Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

INTRODUCCION

Entre los años de 1972 y 1975 publicamos en las Noticias Culturales del Instituto Caro y Cuervo un considerable número de autobiografías de autores colombianos, con el ánimo de rescatar del olvido o dar a conocer, de manera total o fragmentaria, el texto de esas vivencias que entrañan una forma de expresión particular, como que el aspecto fundamental de la autobiografía no es otro, no puede ser otro, que el de la exteriorización de una determinada persona escrita por ella misma. O como alguien la define, es "la relación escrita de su propia vida y en lo que ésta tiene de más personal".

Por consiguiente, nada nuevo agregamos al decir que la concepción de este género, no obstante las diversas formas o modalidades, es eminentemente personal. Implícita o explícitamente —se ha escrito con acierto— toda autobiografía entraña un testimonio. Un testimonio que, a la postre, vierte los secretos más íntimos o las vivencias más recónditas de quien nos hace partícipes de su propia vida.

Aunque la palabra "autobiografía" es relativamente nueva —como manifestación literaria data de fines del siglo XVIII—, sin embargo, como expresión de la propia vida, en cuanto ella tiene de individual, la encontramos en la más remota antigüedad: los Comentarios de Julio César, aunque escritos en tercera persona; las Confesiones de San Agustín que "son una verdadera autobiografía, aun cuando preceden catorce siglos a la invención de esta palabra"; y más cercanas a nuestro tiempo, las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau, quien desde sus líneas iniciales se hace eco de su integridad personal: "Yo quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de su naturaleza, y ese hombre soy yo".

Y de esta misma época, ¿por qué no desentrañar este género de la obra extraordinaria de Torres Villarroel? Se ha considerado que casi toda su producción es autobiográfica, especialmente la que lleva por título: Vida, ascendencia, nacimiento, crianza, y aventuras del doctor Diego de Torres Villarroel, catedrático de prima de matemáticas en la Universidad de Salamanca, escrita por él mismo. Madrid, 1743. La vida de este hombre realmente singular —poeta, médico, matemático, torero, astrónomo, augur, clérigo, soldado, catedrático, vendedor ambulante, teólogo y periodista— constituye el reflejo exacto de su propio carácter; de su peculiar manera de ser y de actuar.

Lo anterior, para no mencionar sino unos contados casos que nos recuerdan claramente el origen de donde emana esta suerte de la expresión humana y nos conduce a "la primera reflexión sobre la existencia literaria de la autobiografía".

No es nuestro propósito adentrarnos mediante estas líneas en el estudio formal y concienzudo de lo que constituye la autobiografía como una manifestación genérica de carácter autónomo, ni menos en la apreciación y descripción de sus géneros vecinos o colaterales: las memorias, los diarios íntimos, las biografías, las

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República novelas y las crónicas; incluyendo en este último las cartas (vertiente en extinción), el diálogo, el reportaje y la narración de viajes. Emprendimiento que llevó a término, con óptimo resultado, Georges May, catedrático de la Universidad de Yale, con su magnífica obra La autobiografía, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, obra en la cual podemos valorar su contenido crítico, histórico y reflexivo.

Concretando el tema objeto de su investigación, el mencionado catedrático puntualiza:

La autobiografía tiende a ser escrita en primera persona del singular y a adoptar un punto de vista retrospectivo, pero en su orden cronológico de presentación es con frecuencia modificado por la intromisión de las preocupaciones presentes o por las distintas personales.

Y más adelante manifiesta:

Nada de sorprendente tiene eso, se dirá, por poco que se admita que la vocación de la autobiografía es en parte la de ser un reflejo de su autor, reflejo deformado e incompleto quizás, pero lo bastante fiel sin embargo para revelar la unidad irreductible de su individualidad...

En este punto, considero que incurriría en un pecado de lesa omisión al no mencionar ni ponderar el ensayo titulado Diarios, memorias y autobiografías de Mario Jursich Durán, que hace parte de la Gran Enciclopedia de Colombia del Círculo de Lectores. Se trata, sencillamente, de una esmerada investigación en la que hace gala de su erudición y de sus conocimientos literarios e históricos sobre la materia, particularmente, en cuanto hace relación con el discurrir autobiográfico de nuestro país. En este aspecto es certero en el análisis, preciso en la exposición conceptual y sumamente claro en el deslindamiento de los géneros afines al autobiográfico.

Al efecto, cuando hace la diferenciación entre memorias y autobiografías lo hace en esta forma:

Las memorias describen los acontecimientos de un individuo como portador de un rol social, mientras la autobiografía narra la vida de un hombre no socializado, la historia de su devenir y de su formación, de su crecimiento en la sociedad. Las memorias comienzan, en la mayoría de los casos, con el logro de la identidad o, lo que es lo mismo, con la aceptación de un rol definido, en tanto la autobiografía termina con la adolescencia o el principio de la madurez. En las memorias el autor queda tan indeleblemente sellado por el carácter de la vida pública que con frecuencia no se advierte ninguna fisura entre la peculiaridad psíquica del individuo y su trabajo... Grosso modo, las memorias se distinguen por el uso de pruebas documentales —citas de diarios, correspondencia, actas de gobierno, periódicos, obras del autor, entre otras—; la autobiografía, en cambio, se caracteriza porque da margen al recuerdo y a la fantasía... Donde más se advierte

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República esta oposición es, sin duda, en la forma de narrar. En la autobiografía el privilegio recae sobre la fantasía; en la memoria, en cambio, sobre lo documentable...

El ensayo de Jursich Durán resulta de imprescindible consulta para los estudiosos e investigadores de los géneros antes señalados.

En conclusión, como bien podemos apreciarlo en las páginas que siguen, la autobiografía es el reflejo de la naturaleza humana; es el reencuentro con uno mismo; en fin, es el descubrimiento o la entrega del mundo interior de una persona.

Según May, "la autobiografía es quizás la forma literaria en la que se establece la más perfecta armonía entre el autor y el lector. En efecto, si es la necesidad de contemplarse a sí mismo la que incita por lo común al autobiógrafo a escribir, es esa misma necesidad la que incita también al lector. Inclinados sobre la espalda de Narciso vemos nuestro rostro, y no el suyo, reflejado en las aguas de la fuente".

Réstanos decir que a las autobiografías ya publicadas bajo el título La autobiografía en la literatura colombiana, se agregan otras, de cuantas infortunadamente se nos habían quedado en el tintero, o sea, en espera de su publicación. No obstante, dada su importancia y con miras a proporcionar o complementar una mayor información sobre el particular, creemos conveniente recordar, así sea de manera incompleta, las publicaciones que mencionamos a continuación; de carácter netamente autobiográfico, algunas; y otras, donde los rasgos personales afloran entre la descripción de largas memorias, crónicas o relatos, a saber:

Biografía del doctor Manuel Mariano del Campo Larraondo y Valencia, Presbítero, escrita por él mismo en versos endecasílabos pareados: con notas y dedicada a su muy querida, discreta y virtuosa sobrina, la señora Matilde Pombo y Arboleda. Popayán, 1847. Esta muy curiosa autobiografía fue complementada al año siguiente, con el manuscrito que lleva por nombre: Rasgos morales, filosóficos, históricos y políticos, en verso y prosa compuestos y dedicados a la juventud de Popayán por el doctor Mariano del Campo Larraondo y Valencia.

Recuerdos autobiográficos, año 1859 de José María Cordovez Moore; comprenden los acontecimientos ocurridos entre 1838 y 1889, en muchos de los cuales el autor participó o asistió a ellos.

Amores de estudiante (Bogotá, 1865) del prolífico escritor Próspero Pereira Gamba; se trata de una novela de sabor autobiográfico. Además, es autor de Mi Tío Ramón (cuadro biográfico y anecdótico, relacionado con mis recuerdos de patria y de familia); Los conflictos de Bogotá en 1840 y 41 y Sucesos de mi tiempo. Estas últimas llevan como subtítulo: De mis recuerdos íntimos de patria y de familia; páginas publicadas en la Revista Literaria de Isidoro Laverde Amaya.

Autobiografía de Juan J. Botero, Rionegro, 1896.

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Autobiografía de Juan Manuel Acevedo, Bogotá, 1898.

Impresiones y recuerdos de Luciano Rivera y Garrido.

Autobiografía del General José Rogelio Castillo, Bogotá, 1910; partícipe sobresaliente en la revolución cubana de la independencia.

Impresiones de un viaje por el Ecuador (por un viajero ciego). Quito, 1919. El autor de estas páginas que contienen apasionantes vivencias autobiográficas es el sabio científico Fortunato Pereira Gamba.

Mis memorias del historiador Gustavo Arboleda, Cali, 1926.

La Patria y Yo (autobiografía sentimental) de Juan Lozano y Lozano, quien como capitán participó en el conflicto colombo-peruano de 1933.

El hijo de la Providencia, autobiografía de Fray Buenaventura García Saavedra.

La vida es así (Confidencias en tono menor) de Manuel Serrano Blanco, Bogotá, 1950.

Los días de la infancia de Gonzalo Canal Ramírez, Bogotá, 1972; y Yo, el alcalde y Memorias de la infancia de Eduardo Caballero Calderón.

En esta forma, con la enumeración que antecede y con el acopio de este material autobiográfico, creemos haber llenado un vacío en el panorama de las letras colombianas; material que era preciso rescatar como fuente de estudio, investigación o consulta. Al propio tiempo, entre la variedad multiforme de estos testimonios de inocultable valor literario, histórico y aun sicológico, nos será dado apreciar, unas veces, la seriedad del pensamiento y las ideas de sus expositores; en otras, deleitarnos con las aventuras y hazañas de sabrosas memorias; y en no pocas ocasiones, gozar con el ingenio, la gracia y espontaneidad de sus finos talentos.

Vuelvan, en buena hora, a la luz las autobiografías que conforman este volumen de la Biblioteca Familiar-Presidencia de la República, muchas de las cuales dormían en el silencio del olvido, y sin duda alguna, despertarán el interés y la curiosidad de sus lectores.

Santafé de Bogotá, D. C., 20 de agosto de 1996. Vicente Pérez Silva.

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LA AUTOBIOGRAFIA EN LA LITERATURA COLOMBIANA

A partir de la próxima edición de Noticias Culturales iniciaremos la publicación de una serie de curiosas, desconocidas u olvidadas autobiografías, todas ellas de autores colombianos. Esta publicación, como resulta apenas natural, habrá de realizarse en forma total o fragmentaria, según la extensión del respectivo documento. Pero antes de dar comienzo a esta labor, es conveniente que digamos algo siquiera sobre lo que constituye o se entiende por autobiografía.

El género autobiográfico, de tan cercano parentesco al biográfico, aunque en más escasa proporción respecto a su divulgación, también se ha cultivado con relativo esmero entre nosotros, desde tiempos más o menos lejanos hasta el presente. Si, como es sabido, la biografía es la historia o el testimonio de la vida de una persona, la autobiografía no es más que la vida personal, escrita por uno mismo. Es, pues, una manifestación privativa de quien la refiere, ya con carácter estrictamente histórico o bien con sabor meramente literario, y puede abarcar desde una obra de considerable extensión, hasta una simple crónica o apunte periodístico. De otra parte, la autobiografía puede escribirse con destino al público en general o para un determinado núcleo de personas, en particular.

Las autobiografías, escritas espontáneamente o a instancias de terceras personas, como le aconteció, en este último caso, a la Madre Francisca Josefa de Castillo, entre nosotros, o al gran Mahatma Gandhi, en época reciente y en cuanto a personajes o autores extranjeros se refiere, es apenas obvio que conlleven las reflexiones, confesiones, experiencias, evocaciones e impresiones propias de cada autor. No de otra suerte, al igual de lo que ocurre con la biografía, ellas deben servir, como lo quería alguien con sobra de acierto, para instruir, sorprender, deleitar y lanzarnos al campo de los descubrimientos sicológicos, poniéndonos en relación inmediata e íntima con la vida.

En fin, creemos que la autobiografía real o fantástica, seria o festiva, en prosa o en verso, constituye aquí y en cualquier parte, un valioso documento que contiene y transmite, con rasgos singulares e inconfundibles, el sentimiento de lo estrictamente individual.

En forma aún más específica o concreta, y como hermano menor de la autobiografía, tenemos el llamado autorretrato, es decir, la descripción de las cualidades físicas y morales que caracterizan a una determinada persona. Como clásico ejemplo de esta llamativa modalidad literaria, contamos con aquel que de sí mismo trazara, con mano maestra, la pluma de Cervantes en el prólogo de sus Novelas ejemplares y que comienza:

Este que veis aquí, de rostro aguileño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos...

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Es preciso considerar, así mismo, que el ya poco cultivado género epistolar mantiene no escasa relación o cierta familiaridad, por así decirlo, con el autobiográfico. Unas cuantas cartas, una sola quizás, y los atributos, las intimidades de una persona —en veces hasta las más abscónditas— se habrán dejado traslucir o dado a conocer directamente a su destinatario. Al cabo del tiempo, un archivo epistolar, según el personaje de que se trate, se habrá tornado en una fuente realmente valiosa y hasta de imprescindible consulta para los presuntos biógrafos o investigadores en general.

Pero volviendo al tema que ahora nos inquieta, en cuanto al panorama de la literatura universal se refiere, nos limitaremos —es conveniente hacerlo así sea fugazmente— a mencionar unos contados nombres de cuantos tuvieron a bien ocuparse de sus propias vidas: Flavio Josefo, de la más antigua data; Juan Jacobo Rousseau en Las confesiones, Los diálogos, Rousseau, juez de Juan Jacobo y Ensueños de un paseante solitario; Benvenuto Cellini; el filósofo italiano Juan Bautista Vico; el filósofo y economista inglés John Stuart Mill; Simone de Beauvoir en La plenitud de la vida; Mahatma Gandhi en La historia de mis experimentos con la verdad; Azorín en Antonio Azorín: pequeño libro en que se habla de la vida de este peregrino señor; Torres Villarroel; el mismo Unamuno; Benjamín Franklin; Jefferson; José Vasconcelos en Ulises, criollo: la vida del autor escrita por él mismo; Rubén Darío, etc.

De todos estos viajes introspectivos, con las peculiaridades y el interés que despiertan, cada cual en su ámbito, hemos de hacer especial alusión, por las y la honda satisfacción intelectual que dejaron en nuestro ánimo, a la autobiografía de Stuart Mill y a la Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del Dr. Don Diego de Torres Villarroel, catedrático de Prima de matemáticas en la Universidad de Salamanca, escrita por él mismo. Tal es el título completo de una Autobiografía en el sentido cabal de la palabra y quizá excepcional entre todas.

Por cuanto respecta a nuestro medio cultural, como habrá oportunidad de comprobarse en sucesivas publicaciones de este boletín, contamos con interesantes y curiosas autobiografías de distinguidos autores que en un momento dado, pluma en ristre, resolvieron volver por los fueros e intimidades de sus propias vidas. Muchas de estas páginas, por el transcurso del tiempo, quizás hayan caído en el olvido y otras tantas resulten en la actualidad totalmente desconocidas o ignoradas. Sea lo que fuere, ojalá ellas se prodiguen para solaz y esparcimiento intelectual de nuestros benévolos lectores.

Fieles a la inquietud de este propósito, en el próximo número de Noticias Culturales daremos a conocer una parte de la importante autobiografía de la Madre Francisca Josefa de Castillo, cuyo tercer centenario de nacimiento se conmemoró en octubre del año pasado.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 132, Bogotá, 1º de enero de 1972, pp. 5-6.

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Alfonso Alexander

Nació en San Juan de Pasto, en 1910 y murió en la misma ciudad, en 1985. Escritor de exótica y privilegiada inteligencia. Es autor de las siguientes obras: Sandino (Edit. Ercilla, Santiago de Chile, 1937), biografía novelada de Augusto César Sandino, de quien fue su secretario especial, su amigo y confidente; Sima (Bucaramanga, 1939), novela de carácter social y La vida lírica de un símbolo (Pasto, 1944). En sus Relatos de sangre queda la huella de su participación en la revolución nicaragüense. El relato autobiográfico de Alexánder fue publicado por Carlos Pantoja en la Revista Alternativa, Nº 185, Bogotá, 1978.

Retrato autobiográfico

Yo estaba en ciudad de México trabajando como columnista de planta en El Universal. El diario había mandado más de diez corresponsales para tomarle un reportaje a Sandino, pero éste no los había admitido, pues tenía la sospecha de que bajo el pretexto de tomarle un reportaje, cualquier asesino vendido al imperialismo llegara y lo matara. Y es que la penetración imperialista en este aspecto había sido tan excesiva que, hasta un hombre de toda su confianza, el coronel Caracas, se vendió al enemigo por trescientos mil dólares.

A mí me mandaron a tomarle un reportaje a Sandino. Entonces alguien me indicó en el mismo México que la mejor forma de entrar a Nicaragua no era llegando por mar, sino entrando por tierra a través de Honduras. No tuve ninguna dificultad en llegar hasta Danlí, frontera con Nicaragua. A veinte kilómetros de allí, en plena selva, me encontré con el primer destacamento guerrillero, comandado por un señor Bellorín, un campesino común y corriente, de unos cuarenta años. Yo iba bien vestido, con mis botas altas, camisa de caki y casco, además de mi tipo americano. Al verme llegar vestido en esa forma me capturaron inmediatamente y sólo me salvó de que me mataran el hecho de que hablara tan bien el castellano.

Me desnudaron completamente y me ataron a un pino. Cerca de las once de la noche llegó un muchacho rubio, fornido, que tenía algo que ver con el jefe de la guerrilla (después supe que era hijo), quien luego de leer mis papeles ordenó que me soltaran y me dieran una cama y buena comida, con lo cual mejoró mi situación.

Bellorín decidió entonces mandarme donde su jefe, el general Colindres, quien luego de conversar conmigo por más de media hora y de avaluarme como un individuo inteligente, me dijo sonriendo: "Hombre, usted se ha salvado por un pelo, ahora va a permanecer aquí, conmigo, bajo vigilancia, naturalmente". Luego me mandó como ayudante de Chente, su cocinero, con el cual la brillante carrera por la revolución empezó, para Alfonso Alexander, de sirviente de un sirviente. Como era tanto el odio que se tenía hacia todo lo americano, me suprimieron el apellido,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República y como yo les había dicho que yo era de Colombia, me dieron mi apodo, el apodo que llevaría siempre: "Colombia".

Un día fuimos rodeados por las tropas de ocupación. Eran más de mil americanos y nosotros seríamos unos doscientos. Cuando el centinela vino a avisar ya estábamos rodeados. Entonces Colindres ordenó el ataque, con bombas de dinamita que hacían allá con cuero de vaca. Como no tenía otra alternativa, brinqué donde el general y le dije: "General, déme un arma para probarle que estoy con la revolución y no soy un espía gringo como ustedes han creído". El general me dio una pistola y yo me coloqué detrás de un tronco a disparar, cuando se me apareció Dietre, un gigantón de unos veintidós años, y me dio una bomba de esas de cuero de vaca, con una mecha tan pequeña que si uno se demoraba una décima de segundo para lanzarla, le estallaba a uno en la mano.

Lancé la bomba contra una ametralladora de trípode que tenían los gringos, con tan buena suerte que cayó exactamente al pie de la misma, dejando intacta la máquina. Dietre y yo corrimos y enfilamos la ametralladora contra los gringos y al final ganamos la batalla. Entonces Colindres me ascendió a cabo allí mismo sobre el terreno; después ya fue fácil seguir.

Al cabo de varios meses de estar con Colindres llegó el coronel Ramón Raudales a llevar gente escogida para un ataque a la ciudad de León y me llevó con él. Al fin iba a conocer a Sandino. Cuando llegamos al campamento Raudales nos hizo formar en fila. Yo llevaba una medallita que mi madre me había regalado en Pasto cuando era pequeño. Al salir Sandino, y luego de revisarnos a todos, llega frente a mí y me arranca la medalla con cadena y todo diciendo: "Maldita sea, yo no quiero aquí espías de los Jesuitas"; y me mandó a encerrar.

Más tarde vino el general Salgado, un hombre anciano y sereno y me dijo: "El no cree en nada ni en nadie, animal, cómo te pusiste a exhibir eso, qué tal si yo no vengo, pues te acaba". Fue y habló con Sandino y al cabo de un rato regresó con él. Venía sonriéndose a carcajadas y después de soltarme se puso a conversar conmigo, preguntándome qué sabía hacer. Le dije que conocía un poco de mecanografía y de ortografía; entonces me hizo una pregunta que posiblemente decidió mi destino: "¿Conoce usted la vida de Bolívar?". Yo había sido un especialista en la vida de Bolívar y así se lo dije. El quedó muy contento y me respondió que desde ese día tenía que desayunar, almorzar y comer con él, hasta que le contara toda la vida del Libertador.

Cuando empecé a contarle la historia de ese hombre que nunca lloraba por nada, se le soltaron las lágrimas de la emoción. Era un adorador loco de Bolívar, y eso sirvió para que me tuviera mucha más confianza. Desde ese entonces comencé a figurar como uno de sus secretarios; tenía cuatro secretarios y les dictaba sobre materias distintas a la vez, en lo cual se semejaba con Bolívar.

Posteriormente, cuando Sandino se proponía tomar Puerto Cabezas, capital del imperio económico y político de la United Fruit Company, me nombró corresponsal

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de guerra, a órdenes del mayor Pancho Montenegro, con el grado de capitán. En esa incursión nos tomamos Kisalaya, ciudad estratégica de unión entre el Atlántico y el Pacífico. A Pancho lo mataron y a mí me toco dirigir la acción.

Esto me valió un nuevo ascenso, y desde entonces éstos continuaron. La verdad es que no puedo probar que llegué a mayor general, pues en el último combate que sostuve en Zaraguasca perdí parte de mis papeles. Hace algunos años, cuando Fidel estaba todavía en la Sierra Maestra en compañía del Che Guevara, Blanca Segovia Sandino, una hija del General que había nacido en mi presencia y que también aconpañaba a Fidel, hizo una llamada a los generales supérstites de la revolución de su padre para acompañarlos en la Sierra. Entre los generales me incluyó a mí, lo cual conservo como un grato recuerdo, y como una cueva sentimental, digamos.

En total, estuve en ochenta y seis batallas y perdí solamente tres. Realmente honré a mi país, porque el nombre de Colombia lo repetían a cada momento. En el anuario del Ministerio de Guerra de 1933, el ejército me hace figurar bajo el epígrafe de ciudadanos colombianos que han honrado a su patria en el exterior. En dicho anuario me colocan al lado de personajes tan importantes como el general César Conto, quien batalló en Guatemala, Honduras y Nicaragua, y el general Benjamín Herrera, célebre por sus intervenciones en Honduras y México.

Sandino era ante todo un gran militar y un gran estadista. De su genio militar da cuenta el hecho de que durante mucho tiempo, y creo que aún lo hacen, se ha dictado en la academia militar de West Point, en Estados Unidos, un curso sobre las tácticas de Sandino, obligatorio para todos los cadetes norteamericanos. Como estadista, cuando nadie hablaba de la unión indoamericana en un solo cuerpo, con el objeto de que se pudiera entender con Norteamérica de igual a igual, él escribió El supremo sueño de Bolívar, en busca de ese objetivo. Ese pequeño folleto de veintidós páginas me lo dictó a mí, y yo le obsequié el original a mi compadre Darío Echandía en Bogotá.

Sobre su disciplina y personalidad, además de su espíritu de compañerismo, habla claramente la siguiente ley que él impuso: "En el combate, quien no respete un grado irá a consejo de guerra; fuera de combate, quien trate a los demás con un grado será degradado, allí todos serán hermanos y compañeros". Era muy común verlo riéndose con todos nosotros y tratándonos de tú y vos; pero en el combate era distinto, nadie podía retroceder, todo el mundo tenía que avanzar, no admitíamos cobardes y no los tuvimos.

Era también muy humano. Recuerdo que cuando Sandino entró victorioso en su primera campaña a San Rafael Norte llevó a sus tropas de caballería frente a la oficina de telégrafos, descabalgó, pistola en mano, y al entrar quedó sorprendido por una belleza en flor de diecisiete años, Blanca Arauz. Más tarde me contó que se había enamorado a primera vista y, por supuesto, ella también. El caso es que apenas nos demoramos ocho días en la población, pero cuando regresó a las

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República montañas de las dos Segovias, la nueva y la vieja Segovia, llevaba a Blanca Sandino al lomo de su caballo.

En un carta que me envió Sandino en julio de 1933 me dice: "Paso a contestar con el mayor placer su atenta del 4 de junio del corriente año, donde me expresa su más sentido pésame por el desaparecimiento de mi adorada esposa Blanquita, quien al morir me deja como recuerdo amoroso una preciosa muchachita, que he convenido llamarla Blanquita Segovia Sandino, en conmemoración de esa mujer que con valor heroico nos acompañara en tan difícil y larga campaña en las regiones donde usted mismo tan valerosamente cooperó al éxito". Esa muchachita, a la que se refería Sandino fue quien estuvo dos años más tarde al lado de Fidel en la Sierra Maestra.

Otro aparte de la misma carta, la cual conservo con especial cariño, nos da una imagen de cuáles eran los intereses de Sandino: "Estamos organizando en este puerto fluvial del Coco una sociedad de trabajo y mutua ayuda, basada en la fraternidad que usted conoce y practicó en nuestro ejército, denominada Cooperativa Río Coco. Estamos haciendo casas, cuartel, hospital, comedor, oficina, radio y todo lo necesario para vivir; estamos talando y cultivando enormes extensiones de terreno, haciendo lavaderos de oro, etc. El asunto es trocar estas vírgenes regiones en centros de vida y de cultura para todo ser humano acosado por la clase explotadora y la miseria".

Ese ideal por el cual se luchaba en Nicaragua exigía una gran fe espiritual. Nunca se realizaba una reunión especial para celebrar alguna victoria importante porque materialmente no teníamos tiempo. Estábamos siempre luchando; había ocasiones en que luchábamos dos, tres, cuatro, siete veces al día. Luchábamos a cualquier hora, la guerra de guerrillas es algo verdaderamente doloroso, morboso, se puede decir. Uno se descontrolaba; yo anduve dormido por plena selva, y mis compañeros también, físicamente dormidos, topeteándonos contra los árboles, comiendo raíces de cualquier hierba, era una vida durísima, pero de todas formas a mí me ha dejado grandes satisfacciones.

Cuando ya todo el país era nuestro, Sandino fue invitado por Sacasa al banquete de reconciliación, después de las conversaciones de paz en las cuales yo había participado. Y aquí sí tengo que decir que Sandino fue un poco ingenuo, todavía creía en los demás, creía en la palabra empeñada. El interés de él, tal como me lo manifestaba en la carta, era trabajador por el bienestar del pueblo; él no quería la Presidencia de la República, tal como lo quería todo el país, todas las clases sociales, inclusive los poderosos. Pero había alguien que sí quería el poder, Anastasio Somoza, padre de los Somozas de ahora.

Anastasio Somoza era yerno del presidente Sacasa y jefe de la Guardia Nacional. Como veía en Sandino un gran obstáculo para sus ambiciones de poder, urdió el complot de invitarlo, a través de Sacasa, al banquete de la reconciliación. A él y a todos sus generales que estaban en Managua. La mayor parte de ellos se salvó; recuerdo al general López y al general Salgado que después murió en Honduras.

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Estrada, Ferreti y otros que se me escapan en este momento, acompañaron a Sandino al banquete. Estando en medio del banquete entró una patrulla de la Guardia Nacional a órdenes del teniente López y capturó a Sandino y a los generales, los llevó a una manga vecina y allí los fusilaron. Después de esto se desencadenó una matanza de campesinos y partidarios de Sandino, en la cual fueron asesinadas más de nueve mil personas.

Yo hubiera muerto con Sandino de no ser por mi venida para Colombia dizque a ofrecer mis servicios al gobierno en su guerra contra el Perú, porque además de los grados militares que tenía, había sido nombrado ayudante personal del caudillo en unión del general Estrada, y en calidad de tales teníamos que seguirlo a todas partes, aun cuando no quisiéramos.

Cuando yo me vine para Colombia no pude despedirme personalmente de Sandino, porque él se encontraba en San Rafael organizando su ejército y yo estaba en Managua, precisamente en los últimos arreglos de Paz. La despedida fue ideal, pero sí recuerdo que él dio orden al señor Sacasa de que me despidiera con todos los honores. Entonces en el campo de Marte se izaron simultáneamente las banderas de Colombia y Nicaragua, mientras sonaban los himnos nacionales de ambos países y los cadetes de la Escuela Militar se formaban en dos alas para que yo pasara acompañado por un alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores del señor Sacasa, hasta llegar al hidroavión que debía conducirme a mi país.

La causa de mi venida, como ya lo mencioné, fue la iniciación de la guerra entre Colombia y el Perú. Yo venía de Nicaragua con un gran fervor, y todavía creía en la patria, por eso decidí ofrecer mis servicios al comandante de la cuarta zona militar, con el resultado de que fueron rechazados. La respuesta que se me dio fue que el gobierno no necesitaba gente. Después entendí que la guerra entre Colombia y el Perú fue un simple arreglo entre Sánchez y Olaya Herrera para poder consolidar sus propios gobiernos. La verdad es que Olaya Herrera estaba luchando contra todo el conservatismo de los Santanderes. Y su gobierno se encontraba bastante débil, entonces tenía que inventar un pretexto para aglutinar a toda la gente con su gobierno, y qué mejor pretexto que la defensa de la patria. Por el otro lado, Sánchez se encontraba en idénticas circunstancias en el Perú.

—Con esta reflexión, en la cual se refleja la decepción de un hombre que arriesgó su vida por la liberación de una nación hermana y no pudo hacerlo por la suya propia, termina el relato de Alfonso Alexander, no sin antes apersonarse de la lucha que actualmente libra el pueblo nicaragüense y decir: "Estoy seguro, hablando como militar, no como político, que en vista de la actual situación de nuestras fuerzas y de las fuerzas somocistas en todo el territorio de Nicaragua, no pasarán muchos días sin que logremos la victoria final".

Revista Cultural de Diario del Sur, Pasto, domingo 28 de enero de 1990, pp. 1-4.

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Antonio Álvarez Lleras

Como una auténtica primicia nos complace dar a conocer en esta entrega de Noticias Culturales el texto completo de la autobiografía del ilustre dramaturgo D. Antonio Álvarez Lleras.

Ante el contenido de este curioso como ameno documento, muy poco, casi nada habremos de agregar en torno a la vida y la obra de tan distinguido escritor, considerado justamente por versadas autoridades en la materia como el verdadero iniciador y el más alto exponente del teatro colombiano.

Y en realidad, creemos plenamente que con la simple lectura de estas páginas autobiográficas, animadas por el fuego de la espontaneidad y la sinceridad, podemos apreciar a todas luces los excepcionales atributos dramáticos de que fue dueño este autor y los éxitos logrados con la representación de sus obras no solamente en nuestro país sino en el exterior.

D. Daniel Samper Ortega, autor de la famosa Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, en el prólogo de la comedia El fuego extraño manifiesta lo siguiente:

Sin reticencia de ninguna naturaleza es necesario reconocer que de todos nuestros autores dramáticos el que mayores servicios ha prestado al arte escénico de Colombia es Álvarez Lleras; tanto por las brillantes condiciones que posee para cultivar este género, cuanto porque él fue quien en realidad de verdad nos trajo aquí las orientaciones del teatro moderno, como las llevó a España don Jacinto Benavente. Con anterioridad a Álvarez Lleras apenas habíamos hecho débiles ensayos de drama histórico o de teatro costumbrista. Álvarez Lleras es el primero que aborda a fondo los problemas sociales de alguna trascendencia y los aborda en forma completamente nueva que, para el año de 1911, era desconocida en Colombia, donde las compañías nos tenían acostumbrados al teatro de capa y espada o al que denominan los españoles de astracan.

Por su parte el escritor Luis Eduardo Nieto Caballero en breve comentario sobre este auténtico "animador del fuego sagrado" no vacila en consignar esta aseveración:

Sin disputa ninguna es nuestro primer dramaturgo. Naturaleza rica en emoción, esa vegetación de las almas impresiona por su espontaneidad y su vigor. Álvarez Lleras es casi un niño, que lleva en el espíritu la vejez del que se ha apropiado los ajenos dolores, para describirlos, con la misma intensidad que tienen en la vida, en las producciones teatrales.

Sobre la fecundidad de Álvarez Lleras en el género literario de su predilección, nos da cuenta el considerable número de obras que aparecen enunciadas por el mismo autor en su relato autobiográfico. Obras éstas que, al decir del P. José J.

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Ortega Torres, "se distinguen por la técnica y habilidad de las situaciones, lo sostenido de los caracteres, el lenguaje correcto y castizo y la naturalidad de las escenas".

Damos a conocer por primera vez la totalidad del documento autobiográfico que se reproduce a continuación, gracias a la bondad de nuestro apreciado maestro y amigo el P. José Arístides Núñez, autor de la Literatura colombiana, en cuyas páginas ha publicado apenas un breve fragmento de dicha autobiografía.

Antonio Álvarez Lleras, falleció en Bogotá el 14 de mayo de 1956.

Autobiografía

Nací en Bogotá el 2 de julio de 1892. Fue mi padre don Enrique Álvarez Bonilla, escritor y poeta muy conocido y bien reputado en su tiempo. Publicó varios extensos poemas en octavas reales, la difícil estrofa preferida por entonces, poemas épicos de alto vuelo como La Santafé redimida y Los macabeos. Su traducción de El paraíso perdido de Milton fue considerada en España como la mejor quizá de este gran poema en lengua castellana. Pero mi padre fue especialmente institutor y dejó varios libros de texto que sirvieron durante muchos años a los estudiantes de la mayoría de los planteles educativos del país. Su Gramática castellana, compendio de la de Bello, su Tratado de retórica y su Historia patria fueron textos oficiales. Si en breves palabras hago la biografía de mi padre es para señalar el origen de mis aficiones literarias y tratar de quitarme un poco de encima la responsabilidad que me cabe en mis ensayos novelísticos y dramáticos. También mi padre escribió novelas cortas e hizo dramas en sus mocedades. Si a ello se añade que mi madre se llamó Elena Lleras Triana y fue hija del notable institutor don Lorenzo María Lleras en cuyo colegio, el mejor plantel de la época, hizo representar varias traducciones suyas de varios dramas franceses, como La Catalina Howard, de Dumas, mi culpabilidad casi desaparece y hasta, por el contrario, adquiero méritos porque con semejante herencia y habiendo crecido en tal ambiente no sé cómo no he logrado escribir sino algunos dramas, una sola novela y dos o tres pésimas poesías. Y mucha gracia ha sido el no haberle enseñado nunca a nadie, pues todos mis tíos Lleras fueron profesores y entre mis primos bien conocidos son por su potencialidad pedagógica el presbítero Carlos Alberto Lleras, el finado profesor Federico Lleras Acosta, el inolvidable Papá Rico, Eduardo su hermano, etc., etc. Y como también entre los tíos Lleras hubo literatos como José Manuel, el autor de la simpática farsa cómica El espíritu del siglo, y la mayoría han sido amantes del teatro, y, hijo de poeta y gramático, opté por la línea de menor resistencia y me contenté con ser apenas dramaturgo para no tener que ser sabio, ni poeta ni profesor, cosas bien peliagudas y difíciles, muy por encima de mi floja voluntad, mi natural pereza y mi espíritu indisciplinado.

Está dicho que crecí en un ambiente impregnado de ciencia, literatura y pedagogía. Mi madre misma fue maestra por pura esencia hasta tal punto que para ella hubiera constituido una vergüenza que alguno de nosotros hubiera

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República entrado al colegio a iniciar estudios y no a segundo o tercer año de bachillerato, como lo obtuvo mediante sus admirables sistemas de pedagogía casera. Cuando mis tíos me querían entretener me mostraban aparatos de física y cuando pretendía jugar con mis primos me deslumbraban con sus precoces conocimientos en lenguas o geografía. Sospecho que por entonces no eran tantos y que me tomaban el pelo, pero de todos modos aquello era para mí demasiado impresionante y abrumador. Desde entonces me resigné a mi total incapacidad para la sabiduría. Confieso que me intrigaban mucho más sus ademanes y gestos, que luego en casa remedaba, que sus cachivaches raros y sus crucigramas algebraicos.

En mi infancia lo que más me llamaba la atención eran los espectáculos escénicos. Cuando me llevaban a las funciones de circo no me divertía sino con los payasos y prefería al mejor paseo o diversión cualquier representación dramática en el colegio de los Salesianos, que por entonces eran nuestros vecinos. Aún recuerdo la profunda emoción que me causaban dramas como Daniel en el pozo de los leones o El martirio de San Eustaquio, sólo comparable a la que me produjeron después, siendo alumno de los hermanos Cristianos, El gondolero de la muerte y El último de los Álvarez.

Desde luego representar era lo que principalmente me deschavetaba. Toda visita que llegaba a casa tenía que aguantarme mis pantomimas y mis comedias improvisadas en las que obligaba a actuar conmigo a mi hermana Inés, hoy respetable directora del Ateneo Femenino. Visto lo cual por mi padre, resolvió aprovechar mis aficiones para tenerme el mayor tiempo en la casa y evitarme los amiguitos callejeros. Al efecto compuso unas dos comeditas de fondo muy religioso y moral y se las representamos mi hermana y yo con extraordinario éxito ante mis tías, los vecinos y las sirvientas de la casa. Por supuesto que a mí me gustaba más hacer el payaso y hubiera preferido que mi padre nos escribiera sainetes. Cuando indago las causas que cambiaron mi afición cómica por la dramática, pienso en la impresión que me hicieron dos grandes desgracias, una pública y la otra privada. Fue la primera el estallido y desarrollo de la guerra civil de los mil días y la segunda la incurable enfermedad de que padeció mi madre por el término de seis años y que no solamente me dejó prácticamente huérfano sino que entristeció definitivamente nuestro hogar con sombras trágicas de constante angustia. El martirio constante que ello le ocasionaba a mi padre, unido a sus justificadas preocupaciones por la suerte del país que entonces parecía tan negra, jamás se me ha olvidado. A mediados de la revolución (de los mil días) entré al Colegio de San Bernardo de los Hermanos Cristianos, situado a espaldas de la Catedral. Aún no existía el de la Salle ni mucho menos el Liceo. Después pasé al de la Enseñanza (donde está actualmente el Palacio de Justicia) y, por fin, ya funcionando definitivamente el de La Salle, hice mis dos últimos años de bachillerato en el internado de este plantel.

No fui mal alumno, valga la verdad, a pesar de que apenas veía distraído al profesor y con el pretexto aparente de buscar alguna cosa dentro del pupitre, metía la cabeza debajo de la tapa del mismo y me ponía a escribir diálogos. Una

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República vez tuve la desgracia de ser sorprendido por el hermano Marcos, un francés inteligentísimo y muy simpático, nuestro profesor de redacción. Digo la desgracia porque a veces pienso que lo fue, efectivamente, pues el hermano Marcos, fingiéndose disgustado, leyó la escena que estaba escribiendo debajo de la tapa y, en castigo, me suprimió la salida a paseo el próximo jueves con los demás alumnos y me impuso la obligación de quedarme escribiendo la comedia empezada hasta darle término. El castigo me encantó, tanto más cuanto que el hermano Marcos me dejó encerrado en la clase con un termo lleno de café y una cajetilla de cigarrillos. En dos o tres jueves más concluí la comedia, una ingenua sátira contra los abogados que titulé El doctor Bacanotas y que representé yo mismo con un grupo de compañeros el día del cumpleaños del hermano Director.

El hermano Marcos, a quien todos los antiguos alumnos de mi generación recordamos con gran afecto, continuó estimulando cada vez más mis aficiones y, debido a sus reclamos, seguí escribiendo comedias. Digo mal, porque no fueron en adelante comedias sino tremendos dramones, género en el que me hallaba mucho más a gusto. El doctor Bacanotas ha sido lo único de carácter cómico que he confeccionado en mi vida. Ya expliqué a qué causas atribuyo el haber modificado mis predilecciones escénicas. Las pesadumbres de mi primera infancia marcaron en mi carácter una huella demasiado profunda para poder enfocar la vida por su aspecto jocoso. Sigo con mi cuento y digo que no salí de bachiller sin haber escrito y representado en el Colegio de La Salle tres dramas imitados de El Gondolero y los de su estilo, a base de nobles amores entre hermanos, sacrificios sublimes por la fe de Cristo, traiciones y ejemplar muerte de los malvados. Los de Altamoria y Don Luis Velásquez no resultaron del todo malos, pero el de pretensiones históricas titulado Los traidores de Puerto Cabello, con Bolívar y Vignoni como protagonistas, tengo la sospecha de que resultó detestable. Aquellas mis habilidades de autor dramático escolar llegaron a oídos de las hermanas de la Caridad y la Directora del Colegio de San Façon, la hermana María Isabel me hizo buscar y me encargó de la confección de dramas y comedias para ser representados por las niñas. Escribí entonces dos dramas de carácter histórico: La toma de Granada y Alejandría la pagana y un sainete El marido de Mimí.

Cuando salí del colegio juzgó mi padre, dadas mis inclinaciones literarias, que debía seguir la carrera de abogado y al efecto me matriculó en la Facultad de Derecho. Ya fuera porque entré a estudiar leyes demasiado joven (dieciséis años apenas) o porque mi ninguna madurez intelectual no me permitía encontrar interés en los artículos del Código Civil que el ilustre profesor Dr. Luis Carlos Corral nos hacía aprender de memoria, lo cierto fue que no pude tomarle gusto al derecho y al año siguiente dije a mi padre, por decirle cualquier cosa, que lo que sí me llamaba la atención poderosamente era el comercio. Yo creo que mi padre quiso corregir mi desvío de entonces por el estudio, y por ello me dio gusto y me colocó en una casa comercial. Pero también en aquella casa hice lo mismo que en el colegio y debajo de la tapa del pupitre de contabilidad escribí, en los momentos en que dejaba de pasar partidas del Diario al Mayor, una comedia de sátira social y un tanto política. Fue ella Víboras sociales. Con ella casi terminada, dejé la casa

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República comercial y acepté un empleíllo público. Creo que en este momento mi padre perdió las de sacar de mí algo de provecho, idea que reafirmó cuando a escondidas suyas leí en la redacción del diario Gaceta Republicana mi comedia, logré que la recomendaran los directores y el conocido literato don Julián Páez, poeta ciego cuyo gran corazón siempre he recordado con especial cariño. Con estas recomendaciones me presenté al Teatro Municipal en donde actuaba una compañía formada por rezagos de la de Pura Martínez y elementos nacionales. Mi comedia fue aceptada y puesta en ensayo. Su estreno constituyó una sorpresa y tuvo gran éxito. Por aquella época los muchachos de mi edad usábamos todavía la famosa cachucha. Figúrense ustedes lo que pasaría cuando me sacaron al palco escénico entre el primer actor y la primera actriz cogido por las manos sin dejarme modo de quitarme la cachucha. ¡Qué ovación y qué carcajadas!

Hoy, al releer la pieza, nada le he encontrado de particular, pero en aquellos años (1910 y siguientes) las pasiones políticas se hallaban tan exacerbadas como hoy, si no más, y Víboras sociales se tomó como sátira a la reacción. Yo vi la cosa tan mal parada que me escondí y me callé como un muerto. A mi padre, como es de suponer, no le cayó aquello en gracia, pero acabó por perdonarme, tomándolo como una chiquillada.

Como para borrar, especialmente en el ánimo de mi padre, la mala impresión política de Víboras sociales escribí al año siguiente una comedia de estilo quinteriano que titulé Alma joven. Me la representó Bernardo Jambrina, aquel famoso actor español a quien todos mis contemporáneos recuerdan, en especial porque fue el mejor y más personal de los recitadores que hayamos oído en Bogotá. ¿Quién puede olvidar su magistral interpretación de El nocturno la sin igual de la Marcha triunfal de Rubén Darío? Jambrina venía acompañado de la notable actriz Evangelina Adams. Nadie como ellos ha logrado interpretar la Canción de cuna de Martínez Sierra ni las obras de los Álvarez Quintero que en Bogotá desconcertaron cuando las dio Paco Fuentes y que ellos hicieron triunfar en forma espléndida. Los Álvarez Quintero no fueron comprendidos en Bogotá sino gracias a Jambrina y la Adams. Pues bien, Alma joven fue muy bien recibida por toda clase de crítica y en la prensa azul borró en realidad la impresión de Víboras.

¿Les aburre a ustedes relato tan pormenorizado de mis aventuras escénicas? ¡qué remedio! Yo bien sabía que se aburrirían cuando se me comprometió a leer aquí mi biografía y así se lo manifesté a la persona interesada en ello. Ha sido mi modesta vida tan poco importante, que no tendría nada que contarles si no me refiriera a mis ensayos dramáticos y literarios. En política no he actuado jamás. Les ruego, pues, tener paciencia mientras salgo de este mal paso. Después de Alma joven, y a la edad de veinte años, presenté a un concurso dramático que abrió la Sociedad de Autores, de reciente fundación, una nueva comedia de estilo sencillo y hogareño, también un tanto quinteriano, que titulé El fuego extraño. Con ella obtuve el primer premio. La compañía de la actriz mejicana doña Virginia Fábregas, que se hallaba en Caracas y se preparaba a venir a Bogotá, la pidió para estrenarla en la capital de Venezuela y me invitó con la mayor de las

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República gentilezas a asistir a su estreno en aquella ciudad. No me hice de rogar y acepté la invitación. A mi edad aquel viaje, mi primera excursión fuera del país, constituyó para mí una estupenda aventura sobre todo porque regresé a Bogotá en compañía de la Fábregas y su troupe debatiéndome como podía entre los enredos, baladronadas, peleas, celos y demás calamidades de la vida comiquil. Pasé malos ratos pero también me divertí muchísimo. La pieza gustó bastante en Caracas, a pesar de que doña Virginia, hembra muy corpulenta, como se recordará, interpretó el papel de la protagonista, una chica de veinte años, interpretación que no convenció a nadie, pues doña Virginia, debido a sus muchas carnes, no podía disimular sus cuarenta. Lo mismo pasó en Bogotá en donde, no obstante, la comedia fue muy aplaudida.

Por fortuna comprendí a buen tiempo que la literatura, especialmente la teatral, no me ofrecía ningún porvenir económico y resolví tomar la vida un poco más en serio. Era imperioso que por fin escogiera una profesión. La medicina me llamaba la atención, pero como trabajaba para ganarme la vida desempeñando un empleo público, vi que no podría consagrarle el tiempo necesario y opté por la dentistería. Mientras la estudiaba haciendo los mayores equilibrios para no desatender mi empleo, volvió a asaltarme la tentación dramática y no sé a qué horas escribí Como los muertos, drama que logró un éxito que me atrevo a calificar de clamoroso, que se representó centenares de veces en todo el país y aun salió. Recuerdo un incidente por demás impresionante y de extraña coincidencia acaecido la noche de su estreno en el Teatro de Colón. Por entonces se usaba, particularmente en los estrenos, amenizar los entre actos con trozos de música interpretados por excelentes orquestas. La de aquella noche la dirigía nada menos que el maestro Calvo, quien, por deferencia especial, me hizo el honor de estrenar en el primer entreacto su bellísima danza Carmiña. Creo que el éxito de mi pieza se debió en gran parte al estupendo que obtuvo Calvo con su danza. El público entró en situación hasta tal punto que al final de la obra todos los ojos estaban húmedos. Se aplaudió con un calor y una emoción que aún me enorgullecen y complacen. Pero lo que me causó más honda impresión fue la entrada de Calvo al escenario para felicitarme. Estaba pálido, desencajado. Me abrazó largo rato en silencio y luego se alejó paso a paso apoyándose en los muebles y las bambalinas. Yo me quedé suspenso, sorprendido de la intensa emoción artística que había producido mi drama en aquel grande y refinado espíritu. ¿Suponen ustedes qué sentiría yo cuando supe que el maestro no había vuelto a las posteriores representaciones de Como los muertos, porque acabábase de notificar que estaba leproso? Unos años después Como los muertos fue llevada a la pantalla por los hermanos Di Doménico. Dicen algunos que fue la mejor película en cine mudo que se realizó por entonces en Colombia. Fue interpretada por el actor español Agustín Seu y la notable actriz Matilde Palau.

Después de Como los muertos, ya doctorado en la dentistería, tuve que consagrarme de manera total a mi profesión y no volví a escribir. Como los muertos fue estrenado en 1916 antes de cumplir yo los veinticuatro años. A los treinta contraje matrimonio con doña Emilia Camacho, perteneciente a distinguida familia santafereña, mujer como ninguna, sensible y comprensiva, quien, además

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de haber significado mi sostén y mi estímulo en todas mis empresas, ha sido mi consuelo, mi compañera de todos los instantes, mi insuperable animadora, mi orientación y mi guía. Mi hogar fue bendecido por dos niñas y un varón. Impulsado por mi esposa y aguijoneado por mi hermano Jorge, el conocido físico y astrónomo quien, a pesar de su alto espíritu matemático, fue siempre el crítico y juez de mis obras; gracias a su raro sentido artístico y a su cariño por el arte teatral, escribí en mis escasísimos ratos de descanso mi comedia de crítica social titulada Los mercenarios. Esta obra fue estrenada en el Teatro Municipal en 1924, por la Compañía española Adams-Nieva, y obtuvo un éxito insólito, hasta cierto punto escandaloso. Como el ambiente político se hallaba tranquilo por aquellos días, Los mercenarios constituyeron el tema de todas las conversaciones dando motivo a las discusiones más acaloradas. Unos decían que yo había calumniado a la sociedad bogotana, otros que la obra era un merecido latigazo y aun había entusiastas que ponían la comedia por las nubes. Hubo protestas en encendidos artículos de periódico y acaloradas defensas. Naturalmente esto hizo que el público llenara la sala del Municipal durante más de un mes, cosa antes no registrada, pues el público bogotano no llegaba entonces a la cuarta parte del de hoy.

En 1927 llegó al Teatro de Colón la famosa compañía argentina de doña Camila Quiroga, la actriz suramericana más afamada de la época. Doña Camila, deseando llevar en su repertorio alguna obra colombiana, abrió un concurso dramático ofreciendo como premio quinientos pesos y una medalla de oro del Ministro Argentino o un viaje a Buenos Aires. Yo presenté El zarpazo a dicho concurso, pero como también se presentará una excelente comedia de José Umaña Bernal titulada El buen amor, el jurado calificador, compuesto por doña Camila, su marido y tres periodistas, entró en vacilaciones, pues tanto El zarpazo como El buen amor, obras de muy diferente estructura, merecían en su concepto el primer premio. Sin embargo, primó el concepto de los actores y fue premiado El zarpazo con los quinientos pesos y la medalla de oro, pues acabándoseme de nombrar cónsul en Cádiz no pude aceptar desgraciadamente el viaje a la Argentina. El Ministerio de Educación y los periodistas concedieron a Umaña Bernal un segundo primer premio, cosa por cierto muy justa y merecida. Lástima que Umaña Bernal no hubiera vuelto a escribir teatro, pues además de gran poeta posee un sentido escénico admirable. Que yo sepa, doña Camila representó después El zarpazo en México, Puerto Rico, La Habana, Nueva York, París y Sevilla en los festejos de la Exposición Iberoamericana.

De 1927 a 1931 actué como cónsul de Colombia en Cádiz, España. En las escasas visitas a Madrid que me permitía el consulado conocí a Benavente, a los hermanos Álvarez Quintero y me relacioné de manera especial con don Manuel Linares Rivas, cuyo teatro era por entonces especialmente estimado. Tuvo la paciencia de leer mis comedias y, aunque se hallaba completamente sordo, nos entendíamos a las mil maravillas. Olvidaba decir que mucho antes de mi viaje a España el actor catalán Ramón Caralt, que realizó una bella temporada en Bogotá, me pidió El fuego extraño y luego lo estuvo representando en las principales ciudades de España. Lo supe a tiempo con la gratísima sorpresa de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República recibir un cheque de la Sociedad de Autores Españoles por más de cinco mil pesetas por derechos de autor, cheque enviado por el propio Caralt. ¡Qué tiempos aquellos! Con don Manuel Linares Rivas comentamos el caso.

Durante mi permanencia en Cádiz llené los ocios del consulado escribiendo una novela de costumbres sociales bogotanas. Nunca me había ensayado en la narración y quise probarlo. No soy yo el llamado a juzgar la tal novela. Sólo sé que me entretuve muchísimo escribiéndola. La mandé a la Editorial Juventud de Barcelona y fue inmediatamente aceptada. Pero cuando visité a París preferí editarla por mi cuenta en la Editorial Le livre libre. Desgraciadamente cometí el error de preferir una editorial de París, Le livre libre, y editarla por mi cuenta. Siempre me arrepiento de aquello, pues la Editorial Juventud, al editarla por cuenta suya, le hubiera hecho gran propaganda. Ayer nada más, como la titulé, tuvo, sin embargo, muy buena suerte en Bogotá en donde se agotaron más de dos mil ejemplares.

Durante catorce años, de 1930 a 1944, me mantuve en cauteloso silencio. El cinematógrafo hablado se había hecho dueño absoluto del campo y se creyó que el teatro había perecido. Pero ¿por qué no confesar que mi silencio se debió, principalmente, a mi pereza y a una cierta filosofía positivista de que me inficionó la época? Ante todo debía prevenirme económicamente para mi vejez y así me propuse hacerlo. Cuando tenía tentaciones de escribir justificaba mi pereza con la pregunta: "Y ¿para qué?".

Pero si el morbo literario es tenaz, mucho más lo es el morbo dramático. De pronto pensé en un tema, me enamoré de él y lo desarrollé. En 1943 había escrito Almas de ahora y en 1944 la estrenaba valiéndome de una compañía que yo mismo formé y dirigí, constituida por elementos nacionales y extranjeros. Me faltaba correr esa aventura, la de actuar de empresario y director de compañías. Tuve una suerte superior a cuanto pude esperar. Almas de ahora se representó en el Teatro Municipal setenta veces consecutivas y otras tantas en las demás ciudades de Colombia. Con mi compañía, que llamé Renacimiento, repetí algunas de mis obras viejas y monté algunas extranjeras como La dama del antifaz, bella comedia francesa, que gustó muchísimo.

Y nada más tengo que recordar para completar mi tonta biografía, pues el estreno de mi drama histórico El Virrey Solís, efectuado el año pasado por la Compañía Española de María Guerrero y Pepe Romeu en el Teatro de Colón, poco después del nueve de abril (1948), puede que esté aún en el recuerdo de ustedes o al menos me hago esa ilusión.

A raíz del estreno de Almas de ahora la sorpresa de ser llamado a la Academia Colombiana de la Lengua como miembro de número, honor con que nunca soñé. Hoy desempeño el cargo de tesorero de la corporación y soy miembro correspondiente de la Real Academia Española y de otras sociedades artísticas y literarias de América y España.

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Al regresar de mi gira con El Virrey Solís, que me dio tantas satisfacciones, entre las cuales recuerdo de modo especial el extraordinario éxito de su estreno en Medellín, y hallarme de nuevo entre ustedes después de unos meses de permanencia en México, no sé si ustedes estarán de acuerdo conmigo en que ya es hora de que la entrada en la vejez modere mis inquietudes y de que lo que haga y escriba en adelante sea por fin cosa de alguna enjundia y provecho. Por ahora he vuelto a consagrarme por entero a mi profesión de cirujano dentista en la que he trabajado durante treinta años y a la que profeso inmenso cariño. Dejo esta biografía escrita a vuelo de máquina sin más objetivo que el de cumplir con un ineludible compromiso, hijo de la generosidad de un joven y noble amigo que me sobrestima en demasía.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 154, Bogotá, 1º de noviembre de 1973, pp. 14-19.

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Octavio Amórtegui

Mis primeros 70 años Carta abierta a Eduardo Mendoza Varela.

"Y así, dado a la más alta esperanza, diseñé la alabanza y la censura pues siempre me sentí a mayor altura que la censura o la alabanza". Eduardo Castillo

Mi querido Eduardo:

Muy finamente —boyacense tenías que ser— me pides que sea yo quien, con el pretexto de mis primeros setenta años, escriba, es decir hable, sobre mí mismo, que es lo que todos hacemos al menor descuido o tan pronto como encontramos una hendija de silencio en el muro de la memoria.

¿Que tengo setenta años? En realidad, como dice el Eclesiastés, no los tengo, puesto que ya se me fueron. ¿Qué hice para remontar su corriente? Algo muy sencillo: no haberme olvidado ni por un momento, del prodigio de la vida, desde el 19 de febrero de 1901 en que aparecí, mediada la tarde de un día que por más cierto era martes. Sí señor, a las tres y media, como que "negocio que no da para despabilarse a las doce del día, no es negocio", según sentencia del gitano universal, don Joaquín Rodríguez, Cagancho.

¿Qué pudiera contarte? Somos multánimes y el hablar de nosotros mismos, a ciertas alturas cronológicas, es tanto como referirse a una legión de seres que se nos fueron quedando a la zaga en el tiempo y en el espacio, aunque en el fondo permanezcamos idénticos. ¿Pero es que podemos en verdad conocernos? Desde luego. Basta con ver en nuestras modestas virtudes de hoy el anverso desvaído de nuestras encantadoras debilidades de ayer. El hombre sólo se encuentra en la soledad, la patria del fuerte. Allí advertimos que es preciso encontrarnos con el que siempre fuimos, con algunos tenues retoques superficiales debidos, más que todo, a la hipocresía circundante.

Me vio la luz —antes fue ella— en mi primera salida al patio, llameante de geranios, de mi casa, marcada con el número 1 K de la calle de Bellavista, en el castizo barrio de Las Aguas, al pie de Aguanueva —¡qué bello nombre! — cuando quedé como un granito de arena, arena de tiempo, entre Acuario y Piscis en la rueda del zodiaco. ¡Cuánta agua por todos lados! Antes he podido salir a flote. ¿No te parece?

El dar la dirección de mi casa nativa no es una velada insinuación a nuestro descaecido erario municipal para que se quede con el inmueble que ya de puro

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República derruido está para convertirse en semoviente. ¿Después de todo en qué casa de Colombia no habrá nacido un poeta?

Como tú a la Candelaria, quiero yo mi barrio de Las Aguas. Sólo que este amor en mí no es otra cosa que el eco dolorido del verso de Luis G. Urbina: "¡Para vieja ciudad, corazón viejo!".

Entrando en detalles, te contaré que a mí no me trajo el garabato de la cigüeña. El ave picuda, a pesar de sus migraciones, era absolutamente desconocida en la ornitología familiar. En esos dichosos tiempos los niños venían directamente del cielo a casa de unas piadosas mujeres las que antes de repartirlos en los hogares se recluían en una especie de anaqueles de librería. Eso al menos decía mi madre. De lo anterior se deduce que yo vine a ser algo así como el ejemplar bien editado de un disparatorio zumbón y sentimental.

Algunos pueblos, en especial los caspios y los derbices, condenaban a muerte a sus conciudadanos cuando tenían la osadía de llegar a los setenta años, bien por empalamiento, o bien por inanición. ¡Para que te convenzas hasta la saciedad de que ni en todo esto somos originales!

¿Que al sol y a la muerte no se les puede mirar de frente? Sí se puede. Se puede y se debe. Como en tauromaquia, al toro, que es la muerte, ni se le huye ni se le pierde la cara si es que no se quiere hacer el ridículo que es la manera más lamentable de ser humano.

¿Qué más? He viajado algo, "pero, las más grandes distancias las recorrí en mí mismo". Me levanto un metro con setenta y dos centímetros sobre la corteza terrestre y mi peso es peso pluma, como el de la dona inestable. Conservo, bajo "el penitente negror de la ceniza", mi cabellera y todos los dientes. Naturales algunos, y los más, de la tercera dentición, pero todos de mi absoluta propiedad; amén de alguna ropa interior, otra con vista a la calle y algunos libros, muy pocos. A la mayoría los fui arrojando por la borda. El pensamiento universal era un lastre demasiado pesado, para los calles y los pañoles de mi combatido velero, ya en carena, con averías en las cuadernas y las velas al pairo.

De todo lo escrito he recopilado y dado a la estampa diez y seis libros y tengo cuatro más entre mi fardel viajero. Pero ninguno de ellos tan amado por mí como el grimorio de mi silencio. ¡Lástima que sea impublicable! También he tenido algunas pequeñas satisfacciones de esas que los colombianos para insuflarnos coraje, calificamos pomposamente de "triunfos". Y poseo además algunos diplomas: el de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París; el de Historia del Arte de la Sorbona, fruto de un curso intensivo y especial en las propias salas del Louvre; el de la Academia Colombiana de la Lengua; el que me confiere el título de arquitecto del templo de Salomón, de los Valles de Buenos Aires; el que me otorgó la comunidad Latino Americana de Escritores; y uno de la Universidad Nacional Autónoma de México por mi divulgación radiofónica de los valores colombianos. "Muy poquita cosa, eso es la verdad". Apenas sí como para decorar

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República el cofre, con ese infantilismo ancilar de las abnegadas siervas de antaño. Sin olvidar, desde luego, el Certificado de Buena Conducta. Certificado en que abundan nuestros hampones de tronío, y que nuestra Policía Nacional me exige cada vez que viajo porque, de seguro, no acaba de convencerse...

La ancianidad hay que merecerla. Así al menos pensaba yo, y estimaba con una gracia especial el haber logrado coleccionar tantos almanaques, algunos de ellos ilustrados con imágenes de bellísimas mujeres imposibles o lejanas, a pesar de vicisitudes y de hecatombes sin cuento. A pesar de "los prejuicios necesarios"; de la guerra de nervios, de la cual soy veterano; de la guerra de España, ese tremendo crimen contra el pueblo más noble de la tierra. Y pueblo lo somos todos. No únicamente los capigorristas, como creen algunos cavernícolas imprevisivos. Y a pesar de mis ansias de vivir, que resultan en veces mortales; del íntimo cuervo de Poe, que bien vale el buitre de Prometeo; y de otra clase de pájaros, como uno gris y negro, que me hizo dos disparos a quemarropa en la puerta de El Tiempo, el sábado 17 de febrero de 1951 a las cinco en sombra de la tarde.

Los proyectiles nos los repartimos fraternalmente con García-Peña. Nos los repartimos como preseas de libertad aunque ya la vida de tiempo atrás me había condecorado con la Cruz de Boyacá, puesto que Alicia, como a ti te consta, "la que prendió botones a mi ropa y solidaridades a mi vida", es de Guateque, Rey de los Vientos, en lengua chibcha. ¡Qué estupendo lugar como para un concurso mundial de veletas!

Entre mis timbres de orgullo —¡vaya instalación! — tengo el de pertenecer a la generación de Los Nuevos, que al decir de Rendón, éramos los mismos... entre otras cosas porque no había más. Y el de conformar con León de Greiff y Rafael Maya —¡éstos sí dos grandes poetas donde se les ponga! — el trípode sobre el cual flamea a todos los vientos, el pabellón actual de la poesía colombiana ¿Presunción? No. Información. ¡Hay todavía tanto compatricio insuficientemente informado! Como D’Annuzio, "yo he tomado para mí el orgullo y le he dejado la vanidad a los demás". ¡Si eso les sirve de algo... allá ellos!

Y ahora hablemos algo de mi pedigree. De niño oí hablar mucho, como de parientes connotados, en mi viejo caserón del Carmen, de algunos señores cuya consanguinidad nunca me entretuve en esclarecer suficientemente, tal vez por aquello que dice Séneca: "el enorgullecerse de los antepasados ilustres es presumir totalmente de algo en lo cual no intervinimos en lo más mínimo". Dos de ellos se nombraban José María y eran oriundos del Tolima Grande. (¿Es que por ventura hay alguno que no lo sea?).

Por parte de mi padre que venía de don Cristóbal Amórtegui el que junto con su hermano Pedro Santiago engrosaban la fila de los grandes latifundistas como que ya desde el siglo XVII figuran como propietarios de la hacienda de Santa Cruz y de toda la tierra que se extiende entre Cota (lugar donde se marca la altura sobre el nivel del océano) hasta Subachoque, se nombraba —con cierto desgano, es verdad— a José María Melo —apellido luso— de quien algunos historiadores

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República hablan peyorativamente, más por sus "rasgos indígenas" (como si parecerse a Bochica, el primero que pasó el puente del Arco-Iris, debiese tener a mengua) que por haber fracasado como dictador, cosa que no fue culpa suya sino de este corrosivo sentido del humor que en Colombia todo lo añasca y volatiliza.

Pero se olvidan de que Melo fue nombrado General por el propio congreso de la República quien le reconoció el que ya desde 1819 y con el título de Capitán, hubiese peleado como bravo (no sabía hacerlo de otra manera) en Junín y en Ayacucho. Que estudió milicia en Alemania, hablaba un alemán ghetiano, era pulquérrimo en su persona y erguido en su menguada estatura de hombre grande, lucía con sin igual desenfado el uniforme de húsar y arrastraba un sable damasquinado digno de un Emir miliaunanochesco.

¿Mas, qué sucedió? Que Melo le dio de baja (y contra su voluntad) de un pistoletazo, al cabo Quirós que se le quiso trepar a las barbas, y toda su tramoya se vino abajo. Sin embargo ¡bien muerto el cabo Quirós! Ese espacio que separa los galones en el dormán no está hecho de tela sino de tiempo. El escalafón es tiempo y ese tiempo se respeta o la disciplina, base de la institución castrense, se viene abajo.

Melo, derrotado, que no vencido, partió a Mesoamérica y luego a México, al que ofreció sus servicios. Hecho prisionero en combate fue condenado a muerte y fusilado en Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas. Se le vio avanzar solo, a campo traviesa, en un amanecer invernal, apartando las neblinas con el garbo de su talante. Alta la cabeza de rubios y ondulados cabellos, antaño cortados a la prusiana; el desterrado acero azul del cielo, en los ojos; prominente la tajante y corva nariz; abierta la escalorada camisa de seda sobre el amplio y generoso pecho velludo. Muy marcial en su ajustado pantalón gris que le caía sobre la charolada zapatilla de alto tacón.

Al llegar a la trinchera de las sombras sonrió finamente, sin desplantes ni bravuconadas, a la boca tenebrosa de los fusiles.

Así, sentando cátedra de elegancia y valentía, como todo un soldado de Colombia, se abatió para siempre el chaparraluno.

Como Herodes, amó por sobre todas las cosas a sus caballos. Su falta fue acaso lo único que le dolió en el exilio. Al partir les palmeó con los ojos las relucientes, nerviosas grupas, mientras se alejaba en silencio. Peleó por la libertad, y les ofreció su espada a todos los pueblos hermanos. Venezuela también le expulsó. Era un plato fuerte. No es por alzar fallidos Nazarenos, pero así como a cierto personaje "le cargaba" el Dante, a mí me agrada el General Melo.

Doscientos caballos tuvieron ¡y todos de pura raza!

¿No te parece un buen comienzo para un romance de gesta?

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Y ahora que hablamos de dictadores, una pequeña disgresión. Un Rojas, al que no conozco personalmente, me abrió las puertas de la Cancillería. Que mi Dios se lo pagué ya que durante diez años adquirí un acervo extraordinario, como para escribir algún día: Nuestra diplomacia por dentro. Y otro Rojas, al que creía conocer, me cerró las puertas de Colcultura. Que mi Dios se lo perdone, ya que su oficio no es otro que el muy ingrato y despectivo de perdonar. Sí, que se lo perdone puesto que por culpa suya no podré concluir mis días al igual que los comencé, esto es, viendo adormecerse las cometas, morosamente, sobre los hombros del viento, allá, desde El llano de los jubilados.

¡Qué se le va a hacer! "Otra vez será", como dicen infructuosamente nuestros inditos desde hace ya cuatro siglos.

Por línea paterna tengo también una bisabuela que de soltera se llamó Manuelita Sáenz. Ante la suspicacia ambiente, reaccionaba mi padre energúmeno afirmando que esta buena señora nada tenía que ver, por parte alguna, con la publirrelacionista del Libertador. Y es que con algunas ancianas ocurre lo que ocurre con la política: que lo que hizo encoraginar al abuelo hace sonreír al nieto.

Por parte de madre oí también hablar mucho de un tal Rojas Garrido, igualmente de nombre José María, nacido en Agrado, Huila.

El apellido Rojas es judío, judío sefardita, o sea intelectual: aunque no faltan los asquenacitas, o sean los usureros. Es originario de Antequera, así el autor de La Celestina, igualmente Fernando, como uno de los primeros vecinos de Santa Fe fuese de Toledo. Rojas Garrido también rimaba. ¡Cuántos judíos conversos! Sólo que de él ya nadie recuerda más que aquella especie de aleluya con que se justifican todavía nuestros borrachitos el Viernes Santo:

"¡Cuando muere Jesús de Galilea toda la humanidad se tambalea!"

Porque don José María gustaba de la copa y cuando se bajaba del Sinaí, desde el cual exaltaba la libertad de expresión y condenaba la pena de muerte, saltaba del Olimpo de los dioses al radical de los rebeldes. Emulo de Castelar, ha sido uno de los más grandes oradores que se hayan olvidado nunca. Su estampa acusaba al israelí, pues era rabínica y su oratoria —no podía ser menos— ¡talmúdica, arrebatada, super contundente y exórbite!

Se "sentó" en el solio de Santander en 1866. Y digo Santander porque con todos mis respetos la deuda de gratitud con el patrón Bolívar me tiene, sobre todo en estos últimos tiempos, y no sé por qué, cincuenta codos más allá de la coronilla. (No la que él quiso ceñirse, según afirman las malas lenguas).

Claro que Bolívar es algo incomparable para la exportación. Pero para el consumo interior, que es lo que nos concierne, nadie como Santander. Los colombianos,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República comenzando por sus detractores, somos hechura suya. Pensamos, sentimos y obramos, a la manera suya. Afortunadamente para nosotros y para los demás, desde luego. No tiene mucho pegue con las señoras. Pero Hombre de las Leyes, porque le echó lija a la exuberancia. ¡Bendito sea el Hombre de las Leyes por quien en estos momentos puedo ejercer el inalienable derecho de disentir!

Otros Rojas ilustres bogan todavía por el caudal de mi sangre. Entre ellos Vicente Rojas Lizcano, un tío de Silos, universalmente temido como Biófilo Panclasta. Conoció 5.000 pueblos y ciudades y estuvo en más de 500 prisiones. ¿Por qué? Sencillamente porque le dio por expresar sus opiniones en materia social a las plenas claras del día. ¡A quién se le ocurre!

Por parte de madre oí también hablar de una bisabuela "drolática y erética". Una tal Catalina Ladrón de Guevara. Otro apellido vasco. (¡Pero cuán rijosos han sido estos arriscados, indomeñables donastierras!) A mamá Catana se le corrieron los vidrios de la claraboya —todo se explica— y, como a aquella Carmen de García Lorca, le dio por danzar por las tortuosas y herbosas calles de Santa Fe.

"La Carmen está bailando por las calles de Sevilla, tiene blancos los cabellos y brillantes las pupilas. ¡Niñas, cerrad las cortinas!" No todo ha de ser personajes ilustres. ¿Quién no tiene parientes para cambiar?

¿Algo más? Entre mis tesoros, como la matrona romana, tengo a mis hijos. Los herederos directos de mi angustia. Y a mis nietos, que algún día han de ser los alegres y despreocupados demoledores de mi recuerdo.

Ya sin ánimos para dedicarme al pedalismo —única actividad que cuenta en Colombia— me he consagrado a "consultar oráculos más altos que mi duelo". ¡Fue el único recurso que me dejaron!

Sin embargo, después de todo, hay que reconocer que, como al vino, a mí me están bien los años. Y en previsión de mi fin quisiera —tal vez esto sí me lo concedan— que mis cenizas se depositaran a los pies de la Virgen del Campo — ¡Siempre tan sola! — en la capilla de San Diego. Allí donde me fue dado conocer ¡oh Ripley, Ripley! un santo. A un auténtico santo: A San Rafael Almanza.

¡Qué bueno platicar allí, de espíritu a espíritu con el Virrey Solís sobre Santa Fe, cuando aún era señera, melancólica y señorial; antes que a los refugiados de todas las pelambres les hubiese dado por venirse a "alegrarla" y a proponer que se destruya el Cementerio Central que ha guardado las cenizas de Jiménez de Quesada, de El Hombre de las Leyes y de venerandas sombras tutelares sin cuento, para reemplazarlo por un estacionamiento de automotores. Cosa, después de todo, muy natural en esta época de los barrios de nuevos ricos y de las

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República necrópolis de nuevos cadáveres. Cadáveres porque lo que es muertos, lo que se dice muertos, nuestros muertos, aquellos por los cuales avanzábamos seguros al porvenir, ya no se estilan.

Tantos (—y tanto—) que nos respaldan... ¡y pensar que hemos tenido que "disfrazar nuestra soberbia de humildad, demoníacamente", y luchar porque nos juzguen esa humildad valedera para no herir las susceptibilidades anejas a los complejos de toda índole, los de superioridad y los de inferioridad, que en el fondo —al decir de grandes psicoanalistas— son uno mismo.

Mi querido Eduardo:

Te escribo estas líneas desde mi retiro de México a donde acudí de nuevo por aquello de que la evasión es también una manera de rebelarse. Aquí ocultaré ese espectáculo deprimente de la vejez. ¿Pero es que en verdad soy viejo? Si lo estoy no lo siento. Envejecer es resignarse y yo soy de los que mueren con las botas puestas, "en el desahucio de la barricada" como tan bellamente lo dijo Ada Negri, eximia poetisa, y no "Dama Poeta" gracejo éste que fue el único que hiciera sonreír a alguien tan atildado, severo y sobrio como el señor Suárez.

Resumiendo: Se dijo de Hamlet:

"¡Qué buen rey hubiese sido si reinado hubiera!". Pero como no reinó... Desde este punto de vista creo que es preferible para la cultura un poeta sin ínfulas que hace lo que puede (¡y lo que debe!) a un "malogrado joven" de esos que todo lo tuvieron para realizarla, y no hicieron nada.

Y aquí pongo fin a esto que más parece una cuenta regresiva. Perdóname si me fui de la lengua. Los ancianos hablamos mucho porque bien pronto vamos a callar para siempre.

Te abraza con la víscera cordial a flor de pecho.

Mis primeros 70 años, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, Bogotá, 21 de febrero de 1971.

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Julio Arboleda

Julio Arboleda, llamado el poeta-soldado, nació en Timbiquí, hoy departamento del Cauca, el 9 de junio de 1817. "Yo nací —dice— en un desierto, en medio de las selvas incultas que orlan el mar Pacífico". Fueron sus padres D. Rafael Arboleda y doña Matilde Pombo y O’Donell. En Popayán aprendió las primeras letras de labios de su abuela materna, Beatriz O’Donell, y de su preceptor Manuel María Luna. De muy temprana edad viajó a Europa. En la Universidad de Londres obtuvo el título de Bachiller en Artes. A su regreso al país, en 1838, estudió derecho civil y ciencias políticas en la Universidad del Cauca. Habló correctamente el latín, el francés, el inglés y el italiano, y tuvo conocimientos de griego.

Hombre de lucha por excelencia y talentoso como pocos, D. Julio Arboleda sobresalió en la actividad bélica, política, parlamentaria, periodística y literaria. La vida de Arboleda expresa con acierto D. Miguel Antonio Caro, fue toda movimiento y agitación: brillante existencia devorada por nuestras turbulencias democráticas. Como militar, en defensa de sus ideales políticos, D. Julio participó decididamente en diversos combates y campañas; como parlamentario, brilló siempre por su agilidad y por el inmenso poder de su elocuencia; como poeta, alcanzó fama con el poema épico Gonzalo de Oyón y con las poesías políticas Escenas democráticas, Estoy en la cárcel y Al congreso granadino; y como periodista, fundó y redactó El Patriota, El Independiente, El Payanés y El Misóforo, en Popayán; El Siglo, en Bogotá, y El Intérprete del Pueblo, en Lima. Además, colaboró asiduamente en otros periódicos de Bogotá y Lima.

La pluma de D. José María Samper nos describe de este modo al personaje que enmarcamos en estas columnas:

Julio Arboleda tenía figura, fisonomía y maneras inolvidables ... Era de mediana talla, delgado, endeble, y a causa de un terrible accidente que había sufrido en su adolescencia, tenía la nuca y el dorso ligeramente encorvados, o mejor dicho, había adquirido el hábito de andar agachado y como hundiendo algo la cabeza entre los hombros. Caminaba con lentitud, frecuentemente frotándose las manos, tenía en las maneras un no sé qué de reservado y aristocrático, y su acento era agudo, incisivo y notable por un tono como de malicia burlona, de ironía casi mefistofélica y sarcasmo... Tenía el cabello negro y liso y la cabeza muy correctamente conformada; la frente no muy amplia, pero muy despejada, tersa y delineada con tal vigor, que al primer golpe de vista revelaba la perspicacia, la actividad constante de pensamiento y de carácter, la audacia de propósitos, la generalidad de percepciones, el instinto de la dominación y la disposición a la lucha. Los ojos, muy negros, pequeños, brillantes y de la más penetrante mirada, parecían agudos y metálicos: tan fina así era su mirada, casi punzante y de un brillo como el del acero bruñido. Tenía el óvalo del rostro vigorosamente cortado, angosto y agudo hacia la barba; la nariz aguileña, palpitante, en cuya curva se ponían de manifiesto la fuerza de voluntad y la energía; la boca ampliamente

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República delineada, pero recogida por una frecuente contracción de los labios, que eran delgados, nerviosos, casi siempre animados por una sonrisa irónica y burlona; y por toda barba unos bigotes poco abundantes pero libre y correctamente pronunciados.

Al final del boceto biográfico de Arboleda concluye Samper:

Arboleda fue, sin disputa, un hombre extraordinario: tuvo casi todas las condiciones para ser un grande hombre: jamás fue vulgar; fue siempre brillante; tuvo defectos como cualidades, cometió faltas, y dejó profundamente marcada la huella de su paso.

D. Julio Arboleda murió trágicamente en la montaña de Berruecos, departamento de Nariño, el 13 de noviembre de 1862.

La carta que ahora publicamos por primera vez hace parte del juicio criminal seguido en su contra por el gobernador del Cauca, Dr. José Manuel Castrillón, en razón de haber tildado, en El Misóforo, al presidente José Hilario López de tirano o sectario de la tiranía. Este documento autobiográfico que se conserva en el Archivo Central del Cauca y que ahora reproducimos fielmente en su forma y contenido, nos fue suministrado por nuestro gentil amigo y catedrático de la facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Cauca, D. Gerardo Andrade González.

Carta autobiográfica

Mi señora Sofía Mosquera de Arboleda. —Popayán, Tulcán a [?] de abril de 1851—. Mi muy querida Sofía: De Patía te escribí cuatro letras, tan de prisa como era natural que lo hiciera cuando se me anunciaba que estaba al entrar una partida democrática que me perseguía, y me apuraban todos para que montase y siguiese mi camino. Como es muy natural que deseéis saber y deseen saber mi madre y mis hijos los pormenores de mi peregrinación voy a referírtelos que aunque a nadie más interesen para nadie más escribo. La noche aquella en que dejé mi casa y familia después de subir del Molino por dentro del agua salí y atravesé esos llanos: el callejón, el llano del Carmel etc. etc. hasta que me senté (nada se veía) en un terreno por Chuni que según vi después queda enfrente del cementerio. Habiéndonos sido imposible romper un rastrojo espeso allí pasamos la noche. Con las cinco de la mañana emprendimos nuestra marcha al siguiente día por entre el Monte; llegamos a la Marta y nos estuvimos ocultos secando la ropa hasta las tres de la tarde: a esa hora seguimos el curso de varias cañadas evitando siempre cuidadosamente todas las veredas hasta dar con las siete de la noche en las Cruces, bastante más acá del pueblo de Timbío. En este punto montamos a caballo. La noche estuvo tan oscura que era imposible divisarse uno mismo la palma de su propia mano: llovía que daba miedo, el camino estaba horroroso, y para más padecer encontramos caído el puente de Quilcacé. Este contratiempo nos hizo devolver y buscar asilo contra la lluvia en una casa de los Cuevitas. De allí bajamos ya con la aurora a buscar vado para pasar el río, cuando

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República vi en la cuesta a Juan Luna que se había fugado en la misma noche de Popayán, que se me reunió y a quien tengo conmigo sin saber de su padre. Como no pude sacar mis caballos de Popayán, y tuve que proveer a Juan de caballerías este hecho demoró considerablemente mi viaje y causó el atraso de Valerio y Salvador e hizo que llegase a Patía catorce horas después de lo que tenía calculado. Aquí apenas llegué, hallé quien me condujese a Mercaderes pero ya no íbamos sino Juan y yo: todos los demás quedaban muy atrasados.

La necesidad de buscar caballerías para Luna era en todas partes una demora, porque no es lo mismo buscar una que dos, y tanto más cuanto que a mí cualquiera me daba su caballo aunque fuese montado en él, lo que no sucedía con mi compañero. Así fue pues que de Timbío a la vista hice 2 jornadas, la 1ª al Bordo y la 2ª a la Venta, cuando yo debía haber llegado a Pasto al 2º día. En este pueblo de la Venta vive José Pérez. Habiendo empezado a pasar la montaña de Berruecos Toribio Silva, mi baquiano fue horrorosamente maltratado por el macho en que iba que se cayó con él y se le pasó y le saltó sobre el pecho. Me devolví pues, le hice sangrar, poner ventosas, dar pócimas etc. y perdí todo el día en la Venta. Mientras tanto y mientras José Pérez me brindaba su casa y me instaba porque comiese con él etc. etc. un posta que él había despachado corría la montaña, con la noche pasaba el Juanambú e iba a Pasto a hacer que se me detuviese. Yo supe al otro día como a las 10, en Ortega, y determiné quedarme allí. Luna se fue a Pasto con su conductor, y le dije que me encontraría aquí en Tulcán adonde en efecto llegó un día después de mí. Yo dormí en Ortega habiéndome retirado a un Guaico de la cañada que separa a Ortega de Buesaco: De allí salí al otro día sin más que mi pantalón, en mangas de camisa y con una ruanita, una pistola y un palo por todo equipaje; tomé a pie sobre la derecha siempre tratando de ponerme de este lado de Pasto, atravesando la cordillera. Sin botines, sin alpargatas, sin nada, caminé de risco en risco y al cabo de cinco días de marcha di en el puente de Rumichaque (que es un puente sobre el Carchi, formado por el mismo río que se zabulle en la tierra y deja aquel paso). Para conseguir unas papas y (algunas veces) un matecito de leche, pues no tomé otra cosa en los cinco días, tuve que recurrir a la superchería de decir que era Jesuita que iba disfrazado en pos de mis hermanos a Quito; si no me habría muerto de hambre. Desde el 1er. día me lastimé un talón, y con las espinas, con el aguacero que no escampó un instante se me hizo una úlcera que me está molestando todavía. Ya en la última jornada tomé dos veces el camino real por el espacio de 10 o 12 cuadras. La 1ª vez me encontré con 4 oficiales, y como no había un arbusto donde ocultarme salté a un potrero y me puse muy serio a recoger el ganado. Ellos pasaron. La 2ª vez me encontré con un piquete de 25 hombres que traían unos oficiales; me escurrí a una chamba y ellos pasaron por encima de mí diciendo no sé qué cosa en que mi nombre figuraba pero no sé de qué manera. Ya estoy descansando en casa de un señor Luis Antonio Brisón que fue a traerme de Tulcán; que dice conocer a mi madre, padre, abuelo, suegro etc. etc. y que se manifiesta muy cariñoso y me atiende y cuida con un esmero especial. Todos me tratan admirablemente bien y se apresuran por manifestarme aprecio, y consideraciones. Ya está la historia de mi peregrinación. El Dr. [José Simón] Chaux debe haber vendido varias cosas y le escribo con el objeto de que te

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República suministré plata blanca para tu viaje, pues si lo poco que te dejé en oro puede llegar aquí, nos hará gran provecho. En la bolsa hay un potro pintado que es tuyo, que compré solo para ti, y desearía que lo hicieses traer calzado. Polo conoce bien las bestias de Calibío y Salvador también todas las que puedan servirte será bien traerlas (calzadas las de silla) porque esa será economía y provecho. Aquí puedo venderlas en caso de que no se necesiten más. Desespero por saber si sacaste los papeles y se los entregaste a Chaux. Si ves a Ibáñez dile que se venga que esto está bueno y puede corresponder a nuestras esperanzas. No hay peligro para él saliendo de Timbío. A Luna id. id. para aunque él ya considero que estará cerca y que lo habrás hecho auxiliar para venirse. Mis afectos a mis hijos, a mi mamá, y a mis amigos. A Sergio le escribí antes de ayer a Quito. Sé que pasó bueno. Aunque los caminos están horribles, opino que debes venirte pronto. Mientras tiene uno su mujer, su madre y sus hijos expuestos nada puede hacer y a nada puede resolverse. Adiós. Tu amigo, siempre tu amigo. Julio. P.D. Si, puedes dejar a Esteves con su madre harás muy bien porque en estas circunstancias, nada puede sino pasar trabajos. P. Data. Se me olvidaba decirte que me traigas todos mis manuscritos: unos están en el baúl que quedó en el corredor, otros en mi estudio verde, otros en los cajones de mi mesa. Quizá aquí haré algo de ellos pues gozaré de tranquilidad. Los libros azules que me regaló Tejada y cualesquiera otros que quieras traerme; pero las obras de Tácito te las recomiendo mucho. No me las dejarás. Vale.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 176, Bogotá, 1º de septiembre de 1975, pp. 3-5.

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Rodrigo Arenas Betancourt

Escultor de fama continental; humanista y escritor. Además de Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte (Ensayo autobiográfico), el maestro Arenas Betancourt publicó Los pasos del condenado (Bogotá, 1988) y Memorias de Lázaro, Instituto Caro y Cuervo (Bogotá, 1994), prólogo de Vicente Pérez Silva; obras, estas últimas, que contienen conmovedoras revelaciones del secuestro padecido por su autor entre el 18 de octubre de 1987 y el 22 de enero de 1988; al igual que hondas reflexiones sobre el amor, el arte y la muerte.

Retrato de mi pueblo y de mi madre

Nací en el cerro del Uvital, al norte de Fredonia, en el suroeste de Antioquia, el 24 de octubre de 1919, como primogénito de una de esas ejemplares, irracionales, religiosas y prolíficas familias antioqueñas. El Uvital es un cerro de formación geográfica agresiva, como todo Fredonia, igual que Antioquia. La vida allí es penosa y miserable porque la tierra está negada para la agricultura. No se consigue nada para comer. La tierra está repartida entre pocos propietarios que no siembran sino café en unas partes y en otras dejan pastar sus ganados. Todos trabajábamos con ellos, en sus fincas, como peones, por unos salarios misérrimos. En aquel lugar la naturaleza es bella, armoniosa, solemne y de una luminosidad cegadora. El espectáculo conmueve y a simple vista la vida parece que también es bella y tranquila; pero el hombre no tiene capacidad física o espiritual para superarse y gozar de aquel espectáculo. En ninguna otra parte el contraste entre la miseria, el abandono y el desamparo del hombre y la belleza y la amplitud del paisaje es más dramático y cruel que en estas regiones ecuatoriales. La miseria es telúrica, geológica, del génesis y no es la miseria social de las grandes ciudades, de los países evolucionados. Esta es una miseria sin redención, el drama del hombre que implora su postración de siglos ante divinidades crueles e indiferentes y ante una civilización estulta, regida por el dinero y el egoísmo.

Los domingos, mi madre nos decía: "¡Vámonos al filo a divisar!". En esta expresión tan sencilla está contenida la voluntad psicológica del antioqueño y está ya, configurado, todo mi mundo interior. Sentados en el filo, allá, en la parte más alta del Uvital, las horas transcurrían silenciosas y tranquilas. La vista se perdía en azules distancias infinitas. El corazón soñaba. Al frente de nosotros el "Cerro Bravo" de un azul profundo, cubierto de neblina, un poco más atrás, como un remedo del "Cerro Bravo" el "Cerro Tusa" y allá, al fondo, las crestas de la cordillera Andina. Al lado del "Cerro Bravo", Combia, con su cruz, abierta contra el cielo, Cristo Rey aún no estaba. Al pie de Combia, el pueblo, el reguero de casas rojas, como una alegoría de pesebre navideño. En el extremo izquierdo, las hondonadas del Cauca y, en el extremo derecho, los cerros donde están Titiribí, Armenia de la Mantequilla, Angelópolis, Amagá, El Pedrero. Desde entonces, una recóndita saudade, una misteriosa nostalgia me acongoja y carcome, y una sed

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República insaciable de remotos horizontes me taladra el corazón. Nostalgia y saudade congénitas, consubstanciales al existir, principio y fin de los primeros actos así como de la creación y los viajes en los años maduros.

Hablábamos de muertos y aparecidos, de viejos recuerdos familiares, de lo ingrato de la existencia, de las dificultades para conseguir el pan de cada día en los cafetales y en medio de aquella naturaleza bella, pero cruel y despiadada. Los cerros se teñían de rojo, del rojo del sol de los venados. Las nubes, los arreboles, se hacinaban en tropel en el horizonte y pienso que, desde aquel entonces, mi espíritu estuvo impactado para imitar las nubes, su ingravidez, su frágil profundidad.

La noción de la vida entre mis parientes campesinos es dramática y pesada... vida muy rudimentaria, sin alicientes sociales, culturales o espirituales para gozar de la existencia. Viven sólo para morir. La vida está ensombrecida por la obsesión de la muerte y del castigo eterno. Muchos de mis parientes son todavía analfabetos. Tienen entre ellos éxito los curanderos, los yerbateros, los adivinos, los magos, toda esa laya de explotadores de la ignorancia y de la buena fe. Para ellos la naturaleza, la noche, el agua, el aire, los árboles están poblados de fantasmas, de endriagos, de íncubos o súcubos, de brujas y duendes, aparecidos y espantos. Son animistas y en virtud de ello, todos los seres están poseídos por espíritus del mal. El menor signo: el canto del gallo, el trino del ave, alguna voz en la noche, el ruido del fuego, el tronar de la madera, la fosforescencia de las raíces o la persistencia de algún insecto son señales de desgracia y casi siempre de muerte. Algunos de mis parientes se han convertido en propietarios de grandes extensiones de tierra; pero no han salido de su condición de hombres primitivos, sin idea del alfabeto, de la cultura y de la civilización. Mi padre, por esas intuiciones propias de los seres sensibles, siempre quiso que nos fuéramos de aquel lugar y para ello hizo sacrificios inenarrables.

Mi mundo está visto a través de los ojos azules y límpidos de mi madre que es una mujer campesina, cósmicamente religiosa, de temperamento inflexible y con una resistencia masculina para el trabajo, que se empeñaba en enseñar a leer a los humildes. La noción que tengo del sufrimiento, del llanto, de la angustia, la aprendí de ella, de su inmensa disposición para sufrir la adversidad. Desde entonces, para mí el mundo es, como para ella y por ella un verdadero valle de lágrimas y un congojado peregrinar hacia la muerte. Desde entonces sé, también, que no existe otro consuelo sino el amor, sé que por el amor vivimos, sé que por el amor sufrimos, sé que por el amor el espíritu arde, sé que por el amor estamos ligados a todos los seres y a todas las cosas. Mi madre está unida a todas mis experiencias de Fredonia. No puedo, no podré nunca, olvidar su imagen cuando en medio de la noche cerrada recorría los caminos de la montaña, llevando en brazos el cuerpo de mi hermana enferma, en busca de las medicinas naturales; la sangre caliente del novillo, las vísceras palpitantes y las plantas aromáticas. En medio de la noche campesina, poblada de espíritus, de arcanas voces, yo sentía morirme de miedo, mi madre estaba imperturbable y tranquila. No he visto una energía mayor acumulada en un cuerpo tan pequeño y frágil. La imagen de mi madre, en esas

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República noches, es para mí, la representación de la vida en lucha con la muerte. La suprema y bella configuración de la esperanza. Si algo aprendí de mi madre fue la tenacidad, la fe, la seguridad en sí misma. Con estas armas he caminado por el mundo, llevando una hirsuta bandera vegetal y un arisco espíritu que busca reproducir en imágenes la vivencia del "Cerro Bravo".

Mediante esfuerzos sobrehumanos de mi padre fuimos a parar al pueblo. La vida en él era igual de difícil que en el campo. Había entre los desheredados tanta hambre como en el campo. No era aquel el paraíso de la justicia. Los hombres estaban sometidos a tres o cuatro señores del pueblo por medio de deudas, de compadrazgos y de arrendamiento en las fincas y en los almacenes. Los motores sociales fundamentales eran la religión, la política (la violencia), el dinero y el amor. El pueblo empollaba bajo las vigilantes torres de la iglesia. Los hombres tenían poco que hacer y se dedicaban al alcohol, al ocio y a las rameras. Cuando empecé a crecer el pueblo estaba dividido en castas. Familias "buenas" y "malas". Familias "bien" y ricas, familias "malas" y sin nada que llevarse a la boca. Era, para mí, un espectáculo conmovedor ver los gamonales cargando el palio, tan circunspectos y tan cerca de Dios y del padre eterno. Mi padre hubiera manchado el palio si lo llega a tocar. Yo aceptaba que aquél era un lugar que les pertenecía por designio y disposición carismáticos. Estos buenos gamonales ejercían, en forma absoluta, el poder en mi pueblo. La masa, la inmensa masa, éramos las familias pobres, "malas", astronómicamente numerosas, que buscábamos el alimento, como un ejército de hormigas, saqueando los cultivos y mendigando en las fincas. La miseria en Fredonia se debía a la injusticia en el reparto de la tierra y a la ignorancia y puede que también al hecho de que todos queríamos llegar a ser gamonales por medio de la providencia divina. Las gentes de Fredonia no tenían recursos materiales y culturales para explotar la tierra.

Sufrí mucho y fui feliz. La miseria no era como para echarse a llorar. Conocí la vida en toda su agria magnitud. Una de mis hermanas murió una noche, en mis brazos. A mis hermanos enfermos yo los cuidaba. No guardo ningún rencor. He comprendido, en la juventud, el corazón de la duda, del dolor y de la desesperanza.

Cuando me fue posible, inicié el éxodo como remedio a todos estos males. Ahora entiendo que se debe a las malas circunstancias en que viven las familias campesinas, la heroica fuerza migratoria de los antioqueños. Recuerdo aquellas caravanas de campesinos que partían, con sus muy escasos bienes, hacia el Cauca Arriba. Todas las muchachas que se robaban se las llevaban para el Cauca Arriba, decían mis padres. Algunos venían del Cauca Arriba, como maestros del juego "al arma". Se trataba de la leyenda del Dorado en el Valle del Cauca, en el Quindío, en el Risaralda. Cansados con la miseria, en las lomas, los antioqueños, decidieron bajar a los valles.

Me tocó en suerte darme cuenta de mi existencia y por ende de la de Fredonia, en el momento mismo en que la civilización se iba metiendo por esos vericuetos a golpe de esfuerzo y de audacia. Me tocó ser testigo de la llegada del primer

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República automóvil. Vi cómo crecía la línea de tierra que llevaba a Palomos el ferrocarril. Oí, al lado de mi tío, el ruido infernal que producía el primer avión que paso por sobre Fredonia. Viví aquel momento de los primeros gramófonos, de las primeras cámaras fotográficas y de los primeros radios.

He visto a Fredonia desde los abismos del sufrimiento y desde los júbilos del sueño. He conocido a Fredonia persiguiendo los sueños en la infancia, cazando las ilusiones en la adolescencia y buscando a Dios, los ojos de Dios, en sus criaturas. En Fredonia añoré al mundo; en el mundo, añoré a Fredonia. Para mí, la patria, la inmensa patria, es tan grande y pequeña que cabe en un dedal. Es ese pequeño pedazo de tierra al cual puedo asimilarme como ceniza o rescoldo fulgurante. La patria es ese paisaje que vive en mí como recuerdos, vivencias, amor transubstanciado, leves susurros vegetales, agridulce nostalgia y perpetua actitud de rebeldía.

Rodrigo Arenas Betancourt. México, D.F., Axotla, marzo de 1962.

Retrato de mi pueblo y de mi madre en Lecturas Dominicales de El Tiempo, Bogotá, julio 8 de 1973.

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Porfirio Barba Jacob

Miguel Ángel Osorio fue su nombre de pila. Nació en Santa Rosa de Osos, departamento de Antioquia, en 1883 y murió en México, en 1942. Muchas y con diversos títulos son las ediciones que recogen su obra poética. Entre otras, cabe mencionar: El corazón iluminado, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1942; al comienzo aparecen las páginas autobiográficas que llevan por título: El poeta habla de sí mismo.

Autobiografía Amigos ilustres, que tanto me habéis estimulado a recoger mi obra lírica en un volumen; afectuosos, ingenuos admiradores del tránsito, que os dolíais de que yo fuera escribiendo en el viento, sin unidad en mi vida y como bajo el influjo de una embriaguez diabólica: he aquí el libro que me representa, el fruto amargo de mi saber. Resume los esfuerzos de muchos años de experiencia honda y seria del dolor humano, de dilatación de la fantasía, de pugna con las palabras. Compensa el tiempo que he hurtado a la regularidad de las empresas periodísticas, en mi vagabundez, y los viajes absurdos que no tienen ruta fija ni punto cardinal.

Es la impresión valerosa, con tristeza imperial vestida, de imágenes y representaciones de un alma solitaria, y el grito desolado de esa alma en sus precarios fulgores, ante la inanidad de todo y la Muerte como límite, Diadema de lágrimas de la inteligencia, que ciñe mi corazón defraudado. Sucesión confusa de tragedias espirituales.

Confieso que más de una vez me ha parecido letal la amargura de estas canciones, hasta cuando la estrella de la tarde, símbolo de la belleza, baña de suave claridad el sombrío panorama interior. He planteado de nuevo, bajo la inocencia de las rimas, el duelo inenarrable de la materia con el espíritu que en ella parece reverberar, y complico el antiguo dolor de la lira con un dolor que no conoció ninguno de los grandes desolados. En medio de la orgía se oyen las acres negaciones de la soberbia lúgubre, y en la tremenda actitud de la musa se podría ensayar una mística de Satán.

Soy antioqueño, soy de la raza judaica, gran productora de melancolía, según expresión de Ortega y Gasset, y vivo como un gentil que no espera ningún Mesías, o como un pagano acerbo en la Roma decadente. Un frío, agudo análisis me veda la aceptación del testimonio de los sentidos como otra cosa que un engaño; y en cuanto a las nebulosas de la Metafísica o de la Teología, no han alcanzado a domar la rebelión de mi inteligencia, y la belleza no me parece una dádiva que compense los dolores del pensamiento. Quizá una concepción justa del Universo y de nosotros, que nos ponga al unísono con la ley vital y nos dé la tranquilidad y la humilde, fecunda alegría, no pueda fundarse sino en la belleza;

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pero son infinitos e imprescindibles los derechos del ser, y allende la última belleza que él conciba se extenderá siempre "una negrura que da vértigos".

Esta es la tónica de mi Musa, éste es el secreto de mi tragedia espiritual, que está revelando mi poesía.

Mayo

Acaso fue un deseo que se alimentó de mi sangre; tal vez llevaba en mis venas la necesidad de este sitio de paz. No sé, pero es que tampoco sabría decir el encanto de mi pequeño retiro, de mi celda de ensueño que mira al jardín por una ventanilla alegre.

Cuando salí de la ciudad recitaba para mi consuelo, una estrofa que bien pudo ser de Juan R. Jiménez: Huyendo de una mujer me voy al campo mañana... ¡tal vez en el campo logre mi corazón olvidarla!

El sol rabiaba sobre mi rostro descolorido y sobre una hilera de sauces flacos que asombran el camellón de San Juan, esa enorme carretera polvosa por donde tantas veces —a la tarde— hice yo las más locas peregrinaciones con mi alma desconforme y atormentada.

Bajo este sol enfermo, fatigado el pecho de querer y las sienes fatigadas de pensar, hice el camino que me llevó de la ciudad a la Montaña, combinando los más sabios proyectos de vida espiritual, lejos ya de las almas municipales que me atormentaron siempre con sus pláticas torpes y con sus pequeñeces y con sus melosas caricias de vieja histérica.

Y ahora estoy aquí, solo, con los ojos perdidos en un paisaje lejano y dulce, escondido casi por la última cordillera, y animado tal vez por la risa de una boca que me enfermó el alma: leo a Verlaine, el Místico, y me digo en silencio la poesía de Juan R. Jiménez que ha llenado ahora con su espíritu este jardín que ríe bajo mi ventana: hay una maceta de flores que agitan sus pétalos de hostia sobre la ramazón verde; la salviarroja parece un corpiño lujuriante de seda; una era de claveles sangrientos; los lirios lilas, y aquel rosal aromoso que me habla a gritos y me pregunta por la risa y me hace recordar aquella boca!

¿Todavía no vendrá la luna? Hace ya tantas noches que está lejos animando acaso el espíritu de algún poeta (¿dónde estará Bécquer?), ¡o tal vez llorando su luz descolorida sobre el rostro embadurnado de algún payaso delirante! Cuando torne, se echará a reír al verme solo, lejos de la ciudad, sin amor en las venas, ya altivo, predicando a las cosas la fuerza de mi espíritu libertado por el martillo de Nietzche.

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Esta noche tienen mucha luz las estrellas, y como no hay nubes, el jardín está claro; un hilillo de agua se arrastra por debajo de mi ventana para oír los versos dolorosos, desamorados y dulces de Juan R. Jiménez, que se me escapan ahora del alma: ¡Por qué no se irán las frentes detrás de sus pensamientos, los ojos tras de sus lágrimas y los labios con sus besos! ... ¡En el sendero florido cómo llora la carreta! Hay alguien que se ha dormido soñando en su pandereta. ... Esos novios que se besan cerca de mí, tras mis árboles, no pensarán que hay un alma que los mira enamorarse.

El agua se aleja repitiendo el dolor de estos versos, y abajo, cerca al baño, hace una caída que quiebra el ritmo.

En la ciudad leí algunas veces las Rimas de este poeta; y cuando volvía los ojos por mi balcón en busca del jardín donde los novios se besan, encontré siempre las avenidas groseras de la Plaza de Mercado; ¡allá en un rincón se moría una candileja, y de cuando en cuando maltrataba el silencio un grito doloroso y continuado del sereno que velaba! Cerré el libro y a favor de la luna me iba alejando, por una avenida de sauces, camino de España... Hoy, el poeta y el jardín y la carretera han venido hasta el callado rincón de la Montaña sola, y yo no sé por qué, las cosas se han hecho blancas y un rumor extraño, como una melodía de piano, va inundando el jardín.

En la distancia hay una mujer que reza (luego el recuerdo de las carnes que se mueren en los conventos maltratadas por el silicio, y aromadas y blancas). Martínez Sierra pasa, con el índice en la boca, recitando bajo una oración que aprendió en París...

Mayo: mes de flores: es la cosecha de ensueño; bendito fruto de la tierra que nadie vende ahora; yo he visto pasar por delante de mí —riendo de alegría— una partida de rapazas cargadas de flores y de ramas, para el altar de la Virgen: se acercan a todos la patios y tronchan con los dientes los ramos mejor florecidos, sin cuidarse de su dueño porque acá todas las flores de este mes no tiene sino un objeto: alegrar a la Virgen que reclama para ella la más fácil primicia, la más hermosa, la que huele mejor: esa que no supone la fatiga de los labradores, que no merma sus trojes, ni empobrece sus lomas: fácil primicia que se entrega riendo.

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Llueve y hace sol sobre la tierra: su vaho humedecido me hace bien, me refresca estas sienes y me hace querer la sangre loca de mis venas vivas: echado sobre un haz de yerba fresca veo pasar las gentes, buscando con ojos hambrientos de amador campesino, un sano rostro de mujer a que tengo derecho: ha de venir — yo no sé cuándo— a besarme la boca y mirarme los ojos, por la gracia de mi verso elogiástico. Acaso lo he visto muchas veces y no es la hora; tal vez sea el de aquella pequeñita que se llegó descuidadamente a maltratarme la cara con su alegre pandereta florecida. ¡No sé! ¡Será posible que no lo sepa nunca! ¡Que jamás sea la hora, que haya de morirme solo! El vaho humedecido de la tierra me refresca el alma y las venas locas, pero el recuerdo de la Esperada me hace caer en la tristeza.

Mayo, mes de flores. El altar de la Virgen, en cuyas gradas vestidas de musgo, hago la oración vesperal de mis abuelos, tiene para mi alma franca de muchacho vencido, un singular atractivo de cosa extraña: tal vez ese olor a monte y a jardín, sofocado por el color de las cien luces que oran ardiendo; quién sabe si aquella imagen de María Dolorosa, tan tosca, así afeada por los colores extravagantes, y por aquel absurdo de sus ojos japoneses, o acaso la idea de sentirme tan unciosamente devoto, con las rodillas hincadas y los ojos entreabiertos, desgranando un rosario... No sabré decirlo, pero es muy cierto que el alma se me llena de alegría, y la carne de anhelos: siento ya menos miedo de morirme y el odio a la vida se extingue poco a poco.

Hace falta que el altarcillo sea más pastoril: los paños blancos de lino, los grandes franjados, y sobre todo ese manto verde que envuelve la imagen, me hacen muy mal efecto, porque en ocasiones matan ellos en mí la ilusión encantadora de estar adorando un dios falso, arrancado a uno de esos museos de cosas antiguas, sagradas y mentirosas que oyeran la plegaria de las primeras gentes.

Si la Virgen fuera de mármol...

Antonio Merizalde ha estado a verme; vino como una consolación, con sus húmedas pupilas de misterio, con su rostro descolorido, con su espíritu anémico, con su cuchilla de análisis, su espantosa cuchilla de análisis y sus pupilas de misterio.

Juntos leímos Los Rubayata, del viejo Omar Kahyyam, y en ese sabio poema panteísta, el más sabio, el más intenso, el más genial poema panteísta que he leído, bebimos el jugo fresco de la Tierra, infinitamente sabia, poderosa, principio y fin de todo lo que vive.

Oíd al viejo Kahyyam, precursor de Zarathustra:

"Ahora que el año nuevo hace revivir los antiguos deseos, el alma, llena de pensamientos, se retira a la soledad, donde florece sobre la rama la Mano Blanca de Moisés, y Jesús suspira desde lo hondo de la tierra".

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"Aquí, bajo la fronda, con un pan, un cántaro de vino, un libro de versos... y tú a mi lado, cantando en el desierto... Y el desierto es bastante paraíso".

"Lo mismo a los que se preparan para hoy que a los que fijan la mirada en una mañana, clama un muezín desde la torre de las tinieblas: —¡Locos: vuestra recompensa no está ni aquí ni allá"!

Merizalde interrumpió una vez.

—Sobra este ciprés en su jardín.

—Sobra

Y seguimos oyendo la palabra del viejo Kahyyam. Calló al fin el poeta de Naispahur, olvidado nueve siglos, y al homenaje de nuestro silencio, me pareció que reían sus labios ungidos, sus labios que dijeron la palabra de verdad y de consolación, en un huerto del Siglo XI, bajo una fronda, con un pan, un cántaro de vino y un libro de versos...

Acaso resulte muy difícil —para mí— ¡oídlo bien! Encontrar un alma más grandemente atormentada, que la muy llorosa y muy excelsa de Antonio Merizalde, poeta que desgarra inmisericorde de la llaga de su espíritu para darse en espectáculos de un alma chorreando sangre.

Cuando alguna vez le sugería la idea de hacernos dioses para nuestro culto, dioses contra el querer de las gentes que no alcanzan la ingenuidad de esta soberbia, tuve que soportar la fusta de su palabra indignada: porque Merizalde profesa con toda seriedad la religión del orgullo. No quiso ser dios de su propio altar, porque quiere ser dios del altar de todos.

Encuentra éste, también, "demasiado estrecha y pálida la torre de marfil, para el anhelo de su soñar", y yo no sé que busque el homenaje de las gentes, pero es lo cierto que no le basta su propio homenaje.

Este poeta va enfermo, y cuidaos de intentar curarle, oh grotescos discípulos del "medicastro alemán Maz Nordau", que con ello le robaríais el encanto de su vivir, porque su propia enfermedad es su mejor alegría; yo he visto reír levemente sus labios sobre el dolor de su alma que sangra miel de ensueño, y sé, porque sus versos me lo han dicho antes que la extraña palidez de su cara enflaquecida, que cada gota de sangre suya es una estrofa que cae en las más alegres horas de la martirización. Y ¡qué hermoso desangrarse uno cantando la gloria de sus propias heridas!

Me siento evangelista: A este poeta que canta con intuición de místico la extravagante virtud de la castidad, cuando todavía lloran sus labios la fatiga de haber besado mucho una boca roja; a este poeta que espera y llama la muerte con gritos desesperados, a la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República hora misma en que le agita el organismo supremo de haber sentido temblar una rama de rosas; a ese poeta que esconde tan maravillosamente la alegría de su espíritu, he tenido que recitarle los mejores capítulos de mi Alkorán extraordinario.

...

—¿La sinceridad? Harto he pensado en ella; pero es que usted olvida de que hay espíritus hechos a fingir, a fingir siempre, y a ellos fuera una deslealtad mostrarse desnudos.

—Verdad.

Logré hacerle recitar una nueva poesía suya; catorce versos, como catorce pétalos de una flor muerta en el tallo, fueron cayendo de su boca, naturalmente, dolorosamente, como si al emitirlos le lastimaran los labios y le aliviaran el pecho de un gran pesar: Es esta noche callada en que un soplo de tristeza troncha con rara presteza de un sueño la flor rosada; en que una llorosa hada del jardín de la belleza, mágica plegaria reza ante el altar de la nada en los labios de la Muerte miro un gesto de pavura que horror en el alma vierte, y en el rostro de la Vida la mirada sin ternura que presiente mi partida.

Hablamos luego del poeta de hoy, que ha llegado al fin a conocer el encanto de sus ratos más dolorosos: esos en que entregamos el espíritu al martirio de la contemplación, porque apenas habrá algo que nos haga desear la liberadora descomposición final, como este ejercicio martirizante a que amamos entregarnos seguros de la Virtud excelente del ensueño. Y sin que pueda ocultársenos en eso hay un dolor, hemos llegado a creer que harto indemnizado ha de quedar todo poeta consciente que se haga bien dueño de la Naturaleza, madre de poesía y fuente única de Verdad.

Después el viejo Omar tornó a hablarnos:

"Mientras florece la rosa a orillas del río, bebe el rojo rubí de la vendimia con el viejo Kahyyam, y cuando el Ángel se acerque a ti ofreciéndote su más tenebrosa bebida, bébela y no tiembles".

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Esta vez estuvimos acordes: el poeta del Naishapur dice una cosa cierta y consoladora.

La autobiografía que aquí se reproduce hace parte de las Obras completas de Porfirio Barba Jacob, Ediciones Académicas Rafael Montoya y Montoya, Medellín, 1963, pp. 324-333.

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Nicolás Buenaventura

Nacido en Cali el 25 de noviembre de 1918, Nicolás Buenaventura es ante todo un pedagogo autodidacto que si bien se inició como ingeniero en el Ministerio de Agricultura en el Valle del Cauca, en la década del 40, su activa militancia en el partido comunista, donde alcanzó las más altas jerarquías y en la lucha contra la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla, configuró su perfil de luchador social vinculado a los problemas sindicales y a la investigación-acción participativa en lo cual fue pionero, en temas como los cortadores de caña en el Valle del Cauca.

¿Sus disidencias frente al partido comunista, a partir de la “Primavera de Praga”, quedaron expuestas más tarde en un libro, Qué pasó, camarada? (1 992), donde, como él mismo lo explica, se produce el viraje de toda una vida como educador para la Revolución y la guerra justa al destino actual de educador para la democracia y la paz".

Acorde con ello ha sido, desde los años 80, activista en los acuerdos del cese al fuego y tregua entre el gobierno y las FARC, y ha realizado una intensa labor pedagógica en entidades como el Sena y universidades como la Pedagógica y Javeriana de Bogotá. Actual director del proyecto de "Educación para la democracia" del Ministerio de Educación Nacional, entre sus últimos libros, se destacan El tambor y el humo (1994) y varias incursiones, siempre con carácter didáctico, en el género autobiográfico. De ahí el texto que se incluye.

Media humanidad amanece

La memoria del hogar de mi infancia se presenta en dos experiencias distintas.

Una es la de las llegadas providenciales de mi padre. A veces llegaba de viajes largos. Llegaba rompiendo puertas, abarrotando la casa de regalos a veces de viajes cortos, por ejemplo de un día, pero siempre "llegaba", siempre de visita mi padre. Siempre con la provisión o la noticia.

Otra es la del círculo de complicidades de mi madre. Ella era cómplice o íntima de cada hijo en forma diferente. Cómplice, por ejemplo, para que tomara más de la ración prevista, a escondidas, cómplice para que jugara más de la cuenta.

En realidad había dos hogares, el del círculo matemal, cercano, que estaba abajo, en la base, en la sombra, y el que llegaba, el que venía de lo alto.

Las relaciones sociales en este hogar eran algo así como un acuerdo de sumisión o de sometimiento entre uno y otro espacio. Así que allí todos estábamos en paz porque creíarnos firmemente en el padre como Dios, o sea, en el padre providente al que se le debía todo, empezando por la vida.

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Abajo, en la sombra, siempre ella, mi madre, en el círculo, con sus hijos satélites, al rededor, jugando a la libertad contra el poder paterno, ejerciendo su propio poder pero desde adentro.

Mi padre era el capitán del barco, el, que daba el rumbo. El que decidía de los cambios de sede. Era el poder desde afuera. Mi madre era el barco mismo. Su funcionamiento, su trasegar. Era el poder desde adentro.

Siempre pensé de niño o joven y ya hombre maduro inclusive, que el milagro del pan todos los días en la mesa, el "pan nuestro de cada día", el de la mesa hospitalaria, el milagro del techo que nunca faltó, nunca se durmió a la intemperie, ni en las épocas de más dura pobrecía. Siempre me parecía claro que toda esta providencia era creación de mi padre, que todo ello venía de lo "alto". Sólo muy tarde, construyéndome el edificio con todo rigor, haciendo una exégesis a fondo, viene a descubrir la verdad. Mi padre era un buen padre, pero tenía el poder de fallar. Fallaba en la malas contra su voluntad, a veces, pero también eso podía ocurrir en las buenas. La que no tenía la opción de fallar era ella, la mujer-sombra, mi madre. Ella llenaba todos los baches, cubría todos los vacíos. Ella era el milagro del pan cotidiano en la mesa. No sólo porque guardaba en las bonanzas para los tiempos de las penalidades, sino porque también era fuente de ingresos, era modista, era hortelana y comerciaba.

Así eran las relaciones sociales en este hogar de los abuelos.

Era el hogar de género. Cuando se discutía en la mesa la vocación de cada cual, quién iba a ser ingeniero o médico o militar, cuáles eran las opciones futurzis, se entendía claramente que nadie estaba hablando de las hermanas, aunque fueran mayores, por una razón obvia: ellas no iban a ser, ellas no tenían vocación o proyecto humano. Ellas sólo eran. Eran eso, mujeres, eran género. No tenían designio, sólo tenían destino.

En los pequeños quehaceres de la cotidianidad también estaba siempre el signo del hogar género. Yo acompañaba al viejo en la cacería o en la pesca, o en la calle, mientras tanto mis hermanas hacían la casa, el aseo, la cocina.

Hogarvertical, hogarpiramidal, hogar degeneró, el hogarde los abuelos.

Sin embargo allí estaba, en la sombra, el otro espacio, el del círculo matrístico, el de las complicidades.

A veces mi padre llegaba hasta él, lo bordeaba. Esto se lograba con el milagro del juego. El viejo jugaba de cuando en cuando, entraba al "círculo".

También a veces, en ausencias largas del hombre, la madre saltaba a la cúspide de la pirámide con carácter de vicaria o mayordoma, asegurando el esquema paterno y entonces era vertical y dura.

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Hoy, ¡qué pena!, oigo decir, hoy se está derrumbando, fatalmente, ante nuestros ojos, de manera inevitable, el "hogar de los abuelos". Por ejemplo el valor de la autoridad paterna individual como eje ancestral del hogar, como relación dominante, se está desmoronando.

Este hogar de la mujer sombra, con todos sus valores del respeto, de la obediencia, del sacrificio, del destino eterno de la mujer, no tiene ya casi asidero.

Fue primero el libro el que llegó a la casa, el que trajo a la mujer el mensaje del afuera, del mundo. Ya mi madre era una lectora de novelas y fotonovelas. El libro fue el primero de los 46medios" que le disputó al varón, al padre, el papel de antena de la pirámide. Fue el primer rayo de luz que llegó hasta el "círculo" de mi madre. Luego vino el periódico. Recuerdo que mi madre y mis hermanas mayores se orientaban por el periódico para conseguir contratos de costura de pacotilla.

Después llegaría la bendición de la radio, que ya no requirió entrar por la puerta, con permiso o con cartero, sino que entraba por arriba, como historia de brujas, entraba por donde llegara el mensaje del afuera del cual había sido para siempre mi padre el único portador.

Así que ya no había una sola verdad en mi hogar, porque el dueño exclusivo del mensaje del afuera, en cualquier espacio humano, no tiene contradictor posible, él es la verdad en sí mismo.

Aparecieron dos verdades alternativas en mi hogar. Lo recuerdo exactamente por la voz de un líder que inauguró, en nuestro país, la construcción de un movimiento político a través de la radio. Era Jorge Eliécer Gaitán. Fue ésa la primera voz del afuera, del mundo, que llegó hasta el círculo de complicidades del hogar. Nosotros teníamos compañero en esa ocasión para alertamos de apagar la radio a una llegada no previst ' a del padre, ya que él no quería nada con esta herejía de su viejo Partido Liberal.

El hogar de los abuelos no estaba hecho para el mundo de los medios.

Le ocurre a este hogar lo que a las momias egipcias, encerradas por milenios en sarcófagos herméticos. Hay que tener siempre mucho cuidado, por ejemplo, al rescatarlas para el museo, porque, si les entra una brizna de aire, se desmoronan, se vuelven polvo.

Después de la radio vendría la televisión, pero ya sólo para completar el ciclo, para asegurar el carácter irreversible del proceso.

Durante cincuenta años de mi vida, desde que dejé el hogar de los abuelos, no he visto otra cosa sino cómo salía, cómo podía salir mi madre de la sombra.

Me ha correspondido vivir, por eso, quizás la aventura democrática más arriesgada y mayor de cualquier edad de la comunidad humana, el hecho de que

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República media humanidad empiece a iluminarse, a darle de lleno la cara al sol, de que media humanidad amanece.

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José Camacho Carreño

José Camacho Carreño nació en Bucaramanga el 18 de marzo de 1903 y falleció trágicamente en las cercanías de Puerto Colombia, departamento del Atlántico, el 2 de junio de 1940.

Hizo estudios en el Gimnasio Moderno de Bogotá, bajo la dirección de D. Tomás Rueda Vargas; en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y en la Universidad Nacional. Desde muy temprana edad se distinguió como escritor y orador de aquilatados méritos.

En las postrimerías del gobierno del general Pedro Nel Ospina, en unión de Eliseo Arango, Joaquín Fidalgo Hermida, Augusto Ramírez Moreno y Silvio Villegas, formó parte del grupo Los Leopardos, denominado así por la manifestación combativa y entusiasta de tan aventajados universitarios. Desde entonces Camacho Carreño comenzó a escribir en El Nuevo Tiempo y a participar activamente en las luchas políticas.

En plena juventud fue elegido diputado a las asambleas de Santander y Cundinamarca y, también, representante a la Cámara, de la cual fue dos veces presidente. Fue, así mismo, secretario de nuestra Legación en Bélgica, ministro plenipotenciario ante los gobiernos de la Argentina y del Uruguay y delegado a la VII Conferencia Internacional Americana de Montevideo.

Como escritor, Camacho Carreño hizo gala de un estilo correctísimo, de sabor clásico pudiéramos decir. Pero, más que todo, sobresalió como un elocuente y vibrante orador. Refiérese que en el foro, en la tribuna pública y en el hemiciclo del Congreso libró duelos oratorios de extraordinaria resonancia. Alguien puntualiza de este modo: "José Camacho Carreño fue el verbo. Es decir, el creador, el movilizador, el castillo luminoso y musical, el venablo sonoro, la fonética con su poder de taumaturgia y de asombro".

Sobre este aspecto en la vida del tribuno santandereano, el escritor Jaime Paredes nos dice lo siguiente:

Yo no he oído un orador de tanto brío, de tanto color, de tan masculina elegancia como este José Camacho Carreño. Nació orador, como otros nacen pintores. De allí esa frescura, ese empuje elemental de su verbo. No hay el esfuerzo intelectual por aderezar frases, por irlas tallando a fuerza de pensarlas y castigarlas: le salen redondas de hermosura como las notas de los grandes cantores.

El fragmento autobiográfico que reproducimos a continuación hace parte del capítulo primero, titulado Preliminares necesarios, del libro El último leopardo (Bogotá, 1935). Dicho capítulo contiene los siguientes apartes: El Gimnasio Moderno (que aquí se reproduce), Los leopardos, Ingenuidades parlamentarias, Acusación al ministro Rengifo, y División conservadora y origen de la candidatura

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Olaya Herrera. Además del libro antes mencionado, Camacho Carreño publicó: Defensa de Soledad Agudelo (Bogotá, 1926), Reflexiones económicas (Bruselas, 1929), Florentino González: memorias (Buenos Aires, 1933), En defensa del jurado (Bogotá, 1937), Bocetos y paisajes (Bogotá, 1937), y Skoda y sus relaciones con Alfonso Araújo (Bogotá, 1938).

En esta misma entrega de Noticias Culturales se reproduce un breve artículo sobre la personalidad de D. Marco Fidel Suárez que según nuestra apreciación se debe a la incipiente pluma de José Camacho Carreño.

Autobiografía

Quienes criamos y mantenemos hijos, deberíamos documentar lo abultado o exiguo que hayamos hecho en nuestra carrera pública. No se trata de un incensario relato autobiográfico, ni de pedirle marco a la historia para nuestra pequeñez. No. Pero si hemos intervenido poco o mucho en la política siendo calumniados en ella, necesitamos, de toda urgencia moral, dejar escritos y protocolizados los íntimos motivos de ciertas determinaciones.

Además, es provechoso al hijo, cuando alcance su mayoría de edad, topar ciertos derroteros humanos que le ahorren despechos y decepciones, especialmente en estos tiempos en que el contrato, el ocio, el analfabetismo, la alevosía filial y la traición patria son títulos de gobierno.

En estos capitulejos contaré lo visto y lo vivido. Colgadas quedarán las semblanzas de tipos y figurones, que barajé como sotas o como ases. Es más valedero para la historia del país este testimonio ocular, que el mamotreto intuitivo y académico que suele consagrar el mañana al ayer cadavérico. La fantasía borda entonces con las sombras funerarias, lucientes croquis inverosímiles. Y los difuntos, juzgados sin la tensión humana, sin el rigor carnal, sin la rigidez huesosa que pone la pasión, resultan glorificados por la benevolencia, canonizados por la idealidad del recuerdo. ¡Cuántos héroes reverencia la juventud, porque tuvieron biógrafo póstumo, que aderezó con ajuares retóricos sus flaquezas, para trocarlas en arquetipos de virtud patria!

Madrugué en la política. Para mi infancia fue juguete el arte de combinar pasiones y acaudillar hombres. Memoro que en el colegio, para mi uso y gozo exclusivo, se instituyó una republiquita escolar. En ella hubo siempre dos bandos. El de los cuantitativos, aficionados al número y la figura, cautivos de las ciencias exactas, que alistaba a los sobresalientes en aritmética, álgebra y trigonometría, cuyo abanderado era Jaime Samper; y el de los cualitativos, que guiábamos con Juan de Vengoechea, tan criterioso como señorial y estilizado, lectores de gramáticos y troveros, a quienes la filosofía extasiaba. No gobernábamos para la exactitud sino para la emoción. Sensualidad en la palabra, coraje autoritario, ceremonioso aparato de mando, y un auténtico sentido de la justicia. Aquella republiquita era perfecta en su mecanismo: cuando nuestro esplendor cortesano encabritaba las

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República voluntades, el aplomo de Samper y su predilección por lo exacto y matemático, caía para restablecer proporciones.

¡Gimnasio Moderno! He rejuvenecido mis recuerdos sobre este claustro, con un hijo de carne y hueso que estudia ya en los bancos donde su padre deletreó y borroneaba perfiles y palotes. Se embellece y agranda el corazón cuando rememora la casona donde nos criamos con Ernesto Samper Mendoza. Ese hombrazo, hoy roto, fue ciudadano de la republiquita desaparecida, y con Joaquín su primo, prefería mi partido al de su pariente cercanísimo. Como timbre que enjoya mi espíritu, recuerdo la hermandad que me ligó a Samper Mendoza. Jamás nos despegábamos. Juntos dormíamos, aventurábamos, alegábamos, íbamos al campo, y en vacaciones él me regalaba con el castizo albergue de su casa, y de su madre preciosa brotaban para ambos mimos maternos.

Alguna vez enfermamos. Rosiola o sarampión, achaques infanzones elevaban la fiebre hasta el delirio. Ernesto, que apestaba de mi retórica y abominaba de la gramática y los clásicos, empezó a delirar. Jamás he oído arenga más palpitante y huracanada que la del aviador: soñaba en vuelo, con la fatal máquina en las manos, y la precipitaba sobre los vientos imaginarios de su patria, galopante. Trepidaba en el afiebrado grito la fuerza motora y, sobre la quieta pupila del enfermo, paisajes sin término desfilaban. D’Annunzio acaso no tradujo la emoción del espacio como mi delirante amigo. Ernesto Samper ha muerto, y ya lo honró con sus banderas y sus armas la República de Colombia, y sus mujeres alumbraron con lágrimas el féretro. No puede callar en el homenaje la republiquita donde emplumó su sueño: imprímase el laude aquí, en nombre del Gimnasio y por autoridad de la emoción fraterna.

Pudo nuestro colegio errar intelectualmente, pero nos dotó en cambio de bondad y señorío, de consecuencia y sentido social, y sobre todo de amor a la Patria. Se purifica en la intención quien evoca a un José María o a un Tomás Samper Brush, como dechados de actividad privada y pública, como espejos de rectitud ciudadana.

De un diario infantil que redactaba entonces, copio:

Septiembre 19, año de 1918. Don Guillermo González, persona muy respetable que desempeñó por algún tiempo el puesto de Gobernador del Putumayo, nos dio una interesante conferencia en que habló del Cauca, Pasto, la Laguna de la Cocha, el Valle del Patía, el Valle de Sibundoy y las regiones del Putumayo. Contónos el estado lamentable en que viven los indios y el descuido con que Colombia tiene aquellas regiones, fantásticas, bellas y riquísimas; los países vecinos, principalmente el Perú, se apoderan lentamente de esos territorios, sin que Colombia proteste. Se han hecho muchos tratados, todos ellos ventajosos para los otros países; pero inconvenientes para Colombia. Triste es pensar que por abandono nuestro vayan quitando territorios importantes de nuestro terruño. Jóvenes somos nosotros; quizá pudiéramos más tarde resolver el problema internacional que se nos presenta con esas regiones, que más tarde serán fuente

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de riqueza. Lo importante es estudiar la geografía, e irnos relacionando, poniéndonos en comunicación con ellas y haciendo que los colombianos del centro también se pongan. El día que Bogotá tenga comunicaciones rápidas con el Putumayo, la situación estará salvada.

Quien esto escribía, el 19 de septiembre de 1918, era a la sazón un niño, y a pesar de la ingenuidad aparente de los conceptos, los profesa en toda su integridad hoy, cuando las hebras de plata anuncian que la juventud está en fuga.

Tomás Rueda Vargas puso tempranamente en mis manos historia y literatura castiza. Primeramente, nuestros clásicos del Mosaico, los bogotanos áticos, los costumbristas inmortales, Vergara, Carrasquilla, Guarín. Parcamente fue mezclándole a este criollismo levadura de Castilla, la Nueva y la Vieja. Cuando acordé, me había leído la biblioteca de Rivadeneira, con la sencillez de quien eleva una cometa y sin que yo sintiese jamás la cuerda que me daba el preceptor, ni la facilidad con que me transportaba de uno a otro viento. Rueda Vargas es de las almas próceres y colombianas que he conocido. De ciertos recuerdos familiares y de él, arranca mi tradicionalismo. Dios se lo premie.

Daniel Sáenz era el Procurador. Este nombre de tantas eres, hacía más grave su condición administrativa. Mostrábase muy severo entonces, pero hacía obedecederas y gratas sus talentosas instrucciones, con ingénito ademán de elegancia y con inmarcesible señorío, donde espejea su recta conciencia.

¿Te acuerdas, poeta Ángel Montoya, de los desaguisados con tus hermanos Manuel y Enrique, y de las severidades que los niños gobernantes descargábamos sobre vosotros? En las clases de geografía de Pablo Vila, el catalán genial y el maestro más arrebatador y cautivante, entrabas en tus primeros éxtasis. No supiste jamás dónde quedaba Escocia. Pero de sus brumosas nieblas libertaste las primeras princesas para oprimirlas en el guante de tu verso, lánguido desde entonces.

El Gimnasio Moderno es la obra espiritual de Agustín Nieto, y marca una etapa en la educación pública. La Patria debe gratitud al hijo ejemplarísimo cuya vida entera se ha consagrado a la solución del problema primordial. Intimamente conocimos a este gran ciudadano: cautiva su sencillez, impresiona la ternura de su corazón, urna exclusiva de bondad; encanta su manera discursiva, ágil y talentosa, y emociona supremamente su amor a Colombia.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 146,

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Víctor Eduardo Caro

D. Víctor Eduardo Caro fue el tercero de los hijos del ilustre D. Miguel Antonio. Gran parte, pues, de su vida transcurrió a la sombra de tan eminente humanista y pensador.

El P. José J. Ortega Torres trazó de este modo la semblanza de D. Víctor E. Caro:

"Es uno de los pocos tipos genuinos que nos quedan del tradicional cachaco bogotano. Culto, jovial, amable, sin ambiciones, sin envidias, ajeno a toda lucha política y a todo afán de renombre, ha compartido su existencia entre el culto de hogar y los amigos, el de ser padre y el de las letras."

Este vástago de D. Miguel Antonio Caro se distinguió como poeta de buen gusto y de tierna inspiración. Sobre este particular anota D. Antonio Gómez Restrepo:

"La musa de Víctor Caro es una musa piadosa que recoge en copa de oro la lágrima furtiva, vertida en la penumbra del hogar, y da la fijeza del arte a la sonrisa de felicidad que arrancan al poeta los pueriles antojos de sus pequeñuelos. No sólo tornea un soneto con destreza digna de su padre, sino que es un distinguido cultivador de la prosa científica, como lo prueba, entre otros escritos suyos, el elegante y profundo elogio que consagró a la ciencia y escritos de Julio Garavito Armero. Sus versos revelan, tanto en su forma como en su espíritu, la filiación poética del autor. En sus sonetos se advierte el maestro en la técnica de la versificación, sagaz apreciador de los primores y delicadezas del ritmo y de la rima. En cuanto a la fuente de su inspiración, ésta ha brotado del fondo de su alma, apasionada y sensible, capaz de conmoverse hasta las lágrimas y de descubrir la poesía en humildes pormenores de la vida doméstica. Ha sido también el señor Caro hábil traductor. Puso en excelentes versos algunos fragmentos de Les romanesques de (Edmundo) Rostand, y tradujo elegantemente Una partida de ajedrez del dramaturgo italiano [José] Giacosa."

Esta última traducción está publicada en el volumen 96 de la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana.

D. Víctor Eduardo Caro es autor de las siguientes obras: A la sombra del alero, sonetos; La juventud de D. Miguel Antonio Caro, Bogotá [1930]; Los números: su historia, sus propiedades, sus mentiras y verdades (Bogotá, 1937); Bibliografía de don Miguel Antonio Caro por Víctor Eduardo Caro y de don Rufino José Cuervo por Augusto Toledo (Bogotá, 1945); Sonetos colombianos; Discurso al recibirse como individuo de número en la sesión del 29 de mayo de 1923 y respuesta del académico don Antonio Gómez Restrepo; El armisticio, edición facsimilar, Bogotá, Universidad Nacional, 1971.

Buena parte de la producción, en prosa y verso, de D. Víctor E. Caro fue recogida por sus herederos en el libro que lleva por título A la sombra del alero (Bogotá,

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Instituto Caro y Cuervo, 1964). En el interesante Preámbulo escrito por D. Eduardo Guzmán Esponda leemos esta atinada apreciación:

"Tiene Víctor el arte de la composición, el sentido de las proporciones, la medida tan natural en los franceses, tan escasa en la literatura tropical. También en estas cualidades debieron influir sus matemáticas. "Ingenioso ingeniero" le llama don Marco Fidel Suárez, en aparente pero significativo juego de palabras. Es lástima que no nos hubiera dejado mayor volumen de ensayos, todo porque él no se sentía "escritor" de vocación, concepto del cual salimos todos perjudicados. Pero seguramente por eso mismo jamás llegó a la pedantería, ni a la suficiencia. Si algo tuvo encantador el carácter de Víctor Caro fue su naturalidad."

En el número 116 (septiembre de 1970) de estas Noticias Culturales el poeta Eduardo Carranza, en su sección Las tardes de Yerbabuena, hace una emotiva evocación de la figura señorial de D. Víctor E. Caro.

En dicho artículo escribe Eduardo Carranza:

"Don Víctor Caro está muy bien situado en una línea decimonónica muy colombiana, más aún, andina y santafereña que arranca de Vergara y Vergara, culmina en la novela de Marroquín y en la poesía nacional de Casas, se prolonga bellamente en la prosa de don Tomás Rueda Vargas y tiene su expresión final en la obra del poeta que comentamos, veteada de humanismo y humedecida de lirismo intimista."

Réstanos decir que D. Víctor E. Caro, en asocio de D. Antonio Gómez Restrepo, dirigió la edición de las Obras completas de D. Miguel Antonio Caro, publicadas en VIII tomos que vieron la luz entre los años de 1918 y 1945. Murió en Bogotá el 19 de marzo de 1944.

La autobiografía que se reproduce a continuación, la más breve del nutrido acopio seleccionado para esta sección, la hemos tomado de la mencionada obra A la sombra del alero (1964).

Autobiografía

Nací en Bogotá, calle de Santa Ana (6 de marzo de 1877), en época de lágrimas: el país se hallaba ensangrentado por la guerra. Mi madre, gravemente enferma y mi padre, perseguido y escondido. Fui un niño débil, pálido, esquivo y tímido. A los seis años aprendí a leer solo en las columnas de El Conservador.

Entre los diez y los veinte años, pasé por las escuelas de la Hermana Himelda y por el Colegio de Colón de don Víctor Mallarino, de los cuales salí sin saber nada, pero sin haber perdido la inocencia. Hice, o me soñé haber hecho, un viaje al

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República exterior. En Milán conversé con César Cantú, en París compartí un pan con Verdi, y en Roma fui acariciado por León XIII.

Entre los veinte y los treinta años tuve un momento de prestigio social y padecí una crisis de romanticismo. Bailé mucho, hice malos versos, lloré a escondidas y me enamoré perdidamente de algunas beldades, cuyos nietos leen hoy a Chanchito. Trabajé unos meses al lado de Alfonso López.

Entre los treinta y los cuarenta vi partir de este mundo a las prendas que más he amado, y llegar a él a las que más amo. Publiqué (1911) una traducción del italiano y un tomo de sonetos (1915), que no se vendieron, pero que se agotaron. Entre los cuarenta y cincuenta dirigí (1922-23), sin ser ingeniero, la Escuela de Ingeniería, e ingresé (1923), sin ser literato, en la Academia Colombiana: cosas de esta tierra. Estuve al frente, por cinco años, de Santa Fe y Bogotá (1923-28) y tuve en su dirección por compañeros a Raimundo Rivas, Daniel Samper Ortega, Eduardo Guzmán Esponda, Daniel Arias Argáez y Marcelino Uribe Arango.

Me encuentro entre los cincuenta y los sesenta, y aún no sé para qué nací. Hace un año fundé a Chanchito. Tengo una pequeña propiedad: El Mochuelo; un tesoro: mi familia; un orgullo: mis amigos; y un doble culto: el de los muertos y el de los niños. Gracias a las oraciones de éstos y a las influencias de aquéllos, espero, cuando muera, entrar al cielo sin hacer antesala en el purgatorio. —Amén.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 159, Bogotá, 1º de abril de 1974, pp. 17-19.

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Ricardo Carrasquilla

Proseguimos nuestro empeño de reivindicar en estas páginas ciertas obras que tocan directamente con los repliegues íntimos de quienes tuvieron a bien ocuparse de sus propias vidas. Y en esta vez lo hacemos con una sucinta y curiosa autobiografía, en verso, de D. Ricardo Carrasquilla, considerado justamente por el P. José J. Ortega Torres como "el príncipe de nuestros poetas festivos, burlón, suavemente satírico, de vida intachable".

D. Ricardo Carrasquilla, padre del ilustre orador sagrado Rafael María Carrasquilla, nació en Quibdó el 22 de agosto de 1827 y murió en Bogotá el 24 de diciembre de 1886. A raíz de este nefasto acontecimiento, su amigo D. José María Samper publicó, en El Papel Periódico Ilustrado, un extraordinario boceto biográfico donde nos describe en forma insuperable la personalidad de este eminente educador que supo modelar durante nueve lustros el alma y la inteligencia de dos generaciones:

Era hombre de grave continente, sencillo en todos sus gustos, digno en su pobreza, sobrio y mesurado en todo, austero en sus costumbres, infantil en su ternura conyugal, purísimo en sus pensamientos, palabras y obras, profunda e incontrastablemente religioso, noble y caballero en todo (...). No había en su semblante, lleno y apacible, un rasgo que no indicase lucidez de inteligencia, vigor y entereza de voluntad, nobleza de sentimiento, seriedad de criterio espiritualismo profundo, santidad de alma, caridad y fe apostólicas y tranquilidad de conciencia.

A lo largo de su existencia, D. Ricardo Carrasquilla sobresalió como eminente institutor, estructurado filósofo, poeta festivo y orador religioso de gran elocuencia. Con los hermanos Juan Francisco y José Joaquín Ortiz fundó el Instituto de Cristo y, posteriormente, en asocio de D. Ignacio Gutiérrez Vergara, el Liceo de la Infancia, que sostuvo con entera dedicación y esmero por cerca de cuarenta años.

En unión de su pariente D. José Manuel Marroquín creó en 1866 la Sociedad de estudios religiosos; fue, además, uno de los fundadores de la Sociedad de San Vicente de Paúl y miembro de la Academia Colombiana, del Liceo Granadino y de la célebre agrupación literaria El Mosaico. Colaboró en La Esperanza, El Porvenir, El Mosaico, El Zipa y es autor de Coplas, Ecos de los zarzos, Fiestas de Bogotá, Problemas de aritmética y Sofismas anticatólicos.

Anotamos que D. Ricardo Carrasquilla hizo gala de elocuente oratoria. A este propósito monseñor Carrasquilla escribe lo siguiente:

Era de elevada estatura, grueso y bien formado, con rostro en que se hermanaban la gravedad y la dulzura. Tenía voz de bajo profundo, pero tan sonora que se dejaba oír en los más dilatados recintos. Fluía a torrentes la palabra sin una vacilación, sin repetirse, sin una muletilla ni un tropiezo. La acción oratoria era

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República amplia, majestuosa, solemne. El discurso, al calor que brotaba de aquel pecho, encendía el verbo como ascua...

De otra parte, por sus biógrafos sabemos que Carrasquilla se educó a sí mismo y que únicamente recibió lecciones de Miguel Antonio Caro, Carlos Martínez Silva y Emiliano Isaza; estos dos últimos le enseñaron latín. Sabemos también que fue un personaje de vida modesta, cristiano integral, caritativo con los pobres, franco y cordial en la amistad, respetuoso de las creencias y opiniones ajenas y, en fin, un meritorio ciudadano que se interesó siempre por el progreso del país y por los descubrimientos científicos.

La Autobiografía que aparece a continuación, escrita por Carrasquilla en el álbum de retratos y autógrafos del Sr. Alberto Urdaneta, fue publicada en el Papel Periódico Ilustrado (1º de enero de 1887). Los Apuntes para mi biografía, del mismo autor, los hemos tomado de la revista Santafé y Bogotá (septiembre de 1924).

Autobiografía

Nací pobre, triste y feo;

Poco después profesé

De maestro, y me casé;

Me pusieron Timoteo.

Más tarde resulté bardo,

Malas coplas escribí;

Y hasta mi nombre perdí:

Hoy me llamo don Ricardo.

He vivido en Santafé,

Aunque nací en el Chocó;

No puedo sospechar yo

Cuando y dónde moriré;

Y por no saber el día

Ni el lugar, quedarse debe

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Sin conclusión esta breve

Modesta autobiografía.

Apuntes para mi biografía

CAPITULO I

Lugar y fecha de mi nacimiento

Nací en veintidós de agosto

Del año de veintisiete

En la villa de Quibdó

Situada en tierra caliente.

CAPITULO II

Mis padres El Coronel don Pedro Carrasquilla

Y la señora doña Cruz Ortega:

El nació en Honda en la arruinada villa,

Y ella del Funza en la florida vega.

PARTE SEGUNDA CAPITULO I

Mi infancia y mis estudios Fue mi preceptor Lubín Zalamea.

No me enseñaron latín.

Ignoro la lengua hebrea. CAPITULO II

Mi juventud — Aventuras — Desengaños Muchas y lindas doncellas

En mis verdes años vi;

Mas ni yo me acuerdo de ellas,

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Ni ellas se acuerdan de mí.

CAPITULO III

Mi carrera de empleado En la dirección de diezmos

Portero-escribiente fui;

Mas vino el siete de marzo,

Y mi destino perdí.

CAPITULO IV Mi situación actual Casado, mayor de edad,

Vecino de esta ciudad,

Muy pobre y sin generales,

No faltan en casa males,

Tengo a mi cargo una escuela;

Una cosa me consuela,

Y es que la posteridad,

(Con entera libertad)

Cuando yo sea pretérito,

Hará justicia a mi mérito.

FIN

APENDICE

Factura completa de mis obras científicas y literarias: Problemas de Aritmética 1

Coplas (Colección de) 1

Artículos de costumbres 6

Cartas al tuso Gutiérrez 1

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Artículos de fondo

Cartas de amores ajenos 24

Cartas de amores míos

Suma 33

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 136, Bogotá, 1º de mayo de 1972, pp. 8-9.

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Tomás Carrasquilla

Con motivo de la nueva edición de la novela Frutos de mi tierra, realizada por el Instituto Caro y Cuervo, hemos creído oportuno reproducir la autobiografía de D. Tomás Carrasquilla.

Este simpático documento autobiográfico, fruto de la gracia y del ingenio del autor, apareció por primera vez en el número 237 del semanario ilustrado El Gráfico de Bogotá, correspondiente al 29 de mayo de 1915. Como muy bien podemos apreciarlo, la curiosa circunstancia que dio origen a estas páginas de Carrasquilla se desprende tanto de la breve manifestación escrita por los redactores de dicho semanario, que precede a esta atractiva pieza literaria, como de los renglones iniciales y de los párrafos finales escritos por el mismo Carrasquilla como parte integrante del referido documento.

Pocos días después, el 12 de junio del citado año, fue reproducida en la primera página de El Espectador de Medellín, también con la consiguiente explicación preliminar, por parte del periódico, de que dicha autobiografía había sido enviada a El Gráfico por su propio autor, a raíz de la negativa que dio el novelista antioqueño para una entrevista que por aquellos días le había solicitado un redactor del mencionado semanario bogotano. Esta fiel reproducción, al pie del párrafo pertinente, trae una nota de los editores, en la que se da a conocer el seudónimo con el que Carrasquilla firmó el cuento Simón el mago: Carlos Malaquita, y que a su vez, constituye el anagrama del ingenioso escritor costumbrista. Cabe observar que de las reproducciones que conocemos hasta ahora del perfil autobiográfico en referencia, la realizada por el periódico de los señores Cano es la única que trae esta interesante anotación.

De otra parte, es conveniente señalar que, con excepción de los textos aparecidos en las publicaciones periódicas mencionadas anteriormente, las reproducciones realizadas con posterioridad han omitido tanto los renglones iniciales que sirven de introducción explicativa a la autobiografía, como los tres párrafos finales que contienen expresiones de simple cumplimiento con el semanario interesado en la entrevista de marras. Igualmente, con las excepciones indicadas, es preciso advertir que en las posteriores reproducciones, que hemos tenido la oportunidad de consultar, se han hecho modificaciones en la puntuación y algunos cambios y supresiones de palabras, pero sin alterar el sentido del contenido original.

Comprueban nuestro aserto los textos de la autobiografía que han aparecido en las siguientes publicaciones: Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, vol. 12, Bogotá, Edit. Minerva, 1935, págs. ix-xix; Anecdotario de don Tomás Carrasquilla, de Ernesto González, Medellín, Tip. Olimpia, 1952, págs. 27-31; Obras completas, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1952, págs. xxix- xxxii; Hojas de Cultura Popular Colombiana, Bogotá, 1953; Cuentos de Tomás Carrasquilla, Colección Popular de Clásicos Maiceros, vol. IV, Medellín, Edit. Bedout, 1956, págs. xvii-xxi; Juicios y comentarios sobre Tomás Carrasquilla,

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Medellín, Edit. Bedout, 1958, págs. 7-10; Obras completas, tomo I, Medellín, Edit. Bedout, 1958, págs. xxv-xxvii; y Literatura colombiana del P. José A. Núñez Segura, 8ª edición, Medellín, Edit. Bedout, 1966, págs. 539-542.

Finalmente, en cuanto respecta a la fecha en que por primera vez vio la luz la autobiografía que ahora nos ocupa, es necesario hacer la siguiente aclaración: en el registro bibliográfico de la Vida y obras de Tomás Carrasquilla del profesor Kurt L. Levy (Medellín, 1958) se da como fuente primigenia la de El Gráfico de fecha 15 de noviembre de 1914, fecha ésta que equivocadamente también aparece al final de la autobiografía publicada en las ediciones de las Obras completas de Carrasquilla, aunque sin indicación de la respectiva fuente. Pues, según lo dijimos en un comienzo y como resultado de la búsqueda efectuada en la colección del citado semanario ilustrado, la publicación original se hizo en El Gráfico del 29 de mayo de 1915, de donde hemos tomado el texto que se reproduce a continuación, y no en la fecha que se indica en las obras citadas.

Roberto Jaramillo, en su bien logrado prólogo a las Obras completas (Medellín, 1958), emite, creemos que con sobra de acierto, el siguiente juicio apreciativo:

Carrasquilla es no sólo el más fiel intérprete de nuestra raza, el de más clara visión para escudriñar la variedad de usos, caracteres y oficios, los giros de su lengua, el sentido y significado de las voces salidas de sus labios y de memoria más fiel para tomarlos de su trato liso y llano y conservarlos como oro en polvo en ricas y variadas locuciones en estilo suelto y popular, que cautiva y embelesa; es también el que mejor ha hablado la lengua castellana y manejándola con más limpieza y propiedad, el más poderoso motivo de honra perdurable para Antioquia, el más digno de cuenta y admiración y de atento y cuidadoso estudio de nuestros ingenios.

D. Tomás Carrasquilla, escritor fecundo y ameno como pocos y verdadero maestro de la narrativa en nuestras letras, nació en Santodomingo, departamento de Antioquia, el 17 de enero de 1858 y murió en Medellín el 19 de diciembre de 1940.

Autobiografía

Uno de nuestros redactores ha tocado discretamente a las puertas de Tomás Carrasquilla. Va en busca de un rato de charla, de algo qué contar al público sobre la vida y milagros del escritor antioqueño. Carrasquilla, como todo hijo de vecino, tiene sus días; la noche anterior habrá tenido malos sueños, se habrá desvelado quizá y no tiene ánimo para dejarse confesar. Días después nos envió galantemente las confesiones que van en seguida, destinadas a contar detalles de su vida que el público leerá con interés. Gracias para el novelista y para el amigo. Tiene la palabra:

El informe autobiográfico que antes os negué y luego os prometí, lo rindo hoy con especial complacencia; que nada hay más fervoroso que los recién arrepentidos.

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Prestadme, pues, mucha atención y.. va de cuento:

Este servidor de vosotros nació a más de once lustros, sin que hubiera anunciado el grande acontecimiento ningún signo misterioso ni en el cielo ni en la Tierra. Fue ello en Santodomingo, un población encaramado en unos riscos de Antioquia. Según unos, se parece a un nido de águilas; según otros, a un taburete. Opto por el asiento. En todo caso, es un pueblo de las tres efes, como dicen allá mismo: feo, frío y faldudo.

Mis padres eran entre pobres y acaudalados, entre labriegos y señorones, y más blancos que el Rey de las Españas, al decir de mis cuatro abuelos. Todos ellos eran gentes patriarcales, muy temerosos de Dios y muy buenos vecinos.

Como querían que fuera doctor y lumbrera, me pusieron, desde chico hasta grande, en cuanto colegio hubo por esas cordilleras. ¡Pobres viejos!

Fue mi primer maestro El Tullido, por antonomasia, protagonista, luego, de algún cuentecillo mío.

Parece que esos, mis primeros pasos en la carrera de la sabiduría me imprimieron carácter desde entonces, porque en ninguna parte aprendí nada. La indolencia, la pereza y algo más de los pecados capitales, a quienes siempre he rendido ardiente culto, no me dejaban tiempo para estudiar cosa alguna ni hacer nada en formalidad. Mas, por allá en esas Batuecas de Dios, a falta de otra cosa peor en qué ocuparse, se lee muchísimo. En casa de mis padres, en casa de mis allegados, había no pocos libros y bastantes lectores. Pues ahí me tenéis a mí, libro en mano, a toda hora, en la quietud aldeana de mi casa. Seguí leyendo, leyendo, y creo que en el hoyo donde me entierren habré de leerme la biblioteca de la muerte, donde debe estar concentrada la esencia toda del saber hondo. He leído de cuanto hay, bueno y malo, sagrado y profano, lícito y prohibido, sin método, sin plan ni objetivos determinados, por puro pasatiempo. De aquí el que sea casi tan ignorante como el tullido consabido. Lo que tengo en la cabeza es un matalotaje caótico de hojarasca, viruta y cucarachas.

Cualquier día me dio por escribir sin intención de publicar; y ahí emborronaba mis cuartillas lo mismo que ahora o menos mal, acaso; pues creo que, en vez de adelantar, retrocedo en el tal embeleco literario. A nadie le contaba de mis escribanías. Ni siquiera a mi familia. Pero como la gente todo lo husmea y el diablo todo lo añasca, el día menos pensado recibí una nota por la cual se me nombraba miembro de un centro literario que dirigía en Medellín Carlos E. Restrepo en persona. Acepté la galantería, y como fuera obligación, sine qua non, producir algo para ese círculo, farfullé Simón el mago, para los socios solamente, según rezaba el reglamento. Pero Carlosé, que desde mozo la ha puesto muy cansona y por lo alto, determinó modificar la constitución y echar libro de todas nuestras literaturas. Aceptadísima fue por el publiquito antioqueño la miscelánea aquella. Allí salió mi relato, con seudónimo, por supuesto. ¡Y malón fue el que yo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República me levanté, con todo y anagrama! Por eso descubrieron quién era el incógnito principiante.

Tratábase, una noche, en dicho centro, de si había o no había en Antioquia materia novelable. Todos opinaron que no, menos Carlosé y el suscrito. Con tanto calor sostuvimos el parecer, que todos se pasaron a nuestro partido y todos, a una, diputamos al propio presidente como el llamado para el asunto. Pero Carlosé resolvió que no era él sino yo. Yo le obedecí, porque hay gentes que nacen para mandar.

Una vez en la quietud arcadiana de mi parroquia, mientras los aguaceros se desataban y la tormenta repercutía, escribí un mamotreto, allá en las reconditeces de mi cuartucho. No pensé tampoco en publicarlo: quería probar, solamente, que puede hacerse novela sobre el tema más vulgar y cotidiano.

El manuscrito fue leído por gentes competentes que lo encontraron bien. De él se publicaron varios fragmentos. Constreñido luego por amigos y parientes, resolví sacarlo a la calle, en la seguridad de que nadie lo leería y de que echaba al río el valor de la edición. No resultó así: el libraco fue leído, comentado y se vendió muy pronto. No fue ni gracia. Encontré aquí padrinos muy buenos e influyentes, que me lo ampararon antes y después de su salida. Entre ellos, Diego y Rafael Uribe, José A. Silva, Laureano García Ortiz, Jorge Roa, Antonio José Restrepo, Mariano y Pedro Nel Ospina y los redactores de la Revista Gris.

D. Rafael María Merchán y D. José Manuel Marroquín, que leyeron todo el manuscrito, encontraron aquello poco menos que detestable. Tal es la historia de Frutos de mi tierra.

Casi estoy de acuerdo con estos dos maestros. En verdad que a esa obrilla, por más que haya gustado, le concedo muy poco mérito artístico. De tener alguno, será, probablemente, como documento literario, por ser esa la primera novela prosaica que se ha escrito en Colombia, tomada directamente del natural, sin idealizar en nada la realidad de la vida. Y digo que la primera, porque Manuela, si muy hermosa, meritoria y realista, es más bien un estudio de costumbres que de caracteres, amén de estar inconclusa.

Después he publicado tres novelas extensas, varias cortas, algunos cuentos y muchísimas chilindrinas, a guisa de crónicas, que llaman ahora. El año próximo pasado publiqué, en El Espectador de Medellín, una serie de cuadros rústicos y urbanos, alternados, con el título de Dominicales, que por ser enteramente regionales, agradaron bastante en esas Beocias.

Nada de lo que he publicado —fuera de Salve Regina— me parece bueno. Mal podría parecerme: tengo idea altísima del arte, muy baja de mis facultades, y conozco los grandes autores. Si he publicado y publico es porque me pagan, y no muy mal, relativamente. Soy, pues, una pluma alquilada y como a tal se me debe apreciar.

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Al cuarto poder tengo que agradecerle. Verdad que algunas veces, por rencillas o antipatías personales, o por rivalidades del oficio o porque así me lo merezca, se me ha tomado el pelo, a pesar de mi calvicie; se me ha insultado y hasta se han escrito libelos contra mí; pero también se me han prodigado muchísimos elogios que estoy muy lejos de merecer. Si agradezco lo uno, no me quejo de lo otro ni por ello me amilano. Quien le salga al público, en cualquier campo, está expuesto a todo. Debe tener, por ende, el valor y la sangre fría que para ello se requiere.

La labor del novelista que quiera reflejar en su obra la vida ambiente es de suyo agria y espinosa; mayormente en ciudades reducidas. La maledicencia, que a todos nos enferma, encuentra en cada novela de esta índole amplio campo para sus lucubraciones. Y es lo hermoso del caso que nadie se fija en los personajes buenos o elevados de una ficción novelesca, para buscarles el origen en la vida real y efectiva; pero no se trate de algún tipo malvado o ridículo, porque al punto vemos en él la vera efigie de Zutano o de Fulana y a cada cual nos faltan pies para correrle con el enredo. Con frecuencia ni los conoce el autor. ¡Pero vaya usted a probarles que no! El lector está siempre más enterado que el autor. Los odios, las enemistades, el rompimiento de vínculos dulces que estas suspicacias ocasionan al pobre novelista no las compensan ni lauros ni dineros. Lo digo con harta experiencia. Mas no me quejo, tampoco, ni pretendo hacerme víctima del arte. No es la mía para tanto, ni puedo ser hostia ni mis condiciones personales ni mis circunstancias son para esperar consideraciones de ninguna especie. Poco importa: por un amigo enajenado, surgen otros; cuando unos se van, otros vienen; porque la vida es un hacer y deshacer que nunca cesa. Y, puesto que existen enemistades y odios, será porque la misma armonía de la vida lo necesita y lo impone.

No tengo, en formalidad, ninguna obra inédita: pues no puede llamarse tal unos papelorios fragmentarios o embrionarios, que ni sé dónde están ni qué contienen. Acaso los haya perdido del todo. No hacen falta: mis manuscritos, que son unos mapamundis, de nada me sirven: lo poco que les puedo descifrar, lo cambio por completo.

El de Medellín por dentro, que muchos han visto y del cual han leído capítulos enteros; ese horror, donde figuran, con sus pelos y señales, todas las maldades de nuestra capital de provincia sólo existen en la imaginación creadora de algunos Homeros. Ni soy yo, tampoco, el inventor de tal título: es otro novelador antioqueño. Me cumple decir aquí que sólo he tomado modelos verdaderos, cuando sirven a mis planes personas de alma bella y elevada. Bien, así como se publican en cualquier revista los retratos de damas notables y hermosas.

Aquí se me ha instado, se me han dado datos, se me han ofrecido los que quiera, para que escriba una novela de la alta sociedad. No haré tal, probablemente. Las clases altas y civilizadas son, más o menos, lo mismo, en toda tierra de garbanzos. No constituyen, por tanto, el carácter diferencial de una nación o región determinadas. Ese exponente habrá de buscarse en la clase media, si no

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República en el pueblo. Tampoco es Bogotá para conocerse a las primeras de cambio; es ciudad muy complicada que necesita largo estudio. Y yo, ni he vivido en ella ni puedo escribir por referencias: necesito la documentación personal. No quiero, tampoco, con la polvareda que levantan siempre obras de esta índole, granjearme la animadversión de una sociedad que tanto quiero y de quien he recibido y recibo atenciones y finezas, tan inmerecidas como cordiales. No lo extraño. La buena bandera acoge y guarda la más exigua mercancía.

No tengo escuela ni autores predilectos. Como a cualquier hijo de vecino me gusta lo bueno, en cualquier ramo. Diré, sí, porque a los colombianos nos atañe, que, en mi pobre concepto, puede gloriarse nuestra patria de tener el primer prosista y el segundo lírico de esta lengua castellana. Me refiero al Indio Uribe y a José A. Silva.

Dejo así absuelto, punto por punto, vuestro cuestionario y mi declaración de principios.

Os reitero las gracias por el favor que os merezco y por el deleite que me proporcionáis al ocuparme de mí mismo.

Con mis votos por vuestra Empresa, os presento mis consideraciones y respetos.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 145, Bogotá, 1º de febrero de 1973, pp. 7-10.

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Eduardo Castillo

Bogotá, 1889-1938. Escritor, poeta y traductor. En 1965, Roberto Liévano y Carlos López Narváez, en dos volúmenes, Obra poética y Tinta perdida, recogieron parte de su fecunda producción. La Obra poética comprende:

Antifonario Lírico, sus primeros versos; El árbol que canta, (1928); Los siete carrizos, que agrupa la creación poética de sus últimos años, y las Versiones poéticas de Wilde, D’Annunzio, Olavo Bilac, J.M. de Heredia, Verlaine y Baudelaire, entre otros.

Evocaciones y recuerdos de mi vida literaria

He hablado tan pocas veces de mí en estas evocaciones y recuerdos, que creo se me habrá de perdonar el que narre algunos hechos relativos a mi iniciación en la carrera literaria.

Cierta vez, un periódico que hacía una encuesta, me dirigió, al mismo tiempo que a otra gente de pluma la siguiente pregunta:

— ¿Cómo y cuándo escribió usted y publicó su primera producción literaria?

Mi primera producción —una versión del soneto A una ville morte, de Heredia— la hizo publicar Guillermo Valencia, como ya referí en alguna de estas páginas. La segunda versión también de otro soneto del maestro de los Trofeos —el segundo del tríptico Marco Antonio y Cleopatra— se la envié tímidamente entre una cubierta a Carlos Arturo Torres para que éste la hiciese publicar en el suplemento de El Nuevo Tiempo. Ocurría tal cosa en instantes en que la empresa de este diario pasaba a poder del poeta de Betsy, don Ismael Enrique Arciniegas, quien examinó mi soneto, haciendo notar acertadamente que yo había incurrido en un craso error al traducir Emperador por Imperator. Yo me incliné, como siempre me he inclinado ante todo lo justo y tinoso y fui a la dirección de El Nuevo Tiempo a darle las gracias al poeta por su indicación. Poco después, el señor Arciniegas me entregó la redacción de El Nuevo Tiempo Literario, en donde di a la publicidad todas mis rimas primo-juveniles. Puedo, pues, decir que a él y a su gentileza debo en gran parte lo que soy y podré ser en lo sucesivo.

Mi condición de redactor de la mejor hoja literaria que se publicaba por entonces me puso en relaciones con la plana mayor de los literatos y periodistas capitalinos. Entre estos últimos descollaba, por su cultura extensísima y por su temible mordacidad, Esteban Rodríguez Triana, El Negro, como le llamaban sus caudatarios. Rodríguez Triana es uno de los publicistas más completos que he conocido en mi vida. Tenía, como escritor, ese don del repentismo que tan necesario es en la trepidante existencia periodística de nuestros días. Sin estudio ni meditación previa, ¿qué digo?, sin levantar la pluma podía escribir en media hora un editorial o un artículo sobre cualquier asunto o materia que se le indicase.

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Y los escribía magistralmente, sin que en los originales que enviaba a las cajas — entonces no existían los linotipos— hubiese más de dos o tres tachaduras. Sólo a otro escritor nuestro lo he visto realizar milagros semejantes: a Armando Solano.

Rodríguez Triana llevaba una vida desastradamente bohemia. Por las noches se le encontraba de bar en bar en compañía de Alfonso Cano, Álvarez Henao y otros amables trasnochadores, empinando el codo de lo lindo. Cuando las libaciones habían menudeado más de la cuenta, su sonrisa se tornaba despreciativamente sarcástica, casi demoniaca, y la diestra con que empuñaba la copa adquiría temblor. Pero su ingenio no se extinguía, ahogado por el alcohol, como suele ocurrir con la mayoría de los borrachos. Por el contrario, brillaba con más vivo y deslumbrante fulgor. Y su boca empezaba a brotar los comentarios mordaces y las frases flagelantes que tan temible lo hacían como causeur y como escritor.

Otro escritor a quien conocí por esos días fue Manuel Cervera, el poeta barranquillero. Había venido de paseo a Bogotá y Seravile me llevó consigo a hacerle una visita, en la pieza del hotel donde se alojaba. La impresión que me produjo Cervera no se me olvidará nunca. Tocado con un gorro escarlata, y feo, con la fealdad repelente de un boga del Magdalena, su acogida bruscamente familiar me desconcertó y me asustó bruscamente. Pero cuando, a petición de Seravile se puso a recitarnos sus últimos versos, el hombre se transfiguró súbitamente, y su cabezota se iluminó con luz prodigiosa. He oído en mi vida a muchos admirables recitadores de versos, entre ellos a Julio Flórez y a Federico Martínez Rivas. Pero ninguno más subyugador y armonioso que Cervera. Es de aquellos declamadores que hacen parecer admirable el verso más insignificante y ripioso. La primera composición suya que le escuché recitar se llamaba Escalas, y se me quedó en la memoria por su cantante musicalidad:

Por el calvo Sileno coronado de yedra, por la Venus de Milo y los dioses de piedra, por la roja vendimia y la flauta de Pan, vuelve a mí tus arrobos, vuelve a mí tus delirios, dulce ondina que abrevas coronada de lirios en las copas sin fondo que las horas te dan.

Por la escala de seda, por el doble mandoble, por la trova más dulce y el escudo más noble, por la ruda cimera y el gallardo frontal, vuelve a mí tus suspiros, vuelve a mí tu quebranto, castellana orgullosa que desgranas tu llanto prisionero en las rejas del castillo feudal. Por tu gata de Angora, por tu sprit y tus guantes, tu abanico, tus dijes y tus regios diamantes, tus perfumes, tus martas y tu raro boudoir, vuelve a mis tus sonrisas, vuelve a mí tu mirada, parisina que busca una flor encarnada para tu albo corpiño en el gran bulevar.

Sobresalía Manuel Cervera —ahora hace ya mucho que no escribe versos— en las composiciones breves, semejantes a pequeños juguetes métricos. Y a veces, cuando yo iba a visitarlo, me tenía horas enteras embelesado con su recitación. De esas composiciones, recuerdo muchas estrofas sueltas:

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Las naranjas de la paisanita que va de mercado por la carretera me recuerdan la gracia exquisita de tu boca agridulce, boquita fresca y dulce cual la primavera.

Los geranios, hortensias y rosas del huerto que arrancas para ungir tus sienes me recuerdan tus manos hermosas, siempre frescas y siempre olorosas como las de Pepita Jiménez. También recuerdo esta: Qué inmensa dualidad hila tu rueca: tienes manos de santa, pecadora, las pupilas, así como quien ora y los labios, así como quien peca. Y esta otra: Unos ojos que vieron lo que vieron los míos en el fondo de la noche callada, me denuncian un astro del fulgente desvío; yo no puedo mirarlos: se me fue la mirada... Sólo escucho las voces de la fuente y los ríos en el fondo del fondo de la noche callada, pero guarda el recuerdo mi memoria enlutada de unos ojos que vieron lo que vieron los míos.

Un día, la hija de la patrona del hotel en que vivía Cervera —muchacha fina, inteligente y hábil artista en pintura—, trazó en el fondo de un plato un delicioso panorama marino: sobre el agua azogada y azul, se destacaba una barca pescadora, con sus velas albas como un ala de gaviota. La muchacha, tímidamente, le mostró su obra a Cervera, quien entusiasmado con los primores de la línea y la delicadeza del dibujo, hizo lo que Gautier llamaba una transposición de arte pintando con palabras lo que la joven artista había pintado con colores. No me perdono el haber olvidado aquella poesía en alejandrinos, una de las más bellas del poeta costeño. Cervera tenía mucho de gnomo por su fealdad y por su conocimiento de las vetas líricas en que se crían las más raras piedras preciosas.

Algunas de sus producciones están recogidas en un tomito que publicó con el título de Varios a varios, si no estoy equivocado, en compañía de dos poetas costeños: Luis Carlos López y Carlos Penha. Pero en ese volumen faltan muchas de sus mejores rimas, en que la nota emotiva va a veces entreverada con humorismos funambulescos y piruetas de clown. Un clown de la poesía: así podría definirse a Cervera. Pero un clown que, como el del poema de Banville, sabía, de un salto, pasar al través del aro de papel e ir a parar a las estrellas.

Cuando el tuerto López publicó su primer libro de versos, eligió a Cervera para que le escribiese el prólogo. Y Cervera pergeñó una página deliciosa y de una rara sagacidad crítica sobre el autor de De mi villorrio. Estudiaba allí los elementos constitutivos del particularísimo humorismo de López, y acababa citando, para apoyar sus decires, la maliciosa frase de Grosclaude:

¡Quién sabe si el mundo, no es cosa tan seria como algunos imaginan!

Frase que también podría servirle a la obra total de Cervera, toda ella impregnada de lo que podría llamarse humorismo lírico.Evocaciones y recuerdos de la vida literaria, en el libro

En aquella bella época, Populibro, 56 Bogotá, 1973, pp. 27-33.

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Madre francisca Josefa del Castillo

Como lo anunciamos en el número anterior de estas Noticias Culturales, damos comienzo a la sección de La Autobiografía en la Literatura Colombiana con la entrega fragmentaria de la Vida de la V. M. Francisca Josefa de la Concepción, escrita de su puño y letra, por mandato de sus confesores, en el Real Convento de Santa Clara de Tunja.

Esta autobiografía, quizás la más antigua en su género en nuestro ámbito cultural, consta de 55 capítulos, de los cuales los siete primeros se refieren a los conocimientos de la iluminada autora hasta sus dieciocho años; del capítulo octavo al décimo refiere la monja Clarisa sus experiencias claustrales y del décimo en adelante trata de la toma del hábito y del desenvolvimiento de la vida religiosa. La primera edición de esta verdadera rareza y curiosidad bibliográfica fue dada a la publicidad por D. Antonio María de Castillo y Alarcón en Filadelfia en el año de 1817.

Sobre el particular, el escritor Darío Achury Valenzuela en la Introducción a las Obras completas de la Madre Francisca Josefa de Castillo (Banco de la República, Biblioteca Luis Ángel Arango, 2 tomos, Bogotá, 1968), con toda la autoridad y el dominio de la materia que lo caracteriza, conceptúa de este modo: "la Venerable Madre Francisca elabora tal relato autobiográfico sobre la minuciosa trama de su historia clínica y la sutil urdimbre de sus sueños, raptos, evasiones y deliquios místicos; y sobre esa tela, mirada al trasluz, vense animar las bulliciosas escenas de la vida conventual que conturbaron el silencio de la Tunja recoleta de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII con íntimas rencillas de claustro, escrutinios de maestras de novicias, promociones de abadesas, celos de preladas, chismes del monjerío y rezongos y bravatas de confesores y vicarios".

La Madre Castillo, como se le conoce en el mundo de las letras, famosa por sus Afectos espirituales, obra de la más pura y elevada elación mística, nació en Tunja el día 6 de octubre de 1671, ingresó a la vida religiosa a la edad de 18 años y murió en la misma ciudad en el año de 1742.

El fragmento que se transcribe a continuación hace parte del capítulo I, Su nacimiento, puericia y educación en la casa paterna, de la mencionada edición realizada por el Banco de la República.

Nací día del bienaventurado San Bruno, parece quiso Nuestro Señor darme a entender cuánto me convendría el retiro, abstracción y silencio en la vida mortal, y cuán peligroso sería para mí el trato y conversación humana, como lo he experimentado desde los primeros pasos de mi vida, y lo lloro, aunque no como debiera. A los quince o veinte días, decían que estuve tan muerta, que compraron la tela y recados para enterrarme, hasta que un tío mío, Sacerdote, que después me aconsejó (sólo él, que en los demás hallé mucha contradicción), que entrara monja; éste me mandó, como a quien ya no se esperaba que viviera, aplicar un

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República remedio con que luego volví y estuve buena. En esto sólo la voluntad de Dios me consuela, ¿pues a quién no pareciera mejor que hubiera muerto luego quien había de ser como yo he sido? Y me daba vida y casi resucito; esto me da esperanza de que me ha de conceder la enmienda, y llorar tanto mis culpas, que mediante su misericordia queden borradas. Solía mi madre referir que teniéndome en brazos, cuando apenas podía formar las palabras, le dije con mucho espanto y alegrías, que una imagen de un Niño Jesús (que fue sólo lo que saqué de mi casa cuando vine al convento), me estaba llamando, y que le sirvió de mucho pesar y susto, porque entendió que me moriría luego, y que por esto me llamaba el Niño.

Decían que aun cuando apenas podía andar, me escondía a llorar lágrimas, como pudiera una persona de razón, o como si supiera los males en que había de caer ofendiendo a Nuestro Señor y perdiendo su amistad y gracia. Tuve siempre una grande y como natural inclinación al retiro y soledad; tanto, que, desde que me puedo acordar, siempre huía la conversación y compañía, aun de mis padres y hermanos; y Nuestro Señor misericordiosamente me daba esta inclinación, porque las veces que faltaba de ella, siempre experimenté graves daños.

Siendo aún tan pequeña, que apenas me acuerdo, me sucedió que uno de los niños que iban con sus madres a visita (como suele acaecer, según después he visto), me dijo había de casarse conmigo, y yo sin saber qué era aquello, a lo que ahora me puedo acordar, le respondí que sí; y luego me entró en el corazón un tormento tal, que no me dejaba tener gusto ni consuelo; parecíame que había hecho un gran mal; y como con nadie comunicaba el tormento de mi corazón, me duró hasta que ya tendría siete años; y en una ocasión hallándome sola en un cuarto donde habían pesado trigo, y quedado el lazo pendiente, me apretó tanto aquella pena, y debía de ayudar el enemigo, porque luego me propuso fuertemente que me ahorcara, pues sólo éste era remedio, más el Santo Ángel de mi guarda debió de favorecerme, porque a lo que me puedo acordar, llamando a Nuestra Señora, a quien yo tenía por madre y llamaba en mis aprietos y necesidades, me salí de la pieza, asustada y temerosa; y así me libró Nuestro Señor de aquel peligro, cuando no me parece que tendría siete años. Hasta esta edad, y algún tiempo adelante, todo mi recreo y consuelo era hacer altares y buscar retiros; tenía muchas imágenes de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, y en componerlas me pasaba sola y retirada; aunque esto topaba sólo en lo exterior, porque me parece era poco lo que rezaba ni tenía consideración; si bien Nuestro Señor me despertaba grande temor de las penas eternas, y aprecio de la eterna vida, y viendo algunas imágenes de la Pasión, pedía con tanta ansia a Nuestro Señor me hiciera buena y me diera su amor, y lloraba tanto por esto, hasta que me rendía y cansaba. Pues el temor que digo despertaba Nuestro Señor en mí, algunas noches en sueños vía cosas espantosas. En una ocasión me pareció andar sobre un entresuelo hecho de ladrillos, puestos punta con punta, como en el aire, y con gran peligro, y mirando abajo vía un río de fuego, negro y horrible, y que entre él andaban tantas serpientes, sapos y culebras, como caras y brazos de hombres que se veían sumidos en aquel pozo o río; yo desperté con gran llanto, y por la mañana vi que en las extremidades de los dedos y las uñas tenía señales del fuego; aunque yo esto no puedo, saber cómo sería. Otra vez me hallaba en un

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República valle tan dilatado, tan profundo, de una oscuridad tan penosa, cual no se sabe decir ni ponderar, y al cabo de él estaba un pozo horrible de fuego negro y espeso; a la orilla andaban los espíritus malos haciendo y dando varios modos de tormentos a diferentes hombres, conforme a sus vicios. Con estas cosas y otras me avisaba Dios misericordioso, para que no le ofendiera, del castigo y pena de los malos; más nada de esto bastó para que yo no cometiera muchas culpas, aun en aquella edad.

Leía mi madre los libros de Santa Teresa de Jesús, y sus fundaciones, y a mí me daba un tan grande deseo de ser como una de aquellas monjas, que procuraba hacer alguna penitencia, rezar algunas devociones, aunque duraba poco.

Entre otros recibí de Nuestro Señor un beneficio que me hubiera valido mucho, si me hubiera aprovechado de él: éste fue una grande inclinación y amor a las personas virtuosas, y que trataban de servir a Nuestro Señor; y así conversaba mucho con una esclava de mi madre que trataba mucho de servir a Nuestro Señor, de ella me valía para algunos ayunos, y cosas que eran bien pocas; y así mismo de un esclavo que tenía opinión de muy bueno y penitente; pero, ¿quién podrá decir el daño de algunas compañías que no eran buenas para mí, o yo no era buena para ellas?, que es lo más cierto. Aun en aquella pequeña edad y tomándolas muy de paso, que a otra cosa no daba lugar, ni mi inclinación ni el recato con que mi madre nos criaba; con todo eso he tenido toda la vida que llorar y sentir.

Criábame muy enferma, y esto, y el grande amor que mis padres me tenían, hacía que me miraran con mucho regalo y compasión, y aunque me habían puesto el hábito de Santa Rosa de Lima, que se lo prometieron a la Santa porque me diera salud Nuestro Señor; mi madre se esmeraba en ponerme joyas y aderezos, y yo era querida de toda la casa y gente que asistía a mis padres. Con todo eso, jamás tuve contento, ni me consolaba cosa ninguna de la vida, ni los entretenimientos de muñecas y juegos que usan en aquella edad; antes me parecía cosa tan sin gusto, que no quería entender en ello. Algunas veces hacía procesiones de imágenes o remedaba las profesiones y hábitos de las monjas, no porque tuviera inclinación a tomar ese estado; pues sólo me inclinaba a vivir como los ermitaños en los desiertos y cuevas del campo.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 133, Bogotá, 1º de febrero de 1972, pp. 9, 11.

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Fernando Charry Lara

Nació en Bogotá, en 1920. Ha publicado: Nocturnos y otros sueños (1949), Los adioses (1963), y Pensamientos del amante (1981), autor además, de varios ensayos de crítica literaria. La obra poética de Fernando Charry Lara -escribe Rafael Gutiérrez Girardot- constituye una excepción en el ámbito de la literatura de lengua española, es la única que con extrema fidelidad a su pasión poética ha asediado poéticamente a la poesía.

Sobre mis primeros poemas

No sería inoportuno comenzar esta relación a los comienzos de la obra poética propia, excusándome de entrada por tener que ocuparme además de mí mismo, con las circunstancias que pudieron llevar a un adolescente a escribir sus primeros versos. Es entonces imperioso aludir a las que serían también mis primeras experiencias intelectuales, en cierto modo tan válidas como las al parecer más directas y emotivas experiencias vitales. Los libros que habían atraído hasta entonces mi interés, entre los que fueron lectura de mi padre y de mis hermanos mayores, eran casi siempre de relatos novelescos. Sin embargo, entre las publicaciones que hojeé de niño, recuerdo un número de la revista Universidad dedicado a José Asunción Silva y, en él, un retrato tomado en su lecho de muerte y la reproducción del manuscrito de aquel de sus nocturnos que comúnmente se conoció como "Ronda"; uno y otro debieron impresionar la imaginación infantil y el nombre del poeta no he vacilado en tenerlo como el más entrañable de la poesía colombiana. Y en la casa familiar tuve por primera vez una edición de las Rimas de Gustavo Adolfo Becquer que debe ser, por su fecha de impresión, de las primeras que se hicieron de esa obra; no podría entonces percatarme de una cualidad, no susceptible de envejecer, que en ella se encuentra y luego no he dejado de admirar: la de una dicción que no por ser natural e inmediata es menos celosa de su secreta energía. Sí recuerdo también que algunos de los simbolistas menores, acaso Rodenbach o Albert Samain, en fragmentos retenidos en amarillentas hojas de periódico, cautivó con su melancolía y su acento otoñal a quien desde ventana solitaria se acompañó de la llovizna sobre viejos tejados. O soñaba ciudades desconocidas más allá de la prodigiosa coloración de sus atardeceres bogotanos. Y debía contar unos siete años cuando mi padre, acompañándole yo a su lado, conversó largamente una noche, en la vieja calle 12, con un señor cuyo nombre me reveló ya estando solos, elogiándole, al cabo de la tediosa espera que debí soportar. Apenas pude indiscreto echar un vistazo a su silueta algo voluminosa, de anchas espaldas, "borsalino" y bastón, que avanzaba lentamente por la misma acera en dirección contraria. Un año después le vi en cadáver, repatriado desde sus tristes finales de Nueva York cuando se le velaba en el Capitolio Nacional. Algo de esa experiencia y de la atención que me despertaron luego el personaje y su obra, la cual me sigue siendo misteriosa, traté de sugerir, pasadas las décadas, en un poema: "Rivera vuelve a Bogotá".

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La época de los estudios primarios me es tan borrosa como ingrata. Más tarde, faltando un año para finalizar los secundarios, un cambio temporal de colegio me permitió disfrutar de mayor tiempo libre. Lo empleé visitando por las tardes la Biblioteca Nacional que se albergaba entonces en uno de los más hermosos edificios antiguos de la ciudad, con su patio de piedras y geranios circundado de cúpulas vecinas. Hoy lo ocupa el Museo Colonial. Los cursos que había seguido sobre materias literarias, desde luego elementales, hicieron fijar mi preferencia en la poesía y mi curiosidad sobre los poetas. Sólo después vine a conocer, y a comprobar en algunos casos, la sentencia de Jhon Keats, según la cual el poeta es el ser más antipoético que existe.

En esa biblioteca leí viejas colecciones de suplementos dominicales capitalinos. La prensa del país era bastante literaria si se la compara con la de ahora. Más política era también y, de consiguiente, menos comercial. No fueron pocos los escritores que ocuparon sitio en las redacciones de los diarios. Esos suplementos, de gran tamaño y devorados por lectores a lo largo y ancho de nuestro vasto territorio, daban acogida a diversos géneros, siendo poderoso estímulo a quienes desde allí emulaban entre sí. Y se urgían, como verifiqué luego, en dar a conocer la creación de prosistas y poetas del idioma y en traducir la de autores extranjeros. Las revistas puramente literarias, quizá en mayor número de las actuales a pesar de que las ciudades colombianas han multiplicado increíblemente su población con respecto a las aldeas de los años 40, eran también orgullosas de su calidad y su misión cultural. Todo ello permitía superar el alejamiento, no sólo geográfico sino histórico, en que habíamos vivido en lustros anteriores. Y animaba a muchos de nosotros a mirar al mundo, a su nación, a su destino personal, con menor escepticismo al que hoy avasalla el alma juvenil.

La pobreza, ignorancia e injusticia en que ha vivido tradicionalmente gran parte de la población colombiana, en el campo y en los suburbios, despertaron desde temprano, no sólo en mí sino en varios compañeros, la solidaridad con su dolor y el impulso de participar en la acción pública para aliviarlos. De algún modo me seduce la opinión de Arnold de que el poema es irremediablemente una crítica de la vida y de la sociedad. Pero siempre he desconfiado de la llamada poesía política. En primer lugar, por su ineficacia. Y sobre todo por olvidar sus deberes para con la misma poesía y estar al servicio, las más de las veces, de aquellos que, como la mayor parte de los políticos profesionales, propician con su irresponsabilidad y sus traiciones la prolongación indefinida de tan desolador estado. Y, en cuanto al consabido problema de la "oscuridad" o "claridad" de ella, siendo que los poetas "comprometidos" abogan por esta última, lo juzgué mal planteado, porque si es indudable que la cultura debe estar al alcance de todos, no es menos cierto que su verdadero fundamento reside en el trabajo, con frecuencia secreto u olvidado, de los intelectuales, los artistas, los estudiosos. Después advertí unas palabras de Trotsky: "La revolución logrará conquistar para todos los hombres el derecho no sólo al pan sino a la poesía". Desafortunadamente, hasta el día de hoy no se ha podido confirmar en el mundo esta esperanza.

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Como se hablaba a diario de los poetas españoles de la Generación de 1927 busqué, en la misma biblioteca, algunas de sus obras en la colección que le había donado el gobierno republicano. Por vez primera me encontré frente a sus poemas y sería necio señalar el goce que, junto al desconcierto admirativo, tuve con su lectura. Pero lo más particular del conocimiento de la tan mencionada antología de Gerardo Diego, que agrupó a esos poetas junto a anteriores como Unamuno, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, fue la persuasión con que me acerqué a las composiciones de quienes, entre los más jóvenes, eran aquellos cuyos nombres aquí menos se citaban. Me fascinó desde el primer momento su tono de libertad y de rebeldía. Su anticonvencionalismo, rareza y desgarramiento de la expresión. No necesitaría añadir que estaban en primer término Luis Cernuda y Vicente Aleixandre. Representaban lo contrario de la oratoria y de la declamación que ya empezaba a detestar en mucha poesía colombiana, hispanoamericana española. En contraste con ellos dos nuestras letras ya habían venido soportando, por ejemplo, la desatada imitación de los romances lorquianos. Y el puntual formalismo de algunos me despertaba la repulsión que había experimentado ante los ejercicios escolares para escribir versos. De modo que fueron los más secretos de esos poetas, los que acá seguramente se entendían en ese momento como los menos representativos, marginales, o de "tono menor", quienes suscitaron mi simpatía. Los mismos que, al avanzar los años, vinieron a ser destacados por la nueva crítica, no la oficial sino la escrita en Hispanoamérica y compartida por amplios círculos españoles, por ser los más sugestivos e intensos, si se prefiere no hablar de importancia. Me halagó después que esa hubiese sido mi inicial preferencia. No encuentro en ella un mérito, cuando acaso ni siquiera existió el propósito de acertar. Sino la correspondencia, vagamente intuida por un muchacho con la vibración espiritual de su época. El último año de estudios secundarios, cuando regresé al plantel donde los había iniciado, fue casi abrumador por la deficiencia con que, en mi incursión por otras aulas, había seguido materias básicas para concluirlos. Lo que me impidió continuar con igual entusiasmo las lecturas poéticas empezadas. Pero tuve la fortuna de contar entre mis profesores a una persona por quien ha sido indeclinable mi admiración desde entonces: el maestro Rafael Carrillo. Con viva generosidad me puso él en contacto con amigos suyos. Así vino en parte mi conocimiento personal de muchos de los poetas y escritores que han hecho en Colombia la historia literaria de los últimos decenios. Entre ellos debo recordar en primer término a Aurelio Arturo, sonrosado, tímido y silencioso, quien se desempeñaba como juez permanente de policía. Ya había leído varios de sus poemas en aquellas ediciones dominicales a que me aficioné en la biblioteca. Admiraba el encanto de su mundo vegetal y soñoliento que hallaría después mejor concreción en las hechizadas palabras de «Morada al sur». El me hizo leer en francés Las flores del mal y me mencionó a poetas de lengua inglesa como T.S. Eliot, Edgar Lee Masters y Carl Sandburg a quienes encontré en la breve antología parisiense de Eugene Jolas. Tuve la sospecha de que la lectura de éstos, que fue una de sus predilecciones, le había sido sugerida por un poeta mexicano, delgadísimo y cetrino el rostro casi ausente, que vivía entre nosotros y era su amigo: Gilberto Owen. A quien después yo buscaría de tarde en tarde en el más apartado rincón de un café donde, huyendo de su oficio

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de traductor de cables y entre sorbos de aguardiente que se hacía servir en inocentes pocillos de "tinto", ojeaba libros, revistas y periódicos extranjeros.

En las mañanas la asistencia a la universidad, a la que ya había ingresado, imponía cierto orden. Resultaba además grata la compañía de condiscípulos entre quienes encontraba los interesados en leer y escribir poemas. Las tardes, hasta el anochecer, eran pródigas en adivinaciones a través de las páginas recién leídas. Y luego las horas nocturnas, que serán siempre aquellas en que, acrecentados el silencio y la soledad, es más propicio hablar consigo mismo. Era estimulante también, después de la conversación en el café, caminar largamente por las calles desiertas, ya sin bullicio ni transeúntes. La noche ejerce un poder y una fascinación que nunca terminaremos de confrontar y de explicarnos. A lo largo de las aceras el soliloquio se reiteraba unas veces con versos de Machado: "¡Oh! dime, noche amiga, amada vieja, / que me traes el retablo de mis sueños / siempre desierto y desolado, y sólo / con mi fantasma dentro". Y venían lentamente al paseante, sin prisa ni destino cierto, voces ajenas a acompañarle: "En tu pelo está el perfume de la noche / y en tus ojos su tormentosa luz / ...y en tus brazos que un vello sutil aterciopela. / La noche está en recónditos parajes de tu cuerpo". Era un poema de León de Greiff, con quien apenas me cruzaba en la calle, en el que la reconocida semejanza entre la noche y la mujer urgía, en la tiniebla urbana, el deseo de estrechar una cintura. No se apartaban de la mente unos ojos verdes, unos pasos lánguidos y morenos, una frente pálida que no dejaría de amar en cierta muchacha distante. O venía la voz sonámbula de Xavier Villaurrutia entre el delirio y la lucidez: "Todo en la noche vive una duda secreta: / el silencio y el ruido, el tiempo y el lugar... / porque en la dura sombra y en la gruta del sueño / la misma luz nocturna nos vuelve a desvelar". O, densa de grandes árboles, cuerpos y ocultas embriagueces, la canción de Aurelio Arturo: "En la noche balsámica, en la noche, / cuando suben las hojas hasta ser las estrellas, / oigo crecer las mujeres en la penumbra malva / y caer de sus párpados la sombra gota a gota".

Avancé también a escuchar música sin preocuparme de sus formas o autores. En la niñez me habían sido familiares, en disco, trozos operáticos. Además, mi hermano mayor Eduardo, que murió joven, tenía gran sensibilidad pero no llegó a disponer de tiempo ni de comodidades materiales para ser buen pianista. Adolescente, vendría a interesarme por un repertorio no muy extenso, sinfónico e instrumental, de diversas obras y compositores. La inasistencia a los conciertos, donde siempre tuve la desconfianza de hallar al público menos atento a la audición que al brillo de un espectáculo de alta sociedad, la suplió una radioemisora que, en la difusión de la música, se ha comparado con las mejores europeas. De modo que, sin exceder lo que se toma por simple afición, sin interesarme jamás por sus aspectos técnicos, sin disciplina ni método de ningún género, como seguiría en adelante escuchándolas, pude desde aquel momento, entre cuatro muros, oír a diario las creaciones de diferentes épocas y estilos. A la música quizá deban algunos hombres, entre los cuales quisiera contarme, la compañía que les es más convincente e íntima. No podría dar la razón de mis preferencias en ella, siendo que van de los antiguos a algunos modernos. Pero no

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República dejaría de mencionar a Mozart, a Schubert, a Brahms. Nunca he pensado, a pesar de esta devoción, que pueda lograrse, más allá de las formas o de los elementos líricos que les sean comunes, una relación estrecha, como la pretendida por los "musicistas", entre poesía y música. Ni siquiera he estado jamás seguro, al asociar vagamente la emoción de la poesía a la música, de que la estricta melodía fuese esencial a la invención poética. Siempre intuí ser diferentes sus elementos. Y me convenció el argumento de que si en la palabra seduce también el sonido, que afecta a los sentidos, existe primero el significado, que interesa al entendimiento. Quiero confesar que, en aquellos años lejanísimos, se me presentaba con frecuencia el envión poético tal torrenciales aguas que venían, de Schumann o de Grieg, con el galope desolado del mar por el lúgubre anochecer, juntándose las sílabas como las olas indomables: "...una fatiga en olas, en ternura, en lamento. / Sonaba, resonando la brisa con furia en la noche. En el hondo silencio / giraba el viento, el viento, suspiro moribundo hasta mi pecho". Todo esto parecerá ingenuo a los versados en música. Pero quisiera agregar que la relación de la poesía con la música no la quise entonces en algunos poemas, no podría haberla intentado siquiera, como una analogía melodiosa que, por desconocer la esencial naturaleza significativa y reveladora del lenguaje, vendría a considerarla tan falsa como cursi. Sino que, como en otro tiempo se ha señalado, estriba "en la progresión de los grados de intensidad, en los movimientos absolutos de ascenso y descenso, en la alternancia entre carga y descarga" de la emoción poética. Así mismo, pensé desde un comienzo en el consejo de Hopkins de que la lengua de la poesía debe ser la corriente, la de todos los días, enardecida por esa emoción.

A medida que se intensificaba el amor a la poesía pude constatar simultáneamente la aversión, que no ha dejado de pervivir, hacia lo que en ella pueda tomarse por "literatura". Esta me pareció más producto de la habilidad o, en el mejor de los casos, de la cultura. La poesía en cambio, se me figura una operación mágica. De ahí la atracción que no han dejado de ejercer las teorías surrealistas, con su idolatría de lo maravilloso, aunque los textos que las siguen, en francés o en español, no me hayan deparado, sino en raras ocasiones, esa misma devoción. No dejaría de ser freno a ese entusiasmo una objeción como la de León-Paul Fargue: "La poesía es el único sueño en el que no se debe soñar". O la sospecha de que logre ser verosímil la abolición de la conciencia artística en la escritura automática. Otro asunto que me preocupó, conexo con lo anterior, fue el de imaginar, ya que la poesía no debe ser literatura, qué es lo propio, o al menos característico de ella. Sólo mucho más tarde entreví que, en cuanto a su forma, acaso llegué a considerársela como un orden inalterable de palabras igualmente no substituibles. Y en cuanto a su propósito o destino, desde el principio me pareció imaginar que ella intenta suscitar una emoción a quien la lea (oral, desde luego, la descarto), estableciendo con él, como presumen varios críticos, una especie de comunicación directa. Más precisa, sintética y conmovedora de la que suele darse a través de la prosa. Una comunicación que no entraña necesariamente dominio de los sentimientos. Y que, tendiendo en vez de ello hacia lo psíquico, mucho menos tiene que ver con lo francamente conceptual. Desde Novalis, según se recuerda, la lírica es la única a que puede concederse el nombre de poesía. Me inquietaba también la diferencia que el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República espíritu moderno establece entre el sujeto poético y el yo empírico: el artista que crea como ser distinto al hombre que sufre o goza. ¿Cómo conciliar esta advertencia, que el poeta joven juzgó atendible, con una larga tradición de poesía sentimental? Apenas el transcurso del tiempo podría ayudarle en ello. De todo esto se podía concluir en el carácter esencialmente expresivo de la poesía. Y ajeno también a toda suerte develados", como la crítica tradicional colombiana insistía, insiste aún, en considerarla. Y extraña así mismo al "poema en poeta". O al juego verbal, al adorno y a lo ingenioso, aliado todo ello al efecto impresionista de las sensaciones. Como quisieron entenderla los grupos poéticos que reconocían su mayor ascendiente en la etapa purista o depurada de Juan Ramón Jiménez y en quienes la prolongaron en la generación española del 27.

Al llegar a este punto no cesa de convencerme la conjetura de alguien que, al querer recordar, estamos penetrando en las dimensiones más profundas de la actualidad. Y me viene a la memoria que ya en otras oportunidades he hablado sobre estas cuestiones, al plantear las diferencias que ofrecen en nuestro país la poesía de "Piedra y Cielo", surgida en la década del 30, y la de algunos poetas posteriores a ese movimiento. Como en las frases que escribí en 1978 para la antología Oficio de poeta. Sólo que, al releer ese texto, me inquieta ahora la duda de que pudo ser en él bien ficticio el empleo plural de la primera persona. Quizá varios de los compañeros de Cántico, como diré más adelante, no compartirían esas opiniones.

"Años después de ‘Piedra y Cielo’, por los años 40, aparecen nuevos poetas y una notable variedad de tendencias en la concepción del poema. Un exceso de gracias, finuras y preciosismos encontrábamos en nuestros predecesores y queríamos rechazar su ascendiente dando una nota de gobernada pasión. En inclinación casi unánime se apartó el nombre de Juan Ramón Jiménez, maestro de una poética que creíamos fatigada y, desde entonces, los versos y las enseñanzas de Antonio Machado comenzaron a leerse con mejor atención. Queríamos ser más asordinados, más subjetivos, más líricos. Y otros poetas, en quienes se entendía así mismo una más honda relación con el mundo contemporáneo, como Neruda, Vallejo, Huidobro, Cernuda y Aleixandre, pudieron apreciarse en sus aspectos esenciales. Nos atraía cuanto se refiriese al romanticismo alemán y a su influjo en la lírica moderna. Queríamos para nuestra propia poesía un acento fundamentalmente expresivo, más que esbelto. Y revelador del hombre. Los problemas relativos a la creación poética ganaron todo interés: el mismo temperamento reflexivo de estos poetas se complace en juzgar la poesía como algo en que es tan admirable la oscuridad como la claridad de su nacimiento. Comenzaba a cautivarnos menos el brillo de la palabra y nos conquistaban en cambio, sin caer en franco irracionalismo, las estaciones nocturnas de la poesía. Del surrealismo, una de las asombrosas aventuras del espíritu humano, sin duda nos han atraído, más que sus propias realizaciones, su rebeldía, su pasión de la realidad. La voz sonámbula, si delira, es por las calles de un invariable mediodía mental. En ningún tiempo como en el suyo el hombre, soñador definitivo, ha soñado tanto en la poesía. Queríamos conciliar la vigilia y el sueño, la conciencia y el delirio. La exactitud debería valer tanto como el misterio.

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En la poesía colombiana, contra el tono de lo que considerábamos la estética del piedracelismo, reconocimos en la obra de Aurelio Arturo, unos años mayor que sus compañeros de grupo, una calidad merecedora de ser destacada como no lo había sido hasta entonces".

También me he referido a las publicaciones literarias que influyeron en nuestra formación. De México nos llegaban principalmente Romance, El hijo pródigo y Taller: los españoles del exilio, Villaurrutia y Octavio Paz. Inspiradores igualmente de un libro ya clásico en la historia de la poesía moderna en lengua española; la antología Laurel, de 1941, cuya lección sería acaso la más fecunda de aquellos años de iniciación. De Buenos Aires, Sur y los excelentes suplementos dominicales en donde admiramos por primera vez a Jorge Luis Borges y a poetas y ensayistas que nos despertaron nuevas suscitaciones. En una y otra de todas esas páginas se incitaba a la poesía y a la teoría poética. En forma más apasionada y estimulante de la que hasta entonces nos había sido accesible.

Nuestro grupo había sido llamado "pospiedracielista". Luego recibió una denominación menos desdeñosa, la de Cántico, nombre éste de los cuadernos que publicó Jaime Ibáñez, en los cuales no sólo se divulgaron los versos de esa nómina juvenil sino igualmente de poetas mayores y aún de extranjeros. Pero ello facilitó que se nos mirará también por encima del hombro como "Los cuadernícolas". He dicho en alguna parte que "más tarde unos pocos de sus integrantes (de Cántico) volvieron a juntarse en las páginas de la revista Mito que fundó Jorge Gaitán Durán, unos años menor. Por su manera de entender la poesía y de haber querido ser fiel a ella, aparte de compartir ciertas tendencias y gustos comunes, el autor de estas líneas se ha sentido más cercano y solidario con Mito que con Cántico. Además, porque piensa que en la mayoría de los poetas de este último gravitó demasiado, casi ineludiblemente, la influencia de Piedra y Cielo a la cual se cree ajeno. Aunque no ha cesado de reconocer que ella, en su momento, ayudó en gran modo a aligerar, aliviándolo de su altisonancia, el tono de la poesía colombiana".

Aquel período inicial a que me he referido terminó como muchas cosas de nuestro país buenas o malas, ese 9 de abril de 1948, culminación de una primera etapa de violencia política con la cual larga y penosamente hemos convivido los colombianos. De ahí que quiera finalizar estas notas con otras anteriores palabras mías: "Desempeñando un cargo en la Universidad Nacional, que patrocinó su venida, había tenido durante varias semanas la suerte de estar al lado de Pedro Salinas. Imposible decir cuánto su presencia encendió en mí el respeto, la alegría, la admiración y el afecto. Y ese 1947 en que permaneció con nosotros Luis Cardoza y Aragón vendría a ser último año generoso con aquella vida nuestra, tan ilusionada como estudiosa, de poetas jóvenes. En respuesta a un escrito mío sobre Vicente Aleixandre, tuvo él la nobleza de enviarme de Madrid La destrucción o el amor y Sombra del paraíso. Iba también entonces a cruzar las primeras cartas con Luis Cernuda, exiliado en Mount Holyoke. Al promediar el año trágico siguiente, ya acumulada sobre Colombia tanta devastación, fue íntima fortuna recibir de Puerto Rico un nuevo poema de Salinas, Zero, y de Cernuda un título

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República que hubiera sido también en ese momento para un libro de cualquiera de nosotros: Como quien espera el alba. Las dedicatorias de estos dos últimos volúmenes vinieron fechadas, irremediablemente, en el mismo desolado abril del 48".

Julio de 1985.

Sobre mis primeros poemas, en Llama de amor viva, Procultura, Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, Bogotá, 1986.

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Juan Gustavo Cobo Borda

Mirándose al espejo El poeta colombiano se confiesa ante el lector, remontándose a los orígenes de su poesía

Nací en Bogotá, Colombia, el 10 de octubre de 1948 y he publicado en Bogotá, Caracas, México y Buenos Aires diversas colecciones de poemas y cuatro volúmenes de ensayos. He dirigido, además, desde 1973 hasta junio de 1984, la revista mensual ECO que editaba la Librería Buchholz, de Bogotá. He sido, también, Subdirector de la Biblioteca Nacional de Colombia, Asistente de la Dirección del Instituto Colombiano de Cultura (1975-1983) y desde junio de 1983, Agregado Cultural a la Embajada de Colombia en Argentina.

Siempre he dicho que escribo (y publico) el mismo libro de poemas, cambiándole el título, y es cierto. La última versión de tal avatar se llamó Todos los poemas son santos y apareció en Buenos Aires a fines de 1983. Las anteriores metamorfosis de tal engendro se titulaban: Roncando al sol como una foca en las Galápagos (México, Premia, 1983); Ofrenda en el altar del bolero (Caracas, Monte Ávila, 1981); Salón de té (Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1979) y Consejos para sobrevivir (Bogotá, Ediciones La Soga al Cuello, 1974). Esta última editorial era, por supuesto, ficticia: el libro fue hecho con dinero que me prestó mi mujer. Como se ve, las palabras no son inocentes, y la unión de dos de ellas engendra insondables misterios: La Soga al Cuello...

No hago estas precisiones sólo por un prurito bibliográfico. Insinúo, tan solo, que soy un viejo aprendiz de poeta que se siente partícipe de una aventura que, queramos o no, sólo puede ser hispanoamericana. De ahí que mis temas predilectos sean el incumplimiento y el fracaso, la mugre y el deterioro. Todos ellos, claro está, cantados con desenfrenada euforia.

La poesía apenas si tiene que ver con la historia. Es la otra historia. Nace en esa "inmunda tienda de andrajos y osamentas llamada corazón", como la calificó Yeats. Luego se convierte en otra cosa. Gracias a su mediación el mundo se torna claro. Recordamos perfectamente lo que nunca habíamos vivido de ese modo. Las palabras no sustituyen la realidad, pero luego de que la realidad desaparece, sólo ellas la recuerdan. Le dan razón de ser. Solo ellas... y el mundo que parece refutarlas, paso a paso. El mundo, que sin las palabras no sería sino pura nada.

Se ha dicho que mis poemas son irónicos. Recuerdo lo que en 1980 me escribía Rafael Gutiérrez Girardot: "Sólo desde una actitud conservadora es posible el sarcasmo, la burla, el humor". Muecas quizás para disimular el desamparo mis poemas, ahora lo siento, no son más que un largo catálogo de actos de gratitud, de súplica e imprecación. A ciertas mujeres y a ciertos libros; a algunas películas, pescados y vinos. Calles y paisajes. Amigos, más muertos que vivos. A un país

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República que quizás sólo sea honesto querer a distancia y amar con profunda y decantada rabia. Al español, en últimas, único idioma que no ignoro del todo.

Sólo al escribir estos 50 poemas que forman mis obras semi-completas entendí lo que pensaba. Sólo al releerlos supe lo que había pasado. En primer lugar, una ciudad, Bogotá, que era necesario convertir en palabras. Una ciudad que vi cambiar delante de mis propios ojos, derrumbando un pasado honesto en su pobreza y levantando un presente un tanto obsceno en su indecisa pretensión de querer ser moderna. Una ciudad cuya imagen negativa, dada por la "mala prensa" extranjera, es cierta. Inseguridad y violencia, robo y secuestro, niños durmiendo en la calle —lo que se quiera—, pero aun así una ciudad única, en su inconcebible belleza. La oscuridad profunda y verde de sus cerros, la mala leche en el alma, inverosímiles cielos, suspicacia malévola en el sombrío rostro de mestizos desconfiados. Es la nuestra. Una ciudad, además, muy joven, y cada día nueva.

¿Qué libros me han marcado? Como toda mi generación padecí el atractivo de Borges y Cavafis. No me arrepiento: son, ambos dos grandes escritores muy personales. Pero por allí rondan también Los cuadernos de Maltte Lauris Brigge, de Rilke. Nadja y El amor loco, de Breton. El bosque de la noche, de Djuna Barnes. Páginas de Octavio Paz, Álvaro Mutis, Gabriel García Márquez. Un poema de Pablo Neruda: "Las furias y las penas". Un cuento de Onetti: "Bienvenido Bob". Las coplas, de Don Jorge Manrique. Garcilaso... Pero no seamos tan refinados: hace poco, en una antología de la poesía romántico- española, redescubrí uno de los primeros poemas que me habían conmovido, siendo muy joven. Se trataba de la "Canción del pirata", de José de Espronceda, descubierta en una enciclopedia infantil: El libro de nuestros hijos. Allí estaba aquel célebre comienzo:

"Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela, un velero bergantín", y ese ritornello que no puedo dejar de escuchar, sin emoción: "Que es mi barco mi tesoro que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar".

También por las páginas de aquel libro, rojo y gordo, andaba Vicente Aleixandre, con un incandescente poema de amor: "Se querían, sabedlo".

"Se querían de noche, cuando los perros hondos laten bajo la tierra y los valles se estiran como lomos arcaicos que se sienten repasados: caricia, seda, mano, luna que llega y toca". ¿Descubrí allí la poesía? ¿O fue en Lorca? Me gustaría saberlo. Pero la poesía no se daba sólo en la letra impresa. Estaba también en el cine, no en el video.

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Películas como West Side Story o El Tesoro de la sierra madre pueden ser tan definitivas como cualquier libro. Y el deslumbramiento no concluye: Los siete samurais, El testamento del Dr. Mabuse, La heredera, de William Wyler. Ayer mismo: El espejo, de Tarkovski. ¿A qué seguir? Películas o líneas de Benn, Lowell, o Vladimir Holan, se confunden con lo que de algún modo soy. También, claro está, demasiados libros de ensayos: el de Hugo Friedrich, sobre la lírica moderna; Edmund Wilson y Walter Benjamín. Pero mejor cortemos aquí este catálogo de librería.

Suena horriblemente pretencioso pero, por desgracia, es cierto. ¿La razón? No tuve infancia. Abandoné cualquier posible carrera universitaria —derecho, filosofía, idiomas— por ser gerente de una librería de siete pisos, en pleno centro de Bogotá. Era la librería Buchholz, en la Avenida Jiménez de Quesada con la carrera octava. Sería el año de 1968. Luego, durante ocho años, a partir de 1975, fui editor de 300 títulos en el Instituto Colombiano de Cultura y durante año y medio (influjo de Borges: tenía la sabiduría pero me faltaba la ceguera) subdirector de la Biblioteca Nacional, antes de saborear el amargo caviar del exilio desde esta canonjía diplomática. Como si lo anterior fuera poco, bibliográficamente hablando, durante toda esta década, del 73 al 84, dirigí ECO, una muy seria revista literaria que si bien ha publicado a todos los escritores latinoamericanos de valía, su especialidad era, lejos de cualquier broma, eruditos trabajos de ensayistas alemanes. Ante tales circunstancias ¿cómo no incurrir en el vicio de acumular libros, citarlos, e incluso leerlos? Sólo que mis dioses tutelares siguen siendo en realidad otros: Groucho Marx o Isabel Sarli. La risa y la carne. O, como diría Ernest Lubitsch: To be or not to be.

A pesar de tan espurio cosmopolitismo mental siempre vuelvo a Bogotá. Allí me formé, o me deformé, entre un padre que había luchado en la guerra civil española, al lado de Don Manuel Azaña y una madre cuyos primos hermanos, Jorge y Eduardo Zalamea Borda, a quienes no conocí, habían sido ambos conocidos escritores. El primero, excelente traductor de Saint John Perse al español; el segundo, autor de una novela sobre la Guajira —Cuatro años a bordo de mí mismo— y descubridor de ese continente llamado García Márquez. La metáfora, aclaro, no es mía: es del propio García Márquez. Los parricidios hay que iniciarlos temprano.

Tampoco conocí a mi abuelo materno, quien editaba un periódico llamado La gaceta republicana y exportaba orquídeas colombianas a Londres. Así, entre el digno silencio de un exiliado que había perdido la guerra y el orgullo, un tanto resquebrajado, de una familia inteligente venida a menos, inicié mi aprendizaje de lector. Copiando, subrayando lo que leía, creyendo que era mío, me convertí, sin darme cuenta, en escritor.

Colombia, en estos como en aquellos años, semejaba continuar con su bobería sempiterna, en apariencia. No era cierto. La faz oscura de la luna aparecía cada mañana, en los detonantes titulares de los periódicos: muerto Camilo Torres, nuevo asalto guerrillero, escándalos financieros, asesinado Rodrigo Lara por

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República narcotraficantes. Colombia cambió radicalmente en estos últimos quince años, pero como Borges aclaraba con resignación, todas las épocas son de cambios radicales. Al meditar sobre el fenómeno me sorprende nuestra naturalidad ante tales hechos. Nos cubría una costra no de cinismo sino de condescendencia. Las cosas eran así y serían, cada día, peores. Nuestra misión no era cambiar el mundo. Tan sólo conocerlo. Sólo que los rótulos que le aplicaban a tal desastre no terminaban por convencerme, en ningún momento. ¿Violencia política, iniciada en el mismo año en que había nacido -1948? ¿Injusta distribución del ingreso? ¿Tercermundista dependencia? ¿Inflación y deuda externa? ¿Cocaína y guerrilleros?

Quizás entonces, como reacción, buscaba las palabras que estuviesen cargadas de peso. Bolívar, a los 46 años y pesando 40 kilos, había muerto desengañado bajo un árbol de tamarindo. (¡Qué linda la palabra tamarindo! ¡Cuán sana y aromática!). Su testamento, sintetizado en una carta al general Juan José Flores, fechada en Barranquilla el 9 de noviembre de 1830, era demasiado tajante para no encerrar una verdad profunda. Decía así:

"Mi querido general: Ud. sabe que yo he mandado veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º, la América es ingobernable para nosotros; 2º, el que sirve una revolución ara en el mar; 3º, la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4º, este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5º, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6º, si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América", y concluía: "Ud. verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia, y ¡desgraciados de los gobiernos!".

Un documento así no podía menos que estremecer a cualquiera. Fui descubriendo entonces la fuerza de vocablos que uniéndose entre sí quedaban vibrando y nos esclarecían la relación entre el hecho y el pensamiento, entre el lenguaje y la tierra. Entre la acción y la conciencia. Que mantenían, intacto, algo del perceptible malestar difuso que dilapidábamos en chistes fáciles. Lo que decía Bolívar no era una broma ni un producto escéptico de su desilusión y su fatiga. Encerraba también una clave para acceder a la historia de América.

Mi asunto, es obvio, no fue la política. Preferí internarme en los terribles laberintos literarios preguntándome todavía cómo un adolescente que jugaba básquet empezó a escribir lo que otros llamaban "versos". Cosas como:

"el búho otea el cuervo grazna".

Aún me lo pregunto. Sospecho que por no saber bailar y sudarle las manos. Por haber crecido demasiado rápido. Por no hallar dónde esconderse midiendo un metro con noventa y tres centímetros. Por timidez y rechazo. Por intentar llamar la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República atención y buscar una desesperada forma de diálogo. Por soñar lo que no se debe e imaginarse cosas que no le corresponden. Asombrosamente la poesía las conseguía, pero no en el momento en que él pensaba. Pero los poemas, curiosamente, podían irse releyendo, a medida que se les caían, por sí solas, las hojas falsas. Iban quedando allí, más ajenos que propios. Los recuperábamos, sólo, cuando alguien los citaba. ¿Eran nuestros?

Como toda mi generación puedo parecer un producto norteamericano que se ha vuelto, de golpe, profundamente colombiano. Mi traje de etiqueta son los bluejean y los tenis. Mi diversión mayor: una buena película norteamericana. Pero es cierto, también, que no conozco países como los nuestros con una capacidad tan grande para incorporar, tiñendo con sus colores propios y asimilando con sus potentes jugos gástricos, cualquier influjo extranjero. No sé si como en Caracas las antenas de T.V. acompañan el crecimiento de los barrios de invasión colombiana, carentes de energía eléctrica. Sólo sospecho que para nuestros pueblos la más avanzada tecnología no es una conquista más del hombre en su búsqueda del bienestar aquí en la tierra sino apenas otro renglón más para incorporar al diversificado contrabando. Y está bien que así sea: bajo la luz del trópico, e incluso a 2.600 metros sobre el nivel del mar, cualquier objeto experimenta metamorfosis sorprendentes. Nada se emplea en aquello para lo cual fue hecho pero todo, de algún modo, no es útil para continuar vivos y seguir resistiendo.

Desde hace quince años por lo menos mi amigo José Emilio Pacheco me anuncia el apocalipsis inminente. Ahora lo comprendo: el apocalipsis ya pasó y somos sus sobrevivientes o, por lo menos, el apocalipsis se repite todos los días: basta leer los titulares del periódico. Una agonía tan larga resulta incómoda o por lo menos requiere de la elegancia que tenía la abuela de Borges pidiendo disculpas por morir tan despacio. De ahí que me aburra la queja, primer paso hacia la gruñona complacencia. Si exudamos el rencor nos sentimos aliviados pero, en definitiva, ¿qué queda? Admiro, por ello, las enseñanzas de Pedro Henríquez Ureña: hay que trabajar. Vale incluso más la obra prematura que la inacción. Por ello aspiro a que mis poemas expresen el goce y el encanto, la emotividad honesta y la dicha a flor de piel. Mi perplejidad oblicua y mi furia purificada. Como dice el maestro Obregón: mi oficio es estar inspirado.

Por ello, también, me gusta escribir sobre los libros que amo y denigrar de los que detesto, aun cuando, como me lo recordaba Guillermo Sucre, la lucidez también es errática y cruel. No hay que permitir que ella nos convierta en jueces. Sin embargo, ambos ejercicios —amar y odiar por escrito, razonándolo— agilizan la prosa y vuelven mucho más preciso el gusto. Se aprende a concretar admiraciones y desprecios, tarea tan necesaria en estas tierras yermas y pusilánimes.

De ahí mis cuatro libros de ensayos: La alegría de leer (1976), La tradición de la pobreza (1980), La otra literatura latinoamericana (1982) y Letras de esta América (Bogotá, Universidad Nacional, 1986). De ahí mis inmersiones en el pasado, rescatando y prolongando textos de Baldomero Sanín Cano, Hernando Téllez,

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Germán Arciniegas. De ahí mis Álbumes de poesía colombiana (1980, 1981). De ahí mi Antología de la poesía hispanoamericana (México, Fondo de Cultura Económica, 1985).

Haciéndola, y repasando para ello nuestra tradición inmediata (la que se inicia con Rubén Darío y llega hasta nuestros días) por primera vez me sentí partícipe de una empresa común. De un proyecto si se quiere político, en el buen sentido de la palabra, que trascendía las balcánicas fronteras nacionales. Aquellos poemas que escogía eran, en definitiva, los mismos textos que hubiera querido dejar escritos. Alentaba en ellos una fe crítica y un apasionamiento tan lúcido que hacían pensar en un rico y diversificado continente dialogando consigo mismo y con el mundo. Era una poesía de primer orden, en su excelencia artística.

La poesía nace del silencio y vuelve a él. Al silencio del lector que enriquece con su mirada, esos renglones tan precarios. Por ser lector de poesía me convertí en redactor de algunos poemas. Que se vea en ellos, apenas, un homenaje de admiración a algunos, eso sí, auténticos poetas. A un país, a unas gentes, a una lengua. "Lo mejor de la poesía son los amigos que nos da", decía Raúl Gustavo Aguirre. Eso también es cierto, aun cuando uno de ellos, Alastair Reid, sea el cúlpale de este striptease un tanto obsceno, pedido para acompañar una traducción de poemas míos, vertidos por él al inglés. La poesía, lo dije antes, es un acto de gratitud.

Mirándose al espejo, en Correo de los Andes, Nº 47-48, Bogotá, octubre-diciembre de 1987, pp. 124-127.

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Rufino José Cuervo

En el estudio preliminar que publiqué hace algunos años sobre Cuervo, intenté dejar claramente establecidos, y respaldados en una documentación fehaciente, algunos hechos relativos a la vida del filólogo colombiano. Esos hechos, de suyo escasos (allí había indicado que Cuervo era extremadamente celoso de su intimidad), podrían calificarse de "biográficos", es decir, aludían a la vida del hombre, caían dentro del contorno de su persona histórica, hasta podrían tildarse de "anecdóticos", si no fuera porque constituyen, en suma, sustancia, contenido esencial de aquel quehacer diario y angustiado del individuo. Pero cualquiera verá con razón que tales hechos no narran por sí solos la vida del hombre; son como un resonador para la voz y no la voz misma. De allí que legítimamente alguien pueda preguntarse: pero, en definitiva, ¿cómo era Cuervo, ¿cómo pensaba, cómo sentía? He aquí la línea divisoria entre biografía y autobiografía, que se vuelve de pronto una divisoria tajante y problemática.

Pues en efecto, si tal divisoria existe, y existe además en virtud de una diferencia en el modus enarrandi de la vida de un cierto hombre, surge otro problema: la autobiografía rezuma, en el fondo, artificio. Un individuo se propone, es decir, toma el partido ("parti pris") de hablar de sí mismo, de contar sus cosas, las cosas de su vida; se pone en la tarea de trasladar al papel, destinándolos a un público, los ingredientes de su existencia, sus peripecias y hasta sus necesidades. Tal actitud falsea ya de hecho la intimidad, a menos que se sea un cínico, caso en el cual la autobiografía pasa a ser crónica escandalosa. Ahora bien, todo esto lo que hace es relievar la problematicidad de la vida humana y la de su transmisión en el marco de la historia y de la cultura. Porque cuando se trata de un hombre que ha aportado materiales constructivos a la cultura de un pueblo y ha contribuido en cierto modo a plasmarla o a transformarla, se siente entonces con mayor fuerza la necesidad de que la transmisión —el reflejo exacto, y no sólo el reflejo, la trama misma— de su vida no sea solamente historia, no sea únicamente anécdota, detalle muerto en el campo amorfo del pasado. Por eso la pregunta vuelve con insistencia: ¿cómo era Cuervo, ¿cómo pensaba, cómo sentía?

En Alemania, donde suele saberse bien lo que significa el conocimiento de la vida personal de un escritor para la cabal comprensión de su obra, se ha adoptado el sistema (allá casi todo se convierte en sistema) de hacer que el hombre narre espontáneamente su intimidad, aun contra lo que él mismo hubiera deseado y aun en el caso de que esa intimidad aparezca sutilmente engarzada en explosiones de puro lirismo, como en Holderlin, o en bloques macizos de grandiosidad casi épica, como en Goethe. Pudiera decirse que se han dado la maña, con finura exquisita, de rastrear los pasos, los momentos, los mínimos instantes en que, al hablar, el héroe deslizó un fugaz relámpago de intimidad entre la vasta cantera de una producción cuajada de complejidad. Este procedimiento tiene sin duda un valor extraordinario. Mientras el biógrafo se ve constantemente expuesto a interpretar, con más o menos fidelidad, los hechos que le ofrece la llamada realidad histórica, y el lector, en el caso de las autobiografías, ha de mantenerse siempre en guardia

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República y prevenido contra las asechanzas del secreto pudor de quien las compuso; acá, en estos fragmentos, líneas y a veces sólo palabras caídas y halladas al azar, no hay que hacer nada, fuera de dejar que hablen por sí y que el espíritu del contemplador vaya juntando las piezas dispersas hasta dar con la imagen ideal, que él habrá formado, sí, pero en la que no se hallarán deformaciones ni añadidos postizos y arbitrarios.

Alguna persona que reseñó mi trabajo sobre Cuervo se extrañaba un poco de que en él hubiera tantas notas sobre multitud de contemporáneos y cuestiones referentes a Cuervo, y notaba con muy buen sentido que la figura del filólogo mismo quedaba en la sombra y los sucesos de su vida presentados de una manera extremadamente esquemática. De aquí tomaba pie para plantear una especie de dilema y decir con tanto acierto como gracia que o la información referente a Cuervo es excesivamente escasa —caso más bien extraño tratándose de una figura desaparecida apenas hace media centuria— o los árboles no han dejado al señor Martínez ver el bosque. Yo confieso ingenuamente que lo que me propuse y quise fue ver el árbol, el árbol descollante y casi solitario que en nuestro bosque histórico es Cuervo; pero quizá no lo logré. ¿Por qué? Este interrogante es el que no se planteó el reseñista, pues basta habérselo formulado en conciencia para responderse a sí mismo, siquiera en forma reflexiva y teórica, que era bien posible que o aquella información fuera realmente escasa —caso en el cual no habría lugar al dilema— o que no hubiera sido concretamente transmitida a la posteridad o que, en fin, existiendo de hecho y estando transmitida no hubiera sido asequible por alguna razón al estudioso de Cuervo. Pero dejemos aquí esta alusión y recojamos su lección. No hay duda de que el reseñista se extrañaba de lo mismo que yo ya me extrañaba. ¿Cómo es posible que una personalidad tan eminente en el mundo científico y desaparecida apenas hace media centuria presente una biografía tan seca y pobre y no se preste a la reconstrucción histórica detallada y minuciosa? ¿Qué pudo suceder para que en tan corto tiempo dibujar su fisonomía física y espiritual sea cosa poco menos que imposible? ¿Qué ocurrió para que los contemporáneos no hubieran sentido siquiera la curiosidad de dejarnos unos apuntes suficientes para trazar el boceto de un hombre que fue incomparable en la vida privada y excepcional en la vida científica? No trataré de absolver preguntas, y vuelvo a confesar ingenuamente que cuando me ocupaba de escribir aquellas páginas (en la creencia de haber examinado honradamente toda la bibliografía de Cuervo, así como documentos de la época) sentía una especie de rebeldía cerebral al ver que o lo que se sabía de Cuervo estaba equivocado, erróneamente escrito, o que, sobre conjeturas y supuestos más o menos evidentes, se tejía una monótona cantilena acerca de su vida, trabajos y obras científicos. Hube, pues, de conformarme con unos pocos hechos ciertos y comprobados, y dejar que el lector se hiciera cargo de llenar las lagunas materiales con un poco de esfuerzo interior y amorosa contemplación espiritual.

Pero la investigación positiva es exigente y tiránica. No acepta de buen grado sino lo que llena ciertas condiciones de objetividad y rigor. Pudiera decirse que la riqueza sólo le es grata cuando oye el tintineo de las monedas. Y bien, en el caso de Cuervo, ¿qué ventajas tendría para la comprensión de su fisonomía espiritual

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República amontonar detalles biográficos, recomponer orgánicamente su vida, juntar minuciosamente los fragmentos dispersos y eslabonarlos en una unidad histórica? Las ventajas serían tan relativas como problemático el resultado. Es cierto que la historiografía habría obtenido uno de esos triunfos corruptores que hacen nacer la convicción de ya no explorar más un determinado sector porque súbitamente se halló agotado; pero, ¿dejaríamos por eso de sentir la íntima necesidad de saber cómo se desenvolvía el hilo de una existencia concreta y viva, aquella especie de nostalgia interior, esencialmente espiritual, que se lamenta de los ojos que ya no ven, la voz que no se oye, el ondular del pensamiento que de pronto se rompe como la curva de un arco y ya no puede ser vuelto a su tensión originaria? Seguramente no. Y la razón estriba en el hecho de que el carácter de la vida íntima se mantiene, por naturaleza y por ley de lo que ella es, dentro de la persona; queda, por tanto, fuera de lo que llamamos figura histórica y no es, pues, mensurable ni captable con los instrumentos con que captamos y medimos los sucesos del mundo exterior. Sólo la figura histórica puede reconstruirse, y esta reconstrucción es susceptible de llevarse a cabo con más o menos rigor objetivo, con más o menos plenitud de sentido, de tal manera que en un momento determinado se produzca o se logre la imagen de ese tejido espontáneo y complicado que fue elaborando en su curso vital un cierto individuo. Más aún, sobre dicha imagen podrá erigirse una interpretación adecuada de la unidad de sentido del complejo expresivo (sabemos, evidentemente, que "habla el alma" según palabras de Goethe) que conformó la vida de un hombre concreto, y así será factible que nos sumerjamos en la corriente de los sucesos, en el fluir continuo de los actos de la persona viva. Pero ni siquiera en este caso —caso límite por lo demás— habremos llegado al núcleo de la verdadera intimidad, a su sentido activo y esencial expresión, en una palabra, a su constante en el decurso de la conciencia.

Volviendo a Cuervo, quiero decir que, si del sabio hay una imagen correcta, más o menos fiel, no la hay todavía del Cuervo íntimo. Yo podría ahora enumerar, en seriación cronológica, todos aquellos puntos o incidentes de índole biográfica con que al historiador le sería relativamente fácil estatuir un tipo humano coincidente con el de Cuervo; pero, como ya queda suficientemente apuntado, escaparía a tal consideración el problema esencial. De hecho, esto es lo que ha sucedido. No hay, evidentemente, biógrafos de Cuervo. La misma cronología de su vida no ha sido fijada y establecida rigurosamente. Hasta existen lagunas, vacíos temporales, que necesariamente habrán de preocupar al biógrafo de mañana. Por otra parte, hay una especie de Cuervo semi legendario, incubado en las anécdotas y ocurrencias de sus panegiristas, más bien que en los hechos escuetos y documentables de su existencia. La imaginación popular, cierto orgullo de casta y un sano sentimiento nacionalista han acogido con gusto, yo diría hasta con fervor patriótico, esa imagen un poco legendaria y anecdótica, que tiene a mi modo de ver el inconveniente de ocultar la personalidad real e histórica porque constituye algo así como un velo brillante y fascinador, muy apto para distraer la mirada del objetivo capital, que es el hombre. Si, pues, ni el Cuervo de la historia ha sido todavía estudiado y fijado, ni el Cuervo personal ha logrado cristalizar hasta ahora en una biografía, ¿qué diremos del Cuervo íntimo? ¿No será inmaturo plantearse

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República el problema de la intimidad de ese tipo humano que todavía hoy solicita nuestra admiración?

Declaro sin reticencias que es este problema el que más vivamente ha despertado mi atención. Y no, como pudiera pensarse, por malsana curiosidad o por afán de indagar la conciencia ajena, sino porque, al fin y a la postre, es del centro de la intimidad de donde brotan nuestras ideas y nuestras preocupaciones. Siempre me ha parecido un vicio o una falla del racionalismo histórico eso de interpretar y analizar la obra del hombre y el hombre mismo desde dentro de la razón, como si toda actividad de éste se redujera a un simple funcionamiento orgánico, a una minuciosa y compleja labor de operaciones cada vez más sutiles, pero cada vez más analizables, cuando la verdad es que el espíritu habita en la intimidad, la llena de su aliento y le da toda su riqueza. Diríase que la intimidad es, para usar una acepción castiza y corriente en la lengua clásica, el sagrario del alma, recinto y abrigo a un mismo tiempo accesible e impenetrable, cuya forma por nadie ha sido preestablecida o determinada y por eso toma para sí las calidades, prendas y distintivos del espíritu que la habita. A veces hasta me es grato imaginar que el espíritu asciende desde la intimidad y sube invisible hasta la razón, moviéndola a grandes ideas y a nobles pensamientos y acciones y creando, por así decir, una especie de corriente o comunicación constante entre las potencias del cuerpo y su propio, inasible poderío. Entonces ya no veo las grandes obras como mero producto de una suma de ideas, originadas del simple ejercicio de las facultades racionales, sino como expresión del espíritu, que aflora desde la intimidad, y lo mismo se traduce en un gesto que en una canción, en una vida noble y pura que en una desafiante e imponente construcción ideológica. En una palabra, toda interpretación que no parta de esta manera de concebir al hombre y sus actividades fallará necesariamente en un aspecto esencial, pues invierte, para dar sentido al análisis, el orden de las cosas y la propia valoración de éstas, colocando en el primer plano el producto y después la energía creadora, antes la obra y luego el creador, adelante el movimiento y atrás el impulso.

Fernando Antonio Martínez (continuará)

Textos autobiográficos de R. J. Cuervo.

El anterior artículo se publicó por primera vez en Las Letras, suplemento literario del Diario Oficial, de Bogotá, el 23 de agosto de 1956. Su autor, el Dr. Fernando Antonio Martínez, Jefe del Departamento de Lexicografía de este Instituto, falleció el 29 de mayo de 1972 (ver Noticias Culturales, núm. 138, julio 1º de 1972).

En relación con dicho artículo es preciso llamar la atención sobre el hecho de que al final apareció en el periódico, entre paréntesis, la palabra "continuará". Sin embargo, revisadas con detenimiento las posteriores entregas del mencionado suplemento literario, no hemos encontrado la anunciada continuación de Rufino J. Cuervo autobiográfico. Descartada esta posibilidad, ignoramos a ciencia cierta si el Dr. Martínez escribió algún artículo complementario de las páginas que ahora nos ocupan.

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Sea lo que fuere, el referido anuncio que aparece, como queda dicho, al final del artículo que se reproduce anteriormente, nos ha hecho pensar que el autor hubiese perfilado o proyectado, para una siguiente o subsiguientes entregas del citado suplemento literario, la revelación de algunos aspectos autobiográficos de D. Rufino José Cuervo. Lástima grande que el Dr. Fernando Antonio Martínez, continuador del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana y conocedor como pocos de la vida y la obra del sabio Cuervo, no hubiese llevado a cabo su propósito en aquel entonces ni en época posterior. A falta, pues, de lo que suponemos iba a constituir el complemento del artículo que ahora se publica, queremos mostrar en esta ocasión algunos textos autobiográficos del ilustre filólogo bogotano D. Rufino José Cuervo.

Si bien es cierto que este eminente colombiano fue "extremadamente celoso de su intimidad" y que fue ajeno, por naturaleza, a toda vana ostentación, no por ello escasean, a lo largo de su obra intelectual y a lo ancho de su abundante correspondencia, las manifestaciones de carácter netamente autobiográfico.

Advertimos que al plasmar esta inquietud, en manera alguna nos hemos propuesto llevar a término una selección autobiográfica de manera completa. Solamente tratamos de allegar unos cuantos apartes en los cuales Cuervo, con toda naturalidad y sencillez, nos habla de sí mismo; unos cuantos pasajes en que la pluma de nuestro eminente filólogo nos cuenta fugazmente el acontecer de su propia existencia; en fin, unos cuantos párrafos en donde las mismas palabras de este grande hombre nos permiten entrever el arcano de su intimidad.

Para cumplir con nuestro cometido, además de las obras de D. Rufino José Cuervo, hemos consultado, especialmente, los epistolarios publicados hasta ahora por este Instituto, a saber: Epistolario de Rufino José Cuervo y Emilio Teza, Epistolario de Rufino José Cuervo y Hugo Schuchardt, Epistolario de Rufino José Cuervo con Luis María Lleras y otros amigos y familiares, Epistolario de Rufino José Cuervo y Belisario Peña, Epistolario de Rufino José Cuervo con los miembros de la Academia Colombiana y Epistolario de Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro con Antonio Gómez Restrepo.

Conocemos a D. Rufino José Cuervo como a un altísimo exponente del estudio, la ciencia y la virtud; conviene, así mismo, apreciarlo y valorarlo mediante otras manifestaciones del quehacer y acontecer humanos. Conocer al hombre en toda la plenitud de su más honda significación.

Antes de que D. Rufino José Cuervo nos hable de sí mismo y para mejor compenetrarnos con su imagen patriarcal, veamos los rasgos fisonómicos que nos traza Fernando Antonio Martínez: "Hacia 1891, Cuervo —con cuarenta y siete años apenas— mostraba ya inocultables rasgos de vejez prematura. Su tez pálida resaltaba sobre la negra barba en la que aparecían tenues hilillos blancos que subrayaban la plácida serenidad del rostro; los ojos expresivos, aunque velados por la nube invisible de vigilias sin fin, se abrían tímidamente bajo la amplia frente

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República que prolongaba aún más la calvicie de su cabeza, inclinada involuntariamente del lado de la meditación. De apariencia más bien endeble, cargado de espaldas, de ademanes medidos y pausada conversación, una amabilidad exquisita que casi abrumaba a sus visitantes o interlocutores ahuyentaba aquella impresión de vejez para dejar tan sólo la luz cegadora de su inagotable bondad, reflejo de un espíritu sin mancha. La intensidad del esfuerzo para dar cima a su grande obra había dejado en su salud huellas profundas".

Nacimiento y generalidades

En la cláusula primera del testamento definitivo otorgado en París en 1905 expresa:

Me llamo Rufino José Cuervo, nací en Bogotá, capital de la República de Colombia, en la América Meridional, el diecinueve de septiembre de mil ochocientos cuarenta y cuatro, y soy hijo legítimo del doctor Rufino Cuervo y de la señora María Francisca Urisarri, uno y otro difuntos. Resido actualmente en París, en la casa número dieciocho de la calle de Siam, y fue mi último domicilio en Colombia la ciudad de Bogotá, y en ésta la casa sita en la cuadra séptima de la calle diez, marcada en su portón principal con el número ciento setenta y siete. Fui criado en la religión católica, apostólica romana y es mi voluntad permanecer en ella los días que me restaren de mi vida y morir en su seno.

Infancia y educación

Son muy escasos los datos que tenemos sobre la infancia y las primeras letras de Cuervo. Sabemos, sin embargo, que el Dr. Rufino Cuervo le enseñó elementos de geografía y gramática. De aquellos días D. Rufino José nos refiere en la Noticia biográfica de D. Ángel Cuervo, escrita para la edición del libro Cómo se evapora un ejército (París, 1900) de su hermano Ángel:

Apenas muerto nuestro padre (21 de noviembre de 1853) e interrumpida la educación amorosa que de él recibíamos, sobrevino la dictadura de Melo, accidente de aquellos que entre nosotros imponen ocio a toda ocupación loable, y abriendo la puerta a las pasiones ruines y aviesas, dejan los hombres honrados a la merced de la escoria de la sociedad. Nuestros hermanos mayores tomaron las armas en defensa de la Constitución, y los chicos nos quedamos encerrados en la casa leyendo los libros que nos venían a las manos; sin otra variación, cuando los constitucionales se acercaron a la capital, que escurrirnos a su campo a llevar noticias o municiones, cosa no peligrosa en aquella edad de oro, cuando no se había adelantado tanto en el arte de hacer revoluciones y de reprimirlas.

A la edad de siete años, en el Instituto de Cristo, Cuervo "aprende a hacer los números". Así se deduce de la carta dirigida, desde París, a D. Antonio Gómez Restrepo el 24 de febrero de 1909:

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Sabía que el Sr. Dr. Carrasquilla (Rafael María) había escrito también sobre las Apuntaciones, pero no había logrado ver su artículo, que me ha gustado mucho, prescindiendo de lo que toca a mi persona. En varios escritos de este antiguo amigo, y puedo decir que condiscípulo, pues en la escuela de D. Ricardo y de D. Mariano Ortega aprendí a hacer los números, habrá más de 58 años, en varios de sus escritos, digo, he ido admirando la belleza sobria, sacerdotal, de su estilo, en que aparecen el filósofo y el teólogo junto con el consumado literato.

En carta de fecha 6 de julio de 1894 dirigida, desde París, a Emilio Teza, Cuervo hace esta reminiscencia de su infancia:

Me llama mucho la atención ver la multitud de nombres populares que tienen las estrellas en unos pueblos, y los pocos que yo he oído, a pesar de que, cuando niño, pasaba largas temporadas en el campo, tratando con los labriegos.

Abnegación en el trabajo

De la época en que funcionó la fábrica de cerveza de Cuervo, nos trae esta cruda manifestación en la mencionada Noticia biográfica de D. Ángel Cuervo:

La escasez de recursos no permitía tener empleados ni obreros suficientes, y Ángel mismo lavaba botellas y barriles y ejecutaba todas las demás faenas sin descanso días tras de días. Cuando empezó a prosperar la empresa, dejé yo otros quehaceres y fui a ayudarle. No necesitábamos menos fortaleza corporal para esta ruda labor, que filosofía para desdeñar a los que decían: Vean en lo que han parado los hijos del doctor Cuervo, y para ocuparnos nosotros mismos en el cobro de las cuentas, yendo por las fondas y tabernas, aguardando, y volviendo una y más veces.

Retiro de París

Desde París, donde vivió gran parte de su vida consagrado por entero al estudio y la investigación incesante, D. Rufino José extraña a sus viejos amigos de Bogotá y se lamenta con frecuencia del frío que le toca soportar la mayor parte del año en Europa y que tanto afecta su salud e interfiere el desarrollo de sus labores. Así, en cartas que escribe a D. Luis Lleras, su gran amigo y compadre, le dice:

Mi vida aquí es tan retirada como la de Bogotá, y por lo mismo la falta de los sabrosos ratos de charla que con Ud. nos pasábamos es irreemplazable. Estoy alerta para ver qué libros de nuestra profesión descubro, y cuente con que Ud. tendrá su parte en cualquier hallazgo.

5 de noviembre de 1882.

Mi vida aquí es la misma de siempre. La salud, de Ángel y la mía no van mal, aunque los amagos del invierno anuncian catarros interminables. Esto de las estaciones tendrá toda la poesía ideal que se quiera; pero en la realidad sólo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pueden aguantarlo los que no conocen nuestro clima. Creo que a lo más unos dos meses puede uno vivir en el año sin pensar en el tiempo: fuera de eso, o el calor lo echa a uno a la calle o al campo, o el frío apenas da lugar para pensar en envolverse y atizar el fuego. Por eso aquí la gente se preocupa tanto con el tiempo. Se acabó el papel: se acabó la charla.

5 de octubre de 1883.

Vivo más lejos del mundo que allá, y se comprende, porque allá tenía mis amigos viejos, con quienes mis ratos de charla, y aquí, aunque tengo algunos amigos paisanos, no los veo con la frecuencia que deseara.

5 de enero de 1884.

El 8 de enero de 1896 escribe a su tío, el Dr. Benigno Barreto, en esta forma:

Nuestra vida aquí es también tranquila, pues nos hemos habituado a estar en Babilonia como en el desierto: casi podríamos llamarnos ermitaños. Hacemos todo lo posible por limitar nuestros deseos y aspiraciones arreglándolos a los medios que tenemos para realizarlos; trabajamos para cumplir la forzosa necesidad moral e higiénica de no vivir ociosos, sin aspirar ni a opulencia, ni honores y distinciones. Si de llenar este deber nos resulta algún bien o resulta para nuestros semejantes, es nuevo beneficio que debemos a la Providencia. Sólo falta que seamos buenos, buenos cristianos.

Amor a los libros y veraneos

Desde muy temprana edad hasta el final de sus días, Cuervo mantuvo un apasionado amor por los libros, inseparables amigos que contra su voluntad debe dejar durante las continuas temporadas que sale de París en busca de mejor clima para su salud. Muy frecuentes fueron sus veraneos en Saint-Malo, Vichy, Bad Ems, Brunnen, Mónaco, etc. Oigamos las siguientes confesiones que hace D. Rufino José al filólogo italiano Emilio Teza en cartas dirigidas desde París:

"Apenas me creerá Ud. que no tengo el Lope, y a este propósito haré a Ud. una confesión: me causa miedo, casi digo horror, adquirir libros nuevos, pues vivo tan atareado, que comprar uno es como comprar una desilusión: lo recibo con gran gusto, y después de buscarle puesto en la apertura de estos cuartitos parisienses, se queda ahí como el cadáver en su nicho, porque no puedo volver a tocarlo. ¿No es ésta una calamidad?"

3 de diciembre de 1893.

Tres meses me estuve a la orilla del mar, pero más a la orilla de campos amenos, umbríos, sin hacer nada, llevado a la ociosidad tanto por el designio de imponerme el descanso como por la imposibilidad de hacer cosa alguna. A la vuelta, con la aproximación del fresco, algo me he mejorado, y he vuelto a la santa manía de los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República libros; pero todo el entusiasmo no me alcanza para trabajar dos horas por día, contando como trabajo las cartas y las visitas, porque todo esfuerzo de atención me deja exánime. Ya supondrá Ud. que mi vida no es muy fructuosa.

30 de diciembre de 1901.

Contaré a Ud. algo de (mi) vida, que será también disculpa de mi silencio. En la primavera, como de ordinario, me sentí muy cansado, y tan luego como abonanzó el tiempo, me fui a Suiza. Estuve en Engelberg, pero no me fue bien, tuve enfadosos achaques, y en busca de alivio tomé el tren para los lagos italianos, que me hicieron recordar mucho al querido amigo de Padua: tampoco sentí mejoría, y a los diez días estaba de viaje para casa, donde está uno más tranquilo y dueño de sí. Llegado, me encontré una multitud de libros y cartas; me propuse contestar, me agravé mucho, y renuncié a toda cortesía...

A todas estas me dicen los editores que se ha agotado el librito aquel sobre bogotanismos, que fue feliz causa ocasional de nuestra buena amistad, y he tenido que ponerme a revisarlo. He puesto mejor orden en algunas cosas, corregido unas cuantas; pero el pecado original no puede quitarse, que consiste en casar lo familiar con lo científico.

Cosa de dos años a que conté a un amigo que había estado releyendo a Horacio: "señal de vejez", me dijo él, y casi se lo he creído. Ahora en los ratos que puedo, acudo a los trágicos griegos: no sé si el amigo me diría que eso es señal de decrepitud. Los achaques son una cosa, y otra perder el gusto por lo bello inmortal: éste, Dios mediante, no lo perderé.

3 de diciembre de 1909.

Yo no estoy nada bueno. Temeroso de emprender largos viajes con el mal tiempo que hizo en el verano, renuncié al acostumbrado viajé a las montañas, e hice el disparate de irme a orillas del mar. Me sentó bien mal; se me agravaron mis achaques, y poco puedo trabajar. Sin embargo, no decae el amor de los libros, ni se desvanece la ilusión de poder sacarles algún jugo. Así se pasa la vida.

Estoy haciendo otra edición del libro sobre lenguaje bogotano, en que corrijo y enderezo unas cuantas cosas de la anterior, y añado algo. Sobre todo he hecho nuevo prólogo en reemplazo del antiguo, que está anticuado, y dejaba ver los remiendos que en cada impresión le iba poniendo. No se admire Ud. de que la obra se haya acabado: es libro casero, y en mi patria lo emplean para los colegios.

30 de diciembre de 1910.

Galantería española

La siguiente manifestación, con matiz autobiográfico de por medio, nos permite entrever un aspecto romántico de su recia personalidad al mostrar su admiración

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República por la belleza de una joven a quien conoció en uno de sus viajes. Este pasaje está contenido en una carta dirigida, desde Constantinopla, a D. Francisco Mariño Calderón, el 14 de noviembre de 1878:

De Bucarest por Ruschuc y Varna hemos venido a la antigua Bizancio. En pocas ocasiones hemos hecho tantos conocidos raros como ahora: los correspondientes ingleses del Standart y las Illustrated London News, Sulliman Bajá, un comisario ruso de muchas campanillas y la familia del cónsul inglés en Ruschuc. Esto fue muy curioso: en la parte del camino de Bucarest a Ruschuc en que no hay ferrocarril, es menester ir en pésimas diligencias; a la en que íbamos entró una señora muy respetable con una joven bastante bonita; después de un rato en que se habían cruzado algunas palabras, llegó el caso de presentar pasaportes en la frontera de Romanía, pero estas señoras no traían tal cosa, y sin él no había modo de seguir adelante ni podían ellas dar paso alguno por no hablar el comisario sino alemán y válaco; aquí fue ello: retoñó en mí, no sé de dónde, la galantería española, y me ofrecí a hablar con aquél; al cabo de un rato de bregar se logró pasar, pero ya las diligencias habían partido; yo las acompañé a pie hasta la estación, pero mientras les registraban su equipaje se pasó el tiempo y no pudieron comer nada; les llevé a su vagón algo, y tiene Ud. que a la noche, cuando llegamos a Bucarest fueron casualmente a parar al mismo hotel en que estábamos, adonde las llevó su esposo y padre; nos dio éste las gracias en los términos más expresivos y quedamos muy amigos, hasta Ruschuc, donde no hubo ni medio de despedirnos. De ahí hasta el valle de Josafat.

Elaboración de sus obras

El Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana y las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano fueron las obras de mayor aliento intelectual de nuestro sabio filólogo. De las Apuntaciones aparecieron cinco ediciones en vida del autor. En los fragmentos epistolares que transcribimos a continuación, D. Rufino José nos da a conocer cómo realizó tan ardua labor y demás incidencias que tuvo en una obra de tal naturaleza y magnitud. A la postre, luego de tantas especulaciones y trabajos, no pudo menos que reconocer su escepticismo en materias de su dominio y predilección:

Mis trabajos van despacio; quizá pronto empiece a imprimir un tomo. Cualquier cosa formal que resuelva se la comunicaré. Tengo más de cuatro miedos: v. gr. miedo de que no sea bueno; —miedo de que, no siendo malo, cueste mucho la impresión; —miedo de que, no siendo malo, no sea obra de consumo, y por lo mismo no se venda, etc., etc. Por eso decía a Ud. que ensayaré con un tomo: si tiene aceptación, se sigue; si no, la pérdida no es mucha.

Carta a D. Luis Lleras, París, agosto 5 de 1883.

Mi impresión va tan lentamente, que da grima; es posible que en el mes entrante o en el otro le mande 160 páginas. La corrección es penosísima; yo corrijo cada

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pliego 3 o 4 veces, Ángel dos o tres y un joven que me ayuda, otra. El principio sobre todo ha sido muy difícil, porque era imposible en el manuscrito formarse idea exacta de la manera en que quedaría después la impresión, y ha habido vacilaciones, tientos, mientras se decide lo mejor, y acaso las primeras páginas conserven algún rastro de esto; pero creo se necesita ser del oficio para echarlo de ver.

Carta a D. Luis Lleras, París, junio 5 de 1884.

El trabajo del Diccionario va muy lentamente. Como la parte material tiene tantos detalles menudos, la corrección de las pruebas es muy delicada y fastidiosa. De la imprenta me envían la primera prueba acompañada del original, después de cotejada allá, para que no se haya omitido nada. Por supuesto, que yo no quedo contento con tal cotejo y lo hago yo mismo otra vez, lo cual es asunto de unas ocho horas en cada pliego de 16 páginas. Hecho esto lo devuelvo; dan segunda prueba que corregimos Ángel, un joven bastante inteligente he instruido que me trabaja tres horas por día, y yo, cada uno por separado, y reunidas todas las correcciones vuelve a la imprenta; Ángel y yo corregimos otra vez por separado la 3ª y a veces la 4ª prueba hasta dar el visto bueno. Cada lectura de éstas exige 4 o 5 horas y por tanto no se puede hacer de un tirón.

Carta al Dr. Benigno Barreto, París, agosto 5 de 1884.

Hace días que tengo la cabeza muy cansada; creo que con un poco de reposo me mejoraré; desgraciadamente he estado tan lleno de atenciones presurosas, que no he podido lograrlo. A causa de esto diré a Ud. en contestación a su afectuosa pregunta, que mis trabajos adelantan poco. El Diccionario por ahora duerme, y temo sea in aeternum. Las Apuntaciones están agotadas hace años; quiero hacer una edición más extensa y conforme (hasta donde alcance) al estado actual de la ciencia filológica; pero como no puedo trabajar con el mismo empeño que antes, y las atenciones se multiplican, no sé si llegaré jamás a acabarla. Esta confesión probará a Ud. que no puedo estar muy orgulloso de mi vida literaria: se hará lo que se pueda, y si sale bueno: diré lo que puse en el principio del primer cuaderno de apuntes para el Diccionario: Non nobis sed nomini tuo da gloriam. Si no se acaba, si sale malo, quedo como era, y no hay de qué quejarse.

Carta al Dr. Benigno Barreto, París, abril 25 de 1898.

Como dije a Ud., las Apuntaciones me tienen loco: no hago más que remendar. Ud. supondrá que habiendo mudado en muchas cosas de punto de vista, hay capítulos en que no aprovecho sino los ejemplos. Temo que resultará lo de echar vino nuevo en odres viejos: quitaré acaso algunas de las ignorancias de la juventud para meter algunas chocheras de la vejez: así es la vida.

Carta a D. Antonio Gómez Restrepo, París, junio 25 de 1905.

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Mi salud no es muy buena, pero no me quejo, porque pudiera ser peor. Aunque no puedo trabajar en forma, la manía subsiste. He tenido que arreglar otra edición de las Apuntaciones, que está ya en la imprenta, con algunos aumentos y unos tantos cambios en la forma, exigidos así por la conciencia como por la necesidad de defender mi derecho.

Carta a D. Antonio Gómez Restrepo, París, febrero 22 de 1910.

La causa de mi largo silencio ha sido el haberme metido indiscretamente en un berenjenal de que no saldré bien. Di el sí para reimprimir las viejas Apuntaciones, corrigiendo lo indispensable; enviado el principio a la imprenta, resulta que lo indispensable es la mayor parte, y me tiene Ud. acosado por las pruebas y por la redacción. Va impresa más de la mitad, y de lo que falta tendré hecha una tercera parte. Trabajo más de lo que me dan las fuerzas, y naturalmente no puede salir cosa buena hecha de ese modo. Quitaré algunos disparates, y pondré otros nuevos.

Estuve más de dos meses en el campo, tres semanas en Lourdes: no vi milagros de los que hieren los ojos, sino el más maravilloso de la fe con que infinita gente de todas partes y de todas categorías acude allí en busca de remedio, y el de la caridad con que todos claman por el bien ajeno, con más fervor que por el suyo propio. Hay momentos en que la emoción es insuperable.

Carta a D. Belisario Peña, París, 25 de octubre de 1905.

Cada día me estoy volviendo más escéptico en materia de disparates de lenguaje. Cada día me convenzo de que toda corrección puede ser provisional, y que es menester buscar criterios absolutos, o por lo menos no tan contingentes como la aprobación de los gramáticos y lexicógrafos. Estos cada día van aceptando cosas abominadas la víspera, y lo van dejando a uno burlado. La mayor parte de los que usted señala son pecados contra el sentido común, y hay que darles en la cabeza. ¿Qué importa que el Diccionario apruebe mañana barbarismos sólo porque están generalizados? El buen escritor no debe emplearlos, tengan o no tengan el pase de la autoridad competente. Por otra parte, ¿quién le dice a uno que lo que falta en el Diccionario es por condenado o por olvidado?

Carta a D. José Manuel Marroquín, París, noviembre 9 de 1887.

Modestia y preocupación por los pobres

Sabemos que D. Rufino José Cuervo fue un hombre del todo ajeno a los honores y a cuanto significara ostentación. Modesto, sencillo y austero por naturaleza y convicción, desechó siempre las distinciones que se le dispensaron. Así lo demuestra plenamente con las siguientes manifestaciones epistolares:

En cuanto al honor que se me ha hecho eligiéndome miembro de la Academia Hispano-Colombiana, sólo puedo atribuirlo al cariño de algunos amigos y ya sabe

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Ud. que "amor quita conocimiento" y lo considero meramente como un estímulo para el trabajo, como un cartel que me fija los deberes que tengo que llenar; jamás como un premio de méritos que no poseo ni acaso poseeré jamás.

Carta al Dr. Benigno Barreto, Bogotá, julio 28 de 1871.

Esta mañana recibí del Sr. Gral. (Rafael) Reyes el telegrama por el cual le dice Ud. me comunique que Ud. me ha nombrado delegado por Colombia para el Congreso Panamericano de Méjico. No sé cómo agradecer a Ud. este cariñoso recuerdo, prenda de la tradicional amistad de nuestras casas y que yo me complazco en guardar con veneración.

Pero sabrá Ud. que yo estoy hecho un carcamal, aunque como, bebo, y a veces duermo, y aunque todos me dicen que tengo muy buena cara.

El hecho es que me aquejan achaques neurasténicos que me tienen reducido a la impotencia: con toda esa buena cara que dicen que tengo, una hora de conversación, una misa con sermón, una carta regular, una caminata de media legua me dejan postrado, hasta por veinticuatro horas. Un viaje de tres horas y media, como el de casa aquí, me obliga a acostarme. En estas circunstancias me es imposible emprender la ida a Méjico; con el ítem de que, sin creerme tocado de la cabeza, me distraigo sobremanera, no se me ocurre ninguna contestación sino tres días después, y una susceptibilidad que me inhabilita para tratar cualquier negocio grave o medianamente serio. Para desempeñar el cargo necesitaría trabajar algo, y como sería sobre materias con las cuales no estoy familiarizado, debería hacer estudios que ya no puedo hacer; añada Ud. a esto las visitas, conferencias y todo lo demás que por fuerza habrá de ocurrir, y juzgue si podré representar debidamente a mi Patria.

Carta a D. José Manuel Marroquín, Trouville, septiembre 23 de1901.

La bondad de Ud. para conmigo es inagotable: José Pablo [Uribe Buenaventura] me ha mostrado el telegrama de Ud. en el que le dice me pregunte si aceptaría la Legación del Vaticano. Tal prenda de estimación y afecto no podía yo esperarla sino de Ud., el buen y tradicional amigo de nuestra casa. En las circunstancias actuales en que nuestra pobre tierra necesita más que nunca del apoyo de todos, quisiera yo servir de algo; pero mis fuerzas disminuyen cada día más y más, y me siento incapaz de cualquier acción enérgica. Un viaje a Roma me desarmaría, y la idea sola de las visitas y atenciones del cargo me llena de horror, pues que, estando quieto en casa, una hora de conversación o de trabajo intelectual me deja exánime. Considero además que yo no tengo versación alguna en asuntos y formalidades de esta especie, y veo que con suma facilidad comprometería el decoro de la posición. Por todo esto dije a José Pablo que me era imposible aceptar, y no tengo para qué decir a Ud. lo doloroso que me es renunciar a ver de cerca al Santo Padre. Sentir que mi patriotismo es estéril y que no correspondo como debo al amistoso deseo de Ud.

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Carta a D. José Manuel Marroquín, París, diciembre 6 de 1902.

Muy querido amigo:

Como a tal quiero hablar a Ud. de un asunto que ha días me trae inquieto, confiando en que Ud. me prestará consejo, o ayuda.

El caso es así. Ud. sabe las leyes francesas relativas a los bienes muebles de los extranjeros que mueren aquí; en mi testamento, otorgado en nuestro consulado y protocolizado en Bogotá, designo como heredero universal, después de diferentes legados, al Hospital de S. Juan de Dios; yo tengo aquí, fuera de unos pocos francos, mis libros y muebles, contando entre aquéllos las ediciones actuales o futuras de mis obras. Al morir yo, el fisco francés causará sin duda mil molestias a los que intervengan en mi testamentaría, y lo que cobre de derechos (que no puedo calcular, pues no sé cómo avaluará mis cosas) defraudará a los pobres de Bogotá de parte de lo que les corresponde.

Por el momento me ocurre como solución el solicitar un empleo ad honorem en nuestra legación que me confiera inmunidad; pero ha de ser empleo que no exija trabajo, ciencia especial ni experiencia. Yo nunca he solicitado empleo alguno, y cuando me lo han ofrecido, he rehusado aceptarlo por la falta de tiempo, ciencia y experiencia; ahora me atrevería a salir de este camino, para invocar, más bien que una posición visible, una protección en favor de mis herederos, más dignos de simpatía que el tesoro de un país que nos ha sido poco favorable.

Carta a D. Antonio Gómez Restrepo, París, mayo 4 de 1911.

Afecto fraternal

Durante la permanencia en París, su hermano Ángel fue el compañero de todas las horas y de todos los trabajos. A raíz de su muerte, ocurrida el 24 de abril de 1896, D. Rufino José participa el dolor que lo embarga al filólogo Emilio Teza en carta fechada en París el 20 de mayo de dicho año:

No puedo pintar a Ud. la soledad y el vacío que me ha dejado la separación de mi incomparable hermano. Su abnegación y generosidad, sus costumbres ingenuas y sencillas, y todas las virtudes cristianas y sociales, eran mi encanto y mi admiración. Vivimos siempre unidos en la desgracia y en la prosperidad, y siento que ha muerto la mejor parte de mí. Dios le habrá acogido en el seno de su misericordia, y espero nos veamos en la resurrección.

Al final de la Noticia biográfica de D. Ángel Cuervo, D. Rufino escribe lleno de afecto, sinceridad y reconocimiento fraternales:

Eran de padre los ejemplos y consejos de discreción y prudencia; de madre, la solicitud con que posponía siempre su comodidad a la mía y velaba por mi salud y tranquilidad; de hermano, la generosidad y desinterés absoluto; de amigo, la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República franqueza y comunidad de sentimientos e ideas, la colaboración y ayuda en todas mis tareas, y de todo esto junto, el interés más vivo por cuanto pudiese acrecentar mi reputación y buen nombre.

Añoranza del cielo bogotano

Es cierto que D. Rufino José fue un hombre que anidó los más tiernos sentimientos y experimentó las más ricas y delicadas emociones. No obstante la aridez de sus estudios científicos tuvo especial afecto por la poesía y no pocas veces sintió una infinita nostalgia por el cielo de su patria, como lo revela en la carta que con fecha 8 de enero de 1907 dirigió a D. José María Rivas Groot:

Agradezco infinito el cariñoso recuerdo que Ud. ha hecho de mí enviándome las Constelaciones. Mi vida prosaica hasta lo sumo aviva la sed de buena poesía, y cuando alguna me cae en las manos, la devoro con indecible fruición. Así lo he hecho con la incomparable composición de Ud., que, por la profundidad del sentimiento y la tersura y precisión de la forma, ha resucitado en mí la memoria del cielo único de nuestra amada Bogotá. No me admira que haya éste inspirado a Ud. tanta poesía. Recuerdo haber oído que en una de esas noches en que está de fiesta solemne aquel "templo de claridad y hermosura", la infeliz de Dª Elena Miralla, alzando los ojos, exclamó: ¡quién fuera feliz! Y no dudo que a todos tocará en su cuerda, aunque no a todos en la lira de oro de Ud.

Cuando, hace años, volví a mi Patria y divisé por primera vez en el mar la Cruz del Sur, me sentí ya en familia y como hablando amorosamente con lo que yo más quería. Algo así me ha producido la poesía de Ud., y por eso le agradezco tanto más su fino obsequio.

Quede en esta forma perfilada —hasta donde hemos podido satisfacer nuestra inquietud— la imagen de Cuervo auto- biográfico: la vera efigies de un Rufino José Cuervo más íntimo, más sentimental y más humano.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 163, Bogotá, 1º de agosto de 1974, pp. 15-25.

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Jorge Arturo Delgado

El Dr. Jorge Arturo Delgado, valioso exponente de las letras colombianas, se distinguió por la elocuencia de su verbo y la galanura de su pluma. Buen amante de la literatura cultivó el cuento, la narración, el teatro y, en especial, la poesía mística. Fueron sus padres el general Didacio Delgado, de quien heredó la afición por las armas, y doña María Antonia Berbeo, quien le transmitió el carácter bondadoso y efusivo. Para mejor apreciar su altura intelectual, nos permitimos transcribir lo que con tanta autoridad expresa el P. José J. Ortega Torres en su Historia de la literatura colombiana. (Bogotá, 1935).

Este ilustrado presbítero bogotano, doctor en filosofía y letras, título que obtuvo con la erudita tesis Fernán Caballero y la novela española, se ha distinguido como orador y poeta. Como orador sagrado, tiene gran fama por su fácil elocuencia y el estilo florido y brillante con que reviste la doctrina. Además de muchísimos sermones y panegíricos, predicados en más de veinticinco años de vida sacerdotal, ha pronunciado, siguiendo las huellas de los maestros, las oraciones fúnebres de los próceres Caycedo y Cuero, y Ricaurte, de Pío X, del padre Antonio Aime, salesiano, de Bolívar, de los próceres de la Independencia, y otras, así como también muchas conferencias y discursos académicos. Ha colaborado en diversas revistas y periódicos del país. Como poeta, el doctor Delgado se muestra fecundo, inspirado y armonioso. Varias son las composiciones que ha publicado, y guarda otras inéditas. Sus versos son fáciles y, por lo general, correctos, llenos de imágenes y figuras, lo mismo en obras de aliento, como los poemas: La canción centenaria, Miles Christi y el cuadro dramático Apoteosis de Colombia, como en poesías más breves... Ha escrito también cuentos, narraciones, necrologías, relaciones de viajes, un ensayo de zarzuela de costumbres bogotanas y artículos literarios.

Por nuestra parte, en la investigación en torno al Dr. Delgado, hemos conseguido interesantes informaciones. Hizo sus estudios en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, donde obtuvo el título de Bachiller en 1899, la alta distinción de Colegial de Número y el diploma de Doctor en Filosofía y Letras, el 6 de febrero de 1905, con una erudita tesis sobre los orígenes de la novela de costumbres en España.

En este mismo Colegio desempeñó la cátedra de latín y el puesto de primer Inspector, durante dos años, cargos de los cuales presentó renuncia el mismo día del doctorado, por tener que ausentarse del Claustro Rosarista para matricularse, como alumno interno, de Sagrada Teología, en el Seminario Conciliar de Bogotá.

Durante el último año de estudios en el Rosario, el Dr. Delgado participó en dos concursos con temas propuestos por el Rector: un cuento con el mote ¿Cómo se graduó? y un romance sobre la fundación de Bogotá. En el primer concurso el Dr. Delgado obtuvo el accesit con el cuento firmado con el seudónimo Paladín de

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Palestina y en el segundo mereció el premio con el romance firmado con el seudónimo Conquistador.

El 28 de octubre de 1908 recibió la ordenación sacerdotal de manos del Ilmo. Sr. Bernardo Herrera Restrepo, arzobispo de Bogotá, y luego fue designado cura párroco de Bosa, en las cercanías de esta capital. Posteriormente, fue secretario del Ilmo. Sr. Leonidas Medina, obispo de Pasto, cargo que ocupó hasta 1916; en esta diócesis tomó parte muy activa en los preparativos del Primer Congreso Eucarístico Nacional de Colombia, celebrado en enero de 1914, en Bogotá. De toda su actuación y contribución intelectual nos dan cuenta las páginas del número extraordinario de la Revista Católica (Pasto, febrero de 1914), publicado con motivo del mencionado Congreso Eucarístico. En dicha revista (págs. 275-314) aparecen las siguientes colaboraciones del Dr. Delgado: Institución de la Sagrada Eucaristía, Querellas Eucarísticas y Eucarísticas, en verso; y El desarrollo armónico del hombre y la Sagrada Eucaristía, en prosa, escrito que dedicó a su "inolvidable maestro y amigo el señor doctor don Rafael María Carrasquilla". Además de lo anterior, el Dr. Delgado publicó su Oración laudatoria del capitán don Antonio Ricaurte y Lozano (Pasto, Imp. del Departamento, 1914) pronunciada en la catedral de Pasto el 25 de marzo de 1914 con motivo del primer centenario del sacrificio de San Mateo.

En ejercicio de su ministerio sacerdotal el Dr. Delgado fue párroco de Mesitas del Colegio, Tena y Pasca, en el departamento de Cundinamarca; vicario cooperador de la parroquia de Las Aguas, de Bogotá y de Fusagasugá (Cundinamarca), y por varios años capellán del panóptico o penitenciaría central en esta ciudad. De la parroquia de Pasca tomó posesión el 15 de marzo de 1936 y estuvo en ella hasta el 27 de enero de 1941.

Algunos de los datos consignados anteriormente los hemos obtenido por gentil atención del P. José J. Ortega Torres, mediante comunicación enviada desde Cartagena el 2 de abril del presente año. Allí también nos recuerda que el Dr. Delgado fue un orador de forma y acción brillantísimas; que gozó siempre del aprecio de la sociedad bogotana, y que monseñor Rafael María Carrasquilla, rector del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, lo estimó en sumo grado. "Su conversación —anota finalmente el P. Ortega Torres— estaba llena de anécdotas y relatos chispeantes. Recuerdo varios diálogos suyos con Luis María Mora y Jorge Bayona Posada, dignos de haber sido conservados en grabadoras, y que habrían prohijado gustosos Maquiavelo y Bocaccio".

Réstanos decir que el Dr. Jorge Arturo Delgado fue fundador de la Sociedad Arboleda, en asocio de Arturo Arboleda, Jorge Bayona Posada, Rafael Escobar Roa, Fídolo González Camargo, Luis Carlos Páez, José Manuel Pinzón, Darío Rozo, Ignacio M. Sánchez y Emilio Suárez Murillo. Este célebre cenáculo literario se fundó el 28 de septiembre de 1902 y duró hasta fines de 1917. Colaboró en la Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario; en la revista Letras, órgano de la mencionada Sociedad Arboleda, y, especialmente, en revistas de carácter eclesiástico. Algunas de sus poesías, además de las que aparecieron en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República la Revista Católica de Pasto, arriba citada, se hallan publicadas en la Historia de la literatura colombiana del P. Ortega, en el volumen 86 de la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, en la obra del P. Félix A. Ruiz, Jesucristo en la literatura colombiana (Medellín, Tip. Bedout, 1935), y en varios números de la revista Letras. Merecen recordarse las siguientes composiciones: Postal, El monje, Plegaria (a la Bordadita), Oración del romero (dedicada a la Virgen de Las Lajas), Año nuevo, año viejo, Sor Piedad, Los niños, Sor Sacrificio, A Santa Teresa, Vanidad de vanidades, El primer viático en aeroplano y el hermoso soneto Villancico.

Según dato que nos ha suministrado géntilmente el Dr. Jaime Hincapié Santa María, actual Párroco de Pasca, en el Teatro de Colón de Bogotá se representó un drama del Dr. Delgado sobre El Dorado o Lázaro Fonte.

El Dr. Jorge Arturo Delgado era capellán de la clínica de Doima y encargado de la capilla de San Javier (Cundinamarca), cuando falleció, muy decaído y solo, en el lugar antes nombrado, el 8 de diciembre de 1949, a los sesenta y nueve años.

El documento autobiográfico que hoy damos a conocer por primera vez hace parte del archivo de la referida Sociedad Arboleda, que se conserva en el Instituto Caro y Cuervo y que fue obsequiado por la señora Helena Largacha de Jiménez (véanse Noticias Culturales, núm. 64, 1º de mayo de 1966). El texto manuscrito de la autobiografía que se reproduce a continuación fue descifrado por la señora Carmenza Quimbaya de Pérez Silva.

Autobiografía Prefacio

No es mi intento escribir una detallada biografía, ya que tal trabajo requiere, como condición necesaria, vida y apenas ha corrido un tercio de la mía, a juzgar por la generalidad de las vidas; ora porque tal empresa requiere dotes y tiempo, más aquellas no me bastan y éste me falta. Tan sólo en cumplimiento de un deber, presento este mal pergeñado boceto esperando indulgencia tanto por mi reconocida incapacidad como por ser nuevo para mí tan delicado género.

Mas como debe ser completo, hasta donde sea posible he trazado, aunque a grandes rasgos mi personalidad humana, con sus cualidades y defectos. Mas como aquéllas sean poquísimas y éstos muy abundantes, alzo apenas el velo, pues hombre soy y me es difícil desprenderme de la naturaleza, flaca por demás.

Delicada y penosa es la tarea de historiador y crítico, ¿cuánto más siendo uno mismo materia y autor? Con todo, trataré de cumplir honradamente con esta labor.

Recibid, pues, jóvenes colegas, este modesto ensayo, como muestra del cariño sincero que os profeso, y del interés vivísimo que me anima en favor de tan querida y útil sociedad.

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Dicho lo que precede entro en materia.

CAPITULO I

Vine al mundo en virtud de una ley inmutable de la cual no está excluido ningún mortal, nacido de mujer; y abrí los ojos a la luz del día, a los veintiuno del mes de abril del año de gracia de 1880, en una casa alta del barrio de Santa Bárbara, en esta coronada Villa del Águila negra, hoy Bogotá.

Fueron mis legítimos padres el Sr. general Didacio R. Delgado, natural de Cali, y la señora doña María A. B. de Delgado, oriunda del valle de Neiva. Por la línea paterna desciendo del capitán Juan M.ª Delgado, de las milicias del Rey de España; y por parte de madre, del capitán Gral. de los Comuneros D. Juan Francisco Berbeo. De modo que corre por mis venas, al par de la sangre blanda y apacible de los hijos del "Valle de María", la fogosa de los ardientes moradores del Tolima. Y unida con la azul de los hispanos, la limpia de los hijos de la tierra.

Mi retrato físico, al presente, es como sigue: pequeño, casi microscópico, a decir verdad, a pesar de mis veintitrés abriles. Cargado de espaldas, blanco, frente ancha y despejada, facciones marcadas, cabello onduloso, ojos carmelitos y maliciosos, al decir de algunos, boca pequeña sombreada por incipientes bigotes, de buen porte, y por el favor de Dios, de agradable talante, con salvedad de la modestia. Mi persona moral me preocupa más que la física, pues anda allí tan mezclado lo bueno y lo malo, que es tarea ardua atinar dónde se halla lo uno y dónde lo otro. Con todo, no habiendo ser es absolutamente malos, ni totalmente buenos, he aquí cuanto alcanzo a barruntar.

Fondo bueno; costumbres sanas aunque en la parte truhanesca que compete a mis años y pasiones, que en verdad sea dicho, son fuertes. Sólida educación moral y religiosa. Carácter bondadoso, aunque por lo mismo débil y ligero. Temperamento linfático nervioso que excita en mí naturalmente tendencias melancólicas y pesimistas. Apasionado por lo bello, en cualquier forma que lo encuentre; y un tanto susceptible y orgulloso. Por la gracia de Dios no soy negado, aunque ingenuamente confieso que no soy un genio, ni muchísimo menos. Tampoco un Pico de la Mirándola, pero no del todo me falta la memoria. Poco o nada erudito aunque instintivamente inclinado al estudio. En fin un joven de esperanzas y pata.

Mi infancia, como la de la mayor parte de los colombianos, fue tranquila pero oscura, pues la casa solariega, modesta desde las más remotas generaciones, se trasmitió casi lo mismo de padres a hijos, salvo cortos períodos de aumento, y otros más numerosos de mengua en los haberes, ya por malos manejos de la hacienda, ya a causa de nuestros saqueos políticos. Así, pues, según lo que dejó apuntado, no fueron mis primeros años días de vida regalada; máxime cuando a lo dicho vino a unirse la temprana muerte de mi padre; que por ser conocida de casi todos por una parte, y traer dolores muy profundos a mi memoria por otra, no relato.

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Merced a los esfuerzos de mi madre, en cuyo regazo aprendí a orar y a leer, fui colocado en la escuela, donde con palmeta en mano aprendí los rudimentos de los diversos departamentos científicos, que años más tarde debía explorar de nuevo. Crecido que hube, y capaz ya de hacer el curso preparatorio, tomé matrícula como externo en el Colegio de "Colón", a órdenes de D. Víctor Mallarino. Seguí allí el curso escolar durante los años de 1893 y 94 con las alternativas propias del estudiante. Allí, bajo la férula de estólidos pasantes, pasé dos años larguísimos, sin ganar más que las buenas lecciones de urbanidad y práctica cristiana, dadas por el citado rector.

Por una feliz inspiración me hice matricular en el Rosario como externo, el año de 1895, después de nuestro trastorno político de aquella fecha, en la cual, por favor del cielo, no tomé parte.

Tan pronto como mis plantas pisaron los claustros de aquel Colegio dos veces secular, un nuevo espíritu informó mi vida. Las sabias lecciones de su ilustre Rector, su genial bondad, su corazón de padre, dieron rumbo a mis ideas, desarrollando en mí el amor a las letras clásicas, alma máter de tan venerando plantel. Poco después fui admitido como Oficial; y según lo previenen las sabias constituciones del fundador, serví la sacristía en cambio de la merced concedida, puesto que desempeñé por dos años escolares.

En el año de 1897, más entrado en años y con mayor acopio de juicio, vestí "la beca de Colegial de Número" de tan ilustre instituto. Ya entregado a serios estudios, cambiado de niño en joven, y sobre todo apoyado por mi ilustre bienhechor, vislumbré un nuevo panorama, descubrí más amplios horizontes. Y ya, fuera de mi madre y de mis mecenas, aparecen en el cielo de mi vida dos astros más: la amistad y la poesía. Allí, al calor del hogar estudiantil, nacieron aquellas deidades. Mas, para buscar el origen es necesario retroceder unos años. En el año de 1896 entró al Colegio el que más tarde debía compartir conmigo penas y placeres, triunfos y decepciones. Andando los días vino a ser mi compañero, mi amigo, en fin, mi fidus achates, Rafael Escobar Roa; tal su nombre. A su contacto, como brota frutos la tierra al beso primaveral, surgieron en mi alma los primeros gérmenes de la poesía; los primeros brotes de un nuevo astro, es decir, el amor. Rafael me inició en la ciencia delicada de la poesía; espíritu inteligente, despertó en mi alma un mundo adormecido, que palpitaba vigorosamente debajo de aquella entonces delicada envoltura. En aquellos inolvidables claustros dejamos volar el alma por nuevos y desconocidos espacios. Menor que yo, pero mejor dotado y con mayor visión intelectiva, vislumbró el Parnaso; y a la manera de Mentor emprendió hacia allá su marcha, conduciéndome de la mano. Pero yo, fácil es comprenderlo, quedeme en mitad del camino, en tanto que él, caballero en el Pegaso, llegó a las puertas de la augusta mansión de las musas, recogiendo el merecido ramo apolíneo.

La poesía, sin embargo, tiene por antecedente el amor, y mi lira tenía cuerdas aptas para ello. Canté entonces con inspiración naciente, pero con el fuego y el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República candor de un joven de 15 años. Las poesías de aquella época, eróticas o descriptivas son malas, casi pésimas. Pero sinceras, originales, sentidas. Al decir de una célebre escritora, "el amor, que es una historia en la vida de la mujer, es un episodio en la del hombre". Con todo, no creo en la existencia de muchos amores. El amor es uno, como es una su fuente, aunque sí se nos manifiesta bajo múltiples formas. En mi vida de amante hay páginas muy bellas, y entre éstas, dos, que por su alta estima dejo en blanco. Ellas duermen en el corazón.

Aparte de estas dos momentáneas aproximaciones del ideal, y del sagrado amor materno, he sentido amor, mejor diré, me ha parecido hallarlo, ya en una morena guapa, de negros ojos y andar de diosa, ya en "una rubia soñadora", de ojos dulces y alma de cielo. Pero ellas no fueron sino símbolos de ese ideal que busco y se me esconde. Hoy por hoy, y con el mismo amor que sentí por la morena y la rubia, amo los libros y en ellos bebo lo que ellas ya no escancian para mí. En ellos descubro nuevos rumbos, y tras el velo negro de la ignorancia, descubro un nuevo cielo, donde, en región de luz, flota esa virgen de mis sueños, Ella.

Estos cinco años pasados en los claustros del Rosario, forman la página más bella de mi existencia asaz voluble y de mi suerte un tanto ingrata.

CAPITULO II

Estalló la nefanda guerra del año 1899, y con 19 años a cuestas, tomé servicio en las fuerzas legitimistas a órdenes del Gral. Henrique de Narváez como Sgto. 1º del Escuadrón 1º de Bogotá. Hecho más tarde alférez del citado cuerpo, asistí a una expedición bélica sobre Une. Más tarde estuve en Villeta con el fin de custodiar el cuantioso parque, que en esos días debía ser conducido a la capital. En marzo de 1900 fui enrolado con otros camaradas en el batallón 2º de Granaderos, y después de servir en la capital por más de un mes las guardias de plaza, en calidad de Teniente Ayudante, salí por fin a hacer una campaña verdadera. No entraré en detalles, pues, sobre inútiles, son enojosos.

A órdenes del Gral. Salgar hice las campañas del Tolima, Cundinamarca y parte de la del Cauca. Estuve en varios hechos de armas sufriendo las penalidades que éstos traen consigo, y corriendo los peligros que son propios de tales empresas.

Durante los meses de campaña fui ascendido primero a Capitán y luego a Sgto. Mayor, grado en que me fosilicé, por la gracia de Dios.

Enfermo y fatigado dejé el servicio, y con mis letras de cuartel torné al suelo patrio, después de un año, o poco menos, de ausencia.

En este año (1901) formé parte de la "Sociedad Bécquer", en la cual ocupé el delicado cargo de tesorero. En ella emprendí una nueva campaña, no menos dura, pero sí más hermosa que la de nuestras vandálicas guerras fratricidas. La campaña del periodismo: agosto de 1901. El Fénix fue mi lisa, y si no salí bien librado, al menos me hice conocer. En 1902 marché a Chocontá como secretario

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República del Prefecto, puesto que desempeñé hasta mediados del año. En junio regresé a Bogotá, y al par de subjefe de una oficina del ramo de correos, seguí como externo el curso escolar, en el restaurado claustro rosarista. En agosto del mismo año colaboré en La Idea, último esfuerzo periodístico de la inolvidable "Sociedad G.A. Bécquer". En octubre del año citado fui inscrito en el rol de los miembros de la [Sociedad] "Arboleda", honor que tengo en alta estima, siendo al presente miembro activo de dicha corporación. En noviembre del año en cuestión, recité’ públicamente en desempeño de comisión que se me confió por la Sociedad, en el Salón de Grados.

Pasé los asuetos de tal año en una finca de la Sabana, sin que me ocurriese nada digno de mención. En febrero del presente año (1903), como representante de la ilustre Sociedad, mentada atrás, recité por segunda vez en el parque de Santander, con motivo de un meeting organizado en favor "de la santa infancia". El 15 de febrero torné de nuevo a los inolvidables claustros del Rosario, a fin de oír leer las lecciones de último año del doctorado de filosofía y letras.

Y al presente, en verdad sea dicho, debido a mi consagración al estudio, no solamente tengo el alto honor de contarme entre los hijos del Rosario, sino que desempeño los honrosos cargos de primer inspector de internos y profesor de primer año de latinidad.

Hasta aquí lo que ha corrido de mi existencia; lo que está por venir sábelo Dios. Quiera El depararme algo bueno, aunque de ante mano acato su sacra voluntad. Allá, muy lejos, bajo un velo oscuro, vislumbro el resplandor desvanecido de otra aurora. ¿Abrirá un nuevo día para mí? ¡Quién sabe! Empero, sigo sin trepidar mi viaje. ¡Excelsior!

Camilo Antonio Echeverri

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Camilo Antonio Echeverri sobresalió entre sus contemporáneos por la singularidad de su talento, por la abundancia de sus conocimientos y por la reciedumbre de su carácter. Hizo estudios en Medellín y Bogotá. En esta capital fue presidente de la sociedad literaria "Amantes de las letras" y miembro de la sociedad política denominada "Escuela Republicana" formada por los jóvenes más notables de la escuela de derecho de la Universidad Nacional y del Colegio de San Bartolomé. En 1852 viajó a Inglaterra, donde se dedicó a estudiar, con especial esmero, química, matemáticas e inglés, "lengua que llegó a poseer perfectamente".

Fue ingeniero, periodista, abogado y polemista. Como periodista publicó, en Medellín, El Pueblo, El Índice y La Balanza, y colaboró en El Neogranadino, El Oasis, El Liberal, El Tiempo, La Tarde, El Correo de Colombia, La Igualdad, etc. En esta actividad agitó temas políticos, filosóficos, jurídicos, históricos, críticos y descriptivos. Como abogado, práctico y recursivo, fueron célebres sus actuaciones en defensa del doctor Luis Umaña Jimeno, Manuel Salvador López y Manuel Echeverri B.

Pero, más que todo, Camilo Antonio Echeverri, conocido comúnmente con el remoquete de El Tuerto, descolló como escritor original y de peculiar estilo. Se ha dicho que "como escritor, fue algo paradójico en sus ideas, pero expresivo, original, nervioso y a veces deslumbrante, con grandes recursos para la dialéctica". Sobre este aspecto, el general Rafael Uribe Uribe, en su interesante Noticia biográfica y literaria de Camilo Antonio Echeverri, expresa lo siguiente:

Pocas veces se verá un escritor más prodigiosamente fecundo y más poderosamente original, pues fuera de la innumerable muchedumbre de artículos suyos que andan impresos, deja gran copia de manuscritos inéditos... La paradoja constituye el fon- do de muchos de sus opúsculos; no esa paradoja artificial y rebuscada, sino la consistente en el atrevimiento de las ideas y en la audacia de las teorías; es esa paradoja prudhoniana, a quien el vulgo de los pensadores sólo moteja con ese calificativo porque contraría los sistemas y principios recibidos, pero que Dios sabe si no llegará a ser en lo futuro la verdad única, la verdadera verdad, entrevista por esos grandes espíritus. Camilo Antonio Echeverri se produce en todas sus obras con sorprendente brillo de imaginación, con lógica rigurosa, en estilo conciso y sentencioso, emitiendo su pensamiento en períodos cortos y entrecortados, fórmula de pasiones en efervescencia.

Por su parte, don Isidoro Laverde Amaya, en la obra Apuntes sobre bibliografía colombiana (Bogotá, 1882), nos hace esta apreciación:

Expresivo y acertado anduvo Joaquín P. Posada cuando, al analizar en sus Camafeos el estilo de Echeverri, lo califica de "más que cortado, cortante"; porque, en efecto, la condición característica de su lenguaje es la prontitud, la viva ironía conque hiere a su contrincante en la discusión de teorías políticas o de problemas sociales, y la certeza con que expone sus juicios, revestidos de una fraseología brillante y animadísima... Notase que tiene formado un estilo peculiar suyo en que

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República juega el primer papel la poderosa imaginación con que nació, y en el que por las pausas y cortes en la redacción, resaltan las formas y reminiscencias de sus lecturas favoritas de autores franceses. Cuanto al interés con que el público lee siempre los productos de su pluma, inútil es estampar aquí lo que todos proclaman; debemos sólo observar que se da la preferencia a aquellas de sus producciones en que sobresale el espíritu de controversia y de réplica, porque es tan vigoroso y fecundo en la dialéctica, e inflexible en sus argumentos, como original, peregrino y ocurrente en sus ideas.

Para tener un conocimiento más amplio de los atributos de que fue dueño Camilo Antonio Echeverri, en manera alguna podemos omitir lo que escribió en El Espectador la diestra pluma de don Fidel Cano:

La admiración a la inteligencia y a las obras del doctor Echeverri, no tenía por límites las montañas antioqueñas ni siquiera las fronteras de Colombia, sino que se extendía por muchos de los pueblos americanos que hablan español. Para conquistarla contó el ilustre escritor con claro y poderoso talento, cultivado tan esmeradamente, que en algunos ramos del humano saber alcanzó la profundidad de la verdadera ciencia, y en casi todos los otros vasta y amena erudición; y tuvo, además, a su servicio una de las imaginaciones más vivas, fecundas, flexibles y originales: facultad preciosísima que si solía extraviar al pensador, cubría casi siempre de luces y de flores la obra del escritor, mejor dicho del poeta; porque el doctor Echeverri no sólo cuando versificaba, sino también cuando escribía o hablaba en prosa, se alzaba a las cimas de la poesía, en las cuales su alma respiraba y movía las alas como en su natural elemento.

Camilo Antonio Echeverri, además del inglés, tuvo dominio de las lenguas italiana y francesa; de esta última tradujo, en verso, el drama Lucrecia Borgia de Víctor Hugo (Bogotá, 1866). Es autor, así mismo, de una introducción en verso a la Memoria científica sobre el cultivo del maíz, de su célebre coterráneo Gregorio Gutiérrez González. De su producción en prosa registramos los siguientes títulos: Antioquia; Otra vez Antioquia (Medellín, 1860); Un discurso pronunciado en la Convención Nacional (Bogotá, 1863); El clero católico romano y los gobiernos políticos (Medellín, 1863); Conferencias (Medellín, 1872); Distrito federal; Noches en el hospital (Bogotá, Biblioteca Popular, t. IV, s. f.), y Artículos políticos y literarios, recopilados por doña Marina viuda de Echeverri (Medellín, 1932).

El Tuerto Echeverri también participó activamente en las luchas políticas; en este campo, se afirma que fue un polemista verdaderamente formidable. Fue elegido diputado a la Convención de Rionegro, en cuyos debates se distinguió por la elocuencia y la energía con que defendió sus ideas liberales. En 1860 participó en las filas de la revolución; posteriormente, intervino, entre otros, en los combates de Cascajo y Garrapata. De este último escribió en forma patética La batalla de Garrapata, páginas de un diario.

Camilo Antonio Echeverri, espíritu inquieto, febricitante y turbulento, falleció en Medellín el 7 de abril de 1887. A raíz de su muerte, Juan de Dios Uribe, el famoso

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Indio Uribe, en una bella página de evocación, plasmó en estos términos las facciones de su gran amigo:

Camilo A. Echeverri tenía 60 años: lo había envejecido pero no doblegado la edad. Su cabeza no tenía pelo, y ya dijimos que su frente estaba pálida; en su rostro, enjuto y rasurado, sólo rastreaba un pobre bigote duro y unas cuantas hebras en el extremo de la barba; dominábalo una nariz correcta, y se destacaban allí, en el rostro, el ojo derecho brillante y el izquierdo blanco y dormido en profunda noche. Su voz, naturalmente áspera, tenía entonces inflexiones más duras, que dado el aspecto de Camilo en sus momentos de cólera, se diría que su acento salía de una caverna.

El autor de quien nos hemos ocupado, además de los artículos titulados Mis memorias y El médico, que aparecen en el mencionado folleto Noches en el hospital, publicó los siguientes documentos de carácter autobiográfico: uno, con el nombre de Autobiografía, y otro, de mayor extensión, con el título de Mi autofotografía moral. El primero, se reproduce en su totalidad; y el Segundo, en forma fragmentaria. Estas páginas autobiográficas las hemos tomado de las Obras completas de Camilo Antonio Echeverri (Medellín, 1961), compilación hecha por Rafael Montoya y Montoya, con prólogo del escritor Gonzalo Cadavid Uribe.

Confesiones, confidencias y memorias

Autobiografía

Nací [en Medellín] el 14 de julio de 1828 y fui bautizado el 15. Fui llamado en mis primeros años Buenaventura Camilo. Después fui Camilo Antonio, por el motivo que dentro de poco te diré.

Pero el hecho es que Dios, por su soberana voluntad, o por intrigas de San Buenaventura (según creo), dispone o permite que San Camilo sea dado de baja en tres almanaques, entre cada cinco de los varios que, año por año, son dados al consumo.

Por eso es sin duda por lo que, en mi día de días, es decir, en el día de mi santo, encuentro tan rara vez una mano que se tienda amiga, una mirada de congratulación, una sonrisa de esas que el corazón manda a los labios.

Fue mi ama (carguera) Ña Paula, manca del brazo derecho, que le habían cortado. Por eso me cargaba al cuadril izquierdo y por eso salí y crecí, y soy y seré zurdo.

En una escuela perdí un nombre, como poco antes había perdido, en otra, un ojo.

Por eso fui siempre desgraciado en mis aventuras galantes.

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Una de esas aventuras me costó, siendo colegial, a los 16 años, dar el pelo en cambio de un medicamento mercurial.

Por eso, desde esa época, si decía un "te adoro" a alguna mujer, me contestaba:

Si vieres un tuerto bueno

Escríbelo por milagro.

Por eso la amiga, si alguna me acompañaba, concluía:

Echale la cruz a un cojo

Y Dios te libre de un calvo.

Pero comencemos por el principio, es decir, por la escuela primaria, que tiempo vendrá de que lleguemos al colegio.

En aquel tiempo (1833), había en Medellín tres escuelas. La pública (llamada de Láncaster), la de doña Rosalía Gómez y la de doña Pacha, mujer del maestro Caballero.

Fui puesto en esta última.

Una escuela de las de ese tiempo no era ni prójima de una escuela de las de hoy.

En esa edad y siglos de hierro se daba a las niñas veinticinco azotes ad pedem literae, y cuerera de vaqueta a los muchachos, y todo parecía muy natural, muy bien hecho, muy necesario. El sistema de enseñanza estaba fundado en este aforismo, de verdad reconocida como un dogma: la letra con sangre entra.

Pero seré justo: en la escuela de la maestra Caballero, no había castigos crueles, relativamente. Había dos cuartos para encerrarnos: el uno nada tenía de particular; el otro era simplemente un gran cajón Leviatán, vuelto boca abajo, con una tabla de quita y pon, que hacía de puerta.

En aquel cuarto o dentro de ese cajón, según la gravedad del caso, nos metían a los reos, hombres y mujeres, sin distinción. ¡Pícaros momentos!

Había también pena de azotes.

Estos se aplicaban con una pretina (disciplina), llamada el rejo. Tenía el rejo 4 ramales ensebados, dóciles, retorcidos, zalameros, pérfidos.

El rejo se mantenía colgado de un clavo, frente a la maestra, al lado opuesto del salón. El clavo estaba a una altura bastante para que no pudiese nadie alcanzarlo sino trepando a una mesa que bajo él ponía.

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El reo tenía siempre obligación de ir a traer el rejo. La pena de vergüenza pública precedía a la vapulación.

La pena de azotes tenía tres grados:

1º Rejo simple: el sentenciado (de uno y otro sexo) volvía la espalda y recibía sobre la ropa seis azotes.

2º Rejo a cu...ero pelao: el sentenciado echaba al aire las posaderas y recibía 12 azotes.

3º Rejo con madrino: el sentenciado era colocado a la espalda de uno de los más patanes y allí a cu...ero limpio, que quiere decir descubierto, recibía veinticinco.

En Antioquia no se usaba entonces otro calzado que zapatos, generalmente amarillos; y eso, los hombres hechos. Los jóvenes y mozos andaban descalzos: cuando más, se ponían alpargatas los domingos y en Semana Santa.

Las muchachas andaban descalzas, y vestían camisola o camisa y enaguas (fundas).

Unos y otros íbamos a la escuela llevando terciado, del hombro derecho a la cadera izquierda, el bulto. Era el bulto un saco rectangular de coleta, en el cual cargábamos la doctrina, la cartilla o el Catón, según el caso; el lápiz, el jis, la pluma. Todos llevábamos además al pecho y pendientes de un cáñamo que daba la vuelta por la nuca, la pizarra y el tintero.

Para escribir y para estudiar nos sentábamos en bancos a lo largo de unas mesas estrechísimas.

Ya puedes imaginarte, lector, qué ruido y algarabía infernal alzarían 80 o más niñas y muchachos, repitiendo en la nota más alta de sendos diapasones, unos, la serie de los números 1, 2, 3, etc.; otros, las letras del alfabeto desde el Cristus hasta la Z; acá un ejemplo del Catón; allá el ayudar a misa; por un lado "las virtudes teologales", por el otro "los enemigos del alma". Llegada la hora, la maestra comenzaba a tomar las lecciones, a cada alumno en particular, sin permitir que la gritería se interrumpiera, sino en un caso.

Efectivamente: si uno callaba, callaban todos instantáneamente. iba a haber rejo.

¿Cómo lo supo el primero que calló?

Porque vio al candidato tomar el camino que conduce a la mesa, y de la mesa al clavo, y del clavo al rejo.

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¿Cómo lo supieron los demás? No preguntes eso; los muchachos tienen, para su uso, un telégrafo infalible y especial.

Para formarse una idea clara del aspecto que la escuela presentaba en esos actos, basta ver, o recordar, lo que sucede en una plaza de mercado al dar el avemaría. Poniendo en lugar de los tratantes, a los niños; en lugar de la plaza, el salón; en lugar del sacristán, a la maestra; en lugar de los rejos de las campanas, el rejo aquél; en lugar del Avemaría, la ejecución de la sentencia; se tendrá una idea rigurosamente exacta. La misma vuelta instantánea del silencio al ruido.

En esa escuela aprendí a leer, a escribir, las 4 reglas de Aritmética y la Doctrina cristiana.

Allí perdí un oído a consecuencia de una caída que sufrí persiguiendo una ardilla en un nogal muy elevado.

En 1835 (?) pasé a la escuela del doctor Ospina. Allí aprendí o estudié Aritmética elemental, Gramática, Ortografía, Dibujo, Francés y Caligrafía.

Allí perdí el ojo derecho y un año de vida, pues me estuve nueve meses encerrado en plena oscuridad y más de tres sufriendo aún.

En 1838 pasé a la escuela del señor M. Mejía Cano. Estudié en ese establecimiento lo mismo que en el anterior y, además, Francés, Geografía e Historia.

Allí perdí el cuero, y mi Buenaventura.

—Venga usted acá, desventurado, señor de la buena ventura—, me dijo el maestro al ir a desollarme un día.

Desde el día siguiente me llamé Camilo A.

De la escuela del señor Mejía pasé, en 1839, a la del señor Pedro P. Restrepo.

Este fue mi último viaje, para llegar a ese puesto de mi ambición desde el cual dice el muchacho: "Miradme, niños de escuela; miradme, ignorantes; miradme, pigmeos; ya soy estudiante. Oídlo bien, escolares, ya soy estudiante".

El señor Restrepo me hizo mucho bien. Allí aprendí Francés, Italiano, Latín, Inglés, me perfeccioné en algunos de los ramos que había estudiado, y adelanté en otros.

Allí descubrí que tenía talento, me llené de vanidad y perdí la cándida humildad de la niñez.

A fines del año (1839) anduve un día cazando pajaritos con mi cerbatana (bodoquera), y al pasar, a la vuelta, frente a la puerta del llamado entonces

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Colegio Académico de Medellín, sentí antojo de entrar a ver los exámenes de los cachifos que se presentaban como aspirantes a ser matriculados en la clase de Filosofía.

Cuando vi (y fue al momento) que yo sabía más que el mejor de todos los examinados y mucho más que algunos de los examinadores, sentí un deseo irresistible de ocupar el puesto, y lo ocupé.

Causó sorpresa, risa, ¿qué sé yo qué?, el verme allí tan fresco, tan confiado, tan altivo. Llevaba el pantalón de manta enlodado, desgarrada por las zarzas la camisa, desnudos los pies, y la boca como diámetro de un círculo de greda que la bodoquera me había impreso. Tenía mi bodoquera en la mano, y, sin duda, había algo fantástico, pintoresco, en mi apostura.

—¿Cree usted que somos pajaritos?— me preguntó el Rector, doctor Estanislao Gómez, sonriéndose con dulzura.

—No, señor doctor; yo soy el pajarito.

—¿Conque usted quiere tirarles a las escopetas?

—Si el señor doctor lo permite, sí, señor.

Puse un examen lucido en el cual me complací mezclando, con vanidad, una multitud de asuntos exóticos, extraños al acto y entrando en digresiones de motu proprio.

—¿Sabe usted traducir Francés?

—Sé traducir, leer y hablar Francés.

Me levanté, y, previo permiso, tomé una comedia (de Moliére, creo). Traduje y leí una escena en que figura un tal Champagne. Llegué a unos versos italianos que empiezan (me parece que fue ayer):

Or che piú belle

Splendon le stelle

Il suono svandite amanti.

Cun suoni, cun canti

La cruda svegliate...

Los leí, los traduje.

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Recité de memoria y traduje un trozo de la Eneida. Analicé lo que me presentaron en Latín.

Dije que sabía Inglés; pero no hubo quién me examinara en ello.

Sonó la campanilla; me levanté y, allí mismo, sin votación, se me dio un certificado, por el cual se me declaraba apto para entrar a estudiar Filosofía.

Orgulloso, medio loco, soñando como una niña que baila por primera vez y es aplaudida en un salón, me fui corriendo a casa, a contar mi triunfo a mis buenos padres.

En enero (1840) entré al Colegio; pero la revolución del Coronel Córdoba (8 de octubre) hizo, como era natural, que los estudios padecieran mucho.

Con todo, en 1844, ya sabía yo lo que podía aprenderse en Medellín (y aún más) sobre Aritmética, Algebra, Geometría, Trigonometría, Agrimensura, Teneduría de libros, Lógica, Psicología, Ética, Geografía, Castellano, Italiano, Inglés, Francés y Latín.

En esto, la suerte, la mala suerte se acordó de mí, y me hizo hacer una muchachada, cuyo efecto fue mi viaje a Bogotá, el cual obró una revolución radical en mi porvenir. Ved lo que hubo.

Gobernaba la provincia el doctor Ospina (mi antiguo maestro).

La educación había sido confiada a los Padres Jesuitas. Yo estudiaba, pues, con ellos, bajo su dirección.

Un día vino, empero, el Diablo, el cual desde mi infancia me trataba sans façon, y, sin que yo lo sospechase, me infundió una idea al parecer sublime, pero, en el fondo, idea de loco.

Vino el Diablo, pues, y me mostró unos triquitraques que estaban de venta en una tienda.

Verlos yo y formar un plan todo fue uno.

Formar un plan y comprarlos, uno mismo.

Me fui aprisa, aprisa, para el Colegio.

El Padre Freire estaba a la sazón, dando clase a puerta cerrada.

Acerquéme a la puerta, callada y gentilmente; metí por el resquicio un paquete (¡Dios sabe cuántas docenas!); prendí la mecha al último y me retiré.

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¡pum, pum, pum! ¡Purrumpum, pum, purrumpún!

Y yo muriendo de risa y apretándome los ijares.

Puede calcularse el efecto que aquel escándalo produjo.

Quejóse el Padre, siguiéronme el juicio; me condenaron a sufrir 8 días de cepo; los cumplí a mi modo y salí del Colegio, que se cerró para que no volvieran a entrar en él los jesuitas.

No sé cómo me libré de algún castigo infamante o cruel.

El doctor Ospina, que en cualesquiera otras circunstancias se había mostrado rígido, resolvió en ésta, hacer un ejemplar ruidoso para favorecer con él la influencia de los Jesuitas. (Adviértase que entonces era yo enemigo de ellos por capricho; hoy, si no soy defensor de ellos, los respeto por convicción).

Mi padre, que no puede sufrir la vista de una persona que no esté empleada en algo, tuvo la ocurrencia de ponerme a disposición del señor Uribe M., Secretario de la Gobernación, para que me pusiera a escribir en el Despacho.

Fui al Despacho.

Puse en limpio un oficio, y a poco lo recibí devuelto por el doctor Ospina, con esta nota: "No admitan escritos de esta letra. Es ilegible". Como no me quedó qué hacer, saqué candela, encendí mi cigarrillo y comencé a silbar.

(Orden de arrojar el cigarro y de dejar la música).

Obedecí.

A poco salió el doctor Ospina de la pieza de su Despacho, leyendo cuidadosamente un libro, e iba a decir algo a alguien, cuando llegó a la puerta (de la Secretaría) una señora.

El Gobernador la saludó, la introdujo a su Despacho, y dejó sobre mi mesa el libro que había puesto allí, al dar la mano a la señora.

Diome curiosidad de ver qué leía, y me encontré con un artículo de la ley de vagancia que comenzaba: "Son vagos... los que habiendo emprendido la carrera de los estudios viven sin sujeción a sus superiores, etc.".

Más adelante vi que los tales vagos podían ser condenados, entre otras cosas, a servir en el ejército.

Vi, pues, de qué se trataba y me admiro aún de no haber sido perseguido y condenado a algo muy grave.

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El hecho es que el 15 de diciembre (de 1844) partí para Bogotá, en compañía de mi hermano Manuel y del amigo Francisco Gaviria, que debían separarse de mí en Mariquita, y dar, de ahí la vuelta por el Valle del Cauca.

Hace más de veinte años que, más felices que yo, murieron ambos.

¿Por qué vivo yo?

¿Por qué no he muerto yo?

¡Cúmplase tu voluntad, Dios mío!

Mi autofotografía moral

Soy hombre eminentemente eléctrico, nervioso e impresionable. Eso hace que las ideas que llego a adoptar y las impresiones que llego a recibir me dominen despóticamente por lo general; y ha sido causa de varias contradicciones que han aparecido tanto en mis teorías religiosas, sociales y de partido, como en mis actos relativos al culto y en mi conducta política y social...

Me parezco un poco al cándido optimista del amigo Voltaire. No porque yo crea que éste es el mejor de los mundos posibles y probables, sino porque, sin meditar ni pensar en ello, veo sin trabajo el lado ridículo de todo, y encuentro algo ridículo aun en lo más serio. Así también me sucede que generalmente encuentro algo bueno, o justo, o bello, o grande, o misterioso, o respetable en todos los hechos por repugnantes, o indignos, o censurables que sean o parezcan.

Todo lo bueno me atrae, y de todas las cosas buenas me dejo cautivar sin reparar muchas veces en las circunstancias vituperables que puedan hacerles compañía. De aquí han provenido varias inconsecuencias y contradicciones efímeras de algunas ideas y de algunos hechos míos.

Mi desprendimiento raya en prodigalidad; y al propio tiempo mi severidad, es decir, mi indignación contra los que me roban o me hacen perder por ineptitud o pereza o maldad un grano de maíz que sea, es también medio frenética, todo depende de que siendo como soy amigo de las soluciones matemáticas y breves, y de los argumentos en forma dogmática de axiomas, tengo una lógica rígida y abusos de confianza, o de derechos, y de influencia, o de fuerza, o de autoridad.

Nunca, ni por un segundo, he intrigado ni trabajado secretamente en favor mío ni en contra de otro con miras pecuniarias ni en asuntos políticos o de partido. Y, a la verdad, aun cuando he vivido politiqueando y en medio de los partidos, he permanecido (cosa rara) extraño a todas las maniobras y a todas las intrigas.

Yo tomé mi partido desde que tenía doce años (8 de octubre de 1840, revolución del Coronel Córdoba en esta ciudad), y a su lado he andado hasta ahora. Jamás

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República ando en conciliábulos, ni pidiendo inspiración o consejo; y así, sin aceptar la intervención de quien quiera que sea en mi línea de conducta, escribo en mi estudio, corrijo las pruebas en mi estudio, y leo privadamente lo que escribí, pues fuera de lo que es obra mía, rara vez, en la vida hipocondriaca que he vivido, me llaman la atención las obras fugaces y, más rara vez, sustanciosas de la prensa política.

Ignoro absolutamente, tanto en globo como en sus detalles, la historia de todas las intrigas y de todas las revoluciones dirigidas por los Presidentes de la Unión contra los Estados soberanos, para el efecto de hacer mayorías en favor del candidato oficial o de los intereses del ciudadano Presidente; hoy, según creo adivinar, esas intrigas se llaman evoluciones; la palabra suena con más dulzura por la feliz supresión de la r; prueba evidente de progreso y de buen gusto.

Dicen que soy valiente; pero fuera de los casos (1851, 1854, 1860, 1864, 1867, 1876) en que las circunstancias, las pasiones enemigas, la necesidad o el honor me han obligado a alistarme en algún ejército, jamás he sido miembro de la política militante, a no ser con mi pluma, en la tribuna y por mi propia cuenta. Esa sociedad industrial anónima que cada cual llama mi partido, me es completamente desconocida.

He sido, soy y, Deo volente, seré liberal por convicción. Adolescente fui liberal (cordobista) porque el malhadado Coronel era cazador. Joven, hombre y viejo, soy liberal, porque los libros y la meditación me enseñaron y me repiten día por día que el imperio del mundo pertenece a los hombres; que el derecho público no se funda en el derecho divino, sino en la soberanía popular; que la Moral de Balmes es tan infeliz como su psicología; que no hay más economía política que la de Smith, Say y Bastiet, y que la libertad es al hombre y al espíritu como las alas a las aves, una parte integrante y necesaria de su ser.

He diferido (1875 a 1876), he diferido a veces de lo que opinaban varios prohombres del partido liberal; pero estas diferencias y aparentes divisiones se refieren siempre a puntos accesorios, jamás a la doctrina.

Fui nuñista porque (ya he explicado por qué) yo creía, como muchos, que ese hombre era liberal: cuando me vi en peligro de quedar cogido en la infame ratonera que armó con los ultra católicos, con los correligionarios y con los conservadores, excusi pulverem de pedibus meis, porque facta fuit fames valida in regione illa et egomet coepi egere. Et surrexi & ivi ad Patrem Meum et dixi ei: Pater, pecavi corm te.

¿Sabéis traducir latín, lector amigo? Perdóname este injerto, que el pudor no me permite clamar en Castellano: pequé, Señor.

Y no extrañe nadie el que yo mencione ahora muy a la ligera a los partidos políticos: no se tema que yo vaya a meter mi hoz en la ingrata mies de las rencillas y de los enojos.

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Es que tratándose de hacer mi retrato moral, y habiendo vivido más de treinta y tres años entregado a la polémica, yo tenía necesidad de citar el hecho de mi oposición al doctor Parra y de explicar el virar aparente de mi bordo.

Gracias a Dios, volví al puerto nativo y miro con placer que el viento va refrescando.

Además, como dejo dicho, soy amigo fiel de la verdad, sincero y sin mancilla; y por eso era forzoso que dijera cómo profesando y creyendo sostener la verdad única, he llegado a ser tenido por tránsfuga entre los mismos liberales a quienes yo calificaba de tales.

Quise trazar y acentuar una de mis facciones morales, pero no, en manera alguna, suscitar disputas ni evocar recuerdos envenenados.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 178, Bogotá, 1º de noviembre de 1975, pp. 22-27.

Federico Rivas Aldana (Fraylejón)

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Seudónimo de Federico Rivas Aldana. Nació en Bogotá, en 1903. Periodista y poeta festivo, colaboró en los semanarios Bogotá Cómico (1918) y Semana Cómica (1924).

Medio siglo echando pluma

A principios del siglo nací en Bogotá en el hogar del poeta Federico Rivas Fradé, laureado con la "Violeta de Oro" en los Juegos Florales de 1904, y el "Jazmín de Plata" en los de 1907 y gran periodista que con Clímaco Soto Borda tenía el primer diario liberal publicado en Bogotá, El Rayo X, y de su esposa la pianista doña María Aldana de Rivas.

En la culta y alegre ciudad, llena de gentes amables y bellos parques, mi niñez fue dichosa y mis padres, dos profesores, me iniciaron en los estudios con maestros en la casa hasta que entré al Colegio de Araújo, donde terminé el bachillerato, y luego a la Universidad Republicana. Ya por entonces gustaba de hacer versos, sorber los diccionarios y los libros de historia de la biblioteca de papá.

Alternaba los estudios con los deportes, hasta cuando en 1917 mi primo Víctor Martínez Rivas fundó, con el gran caricaturista Pepe Gómez, una revista, Bogotá Cómico, y como por entonces no había agencias de prensa me llevó para que los sábados le ayudara a vender la revista, que costaba cinco pesos, lo que era una gran suma para un estudiante. Empecé a darle a los versos y los chascarros y me nombraron jefe de redacción. Años después mi primo partió para Estados Unidos y yo ingresé a La República, diario liberal de Villegas Restrepo, dirigido por el gran amigo Felipe Lleras Camargo y Carlos Uribe Prada. Allí estuve muy poco tiempo, pues pasé a traductor de cables en inglés y francés a El Nuevo Tiempo, que era el decano de la prensa colombiana; allí duré dos años, hasta cuando el jefe de redacción, Salomón Correal Torres, descubrió que yo era liberal y corrió a enterar de este crimen al director Abel Casabianca, quien me manifestó que estaba contento con mi trabajo pero no podía seguir allí por ser liberal.

Fue éste el primero y único beneficio recibido de mi partido, por lo cual junto con el gran amigo y abogado el doctor Manuel José Jiménez fundamos la revista Fantoches. Asistíamos por entonces a la tertulia de El Tiempo al lado de León de Greiff, Rendón, Gómez Jaramillo, Alberto Lleras Camargo, entre otros.

A Alberto Lleras le dio por llevarme a colaborar allí el 21 de diciembre, yo cerré mi revista y empecé a hacer crónicas en verso a razón de cuatro pesos diarios, pero el gerente don Fabio Restrepo me explicó que a los escritores Barrera Parra y José Umaña Bernal, que elaboraban "Cosas del Día", se les pagaban dos pesos por cada nota y en El Espectador por cada nota cincuenta centavos, y tuve que rendirme a tales argumentos.

Al poco tiempo se presentó el primer concurso nacional de belleza de Colombia, con candidatas de todas las regiones y me tocó la tarea de hacer una crónica en verso a cada una, cosa que ya había hecho para las candidatas a los carnavales

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de Bogotá, y en ese primer concurso nacional obtuvo el primer premio la antioqueña doña Aura Gutiérrez Villa, quien se casó con el embajador Lefebvre; cada una fue cantada en un soneto por un poeta y obtuvo el premio Alberto Ángel Montoya por su composición a la bella caleña doña Elvira Rengifo Romero. En septiembre se conmovió la nación porque un peruano, Oscar Ordóñez de la Haza, con un grupo de gentes de Iquitos se tomó a Leticia, por lo cual el Presidente Olaya Herrera declaró la guerra al dictador Sánchez Cerro y nombró como jefe de operaciones a su contendor en las elecciones, general Alfredo Vásquez Cobo.

El doctor Santos reunió a todo el personal para que diera su contribución, pero mi patriotismo se exaltó y no quise regalar unas pocas monedas sino que ideé una conferencia humorística, "De arrancaplumas a Leticia", que la di primero en el Teatro Municipal y luego en el Caldas, en el Virginia Alonso de Facatativá, en Tunja, Sogamoso y Moniquirá en donde los alcaldes tomaban en las taquillas el dinero de las entradas y lo giraban al Banco de la República sin que pasara nada por mis manos. El resultado fue de tres mil quinientos pesos, gran suma de entonces.

Con deseos de aumentar mi sueldo empecé a escribir una sección, "Hace 25 años", que fue imitada en todos los periódicos, lo mismo que había sido imitada mi sección de versos de "Buenos Días" en todo el país. Este espacio duró hasta 1957, cuando los ex presidentes Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez llegaron a El Tiempo a buscar al doctor Santos y decirle que ya se había hecho la paz política, que todo era cordialidad entre liberales y conservadores, pero que esa armonía se rompía por esa sección en que se criticaban sus gobiernos.

Más tarde fundé La Voz de la Conciencia, una radiodifusora escrita que aparecía a dos columnas los lunes en prosa y en verso y con "televisiones" pintadas por mí, sección que yo mismo armaba y me producía dinero ya que en la punta de cada antena colocaba un aviso de cien pesos, que cobraba yo mismo.

Era una sección combativa con que competíamos con los hermanos godos, por lo cual cuando se fundó el Círculo de Periodistas y Eduardo Zalamea me propuso como presidente le expuse que si aceptaba los conservadores se retirarían, así que fue elegido presidente Enrique Santos Castillo, que gozaba de generales simpatías y las sigue gozando. La junta directiva se reunía siempre en mi oficina en medio de gran cordialidad, hasta el punto que en 1948 me eligieron a mí. Inmediatamente acudí a mi gran amigo el alcalde Fernando Mazuera Villegas, quien obtuvo que el Concejo nos cediera un lote de mil varas en la antigua plazuela de Las Aguas e ideé el primer rascacielos de esta ciudad, que sólo los tenía de cuatro pisos y el arquitecto Santander elaboró los planes para un edificio de nueve pisos, cuya primera piedra se colocó en una gran fiesta, con Monseñor de Brigard, todos los altos periodistas y gentiles demás y en que abundaron la música, las bandas y la champaña; saqué una ley para la construcción del edificio por el Estado y doscientos mil pesos como avance. Por circunstancias especiales no acepté la reelección y mi sucesor se preocupó por una casita en la Ciudad Jardín y mientras tanto Ospina Pérez donó los dineros para gastos del Estado y el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República terreno del Círculo fue dado para la Academia de Historia, así que sólo quedó el nombre del Parque de los Periodistas.

En 1940 fundé una nueva sección, llamada "Gazapera", con una cabeza de conejillos del caricaturista Lisandro Serrano que tuvo gran aceptación pero que a los pocos años cerré para encargarme de los Crucigramas, al dejarlos el hábil e inteligente Ripio. Por ese tiempo me casé con Leonor Puyo y de este hogar tenemos dos hijos, Jorge Álvaro y Germán y una hija, Leonor Elvira, casada con el galeno Ernesto Andrade Pérez.

Cuando Ospina encaramó a Laureano, se anunció que iba a tomar en sus manos la distribución del papel imprenta, con lo que daba a entender que quería estrangular los periódicos liberales, para ver si sin competencia progresaba El Siglo, ya que ningún periódico conservador fructificaba en Bogotá. Al punto yo escribí al doctor Santos una carta, que apareció publicada en primera página, en que ofrecía que si se efectuaba el laureanazo yo trabajaba de balde.

Como necesitaba otros medios de vivir, fundé una revista de crucigramas que saqué en 1954, cuando Rojas Pinilla cerró el diario y yo lancé los "Rodrigramas", con tanto éxito que no participé en el sustituto Intermedio.

Al reanudarse El Tiempo, renuncié a mi jubilación por merced del doctor Santos, quien en 1938, antes de posesionarse de la Presidencia, expresó la idea de enviarme como consejero a la embajada de España pero por una mala ventura se frustró este primer paso a mi carrera pública y diplomática.

Al caer Rojas Pinilla, el Círculo de Periodistas convocó a una asamblea que por tercera vez me eligió presidente y acudí de nuevo a Mazuera Villegas, otra vez alcalde, quien me consiguió un lote de mil varas en la calle 26, que fue ampliado en la administración de mi sucesor, Ricardo Ortiz Mc.

Una dolencia visual me redujo a los crucigramas, cuya factura me distrae, pues los elaboro mentalmente por la noche para dictarlos al día siguiente y hacer las definiciones, ya que desde joven aprendí a mecanografiar al tacto.

Así salvo el 9 de abril y el incendio de los diarios y casas liberales, decretado por Laureano a Urdaneta Arbeláez cuando la única oficina que quedó indemne fue la mía, ha transcurrido este medio siglo escribiendo a mi gusto y al de los jefes sin una sola divergencia con ellos ni con mis numerosos compañeros, siempre en ambiente de cordialidad integral, lo mismo que con mis numerosas y encantadoras compañeras, sin que jamás con ninguna de ellas asomara el conato de una aventura amorosa. Viví siempre deliciosamente bajo la égida del doctor Santos y la maravillosa doña Lorencita, de don Fabio Restrepo y su gentil esposa doña Eva Duarte y luego con los admirables e inolvidables directores, Germán Arciniegas, Carlos Lleras Restrepo, nuestro muy querido emérito "El poeta clandestino" Roberto García-Peña, como lo bautizó el gran líder peruano Raúl Haya de la

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Torre, y ahora Hernando Santos Castillo, el antiguo y brillante cronista taurino "Rehilete".

El año entrante pienso, mediante una intervención fácil reanudar algunas de esas agradables secciones con permiso de la Divinidad y si El Tiempo lo permite, como rezaban los programas de toros.

Medio siglo echando pluma, en El Tiempo, Bogotá, diciembre 21 de 1981, p. 5A.

Jorge Eliécer Gaitán

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Jorge Eliécer Gaitán nació en Bogotá el 23 de enero de 1898 y murió trágicamente el 9 de abril de 1948 en esta misma capital. Fueron sus progenitores D. Eliécer Gaitán y doña Manuela Ayala de Gaitán. Hizo estudios de instrucción primaria en una escuela pública, los de bachillerato en el Colegio Simón Araújo y los de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional. Como tesis de grado presentó el ensayo titulado Las ideas socialistas en Colombia. En julio de 1926, el joven profesional viajó a Italia con el fin de hacer una especialización en derecho penal en la Real Universidad de Roma. Allí fue su maestro el tratadista Enrico Ferri. Para obtener el título de doctor en jurisprudencia, Gaitán elaboró un valioso trabajo sobre El criterio positivo de la premeditación. Cabe anotar que el citado tratadista italiano reconoció públicamente que nuestro compatriota había sido el mejor alumno en la especialización jurídico-criminal de aquella época. Fue, así mismo, el primer latinoamericano recibido como miembro de la Sociedad Internacional de Derecho Penal (grupo itálico), la más notable institución del mundo en dicho campo y en cuyo seno figuraron celebridades jurídicas como Ferri, Garófalo, Gandolfi, Altavilla, Manzini y otros maestros de fama universal. A su regreso al país, Jorge Eliécer Gaitán se dedicó por entero al ejercicio profesional como penalista y a la actividad política como militante del partido liberal, de cuya agrupación conquistó, en julio de 1947, la suprema jefatura. En uno y otro campo sobresalió con excepcionales atributos hasta el final de sus días. En el transcurso de su vida pública ascendió a las más altas posiciones que concede la democracia a los grandes hombres: designado y candidato a la presidencia de la República; ministro de estado y alcalde de Bogotá; representante a la Cámara y senador de la República en varias legislaturas. Fue también rector de la Universidad Libre y catedrático de la Universidad Nacional. A través de sus múltiples y agitadas actuaciones, Jorge Eliécer Gaitán se distinguió como un hombre de carácter y entereza, como un exponente de ambición y de combate, como un tribuno elocuente y aguerrido, como un conductor de masas apasionado e infatigable, en una palabra, como el más auténtico e insuperado caudillo popular. El Dr. Silvio Villegas, a raíz del absurdo sacrificio de Gaitán, en sentidas páginas evocó las virtudes y talentos de su compañero de generación y trazó los rasgos sobresalientes de su adversario político:

La oratoria —dice— fue la facultad dominante de Gaitán. En el fondo no era sino un gran agitador público. Ninguno de sus artículos ha de perdurar, porque ignoraba los secretos del idioma y le faltaban el reposo, la melancolía, la angustia que engendran la obra literaria. Por lo demás, tampoco persiguió nunca este objetivo. Se sentía con una misión que cumplir y a esta tarea consagró todas sus potencias espirituales. Todo en él estaba calculado para la tribuna: el pensamiento, la garganta, la acción, el idioma. Amaba el amplio ruido del ágora y sólo allí se sentía en su elemento. Gaitán era efectivamente terrible en el ataque y en la réplica. Tenía la agilidad de los felinos del desierto. Interpelarlo era un verdadero peligro. Amaba las ideas, las tesis, las doctrinas; esquivaba, hasta donde era posible, la lucha personal, y era hidalgo y generoso con sus adversarios. Su léxico era muy reducido, las palabras del pueblo, y éste fue uno de los secretos de su fulgurante carrera popular. Se hacía entender de la masa

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República hasta cuando exponía tesis académicas. Conocía el arte de los auténticos oradores: apasionar la razón. Bien sabía él que no se podía conmover a los demás si primero no se estaba interiormente conmovido y que sólo el sentimiento es fecundo. En sus grandes discursos populares se entregaba todo entero; hablaba con alma, corazón y músculo.

Y más adelante concluye la pluma del "leopardo" fallecido hace poco tiempo:

La vida de Gaitán será para los colombianos de todas las generaciones una lección de carácter, de patriotismo, de desinterés y de trabajo. Nada se pierde en la difícil marcha del mundo. Las buenas semillas que él sembró darán pródigo fruto; lo que no pudo realizar él lo realizarán otros. En el crisol del tiempo, resplandecerá su gloria, limpia de equivocaciones y flaquezas. El pueblo agradecido renovará eternamente las flores sobre su lápida funeraria. El animador de masas es ahora un héroe, es decir, un animador de almas.

De otra parte, resulta satisfactorio recordar que el Dr. Jorge Eliécer Gaitán en su calidad de ministro de Educación Nacional suscribió el Decreto núm. 465 de 1940 (marzo 5), mediante el cual se fundó el Ateneo Nacional de Altos Estudios, con los fines esenciales de "mantener la tradición científica colombiana y continuar las investigaciones de la Expedición Botánica, los estudios de la Comisión Corográfica, las especulaciones matemáticas, los trabajos filológicos, y dedicarse al estudio de la etnografía, de la antropología y de la arqueología indígenas", al tenor del mencionado decreto, e, igualmente, con el fin de contribuir al "fomento de la cultura en el país y la enseñanza superior no profesional".

Poco tiempo después, en julio del mismo año, el Dr. Gaitán, a nombre del Gobierno, celebró un contrato con el R. P. Félix Restrepo S. I. y con el profesor Pedro Urbano González de la Calle, miembros del Ateneo y técnicos en disciplinas filológicas y lingüísticas, quienes se comprometieron, según se expresa en dicho documento, "a continuar la obra filológica del señor Cuervo". En el mismo contrato se dice textualmente: "Para continuar la tradición nacional en estas disciplinas, el Gobierno crea, dependiente del Ateneo de Altos Estudios, y con el objeto de formar especialistas en Filología y Lingüística, un Instituto cuya dirección estará a cargo de los contratistas".

A este propósito, el P. Félix Restrepo, en el artículo titulado Para la historia, aparecido en el número 1º del Boletín del Instituto Caro y Cuervo (enero-abril de 1945), escribe lo siguiente:

Hace ya varios años, en 1940, el ministro de Educación Nacional Jorge Eliécer Gaitán había creado el Ateneo Nacional de Altos Estudios con la intención de continuar, entre otros varios trabajos científicos de gran aliento emprendido en diversas épocas en nuestra patria, el interrumpido Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana del príncipe de nuestros filólogos.

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Reunidos bajo el nombre, no oficial, de Instituto Rufino J. Cuervo, y en virtud de un contrato con el Gobierno Nacional, hemos trabajado desde entonces...

Tal es, en síntesis, el origen del actual Instituto Caro y Cuervo, que fue denominado así por la Ley 5ª de 1942, expedida con ocasión del centenario de Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo, la cual dio nombre oficial y vida jurídica, en definitiva, a nuestra institución.

Con lo anterior, hemos tenido la oportunidad de rememorar y apreciar otro aspecto muy poco valorado o conocido en la vida de Jorge Eliécer Gaitán: su clara visión y su viva preocupación por mantener y continuar nuestra bien cimentada tradición de pueblo culto, especialmente en el campo de las humanidades. Bien sabía él que sin la base de la tradición no es posible el progreso científico y cultural.

Los fragmentos de carácter autobiográfico que se reproducen a continuación hacen parte de una entrevista que el Dr. Gaitán concedió al periodista B. Moreno Torralbo. El texto de dicha entrevista se publicó en El Siglo de Bogotá (julio 12 de 1943) y se reprodujo después en la obra Documentos para una biografía (Bogotá, 1949), de donde hemos tomado los apartes autobiográficos en referencia.

Confesión autobiográfica

En el cuarto-escritorio de su casa de habitación, lujosamente instalado, sentado el reportero en cómodo sillón de moqueta roja, el doctor Jorge Eliécer Gaitán se pasea y conversa. No se trata de un diálogo, apenas de un monólogo. El doctor Gaitán habla y el reportero escucha. Este es un reportaje sin preguntas. Señalado el itinerario espiritual que debía recorrer, de modo espontáneo, sonreído, caudaloso en la exposición de sus pensamientos, ameno e interesante en todos los momentos, el doctor Gaitán se confesó con sencillez y naturalidad. El reportero se halló frente a un hombre satisfecho con su destino. Conversa sin amargura, enfoca los hechos de la vida con optimismo, tiene confianza en sus propias fuerzas. Es un animal de pelea. El hecho de que momentáneamente los mandones de turno de su partido lo hayan llamado a calificar servicios, condenándolo al retiro de la actividad parlamentaria, en las últimas elecciones, no ha causado en el doctor Gaitán el menor desasosiego. Por el contrario, parece complacido de estas vacaciones impuestas por transitorias circunstancias. En su monólogo el doctor Gaitán no dijo una opinión sobre los hombres de la política o sobre los sucesos nacionales, que tradujera un sentimiento de rencor, de envidia o siquiera de exasperada rivalidad. Es un hombre que tiene conciencia de lo que es, de su capacidad intelectual, de su ética y de lo que representa en el escenario nacional...

Sobre el escritorio hay un retrato de la madre de Gaitán. Hablamos de ella.

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—Era una mujer extraordinaria, —opina—, de espíritu fuerte, que cuidó amorosamente de mi destino. La santidad de su vida la iluminó siempre una inteligencia estudiosa y una voluntad indomable.

Se refiere a ella con honda gratitud.

El doctor Gaitán es de pequeña estatura, nervioso, un agradable causeur, infatigable trabajador de admirable agilidad mental...

¿Qué es el recuerdo?

Nuestro entrevistado se detiene un momento, se reconcentra y a poco continúa el hilo de su charla.

—Con esto de los recuerdos —dice— sucede igual que con los cuerpos llamados catalíticos: su fuerza, más que en sí mismos, se expresa en otros que reciben su influencia. Como hay tantos hombres en la vida de un hombre, es poco menos que imposible lograr que el hombre de hoy interprete con fidelidad la fuerza de la pasión, la calidad de la idea o la índole de la voluntad del hombre de ayer, de antier o de más atrás. Si, por ejemplo, yo quisiera decir a usted algo de mi niñez o de mi adolescencia, tan sólo lograría relatarle el juicio que me merece, con mi criterio y mis ideas actuales, una etapa, cuya íntima entraña de todo tendría, menos del calor vital, ácido y angustiado que la acompañó. Porque aquello de los dorados recuerdos de la infancia y de la adolescencia, se me hace que tiene el mismo sentido de los zapatos viejos: su encanto nace cuando hemos logrado cambiarlos por unos mejores.

—El hecho de relatarle que me animaba un ambicioso deseo de estudio y de preparación me conduce a evocar la mañana aquella en que llegué, entre tímido y audaz, a pedirle al doctor Simón Araújo me recibiera en forma gratuita para poder hacer mis estudios secundarios, a lo cual accedió aquel inolvidable ciudadano. Y también podría rememorar para lograr un agudo contraste, que, pasados cuatro lustros, aquel mismo mendicante de estudio, recibía de su profesor Víctor Manuel Orlando, uno de los cuatro grandes de Europa, una carta en extremo laudatoria, sobre un trabajo jurídico a propósito de la escuela histórica acompañada de un libro llamado Roma versus Roma, con esta dedicatoria: "Al que ayer fue mi discípulo y hoy es maestro". Pero no le estaría contando nada de mi vida. En la evocación del recuerdo siempre hay algo mutilado, y por eso puede ser sincero, pero jamás verídico. Si nuestra vida de ayer fue ardua, esquiva, injusta, y si esas limitaciones nos llenaron de un fuego batallador o de una voluntad tenaz para vencerlas, es claro que las apreciamos, por ser causa de nuestras pequeñas victorias, pero no las amamos, porque sus desgarraduras fueron dolorosas, y el dolor es siempre digno de respeto pero no de atracción. Y, al contrario, si la vida de ayer nos fue lisonjera, natural es que la amemos, pero puede que por ello mismo la despreciemos; quizás nos robó aquello que, de existir, nos hubiera impedido ser fragmentarios en la porfía.

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No era un título sino una profesión lo que perseguían los estudiantes

El doctor Gaitán apaga el cigarrillo en el cenicero y conversa sobre su vida de estudiante:

—Mejor será, continúa, que le diga algo de lo que por entonces era común y prevalente entre gran parte de los que estudiábamos. Creo no equivocarme al decir que la gente moza de aquella época, al menos un numeroso grupo, parecía haberse propuesto, sin saberlo y dentro de la parva posibilidad de unos estudiantes que comienzan, tener como paradigma el consejo de Bergson: "Obra como pensador y piensa como hombre activo". Porque aún no había salido del período de bachillerato y ya tenía un grande entusiasmo por el conocimiento desinteresado y puro. Recuerdo que en la Universidad nos imponíamos un trabajo duro y extraoficial, y que los estudiantes permanecíamos en los patios del Capitolio hasta la medianoche, para tornar, comenzada la mañana, al Parque de Santander, o a los románticos claustros de Santo Domingo a continuar la tarea. Y cuando —como en mi caso— las lecciones de Holguín y Caro sobre filosofía, o las de José Alejandro Bermúdez sobre Derecho Canónico, o de Abadía Méndez, Cadavid, Félix Cortés, Pérez y tantos otros hombres eminentes en sus lecciones no se acomodaban sino que contradecían, por ortodoxas y conservadoras, nuestro temperamento revolucionario, no por eso nos eran inútiles, ya que nos servían para buscar con más afán por fuera los sistemas ideológicos y filosóficos contrapuestos, y en armonía con nuestra intuición. No era propiamente el deseo de un título, sino la ambición de tener una profesión, la que nos guiaba. Todavía no se había extendido tanto la sola ambición de un título que sirva como ganzúa para abrir las sucias puertas de la burocracia politiquera.

Inquietudes estudiantiles y disputas literarias

Nuestro diserto informador de las cosas de su vida habla con entusiasmo de sus primeras luchas y le pone calor a sus palabras en el relato de sus hazañas iniciales.

—Este devoto afán, prosigue, por los conocimientos no impedía sino que, al contrario, estimulaba el amor por la lucha. Algunos de nosotros anduvimos por barriadas y veredas propugnando por nuestro ideal, luchando contra el gobierno, que nos parecía, por estático y conservador, síntesis de todos los males nacionales. Muchos de nosotros, aún con pantalones cortos, combatíamos por los nuevos ideales que amábamos en lo político, en lo artístico, en lo puramente intelectual. Era una época de aguda agitación. Asociaciones, comités, academias, grupos beligerantes. Todavía son recordados los "arquilóquidas", los "leopardos", los "nuevos", entregados todos a una tenaz y generosa labor.

La Sociedad Literaria "Rubén Darío"

Cuando se habla de esos movimientos juveniles, no podrá nunca olvidarse el nombre de Alfonso Villegas Restrepo, quien, sin atender a matices políticos, nos

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República dice el doctor Gaitán, los estimulaba en su periódico sin pedir consigna distinta de la inteligencia y la rectitud.

—Por aquellos días se fundó una sociedad literaria llamada "Rubén Darío". Se reunía los domingos por la tarde en un salón situado en la calle 8ª, abajo de la esquina del Observatorio. Aquella Sociedad, que constituimos sin fines políticos, para discutir problemas simplemente literarios, se dividió en dos bandos: los clásicos y los modernistas. Su funcionamiento en aquel salón, que nos había sido prestado, fue bien corto, porque una tarde, de acalorada discusión, en la cual representamos las dos tendencias, habían llevado la dirección oratoria Ignacio González Torres, clásico, y Hernando de la Calle, modernista. Tal fue la vehemencia y el entusiasmo que pusimos en favor o en contra de la poesía de Rubén Darío, que los muebles de la sala no fueron por completo destruidos sólo por la oportuna, aun cuando un poco tardía, intervención de la policía. La Sociedad por eso no se disolvió, pero sí tuvimos que adoptar una vida trashumante, habiéndose logrado que la primera sesión, después de aquella tormenta, se llevara a cabo en la casa de Juan del Corral, muerto prematuramente...

La primera intervención parlamentaria

—Le contaré cuál fue mi primera actuación parlamentaria. Se discutía el tratado con los Estados Unidos. Lo combatían, por considerarlo contrario al orgullo y a la dignidad nacionales, José Vicente Concha, quien había venido expresamente de Roma para atacarlo, Benjamín Herrera, Laureano Gómez y Luis Cano. Lo defendía en los bancos ministeriales de la Cámara, Olaya Herrera, Ministro de Relaciones Exteriores, nombrado al efecto. Por aquel tiempo, como hasta 1935 o 36, las sesiones del Parlamento, por su solemnidad y grandeza, aún recordaban a los estudiantes que se encontraban en frente del cuerpo soberano de la nación. Laureano Gómez y Luis Cano pronunciaron dos grandes discursos. No se me ha ido de la memoria cuando el doctor Concha se dirigió, con el emocionado gesto que en los hombres produce la ancianidad que se hace joven por el fuego interno que la ilumina, para felicitar a don Luis Cano. Al día siguiente habló Concha. Fue la primera y la última vez que lo oí. Creo que, al igual del momento en que los hombres en su lucha con la muerte dan la última sensación de vitalidad, que no es sino el preludio del viaje postrero, Concha mostró cuánto de grande había habido en su elocuencia. Olaya, que era un gran estadista y que como orador tenía la virtud de las tormentas, es decir, de arrasar con viento, leyó unos cuantos tratados de derecho internacional que le robaron fuerza a su modalidad oratoria porque no era un hombre de disciplina científica, entró con su hermosa voz dramática en la controversia personal con su adversario; Concha tenía la fama de ser orgulloso y soberbio; fue allí donde Olaya encontró su filón. A tal soberbia le atribuyó el verdadero origen del ataque al tratado, y finalizó su período con esta frase: "Porque, doctor Concha, cuando Dios quiere perder a los hombres los hace soberbios". Desde la barra en donde me encontraba con mis compañeros de universidad, pues todos, como cualquiera se lo explica, estábamos de parte del ataque romántico a aquel tratado, cuya negativa hubiera sido un grande error, y

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República apenas Olaya Herrera hubo terminado y sin dar tiempo a la ovación que era de esperarse, grité a todo pulmón: ¡Viva la soberbia nacional! El grito fue respondido con un atronador aplauso. Al día siguiente el periódico que encabezaba la oposición al tratado, y que, según me parece recordar, dirigían Laureano Gómez y Uribe Cualla, encabezó su editorial con el mismo título de ¡Viva la soberbia nacional! tomando pie en el anónimo grito...

Un profesional político y no un político profesional. El primer pleito

—Mi iniciación profesional, continúa, fue harto turbulenta. Terminados los estudios me encontré ante el gran problema de todo iniciado sin influencias: establecerse. En la casa que ocupaba y aún ocupa "El Mensajero", logré en el tercer patio, una oficinilla que correspondía a la despensa de la antigua residencia y que don Julio Escobar me arrendó en doce pesos. Y como no tuviera para comprar el escritorio, acudí al almacén de un señor Ballesteros, situado enfrente del Palacio de la Carrera, quien me alquiló uno, por la suma de dos pesos al mes.

—Entre estudiar y esperar, esperar y estudiar, y, sobre todo, esperar al cliente desconocido, se me iba todo el tiempo y también la tranquilidad. Un buen día un muchacho empleado de la librería de "El Mensajero" se presentó en mi oficina para ver que le gestionara un asunto. Era hijo único, de su esfuerzo dependía toda su familia; había sido llamado a filas y, según él me lo conto de acuerdo con la ley tenía derecho a la exención. Desde luego, comprendí que sobre el particular poseía una erudición legal más amplia que la mía. Le manifesté que sólo hasta el día siguiente podría ocuparme de su problema, pues algún pleito pendiente —por supuesto inexistente— me impedía atenderlo ipso facto. Se trataba, apenas, de dar tiempo a que el retiro del joven cliente me permitiera salir en carrera hacia la oficina del reclutamiento militar para obtener un decreto sobre la materia y empaparme del asunto.

—En efecto, al día siguiente celebramos el contrato por la para mí fabulosa suma de treinta pesos, que él me pagaría en dos contados, uno al comenzar y otro al término de la gestión.

—Y así tuve y gané mi primer pleito.

—Otra vez, con gran inquietud de mi parte recibí una boleta de citación de un juzgado en lo criminal, que funcionaba en el edificio Liévano. Después de bregar tímidamente con varios empleados, que poco me atendían, logré que el secretario lo hiciera, y me informó que se me había nombrado defensor de oficio en uno de los más extraordinarios procesos criminales que haya habido en este país, o sea el de Eva Pinzón (alias) "La Ñapa".

—También, por entonces, estaban para comenzar las audiencias en un sonado asunto que se ventilaba contra un sujeto que me había ofrecido su defensa

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República advirtiéndome que nada podía pagarme y contra quien había puesto denuncio, que a mí me parecía injusto, persona de muchas campanillas y de gran posición.

—No olvido que en el primer día de las audiencias fue citado el denunciante para que repitiera sus cargos. Así lo hizo. Y, ya al finalizar, con el tono despectivo a que se creía con derecho y sin importancia en aquellas lides, terminó su exposición diciendo con cierto aire desenfadado y provocativo:

"Advierto que en mi casa se ha recibido un anónimo en el cual me dicen que un señor Gaitán, que por aquí debe estar, dizque va a desnudarme moralmente en esta audiencia. Bien puede hacerlo...".

—Desde mi asiento, y con la venia del juez, lo interrumpí, para decirle: "A usted lo han engañado, porque para desnudar a una persona se necesita por lo menos que esté vestida".

—La inmensa barra que asistía al proceso me estimuló con una ovación.

—Ya fue más fácil después de estas dos audiencias, que uno de los autores de otro de los grandes sucesos judiciales de la época —el proceso Barrera Philips— me nombrara, también de oficio, su defensor.

Una buena intención del presidente Suárez

—Siempre pensé —nos dice— y es muy consolador recordar que gran parte de mis compañeros tenía la idea de que el título de la Universidad no era una carta de liberación del estudio, sino, por el contrario, signo de que había llegado el momento de estudiar en serio.

—Durante mis estudios —siguió hablando el doctor Gaitán— en la Universidad Nacional, por ahí en el segundo o tercer año, se me presentó la oportunidad de ir a estudiar a Roma. El señor Suárez, a la sazón Presidente, tenía grande y justificado aprecio por mi madre, y, sabiendo cuánto le complacería y hasta dónde podía hacerle el mejor de los obsequios, un día le manifestó la voluntad de concederme no sé qué cargo adjetivo en Roma, con el fin —estoy seguro— más de satisfacer los deseos de ella que los míos. Con el alborozo que es de presumirse, me llevó la noticia y sin desconcierto aceptó mi respuesta, que fue la de una gratitud inmensa por aquel varón eximio, pero la negativa de aceptarlo porque en mi sentir ello no complacía la aspiración que yo tenía y que era la de poder hacer aquel viaje con mis propios esfuerzos.

—En verdad no se trataba únicamente de la repulsión que he sentido hacia la burocracia sino que, conscientemente, defendía una inmensa satisfacción y un gran beneficio. Posteriormente la vida me demostró no haberme equivocado. Una gran satisfacción era la de lograr un objetivo por el camino del personal esfuerzo. ¡Qué pobre sabor de fruto masticado debe tener la vida para los hombres que no han experimentado tan deliciosa sensualidad! Y un gran beneficio, porque estoy

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República seguro de que si mis estudios no los hubiera hecho acosado por la exigencia de un tiempo que dependía de las limitadas monedas, jamás habría sido capaz de hacer como hice, en el curso de un año, diez y seis materias que me permitieron obtener el título de doctor en jurisprudencia de la Real Universidad de Roma y el título de la Escuela de Especialización Jurídico Criminal. Con el aditamento de una tesis o teoría sobre la premeditación en materia penal, que luego fue laureada cuando yo había regresado ya a mi país, y que por ahí anda citada y encomiada en varios tratados de importancia de la ciencia criminal. Todo esto no hubiera sido posible con las probabilidades que una canonjía burocrática me hubiera deparado. No olvidaré nunca un momento que vino a demostrarme cómo no siempre falta la generosidad en el corazón humano. Cuando el Conserje leyó el resultado de la calificación, que había sido la máxima, es decir magna cum laude, honor muy escasamente discernido, la numerosa y ansiosa multitud de jóvenes de todos los países allí presentes prorrumpió en entusiastas demostraciones de felicitación como si de cosa propia se tratara.

Crisis del carácter y de la moral

—Y ya que hablo de estas reminiscencias de estudiante, me parece que al caso viene decirle que uno de los problemas más inquietantes del país, a mi modo de ver, reside precisamente en la absoluta ausencia de estímulo de las virtudes humanas de la juventud, que parece ser doloroso patrimonio de la presente hora colombiana. Tanto más alarmante cuanto que a nadie alarma. El hombre no obra sin motivos, y cuando faltan los generosos y elevados, se moverá por los exiguos y pequeños. Bien es cierto que la delicuescencia en la valoración de los principios éticos y morales es hoy signo de amplitud universal y que dentro de nuestras propias fronteras la disminución y el aflojamiento de las normas que condicionan una vida, excede de las partidas para cobijar el ambiente todo.

—Sin embargo, si se toman medidas preventivas en orden a la defensa de lo económimo y fiscal, no se entiende cómo tan indiferente desdén se acusa en lo que dice relación al elemento humano, suprema riqueza de toda actividad social.

La juventud presente, destinada a manejar la República en las épocas más difíciles de su historia ha menester de una preparación intelectual especial, de una energía de voluntad como no fuera en otras ocasiones necesaria y de un carácter como nunca indispensable. No obstante, por la realidad deletérea de cada hora y de cada momento, ella crece en el ambiente de que las virtudes mentales volitivas y morales, no sólo no son una contraseña de libre paso en el camino del buen éxito, sino en muchas ocasiones embarazoso lastre.

Fatal lección la de enseñarle que la República no es propiamente un patrimonio colectivo, sino una especie de taquilla de teatro cuyo boleto se paga al precio del renunciamiento de la personalidad y sólo se vende cuando el cliente declara, de antemano, que le gusta la obra y está irremediablemente enamorado de los actores...

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Un elogio del profesor Ferri

—Por lo que atrás dejo expresado, es un poco difícil decir cuáles son los momentos que en mi carrera profesional me hayan producido mayor satisfacción. Al azar le diré que la lectura de una entrevista que, en un periódico mejicano, le hicieron hace mucho tiempo a Oreste Ferrara, en la cual, para referirse elogiosamente al movimiento intelectual colombiano, citaba La Vorágine, de José Eustasio Rivera, y el libraco que me sirvió de tesis, llamado Las ideas socialistas en Colombia.

Por cierto, que yo quise que el presidente de esa tesis fuera uno de los hombres más contrarios a su ideología, Monseñor José Alejandro Bermúdez. Esa tesis la publiqué después a manera de libro, y tuvo buen éxito, pues la edición se agotó. Otra gran emoción experimenté cuando recibí una carta de don Antonio Gómez Restrepo, embajador en Roma, fechada el 22 de enero de 1929, y en la cual me hacía saber que en el curso de Derecho Penal de la Universidad de Roma, al cual él asistía en compañía de Rueda Concha, había oído al profesor enseñar a sus discípulos una teoría mía sobre problemas penales, carta en la que me agregaba: "Pocas veces un nombre colombiano habrá sonado en el extranjero con un elogio tan expresivo en boca de un sabio de fama mundial, como lo es indudablemente Enrico Ferri, cuyas ideas filosóficas no comparto, pero a quien nadie puede negar la influencia profunda que ha ejercido en el desarrollo del derecho penal". Pero quizá la única verdadera emoción, porque ya no es de detalle sino de síntesis y porque ya no es el recuerdo de hechos acaecidos, sino la mirada panorámica hacia atrás es la de que en mi profesión no tengo ninguna queja que formular ni qué formularme...

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 147, Bogotá, 1º de abril de 1973, pp. 4-10.

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Gabriel García Márquez

Nació en Aracataca, departamento del Magdalena, en 1928. Novelista y cuentista de fama universal. Autor, entre otras, de las siguientes obras: Cien años de soledad; El otoño del patriarca; Crónica de una muerte anunciada; El amor en los tiempos del cólera; Doce cuentos peregrinos; Del amor y otros demonios, y El general en su laberinto. Premio Nobel de Literatura, en el año de 1982.

"Gabo" cuenta la novela de su vida —¿Qué sensaciones lo persiguen más a lo largo de su vida? —"Yo siempre he tenido la impresión de que me faltan los últimos cinco centavos. Y ésa es la impresión que sigue siendo real. Es decir, yo siempre pensaba... Y no pensaba: ¡Es que es real! Es que siempre me faltaban los últimos cinco centavos. Si yo quería ir al cine, no podía porque me faltaban los últimos cinco centavos. El cine valía treinta y cinco centavos y yo tenía treinta. Si quería ir a los toros y valía un peso veinte, yo tenía un peso quince. Y siempre sigo teniendo la misma impresión... Y otra impresión que tuve siempre era que sobraba en todas partes. Siempre me parecía que si me invitaban a una fiesta era por el compromiso de que había un amigo que no iba sin mí, o una persona que sin mí no iba, y entonces, de todas maneras, tenían que invitarme a mí y yo no encontraba nunca qué hacer con las manos. Y ese es el gran problema; el gran problema de todos los tímidos son las manos. Uno no sabe qué hacer con ellas. Entonces todavía tengo esa impresión y por eso siempre trato de no estar sino con amigos. Porque con mis amigos estoy absolutamente seguro de que no sobro. Por eso no voy nunca a cocteles, no voy nunca a inauguraciones, no voy a fiestas multitudinarias: porque siempre tengo la impresión de que sobro.

El impacto de Bogotá

—Leyendo algunas cosas suyas uno se encuentra que posiblemente su entrada a la pubertad fue muy violenta, en el sentido en que a los trece años se vino a

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Bogotá: ¿Cuál es esa sensación de llegar de una nación cultural como la Costa, a una nación tan diferente como Bogotá? ¿Cómo recuerda usted esa llegada?

—Primero, hoy en 1976, es muy difícil imaginarse lo que era Colombia en 1943, que es la época esa de que tú estás hablando. Yo creo que eran muchas Colombias diferentes. Y me parece que en Bogotá tenían la impresión de que Colombia era Bogotá. Claro que esto lo razono ahora. Pero haz de cuenta una cosa: en ese momento, si uno quería aspirar a una beca —y yo que estaba en Barranquilla— tenía que venir a Bogotá a presentar un examen, es decir un concurso. De todo el país había que venir a eso. Yo estaba en una casa donde nacía un hermano todos los años. Sería muy difícil hacerte las cuentas, pero, si yo tenía en ese momento trece años, es casi seguro que yo tenía ocho hermanos... Entonces me di cuenta que ahí no había otra solución que irse. Es decir, eso presentaba dos ventajas: una para uno mismo, que era salvarse nadando. Y otra para la casa, que era descargar un poco ese peso que había. Entonces yo decidí venirme de Barranquilla a Bogotá a presentar examen de beca. Si eso era 1943, yo debía tener trece o catorce años.

Te digo así porque no está muy seguro en qué año nací yo. Nadie está muy seguro de eso. Entonces mi padre me consiguió el pasaje hasta Bogotá. Me vine en un barco del río Magdalena. Normalmente se gastaban ocho días. Pero si el barco se varaba podían ser quince, dieciséis... Eso nunca se sabía. Además, a uno no le molestaba si el barco se varaba. Eso era una fiesta. Entonces yo me vine. Me imagino que no fue un viaje muy accidentado, debieron ser diez días. Llegamos a Salgar. Se tomaba un tren. Un tren que se iba subiendo. Daba la impresión que se iba agarrando con las uñas toda la mañana.

La sensación del frío

—¿Conocía usted las montañas? "Nunca en mi vida había visto nada que tuviera más de tres metros sobre el nivel del mar. Entonces el tren venía como agarrándose con las uñas y en la tarde entraba a la Sabana. ¿Tú sabes que era una verdadera maravilla entrar a la Sabana en un trencito que le costaba trabajo subir, que respiraba con dificultad y que de pronto comenzaba a correr como un caballito?

Iba parando en las estaciones donde vendían unas gallinas amarillas y unas papas nevadas. Unas cosas absolutamente extraordinarias que uno no podía imaginarse. Y había frío. La sensación del frío es una cosa que ustedes, los que han nacido aquí, no pueden imaginarse. Es una cosa inconcebible para uno. Y después la sensación de la altura, pues me costaba trabajo respirar. Porque en la Costa uno tiene la sensación de que se ahoga. De oxígeno. Y entonces aquí me encontraba con que me costaba trabajo respirar. Y era absolutamente maravilloso ver esa Sabana, que para mí sigue siendo uno de los lugares más extraordinarios del mundo. Ahora, al final, había un problema. Y un problema muy grave: que era Bogotá.

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"Ni una mujer en la calle"

—Yo llegué solo a Bogotá, en 1943. A las cuatro de la tarde. A la estación de la Sabana. ¿Tú sabes que me han hecho muchas entrevistas y me han preguntado siempre cuál es la ciudad que más me ha impresionado en el mundo? Creo que las conozco casi todas y siempre contesto lo mismo: ¡Bogotá! Es la ciudad que más me ha impresionado y que más me ha marcado. Mi llegada a Bogotá. Esa tarde. Una ciudad gris. Toda cenicienta. Con lluvia, con unos tranvías que cuando cruzaban por las esquinas echaban chispas e iba todo el mundo colgado. Todos los hombres estaban vestidos de negro. Con sombrero, y no había una sola mujer... ¡No había una sola mujer en la calle!

Tú sabes que para los costeños esto es muy grave. Para uno a los trece años: ver una ciudad donde no hay una sola mujer.

—Todo el mundo estaba forrado...

—Forrado de negro. Y ni una sola mujer... Entonces yo traía un baúl y pregunté quién me llevaba ese baúl hasta una pensión de la Carrera Décima. La Carrera Décima era una callecita muy angosta. (Entre paréntesis, te digo: ¿tú sabes que me doy cuenta ahora que de esto hace tanto tiempo que yo casi soy un viejo santafereño cuando hablo de ello? ¡Las vueltas que da el mundo!). Entonces me dijeron que me lo llevaban en una "zorra". Agarré un zorrero que me iba a llevar hasta la calle 19. El llevaba corriendo el baúl. Yo traté de correr detrás y no podía respirar. Era una cosa que nadie me había advertido: que no era posible correr en la altura. Bueno, llegamos a esta pequeña pensión. Era un pensión de costeños, porque a los costeños en esa época siempre nos quedaba el refugio de buscar costeños. Es decir, yo en ninguna parte del mundo después, he sido tan extranjero como en Bogotá (en esa época). Recuerdo la impresión esa noche... El anochecer era muy triste en Bogotá. El paso del día a la noche que nunca estaba muy bien definido. Para nosotros nunca estaba muy claro cuándo era de día y cuándo era de noche. Entonces recuerdo perfectamente la pensión... Era una de esas casas de dormitorios de un patio con geranios y con jazmines. Y eran las puertas alrededor del patio, sin ventanas, que uno cerraba y quedaba herméticamente metido en una caja de seguridad... Y la primera noche que me metí en las cobijas me dio la impresión de que alguien, por hacerme una broma, me había mojado la cama. Y pegué un grito y un costeño que había al lado me dijo, "es que esto es así. Hay que aprender a dormir en Bogotá. Esto no es lo mismo que allá. Es una cosa muy dura. Es un curso que hacer al cual hay que resignarse". Entonces... ahora, esto tiene otra historia: esta fue la llegada...

El trauma de Bogotá

—Lo importante es el primer contacto. El trauma aquel que para quienes leemos sus cosas, hallamos que siempre sigue a lo largo de su vida.

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—Sí, porque... ¡Yo no sé si es un trauma! Pero te quiero decir otra cosa: yo recuerdo perfectamente mi primera llegada a París. Recuerdo perfectamente la primera llegada a Roma, la primera llegada a New York... sí, pero ninguna me ha impresionado nunca tanto como la de Bogotá...

—Pero regresando al tema, yo iba a la beca en Zipaquirá. ¿Cómo consiguió la beca para estudiar en el Liceo Nacional de Zipaquirá?

—No, pero lo que sucede es otra cosa: que yo he contado siempre con mi buena suerte. Fíjate que, en ese viaje, el río Magdalena era una fiesta: había orquestas y los estudiantes costeños, sobre todo los que tenían experiencia, sabían que era un asunto que se manejaba bastante bien. Era bastante pachangoso. Yo no recuerdo mucho los detalles, pero el hecho es que cuando veníamos en el ferrocarril de Salgar a Bogotá se me acercó un señor —recuerdo perfectamente, era un hombre muy serio que venía en el barco y que siempre estaba leyendo.

Yo nunca le he tenido una gran admiración a la gente que lee mucho—, se me acercó y me pidió el favor de que le copiara la letra de un bolero que veníamos cantando en el barco. Le copié la letra y le enseñé un poco la música. Él me dijo que era que tenía una novia en Bogotá y que estaba seguro de que este bolero le iba a gustar mucho. Piense, si yo tenía 13, 14 años. No sé cuánto debía tener, pero para mí era un hombre muy serio. Y mucho más serio porque usaba chaleco. Porque para los costeños la gente que usa chaleco es lo más serio del mundo. Y este hombre usaba chaleco y yo con un gran fervor le copié el bolero... se lo enseñé.

—Al día siguiente, después de la experiencia de la cama mojada, había que hacer fila frente al Ministerio de Educación, que estaba donde estuvo después el Café Automático, en la Avenida Jiménez con quinta, más o menos. Mira, que yo me levanté temprano y llegué, no sé, serían las ocho, nueve de la mañana, y ya la cola era muy larga. Esta cola era para inscribirse para los exámenes de concurso de beca. A las doce del día estaba llegando un poco a la puerta del edificio y de pronto pasó este señor a quien yo le había copiado el bolero y me dijo, "¿Tú que haces aquí?". "Estoy haciendo la cola para los exámenes de beca", respondí... "No seas pendejo, ven conmigo", dijo.

Me subió a su oficina saltándome toda la cola y era el Director Nacional de Becas. Me dijo "¿pa’ donde la quieres?". Le dije, para San Bartolomé Nacional, que era en ese momento el colegio de más prestigio que había en todo el país. Me dijo, "no te la puedo dar para San Bartolomé porque todo esto que tengo aquí —me mostró una pila de papeles— son recomendaciones de ministros y de gente importante. Pero ¿Por qué no haces una cosa?, vete para Zipaquirá que es muy buen colegio y está muy cerca de aquí". La primera vez en mi vida que oía hablar de Zipaquirá, que era muy buen colegio.

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"Todos los jóvenes pobres"

—Cuando lo conocí a usted hace unos quince días hablamos de Zipaquirá y me impresionó que la primera imagen que se le viniera de ese colegio era que allí estaban reunidos todos los jóvenes pobres del mundo. ¿Se sentía marginado?

—No, no. Al contrario. Uno de los lugares donde no tuve la impresión de que no sobraba fue en Zipaquirá. Porque allá estábamos todos los que sobrábamos. Mira, son seis años de mi vida que recuerdo poco porque son poco accidentados. Yo me encontré con que en Zipaquirá estaban todos los pobres del país. Todos estábamos igualmente jodidos.

—Me fui a Zipaquirá a buscar el año y la fecha en que usted terminó bachillerato. La partida está sentada en diciembre de 1946. Se me perdió el rastro entre el año 46 y el año 48. Y eso me hizo pensar una cosa: ¿cómo lo agarró a usted el 9 de abril? ¿Qué estaba haciendo en el momento de "El Bogotazo"?

—Me vine después del bachillerato a Bogotá a estudiar derecho porque era la única profesión que sólo tenía clases por la mañana. Me hubiera gustado estudiar arquitectura, ingeniería, cualquier otra cosa, porque además en esa época se estudiaba lo que se podía. Pero la única que permitía estudiar y trabajar era derecho. Yo por eso estudié derecho en la Universidad Nacional. Estaba Camilo Torres...

El encuentro con Camilo

—¿En qué año se encontró usted con Camilo Torres?

"Pues en 1947. Y además recuerdo perfectamente la ida de Camilo al seminario. Simplemente porque un día Camilo no fue a clase... Pregunté, "¿qué pasó?", "pues que Camilo se metió a cura". Y al día siguiente dijeron no: ‘¡Que la mamá lo agarró en la estación y se lo llevó a casa!". Entonces yo me fui a ver a Camilo... Vivía algo como en la calle, era 20, 22, algo así. Lo encontré en su biblioteca. Con una ruana. No me olvido: estaba con una ruana. En una pequeña biblioteca que había en la casa de sus padres. A mí me sorprendió mucho... Dos impresiones no tuve yo, habiendo tratado mucho a Camilo: primero, que tuviera vocación religiosa. Y segundo, que tuviera vocación política. Entonces yo llegué a su casa y le dije, "oye, Camilo, ¿qué pasó?" y me dijo, "hombre es en serio, es una vocación muy antigua y muy seria". Recuerdo que me dijo una cosa: "el paso más difícil que tenía que dar, era explicarle eso a la novia. Pero esto ya está resuelto y... Mi madre me ha detenido, no ha querido que me vaya al seminario. Pero esto es un hecho y no hay nada que hacer". Estaba repartiendo sus libros entre sus amigos. A mí me dio "La Breve Historia del Mundo", de H.G. Wells, una edición rústica, la única que existía en esa época en castellano. Muy basta, sin pasta. Es una lástima que no conserve yo ese libro... Y estaba muy convencido Camilo de su vocación. Y efectivamente fue cuestión de una semana y logró convencer a su familia de que debía irse, y se fue.

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La historia del ladroncito

—Después, varios años más adelante, estuve en su primera misa en 1959 o 60 que estuve todo el año en Bogotá cuando dirigía la oficina de Prensa Latina. Hay en esa época una historia que no olvido nunca porque yo estaba casado y entonces Camilo venía a casa, y un día nos pidió un favor: era que le guardáramos en la casa a un ladrón que él estaba protegiendo. Un ladrón de casas que sacaba cosas y Camilo tenía mucho interés en protegerlo por una cosa que no es que dé risa: El tipo cumplió su condena. Salía a la calle y los policías le quitaban lo que tenía, y lo volvían a meter. Era una especie de persecución. Un chantaje.

Entonces Camilo buscaba una casa donde estuviera este hombre para que la policía no continuara esta persecución. Nos lo llevó. Yo me iba a trabajar y el ratero éste se quedaba cuidando. Y nos contaba una historia que siempre he considerado como una historia maravillosa, porque de alguna manera se me parece a la de El Viejo y el Mar, de Hemingway:

—Contaba que una noche se metió a una casa donde había un refrigerador precioso. Entonces decidió llevárselo él solo, sin despertar a la gente que estaba en la casa. Logró bajarlo por las escaleras. Con gran esfuerzo logró sacarlo. Lo sacó al jardín. Lo subió por el muro de la calle. Lo echó a la calle. Logró acomodarlo en la parada de autobuses. Y ya eran las cuatro. Las cinco. Y estaba él esperando, esperando no sabía qué, porque no tenía ningún contacto, ninguna coordinación con transporte. Y a medida que iba llegando la gente iba haciendo la cola para el bus y él hacía su cola con su refrigerador. Llegó un momento en que ya no podía más, y estaba amaneciendo y dejó el refrigerador y la gente hacía cola con el refrigerador, hasta que los señores de la casa se levantaron, se dieron cuenta de que faltaba el refrigerador y lo encontraron en la parada de los buses haciendo cola.

Este tipo nos lo llevó Camilo y estuvo viviendo en la casa. Y si le dábamos una camisa teníamos que darle un certificado sobre ella para que la policía no se lo llevara. Y un día salió de la casa y no volvió más. Como a los dos o tres días la criada de la casa abrió el periódico y vio una foto y dijo: "Estos son los zapatos del señor". Era un muerto que tenía mis zapatos puestos. Y era efectivamente el ladroncito que lo habían matado. Yo sé que Camilo fue, recogió el cadáver, hizo el entierro y después me encontré con un Camilo totalmente distinto, que me dijo: "Todo esto que estaba haciendo es caridad. Esto no puede seguir así. El problema no es de caridad". Y no dijo la palabra, pero me di cuenta de que ese día Camilo comprendió que el problema de los rateros a quienes explotaban los policías no se resolvía con caridad sino con la revolución.

—En un relato, su compadre Plinio Apuleyo Mendoza dice que el 9 de abril usted fue a la pensión en que vivía, y al encontrarla, se hallaba en llamas. Y que lo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República tuvieron que agarrar para que no entrara a sacar algo que había escrito. ¿Qué era eso?

—Esta pensión para mí es importante porque fue donde escribí mis primeros cuentos... Recuerdo perfectamente cómo fue. Yo ya había escrito allí dos cuentos, cuando apareció en el suplemento "Fin de Semana" de El Espectador, una carta de un lector, del lector de siempre, de todas las épocas, que decía que ese suplemento no publicaba cosas sino de escritores consagrados y que en cambio este país estaba lleno de escritores jóvenes, de grandes escritores jóvenes a los cuales no se les publicaba nada en ninguna parte. Exactamente lo mismo que se dice hoy, y exactamente lo mismo se había dicho cincuenta años antes, y cincuenta años antes. Entonces Eduardo Zalamea publicó esta carta y anotaba luego, "Yo creo que este lector no tiene razón. Pero si hay alguien con quien no hayamos sido justos, las columnas de este suplemento están abiertas para él".

Entonces metí uno de mis cuentos en un sobre... Debí mandarlo un lunes o un martes y yo estaba absolutamente seguro de que lo iban a publicar, pero pensé que lo harían uno o dos meses después. Y el sábado siguiente salí, a la calle, entré a un café en la Carrera Séptima y vi un tipo que tenía abierto el suplemento literario de El Espectador y que tenía el título de mi cuento a ocho columnas. Entonces me sucedió una cosa que es maravillosa: que no tenía los cinco centavos para El Espectador, para ver mi cuento publicado. Entonces salí corriendo para la pensión y le dije a un amigo, "he visto que mi cuento está publicado", y me dijo, "no puede ser porque lo mandaste el miércoles y hoy es sábado". "Pues está publicado". Y él si tenía los cinco centavos. Salimos. Compramos El Espectador y efectivamente estaba allí. Y el lunes o martes salió en la sección "La Ciudad y el Mundo" de Eduardo Zalamea, una nota donde decía que esperaba que los lectores se hubieran dado cuenta de que había aparecido un escritor del cual no se tenía noticia, y hacía un gran elogio de este escritor. Y la impresión que yo tuve en este momento era que me había metido en un lío del carajo, porque ya no tenía camino de regreso y tenía que seguir siendo escritor por todo el resto de mi vida.

Extranjero en todas partes

—Hojarasca les decían en Aracataca a los forasteros que llegaban cuando la fiebre del banano. Le he escuchado y le he leído, que en todas partes se siente extranjero. ¿Usted se siente una hojarasca?

—Mira, es que en Aracataca les llamaban Hojarasca a los extranjeros juntos... Yo sí me he sentido extranjero en todas partes. La primera parte donde lo sentí fue en Bogotá. Luego me he sentido extranjero en todo sitio.

Yo creo que la solución para que yo no me sintiera extranjero en todas partes era que me hubiera quedado en Aracataca. Yo le he dicho a Mercedes muchas veces que si yo me hubiera quedado allá, probablemente no sería un escritor. Sería juez municipal, me emborracharía todas las noches, estaría casado con ella y tendría

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República dos hijos, uno se llamaría Rodrigo y otro se llamaría Gonzalo, como sucede ahora. Pero además, tendría dos queridas con catorce hijos, cuyos nombres no sé cuáles serían, pero no me sentiría extranjero y sería completamente feliz.

—Esto de extranjero yo lo podría interpretar, muy personalmente, como desadaptado. Cuando veo que usted viaja, casi con angustia, sin parar en ningún lado, pienso que lo hace para llenar algún vacío o para solucionar esa desadaptación que tiene a partir de los ocho años.

—Eso es bastante complicado. Yo creo que yo no viajo. Me viajan. Por mí que quedaría quieto. Hay una cosa que yo no me busqué. Que yo no quise, y que yo no preví. Las personas que me conocen bien dicen que todo lo que me ha sucedido en mi vida yo lo he previsto... Hay una cosa que yo no he previsto y es la fama. Yo quería ser un escritor, y quería ser un buen escritor, y quería ser un muy buen escritor, y quería ser el mejor escritor del mundo. Porque no se puede ser un regular escritor si uno no tiene el propósito de ser el mejor escritor del mundo. Es decir, no se puede escribir regularmente bien, si uno no se propone en cada letra a ser mejor que Cervantes, ser mejor que Shakespeare, ser mejor que el Dante, ser mejor que Sófocles... Entonces yo me había hecho ese propósito por una razón de honestidad. Es decir, porque si esa no era mi meta, entonces yo no era honesto. Ahora lo que me falló fue que yo no sabía que esa meta implicaba la fama. Entonces hay una cosa que yo he dicho. Yo hubiera sido feliz si todos mis libros hubieran sido póstumos, en el sentido de que no tenía que cargar con todos los libros que he escrito. Por eso hubiera preferido que se hubieran conocido después de mi muerte.

"Gabo nació con los ojos abiertos"

—Estuve leyendo las primeras crónicas que envió usted de Europa a El Espectador, cuando fue enviado a Ginebra a "cubrir" la conferencia de los Cuatro Grandes. Y se ve en ellas que usted no se deja deslumbrar por Europa. No se deja deslumbrar por las cosas convencionales de ese continente. Tal vez se ríe del Viejo Mundo en esas crónicas...

—No, ¡sí me deslumbraban! Lo que pasa es que yo sabía que no me podía dejar deslumbrar. Para precisar, creo que lo que ha sucedido es que las cosas que me iban sucediendo las tenía más o menos previstas. Yo he medido cada etapa. Yo desde que tengo memoria, recuerdo que lo único que quería ser, era escritor. Nunca en mi vida he sido nada distinto de un escritor.

La maleta llena de billetes

—En eso de lo que usted quiere y de lo realista que es, me he encontrado con varias cosas: su hijo Rodrigo recuerda mucho que su madre dijo una vez: "Gabo nació con los ojos abiertos". Hablando de eso con su esposa, ella me decía: "Gabriel siempre ha conseguido lo que ha querido. Hasta el matrimonio. Cuando yo tenía trece años, le dijo a su padre, ya sé con quién me voy a casar. En esa

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época no éramos más que conocidos...". Luego recuerda la luna de miel, hace 18 años, cuando en un avión usted le dijo: "Voy a escribir una novela que se va a llamar La Casa" (la casa del abuelo) y después, "voy a escribir una de un dictador". Recuerda ella que también usted le dijo, "a los cuarenta años voy a escribir mi obra maestra". Concluye todo esto en que creen tanto en usted, que su familia ha perdido hasta la emoción de una sorpresa. Y Gonzalo, su hijo, cuenta la historia de un hombre con una maleta llena de billetes. ¿Cómo es?

—Sí. En México, para 1965 podría ser; alguna necesidad tenía mis hijos que yo no la podía satisfacer... Te quiero advertir una cosa: que yo no te voy a hacer el cuento de la miseria, porque lo hago en el sentido de que a mí siempre me faltaron los últimos cinco centavos de que hablábamos la otra vez. Pero nunca me faltaban los últimos cinco centavos para el whisky, por ejemplo. Entonces estábamos muy pobres, y estábamos muy jodidos, ya no teníamos qué comer, pero siempre teníamos whisky. Eso es importante desde un punto de vista moral: porque no te dejas hundir... Entonces no recuerdo en qué momento mis hijos quisieron algo — antes de Cien Años de Soledad— y entonces yo les dije: "Ahora no se puede, pero les prometo una cosa: que un día llegará a esta casa un hombre con una maleta llena de plata". Y ellos se acostumbraron a oírme decir estas vainas. Se quedaron muy tranquilos.

A mí probablemente se me olvidó y probablemente se les olvidó a ellos, y unos cinco o seis años después, en Barcelona, cuando ya mis libros se estaban vendiendo, el editor me llamó por teléfono y me preguntó si yo le aceptaría que me liquidara el semestre de derechos de autor en dinero español en efectivo. Le dije, "no tengo inconveniente. Nos encontramos en la esquina del banco a las diez de la mañana". Y el hombre me dijo, "pero trate de llegar a las diez en punto, porque no quiero estar en la esquina esperándolo. Es una maleta de plata". Y en ese momento me acordé de lo que les había dicho a mis hijos cinco o seis años antes. Le dije: "¡No! ¡Un momento! Cambio. Nos encontramos aquí en la casa a las seis de la tarde.

Al día siguiente a esa hora abrí la puerta y vi un hombre bajito con una gabardina azul y con una maleta. Pero con una maleta como si llegara a un hotel. Mis hijos habían llegado del colegio y los llamé. Les dije "vengan acá". Le dije al hombre "ábrala". Lo hizo... Mira, no era mucho pero eran billetes de cien pesetas. ¡Llena! Y les dije a mis hijos "¿se acuerdan de lo que les dije?". Y dijeron sí. "Nos dijiste que un día vendría un hombre con una maleta llena de plata" —lo daban por seguro—.

—¿En qué forma lo deslumbró a usted Europa?

—No fue deslumbramiento. Fue susto. Pero el susto no fue la llegada a Europa. Fue la salida de Bogotá. Esto fue en 1955. Después de la publicación del relato de un náufrago la cosa se puso cabrona en Colombia, porque era la dictadura de Rojas Pinilla. Los periódicos estaban censurados. Y tengo la impresión, con veinte veinticinco años de distancia, de que a la dictadura no le gustó mucho el reportaje del náufrago. El hecho es que por si acaso, se decidió en El Espectador que me

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República fuera a Ginebra de enviado especial a la Conferencia de los Cuatro Grandes. Era tan raro que a un periodista lo mandaran de enviado especial a cualquier parte, que me hicieron una gran fiesta de despedida que duró como hasta las tres o cuatro de la mañana, y cuando desperté ya el avión se había ido, y cuando llegué al aeropuerto de Techo, que era un galpón helado, me dijeron, "ya el avión de París se fue, pero no importa porque está descompuesto en Barranquilla. Entonces, si coge el avión de Medellín, lo puede alcanzar". Cogí el avión de Medellín, en Medellín cogí otro avión que iba a Barranquilla y efectivamente, el Constellation de París estaba descompuesto en Barranquilla. Me subí al avión y antes de que saliera llegó la cabinera y soltó así, al aire: "Señor García Márquez" ¿Sí? "Por aquí, por favor". Me pasaron a primera clase, porque era viajero distinguido, enviado especial de El Espectador, y en primera clase solamente había un pasajero que era Fernando Gómez Agudelo. El avión hacía Barranquilla, Bermudas, Azores, Lisboa, Madrid, París. Gómez Agudelo iba hasta Frankfurt a comprar la televisora colombiana. Es decir, toda esta vaina que está funcionando aquí, donde me están jodiendo, la iba a comprar Gómez Agudelo por cuenta de Rojas Pinilla que me estaba expulsando de aquí. Lo cual es el despelote de la contradicción.

Nos sentamos a beber trago: En Bermudas se había acabado el trago y le cambiaron la hélice al avión. Cargaron trago hasta Las Azores. Alcanzamos a bebérnoslo todo. Le volvieron a cambiar la hélice al avión en Las Azores. Cargaron trago. Llegamos a Lisboa. Le cambiaron la otra hélice... Hicimos 46 horas de Bogotá a París. Cuando llegamos a París, recuerdo que los pilotos nos dijeron a Fernando y a mí —que llevábamos tres días metidos allí bebiendo trago—: "A este avión se lo llevó el carajo porque no le salen las ruedas". Pero al fin dijeron, "tranquilos que ya le salieron". Aterrizamos en París y al día siguiente cogí un tren para Ginebra... Probablemente ahora caigo en la cuenta, no me deslumbró.

La misma hierba de Aracataca

—Cuando yo iba en ese tren veía la orilla del camino y me daba cuenta de que la hierba era exactamente igual a la hierba que se veía por la ventana del tren de Aracataca. Y yo me decía, "tanto volar, tanto beber, tanto cambiar hélice para que la hierba siga siendo exactamente igual, siga siendo la misma del tren de Aracataca". Entonces yo seguí tranquilo. A las cuatro de la tarde llegué a Ginebra. Y saqué la cuenta. Me habían enseñado en El Espectador que tenía que descontar seis horas para saber que hora era en Bogotá: Pensé, "las once de la mañana, El Espectador todavía no lo han cerrado, de manera que tengo tiempo de mandar el primer cable de la Conferencia de los Cuatro Grandes". Llegué a la estación del tren, me metí en la pensión que vi en frente. Salí y dije, "y ahora, ¿qué carajo hago?" Comencé a caminar. No hablaba ni una palabra de ningún idioma distinto del costeño.

Y caminando por la calle vi de pronto que venía un cura, que tenía cara de cura vasco. Lo paré y le dije, "padre, ¿usted es español?" y me contestó en muy buen

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República castellano: "hijo, no soy español, soy alemán pero hablo español. ¿Qué te pasa?". Entonces yo le conté mi drama: "Mire, a mí me han mandado de periodista aquí y no tengo ni la menor idea de dónde es la conferencia de los Cuatro Grandes". Me dijo, "mira, tú métete a un taxi y di que te lleven al Palacio de las Naciones Unidas y ahí te resuelven el problema". Al llegar allí vi que eran las doce y media en Bogotá, vi el ambiente, me senté y escribí el primer cable. Lo mandé y salió esa tarde publicado. Ese día empecé a ser enviado especial. El cable fue todo inventado... Pero salió bien... Tú sabes que no era la primera vez que pasaba eso. Ya antes me habían sucedido dos o tres cosas como reportero. Ya antes en El Espectador, un día, también bajo la dictadura de Rojas Pinilla, se había publicado la noticia de que habían decidido repartir el departamento del Chocó entre Caldas, Antioquia y Valle. Se anunció esa decisión y llegó un telegrama del corresponsal de El Espectador en el Chocó, que decía que, ante la decisión del gobierno, la gente se había echado a la calle y se había declarado una manifestación permanente de toda la capital; en la calle, bajo la lluvia y en las condiciones más penosas, y que estaban dispuestos a continuar esa manifestación hasta que el gobierno se retractara de la decisión de desmembrar al Chocó. Ese telegrama llegó un día y se publicó. Al día siguiente llegó otro igual que decía que la manifestación continuaba y que se estaban desmayando las señoras, los niños bajo el sol canicular del Chocó. Que no podían soportar más, pero que estaban dispuestos a continuar hasta la muerte. Al tercer día, Guillermo Cano, director de El Espectador, me dijo, "te vas para el Chocó" y le dije, "no, hombre. Yo qué voy a ir para el Chocó". "No, te vas porque éstas son cosas muy importantes". "No, para el Chocó no me voy". Y me dijo: "Vete que allá hay muy buenas negras". Eso lo pensé un poco y esa misma mañana decidí irme.

La desmembración del Chocó

—Eran unos Catalinas, rezagos de guerra, que hacían Bogotá, Medellín, Quibdó. No tenían sillas, sino que llevaban carga y uno iba sentado en los bultos de escobas. Llegando a Medellín había una tormenta tremenda y el Catalina se metía por entre la tormenta y se llovía. Entraba agua en el avión y entonces venían y le daban a uno periódicos, y uno se ponía los periódicos en la cabeza para no mojarse.

—Y lo que más me tenía a mí aterrorizado era que el piloto era un tipo que jugaba béisbol conmigo en la Matuna de Cartagena y yo le pregunté, "¿dónde aprendiste tú a manejar esta vaina?" Dijo, "no joda, ¿tú qué crees? Si yo he aprendido una cantidad de vainas en la vida". Y así llegamos a Medellín. Aterrizó en Medellín, tanqueó, llegamos a Quibdó, bajó en el río y era un pueblo totalmente desierto a las dos de la tarde. Con un calor...Yo iba con un fotógrafo, con Guillermo Sánchez. Empezamos a recorrer aquellas calles desiertas, con ese calor que era aplastante. Era el calor de Aracataca. Volvía a vivirlo ahí. No había manifestación. ¡No había nada! Le pregunté a alguien, "¿dónde vive fulano de tal que es corresponsal de El Espectador?". Me dijeron dónde, llegué y encontré un negro largo, flaco, tirado en una hamaca. Estaba durmiendo la siesta. Lo desperté y le dije, "¿dónde está la manifestación permanente?". Dijo: "no, si aquí no hay manifestación permanente.

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Lo que pasa es que yo no entiendo cómo es posible que esta gente tenga tan poco espíritu cívico que lo van a desmembrar, lo van a repartir, va a acabar el departamento y nadie se ha preocupado, y entonces yo decidí inventar por telegramas esta manifestación permanente". Le dije, "mira: te advierto que yo no me he metido en un Catalina que se llueve, con un piloto que era pitcher en la Matuna y que no tiene ni la menor idea de esto, para salir ahora con que no hay manifestación. ¡De manera que me haces la manifestación!". Nos fuimos donde el gobernador y le explicamos la situación. Entonces el tipo la convocó con un bando. Sacaron las escuelas, sacaron los colegios, sacaron la gente y llenaron la plaza. Y empezamos a decirle a una viejita, usted se desmaya, y entonces Guillermo Sánchez tomaba la viejita desmayada. Sacaban a una estudiante cargada, Guillermo Sánchez tomaba la fotografía... Todo esto se devolvió en el Catalina. Se armó el gran escándalo. Por primera vez El Espectador publicó fotos de la manifestación permanente. Al día siguiente la manifestación continuaba. Mandamos más fotos, mandamos más cables y el cuarto día ya la manifestación era verdad. Ya la gente se lo creía, ya se desmayaban de verdad, ya caían exhaustos por el sol y ya los senadores y los representantes chocoanos se habían ido para el Chocó a capitalizar esta manifestación, y ya estaban pronunciando discursos de verdad. En el siguiente avión no sólo se fueron todos los senadores y los ministros, sino que se fueron todos los periodistas y terminaron haciendo una manifestación permanente de verdad, con lluvia, con ministros desmayados, tanto que a la semana el gobierno decidió que "en vista del extraordinario espíritu cívico del Chocó y de la abnegación y del heroísmo de los políticos chocoanos, no se desmembraba el Chocó". Yo me quedé, hice un reportaje completo sobre el Chocó, donde demostraba que era un departamento abandonado, que las gentes estaban en una situación económica terrible y que había que hacer algo por ellos. Y a la semana estaban los chocoanos escribiendo cartas a El Espectador diciendo que yo era un miserable, que me habían tratado como a un príncipe y había venido a decir que ellos se estaban muriendo de hambre y que no era cierto porque ellos estaban muy bien.

París sin cinco centavos

—Volviendo de esta realidad nacional a la política mundial, que es el salto que da usted con Ginebra, al terminar la conferencia de los Cuatro Grandes, ¿qué camino sigue?

—Volví tres años después, porque de Ginebra... me pareció que esto de llegar a Ginebra y quedarse allí unos pocos días y regresar a casarme, pues era como un poco exagerado. Entonces me fui a Roma y estuve en Roma unos ocho meses, o un año, y luego me fui a París. Ya de regreso, y cuando estaba en París, recuerdo que me encontré con Plinio Apuleyo Mendoza en un café y él leía Le Monde y de pronto me dijo, ‘aquí hay una noticia que puede ser muy grave para usted: que clausuraron El Espectador. Le dije yo, es la mejor noticia que me pueden dar en la vida, porque no tengo que regresar ahora a Colombia".

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—Yo me senté a escribir, El Coronel no tiene quién le escriba. (Porque esta es una historia que se muerde la cola). Yo conocía la historia de mi abuelo que estuvo toda la vida esperando que le mandaran su pensión de veterano de la guerra civil.

Cuando mi abuelo se murió, mi abuela me dijo, "tu abuelo se murió esperando su pensión de veterano, pero yo no me preocupo porque a ustedes les llegará. Y si no te llega a ti les llegará a tus hijos".

Una pensión que no llegó nunca. Entonces yo había pensado que esa podía ser una historia para una comedia. Pero cuando estaba en París, empecé escribiendo la comedia del coronel que espera su pensión, y todos los días sacaba dinero de la mesa de noche, bajaba, comía en la esquina, subía, hasta que un día hice así, y rasguñé y ya no había ni un centavo. Entonces lo que había empezado como una comedia lo volví al revés y empecé a escribirlo realmente como era. Porque empecé a mandar S.O.S. a los amigos...

—Este era un séptimo piso sin ascensor, y yo bajaba, veía que no había carta y entonces subía y agregaba una página más de la historia que estaba escribiendo. Pero lo que es increíble es que a medida que iba escribiendo la historia me iba dando cuenta que nunca me llegaría la carta y que nunca me contestarían los amigos a los cuales había acudido. Entonces había un momento en que lo que estaba escribiendo correspondía exactamente con la realidad. Y por eso yo creo, contra el criterio de todos los críticos, que el mejor libro que he escrito yo: es decir, que si yo he escrito una obra maestra, esa obra maestra es El Coronel no tiene quién le escriba, porque yo duré escribiendo la realidad de cada día a medida que iba sucediendo.

Las botas de Italia

—Ahora, antes de comenzar la entrevista, hablamos de sus botas hechas en Italia, su camisa francesa... Se sabe por otra parte que usted es un gran catador de vinos. ¿No trata de desquitarse así de esos años estrechos? ¿No se venga de la vida como se vengó el 9 de abril en esos almacenes de paños?

—No hay que equivocarse. Todos los años, desde que uno nace hasta que uno muere, son estrechos. La historia de mis botas es que cuando yo llego a Roma, donde tengo muy buenos amigos, los periodistas me preguntan que a qué voy a Roma, y como yo voy a Roma por asuntos estrictos de mi vida privada, les digo que voy a comprar botas. Y voy a París y compro camisas. Y voy a Londres y compro pantalones, y mi hijo Rodrigo, cuando me ve, me dice lo que decía hace un momento. Que yo me visto como pobre con ropas de rico. Ahora, lo que te quiero decir es que eso no es una venganza. Al principio sí hubo una especie de venganza. Es decir, cuando yo volví a París, quince años después de esta historia que te contaba de mi primera llegada allí, tuve impulso de venganza. Llegué con suficiente dinero como para ir a restaurantes a los cuales no había ido. Fui el primer día, y el segundo y el tercero, pero el cuarto día uno se da cuenta de que

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República son pendejadas. Que los buenos restaurantes eran a donde iba antes. A los restaurantes griegos del barrio Latino.

A los pequeños bistrot, a donde la señora que hacía un buen bistec, que hacía unas buenas papas fritas. No hay venganza posible con la vida. Es decir, todo el camino de la vida es siempre estrecho y no hay nada qué hacer.

El peso de una novela

—Bueno, yo relacioné esta época de París con la época de México, muchos años después, en la cual usted escribió Cien Años de Soledad, porque usted tuvo que dejar un puesto en una agencia de publicidad para dedicarse a escribir y tuvo un momento muy difícil. Su esposa recuerda que no han sido así todas las épocas de su vida matrimonial, sino ésa. Y me impresionó una anécdota, cuando usted terminó de escribir el libro. Se fue al correo a enviar el paquete a la Argentina y, no sé si tuvo para los portes... ¿Recuerda ese momento?

—Pero no es tan grave como se cuenta. Lo que pasa es que Cien Años de Soledad pesaba más de lo que uno se imaginaba. Fíjate, Cien Años de Soledad lo escribí yo en México en 1965, 66, 67...

Desde el 65 al 67. Fue una época estupenda. Es decir, una época que no era fácil porque no teníamos dinero, pero en cambio, una época muy buena, porque yo estaba escribiendo como un tren, que es lo mejor que le puede suceder a un escritor. Entonces cuando yo vi que Cien Años de Soledad venía y que no la paraba nadie, le dije a Mercedes, "tú te haces cargo de este asunto". Ella, por supuesto, no lo pensó dos veces. Es curioso que mis hijos, ahora, yo les pregunto por esta época y ellos me recuerdan como a un hombre que estaba encerrado en un cuarto, que no salía nunca...

Y yo tenía la impresión de que era el ser humano más humano y más sociable del mundo. Y ahora me doy cuenta de que durante dieciocho meses no salí del cuarto. Pero yo recuerdo que salí una vez. Salí una vez cuando Mercedes me dijo que ya no había nada que hacer. Que ya había llegado al fondo. Entonces yo tenía un carro y lo llevé al Monte de Piedad y lo empeñé y le traje a Mercedes la plata y le dije, mira, aquí tienes como para diez años... Y duró tres meses. Y seguía escribiendo. Recuerdo que en mitad de camino el dueño de la casa llamó a Mercedes y le dijo, "señora, ustedes me deben tres meses de casa". Y Mercedes tapó el teléfono y me dijo, "¿cuánto tiempo te falta para terminar el libro?" y yo le dije, "como seis meses". Y entonces ella le dijo, "Mire, señor, no sólo le debemos tres meses, sino que le vamos a deber seis más". Y entonces el tipo le dijo, "¿y dentro de siete me pagan todo?" y dijo ella, "sí, todo" Y él respondió, "si usted me da su palabra, yo no tengo ningún inconveniente en esperarla". Y Mercedes tapó el teléfono y me dijo, "¿palabra?", y yo le dije, "mi palabra de honor". ¿Y tú sabes que a los siete meses fuimos y le pagamos todo? No por Cien Años de Soledad, porque yo terminé, y en un mes, traía tal perrenque en la mano, que me puse a trabajar después en publicidad y pudimos pagar todo eso. Pero cuando yo terminé

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Cien Años de Soledad, ya me había escrito la Editorial Suramericana y me había pedido... La Editorial Suramericana me escribió diciéndome que había leído todos mis libros y que tenían interés en reeditármelos. Y entonces yo les contesté diciéndoles que no podía porque tenía compromisos con otros editores. Pero en cambio, en septiembre terminaría un libro en el cual yo tenía mucha fe. Y que no tenía ningún inconveniente en dárselo a ellos. Y entonces ellos me dijeron que muy bien, que estaban de acuerdo, que contrataban ese libro. Lo contrataron y me mandaron con el contrato quinientos dólares de anticipo. Y el día que lo terminé nos fuimos al correo Mercedes y yo. Eran setecientas páginas. Entonces lo pesaron y dijeron que costaba ochenta y tres pesos, de México a la Argentina, y Mercedes me dijo, "no tenemos sino cuarenta y cinco". Le dije, "muy fácil", partí el libro por la mitad y le dije, "péseme este libro hasta cuarenta y cinco pesos". Pesaron hasta cuarenta y cinco: quitaban hojas como quien corta carne. Cuando llegó a cuarenta y cinco pesos agarré esas hojas, las envolví, las mandé y nos quedamos con el resto. Entonces nos fuimos a la casa y Mercedes sacó lo último que le faltaba por empeñar. Era el calentador que yo usaba para escribir. Porque yo puedo escribir en cualquier circunstancia, menos con frío. El secador que usaba para la cabeza y la batidora que había usado toda la vida para hacerles los jugos de frutas a los niños y ya los niños estaban creciendo y ya no la necesitaban...

Se fue con eso al Monte de Piedad y le dieron unos cincuenta pesos.

El hecho es que volvimos con el resto de la novela al correo: la pesaron y dijeron, cuesta cuarenta y ocho pesos. Mercedes pagó sus cincuenta pesos, le dieron dos pesos y yo me di cuenta, cuando salimos del correo que estaba verde de encabronamiento y me dijo: "Ahora lo único que falta es que la hijueputa novela sea mala".

El hielo y el mar

—Hablando de su obra, hay una frontera entre la realidad y la imaginación, o la creación. Y lo primero que se me ocurre preguntarle es sobre el hielo. ¿Hasta dónde esta imagen del hielo y cuándo comenzó su imaginación?

—Yo tengo la impresión de que, hasta el momento en que escribí Cien Años de Soledad, tuve la idea de empezar de algún modo un libro, un cuento, una novela, con este episodio del hielo. Más aún: el personaje del viejo que lleva al niño de la mano, es un personaje que se repite constantemente en mis libros. En La Hojarasca, que es mi primera novela, el principio es exactamente el de un niño que lo visten con un vestido de pana verde, que le aprieta un poco, que le aprieta en las piernas y lo llevan a ver un muerto. Que es exactamente la imagen que yo me acuerdo de mi abuelo que me llevaba a misa los domingos. Y yo siempre tuve la impresión de que estaba trampeando un poco, porque a través de todos mis libros, de mis cuentos, hay un viejo que lleva al niño y lo lleva a ver un muerto y lo lleva de paseo y lo lleva al cine... Mi abuelo me llevaba siempre al cine y yo tenía la impresión de que no había llegado exactamente a la almendra del problema,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República hasta cuando llegué a Cien Años de Soledad, donde lo lleva a conocer el hielo. Y era exactamente el punto donde yo había estado tratando de llegar desde que tenía, no sé, tenía... cuatro o cinco años. Creo que ni siquiera sabía hablar cuando conocí el hielo.

—Saltando tal vez, pero siguiendo con su obra, en El Otoño del Patriarca aparece siempre un embajador detrás del dictador. Y este dictador le regala todo, hasta el mar. Entonces yo creo que una persona que medianamente lea, lo encuentra a usted en ese momento. Y encuentra que es una autobiografía. ¿Por qué le entregó el mar?

—No, déjame ir un poco atrás. Es que lo que pasa es que El Otoño del Patriarca es ya parte de mis memorias cifradas. A mí me llamó muchísimo la atención... fíjate que hace mucho tiempo que yo no leía artículos críticos sobre mis libros. Cuando apareció Cien Años de Soledad y hubo una avalancha de crítica, en el primer momento con una gran ansiedad perfectamente justificada y natural y comprensible, yo me precipitaba estas críticas, a ver si les gustaba o no les gustaba.

Críticos parasitarios

—Y luego me fui dando cuenta de que a los críticos no les preocupaba mucho si el libro les gustaba o no les gustaba sino que ya, en ese momento, estaban tratando de decir cuál era el libro que yo debía escribir después. Es decir, los críticos son una especie de profesionales parasitarios que por determinación propia y sin que nadie los haya nombrado, se han constituido en intermediarios entre el escritor y el lector. Es decir, el escritor se toma el trabajo de tratar de comunicar sus experiencias, de mandarle su obra al lector y se encuentra que en el camino hay unos señores que no dejan que llegue directamente esa obra al lector sino que dicen, ‘un momento. Ustedes no están en condiciones de entender lo que este señor les quiere decir. Nosotros se lo vamos a explicar’. Y entonces entran en un problema de desexplicación total. Es una cosa muy particular. Me di cuenta especialmente en Cien Años de Soledad. Cuando me di cuenta de eso, empecé a no leer más críticas. Sobre todo porque notaba que no sólo trataban de decir qué había dicho en Cien Años de Soledad, sino que debía seguir diciendo. Entonces hay una cosa que me llamó mucho la atención de algunos críticos con relación al Otoño del Patriarca: es que algún crítico decía que Cien Años de Soledad era una novela muy buena. Que el autor cuenta en ella sus experiencias, porque el autor recurre a sus recuerdos, a evocaciones de un mundo que conoce muy bien, en el cual ha vivido, en el cual ha estado sumergido toda su vida, y que en cambio en el Otoño del Patriarca está perdido, el libro no gusta, el libro que queda en mitad del camino. Es un libro frustrado, porque trata de un dictador y de un ambiente de dictadura del Caribe que el autor nunca ha vivido y nunca ha conocido sino que tiene referencias de segunda mano. A mí esto me parece un punto ejemplar de lo burros que son los críticos. Porque Cien Años de Soledad es un libro escrito con las experiencias de mis padres, de la gente que conocí de niño, leyendas populares, cosas que me han contado, noticias que tengo a través de los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República periódicos, investigaciones que hice de ciertos episodios. Es decir, es hecho con experiencias contadas por otras personas. En cambio, El Otoño del Patriarca, es un libro escrito totalmente con experiencias personales cifradas. Probablemente son mis memorias, o parte de mis memorias. Y los críticos lo que tenían que saber, o lo que tenían que descifrar, si son descifradores tan eficaces como pretenden serlo, es que probablemente todo este episodio del dictador que vende el mar y del dictador que se queda perdido por la falta del mar, corresponde un poco a la historia de la cual hablábamos hace un momento, del muchacho de Aracataca, del muchacho de Barranquilla que a los doce años llega a la ciudad más extraña y más remota que recuerda, que es una ciudad gris, una ciudad cenicienta, una ciudad fría, con tranvías que echan chispas en las esquinas, con hombres vestidos de negro, con calles totalmente llenas de muchedumbres, donde no hay ni una sola mujer, y sobre todo, una ciudad donde no hay mar. Yo tengo la impresión de que ésa es probablemente una interpretación mucho más correcta de todo el episodio del dictador que vende el mar. Porque además tengo otra impresión, que la gran trampa en que pueden caer, no sólo los críticos sino los lectores, es creer que El Otoño del Patriarca es la novela de un dictador. Si alguien tiene la curiosidad de leerlo con otra clave es decir, en vez de pensar en un dictador, pensar en un escritor famoso, probablemente el libro resulte mucho más comprensible.

"No hay temas originales"

—Se me viene ahora la imagen de un diálogo que usted tuvo en Lima, donde se acuerda de sus cinco años y era un niño asustado en una de las esquinas de la casa; sentado en una banca, a las seis de la tarde, y no se movía de ahí porque le decían que si lo hacía, los fantasmas le iban a hacer algo...

—¿Tú sabes que esa es una imagen de mí mismo que está allá en La Hojarasca? La Hojarasca como tú recuerdas, es un monólogo a tres voces —por decirlo de alguna manera— de un abuelo, su hija y su nieto, en torno a un cadáver. Que si lo piensas con mucho cuidado, es otra vez la misma estructura y el mismo planteamiento dramático del Otoño del Patriarca. Y si lo piensas con un poco de cuidado y me perdonas por una vez la pedantería de ser erudito —que son las cosas que más vergüenza me dan en la vida— es otra vez el mismo drama de Antígona tratando de enterrar el cadáver de su hermano, al cual el dictador Creonte no deja enterrar. Un tema que fue tratado, primero por Sófocles, después por Eurípides, después por Anui, antes por Séneca, y después humildemente en La Hojarasca. Después humildemente en El Otoño del Patriarca. Te digo toda esta cosa y te hago todo este rollo, erudito... porque otra cosa de los críticos es la manía de andar buscando que este tema no es original porque fue tratado por éste. No hay temas originales en la historia universal. En la historia de la literatura universal hay 36 situaciones dramáticas de las cuales nadie se puede salir. Yo creo que son menos de 36. Pero lo que te estaba diciendo era que el tema de la expectativa alrededor del muerto, del hombre insepulto, del cadáver ante el cual hay dificultades para que sea sepultado, es bastante antiguo. Fue tratado en La Hojarasca, fue tratado en El Otoño del Patriarca...

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Te hacía todo este largo recorrido, y todo este pedante recorrido por la literatura universal, para decirte que la imagen del niño sentado, muerto de miedo, es efectivamente un tema recurrente en mis libros, en mi obra, si se me permite decirlo, con una modestia que seguramente los críticos no me perdonarán. Y es una imagen que yo recuerdo perfectamente en la vieja casa de Aracataca: que la forma que habían encontrado mis abuelos a partir de las seis de la tarde, para no tener que estar pendientes de mí, para no estar ocupándose del niñito este en esa casa grande, era que sencillamente, decían, "siéntate en esta silla y no te muevas. Porque si te mueves y te vas a ese cuarto, ahí se murió la tía Petra. Y aquí se murió el tío Nicolás. Y allá se murió Petronila". Y entonces a mí me mantenían quieto a base de terror.

Y, sin embargo, la imagen del niño aterrorizado, siendo yo mismo, que yo recuerdo, no es aquella de la casa de Aracataca, sino cuando era periodista, en Bogotá, que dé El Espectador me mandaron a Medellín a que hiciera un reportaje. Creo que el primero, además. En Medellín hubo dos derrumbes de tierra, una cantidad de muertos, y entonces me dijeron, "te vas a Medellín, investigas qué fue lo que pasó", y yo recuerdo perfectamente, me instalé en el hotel y hasta entonces todo iba muy bien. ‘Hasta ahora muy bien —pensé— pero ya no puedo darle vueltas a esto, tengo que salir y hacer lo que me mandaron a hacer’. Y salí a la calle y estaba lloviendo, y para mí es un instante de enorme felicidad el que estuviera lloviendo porque era un pretexto que me ponía a mí mismo para poder aplazar el problema de tener que ir a averiguar qué era lo que había pasado. Y me recuerdo perfectamente a mí mismo —ya en este momento tenía 23, 24 años— viendo que escampaba y que a medida que escampaba me daba cuenta de que tenía que afrontar la realidad. Y en ese momento me acordé de cuando estaba en Aracataca, sentado en el asiento, temiendo que allá se había muerto la tía, que allá se había muerto el tío y aquí se había muerto la prima. Y yo me daba cuenta que ese terror que tenía en aquel momento en Aracataca y me lo habían convertido en el terror concreto, en el abstracto terror concreto de los muertos que salían, era el mismo que tenía cuando debía enfrentarme por primera vez a la realidad. Y en ese momento me di cuenta de dos cosas: una, que a la hora de afrontar la realidad, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, está solo. Y dos, que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, tiene miedo... Fue una gran enseñanza para mí. Porque ese día me di cuenta de algo que los años me han ido permitiendo: que por la mañana al despertarse, todo el mundo, absolutamente todo el mundo, tiene miedo. Y fue una enseñanza muy importante, porque durante muchos años creí que era solamente yo. Y cuando supe que todo el mundo tenía miedo, pensé que probablemente nadie tiene más miedo al despertarse por la mañana que los Presidentes de la República. Y ese día seguí despertando con mucho miedo, pero aprendí a tenerle menos miedo al miedo de por la mañana.

—Hablando de miedo y de soledad, al leer El Otoño del Patriarca vi que usted no les tiene miedo a los muertos, porque el dictador, que está aparentemente sólo, se siente acompañado por el cadáver de Bendición Alvarado. Se va el cadáver y él

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República luego tiene leprosos y vacas en su casa. Entonces eso muestra que su miedo no es a los muertos sino a la soledad... ¿Cómo surgió Bendición Alvarado? ¿Qué quiere mostrar con ella? Bendición Alvarado y luego Leticia Nazareno, que es una monja, o una novicia con la que él se casa después...

—Yo creo que en el fondo es una sola. Bendición Alvarado, aparte de esto, no tiene ningún misterio. Es la madre del dictador. El dictador, probablemente los freudianos dirán que es un personaje edípico.

...Yo no creo que es un personaje edípico. Yo creo que es el personaje... Es un hombre que depende de una mujer, de modo que en el fondo es la metáfora de todos los hombres, querámoslo o no.

Entre la fama y el poder

—Desembocando en estas dos ideas que han venido, que son el poder y la soledad, que a la vez son los ejes de su obra, ¿qué relación hay entre el poder y la soledad? Usted parece decirlo muchas veces: "El que llega al poder se queda solo". O, "un hombre cuando llega a la fama se queda solo". Entonces yo quiero preguntarle si ése es problema de su imaginería o es su caso personal. Usted dijo una frase hace una hora: "Lo único que no estaba previsto era la fama". Entonces encuentro todo esto en una mezcla y me pongo a pensar en el poder y la soledad. La fama y la soledad...

—Sí, en realidad yo creo, mirando hacia atrás, que entre la fama y el poder hay una relación bastante estrecha y son las posibilidades de aislamiento que ambos tienen. Es decir, las posibilidades de aislamiento... de soledad en el poder. Creo que es una ilusión bastante vieja. E inclusive un poco mecánica. Se refiere a que la persona que tiene el poder está un poco a merced de quienes le informan. Es decir, el contacto con la realidad no es directo, sino que pasa a través de muchos intermediarios, en el caso del poder. Yo conozco una excepción bastante válida que es la de Fidel Castro, a quien conozco personalmente; con quien he conversado largas horas... Es una persona extraordinariamente bien informada. Pero Fidel Castro está permanentemente preocupado por combatir la soledad del poder. No sé si lo hace consciente o inconscientemente. Pero Fidel está constantemente interesado en obtener información directa. Es uno de los hombres mejor informados que yo conozco y probablemente, uno de los menos solitarios. Ahora bien: la fama es otra cosa, porque de eso sí puedo hablar yo por experiencia personal. Hay una cosa que yo sé, y que puedo decir: es que, si algo puede conducir rápidamente y gravemente a la soledad, es la fama. Porque, a partir de un momento, uno no sabe ya dónde está parado. Ya no sabe quién es ni qué es lo que piensan de uno. Entonces hay que aprender a defenderse de eso. Yo la única defensa que he encontrado y que me parece eficaz, contra las posibilidades de aislamiento, las posibilidades de soledad que trae la fama, es mantenerme fiel a mis amigos. Yo creo que a través de esta cosa catastrófica que me ha sucedido a mí, que es haberme vuelto famoso de la noche a la mañana, he logrado conservar todos mis amigos.

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Los hombres y la literatura

—La literatura y los hombres...

—¿Por qué la conquista del espacio es un fracaso desde el punto de vista espectacular, desde el punto de vista del interés de los seres humanos? ¿Por qué a los seres humanos no les interesa más la conquista del espacio? Porque no se han encontrado seres vivos. Porque no se han encontrado seres humanos. Si hubieran encontrado un marciano, siquiera de "este" tamaño, en este momento la conquista del espacio sería el espectáculo más extraordinario y toda la humanidad estaría pendiente de eso. Mientras no encuentren otro ser humano en algún lugar del universo, la conquista del espacio será un fracaso. Es exactamente el problema de la literatura, el problema del arte. Mientras el arte y mientras la literatura no les transmita a los lectores, a los espectadores, un problema de la vida, un problema de los seres humanos, es un fracaso completo.

Lo que dicen las encuestas

—Un grupo de estudiantes de Filosofía y Letras consultó con las personas que han comprado El Otoño del Patriarca. Querían sondear la realidad nacional. O el nivel cultural del país a través de la encuesta. Y encontraron que el 72 o el 74 por ciento de las personas que lo han comprado, no han pasado de la página 40.

—A mí, con toda la modestia que soy capaz, que no es mucha, pero es un poco, me gustaría que hicieran la misma encuesta dentro de la misma zona de lectores. Que hicieran la misma encuesta con El Quijote, con Gargantúa y Pantagruel, o con Edipo Rey de Sófocles, por ejemplo. Yo quisiera saber (y es una curiosidad que tengo, ya no es cuestión de responder a esta pregunta) de qué página hubieran pasado, con esos libros. Estamos en Colombia, en un país, donde el índice de analfabetismo, según las estadísticas es de un 40%. Yo creo —y tienen que demostrarme lo contrario— que las estadísticas son falsas. Yo creo que el índice de analfabetismo en Colombia está casi en el 80 por ciento. Entonces a mí me parece perfectamente natural que una novela con las exigencias culturales del Otoño del Patriarca ofrezca una dificultad mucho mayor que Cien Años de Soledad. Ahora bien: ¿un escritor tiene que tomar en cuenta el índice de analfabetismo de los lectores para escribir sus libros? Es decir, ¿tiene que bajar el nivel digamos de compresión cultural de esos libros hasta el nivel cultural de los lectores? O, ¿tiene que escribir el libro como cree que debe ser y esperar a que tarde o temprano los lectores alcancen el nivel cultural de ese libro? Yo creo que es la segunda posición la que se debe adoptar. Es decir, la obra literaria debe estar al nivel cultural que el escritor considere que debe estar. Y ese mismo escritor, y todos los escritores, y toda la gente que sienta a su país y que considere que la humanidad debe seguir hacia adelante, debe trabajar en el sentido que los lectores, mediante una culturización interna, que no será posible sino mediante una revolución, alcancen el nivel cultural, al punto de comprender esa obra.

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—Ahora démosle un viraje de noventa grados al diálogo: Voy a pensar en su posición política, en su convencimiento de la necesidad de una revolución, pero también en su cuenta bancaria. En que usted es un hombre muy rico que habla de revolución. La mayoría de la gente encuentra una contradicción en eso...

—Ojalá fuera muchísimo más rico para hablar muchísimo más de la revolución. Primero, porque para hacer una revolución en un país como éste se necesita muchísima plata. Porque también la revolución, en cierto aspecto, es un problema de plata. Pero no hay ninguna contradicción, además, entre ser rico y ser revolucionario, siempre que sea sincero como revolucionario y no sea sincero como rico. Todo depende la posición en que se esté. Mira: esto nos conduce a un equívoco que existe en todas partes y que es un equívoco fomentado, por supuesto, por los capitalistas. Y es que los revolucionarios tienen que estarse muriendo de hambre, porque de acuerdo con una definición que hizo alguien interesado en los Estados Unidos, el socialismo es la repartición de la pobreza. ¡No! Yo creo que el socialismo es la repartición de la riqueza. Y cuando tratamos y/o queremos hacer la revolución socialista, no es que queramos que los que tienen buenas casas y buenos automóviles y comen bien, no tengan buenas casas y buenos automóviles ni coman bien. Sino que los que no tienen automóviles, y los que no tienen buenas casas y los que no comen bien, tengan buenos automóviles y tengan buenas casas y coman bien. Yo hasta este momento tengo la suerte y la posibilidad de tener buenas casas, una buena casa, un buen automóvil y de comer bien.

Sacrificarlo todo

—Me gusta la buena vida. Y eso me permite ser más revolucionario que cuando no sabía lo que era eso. Porque ahora sé lo que les está faltando a los que no lo tienen. Y estoy dispuesto a sacrificarlo todo. Y trato de decirlo con la menor solemnidad posible, pero estoy dispuesto a sacrificar, inclusive mi vida, porque todo el mundo conozca lo que yo conozco ahora. Qué es la buena vida. Ahora bien: eso se dice fácilmente, pero tiene muchos problemas. Yo en este momento debía ser uno de los hombres más ricos de Colombia. Y no soy uno de los más pobres. Pero no soy tan rico como la gran prensa y el capitalismo han tratado de hacerlo creer. Porque el escritor es tan explotado como cualquier obrero.

Quinientos pesos en diez años

—Probablemente ningún escritor en lengua castellana ha vendido tantos libros como yo, en tan poco tiempo. Déjame ir un poco atrás. Esto no sucedió de milagro: yo publiqué mi primer libro en 1955, hace veinte años. Por mi primer libro yo no recibí ni un centavo de derechos de autor. Mi segundo libro fue El Coronel no tiene quién le escriba. Se publicó en 1960. Tuve 500 pesos de derechos de autor. Luego publiqué otro y otro: había publicado cinco libros. De 1955 a 1965, en diez años, había recibido en derechos de autor, 500 pesos. ¡En diez años! Es decir, si tú divides por mes, saca la cuenta a cómo me sale el sueldo mensual en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República diez años. Quinientos pesos en diez años, ¿a cómo me sale el sueldo mensual? Publiqué Cien Años de Soledad. Entonces fue como la explosión de todos mis libros anteriores. Del que más se había vendido cuando yo publiqué Cien Años de Soledad, era probablemente de La Mala Hora: se habían vendido setecientos ejemplares. En toda la América de lengua española. ¡Setecientos ejemplares! Cuando el editor argentino me dijo que de Cien Años de Soledad se iban a publicar ocho mil ejemplares, yo le escribí una carta diciéndole que fuera un poco más prudente, que estaba exagerando y podía clavarse. Lo publicó en mayo de 1967, calculando que de mayo a diciembre vendería los ocho mil ejemplares; los vendió en tres días, en la entrada del metro de Buenos Aires. Todavía fue el fenómeno. Entonces empecé a recibir derechos de autor poco a poco.

—Porque hay una cosa que los propios lectores no saben: es, cómo es la estructura de la industria editorial. A cualquier lector, o cualquier persona a quien yo le diga que, en nueve años, en castellano se han vendido tres millones de ejemplares de Cien Años de Soledad, cualquier persona que sepa que en ese mismo tiempo Cien Años de Soledad ha sido publicado y traducido en veintiún idiomas, se imagina que esa es una enorme cantidad de dinero. Ahora, hagamos cuentas, porque hay gente que tiene un gran pudor por hablar de plata. Yo no tengo ningún pudor de hablar de plata. Para mí la plata no es más que un tranquilizante nervioso. Es una especie de valium. Es decir, el que tiene cómo resolver sus problemas tiene los nervios más tranquilos que el que no tiene cómo hacerlo. No es nada más. Es una cosa absolutamente material. Es la representación, es el símbolo del trabajo. Ahora bien: a cualquier persona que le digamos que hemos vendido en nueve años tres millones de ejemplares de Cien Años de Soledad, semeja que ésa es una enorme cantidad de dinero. Porque, generalmente el lector no sabe quién es el dueño del libro. Cada peso que el lector paga por un libro, está repartido así: 50% para el editor, que por supuesto carga con los gastos de la edición. 20% para el distribuidor. 20% para el librero y 10% para el autor. De ese diez por ciento vienen descontados los impuestos y viene descontado otro diez por ciento de los derechos del agente: es un diez por ciento bien gastado porque el agente es la persona que va y pelea con el editor. Entonces quedamos que por cada peso que el lector paga por un libro, al autor le corresponden ocho centavos. Si tú tomas en cuenta que mis contratos de libros son hechos en la Argentina, en pesos argentinos, y que la Argentina en nueve años ha tenido una devaluación, ¿de cuánto en nueve años?

—Dos mil por ciento.

Pura ficción

—Entonces coge lápiz y papel y verás que es una pura ficción lo de mis derechos de autor. (Vamos a seguir para adelante). Cien Años de Soledad —para hablar solamente de un libro— se ha traducido a 21 idiomas. Es un dato espectacular, extraordinario y poco común. Pero esos 21 idiomas ¿qué significa? Suecia, tres mil ejemplares. En Holanda, cinco mil ejemplares. En el Japón, donde fue un éxito, diez, doce mil ejemplares. Los países donde más se leen mis libros son, en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República castellano, América Latina y España. (En Italia el editor está atrasado cuatro años en el pago de derechos de autor. Eso quiere decir que si mañana me los paga, me está pagando con intereses de mis derechos de autor). Otro país donde los libros se han vendido espectacularmente, en la Unión Soviética. Allí la primera edición de Cien Años de Soledad se hizo en la Revista de Literatura Extranjera, con un millón de ejemplares. Más unos trescientos o cuatrocientos cincuenta mil ejemplares que se hicieron después. Además vendidos en dos meses, espectacularmente. La Unión Soviética no pagaba en esos momentos derechos de autor. Ahora los paga. Hace dos o tres meses, o seis meses, ingresó al pacto internacional, mediante el cual se pagan derechos de autor. Pero en ese momento no se pagaban. Pero veamos un caso que es bastante más interesante: En los Estados Unidos. Allá Cien Años de Soledad fue "Best Seller" en la edición principal. Es decir, en la edición de pasta dura. Se vendieron 19 mil ejemplares. Ha sido un éxito, y un éxito notable en la edición de bolsillo. Se está vendiendo hasta el momento más de medio millón de ejemplares. Es un récord para el escritor de lengua castellana. Pero en las ediciones de bolsillo, hay algo interesante: las contrata el editor principal, lo que quiere decir que el autor no va ya en el diez por ciento del precio del libro. Sino en el cinco por ciento. Y tiene que compartirlo con el editor principal. Entonces, de cada dólar de la edición de bolsillo (que es precio que tiene, un dólar), cinco centavos son de derechos de autor. Dos y medio de esos cinco centavos son para el editor principal. Dos y medio centavos son para el autor. De los cuales en Estados Unidos se descuenta en 30% por anticipado para los impuestos. Y el 10% para el agente. Esto quiere decir, sencilla y dulcemente, que yo tengo que seguir trabajando permanentemente para seguir viviendo.

Ahora bien. Aquí tampoco te quiero hacer el cuento de la miseria. ¿Tú has leído las historias de mis grandes mansiones en el mundo? Las descripciones que se hacen son espectaculares. ¿Y tú sabes que yo las dejo y nunca las rectifico? ¿Sabes por qué? Porque yo sé que a los ricos les da mucha rabia. Porque a los ricos les da mucha rabia que los pobres sean ricos. Entonces yo dejo que prosperen esas leyendas. ¿Tú sabes que yo no había tenido nunca en mi vida, desde que nací, una casa propia hasta este año de 1976? Yo me muero de risa y me divierto mucho cuando leo sobre mi mansión en Barcelona. Mi mansión de Barcelona es un apartamento alquilado por el cual pagaba 180 dólares de alquiler. (Que ahora se lo dejé a mi maestro Guillermo Angulo que es el cónsul de Colombia en Barcelona y que sigue pagando los 180 dólares que no podría pagarlos si no fuera así, porque los cónsules de Colombia, en ninguna parte del mundo, podrían pagar más de alquiler de 180 dólares). Esa es mi mansión de Barcelona. Yo tengo una casa en Cuernavaca que son mil metros cuadrados de terreno con un dormitorio. Y una casa en México, que es una casa muy bella: una vieja casa que compré y que la restauré yo, trabajando con los albañiles. Pero esto no se lo cuentes a nadie, pues yo necesito que mi fama de millonario continúe. Porque se ha dado el caso de que he ido a hacer un préstamo a un banco y me lo han autorizado sin firma, sin referencias, sin fiadores de ninguna clase. Porque esa mañana en el periódico, habían leído que yo era uno de los hombres más ricos del mundo.

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"Gabo cuenta la novela de su vida", reportaje concedido al periodista Germán Castro Caicedo. Se publicó en El Espectador de Bogotá, durante los días comprendidos entre el 16 y 23 de marzo de 1977

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Fernando González

Fernando González fue, sin duda alguna, un escritor que se distinguió en grado sumo por la originalidad de sus escritos. Pero además de haber sido dueño de tan esquiva cualidad, este autor sobresalió por la fecundidad de su pluma, por la profundidad del pensamiento y por la peculiaridad de su estilo: analítico, sentencioso, humorístico y, en no pocas ocasiones, beligerante, demoledor y descarnado. Fernando González, el "filósofo de Suramérica" como se denominó a sí mismo, fue un escritor ciertamente excepcional en el panorama de la literatura colombiana. Aún más, fue un hombre de genio que ascendió y trascendió con óptimos merecimientos en el mundo de las letras.

María Helena Uribe de Estrada en su interesante libro de ensayos Fernando González y el Padre Elías (Universidad Pontificia Bolivariana, colección "Rojo y Negro", Vol. 57, Medellín, 1968) nos dice con acierto:

"Para mí, la historia de Fernando comienza al revés de todas las biografías. Fue un hombre que se formó a sí mismo con los elementos desorganizados que recibió de la naturaleza. Sus obras y sus actividades eran producto del volcán interno que lo consumía, lo atormentaba, lo dividía. Fue el caos que se hizo orden."

A los 17 años Fernando González escribió, paradójicamente, Pensamientos de un viejo, que dio a la luz en Medellín, en 1916, con un juicioso prólogo de Fidel Cano. Tres años después, en 1919, para optar el título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas, en la Universidad de Antioquia, presentó una tesis novedosa, bien propia de la originalidad de su talento, de su convicción y de su estilo, El derecho a no obedecer, tesis que "causó escándalo y estuvo a punto de provocar una seria crisis universitaria".

Frutos de su robusta mentalidad son las siguientes obras: Estatuto de valorización (Medellín, Imprenta Municipal, s.f.); Viaje a pie (París, 1929); Mi Simón Bolívar (Manizales, 1930), Don Mirócletes (París, 1932), El hermafrodita dormido (Barcelona, 1933), Mi compadre (Barcelona, 1934), El remordimiento (Manizales, 1935), Los negroides (1936), Santander (Bogotá, 1940), El maestro de escuela (Bogotá, 1941), Libro de los viajes o de las presencias (Medellín, 1959) y La tragicomedia del Padre Elías y Martina la Valera (Medellín, 1962). Entre 1936 y 1938 puso en circulación 17 entregas de la revista Antioquia: manera nueva de panfleto filosófico; allí aparecieron Don Benjamín, jesuita predicador y Poncio Pilatos envigadeño, obras que, según Alberto Saldarriaga V., "merecen colocarse al lado de las novelas de Tomás Carrasquilla, con la diferencia que la preocupación por la penetración psicológica, obligó a Fernando a sacrificar la trama del relato para enfocar, en cámara lenta, sus personajes". El hermafrodita dormido, al decir del mismo Saldarriaga, "le causó a nuestro viajero su retiro del puesto diplomático que desempeñaba en Italia [cónsul en Génova], durante la época de Mussolini, y el ser escoltado a la frontera por dos guardias secretos".

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De Fernando González y sus obras se han ocupado, en el extranjero, distinguidas personalidades de la inteligencia. Entre otros tantos, cabe mencionar los siguientes nombres: Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Ortega y Gasset, Gabriel Miró, Azorín, José Vasconcelos, Rufino Blanco Fombona, Joaquín García Monge, Manuel Ugarte y Ricardo Palma. Mantuvo amistad con el escritor francés Valery Larbaud (ver Valery Larbaud y Colombia de Paulette Patout, en Thesaurus, t. XXVIII, núm. 3, septiembre-diciembre de 1973, págs. 549-559).

El mencionado escritor Alberto Saldarriaga V. al comienzo del exhaustivo estudio de las obras de González titulado De la parroquia al cosmos: los viajes de Fernando González (Universidad de Antioquia, Medellín, núm. 158, julio- septiembre de 1964, págs. 373-569) nos hace esta afirmación:

"Fernando González fue un viajero locuaz. Los viajes de Fernando, dentro y fuera de sí mismo, constituyen una aventura mental apasionante. Se trata de un caso insólito. Invitamos al eventual lector para que se una a nosotros a seguirlo en estas singulares aventuras."

En estos apuntes no pretendemos hacer estudios críticos o de clasificación. No lo podemos comparar, porque es caso único. No se deja clasificar, porque no perteneció a ninguna escuela y no se adaptó a ninguna norma: fue personal e individual. Fue un solitario.

Es insólito porque dedicó su vida íntegra a meditar y escribir. Escribió quince volúmenes.

Es insólito porque no tuvo universidad. Sin embargo suplió esa deficiencia."

Y un poco más adelante puntualiza:

"Al considerar la totalidad de la obra de este poeta-místico- filósofo podemos afirmar que tiene dos características funda- mentales: es autobiográfica y es auténtica.

Es autobiográfica porque, introspectista consumado, podía sacar suculento provecho para sus lucubraciones psicológicas, objetivándose y analizándose; y, en esto, nuestro viajero Fernando se puede colocar a la altura de los introspectistas más sobresalientes: no tiene que envidiar a Marcel Proust. Como su vida fue relativamente accidentada, y en efecto hizo viajes, los aprovechó, y sus goces y desilusiones los convirtió en materia para meditaciones y estudios psicológicos."

Sobre este particular, es decir, acerca del aspecto autobiográfico que caracteriza muchas páginas de González, el crítico Jaime Mejía Duque en el ensayo Fernando González y su obra (Literatura y realidad), (Medellín, 1969) consigna esta apreciación:

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"En la base de su estilo, al revés de su impulso de rebeldía, hallaremos su incontrolable actitud autobiográfica. Para él fue imposible escribir algo en donde su Yo no constituyese el personaje central... Sus libros son capítulos de una autobiografía, y ésta una dramatización de la revuelta... En ellos prevalece la forma "diario", que es la más acorde con su carácter autobiográfico y con su hostilidad al plan."

Con esta tendencia, Fernando González nos revela su mundo interior así:

"Me definiré: creo ser detective de la filosofía, de la teología y de la virtud. Mi madre me parió cabezón, pero infiel; Dios me atrae, pero las muchachas no me dejan. Me explicaré: unas diez veces he creído acercarme a la verdad, y las muchachas me han hecho caer. Ocho por ciento tengo, pues, de filósofo. El resto está entregado al mundo y al demonio, pero nunca he dicho una mentira. Resumiendo diré que soy un hombre, espíritu que desde la carne y por medio de los sentidos atisba con fruiciones a la verdad desnuda."

Pues bien. De las múltiples manifestaciones autobiográficas de tan sobresaliente escritor hemos seleccionado los apartes que se reproducen a continuación, tomados de tres de sus obras.

Fernando González, viajero infatigable del pensamiento y de la vida, falleció en Envigado, departamento de Antioquia, el 16 de febrero de 1964.

Páginas autobiográficas de "Don Mirócletes": Líneas autobiográficas

Nací en Bello, población de Antioquia, departamento de Colombia, en 1895; nací con tres dientes y mordí a mi madre, que murió por un cáncer que se le formó allí. Nací con dientes porque mi padre era alcohólico y eso hace madurar pronto. En todo me he adelantado, pero soy niño en dejar de fumar y beber: llevo la cuenta y he comenzado trescientas siete veces a dejar los vicios. Una vez los dejé durante un año. Así, yo soy un técnico en métodos para curar de la nicotina y del alcohol. Ahora veremos. Soy un eterno estudiante.

Primer método

Dejarlos poco a poco y tomar purgantes durante el régimen para lavar el hígado y las otras vísceras.

Al amanecer se tira uno de la cama y se va desnudo para un espejo de cuerpo entero; se pone los dedos índices en las sienes y se dice:

"Fernández, ahora ya se hace la paz en tu cerebro; ya va circulando la sangre acompasadamente. Por lo mismo, estás concentrado. Cuando hay muchos esbozos de ideas, la sangre corre; pero cuando la mente está lista para un gran propósito, para un esfuerzo solo, grande y duradero, la sangre... ¡Ya estás! ¡Cuán

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República fuertes tus ojos! Oye: aquí tienes este paquete de cigarrillos y esta botellita. Es lo que puedes fumar y beber hoy. Por consiguiente, demora el comenzar...".

A los dos días se disminuye la dosis. Así se continúa.

Segundo método

Ante el espejo: "Fernández, ¡cuán asquerosos este cigarrillo y este aguardiente, uf!". (Se hacen esfuerzos para vomitar. Este método se llama autosugestión mimética).

Tercer método

Dejarlos de una vez, y siempre que venga el deseo ir hacia el espejo y tener un monólogo: "Tic, tic... Oye, Fernández, ¿cómo va el reloj?; acuérdate que el placer pasado es doloroso, y que todo es pasado, o va a pasar ya, ya. Todo pasa, todo pasa...". Y, si aprieta el deseo, ir haciendo el vacío mental poco a poco hasta dormirse. Durante estos sueños, la subconsciencia trabaja. Lo malo está en que hay que pasar el día en el espejo, pero ¡acordarse de que todo triunfo facilita el siguiente, en la guerra con los hombres y consigo mismo!

Fisiología del deseo de fumar y de beber

Yo quiero fumar. Yo quiero beber. ¿Qué significado tienen estas frases? Que el conjunto de células que forman el organismo se ha habituado a vivir en medio formado por alcohol y por nicotina. Cada célula necesita de esos ingredientes, y el conjunto de sus necesidades se sintetiza en la palabra yo. La necesidad de beber se manifiesta a la conciencia en forma de sequedad de la garganta, y la de nicotina, en forma de fiebre en las venas, irritabilidad nerviosa y ruidos arteriales en la cabeza.

De lo anterior se deduce que el mejor método es el gradual: reglamentar el vicio en escala descendente y tratarse mentalmente por medio del espejo.

Hay muchos otros métodos, pero no puedo ocuparme ahora de ellos.

¿Resultado? Ningún resultado he obtenido. Cada vez, en cada derrota, queda más débil mi poder afirmativo, mi voluntad. Pero es que a mí me ataca la tentación de un modo sui generis: cuando la garganta se pone seca o la sangre hormiguea, y estoy en lo más recio de la lucha, se me aparece la imagen de mi madre y me dice: "¿Qué podrá ser el hombre que mordió a su madre, el niño alcohólico que nació con dientes?".

El cine

Mi pasión es el cinematógrafo. Allí está mi iglesia. Cuando veo a un actor, a una bailarina, a un artista del gesto, salgo transformado. Mis amigos creen entonces

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República en mí. Salgo con la chispa en los ojos, con los músculos tonificados. ¿Qué pasó? Que nació la decisión, y nada es más bello que el cuerpo de un hombre decidido. Mi espíritu, hundido en mi cuerpo alcohólico, salió a bañarme, así como el sol. Al decir actor, bailarina, artista, les doy su magno significado. No hay regulares, pues no lo son.

Por ejemplo, veo una cara llena y resuelta que hace el papel de hombre bueno, y me sube una decisión firme: "Seré un hombre grande, artista, actor, escritor, alguna cosa, pero perfecta...". Y así comienzo mis regímenes, hasta que mi voluntad de hijo del alcohólico Mirócletes se cansa...

La grandeza humana

Por eso nadie ama la grandeza humana como yo. Cuando veo un hombre grande, mis ojos se dilatan: generalmente los tengo alargados y parecen dos grandes cortadas. Mis amigos dicen que en ciertos días, al salir del cine, mis ojos tienen una belleza prometedora.

Cuando oigo que hay un gran hombre, o cuando leo algo sobre ellos, dejo de fumar y beber durante ocho días.

Ahora me voy en busca de Simón Bolívar. Un régimen venezolano de dos meses, ¿me dará resultados?

Esto es, amigo, lo que puedo decirte acerca de mí, para que te expliques mis conferencias, que taquigrafiaste, y mis teorías psíquicas y políticas que tanto te gustan.

De "Mi Simón Bolívar": Lucas, juez

Encontróse nuestro protagonista en la miseria, y considerando que nuestro pueblo es de los congresos y asambleas; que su fundador fue un señor Francisco Santander, envidioso y a quien llaman el hombre de las leyes, resolvió graduarse de abogado. En dos años realizó el proyecto y fue nombrado juez, a pesar de sus maldades, y debido al recuerdo de la estatua de catorce libras.

En su Juzgado, entre un montón de expedientes por sodomías y robos, conocí a Lucas, me hice su amigo y examiné sus libretas.

Retrato de Lucas Ochoa

Estatura mediana (1 metro con 73). Frente alta y larga, echada para atrás. Los ojos hundidos entre dos cavidades que protegen las cejas pobladas y cerdosas, en cada una de las cuales tres o cuatro pelos largos y canosos. Lo demás no tiene importancia.

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He observado sus actitudes peculiares cuando sale de sus habitaciones: se detiene en la puerta; mira levantando las cejas, a una estampa del Corazón de Jesús que tiene allí entronizada su mujer; luego observa hacia los patios interiores y después mira a derecha e izquierda... Esto me hace creer que percibe la existencia de seres extrahumanos.

Desde el principio de nuestras relaciones lo noté preocupado con el Libertador y un día me dijo que tenía la intención de escribir la historia del hombre suramericano. Entonces me prometí a mí mismo apoderarme de sus anotaciones para ir siguiendo la evolución de esa idea en el alma de mi amigo Lucas.

Lo ataqué con la alabanza (únicamente el sueño es mejor que la alabanza). Y así obtuve que me entregara su primer cuaderno, quedando en mi poder Lucas Ochoa, el hombre de las libretas, el hombre de las contradicciones. Las transcribo con fidelidad.

Por qué y cómo se casó Lucas

"Mañana te contaré la historia de mi matrimonio". Amanecieron llenos de luz el valle y las montañas.

(En ninguna parte de la tierra hay tanta luz como en el Valle del Aburrá).

Y Lucas me narró la historia, sentado sobre un mamelón que domina todo el curso del río:

—Hacía dos años que había vuelto de los Estados Unidos. Una mañana de luz, como ésta, conocí a Berenguela. Me dominó la energía del espacio entre sus ojos risueños. En ese lugar reside el aura de la inteligencia.

Leyó por casualidad algunas de mis libretas y me dijo que me admiraba.

—Yo deseo casarme con una mujer que me admire.

Nada me contestó, pero me pidió más libretas. Cuando insistí, me dijo que me compadecía. Le llevé otros cuadernos, los más íntimos, diciéndole que quería casarme con una mujer que me compadeciera.

Tampoco respondió, sino que al mes, después de leerme, me dijo que me despreciaba. Contestéle que yo quería precisamente casarme con una mujer que me despreciara.

Por eso nos casamos.

En realidad, ¿qué otra cosa es el hombre, el hijo de Dios, sino un ser admirable, digno de compasión y despreciable?

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Yo me admiro, me compadezco y me desprecio.

Hemos sido muy felices, ¿por qué?: porque nos casamos conociéndonos.

De "El hermafrodita dormido": Miguel Ángel

Mayo 9 [1932]

¡Qué día! ¡Qué cielo lejano, profundo, diluido! Fui a pasear durante dos horas y me parecía resentir el estado espiritual con el cual contemplaba la naturaleza en mis buenos días del Noral, cuando escribía Mi Simón Bolívar. Iba repitiendo mis cantinelas: ¿Para qué apresurarte a gozar, si todo renace? ¡Cuán bello es todo lo creado, día, noche, luz!

Imagina que ayer leí un poema de Buonarroti, cuyo título es: Que la noche es más bella que el día, porque el hombre, el mejor fruto de la tierra, es hecho durante ella. ¿No te parece que ésta, más que el Moisés, sea la obra maestra de Miguel Ángel? ¿Dónde has visto un razonamiento más sencillo, más inocente, y que tenga una nostalgia de amor tan grande como terreno de nacimiento?

Ayer volví a la Feria del Libro. Libros empastados, a doce centavos. Me vine con Rimas y cartas de Miguel Ángel, La Ética de Spinoza y Decamerón de Boccaccio. Venía con tal paquete, intranquilo, como si me quemara las manos, pues no me gusta leer, ya que no me he leído.

¿Qué diablos de ética, si no soy capaz de ordenar una hora de mi vida? Boccaccio ¿con toda la inmundicia que hay en mi alma encarnada, antiguo escarabajo quizá?

Pero Buonarroti me salvó. Tiene unos versos nostálgicos, que hablan siempre de belleza, de eternidad y de la tristeza deleitosa de la vida efímera. ¡Cuán feliz, oh hermano mío, cuán feliz me siento porque sé que moriré y que seguirán las cosas bellas apareciendo! Es felicidad de lágrimas. Debido a eso, no me entrego a la prostitución, no leo y camino como un buen loco que no quiere correr. Todo es pintura, todo es efímero. ¿Dónde te hayas, belleza sustancial? —"Mirando nel volto della sua donna, vede in Dio la bel anima di lei, che ogni mortal bellezza e imagine dell’eterna" (Buonarroti).

Nada como la vida de Buonarroti, percibiendo a Dios por fugaces momentos; ¡pobre gran alma encarnada! Pero los otros libros nada me dicen hoy. Te seguiré escribiendo todo lo que sienta y piense.

Génova

Julio 3 [1932]

Ayer tarde fui a la calle para despejar la mente. Recorrí el andén que sigue la orilla del mar, Corso Italia, en donde están los balnearios. En general, me pareció pobre

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República y triste esta Génova con sus habitantes. Es que Roma es la urbe armoniosa y sus gentes son fornidas, de estatura regular. Aún existe el tipo heroico. Sus mujeres siempre discretas y como frutos maduros. En Génova, las gatas y las mujeres están fláccidas; a las mujeres les arañan las nalgas en la calle Veinte de Septiembre. El genovés es vulgar como su dialecto. Muy venales las mujeres. En fin, se trata de Cristóbal Colón.

No sabía que uno se enamorara de una ciudad. Por Roma siento timideces, impulsos, ensoñaciones. Pasaba las horas en las Termas de Diocleciano, esperando a que el custodio del cuarto de la Venus de Cirene estuviera descuidado, para acariciar el mármol. La tengo aquí, mi Venus, en las manos.

Roma

Pero estamos en Roma. En cochecillo, en la típica victoria de los turistas, llegamos a la Embajada de Colombia ante la Santa Sede. Villa agradable, en el ángulo de las calles Gaeta y Goito. Tres pisos. Bella terraza lateral en el segundo. Por allí nos pasearemos mientras las golondrinas juegan sobre nuestras cabezas. Jardín apacible con encinas seculares. Aquí bebió aguardiente el señor José Vicente Concha y allí lamenta a la Patria lejana el Presidente Restrepo, alma firme, compañía bienhechora.

Aquí cerca, a doscientos metros, están las Termas de Diocleciano, la plaza Independencia, la estación Termini y la plaza Exedra. Este será el centro de nuestros pasos; de este lote de tierra sagrada irán nuestras emociones hacia toda la ciudad.

Pasan tranvías para la derecha y para la izquierda del Tíber; autobuses hasta de tres pisos, para plazas San Pedro y Cavour. Ahí sube una muchacha atrayente, y luego otra y otras, con la guía bajo el brazo. Pero venzamos las tentaciones, la propincuidad del sexo.

El cielo es amplio y no se le ve la profundidad y la anchura. Estamos perdidos en el cielo. La luz, abundantísima; hay que ponerse los anteojos verdes. El aire.., no sé... fuerte, excitante, artístico.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 165, Bogotá, 1º de octubre de 1974, pp. 24-28.

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León de Greiff

Nació en Medellín, en 1895. Murió en Bogotá, en 1976. Allí dirigió la revista Panida. En su vida literaria utilizó varios seudónimos; Leo Legris fue el más conocido. De su obra múltiple, además de varias antologías y selecciones de poemas, mencionamos los siguientes títulos: Tergiversaciones (Bogotá, 1925); Libro de signos (Medellín, 1930); Variaciones alrededor de nada (Manizales, 1936); Prosas de Gaspar (Bogotá, 1937); Libro de relatos (Bogotá, 1975). La poesía de León de Greiff, dice Andrés Holguín, es una prolongada, inacabable confesión... Es el testimonio de su vida, de su larga vida de poesía y música, sueño, cultura, vivencias.

León de Greiff o el León: Autorretrato Et que je sois absous pour mon ame sincere somme le fut phryne pour son sincere nu. J.L.

Yo estoy solo, yo estoy en mí cautivo. Todo está en mí... Y en mí no encuentro nada... ¡Sombra ilusa! ¡Entidad galvanizada!... ¡Y a duras penas vivo! Soy ilógico. Vivo en un sueño. Boga mi fastidio en un mar de olas de plomo... Y, si a sus ojos pérfidos me asomo, ¡la esfinge me interroga! Yo soy triste. Fatal el sino marca mi discurrir por una esquiva senda; nada veo: ¡y mi vista todo abarca, a pesar de mi venda! La locura en su círculo macabro con femenil empeño me recluye... Soñador... Algún loco ensueño labro: ¡Y el ensueño me huye! Yo soy estrafalario y soy abstruso: soy altanero y soy sencillo; ¡y llevo —para reír— un gesto antiguo y nuevo de Diógenes al uso! Desdén; risa... sí todo es falso... ¡Todo! Todo verdad. Todo existe y no existe... Yo sólo sé que voy como un beodo de beber vino triste... ¡Pierrot! ¡Juglar! ¡Payaso de mis penas, bajo el azur de universales climas, lloro la carcajada de mis rimas sarcásticas y amenas! ¡Contradictorio y vario! ¡Triste, irónico! ¡Pobre mimo! ¡Quijote de tinglado!

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¡Muñeco de un guignol disparatado! ¡Coplero gris y afónico! Estoy solo... ¡Estoy loco! Vasta sombra ciñe mi soledad que ya delira! Mentira... ¡No estoy solo!... ¡Ella me nombra, y en sus sueños me mira!

León de Greiff.

León de Greiff o El León: Autorretrato, en Suplemento Literario de El Espectador, Bogotá, septiembre 23 de 1926, p. 1

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José Manuel Groot

D. José Manuel Groot, considerado como el primer polemista religioso de nuestro país, nació en Bogotá el 25 de diciembre de 1800 y falleció en esta misma capital el 3 de mayo de 1878. Fueron sus padres D. Primo Groot y doña Francisca de Urquinaona. Bajo la inmediata dirección de su padre aprendió los rudimentos de latín en la gramática de Nebrija; luego, en Zipaquirá, continuó sus estudios con el insigne pedagogo D. José María Triana. Pero más que todo, según lo anota Gabriel Giraldo Jaramillo, "Groot fue, como la casi totalidad de los hombres de su época, un autodidacto, hechura de su propio esfuerzo, producto de las condiciones sociales y espirituales de su medio y de su hora".

La pluma de José María Samper nos presenta de este modo la egregia figura de su maestro y amigo de muchos años, D. José Manuel Groot:

Era hombre de bella y apacible fisonomía, cuerpo mediano, o poco menos, con cierta inclinación en la cabeza, como a encorvarla prematuramente; sano y vigoroso y de intachables costumbres, bien que en sus mocedades había sido travieso y descreído; paciente y afectuoso con sus discípulos; de muy severa conciencia y honrado en sus procederes adicto a la enseñanza por amor a las letras; piadoso en alto grado, así en sus ideas como en sus prácticas, y austero en todo lo relativo a la religión y moralidad; complaciente y amable, y sin la menor petulancia pedagógica; chistoso en el decir y amigo de contar viejas historietas y anécdotas nacionales; y tan dado al estudio y a revolver libros y papeles viejos, que parecía destinado a ser uno de los más consumados eruditos de este país.

De 1824 a 1827, D. José Manuel Groot ocupó el cargo de escribiente en la Secretaría de Guerra y Marina a órdenes del general Carlos Soublette; a fines de 1827 dio comienzo a su carrera de educador y fundó la "Tercera Casa de Educación" que fue uno de los establecimientos de enseñanza más prestigiosos de nuestra vieja Santafé de Bogotá; en 1828 contrajo matrimonio con doña Petronila Cabrera, de cuyo matrimonio hubo varios hijos; en 1836 fue elegido representante a la Cámara de provincia; en 1844 fue nombrado Tesorero de la Provincia; en 1848 fue designado miembro suplente del Concejo Municipal del Cantón; en 1856 asistió al Congreso como representante por Bogotá y tomó parte, al lado de Mariano Ospina Rodríguez, Pedro Fernández Madrid, Carlos Holguín, Ignacio Gutiérrez y José Joaquín Ortiz, en los candentes debates sobre la abolición de la pena de muerte; en 1857 también asiste al Congreso y renuncia a su candidatura como representante en la Asamblea Constituyente del Estado de Cundinamarca; al año siguiente, como última actitud política, hace parte de la Junta Central eleccionaria nombrada por el partido conservador. Posteriormente, este eminente colombiano entrega todos sus talentos, sus inquietudes de investigador, su vasta ilustración y su buen gusto por las bellas letras a las tareas de educador, escritor, periodista, historiador y polemista. En esta parte cabe anotar que el Sr. Groot, sin haber sido un artista profesional, tuvo especial disposición para el dibujo y la pintura.

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En su carácter de educador, D. José Manuel Groot es considerado como uno de los fundadores de la instrucción pública en Colombia. En esta labor, a la que consagró la mayor parte de su existencia, formó "varias generaciones de granadinos que más tarde se distinguieron en las letras, la política o las armas". Como escritor de larga y fecunda trayectoria fue uno de los más finos costumbristas. Entre las más celebradas páginas de este género, que publicó en el semanario literario El Álbum con el seudónimo de Pacho, cabe mencionar las siguientes: La tienda de don Antuco, Nos fuimos a Ubaque, Costumbres de antaño, La junta vecinal, La Barbería. Escribió, como nota excepcional, cuadros de costumbres en verso. En el periodismo desplegó una actividad tan intensa como combativa. Fue un asiduo colaborador de El Imperio de los principios, El Investigador Católico, El Día, El Duende, La Civilización, La Patria, El Mosaico y muchas otras publicaciones periódicas. Groot, al decir del nombrado José María Samper, "era un escritor modesto pero picante, lleno de chispa y de ingenio, uno de los más agudos colaboradores del popularísimo Duende, que fue, tan chirriquitín como era en su forma, la primera potencia literaria y crítica de 1846 a 1849". Su mayor tarea periodística la llevó a cabo en El Catolicismo, La Caridad y El Tradicionista, este último, dirigido por D. Miguel Antonio Caro.

D. Pepe Groot, trato familiar que le dieron los bogotanos de su tiempo, sobresalió como el más brillante, vigoroso y contundente polemista católico. “Fue este el rasgo mis característico de su personalidad —escribe Giraldo Jaramillo— y el que mejor revela no sólo la sinceridad de sus convicciones religiosas sino la atmósfera de su época". La Refutación analítica del libro de Mr. Ernesto Renán, titulado Vida de Jesús, es una de sus obras más representativas y vehementes sobre temas de controversia religiosa.

Pero además, es preciso recordar que el Sr. Groot se destacó como un historiador de los más aquilatados méritos. La Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada escrita sobre documentos auténticos (Bogotá, 1869-70) fruto de trece años de constante investigación en los archivos coloniales y republicanos, constituye, sin lugar a dudas, su obra de mayor calado intelectual. Sobre el particular, el mencionado escritor Giraldo Jaramillo, biógrafo afortunado del personaje de quien nos ocupamos, hace esta atinada apreciación:

La Historia eclesiástica y civil es una síntesis de la personalidad de su autor: en ella aparece el investigador paciente y erudito, el polemista agresivo e intransigente, el hombre de cultura, hondamente preocupado por todas las manifestaciones de la inteligencia, el periodista dispuesto siempre a entrar en la lucha, el escritor ágil, ameno, que sabe comunicar su pensamiento con gracia y eficacia. Y, por sobre todo, el católico convencido, de fe entera, lleno de esperanza en su propio destino y en sus creencias, y el colombiano aferrado a su tierra, enamorado de sus glorias y angustiado con sus dolores.

Réstanos decir, como dato que entraña verdadera curiosidad, que en su temprana juventud el gran D. José Manuel Groot hizo parte de la logia masónica que nacía

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República por aquel entonces en nuestro medio capitalino. Sobre este singular acontecimiento, nada mejor que escuchar su propia y espontánea confesión:

En los años de 19 a 20 se fundó una logia en Bogotá bajo el nombre de Fraternidad Bogotana, nombre que parece ignoran los masones que me citan en su lista, puesto que dicen que los en ella comprendidos son hijos de la Estrella del Tequendama. El objeto de aquella logia unos dicen que fue el sostener la independencia; otros que fue obra de las ambiciones de cierto personaje que quería fundar más bien su partido que una logia. Sea de esto lo que fuere, mi tío (Francisco Urquinaona) me llevó a la casa de la logia para que les pintase la perspectiva de la cámara de reflexión, pero guardándose bien de decirme para qué era aquello. Yo estaba bastante joven, apenas tenía veinte años, mas no dejaba de inferir para qué era aquel aparato fúnebre en una casa particular, porque yo ya tenía algunas noticias sobre la masonería y sus pruebas. Había leído algo sobre los misterios de los iniciados del Egipto; y como la juventud es amiga de lo maravilloso, tuve deseos de entrar en la masonería; deseos que no habría tenido si ya en aquel tiempo no se hubieran apoderado de mí las ideas filosóficas por medio de la lectura de las Ruinas de Palmira de Volney y de otra obra satírica contra la Religión, que me había encantado con el buen estilo de la burla española. Faltándome, pues, el respeto de la Religión no pensaba más que en ser masón, y más ganas me daban de serlo cuando sabía que estaban anatematizados por el Papa. Le manifesté a mi tío que sabía lo que significaba aquello que él creía que yo no comprendía y le manifesté que deseaba ser masón. Al otro día me dijo que sería recibido; pero que la cosa era muy grave para un muchacho y que sólo confiando en mi carácter reservado, se había convenido en admitirme. A los pocos días fui recibido y fui asistente a la logia hasta el año de 1825, en cuyo tiempo presté servicios y obtuve algunos grados. He aquí cómo fue mi entrada de masón.

Enterados de este episodio, se impone consignar que el hecho de mayor trascendencia en la vida de D. José Manuel Groot lo constituye su conversión a la fe católica. De esta determinación nos da cuenta satisfactoria el testimonio autobiográfico que aquí transcribimos, el cual está contenido en una carta de fecha 14 de septiembre de 1865 dirigida a D. José María Samper, cuyo texto aparece en las páginas 32-41 del libro de Gabriel Giraldo Jaramillo sobre D. José Manuel Groot.

Tanto los datos biográficos incluidos en esta nota, como el texto del expresivo documento citado anteriormente, los hemos tomado de la interesante obra de Gabriel Giraldo Jaramillo Don José Manuel Groot (Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1957).

A continuación de la denominada por nosotros Carta autobiográfica, hemos considerado oportuno reproducir, así mismo, un artículo del mismo autor en el que nos refiere cómo escribió su famosa Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada y nos da a conocer detalladamente las valiosas fuentes utilizadas para la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República realización de dicha obra. Este artículo apareció en La República (Bogotá, núm. 5, 31 de julio de 1867), periódico dirigido por Jorge Isaacs y Foción Mantilla.

I. Carta autobiográfica

Mi estimado amigo:

Acaso usted extrañará ver carta mía. Era usted un niño cuando se separó de mi colegio y desde entonces (¡hará como 27 años!) no había vuelto a haber relaciones entre los dos, aunque sin dejar de estimarnos mutuamente. Por mi parte puedo así asegurarlo, aunque hayamos estado divididos en opiniones; y usted, por la suya, siempre ha manifestado aprecio por su antiguo maestro... ¡Oh, cómo he recordado más de una vez con cierta dulce tristeza de mi alma aquellos días en que rodeado de mis discípulos les inculcaba los principios de nuestra santa religión! y ¡qué dolor, amigo mío, me ha causado después ver a tantos de ellos extraviados del camino de la verdad envueltos en errores de que yo quisiera preservarlos! Pero también ¡qué gozo al ver algunas de esas almas generosas volver sobre sus pasos reconociendo sus errores!

La de usted es una de ellas, usted se ha convertido; yo lo sé; y no lo dudaba; lo esperaba, porque tiene un corazón noble y un talento privilegiado. Usted ha sido buen hijo, buen esposo, buen padre, buen hermano y Dios no deja perder almas de esta clase, si no son rebeldes a su voz. Yo no he podido menos, al saber su mudanza, que levantar las manos al cielo, y con toda la efusión de mi corazón bendecir al Padre de las misericordias porque no ha dejado perdida la oveja descarriada; porque ha recibido entre sus brazos al hijo que lo había abandonado. Sí, mi amigo, usted es ese hijo de la parábola del Evangelio con que nuestro Salvador Jesús nos ha significado, de la manera más tierna, el amor que nos tiene y el gozo que le causa la conversión de un pecador...

¡Causad gozo al Omnipotente la conversión de un pobre pecador, y pecador ingrato! Quién es el hombre, Señor, diré yo con el salmista, para que así pongas en él tu corazón? Esto admira. El Omnipotente de nada necesita, y el Omnipotente trabaja, si se puede decir así, por reducir al hombre rebelde ¡y el Omnipotente se goza cuando lo ha reducido! Esto abisma. Pero, este es el misterio del amor. El amor es el sentimiento más grande, más noble, más eficaz, más fervoroso y de consiguiente el amor del Omnipotente debe ser omnipotente e infinito. ¡Y qué! ¿no empleará Dios su amor para con los hombres, criaturas suyas, a quienes ha dotado de esa razón, inspiración divina que los distingue de los demás animales y hace superiores a todos los seres de la creación; que los hace conocer al Ser Supremo; que los hace juzgar de sí mismos y les da un conocimiento de los altos destinos a que están llamados en una vida inmortal? ¿Cuál de los seres creados, sino el hombre, se eleva con su razón por los espacios celestes y dando la vuelta sobre los demás hemisferios enumera los astros que pueblan los cielos, calcula sus órbitas, mide sus distancias y determina sus magnitudes?

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¡Ah! el hombre es más grande de lo que la filosofía escéptica piensa. Esa filosofía ha dicho que Dios es demasiado grande para ocuparse de los hombres; más esto dice para negar al Ser Supremo su providencia sobre el orden del universo y envilecer al hombre igualándolo a los demás animales.

Al hombre no lo empequeñece sino el olvido de su Creador; no lo envilece sino la culpa. Sí, la culpa que consiste en trastornar las leyes que el Omnipotente ha establecido en el orden moral y sin las cuales es imposible el social: ese orden que pone en equilibrio todos los intereses moderando todas las pasiones por medio del amor y del temor. El amor será un Dios lleno de bondad y de misericordia; y el temor de un Dios justiciero; porque es imposible que haya Dios sin justicia, y justicia sin premios y castigos.

¿Hasta dónde iría yo, mi amigo, sin hacerme importuno, si quisiera seguir en estas consideraciones de la filosofía cristiana para dar a conocer el encadenamiento en que está el cielo con la tierra y la dependencia de la humanidad con su Creador? Yo no soy llamado para tanto, ni tengo la vanidad de decir a usted algo que no sepa. Usted, por ahora, no necesita de filosofías, sino de espíritu; de aquel espíritu que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Usted ha entrado en un campo tan grande, tan rico, y tan fecundo para las meditaciones del hombre de talento y de poética imaginación, que creo verlo enajenado con tan bellos objetos como los que la religión presenta al hombre de fe. Me parece que usted exclamará como San Agustín: "¡Oh, cuán tarde os conocí luz eterna! ¡Oh, cuán tarde alcé los ojos a mirarte, hermosura tan antigua!".

Dios ha dado a usted una alta inteligencia y una alma de fuego; y Dios, como a otro Santo, lo ha detenido en el camino que llevaba para traerlo hacia sí. Usted está llamado a desempeñar una gran misión en esta tierra desgraciada donde tanta guerra se ha hecho y se hace a la iglesia de Jesucristo. Usted experimentará contradicciones y aun disgustos, "porque todos los que quieren vivir fielmente en Jesucristo, dice San Pablo, sufrirán persecución". Pero también dice San Pedro: "Si sois vituperados por Cristo, bienaventurados seréis".

Usted ha llenado de gozo a los buenos católicos con su conversión, principalmente a los que son sus amigos, y de ellos a mí en particular, porque a más del interés que me inspira la religión por la salvación de todos los hombres, lo tengo muy vivo por usted porque ha sido mi discípulo, y discípulo que siempre me ha manifestado aprecio, lo que no es muy común en el día, cuando son tan raros los sentimientos generosos. Sí, mi amigo; no sólo ha dado usted un día de gozo a sus buenos amigos en la tierra sino que lo ha dado a los ángeles del cielo... lo ha dado seguramente a su piadosa madre que habrá intercedido por usted. El Salvador ha dicho en su Evangelio: "En verdad os digo, que habrá más gozo en el cielo sobre un pecador que hiciere penitencia que sobre noventa y nueve justos que no han menester penitencia". Palabras son éstas que deben llenar su corazón de consuelo y esperanza.

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¿No ha experimentado usted después de su conversión una tranquilidad y una paz interior que antes no había gustado? ¡Ah! la paz que nos da Jesucristo no es como la da el mundo. Es preciso haber andado por los caminos de Babilonia para saber lo que son las dulzuras de la Sion Santa. Yo hablo con conocimiento de causa, yo fui un impío incrédulo desde los veintidós años hasta los treinta y tres de mi edad... ¡con dolor lo digo! y quisiera borrar con mi sangre esos años desgraciados de mi vida cuya memoria me atormenta y me aterraría si la misericordia de Dios no me alentara y si no oyera decir a su Apóstol: "Yo fui perseguidor de la iglesia de Dios, y de sus santos, pero el Señor tuvo misericordia de mí porque lo hice en la ignorancia de la incredulidad". La misma confesión han hecho otros muchos después de San Pablo, entre ellos el filósofo La Harpe, discípulo querido de Voltaire, a quien convirtió la lectura, no diré casual sino providencial, de un capítulo del Kempis. Usted sabe esto, y sabe quién era La Harpe. ¡Cuántos dejarían de ser incrédulos si no desdeñasen el estudio de la religión: si la conociesen mejor; si examinasen sus fundamentos y sus pruebas con ánimo sincero de encontrar la verdad resolviéndose a observar su moral, a romper con las pasiones y ser buenos!

Sí, mi amigo; yo anduve por esos caminos anchurosos pensando encontrar en ellos la luz de la verdad, porque en mis errores no había mala fe sino ignorancia, mas no hallé sino aflicción de espíritu; más dudas; más dificultades; más oscuridad y fatales desengaños; o más bien felices desengaños porque ellos me condujeron al conocimiento de dos cosas: 1ª que en la escuela escéptica no había buena fe; y 2ª que fuera de la escuela de Cristo no hay consuelo; no hay paz para el alma, ni pueden gustarse aquellas dulzuras que la religión proporciona al hombre de fe aun en medio de las mayores desgracias. El mundo no acaricia sino a los poderosos y felices; a los pobres, a los desgraciados los abandona. Sólo Jesucristo es el padre y abogado de los pobres; de los atribulados, de todos los que gimen. Sólo Él es quien dice: "Venid a mí todos los que padecéis que yo os aliviaré". Y, en efecto, ¿quién ha ocurrido a los pies de Jesucristo que no haya vuelto consolado?

¡Qué grande es la filosofía de la cruz! Por eso decía S. Buenaventura que su mejor libro era Jesucristo crucificado. Los filósofos gentiles la tuvieron por locura, pero esa filosofía es la que ha regenerado al mundo. Yo fui traído a su conocimiento por medios bien extraños y en los cuales vi, sentí la mano de Dios que me retiraba del abismo. Largo sería de referir todo lo que por mí pasó, y acaso se tendría por un delirio de imaginación; más yo conocía muy bien que era Dios el que hablaba a mi alma y no fui rebelde a su voz ni remiso a su llamamiento. Sin embargo, ¡qué indecisión por momentos!, ¡qué multitud de obstáculos se presentaban a mi imaginación cuando pensaba en otro modo de vivir! Así como sentía la mano de Dios por una parte, sentía por otra la del espíritu malo que quería retenerme en sus lazos ponderándome las dificultades, las molestias, los sinsabores que se me ofrecerían entre las gentes con quienes trataba y con quienes estaba unido no sólo por los vínculos de la amistad sino por razón de opiniones; pero todo lo pude por amor a Jesucristo que me confortaba de un modo eficaz.

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La lucha no fue de muchos días. Resuelto ya a ser buen cristiano me dediqué al estudio del Evangelio y a la lectura de los maestros de espíritu. ¡Cómo me satisfacía esto! Mi alma se saciaba en aquellas puras fuentes del Evangelio, y las lecciones espirituales la confortaban. Mientras más leía más riquezas encontraba en el campo de la religión; más torrentes de luz venían sobre mi razón; sobre esa razón orgullosa que antes blasfemaba de lo que no conocía. Todas las dificultades se iban deshaciendo como se deshacen los montones de granizo al darles los rayos del sol. En aquella parábola divina del Hijo pródigo, que parecía escrita para mí, encontraba explicadas de un modo práctico aquellas otras palabras de la Santa Escritura: "desde la hora en que gima el pecador arrepentido, no me acordaré más de sus iniquidades". El amoroso padre de aquel hijo ingrato, apenas lo ve venir hacia él, corre a encontrarlo y lo estrecha entre sus brazos. El hijo arrepentido dice: "Padre, ya no soy digno de llamarme hijo vuestro". El padre no se acuerda de su ingratitud y no piensa sino en acariciarlo.

Todo esto me llenaba de confianza y de amor hacia Jesucristo mi Salvador y no dudaba de que en sus misericordias me hubiese perdonado. Mas no podía estar enteramente satisfecho hasta no someter mi causa al santo tribunal de la penitencia para dar a Dios la mejor prueba de mi arrepentimiento. ¡Pero qué trabajo para el examen! Sin embargo, todo lo venció el ansia que tenía por recibir la absolución sacramental y aquel pan que descendió del cielo para dar vida al mundo.

Retiréme al convento de San Diego en compañía de un amigo que se interesaba en mi salvación; y allí, entrando en cuentas conmigo mismo, escribí la relación de mi criminal vida e hice mi confesión con un santo religioso que me oyó con caridad y me dio la absolución mezclando sus lágrimas de gozo con las de mi arrepentimiento. ¡Ah, mi amigo!, ahora me siento conmovido al recordar aquel momento solemne de mi vida en que me parecía descender el roció del cielo sobre mi cabeza. ¡Qué descanso el que sentí desde aquel instante! Yo no era el mismo que antes. Me parecía estar en comunicación con los espíritus celestiales que en otro tiempo se horrorizaron de verme. Esa noche no pude dormir. Recogido en la celda con mi compañero, mientras él dormía yo meditaba, no podía pegar mis ojos. Si a Chateaubriand la primera noche que pasó en las cercanías de Esparta se le quitó el sueño pensando en que oía ladrar los perros de Laconia y que respiraba el viento de Elide, ¿cómo no me lo había de quitar el pensamiento de que a la mañana siguiente iba a recibir al que murió por mí en la cruz, al Dios omnipotente cuya majestad y gloria publican los cielos y la Tierra? Me parecía estar viendo al Salvador como me lo figuraba al leer el Evangelio, lleno de amor, de bondad y mansedumbre para con los hombres, y que yo estaba a sus pies sin separarme de Él un instante, como el hijo pequeñito gozando de las caricias de su padre.

Esta celestial ilusión, que duró toda la noche, vino a ser realidad por la mañana... ¡Oh fe, cuánto es tu imperio!, ¡qué feliz el que te posee!, ¡qué desgraciado el que no te conoce! Al toque del alba me levanté de la cama y atravesando el oscuro y

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República silencioso claustro bajé a la iglesia y me postré ante la Madre de Jesús pidiéndole que así como en las bodas de Caná había representado a su hijo la necesidad en que estaban aquellos convidados, le presentase las mías, no para que me diese el agua convertida en vino sino el vino convertido en su sangre, y que santificada mi alma en el celestial convite me diese fuerzas para seguir el camino de mi salvación.

Después de la debida preparación me acerqué a la sagrada mesa en lucha del temor con el amor. Temía por mi indignidad, y quería, invenciblemente, unirme a Jesús que me decía: "El que come mi carne y bebe mi sangre en mí está y yo en él...". No podré explicar a usted la conmoción que sintió mi alma al ver al Sacerdote que se acercaba a mí con la sagrada hostia en sus manos. ¡Cómo recordaba entonces las palabras del centurión romano: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa!" y ¡cómo tenía fijas en mi oído estas de Jesucristo: "Venid a mí todos los que trabajáis y estáis agobiados que yo os recrearé... El pan que os daré es mi carne... Tomad y comed: éste es mi cuerpo".

Recibida la comunión quedé como anonadado y confundido en la grandeza de Dios: como el arroyuelo que entra en el océano y se pierde en su inmensidad. ¡Qué paz!, ¡qué dicha! Creía oír estas palabras de Jesús a Zaqueo el publicano: "Hoy ha entrado la salud en esta casa".

Con estas impresiones salí del silencio del claustro al bullicio de la sociedad que me parecía una máquina andando, pero que no hallaba animación mi vida sino en las cosas del espíritu que elevan el alma y decía con San Ignacio: "¡qué triste me parece la tierra cuando miro para el cielo!".

Desde entonces para acá he procurado vivir como fiel hijo de la Iglesia, y no me he avergonzado de la cruz de Cristo; antes me he gloriado en ella. Algunos amigos se me separaron; pero en cambio tuve otros más sinceros de entre aquellos que yo creía me aborrecían, cuando no aborrecían sino mi iniquidad. Yo no encontré entre los hombres de fe aquellos fanáticos adustos e intolerantes que me había figurado, sino hermanos que me recibían con los brazos abiertos llenos de interés por mí. La mayor parte de los que me abandonaron volvieron después a mi amistad desengañados.

Gracias a Dios que me ha ayudado para perseverar en su amor, aunque no con la lealtad que debiera después de tantos beneficios capaces de hacer santo a cualquiera otro! ¡Gracias a Dios porque me ha concedido algunas fuerzas para defender la causa de su santa iglesia sin arredrarme humanas consideraciones, ni más intereses que el de la salvación de las almas y gloria del nombre de Jesucristo! ¡Bendito sea el Señor que me abrió el campo donde poder trabajar en satisfacción de tanto mal que había hecho y de tanto escándalo como había dado al prójimo!

Este es el campo que se abre ahora a usted, mi amigo. El Señor lo ha llamado y usted ha oído su voz. Es preciso seguir como Saulo y no pararse en el camino,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República para poder decir como él: "He peleado buena batalla; he acabado mi carrera; he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia que el Señor, justo juez, dará en aquel día".

Dispénseme, amigo mío muy querido, la larga relación en que me he ocupado de mí mismo, no con pretensiones de edificarlo, porque estoy muy lejos de ser tal que eso pudiera suceder, sino para reanimarlo con un ejemplo más de la divina misericordia en favor de los pecadores arrepentidos. Yo sé cuál es el estado del alma de los que se hallan en su caso; y sé que no les es indiferente el saber lo que por otros ha pasado en casos semejantes. Es usted la primera persona a quien confío estas cosas... ¡Quién me lo había dicho cuando lo tenía en el colegio!...

Doy a Dios gracias repetidas, y a usted los parabienes por su conversión. ¡Qué ejemplo para otros! Usted, hombre independiente, de talento e instrucción; en lo mejor de sus años se convierte a la religión y ¿qué quiere decir esto? Quiere decir que en ella está la verdad y que usted la buscaba sinceramente. Por esto Dios le ha dado auxilios, y por lo mismo debe hacerse, como otro Augusto Nicolás, el defensor de los principios católicos, únicos salvadores de la sociedad actual, según lo ha dicho Mr. Guizot en su libro de La Iglesia y las sociedades cristianas. De este modo, y no de otro, es como debe promoverse el progreso social, porque no hay otro nombre dado a los hombres por el cual puedan ser salvos y felices sino el de Jesucristo, ni otra ciencia social que el Evangelio. Pero no el Evangelio a merced de todos, como en el protestantismo, porque entonces hay tantos Evangelios como hombres que lo interpreten, y tantas interpretaciones como intereses tengan los hombres, sino el Evangelio con la autoridad de la Iglesia católica establecida por Jesucristo con un jefe visible a quien confirió el primado apostólico y las llaves del reino de los cielos; verdad que reconoce aun el mismo Mr. Renán y que hoy trabaja contra la divinidad de la revelación. Entre los favores que Dios le ha dispensado, uno de ellos ha sido el darle buenos amigos que se interesen por su verdadero bien. El señor Ricardo Carrasquilla y los señores Vergara y Quijano merecen el primer lugar en ese número. Ellos son también amigos míos y el primero es quien me ha informado sobre lo que ya se decía acerca de su conversión. Usted sabe que debe contarme en el número de esos buenos amigos y ocuparme en todo cuanto crea que pueda servirle, que tendré el mayor gusto en ello.

II. Cómo escribí la "Historia eclesiástica y civil de la Nueva Granada"

Emprendí este trabajo desde el año de 1856, sin que me arredrasen las dificultades que en nuestro país hacen poco menos que imposible la publicación de obras extensas. Aventurando, pues, la suerte de trabajo tan laborioso y difícil, lo he continuado hasta tenerlo casi concluido. Se dará principio a la impresión de la primera y segunda parte desde que se cuente con un número de suscripciones suficiente para su costo, e intertanto se concluiría la tercera. En el número próximo de este periódico se dará razón de los términos de la suscripción.

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Irrogaría un agravio a la parte ilustrada de la sociedad, y sobre todo al clero, si me empeñara en demostrar la importancia y necesidad de una obra tal como la que ofrezco al público. Solamente diré que en un país católico, sin fastos eclesiásticos, ni los prelados ni el clero saben a qué atenerse en muchos casos que a cada paso se presentan sobre cuestiones de disciplina local y en los cuales sólo la historia de la Iglesia viene a ser la guía del derecho y la luz de la justicia. Un clero sin la historia de su iglesia es como una familia sin genealogía.

En la obra de que me ocupo encontrarán utilidad y recreo toda clase de lectores, laicos y eclesiásticos; porque en ella van tejidas, con la parte eclesiástica, que hace el fondo, la parte política y civil con cuantas noticias y descripciones importantes y curiosas he hallado en el cúmulo de documentos que he consultado. Así es que, aun cuando algunas cosas parezcan ajenas de una historia eclesiástica, he querido consignarlas allí, ya por ser de grande importancia en la historia política del país, ya por ser demasiado raras y curiosas relativamente a costumbres artes, ciencias, literatura, comercio, etc.

Las fuentes de donde he tomado los materiales para la obra han sido: Los cronistas antiguos del país, y biógrafos de sus notabilidades.

Los archivos del antiguo virreinato y real audiencia, que se me franquearon por orden del presidente, doctor Mariano Ospina, quien tomó un grande interés en que llevara al cabo mi trabajo.

Los archivos del gobierno episcopal y cabildo eclesiástico, que también me han sido franqueados por el ilustrísimo señor Arzobispo y Dean del capítulo.

Las bibliotecas de algunos conventos.

La biblioteca pública, donde he consultado las preciosas colecciones que pusieron a disposición del gobierno el coronel Anselmo Pineda y el general Joaquín Acosta; colecciones no bien conocidas de todos, que contienen una inmensa riqueza de documentos importantísimos para la historia, entre ellos muchos manuscritos y autógrafos raros.

En fin, me he servido de los documentos coleccionados por mí a fuerza de diligencias y años de trabajo, pudiendo asegurar que una gran parte de esta colección se compone de manuscritos antiguos originales y autógrafos, únicos que existan. Y para dar una idea de ello, en favor de la originalidad de lo que he escrito, diré: que poseo el monumento más antiguo de la historia eclesiástica y civil de este país, cual es la colección de leyes o constituciones sinodales sancionadas y publicadas en 3 de junio de 1556, por el primer arzobispo de Santafé, don fray Juan de los Barrios, que celebró sínodo provincial para dictar las leyes y reglamentos necesarios al gobierno e instrucción religiosa y social de la nueva cristiandad indígena, y contener los abusos y malos tratamientos que sufrían los indios por parte de los conquistadores y encomenderos. Este precioso documento es tan raro que el obispo Piedrahíta escribiendo su historia en 1676, al

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República hablar de las constituciones del señor Barrios, decía: que él había visto algunas de ellas; y no es extraño que fueran tan raras en tiempo en que no había imprenta y cuando los oidores, magnates y encomenderos se declararon contra esas leyes, cuya observancia hicieron nugatoria. Este documento es autógrafo de Alonso Garzón de Tahuste, cura de la Catedral; está firmado por él y dice que lo copió por orden del señor Lobo Guerrero, tercer arzobispo de Santafé.

Poseo los documentos originales sobre competencia de jurisdicción, que tuvo lugar en 1583, entre el señor Zapata, segundo arzobispo de Santafé, y el señor don fray Agustín de la Coruña, obispo de Popayán, por la citación que se le hizo para que asistiese al concilio que debía reunirse en Santafé en dicho año.

Tengo un documento antiguo que contiene la historia del negocio más ruidoso que ha habido en el reino, ocasionado por competencia de autoridad entre el gobernador de Cartagena, el obispo Benavides, los inquisidores, los frailes y las monjas, con la rara circunstancia de haberse puesto los inquisidores y los frailes de parte de la autoridad civil contra la eclesiástica, lo cual sucedía por los años de 1681.

He consultado los documentos originales sobre la cuestión del presidente Meneses con los oidores en 1715, a quien pusieron preso y mandaron a España. De esta época para acá no hay crónicas impresas, todo lo he tomado de los documentos originales que se hallan en los archivos civiles y eclesiásticos.

He tenido a la vista todos los expedientes sobre la expulsión de los jesuitas en 1767 y tomado copias de muchos documentos curiosos, como las instrucciones secretas del conde de Aranda con los artículos adicionales para las colonias de América e islas Filipinas; órdenes reservadas que se dieron para la ejecución del golpe de mano dado a los jesuitas en Santafé, Antioquia, Popayán, los Llanos, etc., etc., con todas las particularidades de negocio tan trascendental y de que no se sabe cosa alguna sino por versiones falsas o adulteradas que circularon desde el mismo tiempo de la expulsión.

Tengo documentos manuscritos originales y aun autógrafos de la revolución del Socorro, capitulación que hubo, causa y ejecución de Galán y Alcantus.

He consultado y sacado copias de la correspondencia original entre la corte de Madrid y el señor Góngora sobre el establecimiento científico de la Botánica y observatorio astronómico, por el señor Mutis y sus honorables colegas Caldas, Lozano, Valenzuela, Pombo, etc., y sobre los descubrimientos que se empezaron a hacer de productos naturales y rápido progreso de ese establecimiento hasta su decadencia.

Creo suficientes estas indicaciones para excitar el interés del clero, la curiosidad de muchos y el patriotismo de todos en favor de la publicación de una obra que salvará del olvido la mejor parte de los anales del país, contenidos en los fastos de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República su iglesia, y restablecerá la verdad histórica alterada en parte por tradiciones mentirosas y escritos apasionados.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 155, Bogotá, 1º de diciembre de 1973, pp. 14-21.

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José Gutiérrez

José Gutiérrez, psiquiatra y escritor, ha tenido una rica trayectoria donde el ejercicio de su profesión y la política se conjugan e interactúan, de modo singular. Discípulo de Erich Fromm en México, uno de sus primeros libros: El método psicoanalítico de Erich Fromm (Bogotá, Tercer Mundo, 1960) está dedicado precisamente al estudio de su maestro.

Formó parte luego de] MRL con Alfonso López Michelsen, Asesor Político de la Unión de Trabajadores Colombianos, UTC, de la Comisión de Paz en el Gobierno de Belisario Betancur, y fundador del Movimiento Firmes, con Gerardo Motina. Ejerció siempre su profesión y realizó incursiones pioneras en temas sociales como el de los gamines a los cuales dedicó un libro. Gamín (México, Mac Graw- Hill, 1973).

Su labor de ensayista que registra títulos como La no violencia en la transformación colombiana (Bogotá, Tercer Mundo, 1963) yA rcanoy enigmas del delirio de la conquista (Bogotá, Spiridión, 1993) ha dado paso, en los últimos anos, a una fecunda producción novelística, donde se destacan títulos como a la hora del té (1962) o Un intruso en el espejo (1988), sin olvidar por ello otros volúmenes, donde se hace más presente el toque autobiográfico, la revisión crítica de su trayectoria y el estudio de los sustanciales cambios experimentados por la sociedad colombiana, en estos últimos años. De ahí los diálogos entre un analista, José Gutiérrez y un antropólogo, Santiago Villaveces, que con el título de Una travesía freudiana cruzando Colombia constituyen una moderna forma de autobiografía como lo demuestra el primer capítulo de este trabajo aún inédito: "Mente y sociedad bogotanas a mediados del siglo".

Mente y sociedad bogotanas a mediados del siglo

En la década de 1940, la medicina colombiana, señoreada por el prestigio de grandes figuras, era dominada por disciplinas como la anatomía, la fisiología y la fisiopatología, de elegante estilo positivista.

Yo comencé a estudiarla, en 1945, con un interés más sociológico que el dictado por la moda y sintiendo que de modo irremisible desentonaba con casi todo lo enseñado en la única Facultad de Medicina de Bogotá, perteneciente a la Universidad Nacional. A pesar de mi deseo de aprender y de una preparación en ciencias básicas superior a la de mis compañeros, me resultaba casi insoportable una enseñanza tan fisiologista, por otra parte discursiva e impartida con la agobiante arrogancia de la clase alta bogotana, de un marcado tinte despectivo hacia todo aquel que no perteneciera a ella.

Los profesores eran quizá el mejor grupo de médicos que durante mucho tiempo tuvo Colombia, con influencia de lavieille France, y que ejercían la medicina con ostensible desprecio hacia los pobres, pacientes que nos entregaban a los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República estudiantes como una especie de material de práctica descarnada, sin relación emocional alguna con el enfermo, sobre quien dictaban conferencias de gran erudición, como si fuera una materia inerte, de laboratorio, dispuesta ante sus pupilos sólo para el catedrático disertar de modo brillante y lucido, haciendo un análisis de todos sus síntomas.

Pero estas sabias explicaciones de la enfermedad, que generalmente era grave, puesto que al Hospital de San Juan de Dios sólo llegaban los casos más serios provenientes de todo el país, concluían a menudo con un diagnóstico mortal, que el desdichado oía con los ojos fijos, petrificado ante el barroco discurso pronunciado apenas para los estudiantes.

Yo acostumbraba a mirarles la cara a esos enfermos, deseando ver su reacción ante lo que el profesor desarrollaba sin reparar mucho en las enseñanzas del expositor sino cavilando en la situación de los encarnados, a quienes nadie saludaba al comienzo de la clase.

Como era evidente que por lo general ellos comprendían hacia dónde iba la disertación, pues parecía que presintieran que concluiría con algo trágico, me desentendía del tono y el contenido de la mayoría de esas conferencias, que me parecían todas iguales y resumibles en pocas palabras tales como: "Este tipo se muere dentro de ocho días", lo que sólo una cronicidad duradera podía algunas veces retardar. Sin embargo, esos enfermos casi nunca reaccionaban ante discursos tan siniestros y su rostro, hipnotizado por tal ambiente, permanecía tan inexpresivo como si les fuera prohibido demostrar reacción alguna ante semejante descubrimiento.

Eso hizo que, junto con otros estudiantes de años superiores, organizara un periódico crítico hacia la medicina oligarca, así como hacia la orientación únicamente fisiologista de la enseñanza, cuyo título anunciaba un contenido a la vez incisivo y burlón: Bisturí. Nació con precarios recursos -los de mi exiguo bolsillo y sobrevivió con esfuerzos inenarrables, tanto de compradores como de anunciantes, estos últimos algunos profesores jóvenes e inconformes.

Aparecieron apenas unos quince números, que aspiraban a ser mensuales pero que sólo salieron cada vez que se pudo durante dos años escolares.

Tras de los artículos de Bisturí se percibe hoy una aspiración, distinta de la entonces dictada por la arrogancia oligárquica imperante, de entender socialmente la medicina y todo lo relacionado con ella. Su publicación fue concomitante a mi puesta en contacto con el partido comunista y a mis primeras lecturas sociológicas a la altura de lo que se encontraba como literatura social, que no era mucho. Los directores fuimos un estudiante de anos avanzados. Annando Soiano Puerto, cuyo hermano mayor, Enrique, muerto precozmente, conocí en alguna de las manifestaciones callejeras de la época como miembro del partido comunista, y yo. Los Solano eran hijos de uno de los iniciadores en Colombia del pensamiento sociológico, el escritor y político Armando Solano, quince años atrás vinculado con

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República la fundación del partido socialista colombiano, y hermanos de Pablo, un compañero de estudios secundarios, entonces un pintor principiante.

Era la época de la postguerra, recién terminada la segunda guerra mundial, y por causa de la alianza en los últimos tiempos entre la Unión Soviética y los Estados Unidos contra Hitler, antes de que Alemania y Japón se rindieran y comenzara la Guerra Fría, se apreciaba una especie de favorecirniento norteamericano para con las ideas marxistas, que contribuyó al despertar de mi interés sociológico.

Pronto, los de Bisturí comenzamos también a organizar en la Universidad Nacional movimientos de protesta contra los profesores anticuados. La circunstancia de que los conservadores hubieran ganado en 1946 las elecciones presidenciales formaba parte del desafío que muchos sentíamos por delante y que llegó a su clímax el 9 de abril de 1948, cuando la muerte del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán desató el conocido motín del Bogotazo, a raíz del cual vino una feroz represión que costó la vida a numerosos estudiantes. Su muerte "será germen de realizaciones, semilla revolucionaria", escribimos en Bisturí.. En octubre de ese mismo año yo decidí irme para Francia.

En la nueva situación europea en que iba a desarrollarse mi vida, ese mismo marco ideológico ya formado en Colombia se amplió y el panorama idealista rebelde se vio estimulado por muchas lecturas.

Porque al comienzo de mi estadía en París me quedaba tiempo libre para ellas debido a que mis certificados escolares no llegaron completos. No pude sino tomar una matrícula provisional en la Facultad de Medicina René Descartes, sin asignaciones, con muy escaso compromiso académico, pero que me permitió leer libremente. Encontré una biblioteca pública de sociología en la calle Icit git le coeur, "aquí yace el corazón", y allí pasé largas jornadas trasegando la literatura sociológica bajo tan simbólico auspicio. Recorrí ante todo páginas a veces emocionantes y otras un tanto secas y abstrusas de Marx y Sartre.

El ambiente intelectual francés vivía el mismo estímulo rebelde que había encontrado aquí en Colombia, favorecido por un despertar intelectual de la izquierda francesa con la Liberación, luego de la ocupación alemana y de la victoria aliada. En esos últimos años de la década de 1940, la derecha intelectual francesa estaba totalmente derrotada por causa de su colaboración con Hitler, tanto que, como jefe de Estado, el general De Gaulle condenó a muerte, a raíz de la Liberación, a un intelectual de derecha.

Finalmente, la ejecución no se llevó a cabo porque el pobre hombre, Drieu de la Rochelle, un literato que había colaborado con los nazis, se suicidó. Aquella sentencia contra Drieu fue un duro golpe a la muy importante derecha intelectual francesa. Hoy día sobreviven algunos intelectuales que ya no son de derecha, per o que, pertenecientes entonces a aquellos grupos, debieron pasar por una época de opacamiento muy grande como, por ejemplo, Maurice Blanchot. Aun cuando se sabía que entre ellos había figuras muy valiosas, incluso un grupo de choque

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República conocido como Los húsares azules, quienes daban la nota en Francia eran Sartre y Camus, y, naturalmente, yo me veía muy estimulado por sus ideas. Mis lecturas fueron todas alrededor de temas hegelianos dialécticos, de inspiración histórico- social.

Estuve dos años en París antes de decidir volver a Colombia. La de regresar fue una decisión política, porque la situación se había agravado a tal punto que quise venir a luchar contra la dictadura. Como mis contactos con el partido comunista, no de Colombia, sino de Francia, habían continuado, me propuse organizar las Juventudes comunistas, y así fue como en vez de retornar a los estudios me dediqué a recorrer los sitios donde el partido comunista tenía efectivos y a organizar sus Juventudes.

Pasé en ello los años de 1950 a 1952. Mi mayor ambición era ser un guerrillero, pero, curiosamente, tal propósito estuvo interferido por Gilberto Vieira, líder desde veinte años atrás del partido comunista colombiano -al que dirigió por más de cincuenta-, cuya personalidad es tan enigmática como corresponde a un hombre muy lacónico. Por algo que nunca entendí, él se interpuso entre mis deseos de ingresar a la incipiente guerrilla y aunque me presentó a los que con el tiempo vinieron a ser los fundadores de la más numerosa y amenazante insurgencia de la historia colombiana, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Pedro Antonio Marín y Luis Morantes, con el tiempo más conocidos por sus nombres de batalla, Tirofijo y Jacobo Arenas, nunca me dijo quiénes eran.

Quizás Vieira tampoco les expresó a ellos que yo hubiera querido vincularme activamente con la guerrilla, pues jamás aludieron a tal posibilidad. De manera que los conocí, trabajamos en cierta forma juntos, pero dentro de un esquema por completo civil.

Por ejemplo, Jacobo Arenas me llevó a Santander, a Bucaramanga y a Barrancabermeja, donde visitamos a los intelectuales amigos del partido comunista, abogados y médicos, para explicarles la fundación de las Juventudes comunistas, y para obtener de ellos algunas pequeñas colaboraciones económicas. Pero con Arenas jamás hablamos con completa franqueza de sus actividades guerrilleras, que sólo conocí luego. Lo mismo pasó con Tirofijo, en realidad Pedro Antonio Marín, conocido hoy como Manuel Marulanda Vélez, y a quien a raíz de algún servicio profesional que me solicitara, encontré en Bogotá en 1952. Creo que esa temporada es la única que Pedro Antonio Marín haya pasado en Bogotá. De entonces viene que adoptara su nuevo nombre: en el corto tiempo que Marín pasó en la ciudad, el ejército supo por un informante que estaba residiendo en la modesta vivienda de un primo suyo. Se presentó al sitio donde se quedaba, y en el que vivía también un amigo íntimo del primo, llamado Manuel Marulanda Vélez. De los dos sospechosos, Tirofijo, en esa época un joven de rasgos blancos y de corta estatura, con facciones un poco delicadas, parecía menos peligroso que éste, un hombre corpulento de rasgos indígenas y en realidad un valiosísimo intelectual y abogado de reciente graduación, que comenzaba con gran entereza el ejercicio del derecho... Cuando los encontró a

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República ambos allí, al decidir cuál de los dos era Tirofijo tomó preso al abogado, se lo llevó y, después de torturarlo, lo mató sin que él revelara la identidad de Marín, quien a partir de ese tomó el nombre del abogado trágicamente muerto.

El breve tiempo que Tirofijo permaneció en Bogotá, varias veces conversé con él, pero nunca hablamos de sus actividades y menos de que a mí me hubiera gustado unirme a la guerrilla. Creo que había una especie de propósito callado pero muy firme, de parte de Gilberto Vieira, de que en todo caso yo no debería ir a dar a la guerrilla, aun cuando al parecer sí consideraba que me convenía estar en contacto con ellos para el futuro. En realidad, siendo yo muy joven, pues tenía 20 años nada más, la actitud del astuto dirigente era quizás de protección. Por otra parte, lo que más me interesó en la política colombiana en ese momento fue la actividad insurgente liberal que, como jefe del liberalismo estimulaba desde la sombra Carlos Lleras Restrepo, quien ayudó a los primeros insurgentes en Meta, Yacopí, y Urrao, infundiéndoles su pasión y aportándoles algo de provisiones, en dinero, ropa y armamento, empeñado como estaba en la propagación de las guerrillas en el campo, que quizás concebía como las similares de las guerras civiles.

Parte de este cometido lo emprendió directamente con sus copartidarios liberales, de su misma manera de pensar, y parte en colaboración con el pequeño partido comunista.

Santiago Villaveces. ¿Estamos hablando de las guerrillas liberales? José Gutiérrez. Sí, de las guerrillas liberales de 1950, que se prolongaron una década, pero que ya cuilenzaban con una colaboración del partido comunista. Llegué a participar un poco en la propagación de las guerrillas, que vendrían después a explayarse en la región comunista de Viotá, Cundinamarca. Allí hubo una emisora clandestina, propiedad de la dirección liberal, y que operaba bajo la dirección del Secretario General del partido, Manuel Rodríguez Díaz, quien decidió instalarla para estimular a las guerrillas en todo el país.

En realidad, al regresar de Francia de modo más o menos simultáneo con la posesión del jefe conservador Laureano Gómez como presidente, temido por retrógrado y apasionado, como muchos yo me proponía combatir el régimen por cualquier medio. Mi situación personal en ese momento era la de haber dejado a un lado los estudios, y lo que me interesaba era ante todo la actividad política. Así pasaron dos años, de 1950 a 1952, hasta cuando, por motivos personales, volví a los estudios médicos, giro cuya conciliación con la cuestión ideológica resultó muy difícil, y que a veces también sólo arduamente logro explicarme a mí mismo: un día conocí a Magdalena y decidí unir mi vida con ella. Entonces me dije que si ya llevaba cuatro años de estudios de medicina, lo lógico era terminarlos para casarme. Pero tal viraje del supuesto apostolado político a la ciencia, para muchos de los compañeros de las Juventudes comunistas fue sólo una traición, aunque mi retiro del grupo no fuera ideológico, sino apenas transitorio y práctico, por la necesaria suspension de toda actividad política para retornar a la universidad, donde las épocas de anterior agitación ya habían pasado.

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Ahora bien: si desde el punto de vista emocional actuaba en forma bien explicable, y desde él de los ideales no tenía nada que reprocharme, pues sólo había dejado de lado una carrera de revolucionario profesional para volver a mi antigua actividad médica, me era muy difícil retornar a la Universidad Nacional, debido a mis antecedentes con el periódico que había publicado años antes. Los numerosos obstáculos reglamentarios hacían casi imposible inscribirme de nuevo. Encontré un pequeño resquicio a través de amistades y me aferré a cuatro manos de allí, pero todo indicaba que no podría culminar los estudios de medicina, pues tenía en mi contra incluso disposiciones universitarias por las que, al perder tres años una materia, no se podía continuar estudios, y el tiempo que había estado por fuera de la Facultad se me contaba asimilándolo a materias perdidas. Al fin, con la ayuda de algunos amigos y demostrando mis cursos en París, pude ser aceptado de nuevo y terminar, eso sí suspendiendo casi por completo la actividad política y logrando alcanzar puntajes altos en las calificaciones.

En los años 1952, 53 y 54 tuve, pues, poco interés por la política. Cuando terminé la carrera, me dediqué a la práctica psiquiátrica y a mi psicoanálisis personal, porque debo también decir que en ese momento encontré en éste un camino de estímulo personal al que debo haber podido superar las entonces trabas psicológicas que tenía para los exámenes orales y para concentrarme en determinadas materias. Vistas desde el presente, estas asignaturas se aprecian como enseñadas de manera muy estúpida, excesivamente fisiologista y oligárquica, lo que explicaba la reacción neurótico de incapacidad de concentración que me provocaban, la que entonces resultaba un grave escollo para cualquier propósito académico.

Gracias al psicoanálisis, que inicié con el doctor Hernán Quijada, a quien escogí por ser un exiliado político venezolano, pude entender y superar dichas reacciones y terminar los estudios médicos. Facilitó mi análisis sentir una solidaridad política con él, lo que estimuló mi capacidad de mirarme a mí mismo. Y lo favoreció poder reparar en la utilidad obtenida del tratamiento, manifiesta en la forma casi inmediata, como pude presentar exitosamente exámenes orales que antes me aterraban, incluso de aquellas materias que me provocaban pánico, pues parecía que durante ellos los profesores adivinaran mi rechazo a cuanto enseñaban. Logré, al menos, la concentración necesaria para poder memorizar lo que necesitaba saber para pasar las pruebas.

Terminé estudios en 1954, pero la vinculación puramente de Freud se terapéutica y personal comenzada con el método amplió mucho y se incrementó con el paso por la cátedra de psiquiatría, en la que se me abrieron nuevos horizontes. Al terminar, ya estaba de lleno vinculado con las estructuras psiquiátricas de ese tiempo, e incluso pertenecí a la planta de dos o tres sitios psiquiátricos: a una clínica para niños, la Clínica de los Rosales, para gente del norte de la ciudad, acomodada; a un frenocomio para mujeres, llamado Asilo de Locas, y a la Penitenciaría de la Picota, entonces la mayor prisión de

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Colombia, en la sección considerada psiquiátrica de los presos con perturbaciones mentales. Trabajaba de modo simultáneo con la terminación de mis estudios, aunque también contaba con muchas limitaciones, porque si bien el psicoanálisis empezaba a dar sus primeros pasos en el mundo intelectual colombiano, la concepción general de la psiquiatría en Bogotá era muy atrasada, y para trabajar en aquellos sitios había que hacer de tripas corazón. Aparte de que buena parte de los profesores y otros compañeros de la materia psiquiátrica eran gente con una visión a veces sólo romántica de la enfermedad mental, había otra limitación en el carácter insular y dogmático de los primeros grupos psicoanalíticos bogotanos.

S.V. ¿Se trataba de una pura psiquiatría clínica? J.G. Sí, nutrida de la visión clínica de Kraepelin, el genial psiquiatra alemán que a comienzos del siglo fijara la clasificación de las enfermedades mentales. Era lo único que había en ese tierilpo, pues los grandes recursos para tratar las enfermedades psíquicas habrían de venir sólo diez años después.

Los grupos de estudio psicoanalítico procuraban abrirse paso en forma muy incipiente a partir de la llegada de dos analistas, uno formado en Chile y el otro en Francia. En Chile, Asturo Lizarazo, y en Francia, José Francisco Socarrás, con quienes comienza el psicoanálisis en Colombia. Creo que a Socarrás le quedó muy difícil, porque él había tenido notoria participación política antes de viajar a Francia a estudiar la especialidad pues había sido un parlamentario socialista, e incluso había escrito un libelo contra Laureano Gómez y al regresar bajo su presidencia se sentía amenazado. En cambio, el caso de Lizarazo era diferente, pues por familia figuraba como conservador, y si quizás él no lo fuera tanto en lo personal, tenía un hermano importante miembro del gobierno; un gobernador muy sectario, a quién se atribuye haber iniciado la violencia política del Valle del Cauca, región que desde finales de la década del cuarenta y hasta quince años más tarde fuera teatro de decenas de miles de asesinatos. En cierta forma, desde el punto de vista de las tribulaciones de las ideas, dicha asociación entre J.F. Socarrás y A. Lizarazo ayudó a la sobrevivencia de los grupos freudianos, fuera de graves sospechas de orden ideológico.

S.V. ¿Ellos llegaron en los cincuenta? J.G. Llegaron a Colombia en 19.50, por el mismo tiempo en que yo regresaba, pero fueron mis antecesores no sólo por edad sino por conocimientos, pues habían comenzado su formación analítica cuatro años antes; a más de que yo no me interesé por Freud los dos primeros años de esa década del cincuenta, cuando sólo contaba para mí la actividad política.

Para volver a la medicina resultó fundamental lo que me aportó haber encontrado al doctor Quijada, quien como militante político venezolano se había ligado a los fundadores del partido Acción Democrática, ADECO, y era compañero de exilio de Carlos Andrés Pérez y Pompeyo Márquez, lo mismo que en otros venezolanos que huían del dictador militar Pérez Jiménez. Por esas razones, Quijada se me figuraba como alguien con quien yo tenía mucho en común; e iniciar un

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República psicoanálisis con él fue una oportunidad única que me permitió encontrar el hilo conductor del freudismo a la libertad, un hilo de tal naturaleza que se conjugaba con mis ideales. Pero en realidad, parece que había en mí una especie de ambivalencia entre medicina y política, que no encontraba entonces conceptos para expresarse: unas veces iba hacia un lado y otras hacia el otro.

S.V. En esas primeras épocas ¿el psicoanálisis te ofrecía algún tipo de conciliación? J.G. Sin duda, pero no lo notaba sino al contrario: sólo me tranquilizaba por la forma a conceptual en que propiciaba tal bascular. Se trataba de un análisis de pretensiones clásicas, en teoría fisiologista y dogmático, que por cierto ha perdurado como la escuela dominante en la materia en Colombia, a raíz de las enseñanzas de Socarrás y Lizarazo, prolongadas por 40 años. Se la conoce como la corriente psicoanalítico-ortodoxa, porque sin vacilaciones se coloca en la misma línea con la visión biologista de los sucesores inmediatos de Freud. En varios países subsiste como la Asociación Psicoanalítica Internacional, IPA en inglés y API en francés, aunque por un rasgo muy colombiano esta ideología tiene una tendencia a esquematizarse, de modo tradicionalista, sin mayor cambio.

Era muy difícil para mí conciliar tal escuela con mis intereses sociales y políticos; de manera que debo atribuir más bien a los resultados médicos de mi análisis el que pudiera armonizar los primeros pasos en la carrera médica con la ideología socialista.

S.V. Tú alguna vez me comentaste de tu vinculación con Erich Fromm...

J.G. Sí. Ahí fue milagroso que apareciera Fromm. Un día, el historiador Jaime Jaramillo Uribe me llamó la atención sobre él. En una especie de acto iluminado, Jaramillo me dijo: "Tú tienes que leer a Fromm". Yo me lancé a buscar el libro y creí encontrar en sus ideas una vertiente marxista del freudismo... No sólo leí el libro recomendado por el iniciador de la historiografía social en Colombia, El miedo a la libertad, sino que le escribí al autor, a cargo de la editorial. Le expresé mi deseo de vincularme a su enseñanza y para mi gran sorpresa tuve una respuesta afirmativa y muy inmediata en carta de uno de sus discípulos, pero escrita en nombre suyo. Fue así como en el curso de dos semanas organizamos viaje a México con mi mujer y nos fuimos a trabajar allá con Erich Fromm.

S.V. ¿Eso fue alrededor de qué época? J.G. En el año 1955. A grandes rasgos de 1948 a 1950 fue Francia; del 50 al 52 las Juventudes comunistas y las guerrillas, digamos, mi leve vinculación con las guerrillas; luego, de 1952 a 1954 terminar medicina, del 54 al 55 trabajar en psicoanálisis con los grupos psiquiátricos bogotanos, en mayo de 1955 la conversación con Jaramillo Uribe, y en septiembre del mismo año me radiqué en México.

S.V. ¿Por qué no me cuentas un poco de la de ese día en México y del trabajo que iniciaste con Fromm?

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J.G. Fromm había llegado a México más o menos de modo simultáneo a cuando llegaron aquí Socarrás y Lizarazo, pero por circunstancias completamente personales, relacionadas con la salud de su mujer y no como ellos, buscando iniciar un grupo psicoanalítico. Hizo un viaje de descanso a Ixtapan y en procura de opiniones profesionales sobre la salud de su esposa. Quería consultar por las dolencias de ella en el Instituto de Cardiología que dirigía Ignacio Chávez, después de haber participado muy intensamente en el psicoanálisis de los Estados Unidos y de haber formado parte importante del movimiento de antropología y sociología conocido como culturalismo, pero los psiquiatras mexicanos lo convencieron de quedarse allí.

Se puede decir que la historia de la escuela culturalista de pensamiento psicosocial está ligada al momento en que él llega junto con su prominente esposa Frieda Fromm Reichmen, en 1934, donde permaneció algún tiempo antes de Washington instalarse en Nueva York hasta 1950. Cuando yo viajé a México, en condiciones económicas precarias porque el viaje se organizó a la carrera, su ayuda y acogida fueron muy generosas. La relación con él fue muy favorable para mi psicoanálisis, pues había muchísimos puntos en común entre ambos.

A pesar de la diferencia de edades y de preparación -corría el año 1995-, probablemente coincidíamos en las ambiciones intelectuales subyacentes a nuestra relación de analista a analizante, y quizás nos identificaba lo que ambos veíamos por delante. Fromm me colocó a la misma altura que sus otros diez discípulos mexicanos, todos notables profesores de psiquiatría y de antropología de la época.

Para entonces ya había tenido algunos pacientes privados de psiquiatría y psicoanálisis en Bogotá, en el año 1954, pero en México comencé a trabajar de tiempo completo en mi consultorio privado, con pacientes psicoanalíticos y psiquiátricos, muchos de los cuales fueron enviados por los otros discípulos de Fromm.

Ellos en ese momento representaban la capa dominante de la psiquiatría, el 90% de la psiquiatría mexicana. Los años de 195 a 1960 los pasé en esa forma. Después de corto tiempo de llegados con Magdalena y Marcela, una niña de cuarenta días de nacida, no tuve mayores dificultades económicas.

S.V. ¿En ese tiempo trabajabas directamente con Fromm? J.G. Continué con él mi psicoanálisis personal, curativo, que se había interrumpido aquí con el doctor Quijada, y participé en sus grupos de estudio y en la enseñanza de psicoanálisis que él dirigía en la Universidad Nacional Autónoma de México, de la que fui profesor cinco años. Toda la vida de nuestra familia estaba organizada alrededor de eso, porque Magdalena es psicóloga y también se interesaba en el psicoanálisis.

Desde sus comienzos con Freud, un análisis siempre se ejerce en el consultorio privado y quizás verdaderamente no se puede hacerlo bien sino en condiciones

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República privadas. Para decirlo en pocas palabras, de forma burguesa. Por lo que no extraña que sea una profesión liberal, que quizás por su- manera de practicarse se parece actualmente al derecho.

S.V. ¿En qué sentido?

J. G. Lo más parecido a una instalación analítica es la instalación de un maitre avocat, es decir, de aquel profesional en derecho de París a quien se consulta por su fama de independiente y de conocedor de su materia, pero que en realidad no acepta al cliente (o al paciente) como un caso más de una organización, sino en una condición privada. Es así como los pacientes vienen hoy día a buscarme al consultorio, a diferencia de los de las grandes organizaciones médicas y a semejanza de como probablemente, por dos o tres siglos, ha sido característico de la abogacía en muchos sitios, muy particularmente en París.

Algo del mismo género he procurado yo desde cuando comencé a ejercer el psicoanálisis, y creo que quienes ' hemos llegado a crear una independencia intelectual para nuestro ejercicio profesional somos los más freudianos en el buen sentido de la palabra.

S.V. ¿En qué momento empezaste a procurar la conciliación entre tus ideales políticos y tu práctica profesional, y cómo pudiste ver el psicoanálisis también como un elemento de análisis ideológico y no sólo personal?

J.G. Antes de haber leído libro alguno de Fromm yo había comenzado, aquí en Bogotá, a mediados de la década del cincuenta y muy rudimentariamente, a trabajar en la relación entre lo político-social y la neurosis individual. En ese momento de la llamada violencia colombiana, o sea, la lucha guerrillera, militar y paramilitar entre liberales y conservadores, los pacientes analíticos que tuve representaban alguna relación con las ideas, pues yo estaba buscando el nexo de la neurosis con el acontecer político. Ese tipo de práctica es pues anterior, pero cuando conozco a Fromm encuentro su sensibilidad parecida a la propia, en lo político y en lo social.

S.V. ¿Cómo así? J.G. A grandes rasgos, la historia de Fromm es la de un estudiante de jurisprudencia que obtuvo su PhD en Heidelberg cerca de los 21 años. Su interés fue desde el comienzo sociológico. Creo que en realidad, a pesar de la común denominación de psicólogo que se le atribuye, porque también obtuvo un grado en psicología, él no fue un gran psicólogo sino un sociólogo cuyo interés psicológico y humano se expresó siempre con referencia a la sociedad. Ingresó joven al Instituto Psicoanalítico de Berlín, cuando ya Freud había sobrepasado los confines de Viena y en aquella ciudad residía lo principal del psicoanálisis. Se gradúa en dicho Instituto a finales de la década del 20, y luego se vincula con la escuela de pensamiento social de su ciudad natal, Frankfurt, pero cuando viene el nazismo prácticamente es el único de los miembros del Instituto de Berlín que reacciona contra la conducta de los psicoanalistas ante Hitler, porque en la organización de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República los seguidores de Freud, cuya dirección detentaba su hija junto con el inglés Ernest Jones, el así llamado Movimiento Psicoanalítico Internacional fue controlado por una burocracia que naciera procurando proteger la causa de Freud, o sea, el psicoanálisis como organización gremial, pero que defeccionó frente a los nazis.

Oscuro capítulo de la historia de las ideas que concluyó en que tales burócratas acabaran prescindiendo de todos los judíos que había en dicho Instituto Psicoanalítico de Berlín, luego disuelto para rematar refundiéndose en la Sociedad Psicoterapéutica Alemana (DPS), dirigida por un sobrino del siniestro mariscal Göring, de su mismo apellido, Fromm reaccionó muy vivamente contra aquello y cuando Hitler llegó al poder se fue a Francia, primero, más como allí no se pudiera instalar y muchos previeran la suerte final de ese país ante la ofensiva hitleriana, se marchó a los Estados Unidos. Allá sin duda encontró la libertad y su seguridad personal, pero lo persiguió el infortunio que provenía de su pasión por defender su singularidad. Prácticamente fue el único analista judío que no se acordonó a la situación burocrática del gremio en los Estados Unidos, cuyo miembros sostenían el burocratismo nacido en Berlín.

Vienen luego sus luchas ideológicas en ese país y cuando se propaga el macarthismo, emigra a México, a donde de modo circunstancial lo había llevado la enfermedad cardíaca de su mujer. Esa dura y triste historia de Erich Fromm como disidente del Movimiento psicoanalítico Internacional está realmente por escribirse, porque muestra cómo el burocratismo llegó 1. invadir la nueva profesión en vida de] propio Freud hasta el punto de que, ya no en Alemania o Viena, sino en los Estados Unidos, la estructura gremial imperaba a tal punto que había puesto fin a la controversia ideológica en sus propias filas, y Fromm se convirtió en un exiliado del psicoanálisis oficial en los propios Estados Unidos.

La explicación más compasiva de los hechos pudiera ser la de que la organización de los analistas alemanes actuó así ante Hitler temiendo agravar la persecución contra los analistas judíos, pero ese eufemismo no es suficiente para absolver a los analistas berlineses de su insensibilidad, que trajo la desgracia a la vida de muchos analistas judíos, y cuyas consecuencias en cuanto al pensamiento son imponderables.

La realidad es que desde mediados de la década del 20, ante el declinar de la influencia de Sandor Ferenczi, Freud empieza a cederle el paso a su hija y al grupo dirigido por Ernest Jones, que pronto se apodera del movimiento psicoanalítico para rematar capitulando ante Hitler, pues en realidad se somete al sobrino de Göring como la esperanza de que la Sociedad Psicoterapéutica Alemana ayudase de alguna forma protegerá los analistas judíos. Ni esto ocurrió ni los así protegidos buscaban tan indigna cobertura, pero Erich Fromm fue prácticamente el único de los miembros del Instituto de Berlín que reaccionó contra eso, y aparte de dos heroicos analistas alemanes que murieron en campo de concentración, todo el movimiento psicoanalista mundial, en lo principal reducido en ese momento al psicoanálisis norteamericano, llegó a respaldar a la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República burocracia de Berlín, dirigida por Ernest Jones, quien aplicaba el clásico comportamiento burocrático de callar por temor: la vida de los analistas judíos que quedaban en Alemania estaba amenazada y tal razón justificaba no pronunciarse ante la delicada situación.

S.V. ¿Tú tuviste alguna conexión con Lacan ? J.G. No. Ni en la época de 1948, cuando residí en París, ni después. En aquel momento de 1948 el psicoanálisis no era popular en Francia, y estaba representado por un hombre que al parecer había tenido ciertos lazos con los invasores alemanes - Falange, quien fue el maestro de Socarrás, y Lacan era poco conocido cuando yo estudiaba en París. Mi vinculación con el psicoanálisis fue muy lateral a José Francisco Socarrás, un hombre importante, ya formado como analista, mucho mayor que yo y en ese momento un ilustrado interlocutor que me daba algunos tips de qué cátedras, grupos de estudio y hospitales psiquiátricos visitar, por lo que yo seguía de cerca sus indicaciones. Algunas fueron muy buenas, y así estuve en el servicio psiquiátrico que mejor aceptaba las ideas freudianas, donde estaban los más innovadores analistas del momento, como J. Ajuriaguerra, Rosa Roudinesco, M. Rebotica y Georges Heuyer. Se trataba del servicio de psiquiatría infantil del Hospital d'Enfants Malades, dirigido por el profesor Georges Heuyer. Pude unirme a él como estudiante stagíer, o asistente.

Lacan no sonaba para nada en ese momento y solamente unos diez años después vino a ocupar el primer plano internacional al darle golpe de estado a Lagache, adueñándose del movimiento psicoanalítico Franz.

S.V. A mí últimamente me ha interesado mucho la parte sociológica del psicoanálisis. En Estados Unidos parece que Lacan está muy de moda, justamente por el tratamiento del lenguaje, y te preguntaba esto a propósito de tu libro "De la pseudo-aristocracia a la autenticidad".

J.G. Ese libro, referente a la mentalidad colombiana y a su reflejo en el léxico vernáculo, se publicó en México en 196O en una época en que psicoanálisis y lingüística no se relacionaban: antes de la revolución lacaniana no se publicaron libros sobre léxico escritos por analistas.

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Cornelio Hispano (Ismael López)

Cornelio Hispano, como se le conoció en su tiempo y aún figura en el mundo de las letras, es el seudónimo de Ismael López. Nació en Buga —"la ciudad de los jardines y de las cigarras", según expresión del propio Hispano— el 1º de noviembre de 1880 y falleció en Bogotá el 4 de marzo de 1962.

Aprendió las primeras letras en el colegio de don Cristóbal Botín y doña María de Lenis y Gamboa; pasó luego a la Universidad del Cauca y finalmente hizo estudios de Derecho y Ciencias Políticas en Bogotá, donde se graduó el 20 de noviembre de 1905. Aquí, entre 1906 y 1908, dirigió la revista Trofeos en compañía de Víctor M. Londoño, de quien años más tarde publicó la obra literaria. Colaboró, así mismo, en muchas revistas de nuestro país y del exterior. En repetidas ocasiones ocupó cargos de carácter diplomático. Como escritor, al decir de Fernando de la Vega, Cornelio Hispano manejó "uno de los mejores estilos colombianos: vivaz, ático, deleitable".

Hablando de sus antepasados, este ilustre letrado dice de sí mismo: "Soy un retoño de esos labradores, lo que fui siempre: un labrador en el silencioso campo de mi heredad y en el de la cultura humana, un pastor de sueños infantiles, un jardinero que cultivó su jardín".

El Maestro Rafael Maya, en detenido estudio crítico anota lo siguiente:

"Cornelio Hispano ha hecho un culto de la literatura griega. La frase ática fluye de su pluma con sabia espontaneidad. El símbolo antiguo asoma frecuentemente en su estilo y viste el pensamiento como de una clámide de largos pliegues. Ignoramos si conoce la lengua griega, pero en todo caso su inspiración es bebida en fuentes muy cercanas a los manantiales sagrados. Quizás haya sido conducido a ellos de la mano de Chénier, a quien proclama su maestro y su guía, y cuyo perfil dejó estampado en una medalla de fino timbre."

Y más adelante agrega el renombrado autor de Alabanzas del hombre y de la tierra:

"Cuando convierte los ojos hacia la tierra nativa, da la nota realmente personal. Este tocador de cítara, que arranca muy pocos aplausos en los festines paganos, logra seducir rápidamente al acercar a los labios la flauta pastoril, tallada en una caña de las riberas de su río. Las Elegías son un libro terrígeno, por cuyas páginas corre una savia abundante y fuerte que suele estallar en floras ricas del más puro aroma."

La labor intelectual de Cornelio Hispano como poeta, historiador y crítico literario quedó plasmada, entre otras, en las siguientes obras: El jardín de las Hespérides, Leyenda de oro, Elegías caucanas, Historia secreta de Bolívar, Libro de oro de

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Bolívar, De París al Amazonas, En el país de los dioses, El centauro, Páginas escogidas de Renán.

Como homenaje al maestro Guillermo Valencia en este mes en que se conmemora el centenario de su nacimiento, hemos creído oportuno traer el recuerdo que, en prosa tersa y elegante, nos depara la pluma de Cornelio Hispano, uno de los más fervorosos amigos y admiradores del insigne poeta payanés. Guillermo Valencia, varón estético es uno de los capítulos de la hermosa edición de Kerylos: laudes de la belleza y del amor, publicada en Bogotá en 1948.

«Este es un libro de acción de gracias —dice su autor— a todas las personas y a todas las cosas de la tierra, del cielo y del mar que, en mi paso por el mundo, me enseñaron algo o me brindaron amor, cariño, amistad, placer, ensueño; narración de un viaje sentimental en que me esforcé por mirar bien lo que recreaba mi vista y por escuchar atento lo agradable al oído. Es un libro con sabor de vida porque en él me busqué a mí mismo y descubrí que soy yo mismo».

Guillermo Valencia, varón estético

De las dádivas recibidas de mis propicios Hados fue una de las más preciosas la amistad y hermandad espiritual de Guillermo Valencia, disfrutada durante casi toda mi vida. En los cincuenta años vividos en Bogotá, todos dedicados a estudios serios y al cultivo de las bellas letras, conocí, íntimamente o muy de cerca, a los más sobresalientes políticos, literatos, poetas, profesores. Sólo Valencia me dejó la impresión de hombre superior, excepcional, representativo, de artista en máximo grado, de varón estético. Mis recuerdos de dos momentos culminantes de esa vida hacen destacar más su figura esplendente de creador de belleza.

Fue un domingo de mayo, segundo aniversario de otro de 1896, cuando bajo un cielo nublado, y ante un grupo silencioso de amigos y admiradores de Silva que en piadosa peregrinación rodeaban su tumba lejana, aislada, abandonada, Guillermo Valencia esbelto, pálido, fino, aristocrático, dejó oír, con acento de indecible dulzura, su oda Leyendo a Silva. Todavía entonces Bogotá y Colombia ignoraban la gloria que les había legado, a costa de su misma vida, el autor del Nocturno y fue allí, ante esa humilde sepultura y ese grupo de amigos conmovidos, donde el sucesor de Silva ascendió en el horizonte de la poesía colombiana para brillar allí, sin ocaso, con Jorge Isaacs y el autor del Nocturno.

Meses después Bogotá supo lo que es la gloria al escuchar a Valencia en el Teatro de Colón. Ni antes, ni quizá nunca, volverá a resonar ese recinto con tan delirantes aclamaciones:

Un escultor ofrece — pulir la piedra como fino encaje — para velar un seno que florece — bajo la tenue morbidez del traje...

El músico, doblando la cabeza — sobre la débil caja — de su violín sonoro, — dice la voz que de los cielos baja — como un perfume del jardín de oro...

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Aún parece vibrar en mis oídos — la voz de Emile Henry; ya bajo el hacha — iba a rodar su juvenil cabeza, — como la flor al soplo de la racha, — y exclamó: "¡Germinal!"— ... Y ese fue dulce al comenzar; renuevo - de razas de alto nombre. — ¿Quién me dirá si un huevo — es de torcaz o víbora? ... La mente — no sabe leer lo que en el tiempo asoma: — el hombre, como el huevo, — en nidos de dolor será serpiente, — en nidos de piedad será paloma!...

Esa noche Guillermo Valencia se ciñó él mismo en las sienes, como Napoleón la corona imperial, el lauro de la eterna poesía y se envolvió en la púrpura de los inmortales.

Varón renacentista fue Valencia por su talento libérrimo que le permitió abarcar el universo de las ideas y de las cosas, por la variedad y solidez de su ilustración apacentada en los más serios estudios, la vivacidad de ingenio e indeficiente anhelo de perfección, por el infalible gusto estético, la imponente dignidad y decoro de su persona en todas las circunstancias desde la primera, gallarda juventud, hasta la radiante senectud, y por haber dedicado toda su actividad intelectual a lo más noble y elevado a que un mortal puede consagrar la existencia: a la Verdad, a la Belleza, a la Patria, a la Poesía, al Amor, al Arte, a la Amistad. Valencia fue el amigo por excelencia en el bello sentido que los griegos daban a esa palabra.

En todo mostraba señorío y alteza de corazón, y si por su aspecto inconfundible y su irresistible encanto personal atraía la atención de quien lo viera, no menos la conquistaba por sus ademanes de gran señor, benevolencia, suavidad casi femenina. Diríase que era un dechado de excelsitudes y excelencias que la Naturaleza se había complacido lucir en él. He was a man, take him for all in all — I shall not look upon his like again. Era un hombre en todo y por todo como yo no veré otro igual.

Nutrido de sabiduría clásica griega y latina, porque él, al revés de Cuervo y de Caro, no temió el contacto con los griegos sino que, antes bien, los estudió a fondo, los comprendió, los degustó y saboreó hasta admirarlos y amarlos, desde la florida juventud, en que con Cigüeñas blancas, lo más puro, fluido y lírico de su obra poética, cantó al paganismo: ¡Oh paganismo!, que remozó los cuerpos y deleitó las almas; la Belleza muda, impasible, glacial, última diosa ornó de mirto el generoso griego; cantó a Homero, cuya melodía subió de su cantar hasta el Olimpo, al ciego manso cantor de lo divino que marcha con la verde corona de laurel asido al brazo mórbido de Helena; cantó a Pigmalión, el escultor de su propio sueño de amor que ve surgir a la vida en forma de beldad esquiva en cuyos ojos halla lo azul sin límite ni fondo; cantó a Zeuxis, el pintor maravilloso de viñas, de pámpanos y de uvas tan provocativas que las picaban bandas de pájaros golosos, y vació en nuevo molde el retrato de la ninfa ausente de Anacreonte, cuya frente es ara ebúrnea, luminosa y tersa; la lumbre de sus ojos, luz de carbones encendidos; su faz de tintas ruborosas al parecer trazado por un pincel

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República mojado en leche campesina donde se hubieran deshojado frescas rosas, y el ágil talle inmaculado y bello, entrevisto desnudo a través de transparente púrpura.

Acrisolado en el placer y en el dolor de meditar, Valencia fue el nauta alerta y asombrosamente orientado en el mar del pensamiento, en el cielo de la poesía, en el paraíso del canto. Todos los pensadores, poetas trágicos y líricos del gran siglo de Fidias le eran familiares, porque como sus antecesores del cinquecento italiano podía leer a Homero en griego y a Virgilio en latín, siendo así más afortunado que Petrarca, que lloraba por no poder leer al ciego sublime en su propia lengua. Y a la sabiduría antigua unía la moderna y contemporánea. Ninguno de los letrados de su tiempo penetró tan profundamente en las obras de Goethe y de Nietzsche, de Winckelmann, Mommsen, Brandes, Renán, D’Annunzio, ni gustó con más delectación de las irisadas gemas de sus razonamientos, de las purísimas perlas de su estilo y divinas formas de su arte inimitable.

Y a semejanza de esos maestros, sus propios poemas, delineados y logrados con primor insuperable, brillan tanto por las exhalaciones del alma, por el suave, pero intenso sentimiento, como por las calidades de forma que los esmaltan; poemas de universal contenido y de sorprendentes reflejos e irisaciones en que alternan la sedosa blancura de las cigüeñas con la púrpura de cabezas tronchadas de un tajo; las morbideces carnales de la linda pecadora del desierto o de la amada de todos con la castidad de esa hada regadora de nevados ramilletes de estrellas; el estrépito tumultuoso de los hijos de Anarkos con el perezoso andar de los lánguidos camellos de Nubia.

Poeta máximo, supremo artífice. ¿Clásico, parnasiano, alejandrino, romántico, simbolista? Todo a la vez, porque los poetas inspirados funden todas las modalidades, armonías, colores y matices de la belleza y del sentimiento a su alcance a la manera que para el Perseo fundió Benvenuto, en la febricidad de su genio creador, todos los metales preciosos que tuvo a la mano. Selectísimo espíritu enriquecido por las tradiciones heroicas y galantes de su suelo natal, por la savia de sus campiñas, el rumor de sus ríos, por el puro y relampagueante cielo payanés, por la fecunda ciudad maternal cuyos maravillosos atardeceres, que hacen destacar esplendorosamente la sierra Occidental, pintan el valle, los bosques, las colinas, las cúpulas y campanarios de las más variadas y suntuosas orgías de luz. Su magnífica oda horaciana A Popayán es un magnífico espejo que guardará, siempre nuevo, ese cuadro humano, épico, bello, gracioso, deslumbrante.

Cuando este preclaro apolónida y afable maestro hablaba con sus amigos, sus frases y palabras, de timbre inolvidable, eran de una serenidad perfecta; nunca subieron de tono, como esas aguas vírgenes que brotan en los peñascales de las montañas sin turbar su silencio, y así también su prosa, sabrosa y sazonada, era fluida como agua de clara fuente. No obstante, sobre su avasalladora personalidad, dulce y apasionante, más de una vez saltaron en astillas los garrotes de los malsines, pero nunca contra ellos melló él su ínclito acero. A los hombres solares como Valencia, de su reciedumbre física y moral, no los oscurece

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República la envidia ni la incomprensión. Ellos, empinados como los valientes cedros de las cordilleras, desdeñan las borrascas, y soberbiamente altivos como las águilas caudales dan en las estrellas con las alas.

Mi entrañable cariño y admiración sin límites por Valencia tuvieron la más firme y ancha base intelectual y moral. Desde 1898 hasta su despedida en 1943 vivimos identificados en la pasión por los más excelsos ideales humanos: la antigüedad griega; el renacimiento y los continuadores de esa transfiguración esplendente del hombre hasta los reflejos que siglos después, como de remotas estrellas, alcanzaron a llegar a nosotros en los genios, cargados de misterio, de Isaacs y de Silva. La magna oración que Valencia pronunció en Cali en 1937 para ensalzar al primero no podrá ser superada, ni los elogios en prosa y la oda con que esculpió y buriló a Silva para la inmortalidad. Y coincidencia admirable y para mí gratísima. A tiempo que Valencia, Víctor Londoño, el poeta y consumado artista que emuló con él en la placidez de las imágenes y en la admirable limpidez del verso, erigió también monumentos imperecederos a Isaacs y a Silva en elegías de peregrina virtud estética que tampoco serán superadas.

Para nadie menos que para mí ausentóse Valencia, porque él vive conmigo no sólo en el indeleble recuerdo sino en el precioso tesoro de treinta y ocho años de correspondencia íntima, amable, fraternal, y tan noble y digna que si llegara a publicarse, el familiar o amigo más celoso de su memoria no podría suprimir una sola palabra. Sus retratos, sus libros, un fauno de Dardé "esculpido en un nogal de su huerto", un vaso de Murano, todo con la impresión de su cariño, me habla a cada instante del "inefable hermano en Apolo".

Cuando el maestro Valencia se despidió de la dulce vida que tan munífica fue con él, al clarear la aurora de un 8 de julio, sin duda se oyó ese inmenso ruido de alas que —decían los antiguos— precede a la desaparición de los más puros ejemplares humanos. Algo se va con ellos: algo va a sobrevivirles en el tiempo y en el espacio.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 153, Bogotá, 1º de octubre de 1973, pp. 32-35.

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Andrés Holguín

Nació y murió en Bogotá, 1918-1989. Ensayista, crítico, poeta y traductor. Obras: La poesía inconclusa y otros ensayos (1947); Tierra humana (1951); Poesía francesa (Antología, 1954); Sólo existe una sangre (Poemas, 1959); La tortuga, símbolo del filósofo (1961); Cultos religiosos y corrida de toros (1966); La poesía de François Villon (1968); Las formas del silencio y otros ensayos (1970); Antología crítica de la poesía colombiana (1974); Nueva aventura y otros poemas (1977); Notas griegas (1977); y La pregunta por el hombre (1988). El recuerdo de los libros y yo

Mi primer recuerdo sobre el libro lo constituye —muy lejano, impregnado de mi más tierna infancia— la dificultad con la lectura. Pero el recuerdo es muy preciso. Me sentía enfrentado a algo que me superaba y que, por lo mismo, me entorpecía, me bloqueaba. Mi madre, cariñosamente, insistía. La alcoba iluminada de sol, con el ventanal que daba sobre el patio delantero. En el interior, la penumbra. Yo deletreaba y deletreaba. Mis dos hermanos mayores leían de corrido, habían aprendido muy fácilmente, uno de ellos, incluso, había aprendido a leer solo, a escondidas. Y yo ahí, todo trabado, cada vez más ensimismado, con cierta cólera que me subía del interior, pero que no quería confesar. Había, sin duda, una barrera, que tal vez no era otra cosa que la falta de verdadero interés. Porque yo esperaba más bien, el instante de salir corriendo a jugar, a armar mis fichas de madera y mi , a montar en la bicicleta que me había regalado una tía y, sobre todo, a jugar con mis caballitos de carreras, que yo pintaba sobre cartón y luego recortaba cuidadosamente. Tanto amaba estos juegos que me levantaba al amanecer, todavía a oscuras y moviéndome a tientas, convencido que de otro modo, el tiempo no me alcanzaría para jugar. Estaban también el arco y las flechas y la pequeña escopeta de corcho. Y también, el deseo de jugar al fútbol en el patio de atrás, a pesar de que pudieran romperse los vidrios del comedor; había que hacerlo con cierta cautela, sobre la portería formada por las dos columnas; con el temor, también, de ennegrecer la gran pared blanca del fondo, contra la cual crecía el durazno, y en donde quedaban impresas, imborrables, las huellas dactilares del balón. En medio de todo ello, sin contar con el perro y el corderito de peluche que yo conducía interminablemente por los patios, y los carros a estilo Ben Hur, que arrastraba en forma un tanto más violenta: con todas estas perspectivas en mi infantil y encantado horizonte, era muy difícil que pudiera concentrarme en la lectura. La barrera eran mis juegos, era yo mismo.

Recuerdo, luego, pasados varios años, cuando el milagro de la lectura se había producido ya hacía algún tiempo, cómo me abstraía en los libros. Frente a mi pequeño escritorio, al pie de la cama, con la vista hacia la ventana que daba al pequeño jardín, cerrada por los altos, negros, pinos. Allí leía y leía, infatigablemente. Prosa y verso. Poemas colombianos y franceses, la historia comparada de las religiones, que me atrajo desde muy temprana edad, y la filosofía que descubrí con la pasmosa lectura de Federico Nietzsche. Esas lecturas despertaron en mí ese otro demonio, el de la expresión. Comencé

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República entonces a escribir, a garrapatear, a tratar de expresarme, tal vez buscando una comunicación desde mi ser introvertido, moviéndome en un doble ámbito, el de mis emociones personales todavía muy elementales y confusas, y el de las ideas abstractas, sin vínculo con mi mundo circundante, que me abría, sin embargo, panoramas insospechados. Recuerdo, así, dos veraneos, uno con Zaratustra bajo el brazo, leído un tanto a hurtadillas, y otro con la República de Platón. Resulta imposible imaginar qué era lo que yo entendía entonces de aquellas obras, pero sin duda me fertilizaron, me inquietaron, me conmovieron, me lanzaron a una aventura que todavía continúa. Después, Pablo Neruda y Federico García Lorca y tantos otros poetas, antiguos y modernos, vinieron a unir sus voces a todo ello.

Uno de los libros que, en esa época adolescente, me impresionó de la manera más honda fue "Las Flores del Mal", Baudelaire, al que jamás había leído, se me aparecía confusamente con todas las notas distintivas de lo prohibido, de lo sexual ignorado, de lo demoníaco, y también con la atracción de la rebeldía religiosa, todo ello mezclado a la convicción de que en los símbolos y la música de su poesía encontraría —como encontré— una de las más profundas y perturbadoras. Pero no poseía el libro, ni estaba en la biblioteca familiar vecina, ni tampoco tenía el dinero para comprarlo. Y en casa no propiciaban esa compra, pues mi madre pensaba —sin duda— que debía madurar mucho todavía antes de leer el poeta maldito. Así pasaron meses y meses —lo recuerdo muy bien—, y yo me limitaba a contemplar las ediciones de Baudelaire en vitrinas inalcanzables. Afortunadamente, algún tiempo después, un amigo me hizo el más sorprendente regalo, el más inesperado también: una bella edición de "Las flores del mal", con el retrato del poeta. La comunicación con este libro singular, el tete-a-tete con estos poemas, marcados por el tedio, la angustia y la pasión, dotados de una belleza fascinante, fue una de mis vitales experiencias con el libro. Devoré ávidamente los poemas, los aprendí de memoria, los repetía en larguísimas caminatas yendo al colegio, los traduje toscamente. También aquí resulta legítimo preguntarme qué entendía entonces de Baudelaire; acaso no iba mucho más allá de la anécdota de albatros, del alma del vino, las letanías a Satán o la travesía a Citeres. Pero ha sido para mí un libro que, como el de Nietzsche, a través de lecturas siempre renovadas, no acaba de entregarse por entero.

Otro contacto capital mío con los libros, en plena adolescencia, corresponde a la época de mi profunda crisis religiosa, que me cambió todos los valores y concepciones que hasta entonces había tenido. Era como si, repentinamente, hubiera quedado suspendido en el aire. Los libros de filosofía y de religión fueron entonces mi único alimento. Pero no era ya —como antes— un interés especulativo el que me movía hacia ellos. Era la necesidad de hallar una solución, una respuesta, una luz. En medio de esa crisis, y obsesionado desde hacía ya tiempo con el problema del mal, que todavía me acompaña con mi propia sombra, leí con una ansiedad completamente nueva. Con verdadera sed. Recuerdo cómo leí y asimilé y subrayé entonces "Las Confesiones" de San Agustín, otro al que, desde esos años, he regresado siempre. Ese contacto convulsionado con las páginas geniales del africano sigue siendo para mí una experiencia y un recuerdo imborrables.

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Estas obras de poesía y filosofía, junto con todo lo que encontraba sobre el mal, de religión y de literatura, pues en esa misma época descubrí los trágicos griegos y la lírica de Anacreonte, a Tomás Mann y a Marcel Proust todo esto era lo que yo leía en los últimos años de bachillerato y en los primeros de la Universidad. No es raro, así, que, como los juguetes infantiles me impedían aprender a leer, estos libros de la adolescencia me alejaran del derecho. Porque, a decir verdad, sin que deba confesarlo en voz muy alta, no recuerdo haber leído nunca un libro de derecho. Ni entonces ni después. Pues si algo aprendí de esa materia, no fue precisamente al contacto con los libros y los grandes tratadistas, o con la biblioteca de mis antepasados, sino al diario y desagradable roce con los expedientes, allá cuando empecé a trabajar en los oscuros juzgados municipales y en los no menos sombríos juzgados del circuito.

Pero, a no dudarlo, el contacto más entrañable con los libros es el que he tenido con los que yo mismo he escrito. Leer el poema o el ensayo, ya hecho, ya desprendido de mí mismo, es algo que siempre he considerado como una especie de milagro, algo a lo cual no acabo de acostumbrarme por completo. Ese contacto y esa sensación resultan todavía más sobrecogedores con los libros. Y no sólo con los que he publicado, los que adquieren una extraña autonomía, nacen, crecen y viven su propia vida como organismos independientes, sino también estos otros que ahora veo sobre mi escritorio, en dispersos originales, en los cuales he venido trabajando de tiempo atrás, que no son otra cosa que la expresión de mi propia vida, la resultante de ella, casi el fruto fatal de una vocación que, mirando retroactivamente, me parece hoy innata.

El recuerdo de los libros, y yo, en Semanario Dominical de El Siglo, Bogotá, julio 8 de 1973, p. 4.

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Antonio José de Irisarri

Antonio José de Irisarri nació en Guatemala el 7 de febrero de 1786. Desde temprana edad se dedicó al estudio de las ciencias políticas y sociales. En 1806 viajó a México; después se dirigió al Perú donde permaneció hasta 1809, y luego pasó a Chile, su patria adoptiva, donde desempeñó el cargo de Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores y el de Presidente de la República durante ocho días cuando apenas contaba veintiocho años de edad.

En el transcurso de su vida, larga y fecunda, Irisarri se distinguió como escritor, poeta, periodista, diplomático y polemista. Pero más que todo sobresalió por sus dotes de escritor infatigable y de polemista consumado. Actuó durante un tercio de siglo —dice Ricardo Donoso en su obra Antonio José de Irisarri, escritor y diplomático (Santiago de Chile, 1934)— en Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela y Estados Unidos, ya en los primeros puestos de la vida pública, o arrimado a la sombra de los gobiernos, esgrimiendo la que en su larga existencia habría de ser su arma favorita, su pluma, afilada como una espada, aguda como un estilete, sarcástica, agresiva, mordaz.

Don Marcelino Menéndez y Pelayo, con su reconocida autoridad, emite el siguiente juicio acerca de tan eminente y controvertida figura de las letras hispanoamericanas, y más concretamente respecto de su producción en el campo de la poesía:

Si el conocimiento profundo de la lengua, la experiencia larga del mundo y de los hombres, la familiaridad con los mejores modelos, la valentía incontrastable para decir la verdad, y el nativo desenfado de un genio cáustico, pero puesto casi siempre al servicio de las mejores causas y al lado de la justicia, bastaran para enaltecer a un poeta satírico, nadie negaría alto puesto, entre los que tal género han cultivado, al célebre guatemalteco don Antonio José de Irisarri, uno de los hombres de más entendimiento, de más vasta cultura, de más energía política y de más fuego en la polémica que América ha producido. Pero como poeta le faltó el quid divinum, así en el concepto como en la expresión, y sus sátiras, sus epístolas, sus fábulas, letrillas y epigramas, son más bien excelente prosa, incisiva y mordaz, salpimentada de malicias y agudezas que levantan roncha, que verdadera poesía, aunque valgan más que muchos versos de poetas. Irisarri tenía talento clarísimo, y era además consumado hombre de mundo.

Por su parte, el escritor y hombre público de Guatemala D. Antonio Batres Jáuregui nos muestra esta semblanza de su ilustre coterráneo, hacia la época de su vejez:

Sentado frente al gran escritorio con incrustaciones de concha nácar, casi siempre se encontraba trabajando un venerable anciano, de alto ingenio y mucho saber; de correctas facciones árabes, canosa y cerrada barba, mediana estatura, enjuto de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República carnes, manos finas y velludas, vista perspicaz, algo ensombrecida por los párpados, nariz recta y bien perfilada, labios delgados, desdeñosos y de rictus enérgico; por traje de casa usaba una bata de cachemira con alamares de seda, gorro de terciopelo negro y chinelas oscuras y bordadas. El conjunto de esta señoril figura denotaba gentileza, hábitos de alta sociedad y maneras atrayentes... A los ochentitrés años conservaba Irisarri su elevado carácter, su clarísimo talento, su genial entereza. Hombre extraordinario, varón preclaro, de nobles hazañas en aquella época gloriosa de la emancipación de la América española...

La abundante y variada producción intelectual de Antonio José de Irisarri se halla dispersa en periódicos, libros y folletos impresos en Nueva York, México, Guatemala, Curazao, Bogotá, Quito, Guayaquil, Lima, Arequipa, La Paz, Chuquisaca y Santiago de Chile.

Nos limitamos a mencionar, entre otras, las siguientes obras: Apuntamientos para la historia (Lima, 1842); Breve noticia de la vida del ilustrísimo señor Arzobispo de Bogotá Dr. D. Manuel José de Mosquera Figueroa y Arboleda (Bogotá, 1854); Cuestiones filológicas (Nueva York, 1861); Historia del perínclito Epaminondas del Cauca por el bachiller Hilario de Altagumea (Nueva York, 1863); Poesías satíricas y burlescas (Nueva York, 1867); Escritos polémicos (Santiago de Chile, 1934), e Historia crítica del asesinato cometido en la persona del Gran Mariscal de Ayacucho (Bogotá, 1846; Caracas, 1846; Lima, 1847), considerada "no sólo como su trabajo de mayor aliento, sino como el mejor esfuerzo de su obra de polemista y el más firme sostén de su nombre como hombre de letras". Entre las publicaciones periódicas realizadas por Irisarri en nuestro país cabe señalar los doce números de Nosotros: orden y libertad (Bogotá, mayo-agosto de 1846) y los cincuenta números de El Cristiano Errante (Bogotá, agosto de 1846 a julio de 1847).

Antonio José de Irisarri, llamado "El Libertador Errante de la América Española", desempeñó en esta capital una admirable actividad intelectual. A este propósito anota el mencionado escritor D. Ricardo Donoso:

Entregado por completo a sus tareas periodísticas, es en el culto de las letras y en sus lecturas favoritas donde Irisarri encuentra su mayor agrado. Dedicado desde su primera juventud al estudio de los clásicos del idioma y a las disciplinas filológicas, ésta su predilección no hizo sino acrecentarse con el transcurso de los años, y fue en Bogotá donde halló el ambiente más propicio para su desarrollo.

Pues bien, la anterior afirmación del historiador chileno se demuestra plenamente con la novela autobiográfica titulada El Cristiano Errante, de la cual, como muestra, y para solaz y esparcimiento de nuestros lectores, reproducimos en estas páginas el capítulo I. Esta novela, escrita por Irisarri en Bogotá, consta de dieciséis capítulos que se dieron a conocer en la citada publicación periódica El Cristiano Errante (núms. 1-31, agosto 8 de 1846 a marzo 6 de 1847) y que luego fueron editados por José Ayarza en un pequeño tomo de 252 págs. (Bogotá, Imprenta de Espinosa, 1847) y en muy escaso número de ejemplares. Afortunadamente, de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República esta verdadera curiosidad bibliográfica se conserva un ejemplar en el valioso Fondo Pineda de la Biblioteca Nacional de Bogotá.

No obstante la nacionalidad del autor, hemos creído conveniente y oportuno incluir su escrito autobiográfico en esta sección, pues Irisarri vivió durante varios años en nuestro país dedicado activamente a labores intelectuales y publicitarias, y aquí concibió y dio a luz la novela que ahora nos ocupa. En esta forma, reivindicamos para nuestra literatura y rescatamos del olvido una obra de indiscutible valor literario por su carácter eminentemente descriptivo, por la corrección de su estilo y por los rasgos picarescos que salpican las páginas de esta interesante novela. Antonio Curcio Altamar en la Evolución de la novela en Colombia (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1957) registra la mencionada novela de Irisarri y resalta su aspecto autobiográfico.

Por último, cabe anotar que, aunque en la carátula se lee tomo I y al final del capítulo XVI de El Cristiano Errante, Romualdo —personaje que encarna al autor— anuncia la aparición de un segundo tomo, sin embargo, hasta donde van nuestros conocimientos, este proyecto no tuvo cumplida realidad.

Antonio José de Irisarri, genio batallador y trashumante y precursor de la independencia de Chile, falleció en Brooklyn, Estados Unidos, el 10 de junio de 1868.

Novela autobiográfica

CAPITULO I

Que trata sobre quién fue el Cristiano Errante; de su nacimiento; del lugar en que nació; del día, mes y año en que vino al mundo; de sus padres, de sus maestros, y de lo que aprendió hacia la edad de diez y nueve años.

Si yo, el historiador del Cristiano Errante, puedo decir en un capítulo, que no ha de ser muy largo para que no canse al lector, todo lo que conviene saber de los diez y nueve primeros años del historiador, espero que no se me tachará de difuso; aunque en verdad, vivimos en un tiempo de tantos negocios, que hasta los que no se ocupan en nada, no pueden sufrir la lectura de un cuarto de hora, y quieren que se les diga mucho en pocas palabras, como si pudiese ir metida en un par de sílabas una gruesa de ideas. Vamos, pues, con la ayuda del divino Harpócrates, a salir de este grandísimo aprieto.

El nombre del personaje, cuya vida y viajes comenzó a escribir, sin saber cómo ni cuándo he de acabar, debió ser el de Romualdo, porque nació un día 7 de febrero; pero le pusieron otro nombre para que no se cumpliese en él la sentencia de Nebrija: conveniunt rebus nomina saepe suis. Sus padres fueron ambos españoles: él navarro y ella de la muy literata y muy sabia ciudad de Salamanca; y basta de hablar de los padres, porque no es la historia de ellos la que se escribe. Mas, sin embargo, diré que el apellido de la familia paterna de Romualdo es el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República nombre de una ciudad de Francia, que en buen francés sería Pierreville, así como en buen español diríamos Villapedrosa. Así, pues, cuando por no andar repitiendo el Romualdo, diga yo el señor de Villapedrosa, o monsieur de Pierreville, ya sabrá el lector de quién se trata; siendo lo que se ha dicho suficiente para quedar enterados de que el Cristiano Errante debió llamarse Romualdo, y que fue hijo de cristianos viejos, haciendo que nadie le equivoque con otra persona, y menos con algún judío.

Ahora se querrá que digamos en qué año, nació para saber a punto fijo qué edad tendría hoy si viviese. Justa curiosidad, que es necesario satisfacer a aquel que paga su dinero para saber las cosas; pero no lo diremos así tan vulgarmente, como pudiera hacerlo cualquier ignorante en la cronología, que es una de las cosas que deben saber las personas de alguna instrucción. Nació el año segundo de la Olimpiada 641; esto es, en el caso de haber seguido este modo de calcular los años; que es el mismo que el 2533 de la era Babilónica, o el 2098 de la de los seléucidas, o el 2539 de la fundación de Roma, o el de 1164 de la ejira. Si esto no es bastante para que un cronologista sepa en qué año nació Romualdo, ocurra a la astronomía y averigüe en qué noche descubrió Herschel el planeta Urano: entonces tenía el señor de Villapedrosa un año y veintisiete días de nacido. Pero si hubiese alguna dificultad para hacer esta averiguación, sépase que cuando Piazzi descubrió a Ceres, tenía Romualdo catorce años y trescientos dos días, y que cuando Olbers descubrió a Vesta, hacía un mes y trece días que monsieur de Pierreville estaba en la necesidad de ayunar en todas las témporas y vigilias. Tan cierto es esto, que en la misma noche en que el astrónomo estaba haciendo en Bremen el conocimiento de Vesta, Romualdo se hallaba en otra parte ocupado en otro descubrimiento que no necesitaba de telescopio, sino de microscopio, para hacerse bien hecho. De todo esto se hablará a su tiempo.

Con lo dicho parece que cualquiera que tenga un verdadero interés en saber la edad de Romualdo, se hallará con sobrados datos para contarle los días con la misma facilidad con que cuenta una vieja los granos que se contienen en una mazorca de maíz. Pero ahora se querrá saber en dónde nació Villapedrosa, y esta es otra curiosidad del lector que debe ser satisfecha. Nació en la Nueva Babilonia, país muy conocido de los geógrafos modernos; pero debemos advertir que cuando nació nuestro historiado, no era todavía aquella ciudad la capital de la Nueva Babilonia: era entonces una pobre hermita, de la que en muy pocos años se hizo una de las mayores y más lindas ciudades del nuevo mundo. Suponemos que no se querrá ahora que digamos en qué grados de latitud Norte o Sur, ni a qué distancia de París o de Greenwich está la Nueva Babilonia, ni en qué año, ni por quién fue descubierta, ni quién la pobló, ni quién la despobló, ni qué otros nombres tuvo; porque esto sería meternos en grandes dificultades, que aunque pertenece a la historia el allanarlas, no es a la historia de Romualdo; y si se exigiese esto de mí, se querría también que me pusiese a dar lecciones de geografía, y de todas las demás cosas, que yo quiero conceder a mis lectores, a quienes supongo muy instruidos. Fuera de esto, en una historia de un particular, no puede hallarse todo lo que se contiene en una enciclopedia. Al buen entendedor pocas palabras; y si el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República entendedor no lo entiende, no dé a entender esta falta suya, porque entonces se manifestará poco inteligente.

Ahora, pues, ya sabemos dónde nació Romualdo, quiénes fueron sus padres, qué día vino al mundo, y todo lo demás que es lo de menos en toda historia; porque en verdad, importa muy poco el nacer en tierra caliente, templada o fría; que los padres se llamasen Pedro y Josefa, o Juan y María; que viese la luz por la primera vez el historiador en lunes o en viernes, o cien años antes, o cien años después. Así, comenzaremos ya a tratar de lo que debemos, para llegar a conocer a Romualdillo, al señor de Villapedrosa, a aquel que sería hoy monsieur de Pierreville, si sus abuelos paternos se hubieran quedado en Francia.

No diremos que lo primero que se le enseñó en la escuela fue a leer y después a escribir, aunque bien podía, como lo hacen otros, haber aprendido a escribir antes de saber leer; ni diremos que estudió la prosodia antes del arte métrica, aunque vemos que otros hacen versos sin saber lo que es prosodia; ni diremos, en fin, que aprendió el español antes que el latín, aunque hoy se cree que se sabe la lengua de Cicerón, cuando no se ha podido aprender la que se oye hablar a la madre desde que viene uno al mundo. Entonces se seguía el viejo sistema griego de empezar por el principio, y no se ha introducido la moda de hacerlo todo al revés, para manifestar que el siglo de las luces, este siglo 19 tan famoso, es el siglo de las maravillas. Entonces era una lástima ver muchos hombres que sabían leer y escribir perfectamente sin ser doctores, cuando hoy por la rara felicidad de nuestros tiempos, para ser doctor nadie necesita de saber escribir, ni de saber leer, pero ni siquiera de conocer el valor de las letras del alfabeto. Ya se ve, no se había hecho aún la gloriosa revolución de ideas con la cual habíamos de empezar por el fin y acabar por el principio: cosa que sólo a los necios se les había concedido el privilegio exclusivo de hacer en aquellos calamitosos tiempos, y por eso se decía: "hace el necio al fin lo que el discreto al principio".

Romualdillo, después de saber leer y escribir según las reglas de la gramática y de la ortografía de aquel tiempo, que no eran como las de hoy, distintas en cada barrio de una misma ciudad, estudió las matemáticas, bajo la dirección de un fraile franciscano, que pasaba por un Arquímedes en aquella tierra, y que podía pasar por un buen geómetra, y regular astrónomo en cualquier parte. Otro fraile Francisco, castellano viejo, le enseñó el latín y le perfeccionó en el español. Un caballero de Alcalá de Henares, consumado humanista, le dio lecciones de inglés, de francés y de italiano; las suficientes para entender lo escrito en estas lenguas. Tuvo por maestro de lo que se llamaba filosofía en aquella época, a un pobre tonto, que ni sabía aprender ni sabía enseñar. Así es que Romualdo aprendió de memoria los disparates que el dómine le dictó, conociendo muy bien que aquellos no podían dejar de ser grandes disparates.

Aprendió también el dibujo, la música, el baile, la equitación y la esgrima, empleando en esto su tiempo mejor que en la filosofía, que no podía servirle de nada en este mundo ni en el otro, sino para conocer que las verdades de un

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República tiempo son las mentiras de otro, y que los axiomas de una escuela son los absurdos de las demás, con quienes está en contradicción.

Diré ya, para no hacerme muy pesado, que a los diez y nueve años de edad, Romualdo tenía un mediano conocimiento de las literaturas latina, española, francesa, inglesa e italiana; que sabía la historia antigua y moderna; la cosmografía y la geografía, tan bien como se podían aprender en los libros de aquel tiempo, que eran tan malos como los catecismos del señor Ackerman en que se aprende a conocer el mundo del señor Ackerman, y no el mundo en que vivimos. En fin, diré que Villapedrosa en aquella edad se había metido en la cabeza cuanto Rengifo, Luzán, Masdeu y Sánchez escribieron sobre versificación española, y había también compuesto algunos sonetos, madrigales, odas eróticas, octavas, canciones, letrillas satíricas, y cosillas así, que le servían para pasar el tiempo, para incomodar a algunos prójimos y para otra cosa que suele conseguirse con los versos aunque no sean muy buenos; debiendo decir en obsequio de la musa de Romualdo, que la mayor parte de sus composiciones no valían nada en el concepto de los que se daban por inteligentes. Sobre esto era muy curioso el modo de juzgar de aquel versificador.

Cuando le decían que tal oda, o tal soneto, o tal letrilla era desaprobada, él no trataba de defender su obra, sino que preguntaba: ¿quién es el que la desaprueba? Sabiendo el nombre del crítico, decía unas veces: razón tiene fulano para no hallar buenos esos versos en que se hallan pintados los defectos que él tiene; otras veces contestaba: zutano no tiene motivo para hacer esa crítica porque no es a él, sino a mengano a quien yo he querido atacar; díganle esto, y verán cómo muda de opinión. En efecto, sin más que esto el desdichado soneto, o la desgraciada letrilla, tenían por admiradores a los que antes hallaban que eran detestables, y por desaprobadores, a los que habían aplaudido. Por esto decía, muchas veces, que ningún poeta desde Juan de Mena hasta Moratín había recibido de Apolo el don que él, pues todos sus contemporáneos le aplaudían, unos hoy y otros mañana, y esto, sin tomarse el trabajo de mudar una letra, ni de añadir ni quitar una coma.

Una vez, acabando de escribir una letrilla, que podía aplicarse a un chino lo mismo que a un italiano, o a un ruso, entró a verle un tal Mariano, a quien la dio a leer, y éste creyó que en ella se satirizaba a cierto Miguel, a quien tenía él grande antipatía. Fuese éste y entró Miguel; leyó la misma letrilla y pensó que se había escrito contra Mariano; de modo que los dos lectores quedaron muy satisfechos y poniendo a Villapedrosa sobre el pico más alto del monte Parnaso. Encontráronse aquel mismo día en el paseo los tres individuos, y Romualdo les dijo: vaya, hablando con franqueza ¿qué os parece aquella mi letrilla de esta mañana? Asombrados los dos al oír la pregunta, dijeron al mismo tiempo. Pues qué, ¿la ha leído Miguel? Pues qué, ¿la ha leído Mariano? Sí, sí, respondió el impávido Romualdo. ¿Y por qué no la habían de leer todos? ¿Creéis que yo escribo sólo para cursar la letra y no para que se lean mis escritos? Tú, Mariano, creíste que yo había escrito aquello contra Miguel, y tú, Miguel, te persuadiste de que había tratado de satirizar a Mariano, y esto sólo prueba que vosotros dos os queréis bien

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República mal; porque esos vicios de que yo trato en la letrilla, no sólo vuestros y míos son, sino de todo el género humano. Ahora, pues, que ya sabéis que no pensé en ninguno de vosotros cuando hice mi letrilla, espero que no la halléis menos digna de Iglesias, como me dijiste, Miguel, que te parecía cuando pensaste que era contra Mariano, ni menos superior a las de Quevedo, como la hallaste, Mariano, mientras supusiste que era contra Miguel.

Se ve por esto que Romualdillo no había perdido enteramente su tiempo, y que, aunque el dómine Lucas, que le enseñó filosofía, no le hizo aprender cosa de provecho, el mañoso estudiante supo conocer desde temprano a los hombres, estudiando lo que son desde muchachos. Cuando fue ya hombre hecho y derecho, decía que toda la diferencia que había encontrado entre los jóvenes y los viejos, era que los jóvenes iban y los viejos venían, pero todos por el mismo camino; que el hombre era como el naranjo o el ciruelo, o el alcornoque, que nunca dejaba de ser naranjo, ciruelo o alcornoque, aunque estuviese sobre la tierra tantos años como aquellos eternos cipreses de Santa María del Tule y de Atrisco, que tanto pondera el varón de Humboldt.

En fin, para que mis lectores conozcan bien a Romualdo, les copiaré aquí un trozo de la introducción que él mismo escribió ahora años para ponerla a la cabeza de la historia de su vida y de sus viajes alrededor del mundo, que comenzó a escribir cuando creyó que los tales viajes se habían concluido. En este trozo se nos manifiesta él mismo como era, y nos pinta su genio y su carácter. Después veremos si en el curso de su vida fue consecuente a sus principios.

"Todo cuanto ha ocurrido desde que hubo gentes en la tierra, ha dado materia para reír a unos y para llorar a otros; pero los que han llorado han hecho muy mala figura, y los que han reído se han presentado con aquella cara de pascua, que es signo de la bienaventuranza. De Heráclitos y Demócritos se ha compuesto siempre el género humano; es decir, de llorones y risueños. Yo me alisté desde muy temprano bajo las banderas de Momo, porque así lo dispuso mi buena estrella. Era yo chico todavía, cuando salí mal parado de la primera campaña que tuve contra otro arrapiezo de mi edad, más fuerte y más diestro que yo: me dejó mi antagonista más sobado que un guante. El dolor y la rabia me hicieron llorar como una Magdalena, y, por fortuna mía, yo lloraba enfrente de un espejo. Vime, pues, con los ojos colorados como dos tomates, con la boca fruncida, inflamados los carrillos y las narices; en una palabra, mi pobre cara daría lástima verla; pero a mí no me dio lástima, sino vergüenza. En el momento sequé mis ojos, hice un gesto como para reírme, y hallé que este gesto era el que mejor me sentaba. Desde entonces hice voto de no llorar jamás, y de reírme aunque me sacaran las tripas. Mucho hubiera tenido que llorar si no hubiera tomado este partido; porque tales diabluras me han hecho los prójimos; por tales pellejerías he pasado, que creo que, aunque mis ojos hubieran sido las fuentes del Nilo o las del Ganges, o las del Orinoco, o las del río de la Plata, o las del Marañón, en fin, no me habrían provisto de bastantes lágrimas para llorar mis cuitas, si yo hubiese dado en llorón.

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Pero di en risueño, como llevo dicho, y he sacado de esta triste vida todo el placer que de ella se puede sacar. He sabido convertir este valle de lágrimas para todos en valle de risas para mí; y, digan lo que quieran mis enemigos, he hecho lo que ninguno de ellos era capaz de imaginar siquiera".

"Si he llegado a una edad bastante buena sin arrugas en la cara, lo debo a no haber llorado como todos los que se arrugan pronto. Si he pasado sobre las guerras civiles y sobre las pestes, y sobre todas las calamidades, sin sucumbir a ninguna de ellas, a pesar de algunas pruebas que en mí han hecho los médicos, lo debo a haberme reído de todo. Si mis enemigos, que han sido bien tontos, y tan malos como son los peores enemigos, no se han reído de mí, ha sido porque yo me he reído de ellos; y he podido reírme de ellos, mejor que ellos de mí, porque aprendiendo desde chico el oficio, llegué a ser consumado en el arte, cuando apenas tenía veinte años de ejercicio. Desde el día en que el espejo me mostró la fea figura que hace un hombre cuando llora, he recibido sin cesar, pruebas sobre pruebas, de lo útil que es el reírse de cuanto puede ocurrir en la vida, aunque sea la mayor desgracia. Desde aquel día yo me hice un muchacho de talento, y me aventajé a todos mis condiscípulos. Ellos lloraban cuando el maestro los castigaba porque no habían aprendido la lección, y yo me reía del castigo, de la lección y del maestro al mismo tiempo. Así es que, ellos llorando aprendieron todos los disparates que les enseñaban, y yo aprendí a reírme de los desatinos de la escuela: todo me parecía cosa digna de risa, y en efecto lo era, como después me lo ha demostrado la experiencia. Siempre dijeron los maestros de mí que era el más atrasado de la escuela y del colegio; que reía de todo como un tonto, y que jamás haría cosa de provecho; pero yo hacía tanto caso de los pronósticos de los maestros, como del adelantamiento de mis condiscípulos, que me parecían unos aprovechados mentecatos. Ninguno de ellos ha sabido vivir en este mundo, y ahora se hallan todos en el otro menos divertidos que en éste, pues el que mejor ha salido, está en el purgatorio haciendo los mismos pucheros que hacía por acá. Al infierno no habrá ido ninguno de ellos, porque todos aprendieron que al fin son bienaventurados los pobres de espíritu. Yo me comparo con los tres más talentosos de mis concolegas, Leval, Milona y Glevas, hombres históricos, grandes políticos en su tierra y conocidos por sus obras o sus hechos en gran parte de este mundo. Leval se tuvo, y lo tuvieron por un sabio; no un sabio como quiera, sino un sabio que mereció que Bentham le respetase como un gran jurisconsulto; y fue hombre de tal crédito que pudo persuadir a sus compatriotas que no había mejor forma de gobierno que la federal, como si la federación en abstracto fuese cosa que tuviese cierta forma particular. El hecho fue que triunfó el talento de Leval; que se dio a mi pobre país aquella forma que no tuvo figura de nada; y que los elegantes discursos de mi ilustre compatriota produjeron una guerra civil, que dura hasta ahora, desde que con aquella dichosa forma se transformó la nación en una madeja sin cuenta. Leval pensó que con la tal federación, obra de sus discursos, él iba a ser el hombre de más influencia en la República, y no fue sino una de las víctimas de su tontería. Milona fue una especie de Franklin, una especie de físico, una especie de político, una especie de diplomático, que sabía de todo, menos lo que era el mundo y el hombre; pero él fue el apóstol de la democracia convertida en anarquía, el que dio a los vagos y

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República mal entretenidos los mismos derechos que a los industriosos y a los hombres útiles a la sociedad; pero nuestro Franklin no quitó el rayo a los cielos ni el cetro a los tiranos, como lo hizo el impresor de Filadelfia, sino que hizo llover los rayos sobre su patria, y estableció la tiranía del populacho sobre las vidas, honras y haciendas de los verdaderos ciudadanos, de aquellos que son el alma y la vida de las ciudades y de los campos. Milona, cuyo nombre parece que fuera el de la hembra de Milón, aquel discípulo de Pitágoras que se hizo más célebre por su fuerza, que por su talento, no fue el atleta que sostuvo el templo que amenazaba ruina, ni el que salvó a sus condiscípulos de quedar sepultados entre los escombros, sino el que derribó el templo y cubrió de ruinas la superficie de aquella tierra. Nuevo Sansón americano, sacudió con su vigoroso brazo las columnas del edificio social, y quedó él mismo despachurrado entre los escombros del templo. Glevas era un filósofo, que por necesidad había adoptado aquella sabia máxima, de que el hombre no debe tenerse sino por el hijo de sus obras; jamás se glorió de proceder de sus padres, ni se supo quiénes fueron éstos; ni era menester saber otra cosa sino que Glevas era un fanático político de los furiosos que hubo en el mundo, enemigo de todo lo existente, promovedor de novedades estupendas, que quiso comenzar la reforma por la religión, siguiendo luego por la política, después por la administración de justicia, y acabar al fin por las ideas generales del pueblo. Así hizo él la transformación que quiso llamar religiosa y moral; pero aunque él era hombre de unas miras muy extensas, de grandísima capacidad, de vastos conocimientos y de filantrópicas intenciones, no pudo hacer que sus rudos compatriotas se quisiesen gobernar por el código admirable de Livingston, y cayó en tal desgracia, que si no huye a todo escape, tiene el fin trágico de Massanielo, aquel pescador de popularidad, que pescó en Nápoles todo lo que un tonto puede pescar a río revuelto: unos momentos de triunfo muy baratos y una muerte arrastrada".

"No os aflijáis, vosotros lectores míos, por no conocer mejor a estos tres héroes de nuestra historia presente; porque es preciso que os conforméis con la suerte general de los lectores de todos los libros que se han escrito desde que el mundo es mundo: unos entienden una cosa y otros otra; no siendo todo lo que se escribe para que todos lo entiendan perfectamente. Basta que haya un par de millones de personas en algún rincón de la tierra, que sepan quiénes fueron Leval, Milona y Glevas, mis ilustres condiscípulos, de cuya ilustración hice yo siempre la burla que se merecía, aun en aquella época en que, sin comerlo ni beberlo, pagaba yo mi escote de la parte de desgracia que me cabía como a todo hijo de vecino. A mí me traían de Ceca en Meca, y de zoco en colodro, metiéndome ya en un berenjenal, ya en un callejón sin salida, ya en un atolladero en que no podía dar pie ni patada: por aquí una derrota, por allá una escapatoria, por todas partes un contraste, y todo por defender lo que no era conforme a mi opinión, sino a la opinión de ellos; pero cayendo siempre y siempre levantando, yo me reía de mis derrotas y de mis derrotadores; me reía de sus triunfos, y me reía más que de todo, de contemplar el resultado que debían traer aquellos laureles a los triunfadores que se coronaban con ellos. El caso es que yo me río todavía, y espero reírme algunos años más, cuando mis héroes hace tiempo que dejaron de dar motivo para nuevas risas".

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"Todo esto, lector mío, por grave y serio que seas, te hará conocer que mi sistema de ver las cosas de este mundo, es el mejor de los sistemas conocidos; es el que hace mejor sangre, como suele decirse; el que contribuye más a nuestra salud, manteniendo en nuestro cuerpo el buen humor moral, origen y causa de los buenos humores físicos, y el que puede conducirnos a una feliz longevidad. Yo no necesito que la fortuna me sea favorable, ni que la desgracia huya de mí, para pasar mi vida divertidamente. Desgraciado de ti, si para divertirte es preciso que las cosas sucedan como tú quieres, y mil veces desgraciado si te incomodas porque los hombres hacen tonterías y porque los que escriben libros, diarios, u hojas sueltas, no dicen lo que tú piensas que es lo mejor. ¿Qué sacarás con incomodarte? ¿Borrarás, por ventura, con tu mal humor la tinta del escrito? ¿Harás que lo que a otros les parece bien deje de parecerles así? Ciertamente que no. Pues entonces, no hay más que buen ánimo, buen humor, reírse de todo como yo, y si te ríes de lo que yo escribo, está logrado mi objeto, que es el de divertirte y no el de darte ninguna pesadumbre".

Para acabar de dar una idea del genio y del carácter de Romualdo, copiaremos por conclusión de este capítulo una letrilla que compuso cuando tenía diecinueve años, y que pareció muy bien a los editores del Diario Literario de Méjico. Es la siguiente; y con ella nuestro lector, o lectora, tendrá ya las muestras del genio, de la prosa y del verso de nuestro Romualdo.

LETRILLA SATIRICA

Mientras nos duran los días, Tenemos en todo evento, Que echar a la risa el cuento, O hacernos los Jeremías; Y debiendo yo tomar El partido de mi humor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Por ejemplo, cuando Rita A Sinforoso prefiere, Y por el tonto se muere, Pensando que a mí me quita La gana de celebrar Su mal gusto y necio amor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando veo yo a Melisa Por todo el año en el templo, Queriéndonos dar ejemplo De su asistencia a la misa, Y siempre en el mismo altar, Al lado de aquel señor, Mal haría yo en llorar,

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Siendo la risa mejor. Cuando veo yo a Susana Con los viejos rigurosa, Y tan tierna y afectuosa Con la juventud lozana, Queriendo hacerme tragar No sé qué historias de honor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando se nos viene Tito Haciendo de literato Sobrándole al mentecato La e del nombre erudito Y sin poderse llamar Más que rudito en rigor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando me dice Espinosa Que yo peco por difuso, Porque el trabajo no excuso Para aclarar bien la cosa, Hasta que el rudo escolar Quede libre del error, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando Lucio, que no entiende Lo que llamamos prosodia, Quiere hacer una parodia De mis versos, y pretende Poder en ello acertar, Ganando fama de autor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando me acusa Bacaro De ser confuso, y Prenesto Quiere hacerme el cargo opuesto De que peco de muy claro; Que todo lo que he de explicar Como lo hace un preceptor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando veo yo el exceso Del reverendo Calvillo, Que porque leo un librillo Me quiere hacer un proceso, Tratando así de probar De su piedad el fervor,

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Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Mientras veo yo que todos Dicen y hacen disparates, Necedades y dislates De muchos y varios modos, Sin hacer más que variar Las formas de un mismo error, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor. Cuando veo, en fin, que nadie De ser crítico se excusa, Creyendo en la ciencia infusa Que su opacidad irradie, Sin querer aun estudiar Lo que estudió el escritor, Mal haría yo en llorar, Siendo la risa mejor.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 171, Bogotá, 1º de abril de 1975, pp. 16-23.

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Euclides Jaramillo Arango

Nació en Pereira, en 1910, y falleció en Armenia, en 1987. Escritor costumbrista y folclorista. Obras: Las memorias de Simoncito (Manizales, 1948); Los cuentos del pícaro tío Conejo (Bogotá, 1950); Un campesino sin regreso (novela); Talleres de la infancia (Medellín, 1968); Dos centavitos de poesía, y Un extraño diccionario (Medellín, 1980), entre otras. Esta última está precedida de unas páginas autobiográficas tituladas.

Euclides Jaramillo Arango por Euclides Jaramillo Arango.

Mi primer pleito

A la memoria del profesor Carlos Eduardo Acosta, quien sabiamente me lo advirtió todo en la cátedra.

Para realizar una pequeña incursión en aquello que llaman "Autobiografía", y por la cual inmodestamente y con ansias de inmortalidad se han embarcado muchos autores, voy a tratar de relatar lo sucedido con mi primer pleito, con mi primera e inolvidable intervención judicial, algo así como si dijera mi auténtico bautizo profesional. Si después de enterarse el lector de cuanto yo diga aquí quiere buscarme para que lo represente en algún litigio, allá él, dueño de su soberana libertad de escoger. Aunque a la verdad, yo no le auguraría la más mínima posibilidad de un éxito en el pleito.

Me gradué en Derecho y Ciencias Políticas. Resulté doctor, "doctor en Leyes" que aquí se dice, lo que lo certifica un diploma de tamaño heroico adornado con sellos en estrellas de papel dorado brillante y cintas tricolores pegadas al cartón.

Y cuando en mi pueblo se tuvo conocimiento de ese grado, se habló con sinceridad de que yo constituía la más grande promesa de mi patria chica y quizás hasta de la grande, el único capaz de enrumbarlas por los más halagadores senderos de progreso y libertad. Los múltiples telegramas recibidos aquella noche del grado y que la vieja Irene, la dueña de la Pensión, me tenía amorosamente colocados sobre la mesa de noche para que yo los leyera al regreso de la parranda celebratoria del acontecimiento, así lo decían. Las primeras autoridades del lugar y las últimas me manifestaban en aquellos mensajes sus pensamientos respecto a mi futuro y mi gran valor intelectual. El señor Alcalde y el cuidandero del Coso Municipal hablaban como si de mí fueran a depender en el futuro sus cargos burocráticos. Y mis familiares más cercanos añadían a sus augurios sobre mi porvenir, oraciones hogareñas y no recuerdo qué más manifestaciones de íntima y sincera piedad.

Pasaré por alto, para no abusar de los lectores, fatigados de leer diariamente todo aquello de la Tesis y el concepto que le mereciera a ese elevado personaje, el señor presidente de ella, y también omitiré lo del periódico y su artículo titulado

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"Lucido grado" (a tanto el clisé y a tanto la pulgada columna), y me trasladaré a mi pueblo, siendo yo ya, no un simple estudiante comensal de la Pensión de la señora Irene, sino todo un "doctor de leyes" saturado de ciencia, pletórico de sabiduría, inundado de optimismo y capacidad para enfrentármele a la vida. Y abrazándome cordialmente cada vez que en la intimidad recordaba el hecho cierto de que ya nunca jamás tendría que contestar a lista en un salón de clases.

Terminada la comida de recibimiento en mi hogar —que no hay para qué decir que fue opípara— mi padre me dijo, en voz alta para que todos los familiares e invitados lo escucharan, con el más candoroso orgullo:

—He oído decir que te van a nombrar de Juez. Cuidadito con aceptar puestos públicos, porque te enseñas a ellos y te morís de hambre pegado a la teta. Yo ya te tengo trabajo. Mañana mismo me demandas a ese bribón de José que se está apoderando de la finca y se la va a robar toda. ¡Ahora con vos sí se fregó (lo dijo con j) ese bandido! Muy por la mañana se pone a la obra, mijo.

Y miró a los presentes con cara de satisfactoria y orgullosa autoridad, agregando:

—A mí no me gustaba el tal estudio de leyes porque sé que acabarás en ladrón. Mejor hubiera sido Medicina pa que te llenaras los bolsillos de plata recetando. Pero ya que no fue así, a trabajar honradamente, mijo, que en la vida lo único que vale es la honradez.

La finca de mi padre, dos mil cuadras de potreros, había sido cortada por la carretera en un lejano rincón dejando aislada no más de una cuadra de barrancos estériles sobre uno de los cuales José, un viejo trabajador de esos lados, había construido un humilde caidizo bajo cuyo techo se había albergado con su María y sus nueve Josecitos descoloridos, desnutridos y carisucios. Desde entonces el pobre hombre no fue más José sino que se le siguió llamando El Colono de la Hacienda, algo así como si se tratara de un verdadero y peligroso bandido, y contra su humilde existencia se dirigieron sistemáticamente todas las iras adulatorias de los mayordomos, administradores, vaqueros, contra vaqueros y mantecos del predio.

Papá siempre fue de armas tomar y cuanto ordenaba era para que se cumpliera. Así que, muy a las siete de la mañana del día siguiente al de mi llegada, empezó a tocar en la puerta de mi pieza recordándome:

—A trabajar, jovencito, que ya va a ser hora de que abran los juzgados. Levántese y póngase a hacer la demanda para que ese maldito colono sea echado a los infiernos con sus corotos. Upa, mijo, a ver qué fue lo que aprendió en Bogotá.

No hubo otro camino que el de obedecer. Me levanté, me bañé, desayuné y salí presto para... el juzgado? No, precisamente. No fue para tal sitio hacia el cual me dirigí, ni menos para el lugar donde podría confeccionar la demanda. Fue para la librería de mi pueblo a adquirir, rojo de la vergüenza, algo que me indicara el modo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de obrar pues, a la verdad, yo acababa de abandonar la Universidad después de un lúcido grado y con tesis laureada, pero sin saber absolutamente nada de todo aquello que mi flamante diploma, adornado con estrellas de papel dorado y cintas tricolores, estaba afirmando que yo sabía. Ese cartón, de casi un metro cuadrado que mi madre había colgado con amor en la pared de mi cuarto en el lugar más visible para los visitantes, y que había traído con dificultad y estorbosamente en un tarro de lata, me hacía, en la memoria al salir yo de casa aquella mañana, unas terribles muecas como si se tratara de una patente de corso.

No recuerdo qué fue lo que le compré al librero, pero sí creo que era algo así como el Abogado en Casa, o el Manual del Perfecto Abogado, u otro libraco por el estilo. Y ya con mi insustituible, verdadero y auténtico asesor jurídico bajo el brazo, me puse a la obra de elaborar la demanda contra el Colono José.

Pletórico de orgullo, rebosante de sabiduría y omnipotencia, dejé el libelo de mi petición sobre la mesa de la Secretaría del Juzgado de mi pueblo, sin que me dignara esperar palabra alguna de los "empleadillos" de aquella oficina. Convencido de que se trataba de una verdadera pieza jurídica, no hubiera siquiera concebido para ella réplica alguna. Porque en forma inteligente y sapientísima había llenado los NN del modelo y cambiado de éste algunas frases, teniendo sí buen cuidado de que no se fuera a perder el sentido de la solicitud. Además, poseía la secreta esperanza de que nadie más que el autor y yo conocíamos el libro que me había servido de mentor.

—Pusiste la demanda, hijo? Fue el saludo que me dio mi padre cuando llegué a casa aquel día a almorzar, después de mi brillantísima jornada.

—Sí, papá, le respondí. Y agregué para infundirle confianza en su sabio retoño: — Ya verás cómo triunfará la justicia.

Antes de regresar al Juzgado a conocer el curso que hubiera seguido mi solicitud, y que yo no dudaba sería el de satisfacer plenamente los deseos de mi padre, quise ir a practicar una personalísima inspección ocular en el lugar materia del litigio. Le comuniqué la idea a mi padre y, habiéndola hallado lógica, la aprobó dándome con qué pagar el valor del carro para llegar hasta la hacienda. Y ya en los barrancos ocupados por el Colono, que yo recordaba perfectamente pues por allí me había criado, me acerqué a la choza de José, como quien dice nada menos que el cuerpo del delito, a la boca del lobo, a ese lugar terrible que había formado la imaginación aduladora de mayordomos y mocheros. Y lo hice a pesar de las advertencias siniestras que se me hicieron y las solicitudes de que pusiera mucho cuidado con el colono pues mi vida corría el mayor de los peligros.

María salió a recibirme más abotagada que nunca, amarillos los cachetes, hundidos sus ojos ictéricos, inflado su vientre con el anuncio de un próximo nuevo Josecito, un mugriento pañuelo atado alrededor de su cabeza y un hilachento delantal tratando de cubrir su miserable traje.

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—¿Está José?— fue casi mi saludo para la pobre mujer que mostraba sin recato la franca y sincera alegría de ver al hijo del patrón después de muchos años de ausencia.

—Sí, dotor Oclides. El probe está acostado hace más de ocho días con la calentura. Y nian hemos tenido con qué tráele una medecina. Perú eso qué: Yo lidiando ese redrojo de muchachitos tampoco puedo moveme. Prosígase pa dentro, dotor, que el pobre se va a poner muy contento de velo. ¿Si acuerda cuando usté estaba chiqui quiban con José a pescar lángaras a la quebrada del Playón? El nuace más que pensalo y acordase de cómo lo quería usté.

—Muchas gracias, señora. Yo sólo vengo hasta aquí a notificarles... empecé a decir. Y luego, observando el interior de la casucha, mirando el apagado fogón sin ollas, los niños hacinados unos sobre otros jugando con tierra en el alero como buscando algo que comer entre la basura, y sintiendo que el dolor que me producía el cuadro que tenía ante mí me convertía en un fracaso como abogado, terminé diciéndole a la buena mujer:

—Yo venía a ver cómo arreglamos esto del terreno que ustedes tienen cogido, es decir, cómo hacemos para escriturárselo a José porque mi papá desea que ustedes se queden con él y siembren sus maticas.

Realmente la pobre mujer no entendió mi discurso. Papá jamás había notificado nada a José y, a la verdad, tampoco se había mortificado por la presencia del colono allí. Pero los encargados de la hacienda habían creado tal conflicto con su chismografía, que la cosa había tomado proporciones tremendas ante vecinos y trabajadores. ¿Que una res aparecía en la carretera? José, de perverso, había abierto el portillo. ¿Que faltaban unas estaciones en el alambrado? María se los había robado para leña. Que la puerta de un potrero había sido hallada de par en par? Los muchachitos de José con su maldita sacadera de agua por la quebrada de Paloblanco. Que a papá lo matarían si iba a la finca! Que papá echaría al colono!, etc.

María, entonces, ante mis palabras abrió mucho sus ojos hundidos por el hambre y me respondió como idiotizada:

—Pero si nosotros no nos vamos a robar esto. Esas son mentiras que le han llevao a su papá. Lo que pasa es que antes naide nos había dicho nada y ahora no tenemos pa onde inos. Pero entualito se alivie el pobrecito es seguro que manque sea pa debajo de un puente nos iremos.

—No se trata de que se vayan, María. Es que les vamos a regalar el pitico de tierra. Se lo vamos a escriturar. Vea, yo pago los derechos del notario, y tenga les dejo estos pesos para que compren algún mercadito y remedios para José — terminé diciéndole y entregándole lo que papá me había dado para pagar la carrera del automóvil.

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Sin esperar las gracias de la mujer, subí nuevamente al vehículo para el regreso, ante el asombro del chofer que parecía no poder creer que el diablo de cuando en vez también hace hostias.

Comuniqué a mi padre lo resuelto por mí, y el noble viejo, generoso como lo fue siempre, me dijo algo que después he comprobado como si me lo hubiera escrito un oráculo infalible:

—Hijo, me alegro mucho del resultado de tu primer pleito, pero... hijue los diablos si vas a perder hartos en esta vida, porque por aquí los demandados son casi siempre Josés, y resultaste de muy buen corazón para litigar.

Por la noche me paseaba por las callejuelas del parque de mi pueblo escuchando la retreta que ejecutaba la banda oficial y pizpireteándole a las muchachas que yo imaginaba todas pendientes de mi sabiduría, de mi aureola de doctor, cuando se me acercó un modesto servidor del juzgado y, tratando de no ir a ofenderme porque presentía en mí, de acuerdo con lo que dijo el periódico a mi llegada, a uno de los futuros regidores de los destinos de mi patria chica, me dijo zalamero mientras me hacía entrega de la famosa demanda:

—Vea, doctor, lo que se le quedó esta mañana en el juzgado cuando entró. Porque demanda presentada no puede ser, ya que Ud. no está inscrito todavía, ni al libelo acompañó el poder de su papá, ni las pruebas del caso legalmente preconstituidas, ni otorgó la fian...

—Pues claro, hombre —le interrumpí. Por cierto que he perdido el día buscando estos malditos papeles para agregárselos a la documentación y presentar la demanda en regla. Muchas gracias, amigo. ¿Desea que tomemos tinto? — Terminé, tratando de ganarme la voluntad y la sapiencia jurídica de quien con el tiempo vendría a ser el verdadero profesor de mi carrera de Derecho.

Mi primer pleito, en El destino anda en contravía, Manizales, 1970, pp. 25-29.

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Juan Francisco Ortiz

"Nací en Bogotá el 28 de septiembre de 1808 en una casita alta, que hace frente a la iglesia de Santa Inés y forma esquina con la plaza de la Concepción" (hoy esquina suroriental de la carrera 10 con calle 10). Así comienza el capítulo I de las Reminiscencias de D. Juan Francisco Ortiz (Opúsculo autobiográfico, 1808 a 1861), Bogotá, Librería Americana, 1907. D. Miguel Antonio Caro llamó a esta obra "testamento cerrado que el autor guardó para que se abriese y publicase después de su muerte".

D. Juan Francisco Ortiz hizo estudios en los colegios de San Bartolomé y en el de Nuestra Señora del Rosario hasta obtener el título de abogado. Desde temprana edad se dedicó a las tareas periodísticas.

En estas faenas de la inteligencia fue un entusiasta y asiduo colaborador de su hermano D. José Joaquín Ortiz, ilustre publicista y escritor religioso, con quien dirigió el Colegio de Santo Tomás de Aquino. Actuó como presidente de la sociedad que auspició la publicación denominada La Estrella Nacional, primer periódico de carácter literario que apareció en nuestro país en el siglo pasado. Entre los años de 1840, o quizás antes, y 1875 fue un constante colaborador, tanto en prosa como en verso, de la mayor parte de las revistas o periódicos literarios publicados por aquella época en esta capital. En 1848 redactó El Tío Santiago.

D. José Manuel Marroquín, en el juicioso prólogo de las Reminiscencias, escribe lo siguiente:

Era D. Juan Francisco uno de aquellos hombres en quienes mejor se han amalgamado los caracteres y las cualidades propios de los granadinos del tiempo de la Colonia, con las condiciones y caracteres propios de los de la edad presente: así, no es extraño que su libro dé idea de la época de la Independencia y de la subsiguiente, haciendo conocer cómo se pensaba y se vivía en los años a que él perteneció.

Y más adelante nos describe su contextura física de este modo:

D. Juan Francisco fue en todas sus edades muy feo: era de estatura mediana, de carnes un poco abultadas, de color que no compensaba la poca regularidad y la ninguna gracia de la nariz y de la boca. Era tuerto, como Filipo, como Gambetta, como Bretón de los Herreros; pero ese defecto podía mirarse en D. Juan Francisco como un atractivo, pues gracias a él, su mirada, mirada penetrante y como maliciosa, armonizaba maravillosamente con la expresión de toda su fisonomía; y daba a su conversación y a sus dichos una gracia, una intención, un sello característico. De su fealdad puede decirse lo que dijeron los hermanos Margueritte de la de no sé qué periodista: era una fealdad inteligente.

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Como escritor, D. Juan Francisco Ortiz sobresalió por sus artículos festivos y de costumbres en los que se pueden apreciar la jovialidad, la gracia, la naturalidad y la sencillez de su estilo. De su fecunda y muy variada producción intelectual, además de una Relación de viajes a las provincias del Norte de la Nueva Granada, de las novelas Carolina la bella y El Oidor de Santa Fe y de sus célebres Cartas de Piquillo y a Piquillo (breve resumen de los trabajos del Congreso de 1856), nos quedan numerosas poesías, artículos históricos, críticos y políticos y algunas traducciones poéticas, cuentos y leyendas.

D. Juan Francisco Ortiz desempeñó varios cargos de distinción, como el consulado de Colombia en Jamaica. Parece que falleció en la ciudad de Buga el 21 de julio de 1875.

Los capítulos autobiográficos que se publican a continuación hacen parte de la obra que mencionamos al principio de esta nota.

Opúsculo autobiográfico XXII

Terminado el curso, tratóse de que recibiéramos el grado de bachilleres en filosofía; pero siendo muchos los alumnos, se dispuso acertadamente que se nos confiriese a todos a una misma hora. Esto facilitaba la operación.

Cierta noche (no recuerdo la fecha) nos presentamos todos los recipiendarios vestidos de hopa y beca en la sala de la Universidad: un estudiante ocupó la tribuna y echó un discursejo en latín que nadie entendió: el P. Rector tocó la campanilla, y todos nos arrodillamos ante un Crucifijo que había sobre una mesa. Los Padres empezaron a rezar en latín, en alta voz, para que repitiéramos cierta cosa que después supe que era la profesión de fe católica, y la promesa de sostener semper et ubique las doctrinas del Sol de las Escuelas, del angélico doctor Santo Tomás de Aquino.

Así que acabamos de rezar el Credo y otras oraciones, el P. Rector se puso en pie, nos echó la bendición y nos roció agua bendita con el hisopo; y hétenos aquí hechos bachilleres como quien bautiza negros.

Un jovencito que escribía regularmente, que sabía cuatro palotes de latinidad, que había cursado bien o mal lo que llamaban matemáticas y física, tenía abierta la senda para abrazar el estudio de las leyes, de la teología o de la medicina. Yo prefería este último como más positivo; pero mi padre se opuso, y sólo por obedecerle, por darle gusto, aunque con la mayor repugnancia, tomé en mis manos Las Instituciones del emperador Justiniano, y las Definiciones del Cujacio.

El ya citado doctor Pablo Francisco Plata, que ocupaba una silla en el coro metropolitano, fue mi catedrático. Mi padre me refirió que el Dr. Plata llevaba dieciocho años de enseñar Derecho civil romano. En todo el año no salimos de los dos títulos De justitia et jure y De rerum divisione et de acquirendo earum dominio.

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Entre tanto adelanté mucho en el latín y en el francés y empecé a tomarles cierto saborcejo a la lengua y literatura españolas, a las cuales he sido desde entonces muy aficionado.

Al fin del año la clase debía presentar examen, y el Dr. Plata, por distinguirme, me encargó la resunta. Pasé a su casa a que me la dictara, como me lo había prevenido; pero se gastó el tiempo hablándome de las propiedades que tenía en el Socorro. Mandó que me trajeran de refrescar y me despedí sin haber escrito una línea. Al otro día sucedió lo mismo, y lo mismo en los siguientes. El dulce de durazno ¡exquisito, soberbio!, y la resunta sin empezar. Al cabo de una semana díjome una tarde, después de refrescar, se entiende: no tengo tiempo para dictar nada, escriba usted lo que pueda que yo lo corregiré. A la tarde siguiente me presenté con dos pliegos de manuscrito puestos en limpio, y en una letra tan clara que podía leerla un ciego. El buen canónigo se caló los anteojos, se acercó a una ventana, y empezó a leer. De cuando en cuando se detenía para exclamar: ¡Hum! ¡Muy bien! !Sí, mi señor! ¡Esta era la idea! En suma, mi ensayo le pareció bien, y me mandó que lo recomendara a la memoria y volviera dentro de tres días para enseñarme la recitación.

La sala del canónigo estaba llena de prebendados y dignidades, cuando llegué a que me ensayara la resunta. La recité con desembarazo, y dijeron todos, sin duda para animarme, que estaba magnífica. El canónigo Guerra me hizo correcciones muy juiciosas, y desde aquella tarde trabamos una buena amistad que dura aún después de su muerte, "porque la muerte no rompe los lazos que unieron entre sí a los vivos, antes bien los estrecha de un modo indisoluble", como dice D. Manuel José Quintana.

XXVII

Volviendo a la pesada relación de mis estudios, añado que presenté examen de derecho civil, y obtuve el primer premio, en competencia con jóvenes tales como Mariano Ospina, ex presidente de la Confederación, Aquilino Álvarez, José Vicente Martínez y otros varios.

Cursé segundo año de derecho civil, bajo la dirección de los Dres. Miguel Tobar y Alejandro Osorio, y terminé el curso de derecho canónico, por la obra de Cavalario, siendo mi catedrático el Dr. Nicolás Quevedo. Estudié derecho de gentes con los Dres. Ignacio Herrera y Francisco Pereira, por la obra de Vattel. Quiso el Dr. Pereira que el examen anual de su clase se dedicara al Sr. D. Joaquín Mosquera, vicepresidente de Colombia, y tuve el honor de arengarle, llevando la palabra a nombre de mis compañeros. A poco me confirieron el grado de bachiller en leyes, y mi buen padre, que concurrió al acto, salió gustosísimo con mis adelantos.

Destituido de su destino en la Corte de justicia, por desafecto a la política de Bolívar, se hallaba mi padre pobre, y me vi en la necesidad de solicitar un empleo, a mediados de 1831, para socorrer a mi familia con mi trabajo. Entré a servir en la

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Secretaría de Relaciones Exteriores, en la plaza de archivero, con seiscientos pesos anuales de sueldo. Estaba de Secretario mi maestro de filosofía, D. Félix Restrepo, y seguí sirviendo en el mismo despacho a órdenes del Dr. Francisco Pereira, de D. Alejandro Vélez y D. Lino de Pombo.

Así fuimos pasando la vida algunos años, y mi padre no cesaba de instarme a fin de que coronase mi carrera obteniendo el grado de doctor y recibiéndome de abogado de los tribunales de la República; me resolví, por último, y habiendo pedido una licencia de tres meses para separarme del destino, me encerré en casa a repasar la obra de D. Juan Sala, una parte del Cavalario, el Manual del abogado, por Escriche, y a imponerme en las leyes de procedimiento civil y criminal. El 23 de noviembre de 1833 me presenté a examen en la Universidad, y salí aprobado con plenitud: me confirió el grado de Licenciado y Doctor en jurisprudencia el Dr. José Joaquín García, rector de la Universidad, y me examinaron los Dres. Ignacio Herrera y Vicente Azuero, siendo Secretario el Dr. Alejandro Osorio. El 2 de diciembre siguiente me examinó en la Academia de Abogados el Dr. José Joaquín Gori, y salí con lucimiento.

El 3 del citado diciembre me presenté a la Corte de justicia, presidida por el Dr. Romualdo Liévano, compuesta de los ministros Manuel Antonio del Cantillo, Francisco Morales y Francisco de Paula López, siendo Secretario el Dr. Gregorio de Jesús Fonseca, y fui recibido de abogado, después del examen de costumbre y de haber hecho el memorial ajustado de los autos que se me entregaron, veinticuatro horas antes, en vista de los cuales extendí un borrador de sentencia.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 140, Bogotá, 1º de septiembre de 1972, pp. 8-10.

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Joaquín Antonio Uribe

Para complementar el boceto autobiográfico del eminente naturalista D. Joaquín Antonio Uribe que se reproduce en estas páginas hemos de acudir, de modo imprescindible, al estudio del ilustre escritor Emilio Robledo acerca del personaje que ahora nos ocupa y que precede a la hermosa obra Cuadros de la naturaleza (Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, vol. 44, Bogotá, 1937).

Emilio Robledo considera justamente a D. Joaquín Antonio como un "verdadero poeta de la naturaleza" y anota: "Desde su más tierna infancia tuvo afición a la naturaleza y deseaba arrancarle sus secretos. Siendo muy niño, permanecía horas enteras observando la marcha ordenada de las hormigas y deseaba continuamente saber el nombre de las plantas y animales". En cuanto a los rasgos fisonómicos del célebre educador antioqueño, el mismo Robledo nos dice lo siguiente:

Don Joaquín Antonio Uribe es hombre de estatura regular y de complexión robusta. Los semblantes del rostro indican en él un individuo franco y sin doblez. Su conversación es agradable, y aunque se expresa con timidez, suele salpimentar sus conceptos con cierta dosis de ironía que se transparenta muy a menudo en sus escritos.

Como escritor, D. Joaquín Antonio Uribe colaboró asiduamente en el Repertorio Municipal de Sonsón y fundó y sostuvo a su costa la hoja periódica llamada Capiro," que gozó de merecida fama por la corrección del lenguaje con que se escribía, y por los temas de interés que en ella se publicaban". De su meritorio patrimonio intelectual contamos las siguientes obras: Curso compendiado de historia natural (1912), Monografías (1917), Curso compendiado de geografía universal, Flora sonsonesa, El niño naturalista y Cuadros de la naturaleza (en tres series: la primera apareció en 1912, la segunda en 1916 y la tercera en 1920; en 1930 se publicó la edición completa y definitiva). Sin duda alguna, esta última obra es la más valiosa y que debe considerarse como clásica en la literatura colombiana. A nuestro juicio —escribe Emilio Robledo— nada se ha publicado en el país que supere a Cuadros de la naturaleza.

D. Joaquín Antonio Uribe, poeta en prosa de la naturaleza, falleció en Medellín el 3 de noviembre de 1935.

El texto autobiográfico que se publica a continuación lo hemos tomado del Repertorio Histórico, órgano de la Academia Antioqueña de Historia (Medellín, núm. 138, marzo de 1937) y él es VII de un conjunto de bocetos biográficos escritos por el mismo D. Joaquín Antonio Uribe sobre sus amigos Dionisio Hernández, Federico Escobar Isaza, Jesús María Giraldo Duque, Luis Antonio Vélez, Rubén Puerta y Bonifacio, Vélez.

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Boceto autobiográfico

Escribo yo mismo este último rasgo biográfico, porque estoy seguro de conocerme mejor que lo que pudiera el historiógrafo más sagaz. Narraré mi vida y milagros con verdad y sencillez como si se tratara de un prójimo cualquiera, observando los preceptos de la severa Clío. Hablé de milagros porque en verdad, he hecho algunos, de los cuales el que me ha acreditado de taumaturgo incomparable es el de no haberme muerto de hambre en 59 años de magisterio en esta queridísima Colombia donde maestro es sinónimo de paria.

Nací el 28 de septiembre de 1858 en el lugar que su fundador llamó San José de Espeleta de Sonsón, hijo de Lorenzo Uribe Botero y Ana Joaquina Villegas. Mi padre fue hijo de Ramón Uribe González, que lo fue de José Vicente Uribe Echeverri, que lo fue de Francisco Uribe Martínez, que lo fue de Martín Uribe López de Restrepo, que lo fue de Martín de Uribe Echavarría, español, que lo fue de Juan de Uribe Echavarría, que lo fue de Francisco de Uribe, vecino del Valle Real de Lenis, en Guipúzcoa. Conste que esta genealogía no tiene más razón de ser que aumentar la longitud y latitud de este autoboceto, ya que carece en absoluto de profundidad. No me ufano de mi origen vizcaíno; si mi primer antepasado conocido, en vez de ser un labrador vascongado, hubiera sido un cazador maitamá de las orillas del Arma, no hablara yo con menos respeto de su memoria.

Mis maestros, a quienes, ya hoy anciano, recuerdo y amo sinceramente, fueron: En Sonsón: Dn. Nicolás Henao Jaramillo, quien me enseñó a leer, y trazar letras y las cifras numéricas; Dn. Epifanio Botero, con quien aprendí lo que manda el pensum de las escuelas primarias; Dn. Januario Henao, doctor José Joaquín Jaramillo y Dn. José María Restrepo Maya, con quienes hice todos los cursos de segunda enseñanza.

En Medellín: Entré en la Escuela Normal en los primeros días de 1874 y me abonaron varias asignaturas que cursé en Sonsón.

Tuve allí los siguientes profesores: Dn. Christian Siegert, de Geometría, Francés, Pedagogía, Historia natural e Historia profana.

Don Gustavo Bothe, de Pedagogía, Geografía y Aritmética superior. Dr. Ramón Martínez Benítez, de Religión. Dr. Fernando Vélez, de Español. Dn. Demetrio Viana, de Contabilidad. Dn. Julio Viteri, de Música. Dn. Martín Gómez, coronel del ejército, de ejercicios militares.

Como estudiante fui siempre mediocre, nunca desaplicado. Mis mermas en cuanto a entendimiento y memoria, las suplía mi voluntad. Con el esfuerzo constante y la emulación, logré que mis compañeros no me dejaran a la zaga en la Normal, pues casi todos eran más inteligentes que yo, valga la verdad.

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Desde que obtuve mi diploma [20 de noviembre de 1875], me di a la enseñanza porque tenía vocación para ella. Creo que Federico Escobar Isaza, Jesús María Giraldo Duque y yo éramos, de los "siete", los que teníamos más inclinación al magisterio.

He enseñado cincuenta y nueve años, así:

Escuela Primaria: Medellín (1875); Retiro (1876); Salamina (1894 y 95). Escuela Superior: Rionegro (1891); Salamina (1893). Colegios: Sonsón (1879, 1881 a 1890, 1892, 1902 y 1903); Caldas (1917 y 18); Granja de Fontidueño (1920 y 21). Liceo Antioqueño: (1907 a 1917).

Lecciones Particulares: los intermedios en los años anotados hasta hoy.

Dije que me formé con vocación para institutor. Expondré algunas de mis ideas propias. No es cualquiera maestro, aunque sea un sabio, como tampoco será poeta un orador, pintor o músico; se necesita para ello un don especial, emanado de Dios, que no se adquiere leyendo libros de pedagogía o arte de enseñar. Por estos andurriales hay gentes que ejercen la profesión, siendo incapaces, atenidos a que han oído mencionar y saben, de memoria nombres como Pestalozzi, Rousseau, Locke, Campe, etc. No es músico el que oye tocar una sonata de Beethoven; ni poeta el que sabe recitar una décima de Calderón, ni pintor el que tiene en su casa la reproducción de un cuadro de Rubens.

Lo que se necesita es amar a los niños y saber dirigirlos, educarlos, instruirlos. La mujer es siempre mejor institutora que el hombre, porque Dios le ha confiado la misión de criar a sus hijos.

Y se acabó mi autobiografía. Para empresa semejante no se necesita sino narrar en lenguaje sencillo todo lo que es verdadero y de importancia relativa. Así quedará satisfecha la severa Clío, musa de la Historia.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 175, Bogotá, 1º de agosto de 1975, pp. 25-26.

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Jorge Isaacs

El género epistolar mantiene directa relación o familiaridad con el autobiográfico, como lo podemos comprobar con los documentos que se publican en esta entrega de Noticias Culturales. Mario Carvajal, autor de la obra Vida y pasión de Jorge Isaacs (Manizales, 1937), anota lo siguiente:

Isaacs gustaba de escribir a sus amigos cartas, largas cartas de confidencia, cálidas, fervorosas. En un epistolario completo del poeta podría seguirse la línea ondulatoria de sus días, que a veces sube como una llama en escala de luz y a veces cae vencida, como una cuerda oscura sin punto de apoyo en el espacio. Allí, en crisoles dormidos, se guarda la historia de su alma. Basta acercar a ellos la llama de la nuestra para que el depósito sagrado torne al calor que fue ley de gloria y desventura en su vida.

Lo anterior, sin perder de vista que María es una obra de carácter autobiográfico en toda la plenitud de la palabra. A este propósito, el maestro Rafael Maya dice que "es un documento autobiográfico de sinceridad irrecusable. Isaacs —y al nombrar al autor hay que entender que se trata del protagonista— quiso confesarse en voz alta, según el estilo de la época, y darle al lenguaje la trémula ansiedad de los desgarramientos interiores".

Jorge Isaacs falleció en Ibagué el 17 de abril de 1895.

Las fuentes autobiográficas que aparecen a continuación las hemos tomado de la biografía de Mario Carvajal mencionada al comienzo de esta nota. La primera corresponde al texto completo de una carta dirigida por Isaacs, el 2 de diciembre de 1874, desde su hacienda de Guayabonegro, en el Valle del Cauca, a los señores Ramírez y Rivera, en Popayán. Y los fragmentos de las cuatro restantes corresponden, en su orden, a comunicaciones dirigidas a las siguientes personas: a D. Adriano Páez (21 de octubre de 1877); a Luciano Rivera y Garrido (Bogotá, 4 de abril de 1870); al Dr. Leonardo Tascón (Bogotá, 30 de junio de 1886) y al mismo Dr. Leonardo Tascón (Ibagué, 26 de noviembre de 1891).

El retrato de Isaacs se encuentra en el álbum de dibujos originales de Alberto Urdaneta. En la página derecha del álbum, a un lado del retrato, aparece la firma del autor de María, estampada en octubre de 1884, y en la página izquierda, unos versos autógrafos del mismo Isaacs, que dicen:

Y vago de la vida en el desierto, joven el alma, el corazón ya muerto!

Autobiografía

Nací en el Estado del Cauca (basta eso) el 1º de abril de 1837. Fueron mis padres: el señor Jorge Henrique Isaacs, súbdito inglés, que solicitó carta de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República naturaleza en Colombia a la edad de 20 años, y la obtuvo del Libertador en 1829; la señora Manuela Ferrer, colombiana de nacimiento.

Recibí instrucción primaria en una escuela de Cali y en otra de Popayán (la del señor Luna). En 1848 empecé a estudiar en Bogotá en el colegio del Espíritu Santo, del doctor Lorenzo María Lleras; más tarde cursé también en San Buenaventura y San Bartolomé.

En 1864 publicaron un tomo de versos míos los miembros de la sociedad literaria que aún tiene el nombre del "Mosaico" y de la cual eran los miembros más notables los señores José María Samper, Ricardo Carrasquilla, José María Vergara y Vergara, Salvador Camacho Roldán, Manuel Pombo, José Manuel Marroquín, Eugenio Díaz y David Guarín.

En 1867 se hizo la primera edición de la novela María, la segunda en 1869, etc., etc.

En 1867 fui redactor de La República, periódico que se fundó por la fracción moderada del antiguo partido conservador. Durante los primeros meses en que estuve dedicado a estos trabajos, como desde 1864, fui colaborador de varios periódicos literarios.

Cuando redacté La República creía aún posible poner de todo en todo la fracción avanzada del partido conservador al servicio de la república democrática. En 1868 y 1869, siendo diputado al Congreso Nacional, obtuve el doloroso desengaño y empecé a ser víctima de la demagogia ultramontana y de la oligarquía conservadora. Se me había educado "republicano" y resulté ser soldado insurgente en las filas del partido conservador. Ahora puedo explicarme eso satisfactoriamente.

En 1871 y 1872 desempeñé (a satisfacción del gobierno nacional) el consulado de Colombia en Chile. Colaboré, ya con escritos literarios, ya con otros de diferente clase, en algunos diarios y periódicos chilenos y argentinos.

En 1872 (noviembre), a pesar de haberme instado el poder ejecutivo nacional para que permaneciera en Chile dos años más, insistí en dejar tal empleo, después de haber terminado los trabajos que el gobierno me había dado instrucciones para concluir, convenciones, etc.

Desde febrero de 1873 hasta hoy he vivido consagrado a los trabajos de agricultura en el Valle del Cauca.

Nada que me satisfaga he podido aún hacer en bien y honor del país donde nací, nada que merezca la gratitud de mis compatriotas; pero todavía me halaga la esperanza y a veces creo tener fuerzas para esperar un mejor porvenir (...).

Adición. Agreguemos algo, por si es útil a este triste examen de conciencia.

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Desde abril de 1860 hasta diciembre del mismo residí en la capital del Estado de Antioquia y en los pueblos del sur, y en Sonsón.

Regresé al Cauca en 1861, con motivo de la muerte de mi padre y, por haberlo ordenado él así, hube de hacerme cargo de sus intereses hasta 1863. Manejando sus haciendas en aquella época escribí en las veladas los dramas que conservo inéditos y varias de las poesías publicadas por la sociedad del "Mosaico".

En 1864, al regresar de Bogotá, serví durante un año, hasta octubre de 1865, el destino de subinspector en las tierras de La Castilla y riberas del Dagua. Entonces hice los borradores de los primeros capítulos de María, en las noches que aquel rudo trabajo dejaba libres para mí. Perdida la salud en esos climas, volví a Bogotá en 1866. * * *

Empecé a ser soldado en 1853; tenía a la sazón dieciséis a dieciocho años, y batallé en la campaña que se hizo en el Cauca contra la dictadura de Melo.

La revolución de 1876 me sorprendió, o mejor dicho, me encontró haciendo preparativos contra ella en los municipios del norte del Cauca, según el plan acordado con el doctor Conto. Tomado el norte del Cauca por los revolucionarios, no pude regresar al lado del presidente Conto; atropellando todo peligro y dificultad, fui a poner en conocimiento del doctor Parra la fuerza efectiva con que contaba la revolución y el carácter que asumía. Mucho sirvió eso. Volví a salir de Bogotá el 5 de agosto, después de cuatro días de permanencia allí; atravesé por en medio de enemigos desde las orillas del Magdalena hasta Tierra Adentro; transmonté la cordillera; el 23 de agosto estaba ya en Cali, pudiéndole comunicar al coronel Vinagre Neira la orden del doctor Parra para combatir en "Los Chancos" con los Zapadores, y ya antes había logrado avisarle al general Trujillo, desde el Valle del Tolima, que no debía combatir hasta la llegada de la Guardia Colombiana a su campamento; el 31 de agosto me batí como capitán del "Zapadores" en la batalla de "Los Chancos". Cuando forcé el paso de Otún, el 13 de noviembre del 76, con dos batallones de la tercera división y el "14 de María", para que pudiera efectuarse el movimiento que desconcertó a los defensores de las riberas del Otún, pasando el ejército por las montañas del Nudo, era sargento mayor y jefe del estado mayor de la tercera división del ejército del sur.

Hice la campaña por la banda occidental del Cauca con el general Payán (ya me era hostil el general Trujillo, porque conocía mi adhesión a Conto, por cuyas venas corre la misma sangre que en las mías), y terminé la campaña con la recuperación de Popayán el 26 de abril de 1877. Volví fervoroso a la tarea de la instrucción pública sin quitarme la blusa de soldado, única riqueza que saqué de la campaña.

* * * Yo era aún niño cuando me enamoré. Mi novia era una muchachita de catorce años, fresca como los claveles del Paraíso, y tímida como una cuncuna recién

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República aprisionada. Yo era todo corazón (y así moriré) y ese corazón era todo, todo de ella. Aquella mujer tan pura y amorosa era mi sueño de todas las horas, mi sueño de los dieciocho años, vivo, encarnado por un milagro. Después... vino la guerra. Año y medio estuve ausente. Los desastres de intereses de mi familia por la muerte de mi padre, me dejaron sin camino y sin porvenir. Tomé la primera senda enmarañada que se presentó. En 1864 dijeron en Bogotá que yo era poeta. Un año cruel pasé después en los desiertos del Dagua. Dos años más, ausente de mi tierra, de junio del 66 a junio del 68. Ahora hace quince meses que estoy aquí lleno de fe ardiente, de valor para soportar penas y vigilias sin número, de juventud eterna en mi alma, de esperanza para lo porvenir.

* * * Semanas después de haber vuelto a Bogotá, supúseme que podía revivir un contrato para la explotación de hulleras en la Costa Atlántica. Preocupóme el deseo de no perder las penalidades que me costó descubrir y estudiar las de Aracataca. Supe desde 1882 los puntos de la costa guajira en que hay otras carboneras ricas, y sé, también, que las hay ricas por extremo en el Golfo de Urabá. Se dificultó mucho hacer un contrato, porque se me adosaron personas antipáticas para el general Campo Serrano: él deseaba celebrar el contrato conmigo, pero conmigo solo. Así quedó concluido el 24 de junio, como lo verá usted en el Diario Oficial. El gobierno asió de esta manera la oportunidad de convertir en rica fuente de riqueza para el país la explotación de las carboneras en la Costa Atlántica, y acaso tuvo presente también la circunstancia de que yo hallé las que mencioné antes, y de que yo, y no otro, sabía dónde estaban las otras.

Esta empresa es de gran magnitud y de éxito asegurado, según los apoyos que en los Estados Unidos y en París tendré. Necesito recorrer de nuevo los puntos de la costa donde están las carboneras y estudiarlas completamente: hecho así, será preciso, tal vez, ir a Nueva York, según opina el agente poderoso que tendré allá. Será un año de dura labor, de esfuerzo; pero el buen resultado es seguro.

Para emprender los trabajos, viajes, etc., iniciales, es preciso procurarme $ 5.000 a $ 6.000, y eso me retiene aquí aún; será preciso, en cambio de tal suma, dar y asegurar buenas ventajas; así lo haré con toda mesura.

Necesito descansar dos meses en Ibagué con mi familia: estoy muy flaco y fatigado; en ese tiempo concluiré aquel libro, como lo dije antes.

* * * Sé cuánto le complacerá saber que he coronado felizmente la durísima labor a que he tenido que consagrarme desde 1882, y creo poderle comunicar pronto que el éxito que me tienen anunciado desde París los señores R. Samper y Cía. está obtenido; que ya no estaré detenido, confinado con mi familia en este lugar de penalidades para nosotros en once años, donde sólo de tiempo en tiempo he podido pasar unos meses, batallando por la vida lejos de aquí, casi hasta caer muerto.

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Mi salud se quebrantó mucho en los últimos 22 meses. Contraje una afección palúdica que ha sido muy difícil y arriesgado vencer. Me siento ya mejor de las dolencias físicas; las del alma no son temibles porque está vigorosa y entera.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 137, Bogotá, 1º de junio de 1972, pp. 16-19.

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Felipe Lleras Camargo

Discurso autobiográfico

Alguna vez en mi inveterado e incorregible oficio de periodista, el que más tiempo he ejercido entre otros muy disímiles en los que he gastado luengos años de mi movida existencia, le hice un reportaje al maestro Baldomero Sanín Cano, acaso el único que en Colombia ha llevado con propiedad ese título, que hoy se le otorga a un asentador de ladrillos y muchos emborronadores de cuartillas y facedores de versos sin ritmo ni medida, condición esencial ésta de la poesía de todos los tiempos. Al día siguiente de la entrevista, Sanín me enviaba una epístola escrita con su clara y elegante letra inglesa y en la que decía: "desde que leí su reportaje, me estoy palpando a mí mismo para saber si soy el que usted ha descrito con tan inexhausta bondad".

Yo podría decir lo propio ante las palabras de mi viejo amigo el señor Presidente de la República. Una amistad sin sombras ni fronteras que nos une desde hace casi medio siglo. Y ante las del fundador y director de este periódico, el doctor Luis Carlos Londoño Iragorri, ejemplar hombre de empresa, liberal sin reservas y caballero sin segundo, quien ha colmado el grande anhelo de mi vida: morir al pie, ya no de un chibalete, de un linotipo o de una desvencijada prensa plana, instrumento con que combatí en mi diario Ruy Blas en mi ardorosa juventud, sino a la hora del alba, al exhalar el último suspiro, escuchando el jaleo potente de la majestuosa rotativa, perfecto símbolo del acelerado vivir contemporáneo. En cuanto a la condecoración máxima de Colombia, destinada a premiar las hazañas de los héroes o los servicios de los ciudadanos, la recibo con emocionada gratitud y con sencilla humildad.

El rito de esta ceremonia me huele tanto a patriarcado, del cual me hallo muy lejos. Porque los patriarcas deben poseer atributos en abundancia. Yo apenas soy un modesto artesano de la prensa, que después de tanto trajinar en estos menesteres he llegado a adquirir cierta destreza en el manejo de la pluma, pues como soy alérgico a la mecánica, no conozco los secretos de la máquina de escribir.

Por lo que se refiere al ejercicio de las virtudes teologales, no le encuentro ningún encanto, sólo reconozco ser fiel a tres de ellas, de las que no estoy muy seguro de que figuren en el catálogo, pero lo que sí es verdad es su poca cotización en la implacable y arbitraria sociedad de consumo. La responsabilidad ha sido la razón de ser de mi desempeño en diversos cargos; la honestidad, basada en cierta repugnancia, que me viene de raza por el dinero que Papini llamó "el estiércol del diablo", y la lealtad al Estado, al partido o a la empresa a que esté consagrado. En eso tengo algo de la fidelidad del perro Terranova, tal como la de mi abuelo, el insurgente don Lorenzo María hacia su protector y jefe, el Hombre de las Leyes.

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Siempre me he empleado a fondo en el quehacer escogido, así, cual aprendiz de conspirador, maestro de humanidades, misiones diplomáticas, o andanzas de alegre y desenfadada bohemia, bajo la influencia de licores iluminantes y la estrella milagrosa de una imagen de mujer en el horizonte.

Todo ello, desaparecido por imperativos vitales, lo conduce a uno a practicar por la fuerza las virtudes burguesas que llevan al patriarcado. Nadie deja voluntariamente el alcohol y las mujeres. Lo que ocurre es que aquél y aquéllas lo dejan a uno.

Entonces se entra en un apacible mundo de serenidad, de indulgencia con los errores y pecados humanos, de piedad para todos aquellos que sufren en el tránsito por la tierra. Me imagino que es algo así como una antesala del prometido reino de los cielos.

En este caso mío, tengo que agradecer el anticipo de la consagración terrenal que me llega, proveniente de la magnificencia de quien la otorga, dejando de cumplirse la verdad de la frase de quien dijo que la gloria es el sol de los muertos. No es para mí este trofeo, que corresponde a la ideal compañera de mi vida. Que esta cruz sea compensación de los pesares que pueda haberle ocasionado, la manera de ser como he sido y como seguiré siendo, porque el hombre no es dueño de su destino, hasta el encuentro definitivo con la intrusa.

Y como otra de mis grandes debilidades ha sido la de cometer versos clandestinos, con este motivo y a estas horas de la vida he concebido las siguientes: Añoranza de urbes y de puertos, lugares de partida y de llegada, el alba del amor en retirada y las saudades de prohibidos huertos. Y pensar que la gloria acariciada, la frágil hoja de laurel inerte, es tan sólo epitafio en piedra helada ante la certidumbre de la muerte. En tanto que la intrusa colabora al viaje sin retorno hacia la aurora de un mundo más allá, solo le pido lejos del mal y cerca a lo divino, que salve para siempre de mi olvido el romancero que inspiraron ellas, y pueda dialogar con las estrellas bajo el ritmo de un verso alejandrino.

Discurso autobiográfico, en El Valle en la Nación, Nº 263, junio de 1980, pp. 14- 15.

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Ambrosio López Mi biografía

Conociendo el espíritu de partido y la intolerancia de la época, junto con las demás circunstancias y contradicciones que nos dominan, no desconozco las groseras polémicas que se entablan con los hombres cuando libremente, sin ofender a determinada persona, manifiestan sus opiniones. Estas consideraciones, son pues las que me inducen a escribir mi biografía, para decirme yo mismo lo que acaso puedan enrostrarme los que se recientan, porque no digo que todo lo que hacen los rojos violentos es bueno.

Vamos pues. —Nací en esta ciudad de Bogotá a 9 de diciembre de 1809. —Mis padres Jerónimo López natural de Bogotá, maestro de sastrería, mi madre Rosa Pinzón natural de Vélez, chichera i panadera: estos han sido mis padres: en mi mano no estuvo elejirlos, el cielo i la naturaleza tuvo a bien dármelos, i yo estoi contento con ellos, porque de otra suerte habría sido un torpe.

No describo el orijen de ellos, porque como no eran hidalgos de nacimiento ni de alta alcurnia, no tenian árbol jenealójico, ni títulos de nobleza; pero sí estoi seguro que tanto ellos como sus mayores, ni han sido asesinos ni ladrones, ni han causado mal a la patria.

No tengo ni aun el título de prócer de la independencia porque los plebeyos i los descendientes de los plebeyos aunque derramen su sangre a torrentes no gozan de este título, ni de pensiones. El único mérito que tengo, es que mi padre como sastre de los Virreyes, dizque usaba capa colorada, sombrero al tres, calson corto de terciopelo negro i zapato con evilla de oro. Alego en mi favor este mérito, porque hai democratas que hacen mérito de que su padre fué oficial del Rei. Así pues, queda demostrado, que aunque soi liberal conservador, no puedo ser jamás godo, ni que se me injurie como á tal; mas sí debo decir, que si hubiera llegado á poder comprar títulos de nobleza, mi Blason se habría compuesto de una pala, un barredero, unas tijeras i una mucura de chicha, en lugar de palomitas, flores de lis, castillos i leones. —Mui lindo me habría quedado mi escudo de armas, porque todas las cosas se resienten de su oríjen. —Camaradas: una pequeña digresion: no hai que alarmarse, porque digo liberal conservador. —Liberal lo que es bueno, i conservador castellanamente, conservar en cuanto me sea posible la ortodojía, la virtud i la moral.

Vuelvo á tomar el hilo de mi biografía. Aunque nací entre ollas de chicha i botellas de aguardiente, jamas he sido ébrio como ciertos nobles i próceres de la independencia. —Mi educación fué mui triste porque todo en la vida es relativo: á la edad de seis años me pusieron en la escuela de una Señora Doña Josefa Bueno i en otras de la misma catadura, donde pasé seis años sin haber aprendido ni jota, porque el sistema de enseñanza de aquellos tiempos era pésimo i los muchachos salian de la escuela con barbas i á casarse. Doce años i medio tenia

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República cuando me pusieron de sastre donde el maestro Francisco Parada, i me incliné á este oficio porque la cabra tira al monte. Mui contento me hallaba yo con este oficio, cuando sin saber como, le dió á mi madre por casarse con un inglés, y esto me sentó tan mal, que tomé el partido de presentarme de músico en la Brigada de artillería; esto fué a principios del año de 23 cuando el ilustre Nariño, el demócrata por excelencia, tuvo el republicanismo de ir á mi cuartel á sacarme de la carrera que habia emprendido; i manifestándole mi voluntad no me la contrarió. —Cuatro años duré en este cuerpo, i como el jeneral S. me dispensaba algun cariño, me resolví á hablarle de mi licencia, i tomó interés para que se me diera; además, fué siempre mi protector. Del cuartel salí por mi fortuna, con alguna decencia i pasé al comercio. Tuve la oportunidad de conocer el plan de la revolución del 25 i sin embargo de mi ignorancia, no aprobé tan monstruoso atentado. —En 1830 fuí entusiasta por la elección del Señor Mosquera, i de consiguiente hice por ella todo lo que pude. —Por la caida del intruso Urdaneta trabajé, hice varias correrias, ayudé á fomentar una guerrilla i ausilié á mis amigos para irnos á la cabuya de Cáqueza; todo se logró i yo quedé miserable, porque entre contribuciones, correrías i demás gastos malversé mi capitalito i aun quedé debiendo en el comercio.

La ruina fué tal que la ropa decente que me habia quedado como restos de los antiguos resplandores tuve que venderla para sostenerme i emprender algo. — Tuve pues, que abandonar la capita i echar mano por la ruanita, traje con el cual ya nadie me conocía ni menos se acordaba de mis servicios i sacrificios, i solo los artesanos, los de mi círculo, eran los que me servian; de resto los que me habian dado palmadas en el hombro, los que me decían este Lopezitos, tan buen muchacho, tan patriota, tan liberal, todos esos, después que se encaramaron ni mas les volví á ver. —En 1833 cuando la revolución de Sardá, por mi desgracia me hallaba en el canton de Chocontá en compañia de dos hombres de malísimos precedentes; con los cuales me habia juntado por asuntos comerciales, pero ello es que por estar juntado con dichos hombres sufrí una prisión de 15 días. —El jeneral Santander i el Sr. Dr. Rufino Cuervo entónces Gobernador, tuvieron por mí las mayores consideraciones, porque se convencieron de mi inocencia, i el jeneral Santander, tan republicano como fino, me mandó llamar al palacio, me hizo varias demostraciones de cariño, i para probarme que de mí no se desconfiaba, me hizo oficial de la guardia nacional de artillería.

Continué buscando mi vida haciendo samarros de varias pieles, i destilando algunos licores, hasta que en diciembre de 1846 el Sr. Eusebio José Ponce, mi buen amigo, me dió en préstamo i con jenerosidad una cantidad, con la cual volví al comercio i emprendí otros negocios. —Vino la revolución de 40 promovida i adelantada por los inmaculados, por los virtuosos inocentes, por los esclarecidos patriotas; i hablo con franqueza, que en aquella época era progresista como buen santanderista; pero tan luego como yo me desengañé, que los jefes supremos eran unos locos intolerantes, sin plan ni concierto, i que cada uno de ellos era un verdadero traidor i refinado anárquico, tuve entónces que ser por conciencia i por convencimiento ministerial, de lo que no me arrepiento, puesto que para sostenimiento del gobierno presté varios servicios, i el día en que se aproximaban

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República los rebeldes á atacar al gobierno, marché con la compañia que se me confió á vermelas con ellos, como me las he de ver, si fuere necesario, con los que so pretesto de libertad i democracia quieren arrebatar las garantías establecidas en la Constitución i en las leyes.

Después de los desastres de la referida revolución, me he sostenido con el oficio de panadero, i negocios de comercio. —En la administración de Márquez, Herran i Mosquera, he sido nombrado juez, alcalde, capitan de la guardia nacional, sin que se me echaran en rostro estos cargos onerosos, como hoi se me han echado, i se hace alarde tambien de que los artesanos estan figurando, como que si fuera la primera vez que vemos sastres, zapateros, barberos, pintores, &ª. &ª. desempeñando destinos onerosos.

En cuanto á lo que trabajé por esta administracion, muchos saben de donde provenia mi entusiasmo por ella, saben tambien de mis sacrificios i los males que me ha orijinado, i me queda la satisfaccion de que si admití el destino de prefecto, fué porque quisierón darmelo, no porque yo me arrastrara con empeños ni súplicas; i tambien es cierto que si no hubiera sido por pagar 800 pesos que me ví debiendo por causa de la política, tampoco lo habria admitido. Esta no es una conversacion ni un mérito que yo quiera alegar, pues como ya he dicho, los Señores Castro saben lo que sufrí por la política. —Las fiestas del 20 de julio de 1849, me costaron la pendejada de 350 pesos, i sino dígalo el Sr. Julian Gómez, á quien le salí debiendo 250 pesos de la pólvora, i sabe mis angustias i el trabajo que me costó completarle 200 pesos. —Como prefecto publiqué un informe de lo que hice como tal en el territorio que se me confió. —Por último, me dirán que no soi hombre acaudalado, que tengo algunos créditos pendientes: yo trabajaré i los cubriré, porque tengo honor i conciencia; pero no me podrán decir, que he sido ladron, que he pertenecido á las malas causas, que por mi causa han ido hombres al patíbulo; como lo han hecho los próceres de la independencia, que infame y alevosamente han sacrificado hombres como al valiente coronel Vezga, i mi corazon se llena de gozo cuando recuerdo que mis manos no estan manchadas con ningun crímen.

Está pues concluida mi biografía, que equivale á tener los datos para que me ataquen; pero el que se resuelva á hacerlo, saque la cara i no lo haga bajo el velo del anónimo, porque estoi resuelto á contestarle mui duro al que me injurie; i sepan que tengo dos viejos amigos mios que tienen mas de 80 años, que dan mejores noticias que el Juan Flores de Ocaris, es decir, estan al corriente de los robos, asesinatos, adulterios í demas fechorías de los que hoi insultan á los artesanos, no acordándose que proceden de marraneros, de chicheros, panaderos, carniceros, cacagüeyos, i demas cositas, quebrados y requebrados, porque todos quieren ser crespos i ninguno mulato.

Se deduce pues, en mi biografía, que mi oríjen es mui humilde, que he nacido del seno del pueblo como ya lo he dicho, que un hombre de esta catadura, sin ninguna clase de títulos, no puede jamas ser amigo de la aristocracia, ni ménos de la tiranía; pero jamas consentiré por mi parte en la consecucion de un innaudito

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República desórden, que tanto perjudica á los que no podemos resolvernos á robar. Así es preciso convenir, que nuestra sociedad de artesanos, no solo ha caido en ridículo, sino que su descrédito ha llegado á tal estremo, que se cree con fundadas razones que esta asociacion con sus demas hijas, destrozarán una gran parte de nuestra Patria cometiendo toda clase de crímenes.

Fijémonos en esta pequeña reflexion, i mas que todo, en los hombres que se han admitido en nuestra malhadada Sociedad, sin mas precedentes que haber sido revoltosos en 1840, i nos desangañarémos de baldon i deshonra que arrastramos.

Mi biografía, en El Desengaño o Confidencias de Ambrosio López. Primer director de la Sociedad de Artesanos de Bogotá, denominada hoy "sociedad Democrática".

Escrito para conocimiento de sus consocios. Bogotá, Imprenta de Espinosa, por Isidoro García Ramírez, 1851. pp. 9-15.

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José Hilario López

José Hilario López, una de las grandes figuras de la historia colombiana, se distinguió por las dotes de su inteligencia, por sus manifestaciones de valentía y por su decidido amor a la libertad. Desde muy temprana edad abrazó la causa de la independencia, tomó parte activa en los acontecimientos políticos que siguieron a la emancipación y contribuyó en forma preponderante a la consolidación de las nacientes instituciones republicanas.

Como militar de acendrados merecimientos intervino en los combates de Calibío al lado del general Antonio Nariño, Juanambú, Cebollas, Tasines, el Ejido de Pasto y la Cuchilla de El Tambo, donde cayó prisionero y fue condenado a muerte, pena que le fue conmutada a cambio de servir como soldado raso en el ejército español. También participó en las contiendas bélicas de Cúcuta y Apure. En 1823 fue designado jefe del estado mayor y comandante general del Cauca e hizo la campaña del Sur, en compañía del general José María Obando, contra el realista Agustín Agualongo. Con anterioridad había ejercido la jefatura civil y militar de Valencia y la comandancia general de Aragua. En 1830 obtuvo el grado de general.

El general José Hilario López ocupó la Secretaría de Guerra y Marina en las administraciones del general Santander y en la del Dr. José Ignacio de Márquez. Fue consejero de estado; representante y senador en varios congresos nacionales; diputado a las Convenciones de Ocaña y Rionegro; Presidente del Estado Soberano del Tolima y encargado de negocios en Roma. Del 1º de abril de 1849 al 31 de marzo de 1853 desempeñó la presidencia de la República. Durante su gobierno se llevaron a cabo importantes reformas de carácter político y social, entre otras la relacionada con la libertad de los esclavos, la abolición de la pena de muerte por delitos políticos, la libertad de imprenta y la institución del juicio por jurado. Fue, así mismo, el creador de la Comisión Corográfica.

D. Salvador Camacho Roldán nos describe de este modo la figura del prócer payanés:

Sencillo en sus costumbres y en sus maneras, afectuoso en sus relaciones domésticas, desinteresado y probo siempre, era una figura digna de representar la idea republicana. Sus talentos no eran a la verdad de primer orden ni su instrucción tan esmerada como fuera de desear en un hombre de estado, pero sí lo suficiente para el cumplimiento de sus deberes con el auxilio de sus secretarios y el consejo de sus amigos.

El general José Hilario López falleció en Campoalegre, departamento del Huila, el 27 de noviembre de 1869.

Las páginas autobiográficas que se reproducen a continuación corresponden al capítulo I de las Memorias del general José Hilario López, que empezó a escribir,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República en Roma, en 1839; concluyó el primer tomo a principios de julio de 1840 y las publicó en París, en el año de 1857.

Memorias autobiográficas

Nací en la ciudad de Popayán, capital de la provincia de este nombre, el 18 de febrero de 1798. Mis ascendientes pertenecían a las primeras familias de la antigua nobleza: mi padre era oficial real de la Santa Cruzada. Desde mi nacimiento me tomó a su cargo mi abuela paterna doña Manuela Hurtado, en la consideración de ser yo el primogénito de su primogénito; y logré ser su predilecto y mimado en extremo. Mi familia no era rica, pero poseía una fortuna suficiente para vivir con decencia y desahogo. Mis padres y abuelos eran muy caritativos y generosos y amaban mucho a sus parientes.

Mi educación primaria fue la misma que en aquellos tiempos se daba a los niños: ella consistía en aprender la doctrina cristiana, a leer y escribir, los principios de aritmética y algunos rudimentos de historia. El gobernador español don Diego A. Nieto, íntimo amigo de mi familia, me halagaba con regalos para estimular mi aprendizaje. Los directores de establecimientos de educación eran crueles e injustos en aquel tiempo, y no se reputaban buenos cuando no eran extraordinariamente severos en sus castigos. Baste decir, que por la más pequeña falta de algún alumno, se imponía una pena general a toda la clase; y esas penas no consistían en estímulos nobles y decentes que exaltaran los sentimientos de sus discípulos sino en golpes furibundos de férula y látigo, en largas penitencias, hincados de rodillas, y en otros tormentos de la laya.

Recuerdo, con este motivo, que estando yo aprendiendo a leer y escribir donde un señor Joaquín Basto, que era el preceptor, en unión de otros muchos niños, entre los cuales se encontraban Tomás, Manuel María y Manuel José Mosquera que hoy son el primero general de la República, el segundo ministro plenipotenciario de la Nueva Granada y el tercero arzobispo de Santafé de Bogotá, se impuso al último un castigo de los acostumbrados, y porque éste se quejaba del dolor que había experimentado, se le obligó a tomar una taza de orines, dizque para aplacarle la soberbia, en cuya escena figuraban no sólo el maestro Basto sino su mujer e hijos, que estaban igualmente autorizados para infligir penas a los alumnos.

A consecuencia de este suceso, el doctor José M. Mosquera, padre de los tres niños mencionados, los retiró de este establecimento. ¡Felices los que hoy se educan en nuestro país, en donde, en vez de ir temblando a las escuelas como sucedía en el tiempo a que me refiero, asisten llenos de gozo y rebosando en esperanzas de aplausos y recompensas que les estimulan agradablemente en la escabrosa carrera de su educación, sin temor a los tormentos materiales que apocaban antes el talento y contristaban el espíritu, sin permitir tomar vuelo al juicio y a la capacidad! Cuando comenzó la revolución de la independencia en la Nueva Granada me encontraba yo en el colegio de Popayán empezando a recibir los demás conocimientos que entonces se podían adquirir, los cuales consistían

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República en la gramática latina, filosofía y teología dogmática y moral; pero yo apenas había hecho el curso de latinidad con bastante provecho, no obstante que la violenta inclinación a la caza y la perniciosa contemplación de mi abuela me distraían demasiado de mis ocupaciones literarias. Por fortuna, yo tenía bastante memoria, y esto suplía a la falta de concentración. Mi abuela pretendía que siguiese la carrera eclesiástica. Yo no amaba sino los placeres del campo, ni deseaba saber más que física y matemáticas. Poco tiempo después se despertó en mí el deseo de la gloria militar, como lo diré luego.

A fines de 1810 se instaló en Popayán la primera junta revolucionaria, aprovechando la oportunidad del cautiverio de Fernando VII. Mi tío don Mariano Lemos, que vivía en mi propia casa, fue de los primeros corifeos, y su habitación era el club de todos los principales sujetos de la ciudad adictos a la independencia de la metrópoli. Yo allí veía algunos diarios de Madrid, y por primera vez oí el nombre de Bonaparte que, aunque citado como un monstruo del género humano, el criterio de los tertulios le daba siempre un favorable colorido, o al menos se le reputaba un héroe. Este nombre, tan ilustre por sus hazañas militares, se fijó en mi imaginación de tal manera, que en mis composiciones latinas era el principal personaje de mis discursos; y recuerdo que no encontrándolo en el diccionario, lo suplía con el calificativo bonus, a, um, y el sustantivo pars, tis, y así formaba yo mi Bonapars. Mi catedrático don Bernardo Valdés existe y puede hacer un recuerdo de esta circunstancia. En la conversación, que yo escuchaba atentamente, se trataba de la lucha en que debían empeñarse los independientes hasta arrojar a los españoles; se hacía cuenta de los hombres que podían ser calculados para ponerse a la cabeza del partido armado, y aun se trazaban planes de guerra. Yo recogía las palabras, observaba los gestos de los socios, advertía en sus semblantes la halagüeña esperanza de un mejor porvenir para el Nuevo Reino de Granada y para todos los habitantes de la América española. Mis parientes pertenecían casi todos al partido de los independientes: la justicia de la revolución me parecía incuestionable y, por lo que oía decir, el triunfo de la causa de la independencia era seguro. Todo esto combinado hizo nacer en mí el deseo de ser uno de los que debían luchar contra los españoles; y desde entonces se exaltó mi imaginación con la perspectiva de la gloria. Yo era un patriota loco, e imprudente a veces.

El 28 de marzo de 1811 se dio en Palacé Bajo la primera batalla de los independientes mandados por el general Antonio Baraya contra las tropas reales, a cuya cabeza se hallaba el gobernador de Popayán, don Miguel Tacón, y el heroico triunfo de los primeros hizo subir de punto mi entusiasmo. Yo estaba entonces en la hacienda de Antomoreno, perteneciente a mi abuela, en donde se encontraban también mis padres y muchos de mis principales parientes.

La noticia del triunfo obró de tal suerte en mi espíritu, que sin licencia de mis padres (porque nunca me la habrían concedido) monté a caballo, acompañado de un criado, y a todo escape me dirigí hacia el teatro del combate, que distaba más de tres leguas: todo el camino estaba cubierto de gentes que huían llenas de terror y de soldados dispersos que seguían las huellas de su general. Uno de estos

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República había puesto su fusil en medio de la ruta, mientras componía una carga conducida por una mula; yo pasé por sobre el fusil que, enredado en los pies de mi caballo en la fuerza del galope, poco faltó para caer en tierra; y el soldado enfurecido, renegando contra los insurgentes (así se denominaba a los patriotas), tomó su fusil y lo descargó sobre mí; erró el tiro porque yo había ganado algún terreno afortunadamente. Yo seguí mi dirección poseído ya del orgullo de haber empezado a arrostrar peligros por la patria. Entré en la casa de Cauca, que hoy se llama Campamento, porque allí había sido el cuartel general de Tacón: tomé un fusil de los que estaban abandonados en medio de otra multitud de efectos; hice tomar otro al criado, y con una centena de cartuchos y algunas piedras de chispa, continuamos nuestra marcha y llegamos al punto deseado. Mi interés era el de conocer al general Baraya y a los demás vencedores; pero como no había en el campo una sola persona que me conociese, me contenté con examinar el terreno, ver algunos muertos que aún no habían sido sepultados y oír algunas anécdotas de las hazañas que allí se habían verificado bajo las órdenes del nunca bien ponderado joven Atanasio Girardot, capitán de infantería, a quien tocaron los honores del reñido combate y de la victoria. Antes de la noche, ya había yo llegado a Antomoreno, en donde encontré a mis padres y parientes alarmados con mi inesperada ausencia.

—¿De dónde vienes, niño, y cómo andas así en medio de tantos soldados?, fue la primera pregunta que se me hizo. –Fui a conocer el lugar de la batalla, les respondí. —¿Y esos fusiles?— Los he tomado en el campamento de los realistas. —¿Y para qué?—. El uno de ellos me servirá, después de recortado, para cazar: traigo mucha pólvora y plomo. Admirados mis parientes, me hicieron multitud de preguntas, como es de inferirse, y con mis respuestas quedaron satisfechos y desarmados. Una cariñosa amonestación fue todo el castigo de mi conducta. Los fusiles se me quitaron para entregarlos al vencedor, pero se me dejaron los cartuchos y las piedras para mis divertimientos. Yo les protesté que sería obediente en lo sucesivo, pero que sentía que la guerra se hubiera acabado (tal era la idea que entonces tenía del estado de las cosas), porque de otro modo yo habría tomado parte en ella. —Pues para quitarte esas ideas de la cabeza, me dijo mi abuela, mañana mismo entrarás al colegio a continuar tus estudios dentro del claustro.

A pocos meses murió mi abuela sin haber cumplido su propósito: esta buena señora me amaba tanto que no podía consentir en la idea de que yo me separase de su lado. En consecuencia de este suceso, yo pasé a la casa de mis padres e inmediatamente se me colocó en el colegio.

La fortuna empezó a abandonar nuestras tropas que habían marchado hacia Pasto felizmente; y reanimados los realistas, se atrevieron a invadir a Popayán en hordas inmensas, pues pasaban de 3.000 hombres, aunque la mayor parte mal armados, que capitaneaba el alférez real don Antonio Tenorio; pero aunque superiores en número a los patriotas, que no contaban sino con cosa de 400 hombres, entre soldados regulares, milicianos y estudiantes, no tenían aquéllos ni buenos oficiales, ni disciplina: eso era un enjambre de ilusos, cuya insignia estaba

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República simbolizada en la bandera de la religión que creían hollada, siendo su principal estímulo el botín con que se les brindaba, poniendo a su disposición las fortunas de todos los independientes.

La ciudad era defendida por el coronel José María Cabal, patriota tan ilustrado como soldado valeroso. Los superiores de mi colegio y la mayor parte de los alumnos éramos patriotas, y armados con algunas pistolas, escopetas y lanzas, y esforzados por el ejemplo del virtuoso y respetable republicano doctor Félix Restrepo, catedrático de filosofía, nos resolvimos a defendernos a todo trance. Mi arma era una pistola que me había mandado mi padre con las correspondientes municiones. Los realistas embisten la ciudad por diferentes direcciones. Las pocas tropas concentradas en la plaza principal hacen una resistencia obstinada. Los colegiales llenamos nuestro deber haciendo fuego desde las ventanas, y los realistas fueron al fin rechazados, pero permanecieron sitiando la plaza, para lo cual hicieron una línea de circunvalación.

En estas circunstancias se presentó el intrépido joven Alejandro Macaulay, nativo de los Estados Unidos, que iba recomendado por el gobierno general de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, y ofreciendo batir a los realistas si se le permitía ponerse a la cabeza de algunos veteranos y de los demás patriotas que quisiesen seguirlo, nuestros mandatarios, que eran tan desinteresados, no encontraron inconveniente para entregarle el mando en jefe; y en efecto, al día siguiente batió las hordas realistas en los tres combates de La Ladera, Puente de Cauca y Chuni. La historia debiera hacer el debido encomio de la conducta que tuvieron en estas circunstancias tantos hombres respetables que no pertenecían al ejército, como el doctor A. Arboleda, que tuvo una parte activa en estas funciones, mandando una compañía formada de los jóvenes más distinguidos de Popayán, con lo cual contribuyó de una manera eficaz a repeler a los sitiadores, ya defendiéndose en el convento de Santo Domingo, ya haciendo parte de la columna de ataque. El señor Rafael Mosquera era uno de los soldados de esa compañía.

No he podido conseguir las listas de esa egregia legión, pero sigo tomando informaciones a este respecto, y, ya que historiadores de renombre han omitido en sus relatos tantos hechos memorables que blasonaron al ejército del Sur, yo procuraré con mi débil pluma bosquejar sus gloriosas acciones y hacer conocer sus nombres de cuantas maneras me sea posible, para que si algún día hubiese un poeta que se encargase de su epopeya, pueda encontrar en mis apuntamientos y en otros lugares en que me sea dable escribir algunos rasgos, el hilo que lo conduzca al descubrimiento de tantas hazañas, de tantas abnegaciones, de tantas virtudes como las que distinguieron al heroico ejército del Sur. Yo era un mero espectador de estos combates; pero habiendo sido aplaudida la conducta de los que defendimos el colegio, me tocó una parte distinguida de los elogios que se nos hicieron, y por consiguiente mi amor propio fue lisonjeado; mas no era bastante esto para satisfacerme: deseaba enrolarme en las filas de los defensores de la patria, porque veía que la lucha continuaba y que el campo de la gloria apenas empezaba a despejarse. Sin embargo, no podía cumplir mi intento,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República porque mis padres no me lo permitían, y en tales angustias me desesperaba, me ahogaba en mis deseos sin una próxima esperanza de realizarlos. Nuevos acontecimientos funestos a las armas independientes con la traición que se hizo en Pasto al presidente Caicedo y al valeroso Macaulay consternaron a los habitantes de Popayán y obligaron a su guarnición a retirarse al otro lado del río Ovejas, llevando en su séquito a los sujetos más comprometidos y que tenían que temer de los realistas. Mi padre no pudo emigrar por hallarse enfermo; pero yo seguí la suerte de algunos patriotas que se dirigieron a Puracé, con la esperanza de salvarse hacia la provincia de Neiva por el camino del Isno. Entre ellos iba el señor Felipe Largacha, oficial de las antiguas milicias, que aún sobrevive. Excusado es decir que tomé esta resolución sin el consentimiento de mis padres, quienes no me lo habrían dado en ningún caso. Armados de algunas escopetas y pistolas para defendernos en caso de agresión, nos encontramos en Puracé, muy confiados, sin tomar precauciones sobre los caminos que conducen de Popayán, cuando una madrugada nos hallamos sitiados repentinamente e intimados de rendirnos a discreción al famoso guerrillero Simón Muñoz. Prudencia era que una docena de personas en una pequeña casa de paja, rodeada por 60 bandoleros, se sometiese a su voluntad. Yo fui despojado de una pistola y conducido prisionero a Popayán; pero en consideración a mi tierna edad fui entregado a mi padre por el mismo Muñoz. La bondad de mi padre era tal, que sólo recibí una cariñosa reprensión y algunos consejos saludables. Sin embargo, me prohibió la salida a la calle.

A pocos días murió mi citado padre: mi madre perdió desde el momento el juicio, que nunca volvió a recobrar: el tutor y curador que se nombró a mi madre y a sus seis hijos menores no administraba los bienes testamentales sino en su propio provecho, haciéndonos carecer aun de lo más necesario. Yo quise hacer llegar mis clamores hasta los oídos del juez de la causa mortuoria, dirigiendo una representación redactada y firmada por mí cuando apenas contaba 13 años de edad, representación que corre en los autos de la mortuoria de mi abuela paterna, y que es el primer documento público en que figura mi firma; pero mi tutor antagonista, que era uno de mis parientes, tenía más influjo y valimiento que yo y, por consiguiente, poco pude obtener del juzgado. Mi posición era violenta, y ella acabó de formar mi resolución de abrazar la carrera de las armas en las filas de las tropas independientes, hasta entonces acampadas en la ribera derecha del río Ovejas. Mas no teniendo recursos de ningún género, ni conocimiento del camino que conducía a ese campo, debí resignarme a esperar mejor ocasión, y, entre tanto, resolví tomar alguna ocupación, pues el colegio estaba cerrado. Entré de aprendiz de herrero bajo la dirección del maestro Joaquín Ramos, ganándole de uno a uno y medio reales diarios en el ejercicio de trabajos duros y superiores a mis fuerzas. Mi hermano Laureano siguió mi ejemplo, y con nuestros medianos jornales podíamos ayudar a la subsistencia de nuestros tiernos hermanos y de nuestra desvalida madre, durante algunos meses. Pundonoroso como el que más, yo preferí el ímprobo trabajo de aprendiz de herrero a la necesidad de mendigar un pan para no morir de hambre ni dejar morir a mi madre y hermanos.

En El Tiempo, Bogotá, 9 de diciembre de 1974, pp. 7-11.

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Alfonso López Michelsen

Humanista, catedrático y hombre de estado. Entre sus obras se cuentan: Los elegidos, Novela (1953); Cuestiones colombianas (Ensayos), México, 1955; La estirpe calvinista de nuestras instituciones; Los últimos días de López, Biblioteca del Banco Popular, vol. 62, Bogotá, 1974, y El quehacer literario, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1989.

Reportaje autobiográfico

Nací en 1913. La primera parte de mi vida la pasé al lado de la familia Michelsen. Mi padre se separó de los negocios de mi abuelo a los pocos años de casado, y nosotros, sus hijos, no conocíamos a la familia López. Eramos Michelsen ciento por ciento. Vivíamos la mayor parte del tiempo en casa de mi abuelo Carlos Michelsen que había sido casado con Antonia Lombana, mi abuela, a quien no alcanzamos a conocer, pero una hermana de ella, Dolores Lombana Barreneche, fue quien nos crió a los tres mayores. Mi papá y mi mamá viajaban mucho y siempre nos dejaban al cuidado de la tía Dolores.

El hermano de la tía Dolores, mi tío José María, era uno de los médicos más notables de entonces, político radical, senador vitalicio por el Tolima, llegó a ser candidato a la Presidencia de la República como liberal independiente.

La quiebra del Banco López

En 1923, vino la quiebra del Banco López y los negocios de mi abuelo Pedro que era el primer exportador de Colombia. Además de ser dueño del Banco López del cual surgió el Banco de la República, tenía la Naviera Colombiana, el Ferrocarril Ibagué-Ambalema, el Ferrocarril Tolima-Huila-Caquetá y un sinnúmero de trilladoras y almacenes en todo el territorio nacional.

Mi papá se reconcilió entonces con mi abuelo y trató de ayudarle a que saliera bien de sus problemas financieros. Recuerdo mucho el primer día que fuimos a la Hacienda La Mana a conocerlo. Era un hombre estoico y su segunda señora fue siempre muy cariñosa con nosotros, lo mismo que mis tías. Mi abuela, que era vallenata de pura cepa, había muerto a los veintiséis años cuando mi papá tenía apenas cinco.

En el mismo año de la quiebra de mi abuelo, 1923, nos mandaron al Gimnasio Moderno. Pedro, mi hermano, era el más chiquito del colegio. Ahí estuvimos hasta 1927. Fue un tiempo que hoy me parece infinitamente largo. Mi papá estaba entonces en muy mala situación económica después de haber sido muy rico. Entonces la familia Michelsen nos ayudaba con mucha discreción.

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Mi papá en política

En el año de 1930 mi papá se metió a la política. Ya antes había tenido intervenciones esporádicas al lado de Laureano Gómez en los años de la Primera Guerra Mundial. Por el correo, que en aquella época gastaba veinte días, nos iba contando de sus esfuerzos para reconstruir el partido liberal y dar al traste con la hegemonía conservadora. Un libro del boliviano Alcides Arguedas, entonces embajador en Bogotá, narra mejor que cualquier colombiano cómo fue la caída del partido conservador en ese pequeño mundillo que era la capital del país.

La familia más amiga de la nuestra era la familia Vásquez Carrizosa. El general Vásquez Cobo era embajador en París y Jaime se venía a la casa desde la mañana hasta la noche cuando estábamos en vacaciones. Murió hace un año, pero la relación con sus hermanos y hermanas la conservamos siempre. Creo que es una de las razones por las cuales mientras otros ministros han tenido problemas con sus sucesores siempre he podido trabajar en llave con el actual Canciller a quien profeso una gran admiración no obstante las diferencias de temperamento.

Regreso a Colombia

Iba a estudiar Filosofía y Letras cuando sobrevino el conflicto con Perú y nos vinimos a vivir a Colombia a casa de mis tíos Michelsen con mi papá, mi hermano Pedro y yo. Teníamos un recuerdo muy borroso después de tantos años de ausencia. La primera gira política a que nos llevaron fue un homenaje a Plinio Mendoza Neira en Tunja. Nos llamaba mucho la atención el estilo oratorio colombiano de entonces, lleno de alusiones a Grecia y a Roma, mientras los campesinos debajo de las ruanas, entre atónitos y perplejos, esperaban que les hicieran señales para aplaudir.

La guerra con el Perú comenzaba a tener visos de convertirse en un verdadero conflicto armado cuando asesinaron a Sánchez Cerro promotor del episodio de Leticia y presidente del Perú. Le sucedió el general y después Mariscal Oscar Benavides. Había sido embajador en Londres y nuestras familias eran muy unidas. Con la autorización del gobierno del doctor Olaya Herrera, mi papá le propuso al general Benavides que hablaran directamente sobre la manera de poner fin al problema y el general aceptó.

Como prenda de que no se iba a engolfar en lo que él llamaba litigios mentales, no llevó ningún experto en el avión de la Panamerican que nos condujo a Talara y luego a Lima. Fue con su amigo Emilio Toro que tenía un gran sentido común, con mi hermano Fernando y conmigo. Antes de partir en el Ministerio de Guerra en Bogotá, me enseñaron a manejar unas claves para comunicarse con Colombia y cuando llegué a Lima no me funcionaron. Sin embargo se selló la paz, aceptando el general someterse a los términos del acuerdo de Ginebra, que el Perú bajo Sánchez Cerro no quería aceptar, mientras se negociaba el protocolo de Rio.

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Estudiante de derecho

Regresamos a Colombia y mi papá fue elegido presidente por primera vez. Me matriculé en la Escuela de Derecho del Rosario en donde estudié tres años con los mejores profesores de entonces. Pero después resolví seguir la carrera en Chile. Allí hice los dos años siguientes y escribí mi tesis de Derecho Privado sobre la Posesión en el Código de Bello, con la que me gradué a mi regreso a Bogotá.

Matrimonio y cátedra

Volví otra vez a Colombia, me gradué en el Rosario y me comprometí con Cecilia con quien habíamos sido medio novios desde cuando ambos estudiábamos en París. Pero mi papá quería que yo estudiara en una universidad americana y tomé un año de postgrado en Georgetown. De regreso me nombraron profesor de la Universidad Nacional en Derecho Constitucional y entré a trabajar en la oficina del doctor Eduardo Zuleta Angel de quien fui secretario privado en la Corte Suprema de Justicia. Es un colombiano estupendo. Autor de frases inmortales como aquella de que "mientras los colombianos pierden su tiempo hablando mal los unos de los otros, yo aprovecho el mío hablando bien de mí".

Me casé con Cecilia en 1938 en la iglesia de San Lorenzo, parroquia de Bojacá porque ella vivía en la Hacienda de San Marino, donde todavía pasamos los domingos en familia en una terrible desproporción: seis mujeres para cada hombre. Es un verdadero matriarcado en donde cualquier día voy a tener sobrinos bisnietos ya que como abuelo he sido estéril.

Viajamos mucho antes de tener familia

Con Cecilia viajamos mucho, antes de tener familia. Ibamos juntos a hacer cursos de verano en Estados Unidos, Europa y Suramérica. En Lima nos hicieron sentar en una silla milagrosa, la de Santa Patrocinia y a los nueve meses nació Alfonso, el mayor de mis hijos. Los otros dos, Juan Manuel y Felipe, siguieron con un año de diferencia.

Vivimos en Engativá, en la Hacienda de Santa María en donde en alguna ocasión me eligieron concejal y conocí y me hice amigo de un colega un poco menor que yo, de una rara sagacidad. Después ha hecho una gran carrera en la que a veces nos hemos encontrado y otras trabajado de acuerdo: Julio Cesar Turbay Ayala.

Vino después la reelección de mi papá

Vino después la reelección de mi papá para la presidencia. Era la guerra europea. Yo dictaba clases en la Universidad y ejercía mi profesión cuando, como ocurre tradicionalmente, resolvieron atacar la administración López a través de sus hijos. Es un episodio sobre el cual no quiero detenerme. Sobre él se han tejido muchas tergiversaciones desvanecidas ahora cuando se me han presentado en forma concreta y desapasionadamente se han podido exhibir los documentos

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República respectivos. Desde luego, el truco consistía en presentar hechos ocurridos bajo la administración Santos como ocurridos bajo la administración López, pretendiendo demostrar que yo ejercía tráfico de influencias para conseguir clientela.

La caída del partido liberal

Más tarde ocurrió la caída del Partido Liberal bajo la administración Lleras Camargo y se me presentaba la oportunidad de actuar en política cuando, a los dos años de la administración Ospina, se acabo la política. Me ocupé de demandar por inconstitucionales los decretos que acabaron con las Instituciones y participé con Alfonso Lozano Agudelo y Antonio Muñoz en la literatura clandestina de las radiodifusoras. Quise presentarme voluntariamente a un Consejo de Guerra pero los defensores juzgaron que con ello sólo conseguiría comprometer a mi padre y agravar la situación.

El M.R.L., fue una extraordinaria experiencia como conocimiento del país y de sus gentes. Sin prensa, sin recursos, acusados de ser los agentes de Fidel Castro en Colombia, libramos batallas inolvidables. Fui candidato presidencial en 1962 y el gobierno de entonces prohibió la inscripción de mi nombre, alegando que lo que era nulo era prohibido. Guillermo Hernández Rodríguez demandó el acto del Ejecutivo ante el Consejo de Estado y fallaron a nuestro favor un año después de las elecciones.

Seguimos combatiendo y después de una lucha romántica y heroica logramos llegar a unos resultados de 725.000 votos. Los demás ya se sabe. Las sucesivas campañas del M.R.L., con quintacolumnistas estimulados desde fuera con el premio de las primeras páginas. Cada vez que había que hacer listas me sentía un poco como Oscar Wilde chantajeado por el marqués de Queensbury. O ponía el aspirante en la lista o iba a declarar a los periódicos que se separaba del M.R.L., porque era un nido de comunistas.

Historia reciente y una primicia

¿Qué más? Aún es muy reciente la historia para contarla. Me quería dedicar a escribir y a ocuparme de las fundaciones de mi familia: el Amparo de los Niños que fundó mi mamá, la Fundación Roberto Michelsen que dejó mi tío Roberto; la Fundación Carlos Michelsen y Antonia Lombana de Michelsen que dejó mi tía Cecilia de March, quien murió sin hijos hace cuatro años. También pensaba ayudarles a mis hermanas en sus dos obras "La Casa de la Madre y el Niño" de mi hermana María en donde se hacen adopciones desde hace 25 años y el Colegio de las hijas de María de las Esclavas de mi hermana María Mercedes donde se educan gratuitamente niñas sin recursos.

Tengo tres hijos

Tengo tres hijos. Todos me han dado satisfacciones y me han ayudado a robustecer mis convicciones de liberal de tiempo completo. Los eduqué dejándoles

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República desde muy niños asumir sus responsabilidades sin ejercer casi autoridad ni señalarles qué debían hacer en la vida. En esta época tan difícil para la juventud cada cual a su manera vive consagrado a su trabajo y aspira por igual a seguir estudiando después de haber tenido experiencias en la vida práctica.

Alfonso, el mayor, es casado con Josefina Andrew, venezolana de origen español, Juan Manuel está casado con María Carrizosa y Felipe.

Que me vieran de candidato

Después de mi papá, me hubiera gustado que me vieran de candidato, mi tía Cecilia Michelsen de March, así como Ismael Rodríguez, el gran guardaespaldas de mi padre que vivió hace cuarenta años y murió hace dos meses.

Reportaje Autobiográfico, en El Espacio, martes 6 de agosto de 1974.

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Alfonso López Pumarejo

Alfonso López Pumarejo, uno de los más esclarecidos paladines de la democracia colombiana, nació en Honda, departamento del Tolima, el 31 de enero de 1886. Fueron sus padres D. Pedro A. López y doña Rosario Pumarejo de López. El Dr. Eduardo Zuleta Angel en la biografía titulada El Presidente López (Medellín, Edit. Albon-Interprint S. A., 1968) hace esta recordación:

En Honda vivió Alfonso López los primeros siete años de su vida, precoz, curioso, vivaz, inquieto, el muchacho no solamente principió a entrever, desde el establecimiento de su padre, la vida de los negocios, sino que recibió, al aprender a leer, las primeras lecciones de liberalismo.

"Me enseñaron a leer —dijo él alguna vez en una reunión social, entre serio y chanza— en la Cartilla Liberal que dejó en mi espíritu huellas indelebles. A lo mejor si los maestros se valen de la Cartilla Conservadora, sería hoy el Jefe de ese Partido".

En 1893 la familia López Pumarejo se radicó en Bogotá, y aquí el futuro estadista concurre al colegio San Luis Gonzaga y al Liceo Mercantil. A principios de 1901 viajó a Inglaterra a continuar sus estudios en el Brighton College. "A esa formación británica le debió, anota el mencionado biógrafo Zuleta Angel, por lo menos en gran parte, ese buen gusto que lo caracterizó toda su vida: buen gusto en el estilo, buen gusto en la indumentaria y en sus maneras sociales...".

Posteriormente viajó a los Estados Unidos donde adelantó estudios de comercio en Packard School. "Mi padre, escribe Alfonso López en una de sus cartas, no ahorró jamás gasto ni esfuerzo de ninguna naturaleza en educarme y en todo tiempo y lugar trató de elevarme a las mayores alturas...". A los 18 de su edad retornó a Bogotá, y aquí se puso al frente de los negocios de su padre por espacio de doce años.

Cumplida esta etapa de su vida, en 1915, Alfonso López inicia su brillante carrera política, primero como diputado a la Asamblea del Tolima y luego como representante a la Cámara. Allí el joven parlamentario conoció y trenzó amistad con Laureano Gómez, otro de sus pares en el aguerrido campo de las faenas políticas.

Esa amistad de Laureano Gómez y Alfonso López, escribe Zuleta Angel, surgida por la admiración que a éste le producía la elocuencia de aquél y a aquél el talento de éste, se prolongó hasta el año 1934, o sea, durante casi veinte años. Entre ambos libraron durante ese lapso las más formidables batallas parlamentarias de que haya memoria en Colombia. Frecuentemente López era el que sugería, el que instigaba, el que planeaba, el que intuía que había llegado el momento estelar para un ataque a fondo. Laureano era la catapulta que reducía a escombros la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República fortaleza enemiga. Era aquél un binomio diabólico ante el cual no quedaba títere con cabeza.

A partir de 1924, al lado del general Benjamín Herrera y de Alfonso Villegas Restrepo, Alfonso López revela sus ingénitas dotes de conductor y orientador de la opinión pública y comienza a librar grandes contiendas en favor de su causa política. Pocos años más tarde, en 1929, fue elegido director del partido liberal en asocio de los generales Antonio Samper Uribe y Leandro Cuberos Niño. Desde entonces, político por vocación y temperamento, Alfonso López se coloca en el puente de mando, y conduce, con garra y entereza, los destinos de su partido hasta el final de sus años.

En afortunada síntesis, la pluma de Luis Guillermo Echeverri nos describe así la imagen de López Pumarejo:

Pocas personalidades colombianas acaudalaron tantos dones del espíritu como lo hiciera aquel caballero de la democracia, arrogante y vivaz, penetrante, intuitivo y acertado.

En largo comedio de la vida colombiana sus opiniones políticas fueron el itinerario de la Patria, y cuanto hubo de crear su vigorosa inteligencia, perdura como norma legal, o como enseñanza y ejemplo.

Era una universidad completa y dinámica cuando discurría docente sobre los problemas nacionales, y reconocía en los hombres, tan solo con mirarlos, los pliegues de la falsedad y las virtudes de la amistad.

Su acendrado talento penetraba muy hondo en las almas y en ellas leía como en libro abierto, y perdonaba a sus enemigos porque era caudal inagotable de tolerancia.

Desde un campo ideológico opuesto al del personaje que aquí nos ocupa, Daniel Valois Arce, en sus páginas Alfonso López, semblanza de un político y análisis de un régimen (Medellín, 1939), hace esta apreciación:

La fuerza sugestiva de tan definida y firme personalidad, radica en la desnudez lúcida de su instinto político desprovisto del lastre adquirido, de la erudición y del estudio. El señor López carece de personalidad adquirida y la naturaleza obra en él, pura, simple, elemental, pero siempre sagaz. La vocación política es eso: instinto elemental y simple; certera visión intuitiva; agilidad y rapidez en la comprensión y análisis de las situaciones dadas, y astucia sagaz para orientarse en ellas.

Pero para mejor apreciar la recia personalidad de tan eminente hombre público, ninguna fuente más autorizada que la de su propio hijo, el Dr. Alfonso López Michelsen. Así, del discurso que debió pronunciar el 5 de marzo de 1960 en el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República paraninfo de la Universidad de Medellín, al otorgarse el título póstumo de doctor honoris causa a López Pumarejo, tomamos los siguientes conceptos:

Era, por sobre todo, un hombre práctico. Nadie más alejado de lo libresco, de lo ampuloso, de lo artificial que Alfonso López. Verlo redactar sus documentos políticos era una experiencia inolvidable. Una y otra vez los borradores se sucedían sobre la mesa de su escritorio, consultaba diccionarios en donde se precisaba hasta el alcance más recóndito de cada vocablo, reformaba las frases y reconstruía los períodos para culminar con una prosa tan sencilla y diáfana que parece escrita de primera mano. Abominaba de la adjetivación, evitaba los superlativos, buscaba el verbo, que es por excelencia acción, y el esfuerzo se enderezaba a expresar su pensamiento con tan severa economía de palabras que en toda la oración no quedaba nada superfluo, nada de aparato ni de oropel, sino estrictamente lo que respondiera a un concepto y a una idea.

Y más adelante agrega:

Alfonso López fue ante todo un liberal de espíritu, en el sentido de que siempre tuvo desprevenida y alerta la inteligencia para escudriñar la realidad sin la impedimenta de prejuicios ancestrales, sin los clisés de turno, pasando por sobre las verdades de recibo que él sometía, como toda la comedia humana, al escalpelo implacable del análisis. Su lucha, si así puede llamarse el esfuerzo de toda una vida, se encaminó precisamente a soltar amarras, a echar por la borda el lastre del pasado, a aproximarse a los seres, a las ideas con una mentalidad fresca.

Réstanos decir que el Dr. Alfonso López durante los dos períodos en que le fue dado ejercer la presidencia de la República (1934-1938 y 1942-1945) concibió y llevó a término cambios de gran importancia y trascendencia en nuestra vida institucional: reformas constitucional, agraria, tributaria, judicial, universitaria, laboral y de política internacional. En 1946, por designación del Dr. Mariano Ospina Pérez, el Dr. López presidió la Delegación de Colombia en las Naciones Unidas; en esta asamblea y en el seno del Consejo de Seguridad desempeñó una labor constructiva y destacada.

Finalmente, es preciso recordar que al Dr. Alfonso López le cupo en suerte sancionar la Ley 5ª de 1942 (agosto 25), por medio de la cual Colombia se asoció a la celebración del centenario de Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo, y creó, con esta ocasión, el Instituto Caro y Cuervo.

El Dr. Alfonso López Pumarejo falleció en Londres el 20 de noviembre de 1959. Poco antes de viajar a dicha ciudad como embajador de Colombia ante S. M. la Reina Isabel de Inglaterra, pronunció el discurso que se reproduce a continuación, durante el homenaje que le ofreció la Universidad Nacional al otorgarle el título de doctor honoris causa. El texto de esta pieza autobiográfica lo hemos tomado de la edición extraordinaria de El Tiempo de Bogotá aparecida en la tarde misma de la fecha en que se tuvo noticia del fallecimiento de nuestro eminente compatriota.

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Conviene agregar que en 1961, el escritor Hugo Latorre Cabal publicó la obra titulada Mi novela: apuntes autobiográficos de Alfonso López.

Discurso autobiográfico

No deja de ser una singular paradoja, en el ocaso de mi carrera pública, que el más alto instituto de cultura nacional me confiera un honor como el que acabáis de otorgarme a nombre de la Universidad, a la que si bien es cierto consagré mis desvelos de gobernante, no tuve la fortuna de concurrir en mis años mozos.

Los azares y tentaciones de la vida comercial, en la que me vi comprometido prematuramente, no me permitieron adquirir una formación intelectual completa, ni adornar mi escasa cultura con aquellos atributos con que las bellas letras y las disciplinas humanísticas enriquecen a las mentalidades jóvenes.

A través del velo de los años evoco en este día, cuando la Universidad me honra con el título de doctor honoris causa y me distingue con una presea tan significativa como es la Medalla del Mérito Universitario, las sombras amadas de quienes me iniciaron en el mundo de los conocimientos, me ayudaron a escoger los derroteros de mi existencia o me dieron la mano en el camino. Fueron ellos quienes me abrieron los ojos a la vida y guiaron mis primeros pasos en la conquista del saber.

Mi recuerdo rescata ante vosotros, en primer lugar, la memoria de mi padre, Pedro A. López. Fue él quien primero tuvo entre nosotros la idea de organizar la Ciudad Universitaria, en las postrimerías del siglo pasado. Comerciante de origen modesto, recto y sencillo, emprendedor y tenaz, a él le debo lo que bien pudiera llamarse mi doctorado en colombianismo. A su lado me inicié en las experiencias de la vida colombiana de la época y el ejemplo de sus hazañas de empresario afortunado habría de servirme por el resto de mis días. Era un colombiano como los demás, intuitivo y ambicioso, surgido de esa entraña de la clase media que tantos hombres le ha dado a la república en todos los órdenes de la actividad pública y privada. Su hogar también era un hogar como tantos otros de la provincia colombiana, una casa sencilla, sin lujos ni estrecheces en donde mi madre había puesto las huellas de las virtudes cristianas de amor al prójimo, tolerancia y caridad.

En Honda, un emporio comercial con una tradición secular, y en donde hasta entonces se había dado cita la modesta actividad económica de la república en su tráfico de exportación y de importación, se abrieron nuestros ojos asombrados a la inmensa realidad de nuestra patria mulata, mestiza y tropical, contemplada desde aquel observatorio, en la confluencia del Magdalena y el Gualí, a donde venían a surtirse de toda clase de artículos los comerciantes de los cuatro confines del país. A la orilla del Gran Río veíamos llegar las mulas cargadas de café y regresar trayendo sobre su lomo dócil los más heterogéneos productos manufacturados que desde Londres, Hamburgo, Ámsterdam o New York despachaban, dirigidos a

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República la aduana de Sabanillas, los corresponsales de los grandes distribuidores, como los Samper, los Vargas, Schutte, Gieseken & Cía., la Casa Inglesa, etc. Desde las burdas telas de algodón hasta los perfumes franceses y los enormes pianos de cola para los salones de la aristocracia santafereña, todo aquel comercio abigarrado pasaba por Honda, recorriendo los mismos caminos de herradura que habían sido trazados desde la época de la Colonia.

El sentimiento y las dimensiones de la patria nos los proporcionaba la remota tradición de la familia a través de los relatos domésticos. Mi madre había nacido más allá de la desembocadura del río que para los colombianos había constituido la única comunicación con el mar, en las extensas sabanas de la provincia de Valledupar y Padilla, que, Guajira de por medio, nos separaba de Venezuela. La mayor parte de sus familiares se habían quedado en aquel litoral atlántico, pedazo de Colombia al cual sus hijos, sin conocerlo, no podíamos sentirnos extraños. Mi padre, bogotano de cepa, había tentado fortuna en el oriente de la república estableciéndose en Cúcuta, y recordaba todavía en aquellos años de mi infancia el terremoto desolador que en la ciudad fronteriza partió en dos la historia del Estado Soberano de Santander. Al servicio de la casa de Miguel Samper e hijos había venido a establecerse en Honda, como su apoderado, y allí crecimos y nos desarrollamos, sentimentalmente engranados a los más disímiles mecanismos. El cultivo, beneficio y exportación del café, no tenían secretos para quienes nos habíamos criado entre bodegas, trilladoras y depósitos. El complicado negocio de importación de manufacturas, que llegaban por el Magdalena tras una dilatada correspondencia comercial escrita personalmente por los propios importadores en la esbelta y elaborada caligrafía de entonces, empezamos a conocerlo en la oficina de mi padre, escuela superior a cualquier otra por el orden y método que él aplicaba a todas sus empresas. La geografía de Colombia, aprendida a través de comerciantes con nombres propios que mantenían correspondencia con mi padre, adquiría caracteres más reales y contornos más precisos que los mapas que nos obligaban a estudiar en la escuela. Y ¿por qué no decirlo?, la causa política a la cual más tarde debía consagrar mis mejores años, la vivíamos en los discursos y programas de Uribe Uribe, en los panfletos del Indio Uribe, en los versos de Antonio José Restrepo, en los escritos de Murillo Toro y Santiago Pérez, que los hijos de los liberales aprendíamos de memoria, en la veneración que profesaba mi padre por don Miguel Samper, el Gran Ciudadano, y en el recuerdo de mi abuelo Gólgota, que tan señalado papel había desempeñado en la fundación de las Sociedades Democráticas.

Los conocimientos que nunca tuve ocasión de adquirir en el orden de la cultura, hube de suplirlos, merced a mis aficiones políticas, familiarizándome con las cosas de Colombia, como su comercio, su geografía, en sus ríos y en sus caminos; pero, me atrevo a pensarlo retrospectivamente, más que todo, con la idiosincrasia nacional encarnada integralmente en quien, después de haber alcanzado insospechadas cimas de prosperidad económica y conocido, luego, la más adversa fortuna, cuando ya se había hecho acreedor a un merecido descanso, jamás desmintió de sus rasgos de colombiano cabal.

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El afán por las cuestiones del espíritu lo impulsaba a buscar para sus hijos la educación que él mismo no había podido darse, y en el camino de ponernos en manos de los mejores maestros de la época, tuve el privilegio de recibir las lecciones privadas del propio don Miguel Antonio Caro, del Dr. Antonio José Cadavid, de José Camacho Carrizosa, del Dr. Rudas, de don Lorenzo Lleras, de don José Miguel Rosales, del Cabezón César Julio Rodríguez, y de muchos otros colombianos eminentes cuyo recuerdo es conservado perennemente en los anales de nuestra cultura.

En el colegio de Rueda aprendí los rudimentos del bachillerato y, tal como lo debían repetir después con sorna mis ocasionales contradictores en la brega política, no llegué a alcanzar el título de bachiller. Lo recapitulo ahora con la nostalgia de quien siempre experimenta la ausencia de aquellas disciplinas que preparan a los hombres para entender mejor a su tiempo y a su medio.

Si ahora la Universidad Nacional me otorga tan generosamente la Medalla del Mérito Universitario, ello se debe, y no en pequeño grado, a la preocupación que caracterizó mi actividad ciudadana, de dar a las nuevas generaciones la educación y la preparación que a mí me hicieron falta. La fundación de la Ciudad Universitaria no viene a ser así, y en último término, sino el deseo de un colombiano que no tuvo universidad, de que todos los colombianos que se sientan inclinados al estudio encuentren siempre un Estado que les brinde oportunidad de hacer una carrera. Y, si algo pude hacer en el servicio público dentro de la escasa medida de mis conocimientos, no vacilo en creer que ello obedeció principalmente al interés por Colombia que inspiró siempre mis empresas, y a la familiaridad que, a través de la vida práctica, adquirí con lo que suele llamarse en el idioma político "el país nacional".

Cuando recapitulo tantos hechos como jalonan una actividad política de 50 años, muchos de los cuales se reputaban imposibles en su tiempo, y que tuvieron que vencer más de una vez el escepticismo de mis contemporáneos, me asombra por contraste el apoyo y la acogida que encontraron siempre entre la juventud y entre los humildes. Tan difícil como ocasionalmente me fuera a convencer a los poderosos para que me secundaran en empresas atrevidas de redención nacional, me fue fácil, sencillo y grato despertar el entusiasmo de las gentes anónimas, porque, ya fuera tratándose de substituir, después de 45 años, el edificio de la hegemonía conservadora o proporcionando la transformación de la vida económica, fiscal y social del país, o poniendo término con una entrevista personal con el presidente del Perú, a una guerra internacional, o reconciliando, por actos unilaterales de concordia y desprendimiento a los que invité a mi partido, a nuestras dos parcialidades enfrentadas desde hacía 10 años, siempre encontré una respuesta calurosa en el pueblo colombiano y una extensa nómina de colaboradores y auxiliares dispuestos a prestarme el concurso de su inteligencia y de su voluntad.

Es lo que me permito afirmar, en el alegre atardecer de mi vida pública, que nada de lo que se hizo bajo mi nombre o bajo mi dirección puede atribuirse con justicia

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República exclusivamente a mis méritos o capacidades, ni siquiera en parte primordial. Como las reformas que se promovieron, no estaban destinadas a ser creaciones eternas, obras imperecederas, instituciones que sirvieran con el correr de los años de ejemplo al resto de América, que hubieran podido calificarse de originalísimas audacias, sino que constituían ambiciones aplazadas del pueblo colombiano, anhelos expresados por muchos años, objetivos concretos que estaba en las manos de cualquier conductor político alcanzar, no fue por encima de mis colaboradores ni a pesar del Congreso, como se consiguió, por ejemplo, dotar a la Universidad de un nuevo estatuto y albergarla en estos edificios. Tampoco en la promoción de la reforma agraria, de la reforma tributaria, de las leyes sociales, o de la política internacional encaminada a crear una asociación de Estados americanos intervino el presidente como un agente providencial que podía dispensarse de colaboradores y salir avante, merced a su destreza política, sino que, por tratarse de lo que eran auténticos propósitos nacionales, aun los más humildes e impreparados podían prestar una valiosa contribución.

Timbre de orgullo será siempre para mí el que durante el tiempo en que fui jefe del Estado, se supiera que, desde el articulado de los proyectos de ley, ninguna tarea era la obra del presidente o del jefe político, sino el fruto de trabajo de un sinnúmero de auxiliares, inquietos y fecundos, que empezaron entonces a prestarle, como lo hacen ahora, sus servicios inestimables a la república. Si en todas aquellas empresas algún mérito puedo reclamar para mí es el de no haber abrigado el temor de verme censurado por equivocarme probando gentes nuevas y gentes experimentadas; gentes jóvenes y gentes de mi generación, y funcionarios de las más diversas condiciones sociales. Privado casi siempre, por los azares de la lucha política, de la valiosa colaboración de medio país, que se me negó sistemáticamente, desde el día mismo en que asumí por primera vez la presidencia de la república, nombrando tres ministros conservadores, sin responsabilidad política ninguna, para que así ese partido quedara en libertad de llenar sus funciones de oposición, fue sorprendentemente amplia la lista de quienes, en todos los órdenes de la actividad pública, sirvieron, con probada eficacia, a la Nación. Contados en los dedos de la mano eran los ingenieros, los arquitectos o los expertos en recursos naturales de que se disponía en Colombia. No se conocía a un solo economista profesional, y el número de los profesionales que habían estudiado en el extranjero reflejaba los insignificantes recursos económicos de que habían dispuesto las familias colombianas en la primera década del siglo XX. Pero, dentro de las limitaciones fiscales de la época y la inexperiencia general, ¡qué transformación no sufrió el país con la intervención de gentes arrancadas de las redacciones de los periódicos, como Alberto Lleras y Jorge Zalamea; del ejercicio de la profesión en provincia, como Darío Echandía, Adán Arriaga Andrade, Antonio Rocha o Gerardo Molina; de la actividad privada, como Jorge Soto del Corral, Carlos Sanz de Santamaría, César García Álvarez, o un Álvaro Díaz! Tan larga es la nómina, que apenas me atrevo a mencionar unos pocos nombres, por vía de ejemplo, ante el temor de excluir a los más.

Se practicaba la oposición entonces con caracteres de barbarie y de ferocidad que ojalá hayan desaparecido para siempre de nuestros anales. Quienes hoy miran

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República con malos ojos la existencia de cualquier brote de inconformidad pregonaban la consigna de hacer invivible la república. Las vías de hecho, el atentado personal, la acción intrépida, en una palabra, la violencia, que más tarde habría de dejar huella tan funesta en nuestras costumbres políticas hasta alcanzar las más bajas capas de la sociedad, se abría camino en los círculos más altos y responsables. Con razón se ha dicho que la violencia no tuvo su origen en el pueblo, sino que, como filosofía y como práctica, vino desde lo alto, y, no obstante la virulencia de la oposición, que no escatimaba recurso alguno ni se detenía en la selección de sus armas, se abrieron paso sin tropiezos para la paz, distintos de los que transitoriamente ocasionaban las conspiraciones y asonadas, viejos programas de adelanto nacional incrustados desde tiempo inmemorial en las plataformas de ambos partidos. Y ¿quién fue el autor de esa empresa, quién le brindó su apoyo, quién le sirvió de estímulo, quién arrasó con todos los obstáculos que se interpusieron en su camino, sino ese pueblo colombiano tan generoso en brindarles estímulo a quienes le sirven de buena fe? Si la obra quedó trunca, el edificio inconcluso y frustradas muchas esperanzas, la culpa fue de quienes no seguimos avanzando, y no de las masas, que, instintivamente, nos reclamaban nuevas reformas y en ninguna circunstancia ni bajo ningún pretexto retiraron su adhesión a la obra que habíamos iniciado 16 años antes.

Mi grande error de gobernante y de hombre público, tengo que reconocerlo, cuando ya siento que pronto nuestra obra será entregada al fallo de la historia, fue haber creído que con mi renuncia a la presidencia de la república y la reforma constitucional, pactada por los dos partidos en 1946, se cerraba nuestra tarea y que sustraído el obstáculo de mi nombre, con las resistencias que había despertado en tantos años de lucha política, se consolidarían las conquistas alcanzadas y se abriría una nueva era de restauración republicana, de paz social, de organización económica, como se nos estaba ofreciendo por hombres públicos de las más contradictorias tendencias, que por no traer el lastre de odio y rencor que es el precio obligado de una intensa actividad pública, se perfilaban como los heraldos de tiempos menos tormentosos. Personas más avisadas que yo, creían que, con la elección de un presidente surgido de acuerdo entre ambos partidos y que iba a poder contar con la valiosa colaboración que los adversarios de mi política se habían negado a prestarme, no sólo se nacionalizarían las reformas de todo orden que para el pueblo había traído el régimen liberal, sino que la inminente lucha política por el poder que se iniciaba con la elección presidencial, se ventilaría en una nueva atmósfera, descargada de los elementos explosivos del inmediato pasado. El alud de sangre vertida por razones políticas en los 10 años posteriores, la destrucción sistemática del gobierno popular, hasta desembocar en la dictadura; la disolución moral de la administración, vinieron a desengañarnos y a obligarnos a rehacer la tarea de entendimiento, bajo los auspicios de nuestros más eminentes conductores políticos y con la cooperación inteligente y activa de la ciudadanía, cuando lo que vislumbrábamos como un sueño, se tornó en pesadilla de lágrimas y sangre. Pero ¿cómo adivinar el desenlace si la lucha partidaria no se adelantaba ya contra la obra administrativa y política que durante 15 años había desarrollado el régimen, sino contra sus autores más conspicuos, a quienes se sindicaba por igual e indiscriminadamente de comunistas oligarcas, de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República sectarios y de entreguistas, de demasiado tímidos y de faltos de audacia, y la obra cumplida por ellos había sido aceptada por la conciencia pública como benéfica, y cuantos aspiraban a reclamar los votos del electorado tenían que declararse solidarios de las reformas y prometían conservar los bienes de la paz, del orden, de la estabilidad económica y social que se habían alcanzado?

No quisiera terminar estas manifestaciones de agradecimiento al señor rector de la Universidad, a su consejo directivo y a las personas encargadas de dar brillo a este agasajo con su palabra elocuente, sin expresar la íntima satisfacción que me embarga al ver presidido este acto por el señor doctor Alberto Lleras Camargo, en su calidad de presidente de la república. Nadie mejor que él, a quien me ligan tantos vínculos de gratitud y de afecto, hubiera podido darle realce a esta ceremonia que interpreta la gratitud de la Universidad y de la República en general, por servicios que juntos les prestamos en el pasado. El participa necesariamente de la misma emoción que embarga mi espíritu al recapitular los orígenes de la reforma universitaria y la fundación de la Ciudad Blanca y sabe lo que para mí significa que de estos claustros que en otro tiempo sirvieron de pretexto para una campaña política enderezada a manchar mi nombre y mi obra de gobernante, me corresponda retirarme abrumado por tantas muestras de generosidad y gallardía como de las que he sido objeto esta tarde. Qué gran recompensa para mi labor de hombre de Estado y de hombre de acción, es ver que quienes se formaron a mi lado como un Alberto Lleras, un Carlos Lozano y Lozano, un Darío Echandía, apenas salidos de la juventud alcanzaron la primera magistratura, y que tantos otros entre quienes fueron mis colaboradores en las faenas administrativas, desempeñan papel de primera importancia en la actividad pública y privada del país. Es el postrer reconocimiento del pueblo colombiano por lo que ellos hicieron, por lo que representan y por lo que pueden prometer en el futuro.

Bendigo la Providencia que me deparó por campo de acción este suelo fecundo y por conciudadanos a mis compatriotas. Su preocupación por los asuntos públicos, su fácil comprensión de las cuestiones políticas, en el gobierno de opinión, fueron factores decisivos en el éxito de mi carrera. Con la nostalgia de mis días de brega partidista, añoro el diálogo que por tantos años mantuve con el pueblo y del que tantas enseñanzas recíprocas derivamos constantemente. El campo político fue siempre, por excelencia, la gran universidad de Colombia en donde se dieron cita en siglo y medio de historia todos aquellos que ya habían sido ungidos con el reconocimiento público en la esfera del saber o de la acción, los humanistas, los políticos, los periodistas, los soldados, los científicos, fueron reclamados a su hora por esa gran escuela de servidores públicos que fueron nuestros partidos políticos. Permitidme que al recibir la señalada distinción que hoy concedéis al menos ilustrado entre esa pléyade de hombres públicos que han servido a la república, rinda este último tributo al celo por las cosas del espíritu que ha caracterizado a nuestra raza, a su sentido de la justicia, a su amor por el derecho y su repugnancia por la arbitrariedad, que es quizá lo que estáis enalteciendo con este acto en un hombre de Estado cuyo único mérito consistió en haber tratado de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República plasmar en las instituciones jurídicas las reivindicaciones seculares de una nación generosa, democrática e igualitaria.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 157, Bogotá, 1º de febrero de 1974, pp. 6-11.

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Luis López de Mesa

Luis López de Mesa, uno de los hombres más sobresalientes de nuestra cultura contemporánea, nació en Don Matías, departamento de Antioquia, el 12 de octubre de 1884 y murió en Medellín, el 19 de octubre de 1967. Es decir, se acaban de cumplir cinco años de la desaparición de tan esclarecido colombiano que consagró su vida al estudio de las humanidades y al servicio de su patria.

Con motivo de la conmemoración del quinto aniversario de su muerte, hemos creído oportuno traer a la memoria la biografía escrita por el mismo profesor López de Mesa que aparece publicada en la obra titulada Historia de la Cancillería de San Carlos (Bogotá, Imprenta del Estado Mayor General, 1942).

Esta página, en la que nos reencontramos de cuerpo entero con la figura distinguida y señorial de uno de nuestros más eminentes pensadores, fue reproducida, bajo el título de Pequeña Autobiografía, en el número 71 del Boletín de la Academia Colombiana, correspondiente a los meses de febrero y marzo de 1968, y está precedida de la siguiente anotación:

Esta mínima biografía ha sido tomada del libro Historia de la Cancillería de San Carlos. En él aparecen datos biográficos de los ministros de Relaciones Exteriores, recopilados por el doctor Gustavo Otero Muñoz. Pero no será ahora indiscreto referir cómo para lo tocante a su vida y personalidad, se reservó el doctor López de Mesa el escribir su parte. La redacción le denuncia a las claras esta coquetería. También tuvo otra, la de reservarse el numeral número 100 para sí mismo.

El Boletín en referencia fue dedicado por la Academia Colombiana como homenaje a la memoria del Profesor Luis López de Mesa a raíz de su fallecimiento. Esta edición extraordinaria contiene una apreciable antología de la obra de nuestro eximio polígrafo, justamente considerado como "una de las mentes más elevadas, penetrantes, originales y eruditas que haya habido entre la gente colombiana".

Finalmente, dentro de la brevedad que impone esta nota, cabe recordar que el Profesor López de Mesa —como se le llamó siempre con respeto— fue el fundador y primer presidente del Colegio Máximo de las Academias de Colombia y que desde 1954 fue Miembro Honorario del Instituto Caro y Cuervo, entidad a la que distinguió con su noble amistad y simpatía intelectual.

Pequeña autobiografía

Pocos hombres en Colombia han seguido una trayectoria intelectual tan ordenada como Luis López de Mesa.

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Nacido en Antioquia, completa en Bogotá su formación espiritual, cobrando del primer ambiente la recia estructura de carácter que tuvieron allí las tradiciones patricias de antaño, y adquiriendo en el otro grande suavidad de maneras y la atemperada expresión de emociones y pensamientos. Tal vez del tronco español de sus ascendientes —de toda España, pues son andaluces los López de Mesa, hidalgos habitadores y defensores de Tarifa desde fines del mil doscientos, y los de la Torre, de Narváez y Antequera, por el lado paterno; del Centro y del Norte por el materno, los Verdayes de Posada, los Sánchez de Tamayo y los Larena; catalanas y aragonesas otras ramas—, recibió la facultad de imaginación que hace de él un poeta en prosa y un intuitivo; y tal vez de sus antepasados sajones —los Enthwistle y los King— deriven su tenacidad y disciplina en el trabajo y su orden mental.

Pertenece al grupo universitario que acertadamente llamó Luis Eduardo Nieto Caballero "generación del Centenario", por haber asomado a la vida pública en 1910 y haber contribuido a la evolución conceptual que entonces impuso nuevas rutas a la historia política del país.

Desde niño se reveló tan reflexivo y estudioso, que su maestro de abecedario, don David Castaño, a los siete años de edad, auguró para él afortunado destino espiritual; a los diez ya practicaba telegrafía y cambiaba los juegos infantiles por el estudio arduo de la gramática y lecturas de historia en que abundaban las bibliotecas de sus tíos protectores, Excelentísimo señor Manuel Antonio, Obispo de Antioquia, y Laureano, Vicario Foráneo de San Pedro; de ahí que al entrar al Liceo de Medellín pudiese tomar el tercer curso y recibirse de bachiller en tres años (Colegio de San Ignacio), con una tesis pública sobre Materia y forma. Ya antes había fundado una sociedad literaria con sus compañeros de adolescencia y ganado un concurso de cuentos nacionales que la famosa revista Alfa, de Medellín, patrocinó, allá por 1905.

En la Escuela de Medicina de Bogotá funda con sus compañeros la Sociedad estudiantil respectiva y la Gaceta Médica, y es elegido para representante de aquella Facultad en el primer Congreso de Estudiantes de la Gran Colombia, en que había de adquirir un renombre más amplio.

Graduado de médico en noviembre de 1912, endereza su inquietud mental hacia la psiquiatría, por ser de índole generalizadora y un mucho abstracta su mente. Con un selecto grupo de intelectuales funda la célebre revista Cultura, y en ella escribe sobre abstrusas materias filosóficas. Viaja a los Estados Unidos, se matricula en Harvard, y a su regreso inicia en Colombia los estudios de psicología experimental, publica trabajos de psiquiatría y dos obras literarias, Iola y El Libro de los Apólogos. Luego permanece algunos años en Europa —Inglaterra y Francia, sobre todo—, con dilatadas excursiones por Alemania, España, Italia, Grecia y otros países que le interesan culturalmente. En París edita entonces La civilización contemporánea, comienzo de la serie de estudios sociológicos que tanto habrían de preocupar después su atención.

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Al regresar de nuevo al país emprende la investigación del medio ambiente histórico-geográfico de la nación, y escribe Introducción a la historia de la cultura en Colombia, De cómo se ha formado la nación colombiana y Disertación sociológica, que le dan sólido prestigio continental.

Entra en 1934 al Ministerio de Educación y se revela hábil organizador de la materia, con iniciativas fecundas que, más o menos diferenciadas, aún constituyen la columna dorsal del movimiento educacionista que el liberalismo colombiano ha desarrollado en su ejercicio del poder.

Después de un viaje muy interesante por la América del Sur, en donde dejó bien sentado el prestigio intelectual de Colombia, el gobierno del doctor Santos le encomendó la cartera de Relaciones Exteriores y desde esa posición eminente, en Conferencias Internacionales, en las labores del Congreso Nacional y en el trámite de graves negocios de Cancillería, como el célebre tratado Colombo-Venezolano de 5 de abril de 1941, ha adquirido títulos muy sólidos a la gratitud nacional y a su renombre americano.

Ha sido profesor en las Escuelas Nacionales de Medicina, de jurisprudencia y de Bellas Artes, y pertenece a las Academias de la Lengua, de la Historia, de Bellas Artes, de Medicina, de Ciencias Exactas de Colombia y de un buen número de extranjeras.

Se le ha tachado de muy sideral, de muy "estratosférico", y lo es sin duda en la forma, mas no en la substancia objetiva, pues sus trabajos, desde niño —historia de su pueblo natal— o de joven —estudios de la realidad colombiana presentados al Congreso de Estudiantes—, o sus obras sobre los Problemas de la raza, del Factor étnico, de la Cultura aldeana, de Nuestra revolución económica, revelan en él una recia vocación pragmática, muy humana y objetiva.

En su obra hay un recóndito enlace indisoluble: Lola pretende, sin lograrlo, reconstruir el problema sentimental de heroínas clásicas del amor conforme a lo que sería, si viviesen ahora; en los Apólogos asume el interpretar una psicología literaria de los sentimientos, pero exagera a ratos o sutiliza demasiado a veces; en Tragedia de Nilse y Gloria Etzel estudia la honda raigambre de los afectos paternal y materno, respectivamente, mas no triunfa en ello, porque se deja llevar de excesiva introspección, de un describir el "cómo debe ser", el "cómo pudo ser", y no el escueto "cómo es", que produce la verosimilitud artística perdurable. De esta serie, los Apólogos son sin duda una contribución de primera categoría a la literatura patria.

En la serie histórico-social, De cómo se ha formado la Nación Colombiana, es la culminación, aunque Disertación sociológica esboza problemas de filosofía que no han sido aún bien captados por críticos y lectores, y que abren entre nosotros un rumbo inédito a estas disciplinas.

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Como estilista, López de Mesa conoce muy bien el instrumento idiomático, pero se deja llevar al purismo en su nimia devoción por la musicalidad de la frase y la belleza arquitectónica del período. Orador ágil, improvisa con gran precisión conceptual y pureza en la frase, cautivadoramente afortunado en ocasiones, pero no recoge nunca sus discursos por calificarlos, con demasiado orgullo tal vez, de "molino retórico", y "noria verbal del oficio".

Como hombre asociado siente con pasmosa hondura el problema humano y vive conforme a normas de pulcritud exquisita.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 142, Bogotá, 1º de noviembre de 1972, pp. 28-30.

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José Manuel Marroquín

Entregamos en la presente edición de Noticias Culturales la última parte de los Apuntes autobiográficos escritos por D. José Manuel Marroquín hacia el año de 1881, en cuyas páginas —llenas de sal ática, como tantas otras de su pluma— vemos al escritor fino, castizo y elegante. A través de este llamativo e importante documento autobiográfico —en el que su ilustre autor refiere con datos y detalles los recuerdos de su propia infancia y juventud, sus tradiciones familiares y las experiencias, gratas o ingratas, adquiridas en el discurrir de sus días— hemos tenido la feliz oportunidad de reencontrarnos intelectualmente con el patriarca Castellano de Yerbabuena, la histórica hacienda cercana a Bogotá donde transcurrió gran parte de su vida, y de conocer y apreciar una vez más a una de las figuras verdaderamente sobresalientes con que cuentan las letras colombianas.

D. José Manuel Marroquín nació en Bogotá el 6 de agosto de 1827 y murió en esta misma ciudad el 19 de septiembre de 1908. Hizo sus primeras letras en la casa de educación de D. Mateo Esquiaqui; por espacio de cinco años estudió literatura y filosofía en el Seminario, y posteriormente cursó estudios de jurisprudencia en el Colegio de San Bartolomé. Fue fundador de la Academia Colombiana en unión de D. Miguel Antonio Caro y D. José María Vergara y Vergara, y rector de la Universidad Católica y del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Como nota culminante de su escasa vida pública, en dos ocasiones ejerció la presidencia de la República.

Pero, además, el señor Marroquín desde temprana edad cultivó las letras en sus diversas formas con amor y esmero. Colaboró en varias publicaciones periódicas; escribió obras didácticas, entre ellas un Tratado completo de ortografía castellana (Bogotá, 1858), calificado como "trabajo perfecto" por el académico español D. Juan Eugenio Hartzenbusch; escribió, así mismo, artículos de costumbres, literarios y filológicos; estudios biográficos e históricos y muchas poesías de carácter festivo. Entre todas éstas, aún se recuerda con agrado la denominada La Perrilla. En el campo de la narrativa, Marroquín alcanzó la cumbre de la fama con la novela El Moro, obra de auténtico valor literario. En una palabra, D. José Manuel Marroquín fue todo un escritor en el estricto sentido del vocablo.

De las múltiples páginas escritas en torno a este "hijo espiritual de la literatura picaresca española", como atinadamente fue llamado por el profesor Luis López de Mesa, creemos conveniente traer el siguiente aparte de otro grande de nuestra literatura, D. Antonio Gómez Restrepo:

"Hidalgo campesino como [Eugenio] Díaz, pero colocado en más alta esfera social, fue don José Manuel Marroquín, el Castellano de Yerbabuena. De ilustre familia, dueño de cuantiosa y heredada fortuna, mimado por la sociedad, pudo

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Formado en buena escuela literaria, conocedor de los clásicos castellanos, discípulo en gramática de Bello, fue Marroquín escritor correcto y atildado, como pocos lo han sido en Colombia. Tenía, además, gracejo de buena ley."

El fragmento autobiográfico que se reproduce a continuación lo hemos tomado de la biografía Don José Manuel Marroquín íntimo (Bogotá, 1915), escrita por su hijo el presbítero José Manuel Marroquín Osorio, donde aparecen los citados Apuntes autobiográficos. Según sus mismas palabras, dichos Apuntes fueron escritos por Marroquín "para su familia y para sus amigos, sin preocuparse poco ni mucho de la forma", y le sirvieron de guía para la elaboración de los once primeros capítulos de la interesante y bien documentada biografía antes mencionada.

Apuntes autobiográficos

A fuerza de ser como todos, y aun de ser majadero, he venido a ser un personaje enigmático. Quién me tiene sólo por hombre de negocios, y aun de los más avisados, porque habiendo tenido noticia de alguno que he hecho y que no ha salido mal, no ha tenido noticia de los cien mil que he dejado de hacer; quién, viendo que no gasto lujo, a pesar de mis relaciones con muchos que lo gastan, me califica de sabido; quién, al ver que suelo rozarme con gentes que hacen papel, imagina que yo pudiera hacerlo, pero que por una especie de filosofía, me agacho y me mantengo procul negotiis. Muchos, conociéndome como conservador viejo y no ignorando que he escrito cosas que se han impreso, me atribuyen la mitad de lo que sobre política se escribe. Todos, todos, todos están engañados, y lo están tanto como los que me tienen por gran literato, los que se quedarían lelos si supieran la estúpida bostezadera con que escucho las doctas disertaciones de mis amigos doctos sobre Virgilio, sobre Bryant o sobre Müller.

De mis amigos y conocidos, unos me oyen como a un oráculo, teniéndome por hombre de consejo, cuerdo y prudente como un Fernández Madrid, otros que no pienso sino en volverlo todo mecha y en observar ridiculeces para escribir cosas divertidas. No es extraño: yo soy inclinado a la frivolidad y me alampo por un buen chiste o por unos versos chuscos; no leo obra seria sino apremiado por una necesidad, y he leído siempre novelas y toda suerte de libros entretenidos.

Pero al mismo tiempo he tenido el hábito de mirar con seriedad todo lo serio, y por amor propio he procurado ganar y conservar reputación de sesudo y circunspecto siempre que en ocasiones serias ha habido quien quiera oír mi dictamen. Así mismo, por amor propio, he sido cumplido y exacto hasta la extravagancia.

Nada tuve como mío en mi juventud; y aun después de casado hubo época en que no contaba más que con veinte pesos mensuales que ganaba haciendo clases. Pero jamás dejé de contar seguramente con que cuando la necesidad fuera seria y apurada, mi familia vendría en mi ayuda. He conocido, pues, la pobreza, casi la

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Los principios cristianos se arraigaron en mí tan hondamente, merced a las enseñanzas, al ejemplo y a la atmósfera moral que, en lo doméstico, me rodeaba, que las peores amistades en que caí en una parte de mi juventud, no me hicieron vacilar jamás por un instante en materia de creencias.

Nunca he tocado, cantado, bailado, remedado, ni he tenido ninguna gracia, pero no he hecho mal papel en las reuniones, y aun ha habido temporada en que he sido mirado como el alma de algunas. De joven sobresalía en algunos ejercicios corporales y era excelente jinete. Y al mismo tiempo no podía bajarme sin que me ayudaran de una ventana adonde me hubiera subido, ni entrar en agua que me diera arriba de la rodilla.

Creo que forma parte de mi carácter cierto candor o candidez que muy pocos o ninguno habrán sospechado en mí. He tenido más propensión a creer en la buena fe de los demás de la que en estos tiempos conviene tener. He dado mucha importancia a las cosas pequeñas. Me he creído obligado a seguirles seriamente la conversación que me entablen, sea la que fuere, a cuantos prójimos me han escogido por oyente, hasta a los borrachos y a los jubilados, a quienes todo el mundo vuelve la espalda, a quienes nadie habla sino en son de mofa. Me he dejado dominar de temores y aprensiones que no suelen mortificar sino a la gente más vulgar. A los artesanos y a los ganapanes a quienes he ocupado, aunque no haya sido sino por un solo día, los he mirado como a los antiguos arrendatarios de la hacienda de la familia; he supuesto en ellos cierta fidelidad a mi persona, lo que en verdad me ha ocasionado buenos chascos.

De mi tío Juan Antonio Marroquín aprendí muchas cosas que no habría aprendido de ningún otro hombre con quien me hubiera educado; como aquello de seguirle conversación a todo el mundo, y a tratar a todo género de personas, en cualesquiera circunstancias, del modo más propio para que no vayan a quedar descontentas ni a sentirse humilladas. A entrambos nos ha costado caro algunas veces el dejarnos llevar demasiado de esa inclinación, que en ambos ha rayado en pusilanimidad.

Otro, en las situaciones en que me he encontrado, gastando cierta dosis de lo que llaman filosofía y un poco de egoísmo, hubiera podido sacar gran partido de las ventajas con que la suerte me ha brindado y habría sido comparativamente, un hombre feliz. Pero, en parte por timidez, en parte por lo bueno que hubo en mi educación, en parte por haberme habituado a no pensar con mi cabeza acerca de mis propias cosas, y en parte por pereza, no he sabido sacar tal partido.

Los reveses y las tribulaciones que a mí me han afligido no han sido mayores ni más numerosos que los que caen sobre casi todos los que se hallan en circunstancias semejantes a las mías; pero mi temperamento nervioso, mi gran propensión a la melancolía y sobre todo el haber sido criado como niño mimado,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República me han hecho sentirme en la mitad de mi vida como un hombre desgraciadísimo. Hoy miro como cosa casual y como la menos natural el que salga bien cualquier cosa que me interese, y aún me inclino a admirarme de que dejen de venir sobre mí los reveses que he llegado a mirar como posibles.

Apenas habrá habido quien sienta más dificultad que yo para echar nones, sea a lo que fuere. Todo proyectista entusiasta que me ha escogido para colaborador en sus empresas ha hallado en mí por lo menos un oyente que ha hecho lo posible por manifestar que participa de las ideas y del entusiasmo ajenos. No pocas veces me he dejado arrastrar, contra toda mi inclinación, a tomar parte activa en la ejecución de proyectos notoriamente descabellados, y muchísimas he prometido cooperar a la realización de otros sabiendo muy bien que no había de tener después ni ánimo ni resolución para cumplir lo ofrecido. Esto me ha sucedido principalmente en empresas literarias y filantrópicas; pero no ha dejado de acaecerme tratándose de negocios y de intereses. A menudo he sido dupa de pillastres de mayor o de menor cuantía, y lo he sido y lo sigo siendo a ojos abiertos, merced a ésa mi dificultad para decir que no. Debo esta recomendable prenda en parte a mi debilidad de carácter y en parte al amor propio, que acierta a pintarme siempre como más halagüeña la situación en que he de quedar condescendiendo que la en que quedaría echando nones.

Nada puedo emprender sin vencer primero gran repugnancia y desaliento y una especie de sueño que no es del que sirve para dormir.

Aquella misma necesidad de movimiento me ha inducido siempre a ocuparme en asuntos ajenos que me han valido para con muchos la fama de muy servicial y caritativo, y que me ha ocasionado numerosas inquietudes y muchos de aquellos pequeños sinsabores que, sin alcanzar a hacer desgraciada la vida, sí la enturbian y la hacen pesada.

A esa disposición a prestar servicios, a mi dificultad para echar nones de cualquier linaje y a otras circunstancias habría yo podido deber el tener muchos y muy adictos amigos; pero la pereza y cierto encogimiento que debo a las dificultades en que me pone la excesiva miopía, han hecho de mí el hombre menos cumplido y puntual en materia de visitas, cartas y demás atenciones sociales que alimentan los diversos afectos y relaciones que son conocidos con el nombre de amistad.

En cuanto a la amistad propiamente dicha, me juzgaría yo bastante desfavorablemente, pues no he dejado de ser olvidadizo; pero nunca me he abstenido de defender con calor, hasta a aquellos de quienes apenas sospecho que me tienen por amigo, en toda ocasión en que delante de mí se ha hablado contra ellos.

Buena tarea he tenido defendiendo siempre en conversaciones sobre política a Herrera, a Vergara, a Samper y hasta a Santiago Pérez.

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Si me he calificado de poco puntual en cuanto a atenciones de mero cumplimiento, debo declarar que siempre que se atraviesa cosa formal, como cita o promesa de desempeñar encargos, soy, aunque creo que por pura vanidad, nimiamente exacto y escrupuloso. Me precio, particularmente en casa, de que a mí nada se me olvida; y a fin de no quedar mal, me valgo de arbitrios para que, aunque la memoria me sea infiel, no falte algo que en los días o a las horas que sea menester me recuerde lo que debo hacer o lo que he prometido.

Lo bueno que yo haya hecho, habrá sido resultado de una intuición, de un primer movimiento. Si tengo que pensar, o que reflexionar o que comparar las ventajas de una cosa con sus inconvenientes, necesito escribir o conversar. Con este defecto se armoniza el de mi suma irresolución. Cuando yo tomo un partido, lo tomo, o porque ya llega la última hora en que tengo que resolverme, o porque hay influencia extraña que me determine.

Como ya lo dije, he pasado mucha parte de mi vida ocupado en cosas ajenas y en cosas menudas, menudísimas. Vivo siempre lleno de afán, pensando que lo que estoy haciendo hubiera debido dejar lugar a otra cosa más urgente. Llevo a todas horas conmigo un largo memorándum. Lo que está apuntado en él, tiene, por el hecho de estarlo, la misma importancia que tendría para mí el salvar la vida a todos mis hijos. Cada día me apuro a despachar el memorándum desde temprano, y empiezo a dar los pasos necesarios, aunque sepa a ciencia cierta que todavía no he de encontrar a las personas con quienes haya de tocar, o que aún no están abiertas las tiendas, oficinas, etc., donde tengo que hacer algo.

He gastado mucha parte de mi tiempo en corregir pruebas de imprenta, por complacer a cualquier quídam o porque salgan sin errores cosas que no me importan un bledo; en redactar avisos, convites, solicitudes y majaderías ajenas, de toda especie; y, lo que ha sido peor, en corregir ensayos en prosa y en verso de malos aspirantes a la literatura, ya porque no he tenido cara para rehusarles el servicio, ya porque he creído cándidamente que podía serles de verdadera utilidad. Tanto en tales correcciones como en la censura de escritos de mis amigos o de otras personas hábiles, he procedido siempre con conciencia, rigor y sinceridad; y jamás me han llevado a mal mi franqueza.

He tenido invencible afición a maniobras y me he preciado de diestro en muchas, siéndome más sensible que me censuren el modo como he puesto cerradura a una puerta, que el que lo hagan con una producción literaria.

¿Soy realmente cobarde como me lo he figurado siempre?

He evitado las ocasiones de experimentarlo, con tanto esmero y tanta previsión que no puedo asegurar que lo sea, ni tampoco lo contrario.

Tres veces, sin embargo, he podido probar que en caso serio e importante no me acobardo ni vuelvo la espalda al peligro.

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En cuanto al valor para resistir la desgracia, puedo decir que lo poseo para lo grande y que me falta para lo pequeño. Creo que esto es lo que sucede a casi todo el mundo.

Aquel mi candor de que he hablado es rasgo tan característico de mi fisonomía moral, que no puedo omitir otros pormenores relativos a eso. Si hago que un comerciante me muestre un artículo, ya me creo obligado a comprárselo; y si pregunto a un menestral cuánto me llevaría por hacerme una obra y le hago perder tiempo en explicaciones, ya no me atrevo, sin hacerme mucha violencia, a dejar de hacer el trato con él.

Me siento obligado a conocer por sus nombres a todos los hijos e hijas de mis parientes y amigos, y me veo en penosísimo embarazo cuando me tengo que rozar con ellos y no los conozco. Tengo acá para mí la pretensión de pasar por el patriarca de la tribu, y esto no por orgullo ni presunción. Esta manía me pone en apuros que conozco son ridiculísimos, y me hace dejar de tratar a muchas familias con quienes debería cultivar relaciones.

Y no obstante ese candor, creo que no habrá nadie que esté más libre que yo de ilusiones de otro linaje. En todas las cosas veo la parte real y positiva; sobre todo la parte que pueda tener la flaqueza humana. La parte ridícula de las acciones humanas se me presenta tan pronto que, si yo fuera escritor o poeta satírico, o si tuviera lengua maldiciente, sería un azote de la sociedad. Por fortuna no sólo carezco de dotes que hagan temibles mi ingenio y mi lengua, sino que a esa fácil percepción de lo ridículo se une en mí un sentimiento mezclado de lástima y de vergüenza por los demás, que me hace mirar como una indignidad aun formular para mí solo la sátira o la zumba. Lo que pueda calificarse de satírico entre lo que yo he escrito, va siempre dirigido contra clases numerosas y jamás contra personas determinadas.

De tal modo me domina el respeto y el amor a mis mayores, que creo sentir que ellos son los que viven en mí o que yo soy un ser en quien ellos se han transfundido. No me hallo en mi centro sino viviendo donde ellos vivieron y usando de las cosas de que ellos usaron. Quisiera que en mi casa todo fuera reproducción o copia fiel de lo que era la casa de mis abuelos. Nada es para mí más disonante que los usos nuevos que por inevitable necesidad de la época se introducen en casa.

Cuando en algún rato me siento bien desocupado, bien dueño de mi tiempo y de mi persona, lo que me pide el cuerpo y lo que realmente me pongo a hacer muchas veces, es repasar papeles antiguos de la familia, sobre todo las cartas que se han conservado. Con ese entretenimiento me harto de la melancolía a que soy tan inclinado y satisfago ese deseo de sentirme como si viviera con mis antepasados.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 135, Bogotá, 1º de abril de 1972, pp. 4-7.

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Juan Cristóbal Martínez

Juan Cristóbal Martínez nació en San Juan de Girón, departamento de Santander, en 1896, lugar donde transcurrió parte de su infancia y aprendió las primeras letras en la Cartilla de Baquero y en la Citolegia de Mariano Ospina Rodríguez. Cursó el bachillerato en el colegio de San Pedro Claver de Bucaramanga y luego adelantó estudios de jurisprudencia en la Universidad Nacional, donde se graduó de abogado en 1919.

Desempeñó varios cargos en la Rama Jurisdiccional. Fue, además, diputado a la Asamblea de Santander, representante a la Cámara y senador de la República. Sin embargo, su principal actividad intelectual la dedicó al periodismo y a la literatura. Trabajó como redactor en El Diario Nacional y en El Espectador de Bogotá, y por más de treinta años dirigió, en asocio de Manuel Serrano Blanco, El Deber de Bucaramanga en cuyas páginas hizo famosa su habitual columna Carnet de Juancé.

En la crónica cotidiana Juancé, como se le conoció en el mundo de las letras, tuvo su mejor medio de expresión literaria, caracterizada por la gracia y el donaire del estilo. Su ilustre coterráneo Emilio Pradilla ha dicho con acierto: "Como se ha afirmado de Balzac, Juancé no tiene, ni acaso ha pensado nunca en tener un estilo, y éste es precisamente el mayor e inimitable encanto de nuestro escritor".

Juan Cristóbal Martínez publicó las novelas El último pecado y Margarita Ramírez tuvo un hijo y los libros de crónicas titulados: Risas y muecas, Rodó al vuelo, Quince minutos de intermedio y Confesiones literarias. De este último hemos tomado los apartes autobiográficos que se reproducen en el presente boletín.

Bajo el título de Carnet de Juancé (Bucaramanga, 1969) Roberto Harker Valdivieso seleccionó y publicó las mejores páginas del célebre cronista santandereano. En el Prefacio de este libro, aparecido con motivo del décimo aniversario de la muerte de Juancé, Harker Valdivieso escribe lo siguiente:

"Juan Cristóbal Martínez recibió con hidalguía propia de su estirpe la carga de una vida agitada, plena de emociones y de pesares políticos. Pero al final de su jornada tuvo la placidez reservada a los espíritus selectos. Un príncipe del humorismo criollo tenía que cerrar suavemente sus párpados. Así, impregnado en su tinta de imprenta y con una sonrisa burlona frente a la tragedia, se despidió del mundo sin un gesto de dolor o de amargura. Vivió para servir a su Patria y para deleitar a sus lectores con el timbre inconfundible de su ingenio. Esa fue su misión. Y a ella se consagró de corazón".

Este buen escritor y consagrado periodista falleció en Bucaramanga el 18 de julio de 1959.

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Confesiones autobiográficas

Cuestión de familia

Yo he atribuido siempre mi afición a la crónica, con algo de buen humor y algo de emoción, al marco familiar en que se desarrolló mi niñez.

Si durante aquellos años felices hubiera tenido yo un idilio intenso y dulce como el de Efraín, que hubiera saturado de melancólica belleza toda la vida, podría haber escrito una novela apasionada y de gran interés regional. Porque el material escénico de que disponía no era ni es inferior al que inspiró a Jorge Isaacs para su poema inmortal.

El Río de Oro que abraza amorosamente a San Juan de Girón, convirtiéndolo en una península de ensueños, no es menos rumoroso y grato que el del Cauca.

Mi casa solariega, alzándose empinada sobre la quebrada de Las Nieves, para asomarse de frente a la gran plaza que en los días de mi infancia estaba circundada de ceibas umbrías, también tenía de patio un enorme bosque de cayenos, naranjos, icacos, mameyes, granados y limoneros, a cuya sombra se podía meditar en las cosas del amor y de la vida, como lo hiciera en su niñez atormentada Juan Jacobo Rousseau en su jardín propicio de Ginebra.

Yo también saturé de encantos eternos mi niñez caminando a lo largo de los verdes potreros de grama donde corría el agua plácida, donde el ganado pastaba mansamente y donde el boyero me enseñó a cantar.

Las pescas mañaneras en el río, los paseos animados a Cara de Perro, las excursiones a los montes vecinos para traer las Palmas del Domingo de Ramos y la romería al Alto de Monguí para poner allí la cruz de mayo, hubieran suministrado al relato escenas encantadoras.

Mi abuelo, que llevaba una vida patriarcal, sencilla y monótona, consagrada enteramente a su estancia de cacao, tenía una charla amena, y como había vivido a lo largo del siglo, solía hablar de cuantos sucesos históricos le interesaran a uno. Cuando oía sus pláticas yo pensaba que si se hubiera dedicado a las letras habría llegado a ser el gran escritor de la familia. Nos sentábamos hacia el ángelus a la puerta del zaguán y el más fútil detalle daba tema propicio a la tertulia.

De pronto pasaba una vieja que regresaba de comprar el pan de la cena y mi abuelo observaba: —Esa es hija de la mulata Rufina. De ahí pasaba a contarnos quién era la mulata Rufina, que había sido esclava de sus tías maternas, y de allí, como un expositor docto y fácil, comenzaba a hablarme de las costumbres de la época, de cómo vivían sus tías, de cuánto valía un esclavo y de cuáles eran sus servicios, hasta hablarnos de las arepitas de sagú, aquellas arepitas de sagú que tuvieron fama en la comarca cuando nadie quería tomarse un chocolate sin ponerle arepitas de donde las Ordóñez.

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Todo el siglo parecía renovarse vivazmente ante nuestra imaginación con aquellos relatos cordiales, hasta que al dar las nueve remataba la charla reconstruyendo la escena patética del 48, cuando el general José Hilario López ordenó, decía él, la libertad de los esclavos y acabó con las alcabalas del tabaco.

Entonces se levantaba, arrastraba hacia la sala el asiento de vaqueta y decía con cierta ingenuidad graciosa:

—Ala, si volvieran a lanzar a López para la presidencia, yo votaba por López...

—¿Qué López?— preguntaba yo arrastrando también mi asiento.

—Pues José Hilario López— me aclaraba enfáticamente. ¡Que López podía ser...!

Y cerrando la ventana para acostarse, cantaba con cierto fervor y como para que yo lo oyera:

Anoche un borracho andaba cayéndose y dando topes.

Mas, tan borracho no estaba, cuando al pararse gritaba:

—¡Viva José Hilario López!

Los primeros versos

Mi inclinación a los versos se la debo indiscutiblemente a mi padre. Jamás hizo una estrofa, pero era un buen recitador, que tenía en la memoria una gran antología hispanoamericana.

Los poetas románticos, sobre todo, eran de su mayor agrado y los recitaba con placer y con emoción indecibles cuando estaba de buen humor. Mi padre tenía la costumbre de levantarse muy temprano, especialmente cuando estaba en el campo. A veces desde las tres de la mañana saltaba de la cama, abría la puerta, miraba al cielo estrellado con cierta elación mística y seguía hasta la cocina para pedir su taza de café. Luego volvía al aposento y se acostaba en la hamaca a fumar y a tararear la música de alguna zarzuela, que generalmente era la del "Coro de los doctores" o la de los segadores del "Rey que rabió".

De pronto pasaba a recitar con cierta entonación peculiar:

Ya del oriente en el confín profundo

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la luna aparta el nebuloso velo

y leve sienta en el dormido mundo

su casto pie con virginal recelo.

Un lucero no más lleva por guía,

por himno funeral silencio santo,

por sólo rumbo la región vacía

y la insondable soledad por manto.

Callaba un momento y levantando la cabeza para cerciorarse de que yo le estaba oyendo, me decía: —¡Qué gran poeta es Diego Fallón! Ya no se hacen versos como los de Diego Fallón. Y seguía recitando las dulces y amorosas estrofas hasta que volvía a interrumpir la recitación para observarme con cierta ingenuidad:

—¿Usted no sabe que yo conocí a Diego Fallón?

Y luego comenzaba a darme detalles íntimos y encantadores sobre Diego Fallón y su círculo literario, y con amenidad maravillosa me llevaba de la mano por aquella Santa Fe de Bogotá durante aquellos años luminosos del 75 al 95, que fueron los veinte años felices en los que la capital colombiana se puso a la cabeza de los demás centros intelectuales de América.

Convivían entonces y laboraban para la prensa y para el libro, ingenios tan exquisitos como José Joaquín Ortiz, Jorge Isaacs, Eugenio Díaz, José María Vergara y Vergara, José Manuel Marroquín, Venancio Ortiz, Roberto Mac Douall, Ricardo Carrasquilla, José Asunción Silva, Carlos Martínez Silva, Salvador Camacho Roldán, Miguel Antonio Caro, Medardo Rivas, José Antonio Soffia, Rafael Pombo, Rafael Núñez, es decir, una plana mayor como la tuviera apenas París por aquel mismo tiempo con los cenáculos que presidían Víctor Hugo, Edmundo Goncourt, Alfonso de Lamartine, el Vizconde Chateaubriand, Alfonso Daudet, Paul Verlaine, Charles Baudelaire, Alejandro Dumas y Emilio Zola.

Otro día, estando de buen humor también y al regresar de recorrer sus cafetales con la confianza agraria en el alma, pedía su irremediable tacita de café y entre sorbo y sorbo comenzaba a recitar en voz muy baja:

Buscando en donde comenzar la roza,

de un bosque primitivo en la espesura,

veinte peones y un patrón por jefe

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van recorriendo en silenciosa turba.

Vestidos todos de calzón de manta

y de camisa de coleta cruda,

aquél a la rodilla, ésta a los codos,

muestran sus formas de titán desnudas.

Otro día, por ejemplo, íbamos de a caballo a recorrer sus labrantíos fértiles, tiraba de pronto la colilla del cigarro y dejando a la mula coger el paso más lento iba recitando:

No hay sombras para ti, como el cocuyo,

el genio tuyo ostenta su fanal

y huyendo de la luz, la luz llevando,

sigue alumbrando

las mismas sombras que buscando va.

Y luego, volviéndose a mirarme, decía con cierta entonación fervorosa:

—Esos sí eran versos.

Y como yo callara me preguntaba como afanado:

—¿Cómo, usted no conoce esa composición? Es el Por qué no canto, de Gregorio Gutiérrez González. Y cariñosamente, como quien enseña al que no sabe, me iba informando de su origen: Domingo Díaz Granados, inspirado vate antioqueño, le había preguntado en verso a su amigo Gregorio Gutiérrez González, por qué no había vuelto a hacer versos y éste le había respondido en su composición titulada Por qué no canto, y al mismo tiempo que le explicaba los motivos íntimos de orden sentimental que lo hacían callar, le ponía de presente que el que debía seguir escribiendo versos era él y por eso le decía en fácil estrofa:

Tú sí debes cantar. Tú con tu acento

al sentimiento más nobleza das.

Tus versos pueden, fáciles y tiernos,

hacer eternos

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tu nombre y tu laúd. Debes cantar.

Todas estas recitaciones solía amenizarlas mi padre con un anecdotario encantador, con el que reconstruía sus épocas de estudiante en la Bogotá hospitalaria que congregaba todos esos ingenios. Hace poco leí unas crónicas inimitables sobre la capital colombiana del último tercio del siglo pasado, escritas por Miguel Cané, y me quedé sorprendido al encontrarme allí con muchísimos detalles que ya conocía por las remembranzas de mi padre.

El afortunado ingenio de Roberto Suárez ya lo admiraba en sus intimidades y ya me había acercado a la confianza de Gregorio Gutiérrez González y Vicente Gutiérrez de Piñeres hasta oírles el chispeante diálogo, cuando éste encontró al autor del canto al cultivo del maíz que se había tomado algunos tragos y le habían hecho más daño que de costumbre:

¿Qué haces por aquí, Gregorio,

en forma tan imprudente?

—Déjame, por Dios, Vicente,

que estoy pasando actualmente

las penas del purgatorio.

En una página maravillosa pero injusta que leí hace algunos años, hacía Armando Solano una crítica severa contra los poetas románticos de España y América y se extrañaba de que hubieran tenido tanta fama versificadores como Gaspar Núñez de Arce.

José Ortega y Gasset había dicho ya que le resultaba increíble que hubiera un tiempo en que las gentes llamaran poesía a esto:

Era a principios del ardiente julio

Harto de Marco Tulio...

Ovidio, Anquises, Plauto y Menea,

rompiendo su enojosa disciplina

la turba estudiantina

regresaba con júbilo a su aldea.

Yo no he compartido jamás esos conceptos porque cogí cariño a la poesía romántica, oyéndola en horas de paz hogareña caer sabrosa y plácida de labios

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de mi padre. Y tanta impresión gratísima dejaron en mi mente estos ratos de euforia literaria, que muchas veces, ya muerto mi padre, me he vuelto a recostar en aquel mismo sitio a meditar sombríamente y a recordar sus afectuosas charlas, y cuando más ensimismado estoy en aquel goce doloroso, me parece que oigo como en sus tiempos la misma voz fuerte y amable que como ayer vuelve a recitar:

Ya del oriente en el confín profundo

la luna aparta el nebuloso velo

y leve sienta en el dormido mundo

su casto pie con virginal recelo...

Tiempos de escuela

Yo no he creído jamás en la sinceridad de quienes hablan de sus tiempos de escuela y de colegio como de los más bellos de su vida, y dando un bostezo espiritual declaran que con placer volvieran a ellos.

Yo no tengo de mis días escolares sino malos recuerdos. Todavía me parece estar soportando las impertinencias de los dos compañeros que tuve en la primera escuela privada a que concurrí y que regentaba una vieja de mal carácter, regañona e ignorante, que sostenía muy campechanamente que la letra con sangre entra o dentra, como me parece que decía ella.

Los días y las mañanas los pasaba sentado en una banca dura en el rincón de una salita oscura, oyendo a la anciana enseñarme a deletrear estúpidamente con un cancaneo ininteligible: peleleplán, peleleplín, peleleplón... Yo no he llegado a comprender todavía qué significaba aquello. Después entré a una escuela pública de niñas en la que la maestra se había comprometido a darme lecciones aparte y así, mientras las niñas matriculadas oficialmente gritaban, reían y jugaban en patios y salones, yo tenía que permanecer como escondido en un aposento a donde la maestra entraba de vez en cuando a darme alguna breve lección como por piedad.

Los días en que había visita del Párroco o del Inspector escolar eran las grandes tragedias para esconderme. La maestra y su hermana y una tía de ellas y alguna vecina que había avisado con tiempo el terrible suceso, me llevaban precipitadamente al solar y allí me metían entre un horno de asar pan hasta que pasaba la visita.

Una vez me picó un alacrán y cuando el personal estaba formado en el patio soportando la visita del Inspector llegado de Bucaramanga, pues esto era en Girón, yo salí llorando y gritando e irrumpí en pleno patio dando alaridos.

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Entonces se le notificó a mis institutoras que tenían que suspender esa enseñanza clandestina y entré a la escuela pública.

La patanería de aquellos muchachotes labriegos no tenía límites y la rapiña era sistema regular de vida. Como mi padre tenía fama de rico, era mirado como una hazaña digna de premio y admiración robarme el libro, el saco, el sombrero, el pañuelo y la merienda.

El único recuerdo agradable que tengo de entonces fue el de la siembra del árbol en el amplio solar de la escuela.

Se nos ordenó a cada muchacho sembrar un árbol y yo sembré un mango. Todos los días antes de entrar a clase iba a verlo, lo regaba, lo miraba complacidamente y sentía un fervor agrario por aquel árbol que era como la primera hechura de mi voluntad y de mi esfuerzo.

Quizá a ese simplísimo detalle debo la atracción profunda que siento por la vida campesina y las costumbres campesinas.

Varios años después, yendo un día a Girón, quise entrar al antiguo solar de la escuela a ver qué había sido de mi mango y con fruición hondísima lo vi alto, verde, pródigo en frutos y amiga sombra. Entonces comprendí por qué se había afirmado que para ser hombre completo era necesario sembrar un árbol, escribir un libro y tener un hijo.

Cómo conocí a Olaya Herrera

Una mañana, como a las once, llegó el doctor Nemesio Camacho a la amplia sala de la redacción de El Diario Nacional.

Yo escribía algo sobre una exposición de pintura, si no recuerdo mal, y el doctor Enrique Olaya Herrera, como de costumbre, escribía su editorial al amparo de su alto escritorio americano y encorvado sobre la tablita volante que soportaba las cuartillas.

Después de los saludos y las frases banales, el ilustre visitante preguntó:

—¿Ustedes no han leído los Glosarios Sencillos de Armando Solano?

—Hoy, precisamente —repuso el doctor Olaya Herrera—, leí uno sobre las lluvias en Bogotá. Muy bonito.

Al doctor Nemesio Camacho no le satisfizo la ponderación y poniéndose en pie se acercó más hacia el escritorio del futuro presidente de Colombia y le dijo, levantando los brazos:

—Es algo extraordinario... Eso es bello. Yo los leo dos y tres veces.

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Yo me puse en pie y me acerqué diciendo:

—Es cierto: gustan mucho.

Al poco rato el doctor Olaya Herrera me autorizaba para que fuera a buscar al doctor Armando Solano, que era el autor de tales glosarios, y le preguntara si quería darlos en venta para el periódico. Armando Solano dirigía La Patria, uno de los diarios mejor escritos de cuantos han aparecido en la capital y se editaba en su imprenta propia, una imprenta anticuada metida en una casona incómoda que estaba ubicada en un rinconcito de la carrera sexta, por donde entonces se pasaba para salir al parque Santander.

Subí unas escaleras maltrechas y me vi de pronto en el cuarto de la dirección. Ese hombre menudo, de rostro achatado pero sonriente y simpático, que escribía con un lápiz insignificante que agarraba febrilmente con los dedos cortos y gruesos, era nada menos que el doctor Armando Solano.

Firmaba sus crónicas con el seudónimo de Maitre Renard, y era el que menos importancia atribuía a su media columna que cotidianamente resaltaba en tipo gótico sobre la primera página de su diario. Me invitó a conocerle la imprenta y la casa. En el corredor por donde se transitaba de la administración a la dirección y de la dirección al salón de cajas, nos recostamos contra la baranda y desde allí veíamos correr abajo el caduco río San Francisco.

Eran los tiempos sencillos de la última Bogotá santafereña y todavía la arquitectura no había borrado del paisaje aquella cañada sugestiva y típica, por donde el riachuelo corría tranquilamente, sin importarle un higo la ciudad, y que aún no se debatía en graves problemas sociales y económicos y por cuyas orillas pacíficas aún se asomaban los cubiletes verdes del general Isaías Luján o Ladrón de Guevara, el paraguas raído de Dávila Flórez, el bastón iracundo de Felipe Santiago Escobar y, en las mañanas grises, como una estatua de bronce disimulaba sus somnolencias, el jovial espíritu de Clímaco Soto Borda.

Al doctor José Vicente Concha lo conocí trabajando en un ambiente muy parecido a ese en que conocí a Armando Solano. Dirigía El País, y yo llevaba una carta de presentación, firmada por el general Alejandro Peña Solano.

Iba a iniciar mis estudios, y la candidatura del ilustre republicano me entusiasmaba. Un policía a quien le pregunté dónde quedaba El País, se volvió rápidamente, dando media vuelta, y señalándome un agujero estrecho por donde se baja a un sótano oscuro, me dijo:

—Ahí queda El País.

Era en pleno atrio de San Francisco, en lo que hoy son bajos del Hotel Granada.

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Bajé la escalinata angosta, me encontré en una especie de corredor oscuro y un muchacho que salía de una pieza con unas tiras en la mano me indicó que ahí quedaba la oficina del doctor Concha.

Toqué tímidamente y una voz fuerte y bien timbrada me respondió rápidamente.

—Entre, entre.

La escena fue desconcertante. Una mesa larga con unas sillas en derredor y unos bultos de papel. Un estante con libros y unos cajones, como con libros también, y, mirando todo esto, la figura humana y bella de un hombre de rostro sonrosado, cabeza escultórica cubierta por una larga y bien peinada melena, bajo la cual figuraban unos ojos ensoñadores. Era el doctor José Vicente Concha.

No se quitaba el saco para trabajar. No se ponía gorrito ni apelaba a ninguno de esos recursos inventados por el hombre para descansar en la intimidad.

Siempre estaba en disposición de inaugurar un senado o de presidir una asamblea constituyente.

La imprenta donde se hacía El País era una imprenta vieja, con una máquina antigua que producía un ruido infernal al funcionar.

Cuando leyó mi carta de presentación, el doctor Concha, muy galantemente, se puso en pie, se me acercó y me preguntó cómo estaba su amigo el general Alejandro Peña Solano.

Luego me llevó a pasear la oscura casona donde editaba su diario y que estaba alumbrada con luz eléctrica.

Cuando me despedí, llegaba un hombre de cuerpo encorvado, con un paraguas colgándole del brazo derecho y una cara gordiflona dominada por una nariz hongosa: el doctor Abadía Méndez.

La Unidad también se editaba en un caserón antiquísimo, situado en las orillas del mismo río San Francisco, cien pasos más abajo de El País, en seguida de lo que se llamó en un tiempo el edificio de los telégrafos.

Las piezas de la dirección y redacción, el salón de cajas y el corredor donde funcionaba la máquina quedaban hacia el primer patio, pero luego venía el saloncito donde estaba el billar que ya se comunicaba por una puerta amplísima con un corredor largo y tambaleante, situado precisamente sobre la orilla del río. Recuerdo que abajo, guareciéndose del sol y de la lluvia por el techo de este corredor, había instalado un hombrecito su zapatería. Era un muchacho paupérrimo que ponía medias suelas y cosía rotos insignificantes.

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Allí fui a presentármele al doctor Laureano Gómez, al día siguiente de mi llegada a Bogotá.

Joven y arrogante, bien plantado, con una juventud radiante y feliz, el jefe conservador daba una impresión grata pero no infundía confianza y, por el contrario, a mí me pareció que había hecho todo lo posible por que no volviera a verle.

Era un defecto de sus primeros días y una consecuencia de sus arduas luchas apasionantes que aún le robaba todo el ánimo.

Después intimé con Laureano Gómez y he sido uno de los que más han saboreado su agradable compañía de hombre asombrosamente múltiple, con quien pueden alternar y hablarle de sus inclinaciones, con la misma seguridad de ser entendidos y correspondidos, un teólogo, un agricultor, un abogado, un médico, un ingeniero, un literato, un músico, un pintor... No hay ramo de la inteligencia humana por donde el genio inquieto de Laureano Gómez no haya pasado ansioso y fácil.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 166, Bogotá, 1º de noviembre de 1974, pp. 6-11.

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María Martínez de Nisser

En el número 133 de estas Noticias Culturales, correspondiente a enero de 1972, iniciamos esta selección con un fragmento de la obra autobiográfica de la Madre Francisca Josefa del Castillo, escrita en el siglo XVIII y publicada por primera vez en 1817. Hoy, al cabo de veintinueve publicaciones autobiográficas, nos es singularmente grato incluir en esta selección el nombre de otra mujer que, al contrario de la vida monástica y contemplativa de la Madre Castillo, en un momento crucial de nuestra historia, trocando el remanso de la paz hogareña, decidió vestir uniforme militar, empuñar una lanza y acudir al propio campo de batalla en defensa de sus más caros ideales. Más aún, con la misma entereza, digna de toda admiración, tomó la pluma y, en forma de diario, fue relatando, entre otros acontecimientos de la época, su decisiva participación en los sucesos de la revolución conocida con el nombre de la "revolución de los supremos".

Se trata de doña María Martínez de Nisser, nacida en Sonsón, departamento de Antioquia, el 6 de diciembre de 1812. Fueron sus padres D. Pedro Martínez, maestro de escuela, y doña Paula Arango. En Ana María, al decir del P. Roberto María Tisnés, su ilustre coterráneo y consagrado historiador, "se conjugaron una serie de ancestros que hicieron de ella figura excepcional en Sonsón, en Antioquia y en la Nueva Granada de 1841. Ancestros familiares y ciudadanos, de valor y religiosidad, de cultura y tradición verdaderamente excepcionales en su medio y en su época"1. El 29 de agosto de 1831 contrajo matrimonio con D. Pedro Nisser, explorador de oro, inventor y comisario de ferias industriales, que había venido a Colombia en 1824. D. Pedro, socio de D. Carlos von Greiff en empresas de minería, escribió de su esposa en carta dirigida a sus familiares en Suecia: "era el encanto que ella poseía lo que había buscado en Colombia y no el oro".

Para formarnos una idea cabal de tan esclarecida dama antioqueña, honor de su tierra y gloria de su estirpe, que combatió en los campos de Salamina, en defensa del gobierno constituido y en rescate de su esposo cautivo, hemos de acudir al testimonio ático de D. Manuel Pombo consignado en el ameno relato de viaje titulado De Medellín a Bogotá, escrito en 1852 y publicado, después de su muerte, por su hijo D. Lino de Pombo, en 1914:

"Tuve también la honra de tratar a la heroína de 1841, señora María Martínez, casada con el señor Pedro Nisser, natural de Suecia.

Me pareció una mujer de treinta y seis años, agraciada e interesante, de rasgos fisonómicos que revelan inteligencia, imaginación y vehemencia de sentimientos: buen cuerpo, tez perlina, cabellos, cejas y ojos negros y brillantes, modales desembarazados y conversación viva y afluente. Fuera del idioma patrio, que maneja con cultura, traduce con facilidad el inglés y el francés, lee mucho y en bien escogidos libros; y escribiría sobre algunos asuntos que tiene meditados si la modesta desconfianza en sus fuerzas y el temor de extralimitar la esfera en que nuestra sociedad quiere encerrar a las mujeres no la retrajese de intentarlo."

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En 1841 (sic) se imprimió su Diario de los sucesos de la revolución de Antioquia, el que tuvo la condescendencia de leerme ella misma, añadiéndole incidentes y comentarios en cuya recitación parecía inspirada por su antiguo entusiasmo y revestida aún del prestigio del heroísmo; y cuando yo, no por contradecirla sino por estimularla y hacer remontar el vuelo a su imaginación, le argüía sobre algunos acontecimientos o tal cual de sus apreciaciones, poco a poco se energizaba y tenía momentos de entonación épica, que me hacía comprender que esa mujer en otra época y en otro teatro pudiera haberse hecho famosa. Al terminar algunas de estas discusiones le dije con arranque de sinceridad:

–Ha sido usted vaciada en el molde de Judith, Juana de Arco o Carlota Corday.

Ella me dejó sin respuesta, replicándome:

–Aceptando la galantería de usted, más me gustara haberlo sido en el de Policarpa Salavarrieta.

Por su parte, el historiador Gustavo Otero Muñoz, en la conferencia titulada Huellas femeninas en las letras colombianas2, se expresa de este modo:

"Nueva Juana de Arco, esta mujer, que no vacilo en calificar de admirable, fue el alma del ejército, dando ejemplo a los hombres de resistencia y de valor ante las penalidades."

Y más adelante agrega:

"Su obra única nos transmite a doña Marucha como mujer de instrucción, capacidades y discernimiento. Menudean en ella citas de autores extranjeros, principiando con una de las Noches de Young y terminando con otra de un pensador francés, acerca de la naturaleza perversa de las facciones que aplica a la que fomentara Salvador Córdoba, a quien fustiga con fuertes invectivas e implacables razonamientos. Empero, no se crea que la índole de este libro sea tal que el transcurso de los años lo haya ido relegando al terreno de la mera erudición. En su día expresó ideas innovadoras y hasta atrevidas, y tiene, sobre todo, algo que no ha envejecido sino que, por el contrario, adquiere con el tiempo mayor realce, y aun, si se quiere, mayor sabor. Me refiero al estilo: un estilo fluido, nítido, que hace de su autora uno de los cronistas más dignos de no ser olvidados, por la equivalencia perfecta entre las palabras, los hechos y el sentimiento."

Réstanos decir que el Congreso Nacional, en mayo de 1841, expidió la Ley 17, que en el artículo 4º dispuso:

"A la señora María Martínez, como vencedora en Salamina, se le dará la medalla que corresponde a los jefes (de oro y de 14 líneas de diámetro); y el Poder Ejecutivo al remitírsela, le manifestará cuánto se ha hecho acreedora a la admiración pública por su heroico y singular comportamiento".

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Doña María Martínez de Nisser murió en Medellín el 18 de septiembre de 1872. Con motivo del centenario de su fallecimiento, sus restos fueron trasladados a Sonsón, su tierra nativa.

Los fragmentos de sabor netamente autobiográfico que reproducimos en este boletín los hemos tomado del Diario de los sucesos de la revolución en la Provincia de Antioquia en los años de 1840 i 41 (Bogotá, 1843), que reposa en el fondo Cuervo de la Biblioteca Nacional de Bogotá. De estas páginas, por demás curiosas e interesantes, emerge la figura admirable de una mujer que por su acrisolado amor a la patria, por su grado de instrucción intelectual, por el temple de su carácter y por las manifestaciones de su valentía bien merece el título de heroína colombiana. Y merece, así mismo, un lugar destacado en los anales de nuestras letras, particularmente en el campo de la narración histórica, por ser la primera escritora de nuestro país en el siglo pasado.

Finalmente, cabe anotar que en la transcripción de estos fragmentos autobiográficos hemos cambiado el uso de la i por la y, y de la j por la g, en los casos en que la ortografía actual así lo requiere. También hemos suprimido la tilde de la preposición a y enmendado la grafía del apellido Enao, anteponiéndole la letra H.

Diario autobiográfico

Día 20 [abril de 1841]. —Con el mayor asombro hemos visto entrar como a las ocho del día a Braulio con los voluntarios de Abejorral en número como de 25 a 30 hombres, y al capitán Jaramillo con 30 que dicen ser veteranos: seguramente lo serán pero su figura es la más miserable: son unos infelices cubiertos de andrajos, y si así son todos los demás, en verdad que no es muy temible la columna de Mariquita. Una persona hoy me dijo en secreto que a Salamina no habían entrado sino 110 reclutas, todos de Mariquita, y sólo venían 9 o 10 veteranos, a lo que contesté: "No hable Ud. con nadie acerca de esto, pues sería muy perjudicial: muchos, si supieran semejante cosa, no se comprometerían por nada, y Ud. debe estar persuadido de que aquí no se necesitan sino armas, y de que en habiéndolas, aunque no haya veteranos, el triunfo es seguro. Yo había pensado acompañar a Uds.; ahora lo hago con más gusto, tanto porque puedo ser útil, como porque un ejemplo como éste arrebatará los ánimos vacilantes; porque, ¿qué hombre que tenga vergüenza se quedará, viéndome marchar en las filas de Uds.?".

Mi viaje estaba ya resuelto y, queriendo consultar este paso con alguna persona sensata antes de consultar el consentimiento de mi familia, me dirigí a un sujeto de juicio, quien me dijo: "me parece una acción demasiado heroica, pero peligrosa". "Yo sólo quiero saber si perjudicará mi honor, le interrumpí, porque esto sólo será capaz de contenerme"; a lo que contestó: "deshonroso no es, sino al contrario, una acción virtuosa; pero Ud. debe hacer lo que su padre diga". Fui a la casa de mi padre y dirigiéndome primero a mi madre le dije que esperaba de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República ella se interesase con mi padre, a fin de que me diera su consentimiento. Vi con placer que a ella no le desagradaba mi viaje, solamente se limitó a hacerme presente el delicado estado de mi salud. Volví un momento después a saber cuál había sido el parecer de mi padre, y con el mayor sentimiento supe que se había opuesto abiertamente, diciendo que mi juicio en el estado de debilidad en que se encontraba a consecuencia de mis largos padecimientos y enfermedad, no podría resistir las fatigas de una campaña, y menos en un tiempo tan lluvioso. Entonces me valí de uno de sus amigos, patriota exaltado, y éste logró desvanecer sus temores. Ahora, que serán las doce de la noche, he concluido mi blusa y me la he medido, y una de mis hermanas, que creía hasta ahora que todo era chanza, ha llorado mucho al verme cortar el pelo y ponerme en traje de hombre. Resta decir que esta tarde ha llegado por la vía de Aguadas el capitán Díaz con ochenta hombres: no lo he visto porque ya era de noche; me aseguran que son iguales a los primeros, a saber: todos reclutas; pero no importa, han traído algunos fusiles y esto es lo que se necesita.

Día 21 [abril]. En Abejorral. —Me levanté a las cinco y me vestí de militar con la agradable idea de que cuando me volviese a poner camisón estaríamos libres, o si no habría muerto con este traje. Cuando Braulio supo mi determinación, se opuso y dijo a mi padre que no consentiría en que yo me expusiese a tantos peligros; pero cuando vio que era imposible hacerme desistir se conformó. Como a las siete monté a caballo en compañía de mi padre y de mis dos hermanos, me presenté en la plaza en donde estaban ya formados para marchar cincuenta y tantos voluntarios, y dirigiéndome al señor Henao hablé en estos términos: "¡mayor Henao!, el amor a mi patria y mi esposo me han puesto en este traje: desde que los traidores comenzaron a oprimir a esta amada provincia estoy resuelta a ofrecer mi débil cooperación al bien de mi patria, y con ansia aguardaba este momento, tanto más, cuando he visto los oprobios y vejaciones que han sufrido algunos de mis paisanos, y los que actualmente sufre mi adorado esposo, sólo por ser amante de las leyes y de la Constitución. Dadme una lanza para acompañaros y seguir en medio de estos valientes de que os veo rodeado. Poderosas razones me hacen ofrecer esta débil prueba de mi afecto hacia los objetos que más amo en el mundo, la patria y mi esposo; y, ¿quién no haría otro tanto en mi lugar? ¡Compañeros valientes!, resuelta estoy a acompañaros en vuestra noble lucha, cuyo norte es el exterminio de nuestros enemigos y el restablecimiento del orden. Sé que vosotros como admiradores del inmortal Neira, de ese héroe privilegiado de la Nueva Granada, aspiráis a imitar su ejemplo: su sombra será nuestro ángel tutelar. Vuelvo a deciros que estoy pronta a participar de vuestras fatigas y peligros, así como espero ser testigo de vuestro triunfo. El entusiasmo que inflama nuestros pechos, esta llama sagrada, estoy segura que sólo se apagará con el último suspiro que ofrecemos todos por el bien de la patria, porque el amor a ella es la primera virtud. ¡Viva el gobierno y la Constitución! ¡Viva el comandante Henao!". Este contestó con lágrimas en los ojos, y elogiándome demasiado dijo que un paso tan heroico y lleno de patriotismo sólo en las páginas de los siglos pasados se había conocido. Me mostró a los que lo rodeaban como un ejemplo digno de imitarse. "Mirad a esta señora, dijo, en un traje ajeno de su sexo, que pide una lanza y está resuelta a acompañarnos en nuestras fatigas. El triunfo es

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República nuestro. ¡Viva nuestra justa causa! ¡Vivan las leyes! ¡Viva la heroína que nos acompaña!". Todos respondieron mil vivas al gobierno legítimo, y el mayor Henao me dio una lanza que yo recibí con el mayor placer. Luego me dirigí a la casa de una amiga a decirle adiós, y ella asombrada me dijo: "¡María! Este es un paso muy decidido, y si por desgracia la facción triunfara...?". "Seré sacrificada con mi patria", la interrumpí. "¡Y tu memoria, me dijo, de cuántos insultos y oprobios será cubierta!". "No temas eso, le contesté con viveza, porque los pocos hombres de bien, amigos del orden, que me sobrevivan la sabrán respetar, y eso me basta". Le volví la espalda entonces y me incorporé en las filas, y al lado de mis hermanos marchamos hacia este pueblo patriota y entusiasta por la causa legal, y en medio de alegres vivas entramos a la plaza como a las tres de la tarde. Como a las cuatro llegó un posta mandado por Vezga, y a las ocho de la noche estuvieron a visitarme el comandante Henao y el capitán Jaramillo, los cuales han tenido la bondad de manifestarme la carta que el supremo Vezga dirigió al primero, aconsejándole que abandone su temeraria empresa, y que haga retirar a sus casas a todos aquellos que tiene alucinados; que de no, será responsable de la sangre que se va a derramar, añadiendo otras ridiculeces semejantes. ¡Miserable! Pronto va a conocer el valor del que trata de intimidar. En mi presencia han convenido en que la única respuesta que debe darse es que se recibió y nada más. Este acto de desprecio tanto de los consejos, como de las amenazas del supremo, me ha gustado mucho [...].

Día 5. Miércoles [mayo]. —Al amanecer me parecía que debía sentir la falta de descanso, porque mi sueño fue interrumpido. Las visiones que durante el sueño se me presentaron aumentan los presentimientos que tengo favorables. Vi al valiente e inmortal Neira que se presentó al frente de los voluntarios, y que los entusiastas antioqueños, al ver a este imponente guerrero, presentaron las armas, esperando que se acercase; que el comandante Henao lo saludó con una viva expresión, ofreciéndole el mando de la flor de estos pueblos, y que entonces Neira, con un ademán de contento, le entregó su lanza y desapareció... A un momento vi al través del resplandor pálido de la Luna y sobre un tronco inmediato el llano donde se habían reunido los voluntarios, a una persona mediana, vestida de militar y de aspecto serio y pensativo; me acerqué para imponerme de una inscripción que noté al pie del tronco, y luego pude ver estas palabras: "el 5 de mayo de 1821". Al levantar la vista, había desaparecido la aparición; y en este momento vino a mi memoria, que hoy se completaban dos decenas de años desde que desapareció de entre nosotros el genio de las victorias, el mártir de Santa Elena. De repente me hallé en una playa, a la orilla del mar, y allá vi al primer patriota que estas tierras produjeron, al héroe de la independencia, al gran Bolívar, sentado sobre un cañón con un rollo de papel en la mano, que, medio abierto por una suave brisa, me dejó distinguir estas palabras: "Buenavista, Tescua, Salamina...". Iba a ofrecer mis respetos a la persona cuyo nombre, desde mi más tierna niñez, me llenó de ideas patrióticas, y a descubrirle el deseo que tuve de manifestárselas algún día, cuando de repente veo que se eleva este interesante objeto sobre una nube, que seguí con la vista mientras pude distinguirla. Me encontraba sola en una playa, sobre la que batían las olas enfurecidas: una sensación extraña se apoderó de mí, y entonces desperté. En

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República este momento repasé los objetos de mi interrumpido sueño y, animada, me levanté precipitadamente para consignar en mi diario los nombres de las ilustres sombras de que me he visto rodeada, persuadida de que esto me indicaba un buen presagio, y de que la mano de la Providencia nos conduciría a un suceso, que sería feliz para mi patria.

A las seis me vino a avisar el comandante Henao que con el anteojo se descubría al enemigo en la media cuesta de la bajada, y luego me fui a la entrada del lugar, y lo alcancé a ver que iba bajando a paso lento, pues había llovido toda la noche. Me dirigí después a la Plaza, en donde el comandante arregló la gente de este modo: por cada nueve cuartas de compañía nombró un capitán, y cinco de éstas, o cincuenta voluntarios, fueron entregadas a mi cuñado Antonio María Londoño, con orden de apostarse de primera emboscada en un punto donde principia la cuesta llamada La Frisolera, y debiendo colocar los soldados en los puestos que ocuparon ayer, y con orden de dar fuego luego que el enemigo se hallase inmediato haciéndolo con tino y mucho cuidado, y teniendo presente que cada uno de ellos no llevaba más que dos paquetes. Añadió el comandante con mucha serenidad: Si mil hombres se presentan, a mil hombres deben atacar y vencer. Antonio María se dirigió a sus compañeros diciéndoles: marchemos, muchachos, ya oyen la orden, nosotros solos tenemos que vencer. A esto le contestaron: ¡Viva el gobierno y la Constitución! ¡Viva el comandante Henao! ¡Viva nuestro capitán Londoño!, y cantando marcharon a su destino. Algunos de ellos, y particularmente mi hermano Bonifacio, al pasar cerca de mí se despidieron alegres y con vivas. Yo les contesté: "vosotros daréis en este momento un ejemplo de valor y firmeza, confirmando así que sois dignos de la confianza del jefe de esta heroica empresa, quien os ha escogido para ocupar el puesto más interesante. Sed serenos e impávidos, y mirad a nuestros enemigos con aquel noble orgullo que siempre acompaña a los defensores de la ley, pues aquellos que se os presentan serán, como todo criminal, muy pronto aterrados por vuestra impavidez. Aprovechad la localidad y los pocos recursos, y pereced antes que rendir o humillar vuestro patriotismo a esos cobardes opresores; pues el triunfo será nuestro, porque la firmeza e intrepidez que manifestéis desde el primer encuentro llenará de espanto a nuestros enemigos. Tenedme presente, que pronto nos reuniremos coronando esta cima, y nuestra gloriosa empresa con una victoria completa".

Según la orden del comandante Henao, se organizaron los voluntarios en cuartas de nueve plazas y marcharon a ocupar la subida aprovechándose de los puntos más ventajosos, conforme al ensayo de ayer: una de las compañías se colocó sobre el filo a la derecha como a dos cuadras del camino, y desde cuyo punto se debería oponer y rechazar la entrada del enemigo por aquel lado, sin embargo de que la profundidad de la cañada, y el monte que está de por medio, hacían inaccesible o arriesgado este paso. Un ejemplo de patriotismo y de valor, que no puede menos que animar al más irresoluto de los jóvenes, dieron los señores Escolástico y Juan María Marulanda, Rafael Mejía, Francisco Hoyos, Alberto Botero, Juan Zuloaga y Enrique Flórez, todos de avanzada edad, confundiéndose con la exaltada juventud, y marchando con serenidad al combate. No menos ejemplar es la conducta de los dignos sacerdotes Joaquín Restrepo Uribe, Marín y

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Montoya, que con ánimo y resolución acompañaron a los defensores de la Constitución. El señor Mariano Callejas, adicto a nuestra causa, es el único vecino de Medellín que se ha presentado entre nosotros: el comandante lo nombró capitán; pero como en la distribución de las compañías, no le alcanzó ninguna, al marchar dijo: "yo solo haré las veces de mi compañía". Los últimos voluntarios que marcharon a ocupar sus puestos fueron acompañados de los valientes oficiales Montoya, Márquez, Oliveros, Escallón, Zorrilla, Aguirre, y del buen patriota Elías González, e igualmente, de los diez veteranos que se incorporaron en las filas armados con fusiles. Los llaneros de Mariquita con su jefe quedaron en la primera explanada cerca a la entrada del lugar; y el capitán Treewilco, con un corto número, fue nombrado para observar la trocha por donde había motivo de sospechar que parte del enemigo pudiese entrarse al pueblo; solamente el señor Pablo Londoño es el único de los voluntarios que ha quedado enfermo en el cuartel: los prisioneros que se trajeron de Sonsón y Abejorral, P. J. Montoya, Teodoro Echeverri (ambos de Rionegro), agentes activos del supremo, y otros dos de igual mérito, quedaron encargados al cuidado de una docena de hombres de los mariquiteños. A las ocho de la mañana todo estaba arreglado para recibir al enemigo, el Dr. Henao preparándose para auxiliar a los heridos, y con encargo de no dejarme ir al campo, se había apoderado de mi lanza, que tenía escondida. Yo hice poco caso, persuadida de que ninguno se me podría oponer. La señora Raimunda se retiró con sus hijos a una hacienda poco distante del lugar; algunas señoras me propusieron mudar de traje. "¡Ah, mis señoras!", les contesté: "en el momento crítico y decisivo, cuando el resultado de nuestra empresa debe ser coronado con el éxito que todos esperamos, ¿manifestar yo cobardía o irresolución? Soy mujer, pero tengo firmeza, y el plan que formé en el acto de ofrecer mi ejemplo para animar a los indecisos, y las ideas que alimentaron mi patriotismo entonces, no han variado, y si mi presencia y mi ejemplo pueden alcanzar algún fruto, es hoy, y en estos precisos momentos cuando espero alcanzarlo".

Día 6. —¡Gracias al Todopoderoso! ¡Honor al intrépido Henao y a los valientes patriotas que lo acompañaron! La facción de Antioquia dobló su cabeza delante de este corto número de defensores de la ley que derramaron su sangre por hacerla respetar y obedecer. ¡Ojalá que este triunfo en lucha tan desigual haga volver en sí a los enemigos de la tranquilidad y del bienestar de esta pobre patria!

Ayer un poco antes de mediodía, me hallaba en la casa de don Manuel A. Mejía con algunas señoras que allí se habían reunido, cuando vinieron a pedir el galápago del capitán Díaz que estaba en la casa del Sr. R. Masías; y como yo tenía la llave, me fui a entregarlo acompañada de las señoras Masías, y entonces nos aprovechamos de esta oportunidad para irnos al campo, donde ya estaba todo preparado para resistir al enemigo. Llegamos al primer asiento en donde encontramos al Sr. Marcelino Palacios, el único que apoyó que yo no debía estar fuera del campo de batalla, por lo cual mandó él mismo inmediatamente al lugar por mi lanza, con pretexto de que la necesitaba; y dentro de poco, vi en mi mano este símbolo de los sentimientos que me animaban. El Sr. Palacios nos dijo que nada le gustaba estar tan distante de las primeras emboscadas, pues añadió:

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"ellos, sin duda, triunfan allí, y yo no participo de esta gloria". Entonces se dirigió a uno de los voluntarios que estaba a su lado y le dijo: "tome Ud. el mando de esta compañía, mientras que me impongo de cómo está la cosa más adelante; luego volveré", y diciendo esto partió a reunirse a las primeras filas. Con mis compañeras, cuyo número se había aumentado, deseosas todas de ver al enemigo, nos colocamos en una línea recta a lo largo del filo de la loma; y como casi todas tenían pañuelones colorados, les dije: "pueda ser que alguno de los enemigos nos vea y nos tenga por una fuerte reserva". A la una y media de la tarde oí el estruendo de una carga cerrada que al llegar a la quebrada de La Frisolera dieron los quinientos fusileros que traía el supremo; sonido extraño para mí, y no menos sorprendente; pues el eco de las cordilleras lejanas repetía esta voz aterradora que al momento fue contestada por la primera emboscada con un sonido más débil. Entonces se me escapó un profundo suspiro, y sólo me ocupaba de que en la guardia de prevención precisamente traían entre los prisioneros a mi caro esposo, quien vendría a ser víctima de los primeros esfuerzos de las emboscadas. Supliqué conmovida al Ser Omnipotente favoreciese a mi caro objeto; en esto oí otros tiros, y ocupado mi pensamiento en el valor y firmeza de los voluntarios, ni aun respiraba; cuando el silbido de las balas enemigas, que pasaban por encima de nuestras cabezas, me sacó de mi distracción; este plomo exterminador iba muy alto, y por lo mismo no nos infundió temor, y el fuego continuó con pocos intervalos. El comandante Henao mandó al capitán Clemente Jaramillo con orden de que tanto las jóvenes que me acompañaban, como yo, nos retirásemos de aquel puesto, que a cada momento se hacía más y más peligroso. Se le contestó negativamente a este señor y continuó su marcha para el lugar a donde iban a inspeccionar la trocha que estaba al cuidado de Treewilco.

A poco rato me vino otro enviado del comandante y como vimos que daban fuego y se retiraban, nos pasamos al otro lado (porque no nos encontrasen allí), en donde, como he dicho, había una compañía formada: encontré al patriota P. Restrepo a caballo, que con paso apresurado bajaba llevando algún refresco a los de las primeras emboscadas, que ya se hallaban del mismo modo que el enemigo, en la mitad de la subida. En un asiento antes de llegar a la media falda, hicieron alto los enemigos dejando sus armas tendidas en el suelo; entonces se presentó el patriota Elías González saludándolos de un modo enérgico, y diciéndoles: "si Uds. creen que aquí repetirán los escándalos y saqueos de Envigado, se equivocan, porque tienen que pasar por sobre los cadáveres de todos estos valientes defensores de la Constitución". Todos los más inmediatos gritaron: "¡que mueran los facciosos! ¡Que viva el gobierno legítimo!". El valiente Hilario Jaramillo no permitió que los que estaban a sus órdenes hiciesen fuego hasta que los facciosos no estuvieran en pie y con las armas en la mano. Esta generosidad podría haber salido menos favorable; pero mi cuñado Raimundo Gutiérrez con su compañía rompió el fuego, que continuó con ligeras interrupciones, dando los voluntarios pruebas de valor e intrepidez. A las dos de la tarde me encontré con Manuel Botero, herido, en las primeras emboscadas, de un balazo en la pierna izquierda, pero sin hueso alguno fracturado. Los lanceros de Mariquita, que estaban sentados en el primer puesto, llamaron por un momento mi atención; yo dije entre mí: "los bravos voluntarios no cuentan para nada con este apoyo; ¡pobre

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República gente, que está llena de sobresalto! No les dio la naturaleza y las circunstancias aquella robustez, aquel arrojo, que hacen olvidar el peligro a estos jóvenes. Espero en nuestra buena suerte el triunfo de estos campeones, porque pocos tigres aterran al más numeroso rebaño". Por un momento subí al lugar, todas las señoras se hallaban en la iglesia dirigiendo sus fervorosos votos al cielo; un triste silencio y una soledad imponente reinaban en el pueblo; silencio que de cuando en cuando interrumpía el P. Restrepo, que se dirigía hacia la trocha temiendo un asalto imprevisto y no confiando en la vigilancia de los que custodiaban aquel punto. Pasé sin demora al lado opuesto inmediato al último asiento: actualmente se habían reunido todos los voluntarios formando siete u ocho grupos, atendiendo los que se hallaban a la derecha a oponerse al enemigo, que en este momento intentaba hallar entrada por una pequeña elevación que por este lado venía a dar a la meseta. A este paso se opusieron todos los voluntarios con el mayor valor, que se aumentaba a medida que iba llegando el grueso del enemigo.

El comandante atendía, a la vez, a uno y a otro lado; mi corazón palpitaba; los momentos eran sin duda los más preciosos de mi vida; cada instante me parecía un período considerable; observaba que el fuego sobre la derecha correspondía con prontitud al interesante efecto que se esperaba; ningún enemigo pudo acercarse por allí. De repente oí las cajas enemigas cuyos redobles retumbaban con mucha violencia; no comprendí qué significaba esto; pero vi que nuestros contrarios estaban ya como a treinta o cuarenta varas de distancia de los voluntarios, y al silbido de las últimas balas del enemigo resonó en mis oídos la voz del valiente Henao: "a la bayoneta, muchachos, ¡victoria, victoria! ¡Se corrieron los cobardes!" El son de los tambores murió; el comandante, con toda la rapidez de su caballo, se lanzó sobre los enemigos seguido de sus intrépidos compañeros, que, con una velocidad mágica, volaban sobre ellos, que llenos de terror corrían sin término. Era mi intento confundirme con los valientes para tener esta gloria, pues me hallaba muy cerca de ellos; pero en este momento vi correr para el lugar a mi hermano Isaac gritando: "¡victoria, victoria! Huyeron los cobardes"; y al hallarme inmediata a él observé que estaba herido de un machetazo que había recibido en una mano. Trabajo me costó hacerlo acercar a la casa más inmediata para aplicarle una venda, la que apenas sintió amarrada, cuando en el momento montó a caballo, y partiendo a la carrera me dijo: "voy tras de los enemigos". Por fortuna había allí otro caballo ensillado en el que monté y corrí a su alcance, y comencé a persuadirlo a que se volviese, pues era considerable la sangre que salía de la herida. Se volvió, en efecto, y yo continué para saber qué suerte había corrido mi otro hermano; a los primeros prisioneros que encontré les pregunté por mi esposo y ellos me respondieron que había quedado preso en Rionegro.

Vi el campo lleno de muertos y heridos; y al oír los clamores, ayes y lamentos, me horroricé y llené de pena contemplando esta dolorosa escen, y tanto más me sentía conmovida cuando reflexionaba que todo esto se debía a unos pocos ambiciosos. También veía una multitud de prisioneros pálidos y espantados, y el campo cubierto de fusiles, cartucheras y ropa, costándome mucho trabajo hacer bajar mi caballo; y sólo el deseo de saber de mi hermano, me llevaba sin detención. A la mitad de la bajada encontré razón, que continuaba en la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República persecución del enemigo; por lo que me volví para el lugar, teniendo que pasar otra vez por los mismos puntos, llenos de vestigios de desolación y de las consecuencias de la victoria.

A la entrada del lugar encontré a todas las señoras cargando fusiles y cartucheras para los cuarteles, y a pesar de que continuaba lloviendo, no cesaron en esta penosa ocupación, hasta que tuvieron todas las armas del enemigo dentro del lugar. A los tres sacerdotes, que se habían manejado con tanto valor y patriotismo, los hallé también, ejerciendo ya su sagrado ministerio, asistiendo a los heridos, y exhortando a muchos en su última hora. Al volverme al lugar, me ocupé hasta la tarde en ayudar al Dr. Henao a aliviar a los heridos. La Providencia nos había favorecido en todo, y concedídonos un triunfo espléndido contra fuerzas triplicadas y sólo sintiendo la pérdida de dos muertos y ocho heridos; mas no sé qué emoción se apoderó de mí ni qué pena embarazó los movimientos de mi corazón, cuando entre estos últimos encontré gravemente herido al distinguido patriota que con tanto valor defendió la causa del orden, al Sr. Escolástico Marulanda. Con lágrimas de compasión y con un sentimiento de profunda tristeza, me acerqué al lecho de su martirio; pero al verme, olvidando sus padecimientos exclamó: "¡gracias a Dios la victoria es nuestra; y aunque yo muera estoy conforme, sabiendo que el orden legal se ha restablecido!".

Me dijo que ni yo, ni nadie debía verter lágrimas porque "¿no es justo y natural, decía, que alguno de nosotros contribuya con su vida, para alcanzar una victoria tan completa?". Luego me contó que uno de los oficiales de la facción lo había encontrado herido, y que le preguntó por el estado de las fuerzas del Gobierno, a lo que le respondió con mucha calma: "hasta ahora no se han presentado sino unos pocos patriotas, para oponerse a la entrada del enemigo, todos resueltos, como yo, a morir; pero, si fuere necesario, existen en el lugar cuatrocientos veteranos que cumplirán su obligación con el mismo denuedo". ¡Pocos patriotas habrá más entusiastas, y más valientes que este señor, que muere contento por haber contribuido al restablecimiento del orden público! En seguida me dirigí a la casa del alcalde en donde estaban reunidos en número de quince o dieciséis los oficiales prisioneros; y en este momento llegó mi cuñado Gutiérrez, que me entregó un bando firmado por el jefe supremo y su secretario general (también prisionero), y la orden del día 4 último, dada por el mismo supremo.

En voz alta leí uno y otro documento, y me impuse de las atrocidades que se intentaba cometer contra estos pueblos pronunciados para sostener la dignidad del Gobierno: seis horas de saqueo prometía a sus satélites el bárbaro supremo, y entregar a discreción a sus habitantes y bienes, si en alguno de estos puntos sus contrarios disparasen un solo tiro de fusil. Entonces me sentí conmovida de una fuerte indignación contra el autor de tan infernales órdenes, y contra sus cooperadores. Al ver en mis manos los documentos en que estaban consignados sus negros designios, su rabia y su furor, dije a los prisioneros: "¿Y con tan horrendos designios pensaban Uds. conseguir la victoria? Y Ud., señor secretario del caudillo de la facción, ¿cómo tuvo corazón para autorizar con su firma tantas inhumanidades y tan negros intentos? Sepan Uds. que la Providencia ya no podía

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República consentir que se repitiesen las escenas de Envigado y de otros puntos donde sus iniquidades y escándalos se hicieron notorios, apresurando de este modo el término a su feroz dominio". Uno de los oficiales, mostrando una pajuela, añadió: "la mayor parte de los oficiales recibimos del jefe supremo una de éstas con orden de incendiar este lugar en el momento en que llegásemos". Sólo contesté a éste y a sus miserables colegas con una mirada de indignación y me retiré. Como a las diez de la noche vino a mi posada el Dr. Henao a decirme que su hermano Braulio acababa de llegar y que estaba en la plaza, el cual había marchado después de la victoria en persecución del supremo, hasta la mitad de la salida del otro lado del río Pozo, que no lo pudo alcanzar, porque habiendo encontrado un caballo de refresco, montó en pelo y apresuró su fuga; pero los señores Elías González y Francisco Londoño continuaron la persecución. En el momento en que supe de la llegada de Braulio, salí a darle los parabienes y como no podía arrimar por hallarse rodeado de todos los voluntarios, mi hermano Bonifacio me alzó y me acercó; y luego que Braulio me vio, se le arrasaron los ojos en lágrimas, y en elogio mío prorrumpió diciendo: "Aunque Ud., mi señora, no quiso obedecer mis órdenes, exponiendo su vida, tanto como cada uno de estos valerosos jóvenes, estos exaltados patriotas, ¡cuánto me alegro volver a ver a Ud. después de una lucha tan desigual! La vi en momentos tan críticos, que me horroricé al pensar que nosotros triunfábamos pero que Ud. perecía. Debo asegurarla de mis justos sentimientos, y en obsequio de la justicia decir que a Ud. se debe este triunfo tan completo. ¡Gracias al Ser Supremo, que protegía su vida y nuestra victoria!". A esto respondí: "este elogio, que yo no merezco, me causa una sensación tan viva, que quizá es superior a mis fuerzas; y si yo alcancé a entusiasmar a esos intrépidos patriotas, la mano del Todopoderoso fue la que formó mis más ardientes deseos". Continué después con vivas en honor del valiente Henao, dándole las más expresivas gracias por sus tan bien meditadas disposiciones, y repetí mi reconocimiento a los heroicos patriotas que con tanto valor habían imitado la intrepidez de Braulio Henao, del Neira Antioqueño.

Inmediatamente después de esto, nos dirigimos a la casa del Sr. cura Marín, donde existía la oficina del Estado Mayor; aquí conseguí un asiento y recado de escribir y despaché varios postas, para mi caro esposo y para mis padres y hermanos, dándoles parte del triunfo. Luego hice lo mismo en nombre de todos los voluntarios de Sonsón, de muchos de Abejorral, Aguadas, Pácora y La Ceja, pues algunos se hallaban ocupados, otros todavía ausentes, y varios fatigados. A las dos de la mañana acabé mi comisión y me dirigí a mi posada a ver a mi hermano, cuya herida le había causado una fuerte calentura, y quien en mi ausencia había sido atendido por la buena Raimunda, que temprano había vuelto al lugar. Fue tan viva y placentera la sensación que me causó el triunfo, que no me ha permitido entregarme al sueño, al mismo tiempo que el delirio continuo de mi hermano me tenía con cuidado; pero actualmente está sosegado y me voy a ver a los heridos.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 162, Bogotá, 1º de julio de 1974, pp. 10-19.

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Laura Montoya Upegui (Madre Laura)

En este año que termina se ha conmemorado en Colombia, particularmente en el departamento de Antioquia, el centenario del nacimiento de Laura Montoya Upegui, conocida en la vida religiosa con el nombre de la Madre Laura.

Mujer de extraordinarios méritos, la Madre Laura ha dejado huella indeleble y ejemplar en la historia religiosa de nuestro país. Dotada de singulares cualidades, ejerció una actividad apostólica digna del mayor encomio y recordación. Hizo estudios en el Colegio del Espíritu Santo de Amalfi y en la Normal de Medellín. No obstante, fue una verdadera autodidacta en su formación intelectual. Desde temprana edad fue maestra de escuela en varios lugares de su comarca. Fue también directora del Colegio de la Inmaculada, en la capital antioqueña, y fundadora de la Congregación de Hermanas Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena. Además del magisterio que desempeñó con especial esmero y consagración, la Madre Laura se distinguió por sus ejecutorias misioneras, labor que realizó con inteligencia, valentía y entusiasmo. Animada siempre por el ideal misionero, catequizó a los indígenas de las selvas de Urabá y del Sarare.

Como escritora, que lo fue de pluma fácil y abundante, la Madre Laura nos ha dejado las siguientes obras: Carta abierta, Cartas misionales, Constituciones de las misioneras, Voces místicas de la naturaleza, Lampos de luz, Fruterito, Brochazos, Nazca allá la luz, Manual de oraciones, Circulares, Destellos del alma, La aventura misional de Dabeiba y su maravillosa Autobiografía.

De la Carta abierta (Medellín, julio de 1906) dirigida al doctor Alfonso Castro, el primero de sus escritos y de sabor polémico por añadidura, copiamos la siguiente manifestación:

Mi familia ha sido pobre y humilde; pero limpia y cristiana. En mi hogar hallé ambiente de trabajo, de recogimiento y de piedad. Desde niña he sido inclinada al misticismo y a la enseñanza. Soy huérfana de padre y, desde que pude trabajar, he ayudado a mi madre y a mi hermana enfermas, y luego las he sostenido del todo, como que soy la única en la familia que puede velar por ellas. Fuera de las relaciones consiguientes al misticismo y a mis obligaciones pedagógicas, no he tenido ninguna otra conexión con el mundo, ni en el sentido de noviazgos ni pretendientes, ni en el de diversiones ni esparcimientos, ni siquiera en el de galas y adornos. Mi vida y mis costumbres han sido sumamente simples, sencillas y modestas.

Por nombramiento oficial he desempeñado las escuelas de Amalfi, Fredonia y Santodomingo; y, ya por el precepto, ya por el ejemplo, he seguido en mi carrera de maestra la pedagogía que se me ha enseñado y que yo tengo por verdadera, a saber: inculcar, antes que las ciencias, ideas y sentimientos cristianos; formar el corazón antes que la cabeza. Por complacer a algunas amigas, y con permiso del

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República párroco respectivo, di en Santo-domingo, fuera de la escuela, algunas conferencias, o cosa así, sobre rudimentos de vida espiritual, con la simplicidad, la buena fe y el apostolado que cumplen a una cristiana cualquiera.

Sin duda alguna, la obra más importante y significativa de esta virtuosa misionera es su Autobiografía de la Madre Laura de Santa Catalina o "historia de las misericordias de Dios en un alma" (Medellín, Edit. Bedout, 1971), en nuestro concepto la más extensa de la bibliografía colombiana y quizás del panorama universal. Está dividida en dos partes y consta de sesenta y cuatro capítulos en los que apreciamos las vivencias y experiencias de una mujer ciertamente extraordinaria en su medio y en su época.

El P. Carlos Eduardo Mesa, conocedor como ninguno de la vida y las obras de la Madre Laura, en la Presentación de la Autobiografía nos dice con sobra de acierto:

En este libro —y es lo primero que se siente— palpita la vida y una gran vida. Es un documento lleno de humanidad, caliente de alma. Todo en sus páginas está vivido y está dicho con emoción y con pasión hasta subyugar el ánimo y dejarlo muy cerca de Dios. La peripecia humana y la trayectoria mística de la autora discurren por todo el libro tan trenzadas, tan unificadas, que ya se le mire como relato histórico, ya como radiografía síquica, ni tiene desperdicio, ni podrá ser olvidado en adelante por los cultivadores de la historia de la espiritualidad.

La Madre Laura, actualmente en proceso de beatificación, falleció en Medellín el 21 de octubre de 1949. Al morir la Madre Laura —anota el P. Mesa en su bello libro La mujer que buscaba a los indios... (Madrid, 1962)— su Congregación tenía 467 religiosas, 93 novicias, 71 casas en Colombia, 17 en el Ecuador, 2 en Venezuela, todo ello logrado en treinta y dos años de batallar continuo.

Jericó, la tierra natal de tan esclarecida religiosa, conmemoró con la debida solemnidad el centenario de su nacimiento y el Centro de Historia de dicho lugar le tributó un justísimo homenaje de exaltación y recordación. Así consta en el número 2 de la revista Jericó, órgano del mencionado Centro de Historia. Cabe señalar que gran parte de las publicaciones periódicas de nuestro país registraron oportunamente la celebración de este suceso.

De la Autobiografía en referencia reproducimos a continuación una parte del capítulo I. Los fragmentos titulados Primera gracia extraordinaria y En el Colegio del Espíritu Santo hacen parte de los capítulos III y VI, respectivamente. También pertenece a este último capítulo el fragmento titulado Idiota o cretina.

Autobiografía

Lugar de nacimiento

—Mis padres

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Comenzó lo que impropiamente llamo mi vida natural en Jericó de Antioquia, el 26 de mayo de 1874.

Fueron mis padres Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui. Ambos cristianos sinceros. No conocí a mi padre. De él sólo sé que fue comerciante y médico; que sus costumbres fueron intachables y que su sangre hervía cuando se trataba de la defensa de la verdad y la justicia. Que murió sin sacramentos, en defensa de la religión, el 2 de diciembre de 1876.

Mi madre (hija de Lucio Upegui y Mariana Echavarría, nació en Aná, el 10 de febrero de 1846, contrajo matrimonio a la edad de 29 años) fue piadosa, caritativa y a tal punto eran notorias la seriedad de su carácter y su piedad, que sorprendió a todos el que eligiera a un esposo, después de haber desdeñado la mano de un alto magistrado y de otros connotados caballeros.

Su carácter siempre igual y gracioso, sin pretender serlo, le conquistaba la amistad y el cariño de los de su esfera y el respeto de sus inferiores. Constante y magnánima en el sufrimiento, enseñó a sus hijos —fuimos tres— a despreciar lo transitorio y suspirar por lo eterno. Tan seria en sus afectos que jamás recuerdo que nos hubiera besado. Lloró la muerte de mi padre ante el sagrario y en la oscuridad de la noche, durante veinte años. Jamás se le oyó una queja y soportó los rigores de una viudez pobre con fortaleza edificante. Tan generosa en el perdón de las injurias, que sobre sus rodillas nos enseñó a amar, orando por el que labró su dolor haciéndola viuda.

Cuando ya grandecita, le pregunté en dónde vivía N. N., ese señor que amábamos y que yo creía un miembro de familia por quien rezábamos cada día, me contesto: "Ese fue el que mató a su padre; debemos amarlo porque es preciso amar a los enemigos porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir". ¡Con tales lecciones, era imposible que corriendo el tiempo no amara yo a los que me han hecho mal!

Creció siempre en virtud y fortaleza y terminó su vida a los 77 años de edad, siendo religiosa Misionera, con el nombre de Hermana María del Sagrado Corazón ¡Coincidencia rara! Nació el 10 de febrero de 1846 y murió el 10 de febrero de 1923.

De su piedad da testimonio el hecho de que jamás quiso que un hijo pasara ni una sola noche sin bautizar y rehusaba cogerlo, ni lo estrechaba contra su seno mientras no hubiera recibido el agua santa.

Mi nombre: Laura

El nombre que me dieron no fue elegido por los míos, merced a la diversidad de deseos de mis padres. Él quería que me llamaran Dolores y mi madre quería que me pusieran Leonor. En este caso terció el Sacerdote que me bautizó y, abriendo el Martirologio, eligió el primer nombre que se le presentó. Me nombraron Laura.

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Cuando conocí que tal nombre se deriva de laurel que significa inmortalidad, lo he amado porque traduce aquella palabra: ¡"Con caridad perpetua te amé"! Si es perpetua, ha de ser inmortal, e inmortal ha de ser mi amor ¡y mi nombre fue el sello de esa inmortalidad de amores entre Dios y su criatura! Inmortal ha de ser la fe con el nombre que recibí.

Bien cuidaba Dios del nombre de su amada porque cuando al cambiármelo, según la costumbre en la congregación a que tengo la dicha de pertenecer, el Ilmo. Sr. D. Maximiliano Crespo, nuestro fundador, se opuso a que lo cambiara diciendo: "Laura ha de ser su nombre". ¡Todo es predilección de parte de Dios! Por la mía, no he hecho otra cosa que sembrar muerte en el jirón de vida eterna que Dios infundió en mi alma con el santo bautismo. Hasta el nombre ha salido mal librado en mis manos. En la inmortalidad salpicada de muerte, es en lo que he venido a quedar.

Singularidades de la infancia

Como me propongo, R. Padre, referir todo aquello con que Dios especializó, por decirlo así, mi existencia, preparando el destino a que me llamaba, en la obra de su Providencia, permítame que consigne aquí algo que, aunque no siempre muestra el fin para el cual lo encaminó Dios de un modo claro, por lo menos merece tenerse presente, por cuanto se aparta de lo ordinario, circunstancia que me mueve a creer que quizá entra en el plan de Dios al crearme.

Se me ocurre, R. P., que es como cuando uno regala un objeto precioso, que se complace en ponerle florecitas, cintas o un perfume raro, etc. Claro que aquello es tan accesorio que de ninguna manera forma parte del regalo; mas sí muestra el gusto, el amor, el respeto, la delicadeza del autor de la dádiva. ¿No es verdad? Pues al darme Dios la vida natural, ese gran don, quiso adornarlo, perfumarlo, atarlo, o como quiera decirse, con algunas sartas raras que, aunque no necesarias a mi formación especial, obligan mi agradecimiento; son las siguientes:

1. No lloré al nacer, ni lo hice hasta seis meses después. Habituados mis padres al casi continuo llanto de mi hermana mayor, creyeron que alguna enfermedad motivaría esta rareza.

Consultaron un médico, quien después de examinarme halló que la chica tenía una salud completa. A veces pienso que como Dios no hace nada al acaso, esta circunstancia entrañaría algo de mi futuro destino. ¡Me necesitabas, Dios mío (perdóname esta palabra), me necesitabas guapa, tan sin nervios, tan aguantadora!

Además, ¡cómo había de llorar al entrar en la vida, aquella que tanto iba a agradecerte ese préstamo! ¡Aquella a quien ibas a hacer tan venturosa, a las pocas horas: de vida! ¡Oh, Dios mío! ¡Quizás me excluiste de la ley general del llanto, en aquel asomar de la vida, porque más tarde tendría que llorar mis propios

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pecados y los ajenos! ¡Sería porque mis lágrimas no se vaciaran sino por un motivo justo! Pienso tantas cosas que me llenan de agradecimiento. ¡Y mi amor tan poco proporcionado a tus dádivas!

Mi madre, quizás inconscientemente, presentía el secreto de Dios, pues cuando más tarde lloraba yo las pequeñas contrariedades comunes a todos los niños, me decía: no llores por esto, ¡guarda tus lágrimas para que más tarde las derrames por algo digno de ellas! Tanta intuición tenía de mi destino, que jamás mimó mis lágrimas; ¡quería hacerme fuerte en todo! Y no que así fuese su carácter, porque a mi hermano menor le enjugaba las lágrimas y le toleraba los mimos hasta con cierta debilidad.

¡Dios mío! Hoy quisiera tener mares de lágrimas para llorar el desconocimiento que de Ti hay en el mundo. ¡Aun no me basta la provisión que al nacer me reservaste!

2. Otra cosa, rara como quien dice, otro indicio de la fuerza que más tarde habrías de desarrollar en mí contra todas las leyes naturales, fue el que catorce días después de nacida, sin motivo ninguno, estando sola, tirada sobre una cama, volví con un solo movimiento todo el cuerpo; me puse boca abajo y levanté la cabeza, como para buscar algo. Esta operación no volví a hacerla sino a la edad en que todos los niños la hacen. Es increíble que después me haya distinguido por la pesantez de los movimientos, por la poca agilidad física, por lo inhábil, en general, para todo esfuerzo físico. Más tarde, cuando salía en compañía de niños iguales, siempre iba atrasada y si se ocurría saltar o trepar o hacer cualquier maniobra física, había de hacerme a un lado de los demás; era incapaz.

Además, cuando ya haciendo estudios profesionales estudié gimnasia, el profesor se exasperaba conmigo y mi calificación era la más baja.

¡Dios mío, mi oficio de Misionera reclamaba hoy que aquel primer acto de agilidad y de fuerza hubiera sido el asomar de una cabra! ¡Pero tus pasos son tan diferentes de los de los hombres! ¡Hoy necesito ser cabra y soy tortuga! ¡Y qué bien trepa tu tortuga por las breñas santificando a otros en ejercicio de paciencia y caridad!

Muchas veces, cuando al despertar te busco, Dios mío, recuerdo aquel levantar de la cabeza primero, aquel buscar algo y me digo: ¡ay! ¡Si desde entonces te hubiera buscado alrededor de mi lecho! ¡Muchos años habrían de pasar, sin embargo, sin que mi alma te conociera, ni tuviera afán de buscarte!

3. Otra circunstancia rara es la que refería mi madre con ternura sin igual: no hacía lo que todos los niños hacen en sus envolturas. Con un ligero gemido indicaba las necesidades físicas y no cesaba de darlo hasta que me veía libre de las ropas. Satisfecha la necesidad, quedaba tranquila, entre mis ligaduras infantiles.

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¿Qué significaría esta especialidad? No lo sé. ¿Sería puro adorno colocado con gracia en la joya de mi vida natural? ¿Despuntarían entonces mis tendencias a no mortificar a nadie? ¿Sería que desde aquella época quería vivirme sola la vida, como más tarde me la he vivido? De cualquier modo, estoy muy agradecida de mi Dios, hasta por esta circunstancia.

Tenía seis meses cuando me atacó la tos ferina, con tanta fuerza que creyeron que moriría o que mis pulmones quedarían inutilizables. En los mismos días fue atacada también por la misma enfermedad la mujer de la cocina; ambas nos vimos a la muerte; al mismo tiempo nos empezó un acceso de tos violento; pero como los designios de Dios eran distintos con las dos, en él se ahogó ella y a mí lograron volverme dándome aire artificialmente.

Esta mujer se llamaba Isabel y llamo la atención sobre ella y las circunstancias de su muerte, porque más adelante necesito hacer alusión a ella.

Aún no caminaba cuando comenzó a mostrarse mi carácter irascible y burlón. A gatas me puse en una ocasión en la puerta de la calle y comencé a hacer ademán de burla y a reírme de un campesino mal vestido que pasaba. Con señas, pues aún no hablaba, invitaba a la niñera para que observara al campesino. ¡Qué pronto, Dios mío, ensayé el ofenderte! No me libré de la corrección materna; pero mi enmienda tardó mucho, porque recuerdo que hasta ya levantadita tenía que luchar con esta tendencia.

Primera gracia extraordinaria

Ya desde esta edad, es decir desde los seis años, era observadora de la naturaleza y lo he sido tanto que, cuando más tarde estudié historia natural, casi no tuve que aprender sino clasificaciones y nombres, lo cual hacía creer al profesor y a las condiscípulas que ya había hecho ese estudio y miraban mal que lo negara, según decían. Ahora me parece rara esa tendencia a observar, en tan temprana edad; pero, Padre mío, menos extraño debe verse si se considera que la naturaleza fue mi única amiga; me rodeaba por dondequiera y nada contribuía a distraerme de ella, ¡toda vez que mi carácter y mi habitual tristeza me excluía de todo lo demás! Jugaba poco; vivía en el campo y tan sola por dentro y por fuera; ¿qué otra cosa podía hacer?

Creo, R. P., que esta tendencia a observar la naturaleza fue el medio de que Dios se pegó para darme la primera noción seria de su Ser y de su amor. ¡Una fuerte conmoción de agradecimiento me hace llorar al escribir esto! ¡Dios mío, ahora me doy cuenta de una bella delicadeza de vuestro amor! Pero, ¿cómo expresarlo, Padre mío? ¡Para estas cosas faltan siempre las palabras!

No puedo asegurar que esto haya sido a los siete años, pero tendría poco más, si no fue en esa edad precisa.

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Me entretenía, como siempre, en seguir unas hormigas que cargaban sus provisiones de hojas. Era una mañana, ¡la que llamo la más bella de mi vida! Estaba a una cuadra más o menos delante de la casa, en sitio perfectamente visible. Iba con las hormigas hasta el árbol que deshojaban y volvía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos que se daban (así llamaba yo lo que hacen ellas entre sí algunas veces, cuando se encuentran); las veía dejar su carga, darla a otra, entrar por la boca del hormiguero. Les quitaba la carga y me complacía en ayudarlas llevándoles hojitas hasta la entrada de la mansión de tierra, en donde me las recibían las que salían de aquel misterioso hoyo. Así me entretenía, engañándolas a veces, y a veces acariciándolas con gran cariño, cuando... ¿cómo le diré? ¡ay! Dios sabe, Padre, que estas cosas son tan íntimas y tan duro decirlas. ¡Sólo la obediencia las saca fuera! ¡Fui como herida por un rayo! ¡No sé decir más! ¡Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y de sus grandezas, tan hondo, tan magnífico, tan amoroso, que hoy, después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios que lo que supe entonces! ¿Cómo fue esto? ¡Imposible decirlo! Supe que había Dios, como lo sé ahora y más intensamente; no sé decir más. Lo sentí por largo rato, sin saber cómo sentía, ni lo que sentía, ni poder hablar. Por fin terminé llorando y gritando recio, recio, ¡como si para respirar necesitara de ello! Por fortuna estaba a distancia de ser oída de la casa. Lloré mucho rato de alegría, de opresión amorosa, ¡y grité! Miraba de nuevo al hormiguero y en él sentía a Dios, ¡con una ternura desconocida! Volvía los ojos al cielo y gritaba, llamándolo como una loca. Lloraba porque no lo veía y gritaba más. Siempre el amor se convierte en dolor. Este casi me mata. Desde entonces, Padre, me lancé a El. ¡Era precisamente lo que buscaba, lo que mi alma echaba de menos! ¡Mis lágrimas por no verlo eran amargas!... pero lo tenía. ¡Hoy todavía siento deseos de gritar, al recuerdo de esto, y me estremezco!

Entonces no sabía calcular el tiempo; pero hoy juzgo que duró dos horas; si hubiera durado más...

Pero la delicadeza que advierto ahora en esta misericordia de Dios, R. P., es la siguiente: el medio ordinario para conocer a Dios es la enseñanza. Eso no me faltó; ¿cuántas veces, Dios mío, me habían dicho que existías? ¿Cuántas había oído hablar de tus misericordias en una familia cual era la mía que vivía toda endiosada? ¡Sin embargo no me daba cuenta de ello! ¡Por la enseñanza no entraste en mi corazón, ni siquiera a mi entendimiento! Quizás había rastreado tu grandeza en el medio natural en que vivía, pero con un conocimiento tan vago, algo así como remiso, como dudoso, del cual no me daba cuenta, era como una oscuridad con algún reflejo de luz. Y porque hice infructuoso el medio ordinario, apelaste al medio extraordinario. ¿Se ha visto mayor misericordia?

¡Como que de todos modos te habías de hacer conocer de criatura tan rebelde, de chica tan hostil! ¿Por qué, Dios mío, tanto afán? ¿Qué interés tenías en hacerte conocer de quien ni los mismos seres que pusiste a su cuidado podían tolerar la apatía?

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¿Por qué, vuelvo a preguntar, esa misericordia tan grande conmigo, más miserable que todos, mientras que, sin dejar de ser misericordioso, has negado tu conocimiento por tantos siglos a los pobres infieles?

¡Me complazco en no entender esto para poderte adorar en la dulce oscuridad de la fe, que me muestra tus designios tan arriba de mi mísera comprensión!

En el Colegio del Espíritu Santo

Resolvió mi madre volver a Amalfi a la casa de sus padres y dejarme a mí en el Colegio, porque Carmelita no consentía en separarse de ella.

María Jesús Upegui, hermana de mi madre, se había consagrado desde los quince años a las obras de beneficencia. En el tiempo a que me refiero dirigía una casa de huérfanos, fundada por el Ilmo. Sr. Montoya. Aunque para mejor entregarse al servicio de los pobres se había separado completamente de la familia, era muy buena con ella. Consintió esta buena tía en tenerme a su lado para que asistiera como externa al Colegio. Fue elegido entre varios que había en la ciudad el Colegio del Espíritu Santo, dirigido por una señora Rosalía Restrepo, un poco emparentada con mi familia. Era el mejor establecimiento de los de su género y por lo mismo el frecuentado por las niñas de la clase alta; por todo el refinamiento medellinense, por todo lo que yo no conocía. ¡Dios mío, qué elección!

Yo, que no conocía lo de posiciones sociales, iba de sopetón, como se dice, a vérmelas con lo más extravagante de ellas. Para mí todo se reducía a negros y blancos, buenos y malos. Eso de clase alta, clase media y clase baja no se me había mostrado y como sabía que todos somos bajos delante de Quien nos hizo, tuve la más dura sorpresa. ¡Pobre vanidad humana! Hasta me habían enseñado que los negros eran iguales a nosotras, pero que como no se educan no podían ser amigos de las niñas porque las enseñaban a mal educadas. Esa era toda la trama social que conocía; toda la preparación para entrar en un colegio de zapatico de raso. ¿Qué sabía yo de ficciones y cumplo y mientos sociales? Era una campesina, no por lo vulgar, pues eso jamás lo vi en la casa, sino por lo sencilla.

Se me abría, pues, la vida de estudio en las peores condiciones. No sólo las tenía malas en el colegio; en la casa eran pésimas. Mi tía era, si se me permite la expresión, fanática en sostener todo lo de su tiempo y condenar todo lo moderno, sin dejar de ser una heroína de la caridad. Más bien, dijera yo, de la beneficencia. Era seria y hasta amarga; le tenía yo tal miedo que a cualquier sacrificio me hubiera sometido por no estar con ella. Y a su lado debía vivir.

Me recibió muy bien; pero después me confió al cuidado de las huérfanas mayores, lo que equivalía a dejarme sola. No tenía roce sino con las huérfanas que eran de la ínfima clase. Contraste bien marcado con mi atmósfera de colegio. Un tío se encargó de atender a los gastos del colegio y del vestido; daba cumplidamente los dineros necesarios, pero mi tía, creyendo hacer muy bien, se

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República los guardaba y me vestía con las telas que de limosna mandaban al orfelinato, que naturalmente eran las que ya en los almacenes no podían venderse. Telas mareadas, de colores no usados y en general malas.

Entre los huérfanos tenían aprendices de zapatería y a ellos se les encargaba mi calzado, el cual resultaba de modas extravagantes, más grandes que el pie, deformados y maltratadores. A la tía se le ocurría que el corte de los vestidos había de ser el que usó en su tiempo. De modo que resultaba mi pobre humanidad casi un payaso. Yo no sabía rehusar nada, lo uno porque no sabía ni conocía el estilo de la época —creo que entonces no había modas indecentes— y lo otro porque estaba acostumbrada a aceptarlo todo, amén del miedo que le tenía a mi buena tía. Además, jamás me pasó por la mente el que hubiera de vestirme bien.

De aquí que me presentara al colegio del modo más compasivo para quienes fueran capaces de compasión y más risible para mis condiscípulas que no la conocían. Estas desde mi primera entrada me miraron como el hazmerreír más ridículo.

A todo esto agréguese que debía ser la compañera obligada de una prima tan mimada, rica y caprichosa, que había sido colocada en el colegio bajo la condición de no contrariarla en nada. No madrugaba, y de allí que, como había de esperarla, me presentaba a las clases cuando ya terminaban; jamás, cuando el profesor me interrogaba, sabía ni de qué se trataba; no contestaba o decía cualquier disparate que provocaba hilaridad en todo el colegio. Frecuentemente, cuando estaba cogiendo el hilo de una enseñanza, se levantaba Doloritas la prima y decía: "yo quiero ver a Cielo"; así llamaba a su madre. Mas como no podía andar sola, yo recibía orden de salir con ella para ir nada menos que a diez cuadras a ver a Cielo, que no lo era para mí.

Mi demasiada sencillez era otra fuente de risa. Todas ocultaban el algo que llevaban para el medio día, cuando no era bocado rico. A mí jamás se me ocurrió tal maniobra; con la mayor ingenuidad sacaba el vulgarísimo que me daban. Todas hacían corro para vérmelo comer. Esto era, para mí, tormento bien extraño, pues no entendía el motivo. Me llamaban, con hiriente burla, la Canaria, porque desde el principio me presenté con un vestido del color de los canarios, de un linón usado sólo para colgaduras.

La directora permanecía impasible a mi pena. Jamás me amparó contra tales burlas. No estudiaba porque no tenía libros y no me daban porque con los de Doloritas había bastante, me decían, y ella no estudiaba conmigo porque sus lecciones eran otras. De modo que estaba condenada a quedar siempre mal. Le tenía fuerte antipatía a la Directora por su modo de proceder conmigo y porque invariablemente me reñía cuando me encontraba, por mi desaplicación, decía ella. Yo no sabía excusarme. En la casa, el miedo me privaba de todo. Completamente incomprendida en dondequiera, tropezaba con obstáculos y no tenía defensa. El profesor más connotado del colegio, era hermano de mi madre; pero tampoco en

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él encontraba amparo porque lo informaban de mi desaplicación y raro modo de ser.

Idiota o cretina

Pasé el año más amargo. Adquirí fama no de poco inteligente, sino de idiota o cretina. No tenía una sola amiga; nadie se me acercaba con cariño y cuando me hablaban era para provocar respuestas que dieran qué reír. Como me alimentaba con lo mismo de los huérfanos, que era poco y malo, vivía con hambre y, a causa de ella, con un humor negro que no exteriorizaba sin embargo, porque temía el pecado; pero me hacía sufrir indeciblemente. Total que ni las noches me eran de descanso porque tenía remordimientos. Hasta el Santísimo Sacramento, colocado en la casa, me parecía extraño; no hallaba el calorcito que antes me alentaba ante El. Tal era mi situación, que me hubiera enloquecido si ya no hubiera tenido la costumbre de sufrir en silencio...

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 167, Bogotá, 1º de diciembre de 1974, pp. 6-11.

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Julio H. Palacios

Julio H. Palacio nació en Barranquilla, departamento del Atlántico, el 6 de septiembre de 1875. Fueron sus padres don Francisco J. Palacio y doña Virginia Martínez Salcedo. Hizo estudios de literatura en París, de 1886 a 1889; de derecho y ciencias políticas en la Universidad Republicana de Bogotá y luego en la Universidad de Bolívar de Cartagena, donde obtuvo el título de doctor, a los diecinueve de su edad.

Palacio, poseedor de una vastísima cultura, fue escritor, político, parlamentario, diplomático, polemista y periodista de gran trayectoria. En esta actividad colaboró en El Porvenir de Cartagena, La Nación de Barranquilla —donde también dirigió El Día— y El Tiempo de Bogotá, en cuyas páginas hizo famosa su columna "Historia de mi vida". Se ha escrito que fue "un editorialista de pluma galana y de frase robusta".

Joaquín Ospina, en su obra Diccionario biográfico y bibliográfico de Colombia (Bogotá 1939, t. III), expresa lo siguiente:

La pluma de Julio H. Palacio tiene la propiedad maravillosa de crear y de demoler: consagra cuanto aplaude, anonada cuanto ataca. El doctor Núñez, aquel filósofo que poseía la propiedad de tener idea exacta de las capacidades de los hombres, lo trató siempre con marcadas y honrosas distinciones.

Por su parte, Guillermo Camacho Carrizosa, en el libro Santiago Pérez y otros estudios (Bogotá, 1935), hace esta apre-ciación:

Julio H. Palacio, diserto y atractivo, aun en los momentos en que su lógica se eclipsa, ensaya desde las brillantes columnas de su diario una defensa de la Regeneración... Ciñéndonos a lo político, Julio Palacio aunque flotante y tornadizo, como todos los hombres de talento que descubren los múltiples aspectos de las cosas, sólo ha sido fiel a una ilusión, sólo ha sentido en su vida un afecto perdurable: Núñez.

Con motivo del centenario natalicio de Julio H. Palacio, ocurrido el mes pasado, reproducimos dos escritos autobiográficos: el titulado Recuerdos de mi niñez, que hemos tomado del Suplemento Literario de El Tiempo (Bogotá, agosto 22 de 1948), y el segundo, Mi encuentro con Núñez (en forma fragmentaria), que hace parte de la obra Historia de mi vida (Bogotá, 1942). Finalmente, cabe recordar que este distinguido personaje fue secretario privado del Presidente Rafael Núñez, de quien se conmemoró, el pasado 28 de septiembre, el sesquicentenario de su nacimiento.

Julio H. Palacio, "prosador de regia estirpe", falleció en Bogotá el 13 de febrero de 1951.

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Historia de mi vida

Recuerdos de mi niñez

Las personas, y no pocas, que han venido leyendo con don de simpatía y extrema benevolencia Historia de mi vida me preguntan o inquieren las razones por las cuales he suspendido la publicación de ella. Considero deber de reciprocidad darles una explicación de lo que me ocurre.

Había llegado en Historia de mi vida a un período en que era preciso y oportuno referirme a muchos hombres que aún viven, y, aun cuando es inagotable mi espíritu de tolerancia y mi discreción, tendré que señalar las equivocaciones que, a mi juicio, cometieron en sus actuaciones políticas y administrativas, y no deseo granjearme más enemigos de los que hoy tenga, enemigos gratuitos, a quienes seguramente no soy simpático o que no me consideran máximo escritor, portento de inteligencia, suma y compendio de talentos, de esos que se encuentran ahora a la vuelta de la esquina y que cuentan para elogiarlos camarilla de adoradores "cotorié" de bombos mutuos. Al propio tiempo he resuelto hacer confesión general de mis pecados, de mis culpas, y deseo, naturalmente, que el final de Historia de mi vida, que ya estoy escribiendo, sea publicado cuando esté reposando en el seno de la madre tierra. Y hasta tengo señalado el amigo que estará dispuesto a hacer tal publicación.

Como en Historia de mi vida no escribí nada sobre mi niñez, ocúrreseme ahora hacer una síntesis de los recuerdos que de ésta conservo y de las meditaciones que a tal propósito han asaltado siempre a una inteligencia tan parca como la mía.

Desearía, por ejemplo, que los sabios y entendidos en psicología me explicaran este fenómeno: ¿por qué el primer recuerdo que tengo de mi existencia es de una tempranísima edad —tres años— y por qué arranca desde entonces un vacío en la memoria hasta los seis años?

¿Por qué tengo prendidos en la memoria ciertos olores y en cambio pocos sonidos?

De 1878 a los tres años de mi edad, conservo una memoria imborrable. Estaba en la casa paterna al cuidado de mi hermana Virginia, que para entonces se encontraba en la flor de la vida, los dieciocho años, y quien tres después contrajo matrimonio con Diego A. de Castro, nuestro primo hermano, hijo de don Diego J. de Castro y de doña Beatriz Palacio, hermana de mi padre. Recuerdo, cual si ello hubiera pasado ayer no más, que Virginia me cambió el traje de casa por el de calle, el de los domingos. Y tal me parece que estuviera viendo las boticas negras y charoladas que mi hermana me abotonó con delicadeza y mimo. La casa paterna estaba casi desierta. Allí no se hallaban ni mi madre, ni mis hermanos y hermanas mayores. Después supe, andando el tiempo, por qué estaba ausente mi padre. Se encontraba en Bogotá, pues era miembro de la Cámara de Representantes. Ya endomingado tomóme de la mano Virginia y salimos de la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República casa hasta llegar al final de la calle donde estaba ubicada, muy cerca del canal o caño, así decíamos los barranquilleros, que comunica a la ciudad con el río Magdalena, y entramos a otra casa, y no conservo recuerdo de haber estado antes en ella, no obstante que debí ir allá frecuentemente. Era la de mis abuelos paternos: don Pedro Palacio García del Fierro y doña Petrona Rada de Palacio. La pequeña sala estaba colmada de señores. Seguidamente entramos a un cuarto o aposento en el que vi un féretro; a sus lados grandes candelabros con cirios encendidos y el olor de la cera prendióseme en el olfato y la memoria. Primer olor que no he olvidado nunca. En el aposento, muchas señoras sentadas. Mi madre se levantó del asiento que ocupaba y me tuvo largo rato reclinado sobre sus piernas. ¿Qué era aquello que tanto impresionó mi infantil imaginación? Lo supe y comprendí después. Había muerto la abuela paterna, doña Petrona Rada de Palacio.

Y se extiende una laguna en mi memoria hasta los seis años de mi edad. En 1881 iba todas las mañanas a la casa de mi abuela materna, doña Mariana Salcedo de Martínez, que enseñaba a todos sus nietos las primeras letras, el catecismo y a contar. La fisonomía de esta abuela la tengo grabada en la memoria y si yo fuera pintor podría hacer un magnífico retrato de ella: de alta estatura y, no obstante su ancianidad, esbelta y airosa. Debió ser muy bella. Era muy instruida y en sus cartas para mi madre, yo leí algunas, había estilo y rasgos de ingenio. Pero, más que todo, recuerdo el paso por la escuela de mi abuelita, por estas circunstancias: la primera, que todas las mañanas llegaba en punto de las once a la puerta de la casa de su suegra el señor mi padre montado en uno de sus briosos caballos y acomodándome en el galápago me llevaba hasta nuestro domicilio a pesar de que éste distaba de la escuelita apenas cuadra y media. La otra circunstancia o incidente: yo desde que tuve dientes gusté exageradamente del dulce, de todas las clases y formas. Cierta mañana la abuela Mariana dejó a sus alumnos solos en el corredor porque necesitó hacer algo en las piezas interiores. Y estaba abierta la puertecilla de una despensa en la que alcanzamos a ver una panela y queso. Ver esos atractivos y lanzarnos hacia ellos fue cosa de segundos. Yo introduje mi mano derecha en la despensa y apenas hícelo sentí algo horrible; un alacrán me había herido. Lancé un grito y comencé a llorar. Acudió la abuela y con la experiencia de sus años, me dijo dulcemente: "Te ha picado un alacrán por goloso". Sentí como paralizada mi lengua e inmediatamente la abuela me hizo tomar un poco de álcali volátil. A poco mi lengua adquirió movimiento y experimenté una sensación de bienestar. Desocupada la despensa o alacena se encontró al alacrán y diósele muerte. Abstúveme de referir en mi casa el percance por el temor a un justo regaño. Dos olores se quedaron grabados en la memoria y el olfato: el del caballo que en las tierras ardientes despide su cuerpo por el sudor, y el de los comestibles que permanecen encerrados en una despensa.

Las imágenes, los vivos retratos de mi madre y de mi padre no me han abandonado nunca, ni en los días felices, ni en los días tristes. Y a la par de sus imágenes el recuerdo de sus caracteres, de sus costumbres. Mi madre, que fue una mujer bellísima, y no incurro en hipérbole, porque de su belleza hacían memoria los viejos barranquilleros que la conocieron en su juventud y en su edad

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República madura, era suma y compendio de todas las bondades, de todas las ternuras. Adquirió una instrucción muy superior a la que se daba a las mujeres hace un siglo. Sus progenitores la habían educado en Cartagena, en donde la confiaron al cuidado de un tío de ella, don Juan Antonio de la Espriella. Sus cartas son modelo de corrección en el lenguaje y espejo fiel de su alma pura. No se encuentra en ellas ni un solo error ortográfico. Gustaba de la buena lectura y a ésta se dedicaba todos los días en sus horas de vagar y descanso. Por azar, pues su padre el comandante Juan Antonio Martínez, del arma de artillería, estaba de comisión en Ciénaga o San Juan del Córdoba en 1843, mi madre vio allí la luz del mundo. De paso diré que el comandante Martínez fue santanderista, liberal, y no obstante, cuando los bolivianos, después conservadores, tomaron el poder al expirar el período presidencial del hombre de las leyes, lo mantuvieron en el ejército considerándolo hombre incapaz por sus antecedentes morales de participar en conspiraciones o golpes militares. También fue santanderista mi abuelo paterno don Pedro Palacio García y del Fierro, desde cuando tuvo uso de razón o supo por referencias de su madre doña Manuela García del Fierro, el grave altercado que ella tuvo con Bolívar en Cartagena, altercado en el cual estaba ésta asistida de razón hasta la coronilla. El comandante Martínez fue el secretario en el juicio militar a que se sometió en Cartagena al irlandés que ultimó al general Córdoba, el héroe de Ayacucho, cuando estaba él ya rendido.

Volviendo al recuerdo de mi madre diré que ella fue amantísima, de ternura inagotable para todos sus hijos, nietos y bisnietos, pues alcanzó a tenerlos. Esposa ejemplar que ayudó a mi padre a levantar patrimonio con su inteligencia y su actividad. De todos los negocios y empresas de mi padre quedaba encargada con poder general y amplio cuando él se ausentaba de Barranquilla para venir a Bogotá como representante o senador, a Cartagena como diputado a las asambleas legislativas, cuando ejercía funciones públicas que requerían todo su tiempo y consagración, o cuando tomaba servicio militar en nuestras contiendas civiles del siglo pasado. Muy raras veces la vi enojada o de mal humor, y cuando ello ocurría decíale mi padre sonriente: "No puedes negar que naciste en Ciénaga, cuyos habitantes son belicosos según reza la geografía de Royo".

Cuando nací yo en 1875, mi hermana Virginia tenía los quince años de su edad, y, como ocurre en hogares patriarcales y cristianos, ella fue encargada especialmente de cuidarme y asistirme en mi infancia en colaboración con un aya que se llamaba Nicolasa y a quien todos, abreviando su nombre, apodábamos Nico. De esta Nicolasa, que evoco siempre con emoción y afecto, tengo que referir algo muy significativo y que demuestra cómo en las gentes sencillas influyen poderosamente el sentimiento y las creencias religiosas.

Mi encuentro con Núñez

En el muelle esperábame mi hermano Ernesto, que tenía entonces apenas veintitrés años. En vía para su casa, después de las naturales efusiones fraternales, le pregunté qué se iba a hacer conmigo. Al rápido paso del tílburi, Cartagena tenía su tipo especial de coches, y recorriendo las angostas calles de la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República ciudad, alcanzó a decirme que nuestro padre, en acuerdo con el doctor Núñez, había resuelto que entrara inmediatamente a la Universidad de Bolívar a terminar estudios, añadiéndome que esa misma noche a las siete iríamos a visitar a nuestro ilustre y poderoso pariente, el presidente titular de la república. Mi hermano Ernesto vivía en una pequeña y modesta casa frontera al parque Fernández Madrid. El era entonces feliz; el cruel destino le reservaba un amargo porvenir y muerte prematura.

En punto de las siete emprendimos de a pie la marcha hacia el Cabrero. El recorrido era muy corto, si se tomaba la vía del lienzo de muralla para salir al barrio residencial por una galería subterránea conocida con el nombre de La Mina, angosta de día y de noche negra y oscura como boca de lobo. Al salir de la galería, la altura de la muralla está casi al ras de tierra y de ella se descendía por una escalera de madera. Iluminado por los focos de la luz eléctrica aparecía ante el caminante el barrio residencial del Cabrero, la blanca casa del presidente titular, medio escondida entre los cocoteros, la graciosa ermita de las Mercedes. Cuando llegué a la puerta de la casa me embargaba una intensa emoción, emoción de temor, de incomodidad espiritual, algo semejante a la que debe experimenter el arribista que penetra la primera vez en un salón de la alta sociedad. Iba a representar el enojoso papel de intruso político y la vanidad juvenil me hacía creer que el doctor Núñez había leído mis discursos en el centenario del natalicio de Santander y ante el cadáver de Herrera Olarte. Me sentí haciendo el viaje a Canosa. Tanta vanidad y tan pueril orgullo se iban a esfumar rápidamente. Subimos la escalera y al dar unos pocos pasos sobre la antesala —hall, como ahora se dice—, la puerta que comunicaba ésta con el salón principal me dejó ver al doctor Núñez y a doña Soledad sentados frente a frente al borde de una mesita ensimismados en un juego de cartas. Al ruido de nuestros pasos dejaron su entretenimiento y se levantaron para recibirnos. No había lugar a presentación. Sobraba y hubiera sido ridícula.

Tanto el doctor Núñez como doña Soledad me abrazaron paternalmente y él me preguntó: "¿Qué dice el joven radical?" Para el doctor Núñez no existía el liberalismo colombiano, radicales y no liberales eran sus adversarios políticos y para mí tengo que él se consideraba como el último sobreviviente de la generosa agrupación política que había dado libertad a los esclavos, al pensamiento y a la conciencia. De sus labios, ni de su pluma no salió jamás palabra de agravio para el verdadero liberalismo, al que había acaso levantado un templo en el fondo de su alma y de su memoria dentro del cual oficiaba sólo él. Probablemente doña Soledad no se sentía con la confianza del viejo pariente para hacer alusión directa, ni indirecta, a mi filiación política. La conversación fue haciéndose animada y espontánea. Núñez me preguntó sobre los estudios que hice en la Universidad Republicana, sobre mis profesores, especialmente por Salvador Camacho Roldán y Juan Manuel Rudas. Cuando le hablé de José Herrera Olarte me dijo que lo había conocido y tratado en El Havre, lamentó sinceramente su trágico fin, comentando que era una de las inteligencias más poderosas que él había catado. Se me antojó singular esta pregunta suya: "¿Qué dice la Calle Real?" El mismo se encargó de proporcionarme la clave interpretadora de tal pregunta. La Calle Real

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República era para Núñez el comercio de Bogotá en su conjunto, sin excepciones, así el comerciante radical como el conservador; una institución cuyos miembros además de su oficio tenían el de criticar todos los actos del gobierno, fuere el que fuese ese gobierno, gente egoísta y no poco envidiosa. Advertí que estaba ávido de conocer detalles sobre el escándalo del Petit Panamá y no pude darle otros que los chismes de la calle, no sólo de la Real sino de todas las calles de Bogotá, y contarle que había visto a Pérez Triana en Honda. Doña Soledad intervino poco en la conversación y tenía mientras tanto clavados sus ojos en mí, o mejor dicho sus lentes. Cuando nos disponíamos a despedirnos, pues iban a sonar ya las nueve, sus tertulios habituales sabían que pasada tal hora las visitas se convertían para Núñez en algo insoportable, el doctor Núñez me dio su primera orden: "Debes venir aquí mañana a las ocho; voy a darte una carta para el doctor Luis Patrón, rector de la Universidad, para que te matricule en los cursos de Derecho Civil, Derecho Comercial y algún otro que tú mismo debes escoger". Doña Soledad adicionó la orden; debía quedarme a almorzar con ella. No hubo otras visitas aquella noche. La pareja presidencial había salido de un ataque de gripa y el oficial de órdenes tenía instrucciones de no recibir sino a Enrique Román, José María Pasos, y a mi hermano Ernesto. Se entretenían jugando al tute y seguían a la par el juego y la conversación.

Eran muchas "las cuarenta" que le acusaba Sola a Rafael. El jugaba maquinalmente, su pensamiento estaba muy lejos de las cartas. El médico le había ordenado absoluto reposo intelectual y no escribía desde dos semanas atrás los editoriales de El Porvenir. Me pareció la primera vez que lo vi de cerca más viejo, más flaco de lo que en realidad era, pues apenas pasaron los funestos efectos de la gripa, funestos aun para los organismos jóvenes, se me presentó fuerte, ágil, animoso. Preferiré relatar en estas memorias, y deliberadamente, la intimidad de la vida del Cabrero, incidentes graciosos, que revelan la sencillez, la modestia de los hábitos y costumbres del matrimonio Núñez-Román. Hablaré poco y brevemente del conductor de hombres, del político, del gobernante en vacaciones, porque consideraré acto de deslealtad y de traición a la amistad y a la confianza que él me dispensó refiriendo a la posteridad lo que él pensaba sobre hombres y sucesos, y especialmente sobre hombres a quienes tenía cariño, estimación, pero en los que reconocía graves defectos personales y el haber cometido errores, equivocaciones o faltas en el manejo de los negocios públicos y de la política.

Si Núñez con aquella "noblesse du coeur" que fue una de sus más atrayentes y subyugadoras cualidades, destruyó toda la correspondencia privada que recibía, para que después de muerto él no apareciera comprometiendo a persona alguna, ¿qué derecho tendría yo, para divulgar hoy lo que le oí en el seno de la intimidad de los políticos que le acompañaron en su fundamental evolución y de los que entraron después a servir bajo sus órdenes? Atraer sobre un muerto resentimientos, acaso odios, es algo más vitando y vituperable que atraerlos sobre los vivos. Como todo político de raza y de instinto, Núñez era un gran simulador. Sabía hacer al mal tiempo buena cara, estrechar, como vulgarmente se dice, muchas manos que si no deseaba ver cortadas, por lo menos le daban

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República repugnancia; fingir conformidad con ciertos actos, cuando comprendía que oponerse a ellos eran esfuerzos y trabajos inútiles, o que de hacerlo le sobrevinieran dificultades y peligros insalvables. Tenía como lo dijo tan acertadamente el señor Suárez, la astucia de la serpiente junto con la mansedumbre de la paloma. O como lo dijo después en admirable paradoja Guillermo Camacho, era prudente e imprudente. No se dio entero, todo él, sino a pocos hombres, a quienes amó devotamente con sus defectos, con sus debilidades, porque con Renán pensaba y practicaba que comprenderlo todo es perdonarlo todo.

Puntual a la cita me presenté en la quinta del Cabrero a las ocho de la mañana del día siguiente al de mi llegada. Me sorprendió no encontrar como en la noche anterior, guardia militar en la planta baja. Sólo en una pieza adyacente al zaguán, el oficial de órdenes del presidente titular a quien ya me había presentado Ernesto: el mayor Secundino Londoño. Le pedí que me anunciara y él me dijo que había recibido instrucciones de dejarme pasar cuando yo quisiera, pues era, como Ernesto, persona de la casa. Después advertí que la guardia militar se montaba a las cinco de la tarde y se despedía a las seis de la mañana. El doctor Núñez no tenía el temor ni la superstición de los atentados personales. El oficial de órdenes estaba allí de día para impedir que subieran al piso alto personas que no habían sido citadas previamente, o inoportunas. Subí la escalera y apenas oyó mis pasos en el salón el doctor Núñez se asomó a la puerta de su cuarto escritorio, contiguo a aquél y me hizo entrar. Frente a él y a la luz de un claro día pude observarlo atentamente. Era su estatura exactamente igual a la mía; ni un milímetro más, ni uno menos.

Blanco, tan blanco que se transparentaban sus venas azuladas, de ese azul de las razas finas. Sus cabellos abundantes, de color castaño, que contrastaban con el de escasas canas. Barba y bigotes espesos. Los ojos azules, con un brillo metálico de acero, se clavaban en su interlocutor como escudriñando su pensamiento y sus intenciones. Era inútil mentirle, lo descubría en las miradas del que pretendía engañarlo. Frente amplísima y tersa, no surcada aún por las arrugas. Grandes orejas, grande la boca. Viéndolo de cerca y a la luz solar lo encontré menos magro, menos pálido que al resplandor de la luz artificial. La flacura suya habíase concentrado en las manos, unas manos largas y huesosas, mas no tan feas como las encontraba el camafeo del alacrán Posada. Nariz también larga y aguileña. La voz ligeramente nasal. Vestía habitualmente de blanco y usaba zapatos muy bajos con un lazo sobre el empeine. Cuando se paseaba dentro de la casa mantenía las dos manos en los bolsillos de la americana.

Antes de escribirme la carta para el rector de la Universidad de Bolívar me permití observarle respetuosamente y con cierta timidez que si bien encontraba fácil estudiar en ese instituto el Derecho Civil y el Comercial y todos los códigos, encontraba muy difícil, en cambio, que pudiera obtener allí el grado de doctor en ciencias políticas y jurisprudencia, porque los textos de Economía Política, Derecho Constitucional y en general la orientación filosófica y política, tomando la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República política en su acepción elevada, no eran los mismos en la Universidad de Bolívar que en la Republicana. Al escucharme con atención sonrióse irónicamente y cortó mis reflexiones, más o menos, con estas palabras: "No te preocupe eso; yo arreglaré todo y te graduarán en la Universidad de Bolívar". Declaro sin ambages ni rodeos que yo soy un "doctor" fabricado por Rafael Núñez. Lástima grande que su poder, su noble generosidad, no alcanzaran a hacer de mí un docto...

Apenas alcancé a ver en el escritorio de Núñez tres libros y tuve la indiscreción de ojearlos :Imitación de Cristo, de Kempis; La vida de Jesús, de Renán; Azul, de Rubén Darío, con una dedicatoria del autor.

Después supe por boca del mismo Núñez que él se había desprendido de todos sus libros, obsequiando unos a Enrique L. Román, y los más a Darío A. Enríquez, sujeto muy cultivado que tenía la bondad de traducir del francés, del inglés y del italiano para El Porvenir. Núñez podía darse el capricho de no almacenar libros, pues el que leía, anotaba, se le quedaba grabado, con fidelidad prodigiosa, en su memoria. Yo le oí muchas veces llamar por teléfono a Darío Enríquez: "En el libro tal de tal autor y en tal página hay un párrafo marcado con lápiz azul, cópielo, que yo mandaré por la cita". Generalmente iba yo a pedirle a Darío la copia y quedaba maravillado de aquella exhibición de memoria sin pose, ni pretensiones. En cierta ocasión Darío Enríquez me dijo: "Esto es prodigioso, la obra de la que me pide una cita el doctor Núñez tiene tres tomos y véalo usted con sus propios ojos; me ordenó buscar el tomo segundo, página tal, y aquí la tiene".

El que no hubiere en el Cabrero ni colección de Diarios Oficiales, ni tomos de leyes, ni códigos, ni siquiera un ejemplar de la Constitución me demostraba que no era una farsa, un truco que el presidente titular de la república no interviniera en ninguna forma en los negocios públicos, que estaba separado totalmente del gobierno, que no era cierto que nada se hiciera en Bogotá sin su conocimiento. Que tanto el doctor Holguín, como el señor Caro habían gobernado con su cabeza, con iniciativas propias, aun cuando, naturalmente en casos graves el primero, Holguín, solicitara espontáneamente la opinión del presidente titular. Como el hombre de la calle, venía a tener noticia de los nombramientos de ministros y altos funcionarios públicos cuando se le comunicaban telegráficamente por deferente atención. Tan sólo se le pedían candidatos para llenar las vacantes que iban produciéndose en los más importantes empleos civiles y militares de la costa atlántica. Así lo hizo invariablemente el presidente Holguín.

El almuerzo del día siguiente al de mi llegada a Cartagena a que me invitó doña Sola fue servido un poco después de las once. Y precisamente en este momento puedo fijar con exactitud la fecha de mi llegada a la ciudad heroica. Revisando una colección del Diario Oficial encuentro el siguiente telegrama:

Honda, 23 de septiembre de 1893. Señor ministro de Gobierno. Hoy a las diez y media salió de Yeguas el vapor "México", conduciendo 70 toneladas y pasajeros: Guillermo A. Barney, Clodomiro Lara, Montes Cuan, V. Isaza, Augusto Hernández,

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Estanislao Jiménez, José A. Egea, Castro Rada, R. A. Niebles, Julio Palacio. El Inspector, Gregorio Rodríguez B.

(Diario Oficial del lunes 2 de octubre de 1893).

Yo llegué a Cartagena el 28 de septiembre de 1893...

Pasaban los días, las mañanas y las tardes, vivía ya bajo el mismo techo con Núñez, dejó de llamarme el joven radical y admirábame de su delicadeza, de su tolerancia, de su decoro espiritual. Ni la más ligera alusión a mis ideas políticas, ni la más indirecta invitación a que las abandonara o modificara, ni asomo de tentación. Hablábamos de todo, de literatura, de filosofía, de sus viajes, de su larga residencia en Europa, hasta de sus aventuras amorosas. Me exponía sus conceptos sobre hombres y sucesos, pero más sobre hombres y sucesos de la política europea que de la colombiana. Y puedo declarar, la mano sobre el corazón e invocando a Dios como testigo, que nunca le oí palabra, frase o expresión que no estuviera ajustada a los preceptos que rigen las relaciones entre hombres civilizados y cristianos. No hablaba como los santos, ni había llevado vida de santo, pero estaba curado, radicalmente curado de las vanidades del mundo. Aborrecía a los dogmáticos y detestaba de los dogmatismos. De ello que prefiriera al emitir sus opiniones decir: "Esto es probablemente así, esto es acaso así", nunca usar de formas categóricas e impositivas.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 177, Bogotá, 1º de octubre de 1975, pp. 16-21.

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Eustaquio Palacios

Iniciamos este nuevo año con una curiosa y sentida autobiografía del escritor vallecaucano D. Eustaquio Palacios. Estas páginas, además de curiosas y sentidas, constituyen una verdadera rareza por cuanto su enternecedor contenido abarca únicamente la infancia y adolescencia del autor.

Raúl Silva Holguín, ilustre biógrafo de tan eminente letrado, advierte que desde muy temprana edad tuvo fama "por su rara inteligencia y su magnífica disposición para escribir cartas de amor, versos y ensaladillas a quienes pedían su concurso". El mismo biógrafo anota que Eustaquio Palacios, al decir de alguno de sus contemporáneos, era bien parecido, "moreno, muy alto de cuerpo, muy recto de compostura y de semblante apacible. No usó bigotes, sino pequeñas patillas, por largo tiempo. Pero en sus últimos años las enfermedades lo obligaron a usar toda la barba, un poco recortada, y ya casi del todo blanca".

Mario Carvajal, en su elocuente oración Estampa y apología de Eustaquio Palacios, completa los rasgos antes descritos con esta manifestación:

Aventajada la estatura; firme el paso y desenvuelto el ademán; lacio y abundante el cabello; moreno el manso rostro y apretado por anchas patillas cenicientas; oscuros y pequeños los ojos, gastados por la habitual lectura; arada la ancha frente por la meditación y por los años.

A mediados de 1844 el joven José Eustaquio, tal fue su nombre de pila, ingresó al convento de San Francisco de Cali en cuyos claustros recibió cátedras de gramática y latín, aritmética, geografía e historia. Refiérese que durante aquel tiempo sobresalió por su clara inteligencia y porque tuvo una especial predisposición para el aprendizaje de la lengua latina. En 1848 viajó a Bogotá en compañía de su tutor, el P. Fray Mariano Bernal, y aquí continuó su preparación en el Convento Máximo de San Francisco. Sin haber alcanzado la orden sacerdotal que tanto le habían inculcado sus maestros, regresó a Popayán donde terminó sus estudios y se graduó de abogado el 3 de julio de 1852. Posteriormente retornó a la capital del Valle del Cauca y allí sentó sus reales hasta el día de su muerte ocurrida el 6 de septiembre de 1898.

En 1860 D. Eustaquio fundó una pequeña imprenta en la que editó varias publicaciones. Entre otras, como fruto de su labor didáctica, cabe mencionar un texto de Gramática castellana y los folletos Oraciones latinas y Lecciones de literatura. De 1866 a 1876 desempeñó, con sobra de lucidez y merecimientos, la rectoría del Colegio de Santa Librada. El 14 de febrero de 1878 fundó El Ferrocarril, semanario de carácter literario y noticioso que sostuvo hasta el final de sus días y cuyas páginas contienen su variada y múltiple producción periodística. También colaboró en Nueva Era y en la Revista Nueva. En 1874, con ocasión de un certamen literario abierto por el cuerpo de redactores de La Estrella de Chile, obtuvo el premio con la composición titulada Esneda o amor de madre, hermosa

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República leyenda poética que le mereció honrosos elogios y conceptos. En 1886 dio a la luz su famosa novela de evocación El Alférez Real, "producto el más bello e importante de la inspirada mente del doctor Palacios", según expresión del escritor Luciano Rivera y Garrido.

El texto de la tierna autobiografía que se reproduce a continuación, la firma de su autor y los datos biográficos que insertamos en esta nota los hemos tomado del ameno y bien documentado libro de Raúl Silva Holguín Eustaquio Palacios: de su vida y su obra (Cali, 1972).

Infancia y adolescencia

Mis padres me dijeron, alguna vez, que nací en Roldanillo el día miércoles 17 de febrero de 1830, siendo cura de este pueblo el presbítero Juan Antonio Aguirre.

Mis padres, repito, son Juan José Palacios y María Rosa Quintero Príncipe. Mi madre vive, mi padre no. Se les consideró nobles y todo el mundo los respetaba. A mi padre le decían Don, prueba de su nobleza.

Mis abuelos fueron don Agustín Palacios, médico, y doña Mercedes Alvarez López. La madre de esta señora, mi bisabuela, vivió ciento y quince años, y se llamaba doña María López. Mis abuelos maternos fueron don Manuel José Quintero Príncipe y doña Baltasara Sánchez. Mi padre tuvo los siguientes hermanos, que conocí: Manuel Antonio, José Leonardo, Salomé y Joaquín, María Josefa y Ramona. Mi madre sólo tuvo dos hermanos, Martín Antonio, que aún vive, y Gertrudis, que no conocí.

Fui bautizado el 17 de septiembre, por el cura Aguirre, y fueron mis padrinos Santiago Aguirre, sobrino del cura, y Ramona Palacios, mi tía. La casa en que nací era de mi madre y distaba de la plaza cuatro cuadras; sólo había un vecino en toda esa manzana, y éste era un negro herrero llamado Ramón, casado con una india, y tenían muchas hijas.

Mis padres eran pobres y tuvieron muchos hijos, en este orden: Serafín, Juana Francisca, Patricia, yo, José María (este se llamó primero Abelardo, y en la confirmación, le cambió el nombre el obispo Cuero), Josefa, Sebastián y Hermógenes. Tuvo además mi madre un aborto de mellizos, varón y mujer, y una hija que murió en la cuna, Tomasita, que no conocí.

Pasé mis primeros años (1833 a 1835), como todos los niños, jugando, aunque nunca he sido alegre, pues el temperamento melancólico domina en mí. Aunque mis padres fueron pobres —mi madre lo sigue siendo—, nada me faltó en aquellos primeros años de mi vida, porque vivía mi padre; más tarde no fue así.

Era mi padre un hombre bien formado, alto, robusto y muy blanco, pelo negro, que nunca dejaba crecer; siempre vivía afeitado, y era escaso de barba. Muy grave en su porte y en su conducta, jamás se reía con sus hijos, si no era con los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pequeñitos; nos mandaba casi con el gesto, y nosotros volábamos, tal era el respeto que le teníamos. No he conocido un hombre más rígido en la educación de su familia. Todo el día debíamos estar todos sus hijos en la casa, y ninguno salía sin diligencia, y esto sin demorarse en la calle.

Castigaba severamente la menor falta. Con mi madre era muy amable y comunicativo; siempre la trataba bien; con mis hermanas era muy bueno y con los varones muy rígido.

Mi madre es un ángel en bondad. Es difícil hallar una mujer de un carácter más suave, más dulce, paciente y humilde. Es muy laboriosa, sumamente caritativa. Trata a sus hijos con santo esmero y amor, que la amamos entrañablemente, y hubiéramos dado nuestra vida por la suya. Si Dios me hubiera permitido elegir a la que debía ser mi madre, yo habría elegido a la que me tocó en suerte. El hermano que me tocó por compañero en mi infancia, fue José María, por la aproximación de edad.

Todas las noches, después de cenar, lo que sucedía siempre al anochecer, nos sentaba a su lado, y esto, si había luna, era en la puerta de la calle, como se acostumbra en los pueblos pequeños, y allí nos enseñaba la doctrina cristiana, por partes, y una infinidad de oraciones, y entre éstas una al ángel de la guarda. Los domingos, después de almorzar, nos ponía ropa limpia, y nos enviaba a la misa del cura, a las 9 del día, que por lo regular era la única que había. Los sábados por la tarde nos enviaba a la Salve.

Aquel tiempo fue para mí el más bello de mi vida, porque era inocente; y espero que no tendré que ser llamado a juicio delante de Dios por mis actos de entonces.

En el mismo pueblo vivía mi tío Martín Quintero con su familia y con mi abuela Baltasara. Mi madre acostumbraba ir por las noches a esa casa; yo iba por mis pies: en llegando, me acomodaba en una silla; y como no me importaba el asunto de sus conversaciones, me quedaba dormido, y tenían que llevarme cargado a la casa.

Yo tenía ya unos cinco años, y me agradaba ir a la casa de mi tío, porque mi abuela me quería mucho y me regalaba algunas cositas. En frente a esta casa estaba la escuela pública de la cual era preceptor el señor Vicente Alvarez. Una vez encontré en la casa de mi tío a un señor Manuel Patiño, compadre de mi madre, el cual sabiendo de quién era yo hijo, me agasajó y me regaló un real. Al instante compré una cartilla, con consentimiento (y aún creo que fue un consejo) de mi abuela, y sin ir a mi casa, me entré en la escuela, a la misma hora, que eran como las 10 del día.

Como estaba muy tierno, es decir, de cinco años, fui muy bien recibido y acariciado en la escuela. Salí a las 12, sabiendo bien mi lección, y me aparecí a la casa radiante de alegría. Mi padre aplaudió mucho mi acción, y continué asistiendo a la escuela todos los días.

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En aquel tiempo apenas empezaba a propagarse la enseñanza, así es que en esa escuela había jóvenes barbados, y cuando cometían alguna falta, eran castigados con azotes en las nalgas limpias, y cargados sobre la espalda de otros.

Las materias de enseñanza eran lectura, escritura, aritmética práctica, doctrina cristiana, Historia sagrada por Henry, y un cuadernillo intitulado Derechos del hombre y del ciudadano, y otro de Máximas republicanas. Muy pronto aprendí todo esto, gracias a mi memoria prodigiosa, pero continué asistiendo hasta el año 39. Durante este tiempo conocí dos preceptores, en el orden siguiente: Vicente Alvarez y José Agustín Guerrero. En los días de certámenes, me vestía mi madre pobremente, pero con mucho aseo. Mucho susto me causaba estos actos. Jamás ayudé a misa en este pueblo, pues el maestro de escuela, que siempre enviaba un discípulo a ayudar, no me mandaba a mí, tal vez por pequeño, y yo vivía temiendo que llegara ese día, pues mi timidez me ha hecho temblar por cualquier simpleza.

Entre los años 39 y 40 ocurrió algo muy triste para mí. Dispusieron mis padres vender la casa a una mujer de Quintero (sitio en las orillas del Cauca). Se llamaba Petrona Castaño. Muy poco les produjo esa venta, pues la dieron en 80 pesos, aunque la casa era buena; pero en este pueblo todo es barato. Tuvimos que pasarnos a vivir a una casa de mi abuela paterna, en la orilla del río. Mi padre permanecía muy poco en Roldanillo, pues la mayor parte del tiempo lo pasaba en la hacienda de la Negra, de mi tío Santiago Soto, la cual quedaba a día y medio de Roldanillo, en la banda Occidental del Cauca, en el camino de Roldanillo a Cali.

Estando, pues, mi padre en la dicha hacienda, llegó un día a la nueva casa en que vivíamos, un negro de la hacienda, a quien llamaban "tío Rafael", el cual iba bien montado, y llevaba de cabestro un caballo ensillado, con orden de mi padre para conducirme a la Negra. Cuando mi madre recibió la orden, se puso muy triste, pues era la primera vez que me separaba de su lado. Pasó la noche preparándome avío y otras cosas para el viaje. En lo que más atención puso fue en el fiambre, para que no pasara hambres en el camino.

Al día siguiente almorcé muy de mañana; y de rodillas recibí la bendición de mi madre, y partí, dejando mi familia, mi casa y mi pueblo, con mucha tristeza. El negro viejo, que me llevaba, era un hombre magnífico, de toda la confianza de mi tío Santiago, de quien era esclavo, y muy taciturno, por lo cual no me atravesaba una palabra. De cuando en cuando detenía su caballo, sacaba de una mochila un eslabón y prendía un magué y en éste encendía su pipa de barro tacada de tabaco. Yo iba detrás de él, divertido viendo el camino, que es muy variado, muy quebrado, con pocos pueblos y con muy bonitos paisajes. A veces me ponía a silbar todas las tonaditas que había oído en la iglesia de mi parroquia, y esto se me grabó de tal manera que todavía hoy me acuerdo de una contradanza, y si la silbo, me parece que voy por ese camino, y siento lo que sentía entonces.

De Roldanillo fuimos a Riofrío. De Riofrío fuimos a la Negra, a donde llegamos como a las dos o tres de la tarde.

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Al momento en que llegué, estaban mi padre y mi tío Santiago en el corredor de la casa; mi padre estaba tajando una pluma. Tío Rafael llegó y alabó a Dios, como se hacía entonces...

Yo guardé silencio, pues no sabía ni saludar. Mi padre levantó la cabeza y me hizo un cariño con los ojos, diciéndome: "amigo", y nada más. Me apearon del caballo y entré a la sala, temblando de miedo de unos perros enormes.

A un rato me dieron de comer, y quedé instalado en la hacienda. En el corredor que daba al patio principal había dos cuartos, uno habitaba mi tío Santiago, y otro mi padre. Yo me acomodé con mi padre. Mi tío Santiago es un hombre de unos sesenta años, de cejas muy pobladas y muy blancas, nariz aguileña, y grave gesto. Creo que no ha sido un hombre de colegio, pero tiene muchas luces y muchos libros; es muy generoso y caritativo con todos, y más con los de su familia. Está bastante rico, pues la hacienda es buena, y tiene una magnífica casa en Cali. La hacienda consta de mucho ganado, el cual está dividido en dos grandes partidas, y en dos puntos distintos, el uno es de leche y el otro no, aunque es casi todo hembra. Se hacía el rodeo en dos corredores distintos, el uno de los cuales, que era para el ganado de leche, estaba en la casa, y el otro en un punto al extremo de la hacienda, al pie de la loma, llamado "tres quebradas"; allí había una casa inhabitada. Había un buen yegüerizo, buenos potros y muletos, un trapiche, un cacaotal, una labranza a orillas del río Cauca con platanar y marranos y en toda la hacienda como veinte esclavos. Estos se pasan una vida agradable y lo tienen todo, menos la libertad; trabajan poco y tienen permiso para hacer sus labranzas, crían marranos. Yo viví como un año en esta hacienda, y jamás vi tratar mal a un esclavo.

Nada de particular me sucedió en esta hacienda; mi ocupación era leer y escribir, bajo la dirección de mi tío Santiago; pasear, hacer casitas y potreritos, jugar con Teodomiro, hijo de mi tío Santiago, que es casi de mi misma edad, y conversar con los negros. Me vi atacado de los fríos (terciarias) y me curaron con flores de venturosa.

Hacía un año que estaba en la Negra, cuando mi padre resolvió enviarme a Roldanillo por las insistencias de mi madre. Partí contentísimo, y al día siguiente llegué, en compañía del conductor, al pueblo. Cuando alcancé a ver mi casa, que queda a la entrada del lugar, puse mi caballo al trote largo y me solté en una risa que no pude contener; mi madre salió a recibirme, y yo no podía hablar por la risa estrepitosa que me había acometido, sin duda por el exceso del placer.

Después de mi regreso de la Negra a Roldanillo, me puso mi madre nuevamente en la escuela: era preceptor el señor Agustín Guerrero. Mi padre pasaba algunas temporadas en la Negra, y otras en Roldanillo. Yo sufría mucho cuando mi padre estaba presente porque le temía de una manera increíble: no me atrevía a mirarle a la cara. Una vez hubo fiesta de Santa Lucía en Cajamarca, la cual era siempre muy concurrida, y fue mi padre con Patricia y conmigo; posamos en una hacienda

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República llamada el Dovio, y nos volvimos a los tres días. Otra vez hubo fiestas en el Hato de Lemos, y mi padre me llevó. En estos paseos, más era lo que sufría que lo que gozaba, y de buena gana me hubiera quedado en casa. Desde aquel tiempo padecía esa tristeza habitual que me ha acompañado siempre, debido a mi temperamento.

Un día entré a una casa, a tiempo en que un señor Ramón Rivera, medio médico, estaba recetando a un enfermo; no había quien escribiera la receta, y se valieron de mí. Desde ese momento se pagó de mí el tal señor Rivera, y se informó de que yo sabía leer, escribir y contar, y de que mis padres eran pobres. Este señor era de Cartago, y tenía una hacienda en el Arenal, cerca al Naranjo [hoy Obando] en donde residía con tres hijos llamados Francisco, José Antonio y Emigdio; en Cartago tenía otros hijos: Rosalía, Felisa, Natalia y Cleofe.

Era viudo. Este hombre quiso llevarme consigo, para que enseñara a sus hijos en la hacienda. Me hizo la propuesta y convine; sólo faltaba que mi padre quisiera. El habló con mi padre; le ofreció mil cosas, entre otras, que me daría vacas, potrancas, ovejas, para que criara en la hacienda por mi cuenta. Mi padre convino contra el gusto de mi madre. Ese mismo día me sacó ropa, de que estaba escaso, y mi madre y mis hermanas pasaron la noche cosiendo. Al otro día partimos para el Arenal, don Ramón, Francisco su hijo y yo. De Roldanillo fuimos al Hato de Lemos —hoy la Unión—. Esa noche la pasó don Ramón jugando en la plaza: era tiempo de fiestas. Al día siguiente fuimos a Toro, y al otro día salimos para el Arenal. Toda esa vuelta había sido voluntaria, pues de Roldanillo al Arenal sólo había seis horas.

Estuve en el Arenal como seis meses, y los pasé enseñando a los tres niños y andando con don Ramón por los caseríos inmediatos, sin destino. El bebía mucho, y sólo con ese objeto eran las correrías. Volvíamos por la noche, y él se acostaba en una hamaca, ebrio, y me ponía a leer en un libro de medicina, que era su manía, hasta más de media noche. Otras veces se ponía a hacer pésimos versos, y yo a escribir.

Estos versos eran precisamente contra los hermanos, que querían quitarle la hacienda. Pasé una vida tristísima, llorando por mi tierra. Para mayor tormento desde la casa se veía la torre de la iglesia de Roldanillo.

Salí de Cartago como quien sale de un infierno, pues allí había sufrido toda clase de males, principalmente hambre y desnudez. Hice el viaje a pie, aunque no podía caminar sobre la grama, porque, por mi desgracia, la víspera de mi salida me habían sacado las niguas. El que fue por mí llegó de noche, y al día siguiente, muy de mañana, partimos. El primer día fuimos a un caserío llamado Potrerillo, y al día siguiente pasamos el Cauca y llegamos a Roldanillo.

Mi permanencia en el Arenal y en Cartago es uno de los períodos más tristes de mi vida; aún el recuerdo me fastidia. Volví a ver a mi madre, a quien amo más que a mi vida, pensando no volver a separarme de ella.

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Para que no perdiera el tiempo, me pusieron otra vez en la escuela. Era preceptor un señor forastero, algo viejo, llamado José María Reyes. Nada nuevo aprendí, pues yo sabía leer, escribir, las cuatro primeras operaciones de la aritmética, toda la doctrina cristiana, la Historia sagrada por Henry, y había recibido también algunas lecciones de gramática española, sin comprenderlas.

Mi padre enfermó gravemente de hidropesía, y estuvo en cama como cuatro meses. Mi madre lo asistía con el mayor esmero y le hacía los remedios que pueden hacerse en un pueblo. Mi abuelo Agustín Palacios era médico y él lo recetaba. Sin embargo, a pesar de los medicamentos, el 27 de junio [1842], como a las cinco de la tarde, se privó, y el 29, a las doce del día, entregó su alma al Creador. ¡Dios lo tenga en el cielo! Murió como un cristiano, habiendo recibido los Sacramentos. Lloró mucho antes de privarse, viendo la pobreza en que nos dejaba. Fue buen padre, buen hijo, buen amigo y buen ciudadano. Todos cuantos lo conocieron confesaban esto. No nos dejó más herencia que su intachable reputación. Toda su fortuna, al morir, consistía en la ropa de uso, y una montura; pero a nadie debía nada. Quedó mi madre cargada de familia y en la mayor miseria. Mantiene a sus hijos con el trabajo de sus manos: bien sabe hacer toda clase de costuras. Mis hermanas le ayudan en algo, y los varones consumimos sin producir nada.

Mi madre me puso a aprender la platería; pero pronto me aburrí. El maestro era un tal José María Caicedo. Después me puso en una sastrería, con don José Arciniegas; también me aburrí. Últimamente, me puso en una herrería, con un inglés (?) don Juan Flores, y poco duré en ese oficio. Como nada ganaba, mi madre no insistió.

Aburrido con tanta miseria, me fui al Hobo, donde un señor Cristóbal Palomino, grande amigo de mi madre, a enseñarles a leer a dos hijos que tenía, Jerónimo y Agustín. Pasaba la semana en el Hobo, que dista de Roldanillo como una hora, y el sábado me iba para mi casa a pie, cargado de muchas cosas, para el abasto de la familia, tales como plátanos, chocolate, huevos y cuanto me daban. Yo era una verdadera bendición para mi madre. El domingo por la tarde me volvía al Hobo, con los mismos que había ido al pueblo a misa.

Pasé una vida muy agradable en ese lugar y permanecí algunos meses. Después volví a entrar a la escuela, siendo maestro Elías Guerrero, hoy presbítero. Por ese tiempo vino de Cali a Roldanillo un señor Juan José Moreno, alias Sargento, y me agasajó mucho. El iba a llevar cacao para Cali, y ya tenía la carga preparada, y sólo esperaba las bestias que debían venir de Cali. Me propuso que me fuera con él, y yo acepté, con el pretexto de ver a mi mamita Baltasara Sánchez, abuela materna. Empecé a rogar a mi madre, la cual no quería, pero al fin cedió, confiada en que en Cali estaba mi mamita y Serafín mi hermano, y mi tío Martín Quintero. La víspera de venirme, por la noche, representaron los muchachos de la escuela una comedia, con entremés, y en éste hice un papel.

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Un señor Torres, cuyo padre vivía en uno de los pasos del Cauca, me debía conducir a Cali. El primer día dormimos en el paso del Cauca junto al Hobo, en casa de mi compañero. Salimos al día siguiente y fuimos a dormir en una casita de teja en el callejón antes de llegar a Buga, a la derecha del camino. Al día siguiente llegamos a Palmira, y fuimos pasando y dormimos en casa de un señor Figueroa. (Creo que era Francisco). Allí pasamos una magnífica noche. La casa era buena, y estaba rodeada de mangas cubiertas de buen prado; había muchas palmas de corozos chilenos, y me pareció toda muy bonita. Al día siguiente atravesamos el llano de Malagana y nos dirigimos al paso del Cauca, llamado el Cucharo. El palmar que hay de Palmira al paso del Cauca es aburrido, pues tiene como cuatro leguas. En ese paso almorzamos, pues habíamos salido de la dormida casi sin luz todavía. Recuerdo que comimos un pandebono que tenía lama por dentro aunque por fuera parecía bueno, como las manzanas de Sodoma. Pasamos el Cauca y entramos a Cali, como a las doce del día, por el Pueblo, y calle de Santa Librada.

Mi conductor me llevó directamente a la casa de Juan José Moreno, que es la que sigue de la del padre Marcos Rodríguez hacia la torre de San Francisco. La mujer de Juan José Moreno era una señora Juana Montesdeoca; muy miserable, muy brava y muy necia.

Cali me pareció inmenso, y cuando vi que se volvió mi compañero, intenté volverme con él; pero debía esperar unos cuatro días, hasta que unos peones cogieron unas mulas y se vinieron con ellas para Roldanillo, para llevar en ellas cacao. En esos pocos días me aburrí mucho; sin amigos, y en una ciudad que me parecía tan grande, que no había de poder salir de ella. Suspiraba por mi pueblo, cuyas casas todas conocía, y cuyos habitantes todos me conocían a mí y me llamaban por mi nombre. "Dichoso, dice Dumas, el que nace en un pueblo pequeño", y es verdad.

Se fueron los peones a coger las mulas y yo fui con ellos, a pie. Las mulas estaban en un punto llamado Yanaconas, de don Cornelio Lourido, junto a Las Nieves. Ese mismo día las bajamos a un punto llamado El Tablón, enfrente del Lazareto.

Al día siguiente salimos para Roldanillo, por la banda Occidental del Cauca. Y llegamos a la hacienda de la Negra. Allí me quedé, diciendo a los peones que no podía seguir porque estaba enfermo; pero la verdadera causa era porque me gustaba mucho esa hacienda, y los negros me halagaban y me trataban muy bien. En esos días no había ninguno de los amos en la casa. Me quedé pues, muy contento; y a pocos días se apareció Juan José Moreno que ya iba para Cali con las cargas de cacao. Me figuré que debía querer traerme consigo, y al momento que lo vi antes que él me viera, me fui a una labranza que había en la orilla del Cauca, perteneciente a la hacienda, cuidada por un negro. A poco rato de entrar allí llegó un criado a llamarme, de orden de Moreno, el cual decía que tenía recomendación de mi madre para traerme a Cali. Al instante seguí con el criado, pues jamás he podido hacer resistencia a nadie. Al día siguiente salimos de la hacienda para Cali.

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Moreno me halagó con buenas palabras, pero me hizo seguir a pie, cabestreando un caballo que los arrieros llaman madrino al cual sigue la recua de mulas. El primer día llegamos a Jocipa, hacienda de don José Cobo, a las cinco de la tarde. Allí dormimos en el corredor que tenía barandas, y enfrente un corral con más de cien terneros que toda la noche bramaron. Al día siguiente seguimos, y yo siempre a pie. Al bajar el portachuelo de Vijes, cayendo ya a Mulaló, había unos guásimos a la izquierda del camino. Allí me senté a llorar, pues ya me era imposible seguir a pie, porque tenía los pies hinchados, y no podía dar paso. Moreno, que era para mí un verdadero amo, y a quien tenía yo mucho miedo, me consoló con palabras, y me dijo que ya estaba cerca la dormida, que era Bermejal. Continué casi muerto, y al llegar a Bermejal me acosté en un corredor como a morir, según estaba de estropeado. Si ese día hubiera llegado a mi casa, me habrían hecho remedios, y no me habría levantado en quince días; pero yo venía como un esclavo, y no me atrevía a quejarme. No hay cosa más triste que la vida de un muchacho tímido, lejos de sus padres. Al día siguiente tuve que marchar, siempre a pie, y entramos a Cali, como a las tres de la tarde, por el puente, que aún no estaba concluido.

Aquí empeoró mi martirio. Al volver los peones para Roldanillo, se me partió el corazón de dolor, y lloré a solas, sin consuelo. Conocía mi situación, pues Moreno me trataba como a un pobre huérfano, a quien se hace un bien en recogerlo, y mi condición era la de un paje

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 156, Bogotá, 1º de enero de 1974, pp. 4-9.

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Manuel Pombo

Manuel Pombo, hijo del eminente hombre público D. Lino de Pombo y hermano mayor del poeta Rafael, Nació en Popayán el 17 de noviembre de 1827 y murió en Bogotá el 25 de mayo de 1898. Hizo estudios en el Colegio de San Bartolomé. Con José María Samper publicó el periódico El Albor Literario. Como jurisconsulto, en unión del Dr. Miguel Chiari, realizó la compilación científica de Los Doce Códigos de Cundinamarca. En varias ocasiones fue designado ministro de estado y magistrado de la Suprema Corte Federal, cargos que en manera alguna quiso desempeñar; tampoco aceptó el nombramiento como miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua. Hombre de vasta cultura e ilustración, conoció a fondo las literaturas latina, francesa e inglesa. D. Manuel Pombo, uno de los fundadores de la célebre tertulia El Mosaico, fue poeta de hondo sentimiento y exquisita sensibilidad artística. Como escritor es autor de preciosos cuadros de costumbres de la vida santafereña a mediados del siglo pasado. Estas páginas costumbristas, junto con la amena e interesante crónica de viaje titulada De Medellín a Bogotá, fueron recogidas en las Obras inéditas de D. Manuel Pombo (Bogotá, 1914), edición publicada por su hijo Lino de Pombo.

Antonio José Restrepo, autorizado prologuista de la obra antes citada, dice lo siguiente del autor que nos ocupa:

(...) Tomando en general el cuerpo de escritores contemporáneos de Pombo, hay que convenir en que éste los aventaja a todos en el manejo de la lengua —el instrumento del arte sin el cual no hay hermosura intelectual—, en la sobriedad amplia del estilo y en la cándida inocencia, en la recatada pulcritud y en la humildad voluntaria con que quiere esconder su propio mérito y lisonjear en su lector —enseñándole lo perfecto— todas sus inclinaciones al bien, como apartándolo del mal.

(...) Y Pombo realizó una vida de tantas virtudes, públicas y privadas, que tenía la imposibilidad ideológica de no ser un grande escritor y un poeta soberbio, siendo un santo humanizado. Su bondad fue el nimbo de su corona...

El apunte autobiográfico que se reproduce a continuación fue dado a conocer por D. Carlos Martínez Silva en una nota necrológica escrita a raíz de la muerte de Pombo y publicada en El Repertorio Colombiano correspondiente al 2 de junio de 1898. Al comienzo de la mencionada nota necrológica Martínez Silva escribe:

Pero lo que no se dice en esta descarnada autobiografía, en la cual brilla la genial modestia del autor, es que el señor Pombo rayó muy alto por la nobleza de su carácter, por su benevolencia ilimitada, por la amenidad y dulzura de su trato, por la fidelidad en sus amistades, por su espíritu de tolerancia y de justicia, durante todo el curso de su vida inmaculada.

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Autobiografía

Sin moverme de mi país, he trabajado toda mi vida sin descanso ni alternativa. Con la labor de mis primeros años juveniles, compré en Bogotá una buena casa, en la que formé, eduqué y coloqué mi familia. Las complicaciones de esa tarea, las dolencias y enfermedades, las vicisitudes de la suerte y el desgaste de energía y eficacia consiguientes al curso del tiempo, me han traído al punto en que me encuentro anciano, inválido y pobre, sin industria, renta, ni hogar, porque para satisfacer honradamente los inevitables compromisos contraídos en mi larga y azarosa carrera, tuve que sacrificar el techo que me albergaba.

Hice mi carrera de estudios sin una nota adversa; obtuve los grados de Bachiller, Licenciado y Doctor en jurisprudencia, y me recibí de abogado en la Corte Suprema de Justicia en 1847. Mi buen padre me había enseñado a leer y escribir, a hacer las primeras operaciones de la aritmética, a conocer algo la Historia Sagrada y Profana, traducir un poco de latín y francés, y entender las verdades fundamentales de la moral y la religión.

Terminados mis estudios, volví al Cauca, mi país natal, a trabajar en él, de donde regresé casado en 1854.

Me ocupé en negocios judiciales y mercantiles, y, por varios años consecutivos, con el voto de todos los partidos políticos, fui nombrado Secretario de la Cámara de Representantes.

La Asamblea legislativa del recién constituido Estado de Cundinamarca, nos nombró al señor doctor Miguel Chiari y a mí para que hiciéramos la edición oficial de sus Códigos, dándoles homogeneidad, forma y método, y completándolos con sus respectivos índices y minuciosos repertorios analíticos y alfabéticos.

Esta obra esmerada, a la que nunca se hizo reparo alguno en su fondo ni en su forma, llenó su objeto mientras subsistió el Estado, y en los otros sirvió de muestra y directorio para análogos trabajos. Si mi padre fue merecedor de alto y justo elogio por su Recopilación Granadina, algo puede concedérseme a mí por los Códigos de Cundinamarca.

Cuando se emprendió la construcción del Ferrocarril de Girardot, contratada con el señor Cisneros, el Gobierno me nombró Tesorero de la empresa. Con extrema consagración e incesante diligencia, en circunstancias difíciles para el Tesoro Público, recaudé y administré los fondos con que se construyeron y pusieron en servicio sus primeros kilómetros, que sirvieron de base para la continuación de la obra, a la que después se dio otra organización. Mis cuentas mensuales y anuales fueron siempre fenecidas sin reparo por la Oficina general del ramo, y de ellas se me expidió el finiquito final.

El Ferrocarril de la Sabana, que tan pronto y tan bien se construyó, arrostrando y venciendo dificultades de todo género, puso a mi cargo su Secretaría. Lo que en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República ella trabajé, puede verse en los muchos y voluminosos copiadores de comunicaciones, cartas y telegramas, en los libros de actas de la Junta Directiva y de la Asamblea General de Accionistas, en los informes semestrales de los Gerentes y el Archivo de la oficina. Seis años desempeñé el destino, y ahí está la obra, en servicio incesante, reclamando el honor para los que la organizaron y construyeron, especialmente para los Gobernadores de Cundinamarca, Generales Aldana y Córdoba, para su eficacísimo primer Gerente, señor Carlos Tanco, para su ingeniero director, señor Nepomuceno González Vásquez, y, aunque me está mal el decirlo, para el que, como Secretario de la Compañía, fue el laborioso y activo cooperador de esos señores.

En los ratos que me dejaban expeditos estos trabajos, y los del comercio y la abogacía, con que procuraba ayudarme para hacer frente a mis gastos personales y domésticos, regenté varias cátedras en los establecimientos privados y públicos, entre ellas las de Geografía en el del señor Joaquín Gutiérrez de Celis, y las de Derecho Internacional, Derecho Romano, Pruebas Judiciales y Geografía en la Universidad Nacional y en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario. Sin enumerar las comisiones y los servicios onerosos que con frecuencia se me encomendaban.

Sin buscarlo ni merecerlo, alcancé cierto relumbroncillo literario entre algunos de mis conterráneos. Fue sin buscarlo, porque desde temprano pesé los escasos quilates de mis aptitudes y me retiré del asunto, y porque el crónico y creciente afán de mi vida, dimanante del desequilibrio entre mis presupuestos, no me dejó sosiego ni humor para permitirme esparcimientos literarios; así es que, de lo poco que aventuré para el público, más es lo que me remuerde que lo que me agrada.

Y fue sin merecerlo; porque aquel relumbroncillo era el tenue reflejo de la luz que sobre mi opacidad lanzaban el verdadero mérito y la cariñosa amistad de José María Samper, Juan de Dios Restrepo, Gregorio Gutiérrez González, Salvador Camacho Roldán, José Manuel Marroquín, José María Vergara y Vergara, José María Quijano Otero, José Joaquín Borda, Ricardo Carrasquilla, Ricardo Silva, Jorge Isaacs, Pío Rengifo, Joaquín Pablo Posada, y otros de mis compañeros de juventud.

Mi endeble salud y las graves enfermedades que he sufrido, afrontando siempre una situación tirante y complicada, me han quitado, por otra parte, mucho tiempo, mucha vitalidad, y consumido muchos de mis escasos recursos. Si los que quieran juzgarme pudieran posesionarse en sus pormenores de los trámites íntimos de mi vida, quizá hallaran en mi abono algunas circunstancias atenuantes. Dios, cuyo santo temor me ha poseído siempre, y que todo lo ve y lo sabe, quiera en su misericordia infinita y por la perseverancia con que he procurado siempre ser fiel a la religión fundada por su Divino Hijo y con que me he mantenido en la Iglesia católica, apostólica y romana, acoger para mi perdón aquellas circunstancias.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 138, Bogotá, 1º de julio de 1972, pp. 30-32.

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Rafael Pombo

Rafael Pombo, sin discusión alguna y para orgullo de las letras colombianas, es uno de los poetas más grandes, fecundos y originales con que cuenta la lengua castellana. Como un caso excepcional, comenzó a escribir versos desde su niñez y compuso los últimos, con pleno goce de las facultades mentales, en vísperas de su muerte ocurrida en Bogotá el 5 de mayo de 1912.

Para dar una cabal idea de los dones que atesoró este supremo artífice de la creación poética es oportuno hacerlo con la siguiente apreciación, por demás sucinta y acertada, que consigna el P. José J. Ortega Torres en su valiosa antología Poesía colombiana (Bogotá, 1942) cuando trata de Pombo:

Rindió primero culto a la escuela romántica, entonces en boga, pero después supo llegar en algunas de sus obras a la serenidad clásica. Su popularidad fue inmensa. El 20 de agosto de 1905 fue coronado solemnemente en el teatro de Colón, de Bogotá, como altísimo poeta. Tuvo en grado sumo las cualidades que los preceptistas enumeran como características del vate perfecto: inspiración elevada, hondo sentimiento, entusiasmo no apagado ni por el frío de los años, imaginación viva y juicio estético bien formado. Es uno de los poetas más fecundos de las letras universales. Cultivó todos los géneros, desde la alta oda hasta el diminuto epigrama; rimó para los niños fábulas y cuentos que lo ponen en primera línea entre los poetas festivos, y escribió sentidas elegías; entonó himnos a Dios y a la patria, y quemó incienso ante la imagen de Eros, en cantos llenos de fuerza y vibrantes de ideas. Escribió en todos los metros; ya envolvía su inspiración en los amplios ropajes de la silva, o la encerraba en los renglones de una décima, y cinceló cuartetos y sonetos admirables. Es verdad que a veces se encuentran en su producción, y hasta en sus obras mayores, versos incorrectos, lamentables prosaísmos y extravagancias; pero estas sombras hacen resaltar mejor las bellezas del conjunto. Es sorprendente su originalidad; y cuando canta a la naturaleza, es casi insuperable y tiene pensamientos que rayan en lo sublime. Cantó nuestras costumbres y fiestas populares, nuestras leyendas y tradiciones, y creó figuras imperecederas. Fue un poeta creyente; en sus poesías palpita siempre un fondo religioso, a pesar de su Hora de tinieblas, brote solitario de desilusión y pesimismo. Amó el arte en todas sus manifestaciones, y en sus estrofas palpita íntegra el alma de Colombia; es el poeta de la niñez y de la juventud, de la ancianidad, de la religión, de la patria.

Mucho se ha escrito, aquí y en otras partes, sobre Rafael Pombo, "uno de los poetas líricos de más originalidad y fuerza que tenemos", como lo dijo en su época D. Miguel Antonio Caro. Sin embargo, entre la multitud de escritos publicados en torno al eminente bardo bogotano, resulta imprescindible mencionar las páginas medulares del maestro Antonio Gómez Restrepo que bajo el título de Estudio preliminar aparecen en el primer volumen de la obra Poesías de Rafael Pombo (Bogotá, Imprenta Nacional, 1916).

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Rafael Pombo, además de su vasta producción poética, periodística y epistolar, fue muy dado a escribir páginas autobiográficas en forma de diario y apuntaciones esporádicas. En la primera manifestación tenemos el denominado Diario de mil curiosidades para su propio dueño que lo es verdaderamente el señor Licenciado en Bellas Letras J. Rafael de Pombo, seminarista que fue en la ciudad de Bogotá año 1845; el extenso e intenso Diario, escrito en Nueva York entre los años de 1855 y 1856, y el titulado Diario íntimo de Rafael Pombo. Los dos primeros se conservan inéditos en el correspondiente archivo de Pombo, hoy de propiedad de la Academia Colombiana; y el tercero, de manera fragmentaria, se publicó en El Nuevo Tiempo Literario de Bogotá, en cuatro entregas (septiembre 28 y octubre 12, 19 y 26 de 1913, respectivamente).

El Diario, iniciado en Nueva York el día viernes 3 de agosto de 1855 y escrito con letra casi microscópica, comienza de este modo:

Quiero dejar, para mí solo, alguna huella de mis pasos; ir soltando en pos de mí un hilo por el cual pueda más tarde volver atrás y pasear sin perderme en el laberinto de los recuerdos. Una cosa así es esto de llevar diario: tiene la ventaja de hacerle después creer a uno que ha vivido, cuando en realidad no ha hecho más que dejarse ir, resbalar como una ola entre los abismos del mar y de la noche. Durante los dos años de 51 y 52 llevé también diario, y luego su lectura me produjo tanta tristeza que no pude menos de quemarlo y renunciar a seguirlo llevando; eran 730 días, 730 proyectos, 730 deseos y 730 olvidos, imposibles y desengaños. Ahora nada puedo desear, nada puedo proyectar: ya tengo una plena conciencia de mi inutilidad para la vida práctica y ningún nuevo desengaño me ha de proporcionar esta fútil tarea. La emprendo pues, a falta de otra cosa mejor.

Aparte de los diarios mencionados, los originales de las páginas que ahora reproducimos bajo el título de Apuntaciones autobiográficas, o sea la otra forma empleada por el autor, también se conservan en el referido archivo de Rafael Pombo. Estos manuscritos que por primera vez se publican en su integridad, constan de trece hojas sueltas; tres de ellas, que corresponden a un libro de contabilidad de regular tamaño, están escritas con tinta negra, y las restantes, de tamaño carta, aparecen escritas con tinta de color morado. De todas estas hojas, cinco fueron escritas por un solo lado y las otras, por ambos lados. Como se puede apreciar en la página facsimilar que aquí se reproduce, la letra de Pombo es sumamente intrincada, a veces ininteligible, y además emplea frecuentes tachaduras o enmendaduras, entrerrenglonaduras y abreviaturas, circunstancias que dificultan la lectura corriente de sus producciones.

Los textos de dichas Apuntaciones que hemos separado con números romanos corresponden a diversas épocas, con la anotación de que el tercero fue elaborado, creemos, a solicitud de D. Isidoro Laverde Amaya para su libro Apuntes sobre bibliografía colombiana (Bogotá, 1882). Así se desprende de la lectura del respectivo boceto biográfico de Pombo (pp. 197-206).

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El citado D. Isidoro Laverde Amaya, en su libro Fisonomías literarias de colombianos (Curazao, 1890), nos da a conocer al inspirado cantor de Noche de diciembre en esta afortunada síntesis:

Espíritu superior encerrado en cuerpo débil; alma luminosa que acoge con increíble afán cuanto bueno y aprovechable elemento encuentra en la informe organización social nuestra; genio excéntrico, inclinado a buscar ideales extraños; tendencia espontáneamente artística que se acentúa hasta en pormenores para otros inadvertidos; instinto secreto para determinar la verdadera forma poética y en su estilo un sabor deleitable de dulce intimidad que da mayor holgura y lucidez a sus arranques líricos, son condiciones o fases tan marcadas en él, que ninguno pretendería negarlas.

Para mejor ilustración acerca del polifacético personaje de quien nos ocupamos, cabe agregar que el Instituto Caro y Cuervo ha publicado las siguientes obras: Biografía y bibliografía de Rafael Pombo (Bogotá, 1965) por Héctor H. Orjuela; Poesía inédita y olvidada de Rafael Pombo (Bogotá, 1970, 2 vols.), edición, introducción y notas por Héctor H. Orjuela; Epistolario de Ángel y Rufino José Cuervo con Rafael Pombo (Bogotá, 1974), edición, introducción y notas de Mario Germán Romero, y La obra poética de Rafael Pombo (Bogotá, 1975) por Héctor H. Orjuela.

Tanto Héctor H. Orjuela, en su interesante y bien documentado ensayo biográfico, como Mario Germán Romero, en la erudita Introducción del citado Epistolario, transcriben breves apartes de algunas de las fuentes autobiográficas a que nos hemos referido, documentales de las que emerge en toda su plenitud intelectual y humana la personalidad genial, apasionada y apasionante de Rafael Pombo.

Réstanos consignar nuestro reconocimiento al Dr. Manuel José Forero, ilustre académico y bibliotecario de la Academia Colombiana, quien gentilmente nos facilitó los manuscritos de las inéditas y curiosas Apuntaciones autobiográficas que, como una verdadera primicia, se reproducen a continuación. Sus respectivos textos fueron, descifrados por la señora Carmenza Quimbaya de Pérez Silva.

Apuntaciones autobiográficas

I. Introducción

Tiene el lector en sus manos uno de los cuadernos en que he ido reuniendo mis composiciones; éste, que será el vigésimo que he formado en mi vida con tal objeto, comprende algunas de 1849, siendo la mayor parte de 1850 y 1851, contemporáneas con él, copiadas en el acto de concluidas, y corregidas o hechas aquí mismo en borrador. Ningún método se observa en esta colección que pudiera ser mucho más abultada si en el número consistiese, como alguien muestra creer, la poesía bien podía haber añadido unas 50 composiciones de 1849 y las de los años anteriores desde 1843 que también son muy numerosas a pesar de ser muy poco lo que conservo respecto de lo perdido o quemado, que debía ser la suerte

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de todas ellas; pero aquello sería fatigar al lector con disparates o banalidades confundiéndole las últimas que siquiera han sido hechas con más meditación y después de leer cuidadosamente los principios y de formar una idea menos errada sobre el bueno y mal gusto y sobre la belleza de la sencillez.

La mayor parte de las que aquí he reunido son historias para mí, hechas bajo impresiones reales, no afectadas, y siquiera están limpias, a lo que creo, de aquel bombástico y escandaloso romanticismo de hojarasca que ha cundido tanto de 20 años a esta parte en los que dedican a hacer versos algunos ratos de ociosidad.

También podrían estas hojas ser mucho más numerosas si estuviese en mí concluir cosas empezadas en días anteriores, o seguir una cuando ha cansado, perdido el atractivo de la inconstancia, la novedad; no estando en ambos casos bajo la impresión que me puso la pluma en las manos, y fuera de la cual nada es original, nada puede resultar sino una serie de versos sin sentimiento, zurcidos en todos estilos, como por una máquina privada de sensibilidad.

Aprovecho esta ocasión para recordar algo de mi carrera poética, ya que ella ha robado tanto tiempo a mis ocupaciones, ya que ha sido la más inocente y dulce distracción que he encontrado en los diecisiete años que cuento de existencia. Ella ha ido perteneciendo, se puede decir, a diferentes escuelas, a diferentes géneros; ha ido variando con las épocas, con los meses y aún con los días, con las poesías que llegaban a mis manos, con cada autor que me deleitase por sus ideas, por su expresión, por sus novedades; antipatizando yo muchas veces a la primera línea que leía con poetas aquí acreditados.

Soy, desde que nací, poco sensible bajo un aspecto, excesivamente sensible e impresionable bajo otro y desde mis primeros años manifesté ansia de leer y escribir, siendo regularmente mis diversiones diferentes de lo que debían ser para mi edad y según lo que veía en los muchachos con quienes me reunía diariamente. Acaso yo debía llorar por sus malos efectos esta precoz inclinación...

Aprendí a leer en las obras de Iriarte e Isla y desde entonces comenzaron a deleitarme los versos oyendo con sumo placer repetir esta clase de composiciones. A los ocho años sabía leer y escribir, edad desde la cual intenté hacer versos, empleando algún tiempo todos los días en leer las obras de poesía que encontraba a la mano: en 1843 ya hice composiciones que tuviesen alguna forma (conservo algunas de ese año), y todas ellas, hasta 1845, fueron de un gusto enteramente frío y clásico tomado de Lope de Vega y Jáuregui. Lo que sí arreglé desde que aprendí a leer fue el oído prosódico y tal vez nunca me quedó un verso largo o corto con demasía y sin disculpa. En 1845, aplicado a la lectura de Zorrilla, Hartzenbusch, Maitín y otros, hice ya versos que fuesen tolerables, iba tomando un gusto más sentimental, como lo muestran, entre otros, tres que conservo: Tempestad en quintillas de octómetros y dos romances, El coronel Montoya y D. Pablo Morillo, que agradaron a quienes los leí.

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En 1847, estudiando yo primer año de filosofía en el Colegio del Rosario, se estableció entre los estudiantes una polémica de periódicos: yo y un amigo mío redactamos uno, El Tomista,en donde conservo bastantes composiciones mías. Una de ellas, El tulipán, fácil en verdad, y otra en catorzómetros, Tempestad, fueron destinadas a La Guirnalda, publicación de aficionados; en 1848, desistida esta empresa, quedaron ambas composiciones destinadas por el Sr. José Joaquín Ortiz al Parnaso Granadino, cuyo 2º tomo no apareció; era una bonita idea, no consistía en novenas, debía pues fracasar aquí.

Un cuaderno que a duras penas conservo contiene toda mi poesía de 1848 y 1849; rara cosa buena hay allí, sobran imitaciones y simplezas, pero todo lleva ya un sello enteramente libre; deleitado con su estilo, tomé por modelo sucesivamente a José Eusebio Caro, Julio Arboleda, Lamartine, Byron, Saavedra, Mora, Espronceda, Hartzenbusch y otros poetas de merecido renombre, rechazando siempre a Salvador Bermúdez de Castro (ídolo aquí, pero ya con socavados altares) por su estilo pedante y su lujosa ostentación de palabras, sin novedad ni filosofía en las ideas ni sencillez en la expresión; pero como, según el bachiller Carrasco de Cervantes, "no hay libro tan malo que no tenga algo bueno", admiro a Bermúdez cuando pinta la beneficencia de Dios, cuando hace una sublime exposición de las palabras del Redentor muriendo, cuando su ojo sigue la carrera del árabe, rey del desierto... en fin, cuando exclama dirigiéndose al impío:

No niegas al Dios que mata, Y al Dios que fecunda, sí.

Así como Espronceda, el Byron español, está sustituyendo en la opinión, preferencia del público, a Bermúdez de Castro, así Bermúdez de Castro sustituyó a Zorrilla, y hoy se acostumbra decir: "en Zorrilla no hay una idea; ese charlatán no vale una trasnochada", cuando él es el más fácil y el más nacional poeta español, acertado y fecundo en las descripciones, rico y atrevidamente original en la expresión, simpático en sus cuadros. El público, al fin pueblo, siempre jugó según sus caprichos o sus maeses Pedros con sus ídolos de ayer, acaso para volver mañana a exponerlos en triunfo a algunos de los jóvenes poetas de hoy que se llaman románticos, declamadores de imitación, creo parecer clásico, frío, impopular: bien se ve que ellos necesitan juez y no pueden aún aspirar a jueces. Yo podría decir como Horacio:

... cum mea nemo scripta legat vulgo recitare timentis ob hanc rem, quod sunt quos genus hoc minime juvat, utpote plures culpari dignos...1

Me vanaglorio de que mis composiciones no se parezcan a las de ellos; siquiera por esto tendrán alguna novedad. ¿Quién dejará de reír al estúpido desprecio con que uno de tales bardos arroje al tomarle en sus manos al Orlando Furioso o a nuestro Martínez de la Rosa? ¿Esto no los caracteriza? Pues bien, sean ellos mis Aristarcos y me serían alabanzas sus risas, triunfos sus burlas y vituperios; si es

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República que son tan sobrenaturales que no se atreven a reflexionar que así como yo lo puedo, pueden ellos estar equivocados. Esto sería principio de avenirnos al campo del razonamiento. Yo no creo merecer el nombre de poeta, y me juzgo así habiendo hecho estudios serios de poesía: tengo algo de buen gusto, facilidad para lo que se llama el sublime, para la sencillez en general y para la imitación de la expresión, descuidando pocas veces su concordancia con la idea: he aquí las únicas cualidades que me reconozco, dando al escribirlas un cuchillo para que me corten por ser muy difícil la versificación me es dificultosa y aunque sé que su facilidad no es cualidad de poeta y fuese ímprobo trabajo, o gracia, al Ariosto avanzar una estrofa en su poema. Yo necesito muchas veces buscar las ideas, otras las dejo vagas, comprensibles sólo para mí o las lleno con ripios y en ocasiones tengo de acudir a expresiones y pensamientos trillados. Si pido a mi cabeza una comparación, vendrá, pero ellas no acostumbran visitarme por su voluntad; siquiera no corro riesgo de apilonar, como Bermúdez de Castro en "Su canto a Laura" (sic), símiles de uno o dos por verso, la mayor parte ridículos, viejos o amanerados.

Nadie podría decir cuál es mi estilo, porque no lo tengo, o de tenerlo, no es el estilo que se estila; soy en esto como en otras cosas. Tan dócil es mi escribir que a cada cosa que con deleite leo, lo que hago después, será imitando su estilo: he aquí pues una comprobación de que no soy genio, de que no soy poeta,de que no soy clásico ni romántico, si es que alguno de mis calificadores tiene la bondad de deslindarme esas dos especies, en dos palabras tornasoladas y elásticas, como dice Ancízar (Manuel) con tanta donosura.

Me parece que yo no lo hago muy mal en el estilo natural, esto es, en el de Mora; pero tocando a veces en extremos o le arrastro con familiaridades demasiado bajas, o, lo que es peor, le subo la cuerda más de lo necesario. Difuso muchas veces, como en mi leyenda El mejor amigo,no concluida, pero peco por lacónico. Mis ideas sobre poesía y mi gusto en cuanto a poetas pueden verse consignados en el No. (mayo de 1850) de La República, periódico de Cartagena, en juicio del Sr. José Eusebio Caro, en los números (782) y (?)2 de El Día y de El Filotémico, artículos Periodismo y El Filotémico, y últimamente en mis propios versos: me encantan el hastío de Espronceda, la metafísica de Lamartine, la filosofía de Hartzenbusch, la manígfica bronquedad de Caro que se retrata en sus versos, la finura, en fin, la delicada melancolía de nuestro Arboleda; y ciertamente, para no gustar de todo esto es necesario tener el gusto muy estragado.

En la Nueva Granada se podría cultivar una linda poesía exclusivamente nacional; pero la superficial juventud arrastrada por el maldito torrente de las ideas francesas deja expirar en los bosques los últimos desesperados suspiros del último vástago chibcha y se pierden en nuestras ardientes sabanas las delicadísimas, siempre expresivas seguidillas del calentano, como se pierde en los huracanes el rasgado son de la bandola que los acompaña. El, paseando en su trabajo, siempre risueño y tranquilo, desde los hielos del Puracé hasta los ardores del río Bogotá, veía más experiencia que el político que ríe de sus simplezas

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República desde su bufete; y nadie repite, nadie admira la sabiduría de sus proverbios y cantatas. Anduve muy engañado en rogarte, ingrata mía; adiós —te desprecio—, ahora sí me seguirás la pista. Porque así son las mujeres; y andando vamos mientras lloran sus desdenes.

Harto he contemplado el degradado resto de los chibchas, hosco y desesperado, luchando con la civilización que aplastó sus hogares y adoratorios: horribles gritos le he escuchado dar y lo he encontrado sublime; pero yo, como todos, no me he atrevido a cultivar esa semilla que pronto se ahogará.

Miserable siempre la raza humana, siendo todo una prueba de ello, jamás he quedado satisfecho de trabajo alguno mío; siempre he dicho: "vendrá otro soplo: su efecto no nos quedará bueno en su especie". He intentado ¡insaciable atrevimiento! poema épico, carga gigante aun para gigantes hombres; poema amoroso; inmensos romances; leyendas eruditas; laboriosas traducciones, etc. Y hasta ahora nada he concluido importante, y todavía, ciego para tan claro espejo, me atrevo a creer daré a todo cumplido remate sin ver que sobre mi inmensa ambición se desploman los años a toda prisa y acaso sean mis 17 más de la mitad de mi vida... Encuentro en la poesía el mayor de mis deleites y no soy poeta y descuidando las reposiciones que en ella, acaso erradamente me reconozco, no les doy vuelo aun viendo los experimentos que me confirman mi aserción, desbaratándome otras creencias y así, débil e inconstante, pero siempre humilde y escandalosamente tolerante en mi osadía, hasta deseara que la crítica se descargase sobre mi cabeza, no diría por eso como el alemancito de Maury:

Que a mejor partido tuviera ser llorado que reído. Bogotá, septiembre 2 de 1851.

II

El Dr. Samper (José María) en su brillante boceto de los dos hermanos Pombo (Manuel y Rafael) ha resumido profundamente la entidad intelectual de Rafael y lo ha caracterizado al decir que es principalmente fuerte por la intuición,y al llamarlo un pensador y vedor de lo ideal. Todo, en efecto, es un Rafael Pombo intuitivo, no sólo en bellas letras y artes, en cualesquiera ramas a que dirija su pensamiento. Los estudios que su padre le hizo cursar fueron los de matemáticas, los que parecerían más contrarios a sus inclinaciones naturales; en 1851 se graduó con lucimiento de ingeniero civil, y aún enseñó por algún tiempo, en 1853 o 54, dichas ramas en el Colegio de San Buenaventura de Bogotá, pero desde entonces no ha vuelto a ocuparse en esta profesión, que sin duda lo privó de dar vuelo a su inteligencia en cualquier otro horizonte más propicio para sus alas. Tal vez a

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República consecuencia de esto le hemos oído lamentarse no sólo de no haber estudiado nada y no saber nada, sino de carecer de la facultad de estudiar y de aprender, de suerte que los libros, según dice él, no le sirven sino a posteriori; para sostener polémicas apoyando con ellos sus juicios; queja que, quitándole la exageración que contenga, la explicamos por la impaciencia de una imaginación que excluye la atención y que va siempre más lejos que el texto. Esto es probablemente lo que el Dr. Samper llama intuición, un poderoso instinto de la verdad, o la razón y filosofía de lo creado, que no puede someterse a la lenta y laboriosa escala de los graduales elementos del saber. Muchos ejemplos de esto encontramos en el Sr. Pombo, ya por nuestra frecuente observación de su vida, ya por el testimonio de sus amigos y de sus propias obras.

Dice que no ha podido aprender la gramática, que es para él la más difícil de las ciencias; y en efecto, se excusa de dar lecciones o de examinar educandos en este ramo y nunca en sus censuras literarias hallamos rastros del tecnicismo gramatical; y, sin embargo, escribe como un gramático y tiene reputación inmerecida, en su concepto, de escritor académico.

En su niñez, por los años de 1841 o 42, su padre le envió de Caracas el Nuevo Robinson, y al leer allí el incidente del negro Domingo cuando prendió fuego restregando dos leños muy secos, esto le hizo la más profunda impresión; dedujo de allí que el fuego y el movimiento eran una misma cosa, que el fuego, como él decía, era sólo movimiento en pasta; y cuando, más tarde, oyó hablar de la electricidad se persuadió de que esto era otro nombre para el fuego y el movimiento. Había adivinado, dados los siete u ocho años, nada menos que la correlación y unidad de las fuerzas, principio que en los últimos treinta años ha hecho la celebridad de algunos sabios; y del cual hace él aplicaciones ácidas en fisiología y otras ramas, no registradas todavía por la ciencia.

Discurrió en sus primeros años que Dios debió poner al más sencillo alcance del hombre, dada su creación, algunos medios para curarse o aliviar sus dolencias, y que, como lo más inmediato, estos podían consistir en simples ejercicios del cuerpo y aplicaciones de sus miembros a golpes, fricciones, etc., y al uso del agua fría. Cuando, en 1855, se trasladó a Nueva York, encontró con gran placer que su invención era sueca, y que con todos los recursos de la maquinaria norteamericana, y el complemento del agua fría, ya se practicaba en aquella ciudad en el establecimiento de Movement Cure del Dr. Taylor.

Oyendo un día hablar de la sensibilidad de los animales, disertó sosteniendo que esa sensibilidad era sólo ostensible, sin conciencia del dolor, porque Dios en su bondad no podía habernos entregado indefensos tantos millares de seres para que los hiciéramos penar; que los animales son fábulas morales en acción, o sea un curso variado y perpetuo de ejercicio para nuestra sensbilidad y de moral para nuestra enseñanza, dispuesto en maquinarias vivas que representan maravillosamente las mismas impresiones y afecciones físicas y aún morales del hombre. Un amigo de Pombo, versado en filosofía, le dijo al punto: "y ha dicho Ud. una página de Descartes", quien efectivamente discurre de esa manera en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República algunas de sus obras. Pombo, de contado, no había leído jamás una página del filósofo francés.

Someted a la meditación de este poeta cualquier dogma católico, o punto arduo de filosofía o de política, o muestra delicada de arte. Encerradlo en un cuarto con papel, pluma y tinta, sin libro ni documento alguno y podéis estar seguros de que en poco tiempo después os presentará una disertación profunda y certera que, enriquecida luego con versículos de la Escritura o citas de sabios y filósofos, pasará por tratado sapientísimo sobre el argumento que le disteis.

No es de suponerse que Pombo hubiese estudiado tratados de arte militar antes de la revolución de 1876. Sin embargo, escribió entonces un resumen de reglas de campaña y de organización y administración para las circunstancias de sus copartidarios conservadores en aquella guerra: resumen brevísimo, en el cual, un tratadista de guerra compatriota nuestro asegura que ha encontrado mucho de las mejores obras del arte, y no poco, para nuestro caso, que falta en todas ellas. No sabemos si el Vademecum militar de Pombo se alcanzó a aplicar en 1876 o 77; pero sí dice él que no hubo modo de imprimirlo para la distribución. También trabajó entonces un Plan de rentas para los revolucionarios, en el cual detalló especialmente la explotación de las varias salinas, con sus diversos procedimientos y épocas de labor, plan que fue aprobado por el Directorio y mandado ejecutar, no sabemos con qué resultado; e hizo entonces otros ingeniosos trabajos, fuera del Boletín Popular, hoja noticiosa de los revolucionarios, que también estaba a su cargo, pero con cuyo nombre aparecieron muchas otras de muy inferior carácter y redacción, que evidentemente no eran de su pluma, como sí sabemos lo fue el conciso Parte de la batalla de Garrapata, discurrido para suplir la falta de un parte del campo conservador. Allí, entre errores inevitables, resultaron algunos de los pormenores reales comprobados posteriormente.

Aunque no es pintor ni ha ido a Europa, en donde se desarrolla y educa el gusto artístico, ha dado en Colombia eficaz impulso a la pintura proponiendo una ley, que se expidió, de creación de un instituto general de bellas artes llamado la "Academia Vásquez"; trayendo al país a un profesor de la afamada escuela española de Roma, el mejicano D. Felipe S. Gutiérrez, cuyos discípulos ya honran a Bogotá; y estimulando con acertados juicios críticos a artistas y aficionados; y Pombo vive rodeado de una galería de cuadros de rebusca y elección suya, en la cual se sorprendió el Sr. Gutiérrez de encontrar algunos antiguos originales de valor, españoles e italianos no advertidos por anteriores cazadores europeos. Enriquecen su colección la Cazadora de los Andes, considerado el mejor lienzo del mismo Gutiérrez, la Aguadora mejicana y otras joyas de su vigoroso pincel.

Aunque no es músico, él distinguió y estimuló el genio del compositor nacional Sr. Jose María Ponce de León, luchando con las violentas emulaciones que siempre reinan en el gremio de la armonía, hasta verlo triunfar repetidas veces en las óperas Ester y Florinda sobre libretos trabajados por el mismo Pombo (excepto la primera mitad del de la Ester); hizo, ayudado únicamente de su oído, un libreto

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República español cantable del Fausto de Gounod; inventó unos útiles libretos con guía crítica de la música, que forman El Cartucho, periódico de teatro, calculado para crear un público crítico en este ramo de cultura; y, en fin, ha hecho el mismo Pombo composiciones originales de música y canto, valiéndose de manos ajenas para su notación, obras que desde luego no son admiradas por los profesores que rechazan los entrometimientos de los profanos y que no admiran del país, sino sus propias obras.

Aunque totalmente ignorado como arquitecto, ha luchado con ardor en defensa del diseño del maestro dinamarqués Thomas Reed para El Capitolio de Bogotá, y este es el título de un extenso trabajo suyo publicado en la Memoria del Secretario Nacional de Fomento de 1882, producción que juzgarán los entendidos, pero en la cual encontramos innumerables citas de autoridades con apoyo de observaciones que Pombo había hecho antes, probablemente sin previo estudio de los tratados de la materia. III

El Sr. Rafael Pombo es, de nuestros hombres distinguidos, uno de los pocos de quienes no se ha hecho biografía, debido en gran parte a que él vive haciendo las de sus amigos e incesantemente ocupado en procurar la elevación y gloria ajenas, y no sólo olvidado de sí mismo sino oponiendo invencible resistencia a todo lo que tienda a su interés y gloria personal. Rara vez habla de sí, y siempre ha rehusado colaborar en las empresas autobiográficas que en Suiza y otras partes se han emprendido por medio de circulares dirigidas a todo el mundo. En nuestra predilección por él, nos proponemos empezar a llenar este vacío, extendiendo un tanto respecto de su nombre el plan de las presentes apuntaciones biográficas y bibliográficas; y a este fin hemos registrado algunos libros y documentos suyos, y respuestas de su boca y de las de sus antiguos amigos, dadas a cuantas preguntas nos ocurrieron sobre sus escritos y antecedentes. Estamos ciertos de que los lectores nos agradecerán nuestra diligencia.

Rafael Pombo dice que es caucano y bogotano porque vino de Popayán, ya existente, a nacer en Bogotá el 7 de noviembre de 1833, de suerte que el Dr. Samper no se equivoca al atribuirle la seriedad y el entusiasmo romántico ardoroso del carácter payanés, en contraste con la chistosa afluencia, la vis cómica y la discreción y mesura clásica y positivista de Manuel su hermano. De las primeras letras de su casa pasó a la escuela del maestro Damián Cuenca, próxima al puente de Lesmes; de aquí al Seminario Conciliar por dos años, de cachifa y cuarto, del Seminario al Colegio del Rosario por otros dos años de humanidades, y del Rosario al Colegio Militar, de 1848 a 51, año en que se graduó de ingeniero civil; y después enseñó matemáticas por algún tiempo en el Colegio de San Buenaventura; pero él advierte que aunque siempre presentó exámenes lucidos, jamás fue buen estudiante, porque jamás tuvo las facultades de estudiar y de aprender, por falta de memoria, por exceso de distracción, y por un incorregible hábito de discurrir por su propia cuenta, y no por libro, en todas las materias; y añade que los libros generalmente no le sirven sino para sostener polémicas. Su

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República profesión de ingeniero civil es casi la única cosa en que no se ha ocupado jamás desde que cerró su enseñanza en San Buenaventura.

Una de sus distracciones eran las musas. Desde el año 1845 recuerda haber dejado en manos de su condiscípulo y tomador Santiago Pérez un cuaderno de "odas y sonetos fríos y abominables, a imitación de Lope de Vega, Mena y Luis de León"; en el Rosario fundó un periódico manuscrito, El Tomista,que redactaban él y Antonio B. Cuervo; de 1849 a 51 salieron algunas travesuras suyas de muy encendido color político conservador en El Día y El Filotémico; en 1852 fundó con José María Vergara el semanal literario La Siesta del cual sólo aparecieron trece números, preciosos por la Memoria histórica de Caldas con que, a exitación suya, lo favoreció su ilustre padre, y por notables traducciones e inserciones, como la de la introducción del Gonzalo de Julio Arboleda. Muy admirador de éste, que era primo hermano suyo, y de su insigne émulo José Eusebio Caro, su padre mismo, poco gustoso de sorprenderlo haciendo versos, le recomendaba las poesías de uno y de otro, y esa recomendación fue tan eficaz como consta del siguiente párrafo del prólogo que los editores de El Tradicionista pusieron a su edición de obras escogidas del segundo ingenio:

Caro no supo lo que era la música del aplauso. Excepción hereditaria acaso entre sus paisanos el señor D. Rafael de Pombo, muy joven entonces, publicó acerca de Caro, en mayo de 1850, suscrito con la letra incial de su apellido, un artículo que al efecto envió de Bogotá a La República de Cartagena, temeroso tal vez de que no fuera acogido en los periódicos de esta capital; y dicho artículo crítico, que Caro agradecido, ignorando el nombre de su admirador, conservaba entre sus papeles, principia así: "Dijimos alguna vez de tener parte en la indiferencia e ingratitud de los hombres. Tributemos a los genios que viven el homenaje que les habíamos de tributar cuando el cuerpo que los encerraba descance en la tumba".

Desde entonces pues, se ocupaba Pombo, como hasta la fecha, en esconder su talento y enseñar a su patria a admirar el no debidamente reconocido de los demás; y con tal acierto, que todas las citas que él hizo de Caro en aquella crítica de niño pueden escogerse hoy de sus composiciones conocidas entonces.

Pombo también, en unión del señor Ricardo Becerra, anunció a Bogotá la temprana muerte de Caro, por una hoja suelta enlutada que arrancaba exclamando: "¡estamos condenados a perder en flor cuánto tenemos! ¡desde Caldas, el genio de la ciencia, hasta Caro, el poeta del sentimiento y de la filosofía!" Desde entonces no daba golpes falsos ni su juicio ni su corazón. Caro pasaba, para el vulgo, por loco; Pombo, el primero, lo llamó por su nombre: Genio.

En 1853 fue a visitar su primera cuna, el Cauca. En septiembre de aquel año (tenemos a la vista el manuscrito) escribió, en Popayán las volcánicas y originalísimas estrofas de Edda, que leyó en esos días a varios amigos; y, no aplaudidas ni siquiera escuchadas por ellos, las escondió hasta que en 1855 las puso en manos del Sr. José Joaquín Ortiz, entre otros materiales de conocidos suyos para La Guirnalda que aquél proyectaba. Pombo sabía que sus versos no

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República eran de lo que se lee todos los días; pero quiso con aquel fraude femenino reírse de su indiferente auditorio del almacén del Sr. Simón Arboleda en Popayán. Nunca reveló que Edda era él mismo, pero nos cuenta que, cinco o seis años más tarde, encontrándose con él en Nueva York, los señores Zoilo Cárdenas y Luis Bernal, éstos, por un fenómeno de la memoria, vinieron a recordar distintamente que él se los haía leído en la susodicha tertulia popayaneja. El les rogó que guardaran el secreto; mas ellos no le dieron gusto. Pombo tiene una colección de poesías amorosas dirigidas a Edda, de las cuales ha pensado alguna vez formar un tomo, con su fotografía a la cabeza, y remitirlo a sus adoradores.

Pocos meses después de Edda, escrió Pombo en Popayán para vengar a una preciosa señorita de un desaire sufrido en un baile, la poesía que años más tarde públicó Vergara en El Mosaico con el título de Una copa de vino, por una copia incompleta que el Sr. Eustaquio Urrutia le hizo escribir en su casa dándole una copa y prometiéndole que jamás saldría de sus manos. De allí aquel título sin relación ninguna con los versos ni con su asunto: el verdadero y completo original duerme inédito, como la gran mayoría de los escritos de Pombo, hace ya veintinueve años. Pombo escribe únicamente como por sangrarse para no morir de plétora de belleza; y entierra su sangre como si le diera vergüenza derramarla. Mientras no se trata de servir u honrar a algún amigo, o de sostener una polémica en pro de su dama la belleza ideal, no hay estímulo ni tentación, interés, ni potencia que le hagan publicar un renglón, y menos, aún un tomo, cuando tiene materiales para quince o veinte, en que cada verso, bien oído, se prende como un dardo, en el espíritu o en el corazón.

Sus emociones de Popayán y la electricidad de aquel clima tempestuoso despertaron en el Sr. Pombo toda su fuerza. Pero él lo explica de otro modo: "A Popayán no llevé mis libros, y una vez ausente de Lord Byron y del Tesoro de Quintana, los olvidé y pude por fin hacer versos míos, aunque incorrectos y violentos por cierto. La lectura es fatal para la poesía: estimula y enseña, pero impide escuchar el propio corazón y leer en la naturaleza. Lo que mi generoso crítico Samper llama fuerza, vigor, verdad, etc., en mis versos no es sino la disciplina que las matemáticas dejan en la razón. Para un ingeniero civil, aún tan rebelde como yo a su oficio, hacer unos versos es resolver un problema de expresión: sobre ciertos datos de sentimiento encontrar la única incógnita de metro y de palabras, la precisa forma escrita de dicho sentimiento. Mi padre (q.e.p.d.) no pasa por poeta, y, sin embargo, su Himno del 20 de julio es poesía, por la nobleza y verdad de sus ideas y sentimientos, y por la exactitud matemática que da energía a la expresión: él era profundo matemático, y, gracias a eso, allí no sobra ni falta una palabra. La verdad y la sobriedad aseguran fuerza y armonía. ¡Cuánto del mérito poético de D. Andrés Bello no procede de este principio de análisis y de exactitud, al cual creo que yo también obedezco, pero a enorme distancia del pulso, recursos y limpieza del gran maestro!".

A pocos días de vuelto a Bogotá el Sr. Pombo, ocurrió el pronunciamiento dictatorial del 17 de abril de 1854. Pombo se fue al Magdalena, como tantos otros buenos ciudadanos, jóvenes y viejos, hizo toda la campaña del ejército del Sur

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República como ayudante de campo del General París y concurrió a las batallas de Bosa y Tres Esquinas y a la toma de Bogotá. En la primera tuvo un encuentro de trascendencia. Cuando el Dictador concentró las fuerzas de casi todo un ejército sobre el puente de Bosa, extremo derecho de la línea de los constitucionales, y habían caído ahí muertos el capitán Rovira y tres claves del batallón "Salamina", y heridos los dos jefes de éste, Henao y Londoño (atacando heroicamente la casita inmediata), y su teniente Gómez y dos claves más, y pasado bajo el hombro el Sr. José Manuel París y otros individuos de otros cuerpos, acudió allí el General Herrán, General en jefe, acabado de llegar de los Estados Unidos, y encontró en el centro del puente a Pombo que con los señores Pedro María París y José Antonio Ariza, a caballo y a pecho descubierto, daban el ejemplo de la serenidad y la confianza en aquella brillante defensa. Allí, pues, conoció a Pombo el General Herrán, y de esa gloriosa presentación resultó su nombramiento de Secretario de la Legación de los Estados Unidos, para donde partió cuatro o cinco meses después con el Ministro, el expresado General Herrán.

Sus tareas en la Legación, al lado de su ilustre jefe, y después en su ausencia, fueron arduas y variadas, y cuentan páginas muy honrosas. Ya daba a conocer la legislación y ventajas de su país para los extranjeros, y defendía sus intereses en cuestiones pendientes con los Estados Unidos, y esto generalmente en lenguaje y argumentación de norteamericano; ya divulgaba su geografía y las glorias colombianas, en español y en inglés; ya contrariaba empresas de usurpación, como las de filibusterismo y, en El Centinela, la llamada Compañía de mejoras de Chiriquí; ya defendía los trabajos de su jefe, como el Tratado de límites y estrecha amistad con Costa Rica (cuyo Gobierno los nombró después Ministro y Secretario de Legación suyos en Washington); ya iniciaba privadamente en 1857 y 58 con su amigo el señor don Gabriel García Tassara, ministro allí de España, el reconocimiento de la Nueva Granada por la madre patria sin gravamen alguno y como paso a un previsor tratado para el mutuo desarrollo de la navegación, el comercio y demás intereses pacíficos de la familia ibérica sin afectar la soberanía y la política peculiar de cada sección: ideas que el Gabinete de Madrid parece no acogió entonces con el espíritu liberal y hermanable de que hoy nos da tantas muestras; ya, iniciada la revolución de 1860, consumía sus recursos personales y contraía cuantiosas responsabilidades y se multiplicaba en actividad por ayudar en servicio de su Gobierno y de sus principios enviándole elementos de guerra, ya, en fin, colaboraba con el Sr. Hurtado en la Comisión de reclamaciones, para la cual aseguró tiempo antes los servicios del eminente abogado Carlisle como vocero de la República; y más tarde, con la Nueva Comisión que se organizó de esa clase, colaboró patrióticamente a los trabajos del Ministro General Salgar.

Pero en tan multiplicados servicios, que o la Nación o su partido deben reconocerle, señalaremos algunos de especial mérito y trascendencia. Colombia es deudora exclusivamente a Rafael Pombo de la supresión del artículo 7º del Convenio Herrán-Cass de 1857, artículo por el cual se concedió a los Estados Unidos terreno en la bahía de Panamá para el establecimiento de un depósito de carbón, lo que pedido luego por otras naciones, habría significado la entrega de nuestras costas y del dominio del Pacífico. Pombo excitó al Senado por medio de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República una carta a suprimirlo. Por su sola cuenta dirigió al Sr. Lázaro Pérez, con fecha 31 de febrero de 1858, una carta para aconsejar al Senado Granadino dicha supresión, contando con que el tiempo calmaría la exaltación de ánimos de los norteamericanos que había impuesto por la fuerza tan gravosa garantía contra motines como el del 15 de abril de 1856 en Panamá. El Senado la negó en consecuencia, como que Pombo fue severamente censurado por el Gobierno por su atrevido consejo, y Pombo replicó haciendo renuncia de su empleo, que no le fue admitida. Al llegar a Washington la peligrosa noticia, Pombo hizo en El Heraldo y en otros periódicos, en su eficacísima forma de correspondencia editorial from very reliable jources, una tan ingeniosa como enérgica defensa de ese cambio y de cuantos más introdujo nuestro Senado en el Convenio. El Senado de Washington asintió a todos ellos.

Otro hecho altamente patriótico y noble de Rafael Pombo fue su elocuente y aun airada condenación del grito de independencia del Istmo dado en 1864 en Veraguas y Chiriquí por respetables copartidarios suyos a impulsos del terror que les inspiraba el triunfo de la revolucion. Sus dos cortantes artículos publicados entonces en Las Crónicas de Nueva York y en La Nueva Era de Panamá, el 11 de mayo y el 2 de junio respectivamente, artículos que ahora hemos venido a leer, son de aquellas piezas que bastan para exhibir y consagrar un elevado carácter. Ambas, como era su costumbre, aparecieron en forma de cartas de corresponsales; pero su estilo denunciaba al autor.

A su vuelta a Bogotá a fines de 1872 los señores Murillo y Pérez emplearon a Pombo por tres años y medio en la oficina de la Dirección de Instrucción Pública, cuyo órgano periódico, La Escuela Normal, recibió no poco auge de importancia y amenidad con su variada colaboración. Llegada la guerra de 1876 sirvió con decisión a la causa de sus principios con trabajos de muy diversos géneros, y en 1880 fue delegado y secretario de la Convención conservadora. Ha colaborado ocasionalmente en muchos periódicos políticos y literarios, pero su labor favorita en las épocas de paz ha sido el fomento de todas las bellas artes, desde redactar la ley de este ramo de 1873 hasta traer y aún alojar en su casa a los artistas, estimularlos y apoyarlos con tesón, sean extranjeros o nacionales, honrar por la prensa sus trabajos con críticas originales e instructivas, redactar nuevos libretos de óperas para el compositor nacional señor Ponce de León, e himnos y letras en general para cuantos las solicitan de él, propagar metódicamente los principios del gusto artístico, promover la construcción de un teatro, de templos y de otros edificios, abogar por la conservación y cuidado de los monumentos o reliquias existentes para estas sociedades de estas ramas, etc., y aunque no práctico en el feminismo de arte alguna, no ha dejado de travesear con originalidad en las más de ellas. Por la mejora de su ciudad natal se ha interesado mucho, y hay notables proyectos hechos con colaboración suya para este deseable y necesario objeto, que nuestras municipalidades no acreditan extraordinario celo. También promovió años atrás una empresa extranjera de estudio para la navegación del Cauca, y trabajó, aunque sin éxito, en dirigir al Atrato la obra del canal interoceánico, por considerarla así de naturaleza más sólida y de mucho mayor provecho y seguridad para Colombia. Muchas activas tareas del Sr. Pombo han pasado en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República correspondencia particular. Poco amigo de hacer sonar su nombre, y desconfiado de su trabajo, generalmente no suscribe en la prensa sino réplicas que se rozan con intereses personales. En la polémica es temido adversario, de inagotables recursos.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 169, Bogotá, 1º de febrero de 1975, pp. 6-10.

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Enrique Pérez

Autobiografía de un trabajador científico

Esquela para el director

Recordará usted, doctor E. Mendoza Varela, que hace ya muchos meses invitó a varios escritores, entre los cuales me hizo el honor de contarme, para que en "Lecturas Dominicales" de El Tiempo presentáramos nuestra autobiografía en lo referente a nuestras actividades literarias; a nuestras inquietudes por llevar al público lo que a cada cual nos parece digno de preocupar a los colombianos; sobre nuestra propia preparación para estas tareas, gestada generalmente en el anonimato de los años mozos, y de cuyos detalles sólo nosotros fuimos los testigos y archiveros. Como nacida de usted esta iniciativa era muy periodística, ya que las gentes suelen gozar metiendo las narices en la vida de los demás y, sólo por eso, era de presagiarle una gran acogida, al menos entre los que molemos ideas para diarios y revistas. Pero debe de tener sus resistencias ínsitas, puesto que sólo la he visto secundada por el doctor Silvio Villegas, uno de los colombianos que más éxito han logrado con su atildada pluma. Por mi parte, dejé la cosa para después, no, ciertamente, en busca de fórmulas capciosas para que mis actividades literarias fueran más estimadas, sino porque quería hacer de ellas esmerada memoria, esperando que mi vida toda sirva de aliento a otros trabajadores de la ciencia en Colombia. Porque sólo conatos y trabajo han sido mi carrera, al punto de que, declinando ya sus vigores, no sé hacer otra cosa sino trabajar. De las veinticuatro horas del día, paso más de la mitad en mi escritorio; y entre mis libros, referentes a ciencias y a la geografía e historia de Colombia, me siento inmune contra todo hastío; escudado contra la malevolencia ajena y reparado, inclusive, de mis propios errores. El amor a Colombia ha sido para mí un daemon en el sentido sano usado por Goethe, de impulso interior irresistible, y mi deseo de servir al mayor bienestar ajeno ha sido la causal más efectiva de mis actos buenos o equivocados.

Niñez

—Según reza mi fe de bautismo, registrada en la parroquia Catedral de Medellín, nací en esa ciudad, hijo del general, ingeniero civil Jesús María Pérez Botero y de Carolina Arbeláez Urdaneta de Pérez, el día 1º de marzo de 1896. Me bautizaron en la iglesia de la Compañía, cercana a la casa en que vivían mis padres. Don Gabriel Arango Mejía, en sus Genealogías de Antioquia y Caldas, llega hasta el registro de las ascendencias de mis cuatro abuelos; del General Juan Clímaco Arbeláez Gómez, marinillo, y de Enriqueta Urdaneta de Arbeláez, bogotana; de Antonio Pérez Zea, de Medellín, y de Matea Botero, de Rionegro. Por estos entronques colijo, primero, que mi sangre es antioqueña en sus tres partes y bogotana por la cuarta; segundo, que estoy vinculado por parentesco con media Antioquia y no poco de Bogotá; tercero que, en su origen extracolombiano, mi raza es vasca de Irún, asturiana, genovesa, venezolana y argentina, y cuarto, que los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República más importantes actos públicos de mi familia fueron los militares. Como lo expresara graciosamente una persona amiga mía, nací, en una cartuchera. Pero de soldados que recibieron sus ascensos en campañas, luchando por sus ideales y por sus jefes, de donde regresaban a ganarse la vida con el sudor de la frente.

En cierta ocasión mi padre, al salir de la ducha, me dijo en tono de confidencia: "Mira Enrique, si tengo alguna parte del cuerpo que no lleve alguna cicatriz". En efecto, las tenía de bala, de escopeta, de machete y de puñal. El, solemnemente, añadió: "Todas estas heridas las recibí por el partido conservador. El no me ha indemnizado por ninguna de ellas. Sin embargo, hijo, sé, conservador".

Era mi padre, cuando yo daba los primeros pasos, dueño de unas minas de oro en las cálidas y malsanas orillas del río Mata, en Remedios, y los que por entonces le conocieron me han referido muchos detalles de su hombría, de su generosidad y del estoicismo con que sobrellevaba las adversidades. Mi madre, cuando se casó, tenía quince años de edad y me trajo al mundo cuando tenía veintidós. Había recibido lecciones, en el hogar de sus padres, en Chapinero, caserón de extraña arquitectura, que se derribó para construir las facultades eclesiásticas de la Javeriana, siendo sus preceptores, su tío el Arzobispo Vicente Arbeláez y el Obispo Canuto Restrepo. Ella me refería que, como estudiante, fue muy disipada; pero que de su niñez le venían la instrucción religiosa impartida por el tío Vicentico; la habilidad en las costuras; bolillo, crochet, aguja; la afición a la cocina y su linda caligrafía que era también un encaje. Mi padre le llevaba veinticuatro años de edad y desposó con ella en Medellín cuando mi abuelo Arbeláez se trasladó a Envigado, con su familia, para instalar un tranvía entre ambas poblaciones, empresa que quebró porque los paisas pedían rebaja del centavo que costaba el pasaje y preferían seguir a pie.

No había cumplido yo los cuatro años cuando entre mis padres debieron surgir serias dificultades, que los determinaron, a él a trasladarse a México y a mi madre a regresar donde sus padres, llevándome consigo. Ella nunca me habló de esos asuntos, que tan decisivos habían de ser en mi destino y yo tampoco le pedí explicaciones; de suerte que todavía estoy a oscuras de lo que sucedió. Sé que papá Jesús vino a traerme hasta Honda, y que sus lágrimas de varón, que nadie había visto, mojaron la silleta, especie de litera con ventanillas, en que, a hombros de un buen carguero, hice mi primer viaje por tierras colombianas: Barbosa-Berrío, y de Honda a la hacienda de Botello, cerca de Facatativá, donde, comenzando el siglo, vivía papá Clímaco. De allí: una colina, donde crecían los matojos de ningüitas; un riachuelo cristalino poblado de guapuchas; sabanas con parches de arrayanes y uchuvos, son mis primeros recuerdos. El más antiguo de ellos es este: el general Eliseo Arbeláez Gómez pasa por Botello, camino de Villeta y salen a acompañarlo mi abuelo y tres de mis tíos. A poco rato vemos que los de casa regresan disgustados. Se habían negado a acompañar a mi tío Eliseo en la amarrada del presidente M. M. Sanclemente (julio, 1900).

Quisiera hacer memoria de todos los hombres, vivos en aquel entonces, que, sin ser de nuestra familia, fueron en ella más apreciados y a los cuales yo miré como

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República prohombres. Recuerdo principalmente al doctor J. M. Marroquín, al general Pedro Nel Ospina, al general R. Uribe Uribe, al general J. M. González Valencia, al general Marceliano Vélez; al doctor José V. Concha, al doctor M. Abadía Méndez. En cambio, mi abuelo no se avenía con la política del presidente Reyes, por dictatorial. En carta política, que le escribió, le había trasladado unos pareados italianos que dicen:

"Qui timeo ‘danaos’ non si ricorda al pie del trono trova la chorda".

Esto supo mal a Reyes, quien varias veces nos hizo aguardar, en casa, el: "Apure, apere, a Pore" y, por otro hizo que mis tíos cubrieran la fuga del general Pedro León Acosta y se hicieron poco menos que conspiradores.

Diferenciación botánica

—Hacia mis siete años, mi abuelo, que había estudiado agronomía en Inglaterra con ocasión de acompañar a su hermano, Obispo de Santa Marta y Arzobispo de Bogotá, en sus varios destierros, trabajaba dos haciendas: la de Santa Helena, en Sasaima, de su propiedad; café y frutales; y otra, alquilada, en Simijaca; triguera, de ganados y bestias. Cuando yo salía de la escuela, mi abuelo me llevaba a sus fincas, lo que condujo a mis primeros contactos con la naturaleza. Me hizo, además, un regalo imponderable que consistió en una barreta de cavar la tierra, fabricada en el cañón de un viejo rifle. Con ella aprendí a sembrar cuanto llamaba mi atención: aquí unos caracuchos, allá un "cafetal" (sic) de pomarrosos. Mi abuelo era muy complaciente conmigo, pero severo. En cierta ocasión, en los Manzanos, camino de Botello, me embelesé mirando unas cabras. "Siga, Enrique", me dijo el general. Y yo respondí con rebeldía: "No se va y no se va". El nada dijo. Se desmontó, le quitó freno y riendas a su caballo, me bajó del mío y sin proferir palabra me ajustó uno o dos azotes, con lo que, de pura rabia, eché adelante sin decir un ay. La que lloró fue Carola, como siempre llamé a mi mamá.

Era agnostozoica

—Hijo único, mimado por mis abuelos, no es difícil adivinar el ambiente en que crecí, ni las lagunas caracteriales que la niñez dejó en mí. Mi misma madre me enseñó a leer, lo que logré después de pocas lecciones en la Citolegia de Baquero, y también a su lado me aficioné al dibujo de florecillas y ramilletes que ella usaba para sus bordados. Mi afición a la literatura y a los versos la adquirí en cuatro grandes tomos de la revista "La Moda Elegante Ilustrada", cuyos cuentos y jeroglíficos leí tantas veces que todavía me quedan algunos en la memoria. Además, leía libros; cuentos de Salvat; todos los de Calleja, con sus "monos" y chascarrillos y una edición del Quijote, expurgada para niños. Desde los siete años de edad asistí a la escuela de las señoritas Briceño, que caía en el Camellón de los Carneros (hoy calle 14, entre carreras 12 y 13), quienes, en mis recuerdos, viven rodeadas de la mayor gratitud. Nuestros amigos en ese vecindario eran los Velasco Alvarez, los Castro Montejo, los Garcés Molina, los Piedrahíta. Todos los días me tocaba pasar por la casa y almacén del general Aristides Fernández o

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República bien por la casa de don José Manuel Goenaga, con quienes los de la mía guardan buenas relaciones, así como con los dentistas Alejandro Salcedo y Santiago Uribe, dueño éste de una preciosa barba de príncipe persa. De la escuela de las Briceño me pasaron, cuando tenía 9 años de edad, al colegio de San Bernardo, situado, primero, donde ahora está el DAS; después, junto a la iglesia de La Enseñanza, y regentado por los Hermanos de las E. E. Cristianas. Mis evocaciones de aquel entonces traen a mi gratitud las figuras venerables del H. Hermenfroy, del H. Henry Blanchard, alsacianos, y del H. Salustio, antioqueño de San Bernardo, a los 12 años, me pasaron para que continuara mi bachillerato, al externado de San Bartolomé, y nuevas estampas de hombres inmejorables entran a mi recuerdo: el padre E. Guerrero, el P. Marco A. Restrepo, el P. V. Leza, el P. E. Rivas, y el P. Jesús M. Fernández, el más insigne educador que he conocido.

Me he detenido en esos primeros años de mi vida porque les reconozco una honda influencia en toda ella; porque a ellos debí mi obsesión de patriotismo y el afán de ocupar los primeros puestos, que me ha traído muchos descalabros, errores y amarguras, y porque en ellos adquirí cierta facilidad para el dibujo, la cual se convertiría más tarde en mi argolla de enganche a la botánica y a las ciencias biológicas.

Carrera literaria

—De los 14 a los 19 años se sucedieron en mi vida hechos fundamentales y decisivos pero ajenos al presente relato y en que muy pocos habrían de interesarse: mi entrada a la Compañía de Jesús; el noviciado, los estudios de latín, griego, humanidades y los recuerdos gratos e imborrables de mis compañeros: Carlos Ortiz Restrepo, Juan M. Restrepo, Eduardo Ospina, Justiniano Vieira; Rafael Velásquez que murió misionero en China, y otros, no menos importantes del grupo formado en la escuela del Padre Pablo Ladrón de Guevara, mirandés, y del citado P.J. M. Fernández, de Concordia (Antioquia). Con mi entrada a los jesuitas, mi madre quedaba sin más apoyo que su padre decrépito, y sus agujas de crochet. El principio de mi inclinación hacia la biología se emprende en el Colegio Máximo de Oña (Burgos, España), a donde fui enviado para cursar la Filosofía Escolástica y Ciencias Naturales. Era nuestro profesor de biología el P. José A. Laburu, quien al elaborar su texto de Citología e Histología, no halló otro que le hiciera los dibujos y me pidió que colaborara con él. Vinieron largas horas de trabajos microscópicos en el macizo torreón del viejo convento de benedictinos; las prácticas de anatomía en ratas, caballos y gatos; las de fijación, cortes microtámicos, tinciones, impregnaciones, montaje, microfotografía y paciente dibujo. Al verlos publicados y al leer las alabanzas que de ellos hicieron don Santiago Ramón y Cajal, De los Ríos y Achúcarro, me imaginé, así como mis condiscípulos, que había dado un paso en mi diferenciación funcional.

Primera obra bibliográfica

—En un cursillo posterior que hice en Barcelona con el P. Jaime Pujüela y mediando una particular circulación de entusiasmos con mi condiscípulo mexicano

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República

Jesús Amozurrutia, planeamos, escribimos e ilustramos nuestro Tratado Completo de Biología Moderna, en cuatro volúmenes, con la colaboración del célebre P.J. Barnola, quien fungía como biólogo en el Municipal de la Ciudad Condal y traducía por entonces la botánica de Strassburger y con la del mismo P. Jaime Pujüela, biólogo y embriólogo. Estos dos no hicieron mucho por la obra, pero nos eran indispensables como parapeto. Así pude dedicar a la biología cuanto tiempo podía hurtar a la filosofía, a los paseos por las riberas del Oca, a los días de campo en los pinares arriba de Pino y por los pedregales de la Bureba Castellana. Para nuestra biología hallamos un editor rumboso en F. Isart, barcelonés, barbudo y resuelto a gastar en grabados y policromías lo que hiciera falta. Los autores recibíamos, por nuestros originales, unos cuantos ejemplares, pero esto era lo de menos con tal de echar para adelante. Durante esa mi instancia en España murió en Medellín mi padre casi abandonado.

No había visto la luz el primero de los tomos en Casa Isart, cuando terminados los tres años de filosofía, es decir, Lógica, Cosmología, Psicología, Etica, Física y Química, seguí a Colombia y a San Bartolomé para hacer la prueba y práctica del magisterio. Conservo buen recuerdo de algunos de mis discípulos de aquel período, muchos ya desaparecidos como Luis Borrero M. y Jorge Uribe Truque, y de otros, felizmente vivos, como Jorge Díaz Guerrero. También me enviaron por corto tiempo a San Pedro Claver, de Bucaramanga, pero su clima me resultó impropicio.

Vuelto a España para estudiar la Teología, pude vigilar, en sucesivos períodos vacacionales, durante los veranos caniculares de Barcelona, la impresión de los cuatro volúmenes de la Biología General en septiembre de 1925; de la Embriología General, Anatomía, Bisiología e Higiene Humanas en 1926; de la Botánica en 1928; de la Zoología en 1929.

Atribuyo esa obra, mía en un 80 o más por 100, el que, ordenado ya de sacerdote y terminada la Teología, se me destinara, en 1926, a los estudios biológicos en Munich. Sobre mi examen ad gradum en Oña corre por ahí una fábula que, por inverosímil, merece referirse.

En Munich

—Ya en la ciudad del Isar, 1927, y mascullando ya la lengua alemana, tuve la suerte de interesar en mi favor a ese gran botánico, teridólogo y morfólogo, creador del Jardín e Instituto Botánico de Nymphenburg, el hombre más respetado en el profesorado de la Universidad del Rey Luis Maximiliano de Baviera, el Herr Geheimrat profesor Doctor Karl Ritter von Goebel, que todos esos eran sus títulos. Los que dejó para mi cariño fueron tantos que fácilmente explico a mis visitantes por qué, en mi alcoba, junto a los de mis padres, conservo el retrato de Von Goebel. No tengo para qué referir aquí lo que en otros escritos he dicho en detalle, sobre las circunstancias que rodearon mi tesis doctoral: su problemática, la filogénesis discutida de un grupo de helechos originarios del mesozoico y endémicos de la Región Indomalásica; cuyas progresiones debí estudiar

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República embriológicamente en cuantas especies se hallaron vivas en los Jardines Botánicos de Europa y exicadas en los herbarios de su areal, y extendido hasta las Canarias. En mi tesis trabajé con tesón difícilmente superable. Se me suministraron llaves del Instituto y del laboratorio de doctorandos, de suerte que, aún en días de vacación, inclusive durante los carnavales, cuando profesores y alumnos se entregaban a los bailes de disfraz en las cervecerías y en la Teresien Wiese, yo entraba en gran soledad y calma, a continuar mis investigaciones. Concluida la Botánica con Goebel, morfólogo; Sierp, fisiólogo; Essenback y W. Zollo, todos eminentes, mientras el primero publicaba mi tesis, debí hacer dos semestres de Zoología con C. Frish, el célebre investigador de los instintos de las abejas, y con Goetch; de Antropología, con T. Mollison y Gieseles. Cierta ventaja sobre mis condiscípulos la debí al dominio de la técnica microscópica y del dibujo histológico, así vegetal como animal adquirido en España. Vino después mi Examen Rigorosum con Hauplfwch Botanik, mi diploma Summa cum laude, y mi regreso a Colombia.

La obra de Mutis

—Antes de ello, en el verano, agosto de 1927, pude viajar a Madrid y estudiar, entre recelos de sus costudios, originados en el intento de cierto diplomático extranjero por robarlos, los Icones, religiosamente guardados en el Jardín Botánico de El Prado, de Mutis y de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada. Cometí, perdónenme España y Colombia, en gracia de lo que después sucedió, el atentado de copiar en dos noches y su día intercalar, encerrado en mi hospedaje, sin comer ni dormir, el índice completo de las láminas, con miras a que llegara a Colombia ese documento que podría ser el primer estímulo para la publicación, ordenación y aprovechamiento de aquellas celebradas obras de arte y de ciencia que bien merecían hallar continuidad. Entonces me prometí hacer cuanto pudiera por que la Flora de la Real Expedición Botánica viera la luz pública, en la forma como, con la colaboración de muy ilustres científicos y de muchos patriotas, que merecen igual loa, se está adelantando.

Quienes ahora vivimos, ciertamente, no veremos publicados los 51 tomos planeados para esta obra monumental, pero me consuela la frase de Virgilio: "En lo grande, atreverse es bastante". Creo que publicado el volumen LI, no faltará quien escriba el LII, con la historia accidentada de esta realización, obra digna de Colombia, de su ciencia y del momento estelar de su cultura. Para ese quien pienso dejar escritos los episodios iniciales e inverosímiles que rodearon la empresa en su nacimiento.

Mi profesor Von Goebel fue el primero que vio el índice de los Icones de Mutis y las fotografías que tomé de algunos; apreció mis planes, midió mi angustia por la soledad en que estaba mi madre y resolvió no hablarme más de un viaje que me tenía proyectado a Buitenzorg, en Java, que daba, entonces, a través del contacto con la naturaleza tropical, el espaldarazo a los profesores de Botánica en las universidades alemanas.

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Los años peores

—Mi regreso a Colombia con diploma Dr. Phil, y los de miembro de las Sociedades Botánica y Zoológica de Alemania, marca el principio de los años más dolorosos de mi vida. No era solamente el acceso de contranostalgia, a saber, ese desengaño que inspira la patria en los que, por muchos años de ausencia, no han cesado de adorarla, y, al regresar a ella, la encuentran áspera y mezquina de horizontes, sino, además el cansancio (surmenage) tremendo de unos años furiosamente aprovechados y, por sobre todo, la angustia inmensa de ver a mi madre arrimada donde un hermano suyo, en Fontibón. Ni las burlas me faltaron de quien menos las esperaba. Aún recuerdo, como si la viera, su boca, que le iba de oreja a oreja, preguntándome si sabía cómo apodaban a Fontibón.

—Pues el barrio de Limpias. Y reía sarcásticamente.

La confusión se acumulaba sobre mi cabeza. Creí que la perdería y entonces resolví regresar a Alemania para ponerme en manos de un gran especialista. Para mi fortuna llegué a Cleve, población cercana a Holanda, y, en ese rincón de placidez, me dispensó sus cuidados el profesor Bergmaim, gran clínico, gran psicólogo, católico. Aún conservo, escritos de su pluma, su diagnóstico, su pronóstico condicionado, su consejo. Me desgarraba de lo que yo más amaba en mi vida religiosa, pero salvaba al hombre y su cerebro.

Ya vencida mi profunda depresión, torné a Colombia resuelto a asumir mis responsabilidades elementales, con un criterio que no podía ser sino el mío. Había, sin embargo, que atravesar un puente, no poco vacilante, a saber: dónde radicarme como sacerdote; dónde como trabajador científico: biólogo, botánico. Larga sería la enumeración de los nombres que guardo en el alma, de personas, que entonces hicieron algo o mucho por mí. Era difícil conciliar esos dos aspectos de mi personalidad y tengo indicios de que no faltaban quienes dieran por definitivamente clausurada mi carrera científica.

De aquí en adelante, esta autobiografía científico-literaria debe adquirir el carácter de una enumeración cronológica, casi como un curriculum vitae, con el objeto de poder llegar a su término. Tropecé, sin duda, con dificultades, algunas más serias y tantas, que tengo la impresión de haber nacido bajo un sino de contradicción. Todo cuanto emprendo tropieza con lo inesperado y solamente logro salir adelante a fuerza de tesón y de más trabajo.

El Herbario Nacional

—Para los años que estamos recordando, la tradición botánica colombiana, tan brillante en su pasado, se había ido opacando y adelgazando y no quedaban de ella sino dos exponentes meritorios: el doctor Emilio Robledo C., en Medellín, y las obras de Santiago Cortés; un libro de divulgación y algunos herbarios que más parecían hechos por niños y niñas de la escuela.

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En 1930 fui nombrado botánico del Departamento de Agricultura, que debió ser el único puesto para un botánico en todo el tren burocrático del doctor M. Abadía Méndez. Ganaba mensualmente unos 200 pesos, que era mucho, cuando el sueldo del presidente de la república era de 400. Mi flamante grado como teridólogo, Embriólogo Vegetal, Morfólogo de nada me servía; porque iniciándose entonces apenas la carrera de Agrónomo, las consultas, que, ésas sí, llovían a mi escritorio, eran de una sencillez bautismal y campesina. Pero en el ministerio no había un libro de consulta sobre esas materias y decidí entonces, que la primera necesidad para hacer Botánica en Colombia era, a más de fortalecer mi biblioteca privada, fundar el Herbario Nacional Colombiano. Realizarlo había de ser mi calvario. Mis ideas se aclararon más con la venida al país de José Cuatrecasas con motivo del centenario de J.C. Mutis que, participando España y por iniciativas en que me cupo mucha parte, apoyadas por el doctor Francisco J. Chaux, mi jefe entonces y ministro de industrias, se celebró en abril de 1932. Al apoyo del doctor Chaux debo el mérito de haber fundado el Herbario. Pero luego surgió la dificultad de que el herbario requiere un local propio —es casi un taller— para el que no había espacio en el Capitolio Nacional donde, por entonces, funcionaba el Ministerio. Vino, sin embargo, en socorro de mi proyecto, un amigo mío y de la ciencia, que por sus estudios en los EE.UU., en Egipto y en Venezuela, sabía por dónde va el agua al molino: el doctor César Uribe Piedrahíta. En un cuarto de san alejo, del todavía no bautizado laboratorio CUP, nació el Herbario Nacional. Para sus primeras recolecciones, César y yo hicimos viajes a Florencia del Caquetá, a Villavicencio, a Badillo y Simití. Fueron inolvidables batidas contra la incógnita cuyos frutos se registraron en más o menos buenos ejemplares. El desarrollo del Herbario condujo a un relativo interés por él, en el Ministerio, y así se le fabricaron los primeros dos armarios de madera y se le instaló en un cuarto en el piso bajo del Capitolio. Dos años más tarde, aumentados los ejemplares y sus armarios, el Herbario fue trasladado al piso bajo del laboratorio de petróleos, del mismo Ministerio de Industrias, y de allí salieron mis primeras publicaciones botánicas colombianas.

El Instituto Botánico

—Entre tanto se hallaba en gestación el plan de la Ciudad Universitaria. Estaba ya listo el precioso lote adquirido, con gran visión, por el presidente López. Pero los rectores de las facultades, acomodados a su autonomía y a sus aulas en el centro de la ciudad, se manifestaban lentos para presentar los anteproyectos de sus nuevos edificios. Era Jefe de Edificios Nacionales mi amigo el doctor Juan D. Higuita, y por su valimiento logré que se iniciara y completara un edificio, el primero que se concluyó en la Ciudad Universitaria, para el Instituto Botánico "José C. Mutis".

Tras las pesadas rejas de su puerta se veía, en puesto central, el busto del insigne gaditano, regalado a Bogotá por su ciudad natal. El edificio era plácido, moderno con dejo clásico, demasiado bello para que no me lo codiciaran quienes no se asomaban a las perspectivas de su destino. La inauguración solemne se hizo el 7 de agosto de 1938, centenario de la fundación de Bogotá.

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Hechos varios

—Varios hechos, sucedidos en los años cuando se construía el Instituto, nos hemos dejado al margen.

En 1935 fui nombrado auxiliar de cátedra del curso de Botánica, preparatorio de la Facultad de Medicina. Los alumnos declararon la huelga incitados por ciertos profesores cuyos nombres omito, porque, según su queja ante el señor presidente López, yo les enseñaba latinajos y sabía demasiado. El Presidente les respondió, entre dos platos, que no fueran tan torpes.

Sucedieron después varias designaciones académicas en las Facultades de Medicina, de Veterinaria y en la Normal Superior. El doctor Calixto Torres Umaña quería implantar un examen para dar el título de profesor y él, graduado en Alemania, pensó que podríamos abrir la marcha el doctor Jorge Ancízar Sordo y yo. Pero confió demasiado y me señaló como examinador a uno de los profesores de la huelga de marras. Decididamente hay gentes alérgicas al paño negro y los jueces me pidieron que, con tres horas de plazo, disertara sobre "Vitaminas en las especies selváticas". Ese tema es hoy mismo difícil, mucho más en aquel entonces. Carente de bibliografía, les dio a mis opositores la fruición de cerrarme el paso a la cátedra. Era la primera vez en mi vida, última de centenares de exámenes, que sufría yo un rechazo. Pero pronto se verá que de la Universidad Nacional, era muy poco lo que yo debía esperar.

Fue de estos años la invitación que me hizo el doctor Mariano Ospina Pérez, presidente de la Federación de Cafeteros, para dirigir la redacción y las ilustraciones del Manual que se destinaba a tecnificar el cultivo del cafeto, la elaboración del grano y la normalización de los despachos y marcas. Así que, en La Esperanza, y trabajando en equipo con los técnicos de la Federación, pudimos preparar y dar a la luz, en la Litografía Colombia y en 1932, el Manual del Cafetero Colombiano, cuya presentación sirvió, no poco, para conseguir la fundación del Centro para Investigaciones del Café en Chinchiná.

De años que precedieron a la inauguración del Instituto fueron mis temporadas en casa de don Guillermo Valencia, en Popayán, en una de las cuales el venerado Maestro, con extremada generosidad, me regaló los dos volúmenes, aparecidos en Rio de Janeiro, del Diccionario das plantas Uteis do Brasil por Pio Correa. Esa obra y ese hecho encabezan todo mi interés y mis publicaciones sobre la flora económica de Colombia.

Periodista

—En 1937 comencé a escribir en El Tiempo sobre temas de recursos naturales de Colombia y fomento de la ciencia, divulgaciones que han sido mi labor más agradecida en contacto con mis conciudadanos, con los hombres del montón campesino. No sé cuántos artículos he escrito hasta hoy, sino es que, para mi

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República satisfacción, he contado con la generosa acogida de los doctores E. Santos, R. García-Peña y E. Mendoza Varela. Pero las contrariedades habían de menudear.

En Venezuela

—Fue de 1935 mi primer contacto con el doctor Alberto Adriani, Ministro de Agricultura y Cría de Venezuela, quien me ofrecía muy buen sueldo —por más señas— para pagármelo en monedas de oro, si me trasladaba a su país y desarrollaba allá los programas que le esbocé para Colombia. Le respondí que en mi patria tenía proyectos en marcha, pero que con gusto le estudiaría, sobre el terreno, algún problema concreto, por ejemplo, el del cacao venezolano, cuyos cultivos estaban en crisis por la decadencia del bucare que los sombreaba. De ahí salieron mis dos viajes a Caracas y a las regiones cacaoteras del Delta Amacuro y Lago de Maracaibo, la preparación y publicación de mi Manual del Cacaotero Venezolano, escrito sobre las pautas del dedicado al café en la estación de La Esperanza.

Aunque no pertenece a mi currículo de naturalista, quiero recordar aquí, por su significado literario, cómo, bajo el elevado patrocinio del Excelentísimo señor Arzobispo Ismael Perdomo, fundé en enero 17 de 1938, el Secretariado Interdiocesano de Colegios Privados Católicos, cargo que dejé el 23 de noviembre del mismo año, y cómo lancé al público la revista Hogar y Religión, de la cual algunos quizás se acuerden.

Inaugurado el Instituto se me nombró Jefe del Departamento Botánico de la Universidad Nacional y se aceptó mi renuncia de botánico ayudante del Ministerio de Economía Nacional. Les vino de perlas, porque ya un secretario del Ministerio me había amenazado si seguía escribiendo sobre la necesidad de defender más el suelo colombiano.

Todavía en 1938, octubre, fui delegado por el gobierno del señor presidente E. Santos para representar a Colombia en la Primera Reunión Suramericana de Botánica, donde, por primera vez, expuse un plan para publicar la Flora de Mutis, así como mi colega el profesor F.K. Hochene, planeaba la Flora Brasílica, continuación de la de Von Martucs y que tantos éxitos obtuvo, adelante, en Sao Paulo con el apoyo del gobierno brasileño.

Con la Unesco

—En enero de 1939, el doctor Santos me otorgó la Cruz de Boyacá. El mismo año y en el cuarenta, nuevos nombramientos en el Ministerio de Economía y en la Universidad. En febrero 7 del 41, socio corresponsal de la Sociedad Mexicana de Historia Natural. El mismo año (marzo 5) el Gobierno me comisionó para el estudio de las Escuelas Vocacionales de Puerto Rico, de donde derivaron algunas actividades mías con el Ministerio de Educación, de las cuales fue principal, un nombramiento para representarlo en la Comisión Científica Internacional de la Hoya Amazónica que se reunió en Belem del Pará, en agosto de 1947. A mi

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República regreso se solicitó mi intervención ante el H. Congreso de la República para que diera su aprobación definitiva a la adhesión de Colombia a la Constitución de Unesco. Salvando trámites y después de una sesión agitada del H. Senado, se aprobó la entrada de Colombia a la Organización de las Naciones Unidas para Educación, Ciencia y Cultura. La condescendencia del Congreso con mis razones hizo que el señor presidente Mariano Ospina Pérez me nombrara Consejero Científico de la delegación colombiana a la II Reunión de la Asamblea General de Unesco, la cual se cumplió en octubre y noviembre de ese 1947 en México. Por encima de mis méritos, el director general, Julián Huxley, me dispensó su confianza, en México primero, y después, en 1948 (abril) cuando, nombrándome Consultor Científico de Unesco, me contrató para que escribiera la Bibliografía Amazónica, lo que me llevó a estudiarla en Nueva York, Washington y Chicago.

Vino luego un episodio de mi vida, cuyas implicaciones sería largo describir, cuando en pleno trágico bogotazo (abril 1948) fui nombrado delegado de Colombia a las reuniones promovidas por Unesco en Iquitos y Manaos para la fundación del Instituto Internacional de la Hibea Amazónica.

En 1949 fui contratado por la empresa del Ferrocarril de Antioquia para estudiarle el problema botánico de sus polineos o durmientes, de donde salieron mis primeras publicaciones, no periodísticas, sobre recursos naturales de Colombia.

Fue de esos años mi separación, forzada por la Universidad Nacional, del Instituto Botánico fundado por mí, el mayor golpe que se me ha dado con el fin de truncar mi carrera científica. Desengañado y misántropo, me dediqué a resolver, por cuenta propia, primero en Girardot, después en el departamento del Magdalena, un problema de la botánica económica, que me pareció de singular importancia: la decorticación de la hoja de pita. Fue una aventura llena de penalidades, de paludismo, inclusive de riesgos de la vida, pero también de intimación con trabajadores y con la Selva de Colombia. Para colmo de males, mi madre cayó enferma de una grave dolencia que, minando toda su resistencia, había de llevarla a la tumba el 23 de junio de 1946. Así machacado, debía seguir el camino.

Mi obra Hibea Magdalenesa apareció en el año 1949.

Con la Contraloría

—En 1950 fui nombrado director del Censo de los Recursos Naturales de Colombia en la Contraloría Nacional. Al año siguiente fui contratado por las Empresas Municipales de Manizales para estudiar la hoya de captación de su acueducto y para aconsejar las medidas de su defensa. Esta comisión tuvo pleno éxito, pero no faltó quien se sustrajera mi informe y lo hiciera pasar como suyo.

En el geográfico

—Desde 1952 ingresé al servicio del Instituto Geográfico "Agustín Codazzi" al tiempo que con el Padre Lorenzo Uribe Uribe S.J., dábamos los primeros pasos

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República para la publicación de la Flora de Mutis. No tienen número ni admiten ponderación las dificultades que se opusieron a esta obra en sus comienzos ni las humillaciones que me ha costado. Pero al fin, su primer tomo apareció en 1953, el segundo en 1955, el tercero en 1957 y el cuarto está viendo la luz en estos días de 1964.

En el mismo año del 52 asistí como observador, nombrado por el doctor R. Urdaneta Arbeláez, encargado de la presidencia, a la III Asamblea General de la Unión Internacional para Protección de la Naturaleza en Caracas.

En 1953 regenté la cátedra de Recursos Naturales en la Universidad de los Andes.

El Jardín Botánico

—En 1955 fui el primero a quien se otorgó el Premio de Ciencias de la Fundación "Alejandro Angel Escobar". El mismo año en agosto 6, inicié, gracias al primer Alcalde Mayor del Distrito Especial de Bogotá, doctor R. Salazar Gómez, la construcción y siembras del Jardín Botánico "José C. Mutis", obra para cuya entrega al público pedí un plazo de diez años y que entre esperanzas, favores y negaciones de apoyo ha ido acercándose a su finalidad apetecida. Para ella he contado con opositores acerbos, pero también con colaboradores excepcionales como doña Teresa Arango, el doctor Luis C. Pérez y muchos otros.

Reuniones internacionales

—En 1956 diciembre asistí como representante de Colombia, invitado por el comité organizador y por Unesco, al Simposio sobre Farmacobotánica que tuvo lugar en La Habana. También por invitación de entidades extranjeras tomé parte en el Simposio sobre curares que, en agosto 1957, se celebró en Rio de Janeiro. De ahí se originaron mis actividades para que el centro de Unesco en Montevideo celebrara en Quibdó su Simposio Internacional de zonas húmedas para América Latina.

Por invitación de la OEA representé también a Colombia en su Comisión de 17 miembros para estudiar en Washington y en mayo de 1958, el Desarrollo de las Ciencias en América Latina acabando de asistir, por mi cuenta, para prevenir ciertas querellas contra nuestro país y gobiernos y contra mí mismo, al III Congreso Suramericano de Botánica, en Lima. Ese Congreso debió celebrarse en Colombia y yo lo estaba preparando. Pero se opuso el Presidente.

1959 marca algunas actividades mías de participación con el Departamento de la Planeación y Servicios Técnicos, para el estudio de los recursos naturales del Chocó.

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En ese mismo año (abril 23) se me otorgó la Medalla que, con ocasión de conmemorarse el centenario de la muerte de A. de Humboldt, concedió a nuestro país la Deutsche Ibero Amerika Stiftung.

El 26 de abril de 1960 actué como delegado de Colombia, y por designación del Departamento de Planeación de la Presidencia de la República, en París, a la reunión sobre Zonas Aridas, convocada en su casa matriz, para Unesco.

En 1961, 17 de marzo, fui designado miembro colombiano del Comité de Recursos Naturales Básicos del Instituto Panamericano de Geografía, residente en México, D.F. Ayer mismo (5 de mayo de 1964) recibí del secretario de esa entidad, la invitación a una reunión en agosto para discutir, sobre el terreno, las implicaciones del proyecto sustentado por el señor presidente del Perú, Belaúnde Terry, sobre carretera marginal de la selva amazónica.

En 1961, agosto 18, participé como miembro, que había sido nombrado desde 1958, del Comité para Botánica del Pacífico, en el X Congreso de Ciencias de esa inmensa región oceánica. Se celebró en Honolulú (Hawai) y a él fui como representante de nuestro Instituto Geográfico.

Mis últimas intervenciones en reuniones internacionales tuvieron lugar en los dos extremos de la América Latina: una en el Seminario Interamericano de Periodismo Científico, reunido en Santiago, en octubre de 1962, y al cual asistí por invitación de la OEA, y en México, la última, invitado por nuestra Sociedad Mexicana de Ciencias Naturales, para el Primer Coloquio Mexicano de Historia de la Ciencia. Tuvo lugar en septiembre de 1963.

Conclusión

—Así llegó al fin de esta analecta autobiográfica y del relato de mi heterogénea actividad científica.

Mi ocupación fundamental en los últimos años ha sido la preparación y edición de mi obra Recursos Naturales de Colombia, no tanto para presentar su catálogo, cuanto para hacer ver las causalidades que los ligan entre sí y con las actividades humanas. He creído cumplir una misión vital si llevo a todos mis conciudadanos la convicción de que su mejor obra cultural es usar correctamente de los dones de la naturaleza; de que el patriotismo nos obliga, no solamente para con los hombres nacidos en determinada área del planeta, sino también para con esos tesoros dados por Dios a través de una evolución multisecular, para nuestro sustento en la peregrinación mental, para pábulo de nuestra creación estética; para motivo elevado de nuestro pensamiento; para afirmación, en fin, de que somos unos con los que, en cualquier tiempo, poseemos un espíritu llamado a los mismos destinos eternos.

Autobiografía de un trabajador científico, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, 12 y 19 de 1964

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Augusto Ramírez Moreno

El 19 de febrero del presente año falleció en esta ciudad el ilustre tribuno Augusto Ramírez Moreno. Había nacido en Santo Domingo, departamento de Antioquia, el 23 de noviembre de 1900. Cursó estudios secundarios en el Colegio Nacional de San Bartolomé y universitarios en la Universidad Nacional de Bogotá donde obtuvo el título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas y Sociales el 3 de agosto de 1922. Desde muy temprana edad irrumpió en la actividad política y dio muestras de singular elocuencia.

Ramírez Moreno bautizó el grupo denominado Los Leopardos, del que hicieron parte sus compañeros universitarios José Camacho Carreño, Joaquín Fidalgo Hermida, Silvio Villegas y Eliseo Arango, este último, el único sobreviviente de aquella famosa agrupación que marcó huella en la vida política, parlamentaria y literaria de nuestro país.

Jamás resonó en Colombia —dice el propio Ramírez Moreno en escrito dialogado de evocación— un grupo como el que ustedes fundaron y yo bauticé. No habrá otro que pueda comparársele jamás porque la época moderna ha olvidado el milagro. Cruzamos las aulas en un grato ambiente de escándalo intelectual que conservatizó a la juventud, porque ésta tiene como dioses el fulgor y el ruido y porque de la paradoja hicimos un indestructible bloque de hormigón.

Orador de muy peculiares cualidades, Augusto Ramírez Moreno sobresalió por la fogosidad de su verbo y por la fuerza de sus convicciones. Fue político y parlamentario de larga y consagrada trayectoria. Fue, así mismo, miembro del Directorio Nacional Conservador, ministro de gobierno y diplomático.

Silvio Villegas, su compañero de generación y de luchas políticas, nos hace esta manifestación consignada en el interesante ensayo titulado Los leopardos, publicado en la revista Vínculo Shell, Bogotá, núm. 126 de 1965:

Ramírez Moreno ha querido ser constantemente sublime en la vida íntima. Ha trabajado siempre para sus biógrafos. Sus personajes predilectos han sido Alejandro de Macedonia, Lord Byron, el Vizconde de Chateaubriand y Disraeli. En el grupo era el único que tenía el sentido del protocolo. Su valor personal es inconmensurable. Conoce el peligro y lo ama. En la Cámara habló un día, en defensa de Laureano Gómez, ante las pistolas tendidas de sus enfurecidos adversarios. Desafía sombras y muchedumbres y ha jugado innumerables veces su vida y su prestigio. Su fuerza ha ido su conciencia arrebatada.

A su vez, el escritor Gonzalo Canal Ramírez resalta el supremo atributo de que hizo gala Ramírez Moreno en esta forma:

Pero Augusto, ante todo, era un "leopardo". Ninguno de los de su grupo le ganó en felinidad. Ni Silvio Villegas con la lírica y el oro puro de su prosa, ni Eliseo Arango

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República con la cristalinidad de su raciocinio, ni siquiera ese emperador de la elocuencia que fue José Camacho Carreño. Augusto era felino y rampante por derecho propio hasta en sus gestos, sus pestañas, su nariz, el ademán de sus manos, el brillo de su mirada, su personalísimo estilo de tigre de Bengala en acecho y el altanero cascabeleo de su altanería y altivez que jamás podrá confundirse con lo que quienes no lo conocieron imputaban a vanidad.

Como intelectual y como escritor de redomado estilo, Augusto Ramírez Moreno enriqueció nuestro mundo bibliográfico con las siguientes obras: Episodios (Bogotá, 1930); El político (Bogotá, 1931); Las ideas socialistas y el problema presidencial (Bogotá, 1937); Una política triunfante (Bogotá, 1941); El libro de las arengas (Bogotá, 1941); La nueva generación (Bogotá, 1966) y Dialéctica anticomunista (Bogotá, 1973). Al final del libro La crisis del partido conservador en Colombia (Bogotá, 1937), Ramírez Moreno remata con esta confesión autobiográfica:

De mi obra no durará nada. Sólo dos años estuve en el parlamento, tiempo insuficiente para que la posteridad me llame por mi nombre. En enero de 1918 pronuncié mi primer discurso político. Fue mi adversario Luis Crespo. He completado, pues, veinte años de actividad, a los treinta y seis de mi vida.

Entre cuanto hice o intenté, sólo me inspira devoción y admiración El político, por su radioactividad incontenible. En ese breve ensayo consta lo mejor de mi alma. En vano descolgarán sobre él los años su lámpara de sombras. Su influjo sobre la juventud no ha cesado ni puede languidecer, porque los campeadores del futuro hallarán escritas por mi pluma las palabras de su limpia ambición.

Los tres apartes que reproducimos a continuación fueron tomados de estas fuentes: el primero, que hemos titulado El "cachifo" montañero, es una reproducción del libro Los leopardos (Bogotá, 1935), reminiscencias autobiográficas en las que intervienen los siguientes personajes: Claudio, Antero, Sergio, Atalanta, Constanza Rosa y Alceste. Los tres primeros corresponden en la calidad a los nombres de Silvio Villegas, Eliseo Arango y Ramírez Moreno, autor de dichas páginas. El segundo aparte lo hemos tomado del ensayo titulado El político, y el tercero, El colibrí fantasma, del Magazín Dominical de El Espectador (Bogotá, marzo 3 de 1974), donde apareció precedido de la siguiente nota:

Pocos días antes de su muerte, el doctor Augusto Ramírez Moreno inició la escritura de una novela autobiográfica que tituló El colibrí fantasma. Presentamos en esta página algunos de los apartes del preámbulo de la novela, que se puede considerar como la obra póstuma inconclusa del gran político y escritor recientemente fallecido.

Deleitémonos, pues, con el siguiente tríptico autobiográfico.

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I. El "cachifo" montañero

Varias cosas notables ocurrieron en Bogotá al desmirriado "cachifo" montañero. Mil novecientos once fue un año perdido, porque el paludismo lo imposibilitó completamente. En mil novecientos doce entra a primer año de bachillerato en el colegio de San Bartolomé, regentado por los padres jesuitas. Desde los comienzos de su vida escolar había demostrado la pasión por las amistades eternas, generosas, auxiliantes como ningún otro viático humano. Ahora hizo relaciones con Alvaro de Brigard Silva, sobrino del gran poeta José Asunción Silva, el mejor estudiante y el de predisposición más fina para los secretos de la urbanidad. En menor escala, pero íntimamente, se hizo amigo de Carlos Manuel Canal, único rival de Alvaro en aprovechamiento, y de Alfonso Uribe, que ahora desempeña la medicina con lucimiento.

La primera idea común de Brigard, Uribe y Sergio fue esta: Carlos Manuel comulga mucho y no nos sirve. Y esto se explica porque el deseo de cada miembro de ese triunvirato era imitar a Raffles, el ladrón de levita, el ratero beneficiente. La elegancia y la beneficencia los atraían, pero siempre que a ellas se mezclara alguna escoria, tan humana, que hiciera desprender mejor sus emanaciones extraterrestres. Los antifaces y las escalas de cuerda constituían el centro de sus conversaciones. Como Sergio jamás estudiaba ni atendía a los profesores, tenía disponible todo el tiempo para sus fantasías y era el propulsor de los diálogos interminables en que el Banco de Colombia y el Central quedaban desvalijados. Por esa misma época leían los tres socios las obras de Salgari y a veces abandonaban los robos con escalamiento para dedicarse a la guerra con la crueldad de Los piratas de la Malasia. Estas formas de heroísmo criminal no eran las únicas vocaciones de Sergio. Primero en El cenit y luego en El soldado, periódicos manuscritos, ensayaba actividades intelectuales con su pobre cabeza, todavía en estado de cartílago.

Las dos hojas fueron prohibidas por los Reverendos Padres: Eran un pasatiempo inadecuado para infantes. Funda entonces el club de foot-ball "Boyacá" con siete miembros, en vez del número de veintidós necesario para el juego. Entre todos los socios suscriben veinticuatro centavos que emplean en contratar las divisas con una costurera inescrupulosa que con botones que provenían de los sacos y de la ropa interior de los varones de su casa hace siete unidades diferentes, forradas unas de azul, otras de negro y otras de gris, todas de diferentes tamaños. El club de foot-ball tuvo anales con debates en que se discutían apasionadamente el nombre del mismo o los sobrenombres de los profesores; pero no tuvo un balón jamás. Simultáneamente trata de convencer a un muchacho que trabajaba en su casa para que se fugue y se haga marino, encandilándolo con la promesa de aventuras maravillosas en que los puertos eran dorados y ágiles como peces y en que los tiburones eran grandes como puertos. A todas éstas cultivaba una vocación religiosa cálida y cándida. Aspiraba a morir lentamente devorado por los caníbales del Opón y, en defecto del martirio, conquistar almas innumerables y oscuras a la verdad revelada. La noble estatura de ese elocuente y aguerrido misionero jesuita que se llamó el Padre Arango lo seducía inexorablemente; sus

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República sarcasmos de hombre de combate y la voz poderosa exaltaban las fuerzas de su imaginación desbocada. El dulce y sabio Padre Paternal fue el confidente de aquella voluntad de sacerdocio; pero en quince días midió certeramente el calado infeliz del aspirante y le recomendó que esperara todavía antes de ingresar al noviciado. Soñó también con ser torero, infectado por la ardorosa lectura de Sol y Sombra, revista a que estaba suscrito su hermano Jorge: "Regaterín", "Bombita", "Machaquito", Vicente Pastor, eran los protagonistas de su fantasía. Se hizo congregante y en tal virtud pudo hacerse miembro de la Academia Literaria de San Luis Gonzaga, donde sus improvisaciones más estudiadas ocasionaban orgías de risa inacabable. Al tiempo que tantas vocaciones volaban tan alto entrechocándose, confundiéndolo todo, las calificaciones rodaban por el suelo. No sólo había una carencia absoluta de su voluntad, que rehusaba cualquier esfuerzo serio y continuo, sino que en los instantes de atención y estudio, no comprendía ni una palabra de ninguna materia, si se exceptúa la religión en que era conspicuo porque el texto tenía un admirable tenor polémico y se prestaba para la declamación, arte única en que siempre fue excelente.

La aritmética, el álgebra, la geometría, el latín, la contabilidad nunca jamás pudo comprenderlos. Y a esa impermeabilidad del alcornoque divagante que llevaba sobre los hombros agregaba las distracciones constantes sobre temas inauditos. Explicaba el Padre Salazar la multiplicación de un monomio por un binomio. Sergio, con los ojos bien abiertos sobre la boca del profesor, pensaba: ¿Qué pasaría si fueran destruidos todos los sapos que hay en el mundo? Si los sapos sirven para algo, ocurrirá una catástrofe; pero seguramente los sapos no sirven de nada... "A ver, Sergio, dice el Padre Salazar, ¿cómo se multiplica un monomio por un binomio?" "No sé, Padre", responde el interpelado. "Entonces no estaba atendiendo". "No, Padre. Estaba pensando en que se pueden matar todos los sapos". "Queda castigado".

Es inútil continuar. El mayor fracaso pedagógico del hemisferio ha sido Sergio. Todas las profesiones activas lo sedujeron, nunca tuvo reposo: fue un alumno sin seriedad, sin discriminación.

II. "El político"

Combina el político en alto grado las cualidades que señalan su grandeza: el temperamento reflexivo y la imaginación deslumbrante, la energía práctica, la voluntad compulsiva, la iniciativa temeraria. Su ambición temprana es como la alondra que canta en la alborada de su inteligencia. Niño todavía, se consume en el deseo de ser algo relampagueante, glorioso y grande. Hay momentos en que la vida se le presenta insoportable si no llega a ser el más poderoso de los hombres, y en otros, porque es un guerrero, sueña con blandir la espada a la cabeza de un ejército o cree alzarse como un estandarte, desgarrado pero invencible, bajo la elocuente metralla de los oradores enemigos. Palidece en el heroico ensueño su mejilla de adolescente y ensaya entonces, sobre la noche sola, el más espléndido de los instrumentos musicales: su voz ilimitada de tribuno.

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Ardiente como un conquistador y vibrante como una mujer, su juventud es una marcha delirante, su madurez dilátase en constante lucha y la avanzada edad es un remordimiento. La vida del político es el más torturado de los símbolos humanos, compendia la vigilia exaltada del poeta, la acción épica del guerrero, la pausada tragedia del sabio; resume el egoísmo y la filantropía, el amor de lo divino y la aficción por las cosas fugitivas. Apenas reposa el cáliz rutilante que la dicha colma, cuando el dolor lo hiere con su lanza. Pero no importa.Su brega continúa y pasa del martirio a la apoteosis, de ésta al olvido y del olvido al honor, para caer de nuevo, sin que su vocación mude, sin que trueque jamás por el reposo su lancinante drama, porque siempre busca el tenebroso deleite de vivir cerca del abismo. Napoleón no cambiaría a Santa Helena por los años oscuros del cadete.

III. "El colibrí fantasma"

Me sorprendió en mi juventud lejana encontrar contemporáneos que no habían leído. La montaña mágica de Thomas Mann porque su texto les parecía demasiado extenso. Sólo les atraían obras cortas o las que creaban —largas y en varios volúmenes— ciertos monstruos de la prosa como Galsworthy con su saga de la familia Forysthe o inolvidables protagonistas de la historia. No siendo yo lo uno ni lo otro, prefiero el liviano opúsculo, en párrafos de esqueleto ligero que se presentan en volúmenes rápidos como los que edita Tercer Mundo. Así, por ejemplo, mi ensayo sobre La nueva generación, se agotó a la carrera.

Pretendía escribir unas memorias a comienzos de 1964 y me apliqué a ello, con el triste resultado de que valientemente suprimí años enteros por la insipidez intolerable de mis recuerdos. Y como gusto tanto de expresarme en aspirinas verbales, prefiero mostrarme como lo que fui: un diminuto protagonista de mi patria en mi tiempo.

¡Loado sea el Señor! Acabo de sentir el soplo de la ancianidad y soy un viajero que se aleja de la vida.

Esa revelación admirable se presentó a mí con una delicadeza, con una mansedumbre que evitan la aflicción y el terror y nutren el espíritu de elementos que jamás había experimentado, porque en ellos palpitan, con latido gemelo, la esperanza y la melancolía.

Desde lo más noble del corazón he dado gracias a la Divina Providencia por haber llegado a la vejez, país que los hombres temen porque lo desconocen.

Las otras edades son muy exigentes: ningún festín las sacia. La infancia y la adolescencia avanzan sobre la vida; la juventud y la madurez la atraviesan; la ancianidad leva anclas y se aleja tranquilamente de la orilla.

La vejez piensa en Dios con un estremecimiento de calidad indescriptible, en el cual se disciernen solamente el temor de una formidable vecindad misteriosa, la humildad, y una fe en que se mezclan el arrepentimiento y la esperanza.

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* * *

Desde algún brumoso sitio me llega el soplo de un desasosiego extraño. Es mi fortuna que no encuentra en el futuro la fuente de ese malestar del alma. Pero exploro el pasado y pienso que de allí brota ese aliento inquietante. Es casi cierto que hice un empleo a medias, desordenado y santuario de las facultades que generosamente me fueron concedidas; no creo que cambie rumbos y comprendo que he disfrutado del dolor y del gozo que la dignidad conlleva; pero la fuerza de la imaginación fue desperdiciada y la permeabilidad al conocimiento fue en mi vida un elemento inerte por pereza inconfesable.

Esa falla gravísima de la voluntad —que es la falta de disciplina interior— produjo el desgano y los esfuerzos truncos. Soy un ejemplo de vergonzosa negligencia y un limpio tratado de candor político. No seré mirado como un hombre ilustre, pero yo mismo me ofrecí al olvido.

Para llegar a la frontera que separa la vida física de la metafísica, es decir, para llegar a la pura y real abstracción filosófica y religiosa, hay dos vías seguras: la vejez y el dolor, porque ambos, desde todos los tiempos, han mirado hacia ultratumba y los dos llegaron de brazo a la puerta de las religiones, principalmente a las catedrales elevadas en honor de Cristo. El cuerpo repleto es hostil al espíritu religioso, la natura es pagana.

En cuanto al estudio constante y metódico, afirmo que tiene alas y crea certidumbres y ofrece voluptuosidades: cuanto alborozo de la mente sentí cuando logré la intelección del materialismo dialéctico de Hegel y del materialismo histórico de Marx. Pero mi corazón permaneció impávido, mi alma no sentía nada. Fue un movimiento sísmico de las meníngeas y nada más.

* * *

Es increíblemente bueno el gobierno de Valencia. Se le acusó de todos los defectos personales y va saliendo adelante como un estadista de gran clase. Es un maestro de la seducción que sienta bien a su perfil de caballero-águila.

* * *

Un hogar tranquilo es mejor que un hogar amado. Una familia amada y tranquila constituye la felicidad, porque son valores que permanecen. Toda dicha se fuga, todo placer transita. La que no permanece inquieta, porque no es segura y la inquietud niega esencialmente la dicha.

La paz es la única forma de alegría accesible al hombre. Pensar en que algo dura es una falacia pueril y sin permanencia. ¡La felicidad verdadera es imposible, porque el primero de sus elementos es la eternidad, la permanencia: de suerte

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República que cuando hablo de felicidad debe entenderse a contraluz del foco en que la apoyo!

Morir es establecerse; vivir es esperar. De ahí los suicidios, porque la ansiedad — mezclada de remordimiento, de incertidumbre y de angustia— es un clima imposible, aun para las almas fuertes.

La conciencia es la más celosa de las criaturas; nos vigila día y noche; cuando incurrimos en falta, nos castiga.

El amor es tigre o es cordero: todo depende del alma.

Estoy de regreso de mil vanidades: amé el esplendor sartorial, camisas como lápidas, guantes como manoplas de seda, corbatas ricas como las vestiduras rituales. Las modas masculinas se han transformado muchas veces en mi tiempo. Pero la única elegancia es la comodidad pintada de azules tranquilos o de grises ligeramente exasperados. Y el negro y el blanco.

* * *

Me ha nacido el decimocuarto nieto: Enrique Ocampo Ramírez. Por llamarse como mi director espiritual y como mi padre, me conmueve y me entusiasma. El tiene tres días y yo tengo sesenta y tres años. Nunca sabrá cómo fui; pero tierra o pavesa o barro, cuánto desearía aplicarme a su reposo o a su gloria.

* * *

Quien desee vivir en paz, que se oculte, porque quien ama la gloria sentirá siempre la mordedura del dolor.

* * *

No sólo se fatiga de vivir quien es devorado por los remordimientos o quien carece de fuerza interior. El tedio de vivir también es obra de los años. Y ninguna fatiga es comparable al tedio. Con todas las potencias del alma, yo quiero morir.

* * *

¿Quién no cometió crímenes con la imaginación? ¿Quién con la virtuosa conducta no fue santo? La voluntad es la reina de las facultades del espíritu.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 164, Bogotá, 1º de septiembre de 1974, pp. 6-10.

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Antonio José Restrepo

Antonio José Restrepo nació en Concordia, departamento de Antioquia, el 19 de marzo de 1855 y falleció en Barcelona, España, el 1º de marzo de 1933. Fueron sus padres D. Indalecio, "de los Restrepo de cepa ilustre", y doña Teresa Trujillo. Cursó las primeras letras en su tierra natal y en Titiribí, terminó el bachillerato en la Universidad de Antioquia y luego adelantó estudios de literatura y jurisprudencia en la Escuela de San Bartolomé de la Universidad Nacional.

Ñito Restrepo, como se le designó y trató familiarmente en su tiempo, fue diputado a la asamblea legislativa del Estado Soberano de Antioquia, secretario y miembro de la cámara de representantes, senador de la república, procurador general de la nación y del mencionado Estado Soberano de Antioquia, cónsul en El Havre (Francia), ministro plenipotenciario y delegado de nuestro país a conferencias internacionales en varias oportunidades. Fue, así mismo, miembro honorario de las academias de Historia de Bogotá y Medellín y numerario de la Academia de Jurisprudencia.

En el ámbito de las letras, Antonio José Restrepo sobresale como escritor de señalados méritos y peculiar estilo. "Prosa como la de Restrepo —anota José Camacho Carreño—, con igual maestría, la habrán escrito o hablado contadísimos varones del mundo español; pero no sé de ninguno que la dijese tan garrida como la derramaba su pluma". Como profesional del periodismo, campo en el cual se distinguió por sus páginas polémicas y de combate, fue fundador y redactor de varias publicaciones periódicas aparecidas en Bogotá y Medellín. Como orador parlamentario hizo gala de una expresión fina y elocuente. Aún se hace memoria del sonado debate que sostuvo en el hemiciclo del senado con el maestro Guillermo Valencia sobre la pena de muerte, en la legislatura del año veinticinco.

Sobre este acontecimiento, el escritor caucano Dr. Luis Carlos Iragorri, fraternal amigo del maestro Valencia y testigo presencial de aquel duelo oratorio, anota lo siguiente:

Valencia era el orador elegante, culto, convencido, irónico, veraz, documentado y subyugador. Restrepo divagaba largamente entre la insidia, la crueldad y la anécdota: no le importaba "hacer historia o inventar historia", como se lo dijo su gallardo contendor; deleitaba con su gran elocuencia y con la frase fustigante, empleada magistralmente, y desconcertaba con el cinismo.

La pluma de Juan de Dios Uribe, en el denso e intenso prólogo que escribió desde Quito para el libro Poesías originales y traducciones poéticas (Lausanne, 1899) de su coterráneo y amigo inseparable, nos pinta de este modo la singular figura de tan eminente colombiano:

Antonio José Restrepo era, en 1878, alto de cuerpo, inclinado de espaldas para caminar, de frente no muy explayada, más saliente y protuberante, cara enjuta y

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República huesosa, dominada por larga nariz de inclinación suave, ojos obscuros de foco intenso, boca mediana y maliciosa de labios delgados, negrísimo pelo en el bozo, en la barba y en la cabeza; y por todo el busto un baño señorial de vieja estirpe, algo raro que iba pregonando la calidad del sujeto, aunque no se le supiera el nombre. Su palabra pausada, con el dejo característico de los antioqueños, tenía tonos y genuflexiones de voz para todas las circunstancias, siendo suave y musical en las recitaciones de salón y corrillo, llena y de cuerpo con más auditorio, y amplia y resonante si había de acomodarse a un gran concurso. Serio al parecer, sin vulgarizar sus preferencias, y a distancia conveniente de los que no eran sus amigos, se mantenía, en realidad, de excelente ánimo, pronto a divertirse, y con el corazón en la mano para los suyos, y para los que sabían interesar sus delicados sentimientos. "Muchas horas de mi vida bogotana, dice el poeta argentino García Merou, fueron amenizadas por su conversación reposada y tranquila, llena de reflexiones profundas y de juicios maduros, que revelaban el equilibrio perfecto de su carácter". Tenía Antonio José el imán del corazón, de que tanto se habla.

Entre las obras de mayor aliento literario, del más auténtico sabor colombianista y que mejor caracterizan al ingenioso antioqueño, es necesario mencionar El cancionero de Antioquia y la bautizada con el nombre original de Ají pique.

De los fragmentos autobiográficos que reproducimos a continuación, distinguidos con números romanos, el primero, o sea, el que lleva el título Conviene a saber, es el comienzo del estudio que precede al maravilloso acopio folclórico contenido en El cancionero de Antioquia (Medellín, Edit. Bedout, 1955, 4ª ed.), tomo III de la Colección Popular de Clásicos Maiceros, publicación realizada por doña Teresa Uribe Restrepo, sobrina de Ñito, y por D. Benigno A. Gutiérrez, con motivo del centenario natalicio del autor. Y los dos restantes hacen parte del libro titulado Sombras chinescas: tragicomedia de la regeneración, publicado en Cali, editorial Progreso, en 1947. Estos dos últimos fragmentos también aparecen al comienzo de la edición definitiva de Ají pique: Epístolas y estampas del ingenioso hidalgo don A. J. Restrepo, compiladas por Benigno A. Gutiérrez (Medellín, Edit. Bedout, 1955), tomo II de la citada Colección Popular de Clásicos Maiceros, aparecida, así mismo, con ocasión del referido centenario.

Páginas autobiográficas

I. Conviene a saber

Cuando los ojos abrí a la luz de la razón, como reza la copla que se verá más adelante, era yo en Concordia uno de los muchachitos menos aficionados a ir a la escuela, a frecuentar la iglesia del pueblo, ni arrodillarme a oír misa, mas antes huía de estos lugares y repugnaba aquella postura, prefiriendo hacer novillos o capar, como allá decíamos, que si no es tan pulcro parece que expresa la misma operación; y sin que se sepa por qué se aplique tal frase al hecho de no asistir a la escuela y tomar las de Villadiego a divertirse por los campos. Ello es que yo me hallaba en mis gustos jugando a las ochas con corozos grandes o a las casas con

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República corozos chiquitos, que también llamábamos chascaraises, o echando cometas en el alto y trompos en todos los llanitos, cuando no era rompiéndonos la crisma con botones de guayaba y aun con piedras en las "guerras" con que ensayábamos los chicos de aquel pueblo belicoso los futuros pronunciamientos militares, o las temibles gazaperas de cuchillo y navaja en los bailes de garrote.

Pero como en estas diversiones urbanas quedaba siempre al alcance de la pretina materna que se esgrimía a más y mejor por cada barrabasada de la docena de perdularios que nos sentábamos a su mesa, mi más regalado contento era el huirme de la casa paterna y dar con mi inquieta personita en la casa de mi abuelo, fuera del poblado, o internarme decididamente en alguna de las montañas aledañas, donde mis hermanos mayores, mis tíos y otros parientes se empleaban en derribar selvas vírgenes, para convertirlas en dehesas, o en cultivar el tabaco en terrenos ya bien domados.

En aquellas excursiones, hechas generalmente con algún primo tan vagabundo como yo, o con el peón bastimentero u otro que había salido al pueblo a un mandado, aprendí lo poco que sé de agricultura y lo mucho que sé de duros padecimientos. Porque todos aquellos huéspedes de mi cimarronería tenían órdenes perentorias de mis padres de hacerme literalmente hipar en toda laya de trabajos, inclusive cargar a cuestas pesados tercios de maíz, deshojar caña de Castilla con mis manecitas de terciopelo y levantarme a medianoche a arrear en un trapiche desvencijado dos mulos pateadores, al resplandor mortecino de un hachón de bagazo que ardía en un rincón del andén.

Tenían esas órdenes por objeto, después de majarme a mí, el que les cogiera aborrecimiento a las gentes bahunas con que por fuerza allá convivía y a los trabajos manuales, de destripaterrones como los calificaba mi buena madre, ofendida de que mis hermanos mayores, de inteligencia clarísima ambos, hubieran abandonado los estudios y entregándose a las faenas del campo, que según ella ennegrecen, empobrecen y envejecen. Y mis tales hermanos, particularmente el mayor, ponían a prueba en toda suerte de labores mi constancia y fortaleza; pero sólo por algún acontecimiento fausto para mí lograban sacarme de los montes a la vida del colegio, de los condiscípulos, de los libros y maestros, tan aborrecible como la esclavitud, en sentir de los filósofos.

Uno de estos sucesos de mi vida fue mi mudanza a Titiribí, río Cauca por medio, cinco leguas de viaje, mitad bajando al río y mitad subiendo al otro picacho en que se agarra este pueblo. Mi abuelo y mi padre eran de este rico municipio, pero mi bisabuelo era afuereño, como se decía por aquellos agrestes lugares de las gentes que procedían del valle de Medellín, donde estaba la poca civilización (si puede admitirse la palabra) que había en la provincia que conquistó don Jorge Robledo. Pasaron el río Cauca, cuando llegó la hora del empuje antioqueño, y fundaron a Concordia en tierras que los indígenas llamaban de Comiá. Concordia es netamente agricultora; Titiribí, minero; lo que es bueno retener, porque en las coplas que siguen hay de todo. Al par que el agricultor es apegado a su terruño y poco andariego, el minero se andaba toda la provincia desde Guamocó y

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Remedios y Zaragoza, que con Cáceres, Anorí y Amalfi formaban la llamada "Tierra abajo", donde se cantaban y bailaban el mapalé y el currulao, hasta Segovia, Frontino, Barbosa y Titiribí, con derivaciones a Farallón y Andes, donde había minas por entonces.

Como al pasar yo a estudiar a un famoso colegio en el pueblo de las íes no mejoré de conducta, sino que empeoré lastimosamente, pues me remonté a los socavones de una mina, donde trabajé como simple jornalero, olvidado de familia y amigos; habiendo ido a casa a la obligada reunión de Nochebuena, mi padre, que me había dado rienda suelta por ver si volvía de mi propio querer al buen camino, me alcanzó a determinar en la mesa, donde yo escondía el bulto a su mirada severa, y me dijo ante todos mis hermanos y muchos convidados:

—Antonio, ¿quieres irte a estudiar a la Universidad de Medellín?

Esta propuesta, que yo revolví en la cabeza cien veces en un segundo, me cabrilleó por todo el magín en arco iris y, hecho el cálculo instantáneo de placeres y penas, contesté redondamente:

—¡Sí, señor!

Y éste sí decidió de mi suerte, quiero decir, de mi carrera...

Era necesario ese introito personalísimo, para poder explicar a mis lectores cómo, cuándo y dónde me aprendí de memoria el rimero de coplas que constituyen el meollo de este libro, que por modo reverente ofrezco al público en general y a mis paisanos en particular. A mis paisanos antioqueños, entiéndase bien, y especialmente a mis contemporáneos, si algunos quedan, de los que no nacimos con chaqueta, como cantaba Gutiérrez González, tuvimos la cometa enredada en el papayo y les pusimos nombre a los primeros perritos de Marbella.

II

Era estudiante de la Universidad de Antioquia, por aquellos días, el D. Antonio que va a figurar en este relato y a infundirle vida; estudiante bien reputado ante sus profesores y condiscípulos, propagandista de liberalismo y anticlericalismo, a todas horas y en todas partes, hasta el punto de que el rector y su consejo se permitieran negarle matrícula el segundo año lectivo; lo que obligó al estudiante a chantarse el uniforme universitario y presentarse ante el Presidente señor de Villa, a reclamar de aquella medida subrepticia, irreglamentaria e inicua. El Presidente oyó atentamente, indagó motivos, conducta y aprovechamiento del querellante, vio sus certificados de cursos ganados con calificativo de sobresaliente, y tomó su pluma de oro y un pliego de papel con el membrete de la Presidencia del Estado y les espetó una reprimenda como la merecían al cura Gómez y sus secuaces, ordenándoles que procedieran inmediatamente a expedir las matrículas correspondientes al "hijo del come-clérigos", que era como osadamente y

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República falsamente llamaba a D. Antonio aquel levita de abarcas y mondongo por agua de beber. Este recuerdo justiciero le guarda con cariño el D. Antonio al D. Recaredo.

Pero lo importante es, por ahora, la sociedad Filopolita, en que fueran enrolados muchos condiscípulos universitarios y de otros colegios, adiestrándolos y sofisticándolos para la guerra que ya estallaba. A tanto se propasaron en aquella apostólica escuela de demagogia, un cierto domingo, cuando ya las sociedades católicas, pares de ésta en lo de su amor a la política, como lo vendía su nombre, que la policía tuvo que invadir el local en que se reunían y llevar al retén a varios corifeos del bochinche, quedando como extinguida aquella fábrica de próximos viajeros a bailar al capitolio en Bogotá, que era la consigna de aquellos intoxicados muchachos. Al saber D. Antonio, por la mañana, en los claustros de S. Francisco, el fin trágico de la sociedad que tanto aturrulló por entonces, le dedicó el siguiente epitafio, que después tuvo el gusto de leer, escrito con carbón, en varios puentes del camino viniendo para Bogotá:

¡Ya seas hombre, mujer o hermafrodita, Pasajero infeliz, mira esta losa, Donde yace tendida y lacrimosa La triste "Sociedad Filopolita!"...

Por esos medios terribles de 1876, antes del decreto de D. Recaredo en que declaró la guerra al gobierno nacional, hervía la agitación política en la Universidad, de donde salieron pronto para los campamentos muchos estudiantes. D. Recaredo estaba todavía firme contra la guerra, pues ya vemos que hizo cerrar el foco de infección filopolito. Pero se daba, desde mucho antes, enseñanza militar a los alumnos. Por cierto que en esos días vino el famoso jefe marinillo, general D. Obdulio Duque, muerto luego defendiendo la posición de San Antonio en Manizales, y nos pasó una revista a los estudiantes en formación. Pero se dijo entonces, y así debió ser, que Duque vino a Medellín de propio movimiento, a ofrecerle al Presidente del Estado que le permitiera ir con sus marinillos a poner orden entre los revoltosos del Sur, mas ya D. Recaredo como que se había dejado enganchar en la aventura. Papeles hablarán algún día. A su llegada a Guatemala, publicó D. Recaredo un folleto con el seudónimo "Elephas de Themán", en que trata los asuntos de su política; pero nosotros no tenemos a la mano ese precioso documento.

III. Don Antonio

(Entra veraz, sincero, modesto y franco y saldrá lo mismo).

Parece que ya es tiempo de liquidar nuestra situación con los amables lectores de estas historias, si fueren tan afortunadas que logren tener algunos. El estudiantillo que ha venido figurando en ellas, con Juan de D. Uribe, Joaquín Suárez Ramírez y otros, se llamaba D. Antonio, y con ese nombre de pila seguirá interviniendo en la narración, para mayor claridad y abreviación. No está por demás advertir que ese distintivo entre los de su casa, en la escuela y en todas partes donde ha

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República comparecido, corresponde al santo italiano de Padua, a quien hasta los peces del mar le salían a escuchar "su sermón y doctrina", y no a otro caballero que debía firmar con las mismas letras (si por acaso sabía), que fue Abad de no sabemos dónde y que mantuvo siempre muy estrechas relaciones con un marrano.

Don Antonio se gloriaba de ser paduano más bien, aunque no habría desechado por inútil para su regocijo y divertimiento, una abadía de los tiempos idos, como la de Thelema, verbigracia. Mas ya que tal gollería no le cayó en suerte, siempre se resignó con la suya y hasta las fechas no se sabe que haya puesto, voluntariamente, fin a su plácida existencia. Ahí va, tirando, como dicen los españoles de Castilla, y es su ánimo dar mucha murga todavía en este mundo pecador.

Para la época en que D. Antonio lanzó la candidatura Núñez, influyendo quizá decisivamente en asunto de tan funestas consecuencias, como luego influyó del mismo modo el Paturro con el feroz cafuche que le insufló a D. Rafael, ya el sujeto que está ahora en el telón (pues no hay que olvidar que asistimos a una representación de sombras chinescas, según la definición del diccionario), era casi una notabilidad entre los de su gremio y aun en más extensos círculos. Porque ya había ocurrido lo del discurso al Gral. Ibáñez, que lo hizo conocer de los políticos; y ya en el campo de las bellas letras, tan espacioso y apreciado en Bogotá, se había también singularizado: ya corrían publicadas y de boca en boca sus dos composiciones poéticas Al Salto de Tequendama y Al poeta negro Candelario Obeso, que le habían dado una fama bastante para pasar a ser un sujeto conocido el que antes fuera solamente "un árbol más en una alameda", como dijo Larra por el estupendo carpinterillo, D. Juan Eugenio Hartzembusch, que de un día a otro hizo representar en Madrid Los amantes de Teruel; guardando la inmensurable distancia, por supuesto.

Es nuestra voluntad, como dicen los testadores, detenernos un poco hablando de aquellos versos, que le proporcionaron a D. Antonio algunas honrosas amistades, no pocos aplausos y hasta alguna molestia que ya contaremos.

El primer viaje suyo al Tequendama fue un encanto. Estaba interno en la Candelaria, y un sábado de diciembre de 1878 se fueron "a ver el Salto" J. de D. Uribe (que luego había de describirlo maravillosamente), Antonio María Restrepo Cadavid, Pedro Pablo Mejía, Vicente Villegas y Lisandro Villa, con el susodicho D. Antonio. El viaje se hacía en el caballo de San Francisco, enjaezado con unas sólidas alpargatas. Por todo fondo para los gastos contábamos con 18 reales, o sea, $1.80 de la nomenclatura actual. Ninguno de los paseantes conocía el camino, pero sí el refrán que reza: "preguntando se va a Roma", y emprendimos marcha más alegres que una bandada de pericos. En Los Alisos (que pronto iban a ser célebres por un horrendo asesinato), encontramos unas yeguas paciendo en todo el camino. Eran de coger a mano y se la fuimos echando sin respeto a la propiedad. Juancho, que era un gran lector de los Evangelios, nos animaba con el ejemplo del Divino Maestro: quien, para su entrada en Jerusalén, ordenó a sus discípulos que le aparejasen una burra ajena que a esas horas comía o dormitaba

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República debajo de una higuera. D. Antonio autorizó el uso de cosa de otro, sin urgencia de hambre o necesidad mayor, recordando a sus amigos que constaba, en letras de molde, el hecho de que D. José Zorrilla, el que hizo "lamentar" al cadáver de Larra, se había venido a decir ese disparate al cementerio de la coronada Villa, desde Valladolid, también, montado en una yegua ajena. En las afueras de Soacha soltamos nuestras caballerías y seguimos al pie de la letra la polvorienta ruta hasta Canoas, donde pernoctamos; lamentando no haberle podido preguntar a la ventera de la chichería, única puerta abierta en aquel caserón, como Quevedo a los cultos de su tiempo: "¿Hay dónde pernoctar palestra armada?".

Los realejos finaron allí en una frugalísima merienda y quedaba pavoroso, ante aquellos estudiantes, desguarnecidos hasta estar mondos y lirondos, el problema de la dormida en aquel rincón de la Sabana, recostado a unos cerros pelados, guarida de los Mochuelos, donde el frío helaba la chicha aun ya ingurgitada. La ventera nos había notificado que, en cerrando la noche, cerraría ella la puerta, echando afuera a todos los parroquianos, para irse a coger su junco quién sabe dónde y con quién según el sabio decir de los indios en casos tales: "¡Al junco y... juntos!".

Afortunadamente, porque la fortuna ayuda a los friolentos, estaban entre los oyentes y cenadores, pues se charlaba y se comía, unos dos artesanitos de Bogotá que le destajaban unas obras a D. Pepe Urdaneta, dueño ausente de aquel tambo incaico y su manimuerta hacienda inmensísima. Las obras eran de carpintería, como las tan celebradas de D. Vicente Montero, y en la carpintería hallaríamos montones de viruta, que desafiaban con su acolchonado calentucho los mismos hielos del Spitzberg. Tomada la del estribo, a la salud de Morfeo, seguimos a nuestros compasivos huéspedes a su albergue ocasional, oloroso a cedro y laurel, con no poco de colapiscis y pecueca. Al otro día emprendimos la jornada, rompiendo la aurora los primeros celajes, y estuvimos al frente de la gran catarata antes que las nieblas por ella misma levantadas con el sol, nos la ocultaran. Allí compuso D. Antonio las dos primeras estrofas del poema, como lo cuenta Juan, y la última, que fue variada un poco, tiempo después:

Déjame ver tus ondas, Tequendama, Que el viento en el espacio desparrama, Cual nítido vellón; Déjame colocar en tu corriente, No la corona que soñó mi mente, !Mi propio corazón! Cansado llego a tu silvestre orilla, En la que apenas el primero brilla Rayo del almo sol; Leve gasa de plata, como un velo, Del fondo de tu abismo sube al cielo Con tintes de arrebol... !Adiós, vertiginosa catarata! Cuando se acabe para mí la grata

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Ilusión de amar más, que es ya morir, A ti vendré, y en tu fulgente espira Mi mano inerte arrojará mi lira Con tus férvidas ondas a gemir...!

Hallado ya el molde de la estrofa y la entonación, que es para el poeta, suponemos, como lo que llaman los músicos la embocadura, en algunas noches de trabajo ulterior quedaron a punto de echarlas a volar, las sextinas estilo nuñista del ferviente admirador del cisne curazoleño; pero con una diferencia esencial: que D. Antonio no ha dudado jamás de nada y ha sido siempre afirmativo, en bien o en mal, de lo que, en todo momento, ha creído en conciencia que es la verdad. Nada de hibridar el sí y el no para llegar al qué sé yo, cual decía de Núñez D. Felipe Pérez en El Diario de Cundinamarca. Así es que, luego de una corta descripción de la portentosa maravilla, D. Antonio se lanzó en disquisiciones filosóficas, de esas que a las almas que no son muy del puro barro paradisíaco, sugieren espontáneamente las bellezas extraordinarias de la naturaleza:

¿Es consciente la fuerza que te empuja? ¿Lleva vida en su seno la burbuja Que a tu fondo cayó? ¿No es el mundo un autómata que gime Bajo una ley eterna que le oprime? ¿Es esa ley un Dios?... !Tinieblas y mudez! En la penumbra De la conciencia humana sólo alumbra La luz de la razón... Hoy no existen ni sílfides ni ondinas, Ni náyades ni faunos; argentinas Voces no suenan ya En la concha de nácar de los mares: El ángel de la noche en los palmares No ha vuelto a suspirar... Rompió su carro el sol: hoy pobre estrella, Con manchas en la faz, aunque muy bella, Cruza la inmensidad... Callaron las sirenas y tritones, El error y la fe, las ilusiones, !Y aun los Dioses... se van!

Cuando ya la oda estuvo leída y releída a los amigos y que todos la hallaron digna de la estampa (porque, en realidad, de ésta no se puede decir, sin faltar a la verdad, lo que D. Rafael de Arvelo, chusquísimo poeta venezolano, dijo de otra que les recitó en un banquete D. José Heriberto García de Quevedo, al volver de España: "—¡Eso es galerón, no oda!"); cuando ya le sabía a cacho al mismo autor, se la llevó al Dr. Narciso González Lineros, para que saliera en La Reforma, donde D. Antonio era colaborador adventicio. Por primera vez se agotó la edición de aquel periódico ramplonísimo aunque su redactor en jefe era un escritor de fuste,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pero pesadote, y Desarmando Alcázar (como llamó Pacho Carrasquilla al hermano de Armando, que publicaba allí muchas tonterías) le quitaba con sus garabatos lo que el director pudiera darle con sus editoriales sesudos.

Sobre la marcha recibió D. Antonio carta enojadísima de Adriano Páez, a quien no tenía el honor de conocer, en que lo regañaba por haber publicado tal poesía en un diario político, teniendo él su revista La Patria, que ponía enteramente a su disposición; como en efecto siguió luego el regañado colaborando en la revista de Adriano, cuya amistad le fue grato cultivar hasta la muerte de aquel poeta, escritor y hombre excelente. Pero lo que más sorprendió al autor de los versos tan alabados, sin duda por la inagotable benevolencia bogotana, fue la visita que por entonces recibió en su propio cuarto (pues ya no estaba interno), del renombrado poeta D. Rafael Pombo, quien iba a reconvenirle también, aunque por diferente motivo.

D. Antonio vivía en la casa hoy contigua al teatro Municipal, hacia el norte, donde tenía hospedaje la señora Maldonado viuda de del Río, con unos comensales muy escogidos, como D. Francisco Antonio Uribe, el rubio Espriella, magistrado de la Corte Suprema, D. Emiliano Isaza, D. Rufino Gutiérrez y demás hijos del gran poeta D. Gregorio, etc. Allí tocó a la puerta del cuarto el famoso autor de la Hora de tinieblas, la Noche de diciembre, Edda, etc., etc. Ya el visitado conocía de vista al visitante, más de lo que éste pudiera imaginárselo, pues en sus andanzas estudiantiles por los vericuetos de la capital solía caer, con su amigo del alma Juan de Dios, a un tenducho que a obscuras tenía abierto, a boca de oración, un tipo rarísimo de prendero, un tal Isaza, que les daba un duro justo, con plazo al fin del mes, por el Libro de los oradores de Timón, que D. Antonio desempeñaba puntualmente, por la grande estimación en que tenía a su obra de lectura predilecta.

Algunos hallarán muy mal hecho esto de empeñar los libros un estudiante, que tenía cuenta abierta en casa de sus acudientes; pero así es el mundo: a la hora que se necesitaba el peso, no estaban allí los acudientes, ni el acudido quería, para con ellos, sentar plaza de informal y malbaratado, yendo a cada nada a pedir miserias a caballeros tan respetables como los hermanos D. Antonio José y D. Mariano de Toro, titiribiseños ambos, parientes lejanos y gente de pro. Además, no está lo malo en empeñar alguna vez, sino en no desempeñar nunca y ser un calandrajo, tramposo y petardista, feos defectos que jamás empecieron al puntual pagador y correcto D. Antonio. En fin, los malos ejemplos abundan y el hombre es más frágil que las mujeres, diga Shakespeare lo que quiera.

En Madrid de España estaba un día D. Antonio, tiempos después, comprando unos muebles antiguos y vio un sillón majestuoso, parado en patas de león y con corona regia en lo alto del espaldar; y habiéndole preguntado al vendedor por el precio de ese mueble, le contestó que no se lo podía vender todavía, porque era del Infante su tocayo, quien se lo tenía dado en empeño y, lejos de pagar y rescatar su alhaja, venía los más días por algunas pesetas más... D. Antonio, el que no era, pero sí había sido infante hasta en lo de acudir a la peña, apenas

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República podía dar crédito a lo que oyó cuando por otra puerta entró un caballero "flaco, pálido y magro, que al arrimo de la esquina del frente había estado acechando" (Jovellanos) el momento de colarse sin ser visto al mesón de la ofensa en que estábamos. El mueblero que columbró a su deudor, corrió a él con grandes reverencias y cuchichearon en un rincón algunas palabras, que remataron en que le diera otras pesetas al serenísimo señor. No sólo se empeña, se vende hasta lo que no está escrito, hasta lo que se pone por las leyes fuera del comercio humano: Todo se vende este día, Todo el dinero lo iguala; La Corte vende su gala, La guerra su valentía, Y hasta la sabiduría Vende la universidad... ¡verdad! (Góngora).

Ello es que en la inmunda pocilga de aquel prendero Isaza, detrás del capitolio, habían conocido D. Juan y D. Antonio al serenísimo D. Rafael Pombo, que se acurrucaba en aquel mostrador infecto a esperar indias borrachas para requebrarlas de amores. ¡Estas son las sublimidades de la lírica cleri- conservadora en este valle de lágrimas!

Cómodamente arrellanado en el sillón que D. Antonio le ofreció (que no era por cierto ni prójimo del de su homónimo de la Real casa española), el señor Pombo se deshizo en elogios a su visitado y sus versos Al Tequendama, que había visto publicados y que al punto se había propuesto visitar al autor para sugerirle una modificación a ese poema, que valía la pena de continuarlo y acabarlo como tan felizmente se había comenzado; es decir, echar noramala las filosofías en que se había extraviado el poeta y proseguir el poema descriptivo empezado; que... y siguió una larga y sabrosa parla sobre la poesía verdaderamente americana que todos debíamos cultivar, respetando eso sí los fueros de la lengua de Castilla; que era una chifladura de los liberales el pretender desligarse de España hasta en cuestiones de ortografía y gramática; que D. Antonio, entre cien jóvenes de porvenir literario, debía reaccionar en ese sentido: que sin lenguaje poético y castizo, vehículo digno de "sanas" ideas, no se podía producir nada duradero y que llevara el nombre de los distintos autores, en los distintos países, a la universidad de todos ellos, etc., etc.

D. Antonio le manifestó muy respetuosamente, que no se hallaba dispuesto a modificar su composición, ya conocida en la forma prístina que su inspiración le había dado, y que él creía, además, que se debía aprovechar la dicción y normas poéticas precisamente para cantar y propagar las sanas ideas, cuales lo eran las de su oda en cuestión; que él había desde muy joven puesto especial cuidado en el estudio de la lengua patria y la Gramática de Bello no le faltaba nunca al alcance de la mano; que estaba al tanto de las ideas y polémicas americanistas del mismo Bello, de Sarmiento, de Juan María Gutiérrez y otros, que reputaban nocivas nuestras relaciones con España hasta en lo tocante al lenguaje, pues la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República llamada madre patria era un país muy atrasado, retrógrado, abrumado de preocupaciones y supersticiones, cuya influencia era deletérea para las jóvenes nacionalidades de América, como lo había expuesto tan magistralmente el Dr. Murillo en su célebre carta a Vergara y Vergara, cuando regresó éste de Madrid, deslumbrado, a fundar la Academia de la Lengua aquí, etc., etc.

D. Rafael Pombo y el D. Antonio quedaron amigazos y se trataron un poco hasta que llegaron los conservadores al poder. Pero cuando la suerte los vino a ver, cual se dice por las inesperadas ocurrencias fortunosas, todos ellos cambiaron de actitud para con los liberales, como para que se les hiciera menos bochornosa su función de ejecutores sumisos de las venganzas ajenas y al comenzar a satisfacer las que por su cuenta tenían reprimidas "y en un rincón de la memoria echadas". Entonces el Pombillo se puso insoportable: centralista furibundo fundó una hoja de col para atacar la Federación y el liberalismo; azuzador de toda fechoría, adulador de todo el que mandara, de Núñez, de Payán, del diablo y del demonio, este gran poeta, humanamente, no valía la cuerda con que lo ahorcaran...

El estudiantillo, pues, que figura en estas sombras chinescas y que usa de vez en cuando la pluralidad ficticia para darle variedad al relato, evitando el pretencioso yo, no era por aquellos días todo un pintado en la pared. Tenía autoridad y cariño entre la gran falange universitaria, y al lanzar, en nombre de ella, la candidatura de D. Rafael para la presidencia de la república, se tiró la plancha más monumental, y de la mayor buena fe del mundo, que vieron los pasados y esperan ver los venideros tiempos. "¡Ah, Fortuna, niño en cuna, viejo en cuna, qué Fortuna!", como dizque cantaba D. Francisco de Carvajal, yendo camino de la horca, montado en un burro, con la cara para atrás, afrentoso predicamento a que lo condujo su adhesión a un Pizarro que valía menos que Núñez...

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 151, Bogotá, 1º de agosto de 1973, pp. 6-13.

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Félix Restrepo

Nos complace sobremanera reproducir en esta entrega de Noticias Culturales la autobiografía del sacerdote Félix Restrepo, jesuita virtuoso y esclarecido, maestro consagrado de juventudes, artífice y cultor de la lengua castellana, Rector Magnífico de la Universidad Javeriana, Director ilustre de la Academia Colombiana y animador constante y entusiasta del Instituto Caro y Cuervo.

El P. Félix Restrepo, dotado de singular talento y extraordinario don de gentes, sobresalió a lo largo de su vida como humanista, filólogo, helenista, expositor, letrado y escritor de muy fecunda pluma. Se distinguió así mismo por su intensa actividad pedagógica, periodística y académica.

Muy poco, casi nada, habremos de agregar a las prolijas páginas autobiográficas del P. Félix, precedidas por una breve introducción del P. Carlos Ortiz Restrepo, que hemos tomado de la Revista Javeriana (Bogotá, núm. 321, enero-febrero de 1966).

De su maravillosa creación intelectual nos da cuenta suficiente la Bibliografía del R. P. Félix Restrepo S. I. elaborada por el historiador lituano Dr. Antanas Kimsa y publicada en el Boletín del Instituto Caro y Cuervo (tomo V, 1949, págs. 478-548). A continuación de dicho ensayo bibliográfico y con el título Explicación necesaria, el P. Félix, como se le llamaba con trato respetuoso y familiar, nos dio a conocer algunos rasgos de su propia vida. En este escrito refiere lo siguiente:

"Cuando en 1940 el entonces ministro de Educación Nacional, Dr. Jorge Eliécer Gaitán, fundó el Ateneo Nacional de Altos Estudios, me encargó a mí la sección de Filología, que debía tomar a su cargo, entre otras tareas, la continuación del Diccionario de construcción y régimen de don Rufino J. Cuervo."

Desde aquel año hasta julio de 1948 el P. Félix estuvo vinculado, como Director, al Instituto Caro y Cuervo, donde llevó a cabo una labor científica digna de todo encomio. Luego, mediante Decreto número 3507 (octubre 9 de 1948) el Gobierno Nacional lo designó Presidente Honorario de este mismo Instituto. Fue director de la Academia Colombiana de la Lengua desde 1955 hasta el día de su fallecimiento. Fue, además, miembro de número, correspondiente y honorario de muchas academias e instituciones culturales de Colombia y del exterior. El 13 de octubre de 1965 la Universidad de Antioquia le confirió solemnemente el doctorado honoris causa en ciencias de la educación.

Con motivo de su muerte, ocurrida el 16 de diciembre de 1965, este Instituto dedicó el número 61 de estas Noticias Culturales (febrero 1º de 1966) a honrar la memoria de tan eminente jesuita. Para dicho boletín el investigador Rubén Páez Patiño escribió el ensayo biográfico Félix Restrepo: humanista colombiano del siglo XX.

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Confidencias autobiográficas

Introducción

Corría el año de 1911. Terminados mis dos años de probación en el noviciado que entonces tenían los jesuitas en Chapinero, comenzaba yo mis estudios de humanidades: literatura, mucho latín, griego y algo de hebreo.

Por esa época llegó a Chapinero el P. Félix, 24 años, acababa de terminar sus estudios de humanidades y de filosofía en Oña (España), y en Falkenburg (Holanda) le había precedido la fama de hombre estudioso, inteligente y erudito; acababa de escribir en asocio del P. Eusebio Hernández la Llave del griego, colección de trozos clásicos, comentario semántico, etimología y sintaxis, y El alma de las palabras.

Nosotros esperábamos el primero de estos dos libros con verdadera ansia, como "la llave" que iba a abrirnos el encantado palacio de la lengua griega, llena de los tesoros literarios de Airstóteles, Platón, Demóstenes y Homero, y, en general, de la sabiduría de Grecia, maestra del mundo occidental.

El P. Félix alcanzó a dictar algunas clases llenas de erudición y de belleza, pero luego se enfermó y, por orden de los médicos, fue trasladado al Colegio de San Pedro Claver de Bucaramanga.

Más adelante, el año de 1916, nos reunimos de nuevo en Oña. El estudiaba teología y yo hacía mi curso de filosofía escolástica.

Los profesores decían que el P. Félix, en su curso, era "Longe Princeps" (el mejor con mucho). En las disputas públicas, a las que entonces se daba una solemnidad y una importancia muy grandes, lo vimos defender las tesis impugnadas con erudición e ingenio, mezclados de cierta gracia familiar y afable, que fue siempre una de las características de su bello carácter.

En 1929 acompañé al P. Félix en un viaje por Alemania y por Francia con el objeto de conseguir material pedagógico para nuestros colegios de Colombia.

Desde que volví a la patria en 1930, terminados mis estudios, tuve la fortuna de trabajar constantemente, hombro a hombro, con el P. Félix. ¡Juntos trabajamos, juntos luchamos, juntos sufrimos y gozamos tanto!

¡Unas veces fue él mi superior, otras fui yo el suyo, sin que estos cambios de jerarquía hubieran modificado en lo más mínimo nuestras relaciones, más que de amigos, de hermanos íntimos!

A fines del año de 1964, viendo yo que la salud del Padre Félix era cada vez más precaria, concebí la idea de que me narrara, en conversación familiar, algo de sus memorias. El día 21 de septiembre, por la tarde, me fui resueltamente para San

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Bartolomé (La Merced), donde se hospedaba el Padre, llevando conmigo un aparato magnetofónico con su cinta y le supliqué que dedicara algunos ratos a narrarme algo de su vida.

Por entonces tenía el Padre excesivo trabajo con la dirección de la Academia, con la construcción del edificio de ésta y con la tarea de allegar fondos para esa obra a la que dedicó todo su cariño y no se sentía con ánimo de cargarse de nuevas ocupaciones, pero mi impertinencia y el gran cariño con que me honraba vencieron su resistencia y comenzó a dictar.

Esta es, brevemente, la historia de estos apuntes que hoy publica la Revista Javeriana, como un justo homenaje a su fundador, que la dirigió durante ocho años, y a quien la miró hasta el último momento con inmenso cariño.

El P. Félix nunca pensó que estos apuntes se habrían de publicar. No fueron dictados con la ambición de ser una obra literaria, son simples confidencias de hermano a hermano. Pero he creído que los muchos discípulos, amigos y admiradores del P. Félix leerán con gusto estas amenas charlas cargadas de recuerdos; por eso las entrego hoy a la publicidad.

Memorias

Bueno, mi querido Padre Ortiz: voy a darle gusto y a dictarle a este indiscreto aparato los datos de que me acuerde de la vida pasada. Son ideas de V. R., que yo respeto, y como no le puedo decir que no a nada...

S. R. me dijo que le dictara, primero un brevísimo resumen y después una ampliación. Entonces... Yo nací en 1887 (Medellín, marzo 23). Fueron mis hermanos Ana María, José Salvador, María Dolores, Bernardo, María Rosa, Margarita, y los sutes fuimos yo y Merceditas; va el burro adelante para respetar el orden cronológico.

Yo tenía menos de un año cuando mi padre, que vivía en Bogotá porque el presidente Miguel Antonio Caro lo había nombrado Consejero de Estado, resolvió pasar su familia a esta capital; de manera que resulté más bogotano que antioqueño.

Al año de estar nosotros en Bogotá, nació Merceditas, que ésa sí es pura bogotana, y medio año después murió mi madre; murió de lo que no se muere hoy nadie. Murió de un tifo, así como mi padre murió de una pulmonía. Ella era muy joven, creo que no tenía sino 32 o 33 años; y de los 8 hijos que quedamos, cuatro éramos menores de ocho años. De manera que era un verdadero problema para mi padre. Pero la providencia fue para nosotros la comunidad de las Hermanas de la Presentación. Ellas habían llegado a Colombia unos quince años antes y en la comunidad había entrado una prima hermana de mi padre que se llamaba Margarita Restrepo y en religión se llamó Hermana Genoveva, que era muy buena

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República institutora. La conocí todo el tiempo de mi infancia como maestra de las clases superiores del viejo Colegio del Centro de las Hermanas de la Presentación.

Probablemente por insinuación de ella, la Superiora de las Hermanas, que era una mujer de gran corazón, la Madre Gertrudis, nos recibió a todos, se puede decir, allá en su Colegio. Solamente Bernardo estuvo en varios colegios y no sé propiamente con quién vivía; pero nos dieron un apartamento del Colegio del Centro y allí vivíamos los pequeños. Mi hermana, la mayor, entró muy pronto a la comunidad de las Hermanas y se llamó Teresa de Jesús.

José Salvador —también de él me olvidaba decir que había quedado en el Colegio de San Bartolomé— entró pronto en el noviciado de los jesuitas.

Bernardo resultó un poco travieso, un poco rebelde. Me acuerdo que estuvo en el Colegio de San Bartolomé un tiempo, otro en el colegio de los Hermanos Cristianos, otro tiempo en el Seminario, pero en ninguna parte cuajaba. Cuando estalló la guerra civil, él se metió con las tropas del Gobierno y fue a morir tristemente en Villeta, ni siquiera en acción de guerra sino en una de tantas epidemias de los ejércitos.

Mis hermanas María Rosa y Margarita estudiaban internas con las Hermanas en el Colegio del Centro. Merceditas fue creciendo allá también y yo ingresé a la escuela de la Hermana Himelda. Propiamente esos primeros años de mi vida son para mí muy borrosos. Yo no me acuerdo cuándo aprendí a leer. Sé, porque me lo han contado, que desde que yo tenía cinco años ayudaba a misa y me acuerdo perfectamente cuando estaba aprendiendo las oraciones de contestar en la misa en un catecismo de Astete.

Estuve, pues, varios años en la escuela de la Hermana Himelda. Cuando cumplí 10, pasé al nuevo terreno que las Hermanas habían comprado en San Façón. Habían comprado allí un terreno para hacer su noviciado y un nuevo colegio. Allá había una pequeña comunidad de Hermanas que vigilaban esas obras y yo fui el primer acólito de esa comunidad de las hermanas. Estuve cuatro años en San Façón. Cuando yo tenía 14, se trasladó de Bucaramanga a Medellín un tío nuestro, Ramón Mejía, el padre de la Madre Clara Amelia, abuelo del Padre Hernán Mejía, y, al pasar por Bogotá, resolvió llevarnos a los pequeños para Medellín. Nuestro tutor era Enrique Mejía, hermano de él, padre de los Padres Germán y José Mejía. Fuimos, pues, a Medellín en 1901. Me internaron a mí en el Colegio de San Ignacio. Allí estuve dos años. Es curioso que yo iba contento porque notaba ciertos deseos de que yo entrara al Seminario; yo le tenía miedo al Seminario, entonces vi la puerta abierta para librarme. ¿Pero quién iba a decir? A los dos años y medio de estar en el Colegio de San Ignacio de Medellín, me entró la vocación de jesuita y me volví de Medellín a Bogotá y entré al noviciado en el año de 1903, el 16 de julio.

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Estudié en el noviciado algo de gramática, hice un año de latín, después me mandaron a España a estudiar la retórica. Ese viaje lo hice con el Padre Jesús Fernández, que iba entonces a estudiar teología, y con otros Padres.

Hice la retórica en Burgos: dos años; dos años de filosofía en Oña; para el tercer año de filosofía me enviaron a Valienburg, al colegio que allá tenían los Padres alemanes, y acabada la filosofía, había acabado mi hermano Salvador la teología ya ordenado, y le habían autorizado o encargado que recorriera unas ciudades de Alemania, de Europa en general, para enterarse de los movimientos sociales, porque ya para ese entonces empezaba la inquietud social en Colombia.

Como mi hermano no sabía alemán y yo lo sabía muy bien, fui de intérprete de él; estuvimos varios meses en gira por los países de Europa Central, volvimos a España y nos embarcamos de nuevo para Colombia. Me acuerdo que las navidades de ese año las pasamos en el pueblo de Nare, en el río Magdalena.

Empecé el magisterio en la casa de Chapinero, en donde después del noviciado seguían los estudios de humanidades y retórica, como profesor de retórica. Fueron mis discípulos entonces el Padre Eduardo Ospina, el Padre Forero Luis, el Padre Troconis y algunos otros, pero me enfermé algo de los riñones, cosa a la que hoy no le darían importancia ninguna. En aquel tiempo la medicina era tan primitiva, que el médico dijo que no había más remedio sino que me mandaran a tierra caliente. Entonces me enviaron a Bucaramanga, sin poder montar a caballo, de manera que tuve que ir bajando en ferrocarril hasta Girardot, después la navegación por el Alto Magdalena, después a La Dorada, siguiendo otra vez en barco hasta Bocas del Rosario y allí estuve ocho días esperando a un compañero que había de venir de Barranquilla y por fin no llegó, un hermano coadjutor. Entonces me fui solo, en una canoa, con tres negros, por el río Lebrija arriba hasta Puerto Santos y de allí en dos días a caballo subí a Bucaramanga; en Bucaramanga mejoré completamente de salud, trabajé cuatro años largos y en 1916 pude ir a teología. Me habían mandado el año anterior, pero como no había suplente yo no me atreví a dejar a los Padres solos, los pocos Padres que había en Bucaramanga. Entonces no había ni siquiera Prefecto en el Colegio, yo era el único maestro que les estaba ayudando. Llegué, pues, a Oña de nuevo en 1916, hice mis cuatro años de teología, me ordené y fui a hacer la tercera probación a la casa de Exaeten en Holanda, también con los Padres alemanes. Acabada la tercera probación, me había destinado el Padre General para colaborador de la revista Razón y Fe con intención, sobre todo, de que escribiera sobre asuntos de educación.

Entonces fui a hacer una carrera de Ciencias de la Educación en las Universidades de Munich y de Colonia. Allí me dieron muchas facilidades porque me reconocieron todos los estudios que había hecho en la Compañía; de tal manera que, a los dos años, ya pude sacar el grado y volver a España, donde estuve hasta el año de 1926 trabajando en la revista Razón y Fe. Ese año, en las vacaciones, aquí en Bogotá habían presentado un proyecto de ley para reorganizar toda la enseñanza, y para eso habían traído una misión pedagógica

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República alemana. Como yo acababa de hacer esa carrera en Alemania, les pareció que podía ayudar algo y me enviaron por petición del Padre Provincial de Colombia, que era el Padre Jesús Fernández, a pasar las vacaciones aquí, enteramente provisional; yo me vine con un equipo de vacaciones. En esos días el Señor Nuncio, que era el Señor Giobbe, organizó un congreso de juventud católica y me lo encargaron a mí. Salió bien el congreso y el Nuncio le dijo al Padre Provincial que eso no se podía dejar así, como un acto aislado, que había que seguirlo en la organización de la juventud católica. El Padre Provincial le dijo que él no tenía una persona para dedicar a ese oficio. El Nuncio le contestó: "ahí está el Padre Félix". Dijo el Padre Provincial: "él no pertenece a esta Provincia; él está aquí de paso; pertenece a una Provincia de España, destinado allá por nuestro Padre General". Entonces el Nuncio dijo: "De eso me encargo yo". Escribió el Nuncio al Padre General y no a vuelta de correo sino por cable llegó la respuesta del Padre General: "Quédese, Padre Félix". De manera que la venida provisional se convirtió en definitiva. El Padre Provincial me hizo socio en esos años.

En el año 29 me envió de nuevo a Europa; primero porque el Padre General había ordenado que de cada Provincia fuera algún Padre a la beatificación del Padre La Colombiére, y segundo, por varios asuntos urgentes que el Padre Provincial tenía que despachar allá en Europa. Entre otras cosas me encargó que consiguiera, en las principales casas productoras de material de enseñanza, elementos para todos los colegios de Colombia. V. R. estaba estudiando entonces en la Universidad de Friburgo (Suiza) y me acuerdo que S. R. tuvo la bondad de acompañarme y que juntos hicimos esa gira consiguiendo muy buenos elementos de su clase para la enseñanza en los colegios nuestros.

Volví a Colombia: al poco tiempo me hicieron Superior de la Casa de los Filósofos, que en ese entonces funcionaba en La Merced. Pero un año antes, siendo yo Socio del Provincial, él resolvió que se abrieran de nuevo las clases de derecho, a las cuales el Colegio de San Bartolomé podía aspirar porque una ley autorizaba al Colegio para abrirlas. A mí me tocó toda la propaganda y la matrícula de los primeros estudiantes de derecho y cuando ya se abrió el curso, al Padre Jesús Fernández lo hicieron Rector y a mí me hicieron superior del filosofado; no sé si el Padre Jesús Fernández no fue entonces rector del colegio, sino solamente decano de la Facultad de Derecho en esos dos primeros años: 31 y 32.

En las vacaciones del año 31 también recordará V. R. cómo pasamos el filosofado de aquí de la casa de La Merced a la casa de Santa Rosa que estaba sin terminar; estaba casi en los planos, como dicen, con una gran incomodidad y todo el año anterior habíamos estado S. R. y yo yendo mensualmente a visitar la obra para activarla y el viajecito a Santa Rosa nos costaba el día entero porque había que ir en el Ferrocarril del Nordeste, que según decían tenía tres velocidades: una despacio, otra más despacio y la tercera para atrás. En fin, nos pasamos a Santa Rosa.

Tanto en las vacaciones de 1930 como en las de 1931 estuvimos en San Claver con los filósofos; entre ellos había gente muy importante como el Padre Emilio

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Arango, el Padre Quintana, etc., y cuando estaba acabando mi segundo año, que era el primero que pasaba en Santa Rosa, o sea, en el mes de octubre, recibí una carta del Padre Provincial en la que me llamaba con urgencia para que me quedara yo de Decano de la Facultad de Derecho, porque al Padre Jesús Fernández lo hacían Rector del Colegio de San Bartolomé. Volví, pues, a Bogotá y me encargué de esa Facultad desde entonces. Estaban los alumnos fundadores en segundo año y estaba la cosa revuelta porque había unos dos o tres elementos muy revoltosos que estaban pensando en sabotear la universidad de tal manera que al año siguiente no se pudiera abrir. Logré enderezarla despachando a algunos de esos elementos más revoltosos y pasé en la Universidad Javeriana 18 años; se puede decir, los mejores de mi vida. Los nueve primeros como Decano de la Facultad.

El Rector era al principio el Padre Jesús Fernández, después el Padre Alberto Moreno, me parece que después fue V. R., y después otros nueve años ya como Rector, cuando se terminó de hacer este nuevo edificio del nuevo San Bartolomé, que se debe íntegro a V. R. Entonces conseguimos que el Gobierno, que nos había quitado el edificio del viejo San Bartolomé, por medio de una ley que destinaba ese edificio a otra cosa, nos dejara el patio principal y allí funcionó la Universidad, lo poco que había entonces de Universidad; entonces, ya separada la comunidad de la Universidad, del Colegio de San Bartolomé porque el Colegio se vino para acá, el Colegio antiguo quedó desocupado. No se sabía qué iba a hacer el Gobierno con él. Después se supo que por mediación de don Tomás Rueda Vargas, el Gobierno persistía en que ése debía seguir siendo Colegio de San Bartolomé y con ese fin lo mejoraron mucho, pero ya no tenía nada que ver con nosotros. En todo caso, el Presidente nos dejó que pasáramos un año, o un tiempo, no nos puso límites, mientras conseguíamos a dónde pasar la Universidad. Eso tenemos que reconocérselo a Eduardo Santos, que en ese momento hubiera podido matar la Universidad, porque S. R. recordará cómo estuvimos S. R. y yo recorriendo toda la ciudad de arriba a abajo buscando una casa donde cupieran los alumnos que entonces teníamos, y en ninguna parte cabían. Ya había crecido mucho esa Universidad, aunque no tenía más que la Facultad de Derecho y una Facultad de Filosofía y Letras. Para entonces, sin embargo, la Santa Sede le había otorgado el título de Pontificia y le había añadido las Facultades Eclesiásticas que funcionan en Chapinero. Nos quedamos, pues, allí, hasta que, más tarde, se pudo hacer parte del edificio nuevo de la calle 40. Pero ya no me tocó a mí.

Después de cumplir nueve años como Rector, el Padre Aristizábal, que era Provincial, me dijo que podía yo ir a descansar o que qué me provocaba hacer en esos días. Yo le dije: Padre, le agradecería mucho que me diera tiempo para aprender de nuevo a leer y a escribir, porque en todo el trajín y lucha de la fundación de la Universidad Javeriana yo no había vuelto a escribir una palabra. El se rió, me envió a Medellín y me estuve un año. Volví el año siguiente a Bogotá, que fue el año 50; 51 ya. En el año 50, a fines del año, el presidente Ospina Pérez resolvió enviar, con motivo del año santo, una embajada a Roma para saludar y felicitar al Santo Padre y en esa embajada tuvo la bondad de incluirme a mí; de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República modo que hice un nuevo viajecito a Roma en el cual me atendió el Padre Juan María el Viejo que estaba entonces allá.

Para entonces ya estaba un poco delicado de salud, porque en los últimos años de mi rectorado se me había subido un poco la tensión arterial; como el trabajo era intenso, a veces me molestaba mucho esa tensión alta.

En el año 51 organizó el presidente de México, Miguel Alemán, un congreso de academias. Ya entonces era el subdirector de la Academia Colombiana y me eligieron a mí con otros para ir a tomar parte en ese congreso. Mejor dicho, en ese primer congreso Miguel Alemán no puso límite alguno. Que fueran todos los que quisieran ir; pero coincidió la reunión de ese congreso con que el Padre General le escribió a nuestro Padre Provincial que me enviara a mí a México para que les ayudara a los Padres Mexicanos en la fundación de una Universidad Católica en que estaban empeñados. Ellos tenían un centro que llamaban Centro Cultural y eran estudios de letras, estudios de arte que no era ninguna carrera especial sino estudios de ampliación para muchachos y muchachas que no querían por cualquier motivo entrar en la Universidad o no podían. Yo fui y estuve un año ayudando en esta tarea y sin embargo fue casi inútil mi trabajo porque yo pensaba que era lo mejor que esa Universidad nuestra se organizara independiente de la Universidad, dijéramos aquí oficial, allá la llaman Universidad Autónoma. Pero es lo que nosotros entendemos por Universidad oficial. Pero los Padres no estaban conformes, los Padres tenían miedo, no habían salido todavía del complejo que les había dejado la persecución mexicana e insistían en que debíamos ser nada más que un apéndice de la Universidad oficial, es decir, de la Universidad Autónoma. Bueno, también enfermé bastante en México y me di cuenta de que para la fundación de la Universidad no había elementos. El Centro Cultural había estado funcionando en una casa de una señora que la había dejado prestada sin cobrar ningún arriendo, por cierto en un barrio muy malo de México, y ese año la señora dijo que necesitaba la casa porque la iba a vender y había que entregársela.

La Provincia no tenía ningún fondo especial para la Universidad ni nosotros sabíamos cómo valernos. Por fin conseguí que un buen amigo de la Compañía le prestara al Centro Cultural una parte de un gran colegio que él tenía y en esa parte estuvo funcionando los meses que estuve yo al frente del Centro Cultural.

Había, eso sí, una sección que era la de química, bien organizada, que funcionaba en una casa aparte. Pero el Padre que estaba al frente de esa sección no quería pertenecer a lo que había de ser la Universidad futura y era actualmente el Centro Cultural. De manera que no podía hacer nada. En vista de eso, el Padre General me autorizó para volver a Colombia. Pero yo me había enfermado bastante, en esos meses de México, de la tensión arterial. Cuando compré el pasaje para volver a Bogotá, resolví hacerme ver de un médico por si había algún peligro en el vuelo. Efectivamente, un especialista del Instituto Nacional de Cardiología, que como se sabe es uno de los mejores del mundo, un Dr. Galant, me vio y me dijo: Padre, esta misma tarde tiene que ir a internarse en el Instituto. Allá le tengo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República preparada su pieza. Y me hizo ir, en vez del aeropuerto, al hospital; y allá me tuvieron interno cuatro meses. Dos meses en que no me dejaron mover de la cama. Al mes siguiente ya me dejaban bajar de la cama a una silla, y al último mes me dejaban dar vueltas por el Hospital. Lo que entonces tuve fue lo que los médicos llaman isquemía, o mala circulación en el corazón.

Afortunadamente yo pertenecí también, todo ese tiempo, a una comisión que había nombrado el presidente, mejor dicho el Congreso de Academias de la Lengua Española, para ejecutar lo acordado por el Congreso. Esa comisión la formábamos nueve académicos aunque nunca se reunieron más de seis y todos teníamos un sueldo bastante bueno que pagaba el gobierno mexicano, de modo que, gracias a eso, yo no fui gravoso a nadie en México. Y pude inclusive pagar los gastos del hospital en pieza económica, la pensión más económica del mismo hospital o Instituto de Cardiología.

Cuando ya me repuse y me dieron de alta en el hospital, el Padre Juan Álvarez, que estaba entonces allí dirigiendo la revista Latinoamérica, me acompañó a descansar unos días en Cuernavaca, que es una bella población de muy buen clima. Allí pasamos unos días muy agradables y, después de ellos, ya me autorizó el médico para emprender el viaje. Volví pues, pasé por Medellín, en donde estuve un mes, y volví a Bogotá. Estaba hospedado en la nueva Universidad Javeriana, al principio como inválido.

Yo al volver a Colombia no tenía más pensamiento que morirme en mi tierra, pero me fui reponiendo poco a poco y cuando me sentí con fuerzas de trabajar, le dije al Padre Provincial que podía ayudarle en algo y él me dijo que le ayudara como síndico del hospital, pues el hospital hacía mucho tiempo que no tenía un síndico especial. Así lo hice, aunque noté que no le cayó bien esta disposición al nuevo Rector Padre Emilio Arango. Pero poco después, ya en la Semana Santa del año 54 me volví a sentir mal y el Padre Provincial resolvió que me quedara por el resto de ese año en Medellín.

Me repuse en Medellín después de un tratamiento del doctor Antonio Escobar, hermano de nuestro Padre Escobar, que me atendió muy bondadosamente todo ese tiempo y me repuse de tal manera, que pude aceptar dos compromisos bastante considerables.

El uno en Medellín y el otro en Manizales con motivo del centenario del nacimiento de Marco Fidel Suárez. En Manizales me invitó la Universidad a decir el discurso principal en esa ocasión. Asistieron no solamente la Universidad sino también el Gobierno, de modo que fue como el homenaje oficial de Manizales, y en Medellín el Gobernador, Pío V Rengifo, fue a visitarme él personalmente al Colegio de San Ignacio para pedirme que llevara la palabra en la inauguración del monumento que iban a consagrar el día del centenario de Suárez, a su memoria, en Bello. Trabajé esos dos discursos y cuando pasaron esas fiestas volví a Bogotá.

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Entonces ya me hospedé en el Colegio de San Bartolomé de la Merced, o sea, en mayo del 55, y aquí estoy desde entonces, es decir, hace ya casi 10 años. De manera que, como se ve, la "mala yerba nunca muere".

Aquí en el Colegio de San Bartolomé no he podido ayudar a nada en el Colegio, sobre todo porque en el mes de agosto de ese año 55 en la Academia Colombiana había elecciones para renovar la mesa directiva, y me eligieron a mí Director de la Academia. Llevo más de nueve años en ese cargo, aunque de suyo se renueva cada tres años, y me han ido reeligiendo, desgraciadamente.

Mi principal propósito al aceptar la Dirección de la Academia fue ver si podía recuperar la casa que ella tenía, o creía yo que tenía, en propiedad en la carrera 7ª, allá donde funcionó mucho tiempo la Sociedad Colombiana de Ingenieros y donde estaba la estatua de Miguel Antonio Caro. Empecé a hacer gestiones en ese sentido y vi que la cosa era mucho más difícil de lo que parecía, porque la Academia no tenía la propiedad de ese edificio. Tenía, según la ley, el usufructo perpetuo, pero en realidad el usufructo lo tenían los ingenieros; ellos se habían formado la idea de que eso era una cosa definitivamente prescrita a su favor, pues muchos de los mismos académicos de la lengua creían que eso había prescrito a favor de los ingenieros y que era inútil hacer cualquier gestión; pero yo le hice ver al Ministro de Obras, que era el Vicealmirante Rubén Piedrahíta, que el Gobierno estaba obligado a darles casa a los ingenieros y que si no tenía casa para darles o dinero para conseguirla que por lo menos debía pagar el arriendo de la casa que ocupaban. El Vicealmirante Piedrahíta lo vio razonable, y empezaron a pagarnos desde entonces $2.000 mensuales de arriendo, lo cual siempre le sirvió bastante a la Academia.

Cuando me hice cargo de la Academia, ella no tenía ni un escritorio, ni una máquina de escribir; creo que había un sueldito de un pequeño auxilio que daba el Gobierno y se lo daban a una señorita que copiaba las actas, las cuales hacía magistralmente Antonio Gómez Restrepo, que era el Secretario Perpetuo.

Las sesiones, que eran una vez al mes, eran tertulias muy agradables que se tenían en la casa de Antonio y después en la misma casa de la viuda, la señora Lola Casas, que siempre ha sido atentísima con la Academia. Cuando yo vi esa situación, pensé que lo primero era tener siquiera una oficina. Le hablé al Ministro de Educación, que era en ese entonces Gabriel Betancur Mejía, y él dispuso que en la Biblioteca Nacional nos dieran dos oficinas bastante grandes y una pequeña en donde estuvo funcionando la Academia cinco años. Mientras tanto seguí haciendo gestiones para ver si lograba algo más de la casa de la Academia y conseguí en primer lugar que el gobierno del General Rojas Pinilla diera un decreto-ley por medio del cual se le reconoció no solamente el usufructo sino toda la propiedad íntegra de la casa antigua de don Miguel Antonio Caro. Ya con eso, siendo nosotros dueños y propietarios, teníamos una base sólida para actuar; pero la escritura no quería darla el señor Ministro de Obras Públicas, hasta tanto que los ingenieros tuvieran su casa a dónde pasarse y eso era lo difícil porque el Gobierno no tenía con qué pagar esa edificación y los ingenieros, menos.

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Nuestra Providencia en ese momento fue Luis Ángel Arango. Lo convidé yo a él a una junta; él era académico correspondiente. Lo convidé a una junta de la mesa directiva y en esa junta estuvimos viendo cómo podríamos resolver el problema. El entonces dijo: "pues creo que yo puedo resolverlo, yo voy a ampliar por ahora el edificio donde está funcionando la Corte Suprema de Justicia, el antiguo Palacio Arzobispal, y al ampliarlo puedo hacer una sección especial para los ingenieros". Nos pareció a todos maravilloso. Lo aceptó el Ministro de Obras Públicas. Gracias a la intervención de Lucio Pabón Núñez, lo aceptó también el Presidente Rojas Pinilla, y así el doctor Luis Ángel Arango, por cuenta del Banco de la República, construyó la casa en donde están ahora los ingenieros, de la cual ellos tienen el usufructo, pero están muy contentos porque están mucho más cómodos que en la casa anterior. Cuando ya nos hicieron entrega de la casa pude venderla al entonces alcalde Fernando Mazuera Villegas, que la necesitaba para la ampliación de la Avenida 19. Nos la pagó bien, nos dio $800.000 por ella y, por otra parte, el Concejo y el Alcalde nos dieron un lote magnífico, donde está el edificio de la Academia, de más de 3.000 varas cuadradas, para que allí pudiéramos empezar a construir el edificio de la Academia. Invertimos en la obra negra lo que nos dio el Distrito por la casa antigua. Como se iba a celebrar en Bogotá en 1960 el III Congreso de Academias de la Lengua Española, conseguí con el señor presidente Alberto Lleras que incluyera la obra del edificio de la Academia entre las que habían de inaugurarse con motivo del sesquicentenario de nuestra independencia, que se celebraba en ese mismo año. Terminamos efectivamente el piso principal del edificio y su salón de actos y allí se celebró el Congreso.

Después nos han dado sumas apreciables, pero últimamente el Gobierno ha estado en dificultades y no se ha podido terminar.

Esta es, pues, Padre Carlitos, la cáscara, como si dijéramos, de mi vida; no he dicho nada de mis estudios ni de lo que he escrito, pero hay una bibliografía que V. R. conoce, donde todo está, me parece, más que suficiente.

Ahora que V. R. quiere que le diga algunos detalles, voy a contarle algunas cosas:

[Vuelvo a recordar la benévola influencia de] las hermanas de la Presentación, una vez más, porque ellas fueron para nosotros verdaderas madres. Está, por ejemplo, la Madre Gertrudis, que era la Provincial en aquel tiempo y que nos trató con un cariño extraordinario. La Madre Anatolia era la superiora del Hospital Militar, que funcionaba donde está ahora el asilo de locas. De vez en cuando nos llevaba allá a pasear y nos cuidaba extraordinariamente. Sobre todo me acuerdo mucho de la Madre Ana Joaquina; ella era de una familia Sanabria de Bogotá. Monseñor Carrasquilla tiene una semblanza de ella que está publicada en sus obras completas editadas por la Academia Colombiana. Pero, además de ser una buena escritora, era cariñosísima con nosotros, especialmente conmigo. Yo tengo de ella el más grato recuerdo. No digo nada de la Hermana Genoveva, tía nuestra; por una parte, brava, pero, por otra, muy amable y solícita.

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Corren muchos cuentos, como sabe V. R., sobre todo de Anageny (Ana Gertrudis) y de mí cuando éramos pequeños, allá en la Presentación. Para mí, la mayor parte de ellos son invención de la imaginación de algunas Hermanas, o exageraciones. Puede ser también que a mí se me hayan olvidado muchas cosas y que Anageny tenga mejor memoria que yo. Ella se acordará de cosas que cuentan y de que yo sí me acuerdo que las contaban, pero no me acuerdo que hayan sucedido. Pero voy a decirle unas pocas cosas curiosas de aquellos primeros años.

Cuando yo tenía unos cuatro o cinco años vinieron a visitarnos aquí a Bogotá Enrique Mejía y mi abuelito Fortis Mejía; es curioso el nombre Fortis y no sé por qué se lo pusieron a este buen señor Mejía, pero era conocido en todo Antioquia como don Fortis Mejía, y don Fortis era un personaje popular. El era tío de Epifanio Mejía, el gran poeta. Epifanio perdió a su padre cuando era muy joven y se fue a vivir a la casa de mi abuelo, a la casa de don Fortis. Allá estaba él cuando empezaron a nacer los hijos de don Fortis; por cierto que la primera poesía que se conserva de Epifanio es una escrita con motivo del nacimiento de mi madre, que fue la primogénita de mis abuelos. Vino, pues, don Fortis a Bogotá, y él tenía cierto parecido con don Víctor Mallarino. Ambos eran rubios, sanos, sonrosados. El hecho es que cuando don Fortis se volvió para Medellín, pasaron unas semanas; y cuando vi yo de pronto en el Colegio de las Hermanas a don Víctor Mallarino, creí que era don Fortis o, como le decíamos nosotros, Papá Fortis, y así, sin más ni más, lo fui abrazando y saludando como Papá Fortis. Esto le hizo muchísima gracia a don Víctor y desde entonces cada vez que nos encontrábamos me regalaba $1.00, que en aquel tiempo era mucho dinero para un pobre niño como era yo.

Quiero recordar una anécdota de la Hermana Ana Joaquina, quien me había prometido que la primera vez que yo pasara el misal —pues aunque yo ayudaba a misa no tenía sino cinco años, no era capaz de pasarlo— me daría un peso. Un día me animé, cogí el misal, lo levanté y se me fue el libro por encima de la cabeza y salió rodando por detrás del presbiterio. Naturalmente yo salí corriendo también y llorando para la sacristía.

También es cierta la anécdota de que con frecuencia salíamos a pasear con mi padre los pequeños, que éramos cuatro, y solíamos entrar a alguna iglesia a hacer el viacrucis; pero Merceditas y yo nos aburríamos en el viacrucis tan largo y nos adelantábamos diciendo que íbamos a hacer nuestro propio viacrucis y sí recuerdo que recitábamos versos. No me acuerdo cuáles, pero sí recitábamos versos allí en cada estación y salíamos a la puerta a esperar que los demás acabaran.

Cuando yo estaba en la Presentación, tendría pues unos diez años, empecé a escribir un viaje como si yo hubiera hecho más viajes que del Colegio del Centro a La Presentación, o sea, a Sans Façón, pero muy en serio conseguí unas tiras de papel de imprenta, de esas en que se sacan pruebas y me puse a escribir el viaje. Un día les leí a la Hermana Genoveva y a otras hermanas una parte de ese libro que estaba escribiendo y recuerdo que en un momento dado soltaron todas la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República carcajada. Yo me quedé frío, pensando ¿qué había pasado?, ¿qué es eso? Entonces me explicaron ellas que acababa yo de escribir que habíamos naufragado en uno de esos viajes por el mar océano y que sólo habíamos podido salvarnos agarrándonos a unas ramas de la orilla. Tenían, pues, razón de sobra para reírse las hermanitas; de eso sí me acuerdo perfectamente.

Cuando hicimos el viaje con mi tío Ramón, de Bogotá a Medellín, se nos añadió una muchacha de Medellín que había estado unos días en Bogotá en un convento y tal vez por su salud o cualquier otro motivo no pudo seguir y se volvía a su tierra. Ibamos, pues, nosotros y también un general de aquel tiempo que se llamaba Toto Ramírez. El General Toto Ramírez, poeta, además de general. Las jornadas de ese viaje fueron: la primera noche, en tren, a dormir a Facatativá. Al día siguiente madrugamos y llegamos hasta Villeta. Después, no quiero detallar las distintas jornadas, pero tardamos 12 días en llegar hasta Medellín. Aprovechamos una pequeña parte del ferrocarril de Puerto Berrío.

Pero lo que quiero recordar es que yendo por Aguaslargas, como se llamaba en aquel tiempo lo que hoy es Albán, el caballito de la ex monja echó a galopar y ella no se pudo tener, se le volvió la montura, y se cayó; esto le valió al General Toto Ramírez para gastarle bromas durante todo el viaje. Hasta le compuso una novena, con sus gozos, que él recitaba muy serio. De esos gozos de la novena recuerdo una estrofa:

"Considera alma perdida que por salir del convento se le volvió la montura y besó contrita el suelo."

Quiero también hacer una mención especial de la generosidad de Enrique Mejía. El era joven, se había casado hacía pocos años; como era muy cariñoso con nosotros y con mi madre, mi padre lo dejó de tutor nuestro. Pero mi padre, que era muy desinteresado, no dejó nada prácticamente; él vivía de su sueldo del Consejo de Estado; daba clases, pero no solía cobrar por las clases que daba. El decía que la instrucción, la enseñanza, debía darse gratuitamente. Llegamos, pues, nosotros a Medellín, a la casa de Enrique Mejía. Para entonces ya tenía él tres hijos: Germán, Enrique y María o, mejor dicho, cuatro, porque a las pocas semanas nació José. Fíjese, V. R., lo que supone cuatro hijos en un matrimonio que no es millonario, porque Enrique había comprado un almacén que se llamaba "Almacén París", en la plaza de Berrío de Medellín, pero me imagino que lo estaría pagando a plazos, y vivía solamente de lo que le producía ese almacén. Fíjese, pues, V. R., lo que supone encima de su familia echarse otros tres, o, mejor dicho, cuatro hijos, porque al poco tiempo llegó Merceditas y también a Medellín. Siempre nos trató con cariño de padre y los hijos de Enrique nos han tenido siempre como hermanos. Dios Nuestro Señor ya le ha pagado a Enrique porque le ha dado una familia verdaderamente ejemplar, pero indudablemente que le tiene preparado un premio mucho mayor.

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Llegamos a Medellín a fines de enero de 1901; en febrero ya estaba yo interno en el Colegio de San Ignacio. Fueron allí mis rectores el Padre Luis Javier Muñoz y el Padre Gamero; mi prefecto, el Padre Izu, estaba en todo su vigor.

Quiero contar una cosa curiosa. Los dos años y medio que estuve en el Colegio fue mi inspector, primero en la Tercera División y después en la Segunda, el Padre José Segura; como en aquel tiempo eran frecuentes los paseos de los alumnos, yo utilizaba siempre esos paseos para conversar con él. Él tenía una conversación muy espiritual y también muy erudita, pues era hombre muy estudioso y a mí me edificaba y me instruía mucho. Un día que fui al Colegio, en día de salida, al mediodía, lo encontré allá reparando unos juegos para los muchachos de la división, y me edifiqué mucho al ver que ni en los días de descanso los Padres se despreocupaban por nosotros. Al Padre Segura lo encontraba en el estudio, también en la clase de urbanidad y también en otras ocasiones, y puedo asegurar que fue uno de los que más influyeron en mi vocación. Lo que son las cosas de Dios; por eso sentí yo tanto el desvío mental que el pobre tuvo después. Con él me pasó también otra cosa curiosa: él era profesor de álgebra y en unas vacaciones nos puso tres problemas ofreciendo un premio a quien los resolviera. Yo resolví dos fáciles, pero el tercero era muy difícil. Una noche me acosté pensando en él, y de repente me quedé dormido y seguí pensando en el problema; y vi claramente la solución; y pensé dentro de mis sueños: ésta es la solución del problema, pero lo malo es que estoy dormido y cuando despierte se me va a olvidar; yo tengo que hacer un esfuerzo para despertarme ahora y apuntar la solución. Efectivamente, hice un esfuerzo, me desperté, apunté y me gané el premio.

Profesor mío de inglés en aquella ocasión fue mi hermano Salvador. El había estudiado parte de la teología con los franciscanos en una casa que tenían en Jersey —una isla inglesa— y sabía muy bien el francés y bastante inglés.

El Padre Espiritual mío fue el Padre Roldán; en aquel tiempo no estaba la institución de Padres Espirituales en los colegios tan bien organizada como ahora. No recuerdo si la división tuviera un Padre Espiritual especial, pero había una cosa muy laudable, y es que los sábados los jóvenes que se querían confesar ponían una papeleta diciendo con qué Padres se confesaban; se llamaban esos Padres, quienes venían a la capilla y nos confesaban, pero nunca los Padres Espirituales nos llamaban a los cuartos; pues bien, el Padre Roldán conmigo tuvo deferencia especial, me llamaba a su cuarto y me cultivó la vocación, de modo que se la debo a él principalmente.

A fines de 1902 fue a hacer una visita al colegio el Padre Gamero, que era superior de la misión. Yo le hablé de mi vocación, y me dijo que esperara un poco. Al año siguiente hicieron Rector del Colegio al mismo Padre Gamero, y en el mes de julio hubo ocasión de venir a Bogotá. En ese entonces era el viaje muy difícil, sobre todo en aquellos momentos en que acababa de pasar la guerra civil. Estaba en Medellín un padre salesiano ilustre, el Padre Rabagliati, superior de los salesianos en Colombia. Era orador, muy buen cantor y estaba hospedado con los

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Padres en el Colegio de San Ignacio. Cuando ya resolvió él volverse a Bogotá, me dijo el Padre Gamero que sería la mejor ocasión para que viniera yo con él. Así lo hice, de manera que en el mes de julio, a principios de julio de ese año, salimos de Medellín, viajando por tierra; me acuerdo que por los caminos todavía se veían las huellas de la guerra civil: casas incendiadas, todo era un desierto. Vinimos por La Ceja, Sonsón, Pensilvania, La Victoria, que era una estación en el ferrocarril de La Dorada.

Llegamos a Honda; después de pasar un día en Honda, emprendimos la consabida subida de tres días en mula de Honda a Bogotá; me quedé una noche en Mosquera, donde entonces tenían los salesianos una casa.

Llegué a Bogotá. Estaba de superior de la misión el Padre Egaña y de maestro de novicios, el Padre Galdós. Entré en el noviciado el 16 de julio, día de la Virgen del Carmen. No había más que un novicio, el Hermano Cárdenas, que había entrado ya avanzada la teología [...].

Como a los tres meses de estar yo en el Noviciado, solo, llegaron de México los Hermanos Déat, Francoz y Charetier. Estos tres habían entrado de una Escuela Apostólica de Francia, de aquellas Escuelas Apostólicas ejemplares que fueron magníficas en vocaciones para todas las misiones y comunidades.

Con motivo de un viaje que hizo por Francia el Padre Quirós, pasó por esa Escuela Apostólica, dio una conferencia, les habló de estas tierras de Colombia, y el resultado de esa conferencia fue la vocación de estos tres.

El Padre Déat ya había hecho los votos; por la guerra no pudieron venir directamente a Bogotá; habían hecho el noviciado en México; los Padres Francoz y Charetier todavía no habían terminado el noviciado; les faltaba como un mes o mes y medio; ellos hicieron los ejercicios para hacer los votos; yo los acompañé, a pesar de que los había hecho al entrar. Entre paréntesis: me tocó hacer los ejercicios de mes, y tres veces ejercicios de año. Cuando hicieron los votos los Padres Francoz y Charetier, volví a quedarme solo en el Noviciado.

Unos meses estuvo conmigo un condiscípulo mío de Medellín, Alejandro Londoño, pero eso sería tal vez dos meses; no duró e inmediatamente tuvo que volver a Medellín. Terminado el noviciado, estudié la gramática y humanidades y fueron mis profesores, en el segundo año de mi noviciado, el Hermano Urrutia, que entonces era hermano filósofo, y después el santo Padre Alberto Rodríguez y el Padre Llona; y para estudiar me enviaron a Burgos a donde fui con una expedición numerosa, en la que iba el Padre Jesús Fernández. En esa expedición iba también un Padre español de apellido Mate y es curioso lo que le pasó. El había venido unos cuatro años antes muy enfermo a Colombia, prácticamente desahuciado por los médicos, pero los médicos le dieron alguna esperanza de que en Colombia podría, tal vez, curarse, pero que si se quedaba en España, con toda seguridad se moriría. Entonces él dijo: pues si he de morirme con toda seguridad donde no tengo ninguna esperanza, me voy para Colombia.

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Se vino y efectivamente, primero en Chapinero, se curó bastante bien; después hizo el magisterio en San Bartolomé. Allá lo conocí yo lleno de salud, fuerte, jugando partidos de pelota; era un hombre bastante fornido, iba con nosotros en ese viaje y cuando perdimos de vista la Sabana me dijo: "recemos un Tedeum porque en esta tierra Dios me devolvió la salud".

Cuando nos embarcamos en Barranquilla y perdimos de vista ya las costas colombianas me dijeron lo mismo: "recemos un Tedeum porque en Colombia me devolvió Dios la salud". Yo lo acompañaba.

¿Quién nos iba a decir? Esa misma primera noche, después de habernos embarcado en Barranquilla, se sintió mal, al día siguiente muy mal, pero el médico dijo que no era sino mareo, que tenía que estar en cubierta y allí estuvo un día, y al día siguiente le dijo al Padre que iba de superior de esa expedición: "Padre, yo no resisto más, yo me muero". Ya al fin vieron que se había agravado y resolvieron llevarlo al camarote. También bajó el Padre Jesús Fernández. Por la noche nos dieron la noticia en los camarotes que se acababa de morir. Al día siguiente amanecimos en La Guaira. Seguramente fue un ataque de fiebre amarilla.

El Padre Jesús Fernández muy edificantemente lo había atendido todo el día y toda la noche.

No nos dejaron desembarcar en La Guaira; nos obligaron a tener el cadáver a bordo todo el día y toda la noche, mientras el barco cargaba en La Guaira para seguir su rumbo.

Por la noche cuando seguimos, ya en alta mar, pararon las máquinas y echamos el cadáver con lingotes de hierro al mar.

Así es que cuando salió de España para venir a Colombia, venía muerto y llegó vivo; y cuando salió de Colombia para ir a España, salió lleno de vida y se murió de un momento a otro. Eso es la vida.

Fue Ministro y profesor nuestro de retórica en Burgos el Padre Gómez Bravo, autor de varias colecciones literarias.

De los profesores de filosofía, recuerdo también con especial estimación al Padre Gutiérrez del Olmo, que era nuestro profesor de física. Yo me había metido ya en la tarea filológica, y aun cuando el Padre Gutiérrez del Olmo me aconsejaba estudiar más física, yo le decía: "Padre, yo cumplo, pero como no voy a ser especialista en todo, tal vez no puedo más". Y es curioso, cuando yo volví a Colombia a hacer el magisterio, la filología que yo había estudiado no me sirvió para nada. En cambio me pusieron de profesor de física. Le escribí a él, y él se reiría, y me contestó: "Ya ve, por donde menos se piensa salta la liebre".

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Ya dije que estudié tercer año de filosofía con los Padres alemanes. Me refiero ahora a la caridad de los jóvenes compañeros míos: me ayudaron en todo sentido; me acuerdo con mucho cariño de varios de ellos, por ejemplo el Padre Ninck, el Padre Grisar y tantos otros.

Cuando empecé el magisterio, le dije que primero en Chapinero, para continuarlo en Bucaramanga en 1912.

Como cosa curiosa —se me hace ahora, entonces me pareció como natural—, me encargaron allí, siendo un "maestrillo" de primer año, del discurso de distribución de premios. Recuerdo que más tarde Gabriel Turbay, que fue mi discípulo en el segundo curso del colegio, me decía que habiendo oído ese discurso mío había caído en la cuenta de su propia vocación de orador.

Al fin de ese año, hicimos juntamente con el Padre Joaquín Emilio Gómez el primer anuario que se publicó del colegio y siguió publicándose después durante varios años.

En ese primer anuario hay, con buenos grabados, una breve historia de cómo implantamos los jesuitas el juego de fútbol en Bucaramanga. Yo tracé el primer campo de fútbol.

Mucho me ayudó en ese entonces un Padre italiano, el Padre Casini, que era un gran compañero. Y los juegos primeros que se tuvieron en Bucaramanga fueron entre los mejores alumnos nuestros y los reclutas del cuartel.

Salió la banda del cuartel tocando por las calles de Bucaramanga para recoger gente; la entrada era, naturalmente, gratuita.

Teníamos nosotros, entre los jugadores, un muchacho Santiago Díaz; era muy fornido y el juego entonces no era demasiado blando. Este Santiago se le acercaba a un recluta, lo marcaba, como se decía en aquel tiempo, y el recluta salía rodando.

En una de esas ocasiones un borrachito se fue detrás de la banda a ver el juego y estaba encantado viendo como caía gente por aquí y por allá y dijo el borrachito en voz alta: "Está muy bueno el toreo, pero yo no veo el toro".

Al año siguiente, 1913, fundamos con el Padre Joaquín Emilio Gómez la revista Horizontes, que estuvo varios años también dirigida por ambos hasta cuando en el año 16 salí para teología y que dejó bastantes recuerdos entre los literatos de aquel tiempo; en ella colaboraron los principales escritores católicos de Colombia.

Es curioso, quiero recordarle, que en el año 16 me llegó el nombramiento de Académico Correspondiente de la Lengua. Ya voy a cumplir cincuenta años de Académico.

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Yo no tenía la menor noticia ni tenía correspondencia especial con ningún Académico, pero hay que tener en cuenta que desde el año 12 estaba publicada la Llave del griego, y que yo había enviado a Marco Fidel Suárez el manuscrito de Semántica, sobre la cual, tanto él como Antonio Gómez Restrepo escribieron hermosas cartas que están publicadas al principio de cada una de las ediciones. Me comunicaron, pues, el nombramiento y yo naturalmente lo agradecí. Contesté con aprobación del Padre Jesús Fernández, que ya en aquel tiempo era Rector.

Pero a los pocos días o semanas recibí una reprimenda del Superior de la Misión, que era el Padre Guevara, en la cual me decía que cómo era posible que yo hubiera aceptado ese nombramiento siendo así que en las Constituciones está prohibido recibir sin permiso especial del Provincial grados académicos.

Bueno, el Padre Jesús Fernández no le dio importancia a la cosa; yo le expliqué al Padre Guevara lo que había pasado y todo quedó de ese tamaño.

En el viaje a España, para estudiar la teología, llevé como compañeros a los hermanos Germán Fernández y Salomón Rodríguez, que iban a estudiar la filosofía.

En lo que queda de mi vida sólo quiero recordar, como episodio pintoresco, que estudiando yo en Múnich, me tocó, creo que el año 23, el Putsch de Hitler.

Hitler estaba allá todo el tiempo que yo estudié en la Universidad. Todos nos admirábamos de ver cómo salían las milicias suyas a los campos vecinos de la ciudad para sus maniobras militares; pero un día amanecimos en revolución. Hizo Hitler un gran mitin en una cervecería que está al otro lado del Inn, el río que atraviesa a Múnich; y cuando estaban en lo mejor del mitin (había invitado al jefe del gobierno, Von Kar, quien estaba presente) saltó Hitler sobre la mesa, disparó una pistola al aire y dijo: "Señores: en este momento se cambia el gobierno de Baviera y dentro de poco tendremos cambiado el gobierno de todo el reino. El que se mueva de este salón quedará inmediatamente tendido porque las entradas y salidas están guardadas con ametralladoras y al presidente Von Kar le vamos a dar cinco minutos para que reflexione si se une a nosotros o si se opone; porque si se opone está preso". A los cinco minutos Von Kar dijo que él se sumaba al movimiento. Entonces lo aclamaron y salieron la mayor parte de los asistentes. Inclusive Von Kar. Pero éste salió, cogió el teléfono y avisó al Ministerio de Guerra y puso toda la tropa en guardia contra los que estaban allí encerrados en la cervecería presididos por Hitler y el general Ludendorf que, fuera de Hindenburg, era el general de más prestigio en Alemania.

Al día siguiente amaneció, pues, la ciudad cambiada. Por la mañana no había periódicos, lo único que me dieron fue una hoja impresa que tenía el primer Decreto del nuevo gobierno de Hitler en el cual ordenaba a todos los judíos presentarse ante el Tribunal, en el cual no habría clemencia ninguna, y a mediodía Ludendorf le dijo a Hitler: "vamos a tomarnos el Ministerio de Guerra, pero vamos desarmados".

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Salió, pues, toda la columna de los nacionalsocialistas presidida por Hitler y por Ludendorf; llegaron a la Königsplatz, que es la entrada de la gran avenida Ludwig Strasse, donde están el Ministerio de Guerra y la Universidad. Yo había pasado hacía poco por ahí, porque después de dar una vuelta y ver la situación en que la ciudad estaba, me volví a almorzar a nuestra residencia, que estaba detrás del Ministerio de Guerra. Al llegar a Königsplatz, unos soldaditos que allí estaban dijeron: "tenemos orden de no dejar pasar".

Ludendorf dijo: "pero yo soy Ludendorf".

La orden es no dejar pasar a nadie. Quisieron pasar, dispararon los soldados y quedaron tendidos 4 o 5 allí, que son los héroes que tanto han celebrado los nazis después.

Hitler quedó herido, pero lograron sacarlo en un camión y se escondió en una montaña. Más tarde allá lo cogieron y lo metieron en una prisión donde escribió Mein Kampf, así que me tocó el famoso Putsch en Munich.

Después, también vi cómo se restableció el orden y así pude terminar tranquilamente ese año y volver, ya terminados mis estudios, a España.

Conque hasta aquí, Padre Carlitos, y buenas tardes.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 161, Bogotá, 1º de junio de 1974, pp. 4-15.

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José Manuel Restrepo

Es obra de los años. Y ninguna fatiga es comparable al tedio. Con todas las potencias del alma, yo quiero morir. * * * ¿Quién no cometió crímenes con la imaginación? ¿Quién con la virtuosa conducta no fue santo? La voluntad es la reina de las facultades del espíritu. Augusto Ramírez Moreno

óbolo necesitas, renuncio en obsequio tuyo a continuar la misiva: diciéndote sólo –Amigo, ¡Dios ampare a tu familia! Para ella te envío un cóndor. Quisiera darte una mina, para probarte con esto, cuánto tu cariño estima.

Tu Viejo amigo Mechuso (alias Don Medardo Rivas).

D. José Manuel Restrepo ha sido considerado justamente como uno de los fundadores de nuestra República y es tenido, con sobra de merecimientos, como el padre de la historia colombiana. "Restrepo, dice D. José Manuel Marroquín, perteneció al distinguido y numeroso grupo de colombianos a quienes halló la revolución de 1810 apercibidos para la lucha y para empresas que demandaban no sólo valor, entereza y levantado carácter, sino también el cúmulo de conocimientos necesarios para constituir una nación nueva y para darle leyes, administración, impulso y cultura en el instante mismo de su nacimiento".

Como hombre de estudio, Restrepo tuvo una especial versación en filosofía, ciencias naturales y en derecho civil y canónico. Como hombre de estado fue secretario del dictador D. Juan del Corral; diputado al congreso de las provincias unidas de la Nueva Granada y al congreso de Cúcuta en 1821; gobernador político de la provincia de Antioquia, por nombramiento del general José María Córdoba; secretario de lo interior, desde 1821 hasta 1830, llamado a este cargo por Bolívar; presidente del consejo de gobierno y miembro del consejo de ministros. Fue, así mismo, superintendente de la Casa de Moneda, director de Crédito Público y director de la Academia Nacional, institución creada "para establecer, fomentar y propagar en toda la Nueva Granada el conocimiento y perfección de las artes, de las letras, de las ciencias naturales y exactas, y de la moral y la política". El citado D. José Manuel Marroquín nos describe en los siguientes términos la fisonomía y la manera de ser de tan eminente historiador:

Era el señor Restrepo de elevada estatura y enjuto de carnes. Tenía sobre las cejas el pliegue prominente que forman el hábito de la reflexión y las continuas tareas mentales. Este pliegue, la nariz larga y perfilada, el cabello liso, cano, siempre un poco largo y recogido detrás de las orejas, formaban lo característico de su fisonomía, que imponía respeto y no convidaba a la familiaridad. Era serio y grave, así en su aspecto como en sus maneras, sin llegar nunca a mostrarse adusto. En pocos hombres de los que hemos conocido hemos observado la perfecta armonía entre el exterior y la parte moral como en el señor Restrepo. Sus

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República raros dichos festivos y chanzas, de que usaba con extrema sobriedad, eran, como los de todos los hombres serios y reservados, recibidos con particular gusto y aplauso por los que frecuentaban su trato. Su conversación en momentos de desahogo tenía el atractivo y la variedad que suelen dar a la suya todos los que, siendo muy instruidos y muy cultos, saben aprovecharse de sus conocimientos sin incurrir en pedantería.

Por su parte, el mismo D. José Manuel Restrepo, en una de sus interesantes páginas autobiográficas, nos anota lo siguiente:

Otro de los beneficios que Restrepo debe a la Providencia es una constitución sana y robusta. Concediéndole (la) naturaleza un cuerpo alto y siempre delgado, un color blanco entre pálido y rosado; cabellos rubios en la juventud, castaños en la edad media y blancos en la vejez; rostro aguileño, nariz larga y recta, boca regular y barba poblada. Joven aún aprendió a ser metódico para aprovechar su tiempo, y ordenado en sus papeles y menaje de su gabinete particular. Desde los veinte años de edad ha trabajado de ocho a diez horas diarias en el estudio, lectura, escritura y meditación sin fatiga, y todavía en su edad actual de setenta y tres años seis meses, puede trabajar y trabaja por lo común en los objetos expresados, ocho horas diarias. Para no perder la vista disminuida ya, ha tenido que dejar el estudio por la noche, hace tres años. Esta fortaleza es debida a su robusta salud.

La obra fundamental de D. José Manuel Restrepo, Historia de la revolución de Colombia, fue publicada en París, en 1827. La primera edición de esta Historia, que hoy constituye una verdadera curiosidad bibliográfica, consta de diez pequeños volúmenes. Escribió también las siguientes obras: Diario político y militar; Ensayo sobre la geografía, producciones, industria y población de la provincia de Antioquia en el Nuevo Reino de Granada; Manifiesto que el Poder Ejecutivo de Colombia presenta a la República y al mundo sobre los acontecimientos de Venezuela, desde el 30 de abril del presente año de 1826; Memoria sobre amonedación de oro y plata en la Nueva Granada; Memorias de la Secretaría de lo Interior y exposición que el Secretario de Relaciones Exteriores hace al Congreso de 1827; una biografía de don José María Cabal y un opúsculo sobre los inconvenientes del sistema federativo.

Luego de haber cumplido una fecunda jornada y de haber soportado múltiples padecimientos en aras de nuestra independencia, D. José Manuel Restrepo falleció en Bogotá el 1º de abril de 1863.

De los dos fragmentos autobiográficos que reproducimos a continuación, el primero corresponde a la parte inicial de la Biografía de José Manuel Restrepo escrita por él mismo, y el segundo al comienzo del diario titulado Apuntamientos sobre la emigración que hice en 1816 de la provincia de Antioquia a la de Popayán. Estos documentos los hemos tomado de la edición que lleva por título Autobiografía. Apuntamientos sobre la emigración de 1816 e índices del "Diario Político" (Bogotá, 1957), vol. 30 de la Biblioteca de la Presidencia de Colombia.

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Autobiografía I

Nació en la parroquia del Envigado del distrito capitular de Medellín en la provincia de Antioquia, el 30 de diciembre de 1781. Fueron sus padres don José Miguel Restrepo Puerta y doña Leonor Vélez Calle, ambos oriundos de familias antiguas y distinguidas en el país. Su padre era agricultor y dueño de minas de oro, en cuyos trabajos se ocupó siempre.

Mientras que era niño, José Manuel se crió en la casa de su abuelo materno don Cristóbal Vélez, al cuidado de su madre y de su tía, doña Gertrudis Vélez. Allí permaneció hasta que salió de una mala escuela de primeras letras; entonces fue a residir en la hacienda de Angostura, donde vivían sus padres la mayor parte del tiempo; poco sabía escribir porque todo estaba muy atrasado entonces.

Por temporadas vivía allí también su tío don José Ignacio Vélez, quien era muy aficionado a leer, especialmente historia. José Manuel comenzó a leer en aquellos libros, y en breve tuvo pasión por la lectura de la historia.

En uno de sus viajes al Envigado encontró en la casa de su abuelo los Comentarios del marqués de San Felipe, sobre la célebre guerra de sucesión de Felipe V al trono de España. Leyólos rápidamente, y su tío don José Ignacio Vélez informó casualmente al doctor Alberto María de la Calle, tío de su madre, la afición que tenía José Manuel por la lectura. El doctor Calle, que era un eclesiástico ilustrado y de mucha virtud, lo examinó y quiso saber su opinión sobre el mérito de algunos generales, cuyos hechos de armas refieren los comentarios del marqués de San Felipe. Es de inferirse que las respuestas de José Manuel gustaron al doctor Calle, y que deduciría de ellas que tenía su sobrino alguna inteligencia y juicio. Inmediatamente dijo a don José Miguel Restrepo "que sería lástima que su hijo José Manuel no siguiera carrera de estudios y cultivara su inteligencia más bien que ser agricultor o minero"; se ofreció al mismo tiempo a dirigir sus estudios y a cuidar de su educación. El padre de José Manuel convino gustoso en este arreglo y dejó a su hijo en el Envigado, en la casa de su abuelo. Su amor a la lectura decidió de su profesión y ejerció un grande influjo sobre el resto de su vida; tenía entonces doce años, o trece.

Los seis años siguientes los empleó José Manuel en estudiar gramática latina, en la traducción y lectura de los principales poetas y clásicos latinos, que analizaba con su maestro y condiscípulos. Al mismo tiempo leía por diversión cuantos libros conseguía el doctor Calle y su tío don José Ignacio Vélez, que ciertamente no eran muchos en el estado de atraso en que se hallaban los conocimientos en la provincia de Antioquia, en el último decenio del siglo XVIII. Tenía también a su disposición la librería de los doctores Cristóbal y Carlos Restrepo. La lectura de las obras críticas de Feijóo le fue útil y lo estimuló en el estudio, dándole algunos principios de crítica y despejando su entendimiento de muchas rancias preocupaciones de aquel tiempo.

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Uno de los grandes beneficios que le hizo el doctor Calle, fue cuidar de inspirarle el conocimiento y práctica de la religión y de la moral cristiana. Hízolo con el amor de un verdadero padre y con el celo de un eclesiástico virtuoso y de severas costumbres. Estos principios religiosos y morales han influido mucho en la vida y en la suerte de Restrepo. Es con gusto y un profundo reconocimiento con que confiesa haberlos debido al doctor Calle, su querido preceptor.

La edad de José Manuel crecía y las circunstancias domésticas de su padre no le habían permitido enviarle a continuar sus estudios en uno de los colegios de Santafé de Bogotá. Al fin se realizó su viaje en agosto de 1799, en que iba a cumplir diecinueve años.

Por consiguiente principió el estudio de filosofía o ciencias naturales, cuando ya su juicio estaba un poco maduro. Fue su catedrático el doctor don Crisanto Valenzuela, quien abrió un curso de tres años el 18 de octubre de 1799, y lo concluyó en la misma fecha de 1802.

En octubre de este año entró Restrepo a cursar derecho civil de romanos; continuó después estudiando derecho canónico, bajo la dirección del doctor don Frutos Joaquín Gutiérrez. Al cabo de cuatro años de estudio de derecho obtuvo los grados de bachiller, licenciado y doctor en derecho canónico, conferidos en la universidad dominicana de Santo Tomás de Aquino. Todos sus estudios los hizo como colegial de San Bartolomé, estimado siempre por sus superiores porque era exacto en cumplir sus deberes.

Durante sus cursos de facultad mayor, tuvo Restrepo por regla invariable no limitarse a sólo el estudio de obligación. Un año estudió francés, otro italiano, otro geografía y otro principios de literatura. Para el último estudio se asoció con otros colegas y formaron una sociedad titulada de "Buen Gusto", cuyo objeto era adquirirlo. Dirigía sus estudios don Manuel del Socorro Rodríguez, bibliotecario; escribiendo memorias sobre diferentes puntos que les daba y corrigiéndoles sus escritos, consiguieron alguna práctica en escribir, lo mismo que formar su gusto. Fueron miembros de esta sociedad, los jóvenes J. María Grueso, Francisco López Aldana, José María Gutiérrez, José María Salazar y José Manuel Restrepo.

Obtenidos los grados universitarios, emprendió Restrepo el estudio práctico de las leyes españolas con el doctor don José María Castillo y Rada, abogado de mucho crédito en Santafé. Tal estudio debía durar tres años, y se dedicó en el intermedio a adquirir algunos conocimientos en astronomía y geodésica. Tenía íntima amistad con don Francisco José de Caldas, director del Real Observatorio Astronómico de Santafé, fabricado bajo la dirección del célebre botánico doctor don José Celestino Mutis, que aún vivía. Caldas daba lecciones a Restrepo a fin de adquirir los conocimientos necesarios para levantar un mapa de la provincia de Antioquia, cuya geografía era desconocida o estaba plagada de errores capitales, como el de hacer pasar por Medellín al río Nare.

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Hizo también un viaje con Caldas por Anolaima, La Mesa, Melgar, Cunday, Pandi y Fusagasugá, con el objeto de estudiar botánica.

Mutis fue quien le ayudó a conocer multitud de plantas, y Caldas le dirigía en el estudio de los diferentes sistemas para clasificar el reino vegetal que tan rico y vario se ostenta en nuestros hermosos bosques y altas cordilleras de los Andes.

Era ya tiempo que Restrepo volviera a la casa paterna pues había concluido sus estudios. Por consejo y bajo la dirección de Caldas compró un barómetro, un termómetro, un pequeño grafómetro, una aguja de marcar, y otros pequeños instrumentos necesarios para levantar la carta de la provincia de Antioquia. En 1807 regresó a Medellín en el mes de enero.

Por más de un año que Restrepo estuvo en Antioquia, su principal ocupación fue hacer observaciones astronómicas, geodésicas y barométricas para dar a conocer a su país en una memoria que pensaba publicar sobre la provincia. Ocupábase también en estudiar las plantas y hacer colecciones como botánico para enviarlas al doctor Mutis, quien le había encargado principalmente esqueletos de las quinas de Antioquia.

En junio de 1808 volvió a Santafé con el designio de hacer sus últimos estudios para recibirse y obtener el título de abogado de la Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada.

En efecto se presentó a examen, que se le hizo en 26 de septiembre de 1808, y obtenida su aprobación en los diferentes actos, se le expidió el correspondiente título en 30 del citado mes.

Restrepo determinó practicar la abogacía por algún tiempo en la capital, que era el mejor teatro para formarse. En el mes de enero siguiente la Real Audiencia le nombró abogado de pobres, destino que desempeñara por algunos meses. El estudio práctico de las leyes en los tribunales de la capital le puso en aptitud para desempeñar cualquier destino en la carrera de abogado, profesión que pensaba seguir, porque no tenía patrimonio para emprender otro modo de mejorar su fortuna, pues la de su padre se había arruinado o estaba atrasada. Desde 1808 había comenzado la revolución de España, causada por la perfidia de Napoleón con el objeto de destronar a los Borbones. Restrepo y casi todos los granadinos de alguna ilustración seguían aquella revolución con el mayor interés, persuadidos como lo estaban, de que influiría sobre la suerte de la América española. En 1809 aún no tenían ideas sobre la independencia de estos países; mas estando persuadidos de que la España europea tendría que ceder al poder colosal de Bonaparte, se dedicaron a formar la opinión "de que la América española no debía en aquella hipótesis seguir la suerte de la España, sino conservar la independencia de la Nueva Granada para que Fernando VII viniera a reinar en ella".

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Profesando tales principios de política se juzgó inoportuna la revolución de Quito, del 10 de agosto. Sin embargo, estas opiniones cambiaron durante las vicisitudes de aquella revolución que no habiendo hallado apoyo en las demás provincias fue sofocada antes de un año, y que produjo la sangrienta ejecución de los patriotas degollados el 2 de agosto. Al terminar el año de 1809, ya la opinión de los hombres pensadores estaba por la formación de una junta de gobierno en Santafé, para que mandase en todo el virreinato e impidiera que Napoleón se apoderara del Nuevo Reino de Granada, en el caso de sujetar completamente a la península. Así pensaban los doctores Camilo Torres, Joaquín Camacho, Ignacio Herrera, Frutos Joaquín y José Gregorio Gutiérrez, y otros célebres abogados y hombres ilustrados de la capital que dirigían la opinión. Restrepo y los jóvenes de su edad, que estaban como en segunda línea, seguían con entusiasmo las opiniones de aquellos individuos que tenían y respetaban como a sus maestros.

Tal era la disposición de los ánimos que alarmaba a las autoridades españolas, cuando Restrepo dejó a Santafé y se trasladó a Medellín con el designio de establecerse allí.

Durante su residencia en Santafé había sido uno de los colaboradores del Semanario del Nuevo Reino de Granada, para el cual escribió una extensa memoria sobre la geografía, producciones, industria y población de la provincia de Antioquia, memoria que se publicó desde el número 6º de 1809 hasta el 12, y que tuvo bastante aceptación; también formó el mapa de la provincia de Antioquia, para el cual fijó matemáticamente algunos puntos. Aunque dicho mapa tuviera imperfecciones, era sin duda alguna el mejor que había en aquella época de atraso en la geografía granadina.

Era su ánimo vivir de su profesión de abogado y hacer algún pequeño comercio de mercancías con un corto capital a censo que le había conseguido su padre. Tenía en Medellín numerosos amigos, por cuyo medio compraba y vendía las mercancías por mayor.

Bien pronto le nombró su asesor interino el gobernador de Antioquia don Francisco Ayala, destino que aceptó sin sueldo, y que solamente le producía los derechos de actuación. Sirvióle en los primeros meses de 1810, mientras llegaba el asesor propietario nombrado por el rey, doctor don Juan Elías López, abogado de Cartagena, muy distinguido por sus talentos.

Mientras residió Restrepo en Antioquia comenzaron en Cartagena las novedades revolucionarias. El cabildo puso adjuntos al gobernador Montes, y por consiguiente le restringió la autoridad que le había concedido el rey. Habiendo comunicado al cabildo de Antioquia esta innovación fue aprobada por él, aunque con algunos miramientos para no alarmar al gobernador Ayala.

En Antioquia se unió Restrepo muy estrechamente, así por amistad como por sus opiniones políticas, con los doctores José Pardo y José María Ortiz, con don Juan del Corral y con el coronel don Dionisio Tejada, que accidentalmente residía en

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Antioquia, sujetos que por su influjo en la capital de la provincia podían dirigir la opinión pública. Ya veían con claridad que era inminente una revolución con el objeto de subrogar a las autoridades españolas con otras nombradas por los pueblos del Nuevo Reino de Granada. El horizonte político estaba anublado y aún no se columbraba el buen o mal éxito que tendría la revolución.

Al fin estalló en Santafé la revolución que se esperaba, ocurrida el 20 de julio de 1810, por la que se depuso al virrey Amar, a la Audiencia y demás autoridades españolas. En consecuencia el cabildo de la capital de Antioquia invitó a los demás de la provincia para que eligieran y enviaran sus diputados, a fin de acordar de consuno lo que debiera hacerse en aquellas difíciles circunstancias. Restrepo estaba en Medellín e influyó allí para que se accediera a la invitación del cabildo de Antioquia. Reunidos los diputados en la capital, acordaron el establecimiento de una junta independiente de la de Santafé, junta que ejercería el gobierno de la provincia en todos sus ramos. En aquella época aún no se tenía idea de las ventajas de la división de poderes que tampoco era posible en las circunstancias.

Instalada la junta en octubre del mismo año, ésta nombró a Restrepo su secretario, con voto deliberativo. En los primeros días de noviembre fue a ejercer su nuevo destino. Era presidente de la junta el gobernador español don Francisco Ayala, cuyas opiniones antirrevolucionarias se plegaron al influjo de los miembros de la Junta y a los temores que le inspiraban.

Esta había accedido a la invitación, que la de Santafé dirigió a las provincias para que enviaran diputados que formaran la junta suprema o el congreso del Reino. Procedió en consecuencia a nombrar dos diputados. Fueron escogidos en diciembre el doctor don José Manuel Restrepo y don Juan del Corral, como primero y segundo diputados, ordenándoseles que se trasladaran inmediatamente a Santafé.

En este tiempo arregló Restrepo su matrimonio con doña Mariana Montoya, hija del doctor don José María Montoya, miembro de la junta, y de doña Josefa Zapata. Debía verificarse este enlace en una época posterior.

Los nuevos diputados emprendieron su viaje a Santafé, por enero de 1811. A su arribo hallaron que se había disuelto un congreso prematuro que formaron unos pocos diputados, a quienes la junta de la capital no quiso reconocer. No había por tanto, esperanza de una próxima reunión del congreso del Reino.

Otra novedad con que se hallaron fue que la provincia de Santafé de Bogotá, que se llamó Cundinamarca, se había dado una constitución monárquica, que Fernando VII debía venir a jurar en Santafé. Esta constitución sólo era una máscara transparente para cubrir las ideas de independencia que principiaban ya a germinar en los cerebros de algunos de nuestros hombres ilustrados.

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Faltaban diputados para formar el congreso, y entretanto se ocupó Restrepo, primero, en estudiar los principios del derecho constitucional, y segundo, en redactar un proyecto de constitución para la provincia de Antioquia, bajo el supuesto de que fuera una de las que formaran la confederación del Nuevo Reino de Granada.

El establecimiento de una confederación semejante a la de los Estados Unidos del Norte era la utopía política de la mayor parte de los próceres que dirigían la opinión pública en aquel tiempo. Así fue que los diputados de las provincias reunidos en Santafé determinaron formar un acta de federación imitando la que hicieron los americanos del norte, durante la guerra de su independencia. Desde las primeras conferencias hubo divergencia de opiniones. El doctor don Manuel Bernardo de Álvarez, diputado por Santafé, y el doctor don Ignacio Herrera por el Chocó, rechazaban la federación, y se decidían por un gobierno central semejante al de los virreyes. Restrepo fue nombrado secretario de la diputación, y el doctor don Camilo Torres se encargó de redactar el acta proyectada.

Entretanto una revolución tramada por los numerosos partidarios que tenía en Santafé don Antonio Nariño, y acaso con su acuerdo, derribó al presidente Lozano (don Jorge), y colocó a Nariño en su lugar el 11 de septiembre de 1811. Eran bien conocidas las opiniones de Nariño contra el gobierno federativo; así con esta revolución se alejaron aún más las esperanzas de la instalación de un congreso de diputados de las provincias.

Sin embargo, los diputados residentes en Santafé no interrumpieron sus conferencias y acordaron el Acta de Unión. Los diputados Álvarez y Herrera habían asistido a la mayor parte de las conferencias sin manifestar una decidida oposición a los principios que desenvolvía el acta. Mas cuando llegó el momento de firmarla se denegaron a poner su firma, el primero por instrucciones, y el segundo por influjo de su pariente Nariño. Los demás la suscribieron y Restrepo como diputado secretario el 27 de noviembre de 1811.

Después de dar este paso, los diputados, viendo la oposición que había en Santafé contra el congreso, se persuadieron de que jamás podría instalarse en esta ciudad. Determinaron, pues, trasladarse a lbagué, en la provincia de Mariquita, población bien situada y de buen clima. En diciembre próximo de 1811 siguieron para aquella ciudad los representantes de Antioquia, Cartagena, Neiva, Pamplona y Tunja, señores José Manuel Restrepo, Enrique Rodríguez, Manuel Campos, Camilo Torres y Joaquín Camacho, nombrados por el orden alfabético de las provincias que representaban. Estos fueron los mismos que habían firmado el Acta de Unión.

Ocupáronse los diputados en lbagué en excitar a las provincias cuyos representantes no habían sido nombrados aún, a que los eligieran; en promover la defensa de las provincias atacadas por los españoles, y acelerar en lo posible la deseada unión que Nariño impedía por cuantos medios estaban a su alcance, que eran muchos.

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Cansado Restrepo de tantas contradicciones, perdió la esperanza de que se reuniera el congreso. Hizo, pues, renuncia de la diputación con que le había honrado su provincia. El señor Corral hizo lo mismo, y el colegio electoral que se reunió en Rionegro1 para acordar la constitución provincial los reemplazó eligiendo a los doctores José María Dávila y Joaquín de Hoyos. Influyó en la renuncia de Restrepo el haberse casado por poder desde el mes de enero último. Trasladóse a Rionegro en el mes de julio, y por algún tiempo fijó allí su residencia sin destino público.

Habiendo fallecido en 1812 el doctor José Antonio Gómez, primer presidente constitucional de Antioquia, lo reemplazó don José Miguel Restrepo, vicepresidente y padre del que esto escribe. Por esta circunstancia no estuvo Restrepo libre de tener alguna intervención en los negocios políticos de su patria; debía ayudar privadamente a su padre y darle sus consejos.

En mayo de 1813 sufrió el dolor de perder a su primer hijo, que nació muerto, desgracia que estuvo a punto de llevar al sepulcro a la madre, por falta de un médico facultativo, de que se carecía enteramente en Rionegro. Al fin una fuerte naturaleza triunfó de la enfermedad.

Poco tiempo después hallábase Restrepo en la ciudad de Antioquia, cuando se recibieron las tristes nuevas de que el brigadier español Sámano había ocupado toda la provincia de Popayán hasta Cartago; temióse que avanzara sobre la de Antioquia, que se hallaba enteramente indefensa. Estando reunida la legislatura provincial, ésta por unanimidad acordó nombrar dictador a don Juan del Corral, quien poco antes se había distinguido por su energía revolucionaria procediendo contra varios realistas de Antioquia que se oponían al sistema de la revolución. El 31 de julio de 1813 se hizo este nombramiento oportuno que cambió la faz de la provincia. Restrepo fue elegido secretario de gracia y justicia, y el doctor José María Ortiz, de guerra y hacienda, del nuevo gobierno. Corral continuó procediendo contra los realistas de Medellín y Rionegro, a quienes expeliera de la provincia en número de 25, confiscándoles más de $ 60.000. Con estos fondos pudo ocurrir a los crecidos gastos que tuvo que hacer para mejorar el estado de defensa de la provincia. Corral decía: "que no pudiendo los republicanos ganar a los españoles ni a los realistas, debían hacer la guerra a su costa". Esta medida revolucionaria hizo mucho ruido en la Nueva Granada, y aunque sensible, produjo muy buenos efectos sobre la opinión pública, que mejoró y se desarrolló en la provincia viendo la energía de su gobierno.

Añadióse otra medida capital. Corral determinó declarar la independencia absoluta de la España. Verificóse por un acta solemne que se firmó en 11 de agosto de 1813, suscrita por el dictador y por sus dos secretarios Ortiz y Restrepo. La declaratoria se juró en seguida en toda la nueva república de Antioquia, que debía confederarse con las demás provincias que antes compusieron el Nuevo Reino de Granada.

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Restrepo había visto los males que el sistema de gobierno federativo causaba en el país, y la anarquía que reinaba por doquiera. En consecuencia presentó en el mes de junio anterior un proyecto de ley que centralizaba en el congreso la suprema dirección de los ramos de guerra y hacienda. La legislatura de Antioquia adoptó la medida que casi al mismo tiempo se propuso también por el cuerpo legislativo de Cartagena. En junio de 1813 la concentración habría producido buenos efectos, que no se pudieron obtener dos años después, que fue cuando la adoptó el congreso de las Provincias Unidas.

Deseoso Corral de no limitar a sólo Antioquia sus providencias de mejoras internas, se trasladó, primero a Medellín y después a Rionegro, donde fijó su residencia. Tenía el proyecto de establecer en Medellín una casa de moneda, y una grande maestranza o fábrica de máquinas, armas y municiones en Rionegro.

Estaban adelantadas estas empresas, mas la Providencia no quiso que las perfeccionara. Una afección pulmonar lo llevó al sepulcro el 7 de abril de 1814, con sentimiento general de la provincia.

El había promovido ante la legislatura provincial de Antioquia la abolición de la esclavitud, declarando que nacerían libres los hijos de las esclavas. Murió antes de ver realizados sus filantrópicos deseos y sancionada, el 20 de abril, esta medida atrevida, que fue el origen y modelo de la ley colombiana. Restrepo, que era también secretario del sucesor de Corral, brigadier Dionisio Tejada, fue quien autorizó el decreto del gobierno de Antioquia, mandando ejecutar la mencionada ley que debía producir grandes consecuencias. Era al mismo tiempo secretario de guerra y hacienda el doctor Francisco Antonio Ulloa, natural de Popayán, escritor elocuente y joven abogado de muy distinguidos talentos.

La administración de Tejada fue desgraciada, a pesar de la bondad y bellas prendas que le adornaban. Los recursos pecuniarios que son el núcleo principal de toda mejora se disminuyeron, y ya no se pudieron continuar activamente las empresas iniciadas por Corral, que dirigía el coronel de ingenieros Caldas.

Además se suscitó y llegó a un grado muy fuerte de acrimonia la cuestión sobre la residencia del gobierno en Rionegro, siendo Antioquia la capital. El cabildo de esta ciudad reclamó contra la traslación del gobierno provincial, que él creía ser una infracción de sus derechos. El gobernador alegaba, no sin fundamento, razones de conveniencia pública. Todo el distrito capitular de Antioquia negó la obediencia a Tejada y estuvo la provincia en división completa cerca de un año. Al fin se convino en que se reuniera, en la parroquia del Envigado, un colegio constituyente el que decidiría la cuestión de la residencia del gobierno provincial. Tomóse esta resolución en cumplimiento de un decreto del congreso de las Provincias Unidas.

Restrepo era uno de sus miembros, quien fue nombrado secretario.

II. Apuntamientos sobre la emigración que hice en 1816 de la provincia de Antioquia a la de Popayán

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La revolución que comenzó en la Nueva Granada en 20 de julio de 1810, cuando se estableció una junta de gobierno en la ciudad de Santafé, había durado con varios sucesos hasta 1816. En el mes de enero de este año se supo que el ejército y escuadra española habían tomado la plaza de Cartagena, mandadas por el general don Pablo Morillo y su segundo, don Pascual Enrile; que don Sebastián de Calzada había derrotado a las tropas independientes mandadas por García Rovira, y que todo anunciaba una próxima terminación de la guerra. Yo me hallaba en Medellín de secretario del gobierno y vi también que la provincia de Antioquia iba a ser ocupada muy pronto. Así llevé a mi mujer e hijo para aguardar el desenlace.

Se pasaron los meses de enero y febrero en la incertidumbre del éxito, cuando en los primeros días de marzo se supo que una división española de infantería y caballería avanzaba de Zaragoza a Remedios. Ninguno podía creer que por aquellos caminos fuera posible que entrara caballería, pero el suceso quitó la duda. El 24 de marzo se supo que la división de tropas de la provincia mandadas por Linares y Malo había sido derrotada en la Ceja de Cancán que habían recibido un terror pánico a la vista de 22 húsares; que no hacían frente, pues huían en el momento. Las acciones fueron el 18, 21 y 22 de marzo; las tropas independientes se retiraron hacia Barbosa, cerrando los caminos para impedir la persecución. Algunos eran de sentir que en Barbosa debía arriesgarse una nueva acción, pero yo siempre juzgué que no se debía exponer a un saqueo el hermoso valle de Medellín, el que sería inevitable después de una acción, que con tropas bisoñas y espantadas era preciso que se perdiese. Además los pueblos se hallaban cansados de la revolución y deseaban que se restableciera el gobierno antiguo, bajo el cual creían descansar. El 29 de marzo casi todos los habitantes de Medellín habían emigrado a los campos y el lugar estaba solitario; por consiguiente el gobierno sin apoyo.

El 26 vino a Medellín el comandante Linares con el capellán de las tropas doctor Céspedes. Dijeron al gobernador revolucionario don Dionisio Tejada que no había que contar con soldados bisoños, y que la división española constaba de 1.500 hombres de infantería y caballería bien disciplinados. En consecuencia aconsejé a Tejada que diera orden para que no se empeñara acción en Barbosa y que las tropas se retiraran. Entonces descansé, por la suerte del valle de Medellín. Tejada resolvió irse con las tropas a la provincia de Popayán, lo que yo jamás creí que se pudiera conseguir.

El 26 fue miércoles, y yo llevé muy temprano a mi mujer y a mi hijo Valentín con mi madre y hermana Nicolasa al Envigado, para que de allí siguieran el 28 a los Titiribíes, a la casa de mi tío Pedro de Restrepo, a donde debían pasar un mes, en tanto que los españoles arreglaban la provincia para que se libertaran de cualquier insulto, que son inevitables, de soldados vencedores. A las 11 de la mañana volví a Medellín.

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Jueves 27 de marzo. La ciudad estaba sola, y así los pocos vecinos que habían quedado se juntaron en la casa de moneda, y se hicieron patrullas toda la noche; yo estuve también acuartelado para conservar el orden. Tejada firmó en este día una circular a los cabildos diciéndoles que se retiraba a Popayán. Yo había resuelto irme a Honda por Sonsón a fin de meterme en las montañas de los andaquíes y salir por ellas al río Amazonas. Esta empresa era pintada por algunos como fácil, pero los mapas manifestaban que era difícil; mas no había otra salida. También pensaba seguir a Popayán para juntarme con algunos amigos y tomar la misma ruta atravesando el páramo de Guanacas. Todas mis medidas estaban prontas para semejante viaje.

Disuelto el gobierno y mandadas retirar las tropas, nada me quedaba que hacer sino emprender mi emigración. Salí, pues, de Medellín para el Envigado a las 5 de la tarde. ¡Qué ideas tan melancólicas las que me ocupaban hacía más de un mes! Tener que abandonar a mi mujer que se hallaba encinta y con mi pequeño Valentín de dos años; dejar a mis padres, amigos, etc., y quizás para siempre. Hallarme expuesto por opiniones políticas y por los sucesos de la revolución que habían sido inevitables, a morir en un cadalso como un criminal, eran sin duda ideas horriblemente funestas. Sin embargo varias reflexiones me dieron valor y serenidad en tan críticos momentos. "Es preciso que el hombre se muestre impávido a todo lo que es necesario e inevitable", máxima preciosa de uno de los primeros filósofos del último siglo.

A las 6 de la tarde llegué al Envigado y ya estaba todo pronto para que mi familia siguiera el día siguiente para Amagá con mi tío don Pedro de Restrepo.

Viernes 28 de marzo. Jamás olvidaré este día, uno de los más funestos de mi vida, el que probablemente no tendrá igual. A las 5 de la mañana me despedí de mi esposa, madre, etc. Dejo a cualquiera que ame a su familia la consideración de este momento, viendo a una mujer joven y querida en extremo, que anegada en llanto no puede separarse de mí, y cuyos brazos es preciso desenlazar de mi cuello... Pero corramos un velo a escena tan melancólica.

Yo vi a algunas personas después, y a las 7 de la mañana salí para Rionegro hacia donde antes de amanecer había seguido mi equipaje, que se componía de una carga de baúles, una de petacas, un criado pequeño nombrado Pablo, una mula y un caballo de silla. Hallé la cuesta de las Palmas muy mala, y hasta la una de la tarde no llegué al principio del Llano de Chachafruto. Llegué a una casa a comer algo y allí me dijeron haber noticias de Rionegro, que habían jurado al rey, que se esperaba una división de tropas españolas aquel día; que todas las personas distinguidas habían emigrado, entre ellas don Sinforoso García, con quien yo pensaba reunirme y quien llevaba mis provisiones. Tales noticias eran inesperadas para mí, pues ignoraba lo que podía haber sido causa de aquellas novedades. Dudé algún tiempo lo que debía hacer, si seguir por la Ceja a juntarme con García o retroceder. Mas conociendo lo que son los pueblos en tales casos, temí que yendo sólo me quisieran poner preso para congratularse con el vencedor. Resolví, pues, volver a dormir aquella noche al Envigado y seguir a

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Popayán por Amagá. Así alquilé un caballo que llevara los baúles, pues la mula estaba fatigada. Yo saqué el dinero que tenía, que eran 800 pesos, y lo puse en el cojinete de mi silla; di orden al criado que precisamente fuera aquella noche al Envigado; monté en la mula, y mi negro Pablo siguió conmigo en el caballo. Caminé bien aprisa y a las 5 y ½ de la tarde llegué a aquella parroquia.

Busqué un caballo de camino que me sirviera en cualquier apuro, el que me costó 50 pesos. A las 7 llegó Linares con algunos oficiales y soldados para preparar cuarteles a las demás tropas que dormían aquella noche en Hatoviejo.

Sábado 29. Dormí en la casa de mi padre, y a las 3½ de la mañana monté en el caballo, llevando el criado el otro. Caminé sin novedad hasta las 7½ en que me alcanzó un hombre de Itagüí, el que me dijo que aquella mañana había dormido un rato en su casa el gobernador Tejada con un peón y un mozo dependiente suyo, Abad, y que había seguido por la montaña de San Miguel. Esto me dio cuidado porque juzgué que habría novedad. Tejada pensaba seguir con las tropas para ir más seguro. A las 9½ llegué a Amagá y vi allí a mi mujer, madre y hermanos. Les oculté la mayor parte de las cosas que sabía y dije a mi tío que aquella misma tarde debía yo adelantar mis jornadas para ver a Tejada en Santa Bárbara. Busqué una mula más, un buen peón y algunas provisiones de que yo carecía, porque las debía tomar en Rionegro, y a las 3 de la tarde seguí a dormir en el paraje que llaman los Guarcitos. A poco hallé a don Juan Bautista Quintana, de Remedios, y don Juan Muñoz, de Barbosa, con quienes seguí; a las 6 de la tarde arribé a lo de don Joaquín Vásquez en que me vi con dos hijas de doña Micaela Barrientos que habían venido a esconderse allí. Este día fue igualmente penoso y triste para mí, pues tuve que volverme a separar de mi familia.

Domingo 30. Muy temprano monté en mi mula habiendo antes aconsejado a don Juan Muñoz que no emigrara, pues él no tenía mayores comprometimientos. Caminé mucho y a la 1 de la tarde llegué al Guamal cerca de Santa Bárbara para saber si Tejada había pasado, pues allí se unen los caminos de Zabaletas y Amagá. Seguí, pues, a Santa Bárbara y fui a posar a donde un Duque. Aquella parroquia está arruinada del todo. A las 5 de la tarde me alcanzó Quintana y mis baúles.

Las gentes que vinieron de Zabaletas de misa, dijeron que el cura había predicado aquel día sobre la obediencia al rey, y que se había acabado la república. También que se habían embargado en el mismo pueblo varios cajones del gobierno revolucionario, lo que no me agradó pues por la pintura que me hicieron, conocí que eran los papeles de la secretaría. Don José Ignacio Duque me dijo igualmente que a nadie dejaban pasar por Bufú sin orden del gobierno, así que si yo no la llevaba, que era mejor fuera por Caramanta, y saliera a la Vega de Supía por aquel camino que ya estaba cerrado. Sin embargo Quintana y yo determinamos ir a Arma.

Lunes 31. Muy temprano hicimos ensillar y nos adelantamos dejando atrás el peón de los baúles solo, pues él dijo que era práctico del camino. Mas por precaución

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República llevaba el dinero en el cojinete. El río Buey estaba crecido, sin embargo pasamos a éste y el de Arma sin novedad; tampoco tuvimos alguna hasta Arma, adonde arribamos a las 3 de la tarde. Allí supimos que don Sinforoso García y los demás emigrados de Rionegro habían seguido aquella mañana para Bufú. Doña Bárbara Tanco y sus hijos estaban esperando en esta parroquia a su marido, el gobernador Tejada. La hallé en las mayores aflicciones. Todo su equipaje se lo habían dejado cerca del Abejorral; había rumores de estar embargado por las justicias de Rionegro, y ella no tenía un pan que comer con su numerosa familia. Vino a mi posada bañada en lágrimas, preguntándome sobre todo por su marido a quien juzgaba preso. Yo la consolé diciéndole que yo lo juzgaba muy próximo, pues venía por Zabaletas, y que si allí se oponían a que pasara podría hacerlo con una escolta de soldados. Yo verdaderamente creía que así era. Di a aquella desgraciada dama algún dinero y vestuarios, y quedé de enviarle mulas de la Vega para que siguiera y esperara allí a su marido.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 152, Bogotá, 1º de septiembre de 1973, pp. 12-20.

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Lisandro Restrepo

D. Lisandro Restrepo nació en Envigado, departamento de Antioquia, el 16 de octubre de 1849. Fueron sus padres D. Nicanor Restrepo y doña Venancia Arango. Hizo las primeras letras en la escuela de D. Justiniano Mesa; de aquí acudió al Colegio del Estado, en Medellín. Cerrado este plantel educativo a causa de la guerra, continuó sus estudios en la escuela privada de D. Manuel Antonio Piedrahíta; en 1863 pasó al colegio de San Luis y luego ingresó nuevamente al Colegio del Estado bajo la dirección del Dr. Román de Hoyos, donde cursó estudios de derecho, entre 1866 y 1869.

En 1870 el Dr. Lisandro Restrepo inició su profesión de abogado y desempeñó, por algunos días, el cargo de administrador general de correos del Estado de Antioquia. Al año siguiente fue nombrado procurador del Distrito de Medellín. Por esta misma época desempeñó, en dos oportunidades, la jefatura municipal del Distrito antes nombrado. El 2 de enero de 1872 tomó posesión del juzgado del circuito de Santodomingo (Antioquia) y en mayo del siguiente año fue jefe de sección en la Administración General del Tesoro, en la capital de Antioquia. En octubre del mismo año se encargó de la jefatura de sección de la Procuraduría del Estado, puesto en que permaneció hasta el 18 de mayo de 1874; posteriormente ocupó, hasta septiembre de 1876, el juzgado del circuito de Rionegro. En 1879 tomó parte en el pronunciamiento de los conservadores contra el gobierno del general Tomás Rengifo y le tocó actuar en el combate del Puente de Caldas.

En los años siguientes el Dr. Restrepo se dedicó al ejercicio profesional. En 1886 fue nombrado juez superior del Distrito de Medellín y luego magistrado del Tribunal Superior de Antioquia, cargo que desempeñó, con especial consagración y lucimiento, hasta 1898. De aquí en adelante volvió a ejercer la profesión con mucho éxito. En 1922 fue llamado a ocupar de nuevo una magistratura en la sala civil del citado Tribunal Superior, período durante el cual fue presidente de la Corporación en varias ocasiones. Este ilustre jurista fue también secretario de la Escuela de Derecho y, por más de veinte años, profesor de la Universidad de Antioquia. Cabe agregar que en los años de 1909, 1915 y 1916, el Dr. Restrepo concurrió al Congreso de la República en calidad de representante.

El Dr. Lisandro Restrepo, además de eminente jurisconsulto, se distinguió como escritor de muy atildados méritos. Así lo demuestran varios opúsculos que escribió sobre moneda, legislación de minas y otros temas; su labor periodística en El Cóndor, El Nacional y la Revista de Antioquia, de la cual fue uno de sus fundadores; y, sobre todo, sus Ensayos literarios (Medellín, Imp. del Departamento, 1899), que comprenden las páginas autobiográficas tituladas Memorias íntimas de Ramón Pérez y la novela que lleva por título De paso, novela costumbrista que en nuestro concepto nada tiene que envidiar a las del mismo género de su coterráneo, el maestro Tomás Carrasquilla. En estos ensayos se perfila, a plenitud, el escritor de buena ley.

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Es preciso consignar que la referida obra Ensayos literarios constituye, sin la menor duda, una verdadera rareza y curiosidad bibliográfica. Quizás no incurramos en exageración al decir que se trata de un tesoro oculto, totalmente desconocido en los predios de la literatura colombiana; aún más, ignorado u olvidado en el propio suelo de la fecunda comarca antioqueña. Para sacar avante nuestro aserto, bástenos manifestar que el nombre del Dr. Lisandro Restrepo no asoma en las páginas del libro Manuel Uribe Ángel y los literatos de Antioquia (Bogotá, 1937) de Eduardo Zuleta; no aparece por lado alguno en la valiosa y bien lograda compilación de D. Benigno A. Gutiérrez: Gente maicera, mosaico de Antioquia la Grande (Medellín, 1950);y que De paso no se da a conocer en La novela en Colombia (Bogotá, 1908) de Roberto Cortázar; no se estudia en la Evolución de la novela en Colombia (Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1957) de Antonio Curcio Altomar; tampoco la registra el Dr. Humberto Bronx en La novela y el cuento en Antioquia (Colección "Academia Antioqueña de Historia", s. f.); ni la menciona Uriel Ospina en sus Sesenta minutos de novela colombiana que habrá de circular próximamente dentro de la colección Breviarios colombianos del Banco de la República.

Las páginas autobiográficas que D. Lisandro Restrepo esconde bajo el nombre de Memorias íntimas de Ramón Pérez contienen los siguientes capítulos: Preliminares, Boceto autobiográfico, Mi tierra, Mis negocios, Mis malas, Las bodas de mi sobrino, Un tope, Un duelo de familia, Las ruinas de Palmira y Colás. Estas Memorias íntimas se caracterizan por la corrección y elegancia del estilo; por la amenidad y soltura de sus relatos, y por el mágico poder descriptivo con que el autor entrelaza su personalidad y sus vivencias. Sin embargo, lo que más cautiva es la forma picaresca con que salpica el discurrir de todas sus venturas y desventuras; es el fino gracejo antioqueño con que se vierten sucesos, pilatunas y ocurrencias; es, en fin, la sal y la pimienta con que se describen, con pelos y señales, personajes que se rozan con la vida y milagros del ingenioso protagonista. Antes de deleitarnos con el Boceto autobiográfico que aquí se reproduce, veamos cómo empieza el capítulo V:

Nací enfermizo, endeble, feo, y por añadidura pobre, y si mi salud y mis fuerzas han mejorado un tanto, no así mi fortuna ni mi figura: me hallo constantemente sin blanca, y cuando me veo en un espejo, lo que hago rara vez, me encuentro siempre feo... Ya se comprenderá cuantos son los esfuerzos que habré tenido que hacer, en la lucha por la vida, para llegar a los cincuenta sin morirme, para conseguir mujer y para ser padre legítimo de una numerosa prole.

En últimas, estas memorias autobiográficas representan, a nuestro modo de ver, todo un agradable conjunto que no solamente embelesa el ánimo, sino que también encierra en el fondo edificantes enseñanzas.

El Dr. Lisandro Restrepo, escritor realmente desconocido, ameno y original, falleció en Medellín el 4 de febrero de 1927, cuando a la sazón desempeñaba una magistratura en el Tribunal Superior de Antioquia.

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Los datos biográficos del Dr. Restrepo los hemos tomado del Diccionario biográfico y bibliográfico de Colombia (Bogotá, t. III, 1939) de Joaquín Ospina.

Boceto autobiográfico

La naturaleza especial de esta obrita, cuya índole y tendencias se conocerán bien pronto, hace necesaria la existencia del presente capítulo, en el cual, como se colige por su mismo título, intento dar a mis lectores una idea general de mi individuo, reservándome para los subsiguientes el entrar en particularidades que completarán el conocimiento perfecto y completo de este miembro de la desgraciada familia de Adán que lleva por nombre el de Ramón Pérez, a secas y sin arandelas.

Para que la pintura sea lo que debe ser, es decir, exacta y con detalles característicos que presenten el sujeto de relieve, no me limitaré únicamente a hacer una exhibición de mi exterior físico, sino que también daré algunas pinceladas que pongan de manifiesto mi ser moral e intelectual.

A veces he pensado que pudiera evitarme esta triple, difícil y penosa labor colocando mi estampa al frente de estas páginas, y sometiéndome a la vez al estudio frenológico de un discípulo del muy renombrado Dr. Gall; pero al meditar un poco sobre el asunto he llegado a persuadirme de que en manera alguna me conviene el procedimiento y que mejor me está el atenerme a la descripción escrita, sin perjuicio, por supuesto, de dar a luz mi estampa, si esto fuere prácticamente posible. Varias son las razones que me asisten para optar por este último camino, y entre ellas registraré las siguientes como más culminantes y decisivas.

1ª Porque para mí eso de que "la cara es el espejo del alma" no es una verdad científicamente demostrada; y porque si lo estuviera me sería doloroso que mis lectores fueran a formarse una idea tan desfavorable de mi personalidad moral e intelectual, como la que necesariamente tendrán que formarse de mi personalidad física;

2ª Porque aunque yo creo con toda buena fe que el cuerpo humano ejerce una grande e inmediata influencia sobre el alma, tengo para mí que es puro empirismo el sistema que sustenta la teoría de que ciertas protuberancias craneanas coinciden con cualidades o predisposiciones del espíritu; y tan seguro estoy de que tal sistema carece de fundamento sólido, como que sé de cierto que tengo en mi interior una pasioncilla que no se revela en mi cabeza por ninguna protuberancia especial; y si no, que se haga la prueba para que se vea que digo la verdad.

Me llamo como queda dicho y anotado y nací de mi madre y fui engendrado por mi padre en esta Villa de la Candelaria, en donde he vivido hasta el presente con raras intermitencias, y en donde deseo continuar viviendo y morir, si Dios no dispone otra cosa mejor. Tengo cincuenta años y voy que me las pelo para los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República cincuenta y uno. Soy alto, delgaducho y de piernas tan flojas, que más parecen de trapo que de carne y hueso. Mi cabeza es grande y no mal conformada, bien que en los tiempos que corren es un erial en el cual no crecen sino unas pocas hebras de pelo blanquecino, que no logran, por más combas que les hago dar, cubrir la tercera parte de la superficie de mi cráneo. Mi cara ha sido fea desde que asomó por estos valles —los del mundo— y sus imperfecciones aumentan cada día, debido a la acción destructora del tiempo que nada respeta. Tan amarga verdad se pone de manifiesto con sólo considerar que entre dientes y muelas apenas cuento trece piezas, cinco de los primeros y ocho de las segundas; que mi nariz se ha afilado tanto que ya parece cuchillo de zapatero; que a medida que mi cuello va hundiéndose, como falto de sólido sostén, mis hombros se levantan a guisa de promontorios; y por último, que mis ojos, grandes y lánguidos como de buey, han perdido su brillo natural, y su mirada es triste, vaga y fría, con lo que están diciendo a gritos que están cansados de ver lo que pasa en este valle que llaman de lágrimas con tanta razón.

Hasta los treinta vestime a la moda de mi tiempo y gasté trapos de vivos colores, y usé levitones de azul turquí chalecos de terciopelo, y pantalones a cuadros, anchos y vistosos; pero de entonces para acá acostumbro, sin interrupción, presentarme en la calle de riguroso luto, desde la cabeza a los pies, y con ese propósito llevo cerrado el cuello de mi levita para no dejar ver lo blanco de mi camisa. De ropa de paño sólo tengo un ejemplar que renuevo cuando me urge la necesidad; y en cuanto a la blanca, debo confesarlo, es más que escasa; no obstante, diré en mi abono que vivo limpio y aseado, debido a la acuciosa solicitud de una de mis hijas, quien no da descanso al cepillo ni a la aguja de remendar.

Heme aquí, caro lector, físicamente pintado, tal como soy, sin exageración y sin falta. ¿Te gusto? Hazme el favor de no contestarme.

Dícenme todos, y yo lo creo, que peco por curioso; y verdaderamente lo soy, porque a mí no me satisfacen con medias palabras ni con cuentos sin final; y porque mantengo una comezón desesperante de saberlo y averiguarlo todo, impórteme o no me importe, sea el asunto serio o muy trivial. Si un personaje cualquiera me interesa por algún motivo, o por puro capricho, he de saber, cuésteme lo que me costare, quién es, de dónde viene y para dónde va. Si alguien ha muerto, he de averiguar si falleció de enfermedad natural o por obra de alguna violencia. En el primer caso, no se me queda títere con cabeza a quien no interrogue sobre la causa de la enfermedad, sobre el curso y desarrollo patológico de ésta, sobre si el paciente murió en su juicio, o no, sobre si hizo o no testamento, sobre si dejó mandas para los pobres y para obras pías, y en fin, sobre si al morir hizo o no gestos. Si acaece lo segundo, no me tranquilizo hasta meterme en la cabeza el proceso hasta conocer de pe a pa la historia del homicida y la de toda su parentela. Es mi manía; no la puedo negar.

Este deseo constante y dominador de averiguarlo todo y de saber el por qué de esto y de aquello me ha costado muchos dolores de cabeza y no pocos desagrados, sin contar con la mala fama adquirida como inoportuno. Pero en

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República cambio, ¡qué de ratos de fruición no he experimentado! Esto, aparte de que esa manera especial de ser me ha creado un cúmulo de conocimientos prácticos muy variados y me ha puesto en situación de apreciar en lo que valen los hombres y sus proezas, o mejor, en la de conocer un tanto la humanidad con todas sus virtudes, sus flaquezas, engaños y debilidades. ¿Os parece poco?

He tenido la gran virtud de la humildad y nunca he sido vano. He conocido mi puesto, y no me han dado antojos de escalar el que no me corresponde.

En achaques de amor, soy fuerte, así como aquel diputado de marras de quien alguien dijo que era fuerte en harinas (de tabacso se entiende), sólo que mi saber en esta grave materia no lo he adquirido por experiencia propia, sino por la ajena. He estudiado, con efecto, en muy buenos e interesantes tipos, el nacimiento, desarrollo, curso y término de la enfermedad que lleva el acotado nombre; y conozco, por lo tanto, sus síntomas, las vueltas que da, las faces engañosas que presenta, y para decirlo todo, conozco algunos antídotos y preservativos.

Para el que se enamora perdidamente de una rica heredera en cierne, no hay remedio igual a una quiebra del papá; la curación es completa y rápida. El enamorado loco de una pobre, pero hermosa, puede curarse con suero antiséptico de suegra, o con el anuncio de tener que cargar de por vida con toda la parentela de la futura. Si el amor es una de esas pasiones sublimes y poéticas de que nos hablan los novelistas, las cuales producen en la mayor parte de los casos resultados tan fatales, como suicidios, etc., etc., no se le conoce otro remedio que el raparle a la pretendida la cabeza con navaja de barbero, o el inyectarle virus de viruela castellana para que le quede el hermoso rostro picoso como tusa de maíz. A la vista de tales escabrosidades desaparece el amor más ideal; se han visto casos.

He dicho, y lo sostengo, que en esto de la enfermedad amor, sólo soy fuerte en cabeza ajena; y dígolo de esta manera, porque ha de saberse que desde que soy hombre hecho y derecho, yo he tomado el amor por donde no quema; más claro: que en lugar de darle cabida en mi corazón como una pasión dominante y avasalladora de esas que quitan el sueño y el apetito y que enervan todas las facultades, he considerado el amor como una necesidad de carácter puramente social, criada por Dios e inculcada en nuestra naturaleza como un medio coercitivo tendiente a la conservación y propagación de la especie humana y nada más. Los amores ideales, espirituales, sin carne de por medio, no son de este mundo. Su mansión es el cielo y de ellos no gozaremos, sino cuando estemos libres de la vestidura carnal, y cuando nos hallemos al lado de Aquél que todo es amor, pero verdadero amor.

En términos más perentorios y claros, el amor ha sido para mí un medio y no un fin; y de aquí que haya tenido siempre como una insensatez, o un pecado de marca mayor, esas adoraciones fanáticas entre hombre y mujer que paran regularmente, según se ha visto, en sacrificios estériles, si no en verdaderos

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República crímenes. Y esto por la razón muy sencilla de que un enamorado de esa clase olvida este divino precepto:

"Amar á Dios sobre todas las cosas".

Me gustan las riquezas; y cómo no me han de gustar, si el oro representa no solamente la felicidad de satisfacer nuestras necesidades de toda clase, sino que también su posesión hace que los demás hombres nos consideren y acaten, y tanto que hoy se tiene como una verdad de Pero Grullo aquello de "¿Cuánto vales? Cuanto tienes". Por lo demás, ¿quién puede negar que "la lucha por la vida" es nuestro verdadero tirano y que quien tiene el riñón cubierto lleva mucho ganado en ese universal combate en que chicos y grandes, feos y bonitos, jóvenes y viejos debemos tomar parte, queramos que no queramos?

No obstante lo dicho, como estoy más que escaso del codiciado metal y como no veo por dónde me pueda venir, si no me llueve del cielo, conforme estoy con mi suerte que no es blanda por cierto, y vivo el día como si fuera el último. No envidio a nadie, ni odio a los ricos, por ser ricos, ni quiero a los pobres, por ser pobres. Estimo y considero a los buenos, sea cual fuere su condición y su fortuna; y detesto a los malos, ya sean ricos y poderosos, o pobres y desvalidos.

En lo general soy un hombre simpático por activa, lo que significa hablando en fina plata que la mayor parte de las gentes me agradan; y digo que la "mayor parte", porque el exigirme más sería tanto como considerar que he alcanzado un grado de perfección a que no han llegado ni los mismos santos; y debe saberse, desde ahora, que de santo no tengo ni asomo de serlo. En cuanto a si soy simpático por pasiva, al lector toca el decidir el punto, pues por lo que hace a mi humilde y parcial opinión, ésta no es otra que la que el respetable público se haya formado. Se me permitirá, sin embargo, que entre los llamados a fallar tache a unos cuantos que no me tragan ni frito y envuelto en huevo. ¡Como hay tanta diversidad de gustos!

Soy un tanto filósofo a mi modo, y la vida la vivo como ella es; quiere decir que la considero como un bien prestado que pronto nos reclamarán, y muchas veces sin el desahucio legal; y como a este sistema me acomodo en lo posible jamás me desespero ni me anonado por lo que sucede o no sucede, pues sé hasta de corrido que cataclismos morales y sociales, pestes y calamidades, todo ha de terminar... con la muerte. Quienquiera que haya leído la historia de las naciones, y la vida de los grandes hombres y contemple aquellas luchas gigantescas y tantas pasiones encontradas, y tantas ambiciones desordenadas, y vea luego que de todo aquel revuelto mundo no quedan sino vestigios y ruinas, tendrá necesariamente que persuadirse de que todo en esta pícara tierra es "vanidad de vanidades y sólo vanidad".

No se crea por lo dicho que yo soy un tipo especial, distinto de los demás hombres. No, señores míos. Como hijo de mi padre Adán y de mi madre Eva, en mí se agitan las malas pasiones; y como cobijado por el anatema divino que puso

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de patitas en las puertas del Paraíso terrenal a los primeros pecadores, he tenido mis desvíos y, más que éstos, he cometido mis pecadillos. ¿Dije pecadillos? Pecadotes y grandes.

Pero allí no para la cosa, pues aunque mis ideas filosóficas sean tan concretas y prácticamente tan convenientes, no siempre las sigo, y más de una vez en el curso de mi existencia terrenal he procedido como los demás hombres y he obrado contra mi modo de pensar, con lo cual he seguido la corriente de mi siglo y el medio ambiente en que he vivido. De todo esto pudiera poner ejemplos, pero no lo hago por no desprestigiarme en absoluto, lo que indudablemente sucedería si me diera a la tarea de hacer una confesión a la manera de San Agustín o de Rousseau.

Ya estoy oyendo que alguno me hace el fundado cargo de que no es gracia ninguna el pensar de una manera y el obrar de otra, y así es la verdad. ¿Pero yo qué hago? De ese vicio adolezco, y no puedo pintarme distinto de lo que en realidad soy Intelectualmente no me considero como un prodigio, pues ha de saberse que ni he inventado la pólvora, ni la brújula, ni los rayos X, ni he escrito la Divina comedia ni cosa que se le parezca. Con todo, siento aquí, entre parietal y parietal, algo que no es común a todos los mortales y que algunos lo llaman talento; yo no llego a tanto, pero si me atrevo a pensar que esa facultad, o como se quiera llamar, con la cual me ha dotado la Providencia, me ha puesto en situación de apreciar con recto criterio los hombres y las cosas.

Soy lento en el obrar y tardo en decidirme, pero cuando esto último hago, voy derecho a mi objeto y no desisto de mis propósitos por más dificultades que encuentre. ¿Será esto una cualidad o un defecto? No lo sé. Tengo la creencia de que todo ser creado tiene en este mundo alguna misión que llenar, y que no hay, por lo mismo, existencias absolutamente estériles, ni aun aquellas que más lo parecen; y por lo tanto, he tratado de cumplir con la mía, tal como la entiendo. ¿Lo habré conseguido? Sería una temeridad el contestar afirmativamente; pero sí puedo asegurar que hasta el presente me encuentro satisfecho a este respecto y que vivo en la persuasión de no haberlo hecho tan mal. Excúseme el lector el que le guarde el secreto sobre la naturaleza de mi dicha misión y el que lo deje meditando sobre este problema, pues abrigo la esperanza de que si ahonda un poco en estas mis memorias encontrará la clave del enigma y entonces sabrá de sobra para qué nació y ha vivido éste su humilde servidor.

Este, lector querido, que veis aquí pintado por dentro y por fuera y que se os presenta mondo y lirondo, sin arrugas ni dobleces, es Ramón Pérez, vuestro guía en la peregrinación que con él vais a emprender por un mundo que que nada tiene de fantástico ni de sentimental, pero en el cual sí encontrareís, os lo prometo, mucho de real y verdadero, y algo de divertido.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 174, Bogotá, 1º de julio de 1975, pp. 14-19.

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Edmundo Rico

Autor de La depresión melancólica en la vida, en la obra y en la muerte de José Asunción Silva, Tunja, 1964.

Reportaje autobiográfico

La importante revista Tribuna Médica, publicada entre nosotros por Ediciones Lerner, presentó en una de sus entregas del año pasado el último reportaje que se hizo al profesor Edmundo Rico. Tribuna Médica, como se sabe, circula en nuestro país y en el Ecuador, y tiene ediciones semanales en Venezuela y el Perú, y en breve tiempo, en México y Centro América. Por cortesía de esta importante publicación, y en forma exclusiva, damos a conocer las declaraciones del ilustre científico, fallecido en la semana última.

El doctor Rico fue una de las más interesantes y, por lo mismo, de las más discutidas figuras con que contaba el cuerpo médico colombiano. Críticas y comentarios, favorables los unos, desfavorables los otros, señalan justamente el interés que en torno a su personalidad y a sus tesis, despertó siempre. Las declaraciones que entonces formulara el doctor Rico, son como siguen.

El profesor Edmundo Rico empieza declarando: "Estoy de vedette y cuando a uno empiezan a entrevistarlo la muerte está cercana".

"Nací en Sogamoso y allí pasé mi infancia. No confieso mi edad, porque el que lo dice es capaz de confesar todo. Las mujeres son la excepción a esta regla. Me hice médico porque mi padre, el doctor Abel de J. Rico, era un médico notable y probablemente por herencia se despertó en mí la vocación por la medicina. Sin embargo, mi padre insistía mucho en enviarme a Italia a estudiar derecho penal y esa hubiera sido mi carrera. A los once años me vine para Bogotá y desde entonces he permanecido casi siempre acá, yendo en vida de mis padres, durante vacaciones a Sogamoso y luego a una modesta casa de campo heredada".

"Me gradué de bachiller en el Colegio del Rosario, y Monseñor Carrasquilla deseaba que yo estudiase filosofía. Terminé la carrera de medicina muy joven, a los veinte años, pero no pude graduarme sino a los veinticinco, porque mi padre y el doctor Pompilio Martínez posiblemente consideraron que era muy joven cuando terminé. Posteriormente ocupé por concurso, no por autonombramiento como ahora, diferentes posiciones hasta llegar a ser Jefe de Clínica".

Hace un breve paréntesis y dice: "Me rajaron en anatomía y en farmacia".

Prosigue: "Me fui para Europa y duré allí ocho años especializándome en psiquiatría y en medicina interna. Cuando regresé gané los concursos de medicina interna y clínica psiquiátrica, pero por cuestiones políticas y debido a que no se

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República podían tener dos cátedras, salí de estos cargos. Actualmente soy profesor honorario".

A nuestra pregunta de por qué escogió la psiquiatría, como especialización, responde: "A mi padre le gustaba la psicología y yo leía sus libros, pareciéndome que esta era una rama muy interesante. Operaba bastante bien cuando era Jefe de Clínica del servicio del profesor Pompilio Martínez, pero al morírseme el primero me pasó lo de los toreros: tuve mi baño de sangre. Me explico: Cuando el torero sale dispuesto a hacer maravillas si lo coge el toro y no es ésta su vocación se asusta y hasta ahí llega. Eso me ocurrió a mí. Me decidí entonces por la psiquiatría y la medicina interna y, como ya le dije, me presenté a los concursos y los gané. En los concursos pasaba el mejor, aunque en ocasiones se cometían injusticias, porque somos humanos. Por ejemplo, si dos eran iguales y habían llegado al final con un récord similar, se escogía uno de ellos y generalmente se equivocaban en la elección".

Opiniones sobre medicina y psiquiatría

Decíamos al principio que el psiquiatra trata a su paciente desde el punto de vista físico y psíquico. Actualmente, en la carrera de medicina, al estudiante se le trata de infundir un sentimiento de comprensión bajo estos dos aspectos por cada uno de sus pacientes.

"Me parece excelente esta idea, ya que a los estudiantes se les debe enseñar a comprender el estado anímico de sus pacientes".

El concepto muy personal que tengo, es de que en nuestro país hay pocos psiquiatras en relación a las necesidades que se contemplan y también son pocos los centros especializados que hay. Negar que acá han progresado la psiquiatría y la atención hospitalaria de los dementes, sería anacrónico, pero dado el desarrollo tan marcado de población, es lógico que los menesteres en este campo hayan llegado a resaltar más. Basta tener en cuenta el espectáculo y el peligro que se presentaban en algunas de las céntricas calles de varias ciudades del país, cuando los hospitales psiquiátricos se vieron forzados a cerrar su puertas en vista de la escasez de recursos. El profesor Rico, persona bastante ilustrada sobre estos aspectos, nos comenta algunos de ellos, de esta manera: "Actualmente la psiquiatría y el psicoanálisis están de moda, principalmente el último por lo que los honorarios son tan costosos. El psiquiatra nace, no se hace, y la psiquiatría la están ejerciendo pseudo-psiquiatras y por esto no comprenden al enfermo. El psiquiatra más que todo obra por sugestión, por comprender el alma y el espíritu del paciente. Estoy aterrado de saber que en algunos sanatorios las psicosis se tratan con psicoanálisis, cuando el mismo Freud declaró que no se debían tratar así porque su resultado era un fracaso total. Sólo las neurosis se deben tratar así, y no todas".

"La crisis que se presentó en años pasados en los hospitales psiquiátricos se debió a que en uno de ellos, el neuropsiquiátrico, se cambió al estudio de los

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República síndromes mentales y sus tratamientos paraclínicos por el psicoanálisis ortodoxo, y en otros influyeron mucho los grupos de presión. En medicina hay grupos de presión e interesados influyentes como diría Marco Fidel Suárez, pero prefiero no meneallos como diría don Quijote. Quizás haya necesidad de hacer cambios de estructuras, no políticas sino científicas. Hoy todo el mundo quiere ser economista joven, psiquiatra, psicoanalista, psicólogo y secuestrista. Los freudianos, hélas, han secuestrado la psiquiatría. Qué le vamos a hacer".

"La Beneficencia podría ayudar más, y no economizar tanto, y proscribir de su seno benemérito la política. Me atrevo decir que dentro de la Beneficencia hay política, porque este es un país subdesarrolladamente político".

Pasamos luego a enfocar otro tema que siempre despierta numerosas controversias. Es el que se relaciona con la educación universitaria. Nos parece importante conocer la opinión que le merecen los actuales métodos de enseñanza y las reformas que tal vez podrían colocar a nuestra Universidad dentro de las mejores del mundo. El profesor Rico ampliamente puede disertar al respecto, ya que durante muchos años ha sido profesor de nuestra facultad y por tanto ha conocido y conoce la evolución de la docencia en la Universidad.

"En primer lugar, creo que para estudiar medicina hoy día se debería prescindir de tantos "tests" y psometrías al recibir al alumno. Se deberían estudiar detenidamente las estructuras de los candidatos, sus disposiciones y, sobre todo, las aristas bondadosas del carácter, que es lo que se requiere para ser buen médico".

"En cuanto a los premédicos: ¿Matemáticas en medicina? Me parece absurdo, ya que la medicina no es una ciencia exacta. En mi humilde concepto, considero que la enseñanza en la Facultad de Medicina, está mal orientada y que, habida cuenta de nuestra idiosincrasia indo-latina, se vuelvan a introducir en ella junto con los métodos americanos, las enseñanzas francesas, es decir, que sea ecléctica. Aquí no resulta la medicina americana sino la francesa, que produjo médicos famosos como los profesores Lombana Barreneche, Pompilio Martínez, etc.". "Para que la Universidad sea una de las mejores del mundo se requieren varias cosas: que se vuelva a respetar a los profesores, que tornen a establecerse los concursos y que sean los catedráticos los que manden y no los estudiantes. Las relaciones entre estudiantes y profesores se han modificado: antes eran cordiales y había respeto. Actualmente mandan los estudiantes. Los profesores obedecen, pero después se vengan con las notas. Por eso se producen las huelgas. Se deben escoger cuidadosamente a los que van a ingresar al Alma Mater. Se deben acabar los grupos de presión en la Universidad y se deben extirpar para siempre las huelgas".

—¿Cuáles fueron sus mejores profesores y condiscípulos?"

—"De mis profesores: el gran Lombana Barreneche, Carlos Esguerra, Roberto Franco, Zoilo Cuéllar Durán, José Ignacio Uribe, Miguel Rueda Acosta, Gabriel

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Camero. Entre los sobrevivientes: Jorge Bejarano, José del Carmen Acosta, José Vicente Huertas, Julio Aparicio, Jorge Cavelier. De mis condiscípulos: Juan Pablo Llinás, Jorge E. Llinás, Carlos Trujillo, Hernando Anzola Cubides, Rafael Martín Rodríguez, Francisco Pinzón, que era un genio desafortunadamente malogrado; Daniel Brigard Herrera, Pedro José Almánzar y muchos otros que se escapan de esta memoria medianamente esclerosada. De mis compañeros quiero hacer énfasis especial por Ramón Atalaya, a quien admiro mucho".

—Profesor Rico: ¿Qué piensa usted del futuro de la medicina en nuestro país?

"Necesitamos médicos generales, pero la Asociación de Facultades de Medicina, a pesar de lo que dice, produce especialistas. Necesitamos médicos generales que sean psico-somáticos. Sin embargo, se están produciendo médicos ‘americanos’ y todo se hace por laboratorio. El sentido clínico se está perdiendo. No quiere esto decir que desconozco la medicina americana. Son grandes bacteriólogos, bioquímicos, radiólogos, etc. Pero insisto en que acá nos sirve especialmente la clínica".

"Otra cosa que es verdaderamente lamentable es la manera como se ha comercializado la medicina. Basta observar cómo proliferan día a día los centros de especialistas".

"El año rural es de primordial importancia para el futuro de la medicina en Colombia. Aplaudo mucho la idea de ese gran médico Romero Hernández que, siendo oftalmólogo, es no sólo clínico, sino gran cirujano. Sirve para forjar mejores médicos generales y hace comprender al que ya está especializado, que antes debe estudiar toda la medicina".

Temas generales

A través de la entrevista y observando el consultorio del profesor Rico, nos hemos dado cuenta que no sólo se ha preocupado por adquirir conocimientos en medicina, ya que al lado de su maravillosa colección de libros médicos, se hallan otras obras de diferentes temas como de poesía, de literatura, etc. que demuestran un espíritu altamente cultivado. Por eso, no es sorprendente saber que es autor de varios libros, uno de los cuales gentilmente nos obsequió, en el cual hace un análisis sobre la vida y las obras de José Asunción Silva. Dirigimos la entrevista a tratar diferentes problemas del país y del mundo.

—De los países visitados, ¿cuál es el que más le ha impresionado?

—"Viví en Francia ocho años y es el país que más me ha impresionado, tanto desde el punto de vista médico, por la ciencia francesa, como desde el punto de vista literario. No dejó de impresionarme sentimentalmente ‘hélas’ ya que las mujeres francesas no son como lo piensan algunos colegas, mujeres fáciles, sino señoras como pocas las hay en el mundo. Los que así piensan sólo visitaron cabarets y no conocieron la verdadera mujer francesa".

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Con la respuesta anterior, al darnos cuenta de la defensa tan cerrada que hace de la mujer, le preguntamos qué opina en general sobre la mujer y qué porvenir tiene dentro de la medicina. Gentilmente nos respondió: "La mujer es indispensable para el hombre, y si hay comprensión intelectual, ética y afectiva, el matrimonio será ideal. Para mí la mujer es la que hace al hombre y por ende, cual lo diría López de Mesa: la que forja el hogar".

"En materia de medicina, con el correr de los tiempos las mujeres van a desplazar a los hombres, ya que sienten más, captan mejor y se consagran por entero a servir a sus semejantes".

—¿Está de acuerdo profesor, con que los hombres son más inteligentes que las mujeres?

—"Niego de plano que el hombre sea más inteligente que la mujer, ya que la última por su cuerpo tiroides, es la glándula de la emoción, y por sus secreciones internas está más capacitada por el aflujo de sus hormonas afectivas a lubricar más instantáneamente la inteligencia que el varón. Lo que acontece es que los hombres en nuestra megalomanía menospreciamos al sexo débil porque nos faltan cualidades que en aquél abundan. Esto no quiere decir, como lo pensaría ese taciturno profesor y amigo mío, Núñez Olarte, que hay una confusión simbiótica de dos sexos, sino todo lo contrario: el hombre que me dice que conoce a una mujer me produce instantáneamente inmensa ternura, porque ningún varón es capaz de conocerla, ya que ellas tienen lo que nosotros no poseemos y que yo llamo ‘instinto uterino’".

El mundo con sus modernismos ha puesto al hombre en una situación de constante agobio y que científicamente se ha denominado stress. Nuestro medio lógicamente se ha visto también impresionado por una serie de fuerzas avasalladoras, de las cuales se trata de escapar por cualquier medio. Probablemente a esto se debe que cada día sea mayor el número de neuróticos y aumenten los robos y secuestros. Le exponemos esta idea al profesor Rico, y él, sonriente, nos dice:

—"Todos somos neuróticos y principalmente el rector de la Nacional y Jiménez Arango. ¿Quién no tiene fobias, agüeros, etc...? Todos, todos. Los secuestros son una manifestación de la psicosis perversa que domina nuestro país, subdesarrollado, pero no soy partidario de la pena de muerte, porque se convertiría en pena política y los primeros en sufrirla serían los de la Federación Médica que tanto la defienden.

"Yo tengo la deformación profesional y por ser psiquiatra veo locos por todas partes. Siempre he creído que la mayor locura de Dios es haber creado el mundo, y el peor mal que puede sucederle a un individuo es nacer para morir. Cuando encuentro un hombre virtuoso, que nació caballero y bondadoso, no considero que tiene un don sino una modalidad de carácter".

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—Profesor: ¿A qué se dedica usted en los ratos libres?

—"Escribo y echo de menos los mejores tiempos de mi vida que fueron aquellos cuando era profesor por concurso, y medito con tristeza intelectual el caos reinante en eso que tan prácticamente se llama la Ciudad Blanca, pero que hoy es la ciudad de las sombras...".

Su temperamento romántico y lleno de añoranzas nos hace preguntarle:

—¿Qué opina usted del amor?

—"Que unido a la piedad es el que podría salvar al mundo. Desgraciadamente en esta época del átomo todo se disgrega, todo se acaba. En fin, soy un gran pesimista a pesar de mi temperamento extrovertido y le confieso una cosa, que ojalá la logre cuando esté anciano: ya estoy curtido, integralmente curtido, hasta cuando alumbre la esperanza, porque estoy de acuerdo con el general Uribe Uribe: ‘Yo puedo esperar y espero’. Este consejo se lo doy recordando aquello que dicen: ‘Los viejos gustan dar buenos consejos, para consolarse de su incapacidad de dar los malos’".

Durante la entrevista, el profesor Rico, constantemente se ha mantenido fumando, y recordando que en psiquiatría esto se considera una regresión o una fijación en la etapa oral del desarrollo, le decimos si está o no de acuerdo, con este concepto, y a qué se debe el que fume en tal exceso.

Responde: "Fumo por mi emotividad y por la entrevistadora. Si fuera cierto que es una regresión a la fase oral, me estaría haciendo entrevistar por unos cuantos megalómanos de la Academia Nacional de Medicina, de la cual tuve el honor de ser presidente".

Reportaje Autobiográfico, en Lecturas Domicales de El Tiempo, Bogotá, marzo 13 de 1966.

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Medardo Rivas y Joaquín Pablo Posada

Medardo Rivas, eminente repúblico y fecundo escritor, nació en Bogotá el 4 de junio de 1825. Fueron sus padres D. José María Rivas y Arce, notable santafereño, y doña María Josefa Mejía, hermana del prócer antioqueño Liborio Mejía. En julio de 1859 contrajo matrimonio con doña Rosa Groot, hija del historiador José Manuel Groot.

Fue colegial del Mayor del Rosario; abogado de los tribunales de la República; fiscal del Tribunal de Cundinamarca; secretario del Senado, cargo que renunció por haberse negado a notificar al Ilmo. Arzobispo Manuel José Mosquera su destierro del país; ayudante del general Joaquín París, con grado de teniente coronel en la guerra contra la dictadura del general José María Melo; gobernador del Distrito Federal; general de brigada de las milicias del Estado de Cundinamarca; representante al Congreso y senador de la República; Secretario (ministro) de Guerra y Marina en el gobierno del Dr. Manuel Murillo Toro; cónsul y agente diplomático de la Nueva Granada en Venezuela; cónsul de Colombia en Berlín, Hamburgo y El Havre; administrador de la Salina de Zipaquirá y, finalmente, en 1899, director del Partido Liberal. En esta posición "laboró decididamente, aun cuando sin resultado, para evitar la guerra civil que estalló en ese año".

De su actuación como militar en la campaña de 1854, concretamente, en las provincias de Tundama, Ocaña y García Rovira, nos da cuenta detallada el Dr. José Joaquín Vargas Valdés en su curioso e interesante libro A mi paso por la tierra (Bogotá, Tip. Colón, 1938), que contiene también pasajes de carácter autobiográfico. "Toda esta vida llena de ocupaciones importantes —dice D. Alberto Urdaneta— no impidieron que en su tiempo fuera Rivas un cachaco de buen tono y luego respetable padre de una lúcida familia".

D. Isidoro Laverde Amaya, con toda la autoridad que le asiste cuando describe las fisonomías literarias de ilustres colombianos, dice que el Dr. Medardo Rivas fue un hombre de mundo y de pluma; espíritu de temple, gozoso y ardiente, creado para la lucha, y dueño de un temperamento observador, nervioso y vehemente.

Como escritor, que lo fue en alto grado, el Dr. Rivas es autor de las siguientes obras que vieron la luz en Bogotá, en la imprenta de su propiedad:

Conferencias sobre la educación de la mujer (1871); La Pola, drama histórico en cinco actos (1871); Conversaciones sobre filosofía (1873); Obras de Medardo Rivas. Parte primera: Novelas, artículos de costumbres, variedades, poesías (1883); En memoria de Gabriel Reyes Patria (1884); Obras de Medardo Rivas. Segunda parte: Viajes por Colombia, Francia, Inglaterra y Alemania (1885); Errores de la justicia y víctimas humanas en Colombia (1894); Historia de una rosa (Madrid, España, s. f.); La cuestión social (1899), y Los trabajadores de tierra caliente (1899), obra que ha servido de consulta en varias universidades de

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Estados Unidos en la cátedra de sociología americana, y de la cual se han hecho varias ediciones. La más reciente fue publicada en Bogotá, en 1972, como volumen 25 de la serie Biblioteca Banco Popular. Sobresalió, especialmente, en el género costumbrista, campo en el cual, al decir de Gustavo Otero Muñoz, lució por "su gracia natural, un sentimiento palpitante de la naturaleza, concepción rápida e imaginación fecunda". Colaboró en muchos periódicos del país y del extranjero; fue fundador y redactor de El Liberal, El Siglo (este periódico en colaboración con los doctores Antonio María Pradilla y Salvador Camacho Roldán) y la Revista de Colombia, de carácter político, literario y noticioso, que escribió casi en su totalidad y sostuvo por espacio de cinco años. En esta revista publicó muchas de sus novelas y poesías. Para algunos de sus escritos utilizó los seudónimos El Peregrino, Emilio Souvestre, Emir Omer y Karl Sand.

El historiador Arturo Quijano se expresa de este modo:

Como ciudadano fue Rivas un excelentísimo en el trabajo, que compartía entre la imprenta y la agricultura —entre la luz y la vida, entre el pensamiento y el brazo, entre la idea y el producto—. Dedicó, pues, sus energías a servir hábilmente los dos grandes resortes del mecanismo social.

Como periodista, fue uno de sus incansables zapadores de la idea, y ante todo y sobre todo lo que debía ser: un moralista, un propagandista de la verdad, un corrector de vicios. Rivas político, Rivas ciudadano, Rivas hombre de Estado, fue autor de la abolición de la esclavitud.

El Dr. Medardo Rivas falleció en Tena (Cundinamarca) el 11 de septiembre de 1901.

La mayor parte de los datos biográficos que aparecen en esta nota los hemos tomado del libro Documentos sobre la familia Rivas (Bogotá, Editorial Minerva, 1930) por José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. El retrato de don Medardo es una reproducción del que se encuentra en dicho libro.

* * * Joaquín Pablo Posada, poeta epigramático y repentista de primera magnitud nació en Cartagena de Indias el 17 de agosto de 1825. Fueron sus progenitores el general Joaquín Posada Gutiérrez, prócer de la Independencia, estadista e historiador de gran renombre, y doña Concepción Bravo.

Hizo estudios en la universidad de su tierra natal, denominada por aquel entonces Universidad del Magdalena y el Istmo; luego los prosiguió en el Colegio de San Bartolomé, en Bogotá, donde se distinguió por sus "aptitudes para las matemáticas, lo mismo que para la poesía, y tanto para las lenguas y la gramática general como para las ciencias intelectuales y las políticas". Dotado de privilegiada inteligencia, fue admirado por sus maestros, amigos y condiscípulos.

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D. José María Samper, su par en el talento y compañero de estudios, nos describe de este modo la estampa y cualidades de Posada:

Frente magnífica, ojos admirables, nariz aguileña llena de energía, boca sensual y burlona, y todo, en el rostro y en el resuelto y franco ademán, propio para inspirar simpatía o recelo, amor o miedo, según que él fuese amigo o enemigo, que en todo caso lo era con lealtad y a cara descubierta. Su facilidad de palabra y de respuesta y réplica; la increíble prontitud y soltura con que discurría en prosa o improvisaba en verso, y la acerada agudeza de sus dichos, anunciaban que en él bullían el fuego y la chispa de un notabilísimo ingenio.

Joaquín Pablo Posada se dedicó con especial empeño al periodismo, labor en que sobresalió por su carácter polémico, satírico y picaresco. Colaboró con inspiradas composiciones en El Tiempo, El Mosaico, y la Biblioteca de Señoritas, y fue redactor de El 7 de marzo, El Orden (fundado por el general Melo en 1852) y El 17 de abril periódicos políticos. En asocio de su coterráneo Germán Gutiérrez de Piñeres publicó El Alacrán (Bogotá, enero 28 - febrero 22 de 1849), semanario de contenido satírico y jocoso; de allí el apodo que se dio a sus redactores: los Alacranes. En San José de Costa Rica dirigió El Costarricense y en La Habana, donde vivió por espacio de diez años, lo hizo con uno de sus principales diarios; en dicha capital desplegó una intensa actividad intelectual y fue coronado por el capitán general de la Isla, D. José de la Concha, como el "Espronceda americano".

De la pluma del Alacrán Posada contamos con las siguientes publicaciones, que en la actualidad constituyen verdaderas rarezas y curiosidades bibliográficas: Un duelo (Bogotá, enero de 1850); Pobre Teresa: chanzoneta amistosa, crítico- burlona (Bogotá, Imp. de Echeverría Hermanos, 1857); Versos (Bogotá, 1857), con prólogo de Felipe Pérez; Tratado de ortografía (La Habana, 1860); Historias y lecciones explicativas sobre zoología, traducción (Bogotá, Imp. de Medardo Rivas, 1874), y los famosos Camafeos (Barranquilla, Imp. de los Andes, 1879), bosquejos en verso de notabilidades colombianas en política, artes, literatura, etc.

Según el testimonio de D. Isidoro Laverde Amaya, Joaquín Pablo Posada fue "filósofo por temperamento y tendencias, desdichado por destino, y acaso tal vez por falta de apego a la verdadera felicidad material que consiste en no necesitar de la protección de los demás sino bastarse a sí mismo; confiado sólo en la necesidad de vivir, e indeciso en su suerte y medios de acción, aunque seguro de su genio y con talento y aptitudes para todo".

Joaquín Pablo Posada, más conocido en la historia de nuestras letras con el remoquete de El Alacrán Posada, murió en Barranquilla el 4 de abril de 1880. Con ocasión del sesquicentenario natalicio de Medardo Rivas y de Joaquín Pablo Posada (ambos vieron la luz en 1825) y para evocar su memoria, transcribimos a continuación las curiosas cartas cruzadas entre ellos, de sabor autobiográfico, y en las que podemos gustar el fino ingenio de que hicieron gala tan ilustres

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República corresponsales. Estas cartas se hallan en la parte primera de las Obras de Medardo Rivas (Bogotá, 1883).

Cartas autobiográficas

Señor Don Medardo Rivas.

Mi viejo y mi buen amigo: La facilidad de menos echo, en este instante mismo, de D. Ángel de Saavedra, el duque de tu apellido, para escribirte un romance, lo más suelto y lo más lindo, que fuera digno de ti y que de mí fuese digno. Pero como no la tengo, — como arriba te lo indico, tendremos que conformarnos, — conformarnos ... (está escrito —y no borro la palabra—, aunque digas que duplico) los dos, con lo que mi numen, ya cascado, seco y rígido — dar de sí pueda a estas horas —. (Acaban de dar las cinco).

Nuestra amistad, en Villeta, — el año cuarenta y pico —, (pues poner dos impidióme el asonante maldito) —comenzó— ¿No lo recuerdas? — ¿Lo habrás echado al olvido? — Yo bien sé que no, Medardo: la última vez que nos vimos, hablamos de aquellos tiempos de nuestra amistad principio, — quando ego erat pueribus, — como D. Hilario dijo, en plena logia, una noche, — para echarlas de latino –. En aquel pueblo bailando, enamoramos, comimos, —sin tomar, no diré brandy,— ni una copita de vino; — montamos buenos caballos, — cuando los daba Pulido, — malos cuando los fletaba Don Juan Vargas el muy pícaro! ... No es que insulto su memoria: es por chanza que lo digo, ¡pobre Don Juan!, que fue siempre francote y bueno conmigo ... (No hay remedio, un consonante me ha brincado, lo cual prueba, entre paréntesis, que este romance improviso). Montábamos, pues, decía, cuando el baño era en el río, o a pie al pozo del azufre, que es en la quebrada, íbamos; ya hombres solos, que hombres éramos, aunque entrambos barbilimpios, adolescentes precoces y traviesos, casi niños. A mí me gustaba, creo, misiá Maraquita Miro, y a ti, si no me equivoco, Mariquita Vallarino: por supuesto sin malicia, sin arriére pensée, caprichos, — por hacer lo que los otros, — pura imitación de micos...

Vamos a voltear la hoja, y al hacerlo me horripilo, — al ver que en toda una página de éstas, de papel ministro, — absolutamente nada que tenga sustancia he dicho.

Esta digresión ha roto de mis recuerdos el hilo, y otros también halagüeños evoco con tu permiso.

El año mil ochocientos cuarenta y tres estuvimos en San Bartolomé juntos, siendo entrambos buenos chicos, — regulares estudiantes, y excelentes condiscípulos. Entonces tú visitabas, — por lo menos los domingos, la casa de mi familia, — situada en San Victorino. — ¿Recuerdas, dime, Medardo, cómo te amaron los míos, — desde mamá hasta Teresa — y desde mí hasta Narciso? ... Excúseme que haya puesto esos puntos suspensivos; pero el reloj da las siete, y yo estoy comprometido solemnemente con unos — ¿lo serán? ... unos ... amigos; pero mañana temprano volveré a ocupar mi sitio.

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14 de diciembre.

Aquí me tienes de nuevo, — aunque estropeado y mohíno, porque he pasado una noche de calenturiento frío, — insomne, despabilado, — con el cerebro hecho un cisco, — leyendo las tristes cartas de mi Inés y de mis hijos, — cuya suerte informada me quita el sueño y el brío, — y pasar me hace las noches crueles en febril delirio — convirtiendo mi cabeza en kaleidoscopio vivo, — en que al menor movimiento las ideas, que son los vidrios,— se revuelven y confunden, — y presentan al espíritu nuevas y extrañas imágenes, — a cada insensible giro, – pero todos reflejando — este infortunio infinito — que hace de mi triste vida — un inmenso laberinto, — enredado, inextricable — como aquel que en Creta, Minos mandó fabricar a Dédalo, el padre del loco Icaro, para encerrar dignamente — al Minotauro maldito, que nació de Pesiphae, — del adulterio arquetipo, pues un toro fue su amane, — según lo refiere Ovidio, — y Demoustiere lo repite en salpimentado estilo ...

Ya lo ves cuando te hablaba de mis afanes prolijos, — una cita mitológica — me apartó de mi camino.

Suspendí anoche a las siete éste mi romance inicuo, en un ¡hace 20 años! — Renuncio, pues, a seguirlo. Además, ya tú la síntesis, de nuestro vario destino con tu ingénita sindéresis, — formulaste como amigo, — en aquella alegoría, — en aquel precioso artículo, — publicado en tu Revista de Colombia cuyo título ... Pero vuelvo a divagar – y de nuevo me extravío.

Tú formulaste, decía, nuestros hados respectivos: —"a ti te guió tu estrella, a mí me arrestró mi sino".

Tras mañana 17 — pienso mandar un auxilio — a mi infelice familia, — de quien separado vivo, hace un año y siete meses, — para aliviar su martirio, un tanto: no será mucho, — pues los tiempos están críticos. Por supuesto y desde luego, — decirte no necesito, — que para la tal remesa, — cuento, Medardo, contigo,— con el óbolo amistoso, que aunque pudiera ser íntimo, grande lo contemplaría, — porque "todo es relativo", y muy bien suceder puede que tú estés mal de bolsillo.

En verdad, se me olvidaba: cuatro ejemplares te envío, de mis "Preces cuotidianas" — ¿Qué tal pulso el plectro místico?

Pero se pasan las horas, y por tanto termino esta prolongada epístola, repitiéndome tu amigo, Joaquín P. Posada

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15 de diciembre de 1871.

Señor JOAQUIN P. POSADA.

Tu casa, 16 de diciembre de 1871. Querido amigo del alma: Mil gracias por tu misiva. Era mi primo cercano el noble Duque de Rivas, a quien en tus lindos versos, Joaquín, envidiando, citas; mas, como tú sabes bien, en asuntos de familia los unos se llevan todo, y quedan otros per istam, mi noble primo llevóse (fue verdadera injusticia) genio y gracia, para, ser un famoso romancista, y a mí dejóme tan sólo la afición a la política. Así, contestarte en verso, sería una empresa inaudita; pero te ofrezco, Joaquín, consagrarte una "Revista"; pues conquistarás con esto una posición magnífica: que al ver tu nombre allí puesto, han de lloverte a porfía más ataques y censuras que a Renán llovieron críticas: de toda lista en que estés te borrarán los sapistas; te han de excomulgar las beatas, y ... dejemos la política.

¿Para qué mueves, Joaquín, esa apagada ceniza, esas memorias pasadas que en el alma están dormidas? ¿No tienen los corazones bastante y amargo acíbar, que quieres echarles más, recordando viejas dichas? Y a propósito, te engañas, no era la mía Mariquita: era ... (si ya no me acuerdo de su nombre), era una bizca, recatada y melindrosa, de un Canónigo sobrina. Lo que recuerdo es que el cura tenía despensa provista de chocolate, de quesos y conservas exquisitas; y por gozar de mi amada las simpáticas sonrisas y tomarle el chocolate, sacrifiqué muchos días los baños en el azufre y el amor de Mariquita; pero el cura una ocasión, por celos o economía, hizo que sus dos sobrinos me dieran una paliza.

Montábamos, dices: nunca gocé de tamaña dicha, pues jamás tuve un caballo ni nadie me lo ofrecía; y ad pedem litere al pozo me iba con un tal Garnica; mientras que con Pepe Nieto y la elegante Cristina tú pasabas en bucéfalos que me llenaban de envidia: que siempre la buena suerte mostróse conmigo esquiva. ¡Ay! del colegio las horas fueron para ti de dicha; para mí fueron amargas desde que estudié cachifa! Siempre mal trazado y pobre, llevé una vida maldita; era antipático y feo, y todos me aborrecían. ¿Recuerdas? Tuve peleas como tuvo el año días. Con Matallana Nereo (pues siempre se anteponía el apelativo al nombre, cuando se pasaba lista), con Matallana unos puños tuve donde fue capilla; después con Pepe Samper tuve formal sarracina; y contra Neira el patán tuve que formar gavilla.

Cuando ya era mocetón, estudiante todavía, me enamoré como loco de la gentil Margarita; y el capote colorado, el ancho sombrero jipa, la chaqueta de mahon y chinelas amarillas, cambié por un cubilete, por botas y por levita; y todas las tardes juntos, nos íbamos a su esquina, que era, ¿la recuerdas bien?, enfrente de "la Capilla". Saludabas tú arrogante, yo hacía zurdas cortesías; y ella contigo era amable y conmigo sonreía.

Es cierto, mucho me amaron los miembros de tu familia; y yo conservo en mi pecho, como preciosa reliquia, el recuerdo de los tuyos, y aún amo a Pita y la niña;

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pero te voy a contar la más triste de mis cuitas, que a tu casa, a mis amores y a mi suerte viene unida. Hicieron al Chivo Amaya, clérigo de campanillas, Deán del coro catedral; y por eso dio ese día un refresco, ¡qué refresco!, toda pintura es mezquina. Vivía con él Juan Azuero, con quien tuve amistad íntima: convidóme a los despojos y jugamos mesa limpia. ¡Ay!, no quisiera contarlo; pero me puse una chispa, y vi al mundo chiquitico y vino a mi fantasía la imagen dulce y risueña de la gentil Margarita. Fuime a tu casa a la tarde, que era por la Capuchina. Entré sereno; Chochón me recibió con risita, de esa que quiere decir, lo que tienes se adivina. Entré a la sala. ¡Qué veo! ¿Es realidad o es la chispa? Sentada en un canapé, conversando con la niña, con traje de pana azul, que así se usaba en mis días, y un pañuelito rosado cubriendo sus formas lindas, estaba, y me dio la mano, la graciosa Margarita. Y yo, que siempre temblaba al verla, cual golondrina en quien el ave de presa sus ojos hirientes fijan, esa noche fui arrogante, animado por la chispa, para decir necedades y grandes majaderías.

—Dieciséis años apenas, frenético le decía, cuento, señora, y no tengo consuelo en mi triste vida: sufro infeliz, y luchando del destino con las iras. Sueño con usted de noche y es mi ilusión en el día. Miro doquiera desiertos sin su imagen peregrina: que es mi amor, amor de aquellos que nacen en sólo un día; mas que forman una historia y llenan toda una vida. Quiero su amor o la muerte, ¡quiero su amor, Margarita!

—No se vende solimán, caballero, en la botica, sin que al pie de la receta ponga un médico la firma,— con furiosas carcajadas me contestó la maligna.

La "fortuna desde entonces" me fue siempre tan propicia, en negocios y en amores, que en mitad ya de mi vida de impresor tomé el oficio para emplearla como tinta.

Dichoso tú que, ligero, todo un romance improvisas, mientras que yo de esta carta, sudando la gota viva, he escrito más borradores que tú apurado copitas. Y pues mañana es paquete y el óbolo necesitas, renuncio en obsequio tuyo a continuar la misiva: diciéndote sólo — amigo, ¡Dios ampare a tu familia! Para ella te envío un cóndor. Quisiera darte una mina, para probarte con esto, cuánto tu cariño estima.

Tu Viejo amigo Mechuso (alias Don Medardo Rivas).

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 179, Bogotá, 1º de diciembre de 1975, pp. 16-21.

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Tomás Rueda Vargas Recuerdos

Las páginas que han de formar este libro no tienen pretensión literaria alguna; busco un fin moral que pueda aprovechar a mis hijos y, si pasaren de los linderos del hogar, a cuantos puedan hallar cualquier enseñanza provechosa, que nunca faltan en una vida por el sólo hecho de serlo.

Muchas veces he pensado lo útil y consolador que me habría sido el hallar el pensamiento y opinión de mi padre en alguna forma más concreta que la dispersa y fragmentaria que se conserva en la memoria de quienes le trataron, y en tal cual papel de índole pública, o en todo caso, no escrito con la mente puesta en el objetivo de dirigir al hijo e influir sobre él desde ultratumba.

Nací en Bogotá el 18 de septiembre de 1879, y debo hacer alguna ligera relación acerca de las familias de mis padres.

Mi madre (Biviana Vargas), nacida también en Bogotá (año de 1850), es hija del doctor Jorge Vargas, natural de la villa de Charalá en la antigua provincia del Socorró (hoy departamento de Santander), y de doña Biviana Heredia, de vieja cepa santafereña, quien murió cuatro meses después del nacimiento de mi madre. Mi abuelo Vargas pertenecía a numerosa familia que apenas pudo dar educación completa a él, que era el menor, enviándole a la capital hacia el año de 1823 a estudiar en el colegio de San Bartolomé de donde salió con diploma de médico en 1833; y con el trabajo asiduo de su profesión conquistó una mediana fortuna y una muy buena posición social. Más adelante espero hablar de la influencia que el buen viejo tuvo en mi infancia, pues él murió a la edad de 87 años y cuando yo contaba 13.

Mi padre nació en el pueblito de Tasco (departamento de Boyacá) en junio de 1832 del segundo matrimonio de mi abuelo don Tomás, natural de Zapatoca, con doña Francisca Nieto, natural del mismo Tasco; entiendo que siendo mi dicho abuelo empleado subalterno en la renta de tabaco y teniendo este monopolio antipatías marcadas por parte del público, vino a morir apedreado en un motín popular habido contra el tal estanco del tabaco, supongo que hacia 1840. Como mi abuelo materno, mi padre se levantó y educó en medio de las mayores dificultades y estrecheces llegando a coronar sus estudios de derecho hacia 1857 o 1859; antes de esto había tomado parte en la guerra de 1854, formando entre los defensores de la Constitución en contra de la dictadura de Melo, y combatiendo a órdenes de los generales Franco y Herrera, y a las inmediatas del coronel Melchor Corena en el escuadrón de caballería que mandaba este veterano de la Independencia.

Mi padre murió repentinamente a causa de un ataque de angina de pecho, en la hacienda de Santa Ana, vecindario de Usaquén, el 24 de diciembre de 1882. Contaba yo, pues, poco más de tres años, pero recuerdo el grito de mamá, la

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República consternación de la casa, y todo aquello confuso que formó en nuestro hogar un ambiente de tristeza e hizo de mí un muchacho melancólico, retraído y que entró a pensar demasiado pronto en cosas serias. Cuando mamá me apretaba contra su pecho y yo sentía íntimamente su pena, sus angustias y la falta del apoyo de su marido muerto, yo comprendía una multitud de cosas que seguramente no comprenden los niños felices; cuando antiguos amigos de mi padre iban de visita a casa y conversaban de él alabando su severa honradez, relatando actos de valor por él ejecutados, yo me volvía todo oídos, contenía la respiración y dominaba el sueño que me invadía, para mejor escuchar. Cuando algún señor detenía en la calle a la sirvienta que me acompañaba y cogiéndome la cara, decía a algún amigo: "Mira, este es el hijo de Rueda", yo sentía una mezcla de orgullo y de pena, que movía profundamente lo más íntimo de mi ser; como conmovido me siento hondamente hoy en esta misma casa de Santa Ana al recogerme para volver la vista a un pasado que va perdiéndose en la lejanía de la distancia, hoy, que, mientras escribo, raya a mi lado en un tablero números y letras de principiante mi hijo Antonio, sin saber que es él, y su hermanito, y sus dos hermanitas, pero principalmente él, quien me pone la pluma en la mano para adelantar este trabajo en este domingo de junio de 1917. El hijo mayor se engendra para el cumplimiento del deber, decían los romanos; esa frase, que yo no conocía, me la fue labrando la conciencia, naturalmente, al golpe de las circunstancias.

Un año después de muerto mi padre, murió mi hermano menor Francisco (24 de enero de 1884), lo que aumentó las sombras de mi hogar, y afirmó más en mí la idea de que yo había de ser el hombre de la casa, idea que me ha dado valor en muchas ocasiones y que me vino a salvar en el porvenir de quién sabe cuántas caídas; fue y ha sido éste como un grito interior que me ha hecho levantar la cabeza siempre, y ha contribuido poderosamente a mantenerme derecho.

Nuestra casa quedó constituida por mi madre, mi abuelo, mis dos hermanas mayores Julia y Paulina, el hermano mayor de mamá, José María, y yo.

Mi abuelo, no obstante sus muchos años, tenía un cararácter alegre y comunicativo, me quería mucho y gustaba en extremo de contarme historias de sus tiempos. Así viví yo la historia de las primeras épocas de Colombia republicana. Había sido el médico del general Santander, por quien tenía gran veneración; como estudiante había presenciado escenas del 25 de septiembre; había sido discípulo del Brujo Azuero (Celestino), que para su generación pasó por un segundo Caldas; conoció al Libertador el día en que hizo su entrada de la campaña del Perú; más atrás, muy niño, asistió a la matanza de Santo Domingo en Charalá el 4 de agosto de 1819. En fin, toda la gloria de aquellos tiempos únicos parecía revivir en las relaciones llenas de emoción y de amor que el viejo, inolvidable y amado, me contaba acostándome al rincón, en las quietas tardes de un Bogotá que conservaba aún mucho de su vieja Santafé, cuando después de comer entre 4 y 5 p. m. salían mamá y mis hermanas a pasear, a alguna visita o alguna devoción a la vecina iglesia de Santo Domingo. No he olvidado jamás esas tardes que despertaron en mí el gusto por la historia que me pusieron en contacto

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República con una alma noble y sobre todo sembraron en mi espíritu amor inmenso por mi patria, admiración por la grandeza de sus orígenes independientes, precaviéndome para más tarde, con la contemplación de aquellos épicos tiempos en que todo era desinterés y abnegación, de caer en los horrores del sectarismo, del partidarismo estrecho y minúsculo que todo lo empaña, oscureciendo tantas veces la noción de patriotismo.

* * *

La inconstancia, uno de mis defectos, hizo que este libro permaneciera cerrado desde 1917 hasta hoy (junio de 1922) en que vuelvo a abrirlo con intención de trabajar en él lo más seguido posible. Y ¡cuán cambiadas las circunstancias!

En estos cinco años ¡qué cambios en mi vida y qué penas tan grandes! Al iniciarse el año de 1918 mi vida de campesino se trocó en lo que jamás habría imaginado: en vida de maestro.

El 15 de enero de 1919 murió mi adorada madre en la misma casa de la calle de San José (número 129 de la calle 13) en que ella y nosotros habíamos nacido y vivido.

El 20 de julio de 1920, perdí en Fusagasugá un discípulo a quien quise mucho y cuya muerte llenó de dolor mi alma ya entristecida.

El lº de noviembre del mismo año murió mi hermana mayor Julia en la comunidad de las Hermanas de la Caridad, después de una vida llena de méritos y virtudes.

El 6 de abril de 1921, alegró nuestra casa el nacimiento del quinto hijo, a quien llamamos Gonzalo en memoria del discípulo muerto.

Pero cerremos este indispensable paréntesis, y volvamos atrás para reanudar la narración.

Por lo dicho al principio y porque seguramente mi natural no era el de un hombre alegre, mi infancia fue triste, reflexiva y melancólica. Los mismos cuidados de mi madre y de cuantos me rodeaban lejos de envalentonarme me hacían más reconcentrado. La timidez ha sido siempre mi distintivo, aunque más tarde haya presentado en ocasiones apariencia de lo contrario; es un enemigo (o amigo) de que no he podido desprenderme. Acompañante interior y mudo que unas veces me ha librado de peligros, otras me han servido de obstáculo y me ha mostrado a los ojos extraños, sin quererlo yo, bajo luces desfavorables y adversas.

Pero compañera, esa timidez, a quien tengo cariño, pues no en balde hemos vivido juntos tanto tiempo.

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Contribuyó no poco a hacer retraída mi infancia un hecho curioso, que relato por creer que vale la pena de que lo tengan en cuenta quienes estudian el alma del niño.

No sé en qué momento tuvo origen, pero desde que tengo conciencia de mí mismo, padecí de un horror instintivo, terrible e imposible de dominar delante de los muñecos de porcelana, que, para mayor calamidad mía, eran el juguete preferido de los niños de la época. Ocultaba yo cuidadosamente esta debilidad, y para evitar malos encuentros me excusaba con diversos pretextos de asistir a visitas y reuniones en casa de mis amiguitos. No sé cómo llegó a saberse entre muchos aquella calamidad mía, y no pocas veces fui víctima de pesadas chanzas de mis compañeros, todo lo cual me condujo a buscar de preferencia la sociedad de las personas mayores, en donde pegado a las faldas de mi madre oía conversaciones de tiempos pretéritos; y a lo sumo en materia de juegos me aventuraba a entrar en los de mis hermanas y sus amigas, que más delicadas que los hombres me comprendían mejor, y sabían ahorrarme malos ratos.

¡Cuántas cosas que parecen como inexplicables en los niños no tendrán su clave en algún detalle semejante a éste! ¡Qué difícil es para el hombre llegar hasta el fondo del espíritu del niño, y con cuánta irreverente pedantería solemos hablar de él, juzgarlo y aun sentenciarlo!

El hermano mayor de mi madre, mi tío José María, solterón empedernido, hombre de campo, cuyas dos pasiones dominantes fueron las mujeres y una economía rayana en la tacañería, me quería a su manera, me sacaba a caballo a su lado en sus diarias salidas a visitar sus tierras de Puente Aranda y de Usaquén.

Pero yo jamás experimenté con él el sentimiento de la confianza, tan indispensable al niño, sin el cual las almas permanecen aisladas y sin cuyo concurso no puede existir cariño sólido.

La irregularidad, vulgaridad y vaivén de sus amores, creo que tuvieron en mi espíritu una influencia negativa y contribuyeron, no sé cómo explicarlo pero así fue, a hacerme casto y amigo de los amores elevados, únicos y eternos.

Sin duda contribuyó también a esto el haberme levantado yo casi exclusivamente entre mujeres. Mi madre y mis dos hermanas fueron durante mi infancia y juventud mi principal y casi única compañía. Al lado de ellas, y en el respeto a ellas, se formó en mí quizá una especie de respeto por la mujer que vino a ser parte integrante de mi carácter. Seguramente también contribuyó esa circunstancia a aumentar mi natural timidez, sobre todo entre hombres, y a alejarme de las conversaciones y motivos vulgares. En la escuela y en el colegio trabé amistades íntimas siempre con dificultad.

Uno de mis más viejos recuerdos es la muerte de mi hermano Francisco, dos años menor que yo. Sucedió esto un año después de la de mi padre, y nunca olvido la manera como la comprendí, y la huella honda, escondida, mitad de miedo, mitad

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de dolor, que dejó en mi ánimo. Las personas mayores creen que el niño no siente, porque no dice nada en esos casos. Pero ahí está precisamente lo más doloroso y lo más peligroso de esos dramas interiores.

Aquel acontecimiento redobló el cuidado de que fui rodeado y tuvo parte en la formación de mi persona, así como también en acercarme más estrechamente a mi madre.

En diciembre de 1884 estalló la guerra civil. Tenía yo cinco años, y pasábamos el veraneo en una casita de Chapinero, situada en donde está hoy la quinta de Aranjuez. Ese barrio era enteramente rural. Había unas pocas casas diseminadas, y apenas ese año se había instalado la línea de tranvía que lo unía con Bogotá; los carros eran tirados por parejas de mulas, el servicio era malísimo. Frente a la casa aquella, en el sitio en que funciona ahora el teatro Caldas, quedaba la estación; es decir las enramadas bajo las cuales se guardaban los carros y la pesebrera para las mulas. Por mirar éstas y algunos caballos pícaros que los dueños daban a la empresa para que se los domaran, frecuentaba yo mucho la estación. Los postillones me parecían personajes muy importantes, y tal vez fue mi primera aspiración, la de llegar a ocupar cuando fuera grande el puesto de alguno de ellos; las sirvientas de la casa, que los amaban tiernamente, fomentaban mis viajes a la estación, lo mismo que a unos chircales que estaban sobre la falda del cerro, hacia el lado donde mucho más tarde vino a ser el primer local del Gimnasio Moderno.

La compañía del tranvía era americana, su gerente era un simpático viejo, Mr. Davis, coloradote, de bigote rojo y siempre cubierta la cabeza por un casco inglés. Si no desde entonces, sí desde poco después fue secretario de la empresa Baldomero Sanín Cano, que vivía en casa de las señoritas Cristancho, excelentes personas, dueñas de la panadería más acreditada de la región. Sanín era retraído y en todo minuto que le dejaba libre su trabajo de oficina se dedicaba al estudio de las lenguas y a la lectura. Así llegó por autoeducación a poseer perfectamente varias lenguas extranjeras, lo que no sólo le dio una gran cultura y eminente posición sino que le procuró bienestar material, pues años más tarde en Londres vivió de la literatura; y La Prensa de Buenos Aires le hizo su corresponsal en Madrid con un buen sueldo. Este hombre es una prueba de lo que pueden la constancia y la tenacidad, tenacidad bien antioqueña, pues él es natural de Rionegro.

Después, en otras temporadas que pasamos por aquellos lados hicimos relaciones con Sanín, que tenía ya intimidad con José Asunción Silva, y con el Cabezón Vargas, primo hermano de mi madre, de quienes hablaré luego.

Mis entradas a la estación, aparte de mis buenas amistades con los postillones o cocheros, que no dejaron de arrimarme uno que otro pedazo de panela mordido ya por ellos, y tal cual sorbo de chicha previamente saboreada por sus labios, me hicieron experto en los nombres de las mulas y caballos que en conjunto pasaban de ciento y que llegué a conocer de memoria sin la menor equivocación.

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Al principiar la guerra comenzó en los alrededores el bárbaro reclutamiento a la usanza de entonces: especie de cacería de hombres en que jugaba papel importante la delación. Recuerdo con horror la bajada de las breñas de una partida de chircaleños, mis amigos, en medio de dos filas de soldados. Al lado de afuera les acompañaban sus mujeres llorando estrepitosamente, y llevando alzados los muchachitos y los jotos de ropa; los ranchos quedaban abandonados. Fue tal mi terror que duré varios días sin salir, y ocultándome, al menor ruido, debajo de los muebles. Extrañada mi madre de mi actitud logró al fin que yo le confiara que obedecía al temor de que me reclutaran. Yo sabía que a los desertores los mataban a palo.

Quizá no dejó de tener parte este incidente en el interés que más tarde he tenido por mejorar la condición de los soldados, y por luchar, en la prensa y en cuantos campos me ha sido posible, por la abolición del reclutamiento forzoso, para cambiarlo por el servicio obligatorio que haga pesar ese trabajo sobre todas las clases sociales; por la educación de la oficialidad que lleva al cuartel elementos más cultos y humanitarios, y por tanto propende al mejor trato y adelanto de quienes van a pasar bajo banderas. También me ha acompañado el recuerdo de una anécdota que oí a mi abuelo, quien refería que en su condición de médico había tenido que asistir a un pobre labriego de algún pueblo de Cundinamarca que se había cortado la mano derecha con una hacha a fin de inhabilitarse para el servicio militar en aquellos tiempos odiosos.

Por espacio de varios meses en aquella guerra estuvo refugiado en nuestra casa de la calle de San José, el doctor Nicolás Esguerra a quien el presidente Núñez hacía perseguir por haber sido, dentro del liberalismo, uno de sus grandes adversarios en los últimos años de la Federación, cuando se planteó por Núñez la cuestión de la reforma política y administrativa bajo el lema enunciado por él: Regeneración o Catástrofe; asunto que partió al liberalismo en dos bandos: radicales e independientes o nuñistas, lucha que culminó en la guerra de 1885, y trajo al poder a los conservadores por la escalera del independentismo.

En mi casa eran fuertemente radicales, pero como mi abuelo tenía muchas relaciones y grandes simpatías sociales derivadas de su larga carrera médica, ejercida con caridad para los pobres y con benevolencia y discreción en los ricos, y como había guardado siempre estricta neutralidad en la política militante, no obstante ser sus ideas totalmente liberales, salvo en lo religioso en que fue hasta su muerte un creyente sincero y practicante; tales condiciones, digo, hacían que su casa, que había albergado y defendido a personajes conservadores en persecuciones anteriores como en la de la época mosqueriana, fuera muy respetada y se considerara como un asilo poco menos que inviolable.

Durante la guerra se había impuesto un fuerte empréstito a mi tío José María, como a los demás desafectos al gobierno. Estas contribuciones se cobraban violentamente. El se trasladó a Santa Ana para eludirlo, y cuando iban partidas a buscarlo se refugiaba en un rancho en el monte. A veces me llevaba con él a

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República pasar algunos días en la casa de la hacienda, y recuerdo mi terror, una noche que me despertó la gente armada que venía a buscarle.

Terminada la revolución después de la batalla de la Humareda y establecido el nuevo orden de cosas con la constitución expedida por el Consejo Nacional de Delegatarios reunido en Bogotá, y al cual no concurrieron miembros del bando vencido, continuó la vida ordinaria en casa, pero siempre influida por la política muy candente del momento. En mi familia no se conformaban, poco ni mucho, con el vencimiento del 85. Se hablaba mucho por amigos y parientes de revancha, de contrarrevolución, de conjuraciones y de todo lo que era común en aquellos tiempos agitados. Mi tío José María era amigo personal del presidente Núñez desde su estancia en Inglaterra en 1870 o 71; solía visitarlo, y aun pretendió que mi madre visitara a doña Sola, la compañera de Núñez; a lo cual se negó rotundamente mi madre, lo mismo que todas las señoras liberales, y creo que aun algunas de las conservadoras.

Entre las salidas a las haciendas de mi familia en Puente Aranda y Usaquén, y los días pasados en la casa, sin compañía de muchachos de mi edad, fueron pasando aquellos años de infancia, en que se iba despertando mi ser a la conciencia de la vida. Tengo y he tenido siempre de esa época un recuerdo melancólico, y no podría afirmar si se debe él a una tendencia natural de mi temperamento o a las circunstancias especiales en que se desarrolló mi infancia. Sospecho que hubo de ambas cosas. Fui poco sociable, tímido, terriblemente tímido, cruelmente tímido; silencioso e inclinado a pensar y a preocuparme demasiado temprano por cosas hondas. Cuanto puedo decir en esto es que a los siete años de edad me atormentó la duda relativa a la existencia de Dios, de la cual incertidumbre sólo muchos años más tarde vine a librarme, cuando leyendo buenos y muchos libros sobre Cristo, vine a hallar, por el camino de la palabra de Cristo, la verdad.

Observando mucho más tarde a discípulos míos, y aun a mis hijos, y haciendo comparaciones con mi infancia he visto que si es verdad que el medio y las circunstancias tienen ciertamente influencia sobre su naturaleza, también es muy difícil contrariar ésta. He visto chicos criados en medio de tristezas innúmeras, y cuya alegría natural se ha sobrepuesto a todo, y caracteres melancólicos en quienes no han hecho nada las más afortunadas condiciones de vida.

Y va un ejemplo: en el segundo de mis hijos, Francisco, he creído ver, desde temprano, un extraordinario parecido moral conmigo. La manera personal, independiente, contemplativa, retraída, solitaria de conducir su vida de niño, y quizá su visión general de la misma vida, se asemejan a la mía como una gota de agua a otra gota de agua, y sin embargo, su niñez ha estado dentro de un medio infinitamente más alegre y exento de penas grandes e impresionadoras que aquel en que principió a correr la vida mía.

En el mes de diciembre de 1886 fuimos a veranear a la casa vieja de Puente Aranda, perteneciente a mi tío José María. En las últimas semanas vi amargado mi veraneo por las frecuentes alusiones que se hacían a mi entrada a la escuela

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República para fines del siguiente enero (por entonces se iniciaban los cursos regularmente del 15 al 20 de enero). Esto me costó lágrimas, y aun llegué a proponer a mi madre que me dejaran a vivir en la hacienda con Fabián, un chalán a quien yo admiraba mucho. Para consolarme, el día del regreso mi abuelo me regaló un caballo castaño llamado el Guardapelo, animal de excelentes prendas que por esa época estaban acabando de arreglar y que murió en mi poder muchos años más tarde después de haber hecho mis delicias por mucho tiempo. Con mis hermanas, que ya habían probado mucha escuela, me enviaron, cargado de libros y cuadernos, a una regentada por la señora Virginia Martínez de Blume, viuda de uno de los afamados maestros alemanes traídos por los liberales en su tiempo, y por sus hermanas las señoritas Martínez.

Estaba situada la escuela media cuadra arriba del teatro de Colón (en construcción o proyecto apenas), en la casa que hace esquina entre la calle 10 y la carrera 5ª. Había sección de hombres y otra de niñas. Fui un alumno formal, apreciado por mis maestras, y por el único maestro varón, que lo era el de religión, doctor Camacho, cura de Santa Bárbara, canónigo en tiempos posteriores; hombre afable y benévolo que nos inspiraba confianza y cariño. Los sábados nos hacía desafíos con cabeza y cola, y al que conservaba ese día el primer puesto le regalaba un bonito registro. No obstante lo que codicié la estampa y la cabeza, jamás pude bajar a Felipe Camacho, gran memorista y chico muy inteligente, y apenas pude quedar siempre de segundo. Felipe fue mi único amigo en ese año y conservamos relaciones por varios después, hasta que las vueltas de la vida nos alejaron. Era él uno de los varios hijos de don Carlos, comerciante de fama, que de viejo vino a ser gerente del Banco de Bogotá, puesto en el cual murió bien entrado ya el siglo XX.

Don Carlos, aunque de fondo benévolo, era hombre de exterior áspero, y nos infundía algún temor. Era absolutamente incrédulo en materia religiosa y, de acuerdo con su señora, no habían bautizado a sus hijos, ni en la casa se hacía práctica alguna piadosa. El hogar se regía en forma comercial, y según decires había llegado don Carlos hasta abrir una cuenta en sus libros a cada uno de sus hijos e hijas, cuenta que se iniciaba el día de su nacimiento con los gastos de crianza, ajuar, etc. De grandes tenían que pagar el alojamiento en la propia casa, que por virtud de tan extrañas costumbres vino a convertirse en un hotel, y los padres a sufrir las consecuencias en mil pleitos y molestias que les causaron casi todos los hijos, usando para con ellos de las mismas formas que les habían enseñado. Don Carlos era de una moral muy austera, criterio muy despejado para los negocios y acrisolada honradez. Felipe se suicidó ya cercano a los 40 años y siendo casado y padre de una niña. ¡Pobre Felipe! Tenía un natural suave e inclinado a las cosas de espíritu; de chico, me consta, buscaba, como sediento, los consuelos religiosos.

El ambiente mercantilista y contabiliario le secó el alma. Así, cumpliendo por espíritu de deber pero sin agrado, pasé en la escuela de las señoritas Martínez el año de 1887. El día en que cumplí los 8 años me principió una afección intestinal (disentería, decían entonces), que me mortificó por dos años seguidos e hizo que

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República se me suspendieran los estudios y apenas se me dieran intermitentemente algunas clases a domicilio. Este estado se prolongó hasta que tuve 12 años, y solamente en 1892 volví al colegio. Creo que la tal enfermedad me hizo en definitiva un gran servicio de orden pedagógico, pues me libró del embrutecimiento, amén de la corrupción prematura que ocasiona la vida escolar, agravada en ese entonces por los sistemas en que se abusaba de la memoria y no se desarrollaba ni la iniciativa, ni el criterio del alumno. Además conservo —a pesar de las frecuentes dosis de sulfato, las dietas exageradas y los fuertes dolores de estómago— gratos recuerdos de las lecturas que de Julio Verne, de Amicis y otros autores apropiados me hacía mi madre mientras yo guardaba cama o me mantenía encerrado en la alcoba. El contacto familiar, íntimo con ella, con mi abuelo, con mis hermanas y con las gentes que visitaban la casa, ayudaron en esos cuatro años a formar mi espíritu de hogar, de apego a los míos, mi sentido de la historia, mi respeto por la mujer, mis sentimientos religiosos y morales.

En 1890 o 91 habían llamado en casa al doctor Manuel Antonio Rueda J. a hacer clases de matemáticas a mi hermana Julia, que tenía un talento muy grande y mucha afición por el estudio, y a poco andar principiaron el doctor Rueda y mi hermana a hacerme clases de aritmética. Era el doctor Rueda hombre de grande y merecida fama como institutor y yo realmente no he visto luego un profesor de mayores condiciones por la claridad de su exposición y la manera precisa y luminosa con que transmitía los conocimientos a sus discípulos, y esta opinión no es sólo mía. Al año siguiente abrió el Liceo Mercantil y fui matriculado allí en la escuela anexa que dentro del mismo colegio regentaba el doctor José Vicente Gamba; como al mes de estar allí, y con no poco orgullo nuestro, fuimos pasados (por saber mucho) al colegio, Roberto Michelsen, Jorge Gómez Posada, Ricardo Vega y yo. Quedamos a la usanza de entonces revueltos con doscientos patanes procedentes de diversas regiones, todos mayores que nosotros, veteranos expertos en el arte de burlar la disciplina bastante fuerte de la época, en sobornar a los pasantes y en toda clase de mañas y resabios, en lo general muy poco edificantes. ¡Jamás he podido comprender cómo pudo mi moral salir ilesa de semejantes influencias!

El Rector fue en extremo benévolo conmigo y me trató con especial cariño. Conservo gratitud a su memoria y reconozco que fue precursor de muchos adelantos pedagógicos, tales como la supresión de los exámenes como prueba única, la extensión de la escala de calificación, la ventilación en los dormitorios y otras muchas mejoras. Lo escaso de sus recursos y las dificultades con que luchaba entonces un colegio no oficial entorpecieron muchas de sus iniciativas.

Hasta el fin del año de 1897 estuve en el colegio de Rueda que funcionó primero en un caserón viejo situado en la esquina que hace la carrera 6ª con la calle 11 y del cual se sacaron luego varias casas modernas. En 1895 a causa de la revolución fue ocupada esa casa por el gobierno para cuartel, y el doctor Rueda pasó el colegio a una quinta de Chapinero situada a espaldas de la estación del F. C. del Norte en ese barrio; allí concurrimos unos pocos durante ese año, y al siguiente se trasladó a la casa de la carrera 6ª en donde se inauguró años más

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República tarde la Escuela Ricaurte, y últimamente el Hotel del Pacífico. También para complementar mi educación recibía yo clases particulares en mi casa, como la de inglés que nos daba a mis hermanas y a mí una viejita inglesa, Mrs. Fisher, mujer muy distinguida; y con diversas maestras clases de francés. Mi madre, a quien preocupó mucho nuestra educación, era incansable y tenaz en esto. Ella misma me enseñó a traducir francés en la historia de Carlos XII de Suecia por Voltaire, y mi hermana Julia, que tuvo especial predilección por mí, me enseñó a traducir inglés, entre otros libros en una novela inglesa de Fenimore Cooper llamada The Spy. * * *

Y aquí una nueva, una dolorosa interrupción. Yo no sé en realidad cuándo hice la suspensión anterior. Después de la primera, y según veo aquí mismo, reanudé estos apuntes en 1922; hoy estamos en abril de 1943, es decir soy ya un viejo. He vivido muy intensamente. He pasado no pocos trabajos, y una nueva pena, inmensa, inconsolable entristeció para siempre mi vida dentro de este espacio de tiempo.

Volvamos atrás, y tratemos de reanudar el hilo de esta descosida y rota narración.

Entré al colegio de Rueda o Liceo Mercantil en 1892 y permanecí allí como externo hasta fines de 1897. En mayo de 1893 murió mi abuelo Vargas casi repentinamente. Fue ésta para mí una gran pena que llevé también silenciosamente. En 1895 se fraguó la revolución que los liberales hacían al gobierno del señor Caro. El general Santos Acosta, jefe de ese movimiento, era antiguo amigo de mi casa, y convino con mi tío José María, quien habitaba una casa en San Diego frente al parque del Centenario, y era dueño de ella y de los terrenos que la complementaban hacia el oriente y forman hoy el parque de la Independencia, convino en ocultarse allí días antes del fijado para hacer el pronunciamiento, con el objeto de poder expedir sus órdenes sin ser molestado por sus amigos y espiado por la policía secreta, que entonces era muy activa y estaba casi exclusivamente destinada a poner el oído en lo tocante a orden público.

Las gentes de hoy no pueden darse cuenta cabal de nuestra mentalidad de entonces. La paz, después de los horrores de la guerra de los tres años, ha calado de tal manera en los espíritus; la estupidez de nuestras guerras civiles se ha comprobado lentamente pero con precisión tan evidente, que a quien pretendiera hoy convidar a una aventura de esa naturaleza, se le vería como un personaje anacrónico y ridículo.

En aquel tiempo lo normal era la conspiración. No se concebía otro camino para alcanzar el poder que el de la guerra. Quien propusiera una evolución política, una campaña periodística, por ejemplo, que implicara acercamiento al bando contrario, o siquiera el reconocimiento platónico de que hubiera obrado bien en algo, era tenido por un traidor, un vendido, un pasado.

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A partir del número 133 de Noticias Culturales hemos ofrecido una serie de páginas autobiográficas en la sección titulada La autobiografía en la literatura colombiana. En esta ocasión, nuestro boletín se honra con la publicación de un escrito autobiográfico inédito del ilustre D. Tomás Rueda Vargas, gracias a la bondad y gentileza de su nobilísima hija doña Susana Rueda Caro de Pardo, quien ha hecho llegar el texto de esta verdadera primicia literaria al Instituto Caro y Cuervo, con especial deferencia, por el digno conducto de D. Eduardo Guzmán Esponda.

De la lectura del documento en referencia, se deduce que se trata de la primera parte de un libro que se propuso escribir el "ingenioso hidalgo sabanero", como acertadamente se ha llamado a D. Tomás Rueda Vargas. Esta parte fue redactada en tres épocas distintas y distantes: suspendida en 1917, fue reanudada en junio de 1922, y luego en abril de 1943, cuando el autor solamente alcanzó a escribir algunos párrafos. Tres meses después fue sorprendido por la muerte. La obra, que habría de contener, los recuerdos de su vida, infortunadamente quedó inconclusa; pero aun así, viene a enriquecer el género autobiográfico de nuestras letras.

Según manifestación del padre José J. Ortega Torres, D. Tomás Rueda Vargas "fue un hombre sencillo, original, lleno de jovialidad y gracejo". Además, fue un fino humanista y un verdadero maestro del idioma. Sus escritos se caracterizan por la elegancia del estilo, por el correcto manejo del lenguaje y por la claridad de los conceptos. Tuvo especial predilección por los temas históricos. Acerca de esta singular figura de nuestra nacionalidad el Dr. Alfonso López Michelsen anota lo siguiente:

Tomás Rueda Vargas tuvo el don de la gracia. Gracia de su vivir gracia de su palabra, gracia de su prosa clara y diáfana, como aquellas que él llamaba mañanas gozosas de "Chamicera", de "Tequendama", del "Tintal", de "Canoas" y de "La Conejera", prosa límpida, sin una nube gris que haga pesado el estilo y que, sin embargo, lleva una inmensa erudición en vilo, como la más leve y grácil de las cargas.

D. Tomás Rueda Vargas fue director de la Biblioteca Nacional, cargo en el cual realizó una labor preponderante; miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, de la Academia Colombiana de Historia y de la Academia de Ciencias de la Educación; fue así mismo rector del Gimnasio Moderno, representante a la Cámara y colaborador habitual de revistas y periódicos.

Como escritor, es autor de las siguientes obras: La Sabana de Bogotá, Pasando el rato, Vibraciones, Visiones de la historia colombiana, Lentus in umbra, El ejército nacional, El Gimnasio Moderno y A través de la vidriera. De su fecunda producción intelectual, La sabana de Bogotá es su obra más representativa y la que le ha granjeado mayor fama y nombradía. En 1963, bajo el título de Escritos, se publicó, en tres tomos, gran parte de la obra de tan distinguido y señorial exponente de nuestra cultura patria. Las páginas prologales, trazadas por el Dr. Eduardo Santos,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República contienen interesantes datos biográficos y anecdóticos de esta vida por muchos aspectos atractiva y ejemplar. Cabe observar que en los mencionados tomos de Escritos no quedaron incluidos los Recuerdos que hoy tenemos la fortuna de editar por primera vez.

D. Tomás Rueda Vargas murió en su hacienda de Santa Ana, el día 25 de julio de 1943.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 144, Bogotá, 1º de enero de 1973, pp. 1-8.

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José Manuel Saavedra Galindo

José Manuel Saavedra Galindo, orador de dotes excepcionales y de "corte romántico de grandes frases armoniosas", según manifestación de Luis Eduardo Nieto Caballero, nació en Guacarí, departamento del Valle del Cauca, el 18 de noviembre de 1885 y murió en Cali el 6 de diciembre de 1931. Hizo las primeras letras en su tierra natal. Más adelante, cursó estudios de bachillerato y jurisprudencia en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, de Bogotá, donde se doctoró el 25 de septiembre de 1909. Como tesis de grado presentó el trabajo titulado La separación de los poderes públicos. De su constante actividad intelectual contamos con las siguientes obras: El carro triunfal, Opúsculo sobre el Ferrocarril del Pacífico, El asesinato de Sucre, Colombia libertadora y Crónicas de Lima. Tradujo del inglés la Generación espontánea. Colaboró con importantes estudios sobre temas científicos y artísticos en muchas revistas y periódicos del país. En Cali fundó el semanario El Zapador y en Bogotá el periódico denominado Osiris. Perteneció a la Academia de Historia del Valle del Cauca y fue laureado en varios concursos de poesía. Fue, así mismo, miembro del Concejo de Cali, diputado a la Asamblea de su departamento y representante y senador de la República en varias legislaturas.

Como orador, Saavedra Galindo tomó parte elocuente en sonados debates parlamentarios, entre ellos cabe mencionar el librado, en agosto de 1925, en torno a la pena de muerte y en el cual intervino en forma sobresaliente el Maestro Guillermo Valencia. Al lado de Antonio José Restrepo, el senador vallecaucano se opuso al proyecto reformatorio de la Constitución Nacional que pretendía el restablecimiento de la pena capital.

El Dr. Juan Lozano y Lozano, al cumplirse treinta años de la muerte del ilustre tribuno liberal, comenzó de este modo su discurso pronunciado en Cali:

Vengo a decir, al pie del monumento que recuerda los rasgos románticos de José Manuel Saavedra Galindo, cuatro palabras de rememoración y esperanza. Este hombre transparente y lúcido, cuya magnanimidad de corazón corría parejas con la fuerza del intelecto, perteneció a la raza privilegiada de aquellos en quienes el verbo se encarna, para habitar entre nosotros. El don prodigioso de la palabra, que eleva al hombre sobre las demás especies vivas y que es la exteriorización aprehensible del espíritu, fue suyo, por gracia natural, en el grado más alto de excelencia. Él era como la imagen de la elocuencia pura, por ese conjunto de condiciones misteriosas que concurren a formar la figura legendaria del tribuno del pueblo. La figura gallarda, la actitud dominadora, la fuerza imaginativa, la atracción magnética, la cultura nutricia, la imaginación creadora; y la voz, esa voz suya inolvidable, llena de oquedades y matices, que, como la que cantaba el poeta, tuvo timbres al par de oro y acero, como un damasquinado toledano. En el círculo de sus contemporáneos ilustres, muy pocos hombres pudieron contrarrestarlo o emularlo en el ágora férvida: Laureano Gómez, Demetrio García Vásquez, Enrique Olaya Herrera.

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Las páginas autobiográficas que reproducimos a continuación pertenecen al libro de José Manuel Saavedra Galindo titulado Su obra (Cali, Imprenta Departamental, 1964), compilación realizada por Alba Saavedra Lozano y Jafet Morales Urrego. De los XVI artículos que integran el Anecdotario, una de las partes que comprende dicha obra, hemos escogido los correspondientes a los números VII y VIII.

Anecdotario autobiográfico; de Manizales a Bogotá

Largo de cinco meses permanecí en la culta y hospitalaria ciudad de Manizales, que yo había buscado sólo como escala de trabajo para seguir a Bogotá, que era mi cara ilusión para hacer mis estudios.

La imprenta en que me ocupé en la capital de Caldas, hacía parte de la conocida casa comercial de Guingue Salazar & Compañía. Pero la manejaba el primero de los socios nombrados, el señor Jesús María Guingue, venerable institutor de varias generaciones; orador magnífico, caballero cumplido, excelente padre de familia y ciudadano, e inmejorable amigo. El dirigía, además, El Correo del Sur, que se editaba en su imprenta.

El señor Guingue me cobró gran cariño y confianza en breve tiempo. Me hizo jefe de la imprenta y me entregó las llaves, a pesar de mi tierna edad. Al propio tiempo me presentó como amigo de su familia y me hizo contertulio de su casa. En una palabra, en la casa del señor Guingue no fui yo un obrero de los talleres tipográficos sino un amigo de tan gentil y eminente maestro y hombre de letras (q. e. p. d.).

En la imprenta trabajaba también un joven de Medellín, llamado Pedro Arango; buen oficial, pero un poco inclinado al placer de las copas. Vivía él admirado de mi "juicio", y me decía:

—¿Usted debe estar mamaíto, no?

—¿Qué quiere decir eso, Pedro?, le repuse.

—Con plata, en lenguaje antioqueño, porque usted no se toma un trago, ni trasnocha, me contestó, risueño, como vivía siempre. Y una noche me insinuó Pedro que le leyera alguno de los manuscritos que él veía que guardaba y leía yo en mis horas de descanso. Y le leí alguno. Al terminar, me dijo:

—Hombre: quisiera yo ser usted, paisano, dentro de diez años.

Durante mi permanencia en Manizales, conocí a Eduardo Peláez, natural de Abejorral. Hice desde luego con él una sincera amistad. Teníamos la misma vocación para el estudio; y ambos acariciábamos la aurora de los 16 años. Peláez y yo resolvimos irnos a estudiar a Bogotá.

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Y al amanecer de un día de junio partimos solos, a pie, con nuestra ropa a la espalda, por el camino antiguo de Manizales a Honda, por Mariquita. El señor Guingue agotó sus esfuerzos para que no me marchase. Me ofreció mejor salario, enseñarme idiomas, hacerme colaborador de El Correo del Sur. Le agradecí en el alma. Con él me habría quedado para siempre. Pero yo había salido de mi casa a estudiar a Bogotá, y cumplía ciegamente mi destino.

Un grupo de amigos salió a acompañarnos a la salida de la ciudad; y todos ellos lloraron al vernos ir tan pobres, tan solos y tan niños. Tomamos Peláez y yo, como dos peregrinos adolescentes, por la vía de la Rocallosa y la Moravia. Bajo el sol del mismo día de la primera jornada, fatigados en esa marcha a pie, con maletera, que nunca había hecho, ya íbamos a botar la ropa, para aligerarnos, cuando nos encontramos un hombre que regresaba de Honda, con un buey pintado, vacío, con la enjalma. Lo engatusamos, y el hombre se volvió con nosotros feliz, llevándonos la ropa en el buey, hasta Honda.

En el ascenso de la dura y elevada cuesta del Páramo del Brasil, caí desmayado en el corredor de una casita. Al volver en mí, me vi en una cama humilde, pero limpia, al lado de una anciana, que lloraba frotándome la frente con aguardiente. Al frente estaban sus dos nietas, dos botones de rosa de la montaña, como jamás los he vuelto a ver. Bellas como las azucenas.

—¿Por qué llora usted, mi señora?, le dije a la anciana.

—Porque tengo un hijo ausente, hace mucho. Nada sé de él; y tal vez no tenga como usted el amparo de una choza.

Al llegar a Honda, no pudimos seguir a pie. Se nos hincharon tanto los pies, que tuvimos que bañárnoslos con agua tibia tres días para poder calzarnos. Alquilamos a unos recueros dos mulas con enjalma, a $2 cada una, y en ellas llegamos a Facatativá.

Allí tomamos el tren de la Sabana a Bogotá. Fue para nosotros un buen augurio, que en ese tren en que entramos a la Capital, iba el Presidente Marroquín, con todo el Ministerio. Era Ministro de Instrucción Pública el doctor José María Rivas Groot, y nos trató con cariño. Al entrar aquella mañana a Bogotá, nos quedaban a Peláez y a mí $2, por toda cuenta, a cada uno.

La llegada a Bogotá

Ya se ha visto cómo llegué a Bogotá en compañía de mi amigo Eduardo Peláez. Como dos átomos imperceptibles quedamos los dos niños entre el bullicio de la capital de la República.

En el tradicional tranvía amarillo, tirado por mulas, nos trasladamos de la Estación de la Sabana al centro, y nos bajamos del vehículo, entonces de cinco centavos el puesto, en la plazuela de San Francisco. Pensamos allí que los pobres no deben

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República andar juntos, sino separados para conseguir algo. Nos dimos un estrecho y doloroso abrazo de separación, después de convenir el sitio en que volveríamos a vernos, y nos despedimos, como dos sendas que se separan en el llano, hasta perderse en el confín del horizonte.

Un agente de policía me condujo al "Hotel de la Reina", en la calle 14, expresándome que era un hotel recomendable y barato. Dejé allí mi escasa valija; y me tiré a la calle en busca de trabajo. Busqué la casa del doctor José María Rivas Groot, y logré que me diera audiencia. Era él, como se ha dicho, Ministro de Instrucción Pública de Marroquín.

Le di mi oscuro nombre. Y en su escritorio privado me recibió el bondadoso y eminente doctor Rivas Groot, futuro autor de la novela Resurrección y de la comentada Pax, novela política en colaboración con Lorenzo Marroquín. Los críticos bogotanos le atribuyeron a Rivas la parte culta, y a Marroquín la maleante de la acerba obra sobre personajes de la época.

—No vengo yo, doctor Rivas, le dije, a pedirle empleo público. Sé trabajar; soy tipógrafo; sobrino del doctor Aníbal Galindo, su amigo y compañero de gabinete de abogado. En recuerdo suyo (ya el doctor Galindo había muerto), vengo a pedirle una tarjeta de introducción para conseguir trabajo en una imprenta. Yo soy uno de los dos jóvenes que entraron con Ud. y el Sr. Presidente en el tren de la Sabana. He venido a estudiar, a la sombra de mi trabajo de taller.

—¿Y de dónde han venido ustedes?

—Peláez, de Abejorral, en Antioquia. Yo, del Cauca, doctor Rivas, le repuse.

Me trató con cariño, y me dio una esquela de recomendación para la imprenta Eléctrica, de un señor Molino, que estaba entonces en la esquina sureste de la plaza de Bolívar, frente a la agencia mortuoria de Remigio Hernández y cerca de "La Botella de Oro", lugar de cita de los poetas bohemios, en donde recitaban e improvisaban Flórez, Soto Borda, Álvarez Henao, etc.

Allí conseguí trabajo estable, no mal remunerado, $2 diarios de entonces, porque yo era un obrero juicioso y de cierta instrucción; no hacía lunes; ni bebía; y mis "tiras" salían limpias. Mas como el primer trabajo fue un folleto oficial, y el Gobierno es tan moroso, y hasta tramposo, se demoraron en pagarme mi mano de obra, y pasé en el intervalo las duras y las maduras; pero sin molestar a nadie, habiendo podido hacerlo con antiguos amigos y paisanos.

Se me desató el paludismo de tierra caliente en tierra fría, y sudaba el frío y la fiebre sobre los chibaletes de la imprenta sacando mi jornada.

Un día llegaron a la imprenta unos franciscanos de Cali, preguntando por mi nombre, por recomendación de mi padre. El administrador, señor Rafael Lombana, preguntó entre los obreros por mi nombre, y nadie respondió a él. Yo había jurado

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República que no se volvería a saber de mí si no surgía como hombre de provecho, y eso, o que me tragara la vida; había ocultado, por eso mi nombre en la imprenta. Se me desgarró el corazón; pero callé.

Aquel día, al ir a almorzar al "Hotel de la Reina", supe que costaba $1 diario. Pagué el almuerzo, y me instalé una cuadra abajo, en una fonda humildísima, llamada "El Resbalón", que me costaba $0,25 diarios, con desayuno, almuerzo, comida, cena y dormida. Así pasé la mora sufrida en mi primer pago.

¿Cómo sería aquella existencia

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 143, Bogotá, 1º de diciembre de 1972, pp. 6-8.

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Hugo Salazar Valdez

Nació en Condoto, departamento del Chocó, en 1926. Cantor de su raza y cultivador de la poesía negra. Ha publicado: Sal y lluvia, Carbones en el alba, Dimensión de la tierra, Casi la luz, La patria convocada, El héroe cantado y Poemas amorosos.

Un poco de mí mismo

Yo nací un día de marzo en Condoto, población del Chocó, en el corazón de la selva. Mis años iniciales transcurrieron sin importancia como los del hijo de un comerciante de pueblo. De mi padre heredé el culto por el espíritu que contrasta en el fondo de mi ser con el temperamento un tanto despreocupado de mi madre.

La Universidad me enseñó las luces del bachillerato, que complementé con lecturas de poesía y otras de necesidad indispensable. Fui, como mi padre, comerciante. Pero fracasé por mi incapacidad para los números. Entonces me refugié en la enseñanza elemental con Gregorio Machado y Lorenzo Garcés, amigos de mi alma, vagabundo de estirpe el primero; el otro, sin vocación; ambos de superior inteligencia en la más reciente generación chocoana.

Mis experiencias en la pedagogía fueron pocas. Hui apresuradamente de su mundo, por ser uno de sus imperativos el orden, y yo no he podido ser, nunca, ordenado. Mis versos fueron escritos al azar, entre la muerte y la blasfemia, que Dios me perdonó, en la pechera de la camisa muchas veces.

La vida me golpeó duro, terriblemente duro. Conocí el hambre en todas sus manifestaciones. El frío. La lluvia. La intemperie. Practiqué, sin proponérmelo, el calendario de los vagabundos. Creo que el amanecer no confundiría mi estampa de tanto encontrarme en los parques sin camino. Nada me es extraño en el oscuro mundo de la insuficiencia. Tuve amores. Dolorosos, cruentos amores. De esos amores que no se olvidan nunca, porque dejan en el alma el arrepentimiento perpetuo de ellos mismos. Amargos testimonios de esa aventura son los poemas de este libro que figuran bajo el subtítulo de Carbones en el Alba.

La tierra conoce la huella ensangrentada de mis pies. Cinco años viví de la declamación de mis poemas, sin que jamás dijera un verso ajeno. Dos de mis composiciones, "Baile negro" y el "Romance de la negra María Teresa", han sido los de mayor éxito. En 1954 no quise publicarlos. Hoy los incluyo en este volumen, así como otros inéditos desde 1946, porque aspiro a dar una idea de mi labor hasta hoy. He sido el difusor de mi poesía, su intérprete obligado, el declamador de ella misma de pueblo en pueblo en forma permanente, porque mi carácter no le ha permitido llegar hasta los grandes diarios de mi país. Una vez, al sur del Ecuador, tierra que amo entrañablemente y a la que estoy ligado por emoción e inteligencia, recité sin comer. Aún resuenan en mis oídos las palmas inolvidables por el éxito alcanzado.

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El año de 1952 tiene sitio preferencial en mi memoria. Vivía por entonces en Popayán, ciudad amplia y generosa para un hombre sin rumbos, obligado a recitar sus versos como única manera de subsistir ante el asedio de la penuria. En esos tiempos era cosa imposible reunir una decena de personas para escuchar un poeta. Todo el territorio de la República padecía la psicosis del miedo, el complejo de la traición. Hoy todavía me pregunto: ¿hasta cuándo durará este mal? Yo tenía, pues, necesariamente que permanecer en sus aleros, aspirando el aire nostálgico que cantara uno de sus hijos, y que a mí se me ocurre, contrariamente, glorioso, inmortal. De allí debía salir por las poblaciones del Valle del Cauca en busca de recitales. Sin centavos, tenía que inventármelos.

En Tuluá tuve miedo por primera vez, luego de haber forjado una azarosa cadena de aventuras. La ciudad me había escuchado muchas veces. Por otra parte, nadie se atrevía a concurrir a lugar alguno y, menos aún, de noche. Ni siquiera a escuchar poesía. Los míos estaban en Popayán a merced de cuanto su poeta pudiera procurarles. ¡Y la poesía no podía decirse! En vano insistí en procura de patrocinio, como en ocasiones anteriores, de ayuda ligera, del más mínimo apoyo. Tras largo meditar decidí ofrecerles gratuitamente un recital a los socios del club mayor de la ciudad. Aceptaron a regañadientes, previniéndome de una pésima asistencia. Ante el nerviosismo inquebrantable había de luchar con todos, contra todos. No obstante, el número de concurrentes superó los cálculos. Empecé mi declamación con los poemas de carrera: "María Teresa", "El baile negro de los negros del Chocó", mis canciones a Buenaventura, los sonetos de Cristo, y otros. El éxito me acompañó como siempre, y cuando comprendí que el público era mío, hice un descanso. Hablé de la sinceridad de mis canciones, del mensaje de mi raza, de mí. Luego levanté una bandeja que había llevado con tal fin y solicité, no una limosna, sino una contribución. Advertí que me negaría a recibir menos de tres pesos. Todos contribuyeron. De la multitud se levantó un señor, del que supe más tarde que era el Tesorero Municipal, con un brillante billete de diez pesos, iniciando de esa manera el éxito de la colecta. El recital, pues, se había salvado, al final del cual, pude contar, en presencia de mi público, lo suficiente para tranquilizarme —así lo dije— por un mes.

Lo poesía enrumbó siempre mi trashumancia. A ella le he hecho las concesiones que demandan su altura y su linaje. Pero ¡cuánta sangre y amargura para alcanzarla! ¡Esquiva como una mujer, difícil como los dioses y lejana como las estrellas! No voy a hablar de mis producciones porque ellas están aquí, detrás de estas palabras, que trazan el ámbito en donde vinieron a la vida. De este mundo surgió este grito de liberación, esta rebeldía que me caracteriza porque yo no sé parecerme sino a mí mismo.

Un poco de mí mismo, en Toda la voz, Bogotá, 1958, pp. 5-8.

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Ernesto Samper

Me percibo como alguien tranquilo, sin ser frío, amable, a veces extrovertido, aunque tímido en algunas cosas, en especial en lo que tiene que ver con la vida personal, materia en la cual me declaro tímido total.

Soy persona de principios. Trato de ser un buen padre de familia hasta donde me lo permite el servicio público. Valoro algunos entornos que me tranquilizan, tales como el familiar.

Tengo capacidad de socializar (algunos lo consideran un defecto), le tengo pavor a la soledad, después del atentado le perdí el miedo a la muerte, lo que no quiere decir que me haya convertido en un temerario, sino que la incorporé dentro de mi manera de ver la vida como un dato más y dejé de atribuirle un estado traumático.

Soy de carácter definido y tolerante. Respeto el derecho de las personas a tener su propia concepción de la vida. He acuñado algunas reglas para guiar mi conducta, como aquella según la cual hay que aprender a navegar en las virtudes de la gente en lugar de naufragar en sus defectos.

No odio. El odio no forma parte de mi manera de ser. Mi padre no odiaba a nadie. Creo que uno termina haciendo propios los odios de los padres. Es su primera y más importante herencia. Los odios que yo jamás tendré los tendrán mis hijos, como seguramente, y eso lo reconozco, no me gustan las personas que maltrataron a mis padres. No les guardo rencor a quienes me maltratan a mí. Mis hijos sí.

Soy afectuoso, soy apasionado, no soy sanguíneo. En las situaciones de crisis actúo con notable serenidad, pero soy quisquilloso frente a aquellos hechos pequeños que llegan a interferir en la dinámica de mis actividades.

Soy propenso a la desesperación en determinadas situaciones cotidianas, un trancón de tráfico, cosas elementales, pero por lo general tengo una aceptable capacidad de respuesta.

Siento un rechazo visceral por la violencia en cualquiera de sus expresiones. Me afectan las respuestas violentas de la gente, no resisto la violencia verbal, me impacta la violencia que veo por la calle, un atropello a una persona me impresiona en grado sumo.

Me encanta trabajar. La presión del trabajo no me traumatiza, antes bien me organiza. He hecho el trabajo por retos y con gran sentido de equipo. Me encanta tener un equipo, y orientarlo hacia la consecución de metas, de desafíos. Considero que uno debe trazarse límites de tiempo y de acción, porque si se dedica simplemente a sobrevivir no hace nada.

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Soy obsesivo con el trabajo y muy consciente de mi responsabilidad. Pero en este terreno tengo un enorme defecto: no sé cómo descansar. Carezco del concepto del descanso, e ignoro cómo organizar el tiempo cuando no estoy trabajando. Jacquin critica ese aspecto de mi personalidad, de manera que trato de dejar el domingo para trabajar en otra cosa, pero siempre para trabajar. No tengo el concepto del ocio improductivo. En eso soy muy capitalista.

A veces soy demasiado exigente. Me gusta que las cosas se hagan ya, pero sé delegar y confío en la gente, aunque reconozco que hago una supervisión demasiado exigente. Con mis compañeros de trabajo tengo una organización horizontal, pero si lo horizontal fuera una línea, esa línea se movería en la dirección que yo tratara de señalar. No trabajo para que la gente me siga, sino que trato de empujarla como equipo para lograr un determinado fin.

Soy persona leal. No me gusta golpear a quien está en el suelo. Es más, tengo una debilidad por los derrotados, por los caídos, por quienes pasan por una mala situación, me solidarizo rápidamente con mi enemigo si lo veo en problemas. No actúo con sevicia.

Juego con mis cartas sobre la mesa y no hago trampas. No me considero tortuoso: en eso soy transparente, lo que puede ser un defecto para ciertos casos.

Tengo temor a lo desconocido, lo nuevo me produce angustia, llego al cuarto de un hotel y hago nido, deshago por completo el maletín, coloco los libros en su sitio, los esferos, y me siento tranquilo porque sé que en esa forma he conquistado mi espacio.

Soy sedentario, totalmente sedentario, tiendo a rutinizarme, a fijarme unos horarios, a vivir en el mismo sitio. Este comportamiento se manifiesta en el hecho de que trato de organizar siempre mi día, cuando voy de vacaciones trato de planearlas minuto por minuto, nunca cambio el pasaje cuando salgo en avión, el día que viajo no hago nada especial porque padezco la "angustia del viaje", lo que me obliga a estar en disponibilidad, no por miedo a viajar sino por la necesidad de cambiar mi sedentarismo de ese momento.

El azar me es indiferente. Trato de que las cosas resulten porque estoy comprometido con ellas. No juego ni me apunto a que los golpes de suerte me favorezcan. Me parece demasiado peligroso que en un solo momento uno quede hecho... o deshecho. Considero que ésa es una manera de subestimarse.

Participo de la teoría de los placeres negativos. Qué dicha no... Qué dicha no estar casado con Margareth Thatcher. Qué dicha no oír partidos de fútbol. Qué dicha no ir a vespertina y muchísimo menos a matiné. El mundo está hecho de placeres negativos.

La relación que mantengo con mis hijos es de diálogo, con las obvias limitaciones que me impone mi carrera. Para mí es un misterio ver cómo cada uno de ellos

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República desarrolla poco a poco una personalidad por completo distinta aunque vengan de la misma raíz. Trato de estimularle a cada uno sus aficiones. Al primero le gusta la guitarra; al segundo, el fútbol; el chiquito me salió capitalista. No hay ninguno político y, es más, le tienen una cierta aversión a esa tarea.

El cuerpo es importante. No he tenido enfermedades especiales, pero no soy un reloj biológico, la espalda me duele, en especial cuando estoy sometido a tensiones, los ojos tienen una miopía llevadera, tengo pies normales, y una tendencia inevitable a la gordura.

No he tenido problemas digestivos. Sufrí de una hernia hiatal que me molestó durante bastante tiempo pero que logré superar. Padecía las dificultades propias de haber llegado a pesar 105 kilos. Ahora estoy en 85, cuatro por encima de mi peso ideal que es de 80.

Los dientes son mi punto débil. Sufro de las encías, lo que me obliga a ir en forma reiterada al odontólogo, donde he aprendido a odiar al unísono la fresa y la hermosa música con la que tratan de disimular la realidad de la tortura.

Creo que lo más próximo al infierno es una tarde de domingo en un centro comercial tomando onces. Con esa única excepción, mi espíritu es abierto, a veces demasiado dinámico, se me ocurren muchas ideas, muchos temas, todo el día me planteo infinidad de posibilidades.

Tomo duchas larguísimas porque la ducha es uno de mis sitios preferidos para pensar. Cuando quiero reflexionar sobre un tema importante pongo un cierto tipo de música que me inspira, por lo general la Novena Sinfonía, o canción protesta latinoamericana, Silvio Rodríguez, Violeta Parra, o Mercedes Sosa. No di el salto de la zarzuela a la ópera porque hubiera sido una involución. La ópera es una mala zarzuela en un idioma ininteligible.

Trato de levantarme con música. Mi horario es simple: me levanto a las 6, leo los periódicos, tomo un café que yo mismo me preparo, hacia las 7 me visto (inclusive los domingos), y trabajo de 8 de la mañana a 11, cuando doy citas o acepto reuniones de trabajo y comités. Detesto los desayunos de trabajo, que son una forma inhumana de romper las costumbres normales de cualquier ser humano. De 11 a 1 hago llamadas telefónicas. Almuerzo de 1 a 3 o 3:30, recibo por la tarde hasta las 7:30, 8:00, y de 8 en adelante me dedico a los temas importantes, trabajo que me ocupa hasta las 11 o 12 de la noche.

Duermo entre cuatro y seis horas, que me recuperan perfectamente. Mi sueño es pesado. En lo posible, no acepto compromisos los sábados por la noche, porque ése es el día de la semana en el que me acuesto relativamente temprano y duermo entre diez y doce horas. Cuando no duermo en mi cama de Bogotá tengo pesadillas. El único sitio del mundo en que no tengo pesadillas es en Bogotá. Pero no siempre son pesadillas angustiosas. Tal vez lo que me ocurre es que pienso durmiendo. Me duermo pensando cosas y me despierto pensando lo mismo.

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Leo con rapidez todos los periódicos y revistas. Capto los detalles y los repito si es necesario. Me encanta leer biografías e historia política, pero la mayor parte del tiempo que tengo para la lectura debo coparlo con estudios, memorandos y libros técnicos.

En vacaciones acumulo entre ocho y diez libros porque ellas consisten en encerrarme quince días a leer. Donde esté. Leo toda la mañana y por la tarde me dedico a estar con mis hijos.

No me gustan los viajes de placer. Cuando quiero descansar me quedo en mi casa, o voy a una finca cercana, o a Girardot, que es mi veraneadero desde hace 27 años. Eso de irse a Europa en viaje de placer es pura paja. Detesto el Check- out, la obligación de salir del hotel a una determinada hora, detesto los aeropuertos. Me gustan los viajes cuando estoy trabajando, porque de esa manera puedo conocer tanto el país como las costumbres de sus habitantes.

A diferencia de Daniel, que es un monstruo de la competición, no compito en deportes. Me basta con tener que hacerlo todo el día en mi carrera pública.

Me encante el tenis, que me descansa y me relaja. Y no soy un mal jugador: soy pésimo. Cuando estudiaba bachillerato, jugué fútbol como portero reemplazo en el equipo del curso. Era un desastre. Ahora he comenzado a aficionarme porque mi hijo Miguel es futbolista nato. En alguna época jugué ajedrez. Detestaría jugar póker con amigos hasta las tres de la mañana. Pero mi verdadero deporte es caminar. Camino para pensar y para conversar. Yo me la pasaría en el cielo caminando y conversando. Me encanta conversar con personas inteligentes que me aporten cosas, que sean creativas, que susciten mi interés.

No soy lobo de mar, ni hago equitación ni alpinismo ni esas cosas. Para tales efectos sería un playboy aburridísimo. No formo parte de ningún club. Para mí, estar en un club o tomar trago los fines de semana, sería como para un médico operar en sábado o para un abogado ir a los juzgados el domingo.

No me emborracho jamás. Si estoy en una reunión social con personas que no son amigas íntimas, acepto uno o dos tragos. Y si estoy con amigos íntimos en un sitio relajado, esas dos copas me producen sueño. Es algo psicológico.

Fumo tabaco no en forma permanente, pero lo retomo cada vez que quiero adelgazar, porque me distrae.

No creo que tenga más vicios confesables, a no ser mi obsesión por el trabajo.

Desde que tenía siete años, primero robada de un primo mío que se llamaba Eduardo Irisarri, después comprada y ahora regalada, uso Roger Gallet.

Tengo debilidad por dos tipos de cosas en la vida: las corbatas y cualquier electrodoméstico. Prefiero las corbatas de corte tradicional, de marca, con algún

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República detalle en rojo. Y me encantan los radiecitos, los relojes despertadores, los aparatos que dan la hora en Singapur, ese tipo de cosas.

Adoro también los elementos de escritorio.

Soy goloso. A veces, cuando estoy angustiado, tiendo a comer. Me gusta cocinar. No sé mayor cosa de cocina ni conozco la receta de muchos platos, pero me descansa cocinar.

Me encanta comer. Entre un plato sofisticado y uno corriente me quedo con el corriente. Me gustan las sopas caseras. En las giras pido el plato típico de la región que visite. Me fascinan. Podría hacer una descripción de todos ellos, los cuyes en Ipiales, las empanadas de pipián en Popayán, los sancochos en el Valle, los fríjoles en Antioquia... Cada sitio tiene algo especial. Los desayunaderos santandereanos son gloriosos.

Pertenezco a la generación de padres oprimidos por la comida rápida. No me matan las hamburguesas. Me quedo con una comida con tenedor y cuchillo.

Detesto las compras. El cumpleaños de Jacquin se convierte para mí en una tortura desde quince días antes. No sé qué le gusta, siempre le doy lo mismo, llevo a los niños a que le compren los regalos la víspera, y pare de contar.

Me gusta regalar cajas de galletas, regalar comida. Me parece que el regalo más agradable para cualquiera debe ser un buen vino.

***

Ernesto Samper por Ernesto Samper, resumen general de una conversación mantenida entre el personaje y el autor por espacio de catorce horas; en Querido Ernesto: esbozo sobre Ernesto Samper, de Juan Musca-Fernando Garavito, Ediciones Lerner, Bogotá, s. f.; pp. 411-427. Libro de índole autobiográfica, contiene capítulos de vital significación, como el titulado Ese día no me tocaba morir, relacionado con el atentado padecido en el aeropuerto Eldorado de Santa Fe de Bogotá, el día 3 de marzo de 1989 a las 3:00 de la tarde.

Retrato de mi pueblo y de mi madre, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, Bogotá, julio 8 de 1973.

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José María Samper

D. José María Samper, el más fecundo de nuestros escritores del siglo pasado, vino a Bogotá de muy temprana edad. Aquí, entre los años de 1838 a 1846, adelantó estudios de bachillerato y jurisprudencia en la casa de educación de D. José Manuel Groot, en el Colegio Mayor de San Bartolomé y en la Universidad Nacional. Cuando contaba quince años publicó su primer artículo en las páginas de un importante periódico capitalino y de los veinte en adelante se entregó por entero a las faenas de la vida pública. D. Carlos Martínez Silva hablando de la recia personalidad del Sr. Samper dice que tenía naturaleza expansiva y generosa, actividad volcánica, ardiente y desinteresado patriotismo y un pronunciado temperamento de combatividad y de lucha.

En el transcurso de su vida D. José María Samper sobresalió ante todo como escritor múltiple, periodista infatigable y orador elocuentísimo. Fue, además, parlamentario de larga y brillante trayectoria; catedrático de ciencia constitucional, administrativa y de legislación; diplomático ante los gobiernos de Chile y Argentina; miembro de la Academia Colombiana y de varias sociedades de París y magistrado hacia el final de sus días. En Europa acrecentó e irradió su vasta ilustración por espacio de cinco años.

Refiriéndose al tribuno de palabra poderosa y persuasiva, el citado Martínez Silva anota lo siguiente:

Su voz era robusta y extensa; su presencia en la tribuna imponente; su acción desembarazada y noble; la posesión de sí mismo, completa, de suerte que nada le turbaba ni desconcertaba. Manejaba con maestría el lenguaje de la pasión; razonaba poco en tales ocasiones; pero, en cambio, sabía herir todas las fibras del corazón, desde las más fuertes hasta las más delicadas.

Dotado de una extraordinaria facilidad para escribir —se dice que sus obras pasan de las cincuenta mil páginas—, D. José María Samper fue redactor y colaborador de un número considerable de publicaciones periódicas, que sería largo enumerar. Sus constantes colaboraciones sobre política, literatura, economía, historia, crítica, etc., vieron la luz no solamente en periódicos del país sino también de Madrid, Londres, París, Caracas y Lima. En la capital antes nombrada dirigió El Comercio de D. Manuel Amunátegui y publicó la Revista Americana con la exclusiva colaboración de su esposa, doña Soledad Acosta de Samper. De su copiosa y muy variada producción intelectual —más de treinta obras entre libros y folletos, fuera de numerosos escritos de extensión e importancia aparecidos en periódicos— cabe mencionar los siguientes libros: Apuntamientos para la historia, Ensayo sobre las revoluciones políticas, Viajes de un colombiano en Europa, Cartas y discursos de un republicano, El Libertador Simón Bolívar, Galería nacional de hombres ilustres o notables e Historia de una alma.

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Esta última, considerada como la obra capital de Samper, constituye una espontánea e íntima manifestación autobiográfica llena de interés y amenidad. En la dedicatoria que hace a sus hijas, el autor, entre otras cosas, les confiesa:

Voy a narrar en este libro las impresiones y peripecias de 46 años de ese siglo moral. Esta es la historia de mi alma. Ella, servida con fidelidad por el poder de la memoria, se ha seguido a sí misma, desde el principio de su florecencia hasta el comienzo de su otoño; ha estudiado su propio desarrollo, sus titubeos y sus contradicciones, sus desfallecimientos momentáneos, y sus esfuerzos de reacción, sus grandes luchas, sostenidas en persecución de la verdad, así como sus dudas y caídas, sus ímpetus de soberbia y sus desahogos de melancolía... Así la historia íntima de esta alma es también la de muchos hombres y acontecimientos; es, en no pequeña parte, la historia de la Patria: historia anecdótica, escrita puramente de memoria, familiar en sus formas y su tono, lealmente recordada y narrada con ingenuidad.

La obra en referencia está dividida en tres partes. El capítulo VII de la primera parte que se reproduce a continuación lo hemos tomado de la edición príncipe publicada en Bogotá, en 1881. D. José María Samper murió en Anapoima, departamento de Cundinamarca, el 22 de julio de 1888.

Educación moral y primaria

Faltábanme dos o tres meses para cumplir siete años (pues nací en Honda (departamento del Tolima) del 31 de marzo al 1º de abril de 1828 cuando mi padre me hizo matricular en la escuela primaria, a la cual fue reunida un año después la normal, sirviéndolas un solo preceptor. Había un número tan considerable de alumnos que el Director-maestro no alcanzaba materialmente, no obstante su capacidad y aplicación, a enseñarnos cosa mayor. Me encomendaban para los certámenes públicos la recitación de la resunta (discurso de orden compuesto por el Director) únicamente a mérito de mi desparpajo y falta de miedo delante del público, y de ciertas disposiciones que tenía —por mi fuerte voz y facilidad de acción— para la oratoria. Jamás imaginé entonces, no obstante mi locuacidad (con frecuencia empalagosa, por excesiva y sobrado ruidosa), que con el tiempo sería tribuno popular y orador parlamentario, académico y..., lo peor de todo, de honras fúnebres!

En la escuela aprendí, desde luego, a pelear con muchos camaradas y ejercitar mis fuerzas en el pugilato; y sólo saqué de ella en limpio, en tres años de tareas muy poco metódicas, el saber leer, el conocimiento de la doctrina cristiana, algo de historia sagrada y de aritmética, un medio barniz de urbanidad teórica, nociones muy elementales de gramática, no pocos verdugones causados por los puños de mis condiscípulos, y una mala forma de letra entre española y francesa. Con el tiempo, las lecciones de maestros que tenían letra inglesa y el mucho escribir, reformé mi escritura y quedé con una letra parecida a mí: sumamente clara, franca y abierta, sin ambages ni falta de perfiles, de formas inequívocas, pero sin regularidad ni sistema, gruesa y en cierto modo anárquica.

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También saqué de la escuela una importante enseñanza. Un día provoqué con mis impertinencias a un condiscípulo, más fuerte que yo: peleamos, recibí numerosos puñetazos y llegué a casa con los ojos acardenalados, llorando y quejándome. Averiguando el caso y sabiendo que la culpa era mía, mi padre (que estaba montado a la antigua en materia de castigos, según la educación que había recibido) me administró por añadidura cosa de cuatro o cinco azotes, "por atrevido y buscapleitos". Aleccionado con esto y temeroso de ser castigado, algunas semanas después toleré la provocación de un condiscípulo brutal y de mal genio, me dejé pegar y torné de la escuela a casa con las narices reventadas. Me interrogó mi padre (que irritado era muy severo), y le conté la verdad. Entonces me administró cosa de ocho a diez azotes, dándome ración doble "por la cobardía de haberme dejado ultrajar sin motivo y teniendo la razón de mi parte".

No eché la lección en saco roto; por lo que en el curso de mi vida, si nunca he sido rencoroso ni vengativo, jamás, después de recibir una bofetada moral o material, he puesto la otra mejilla para recibir la siguiente, sino que he dado las vueltas, sin quedarme debiendo un saldo. No juzgo la moralidad o filosofía de este modo de proceder; pero digo ingenuamente cuál ha sido mi regla, porque así me enseñaron a proceder. Durante mi vida pública me ha salvado de muchos ataques y ultrajes la energía y resolución con que, sin temor al peligro, he rechazado siempre las ofensas y las tentativas hostiles. A falta de cultura y moderación en todos y de seguridad social, sólo se hace respetar el hombre que tiene valor para desafiar el peligro y exponerse a todo por defender su dignidad.

Cuando muchacho tuve mucho miedo a los espantos y cosas que llamaban "del otro mundo"; pero una vez que supe, con la experiencia de la vida, que los verdaderos espantos no son los muertos sino los vivos, perdí el único miedo que había tenido.

Después no he sentido otro linaje de miedo (en el alma, pues en el cuerpo sí lo he experimentado en varias ocasiones) sino éste: el de comprometer o perder con algún acto mi reputación. Las vicisitudes de la vida me han probado que el secreto para contar con las tres cuartas partes del buen éxito en todas las cosas, está en dos fuerzas: la seguridad de que uno tiene de su parte la razón, o por lo menos la buena intención, y el valor para desafiar todo peligro; valor que consiste en someter la instintiva flojedad de los nervios a la energía de la voluntad.

Desde que yo estaba en la escuela hasta que concluí mis estudios universitarios, oí frecuentemente a mi padre ciertas máximas, de cuya práctica me dio muchos ejemplos, ya como padre de familia o como simple particular, ya con otro carácter en Bogotá, ejerciendo el empleo de Senador de la República. Sus principales máximas eran éstas:

No se debe dejar nunca para después lo que se puede hacer bien al instante mismo.

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Jamás se debe tener vergüenza de ningún trabajo o faena, para servicio propio o ajeno, que no sea vil, infame o pernicioso.

Conviene siempre aprender y saber algo de todo, porque toda la vida es un aprendizaje.

El mejor sirviente de uno es uno mismo. Este es el criado más fiel que se puede tener, y de balde muchas voces.

A falta de buena ocupación, vale más hacer algo para desbaratarlo en seguida, que estarse ocioso.

Todo padre debe procurar a sus hijos lo necesario; jamás lo superfluo. Esto, que se lo procuren ellos con su trabajo.

Valerse a sí mismo en todo caso que ocurra, sin aguardar ayuda de sirvientes o extraños, es un gran recurso y una verdadera riqueza.

Si alguien merece seis azotes por atacar a otro injustamente, merece doce cuando, por cobardía, se deja ultrajar, teniendo el derecho y los medios de defensa.

Por regla general, las compañías de negocios con extraños, son funestas para los hombres generosos y honrados.

No se debe dejar de hacer bien a quien lo ha menester; pero nunca es prudente contar con la gratitud de ningún beneficiado, sino más bien con el interés del que espera un beneficio.

No se debe reparar en nada con parientes, amigos o menesterosos, cuando se trata de servicios de familia, de amistad o de caridad; pero en los negocios, en lo que es comprado, o prestado, o alquilado, o manejado por cuenta ajena, se debe cobrar y pagar hasta el último centavo.

Yo podría referir muchas anécdotas que fueron la prueba de las máximas de mi padre, pero sólo reuniré aquí unas pocas bien significativas.

Un día que mis hermanos y yo habíamos hecho mucha basura con papeles en la sala de la casa, empeñados en fabricar cometas (arte en que llegué a ser maestro), llegó de visita a casa una familia compuesta de una señora y dos o tres señoritas. Mi madre, azorada, me hizo ir corriendo a llamar a uno de los criados para que recogiera la basura; mas dio la casualidad que en aquel momento no había en la casa más sirviente que la cocinera, demasiado ocupada, por lo que la sala continuó hecha un basurero de palitroques, papeles, cuerdas, etc. En eso llegó de la calle mi padre, e indignado al ver aquel desaseo me preguntó por qué estaba así la sala. Díjele que no había por el momento ningún criado que barriese, y al punto me replicó entre aconsejando y reprendiendo:

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"Pues coge tú mismo la escoba y ponte a barrer".

Hube de hacerlo, avergonzado y todo, y después comprendí que era muy bueno saber barrer. Sucesivamente, andando el tiempo, yo mismo he barrido, con gran satisfacción, primero, mi cuarto de estudiante; después, los de algunas sucias posadas en los caminos; en 1875, mi calabozo en el cuartel donde por muchas semanas me tuvieron encerrado el miedo, la pequeñez y la saña de un presidente- dictador a quien hice oposición por la prensa; en 1854 y 1876, durante mis campañas, y en el 77 y 78, proscrito de mi patria, en los alojamientos que ocupaba en Venezuela.

Un día en que yo había pedido un caballo de la hacienda de mi padre para salir de paseo, el muchacho quiso ensillarlo antes de irse también a pasear. Mi padre le detuvo, diciéndole: "Vete, que Pepe mismo ensillará". Volví a mirarle con cierta extrañeza, y él añadió:

"Aprende, hijo, a ensillar tu caballo, sin necesidad de criados; así montarás siempre más pronto y con mayor seguridad". En efecto, los criados siempre me han ensillado mal mis cabalgaduras, por lo que he tenido la costumbre de hacerlo yo mismo, con ventaja y a mi gusto.

En cierta ocasión iba mi padre por la calle con mi tío Juan Antonio, quien, como he dicho, era muy generoso y desprendido: pidióle limosna un pordiosero, y como buscase en sus bolsillos y no hallase dinero menudo, dijo a mi tío: "Préstame medio real para dárselo a este pobre"; y lo recibió. Olvidóse mi padre de esta bagatela, y al día siguiente, en casa, mi tío le dijo:

—José María, me debes medio real; págamelo.

—¿De qué te debo tal bicoca?

—El medio que te presté para dar una limosna. Como fue prestado, te lo cobro.

—Tienes razón; así debe ser.

Al día siguiente mi tío Juan Antonio, que así reclamaba de mi padre medio real, le envió un hermoso y finísimo caballo goajiro que acababa de comprar para regalárselo a mi madre.

Nuestro vasto solar y uno más extenso con pasto artificial, situado al frente de la casa, estaban cercados con latas de guadua picada que se sujetaban con bejucos a numerosas y sólidas estacas. Renováronse los cercados en cierta ocasión, quedaron por el suelo enormes montones de lata vieja, al parecer inútil, y mi padre, al tiempo de montar una mañana para irse a dar vuelta a su hacienda, le dijo a un criado: "Búscate unos peones para que recojan toda esa lata vieja y la boten al Magdalena". Cuando se iba a ejecutar la orden, tuve una idea y le dije al

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República criado: "Aguarda un poco, antes de llamar los peones". Yo tenía trece años y estaba en casa por causa de vacaciones del colegio. Había oído decir que la vieja lata de guaduas era el mejor combustible para cocer pan, y me ocurrió hacer un negocio. Fuime a tomar informes con muchas panaderas, y logré contratar a dos reales cada tercio o brazada de aquella excelente leña, siendo de cargo de las panaderas el recogerla y llevársela. De este modo ahorré a mi padre el gasto de más de cinco pesos en peones para botar aquel combustible, y obtuve en dinero más de veinte que entregué a mi madre.

Cuando hacia la noche tornó mi padre a casa y supo lo ocurrido, encomió con gran satisfacción mi conducta, y aun dijo: "Nada hay enteramente inútil; Pepe me ha dado, sin pensarlo, una buena lección". Al día siguiente, al levantarnos de almorzar, no sólo me elogió mucho delante de toda la familia y me obligó, a pesar de mi primera negativa, a guardar para mí el dinero obtenido con la leña, sino que, sacando de su cigarrera unos cuantos cigarros (que usaba muy largos y delgaditos), me dijo:

"Toma para que fumes. Ha tiempo que fumas a escondidas y yo lo sé. Ahora puedes procurarte esta superfluidad, puesto que ya has ganado dinero con tu industria y diligencia".

Había un punto, sin embargo, en que mi padre no andaba en conformidad con la razón, y era el sistema penal. Sabía recompensar con acierto los buenos actos de sus hijos y sus sirvientes, pero no sabía castigar. Sus castigos eran por lo común excesivos, y no daba suficiente importancia a las penas morales; por lo que menudeaba la de azotes considerándola como la de mayor eficacia. Así le habían criado y educado desde los primeros días de este siglo hasta 1816 o 1817, y si bien había sido muy patriota y fue siempre muy liberal, pudieron más en él, para educar sus hijos, los hábitos que había heredado en lo tocante a penas y recompensas. Por lo demás, mi padre era hombre de gran talento natural, muy confiado y muy perspicaz, generoso, hospitalario y benévolo, y en sociedad estaba siempre de buen humor y era muy franco, jovial y comunicativo. Su educación había sido muy imperfecta, por causa de la pobreza de mi abuelo, y tenía muy limitada instrucción teórica; lo que no le estorbó para servir con acierto varios empleos, como los de jefe político del cantón de Honda, Gobernador de la provincia, Diputado a la Cámara provincial y Senador.

Era mi padre (y perdónenseme algunas repeticiones que me dictan el amor y la veneración); era mi padre, a fuer de hijo de aragonés y de una señora de origen castellano, muy blanco y rubio, de buena talla, ancho de pechos y de espalda, y caminaba siempre aprisa y con la cabeza agachada. Tenía la frente muy espaciosa, las cejas espesas, los ojos muy azules, vivos, pequeños y penetrantes, la nariz aguileña y fina, los pómulos salientes y el rostro bien perfilado. Picábase de ser despreocupado y tenía carácter muy varonil; amaba a todos sus hijos con ardor, y nunca excusó sacrificio alguno para procurarnos la mejor educación posible; el trabajo era su mayor encanto, y en todas sus cosas era positivista, leal, sincero y cumplido. No sé hasta qué punto me haya parecido yo a mi padre; pero

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República es lo cierto que de él heredé muchas cosas, y que procuré imitar sus ejemplos respecto de muchos rasgos que le eran propios.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 139, Bogotá, 1º de agosto de 1972, pp. 11-14.

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Eduardo Santos

El 27 de marzo de 1999 falleció en Bogotá el Dr. Eduardo Santos. Había nacido en esta misma capital el 28 de agosto de 1888. Fueron sus padres el Dr. Francisco Santos Galvis y doña Leopoldina Montejo de Santos. Hizo las primeras letras en la escuela de doña Pepita Arjona y luego pasó al colegio de Colón dirigido por D. Víctor Mallarino; estudios de bachillerato en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y de derecho en la Universidad Nacional, donde optó al título de doctor el 9 de junio de 1908. El 25 de noviembre de 1917 contrajo matrimonio con Lorencita Villegas Restrepo, de quien escribió, a raíz de su muerte, unas hermosas y bien sentidas páginas con el título de Apuntes para una biografía. Veamos este aparte:

"Siempre elegante y refinada, mimada por la suerte que le dio cuanto en lo material hubiera podido soñar, se sentía demócrata de corazón, muy cerca de su pueblo, de las gentes sencillas, de los campesinos (había nacido, el 5 de octubre de 1898, en una pequeña hacienda de su padre, "El Paisaje", en el corregimiento de Dos Quebradas, del municipio de Santa Rosa de Cabal), y decía graciosamente: "Al fin y al cabo yo no soy sino una montañera...". Cuánto la habrán emocionado, en el más allá, donde todo se ve, las innumerables manifestaciones de duelo y afecto de gentes que apenas si la vieron de lejos, o sólo oyeron hablar de ella; de centenares de comités y directorios municipales de pueblos por donde alguna vez pasó fugazmente, o que ni siquiera conoció. A todos había querido en múltiples ocasiones envolver en una red de afecto solidario, de íntima y cristiana comunión de sentimientos, sin odios para nadie, con amor para todos, con ternura permanente por los débiles, por los que sufren, por los olvidados."

En 1909 fundó y dirigió en Bogotá La Revista, en unión de D. Tomás Rueda Vargas. Desde entonces, con transitorias interrupciones, se consagró por vocación y convicción a la tarea periodística, como lo revela a cabalidad el reportaje autobiográfico que, como homenaje y en recordación de tan ilustre hombre público, reproducimos en estas páginas. Este reportaje fue tomado por el Dr. Jaime Posada y se publicó el 30 de enero de 1951, con ocasión del cuadragésimo aniversario de la fundación de El Tiempo.

Desde muy joven el Dr. Santos también se dedicó a la actividad política en la que sobresalió y conquistó los más destacados puestos de comando: miembro de la Convención Nacional Republicana, consejero municipal de Bogotá, diputado a la Asamblea de Cundinamarca, representante a la Cámara y senador de la República en varios períodos, miembro de la Dirección Nacional Liberal, ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno del presidente Enrique Olaya Herrera, gobernador del departamento de Santander y presidente de la República durante el período constitucional de 1938 a 1942. Acerca de esta administración el historiador Laureano García Ortiz dijo: "No hay sitio del país donde no quede una

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República muestra del afán y de la preocupación del presidente Santos por su progreso, ornato y embellecimiento".

En diversas ocasiones el Dr. Santos asistió como delegado de nuestro país a la Asamblea de la Sociedad de las Naciones, concurrió a la Conferencia General de Desarme reunida en Ginebra en 1932, fue agente especial con carácter de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de Colombia ante los gobiernos de Europa, y como presidente de la República firmó el tratado con Venezuela, en el puente internacional, el 5 de abril de 1941. Además de escritor, político, parlamentario y hombre de estado, el Dr. Eduardo Santos fue un distinguido intelectual y, particularmente, un consagrado historiador. Fue miembro de número y presidente honorario vitalicio de la Academia Colombiana de Historia y numerario de la Academia Colombiana de la Lengua. Al comienzo del discurso de recepción, pronunciado el 20 de julio de 1938 en la Academia antes mencionada, hizo la siguiente manifestación autobiográfica:

"Ilusión tan ingenua como ardiente de mis primeros años fue la de consagrarme a las letras, hasta hacer de ellas el objeto de todos mis esfuerzos y la meta de mis aspiraciones. Lector infatigable y omnívoro, pasé mi infancia y juventud entre los libros, que fueron para mí, por mucho tiempo, ocupación preferente y pasión dominante. Para satisfacerla, todo era favorable en el ambiente provincial y tranquilo de la Bogotá anterior al Centenario. En esa ciudad silenciosa y apacible, sin tráfico y sin diversiones, encerrada en el marco de sus montañas y cuyo aislamiento se compensaba tan sólo por sus tradiciones de cultura, sólo en la lectura podía encontrar un espíritu curioso e inquieto la satisfacción de su anhelo. Aquellas lecturas desordenadas, cuya falta de método hoy me horroriza y cuya cantidad me asombra, iban de vez en cuando acompañadas de ensayos bien poco afortunados, de una tenaz participación en concursos literarios, sin que me desalentara el no menos tenaz y más justificado insuceso.

Si mis sueños infantiles se hubieran realizado, y fuera yo lo que entonces deseaba ser, quizá mi presencia entre vosotros y vuestra elección, que tanto me honra, tendrían el fundamento de que hoy carecen. Pero la vida me llevó por caminos distintos del de las puras disciplinas literarias. Si hizo de este vuestro nuevo colega un escritor y un orador, no fue en los campos del humanismo auténtico, en donde se destacaron airosamente mis predecesores en esta silla, no fue en el culto reverente y cuidadoso de las bellas letras, sino en el afanoso bregar del periodismo y de la tribuna parlamentaria y política. Por más de veinticinco años fue la pluma mi exclusiva ocupación, pero tuve en ella un instrumento de labor, de constante trabajo diario, inevitablemente rudo y descuidado, con miras siempre a la acción, eficaz sin duda y resonante, pero que, en mi caso, no podría presentarse como título suficiente para la Academia. Y tampoco como orador podría aspirar a sentarme entre vosotros, porque también en esa materia la obra que debía realizar de caracteres muchas veces urgentes me ha impedido pensar demasiado en la forma, me ha privado del tiempo necesario para pulir el estilo, obligándome a concentrar todas mis fuerzas en la acción que por medio de la palabra me era preciso realizar."

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De la gestión presidencial del Dr. Eduardo Santos queda el libro titulado Estampas de la vida colombiana: discursos y mensajes, 1938-1942 (Vol. XIII de la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana); de su actividad periodística tenemos la obra que lleva por nombre Periodismo (Vol. 69 de la Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, Bogotá, 1937), compilación de escritos de Eduardo, Enrique y Gustavo Santos; así mismo, de su fecunda labor cultural, política y parlamentaria, contamos con múltiples artículos, ensayos, discursos y conferencias que vieron la luz en diferentes publicaciones periódicas, especialmente en el diario de su propiedad, con el que está consubstanciada casi toda la vida de tan eminente colombiano. Es oportuno recordar que el presidente Santos, con la firma del Dr. Jorge Eliécer Gaitán como ministro de Educación Nacional, mediante Decreto número 465 de 1940 (marzo 5), fundó el Ateneo Nacional de Altos Estudios, del cual hizo parte el Instituto Rufino J. Cuervo, que posteriormente, por la Ley 5ª de 1942 (agosto 25), se denominó Instituto Caro y Cuervo.

El Dr. Eduardo Santos fue presidente honorario de la tesis De la libertad de prensa en Colombia, con la cual el autor de esta nota obtuvo el título de doctor en Derecho y Ciencias Políticas, en la Universidad del Cauca, de Popayán, en 1957.

Reportaje autobiográfico

Recuerdo del fundador

En El Tiempo no se podrá olvidar jamás lo que representó Alfonso Villegas Restrepo, su fundador. Bajo su dirección se publicaron seiscientas setenta y siete ediciones, del 30 de enero de 1911 al 30 de junio de 1913. Apenas se retiró de la dirección durante un mes, en mayo de 1912, con motivo de la muerte de su santa madre, y en ese mes lo reemplazó Tomás Rueda Vargas. Villegas Restrepo creó este periódico con su espíritu, con abnegación y austeridad infinitas, con un sacrificio de todas las horas. Disponía de escasísimos medios materiales, que reemplazaba con energía indomable y entusiasmo sin límites. Pasó momentos amarguísimos, que logró superar a fuerza de valor; procedió a todas horas con un idealismo espléndido, con el más arrogante desinterés, y libró campañas magníficas que no se olvidarán. Cuando se retiró, físicamente agotado por la más tremenda de las luchas, dejaba este periódico anclado en el vasto prestigio que para él había logrado y saturado para siempre de su enseñanza y de su ejemplo.

Y usted, ¿cuándo entró a El Tiempo, doctor Santos?

El Tiempo se confunde con mi vida entera. Me unía con Alfonso Villegas una amistad fraternal desde los claustros universitarios y desde cuando él fundó el periódico quiso que yo lo acompañara. Estaba yo entonces en Europa, y en el segundo número apareció como editorial una extensa carta política que yo le dirigí desde Madrid. Cuando regresé al país, en julio de 1911, él se empeñó en que yo entrase a El Tiempo como su compañero en la dirección y en la redacción, y, con tal objeto, redactamos e imprimimos una circular, en la que se daba cuenta de esa

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República nueva organización del periódico, pero ella quedó sin efecto, y apenas sí conservo un ejemplar como recuerdo de esos días iniciales, tan difíciles. Las ganancias de El Tiempo entonces eran poco menos que nulas y mi familia y yo atravesábamos circunstancias muy precarias, que me obligaron a trabajar en algo que nos asegurase la subsistencia. Por esa misma razón no pude aceptar la dirección de Gaceta Republicana que me ofreció Olaya Herrera, mi amigo de toda la vida, porque tampoco allí podía entonces ganarse nada. Entonces el doctor Olaya, que era ministro de Relaciones Exteriores, me nombró oficial mayor del ministerio, primero, y, luego, jefe del archivo diplomático y consular. Cerca de dos años serví ese empleo y adquirí entonces la afición a las cuestiones internacionales que siempre me han obsesionado.

Pero durante esos dos años, al lado de Alfonso Villegas, trabajé constantemente todas las noches en El Tiempo. Solía entonces Alfonso decir que tenía El Tiempo una comisión asesora compuesta por Tomás Rueda Vargas, por Jorge de la Cruz y por mis permanentes compañeros de esa época.

¿Y cómo adquirió usted El Tiempo?

Lo compré en cinco mil pesos. Creo que apenas sí le alcanzaron a Alfonso Villegas para pagar sus deudas y para marchar a Nueva York, en donde había de ganarse la vida trabajando heroicamente. Yo no tenía esos cinco mil pesos. La herencia de mi padre, único patrimonio mío, consistía en una pequeña casita, situada en la calle séptima, abajo de la carrera décima, que valía unos tres mil pesos. Pensé en conseguir un socio, e inmediatamente propuse esa combinación a Tomás Rueda, quien de la manera más enfática me convenció de que era un error funesto el entrar así a la vida del periodismo que, como ninguna otra, requiere plena independencia. Un socio, cualquier socio —me decía Tomás—, así sea el mejor de todos, implica, a la corta o a la larga, grandes complicaciones. Resolví entonces, de acuerdo con él, lanzarme solo a la aventura. Los bienes que poseíamos mi mamá, mi hermano Gustavo y yo, valían, en total, unos nueve mil pesos, en fincas raíces, y aunque entonces los bancos exigían que la garantía hipotecaria excediera en el doble a la suma solicitada, don Carlos Camacho, gerente del Banco de Bogotá, accedió a prestarnos esos cinco mil pesos sobre esas hipotecas. Así se hizo, en octubre de 1913. Ni siquiera para pagar El Tiempo tuve necesidad de solicitar la firma o la fianza de nadie.

Por cierto que en 1918, al terminar la primera guerra universal, hubo una considerable alza de precios en Bogotá, y entonces pude vender mi casita de la calle séptima, exactamente por cinco mil pesos y con ellos pagué la deuda que había contraído para comprar El Tiempo. Por eso puedo decir que lo compré con la herencia de mi padre, que, por lo demás, es la única herencia que he recibido en mi vida.

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El doctor Santos guardó silencio unos instantes, y exclamó:

Quiero declararle, de una manera muy enfática y categórica, que la verdadera característica de El Tiempo, lo que constituye su ejecutoria de nobleza, lo que ya en los principios de la vejez me llena de satisfacción y orgullo, es que jamás he tenido un socio capitalista en El Tiempo. No hay ningún colombiano, mejor aún, no hay ningún ser humano que pueda decir que ha aportado un centavo para el sostenimiento o ensanche del periódico. No he celebrado nunca contratos con ningún gobierno. No hay nadie que tenga el derecho de decir, en forma ninguna, que ha contribuido con sus dineros al desarrollo o crecimiento de mi empresa. Los consejos que me diera Tomás Rueda los he seguido al pie de la letra siempre. El Tiempo ha ido creciendo con sus propias fuerzas, con el capital que él mismo ha creado, sin valedores ni accionistas.

La verdad es que yo nunca he perdido en El Tiempo. El primer mes, julio de 1913, me produjo dieciséis pesos de utilidad; desde el segundo mes me dio lo necesario para vivir. Cuando ya empezó a ser un negocio próspero, con el sobrante que quedaba entre los gastos de mi vida modesta y las entradas cada vez mayores, empezamos a comprar primero un linotipo, después otro, después la primera duplex plana, y así hasta llegar a los espléndidos talleres de hoy. Todo esto ha sido la labor de cuarenta años de trabajo diario, diario, en el sentido literal de la palabra, nunca interrumpido. Todo esto se debe a una continuidad en el esfuerzo de que, modestia aparte, hay pocos ejemplos en Colombia.

Y quiero decir algo más, porque es la verdad y una verdad de que estoy muy orgulloso. No sólo me ha animado en la vida periodística esa convicción de que una empresa como El Tiempo tiene que estar desligada de entidades capitalistas que pudieran ejercer presión sobre ella en cualquier sentido, sino que he creído también que era mi deber abstenerme por completo, y con escrupulosidad perfecta, de participar en ninguna clase de negocios distintos de los lícitos y correctos que implica la vida misma de un diario.

Ni acciones ni negocios

Nunca he tenido negocios ningunos distintos de El Tiempo, ni he sido socio de ninguna empresa industrial, ni he tenido jamás una acción en ninguna compañía nacional o extranjera. Nada, absolutamente nada, distinto de El Tiempo. Una acción tuve en la Scadta, comprada en el banquete con que celebramos la llegada a Girardot del primer avión piloteado por Von Krohn. En ese banquete se resolvió que, como muestra de simpatía por la naciente aviación colombiana, los asistentes a esa fiesta compráramos una acción de cien pesos de la Scadta, y así lo hice. La conservé por algunos años, como recuerdo de ese día, hasta que al fin resolví venderla por la misma suma que por ella había pagado para poder afirmar como afirmo, sin miedo a que nadie me desmienta, que no soy accionista de nada. Que no hay una sola compañía, ni en el país ni fuera de él, que me cuente ni me haya contado nunca en el número de sus participantes. No he sido nunca miembro de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República ninguna junta directiva; no he tenido nunca, en ningún momento, negocios con nadie. Y usted comprenderá que oportunidades no han debido faltarme.

No tengo tampoco —como algunos, en su afán de presentarme como un capitalista desaforado, han solido inventar— grandes propiedades en Bogotá. No tengo ni las casas de departamentos que me achacan, ni he sido jamás propietario de teatros ningunos, ni tengo propiedades rurales distintas de mi finca de recreo de Bizerta, que no alcanza a tener veinte hectáreas. Fuera de mi casa de habitación tengo unas casas en barrios apacibles de Chapinero, que me producen unos dos mil pesos mensuales por arriendos. Eso y El Tiempo constituyen la totalidad de lo que mi mujer y yo tenemos. Y ello se explica, porque casi todo lo que El Tiempo ha producido lo ha invertido en su propio desarrollo y en su constante crecimiento.

Hice, sí, una vez, por la buena fortuna que me ha acompañado en mi vida, un espléndido negocio, al cual debo tal vez toda mi tranquilidad económica. En 1919 editaba yo El Tiempo y vivía en una casa arrendada de la carrera séptima, frente al Hospicio. Su dueño quiso ocuparla y me vi obligado a buscar dónde pasarme. Encontré en condiciones perfectas para lo que yo necesitaba la casa donde actualmente se edita El Tiempo, entre la calle 14 y el río San Francisco, y la compré en 1919 por cuarenta mil pesos. Lo pude hacer porque sobre esa casa pesaban hipotecas por veinticinco mil pesos, con largos plazos, y conseguí un préstamo bancario por el resto. Poco a poco pude ir amortizando esa deuda, y la extraordinaria valorización de esa finca representa hoy lo más sólido de mi fortuna. Pero no la compré con fines de especulación, sino porque necesitaba vivir en ella y editar allí el periódico. Allí viví hasta 1934 y allí se edita todavía El Tiempo. Ese sí fue un extraordinario golpe de suerte, de trascendencia para mí incalculable.

Pero se preguntará usted, mi querido amigo, por qué le cuento todas estas cosas. Porque quiero afirmar, de manera perentoria y definitiva, lo que es para mí la base ética indiscutible de la profesión de periodista. Yo no fui nunca —ya puedo hablar en pretérito— hombre de negocios. Yo consideré, y considero, incompatible la profesión de periodista con las actividades propias del hombre de negocios. Me parecía, y me parece, que no puede uno aspirar a orientar o a reflejar la opinión pública si no tiene una total independencia respecto de los grandes negocios si participa en ellos, en alguna forma. Yo he querido que El Tiempo pueda referirse a todas las cosas sin que el interés que tenga en determinado negocio pueda influir directa o indirectamente en sus opiniones.

Y me he abstenido también escrupulosamente de cuanto pudiera significar tentativas de monopolio en ningún sentido. Hace poco una real comisión del parlamento británico estudió a fondo los problemas del periodismo en Inglaterra, y reconociendo la probidad, que es el rasgo nobilísimo de la prensa inglesa, como un hecho indiscutible, advirtió también como un grave peligro para la democracia británica la existencia de cadenas de periódicos que ligados por un mismo interés, así sea el más sano, pueden dominar demasiado la opinión del país. A mí se me presentaron, en mi ya larga vida periodística, muchas oportunidades de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República establecer, bajo mi control político y económico, cadenas de periódicos en Colombia, como existen en tantos países, y las rechacé todas. No he querido nunca tener participación en ninguna empresa periodística regional, ni nadie ha visto con más simpatía que yo el progreso de las empresas periodísticas de Colombia, que son cada día más fuertes. Creo que de ello he dado pruebas que nadie puede desconocer.

Por la misma razón me he abstenido de tomar parte en empresas de radiodifusión, ni he querido, como tantas veces se me propuso y en condiciones halagüeñas, extraordinariamente halagüeñas, montar una empresa radiodifusora que fuera de propiedad de El Tiempo. No he querido nunca salir del radio exclusivo de mi periódico, de mi empresa sin accionistas ni acreedores, de la plena independencia de El Tiempo, en todo sentido. Por eso mismo no ha sido nunca El Tiempo casa editorial ni lo será.

Actividad limpia y honesta

¿Y a qué se debe el extraordinario progreso económico de El Tiempo?

Se debe al ejercicio limpio, implacablemente honrado, de la industria periodística, concebida dentro de las más sanas normas. Los periódicos independientes que quieran serlo tienen que vivir de la publicidad noblemente entendida. No, jamás, de la publicidad de artículos encaminados a favorecer o a amparar determinados negocios. El Tiempo no lo ha hecho nunca, y nadie será osado a pretenderlo. Los avisos son cosa muy distinta. A ellos apelan quienes quieren favorecer sus intereses, haciendo conocer sus productos y pagando el servicio correspondiente. No creo que haya nadie suficientemente cándido para imaginarse que al pagar un aviso en un periódico como El Tiempo está haciendo otra cosa que dar a conocer su negocio, después de pensar y resolver si ello le conviene o no le conviene. Entre los avisos de El Tiempo y las orientaciones de la dirección y redacción ha habido y habrá siempre una valla infranqueable. Son cosas totalmente independientes, y es ése el más honrado y claro de los negocios. Yo, personalmente, no he sabido, casi nunca, quiénes son los anunciadores de El Tiempo. Y estoy seguro de que, en infinidad de casos, muchos de ellos han estado en desacuerdo con la política que El Tiempo adelanta. Pero ni ellos tienen que ver con esa política, ni El Tiempo tiene intervención e injerencia ninguna en lo que sus avisadores hagan. Claro está que tampoco El Tiempo, ni ningún periódico de la tierra que se respete, publica todos los avisos que se le lleven. En esto las fronteras entre lo lícito y lo ilícito están tan claramente trazadas, que no hay quien se equivoque.

Fíjese usted, pues, y fíjense los lectores de El Tiempo, cuál ha sido la trayectoria de este periódico, y cuáles las características de que él puede enorgullecerse en estas materias. Es un orgullo para la República, repito, y lo digo sin ambages, el que la más fuerte tribuna de opinión que el país haya conocido, haya vivido y se haya desarrollado al amparo de esta plena independencia, totalmente desligada de las potencias económicas.

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En lo político, jamás un directorio ha tenido que dar un centavo para campañas de El Tiempo ni para sostenerlo en ningún sentido. Nunca existieron suscripciones para ayudar a sostener El Tiempo. En todas las campañas electorales El Tiempo ha figurado como contribuyente. Porque lo que pasa, mi querido amigo, es que nunca me ha dominado el ansia de hacer un gran capital. He querido fundar una grande empresa periodística, independiente, sana, libre, y lo he logrado. La fortuna me ha permitido vivir bien y he procurado hacerlo.

Ideal de una vida

Pero basta ya de estas reminiscencias personales. Me creo obligado a decir todo lo que he dicho porque considero que la misión del periodista es esencial y sustancialmente pública, y porque considero que un periodista como yo debe vivir en casa de cristal. La inmensa fortuna que mis adversarios me inventan, si existiera, no tendría explicaciones satisfactorias. Yo no quiero con mi silencio autorizar la existencia de leyendas que me son profundamente desagradables. Yo he podido equivocarme en muchas cosas. Sin duda, hay actos de mi vida de que tenga que arrepentirme. Pero, como dijo Martí, uno de los derechos fundamentales del periodista es el de equivocarse de buena fe. Sin duda, me he equivocado muchas veces, pero jamás el vil interés ha tenido parte en ello. Si la fortuna ha sido pródiga conmigo, puedo terminar mi existencia mostrando mis manos limpias de toda mancha de dinero, presentando a mi país la imagen sin sombra de un periodista y de un gobernante que no tiene un centavo que no haya sido adquirido con la más escrupulosa probidad. Que no ha especulado nunca ni con su profesión, ni con sus puestos; que no tiene miedo de que haya nadie sobre la faz de la tierra que pueda decir que no es cierto cuanto yo estoy diciendo aquí.

Con voz ligeramente velada por la emoción me dice el doctor Santos:

"La vida ha sido muy generosa conmigo y me ha permitido realizar algunas de mis más grandes ilusiones, como la paz entre Colombia y el Perú, como la eliminación de todas las diferencias existentes con Venezuela y la consolidación de íntimas relaciones fraternales entre los dos países. Quise también fundar un gran periódico independiente, libre de todo compromiso económico, fuerte por su propia vitalidad y que con un pasado y unos orígenes intachables tenga bases económicas vigorosas que le permitan luchar por su país y por sus ideas, sin estar sujeto a imposiciones ningunas, sin depender de nadie, lo he logrado plenamente. De ello puede enorgullecerse Colombia. Nuestra prensa ha sido siempre honrada y pura y se destacó por ello luminosamente. Yo he seguido las huellas enaltecedoras de Murillo Toro y Santiago Pérez, de Tomás Cuenca y Caro, de Martínez Silva y Carlos Arturo Torres, de Fidel Cano y Carlos E. Restrepo, con mucha más fortuna personal que ellos, sin duda, con menos talento, pero no con menos dignidad ni con intenciones y procederes menos limpios."

Después de un largo silencio, que no me atreví a romper, agrega:

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Diga usted también cuán emocionado recuerdo tengo de cuantos me han acompañado en las tareas de El Tiempo: de Calibán, para quien todo elogio sería poco y sobre el cual no puedo extenderme, porque me lo veda un pudor de hermano agradecido que en él ha tenido a su colaborador máximo; de don Fabio Restrepo, de quien ya hablé; de los centenares de amigos que han trabajado a mis órdenes. En cuarenta años no he tenido jamás un conflicto de trabajo, como no lo tuvo tampoco Alfonso Villegas. He querido ser amigo y compañero de quienes han trabajado conmigo. En las épocas iniciales conviví con ellos todos los días y todas las noches en la más íntima fraternidad, y los recuerdo a todos, los desaparecidos y los presentes, con intenso afecto y agradecimiento constante. No quiero citar nombres, por el temor de que usted olvide alguno, pero todos viven en mi corazón, de manera honda y perenne.

Se abre una nueva etapa para El Tiempo, y a quienes ahora lo dirigen y redactan, y a cuantos en él trabajan, han de acompañarlos siempre mi afecto y mi gratitud [...].

El Dr. Santos se levanta y, extendiéndome la mano, dice:

Y me parece que como reportaje esto basta y sobra. Si usted ha querido oírme, creo que le he quitado las ganas por mucho tiempo. Pero quizás había cosas que era necesario decir.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 160, Bogotá, 1º de mayo de 1974, pp. 14-19.

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Baldomero Sanín Cano

Baldomero Sanín Cano es una de las figuras más ilustres de la cultura colombiana contemporánea. Don Baldomero, como se le llamó, con trato deferente y familiar, constituye una de las mentalidades sobresalientes que ha dado nuestro medio en los últimos tiempos. Hombre de "carácter, sencillo y modesto", se distinguió en el mundo de las letras como humanista, filólogo, ensayista, crítico y periodista. Desde temprana edad se dedicó al periodismo, vocación que mantuvo la mayor parte de su vida. Inteligencia abierta a las diversas corrientes filosóficas y literarias de su tiempo, fue, primordialmente, un entusiasta animador y transmisor de cultura por medio de la conversación con sus amigos sobre las más recientes publicaciones aparecidas en Europa y mediante la publicación de libros, ensayos e infinidad de artículos periodísticos. En su formación intelectual fue, en gran parte, un autodidacto de reconocidos méritos.

Fue Sanín —anotaba Maximiliano Grillo hace algún tiempo— quien primero leyó en Colombia, veinte años antes que los críticos ingleses, la obra de Nietzsche, cuyas profundas síntesis traducía con Hinestrosa Daza, para su regocijo. Cuando nadie conocía a Ganivet, Sanín lo comentaba a través de las revistas alemanas. Autores hay, de relevante mérito, que son admirados en Bogotá y, casi desconocidos en el resto de América, a los cuales tradujo Sanín a modo de pasatiempo y sólo para informar a sus discípulos.

El escritor Néstor Villegas Duque, en su bien lograda obra Sanín Cano viajero del espíritu, nos presenta la figura de Don Baldomero con los siguientes rasgos: "persona de buena estatura, cuerpo duro y pronto, piel blanca, cabeza sólida, frente alta y despejada, ojos vivos, nariz recia, labios firmes, barba fuerte, voz clara y abierta y maneras cortadas y estrictas, pero sencillas y amables". Y agrega: "Parece que era un tanto tímido, aunque resuelto; atrayente cuando se llegaba hasta él; reservado; tranquilo de expresión; sumamente curioso, aun queriendo pasar inadvertido; de conversación amenísima; y de frases exactas, brillantes y hasta ingeniosas".

En la actividad pública, Baldomero Sanín Cano fue secretario del Tesoro, secretario y encargado del Ministerio de Hacienda, representante al Congreso, cónsul de nuestro país en Londres, ministro plenipotenciario en la República Argentina, miembro de la Comisión de Cooperación de Santiago de Chile y representante de Colombia a la VIII Conferencia Panamericana de Lima.

Fue miembro de número de la Academia Colombiana, a la que ingresó en 1935, y miembro correspondiente de la Real Academia Española. La Universidad de Antioquia le confirió el título de doctor honoris causa. Por los años de 1909 a 1923 permaneció en Londres donde acrecentó en forma incesante su cultura. Colaboró en algunos diarios ingleses, así como también en la revista Hispania que dirigió en dicha capital D. Santiago Pérez Triana. En la Universidad de Edimburgo enseñó

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República lengua y literatura españolas. Entre 1925 y 1931 permaneció, con algunas interrupciones, en la ciudad de Buenos Aires y allí colaboró en La Nación.

Como periodista, Sanín Cano fue un asiduo colaborador de El Tiempo de Bogotá, diario en el que, durante alguna época, ocupó semanalmente la columna editorial. Colaboró, así mismo, en muchas revistas nacionales y extranjeras. Desde 1941 hasta 1945 desempeñó la rectoría de la Universidad del Cauca, en Popayán. El maestro Rafael Maya en la oración pronunciada en la Academia Colombiana, el 9 de agosto de 1971, como homenaje a Sanín Cano, manifiesta lo siguiente:

Sanín Cano, como la mayor parte de los colombianos del siglo pasado, fue un autodidacto. A las Escuelas Normales de su época debió su preparación pedagógica, pero es de advertir que no insistió por mucho tiempo en las tareas docentes, por falta de verdadera vocación para el magisterio. De allí en adelante, el cultivo de su espíritu fue obra de estudio solitario y de lecturas no compartidas con nadie. Se aficionó a las matemáticas, a las ciencias naturales, a la historia y tuvo excepcional habilidad para el aprendizaje de idiomas extranjeros. Gracias a esta circunstancia las culturas europeas se despejaron automáticamente a los ojos de su inteligencia. Su erudicción fue copiosa y variadísima, lo que no quiere decir que su cerebro semejase un depósito de datos fríos o un almacén de despojos mentales. No. Sanín Cano convirtió en materia viva toda esa información, y supo organizar tan diversas nociones en sistemas coordinados y jerárquicos, procedimiento que llamamos cultura.

De su fecunda producción intelectual contamos, entre otras, con las siguientes obras: Administración Reyes, La civilización manual y otros ensayos, Indagaciones e imágenes, Crítica y arte, Divagaciones filológicas y apólogos literarios, El humanismo y el progreso del hombre, Tipos, obras, ideas, Letras colombianas y Pesadumbre de la belleza. Con toda la aureola de su sapiencia, el maestro Baldomero Sanín Cano falleció en Bogotá el 12 de mayo de 1957. Los capítulos autobiográficos que reproducimos a continuación, los hemos tomado del libro De mi vida y otras vidas, publicado en esta capital, en 1949, es decir, hacia el atardecer de tan preclara existencia.

De mi vida y otras vidas

Infancia

Nací en Rionegro, vieja, noble, altiva y por sus alrededores bellísima ciudad colonial de Antioquia, el día 27 de junio de 1861, mientras duraba el vendaval de las pasiones de que nació la guerra iniciada dos años antes. Toda mi familia estaba con apasionado interés, deseosa de que la guerra terminase con el triunfo de la revolución. En mi niñez oía con frecuencia el relato de escenas venturosas y desventuradas de aquella lucha en que triunfaron los ideales en que tuvieron fe mis padres y los antecesores de mis padres. Baldomero Sanín Vera se llamó el autor de mis días, uno de los hombres más rectos y pundonorosos que he

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República conocido. En la educación de sus hijos fue de virtud y severidad invariables. Perdió su esposa a los cuarenta y cinco años de edad. Sin fortuna, sin más recursos que los provenientes de su trabajo, se dio con fe a la educación de sus diez hijos. Fue mi infancia inevitablemente triste. La muerte de mi madre, cuando yo tenía apenas cinco años, echó sobre mi vida una sombra de tristeza que se prolongó por muchos años. Duraba en mi familia, cuando murió mi madre, el luto y el penoso recuerdo de la muerte y la vida del padre de mi padre. Poco tiempo después murieron la madre de mi madre y una hermana de mi padre, a cuyas virtudes y talentos confiaban las mejores familias del lugar la educación de sus miembros en menor edad. Era ella la encargada de dirigir mi formación espiritual en mis primeros años. La muerte parecía señalar los primeros pasos de mi vida. No había terminado un duelo cuando se presentaba una nueva desaparición, con acompañamiento de gemidos, palabras de desesperación, luto, rezos fúnebres y visitas a las tumbas recientes. En mis cavilaciones de adolescente pensaba yo si la vida era en efecto un valle de lágrimas, como decían las oraciones confiadas sistemáticamente a mi memoria.

No recuerdo cuándo ni cómo aprendí a leer. De repente me sorprendí a mí mismo burlándome de compañeros de estudio confundidos ante el absurdo de que la letra c tuviera un sonido antes de la a y otro antes de la e. Me dolía de los niños que tenían que abandonar su casa para ir a la escuela. En mi propia casa, hermanas de mi padre me comunicaron todos los conocimientos necesarios para ingresar al colegio, en donde al principio tuve el desengaño de notar que me enseñaban cosas por mí sabidas hacía mucho tiempo. Me desconcertó además que el profesor de geografía, al darnos algunas nociones de cosmografía, no hacía diferencia entre la causa de los eclipses de luna y el origen del cambio de las fases. Cuando le di a mi padre la explicación que el profesor nos había suministrado, el buen hombre rió de buena gana y, tomando una jarra casi redonda y valiéndose como sol de la bujía encendida que había en la sala, me hizo ver de qué modo la posición del espectador en la tierra y la dirección en que caían los rayos del sol sobre la luna daban lugar a los cambios de aspecto que se llaman fases de este astro. Desde entonces cambió mi opinión acerca de la sabiduría y competencia del profesor. Mi padre fue dotado por la naturaleza de felices capacidades de observación, de un raro talento matemático y de un discreto y apacible sentido del humor. Parecía hombre muy serio, pero reía de cuando en cuando con franca alegría. No tuvo más educación que la suministrada entonces en las escuelas públicas elementales; pero en medio de sus apremiantes quehaceres y de las atenciones que exigía la dirección y el sostenimiento de una familia numerosa, él hallaba espacio y tiempo para cultivar sus aficiones científicas y literarias. Consultaba a Salvá, el gramático imponente de aquellos tiempos, y refrescaba y aumentaba sus nociones matemáticas en las obras de don Lino de Pombo. Me ayudaba sonriendo a desenvolver los ejercicios de algebra y a resolver los problemas de esta materia que me daban en el colegio para trabajo en la casa. Me causaba sorpresa y alegría descubrir en él esa clase y abundancia de conocimientos.

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Por generosa disposición del gobierno nacional se fundó en Rionegro en 1875 una escuela normal de maestros. El colegio de la ciudad fue absorbido por el nuevo instituto y todos los alumnos del viejo plantel debían pasar a la nueva fundación. Se crearon doce becas para optar a las cuales era preciso pasar por un examen sucinto. Fuimos muchos los opositores. No logré obtener una beca a pesar de que, en sentir de muchos de los examinadores y de mí mismo, yo había contestado a las pruebas con más corrección y mejor conocimiento que algunos de los preferidos. Entre éstos había dos o tres claramente incapaces y uno de ellos aparentemente imbécil. Este caso de injusticia obró sobre mi espíritu de aspirante y sobre mi concepto de la organización social en un sentido deplorable. No había cumplido todavía los quince años, pero comprendí o di por sentado que en el mundo predominaban consideraciones distintas de la probidad y la justicia. Lo dije así a mi padre y él, conmovido por la sana base de mis argumentos, no se atrevió a contradecirme. Su correcto sentido de las relaciones humanas no le permitía engañarse sobre las causas de mi desilusión.

Mi carrera de maestro

Como no había en el lugar otro establecimiento de educación y como se admitían alumnos externos, mi padre aceptó las duras condiciones que le imponía la necesidad de mi educación y dispuso costearla en el nuevo instituto. Se pensó que tenía disposiciones para el magisterio. No sé de dónde se saltó a esta seria conclusión, como no fuera de la circunstancia fortuita de que una tía y una hermana mayor se hubieran distinguido en el magisterio.

Los estudios iniciales en 1875 hubieron de suspenderse en la segunda mitad de 1876, a causa de la guerra civil promovida por un partido político, entre otras causas, reales o supuestas, por oposición a la ley creadora de las escuelas normales y de la educación obligatoria, gratuita y laica. Al terminar la guerra continuaron los estudios, y en 1880 recibí el título de maestro de escuela superior, después de un examen riguroso que se prolongó por varios días. Olvidaba anotar que en enero de 1879, a causa de una revolución parcial contra el gobierno del entonces estado soberano de Antioquia, hubo también suspensión de estudios, durante la cual todos los alumnos de la escuela salimos a campaña en persecución de guerrillas activas en el oriente del estado.

Al recibir el título fui nombrado director de una escuela superior en Titiribí, distrito minero de Antioquia en el sudeste del estado, un tanto remoto del centro comercial y muy activo en estos momentos a causa de la prosperidad de las minas. Me fue grata la vida en esa ciudad y aun llegué a figurarme que tenía vocación para la enseñanza, debido sin duda a que entre las dos o tres docenas de estudiantes había dos docenas por lo menos de inteligencia abierta y receptiva, y cuatro o cinco adolescentes de gran talento y de un noble interés en el estudio, algunos de los cuales han figurado después en las ciencias médicas, en el derecho y la política. Era un verdadero placer señalarles el rumbo del estudio o abrirles las puertas en el ámbito de ciertas disciplinas. Recibían con entusiasmo la enseñanza y trataban de adelantarse a los programas. A pesar de la escasez de útiles de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República enseñanza, en dieciocho meses se lograron resultados satisfactorios. Sin embargo, la ausencia de elementos de estudio, como textos, laboratorio, muebles adecuados, me movieron a pedir mi traslado a Medellín, capital del estado, donde al cabo de un año de enseñanza en una escuela elemental fui llamado a servir el empleo de subdirector en un instituto privado y a dictar un curso de pedagogía en la escuela normal de señoritas.

Había dedicado durante dos años todas las horas útiles del día a cumplir los deberes anexos a esos dos empleos cuando estalló la revolución de 1885. La ocupación de Medellín por las tropas del gobierno nacional y el hecho de que las nuevas autoridades nombradas por las fuerzas de ocupación considerasen como institución enemiga el colegio donde ejercía las funciones de subdirector y catedrático, trajeron por consecuencia la clausura del establecimiento. En verdad, aunque el horizonte se oscureció totalmente en cuanto a la naturaleza y rumbo de mis futuras actividades, no deploré hondamente la cesación de mis ocupaciones como persona docente. Los últimos dos años de mi vida como profesor o maestro de niños me convencieron de que no era la enseñanza la función para la cual me destinaban mis naturales inclinaciones. Había llegado a fastidiarme del contacto con las mentes de niños o de jóvenes para quienes el estudio era una faena impuesta por la edad y seguida sin fe ni entusiasmo, como un deber penoso y para muchos de ellos innecesario, pues imaginaban unos que con su fortuna (la de sus padres), y otros que con su inteligencia y deseo de trabajar libremente en la feria de apetitos que tenían por delante, podrían vivir regocijadamente, con provecho para sí mismos y para la sociedad.

Había por otra parte en mi propia naturaleza razones subjetivas que me apartaban de la enseñanza. Me repugnaba imponer a inteligencias rebeldes el estudio como una obligación. Para mí el estudio no había sido nunca otra cosa que una tendencia indomable de mi naturaleza. Acumular nociones y tratar de comprender la vida en cuanto alcance a ello la inteligencia del hombre, me parecía un objeto final y eminentemente placentero de la existencia. De estudiante, cuando había aprendido las lecciones del día siguiente, usaba el tiempo restante en estudiar lenguas (como el italiano o el alemán), en resolver problemas de álgebra o geometría por encima de los programas o en leer obras sobre paleontología, tema no comprendido en los programas de historia natural. La contemplación de la estudiantina que bostezaba escuchándome y esperaba ansiosa la hora de salir de clase para ir a regocijarse con el solo hecho de haber salido, me quitaba todo entusiasmo en la tarea docente.

Pero había algo más que eso. La enseñanza tenía para mí algo de simulación, casi de improbidad. No he sido nunca hombre de convicciones fuera del orden moral. Creo en ciertos principios éticos, fuera de los cuales no sería posible escapar de la completa confusión en las relaciones humanas. Pero en muchos otros órdenes, especialmente en el mundo de la ciencia, de la política, de las artes, la verdad es condicional y transitoria. Hasta hace poco más de un siglo no se creía que se pudiera de buena fe argüir que las paralelas se encuentran prolongadas al infinito. Ya nadie se conmueve ante la inseguridad del postulado de

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Euclides. Las bases de la física se conmueven. La química revoluciona la teoría de la composición de la materia. Los cuerpos simples eran hasta ayer invariables y perennes. Ya se sabe cómo hay algunos que pueden transformarse en otros. La filosofía es un tema de infinitas variaciones, en que la verdad tiene tantas facetas cuantas son las personas que la buscan o la analizan. Todo es incierto y transitorio. Las convicciones mismas de algunos espíritus cambian con las vicisitudes materiales o sociales de sus sostenedores. Enseñar es dar por sentado, frente a inteligencias libres de prejuicios, que hay verdades permanentes. Es menester estar convencido de lo que se enseña para transmitirlo con probidad. Los que carecemos de esa terrible fuerza mental que es la convicción, vacilamos ante la idea de adquirir la obligación de transmitir nociones fatal y conoci-damente transitorias. Acaso este pensamiento sea la causa de mi resolución juvenil de abandonar la enseñanza.

Sin pasar adelante debo consignar aquí un recuerdo de mi experiencia como profesor, de gran significado en la formación de mi concepto sobre la vida. Como profesor de pedagogía en la escuela normal de señoritas, el presidente del estado, Luciano Restrepo, gobernante de sanísimo criterio y laudables intenciones, quiso que yo asistiera a las reuniones por él establecidas de funcionarios de la instrucción pública que se realizaban en la casa de gobierno. En una de ellas un alto funcionario propuso la publicación, con fondos del erario público, de un tratado de pedagogía que tenía escrito. El presidente halló aceptable la idea, y dijo que no siendo él ni ninguno de sus secretarios perito en la materia, se pasara el manuscrito al profesor de pedagogía para que diera su concepto. El autor, cercano pariente de quien escribe estas líneas, expresó sin rodeos su decisión de no publicar el texto si se sometía a la prueba propuesta por el señor presidente. Mis relaciones con el autor, su arrogancia y el empeño por él mostrado en hacerme aparecer como juez incompetente influyeron, acaso sin razón pero muy hondamente, en mi opinión sobre el carácter de los hombres y la influencia del burocratismo sobre el sentido moral de las personas. De entonces tomó fuerza en mí la voluntad de evadir hasta donde me fuera posible la obligación de servir destinos públicos.

Guillermo Valencia: La amistad y el genio

Después de la muerte de José Asunción Silva florecieron en Bogotá las letras y los cenáculos literarios, a lo cual contribuyó la llegada de Guillermo Valencia en 1896, año en que murió Silva. Le conocí a poco de estar en la ciudad. Se hablaba de sus discursos en la Cámara de Representantes y de que esa corporación había aprobado una proposición destinada a habilitarlo para ejercer el alto cargo, pues no tenía la edad exigida por la constitución para ser investido de la función legislativa. En Bogotá encontró Valencia un ambiente propicio a sus estudios y ocasiones favorables al desenvolvimiento de sus grandes talentos poéticos y de su rica y variada personalidad. Con avidez se entregó al estudio para llenar los vacíos que él mismo descubría en su información científica y literaria. Estaba copiosamente dotado por la naturaleza para comprender y asimilar toda clase de conceptos. Una memoria lúcida y tenaz le brindaba copiosa provisión de ideas y el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República modo ordenado y sistemático de conservarlas en los anaqueles de su mente. Poseía la memoria verbal y la de las ideas, y usaba de ambas sabiamente en el orden de sus estudios. Repetía con deleite de quienes le escuchábamos largos trozos de prosa excelente de nuestros oradores y poemas completos de artistas nacionales y extranjeros de la palabra. Una tarde, paseando por un parque de la ciudad, le encontré sentado en su banco favorito, con un libro francés marcado por el dedo índice y a medio cerrar. Había estado leyendo en una colección de ensayos Examen de conscience philosophique, de Renán. Yo no había leído esa incomparable autodisección psicológica y quise informarme someramente de su intención y contenido. Me hizo un resumen luminoso y completo de todo el estudio, entreverando a trechos frases fundamentales y rasgos de ingenio y de ironía trascendental de que hay abundancia en ese histórico documento de un bello período de la vida espiritual de Francia. Al leerlo quedé sorprendido: Valencia me había dado no sólo la sustancia sino el detalle: el espíritu y el alcance de esa inspirada expansión del maestro.

Creo que nos conocimos por haber ido él a verme a mi oficina. Desde la primera entrevista fuimos amigos de corazón: por aficciones semejantes, por comunidad de ideas en muchos puntos sobre la vida y los hombres, sobre todo por el anhelo y la avidez de adquirir conocimientos que nos ligaban intensamente a la vida.

Había recibido en Popayán en su casa y en el seminario una educación metódica, de tipo señaladamente religioso. Guardó la fe enseñada hasta su muerte; pero examinó con interés vivísimo, intelectual y artístico todas las filosofías, todos los rumbos del pensamiento. Quiso comprenderlo todo y solamente negaba los derechos de la fealdad en la acción, de la deslealtad en los afectos, de la infidelidad consigo mismo y con sus principios. Para él parece escrita la sentencia de Sócrates, que dice: "Para el hombre bueno no hay mal ni en la vida ni en la muerte".

Fuimos amigos durante cuarenta y siete años, casi medio siglo. Políticamente tuvimos maneras de apreciar distintas los gobiernos y las ideas de los mandatarios. Sin embargo, esa diversidad de conceptos jamás empañó el cristal de una amistad basada, por mi parte, en un profundo aprecio y una admiración ilimitada. Nos separó la muerte, pero esa modificación de la materia no ha interrumpido nuestra intimidad espiritual. Dejó su obra, dejó una familia. Su recuerdo es más tenaz que la inconstante rotación de las cosas y los hombres y superior al tiempo mismo.

De buena fe y por entero extraño a ambiciones de otro orden que la felicidad de los colombianos, deseó obtener los sufragios de las mayorías para ejercer la presidencia de la república. Echando una mirada exenta de prevenciones sobre la historia de la nación en sus días, él pensó que sería capaz, como mandatario, de corregir muchos de los aspectos de gobierno cuya presencia le era adversa en casi todas las administraciones. Careció de la obstinación partidaria y fue candidato de los dos partidos, en la esperanza de que era posible un entendimiento entre ellos, no en las ideas todas sino en las prácticas de gobierno.

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Tuvo amigos en ambos grupos políticos y admiraba lo mismo la tenacidad y las simplificaciones de Uribe Uribe, suavizadas por sus grandes talentos, que la inteligencia sosegada y conciliadora de Ospina. No le era difícil buscar una fórmula matemática en cuyos términos cupiesen la reserva y las ondulaciones de José Vicente Concha, al lado de la franqueza y la burla de los principios, palmarias en Antonio José Restrepo. Difería de los principios de Caro, pero admiraba sus innegables talentos de literato y polemista.

La conducta de los partidos para con él como candidato le causó desengaños de los hombres y de las agrupaciones políticas, pero no agrió en lo más mínimo su actitud para con éstas, ni menos para con los individuos.

Habría sido un excelente jefe de estado. Amaba el orden, el juego de las ideas, la alternabilidad en los puestos públicos. Respetaba todas las ideas y todas las creencias. Creía posible el progreso y como patriota lo hubiera sacrificado todo por la felicidad de Colombia. Exigía el respeto a la autoridad, no por las personas sino por la dignidad que encarna en el gobierno de los hombres. Pedía el respeto a la autoridad, fundado no en nociones tradicionales que suponían origen extrahumano a ese concepto, sino fundado en los mismos principios democráticos según los cuales la autoridad procede del pueblo, que es quien la concede.

La llegada de Guillermo Valencia coincidió con un momento de renovación literaria, a animar y vigorizar, la cual contribuyó favorablemente su presencia. La recitación de Anarkos en el Teatro de Colón suscitó digna admiración y concurrió en gran manera a hacer más simpática la figura social y literaria de Valencia. Selladas con los nombres de Cristo y de León XIII, el poeta hizo conocer ideas y expresó sentimientos que circulaban entonces en el ambiente contra la desigualdad social. La "Gruta Simbólica" reunía iniciados, novicios y jerarcas de alta inspiración y extensos conocimientos en los misterios del arte y de la poesía. Entre estos últimos, la de Valencia era la figura descollante. Se hablaba también de la "Gruta de Zarathustra", donde dominaban iguales entusiasmos por el estudio y el arte. Se ha dicho en repetidas ocasiones que yo pertenecí a estas sociedades y concurría a ellas como los otros socios. Jamás estuve en esas reuniones ni figuré entre los nombres de quienes las componían. Existió antes que estas dos asociaciones una llamada "Sociedad Gutiérrez González", fundada y avigorada por un nieto de Gregorio Gutiérrez González y por la gentil persona de Francisco González (Pachito), encanto de una sociedad y adorno de unas costumbres ya hundidas en el tiempo y en el olvido. A esta sociedad concurrí una noche, por generosa y cordial invitación de Valencia, para leer un escrito sobre el libro titulado Degeneración, mejor dicho, Degenerescencia (Entartung, en alemán) que acababa de salir. No volví a las reuniones. Me dijeron entonces que muchos de los componentes de esta sociedad pasaron a las "Grutas". De ahí pendió, sin duda, el equívoco.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 149, Bogotá, 1º de junio de 1973, pp. 8-14.

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Manuel Serrano Blanco

Manuel Serrano Blanco, varón de clara estirpe y buen talento, nació en Zapatoca, departamento de Santander, el 24 de agosto de 1897 y falleció en Bucaramanga el 9 de agosto de 1953. En el curso de su vida sobresalió como penalista, político, periodista, escritor y orador de singulares méritos. Entre los años de 1922 y 1923 acudió a la Asamblea de Santander en cuyo recinto hizo gala de extraordinaria elocuencia al lado de Laureano Gómez, Gabriel Turbay y José Camacho Carreño. Años más tarde llegó, con magníficos atavíos intelectuales, al Senado de la República.

De esta primera asamblea —escribe el propio Serrano Blanco— a la cual hube de concurrir entre asustadizo y audaz, quedan muchos recuerdos y algunas obras. No solamente aquellas que se limitaron al torneo oratorio, que andando los tiempos llegara a ser familiar, así en los tonos encendidos de la arenga demagógica como en la oración de fiestas y galanteos, o en las del parlamento y el foro.

Quienes conocieron y escucharon a Manuel Serrano Blanco afirman que fue ciertamente lo que se llama un verdadero orador; un dominador de auditorios y multitudes, un tribuno de gesto arrogante y elegante, un improvisador de verbo acentuado y melodioso. "Fue la llama de la elocuencia —anota convencido Rafael Ortiz González—, el mago de la improvisación, el ángel del verbo, el arcángel de la palabra iluminada". Y luego agrega: "La mayor parte de la obra de Serrano Blanco, como la de los grandes oradores, quedó escrita en el aire. También en la piedra sorda del Capitolio y en el ámbito mudo de las contiendas forales".

Para apreciar la estampa de Serrano Blanco en toda su dimensión, nada mejor que acudir al testimonio ático y emocionado de su coterráneo, el Dr. Rodolfo García García:

"Serrano Blanco fue un hombre de garra y de pelea a la vez que un puro intelectual y un auténtico humanista. Su palabra encendida en la arenga de la plaza pública alcanzó las mayores alturas, y la emoción desbordada de las muchedumbres fue su compañera inseparable. Siempre en el puesto de mayor peligro, no constituyó ese modelo de jefes que, a cubierto de todo riesgo, aparecen a la hora de la victoria para reclamar los beneficios y recibir los honores, sobre el ensangrentado campo de batalla que no conocieron. De la dura y a veces violenta lucha pasaba con sorprendente facilidad a la escena apasionada del foro, donde su elocuencia sin par se imponía para defender al perseguido y devolver a la vida social plena a quienes habían sido privados, casi siempre con injusticia, de su sagrada libertad. Dominaba el derecho penal y conocía los secretos resortes que mueven la voluntad de los hombres. Su verbo inimitable tenía todas las tonalidades y era en él un poderoso instrumento de convicción. Pasaba del suave murmullo de la voz que parecía acariciar apenas las ideas al iracundo grito de protesta contra una sociedad indiferente e injusta, respondía con maestría y a

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República veces con crueldad la hábil interpelación, envolvía en la magia de su elocuencia la dura verdad inalterable, alcanzaba las mayores alturas para lograr casi el éxtasis de quienes al oírlo ya no eran dueños de su propia voluntad. Tenía en abundancia lo que en el moderno lenguaje se llama el carisma, o sea ese conjunto de poderosas y misteriosas facultades que se reúnen en las almas privilegiadas, ese extraño poder de sugestión, ese admirable imán que atrae inexorablemente aun a las voluntades menos dispuestas a aceptar las fuerzas superiores de la inteligencia. Empinado sobre su propia emoción parecía un hombre venido de otros mundos distantes donde los seres tuvieran poderes desconocidos para los humanos, y de la garganta elocuente brotaban las palabras como un torrente encendido."

Y más adelante el Dr. García García precisa en sus bien logradas páginas de evocación:

"A su labio que fue en veces amargo e irónico asomaba en ocasiones una fina sonrisa de desprecio que se parecía mucho a una sutil venganza. Aquel hombre pálido y elegante, fino y pulcro, diabólico y bondadoso, sutil y refinado, desconcertaba y aturdía. De la altura de sus pensamientos, del mundo fantástico formado por su poderosa inteligencia, bajaba a veces con los picos de su pluma a la gangrena dolorosa de la vida ordinaria, y era implacable."

Como periodista, Serrano Blanco fue fundador y director, por muchos años, de El Deber de Bucaramanga, periódico en el que realizó una prestigiosa e infatigable labor en pro de los intereses de su comarca, a la que amó de modo entrañable, y de su causa política. Fue, así mismo, fundador de la Academia de Historia de Santander. Como escritor de bien forjada pluma, nos dejó las siguientes obras: El libro de la raza (Bucaramanga, l941), Valencia (Bucaramanga, 1945), Las viñas del odio (Bucaramanga, 1949) y La vida es así: confidencias en tono menor (Bucaramanga, 1953). Sobre este último aspecto en la vida de tan eminente colombiano, el historiador D. Juan de Dios Arias dice lo siguiente:

"Serrano Blanco es un escritor a quien con toda propiedad, y en su mejor acepción se le puede aplicar el apelativo de castizo. Nacido en una villa docta y tradicionalista, perteneció a las más auténticas cepas de la raza, por una sangre que ha florecido en vendimias de selecta humanidad. Entregado a serias disciplinas mentales desde su mocedad, se regosta en ese pan ázimo pero vivificante del derecho y de la filosofía. El sabor, la riqueza, el desenfado y la gallardía de su lenguaje son de la más genuina estirpe castellana, de la cantera fabulosa explotada con magnificencia en la época áurea de la literatura española."

El reportaje autobiográfico que se reproduce a continuación lo hemos tomado de la revista Rumbos, Bucaramanga, núm. 4, junio de 1939, y el artículo Maquiavelo, el clero y yo del libro La vida es así que salió a la luz poco antes de la muerte del ilustre santandereano. La firma del personaje que nos ocupa aparece en una carta dirigida al autor de esta nota, el 28 de febrero de 1952.

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I. Manuel Serrano Blanco en la intimidad

—Yo soy un gran madrugador, que a las cinco y media de la mañana, cuando apenas empiezan a repartir los diarios locales y la hora trágica de los barrenderos comienza su cancaneo, ya estoy metido en una ducha de agua helada, que tonifica el alma, los músculos y las emociones. Es natural que comenzando tan temprano la jornada, el tiempo me alcance para todo: para informarme de todos los periódicos del país, para saber un poco de noticias extranjeras, para saborear buenos libros, para dialogar con los amigos, para hacer mi tertulia cotidiana en el Café García Rovira de don Eustorgio Ordóñez, para cambiarme diariamente la camisa, para hacerme con delectación el nudo de la corbata, para leer cuatro o cinco libros, para triscar por juzgados y oficinas, para estudiar mis pleitos, cultivar mis caprichos y todo lo que se puede hacer en este mundillo insignificante, pobretón y sencillo.

—Me interesa saber cómo hace usted sus discursos.

—Para ser ingenuo le diré que yo nunca creí ni quise ser orador. Realicé mis estudios de derecho y de literatura en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario durante nueve años de internado, y siendo como fueron condiscípulos míos hombres de tan poderosa inteligencia como Darío Echandía, como Antonio Rocha, como Eduardo Zuleta, como Gonzalo Restrepo, como Lozano y Lozano, como Alejandro Bernate, tengo la vanidad tontarrona de que fui el mejor de los estudiantes, y que en el Rosario no se ha presentado el caso que yo realicé: haber sido declarado fuera de concurso y de examen, excluido, como se dice en el argot pedagógico, en todas las clases de literatura y de universidad. Pero luego la vida me empujó de manera inmisericorde y habiendo obtenido mi grado de doctor en derecho en una edad que para mis circunstancias era precoz, un buen día fui elegido diputado a la Asamblea de Santander y ahí comenzó mi carrera de orador. No supe si en mí existía la musa vociferante de la elocuencia, pero las gentes me oían con agrado y la única cosa que sabía era que de mi garganta fluían las palabras sin una vacilación y sin un tropiezo.

—He logrado —concluye—, en más de quince años, realizar toda clase de oratorias: la literaria, la política, la demagógica, la forense, la diplomática y la parlamentaria.

—Si usted me preguntara —agrega— cuál ha sido para mí el triunfo oratorio que más me ha complacido, le diría que fue el que obtuve sobre José Camacho Carreño, considerado con razón y con justicia como el primero y más grande orador de la república.

—¿Cómo fue ese debate...?

—El escenario fue menos amplio del que en otras ocasiones he tenido, pero se había creado un ambiente de tanta agitación y de tal emoción política siendo yo secretario de Gobierno en la administración García Cadena, estando el partido

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República conservador en los últimos aleteos de su existencia, teniendo a la vista el celebérrimo ocho de junio, la caída de Rengifo, que toda esa cauda de acontecimientos políticos convirtieron la república en un horno de pasiones y de emociones. Camacho Carreño había obtenido en la Cámara de Representantes su más resonante victoria parlamentaria, y como era diputado a la Asamblea de Santander y adversario del gobierno departamental, se dirigió a nosotros en un telegrama campanudo y agresivo, diciendo que nos preparáramos para su feroz acometida, en la cual nos iba a agredir con hacha de sílex. Y agregaba en un tono para mí muy satisfactorio y muy injusto para mis compañeros de gobernación, que al único que le daba beligerancia intelectual era al secretario de la política. El secretario de la política era yo.

—Así planteada la situación —continúa— presenté con Juan Cristóbal Martínez un proyecto de honores a José Vicente Concha que se tradujo en el monumento al gran demócrata que hoy existe en la Plaza de Antonia Santos y que es el único monumento artístico que hoy existe en Bucaramanga. Camacho saltó como una flecha y propuso que el proyecto quedara sobre la mesa, porque en torno de él haría al día siguiente el debate contra mí en forma inmisericorde. Recuerdo, como un episodio gracioso, que horas después, al salir yo del consultorio del médico doctor Luis Ardila Gómez, en donde seguía algún tratamiento insignificante, Camacho, con esa sonrisa maravillosa suya, me preguntó:

—¿De dónde sales y qué haces?

A lo que yo le repliqué:

—Aquí, de donde Ardila Gómez, quien me acaba de aplicar una inyección de estricnina. Así, pues, debes tener buen cuidado, pues si me muerdes la lengua, te vas a envenenar. ... —El debate se hizo dentro de una grandiosidad que no volverá a ver Bucaramanga en muchos años. Presidía la Asamblea Emilio Pradilla y formaban parte de ella hombres de estampa nacional como Gabriel Turbay, como Juan Cristóbal Martínez, como Carlos V. Rey, como Alejandro Galvis Galvis. Las gentes llenaban no solamente el recinto sino la plaza contigua, y para colmo del dramatismo el piso de madera de uno de los pasillos destinados al público se hundió y sepultó, sin consecuencias fatídicas, a más de cuatrocientos espectadores. ...

—Camacho Carreño comenzó su discurso con palabras de agresiva elocuencia para mí, que yo supe desdibujar con interpelaciones, igualmente feroces, siguiendo ambos como norma insuperable no empequeñecer aquella controversia que habría de pasar a la historia política del país. Durante dos días y dos noches hablamos en turnos seguidos y Camacho comenzó su postrera oración refiriéndose a mí con estas textuales palabras: "Pláceme saludar al gallardo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República adversario. Cada vez que lo miro me parece que contemplo un lienzo de Vandik...". ...

—Para abreviar estos recuerdos y para no olfatear todavía, sino en otra ocasión, sobre las controversias oratorias del Senado, le contesto su pregunta sobre la manera como facturo mis discursos. Yo no preparo ningún discurso político. Cuando tengo que hablar sobre estos temas, hablo, como decía Julio Holguín, "de lo que dé la olla". Tengo y sufro necesariamente de un nerviosismo, que disimulo valientemente, antes de tomar la palabra y en una época, asaeteado por todos los prejuicios y peligros santanderea-nos, no podía pronunciar yo palabra si no sentía acariciando mis ijares un buen revólver legítimo. Y esto, aunque no hubiera por ninguna parte el menor peligro, en el ambiente más apacible, en medio de caras amigas y de manos cariñosas de aplauso. Pero tan peregrina manía la abandoné desde que en pleno Senado me ocurrió la más extravagante y graciosa comedia que a persona alguna pudiera ocurrirle: se discutía el protocolo de Rio de Janeiro y yo contestaba un discurso de Eduardo Santos, maravilloso y erudito. En el calor de la peroración yo acostumbro moverme y caminar un tanto, a la manera italiana, y en la agitación del discurso y en el movimiento de la acción, en la mitad del hemiciclo de la Cámara de senadores, sentí que por mis extremidades se escurría un cuerpo frío y metálico que no era otra cosa que el malhadado revólver, que salió brincando sobre el tapete escarlata del Senado y fue a depositarse tranquilo a los pies de Eduardo Santos, quien lo recogió y me lo entregó con eufórica sonrisa.

—¿Los del foro?

—Los discursos del foro sobre asuntos de importancia los preparo y los pienso con deleitosa morosidad. Leo lo que encuentro y lo que tengo sobre el tema que se va a discutir, repaso y pienso los casos semejantes, y durante horas y horas tengo pendiente como única preocupación aquel episodio de la vida judicial. Pero nunca tomo un apunte, nunca acuño una frase, nunca pienso la forma de las palabras, la entonación de los períodos, la fonética de la dicción. El día que lo hiciera quedaría mudo, totalmente mudo, como aquel perro de que habla el Evangelio.

—¿Piensa intervenir en la política...?

—Yo tengo para mí que lo único que sé hacer bien en la vida es escribir. No tengo vanidad de orador, vanidad de profesional, ni vanidad de político, porque creo que no realizo el tipo perfecto de esos tres ejemplares. Pero considero que soy o puedo ser un escritor. Regueros Peralta me hablaba recientemente de la necesidad de formar en el país la profesión de escritor, que hoy acaso tan sólo explotan Sanín Cano y Germán Arciniegas. Siendo esto y por ahora casi imposible para mí, me habré de consagrar a mis pequeños pleitos judiciales, porque tengo temperamento de abogado y porque en ellos encuentro la vida de los demás con todas sus pasiones, grandezas y mezquindades, y me gano mi vida y la vida de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República las personas a quienes amo de manera muy noble y muy honrada. Pero es imposible prescindir de la política en estos medios, en este ambiente socarrón y mansurrón en donde la política es el único espectáculo posible, junto con el cine vespertino, las riñas de gallos y la misa mayor de las nueve de la mañana.

—En Colombia —dice— la política solamente se agita cuando hay unas credenciales de diputados o senadores para jugar en la lotería del manzanillaje electoral. Hay que acabar con ese criterio oportunista y mediocre y llevar la política como una disciplina de la inteligencia, como un ejercicio espiritual, como un método para servir los intereses de la patria y los intereses del partido. Aquí no se puede ser única y exclusivamente político, como en todas las partes del mundo, en donde el político, lo mismo que enseñó el Evangelio, cuando dijo que quien predica el evangelio, viva del evangelio, debiera también repetirse a sí mismo: que quien practica la política viva de la política.

—Yo tengo un conservatismo —anota— muy metido en la inteligencia y en los afectos. Una vez dije aquí en una asamblea que yo era conservador porque había nacido en viernes santo, porque me había ganado todos los premios de religión, metafísica y apologética, y porque sabía demostrar la existencia de Dios por tres sistemas distintos. Y ese conservatismo lo aprendí a rezar y a rezongar desde la más lejana infancia, cuando mi abuela, doña Petronila Plata, una vieja de ojos verdes, me decía que en nuestra familia no había habido ni ladrones ni liberales.

—De manera que...

—Intervendré en la política —dice meditando un poco—. Pero según la enseñanza de Goethe, como las estrellas, sin prisa y sin pausa. Y quiero decirle a usted, que lo sabe también como yo, que esta grandiosa frase que suelen citar algunos políticos de alto y bajo calado no es del presidente del Comité Municipal de Pitalito ni de Bogotá, sino de Goethe, el gran Goethe.

—¿Qué rutas ve para su partido?

—El conservatismo entra ahora en una nueva vida y en una nueva orientación. Va camino de hacerse moderno, de hacerse humano, de hacerse actual, de vestirse mejor, de pensar mejor y de servir mejor. Quienes tenemos una posición grande o chica en el escenario nacional no podemos ni debemos hacernos a la vera del camino para mirar, con sonrisa distraída, lo que está ocurriendo o pueda ocurrir en la orilla opuesta.

—Sus libros predilectos...

—Yo fui un gran devorador de libros. De recién graduado y durante ocho años, toda la ciudad de Bucaramanga me vio leyendo libros sin una distracción, sin una deslealtad, sin una ociosidad para cosas distintas que no fueran mis lecturas. Fue tal mi consagración, que Jaime Barrera Parra, que solía pasar todos los días y todas las noches por frente a mi casa de la carrera séptima, donde hoy se levanta

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República el palacio de la policía departamental, escribió, inspirado en esa actitud mía, una bella nota que se llama El hombre que lee. Así pude adquirir una gran erudición libresca sobre asuntos clásicos y modernos y he logrado adquirir una biblioteca seleccionada que es lo único que ampara mi pobreza franciscana.

—Después en la mareada de la vida, habiendo hecho todo lo que puede hacer un hombre, en la parábola maravillosa de la vida misma, he mantenido una constante fidelidad a los libros, hasta el punto que compañeros míos, inteligencias privilegiadas del país, han tenido muchas veces el olvido para esos compañeros insustituibles del alma, mientras que yo he seguido fiel a ellos, lo mismo que el turco a sus doctrinas. Ahora la literatura se ha comercializado, se ha encarecido. España, que nos mandaba junto con frailes y toreros lo mejor de su espíritu —los libros—, los abandonó, los olvidó para entregarse a matazones imbéciles. Nos quedan tan sólo el libro francés y el libro inglés que siendo como son flor de la inteligencia, en muchas ocasiones no nos llegan al alma, lo mismo que los libros españoles. Y nos quedan los libros americanos, esa literatura americana que ha producido algo tan extraordinariamente bueno como Don Segundo Sombra, como Doña Bárbara, como Canaán, como La Vorágine y que ha producido algo tan extraordinariamente malo como esas matachinadas de la Casa Ercilla y de los editores piratas que han asolado la belleza literaria a mansalva y sobre seguro. Mis lecturas hasta ahora se han visto un tanto anarquizadas porque en la ciudad no se consigue todo lo que uno deseara, a pesar de que en los últimos días Tavera & Cía., J. V. Mogollón y la Librería Voluntad le han dado un nuevo aporte a la cultura comarcana. Nos toca a todos los hombres pobres leer libros baratos, traducciones chambonas, lo mismo que nos toca a todos los hombres pobres viajar en bus o en tranvía, porque no tenemos un automóvil de doce cilindros.

II. Maquiavelo, el clero y yo

"En un libro denso que en estos días leo se cuenta cómo el conde Cagliostro conquistó la Europa entera en las postrimerías del siglo XVIII, desnudando la daga, trazando con su punta virgen un círculo mágico y dando a los vientos estos vocablos: Helión, Melión, Tetragrammatón.

Discípulos del astuto napolitano, unos vicarios, unos párrocos y unos presbíteros de estas tierras se han dado a conquistar el mundo de la política con palabras retumbantes. Y se han lanzado también sobre mí, no con la hoja de labrada empuñadura y finos gavilanes, sino con el mandoble que perdió el jayán en la contienda castellana. A broncos gritos, entre jacarandosos, agresivos y sardónicos, han pretendido atomizar a este renegado, que no les deja cerrar la desvelada pupila.

Fácil es mi posición, porque no hago sino defenderme, y la defensa para mí es trivial, aun cuando ellos se apandillen numerosos y poderosos, contra un ciudadano modestísimo, que, por misericordia de Dios, todavía no ha perdido el uso de la palabra para recibir y devolver la acometida.

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Desconocen y vociferan contra un gobierno que dirige un ciudadano que es orgullo de esta tierra. No es extraño, ya que igual desconocimiento hacen en público e iguales vociferaciones lanzan en privado contra monseñor Ismael Perdomo, primera autoridad sagrada de la república.

Se ocupan y preocupan de mi presencia en la Secretaría de Gobierno. Pues bien, yo, según lo dijo el otro, estoy en este cargo como los testigos en los testamentos: llamado y rogado. Y es una declaración que para mis perseguidores eclesiásticos y para todo el mundo hago de una vez para siempre.

Son tantos los cargos, son tan ásperos y oscuros los que el "Manifiesto" formula contra mí, que esta nota, que yo deseara ágil y ligera, habrá de ser soñolienta y mustia como la literatura electorera que la provocó.

Comienzan por decir que ellos son "la brújula celestial que dirige y orienta a las multitudes". La estrella que guió a los reyes de Oriente el camino, la verdad y la vida. Por desgracia esa estrella, esa brújula y ese camino no tienen los suaves deliquios del "poverello" de Asís, ni la serena meditación del Fray Luis de los versos y de las filosofías, ni siquiera la desembarazada alegría del Arcipreste de Hita, ni tampoco el rencor orgulloso y señorial del Canónigo de Swift. Es todo el manifiesto un erizo de odios, de aspereza y de pasión.

Maquiavelo en literatura y en política me dicen. El cargo es muy solemne, pero es también monótono y ridículo. Pobre el filósofo florentino a quien se cita, se denigra y se anatematiza de oídas, sin leerlo y sin comprenderlo. Maquiavelo no hizo otra cosa que escribir sátiras contra los tiranos: los tiranos del espíritu, los de la conciencia y los de la sociedad. Maquiavelo fue un patriota de ardiente corazón, que luchó toda su vida por la unidad de Italia y la expulsión de los extranjeros. Maquiavelo enseñó al Renacimiento muchas cosas, y entre otras el arte de juzgar a ciertos hombres tales cuales son: ambiciosos, utilitaristas, envidiosos, perseguidores y crueles. Esto he aprendido yo del torturante y locuaz amigo del purpurado señor de Borgia.

Pero no está mal traída para nuestro ambiente la cita del autor de El Príncipe que contra mí se hace. Nuestra ciudad, como la Florencia en que vivió el filósofo bajo el poder de los Duces, está habitada por dos clases de hombres: los hombres gordos y los hombres flacos, il popolo grasso e il popolo minuto. Los gordos quieren seguir siéndolo y los flacos pretenden engordar. Es natural que se indignen los que defienden su robusta humanidad, que ven desinflarse momento a momento como balón perforado.

Que yo pedí que se regaran las democracias con sangre. Si la frase fuera verdadera, que no lo es, la explicaría diciendo: "sí, que se bañen con sangre, pero no con la sangre de los buenos, de los que luchan caballerescamente y de los que honradamente trabajan para sí y para sus ideas, sino con la sangre de los malnacidos y de los descastados.

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"La hipocondría crónica de mi adversario repite frases que mis labios no pronunciaron; porque tan sólo son concebibles en espíritus de plebeyez ilímite. Es éste un deporte un tanto cínico y dionisiaco, al que tributo el homenaje de mi desdén".

Fue aquélla una pugna desconcertante, en que se olvidaron muchas cosas, y entre ellas el respeto, ya que de lo sagrado llovían injurias y admoniciones, y de lo profano se contestaba en un lenguaje que si tenía la nobleza de los vocablos nobles, también cumplía el mandato del viejo Nebrija, de que la contestación estuviera proporcionada a la enunciación o pregunta.

Acaso de ahí vino cierta leyenda sobre los sentimientos anticlericales del autor, cuando en verdad no tuvo ni tiene sino acatamiento hacia los miembros de la Iglesia, lo mismo sea la figura excelsa del Pontífice que la recatada y acuciosa del cura de aldea. Y es que en esos sentimientos se formó, como que entre gentes de su sangre muchos han vestido el hábito talar; fue educado por un verdadero príncipe de la Iglesia, monseñor Rafael María Carrasquilla, de quien en algún libro se dirá cuánta fue su grandeza y cuál fue su obra; y mantiene excelentes relaciones con la Jerarquía, que en Colombia, olvidados episodios que iluminó equivocadamente la pasión partidista, tiene brillo y prestigio por la pureza de la vida, por las lumbres de la inteligencia, por el patriotismo, y por aquel hálito que imprime su carácter, a la vez divino y humano.

En esta pugna de las candidaturas presidenciales del año 30, desgraciadamente el episcopado se dividió, los unos con Valencia y los otros con Vásquez, y todo reino dividido será vencido. Y en este debate pusieron tal vivacidad y un estilo sápido, que hacía olvidar su carácter sacerdotal, para quemar la túnica de amianto de que habló el señor Suárez. Yo puse en todo ello mi deber oficial de secretario de Gobierno, de dar garantías absolutas, hasta el punto de que en el debate, a lo largo de aquella larga y brava lucha, no hubo arbitrariedad alguna, todos ejercieron sus fueros políticos y el balance de la violencia en todo el departamento, en el proceso preelectoral, electoral y poselectoral fue de una sola herida, que en un encuentro ocurrido en las regiones de "Aguirre", entre los de Valencia y los de Vásquez, sufrió uno de los contendores en leve lesión física. ¡Qué tiempos aquéllos!, suspirará quien los compare con otros.

Y esto demuestra la lealtad a la república, la imparcialidad en la política, el buen ánimo de quienes llevaban su dirección y responsabilidad, y lo injusto de aquella campaña voraz, que mantuvo sus candelas encendidas y atizadas durante varios meses.

Para mí sirvió de experiencia esa actividad gubernamental y esa responsabilidad política. Y toda la tarea, que fue intensa como pocas, la realicé con cierta alacridad, que no me quitaba ni el sueño, ni el apetito, ni la risa y la sonrisa, porque sabía que obraba bien y que el tiempo, que todo lo purifica, como el dolor, habría de otorgarme no sólo la razón sino el premio, como así ocurrió cuando a los pocos meses el conservatismo en masa de mi departamento me aclamó y eligió

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República senador de la república. El único senador que correspondía al partido conservador por Santander.

Los tiempos han corrido apresuradamente, y vistos esos episodios desde esta colina de las lejanías y de la serenidad, aparecen sin nubes, sin opacidades y sin fulgores de hoguera. La vida recobró su curso y los que ayer estuvieron separados por montañas y abismos que parecían insalvables, hoy se unen al amparo de las ideas. Acaso para mañana volver a dispersarse, porque ésa es la natural inconformidad y veleidad de los hombres.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 158, Bogotá, 1º de marzo de 1974, pp. 6-11.

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Francisco Soto

Francisco Soto nació en San José de Cúcuta, departamento del Norte de Santander, hacia el año de 1789. Fueron sus padres D. Buenaventura Soto y doña Manuela Montesdeoca. Comenzó estudios de abogacía en Mérida (Venezuela), bajo la dirección del Dr. Raimundo Rodríguez, sacerdote granadino, y los terminó en Bogotá.

El Dr. Soto sobresalió por las dotes de su inteligencia, la vastedad de sus conocimientos, la firmeza de su carácter, la arraigada convicción de sus ideas y la decidida adhesión a la causa de la libertad y de la independencia de la patria. Desempeñó importantes cargos y acudió, en diversas épocas, a congresos legislativos en los que se distinguió por su elocuencia parlamentaria.

En la noticia histórica y biográfica que precede al interesante opúsculo titulado Mis padecimientos i mi conducta pública desde 1810 hasta hoi [12 de febrero de 1841], D. José María Plata, sobrino del Dr. Soto, nos describe de este modo la recia personalidad y los rasgos fisonómicos de tan eminente colombiano:

Si la conducta pública del Dr. Soto era guiada por el más puro y acendrado patriotismo, sujeta, por tanto, solamente a los errores inherentes a la especie humana, su conducta privada sí puede sostener el más riguroso examen y servir de modelo digno de proponerse a la imitación de las gentes laboriosas y honradas. Religioso sin fanatismo, íntegro, laborioso, diligente, frugal, sobrio, infatigable para el trabajo, sencillo, natural y aun cándido, era al mismo tiempo el más tierno esposo y el padre más amante de sus hijos. Consecuente y fiel a sus amigos, moderado y tolerante con sus enemigos (también los tuvieron Aristides y Foción), indulgente con todo el mundo, sólo era severo consigo mismo. Jamás se dispensó el cumplimiento de ningún deber, jamás transigió con su conciencia, nunca se manchó con el delito, pero ni aun con la debilidad, o el disimulo del delito...

El Dr. Soto tenía una estatura regular, más bien grande que pequeño, ojos vivos y expresivos, frente elevada, boca pequeña, color moreno, postura humilde y modesta, pero desembarazada y libre. Su traje, sencillo y severo como sus principios, no era desaliñado como el de un cínico, sino simple como el de un filósofo. Aunque ordinariamente paciente y moderado, era susceptible de un calor y entusiasmo extraordinarios cuando se interesaba su honor individual o los intereses de la patria.

Francisco Soto murió el 1º de febrero de 1846, en la hacienda Tilatá, cercana a Chocontá (Cundinamarca), cuando se dirigía con su familia a Bogotá. La provincia de Pamplona lo había elegido, una vez más, como su representante al Congreso de Colombia.

El fragmento autobiográfico que aquí se reproduce, con actualización ortográfica, pertenece al mencionado opúsculo Mis padecimientos i conducta pública desde

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1810 hasta hoi (Bogotá 1841), título que condensa a cabalidad el contenido de las 38 páginas de esta verdadera rareza y curiosidad bibliográfica. Con anterioridad, en octubre de 1827, el Dr. Soto había escrito sus Memorias para la historia de la legislatura de Colombia en 1827, folleto que constituye el volumen 51 de la Biblioteca Popular (Bogotá, Librería Nueva, 1894), dirigida por D. Jorge Roa.

Mis padecimientos

Jamás ha parecido lícito ni aun bajo los gobiernos despóticos, cualesquiera que hayan sido los que los hubiesen administrado, condenar a uno, sea quien fuese, sin que antes se le haya oído, y las más veces juzgado con arreglo a las leyes. Esta garantía de la audiencia y juzgamiento es tanto más necesaria, cuanto que los magistrados, autores o ejecutores de la medida de condenación, tengan menos facultades para acordarla, y la víctima que se quiera sacrificar, sea no sólo un individuo inocente, sino un ciuda- dano que haya prestado sus servicios a la Patria constante y desinteresadamente en un largo espacio de tiempo, y sufrido por ella horribles padecimientos. Entonces el perseguido, como lo observa M. A. Julio de París, tiene el derecho incuestionable de que sus compatriotas le concedan su atención antes de consumar el sacrificio. Fundado, pues, en estos principios que son de eterna verdad, y que sobreviven a todas las pasiones maléficas, yo espero que se habrán de leer, de meditar estos renglones, que apenas puede trazar el desgraciado a quien oprime la más desatada persecución.

Ardoroso republicano desde antes del 20 de julio de 1810, como que había recibido las lecciones, y merecido la más íntima confianza de los próceres de la independencia C. Torres, F. J. Gutiérrez y N. M. de Omaña, tuve no pequeña parte en la revolución de Pamplona, del 4 de julio de dicho año, y después la sostuve constantemente contra los enemigos que la combatían. Mi consagración a esta noble empresa no tenía por objeto adelantos personales, contaba sólo 21 años, era propietario de diez mil pesos, que en una hacienda de cacao y añil había recibido por herencia paterna, y era ya abogado de la audiencia de Santafé, y para lograrlo había obtenido que ella me dispensase cuatro años que me faltaban para cumplir la edad requerida entonces; de modo que si de una parte la fortuna se me presentaba lisonjera sosteniendo yo la causa española, de otra la de la independencia no me ofrecía sino riesgos y padecimientos en mi persona, la pérdida de mis bienes y la desgracia de mi familia. Previendo, empero, todos estos inconvenientes me arrojé en los brazos de la Patria para sucumbir o salvarme con ella.

Así fue como el 13 de junio de 1812, ya sufrí en los campos de San Antonio de Táchira, en calidad de simple soldado, la primera derrota que en el norte de la Nueva Granada experimentaron las armas de los independientes. Desde allí emprendí mi emigración perdiendo de consiguiente los bienes heredados, el país de mi nacimiento, la provincia donde desempeñaba uno de los primeros destinos, y separándome de mi anciana madre, que debía padecer, como realmente

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República padeció bajo el poder del vencedor, porque había abrazado las opiniones de sus hijos.

El 28 de febrero del siguiente año de 1813 llegué de regreso del Socorro, en cuya provincia había merecido un destino político, para reunirme en San José de Cúcuta con el coronel Bolívar, que acababa de triunfar del coronel Correa y del ejército español destinado a reconquistar las provincias del norte de la Nueva Granada. El coronel Bolívar, después Libertador de Colombia, me agregó a su Estado Mayor en calidad de su Secretario, y si no emprendí la marcha para Caracas, fue porque de su orden tuve que hacer viaje a Tunja para solicitar del Congreso el permiso de seguir el ejército a Venezuela.

El mismo año de 13 los enemigos volvieron a ocupar a Cúcuta y Pamplona, y yo tuve que emprender nueva emigración al interior, acompañado ya de mis más próximos parientes. La provincia del Socorro me recibió nuevamente con generosidad, y me volvió a conferir el mismo destino que había renunciado por acompañar al general Bolívar. Al cabo de algunos meses regresé, en 1814, a la de Pamplona, porque me aseguraban que allí podría ser más útil a la causa de la Independencia.

En diferentes comisiones del servicio público me ocupé el resto del año de 14, hasta que el 23 de diciembre fue indispensable evacuar a Pamplona por una nueva invasión del ejército español. En el de 15 recuperamos el territorio, pero no las casas, las poblaciones ni las haciendas, porque todo había ya desaparecido casi enteramente, o no existían más que ruinas.

El mes de octubre de dicho año de 15 salí en compañía de mi joven, tierna y delicada esposa, a virtud de la desgraciada batalla de Bálaga, en que triunfó el general español Calzada. Ya preveíamos entonces que, con la llegada del ejército expedicionario del general Morillo, nuestra emigración carecía de un término conocido, y nos despedimos para siempre, o por muchos años, de los lugares de nuestro nacimiento.

Como no era justo dejar de prestar a la santa causa que habíamos proclamado los débiles servicios que yo pudiera rendirle, a mi tránsito por el Socorro acepté el empleo de Teniente-Gobernador que se me confirió y con el cual debía desempeñar también el de la gobernación.

Desde el 1º de enero de 1816 hasta principio de marzo me desviví en solicitar y proporcionar al ejército que fue aniquilado en Cachirí todos los auxilios de hombres, caudales, armas, municiones, caballos y demás útiles que podía suministrar la provincia, sin emplear para ello otros medios que los de la persuasión y el convencimiento. ¡Esfuerzos infructuosos! La Providencia había dispuesto sepultar la libertad de la Nueva Granada en los campos de Cachirí. Yo salí del Socorro en compañía de mi esposa, salvando los caudales que había en su tesorería, los cuales conduje a Tunja, y los entregué a disposición de su Gobernador el Sr. Vázquez.

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No puedo dejar de recordar en este lugar los riesgos a que me expuse por salvar la tesorería, en mi tránsito del Socorro a Tunja. En Oiba, Chitaraque, Moniquirá y Leiva se levantaron para apoderarse de ella, y entregarme a mí a Calzada, los mismos que pocos días antes hacían alarde de patriotismo: ellos juzgaban se redimirían de los males que para sí temían, con presentarme amarrado al general español. El Dios de la justicia me preservó de sus manos, y yo continué mi viaje por Sogamoso para La-branzagrande en Casanare.

De Labranzagrande salimos pocas horas antes de que una partida de realistas americanos sorprendiese la población y aprehendiese a otros emigrados. ¡Cómo se había exaltado el furor de las pasiones en los mismos granadinos! ¡Los jefes españoles tenían que contener la sed de sangre y de rapiña que a éstos devoraba!

En Támara permanecimos mi mujer y yo hasta la mitad de junio, en que ya fue preciso descender a la llanura para escaparnos de las armas españolas. ¡Con qué pena continuamos de Pore nuestra emigración hacia el nordeste el 24 de junio, mi esposa aguardando parto, y yo sin auxilio de criado, marchando en formación militar a la vista de la infantería enemiga que nos observaba desde las colinas! Jornadas, alguna vez, de 10 a 12 leguas, atravesando ríos caudalosos, y en lo más apurado del invierno: sin más víveres que la carne fresca, ni más objetos de expectación que la muerte arrebatando a varios de nuestros compañeros, de nuestros parientes y de nuestros amigos; tal era nuestra situación cuando llegamos el 1º de agosto a las orillas del famoso estero del Cachicamo, que en la estación de las lluvias es un lago extenso que forma horizontes hacia todas partes. Pues allí, en ese sitio de horror, sobre un terreno pantanoso, bajo de espesos árboles, amenazados de las fieras, de los indios infieles, y aun de los españoles que molestaban nuestra retaguardia; allí, a campo raso, sin más auxilio que el de la Providencia, dio mi esposa a luz una hija y al día siguiente tuvimos que continuar a caballo nuestra emigración, y pasar el 5 de agosto el ponderado estero del Ca-chicamo.

A fin del mes llegamos a la ciudad de Guadalito, capital de Alto Apure, y yo era ya entonces un soldado del escuadrón Maldonado. Desgraciadamente el clima no debía respetar mi salud. En septiembre me vi atacado de enfermedades, y desde octubre la disentería, la ictericia y la fiebre me redujeron al borde del sepulcro; de manera que el 24 de diciembre del mismo año de 1816, en que ya estaba moribundo, y los patriotas debían evacuar el territorio para escaparse del general Latorre, que pasaba el Arauca, me dejaron abandonado, como que no podía moverme en pies míos ni los ajenos, ni tenía alientos para estirar siquiera los brazos. Mis compañeros me dispensaron entonces el único servicio que estaba en su capacidad: me dieron a beber láudano: y yo no pude sentir la hora de su partida, ni despertar hasta el 25 en que oí los clarines y trompas españolas.

Parecía, pues, llegado el término de mis padecimientos: o los vencedores debían matarme, o las enfermedades conducirme al sepulcro; mas Dios había decretado otra cosa: el general Latorre, hospedado en la misma casa donde yacía yo

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República moribundo, fue el instrumento de mi conservación. Llamado por mí a la pieza que yo ocupaba, separada de la suya sólo por un tabique, le dije con voz sepulcral: "Señor general, soy Francisco Soto, he sido sumamente patriota, disponga Ud. de mi vida". Latorre, siempre humano, entonces fue caritativo: "tranquilice Ud. su espíritu, me respondió, y no piense en las cosas de este mundo, sino en la eternidad"; y llamó al médico del ejército, y le previno que me asistiese, y suministrase las medicinas y alimentos, tomando un interés tan generoso por mi existencia, que cuando el doctor le informó que yo debía morir si no se me daban algunas gotas de vino, dividió con el enfermo la única botella que todavía conservaba. Por medio de este licor mezclado con leche de pechos de mi esposa estuve sosteniéndome por espacio de más de veinte días, durante los cuales continuaron su marcha el benéfico Latorre y el general Morillo con sus correspondientes divisiones. ¡Que no me haya sido concedido hasta ahora expresar mi gratitud al general Latorre, ni corresponder dignamente a las señoras, en cuya casa pasamos mi mujer, mi hija y yo los últimos meses de 1816 y algunos del siguiente año de 1817!

Salvo de las garras de la muerte en esa época, nada faltó para que fuese su víctima en el mes de febrero de dicho año. El comandante español del territorio, por una imprudencia de mi parte, llegó a descubrir mi existencia y mis compromisos en la causa de la libertad, y dio orden para que se me pasara por las armas. Dos soldados se presentan en mi albergue, y no dispararon los tiros sobre mí, ya porque no pudiendo ni siquiera moverme por mi estado de debilidad, les era necesario conducirme en hamaca a la plaza para ejecutar la operación, y ya porque mientras hacían la traslación mi benefactora la Sra. Josefa A. Ramírez (que hoy vive en la provincia de Mérida de Venezuela) calmó el furor del comandante, y le convenció de que cuidando ella de mi vida, por órdenes de Latorre, no podía dárseme la muerte sin que el general la hubiese comunicado al efecto. Ampueda, este era el nombre del comandante, nos prometió entonces que durante su mando yo podía continuar tranquilo cuidando del restablecimiento de mi salud.

Pocos días duró esta serenidad, porque habiendo los españoles evacuado el territorio, quedó la ciudad de Guadalito abandonada de los unos y de los otros beligerantes, y sometida a las incursiones de los salteadores, que allá se denominaban matroces. Realizáronse por desgracia los temores que teníamos, pues que una partida de más de treinta hombres que habían jurado guerra a muerte a los realistas y a los independientes, se apoderó de la ciudad a principio de marzo. Nada era respetado por tales in-dividuos: desde los ornamentos y alhajas de la iglesia, hasta los muebles de cocina en las casas particulares, desde los hombres a quienes mataban, hasta las mujeres que encontraban y se las arrebataban para su campamento, todo era presa de su furor, de su rapacidad y de su impudicia. Yo, después de haber sido desnudado en el lecho donde apenas podía mantenerme, por un milagro salvé la vida de los tiros que ya iban a disparar dos carabinas que me habían puesto sobre el pecho, sólo porque el jefe dispuso no malgastasen la pólvora en un enfermo que presto había de morir. Mi esposa y las señoras que nos protegían, ocultas entre un montón de basura, debieron a

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ésta y otras casualidades no ser descubiertas ni arrebatadas por semejantes brutos. Al tercer día evacuaron la ciudad, donde ya sólo se comentaban otros dos hombres que también se hallaban enfermos. Nosotros salimos de ella inmediatamente dirigiéndonos a una sabana desierta entre el Uribante y el Zarare, como que no teníamos noticia alguna de la existencia de las tropas independientes, ni recursos para otra empresa.

En aquel desierto, donde hubo días que nuestro alimento sólo era guanábana tierna, tuvimos que apurar el cáliz de la amargura. Hasta entonces mi esposa y nuestra recién nacida hija habían gozado de salud, y aquélla era la que me asistía durante los accesos de frío y calentura que me atacaban diariamente. Mas la fiebre tampoco respetó a mis dos queridas compañeras, y acometió a la última reagravada con las viruelas. Dios con todo eso no nos abandonó, y nos concedió la gracia de que sucesivamente nos sobreviniese la calentura, de tal manera que uno de los dos esposos podía asistir al otro cuando el febricitante se hallaba privado de sentido. Así es que la Providencia cuida por medios inesperados aun de los seres más humildes.

Apenas los patriotas recuperaron a Guadalito, y por sus correrías tuvieron noticia de mi existencia, cuando destinaron una embarcación a conducirme con mi familia a la ciudad, a donde llegamos todavía enfermos, abrumados de calenturas y miseria.

Aún no había recuperado mi salud, cuando el coronel Juan Galea, libertador de Casanare y comandante general del Alto Apure, me agregó a su Estado Mayor con el carácter de Secretario: continué después en el mismo destino, bajo las órdenes de sus inmediatos sucesores, el coronel Juan Antonio Romero (alias Romerito) y el coronel Ramón N. Pérez, y allí permanecí desempeñando mis funciones hasta el 1º de enero de 1819 en que los militares granadinos obtuvimos licencia para regresar a Casanare a prestar nuestros servicios bajo la dirección del general Santander, nombrado por el jefe supremo de Venezuela, Comandante en jefe de la vanguardia del ejército libertador de la Nueva Granada.

Puedo gloriarme de que mis servicios en el Alto Apure no dejaron de ser de alguna utilidad. Contando siempre con la aprobación del general Páez, primera o única autoridad del país, logré inspirar en mis inmediatos jefes ciertos sentimientos de orden, que desarrollados empezaron a producir algún bien. Nombráronse funcionarios civiles, aseguróse a los labradores que podían dedicarse al cultivo de los campos sin riesgo de arrancarlos de ellos para el servicio militar, y sólo con obligación de mantener el culto religioso, y logróse que por más de un año en ningún prisionero se llevase a efecto la guerra a muerte, y que los delitos militares fuesen juzgados en consejos de guerra. Recuerdo con placer todo esto, y más aún que la provincia de Barinas, a la cual pertenecía entonces el Apure, no desconoció mis servicios, pues que tuvo la generosidad de nombrarme en una época posterior diputado para el Congreso Constituyente de Cúcuta.

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Llegado a Casanare fui nombrado auditor de guerra del ejército, y en este destino tuve la satisfacción de salvar con mi dictamen la vida a ese mismo coronel Nonato Pérez, que tanto me había distinguido en Apure cuando yo era su Secretario. Nada es más agradable para un corazón bien formado, que la gratitud cuando está aliada con la justicia.

Los españoles fueron derrotados en 1819 en los campos de Boyacá, regados entonces con la sangre de uno de los más esclarecidos vencedores, el general Santander; y en seguida yo fui nombrado por el Libertador para la gobernación de Pamplona. En esta ciudad tuve la satisfacción de presentarle, entre otros muchos, tres hermanos, vecinos principales de ella, que desgraciadamente habían sido exaltados realistas, y emigrado bajo la protección del ejército del general español Latorre: todavía viven, y por eso no debo nombrarlos. Mas ellos recordarán que yo me constituí garante de su conducta, y que de primer magistrado de la provincia les dispensé hasta mi amistad, sólo por atraerlos a la causa de la justicia.

En mi gobernación me conduje de tal manera que ningún realista pudo formular la menor queja: yo respeté e hice respetar sus personas, y en cuanto a las cantidades determinadas que por órdenes superiores debía exigirles, siempre obtuve que se disminuyeran, y que las pagasen a plazos, y gran parte en efectos de consumo. Por este medio, y porque en las requisiciones de caballerías, de vestuarios y en los alojamientos, yo era el primero que me pechaba junto con mis parientes y amigos patriotas, logré calmar la enardecencia del partido vencedor, y atraer o a lo menos neutralizar el vencido. Tres veces renuncié el destino de Gobernador, dos ante el Libertador de Colombia, y la tercera en manos del Vicepresidente de Cundinamarca; pero lejos de obtener mi admisión, ambos jefes, el uno desde el cuartel general de Turbaco y el otro desde Bogotá, me confirieron además la comandancia general de la provincia.

Para reunirse el Congreso constituyente de Cúcuta, yo me presenté allí revestido también con las diputaciones de Pamplona y del Socorro; nombramientos que excitaron mi más viva gratitud y que en mi concepto eran comprobante de que la habían producido en el Socorro los servicios que allí había consagrado a la Patria en la primera época de la revolución, y en Pamplona los que con varias interrupciones había prestado desde 1810 hasta 1821.

El Congreso me eligió por su Secretario, como aparece del primer tomo de Leyes de Colombia; mas allí no consta, y sí en el libro de actas, que hasta por tercera vez se denegó a aceptar la renuncia que hice de este destino y del de Senador, que también me confirió por el departamento de Boyacá. Yo deseaba dedicarme a solicitar una subsistencia independiente de los empleos, y fue necesario sin embargo someterme al mandato de la Patria, que se expresaba por la voz de los Representantes de Colombia.

El Poder Ejecutivo me destinó igualmente para Teniente asesor del departamento de Boyacá, y tuve que aceptar por consideración a sujetos a quienes debía complacer. La invasión del general español Morales llamó al ejército al intendente

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República propietario, y yo desempeñé las funciones de este destino así como las peculiaridades del mío (puedo asegurarlo en público) a contentamiento de las provincias, y especialmente de la de Tunja. Tuve la satisfacción de cooperar en todo sentido al establecimiento del Colegio de Boyacá y de presidir su acto de instalación, y el contento de que se auxiliase al ejército con reclutas, víveres y dinero, ofrecidos por los pueblos, sin que se hubiese cometido la menor arbitrariedad, aumentándose mi gozo al experimentar que los pocos realistas que había en Tunja, eran los primeros que, a virtud de mis comisiones, sostenían mis esfuerzos y colectaban los recursos. La ciudad de Tunja se complació de mi conducta, y lo representó así al Ejecutivo en el mes de diciembre de 1822, después de que yo había dejado de ser empleado del departamento.

Trasladado a Bogotá, fui miembro de los Congresos de 1823, 24, 25 y 26, y el tomo de leyes de 1824 también depone que en alguna época obtuve el honor de presidir el Senado de Colombia. Durante el receso de la legislatura desempeñaba una fiscalía en el Tribunal de Cundinamarca, comprensivo de todas las provincias que hoy forman la Nueva Granada; pero abrumado del trabajo la renuncié en 1825; y entonces se me confirió igual magistratura en la Alta Corte de Justicia. Tuve por último la complacencia de haber sido el primer catedrático de Economía Política, y en este concepto haber presidido los estudios que hicieron de esta interesantísima ciencia varios jóvenes designados para influir posteriormente en los destinos de la Patria, como los Ordóñez de Girón, Martínez del Cauca, Landínez de Tunja y otros que no es preciso nombrar.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 169, Bogotá, 1º de febrero de 1975, pp. 12-17.

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Guillermo Valencia

Guillermo Valencia, uno de los más grandes exponentes del parnaso colombiano, nació en Popayán el 20 de octubre de 1873.

Poseedor de vastos conocimientos en las ciencias y en las artes, el maestro Valencia sobresalió como humanista, escritor, polemista, político, orador académico y parlamentario, diplomático y hombre de estado. Pero más que todo, en el ámbito de la cultura universal es reconocido como el artífice del verso y su nombre brilla como poeta de excelsas cualidades. En Valencia, se ha dicho con razón, el hombre y el poeta, se integran en una síntesis de eminentes virtudes.

Para mejor recordar o conocer la figura hidalga del bardo payanés, nada más indicado que acudir a los valiosos testimonios de aquellos escritores que tuvieron la fortuna de conocerlo personalmente y, lo que es más, disfrutar los dones de su delicada amistad.

Luis María Mora, el célebre Moratín, autor de Los contertulios de la Gruta Simbólica, nos describe a Valencia de este modo:

Cuando llegó a Bogotá Guillermo Valencia (en 1895) parecía como si todos los más cultos centros literarios le hubieran estado esperando. Desde luego atrajo todas las miradas y a todos encantó con su presencia. Era en ese tiempo un joven pálido, delgado, aéreo, sutil, modesto en apariencia, y de una exquisita y espiritual conversación. Es un poquito belfo, como sus antepasados, los cuales, según sus más adictos admiradores, se remontan hasta el rey Alfonso el Sabio. Diole, pues, la naturaleza una fisonomía muy simpática, la suerte le hizo descender de ilustre familia, la fortuna lo convidó con su riqueza y la inspiración le dobló sus dádivas. No conoció el duro luchar en ninguna forma con una estrella adversa a sus propósitos, y desde el principio no tuvo más que escoger entre muchas rutas luminosas y libres de todo peligro la que más le convenía. La Cámara de Representantes le abrió sus puertas antes de haber cumplido los años que la ley exige; fue gobernador del Cauca cuando quiso y la nación lo invistió con carácter diplomático muchas veces.

De una época más reciente data esta apreciación de la prolífica pluma de Benigno Acosta Polo consignada en su denso y analítico estudio titulado La poesía de Guillermo Valencia:

Haber disfrutado, como nosotros, de la amistad de Guillermo Valencia; haberlo tratado personalmente y haber sentido de cerca el misterio que de él emanaba, es positivo regalo de Dios. Verlo, escucharlo en la intimidad o contemplarlo a distancia, era como encontrarse en presencia de una fuerza espiritual dulcemente avasalladora. Fue uno de esos contadísimos varones que en todos los momentos de su vida suelen dar ascendente impresión de grandeza. Ejemplar de pronunciada estampa castellana, a su señorío de hombre de mundo aunaba el de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República su inteligencia, su oceánica cultura, su agudo ingenio, una fidelísima memoria e intuición de vidente... La voz, el gesto, la frase intencionada y hasta su manera de escuchar cobraban en Valencia significado especial. Cuando guardaba silencio, dijérase que se le oía pensar.

El escritor y poeta Eduardo Castillo, conocedor como pocos de la vida y la obra de Valencia, consignó este juicio en una de sus páginas:

La obra de este poeta se erige con una belleza concisa y acabada al grado que los ácidos de la crítica apenas pueden morder en su metal de altísimos quilates. Pensamiento noble, emoción limpia, dominio de arduas dificultades de la expresión; sus palabras están rendidas absolutamente al deseo de engendrar hermosos poemas. Se dice: es lo óptimo. Estrofas articuladas soberbiamente, versos remachados con rimas admirables, firmes, dorados a fuego. Su lenguaje tiene el brillo de los más ilustres esmaltadores de la lengua castellana. Su sentido de composición y su buen gusto son impecables. José María de Heredia hubiéralo hecho acólito dilecto de sus iniciaciones, lo mismo que los artistas del renacimiento.

Como un anticipo del homenaje que habrá de tributarse a la memoria del autor de Ritos en este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento y por cumplirse los treinta años de su desaparición en el presente mes de julio, creemos oportuno reproducir en estas páginas el reportaje autobiográfico que, bajo el título de Guillermo Valencia me dijo, publicó Luis Enrique Osorio en el número 39 de la revista Vida de Bogotá, correspondiente al mes de octubre de 1941. De la lectura de esta página autobiográfica se deduce que ella comprende hasta la época de su primera candidatura presidencial. Como es sabido, la segunda tuvo lugar en el año de 1930.

Cabe anotar que el ilustre payanés también habló de su propia vida en otras ocasiones. Al respecto, tenemos conocimiento de las siguientes entrevistas: con el poeta tolimense Martín Pomala (seudónimo de Jesús Antonio Cruz), que aparece publicada en el número 3 de la revista Renovación de Popayán (abril de 1928); el comienzo de este documento, con expresiones netamente autobiográficas, está reproducido en la antología La poesía en Popayán de José Ignacio Bustamante. Con Camilo Cruz Santos, reproducida en su obra De mi vida inquieta, San José de Costa Rica, editorial Alsina, 1930; con el escritor manizaleño Tomás Calderón, en noviembre de 1940; y con Guillermo Camacho Montoya, la última entrevista concedida por el maestro Valencia, que fue publicada en las páginas literarias de El Siglo de Bogotá, el 19 de diciembre de 1942. En esa oportunidad, Valencia hizo a Camacho Montoya esta manifestación: "Mi mejor discurso es sin duda el que pronuncié en la Quinta de Bolívar. Es un verdadero poema. Dije en prosa lo que no me hubiera atrevido a decir en verso".

Para una mayor ilustración agregamos los siguientes datos que, desde luego, no aparecen en la autobiografía que se reproduce a continuación: fue rector y catedrático de la Universidad del Cauca, institución que le otorgó, en 1922, el título

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República de doctor honoris causa; en mayo del mismo año la Universidad de San Marcos de Lima le confirió igual distinción. Secretario privado del general Rafael Reyes cuando éste desempeñó el Ministerio de Gobierno durante la presidencia de D. Miguel Antonio Caro. En 1906 concurrió a la Tercera Conferencia Panamericana de Rio de Janeiro; en 1922 acudió, como jefe de la delegación colombiana, a la Quinta Conferencia Panamericana reunida en Santiago de Chile y en 1933 asistió, como ministro plenipotenciario, a la conferencia de Rio de Janeiro, efectuada con motivo del conflicto colombo-peruano por cuestión de límites. En 1910 fue elegido numerario de la Academia Colombiana; fue también miembro de número de la Academia Colombiana de Historia. Además, perteneció a numerosas instituciones científicas y literarias del exterior.

Guillermo Valencia falleció en Popayán —la tierra de todos sus afectos sentimentales e intelectuales, "la ciudad callada y bella a la que cantó en versos inmortales"— el día 8 de julio de 1943.

Guillermo Valencia me dijo: Carátula

Al evocar a un hombre, la imaginación nos lo diseña en las actitudes que nos han sido más impresionantes...

Valencia, a quien el cronista conoció cuando una maestra desmirriada pero sentimental le enseñaba, en la escuela primaria, a recitar Las Cigüeñas presentósele ante todo como fotografía de ojos vivaces y mostachos erguidos a la moda del siglo XIX.

Después, muchos años más tarde, cuando llevaba bajo el brazo el Código Civil, y entre sus páginas los primeros devaneos literarios en letra de molde, acudí a las estruendosas manifestaciones que se hicieron al poeta para proclamarlo candidato a la Presidencia de la República... Lo vi ya tal como era, de carne y hueso, delgado y nervioso, vestido de sacolevita, con la melena algo alborotada bajo el sombrero de copa... Pronunciaba discursos ágiles en la metáfora y el corte, rizados por todos los vientos de la cultura humana... Nosotros, impulsados por un anhelo subconsciente de reforma social que aún no entendíamos ni nadie se tomaba el trabajo de explicarnos, le pedíamos a gritos que nos recitara Anarkos...

Más tarde le vimos abrir el portalón hospitalario de Belalcázar, su mansión solariega, enclavada entre los horizontes sinuosos del Valle de Pubenza, donde el ganado blanco busca la sombra de los robledales y se acerca a beber, entre piedrones, las aguas turbias del Cauca mozo y turbulento. Vestía entonces pantalón de montar y saco de cuero... Tal vez llevaba escopeta al hombro y la dejaba en amplios corredores, sonoros a mastín y olorosos a brida, para pasearnos por el salón de sillas arcaicas, cuyos muros casi desaparecían bajo los trofeos literarios.

Años después, el grupo de los leopardos le sacó a un balcón de Barranquilla, cuando agonizaba el régimen conservador. La multitud liberal acudió a escucharle,

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República porque ansiaba conocer y ovacionar al poeta... al poeta que entonces se hallaba agazapado y hasta cohibido tras el gesto de cansancio que imponía la lucha erizada de insultos, de pequeñeces.

Página en blanco

Esta vez, cuando el maestro que me corrigió los primeros versos respira los 68 años, he conocido el más atractivo de sus aspectos psicológicos: el confidencial.

El ambiente, preparado al efecto, carecía de oropeles, de adornos intencionales, de objetos evocadores. El salón de un apartamento moderno, tomado para la jornada de unos pocos días. Muros desnudos, sillas confortables y estandarizadas, mesa de cristal sin un libro, sin un papel siquiera.

Ocho días antes debía haber en el ventanal que mira al parque de la Independencia un letrero que decía: "Se arrienda". Hoy está pegada en la puerta del vestíbulo la tarjeta de Guillermo Valencia.

El maestro sabe que hemos ido a husmear en su vida más con cariño que con ansia, y deja rodar la confidencia con naturalidad exquisita, saboreando recuerdos... La erudición con que él matiza hasta sus charlas familiares se apaga como la luz indirecta de los teatros al empezar el enredo del celuloide...

Sus padres

Cuando murió mi padre, el doctor Joaquín Valencia Quijano, don Sergio Arboleda dijo que el país perdía uno de sus más preclaros jurisconsultos, y el conservatismo su primera cabeza... Era un gran erudito: hablaba varias lenguas vivas y muertas, dominaba las altas matemáticas y amaba la literatura. Fue por varios años parlamentario y desempeñó ministerios en los gobiernos de Mallarino y Ospina Rodríguez.

No era rico, porque la libertad de los esclavos llevó a la bancarrota la industria minera de mis abuelos; y vivíamos, por tanto, con provinciana modestia, en un viejo caserón payanés, de esos genuinamente españoles, ajenos a todo ornamento y mueble superfluo.

Mi madre, Adelaida Castillo, era hija de Bartolomé Castillo, quien vino con su hermano a Colombia en 1823 a pedir apoyo a Bolívar para la independencia de Cuba. El Libertador ofreció iniciar esa nueva epopeya, pero luego manifestó que los Estados Unidos de América se oponían en forma perentoria. No pudiendo entonces regresar a la patria, mi abuelo entró al ejército colombiano, llegó a coronel y fundó un hogar en nuestra tierra... De él heredó mi madre un temperamento emotivo que es quizá el hilo atávico de esta vocación literaria que ha sido la alegría y la cruz de mi vida... La misma sangre corría por las venas de Eduardo Castillo uno de los poetas colombianos que más ha reflejado la emoción en el verso... Tanto a él como a mí, esto nos vino de Cuba.

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A tal punto llegaba la emotividad de mi madre, que la vi morir de dolor después de llorar durante un mes la desaparición de una hija...

Esa herencia la pulió mi padre sometiéndola al tamiz del estudio, despertando en mí el amor a los libros, haciéndome vivir desde niño entre los anaqueles de su biblioteca.

La niñez

Era yo el menor de los hermanos varones...

Por allá en las postrimerías de la federación, cuando la figura de Núñez se destacaba en un ciclo de odios políticos, recelos regionales y guerras civiles, tenía yo apenas 10 años y mi padre me sentaba en sus rodillas, después de la comida tempranera, para que oyese leer de sobremesa los autores de su gusto... En estas veladas de familia comencé a abrir la imaginación al verso... Era yo algo enfermizo, y cuando caía a cama, me entretenía esforzándome para convertir en poema los relatos de un libro de aventuras... Asaltando la librería de mi hermano mayor, aprendí de memoria a Espronceda, Núñez de Arce, Bécquer y Quintana... Me impregnó sobre todo, a través de las lecturas familiares, la figura de don Quijote, que era un huésped en mi casa; y con frecuencia oí comentar la leyenda pintoresca de que el hidalgo había muerto en Popayán. Considerábalo como algo de mi raza, de mi ambiente íntimo, y en más de una ocasión su lanza y sus molinos y sus mostachos caídos se enredaron en el desarrollo ilógico de mis sueños.

Por esa época mi madre, para ayudar a llevar la carga doméstica, tomó en arriendo el caserón contiguo y abrió allí un colegio para señoritas, donde seguía la rutina del programa docente entonces en boga —Gramática, Geografía, Catecismo— y trataba a la vez de formar mujeres de hogar enseñando economía doméstica... Al lado de las muchachas ya púberes nos sentamos en aquellos bancos, más como niños mimados que como alumnos regulares, muchos hombres de mi generación. Mi vecino era Tancredo Nannetti.

Pronto, sin embargo la vida había de fruncirme el ceño.

Murió mi madre, quedaron vacíos los amplios salones donde el canto cariñoso de las chicas y la suave reprensión de la maestra me iniciaron en la sabiduría y se me puso en manos de doña Feliciana Lemus para que me enseñara a leer con cierto rigor... Pasé después pocos días en el colegio mixto de don Rafael Zerda y su esposa, y como ese ambiente algo alado no resultara satisfactorio, se me envió a la escuela pública de don Manuel María Luna, el maestro de los Arboleda. Allí aprendí a escribir con un palito sobre mesas cubiertas de arena que se traía del Cauca y hacían las veces de pizarra; y cuando no anduve diestro, conocí el calabozo y la palmeta. Eran los tiempos en que un tal maestro Vélez tenía este letrero en la puerta de su Instituto:

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La letra con sangre dentra.

Hacía controversias sobre los distintos temas de estudio, y el vencido tenía que pagar su derrota con una muenda.

Por las noches, después de oír leer los artículos y comentarios de la Regeneración, dormía junto a mi padre... Las sociedades democráticas pasaban por la calle gritando "Abajo los godos", "El partido liberal no muere". Como nuestra familia era conservadora, nos escribían en la fachada frases agresivas con sangre de res... En cierta ocasión un hombre empujó la ventana, rompió las armellas y tiró al piso de nuestra alcoba un puñal ensangrentado.

Cuando mis hermanos obtenían permiso para ir al campo, en cacería de pájaros, tenían que regresar ya de noche, porque estaban expuestos a que les echaran látigo los enemigos políticos.

Yo guardé por mucho tiempo aquel puñal, que me impresionó hondamente y lo llevé conmigo al seminario, donde se me internó para que siguiera estudios académicos... Allí escribí mi primera obra poética: unos tercetos a San Juan Bautista...

Por qué no fue cura

Entré entonces en el molde clásico. Me enseñaron latín y algo de griego, y me aficioné a perseguir el pensamiento de los autores antiguos. Alcancé a recitar en griego algo de Anacreonte, y aquella famosa defensa de San Juan Crisóstomo al eunuco Eutropio, cuando lo arrebató en Bizancio al furor de las turbas. Me aficioné de manera especial a los Padres de la Iglesia... Tertuliano... San Jerónimo... Sentí en latín a Virgilio, Horacio y Ovidio, y también en su idioma original a los clásicos franceses del siglo XVII.

Aquello, sin embargo, no saciaba mi apetito de lectura. Considerando que el horizonte intelectual del seminario era algo estrecho, aprovechaba las salidas para llevar ocultas, entre el forro y el paño de mi vestido las obras más interesantes que hallaba en la biblioteca de mi padre... Voltaire... El Contrato Social de Rousseau... El texto de Tracy, y la tan combatida filosofía de Bentham... Todo aquello lo bebí rabiosamente, mientras en la tribuna del refectorio nos leían a Antonio de Solís y a don José Manuel Groot.

Puede decirse que éste fue mi período de formación mental. Los estudios clásicos me sirvieron para amar la mesura, la claridad, la síntesis y hasta para esforzarme en ser diáfano; pero dentro de ese molde que procuré asimilar, aspiré a poner luego todas las inquietudes del programa intelectual que me fue posible entrever.

No me orienté hacia la carrera eclesiástica, porque desde un principio fui declarado inhábil para el sacerdocio, a causa de mi temperamento rebelde.

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Pasé entonces a la Universidad del Cauca a estudiar Derecho, más por necesidad que por afición —¡había visto sufrir tanto a mi padre!—, pero no alcancé a recibir el grado. Recibí apoyo generoso de una figura política que esplendía —el general Rafael Reyes— y gracias a él realicé mi primer sueño dorado: venir a la capital.

La vida de cenáculos literarios

Bogotá era entonces la Santa Fe de los entusiasmos literarios. Se llegaba a sus calles empedradas y sus casonas españolas después de varias jornadas de mula; pero bajo los anchos aleros andaba una juventud que consideraba las letras como una de las más atractivas ocupaciones humanas.

Entonces conocí a mi maestro queridísimo Baldomero Sanín Cano... Haciendo la cuenta, Sanín tiene hoy cerca de 80 años... tendría por entonces 35. Era la figura intelectual más prestigiosa de la ciudad, y el primer erudito. En torno suyo nos reuníamos todos los muchachos ansiosos de saber, cualquiera que fuese el grupo: porque había dos cenáculos que se diferenciaban, tanto por la orientación literaria como por la tonalidad de la vida: el círculo bohemio y alegre de Julio Flórez, Enrique Alvarez Henao, Jorge Pombo y Casimiro de la Barra, y el grupo retraído, al que yo me acercaba, en el que intimé con Víctor M. Londoño, Max Grillo, Aquilino Villegas...

Todos acudíamos, naturalmente, a casa de Sanín, que era nuestra basílica intelectual. Allí el maestro nos informaba sobre las corrientes literarias de Europa y nos abría los ojos a las firmas más prestigiosas del viejo mundo en aquella época: Anatole France, Bourget, Maupassant, Daudet, Emilio Zola; y en el campo de la crítica Taine, Renán, Le Maitre, Saint Beuve... Nos interesaba Macaulay, y de manera especial la maravillosa historia universal de Marius Fontane, el hombre a quien se perdonó la pena de presidio a condición de que terminase esa obra maestra.

Sanín no circunscribía su inquietud a la mentalidad francesa e inglesa, sino que penetraba en ese gran horizonte de pensamiento de los filósofos alemanes. A través de él nos enfrascamos en Nietzsche, y en todos aquellos prestigiosos germánicos del siglo XIX que a su turno habían sido discípulos de la generación de Goethe...

Aquélla fue, sin duda alguna, la época definitiva de mi carrera literaria. Todos ansiábamos producir y superarnos. Las lecturas en casa del maestro, donde se comentaba y pulía la obra de todos nosotros, sin distinción de escuelas ni prevención de grupos, era el estímulo para seguir adelante. De allí salíamos siempre, sedientos de nuevas emociones, a la librería de don Jorge Roa, en busca del autor nuevo que llegaba de Europa. El correo del viejo mundo tenía entonces para nosotros mayor atractivo del que ofrecen hoy los tableros de noticias cablegráficas.

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Este ambiente inolvidable explica el que se hubiera producido entonces tanta obra notable en todos los géneros; porque a más del halago de crear una poesía, o una novela, estaba el de sentirse aplaudido y admirado por una muchachada que vivía para el arte y lo consideraba como ocupación de inmortales.

Su obra poética

Antes de venir a Bogotá ya había publicado yo varios poemas; pero casi toda mi obra inicial, todos los versos de Ritos, los escribí en la fiebre de aquellos años de vida bogotana, entre el noventa y seis y el noventa y siete.

Comencé con el soneto Decadencia, seguí con Ovidio en Tome y Las cigüeñas, y después vino el impulso incontenible de creación, estimulado por el aplauso de los círculos y aun por la crítica que provocaban las audacias inusitadas Por esos mismos días, en 1897, escribí Anarkos, para recitarlo en un concierto de beneficencia.

La obra de nuestra generación circulaba a la vez en periódicos de todo orden, tan numerosos y variados como reducidos en su tiraje: El Telegrama, de Jerónimo Argáez, decano de los diarios capitalinos, El autonomista, Santo y Seña, La Epoca, Gil Blas, la Revista Gris, de Aguilera y Grillo, Trofeos de Víctor M. Londoño, y El Nuevo Tiempo, El Correo Nacional, que estuve a punto de dirigir a principios del siglo y fue a dar luego a manos del poeta Ismael Enrique Arciniegas.

La publicidad de que entonces se gozaba, aunque muy restringida, porque había de esperarse semanas y meses para que un papel impreso fuera a lomo de mula a toda la República, si acaso iba, nos satisfacía y halagaba mucho más que los grandes tirajes de hoy, porque los pocos lectores, ajenos a otra disciplina que no fuera la lectura de libros y periódicos, eran cálidamente comprensivos.

En esos mismos años ocupé también una curul en el congreso, representando a Cundinamarca, y pronuncié mis primeros discursos.

Viaje a Europa

Terminaba el siglo cuando se me abrió un nuevo horizonte: el viaje a Europa.

El general Reyes, nombrado Ministro de Colombia en París, me llevó consigo como secretario. Hay que pensar lo que eso significaba para una persona como yo, que tenía fiebre de lectura y estudio y que, a pesar del íntimo contacto con Sanín Cano, sólo podía asomarse a la Europa moderna a través de la librería de don Jorge Roa.

Comencé a asimilar cultura con verdadera furia. Quería saber de todo, y en el afán de abarcar cuanto fuese posible perdía la noción del plan. Temeroso de que la oportunidad fuera corta, vivía día y noche en los museos y bibliotecas, oía a todos los catedráticos de la Sorbonne, cualquiera que fuese su materia: ciencias

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República políticas, medicina, helenismo... A veces mi cabeza trataba de estallar. Procuré al mismo tiempo relacionarme con todo lo que había de ilustre en las ciencias y las artes, y penetré en el alma francesa a través de cada uno de sus grandes hombres.

Hasta que un día dejaron de llegar sueldos... al menos los de los secretarios. Había estallado la guerra de los mil días, y el fisco —el de la República del siglo XIX— no estaba para lujos diplomáticos. Tuve que regresar a Colombia.

No encontré ya los cenáculos donde el verso era la primordial preocupación capitalina. Marroquín, el patriarca bucólico de Yerbabuena, era la primera figura en el Gobierno del Estado, firmaba decretos de orden militar y miraba con ojos guiñeantes pero enérgicos las defensas que habían ordenado levantar en las ventanas de Palacio ante una posible caída de la capital en poder de los liberales.

La visión de Europa y la influencia de sus emociones y pensamientos me había elevado mucho quizá sobre las pasiones locales... Pero sentí que el destino me ordenaba un rumbo distinto del que tomé en los últimos años del siglo que quedaba atrás... Sentí lo que se experimenta en la niñez cuando termina el recreo y nos llaman a la tarea árida...

Acepté entonces al señor Marroquín la jefatura civil y militar del Cauca.

El político

Desde entonces —esto hace ya cuarenta y siete años— mi vida tomó un rumbo que casi no ha cambiado. He vivido entre Popayán, la ciudad de mis padres, y Bogotá, la de mis horas de juventud.

Vine al congreso de 1903, una vez firmada la paz que desde entonces no se ha vuelto a interrumpir en Colombia y después he seguido ocupando una curul, con intermitencias que me ha impuesto la salud, o la vida de familia. Aquí he procurado ser legislador, siempre con el deseo de servirle a Colombia por sobre todo afán banderizo. Allá he seguido siendo poeta, y a la vez cazador, ganadero empírico, hombre de hogar.

Desde principios del siglo he sido jefe de mi partido en el Cauca.

En tanto, mi afición literaria ha ido acumulando versos y discursos, no ya con el impulso del año 96, pero en cantidad suficiente para completar un nuevo volumen de poesías y varios tomos oratorios.

El candidato

En 1916, cuando iba a terminar el período presidencial del doctor Concha, mi carrera política llegó a un momento álgido. El conservatismo se hallaba dividido, y yo formaba parte de la disidencia, que sin ir contra el principio básico de unión

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República entre la Iglesia y el Estado, aspiraba a que el presidente de la República fuese nombrado efectivamente por el voto popular.

Los disidentes, que éramos los del grupo histórico, provocamos descontento clerical... Mire usted la circular que pasó el obispo de... a sus párrocos, ordenando que a todo conservador disidente se le negara la absolución, y que sólo se le administraran los sacramentos cuando se arrepintiera de su pecado y firmara una retractación declarando que era lícito que el clero interviniera en la política.

El ex presidente general Ramón González Valencia, que era de los nuestros, se halló en la más difícil situación. Hostilizado en su tierra como un Federico Barbarroja o un Enrique IV de Honstaufen, pero sintiéndose a la vez católico fervoroso, tenía que ensillar su mula y vadear el río Táchira para oír misa y comulgar en un pueblo venezolano.

En cuanto a mí, vivía por entonces una de las épocas más afortunadas de mi vida. Bogotá consideraba como suyo el éxito obtenido por mi obra literaria en toda América y me colmaba de agasajos; y esta gloriola, que no desvinculaba al poeta del político, empezaba a influir en mi prestigio parlamentario.

Ya se esbozaba, como candidato de los nacionalistas, don Marco Fidel Suárez, quien, modestamente temeroso de que yo le perturbase, instigó a Esteban Rodríguez Triana para que me atacara en Gaceta Gráfica, tratando de ridiculizarme... Supe que aquello era obra velada de don Marco, porque Esteban me lo confesó cordialmente dos años después.

Mis relaciones con el señor Suárez se agriaron entonces hasta el punto de que él me solicitó le devolviera los originales de todas las cartas que había escrito...

Regresé a Bogotá, sin embargo, con el deseo de trabajar por la unión del partido y lo hice de buena fe. Pero cuando los históricos pedimos que se rehabilitara al general González Valencia nombrándolo primer designado a la Presidencia de la República, don Marco me ofreció hacerlo y don Jorge Roa, encargado de hacerlo, no lo cumplió.

Entonces, pasados algunos días de plazo, formamos la coalición con el liberalismo.

...Y estoy seguro de que ganamos las elecciones... Cometimos el error de publicar, en un momento de entusiasmo ingenuo, el resultado de las urnas en las principales ciudades del país, y entonces funcionó el fraude. Se enviaron canastadas de papeletas a todos los pueblos, y hubo aldeas de Nariño que contaban con quinientos electores y pusieron tres mil votos...

Comentarios de última página

El maestro Valencia ha hablado hasta la media noche...

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Quienes le hemos escuchado en la tribuna, en la plaza pública, en el escenario, podríamos comparar esa reminiscencia con el suave y monótono correr del río Cauca bajo las arboledas del Valle, después de su fragor quebradizo por entre las piedras de las gargantas andinas.

Y como una gran sombra... aquella que suelta la nube pasajera sobre el agua gris en las tardes vallenses, cuando el Cauca lame los panoramas del Risaralda... un silencio discreto vela dos pasajes en la autobiografía del gran hombre.

Nada dice respecto a su segunda candidatura, cuando la división del conservatismo permitió el triunfo plebiscitario de los liberales. Declara apenas, muy prudentemente, que el desacuerdo entre vasquistas y valencistas no era motivado por hondas diferencias ideológicas, sino por puntos de procedimiento administrativo.

Si el recordar la polémica con Suárez aviva en él las aristas del político combativo, la segunda página de la odisea sólo le lleva a expresar un desencanto acre. El hombre cuyo prestigio intelectual llenaba al continente, el dominador de la forma elegante, el captador de emociones sutiles y elevadísimas, viose arrollado entonces por las pequeñeces del odio banderizo. La calumnia se dirigió contra él en todas las formas imaginables y para provocar su derrota se le llegó a acusar hasta de ateísmo.

Como en esa época le atribuyeron sus enemigos una frase maquiavélica —"Esta vez no necesito electores, sino alcaldes"— y como se avivara mi sospecha de que el maestro había llegado a dudar de la fuerza del sufragio y a esperar en el apoyo oficial para emprender en Colombia una obra de cultura y democracia, me atreví a insinuar el tema.

Valencia reaccionó con energía contundente:

Nunca he autorizado ningún fraude, menos contra el sufragio. Testigo el Cauca, donde he ejercido mi jefatura en otros días. Así lo expresé a raíz de mi vencimiento, en 1930, en un telegrama de respuesta al doctor Eduardo Santos, Luis Cano y muchos otros distinguidos políticos: "Si se hubieren hecho fraudes para ayudarme, los repruebo y repudio; si para vencerme, los rechazo e invalido: así lo exigen la ética política y una rudimentaria equidad".

Me moriré sin haber ejecutado, aconsejado o permitido un fraude electoral que estuviese en mis manos evitar. Alguna vez se me exigió la orden para derribar un rudimentario puente de cuerdas sobre el río Cauca, en la región de El Playón, a fin de impedir que los liberales obtuviesen la victoria sobre nosotros sirviéndose de él, porque de otra manera no habrían podido llegar al lugar de las votaciones. Todo fue oír la propuesta y conminar con la acusación inmediata a los proponentes si el caso ocurría. Este y otros muchos antecedentes me obligan a no aceptar dudas sobre mi perenne actitud respecto a la política.

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Disipada esta sombra, sólo quedaba por despejar el poema de su vida íntima.

Pero no me atreví a insinuar el tema, porque esperé que aquello brotara espontáneamente; y luego pensé en la frase del genio inglés:

To say is to destroy... To suggest is to create.

Guillermo Valencia, que heredó de su madre una gran emotividad, no ha sido emotivo tan sólo con la pluma; pero la irradiación de aquella matrona procera le ha guiado siempre.

Cuánto sugiere la frase, al parecer trivial, de su relato:

En Popayán he seguido siendo poeta y a la vez cazador, ganadero empírico, hombre de hogar...

Valencia tuvo en el amor, como en los versos que evocan el paisaje de todas las latitudes, su cruz y su alegría. Quizá muchas mujeres ya canosas leerán estas páginas ansiando encontrar la anhelada reminiscencia, siquiera sea vaga, del hombre que las conmovió no sólo con versos...

Mas sin ser un temperamento rutinario, de esos que por falta de savia y fantasía siguen la línea recta, en Valencia triunfó el apego a la sonrisa suave, en realidad nada enigmática de la mujer que inmortalizó Vinci sobre un fondo de tentaciones azuladas, remotas y desvanescentes.

Si un puñal ensangrentado le amedrentó cuando niño, siendo ya hombre debió alarmarle la aventura, y prefirió encerrarse en su valle sereno, cerca a una mujer como su madre, dulcemente prolífica, cuya sombra flota aún en los muros hidalgos de Belalcázar.

Virgilio le enseñó a escribir a través de la Eneida y a vivir a la sombra de las Geórgicas.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 150, Bogotá, 1º de julio de 1973, pp. 2-8.

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José María Vergara y Vergara

La siguiente autografía o autobiografía, al decir de D. Daniel Samper Ortega retrata de cuerpo entero al más festivo y delicado ingenio que han tenido las letras colombianas.

Se trata nada menos que del gran hijodalgo D. José María Vergara y Vergara, primer director de la Academia Colombiana, fundada el 10 de mayo de 1871; propulsor y animador de la cultura literaria en Santafé de Bogotá, a mediados del siglo pasado; fundador de la célebre revista El Mosaico y entusiasta mantenedor de la tertulia literaria bautizada con el mismo nombre; secretario de nuestra legación en España, Francia e Inglaterra; escritor talentoso y fecundo como pocos; compilador y editor de varios libros que hoy constituyen verdaderas curiosidades bibliográficas; autor benemérito, entre otras obras, de la importante Historia de la Literatura en Nueva Granada; colaborador infatigable en más de una docena de periódicos (La Caridad, El Iris, El Museo Literario, entre otros); y, así mismo, fundador y redactor exclusivo de las siguientes publicaciones periódicas: La Siesta (en asocio de Rafael Pombo), El Sur, La Matricaria, El Heraldo, El Mosaico, El 20 de Julio, El Entreacto, El Almanaque de Bogotá, El Hogar, La Fe (en unión de D. Miguel Antonio Caro) y Revista de Bogotá. Títulos y ejecutorias más que suficientes para que su nombre, de veras ilustre, ocupe y mantenga un sitio destacado en las páginas de nuestra historia literaria.

José María Samper, contemporáneo y amigo entrañable del ilustre escritor que ahora recordamos en magnífico ensayo biográfico nos describe así los rasgos físicos de su homónimo:

Era Vergara hombre de talla bastante más que mediana, y vigorosa y correctamente conformado; y no obstante la familiaridad de sus maneras, llanas y afables con todos, y sus instintos y hábitos inofensivamente burlones, tenía un aire muy distinguido, verdaderamente aristocrático, realzado por facciones nobles pero de suaves lineamientos, por una magnífica barba, negra como sus cabellos, abundante y graciosamente rizada, y unos ojos tan acariciadores como bellos.

Vergara y Vergara, "alma generosa, delicada y sensible", falleció en la plenitud de su vida y de su madurez intelectual el día 9 de marzo de 1872, es decir, hace cien años.

La autobiografía que nos ocupa, de puño y letra de tan sobresaliente exponente del costumbrismo colombiano, vino años más tarde a manos del presbítero José Manuel Marroquín Osorio, hijo del ex presidente Marroquín, quien la publicó — parece que por primera vez— en el número 46 de la revista Santafé y Bogotá, correspondiente al mes de octubre de 1926, de cuya publicación hemos tomado el texto que más adelante se transcribe:

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Mi autografía I

Nací el 19 de marzo de 1831 en la casa de esquina, una cuadra adelante de la Candelaria, al norte (vulgo, junto a Chiari). Soy, pues, santafereño de la cepa.

II

Escuelas . Para aprender a leer, la de doña Cerbeleona. Condiscípulos, Margarita Merizalde, mis hermanas, Ladislao y un bobo cuyo nombre no recuerdo. Sistema de educación: coroza y pellizcos de monja. Para aprender a escribir, la de don Rafael Villoria. Condiscípulos, los hijos de don Pedro Gual, los del General París, los Carrasquillas Lemas, Ignacio Buenaventura, los Morales Montenegros, Juan Crisóstomo Llano y, probablemente, Ricardo Carrasquilla.

III

Colegios . Quince días donde don Ulpiano González; tres meses en el Colegio del Rosario; seis años en el Seminario de los jesuítas; un año de San Bartolomé; y un año en clases particulares. Total ocho años, tres meses y quince días, durante los cuales aprendí a no poder ser comerciante.

IV

Aventuras . Me fui al Sur; me enamoré de Saturia el día 12 de mayo de 1851 y me casé el 12 de febrero de 1854. Quisieron darme rejo en 1850 por godo, y palo en 1860 por rojo. Me ahogué el 22 de diciembre de 1848, y me llevaron a la cárcel el 7 de marzo de 1861. V

Carrera pública . Secretario de Hacienda y luego de Gobierno en 1854 y 1855 en Popayán. Legislador provincial y jefe político. Catedrático en el Seminario y Vicerrector de la Universidad: todo esto pasó en Popayán. No hice nada bueno en todo eso; pero lo peor que hice en esa época fue admitir un desafío; enseñar gramática griega; botar al Secretario de la Universidad por un balcón, a causa de que me enfadaba; hacer un mal negocio con Sergio Arboleda, y comprar una mula resabiada que me iba matando. Congresista en 1858 y 1859; Legislador del Estado de Cundinamarca en 1859, y luego Secretario de gobierno en el mismo año. No hice nada bueno. Me acuerdo con gusto de que me escapé con maña para no firmar la Constitución de 1858, y de que salvé la vida de un hombre.

Tercera época . Fui Secretario de Gobierno de Cundinamarca en 1861. Me acuerdo con gusto de que serví a órdenes de justo Briceño, que es un corazón de oro y un gran carácter. Me pesa haber tenido correspondencia oficial como Secretario con Rojas Garrido.

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Cuarta época. Soy agente comisionista, y me aprovecho de la ocasión para avisar que me encargo junto con mi antiguo amigo y mi buen amigo Galindo, de toda clase de comisiones. Calle de Bolivia, números 3 y 5. Precio convencional.

Como se ve, hay un punto de contacto entre don Pacho López Aldana y yo: él terminó su carrera pública por botillero; y yo por mandadero.

VI

Carrera de escritor. Redacté "El Sur" en el Sur contra don Mariano Ospina en 1856; y "El Heraldo" contra él y Julio Arboleda en 1860. Me causa disgusto acordarme de ambos periódicos, porque me fregaron mucho la paciencia.

He sido cofundador de "El Mosaico", y me acuerdo con gusto desde su primera página hasta la última. VII

Obras notables . He limpiado tres potreros en El Bosque sin tener plata. Hice o reedifiqué una casita y me quedó muy a mi gusto.

Obras impresas . Versos en varios periódicos; un alegato con Murillo, a favor de los godos; Memorias sobre la Literatura de la Nueva Granada (que es lo que más quiero); artículos de costumbres, por costumbre de escribir artículos; necrologías, versos de encargo y sermones.

Obras manuscritas . "Mercedes", novela. Cuadros Políticos o "Días Históricos", desde 1849 hasta hoy. Parte del diccionario geográfico; casi todo el diccionario biográfico. Andando, dos novelas: "Un Chismoso" y "Un odio a muerte". Discurso sobre la generación del lenguaje; y otras barbaridades que tengo guardadas.

VIII

Gustos, amistades, costumbres, ambición, etc. Visito a Manuel, Ricardo, Chepe, Pepe, Aníbal, Briceño, M. Pombo, con frecuencia; de vez en cuando a Valenzuela, al Padre Alpha y Benito Gaitán. Leo a Fernán Caballero, Trueba, Chateaubriand y Don Quijote. Tomo chocolate al levantarme, fumo tabaco y cigarrillo todo el día, como manjar blanco todos los días. Quisiera morir donde jugué de niño.

IX

Carácter, cualidades, etc. Soy bonachón, sencillo, muy trabajador y muy apegado a mi familia, por una parte, entrando mis amigos entre mi familia; por otra, no sé trabajar, soy algo inconstante en mis trabajos, pasando de uno a otro sin criterio ninguno. Soy indiscreto, imprudente y cabeciduro, y al mismo tiempo no sé decir no o lo que es lo mismo, tengo debilidad de carácter. He podido corregirme de mis defectos, y no lo he puesto por obra.

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Resumen

Cuando tenga sesenta años seré todavía y no pasaré de ser un buen muchacho. Mis hijos no recibirán de mí sino el consejo de que no me imiten.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 134, Bogotá, 1º de marzo de 1972, pp. 13, 17-18.

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Silvio Villegas

El día 12 del pasado mes de septiembre falleció en esta capital el Dr. Silvio Villegas, uno de nuestros más grandes intelectuales y "uno de los hombres de más varia e intensa cultura que hayan florecido en los medios americanos", al decir de Juan Lozano y Lozano.

Silvio Villegas nació en Manizales, capital del departamento de Caldas, el 19 de marzo de 1902.

Hizo estudios de bachillerato en el Instituto Universitario de Caldas y de jurisprudencia en la Universidad Nacional de Bogotá. Desde muy temprana edad irrumpió en el campo de la política, actividad que mantuvo con entusiasmo y combatividad durante la mayor parte de su vida. Fue miembro del Concejo de Manizales, diputado a la Asamblea de Caldas, representante a la Cámara y senador de la República en diversos períodos. En alguna ocasión hizo parte de la suprema directiva del Partido Conservador, colectividad política en la que militó y desempeñó papel preponderante, principalmente como tribuno popular y orador parlamentario. Ocupó, así mismo, en varias oportunidades, algunos cargos de representación diplomática.

Poseedor de una brillante inteligencia y de una vasta cultura, Silvio Villegas sobresalió como escritor fecundo, erudito y afortunado. Dueño de una prosa artística y muy rica en imágenes, tonos y matices, dejó para la posteridad páginas realmente perdurables. Ejercicios espirituales, La imitación de Goethe y La canción del caminante son obras que persuaden la inteligencia y que de veras cautivan el espíritu. Es preciso anotar que Goethe constituyó su mayor admiración humana y su mayor predilección intelectual. Dentro del género político escribió: Imperialismo económico, De Ginebra a Rio de Janeiro y No hay enemigos a la derecha.

Alguna vez, en reportaje concedido a Juan Lozano y Lozano, le hizo esta confesión:

En la literatura, lo que más vale para mí es el acento humano. Lo único nuevo que podemos traer a un mundo tan viejo es nuestro temperamento y nuestras propias experiencias. Por eso me apasionan las autobiografías y las cartas íntimas. Poesía es todo lo que escribe uno sobre sí mismo. Lo demás es muy difícil de que valga la pena de leerse. Siempre que tengo que profundizar alguna materia leo un libro de versos.

Pero, además de lo dicho anteriormente, esta ilustre figura de nuestras letras y del mundo político de nuestro país, se distinguió como periodista de pluma ágil, combativa e infatigable. En este plano de su inteligencia dirigió con verdadera vocación y consagración: La Patria de Manizales, El País de Cali y El Debate y La

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República de Bogotá. El material de su intensa vida periodística es ciertamente valioso y considerable.

Al referirse a Silvio Villegas, el P. José J. Ortega Torres, en su importante Historia de la literatura colombiana (1935), consignó lo siguiente:

Pasarán sus editoriales y discursos políticos cuando se esfume el recuerdo de la ocasión que les dio vida y forma; pero vivirán para siempre en nuestras letras sus bellas páginas de crítica y sus panegíricos como ánforas de erudición y modelos del buen decir y del mejor pensar.

El fragmento autobiográfico que se reproduce a continuación como homenaje a la memoria de tan eminente hombre público que acaba de desaparecer, lo hemos tomado de la Obra literaria de Silvio Villegas, dada a la publicidad por Ediciones Togilber de Medellín, en 1963.

Mi vocación literaria

Mi vocación literaria nació en la casa paterna. Mi padre había estudiado filosofía y letras en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, bajo la dirección de monseñor Rafael María Carrasquilla. Aficionado a las humanidades, conocía bien el latín y el italiano. A nuestra lengua trajo, en versiones elegantemente modeladas, algunos poemas de Virgilio, de Dante y de Carducci. Su biblioteca era parva, pero selecta. Allí encontré al nacer a los autores príncipes de la antigüedad que desde entonces fueron mis lecturas predilectas: Homero, Esquilo, Sófocles, Aristófanes, Platón, Píndaro, Jenofonte, Tucídides, Tito Livio, Cicerón, Virgilio, Horacio, Ovidio, Torcuato Tasso, Leopardi, y los clásicos españoles.

A estas lecturas agregué de mi cuenta todo lo que era posible encontrar en aquellos días en una pequeña ciudad de provincia. En la Biblioteca Departamental devoré íntegramente a Shakespeare. Existía entonces en Manizales un librero radical y librepensador, don Juan Bautista López, que gustaba poner en nuestras manos los que se llamaban entonces libros prohibidos. A los quince años, además de aquellos clásicos, había leído a Renán, a Nietzsche, a Kropoptkine, a Taine, a Víctor Hugo, a Dumas hijo, a Balzac, a Gabriel D’Annunzio, a Anatole France, a Jorge Sorel, a Carlos Marx, todo el ciclo modernista español, y, desde luego, a Salgari y a Julio Verne. Mi cabeza estaba como para estallar.

Uno de los experimentos más extraños que se han hecho en la pedagogía universal es la educación de Stuart Mill, adelantada por su padre, y que aquél relata magistralmente en su apasionante autobiografía. Todo aquello es inverosímil, pero cierto.

A los tres años empecé a aprender griego. Mi recuerdo más remoto del caso es el de aprender de memoria lo que mi padre llamaba vocablos: lista de nombres griegos usuales, con su significado inglés, que escribía, para mí, en tarjetas. De gramática, hasta algunos años después, no aprendí más que las inflexiones de

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República nombres y verbos; pero después de una serie de vocablos, procedí, desde luego, a traducir, y recuerdo vagamente mis pasos a través de las Fábulas de Esopo, primer libro griego que leí. La Anábasis, que recuerdo mejor, fue el segundo. No aprendí latín hasta los ocho años. Entonces había yo leído, bajo la tutela de mi padre, algunos prosistas griegos, entre los que recuerdo todo Herodoto, la Ciropedia de Jenofonte y los Diálogos de Sócrates; algunas vidas de filósofos de Diógenes Laercio; parte de Luciano, e Isócrates. También leí, en 1813, los seis primeros diálogos de Platón...

Desde los ocho a los doce años los libros latinos que recuerdo haber leído son las Bucólicas de Virgilio y los seis primeros libros de la Eneida; todo Horacio, excepto los Epodos; los cinco primeros libros de Tito Livio —a los que, por mi amor al asunto, añadí voluntariamente en mis horas de ocio, el resto de la primera década—; todo Salustio; una parte considerable de la Metamorfosis de Ovidio; algunas comedias de Terencio; dos o tres libros de Lucrecio, varias de las oraciones de Cicerón y de sus escritos sobre la oratoria, sus cartas a Atico; tomándose mi padre el trabajo de traducirme del francés las explicaciones de Mingault. Leí en griego la Ilíada y la Odisea; uno o dos dramas de Sófocles, Eurípides y Aristófanes, aunque de éstos saqué poco provecho; todo Tucídides; las Helénicas de Jenofonte; gran parte de Demóstenes, Esquines y Licias; Teócrito, Anacreonte; parte de la Antología, Dionisos, varios libros de Polibio, y, por último, la Retórica de Aristóteles, que mi padre me hizo estudiar con especial cuidado, por ser el primer tratado que yo leía, propiamente científico, sobre un asunto moral o psicológico, y que contenía muchas de las mejores observaciones de los antiguos acerca de la vida y la naturaleza humana, resumiendo su materia en tablas sinópticas. Durante los mismos años aprendí a fondo geometría elemental y álgebra, cálculo diferencial y otras partes de las matemáticas superiores.

Cualquiera me dirá que esta disciplina, sencillamente monstruosa, es capaz de atrofiar el genio. Pero si el fruto da la medida del árbol, es preciso reconocer que muy poco se equivocó James Mill al educar a su hijo, porque nos encontramos aquí frente a una de las inteligencias mejor administradas del siglo XIX. Sabiduría, claridad, orden y método.

Contrasta este ambiente familiar y, desde luego, aquel en que nosotros fuimos formados, con el clima vital de la niñez y de la juventud de nuestro tiempo. En vez de una biblioteca de autores clásicos y modernos, el adolescente, el joven y aun el adulto se ven asediados hoy o buscan con afán las tiras cómicas, el radio, el cine y la televisión. El empeño mercantil atrofia las disciplinas desinteresadas; la civilización reemplaza a la cultura; la práctica a la ciencia. El clasicismo humanista ya nada significa para el joven actual.

La educación nuestra era intermedia entre el ascético rigorismo de James Mill y la disipación presente. No me atrevo a decidirme por ninguna. Los defectos de ambos sistemas saltan a la vista. Ya no existen en ningún país de la Tierra los gigantes que hicieron del siglo XIX y las primeras décadas del presente una de las

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épocas más extraordinarias de la literatura universal. Silva, Caro, Isaacs, Valencia no dejaron sucesores entre nosotros. En cambio, la técnica abre sus espacios ilimitados a la actividad humana, y empiezan a realizarse los sueños milenarios del hombre.

Guillermo Valencia ejerció un influjo preponderante en mi formación intelectual. En mis años de bachillerato aprendí de memoria casi todos los poemas de Ritos. En el Instituto Universitario devorábamos apasionadamente sus versos, sus artículos, sus discursos. Nos embriagaban su erudición clásica, sus cláusulas sonoras, los períodos músicos. Ellos despertaron nuestra adolescencia con rumor de campanas. Su campaña presidencial de 1918 fue para nosotros una especie de curso superior de retórica. Pasando entonces unas vacaciones en Cartagena, donde veraneaban mis abuelos, tuve el privilegio de escuchar en la plaza pública su palabra crisostómica ennoblecida por la garganta milagrosa y la figura principesca. Colérico desafió a un grupo hostil de sus adversarios políticos con la soberbia del Crinado. Hasta el fin de su vida Valencia fue mi maestro, mi preceptor de retórica, el dueño de los misterios eleusinos.

Haciéndome un homenaje que no merezco se me ha considerado como el progenitor de un movimiento literario que ha tenido su casa matriz en la capital de Caldas y que suele denominarse con el nombre de grecolatinismo.

Del tema se ocupó el maestro Rafael Maya con cierto olímpico desdén en sus lecciones de literatura colombiana.

Ante todo debo declarar que la clasificación excede en mucho mis conocimientos y mis méritos. Desconozco totalmente el griego, y apenas si tengo ligeras nociones de latín. Es claro que toda nuestra cultura, bien o mal traducida, viene de Grecia y Roma, hasta el punto de poder afirmar sin contradicción que todo el que no es un grecolatino es un bárbaro. Paul Valéry ha dicho:

Acaso lo que debemos a Grecia es lo que nos distingue más profundamente del resto de la humanidad. Le debemos la disciplina del espíritu, el ejemplo extraordinario de la perfección en todos los órdenes. Le debemos un método de pensar que tiende a relacionar todas las cosas con el hombre, con el hombre completo; el hombre se convierte para sí mismo en un sistema de referencias al cual deben poder aplicarse al fin todas las cosas.

Y Carlos Maurras agrega:

Yo soy romano en la medida en que me siento hombre. Roma significa, sin réplica, la civilización y la humanidad.

Mi parva cultura pertenece al legado cristiano-clásico que nos vino de Grecia y Roma a través principalmente de los moros que dominaron a España durante siete siglos. Lo poco que tengo de grecolatino se lo debo, además de las lecturas de la adolescencia y de la juventud, a Popayán. En la ciudad letrada se han formado

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República sucesivas generaciones caldenses que allí conocieron, mejor que yo, el milagro griego. Rafael Maya es bastante más grecolatino que yo, para perdurable gloria de su nombre. El sí tiene una sólida cultura nutrida en la savia clásica.

Mi estilo de los primeros años venía un poco de Valencia, de D’Annunzio, de Paul de Saint-Victor, del Gustavo Flaubert de Salambó. Era ciertamente más tropical que griego o romano. El amor a las formas espléndidas declinaba en una prosa barroca, recargada de palabras sonoras, de símbolos e imágenes. El comparativo "como" hacía silbar las cañas vacías produciendo un efecto que entonces me deleitaba y hoy me espanta. Grecia es la sobriedad, la divina proporción en todo. Nada más alejado de ella que el manuelino o el barroco.

En el último año de bachillerato conocí a Luis Alzate Noreña, quien ejerció una rara influencia en mi vida. Alzate Noreña era un discípulo de Amiel, un temperamento introvertido, un espíritu nocturno. Más adelantado en años que yo, había llevado una juventud amarga, había leído todos los libros y sabía que la "carne era triste". Era casi un misántropo. Yo iba hacia la luz y él hacia la sombra. Alzate Noreña me enseñó a pasearme por los caminos interiores, el amor al misterio, el sentido de la muerte. Sus escritores predilectos, además de los filósofos alemanes, eran en aquel entonces Rodenbach, Maeterlink, Swedenborg, Hebbel, Juan Federico Amiel. Amaba la medialuz, aquella hora del crepúsculo propicio a la soledad y al ensueño. Alzate me enseñó el lado doloroso de la vida. Por intermedio suyo conocí a José Eustasio Rivera y Ricardo Rendón, sus amigos del alma.

Mis años de universidad los consagré con voracidad a la lectura. En los claustros de Santa Clara, en las tertulias literarias y políticas, en las redacciones de los periódicos, conocí a mis compañeros y a mis adversarios de lucha política y a los grandes conductores de Colombia. Ante todo, a los leopardos, Eliseo Arango, Augusto Ramírez Moreno, José Camacho Carreño, Joaquín Fidalgo Hermida. Camaradas de diversos cursos y universidades fueron Gabriel Turbay, Alberto Lleras, Germán Arciniegas, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Tejada, José Mar, Hernando de la Calle, Alvaro y Camilo de Brigard Silva, los hermanos Umaña Bernal, los hermanos Lozano y Lozano, Alfonso Araújo, Rafael Bernal Jiménez y tantos hombres que han sido honor de la patria.

La República, de Alfonso Villegas Restrepo, era entonces el centro intelectual de la brillante juventud de los claustros. Allí escribían liberales, conservadores, comunistas y republicanos. En sus páginas publiqué algunos de mis primeros trabajos literarios. La sede de las grandes tertulias y de los grandes debates era "La Loma", una pensión situada en la calle 9a., entre carreras 9a. y 10, al frente del edificio que ha ocupado la Policía Nacional. La alimentación mensual se nos cobraba a doce pesos sin huevo y a quince pesos con huevo al almuerzo y a la comida. Germán Arciniegas, contertulio asiduo, ha hablado de este Areópago en uno de sus mejores libros: El estudiante de la mesa redonda. Allí la polémica era continua y grata.

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En Bogotá me consagré especialmente a la literatura francesa. Mis autores favoritos eran Hipólito Taine, Ernesto Renán, Paul Bourget, Remy de Gourmont, Huysmans, Barrès, Daudet, Maurras y los poetas simbolistas y decadentes.

Antes de escribir un artículo tenía por costumbre leer alguna página maestra de la literatura castellana o francesa, el padre Granada, Cervantes, Jovellanos, Gustavo Flaubert o Mauricio Barrès. Escribía con lentitud, totalmente consagrado a la tarea. El verbo o el adjetivo estratégicos se los arrancaba dolorosamente al tiempo, especialmente en el silencio de la noche.

Tenía plena conciencia de lo que escribía, aunque lo mejor sale siempre del subconsciente, del misterio. Conociendo superficialmente el francés, mi estilo era afrancesado, a pesar de que he buscado siempre las fuentes clásicas de nuestra lengua.

En estrecho paralelismo con la formación literaria está la educación sentimental. Mejor aún, la vida sexual. Nunca se insistirá suficientemente en todo lo que el amor carnal aporta a lo bello en la literatura y en el arte.

Las verdaderas páginas poéticas no se escriben sino en un estado de iluminación amorosa. En este campo nada se inventa; todo es preciso vivirlo. En los períodos de sensualidad se escribe mejor. No se puede ser un grande escritor sino cuando se está bajo el dominio de una pasión. Las musas, se ha dicho, son menos castas de lo que generalmente se piensa.

Amores plenos, amores frustrados, simples pasiones callejeras, todo desemboca en el estuario del estilo. Se puede tener por seguro que existieron Helena de Troya, la Armida de Tasso, Dulcinea del Toboso, la Margarita del Fausto, las Hijas del Fuego de Gerardo de Nerval, Margarita Gautier y la María de Jorge Isaacs. El verdadero estilo tiene el color de la carne. Esto es poesía. Todo lo demás es prosa. Las pocas páginas literarias que he escrito tienen un nombre de mujer. No es necesario aludir a ellas. Aun escribiendo sobre agricultura se puede poner un acento apasionado.

Lo único que perdura es lo que se escribe "con alma, con sangre, con músculo". El Padre Borges escribió esta frase autobiográficamente sugestiva: "Salomón fue el más sabio y por lo tanto el más sensual de los hombres". Lo que requiere el escritor es sangre arterial y no chorros de linfa pálida. Ya lo dijo Azorín: "Dejémonos de dar vueltas a lo que está claro: el estilo es vitalidad, a pesar de la gramática y aun a pesar de la lógica". Nadie sabe cómo se debe escribir.

Los gramáticos enseñan que las dos condiciones del estilo son: pureza y propiedad. Azorín aconseja: fluidez y rapidez. El señor Suárez pedía: luz, color y fuego. Para Ortega y Gasset las tres cualidades soberanas eran: temperatura, densidad y música. Y agregaba un poco mortificado: "Para quien estos valores sean los más altos que la prosa pueda contener, será, tal vez, El viaje a Esparta el

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Biblioteca Familiar de la Presidencia de la República libro mejor escrito que existe". La línea que me convence y apasiona es la que va de Chateaubriand a Barrès. La prosa que acaricia y que canta.

No recuerdo haber sido un alumno ejemplar en gramática castellana y nunca me he preocupado seriamente por estudiarla. Lo poco que de ella entiendo se lo debo a la lectura atenta de algunos clásicos de nuestra lengua. La gramática no es una de las condiciones maestras del estilo. Se puede escribir correctamente sin ninguna elegancia. La excesiva preocupación gramatical impide, en cambio, muchas veces, la espontaneidad en el estilo, que es su gracia y su fuerza. Conservando la sintaxis, que es el genio de la lengua, deben aceptarse todo vocablo o giro nuevos si son adecuados o expresivos. El arte del escritor no está en un vocabulario muy rico, sino en darles una cadencia o un sentido nuevo a las palabras comunes. Sin vocación profesional no se puede llegar a ser un escritor, pero no basta la vocación para llegar a serlo.

La prosa debe ser clara, directa, sencilla; secularmente no ha sobrevivido ningún escritor de los que "enturbian las aguas para parecer profundos". Antonio Azorín agrega:

La elegancia, Pepita, es la sencillez. Hay muy pocas mujeres elegantes, porque son muy pocas las que se resignan a ser sencillas. Pasa con esto lo que con nosotros, los que tenemos la manía de escribir: escribir mejor cuanto más sencillamente escribimos; pero somos muy contados los que nos avenimos a ser naturales y claros. Y, sin embargo, esta naturalidad es lo más bello de todo. Las mujeres que han llegado a ser duchas en elegancia, acaban por ser sencillas; los escritores que han leído y escrito mucho, acaban también por ser naturales. Usted, Pepita, es sencilla y natural espontáneamente. No lo ha aprendido usted en ninguna parte; el pájaro tampoco ha aprendido a cantar. Y yo, que he escrito ya algo, quisiera tener esa simplicidad encantadora que usted tiene, esa fuerza, esa gracia, ese atractivo misterioso, que es el atractivo de la armonía eterna.

Es siempre útil hacer un esquema de lo que se pretende decir; pero pensar, lo que se llama pensar, no he podido hacerlo nunca sino frente a una página en blanco.

Durante mis años de universidad publicaba ensayos literarios, pacientemente trabajados en prolongadas vigilias, en las revistas literarias de Bogotá y artículos políticos en La Crónica y El Nuevo Tiempo. Ocho días después de obtener el título de Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, en los claustros de Santa Clara, me encargué de la dirección de La Patria, de Manizales, en junio de 1924. Desde entonces he ejercido la profesión de periodista, que ha sido mi verdadera vocación, de manera casi continua. Consagrado exclusivamente a las letras, es posible que hubiera podido realizar una obra literaria de algún mérito. Pero no creo haber aportado al periodismo más de lo que debe aportar todo escritor que se respete.

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La labor del periodista puede ser menos efímera de lo que generalmente se piensa si está encaminada a formar la conciencia pública y al servicio del ideal. Una de las obras de misericordia es dar de leer al lector.

Me agradaría escribir un libro de memorias, porque todo lo que se escribe sobre sí mismo es poesía. Lo único relativamente nuevo que podemos traer a un mundo tan viejo son nuestras propias experiencias. Pero en las pequeñas comunidades humanas no es posible ser absolutamente sincero, sin provocar un escándalo, y yo no aspiro a escribir memorias de ultratumba.

Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, Nº 141, Bogotá, 1º de octubre de 1972, pp. 4-8.

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