Mujer y

MUJER Y MARIACHI

Obra de teatro en dos actos de Guillermo Schmidhuber

Personajes

Rodrigo Padre y Rodrigo Hijo, un mismo actor, viejo y joven.

Natividad, muchacha mexico-americana que regresa a su patria.

Un grupo musical de Mariachi:

Mario, jefe del mariachi, toca el violín. Leandro, buena pinta, trompetista. Diego, joven ingenuo, toca la guitarra. Román, obeso y gracioso, bajea el guitarrón.

La Xirga, una vieja. En lengua náhuatl significa bruja.

La presencia de un Mesero y un Policía, sin parlamento.

Espacio: Un oscuro rincón de una Plaza en , Ja- lisco, México, en donde los grupos de esperan clientela. Además, un cuarto de hotel y un prostíbulo.

Tiempo: Hoy.

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2 ACTO PRIMERO

ESCENA I

Oscuro. El sonido de un magnífico mariachi interpreta el Son de la Negra. Una luz ceni- tal permite visualizar a un hombre vestido de charro. Notorio es que su edad pasa de los sesenta años. El sonido se detiene en medio de un compás. La luz crece. El hombre da varios pasos, se quita el sombrero con elegancia varonil y lo arroja horizontalmente hacia el límite frontal de la escena. El personaje dirige su monólogo hacia el Público. Habla con elegancia, pero conserva el tonillo popular jalisciense.

Viejo.— Para los mariacheros viejos como yo, no hay jubilación, nos queda la satisfacción de enseñar a los jóvenes que sueñan con aprender. Como ustedes saben, no existe la universidad del mariachi, cada uno aprende como puede. También para matar el tiempo, los mariacheros viejos tenemos el gusto de conversar con turistas, como ustedes. (Habla con orgullo:) Yo decidí ser mariachero a los catorce años, aún antes de haber tenido mujer. Primero me uní al mariachi de Cirilo Marmolejo, que en la gloria de Dios esté. Él se murió hace muchos años y yo todavía ando vagando por acá como espíritu chocarrero.

(Con habla popular.) Recuerdo que años atrás no hablábamos como ahora, entonces nos íbanos a la vía del tren y mirábanos pal´norte, por horas viajábanos en vagones. A ratos caminábanos por- que nos habíanos apiado para dar una tocada en algún pueblo. Y así llegábanos a la frontera. Más allá nos pagaban en dólares, por ese entonces el dólar valía lo mismo que el peso. Cuando no aguantábanos más, nos volvíanos por tren hasta Guadalajara. Acá de este lado la música suena mejor. Cuando sacudimos los instrumentos, cae polvo mexicano. Allá del otro lado, la tierra es diferente, los instrumentos se resienten y tocan desafinado, y hasta los sones se nos olvidan. En llegando pagábanos la manda a la virgencita de San Juan por el buen regreso. ¡Por algo mariachi quiere decir ‛canción de María‟!

Antes ansina hablábanos y el mariachi no tenía trompeta, después vino el radio y lo echó todo a perder. (Va perdiendo el habla popular.) Nos pusieron trompeta y pronto aprendimos a hablar bien, pero perdimos mucho del sabor de antes.

De todos los Mariacheros que ayudé, uno fue el más persistente. No más en llegando se quiso trasformar...

El Viejo gira sobre sí y apunta con el brazo extendido hacia un lugar de la escena por donde entra una silueta. La silueta está de espaldas al Público y envuelta en la penum- bra. La luz se incrementa y el Público descubre que la silueta es una mujer. Viste como turista norteamericana.

Natividad.— (La muchacha mira de frente al Viejo y deambula hasta él.) Hola. Me llamo Nati- vidad y vine a Jalisco para ser un mariachi. (Cuando habla tiene un ligero acento norteamerica- no sobre su español.)

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3 Viejo.— Y si aprendes, ¿te regresarás a tu tierra?

Natividad.— Ésta es mi tierra.

Viejo.— Pero hablas diferente.

Natividad.— De niña viví en con mi madre.

Viejo.— Pues vete con ella, te debe estar necesitando.

Natividad.— En el cielo nadie requiere de nadie. Murió hace tres meses.

Viejo.— ¡La mitad de los mexicanos sueñan con irse al otro lado, y la otra mitad tiene pasaporte! ¿Qué vienes a hacer acá?

Natividad.— Le digo que quiero ser un mariachi.

Viejo.— Primeramente Mariachi es el conjunto de músicos, tú a lo máximo que puedes aspirar es a ser mariachera.

Natividad.— Antes de morir, mi madre hizo que le prometiera que iba a regresar a México, y lo he cumplido.

Viejo.— Me gusta tu terquedad, parece de hombre. Es lo único que tienes de mariachero. ¿Sabes cantar?

Natividad.— No, pero en la High School toqué trompeta.

Viejo.— Yo conozco todas las cantinas de por de aquí. ¿Dónde queda ésa?

Natividad.— Perdón, toqué trompeta en la escuela secundaria y ando buscando a alguien que me venda una trompeta usada.

Viejo.— Yo tengo una, pero está demasiado veterana.

Natividad.— No importa.

Viejo.— A veces desafina.

Natividad.— Yo también. (Ríen los dos.) ¿Cuánto cuesta?

Viejo.— Lo que ganes en un mes.

Natividad.— ¿Y si gano poco?

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4 Viejo.— Poco me pagas. (Va hasta el fondo de la escena, toma la trompeta, toca una nota, y se la entrega a la muchacha.) ¡Es tuya!

Natividad.— Y si no gano nada.

Viejo.— Nada me debes.

Natividad.— ¿Así nomás?

Viejo.— Nomás así.

Natividad.— ¿Cómo sabré en dónde encontrarlo para irle pagando?

Viejo.— Cuando quieras verme, ven por la noche a este rincón de la Plaza de los Mariachis. Está tan apartado que lo usan los mariacheros para orinar sin ser notados. Te voy a enseñar a ser mariachero.

Natividad.— ¡Voy a ser un verdadero mariachi...ero! (Toma aire, prepara el instrumento y da unos sonidos desentonados en la trompeta)

Viejo.— Te deseo la mejor de las suertes.

Natividad.— ¡Suerte es lo que más voy a necesitar!

(La muchacha ofrece su mano al viejo y los dos se dan un masculino apretón de manos. Natividad inicia mutis.)

Viejo.— ¿Y la vestimenta?

Natividad.— ¡No tengo!

Viejo.— (Va señalando las prendas en su cuerpo.) Un mariachero que se precie de ser buen músico requiere de botas de suave piel negra, aunque no monte a caballo. Saco corto que termine en la cintura. Camisa blanca con un paliacate de seda anudado al cuello para proteger la garganta del sereno de las muchas madrugadas. Y pantalón ajustado que perfile las piernas con su boto- nería de plata y apunte a donde el hombre es más hombre. ¡Ah, se me olvidaba! Y sombrero de charro como el que usan en Jalisco, aunque el mariachi trabaje de noche y no haga sol.

Natividad.—¡Si no tengo dinero para pagar la trompeta, menos para comprar un traje de charro!

Viejo.— (Saca unos billetes de su saco y se los entrega a la muchacha.) ¡Anda y compra un traje usado de charro, luego busca un grupo que te acepte. ¡Qué Dios te bendiga!

Natividad.— ¡Thanks... digo, gracias!

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5 Natividad sonriente besa al viejo en la frente y sale. El Viejo camina masculinamente por la escena mientras monologa con el Público.

Viejo.— Esa pobre niña no sabe que para ser un mariachero se requiere treinta y pico de años vividos a pleno pulmón, estar clavado con tres clavos a un instrumento, y sentir la muerte chiqui- ta y resucitar siendo un mariachero purificado.

Ser mariachero es como tener otra piel. Todo el que quiere ser mariachero debe cambiar de piel como las víboras, pero esta nueva piel es como el uniforme de los presidarios, una condena. Vi- vir mientras toca y tocar mientras agota la vida hasta perder el sentido de todas las demás cosas.

(El Viejo mira hacia donde había salido Natividad y bendice desde la lejanía a la muchacha.)

¡Que la Virgen de Zapopan te guíe, como patrona de Guadalajara, y la Virgen de San Juan cus- todie, porque es patrona de los que se van p´al norte, pero también cuida de los repatriados, y que la Virgen del Talpa, la de los pobres, te cobije! ¡Para ser un mariachero hay que encomendarse a las tres virgencitas de los mariachis!

Va al proscenio a recoger su sombrero y se lo pone con elegancia. Luego dice adiós al Público con elegancia, poniendo el dedo índice en el ala derecha del sombrero en señal de despedida.

ESCENA II

Del área de la escena de donde salió Natividad, entran cuatro hombres vestidos con in- dumentaria mariachera y corbata roja. Marchan como soldados y cargan los instrumen- tos como si fueran fusiles. Mario lleva un violín, Leandro una trompeta, Diego una guita- rra y Román carga un guitarrón. Si se quisiera interpretar un son al Público, pudiera haber un mayor número de músicos, pero sin parlamento.

Mario.— ¡Alto! ¡Ya! (Lo hacen.) ¡Descanso! ¡Ya! ¡Rompan filas! ¡Ya!

Leandro.— ¿Cuál son nos echamos?

Diego.— El tordillo.

Leandro.— ¿Para qué?, ya nadie pide ese son.

Román.— Mejor nos echamos El Mariachi loco, o un ranchero, que es lo que la gente pide.

Mario.— Lo nuestro son los sones. Denle muchachos.

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6 Inician con unos acordes de un son, pero son interrumpidos por la llegada de Nativi- dad. La muchacha lleva puesto un traje de charro. Su imagen no convence como músico de un mariachi.

Mario.— ¿Qué quieres, muchacha?

Natividad.— Quiero ser mariachero.

Leandro.— Pero si eres mujer. Vete a un mariachi femenil, como Las Conchitas.

Natividad.— Yo quiero con ustedes.

Román.— (Pícaro.) ¿Con todos? (Ríen vulgarmente.)

Leandro.— ¿O de uno por uno? (Crecen la carcajadas machistas.)

Natividad.— Quiero tocar la trompeta y ser uno de ustedes.

Leandro.— (Mirando a Leandro.) Creo que te falta algo, apuesto a que no tienes trompeta. (Ri- sotada.)

Natividad.— (Inocente.) Sí tengo. ¡Mira! (Les muestra el instrumento metálico.)

Román.— Mi amigo no se refiere a ‛ese‟ instrumento. (Los Mariacheros ríen con vulgaridad.)

Leandro.— Eres mujer. ¿Para qué te quieres ir de mariachera? Las prostitutas ganan más.

El mariachi en pleno festeja el chiste. Alguno lanza al aire su sombrero.

Natividad.— Es que también busco a mi padre... era mariachero.

Román.— Aquí habemos muchos papacitos. (Ríen.)

Mario.— Hay tantos mariacheros.

Leandro.— Si no lo encuentras aquí, búscalo en Los Ángeles o en Chicago.

Natividad.— De allá vengo.

Mario.— (Con seriedad.) Mira, muchacha, en un Mariachi que se precie de bueno, no hay lugar para una gringa.

Natividad.— No soy gringa.

Mario.— ¡Ni gringa ni pocha! ¡Así que andando!

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7

Mario truena los dedos a Natividad. La muchacha mira al grupo con desconsuelo y con paso triste abandona la escena. Los Mariacheros la ven partir. Cuando Natividad va a hacer mutis, se escucha la orden siguiente y ella se detiene.

Mario.— ¡Listos, muchachos!

Los músicos colocan sus instrumentos e inician un Son. Natividad vuelve la mirada al grupo de música, suspira y hace mutis con pasos de derrota. Oscuro y, tras algunos se- gundos, silencio.

ESCENA III

En la oscuridad se oye la voz de Natividad buscando a su único amigo. La luz va cre- ciendo. La muchacha viste con ropa femenina.

Natividad.— ¡Amigo! (El Viejo no responde) ¡Amigo! ¿Dónde estás? . Viejo.— (Tras unos instantes aparece el Viejo por el lado contrario en donde lo busca la mu- chacha.) ¿Para qué me quieres?

Natividad.— (Escondiendo el llanto con dificultad.) Vengo a devolverle la trompeta.

La muchacha se acerca al Viejo y rompe a llorar con desconsuelo. El Viejo la abraza pa- ternalmente.

Viejo.— ¿No te admitieron?

Natividad.— (Llorando con pucheros casi infantiles.) ¡Sí puedo, pero no me dejan! ¡Tome la trompeta! Gracias de todos modos.

Viejo.— (Toma el instrumento y, con ternura, acaricia a la muchacha.) Si lloras porque no pue- des ser mariacherito, las lágrimas te impedirán ver lo bonita que eres... ¡Muchacha, sé otra cosa!

Natividad.— ¡No, yo quiero ser mariachero!

Viejo.— ¿Por qué es tan importante para ti?

Natividad.— ¡No es sólo ser mariachero, es también para saber cómo era mi padre!... Él aban- donó a mi madre cuando supo que estaba embarazada. Nací el día de Navidad, por eso me pusie- ron Natividad. ¡Yo soy mexicana, nací acá d´este lado! Para evitar la vergüenza, la familia de mi madre nos mandó con unos parientes a Chicago.

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8 Viejo.— Tu padre fue ruin con tu madre y también contigo, ¿para qué lo quieres encontrar aho- ra?

Natividad.— Todos tienen un padre, menos yo.

Viejo.— Yo tampoco conocí a mi padre. Se fue pa´l norte y nunca regresó. Pero tuve padrastros, varios. El que fue mi padre tocaba el arpa, los que se quedaron tocaban la guitarra, la vihuela y hasta el acordeón.

Natividad.— ¿Tuvo hijos?

Viejo.— Sí. (El rostro del Viejo se pinta de tristeza.) Dos niñas que murieron el día de su naci- miento y un niño que se me dio hermoso y que me lo mató un cliente por una apuesta de dados.

Natividad.— Cuando lo siento... ¿Cuántos años tiene?

Viejo.— Paso de los sesenta.

Natividad.— Se le ve cansado.

Viejo.— Es que llevo casi un siglo de tristezas en el corazón.

Natividad.— ¡Enséñeme a ser mariachero! ¡Usted sabe! Con su ayuda lo lograré.

Viejo.— ¿Para qué escogiste la trompeta? Es el menos femenino de los instrumentos. Hay violi- nes tan llorones como una mujer.

Natividad.— Ya le dije que toqué la trompeta en la banda militar de mi escuela en Chicago. No lo hago mal. Quiero ser la primera mujer trompetista de un mariachi. ¿Manos a la obra?

Viejo.— ¡Obra a las manos! El disfraz, perdón, el uniforme de mariachero no te queda, tendrás que conseguir otro. Conserva la trompeta hasta que no tengas una mejor. Aunque ésta (la besa) aún pudiera servir para iniciar una guerra. (Toma la trompeta, se la pone en los labios y toca una diana o cualquier sonido bélico.) ¡La guerra de la primera mujer que quiso ser un mariachero macho!

El Viejo regresa la trompeta a Natividad. Ésta la besa. Luego los dos nuevos amigos se abrazan. Oscuro paulatino.

ESCENA IV

A capella se escucha una trompeta destemplada. Hay un desafine mayor. Nuevamente la melodía es iniciada hasta alcanzar otro desafine en una nota posterior. La melodía es re- iniciada y llega al pasaje final con limpieza. La luz regresa lentamente. El Público ve a Natividad estudiando trompeta, mientras el viejo maestro guía su sendero musical.

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Viejo.— Todo mariachero debe cumplir con dos exigencias: Amar a su persona en su condición de mariachi y apreciar su instrumento como si fuera una de sus extremidades. Ser mariachero es a la vez ser macho y ser hombre.

Natividad.— ¿Qué no es lo mismo?

Viejo.— No. El macho le da al instrumento la materia y el hombre le presta el alma. Un maria- chero debe olvidar que sembró la tierra porque ahora se debe sólo a los sonidos. Vivir de noche y dormir de día. Su mayor triunfo es morir siendo parte de un mariachi. Temor le debes tener al dinero. Hay que tocar por amor a la música, aunque Dios nos premie con el diario sustento... a veces.

Natividad.— Nunca he comprendido por qué mi padre nos abandonó.

Viejo.— Un mariachero debe salir victorioso de tres tentaciones. Ser tentado como animal. Ser tentado como hombre. Y ser tentado como ángel. ¿Me entiendes?

Natividad.— No.

Viejo.— Te la pongo más fácil. Serás tentada en tu sexo, en tu corazón y en tu espíritu. Si sales triunfante de las tres tentaciones, serás un mariachero de primera; si no, nunca serás uno de la familia. ¿Me comprendes?

Natividad.— Ni una palabra.

Viejo.— Un día me entenderás, cuando sobrevivas las tres tentaciones y elijas el camino del ma- riachi. ¡Entonces serás un mariachero! Pero si eres tentada y eliges otro sendero que no sea el del mariachi, podrás tener éxito, pero nunca serás feliz. ¿Cómo va la trompeta?

Natividad.— Cuatro horas diarias me dejan los labios floreados y el pulmón sin aire. ¡No apren- do!

Viejo.— ¡Aprenderás!

Natividad.— Ya me sé los Sones que me enseñaste, pero insisto que debería apuntar la música. Yo sé leer el pentagrama.

Viejo.— Pues tienes que olvidarlo y únicamente tocar de oído. Si lees música, eres orquesta sinfónica, y ni no, eres mariachi. El mariachi es mexicano porque es imperfecto, pero tiene intui- ción musical. Armonías que escuchas, armonías que tocas, y hasta puedes traducir a sonidos las melodías que rondan por tu cabeza y así ser compositor.

Natividad.— Me ha enseñando tanto y sin pedirme nada a cambio.

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10 Viejo.— Me siento más que pagado con tu sola presencia, un día lo entenderás. Creo que pronto estarás lista. Mañana vas a conseguir trabajo. Te traigo un regalo: Un traje de charro a tu medida. ¡Pruébatelo!

Natividad.— (Obedeciendo.) Es hermoso.

La muchacha se viste con todas las prendas. El resultado es magnífico.

Viejo.— ¡Ahora sí luces el traje! (Aplaude.) Ahora te voy a enseñar algo más. Tienes que apren- der a ser hombre. No pienses como mujer, sino como hombre. Camina sintiendo tu cuerpo dife- rente. A ver, camina como hombre.

Natividad.— ¿Así? (Fracasa al intenta caminar varonilmente.)

Viejo.— Mira cómo caminan los muchachos en los pueblos de Jalisco. (El Viejo se transforma, toma una postura erguida y camina garboso.) La mujer camina balanceando las nalgas y contra- balanceando el movimiento con los senos. El hombre se concentra en la línea vertical central de cuerpo: nariz, pito y pies, inclinando un poco hacia delante la verticalidad, La nariz adelante, los pies un poco atrás, y los genitales sin que se meneen como los senos. Hay que estar bien planta- do, como los árboles, y hacerse un poco pa´lante. (Ordena a la muchacha.) ¡Camina!

Natividad.— (Paso a paso va caminando con mayor masculinidad.) ¿Lo logré?

Viejo.— Casi perfecto. Pero tengo miedo que se te note en la voz.

Natividad.— Puedo hablar ronco.

Viejo.— La garganta es igual para el hombre que para la mujer, en eso no hay diferencia orgáni- ca. Los hombres aprendemos a hablar de una manera y las mujeres, de otra. ¿Cómo me dijiste que te llamas?

Natividad.— Natividad.

Viejo.— No, así no. Habla con voz ronca.

Natividad.— (Con un buen intento.) Me llamo Natividad.

Viejo.— Hablas como mujer de voz grave, con vibraciones de maderas, no como hombre. Debes practicar. ¡Ahora a buscar mariachi! El mejor momento para conseguir trabajo es en la tarde. Cuando se acaban de despertar los mariacheros y están de buenas. Tienen la esperanza que esa noche sí los van a contratar. Es cuando descubren que les falta uno de los muchachos, porque está enfermo o simplemente borracho, y requieren de otro músico. ¡Buena suerte esta vez!

Una luz ilumina la cara perpleja de Natividad mientras el escenario cae en la penumbra. Oscuro total.

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ESCENA V

Varios Mariacheros —Leandro, Diego y Román— están formando un grupo mirando al vacío del fondo de la escena, uno de ellos fuma.

Diego.— Tengo el presentimiento que esta noche sí la hacemos.

Leandro.— Eso dijiste el viernes de la semana pasada y mira qué mal nos fue.

Diego.— ¿Por qué no te vas al norte? Dicen que allá hasta los mariacheros ganan dólares.

Leandro.— A lo mejor me voy… pero para no verte.

Román,— (Quien rió con sonidos burlescos ante la gran molestia de Diego.) No es cierto que a los mariachis se les va el tiempo en afinar los instrumentos y en ir a mear. No señor, no es cierto, sino también se les va en quejarse… Póngase a trabajar y verán que los clientes vienen.

Leandro.— La verdad es que hay que darse ánimos para poder seguir.

Diego.— Oigan muchachos, traigo una melodía en la cabeza y la quiero echar fuera. Dame un acompañamiento.

Diego toca un ritmo de tun-data sencillo y el Diego tatarea una melodía que reconoce- mos como La Bikina.

Leandro.— Esa melodía se parece a La Bikina.

Diego.— No es cierto, yo la compuse.

Leandro.— Tú oyes el himno nacional y no lo reconoces.

Diego.— Yo tengo la cabeza llena de melodías y tú la tienes vacía, O peor aún, llena de tequila barato.

Forcejean los dos hombres y Leandro triunfa en su intento de sujetar a su improvisado enemigo. En ese momento entra Natividad a escena, se le mira airosa.

Natividad.— (Con voz casi masculina.) ¿Les falta un elemento?

Leandro.— A nosotros no, estamos bien dotados.

Natividad.— Ya paso todas las pruebas para pertenecer a un mariachi. ¿Quieren que toque la trompeta?

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Román.— (A Diego.) Llámale a aquél y dile que ya llegó ésta otra vez. (Diego sale en busca de Mario.)

Natividad.— No soy lo mismo, ahora ya aprendí. (Saca la trompeta y toca con soltura una dia- na. Cuando termina pregunta:) ¿Qué les pareció?

Román.— Suena bien

Leandro.— Un mariachero es más que un músico, debe ser el más macho entre los hombres, ¿verdad tú? Un mariachi está formado de hombres altos y garbosos, de jóvenes sin barriga (de- ambula y luce su estampa), casi como si fuera jugador de la selección nacional.

Natividad.— ¿Y de dónde salieron todos los mariacheros barrigudos y desgarbados? (Irónica mira la barriga de Román.)

Román.— Ni de Cocula ni de Tecalitlán, quizás de Chicago.

Entra a escena Mario y saluda a Natividad. Diego entra después con la respiración can- sada por la carrera.

Mario.— ¿Qué tal, señorita?

Natividad.— Me llamo Natividad y no quiero que me llame señorita. Quiero ser un mariachero más.

Mario.— Pero ya le dijimos que no, para qué insiste.

Natividad.— Eso fue hace semanas, ahora ya sé y puedo competir. Póngame pruebas y que el menos capacitado se vaya.

Mario.— A ver, toque la trompeta a capella. (Los otros mariachis no entendieron.)

Natividad.— (Toca las notas iniciales de El niño perdido.) ¿Que tal suena?

Mario.— ¿Quién te enseñó tan rápido?

Natividad.— No fue rápido.

Mario.— El traje le queda bien.

Leandro.— Pero a lenguas se le ve que es vieja.

Natividad.— (Seca.) Bueno, y luego…

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13 Leandro.— Apuesto a que no sabe caminar como los hombres. (Natividad lo hace con notoria destreza.) Apuesto a que no sabe escupir como los hombres. (Carraspea y escupe varonilmente.)

Natividad.— Sé caminar como gallo espinado… (Imita los movimientos con pericia.) Y me ras- co los huevos cuando tengo desgana… Y bostezo sin taparme la boca… Y fumo como gavilán pollero. (Le quita el cigarro a uno de los Mariacheros y fuma con manierismos masculinos.) Lo único que no he aprendido es a orinar de pie.

Todos ríen.

Mario.— ¡Pos qué muchacha tan lista!

Natividad.— Tienen que olvidarse que soy hembra, como yo me he olvidado que son machos (Leandro levanta irónicamente una ceja; Diego y Román lo notan.). Quiero ser un compañero más y no quiero que me respeten. Háblenme de tú y maldigan cuando quieran. Compórtense conmigo como si estuvieran en un baño de caballeros. (Sonó a imposible.)

Leandro.— Tocas la trompeta muy bien, pero ya tenemos trompeta, ¿verdad, Mario? (Mario no lo ha escuchado y Leandro da señales de enfado.)

Mario.— Tendrás que suplir al que falte y si nadie falta, pues te quedas en la banca como en el fútbol. ¿De acuerdo?

Natividad.— Acepto.

Natividad toma su sombrero y lo lanza al aire en señal de júbilo y luego lo agarra con destreza. En ese instante el grupo queda congelado sin movimiento. Simultáneamente una luz cenital ilumina a tres Mariacheros —Román, Diego y Leandro—, mientras el re- sto del escenario ha quedado como silueta en medio de la penumbra. Los tres mariache- ros dirigirán su parlamentos al Público. Estos diálogos presentan una escena posterior. O acaso son diálogos imaginados en este momento por Leandro, pero que tendrían rea- lidad en una reunión secreta entre el Primer Acto y el Segundo.

Diego.— (Mirando al vacío arriba del público.) No sé si nos vaya a ir bien o mal, pero como decía mi padre, “con las mujeres de a poquito... si las conoces bien, y nada sin conocerlas”.

Román.— (Al vacío.) Ni modo. Donde manda capitán, obedece mariachero.

Diego.— Yo me pasé años buscando antes de que me aceptaron en un mariachi, y ésta lo consigue en la segunda intentona. Es como ir al mundial al segundo gol que uno mete.

Román.— Ya nos chingaron con esa muchacha en el grupo, pero no va a durar mucho con nosotros. Alguien la va a levantar.

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Leandro.— (En galán.) Reconozco que está muy bonita, tiene buena figura y una sonrisa divina. Ella perderá su tiempo con nosotros, pero no yo... ¿Cuánto apues- tan a que me la echo?

(Román y Diego, sorprendidos, vuelven la cara hacia Leandro. Los tres maria- cheros deambulan con naturalidad, mientras el resto de la escena sigue inmóvil.)

Diego.— ¡No te creo!

Leandro.— ¡Anda, apuesta, y lo verás!

Román.— Comprendo que te guste, pero esta es gringa y no va a jalar contigo, eres demasiado poca cosa.

Leandro.— Serás tú mucho.

Román.— Sé tocar el guitarrón y tengo buen humor. Eso me basta. No necesito de sueños imposibles.

Leandro.— Diego, ¿apuestas el salario de una semana a que me la echo?

Diego.— (Dudando.) Está bien, pero no el de esta semana, que ya lo traigo com- prometido. Apuesto el salario de la semana que sigue.

Leandro.— Y tú, Román, ¿Te animas? (Román no responde.) ¿No decías que a ti el dinero no te interesaba?

Román.— Está bien. Apuesto, pero lo hago para no dejar Diego solo, porque no confío en ti ni un tantito. ¡Ah!, una pregunta antes, ¿en cuanto tiempo dices que la conquistarás?

Leandro.— ¡Ustedes apuestan una semana de salario conmigo y yo apuesto con los dos, y como dice Diego, no esta semana sino cuando nos paguen la semana que viene. Para entonces esa gringuita ya habrá pasado por mis armas.

Román.— Eso quisiera verlo.

Leandro.— Eso quisiera yo sentirlo, pero aquí (Se toca con lascivia su bragueta.)

La luz cenital desaparece para dar paso a luz total. El grupo general cobra vida. El diá- logo continúa con el cierre del parlamento último de Mario.

Mario.— Gracias compañeros, ahora un apretón de manos para cerrar el trato.

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15 (Natividad saluda a cada uno con aspavientos varoniles.)

Diego.— Buena suerte. (Sonó irónico.)

Román.— No sabes la que te espera.

Leandro.— Estamos a tu disposición... para lo que se ofrezca. (Leandro toma la mano de Nativi- dad con la intención de besarla, pero la muchacha la retira.) Perdón, se me olvidó por un mo- mento que eres mariachero. (Mira a Román y ríe con cinismo.)

Mario.— Y una cosa más. Falta la juramentación. Los mariachis tenemos un código de ética (Los demás Mariacheros ponen expresión ignorancia.) No robarnos entre nosotros, no pelearnos y no mirarnos cuando meamos… (Diego y Román miran inquisitivamente a Leandro.) ¿Te imaginas qué pasaría si los mariacheros afinaran unos los instrumentos de otros? No, cada uno afina su propio instrumento y nadie se acuesta con nadie, ni en caso de necesidad extrema. (Continúa en forma de arenga.) ¡Tú, quien quiera que seas, hembra o macho —no importa— juras comportar- se como mariachi modelo y velar por el triunfo del grupo!

Natividad.— (Extiende marcialmente su brazo derecho.) Lo juro.

Algarabía del grupo y dos sombreros de mariachi vuelan por los aires y son recibidos por diestra manos.

Mario.— Eso de extender el brazo no era necesario, para tu fortuna no eres soldado, sino sim- plemente mariachero. Entramos a laborar a las diez de la noche, que es la hora de llevar gallo a las esposas. Porque a las doce, la música es para las amantes, y a las dos de la madrugada para las que cobran, y nunca les llevan gallo a aquéllas que pagan. Pero estas singularidades de la vida del mariachi no son tan importantes por el momento. Lo importante es amar nuestro instrumento y tocar la música que nos enamora, los Sones de Mariachi, con su bellísimo tun—data, tun— data. ¿Aceptas, Natividad?

Natividad.— ¡Acepto!

Mario.— Para nosotros tú eres hombre, y si eres o no señorita, para estas cuentas, tú tocarás por igual el instrumento.

(Leandro se toca lúbricamente su “instrumento. Román y David lo notan y los tres ríen en complicidad.)

¡Bienvenida!.., digo, ¡Bienvenido al gremio mariachero!

Risa y aplauso general de los Mariacheros que preludian el aplauso general del final del Primer Acto. Oscuro y telón.

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16 ACTO SEGUNDO

ESCENA I

Han pasado ocho días. El grupo de Mariachi está preparándose para iniciar una noche más. Están presentes Diego y Román.

Diego.— ¿A qué hora es el baile?

Román.— ¿A las diez?

Diego.— ¿Cuánto nos van a pagar?

Román.— Bastante, porque son influyentes.

Diego.— ¡De verdad esta última semana fue muy buena! Trabajo por todos lados, con invitacio- nes que antes ni en navidad teníamos.

Román.— Ahora tenemos todos los días Natividad, pero... (cambia el tono a misterioso) ¡te voy a confiar un temor!

Diego.— ¿Temes que la chicanita pronto se quiera regresar y nos quedemos mal acostumbrados?

Román.— (Muy serio.) No, creo que fue un error haber aceptado a una mujer en el grupo.

Diego.— Pero ¿por qué? Desde que ella llegó todo ha sido éxito.

Román.— Eso es lo que no me gusta. Estamos construyendo nuestro futuro sobre una mujer... Un hombre construye el futuro sobre sí mismo, pero nunca sobre una mujer.

Diego.— Con Natividad estamos condenados al éxito. Ella no vino a México para ser mariachero sino para encontrar a su padre. Únicamente si lo localiza, va a querer regresar a Chicago.

Román.— Ese no es mi temor porque sé que no lo va a localizar.

Diego.— ¿Y cómo sabes eso?

Román.— Las cosas son como son y no de otra manera. Si en el tiempo que ha estado en Guada- lajara, no lo localizó, pues la historia debe ser otra.

Diego.— ¿Cuál?

Román.— (Con picardía.) El padre no quiere ser localizado, o la chicanita es hija de madre sol- tera, con un papá desconocido, o lo que es aún peor, es hija de muchos papás.

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17 Diego.— Por más que ha buscado la muchacha, su padre no aparece.

Román.— ¡Entiéndeme! A mí eso no me preocupa. Creo que si su padre no aparece, se quedará, y si lo encuentra por casualidad, también querrá quedarse con su único pariente aquí d´este lado. Esta niña ya no regresa a Chicago... (Pensativo.) ¡Lo que me preocupa es otra cosa!

Diego.— Por eso te llaman el optimista.

Román.— No soy tan ciego que no vea las cosas malas que pueden pasarnos, pero no me dejo llevar por la mala suerte.

Diego.— Habla ahora o calla .

Román.— Nosotros rompimos un código y tenemos que pagar el castigo.

Diego.— ¿Un qué?

Román.— ¿No sabes lo que es un código de honor? (Diego niega.) Un mandato secreto que te- nemos que cumplir. Un mariachi es un grupo de hombres que toca música de fiesta. Cuando una mujer quiere ser parte de un mariachi, tiene que formar su grupo con viejas. Hay mariachi de hombres como hay baños de hombres, y mariachi de mujeres como hay baños de mujeres. ¡Cada quien con su género! Hombre con hombre y mujer con mujer.

Diego.— Pues a la chingada con tu código. Decía mi abuelo que “Hay que reír porque va a llo- ver, porque llueve y porque no ha llovido, porque la risa es más importante que el agua”.

Román.— (Niega resuelto.) Rompimos un precepto y vamos a ser castigados. Una mujer no toca en un mariachi masculino, así como una monja no es obispa. Los obispos y los mariachis son masculinos, las monjas y las rumberas son femeninas. Pero no puede haber obispos femeninos ni rumberas masculinas.

Diego.— ¿A quién le importa la ley? A nadie.

Román.— Hay normas para todos aunque no las hayamos escrito. ¡Y aunque no te guste se lla- man códigos! Yo no te mato porque lo prohíbe la ley, sino porque mi naturaleza no me lo permi- te. ¿Cómo te lo diría?... Natividad nos llevará a la ruina porque rompimos un mandamiento, no una constitución.

Diego.— (Como si entendiera.) ¿Qué mandamiento rompimos?

Román.— El mandamiento número once. No mezcles las mujeres con los hombres.

Diego.— Si está prohibido, entonces ¿cómo se casan?

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18 Román.— De uno a uno, sí se puede, pero de a grupo de mujeres con grupo de hombres, no se puede.

Diego.— Así nos va de mal con eso de matrimoniarse una con uno, ¿cómo nos iría si revolvié- ramos los grupos?

Román.— ¿Lo ves? Yo estoy tamañito, no más esperando el terremoto.

En ese instante Leandro entra a escena. Viene jovial y triunfalista.

Leandro.— ¡Hola, muchachos!

Diego.— ¿Qué hay de nuevo?

Leandro.— Como decía tu abuelo, “Nada nuevo bajo el sol”.

Román.— (Inquisitivo.) Ya pasó más de una semana y no vemos claro.

Leandro.— ¿Qué quieres ver?

Román.— Quiero ver en mi cartera los billetitos de una semana de tu salario.

Leandro.— No comas ansias.

Román.— ¿Y pa´cuando le vas a entrar a la chicanita esa?

Leandro.— Para antes del sábado que nos pagan, ya te dije.

Diego.— Mejor yo retiro mi apuesta.

Leandro.— No puedes retirarte así como así, ¿qué no eres hombre de palabra?

Diego.— Sí soy hombre, pero me parece que vamos a matar a la gallina de los huevos de oro.

Román.— (Con picardía.) Olvídate de los huevos, lo importante es ¡la vagina de oro que se car- ga!

Leandro.— ¡Yo la pedí primero!

Román.— Ya te vi que la traes asoleada.

Leandro.— ¿Ah, me estabas espiando?

Román.— ¡Qué va! A donde volteaba los ojos, te veía trovándole, no la dejabas ni de día... ni menos de noche.

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Leandro.— ¡Cual debe ser!

Román.— Si no triunfas en esta semana, perderás la apuesta, y además a la gallina con su cosita de oro no será tuya. ¡Entonces será mi turno!

Leandro.— ¡Con esa barriga!

Román.— Las mujeres buscan ternura y los gorditos somos tiernos. Pero no lo digo por mí, ¿que no has visto las miradas que le pone esa muchacha a Diego?

Diego.— (Con ingenuidad.) ¿A mí?

Román.— ¡Claro que a ti! Si no te quita los ojos de encima.

Leandro.— ¡Cuidadito, si me la quieres bajar!

Diego.— Pero yo ni si quiera...

Román.— (Cortando.) Tú eres inocente, pero los ojos de esta chicanita no son particularmente inocentes.

Diego.— ¡Eso es pura imaginación tuya!

Román.— ¡Claro que no! Es lógico, eres el más joven de todos, y feo, lo que se dice feo, no estás.

Diego.— (Aceptando.) ¿Crees tú?

Román.— Cuando venga Natividad, nomás mírale a los ojos.

Diego.— ¡Me estás tomando el pelo!

Román.— (Besa sus dedos haciendo la cruz.) ¡Por ésta te lo juro! Ya te puso los ojos encima y no va a desistir en su empeño.

Leandro.— Esa muchacha será mía esta semana, más después del que sea, ya no me importa.

Entra Mario a escena, se le ve en disposición de iniciar una noche más de trabajo.

Mario.— ¿De qué hablan, muchachos?

Román.— (Improvisa una mentira.) Platicábamos de... a quien se le ocurriría ponerle a las notas musicales nombres tan tontos: do, re, mi... (No sabe continuar.)

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20 Diego.— (Completando con temor a equivocarse.) Fa, sol...

Leandro.— La, si...

Diego.— Do... (Sonríe como niño que ha sabido su lección.)

Mario.— ¿De verdad no saben el origen de esos nombres?

Los Tres Mariacheros.— No.

Mario.— Yo no sé quien fue, pero les aseguro que no fue un mariachero. (Todos ríen.)

Leandro.— ¿Así de fácil?

Mario.— Así de fácil.

Román.—. Para ponerle nombres tan estúpidos, se necesita no tener cabeza.

Mario.— ¿Te parecen estúpidos?

Román.— No qué va. ¿Por que bautizar a una nota Mi si no es mía? ¿O llamarle a una Si y a nin- guna No? ¿O a una La sin que haya una nota que se llame Él? (Tomando fuerza con sus argu- mentaciones.) No es lo mismo que se chingó el La, a que se la chingó.

Ríe todos. Román y Diego miran con complicidad a Leandro.

Mario.— ¿Por qué hablaban mal de Natividad?

Román.— (Mintiendo sin pericia.) ¿Nosotros?...

Diego.— Yo no....

Leandro.— ¿Qué mal te hemos hecho?

Mario.— A mí, ninguno.

Leandro.— ¡Ahí está! ¿De qué te quejas?

Mario.— De que no acepten a Natividad como mariachero.

Román.— Nos pides un imposible. ¡La igualdad de derechos no hace a los sexos iguales!

Leandro.— (Intimida a Mario con el dedo índice.) ¡Tú mandas sólo por el placer de mandar!

Mario.—¡Tú a mí no me amenazas!

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Leandro.— (Lo encara.) Yo te amenazo cuando quiera. Miedo no te tengo. (Leandro le da un empujón a Mario.)

Mario.— ¡No te quiero pegar!

Leandro.— ¡Tendrás estudios pero no pasas de ser un pendejo!

Mario.— ¡Te voy a romper todo el hocico!

Leandro.—¡Todo lo que traes es que te encabrona que no te obedecemos!

Mario se lanza sobre Leandro, lo golpea a puño cerrado, luego lo tumba y le pone un pie sobre el pecho. Román y Diego inten taron infructuosamente detener a los luchadores.

Mario. — (Jadeante.) ¡Me vas a obedecer o te largas!

Leandro. — (Aún en el piso.) ¡No necesito hacer nada! ¡Tú mismo vas a terminar echando a Na- tividad fuera del grupo!

Mario.— ¡No acepto que la ensucies!

Leandro.— ¡El meritito demonio va a hacer que meta la pata! ¡Tú no lo podrás impedir, por muy jefe que te quieras sentir!

Mario patea una vez más a Leandro y éste gime. Román y Diego logran separar a los lu- chadores. Oscuro rápido.

ESCENA II

Preludio musical y luz paulatina que ilumina un cuarto de un hotel tres estrellas. Nativi- dad y Leandro están en ropas íntimas.

Natividad.— Nunca había entrado en un hotel con un hombre.

Leandro.— Ser rico es vivir dos veces.

Natividad.— (Lo intenta besar.) ¿De verdad me quieres?

Leandro.— ¿Te lo he dicho desde que te juntaste con el grupo?

Natividad.— Me gusta oírtelo decir.

Leandro.— A mí con las veces que me has dicho que me quieres, me basta.

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Natividad.— ¡Abrázame!

Leandro.— (El hombre abraza y besa a la muchacha, y sigue el abrazo hasta que la tiene de espaldas.) Así quería abrazarte.

Natividad.— ¿Por qué así?

Leandro.— Por curiosidad.

Natividad.— (Se separa molesta.) ¿Cómo, que por curiosidad?

Leandro.— (Corrigiendo.) Digo que no es lo mismo besarnos en la plaza de los Mariachis a es- condidas, que besarnos así, a solas en un hotel... (La joven no queda convencida y Leandro agre- ga) Especialmente hoy que celebramos que hace dos semanas te aceptamos como miembro del mariachi. ¡Ahora ya eres mariachero y segunda trompeta!

Natividad.— ¿Segunda trompeta?... Bien dicen que nunca hay que humillar a un hombre.

Leandro.— (Corrigiendo el rumbo de la conversación.) En este momento lo único que me inter- esa es estar contigo.

Natividad.— A ustedes los hombres les mortifica más el que dirán, que el qué dijeron. (Ríe y continúa con un arrumaco.) ¿Sabes de qué tengo ganas?

Leandro.— ¿De qué?

Natividad.—¡Sedúceme de nuevo!

Leandro.— Son las 7 de la mañana y tengo sueño. Toda la noche estuvimos con el mariachi, no me pidas más entretenciones.

Natividad.— No, mi amor, es que los hombres sueñan con las cosas y no con la secuencia de las cosas. Yo quiero que el tiempo dure. ¿Con quién lo hiciste la primera vez?

Leandro.— Yo solito. (Ríe medio avergonzado.)

Natividad.— ¡No, mi amor! Con alguien sería. ¡Pero de ahora en adelante únicamente lo vas a hacer conmigo!

Leandro.— (Sin énfasis.) Te juro que siempre recordaré este momento.

Natividad.— Vamos de nuevo a la cama.

Leandro.— ¡Tengo hambre!

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Natividad.— (Molesta.) ¿Cómo que tienes hambre?

Leandro.— Ayer no comí ni cené.

Natividad.— Es que estás enamorado.

Leandro.— Los ricos sí saben vivir, mientras nosotros los pobres apenas comemos. Ellos des- ayunan en la cama después de hacer el amor. ¿Cómo te caería un plato con chilaquiles picositos y un café con virote?

Natividad.— Después comeremos lo que sea.

Leandro.— Quiero saber que sienten los ricos cuando cogen, yo siempre he cogido con hambre. Ellos van de parejas a restoranes, comen y beben, como si fuera su boda, y luego hacen el amor con más fuerza. ¡Imagínate, con tanta proteína!

Natividad.— Yo soy pobre y no sueño con ser rica, ¡cojan como cojan!

Leandro.— Los pobres hacemos el amor para matar el hambre, sin perfumarnos con otros olores que no sea el del sudor. Báñate mientras bajo al restaurante del hotel y ordeno que nos suban... ¿cómo se llama eso?... ¡un banquete nupcial!

Mientras Natividad mira con desilusión la salida de Leandro. Oscuro instantáneo.

ESCENA III

Escena callejera. Román y Diego ensayan al inicio de la jornada en espera de que se conjunte el grupo. Entra Leandro con paso lento y se acerca a sus amigos.

Leandro.— ¿Para qué ensayan? ¿Todavía no se la saben?

Román.— (Mira inquisitivamente a Leandro.) La música es la más traicionera de las amantes.

Leandro.— ¿Tú qué sabes de amantes?

Román.— Pues lo mismo que tú.

Diego.— (Inocentón.) No se me puede olvidar la meserita que nos gustó en el bar.

Román.— ¿Cuál? ( La recuerda y niega con desagrado.) ¿Esa enana?

Diego.— ¡Menudita, como me gustan! (Saborea el recuerdo.)

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24 Leandro.— Esa no estaba mal, pero la mía estuvo mejor. Manjar de reyes y en un buen hotel.

Román.— No te creo, tú no sabes gastar.

Leandro.— (Ríe burlesco.) No dije que yo pagué, pero sí que estuve en un hotel caro.

Diego.— O cuentas todo o te callas.

Román.— No nos interesan tus presumidas.

Leandro.— ¡Dejaran de ser envidiosos!

Román.— De las mujeres no hay que hablar… Al menos así lo hacen los caballeros.

Leandro.— Tú, que no sabes de damas, menos sabrás de caballeros.

Román.— Pero nunca me verás solitario.

Leandro.— Ya me voy.

Diego.— ¿No vas a trabajar hoy? Porque hoy nos pagan... (Diego mira a Román con mirada de contubernio.)

Leandro.— Claro que sí, pero no quiero estar aquí cuando llegue nuestro nuevo mariachero. (En- fatiza la última vocal.)

Román.— ¿Te refieres a Natividad?

Leandro.— A quien si no.

Diego.— Yo no puedo olvidarme de que es mujer porque está re buena.

Leandro.— Tú apostaste y te fregaste.

Diego.— ¿Ya te la chingaste?

Leandro.— (Suena vulgar.) Ustedes se la perdieron porque coge muy bien.

Román.— (Incrédulo.) ¿Natividad?

Leandro.— ¿Quién crees que pagó el hotel cinco estrellas?

Román.— ¿Pagó ella?

Leandro.— ¿Quién si no?

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Román.— (Con ira incipiente.) ¿Te metiste o no con la muchacha?

Leandro.— (Satisfecho de haber llevado el chisme.) Buenos muchachos, cáiganse con la apuesta. Cuando les paguen, me deben una semana, pero no le digan nada a Mario. Digo... si quieren también acomodársela. (Risotada vulgar de Leandro.)

Román.— No basta con tu palabra, necesitamos una prueba.

Leandro.— Ya sabía que no iban a confiar en la palabra de un caballero. Por eso te traje una prueba. (Saca de la bolsa de pantalón una prenda íntima de Natividad y la coloca en su dedo índice y la gira como rehilete.)

Román.— ¿Es de ella?

Leandro.— ¿De quien si no? (En medio del giro, arroja la prenda con tino a la cara de Diego.) ¡Para que sepas a qué huele!

Diego.— ¡Eres un asco! (Con delectación acaricia su rostro con la prenda.)

Leandro.— Ella no opinó lo mismo.

Román.— No te pienso pagar.

Leandro.— Claro que me vas a pagar, porque si no, todo el mercado de San Juan de Dios sabrá que no eres hombre de palabra.

Con pasos irónicos, Leandro abandona la escena. Los dos Mariacheros, estupefactos, lo siguen con la mirada.

Diego.— ¿Qué vamos a hacer?

Román.— Callarnos y esperar turno.

Diego.— ¿Cómo eres rastrero?

Román.— Chicanitas como ella no caen del cielo todos los días.

Diego.— Pero ella es uno de nosotros. Claro que no somos iguales, pero me acoplo.

Román.— Yo también quisiera acoplarme con ella, ¡pero en lo obscurito! (Ríe vulgarmente. Cor- ta la risotada y cambia a tono serio.) Yo no voy a decirle nada a Mario. ¿Y tú?

Diego.— No va a haber necesidad. No creo que Natividad vuelva a trabajar.

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26 Román dirige una mirada al Público y divisa a Natividad que se aproxima por entre el Público.

Román.— Allá viene la muy oronda.

Diego.— ¡Que desvergonzada! Yo hubiera puesto por ella las dos manos al fuego: la derecha porque no se iba a meter con ninguno de nosotros, y la izquierda porque no iba a volver a poner los pies aquí.

Natividad.— (Con la mayor naturalidad. Diego busca infructuosamente la mirada de Nativi- dad.) Hola, muchachos, ¿dónde están todos?

Román.— Mario no ha venido.

Diego.— Nadie más ha venido, pero yo estoy aquí. (Pone su mejor apostura.)

Natividad.— (Sin mirarlo.) Hola, Diego.

Román.— Diego estaba hablando de ti.

Natividad. ¿De mí?

Diego.— ¡No es verdad!

Natividad.— Sabía que estaban hablando de mí.

Diego.— (Se sonroja e improvisa una salida ya conocida.) Román decía que a quién se le ocu- rrirían poner los nombres de las notas musicales, tú sabes, do re mi...

Natividad.— Así las bautizó un fraile en la edad media, los nombres son las primeras letras de cada línea de un himno de San Juan.

David.— (No entiende.) ¿De un himno?

Román.— (Habla primero despacio y luego rápido.) David hablaba de ti y acababa de decir que do era por domíname, re por recuérdame, mi por mírame, fa por fascíname, sol por solicítame, la... por la chingada, y si porque quiere David que le des el sí.

David.— (Quien ha negado cada palabra.) !No¡ !No! ¡Yo no dije eso!

Natividad.— (Sin darle importancia, sonríe de lo que considera una broma. Mira hacia el Público por donde va a hacer entrada Mario.) Allá parece que viene Mario. (Diego y Román dan muestras de nerviosismo.)

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27 Mario— ¡Hola, muchachos! (Recibe en respuesta un amable ¡Hola! de Natividad y dos desin- flados saludos de Román y Diego.) Aquí les traigo el pago de la semana. ¡Salió muy buena! Ten Román (Román abre la mano derecha, Mario cuenta los billetes.). Esto es para ti, Diego. (Cuen- ta los billetes sobre la mano de Diego.). Y esto es tuyo, Natividad. (Cuenta una mayor canti- dad.)

Román.— (Se enoja por la diferencia económica.) ¿Y por qué le das más dinero a ella?

Mario.— Es un bono por lo mucho que nos ha ayudado. (La mira.) Gracias, Natividad.

Natividad.— Por nada, Mario.

Mario.— Los estaba viendo desde lejos. ¿Por qué se fue Leandro? (Inquisitivo mira a Diego y luego a Román.)

Natividad.— ¿Vino Leandro?

Diego.— Vino y se esfumó...

Mario.— ¿Por qué se fue?

Román.— Mejor pregúntale a Natividad. Ella sabe la respuesta.

Natividad.— ¿Yo?

Mario.— (Insistente.) ¿Por qué se fue Leandro? (Mira a Natividad y después a Diego.)

Diego.— (Habla con torpeza.) Pregúntale a ella, nosotros no dormimos juntos. (Se quiere tragar sus palabras.)

Mario.— (Sorprendido mira encolerizado primero a Diego y luego a Román.) ¡Si ésta es una de sus malditas calumnias...!

Román.— ¡A mí no me metas en estos líos! ¡Que diga Natividad la verdad!

Mario.— ¿Qué pasó?

Natividad.— (Sin perturbarse.) Se suponía que era un secreto.

Román.— ¿Secreto? Leandro vino y nos contó todo.

Natividad.— ¿Todo? (Mira inquisitivamente a Diego.)

Diego.— Ahora la culpa es mía. Si hubiera culpables serían Leandro y Natividad. Que ellos pa- guen los platos rotos.

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Natividad.— (Mira a Román.) ¿Que les contó?

Román.— (Disfruta ser chismoso.) Lo del hotel caro y la noche de amor. (Hipócrita mira de frente a Natividad.) Perdón, Natividad, se suponía que no íbamos a decir nada. Fue culpa tuya... o de Diego.

Diego.— (Irónico.) ¡Como siempre, cargo yo con la culpa de todo!

Mario.— Natividad, quiero saber la verdad. ¿Se metieron en un hotel así como así?

Natividad.— Bueno, no fue tan fácil, me tuvo Leandro que rogar por muchos días.

Mario.— ¿Y pasaron la noche juntos?

Natividad.— Cuando llegamos casi amanecía.

Román.— ¿Quién pagó el hotel?

Natividad.— ¡Y eso qué importa!

Román.— ¡Claro que importa!

Natividad.— Fue Leandro.

Román.— Leandro vino a alardear que tú pagaste.

Natividad.— (Muy molesta.) ¿Cómo se atrevió?

Mario.— ¡Así que hasta le pagaste el hotel! ¡Has incurrido en el delito más grave que puede co- meter un mariachero!

Natividad.— (Con inocencia.) ¿Cuál?

Mario.— ¿No te acuerdas del código de ética del mariachi? No robarnos, no pelearnos y no mi- rarnos cuando meamos. Tú osaste mirar lo prohibido, ya no podrás permanecer con el grupo.

Natividad.— ¡En ese caso, los dos somos culpables!

Mario.— (Con gran autoridad.) ¡Ése es otro cuento! Tú no puedes culpar ni abogar por Lean- dro. (Mario señala un punto situado a un metro frente a él.) ¡Párate allí como un soldado! (Nati- vidad avanza hasta el centro de la escena y queda de pie en posición marcial. Mario pregunta al mariachero joven.) Diego, ¿Qué se le hace a un soldado cuando deserta?

Diego.— (Ingenuo.) En tiempo de guerra, lo fusilan.

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29

Mario.— Para un mariachi, siempre es tiempo de guerra. Vamos a degradarte por haber roto nuestro triple código.

Natividad.— Yo no he robado ni peleado.

Mario.— ¡Claro que sí! Llegaste aquí usurpando el lugar de un hombre, pretendiendo que una mujer puede desbancarlo. Te dimos la oportunidad y nos traicionaste. Luego, nos has robado… En segundo lugar, nos has puesto en entredicho. Antes de que llegaras, éramos un buen grupo, mira cómo estamos ahora, nos has convertido a unos en traidores y a mí en policía. Y en tercer lugar, has mirado con deleite a un compañero, y eso es muy grave. Tú dijiste que venías aquí a buscar a tu padre, ¿te acostaste con Leandro porque querías encontrarlo!.. Como castigo te de- grado de músico de banda a simple soldado raso y, además, quedas expulsada de nuestro grupo. No llevaste ese traje con la dignidad requerida. (Se adelante y le arranca algunos botones del chaleco.) ¡Has traicionado al grupo y has mancillado nuestro uniforme! ¡Vete y no te vuelvas a aparecer!

Natividad.— (Casi llorando al sentirse herida en su amor propio.) ¡No quiero defenderme! ¡Me- rezco este castigo y más! Pero no porque me metí con ese estúpido, sino porque fui tan pendeja en pensar que pudiera comprender el mundo de los hombres, ¡este estercolero donde vivió mi padre! No es un lugar como todos, es una cárcel en donde salvaguardan su masculinidad... (Me- dio quebrándose.) ¡No tienen capacidad de amar... ni sensibilidad para comprender a las muje- res! Más que mariachis debieran llamarse „malos machis‟, porque ni siquiera machos verdaderos son. ¡Hasta nunca!

La muchacha inicia la salida con paso aún masculino, se siente mirada y se detiene, lue- go camina más lentamente con paso femenino y sale de escena. Oscuro repentino y total.

ESCENA IV

Penumbra y sonidos de viento. Natividad llega al lugar del encuentro con el mariachero viejo. Lo llama a la distancia, pero nadie responde. Lleva en sus manos la trompeta pres- tada.

Natividad.— ¡Amigo! ¡Amigo! (Al no encontrarlo dirige su monólogo a la oscuridad de la no- che.) Vengo aquí a buscarte por última vez, a decirte adiós. No puedo esperar más... así que me despediré de ti en el vacío de la noche. De todos los que conocí en este viaje, sólo a ti aprendí a querer. (Mira con ternura la trompeta.) Me prestaste tu instrumento, una trompeta muy tocada... ¡Me voy de regreso a Chicago! Aquí no puedo vivir más, el aire no se respira. Ninguno me brindó amistad. ¡Sólo tú me diste cariño! (Se siente derrotada.) ¡No pude ser mariachero!... (So- lloza.) ¡Nunca pensé que fuera tan difícil ser hombre!... (Cae de rodillas.) ¡Ahora sé que ser mu- jer es tan doloroso como ser hombre!.. Fracasé... (Se incorpora lentamente.) Quisiera irme ahora pero no tengo dinero. ¡Haré lo que haga falta para conseguir unos pesos y pagar ese pasaje!

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30 De entre las tinieblas aparece La Xirga. Es una mujer mitad vieja y mitad bruja. Su rostro testifica su sangre india. Le faltan dos dientes y cubre su espalda con un reboso popular. Carga un gran envoltorio.

Xirga.— (Con voz cavernosa.) ¡Sé que te llamas Natividad! Un nombre del santoral sirve tanto para una mujer como para un hombre.

Natividad.— ¿Cómo lo sabe?

Xirga.— Escuché que te llamaban así. ¡Anda, cuéntale a esta vieja lo que te pasa!

Natividad.— No puedo... (Lagrimosa.) Me siento traicionada.

Xirga.— Así nos sentimos todas las mujeres más de una vez en la vida.

Natividad.— ¡Pero a mí me han robado!

Xirga.— Los robos se presentan en la oficina del Ministerio Público.

Natividad.— ¿Y cómo se hace eso?

Xirga.— ¿Nunca has ido a denunciar ante la policía?

Natividad.— No.

Xirga.— ¡Qué falta de cultura cívica! Todo mexicano tiene que saber cómo defenderse de los malos y a veces también de los buenos.

Natividad.— ¿Y qué tengo que decir?

Xirga.— Ir y decir la verdad.

Natividad.— Nadie me va a creer.

Xirga.— Pues mejor porque pensarán que hay gato encerrado.

Natividad.— ¡Vamos juntas!

Xirga.— No, porque a mí no me van a dejar salir.

Natividad.— ¿Debe algo?

Xirga.— Lo suficiente para que me puedan meter, pero no tanto para que me busquen. Tienes que aprender a defenderte y, de vez en cuando, a atacar.

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31 Natividad.— ¿Atacar a quien?

Xirga.— A tus enemigos. Ataque frontal si son hombres; ataque solapado si son mujeres. ¿Quie- nes son tus enemigos?

Natividad.— Varios hombres y ninguna mujer.

Xirga.— Eso está más fácil. Imagina que soy el agente del Ministerio Público y que tú llegas a poner tu queja. ¿Qué le dirías? (La muchacha desconcertada no se anima a iniciar el juego.) La vida es como en el teatro, hay que ensayar.

La Vieja saca del gran envoltorio que carga una gorra de policía. Se los pone y se trans- forma en un Agente del Ministerio Público. Actúa como si estuviera en estado de ebrie- dad, casi a punto de perder tanto el sentido de la ley como el de la verticalidad. Una luz cenital singulariza a las dos mujeres.

Agente.— Entonces, ¿le robaron el instrumento? (Se sale del papel para invitar de nuevo con un ademán para que la muchacha improvise el diálogo. Del envol- torio saca un sombrero y se lo entrega a Natividad.) Entonces, ¿le robaron el ins- trumento?

Natividad.— (La muchacha se recoge el pelo y se pone el sombrero.) No, aquí lo tengo.

Agente.— ¿Le robaron o no le robaron? (La Xirga gesticula invitando una vez más a Natividad para que entre al juego de imaginación.)

Natividad.— No me robaron.

Agente.— ¿Antes o después?

Natividad.— ¿Antes o después de qué?

Agente.— Del robo.

Natividad.— (Poco a poco va entrando al juego.) ¿Del robo de qué?

Agente.— ¿Cómo que de qué? Del instrumento.

Natividad.— ¿Cuál instrumento?

Agente.— El que le robaron.

Natividad.— ¿Esta trompeta?

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32 Agente.— La fiscalía no acepta pruebas antes del juicio.

Natividad.— (Entra de lleno al juego.) ¡Yo vengo de Chicago!

Agente.— ¡Eso no es atenuante! Si viera lo que nos llega a esta comisaría. ¿Usted está ocultando al ofensor?

Natividad.— ¡El ofensor fue...!

Agente.— ¡Primero diga el delito!

Natividad.— (Duda en hablar.) Me han traicionado.

Agente.— ¿Quién?

Natividad.— Varios hombres.

Agente.— ¿M ás de uno?

Natividad.— ¡Todos! Mis amigos... mi padre...

Agente.— Identifíquese.

Natividad.— ¡Yo soy yo y vengo a delatar el delito de abandono y de traición! (La Xirga aplaude las palabras.) ¡Mi padre me abandonó, mi pareja me traicionó y mis amigos me vejaron!

Agente.— Así como lo oigo, parece soñado para un siquiatra. ¡A usted, señor, sí que se lo chingaron!

Natividad.— ¡Abra los ojos! ¡Soy mujer!

Agente.— ¿Una mujer? Pensé que era de la secreta, de los que ocultan sus movi- mientos. (Simulando que comprende todo.) ¡Así que es mujer...!

Natividad.— (Disfruta del juego de papeles y masculiniza la voz.) Y a mucha honra, y además ¡mariachero!

Agente.— ¿Mariachero completo o medio mariachero?

Natividad.— ¡Completo!

Agente.— ¿De esos que miran de frente, que cobran barato y nunca orinan en la calle?

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33 Natividad.— ¡De ésos!

Agente.— Pues será el único.

Natividad.— A sus órdenes.

Agente.— Pase a definirse. ¿A qué se dedica? ¿a la mariachez o a la prostitución?

Natividad.— No le digo que soy mariachero.

Agente.— ¿Con los huevitos en la mano?

Natividad.— No más tiéntelos.

Agente.— Así comenzó Sansón y después lo raparon.

Natividad.— ¡Pues soy mujer y supero a cualquier hombre!

Natividad se suelta el pelo y se convierte en mujer.

Agente.— ¿Así de fácil?

Natividad.— ¡No creo que ser mujer sea algo fácil!

Agente.— (Bromista.) Pues cuando se vaya a casar, tráigame al novio para darle el pésame. (Ambas ríen.)

Natividad.— Soy la primera mujer mariachero. ¿A poco no hay mujeres policía?

Agente.— (Jocoso.) Sí y acabaron con la profesión, como los travestís acabaron con la prostitución. Las mujeres se han adueñado de todas la profesiones. Ahora lo único que nos queda es ser aviadores.

Natividad.— (Acalorada porque ha tomado su papel demasiado en serio.) ¡Y esto es sólo el principio!

La vieja suelta una carcajada, que es seguida por la risa de Natividad. Mientras la vieja dice el parlamento siguiente, va quitándose el disfraz hasta volver a su anterior papel.

Xirga.— Sabes defenderte perfectamente, no necesitan de nadie. ¡Nunca debes permitir que un hombre abuse de ti, como tampoco nunca abuses de nadie!... Las mujeres tenemos que aprender a perdonar, no porque ellos lo merezcan, sino porque no podemos vivir rumiando rencores toda la vida.

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34 Natividad.— El único hombre que fue bueno conmigo fue el viejo mariachero y ahora lo he perdido... ¡Le traía a devolver esta trompeta que me prestó!

Xirga.— ¿Cómo dices que se llama el viejo?

Natividad.— Nunca me dijo su nombre. ¿No tiene idea dónde puede estar?

Xirga.— ¿Dónde va a estar? Los fantasmas están como Dios, en todos lados y en ninguno.

Natividad.— Pero él es un hombre.

Xirga.— No, niña, te equivocas, es un espíritu que no puede descansar.

Natividad.— (Vehemente.) ¡Él es un hombre de edad avanzada, pero está vivo!

Xirga.— Lo ves, es un fantasma. Yo lo oía platicar contigo, pero nunca lo pude ver... porque es un fantasma. Los fantasmas no pueden decir su nombre, porque perdieron la vida y el patroními- co. Sólo aquellos que los conocimos en vida, podemos identificarlos por la facha.

Natividad.— (Desconcertada.) ¿Un fantasma?

Xirga.—Lo que tengo de vieja, lo tengo de despabilada. Todos me dicen La Xirga. (Enuncia la x como el sonido antiguo de México.) ¿Sabes qué quiere decir Xirga?

Natividad.— No, señora.

Xirga.— ¡Bruja! Así nos llamaban antes, cuando no hablábamos ladino como hoy.

Natividad.— ¡Ayúdeme a encontrarlo!

Xirga.— ¿Era ese hombre un mariachero?

Natividad.— Claro, quien otro tiene una trompeta.

Xirga.— ¡Dámela! (La toma y la frota con su rebozo.) Las cosas guardan el espíritu de su due- ño... (Cierra los ojos y se concentra como si pudiera escuchar la voz interior del instrumento. Continúa con un gran gesto de sorpresa) ¡Veo algo brumoso! ¡Una silueta! (Abre los ojos.) ¡Yo lo conocí!

Natividad.— ¡No me mienta!

Natividad.— Si usted dice que lo conocía, debe saber su nombre.

Xirga.— ¡Claro que lo recuerdo! En vida se llamó Rodrigo.

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35 Natividad.— (Estupefacta.) Rodrigo, ¿que?

Xirga.— Rodrigo Cedeño, ése era su apelativo.

Natividad.— ¡Ése era el nombre de mi padre!

Xirga.— (Pensativa.) El que recuerdo no pudo ser tu padre, porque ese viejo debió tener tantos años como yo. ¡Pero sí pudo ser tu abuelo!

Natividad.— ¿Mi abuelo?

Xirga.— Ya todo se me aclara en la memoria. ¡Claro que sí conocí a tu abuelo, como también conocí al hijo de ese hombre, es decir, a tu padre!

Natividad.— ¿A mi padre? ¡Usted me está jugando una mala pasada!

Xirga.— A los viejos nos queda tan poquito de vida que debemos aprovechar el tiempo para decir la verdad. ¡Te digo que los conocí! Junta las piezas de tu cántaro roto. La mitad las tengo yo y la otra mitad, tú... (Como leyendo en su memoria.) Tu padre era mariachero del pueblo de Cocula. Era gallardo y sabía darle elegancia al sombrero, pero por el cuerpo esmirriado y la mi- rada lánguida, le decían El Triste. Era un hombre como todos, lleno de falsedad y de misterio. Amó a muchas y nunca acumuló una moneda. Creo que todo mariachero tiene rota la bolsa del pantalón, porque todo lo que gana, lo pierde. Recuero que cuando caminaba, sus piernas parecían las de un caballo percherón, de esos que saben bailar. Su sonrisa era luminosa como si el mismo sol te sonriera. Sabía ser hombre entre los machos y macho entre las hembras... Dejó preñada a la Abigail.

Natividad.— ¡Ella era mi madre!

Xirga.— ¿La misma Abigail que se fue al otro lado con una niñita?

Natividad.— (Llorando.) ¡Esa niña soy yo!

Xirga.— Así que Abigail fue tu madre... fuimos muy amigas de jóvenes. ¡Pobrecita, dio todo por su hombre y todo lo perdió!

Natividad.— No todo, porque me tuvo a mí.

Xirga.— (Recordando con nostalgia.) Desde la ida de ustedes, tu padre ya nunca volvió a ser el mismo... Se apagó la luz de sus pupilas... Parecía como si su vida no pudiera continuar... Dejó de tocar con su mariachi y se dedicó a beber los últimos sorbos de vida que le quedaban... Merodea- ba buscando su muerte. Varias veces se metió entre una mano y un cuchillo, tuvo la suerte que no lo mataran tan pronto. Porque no había hombre tan macho que pudiera matarlo, lo tuvieron que matar varios. Murió en defensa propia con un puñal en la mano, pero lo montonearon. Re-

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36 hartas manos lo apuñalearon. Todo por una apuesta de dados... Murió con la sonrisa en los labios, perdió la vida pero ganó en los dados.

Natividad.— (Muy conmovida.) Entonces, ¿no fue feliz?

Xirga.— Ni un tantito.

Natividad.— Yo tampoco.

Xirga.— Tú tienes su sangre, por eso quieres ser mariachero.

Natividad.— ¿Dónde lo mataron?

Xirga.— Aquí mismo. (Señala a un punto del Público.) Yo no vi su cadáver, pero sí miré la mancha de su sangre.

Natividad.— (Sintiéndose reconfortada.) Ahora puedo volver en paz... ¡pero no tengo dinero para pagar el pasaje!

Xirga.— ¡Pobre a tus años! ¡Y querer ser mariachero con esa cara! Qué despilfarro. Niña, a tus años, o te vas de prostituta y te pagan bien, o te casas y te pagan mal. ¿Has oído hablar de Rosa Murillo? Ve a su negocio por la calle Gigantes. Pregunta por ella y dile que te manda La Xirga. Te dará trabajo, no solamente por mí, sino porque eres muy bonita. Además, has vivido dema- siados años entre mujeres buenas y no dudo que mucho les habrás aprendido, pero ahora es tiempo que comprendas el mundo de las mujeres malas, algo te enseñarán. ¡Créemelo, en la gue- rra de los sexos, las malas no pecan de ignorancia! Además allí entenderás mejor a los hombres porque el bajo mundo es descarnado y cínico. (Cambia a tono cotidiano.) ¿Eres buena para el baile? (La vieja bailotea con gracia.)

Natividad.— En la High School tomé clases de baile.

Xirga.— ¿Dónde queda ese congal?

Natividad.— (Mintiendo divertida.) En Chicago.

Xirga.— Yo de allá no conozco. Te aconsejo que sólo bailes con los clientes, no vayas a atender- los de todo a todo. Verás que es la forma de que pronto te hagas de plata y puedas regresar a Chicago... (La besa maternalmente en la frente.) ¡Nunca vayas a olvidar que fui yo quien te salvó! ¡Buena suerte!

Natividad observa como la silueta de La Xirga es tragada por la oscuridad. Oscuro pau- latino mientras la muchacha sigue mirando por donde desapareció la vieja.

ESCENA V

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Por unos instantes la escena permanece en oscuro mientras se escuchan unos compases de una música nocturnera. Acaso la pieza de “Luces de Nueva York”. La luz ilumina un burdel. Varias mesas vacías. Un hombre joven sentado de espaldas al Público bebe en una mesa, no tiene compañía. Es Leandro, es visible su avanzado estado de ebriedad. Se sirve una copa más de una botella casi vacía.

Leandro.— ¿Qué, no hay mariachi en este lugar? (Golpea la mesa con la mano abierta.) Sin mariachi y sin borrachos, Bueno, sí, uno, ¡yo! (Ríe y se limpia la boca con vulgaridad.) ¡Aquí estoy en la cantina ahogando las penas como lo merititos machos! ¡A lo Pedro Infante!

Entra una ave de la noche, lleva un traje de fiesta. Es Natividad. Se acerca a la mesa de Leandro y éste la reconoce.

Natividad.— ¿Qué haces aquí? Aquí nada más vienen los muy hombres.

Leandro.— María.

Natividad.— Nunca me llamé María.

Leandro.— ¿No? Te llamas como algo de navidad.

Natividad.— Aquí me llamo Yazmín.

Leandro.— Tú serás siempre Christmas. (Risotada de ebriedad.)

Natividad.— Natividad, pendejo.

Leandro.— Te fijas qué memoria... (Hasta ahora recuerda la mala jugada.) Perdona lo de aque- lla vez.

Natividad.— No tengo nada que perdonarte, más bien agradecerte. Me diste una lección. Es la segunda vez que me planta un hombre. Si te hubieras enamorado de mí, ahora sería tu mujercita muerta de hambre, amamantando un niño. Pero mírame ahora y mírame bien. Soy puta de lujo, de cinco estrellas. Los ricos me buscan y desayunamos en la cama después de hacer el amor. Ellos nunca me han dejado sin almuerzo y siempre pagan el hotel. Recuerda: Ser rico es vivir el doble...

Leandro.— Sé que me manché.

Natividad.— ¡Me abandonaste en el hotel sin ni siquiera pagarlo!

Leandro.— De verdad fui ruin.

Natividad.— ¿Lo hiciste sólo para saber qué se siente abandonar a una mujer?

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Leandro.— A mi gustabas, de verdad... aún me gustas.

Natividad.— (Pensativa.) Extraña manera de gustar de una mujer. Sin embargo, me enseñaste lo poco que siente un hombre cuando abandona a una mujer.

Leandro.— (Sincero.) ¿Me perdonas?

Natividad.— Te perdono... si volvemos a ser amigos.

Leandro.— Trae una copa y te convido un tequila.

Natividad.— A mí me gusta beber como los ricos beben.

Leandro.— (Compungido.) Me corrieron del mariachi por lo del hotel y no me indemnizaron.

Natividad.— ¿No te indemnizaron como a mí?

Leandro.— ¡No, que va! Solamente Román y Diego me regalaron el salario de su semana. (Llora con lagrimas de ebrio.) ¡Qué buenos amigos tenía! Ahora lo que me queda ya es lo último.

Natividad.— Este es mi establecimiento y aquí mis amigos no pagan. (Se le acurruca. ) Para que veas que te perdono, voy a pedir champaña (Ordena en voz fuerte.) ¡Una botella de champaña! (Continúa en arrumacos con Leandro.) Vamos a beber como los ricos. En la mañana desayunan mimosa, ¿no sabes qué es? (Él niega.) Así llaman los ricos al jugo de naranja con champaña. Al mediodía beben champaña para abrir el apetito, y al final de la cena, una última copa para bajar el estrés del día.

Entra un mesero con un servicio de champaña. Abre la botella y sirve dos copas. El ca- ballero mira atónito.

Leandro.— Para qué tanto.

Natividad.— Vamos a brindar de pie como los ricos (Ella se levanta con gran elegancia, mien- tras Leandro pierde la verticalidad debido a su estado de ebriedad, se va de frente y casi cae.) ¡Brindemos por el amor! ¡Sobretodo por el primero! (Lo mira.) ¡Di un brindis!

Leandro.— (Eructa ebrio.) Yo no sé brindar.

Natividad.— Di algo que nunca pueda olvidar.

Leandro.— ¡Me da alegría haberte encontrado de nuevo!

Natividad.— Eso no es un brindis. Di algo para que me hierva la sangre.

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39 Leandro.— ¡Por una segunda oportunidad!

Natividad.— ¡La tendrás! (Cuando Leandro va a beber, ella toma la botella y vacía su contenido sobre la cabeza del varón. El hombre no reacciona ante la ducha.) ¡Por una segunda oportuni- dad! (Grita al mesero.) ¡La cuenta de la mesa tres!

Leandro.— ¿Así lo hacen los ricos?

Natividad.— Cuando están felices se bañan en champaña. ¿No has visto en las carreras de autos? ¡Tú y yo estamos felices por el reencuentro!...

Llega el mesero con la cuenta y la presenta al improvisado caballero. Leandro mira ató- nito la cantidad e inútilmente busca dinero en los bolsillos.)

Leandro.— No tengo tanto dinero.

Natividad.— ¡El cliente no tiene dinero! ¡Llama al policía para que se lo lleven! (El mozo sale de escena.)

Leandro.— No te entiendo... ¿Hablas del reencuentro?

Natividad.— La última vez me dejaste con la cuenta del hotel y sin desayunar. ¡Ahora te a ti toca lavar platos! ¡Esta noche dormirás la borrachera en la cárcel!

Entra un policía acostumbrado a la rutina de llevar clientes a la comisaría.

Leandro.— ¿Por qué yo? Si ella fue la que pidió la botella.

Natividad.— (Mira primero a Leandro y luego sonríe al policía.) O paga usted la cuenta o el señor policía se lo lleva.

Leandro.— (Leandro saca unos billetes y los muestra.) No tengo más.

Natividad.— (Miente con expresión de dulce ingenuidad.) ¿Y el matrimonio que me prometis- te?... ¿Y la hija que engendramos?... ¿qué?...

(El policía toma los billetes de la mano del Leandro y se los entrega a Natividad, quien hace la señal de la cruz con ellos en agradecimiento de que son el primer dinero que re- cibe ese día.)

Natividad.— Aún falta la mitad.

Natividad le da una propina al policía y se guarda en el pecho el resto. El policía sale de escena llevando a Leandro de la camisa, sin que éste ofrezca resistencia.

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40 Natividad.— ¡Esperen! (El policía y el hombre se detienen. Navidad pregunta con dolorosa seriedad.) ¿Por qué lo hiciste?

Leandro.— (Habla con sinceridad y desesperación.) ¡No lo sé! ¡Todo lo que toco, lo agravio!

Natividad se sorprende. Hay un instante de silencio y salen los dos hombres. La mujer se sienta en una de las mesas. Se le mira derrotada.

Natividad.— Dios no creó al hombre mexicano haciendo un monito de barro, ni de maíz... eso es mentira... ¡el monito era de mierda! (Se palpa el dinero en el seno.) Con este dinero completo para pagar mi viaje de regreso a Chicago! (Sirve la última copa de champaña y propone cínica- mente un brindis.) ¡Brindo por la felicidad de las mujeres! ¡Para que aprendamos a ser felices sin los hombres... o al menos felices a pesar de ellos! (Bebe con desesperanza hasta consumir la copa completa.)

Oscuro paulatino y silencio.

ESCENA VI

Natividad va al lugar de encuentro con el viejo mariachero. Quiere despedirse porque va a partir. Llega hasta el centro de la escena y deja allí la trompeta que llevaba en la ma- no.

Natividad.— ¡Amigo! ¡Viejo amigo! ¡Vengo a despedirme! Ya me voy. Aquí está tu vieja trom- peta, la que guarda tus alientos tus suspiros.

Desde el punto contrario de la escena, La Xirga aparece.

Xirga.—¡Aquí otra vez! ¿Que no encontraste a mi amiga Rosa Murillo?

Natividad.— Sí la vi y me dio trabajo.

Xirga.— ¿Ya juntaste para tu pasaje?

Natividad.— Tanto que me voy a ir en avión.

Xirga.— Así es que te vas.

Natividad.— Sí.

Xirga.— ¿Y te vas contenta?

Natividad.— Sólo me resta despedirme de mis dos únicos amigos. De ti y del viejo mariachero. ¡Quisiera poder verlo por última vez!

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Xirga.— ¡Convócalo! Los espíritus obedecen.

Natividad.— ¿Cómo?

Xirga.— Cierra los ojos, concéntrate y llámalo. Dile: “Viejo Rodrigo, ven”.

Natividad.— (Obedece.) ¡Abuelo Rodrigo, ven! ¡Yo te llamo! Regresa aunque sea por última vez... ¡Quiero perdonarte! (Se le humedecen las palabras.) ¡Perdonarte a ti y a mi padre, en nombre de mi madre y en mi nombre!

Xirga.— (Misteriosa.) ¡Aquí está!

Natividad.— (Abre los ojos.) No puedo verlo.

Xirga.— Tampoco yo lo veo, pero siento sus pasos.

Natividad.— ¡Abuelo, déjame verte, o de menos oírte! (Hay un silencio.)

Xirga.— Déjame a mí preguntar. ¡Don Rodrigo, me escucha, aquí estoy con su nieta, Natividad! ¡Ella quiere aprender a quererlo! ¡Diga algo! Muéstrese con toda la potencia que Dios le permite.

La trompeta que estaba en el piso, es movida por una mano invisible.

Xirga.— (Habla como la bruja que es.) ¡Está entre nosotras! Cerca de la trompeta.

Natividad.— ¡Abuelo! (El instrumento se mueve a la distancia.) No puedo oírte ni verte, pero sé que estás aquí. Vengo a pedirte que me perdones, ahora comprendo lo mal que pensé de todos los hombres... de tu hijo... y por consiguiente de ti. Pero ahora los perdono... ¡Quiero que descan- sen en paz!... (El instrumento se mueve y las dos mujeres siguen extasiadas sus ondulaciones.) Fui tentada tres veces y salí triunfante. (Extasiada habla para sí.) Superé la sexualidad del ani- mal, amé sin dejar de ser mujer y perdoné como hacen los ángeles. (Entusiasmada mira a la vie- ja.) ¡Ahora puedo ser mariachero o lo que quiera! Para eso las mujeres somos libres, ¿o no?... (Mira a la trompeta.) ¡Adiós!

(La trompeta se levanta, se aproxima a Natividad en signo de despedida y luego sube al infinito. Natividad llora plácidament e.)

¡Ahora tengo el alma en sosiego!... Doy gracias al cielo porque llegué a conocerlo... así podré amarlo siempre. (Natividad mira al espacio superior como si fuera el infinito.) ¡Abuelo, que Dios te recoja en su seno!

Xirga.— ¡Tú tienes algo de xirga!

Natividad.— Toda mujer tiene algo de xirga.

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Xirga.— Así como todo hombre tiene algo de mariachero.

Natividad.— ¡Por desgracia!

Xirga.— ¡El cielo te ha bendecido! Ahora toma las cenizas de tu madre y espárcelas en su pue- blo. Ve a su parroquia y pide que le digan un triduo de misas. Y luego búscate un hombre, dóma- lo, dale un hijo y una hija, y sean felices como familia. ¡Tengo la certeza que lo lograrás! ¡Pala- bra de Xirga!

Llorosas las mujeres se abrazan dándose amor. La escena queda congelada. Una luz ce- nital singulariza la silueta de Rodrigo, el padre de Natividad, se perfila a espaldas de las mujeres. Ellas no pueden verlo ni oírlo. Es el mismo actor del abuelo, pero ahora rejuve- necido y lozano. El Público debe constatar que, a pesar del parecido, es otra persona. Sorprende su presencia y su galanura. Viste ropa de calle. Su voz es dolorosa y su andar varonilmente lento.

Rodrigo.— (Mira a Natividad.) ¡Yo también vengo a decirte adiós! Me voy para siempre porque he sido perdonado, perdonado por muchos y sobre todo por ti. An- tes hervíamos de tanto odio que Dios no me daba su perdón.

Como padre tuyo que fui, comprendo que eché a perder mi vida, todo lo bueno que tuve... lo agravié. Tu madre pudo haber sido mi mujer ideal, pero yo no estaba listo para tanta felicidad. ¡Maldito destino que me obligó a ser macho! Tampoco supe cómo ser padre y convivir contigo, y sólo llegué a conocerte porque me guardabas rencor. ¡Que triste tener todo para ser feliz y no poder serlo!

Deseo que la vida te colme de felicidades. Cuando tengas hijos, cuéntales que su abuelo y el padre de su abuelo fueron mariacheros, y diles que dos en la familia son más que suficientes... ¡Hasta pronto! ¡Te estaré esperando cuando me alcances allá arriba y formemos un mariachi celestial!

En ese instante la hija presiente la presencia de su padre y vuelve la cabeza hacia donde está el personaje, pero únicamente percibe el vacío.

Natividad.— ¡Donde quiera que estés, padre, te perdono y te envío mi amor!

El padre mira por última vez a su hija y sonríe dichoso. Luego dice adiós al Público, po- niendo el dedo índice en el ala derecha de un invisible sombrero en señal de despedida. Su imagen va desapareciendo lentamente devorada por la s sombras.

Xirga.— ¿Lo puedes ver?

Natividad.— No, pero sé que estaba allí.

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43 Xirga.— Ves, te lo dije, eres xirga.

La hija camina hacia donde el espíritu de su padre desapareció.

Natividad.— Ahora podré ser feliz. ¡Que viva la vida, la de aquí y la de allá, da lo mismo!... (Mi- ra a La Xirga.) Seguiré tu consejo, traeré las cenizas de mi madre para que descansen en su tie- rra, entre tumbas de mujeres y de hombres que, si no compartieron la vida, al menos serán sus compañeros de viaje hasta que Dios decida despertar a los muertos. En ese día, todos seremos jóvenes y justos, y lo importante es que unidos nos presentaremos ante Dios. (Dirige su mirada hacia donde estaba la trompeta móvil.) ¡Adiós, abuelo! (Mira hacia donde estaba el alma de su padre.) ¡Adiós, padre!... ¡Buen viaje hasta que yo los alcance para juntos formar un mariachi y musicalizar el cielo por toda la eternidad!

Xirga.— (Bromista.) Yo no estoy muerta ni me voy.

Natividad.— (Mira con cariño a la vieja.) ¡Xirga, querida Xirga, hasta pronto! Cuando consiga un hombre que me quiera, te lo traeré a presentar para que lo bendigas como si fueras mi madre.

Xirga.— Lo de Rosa Murillo queda olvidado, ¿eh? (Las dos mujeres ríen.)

Natividad.— Cuando mi padre tenga un nieto, le pondré su nombre, ¡Rodrigo!

Xirga.— ¡Pero que no sea mariachero!

Natividad.— Que sea lo que él deseé. Teniendo padre y madre, todo lo demás es ganancia.

Xirga (Mira hacia el Público y profetiza como pitonisa mexicana que es.) ¡Alcanzaremos la feli- cidad cuando seamos la estirpe del perdón!

Natividad.— ¡Adiós, mi buena amiga Xirga!

Xirga.— ¡Adiós, mi niña, a partir de hoy vas a ser feliz!

Las dos amigas se besan. Natividad da unos pasos y regresa la cabeza para decir adiós una vez más a La Xirga, luego se despide del Público con un lánguido ademán. La esce- na queda congelada a la mitad de un movimiento. Oscuro paulatino. Por unos instantes se escucha la trompeta del viejo mariachero tocada a capella. Cuando la luz regresa, la escena está vacía y la obra ha terminado.

Obra iniciada el 10 de agosto de 2005, en Buenos Aires, Argentina, y terminada en San Juan de Puerto Rico, el 3 de diciembre de 2007.

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