Cronicas De Elric De Melnibone
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Michael Moorcock Marinero de los mares del destino Ediciones Martínez Roca, S. A. Colección dirigida por Alejo Cuervo Traducción de Hernán Sabaté Diseño cubierta: Llorenç Martí No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, por registro o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de Ediciones Martínez Roca, S. A. Título original: The Sailor on the Seas of Fate © 1976, Michael Moorcock © 1988, Ediciones Martínez Roca, S. A. Gran Via, 774, 7.°, 08013 Barcelona ISBN 84-270-1224 -1 Depósito legal B. 20.756-1988 Impreso por Romanyá/Valls, Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona) Impreso en España — Printed in Spain Para Ben Biber y Bill Butler LIBRO PRIMERO NAVEGANDO HACIA EL FUTURO ... y dejando a su primo Yyrkoon como regente del Trono de Rubí de Melniboné , abandonando a su prima Cymoril deshe cha en lágrimas y sin esperanzas de verle regresar algún día, Elric zarpó de Imrryr, la Ciudad Soñada, y salió en busca de una meta desconocida en los mundos de los Reinos Jóvenes donde los melniboneses, en el mejor de los casos, eran vistos con desagrado. La crónica de la Espada Negra 1 Era como si se hallara en una inmensa caverna cuyos muros y techo estaban formados por masas de colores cambiantes y sombríos que, en ocasiones, se desgarraban para dejar paso a la claridad de la luna. Resultaba difícil de creer que aquellos muros no fueran otra cosa que nubes apretadas sobre las montañas y el océano, a pesar de que el claro de luna recortaba sus perfiles, las bañaba de plata e iluminaba el mar negro y turbulento cuyas olas batían la orilla en la que se encontraba el hombre. Un trueno rugió en la distancia; un relámpago brilló en la lejanía. Caía una lluvia fina y las nubes no dejaban de moverse. Con sus tonos desde el negro azabache al blanco lívido de un cadáver, formaban lentos remolinos como las capas de unos danzantes que, ceremoniosamente y en una especie de trance, bailaran un minué. El hombre que las contemplaba desde los guijarros de la tétrica playa las tomó por un grupo de gigantes bailando al son de la lejana tormenta y se sintió como lo haría alguien que entrara inadvertidamente en un salón donde estuvieran divirtiéndose los dioses. El hombre volvió la mirada de las nubes al océano. El mar parecía cansado. Las grandes olas se levantaban con dificultad y caían como con alivio, emitiendo jadeos al romper contra las ásperas rocas. El hombre se ajustó la capucha sobre el rostro y echó repetidos vistazos hacia atrás por encima del hombro, protegido por una pieza de cuero, al tiempo que se acercaba más a las aguas y permitía que la espuma de las olas besara la puntera de sus botas negras, que le llegaban hasta las rodillas. Trató de divisar algo en la caverna formada por las nubes, pero sólo alcanzó a ver un corto trecho. No había modo de saber qué había al otro lado de las aguas ni qué extensión cubrían éstas. Ladeó la cabeza y escuchó atentamente, pero no oyó nada salvo los sonidos del cielo y del mar. Exhaló un suspiro. Por un instante, la luna le iluminó y en la extrema palidez de su rostro brillaron dos ojos carmesíes con expresión atormentada; luego, se hizo de nuevo la oscuridad. El hombre volvió la cabeza una vez más, temiendo sin duda que la luz le hubiera expuesto a algún enemigo. Haciendo el menor ruido posible, se encaminó hacia el abrigo de las peñas a su izquierda. Elric estaba cansado. En un rasgo de ingenuidad, había buscado acogida en la ciudad de Ryfel, en la tierra de Pikarayd, ofreciendo sus servicios como mercenario al ejército del gobernador de la plaza. Por su estupidez, había sido encarcelado como espía de Melniboné (al gobernador le pareció evidente que Elric no podía ser otra cosa) y no había logrado huir hasta hacía muy poco, con la ayuda de sobornos y de algunos hechizos menores. La persecución, sin embargo, se había iniciado casi de inme diato. En ella se habían empleado perros de gran inteligencia y el propio gobernador había dirigido la batida más allá de las fronteras de Pikarayd, internándose en los valles de pizarras, yermos y deshabitados, de un mundo conocido por el nombre de Colinas Muertas, en el que apenas crecía o intentaba sobrevivir ser alguno. El de la extrema palidez había ascendido las empinadas rampas de las pequeñas montañas, cuyas laderas estaban formadas por pizarras grises que se desmenuzaban bajo las herraduras de su caballo, levantando un estruendo que podía escucharse a más de una milla. Recorriendo valles totalmente desprovistos de hierba y lechos de ríos que no habían visto agua en muchos años, cruzando túneles desnudos de la menor estalactita, atravesando planicies en las cuales se alzaban hitos de piedra erigidos por un pueblo olvidado, había pugnado por escapar de sus perseguidores y pronto le pareció que había dejado atrás para siempre el mundo que conocía, que había cruzado una frontera sobrenatural y que había llegado a uno de aquellos lugares yermos sobre cuya existencia había leído en las leyendas de su pueblo, donde una vez habían luchado mano a mano la Ley y el Caos hasta quedar en tablas, dejando el campo de batalla vacío de vida y de toda posibilidad de vida. Finalmente, había exigido a su caballo tal esfuerzo que el corazón del animal no había resistido más y, tras abandonar el cadáver, el hombre había continuado a pie, jadeando, hasta llegar al mar, a aquella estrecha playa, imposibilitado de continuar adelante y temeroso de retroceder por si sus enemigos le estaban esperando. Elric se dijo que daría cualquier cosa por disponer de una embarcación en aquel momento. No transcurriría mucho tiempo antes de que los perros captaran su rastro y condujeran a sus amos hasta la playa. Se encogió de hombros. Quizás era mejor morir allí en soledad, a manos de aquellos hombres que ni siquiera conocían su nombre. Lo único que lamentaba era que Cymoril sufriría al comprobar que no regresaba al terminar el año. Estaba sin comida y sólo conservaba algunas de las pócimas que le habían mantenido con fuerzas durante los últimos días. Sin recuperar sus energías, no podía plantearse siquiera la elaboración de un conjuro que le proporcionara algún medio de cruzar el mar y de alcanzar, quizás, la isla de las Ciudades Púrpura, donde las gentes no eran tan hostiles a los melniboneses. Hacía apenas un mes que había abandonado su corte y a su futura reina, dejando a Yyrkoon sentado en el trono de Melniboné hasta su regreso. Había pensado que podría conocer mejor al pueblo humano de los Reinos Jóvenes mezclándose con sus gentes, pero éstas le habían rechazado, bien con odio manifiesto o con precavida y falsa humildad. En ninguna parte había encontrado a nadie dispuesto a creer que un melnibonés (y eso que desconocían su condición de emperador) escogiera voluntariamente compartir su suerte con los seres humanos que, en otro tiempo, habían sido esclavizados por su antigua y cruel raza. Y ahora, varado junto al desolado mar, sintiéndose atrapado y ya vencido, supo que estaba solo en un universo malévolo, privado de amigos y de metas, un anacronismo inútil y enfermizo, un estúpido envilecido por sus propias insuficiencias de carácter, por su profunda incapacidad para creer completamente en la bondad o maldad de cosa alguna. No tenía fe en su raza, en sus derechos hereditarios, en los dioses o en los hombres. Y, por encima de todo, carecía de fe en sí mismo. Redujo el paso y apoyó la mano en la empuñadura de su negra espada mágica, la Tormentosa, cuya hoja había derrotado muy recientemente a su gemela, la Enlutada, en la carnosa cáma ra interna de un mundo sin sol del Limbo. La Tormentosa, que parecía casi consciente, era ahora su única compañía, su único confidente, y Elric había adquirido el hábito neurótico de hablarle a su espada como otro lo haría a su caballo o como un preso compartiría sus pensamientos con una cucaracha en la celda. —Bien, Tormentosa, ¿nos adentramos en el mar y terminamos de una vez? —Su voz era apagada, casi un susurro—. Al menos, tendremos el placer de aguarles la fiesta a nuestros perseguidores. Dio unos pasos indiferentes hacia las olas, pero a su fatigado cerebro le pareció que la espada emitía un murmullo, se agitaba junto a su cintura y se resistía a avanzar. El albino soltó una risa ahogada. —Tú existes para vivir y segar vidas —dijo al acero—. ¿Existo yo, pues, para morir y llevar la gracia de la muerte a los que amo y a los que odio? A veces, así lo creo. Un triste destino, si tal es el mío. Sin embargo, debe de haber algo más en todo esto... Se volvió de espaldas al mar. Alzó la mirada a las nubes que se formaban y deshacían sobre su cabeza, dejó que la lluvia le cayera en el rostro y escuchó la música compleja y melancólica que producían las olas al batir las rocas y guijarros y hervir después bajo la fuerza de las contracorrientes. La lluvia apenas le refrescó. Llevaba dos noches sin dormir un instante, y apenas había podido pegar ojo durante varias más. Debía de haber cabalgado durante casi una semana antes de que el caballo cayera reventado. Junto a la base de un húmedo y escarpado peñasco de granito que se alzaba a casi diez metros sobre la playa, encontró un hueco en el suelo en el cual poder protegerse de lo peor del viento y la lluvia.