Trafalgar. Papeles De La Campaña De 1805
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La versión original y completa de esta obra debe consultarse en: https://ifc.dpz.es/publicaciones/ebooks/id/2377 Esta obra está sujeta a la licencia CC BY-NC-ND 4.0 Internacional de Creative Commons que determina lo siguiente: • BY (Reconocimiento): Debe reconocer adecuadamente la autoría, proporcionar un enlace a la licencia e indicar si se han realizado cambios. Puede hacerlo de cualquier manera razonable, pero no de una manera que sugiera que tiene el apoyo del licenciador o lo recibe por el uso que hace. • NC (No comercial): La explotación de la obra queda limitada a usos no comerciales. • ND (Sin obras derivadas): La autorización para explotar la obra no incluye la transformación para crear una obra derivada. Para ver una copia de esta licencia, visite https://creativecommons.org/licenses/by- nc-nd/4.0/deed.es. EDUARDO LON ROMEO TRAFALGAR (Papeles de la Campaña de 1805) Institución «Fernando el Católico» (CSIC) Excma. Diputación de Zaragoza Z A R A G O Z A 2 0 0 5 Publicación número 2.520 de la Institución «Fernando el Católico» (Excma. Diputación de Zaragoza) Plaza de España, 2 50071 Zaragoza Tel. 976 28 88 78/79 [email protected] http://ifc.dpz.es © Del texto: Herederos de Eduardo Lon Romeo. © De la presente edición: Institución «Fernando el Católico». Esta edición gratuita en formato PDF recoge el texto original de 1950, digitalizado y revisado por Novalia Electronic Editions para la Institución «Fernando el Católico». Con motivo del bicentenario de la batalla de Trafalgar, se ha preparado también una reimpresión facsímil de la edición original de 1950, que puede adquirirse en la Tienda Virtual de la IFC. A la memoria del General de Estado Mayor Excmo. Sr. D. MANUEL LON LAGA, valeroso soldado, maestro en la ciencia militar y modelo de caballeros, fusilado en Madrid, el 8 de noviembre de 1936. P R Ó L O G O AUN gustando mucho del escribir, pocas veces tomé la pluma prometiéndomelas tan felices; porque, a pesar de no creer mucho en los prólogos —en mis pobres prólogos, se entiende—, el dar un abrazo al epiloguista, mi entrañable Indalecio Núñez y, además, a través, cogiendo en medio a Eduardo Lon, no es cuestión baladí. Al cabo de algunas cuartillas, es posible que no haya dicho aún nada de lo que se suele discurrir por los prólogos. Hace unos años, cuando la aparición en el campo de la biblio- grafía de lo que ha dado en decirse un libro de marina, era algo tan raro como para un coleccionista el descubrir un Greco, lo ajustado y socorrido era expresar una alborozada extrañeza ante el caso insólito y, acto seguido, descorrer la cortina del primer capítulo o, en todo caso, presentar al autor. Actualmente no ocurre ya eso; y, en verdad, no sé que es peor: si el tiempo pasado en que tan poco se escribía pensando un poco aquello de que: La mar, para los peces; … y para los ingleses, o el fárrago presente de tanta cosa precipitada o mala -o ambas cualidades a la vez- que con demasiada frecuencia nos 13 Julio F. Guillén anuncian los catálogos y de las que tan sólo se salvan las obras auténticas de erudición. De estas cosas -hablar de la mar y en ella no entrar-. puede escribir quien guste, pues a nadie le está vedado el em- barcarse en las disquisiciones de ellas; pero estimo que tan apasionantes temas no pueden ser objeto de verdadera y seria especulación, sino para aquellos que sienten la mar, aun con ese artículo femenino que, en quienes lo usamos con fruición, tiene acentos de enamorado. Un libro de esta suerte, con tan complicada mecánica en la comprensión como en el discurso, se ha de tener escrito en la cabeza mucho antes que en las cuartillas. ¡Y hay quien tiene el libro presto a publicarlo.., y carece aún de temas! ¡Cuántos, en efecto, acudieron a mi abierto rincón del Museo Naval, solicitándome algún asunto.., poco conocido aún, de él, natu- ralmente! Como todos aquellos que a las pocas semanas parían obras con esa rara habilidad del ignorante o del osado, para conseguir dejar inédito el asunto o la persona sobre los que publican cientos de páginas. Confieso que jamás tuve en mi cabeza una obra sobre Trafalgar, efemérides que conocí, como tantos otros, en mi infancia a través de los Episodios Nacionales, y que en la Geografía —desde mis primeras navegaciones en la Escuela Naval— marcaba austero, remoto, misterioso y hasta con el peligro de sus bajos «las Aceiteras» —Trafalgar, o muy a la tierra; o muy a la mar—, límite de nuestras semanales salidas en torpedero, con el 14 Prólogo prestigio de semejar la centinela del Estrecho, cual un Non Plus Ultra al revés, por oriental. Gusto de devorar legajos, más que de hojear libros; de éstos —cuya lectura pronto olvido, y me contento con dejar rastro en ellos garabateando en las márgenes como en el índice— he leído no pocos, porque abundan en uno u otro idio- ma los que total o parcialmente se consagran a la batalla en que naufragó —aun tan lejos— nuestro Imperio ultramarino; mas papeles auténticos de Trafalgar, pocos pude manosear, ya que desaparecieron del Archivo Central de Marina cuando ciertos insaciables «ratas de archivo», que Dios no habrá perdonado, dieron en querer, el uno, y escribir, como lo hizo el otro, sobre aquella jornada que costó la vida por una u otra causa a los tres cabos —Nelson, Gravina, Villeneuve— de las Armadas en liza. Así pues, por retener tan sólo y con rara memoria, en verdad, cuanto me entra en letra manuscrita, jamás podría escribir algo serio sobre tal batalla en su proceso táctico, como en sus consecuencias críticas; más, en cambio, ¡cuánto pudiera decir, incluso cotillear, de lo que aconteció después... que al- cancé a leer en los legajos que no interesaron a los aludidos «investigadores»! Trabajando en el Archivo del Ayuntamiento de Cádiz, viví, sin embargo, las horas tristes y sublimes de la batalla; aquel 21 de octubre, como jueves que era, hubo reunión del Cabildo, y el escribano de él, en breves líneas del acta tuvo la habilidad de despertarme una inefable emoción. Los cañonazos se oían y hasta la humareda de la acción se observaba, desde las torres-miradores que, en Cádiz, hacen creer que las casas, con hambre de ver arribarlas flotas de Indias, quedaron de pun- tillas, y hasta desde la muralla del Sur, que decían «del Ven- daval», y que mira hacia Barbote y Veger, los pueblos rientes, 15 Julio F. Guillén luminosos y pulcros de cal, cuyas mujeres —como un presa- gio— iban y van siempre enlutadas: las tapadas. Debían de entrar y salir gentes y mandados en la Sala Capitular, cuyos sillones ocupaban buen cuento de marinos reti- rados: Huartes, Figueroas y Villavicencios, mientras por los demás corría sangre marinera, porque Cádiz... aun era Cádiz. De fijo que todo el pueblo palpitaba en lo alto de azoteas y miradores, y hasta, a buen seguro, las monjitas de Santa María —que ya tenía en su clausura el gracioso y enorme mascarón de navío que representa a Nuestra Señora— disputarían infantilmente entre ellas para conseguir mirar por el único «cata-lejos» que había en el convento, y que es fama que siempre aparecía curioseando el horizonte por un roto de la celosía más alta, como si fuese un amenazador cañón. Poco trataron en este jueves 21 de octubre de 1805 los caballeros Regidores de la «Tacita de Plata)) que una semana más tarde acordarían acudir en «forma de Ciudad)) y con la acostumbrada ceremonia —porque en Cádiz se hilaba delgado en punto a esto— a la Santa Iglesia Catedral al epílogo de funerales por las víctimas; después, y en legacía, acudirían varios a interesarse por las heridas del Señor Don Federico Gravina, que comenzaba a salirse de este mundo en la alcoba de su palacio, frente a las gradas de aquélla. Más tarde, nuevo acuerdo de concurrir al entierro en San José extramuros; y al correr de algunos años, estando en Cádiz el Señor Nuncio Don Pedro Gravina, hermano del glorioso extinto, concurrencia a la consagración de la Iglesia del Carmen —en la Alameda— y consecuente traslado allí del cadáver de Don Federico, aun intacto porque lo metieron en caja de plomo y, como los pájaros que enviaba' desde el Paraguay Don Félix de Azara para el Gabinete de Historia Natural, en aguardiente. 16 Prólogo Más que crítico, soy investigador; y más que historiador, me apasiona el «cotilleo»; pero, en verdad, en verdad, que gustaría ahora de hacer comentarios y deducir consecuencias... Borrachera de derrota fue, en efecto, nuestra política marítima —¿pero hubo política?— posterior; se nos subió a la cabeza Trafalgar, y ciertamente que a España le dió triste...; y aun olvidó. Los legajos que he visto en Marina, estremecen; si el combate pude vivirlo por el conjuro de unas líneas, lo que pasó después por las covachuelas de Madrid, lo alcancé también a vivir con tristeza. Por una parte, ascensos a quienes no habían asistido a la jornada —alguno incluso a Capitán General—; por otra, de- negaciones de pensiones y hasta de «tocas» a huérfanos y a viudas de quienes habían salido a la mar y a la muerte con docenas de pagas, atrasadas en navíos que, para no desmerecer con la concurrencia francesa, habían pintado sus comandantes, ya que no de su faltriquera, empeñándose. Y, aquesta es Castiella. Una de las solicitantes era una Ruiz de Apodaca, recién casada, y ya viuda de un Brigadier que había ilustrado por todos los mares la Ciencia y la Geografía: mandó el San Juan Nepomuceno, y se llamó, como sabéis, Don Cosme Damián de Churruca..