demostraba en el nuevo documento es que con la intervención de estos agentes, la injerencia del gobernador en materia de justicia fue todavía más directa. Con ello se demuestra nuevamente la intención que tuvo el Ejecutivo de garantizar en los distintos juzgados no sólo una pronta justicia, sino que ésta quedara cada vez en manos de funcionarios formados en Derecho. Aunque en la letra debieron auxiliar a los jueces y alcaldes para la formación de un debido procedimiento, también tuvieron la facultad de administrar justicia en ausencia de éstos. Se presentaba entonces, como lo identificó Elisa Speckman para el caso de la ciudad de México, un “monopolio estatal” sobre la justicia penal,76 7778 ya que, como alguna vez lo hicieran los jueces letrados sobre los alcaldes, tocó a los agentes ya no sólo aconsejar a los jueces y alcaldes, sino supervisarlos en todas las fases del procedimiento para intervenir y corregir cuando sus atribuciones tomaran un rumbo distinto.77 Algunos años después (1900), el mismo gobernador Luis C. Curiel hizo algunos ajustes a aquel reglamento, esto debido a que tal vez se ignoraba que el procurador sería rebasado por la carga de trabajo. Así, se decretó el nombramiento de un agente adjunto que unas veces sirvió de representante en todos los juzgados del estado, y otras hasta de suplente. En la misma reforma el gobernador desenmascaró su poder frente a las autoridades locales al facultar a los agentes del Ministerio Público para ejercer exclusivamente en primera instancia en los juicios civiles, criminales y de Hacienda. Los alcaldes y jueces paulatinamente quedaron marginados del procedimiento judicial a tal

76 Speckman, “Ley, lenguaje y (sin)razón”, p. 356, 77 Colección de los decretos, t. XVIII, 2a serie, pp. 146-148. 78 Colección de los decretos, t. XX, 2a serie, pp. 4-5.

212 grado que, a lo más, sólo pudieron iniciar las primeras diligencias de las causas. En los pueblos, el cese de sus funciones fue mucho más claro, y por consecuencia limitó a las elites locales para ocupar tales cargos. La respuesta de parte de ellos fue adecuarse a las normas de una nueva burocracia de corte más legalista. Si esas fueron las nuevas condiciones, las familias que mejor pudieron enviaron a sus hijos a que recibieran no solo una formación en Derecho, sino además en medicina, o en instrucción pública. Pedro de Alba lo recordó de esa singular manera:

En aquellos tiempos —como rezan las epístolas evangélicas—, los intelectuales que iban a estudiar a Guadalajara, volvían a nuestro pueblo de San Juan de los Lagos a ofrecer las primicias de su profesión y a reactivar el ambiente cultural de nuestra tierra. No habían prosperado ni el escapismo ni la fuga; ni las ambiciones ni el descastamiento; los Médicos, Abogados o Maestros que se graduaban volvían a vivir y a trabajar entre su gente, a la

sombra de una tradición respetable.79

En los pueblos, las familias más acomodadas se resistieron a la inmovilidad que los poderes centrales les impusieron. La modernización, lejos de haberlos desplazado o aislado, los integró a un nuevo diálogo a veces en beneficio de sus instituciones locales, y otras hasta de sus propias familias, pues ya tenían más recursos para transitar y permanecer en el gobierno y la justicia.

Conclusiones

La modernización de las instituciones de gobierno y de justicia a nivel local talvez en un primer momento pudo significar una severa intromisión del gobierno del estado dentro de los ayuntamientos y las comisarías locales, o bien, la liberación de una pesada carga a la variedad de funciones que las autoridades locales venían ejerciendo por varias décadas, pues vale mencionar que algunos directores políticos, comisarios o alcaldes ocuparon esos cargos a veces sin remuneración alguna. Para ellos, estar al frente de tales funciones impidió continuar de manera acostumbrada con sus labores, orillándolos a rechazar los

79 Alba, Viaje al pasado, p. 129.

213 cargos dado lo perjudicial que les resultaba. Algunos tal vez pudieron sacar un provecho político dentro de sus propias localidades, pues aprovecharon esa circunstancia para perseguir sus propios intereses, ya fuera para fortalecer sus alianzas con sus vecinos más adictos, o para ejercer un control interno contra sus enemigos o la población que afectó sus bienes y prestigio. Sin embargo, para otros posiblemente el empleo no sirvió sino para hacerse de desavenencias personales, incluidas con aquellos que decidieron perseguir al fincarles una mala fama o algún supuesto delito. Para clarificar este proceso, los siguientes capítulos exponen una serie de circunstancias en los que algunos sectores de las sociedades tanto de Lagos como de Ahualulco se vieron envueltos en conflictos que debieron ser ventilados ante las instancias judiciales, y si sabemos de ellos es gracias a ese control que paulatinamente se introdujo desde el centro del estado hacia algunos rincones posibles del territorio. Particularmente en el caso de Lagos adquiere importancia la influencia que los pequeños propietarios desearon tener sobre el control de la población a través de su predisposición a hacer uso de la justicia, atajando cualquier amenaza de sectores que se resistieron a respetar la propiedad privada. A contrapelo, el estudio de estos conflictos puede revelar que entre algún segmento de la población rural (indígenas o no), era, si no legítimo, al menos muy posible seguir aprovechando los recursos de los montes o los bienes de propietarios que al parecer no preocupó delimitar el límite de sus tierras pues, para salvaguardar sus intereses, contaron con los sirvientes necesarios y con la diligencia de las autoridades.

214 V. Lagos de Moreno: otras prácticas, otras identidades

Introducción En los capítulos anteriores se han presentado algunas de las respuestas que de manera colectiva los indígenas de Lagos hicieron frente a las políticas liberales encaminadas a la individualización de la propiedad. En el caso particular de Lagos no encontraremos un proceso de repartimiento de terrenos como lo hubo en otras partes del estado, pues el ayuntamiento en un principio advirtió la ausencia de pueblos de indios en quienes repartir los ejidos. En su lugar, se comenzó con la venta de los terrenos a quienes más interesaran, entre ellos, rancheros sin tierras, arrendatarios, o bien, hasta las mismas autoridades locales que no encontraron grandes obstáculos para acceder a la tierra. Para poder entender cómo la idea de propiedad y las formas de justicia local hicieron frente a algunas de las prácticas populares, el caso de Lagos demuestra, en un contexto muy particular, cómo una nueva generación de terratenientes, más modestos si se compara con el periodo colonial, se instaló sobre varios de los espacios antes considerados comunes por los pueblos indígenas del norte de la ciudad de Lagos. Los rancheros de la segunda mitad del siglo XIX se comenzaron a multiplicar y a organizar para proteger su comercio y propiedades. A diferencia de los hacendados quienes contaron con una red de trabajadores en quienes depositar variedad de servicios y seguridades, los rancheros laguenses defendieron sus intereses casi de manera personal ante pobladores y vecinos que no sólo conocieron por tal circunstancia, sino que incluso llegaron a emplear. Esta es sólo una cualidad que la historiografía y las visitas y descripciones de viajeros no nos han advertido. Vaqueros, administradores, monteros, peones y rancheros son solo algunos de los sectores intermedios que nos ayudan a comprender la dinámica social de Lagos hacia la segunda mitad del siglo XIX. Por otro lado, también nos encontramos con una población indígena y mestiza que mediante prácticas como el abigeato y la invasión de terrenos, llegó a negociar y confrontarse con aquella nueva generación de propietarios. Juntos, nos llevan a un contexto en donde la ganadería jalisciense se mantuvo como el motor de la economía en la región, suficiente para mantener en dos ámbitos, uno formal a través de los mercados convencionales, y otro informal producto del elevado índice de robos.

215 V.I La sociedad ranchera frente a los pueblos indígenas

Desde el siglo XVII, en la entonces alcaldía de Santa María de los Lagos ya podían reconocerse asentamientos indígenas que mantuvieron una relativa relación y convivencia con los estancieros españoles, pues así como mantuvieron los límites de sus poblaciones, hubo indígenas que trabajaron para los estancieros ante la demanda de mano de obra. Aunque no parece haber existido un conflicto serio entre españoles e indígenas, se pueden encontrar algunas diferencias entre ambas sociedades en la visita del oidor Paz de Vallecillo de comienzos del siglo XVII quien, posiblemente a petición del alcalde mayor de Lagos, hizo reconocimiento del pueblo de indios La Sauceda, al cual obligó asimismo a pagar el tributo correspondiente a la alcaldía. Así, la visita del oidor sirvió para otorgar los derechos que reclamó la alcaldía al reconocer a La Sauceda como su pueblo sujeto. No obstante, cosa distinta hizo con los indios de San Juan de la Laguna, a quienes otorgó tierras para sus labores y sementeras, mismas que tomó del clérigo Alonso López, quien las mantuvo sin aparente explotación. Pese a tal acción que parecía ir contra el clérigo López, el oidor reservó los derechos de éste permitiéndole reclamar en el futuro otras tierras que le fueran útiles. 1 El mayor poblamiento indígena que experimentó la alcaldía de Lagos se presentó a finales del siglo XVII, a raíz de la aparición de los pueblos de San Juan de La Laguna, San Miguel de Buenavista y Moya, constituidos por indígenas generalmente otomíes que se desplazaron del Bajío hacia las alcaldías de Lagos y Aguascalientes con la intención de establecerse bajo su propia iniciativa, constituyendo con los años una identidad singular con sus respectivas actividades económicas, formas de subsistencia y advocaciones religiosas.2 Así, mientras que en lo civil las autoridades coloniales les impusieron las rutas para ser y constituirse como pueblos, ya fuera a través del tributo y el reconocimiento de autoridades locales; en lo religioso, fueron introducidos al catolicismo como lo dictaban las autoridades diocesanas. Las parroquias locales supervisaron y proporcionaron todos los

1 Paz de Vallecillo, “Cartas al Rey del Licenciado...”, en Berthe, Calvo y Jiménez Pelayo, Sociedades en construcción. La Nueva Galicia según las visitas de oidores (1606-1616), México, Universidad de Guadalajara / CEMCA, 2000, pp. 79-81. 2 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, pp. 115-143.

216 sacramentos en las localidades más distantes, pese a que no se contó incluso con los ministros suficientes, algo que pudo haber desatado conflictos entre éstos con los curas párrocos. Por ejemplo, en 1840 el capellán del convento de las Capuchinas, Clemente Sanromán, llamó la atención al ministro Bartolomé López por no haber suministrado las misas que debía ofrecer en las fiestas del pueblo de San Miguel de Buenavista. El cura López supuso que como el pueblo se encontraba muy cerca de Lagos, los feligreses podían recibir la misa ahí, lo cual, a decir de Sanromán, no sucedió, pues la gente en Buenavista continuó con sus festividades y corridas de toros, un mal ejemplo que pudieron seguir otros ministros y pueblos. Lo importante del caso es que demostró una fractura que se venía dando entre los ministros de pueblos con las exigencias de Sanromán, pues optaron por dirigirse al obispo Diego Aranda para reclamar el arbitrio que tenían para “decir las misas 3 de oblación voluntaria que pagan los fieles”. No obstante, aunque el clero local discurrió en algunos conflictos jurisdiccionales, las feligresías mantuvieron sus prácticas religiosas sin dejar de reconocer y acudir a las autoridades eclesiásticas. Cabría mencionar el agradecimiento que extendieron en 1857 “autoridades y particulares” de los pueblos de San Miguel de Buenavista y San Juan de la Laguna al obispo de Guadalajara, por haberles obsequiado un par de ornamentos para proseguir con el culto en su “pobre iglesia” de su “patrona titular” la virgen de la

Candelaria.3 4 A través de estas comunicaciones puede destacarse el modo generalizado en que las autoridades civiles intercedieron por los vecinos de sus pueblos ante la Iglesia ya fuera para expresar agradecimiento, o bien, para solicitar a las autoridades eclesiásticas la remoción, permanencia o asignación de algún sacerdote. 5 No obstante, los pueblos no dejaron de presentar por sí mismos y a través de algunos representantes peticiones especiales dirigidas al gobierno de la Mitra. Por ejemplo, en septiembre de 1874, varios vecinos del pueblo de San Juan Bautista de la Laguna le suplicaron al obispo Pedro Loza les fuera concedido con “especial gracia” un sacerdote para sus auxilios espirituales, pues el capellán que los asistió

3 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 2, exp. 1840. 4 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 4, exp.1857. 5 Antes de que se presentara cualquier ruptura desatada por las leyes de reforma en décadas posteriores, el ayuntamiento de Lagos mantuvo su compromiso con la Iglesia como lo puede demostrar, por ejemplo, la intención que tuvo en 1841 de reunir entre los vecinos el capital suficiente para auspiciar la visita del recién nombrado obispo de California, Francisco Garciadiego, reconocido también como laguense ilustre. AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 2, exp.1841.

217 tenía muchos deberes. En su petición aprovecharon para proponer al sacerdote Teófilo

Villagrana por la “distinguida simpatía” de que gozaba entre los vecinos. 6 789Asimismo parecía que no contaban con todo lo necesario para recibir “el culto divino” en su capilla, y no fue sino hasta el año siguiente en que el cura Colmenero dio su visto bueno para ver por 7 el bien de sus feligreses en Moya, Buenavista y La Laguna. Entre algunos habitantes de Buenavista la autoridad eclesiástica se mantuvo por encima de la autoridad civil, sin importar o desconociendo que sus acciones pudieron resolverse entre una u otra instancia. La confesión que hizo Tirso Nolasco en 1874, vecino de Buenavista, nos remite a una práctica (aunque ya tardía) de acudir a la Iglesia para dirimir pecados y delitos. Tirso declaró al obispo Pedro Loza estar “sumamente atribulado” por tener sobre sus espaldas “una pesadísima deuda” de 83 pesos que le debía a la parroquia de Nuestra Señora del Refugio, dinero al que tuvo acceso por haber sido colector de limosnas. Además, confesó haber tomado dos cabritos que entre él y un peón mataron sin decírselo a sus dueños. Tirso hizo esa misma confesión al cura de Buenavista, quien le pidió, como penitencia, pagar parte del dinero tomado al templo como la cabra que tomaron. Como Tirso no lo hizo, aquél le negó la absolución, la cual ahora debía obtener del obispo, a quien finalmente le suplicó “rendidamente” perdonarle su deuda:

Porque llo [sic] me aclaro que soy un triste jornalero que no cuenta con otro recurso más con mi Dios primeramente y después con mi travajo; porque también me aclaro que llo soy casado y tengo mi muger y una criatura de manera que no puedo pagar a mas con mi trabajo [...], soy mortal y la Majestad del Señor me a de llamar a juicio y por tanto pido esta gracia.• 9

Al final, el gobierno de la Mitra dispuso que Tirso debía cumplir con su penitencia al menos con el pago de doce reales para la celebración de una misa en honor a la patrona del templo de donde fue tomado el dinero, así como para el bien espiritual de la persona a la que le fueron robados los cabritos. Así como los indígenas de los pueblos aledaños a

6 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, exp.1870-80. 7 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, exp.1870-80. 8 Young, “Confesión, interioridad y subjetividad: sujeto, acción y narración en los inicios del siglo XIX en México”, en Signos Históricos. Núm. 8. Julio-diciembre 2002, pp. 43-59. 9 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, exp.1870-80.

218 Lagos se presentaban ante las autoridades eclesiásticas ya fuera para refrendar sus prácticas o solicitar alguna gracia, de la misma manera lo hicieron con las autoridades civiles en la arena de intereses concernientes a la propiedad, por ejemplo, ante la ocupación que el Ayuntamiento de Lagos y particulares ejecutaron sobre sus terrenos. Estos pueblos poco a poco fueron incorporados como cuarteles a la ciudad, ya que en 1892 las comisarías de Moya, La Laguna y Buenavista quedaron suprimidas para inmediatamente ser integrados como barrios de la ciudad de Lagos. Meses después, en ese mismo sentido se estableció que los jueces de Lagos también conocerían sobre los asuntos pendientes de esas extintas comisarías. 10

La producción ganadera

De acuerdo con las memorias de algunos oidores que visitaron la parte septentrional de la Nueva Galicia desde mediados del siglo XVI, ya se reconocía la existencia de importantes productores ganaderos quienes aprovecharon la temporal estancia de aquellos visitadores para manifestar los inconvenientes que tenían para el desarrollo de sus empresas por la amenaza constante de abigeos y malhechores. A su paso por Lagos y Aguascalientes, al visitador Paz de Vallecillo incluso le extrañó no ver que se aplicara la ley contra abigeos.77 No obstante, con su ejecución no bastaría, pues mientras que los “señores de estancias” emplearan vaqueros indios, mulatos y negros libres, éstos terminarían como vagos y salteadores. Asimismo creyó muy necesaria la incorporación de un alcalde de hermandad 101112

10 Colección de los decretos, t. XIV, 2a serie, pp. 267; t. XV, 2a serie, p. 5. 11 La visita de Paz de Vallecillo a la Nueva Galicia se remonta a los primeros años del siglo XVII (1606­ 1607), tiempo en el que muy posiblemente se mantuvo la aplicación de la ley XIX, del título XIV de la Partida Séptima, en donde los ladrones de ganados, ya conocidos como abigeos, se hacían merecedores a dos clases de penas: si el robo pasaba de las diez ovejas, cinco puercos o cuatro yeguas, la pena sería de muerte; pero si era menor, debían ser desterrados del reino. No obstante, esta ley pudo haberse combinado con lo que establecía la Recopilación de las leyes de Castilla de 1567, la cual, sin haber tocado específicamente a los abigeos, aplicaba a los ladrones de caminos tanto las penas de azotes como los trabajos forzados a las galeras (ley VII, título XI, libro VIII). Igual de interesante resultan las leyes relativas a los productores ganaderos, a quienes se obligaba a registrar sus ganados cuando lo conservaran dentro de las doce leguas establecidas; otra que por igual les impedía sacar cualquier clase de ganado del reino, pues de hacerlo se les retendría la mitad de sus bienes (leyes XXI, XXIII, título XVIII, libro VI). Asimismo, con la intención de evitar el robo de ganado, se obligó a la población que todo ganado mostrenco que fuera encontrado debía ser pregonado hasta por sesenta días para dar con sus posibles dueños (ley VIII, título XIII, libro VI). 12 Paz de Vallecillo, “Cartas al Rey del Licenciado...”, pp. 41-42.

219 o de mesta, el cual no vio su aparición en Lagos sino hasta 1683, con la incorporación de 1 3 Juan Vázquez de Mendoza por 330 pesos que pagó en postura por tal oficio. Celina Becerra ha podido encontrar dos clases de empresarios ganaderos que perduraron al menos hasta mediados del siglo XVIII pues, así como hubo quienes sólo se dedicaban a la crianza de ganado, también había otro grupo que combinó la crianza con la compra que hicieron a otros productores, dando razón de su perfil como intermediarios. No obstante, ambos grupos destacaron como exportadores de ganado hacia el centro de la Nueva España. Ahora bien, aunque algunas investigaciones previas a las de Becerra han apuntado que el descenso de las exportaciones se presentó hacia el final del periodo colonial, estos flujos se presentaron aún con anterioridad, como bien lo demuestran las visitas de los oidores durante el siglo XVII, lo cual motivó a que desde entonces combinaron la ganadería con la agricultura y la multiplicación de las fincas rústicas, tales como labores o haciendas de labranza.13 14 A mediados del siglo XVIII el estado de la ganadería local no se encontró en las mejores condiciones, pues justo en 1749 se presentó ante la Audiencia de Guadalajara un exhorto promovido por los alcaldes ordinarios de Lagos quienes, a nombre de varios estancieros, solicitaron dejar de celebrar, en el marco de las pascuas de Navidad, corridas de toros, “escaramusas, cañas y carreras,” debido “a los atrasos que han tenido en el presente año, ya con la mortandad de ganados, ya con lo infecundo del temporal”.15 Lo curioso es que esa “exoneración” que se les concedió se volvió una costumbre en la que cerca de cincuenta años las corridas de toros quedaron suspendidas en la villa de Lagos, lo cual nos hace suponer que entre algunos ganaderos aún no existieron condiciones para participar en las festividades. No fue sino hasta 1803 cuando el presidente del cabildo de Santa María de los Lagos, Hernando de Arenas, presentó al intendente de Guadalajara, José Fernando Abascal, una petición para que se revirtieran las anteriores ordenanzas que suspendieron las fiestas patronales, medida que resultó perjudicial para la villa, ya que las fiestas anuales, incluso en otras villas de “menor antigüedad”, se caracterizaban por brindar buenos ingresos a la población. Con ellas, los artesanos “procurarán el adelantamiento en sus obras para el lucro

13 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, p. 385. 14 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, pp. 183-197. 15 BPEJ; AHRAG, Ramo Civil, 1804, caja 384, exp. 21, prog. 5937, f. 16.

220 de sus manufacturas”; asimismo, el mantenimiento y arrendamiento de muchas fincas sería posible y beneficiaría a la gente “pobre y miserable, quienes incesantemente claman por las fiestas”. En cierta manera solicitaban el retorno de una diversión que no sólo rendía frutos en los pocos días que duraban las fiestas patronales, sino durante buena parte del año en que se preparaba toda la villa para esas fechas:

A más que es cosa conocida, que esta diversión [las corridas de toros], de que ninguno quiere privarse, ni a sus familias, hace que se empeñen en sus trabajos adelantando sus

artes, y dejando el ocio para tener lo que necesitan para ella.16 17

Finalmente, el intendente Abascal concedió la licencia el 27 de octubre de 1803, autorizando al subdelegado de Lagos, Fernando Arenas, iniciar con los pregones para elegir el mejor postor capaz de invertir y rehabilitar la plaza de toros. La reanudación de las fiestas debió contar con la supervisión necesaria para evitar “el menor desorden, la portación de armas prohibidas, los juegos de igual clase, las borracheras y toda concurrencia sospechosa”. De esa manera se aceptó la postura de Francisco Sanromán por las “quiebras y mejoras” que hiciere a la plaza de toros. Aunque realmente no sabemos si la postura de Sanromán fue la mejor entre otras o tal vez la única, su postura fue por 500 pesos, aplicables la mitad a obras públicas de la Villa, y la otra mitad al arbitrio del gobierno de Guadalajara. Para dar cuenta de la disposición que tuvo por revivir las corridas de toros, entre sus condiciones informó que ofrecería “ocho toros diarios en cada uno de los seis que se han de lidiar, matándose tres por la mañana, y cinco por la tarde”. Lamentablemente, para Francisco Sanromán las corridas no tuvieron los resultados que esperaba, pues solicitó una prórroga de cuatro días más de corridas debido al mal temporal previo y a los gastos que le llevó el mantenimiento de la plaza. Asimismo, otorgó al 1 7 ayuntamiento las ganancias que pudieran presentarse después del cuarto día. A comienzos del siglo XIX la situación económica de Lagos no cambió mucho, ya que las pocas estadísticas disponibles indicaban que tanto su consumo como producción vacuna experimentaron un leve estancamiento apenas superando las 17 mil cabezas durante 1831, esto ante el aumento de producción que se daba en Tepic, Sayula y Etzatlán, que

16 BPEJ, AHRAG, Ramo Civil, 1804, caja 384, exp. 21, prog. 5937, f. 27. 17 BPEJ, AHRAG, Ramo Civil, 1804, caja 384, exp. 21, prog. 5937, f. 40.

221 superaron las 35 mil cabezas cada uno.18 No obstante, conforme avanzó el siglo y se tecnificó la industria de la leche, tanto el ganado vacuno como el bovino tuvieron un repunte durante el porfiriato, destacando Jalisco con el 10% del total de bovinos y vacunos producidos en el país.19 2021Por ejemplo, en 1887 y en respuesta al cuestionario que se hizo circular a todas las fincas agrícolas del país, el resultado correspondiente a Lagos identificó a la hacienda de Ciénega de Mata con una extensión de 17 sitios de ganado mayor. La hacienda de Lo de Ávalos de la familia Sanromán, registró seis sitios de ganado mayor con una producción de 500 fanegas de maíz. No obstante, y de acuerdo con el jefe político de Lagos, los propietarios apenas si declaraban una décima parte de sus producciones, ocultando la de otros frutos que eran de gran abundancia en el cantón. Hacia 1908 Lo de Ávalos, para entonces dividido entre las hermanas Leonor y Manuela Sanromán, poseían conjuntamente 350 cabezas de ganado vacuno, lo cual no destacaba tanto para la municipalidad de Lagos, pero si se suman las cabezas declaradas por los Sanromán de San Juan de los lagos y Unión de San Antonio se superaban las mil unidades, siendo por mucho la familia mejor colocada en ese ramo. En 1909 Lagos se mantuvo en la producción vacuna superando las 31 mil cabezas, y liderando (apenas seguido por el cantón de La

Barca) la cría lanar y cabría.22 23 De acuerdo con Mario Aldana, durante la última década del porfiriato la producción ganadera de Jalisco se concentraba en alrededor de 100 grandes ganaderos o “señores de la carne”, quienes produjeron el 29 por ciento del ganado vacuno. Para la región de Los Altos, particularmente en Lagos, existieron 11 predios ganaderos importantes, de ellos dos estaban en propiedad de la familia Serrano y otros dos en la familia Sanromán, y juntos en 1902 23 concentraban el 2.28 por ciento del ganado vacuno en el estado.

18 Banda, Estadística de Jalisco. Formada con vista de los mejores datos oficiales y noticias ministradas por sujetos idóneos en los años de 1854 a 1863, Guadalajara, Gobierno del estado de Jalisco, 1982 (1873), pp. 150-151; Serrera, Guadalajara ganadera, pp. 116-117. 19 Cossío Silva, “El Porfiriato. La vida económica”, en Daniel Cosío Villegas (coord.), Historia moderna de México, Vol. VII, t. I, México, Hermes, 1974, p. 152; Valerio, Historia rural jalisciense, p. 144. 20 AHJ, ES-2-887, prog. 1294. 21 AHJ, AG-4-908, prog. 3146. 22 Valerio, Historia rural jalisciense, p. 145. 23 Aldana Rendón, El campo jalisciense durante el porfiriato, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1986, p. 126.

222 Vaqueros, sirvientes y administradores

Dentro de algunas haciendas y otras fiscas rústicas laguenses existieron redes laborales en las que no estaban directamente el patrón y sus trabajadores, sino que en medio quedó distribuida una compleja red de trabajadores intermedios. El caso de la familia Serrano, propietaria de la hacienda Estancia Grande, misma que durante el periodo colonial y parte del siglo XIX perteneció a la familia Gómez Portugal, ofrece algunos indicios de las múltiples relaciones laborales que se establecieron dentro de estos establecimientos. De acuerdo con uno de los diarios de contabilidad de la hacienda del año de 1886, se pueden reconocer incluso tanto la posible dependencia que mantuvieron algunos trabajadores con ciertos integrantes de la familia, como su distribución dentro del complejo. De esta manera, aunque el diario no incluye un censo de la población de la hacienda, es posible identificar las distintas ocupaciones de los trabajadores, quienes quedaron distribuidos en 25 distintas áreas, como la tienda, las huertas y el cuidado de ganados, por ejemplo. El diario asimismo daba cuenta de los trabajadores que en común tenían los hermanos Serrano establecidos en distintas áreas. En la capilla, por ejemplo, contaban con un capellán, un sacristán y un cantor a quienes mensualmente proporcionaban sus honorarios así como sus raciones de maíz.24 2526 También contaban con un caporal y varios vaqueros (sin precisar su número) que cuidaban del ganado vacuno, caballar y mular; así como un engordador y cuidador de cerdos y pastores para el ganado “lanar y de pelo”. A todos por igual suministraban raciones de maíz. En el mismo sentido estaban considerados los monteros quienes respondieron por la seguridad en los límites de la propiedad de los hermanos Serrano. En las huertas contaban con un hortelano y jornaleros, quienes pese a estar registrados como trabajadores eventuales, también recibieron sus raciones de maíz, lo

24 BPEJ, AHSTJ, Secretaría de Hacienda, “Libro diario ordinario núm. 4 de Carlos Serrano y Hermanos”, Libro 1837. 25 No sorprendería mucho imaginar la razón por la que las cuentas de la hacienda Estancia Grande terminaran en los archivos del Supremo Tribunal de Justicia, si no se hubiera tenido noticias ya fuera del embargo que sufrieron en 1873 por no cumplir con sus contribuciones (a quienes la autoridad política calificó como “los más rebeldes”), o por el diezmo que no pagaban a la Iglesia. BNLB, Manuscritos, Ignacio Vallarta papers, Correspondencia, caja 7, carp. 37; AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 2, exp. 1841. 26 En enero de 1877 los hermanos Carlos y Enrique Serrano solicitaron un capellán para su hacienda de Estancia Grande, y a quien se comprometían pagarle 370 pesos anuales para “aplicar la misa para la familia Serrano todos los domingos, los días festivos y el día del Santo Patrón de la capilla”. AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, exp. 1870-1880.

223 cual demuestra que estos empleados no estaban tan desprovistos de apoyos por parte de sus patrones, indicios de la economía moral que se mantuvo con los trabajadores de la 27 hacienda. También es posible observar que los sirvientes de la hacienda cumplieron con distintas tareas dentro de la extensa finca, pues mientras unos se emplearon en la construcción y el mantenimiento de las presas, otros fueron destinados a la planta de magueyes, al desgrane de maíz y a “diversos quehaceres”. Ahora bien, la investigación de Ricardo Rendón abre la posibilidad de conocer la otra “cara de la moneda”; es decir, de recuperar la visión de los trabajadores, lo cual podrá detectarse sobre un mayor estudio dentro de los archivos particulares de las haciendas, o bien, a través de otro tipo de fuentes que involucren actores sociales pertenecientes a la vida rural, espacio donde las haciendas operaban y en donde sus trabajadores podían ser retenidos temporalmente por la justicia. La voz de esos sectores sociales es difícil de 28 recuperar, cuanto más si éstos han vivido dentro de los márgenes de las haciendas. Al respecto, bien vale retomar el caso de la hacienda de Estancia Grande de los hermanos Serrano, la cual no sólo contaba con trabajadores dedicados a la seguridad de la finca, sino además con una propia comisaría. En 1874 el comisario dio razón de la captura de los jornaleros Magdaleno Alvarado y Francisco Vargas, a quienes se les encontró el cuero de una vaca que, confesaron después, mataron y destazaron. Lo que no imaginaban es que se encontraban justo en el lindero de la hacienda de Estancia Grande con el de la hacienda de La Troje, de donde creyeron era la res. Asimismo, ignoraban que el fierro que presentaba el cuero fuera de los señores Serrano, esto gracias al testimonio de algunos sirvientes de la hacienda. Pese a que quedó demostrado el cuerpo del delito, el juez de primera instancia de Lagos solicitó la presencia de algunos de los propietarios de la hacienda, fue así como acudió Manuel Serrano para finalmente perdonar la injuria y 29 constatar que en los linderos de su hacienda era frecuente el robo de animales. 272829

27 Rendón, “Aportaciones al estudio de las relaciones económico morales entre hacendados y trabajadores”, pp. 69-91. 28 Dentro de la historiografía sobre el Jalisco rural se cuenta con importantes investigaciones que atienden las transformaciones demográficas, tecnológicas y, en lo general, económicas de las haciendas. Sin embargo, todavía no se han ofrecido suficientes resultados que nos hablen de la sociedad que vivía y se movía en los márgenes de esos importantes complejos económicos. 29 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal. Magdaleno Alvarado y Francisco Vargas, hurto abigeo”, 1874, exp. 49606.

224 Mapa 5. Propiedades de las familias Serrano y Sanromán 5 í

La Estancia Grande Cuarenta ®

La Galera

La Cofradía A San Miguel de ® guna Buenavista a 6 Moya (La Labor) A Lo dee AvalosÁvalosvalos * ' ® Lagos de Moreno ? r > Portugalejo A Hacienda de Moya

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-o San Juan de 1¡ -.« ® Los Lagos Hacienda Las Cajas Salto de A Zurita

San Antonio Simbología

Rancho y hacienda familia Sanroman

Rancho y hacienda familia Serrano Union ® Municipalidades

Pueblos de indios

Por casos como éste, a lo largo de esta investigación he optado por introducir una perspectiva que considera los poblados de hacienda, es decir, la existencia de poblaciones que, conforme avanzó el siglo XIX, ya no dependían directamente de los grandes complejos agropecuarios, como fue el caso de la hacienda de Estancia Grande de los hermanos Serrano o de la hacienda de Lo de Ávalos, de los hermanos Sanromán, referida más adelante. De acuerdo con Bernardo García Martínez, los poblados de hacienda pueden reconocerse como cualquier otra concentración poblacional a través de pueblos, ranchos o comunidades, a diferencia de que en ellos existió una movilidad física y social diferentes. Esto lo matiza con el patrón de poblamiento que pudo presentarse tanto en el centro de México como en el norte y occidente, pues destaca que en estas últimas regiones es donde pudieron establecerse con mayor facilidad los poblados de hacienda, al disponer de

225 extensiones más amplias de territorio que permitieron el desarrollo disperso de actividades económicas. En los márgenes de estos poblados de hacienda es donde vemos se puede presentar un encuentro entre actores sociales ajenos a la dinámica de esas fincas, y cuyas necesidades transgredieron y activaron la vigilancia que algunos particulares aplicaron sobre sus propiedades.

V.II Resistencias cotidianas

Para el caso de Jalisco existen pocas investigaciones que aborden las estructuras sociales dentro de haciendas y ranchos a la manera como lo han verificado Herbert Nickel y Ricardo Rendón en el caso de algunas haciendas de Tlaxcala, quienes bajo un copioso estudio en los libros de cuentas han dado razón de las relaciones extendidas entre los hacendados y sus trabajadores, una perspectiva poco explorada en otras regiones del país. Un estudio que se puede destacar para nuestro propósito es el de Rosa V. López Taylor, quien a través de diversos libros de cuentas de la hacienda El Tarengo de La Barca, logró identificar que a comienzos de siglo XX la hacienda empleó algunos cuidadores de ganado a través de vaqueros, potreros y porteros, que estaban a las órdenes de un caporal. Asimismo contaban con guardianes para el ganado menor, como cerdos y cabras. En total, llegaron a emplear hasta treinta cuidadores. Siguiendo el modelo de Herbert Nickel, sostiene que durante el movimiento revolucionario, la mano de obra de El Tarengo se mantuvo relativamente30 3132

30 García Martínez, “Los poblados de hacienda: Personajes olvidados en la historia del México rural”, en Hernández Chávez y Miño Grijalva (coords.), Cincuenta años de historia en México, t. I, México, El Colegio de México, 1991, pp. 331-370. 31 Nickel (ed.), Paternalismo y economía moral en las haciendas mexicanas del porfiriato, México, Universidad Iberoamericana, 1989. 32 Algunos trabajos sobre Jalisco se han interesado en abordar la estructuración social de las haciendas, y en general del Jalisco rural; sin embargo, éstos sólo logran ofrecer una información descriptiva que a lo más permiten observar algunos ligeros aspectos sobre las relaciones sociales. Véase, por ejemplo: Aldana Rendón, “Del reyismo al nuevo orden constitucional, 1910-1917”, en Aldana Rendón (coord.), Jalisco desde la Revolución, t. I, Guadalajara, Universidad de Guadalajara / Gobierno del estado de Jalisco, 1987, pp. 21-72. Otros estudios desde diferente perspectiva han optado por reconstruir las economías regionales, visto a través de los ranchos y haciendas en relación directa con sus familias propietarias y sus giros comerciales. Esto se puede entender porque la mayoría de la documentación que utilizan provienen de archivos notariales en donde evidentemente se puede detectar el movimiento de sus riquezas; documentos en los que comúnmente pasa desapercibida la servidumbre agraria. Véanse, por ejemplo: Valerio, Historia rural jalisciense; Luna, La historia del tequila.

226 estable, debido principalmente a que los patrones mantuvieron precios más accesibles en las tiendas hacia sus trabajadores. El presente apartado buscará encontrar, a través de otra clase de fuentes, mayor información cualitativa no sólo sobre la vida social que existió en las haciendas y sus márgenes, sino además la que se estableció entre los trabajadores del campo no asalariados que rondaron y amenazaron las propiedades de otros. Esto, sin embargo, y por la naturaleza propia de las fuentes, será visto desde el conflicto, la exaltación y los prejuicios que llevó a muchos a enfrentarse en los juzgados.

Patrones y sirvientes en el conflicto judicial

Las relaciones sociales en el campo jalisciense quedaron muy vinculadas o ajustadas a las relaciones laborales que se establecieron en grandes ranchos y haciendas, fincas agrícolas que generalmente establecieron una dependencia paternalista entre particulares propietarios y sus sirvientes, Sin embargo, no importó que muchos peones o jornaleros dejaran de trabajar dentro de estos complejos económicos rurales para que tal relación desapareciera. Cabe mencionar que, por ejemplo, la legislación dedicada a la persecución de vagos y ladrones mantuvo implícita esta estructura social a través del ejercicio de los jurados o juntas de calificación, que no hicieron sino involucrar a los propietarios de cada lugar con el orden social ya fuera mediante la calificación de la honradez y responsabilidad de los acusados como en la aplicación de una vigilancia que descansaba en el juicio y prejuicio de aquellos, quienes al final juzgaron las acciones de quienes alguna vez fueron sus trabajadores o vecinos. A través de la justicia es posible reconstruir este tipo de relaciones pues muchos acusado no pudieron desprenderse de la mala fama que se construyó sobre ellos. En 1865, el labrador Agapito Santos, cansado de los “varios hurtos en pequeño” que desde hacía tiempo le había cometido Irineo García, decidió finalmente capturarlo y remitirlo con el juez de paz de Lagos, en vista, según dijo, de que había estado “abusando de las 33

33 López Taylor, “Producción, mercado y trabajo en una región granera. El caso de la Hacienda El Terengo en La Barca, Jalisco. 1880-1930”, Tesis de Maestría en Economía, UNAM, 1998, pp. 134-222.

227 consideraciones que he querido guardarle como peón mío” .34 35Así, y por noticias que recibió de sus sirvientes desde años atrás, acuso a Irineo de haberle tomado de su rancho animales, leña, mazorcas y milpas enteras, así como de derribar mezquites sin su consentimiento durante el tiempo en que trabajó con él. Irineo era vecino del pueblo indígena de San Juan de la Laguna y no tuvo más que confesar la mayoría de esos robos pero se justificó al decir que lo hizo para socorrer sus necesidades, ya que si tumbó el mezquite, éste lo utilizó para el techo de su casa. Irineo sufrió la pena de un mes de obras públicas, una sanción que tal vez para Agapito Santos no pudo ser suficiente dadas las reiteradas acciones de Irineo; sin embargo, a consideración del juez de primera instancia de Lagos, en quien finalmente recayó la causa que de manera diligente atendió el juez de paz, se trataba de hurtos “insignificantes” que se atenuaban por “hallarse el arrestado en grande necesidad para el sustento de su familia”. No obstante, la causa demuestra cómo Agapito Santos se hizo del testimonio de algunos de sus trabajadores y vecinos propietarios para robustecer los malos antecedentes de Irineo. De semejante manera procedió en 1876 el labrador Manuel Parada, propietario del rancho del Fuerte, al ser informado por su mayordomo, Estanislao Hernández, de que Seferino Coronado había robado cinco rejas y unas enaguas de dentro de su finca. Para el labrador Parada, Seferino era un sirviente que apenas conocía, pues su mayordomo se había encargado de darle trabajo en vista de haberlo creído un hombre de bien. Por tanto, si se le declaró culpable del delito de robo con abuso de confianza, no era por la confianza que pudo haber recibido de Parada, sino en la que le depositó Estanislao, el mayordomo. Al final, Seferino fue absuelto de tales cargos por no haber existido las pruebas suficientes para inculparlo y gracias muy posiblemente a la defensa de Jacobo Romo, quien puso empeño en la debilidad de las mismas. En el fondo se trataba de propietarios modestos que utilizaron la justicia para controlar, atemorizar y reprender a sus trabajadores, un brazo que extendieron aún sobre aquellos que ya no dependían directamente de ellos pero que su presencia se volvió un malestar. Lo importante en este caso, también es reconocer o decodificar tales acciones de

34 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta criminal de oficio contra Irineo García por delito de hurto”, 1865, exp. 25325. 35 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Zeferino Ramírez, o Coronado por indicios de hurto con abuso de confianza”, 1876, caja 40, Exp. 56797, f. 5v.

228 aquellos hombres que estaban siendo objeto de ese control. Considerar que sus delitos no sólo implicaron necesidades domésticas (como lo hicieron saber para justiciar sus actos), sino que ocultaban agravios recibidos por sus antiguos patrones (malos tratos, despidos injustos o el cese de un derecho no escrito e interpenetrado en las mentes de la gente del medio rural jalisciense.36 37 Conforme los propietarios encontraban poca utilidad en la legislación local para controlar a su población trabajadora dado que muchos jueces atenuaban los delitos por razones de pobreza, poco a poco tal ineficacia legal fue tomada por algunos legisladores a tal grado que fue preciso incorporar agravantes en delitos cometidos en circunstancias domésticas y laborales. Uno de ellos fue el “abuso de confianza”, justo como el labrador Agapito Santos hizo hincapié en su denuncia contra su peón. El “abuso de confianza” dentro de los delitos de robo se consideró una circunstancia agravante, y por tal se volvió un arma de doble filo para los acusados, pues si algunos gozaron de toda la confianza por parte de sus patrones, esta condición se volvía completamente en su contra cuando algunas prendas, objetos o semovientes desaparecían. Justo en estos momentos se rompían aquellos vínculos paternalistas entre sirvientes y patrones, o bien, se refrendaban cuando los patrones tal vez sólo buscaban reprender a sus trabajadores. De cualquier manera, ciertas lealtades, protecciones y reciprocidades podían volcar en desconfianzas, injurias y denuncios sobre los sirvientes y trabajadores domésticos; se habría pues, rebasado el límite 37 de la confianza. Como se ha observado en el tercer capítulo, la legislación que giró en torno a la propiedad paulatinamente fue integrando medidas que buscaban defender la propiedad particular, no importando si eran bienes inmuebles o materiales. De hecho, Antonio Martínez de Castro consideró incluir esta circunstancia en el Código Penal de 1871 por ser

36 Sierra y Chenaut, “Los debates recientes y actuales en la antropología jurídica: Las corrientes anglosajonas”, Krotz (ed.), Antropología jurídica: perspectivas socioculturales en el estudio del derecho, México, UAM-Iztapalapa / Anthropos, 2002, p. 158. 37 Fabiola Bailón ha detallado bajo algunos estudios de caso, en específico judiciales, la manera en que varias servidoras domésticas de la ciudad de Oaxaca quedaron envueltas en delitos con la circunstancia agravante del “abuso de confianza”. Sin embargo, a manera de contrapelo reconoce que esa clase de causas judiciales no sólo demuestran lo que los amos explícitamente reclamaban de sus sirvientes, sino además que las acciones que éstos llevaron a cabo fueron una forma de resistencia o respuesta para resarcir un daño recibido en su dignidad y honradez por malos tratos y pagos incumplidos. Bailón, “Trabajadoras domésticas y sexuales en la ciudad de Oaxaca durante el Porfiriato: sobrevivencia, control y vida cotidiana”, Tesis de doctorado en Historia, El Colegio de México, 2012, p. 343.

229 un “delito especial”, o bien, de ser la consecuencia de otro igualmente grave: el robo; razón por la cual debían sancionarse uno seguido del otro. Recientemente se han aplicado en la historiografía mexicana modelos de interpretación que dan cuenta de la posible voluntad que algunos sectores sociales ejercieron para resistirse ante agravios y rupturas dentro de su economía moral, así como de algunas formas de resistencia que no implicaban necesariamente una confrontación directa, sino que lo hacían a través de acciones o discursos ocultos difíciles de codificar para quienes los subordinaban.38 39Estas formas de descontento comúnmente se dirigían contra un estado inequitativo de cosas y reconocidas a través de un conjunto de resistencias cotidianas, traducidas como robos, abigeos o ausentismos laborales, por ejemplo. Sin embargo, cuando estas expresiones de resistencia se volvieron recurrentes llamando la atención tanto de autoridades como de grupos de poder locales, éstos en conjunto crearon estrategias para sofocarlas a través de un endurecimiento de los aparatos de control, ya fuera mediante la creación de leyes o la declaración unilateral contra toda actividad que se asociara a ellas, y en la que desfilaban vagos, forasteros, ladrones, leñadores, jornaleros, arrieros, etc. Durante el mes de marzo de 1873 el joven Norberto Reyes, quien era alojado en “caridad” en casa de Rosalío Ricardo en la ciudad de Lagos, sustrajo de ella un par de zapatos que posteriormente empeñó. Norberto reconoció que hurtó los zapatos por necesidad que tuvo, aunque en la casa de Rosalío se le suministraban alimentos, esto era por el trabajo que realizaba dentro de ella. A decir de su propio defensor, Laureano Ramos, ese no era el modo de ejercer la “caridad”, pues de ser así le hubieran dado al menos un real por semana para que al menos cubriera sus necesidades. Pese a este argumento, Norberto recibió la pena de cuatro meses de obras públicas. No obstante, la reflexión que hizo el defensor infiere tal vez la causal por la que Norberto hurtó los zapatos: un agravio por no ser remunerado por el trabajo que realizaba. Un año después, Norberto fue nuevamente detenido, y pese a que se encontraba aparentemente ocupado en la venta de quiote, no se resistió en robar la clavera de un

38 Falcón, México descalzo. Estrategias de sobrevivencia frente a la modernidad liberal, México, Plaza y Janés, 2002; Scott, Weapons of the weak. Everyday forms of peasant resistance, New Heave, Yale University Press, 1985; Lopes, De costumbres y leyes. 39 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Causa seguida contra Norberto Reyes por hurto con abuso de confianza”, 1873, caja 1, exp. 46268.

230 artesano, al que precisamente le vendió un tlaco de quiote. Laureano Ramos volvió a hacerse cargo de su defensa y tomó un discurso que varios como él enarbolaron comúnmente en los juzgados del estado, condenando la “escasés de trabajos y la espantosa miseria” de su defendido que, para mantener a su familia, se vio en la necesidad de robar. Ante la confesión de Norberto, no tuvo más que solicitar la “clemencia” del juez de primera instancia para otorgarle la “pena más moderada” y evitar con ello la miseria de su familia con una rigurosa prisión. Al final, pesó más la reincidencia (y que ésta se haya presentado en tan poco tiempo) que el robo mismo, el cual no ascendió ni a un peso, circunstancia por la que el juez no condenó a seis meses de obras públicas. 40 Cabe mencionar que aunque para entonces ya se estaba aplicando el nuevo Código Penal en el Distrito Federal (1871), en el estado de Jalisco, como en gran parte del país, se continuaba aplicando tanto el derecho hispano antiguo (Novísima Recopilación y Siete Partidas) como las leyes nacionales que se creyeron más adecuadas para sancionar los delitos leves, como la ley de

Santa Anna de 6 de septiembre de 1843, la cual sostuvo que todo robo simple no mayor a cien pesos debería resolverse por un juez de primera instancia. Es posible afirmar que algunos defensores se encargaban, tal vez por su antipatía con las élites de su localidad, de remarcar una oposición entre patrones y sirvientes o entre propietarios y jornaleros errantes. Una reflexión a la que posiblemente llegaron debido no solo en su calidad de defensores de oficio, sino además a que creyeron que muchos propietarios faltaban a su compromiso humanitario y paternalista hacia la población que se sumergió en la pobreza y que ocasionalmente empleaban. Así también encontramos al defensor Laureano Ramos quien en 1873 vio por la suerte del gañán Juan Rocha, quien lazó un caballo por el camino de Jaramillo, mismo que era propiedad del agricultor Melesio Hernández, dueño del rancho de La Purísima, al extremo oriente del cantón de Lagos. Ese robo, confesó Rocha, “lo cometí por mi necesidad”. Para Laureano Ramos fue tan clara esa confesión que demostraba la mala organización de la sociedad, en donde los propietarios tuvieron todas las oportunidades y los hombres como Rocha no encontraron otra salida más que el delito:

Mientras los propietarios, avarientos con el sudor y el trabajo de los jornaleros, acumulan riquezas para tener los goces de la vida; los desgraciados, que venden su trabajo, no

40 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Norberto Reyes por hurto”, 1874, exp. 49777, f. 12v.

231 adquieren ni un mendrugo de pan qué comer, y si lo adquieren, es regado de lágrimas; y esto sucede diariamente en el siglo que se llama de filantropía y de humanidad [...]. Si las instituciones sociales han creado esa desigualdad monstruosa, preciso es confesar que en la democracia debe ponerse costo al orgullo de los ricos que quieren humillar a los pobres por

medio de la miseria.41 42

En varias causas que le tocó participar, Ramos intentó persuadir a los jurados con esa misma reflexión, a veces ignorando incluso la particularidad de cada detenido. Insistió en que los “pobres jornaleros” eran sacrificados por “los poderosos”, quienes en vez de retribuirles de manera “justa y debida” los abandonaban a su suerte para terminar en las cárceles. Así, lo vemos aparecer nuevamente en la defensa que hizo de los jornaleros Mariano Morado y Pioquinto Rosales, detenidos por el robo de unos burros que eran propiedad del labrador Ángel Tavera. En vista de que posiblemente Mariano y Pioquinto atentaron contra la propiedad de un “labrador” cuya única propiedad parecía eran los burros, dirigió un discurso sin la misma recriminación, al afirmar que sus defendidos cayeron en tal desgracia “por la mucha miseria que hay en todo el país”, razón por la cual que no contaron con el trabajo ni los recursos para vivir, “porque no encontrando otros medios de subsistir, finalmente los arrastra la miseria a cometer delitos tan infames y 42 miserables”. Los rancheros laguenses no sólo se preocupaban por el robo de sus animales tanto en los caminos como en los límites de sus propiedades, sino que además manifestaron alguna incertidumbre por los animales que adquirían, o bien, tomaban el riesgo de comprar mal habido en medio de un mercado de reses notablemente informal. El labrador Joaquín Gómez Portugal se vio sorprendido cuando en 1854, tras haber comisionado a uno de sus mozos para trasladar algunas reses a León, le retuvieron un burro por haber resultado robado y que hacía dos años compró a Florentino Arrona. Gómez Portugal creyó que el burro fue buen habido pues cuando lo compró, Arrona le presentó dos testigos que dieron fe de la propiedad. Por más que el labrador intentó reclamar esa propiedad, Arrona negó dicha

1 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta criminal contra Juan Rocha por abigeato”, 1873, caja 43, exp. 48053, f. 10. 42 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta criminal contra Mariano Morado y Pioquinto Rosales por hurto abigeo”, 1873, caja 62, exp. 48751, f. 11.

232 transacción.43 Pese a la pérdida que implicó para Gómez Portugal, el caso demuestra cómo el trasiego de reses, al menos en el norte de los Altos de Jalisco, implicó la participación de varios intermediarios cuyo giro económico estuvo caracterizado por la compraventa de reses, incluidas las robadas. Para desdicha de Gómez Portugal, desde años atrás el burro le fue robado a otro propietario de León, y que por efecto de robos y compraventas llegó a Lagos para terminar nuevamente en León; lugar desde donde las justicias locales de ambas localidades se articularon para dar con los responsables no sólo del robo de un burro, sino de un mercado informal que parecía ser incitado por el robo de animales. En los Altos de Jalisco, los labradores o rancheros laguenses cada vez contaron con leyes que protegían sus intereses o propiedades, como las leyes contra abigeos o el agravante por abusos de confianza; sin embargo, para hacerlas efectivas, muchos tuvieron que procurar su justicia coordinados entre vecinos y propietarios y con la diligente participación de alcaldes y comisarios. El robo de ganados entre muchos de ellos desencadenó otra preocupación, ya que no sólo se cuidaban de que propios y extraños extrajeran sus semovientes, sino además de comprar ganados que fueron tomados de las fincas de algunos de sus vecinos.

V.III La familia Sanromán frente a los derechos consuetudinarios

La región de Lagos de Moreno fue el espacio idóneo para que algunas familias extendieran redes económicas y políticas desde el periodo colonial, pues como supone Celina Becerra, al haberse afincado en tierras que no merecían la importancia de otras ciudades como las de Guadalajara o México, pudieron extender un capital político sin altos costos, ya que muchos de los oficios que se vendieron y remataron quedaron muy accesibles para ellos.44 Así, encontramos a importantes familias productoras y exportadoras de ganado vincularse políticamente con los gobiernos locales (espiritual y temporal) ya fuera como alcaldes provinciales u ordinarios, o bien, como fiadores, tenientes y curas párrocos. De esa manera podemos encontrar a la familia Sanromán destacarse desde el siglo XVII al lado de otras familias como los Rincón Gallardo, dueños de Ciénega de Mata y otras propiedades

43 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Actas criminal contra José Ma. Parada por complicidad en el hurto de Florentino Arrona”, 1854, exp. 13301. 44 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, pp. 387-388.

233 alteñas; los Gómez Portugal, dueños de la Estancia Grande, al norte de Santa María de los

Lagos;45 o la familia Martín del Campo, estancieros en Teocaltiche y Lagos.46 Lamentablemente en los resultados de las recientes investigaciones poco se sabe aún de los giros ganaderos de la familia Sanromán, no obstante, se pueden reconocer algunos indicios de su vinculación con los poderes locales, justo como lo hicieron otras familias. De esta manera es como vemos, por ejemplo, a finales del siglo XVII al capitán Sebastián de Sanromán de la Cueva, quien a la vez de haber sido criador de ganado, también fue alcalde ordinario en varias ocasiones, procurador y fiador del que igualmente fuera alcalde ordinario: Felipe de Otaduy. Este último papel de Sebastián de Sanromán nos habla de la influyente posición que desde entonces operaba la familia en la región, pues al haber fungido como fiador ya nos permite imaginar el capital económico que extendieron tanto como para financiar y garantizar una administración política.47 48 Asimismo, durante el siglo XVIII los Sanromán se mantuvieron administrando políticamente sobre su región, situación que aprovechó la descendencia de otra rama de esa familia: los hermanos Juan Manuel y Andrés González de Sanromán, ambos hijos de Fulgencio González de Rubalcaba, quien a inicios del siglo XVIII se desempeñó como juez ordinario de primer voto. Juan Manuel y Andrés se mantuvieron en esa línea, pues mientras el primero fingió como alférez real, el segundo lo hizo como alcalde provincial. Como solía suceder, el acceso a tales oficios fue muchas veces a través de remates y compras, algo que en poblaciones pequeñas como Lagos brindó facilidades a las élites locales para permanecer en el poder. Los Sanromán aprovecharon esas estrategias al encontrarnos en 1730 a José Sanromán como regidor en cargo rematado por 200 pesos, o a Juan Manuel González Sanromán con el cargo de alférez real durante 1765 por 150 pesos. Ese mismo año el hermano de este último, Andrés, pagó 100 pesos por el oficio de alcalde de hermandad.49 Pese a que en la investigación de Celina Becerra se señala que algunos integrantes de la familia Sanromán destacaron como importantes criadores de ganado, no se les

45 Cruz Lira, Vecinos de casa poblada. Los Gómez Portugal de Santa María de los Lagos, 1563-1810, Lagos de Moreno, Universidad de Guadalajara-CULagos, 2014, pp. 139-170. 46 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, pp. 170-182. 47 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, p. 297. 48 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, p. 346. 49 Becerra Jiménez, Gobierno, justicia e instituciones, pp. 363, 265 y 387.

234 establece ningún vínculo con una finca en particular. Y esta dificultad también se puede encontrar en otros documentos de fechas posteriores. No obstante, ha sido posible identificar que el mismo Andrés González de Sanromán hizo postura por la hacienda de San Antonio de la Garza, transacción en que su hermano, el bachiller Juan José González de Sanromán, fungió como su apoderado. 50 Otro caso similar nos remite a Francisco Sanromán quien, como se ha mencionado, en 1803 hizo postura para realizar las corridas de toros en el marco de las fiestas patronales de la villa de Lagos. En dicha postura tampoco aparece como propietario de alguna finca o estancia específica, lo cual hace suponer que, si fue el mejor postor que hubo, al menos estuvo entre los pocos estancieros que pudieron financiar un ciclo de corridas tanto con bestias como con dinero suficiente para rehabilitar la plaza de toros. Efectivamente, Francisco Sanromán fue propietario de medio sitio de la hacienda de San José de Ávalos (o Lo de Ávalos), y la otra mitad quedó en poder de su hermano el bachiller Toribio Sanromán, quienes a finales del siglo XVIII se disputaron tanto el dominio de esas tierras como sus siembras y crías de ganado.51 5253 No obstante, al verlos incursionar a inicios del siglo XIX en el poder espiritual laguense, encontramos que administraban importantes fincas. De hecho, el padre de Agustín Rivera y Sanromán, Pedro Rivera, apenas si pudo introducir a su hijo a la carrera eclesiástica, pues a mediados del siglo XIX quebró después de haber administrado, en sociedad con Pablo Serrano, la Estancia Grande. También arrendó la hacienda de La Labor, la cual posteriormente pasó a manos de su prima Leonor Sanromán. Incluso la abuela materna de Agustín Rivera, María Francisca de los Santos Padilla, viuda de Sanromán, ya figuraba como propietaria de la hacienda de Lo de Ávalos, mujer quien finalmente patrocinó su carrera eclesiástica. Durante los primeros años del siglo XIX la familia Sanromán se distinguió por su postura contrainsurgente, entre quienes estaban la madre de Agustín Rivera, María Eustaquia Josefa de Jesús Sanromán, y los hermanos de ésta: Juan

Nepomuceno, José Antonio, José Ignacio y Urbano Sanromán.54

50 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 1, exp. 1780. 51 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 1, exp. 1785. 52 Muñoz Moreno, Rasgos biográficos del Señor Dr. D. Agustín Rivera y Sanromán, Lagos de Moreno, Imprenta de López Arce, 1906, pp. 16-17. 53 Sergio López Mena, “Prólogo”, en Agustín Rivera, Cartas sobre Roma. Visitada en la primavera de1867, México, UNAM, 2015, pp. 8, 11. 54 López Mena, “Prólogo” p. 9.

235 Aparentemente Agustín Rivera, al acercarse a las letras, 55 se alejó de los giros comerciales de su familia, no así sus antecesores y también sacerdotes Cástulo y Clemente

Sanromán, ambos hijos de José María Sanromán y Francisca Padilla.56 57Clemente era el mayor, y desde 1840 se tiene registro que fungió como capellán del convento de las Capuchinas, y en algunas ocasiones como cura interino de la parroquia de Lagos. Cástulo, por su parte, también se desempeñó como capellán de las Capuchinas; sin embargo, en abril de 1860 solicitó licencia para abandonar la ciudad ante el temor de que arribaran las fuerzas de algunos bandidos, como las del coronel Agapito Gómez, quien a mediados de 1860 irrumpió en San Juan de los Lagos, San Miguel el Alto y Lagos. De acuerdo con Mariano Azuela, los hermanos Cástulo y Clemente representaron a la fracción más acaudalada de la familia Sanromán. Clemente fue el integrante de la familia que dio “más lustre al apellido” al haber acogido la carrera eclesiástica hasta llegar a ser catedrático en el Seminario de Guadalajara, integrante del Cabildo Eclesiástico y propietario del periódico conservado El Error. Sin embargo, la fracción más desventurada fue la del mismo Pedro Rivera, padre de Agustín Rivera, quien cayó en la quiebra. De acuerdo con Azuela, no sólo esta circunstancia dividió a los Sanromán, pues también los separaron sus afectos políticos:

Parece que a los Sanromanes ricos no les simpatizaron gran cosa sus parientes pobres y vieron con espanto a los liberales. Por lo que el padre Rivera un bien día le amputó lo

Sanromán a su apellido.58

A tan sólo algunos meses de haberse puesto en marcha las leyes de desamortización, la actitud de algunas autoridades civiles se tornó conflictiva con los eclesiásticos locales, y quienes más se mostraban de esa manera eran los jefes políticos, autoridades que guardaban escasos o nulos vínculos y compromisos con las jerarquías locales en tanto representantes directos del gobernador. De esta manera, durante el mes de julio de 1857 encontramos a

55 Se puede ver la inquietud que tuvo Agustín Rivera por abrazar y conocer lecturas prohibidas al solicitarle licencia en reiteradas ocasiones a la Mitra, lo cual no consiguió sino hasta 1870. AHAG, Gobierno, Parroquias, caja 6, exps. 1870-1880. 56 AHAG, Gobierno, Sacerdotes, caja 80, exps. 9 y 10. 57 Olveda, Con el Jesús en la boca. Los bandidos de los Altos de Jalisco, Lagos de Moreno, Universidad de Guadalajara, 2003, p. 53. 58 Azuela, “El padre don Agustín Rivera”, en Obras Completas, t. III, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 426.

236 Cástulo Sanromán de alguna manera presionado por el jefe político de Lagos, Emilio Rey, quien le solicitó iluminar durante las noches del 30 y 31 de julio el frontispicio del convento de las Capuchinas, del cual fue capellán, así como enarbolar el pabellón o estandarte nacional en honor al natalicio de Ignacio Comonfort, personaje que, agregó el jefe político, es distinguido “por la elocuencia con que ha tratado a sus enemigos vencidos” .59 Emilio Rey le comunicó que era una obligación participar en tales festividades cívicas, dado que él como su Ilustrísimo Prelado estaban sujetos a las resoluciones supremas “como miembros de una Nación regida por ellas”; a más de que los inmuebles eclesiásticos, en tanto edificios públicos, por ley estaban sujetos a formar parte de las festividades. Sanromán le presentó varias evasivas pues así como ignoraba la ley que se citaba, le advirtió que no podía tomar semejante decisión sin la autorización del obispo, no queriendo decir con ello que desconociera el poder civil:

Siempre me he considerado con un grave deber de acatar y obedecer las leyes y demás disposiciones de la autoridad civil, aun después de haber sido ordenado sacerdote, por lo mismo que no por esto he dejado de ser Ciudadano, no en consecuencia he quedado libre del primer deber que tal carácter me impone. [...] V. S. sabe con igual seguridad que yo, ser la eclesiástica la autoridad a que esté sujeto, cuando bajo él solo he recibido de nuestro

Ilmo. Prelado la Iglesia de estas Capuchinas, sujeta a la misma.60

Evidentemente el conflicto que se presentó entre Cástulo Sanromán y el jefe político de Lagos formó parte del intrincado proceso de desamortización de bienes corporativos que se vivió en varios pueblos, un proceso que continuó con la nacionalización de bienes eclesiásticos de 1869, fecha en que para entonces fueron exclaustradas las monjas del convento de las Capuchinas, recinto que administraban los Sanromán. Por tanto, el impulso que tuvieron las festividades cívicas por encima de las religiosas se observan como el preámbulo de las actitudes que algunas autoridades civiles tomaron frente al clero local. Esto, por supuesto, no descarta que durante este proceso algunas autoridades que estaban por debajo del jefe político mantuvieran una usual consideración hacia el clero local por más que se condujeran por la vía civil. Ese era el caso de los prefectos políticos, quienes

59 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 4, exp. 1857. 60 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 4, exp. 1857, f. 2.

237 mantuvieron un diálogo cercano y solícito con la Iglesia. Por ejemplo, durante el segundo imperio el prefecto de Lagos, el coronel Santiago Aguilar, se dirigió al arzobispo para que le cediera el edificio contiguo a la iglesia del Rosario y levantar un establecimiento de beneficencia. En su petición aprovechó para enumerar los males causados por los anteriores gobiernos, evidentemente con el fin de persuadirlo y generar una empatía por su causa común contra el “yugo demagógico”, pues antes de la llegada de Maximiliano

[fueron] talados los campos, incendiados los hogares, agotadas las mieses, destruidos los ganados, y arruinados en fin, los propietarios; los infelices trabajadores, que no tienen más caudal que sus brazos, emigran de las haciendas y ranchos a las grandes poblaciones, en

donde por falta de trabajo, mendigan la subsistencia.61

Otro caso se presentó en 1866, cuando el prefecto político ordenó a todos los serenos sacar de sus casas a los sacerdotes más inmediatos para que proporcionaran los últimos sacramentos a los fieles de Lagos, pues hubo casos en que morían sin recibirlos. Esto desató un “caso ruidoso” pues uno de los ministros se negó a asistir a un enfermo; sin embargo, no fue tanto por desconocer las órdenes de una autoridad civil, sino que esas funciones no le estaban concedidas temporalmente. Ante tal incidente, el cura párroco de Lagos, Miguel Colmenero, se vio obligado a diseñar un cuadrante o calendario para que dicho prefecto y fieles supieran identificar a los eclesiásticos que podían brindar esos servicios, mismos que se asignaban por semanas.62 Por tanto, el caso pudiera demostrarnos cómo las autoridades civiles a nivel local, con el poder que les impelían las leyes y con el fin de mantener el bienestar público, encontraban que éste también aún debía ser proporcionado por el clero. Una circunstancia que paulatinamente las leyes de reforma buscaban disolver. Así, en medio de los cambios que se presentaban a raíz de las leyes de reforma, podemos encontrar cómo esas autoridades medias quedaron obligadas a aplicarlas, a veces

61 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 5, exp. 1864. Cabe recordar que, por otro lado, Santiago Aguilar también fue beneficiado por el ayuntamiento de Lagos el cual le puso en venta una fracción del cerro de San Miguel, acción que reclamaron los indígenas de San Juan de la Laguna. 62 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 5, exp. 1865-69.

238 en su contra y otras con plena convicción.63 Lo cual no quería decir que se desprendieran fácilmente de sus acostumbradas preferencias religiosas, sino que daban cuenta que sus funciones poco a poco estaban ya por encima del poder eclesiástico. De esta manera tal vez se condujo el entonces alcalde de Lagos, Primitivo Serrano, al pretender adquirir en 1869 una fracción del convento de la Merced para fabricar ya fuera la cárcel pública del cantón o un mercado. Una decisión que no fue de total agrado del cura párroco Colmenero, ya que la propiedad originalmente se destinaba a la beneficencia como parte que era del Hospital.64 En todo caso, la sociedad ranchera de Lagos no vio un cambio serio con las reformas venidas de fuera; antes bien, se dirigieron con singular vehemencia al arzobispo para manifestarle los beneficios recibidos por el Señor al haber “fertilizado nuestros campos, aumentado nuestros ganados, dándonos abundantes cosechas, y otros muchos bienes” . 65 En tal agradecimiento se unieron algunos vecinos de los ranchos aledaños a Lagos, entre ellos, la familia Sanromán como propietarios de Lo de Ávalos, como su finca más importante. El fin de dicha comunicación llevó una petición: licencia para levantar

“una capilla al Dios de las naciones” .66 A través de un informe que rindió Clemente Sanromán en 1866 sobre el diezmo que debían pagar por los frutos producidos en las fincas de sus hermanos Cástulo y Mariquita, es como también podemos darnos cuenta de las propiedades que los Sanromán extendieron en el cantón de Lagos. De esta manera es como encontramos que en los terrenos El Vallado, San Francisco, Portugalejo, El Salto de Zurita, Jaramillo, La Galera, San Marcos y La Labor tenían plantas de trigo, calabaza y maíz, semillas de cebada y frijol, y algunas cabezas de ganado menor y mayor, entre becerros, mulas y caballos (ver Mapa 3). Por todo lo cual pagaron poco más de 157 pesos.67 Tras la muerte de Clemente en 1873, su hermano, Teófilo Sanromán, apareció como su albacea y heredero, y en 1875 se puso al corriente con

63 Por ejemplo, en mayo de 1867, el párroco de Lagos lamentó las nuevas acciones de la autoridad política al informarle que la inspección de los camposantos y panteones de la ciudad ya quedaría bajo su control. AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 5, exp. 1865-69. 64 Esta pretensión de Serrano tal vez tuvo repercusiones algunos años después, cuando tuvo la intención de contraer matrimonio. El párroco Colmenero inició las diligencias para dar con cualquier impedimento y, efectivamente, encontró que él y su familia adeudaban el pago del diezmo sobre fincas que habían adquirido. AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, exp. 1870-80. 65 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 5, exp. 1865. 66 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 5, exp. 1865. 67 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, exp. 1866.

239 los pagos del diezmo por los frutos de su hacienda Lo de Ávalos.68 No obstante, de acuerdo con el cura de Lagos, Miguel Colmenero, todavía existían algunos morosos que seguramente se resistían porque siguieron las ideas reformistas, eran “propietarios de las mejores fincas de campo que hay en la comprensión de este Distrito”. Entre ellos se encontraban los hermanos Camilo, Jesús María y Pascasio Anaya, siendo el primero de éstos presidente municipal de Lagos (1869) y posteriormente jefe político del cantón (1874); así como los hermanos Cipriano, Espiridión y Eutinio Moreno, propietarios de los ranchos de San Cayetano y El Capulín. Así, a partir de 1870 Teófilo Sanromán se situó al frente de la mayoría de los bienes y fincas rústicas atribuidos a la familia Sanromán, especialmente por lo que heredó de sus hermanos Clemente y Cástulo. Posiblemente era tal su prestigio dentro y fuera de la ciudad que en 1880 estuvo a punto de caer en manos de una partida de plagiarios que, “a la sombra de los soldados”, se encontraban en la ciudad de Lagos. Sus intenciones fueron reprimidas por el jefe político, quien logró desarticularla matando a dos de sus integrantes.69 A él justo tocó, en el desarrollo de esta investigación, lidiar con las prácticas que amenazaban los linderos de sus propiedad, especialmente en Lo de Ávalos. Evidentemente esto lo hizo a través de sus sirvientes, quienes en una aparente dependencia por razones paternalistas, vigilaron las acciones de cualquier sospechoso que buscara sacar provecho de los frutos y semovientes que albergaban sus tierras.

Los abigeos y las formas de justicia local

Lo que se destaca en el presente apartado es que, durante la segunda mitad del siglo XIX, entre la población del cantón de Lagos, si bien se presentaron algunos conflictos entre poblaciones vecinas, no tuvieron el mismo peso que el de otras regiones en donde la voluntad y resistencia de los pueblos indios, por ejemplo, fue mayúscula, o a lo menos más evidente. Así, en esta sociedad, movida al ritmo de sus rancheros, parecía que los conflictos

68 Incluso en 1882 otorgó un donativo a la parroquia para hacer arreglos en el atrio del Santuario, así como para la compra de varios ornamentos para la iglesia del Calvario, y otros donativos en cumplimiento de la voluntad de su esposa Concepción Zermeño de Sanromán. AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 7, exp. 1881-1882. 69 BNLB, Manuscritos, Ignacio Vallarta papers, Correspondencia, caja 1, carp. 34.

240 y los agravios estaban mucho más individualizados, en donde los derechos que antes se defendieron y gozaron en común, ahora difícilmente persistirían en lo individual. Como lo han detallado ya varias investigaciones, en las últimas décadas del siglo XIX el campo mexicano experimentó distintos usos a la propiedad, y la que se ejerció de manera individual acudió el uso de alambradas y deslindes visibles, pese a que al hacerlo se obstruyeran caminos, aguas o montes de uso común. Con esto, también quiero dirigir la atención hacia la propiedad de bienes u objetos que para algunos pobladores del campo jalisciense, a sabiendas posible e implícitamente de lo que no era suyo por fuerza tenía que ser de otros, parecían que formaban parte de un entorno del cual se pudo disponer a voluntad y por necesidad, siendo esta última la única manera legítima para hacerlo mediante solicitudes que de manera oral o escrita concedían los dueños. En octubre de 1875, el congreso del estado de Jalisco emitió el decreto 449, relativo al cerramiento de terrenos pertenecientes a dominio particular, el cual no se descarta haya sido presentado a moción del entonces gobernador Jesús L. Camarena, cuya familia desde tiempo atrás así como guardaba varios intereses sobre bienes raíces por varios puntos del estado, al igual desempeñó importantes cargos dentro la vida política local. De hecho, fungió como apoderado de su hermano Pedro en el litigio que mantuvo con los indígenas de Ahualulco sobre la propiedad de la hacienda de la Cofradía. Sobre la familia Camarena volveré en el siguiente capítulo sobre todo por los fuertes intereses que mantuvieron sobre esa región, pero lo que es debido destacar desde ahora es que la administración de Jesús L. Camarena al frente del gobierno pudo haber sido coyuntural para que se aplicara un decreto semejante.

El decreto 449 se remitió a una resolución de las Cortes españolas del 8 de junio de 1813, la cual estableció el acotamiento y cierre de todas las dehesas, heredades y demás tierras que se encontrasen en dominio particular, siempre y cuando no obstruyeran los caminos públicos y servidumbres legítimamente constituidas. El decreto de la legislatura local iba en el mismo sentido, pues aunque demostró una protección de los caminos 7071

70 Barriera, “Derechos, justicia y territorio: asignación de derechos sobre ganado cimarrón en la justicia ordinaria santafesina (Gobernación del Río de la Plata, siglo XVII)”, en Conte y Madero (eds.), Entre hecho y derecho: tener, poseer, usar, en perspectiva histórica, Buenos Aires, Manantial, 2010, pp.135-154; Cochet, Alambradas en la sierra. 71 Como su padre, Jesús Camarena, quien así como fue propietario de algunas fincas rústicas en Etzatlán y Ahualulco, también destacó como gobernador y legislador del estado a mediados del siglo XIX.

241 públicos, si algún propietario los obstruía con algunas servidumbres tenían la posibilidad de acreditar la obstrucción aún sin contar con algún contrato escrito, sólo bastaría justificarlo legítimamente “en la forma que previenen las leyes”. El decreto estaba redactado de tal manera que algunos propietarios podían mantener la obstrucción de algunos caminos como una medida de seguridad; sin embargo, no debían impedir el tránsito sobre ellos. Así, se intentó legalizar una práctica que incluso ya era común sobre los caminos reales durante el periodo colonial, pues en adelante obligaba a los propietarios a establecer sus servidumbres por “escrito formal público o privado”. En una segunda parte se expresó las facultades que los propietarios, “por el goce de sus derechos”, podían ejercer sobre sus fincas, al grado de poder aprehender y destinar a las autoridades más próximas a todo aquel que se introdujera sin su autorización, y a quienes dañaran o robaran sus aguas, pastos, árboles y ganado. De esa manera, aunque se declaraba el mantenimiento de los caminos públicos aún cuando se encontraran o cruzaran las servidumbres de algunos particulares, eso no quiso decir que su paso fuera libre, pues todo transeúnte debía solicitar la autorización de los propietarios, especialmente aquellos que introducían ganados o quienes querían sacar provecho de frutos y maderas. Por tanto, lo que demuestra este decreto es que los propietarios, al ver por sus propios intereses, también lo hicieron por los del municipio al que estaban sujetos. Así, si el ganado producía daños sobre el camino público, el municipio aplicaría la multa correspondiente: 1 2 centavos y medio por cada cabeza de ganado menor y 20 centavos por cada de ganado mayor. Pero si los perjuicios fueran sobre propiedad particular, la sanción sería estimada por un perito. No obstante, el municipio también vio por los intereses de los particulares cuando el tránsito sobre sus terrenos fuese sin su consentimiento y sin “una causa de necesidad justificable”:

Si el terreno estuviera abierto, incurrirán en una multa de $2 o dos días de reclusión; si

estuviera cerrado y se salvare alguna cerca o vallado, la multa será de $ 1 0 o diez días de reclusión y si se rompieren algunas cercas o se hiciere otro acto de violencia semejante, se

incurrirán en una multa de $ 2 0 o de veinte días de reclusión.72 7374

72 Colección de los decretos, t. VI, 2a serie, p. 164. 73 García Martínez, “El patrimonio cultural de las cañadas reales en México”, en Sigaut (ed.), Espacios y Patrimonios, Murcia, Universidad de Murcia, Servicio de Publicaciones, 2009, pp. 29-39. 74 Colección de los decretos, t. VI, 2a serie, p. 167.

242 En lo general, el decreto 449 operó en un contexto en que el bandidaje y las gavillas de plagiarios no dejaron de asolar regiones que contaban con una actividad económica ejemplar dentro del estado, donde los propietarios de fincas rústicas parecían sentir más esa inseguridad al ver amenazados sus bienes y sus familias. La región de los Altos de Jalisco fue un atractivo para esa clase de transgresores, y para la sociedad laguense un malestar cotidiano. Asimismo, esta región vivió la incursión de algunos militares rebeldes y “bandidos liberales” que mantuvieron con incertidumbre al clero y las élites. Por ejemplo, en 1874 el jefe políticos de Lagos, Camilo Anaya informó a Ignacio L. Vallarta, gobernador del estado, sobre el control que se tuvo sobre las gavillas de casi cien hombres que operaban en Teocaltiche; sin embargo, para tranquilidad de Vallarta, le aseguró que la gavilla no era de “carácter político”. En otra misiva de abril de 1874, le informó que, aunque se eliminaron las cuadrillas de bandidos, éstos de diseminaron moviéndose “de uno o dos en todas direcciones” y sin dejar de robar animales. Afirmó que con esos bandidos sueltos, la propiedad “de los pobres rancheros” era amenazada en todos los sentidos, una “clase desgraciada” a la que no se le brindaba nada y sólo se le exigían impuestos. Así la manera en que operaban:

Se encuentra uno de aquellos dentro de las propiedades; se reconviene y alega, o un extravío de camino, o que ha querido acortarlo, y nada hay que hacerle. De esta manera se

imponen de los animales que hay.75

Vallarta estaba especialmente interesado en que se disolvieran y liquidaran las gavillas de bandidos, no sólo las que rondaban en los Altos, sino además los brotes religioneros que se desataron entre los límites de Michoacán y Jalisco. Casi desde cualquier rincón del estado contó con informantes de su entera confianza (jefes y prefectos políticos, militares, munícipes, recaudadores, en síntesis, gente de su círculo liberal), y a éstos les hizo la especial petición de rendir los informes más precisos. De esta manera, contó con los informes de Juan Llano, por quien supo que en Lagos no cesaban los “movimientos revolucionarios” tras la aparición de dos gavillas, una en La Unión y otra en Ojuelos. En Lagos era tal el sentimiento de inseguridad de la gente que se reclamó una autoridad

75 BNLB, Manuscritos, Ignacio Vallarta papers, Correspondencia, caja 1, carp. 13.

243 política más enérgica. Le preocupaba sobretodo ver a mucha gente sospechosa tratando de comprar armas.76 77Con la misma disposición lo mantuvo al tanto el prefecto político de San Juan de los Lagos, Antonio Lejarazu, quien para evitar sucesos como los de Teocaltiche, formó una escolta de vecinos para custodiar la diligencia. Por lo demás, le aseguró estar persiguiendo a los malhechores, y como muestra le remitió algunas de las actas criminales que se levantaron en su jefatura.77 Interesa resaltar que al final de la comunicación de Anaya a Vallarta, aquél aprovechó para recomendarle, si no adoptar el código civil de la ciudad de México, al menos establecer las disposiciones relacionadas con las servidumbres legales y forzosas en beneficio de la agricultura y la industria. Le insistió que eso era de tal emergencia pues había aguas que no se podían aprovechar, dado que para entrar a ellas había que pasar por terrenos ajenos. Al año siguiente, como es visto, apareció el decreto 449 que atendió esa materia. El jefe político Anaya era propietario de la hacienda de Moya, y como sus vecinos labradores, tuvo interés en establecer un mayor ambiente de seguridad. Asimismo, no quedó exento de padecer algunos hurtos por parte de sus empleados o de alguno que otro jornalero atraído por sus animales, frutos y maderas. Por ejemplo, en 1874 fue informado por su velador de que había sido aprehendido Martín Vázquez por haber tomado de uno de sus terrenos algo de leña y calabaza. Anaya no estaba muy bien enterado de los hechos, no obstante indicó que lo robado representaba “una friolera” y por tal ni siquiera podía comprobar que fuera de su propiedad. Anaya perdonó la injuria y en posible manifestación de su espíritu paternalista, consideró que ese tipo de “raterías” solo deberían castigarse con una ligera pena correccional. Tal vez esta opinión resultó consistente al juez de letras que resolvió que Vázquez ya había compurgado su delito por el tiempo que llevaba detenido

(tres días).78 Pero cuando se trataba de animales, Anaya desplegó una coordinada persecución contra los abigeos a través de los directores políticos y los alcaldes, no solo del cantón de Lagos, sino del vecino estado de Guanajuato. Ese mismo año presionó al alcalde de San Francisco del Rincón (Guanajuato) para que capturaran a Jesús Ornelas, quien era

76 BNLB, Manuscritos, Ignacio Vallarta papers, Correspondencia, caja 6, carp. 23. 77 BNLB, Manuscritos, Ignacio Vallarta papers, Correspondencia, caja 6, carp. 19. 78 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Acta contra Martín Vázquez por hurto”, 1874, caja 83, exp. 51920.

244 sospechoso por el robo de animales que hizo al labrador Constantino Castro, vecino del racho del Zapote (Lagos). A través de la intervención de varias autoridades judiciales y municipales se supo que Ornelas se hizo de los servicios de un arriero para trasladar cinco vacas hasta el punto de Romita, a inmediaciones de Silao, lugar donde finalmente fueron vendidas a un matancero. La causa inició justamente cuando Constantino Castro se trasladó a Romita y pudo constatar (a través de la identificación de su fierro) que sus vacas estaban en poder del matancero. Para fortuna de Ornelas, y en vista de que hurtó las vacas antes del 16 de mayo de 1873 (es decir, del decreto 350 relativo al delito de abigeato con la que hubiera alcanzado una pena de hasta un año de prisión), debió ser sancionado por la ley nacional de 6 de septiembre de 1843, por la que fue merecedor de dos años de obras públicas.79 80 8182 La apropiación ilegal de ganados, o abigeato, fue una práctica que se persiguió en Jalisco a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, ¿qué tan significativo pudo ser la instauración y definición legal de este delito? ¿Existió una verdadera correlación entre la producción pecuaria con la radicalización de las leyes que lo persiguieron? El caso estudiado por María Aparecida Lopes para el territorio de Chihuahua ha demostrado que el desarrollo de la ganadería a nivel local gozó de un estable mercado, el cual posiblemente fue afectado por los recurrentes robos de ganado al extremo necesario de sancionar tales prácticas✓ con penas más - severas. 81 A nivel municipal podemos dar cuenta de que la sociedad laguense no toleraba estas prácticas, o bien, parecía que ya no sintió la libertad de dejar sus ganados agostar libremente. Si revisamos el reglamento de policía de Guadalajara de 1881, encontramos que éste se dedicó más a circunstancias típicas de un entorno urbano, en donde se atendieron problemas como la higiene en las calles y mercados, la persecución de vagos y presuntos ladrones, el control sobre billares y casas de juego, o el debido control sobre sirvientes y criados que estaban al servicio de las familias tapatías. Pero si comparamos las materias de este reglamento con el de Lagos de ese mismo año, las circunstancias que en él se

79 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Jesús Ornelas, hurto”, 1874, caja 83, exp. 51931. 80 Colección de los decretos, t. V, 2a. serie, pp. 222-224; Dublán y Lozano, Legislación mexicana, t. 4, p. 564. 81 Lopes, De costumbres y leyes. 82 Reglamento de Policía del primer cantón de Jalisco. Aprobado por el Ejecutivo del estado en 3 de agosto de 1863, Guadalajara, Tip. de Echeverría, 1881.

245 expresan nos remiten a lo que tal vez también fue un paisaje de la vida cotidiana, muy estrecha en su relación con el campo y los animales. El reglamento, como muchos de su tipo durante el siglo XIX, fue una combinación de disposiciones que buscaron, por un lado, el orden y la seguridad públicos y, por el otro, el aseo, la higiene y el ornato; capítulos en los que justo se encontraba subdividido el reglamento de policía de Lagos, cuyos primeros artículos definieron las funciones de los empleados. La policía estuvo constituida por oficiales diurnos y nocturnos que quedaron sujetos a un comisario de cuartel. Una de las principales atribuciones de este cuerpo de seguridad era la persecución y aprehensión de “delincuentes” a quienes podía someter, introduciéndoles una esponja en la boca y atándolos cuando fueran conducidos a las jefaturas, esto para protegerse de “insultos y agresiones”. Para el cuidado de cada manzana los comisarios nombrarían un vigilante en quien precisamente se depositaba el mayor control sobre la población. En su calidad de auxiliares, se encargaban de proporcionar a los comisarios toda la información necesaria sobre el movimiento de los vecinos, dando cuenta de su “procedencia y modo de vivir”. En el caso de las “fincas de campo”, lo que más preocupaba era la identificación y persecución de “vagos y sospechosos”, medida que, como se abordó en el capítulo anterior, provenía desde 84 el Congreso del estado. En su artículo doce encontramos disposiciones que nos hacen imaginar las condiciones particulares que encerraba una ciudad como Lagos, cuyo centro ya parecía desarrollar necesidades y problemas urbanos (pues se asignó un comisario para cada uno de los ocho cuarteles de la ciudad), y con una periferia inmediata que todavía dejaba ver un paisaje rodeado de fincas rústicas y campos abiertos de donde los ganados entraban y salían. Por tanto, el artículo advirtió que su aplicación iba de acuerdo con el decreto 449 de la legislatura local, el cual trató sobre “acotamientos y cerramientos de terrenos particulares”. De esa manera, el artículo intentó proteger la propiedad privada al 838485

83 Reglamento de Policía de la municipalidad de Lagos, Lagos, Antigua Imprenta de Aleriano, 1881. 84 A los pocos años (1886) el ayuntamiento de Lagos emitió un reglamento de cargadores en el que reflejó su preocupación por organizarlos y reconocerlos pues, así como se les identificaba con un escudo metálico colgado en el pecho, quien se registrara como tal estaba obligado a prestar ese servicio sin la posibilidad de alegar ese nombramiento. Asimismo se les exigía conducirse, frente a sus clientes, con total decoro y “sin emplear jamás palabras insolentes ni obscenas”, absteniéndose también de practicar “toda clase de juegos de manos en las calles”. AHML, “Reglamento de cargadores. Marzo 29 de 1886”. 85 Colección de los decretos, t. VI, 2a serie, p. 164.

246 aprehender a aquellos que atravesaran “los terrenos o potreros de campo”. Es importante destacar que en medio de esa frontera urbana-rural que implícitamente estableció el reglamento, al cuidado de esa franja situó a los comisarios foráneos, quienes debían evitar cualquier clase de diversiones ilícitas (como las peleas de gallos y carreras de caballos) e impedir el degüello de reses, cerdos y carneros “sin que las personas que ejercen este giro justifiquen la adquisición legal de dichos animales” (art. 15). Asimismo, para evitar cualquier posesión ilegal de ganados se estableció que todo animal mostrenco y sin aparente dueño, debía ser depositado en el ayuntamiento. En posteriores artículos se puede observar la coordinación que se intentó establecer entre los jefes políticos y los comisarios de policía que cumplieran con este reglamento, pues éstos debían presentar en las jefaturas políticas a toda persona que detuvieran, especialmente a integrantes de gavillas de malhechores y a las personas sospechosas “que transiten con animales, y que por no acreditar la legal adquisición de ellos, infundan temores de haber sido robados” (art. 18). El reglamento frecuentemente hizo referencia sobre el cuidado y movimiento de animales, reflejo del vínculo que por entonces la sociedad tuvo con las prácticas ecuestres y con el consumo de sus carnes. Por ejemplo, prohibió que las personas que montaran a caballo, galoparan de un modo inconveniente que pudiera provocar accidentes. Asimismo, se les exigió a las personas que introducían a la ciudad animales feroces, transportarlos con todas las seguridades. El segundo rubro de salubridad y ornato trajo nuevamente el tema de los animales, sobre todo por los desechos e inmundicias que solían dejar a su paso por la ciudad o en los campos en que permanecían. Razón por la cual se estableció que las zahúrdas de cerdos fueran establecidas fuera del radio del alumbrado público, de lo contrario, los contraventores obtendrían la pena de cinco a veinticinco pesos de multa. Asimismo, el reglamento mantuvo disposiciones que en distintos municipios se aplicaron contra el tránsito de animales sueltos, especialmente cerdos. Es difícil imaginar a la sociedad rural del siglo XIX sin la compañía de esta clase de animales ya no tanto para la producción, el abastecimiento, o el consumo doméstico, ya que a veces simplemente representó un patrimonio modesto que podía resolver algún imprevisto económico. El cerdo fue una de aquellas bestias que por su extendido consumo popular tuvo un valor que osciló entre los dos o tres pesos (aproximadamente una semana de jornal de un peón de hacienda).

247 Asimismo, la porcofilia del México rural podía incluir, como lo ha detallado Marvin

Harris, “el sacrificio obligatorio de cerdos y su consumo en acontecimientos especiales” .86 8788 El cerdo fue una bestia que rápidamente se multiplicó en Nueva España desde el siglo XVI. Tan pronto se disparó su predominio por su fácil y bajo costo de reproducción, se desató su repudio a lo largo de varias ciudades que advirtieron su inmundicia y pestilencia.89 De acuerdo con la descripción de José Menéndez Valdés de finales del siglo XVIII, la cría y engorda de cerdos ya estaba muy extendida en la Intendencia de Guadalajara, particularmente en pueblos como Amatitán, Mascota, La Barca, La Encarnación, Nochistlán y Cuquío. El mismo Ernest Vigneaux, a su paso por las villas de Ahuacatlán y Etzatlán, muy cerca de Ahualulco, encontró la particular preferencia que se tenía por la posesión y el consumo de los puercos al advertir que los campos se encontraban repletos de ellos. Atraido por esa especie, refirió que muchos eran tan hábiles, musculosos y de las mejores proporciones que tenían la apariencia de jabalíes: “son rosados y limpios, como sus hermanos de los Pirineos que H. Taine dejó en el olvido; como ellos tienen dos ojos astutos y firmes, una nariz graciosa, y un hocico expresivo que pone fin a cualquier prejuicio” .90 Como sostiene Patricia Arias, la modernización que se estableció durante el porfiriato por varios puntos de Jalisco tras la extensión del ferrocarril, provocó que varios arrieros tuvieran buscar nuevas formas de subsistencia y otros, quizá, simplemente comenzaron a ejercerla de manera definitiva: la compraventa de gallinas y puercos.91 Sobre estos “rancheadores” es muy posible que particulares y autoridades tuvieran especial atención en varios puntos del estado, particularmente en los Altos de Jalisco, región que se destacaba por la ganadería porcícola y avícola. Como sucedió con varios tratantes de

86 Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, Madrid, Alianza, 2010, p. 49. 87 Chevalier, La formación de los latifundios en México; Matesanz, “Introducción de la ganadería en Nueva España 1521-1535”, en Historia Mexicana, vil. XVI, núm. 4, (Apr. - Jun., 1965), pp. 533-566. 88 García Martínez, “Los primeros pasos del ganado en México”, en Relaciones, núm. 59, 1994, pp. 11-44. 89 Por ejemplo, durante la primera mitad del siglo XVI el ayuntamiento de la ciudad de México emitió varias disposiciones contra tales prácticas e impuso como pena la pérdida del quinto de la piara, e incluso llegó a establecer que cualquier persona que encontrara puercos sueltos en las calles, podía matarlos o quedarse con ellos. Poco tiempo después, y con un intento de ser más tolerantes con los productores porcinos, se les permitió sacarlos al campo solo antes del amanecer y después de la puesta. Matesanz, “Introducción de la ganadería en Nueva España”. 90 Vigneaux, Souvenirs., p. 322. Traducción propia. 91 Arias, “De recolectores a porcicultores: Cien años de ganadería porcina en Guanajuato, Jalisco y Michoacán”, en Thierry Linck (comp.), Agriculturas y campesinados de América Latina. Mutaciones y recomposiciones, México, Fondo de Cultura Económica / ORSTOM, 1994, p. 160.

248 carnes, la bonanza porcina pudo haber permitido que varios dedicados a ese ramo compraran o tomaran puercos ajenos, y por tanto ensanchar su propio comercio a expensas de algunos productores. Al ser un comercio de menor cuantía y de escasa o nula regulación, en pueblos y villas su consumo fue muy extendido ya fuera por medio de robo, trueque o compraventa. Puede sostenerse que el motor de esas economías locales muchas veces cayó en manos de mujeres que tuvieron la posibilidad de establecer un pequeño abasto de carne, el cual, incluso desde inicios del siglo XIX, se fue reconociendo con una actividad pecuaria femenina.92 93Por ejemplo, aunque entre los indígenas de Tuxpan la ganadería no fue una actividad de gran importancia, tuvieron inclinación por la cría de asnos y cerdos; sin embargo, el cuidado de estos últimos quedó a cargo de las mujeres que generalmente lo hacían en los corrales de las casas, pues en los campos causaban graves perjuicios sobre las siembras y semillas. Aunque fue un animal muy indispensable para la vida diaria que se criaba y mantenía sin grandes recursos (pues bastaba alimentarlo con maíz podrido y desechos domésticos), el cerdo fue causa “de muchas desvaniencias entre los indios, 93 cuando se mete en plantíos ajenos y los perjudica”. Ya fuera por amor u odio a los puercos, la sociedad jalisciense del siglo XIX comprendió su valor útil y económico, y para corroborarlo bien valdría recordar algunas de las sátiras consejas del alcalde de Lagos que reunió Alfonso de Alba a través de la tradición oral, en donde se decía: “Desde hoy, el que tenga puercos que los amarre y el que no que no”. De Alba, al intentar encontrar la lógica que escondió singular ordenanza, encontró que ésta posiblemente obedecía a que “las gentes tenían la imprudente costumbre de amarrar a los cerdos... ¡pero solo a los ajenos!”.94 El reglamento de Lagos de 1881 destacó la necesidad de asegurar los cerdos que se encontraran sueltos por las calles, y uno de los propósitos era evitar que éstos cayeran en propiedad y mercados ilegales. Si el dueño no aparecía, los cerdos se pondrían en subasta pública y su producto sería destinado a los fondos municipales. Pero si alguien llegara a

92 Arias, “Tres microhistorias del trabajo femenino en el campo”, en Heather Fowler-Salamini y Mary Kay Vaughan (eds.), Mujeres del campo mexicano, 1850-1990, Zamora, El Colegio de Michoacán / BUAP, 2003, pp. 255-256. 93 Macías y Rodríguez Gil, “Estudio etnográfico de los actuales indios tuxpaneca del estado de Jalisco”, en Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, t. II, 1910, p. 209. 94 Alba, El alcalde de Lagos y otras consejas. Guadalajara, Impre-Jal, 2013, pp. 41-42.

249 reclamarlos como su propiedad, éste debía demostrarla y pagar los gastos que hubieren generados los animales durante el depósito (art. 36). El robo de puercos era una práctica muy generalizada en el estado de Jalisco, y Lagos no quedó al margen de esta actividad. El 1906 Jesús de Alba fue turnado ante el juez menor por el ministerio público de Lagos para que presentara su denuncia por el robo que le hicieron de seis puercos. De acuerdo con de Alba, sus puercos se le “echaron al campo” sin que se diera cuenta, por tanto, los buscó por varios puntos de la población hasta que supo que una pareja los arriaba. Los sospechosos fueron Sotero Camarena y Juana García, quienes se encontraban temporalmente en la ciudad. Eran originarios de Aguascalientes y el día preciso de su regreso Sotero decidió hacer algunas diligencias antes de partir, al poco rato Juana lo vio que regresaba con seis puercos y al preguntarle por ellos aquél le respondió que nada le importaba, “que caminara”. Sin embargo, le ordenó regresaran a la ciudad. Sotero cambió de planes. De vuelta en Lagos y después de haber pasado la noche en “un ranchito”, Sotero y Juana fueron detenidos. Sotero declaró que encontró dichos puercos en el camino, y por tal creyó que “podía disponer de ellos, como cuando se halla uno algo abandonado”. Los arrió y de vuelta a Lagos consiguió venderlos en seis pesos 35 centavos, seguramente una cantidad que resultó muy atractiva para quienes los compraron, dado que el perito, Apolonio Machain, valuó cada uno en dos pesos. Antes de concluir la causa el agente del ministerio público, Carlos M. González, decidió ampliar la declaración de Jesús de Alva pues era necesario saber si sus puercos los tenía en campo “abierto o cerrado”. De Alba respondió que el perímetro de su rancho estaba cercado con piedra y con una puerta abierta de cuatro varas, la cual conducía al camino real “y por ahí se salen los puercos a bañarse al río”, lugar donde cree que los tomó Sotero. Para el agente González esta declaración era suficiente para determinar que de Alba mantuvo sus puercos en “campo abierto”, pues su rancho tenía libre la entrada, una circunstancia que podía alterar el curso de la causa y la suerte de Sotero, dado que además robó los puercos de noche. A consideración del agente merecía la pena de un año y diez meses de prisión y a cubrir una multa de tres pesos. Su defensor, Antonio Velázquez, alegó que Sotero tomó los puercos durante la tarde, y no en la noche como supuso el agente, además como atenuante se consideró que reconoció “circunstanciadamente” su delito en vista de que “es tan ignorante y rudo que no

250 sólo no conoció toda la ilicitud de tal delito, sino que creyó obrar dentro de sus derechos” .95 (Es decir, ¿derecho de tomar lo que no está en propiedad de alguien?). Por tal razón su pena debió reducirse a un año de prisión, lo cual logró obtener finalmente de parte del juez, así como la correspondiente inhabilitación de “honores, empleo y cargos públicos”. Como se ha señalado, la familia Sanromán ya se perfilaba como una empresa productora de ganados y aun como funcionarios políticos a nivel local. Como caso paradigmático, puede ser un claro ejemplo de cómo algunas familias jaliscienses trataron de adecuarse a las estructuras institucionales de sus localidades ya no sólo en puestos claves de poder como la Iglesia o el gobierno local, sino que además se sujetaron a las exigencias que instauró el poder judicial para poder ocupar posiciones claves de justicia. A casi cien años de distancia, concretamente durante 1906, los Sanromán se mantuvieron como una familia ganadera que, a toda costa y con la gente que fuera necesario, buscó defender sus bienes pecuarios. Esto se puede constatar cuando se presentó el caporal de la hacienda de Lo de Ávalos, José Ma. Ortíz, ante el jefe político de Lagos de Moreno, para denunciar el robo de dos vacas cometido en dicha finca. El jefe político inició por levantar la declaración de Remigio Pedroza, sirviente de Manuela Sanromán, una de las propietarias de la hacienda, y quien dio informes al caporal de haber encontrado dos vacas de los Sanromán dentro de un potrero de Antonio Murguía. Sin embargo, éste alegó que dichas terneras las adquirió desde hacía más de un año por compra que le hizo a Tomás González, quien las hubo a su vez de su hermano Martín, y éste de Pablo García, entonces comandante de policía. Remigio intentó verificar con su patrona Manuela Sanromán si ella había hecho la venta de tales reses, lo cual le sorprendió pidiéndole en el acto que acudiera a las autoridades. El sirviente Remigio Pedroza afirmó que no dio cuenta de la desaparición de dichas vacas “porque como es muy numeroso el semoviente y además ladino, no siempre puede reunirse todo, ni precisar si faltan cabezas” .96 Corroborar la propiedad de las reses a pesar de que éstas presentaran sus respectivos fierros, muchas veces remarcados, se presentaba como una labor difícil para las autoridades; sin embargo, este tipo de causas, ante la

95 AHLM, PJ, Robo, E2, 1904. Las cursivas son mías. 96 AHLM, PJ, Robo, E2, 1906, f. 3v.

251 ausencia testimonial de los patrones y verdaderos dueños, puso como actores principales a los sectores medios del campo mexicano. Entre sirvientes, administradores, medieros y vaqueros, por un lado; y arrieros, jornaleros, leñadores y comuneros, por el otro, generalmente discurrieron las disputas que ha logrado revelar la justicia en el medio rural. La presente causa expuesta ante el juez menor de Lagos ofrece testimonio de que entre pequeños y grandes propietarios se generaban conflictos a veces sin que los segundos dieran cuenta de ello puesto que inicialmente eran promovidos por sus trabajadores. Martín González, hombre quien presuntamente vendió las vacas a Antonio Murguía, alegó haberlas comprado al comandante Pablo García, quien a su vez solicitó a Eduardo Amador, administrador del Rancho del Muerto (que entonces se presumía era propiedad del doctor Mariano Azuela), le permitiera pastar tales reses por no tener dónde hacerlo. El conflicto para entonces ya se remontaba a cuatro años atrás, tiempo en que las marcas de los fierros ya eran difíciles de distinguir, cosa que hizo preciso la presencia de dos peritos, quienes al final no dieron un fallo definitivo. Pasaron más de quince días de haberse iniciado las diligencias hasta que finalmente fue preciso solicitar la presencia tanto de las hermanas Sanromán, a quienes se adjudicaban las reses, como del mismo doctor Azuela. Ambas partes al parecer acudieron sin el menor ánimo de resolver y participar en un asunto que sus sirvientes iniciaron: Por un lado, las Sanromán debieron verificar los registros de sus fierros en los libros del tesorero; mientras que Azuela, quien para entonces ya no estaba a cargo del Rancho del Muerto, debía dar cuentas de las acciones de su anterior administrador y de quien ya no sabía su paradero. En un afán por desentenderse del asunto, Azuela alegó que no podía afirmar si se trataban de becerros o toritos ni de qué edades, “porque ni los vi, ni tengo en la memoria los datos respectivos”. Con respecto a la conducta de Amador, en quien ya se estaban fincando las sospechas, declaró que siempre se condujo con honestidad. En fin, la causa quedó inconclusa tras no haberse podido localizar a Eduardo Amador, en quien el comandante de policía, Pablo García, descargó la responsabilidad. Sin embargo, y pese a que el asunto se intentó resolver ante un juzgado menor debido a que aparentemente se estaba ante un pleito no grave, irónicamente se volvió una causa larga y confusa. Pese a ello, el expediente ha sido clave para tratar de entender, a través de la justicia local, que la posesión de ganados encerró múltiples circunstancias legales y administrativas que iban desde los registros de fierros hasta los distintos usos que se tenía

252 de las reses a la sombra de un mismo propietario. Causas como éstas pueden involucrar gran cantidad de actores: entre autoridades de distinto nivel, propietarios, intermediarios, sirvientes y jornaleros errantes; a la vez que nos pueden dar noción de las fincas rústicas y los usos que se les daban.

La leña y el acceso a los recursos

Cuando entraron en juego los principios del liberalismo, tales como la propiedad individual y la ciudadanía, la idea de los bienes comunes comenzó a ser incompatible y con ello las costumbres que se ejercieron sobre los mismos. De este modo, y para tener una mayor compresión del proceso que llevó este paulatino cambio en la región de Lagos de Moreno, es preciso contrastarlo con la permanencia de ciertas prácticas populares que ya no sólo contravinieron la nueva idea de propiedad, sino que además debieron ser perseguidas como verdaderas acciones fuera de la ley. Aun desde el siglo XVIII, los antiguos propietarios de las fincas rústicas denunciaban sobre las indebidas prácticas de vaqueros y pastores trashumantes que transitaban e introducían ganados en sus propiedades sin respetar las bardas y cercas que tenían establecidas. Y conflictos como éstos fueron muy recurrentes a la vez que arrojan evidencias sobre los diversos criterios que existieron por parte de particulares para delimitar sus propiedades, una actitud que sin embargo pasaba por encima de los derechos tradicionales de los conductores de ganado, pues hubo ocasiones en que obstruían los caminos públicos.97 98 Ahora bien, estas prácticas arbitrarias de delimitación territorial parece que se pudieron haber acentuado durante la segunda mitad del siglo XIX ante la desvinculación de la propiedad comunal y la nacionalización de los bienes comunes (como llegó a suceder con montes y bosques ), en donde gradualmente, y a veces de la noche a la mañana, las

97 García Martínez, “Los caminos del ganado y las cercas de las haciendas. Un caso para el estudio del desarrollo de la propiedad rural en México”, en Historia y Grafía, núm. 5, 1995, pp. 13-29. 98 Desde 1863 el gobierno federal no sólo se abrogó la facultad de destinar el uso legítimo de las tierras hacia particulares, sino que además en ellas se declaró como propietario de los montes y terrenos baldíos no destinados al uso público o privado. Así, en el reglamento sobre explotación de terrenos baldíos de 1881 se perciben algunas reformas como la creación e instalación de los agentes de la Secretaría de Fomento, quienes intervendrían y colaborarían en cada uno de los estados del país ya fuera para vigilar las acciones de los

253 tierras y lo que ellas contenían (árboles, frutos, ganados, aguas, etc.) cambiaban de propietario y de uso sin que incluso sus antiguos beneficiarios se percataran de ello ni se definieran los márgenes de los dominios. A través de la justicia es como nos podemos dar cuenta de cómo ciertos sectores sociales del campo mexicano transgredieron a causa de una posible práctica consuetudinaria. De acciones que se mantuvieron en una aparente franja en donde el estado y sus autoridades pocas veces aparecieron, y en donde la vigilancia quedó en manos de los propietarios. El siguiente caso nos introduce a los múltiples usos que se ejercieron sobre la propiedad dentro del cantón de Lagos. Feliciano Veloz era un gañán vecino de la hacienda de la Daga cuya presencia, según lo expresó el comisario de la Sauceda, era una amenaza en “los contornos” de la zona por su persistente interés de cortar leña sin permiso. En 1873 fue invitado por Pedro Romero para sustraer algo de leña en un terreno que tenía a medias con los hermanos Castro, Quirino y Flavio, quienes a su vez arrendaron algunas tierras a la señora Juana Pérez. Cuando se internaron en uno de los potreros propiedad de Quirino, Feliciano fue detenido por Flavio, a quien aseguró que estaba ahí por permiso que le extendió la señora Pérez. Ésta al final lo negó. No obstante, para Quirino no era tan grave la acción de Feliciano, pues “unas barañas” de leña eran cosa tan insignificante que ni siquiera pudo comprobar su propiedad. Bastó con que solo se le diera “una castigadita”. En el testimonio de Quirino puede reconocerse cómo el comisario intentó persuadirlo para que lo asociara con los ladrones de leña que comúnmente se presentaban en Ojuelos. Eso no lo pudo asegurar y tal vez ni estaba en su ánimo afirmar tal cosa: “la leña que se llevaba este hombre realmente no vale nada”, agregó Quirino.99 Terminó su declaración afirmando “el derecho que tenían los medieros de sacar la leña donde siembran”, aún que éstos, nos hace suponer, la convidaran a otros. Casi sobra decir que con esta declaración Feliciano quedó en libertad. Pese a que el robo de leña algunas veces resultó de muy poca consideración, esa fue una afirmación que casi tocaba hacer a los propietarios o arrendatarios quienes, como

subinspectores y guardabosques locales como para asegurar que todo “delincuente” sorprendido en tala furtiva fuera conducido a los juzgados de distrito, lo cual anunciaba la criminalización de una práctica común pero ahora por parte de la justicia federal. Maza, Código de colonización y terrenos baldíos de la República Mexicana, México, Oficina Tip. de la Secretaría de Fomento, 1893, pp. 897-906. 99 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal. Feliciano Veloz, por hurto ratero”, 1873, caja 4, exp. 49155, f. 5.

254 Quirino, reconocieron el derecho de los pueblos de acceder a recursos. No fue tanto así para el labrador y propietario Cipriano Moreno, quien se presentó en 1873 ante el alcalde constitucional de Lagos para denunciar a tres individuos que le robaron unas cargas de leña de un potrero de su rancho de San Cayetano. Cipriano no esperó que actuaran las autoridades, pues con el apoyo de su vaquero Refugio Cardona, capturó a los sospechosos. Los detenidos fueron Carlos Valdez y los indígenas Macario y Lamberto Celedón. En cierta manera el vaquero Cardona ya conocía a los indiciados “ladrones”, pues éstos con anterioridad le solicitaron la venta de dichas cargas “al precio que considerara valían”. Cardona se negó, por lo cual supuso que las cargas de leña que llevaban fueron robadas del rancho de su “amo”. Actuando posiblemente con la anuencia de éste, Cardona decidió además imputarles el hecho de haber destazado un becerro que encontró al poco tiempo después de haberlos detenido; esto último lo hizo, según dijo, sin la seguridad de considerarlos cómplices de dicho delito, pues lo único que buscaba era “atemorizarlos para lograr sacarles la verdad”. Sin embargo la causa formada por el alcalde (y en buena parte instruida por el mismo Cipriano Moreno), fue desechada por el juez de primera instancia de

Lagos, quien al final declaró inocentes a los Celedón y a Carlos Valdez. 100 En el fondo, parecía que los hermanos Celedón y Carlos Valdez actuaron conforme a la costumbre ya no en reclamo tal vez de lo que antes creían que podían usar sin restricción alguna, sino a la venta bajo un precio justo de un bien necesario para su subsistencia. Como es visto, algunos grandes propietarios, por intermediación de sus capataces y mayordomos, posiblemente usaron la intimidación y las amenazas para ponerle freno a todas aquellas prácticas sociales que se aferraban tanto al reclamo de algo que por ley y título ya no les pertenecía, como a las formas recurrentes de subsistencia de los sectores populares. Celedón y Carlos Valdez eran originarios del pueblo de Buenavista, una de las tres localidades que por entonces se reconocían como pueblos de indios colindantes a la ciudad de Lagos. Cabe mencionar que en 1888 los indígenas del pueblo de Buenavista se quejaron ante el gobierno del estado de que Cipriano Moreno les usurpó unos terrenos. 101 Esto supone la conflictividad desatada entre los habitantes del pueblo de Buenavista con los

100 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra los reos Macario y Lamberto Celedonio y Carlos Valdez por delito de hurto”, 1873, caja 16, exp. 46983. 101 AHJ, Indios, 1888, caja 34, inv. 10675.

255 propietarios de la municipalidad de Lagos y haciendas y ranchos aledaños, sobre todo en lo concerniente a los cortes clandestinos de leña que efectuaban los indígenas dentro de los terrenos de estos últimos. Pero en tales márgenes, en donde la leña disponible para el aprovechamiento común ya era escasa, al parecer no existieron límites visibles para dar cuenta de que se atentaba contra una propiedad particular, aunque esta condición también se pudo haber empleado como argumento cuando eran sorprendidos. En los primeros días del mes de febrero de 1874 el jornalero Susano Martínez, cuando salió a buscar leña fuera del pueblo de Buenavista con dirección al cerro de la Bolita, encontró dos cerdos que creyó perdidos ya que no había casa alguna alrededor. Susano argumentó ignorar que estaba en el potrero de Octaviano Vega y que los cerdos fueran propiedad de Juan Rodríguez. Así, al no haber encontrado leña, se llevó los cerdos con intención de devolverlos y depositarlos en la garita más próxima. No obstante, no se pudo resistir a la oferta que le hicieron por ellos. Su defensor, Laureano Ramos, refirió que si los puercos estaban solos y el lugar abierto, fue por un descuido del propietario, una circunstancia que se presentaba de manera cotidiana, dado que los cerdos siempre iban en busca del maíz regado por el camino, “y como era natural los animales tenían que retirarse mucho siguiendo el maíz, razón por la que debían extraviarse y dar ocasión a que se perdieran”. Con ese argumento, advirtió, el dueño fue quien puso en peligro sus animales

porque la seguridad de sus intereses depende de su cuidado, así como la pérdida depende la mayor parte del descuido; porque si los intereses se abandonan a su propia suerte se

exponen a perderse y esos descuidos vienen a constituir ocasión de delito.102

Una causa similar fue levantada el mismo año de 1873 cuando los “leñadores” Lázaro López y Ángel Rocha, vecinos de Buenavista, decidieron introducirse a la hacienda de Lo de Ávalos, propiedad de Teófilo Sanromán, en vista de que en los potreros de Santa Inés ya no encontraron leña que cortar, lugar donde posiblemente sí contaban con

102 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Susano Martínez por hurto abigeo”, 1874, caja 54, exp. 50869, f. 16. En una causa semejante levantada contra el jornalero Luciano Veloz por haber matado a un cerdo, aparece nuevamente Laureano Ramos tratando de demostrar que la acción de Luciano, aunque violenta, fue legítima, dado que no pudo soportar más los destrozos que le ocasionaba dicho animal en un potrero que cuidaba. Baste decir que con ese argumento Luciano quedó libre. BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Luciano Veloz por abigeato”, 1874, caja 5, exp. 49311, f. 12.

256 autorización para el corte de leña. Aunque el hijo de Sanromán, el abogado José María Sanromán, declaró haber perdonado la injuria, el alcalde de Lagos consideró que pese a ser lo robado de “poca consideración”, no podía descartase la frecuencia con que se cometía tal 1 03 práctica, así como “los daños que causa”. No pasó ni un año cuando Lázaro López, ahora en compañía de Timoteo Villalobos, fue aprehendido nuevamente por haber robado cáscara de encino (leña) en los terrenos del rancho El Capulín y de la hacienda de Lo de Ávalos, de donde lograron sacarse dos barcinas de cáscara y dos tercios pequeños cargados en burros. De acuerdo con ambos detenidos, su intención era tomar la leña del rancho de El Capulín, pero como no encontraron la suficiente, caminaron alrededor de cinco leguas hasta que les llegó la noche. Al día siguiente, y sin saber que estaban en el terreno de La Cofradía (parte de la hacienda de Lo de Ávalos), continuaron con el corte de leña hasta que fueron alcanzados y detenidos por los vaqueros de la hacienda. Es necesario agregar que aunque la orden les vino del administrador, éste fue notificado por uno de los monteros. José María Sanromán debió acudir nuevamente a declarar, ante lo cual terminó perdonando la injuria. En vista de que la otra parte de la leña que cortaron la sustrajeron de El Capulín, también se requirió la declaración de Eutimio Moreno, su propietario, quien dijo ignorar que le hubieran robado cáscara de su rancho, lo cual no creyó pues recién la había vendido. Para él no importaba, pues en caso de que realmente le hubieran robado, perdonaba la injuria. Su defensor, Benito Azcárraga, declaró que lo robado era de poco valor, y como circunstancia atenuante, puso a consideración del jurado “la miseria espantosa que está devorando al país, la que contribuye mucho en los hombres que tienen la desgracia de carecer de educación para que se lancen al camino del mal.”103 104 Lázaro finalmente fue condenado a cuatro meses de obras públicas. Si bien parecía que para los últimos años del siglo XIX los bienes comunes disponibles para los cortes de leña estaban ya casi extintos, esta práctica se continuaba ejerciendo, pero ahora bajo el pago de permisos expedidos por propietarios de fincas rústicas. Carecer o no portar estos permisos en los montes al momento de tales afanes era motivo suficiente para ser perseguido y procesado. En mayo de 1905 se presentó Felipe

103 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Lázaro López y Ángel Rocha”, 1873, caja 49, exp. 48245. 104 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Lázaro López por hurto con reincidencia”, 1874, caja 80, exp. 51817. f. 21.

257 Castillo ante el jefe político de Lagos para entregar a Octaviano Noriega tras declarar que éste le robó leña. Posiblemente ante la poca cuantía de lo robado, el jefe político decidió turnarla al juzgado menor. Felipe Castillo era vecino de Lagos y, tal vez como algunos otros, tenía propiedades a inmediaciones de la municipalidad. Su terreno era tal vez lo suficientemente grande como para expedir boletas a quienes quisieran extraer leña. Tal era su sistema que de ese negocio lo mantuvo al tanto su vaquero Ramón Villalobos, quien le llevó a Octaviano por extraer tres cargas de leña sin haberle presentado una boleta para ello. La causa efectivamente era menor, sin embargo, Octaviano permaneció dos días en prisión hasta que fue interrogado por el juez. En esa ocasión, Castillo aprovechó para recordarle que si querían volver a cortar leña, no sólo lo hiciera presentando su boleta, sino que además lo notificaran al pasar por la puerta del rancho. 105 Semejante giro económico tuvo Bernardo Moreno, quien era dueño de la hacienda de La Cantera. En 1904 su mayordomo, Luis Cervantes supo, y por conducto del caporal y dos vaqueros, que dos individuos cortaron leña en el potrero de La Calle. Con apoyo de sus trabajadores, Cervantes los remitió con sus dos burros cargados de leña, la cual creyó que también era de “su” propiedad. Porfirio Martínez, uno de los detenidos, declaró que “desde hace tiempo” sacaba leña en compañía de Rosalío González de la hacienda de Santa Inés, propiedad del general Pérez Castro; sin embargo, el día que los detuvieron, Rosalío fue el encargado de solicitar la boleta. Hecho esto, Porfirio se separó para hacer su propia carga hasta que al medio día fue detenido por unos vaqueros. Porfirio, de acuerdo con el testimonio de sus captores, ya se encontraba en terrenos de La Cantera. Ahí, según dijo, lo encerraron y al día siguiente lo llevaron al juzgado de Lagos. Rosalío dijo incluso que desde diez años atrás iba por leña a la hacienda de Santa Inés, y el día que lo detuvieron solicitó boleta al administrador Fortunato Díaz, quien nunca les señaló el límite para trabajar. Al igual que Porfirio, le fue marcado el alto en el potrero de La Calle; y aunque confesó que para entrar a dicho potrero debió brincar una cerca de piedra, creyó que también era de la hacienda de Santa Inés. Lo singular del caso fue que el único sorprendido dentro de la Cantera fue Rosalío aunque ambos fueron remitidos a la hacienda con el mayordomo, Porfirio alegó nunca haber entrado a esa propiedad; si lo implicaron los vaqueros, fue en razón de que ellos

105 AHML, PJ, Robo, E2, 1906.

258 creyeron que las cargas de leña que traía las tomó de la Cantera. Bajo estos argumentos, el agente del ministerio público consideró que Rosalío cometió el robo en “lugar cerrado”, y por tal merecía una pena de dos años prisión. A juicio del juez M. Villaseñor, el agente del ministerio público no hizo las indagaciones necesarias para corroborar las pruebas, razón por la cual la causa no encontró culpable a Rosalío del delito que le imputó. En consecuencia, declaró su libertad no sin antes de que Rosalío le reclamara por sus boletas, pues ya las tenía pagadas. A lo largo de estos últimos ejemplos, ha sido central la forma en que los agravios y prácticas individuales de ciertos actores fueron el resabio de una serie de derechos consuetudinarios que para finales del siglo XIX se llevaron al extremo de lo ilegal. Asimismo, al estudiar esta clase de actores intermedios (incluso en sentido espacial) son sujetos claves para entender las dinámicas sociales y de poder del campo jalisciense. Esto, por supuesto, apartándose un tanto de las perspectivas que optaron por una visión antagónica entre propietarios y campesinos, incluso, me parece que no estamos tan lejos de esa perspectiva, pues la misma sociedad de entonces, especialmente algunos defensores, tal parece que no veían así. En la medida en que estos actores (tales como caporales, vaqueros, medieros, sirvientes, arrieros, tratantes de ganado, mercaderes, leñadores, etc.) sean considerados dentro de la historiografía agraria y jalisciense, tal vez se pudiera estar en condiciones de repensar y cuestionar la identidad ranchera de este espacio.

Conclusiones

A través del presente apartado se ha tratado de mostrar que tras la aplicación de distintos proyectos nacionales dentro de la región de Lagos que optaban por la propiedad individual y la desaparición de las tierras comunales, se dio un decisivo paso a la criminalización de las prácticas populares de subsistencia. Pocos espacios y pocos bienes quedaban para ser aprovechados libremente; ahora, bajo la lógica del mercado y la propiedad privada, la subsistencia debió lograrse bajo nuevas reglas; sin embargo, para que esto se llevara a efecto, fue necesario la aplicación, o bien, la manipulación de la justicia que bajo sus dimensiones locales manifestó distintos sesgos e intereses particulares.

259 Elegí el caso de la familia Sanromán puesto que en el siglo XIX consolidaron fuertes vínculos con el gobierno, la economía, la Iglesia y la justicia locales. Dentro de la región extendieron sus propiedades por varios puntos del cantón de Lagos, y como ganaderos, lideraron dicho giro en la región de los Altos a finales del siglo XIX. A ellos seguramente poco incomodó que indígenas y vecinos de los pueblos aledaños se introdujeran para tomar leña y hasta animales de sus propiedades (siempre y cuando no fueran más que cerdos y algunas cargas de leña), prácticas que no representaron sino hurtos insignificantes. Sin embargo, no porque los Sanromán minimizaran estas acciones, el problema deje de ser importante sobre todo si es visto desde otro ángulo: el de la población que por costumbre o necesidad se vio inclinada a trasladarse más allá de sus pueblos a causa de que los recursos que tenían permitido explotar estaban por agotarse. Sin embargo, ¿también estaremos hablando de un “pastoralismo pirata” -retomando a Cuchet- de parte de los Sanromán ante la ocupación de lo que tal vez fueron bienes comunes? Lamentablemente la legislación relativa a las tierras de indígenas no manifiestan un conflicto de esa naturaleza, sin embargo, sí muestran indicios de la predisposición que tuvo el ayuntamiento de Lagos por acomodar la venta de los ejidos en propietarios específicos.

260 VI. Ahualulco de Mercado: tierra, religiosidad y justicia

Introducción El caso de Ahualulco puede considerarse más típico o relacionado directamente con procesos ya conocidos en otras partes del país sobre la individualización de la propiedad comunal. Este hecho se debe en buena medida a la existencia en pleno siglo XIX de pueblos de indios que atendieron y negociaron el curso de las reformas liberales. Desde las primeras leyes de desamortización del siglo XIX los indígenas de Ahualulco comenzaron a ejercer la propiedad, la cual no conservaron por mucho tiempo, pues terratenientes e industriales, tal vez evadiendo las leyes de reparto que impedían que las tierras fueran vendidas a personas que tuvieran más de un sitio de ganado mayor, 1 quedaron desde un comienzo muy dispuestos a comprar.2 A diferencia de Lagos, historiográficamente Ahualulco se ha mantenido casi por completo desconocido, y aunque ya se cuenta con algunos trabajos para la región de que ha formado parte, como han sido los casos de Tequila y Etzatlán, su desarrollo historiográfico es casi inexistente. Me parece que conocer la historia del siglo XIX en Ahualulco sin el tema agrario es dejar de lado una preocupación central de sus pobladores que, como se verá en este capítulo, los llevó incluso a una confrontación en la que quedaron implicados la Iglesia, la autoridad civil y, por supuesto, los indígenas. El capítulo es por demás un interés por integrar también a Ahualulco a un debate historiográfico nacional dado que su experiencia particular presenta patrones muy relacionados con los últimos estudios y, sobre todo, porque en medio de ese proceso se introdujo un proyecto más: la tolerancia de cultos, la cual operó de manera directa al ser de las primeras localidades mexicanas en dar “apertura” a los protestantes. Como es visto, en Lagos este proyecto no fructificó ante lo que pudiera suponerse el fracaso de buena parte de las reformas liberales, pues la sociedad sólo se adhirió a ellas en su proyecto económico a través de la individualización de ejidos, no así en su contraparte religiosa, al rechazar la tolerancia de cultos.

1 Colección de acuerdos, t. I, p. 131. 2 Un caso muy característico es el de la Hacienda de San José del Refugio, en Amatitán (hoy propiedad de la empresa Tequila Herradura), en cuyo archivo particular se pueden encontrar varios contratos de compraventa de pequeños solares que adquirieron de los indígenas durante la primera mitad del siglo XIX.

261 Manuel del Río, hombre de gobierno, justicia y propiedad

El complejo funcionamiento de las alcaldías de hermandad difícilmente es comprendido sin dar cuenta de las personas que alcanzaron tales cargos, como el capitán de granaderos don Manuel del Río quien, como se mostró brevemente en el segundo capítulo, ejerció también, aunque bajo iniciativa propia, como teniente de la Acordada. Como se hizo mención, Del Río desde finales del siglo XVIII tuvo reiteradas intenciones de administrar sobre sus tierras ya fuera en justicia o en gobierno, al destacarse precisamente como subdelegado en Ahualulco desde 1790. Otras fuentes por igual lo muestran como un influyente militar que gustaba de la posesión de tierras. De esta manera, años antes de que fuera investido como subdelegado, recibió merced de un cuarto de sitio de ganado mayor que resultó realengo en los linderos de la hacienda de El Jacal, la cual por entonces ya era de su propiedad. Poco tiempo después también se hizo de la hacienda que le lindaba: Santa Cruz, en litigio que mantuvo por largo tiempo con su anterior propietario, Francisco García de León.3 4 El mismo Eric Van Young, a lo largo de su estudio sobre la región de Guadalajara, encontró y calificó a este singular personaje como un terrateniente “descarado”, “agresivo y falto de principios” que en colusión con el alcalde y el párroco de Ahualulco, se apropió cada vez de las tierras adyacentes a su hacienda, al grado incluso de apoderarse de casas y huertos, así como de construir caminos que conectaran a sus propiedades con el pueblo. A la par de tales prácticas, desde entonces por igual mostró un desdén por los intereses y usos de los indios de Ahualulco en su relación con las tierras comunales, pues creyó irracional que ellos establecieron un fundo legal con un polígono irregular; ignoró por tanto que los indios establecieron su territorio en función del aprovechamiento de aguas y montes, así como de la fertilidad de las tierras. Este rechazo o presunta ignorancia de Manuel del Río se asoció con los intereses que tuvo por arrendar esas mismas tierras a vecinos no indios que ofrecieron ingresos más jugosos a la subdelegación. 5 Además, del Río también tomó decisiones que afectaron los intereses religiosos de los indios al quererles quitar el derecho de administrarse en su propia capilla, pues acompañado de “vecinos de razón”, evitó que eligieran sus cantores y monaguillos; incluso al mismo sacristán, pese a que éste era

3 BPEJ, AHRAG, Ramo Civil, 1782, caja 352, prog. 5185. 4 Young, La ciudad y el campo, p. 339. 5 Young, La ciudad y el campo, p. 304; Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 854.

262 “vecino de razón y hombre de bien”. No obstante, la petición de los indios fue complementada con las aclaraciones del cura párroco de Ahualulco, quien justificó las acciones de del Río al referir que los cantores indígenas no estaban lo suficientemente instruidos para tal ejecución, lo cual impediría, por más que se esforzaran, que las misas se ejercieran con la “debida decencia” .6 78Del Río tomó decisiones sobre las autoridades que pudo, y los curas no fueron la excepción, al grado de exigirles, por ejemplo, reanudar el culto en Ahualulco a Nuestra Señora del Pueblito dado que los indios se trasladaban casi tres leguas para llegar al pueblo de San Juanito, único lugar donde pudieron venerarla. Lo malo no era que transitaran largas distancias, sino que se separaran de sus labores hasta por nueve días cayendo en diversos vicios como el juego, bailes, embriaguez y otras diversiones “bastante escandalosas”. De la misma manera, y en calidad de subdelegado, los apuró a iniciar las faenas de frijol y piscas de maíz sobre las tierras de la cofradía, dado 8 que había muchos hurtos en las labores. Al dejar la subdelegación, Manuel del Río se decantó a inicios del siglo XIX como un personaje con amplia influencia sobre la región de Ahualulco y aprovechó su omnipresencia no sólo para obtener beneficios personales, sino para impartir justicia sobre su entorno. Se debe insistir que a finales del periodo colonial, la población novogalaica tuvo a su alcance tanto la justicia civil como la justicia eclesiástica, y fue común que algunos prefirieran dirimir sus conflictos tanto domésticos como públicos con los actores más influyentes, ya fuera con sus propios párrocos o con quienes estaban por encima del poder local el cual encontraron bajo el control de un puñado de élites. Así se puede interpretar la decisión que tomó José María Arronis de buscar en Manuel del Río, como representante de la milicia real, alguna defensa frente al destierro que le impusieron a él y su mujer el entonces subdelegado, Ilario Pérez, y el teniente de Etzatlán, por el supuesto amancebamiento que mantuvieron. Arronis acudió con del Río dado que tuvo indicios (pues azotó a su mujer “hasta que se lo confesó”) de que ambas autoridades tuvieron “ilícito comercio” con ella y que su amancebamiento no fue sino una excusa para

6 AHAG, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1800. 7 AHAG, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1820b. 8 AHAG, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1817.

263 deshacerse de él. Del Río tomó participio en el asunto y le otorgó pase a Arronis para regresar al pueblo.9 Además, Manuel del Río operó estratégicamente de la mano del clero local para que el administrador de la cofradía de indios, José Gabriel Jiménez, presentara los bienes y cuentas de ésta al cura párroco de Ahualulco con el fin de ponerlas en arrendamiento particular. Jiménez, tras haber sido gobernador de dicha república de naturales, creyó que al acceder a tal solicitud actuaba en contra de los intereses de los fundadores de la cofradía, a quienes ni siquiera se les consultó sobre el destino de sus bienes. Tales acciones no podían ser vistas con indiferencia por lo indios, “sino con una conformidad violenta, haciéndose fuerza, aunque rendidos siempre y obedientes”. Por tanto, acudió al obispo Juan Cruz Ruiz de Cabañas para informarle que tales cuentas prefería entregarlas su autoridad y no a la del párroco local, al ver que éste se conducía bajo otros intereses. 10 Al menos en este periodo resulta notorio, como se ha reconocido a través de la reciente historiografía, la confrontación a la que llegaron párrocos y pueblos en lo tocante a la administración de los bienes de las cofradías, más cuando éstas poseían extensiones de tierra muy atractivas para la agricultura. A comienzos del siglo XIX Manuel del Río, al igual que algunos párrocos, se vio interesado en los recursos de las dos cofradías de Ahualulco: la de la Purísima Concepción y la de las Ánimas, al fungir como mayordomo de esta última, situación que aprovechó para obtener un capital a réditos.11 Como todo terrateniente y militar contrainsurgente con amplios intereses sobre administración y seguridad pública, no debe descartarse que sus intenciones por capturar cualquier banda de ladrones de caminos se combinaran al querer sofocar todo brote sedicioso durante los primeros años del siglo XIX. Por ejemplo, en 1814 el cura de Ahualulco, Juan José Raya, presumió al obispo que en su curato fue infructífero todo brote insurrecto dado que sus gentes eran muy “dóciles y respetuosas a los superiores y muy adictas a la causa justa”, no sin advertir que gracias a la intervención de Manuel del Río la población ya se encontraba “distante de aquellos engaños”, debido más que nada a su “respeto, prudencia y amor a la Patria”. Con su intervención, agregó, se encontraban

9 AHAG, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1812. 10 José María Jiménez dio cuenta de que la cofradía contaba a lo más con cien becerros y con algunas tierras enpotreradas cuyos sembradores ya tenían en arrendamiento. AHAG, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1814. 11 AHAG, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1806-7.

264 enfebrecidos los ánimos de todos “en contra de la pestilencial cizaña”. No obstante, Raya dejó ver el peculiar modo despótico de proceder de del Río, pues al conducirse como juez 1 2 “todos en lo común lo aprecian y temen”. Al perseguir sediciosos aprovechó para hacer lo mismo contra ladrones de camino y de ganado, a quienes buscó por distintas jurisdicciones en calidad de capitán de granaderos, alcalde de la Santa Hermandad y como Teniente Provincial del Real Tribunal de la Acordada. En las causas que inició, se sabe que sus funciones eran precisamente aprehender a los ladrones “que infestan y perturban la quietud pública” de los reinos de la Nueva España, Nueva Galicia y Nueva Vizcaya, por órdenes del virrey de la Nueva España, el marqués de Branciforte. Sin embargo, para que del Río llegara a tener tal reconocimiento por parte del virrey, debió presentarse previamente un breve conflicto entre las dos audiencias novohispanas: la de México y la de Guadalajara. Como lo pudo observar María Ángeles Gálvez, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII entre las autoridades de la Intendencia de Guadalajara se fue consolidando una conciencia regional que no era bien vista tanto por la Audiencia de México como por el virrey. Como ya se hizo mención líneas arriba, un hecho que avivó esa conciencia tuvo origen con una iniciativa que presentó precisamente Manuel del Río ante el intendente de Guadalajara, Jacobo de Ugarte, con la intención de crear un tribunal de la Acordada en la Nueva Galicia dado que el tribunal de la ciudad de México quedaba muy distante, siendo casi inoperante sobre los recurrentes delitos que se cometieron en los caminos. Su propuesta diseñó un plan de recaudación que haría posible tanto la construcción de un juzgado y una cárcel (para lo cual ofrecía mil pesos en anticipo), como la manutención de los reos: esto a través del incremento en algunos peajes, de los excedentes de repartimientos, de los decomisos de bebidas prohibidas y de otras contribuciones que recibiera la ciudad de Guadalajara, misma que sería sede del nuevo tribunal. El proyecto fracasó por las posibles adecuaciones que hizo Ugarte a la iniciativa de del Río, pues propuso la creación de un tribunal independiente y distinto al de la Acordada. Branciforte rechazó esa postura autonomista, y en su lugar le otorgó su respaldo a Manuel del Río, a quien en vez de reconocerlo como juez de Acordada, lo distinguió como teniente y 1213

12 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1814c. 13 Gálvez Ruiz, La conciencia regional en Guadalajara, pp. 289-290.

265 representante de aquel tribunal, debiendo olvidarse de su proyecto original de crear un tribunal de la Acordada para la Nueva Galicia. 14 Por tanto, no fue raro que Manuel del Río hiciera especial énfasis a través de las actas judiciales de que sus funciones eran completamente avaladas por el virrey, cuyo nombramiento tal vez alimentó su autoridad aún fuera de la subdelegación de Ahualulco. Así, como subdelegado no dejó de perseguir a sospechosos y ladrones por varios puntos de la intendencia de Guadalajara. 15 Fue abierto ese interés que en 1808 se trasladó hasta Tepatitlán para capturar a don Diego Vallejo, a quien tuvo bien identificado por la detención que hizo de él años atrás. Por tanto, lo acusó de ser capitán de una cuadrilla y de haber robado ganado sobre varios puntos de los Altos.16 17El apelativo de “don” no parecía ser fortuito, pues entre la mayoría de quienes declararon, identificaron a Diego Vallejo “de pública voz y fama” como asiduo ladrón de ganados permitiéndole con esa actividad tal vez mantener un prestigio en la región a través de una red de trabajadores (entre matanceros y 1 7 tratantes) e incluso establecer un comercio con algunos rancheros de los Altos y el Bajío. Como es visto, la seguridad que instalaron los propietarios del campo novogalaico no se detuvo con las alcaldías de hermandad ni con los tenientes de la Acordada. Algo de su estructura y hasta su denominación perduró a lo largo del siglo XIX, pues todavía durante buena parte de ese siglo la seguridad corrió por cuenta de los propietarios. Ese fue el caso de las acordadas o jueces de acordadas, en clara alusión al antiguo tribunal colonial. Aunque estas autoridades rurales coloquialmente se denominaban “jueces”, su labor era muy similar a la de los comisarios, ya que comúnmente estaban dedicados a perseguir y presentar a cualquier sospechoso ante las autoridades locales. Aunque el gobierno del

14 Gálvez Ruiz, La conciencia regional en Guadalajara, p. 290. 15 A finales del siglo XVIII Manuel del Río inició algunas diligencias contra presuntos ladrones particularmente en los alrededores de Tepic, por ejemplo cuando capturó a Luis Andrade, un esclavo que por su especialidad en el robo de puercos gordos sus amos se deshacían de él; o bien, en la detención de Francisco Liñán, alias “Pancho cochero”, quien junto a otros igualmente calificados “bandidos”, hurtaba ganados con el propósito de venderlos en la feria de San Juan de los Lagos. BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, caja 44, exps. 9 y 11, progs. 725 y 727. 16 BPEJ, AHRAG, Ramo Criminal, 1808, caja 17, exp. 9, prog. 284. 17 De acuerdo con Thomas Calvo, desde el siglo XVII la región alteña experimentó la frecuente presencia de bandas de ladrones que, ante la falta de extensas haciendas (en quienes recayó generalmente la seguridad en los caminos) y al predominio de rancheros y pequeños propietarios aislados y poco organizados, se movieron con amplia libertad con la seguridad de ni siquiera ser perseguidos. No siendo raro que entre algunos de esos rancheros, como sería el caso de Diego Vallejo un siglo después, el robo y el comercio de ganados resultara una práctica atractiva. Calvo, Por los caminos de Nueva Galicia. Transportes y transportistas en el siglo XVII s México, CEMCA / Universidad de Guadalajara, 1997, p. 32.

266 estado autorizó que sus facultades fueran coordinadas a través de los jefes políticos, dejó en manos de los propietarios su formación y manutención. Por ejemplo, en 1873 Nieves Jiménez, en calidad de caporal y juez de acordada de la hacienda de Santa Cruz, inició una averiguación contra el vaquero de la misma hacienda, Filomeno Camarena, por el robo de una res, misma que destazó y conservó en su casa. De acuerdo con la instrucción de Nieves, el cargo contra Filomeno fue agravado dado que actuó con abuso de confianza al ser sirviente de la hacienda, y para conseguirlo se hizo de los testimonios tanto del administrador como del caporal de hacienda. 1819 Cabe aclarar que, como sucedió comúnmente en estas causas, los dueños de la hacienda (posiblemente todavía herederos de Manuel del Río) no fueron requeridos por el alcalde de Ahualulco, quedando todo en manos de los empleados. En esos momentos, Ahualulco dependió judicialmente del juez de primera instancia de Tequila, quien tras haber hecho revisión de la causa encontró algunos errores en el proceso; por ejemplo, no haber ratificado las declaraciones de los testigos. Aunque el juez de Tequila no hizo gran objeción a las diligencias del juez de acordada, mayores observaciones se hicieron desde el Supremo Tribunal de Justicia a su sentencia a poner en duda el debido proceso entre las autoridades de Ahualulco. Lo curioso del caso también fue que Nieves dijo haber dado con tales indicios tras ir a la casa de la esposa de Filomeno, con quien tenía “un negocio”. El defensor de oficio, Juan I. Matute, advirtió una suspicacia al respecto, dado que Filomeno podía advertir que fue “muy funesto” el encuentro entre su esposa y Nieves, lo cual no dejaría de suceder en tanto Filomeno se mantuviera preso. Así, en defensa de su honor y para conservar su matrimonio, no suplicó más que una reducción a su sentencia. Al final, Filomeno fue liberado tras no demostrarse el robo; sólo se le fincó el delito de receptación, mismo que compurgó por el tiempo que llevaba detenido. La hacienda de Santa Cruz fue uno de los enclaves agropecuarios más importantes de Ahualulco, y no en vano Manuel del Río se vio interesada en ella a comienzos del siglo XIX. A finales del mismo siglo, el científico jalisciense y secretario de Fomento del gobierno Federal, Mariano Bárcena, se vio igualmente interesa por dicha hacienda aunque,

18 Colección de los decretos, t. IV, 2a serie, p. 583. 19 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, “Criminal contra Filomeno Camarena por robo con abuso de confianza”, 1873, caja 54, núm. inv. 48844.

267 según dijo, más por sus propiedades geológicas que invitaban a la experimentación por lo variado de su clima y su terreno accidentado. Lo que más llamó la atención a Bárcena es que al poniente de la hacienda quedaba la pequeña cordillera de los Coatillos, cuya característica era carecer de una mínima población de árboles. Tales condiciones le permitieron planificar un repoblamiento con árboles del Perú, por ser una semilla que se consigue y crece con facilidad y, por consecuencia, muy recomendable a su parecer para repoblar los bosques del país, los cuales venían sufriendo una tala inmoderada; más todavía por el establecimiento de las vías férreas “porque cada durmiente en que descansan los rieles viene a representar un árbol perdido”. La hacienda fue tan atractiva para Bárcena que la terminó adquiriendo (actualmente el poblado se denomina Santa Cruz de Bárcena), y tras su muerte (1899) la continuó administrando su esposa Soledad Ríos, quien al parecer continuó con el giro agropecuario de la hacienda, reportando en 1908 la existencia de 1000 cabezas de ganado vacuno y 250 de cabrío, siendo, después de la hacienda de El Carmen, la finca con mayor producción ganadera.21 La región de Ahualulco, al igual que otras que se caracterizaron por la presencia de influyentes rancheros, hacendados y agroindustriales, fue constantemente amenazada por el paso de ladrones y plagiarios. Como un patrón que se generalizó en el campo jalisciense, existieron trabajadores que así como vivieron dentro de importantes complejos agrícolas, intentaron resolver alguna carestía con robos de prendas y ganados, a veces insignificantes para sus dueños. Otros también lo hicieron para resarcir algún agravio recibido de sus patrones. Algunos de los integrantes de las bandas más organizadas del estado antes también trabajaron en esas importantes fincas, como fue el caso del arriero José María Sánchez, alias el Gordito, hombre que, de acuerdo con Jorge Alberto Trujillo, ha ejemplificado el bandidaje en Jalisco con tintes sociales. 22 Sánchez fue originario de Ameca y desde muy pequeño se empleó como sirviente en distintas haciendas de la región, como en la Providencia (Ahualulco), propiedad de Eliseo Madrid, y en la Estanzuela (Teuchitlán), del influyente Hilarión Romero Gil. Desde entonces, Sánchez era perseguido por los empleados de las haciendas por el robo de ganado 202122

20 Bárcena, Ensayo práctico de repoblación de bosques, México, Oficina Tip. de la Secretaría de Fomento, 1897, pp. 3-11. 21 AHJ, AG-4-908, caja 1, prog. 3146. 22 Trujillo Bretón, “En el camino real. Representaciones, prácticas y biografías de bandidos en Jalisco, México, 1867-1991”, en Letras Históricas, núm. 2, primavera-verano 2010, pp. 105-132.

268 y por asaltos que cometió en los caminos, al grado de que fue capturado y preso en la penitenciaría del estado de la cual a los pocos años logró escapar. Como fugitivo, se mantuvo en una vida informal logrando su subsistencia con la recolección de leña pero al poco tiempo estructuró una cuadrilla de ladrones que así como robaba terminó por adherirse al Plan de Tuxtepec. Por estas acciones, después fue perseguida por otro notable propietario, Francisco Labastida. De esta manera, Sánchez fue utilizado por las élites locales para tratar de contener precisamente la llegada de los lerdistas, como Labastida, a cualquier municipio de la región; así, se puso a las órdenes, por ejemplo, del industrial Florentino Cuervo, propietario de la hacienda de El Carmen o Santa María de Miraflores. Cuervo estuvo muy vinculado al entonces gobernador, Ignacio L. Vallarta (1871-1875), y a su sucesor Jesús Leandro Camarena, hijo de Jesús Camarena, presidente del Supremo Tribunal de Justicia. Sánchez prosiguió su lucha contralerdista aún en tiempos de José Ceballos, y al restablecerse el gobierno constitucional del estado, fue beneficiado con el indulto a la sentencia que quedó abierta tras su fuga. De acuerdo con varios de los testimonios que se presentaron en su causa, Sánchez se caracterizó por no haber ejercido violencia a sus víctimas, siendo a veces justo y generoso, especialmente con la población menos favorecida. A través de algunos ejemplos podemos encontrar que, a diferencia de lo que en esos momentos sucedía en la región de Lagos de Moreno, en Ahualulco se fortaleció política y territorialmente un grupo de agroindustriales que tuvo la característica de vivir en la ciudad de Guadalajara, muy vinculados a los poderes del estado, y que al momento de la desamortización encontró el momento propicio para ensanchar su riqueza familiar. Al respecto se puede destacar el caso de Hilarión Romero Gil, dueño de la hacienda La Estanzuela, cuya influencia dentro de los círculos políticos jaliscienses, lo hizo figurar como magistrado del Supremo Tribunal de Justicia y aún como consejero en el Gobierno del estado. También destacó por haber hecho una pequeña serie de publicaciones de transcendencia nacional relativas a la jurisprudencia y se le reconoce todavía por haber fundado la Benemérita Sociedad de Geografía y Estadística de Jalisco. La familia Romero Gil antes que poseer una notable posición política, también acumuló un gran capital por vía 2324

23 AHJ, AIP, Protocolos de Félix Barrón, t. VIII, escritura de 3 de octubre de 1865. 24 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 17, 9 de noviembre de 1874.

269 del mercado de tierras. Su hermano, Tomás Romero Gil, fue dueño de grandes extensiones de tierra en Ameca, a través de tres importantes haciendas. Hilarión hizo lo mismo a través de La Estanzuela. Durante 1878 decidió extender un ocurso ante el Ejecutivo del estado debido a las constantes incursiones de los indios en su propiedad. A mano armada, según dijo, se introducían dentro de los linderos de su hacienda para talar los montes y destruir las 25 cercas, robando hasta setenta cargas de leña diariamente. Calificó a los indios de “bárbaros y ladrones” quienes a más de afectar sus propios intereses, deterioraron indiscriminadamente los campos, pues aunque fueran de su propiedad, era un mal para toda la sociedad. Llamó la atención del gobernador puesto que las autoridades locales, inconscientes de este grave deterioro al paisaje natural, no persiguieron a los transgresores que a su paso atemorizaban a la población que trabajaba en su hacienda. Por si ello no bastara, su reclamo fue robustecido con una publicación que él mismo emitió en el periódico La América, en donde además de llamar la atención de las autoridades por el grave daño a los bosques, incluyó de manera íntegra la circular que emitió el congreso del estado el 25 de abril de 1857, en la que el secretario de fomento, Gregorio Dávila, solicitó al Ejecutivo se aplicaran penas más severas a todos aquellos que destruyeran “los hermosos bosques de la República”. En ese mismo tenor, solicitó se aplicara un plan de reforestación sobre los árboles talados. La leña, bajo esta circular, sólo debía provenir de las ramas de poda y de los árboles viejos y deformes.25 26 Esta ley fue una de tantas que fueron en contra de las costumbres de los trabajadores del campo, criminalizando una práctica que desde tiempo atrás ejecutaban para su subsistencia. Al ocurso de Romero Gil se añadió el de Carlos Aviña, quien fue representante de Luis Labastida y Rivas, otro gran terrateniente de la región que también mantuvo conflictos con los indígenas de Teuchitlán. Denunció que el número de indígenas que causaban los destrozos en dicho pueblo era mayor al número de auxilio que podían prestar los vecinos. Romero Gil, confiado tal vez de su poder e influencia entre las autoridades del estado, fue terminante en su petición al enlistar cuatro proposiciones. Solicitó al director político de Ahualulco, bajo presión del gobernador, diera órdenes al alcalde de Teuchitlán para que forzara a los representantes de los indios no introducirse más en los campos de La

25 AHJ, Gobierno, Indios, 1878, caja 25, núm. de inv. 10476. 26 Colección de los decretos, t. XIV, 1a serie, pp. 232-234.

270 Estanzuela, de lo contrario serían “castigados como ladrones”. Asimismo, solicitó al gobernador le rindieran auxilio las autoridades de Teuchitlán para practicar una averiguación y un castigo contra los ladrones. Finalmente, pidió que se ordenase a esas mismas autoridades vigilar por el adecuado corte de maderas bajo la circular emitida en 1857. Romero Gil no esperaba menos por parte del gobierno del estado, pues en caso de que existiera alguna queja de los indígenas de Techitilán sobre el derecho que ellos posiblemente presumieran tener sobre los terrenos de La Estanzuela, agregó a su ocurso la sentencia que dictó el juez segundo de letras de Guadalajara el año de 1873, en la cual se declaraba que en el año de 1787 el agrimensor Cipriano Patiño practicó medidas sobre los linderos de La Estanzuela por comisión de la antigua Audiencia de Guadalajara, con la que estuvieron conformes los indígenas. Por igual quedó asentado que desde el año de 1856 una vez que los indígenas agotaron sus montes se comenzaron a introducir en la mencionada hacienda para proseguir con la tala de árboles bajo pretexto de que esas tierras también les pertenecieron. Desde entonces, Romero Gil interpuso una serie de demandas contra los indígenas, quienes nunca, se dice, asistieron al juzgado para verificar el exhorto. La invasión que realizaban los indígenas bajo el argumento de ejercer un derecho desde tiempo inmemorial, al final los criminalizó tal vez porque no encontraron en los tribunales una vía que hiciera justicia a sus demandas, pues así como en fechas anteriores no prestaron atención a las denuncias hechas por Romero Gil, en el desarrollo de ese conflicto también fue notable su ausencia. Posiblemente, consientes del amplio poder e influencia que tuvo Romero Gil entre los poderes locales y del Estado, o de que lo que hacían era absolutamente legítimo, no creyeron pertinente entablar un diálogo por la vía institucional. No obstante, si existió algún descontento por parte de los indígenas sobre la propiedad de tales tierras, Romero Gil minimizó estos hechos y en su lugar prefirió imputarles un cariz violento totalmente fuera de la ley. Una de las mejores maneras para contener estos descontentos fue precisamente a través de la instrumentalización de la justicia. 27

27 La sentencia contenía 10 páginas y fue presentada de manera impresa bajo la Tipografía de S. Banda el año de 1873.

271 Además de la inestabilidad política y la inseguridad habitual que soportaron algunos propietarios de la región, se desató la incursión de las fuerzas lozadistas que preocupaban más a rancheros y hacendados. Por ejemplo, era tal el ambiente que rondaba entre la población que en mayo de 1873, el jornalero Cenobio Santos, fue detenido por el robo de un caballo “ensillado y enfrenado” propiedad de Joaquín Orendáin. Según dijo Santos, había sido tomado de leva por las fuerzas de Lozada, siendo ellas quienes le dieron la orden de aportar armas y caballos “de donde los hubiera”. Su defensor, Francisco Enciso, advirtió al jurado las circunstancias que se presentaban en la región, pues muchos soldados y trabajadores fueron forzados a cometer delitos contra su voluntad, lo cual a su parecer representaba un atenuante ya que los bienes ni siquiera eran para su propio goce. Al final, Santos fue sentenciado a cuatro años de deportación, pena que fue conmutada por la de 28 prisión en la penitenciaría del estado. En 1873, Florentino Cuervo mostró su inquietud al entonces gobernador Ignacio L. Vallarta, y le ofreció todo su apoyo para contrarrestar la avanzada de “los bandidos de Alica” que habían intentado proveerse de recursos mediante saqueos en varias fincas: “estoy dispuesto a ayudarle aunque sea en perjuicio de mis intereses”. Desde 1872, el mismo Vallarta instaló al coronel Sixto Gorjón como jefe político de Tequila para que supervisara las posiciones de las fuerzas militares del cantón, principalmente las localidades de Ameca, Amatitán, Ahualulco y Tequila, y le rindiera información precisa no sólo de la posible incursión de Lozada, sino además de las revueltas de Pedro Galván, Luis Labastida y el Chino Cardona. Desde Tequila, Gorjón reconoció que las fuerzas no eran suficientes para perseguir a cada uno de esos cabecillas, por lo cual hizo esfuerzos para que los ayuntamientos organizaran sus propias acordadas:

Yo no puedo mandar gendarmes a las distintas partes de donde con frecuencia se me piden, porque siendo pocos, tendría que abandonar los caminos, acostumbraría a las autoridades subalternas a desatender al deber que tienen de hacer uso de sus acordadas, los caballos no 2829

28 BPEJ, AHSTEJ, Ramo Criminal, “Acta criminal por robo contra el reo Cenobio Santos”, 1873, caja 54, núm. inv. 48494. 29 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 17, 9 de febrero de 1873.

272 bastarían para esas frecuentes excursiones y cuando un caso grave se presentara aquellos

para nada servirían.30

En ese mismo contexto, Antonio Lejarazu, quien desde inicios de 1874 fue director político de Ahualulco también por órdenes de Vallarta, informó sobre una gavilla que merodeaba por Teuchitlán y que aún no había sido reprimida porque el jefe político no tuvo disposición para hacerlo. Lejarazu estaba recién llegado de San Juan de los Lagos, lugar en donde también fue director político, y de cuya labor tal vez había quedado conforme Vallarta. No obstante, Lejarazu reconoció las circunstancias locales y creyó que con nueve infantes que tenía en la cabecera era muy difícil prevenir el ataque de una gavilla: “desearía tener en este Departamento un piquete de caballería para hacer la persecución de los ladrones y solo así se conseguiría la completa tranquilidad en la demarcación de mi mando” .31 3233 La captura y muerte de Lozada en 1873 en manos de Ramón Corona recuperó un ambiente de tranquilidad sobre la región de Ahualulco; sin embargo, las gavillas continuaron, aunque de manera intermitente. El mismo Corona aseguró que esas gavillas terminarían por dispersarse, a tal punto que abandonó su posición para ir tras las que habían quedado en Tepic, a las cuales liquidaría instalando un contingente de tres columnas. Lo que dejan entrever estas y otras comunicaciones es que en ninguna de ellas se daba importancia al giro que tendrían las “revoluciones” dentro de los pueblos, en donde el factor religioso revitalizó la acción tanto de poblaciones como de los jefes de algunas gavillas, ahora actuando en rechazo a las políticas liberales que amenazaban algunos privilegios de la Iglesia, como la intolerancia a cualquier otro culto que no fuera el católico; o bien, cuando las autoridades locales fueron obligadas a jurar la constitución con las adiciones de las leyes de Reforma.34

0 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 2, 23 de febrero de 1874. 31 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 19, 26 de febrero de 1874. 32 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 14, 25 de mayo de 1873. 33 En 1856 fue presentado un ocurso en representación de los indígenas de Tonalá, que rechaza el artículo 15 del proyecto de constitución que abrió la posibilidad de la tolerancia de cultos. Como habitantes de uno de los pueblos que recibió la religión católica, creyeron que ésta estaba siendo amenazada y considerada como un objeto secundario. Con esa iniciativa presagiaron un descontento social: “introducir las falsas religiones en un país eminentemente católico, en una sociedad homogénea como la mexicana, equivaldría á arrojar en ella la manzana de la discordia, y con ella, como funesto cortejo, vendrán las rencillas, los odios mortales, las divisiones irreconciliables que acabarían con la forma actual de gobierno”. No era de extrañar que el ocurso

273 La bonanza agrícola y los conflictos por la tierra

A comienzos del siglo XIX el entorno de la villa de Ahualulco fue atractivo para muchos rancheros e industriales de la vecina villa de Tequila por la fertilidad de sus tierras y su elevado aprovechamiento para el cultivo de mezcales, una industria en expansión que el gobierno del estado rápidamente consideró provechosa para la recaudación. De acuerdo con las noticias geográficas de Manuel López Cotilla, existieron cinco haciendas importantes: Miraflores, Santa Cruz, El Jacal, La Gavilana y Chapulimita; así como algunos ranchos que se multiplicaron tras el reparto de tierras de indígenas de 1814 y, posteriormente, con la venta de algunos potreros de la cofradía de la Purísima Concepción. El reparto de 1814 puede considerarse como el parteaguas o el primer intento desamortizador a nivel local que buscó, con la intención de beneficiar a los indios, la recaudación municipal ante la especulación que ese proceso desencadenaría, dado que en el fondo se esperaba que la mayoría de las tierras al final quedaran entre vecinos no indígenas que supieran explotarlas. Aquí nuevamente aparece la figura de Manuel del Río, como alcalde de Ahualulco y artífice de dicha iniciativa, entonces presentada ante la Diputación Provincial de Guadalajara. De tal manera, aunque en el documento se desautorizaban los servicios personales que prestaban los indios a párrocos, ayuntamientos y jueces, en adelante lo podían hacer bajo un salario no solo con estas autoridades, sino además con los “dueños de haciendas, labradores y fabricantes”, anunciando con ello la dependencia de los indios al trabajo en la grandes fincas, y al suponerse que su gran mayoría otorgarían sus 3435 estuviera encabezado con la rúbrica del cura párroco de Zalatitán, Eduardo Pérez. Representación de los indígenas de Zalatitán, San Gaspar y Rosario contra la tolerancia de cultos, 1856, Tip. de Rodríguez, p. 5. 34 Falcón, “El estado liberal ante las rebeliones populares. México, 1867-1876”, en Historia Mexicana, 216, abril-junio 2005, pp. 973-1048; Traffano, “Los indígenas en su tiempo. Iglesia, comunidad e individuo entre política y conciencia personal. Oaxaca, siglo XIX”, en Bitrán (coord.), México: Historia y alteridad. Perspectivas multidisciplinarias sobre la cuestión indígena, México, UIA, 2001, pp. 99-130. Recientemente Ulises Íñiguez, en su tesis doctoral ha recuperado algunas de las movilizaciones religioneras de Michoacán, situando como su antecedente directo las respuestas violentas de feligreses católicos contra la incursión de los protestantes tanto en Zinacantepec (estado de México) como en Ahualulco (Jalisco). Íñiguez, “‘¡Viva la religión y mueras los protestantes!’ Religioneros, catolicismo y liberalismo: 1873-1876”, Tesis de doctorado en Ciencias Sociales, El Colegio de Michoacán, Zamora, enero de 2015. Asimismo, agradezco al doctor Robert Curley haberme proporcionado una investigación en ciernes a través de un análisis transversal que atiende las respuestas que desde algunos municipios de Jalisco se presentaron frente a las reformas anticlericales, en especial, Ahualulco, Teocaltiche y Tapalpa. Curley, “Catolicismo Cívico, Reforma Liberal y Política Moderna en el Jalisco rural, 1867-1890”, mayo de 2016. Inédito. 35 López Cotilla, Noticias geográficas, p. 110.

274 tierras en arrendamiento por no tener medios suficientes para explotarlas en lo individual. Esto se confirma al revisar la tercera cláusula del reglamento que estableció la facultad que tuvo el ayuntamiento de administrar y arrendar las tierras de aquellos indios que no pudieran cultivarlas por si, puesto que de ninguna manera las tierras debían de dejarse de sembrar siquiera un año.36 37 Al reglamento parecía no importarle o ignoraba el uso que hasta entonces mantenían los indios sobre el cultivo de las tierras, pues para obtener su mayor provecho, entre ellos era preciso cultivarlas durante un año y dejarlas reposar el siguiente. Esta práctica se hizo notoria cuando en 1827 el agricultor José Máximo Lazo pretendió arrendar hasta por nueve años los terrenos de la cofradía de la Purísima Concepción que lindaban con la hacienda de Santa Cruz, misma que entonces arrendaba al hijo de Manuel del Río, Juan de la Peña y del Río, esto con el propósito de plantar mezcales y fabricar vino mezcal. Lazo creyó que su propuesta era tentadora tanto para la parroquia de Ahualulco como para el gobierno de la Mitra al comprometerse al pago de las limosnas de las dos misas que cada semana tendría que pagar la cofradía, así como cubrir la deuda que tenía de 600 pesos y la adquisición de todos los ornamentos de la parroquia; además de los 2 mil pesos que otorgaría por adelantado. No obstante, entre los cofrades no hubo un acuerdo al respecto, dado que mientras unos vieron con buenos ojos la propuesta de Lazo; entre otros, su oferta resultaba “ventajosísima”. En principio, porque la renta que pretendía otorgar mensualmente resultaba similar a lo que producía la misma hacienda de la cofradía a través del arrendamiento de sus ranchos, casas, animales y cosechas de frijol y trigo. Otro inconveniente era la planta de mezcales, pues al ser una semilla que llevaría entre 7 u 8 años en sazonar y dar frutos, la tierra terminaría muy “batida” e inservible, siendo el arrendatario el único beneficiario. La fundación de la cofradía, insistieron, no fue con ese objeto, sino para el culto y la caridad. Los cofrades lamentaron que su propio cura, Narciso Arango, era quien promovió ese arrendamiento, mismo que acordó en sesión nocturna con algunos vecinos “paniaguados” muy adeptos a los “clubs masónicos”. Llama la atención a lo largo de este incidente la titularidad que decían algunos tener sobre la cofradía, pues aunque ambas fracciones se declararon como los herederos de los

36 AHCEJ, caja 3, exp. 2, núm. de inv. 36. 37 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1827.

275 fundadores indígenas, entre quienes rechazaron el arrendamiento se incluyó una larga lista de cofrades que no supieron firmar. El cura Arango todavía dejó entrever la división existente entre los miembros de la cofradía, puesto que aseguró haber tratado el arrendamiento entre las personas más honradas y de mayor confianza de la villa. Señaló los desaciertos de quienes rechazaban el arrendamiento ya que ni siquiera ellos dejaban de utilizar las tierras ni un año, justo como lo defendían. Ante la resistencia e ignorancia, según dijo, de este grupo de vecinos, Arango decidió apartarse del pretendido arrendamiento, el cual, de continuar, terminaría en manos de la autoridad civil:

Soy de sentir que será mejor permitir el que continúe dicha hacienda mal manejada, como hasta aquí lo ha estado, en obsequio de la paz, y de evitar de ese modo mayores males, los

que dejo a la sabia penetración de su señoría.38 39

Como se hizo mención, Ahualulco contaba con dos cofradías: la de la Purísima Concepción (o hacienda de la cofradía como también se le conocía y la más codiciada de las dos) y la cofradía de Ánimas, cuyos bienes se limitaron a algunas cuantas casas. Aunque el arrendamiento no fructificó, eso no quiso decir que las tierras de la citada cofradía dejaran de interesar a algunos propietarios y vecinos de la región, más cuando los párrocos que la administraban ofrecieron sus tierras al mejor postor. En la década de los cuarenta tocó el turno al párroco Alejandro Navarrete, quien en 1843 estaba convencido que, aunque la cofradía fue fundada por unos “pobres indígenas”, éstos ya habían desparecido. Tal vez para verificar este panorama, Navarrete comenzó a disponer de la administración de la cofradía tras cesar las funciones de su entonces mayordomo, el indígena Esteban Chavarín, quien declaró haber sido despojado de un modo “violento” para poner en su lugar a alguien más adicto a los intereses de Navarrete. Sin más, Chavarín fue destituido de la administración sin siquiera darle la posibilidad de rendir las cuentas de la cofradía, mismas 39 que ya estaban en poder de Pioquinto Lucio, hombre que, advirtió, no era de su confianza. En lo sucesivo, las pretensiones de Navarrete retomaron la iniciativa de su antecesor, Narciso Arango, pues tan luego que fue destituido Chavarín, se otorgó un arrendamiento al agricultor e industrial Juan Uribe para la planta de poco más de 23 mil

38 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 1, Exp. 1828. 39 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, Exp. 1844.

276 mezcales en contrato a efectuarse hasta por cinco años. Transcurrido el tiempo, los mezcales de los potreros de la cofradía ya se encontraban sazones y no faltó que algunos industriales se interesaran por comprarlos, como fue el caso de José María Murguía,

Secundino Madrid, Alejandro Aldrete y Pedro Camarena.40 Por comunicación que mantuvo Navarrete con la Mitra, es posible observar el interés que tuvo el obispo de querer no sólo administrar los bienes de la cofradía, sino de obtener la posesión plena de ella. Por lo cual, en 1849 Navarrete lamentó que las autoridades civiles aún no cumplieran con ese deseo de la Mitra, pretensión en la que los indígenas aparecieron de súbito:

Yo apreciaría que el Supremo Tribunal ordenara al señor Juez de Letras que cite únicamente al síndico del Ayuntamiento y que en una hora en que nada sepan los indios se me de posesión; pues de esta manera dicho señor Juez y yo daremos cumplimiento a las

órdenes de nuestros superiores y no habrá alteración pública.4142 43

A partir de la década de los cincuenta, algunos terrenos de la cofradía de la Purísima Concepción fueron puestos en venta, y en 1857 el párroco Ignacio N. Velasco declaró que algunos fueron vendidos a la familia Camarena, quienes aún debían el pago de algunos réditos. Como se mostró en un apartado anterior, entre estos beneficiarios se encontraba Pedro Camarena, quien tras haberse puesta en marcha las leyes de desamortización ofreció 25 mil pesos por las tierras de la cofradía. La iniciativa de Camarena provocó la reacción de algunos indígenas que se resistían a la venta dado que en esencia eran bienes de comunidad y por tanto primero debían repartirse entre ellos; no obstante, aún no existía la ley o el decreto para hacerlo, a causa misma de que los bienes de cofradía no fueron objeto de reparto sino hasta 1861. De esta manera, aquellas ventas que declaraba el cura Velasco fueron rescindidas por el gobierno, lo cual no quiso decir que la familia Camarena perdió su oportunidad de hacerse de las tierras. Al final de ese litigio, Pedro Camarena, a través de su representante y hermano, el licenciado Jesús Camarena, exigió una indemnización de 40 mil pesos por los perjuicios y gastos que le generó la recisión de dicho contrato. La gestión

40 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, Exps. 1846 y 1848. 41 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, Exp. 1843-49. 42 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, Exp. 1857. 43 Colección de acuerdos, t. III, pp. 10-13.

277 fue retomada en 1869 por el también industrial tequilero y entonces gobernador del estado,

Antonio Gómez Cuervo.44

El inicio de una tensión: los bienes de cofradía de la Purísima Concepción

En la historiografía del Jalisco rural el tema de las cofradías puede considerarse como otro tema casi ausente, no siendo lo mismo para otras regiones del país como Oaxaca, la ciudad de México o el Estado de México, por ejemplo.45 Los estudios suelen ser más escasos para el siglo XIX, precisamente cuando los bienes de cofradía, en tanto bienes de comunidad, formaron parte de los proyectos de individualización a los que se sujetaron algunos ayuntamientos. Los conflictos que se desataron entre párrocos, feligreses y alcaldes con relación a los bienes, no distan tanto de los que se pueden encontrar para el periodo colonial, en especial a finales del siglo XVIII, cuando los bienes de algunas cofradías eran mayores a los de comunidad, como estrategia que siguieron algunos pueblos para ocultar sus bienes frente a las últimas disposiciones fiscales de los borbones. La diferencia fue que en el siglo XIX los repartos de los bienes de cofradía originaron la desaparición de muchas de ellas ante una elevada especulación que se dio la tierra, sobre todo en contextos como el de Ahualulco. No obstante, en otras regiones del estado los repartos de bienes de cofradía aplicados a partir de 1861 desencadenaron algunos conflictos entre párrocos, cofrades, particulares y autoridades locales; por ejemplo, la queja presentada en 1856 por los indígenas del pueblo de Zapotlán, jurisdicción de Compostela, contra su cura quien los despojó de bienes muebles de la cofradía de la Purísima. Por igual, en 1873 los indígenas de Atotonilco solicitaron al gobernador un abogado para que viera por sus intereses a causa

44 Colección de acuerdos, t. IV, pp. 66-67, 113. 45 El tema de las cofradías dentro de la historiografía mexicana ya ha sido atendido, muy especialmente, para el periodo colonial, por ejemplo, William B. Taylor, cuyo trabajo brinda valiosa información para el caso de Jalisco: Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII, Zamora, El Colegio de Michoacán / El Colegio de México, 1999, pp. 449-481. Asimismo, en los últimos años el tema ha adquirido mayor interés principalmente desde dos aristas: la religiosidad entre los pueblos y la propiedad comunal. Véanse, por ejemplo: Mendoza García, Municipios, cofradías y tierras comunales. Los pueblos chocholtecos de Oaxaca en el siglo XIX, México, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca / CIESAS / UAM- Azcapotzalco, 2011; Van Oosterhout, “Confraternities and popular conservatism on the frontier: Mexico’s Sierra del Nayarit in the nineteenth century”, en The Americas, 71: 1, Julio de 2014, pp. 101-130; Eduardo Carrero et al (coord.), Las voces de la fe. Las cofradías en México (siglos XVII-XIX), México, UAM / CIESAS, 2012.

278 del reparto mal efectuado de los bienes de su cofradía.46 De la misma manera en 1886 los indígenas de Tonalá reclamaron el despojo que sufrieron de sus tierras de cofradía por parte de un particular.47 48O bien, de propietarios, como Francisco Quintanar, dueño de la hacienda de Huisapala (Magdalena), que se opusieron a los repartos de cofradías en vista de que 48 demostraban haber comprado con anterioridad algunas de sus tierras.

Ahualulco fue de las villas49 que a causa de haber contado con una población indígena originaria experimentó un proceso convulsivo durante el proceso que llevó a la individualización de la tierra. Este ambiente fue acentuado por el decreto 151 que el Congreso de Jalisco emitió en 1828, el cual sostuvo que los bienes de comunidad de los indígenas fueran finalmente repartidos entre ellos. Por entonces, el cura de la parroquia de Ahualulco, Juan Ignacio Aceves, administraba las tierras y muebles de la Cofradía de la Purísima Concepción, mismos que en 1834 fueron reclamados por los indígenas de acuerdo al decreto 151. El párroco Aceves consultó al gobierno de la Mitra si tales bienes debían o no repartirse, pues la cofradía fue instituida por la autoridad apostólica.50 Sin embargo, años más tarde se anunció que esos bienes permanecerían asegurados, lo cual se refrendó en 1849, cuando el congreso local exceptuó del reparto los bienes de la Iglesia, hospitales o cofradías.51 52 Durante 1844 Aceves intentó mejorar las tierras de la cofradía al buscar permutar algunas de ellas por otras pertenecientes al fundo del Ayuntamiento de Ahualulco. Para los munícipes la proposición de Aceves fue desechada en vista de que las tierras que pretendió ceder “eran de un valor notablemente inferior”. Años más tarde, 1856, Ignacio Herrera y Cairo, quien recién había dejado el gobierno del estado y regresado a la villa de Ahualulco,

46 AHJ, Gobierno, Indios, caja 20, 1873, núm. de inv. 10417; caja 20, 1873, núm. de inv. 10417; caja 3, 1856, núm. de inv. 10168. 47 En su petición no olvidaron acudir a las formas convencionales que demostraba su total subordinación al gobierno: “Los gobierno, y sobre todo el de este estado, siempre han sido demasiado paternales y ha velado de una manera particular por la clase indígena, pobre de por sí y agobiada por muchos de los que pertenecen a la raza europea, que tantos perjuicios a causado al país". AHJ, Gobierno, Indios, caja 32, 1886, núm. de inv. 10614. 48 AHJ, Gobierno, Indios, caja 5, 1861, núm. de inv. 10202. 49 En diciembre de 1846 el gobierno del estado declaró que en lo sucesivo la población de Ahualulco se denominaría Villa de Ahualulco de Mercado, en honor del cura José María Mercado y de su participación en la Independencia dentro de la región. Colección de los decretos, t. IX, 1a serie, p. 479. Y no fue sino hasta el 3 de marzo de 1891 en que fue declarada ciudad a la vez que cabecera del 12° cantón del estado. Colección de los decretos, t. XIII, 2a serie, p. 356. 50 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1834. 51 Colección de acuerdos, t. I, p. 155. 52 Colección de los decretos, t. IX, 2a serie, pp. 63-65.

279 se prestó listo para ejecutar la recién declarada ley de desamortización. Ello generó el disgusto del párroco Aceves debido a que Herrera y Cairo y otros vecinos comenzaron a denunciar fincas de la Iglesia. En respuesta, si aquellos hombres, que él consideraba sus feligreses, se querían confesar, no los absolvería “ni en el artículo de la muerte” hasta que devolvieran lo que habían tomado. Consultó al arzobispo Pedro Espinosa y Dávalos si debía o no excomulgarlos o tratarlos como vitandos, pero éste le advirtió que hacerlo “no traería ningún bien y sí muchos malos resultados”. La desamortización en Ahualulco generó el descontento de los párrocos quienes vieron que la excomunión ya no era suficiente para inducir sobre la conciencia de sus feligreses. En 1863, el párroco Ignacio Velasco lamentó esa actitud de los indígenas que ya no sólo repartieron las tierras de la cofradía, sino que también buscaban despojarlo de unos cuartos que construyó con sus propios recursos y que preciaba como su patrimonio.53 54 La tensión por tanto se desató sobre los bienes de la cofradía de la Purísima Concepción, cuyas tierras eran muy codiciadas por algunos agroindustriales. Sin embargo, la parroquia mantuvo en arrendamiento grandes fracciones de tierras a empresarios dedicados al ramo de vino mezcal sin obtener grandes beneficios, pues aun con ese ingreso no pudieron cubrir los gastos en la iglesia del hospital de la parroquia.55 Como se ha mencionado, cuando fue aplicado en el estado el reparto de los bienes de cofradía (1861), desde antes, el párroco Velasco y el industrial Pedro Camarena efectuaron contrato de compraventa de algunos terrenos de la cofradía; sin embargo, el contrato fue cancelado en vista de que los bienes de la cofradía aún pertenecían a los indígenas. Los Camarena prosiguieron con su interés por adquirir tales tierras, y para ello debieron esperar a que fueran repartidas. De acuerdo con una afirmación del cura Velasco, es posible determinar que los Camarena finalmente adquirieron la mayor parte de esos bienes, como se muestra en un plano de 1929 que daba razón del Valle de Ahualulco y la cuenca del arroyo del Cocolisco, en donde aglutinaron tres grandes extensiones de tierras al sur de la villa.

53 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1856. 54 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 3, exp. 1863. 55 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1854.

280 Mapa 6. Valle de Ahualulco, ca. 1929

Fuente: Elaboración propia con base en MMOyB: 2219-CGE-7233-A-1.

Otro testimonio interesante lo podemos encontrar en las comunicaciones que mantuvo Domingo Posada con Ignacio Vallarta. En 1874 Posada se encontraba en Ahualulco y expresó su desaliento por la resistencia de los indios a ejercer la propiedad privada:

Los desgraciados o imbéciles indios del barrio de la Ciénega, ricos porque la ley los hizo dueños del fundo legal y terrenos de cofradía, cuyos terrenos de una vegetación asombrosa no tienen rival por aquí, nada han aprovechado; hay tres o cuatro monopolizadores -que no son indígenas- que compraron los del fundo legal a ¡ocho pesos acción!56

Agregó que llegado el momento en que esos particulares se apropiaran de tales tierras, pronto los indios no tendrían ni siquiera dónde vivir, y entre aquellos particulares se

56 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 21, 19 de junio de 1874.

281 encontraba precisamente Jesús Camarena, quien contó con comisionados para hacerlo, como lo fue su hermano Pedro. Posada estaba enterado del pleito en el que se vieron envueltos los Camarena cuando intentaron adquirir las tierras de la cofradía, lo cual llevó a “un escándalo a mano armada entre indios y rancheros de La Labor [de Rivera]”. Posada le externó a Vallarta estas acciones de Camarena al no explicarse ese interés que tuvo por comprar las tierras: “Ojalá y pudiera contenerse este mal; yo aconsejo a los indios pero inútilmente”. Lo que no consideró Posada es que entre Vallarta y Camarena existía una estrecha amistad, y sugirió a Posada mantenerse al margen de ese asunto: No tiene facultades absolutamente el Gobierno para intervenir en el asunto al que hace referencia sobre los indígenas, y siendo un mal constante el que estos infelices se están haciendo no 57 queda otro recurso para impedirles que queden en la miseria. En 1867 se iniciaron los repartos de tierras del común de indígenas de Ahualulco de acuerdo con la ley de desamortización; pero no fue sino a partir de 1873 en que se presentaron algunos conflictos entre los indígenas y el ayuntamiento (sobre el cual se instalaban los vecinos más notables). Éste, a su vez y por una orden del gobierno del estado de 1872, enajenó los bienes que estuvieran fuera de su fundo legal. En respuesta, varios vecinos acudieron a comprar y arrendar. El problema se inició cuando los indígenas (o una fracción de ellos) acudieron ante su director político para presentar una petición al gobernador en la que pidieron el reconocimiento de la comisión repartidora que ya habían constituido. El director político la trasmitió al jefe político del cantón, Sixto Gorjón, y aprovechó para indicarle que era justo reconocer esa comisión, pues de otra manera “serían interminables sus quejas y daría lugar a que aumentase entre ellos la anarquía que existe”. La petición de los indígenas, en la que firmó, entre otros, Felipe Chavarín, denunciaba que en su pueblo se gestó una “desunión” desde el momento en que no terminaba por instituirse la comisión repartidora. Ello también a causa de

la mucha ambición de varios vecinos que pretendiendo hacerse propietarios a costa nuestra fomentan la división entre nosotros para conseguir sus miras poco decentes e interesadas. ¿De qué nos servirá Sr. Gobernador la expedición de tan sabias y benéficas leyes en nuestro 5758

57 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 21, 22 de junio de 1874. 58 AHJ, G-9-873, caja 19, 10401, exp. 190.

282 favor si la envidia y mala fe se oponen a su cumplimiento? ¿De qué nos sirve que un Gobierno paternal extiende sus generosos brazos para proteger a nuestra desventurada raza si estamos rodeados de enemigos que a todas horas nos hostilizan y persiguen cubiertos con la careta hipócrita de la amistad explotando a su favor nuestra ignorancia?

Pero si algo pudo revelar esta petición fue que, entre otras cosas, evidentemente existió una división entre los habitantes de Ahualulco, y aún entre los mismos indígenas. Tiempo después de la primera petición, se presentó la de otra fracción declarada igualmente indígena tras haber presenciado cómo algunos que ni siquiera eran indígenas conformaron una comisión repartidora justo en el patio de la sacristía de la parroquia. A su parecer, aquella nueva comisión era ilegal dado que ya habían constituido una. Además, algunos eran socios de Camilo Vázquez, hombre que se empeñaba “en fomentar la discordia entre nosotros mismos, hasta dividirse en partido”. Por tales razones pidieron al gobernador no aprobar dicha comisión ya que no contaba con las personas idóneas para administrar ese negocio, como un tesorero de “probidad y honradez”. Su rechazo llevó implícita otra propuesta, pues su comisión estaría integrada por Leonides Figueroa, presidente municipal de la villa. La actitud de esta otra fracción intentó mostrarse como la más instruida para llevar esa administración: “pedimos sea habida nuestra petición por parecemos así conveniente a nuestro derecho y al de la mayor parte de nuestros hermanos que por ignorancia o buena fe se han dejado alucinar de hombres de sobrada malicia” .59 Leonides Figueroa finalmente fue reconocido como nuevo comisionado del reparto; sin embargo, éste se vio interrumpido por un evento coyuntural que puso durante algunas semanas a Ahualulco en el centro de la opinión pública, incluso internacional, pues el misionero protestante, John Stephens cayó muerto por una muchedumbre a los pocos meses de haberse instalado en la villa. Un acontecimiento que nos acerca a la religiosidad local y al fuerte vínculo que alguna parte de la población tuvo con el párroco, el presbítero Victorio Reinoso. El linchamiento de Stephens por igual puso a prueba al aparato judicial a nivel local ante la premura que tuvo el gobierno en darle solución.

59 AHJ, G-9-873, caja 19, 10401, exp. 190.

283 ¿Negociación o fanatismo? Fatales consecuencias ante un proyecto nacional

El presente apartado tiene por objeto retomar un episodio que dentro de la historiografía jalisciense no ha recibido la debida atención pese a las magnitudes políticas y sociales que llegó a tener en su momento dentro de lo opinión pública mexicana, y que aunque parece truncar el hilo conductor de este capítulo, se incrusta como un evento que nos ayuda a comprender los vínculos de poder locales que intervinieron en justicia y se interesaron por el acceso a la propiedad, afirmando sus lazos con la Iglesia ante la zozobra que produjo la presencia de los protestantes. La noche del 1 de marzo de 1874 la reunión que se efectuó en casa de Camilo Vázquez para proseguir con el negocio del reparto de las tierras de cofradía, fue interrumpida al recibirse la noticia de que su párroco fue amenazado por los protestantes. La mayoría acudió a la casa de Reinoso con la decisión de no dormir y vigilarla. Horas después, una multitud compuesta de entre 2 0 0 personas se reunió en la plaza principal para después aproximarse a la casa, que distaba 130 pasos, que entonces ocupó el joven misionero Stephens, quien estaba en compañía de dos de sus discípulos: Juan Islas y Severiano Gallegos. Dentro del grupo de personas también se instaló una guardia de soldados encabezada por Merced Arias por orden del presidente municipal, Leonides Figueroa, con la supuesta intención de conservar el orden. Asimismo, la multitud fue amenizada y atraída por las coplas de un par de músicos "al son de un violín y un guitarrón". Lo que parecía una verbena tomó mayores dimensiones cuando se entonó el grito “¡Mueran los protestantes!”, el cual fue acompañado de golpes y disparos contra las puertas y ventanas de la casa que refugiaba a Stephens. La mayoría de la multitud parecía expectante del ataque que se estaba perpetrando contra la morada del misionero, a la que sólo unos cuantos pudieron ingresar. Stephens corrió a lo más alto de la finca donde al final le propinaron golpes y disparos, siendo el más letal el que recibió en el cráneo. Por su parte, el joven Islas fue capturado y conducido por varias calles con la supuesta intención de presentarlo ante el cura Reinoso para que lo confesara; no obstante, fue igualmente asesinado. Gallegos corrió con mayor suerte, pues se refugió en lo más alto de la casa hasta lograr escapar, según algunos, vestido de mujer.60

60 El expediente que se levantó sobre el asesinato de los protestantes fue bastante voluminoso (superando en total las 600 fojas), al grado de dividirse en dos: contra los autores materiales y contra los cómplices que

284 Desde la opinión pública de la época, el acontecimiento terminó por ser caracterizado por el extralimitado sentimiento religioso popular, por la inoperante justicia a nivel local y por la profunda influencia de la religión católica en la sociedad ante su rechazo a las misiones protestantes. Si bien el asesinato de los misioneros ha servido como parteaguas para el estudio del protestantismo en Jalisco,61 se ha hecho sin considerar las dimensiones locales que éste desarrolló dentro de la misma villa de Ahualulco. Por debajo de aquel atroz linchamiento se circularon relaciones y disputas más profundas escenificadas en una arena social, aunque pequeña, bastante convulsa, y que tuvieron origen en disputas más prolongadas que se entramparon con proyectos de nación incompatibles con las necesidades locales, trazados a su vez por la religión y la propiedad. A través de un estudio de carácter local se puede apreciar cómo una población con sus múltiples necesidades y esferas divergentes se vio sorprendida por una política exterior (nacional) cuyos proyectos a veces fueron bien vistos y entendidos cuando convenían a unos; otras veces, asimilados con recelo y negociación, y otras también rechazados sin consideración alguna. Esto último tal vez sucedió en Ahualulco al momento en que se dio apertura el protestantismo. Bajo estas consideraciones, no sólo se debiera sostener la idea del “fanatismo” por el cual las autoridades y la opinión pública calificaron los hechos. Tal vez bajo otra perspectiva y con nuevas evidencias sea posible formular preguntas que no sólo nos ayuden a entender aquel violento acontecimiento, sino a situar a Ahualulco y su gente en un contexto más amplio. Por tanto, ¿también se estará entonces ante un momentáneo sentimiento “antiyanqui” tras saberse que el protestantismo era promovido por misioneros estadounidenses? ¿La multitud fue manipulada por un puñado de particulares y autoridades que defendieron el culto católico en su localidad? ¿El cura Reinoso fue pieza clave para que todos, multitud y élites, corrieran en defensa de su religión? O bien, ¿La acción de la multitud fue consensuada con los grupos de poder? Para dar respuesta a esta serie de preguntas es preciso identificar el tipo de relaciones sociales que se entretejieron entre los actores implicados. Cómo expresaban su religiosidad, cuál era su respuesta frente al incitaron a la muchedumbre, entre ellos el párroco Reinoso. Gracias a la localización de estos dos documentos, depositados en distintos repositorios, ha sido posible integrar todas las versiones y, en la medida de lo posible, formar un relato lo más apegado a las mismas. Uno de ellos se localiza en el Archivo Histórico de Jalisco, en su sección de Justicia (AHJ, J-3-874, caja 55), y el segundo en el Archivo Histórico de Supremo Tribunal de Justicia (BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar). Esto sin descartar el cúmulo de impresos sueltos y notas periodísticas que circularon en la época. 61 Dorantes, “Protestantes de ayer y de hoy”.

285 establecimiento de una célula protestante; o bien, frente al reparto de tierras que se ha venido tratando. Dentro de la historia social europea los motines y los tumultos han ocupado un papel central para identificar sus motivaciones y estrategias de resistencia, ya fuera desde las revueltas por hambre y por tierras hasta las que defendieron o buscaron imponer una fe. Durante las reyertas entre protestantes y católicos en la Francia del siglo XVI se desató una obstaculización mutua a través de la confiscación y destrucción de biblias, así como de los misales y los manuales de los sacerdotes católicos. Sin embargo, las acciones de los católicos quedaron caracterizadas por el “derramamiento de sangre” con tal de purificar la sociedad, en vista también de que lo hacían como religión dominante y bajo un amplio monopolio de la noción de herejía. De acuerdo con Natalie Zemon Davis, “no hace falta decir que a las multitudes católicas les gustaba atrapar a algún pastor cuando podían, [pues su muerte ayudaría a purificar la sociedad] de aquellos pérfidos sembradores de desorden y desunión” .62 También se ha sostenido que para entender las revueltas populares es necesario extender la mirada y las preguntas hacia procesos más prolongados. Desde esta perspectiva, Alian Corbin ha intentado reconstruir un acontecimiento que dentro de la historiografía francesa encerró varios enigmas: el suplicio cometido en 1870 por una multitud campesina contra un joven burgués que defendió abiertamente el retorno de la República y el triunfo de Prusia (en un contexto en que se desataba la guerra franco-prusiana). Para entender cómo un puñado de campesinos pacíficos se tornaron en turba violenta y cruel, cosa que no intentó desmentir, Corbin se vio en la necesidad de reconstruir el panorama político y social que se fraguó incluso desde tiempo atrás para dar con los temores y motivaciones de la mentalidad campesina. Paul Vanderwood ha reconstruido otro acontecimiento con similar perspectiva y que por igual oscureció la política porfiriana: la represión violenta contra la rebelión de Tomochic. Para entender las causas de la rebelión optó por relacionar el factor religioso con las discordias y alianzas que se anudaron entre familias y autoridades de distinto nivel y a lo largo de generaciones. Así, observó el funcionamiento de la política local desde un plano más cotidiano para demostrar que los hombres que estaban al frente de los cargos públicos

62 Zemon Davis, Sociedad y cultura en la Francia moderna, Barcelona, Crítica, 1993, pp. 172-173.

286 antes bien fueron vecinos del mismo lugar, quienes administraron por intereses a veces muy personales. De tal manera esa sucesión de alianzas y discordias locales se convulsionaron con proyectos nacionales más amplios, como la centralización del catolicismo en detrimento de las devociones locales y la modernización de los aparatos de control que poco modificaron las estructuras locales de poder. En Ahualulco, como es visto, también se estructuraron alianzas entre las autoridades locales y la Iglesia mientras se germinaba una discordia entre los primeros (como representantes de la corporación municipal) y la población indígena local al momento en que ésta buscó ejercer su derecho de propiedad individual. Desde el último tercio del siglo XIX la Iglesia católica mexicana reaccionó enérgicamente contra la incursión de misiones protestantes provenientes de Estados Unidos toda vez que el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada elevó a rango constitucional la tolerancia de cultos en 1873, reforma emitida en 1860 por el presidente Benito Juárez. Con esto, los años que van de 1872 a 1874 fueron sumamente agitados en algunos pueblos mexicanos sobre todo en materia religiosa, pues se declaró a nivel federal no sólo la tolerancia de cultos, sino además la prohibición de la instrucción religiosa. De esta manera, así como se dio un levantamiento en Ahualulco lo mismo sucedió en Jerez, Zacatecas; en

Tizapán, Distrito Federal y en Calpulhuac, estado de México, por ejemplo.63 Se destaca también el caso de Zinacantepec, estado de México, que fue escenario de uno de los primeros levantamientos religioneros que se opusieron a las reformas liberales. El conflicto, aunque terminó con el fusilamiento de los sublevados, desató respuestas más violentas contra las autoridades que juraron las adiciones a la Constitución en Tamascaltepec y Tejupilco. Desde la opinión pública, esa violencia fue desatada por los párrocos quienes los convencieron de las amenazas del protestantismo y las autoridades afines a él.64 Particularmente en Jalisco el reclamo popular se acentuó por conducto del Congreso del estado cuando en 1873 emitió un decreto en el que demandó a sus autoridades civiles de cualquier nivel jurar las adiciones a las leyes de reforma.65 Por ejemplo, en Oaxaca algunas

63 Bastian, Los disidentes. Sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 80. 64 Falcón, “El estado liberal”, pp. 1021-1024. 65 Barbosa, “Entre el derecho y el hecho: algunas formas de eludir las Leyes de Reforma en la diócesis de Guadalajara”, en Olveda (coord.), Desamortización y laicismo. La encrucijada de la Reforma, Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2010, p. 164.

287 autoridades civiles se sintieron obligadas a pedir el indulto a sus párrocos para poder jurar las reformas, pues antes que nada eran “cristianos” e “hijos de la Iglesia” .66

Intolerancia y protestantismo: visos de un conflicto local

A inicios del siglo XX fueron publicadas las memorias del diplomático estadounidense John W. Foster, quien de 1873 a 1880 fingió como cónsul de Estados Unidos en México. En su estancia diplomática fue testigo, a su propia consideración, a lo menos de dos acontecimientos importantes: la política anticatólica de Sebastián Lerdo de Tejada y el despunte de la figura de Porfirio Díaz. Sobre Lerdo de Tejada reconoció que, a diferencia de Juárez, fue un hombre de carácter más fuerte, preocupado por reconducir las relaciones con Estados Unidos y por sus intentos de pacificar la sociedad una vez disuelto el Segundo Imperio. Reconoció los intentos que hizo por materializar las leyes de reforma al buscar la separación de la Iglesia de los asuntos del estado, una iniciativa que comunicó al entonces secretario de estado estadounidense, Hamilton Fish. Por conducto de éste, extendieron al gobierno mexicano sus felicitaciones por emprender tan decisiva labor.67 Estimó que ese nuevo clima permitió la incursión de misioneros protestantes provenientes de Estados Unidos (entre presbiterianos, bautistas y metodistas), más por el hecho de que el gobierno mexicano anunció una serie de medidas legales que permitieron la tolerancia de cultos garantizando la seguridad y actividad de las misiones en territorio mexicano. Esta incursión, agregó Foster, aunque suscitó algunas inconformidades por parte de la Iglesia católica, indirectamente permitió que ésta modernizara sus esquemas de instrucción y doctrina a través de más escuelas y sermones dominicales tanto en catedrales como parroquias.68 Sin embargo, dio cuenta de que por encima del discurso y las promesas declaradas por las autoridades mexicanas, no se hicieron esperar las persecuciones y agresiones hacia los protestantes que cayeron en manos de multitudes. Foster, sin haberlo

66 Traffano, “Los indígenas en su tiempo”, pp. 112-118. 67 Foster, Diplomaitc memories, vol. I, Boston, The University Press Cambridge, 1909, p. 48. 68 De acuerdo con Edward Wright-Ríos estos mismos efectos se hicieron visibles en la Arquidiócesis de Oaxaca, la cual, con tal de estimular y disciplinar las devociones populares acudió a una política más centralista implantando un programa que ya había dado resultados en Europa, como conceder los sacramentos cada día e incluso semanal y mensualmente, y concentrar las devociones hacia representaciones vinculadas con la santidad mariana; como lo fue el guadalupanismo. Wright-Rios, Revolutions in Mexican catholicism. Reform and revelation in Oaxaca, 1887-1934, Durham, Duke University Press, 2009, pp. 30-31.

288 dicho abiertamente, también se refirió al asesinato de John Stephens, contexto en el que se mostró más enérgico ante el secretario de estado mexicano, José María Lafragua, a quien le reclamó no estar cumpliendo con las garantías de seguridad antes ofrecidas por Lerdo de Tejada. Desde 1872 la villa de Ahualulco comenzó a formar parte del duodécimo cantón del estado de Jalisco, y dependió política y administrativamente de la cabecera del cantón: Tequila. Esto quería decir que Ahualulco por ese tiempo no contaba con jefe político ni con un juez de primera instancia, los cuales sólo se podían instalar en las cabeceras de cada cantón, y a lo sumo sólo debía contar con las operaciones de un director político, Juan A. Ocaranza, quien debía fungir no sólo en representación del jefe político, sino además del gobernador.69 7071 Stephens apenas tenía tres meses de haberse establecido en Ahualulco a invitación de algunos grupos liberales y en vista también de haber realizado tal vez exitosamente su primera campaña misionera en la ciudad de Guadalajara en compañía del también misionero David Watkins. Como representantes de la Iglesia congregacionalista (también conocida como la American Board con sede en Boston, Massachusetts), antes de arribar a México divulgaron el protestantismo en San Francisco de Alta California, y en 1872 desembarcaron del puerto de San Blas para trasladarse a Guadalajara donde encontraron el cobijo de algunos liberales, en especial, del gobernador Ignacio Vallarta. En Ahualulco, Stephens lamentaba los graves daños que la Iglesia católica produjo en la población, sobre todo en su moral e inteligencia. Desde el mes de mayo de 1873 informó al jefe político que en compañía de Watkins y la esposa de éste fueron “apedreados por unos individuos del pueblo bajo”, lo cual, contrariando su anterior opinión, le causó extrañeza por no encontrarse fuera del amparo de un país civilizado, ejerciendo el ministerio “de un culto admitido y sancionado por las leyes de México”. Con tal inclinación, Stephens solicitó las condiciones para su ejercicio ministerial, de lo contrario, acudiría con su cónsul para quejarse “amargamente de los ultrajes que recibimos del pueblo de Jalisco”. En atenta respuesta, el jefe político lamentó las agresiones que recibieron ofreciéndole un breve

69 Olveda, “El obispo y el clero disidente de Guadalajara durante la reforma liberal”, en Jaime Olveda (coord.), Los obispados de México frente a la reforma liberal, México, El Colegio de Jalisco / UAM / UABJO, 2007, pp. 95-130. 70 Dorantes, “Protestantes de ayer y hoy”. 71 Dorantes, “Protestantes de ayer y hoy”, p. 163.

289 informe sobre las detenciones que se habían realizado, asegurándole que establecería las 72 medidas necesarias para que semejante agresión no volviera a repetirse. Desde Guadalajara, Watkins y Stephens comenzaron a difundir la doctrina protestante mediante publicaciones sueltas en las que advirtieron las supersticiones del catolicismo promoviendo en su lugar una lectura libre de los evangelios de la Biblia. Esto por consiguiente desató la desconfianza y el encono de la Arquidiócesis de Guadalajara, en especial, del presbítero Agustín de la Rosa, con quien mantuvieron una intermitente guerra de ideas que cada cual orquestaba desde su propia tribuna: aquéllos a través de La Lanza de San Baltazar e impresos sueltos, y éste desde su periódico La Religión y la Sociedad. Los editores de La Lanza aprovecharon su espacio para responder a cada comunicado del presbítero de la Rosa. Señalaron su postura retrógrada, dirigiéndose a él como “tata Rosa”. Le recriminaban sus declaraciones contra la tolerancia de cultos dado que presagiaba infinidad de desgracias para el país: “¿Quién ha dicho a Ud., viejito, que la tolerancia religiosa es un mal social?”. El mal en todo caso, continuaron, sería para el “culto intolerante” que representaba. Antes bien, con el protestantismo se conquistaría “la libertad de conciencia, la libertad de creer, la libertad de pensar, y la inteligencia, libre de las cadenas del fanatismo y de la ignorancia”. Después de la muerte de Stephens La Lanza abandonó su tono jocoso ahora para atribuir a de la Rosa una supuesta participación, aunque intelectual, sobre esos mismos hechos, pues sostuvieron que el cura Reinoso actuaba inspirado por sus escritos: “No creo que Ud. asesinó al señor Stephens con sus propias manos; pero diré que el tiempo y el justo juicio de Dios, revelará si sus manos moralmente son limpias de la sangre de mi hermano y fiel amigo”.72 7374 En otro momento señalaron que la muerte de Stephens fue tan arreglada como la del médico y jurisconsulto Ignacio Herrera y Cairo, quien murió en la misma villa de Ahualulco a manos de las fuerzas federales.75

72 AHJ, G-9-1873, 7077. 73 “Quinta carta al Sr. Dr. Dn. A. de la Rosa”, La Lanza de San Baltazar, Guadalajara, 26 de junio de 1873, núm. 6, p. 1. 74 “Dos a tres palabras al Señor Doctor Rosa”, La Lanza de San Baltazar, Guadalajara, 17 de junio de 1874, núm. 5, p. 1. 75 Tras asumir de manera interina la gubernatura de Jalisco en 1856, Ignacio Herrera y Cairo decretó la instalación de un abogado defensor de indios, esto con el fin de evitar que, por su “inexperiencia y candor”, fueran presa de agentes y huizacheros. Colección de los decretos, t. XIV, 1a serie, p. 68. Tal vez para su mayor desagrado, ese mismo año fue notificado de que el párroco de Ahualulco, Ignacio Valdez, exigía a los indígenas que limpiaran el cementerio, de lo contrario, les cobraría los “derechos parroquiales completos”.

290 Una vez en Ahualulco, Stephens instaló una pequeña escuela bíblica en la que también vivió en compañía de sus discípulos Juan Islas y Severiano Gallegos, así como de sus sirvientas Ramona Aréchiga (esposa de Severiano) y María Félix Carrillo, todos vecinos de Ahualulco. De no haber sido porque Severiano hubiera salido con vida del ataque contra la casa del misionero Stephens, tal vez no se hubiera implicado al cura Reinoso. Severiano, además de discípulo de Stephens, fue su impresor del periódico religioso, político y literario: San Jorge, el cual hasta entonces publicó cuatro números. Como sucedió entre la prensa protestante y católica desde la capital del estado, el San Jorge se mantuvo de manera socarrona cuestionando la respuesta de la Iglesia católica ante las leyes de reforma, sin desatender la forma en que el cura Reinoso cuestionó a los protestantes. Reinoso llegó a la villa de Ahualulco a la edad de 43 años después de haber prestado sus servicios en la parroquia de Teuchitlán, cuyo alcalde, Apolinar Medina, rindió en 1871 un informe en que dejaba ver la “eficacia” de su ministerio. No sólo llevó la armonía al vecindario, sino que además vio por el buen funcionamiento de la parroquia a la que aderezó con una campana, un reloj público y un órgano, al frente del cual puso a un joven cantor. Reinoso era originario de Jalostotitlán y fue ordenado en Guadalajara en 1855. Durante su estancia en el Seminario Clerical contó con la buena opinión de varios catedráticos, como la de Agustín Rivera y Agustín de la Rosa. Felipe de Jesús González, capitán de la Casa de Misericordia de Guadalajara en 1855, dio cuenta de que su genio era “pacífico” y de que nunca fue “nocivo” ni expulsado de alguna comunidad. En 1855 fue ordenado a su primer curato: Teuchitlán. En 1861 declinó por cuestiones de salud para poder permanecer en el curato de Cuautitlán (Autlán), cuya orografía y clima le impidieron sobrellevar sus enfermedades, que iban desde gastritis hasta vértigos constantes. Después de haber abandonado intempestivamente el curato de Ahualulco por las circunstancias en que quedó envuelto, en 1877 fue destinado al curato de Unión de Tula76 y un año después al de Jesús María, de donde corrió a todos sus sirvientes, incluidos los cantores, acólitos y

Ello generó una controversia con el párroco quien mantuvo los servicios personales de los indígenas. De tal manera aprovechó la causa para comunicar a todos los párrocos que era su obligación de publicar, incluso fuera de las parroquias, los aranceles que cobrarían por los derechos parroquiales sin hacer distinción de clases. AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1856. 76 AHAG, Gobierno, Sacerdotes, 1858, exp. 19, Victoriano Reinoso Gómez.

291 campanero. El curato era tan pobre que lo poquito que se obtenía, según dijo uno de los 77 sirvientes echados, se lo quedaban Victorio y su familia. Uno de los primeros asuntos que debió atender al llegar a Ahualulco fue sin duda la presencia del protestantismo, el cual, estaba muy seguro, pronto desaparecería, ya que mantuvo conferencias con “los alucinados por los enemigos de la Santa Iglesia”. Se refirió a ellos como hombres “sumamente ignorantes”. En una comunicación que sostuvo con Francisco Arias y Cárdenas en febrero de 1874, le anunció su plan casi sistemático para reducir los seguidores de dicho culto, su estrategia era convertir a los principales que, según dijo, eran forasteros:

Los otros cinco que concurrieron son de los caballeros de aquí más ignorantes [...], éstos con la conversión del principal, está hecha la de ellos. La escuela protestante que se componía de muchos más de cien estará reducida a seis u ocho a la vez y creo que el ministro [Stephens] saldrá de aquí muy pronto porque le tengo emporcados todos sus papeles con sus mismas perversas doctrinas.

La erradicación del protestantismo la creyó inminente tras afirmar que estaba “perfectamente bien” con todos los fieles de la villa, incluso “con las personas de la autoridad”. Esas palabras parecían auguraban los hechos de la madrugada del dos de marzo: 78 “aseguro un triunfo completo. Mi predicación los ha movido mucho”. Desde que Reinoso llegó a Ahualulco, mantuvo algunos encuentros verbales con Gallegos ya fuera, según éste, para contratarlo como impresor, o bien, para halagarlo o separarlo de “la secta” protestante. Le advertió que su obstinación acarrearía males para su familia y la población, incluso para el ministro Stephens. Gallegos le sostuvo que su misión era fomentar “la ilustración cristiana” que tanto hacía falta en el pueblo y que no aceptaría ninguna invitación para que lo separara de “la religión de Cristo”. Ambos discutieron durante días sobre algunos contenidos de la Biblia; sin embargo, Reinoso insistió en persuadirlo para que se apartara de Stephens.79 Tales encuentros al final terminaban por disgustar a ambos, y Gallegos aprovechó para publicarlos en el San Jorge pues, según dijo,

77 AHAG, Gobierno, Parroquias, Lagos, caja 6, carp. 1870-80c. 78 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 3, exp. 1874. 79 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 8.

292 incluso llegó a sobornarlo. En uno de ellos pudiera condensarse la recriminación que la Iglesia católica hizo al protestantismo: la lectura individual de los evangelios.

—Pero Ud. debe convencerse de que la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, es la depositaría de las verdades divinas; y ya que el deseo de Ud. es ser un cristiano honrado, deje luego ese protestantismo, y yo le amplifico a usted una renta muy regular que le proporcione una cómoda subsistencia. ¡Vamos, dígame cuánto es el honorario que Ud. Desea tener, y ponemos una Escuela Católica. —Si en la Escuela en esa se ha de enseñar el Evangelio en la mano de la doctrina,... —Pero ¡cómo queremos que el Evangelio lo obtengan hasta las criaturas que no están dotadas del raciocinio para ello! —Luego, ¿no se ha de enseñar el evangelio a toda criatura? —Si pero. Hágame Ud. favor de volver mañana y tratamos más sobre el particular, pues ya acabaron de llamar para el Rosario; pero cuento con que mañana nos hemos de arreglar

fijamente.80

De acuerdo con estas noticias, Gallegos regresaba y Reinoso le expresaba más objeciones sobre las ideas protestantes, entre ellas, que fueran predicadas por extranjeros. Creyó sobre todo que tuvieran una perversa política encubierta, una nueva forma de dominación. De permitirles la entrada al poco tiempo llegarían con su “gobierno y poderío”. Gallegos lo rebatió: “mientras los veamos predicando el Evangelio y guardándolo estrictamente con las obras, debemos los Mexicanos hermanarnos a ellos”. Con su ayuda, agregó -y para disgusto de Reinoso-, sería posible alcanzar la “perfección cristiana”. Aunque Reinoso posiblemente inyectara ese sentimiento antiestadounidense en Gallegos como una forma de persuadirlo, tal vez lo hacía porque este argumento reflejaba un sentir común entre la sociedad: se podían tener diferencias sobre la manera de abrazar el cristianismo, pero no así con el poderío y la peligrosidad del país vecino que carecía de una cultura y tradiciones genuinas. No obstante, entre el clero mexicano esa leyenda y peligrosidad hizo referencia a una divergencia colonial, pues entre ellos no cabía la hispanidad ni el catolicismo. Así, el protestantismo se postró como la amenaza de toda esa

80 “Entrevistas que tuvieron lugar entre el cura D. Victorio Reinoso y algunos protestantes de esta Villa”, en San Jorge, núm. 4, Ahualulco de Mercado, 27 de febrero de 1874, p. 3.

293 herencia. 81 Aunque tal vez era generalizado ese sentimiento, los mismos congregacionalistas fueron muy conscientes de él y del profundo resentimiento que aún parecían tener los mexicanos contra los Estado Unidos sobre la pérdida de Texas y California. Advirtieron que pese a haber ganado “gloria y oro”, los estadounidenses al luchar por sus libertades perdieron la posibilidad de reformar a la población mexicana:

“Nosotros obligamos a los mexicanos a respetar al ranger texano, y obtuvimos suficientes tierras de la mano del peón perezoso al mantener algo de la más pura civilización anglosajona americana. [...] Nuestra intervención armada de 1848, más que aliviar los problemas de México, los agravó; de hecho, esto nos hizo mucho más difícil ayudarlos en

esta coyuntura” .82 8384

En pocas palabras, las luchas de sus antepasados hicieron más difícil que la presencia de los misioneros protestantes fuera más armoniosa, y en su lugar se postrara un rechazo ya no sólo por ese pasado imposible de olvidar, sino por ser practicantes de una cultura y religión ajenas a la hispana. En Michoacán, por ejemplo, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores descalificó la presencia de los protestantes en Zitácuaro por su relación con la 83 inmoralidad que creyó propia del imperialismo yanqui. De acuerdo con otros testimonios, el sentir antiyanqui de Reinoso se acentuó horas antes del linchamiento, justo cuando se encontraba en el atrio de la parroquia frente a algunos indígenas a quienes anunció que los protestantes lo tenían amenazado. En medio de ese fervor les hizo recordar los acontecimientos de 1 8 1 0 , cuando “el pueblo en masa se levantó para sacudir el yugo de los extranjeros que dominaban el país”. Reinoso, mientras quemaba un ejemplar del San Jorge, advirtió que esa era la misma circunstancia que se vivía con la presencia de los protestantes. De manera casi profética, ese mismo número del

81 Monsiváis, “¿Tantos millones de hombres no hablaremos inglés? (La cultura Norteamericana y México)”, en Bonfil Batalla (comp.), Simbiosis de culturas. Los inmigrantes y su cultura en México, México, CONACULTA / Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 468. 82 Enoch F. Bell, “The Méxican problema and the Yankee peril”, en Envelop Series. A Quarterly Magazine of the American Board of Comissioners for Foreing Missions, núm. 4, January 1920, pp. 27-28. Traducción propia. 83 Butler, Devoción y disidencia. Religión popular, identidad política y rebelión cristera en Michoacán, 1927­ 1929, Zamora, El Colegio de Michoacán / Fideicomiso “Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor”, 2013, p. 187. 84 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 7.

294 San Jorge, al hablar de los abusos que mantuvo la Iglesia católica sobre sus feligreses, pronosticó una oleada violenta de sus jerarcas contra las ideas que les fueran adversas, y para lograrlo se harían de los más timoratos e ignorantes:

Ellos halagan hoy a los simples, haciéndoles creer que la religión de Cristo los llama hoy a su defensa, aunque haya derramamiento de sangre; como si el divino Salvador hubiera sido

un guerrero que nos encargara las discordias y las rebeliones contra nuestros hermanos.85

Días después de la muerte de Stephens, David Watkins, quien se encontraba en Guadalajara, se dirigió al gobernador para anunciarle que su vida también corría peligro, pues recibió de parte de algunos vecinos de la ciudad una carta en la que le pidieron abandonar el país, pues desde hacía tiempo ya se había pactado “el exterminio de los americanos” que se mantenían en calidad de ministros. 86 Le expresaron que el país se encontraba preparado para arremeter contra ellos en vista del mal que le estaban haciendo a la población y a la Iglesia católica. Ahualulco se anunciaba como el detonante del violento proyecto:

A nombre de siete octavas partes de habitantes mexicanos, como os consta que son católicos apostólicos romanos, protesto y juro que pondremos los medios para salvar a nuestro querido México, cuya piedra preciosa tanto envidian ustedes y sus paisanos, y que

defenderemos a toda costa de sus infernales garras.87

Cierta o no la carta que presentó Watkins, en ella se vierte una hostilidad que se gestó de mexicanos contra estadounidenses, pues le advirtieron que para esa ocasión estaban prevenidos para una nueva invasión, todo “mientras tengamos por amigos a otras naciones poderosas”. El primer paso, le aseguraron, sería levantar una petición al primer ministro de la nación para que declarara su expulsión, y si éste se negaba estarían resueltos “a perder primero la existencia que la religión”.

85 “El clero y las leyes de reforma”, en San Jorge, núm. 4, Ahualulco de Mercado, 27 de febrero de 1874, p. 2. El resaltado es mío. 86 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 34. 87 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 34v; BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 14.

295 Los escaños de la justicia

Desde el momento en que se presentó el asesinato de los protestantes, inmediatamente el gobernador Ignacio Vallarta fue informado de ello por el director político que recién había instalado en Ahualulco: Antonio Lejarazu. En urgente telegrama se le hizo saber que entre los responsables estaban algunos “indios insolentados”. Vallarta apuró a Lejarazu para que realizara todas las diligencias necesarias. Lo que le preocupaba era prevenir que la opinión pública se ocupara rápidamente de esos hechos, pues de lo contrario el cónsul estadounidense intervendría. Por tanto, le confirió a Lejarazu facultades especiales para castigar a todos aquellos que resultaran culpables. 88 Varios vecinos notables de Ahualulco se reunieron con Lejarazu para manifestarle, a nombre también de la población, que protestaban de las “manera más solemne” contra lo que acababa de acontecer, así como para mostrarle su disponibilidad de “perseguir con todo empeño” a sus posibles autores, esto en “obsequio de la paz pública”. La declaración fue firmada por más de cuarenta vecinos, entre quienes se encontraban el mismo presidente del ayuntamiento, Leonides Figueroa, así como algunos propietarios, como Eliseo Madrid (dueño de la hacienda La Providencia), Juan A. Ocaranza y Sixto Serratos. La iniciativa de aquellos vecinos parecía tener dos objetivos importantes: el primero de ellos, deslindarse de los hechos; y el segundo, mostrarse como ciudadanos decididos a ver por el orden de su 89 villa como lo dictaban las leyes. En las primeras indagaciones de Lejarazu quedaron implicados poco más de veinte personas, entre ellas el párroco Reinoso, toda vez que fue comprendido conforme a la ley de 4 de diciembre de 1860, cuyo artículo 23 indicaba que todo “ministro de un culto en el ejercicio de sus funciones ordene o exhorte a cometer un delito sufra la pena de esta complicidad si el delito se llevare a efecto”.88 8990 De acuerdo con el informe de la Comisión de Justicia del Gobierno del estado, Reinoso “hostilizaba a los protestantes contra lo preceptuado por la ley”, pues circuló, “entre personas de poca instrucción”, las maquinaciones de los protestantes.91 Desde un comienzo el proceso que se realizaba contra Reinoso y los demás implicados en el linchamiento, tornó en recurrentes careos y

88 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 19, 2 de marzo de 1874. 89 AHJ, J-3-874, c. 55, ff. 179-180. 90 Dublán y Lozano, Legislación mexicana, t. VIII, p. 762. 91 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 89v.

296 aseveraciones contradictorias entre unos testigos y otros. Asimismo, llevó a las descalificaciones de los testimonios que implicaron a Reinoso. La justicia local se hizo andar y a través del proceso fluyeron elementos propios del sentido común de las autoridades tanto locales como de la capital del estado. En el discurso liberal que se instaló tanto en la ley como en las instancias públicas del país, se afirmaba al ciudadano como el nuevo depositario de los derechos sociales y como la única entidad jurídica reconocida para dialogar con el estado; es decir, un sujeto que quedara fuera de cualquier distingo étnico y preferencia religiosa, esto último desde el momento en que la tolerancia de cultos se adhirió a la Constitución. Sin embargo, a través de los distintos niveles de justicia, en el saber compartido de algunas autoridades se presentaron algunas adscripciones que distinguieron dos figuras a través de sus propios silogismos: los 93 indígenas/ignorantes/fanáticos y los protestantes/extranjeros/sectarios. Da tal manera, entre los medios impresos tanto del estado de Jalisco como del centro del país se acusó a la ferocidad, la ignorancia y al fanatismo como las causantes de la muerte de los infortunados protestantes, comportamientos que se asociaron rápidamente al grupo de indígenas que participaron la madrugada del 2 de marzo. Las investigaciones de las autoridades de Ahualulco fueron en el mismo sentido, pues se acusó al sastre Manuel González, hombre muy cercano al párroco Reinoso, de haber convocado a los indígenas a la plaza de la villa. A Reinoso se le hizo el cargo de no haber prevenido esos hechos, pues en su lugar exacerbó los ánimos de la muchedumbre pronunciando un fragmento del evangelio de San Mateo: “No puede el árbol bueno llevar malos frutos, ni el árbol malo llevar buenos frutos. Todo árbol que no lleva buenos frutos, será cortado y metido en el fuego”. Entonces, encontramos ese saber compartido entre Reinoso y el director político, al recriminarle éste haber expresado esas palabras “conociendo Ud. la ignorancia de la clase indígena y la exaltación que de antemano había contra Gallegos y D. Juan L. Stephens, exaltación producida por la intolerancia o fanatismo religioso”.92 9394 Las implicaciones del cura Reinoso crecieron al tiempo que también se acusó al campanero de la parroquia, Mateo Gutiérrez, de haber subido a la torre a la hora del motín

92 Guerrero, “El proceso de identificación”, pp. 32-40. 93 Tomo esta reflexión a través del análisis discursivo de Hartog, El espejo de Heródoto. Ensayo sobre la representación del otro, Barcelona, Fondo de Cultura Económica, 2003. 94 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 81v.

297 para iniciar un sonoro repique. Pero el procedimiento fue distinto para cada uno de los responsables, ya que mientras aquellos que participaron directamente en los asesinatos fueron sentenciados a la pena de muerte en primera instancia (al ser comprendidos dentro de la ley general del 3 de mayo de 1873 que suspendía las garantías individuales contra salteadores y plagiarios); los cómplices o agitadores de la muchedumbre terminaron viendo su suerte en Guadalajara, en el Supremo Tribunal de Justicia del estado. No obstante, esto no quería decir que fueran juzgados en segunda instancia, sino que intempestivamente los representantes del gobernador, director y jefe político juntos, abandonaron la causa declarando su incompetencia más no porque estuvieran impedidos en su jurisdicción. La causa contra Reynoso y sus cómplices también fue atendida en Ahualulco por el director Lejarazu. Reinoso contó con la defensa del licenciado Leonardo López Portillo, cuya participación destacó por la manera en que interpuso sus alegatos. A diferencia de los defensores que fungieron a favor de los otros detenidos, la de López Portillo se destacó por su destreza retórica, más que legal, con el preciso fin de desviar la responsabilidad de Reinoso. Cabe agregar que se colocaba entre los abogados mejor reconocidos de Guadalajara, y la Mitra tal vez no reparó en gastos.

Por principio, Leonardo López Portillo95 articuló un discurso que antepuso una serie de condiciones que clarificaban la espontaneidad de los hechos. Incluso, confesó ante el director político que realmente creyó en la posibilidad de que el cura fuera culpable de no haber sido por las circunstancias preestablecidas. Estaba convencido de que la sociedad vio una garantía constitucional en la libertad de cultos; todos se practicaban “sin que el Estado se resienta en lo más mínimo”. Bajo esas condiciones, el fanatismo religioso ya no era una realidad, pues esas expresiones ya se miraban con horror “por todo hombre medianamente civilizado”. Con esa predisposición, López Portillo buscó coincidir con Lejarazu:

Todos nosotros, a la vez que deploramos tan funesto acontecimiento, deseamos muy vivamente que los culpables sean escarmentados, que la alarma cese; que la justicia recobre

sus fueros y que se lave la mancha que ha caído sobre nuestro país.96

95 Hermano de Jesús López Portillo, quien fuera gobernador y legislador por el estado de Jalisco. Padre éste del también abogado y escritor José López Portillo y Rojas. 96 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 96.

298 López Portillo, así como cavilaba bajo un discurso asequible y posiblemente compartido por Lejarazu, reforzó sus ideas con citas de los juristas y filósofos franceses Benjamin Constant y Jean-Etienne Portalis. Se pronunció contra el protestante sobreviviente Severiano Gallegos quien, por su “fervor de sectario”, vio las cosas de otra manera: “El terror del asalto le embargó las facultades; su espíritu conturbado y un obstáculo material, como el follaje de los árboles que rodean la plaza, la distancia y la noche, le impidieron ver lo que pasaba en el atrio de la iglesia”. Sin embargo, aquel ambiente de libertades e inexistentes fanatismos que antepuso en su defensa se contradijo al creer que las palabras de Reinoso se depositaron en hombres de sentimientos religiosos que ante tal exaltación dieron rienda a un “fanatismo inconsciente”. Antes de juzgar a Reinoso había que reconocer las costumbres del país, sus creencias, preocupaciones “y el grado cultural e intelectual del pueblo”. Al recitar el evangelio de San Mateo, Reinoso no se refirió a los protestantes, lo hizo, recalcó, contra la ignorancia misma que hizo que sus feligreses no comprendieran sus palabras. En todo caso, la culpa era de los mismos protestantes, en no saber siquiera reconocer las condiciones y necesidades de la sociedad mexicana a la que buscaban acercarse:

Yo creo que los protestantes no se han dado cuenta de la situación. A masas embrutecidas no se habla de la infalibilidad del Papá, de la interpretación de los textos bíblicos y de otras cuestiones abstractas. Atacar de frente las creencias es aventurado. Querer arrancar

bruscamente al hombre lo que venera desde la infancia, es imposible.97

A López Portillo preocupaba más dejar en claro eso: mostrar una supuesta realidad social del país, en especial la de los católicos, quienes ignoraban que ya se esgrimían derechos que reconocieron la coexistencia armoniosa de otros cultos, que no entendían que había derechos y deberes mutuos. El católico, enfatizó, nace, vive y muere católico por una enseñanza de sus padres, de su pueblo o de su mismo cura:

La religión en él es una segunda naturaleza, un sentimiento, un hábito. No conoce los fundamentos de su creencia, no raciocina. Envuelto en las tinieblas de la ignorancia y con la

97 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 100v.

299 obstinación propia de su raza, no solo es religioso tenaz, sino en ciertas ocasiones fanático

furibundo.98

Para el abogado, Reinoso no pudo ser culpable de esa actitud de los católicos mexicanos, en especial, del catolicismo que profesaban los indígenas y la gente de los pueblos. El mal y la efervescencia vino desde mucho tiempo atrás, con él o sin él “la explosión tenía que producirse”. Reinoso, según dijo López Portillo, se caracterizó por ser un hombre pacífico y prudente, incluso en los momentos de mayor tensión entre el clero y el estado. Por una decisión tomada desde el gobierno y el poder judicial, la suerte de Reinoso y sus cómplices debió resolverse en Guadalajara. Esto se demostró a través de las suspicacias que declaró el jefe político de Tequila, Sixto Gorjón, al ver que el director político de Ahualulco, Antonio Lejarazu, no se atrevió a formular una sentencia. Vallarta no tuvo más que informar a Gorjón que la causa de Reinoso se intentaba resolver a través del decreto 59 (aplicado generalmente para la persecución y calificación de vagos y ladrones), el cual implicó la instalación de un jurado, esto muy posiblemente con la intención de liberarlo. Por tanto, se forzó a Lejarazu declarar su incompetencia, de lo cual Gorjón, como su más fiel representante local, lo mantuvo al tanto:

Parece que nadie sospecha que el fallo tuvo una inspiración extraña, pues cuando se ha ofrecido me he manifestado quejoso por la indolencia del Gobierno en habernos

abandonado.99

Declarada la incompetencia del director político, la causa fue enviada al juez de primera instancia de Tequila, quien a opinión de Gorjón resultó inepto para una causa tan excepcional; por tal, recomendó a Vallarta trasladarla al Supremo Tribunal de Justicia. Gorjón se encargó de que dicho juez se apartara de la causa ya fuera a través de una licencia u otro recurso, como finalmente sucedió.100 Así, parecía que el propósito que se fraguaba desde Guadalajara era liberar a Reinoso, pues incluso se presumió que su causa ya

98 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 101. 99 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 20, 28 de marzo de 1874. El subrayado es del original. 100 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 20, 30 de marzo de 1874.

300 la había tomado el presidente del Supremo Tribunal de Justicia, Jesús Camarena, de quien además se rumoró fue quien invitó a Reinoso a instalarse en Ahualulco.101 102103 El jurado quedó extrañamente constituido por vecinos de Guadalajara, y entre ellos se destacó la presencia de hombres como el licenciado Heraclio Garciadiego, quien presidió el jurado y poco después figuró como magistrado en el Supremo Tribunal. En esa nueva ocasión, la defensa de Reinoso corrió a cargo de otro connotado abogado, Juan Zelayeta (magistrado también años después), quien se encargó de derribar aquella “complicidad moral” por la que fue implicado su cliente. Formuló oraciones que se apegaron a los principios liberales, pues perseguir y condenar las expresiones de un orador que se 1 02 expresara en público era ir contra la libertad de palabra que garantizaba la Constitución. Para Zelayeta no hubo más culpables que aquella turba de indígenas, quienes por “una antigua educación” fueron refractarios a las nuevas doctrinas. Eran desconfiados y apegados a sus usos y creencias, mirando “con desdén y con odio todo lo que de afuera nos viene”. Además, hizo recordar al jurado que dicho odio fue enardecido cuando los indígenas supieron que su antiguo hospital iba a ser destinado al culto de los protestantes. Supuso que su respuesta fue natural dado que padecieron un prolongado dominio colonial: “ven en todo novador un conquistador, y en todo nuevo apóstol un hombre que quiere 103 esclavizarlos”. El foro no podía ser mejor para Zelayeta, quien no tuvo que hacer grandes esfuerzos en presentar sus argumentos ante un jurado muy ilustrado y vinculado a las instituciones del estado y, por consiguiente, poseedores de un saber compartido en lo tocante a los indígenas y los protestantes. Así, presentó algunos argumentos para vituperar el testimonio de Severiano Gallegos, a quien de entrada calificó de “sectario apasionado”. A través de sus publicaciones en el San Jorge, Gallegos reflejó “su rencor profundo contra la doctrina católica”. Una persona así, agregó, era incapaz de poder proporcionar un testimonio fehaciente.104

01 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 12, 24 y 30 de marzo de 1874. 102 Zelayeta, Defensa presentada ante el jurado por el..., en la causa formada contra el Sr. Cura de Ahualulco D. Victoriano Reinoso por los acontecimientos de la madrugada del 2 de marzo de este año, Guadalajara, Tip. De Dionisio Rodríguez, 1874, p. 26. 103 Zelayeta, Defensa, p. 33. 104 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 159.

301 En agosto de 1874 Reinoso fue liberado, y el arzobispo de Guadalajara, Pedro Loza y Pardavé, lo felicitó recordándole que si Dios estaba con ellos nadie podía estar en su contra, agregando que al poseer “el testimonio de una buena conciencia, ese será nuestro mayor consuelo, aun cuando se los llame criminales”.105 Durante el mes de julio de 1874 el periódico Juan Panadero ofreció una breve crónica del juicio levantado contra el cura Reinoso y sus supuestos cómplices, quienes al final quedaron absueltos. Al ofrecer muestras de su estilo irónico y burlón, anunciaron que la sensibilidad del jurado fue traspasada pues parecía que se había juzgado “al mismo San Mateo”. Consideraron que la justicia pública quedó herida al ser absuelto el párroco gracias a su misma condición; a diferencia de él, “nueve infelices, desgraciados e ignorantes, gimen en los calabozos de la Penitenciaría,” y cuya única culpa fue haber seguido las enseñanzas de su pastor. Lamentaron que la enseñanza religiosa haya hecho uso de la tolerancia de cultos como un arma para contravenir el mismo principio, dado que el cura Reinoso y su defensor alegaron que la libertad de enseñanza no debía coartarse.106 107 Al final de la causa, Vallarta intentó parar de manera pública todas aquellas críticas que desde la prensa se ventilaron contra la parcial decisión que se dio al absolver al cura Reinoso. Parcial hubiera sido que él, como representante del Ejecutivo, hubiera absorbido la causa, pues en su lugar se dio facultades a los tribunales para ejercer “los recursos violentos que necesitan para expeditar su acción”. Se congratuló en señalar que todo quedó 1 07 a disposición de los jueces “para la pronta y perfecta averiguación de los hechos”. Mientras que en Guadalajara se anunció la inocencia de Reinoso y sus cómplices, en Ahualulco continuó el proceso contra quienes participaron directamente en el tumulto, de los que resultaron los indígenas Felipe Chavarín y Francisco Soto; y los “no indígenas” Espiridión García y Quirino Rubio. Algunos vecinos identificaron a Francisco Soto como uno de los que participaron en el tumulto y agredieron directamente a Stephens, pues ese día andaba ebrio y cargaba un puñal. Uno de sus denunciantes fue el mismo alcalde de Ahualulco, Leonides Figueroa tras declarar que Soto se encontraba entre los amotinados. Juan A. Ocaranza, un comerciante de la villa quien años atrás se confrontó con un sector indígena tras haber comprado un tramo

105 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 5, carp. 1870-79. 106 “La absolución del cura de Ahualulco”, Juan Panadero, 9 de agosto de 1874, núm. 210, pp. 1-4. 107 BPEJ, AHSTJ, Ramo Criminal, 1874, caja 3, sin inventariar, f. 182.

302 de camino común, también lo implicó.108 Soto negó haber estado entre la multitud, a la cual sólo se aproximó cuando se congregó en la plaza principal. Al final, el director político Lejarazu declaró que aunque no se encontraron motivos suficientes para inculpar a Soto, sí los hubo para creer que formó parte de los amotinados bajo el testimonio de tan notables vecinos. Su defensor echó mano de un último recurso tras afirmar que Soto no tenía consciencia de sus actos pues se demostró que estaba ebrio la noche del motín, “y cuando se embriaga se vuelve loco”; juicio que influyó en el director político al acceder a conmutarle la pena. Leonides Figueroa y Juan A. Ocaranza vertieron la misma opinión contra Felipe Chavarín. A consideración de Ocaranza, Chavarín estaba igualmente entre los amotinados, añadiendo que era pernicioso a la sociedad dada su fama de ladrón y asesino.109 Para otros incluso llegó a identificarse como “la voz de mando” de dicho motín. Chavarín rechazó tales acusaciones tras asegurar que incluso acudió en defensa de Juan Islas, del que aseguró era amigo suyo y quien fue golpeado por una multitud. Después de rescatarlo lo entregó a Leonides Figueroa, quien le pidió se retirara. Figueroa negó lo dicho por Chavarín, al ser él mismo quien permitió soltaran a Islas. Según dijo Figueroa, Islas después emprendió fuga. Bajo testimonio de otros vecinos, Chavarín pactó reunirse con otros vecinos posiblemente para planear tan fatídicas acciones, lo cual generó que ampliara su declaración para informar que dicha reunión fue para tratar el pago que debían o no darle al “Lic. García” de cuatrocientos pesos que les pidió por el reparto de unos terrenos. Faustino González, defensor de Chavarín, entabló una argumentación que también dejó incólume la posición de Figueroa por el participio circunstancial que pudo tener en los hechos de acuerdo con la declaración de Chavarín. Si negó haber recibido de parte de éste a Islas, pudo haber sido porque su ánimo estaba impresionado “por un suceso que no se esperaba, por los tiros de fusil que se dejaban oír sin interrupción y la grande algazara en que traían a Islas”. Posiblemente estaba casi seguro de que su defendido no saldría bien librado de esas acusaciones, razón por la cual sólo suplicó que no se le aplicara la pena de muerte, pues

México “está cansado de verter tanta sangre de sus hijos” .110

108 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 68. 109 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 115. 110 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 126.

303 Quirino Rubio igualmente estuvo entre los cómplices sentenciado a la pena capital, pero su defensor, Cayetano Serratos, alegó que Rubio fue víctima de “un ciego fanatismo” que lo arrastró a participar indirectamente en el motín. Bajo esta clase de defensas interpuestas es posible considerar que se acudió a factores involuntarios e irracionales para desvirtuar la participación de los acusados, como fue el caso de la ebriedad. De acuerdo con su lógica, Rubio, aunque ignorante, era honrado, pues antes de haber participado en el motín “era un miembro útil a la Sociedad, ya sea como buen padre de familia y ya sea como indígena vecino de esta población, amante sólo del trabajo con que cubría sus necesidades” . 111 Sin embargo, en la causa de Rubio la Comisión de Justicia no vio atenuante alguno, ya que “la ignorancia y el fanatismo religioso” no eran atenuantes dentro de las leyes. Antes de saber su sentencia, Rubio buscó implicar a Leonides Figueroa, al asegurar que por orden de él fue notificado junto con otros de que debían presentarse en la plaza de armas. Solícitos acudieron a la plaza estableciéndose justo frente a la casa de los protestantes sobre la cual vieron que se aproximaba el tumulto sin tener ellos participio en

él. 112 113 Conforme pasaron las declaraciones parecía que Figueroa quedaba más implicado, sin embargo, éste negó cuanta versión se presentara, pues si hubiera tenido noticia de lo que iba a ocurrir contra los protestantes “habría hecho cuanto estuviera de su parte” para evitarlo. Tanto el director como el jefe político en correspondencia privada aseguraron a Vallarta sobre las pocas sospechas que hubo contra Figueroa; ellos, antes bien, reconocieron su inocencia. Pero no pasaron muchos días para que el jefe político Gorjón encontrara evidencias para implicarlo, pues además de haber tenido la obligación de mantener el orden en la plaza cuando la multitud se abalanzó, éste permaneció 1 1 3 expectante. De manera consecuente, desde Ahualulco también se intentó descartar toda participación del presidente Figueroa. Posiblemente Rubio no quiso implicarlo, pero si hizo mención de él fue porque creyó responder a las órdenes de una autoridad que velaba por el orden público sin advertir los espacios civiles y religiosos. La decisión de Rubio bien pudo

111 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 81v. 112 AHJ, J-3-874, c. 55, ff. 132-133v. 113 BNLB, Manuscritos, Ignacio L. Vallarta papers, carp. 20, 16 de marzo de 1874.

304 reflejar un sentir popular que no estableció claros límites entre lo civil y lo religioso; al contrario, cualquier situación que afectara o atendiera a su cura o parroquia era parte del ambiente que discurrió sobre la arena civil. De alguna manera, la sociedad estaba comenzando a utilizar nuevos recursos institucionales que antes percibió como sacramentos (bautismos, matrimonios, defunciones), como fue el caso del registro civil. Cómo no hacerlo si las mismas autoridades locales acudieron al clero local como parte de una relación inmanente de los pueblos. Baste para ello ver la actitud que en 1877 mostró el director político de Ahualulco, Florentino Cuervo, al externarle al obispo de Guadalajara la tristeza que se generó entre los vecinos al haber rechazado su invitación para visitar el curato. Aunque supo que no lo hizo por el temor a que se ocasionara algún desorden debido a la presencia de los protestantes, le informó que, como autoridad política, le brindaría todas las seguridades necesarias.114 El día 15 de abril, la Comisión de Justicia del estado, presidida por Jesús Leandro Camarena (hijo del presidente del Supremo Tribunal), ofreció algunos pormenores del proceso seguido contra los implicados, negando el indulto de pena a varios de los acusados.115 Sin embargo, pocos días después, el secretario de gobierno, Fermín G. Riestra, anunció una disposición del gobernador en la que les conmutaba la pena de muerte por la de diez años de “rigurosa prisión” en la Penitenciaría del estado.116 117Aquella primera gracia sólo se concedió a algunos reos implicados, y sólo por designio del gobernador, dado que entre algunos de los miembros de la Comisión la pena de muerte fue una medida “bárbara” y “repugnante” que algunos estados del país pretendieron abolir; por tanto, Jalisco también debía adherirse a esa ilustrada actitud en bien de su buen nombre y por ser “uno de los 117 principales [estados] de la República.” Pese a ello, el fusilamiento de los indígenas Felipe Chavarín, Quirino Rubio, Cornelio Casas y el soldado Merced Arias casi estaba listo para llevarse a cabo y de su

114 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 3, exp. 1877. 115 AHJ, J-3-874, c. 55, ff. 89-90. 116 Cabe aclarar que en Jalisco aun no existía un código penal como el que ya se contaba para entonces en la ciudad de México, razón por la cual se falló contra los presuntos homicidas conforme a la ley 26, título I, de la Partida Séptima, la cual hacía referencia a la acusación como medio de prueba cuando era proporcionada por personas honradas y fidedignas, una consideración que cayó en hombres como Leonides Figueroa y Juan A. Ocaranza, por ejemplo. 117 “Copia de las principales constancias que obran en el expediente organizado en la Secretaría del Gobierno del estado, sobre el asesinato de los ciudadanos mexicanos Jesús Islas y americano Juan L. Stephens en la noche del 1° de marzo de 1874”, en El Estado de Jalisco, Guadalajara, 7 de noviembre de 1874, núm. 24, p. 2.

305 ejecución quedaría comisionado el director político Lejarazu. Mientras, la situación de los también indígenas Francisco Soto y Espiridión García continuó abierta hasta 1882, fecha en que el gobierno del estado les concedió el indulto al reconocerse que no existieron pruebas suficientes. Con estos argumentos tanto el Tribunal de Justicia como la Comisión de Justicia del Consejo de Gobierno pretendieron poner fin a los hechos que ocho años atrás pusieron en crisis la endeble administración de justicia que operó entre las distintas instancias de gobierno. A lo largo de todo el proceso algunos de los inculpados presentaron testimonios y defensas que permiten observar las relaciones aparentemente paternalistas existentes entre los acusados y quienes declaraban a su favor; eran compañeros de trabajo, vecinos o antiguos patrones dieron fe de su honradez y dedicación al trabajo. Así lo demostró el comerciante y militar Florentino Cuervo, declarando que a pesar “de no estar ligado” directamente con ellos, lo estaba con las relaciones del “paisanaje”, puesto que todos eran hombres dedicados a la labranza, medio “eficaz” para el sostenimiento de sus “familias numerosas” . 118119 120En otro momento, hubo defensores que consideraron al fanatismo religioso como una condición atenuante y suficiente para conseguir el indulto, argumentación que, como es visto, nunca fue válida para la Comisión de Justicia. Algunos otros de los vecinos “principales” acudieron a rendir información a favor de los detenidos, ofreciendo testimonio de su vida laboriosa, de su honestidad y hasta de su voluntad cívica, pues algunos ofrecieron servicios a la municipalidad. Los acontecimientos de Ahualulco pusieron un tanto en riesgo las relaciones diplomáticas entre México y Estado Unidos, y Vallarta no quiso en tal caso ser responsable de ello, menos aún truncar la implementación de las reformas. José María Lafragua, como ministro de relaciones exteriores, le pidió información sobre las causas levantadas contra los asesinos de Stephens, ello por exigencia de su homónimo estadounidense, John W. Foster, quien le reclamó por la negligencia de las autoridades mexicanas. Con Stephens, según dijo, ya eran trece los ciudadanos norteamericanos que habían muerto al menos en lo 1 20 que llevaba como cónsul en México.

118 Colección de los decretos, t. VIII, 2a serie, pp. 314-316. 119 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 172. 120 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 206v.

306 La comunicación que rindió Foster a Lafragua, la cual recibió traducida la Comisión de Justicia del estado de Jalisco, dejó en claro que el estado mexicano no estaba funcionando y que el verdadero problema, al menos en términos de seguridad, se encontraba en las autoridades locales:

Los gobiernos locales y los de los estados, también con pocas excepciones, ejercen sus funciones, y el poder judicial se halla en todas partes establecido con toda la fuerza de la ley, siendo sus mandatos respetados y obedecidos. Este estado de cosas ha existido especialmente en las localidades donde han tenido lugar los asesinatos de ciudadanos

americanos.121

Foster recomendó a Lafragua que el gobierno mexicano debía adoptar medidas más enérgicas y eficaces para contrarrestar “la indiferencia de las autoridades locales”. Esto sin duda impactó en el sentir de las autoridades jaliscienses, quienes alegaron, a través de Jesús Camarena, que la Legación Americana no tuvo conocimiento de las acciones que ejerció la justicia en Jalisco, donde “se ha procedido con la mayor eficacia, autoridad y justificación”. Bajo el conocimiento de estas comunicaciones, los miembros de la Comisión de Justicia del estado de Jalisco se encontraron ante una circunstancia por demás delicada más por haberse tratado de la muerte de un ciudadano estadounidense. Su labor entonces fue “poner a salvo la honra de la Nación ante el extranjero”. Sin embargo, se encontraron en una encrucijada sobre la manera en que debió resolverse la causa contra los agresores de Stephens: Si concedían la pena de muerte se mostrarían ante las demás naciones como un país bárbaro e incivilizado, pero si concedían el indulto, Estados Unidos reclamaría esta decisión ante una aparente impunidad. La solución fue otorgar el perdón sólo hacia quienes, bajo repetidos testimonios, no tuvieron participio directo en el tumulto, y de esa gracia quedaron excluidos Merced Arias y los soldados que le acompañaron, más por el hecho de haber representado una fuerza pública que traicionó sus principios y las leyes emanadas de la reforma. Así, la pena de muerte, aunque indeseable, fue necesaria para rescatar el buen nombre de la Nación:

121AHJ, J-3-874, c. 55, f. 207.

307 Indultar a todos los reos no es posible ni justo, porque se alentaría el salvaje fanatismo que produjo los escandalosos atentados de que se trata, se seguirían atropellando las garantías que estableció la reforma para tolerar toda creencia religiosa, bajo cuya seguridad pisan todos los extranjeros la República, y es un deber de sus autoridades el hacerlas efectivas por

exigirlo así las leyes de todos los países civilizados y la honra de la Nación.122

La muerte del misionero Stephens y su discípulo Islas paralizó momentáneamente el curso de varias actividades económicas, políticas y, por supuesto, religiosas. Otro proceso que se vio interrumpido fue el reparto de las tierras de cofradía, más cuando algunos de quienes reclamaban ese derecho se involucraron en la multitud que atacó a los protestantes. El reparto debió continuar y Leonides Figueroa continuó como comisionado para terminar con la adjudicación de los potreros Citalapa y Jaray, uno de los cuales ya se encontraba empeñado a Juan A. Ocaranza. En 1875 tales terrenos aún no se pudieron repartir entre los 500 indígenas que los demandaban. Primero debían pagar 3 mil pesos a quienes tuvieran empeñadas tales propiedades, ello sin importar si los indígenas hicieron o no el contrato con aquéllos. De acuerdo con el director político, si fueran divididas las tierras entre ellos no les tocaría ni un solar para construir o cultivar: “Los indios ningún fruto sacarían de ellos y los enajenarán por cualquier cosa”. En su lugar, según el director político, lo que más convino a los indígenas fue ponerlas en venta pública para poder desempeñarlas, y el efectivo restante dividirlo en partes iguales. Para ejecutar tal comisión quedó Figueroa, “quien conoce a las personas, a los terrenos y casas”. Parecía ser un hombre que ya contaba con suficiente experiencia, cuanto más por “sus luces y probidad”. Está demás decir que Figueroa salió bien librado del asesinato de los protestantes, pues al año siguiente fue reconocido por el gobierno del estado para hacer la venta pública de las tierras restantes de la cofradía. En 1883 La Lanza de San Baltazar recapituló los hechos de 1874 y lanzó una nueva hipótesis sobre los hechos que llevaron a la muerte de los protestantes. De acuerdo con un testimonio anónimo, los indígenas cada noche se reunieron para reclamar sus terrenos a causa de que la comisión que antes se encargó de repartirlos fue sobornada por algunos

122 AHJ, J-3-874, c. 55, f. 165.

308 vecinos ricos de Ahualulco, entre quienes estaba Leónides Figueroa. Si los indígenas participaron en los asesinatos de los protestantes fue, primero, bajo consejo del párroco Reinoso y, después, por intimidación del munícipe Figueroa, quien tuvo en su poder la mayor parte de los terrenos. Por tanto, ante la posibilidad de que una nueva comisión fuera constituida, Figueroa forzó a los indígenas a integrarse en el amotinamiento bajo la promesa no sólo de buscar su libertad, sino de otorgarles un reparto más justo; si se resistían, los llevaría a prisión. Quirino Rubio, como uno de los que integraban la nueva comisión, decidió instalarse en la plaza de armas para proteger la entrada al atrio de la iglesia, sin embargo, el oficial Merced Arias les comunicó que por órdenes de Sixto Serratos y el mismo Figueroa se fuera directamente a la casa de Stephens. De acuerdo con el mismo testimonio, aunque Felipe Chavarín tomó participio en el ataque a la casa de los protestantes, trató de proteger a Jesús Islas, entregándolo a Figueroa y Serratos. Éstos 1 24 decidieron aplicarle la ley fuga al grito de “¡Ahí va un protestante, ahí va!”. Curiosamente, termina La Lanza, entre los fusilados por ese crimen estuvieron algunos miembros de la nueva comisión repartidora, como el mismo Rubio, Felipe Chavarín y Cornelio Casas. Efectivamente, Figueroa estaba muy interesado en adquirir el mayor número de acciones de las tierras de la cofradía de la Purísima Concepción; sin embargo, no se puede asegurar que haya utilizado el linchamiento de los protestantes para deshacerse de algunos que se mantuvieron en defensa de esas tierras. Creo es posible considerar que entre ambos, Figueroa y condenados, existió algún reconocimiento hacia el párroco Reinoso en su calidad de autoridad eclesiástica local. De acuerdo con algunos testimonios, Figueroa pudo haber operado aquel linchamiento; sin embargo, no es posible afirmar las razones por las que lo hizo. A alguien debió inconformar la presencia de los protestantes no sólo por el ataque exclusivo a la religión católica. El protestantismo no solo implicó una forma individual de abrazar los evangelios, a su vez era un proyecto pedagógico que afirmaba el libre albedrío del sujeto cristiano; y para ello baste recordar que la casa de Stephens también fungía como escuela bíblica. Bajo esa línea ideal, el sujeto educado en el protestantismo no solo estudiaría los evangelios, sino además sus propias leyes y 124

124 “Más sobre ‘los sucesos de Ahualulco’”, en La Lanza de San Baltazar, 30 de abril de 1883, núm. 6, pp. 2­ 3.

309 constitución, y como ciudadano sería consciente de sus derechos. 125 Ese individualismo y libre albedrío se haría extensivo hasta su propia subsistencia y vida económica, y justo en la manera de defender y poseer la tierra. Así, aunque dicho como hipótesis, con eliminar aquella célula protestante también se disolvió todo reclamo y toda afirmación de derechos que pudieran mantenerse o presentarse después. Pero Figueroa no actuó por impulsos propios. Aunque el reparto de las tierras seguramente le derramaron algunos dividendos, uno de los más interesados de que ese trámite llegara a su término fue precisamente Jesús Camarena, quien permaneció expectante y a distancia (desde Guadalajara) atendiendo a los informes de sus comisionados, entre ellos Leonides Figueroa, Cayetano Serratos y Adolfo B. Riestra. Por entonces, Camarena era propietario de la hacienda La Labor de Rivera, y en ella mantuvo a otro comisionado para la compra de terrenos adyacentes a su finca, Félix Ma. Martínez. Éste le informó, por ejemplo, que el dueño de uno de los terrenos que le interesaban, Florentino Cuervo, no estaba dispuesto a cederlo. Poco después, este mismo propietario pidió a Camarena su presencia, ya que no le pareció correcto que arreglara esos negocios por medio de correspondencia: “se hace necesario la venida de U. para marcar la línea hasta donde es la parte que U. quiere para así mismo valorizar el terreno”.125 126 127A inicios del siglo XX La Labor de Rivera estaba en posesión de Luisa María Camarena, y su extensión 1 27 rebasó las 5 mil hectáreas. Tanto Cayetano Serratos como Leonides Figueroa informaban a Camarena de los repartos que se hicieron. Ambos tuvieron roles muy específicos, pues mientras Serratos se encargaba de tirar las escrituras, Figueroa presidió las comisiones de repartos. De esta manera éste le rindió un listado de los indígenas que estaban dispuestos a vender sus tierras recién adquiridas. Una vez esto, los trabajos de Serratos se multiplicaron al grado de que Figueroa le hizo saber a Camarena que “muchos indígenas [...] se desesperan por vender su

125 Bastian, Los disidentes, p. 162. Evidentemente ese proyecto no fue exclusivo de los protestantes. En el México posrevolucionario se inició una etapa integracionista que buscó acercar a los pueblos y el campo con los proyectos educativos caracterizados por su laicidad e individualismo; razón por la cual no fueran tan bien aceptados. Vaughan, La política cultural en la revolución. Maestros, campesinos y escuelas en México, 1930­ 1940, México, Secretaría de Educación Pública / Fondo de Cultura Económica; Butler, Devoción y disidencia. 126 BPEJ, AHSTJ, Archivo Jesús Camarena, caja 1, exp. 72. 127 Navarro y Goyas, “Las tierras en los pueblos en la región Valles de Jalisco, de la Independencia a la Revolución”, en Estudios Agrarios, núms. 53-54, 2013, p. 187.

310 pequeña acción”.128 129130131De esa manera, Camarena no sólo compró la mayoría de los terrenos de Citapala y Jaray (adquiriendo en una sola transacción hasta 92 acciones), además se hizo de otros potreros como La Tarjea o el rancho de Ojo de Agua. No es posible sostener que el linchamiento de los protestantes haya interesado especialmente a Camarena; sin embargo, el acontecimiento fue coyuntural dada la supuesta relación que mantuvo con el cura Reinoso al brindarle todas las protecciones necesarias desde el Supremo Tribunal de Justicia. Asimismo, el acontecimiento fue igualmente crucial para entender la manera en que Camarena mantuvo intereses sobre la región de Ahualulco cuando a través de su hermano, Pedro Camarena, intentó adquirir las tierras de la cofradía. Cabría mencionar que Jesús Camarena conoció mejor que nadie el proceso de desamortización que tocó a los bienes corporativos, ya fueran de la Iglesia o de los indígenas. De esa manera, por ejemplo, también esperó a que se declarara en Guadalajara el 1 29 remate de los bienes restantes del exconvento de San Agustín. Para el periódico Juan Panadero la familia Camarena supo aprovechar su posición ya fuera desde el gobierno y el pode judicial, o bien, a la sombra de su mayor aliado, Ignacio L. Vallarta. Los acusó de haber estado detrás de la persecución y muerte de algunos de sus adversarios políticos, como fue el caso de Tomás Romero Gil, quien fue capturado y asesinado por una gavilla. Auguraron que con la salida de Jesús Leandro Camarena del gobierno del estado, su poder se esfumaría al dejar de contar con el apoyo de Vallarta.131

Lo que la Iglesia unió, ¿lo separó la tierra?

Tanto en Ahualulco como algunas otras ciudades o pueblos del occidente de México, el catolicismo y la propiedad conjuntamente fueron difícilmente alterados por las Leyes de Reforma. Para el grueso de muchas poblaciones las autoridades eclesiásticas eran tan necesarias que sin ellas se correrían “grandísimos perjuicios” al no podérseles prodigar los sacramentos necesarios para ejercer su cristiandad. En 1832 varios ciudadanos de Ahualulco, que también acudieron “a nombre de los indígenas”, presentaron sus exigencias

28 BPEJ, AHSTJ, Archivo Jesús Camarena, caja 1, exp. 57. 129 Jiménez Vizcarra, El edificio Camarena. Atisbos de su pasado, Guadalajara, 2011. 130 “Otra página negra de la administración Camarena”, en Juan Panadero, Guadalajara, núm. 522, 12 de agosto de 1877, pp. 1-2. 131 “El porvenir de los Camarena”, en Juan Panadero, Guadalajara, núm. 571, 16 de enero de 1879, pp. 1-2.

311 al arzobispo de Guadalajara para que fuera instalado un sacerdote en su villa, pues con 1 32 “gran dolor se miran morir varios adultos sin confesión”. Y no es que las autoridades eclesiásticas estuvieran por encima de las autoridades civiles locales, sino que éstas quedaron compuestas por vecinos que manifestaban las mismas necesidades y temores que el resto de la población. Por tal no fue raro encontrar que los munícipes acudieran al Gobierno de la Mitra para que en sus localidades ejerciera un sacerdote capaz de administrar los “auxilios espirituales” de acuerdo a las leyes de la “religión nacional”. Al menos durante los primeros años del siglo XIX las devociones populares de Ahualulco tuvieron sin cuidado a las autoridades eclesiásticas de Guadalajara. Pese a que en noviembre de 1844 el Congreso del estado emitió un decreto que mandó construir cementerios en todas las cabeceras de parroquia, los vecinos de Ahualulco acudieron con el párroco para resistirse a enterrar sus cadáveres en el nuevo campo santo construido a extramuros de la parroquia, pues alegaban que dicho sitio no estaba “bendito con la solemnidad que previene el ritual romano”. El apego religioso fue tal que en 1840 el cura se congratuló en comunicarle al arzobispo que en la villa existió “mucha devoción” guadalupana, por lo cual le pidió concederle algunas indulgencias para la población. Esta clase de manifestaciones en cierta medida se adecuaban con las nuevas funciones que la Iglesia en México ejerció a la par que la formación del estado mexicano, pues aunque se gestó un proceso de separación Iglesia-estado, la Iglesia recondujo las devociones con un 133 carácter nacional. En 1850 las relaciones entre el Ayuntamiento de Ahualulco y la Iglesia se mantuvieron tan estrechas que las autoridades civiles continuaron viendo en el jerarca diocesano una autoridad a la cual no sólo podían solicitar apoyo espiritual, sino que aún reconocían sus amplias facultades económicas. Esto sucedió cuando el entonces munícipe, Ventura Reyes, pidió al arzobispo de Guadalajara el auxilio de dos mil pesos que fueron destinados a proteger la “clase indígena” de la villa con medicinas y alimentos, que por su “miseria” era la más susceptible de ser atacada por el cólera morbus que se desató por la 132133

132 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1832. 133 Stefano, “En torno a la Iglesia colonial y del temprano siglo XIX. El caso del Río de la Plata”, en Takwá, núm. 8, otoño de 2005, pp. 58-59.

312 región. Esto lo hicieron a sabiendas de que la parroquia contaba con los fondos de la cofradía.134 135 No porque el grueso de la sociedad demostrara un fervor religioso estable a los ojos de la Iglesia, las pasiones y deseos, incluso los más carnales, de entre algunos de sus feligreses dejaron de presentarse para molestia de los párrocos. Muy posiblemente contra su voluntad debieron atender las peticiones de vecinos que, aunque vivieron en “pecado”, buscaron sus auxilios espirituales para hacerse merecedores de la última absolución y lograr así la sepultura eclesiástica. Hombres que vivían en concubinato o de mujeres “criando hijos de un mismo padre” metían en conflictos a los párrocos con su feligresía.136 137 No importando eso, las autoridades civiles eran de las más inclinadas, y posibilitadas para hacerlo de manera pública e institucional, a manifestar su gratitud a la Iglesia, especialmente a quien ocupara la arquidiócesis. Así lo hicieron, por ejemplo, el alcalde municipal Antonio Barajas en 1866 en compañía de sus síndicos, quienes a nombre de “los hijos de Ahualulco” le dieron gracias por su gran benevolencia y por ser el más “firme 1 37 apoyo de sus creencias”. Incluso Leonides Figueroa firmó junto a otros una petición hecha al arzobispo Pedro Loza y Pardavé para que no fuera removido el párroco Hilario Plasencia, de quien estaban agradecidos por su “acreditada honradez” y “buenas costumbres”. Durante su cargo, continuaron, se desarrollaron importantes obras, como la construcción de la torre de la parroquia y doce escuelas piadosas a las que acudieron los niños “a rezar el Rosario de María Santísima (a quien imploramos por protectora es esta súplica que hacemos a esa superioridad)”. La Mitra les respondió que el sucesor de Plasencia era de “cualidades recomendables y de suficiente aptitud para desempeñar la parroquia satisfactoriamente”. Se estaban refiriendo, por supuesto, al cura Victorio Reinoso. Después de la muerte de los protestantes Reinoso no sólo estuvo detenido durante algunos meses, sino que además se vio forzado a abandonar el curato. Inmediatamente su lugar lo ocupó Bernardino Topete, quien tuvo la comisión de tranquilizar su feligresía ante dichos acontecimientos. Leonides Figueroa así como otros vecinos principales, refrendaron

134 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1850. 135 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1854. 136 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 2, exp. 1856. 137 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 3, exp. 1866.

313 su compromiso con el nuevo párroco, quien a lo largo de tres años “supo granjearse la simpatía de todos, poniendo un dique a los ánimos exasperados y conservando hasta hoy la 138 unidad en sus feligreses.” Desde el cabildo de Ayuntamiento, sus autoridades atendieron cuidadosamente todos los asuntos de la esfera civil, al cumplir, por ejemplo, con el calendario de las festividades cívicas, como la del 16 de septiembre. En 1875 se destacan los preparativos que los munícipes efectuaron con antelación a dicha celebración. Se instaló un cuerpo filarmónico “para solemnizar con todo el lujo y esplendor que merece el glorioso aniversario del 16 del presente”. Así también se convocó a varios vecinos de la villa que, por su patriotismo, colaboraron con la decoración de la villa, de los salones, los carros alegóricos y el alumbrado de la plaza. De la misma manera, a los preceptores de la escuela se les invitó a desfilar junto a sus alumnos portando la bandera tricolor. A Celso Serratos, por ejemplo, se le pidió escribir y declamar una poesía alusiva a ese glorioso día. No había más, en Ahualulco se respiraba un aire cívico, pues ni el párroco fue invitado a esa celebración (al menos no quedó asentado en acta). Esa impresión nos llevaríamos si descartamos los archivos eclesiásticos. Los asuntos religiosos quedaban fuera del quehacer municipal, y para muestra la negativa que se le extendió al director político de Hostotipaquillo ante la solicitud que hizo para celebrar públicamente actos religiosos. La ley general del 14 de diciembre de 1874 lo impedía, y como autoridad, se le recomendó comunicar que “la mejor prueba de cultura que debe dar un pueblo, es la obediencia a las leyes vigentes”.138 139140

Conclusiones

Así como Lagos resultó ser una excepción a la regla en el tema de la tolerancia de cultos al haber impedido el acceso si quiera propagandista de los protestantes, puede sostenerse que Ahualulco experimentó casi cada uno de los procesos que llevaron a la aplicación de las reformas liberales en México, ya fuera desde sus bases agrarias hasta las que permitieron la introducción de cultos externos. Ahualulco bien puede ser visto desde la historiografía local

138 AHAG, Gobierno, Parroquias, Ahualulco, caja 3, exp. 1877. 139 AHMA, Actas de Cabildo, 1875, ff. 34-35. 140 AHA, Actas de Cabildo, 1880, ff. 11-11v.

314 como un espacio donde las reformas debieron aplicarse y funcionar sin obstáculo alguno. Pero como sucedió en muchos otros pueblos, la individualización de la propiedad indígena sólo llevó a una venta subsecuente de tierras que terminaron por ser adquiridas entre unos cuantos. Los fatídicos acontecimientos de 1874 no sólo nos hablan de uno de los episodios más violentos que se conocen en respuesta a la intervención del protestantismo en México, sino que a nivel local también tuvo significaciones políticas importantes y el factor agrario no puede quedar fuera de esa coyuntura. El creciente interés que tuvieron funcionarios capitalistas como Jesús Camarena le imprime una forma distintiva y creo clara a la manera en que la individualización de tierras en manos de indígenas rápidamente se echó abajo tras la especulación y el acoso de personajes como Camarena, quien a través de intermediarios articuló una red clientelar.

315 316 Conclusiones La investigación ha sido una propuesta que, en primer lugar, ofrece una manera distinta de ver y conocer el pasado rural jalisciense, sobre todo durante un periodo del cual todavía se sabe poco y la historiografía local aún mantiene varias lagunas de conocimiento y algunas interpretaciones esenciales sobre la sociedad. También, supongo, ha sido una forma inusual, que no nueva, de hacer historia de la justicia, pues me he valido de este enfoque para identificar los cambios sociales que se desataron cuando la maquinaria del estado liberal comenzó a fortalecerse, y tal vez funcionar, extendiendo sus instrumentos de control. Al imponerse poco a poco en cada rincón del territorio no sólo introdujo una nueva ley y nuevas autoridades, consigo también vino una ideología (a veces de manera coactiva) para decirle a la sociedad lo que ya no le era lícito, lo que ya no le correspondía. A decir que algunas de sus costumbres ya quedarían fuera de la ley. La tesis también es una contribución que ha intentado llegar más allá de los discursos y los marcos institucionales, de las economías formales, de la relación directa entre elites y autoridades y de éstas con las poblaciones rurales; también más allá del delito y su ley. A lo largo de ella evité hablar de comunidades indígenas o campesinos porque creo que tales conceptos esencializan el medio rural o me hubieran impedido observar los diversos actores que lo pueden constituir; en gran parte también porque las fuentes utilizadas ni siquiera los denominó así. En su lugar, he tratado de establecer una mirada a veces a contrapelo sobre las fuentes para dar con actores sociales cuya peculiaridad ha sido su individualismo, pues he intentado reconocerlos a través de sus propias experiencias e infortunios. El medio de contraste ha sido el estudio de dos prácticas que difícilmente fueron contenidas por el liberalismo del siglo XIX: el uso ilegal de montes y ganados. No obstante, sin aquellos temas elementales de la historiografía la investigación no hubiera llegado a plantearse de esa manera, pues en la investigación circundan los movimientos agrarios, la formación del estado, el fortalecimiento de la administración de justicia, la constitución del derecho y su ley, y la convulsa vida política y religiosa de los pueblos. Tanto Lagos como Ahualulco fueron espacios en donde confluyeron los marcos del liberalismo, sin embargo, el rumbo que tomaron no fue el mismo. Evidentemente la diferencia más grande entre un lugar y otro fue su propia conformación social desde el periodo colonial, pero lo que las debió poner al mismo nivel fue la experiencia de haber

317 formado parte de un esquema geopolítico común al interior del estado de Jalisco. Sus estructuras institucionales fueron adaptadas a los intereses de sus propias élites, manteniendo, para el caso de Lagos, un fuerte vínculo entre los gobiernos civil y eclesiástico debido a que algunas familias (como los Sanromán o los Gómez Portugal) se distribuyeron en posiciones claves de poder, como la economía, la justicia, el gobierno y la religión. En Ahualulco, por contrario, sus élites mantuvieron una relación ambivalente con la Iglesia; sin embargo, cuando hubo que decidirse sobre el futuro de las tierras de cofradía de indígenas, algunos párrocos se mostraron más solícitos a los proyectos de los propietarios locales. No obstante, debe suponerse que los párrocos no actuaron por iniciativa propia, pues de sus acciones quedó al tanto el gobierno de la Diócesis. Usos y prácticas hace referencia a algunas de las acciones que pusieron a prueba la eficacia de las reformas y del proyecto ideológico del liberalismo local. De la misma manera pueden servir para conocer el proceso de aquel estado en formación, el cual, para hacerse presente en los lugares donde no pudo llegar, dependió de los actores que tradicionalmente accedieron al gobierno y la justicia. Los propietarios del siglo XIX fueron pieza clave para que prácticas como la explotación de montes y el robo de ganados se limitaran y persiguieran, lo cual resultó ser más viable en tanto que ellos fueron los más perjudicados y contaron con los recursos para confrontarlas. Ambas prácticas fueron reconocidas generalmente como resabios de costumbres que no desaparecieron durante el Antiguo régimen, y que al haberse presentado ejemplarmente entre los márgenes de los pueblos, los bienes comunes fueron difíciles de legislar y precisar. Esto, no obstante, no negó los derechos de la población para transitar y aprovecharse de esos espacios. El liberalismo en Jalisco tomó causes distintos si lo vemos desde el desarrollo que tuvo tanto en Lagos como en Ahualulco. El liberalismo laguense así como permitió el desarrollo de la propiedad individual dirigido hacia modestos y pequeños propietarios, mantuvo casi intactas las prácticas y el poder religiosos; mientras, en Ahualulco, el liberalismo introdujo una fallida experiencia agraria (si nos atenemos a sus mejores intenciones), pues no consiguió que la pequeña propiedad quedara finalmente en manos de los indígenas. En Lagos, por ejemplo, la desvinculación de tierras que paulatinamente cayó en propiedad de viejos y nuevos rancheros a través de la venta de ejidos del municipio, obligó a algunos pobladores a tener que trasladarse varias leguas más hasta dar con nuevos

318 espacios que, para su mala fortuna, se encontraban en situación similar. De tal manera, indígenas vecinos del pueblo de San Miguel de Buenavista debieron recorrer largas distancias para dar con montes que posiblemente ya advertían que estaban en propiedad privada. Sin embargo, al creer que la seguridad de aquellos espacios no contó con la misma vigilancia (que pudo ser más patente a inmediaciones de la ciudad de Lagos), sólo había que sortear la endeble seguridad que instalaron algunos propietarios. A través de los documentos judiciales se ha dado cuenta de aquellos que no lo lograron ante la mirada comprometida y diligente de vaqueros y sirvientes que cuidaron los intereses de sus patrones. Otros, en el trayecto de esas mismas correrías y sin aventurar viajes tan largos, tuvieron la posibilidad de lazar el ganado que andaba suelto, mismo que, a falta de maderas suficientes, igual les sirvió como un medio de subsistencia. Aunque los expedientes judiciales que refieren esas prácticas son contados, tal vez sólo son una pequeña muestra de un estilo de vida muy generalizado entre algunos pobladores de la región, y en la que los menos afortunados fueron sorprendidos, perseguidos y, en los casos donde intervinieron los patrones, sólo reprendidos. Pero esa forma extensiva de paternalismo ya se venía desdibujando por la legislación penal al haber tomaron participio las autoridades judiciales, pues ya se estaba ante delitos perseguidos de oficio. Lo que puede quedar claro es que dicho control los márgenes del campo laguense no se dio de manera directa entre propietarios y transgresores. En medio se estableció una red de intermediarios que fueron el contacto de los propietarios (entre los que había hacendados y rancheros) con sus trabajadores y el exterior. Vaqueros, mayordomos y caporales, con el afán de garantizar la seguridad de los bienes de sus patrones, fueron muchas veces los primeros en echar a andar la justicia en los márgenes de los pueblos. Es necesario advertir también que, al cuidar los bienes de sus patrones, lo mismo hicieron sobre los propios, pues hubo trabajadores y medieros que igualmente se sintieron amenazados sobre sus semovientes y tierras. En Ahualulco se vivió un proceso similar a diferencia de que ese medio de subsistencia, ya tipificado como ilegal, fue ejercido por los indígenas que no dejaron de ver el acceso a los montes como un derecho vigente, no siendo lo mismo para los propietarios dado que sus terrenos fueron introducidos a un nuevo fin agrícola que creció exponencialmente a lo largo del siglo XIX: la planta de mezcales. No obstante, los

319 indígenas fueron beneficiados con el repartimiento de sus tierras al acudir a las leyes para lograr tal fin. La tensión que se desató fue distinta a la vista en Lagos. Los pueblos se dieron cuenta, en primer lugar, de las posibilidades que tuvieron de llegar a la propiedad individual y, en segundo, que muchas de las tierras a que tuvieron derecho estaban administradas por la iglesia local al formar parte de su cofradía. La llegada del protestantismo a Ahualulco tuvo la desventura de cruzarse en esa latente disputa de tierras, El protestantismo no sólo debió ser una amenaza para los privilegios de la iglesia católica, también lo pudo haber sido para las autoridades locales a las que extrañó ver que esa nueva Iglesia extranjera instaló un proyecto pedagógico destinado particularmente a los sectores populares y a los indígenas que, de paso, estaban abrazando las leyes y persiguiendo sus derechos tal vez como no lo esperaban. En lo general, la presente investigación se ha dedicado a conocer la respuesta hacia las reformas de parte de los sectores medios, de las autoridades locales y de las élites. Haber partido del año de 1873 hasta llegar a los primeros años del siglo XX fue en todo caso una delimitación práctica hecha a través de un marco legal que impuso nuevas restricciones al acceso y uso de la propiedad. No obstante, el hilo conductor de esta investigación no fue la ley misma sino las costumbres que éstas tocaron, limitaron y persiguieron. 1873 representa el parteaguas para que se diera el establecimiento de una modernidad jurídica que llegó a los pueblos de Jalisco trastocando creencias y derechos que en vez de extinguirse se adaptaron y negociaron con ese nuevo modelo. Aunque la historiografía sobre el Jalisco rural cuenta con algunas valiosas aportaciones, ésta lamentablemente no ofreció los marcos suficientes para comprender los distintos procesos inmediatos que se vivieron en el siglo XIX desde varios pueblos. Particularmente, sobre Lagos o Ahaululco no me fue posible encontrar investigaciones que sirvieran de base para conocer la sociedad frente a los giros dados sobre el gobierno, la justicia y la religión de los años que precedieron a la delimitación temporal propuesta. Por esta circunstancia, y atendiendo a las recomendaciones metodológicas ofrecidas por investigadores como William Roseberry o Paul Vanderwood, fue preciso rastrear un poco el pasado inmediato de esas localidades para dar con sus actores claves, con las tensiones más constantes y la cotidianidad misma de su gente.

320 Una de las propuestas de esta tesis busca replantear, o al menos no generalizar, la idea de sociedades rancheras que han construido algunos investigadores, pues pese a ser una identidad atendida por historiadores y antropólogos no ha tenido la misma atención en un periodo tan amplio como el siglo XIX. Nuevas fuentes y nuevas formas de lectura sobre las mismas tal vez no lleven no sólo a reconocer otros elementos de las sociedades rancheras en el siglo XIX, sino además a destacar dentro del imaginario rural jalisciense otros actores, tales como los vaqueros, arrieros o los jornaleros mismos. La investigación también ha ofrecido un acercamiento desde una perspectiva más cultural a las necesidades económicas de buena parte de la población. Por ejemplo, el provecho que se mantuvo sobre algunos bienes mostrencos como los puercos, puede ser una ventana de corte microhistórico para ver a través de ese animal, atado intrínsecamente a la cultura y dieta populares, con un espacio que, por ejemplo, nos ayude a entender algunos aspectos de la vida cotidiana del campo jalisciense. La elevada incidencia del robo o apropiación de puercos representó asimismo el mantenimiento de una práctica que fue sujeta a reiteradas restricciones que reflejaron un cambio de paradigma jurídico: advertir a la población que todo bien por fuerza tenía un potencial propietario. La cultura porcina del campo mexicano estaba muy presente en la economía doméstica, en la alimentación y en las festividades populares. Su minusvaloración dentro de los mercados de la ganadería permitió, en primer lugar, que sus propietarios no quedaran obligados a herrar esos animales y, en segundo, que su valor se incentivara bajo dimensiones más locales, y por consiguiente informales y difíciles de cuantificar, provocando una incidencia de robos popularmente extendidos. Al tratar de visibilizar las prácticas de subsistencia de la población en medio de la transición jurídica de la segunda mitad del siglo XIX, fue inevitable hacerlo sin conocer el funcionamiento de la administración de justicia y el margen de autoridades que se establecieron para impartirla a nivel local. Aunque la modernización de la justicia intentó suprimir el funcionamiento de autoridades que actuaban sin un debido conocimiento de la ley, la justicia no dejó de ser promovida por los hombres que estaban al servicio de los grandes propietarios. Al ser el siglo XIX el escenario de una rancherización que se extendió entre más sectores medios a causa de la desamortización, esos nuevos propietarios

321 comenzaron a ser también principales promotores y colaboradores de la justicia, ya fuera como jurados, comisarios o jefes de acordada. Para explorar las adaptaciones y respuestas de la población a los cambios jurídicos, cívicos y religiosos, fue factible hacerlo mediante el cruce de fuentes que se originaron desde esos mismos órdenes. Fue de gran importancia la revisión de los documentos encontrados a través de las distintas instancias y formas de gobierno, ya fuera eclesiástico o civil. De esta manera, el cruce de la información que arrojaron las fuentes municipales, eclesiásticas y judiciales sirvió para corroborar el curso de las manifestaciones sociales entre autoridades, élites y feligreses. En lo general, y desde contextos y posiciones específicos, se adaptaron a las reglas que cada una de sus autoridades les impuso, lo cual hizo a esa gente partícipe de los cambios que se introdujeron sobre distintas áreas. Así, mientras la Iglesia consintió en modificar las devociones de sus feligreses y conciliar con el liberalismo; los ayuntamientos, a la vez que dictaron a sus poblaciones las rutas de la legalidad, intrínseca y paulatinamente comenzaron a desplazar el tema religioso dentro de su agenda administrativa. De la misma manera, desde la justicia local los pueblos experimentaron otro apéndice de la modernidad jurídica al quedar sometidos (muy al final del siglo XIX) a autoridades cada vez más letradas. Desde que comencé esta investigación insistí en el uso de documentos provenientes del archivo judicial, especialmente desde el ramo penal. Si la intención era mostrar la supuesta criminalización de ciertas prácticas populares de subsistencia, lo lógico era ver cómo éstas se tradujeron en delitos. Al tratar de constatarlo no sólo desaparecieron las adscripciones étnicas, sino hasta la posible voluntad popular que determinó la acción de los detenidos. La acción colectiva que fue muy notoria entre los pueblos frente a sus munícipes, jefes políticos y gobernadores, desaparece del expediente judicial, en donde el individualismo de los sectores populares florece aunque en condiciones que les fueron adversas. El archivo judicial, cumpliendo con la lógica del individualismo oficial, no sólo evita hablar de rasgos étnicos, sino también de sujetos colectivos (a no ser, por supuesto, que se trate de una gavilla de ladrones). Al no percibirse una agencia popular, lo que fue posible localizar y traducir a través de la prosa contrainsurgente de esos documentos fueron agravios individualizados ante la negación de ciertos derechos que en un momento previo gozaron de pleno reconocimiento. Pero la naturaleza de tales fuentes encerró sus

322 propios márgenes al visibilizar la acción de los comisarios, actores medios sin los que hubiera sido casi imposible entender el funcionamiento de la justicia local. A través de sus labores encontramos un margen que conecta al estado con los espacios a los que no tuvo tanto acceso. El comisario era un agente marginal al haber quedado situado, al menos durante sus funciones, como alguien por encima de la sociedad y, a la vez, como un empleado municipal ajeno al lenguaje del estado. En ellos no vemos empleados adoctrinados en las leyes, sino a vecinos que por voluntad popular y clientelismo fueron instalados para asegurar, desde el discurso, la presencia -aunque disforme- del estado y la tranquilidad pública; pero desde la práctica, también sirvió para mantener un control social sustentado por su propio sentido común, por necesidades locales muy particulares y a petición también de intereses particulares. La justicia en sus manos asimismo fue un instrumento para preservar las jerarquías locales, en la que no escaparon algunas referencias étnicas y culturales. La modernidad judicial y política desde los pueblos evidentemente no marchó al mismo ritmo que se presentó en la ciudad de Guadalajara. Entre más avanzó el porfiriato se llegó a una estandarización del lenguaje del estado que alcanzó a todos los rincones (sistema métrico decimal, sistema de pesos y medidas, por ejemplo), instrumental que en la práctica tal vez fue bastante útil para introducir al estado en la vida cotidiana de la sociedad. Los pueblos también atendieron al reglamentarismo y colaboraron a su muy particular modo con el gobierno general en proyectos que llamaban a toda la participación del país, como las estadísticas nacionales. A nivel municipal, en el discurso se comienzan a diluir todas aquellas deferencias hacia las autoridades no civiles, o al menos así lo asentaron en sus propias actas ya que en la práctica llegó a suceder totalmente lo contrario. Las poblaciones locales de Ahualulco o Lagos cada vez se sometieron a un calendario cívico a veces tal vez simulando correspondencia hacia los valores y proyectos estatales o nacionales. Los desfases fueron continuos entre una región y otra, y el más notorio de todos fue el religioso. El desarrollo del protestantismo en Ahualulco no se detuvo con los acontecimientos de 1874, al contrario, el número de conversos aumentó al grado que a inicios del siglo XX llegó a la ciudad un nuevo grupo de metodistas; mientras, Lagos se mantuvo reticente a la llegada de otros cultos, a tal grado y no en vano figuró como una de

323 los bastiones de la revolución cristera. No obstante, el cambio jurídico en ambos fue inminente, y de hecho más rápido en Lagos, cuya población buscó integrarse a las nuevas exigencias para reintegrarse a sus instituciones locales y no dar posibilidad de que actores extraños ocuparan cargos importantes. Por más que los cambios en la administración de justicia buscaron incorporar funcionarios más instruidos en Derecho y ajenos a las poblaciones, las élites locales se adaptaron a esa transformación de las instituciones municipales y judiciales tratando de mantener su buena relación con la Iglesia y preservando el control sobre sus poblaciones; ello pese a la intervención de los jefes políticos quienes, especialmente durante el gobierno de Ignacio Vallarta, debían supervisar la administración dentro de los cantones del estado. La tesis termina justo en la crisis del régimen porfirista y los temas que en ella se han abordado momentáneamente quedan abiertos, tal vez para ser atendidos en futuras investigaciones. En un primer momento hace una invitación, por ejemplo, para seguir explorando sobre las tensiones, las políticas, las creencias y las prácticas extendidas en el entorno rural jalisciense. También a retomar la historia social y política de los pueblos e, incluso, a fomentar la de aquellos de los que aún se sabe poco o casi nada. El caso de Lagos bien puede insertarse en el primer caso, cuya historiografía será enriquecida si se considera la acción de otros sectores medios, de su vida cotidiana y de aquellos que quedaron vinculados, directa e indirectamente, a la vida económica de ranchos y haciendas, sin olvidar lo que también pudo suceder en los márgenes. Ahualulco, en cambio, se relaciona más con el segundo caso y del que al menos esta investigación creo ha tenido la posibilidad de ofrecer una historia, aunque breve, compleja y conjunta. Los fatales acontecimientos de 1874 bien pudieron representar el desenlace de una tensión que vino desde décadas atrás, aunque también puede ser el comienzo no sólo para conocer el desarrollo del protestantismo en Jalisco, sino además las tensiones religioneras que florecieron en otros lugares del occidente del país ante la magnitud que tomaron las leyes de reforma en el último tercio del siglo XIX. Cabría por tanto imaginar -y proponer para nuevas investigaciones- cuáles fueron las experiencias en localidades como Tlajomulco o Sayula, en donde la incursión de las misiones protestantes también fue muy notoria. Al tratar de conocer la vida de los sectores medios y populares creo fue insoslayable tomar algunos riesgos, puesto que para dar con el significado de algunas de sus acciones

324 incursioné en algunos temas. El primero de ellos y el más indicado fue la justicia, y para ello no bastó con conocer cómo se administró ésta desde los pueblos, sino identificar qué clase de autoridades fueron llamadas a procurarla. Otro de ellos fue la idea de propiedad, a la cual de ninguna manera quedó ajena la población rural, pues de no gozar con ese privilegio, al menos debía ser aleccionada en las circunstancias que declaraban la propiedad que no les era propia, o bien, la que dejaba de ser común. Otro más fue el tema religioso no tanto por los sentimientos intrínsecos de la población rural, sino por sus relaciones sociales que los llevó a negociar con sus párrocos y autoridades eclesiásticas más elevadas, más cuando se tratara de tierras o servicios espirituales; o bien, para defender la fiesta y el culto ante las autoridades civiles no tanto por ser católicos, sino para mantener una costumbre. En sintonía con estos temas es evidente que aún queda mucho por escribir e investigar sobre el Jalisco rural, y considero que una manera muy provechosa de hacerlo es mediante un diálogo con la historiografía que se hace en otras partes del país o del continente. Es importante saber qué relación guarda, por ejemplo, la desamortización civil en Jalisco con la que ya se conoce sobre espacios como Oaxaca, el Estado de México o Veracruz; qué tan significativa es la identidad ranchera decimonónica con la explorada en Guerrero, Michoacán, San Luis Potosí, Aguascalientes o el Bajío. O bien, qué lugar ocupan las acciones de los pueblos indígenas de Jalisco con lo que ahora se conoce sobre el centro y sur del país. En lo general, qué tan disímiles fueron las reacciones a las leyes de reforma por parte de los jaliscienses con las investigaciones que hoy se ocupan del tema a nivel nacional. Esto lo digo puesto que una de nuestras prácticas, tal vez errónea, de los que hacemos historia regional desde Jalisco, es que olvidamos o descartamos la relación que guardan nuestras investigaciones con los debates historiográficos. Expreso esta gran generalización a sabiendas de que existes valiosos estudios locales que han trascendido, pero decirlo tal vez me sirva para no olvidar ese compromiso. También creo que la tesis propone nuevos temas para un conocimiento y debate historiográfico a nivel nacional y muy pertinente al México rural, pues falta conocer todavía el funcionamiento de la justicia o justicias rurales a lo largo del siglo XIX. Un primer abordaje lo hizo Paul Vanderwood en un par de investigaciones que han contribuido al conocimiento de la justicia rural en manos del gobierno federal; sin embargo, sus aportaciones, sin restarle mérito alguno, nos conectan ampliamente con actores que de

325 manera abierta y casi organizada fueron el malestar no sólo de los propietarios, sino de las poblaciones y gobiernos mismos: los bandidos, o bien, los delincuentes rurales por antonomasia. La justicia rural que se propone en esta investigación tiene interés en sus escalas más íntimas y locales. Una justicia que, por efecto de reformas legales aparecidas sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, comenzó a vigilar y perseguir usos y prácticas de poblaciones que para subsistir tal vez no pensaban en delinquir o no eran conscientes de que sus acciones ya quedaban fuera de la ley. Se trataba de una justicia que al operar también lo hacía de manera prescriptiva, disciplinaria, y que al castigar aleccionó a los infractores a seguir nuevas formas de usar y poseer mediante penas supuestamente menores, como las obras públicas. Al frente de esta justicia inicialmente quedaron los propios vecinos de cada localidad, ya fuera en calidad de comisarios o alcaldes municipales. El periodo de adaptación para ambos (infractores y autoridades) tuvo cierta vigencia, pues las justicias locales fueron intervenidas o profesionalizadas por el gobierno, y los infractores sancionados con penas todavía más severas. A inicios del siglo XIX, las formas de usar y poseer parecían que ya quedaban por demás explícitas, siendo la ley un instrumento ya no para corregir, sino simplemente para sancionar.

326 Anexos Cuadro 1. Reglamento Instructivo para el Gobierno Económico del estado de Jalisco (1824 y 1851)

[Reglam ento Instructivo para el Gobierno Económ ico Político del M ism o Estado (1824) T. I Jurisdicción Instancia ______R e q u is ito s ______F u n c io n e s ______Nombramiento Jefe político y Atribuciones políticas, militares y de hacienda. C a n to n e s juntas cantonales Será también conducto de comunicación entre los ayuntamientos y juntas de policía. Director político y Ser mayor de 25 años, vecino y Recibir y circular á los alcaldes de los pueblos de Departamentos ju n t a s residente en la capital del su departamento las órdenes que diriga el gefe Jefe político departamentales departamento, tres años antes de p o lítico . su elección. Dictará las medidas generales en persecución de la gente viciosa, holgazana y mal entretenida. Procurará que no Alcalde y regidores haya juegos prohibidos ni juntas escandalosas en Elección popular las tabernas, y procurará que los habitantes de su territorio se apliquen al trabajo y sea bien educada la juventud.

Cuidar el orden público por el dia y por la noche en todos los cuarteles, Ayuntamientos aprehendiendo infraganti a los perturbadores, y presentándolos a la autoridad competente. Si fuere desde las ocho de la noche hasta las siete Ser vecinos del lugar, con Comisario de de la mañana pueden por sí mismos arrestarlos. residencia lo menos de dos años, policía y teniente Dar cuenta al alcalde de los hombres y mujeres mayores de 25 años. Saber leer y viciosos y sin oficio para que los destine según e s c rib ir. las facultades que les da el reglamento de administración de justicia. Dar auxilio a cualquier individuo que se lo pida para defender su persona o interés, cuando se hallen próxima y notoriamente amenazados.

Reglam ento Instructivo para el Gobierno Económ ico Político del Estado (1851) T. XII Atribuciones políticas, militares y de hacienda. Jefe político y Cuidar el orden y tranquilidad pública. C a n to n e s juntas cantonales Será el conducto de comunicación entre los ayuntamientos y juntas de policía. Director político y Recibir y circular á los alcaldes de los pueblos de Departamentos ju n t a s Ser ciudadano mayor de 25 años, su departamento las órdenes que diriga el gefe departamentales avecindado en el Estado. p o lítico .

Asegurar a los delincuentes capturados in frag an ti. Procurar que los vecinos vivan de dicados a Ser ciudadano mayor de 25 años, ocupaciones útiles, y reprenderá a los saber leer y escribir, y con holgazanes, vagos malentretenidos y sin oficio Alcalde y regidores residencia en el Ayuntamiento en co n o cid o . los tres años anteriores a su Multar a los que por embriaguez perturben la e le c c ió n . tranquilidad pública. Ejecución de la leyes sobre reparto de tierras a Ayuntamientos los legítimos indios, defendiendo los fundos legales y los egidos de los pueblos. Jurados o jueces de h e ch o

Formar censos de su respctivo pueblo o cuartel. Comisario de Ejecutar las órdenes que emanen de las policía y teniente autoridades superiores. Ser ciudadano mexicano, con Cuidar la tranquilidad y orden públicos por el día residencia lo menos dos años en y por la noche, aprehendiendo infraganti a los el lugar, ser mayor de 25 años, perturbadores y presentándolos ante la Ayuntamiento tener un modo honesto y autoridad competente. Comisarios de conocido de subsistir, y saber leer Dar parte a los alcaldes de los hombres y P u e b lo s p o lic ía y y escribir. mujeres viciosos y sin oficio. procuradores Dar auxilio a cualquier individuo que se lo pida para defender su persona e intereses.

327 Cuadro 2. Ley para el arreglo de la administración de justicia en el estado (1861)

Jurisdicción In s ta n c ia R e q u is it o s F u n c io n e s Nombramiento

Conocer de los negocios civiles con excepción de Ser mayor de 25 años de edad y los consignados a los alcaldes y comisarios. Juez de primera contar con cuatro años de práctica Autorizar instrumentos públicos, practicar Supremo Tribunal de in s t a n c ia forense. Contar con título de diligencias del orden adm inistrativo. En lo J u s tic ia a b o g a d o . crim inal, conocer a prevención con los alcaldes de los delitos que éstos persiguen.

Sin atribución municipal, sino exclusivamente Ayuntamientos ju d ic ia l. Ejercer los juicios de conciliación. Conocer, a prevención con los jueces de primera Con fundamento en el art. 34 de instancia, de los negocios civiles cuyo valor pase Alcalde y regidores la constitución política del estado, de cien pesos y no llegue a 500. Elección popular 25 años de edad, con un año de En lo crim inal, tam bién a prevención con los residencia en la m unicipalidad. jueces, conocerán de las injurias graves, de los delitos de hurto sim ple, heridas leves, la portación de arma prohibida, re riña y otras que se castigan con penas ligeras.

Ejercer como jurado de averiguación y de Jefes o directores Jurados o jueces de Ser vecinos de notoria probidad sentencia en los delitos de vagancia e indiciados políticos, o presidentes de h e c h o en pleno goce de sus derechos. de ladrones. Ayuntamiento Com isario de Conocer judicialm ente de los negocios civiles y policía y teniente de hacienda cuyo interés no pase de cien pesos, Ser mayores de 25 años de edad, y de los crim inales sobre injurias y faltas leves. Comisarios de con un año de residencia en la Elección popular Aprehender a toda clase de delincuentes, P u e b lo s p o lic ía y m unicipalidad. practicando las primeras dilegencias del procuradores s u m a r io .

328 Acervos bpej, Biblioteca Pública del Estado de Jalisco “Juan José Arreóla” AHSTJ Archivo Histórico del Supremo Tribunal de Justicia AHRAG Archivo Histórico de la Real Audiencia de Guadalajara

AHAG Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara

AHCEJ Archivo Histórico del Congreso del Estado de Jalisco

AHJ Archivo Histórico de Jalisco

AHML Archivo Histórico Municipal de Lagos

AHMA Archivo Histórico Municipal de Ahualulco

AHMT Archivo Histórico Municipal de Tequila

BNLB Biblioteca Nettie Lee Benson, Universidad de Texas en Austin

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