Cardiopatías De Ultimo Inning
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Cardiopatías de Ultimo Inning Por Alfonso L. Tusa C. Entré al estadio José Bernardo Pérez de Valencia, a eso de las cuatro de la tarde de aquel 9 de noviembre de 1983. El sol valenciano dolía en la piel. Esperaba que el juego terminara temprano para regresar a casa caminando. Mientras recorría las aceras visualicé varios juegos que me hicieron preguntar si el agite de mi pecho obedecía al esfuerzo físico de redoblar el paso o a la forma como terminó cada uno de aquellos juegos. En el pecho había impactos tan desajustados que imaginaba un carro viejo pistoneando y con un remolino en el carburador. Los resuellos apenas me dejaban dar los pasos necesarios para hacer la cola en la taquilla. Olores de antisépticos y medicinas dibujaban un pasillo inmaculado, de paredes blancas y enfermeras diligentes corriendo en distintas direcciones, las que indicara el sonido interno. En una esquina varios hombres de batas con chispas escarlata y residuos gelatinosos conversaban de esternón, aorta, ventrículo izquierdo, miocardio. Aquella mirada de amigos por el béisbol tambaleaba ante las preguntas de cardiología formuladas. Es un tema muy relativo, cada paciente es un mundo diferente. Sé que pretendes mezclar esto de las cardiopatías con lo que siente un aficionado a la pelota cuando hay tres en bases sin outs en el último inning y el bateador representa el empate. Pero cuando estás en un quirófano con un desfibrilador, las emociones quedan aisladas como cuando el pitcher se aisla del ruido del estadio. En el estacionamiento del estadio vi llegar el autobús de los Tiburones de La Guaira. Detrás estacionó un carro último modelo del que bajaron Oswaldo Guillén y un señor de cierta edad. Bajaron Oswaldo Virgil, Jeff Dedmon, Marty Decker, Gary Pettis, Clint Hurdle, Juan Monasterio, Antonio Córdova, Raúl Pérez Tovar, Gustavo Polidor, Norman Carrasco. Tenían la actitud y la presencia del Campeón de la liga en ejercicio. Al explorar la tribuna de tercera base, tiré la mirada hacia el bull pen magallanero. Un rubio alto apuntaba hacia la mascota de Alfredo Torres. Escuché su nombre en los comentarios previos: Ben Callahan. El derecho gigantón venía de lanzar en tres encuentros, sufrió de un síndrome que sólo explica la mitad de una derrota, la ausencia de apoyo ofensivo de sus compañeros. Perdió dos de esos juegos. En el trío de enfrentamientos Magallanes marcó el gran total de una carrera. Esa noche tampoco anotarían en los siete episodios que duró su actuación. Marty Decker apenas permitió un imparable a los bates magallaneros. En el séptimo inning me empiné sobre la grada para ver como Joe Orsulak privaba a Hurdle de un extrabase contra la pared del jardín central. Monasterio siguió con lineazo contra la barda. Todos miraban hacia el bull pen. Jerry Davis entregó el segundo out con roletazo incandescente que dominó Bob Miscik en tercera base. Córdova se ponchó con una pelota en el suelo. Callahan escapaba justo con el campanazo, de varias dentelladas. En la parte baja del estadio se sentía la ebullición propia de los juegos que tienen guardados momentos escalofriantes. Mientras me asomaba entre varias personas amontonadas en mi campo visual, regresaron las visiones. Veía un estadio grande, desde afuera parecía un campo de futbol. El narrador aumentaba el tono nervioso a medida que se desarrollaba el cierre del noveno inning aquel 3 de octubre. Whitey Lockman despachó doblete que puso el juego 4-2 todavía a favor de los Dodgers. Ernie Harwell apretaba la voz en la televisión para decir que los Gigantes habían regresado luego de estar 13 juegos debajo de los Dodgers el 11 de agosto. Cuando faltaban 16 juegos todavía los Dodgers comandaban la Liga Nacional en 1951. Los Gigantes ganaron y ganaron hasta forzar un empate y ahora estamos en el momento de la verdad, en el tercer juego de este play off. Hay hombres en segunda y tercera y un out. El manager Charlie Dressen, el mismo que a mediados de agosto dijo que los Gigantes estaban muertos, va a sacar al pitcher Don Newcombe. Allá viene Ralph Branca del bull pen. Bobby Thomson agita su bate en el círculo de prevenidos. En la temporada regular le bateó dos jonrones a Branca. ¿Por qué no? ¿Por qué la inquietud experimentada en un quirófano o en una sala de espera mientras se desarrolla un intervención quirúrgica está más allá de lo que puede sentir un aficionado al béisbol cuando se levanta de su asiento y estira el cuello para ver en que parte de la esquina del right field cayó el linietazo del cierre del undécimo inning o cuando le sube el volumen al radio mientras busca aire de la ventana cuando el narrador dice “…¡y capturó la pelota chocando contra la pared del jardín central!”? Igual hay tensión en las venas y un dolor en el corazón que permanece toda la noche hasta que pegamos las pestañas si es que podemos hacerlo. Cada vez que Callahan salía trotando hacia el montículo en cada inning, sentía un vuelco en el pecho que me decía que ese podía ser el episodio donde los Tiburones lo devoraran. Hasta ese séptimo inning, Callahan había dominado a los Tiburones, al punto de sólo permitirles 4 imparables. Un fluido ardiente recorrió toda mi piel, Magallanes venía de ganar 3 juegos seguidos, la visión de una caída al fondo de la clasificación a partir de la pérdida de este juego me hizo bajar hasta el escalón más próximo al terreno. ¡Vamos Callahan! ¡Fájate con ellos! Apenas la coincidencia de seguir al mismo equipo me salvó de un tumulto con otro aficionado. El hormigueo de presentir que se verá algo histórico del béisbol, me hizo flotar. La punzadas se metían entre las costillas superiores, por momentos recordaba los comentarios de mamá una noche cuando después de cenar llegué corriendo de la calle con la mano apretada al pecho. Me dio unos masajes y pensaba que me iba a estallar el corazón, tal como lo sentía con cada batazo que le daban a Callahan, sentía el impacto en la boca del estómago pero me las ingeniaba para permanecer de pie y seguir la trayectoria de la pelota hasta que me dejaran los músculos intercostales. Mamá se llenó las manos de una mezcla de mentol con alcanfor y arrugué la nariz hasta casi cerrar las fosas nasales. Eso seguro que son los gases de la ensalada de repollo y la sopa de lentejas que te comiste en el almuerzo. Sentía varias lanzas atravesadas en el tórax cuando los linietazos pasaban sobre distintos lugares del infield y hasta encima del montículo donde trabajaba Callahan. Thomson se dijo “Espera la bola, síguela”. Branca lanzó una recta y Thomson abanicó. Repitió la recta y el bate impactó la esférica hacia la pared verde de 5 metros de altura del jardín izquierdo. Branca le había dicho a la pelota, “¡Baja, baja, baja!” El jardinero izquierdo de los Dodgers, Andy Pafko, chocó contra la pared y la pelota pasó sobre la barda. Thomson recuerda haber sentido como si el tiempo se hubiese congelado. “Fue un momento delirante, delicioso”. El narrador de los Gigantes, Russ Hodges, casi sufre un infarto en la caseta de transmisión. “Allá va un batazo largo…va a ser…Creo que… ¡los Gigantes ganan el banderín! ¡Los Gigantes ganan el banderín! ¡Bobby Thomson la saca de jonrón a las gradas del jardín izquierdo! ¡Los Gigantes ganan el banderín y se vuelven locos de contentos!” “No lo puedo creer. No lo puedo creer”. Red Smith escribió en The New York Herald Tribune. “Aquí termina la historia, y no hay manera de contarla. El arte de la ficción está muerto. La realidad ha estrangulado a la invención”. Decker comenzó dominando al primer trío de bateadores, allí mismo imaginé que sería difícil ganarle a esos Tiburones, con tan buenos jugadores, y además la presencia de un pitcher que traía recuerdos de George Brunet, Marcelino López, Jim Rooker, Luis Tiant y Odell Jones. En la tribuna central olía a óxido metálico aderezado con cerveza y maní. Los magallaneros aupaban a su equipo pero un dejo de incredulidad se escurría en sus miradas. Miraban al cielo como esperando una intervención milagrosa. Callahan también había controlado las huestes saladas en la parte de arriba del primer episodio. Una especie de cúpula invisible rodeaba la acción del juego, parecía cuestión de tiempo para que las dentelladas del tiburón descerrajaran los maderos del buque. Me repetía con vehemencia que mientras La Guaira estuviera en blanco había oportunidad de ganar, cada vez que un corredor escualo se embasaba, sentía un soplo cardíaco. Treinta y tantos años después, la esposa de un aficionado de los Gigantes, que en 1951 era un adolescente, sabía de su simpatía por Thomson, planificó una sorpresa para el cumpleaños 50 de Albert Engelken. Betsey llamó a Bobby Thomson quién vivía en Nueva Jersey. “¿Podría encontrarse con Albert y conmigo en la Exit 10 de la New Jersey Turnpike?”, le preguntó al medianamente perplejo Thomson. “Voy a hacer una historia sobre porqué tengo que hacer feliz a un amigo”. Thomson se unió a la feliz conspiración, al aparecer en la fecha indicada en el lugar acordado. Por una hora, los dos hombres hablaron como viejos amigos, para delirio de Engelken, entonces un oficial de tránsito en Washington. Estaba tan o más emocionado que aquella tarde cuando escuchó el jonrón. Pasó como 2 minutos estrechando la mano de Thomson. “Tenía la obligación de hacerlo”, dijo Thomson. Mientras Magallanes salía al terreno para la primera mitad del segundo inning, me quedaba mirando a Ernesto Gómez, el campocorto Navegante venía de jugar con los Mariners de Bakersfield A, bateó .240 en 350 turnos, 32 anotadas, 27 empujadas.