Cardiopatías de Ultimo Inning

Por

Alfonso L. Tusa C.

Entré al estadio José Bernardo Pérez de Valencia, a eso de las cuatro de la tarde de aquel 9 de noviembre de 1983. El sol valenciano dolía en la piel. Esperaba que el juego terminara temprano para regresar a casa caminando. Mientras recorría las aceras visualicé varios juegos que me hicieron preguntar si el agite de mi pecho obedecía al esfuerzo físico de redoblar el paso o a la forma como terminó cada uno de aquellos juegos. En el pecho había impactos tan desajustados que imaginaba un carro viejo pistoneando y con un remolino en el carburador. Los resuellos apenas me dejaban dar los pasos necesarios para hacer la cola en la taquilla. Olores de antisépticos y medicinas dibujaban un pasillo inmaculado, de paredes blancas y enfermeras diligentes corriendo en distintas direcciones, las que indicara el sonido interno. En una esquina varios hombres de batas con chispas escarlata y residuos gelatinosos conversaban de esternón, aorta, ventrículo izquierdo, miocardio. Aquella mirada de amigos por el béisbol tambaleaba ante las preguntas de cardiología formuladas. Es un tema muy relativo, cada paciente es un mundo diferente. Sé que pretendes mezclar esto de las cardiopatías con lo que siente un aficionado a la pelota cuando hay tres en bases sin outs en el último inning y el bateador representa el empate. Pero cuando estás en un quirófano con un desfibrilador, las emociones quedan aisladas como cuando el pitcher se aisla del ruido del estadio. En el estacionamiento del estadio vi llegar el autobús de los Tiburones de La Guaira. Detrás estacionó un carro último modelo del que bajaron Oswaldo Guillén y un señor de cierta edad. Bajaron Oswaldo Virgil, Jeff Dedmon, Marty Decker, Gary Pettis, , Juan Monasterio, Antonio Córdova, Raúl Pérez Tovar, Gustavo Polidor, Norman Carrasco. Tenían la actitud y la presencia del Campeón de la liga en ejercicio. Al explorar la tribuna de tercera base, tiré la mirada hacia el bull pen magallanero. Un rubio alto apuntaba hacia la mascota de Alfredo Torres. Escuché su nombre en los comentarios previos: Ben Callahan. El derecho gigantón venía de lanzar en tres encuentros, sufrió de un síndrome que sólo explica la mitad de una derrota, la ausencia de apoyo ofensivo de sus compañeros. Perdió dos de esos juegos. En el trío de enfrentamientos Magallanes marcó el gran total de una carrera. Esa noche tampoco anotarían en los siete episodios que duró su actuación. Marty Decker apenas permitió un imparable a los bates magallaneros. En el séptimo inning me empiné sobre la grada para ver como Joe Orsulak privaba a Hurdle de un extrabase contra la pared del jardín central. Monasterio siguió con lineazo contra la barda. Todos miraban hacia el bull pen. Jerry Davis entregó el segundo out con roletazo incandescente que dominó Bob Miscik en tercera base. Córdova se ponchó con una pelota en el suelo. Callahan escapaba justo con el campanazo, de varias dentelladas. En la parte baja del estadio se sentía la ebullición propia de los juegos que tienen guardados momentos escalofriantes. Mientras me asomaba entre varias personas amontonadas en mi campo visual, regresaron las visiones. Veía un estadio grande, desde afuera parecía un campo de futbol. El narrador aumentaba el tono nervioso a medida que se desarrollaba el cierre del noveno inning aquel 3 de octubre. Whitey Lockman despachó doblete que puso el juego 4-2 todavía a favor de los Dodgers. Ernie Harwell apretaba la voz en la televisión para decir que los Gigantes habían regresado luego de estar 13 juegos debajo de los Dodgers el 11 de agosto. Cuando faltaban 16 juegos todavía los Dodgers comandaban la Liga Nacional en 1951. Los Gigantes ganaron y ganaron hasta forzar un empate y ahora estamos en el momento de la verdad, en el tercer juego de este play off. Hay hombres en segunda y tercera y un out. El manager Charlie Dressen, el mismo que a mediados de agosto dijo que los Gigantes estaban muertos, va a sacar al pitcher Don Newcombe. Allá viene Ralph Branca del bull pen. Bobby Thomson agita su bate en el círculo de prevenidos. En la temporada regular le bateó dos jonrones a Branca. ¿Por qué no? ¿Por qué la inquietud experimentada en un quirófano o en una sala de espera mientras se desarrolla un intervención quirúrgica está más allá de lo que puede sentir un aficionado al béisbol cuando se levanta de su asiento y estira el cuello para ver en que parte de la esquina del right field cayó el linietazo del cierre del undécimo inning o cuando le sube el volumen al radio mientras busca aire de la ventana cuando el narrador dice “…¡y capturó la pelota chocando contra la pared del jardín central!”? Igual hay tensión en las venas y un dolor en el corazón que permanece toda la noche hasta que pegamos las pestañas si es que podemos hacerlo. Cada vez que Callahan salía trotando hacia el montículo en cada inning, sentía un vuelco en el pecho que me decía que ese podía ser el episodio donde los Tiburones lo devoraran. Hasta ese séptimo inning, Callahan había dominado a los Tiburones, al punto de sólo permitirles 4 imparables. Un fluido ardiente recorrió toda mi piel, Magallanes venía de ganar 3 juegos seguidos, la visión de una caída al fondo de la clasificación a partir de la pérdida de este juego me hizo bajar hasta el escalón más próximo al terreno. ¡Vamos Callahan! ¡Fájate con ellos! Apenas la coincidencia de seguir al mismo equipo me salvó de un tumulto con otro aficionado. El hormigueo de presentir que se verá algo histórico del béisbol, me hizo flotar. La punzadas se metían entre las costillas superiores, por momentos recordaba los comentarios de mamá una noche cuando después de cenar llegué corriendo de la calle con la mano apretada al pecho. Me dio unos masajes y pensaba que me iba a estallar el corazón, tal como lo sentía con cada batazo que le daban a Callahan, sentía el impacto en la boca del estómago pero me las ingeniaba para permanecer de pie y seguir la trayectoria de la pelota hasta que me dejaran los músculos intercostales. Mamá se llenó las manos de una mezcla de mentol con alcanfor y arrugué la nariz hasta casi cerrar las fosas nasales. Eso seguro que son los gases de la ensalada de repollo y la sopa de lentejas que te comiste en el almuerzo. Sentía varias lanzas atravesadas en el tórax cuando los linietazos pasaban sobre distintos lugares del infield y hasta encima del montículo donde trabajaba Callahan.

Thomson se dijo “Espera la bola, síguela”. Branca lanzó una recta y Thomson abanicó. Repitió la recta y el bate impactó la esférica hacia la pared verde de 5 metros de altura del jardín izquierdo. Branca le había dicho a la pelota, “¡Baja, baja, baja!” El jardinero izquierdo de los Dodgers, Andy Pafko, chocó contra la pared y la pelota pasó sobre la barda. Thomson recuerda haber sentido como si el tiempo se hubiese congelado. “Fue un momento delirante, delicioso”. El narrador de los Gigantes, Russ Hodges, casi sufre un infarto en la caseta de transmisión. “Allá va un batazo largo…va a ser…Creo que… ¡los Gigantes ganan el banderín! ¡Los Gigantes ganan el banderín! ¡Bobby Thomson la saca de jonrón a las gradas del jardín izquierdo! ¡Los Gigantes ganan el banderín y se vuelven locos de contentos!” “No lo puedo creer. No lo puedo creer”. Red Smith escribió en The New York Herald Tribune. “Aquí termina la historia, y no hay manera de contarla. El arte de la ficción está muerto. La realidad ha estrangulado a la invención”. Decker comenzó dominando al primer trío de bateadores, allí mismo imaginé que sería difícil ganarle a esos Tiburones, con tan buenos jugadores, y además la presencia de un pitcher que traía recuerdos de George Brunet, Marcelino López, Jim Rooker, y Odell Jones. En la tribuna central olía a óxido metálico aderezado con cerveza y maní. Los magallaneros aupaban a su equipo pero un dejo de incredulidad se escurría en sus miradas. Miraban al cielo como esperando una intervención milagrosa. Callahan también había controlado las huestes saladas en la parte de arriba del primer episodio. Una especie de cúpula invisible rodeaba la acción del juego, parecía cuestión de tiempo para que las dentelladas del tiburón descerrajaran los maderos del buque. Me repetía con vehemencia que mientras La Guaira estuviera en blanco había oportunidad de ganar, cada vez que un corredor escualo se embasaba, sentía un soplo cardíaco.

Treinta y tantos años después, la esposa de un aficionado de los Gigantes, que en 1951 era un adolescente, sabía de su simpatía por Thomson, planificó una sorpresa para el cumpleaños 50 de Albert Engelken. Betsey llamó a Bobby Thomson quién vivía en Nueva Jersey. “¿Podría encontrarse con Albert y conmigo en la Exit 10 de la New Jersey Turnpike?”, le preguntó al medianamente perplejo Thomson. “Voy a hacer una historia sobre porqué tengo que hacer feliz a un amigo”. Thomson se unió a la feliz conspiración, al aparecer en la fecha indicada en el lugar acordado. Por una hora, los dos hombres hablaron como viejos amigos, para delirio de Engelken, entonces un oficial de tránsito en Washington. Estaba tan o más emocionado que aquella tarde cuando escuchó el jonrón. Pasó como 2 minutos estrechando la mano de Thomson. “Tenía la obligación de hacerlo”, dijo Thomson.

Mientras Magallanes salía al terreno para la primera mitad del segundo inning, me quedaba mirando a Ernesto Gómez, el campocorto Navegante venía de jugar con los Mariners de Bakersfield A, bateó .240 en 350 turnos, 32 anotadas, 27 empujadas. Al frente tenía a Gustavo Polidor, había jugado con los Angels de Nashua AA y dejó promedio de .210, 329 turnos, 32 anotadas, 21 empujadas. En segunda base Carlos Porte tomaba roletazos, había bateado .247 con el Waterbury AA. Mientras que Oswaldo Guillén venía de batear .295 con los Golden Gators de Beaumont AA, 62 anotadas, 48 empujadas en 114 juegos. Comenzando por allí, la sensación de correr con tipos que te pueden sacar varios metros al menor descuido, flotaba sobre el terreno y agitaba el ambiente en las tribunas. Aquellas diferencias aparentes en talento me apretaban el cuello. Sentía una presión en el pecho similar a la de cuando algo se queda atragantado entre el esófago y la traquea y se empieza a toser hasta que se inflama el rostro y empieza la desesperación de la falta de oxígeno. Dificultaba que Gómez y Carlos Porte llegaran al mismo nivel de juego de Polidor y Norman Carrasco, aunque en este caso quién jugaba segunda base era Oswaldo Guillén. La diferencia se notaba en las jugadas, en el tiempo de juego en las ligas menores, en la presencia en el campo, los silbidos, los gritos, la comunicación con los compañeros. Todo eso me apretaba la boca del estómago y me hacía intentar aplicarme la maniobra de Heimlich. Por momentos, cuando Porte o Gómez hacían una jugada de cierto brillo o cuando se llegaban al borde del montículo para conversar con Callahan, respiraba mejor. Seguía sintiendo unos ruidos de hierros herrumbrosos que acallaban los gritos de las tribunas. Veía peloteros con otros uniformes y anuncios publicitarios de otras épocas y en otros idiomas se superponían a las vallas de los jardines. La constante, aquella sustancia viscosa, espesa adherida a las manos, pegada al cuello, restregada en los latidos que estallaban en el pecho y presionaban la garganta. Podía pasar de un escenario a otro, diferenciar los peloteros, la publicidad, pero la sustancia seguía allí, estrujando mi abdomen, punzando entre los ojos. En el cierre del segundo inning Benny Distefano despachó un batazo dantesco que salió de foul a última hora, la pelota cayó sobre el follaje del árbol detrás del jardín derecho. Narraciones de un juego de finales de los años sesenta me hicieron sacudir la vista. Por momentos vi a Decker dominar a Distefano con rodado al campocorto, el murmullo continuaba en mis parietales.

2- El drama de César Gutiérrez

Lorenzo Fernández, que aquel 22 de noviembre de 1967 había asumido como manager del Magallanes en sustitución de Les Moss, emergió por el lanzador Graciliano Parra y despachó el tercer imparable que le conectaban a Phil Henderson. Los ganaban 1-0. César Gutiérrez lo llevó a segunda con toque de sacrificio. Walter Williams entregó el segundo out con elevado al jardín derecho. Con el agua al cuello Sid O’Brien, descargó imparable de empatar el juego. Una algarabía indescriptible inundó las tribunas. La esperanza de los magallaneros había cristalizado. Parra forcejeaba con Henderson en un duelo de pitcheo donde los Tigres habían tomado ventaja en el segundo episodio. Hilario Valdespino llegó a primera base por infield-hit. Enrique Izquierdo la rodó frente al pitcher y Valdespino pasó a segunda. Anibal Longa la machucó frente al plato. Víctor Colina lanzó a tercera, su disparo fue desviado por lo cual Valdespino marcó la carrera que adelantaba a los Tigres. Parra se fue varios segundos detrás del centro del diamante, hasta que el árbitro principal Tom Ravashiere y el manager Fernández empezaron a caminar hacía el morrito. Parra metió la mano izquierda en el guante y pisó la goma de lanzar. El careo emocional por momentos me hacía mezclar nombres de 1967 con aquel atardecer valenciano. Veía el infield del Universitario solapado sobre el José Bernardo Pérez. En el quinto inning Longa llegó a primera por interferencia del catcher Víctor Colina. José Manuel Tovar bateó elevado al jardín izquierdo. Longa se fue al robo de la segunda base y lo consiguió. Henderson bateó imparable al center field corto. El corredor intentó anotar, sólo que Jesús Aristimuño hizo un gran disparo y Colina tomó la pelota y se lanzó sobre Longa para retirarlo. Luego vino otro hit al cuadro de Jacinto Hernández pero Manolo García entregó el tercer out. Una brisa tibia soplaba desde la ceiba detrás del jardín derecho hacia el plato. Ben Callahan hacía sus envíos de calentamiento. Varias veces bajó para escarbar con el zapato en la base de la lomita. Dave Sax se acercó y conversó con él desde la grama frente al plato. Delante de mí, dos tipos discutían por cuantas carreras La Guaira iba a derrotar a Magallanes. “Yo soy magallanero, pero hay que reconocer que La Guaira tiene mucho más equipo que Magallanes en este momento”. Me estrujaba los ojos ante aquella invasión de fantasmas que llegaba de otra época para magnificar la vespertina valenciana. El zurdo Henderson había retirado 14 bateadores en fila desde el tercer episodio, cuando Victor Colina despachó el segundo imparable magallanero, hasta que el antesalista José Manuel Tovar cometió error ante roletazo de Gustavo Spósito. Luego obligó a Aristimuño a batear para dobleplay. Terminó el episodio al dominar a Victor Colina con rodado a las paradas cortas. De esta manera los Tigres se mantenían adelante por la mínima diferencia. Henderson bordaba la pelota fuera del alcance de los cañones magallaneros. En la trinchera del frente, Graciliano Parra se fajó para mantener intacto el marcador a punta de control y una mezcla inspirada de sus envíos. Cuando Magallanes vino a consumir turno en el cierre del noveno lucía un equipo derrotado. Fernández hubo de emerger por Parra. En la doble función de manager-jugador parecía adolecer de la concentración para descifrar a un pitcher imbateable hasta ese momento. Venía de jugar con los White Sox de Evansville en la Southern League AA. Allí bateó para .250. 31 hits en 120 veces al bate. 8 empujadas. 13 anotadas. Luego actuó con los Indians de Indianapolis en la Pacific Coast League AAA. .251 de promedio. 96 hits en 382 turnos al bate. 32 empujadas. 33 anotadas. Benjamin Franklin Callahan, pitcher derecho, 19 de mayo de 1957, Mount Airy, NC – 9 de enero de 2007, Concord, NC., subía al morrito con la mirada fija en la mascota de Sax. Con cada lanzamiento los tipos de la tribuna estiraban el cuello hacia atrás como esperando un batazo largo de Monasterio, Hurdle, o Pérez Tovar. Había debutado en Grandes Ligas con los Atléticos de Oakland (manager: Steve Boros) en junio de 1983. Dejó marca de 1-2 con efectividad de 12.54 en 9.1 innings. En las ligas menores aquel año, jugó con los Sounds de Nashville (manager:Doug Holmquist) de la Southern League AA. 2-0. 1.50 de efectividad. 18 innings. Los Tigers de Tacoma de la Pacific Coast League AAA. 2-4. 7.67. 31.2 innings. Y los Clippers de Columbus (manager: Johnny Oates) de la International League AAA. 3-2. 6.24. 53.1 innings. Si le bateaban un hit empezaban a predecir la debacle. Como salieran roletazos o flaicitos inofensivos sorbían un trago de cerveza y tragaban saliva. Varios círculos contínuos desplazaban los pasos desde el montículo hacia territorio intermedio delante del shortstop. Callahan se inclinaba y frotaba la bolsa de la pezrrubia, tanto que el árbitro avanzaba varios pasos hasta casi llegar al montículo. El pitcher frotaba los dedos sobre la visera de la gorra y avanzaba hacia la caja de lanzar. Sentía como algo parecido a un ovillo de alambre de púas rebotaba en la región pectoral, cada latido parecía arrancar chispazos de sangre que creía saborear con cada suspiro. Mucho tiempo después un amigo cardiólogo se reía, eso era completamente producto del momento que vivías, un choque psíquico que igual ha podido provocarte un síncope. Tienes que controlar esos impulsos o tendrás que dejar de ir al estadio o hasta ver u oir los juegos. De inmediato respiré profundo, igual que Callahan cuando levantó los brazos sobre la cabeza y empezó a levantar la pierna izquierda.

En el décimo episodio Cisco Carlos relevó a Graciliano Parra y retiró a los Tigres al paso de conga. En el cierre de la entrada Oswaldo Blanco disparó imparable al jardín central y pasó a segunda por sacrificio de Gustavo Spósito. Jesús Aristimuño recibió boleto intencional. La tensión hacía saltar a los magallaneros en la tribuna. Víctor Colina la rodó por las paradas cortas y Jacinto Hernández cometió error al intentar hacer el out en segunda sin dominar la pelota. Se llenaron las bases y la silbadera plenó todo el estadio. Entonces César Gutiérrez se paró en el plato y complació peticiones al descargar una línea que se internó en el jardín izquierdo para que Blanco llegara al plato con el mensaje de la victoria. El público desbordó el terreno y sacó en hombros a Gutiérrez, Parra, Blanco.

Me acerqué hasta casi subirme al techo del dugout del Magallanes. El manager Tommy Sandt subió los tres primeros escalones y se agarró la visera de la gorra. Let’s go Ben. You can do it all. Dos peloteros se asomaron desde la banca. Parecían desesperados por salir al campo de juego. La voz de Gregorio Machado rebotó en la baranda de la tribuna. Tranquilos, este juego da para todo. Ustedes no saben como va a terminar este juego. De pronto tienen que salir a dar la cara por el equipo. Uno de los tipos se atragantó con la cerveza. El del bigote es Wolfgang Ramos. Acaba de llegar al Magallanes en el cambio de Manuel Sarmiento a los Tigres de Aragua. El otro es Nelson Torres, Magallanes lo firmó después que los Tigres lo dejaran libre. No veo tan fácil eso de que salgan a jugar. Si este juego sigue así de cerrado primero van a traer a los relevistas gringos.

En la tribuna un niño forcejeaba con el padre en el pasillo cercano al dugout de la izquierda. Quería bajar a saludar a los peloteros, quería apretar la mano de César Gutiérrez, saludar a Graciliano Parra, felicitar a Oswaldo Blanco. ¿Por qué no puedo preguntarle al manager si él cree que Magallanes va a clasificar? El hombre se pasó la mano por la barbilla e intentó sentarse en una silla. Hubo de aplicar sus mejores impulsos para alcanzar al muchacho justo sobre la baranda. ¡Muchacho! ¿Qué piensas hacer? ¡No ves que este es uno de los pocos momentos satisfactorios del equipo en toda la temporada para que tú vayas a trastocarle el momento a ese señor. No te puede contestar porque hay muchos imponderables en el medio. Ya Magallanes depende más de otros equipos y así es muy difícil pronosticar.

Marty Decker aumentaba la velocidad del juego, cada lanzamiento arropaba los bates contrarios. Antonio Córdova estiraba los dedos marcados con cinta blanca alrededor de sus tobillos. Asentir con la barbilla, sacar la pelota detrás de la oreja y arrancar mil fragmentos del centro de la mascota se convirtió en un ritual cargado de economía. Al cabo de unos quince envíos Dee Martin Decker, 7 de junio de 1957, Upland, CA., un derecho que venía de ganar 8 y perder 3 con efectividad de 6.66 en 96 episodios con los Beavers de Portland de la Pacific Coast League AAA (dirigido por John Felske) y después subió con los Padres de San Diego para dejar efectividad de 2.08 en 8.2 episodios, bajaba del montículo con la mirada en la grama y los dedos rozando el borde de la visera. Los tipos llamaron al cervecero con un rictus de resignación. Con ese ritmo ese tipo es capaz de blanquear al Magallanes. Ya van por el tercer inning y todos los batazos han sonado a bate quebrado.

3.- El frío de aquel sexto juego

Aquella noche de octubre de 1975 estudiaba una guía de biología de segundo año de bachillerato. El cubo negro de 10 centímetros resonaba sobre la mesa. La primera vez que la guía se estampó sobre mi esternón, salté hasta casi templar la red de cazar mariposas que esgrimía el pato Donald en la lámpara a mitad de pared. El narrador soltaba una avalancha emotiva que me hizo ver más claros los conceptos de pared celular y citoplasma. “Cincinnati está muy cerca de ganar la Serie Mundial. Con esa carrera del inning anterior rompen más la estrategia del toque de bola. Y el bull pen de los Rojos es lo mejor de su cuerpo de lanzadores. Ahí va una línea imparable de Fred Lynn”. En principio quería que ganaran los Rojos por David Concepción y Sparky Anderson. Sin embargo al ver la gesta de Luis Tiant en el primer juego y luego cuando, sin contar con sus mejores lanzamientos fue capaz de resistir los nueve episodio hasta darle el segundo triunfo a los Medias Rojas para igualar la serie, empecé a disfrutar más el juego desde los esfuerzos de Carl Yastrzemski, Fred Lynn, Rick Burleson, Denny Doyle, Carlton Fisk, Dwight Evans, Rico Petrocelli, Rick Wise, Dick Drago, Bill Lee, Bernie Carbo, etc.

Callahan miraba el guante, luego se internaba en la oscuridad de la mascota de Sax. Por momentos su presencia sobre aquel montículo hacía exclamar a varios señores. Esa recta que se hunde también la tiraba Emilio Cueche, se le movía tanto que mareó hasta al mismísimo equipo cubano en una Serie del Caribe. La escena de intimidación del pitcher soplaba las páginas de varios periódicos. Bob Gibson con Oriente y sus pedradas en la zona interna del plato hizo retroceder a muchos bateadores. Werner Birrer con el Pampero retaba a los bateadores con tizas que atravesaban la goma. Jim Rooker soltaba cigarrones que estallaban justo en medio del plato y la mayoría de los bates quedaban petrificados. Los tipos de la cerveza empezaron a cambiar de actitud cuando Callahan ponchaba o inducía roletazos inofensivos al cuadro interior. De vez en cuando salían elevados que precipitaban en medio de los jardines. Un estampido de piedras sobre lámina de cinc me hizo abrir los ojos. La guía de laboratorio de biología crepitaba entre mi cuello y mi nariz. Mis dedos palpaban la superficie de celulosa, quería asegurarme que seguía entera. Las cuchilladas sonoras bajaban desde la esquina de la mesa. El narrador llegaba a compases que bien podían confundirse con la ópera o una carrera de caballos. Dificulto que alguna vez me haya despertado más rápido. “Lanza Borbón, es la cuarta bola para Rico Petrocelli. Oigan el Fenway Park amigos, toda la ciudad de Boston hierve al ritmo del béisbol. Ahí va el Capitán Garfio. Efectivamente, Sparky Anderson está llamando a Rawly Eastwick para que venga a enfrentar a Dwight Evans”. Cuando Evans abanicó el tercer strike, la voz del narrador empezó a distanciarse hasta parecer que el radio estaba en uno de los cerros de Cumanacoa. La guía empezó a oscilar otra vez en mis manos. Los tipos mordían el plástico y la cerveza se calentaba por instantes. Cada rectazo redimensionaba a Decker sobre la lomita. Por momentos parecía un cachalote en alta mar. A ratos semejaba un oso pardo del parque Yellowstone. Cuando la pelota silbaba antes de llegar al plato, una sensación de pumas merodeando su presa hacía que los comentarios sólo presagiaran naufragio y blanqueo en el futuro del barco. ¿Quién le va a dar un palo? ¿DiStéfano? Lo veo muy atrás en el swing. ¿Ernesto Gómez? ¡Ni soñarlo! ¿Orsulak? Si acaso le batea un sencillo corto. Me los quedaba viendo, la verdad era que el pitcher de La Guaira estaba imbateable. Con cada lanzamiento parecía más duro. ¿Ni siquiera Félix Rodríguez le puede dar un batazo a Decker? Miré varias veces hacia la salida con ganas de regresar a casa. La intensidad del juego arropaba cada grada en las tribunas. Pestañeé varias veces. Por momentos me invadía el mas hondo silencio, por momentos agitaba los ojos y buscaba el cubo negro sobre la esquina de la mesa. Un linietazo de Rick Burleson que atrapó George Foster en el jardín izquierdo me hizo dormitar hasta que dos veces estalló la guía contra mi abdomen. ¡Allá va un estacazo tremendo, la pelota amenaza con sobrevolar el monstruo verde, y amigos es cuadrangular de Bernie Carbo! Que momento. Venir de emergente por Rogelio Moret para empatar el juego a 6 carreras, justo a cuatro outs de perder la Serie Mundial. Este es uno de esos momentos inolvidables del béisbol. Es una algarabía infinita. En el dugout de los Medias Rojas todavía saltan y se abrazan. El árbitro está llamando al próximo bateador. Entre el sueño y la emoción agarré la almohada y me lancé al piso. ¿Cuántas veces has visto a Ernesto Gómez decidir un juego? La acidez del comentario me hizo crujir el asiento. El tipo hacía señas para que le trajeran otra botella de espumosa. Sobre el terreno Oswaldo Guillén se lanzaba detrás de segunda base, le lanzaba desde el suelo la pelota a Gustavo Polidor y se completaba un dobleplay de alta esgrima en primera base. ¿Ves? ¡Eso es lo que te digo! Esos peloteros tienen un nivel muy por encima del Magallanes. Si, está bien, Gómez o Porte, o Dimas Gutiérrez pueden hacer jugadas de ese calibre, pero para ellos son excepcionales. Para Guillén, Polidor, Carrasco y compañía esas jugadas son casi normales. Estuve tentado a responderle al tipo. Aún existiendo diferencias marcadas en el nivel de los peloteros, eso no significa que todo está dicho antes de empezar el juego, y mucho menos en béisbol. Ni las agujas del frío pudieron espantar el sueño. La voz de papá atravesó la puerta junto a los ecos del radio. ¿Qué haces? ¿Estás acampando en el cuarto? Se sentó en una esquina de la cama y miró por un rato la guía de biología. La interferencia del radio lo hizo quitarse los lentes. Son casi las once de la noche y ese juego ¿Cuándo termina? “Strike tirándole, Bernie Carbo se poncha ante Pat Darcy. En diez entradas completas Cincinnati 6, Boston 6”. Juegan extrainning papá. Y si ese juego no termina ¿vas a pasar la noche en el piso? Es que si me voy para la cama me duermo. Pero yo te encontré rendido. Si, pero cualquier roce nuevo con el piso me despierta. ¡Te vas a resfriar! No voy a salir corriendo contigo a medianoche para el hospital. Me senté sobre la almohada y subí más el volumen del cubo negro.

Era mediados del juego y en el ambiente solo flotaba que en algún momento se soltarían los Tiburones y habría que aguantar las dentelladas. No terminaba de asimilar aquella situación. Por más que la época era de vacas flacas, siempre recordaba los años triunfales, los equipos fajadores, los peloteros entregados. Por eso apretaba las mandíbulas y pisaba hasta casi traspasar las gradas. Quería perderme unos quince escalones más arriba de aquellos tipos. El estadio estaba tan repleto que nada más voltearme me hizo recostar la rodilla del asiento. De pronto unas trompetas y unos gritos de ¡Ole! llegaron desde la parte superior de la tribuna. El famoso torero del José Bernardo Pérez, de alguna manera levantaba el ánimo y hacía soñar con las posibilidades de victoria aquella noche. “Es un pelotazo. Pete Rose camina hacia primera sin quitarle la mirada a Dick Drago…” Papá casi se sienta en el piso ante la emotividad del narrador y la algarabía del público. Quería saber más del juego. ¿Qué podía pasar? Si el pelotazo significaba una carrera. Trataba de escucharlo y al mismo tiempo estiraba la oreja hacia el cubo negro. En aquel laberinto escuché cuando Ken Griffey falló el intento de toque y forzaron a Rose de Carlton Fisk a Rick Burleson. Por un momento cerré los ojos y en menos de treinta segundos saltaba y levantaba los brazos. Papá intentaba calmarme. ¿Qué pasó? Una jugada inmensa de Dwight Evans papá, cuando todos se preparaban para un jonrón, Evans corrió casi de espaldas al plato y casi sobre la barda del right field tomó la línea de Joe Morgan. Después lanzó a primera y completaron el dobleplay cuando Burleson tocó a Griffey. ¡Qué jugada papá! Me gustaría verla en televisión.

A medida que el juego se adentraba más allá del quinto inning, resultaba inminente el rally con que La Guaira si iría al frente irremisiblemente. Callahan se había fajado con sus mejores armas, pero aquel era un equipo de muchos recursos, si no te vencían con batazos largos, entonces volaban en las bases, o aplicaban bateo y corrido y squeeze play de una manera tan precisa que los contrarios se quedaban congelados. Oswaldo Virgil se sabía todas las mañas y estrategias del juego, todo un lobo de mar del béisbol mientras que Tommy Sandt apenas empezaba su camino como dirigente. Intentaba llenarme de optimismo y hasta imaginaba como Magallanes podía responder a las dentelladas escualas, pero siempre terminaba viendo varias fugas en la línea de flotación. Miraba hacia la salida pero los zapatos parecían pegados a las gradas con acero plástico. Papá preguntó como era eso del dobleplay, se acercó al cubo negro con ganas de abrirlo. Salió del cuarto. Aquella emoción del extrainning invadía cada uno de mis sentidos. Hacía rato que en vez de frío sentía hilos de sudor correr en mis brazos. Las garras de la derrota asomaban detrás de las persianas cuando el narrador anunció que Pat Darcy dominaba a Rick Miller con elevado al left field, a Denny Doyle con roletazo al campocorto y a Carl Yastrzemski con otro rodado a las paradas cortas. Estrujé la guía de biología. Me dije que si los Medias Rojas perdían aquel juego, no iba a estudiar más para la práctica del día siguiente. Si habían empatado el juego en el octavo inning con ese jonrón infartante de Carbo, tenían que ganar ese juego. Apreté el cubo negro hasta que casi salieron fragmentos disparados.

Cada vez que Clint Hurdle o Juan Francisco Monasterio hacían swing, soltaba la mirada hacia la profundidad de la noche agazapada detrás del left field o de la ceiba del jardín derecho. Intentaba borrar esa imagen, y aún cuando los tipos terminaban levantando elevados al cuadro o conectando rastreros al infield, pestañeaba en una especie de sueño que seguía pegado a mis retinas por más que me decía que Magallanes podía ganar aquel juego. Cuando iban a batear Oswaldo Guillén, Gustavo Polidor o Pérez Tovar me asaltaban visiones de toques inmanejables frente al plato o linietazos atravesados que se iban a incrustar en el rincón más remoto de los jardines. Cuando los outfielders encontraban la pelota, ya el bateador había completado el jonrón dentro del campo. Por eso la expresión de mi rostro parecía la de un aficionado de La Guaira al ver que en realidad Ben Callahan dominaba la alineación guairista.

El rugido de las patas de la mesa sobre el piso tuvo eco en las pisadas de papá desde la cocina. Apareció bajo el marco de la puerta con un pedazo de pan campesino y un trozo de provolone. ¿Cómo va el juego? Parece que tu equipo hizo algo bueno. Cuando el relevista Rick Wise ponchó cantado a César Gerónimo, corrí hacia la mesa y la jamaqueé. Ahora si vamos a ganar. Wise había dominado a Johnny Bench con elevadito de foul al receptor. Empecé a estrujar la guía de trabajos prácticos cuando Tany Pérez soltó imparable al jardín central. George Foster siguió la fiesta con otro sencillo a la izquierda. Ahí empecé a meterme debajo de la cama. David Concepción entregó el tercer out con globo al right field. Entonces casi me arranco el cuello tratando de salir de debajo de la cama. Si papá, Boston acaba de sacar un cero de suspenso.

La actuación de Callahan me aferraba a una pequeña esperanza de triunfo. Me repetía por encima de los comentarios resignados de los tipos que bebían cerveza, que Magallanes podía ganar aquel juego, casi de inmediato los jugadores que estaban sobre el campo echaban por tierra aquel planteamiento. Por más que quisiera, tarde o temprano una atrapada de feria de Guillén o Polidor, o un batazo entre dos de Gary Pettis, o un jonrón de Pérez Tovar me haría aterrizar de mi cuento de hadas. Mientras tanto cada lanzamiento de Callahan que deslucía a cualquier bateador o cada episodio que pasaba con la noticia de que la pizarra se mantenía en blanco, aumentaba la voz que gritaba en mi interior, ¡si se puede! sigue teniendo fe en tu equipo, porque te va a dar una agradable sorpresa. De pronto me encontré riéndome a mis expensas. En medio de la gritería que se escuchaba a través de la transmisión radial, el locutor anunciaba que eran las doce de la medianoche y las redacciones deportivas habían cerrado. La tensión del momento impidió que siquiera me recostara, aun con las luces apagadas podía distinguir todas las sombras del cuarto. La voz ahogada del narrador anunció un batazo inmenso a las entrañas del Monstruo Verde, también hablaba de varios movimientos del bateador Carlton Fisk como templando la pelota para que se mantuviera en zona buena. La pelota pega en la malla del poste del left field, y es jonrón señores, los Medias Rojas dejan en el terreno a Cincinnati, es un pandemónium muy pocas veces visto en Fenway Park. Mis saltos sobre la cama, ni siquiera se detuvieron con la voz de Papá. ¿Qué pasó? Casi se atraganta con un pedazo de pan. Ganaron los Medias Rojas y habrá séptimo juego.

Viendo como Decker dominaba al Magallanes, las voces de los resignados a perder retumbaban en mis parietales. Sacudía la cabeza y me decía que tenía que pasar algo. Que ese juego no tenía porque terminar de acuerdo a la lógica del aquel pitcher superdominante que hacia silbar la pelota en las esquinas y cuando venía por el centro sonaban bombazos que apartaban a los bateadores. Solamente el receptor Dave Sax pudo descifrar sus envíos para despacharle el único imparable que aceptó en todo el juego. Hubiera querido que Magallanes hubiera tenido al menos otros dos Sax, sobre todo cuando este fue el único otro bateador que se le embasó por boleto en el sexto episodio. Entre el cuarto y el octavo inning retiró 15 de los 16 bateadores que enfrentó. Se veía bien morrocotuda la situación para el Magallanes.

Varios intentos de deglución atragantados me hicieron masajear el pecho. Salté varias veces, pero en busca de aire. Sentía varios corrientazos en las piernas y el estómago. Me sentí algo relajado porque sabía que la señal inequívoca del infarto era un dolor intenso en el brazo izquierdo. Entonces vi a Sax llegando a primera base y recorrí sus estadísticas de aquel año. David John Sax. 22 de septiembre de 1958. Sacramento, California. USA. Dukes Albuquerque. Liga de la Costa del Pacífico AAA. Manager: Del Crandall. 75 juegos. 280 turnos al bate. 59 carreras anotadas. 96 imparables. 22 dobles. 3 triples. 8 jonrones. 59 carreras empujadas. 4 bases robadas. 31 boletos. 38 ponches. .343 promedio. A medida que Sax abría en primera base subían los bombazos en mi pecho, cuando Decker giraba la gorra hacia primera sentía varios tirones en el esternón.

Aquella noche apenas si dormí una hora. Entre el examen de laboratorio de biología y la impresión de la jugada de Dwight Evans en el right field más el impacto del jonrón de Carlton Fisk alumbraron la habitación hasta que el canto de los gallos se confundió con los primeros rayos amarillos que se colaron por las persianas. ¿Serían capaces los Medias Rojas de arrebatarle la Serie Mundial a Cincinnati? Aquella Gran Maquinaria Roja de Johnny Bench, Pete Rose, David Concepción, Joe Morgan, George Foster, Cesar Gerónimo, Ken Griffey, Tany Pérez y compañía, parecía tener todas las características para coronarse pero los muchachos de Boston se habían fajado como los mejores y aquel séptimo juego burbujeó entre mis sienes hasta en medio del examen de laboratorio.

4.- El alma sobre el terreno

Me veía caminando la Avenida Michelena y las calles de La Quizanda con los ojos vidriosos y repitiendo cada uno de los lanzamientos de Decker. Roletazo por primera, flaicito al left field, línea de frente a segunda. Roletazo al short para dobleplay. Strike cantado el tercero. Elevado de foul al cátcher. Todos entrecortaban mi respiración. Todos crispaban mis manos. Todos me hacían darle puntapies a la acera. Si Orsulak hubiera bajado un poco más los brazos en aquel turno o DiStefano se hubiese acercado más al plato hubiese golpeado aquel cambio de velocidad con más fuerza y a lo mejor hubiese “bañado” a Gary Pettis. Varios chorros de cerveza que rozaron el brazo me trajeron de vuelta al José Bernardo Pérez. Ben Callahan se mantenía en el montículo aunque los últimos outs estaban cayendo muy lejos en los jardines. Tommy Sandt subía un escalón del dugout con cada batazo. Con cada batazo de los Tiburones hacia los jardines donde Orsulak, Distefano y Billy Hatcher realizaban actos de acrobacia contra la pared o corriendo hacia delante para alcanzar la esférica de cordón de zapato, sentía mil estallidos en el pecho, creía que se me había reventado el corazón y me llevaban de urgencia en una ambulancia. El médico diagnosticó cardiopatía aguda y prohibió estrictamente escuchar o ver cualquier juego de béisbol. Intenté calmarme y me senté por primera vez en todo el juego, traté de permanecer en la silla así fuera por el turno de un bateador. Al primer batazo salté y grité mil palabras cuando Hatcher agarró una pelota en toda la esquinita del jardín izquierdo. Ahora solo hay vacío en mi memoria, justo en el momento sé que le grité una cantidad de palabras a Callahan para que apretara el brazo. Lo único que aminoraba el ritmo cardíaco en aquella caminata a la luz de las torres del estadio era la imagen de las estadísticas de los peloteros importados que había visto unos 20 días antes de empezar la temporada. Benito James Distefano. Bats: Left. Throws: Left. 23 de enero de 1962. Brooklyn, Nueva York. USA. Temporada: 1983. Equipo: Sailors de Lynn. Manager: Tommy Sandt. 137 juegos. 480 turnos al bate. 71 carreras anotadas. 130 imparables. 19 dobles. 7 triples. 25 jonrones. 92 carreras empujadas. 2 bases robadas. 63 boletos. 40 ponches. .271 promedio de bateo. Tenía todas las características para destacar en la liga venezolana, pero ¿podría con el pitcheo cada vez más exigente de esta liga a medida que avanza el calendario? Hasta el momento había mostrado muchos atributos con el bate, el guante y el brazo, pero aún faltaba mucha temporada. La forma como mi corazón latía a medida que avanzaban los innings y Magallanes seguía aferrado a fajarse con aquellos Tiburones hasta dejar el alma sobre el terreno, templó mi vista hasta un claro del cielo donde el azul profundo acechaba las estrellas, las mismas que alumbraban aquella noche del 9 de diciembre de 1967 en la calle La Florida de Cumanacoa. Felipe y Jesús Mario encendieron el radio a eso de las ocho de la noche, tenían una gran expectativa por ver lanzar a Aurelio Monteagudo con el uniforme de los Navegantes, era un pitcher de quién se esperaban grandes logros en la liga venezolana. Antes de empezar el juego, se me ocurrió tropezar con el radio y casi me fulminan con las miradas. Felipe agarró el radio y lo montó sobre el escaparate y le subió el volumen. En el tercer inning el radio tembló sobre la madera, “…ahí va una línea imparable de Jim Dickson, este pitcher de le hace buen swing a la pelota…”

Nunca había sentido un templón en el corazón como cuando salió aquel escopetazo del bate de Hurdle. Callahan había hecho los lanzamientos previos al séptimo inning y con el mismo cansancio con que un enfermo de arritmia asume sus paseos matinales en la clínica aterida de esencias medicinales y desinfectantes o en su casa obligado por la abnegada esposa, le noté cierta debilidad a la hora de empezar el wind up. Parecía como si la pelota pesara un mundo en su guante. Le costaba doblarse para ver las señas del catcher. La pelota subió en el cielo estrellado de Valencia, describió una curva que pronto viajaba paralela al terreno. Orsulak respondió con reflejos auditivos, miró de reojo la barda del jardín central y soltó los corceles de sus spikes. A medida que avanzaba, la pelota zumbaba hacia las tribunas. Orsulak aminoró un poco el paso al calcular la trayectoria y divisar las primeras gradas de la tribuna.

Lancé la vara con todas mis fuerzas hasta que el garabato impactó el racimo de drupas amarillo quemado, vibraron por varios segundos y siguieron adheridas al ramo colmado de diminutas hojas verde eléctrico. Cada vez que imaginaba el sabor entre ácido y dulce rodeado de alcanfor de los jobos de la India, un mazo de alfileres pinchaba el fondo de mi paladar y al abrir la boca salían partículas de saliva. Apenas sentí un pinchazo en el pectoral izquierdo, quizás un calambre pasajero. Cambié la vara al brazo derecho y seguí punzando con fuerza los frutos ovalados. Algo ardía en mi costado izquierdo, sólo que los impulsos gustativos llegaban más nítidos. Cuando se desprendió el primer jobo solté la vara y lo capturé casi a ras del suelo, tragué saliva como siete veces, lo froté contra el pantalón blue jean y lo guardé en el bolsillo delantero. Agarré otra vez la vara, algo aprisionaba el pectoral izquierdo como un pedazo de mecate.

Cuando Orsulak dio el salto y levantó el brazo para capturar la pelota contra la cerca del jardín central, sentí como tres tirones en el pecho, parecidos a los de la vara y los jobos de La India. El salto que di sobre la silla casi me hace volar hacia el terreno. Noté muy claro como Felipe se agarraba el pecho cuando en la radio dijeron que Dickson bateó imparable y pasó a tercera con sencillo de Bob Oliver. La asfixia continuó cuando Bert Shirley rodó la pelota por el campocorto y forzaron a Oliver en la intermedia mientras Dickson entraba en carrera. Pero si apenas estamos en el tercer inning, le decía Jesús Mario. Aquel equipo tenía tantas irregularidades que se pensaba que la derrota podía ocurrir a principios del juego. Sin embargo Magallanes dio señales de vida en el cierre del cuarto inning. Luego de un out, Leo Posada negoció boleto y robó segunda base. Felipe seguía sobándose el pecho y sacaba la cara por las persianas. De la calle llegaba un aire cargado de peluzas quemadas de hojas de caña de azucar. Ahora entendía el desespero de Felipe. Ver el helado de vainilla pomponear en la punta del guante de Orsulak hasta que finalmente lo sujetó con la mano limpia me produjo una sesión de martillazos en la caja torácica ni siquiera imaginada en la herrería más intensa ni en la carpintería más solicitada. Cada una de las costillas frontales de mi pecho vibraba bajo mi camisa de mezclilla, agradecí que el fabricante hubiese colocado más algodón que fibra sintética en la proporción. Alguna vez creí escuchar una conversación de cardiólogos discutiendo sobre la taquicardia como una arritmia donde el pecho se convierte en un yunque de martillazos durísimos. Por entonces me costaba entender como un simple radiecito de pilas tenía el poder de provocarle un dolor de pecho a una persona. De estrujarle la cara y hacerla sudar a ríos hasta que las manos parecían dos témpanos y los ojos desaparecían del rostro. Hay que adentrarse en los vericuetos del juego para otear a la distancia finalmente aquel continente de emociones que se puede divisar desde la cubierta de un barco o desde el piso 49 de un edificio. Semeja una película de suspenso que va acumulando situaciones hasta que te acorrala en las inmediaciones del séptimo, octavo, o noveno inning, ni hablar de extrainning. Entonces te paralizas, sientes las gotas de sudor bajando por la frente, te comes las uñas y el corazón estalla en cada latido, con cada movimiento del pitcher la pelota oscila del montículo al plato y si la expedición continúa hacia el infield o los jardines te puedes levantar, saltar y zapatear al mismo tiempo casi sin articular palabras porque hay nudos en la garganta. Mientras Felipe amenazaba con atravesar la ventana, el receptor Ed Herrmann descargó imparable a la derecha que permitió el empate en los ganchos de Posada. De pronto la camisa del pijama se desinfló en el pecho de Felipe, algunas franjas coloradas surcaron sus mejillas y soltó las persianas. Agarró el radio y lo montó sobre el escaparate. En la apertura del quinto el campocorto Neudo Morales despachó doblete al bosque izquierdo. Tragaba mucha saliva viendo a Felipe apretarse las manos y ubicar el radio en distintas partes del cuarto hasta que casi lo lanza por la ventana cuando Everest Contramaestre, el tercera base, se privó con el toque de bola de Dickson y quedaron corredores en tercera y primera. Bob Oliver la rodó por tercera base y empezó un corre y corre que terminó con el out de Morales en la goma. Felipe saltó de un lado a otro de la cama y cuando supo que Dickson llegó hasta tercera y Oliver hasta segunda casi se mete debajo de la cama.

Me asomé en la tribuna hasta que un señor de la fila siguiente me empujó hacia arriba. ¿Qué te pasa chico? ¿Tú crees que esto es una piscina? Los fanáticos le gritaban a Tommy Sandt que qué esperaba para sacar a Callahan. Ya no tiene nada en la bola. Míralo como respira, parece un venado perseguido por mil sabuesos. Ben Callahan tomaba aire hasta que la camiseta amenazaba con abrirse en su pecho. Por eso cuando salió la tiza que iba cantando por lo menos doblete por toda la raya de tercera volví a sentir las punzadas de la vara y sólo el sabor agridulce de los jobos de la India calmaron por momentos la orquesta que tocaba en el lado izquierdo de mi pecho. Me parecía que hasta ahí llegaba, que el final del juego lo iba a ver desde el cielo. Hube de sentarme, solo supe que Bob Miscik se había arrojado sobre la línea de cal para agarrar la pelota y luego metió un balazo al mascotín de Félix Rodríguez, por los gritos de las personas que estaban adelante. El sabor de soda en la lengua me hizo abrir los ojos y empecé a meterme entre la muchedumbre para ver lo que ocurría en el terreno, mientras los saltos de los fanáticos me empujaban hacia un lado y otro con el ponche tirándole de Antonio Córdova ante un lanzamiento en el piso, entendí la incertidumbre de Felipe con la mano sobándose el pecho frente a la ventana y el radiecito carraspeaba desde la almohada. Allí casi se cae de espaldas, dio dos traspies y se agarró de la persiana. El camarero Bert Shirley descargó imparable a la derecha y anotaron Dickson y Oliver. Ahora ganaban 3-1. Cuando sacaron a Monteagudo, Felipe reclamó que lo habían dejado mucho. Jerry Nyman vino a relevar. Felipe se tapó la boca y la nariz, parecía dispuesto a ponerse una escafandra y bajar al fondo del mar. Sólo un imparable de Walter Williams en el cierre de ese quinto inning bajó un poco el rojo de sus mejillas. Me costaba entender que a pesar de que su equipo estaba al ataque con hombre en primera base, Felipe mantenía aquel color blanco en la frente y los pómulos, las manos le temblaban en el polvo acumulado sobre las hojas de las persianas, parecía que una brisa constante agitara las persianas. Intenté distraerlo templándole la camisa y lo que hizo fue darle más volumen al radio. El desajuste de su pecho se escuchaba en todo el cuarto. Estuve a punto de apagar el radio. Una mirada cortante y asesina me hizo saltar hasta la puerta. El narrador registraba cada movimiento del pitcher. César Gutiérrez soltó un roletazo por primera base y Williams pasó a la intermedia. Felipe primero dio un puñetazo sobre el marco de la ventana, luego saltó y suspiró profundo. Cuando el right fielder Jim Mooring largó un estacazo de dos bases que se estrelló contra la cerca del jardín central, toda la emoción estalló en los pulmones de Felipe, parecía que corría en vez de Walter Williams para anotar la carrera que ponía el marcador 3-2. Aquella imagen de Felipe estremeciendo la persiana con el doblete de Mooring me sorprendió buscando aire en el tumulto de la gritería cuando salió aquel batazo dantesco de Hurdle que parecía traspasar la barda del jardín central para poner adelante a La Guaira en el marcador. En jerga de cardiólogos, desfibrilador significa momentos difíciles, dos placas metálicas cargadas con electricidad para revivir personas con el corazón paralizado. De pronto sentía un vacío en el pecho. Después veía a varios tipos de bata blanca persiguiendo a Callahan alrededor del montículo antes que pudiese precisar donde caería el batazo. La carrera de Orsulak y el guante estirado sobre la pared, detuvieron los spikes. La pelota deslizando sobre el cuero del guante me hizo abrir la boca. El impacto de Orsulak contra la pared con la pelota ajustada al borde del guante, estremeció los brazos de Callahan y se soltó de los tipos de bata blanca. Varios fanáticos guairistas empuñaron la mano y la dejaron caer. ¿De donde habrá salido ese bendito Orsulak? ¿Por qué no se le pudo haber caído la pelota? Si la tenía en la puntica del guante. Hojas de estadísticas sonaron en mis parietales. Joseph Michael Orsulak. Throws: Left. Bats: Left. 31 de mayo de 1962. Glen Ridge, NJ. 1983. Islanders de Hawaii. PCL AAA. Manager: Tom Trebelhorn. 139 juegos. 538 turnos al bate. 87 carreras anotadas. 154 imparables. 12 dobles. 13 triples. 10 jonrones. 58 carreras empujadas. 38 bases robadas. 48 boletos. 41 ponches. .286 promedio de bateo. 367 lances. 341 outs. 18 asistencias. 8 errores. 8 dobleplays. .978 promedio de fildeo. En mi mente les gritaba, yo si sé de donde salió y les va a dar otras sorpresitas más. Deseaba que en aquel juego bateara al menos un triple o un jonrón dentro del campo. Cuando Oswaldo Blanco vino a batear ante Jerry Crider en el cierre del noveno inning Felipe se lanzó en la cama. Me acerqué y el rostro tenía los ojos vidriosos de cualquier paciente de una sala de emergencias. Pensé hasta en ir a llamar a papá, pero a la vez quería escuchar lo que iba a pasar en aquel juego que ganaba Lara 3-2 al Magallanes. La voz del narrador describió un gradiente de volumen hasta que llenó toda la habitación, Felipe salió disparado del colchón hasta casi atravesar la ventana. El batazo de Blanco sobrevoló la cerca del jardín izquierdo a más de 390 pies del plato. Mi cuello, no sabía si lo tenía adherido al tronco o Felipe lo había despegado de tantos jamaqueos que me dio en los hombros. ¡Empatamos! ¡Empatamos! ¡Este juego no nos lo quita nadie carajo! Luego debió meter la cara bajo la almohada cuando Sid O’Brien entregó el tercer out y el juego se fue a extrainning. En el momento cuando Miscik se levanta de la raya de cal, con una capa de arcilla sobre el pecho y la mirada extraviada en la primera almohadilla, los saltos de Felipe sobre el colchón llegaban hasta la altura de la cerveza que flotaba sobre las cabezas de los aficionados que se levantaron delante de mí. Jerry Nyman retiró el décimo de Cardenales y la tensión crecía bajo el sonido del radio. Miscik soltó la pelota desde el suelo y Félix Rodríguez se estiró hasta alcanzar la esférica con la punta del mascotín. El tremedal de brazos levantados y cinturas oscilando me empujó sobre las sillas. En el cuarto, Felipe me templó a un lado cuando el narrador exclamo: ¡Es un batazo largo de Leo Posada la bola se va, se va, se va….!” Felipe casi lanza el radio por la ventana cuando escuchó el desenlace: “¡….jooooonrooooón de Posada. Es un momento escalofriante, Magallanes deja en el terreno a Lara!” El corazón me rebotó en las costillas cual resorte oxidado, saltó en mi estómago y se atravesó entre la traquea y el esófago. La efectividad que acostumbraba el relevista Chris Green me tranquilizó junto a muchas personas en la tribuna. Ver aquel grandulón caminar casi a paso de trote hasta soltar sus manazas sobre la pelota, garantizaba al menos otra arepa en la pizarra. Y lo consiguió para aplacar un poco el caudal de manos levantadas y gritos que esperaban que el juego siguiera 0-0. Luego vino Decker y dominó a los toleteros navegantes. Entonces el manto de incertidumbre se precipitó sobre las tribunas. Todos los aficionados querían estar en el dugout y preguntarle a Virgil o a Sandt que pensaban hacer con aquel juego sin carreras en la apertura del noveno. Cualquier rolling podía convertirse en hit, cualquier elevado podía engañar a los jardineros, cualquier strike podía parecer bola y viceversa. La ansiedad hacía que cada persona se empinara sobre los hombros del que estaba a delante. Cuando empezó el inning con un boleto y un pelotazo varias imágenes de un juego de play off llegaron en cascada a mis ojos. Caracas versus La Guaira en enero de 1971. El juego en extrainning o el cierre del noveno. Salió de emergente a batear un novato llamado Robert Marcano ante el experimentado lanzador cubano Luis Tiant. Ha largado un batazo inmenso que dejó en el campo al Caracas y los eliminó. El vuelco emocional que generó ese batazo en los caraquistas debió ser muy parecido a lo que sentí cuando Juan Francisco Monasterio disparó el imparable para remolcar la carrera que ponía a La Guaira a ganar 1-0 a esa altura del juego y con ese verdugo de Marty Decker lanzando como un titán. Era casi la sentencia del juego, sólo había que esperar que terminaran de redactar el epitafio. El roce del corazón en la garganta apenas me dejaba respirar, veía nítidos los intentos de un cardiólogo por tranquilizar con palabras y masajes en el pecho la respiración alterada y los ojos desorbitados de un paciente que abría los brazos y estiraba los pies. El gradiente de azules en las mejillas y el pecho hacía murmurar al médico. Esto tiene pinta de cianosis. Cada lanzamiento desviado de Green me hizo notar intermitencias azules en los brazos, como las que seguramente vivió cualquier caraquista cuando Marcano descargó aquel fatídico cuadrangular que hizo volar a los guairistas y bajar de la lomita cabizbajo a Tiant. Intenté buscar las razones por las que la gerencia magallanera había optado por contratar a Green. Christopher DeWayne Green. Bats: Left. Throws: Left. September 5th, 1960. Los Angeles, CA. 1983. Lynn Sailors. Manager: Tommy Sandt. 23 juegos. 5 ganados. 6 perdidos. 3.98 efectividad. 9 aperturas. 4 completos. 6 salvados. 74.2 innings. 76 hits. 33 carreras limpias.8 jonrones. 31 boletos. 73 ponches. 2 golpeados. 1 balk. 2 wild pitches. Hawaii Islanders. Manager: Tom Trebelhorn. 13 juegos. 0 ganados. 9 perdidos. 5.24 efectividad. 12 aperturas. 1 completo. 0 salvados. 77.1 innings. 94 hits. 45 carreras limpias. 7 jonrones. 36 boletos. 49 ponches. 1 golpeado. 2 balks. 2 wild pitches. El aire apenas llegaba a mis pulmones cuando Tommy Sandt subió al montículo. Green asintió varias veces y se quitó la gorra. Juan Monasterio esgrimía un bate en el círculo de prevenidos. La imagen de Robert Marcano impactando el lanzamiento de Luis Tiant y levantando los brazos, me hizo sentir martillazos en las costillas y pensé en lo que había sentido el dueño de la heladería cuando nos dijo que no había helados. Su equipo había quedado eliminado hasta la próxima temporada, lo que más recuerdo es como se aguantaba del marco de la puerta que daba a la sala donde preparaban los helados. Se agarraba el lado izquierdo del corazón y tenía la cara casi anaranjada. Eso empecé a sentir cuando Monasterio entró a la caja de batear y clavó los ojos en el wind up y la mano izquierda de Green sacando la pelota del guante. Había alfileres punzando el aire. Aquel fue un swing que duró una eternidad, el bate parecía perseguir la pelota hasta que salió una línea hacia los jardines que ponía a ganar a La Guaira 1-0. Algunos empezaron a caminar de espaldas hacia la salida. Con ese Decker como está lanzando y el Magallanes que no le da un palo a nadie, esto como que se acabó señores.

5.- Caída libre en extrainning

Me sentía tan aislado en medio de aquella muchedumbre, sólo había que esperar que viniese el cierre del noveno y ver como se terminaba de cerrar aquella horca. Me veía asustado en el patio y la cocina de la casa, me quedaba viendo aquella niña con la que compartía todos los días y me recreaba en sus ojos, luego al momento de hablarle se me atragantaban las palabras en el pecho y cerraba los ojos. La niña se reía y salía corriendo. Yo doblaba el cuello y me quedaba con la frente sobre la mesa o la estrujaba sobre las rugosidades de la mata de anón del patio, aquel dolor en el pecho me duraba toda la mañana y la tarde, hasta que después de cenar la niña me guiñaba un ojo y volvíamos a jugar. Tommy Sandt regresó al montículo y Green le entregó la pelota. Desde el bullpen empezó a caminar cada vez más rápido un rubio de cabellos largos, al atravesar la raya de cal ya trotaba y al subir al montículo se quitó la gorra. Jeff Zaske había relevado la noche anterior y varios fanáticos arrugaron el rostro. Tommy Sandt va a quemar a ese pitcher. Anoche lanzó dos innings y un tercio y le ganó al Caracas. No se puede exigir tanto a un relevista de cierre. Todo el nerviosismo de aquel noveno inning dibujaba cada una de las expresiones de la niña cuando me quedaba petrificado con todos mis poemas en el pecho, todos mis cuentos de cómo quería jugar y pasear con ella en la escuela, en la casa, en el parque y en el techo de la casa. Se reía, se acercaba y preguntaba, “¿Estás ahí? ¿Dónde te fuiste niño?” Todo ese temblor romántico, sólo encontraba reflejo por las noches, Magallanes jugaba la segunda serie final corrida ante los Tiburones de La Guaira y perdía 3 juegos a dos. El estadio Universitario de bote en bote. Jorge Lauzerique versus Jerry Cram. 3 de febrero de 1971. Magallanes al borde del precipicio. La misma sensación de caída libre que sentía ahora que venía el cierre del noveno inning. Empezaban a verse claros en las tribunas, quienes permanecíamos guardábamos alguna esperanza embadurnada de lejanía o persistíamos en la terquedad de que todo es posible. Zaske logró contener las dentelladas de los Tiburones. A medida que los jugadores magallaneros regresaban al dugout dudaba si ver aquel cierre del noveno inning pegado al campo de juego o retirarme hasta la salida. Magallanes había llegado al octavo inning perdiendo 5-2 ante La Guaira en el sexto juego de aquella final. Entonces Jim Holt se embasó por infield-hit y Ray Fosse siguió con imparable al right field. Cuando Harold King largó aquel estacazo dantesco que estremeció los cimientos del estadio Universitario ignoraba si estaba despierto o deliraba. El juego se había empatado, ahora La Guaira no estaba tan cerca del campeonato. Por eso me quedé en la tribuna. Joe Orsulak entró al cajón de bateo en medio de una gritería que pedía un hit. Por momentos el tiempo se detuvo y pude notar la forma como Jeff Dedmon apretaba la pelota dentro del guante. En medio de aquel forcejeo en extrainning, me preguntaba si Magallanes sería capaz de ganarle a un equipo como La Guaira que lucía dispuesto a cobrar venganza de la barrida que había recibido en la final de la temporada anterior. Magallanes había estado abajo 3 juegos a 1. Había remontado un juego. ¿Podría remontar otro con un pitcheo extenuado? El extrainning avanzaba en medio del frío de finales de enero. Cuando Richard Chiles soltó aquella línea imparable en el inicio del décimotercer inning, me froté los ojos y casí volví a dormirme porque los siguientes dos bateadores fueron outs. Bateaba Nelson Caña en cuenta de 0 bolas y un strike. Patato Pascual trajo de emergente a Armando Ortíz. El grito del narrador casi me hizo caer de la cama, el corazón no sabía si lo tenía en la garganta o los pies. “Allá va un batazo inmenso a las profundidades del right field, Chiles dobla por tercera y se viene para la goma, Ortíz se embala hacia tercera y Magallanes se va adelante. Que oportunismo el de Armando Ortíz”. La pelota flotó entre el montículo y el plato. En medio del pecho sentía un traqueteo parecido al de aquellos primeros automóviles que prendían con una manilla conectada al motor, los temblores estremecían todo el motor hasta que casi se desarmaba el carro. Cuando la pelota llegó a los confines del plato cada una de mis costillas parecía haberse soltado de la columna vertebral y del lado izquierdo sólo sentía los bufidos de un carburador sin gasolina. Tragaba y tragaba saliva y en medio de aquella empujadera logré atisbar cuando el bate de Orsulak resonó en todo el estadio y la pelota salió disparada cual bola de billar al lienzo verde del jardín central. El empate llegaba a primera en los ganchos de Orsulak. En menos de dos minutos crecieron resortes en mis talones y casi me levanté al nivel de las torres de luz cuando la pelota se le escapó al receptor Antonio Cordova. Orsulak se embaló y llegó inerme a la intermedia. Solo 180 pies separaban al Magallanes de empatar el juego. Una infinidad de grillos se abalanzó sobre la línea de cal de primera base cuando Stan Cliburn entregó el primer out. Miraba hacia el piso lleno de papeles y botellas. Jeff Dedmon lucía retador sobre el morrito, parecía tener la situación controlada. Yo tenía en el pecho el reflejo de un sonido que había aminorado sin desaparecer. Sentía el dolor pero la emoción estiraba mis ojos hasta percibir la pelota girando hacia la esquina de afuera del plato. Benito Distefano había caminado hasta la caja de bateo con la vista fija en el right field. Cuando la pelota rompió hacia fuera Distefano la persiguió y descargó un centellazo hacia el medio del campo. Orsulak voló sobre tercera y corrió en la punta de sus pies hasta hincar la goma con el grito que hizo rugir a la multitud. La forma como sentía al corazón punzar las costillas y burbujear en mi garganta me hizo flotar sobre el maremagnum de la tribuna, sólo cuando bajó la celebración noté el entusiasmo de los jugadores magallaneros. Félix Rodríguez entró al cajón de bateo y la tensión regresó al estadio. La incertidumbre se dibujaba idéntica a la de aquella tarde lluviosa de junio de 1967. Había fallado por enésima vez en la tarea de caligrafía que la maestra de primer grado me exigía todos los días. Su rostro lúgubre indicaba que los borrones y el grafito regado sobre las rayas añiles de la página, le disgustaban. En ese momento sonó un trueno que estalló sobre el techo de cinc. La maestra me llamó a su mecedora y allí debí escribir la tarea. Cuando me resignaba a un nuevo regaño, oi la corneta del carro de papá en medio del aguacero. Corrí con el cuaderno en una mano y el morral en la otra, ver el rostro de papá tras la ventanilla me alegró muchísimo, tanto como aquella carrera de Orsulak hacia el plato. Las punzadas en el pecho de aquella noche de enero impregnada de frío afloraron en los saltos del batazo de Distefano. Me parecía ver el batazo de Armando Ortíz internarse en los rincones más remotos del right field mientras veía llegar a Orsulak al plato junto a las zancadas de Richard Chiles y el estadio Universitario delirando en aquel décimotercer episodio del sexto juego de la final. El estremecimiento de mis oidos me hizo levantar de la cama para buscar aire, ahora en el estadio estiraba el cuello entre los codos agitados, más que buscar oxígeno quería ver la jugada, si Orsulak anotaba la carrera, la región izquierda del pecho por momentos la sentía vacía, invadida de éter y agujas, muchos pasos corriendo en un pasillo blanco oloroso a desinfectantes y alcohol. Al distinguir los brazos abiertos del árbitro principal y la gritería de los tipos de adelante supe que el juego se había igualado. La carrera de Chiles hacia el plato junto al frío de la pared del cuarto donde escuchaba el juego me trasladó a una función nocturna en el cine Gardel de Cumanacoa, Sucre. Por primera vez asistía a ver una película a las nueve de la noche. El aspecto sombrío de la película se acentuaba con la imagen de caverna que tenía la sala. El tema de la película era el espionaje. En los primeros minutos se presentó una persecución. El fugitivo corría a un costado de una piscina, pocos metros detrás lo seguía un policía que dio la orden “Alto o disparo”. El tipo siguió corriendo. Sonaron dos detonaciones que me estremecieron sobre el banco púrpura. Primera vez que presenciaba la muerte en movimiento. El fugitivo se detuvo y cayó al agua de pronto teñida de escarlata. Todo aquel escándalo en el pecho vibraba con la misma intensidad de la alegría por la carrera de Chiles y por el tumulto que generó Orsulak con su llegada al plato. Los saltos y las manos estiradas al cielo empezaron a encogerse a medida que Jeff Dedmon se retiró detrás del montículo. Lo veía con la seguridad de que el próximo bateador seguiría la fiesta con el imparable que remolcaría a Distefano con la carrera de dejar en el terreno a La Guaira. Aquellos bombazos los sentía claritos en el pecho, respiraba a duras penas, sólo que cuando las emociones alegran, el esfuerzo se amortigua. Así casi ni me di cuenta que el corazón se detuvo por instantes cuando el roletazo de Distefano parecía que lo tomaría Gustavo Polidor. Cuando la pelota encendió un motor inesperado y pasó cual chispazo bajo el guante del shortsop escualo volvió el pulso a mis venas y salté casi a tres metros de altura con muchos goterones de cerveza en la cara. Allí ignoraba si vivía o había iniciado el ascenso al cielo.

6.- Gregorio Machado en paralelo con Ernesto Gómez.

El frío de aquella noche calurosa se confundía con los sobresaltos de un juego del 23 de enero de 1970. Navegantes del Magallanes y Tigres se Aragua se encontraban igualados a un triunfo por lado en la serie semifinal. Había pasado todo el día imaginando que podía pasar en ese juego, si me llamaban en la escuela o en la casa saltaba como en medio de una película de terror, igual que me pasaba cuando veía a Dedmon embadurnar su mano en pezrrubia para enfrentar a Félix Rodríguez. Luis Peñalver abrió por los Tigres y Danny Morris por Magallanes. En el cierre del segundo episodio los Tigres embistieron mediante doble de John Bateman a la izquierda y sencillo de Elio Chacón. En el cuarto ensancharon la ventaja mediante cuadrangular de Bateman. Luego Dennis Paepke negoció boleto, pasó a segunda por error de César Tovar en el centerfield y marcó la tercera rayita amparado en incogible de Jim Williams. Varias oleadas de escalofríos me hicieron ir varias veces a orinar. La taquicardia invadía todo mi pecho, mi única esperanza inmediata para tranquilizar al corazón en medio de aquella gritería de brazos estirados y rostros sudorosos, era que Félix Rodríguez descargara uno de aquellos triples atravesados que solía batear por los callejones más recónditos del estadio. Lance miradas hacia el pasaje entre el jardín izquierdo y el central, Gary Pettis jugaba cargado ligeramente hacia la derecha y Raúl Pérez Tovar estaba algo adelantado casi detrás del campocorto. Por la línea del right field, Jerry Davis estaba a unos cuatro pasos de la raya a la altura del bull pen. Jeff Dedmon soltó la pelota a tres cuartos de brazo y Rodríguez soltó un roletazo duro por segunda que Guillén manejó sin dificultad. Distefano llegó a la intermedia, más Dedmon obligó a Jesús Tiamo a levantar un globo hacia la antesala. Mientras el pitcher caminaba hacia el dugout de La Guaira, lo miraba con la rabia acumulada en el corazón. Jeffrey Linden Dedmon. 04 de Marzo de 1960. Torrance, CA. Bats: Left. Throws: Right. 1983. Savannah Braves. Southern League AA. 21 juegos. 4 ganados. 1 perdido. 2.88 efectividad. 3 salvados. 50 innings. 46 hits. 18 carreras. 16 limpias. 3 jonrones. 16 boletos. 26 ponches. 2 golpeados. 2 wild pitches. Richmond Braves. International League AAA. 21 juegos. 2 ganados. 2 perdidos. 1.75 efectividad. 10 salvados. 36 innings. 28 hits. 9 carreras. 7 limpias. 1 jonrón. 14 boletos. 33 ponches. 2 wild pitches. Al menos esta vez los números se justificaban en el campo. El dominio de Jeff Dedmon refulgía en las imágenes que terciaban entre mis sienes. Luis Peñalver dominaba al Magallanes hasta que empezó el quinto episodio. Casi me asfixio debajo de la almohada, me decía que Magallanes iba a perder otra vez y el corazón se atascaba en la garganta. Gregory Sims, el jardinero que suplantó a Clarence Gaston, largó doblete. El corazón pareció empezar a decantar por el esófago. Empecé a mirar por la rendija entre la almohada y el colchón. Ray Fosse levantó elevadito a primera y volví a internarme en el colchón. Jesús Aristimuño me hizo tragar palabras con un cohetazo que casi me hace morder la lengua y llevó a Sims hasta la antesala. Cada respiración la sentía en la punta de los pies. Patato Pascual sacó a Gonzalo Márquez de emergente por el pitcher Morris. Cuando despachó el linietazo a la izquierda para remolcar a Sims y Aristimuño, salté hasta casi chocar con el techo. Los escalofríos del décimo inning me hicieron recorrer la tribuna varias veces de arriba abajo y hacia los lados hasta donde la baranda de la tribuna central lo permitía. Volvían las imágenes de un final borrascoso para el barco por haber sido incapaces de rematar a Dedmon en el noveno. Zaske logró dominar a los escualos en el décimo y la adrenalina siguió ebullendo sobre las tribunas, pocos creían en las posibilidades magallaneras y menos después de lo ocurrido en el cierre del décimo. Con Ernesto Gómez en tercera base sin outs. Le tocaba el turno al camarero Carlos Porte y Tommy Sandt lo dejó batear. Desde las tribunas se escucharon lamentos y gritos destemplados. “¡Guárdate a Wolfgang Ramos para la temporada que viene!” Otro tipo siete escalones más arriba se templaba los cabellos. “¿Qué es esto, béisbol o una película de Stephen King?” Dedmon dominó a Porte y después retiró a Billy Hatcher y a Orsulak. Los latidos cardíacos sonaban cerca del estómago y retumbaban en la zona de seguridad del right field, yo no sabía como iba a salir de aquel laberinto de grama, arcilla y mucha incertidumbre. Cuando Zaske emprendía el trote de regreso al montículo para la parte de arriba del undécimo episodio, los epítetos encendidos fluían hacia el dugout. ¡Tommy Sandt retírate! Me sentía molesto por la decisión del manager, más había algo en mi interior que atenazaba mis gritos y desplegaba varios lienzos de varios rinocerontes pisoteando zonas chamuscadas por un intenso sol estival. La noche de enero hirvió en los reflujos del cierre del quinto episodio. Gregorio Machado entró a relevar y contuvo la ofensiva aragueña. En el inicio del sexto inning Jim Holt cazó una serpentina de Peñalver y la sacó de cuadrangular entre left y centerfield. La almohada voló hasta la ventana y la cobija hizo una marea baja en el piso. Quería saltar sobre la cobija, el frío atravesaba cada intersticio de las paredes, menos el incendio que había en mi esternón. La tensión siguió creciendo en el inning once. Zaske y Dedmon sacaron los outs. Pero Zaske debió ingeniárselas para salir de un enredo de tres en base con nada menos que Raul Pérez Tovar al bate. En cada sentencia en primera base o en los guantes, veía mis miedos de aquella tarde cuando dañé el interruptor del televisor por discutir con Olivia, ella quería ver Los Munster y yo no. Prendimos y apagamos el televisor como 10 veces. Mamá me dijo que debía rendir cuentas cuando papá regresara. A eso de las 8 de la noche me sacó de la cama para que le explicara a mi padre porque el televisor no prendía. El estado de mi corazón era exactamente igual de inflamado y acelerado que en aquel inicio del duodécimo inning. Zaske lucía extenuado sobre el montículo. En cualquier momento podía sobrevenir lo terrible. Mientras veía el rostro de papá en medio de un mordisco a un pedazo de pan, las manos temblaban igual que mis rodillas. Zaske metió el guante bajo el brazo y se fue varios pasos detrás de la lomita para frotar la pelota. Tuve que recoger la cobija y la almohada recorrió todo el colchón. Gregorio Machado se fajó en un relevo inmenso con Gary Ross. En el décimo episodio Cesar Tovar descargó un tripletazo que me hizo saltar sobre el colchón. Luego Ross dominó al próximo bateador. Gustavo Gil soltó un rodado por las paradas cortas y César Gutiérrez tomo la pelota y retiró a Tovar cuando este intentó venirse al plato. Allí bajé la cabeza y me desplomé con un dolor muy intenso en medio del pecho. Pasé un buen rato haciendo arqueología bajo el colchón. Parecía que iba a quedarme dormido en los próximos minutos, el corazón apenas latía. Permanecí cinco minutos mirando los bocados que más anhelaba de la cocina devorados por el cansancio y el sudor de un hombre que llegaba de un día de mucho trabajo. Por eso tenía miedo de papá, su mirada parecía un faro a punto de explotar por exceso de funcionamiento. De pronto quería salir corriendo, los temblores cardíacos inflamaban varios botones de mi camisa. Ni siquiera me atrevía a sacar un poco de agua del enfriador. Los tipos que tenía adelante llevaron sus manos a la cabeza y caminaron hacia el pasillo de salida. Zaske le había regalado cuatro bolas a Hilario Pacheco, un bateador que se había ponchado 4 veces en sus 6 turnos sin hits del campeonato, para iniciar el duodécimo episodio. ¡Caramba Tommy Sandt! ¿Qué esperas para sacarlo? Una brisa fugaz recorrió la parte baja de la tribuna central cuando Zaske dominó a Gustavo Polidor. Una vez más me vi a medio camino entre la tribuna y el pasillo de salida del estadio, era cuestión de minutos para que La Guaira anotara la carrera que le bastaría para sentenciar aquel encuentro. Había muchos obstinados con que Zaske sacaría también aquel inning como el anterior, sólo que por más esfuerzos que haga un lanzador, sino hay respaldo del equipo será muy cuesta arriba alcanzar la victoria. Aquella asfixia redoblada de mis pasos hacia la salida, se incrementó cuando Carlos Porte pomponeó un roletazo de Gary Pettis. La sensación de herida mortal llegó hasta aquella noche de enero cuando Gregorio Machado porfiaba inning a inning con los Tigres. En la apertura del episodio 14 Machado negoció boleto a Roberto Muñoz, en medio de las percusiones más sonoras de mi pecho escuché el estacazo de Gustavo Gil a lo profundo del right field. La carrera de Machado desde primera casi me hizo esconder debajo del colchón, me parecía que no llegaba nunca al plato y cuando anotó sentí un maremagnum en el corazón. La palidez del rostro y el bosque de brazos levantados alrededor de Gregorio Machado movía el estremecimiento que terminó siendo más intenso que el frío de enero, pasé como dos minutos queriendo soltar la respiración y la voz, la emoción me apretaba el cuello, igual que cuando Oswaldo Guillén renovó una imagen de verdugo magallanero que había observado en un juego en el Universitario cuando conectó un estacazo entre dos ante el relevista Larry Andersen para dejar en el terreno a los Navegantes. Menos mal que esta vez Magallanes era home club. Aún así la asfixia incrementó su nivel cuando Guillén soltó otro imparable para poner a La Guaira a ganar 2-1 en los spikes de Héctor Rivas quién entró a correr por Hilario Pacheco. La soga se apretó más en el cuello cuando hubo un tiro innecesario al plato y quedaron corredores en tercera y segunda. Felíx León vino a enfrentar a Clint Hurdle y le concedió boleto. En ese momento me fui hasta el portón de salida y me preparé a ver el hipódromo. Subía hasta el último escalón para ver la gritería y el confetti de vasos, papeles y botellas que le lanzaron a Tommy Sandt cuando salió hacia el montículo. Hube de voltearme hacia la calle. Las punzadas en el corazón parecían puñaladas profundas iguales a unas que sentí mientras leía el reporte de un juego del 15 junio de 1967. Gary Waslewski abrió por los Medias Rojas de Boston. Bruce Howard por los Medias Blancas de Chicago. Wasleswski sólo permitió 6 imparables en los primeros 9 episodios. Howard 7 en 7 innings. Hoyt Wilhelm mantuvo el marcador en blanco hasta el noveno y el juego se fue a extrainning 0-0. Igual me temblaban las manos y quería leer a mil palabras por segundo para saber el desenlace. Cuando vi que anunciaron a Nelson Torres como relevista, quise montarme en una máquina del tiempo y adelantar los próximos 20 minutos. Tenía ganas de bajar hasta las proximidades del dugout, los martillazos en el pecho me indicaban que acampábamos frente a un volcán a punto de entrar en erupción, las costillas casi se desprendían desde el esternón. Sabía muy poco de Nelson Torres. Había sido pitcher de los Tigres de Aragua. Magallanes lo firmó cuando los aragüeños lo dejaron libre. La expectativa de ansiedad e incertidumbre me devolvió a las imágenes de cómo me temblaban las manos una mañana en un kiosko de revistas. Abrí un ejemplar de Street and Smith y empecé a leer un artículo sobre los chicos cardíacos de los Medias Rojas de Boston de 1967. En el décimo inning de aquel desafío Ron Hansen destapó sencillo a la izquierda y Al Weis lo imitó con trueno por la misma banda. Ed Stroud había entrado a correr por Hansen. Leía poco a poco para no precipitar el desenlace. John Wyatt relevó a Waslewski. Stroud fue retratado en la antesala de Russ Gibson a Joe Foy. Pete Ward entró a batear por Jerry McNertney y Wyatt lo ponchó. Dick Kenworthy emergió por Wilhelm y Wyatt también le recetó tres strikes. Por momentos veía todo blanco, el sónido interno del estadio sonaba a la ansiedad contenida de una sala de emergencias cuando se tiene un familiar recién ingresado. Quería bajar al dugout y preguntarle a Tommy Sandt ¿Por qué Nelson Torres? ¿qué le hacía pensar que podía salir de aquel tremedal? Y venía a batear Juan Francisco Monasterio, quién había largado tres sencillos seguidos. Veía hacia el montículo y volteaba hacia la parte alta de las tribunas. Torres mostró una tranquilidad pasmosa y logró ponchar a Monasterio. El maremoto cardíaco parecía amainar. Venía Jerry Davis a consumir turno. Muy pocas personas tenían esperanzas, por eso los gritos y la algarabía cuando salió el roletazo al cuadro que culminaba el inning. De inmediato regresó la tensión, La Guaira ganaba 2-1 y en el montículo seguía el verdugo Jeff Dedmon. Veía hacia el techo del kiosko de revistas y giraba como el piso de un barco en medio de la borrasca más violenta de alta mar. Otro amigo cardiólogo me había contado que una vez mientras disfrutaba una exquisita paella en un restaurant español, llegó un mesonero con la cara agitada. Un hombre yacía con las manos presionadas sobre el pecho y gritaba que el cielo se le venía encima. El médico corrió y llegó a tiempo de darle reanimación cardiopulmonar. El hombre había corrido dos cuadras y media tratando de huir de un perro rabioso. La misma opresión en el pecho experimenté cuando vi lo que ocurrió en la apertura del undécimo inning. Walter Williams descargó doble a la izquierda. Don Buford la rodó por primera donde fue retirado por George Scott mientras Williams pasaba a la antesala. Tommie Agee se ponchó. Las manos se me crispaban sobre la revista. Ken Berry soltó sencillo impulsor a la derecha y luego fue capturado intentando robar segunda base de Russ Gibson a Rico Petrocelli. El dueño del kiosko me llamó la atención por la manera como apretaba la revista. Pasé como dos minutos alisando las arrugas en la revista, la pena con el kioskero competía con la emoción por seguir lo que ocurría en el juego, tenía la misma intensidad de aquel décimosegundo inning en el José Berrnardo Pérez Varias veces me pregunté si valdría la pena quedarme en el estadio a ver como Magallanes terminaba de perder aquel juego. Terminé quedándome porque ví que el otro pelotero que acompañaba a Ernesto Gómez en el círculo de prevenidos no era Carlos Porte. Gómez soltó línea imparable a la derecha. Anunciaron a Wolfgang Ramos, quién debutaba con Magallanes luego de llegar en un cambio junto a Roberto Espinoza por el pitcher Manuel Sarmiento. Con cada lanzamiento avanzaba dos pasos hasta llegar justo encima del dugout magallanero. El próximo envío se confundió con un sonido seco. Todos voltearon hacia el right field. Una sensación de módulo espacial avanzando a martillazos en un túnel oscuro, nubló mis ojos como nunca en un juego de béisbol, de pronto caminaba en el aire, me pellizcaba, y era verdad. La pelota picó sobre la línea de cal y se incrustó en las profundidades de la zona de seguridad. Gritaba junto a la multitud empujando a Ernesto Gómez hasta marcar el empate. Ramos se paró en tercera con un triple.

7.- Monstruo verde y una esférica sobre la intermedia.

Cuando más eufóricos brincábamos desde el borde de la tribuna, Dedmon respiró profundo y dominó a Billy Hatcher, Joe Orsulak y Stan Cliburn. Miraba como Ramos exudaba granizo en tercera base. ¿Cómo era posible que ni siquiera pudieran levantar un globo medianamente profundo a los jardines? Las sombras regresaban a mis caminatas por la tribuna, los fantasmas de la victoria escuala saltaban otra vez en el terreno, la misma sensación de aquella revista en mis manos. Varias veces la agarré en el aire al resbalar de mis manos. Sentí dos aguijonazos de alacrán justo en el corazón. En el cierre del undécimo inning John Buzhardt dominó a Carl Yastrzemski con elevado a manos de Williams en el right field y a George Scott con línea que tomó Tom McCraw en primera base. Tenía ganas de cerrar la revista y largarme del kiosko. Solo el imparable de Joe Foy a la izquierda me mantuvo adherido a las páginas. La noche bostoniana me espantó con todos sus colores. Las luces de Fenway Park encandilaban las esquinas de la página. Un mar de brazos levantados y gritos burbujeaba sobre millares de camisas y sombreros flotantes sobre el resplandor verde de los jardines y el cuadro interior. Por más que el kioskero carraspeaba y zapateaba desde la caja registradora, mi vista yacía soldada a las líneas de aquel extrainning. Ese fluido de alcanfor con cerezas llegaba hasta el techo del dugout de tercera base. La Guaira vino a batear en la apertura del décimo tercer episodio. Muchos se animaban con el trabajo de Callahan, el triple de Ramos, el hit de Distefano. Lo que aún daba cuerda a mi maltrecho lado izquierdo del pecho era una jugada ocurrida en aquella parte de arriba del noveno inning. Clint Hurdle había forzado a Juan Monasterio en segunda y luego había llegado a la intermedia por error de Chris Green tratando de sorprenderlo. Jerry Davis rechinó una pelota contra la pared del jardín central, aquel corrientazo en el pecho todavía rebotaba en mis parietales, por eso me daba ánimos para resistir el reverbero emocional, Hurdle cruzó por tercera y Pompeyo Davalillo lo envió al plato. La manera como Joe Orsulak jugó al rebote y luego metió un cañonazo en la mascota de Stan Cliburn y después el estoicismo con que Cliburn se plantó para resistir el empuje de Hurdle, me hizo dar uno de los gritos más largos que recuerde. Magallanes perdía, pero aquella jugada mostraba que las luces de todo el barco estaban encendidas. Tuve que apretar y halar la revista como tres veces ante la insistencia del kioskero para que se la regresara. Ante los nubarrones de plomo que arrasaban sus ojos y los golpes que le asestó a la caja registradora, metí la mano en mi cartera y le estiré un billete. Entonces casi me saca a empellones. ¡Esto no es biblioteca, vaya a leer para otro lado! Veía a través de un telescopio que leía a retazos las palabras Conigliaro, largo, inmenso, Monstruo Verde, Buzhardt, Ken Berry. Las imágenes del José Bernardo Pérez se me venían encima como si estuviese mareado. No había consumido ni una gota de alcohol, pero estaba tan ebrio como los tipos con vasos en las manos. En la apertura de la entrada décimotercera, Pérez Tovar se embasó por error. Nelson Torres apretó el brazo y dominó a Pacheco y luego a Polidor que logró avanzar al corredor a segunda base. Entonces Pettis largó un linietazo que se incrustó en el guante del pitcher. Sentía una especie de balón en el pecho. En la parte baja del décimo tercer inning volvía a ver la luz de un quirófano y todo un equipo vestido de verde amontonado sobre una mesa, cada uno con una herramienta y las caras cubiertas con mascarillas hasta los ojos. Las paredes se ensanchaban con el sonido que inflaba un balón. Apenas oía los latidos cardíacos. Dedmon se llevó el inning con mucha facilidad. Se veía cuesta arriba alguna nueva arremetida desde el buque. Empecé a sentir otra vez los brazos y las manos cuando Nelson Torres continuó plasmando toda su sangre fría sobre el centro del diamante. Con una relajación pasmosa, casi asustante, dominó a Guillén, Hurdle y Monasterio. Si había sido capaz de dominar el corazón ofensivo de los escualos, había razones para imaginar algo muy bueno en el cierre del inning catorce. Aún con las imágenes del juego en los ojos apresuraba los pasos sobre las cuadras pletóricas de penumbras. La avenida Michelena semejaba un túnel con luces cada quinientos metros. En una esquina sentí un gruñido a escasos pasos. Una manada de perros callejeros acechaba con los colmillos reflejando las luces en la distancia. Me agarré el pecho con las dos manos, ¿sería que el corazón podría resistir una impresión más? Entonces corrí diez veces más rápido que Ernesto Gómez cuando Stan Cliburn largó aquella línea por el centro del cuadro, se venía la avalancha de adrenalina sobre la tribuna, nunca un baño de cerveza me pareció más adecuado en aquel cierre del decimocuarto, por fín Magallanes le podía ganar a La Guaira y a un pitcher tan dominante como Dedmon. Mientras volteaba y veía restallar las luces del José Bernardo Pérez, una pelota salía por el lado izquierdo, con varios resplandores verdes, Tony Conigliaro saltaba hacia primera base, muchos aficionados pujaban por lanzarse al terreno. Al apretar las zancadas sobre las aceras polvorientas intentaba aguantarme el lado izquierdo del pecho, tantas emociones en apenas cuatro horas me hacían dudar si podría aguantar siquiera hasta llegar a casa. Más no podía detenerme, los perros estaban a unos veinte metros de distancia pero sentía el jadeo cual si estuvieran sobre mis espaldas. Apenas la imagen de Alfredo Pedrique tocando la pelota en ese décimocuarto inning para llevar a Ernesto Gómez a la intermedia, me animaba a seguir corriendo, no iba a haber visto ese juego para luego ni siquiera poder contarlo a mis amigos, la muerte tendría que esperar, así tuviese que ponerle parchos al corazón con la mano sobre el pecho. La llegada de Conigliaro al plato me hizo sentir apenas aire bajo mis zapatos y el deslizamiento de Gómez en la goma impulsado por el imparable de Cliburn terminó de impulsarme a nivel de un saltador de triples, los ladridos fueron desdibujándose hasta que solo veía las celebraciones de Fenway Park y el José Bernardo Pérez.

FIN

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