La ciudad de los placeres o el placer también puede ser gratis

Marcelo Aparicio | Maqueta Sergio Berrocal

Era una ciudad soñada. No sabía ni el nombre, ni su ubicación. Su suelo era de una arena fina, ni fría ni caliente, solamente suave que sonaba y retumbaba a cada paso que daba. La ciudad estaba partida en dos por un río caudaloso y correntoso, de agua salada, tibia y azul. Aparecía de repente, sin aceras ni las habituales horteradas que hacen los alcaldes para ganar votos. Era como un río de mar salada con orilla normal de arena. La gente debía atravesarlo obligatoriamente para trasladarse de una punta a la otra. Lo hacía vestida y por distintos lugares del cauce. A mi me dio por cruzarlo por un sitio donde no circulaba casi nadie. Después entendí por qué todos iban por un sendero como preestablecido. Por donde me metí no se hacía pie. Me hundí y debí nadar, mojándome. Vi que también le pasó lo mismo a otra colega periodista. Era un viaje “chupetín” para periodistas especializados en temas hedonísticos.

El agua era cálida y limpia. Aproveché la corriente para clavar uno de mis pies en la orilla de enfrente y con el impulso, subir. Lo logré sin mayores esfuerzos, pero después vi que había una rampa para los distraídos que hacían lo que yo. Seguí el trayecto y no recuerdo haber estado mojado por mucho tiempo. Era como que el entorno, la ciudad, todo dependía de los sentidos de uno mismo. Habí amucha madera en la construcción de casas y tiendas. Muchas escaleras de madera rústica, algunas pintadas de diversos colores. Pero no golpeaba a la vista el colorinche. Todo era equilibrado.

Había muchas palmeras y bambús y no circulaba mucha gente caminando por unas calles que no estaban trazadas. Llegamos a una morada. Se suponía que era un hotel. Estaba en el centro de un lago, por donde circulaban canoas. Una escalera de madera obligaba a subir y luego se cortaba en seco. Entonces se procedía a descender del otro lado a través de un ascensor también de madera o algo parecido que crujía a medida que ascendía. Llegamos a las habitaciones. La mía era la 17, mi número preferido. Daba a una vista muy agradable, nada espectacular pero de gran belleza y tranquilidad. Un gran balcón con grandes sillones de mimbre dominaban su decoración. Una cama grande, en baldachino, con ornamentaciones sobrias dominaba el centro. Había olor a sándalo. Pero un olor como natural y no de incienso de tienda esotérica.

En su justa medida. De uno de los sillones de mimbre, de alto respaldo, surgió una hermosa mujer. Tenía rasgos indios y asiáticos, una piel oscura y una figura estilizada y bien torneada. Ojos negros, pelo muy lacio y hermosos labios rojos. “Hola, son Ñame. Soy la única que habla español y como sabían que tú n papa de inglés me pidieron que sea tu guía en la ciudad de los placeres”, se presentó. Recién supe donde estaba. Y empezaba a saber con quién estaba. Se perfilaba una estadía feliz. “Pero no te confundas, yo no te daré placer. Te llevaré por los senderos del placer pero a mi no me tocarás, ni olerás, ni sentirás ninguno de mis sabores. No es que esté prohibido sino que yo sabré poner el límite. Además es probable que ni te fijes en mí ya que sería mi fracaso dado que debo llevarte por la ruta de los placeres y si te distraes conmigo quiere decir que no te he guiado bien y perderé mi rango, mi profesión y, como dirías tú, mi trabajo. Lo mío no es un trabajo, es un placer”. Quedé aturdido y excitado a la vez.

Después de esa tarjeta de presentación quedé aturdido, sobre todo ante la perspectiva de no poder acariciar esos pómulos que sobresalían y lucían el color y el brillo del ébano. Ni podría nunca verificar aquellas formas perfectas que cubrían una túnica de una consistencia inusual, que producía como una música cada vez que Ñame cruzaba una pierna, que reboleaba en la justa medida para que no se viera nada de lo que uno quiere ver en cada movimiento de piernas. Rodillas perfectas, muslos torneados y un movimiento permanente que acusaban excitación contenida. “En los informes que tengo dicen que eres un gozador y un buceador de placeres. Me enorgullezco de ser la mejor guía de placeres, asi que estaremos los dos ante una dura prueba. No lo tomes como una competición porque el ánimo competitivo riñe con el disfrute. Te aseguro que te haré gozar como nunca lo has hecho. Sólo déjate llevar y trata de anular lo más que puedas el raciocinio y por supuesto controla tus excesos.

Y así fue como Ñame me llevó por los rincones ms recónditos del sibaritismo. Me presentó a la mujer sirena, una de las mejores exponentes para hacer el amor bajo el agua; me hizo disfrutar con la mujer ardiente cuya boca parecía una caldera la noche que se llevó mi sexo a la boca; me hizo desmayar de placer cuando tres adolescentes me masajearon en medio de una piscina de un agua viscosa y tibia que olía a rosas y tenía la textura de una espuma con olor a jazmín; o la noche en que, en un lecho de algas tibias, una morena me durmió frotándome con ellas por todo el cuerpo antes de hacerle el amor hasta la extenuación.

Me hizo probar los más sabrosos platos condimentados con aceites aromatizados, muchos de los cuales se disfrutaban mejor comidos con la mano, otros donde intervenía el cardamomo, el puré de trufas y cholgas chilenas, las carnes de pichones de las más insólitas aves o los huevos poché de un caimán africano. Disfruté con un ali-oli de aceite de dendé y con el muslo dorado del tatú mulita acompañado con yogur caliente de arándanos. Me emborraché con vino de salvia yh ron mezclado con miel de jazmín. Gocé una sopa tibia de renacuajos (¿por qué ustedes pueden comer gambas y nosotros no renacuajos?, me espetó) y un tabulé de quinoa con brotes de plantas afrodisíacas y tomates verdes secos de la India.

Pero nunca gocé tanto como la noche de luna llena, en medio del algodonar en plenitud, con aquella mestiza, mezcla de asiática y negra caribeña, especie de gloria divina que fue preparada por Ñame en una especie de ceremonia prenupcial que produjo una eyaculación previa como no la tenía desde aquellos sueños húmedos de la adolescencia. Esas dos mujeres besándose y mordiéndose de placer en medio de una gigantesca cama natural de algodón es una imagen casi onírica. El acto amatorio con la belleza sumida en el más abrupto de los furores uterinos y los deseos contenidos ante la hermosa y activa guía intocable, podrían perdurar en los anales individuales del mayor gozo sexual de toda una vida.

“Esta noche será la prueba final de que te he sabido guiar por el buen sendero del placer”, desafió algo petulante Ñame. Y entonces me explicó que me presentaría a una ninfa total, que había esperado la luna llena para presentarmela en el algodonar, mientras yo veía que se iba desprendiendo de la musical tela de l aparte superior de su vestido y saltaban dos pezones con el brillo del chocolate fundido en la mantequilla. Interrumpió la escena prometedora un ruido espantoso, metálico y seco, que nada podía provocar esa isla de placer y tranquilidad.

Yo traté de abstenerme del ruido que cada vez era más intenso. Se me borró la imagen de Ñame, que aún guardo en el recuerdo, y me desperté por el ruido provocado por el camión de la basura que el ayuntamiento local ha decidido que pase a las seis de la mañana, cuando cualquier mortal está en el mejor de sus sueños, aunque nunca como este que nunca se podrá hacer realidad… El hombre del frack (L’Uono in frack)

Marcelo Aparicio | Maqueta Sergio Berrocal Jr

Desde que la escuché por primera vez, la canción del italiano , “Il vecchio frack” o “L’uomo in frack” me cautivó, me acompañó en momentos muy románticos y en otros que fueron malos; y si tuviera que elegir con qué música abandonar este mundo sería sin duda con esa. No sólo por su letra y su melodía, sino porque me hizo imaginar siempre a ese hombre que decide irse por el río Tiber (Tévere) hacia el mar, “flotando dulcemente”. Las muchas veces que tenía que ir a visitar, aquel invierno de 1981, a mi recién nacida hija mayor Manu al hospital “Fattebenefratelli”, donde acababa de nacer, las farolas que daban brillo al empedrado húmedo también parecían querer repetir aquella melodía y su espléndida letra, quizás la mejor de Modugno . (Volare, di Blu dipinto di blu, que vinieron mucho después para alimentar hilos musicales y música en aviones y aeropuertos), ya que por la censura parece que no se pudo escuchar aquella hasta después que se impusieron éstas últimas.

Tras acompañarme en momentos buenos y en momentos malos, tan malos que me hacían pensar en alquilar un frack e imitarlo, me vengo a enterar –y se los cuento a continuación—quien fue el que inspiró al gran cantante napolitano para su magnífica canción. Era un noble, pero dicen que nunca se lo vio con un frack , porque vestía como quería porque se lo podía permitir. A mi me parece que Modugno , quizo con su canción, homenajear a su amigo suicida que, al parecer, terminó sus días arrojándose desnudo desde el balcón de la suite de un hotel lujoso romano al que iba con sus amantes.

La canción habla de un personaje misterioso que camina lenta y elegantemente “con aspecto trasnochado”,melancólico y ausente. “non si sa da dove bien né dove va (y no se sabe ni de donde viene y adonde va).La canción fue escrita en 1955 pocos meses después de haber sido descubierto, al alba, el cuerpo del noble Raimondo Lanza di Trabia y fue un éxito clamoroso tanto en Italia, como en España, Latinoamérica, Grecia y Francia, donde la canción y Modugno se consagraron en el Olympia.

Modugno contó que se había inspirado en esa muerte al periodista Vincenzo Prestigiacomo, y que era como cantarle al final de una época. El libro que a este periodista siciliano le llevó 15 años de investigación, “El príncipe inquieto” (Il príncipe irriquieto, Nuova Ipsa Editore), habla de un personaje fuera de serie, un “dandy” con una vida repleta de altibajos.

Descendiente, aunque no legítimo, de Federico Barbarossa, amigo de reyes y presidentes (entre ellos Perón), enamoró a Edda Ciano (hija de Mussolini) y fue muy amigo de Errol Flynn, fue novio de una de las Agnelli (dueños de la Fiat), pero sin dejar por eso de ser amante de Rita Hayworth. Se iba a cazar tigres con el Sha de Persia (ahora Irán), había sido compañero de escuela del piloto Tazio Nuvolari y en varias ocasiones tuvo como huésped en su castillo de a Aristóteles Onassis.

En la canción, Modugno lo viste con una pajarita azul, una gardenia en el ojal y una galera en su cabeza pero según la investigación del periodista no iba de esa guisa, porque hasta en el vestir era un inconformista. Parece que a una recepción de Rainero de Mónaco se presentó vestido de piloto y a la boda de fue vestido de calle.

Era un vividor, un playboy, fundamentalmente desprejuiciado y algo arrogante. Con un lado oscuro por haber sido espía fascista durante la Guerra civil española, aunque en el momento justo supo hacer una doble pirueta mortal para convertirse en confidente de los norteamericanos y mediador con los partisanos. Fue muy querido en Sicilia cuando presidió el Palermo club de fútbol…

Pero fueron las faldas de raso y satén, las medias de seda, los perfumes femeninos lo que más loco lo volvieron, contando con una colección de amoríos con hermosas mujeres famosas, sin dejar de correr riesgos con algunas nobles casadas con pares suyos. Tanta agitación amorosa, combinada con una irrefrenable vitalidad , parecieron ser la causa que, a sus 39 años, intentara suicidarse tras una depresión.

Su segundo intento dio resultado al alba del 30 de noviembre de 1954, cuando totalmente desnudo saltó desde un balcón del lujoso hotel Eden de Roma. Fue un duro golpe para amigos como el propietario de la Fiat, Gianni Agnelli, el millonario del textil Giannino Marzotto, su primo Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Il Gattopardo), el crítico de arte Antonello Trombadori, los escritores Alberto Moravia, Curzio Malaparte, entre otros.

En el mundo del espectáculo se movió como pez en el agua, conquistando a Vivi Gioi, la rubiona de “Teléfonos blancos”, a Olivia de Havilland, Joan Fontaine y Joan Crawford. De tomar un aperitivo con Porfirio Robirosa, se iba a almorzar con Baby Pignatari, los dos más grandes de la historia de los play- boys… Podía estar hablando largo rato con el dictador argentino Juan Domingo Perón o cenar con Lucino Visconti, irse a navegar con el Aga Khan o a pasear por Los Angeles con Robert Capa. Con Errol Flynn llegaron a ser como gemelos, por lo parecidos, el idéntico peinado, los mismos bigotes. Amigo de Roberto Rosellini, también tonteaba con Anna Magnani e Ingrid Bergman, tras su separación. Pero al final tropezó con el matrimonio. ¿la víctima?, Olga Villi, (“Yvonne la nuit”), con quien tuvo dos hijos. Queda registrada una definición de , la novia con la que no se casó, que en su libro sobre la familia “Vestíamos de marineritos” (Vestivamo alla marinara) relató que cuando Raimundo “entraba a un salón era como un rayo. Todos dejaban de hablar o hacer los que estaban haciendo. Gritaba, reía, besaba a todos y a todas, bromeaba. Comía como una máquina trituradora, bebía como un jardín en medio del desierto, tocaba el piano, hablaba por teléfono mientras me cogía la mano y todo a la vez”.

Ese hombre, polifacético y vital, mujeriego y espía doble, decidió, según Modugno, irse “flotando dulcemente y dejándose hamacar, bajando lentamente bajo los puentes hacia el mar, hacia el mar se va, ¿quién será, quién será, ese hombre en frack”.

Adiós al mundo, a los recuerdos del pasado, a un sueño jamás soñado… a un instante de amor que ya no volverá”. (Galleggiando dolcemente e lasciandosi cullare/ Se ne scende lentamente/ sotto i ponti verso il mare/ Verso il mare se ne va/ Chi mai sarà, chi mai sarà/ quell’uomo in frack. Adieu adieu adieu adieu, addio al mondo/ Ai ricordi del passato/ Ad un sogno mai sognato/ Ad un attimo d’amore che mai più ritornerà)

La puerta verde

Marcelo Aparicio | Maqueta Sergio Berrocal Jr.

Algunas veces, muy esperadas, la puerta verde quedaba abierta día y noche, hasta la madrugada y más. Era en ocasión de alguna fiesta-asado o asado-fiesta, lo mismo da. Se llenaba la casa, se llenaba el jardín, se llenaba la piscina, se llenaba de vida la cocina, motor esencial de las fiestas. Venían de todas partes de la isla, gentes de todas partes del mundo. Era como volver a mezclar las cartas después de una larga jugada. Venían las reinas de copas, vestidas con la elegancia del «laisser faire»; venían los reyes de bastos luciendo camisas informales pero elegidas para la ocasión; se sumaban en este juego polifacético los alfiles y las torres; los peones y las parejas de reyes; blancas y negras; había damas que se movían mejor que en el tablero del juego.

Al compás de una música también variopinta, como si de un DJ imaginario con muchas manos y miles de sentidos se tratara; se pasaba del flamenco a la percusión, del bolero a los pegajosos solistas franceses o italianos; algún tango era permitido hasta que los europeos reaccionaban y alguna vez osó una chacarera hacerse presente entre las palmeras, las jaimas y las sillas hamacas distribuídas por un frondoso jardin natural y agreste, perfumado y brillante, salpicado de notables piedras esculpidas con amor y pasión hasta dejarlas esculturales.

En el ambiente que olía a Dama de la noche, todo eran bromas, alegrías, promesas y sueños. Los visitantes se saludaban con el afecto de quienes no se encuentran hace mucho y sin embargo pudieron verse hace dos días comprando vitualla cara y buena en Quefa; o saldando la compra en el SYP o tomando cerveza en el Hostal o pan con tomate en Montesol.

Pero volver a encontrarse entre la piscina y la parrilla era otra cosa. Agua y fuego en medio de una pasión latente, pero contenida. El humo prometedor de la parrilla se confundía con los perfumes franceses e italianos. La noche se iba acercando y los ojos brillaban con mayor intesidad y podía leerse en algunos cierta lascivia amistosa. Los dientes y las bocas reventaban de reir y las baldosas se gastaban de tanto ir y venir.

Eran como tules interminables que iban y venían, desafiando la leve brisa y sacudiendo perfumes ; escondiendo muy poco hermosos pechos o brillantes sobacos. Las pieles tenían la huella del sol generoso, ocioso. Ese sol que impregna las pieles para decir aquí estuve sin nada qué hacer ni qué pensar. Se abrían botellas y botellas. Blancos, rosados y tintos.

Grandes e improvisadas cubiteras escondían vinos jóvenes y champagne o cava. Alguna cocacola hacía su antipática presencia porque nunca falta alguien que la pida. Tampoco faltaban religiosos de lo vegetariano, en peligroso número creciente. La música clásica hacía su irrupción cuando el sol empezaba a insinuarse y los sentidos disfrutaban del alcohol, que seguía evaporando risas y charlas íntimas.

No faltaban porros, de maría, claro. En las primeras fiestas siempre había una pareja que se formaba entre humos y sonrisas. Ultimamente, la mezcla de cartas era ficticia. «Les jeux sont fait», gritaba un imaginario croupier-cupido. No cabían las sorpresas a medida que nos ibamos haciendo viejos, bajo la atenta vigilancia de la puerta verde que no se cerraba por muchas horas. Por ella se pasaba, se entraba, se salía, se lamentaba, se reía o se fantaseaba. A la casa grande y señorial se entraba por una pequeña puerta de madera verde, como la esperanza. Y esos días de fiesta la esperanza llenaba de puertas verdes abiertas por doquier. El despertar era otra cosa y la puerta se cerraba pero sin dejar de ser el medio imprescindible para volver a entrar al paraíso. La Nada de la Revolución cubana

Sergio Berrocal | Maqueta Sergio Berrocal Jr

Se percató de que vivía en un lugar donde nada le decía algo, donde la nada le ocupaba desde el mediodía a la noche, en espera de que alguien le dijese cualquier cosa para no parecer que reinaba de verdad la nada.Empezó a angustiarse cuando un conocido médico anestesista trató de explicarle que la nada era lo que sentían sus pacientes cuando les pegaba el pinchazo y les pedía que contasen.

Empezó a pensar si la nada no sería la muerte o un reflejo de un estado fuera de su ser, de sus costumbres, de sus ocupaciones, que tampoco eran nada, y entonces se acostumbró a vivir en la nada, que era como si no viviera, porque mantenía conversaciones a veces. Recordó con qué furor anticapitalista, aunque tal vez fuese revolucionario o transcontinental, marcaban los pasos de aquella canción de moda hace mil años, tú no sabes bailar el cha cha cha. Y ellos pisoteaban el parquet de aquel piso cerca de la Place de la République en París y pensaban quizá, ya ni se acordaba, que estaban siendo revolucionarios.

Hasta que un día se enteraron, eso fue mucho después, como cincuenta años después, y ellos ya eran mayores, que no quedaba nada, nada de nada, de lo que ellos conocían de aquella revolución que primero escribieron con erre minúscula hasta que gente enterada, era por los años sesenta-setenta, les dijeron que había que escriturarla con erres mayúscula porque la Revolución había triunfado y se extendía.

Fidel Castro había convencido a la gente de que Cuba necesitaba revolucionarse, es decir cambiar de patrón e inventarse una vida nueva. Hasta los pasos del cha cha chá tendrían que cambiar para que estuviésemos acorde con los nuevos tiempos.

Luego supieron que un conocido elemento de la sociedad acomodada francesa se había ido a luchar, no se sabía dónde, con Che Guevara, un argentino que por lo visto se había convertido en el lugarteniente del barbudo.

Y mientras en París llovía frío desde el cielo, ellos imaginaban entre dos cafés au lait como los que Hemingway se tomaba todas las mañanas en la Rue Moufetard para calentarse las ideas y afilar sus lápices antes de empezar a garabatear, que deberían conformarse por el momento con las fotos que venían de La Habana y que ellos desmenuzaban en el quiosco de la Place de la Bourse. Fidel Castro aparecía con enorme barba y enorme sonrisa prometiendo el triunfo de sus ideas.

Todos ellos se hicieron mayores al ritmo de la Revolución. Algunos habían podido viajar a Cuba entretanto y regresaba cada cual con su cuento. Unos decepcionados, otros entusiastas y alguno que otro que no sabía qué pensar.

Cuando en 1970 leyeron el libro de René Dumond, un ingeniero francés que pasaba por ser una autoridad de la Revolución, “Cuba est-il socialiste?” (¿Cuba es socialista?) tuvieron grandes discusiones. Dumont hablaba de “la rebelión romántica, la socialización burocratizada, el anuncio del comunismo igualitario, Las duras realidades de una sociedad militar” y en la portada un apunte que les dejó fríos: “La revolución, sabes, es difícil”, dice Fidel Castro”.

Aquella última frase, por muy sacada de contexto que estuviese les dejó anonadados. Porque ellos ya creían que todo había sido hecho en la Cuba revolucionaria, que se habían plantado ideas y que no cabía más que esperar que germinaran.

Seguían viajando cuando podían a Cuba, donde algunos ya habían conocido gente, estudiantes en su mayoría, pero ninguno había podido hablar con uno de esos hombres que iban a la que consideraban como la terrible cosecha de la caña, de donde se sacaba el azúcar que constituía la principal riqueza de Cuba.

Entonces no existían libros como “Crónicas desde las entrañas”, de Manuel Juan Somoza, un periodista cubano que se afirmaba como una autoridad en el análisis de su país.

Ese libro lo leyeron muy entrado el año dos mil, cuando la Revolución cubana debía de haber sido un ejemplo para enseñar a los niños de las escuelas.

La lectura les dejó a todos con mal sabor de boca, como si no hubiesen sabido nada hasta entonces. Ya no bailaban el cha cha chá, tenían familias, algunos responsabilidades en cada una de las profesiones que habían elegido. Ni siquiera Luis, el periodista, podía comprender. ¿Tan dura fue esa revolución como contaba el libro de Somoza? Nadie les había dicho nada en los viajes que hacían, en los contactos que habían creído mantener durante años con gente enterada en La Habana y en Europa.

Un mediodía que se habían reunido para almorzar en el maravilloso Vaudeville de la Place de la Bourse, el lugar preferido por todos los personajes siniestros que Emile Zola hacía cabalgar en sus libros, hablaron y hablaron durante varias horas. Hasta casi se olvidaron de las ostras bretonas que les habían puesto de entrada.

Cuando se levantaron, con unos dineros menos en el bolsillo y el estómago lleno de buenas vituallas y de un exquisito vino tinto espeso, ni se dieron la mano, rompiendo por primera vez esa sagrada tradición francesa. Cerca ya de la boca del metro, al lado del quiosco donde durante años habían comprado y hojeado con fervor los números que llegaban de Bohemia, comprendieron que no tenían nada, pero nada que decirse.

Porque la Revolución, su Revolución, la que ellos habían creído ver crecer, ya no era nada de nada de nada. Lo que más les dolió es reconocer que ellos también habían fracasado.

Lo último que habían sabido es que frente a Coppelia, el templo del helado y de algo más en la Cuba revolucionaria, iba a tener por compañera, enfrente, la torre de pisos más alta de La Habana. Les dio asco y se metieron en la boca del Metro.