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Colección Abyectos, dirigida por Luis Cayo Pérez Bueno Título original: The Last Man Diseño gráfico: G. Gauger

Primera edición: diciembre del 2007 © de la traducción: Juanjo Estrella, 2007 ElCobre Ediciones c/ Folgueroles, 15, pral. 2 ª - 08022 Barcelona Maquetación: Víctor Igual Impresión y encuadernación: Reinbook Imprès Depósito legal: B. 55.530 - 2007 ISBN: 978-84-96501-30-0 Impreso en España

Colección promovida por

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. 018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 7

EL ÚLTIMO HOMBRE Mary Shelley

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Traducción de Juanjo Estrella 018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 8 018-El último hombre-1 28/11/07 13:59 Página 9

Introducción

Visité Nápoles en 1818. El 8 de diciembre de ese año, mi acom- pañante y yo cruzamos la bahía a fin de conocer las antigüedades que salpican las costas de Baiae. Las aguas cristalinas y brillantes del mar en calma cubrían fragmentos de viejas villas pobladas de algas, iluminadas por haces de luz solar que las veteaban con des- tellos diamantinos. El elemento era tan azul y diáfano que Gala- tea hubiera podido surcarlo en su carro de madreperla y Cleo- patra escogerlo como senda más propicia que el Nilo para su mágica nave. Aunque era invierno, parecíamos hallarnos más bien en el inicio de la primavera, y la agradable tibieza del aire contribuía a inspirar esas sensaciones de calidez que son la suer- te del viajero que se demora, que detesta tener que abandonar las tranquilas ensenadas y los radiantes promontorios de Baiae. Visitamos los llamados Campos Elíseos y el Averno y pasea- mos por entre varios templos en ruinas, antiguas termas y em- plazamientos clásicos. Finalmente nos internamos en la lúgubre caverna de la Sibila de Cumas. Nuestros lazzeroni portaban an- torchas que alumbraban con luz anaranjada y casi crepuscular unos tenebrosos pasadizos subterráneos cuya oscuridad, que las rodeaba con avidez, parecía impaciente por atrapar más y más luz. Pasamos bajo un arco natural que conducía a una segunda ga- lería y preguntamos si podíamos entrar también en ella. Los guías señalaron el reflejo de las antorchas en el agua que inundaba su suelo y nos dejaron extraer a nosotros nuestra propia conclusión. Con todo, añadieron, era una lástima, pues aquel era el camino que conducía a la cueva de la Sibila. La exaltación se apoderó de nuestra curiosidad y entusiasmo e insistimos en intentar el paso. Como suele suceder con la persecución de tales empresas, las difi- cultades disminuyeron al examinarlas. A ambos lados del camino

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húmedo descubrimos «tierra seca para posar el pie».* Al fin llega- mos a una caverna oscura y desierta, y los lazzeroni nos aseguraron que se trataba de la cueva de la Sibila. Nuestra decepción fue gran- de, pero la examinamos con detalle, como si sus paredes desnudas, rocosas, pudieran albergar todavía algún resto de su celestial vi- sitante. En uno de los lados se adivinaba una pequeña abertura. –¿Adónde conduce? ¿Podemos entrar? –preguntamos. –Questo poi, no –respondió el salvaje que portaba la antor- cha–. Apenas se adentra un poco, y nadie la visita. –De todos modos quiero intentarlo –insistió mi acompañan- te–. Tal vez conduzca hasta la cueva verdadera. Yo voy. ¿Quieres acompañarme? Le mostré mi disposición a seguir, pero los guías se opusieron a nuestra decisión. Con gran locuacidad, en su dialecto napolita- no –que no nos resultaba demasiado familiar–, nos dijeron que allí habitaban los espectros, que el techo cedería, que era estrecha en exceso para alojarnos, que en su centro se abría un hueco pro- fundo lleno de agua y que podíamos ahogarnos. Mi acompañan- te interrumpió la perorata arrebatándole la antorcha al hombre. Y los dos proseguimos a solas. El pasadizo, por el que al principio apenas cabíamos, se estre- chaba cada vez más, volviéndose más bajo. Caminábamos casi a gatas, pero insistíamos en seguir avanzando. Al fin fuimos a dar a un espacio más amplio, donde el techo ganaba altura. Pero, cuan- do ya nos congratulábamos por el cambio, un golpe de aire apagó nuestra antorcha y nos sumió en la oscuridad más absoluta. Los guías disponían de materiales para encenderla de nuevo, pero no- sotros no, y sólo podíamos regresar por donde habíamos llegado. A tientas buscamos la entrada, y transcurrido un tiempo nos pa- reció que habíamos dado con ella. Sin embargo, resultó tratarse de un segundo pasadizo, que sin duda ascendía. Tampoco éste pre- sentaba otra salida, aunque algo parecido a un rayo, que no sabía- mos de dónde provenía, arrojaba un atisbo de ocaso sobre su es- pacio. Gradualmente nuestros ojos se acostumbraron algo a la penumbra y percibimos que, en efecto, no había paso directo que

* Génesis, 8, 9. (N. del T.)

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nos llevara más allá, pero que era posible trepar por un costado de la caverna hasta un arco bajo en lo alto, que auguraba un sendero más cómodo. Al llegar a él descubrimos el origen de la luz. No sin dificultad seguimos ascendiendo, y llegamos a otro pasadizo más iluminado que conducía a otra pendiente similar a la anterior. Tras varios tramos como los descritos, que sólo nuestra deter- minación nos permitió remontar, llegamos a una caverna de te- cho abovedado. En su centro, una apertura dejaba pasar la luz del cielo, aunque se hallaba medio cubierta por zarzas y mato- rrales que actuaban como un velo; oscurecían el día y conferían al lugar un aire solemne, religioso. Se trataba de una cavidad am- plia, casi circular, con un asiento elevado de piedra en un extre- mo, del tamaño de un triclinio. La única señal de que la vida ha- bía pasado por allí era el esqueleto perfecto, níveo, de una cabra, que seguramente no se habría percatado del hueco mientras pa- cía en la colina y habría caído allí dentro. Tal vez hubieran trans- currido siglos desde aquel percance, y los daños que hubiera cau- sado al precipitarse los habría borrado la vegetación, crecida durante cientos de veranos. El resto del mobiliario de la caverna lo formaban montañas de hojas, fragmentos de troncos, además de una sustancia blanca que formaba una película como la que aparece en el interior de las ho- jas del maíz cuando está verde. Las fatigas que habíamos pasado para llegar hasta allí nos habían agotado, y nos sentamos en el tro- no de piedra. Llegaban hasta nuestros oídos, desde arriba, los soni- dos de los cencerros de unas ovejas y los gritos de un niño pastor. Al cabo de un rato mi acompañante, que había recogido del suelo algunas hojas, exclamó: –¡La cueva de la Sibila es ésta! ¡Esto son hojas sibilinas! Al examinarlas, descubrimos que todas las hojas, las ramas y los demás elementos estaban cubiertos de caracteres escritos. Lo que más nos asombró fue que aquellas palabras estuvieran ex- presadas en distintas lenguas, algunas de ellas desconocidas para mi acompañante; caldeo antiguo, jeroglíficos egipcios viejos como las pirámides. Y más extraño aún era que otras aparecieran en lenguas modernas, en inglés, en italiano. La escasa luz no nos permitía distinguir gran cosa, pero parecían contener profecías,

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relaciones detalladas de eventos que habían ocurrido hacía poco; nombres hoy bien conocidos, pero de fecha reciente; y a menudo exclamaciones de exultación o pesar, de victoria o derrota, escri- tas en aque