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Tucumán Zeta Enlace al artículo: "La chica que sueña goles" Autor: Exequiel Svetliza La chica que sueña goles

Romina Rodríguez fue campeona con San Martín y San Lorenzo. Jugó la primera de América de fútbol femenino y la convocaron a la selección . La historia de la niña que a los cinco años les pidió a los reyes magos una pelota y, cuando creció, duplicó el promedio de gol de Lionel Messi.

El calor pegajoso de la siesta del domingo azotaba el sueño en el Barrio Echeverría. En la calle, los perros buscaban el amparo de la sombra y unos cuantos niños audaces desafiaban al sol de verano desoyendo las amenazas de sus padres. De pronto, unas manos tímidas golpearon la puerta de la familia Rodríguez para terminar con el silencio de esa soledad soporífera. Apenas abrieron la puerta, se escuchó un pedido que sonó a súplica:

– ¿Doña Laura que la va ha dejar salir a la Romina a jugar a la pelota? – dijo la voz infantil que lideraba al grupo.

A Doña Laura Alicia Leal no le gustaba que su hija de diez años jugara al fútbol, pero terminaba cediendo al ruego de los niños; siempre con la condición de que ellos fueran los encargados de traerla de vuelta a casa en las mismas condiciones en que había salido. Esa negociación se repetía todos los fines de semana. Los chicos necesitaban la habilidad de las piernas veloces de Romina para ganarles a los muchachos de la otra cuadra o a los de Villa Muñecas en los partidos que se improvisaban en la cancha Belgrano, unas cuantas calles de ahí cruzando la vía. En ese potrero humilde de pastos desprolijos, Romina Rodríguez gambeteó la modorra de la siesta y tiró los primeros caños con los que comenzó a forjar el sueño de ser futbolista; un sueño que parecía vedado a las mujeres. Cuentan sus padres que a Romina nunca le gustó jugar con muñecas. A los cinco años, como regalo del día de Reyes magos, recibió su primera pelota. Ella recuerda ese suceso ahora, más de dos décadas después, con un brillo de fascinación infantil en los ojos: era un balón pequeño y de plástico. Ni bebotes, ni osos de peluche, ni juegos de cocina. Esa rudimentaria esfera sería a partir de entonces su único juguete. Tan así fue que de adolescente llegó a tener 16 pelotas desparramadas por su habitación. Cuando cumplió doce años, su padre le regaló el primer par de botines: unos Lotto de 13 tapones. Romina puede, sin demasiado esfuerzo, relatar toda la genealogía de los que siguieron – más de diez pares a los que enumera por marca – hasta llegar a los Nike que ahora calza y que muy pronto tendrá que reemplazar porque están gastados de tanto fútbol. Para explicar por qué Romina prefirió los botines a los zapatos de taco aguja, o por qué eligió pelarse las rodillas para disputar una pelota en la canchita del barrio en lugar de saltar el elástico como las demás niñas, basta recurrir a un trillado lugar común: Romina lleva el fútbol en la sangre. Su padre, Julio José Rodríguez, jugó cuatro años en la primera de Atlético Tucumán a comienzos de los setenta. Era lo que por entonces se denominaba wing izquierdo. Se destacaba por la velocidad de sus desbordes y la pegada potente de su zurda. Julio compara su estilo de juego con el de otros grandes futbolistas de su época como Oscar “Pinino” Más y Jorge Alberto Comas: “Para mí eran dos fuera de serie. Ellos agarraban la pelota como venía y le pegaban. Así la agarraba yo antes. Ahora, no agarro ni el colectivo”. Tras pasar por clubes como San José, Talleres de Córdoba y Ciclón de Tarija, Julio abandonó el fútbol profesional. Sin embargo, nunca pudo dejar de jugar a la pelota. Esa pasión inextinguible por el juego es parte de la herencia futbolística que le legó a Romina. Desde que era apenas una niña, ella se levantaba todos los domingos a las ocho de la mañana para que Julio la llevara a la cancha Belgrano, donde él participaba de un torneo de veteranos. En esa cancha, mientras su padre jugaba a no despedirse del fútbol; Romina aprendía sus primeras lecciones. Cada vez que tenía la oportunidad de encontrarse con una pelota, Romina jugaba. Y cuando ella jugaba, los demás miraban. Dentro de la cancha, los jugadores contrarios se resignaban a verla pasar a toda velocidad con el balón dominado. Afuera, los curiosos se acercaban a ver como esa niña menuda eludía con desparpajo a cuanto varón rival se le pusiera enfrente. Uno de los primeros en descubrir esa destreza innata que la destacaba fue el ex jugador y director técnico de Atlético Tucumán Ángel Guerrero. Cuando la vio hacer pataditas y otras de sus habilidades en una de las canchas de Campo Norte, no dudó en sugerirle a su padre que la llevara a jugar en el equipo de fútbol femenino de Atlético. A pesar de los reproches de la madre, que no quería que su hija descuidara los estudios, Julio la llevó al Complejo Ojo de Agua y Romina tuvo a los 11 años su primera prueba. Esa fue también la primera vez que ella jugó al fútbol con otras chicas y el resultado no sería distinto de cuando lo hacía con varones: cada vez que la pelota llegaba a sus pies, Romina corría dejando tras ella un tendal de jugadoras contrarias. El diagnóstico del técnico Julio Cisterna fue contundente: la chica juega una barbaridad.

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Romina no tardó en abandonar la cancha del barrio para entrenarse con el equipo de fútbol femenino de Atlético, donde jugó cuatro años hasta que en el 2000 se cambió al eterno rival. Para los Rodríguez, una familia de puros hinchas decanos, su pase a San Martín parecía una traición al fanatismo cultivado durante varias generaciones. En un principio, su padre trató de convencerla de que siguiera en el club donde él vivió su gloria de jugador, pero después comprendió que ese cambio era parte del desarrollo profesional de su hija. A Romina, alejada de esas dicotomías futboleras, lo que le importaba era continuar su carrera de futbolista y el complejo donde entrenan las chicas de San Martín le quedaba más cerca de su casa. Además, siempre se ha considerado sólo hincha de River. Con respecto a los equipos tucumanos, se define con la tibieza del término simpatizante; esa especie de limbo pasional que le permite a uno sentirse afín a un club sin que ello suponga un pacto tácito, visceral e irrenunciable de por vida.

Como jugadora de San Martín, Romina ocupó distintas posiciones dentro de la cancha: fue lateral, mediocampista y delantera por derecha. Es lo que la ciencia futbolística y el periodismo deportivo denominan una jugadora polifuncional. Según el director técnico Florencio Robles – quien la conoce desde el año 2005, cuando se hizo cargo de la conducción del fútbol femenino de la Ciudadela -, las principales características de Romina son su velocidad y la potencia de su pegada, por eso es una de las encargadas de manejar las pelotas paradas en el equipo. A pesar de su condición de polifuncional, sin dudas, sus virtudes más sobresalientes se vislumbran cuando pisa el área rival. Romina participó en la mayoría de los planteles que obtuvieron los 28 títulos que hoy ostentan las chicas de “El Santo” y en, al menos, dos campeonatos consecutivos se consagró como goleadora absoluta. Las estadísticas son contundentes: en el torneo Apertura de la Liga Tucumana de fútbol del año 2011 convirtió 23 goles en diez partidos, ocho de ellos en el encuentro contra Sportivo Guzmán. Lo que significa que su promedio de gol en ese campeonato fue de 2,3 tantos por partido, casi el doble que las mejores cifras del mejor jugador del mundo, Lionel Messi (En su temporada más prolífica con el Barcelona, la 2011/2012, el promedio de gol del rosarino fue de 1,22 goles por partido). Como para no dejar duda de su vigencia en las redes, Romina metió el año pasado 26 goles en 20 partidos, con un promedio de 1,3 tantos por encuentro.

Quizás fue esa capacidad goleadora de la delantera de San Martín lo que atrajo la atención del director técnico de , Alejandro Almeyra. Cuando el entrenador la vio jugar, no dudó en sumarla a su plantel y a mediados de 2008 Romina y su compañera Yanina Ledesma emigraron a . Esa fue la primera transferencia de jugadoras tucumanas a uno de los equipos grandes de la capital. Una vez allá, las chicas se instalaron en la casa de Doña Quela, la madre de Florencio Robles que vive en Lugano. Desde ahí tenían apenas 20 minutos de viaje hasta El Bajo Flores, donde entrena el equipo de fútbol femenino de San Lorenzo. Por entonces, el club les pagaba 280 pesos mensuales en viáticos que les permitían afrontar los gastos de traslado y comida.

En San Lorenzo, Romina jugó de lateral y volante por derecha (de cuatro y ocho, según la equivalencia numérica futbolística usada antaño). A pesar de jugar alejada de lo que ella considera su hábitat natural dentro de la cancha, el área rival, tuvo un gran desempeño. A sólo dos semanas de su llegada a San Lorenzo, fue titular en el partido contra ; equipo considerado por los especialistas como el mejor del país en fútbol femenino. Esa fue la primera vez que las chicas de le ganaron a Boca en su cancha. En la tribuna, presenciando la hazaña, estaba José Carlos Borello, director técnico de la selección nacional de fútbol femenino. Una semana después, Romina recibió una carta en la que le anunciaban que tenía que presentarse en el predio de la AFA en Ezeiza.

Hacía un tiempo que Romina se había mudado de la casa de Doña Quela a una pensión en Ciudad Evita que compartía con otras jugadoras de San Lorenzo; todas ellas de distintas provincias del país. De ahí la buscaba dos veces a la semana un colectivo de AFA para llevarla a Ezeiza. El resto de los días, entrenaba o jugaba con el equipo de San Lorenzo. Lo primero que le sorprendió de entrenar con la selección nacional fue la profesionalidad con que estaba organizado el plantel. Al llegar, en el vestuario del predio la esperaba, prolijamente planchada y acomodada, la indumentaria deportiva que usaría ese día. Al finalizar cada entrenamiento, un nutricionista le daba una colación que consistía en un sándwich y una fruta. Además, contaba con la asistencia de kinesiólogos, masajistas y psicólogos. Era un mundo nuevo; un mundo perfectamente ordenado para que ella se preocupara sólo en jugar al fútbol.

Durante ese mes que Romina entrenó con la selección nacional, la AFA le pagó 90 pesos por cada entrenamiento del que participó, pero el premio mayor fue la emoción que sintió la primera vez que se vio vestida con la ropa de la celeste y blanca. Mientras ella vivía el sueño de todo futbolista, desde Tucumán viajaban por teléfono las lágrimas de orgullo de sus familiares más cercanos y en el suplemento deportivo de La Gaceta le dedicaban una nota de más de media página.

Ese año no sólo San Lorenzo se consagró campeón del torneo femenino de AFA por primera vez en su historia con un gol de Romina en el partido final, sino que se clasificó para lo que sería la primera Copa Libertadores de América jugada por mujeres. El torneo sudamericano se organizó en Brasil durante octubre de 2009. Si bien las chicas de San Lorenzo no pasaron a la segunda fase, Romina realizó una buena tarea jugando como lateral por derecha y tuvo la posibilidad de codearse con algunas de las mejores jugadoras del mundo, entre ellas, Marta Vieira Da Silva; conocida en Brasil como Pelé con faldas. Cuando finalizó la copa, Romina viajó a Tucumán. En enero de 2010 la esperaban en el Bajo Flores para empezar la pretemporada, pero no volvió más a Buenos Aires.

Cuando le pregunté por qué no regresó a San Lorenzo, ella me dio una respuesta sencilla que se me ocurrió extremadamente humana:

– Me sentía sola. La soledad me mataba.

Son las 17 del viernes y el sol de enero irradia un brillo que parece capaz de incinerar los cuerpos que ahora corren en una de las canchas ubicadas al fondo del Complejo Natalio Mirkin. A unos treinta metros de ahí, niños y adultos nadan aliviados en la pileta del club y, tendidas en el pasto, algunas jóvenes en bikini enfrentan apáticas el fulgor abrasador. Hace calor. Mucho calor para jugar al fútbol. Demasiado calor hasta para ver jugar al fútbol. Sin embargo, las chicas corren. Algunas, con pecheras naranjas y otras, con pecheras rojas. La que ahora pide la pelota es la siete de las naranjas, Romina Rodríguez.

La veo correr cincuenta metros con la pelota pegada a los pies.

La veo tirar pases y centros de precisión quirúrgica.

La veo llegar al área rival tirando paredes con la número nueve, desparramar a la arquera y empujar la pelota con el arco vacío.

La veo patear desde afuera del área y clavarla por arriba de la arquera.

La veo cabecear una pelota al ángulo.

La veo cabecear de pique al piso.

Y la veo putear cuando la pelota se va apenas lejos de un palo.

Una vez finalizada la práctica de fútbol, Romina se acerca hasta donde estoy y nos sentamos detrás de uno de los arcos a la sombra de un gran árbol. Aparenta algunos años menos que sus 26. Quizás por su cuerpo delgado de un metro sesenta de alto. O tal vez porque su sonrisa le da cierto aire infantil. Es morocha y tiene los ojos grandes y oscuros. Usa el pelo recogido con excepción de una rasta que se escapa del rodete y baja hasta la nuca. En su muñeca derecha se puede leer un tatuaje en letras cursivas con la palabra Julieta y en la nuca otro que dice Stefi. Son los nombres de dos de sus sobrinas. En el dorso de una mano, arriba del pulgar, luce una pequeña letra ere como inicial de su nombre y en la otra, una eme que representa a un viejo amor. “Tenía trece años y una nube de pedo en la cabeza cuando me lo hice”, se justifica.

La sombra del viejo árbol es sólo un placebo. El calor pega y la humedad se siente en la piel, pero a Romina eso no parece importarle. Se acostumbró al bochorno sofocante del horno de la fábrica de dulces artesanales donde trabaja de lunes a viernes, desde las siete de la mañana a las cuatro de la tarde. Los tres días a la semana que tiene que venir a entrenar, camina apurada bajo el sol de la siesta las diez cuadras que separan a la fábrica de su casa y espera que pasen a buscarla en su auto el director técnico Florencio Robles y su esposa, Claudia Lencina, que también entrena con las chicas de San Martín. Hoy, como siempre que el verano tucumano se vuelve asfixiante, su madre trató de convencerla de que se quede en casa y no se exponga al calor. Pero a Romina nada parece importarle más que el fútbol.

Romina habla de su vida con sencillez de futbolista. Cuando intenta explicar qué significa el fútbol para ella repite varias frases hechas: que el futbol es su vida, que lo lleva en la sangre o que sería capaz de dejar cualquier cosa por este deporte. Lo que da verdadero sentido a todas esas frases es el brillo que se enciende en sus ojos cuando las pronuncia. Basta ver ese brillo para convencerse de la verdad que encierra la simpleza de esos conceptos. Con esa chispa en la mirada, recuerda ahora los primeros partidos de su infancia en la canchita del barrio. Me cuenta que, en un principio, no lograba que los hombres la dejaran jugar. Ellos argumentaban que, por su condición de mujer, no tenía demasiada fortaleza física y podían llegar a lastimarla en algún roce propio del juego: “Yo les discutía. Quería jugar. No importaba que me golpearan”. Una vez que le permitían entrar a la cancha, ella se encargaba de desmentir esa supuesta debilidad y los humillaba tirando caños.

– ¿De chica jugabas mejor que los varones? – le pregunto.

– Si, porque, por ahí, eran medio mariconcitos. Por miedo a golpearme no me querían chocar y yo los tiraba. A mí no me importaba, yo jugaba. Con tal de tener una pelota en los pies, no me importaba jugar con varones más grandes que yo. – responde con una sonrisa que se le estira en la comisura de los labios.

La mayoría de las veces, esos picados tenían como único premio una gaseosa que luego compartían vencedores y vencidos. En otras ocasiones, se jugaba por plata. Entonces, el partido podía terminar a las piñas, aunque Romina nunca participaba de esas trifulcas: “A veces se armaba, pero yo no me metía. Porque si me metía iba a perder como en la guerra”.

– Debe haber sido difícil para vos practicar un deporte tan machista como el fútbol…

– Si. A veces una escucha por ahí que el fútbol no es para mujeres. Que la mujer tiene que estar en la casa y cocinar, planchar, limpiar. Para mí que no es así ¿si es un deporte que te gusta por qué no hacerlo? Yo no le llevo el apunte a las cosas que dicen. Yo hago lo que a mí me gusta, no lo que les gusta a ellos. – dice con convicción, casi con bronca.

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El fútbol era sólo cosa de hombres en Tucumán, en el año 1996, cuando un grupo de chicas de la Escuela Sarmiento comenzó a reunirse todas las semanas en el Complejo Natalio Mirkin del club San Martín para jugar a la pelota. Era un hecho inédito en la provincia y para muchas mujeres significaba la oportunidad de practicar un deporte del cual el género femenino parecía excluido. En poco tiempo se sumaron nuevas jugadoras, armaron equipos, surgieron rivalidades y empezaron a jugarse pequeños torneos. Por iniciativa de las chicas que formaban los planteles de Atlético y San Martín, a mediados de 1999, se realizó el primer campeonato oficial de fútbol femenino organizado por la Liga Tucumana de Fútbol. En esa ocasión, las campeonas fueron las jugadoras de “El Santo”. Ese sería el comienzo de una implacable racha de títulos.

En futbol femenino, el equipo de San Martín tiene una contundencia quizás sólo comparable a la del Barcelona de Josep Guardiola. Desde que comenzaron a jugarse los torneos de la liga, en 1999, el plantel obtuvo 28 títulos; entre campeonatos locales, regionales, nacionales y un torneo internacional que se jugó en Córdoba en el 2008. Con bastante frecuencia, esa supremacía futbolística de las chicas de San Martín se tradujo en goleadas tan exageradas como difíciles de creer. El récord fue en 2009 cuando le ganaron por 25 a 0 al equipo de San Juan con quince goles de la delantera Pilar González. En ese partido, las jugadoras de la Ciudadela marcaron un promedio de un gol cada tres minutos y medio. El año pasado lograron superar esa marca cuando vencieron por 21 a 0 a Sportivo Guzmán. Como el partido se suspendió a los cinco minutos del segundo tiempo, el inverosímil promedio fue de un gol cada dos minutos, 22 segundos.

En San Martín, como en el resto de los clubes de la provincia, el futbol femenino es una disciplina amateur. Las jugadoras no sólo no cobran por entrenarse y jugar, sino que tienen que pagar la cuota social del club, los árbitros de los partidos y los viajes cuando les toca jugar de visitante. Además, entre todas, colaboran para pagarle viáticos al entrenador, “El mocho” Florencio Robles. Los 200 pesos mensuales que él recibe como ayuda económica le alcanzan para cargar GNC al auto en el que va a los entrenamientos tres veces por semana.

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¿Cuál es la diferencia entre el fútbol de las chicas y el fútbol de los chicos?

Es la pregunta que me hago sentado en un banco de cemento al costado de la cancha del complejo donde ahora juegan las chicas de San Martín. Mi primera impresión es que ver el fútbol que juegan las mujeres es más divertido. No es ese fútbol-ajedrez mezquino y especulador donde un equipo espera el error del adversario para obtener un resultado favorable. Las chicas parecen más preocupadas en llevar la pelota hasta el otro arco que en evitar que se acerque al suyo. Y las chicas la mueven, la pisan, la pasan. Lo hacen bien, sin necesidad de recurrir a faltas y otras interrupciones. Es un juego dinámico, técnico y ofensivo. La pelota está siempre rodando y las chicas corriendo detrás de ella. Puede sonar disparatado, pero creo que las chicas no juegan al fútbol que todos conocemos y vemos por televisión. Ellas practican un deporte más anacrónico, más noble: juegan a la pelota.

Le planteo la cuestión a Soledad Miranda Villagra, la rubia de ojos claros que cumple la doble función de arquera y preparadora física del equipo de San Martín. Soledad tiene 33 años y es la única jugadora en actividad de aquel grupo de chicas que fundó el fútbol femenino en la provincia. Ella participó de los 28 títulos que ganó San Martín, primero como delantera y ahora desde el arco. Cuando se recibió de profesora de educación física se hizo cargo ad honorem de la preparación del plantel y me explica que en ese aspecto se encuentra la clave para entender la diferencia en la forma de jugar de hombres y mujeres: “La única y gran diferencia está en la parte física. Los hombres son más rápidos. La velocidad es distinta porque tienen más fuerza y potencia que las mujeres, es una condición natural porque tienen más volumen muscular. En cuanto a la habilidad y al sistema de juego, es igual para ambos, sólo que los hombres son más explosivos por esa diferencia física”.

Para Florencio Robles, desde el punto de vista técnico y táctico el futbol es el mismo para hombres y mujeres. La distinción fundamental pasa por una cuestión más bien folclórica: “Los hombres tienen mañas que las mujeres no tienen. Ellas no tienen eso que en el fútbol llaman mala picardía. Por ejemplo, si van a buscar un centro no sacan ventajas agarrando de la camiseta a la otra jugadora. Si lo hacen, lo hacen mal. Les cobran penal o les sacan tarjeta. Ellas tienen esa inocencia para jugar”.

Cae la tarde en el Barrio Echeverría. Es ese momento del día que las abuelas llaman “la oración”. En la calle Emilio Castelar al 2500, donde vive la familia Rodríguez, tres carros descansan sin caballos y los vecinos que han sacado sus sillas a la vereda conversan.

Romina me recibe en la cocina-comedor de la modesta casa familiar. En el amplio salón de paredes sin pintar, un gran televisor transmite un programa de chimentos y el sonido se mezcla con el trino de los pájaros en sus pequeñas jaulas: un cardenal y una reina mora trampeados por uno de sus hermanos. En uno de los rincones de la habitación, arriba de un aparador colmado de adornos, descansan unos siete trofeos. Todos son de Romina. La mayoría por haber sido la goleadora de algún torneo, como el que trajo anoche de Santa María donde San Martín jugó un cuadrangular. Ella hizo siete goles en los tres partidos y el equipo se coronó campeón. También están ahí el premio La Gaceta que le otorgaron periodistas deportivos por considerarla, entre hombres y mujeres, la mejor futbolista tucumana del 2008, el Independencia del año 2006 y la distinción a la Deportista de la Ciudad Histórica del 2009. En uno de los extremos de la mesa rectangular está sentado Julio Rodríguez, su padre. Un morocho de 60 años con el pelo corto y canoso. Tiene estampa de ex futbolista: los hombros angostos tirados para atrás y el estómago abultado. En su rostro surcado de arrugas brillan los mismos ojos grandes y oscuros de su hija.

Julio me dice que de sus años de futbolista le han quedado muchos amigos pero nada de plata. Ahora continúa jugando a la pelota con los veteranos y es profesor de la escuela de fútbol Club Social y Deportivo Los Ángeles. Le gusta mucho hablar de fútbol. De cómo era antes el deporte y cómo es ahora. Presiento que podría pasarse horas filosofando al respecto.

– ¿La va a ver jugar a Romina? – le pregunto

– En realidad, va más la madre. Lo que pasa es que yo soy gritón ¿por qué? Porque no me gusta a veces la forma en que la hacen jugar. Hay partidos en que está más preocupada por marcar que por jugar.

Doña Laura sigue la conversación desde la otra punta de la mesa mientras vigila a cuatro de sus nietos que corretean por toda la casa. Me mira y asiente. Va cada vez que puede a los partidos que juega su hija. En un principio, no quería que ella abandone la escuela secundaria para ser futbolista, pero terminó por aceptar su vocación. Por eso la acompaña a la cancha y también grita, pero no al técnico como Julio, sino a los árbitros. En el último clásico que jugaron las chicas de San Martín y Atlético el árbitro le sacó tarjeta roja y la expulsó de la tribuna. Al parecer no le gustó que Doña Laura le dijera que cobraba mal porque las astas no le dejaban ver la jugada.

Laura y Julio están separados hace ya tiempo y cada uno ha armado su propio álbum con recortes de diarios y fotos de Romina. Ahora, la disputa es por cuál de los dos tiene el álbum más completo. Mientras me muestra las notas que publicó La Gaceta cuando Romina se fue a San Lorenzo y jugó la Copa Libertadores de América, Julio me cuenta que se siente orgulloso por los logros de su hija.

– ¿Le parece que Romina juega mejor de lo que jugaba usted? – disparo la pregunta directo a su orgullo.

– Nooooooooo – me contesta guiñando un ojo mientras Romina y su madre ríen divertidas. Luego, se ríe él también, hace una pausa y explica – Me encanta como juega. Me gusta la forma en que ella se mueve en la cancha cuando juega suelta, pero cuando tiene la obligación de marcar ya no me gusta. Bah, no es que no me guste, sino que yo me pongo mal porque lo que a mí me gusta es que ella meta goles.

De pronto, comprendo que la vida de Romina se reduce a dos mundos: la cancha y esta casa humilde. Es una chica de barrio que comparte la habitación con su madre y charlas futboleras con su padre. Que juega con sus sobrinos, que escucha música en su teléfono celular y que se anima a bailar de vez en cuando en algún festival folclórico. Comprendo también por qué no volvió a jugar en San Lorenzo. Para ella, Buenos Aires fue el exilio. Vivir del fútbol era morirse de soledad y eligió volver con su familia. Una vez en Tucumán, tuvo que enfrentarse a una doble imposibilidad: no podía vivir del fútbol pero tampoco sin él.

Ahora Romina – que tiene puesta una remera roja de San Martín y la cara bastante colorada por el sol de Santa María- va hasta el aparador y trae a la mesa un manojo de medallas de distintos tamaño, forma y color. Son de los campeonatos obtenidos con San Martín. “Ahí tenés la guita ¿ves? Agarrás y las vendés como bronce”, dice Julio en tono jocoso. Entonces, se me ocurre que, de haber nacido varón, Romina podría vivir de su talento. No tendría que armar alfajores en el calor de la siesta y podría comprar una casa en cualquier barrio de Tucumán o manejar un auto último modelo.

– ¿Te parece injusto que por ser mujer no puedas vivir de lo que te gusta?

– Si, te da un poco de bronca porque acá el fútbol femenino es un deporte amateur y no tenés la posibilidad de que te compre un club o tener un contrato y un buen sueldo que te permita vivir de esto. Acá muchas chances no tenés. La única posibilidad es ir a jugar a otro país. – me contesta con un dejo de resignación.

– ¿Cómo ves tu futuro en el fútbol entonces?

– Mi mayor sueño es tener la posibilidad de ir a jugar a un club del exterior. Creo que con sacrificio y confianza puedo llegar. Sé que tengo las condiciones necesarias. Afuera ya es de noche y quedan dos de los carros sin caballos. No hay vecinos conversando en la calle a oscuras. Sólo un niño de unos nueve años que patea una piedra. Lleva puesta la camiseta de la selección argentina y llego a distinguir el diez en la espalda, pero no el nombre. Lo más probable es que diga Messi, aunque existe la posibilidad remota de un Maradona. Después de todo, ese número sigue siendo suyo. Quizás por eso, como un reflejo, me llega el recuerdo súbito de esas imágenes en blanco y negro del Diego de Villa Fiorito, con cara de niño y rulos desprolijos, diciéndole a la cámara que sus sueños eran dos: jugar un mundial y salir campeón. A Maradona se le cumplieron, como quizás se le cumplan a Romina y al changuito de la diez. Si sucede no será por azar, sino porque han aprendido a soñar cuando los demás dormían.

Foto Romina jugando para San Martín gentileza de www.mundociruja.com.ar