VISIÓN DE LO URBANO Y LO RURAL EN LA POÉTICA DE RAMÓN PALOMARES Y RAFAEL CADENAS EN EL CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL DE LA VENEZUELA DEL SIGLO XX

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UNIVERSIDAD DE CARABOBO FACULTAD DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN DIRECCIÓN DE POSTGRADO MAESTRÍA EN LITERATURA VENEZOLANA

VISIÓN DE LO URBANO Y LO RURAL EN LA POÉTICA DE RAMÓN PALOMARES Y RAFAEL CADENAS EN EL CONTEXTO HISTÓRICO- CULTURAL DE LA VENEZUELA DEL SIGLO XX

AUTORA: LIC. EVELYN CRISTINA ARREAZA PÁEZ C.I.: V-11.312.172 TUTOR: LIC. CHRISTIAN FARÍAS C.I.: V-5.441.456

BÁRBULA, ENERO DE 2012 ii

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VISIÓN DE LO URBANO Y LO RURAL EN LA POÉTICA DE RAMÓN PALOMARES Y RAFAEL CADENAS EN EL CONTEXTO HISTÓRICO- CULTURAL DE LA VENEZUELA DEL SIGLO XX

AUTORA: LIC. EVELYN CRISTINA ARREAZA PÁEZ C.I.: V-11.312.172

Trabajo presentado ante el Área de Estudios de Postgrado de la Universidad de Carabobo para optar al Título de Magister en Literatura Venezolana

BÁRBULA, ENERO DE 2012

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UNIVERSIDAD DE CARABOBO FACULTAD DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN DIRECCIÓN DE POSTGRADO MAESTRÍA EN LITERATURA VENEZOLANA

AUTORIZACIÓN DEL TUTOR

Yo, Christian R. Farías A., en mi carácter de Tutor del Trabajo de Maestría titulado: “Visión de lo Urbano y Lo Rural en la Poética de Ramón Palomares y

Rafael Cadenas en el Contexto Histórico-Cultural de la Venezuela del Siglo

XX”, presentado por la ciudadana: Evelyn Cristina Arreaza Páez, titular de la cédula de identidad número 11.312.172, para optar al Título de Magister en

Literatura Venezolana, considero que dicho trabajo reúne los requisitos y méritos suficientes para ser sometido a la presentación pública y evaluación por parte del jurado examinador que se le designe.

En Valencia, a los 5 días del mes de noviembre de 2010.

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AVAL DEL TUTOR

Yo, Christian R. Farías A., en mi carácter de Tutor del Trabajo de Maestría titulado: “Visión de lo Urbano y Lo Rural en la Poética de Ramón Palomares y

Rafael Cadenas en el Contexto Histórico-Cultural de la Venezuela del Siglo

XX”, presentado por la ciudadana: Evelyn Cristina Arreaza Páez, titular de la cédula de identidad número 11.312.172, para optar al Título de Magister en

Literatura Venezolana, considero que dicho trabajo reúne los requisitos y méritos suficientes para ser sometido a la presentación pública y evaluación por parte del jurado examinador que se le designe.

En Valencia, a los 5 días del mes de noviembre de 2010.

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INFORME DE ACTIVIDADES

SESIÓN Nº ACTIVIDAD FECHA FIRMA DEL REALIZADA TUTOR 1 CAPÍTULO UNO 16/03/2010

2 CAPÍTULO DOS 22/04/2010

3 CAPÍTULO TRES 19/05/2010

4 CAPÍTULO 16/06/2010 CUATRO

5 CAPÍTULO CINCO 21/07/2010

6 CAPÍTULO SEIS 29/09/2010

7 REVISIÓN / 13/10/2010 CORRECCIÓN DE LOS CAPÍTULOS UNO, DOS Y TRES 8 REVISIÓN / 03/11/2010 CORRECCIÓN DE LOS CAPÍTULOS CUATRO, CINCO Y SEIS

9 REVISIONES Y 17/11/2010 CORRECCIONES FINALES

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VEREDICTO

Nosotros, Miembros del Jurado designado para la evaluación del Trabajo de

Grado titulado: “Visión de lo Urbano y Lo Rural en la Poética de Ramón

Palomares y Rafael Cadenas en el Contexto Histórico-Cultural de la Venezuela del Siglo XX”, presentado por: Evelyn Cristina Arreaza Páez, para optar al

Título de Magister en Literatura Venezolana, estimamos que el mismo reúne los requisitos para ser considerado como: ______.

Nombre, Apellido, C.I., Firma del Jurado

______

______

______

BÁRBULA, ENERO DE 2012

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ÍNDICE DE LA INVESTIGACIÓN PÁGINA Resumen x Introducción xi Capítulo 1: La Investigación 1 Aspectos Preliminares 2 Planteamiento del Problema 2 Objetivos de la Investigación 11 Objetivo General 11 Objetivos Específicos 11 Justificación 11 Marco Metodológico 13 Capítulo 2: La Ruralidad y la Urbanidad de Nuestra Poética 19 Rasgos distintivos de lo rural y lo urbano en la poesía 20 venezolana, latinoamericana y universal, a partir de los postulados de Arturo Almandoz, María Antonieta Flores y Federico Vegas Capítulo 3: Ramón Palomares y Rafael Cadenas en el Marco de la 56 Sociedad Venezolana de Mediados del Siglo XX Capítulo 4: Ramón Palomares, el Anhelo de la Vuelta a Casa 89 Análisis de textos seleccionados bajo la perspectiva 90 fenomenológica de Gastón Bachelard Capítulo 5: Rafael Cadenas, el Regreso del Desterrado 117 Análisis de textos seleccionados bajo la perspectiva 118 fenomenológica de Gastón Bachelard Capítulo 6: Ruralidad y Urbanidad en Venezuela: Dos Visiones 131 Poetizadas en Ramón Palomares y Rafael Cadenas Comparación de los rasgos distintivos de lo rural y lo urbano en 135 las obras de Palomares y Cadenas Importancia y trascendencia de las obras de Palomares y 137 Cadenas en el contexto venezolano del siglo XX Conclusión 139 Referencias Bibliográficas 143

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VISIÓN DE LO URBANO Y LO RURAL EN LA POÉTICA DE RAMÓN PALOMARES Y RAFAEL CADENAS EN EL CONTEXTO HISTÓRICO- CULTURAL DE LA VENEZUELA DEL SIGLO XX

AUTORA: LIC. EVELYN CRISTINA ARREAZA PÁEZ TUTOR: LIC. CHRISTIAN FARÍAS

Línea de investigación: Estudios de Literatura Venezolana escrita en sus diversas modalidades: cuentos, novelas, teatro, poesía, ensayo, referidos a: obras, autores, agrupaciones y generaciones literarias.

RESUMEN

Los relatos de la vida en las ciudades y en los campos se iniciaron en la antigüedad grecorromana y han continuado hasta el presente en todos los países. En la presente investigación se ha propuesto la determinación de rasgos distintivos de lo urbano y lo rural en obras seleccionadas de Ramón Palomares y Rafael Cadenas debido a que investigaciones previas los estudian en forma separada y no en conjunto. Dicha investigación es de tipo documental desde la perspectiva fenomenológica a partir de Gastón Bachelard. Se concluye que la poética de Palomares exalta las virtudes de la vida campestre como tabla de salvación para el hombre actual, mientras que la poética de Cadenas presenta a un individuo atormentado por su entorno citadino y que termina aislándose del mismo al no obtener esperanza alguna de supervivencia.

Palabras Clave: Poesía Urbana, Poesía Rural, Fenomenología, Análisis Comparativo.

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INTRODUCCIÓN

Ser o No ser… El campo versus la ciudad… Verdes prados o selvas de concreto. He ahí el dilema… O al menos así parece…

Néstor García Canclini, en su ensayo Culturas Híbridas, Poderes

Oblicuos (s/f), señala que la sociedad urbana no se opone tajante al mundo rural y que, además, el predominio de las relaciones secundarias sobre las primarias, de la heterogeneidad sobre la homogeneidad (o a la inversa, según la escuela), no son adjudicables únicamente a la concentración poblacional en las ciudades. Igualmente plantea que vivir en una gran ciudad no implica disolverse en lo masivo y lo anónimo, aunque, citando a Norbert Lechner en su estudio sobre la vida cotidiana en Santiago, se ha vuelto “aislar un espacio propio”. De ahí que eso constituya una siempre presente dicotomía: ¿lo de antes o lo de ahora? ¿Sí o no? ¿Pienso, y luego existo? ¿O puedo existir sin la necesidad de pensar? El dilema pasa entonces a ser una constante en los panoramas antes sugeridos: el rural y el urbano; de ahí lo importante que resulta conocer esas perspectivas de la vida diaria, así sean plasmadas en unos cuantos versos diseñados por manos maestras en el arte de las letras.

Es por ello que la poesía venezolana repite la historia de muchas otras naciones sudamericanas, al surgir como el fruto de la literatura indígena y de la literatura colonial. Estas dos tradiciones, la de los pueblos autóctonos y la de

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los españoles, se combinaron en el desarrollo de la producción poética venezolana. De ahí que pueda afirmarse lo siguiente: sea ésta la que resulta de la urbanidad congestionante de Caracas o de la intranquilidad de la vida de provincia, conlleva figuras poéticas iracundas, insólitas, que se nutren de un calidoscopio de realidades.

Los intelectuales literarios venezolanos reconocen que la poesía moderna en Venezuela se inicia inmediatamente después de la caída de la dictadura de Juan Vicente Gómez en diciembre de 1935. Para el país, durante la dictadura gomecista rige un período de austeridad y de represión autorial.

Con la excepción de José Antonio Ramos Sucre, la imagen poética venezolana es estéril, gastada, sin novedad o de imaginación redundante.

Existe, hasta la fecha, un debate acerca de desde dónde precisar los inicios de un estudio histórico de la modernidad poética venezolana. Unos indican que la vanguardia, con la "Generación de 1935", es el momento propicio para iniciar, mientras que otros arguyen que es a partir de la llamada

"Generación de 1958" donde se encuentran las bases de una poesía

“moderna” en el país. Una clara razón para partir de la generación de 1935 y no de la de 1958 es que mientras en la primera se sugiere un pensamiento fuera del carácter nacional, en la posterior, no sólo existe un pensamiento nacionalista, sino que ya existe también una cosmovisión universal de la poética y de su estética patente.

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Por ello es que la aparición de grupos literarios a partir de 1935 se constituye en un fenómeno relevante para comprender la trayectoria de la lírica nacional. Es importante reconocer, sin embargo, que la tradición de grupos literarios empieza en 1894 con la formación de "Cosmópolis" por los escritores

Luis Urbaneja Archepohl, Pedro César Dominici y Pedro Emilio Coll. Rómulo

Gallegos, por su parte, fundó el grupo "La Alborada" en 1909 con el propósito de promover una estética puramente latinoamericana. Después de los 30, el primero que pasó a formar parte de la historia literaria venezolana fue el grupo

"Válvula", compuesto por autores como , Antonio Arraiz y

Miguel Otero Silva. "Válvula" ocupa un lugar privilegiado por ser el primer grupo en oponerse directamente al gobierno post-gomecista.

Después de "Válvula" apareció el llamado Grupo Viernes, al que siguieron muchos otros. fue el fundador del grupo

Viernes. A esta agrupación, relacionada con la estética surrealista, perteneció

Vicente Gerbasi. Sus poemas enfrentan la temática de la niñez y la búsqueda de la identidad. Su obra más representativa es el largo poema Mi padre el inmigrante (1945). A raíz de la aparición de Viernes, proliferan las agrupaciones literarias en el país. Así, el grupo Presente, el grupo Suma y la Generación del

42, surgen como reacción antiviernista y se adhirieron a la temática hispanizante.

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Más tarde, en 1948, aparece en la escena literaria el grupo Contrapunto, cuyo fundador fue Héctor Mujica. Con un mensaje más político que estético, el grupo Cantaclaro editó una revista que llevó el mismo nombre, y se opuso a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. A partir de 1955 son relevantes las propuestas estéticas de grupos como Sardio (al que perteneció Ramón

Palomares) y Tabla Redonda. A este último grupo perteneció Rafael Cadenas, uno de los poetas más importantes de las letras nacionales. En 1960, Cadenas publica Cuadernos del destierro, libro compuesto por poemas cuya temática fundamental es la búsqueda de la identidad y del sentido de la existencia. En

1963 este autor publica su poema Derrota.

El techo de la ballena, Trópico uno, 40º a la sombra, La pandilla de

Lautreamont, En Haa; es otra de las agrupaciones que en los convulsionados años 60 y 70 aglutinan propuestas estéticas y políticas radicales. En los años

80, los grupos Tráfico y Guaire conducen a la lírica nacional por nuevos senderos, una vez agotados los códigos literarios de las décadas anteriores.

Con una búsqueda estética emparentada con los postulados de las postrimerías del Siglo XX, aparecen grupos como Quaterni deni y Eclepsidra.

Eugenio Montejo fue uno de los poetas más importantes de finales del Siglo XX y comienzos del XXI. En el interior de Venezuela existe una gran vitalidad en las últimas décadas del siglo XX en la poesía venezolana acontemporánea con nombres como Ana Enriqueta Terán, Ángel Alvarado, Yeo Cruz, José Antonio

Yepes Azparren y Natividad Barroso que generalmente son figuras emblemáticas de sus regiones con gran influencia sobre los creadores locales. xiv

Precisamente, es esa marcada influencia sobre los creadores locales la que ha hecho que las musas encuentren posada permanente en cada uno de los poetas venezolanos antes mencionados y les hace escribir sobre diversos temas a los cuales ubica en diferentes entornos. Es por ello que, para efectos de la presente investigación, se ha de relatar cómo dos poetas digna y altamente reconocidos, tanto dentro como fuera de nuestras latitudes, han dejado que sus mentes creadoras, bajo influencia de sus musas, retraten dos realidades en apariencia diferentes, aunque sólo representen dos espacios: lo urbano y lo rural. Hablamos específicamente de Ramón Palomares y Rafael

Cadenas, siendo el primero un anhelante de la vuelta a casa y el segundo un desterrado que ansía volver a ser uno mismo con su entorno, el cual espera tenga matices de naturaleza.

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CAPÍTULO VI: RURALIDAD Y URBANIDAD EN VENEZUELA: DOS VISIONES POETIZADAS EN RAMÓN PALOMARES Y RAFAEL CADENAS

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La naturaleza y el significado del acto creador del poeta ha sido, desde la antigüedad griega, objeto de constante reflexión por parte de filósofos, psicólogos, críticos y de los poetas mismos.

Para algunos, el acto creador se presenta como un hecho racionalmente explicable; para otros, aparece como un misterio insondable, cuyas raíces se pierden en lo más recóndito del alma humana o en lo impenetrable de los secretos divinos.

El vocablo desbordamiento denuncia la creencia de que la poesía nace impetuosamente de la intimidad profunda del poeta, como brota el agua del interior de una fuente. La esencia del poema reside en la emoción, en los sentimientos, en la meditación, en las voces íntimas que suscitan la subjetividad en el poeta.

No interesa al poeta el desarrollo de una acción objetiva como en la narración; le interesan sus juicios subjetivos, sus alegrías, sus dolores, sus sensaciones.

Al estudiar la creación poética, llama la atención una diferenciación hace mucho establecida: por un lado, el poeta poseído, aquel que crea en estado de

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agitación y de éxtasis, como manejado por fuerzas extrañas e irreprimibles, en rebeldía contra leyes y preceptos; por otro lado, el poeta artífice, aquel que crea en estado de lucidez, de equilibrio, de disciplina mental, realizando su obra a través de un esfuerzo vigilante.

La creación poética en la época actual se caracteriza por ser una actividad de puro rigor mental, control de la inteligencia y de la voluntad, y no alucinación, ensueño o fantasía. Escribir, para el poeta moderno, debe ser construir, lo más sólida y exactamente que se pueda, esa máquina de lenguaje que es el poema.

Todo poeta auténtico tiene que ser también un crítico de primer orden, que sepa juzgar, admitir o rechazar los elementos constitutivos de su poema. El rigor y la conciencia se reúnen así en la creación poética.

De ahí que, contemplando al poema como creación artística (pues la creación poética supone el dominio del arte de las letras y del buen decir), vale señalar que el poema está íntimamente vinculado a la imagen. La imagen poética no es una simple y llana reproducción de la realidad, sino un proceso creativo en donde cada elemento tiene siempre un valor simbólico, es decir, es siempre lo que es y algo más. La imagen poética es un azar en donde las palabras juegan a ser sonidos, color, movimiento, suavidad, olor, textura: sensualidad a través de las palabras. xviii

En primer lugar, está la música, el ritmo en donde las palabras son al mismo tiempo cendal, bruma, cinta, espuma, arpa de oro, beso de aura, onda de luz, invitaciones a soñar. En el poema, todo es evocación, y así cada una de estas palabras juega a crear un mundo de efectos sutiles, en donde las formas gravitan y se vuelven cómplices de nuestros sueños.

Mas para nombrar lo inefable, para describir lo imposible – la realidad que se desvanece o que no se deja atrapar -, el poeta cuenta con la metáfora.

En ella, la realidad se transforma, se sustituye, se crea de nuevo y engendra un nuevo ser; aparte, las imágenes se funden o se combinan. Ahora, además de la metáfora, el poeta relaciona, asocia, compara: tales comparaciones son mejor conocidas como símiles; esto implica la fusión de colores, formas, efectos sonoros, imágenes visuales que, para el poeta, hablan del ardor, el dolor, la agonía, su lamento, su indefinición, la vaguedad de su estado, la profundidad de su sentimiento.

Por otra parte, Miguel Sánchez Ostiz (2010), en su artículo “Geografía imaginaria” expresa que le parece admirable cuando un escritor afirma que lo importante, para él, y para sus lectores claro, es escribir de dónde vive y dónde ha crecido y de aquello de lo que sabe realmente algo. Así no se corre el riesgo de escribir sin verdad; todo lo contrario. En la práctica tampoco esto es así de simple. Es por ello que, en el momento de presentar las características del entorno que sirve de fondo a su existencia, el poeta o escritor se vale de

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imágenes que permitan reflejar los rasgos o elementos distintivos de dicho entorno, que más que un espacio físico, representa el cúmulo de recuerdos que constantemente evoca desde su respectivo lugar (casi siempre ciudad) de residencia).

COMPARACIÓN DE LOS RASGOS DISTINTIVOS DE LO RURAL Y LO

URBANO EN LAS OBRAS DE PALOMARES Y CADENAS

Dos poetas, dos estilos. Esto puede iniciar tranquilamente cualquier comparación que pretenda lector alguno desarrollar cuando se estudia la obra de dos de los poetas más destacados de nuestro país. Sin embargo, para efectos de la presente investigación, ha de señalarse lo siguiente para iniciar esta muestra comparativa: aunque ambos poetas han escrito sobre tópicos rurales y urbanos, podría decirse que cada poeta exalta alguno de los dos ambientes. Esto quiere decir que uno se desplaza más hacia la poética de

índole rural y otro por la poética de índole urbano.

En este caso, la exaltación al campo como vía de escape a la vorágine citadina le corresponde a Ramón Palomares, pues relata o describe el anhelo de la vuelta a casa, pero no para recrear el retorno a un lugar específico, sino al momento en que todo ser humano ha sido (en apariencia) más feliz, o al menos, más tranquilo: su infancia. Por otro lado, quien se ha destacado por describir a pinceladas versadas lo lúgubre de lo citadino es Rafael Cadenas,

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quien va presentando al aislamiento físico y espiritual como medio de escape del hombre a sus problemas.

Por otra parte, el protagonista de la obra de Palomares es un hombre que desde la ciudad anhela por encontrarse a sí mismo en un entorno más apacible, que en esta ocasión sólo puede hallarse en los campos abiertos, donde la naturaleza es quien le provee de lo necesario para vivir cómodamente, sin hacerle esperar por lo que haya sido manufacturado a sus expensas. En cambio, en la obra de Cadenas se puede observar a un hombre que, viéndose permanentemente en espacios físicos cerrados sin vías de escape, se aísla de su entorno y termina contemplando su futuro con un matiz altamente pesimista, lo cual le diferencia del individuo protagonista en la obra de Palomares, quien siempre contempla su porvenir con toques de esperanza, pues se siente uno con su entorno.

Lo que sí ha sido un rasgo común a la obra de ambos poetas es el hecho de que sus trabajos no poseen un matiz autobiográfico, por mucho que sus circunstancias vitales hayan influenciado muchos de sus poemas. Las realidades que ambos describen es la de sus cohabitantes, quienes, en consecuencia, son fuente de inspiración de cada verso que escriben.

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IMPORTANCIA Y TRASCENDENCIA DE LAS OBRAS DE PALOMARES Y

CADENAS EN EL CONTEXTO VENEZOLANO DEL SIGLO XX

Aunque ambos poetas representan dos vidas y dos realidades totalmente diferentes, ambos han logrado destacarse con su trabajo poético a nivel nacional e internacional, pues han recibido importantes premios literarios.

De allí que se diga que sus legados no son cuantificables, sino cualificables, pues la calidad de sus obras sólo puede apreciarse por el valor que le han venido otorgando cada uno de los lectores locales, nacionales e internacionales que se han ido acercando a sus obras.

Por ejemplo, de la obra de Palomares se ha dicho que existe en ella algo más que un intento por recuperar la relación mágica con el entorno, y que una recreación de la provincia y de los personajes de la infancia con un sentido mítico, pues, aunque su poesía está definida en estas claves fundamentales, traslada las angustias, desafíos e interrogantes a un plano universal, alimentando y rompiendo a la vez su aparente localismo. Igualmente se ha comentado que si Rimbaud había impactado con su "Ofelia" y su "Temporada en el Infierno" -en medio del alcohol y los cigarrillos de las tabernas invernales parisinas- a poetas curtidos como Paul Verlaine, Ramón Palomares con su traje provinciano, con su rostro manzana y sus ojos tristes, también lo hacía como portador de encantos y nostalgias, en esa Caracas inundada de influencias sureñas (Rosamel del Valle, Huidobro y Rocka), y de las voces de

Eliot, Perse, Cessaire y Eluard. xxii

Por otra parte, también se ha destacado del poeta nativo de Escuque

(Trujillo) que su poesía es una síntesis muy personal de cierto surrealismo, mezclado con la fluidez y el vocabulario coloquiales, y ha abordado, a veces, temas históricos y narraciones heroicas (un ejemplo de esto es el poema

Elegía a 1830, donde se describen magistralmente los últimos días del

Libertador Simón Bolívar). Esto se ha constituido en una razón más para apreciar su trabajo creador, ya que, como buen artista de las letras, puede escribir sobre cualquier cosa que le inspire de una manera tal que hace que quien lo lea se conmueva profundamente.

Ahora, en lo que concierne a Rafael Cadenas, se le ha destacado como uno de los mayores exponentes de la poesía modernista hispanoamericana.

Personas como Alberto Hernández han señalado que Cadenas ha construido una poética que tiene su motivo más arraigado en la actitud del hombre de hoy, el de esta modernidad y posmodernidad egoísta y a la vez descentrada.

Al salirse de su yo, al entregarlo desnudo, Cadenas encontró el vacío. Logró penetrar con la palabra en el otro yo, el del lector, pero sobre todo en el de sus fabulaciones.

Cadenas anuló el paisaje, creó con abigarrado despojamiento verbal, con esa forma de adjetivar, sin alusiones precisas, cierta atomización en el hombre que se mira al espejo y se reafirma: “Yo no traía ningún mensaje”, “Yo era el guardián de mi propia desgracia”, “Yo soy uno”, como si con estas xxiii

declaraciones estuviera despojándose de su propio eco, la voz del yo, el yo mismo. Al ser otro se entregaba, abandonaba el cuerpo/ alma para borrar espacios y entrar con el silencio de la reflexión.

Por otro lado, el mismo poeta señala que su obra "encarna hoy para los más jóvenes el horizonte de una palabra que se aleja del lirismo tradicional y trae consigo el imperativo de darle voz a aquello que, de otro modo, ya no encuentra espacios para decirse en nuestra época". Por ende, y al igual que

Palomares, le da una vital importancia al uso del lenguaje, y no lo hace(n) sólo como medio de expresión, sino como parte fundamental de la formación académica, personal y profesional de todos los seres humanos. Y es que

Cadenas señala que el lenguaje “o lo manejamos, o nos maneja”. De ahí que plantee lo siguiente: "El lenguaje es el fundamento de la cultura… Un pueblo dotado de cultura tiene más fortaleza ante la tiranía”, paráfrasis perfecta de uno de los pensamientos más célebres del Libertador: “Un hombre sin estudios es un ser incompleto”.

CONCLUSIÒN

Las diferencias entre el medio rural y el urbano en una fecha relativamente reciente no eran tan grandes como ahora. Ha sido el extraordinario desarrollo tecnológico y económico del último medio siglo

(aproximadamente, a partir de la Segunda Guerra Mundial) el que ha creado una diferenciación creciente entre el campo y la ciudad. La situación actual es

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relativamente sencilla: en los países desarrollados, la antigua inmigración procedente del campo ha venido siendo sustituida por inmigrantes (muchas veces ilegales) procedentes de países subdesarrollados, teniendo en cuenta que el término subdesarrollo suele ser un concepto relativo, que surge de la percepción del nivel de vida que tiene el que va a emigrar y de las mejoras que podría llegar a tener al llegar a la ciudad.

La gran mayoría de los habitantes de las ciudades subestiman y hasta menosprecian a los campesinos y estos, por su parte, no se adaptan a la vida urbana: cuando llegan a una ciudad grande (probablemente invitados por algún hijo u otro familiar) no suelen permanecer mucho tiempo y al final prefieren irse a su aldea y vivir solos a tener que lidiar con un mundo tan distinto al que ellos conocieron hace muchos años. Sin embargo, motivados por un creciente deseo de superación, deciden seguir intentando lidiar con escenarios de concreto y un paisajismo virtual puesto que la ausencia de elementos naturales se les hace notoria. Esto, obviamente, suele quedar manifestado de muchas maneras; una de ellas, precisamente por el tipo de investigación desarrollada, es la poesía, quien, a través de la mano de sus creadores (poetas) va dibujando los escenarios de esa constante confrontación entre lo del campo y lo de la ciudad.

En consecuencia, la poética rural puede definirse o caracterizarse como un conjunto de poemas que dejan una enseñanza moral, mensaje, lección, consejo... en los que se exponen elementos del campo, costumbres y la gente xxv

(del campo). Por otro lado, la poética urbana, en su definición, pone de manifiesto un mundo que empieza a desterritorializarse. Los habitantes de cualquier urbe tienen una relación con el entorno marcada por objetos y sucesos como construcciones culturales; responden a un “espíritu de ciudad” en la que predominan los frutos de la revolución tecnocientífica y las condiciones que el proceso de modernización entraña. Así, la ciudad aparece en las reacciones o el tipo de interacción que ella condiciona.

Ahora bien, ese condicionamiento antes mencionado puede derivar en obras poéticas magistrales donde se muestren a los habitantes del campo y de la ciudad en su estado más puro, más esencial. Los poemas escritos por

Ramón Palomares y Rafael Cadenas son fiel muestra de ello: mientras que el nativo de Escuque se ocupa de mostrarnos a un campesino que proclama las bondades de su territorio o a un individuo que desde selvas de concreto anhela por el contacto directo de la naturaleza como medio de escape a la vorágine citadina, el nativo de la tierra del Tamunangue nos presenta a un hombre que a medida que va avanzando el tiempo va buscando maneras de lidiar con las vicisitudes de la vida en una ciudad (no busca el campo como una vía de escape; sólo busca un espacio donde pueda sentirse cómodo para ser él mismo y así poder existir sin la necesidad de pensar en demasía).

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Por ello, y a modo de cierre, ofrecer una visión comparativa de lo rural y lo urbano de la mano de estos dos grandes poetas venezolanos nos ayuda a:

a) Conocer y valorar más el espacio en el que vivimos, pues representa el

hogar que nos alberga y nos abriga cuando necesitamos sentir que

pertenecemos a un territorio o espacio específico.

b) Manejar la noción de lo rural y lo urbano como una combinación, como

un conjunto, y no a cada una de ellas por separado para así tratar de

inferir sus características distintivas.

c) Reconocer la importancia y la trascendencia de la obra de Palomares y

Cadenas, quienes han pasado a constituirse como baluartes de la

poesía venezolana y latinoamericana, lo que los ha llevado a ser

merecedores de muchos premios tanto nacionales como internacionales,

pero sobre todo, a ser queridos y respetados por sus coterráneos,

rompiendo así con aquel refrán popular que reza que nadie es profeta en

su tierra. Ellos han logrado serlo, y con creces.

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CAPÍTULO I: LA INVESTIGACIÓN

ASPECTOS PRELIMINARES

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Dentro de la literatura occidental, los relatos de la vida en las ciudades y en los campos tienen su origen en una época remota: la antigüedad grecolatina. Y es que autores como Virgilio (70-19 a.C.) no dudaron en escribir obras cuyo fin primordial era exaltar el surgimiento de un gran imperio (y con él

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una gran ciudad), pero también describen las bondades de una vida pastoril, la cual, por cosas del destino, cede su valor ante lo que implica vivir en nuevos territorios, que no son otra cosa que las ciudades amuralladas que pasaron a ser el símbolo de esta civilización antigua. Tal es el caso de su poema La

Eneida (siglo I a.C), escrito bajo el reinado de Augusto para celebrar la pacificación del Imperio. Pero, en realidad, es algo más que una alabanza al emperador, pues, aparece como la apología del espíritu de Roma a través de las aventuras del héroe legendario Eneas, cuyos descendientes habrían fundado la ciudad. Virgilio mezcló en su poema la leyenda con la realidad, según costumbre de los poetas épicos; esto indica que las creaciones de los futuros poetas de la cultura occidental mezclarían en sus obras lo real con lo fantástico, elementos que se sienten y se relatan tanto en los grandes poblados como en las grandes zonas rurales.

Por otro lado, tenemos a Teócrito de Siracusa (siglo III a.C.), quien es considerado el poeta griego fundador del género bucólico, que inspiró a numerosos autores latinos y conoció un enorme auge durante el renacimiento europeo. Escribió breves obras dramáticas llamadas mimos, que reflejaban la vida campesina y urbana, y poemas divertidos sobre situaciones corrientes llamados epigramas. También realizó poemas épicos cortos. Pero, sin duda, lo que más lo hizo famoso fueron sus Idilios, escenas de conversaciones entre campesinos y pastores en los que apaciblemente comparten sus experiencias cotidianas. Uno de sus Idilios más conocidos se titula Las Siracusanas (fines del siglo III a.C.), en el cual se muestra una charla entre mujeres que viven con

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sus esposos en Alejandría y han estado participando en las fiestas de la ciudad. Por su sencillez contrasta con las obras grandiosas que hacen alabanza a las transcendentales hazañas de Alejandro

Magno y sus huestes. Sus pastores son lindas estilizaciones de la realidad, pero sin la sabiduría de los de su imitador latino Virgilio.

Muchos siglos después, en otras tierras y continentes, sus “artistas de las letras” no dudarán en ofrecer sus puntos de vista acerca del entorno, bien sea de moles de concreto o de hermosos prados de donde se obtienen los frutos de la madre tierra. Tenemos el caso de la Edad Media, donde el arte es un medio para honrar a Dios. Pero, en el Renacimiento, el centro del mundo es el hombre; los poetas cantan al amor humano, la naturaleza, los hechos guerreros, y también tratan temas filosóficos y políticos.

Las principales características de esta etapa fueron las siguientes: los movimientos de la población, tanto por el aumento del crecimiento demográfico como por los desplazamientos humanos desde el mundo rural hacia las ciudades; el desarrollo de una nueva concepción del hombre y de su papel en la sociedad, en la que los individuos eran los protagonistas, pudiendo ejercer su capacidad para intervenir y transformar el mundo, alejándose de los presupuestos estoicos sobre la predestinación divina. Uno de sus máximos representantes, obviamente en el contexto español, fue Garcilaso de la Vega, quien, entre otras labores intelectuales fundacionales de su obra literaria,

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redescubre a Virgilio y sus Bucólicas, aunque también desarrolla en sus obras la temática amorosa, la cual, finalmente, predomina sobre la citadina y la pastoril al trascender su poética el paso de los años.

Con base en lo anterior, cualquiera podría afirmar que el tratamiento literario de lo rural y lo urbano permanecería en el viejo continente. Pero resulta que, con la llegada de los europeos a los nuevos territorios ubicados al otro lado del Atlántico, dicho tratamiento adquiriría un matiz nuevo; un matiz americano, si se quiere (aunque la denominación de americano podría considerarse como posterior), el cual se esparce por las nacientes colonias, que en un futuro serían los nuevos países de la extendida civilización occidental.

Situemos el caso de la literatura venezolana a partir de los Cronistas de

Indias, los cuales se encargaron de relatar la conquista y población de la

Provincia de Venezuela, y con ello iniciar el contraste entre la vida en el campo y aquella que nace en los nuevos poblados (las futuras ciudades). No obstante, algunos siglos después, fueron las obras de escritores (poetas) como don

Andrés Bello (1781-1865) las que evidenciaron el surgimiento de la temática bucólica (rural o pastoril) y la temática urbana dentro de la vieja tradición virgiliana.

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El ejemplo más evidente será, por supuesto, Silva a la Agricultura de la

Zona Tórrida (1826), donde no sólo se refleja la nostalgia del autor por su tierra natal (para esta época, don Andrés Bello se encontraba fuera del país), sino que además representa ese intento del autor por rescatar lo autóctono de estas tierras, sin negar las grandes ciudades, de las cuales critica el estilo de vida que ahí va surgiendo con los constantes avances que se van sucediendo a nivel político, económico, social, cultural, etc. Es por ello que se dice que éste es todo un poema social, pues es verdad que las cuestiones sociales llenan las mejores poesías de quien es considerado como el más importante hombre de las letras que produjo Venezuela a todo lo largo del siglo XIX. Una realidad que se aprecia no sólo con su tono, sino también con su acento sobre las necesidades generales del continente americano.

Un siglo después, ya hacia mediados del XX, a partir de la llamada

Generación del ’58, específicamente, en los diversos grupos literarios (por ejemplo: Sardio, El Techo de la Ballena y Tabla Redonda) se reflejan algunas características propias de la literatura socialmente comprometida de los años sesenta y setenta: tiende a ser iconoclasta en el uso de la imagen y la forma visual. Tomemos el caso de los integrantes del grupo Sardio: expresan un compromiso político y estético; aspiran convertirse en la voz plural de la comunidad, de la comarca, de la tribu y después de la acostumbrada virulencia, de la negación a lo establecido llega la inexorable disolución, y en el peor de los casos, el olvido. Dicho de otra manera, la idea de sacudir “las buenas conciencias”, de proponer nuevas lecturas y de desacralizar a las figuras

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oficiales del ámbito intelectual venezolano empiezan a diferenciarlos de la producción literaria del momento.

Posteriormente, los integrantes del Techo del la Ballena, considerados como justos sucesores de los sardianos, estarán en concordancia con la práctica política subversiva del momento, cuestión que se manifiesta por el constante desafío a la sociedad, a sus instituciones, a su tradición. Influidos por los movimientos de vanguardia en Europa (específicamente el Dadaísmo y el

Surrealismo) se plantean la “estética de la transgresión”. Los manifiestos publicados en los tres números de su revista Rayado sobre el techo y las exposiciones “Homenaje a la cursilería” (junio 1961) y “”Homenaje a la necrofilia” (noviembre 1962) constituyeron propuestas y protestas ante la permanente e indeclinable farsa cultural; todos esos medios de expresión aspiraban convertirse en un arma efectiva que hiriera de muerte a la complaciente sociedad burguesa del momento. De ahí que su propuesta sea producir una profunda alteración en la escala de valores, tanto en lo ético como en lo cultural. Para los balleneros, sentirse satisfecho por un premio oficial o por lograr la concurrencia a representaciones internacionales, es un pobre alimento que aniquila la tarea del artista, cuando no la vida.

Con el paso del tiempo, y recordando aquellos refranes que rezaban después de la tormenta viene la calma y la lengua es castigo del cuerpo, algunos de sus integrantes obtuvieron los premios que concede el Estado y

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cumplieron funciones diplomáticas en el exterior. Paralelamente a ellos, aparecen los integrantes de Tabla Redonda, quienes sostenían que el cambio de una literatura está relacionado con las transformaciones dialécticas de una sociedad, y que hay que tomar en cuenta, revisar y estudiar nuestro pasado cultural; aunque, en concordancia con los balleneros, señalan que se debe destacar la libertad individual del creador como única vía de realizar a plenitud la obra de arte. Se ha ido denotando así la continuidad en Venezuela de la difícil relación entre las circunstancias y la poesía que de ellas nace.

En relación con los poetas pertenecientes a los grupos precitados, dos de sus más fieles representantes, Ramón Palomares y Rafael Cadenas tuvieron que desandar la poesía, volver sobre sus pasos, hasta desposeerse, no obstante, seguir siendo los mismos. La calidad de sus obras les permite ir de la mano con aquellos escritores o especialistas del quehacer literario a quienes, entre otros modos de homenaje, les confieren premios de elevada categoría para exaltarlos al nivel de grandes maestros de la poesía nacional.

Premios como la Bienal Mariano Picón Salas o el Doctorado Honoris

Causa conferido a ellos (junto a otro excelente poeta venezolano, Juan

Sánchez Peláez) por decisión unánime del ilustre Consejo Universitario de la

Universidad de los Andes, dan fe de su excelsa capacidad para adentrarnos en los más recónditos paisajes de nuestro país o en los más curiosos rincones de nuestras ciudades. Todo esto envuelto en un manto de afecto y emoción que refleja el íntimo sentir de Palomares y Cadenas; esto nos permite conocerlos

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poco a poco a medida que vamos descifrando los mensajes plasmados en los versos de sus obras poéticas.

De Palomares se dice que es el poeta de la realidad andina; y aún cuando cualquier lector citadino pudiese leer sus obras como si fueran surrealistas, pues las casas que vuelan, las piedras, los árboles y los vientos tan vivos como los seres humanos; y las sogas que hablan hacen pensar en símbolos o bien en los sueños del subconsciente. Palomares no es surreal. Sí coincide con sus lectores en la búsqueda de otra realidad; difiere profundamente, sin embargo, en haberla hallado desde siempre, pues su cultura andina, bien minoritaria en su nación, es otra que la europeizada y norteamericanizada de Caracas. En ella, casa, árboles, viento y aves sí viven, tienen alma, son seres iguales al hombre. Así como en el antiguo Perú los antepasados siguen vivos y presentes en la forma de la tradicional Huaca; en

Palomares tenemos una amplia y animada realidad. Presenta una salida de la trampa generacional: presenta un universo radicalmente distinto al de sus coetáneos; y realza en el acto cómo la poesía venezolana de esta generación rechaza lo real contemporáneo.

Aparte, el consejo editorial de la empresa Monte Ávila Editores, en la contraportada de su

Antología Poética (1985), comenta que:

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En la poesía de Ramón Palomares se siente la emoción, la revelación, el asombro de las voces más arcaicas de los Andes venezolanos. Palomares transforma y engrana la escritura en míticos y propios paisajes donde el fervor, la sabiduría y la calidez de la palabra encontrarán refugio y el cuerpo real de los sueños. Nos conmovemos ante su claridad. Conjuga la palabra, el sentir popular lo poetiza, y conmueve con las vivencias profundas de sus montañas, en las tradiciones y las costumbres de nuestros pueblos, sus raíces. Sobre ese borde, la poética de Palomares se construye de una forma totalmente nítida, transparente.

En cambio, de Cadenas se dice que en sus poemas se halla la enajenación social e individual, el problema de la identidad y la convicción de que la vida es algo no sólo penosamente difícil sino obstinadamente hostil. En otras palabras: se observa una nota de anomalía existencial dentro de lo real.

Está presente el juego de sujeto y objeto. Igualmente se contempla una poesía de alternativas conflictivas, la que muchas veces lleva una estructura cíclica o circular que refleja fielmente la preocupación por la falta de verdaderas soluciones a los problemas socio-económico-culturales del venezolano, principalmente del que habita en las grandes ciudades del país, especialmente en la gran metrópoli de Caracas, la ciudad capital.

Se observa, además, que en la poesía de Palomares se plantea o se representan las voces de los campesinos (en relación a su discurso poético). Él plantea que las voces de los habitantes de las zonas rurales de Boconó

(Trujillo), junto con las de sus vecinos, amigos y familiares, constituyen las voces de su infancia; por ende, son su principal fuente de inspiración a la hora de escribir sus poemas. Además, señala lo siguiente:

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… La diferencia entre un escritor cuya relación con el lenguaje se establece como audición, como relación de oyente, y la de aquel que la establece a través de la imagen visual de la palabra escrita, se manifiesta como algo muy notorio en la manera de proponer las pautas de su escritura y el valor sonoro que las palabras adquieren en esa escritura. Yo pienso que un poeta se dá más en el orden de la palabra sonora porque ese sonido adquiere la condición efectiva en su mayor intensidad. La palabra escrita es una palabra muerta hasta tanto no se descubre su sonido… (Fragmento de la entrevista conducida por Harold Alvarado Tenorio para la página Jornal de Poesía – Banda Hispánica.)

Ahora, en el caso del poeta Cadenas, él indica lo expresado a continuación:

… Hoy pienso más las palabras, lo que tal vez no sea conveniente para la poesía, pero ¿qué puedo hacer? En su reino no caben las decisiones. Los cambios se dan un poco solos. Van apareciendo sin que uno se dé cuenta aunque están vinculados con nuestro movimiento interior. Mi actitud no es estética, si bien le doy, claro, mucha importancia a la forma, sin ella no hay poema ni nada, y lo que haya de ética en mi trabajo nace de un sentimiento de unidad, de esa unidad que subyace en todo lo existente... (Fragmento de la entrevista conducida por Claudia Posadas para la revista Espéculo de la Universidad Complutense de Madrid)

En resumen, lo anterior establece que ya hacia mitades del siglo XX, los poetas venezolanos retoman y/o refuerzan esa visión de lo urbano y lo rural en sus trabajos. De aquí que, de la llamada “Generación del Sesenta”, surgen poetas excepcionales como Rafael Cadenas, Francisco Pérez Perdomo, Juan

Calzadilla y Ramón Palomares, quienes las desarrollan como focos centrales de sus obras poéticas, obviamente con intenciones particulares de parte de cada uno de los autores. Ahora, ¿cuáles son esas intenciones particulares?

¿Qué nos querrán decir cada uno de ellos cuando, en cada verso de sus xxxvii

poemas, nos hablan, por ejemplo, de verdes prados o de inmensas edificaciones?

He ahí el propósito de la presente investigación: reconocer las formas poéticas de la visión de lo urbano y lo rural en obras seleccionadas de

Ramón Palomares y Rafael Cadenas, enmarcadas en el contexto histórico- cultural de la Venezuela del siglo XX. Esto a propósito de indagar cómo sienten los autores al hablar de sus entornos más queridos, recordados o anhelados, en algunos de sus más reconocidos poemas.

OBJETIVO GENERAL

Determinar la representación poética de lo urbano y lo rural, sus coincidencias y diferencias en la poesía contemporánea venezolana del siglo

XX a partir de textos seleccionados de Ramón Palomares y Rafael Cadenas.

OBJETIVOS ESPECÍFICOS

1- Ubicar el contexto histórico-cultural en el que se enmarcan las obras

poéticas de Ramón Palomares y Rafael Cadenas.

2- Identificar los rasgos distintivos de lo rural y lo urbano en el contexto de

la tradición poética venezolana, latinoamericana y universal, a partir de

varios autores.

3- Indicar, a través del análisis de obras seleccionadas de Ramón

Palomares y Rafael Cadenas, formas de la representación de lo rural y

lo urbano, de acuerdo a los lineamientos de la fenomenología de Gastón

Bachelard. xxxviii

4- Comparar las formas de representación de lo rural y lo urbano en las

obras poéticas seleccionadas de Ramón Palomares y Rafael Cadenas.

5- Señalar la importancia y trascendencia de la representación de lo rural y

lo urbano a partir de la obra poética de Ramón Palomares y Rafael

Cadenas en el contexto literario venezolano del siglo XX.

JUSTIFICACIÓN

La presente investigación presenta una visión comparativa de lo que

Ramón Palomares y Rafael Cadenas escriben acerca de la ciudad y el campo; algo no visto con frecuencia en investigaciones anteriores, puesto que tendían a estudiar cada autor por separado sin tomar en cuenta los posibles puntos en común en cuanto al tratamiento de una determinada temática. Al menos, es lo observado por quien escribe durante sus labores de investigación sobre los autores y las temáticas urbana y rural; siempre considerando que, junto con

Juan Calzadilla, , Francisco Pérez Perdomo y Miyó Vestrini, todos pertenecientes a la llamada “Generación de los Sesenta”, conforman el cuadro esencial de esa década donde se retoma una temática verdaderamente urbana, aunque separada de la rural en cuanto a la intención de contrastar los estilos de vida en ambos ambientes, identificando así rasgos típicos del venezolano moderno o contemporáneo.

Lo anterior quiere decir que la crítica ha destacado la labor creativa de cada poeta en forma independiente, casi siempre orientadas por una temática

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distinta a la señalada en el presente trabajo. Es decir, las veces que se han analizado sus obras han sido en paralelo y concentrándose en aspectos diversos: en el caso de Palomares, lo más destacado en su poética es el tratamiento del paisaje, el modo típico de ser del andino, por citar algunos aspectos; en el caso de Cadenas, más se ha referido ese sentido de alienación o aislamiento característico del hombre moderno o contemporáneo. Muy pocas veces se ha tratado en ellos lo referente a lo citadino y a lo rural como temáticas en su poesía.

Además, las pocas ocasiones en que se ha mencionado en forma conjunta a Palomares y Cadenas han sido las reseñas que han hecho de los reconocimientos o premios que han recibido a lo largo de su trayectoria en el

ámbito de la literatura nacional e internacional, incluyendo, por su parte, las ocasiones en las que han coincidido en eventos literarios dentro y fuera del país.

De ahí que la presente investigación ofrece un análisis comparativo de las obras poéticas de Ramón Palomares y Rafael Cadenas, centrándose en las temáticas citadina y campestre como ejes orientadores de su proceso creador, lo cual contribuye a una mejor comprensión, entendimiento y valoración de su legado literario.

MARCO METODOLÓGICO

TIPO DE INVESTIGACIÓN xl

El tipo de investigación en el presente trabajo es documental bibliográfica, puesto que su principal fuente de información la constituye, en primer lugar, los textos impresos y en formato electrónico/digital donde se presenta la vida y obra de los autores seleccionados (Ramón Palomares y

Rafael Cadenas) que han de ser objeto de estudio; y, en segundo lugar, aquellos textos que proveen el basamento teórico de la metodología a utilizar para el desarrollo del presente trabajo investigativo.

Esto se fundamenta en lo señalado en la página Noemagico.com, donde se dice que a la investigación documental:

Generalmente se le identifica con el manejo de mensajes registrados en la forma de manuscritos e impresos, por lo que se le asocia normalmente con la investigación archivística y bibliográfica. El concepto de documento, sin embargo, es más amplio. Cubre, por ejemplo: películas, diapositivas, planos y discos. (Consulta: marzo 24, 2008)

Y, aparte, refiere a lo planteado por Umberto Eco (1995) en su libro

Cómo hacer una tesis, cuando indica lo siguiente acerca de la investigación bibliográfica:

La consulta de los repertorios bibliográficos es esencial para completar la búsqueda efectuada en el catálogo (...) Mas un repertorio bibliográfico puesto al día proporciona con exactitud la información sobre las últimas contribuciones del tema. (pp. 79-109)

Por otra parte, el presente trabajo ha de ser desarrollado de la siguiente manera:

xli

- Un primer capítulo, donde se describe el problema u objeto de estudio;

además, se indican los objetivos propuestos y la justificación del mismo,

concentrándose en los aportes que se ofrecerán como resultado de la

investigación. Aparte, se plantearán y describirán los rasgos distintivos

de lo rural y lo urbano en la poesía venezolana, latinoamericana y

universal, a partir de los postulados que sobre el tema manejan Arturo

Almandoz, María Antonieta Flores y Federico Vegas.

- Un segundo capítulo, donde se ubica contextualmente a los autores

seleccionados, es decir, a Ramón Palomares y Rafael Cadenas,

derivando obviamente en la aparición de sus obras poéticas,

basándonos para ello en fuentes documentales.

- Un tercer capítulo, que versará sobre la identificación de rasgos

distintivos de lo rural y lo urbano en poemas seleccionados de Ramón

Palomares, a partir del análisis de los textos seleccionados, teniendo

como base la fenomenología bajo la perspectiva de Gastón Bachelard.

- Un cuarto capítulo, que versará sobre la identificación de rasgos

distintivos de lo rural y lo urbano en poemas seleccionados de Rafael

Cadenas, a partir del análisis de los textos seleccionados, teniendo

como base la fenomenología bajo la perspectiva de Gastón Bachelard.

- Un quinto capítulo, donde se comparan los rasgos distintivos de lo rural y lo urbano presentes en los poemas seleccionados de Ramón Palomares y Rafael Cadenas; y se señala la importancia y trascendencia de dichas poéticas en el contexto venezolano del siglo XX.

Igualmente, para el desarrollo del presente trabajo de investigación, se plantea usar el análisis fenomenológico desde la perspectiva de Gastón

xlii

Bachelard, quien plantea los siguientes postulados en cuanto al análisis literario:

(a) La imagen poética es un resaltar súbito del psiquismo, relieve mal

estudiado en causalidades psicológicas subalternas.

(b) La imagen poética no está sometida a un impulso. No es el eco de un

pasado. Es más bien lo contrario: por el resplandor de una imagen,

resuenan los ecos del pasado lejano, sin que se vea hasta qué

profundidad van a repercutir y extinguirse. [En su novedad, en su

actividad, la imagen poética tiene un ser propio, un dinamismo propio.

Procede de una ontología directa.]

(c) El poeta no confiere el pasado de su imagen y, sin embargo, su imagen

arraiga en seguida en el receptor. La comunicabilidad de una imagen

singular es un hecho de gran significado… Las imágenes arrastran –

después de surgir -, pero no son los fenómenos de un arrastre.

(d) Para iluminar filosóficamente el problema de la imagen poética es

preciso llegar a una fenomenología de la imaginación. Entendamos por

esto un estudio del fenómeno de la imagen poética cuando la imagen

surge en la conciencia como un producto directo del corazón, del alma,

del ser del hombre captado en su actualidad.

(e) Se pide al lector de poemas que no tome una imagen como un objeto,

menos aún como un sustituto de objeto, sino que capte su realidad

específica.

(f) Al nivel de la imagen poética, la dualidad del sujeto y del objeto es

irisada, espejeante, continuamente activa en sus inversiones.

xliii

(g) La imagen, en su simplicidad, no necesita un saber. Es propiedad de

una conciencia ingenua. En su expresión es lenguaje joven. El poeta, en

la novedad de sus imágenes, es siempre origen del lenguaje.

(h) … Alma y espíritu son indispensables para estudiar los fenómenos de la

imagen poética en sus diversos matices, para seguir sobre todo la

evolución de las imágenes poéticas desde el ensueño hasta la

ejecución… Para hacer un poema completo, bien estructurado, será

preciso que el espíritu lo prefigure en proyecto. Pero, para una simple

imagen poética, no hay proyecto, no hace falta más que un movimiento

del alma. En una imagen poética el alma dice su presencia.

(i) Por su novedad, una imagen poética pone en movimiento toda la

actividad lingüística. La imagen poética nos sitúa en el origen del ser

hablante.

En otro orden de ideas, y puesto que la temática citadina es uno de los componentes fundamentales del presente trabajo, se estudiarán los postulados de los siguientes autores por la importancia de su visión acerca de la ciudad como tema dentro de la literatura venezolana, latinoamericana y universal:

a) Arturo Almandoz (2004): describe a la ciudad de la nostalgia, esa que

permanece en el recuerdo, en nuestra mente, como fiel reflejo de los

buenos tiempos constantemente anhelados, o al menos de lo que se

espera que sea en el futuro a mediano y largo plazo.

Aparte, señala que el caso venezolano (el tratamiento dado en nuestro

país a la ciudad como tema) evidencia nuestros mayores desajustes

xliv

urbanos como nación moderna. Igualmente expresa que “la masificación

y urbanización del Juan Bimba rural que muta hasta convertirse en el

pequeño ser garmendiano, en medio de las laberínticas metrópolis que

escenifican la acelerada urbanización de la Venezuela petrolera” (2004;

Nación y Literatura, p. 493)

b) María Antonieta Flores (2004): plantea, respecto al vínculo entre ciudad

y poesía, lo siguiente: “… En cuanto implica la organización de

elementos de la realidad, la ciudad es un paisaje, y es posible que su

incorporación a la tradición literaria provenga de los tópicos de lugar y de

tiempo. Pero es con la modernidad que surge como una presencia feroz,

ineludible y omnipotente que, sin ninguna otra posibilidad, configura el

sujeto, su psiquis y sus relaciones con el otro y la realidad..:” (2004;

Nación y Literatura, p. 505).

c) Federico Vegas (2007): presenta la relación de seducción o rechazo que

experimenta el ciudadano contemporáneo; es decir, expone el

significado de ese romance urbano que debería existir entre el

ciudadano y el espacio que lo rodea o aguarda.

CAPÍTULO II: LA RURALIDAD Y LA URBANIDAD DE NUESTRA POÉTICA

Si suponemos que imaginar es una manera exaltada e inconsciente de recordar una realidad anterior, debemos aceptar que la imaginación a veces sustrae y, por lo tanto, puede ser también una forma de olvido. Según esta ecuación, ser realista equivale a ser imaginativo, pero sin la excusa de una mala memoria. (Federico Vegas)

xlv

La poesía de temática rural se nutre de las costumbres y del estilo de vida de la gente del campo. La poesía de temática urbana respira el aire de quienes habitan en las grandes ciudades. Por lo tanto, conocer un poco de cada una de ellas es adentrarse en el campo y en la ciudad para simplemente entenderlas mejor poco a poco. De ahí que, citando a Néstor García Canclini, casi toda la sociablididad, y la reflexión sobre ella, se concentra en intercambios íntimos. Veamos qué tanta intimidad puede ser reflejada más adelante sobre estas líneas.

Empecemos por señalar qué se define por espacio rural, para ver si así se logra entender mejor cómo sería una poética enmarcada en este contexto.

De acuerdo al portal Wikipedia.com, se entiende por espacio rural el territorio no urbano de la superficie terrestre y cuyas áreas están destinadas para actividades agropecuarias, agroindustriales, extractivas, de silvicultura y de conservación ambiental. Sus características más resaltantes son, entre otras, las siguientes: no es uniforme, campos abiertos y campos cerrados con variantes intermedias frutos de condicionamientos naturales e históricos.

Ahora, si buscamos remitirnos a definiciones más simbólicas (si vale así decirlo), este espacio rural pasaría a ser conocido como paisaje rural, pues más que concentrarse en las actividades socioeconómicas que en él podrían realizarse, centra su atención en las vastas tierras, el modo en que el Sol las

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cubre con su manto de luz; es decir, en todo aquello que evoca un permanente contacto con la naturaleza, pero, sobre todo, con nosotros mismos, pues también representa el “espacio” en que solemos guardar nuestros afectos, nuestros recuerdos más preciados, ya que al contemplarlo nos lleva a esas etapas iniciales en las cuales no sabíamos que nos embargaba una noción de felicidad infinita, y que frecuentemente invaden nuestra memoria para así recordarnos que mientras los tengamos siempre presentes, no importa dónde estemos, podremos estar contentos y seguros de un mejor porvenir.

Lo anteriormente señalado permite inferir que una poética rural vendría a ser aquella donde no sólo se evoque las virtudes de la vida del campesino o de esos vastos territorios, sino que además representa el anhelo constante por parte de los poetas de reflejar aquellas intimidades infantiles y adolescentes que, vistas desde la adultez, forman parte de sus rasgos característicos como escritores, pues denotan expresiones de su estilo y su manera de decir las cosas en cada uno de sus versos. Bien dice García Canclini que muchos movimientos artísticos tienen su base en las experiencias cotidianas; por tanto, una poética rural cumpliría cabalmente con lo dicho en líneas anteriores (no sólo se conforma con hablar de las virtudes del campo, sino además retrata cada experiencia vivida por cada uno de sus habitantes y visitantes).

Ahora bien, si lo que se desea es plantear los orígenes de la poética rural, vale decir entonces lo siguiente a modo de inicio: ésta surge alrededor del siglo XVIII como una expresión que fuera signo de una identidad artística y cultural propia del país. Aparte, está presente el tema de la libertad y la xlvii

coerción social; es decir, se destaca el anhelo por un ambiente libre de represiones, donde la gente pueda vivir de sus quehaceres sin recordar las ofertas extranjeras que en apariencia presentan las bondades de “un mundo mejor”.

Sin embargo, pudiera pensarse que dicha poética es, por decirlo de algún modo, “informal”; más no es así. Dentro de su “informalidad” hay una serie de rasgos que denotan en ella los vestigios formales de algún movimiento literario. Quizás sea por la manera que tenían los poetas de la época para expresar sus ideas lo que hace pensar en lo formal dentro de lo informal. De manera que vale entonces conocer cuál sería ese movimiento literario que hace vida dentro de la poética rural.

En nuestro continente, dicha poética “campestre”, por llamarla así, nace en la época del Neoclasicismo Hispanoamericano, movimiento derivado del neoclásico europeo que se desarrolló desde mediados del siglo XVIII hasta las primeras décadas del siglo XIX, en que después fue sustituido por el

Romanticismo. Su origen viene de la reacción ante los “excesos” del Barroco en el arte y especialmente el abuso decorativo de su última fase: el Rococó.

El Neoclasicismo significó la vuelta a los contenidos grecorromanos y se buscaba nuevamente el equilibrio y la armonía entre los diferentes elementos

(de la naturaleza). En Hispanoamérica tuvo gran influencia en la cultura y la política. Creó gran interés por la libertad y la suerte de sus pueblos, las ideas

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liberales de lucha contra la tiranía y la intolerancia. Varias de las manifestaciones reconocidas son la poesía neoclásica y la poesía gauchesca que se originó más tarde.

Su principal característica es la belleza fría y sin alma. La sátira y la burla identificaban la prosa y el verso; algunos críticos nombraron esa literatura como prerrevolucionaria, por su intención y por haber antecedido a las guerras de la independencia americana. Todo esto se generó cuando comenzaron las críticas contra las autoridades que representaban la corona española.

Por otra parte, la poesía neoclásica se distinguió principalmente por su lírica de contenido ligero, con temas sobre el amor, mitología, asuntos bíblicos, civiles y progresistas. También por el renacimiento de la fábula, el epigrama y otras composiciones festivas y moralizantes, introducción del paisaje y de personajes locales, incluyendo la flora y la fauna. Auge de la poesía patriota, en forma de odas e himnos heroicos, sobre hechos de las guerras de la independencia.

Los temas preferidos por los neoclásicos hispanoamericanos fueron de libertad y progreso inspirados por los generales Simón Bolívar, Sucre y José de

San Martín. El máximo representante de la época es José Joaquín Olmedo

(1780-1847), ecuatoriano que compuso una famosa oda en elogio a Simón

Bolívar “La victoria de Junín”. También está José María Heredia (1803-1839), xlix

cubano y humanista, autor de dos célebres odas: “En el teocalli de Cholula” y

“Niágara”.

El concepto esencial de la teoría neoclásica era la "imitación de la naturaleza". El término "imitación de la naturaleza" podía albergarse desde casi todas las variantes del arte: desde el naturalismo decimonónico estricto a la más abstracta idealización, con todos los grados intermedios. Pero buscaba sobre todo el principio de la universalidad, que presenta dos facetas claras: por un lado podía significar y así ocurrió en los mejores escritos de aquel tiempo, un apelar a lo universal que hiciese comprensibles, en cualquier tiempo y lugar, las máximas creaciones. Lo que nadie puede negar es que las reglas ejercieron una influencia paralizadora aún sobre los más grandes escritores. Sin embargo, a la lírica la trataban con independencia según sus formas: odas, elegía, sátira... En otras palabras: la poesía al pleno.

En nuestro país, su mayor (y mejor exponente) fue don Andrés Bello: maestro de Bolívar, polígrafo insigne, humanista, gramático y filólogo original, pero sobre todo príncipe de la poesía castellana con una firme vocación creadora, además de embajador de las letras y del pensamiento emancipador.

Su trabajo se puede sintetizar en el llamado "proyecto civilizador" en pro de los países llegados a la independencia nacional, después de la dura lucha por conseguirla. Se propone a sentar las bases de civilización y cultura, requeridas por las sociedades hispanoamericanas, al advenir a la situación de pueblos

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emancipados. Sin embargo, en sus obras ALOCUCIÓN A LA POESÍA y SILVA

A LA AGRICULTURA DE LA ZONA TÓRRIDA exalta la figura del campesino y su entorno rural en detrimento del “citadino costumbrista” del viejo continente.

A continuación se presentan extractos de dichas obras que evidencian lo antes expuesto.

Alocución a la Poesía

“… tiempo es que dejes ya la culta Europa, que tu nativa rustiquez desama, y dirijas el vuelo adonde te abre el mundo de Colón su grande escena…

…do viste aún su primitivo traje la tierra, al hombre sometida apenas; y las riquezas de los climas todos, América, del sol joven esposa, del antiguo océano hija postrera en su seno feraz cría y esmera.”

Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida

“… No ya de humanas artes obligado el premio rinde opimo; no es a la podadera, no al arado deudor de su racimo; escasa industria bástale, cual puede hurtar a sus fatigas mano esclava; crece veloz, y cuando exhausto acaba, adulta prole en torno le sucede… … No allí con varoniles ejercicios se endurece el mancebo a la fatiga; mas la salud estraga en el abrazo de pérfida hermosura, que pone en almoneda los favores; mas pasatiempo estima prender aleve en casto seno el fuego de ilícitos amores;

li

o embebecido le hallará la aurora en mesa infame de ruinoso juego…

… Id a gozar la suerte campesina; la regalada paz, que ni rencores al labrador, ni envidias acibaran; la cama que mullida le preparan el contento, el trabajo, el aire puro; y el sabor de los fáciles manjares, que dispendiosa gula no le aceda; y el asilo seguro de sus patrios hogares que a la salud y al regocijo hospeda. El aura respirad de la montaña, que vuelve al cuerpo laso el perdido vigor, que a la enojosa vejez retarda el paso, y el rostro a la beldad tiñe de rosa…

… Y pues al fin te plugo, árbitro de la suerte soberano, que, suelto el cuello de extranjero yugo, erguiese al cielo el hombre americano, bendecida de ti se arraigue y medre su libertad; en el más hondo encierra de los abismos la malvada guerra, y el miedo de la espada asoladora al suspicaz cultivador no arredre del arte bienhechora, que las familias nutre y los estados; la azorada inquietud deje las almas, deje la triste herrumbre los arados...”

Lo anteriormente expuesto permite, hasta cierto punto, inferir que, quienes habitan en las grandes y/o nacientes ciudades requieren volver a esas cualidades campesinas por aquello de retomar costumbres que se han ido desechando con el paso de años porque ya no resultan tareas o labores agradables.

lii

Dicho de otra manera, y muy a título personal de quien escribe, se le ha ido anticipando a los “urbanos” (habitantes de las ciudades) que, por muchas bondades que se puedan ofrecer en cada urbe, pues se corre el riesgo de ir perdiendo valores que son de vital importancia para cada ser humano. Esto se puede explicar de la manera siguiente:

a) El hombre de campo tiene un arraigado valor (y sentido) de la familia;

está muy pendiente de los suyos y está siempre dispuesto a socorrerlos

cuando están en necesidad de ayuda. En cambio, el hombre de ciudad,

por mucho que pueda importarle su familia, termina más pendiente de

sus propios intereses que de los de los suyos, y sólo logra ayudarlos

“cuando el tiempo se lo permite”.

b) El hombre de campo conoce lo que ha ido aconteciendo a sus vecinos y

siempre extiende su mano para ayudar si fuese requerido por ellos. En

cambio, el hombre de ciudad puede saber que tiene grupos familiares

viviendo a su lado, pero de seguro no conocerá ni sus nombres a pesar

del tiempo que lleve viviendo cerca de ellos; tampoco es muy dado a

ayudarlos porque “no es asunto suyo ni le interesa”.

c) Al hombre de campo le gusta hacerle llegar a los suyos el conocimiento

acerca de las costumbres, tradiciones y demás acontecimientos de

importancia para los suyos y los de su entorno; le gusta disfrutar de la

celebración de cada fecha importante. En cambio, al hombre de ciudad

sólo le interesa un día feriado (por citar un caso) cuando le representa

un día libre en su trabajo; sólo se preocupa por saber qué se

conmemora en un determinado día si se lo solicitan, y lo más seguro es liii

que busque información de esa fecha en un libro u otro medio (si no

consigue nada, pues lo deja así).

d) Para todo hombre de campo, su tierra posee un valor incalculable;

obviamente, cada experiencia de vida es distinta y todos tendrán

opiniones distintas acerca de ese mismo territorio, pero lo común a todos

ellos es un sentimiento que se resume en la siguiente frase: “Nada como

mi tierra.”. En cambio, para cualquier citadino, la ciudad es “el lugar

donde vivo”, pero no le confiere mayor valor que ése; aparte, como

plantea Noé Jitrik, la ciudad se conforma de acuerdo al conjunto de

imágenes que cada quien tiene de ella, lo cual indica que, a la final, son

“múltiples ciudades” en lugar de una sola. Por supuesto, cada quien

valora su hogar, pero tienden a verlo más como un espacio físico que

como lo que representa: el lugar donde se atesoran los más queridos

afectos (para ellos, la ciudad, más que un hogar, representa una casa y

más nada).

Pudiese seguir comentándose acerca de lo previamente señalado, pero sólo ha querido plantearse el hecho de que don Andrés, tal vez presintiendo lo que vendría con las nacientes “selvas de concreto”, tenía temor de que la gente no valorase lo suficiente el lugar donde habita, y quiso reflejarlo mediante las obras antes referidas. De todos modos, sus visiones son sólo el inicio de lo que estaba por venir: las grandes ciudades, amplios detractores de lo simple y de lo natural.

liv

En otro orden de ideas, como en remembranza de los paisajes locales o nativos a pesar de las futuras migraciones hacia la ciudad, surge, a mediados del siglo XX, la figura de Ramón Palomares en defensa de los verdes prados.

El gran mérito del poeta escuqueño es exaltar lo tradicional y convertirlo en poesía. Él no se limita a rimar el habla popular, las fiestas, las tradiciones, la religión de su pueblo, llega más allá. Logra transcender de lo regional a lo universal, usando un lenguaje sencillo y claro del campesino de los Andes venezolanos. A pesar de que su obra es localista, transciende fronteras, por su reescritura y re memorización de temas globales como lo son la memoria, muerte, tiempo y naturaleza.

Su poética se caracteriza por retratar imágenes propias del pueblo, sencillez en la palabra, diáfana, inocente, humilde, estilo intimista, personal, criollismo, honra lo natural y lo nativo. Hace un tratamiento del color local, las imágenes, las descripciones exaltan la vida rural venezolana, recuerda sus orígenes y los anhela. Todo esto va en contraposición con lo que posteriormente se dará a conocer en el ámbito literario como poesía urbana, la cual retrata en cada página lo que podría considerarse como urbanización de paisajes, o quizás como una transformación de selvas naturales a selvas de concreto por diversos mecanismos o vías.

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Sobre esto, Arturo Almandoz (2006), en su trabajo titulado “Para un imaginario de la ciudad venezolana, 1900-1958”, señala que son varias las vías analíticas para explorar la historia de la urbanización como proceso, especialmente en sus dimensiones social y cultural; éstas últimas son las que siempre me han interesado más en general, y preocupado en el caso venezolano en particular, por creer que ellas evidencian nuestros mayores desajustes urbanos como nación moderna. Una forma de descifrar la urbanización venezolana, en tanto proceso de cambio social y cultural, es mediante la percepción que del mismo han dado nuestros grandes pensadores nacionales del siglo XX, lo cual nos lleva al tema de la representación y del pensamiento sobre la ciudad para el caso venezolano.

Continúa el autor expresando que las visiones que de la ciudad y la urbanización venezolanas, en tanto forma y proceso de modernización – más allá de la transformación espacial y territorial - ofrecieran intelectuales venezolanos entre 1900 y 1958, aproximadamente, se resumen en dos imágenes literarias:

a) Al inicio, aquel <> en el que Mariano Picón

Salas fundiera las manifestaciones premodernas de la provincia

venezolana de finales del siglo XIX y comienzos de la Bella Época.

b) Al final, la masificación y urbanización del Juan Bimba rural que muta

hasta convertirse en el pequeño ser garmendiano, en medio de las

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laberínticas metrópolis que escenifican la acelerada urbanización de la

Venezuela petrolera.

Esa literatura especializada (sociológica, urbanística, histórica) es utilizada sólo como apoyo para los sucesivos momentos de la urbanización; la contextualización y verificación de géneros y discursos no especializados dentro del acervo de fuentes urbanísticas, es característica del subcampo disciplinar de la historia cultural urbana.

A continuación se señalan las ideas e imágenes de los autores más conspicuos de la primera parte del siglo XX.

a) Habiendo llegado incluso hasta el umbral de la mutación metropolitana

caraqueña, al concluir su libro La Ciudad de los Techos Rojos (1947-

1949), Enrique Bernardo Núñez observó que Caracas conservaba

todavía, al menos durante las noches, <>. Con sus

ventanas cerradas y sus calles desiertas, oyéndose en la lejanía el

<> y encontrándose a veces el paseante <

y portales con cruces y hornacinas>>; la <>

era a ratos pueblerina para el cronista, aunque se enfilara ya <

ruta de un gran éxodo>>. Esto resalta el persistente carácter pueblerino

de Caracas hasta bien entrado el siglo XX, lo cual resulta predicable no

sólo de la capital, sino, con más razón seguramente, de las ciudades del

interior. Ese aire conventual que todavía refrescaba las noches de

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algunas céntricas parroquias de las ciudades de techos rojos procedía

del piconiano tiempo de Maricastaña. Venteaba desde la <

ruralidad>> de la provincia venezolana de entre siglos, custodiada por la

figura legendaria de Maricastaña, <>, a

quien Picón Salas dedicara su Viaje al Amanecer en el año 1943.

Más que corresponder a un período concreto de nuestra historia, el

tiempo de Maricastaña parece resultar del entrecruzamiento de la

mitología infantil con muchos de los rasgos tradicionales de la

Venezuela rural de finales del siglo XIX, y cuyo acceso al XX Picón

Salas negaría hasta la muerte del dictador Juan Vicente Gómez. Tiempo

casi feudal de procesiones, guerras civiles y trashumancia de caudillos y

párrocos a través de las haciendas, lo que permite la analogía, mutatis

mutantis, de la Europa medieval con la Venezuela decimonónica, cuyas

ciudades principales eran en buena medida nodos centrífugos, ya que

muchas de las funciones urbanas y el poder de los caudillos siguió

concentrado en haciendas hasta bien entrado el siglo XX. b) Teresa de la Parra, en Las Memorias de Mamá Blanca, describe los

<> en el

pasado de la Venezuela rural, los cuales recrean la edad de oro, el

paraíso perdido, el <> de una infancia mitológica,

emparentados con el tiempo legendario de Maricastaña evocado en el

Viaje al Amanecer, de Picón Salas. Igualmente, , en

Ana Isabel, una niña decente, al recrear escenas desde la hacienda La

Candelaria, presenta los estratos decimonónicos de la Venezuela de

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Maricastaña, cuyos próceres se convierten en ilustre lastre de nobleza

para la familia venida a menos, al igual que lo son para el país endeble y

endeudado.

En ese tiempo de difusos contrastes entre lo rural y lo urbano, acaso sólo

Caracas podía pretenderse moderna, en el sentido de que la capital de la Bella

Época venezolana representaba, como lo señalara , el relativo hoy de entrada al siglo XX para inmigrantes oriundos de pueblos y ciudades todavía estancados en el XIX.

Pero había otra puerta, más estrecha y dramática, por la que entraban los venezolanos que retornaban al país reprimido y oscurantista, después de haber vivido en las metrópolis de verdadero progreso y civilización. Esta puerta condujo a un ausentismo estético y a una evasión urbana de atávicas consecuencias para la intelectualidad criolla.

Aunque el gomecismo supuso innegablemente recuperación económica, estabilidad política, organicismo social y mejoramiento de infraestructura, sólo los positivistas criollos parecieron entrever y saludar los rasgos de la modernidad industrial que tal proceso conllevaba. José Gil Fortoul, Laureano

Vallenilla Lanz, Pedro Manuel Arcaya, y hasta cierto punto el Gallegos de El

Cojo Ilustrado, saludaron la inversión e inmigración foráneas en tanto puntales del liberalismo económico; éste ya se evidenciaba en los primeros síntomas de lix

la bonanza petrolera, desde los automóviles y carreteras que atravesaban el país recorrido por Alfonso Ribera, hasta las eclécticas y ostentosas quintas de las nuevas urbanizaciones del este caraqueño.

Sin embargo, aunque varios de ellos provinieran del interior, nada de este avance pareció deslumbrar a los miembros de la <> o de la creciente intelectualidad antigomecista, quienes no cesaron de construir la imagen de la capital del desengaño, como en perpetua alusión a la lobreguez del régimen. Desde la perspectiva rural, la recreación de esa época se plasma en obras que recrean la antinomia civilización/barbarie como símbolo de una

época barbárica, tribal o feudal, pero en todo caso anacrónica con respecto a la modernidad del siglo XX.

No sólo a través de las mejoras posibilitadas por el ingreso petrolero y saludadas por los positivistas, la modernidad del siglo XX había llegado ya a

Venezuela también por vía de la urbanización. Aunque en esa época sus manifestaciones en la literatura venezolana fueran todavía tenues o elusivas, podía distinguirse en Caracas situaciones, escenarios y personajes de la americanizada masificación que penetraba las capitales latinoamericanas de la primera postguerra. En este sentido, el cambio social venezolano y la transformación espacial de su capital. Esto se considera como una tardía expresión del criollismo, o un temprano reporte de la dictadura.

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Lo anterior sugiere el abandono de la Venezuela rural y provinciana. De espaldas a “ese país” había surgido otro de ilusorias metrópolis de consumismo y extranjerización, donde se borraban las antiguallas del acervo patrimonial, insignificantes para las oleadas de inmigrantes extranjeros y campesinos; los más de éstos últimos engrosaban una masa sin probabilidades de inserción productiva, despojada de sus tradicionales valores de trabajo; masa que se establecería en los estigmatizados <> de esas metrópolis de espejismos, desde sus centros venidos a menos hasta las periferias marginales e incontroladas. Sin embargo, no sucedió del mismo modo en otros países latinoamericanos y del hoy llamado Tercer Mundo, donde los efectos de las

<> de mediados del siglo XX se agravaron incluso más, a causa de la falta de dinamismo económico inducido por el petróleo en el caso venezolano.

En otro orden de ideas, María Antonieta Flores (2006), en su trabajo titulado

El Vínculo Inevitable: La Ciudad en la Poesía del Siglo XX, expresa que Tema, motivo y tópico en el discurso poético, la ciudad ha sido una presencia que ha ido entretejiéndose en el arte desde los tiempos más antiguos. En cuanto implica la organización de elementos de la realidad, la ciudad es un paisaje y, según Curtius (1955: 278-279), es posible que su incorporación a la tradición literaria provenga de los tópicos de lugar y de tiempo. Pero es con la modernidad que surge como una presencia feroz, ineludible y omnipotente que, sin ninguna otra posibilidad, configura el sujeto, su psiquis y sus relaciones con el otro y la realidad. Sin embargo, esto sólo se manifestará plenamente en la

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postmodernidad, donde el individuo medio se sumergirá agradecido y de manera natural y acrítica en la ciudad…

Igualmente señala la autora que la cultura urbana, y su consecuencia directa, la cibercultura, al ocurrir el tránsito de sociedad industrial a sociedad de consumo y sociedad high tech (alta tecnología), ofrece nuevas visiones y posibilidades. Se consolidan la cultura de la imagen y la virtualidad. Todo esto redefinirá no sólo la psiquis individual y la colectiva, sino que determinará los nuevos objetos de deseo debido a que el eros es obligado a deslizarse a otros terrenos que no son los del cuerpo.

Se puede decir que este proceso ha sido representado paso a paso en las artes visuales, imbuida en todas las posibilidades que le ofrece la misma cultura urbana, quizás por aquello de la cultura de la imagen, mientras que en el discurso literario se ha seguido expresando la angustia, la desesperación, el asombro y, en las últimas décadas, la resignación o la aceptación de la convivencia del amor y el odio hacia la ciudad, que se expresa por dos vías: la magnificación y la degradación del mismo objeto e incluso en el mismo discurso.

En la poesía venezolana, signada desde sus inicios por el pesimismo y el conflicto entre el sujeto y el objeto, se observa que en las primeras manifestaciones literarias del siglo XIX poetas como Andrés Bello, Francisco

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Lazo Martí, Rafael María Baralt, Juan Antonio Pérez Bonalde, configuran su visión de la ciudad dentro de los cánones y movimientos artísticos predominantes en la época. Así se puede encontrar la elaboración poética sustentada en la oposición campo/ciudad o el panegírico de la urbe. Pero éstas son las lecturas tradicionales, lo que obligaría en otro momento a escudriñar un poco más allá de lo evidente.

Para los poetas venezolanos del siglo XX, el tópico de la ciudad se hace más imperioso. Esto responde a una situación mundial: las ciudades se constituyen en el centro de las actividades políticas, sociales y culturales. En torno a ellas surgió una cultura urbana con nuevos valores y concepciones. Tal situación trajo consigo el abandono del campo y la desvalorización de lo rural, pero al mismo tiempo se afianzó el anhelo de regresar a un idealizado mundo rural como evasión.

En Venezuela ocurrió lo mismo: el elemento desencadenador de esa situación fue el petróleo, historia harto conocida. Éste, con todas las consecuencias que produjo, y la centralización de bienes y servicios en los núcleos urbanos y, en especial, en la capital, produjo el desplazamiento de lo agrario. La tierra dejó de ser un valor y el tema de lo telúrico, una rareza que sin embargo se mantiene como un vivo tópico en nuestra poesía hasta ahora, quizás por lo señalado anteriormente. Pero el macrocosmos urbano ofreció al

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arte nuevos motivos y una nueva sensibilidad, y paulatinamente fue imponiéndose.

En la poesía venezolana se puede leer claramente el proceso que se va dando en la relación del sujeto con la ciudad, y cómo lo que era un tema más entretejido a otros, en algunos casos fue el eje del cual se desprendía un discurso que, si bien atrapaba la sustancia humana, lo hacía bajo la égida urbana.

Fernando Paz Castillo (1893-1981), en Balada del hombre que trabaja, muestra conciencia de este cambio al considerar como nuevo objeto poético al hombre urbano y trabajador. Utiliza el recurso clásico de la invocación a la

Musa para expresar la presencia de lo cotidiano y lo urbano como nuevos temas:

Musa, olvida el pasado, la floresta de idilios perfumada, que hay una vida intensa. No hagas sonar la flauta de los viejos poetas: canta, Musa, en esta hora luminosa y cálida, el ímpetu, la fuerza, la alegría, del hombre que trabaja.

Como puede notarse, el poeta manifiesta un interés en reflejar la necesidad de que el hombre citadino (o urbano) sea mostrado tal como es: un

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ser humano con defectos y virtudes, un ser “no perfecto” que debe adentrarse en una selva de concreto para subsistir, sin tener que necesariamente evocar un contexto más apacible para seguir su camino; lo hará basándose en sus propias aptitudes.

Pero la poesía venezolana de comienzos del siglo XX no se vuelca totalmente a lo cotidiano-urbano. Durante la primera mitad de ese siglo, lo telúrico, lo amoroso y lo existencial seguían siendo los temas predominantes.

Los poetas que desarrollan el tópico urbano lo hacen a partir de dos posibilidades básicas: la que considera la ciudad en sí como objeto poético y la que se centra en la relación del yo con la ciudad. La primera construye su discurso a partir del registro de los elementos, la actividad y las situaciones comunes y corrientes del entorno citadino, o a partir de la elaboración y caracterización de un macrocosmos urbano según la mirada creadora. Ahora bien, los textos que codifican la última posibilidad muestran el sentir de ese yo frente a su realidad y su paisaje tanto exterior como interior. Esto permite reflexionar sobre el hombre y su situación, lo que propicia la elaboración de un discurso urbano que se sustenta en otros tópicos universales como el amor, lo erótico, la muerte, la soledad, el tiempo, la noche.

Cuando José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) se refiere a una

<> en su poema en prosa titulado La Ciudad, ya se percibe la visión de un yo en pugna que no la acepta ni establece empatía con ella, pero que no la puede eludir. En este poema surge un universo citadino donde lo negativo y lo antiguo es determinante. Igual perspectiva se observa en L lxv

Canonesa. La ciudad ensombrece al yo y es un peso que lo oprime: <>.

El pesimismo pareciera ser una de las consecuencias de la vida urbana; el individuo al sentirse parte de una masa anónima y despersonalizada, y al desarrollar una postura crítica frente a su entorno, asume una visión marcada por la negatividad. Nuestro Señor El Tedio, de Luis Enrique Mármol (1897-

1926), en el espacio que ofrece la conjunción de la noche y la ciudad, manifiesta una posición existencial determinada por el tedio o la ennui. No escapa de ese mismo pesimismo y atmósfera existencial el poeta Luis

Fernando Álvarez (1901-1952), perteneciente al grupo Viernes. Este poeta presenta al hombre literalmente aplastado y aniquilado, porque <>. Y ese yo poético, agredido por lo urbano, busca como salida la soledad, el ocultamiento, la huida o la evasión de la realidad; pero esto no es posible, es sólo un anhelo sin posibilidad de concretarse, ya que es un <>.

Desde una perspectiva semejante, José Ramón Medina (1921), en La

Ciudad Distinta, enfrenta el cosmos de la casa con el de la ciudad, lo público y lo privado. Presenta un yo signado por la soledad en contra de lo urbano. Esa oposición se hace más manifiesta al describir la ciudad a partir de elementos de la naturaleza. Aunque también se puede interpretar como nombrar la ciudad

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a partir de la ya cerrada codificación del paisaje natural, lo que sería verter vino nuevo en odres viejos, o puede leerse, también, como un anhelo por la arcadia perdida al nombrar desde la naturaleza que se ha incorporado o ha sido integrada al paisaje urbano:

Porque es un bosque de inmensas construcciones, de mineral, de acero verdecido como un río de lento viaje, inexorable curso, poblado de fecundas y estériles materias, rodeando al hombre, cubriéndole, negándole salida de amorosas distancias, disciplinando su alma en férreas rasgaduras, atizando el fuego oculto del odio, del retorno instintivo, del sospechoso acierto de la espada…

Pero ésta no es una ciudad estática; varía gracias a la esperanza que sostiene al sujeto: <>. Aunque la variación no persiste, ya que predomina la visión negativa de la ciudad, como lo indica el final del texto.

Lo urbano es un elemento disgregador y aislador; es esto lo que muestran los poemas comentados, es esto lo que signa la palabra de Rafael Cadenas (1930) en <>, poema de Los Cuadernos del Destierro (1960). De nuevo se presenta a un yo agredido por su entorno: <>. El yo poético recorre ciudades, pero no permanece (<>) y se refugia

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en los espacios pequeños e íntimos que ofrece el aglomeramiento urbano

(<>).

Otra concepción estética muestran Pío Tamayo (1898-1935) y Ángel

Miguel Queremel (1899-1939), este último perteneciente al grupo Viernes. Hay una selección de elementos en sus textos que delatan la intención de registrar la vida urbana, su acontecer y su ritmo. Pío Tamayo, más conocido por sus actividades políticas, cantará a la ciudad moderna magnificándola a través de la degradación. Si bien no es reconocido como poeta, pues fue un quehacer muy marginal en su caso, con el poema <>, publicado el 26 de enero de 1928 en el diario caraqueño Mundial, mostró una de las miradas nacionales más modernas en torno a la urbe. Se percibe a la atmósfera de la modernidad por imágenes como <>, <>, <>, también por la enumeración de elementos diversos que evocan el ordenado caos del universo urbano y por la búsqueda de un ritmo rápido, trepidante, al cual contribuye la aliteración de la vibrante múltiple

/r/. Esa aliteración refleja en lo formal lo que se expresa en el contenido: el inicio de la actividad urbana al amanecer.

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Calle y plaza, eran los espacios tradicionales del encuentro y desencuentro humano en la ciudad de la modernidad, los de la postmodernidad serán otros.

En Cromo, Ángel Miguel Queremel reelabora la calle como microcosmos urbano oscuro: en ella existe la miseria, la degradación humana y la muerte. El fin, latente y presentible a lo largo del texto, se concreta en la muerte: <>. Lo dicho anteriormente permite afirmar que, a partir de lo cotidiano y de su descripción, se elabora una concepción negativa de lo citadino desde un inevitable fatalismo.

Sin embargo, frente al rechazo a la ciudad por ser la causante de muchos males, visión muy cercana al tópico clásico <> al que ya se ha hecho referencia, también se percibe la presencia de textos exaltativos. Esta actitud también se deriva de la clasicidad, pero la alabanza o el panegírico es un tópico y un estilo que se ha manifestado en todas las épocas y en todos los géneros literarios:

En los panegíricos de ciudades y países, hay un contacto entre la epideixis antigua y la poesía medieval. Conocida es la popularidad que ya en la poesía romana tenían las laudes Italie y las laudes Romae. La teoría literaria de la tardía Antigüedad precisó minuciosamente los preceptos de panegíricos de ciudades; había que alabar primero la situación de la ciudad y enumerar luego todas sus demás ventajas, sin descuidar su cultivo del arte y de la ciencia. (Curtius, 1955: 28).

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Esto demuestra que en la historia y la tradición literaria la oposición o el rechazo han convivido con la exaltación y la aceptación de la ciudad, y tal hecho se ha expresado de acuerdo con los cánones estéticos de las distintas

épocas. Así como en la Antigüedad había que seguir un patrón determinado, en la modernidad estas posturas frente a la ciudad se manifiestan desde varias perspectivas y, a veces, coexisten en un mismo texto artístico, como es característico en esta etapa.

Ejemplos de la exaltación a la ciudad se perciben en poemas de José

Ramón Heredia (1900-1987) y de Ana Enriqueta Terán (1919). Por medio de imágenes orientales y exóticas, Heredia, en Poema sentimental en prosa llana, elabora un panegírico de Caracas y, al compararla con El Cairo, la convierte en símbolo de una ciudad maravillosa. Igualmente, en Poema de la noche una y múltiple, un yo testigo y observador describe una ciudad en la noche. El verso final delata su visión positiva y celebratoria: <>.

Por su parte, Ana Enriqueta Terán, en Oda a la ciudad de Mérida, exalta a la ciudad gracias a la rememoración y selecciona atributos magnificadores:

<>, <>, <>, <>. Pero no simplemente una oda magnificadora que persigue resaltar rasgos de Mérida, como se puede apreciar en una primera lectura, también se percibe que la

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ciudad de la memoria es la que da <> a esa magnificación y que se emplea el recurso de la feminización y la erotización (le atribuye piel, cintura, cabellos) para el establecimiento de la relación yo-tú o sujeto poético-objeto poético.

No es una visión plana de exaltación, en ese yo que canta se expresa una relación dolorosa con la ciudad. <>, <>, <>, <>, son algunas de las expresiones que lo demuestran.

Más significativo aún es el último verso, cuya palabra final demuestra el dolor que signa este canto urbano que ofrece una lectura de grandes posibilidades y riqueza: <>.

También aparece dentro de la poesía venezolana la búsqueda de la ciudad ideal. Jacinto Fombona Pachano (1901-1951) en Ciudad en fuga, que data de 1940, expresa el dolor del sujeto ante una ciudad inasible, que huye, que se va. Todo esto a través del proceso tradicional de feminización y erotización de la ciudad. Es significativo que la huida o la fuga se produce a través de los elementos de la naturaleza (<>), dentro de lo urbano se enaltece la naturaleza. A igual registro recurre Pedro Pablo Paredes (1917) en

La ciudad contigo. Humaniza el entorno urbano, identificándolo con un tú femenino. Este proceso de transformación y proyección del deseo dota a la

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ciudad de nuevos valores, la hace trascender lo cotidiano, para así, finalmente, idealizarla.

Vicente Gerbasi (1913-1992) encuentra en lo urbano la trascendencia. El paisaje es vía de interiorización. La relación que el yo establece con su entorno revela la presencia de la corriente romántica en el discurso poético contemporáneo. Los días en la tristeza oscurecen de miedo es un ejemplo de cómo el poeta establece empatía entre sentimiento y naturaleza. Los opuestos estructuran temáticamente este texto: ruido/silencio corresponde a lo material/espiritual, y éste último par corresponde a los complementarios ciudad/jardín. <>. El yo agredido por la ciudad y su ruido encuentra la revelación, el amor universal, la religiosidad. Por esto, los versos finales expresan que

<>. Es el testimonio de un sujeto que logra penetrar en su interioridad a pesar del tráfago de la urbe.

Dentro de la concepción negativa de lo urbano, Juan Sánchez Peláez

(1922-2003), quien en sus primeras obras recoge la condición del hombre urbano y su cotidianidad, elabora una ciudad fantástica en Mitología de la ciudad y el mar. Las imágenes empleadas así lo permiten señalar; sin embargo, no se puede excluir la lectura de una ciudad real registrada con imágenes surreales, lo que no la transforma en fantástica. La ciudad <

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cascabeles y el trueno>> y <> arremete contra el yo y es la presencia de un tú (caso similar al de La ciudad contigo) el elemento liberador o transformador: <>.

La memoria y la historia urbana se mantienen y preservan en las construcciones que son testimonios del acontecer. Cuando se destruyen viejas calles, puentes, casas, construcciones o sitios públicos, se puede sentir que la ciudad de la memoria acaba y que se pierde la esencia de lo que se es. En el poema Id dad, de Juan Liscano (1915-2001), se cristaliza el enfrentamiento entre la ciudad del recuerdo, más permanente que cualquier otra y que aglomera a la urbe natal, la de la infancia, la ciudad de la remembranza, las ya vividas, y la ciudad del progreso, siempre en presente, siempre cambiante y en construcción. Las nuevas edificaciones implican la destrucción de la memoria y de la identidad, la derrota del paisaje conocido, interiorizado y amado. La pérdida de la identidad lleva a la nada, final del poema de Liscano: <>.

De ahí que la reelaboración histórica de la ciudad es un rescate de la memoria y de la identidad. Es esto lo que hace Ramón Palomares (1935), poeta que esencialmente habita lo telúrico, en Santiago de León de Caracas

(1967) y en Honras Fúnebres (1965). En el primero, codifica el proceso fundacional y exalta la ciudad colonial al presentar a los conquistadores en armonía con ella. En el segundo, la ciudad de finales del siglo antepasado está en empatía con el suceso que la marca: la llegada de los restos mortales del lxxiii

Libertador a Caracas. Mientras Palomares no reflexiona sobre lo urbano como fenómeno contemporáneo, sino como memoria fundacional, Álvaro Montero

(1946), en Ciudad de Cólera (1978), parte de la epidemia que afectó a Caracas en 1855 y 1856 para presentar una visión histórica que se conecta con el pesimismo del hombre contemporáneo, y así vincula lo pretérito con el presente: <>, <>.

También Ludovico Silva (1937-1988) recurre a la historia como fuente para su creación artística. En el poema <> (In vino veritas,

1977), se vincula con la imagen y la voz de este filósofo de la antigüedad, para crear un discurso poético existencial donde la reflexión sobre la ciudad ocupa un lugar relevante:

Yo, Empédocles, os grito: ¿hasta cuándo esta bestia de hierro que llamáis ciudad? En escasos cincuenta años no veremos ya piedra sobre piedra ni hierro sobre hierro.

… y recordar que Empédocles os dice: nada en realidad muere; muere la ciudad en el hombre, pero el hombre renace en los dioses;

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La ciudad se constituye en lo material perecedero. A pesar de señalar que <>, la urbe está destinada a la destrucción. Frente a ella, el hombre goza de la eternidad y gracias a él la ciudad existe. De esta forma, el ser humano es valorado por encima de la ciudad. Esta perspectiva rompe con lo que se aprecia como característica del tópico de la ciudad en la modernidad: la ciudad como entidad superior con poder sobre el hombre, capaz de destruirlo y anularlo, una especie de reedición del mito de la vagina dentada, si se sigue la línea temática de la feminización y la erotización de la ciudad.

La concepción de la urbe como ente destructor y monstruo devorador del hombre aparece con cierta frecuencia, pero a partir de los sesenta se manifiesta con más fuerza, nihilismo y angustia. La ciudad adquiere una configuración más abrumante, ya que el crecimiento de la densidad poblacional la aglomera y deshumaniza. Además, el desarrollo de la tecnología favorece la transformación de la <> en <>. Así, el crecimiento de las urbes se planifica con criterios donde lo humano es secundario.

Esto, aunado a la situación política local y mundial, colocó en primer plano en la literatura y el arte venezolano el tópico del compromiso del escritor con la realidad y la situación imperante en ese momento. Grupos como Sardio,

El Techo de la Ballena, Tabla Redonda, La Pandilla de Lautréamont, plantearon sus estéticas y trabajos guiados por el compromiso ante lo social. El

Techo de la Ballena (1961-1968) desarrolla, dentro de los parámetros de la lxxv

estética de lo feo y la cotidianidad, una literatura urbana. Representantes de ello son: Juan Calzadilla –poesía- y y Adriano González

León –narrativa-. Siguiendo la línea propuesta por este grupo, desarrollando otras, ya sea en forma individual o grupal, , Hesnor Rivera,

Eddy Rafael Pérez, William Osuna, Julio Miranda y otros.

A continuación se presentan algunos de los rasgos elementales de la poética de los autores antes mencionados:

AUTOR RASGOS ELEMENTALES

JUAN - La ciudad como ente destructor y dominador, o sobre

CALZADILLA el hombre como víctima de ella.

(1931) - El yo se manifiesta en contra de la realidad, pese a

que lo somete y determina.

EUGENIO - La desaparición de los espacios urbanos conocidos y

MONTEJO transitados, espacios que se redimensionan por las

(1938-2008) vivencias y acaeceres personales, producen en el yo

un sentimiento de desarraigo, destierro y exclusión.

- La utilización de <> y <>

para calificar a las ciudades manifiesta una necesaria

idealización.

- El yo, víctima del entorno, se deshumaniza y se

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cosifica. Además, se inmoviliza y enmudece hasta

llegar a la insensibilidad. Se presenta al sujeto, al yo,

como un ente cosificado, despojado, vaciado de todo

rasgo humano, porque la ciudad imposibilita que el

hombre sea y se desarrolle en su auténtica

dimensión.

- Aparece un yo en contra de la ciudad.

HESNOR - Aborda lo urbano a través del hombre y su

RIVERA (1928- cotidianidad.

2000) - La ciudad existe por sus habitantes, y adquiere vida

gracias a ellos.

- Remite al lugar íntimo de cada lector.

- Muestra una actitud negativa y crítica, porque plantea

la deshumanización y la existencia de la gran

muchedumbre solitaria <

nadie>>, hecho característico de toda gran metrópolis

de la modernidad y que lo lleva a afirmar que por esa

causa <>.

EDDY RAFAEL Presenta la visión de una urbe desahuciada, abandonada,

PÉREZ (1949) lo que remite a la soledad e incomunicación del

conglomerado humano que se desenvuelve en el contexto

urbano. No hay sentimiento de pertenencia ni de arraigo.

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WILLIAM - Desarrolla lo cotidiano-urbano a partir de una visión

OSUNA (1948) negativa y terrible de la ciudad.

- El yo poético es un perdedor, un fracasado.

- La relación que establece con la ciudad es

ambivalente: manifiesta una actitud contraria, pero

emplea términos que demuestran, a su vez, armonía

y sentido de pertenencia.

- Exalta o magnifica al objeto poético, a la vez que lo

degrada o denigra.

JULIO - Aparece la ciudad como una presencia irreductible.

MIRANDA - Se desarrolla un discurso urbano sustentado en lo (1945-1998) conversacional y en lo cotidiano.

- Se manejan varias concepciones acerca de la ciudad:

la aglomeración humana que conduce a la

incomunicación y a la indiferencia; la ciudad nocturna

como otra donde afloran lo tenebroso, el peligro, lo

infame, la maldad, la crueldad y la muerte; los

habitantes de la ciudad son seres que viven al límite.

- El habitante de la ciudad, el individuo anónimo que la

transita y que la vive, es abordado desde una visión

oscura y pesimista, visión que se refuerza con la

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noche como leitmotiv.

- La noche urbana es tiempo de violencia, inseguridad

y angustia; tiempo que, bajo el primitivo instinto de la

conservación, lleva a buscar el refugio seguro de la

vivienda, de la intimidad, del espacio cerrado.

Por otro lado, vale decir que en la poesía venezolana de dicha época se destaca una tendencia fundacional, que a su vez se divide en dos bloques. El primero se caracteriza por aquellos poetas que se interesaron por las capacidades creadoras del lenguaje, entre ellos, Rafael Cadenas. En el segundo bloque, en el que se encuentra Ramón Palomares, trazaron propuestas estéticas novedosas, mantuvieron fuertes lazos con la tradición y asumieron lo telúrico y lo mítico como eje fundamental de su creación poética.

Ahora, continuando con la caracterización de la ciudad, un paisaje obligado es la autopista, esa especie de no lugar, espacio de tránsito, de paso rápido y deshumanizador. Esta vía refleja la opresión, la indiferencia, la impotencia del hombre frente a la ciudad. La rutina diaria depara, generalmente, la experiencia de un tráfico automotor lento, agobiante y de apariencia interminable. La autopista puede convertirse, en vez de una vía de comunicación, en un tormento. Esto puede evidenciarse en las obras de autores como Blanca Strepponi (1952), quien se detiene en lo cotidiano, encuentra lo poético en la casi descripción desnuda y directa del referente real,

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en lo exterior. Con lenguaje directo y despojado, con una intención casi fotográfica de presentar lo citadino, trabaja predominantemente la ciudad real.

Uno de los espacios que reelabora es la autopista, como se percibe en los poemas 7 a-m; Oh, my good; Still life; 7 p-m. En este último poema, el título es una referencia temporal que ubica al lector en un determinado momento urbano: el inicio de la noche (lo indica el título). Al mismo tiempo, el poema ubica al lector en un ámbito abierto (la autopista) en la primera parte del texto y en uno cerrado (los apartamentos) en la segunda parte. No hay ningún indicio de subjetividad ni de emoción o afectividad, sólo se describe; el receptor o lector, según su visión, completará el texto, descubrirá su poeticidad.

En otro orden de ideas, para darle continuidad al tratamiento cronológico de la poética urbana en Venezuela, llegamos a las décadas finales del siglo

XX, específicamente a una década donde la ciudad se hace poema (o tal vez sea al revés: se hace un poema de la ciudad): los ochenta. Por ello, y de acuerdo a los parámetros característicos de esta década, Yolanda Pantín

(1954) codifica lo urbano a través de referencias a ciudades concretas. Por ejemplo: en Las Ciudades Invisibles, texto que toma el título de la imprescindible obra de Italo Calvino, Verona es el punto de partida para concluir que <>.

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En Caracas Mortal se observa un recurso típico de la poesía contemporánea: un texto sin relación aparente con el título (la relación la establecerá el lector). La referencia es en ausencia, en oposición. La relación título-poema y la fragmentariedad de los versos contribuyen a la imposibilidad de aprehender la totalidad del significado del texto, característica ésta propia de la modernidad, que dota de hermetismo al precitado poema. Esto permite establecer, o reafirmar, que la visión que se tenga de la ciudad la construyen cada uno de sus habitantes por separado, no en colectivo.

Ya entrada la década de los noventa, la ciudad pasa a ser una imagen internalizada, que ha marcado de alguna u otra manera, y de forma más intensa, las primeras vivencias de los poetas de esta generación. Esto parece implicar que los conflictos ante lo urbano han sido mejor tolerados. Son poetas que no intentan imponerse a la ciudad, sino que se hallan en su pasaje natural.

Sin embargo, se observa que persiste la relación de amor-odio hacia ella.

También se manifiesta el pesimismo y el fracaso en su convivencia en ella, lo que pareciera ser una constante, algo así como “de nunca acabar”, pues siempre se expresa lo agradable que resulta vivir en una selva de concreto aunque le teme a las fieras que emergen de ella.

A modo de resumen: la temática urbana, dentro de la poesía contemporánea del siglo XX, adquiere relevancia a partir de la década de los sesenta. En la década de los ochenta, el discurso oficializado por los grupos

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Tráfico y Guaire, que se plantearon como objetivo poetizar lo cotidiano y cuyo referente directo era lo urbano, la calle, simplemente desarrollaron líneas ya presentes en nuestra poesía, las cuales habían sido trabajadas de forma aislada u ocasional.

Como objeto poético, este tópico ha sido abordado desde dos miradas y perspectivas:

1) La ciudad, como ente en sí, y desde esta posibilidad se ha codificado

una ciudad concreta, la real, y una ciudad abstracta, la fantástica, la de

la memoria, la del sueño, la ideal, las cuales se manifiestan a través de

distintas voces y percepciones.

2) La relación yo poético-ciudad, la cual se expresa desde una posición de

rechazo o de adaptación; también desde la ambivalencia, pues se

acepta y se rechaza a la vez. Esta relación, con cierta frecuencia, se da

dentro de parámetros propios del romanticismo: hay empatía entre los

sentimientos del yo y el paisaje urbano.

En consecuencia, queda a discreción de cada quien (es decir, a juicio de cada lector), definir cuál es su relación con la ciudad: se le ama o se le quiere, pero nada de ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario.

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CAPÍTULO III: RAMÓN PALOMARES Y RAFAEL CADENAS EN EL MARCO DE LA SOCIEDAD VENEZOLANA DE MEDIADOS DEL SIGLO XX

Los poetas venezolanos retoman y/o refuerzan la visión de lo urbano y lo rural en sus trabajos, puesto que forma parte del día a día de los ciudadanos y hombres de campo que habitan nuestro país. De aquí que, de la llamada

"Generación del Sesenta" o “Generación del 58” surgen poetas excepcionales: Rafael Cadenas, Francisco Pérez Perdomo, Juan Calzadilla, lxxxiii

Arnaldo Acosta Bello, Ramón Palomares, Caupolicán Ovalles, Hesnor Rivera.

Entre este grupo de poetas y grupos anteriores hay que situar a Juan Sánchez

Peláez, cuya obra reducida pero de intensa virtud visionaria y metafórica, de desgarrones existenciales y lirismo atormentado, reconoce como fuente la generación del sesenta.

¿Qué significa esto? Pues, que las temáticas precitadas fueron evolucionando a medida que los autores empezaron a pintar la realidad en todas las épocas, constituyéndose en fieles testimonios de las circunstancias que forjaron la personalidad del hombre y de la mujer en un medio social caracterizado por la buena fe y la solidaridad a pesar de estar signado por la miseria, la injusticia, la violencia y la lucha de clases. Esto quiere decir que esta línea poética dibuja dos visiones paralelas de dichos medios sociales: la primera, en el campo; y la segunda, en la ciudad.

Ahora, antes de hablar acerca de los dos poetas, cuyas poéticas son objeto de estudio de la presente investigación, conozcamos el marco de la sociedad venezolana de mediados del siglo XX.

Empecemos por ubicarnos cronológicamente: decir “mediados del siglo

XX” refiere a la década de los 50, mencionando a las de los 60 y 70 por añadidura. En esa época, el silencio es la circunstancia nacional, un duelo que se expande y se apodera de algunos intelectuales y escritores, como es el caso de Mariano Picón Salas, quien, entregado al hermetismo de las letras, no se

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deja escuchar en esos días en los que Laureano Vallenilla Lanz, ministro del

Interior, basándose en las ideas formuladas por su padre, hace las veces de ideólogo del concreto, a la vez que confecciona, a través de las páginas de El

Heraldo, con el pseudónimo de R.H., la prosa y las ideas del régimen:

Si algo caracteriza al actual régimen político de Venezuela es el tractor. El tractor es el mejor colaborador del gobierno, el más cabal intérprete del elevado y noble propósito de transformar el medio físico. El tractor con Bull Dozer se convierte en personaje familiar de los venezolanos, como otrora lo fuera el burro de carga. Es un símbolo de la patria moderna que se está plasmando, un símbolo tan respetable como el caballo del Escudo Nacional y que ya ha hecho historia (…) El tractor es el símbolo del gobierno.

Elisa Lerner, integrante del grupo Sardio, dijo una vez que <>. Vale recordar brevemente que Sardio, formado desde 1956 , contaba entre sus integrantes, aparte de ella, a Adriano González León, Rodolfo Izaguirre, Guillermo Sucre,

Luis García Morales, Ramón Palomares, Rómulo Aranguibel y Manuel

Quintana Castillo, entre otros. También hay que destacar que a esa época pertenece también Tabla Redonda, formado por Manuel Caballero, Rafael

Cadenas, Jesús Sanoja Hernández, entre otros. Ambos grupos, desde la clandestinidad, se prestarán para discusiones, encuentros, lecturas y, por supuesto, la acción que llevó a muchos de ellos, como Guillermo Sucre, Rafael

Cadenas, Manuel Caballero o la misma , a la cárcel o el

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interrogatorio, el mismo al que había sido sometido Juan Liscano en 1953 por

Pedro Estrada.

No veía el trasfondo político de aquello, ni entendía las razones que motivaban ese golpe, ni tampoco me daba cuenta de los errores que pudo cometer Gallegos en el manejo de los militares, sino que de una manera emocional reaccioné, y desde el momento de la detención de Gallegos empecé a ponerme en contacto con la gente de la resistencia. Gustavo Machado se escondió varias veces en mi casa, y poco a poco fui como arrastrado, por la pendiente misma de la circunstancia, hacia una actividad más estrecha con los sectores de la oposición de la dictadura (…) Yo estuve al lado de Ruiz Pineda hasta el día de su muerte, en octubre de 1953; y después de su muerte la Seguridad Nacional me convocó al despacho, me aplicó una especie de tratamiento psicológico para lograr un resquebrajamiento de carácter moral y, en vista de que resistí el tratamiento, el mismo Pedro Estrada me invitó a salir de Venezuela, no a Latinoamérica, sino a Europa.

Largos años pasan en la cárcel o el destierro jóvenes periodistas como

Ramón J. Velásquez o Simón Alberto Consalvi, quien asume que durante aquellos años <>. Se trataba, sin duda, de una lucha clandestina en la que cualquier desliz privaba de la libertad o la vida y a la que, sin embargo, concurren factores de todos los componentes de la vida nacional, en especial el estudiantil.

En 1957, con la creación de la Junta Patriótica, Guillermo García Ponce y Pompeyo Márquez continúan la resistencia que han venido librando desde los comienzos de la dictadura perezjimenista, y que ahora fortalecen con una propuesta unitaria a la que terminan incorporándose URD, COPEI y AD, esta

última a pesar de la negativa de Rómulo Betancourt para aliarse con las actividades comunistas. En las gestiones para coordinar las actividades se lxxxvi

unen y Alfredo Tarre Murzi, así como también los jóvenes

Teodoro Petkoff y Douglas Bravo. Rafael Caldera, en aquel momento el único líder político que no pasa a la clandestinidad, es detenido por la Seguridad

Nacional, provocando así reacciones en la opinión pública internacional, la cual tuvo noticia del arresto gracias al boletín de la Junta Patriótica. Además de la detención del líder socialcristiano, otros episodios enturbian la relación entre la dictadura y la Iglesia.

A raíz de una nota publicada por Vallenilla Lanz, titulada <>, en El Heraldo, el presbítero Monseñor Hernández Chapellín contesta, desde las páginas del diario La Religión, a los señalamientos que hace el ideólogo del régimen. Sus opiniones le valen la destitución como capellán del ejército, pero no por ello Hernández Chapellín detiene la discusión editorial, por la cual será citado al despacho del Interior por el mismo Vallenilla

Lanz. En la calle, el Frente Estudiantil y la Junta Patriótica organizan una protesta en contra del plebiscito con el cual Marcos Pérez Jiménez aspira mantenerse en el poder.

A los pocos días, se ordena el cierre de la Universidad Central de

Venezuela (UCV), medida ante la cual reaccionan los universitarios, quienes realizan una huelga estudiantil y ponen a circular un manifiesto al que le sigue la toma de posición pública por parte de los profesores de la Universidad

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Católica Andrés Bello (UCAB), rechazando los atropellos de los cuales han sido objeto tanto ellos como sus alumnos.

Son nueve las peticiones que se publican, a manera de manifiesto, en el diario El Nacional del 19 de enero de 1958, pliego público respaldado por las firmas de Mariano Picón Salas, Vicente Emilio Sojo, José Nucete Sardi, Vicente

Gerbasi, Miguel Acosta Saignes, Oswaldo Vigas, Lucila Palacios, entre otros intelectuales y creadores. El día 21 de enero se realiza la huelga general convocada por la Junta Patriótica. Finalmente, el 23 de enero de 1958, Marcos

Pérez Jiménez sale al exterior como presidente depuesto.

En los meses siguientes regresan al país los líderes que se encontraban en el exilio. Venezuela está a las puertas del pacto social y político que permitirá, con sus quebrantos, la sucesión de cuatro décadas de vida republicana. El año 1952, cuando Pérez Jiménez tomó definitivamente el poder, Mario Briceño Iragorry tenía un año de haber escrito un ensayo, una misiva -que en esos años parece naufragar-, que es a la vez mirada y examen del país que camina, desorientado y a tientas, desde un pasado difuso hacia un presente incierto.

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Lamentablemente andamos lejos de gozar la recia posición constructiva que nos ponga en posesión de aquellos instrumentos de educación cívica. Se rinde culto a los hombres que forjaron la nacionalidad independiente, pero un culto que se da la mano con lo sentimental más que con lo reflexivo. (…) Puede decirse que hemos tratado la historia de fuera con preferencia a las razones y a los sentimientos que movieron a hombres y a hechos. Hemos visto más la liturgia de las efemérides que el permanente valor funcional de la Historia como categoría creadora de actos nuevos.

En su Mensaje sin destino, Mario Briceño Iragorry escribe que el pueblo se halla frente a <>, la que parece haber llegado –como los exiliados, como la democracia- a la vida de los venezolanos.

Posteriormente, con la llegada de los 60, comenzaron los incendios, llamas que prometían nuevos y mejores fuegos. Justo en 1960 (el año en el cual John Fitzgerald Kennedy (J.F.K) fue electo como presidente de EE.UU y

Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir viajaban a Cuba para conocer la

Revolución de Fidel Castro), Salvador Allende visitaba Caracas como senador y presidente del Frente de Acción Popular de Chile para participar en el

Congreso Democrático organizado por Rómulo Betancourt, quien, desde la silla presidencial, estrenaba así la recién inaugurada democracia acordada por

Unión Republicana Democrática (URD), el Comité de Organización Política

Electoral Independiente (COPEI) y Acción Democrática (AD) en el Pacto de

Punto Fijo. Luego de casi una década de resistencia contra la dictadura, el

Partido Comunista de Venezuela (PCV) y los factores de izquierda habían sido

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excluidos del acuerdo de gobernabilidad asumido por el país tras el desmoronamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Desde 1958, un brote de publicaciones, palabras e ideas –antes reservadas, leídas acaso en voz baja- inundaron las lecturas de los venezolanos. Simón Alberto Consalvi, quien regresaba del exilio ocasionado por la resistencia y Ramón J. Velásquez, también de regreso, pero en este caso de la cárcel a la cual lo había mandado Marcos Pérez Jiménez, emprendieron la tarea de dirigir El Mundo, un periódico de la tarde que vendría a sustituir El Heraldo, vocero del régimen depuesto. Desde ese entonces circulaban, gracias a la holgura que permitía la libertad de prensa, los primeros números de la revista del grupo literario Sardio, integrado por Adriano González

León, Luis García Morales, Guillermo Sucre, Gonzalo Castellanos, Elisa Lerner,

Salvador Garmendia, Rómulo Aranguibel, Rodolfo Izaguirre, Manuel Quintana

Castillo, Edmundo Aray, Ramón Palomares, Francisco Pérez Perdomo, Efraín

Hurtado, Héctor Malavé Mata y Antonio Pasquali.

En su primer Testimonio –así se llamaban sus editoriales-, además de la propuesta de un nuevo precepto estético que exaltaba una literatura y un arte universales, se promulgaba la necesidad de asumir una posición de cara al país que les sobrevenía:

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Pero si ayer fuimos militantes y artistas en la excepcional aventura de la Resistencia Nacional, hoy sólo aspiramos, sin abandonar personales compromisos civiles, a asumir una actitud crítica y orientadora en medio de la vertiginosa dinámica que hoy vive la patria. No pretendemos ser políticos dirigentes, pero sí aceptar nuestra obligante condición de escritores y artistas (…) La inteligencia es un compromiso más grave y dramático. El intelectual es un ser admonitorio y polémico, capaz en ocasiones de ir contra la corriente a fin de señalar abismos e injusticias.

Mientras Sardio enaltecía el valor de la libertad civil, en las páginas de El

Nacional Alejandro Otero y Miguel Otero Silva libraban –desde 1957- una de las polémicas más importantes de las artes visuales en Venezuela: la abstracción versus figuración, la cual, si bien había sido protagonizada por

Miguel Arroyo y César Rengifo en 1948, no sólo puso de manifiesto la maestría de quienes intercambiaban opiniones, sino también las lecturas políticas –e ideológicas- en el hecho creador. El debate, cuya significación va más allá del hecho estético, encontró su razón en la crítica realizada por Alejandro Otero al veredicto del Salón Oficial de 1957, en el cual los artistas figurativos fueron favorecidos por el jurado, en detrimento de los abstraccionistas.

Otero Silva, quien asumió la defensa del realismo social –su mayor referencia en Latinoamérica se encuentra en el muralismo mexicano y en

Venezuela con Gabriel Bracho y César Rengifo-, calificó el abstraccionismo como un arte evasivo al señalar que “es una fórmula comprensible apenas para un cenáculo iniciado y minoritario, que niega al hombre y a la tierra, que no

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quiere saber nada del pueblo ni sus angustias, que pretende sustituir a la emoción artística por la apreciación cerebral de la obra”.

Gli intellectuali e l’organizzazione della cultura cumplía once años de haber sido editada y a pesar de que Antonio Gramsci había muerto en 1937, la publicación de sus obras –escritas en su mayoría mientras cumplía la condena de prisión a la cual lo había confinado el partido fascista italiano- ponía en el panorama la filosofía de la praxis aplicada al marxismo. Para Gramsci, la realidad humana estaba arraigada, orgánica y dialécticamente, en el mundo y en la cultura, de allí su insistencia en comprenderla; por ello, para él, la filosofía de la práctica o <> fue, precisamente, la herramienta surgida del pensamiento y la acción que entraría a revisar los postulados del marxismo oficial, faltos de respuestas según Gramsci.

De esa matriz de pensamiento surge la idea del intelectual orgánico, el cual, precisamente para ser un intelectual, debía vincularse con el mundo del trabajo, donde los trabajadores físicos e intelectuales formaban parte de una misma fuerza, de un mismo bloque. El sustrato de estas proposiciones hace las veces de un telón de fondo histórico para muchas de las discusiones que había adelantado la izquierda intelectual que asistiría a las discusiones planteadas por Herbert Marcuse, Louis althuser, Theodor Adorno y Walter Benjamin.

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Hasta ese entonces Sardio y Tabla Redonda se alzaban como los dos grupos literarios –la mayoría de sus integrantes se habían formado en los li- ceos Fermín Toro o Andrés Bello o en el Instituto Pedagógico- cuyos preceptos estéticos habían cuajado durante los años de resistencia dictatorial y ahora emergían resoplando con la furia de las vanguardias. Ellos, sus integrantes, comenzaron a reunirse en aquella década que, si bien es cierto, según Elisa

Lerner, <>, fue también un período en el que la resistencia estuvo cargada de augurios, grietas que, esparcidas en el concreto, descubrían otros brillos. En 1951 Juan Sánchez Peláez publicó Elena y los elementos; se editó el libro Poemas de , quien, en los tempranos años 50, desde las páginas de El Nacional hablaba del abstraccionismo geométrico que ocupaba los debates de Los Disidentes en

París.

En aquella Venezuela, aparentemente idílica, un paraíso del urbanismo y la violencia nocturna que sacaba de sus camas a los ciudadanos en la madrugada para llevarlos a los calabozos, Oswaldo Trejo y Adriano González

León publicaron sus primeros libros. Fue en esa mudanza de un país asfixiado a la promesa de otro mejor, en 1959, cuando Salvador Garmendia edita su primer libro bajo el sello de Sardio, cuyos miembros, al igual que los de Tabla

Redonda, habían sido llevados de visita a la Seguridad Nacional, también a la larga prisión y al exilio, y ahora tocaban a las puertas de la democracia con sus palabras.

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Tabla Redonda, conformado por Rafael Cadenas, Darío Ganclini,

Arnaldo Acosta Bello, Jesús Enrique Guédez, Samuel Villegas, Manuel

Caballero, Jesús Sanoja Hernández y, colateralmente, José Vicente Abreu y

Jacobo Borges, era en su mayoría de pensamiento marxista y su proposición se concentraba en la necesidad de transformar el lenguaje.

El 24 de junio de 1960, Rómulo Betancourt fue víctima de un atentado en la avenida Los Símbolos y aunque las investigaciones arrojaron más tarde la participación de Rafael Leonidas Trujillo en el intento de magnicidio, en las pantallas de los televisores, en aquel entonces pequeñas cajas en blanco y negro ubicadas en las salas de sus hogares, los venezolanos veían al

Presidente con las manos alzadas, envueltas en gasas debajo de las cuales la carne calcinada se alzaba como metáfora de los años próximos, esos años que no tardarían en aparecer llenos de sangre y llamas.

En 1961, el lunes 26 de julio –siete días antes de que Ernest Hemingway pusiera fin a su vida de un disparo- se registró el alzamiento militar en el

Cuartel Freites, conocido como EL BARCELONAZO, en el cual una fracción del ejército, declarándose en contra del gobierno de Betancourt, iniciaba la primera manifestación de las sucesivas divisiones y conjuras dentro del ejército. Un mes más tarde, después de once horas de debate, la Cámara de Diputados del

Congreso Nacional allanaba la inmunidad de Teodoro Petkoff –parlamentario

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por el artido Comunista de Venezuela-, por la presunción de participación en hechos de alteración del orden público.

En 1960, las autoridades cubanas habían fundado la Casa de las

Américas, institución destinada al diálogo con escritores, intelectuales y artistas. En julio de ese mismo año apareció la revista homónima, dirigida por

Antón Arrufat y Fausto Masó, la cual habría de impulsar lecturas, debates, tendencias, revisiones. Escribe al respecto Carlos Monsiváis en Aires de

Familia.

La década de los sesenta es el escenario del auge de la izquierda intelectual, y es una meta importantísima publicar en Casa, ser jurado o ganador de sus premios (…) Casa se convierte en el centro agitador de la intelectualidad de izquierda y su mensaje cunde y es creído: la utopía existe y su primera manifestación es Cuba. La estrategia de Casa es inequívoca: asumir que América Latina está dividida en pro o en contra de la Revolución, y suministrar elementos de combate intelectual. (…) La militancia se predica y exige.

Sin embargo, en ese año 1961, el de <>, la simpatía profesada hacia los intelectuales por parte del régimen cubano – que había tenido que hacer frente a la invasión a Bahía de Cochinos y ostentaba su recién declarada filiación marxista-leninista- comenzaría a mostrar sus opacidades. En junio, tras una serie de encuentros en la Biblioteca Nacional de

La Habana con los intelectuales cubanos, Fidel Castro pronunció la frase, casi

épica, cargada de un sentido de orden y posteridad para su auditorio: <>.

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En el contexto de aquellas reuniones, surgió también la polémica provocada por el documental Mégano, de Orlando Jiménez-Leal y de Sabá

Cabrera, hermano de Guillermo Cabrera Infante, un corto que celebraba La

Habana y la noche sin la más mínima referencia a la nueva moral instaurada por el régimen. La película fue prohibida y, tiempo más tarde, Lunes de

Revolución, suplemento cultural del diario Revolución, el cual era dirigido por

Sabá Cabrera, fue definitivamente clausurado. ¿Cuáles eran los derechos de los escritores y artistas cubanos?: <

Revolución nada>>.

También en 1961, cuando se promulgó la Constitución venezolana, aparecía el primer manifiesto de El Techo de la Ballena, conformado por

Caupolicán Ovalles, Juan Calzadilla, Edmundo Aray, Adriano González León,

Francisco Pérez Perdomo, Carlos Contramaestre, Efraín Hurtado, Dámaso

Orgaz, Daniel González, Jacobo Borges, Fernando Perán Erminy, entre otros.

El Techo de la Ballena estaba integrado, en su mayoría, por los miembros del grupo Sardio, el cual se había disuelto, entre otros factores, por uno en particular en el cual coinciden algunos de sus miembros: sus posiciones adversas respecto a la Revolución Cubana. <>, comentó en su momento

Fernando Perán Erminy, quien formó parte de ésa, la algrupación que apostaría a la provocación política y estética.

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Una nueva generación de intelectuales hacía su entrada a la escena creadora, mientras aquéllos, los que les antecedían, ocupaban lugares clave dentro de la vida cultural y política nacional. Miguel Otero Silva, como director del diario El Nacional, a la vez que se convertía en referencia y motor de importantes discusiones, adelantaba la cobertura del desembarco que hacían, en Bahía de Cochinos, los cubanos disidentes, lo cual no sólo le costó al matutino la suspensión de la pauta publicitaria por parte de los miembros de la

Asociación Nacional de Anunciantes (ANDA) - la Revolución Cubana como hecho noticioso enturbiaba el pacto informativo tácito por la salud de la democracia venezolana, asediada ya por la izquierda -, sino también el cargo a

Otero Silva.

Si bien es cierto que su determinación de mantener la línea editorial a pesar del boicot – un proceso de duros sacrificios -, el 14 de marzo de 1963

Otero Silva, en un gesto simbólico, cedió la jefatura de El Nacional a Raúl

Valera. Apenas ocho años atrás, Otero Silva había publicado Casas Muertas, que en 1961 vio su continuación literaria en Oficina Nº 1.

Ambas novelas componen un puente que conecta dos momentos de una misma nación. La primera, retratada en la imagen del pueblo Ortiz, que va cediendo en decrepitud, haciéndose olvido mientras cae a pedazos, como la vida rural; la segunda, una Venezuela que despierta, sobresaltada por el petróleo, a la vida urbana. Una mujer conecta estos dos libros: Carmen Rosa,

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un personaje que, como la generación de Otero Silva, atraviesa esas dos historias, esas dos Venezuela.

Entre las fechas de Fiebre y Oficina Nº 1, la producción petrolera del país pasó de aproximadamente 300.000 barriles diarios a 3.000.000 y la ciudad de Caracas, que era una aldea de poco más de cien mil habitantes, se constituyó en una ciudad de un millón de pobladores. Lo que hace justamente la diferencia entre la generación de Otero Silva y las posteriores radica en que los primeros fueron los que vieron íntegro el proceso transformador. Nacieron y se formaron intelectualmente en un país y en la edad adulta desembocaron en otro, diametralmente distinto, tan aceleradamente edificado que ni pudo modificar la toponimia urbana de típica raigambre pueblerina.

Escribe Ángel Rama sobre el periodista, escritor y político que en 1963 fue designado como <>, aquel cuyo voto sería el encargado de hacer equilibrio en los debates de las cámaras parlamentarias entre las facciones opositora y oficialista. En aquel año, el que correspondía a la fiebre de la pólvora en Venezuela, Otero Silva hizo las veces, como muchas otras a lo largo de su vida, de la bisagra que evitaría el portazo o el desprendimiento de las puertas en el medio del ventarrón.

Juan Liscano, quien en 1948 había organizado el festival folclórico en el

Nuevo Circo – hoy clave para rastrear una historia de la cultura popular en

Venezuela – y había sido invitado a salir del país durante la dictadura de Pérez

Jiménez por adelantar labores de resistencia, una vez de regreso del exilio, se erigió como la voz de la discusión: se trataba de un pulcro polemista, fiel a su espíritu crítico. Fue él quien, a pesar de haber mantenido una cierta relación cordial con el Partido Comunista de Venezuela en las faenas contra la

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dictadura, en su condición de hombre socialdemócrata, encabezó a comienzos de 1960 un debate con Héctor Mujica acerca del idealismo y el materialismo como filosofías contrapuestas.

Esos textos, recopilados en Tiempo desandado (1964), ponían de manifiesto la tendencia de Liscano a rechazar y marcar distancia con el pensamiento comunista, de la misma forma en que lo había hecho en 1959 con

Tabla Redonda, cuya revista calificó de publicación partidista y de <>; en 1962 con El Techo de la Ballena y, posteriormente, en 1964 con el grupo En Letra Roja, integrado por miembros dispersos de El Techo de la

Ballena y Tabla Redonda. En Liscano prevaleció una advertencia, una lucha, una constante crítica <>.

De aquéllas, sus duras opiniones, se mantiene vivo el andamiaje analítico que hoy, después de la tormenta, es reconocido por quienes fueron, en aquellos años, sus contrincantes en la lucha sobre el papel.

Esos albores, los que inauguraban la década de los 60, fueron tiempos de regreso para quienes o bien habían salido del país o, dentro de él, habían preferido mantenerse al margen. Tal fue el caso de Arturo Uslar Pietri quien, tras una discreta presencia durante la dictadura de Pérez Jiménez – luego de su regreso de EE.UU. con la caída del gobierno de Gallegos, el autor de

Lanzas Coloradas se mantuvo en la Publicidad ARS junto a Carlos Eduardo

Frías y desde 1953 ocupó la pantalla chica de la Televisora Nacional con su

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programa Valores Humanos -, regresó al ruedo público, primero como senador del Congreso en 1961 y luego como candidato presidencial en 1963, una contienda de la cual saldría victorioso Raúl Leoni y en la cual Uslar Pietri se presentaba como una opción política independiente. Sin embargo, el intelectual que había pregonado la necesidad de <> no logró alzarse en los escrutinios. , quien había formado parte del servicio diplomático del régimen de Marcos Pérez Jiménez, regresó también a

Venezuela, entre las miradas de quienes lo acusaban de haber colaborado con la dictadura.

Existe en estos años una historia distinta, un nombre que es evocado hoy en día con una nostalgia tipográfica. Se trata de un personaje cuyos regresos nunca fueron definitivos, así como tampoco lo fueron sus ausencias.

A mediados de 1951, don Mariano Picón Salas vivió de nuevo en Caracas, un retorno al país, es cierto, pero también a las aulas para impartir sus cátedras de

Literatura e Historia del Arte en la Universidad Central de Venezuela. Tras la publicación de su libro Dependencia e Independencia en la Historia

Hispanoamericana, tomó el timón de Papel Literario, suplemento literario de El

Nacional. Una vez finalizados aquellos diez años de silencio en Venezuela, su firma encabezó el Manifiesto de los Intelectuales contra la dictadura militar de

Marcos Pérez Jiménez, un gesto a raíz del cual Picón Salas se incorporó de nuevo a la arena pública.

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Mientras en Venezuela se aprobaba la nueva Constitución, Mariano

Picón Salas era designado como Académico de la Real Academia de la

Historia de España y, a mediados de 1963, luego de haber sido embajador en

México, regresó a Caracas para ocupar la Secretaría de la Presidencia de

Rómulo Betancourt, en sustitución de Ramón J. Velásquez.

Por otra parte, en otro contexto, e igualmente por aquellos años, los integrantes de El Techo de la Ballena emiten (en su primer manifiesto del 24 de marzo de 1961) las siguientes palabras en referencia a la situación del país, tanto a nivel político como a nivel sociocultural:

Es necesario restituir el magma, la materia en ebullición, la lujuria de la lava (…) demostrar que la materia es más lúcida que el color, de esta manera lo amorfo cercenado de la realidad todo lo superfluo que la impide trascenderse supera la inmediatez de la materia como medio de expresión haciéndola no instrumento ejecutor pero sí médium actuante que se vuelve estallido impacto, la materia trasciende la materia se trasciende (…) los ritmos tienden al vértigo, eso que preside el acto de crear que es violentarse –dejar constancia de que se es porque hay que restituir el magma en su caída.

Ese mismo año (1961), expondrían El homenaje a la cursilería, muestra en la cual ridiculizaban la figura de Rómulo Betancourt. Al mismo tiempo, del otro lado del Atlántico, Alemania del Este construía el Muro de Berlín.

El tiempo de aquellos días no era tiempo, sino ráfaga de asombro y ametralladora. El año 1962 comenzaba con las garantías suspendidas, medida

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que no evitó que el Batallón de Infantería de la Marina y el destacamento 77 de la Guardia Nacional tomara Carúpano y se declarara en rebeldía contra el régimen constitucional; tampoco evitó que, apenas dos meses más tarde, en

Puerto Cabello, dos capitanes asaltaran los cuarteles de la Digepol, este último incidente se conoce como El Porteñazo, la mayor sublevación militar contra

Betancourt, quien en ocasión de la celebración de su tercer año de gobierno había dicho, en medio de un mitin en El Silencio: <>. En las páginas de un periódico, un sacerdote – monseñor Luis María Padilla – sostiene en brazos a un soldado herido. A su alrededor, los charcos de lluvia reciente se confunden con pozos rojos. Detrás de los dos hombres, se alza un establecimiento que responde al nombre de

Carnicería La Alcantarilla. La calle luce desoladora, la imagen también.

Esa foto, publicada en el diario La República, le valió al reportero gráfico

Héctor Rondón el premio Pulitzer en 1963 y al país un retrato de familia en el cual la mayoría de los ciudadanos de la Venezuela de los 60 se vieron capturados, en esa, la carnicería que salpicaba la vida nacional y cuyo hedor llegó también a un local ubicado en la calle Villa Flor Nº 16 de Sabana Grande.

Homenaje a la necrofilia, muestra plástica de Carlos Contramaestre inaugurada el 2 de noviembre de 1962, como una de las primeras manifestaciones del informalismo venezolano, pero también una metáfora, con todo y sus pellejos.

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El Techo de la Ballena, inspirado en el surrealismo, la reivindicación de la furia inconsciente, la renovación estética y el compromiso ideológico del artista, extendía a la opinión pública su tarjeta de presentación, ¿o provocación> El país se escandalizaba, pero ¿cuál era la diferencia entre los cadáveres de Contramaestre y los cuatrocientos apilados en Puerto Cabello tras el bombardeo aéreo y la rendición de los conjurados de El Porteñazo?

El Techo de la Ballena cree necesario ratificar su militancia en una peripecia donde el artista y el hombre se jueguen su destino hasta el fin. Si para ello ha sido necesario rastrear en las basuras, ello no es sino consecuencia de utilizar los materiales que un medio ambiente, expresado en términos de Democracia constitucional, nos ofrece (…) De allí los desplazamientos de la ballena. Como los hombres que a esta hora se juegan a fusilazo limpio en la sierra, nosotros insistimos en jugarnos nuestra existencia de escritores y artistas a coletazos y mordiscos.

Así cierra entonces su segundo manifiesto, publicado en el número de la revista Rayado sobre el Techo correspondiente al mes de mayo de 1963.

En ese país que lucía viejo en apenas su cuarto año de democracia, surgieron grupos literarios como Trópico 1, Contrapunto, Apocalipsis y 40

Grados bajo la Sombra, estos dos últimos radicados en el estado Zulia. En aquel país enrojecido, con su costado sobre las brasas de las llamas que prometían nuevos y mejores fuegos, los integrantes de El Techo de la Ballena se apropiaban del lema de Marx de cambiar la sociedad y el de Rimbaud de cambiar el mundo.

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El vértigo de la cultura de masas resoplaba con furia, a la vez que el movimiento hippie de desapego y liberación multiplicaba adeptos y militantes.

Andy Warhol y Roy Liechtenstein se erguían como íconos del Pop Art. La desmitificación de la obra de arte, a partir del <> de Marcel

Duchamp, asistía ahora a otro punto de inflexión: la mímesis con lo popular, la repetición y su saturación. A diferencia de las vanguardias modernas, éstas tenían por certidumbre el consumo, pero también nuevas reflexiones sobre las teorías del poder.

En 1965 Michel Foucault había editado Las Palabras y Las Cosas, y

Herbert Mancuse se alzaba como el padre de la Nueva Izquierda y los movimientos estudiantiles. Los frankfurtianos Walter Benjamin y Theodore

Adorno entraban a revisar la realidad cultural con las herramientas de la teoría crítica. En 1964 Marshall McLuhan escribió La comprensión de los medios como las extensiones del hombre, libro en el cual conceptúa la estructura establecida a partir del modelo perceptivo de los medios de comunicación de masas: <>. Un año más tarde, inserto dentro de la corriente frankfurtiana, Antonio Pasquali publicó Comunicación y cultura de masas. La historia es ésta; el mundo es otro.

Mientras en Venezuela comenzaba tímidamente el gesto de alzar los brazos en algunos sectores de la izquierda, en Cuba, un poeta intentaba acomodarse en la celda a la que había sido confinado. Su nombre era Heberto

civ

Padilla, quien en 1968 desencadenó un escándalo político a raíz del premio que le otorgó el Sindicato de Escritores Cubanos por el libro Fuera de Juego, cuyos versos – sumados a algunas opiniones emitidas por Padilla – le ocasionaron la orden de encarcelamiento aprobada por Fidel Castro, quien, en

1968, en el Primer Congreso Cultural de La Habana, se dirigió a su auditorio diciendo:

Los imperialistas dirán tal vez que esto es un Vietnam en el campo de la cultura; dirán que han empezado a aparecer las guerrillas entre los trabajadores intelectuales, es decir, que los intelectuales adoptan una posición cada vez más combativa.

Tiempo después, y tras la humillante alocución en la cual Padilla se retractó de sus palabras, se le permitió al poeta abandonar el país y emigrar a

Estados Unidos, donde murió en el año 2000. Parecía entonces que en Cuba la tierra no era del todo fértil para sembrar ideas. Envueltos por el signo del desarraigo, los escritores se convirtieron en la brizna de una diáspora intelectual. Para hacer literatura, parecía indispensable abandonar Cuba. El que hoy se conoce como el <> produjo el divorcio de muchos intelectuales latinoamericanos, quienes, a través de un manifiesto, marcaron distancia con la Revolución Cubana. Ese año, un grupo de setenta y cuatro intelectuales de América Latina y Europa hicieron llegar a Fidel Castro una carta para notificarle la consternación que producía en ellos el arresto de

Padilla.

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La misiva estaba suscrita por Carlos Barral, Simone de Beauvoir, Italo

Calvino, Julio Cortázar, Marguerite Duras, Hans Magnus Enzensberger, Carlos

Fuentes, Juan García Hortelano, Jaime Gil de Biedma, Juan Goytisolo, Juan

Marsé, Alberto Moravia, Luigi Nono, Octavio Paz, Rossana Rosanda,

Francesco Rosi, Jean Paul Sartre, Jorge Semprún, Susan Sontag y Mario

Vargas Llosa. Sin embargo, la suerte del poeta estaba echada.

El año 1968 incendió el calendario. Apareció en medio de la historia como una alcabala. <

Toutes les potos>>, el ejemplar número 998 del París Match, correspondiente a la semana del 15 al 22 de junio de 1968, luce hoy amarillento. Sus esquinas dobladas parecen un testimonio de las manos que hace más de treinta años debieron abrirlo rápidamente para leer los acontecimientos ocurridos durante esa primavera en París.

Hay que tener cuidado con el lomo de la revista, que cruje al pasar las páginas donde se ven las fotografías de marchas de estudiantes y obreros; de jóvenes en minifalda, quienes con sus ojos delineados, con un aire encapsulado de otros tiempos y una belleza parecida a la de Twiggy, alzaban pancartas solidarias con la revolución estudiantil; gráficas nostálgicas, como la que se despliega en las centrales y muestra el anfiteatro de la Sorbona lleno de estudiantes con afiches de Mao Tse-Tung, uno de ellos sentado sobre la cabeza de una estatua del cardenal Richelieu, mientras critican y proponen

cvi

tribuna abierta y el Premio Nobel Jacques Monod trata de calmarlos, siendo relevado más tarde por Jean Paul Sartre; leyendas que enmarcan las instantáneas de calles, adoquines, barricadas; en la página 78, un beso en blanco y negro entre un obrero y una estudiante.

Pero hay una foto en particular en la que hay que detener la mirada: se trata de un compadrazgo , un abrazo de tres hombres – los tres líderes de aquella jornada – que marchan por el bulevar de Saint-Germain: Alain Gesmar, en aquel entonces de 29 años; Jacques Sauvageot, de 25 y Daniel Cohn-

Bendit, de 23.

Es 1968 el año de las fotografías de jóvenes, unos enarbolando banderas rojas; otros, apilados en una columna de cadáveres. Es ése un sufijo de mito y fiebre que hoy vuelve al presente con el crujir de las páginas viejas.

Por otra parte, de las montañas bajan ya los insurrectos luego de que el

Partido Comunista de Venezuela (PCV) decidiera abandonar la lucha armada para participar en las elecciones y Rafael Caldera organizara el Comité de

Pacificación. La izquierda venezolana aceptaba la derrota, que aún hoy es objeto de revisión y reflexión:

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El error de la línea insurreccional abortó un proceso de desarrollos democráticos. Había fuerzas suficientes para enfrentar la represión betancourista de aquellos años y, lo digo sin ánimo de augur, existían todas las condiciones para derrotarlo y abrir otras perspectivas al país. La lucha armada bloqueó esas perspectivas e hizo retroceder a Venezuela a épocas de barbarie.

Escribía Pompeyo Márquez de la década de la cual fue protagonista junto a Teodoro Petkoff, quien publicó en esos años dos libros capitales para el pensamiento político de los tiempos que sobrevendrían: Proceso a la izquierda

– el cual obtuvo respuesta en La izquierda y su proceso, de Moisés Moleiro – y

Checoslovaquia. El socialismo como problema. Teodoro Petkoff, quien veinte años más tarde, en la segunda presidencia de Rafael Caldera, terminaría siendo el ministro de Cordiplan, fundó, junto con otros disidentes del PCV – entre ellos Pompeyo Márquez y Manuel Caballero – el Movimiento Al

Socialismo (MAS), el cual representó no sólo una proposición crítica a la izquierda y sus errores, sino también un espacio para intelectuales y figuras del pensamiento venezolano.

En el país, prominentes hombres de letras de la vieja guardia de la izquierda, como Miguel Otero Silva, convivían entonces con los que se perfilaban como los nuevos dirigentes dentro de esa tendencia. En un país que amanecía despedazado en las primeras páginas de los diarios, ¿existían debates o polémicas de tipo ideológico entre las distintas generaciones de intelectuales? Al menos, como señala Teodoro Petkoff, esta coexistencia, asediada en el campo nervioso de la pólvora y el conflicto, no dejó espacio

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para debate alguno sobre ese socialismo que avanzaba a la vez que parecía demolerse a sí mismo y a quienes lo seguían. Petkoff, quien emprendió una labor de análisis de la izquierda, ve en esos años una aridez en el terreno de las lecturas y las discusiones.

Recoger los fusiles; también el magma. Muchos de los integrantes de la izquierda intelectual más radical pasaron a ocupar puestos en la administración pública que habían combatido, como fue el caso de Caupolicán Ovalles y

Francisco Pérez Perdomo, quienes terminaron formando parte del equipo del

INCIBA (Instituto de Cultura y Bellas Artes). Casi cuarenta años más tarde, en un Congreso de Balleneros y Nadaístas celebrado en Trujillo, en 1999, Juan

Calzadilla dijo: <

Rimbaud al de Marx. Ambos se equivocaron. El Techo también.>>. Hoy, como quienes sacan los arpones de sus costados al leérseles esta frase y preguntarles el equívoco del cetáceo, los balleneros responden, algunos con vehemencia; otros, con franca desilusión:

Menos mal que perdimos porque, de haber logrado algo, hubiese sido un desastre como el actual – Perán Erminy no hace pausas, habla con decisión -. Teníamos un desorden ideológico, muchos llegamos a conocer tardíamente a Gramsci. Decíamos <

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Para responder la misma pregunta sobre los equívocos, sobre Marx y

Rimbaud, sobre la derrota y el recogimiento de muchos escritores e intelectuales durante los años venideros, los de la década de los 70, Adriano

González León recurre, de nuevo, al gesto de marcar las comas y los puntos donde deben ir, como si en lugar de hablar dictara:

Rimbaud hablaba de cambiar el mundo y Marx de cambiar la sociedad. Rimbaud era más exigente y los del Techo de la Ballena, más que los dos, y quizás, por eso, aún no hemos logrado lo que nos propusimos (…) En 1970 vino un espíritu de reflexión, ya se había caído totalmente el mito soviético, ya no servía para nada el nuevo espíritu cultural que había promovido la Revolución Cubana. Nosotros, al menos yo, nos quedamos en una enorme soledad, pero siempre digna.

Ni Marx, ni Rimbaud. El poeta cubano Heberto Padilla había sido encarcelado por órdenes de Fidel Castro, el Ché Guevara había muerto en

Bolivia, y en Praga las primaveras serían otras. Estas eran las cenizas de esa década que había prometido nuevos y mejores fuegos.

Esos nuevos y mejores fuegos no brillaron como debían, pero lo que sí era cierto es que al menos permanecían los cimientos para nuevos aires intelectuales, además de nuevas maneras de ver a la sociedad y al entorno que la rodeaba. Precisamente, esos cimientos fueron puestos en suelo patrio por grandes figuras de todos los sectores de la vida nacional, especialmente por los de las letras, quienes, por medio de su producción escrita, dejaron ver (y siguen en esta labor) su muy certera visión del hombre y su ambiente. En el cx

caso particular de la presente investigación, hemos de concentrarnos en el aporte de dos figuras insignes de los grupos Sardio y El Techo de la Ballena:

Ramón Palomares (en representación del primero) y Rafael Cadenas (en representación del segundo).

Veamos, en primera instancia al poeta trujillano Ramón David Sánchez

Palomares (nombre de pila del poeta). Nace en Escuque en el año 1935. Es maestro y licenciado en lenguas clásicas. Contribuyó a la formación del grupo

Sardio, que editó la revista homónima entre 1958 y 1961, y en el cual figuraban

Adriano González, Salvador Garmendia, Guillermo Sucre y Francisco Pérez

Perdomo, Elisa Lerner, entre otros. Sardio desaparece y los poetas más radicales formarían la agrupación vanguardista El Techo de la Ballena. Ha colaborado también en El Farol, Papel Literario, Poesía de Venezuela y Revista

Nacional de Cultura. La poesía de Palomares es una síntesis muy personal de cierto surrealismo, mezclado con la fluidez y el vocabulario coloquiales, y ha abordado, a veces, temas históricos y narraciones heroicas. El Reino (1958),

Paisano (1965), Honras Fúnebres (1965), Santiago de León de Caracas (1967) y El Vientecito Suave del Amanecer con los Primeros Aromas (1969) se encuentran entre sus títulos. Recientemente publicó Vuelta a Casa (2006), un recopilatorio de sus poemas más célebres y, por otro lado, los que conforman la parte del libro que da el título a la obra.

Ha recibido, entre otros galardones, el Premio Nacional de Literatura

(1974) y el Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora (2006). Además, en el año 2001 se le confirió el Doctorado Honoris Causa en la Universidad de cxi

los Andes junto a Rafael Cadenas y a Juan Sánchez Peláez en el marco de la

V Bienal Mariano Picón-Salas. En el año 2004, bajo el auspicio del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, se crea en su Trujillo natal la Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares como homenaje a su máximo representante en el campo de las letras. Fue homenajeado en el III Festival Mundial de Poesía celebrado en Caracas en el año 2006.

Ahora, conozcamos un poco más al poeta y ensayista larense, Rafael

Cadenas. Nace en Barquisimeto en el año 1930. Formó parte de los grupos El

Techo de la Ballena y Tabla Redonda, y de la llamada Generación de los

Sesenta. Es poeta y ensayista; aparte, es profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Su producción poética comprende las siguientes obras: Cantos Iniciales (1946), Una Isla (1958), Los Cuadernos del Destierro (1960, 2001), Derrota (1966), Falsas Maniobras (1966),

Intemperie (1977), Memorial (1977), Amante (1983), Anotaciones (1983),

Dichos (1992), Gestiones (1992), Antología (1958-1993, 1996, 1999). Por otra parte, su producción ensayística abarca: Literatura y Vida (1972), Realidad y

Literatura (1979), Apuntes sobre San Juán de la Cruz y La Mística (1977,

1995), La Barbarie Civilizada (1981), Reflexiones sobre la Ciudad Moderna

(1983), En Torno Al Lenguaje (1984), Sobre la Enseñanza de la Literatura en la

Educación Media (1998). Aparte, está la recopilación de su obra completa en

Obra Entera. Poesía y Prosa (2000).

Ha recibido los siguientes premios, además del previamente señalado

Doctorado Honoris Causa junto a Palomares y Sánchez Peláez en el 2001: cxii

Premio de Ensayo del CONAC (1984) con Anotaciones; Premio Nacional de

Literatura, Mención Poesía (1985) por su obra total; Premio Internacional de

Poesía “J.A. Pérez Bonalde” (1992) con Gestiones; Beca “Guggenheim” en

1986); Doctorado Honoris Causa de la UCV (2005).

Una vez al tanto de la reconocida trayectoria de ambos poetas, es justo enterarse de la opinión que sobre ellos tienen distintos especialistas, tanto dentro como fuera del contexto literario.

La filósofa española María Zambrano (s/f), refiriéndose a la obra poética de Palomares y Cadenas, señala que “manejan un acompañamiento desconocido, un acompañamiento que deja la soledad del ser intacta y que de esa intacta soledad se escuchan ecos en los poemas que de seguido son reproducidos para hacer posible reincidir en la experiencia que depara leerlos”.

Por su parte, yéndonos al caso específico de Ramón Palomares,

Gustavo Pereira, al comentar durante la entrega de premios la decisión unánime del jurado de otorgarle el premio de poesía Víctor Valera Mora en su primera edición (2006), indica, refiriéndose a los atributos de la obra del poeta trujillano, que destacan “… la innovación formal, la originalidad, la tensión telúrica y el fresco manejo del lenguaje y de la herencia cultural del campesino de esa región de los andes venezolanos”

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En el mismo orden de ideas, pero, en este caso, refiriéndonos a Rafael

Cadenas, se enmarca lo expresado por Ana Nuño en su artículo titulado El Ars

Ethica de Rafael Cadenas (s/f), cuando plantea que:

… En Cadenas, la palabra poética busca poner de manifiesto al yo poético mismo. En el poeta venezolano, el yo es punto de inflexión de un tú y un él, lugar de residencia, no ya de la "personalidad poética" -esa máscara entre máscaras-, sino de la diversidad de los puntos de vista que coexisten en el yo poético y que se trata menos de armonizar que de no traicionar. Lejos de ejemplificar una poesía del silencio, el yo poético de Cadenas parte de la constatación de la dispersión del ser (Los cuadernos del destierro), para posteriormente rechazar las trampas del territorio desde el que el yo sea capaz de dirigirse sin imposturas a un tú (Intemperie y Memorial), sin lo cual él mismo se agota en una incesante partenogénesis de máscaras. El yo poético ensaya, desde este punto de vista, un diálogo consigo mismo, que es la única vía para entablar una comunicación con el otro ...

Del mismo modo, Victoria de Stefano (s/f) describe el manejo del lenguaje por parte del poeta larense como menesteroso, además de agregar a esa menesterosidad el calificativo de “acto de suprema sinceridad y cortesía”, aunque también expresa que él

… hace suyo un llamado de alarma: la descomposición, la corrupción del idioma es el síntoma del quiebre de la cultura: con la pérdida de la lengua es el aliento del espíritu y la certeza de la cultura, en sus obras y sus actos, lo que está en juego. No sabemos dónde empieza el mal si en la lengua o en la sociedad, pero sí sabemos que si hay degradación en la una es porque la hay también en la otra. Este es el núcleo de voz de alerta …

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Las palabras anteriores, al ser relatoras de la vida y obra de Palomares y

Cadenas, pueden resumirse en una sola frase, la cual aparece cuando se funda la Bienal Mariano Picón Salas (1991) y fue pronunciada por Ednodio

Quintero durante una entrevista hecha por eluniversal.com por la misma época:

“alta preferencia por la poesía”. Y es que ambos poetas son precisamente eso, un fiel reflejo de lo que implica el oficio poético-literario: vivir la poesía, sentir la poesía, escribir poesía como quien escribe cartas para el mayor de sus afectos.

CAPÍTULO IV: RAMÓN PALOMARES, EL ANHELO DE LA VUELTA A CASA

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“Voz extraña y sencilla destinada a escuchar el horizonte de la poesía venezolana y a resonar en las dos orillas del Atlántico. Extraña en virtud del acento profético, cabalístico y mágico que el poeta le imprime. Y sencilla, porque el arduo trabajo lingüístico al que se entrega Ramón Palomares en pos de la reconstrucción del Universo a través del lenguaje, parte de su necesidad de nombrar su lar, su paisaje primigenio – y lo primigenio y esencial que se revela en las voces que arrastra el viento entre los pueblos andinos de

Venezuela. (…) Él tiene la facultad para lograr que al interior de cada verso aún lo más pequeño y ordinario se recubra de enigma y maravilla, y él sólo hecho de verlos pase a justificar la vida. ”

Con estas sencillas pero sentidas palabras, Patricia Guzmán presenta rasgos característicos de la poética de uno de los escritores más reconocidos

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de Venezuela, tanto a nivel nacional como internacional: Ramón Palomares. Y es que el poeta trujillano sabe conmover hasta el más serio de los seres humanos con unas pocas palabras. Sólo basta oírlo en cualquiera de sus recitales en eventos académicos y culturales: su melodiosa voz es el principal medio de expresión de ese sentimiento que lleva a flor de piel, y que bien ha sabido plasmar en cada página de sus creaciones literarias.

De hecho su voz desanda y depone lo preconcebido –ideas, imágenes, palabras…- porque ha advertido que lo importante es hacer presencia, alcanzar a ser inundado por ella para que acaezca el misterio y se manifieste el silencio inminente de las cosas. Aparte, con cada destello de so voz se ha propuesto revivir en cada lector ese deseo de volver y permanecer en ese espacio sagrado donde ha sido inmensamente dichoso y donde se es libre de expresar cada sentimiento que nace del corazón, ese espacio primigenio que se conserva como el mayor de los tesoros: el terruño, el lugar que nos ha visto nacer; en otras palabras, nuestro hogar.

La preocupación de Palomares por hacer posible que tanto el alma como el paisaje encuentren expresión más allá del lenguaje estructurado del poema, a saber, en otra instancia, en una instancia donde poema y vida sean una sola cosa y donde, esencialmente, la vida sea experiencia del oído y del ojo; tal preocupación se convierte en obsesión y, por sobre todo, en misión de vida y en misión creadora. El poeta es enfático en señalar que “el oído tiene más

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efectividad que el ojo”, aseveración que pareciera derivarse de las del filósofo francés Gastón Bachelard: “Oír es más dramático que ver” y “El hombre ‘un tubo sonoro’ … ‘un junco parlante’ “.

Por ello, la insistencia del poeta en invitarnos a agudizar nuestra capacidad de escucha, convencido como está de que gracias al oído podemos acceder a otros niveles de la realidad, lo conduce a supeditar y condicionar la visión. Podría decirse que el poeta asume con suma urgencia el acto de oír para luego poder luego levantar su voz o hacer escuchar la voz de otros; pero no menos cierto es el hecho de que en sus poemas no es explícita la tarea que cumple el ojo, no porque Palomares desdeñe el poder de éste, sino que comulga con la historia bíblica y originaria, según la cual cuando la luz se esparce por el mundo para descubrirnos sus maravillas, lo primero que hace el poeta no es ver sino escuchar voces. Toda visión nos trae una voz que debemos escuchar.

En otras palabras, para Ramón Palomares el acto más acorde, más fiel y natural de relación que le está destinado tener como escritor con la palabra escrita, se le da como oyente, se inicia con la audición, y no a través de la imagen visual de la palabra escrita. Estima que un poeta se da más en el orden de la palabra sonora pues allí puede concentrarse y expresarse en su totalidad el valor afectivo del sonido. Como muestra de ello, bastan las primeras líneas de su poema en prosa (texto inédito) “ESTA HISTORIA COMIENZA”:

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Esta historia comienza con sus vacas y caballerizas, su olor a bosta, su techumbre de palma seca. Es temprano, casi como para que todo se levante en ligera niebla y frío. Entonces se escuchan las primeras voces, Hay en el vaho del cuerpo un sabor a sueño y bostezo. Tenemos un calor húmedo y amoroso en estos trapos y mantones, en la lona de catres y la densa y seca paja y plumas de almohada, pero sobre todo en las voces. Voces de ordeño, madrugada con nombre de luceros y mariposas. En el aroma de boñiga y café, el sonido de pasos y tropiezos, algo cae. Y aún las últimas estrellas, el brillo empecinado, cuando el mugido y el murmullo, el susurro, la orden, el Sí y el No buscan entre las ubres la densa miel, la miel lactesente.

Su historia, su existencia, su todo comienzan al escucharse “las primeras voces”. El calor húmedo y amoroso con el que amanecen se posa

“sobre todo en las voces”. Y viven en la casa, la despiertan, la amanecen, “el sonido de pasos y tropiezos”. El vivir, el amanecer, el despertar viene “con el mugido y el murmullo, el susurro, la orden, el Sí y el No”. Dicho de otra manera: las voces de la tierra son las primeras en posarse en nuestros oídos, por lo que siempre estarán presentes en nuestras vidas y marcarán el paso de nuestro diario proceder.

Basta con revisar parte de la cronología de su poética para darse cuenta de esta obsesión por lo auditivo en la obra de Palomares:

a) El Reino (1958): cantos primigenios de los Andes representan la belleza

de sus paisajes.

b) Paisano (1964): las voces de los habitantes de las montañas andinas

sirven de medio de expresión a la voz interior del poeta, aflorando así

multitud de emociones y sentimientos hacia su hogar.

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c) Honras Fúnebres (1965): predominan las voces de hombres

atormentados y desencantados por la poca atención que se la ha dado a

sus gestas en hechos que han marcado la historia de nuestro país. d) Santiago de León de Caracas (1967): las voces de personajes

históricos caraqueños toman un aspecto estético, es decir, la parte de

nuestra historia donde la conquista toma matices oscuros se embellece

por medio de la mano del poeta. e) El Vientecito Suave del Amanecer con los Primeros Aromas (1969):

son las voces de sus familiares más queridos (entre los cuales se

encuentra su tía Polimnia) las que resuenan en su memoria. f) Adiós Escuque (1974): la voz de su tierra natal se percibe en la

despedida del poeta para tomar nuevos rumbos profesionales y

personales. g) El Viento y La Piedra (1984): es la voz de la naturaleza la que percibe

el poeta y la que logra plasmar con suma asertividad en cada página de

este texto. h) Alegres Provincias (1988): asume la voz del barón Alejandro de

Humboldt para relatar la travesía del expedicionario alemán por tierras

venezolanas. i) Lobos y Halcones (1997): las voces de los suyos lo sumergen en los

recuerdos vividos en épocas muy tempranas en su vida.

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La mención de lo anteriormente expuesto ilustra cuánto compromete emocionalmente la voz de Ramón Palomares toda lectura, y torna más fácil de entender el interés de la crítica y de los creadores por comprender el uso que hace Palomares de los recursos literarios y, sobre todo, de los recursos espirituales de que dispone el hombre que va siendo, a orillas de la tradición y la cultura en la que le ha sido dado existir. Expone, entonces, cómo el poeta, al emplear diversas técnicas o recursos, dibuja los rasgos de una realidad que le rodea y que al mismo tiempo le pertenece a otros, pues dichas voces llegan a los oídos de muchos seres humanos moviéndoles hasta la más recóndita fibra de sensibilidad en su espíritu y en su corazón.

En otras palabras, sabe mostrar cómo es cualquier persona tocada por una realidad, LA REALIDAD que ha marcado su vida por toda su existencia. Quizás por ello haya escrito, hace un tiempo, la poetisa Hanni Ossott que cuando somos tocados por una realidad, cuando una realidad se ha de hacer presencia en nosotros, ocurre una transformación en la mirada, ocurre que “la mirada hacia lo exterior y lo interior se aúnan hacia la escucha más profunda”.

Se puede afirmar ahora que Palomares escucha con los ojos. Cada poema suyo es pura música que puede ser vista por el ojo, por un ojo de mirada remota que es, no la mirada que atrapa y posee lo real, sino la más pura no tocada por el afán de conocer, la mirada que la filósofa española María

Zambrano definiría como “una mirada sin intención y sin anuncio alguno de

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juicio de proceso. La mirada que todo lo nacido recibe al nacer y por la cual el naciente forma parte del universo.”. Mirada de primera vez, mirada encantada, encantamiento, imagen que al ser visualizada en nosotros, imagen que se deja oír.

No es otro el caso de la poesía de Palomares. Podría decirse de él lo que

Bachelard dijo de Víctor Hugo: sus visiones son las visiones de un oyente. Así, más que expresar una mirada de las cosas, el poeta expresa la voz de las cosas. Pero eso no significa que el Ser –así el hombre, así el poeta mismo- y el

Animal –así el Halcón, así el Gavilán, así el diminuto Borococo-, que miran en cada uno de los libros de Palomares no tengan acceso a lo Abierto; sucede que el animal –las más de las veces un pájaro- y el poeta, apenas abren los ojos escuchan el sonido de las esferas, escuchan el magnificente silencio de los

Abierto, y convoca, desde su Adiós Escuque, a un gavilán:

Venga conmigo y sea un gavilán que aspira al cielo Suba aquí Tenga sus ojos en el viento

Ese gavilán debe “tener los ojos en el viento” para no sólo verlo todo; también para, por la gracia del viento, poder oírlo todo.

Vale mencionar la lectura que hiciera el poeta y crítico Ennio Jiménez

Emán para rastrear las huellas que dejó en la obra de Palomares la simbología

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nahualt, la presencia del gavilán en su poesía. De entrada, el autor especifica que Palomares trata de aprehender y asimilar la realidad de la misma forma como lo hace el campesino de los Andes: “… a través del asombro, de la contemplación estática”. Y agrega:

Reconcilia lo más puro de cierto simbolismo prehispánico (nahualt) con su propio mundo, con la visión de un animismo poético ligado a lo telúrico. Esta vivificación y actualización del simbolismo del mundo amerindio que se opera constantemente en la poesía de Palomares, no es producto de referencias librescas o estetizantes. El simbolismo nahualt, creemos, viene dado en la poesía no de una manera conceptual, sino desgajado en las imágenes como parte de sus facultades asociativas y de memoria, imágenes que podrían presentarse en su mente y transmitirse a su escritura poética, lo cual hace que más allá de su inmediata transparencia, guarden una significación oculta.

Ese gavilán, pues, se nos presenta como un símbolo solar, sin duda alguna. En consecuencia, como una posibilidad de visión. Pero, en esa búsqueda de la luz para, se sugiere, “ver la voz o las voces que le hablan”, el astro rey también será convocado por Palomares:

Corrí y estuve con él allá donde están las cabras, donde está la gran casa. Yo andaba muy alto entre unas telas rojas con el sol que hablaba conmigo y nos estuvimos sobre un río y con el sol tomé agua mientras andábamos y veíamos campos y montañas y tierras sembradas y flores cantando y riéndonos. (Fragmento del poema El Sol)

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Retomando las palabras de Jiménez Emán, con este poema:

Ya el poeta encara decididamente sus deseos de ser como el astro rey (Huitzilopochtli) para superar, simbólicamente, la dualidad inherente a la naturaleza humana y obtener la luz interior que le proporcionará la aprehensión de la realidad natural (…) Esta identificación hombre-sol la encontramos, en su forma primitiva, en la cosmogonía nahualt cuando se hace mención a Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, mezcla de pájaro y serpiente, del espíritu y la materia, cuando se transforma en energía luminosa. Quetzalcoatl, “guía luminoso del perfeccionamiento interior”, “señor del conocimiento”, como dice Sejourné, asciende a los cielos convertido en el planeta Venus para enseñar a los hombres una vía de purificación y de equilibrio interior.

Es eso lo que intenta continuamente Palomares, la purificación y la armonía interior; es decir, una voz pura y clara, proveniente de las revelaciones, de las visiones que le deparan la luz, el sol, sus ojos. Así, la luz que llega a los ojos del poeta de inmediato deviene en palabra, poesía, como lo indica el Evangelio según San Juan: “En el principio era el Verbo, y frente a

Dios era el Verbo, y el Verbo era Dios: Él estaba frente a Dios al principio. Por

Él se hizo todo y nada llegó a ser sin Él, y para los hombres esta vida es luz. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron vencer la luz.”.

Todo ello viene a recordarnos la ineludible vinculación, desde el origen de los tiempos, entre magia, religión y poesía. Y no queda duda de que

Palomares se inscribe en ese linaje de poetas que no distinguen entre una y otra manera de abordar la existencia. El poeta, es evidente, retoma las prácticas mágicas que su pueblo integra a las prácticas religiosas y echa mano

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de fórmulas de encantamiento y de ensalmo como del tono de la oración para levantar sus poemas. Para tal fin, el modo imperativo y la proclamación se le convierten en las mejores vías de expresión.

Por otra parte, el poeta necesita los ojos para seguir soñando, para seguir entregado a la maravilla y a la revelación de lo Abierto. Resulta que, volviendo a Bachelard, la conexión de Palomares con las cosas, las representaciones que él se hace de las mismas, son consecuencia no de un mirar con los ojos sino de un estado que compromete a todo su ser y no sólo lo obliga a cerrar los ojos aunque permanezca despierto con disposición absoluta de alcanzar una visión. Ese estado lo distingue con precisión Bachelard llamándolo ensoñación, estado que en nada se asemeja al sueño nocturno en la que el soñador es sólo “una sombra que ha perdido su yo”; por el contrario,

“la ensoñación es una actividad onírica en la que subsiste un resplandor de conciencia. El soñador de ensoñación está presente en su ensoñación”.

Sucede con Palomares que en sus ensoñaciones, como diría igualmente

Bachelard, “recupera la ensoñación natural, una ensoñación del primer cosmos y del primer soñador. Y el mundo deja de ser mudo. La ensoñación poética reanima el mundo de las primeras palabras”.

Sus ojos parece haberlos intercambiado con los del pájaro para irse guiando más por las razones que le proporciona el aire que por otras razones. cxxv

Por ello cabe repetir su aseveración: “El oído tiene mucha más efectividad que el ojo”.

Palomares escucha el magnificente silencio cósmico porque es un elegido, un poeta dueño de una expresión inusualmente decantada, pura, diáfana, genuina, méritos de gran valía sí, que han sido cultivados por el poeta tanto a través de sus incesantes y apasionadas lecturas de autores universales de la literatura en idioma castellano y otros clásicos de la literatura, como de sus incursiones profundas en el campo de la filosofía, las religiones, la mitología, la antropología, la psicología, la geografía y la historia.

Igualmente, lo diminuto pleno comparece destellante en la poesía de

Palomares y se suma a los rasgos que le han ganado un lugar único en la

órbita de la poesía hispanoamericana. Lo diminuto pleno de latencias de lo que está por ser, de lo por nacer y perecer al unísono, le “llaman”, arroban los ojos de su corazón y retumban en su alma porque él tiene la facultad para lograr que al interior de cada verso aún lo más pequeño y ordinario se recubra de enigma y maravilla, y el solo hecho de verlos pase a justificar su vida.

De ahí que la poesía de Palomares no puede ser reducida a categorías como lo nacional, autóctono, popular, americano, paisajístico. Estamos ante una obra de alcance universal, escrita con el espíritu asido a la palabra poética, y en estado de gratitud ante la fortuna de intuir en el horizonte los relámpagos de lo bello.

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El peso existencial en el decir de Palomares, la marca de elegido para morar en las entrañas de la poesía, son palpables en cada uno de sus libros.

Por ello insiste en suministrarnos la posibilidad de, al menos, existir bien en la duración del poema, bien en el intervalo de silencio en el que se cruzan sobre las pequeñas colinas evocadas en sus textos el gonzalito y el cardenalito, bien cuando se integra a una bandada de alas y se pregunta:

¿Pensará alguien en nosotros ahora, frente a la llanura cuando acontece el descenso de ciertas aves?

Y prosigue como “El Viajero”, el peregrino que es, y dice:

Y al paso de los astros las gentes muertas y los hechos desaparecidos brindo a los ocultos los desconocidos pájaros del rodeo próximo, diciéndome que no retornaré más nunca. Y así comienzo mi aventura.

Aventura, viaje, peregrinar, errancia son los desplazamientos de orden emocional que comulgan con admirable armonía en el escribir –y vivir- la poesía de Ramón Palomares. Y sobre esas coordenadas fue orbitándose el ars poético en el que gravitan todos sus libros y que en el citado fragmento del primer poema de El Reino no demoran en llamar la atención en virtud de que llevan a escena la humanísima tensión, la ineludible dialéctica entre nacer para morir, ser y desvanecerse, dolor y dicha.

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De allí que Palomares procure aliviar al errante, al viajero, al huérfano con el que recorre el sendero que le ha sido dado transitar, con el sonido más suave y puro de cada palabra, cantándole al lado más claro del vivir para conjurar lo que Jesús Sanoja Hernández ha llamado la “terribilidad del existir”, terribilidad que el poeta sortea entre diminutivos, desyerbando el patiecito de su casa y el patiecito del universo todo.

El poeta ha sorteado el peligro: su voz y las voces de los paisanos fueron afinadas con los acordes del alma, sus cuerdas vocales fueron templadas para alcanzar los silencios más puros, la escala más elevada, “la palabra desprendida del lenguaje”, como la concibe Zambrano; “… la sola, pura, límpida palabra, [que] nos parece que haya sido salvada de las aguas primeras, de esas amargas y también dulces, como todo lo amargo, es nacida de un mar que ya no alcanzamos a ver, que no estamos ciertos que nos bañe todavía, más alguna vez podría ser que un instante inesperado naciera de nuevo para volverse otra vez, reiteradamente, a esconder”.

Límpida palabra, límpida voz nos deja oír Palomares en “Solita”:

Después que pasaron las rozas, después que pasaron me dejaron carbón y ceniza y los que estaban conmigo murieron.

Vos que sabés cantar, que estás en las hojas del cerezo, -Ponéte de niebla, ponéte de espuma y de riíto, decí: “Vení de lejos, velo de lluvia, llegá sol, y con la cola sobá esas pendientes, tocá las piedras moradas”.

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Ala de la neblina, paloma tortolita, decíle a los cantores, decíle a los que corren su boca por las ciudades, decíles que me voy por la noche, por la medianoche me voy.

Entre la niebla y la espuma que siguen el curso del riíto, a orillas de éste, es bautizado Palomares, impuesto de un velo de lluvia, seguido de un cortejo de tinieblas, y de los cantores, gentes simples -¿o aludirá el poeta a las aves del mismo nombre, en virtud de poseer una siringa muy desarrollada?-, gentes de boca limpia, que entonan sencillas melodías, sin impostar sus voces, sin imposturas en el corazón, advertidos de lo efímero de la palabra pura, advertidos del retorno de ésta a lo innombrable, y del retorno del poeta a la oscuridad.

Lo anterior refleja, entonces, de manera vehemente, ese anhelo del poeta por volver a esos espacios que le son tan queridos, pues desde que habita en la capital merideña, y a pesar de haber conocido grandes urbes, aún siente que la razón de su existencia (su fuente de inspiración) está en su tierra natal, Escuque. Es decir, estando en la ciudad sueña con volver al campo, ese espacio que permanece en lo más profundo de su corazón como el impulso que fomenta sus latidos. De hecho, el también reconocido poeta Luis Alberto

Crespo, en el prólogo de la Antología de Ramón Palomares titulada Lobos y

Halcones, dice lo siguiente: “… él es [Escuque], en la niebla y la montaña que siempre fue; y quiero de nuevo su decir de frases achicadas por el diminutivo

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con que habla la inocencia, dichas, en lugar de escritas, como si alguien –

Palomares, tú-, se volviera un puro nombrar la vida en la muerte y en lo perdido, juntando cuanto ha sido suspirado y tocado sobre la tierra”.

Palomares plasma en cada verso su deseo de volver a casa: volver a sentir en la piel la caricia de los vientos andinos, oír de nuevo las voces de sus antepasados y de sus más queridos familiares y amigos, degustar los sabores típicos de su terruño… Eso sí: lo hace desde un punto de vista crítico, pues al mismo tiempo en que habla de las bondades de la tierra apunta con su dedo acusador al hombre citadino que no hace más que proclamar lo hermoso que es vivir en bosques de cemento y asfalto arropados en una colcha de nubes negras que tienden a ser conocidas como smog, todo eso en detrimento de una tierra cuyo único sentido ha sido el de proveerle su diario sustento.

Estas acusaciones las inicia el poeta en El Reino (1958), en poemas como “Saludos” (donde la contradicción entre título y contenido es sólo con fines nominales), donde dice:

… ¿no hemos vendido al corazón y una y otra vez cambiado los pareceres de conciencia para entender mejor las noticias de la semana? Y mientras tú por el pasado año te entregabas a los aromosos cielos del norte, aquí las muertes y los nacimientos cambiaban las cuerdas del buque y hacían trastabillar al viejo. Y mientras robabas a ese perro los bellos fulgores,

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el oro para majestad en tus alas, los cambios de ciudad, las venidas al amor, los cantos de una ilusionada nube que nos ahogara en deseos pintaban nuevas y extrañas figuras en la quilla del buque…

Al vender el corazón, se evidencia el cambio de afecto sugerido por

Palomares, pues señala que ya el hombre venera la cultura mundana al punto de presentarla como lo mejor que le puede pasar al ser humano, prácticamente olvidando que si no existieran aquellos verdes prados de los que alguna vez habló García Lorca ellos mismos tendrían negado el derecho de existir.

Por otra parte, la entrega a unos amorosos cielos del norte permite inferir que se ha llegado al extremo de abandonar el terruño natal por ir en búsqueda de las bondades de cuanta “tierra prometida” se nos ofrezcan (la mayoría de las veces con el argumento de que ahí sí se alcanzarán los sueños). Del mismo modo, lo volátil e impredecible del hombre sale una vez más a relucir en los versos donde se habla de el oro para majestad en tus alas, los cambios de ciudad y las venidas al amor como reflejo de una inestabilidad emocional muy característica o representativa de las grandes ciudades, pues los afectos duran lo mismo que el agua en nuestras manos fluyendo libremente entre los dedos.

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Después de señalar indirectamente que el hombre empieza a perder su condición humana al vivir en una jungla de concreto, comienza a presentar la interioridad atormentada de los citadinos que empiezan a cuestionarse si en verdad vale la pena abandonar los plácidos verdes de la naturaleza por comodidades artificiales. Esto se puede constatar en los versos iniciales del poema “El Monje”:

Fastidiado por la suerte, ¿qué haría si no sentarme bajo las palmas amargas de la habitación rodeado por mis pérdidas y la gloria de mis condiciones? Estarías aburrido de ir por las regiones bajo manto silencioso, tranquilo y bello donde el viento oponía sus rosas a tu mandato…

Luego, más adelante en el mismo poema escribe:

Hasta hace un instante he sido desconocido, yo, el que organiza en la tierra a sus gustos: las rosas y el diamante las mujeres y el caballo; aquel que cumple sus sueños bajo el manto del sol…

… En lo que nos rodea de nuestras vigilias y nuestra muerte: fundaciones de ciudades, amores y accidentes, como también lluvias prolongadas y sequías; y en lo que es para después: ciudades deslumbrantes y la luz y días felices; en eso hemos estado, hemos sido igual que el cabrito de las sierras…

En esas líneas, de acuerdo a lo expresado por Palomares, el hombre comienza a preguntarse si en verdad está alcanzando sus sueños desde los muros de cemento de una gran ciudad. Y es que dicho hombre se contempla

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desorientado ante lo que prometía ser su boleto a una mejor vida, la realización máxima de sus sueños. Empieza a desconocerse y a cuestionarse por cómo ha sido su existencia; y posteriormente, en sus sueños se interroga por la validez y trascendencia de sus actos. Por consiguiente, dicho interrogatorio a su propio ser es muestra de un temor a enfrentarse a su propia naturaleza, pues, tal como señala Bachelard: “¿Acaso el sueño no es el testimonio del ser perdido, de un ser que se pierde, de un ser que huye de nuestro ser, incluso si podemos repetirlo, volver a encontrarlo en su extraña transformación?” Pareciera esto reafirmar lo escrito por el propio Palomares en los versos iniciales de

“Máscaras”: “He aquí que existimos en el límite de la mentira / que nuestra vida es impalpable / que estas personas representadas pertenecen / a un dueño de otro orden”.

Las personas representadas somos nosotros mismos; somos quienes pensamos que rodearse de lujos y posesiones es la mejor forma de existir, pero ¿en realidad es así? ¿En verdad la ciudad es mejor que un verde prado?

¿Ver grandes edificios supera con creces entrar en contacto directo con la naturaleza? Es más, ¿el “boom” de los medios de auto-ayuda y demás ciencias de la llamada Nueva Era, algo extremadamente citadino, permite conectarse con uno mismo mejor que la plena libertad de pensamiento, sentimiento y existencia que nos ofrecen los campos, pues ahí no hay quien nos cuestione de dónde venimos y hacia dónde vamos? Como diría Hamlet, célebre personaje de Shakespeare: He ahí la cuestión.

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Bachelard señalaba que “la primera tarea del poeta es desanclar en nosotros una materia que quiere soñar”. De ahí que ya la crítica a lo urbano anhelando lo rural empieza a dibujarse en las páginas de Honras Fúnebres

(1962). Fijémonos por un momento en el siguiente fragmento de “La Ciudad”, poema donde Palomares nos presenta a esa confusión de los habitantes de las ciudades que les hace desconocerse a pesar de compartir un mismo espacio físico:

He allí una mujer triste; sobre sus hombros dos pájaros negros que miran al sur. Sus vestidos caen sobre la tierra cambiando de color a cada instante. La gente habla distintas lenguas por las calles del centro y sus alrededores; miran un sueño, nadie adivinaría cada uno de sus años; por las calles del centro, en gran agitación.

Esa mujer triste no es más que la ciudad, que cambia frecuentemente de aspecto por obra y gracia del hombre (sus vestidos caen sobre la tierra cambiando de color a cada instante), y no posee un idioma propio ya que, cual

émula de la bíblica Torre de Babel, sus habitantes vienen de orígenes diversos y proclaman diferentes lenguas, aunque llegaron a dominar el idioma de la nación que alberga a dicha ciudad, lo cual no es garantía absoluta de un mutuo entendimiento entre ellos. Por otro lado, ese sueño que miran es una vida plena de sosiego, que suele estar en otras latitudes, pero precisamente, por ese escaso o casi nulo cohabitar de los que viven en ella, es muy difícil saber a ciencia cierta hacia dónde quisieran ir, qué es lo que en realidad onírica prefieren ellos. Por lo que, nuevamente acudiendo a las palabras de Bachelard,

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tenemos que “nuestra vida está tan llena que actúa cuando no hacemos nada”; es decir, cuando sólo nos dedicamos a sumergirnos en anhelos por prados, ríos y virginales territorios, nos quedamos ahí, en el anhelo, y no luchamos por alcanzarlo. Esto Palomares lo sabe con certeza; por algo lo plasma en cada página de cada uno de sus textos.

Ya cuando se llega a Paisano (1964), comienzan a aflorar los recuerdos de la infancia del poeta, quien así ofrece una visión de ese querer volver a pisar esos espacios que son tan queridos y por siempre recordados. Su corretear por los amplios campos, sus travesuras al lado de los animales y sus paseos por los ríos son de las tantas escenas que pueden contemplarse en esta obra. Por ejemplo, en “El Sol”, él describe cómo eran sus momentos infantiles de esparcimiento:

Andaba el sol muy alto como un gallo brillando, brillando y caminando sobre nosotros. Echaba sus plumas a un lado, mordía con sus espuelas al cielo.

Corrí y estuve con él allá donde están las cabras, donde está la gran casa. Yo estaba muy alto entre unas telas rojas con el sol que hablaba conmigo y nos estuvimos sobre un río y con el sol tomé agua mientras andábamos y veíamos campos y montañas y tierras sembradas y flores cantando y riéndonos…

No había presagio de aislamiento entre paredes de concreto, mucho menos se pensaba en respirar el aire pesado y gris de las grandes urbes. Acá

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tan solo se pensaba en ser uno con la naturaleza, vivir a plenitud cada amanecer, bañarse con los rayos del sol para luego hacer amistad con los animales campestres. ¿Qué más podría pensar a tan tierna edad? Sólo se podía pensar en vivir, aunque, con el paso del tiempo, y muy a su pesar, aprendería a sobrevivir en medio de la vorágine citadina.

Ese presagio de un futuro tormento en paisajes urbanos se asomaba en su poema “En El Patio”, específicamente en los tres versos iniciales del tercer y último párrafo: “Mañana le digo al sauco que me voy / hasta muy lejos, hasta allá donde están cantando los hombres, / donde corren los muertos y se entierran”. Posteriormente, comienza a abrumarlo una sensación de abandono, pues al presentir que pronto se alejará de su lar tan querido, cuestiónase sobre un futuro incierto lleno de interrogantes. Esto puede evidenciarse en los siguientes fragmentos de “Abandonado”, donde proyecta dicha sensación en los animales con los que solía recorrer los campos y que fueron por años sus compañeros de juegos, al igual que todos los elementos que conformaban su habitación:

… -¿Y qué vas a hacer ahora?- me dijeron los gallos-, ya nosotros nos vamos, ya te dejamos, aquí no nos vamos a estar...

… Una vez me vi en las montañas como piedra encendida y tenía coraje y vigor, ay, que me metí en la niebla, que estoy apagado: -¿Qué se me hicieron las casitas, qué se me hicieron?

Yo tenía tanto ganado que se veía como un pueblo cuando llegaba, cxxxvi

y se veían montes en el polvo y se entusiasmaban los días, y era que tenía tantas casas que cada sueño lo vivía en una y no se me acababan.

Hasta que me fueron dejando y fue esa luna roja, esa piedra negra, esa rosa que me venía iluminando, iluminando.

Aunque ya no estaba en la etapa más tierna de su vida, empieza a recorrer el oscuro camino de una separación dolorosa, pues implicaba no sólo despedirse de su tierra natal, sino además de los recuerdos de su infancia, que abarcan no sólo sus juegos, sus mascotas, sus quehaceres, sino también a esos seres que tanto le quisieron y que, por desgracia, no pueden seguir llevándolo de la mano, al menos no en el plano terrenal. Recordemos, a modo de ejemplo de lo recién expresado, uno de sus más reconocidos poemas, el que hace su aparición en Adiós Escuque (1968-1974) como un llamado a un ser que tanta protección le ha brindado, y a quien se ruega le siga protegiendo desde las alturas infinitas.

Pajarito que venís tan cansado y que te arrecostás en la piedra a beber Decíme. ¿No sos Polimnia? Toda la tarde estuvo mirándome desde No sé dónde Toda la tarde Y ahora que te veo caigo en cuenta Venís a consolarme Vos que siempre estuviste para consolar Te figurás ahora un pájaro Ah pájaro esponjadito Mansamente en la piedra y por la yerbita te acercás - “Yo soy Polimnia” Y con razón que una luz de resucitados ha caído aquí mismo Polimnia riéndote Polimnia echándome la bendición -Corazón purísimo. Pajarito que llegas del cielo Figuración de un alma cxxxvii

Ya quisiera yo meterte aquí en el pecho Darte de comer Meterte aquí en el pecho Y que te quedaras allí Lo más del corazón.

Más evidente no puede ser el anhelo por ese ser tan magnífico que suele guiarnos por todos los caminos que recorremos en nuestras vidas. En este caso, representa a quien le ayudó a subsistir, puesto que sus padres fueron de origen muy humilde y no podían satisfacer sus más básicas necesidades: su tía Polimnia Sánchez de Olmos, a quien el poeta acepta y reconoce como su madre adoptiva y que, al recordarla, no puede evitar retroceder en el tiempo para refugiarse entre sus brazos y sentirse seguro de que nada ni nadie puede separarlos, que pueden recorrer de nuevo cada prado, cada montaña, y que pueden convivir entre las flores y, muy oportunamente, las aves.

Y es que el poeta, al representarla en un pájaro de hermosas características, obviamente a los tantos años de distancia, sugiere lo que está por venir en su vida, que generalmente conllevan cambios positivos y la cristalización de sueños, todo enmarcado en vientos de libertad, pero que, por supuesto, siempre remite a los orígenes, principalmente para reconocer y recordar de dónde y de quiénes venimos, ya que son los cimientos de nuestra existencia.

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Por ello, al ubicarse en el presente que le rodea, y al constatar que no por el hecho de estar en una ciudad se “vive” mejor, aumenta su anhelo por aquello que permanece atesorado en su memoria y que constantemente evoca como medio de escape a tanta turbulencia urbana. Muestra de ello, a modo introductorio de tanta remembranza, es el poema “Vuelta A Casa”, publicado en el libro homónimo del año 2006, y donde nombra todo lo que conforma su mundo de ensueño y que le ha dado su razón de ser.

Aceptemos que todo sea entramados y no el camino vuelto un cauce viejo, o sendas polvorientas donde canta la arena… hablo de otras veredas, seda y aire que han tendido la araña y las abejas y que conducen por un patio pequeño al otro lado de la huerta, por donde vamos de regreso a “la casa” pidiéndola, añorándola para con gajos de algún fruto muy denso arrancarnos la sed que ha venido mordiéndonos a cada paso, en cada asecho sin que el orden enjuto y los ojos agudos sequen la risa y el ensueño levantados de ese humo, de esas tejas sin tiempo que unas mujeres ya sin rostro curtieron, en flor de cal terrosa con amor sin fatiga y fé dulcísima.

Dios la tenga en su gloria.

Palomares, al nombrar veredas que han tendido la araña y las abejas, y como si hablara de sus sueños, refleja ese deseo de volver a experimentar esa seguridad que sólo puede sentirse cuando se está en su propia casa. Aparte, en ese verso denota la necesidad de un magnánimo esfuerzo por el logro de sus metas, tanto personales como profesionales. Igualmente, puede percibirse que la mención de las abejas parece augurar felicidad en la vida del poeta,

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pero ¿cuánta? Más adelante, en el mismo poema, el poeta va dibujando a un lugar en apariencia carente de espíritu, pues unas mujeres sin rostro enlutan el ambiente, presagiando de ese modo la tristeza y el dolor por venir entre muros de concreto.

Tanta es la incertidumbre acerca de lo que estaba por venir que, en un epígrafe que aparece antes de iniciar su poema “Desandar”, Palomares describe su resignación ante la misma:

Por el flanco en que debo revivir praderas muertas, yerbas devastadas viajo sin que distancia alguna me prive sin dios que me detenga, y en la vida invisible me extiendo y Soy.

“Me extiendo y Soy”… “Me extiendo……….. y Soy”, todo dentro de una vida invisible. ¿Qué significado podría tener esto? Únicamente podría implicar una cosa: sólo en el recuerdo puede vivir alegremente y disfrutar de una libertad plena, pues ahí no hay quien interfiera con su regocijo ante la naturaleza y ante su infancia, lo cual le hace sentirse invisible pues, al no tener impedimento alguno, pareciera que su transitar por los caminos verdes de la vida fuese tan fugaz que no pudiera ser perceptible con facilidad por cualquier ser humano; además, sabe que existe porque sólo en ese lugar seguro que yace en su memoria es feliz, y eso es, en líneas generales, lo que vale en realidad.

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Por supuesto, no faltarán las preguntas acerca de aquellos que formaron parte de su existir, aquellos que de una manera u otra han marcado y guiado sus pasos. Puesto que ellos se mantienen en el baúl de sus recuerdos y marcan constantemente el anhelo de la “vuelta a casa”, el poeta se pregunta, al inicio del poema “Ave María”, cómo hacer para lidiar con tanto recuerdo:

Qué dirán ellos que en Escuque ahora mismo sienten mi ausencia cuando Aracelis abre su primer padre nuestro: Lucila y Enriqueta, Ana Polimnia y Rómulo y Julito tan niño, y la pequeña Aracelita… Tiempo es éste del pan silencioso volando con el Ave María, escuchando su suerte voy subiendo a mi cuarto…

Como puede notarse, la ausencia vuelve a dibujarse en los versos de la poética de Palomares, pues no sólo cumple con su función de reflejar la angustia ante lo desconocido. Y es que, tal como señala Alfredo Chacón, en este trabajo del pensamiento que es la creación literaria (poética en este caso), la materia prima en última instancia es el autor mismo; y ningún problema puede ser más importante que el de su propia entidad. En este caso, la ansiedad / angustia / desesperación de Palomares por darle un poco de sosiego a su espíritu se multiplica al recordar a sus seres más queridos y que formaron parte de sus años primeros.

De ahí su súplica, desde múltiples rincones de su urbano domicilio, por volver a escuchar el cantar de las aves en libertad, por arroparse con un manto

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negro aterciopelado bañado de estrellas sobre los verdes prados, por acostarse en medio del arrullo de los grillos y demás criaturas de los prados… Dicho en otras palabras: él en su urbe de los Andes merideños tiene su domicilio, pero desde sus balcones suspira por su hogar en otras latitudes andinas, ya que así podría extenderse y ser él mismo; en conclusión, sueña desde espacios citadinos con su “vuelta a casa”.

CAPÍTULO V: RAFAEL CADENAS, EL REGRESO DEL DESTERRADO

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La obra de Rafael Cadenas inscribe en la poesía venezolana, mediante un gesto magnífico en bien de la certidumbre y transparencia, el lugar, la visión, el decir de un sujeto elocuente que se caracteriza al ser esencialmente dramático y doblemente virtual: por ser sujeto en la poesía y porque su fisonomía poética coincide con la duda constante acerca de su propia consistencia, de su aptitud para consistir.

El lugar, lo marca la confluencia de sus dos destierros; la visión, forja una imagen en la que la pérdida del paraíso se funde con la inaceptabilidad del mundo y con el alejamiento inquisitivo respecto de sí mismo; el decir, lo es de una voz centrada e insistente que se oye a sí misma proclamar su impotencia en palabras impecables e implacables, que rechaza los términos en los cuales se le propone la existencia y trasluce su amor a la plenitud ausente e irrenunciable.

El destierro como fuerza impulsora y de sustentación para la poesía de

Cadenas siempre ha estado presente en la estimativa de sus lectores críticos; y cxliii

no es de extrañar: el poeta mismo lo exhibe como emblema desde el título y en los textos del que se tiene como su primera obra: Los cuadernos del destierro, publicada en 1960. En vista del carácter fuertemente existencial e inquisitivo de este estilo poético, el destierro celebrado en este libro se lo asocia casi siempre a la experiencia biográfica del exilio político a que se vio sometido el ciudadano y militante revolucionario Rafael Cadenas por la dictadura militar que asoló a

Venezuela durante la quinta década; el exilio que lo llevó a vivir por cierto tiempo en la cercana isla de Trinidad.

Frecuentemente, y basándose en patrones subliterarios que aún persisten en la actualidad, frecuentemente se ha confundido este exilio biográfico con el destierro poético sustentado en la obra de Cadenas. Así, el destierro se hizo igual al exilio, éste se hizo igual a la pérdida biográfica del hogar nativo y ésta, finalmente, se hizo una principal de la voz que habla en el poema. Pero, en la poesía de Rafael Cadenas, destierro no es igual que exilio, ni exilio coincide con alejamiento forzado del lar nativo, lugar que no existe en sus libros. Los lugares que en su poética sí existen, en cambio, son el paraíso que se pierde y el infierno al que se regresa desde el paraíso perdido; es decir, ese lugar, mundo del cual partió un día para más tarde volver a él como quien cumple una sentencia o una condena: ese mundo de tormento que desde entonces se ha extendido por toda su obra y al cual sólo Amante (1983) contrapone redención alguna.

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Por consiguiente, en la poesía de Cadenas el destierro puede contemplarse desde dos perspectivas:

a) La pérdida del paraíso (no yace en el lugar del cual se tuvo que partir,

sino en el lugar donde se llega y donde logra experimentar el amor como

síntoma de plenitud vital.

b) El retorno del paraíso al mundo, y constituye, sin más, el destierro de sí

mismo.

Pero, aparte de esa confusión entre biografía y poesía, la obra de

Cadenas ha sido pasible de un equívoco según el cual, de entre los polos de la radicalidad que le caracteriza, sólo se mira hacia la configuración del desasimiento y la imposibilidad que en ella es muy patente, quedando fuera de percepción cabal nada menos que la inmensa fuerza espiritual (y civil) implicado en su temple de denuncia y desafío frente a las dimisiones que hacen la inhumanidad del mundo y alimentan el fariseísmo reductor de los alcances espirituales de la vida.

Así, alejado de las poéticas y los corpus poemáticos centrados en la certidumbre acerca de los poderes del yo sobre sí mismo y sobre el lenguaje; pero también, distanciado de aquellos otros que confían en contrarrestar la dificultad de ser con el acatamiento de una incertidumbre empobrecedora, sólo capaz de afectar por separado a la subjetividad o a la experiencia o al lenguaje,

Cadenas escoge la dignidad primordial de la existencia tanto como de la cxlv

elocuencia, por vía de la inclusión antiheroica de la subjetividad en el desastre universal y a fuerza de reivindicar los fueros de la individualidad junto a las exigencias de un deber poemático regido por la contención, lo intenso del nexo verbal y la transparencia de la vocación reflexiva.

En lo que consta en los poemas de que están hechos los libros de

Cadenas, desde Una isla hasta Intemperie; y es también lo que su último poemario editado hasta el presente, Amante, invita a comprender con mayor claridad, precisamente en la medida que este libro despliega sin reservas el trasfondo amoroso de todos los destierros y funda en el amor la magnificencia de su requisitoria poética.

Por otra parte, hay una rimbaudiana exuberancia verbal que se alía con el rigor de un reclamo existencial erigido en mito, del exilio como paraíso y, además, el centramiento en un imaginario vital que se propone a sí mismo desde la duda extrema, y en una despiadada vigilancia hacia sus inevitables caídas y falsías. Además, está lo siguiente: la desnudez tanto del tema como de la expresión que favorece la visibilidad para quienes todavía pueden mantener los ojos abiertos; y la acendrada vocación de plenitud, de exigente vivacidad que sostiene a su espléndido reclamo.

Y es que, en muchos de sus poemas, pero particular e insistentemente en sus anotaciones, ensayos y entrevistas, sus “intervenciones” parecen cxlvi

reiterar una única y compleja tesis esencial: el ser humano, sobre todo en

Occidente, parece haber perdido la clave de una existencia plena, en comunión con el mundo; por tanto, es necesario que recupere ese nexo, ese vínculo inmediato con su entorno, o más precisamente, con su fundamento.

Esta tesis se acompaña de un propuesta “terapéutica”, para decirlo con el término de Wittgenstein: el ser humano ha de prescindir de todo aquello que lastra, que impide ese regreso a una visión inmediata: el yo, la mente, la razón técnica, el perspectivismo, los nacionalismos, entre otros, para así recuperar el asombro y, con él, la mirada despojada de presupuestos que ve y reconoce el misterio. Conviene revisar entonces, para entender un poco más la poesía de

Cadenas, los dos lados de esta tesis.

a) El ser humano ha optado por una sobre-intelectualización de sus

relaciones con la naturaleza, con sus sensaciones, con su percepción.

Esto ha permitido que “el misterio”, el verdadero fundamento de toda

existencia, se vea encubierto por la racionalización de toda existencia. El

cientificismo ha contribuido con esto.

b) Se debe volver a la raíz de nuestra verdadera existencia (la infancia, la

visión inmediata; el ethos clásico). Para ello es necesario despojarse

efectivamente de todo lo que la cultura ha interpuesto entre nosotros y

nuestra percepción/comunión con el mundo. De ahí que el poeta

proponga una religiosidad sin religiones, es decir, una religiosidad que

escape a la amenaza de los fundamentalismos y que vuelve a lo natural,

al cuerpo y los sentidos como su espacio privilegiado. Sólo en la medida

en que recuperemos los ojos, y ya no adoptemos puntos de vista, cxlvii

podremos restablecer nuestra conexión con el mundo que sólo así se

hace sinónimo de vida, realidad, misterio, religión, ser, alma, poesía.

Lo anteriormente expuesto parece indicar que en la poesía de Cadenas puede constatarse la necesidad de que el hombre sepa desligarse de las cuatro paredes que le rodean en su diario transitar por la vida y vuelva a encontrarse consigo mismo ya que, de no hacerlo, perderá la clave de su futura supervivencia en otras latitudes, incluyendo las suyas propias. Examinemos entonces algunos de sus poemas para, tal como haría el célebre personaje de

Arthur Conan Doyle, el detective Sherlock Holmes, reunir la evidencia necesaria que muestre ese marcado pesimismo existencialista.

Mi lengua se repliega a cuatro paredes. / Las nubes no regresan a mis pupilas entrecortadas… Estas líneas intermedias del poema Una Isla (1958) nos presentan a un individuo que se contempla limitado por su espacio de habitación que se presume y asume se encuentra en una urbe o gran metrópoli; bien sea porque la altitud y/o magnitud de sus edificaciones no le permiten ver a plenitud las nubes del cielo, o tal vez sea porque todo lo que le rodea se ha tornado predominantemente artificial que no sabe distinguir si el cielo es tal, o si es sólo un espejismo (de ahí también pareciera emanar lo de las pupilas entrecortadas).

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La noche habla a las puertas… No pienso, pierdo de vista mi edad, ni siquiera me percibo. Sólo sé que ando, voy y vengo, transcurro, sin conciencia… Estos fragmentos sueltos de su poética describen un ambiente donde no se percibe presencia alguna, sólo hay espacios vacíos; de ahí la incertidumbre de no saber si se va o se viene, pues no hay lugar a dónde llegar.

Si pudiese menguar el raso lomo del día hasta el tamaño de una nuez para alumbrar vetustos jardines, lo hiciera y todos aprobarían... De Los cuadernos del destierro (1960) salen estas líneas que empiezan a dibujar esa naciente necesidad de reencontrarnos con nuestra propia condición humana para poder buscarle una escapatoria a las cuatro paredes que, sin representar un espacio físico particular, han de ser permanente obstáculo para la evolución y superación de nuestra mal ponderada humanidad. Acá puede observarse que este hombre citadino (por la presunción hecha anteriormente) ruega por una oportunidad de reducir o eliminar ese manto oscuro que recubre su existencia; es decir, clama por una solución a sus problemas para así sentir algún progreso en su día a día.

Aunque esté aquí en mi cuarto, éste es un confín. Cada instante me parece el último; el sitio que ocupo, término ansioso. Vivo en medio de congregadas extremidades. De Intemperie (1977) sale este breve pero significativo poema titulado simplemente 14, pues no hubo necesidad, o al

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menos así parece, de colocarle apelativo alguno. Las extremidades representan las partes del mobiliario presente en su cuarto, que no pasan a ser más que simples adornos de un espacio físico, más no de su existencia. Son sólo objetos que le pertenecen, aunque tal vez termine siendo él parte de esos objetos, es decir, pase a ser un simple ocupante de un lugar y de un momento, y no alguien que vive una vida, su vida.

Vida / arrásame, / barre todo,/ que sólo quede / la cáscara vacía, para no llenarla más, / limpia, limpia sin escrúpulo / y cuanto sostuviste deja caer / sin guardar nada. También de Intemperie proviene esta poema, titulado 29, donde el ruego pasa a ser un clamor por un borrón y cuenta nueva, por una nueva oportunidad de vivir a plenitud sin preocuparse por vicisitudes ajenas y propias. Sólo se desea paz, estabilidad, estar libre de prejuicios y de malas intenciones. Por ello, la petición se convierte en súplica, pues la necesidad se hace urgencia; y vivir es algo urgente, pues, como dice en Recuento (también de Intemperie): el extraviado sólo quiere ojos limpios, espejos simples para vivir.

La evidencia ha sido reunida y también comentada. Puede afirmarse ahora que, en la poesía de Cadenas, la vida se conoce como sinónimo de encierro, aislamiento e incertidumbre, pues no se ubica chance alguno para sentirse en comunión con el entorno y, por ende, con la naturaleza, aunque

ésta le resulte algo distante. Esto puede resumirse en un poema que aparece

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en Amante (1983), ya que dibuja la existencia de este hombre, o al menos su intento de existir entre espacios de concreto.

Al que apenas vive le está vedado tomar la palabra en esta reunión. Es carne de urbe, de historia, de fin. Le toca la parte recia del trabajo. Desde un apartamento de suburbio ve pasar los días como cortinas que se abren sobre tierras devastadas. No puede sentarse junto a los otros. Su vino es pobre, pero también agradece, también acata, también entreoye, y no espera, le basta este sorbo de existencia que manos inalcanzables llevan a su boca. El misterio es suficiente; lo hechiza, y humilde ante él balbuce a diario las palabras que otro realza en honor de ella y del amante. Sólo quiere una voz sin tretas.

Es carne de urbe… Acá se señala que la ciudad no es un lugar perteneciente al hombre, sino que el hombre le pertenece a la ciudad, pues es quien le delimita sus espacios y le enseña cómo debe hacer para llevar el peso cli

de su quehacer diario. Los días que pasan como cortinas que se abren sobre tierras devastadas son el paisaje perfecto para quien, como en la antigüedad grecolatina, huye de su destino aunque se sabe vencido por él; es decir, el fatum del que se hablaba en poemas épicos como La Ilíada y La Odisea hace nuevamente acto de presencia, pero esta vez no son islas ni territorios por conquistar; son selvas de concreto que rodean y conquistan al hombre.

Las manos inalcanzables que le llevan el sustento a la boca y que le confieren un mínimo de vida “aceptable” no son propiedad de este hombre; son las manos de la ciudad que nuevamente rige el destino del hombre y designa su destino. Siempre se ha dicho que el hombre construye las ciudades, pero aquí pareciera decirse que es al contrario, que es la ciudad quien construye al hombre, pero ¿qué clase de hombre? ¿A qué clase de vida lo va llevando? No se sabe, y tal vez nunca se sepa; pues, aunque el hombre sea el responsable de su propia vida, ésta no dependerá enteramente de él, ni será tampoco por

él. Por eso el poema termina diciendo Sólo quiere una voz sin tretas: es el hombre quien pide escuchar su propia voz, y que ésta también sea escuchada en todo lo que le rodea.

De allí que, y considerando las palabras de Julio Ortega en “Presencia de Rafael Cadenas” y de Guillermo Sucre en “La Metáfora del Silencio”, se puede inferir lo siguiente: la poesía de Cadenas es una invitación a la soledad, una conversación en sus umbrales. Hecha a nombre de la casa de la lengua,

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de la morada poética, nos descubre la saturación en que andamos, la redundancia en que hablamos. Y nos comunica el deseo de una palabra por hacerse, de una voz por pulirse, de un camino por abrirse en esta orilla del poema perdido y prometido. Por eso, hablar es para ella reconstruir el silencio, al que se debe y al que convoca. Lo que busca es regresar a una relación directa con el mundo y que la palabra sirva a esa relación. Es decir, requiere volver a encontrarse consigo mismo, pues ha venido percibiéndose como agente ausente de su propia existencia.

Cadenas agota los registros de un yo lírico expansivo, pletórico, proliferante, hijo más o menos declarado de Whitman. Es éste el primer rostro del poeta o, quizá convendría decir, la primera máscara. Que no tardará, por cierto, en provocarle una angustiosa sensación de impostura, de doblez. Y sucede que la poesía de Cadenas comenzó a fraguarse precisamente en el momento en que ese yo lírico intuyó que la suntuosidad verbal con la que se arropaba escondía un peligro, quizá el mayor para el poeta: el peligro de perderse en el laberinto de la palabra.

La escritura de Cadenas, ya se insinuó antes, tiende a la parquedad y evita la ampulosidad y el verbo lujoso. Hay una palabra que el poeta acaricia, con su suave habla barquisimetana, y que regresa a menudo en sus escritos y conversaciones: la palabra "menesteroso". Hermoso vocablo que el uso ha emborronado con resonancias peyorativas. En la boca y la pluma de Cadenas,

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es el epíteto que acompaña a la poesía. La poesía es menesterosa porque desdeña el poder; y ya se sabe lo íntimamente asociados que están poder y lenguaje. La poesía es el otro lenguaje, el otro del lenguaje, pues aspira a expresar lo que el lenguaje hace a un lado y aun maltrata: "Una energía muy elemental, muy pura, muy libre, que no puede adaptarse a nada y que al buscar voz produce ese fracaso que es la poesía", decía Cadenas en 1969.

El yo de Cadenas, a pesar de emerger para empapar el silencio y a la vez negarse, se convierte en nadie al anular con reiterativa intención el único lugar donde pudo (verbo hipotético al fin) deshacerse de los fantasmas que él mismo ha creado. El síndrome del éxodo, el exilio hacia respiraciones fragmentarias, hacen de este poeta una parábola, como lo señala Ludovico

Silva en el ensayo Rafael Cadenas, parábola del desterrado. El exiliado adquiere nueva documentación, pero si es un poeta, entonces la identidad se convierte en pesadumbre, cuestión que le sucede a todos los seres humanos, pero en quien vive y se enfrenta a la palabra una sombra clandestina lo abruma, toda vez que es permanente observador de las imágenes que rechaza o asimila.

El yo, documentación o pasaporte de la mismidad, reconcentra sus energías hasta ser la primera voz que señala Eliot: Una voz en el destierro.

Cadenas místicamente se ha encerrado. Desde aquel viaje a una Isla, hasta el despojo de los textos finales, Cadenas se ha perseguido a él mismo, anulando,

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orientando todos sus avatares hacia una inmanencia reflexiva que se posesiona, iniciáticamente de la memoria oriental, taoísta: las dimensiones donde el yo no cabe: tierra, cielo, divinidades y el mismo hombre. Este último como la gran pregunta.

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